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Richard Jenkyns

I. EL LEGADO DE ROMA

La idea misma de este libro es un legado de Roma, ya que los romanos fue-
ron el primer pueblo que convirtió la herencia de otra cultura en la base de su
propia civilización. Todo el arte y la literatura de Roma se desarrollan a la
sombra de Grecia. Sus poetas proclaman este hecho: la Grecia cautiva capturó
a su rudo conquistador y llevó el arte al rústico Lacio, dice Horacio (Epístolas,
2, 1, 156 y ss.). El más grande de los romanos hizo del peso abrumador de la
cultura griega el centro de su obra maestra: hacia la mitad de la Eneida Virgi-
lio hace que la sombra de Anquises anuncie desde el Elíseo a los romanos, aún
no nacidos, que serán siempre inferiores en algunas de las artes y ciencias más
nobles: «Excudent alii spirantia mollius aera ...». Otros —es decir, los grie-
gos— alcanzarán la más alta perfección en escultura, oratoria y astronomía;
por su parte, los romanos destacarán en las artes, más severas, de la conquista
y el buen gobierno (Eneida, 6, 847-853; cf. infra, p. 128). Los poetas alar-
dean de originalidad, pero de una forma curiosamente deferente: «Soy el pri-
mer romano que imita a tal o cual poeta griego». Horacio declara haber sido
el primero en presentar a Arquíloco y Alceo a los latinos; Virgilio afirma que
su musa fue la primera que jugó con el verso siracusano (es decir, a la mane-
ra de Teócrito); Propercio se autoproclama el Calimaco romano.
Por ello se ha dicho a veces que los romanos fueron esencialmente un
pueblo imitador, y que su papel principal en la historia de la civilización
europea fue el de conducto a través del cual la cultura griega pudo llegar has-
ta la era cristiana. Irónicamente, este punto de vista es una herencia de los
romanos, en el más sabio de los cuales encontramos una sutil mezcla de or-
gullo y modestia. Todo el mundo les concede grandeza militar (aunque esta
admisión va frecuentemente acompañada de una condena moral); pocos nie-
gan la gran calidad de su poesía, y en general se reconoce que sobresalieron
en ingeniería, jurisprudencia y en el sistema de alcantarillado. Algunos les
concederían poco más. En pleno auge de la «grecomanía», en 1821, Shelley
escribió en el prefacio a Helias;
Todos somos griegos. Nuestras leyes, nuestra literatura, nuestra religión,
nuestras artes tienen sus raíces en Grecia. Sin Grecia, Roma, la maestra, la con-
quistadora, la metrópoli de nuestros antepasados, no habría difundido con sus
armas la ilustración, y seríamos aún salvajes e idólatras, o, lo que es peor, po-
dríamos haber llegado a un estado de institución social tan estancado y mise-
rable como el de China y Japón.

Esta declaración da cierto valor a las armas y a la instrucción romanas, pero


sólo como medio de extender la ilustración griega. En nuestro siglo Arnold
Toynbee ha considerado la civilización romana como una simple subespecie
del helenismo, la continuación de la cultura griega bajo los auspicios de un
estado universal.
Podemos, pues, preguntamos por la variedad y amplitud de la aportación
romana. Es preciso tener una respuesta si pretendemos estudiar el alcance de
la influencia de Roma en los siglos posteriores. Pero antes debemos consi-
derar lo que entendemos por influencia. Podemos distinguir tres tipos:

Influencia básica: la fuente es base o condición necesaria para lo influi-


do. La arquitectura renacentista es inconcebible sin modelos clásicos, o el
Paraíso perdido sin la tradición épica clásica.
Influencia auxiliar: la fuente no es propiamente la base, sino que propor-
ciona apoyo o coherencia. Probablemente las tragedias de sangre inglesas no
habrían sido muy distintas sin Séneca, pero resultan senequistas al tomar con-
ciencia de este autor como posible modelo. En la Inglaterra de los siglos xvn
y xvm encontramos actitudes sociales y políticas basadas sin ninguna duda
en la historia y en la sociedad inglesas, pero que pueden haber sido confor-
madas o estabilizadas por el neoestoicismo o por un conocimiento de la filo-
sofía ciceroniana.
Influencia decorativa', la fuente proporciona una elegancia superficial o
bien el pretexto o punto de partida, que podría haberse buscado casi con la
misma eficacia en otra parte. En el siglo xvm, las citas clásicas en la Cá-
mara de los Comunes eran la prueba de que el orador había disfrutado de la
educación de un caballero, pero en sí mismas no eran más que una forma
convenida de alarde cultural. Cuando Tiépolo pinta a Marco Antonio y
Cleopatra en las paredes del Palazzo Labia de Venecia recurre a la historia
romana, pero si no hubiera dispuesto de ésta habría encontrado seguramen-
te un tema similar en otro lugar, y de hecho vistió a sus personajes con una
alegre indiferencia hacia la arqueología.

Estas distinciones son algo toscas y rápidas, y los límites entre ellas in-
ciertos, pero pueden ser útiles como guía.

Los romanos fueron el único pueblo que logró unificar la totalidad del
litoral mediterráneo bajo una sola autoridad y mantener su imperio duran-
te siglos, lo que constituye uno de los hechos más notables de la historia.
Quizá no sea muy útil adoptar una actitud moral ante esto. Hasta hace muy
poco ha sido casi una ley de la naturaleza humana que cualquier estado lo
suficientemente fuerte para hacerlo haya extendido su poder territorial (y
resultaría una imprudencia suponer que dicha ley haya sido derogada); cen-
surar a los romanos por su carrera de conquista es como culpar a la lluvia
por ser húmeda. La esclavitud es un baldón para el mundo grecorromano,
pero también para otras sociedades antiguas, y, cuando menos, es mejor es-
clavizar a los prisioneros de guerra que cegarlos o empalarlos. No se gana
mucho con preguntarse si la existencia de la esclavitud hace que los grie-
gos y los romanos fueran buenos o malos para su época. Por lo menos los
romanos estaban más dispuestos que los griegos a liberar a sus esclavos. Se
ha querido que lamentemos la pérdida y frustración de talento que revela
el hecho de que entre todos los fragmentos literarios de la Antigüedad no
haya nada escrito por un esclavo siendo esclavo. En cierto sentido esto es
verdad, pero esconde que Terencio, Epicteto y Livio Andrónico, el primer
poeta latino, fueron esclavos a los que sus amos liberaron; además, debe-
mos la supervivencia de la correspondencia de Cicerón a su liberto Tiro, y
las obras de Horacio al desconocido que liberó al padre del poeta y le dio
la oportunidad de enriquecerse lo bastante como para dar a su hijo una bue-
na educación.
La crucifixión, el método romano de ejecución judicial, era una repug-
nante forma de tortura lenta, y la arena convirtió el sadismo de las masas en
una institución social; en este aspecto, y en algún otro, los romanos eran
más desagradables que los griegos. Pero en general resulta vano intentar
medir los beneficios de la Pax Romana frente a la opresión del poder. Sa-
bemos mucho acerca de las crueldades y corrupciones del gobierno romano,
pero quienes lanzan sus invectivas contra los romanos por ello les hacen,
en dos sentidos, un ambiguo cumplido. En primer lugar, mucho de lo que
sabemos sobre el abuso de poder de los romanos procede de ellos mismos;
al menos tenían un ideal de buen gobierno. No sabríamos nada del infame
Verres si Cicerón no lo hubiera acusado, ni de la usura del noble Bruto en
Cilicia si Cicerón, escandalizado, no lo hubiese descubierto. Puede que los
romanos no hayan vivido de acuerdo con su importante papel, pero la hipo-
cresía es, cuando menos, el tributo del vicio a la virtud; si intentamos ima-
ginar la existencia de autocrítica por parte de un asirio o de un azteca ten-
dremos poca suerte. En segundo lugar, si sentimos indignación hacia los
romanos es porque los juzgamos según nuestras propias reglas. Por lo ge-
neral se acepta la otredad de los griegos clásicos, mientras que persiste la
sensación (normalmente inconsciente) de que los romanos se parecían más
a nosotros. Este sentimiento es evidente sobre todo en la crítica de la poe-
sía romana; es sorprendente cuántos eruditos siguen suponiendo que Catulo
y Ovidio, incluso Virgilio y Horacio, comparten el punto de vista de una de-
mocracia liberal moderna. Tal vez debemos decir lo siguiente: debido a que
la cultura romana, de hecho, es en muchos sentidos humana y «moderna»
y nos habla a través de los siglos de un modo que podemos comprender y
apreciar, nos resulta difícil entender lo muy diferente que es de la nuestra.
Y esto es un tributo a su éxito.
Los griegos nos proporcionaron el lenguaje de la teoría política —de-
mocracia, monarquía, tiranía, etc.—, pero los romanos han tenido una in-
fluencia mayor en la práctica política. Esencialmente nos legaron dos mo-
delos: la constitución mixta, en sus etapas media y final, de la república y
lo que podemos denominar cesarismo. (Un posible tercer modelo sería la
supuesta frugalidad y austeridad de la primitiva república romana, pero aun-
que esto impresionó a los pensadores políticos y sociales, especialmente
desde el Renacimiento hasta el siglo xvm, parece ser más bien una cuestión
de actitud ética y tiene poco contenido específicamente político.)
Hasta la caída de la república en el siglo i a.C., Roma estuvo gobernada
por aristócratas; no se trataba de una casta, sino de un grupo grande y flui-
do que consentía la admisión de nuevos miembros en su seno. Los cargos
públicos eran elegidos por un año, y la elección se efectuaba mediante un
complicado sistema en el que todos los ciudadanos teman derecho a partici-
par. Observadores griegos como el historiador Polibio, que admiraba el sis-
tema de gobierno romano, lo describieron como una «constitución mixta»,
y romanos como Cicerón, siempre dispuestos a alabar la sabiduría de sus
antepasados, recogieron el cumplido, congratulándose de poseer un sistema
idealmente equilibrado que evitaba aquellos extremos de democracia y oli-
garquía que habían debilitado a Grecia.
Hasta hace muy poco se solía considerar esto como un tópico: en reali-
dad la república era una oligarquía y los elementos supuestamente democrá-
ticos estaban fosilizados o eran ficticios. Pero recientemente los historiado-
res han concedido más importancia a los elementos democráticos: los cargos
eran ocupados por elección popular, y la clase gobernante tenía que solicitar
el favor de los votantes. En este sentido, existe cierta similitud verdadera en-
tre la república romana y la forma de gobierno representativo que se desa-
rrolló en Gran Bretaña durante los siglos xvn y xvm, donde la clase dirigen-
te era elegida para el Parlamento por un limitado pero significativo sufragio
público. Mientras la mayor parte del continente seguía siendo absolutista, los
observadores extranjeros dieron cuenta del carácter romano de las institucio-
nes británicas. Todavía en 1851 un noble italiano le decía a Nassau padre:
«Cuando leo las cartas de Cicerón, tengo la impresión de estar leyendo la co-
rrespondencia de uno de vuestros estadistas. Todos los pensamientos, los
sentimientos, las expresiones, son ingleses». A la inversa, para los políticos
era natural pensar en términos ciceronianos: «otium cum dignitate es mi ob-
jetivo», dijo lord Chesterfield a su hijo tras dimitir (carta del 9 de febrero de
1748). Cuando lord Holland quiso elogiar la ilustración de un estadista espa-
ñol, observó que sus principios podían compararse con «los de Cicerón y
mister Fox».
Sería absurdo afirmar que la historia de Inglaterra ha estado determina-
da por el modelo romano; sin embargo, las ideas tienen tanta influencia en
el proceso histórico como las presiones sociales y las pasiones sectarias. El
Renacimiento italiano había desarrollado una teoría de «humanismo cívico»
basada en Cicerón, Séneca y Tito Livio. Los Discursos sobre Tito Livio de
Maquiavelo inspiraron la Commonwealth o f Oceana de James Harrington,
escrita durante el protectorado de Cromwell, y pasaron de estas fuentes al
pensamiento político del siglo xvm, reguladas por una constitución mixta.
Y no sólo hemos de pensar en la teoría política, sino también en un con-
cepto conformado por una educación clásica. Los oradores, poetas e histo-
riadores latinos están en la mente de los políticos del siglo xvm; su forma
de pensar es inconscientemente senatorial. Es difícil rastrear una influencia
cuando ha sido tan absorbida como ésta, pero parece razonable afirmar que
la constitución mixta de la república romana ha tenido una influencia bási-
ca en la teoría política y al menos una influencia auxiliar en la práctica po-
lítica.
El otro modelo político proporcionado por Roma es el «cesarismo». La
misma palabra César, originariamente un apelativo familiar, llegó a conver-
tirse en un talismán. Todavía a principios de este siglo había tres gobernan-
tes que llevaban el título de césar: el shah de Persia, el káiser de Alemania
y el zar de Rusia. De hecho, durante 2.000 años, hasta 1978, hubo, más o
menos sin interrupción, un «césar» gobernando en algún lugar del mundo. La
importancia del legado de Roma radica en este caso no en la creación de una
monarquía, ya que naturalmente había habido muchos imperios monárquicos
antes, sino en la combinación del absolutismo con un sistema legal altamen-
te evolucionado. Quienes busquen en las leyes romanas algo parecido a los
«derechos humanos» quedarán decepcionados, pero como sistema para regu-
lar la familia, la propiedad y las relaciones entre la gente es formidable.
Pero más importante aun que la jurisprudencia fue el concepto romano
de ciudadanía. Disraeli decía que su esposa era una criatura encantadora,
pero que no podía recordar nunca quiénes iban primero, si los griegos o los
romanos. Menos probable aún es que se hubiera preguntado por qué habla-
mos de griegos y romanos en lugar de griegos e italianos. Esta costumbre
refleja la de los propios romanos (cuando Virgilio habla de Augusto diri-
giendo a los itálicos hacia la batalla de Actium y sacrificando a los dioses
itálicos pretende sorprender a sus lectores). «Romano» era un término jurí-
dico, y cualquiera, fuera cual fuese su raza, podía llegar a ser ciudadano ro-
mano (es curioso que ninguno de los poetas romanos fuera, que sepamos,
nativo de Roma). Esto constituía una medida notablemente liberal, y como
tal asombró a los mismos griegos: ya en el siglo III a.C. el rey Filipo V de
Macedonia fue informado de que los romanos eran tan liberales otorgando
la ciudadanía que se la concedían incluso a los antiguos esclavos. Algo de
la indignación provocada en la época actual por el imperio romano presu-
pone una especie de nacionalismo del cual carecía hasta extremos sorpren-
dentes la mayor parte del mundo romano. Se ha supuesto (por ejemplo) que
un caballero britanorromano del siglo n d.C. sentiría la misma clase de re-
sentimiento hacia la dominación extranjera que un indio culto de la época
de Gandhi. Pero la Britania romana no era simplemente una sociedad de
celtas gobernada por itálicos. Da la casualidad de que uno de los primeros
gobernadores era de origen bereber; en Britania los negros empezaban su
carrera política por el nivel superior. En la propia Roma, los no itálicos al-
canzaban posiciones de poder ya en el siglo i d.C.
La combinación de autocracia, derecho y la idea de una ciudadanía uni-
versal iba a influir profundamente en la experiencia europea. El sentimiento
que, mucho después de la caída del imperio occidental, conservaba Europa
de que en cierto sentido Occidente compartía la ciudadanía de una cultura
común, se debía seguramente a algo más que a su herencia de la literatura
y la lengua latinas; derivaba en parte de la naturaleza del propio imperio
romano. Puede ser que los efectos subterráneos de este legado fueran más
significativos de lo que parece, pero estas manifestaciones extemas son ya
bastante notables. La idea de un imperio cristiano comienza con Constanti-
no; unos cinco siglos más tarde la coronación de Carlomagno por el papa
inauguró un «imperio romano» que iba a durar, al menos nominalmente, mil
años. «Sacro Imperio Romano» puede parecer un extraño nombre para una
federación germánica, pero el sarcasmo de Voltaire de que ni era sacro ni ro-
mano ni un imperio, olvida el antiguo significado de «romano» y de impe-
rium, aún vigente en época de Carlomagno. En Oriente los bizantinos man-
tuvieron un «imperio romano» hasta la caída de Constantinopla en 1453 (de
hecho, la mayor parte de la Historia de la decadencia y caída del imperio ro-
mano de Gibbon está dedicada a épocas y lugares que actualmente no califi-
caríamos de «romanos»). Aun siendo griegos, se llamaban a sí mismos ro-
manos, rhomaioi, porque se sentían herederos de una tradición común, a la
vez clásica y cristiana. En Turquía, hasta hoy día, un griego es un rum.

Quizá los dos procesos que distancian más el mundo clásico de la Euro-
pa moderna son el ascenso del cristianismo y la desaparición de la esclavitud
(si se sitúa el nacimiento del mundo moderno en el siglo xvi, los cambios
tecnológicos de los últimos doscientos años no entran en consideración); la
conexión, si la hay, entre estos dos aspectos sigue siendo tema de fuertes
controversias. Ambos procesos derivan de la propia Antigüedad. Tradicio-
nalmente, lo clásico y lo cristiano han estado separados: Pablo de Tarso, un
ciudadano romano que escribió en griego en el siglo i d.C., no es un autor
clásico; Luciano, nacido un siglo después en la zona más recóndita de Ana-
tolia, sí. Esta convención es en parte justificada -—ya que los judíos estaban
en cierto modo marginados— y en parte arbitraria; resulta refrescante des-
cartarla de vez en cuando y considerar el Nuevo Testamento como una co-
lección de textos clásicos. Incluso si aceptamos esto, la Roma clásica tiene
una importancia fundamental en la historia cristiana por varios motivos.
El más simple es que la Pax Romana dio lugar a un mundo razonable-
mente estable y políticamente unificado en el que pudo surgir el cristianis-
mo. Según otro punto de vista más complejo, podemos suponer que la evo-
lución de la cultura romana había creado un vacío que el cristianismo supo
llenar. La religión romana no tema nada que ofrecerle al espiritualmente
hambriento: carecía de contenido moral o teológico, y era incapaz de evolu-
cionar o de adaptarse; en medio de una civilización sofisticada y helenizada,
siguió siendo obstinadamente primitiva. Las escuelas filosóficas ofrecían
sistemas morales y teóricos acerca de cómo había sido creado el mundo; a
veces incluso reunían a los fieles en una especie de iglesia, pero no tenían
una verdadera teología, ni una vida mística o sacramental. El culto a Isis o a
Mitra ofrecía sacramentos e iniciaciones, pero no un sistema de creencias co-
herente ni una base para el desarrollo moral y espiritual. Sólo el cristianismo
combinaba a la vez los atractivos espirituales de la filosofía y del culto de
misterios: iniciación, sacramentos, código moral, sistema dogmático y una
ecclesia en la que rendir culto junto a otros creyentes. El triunfo del cristia-
nismo sigue siendo uno de los procesos históricos más misteriosos, pero al
menos se puede decir que no tenía un rival serio en el mundo romano.
Quizá la Roma clásica influyó también en la doctrina cristiana: es más fá-
cil rastrear la idea del purgatorio en la Eneida que en la Biblia. Con toda se-
guridad afectó a la liturgia: las colectas, por ejemplo, siguen un modelo clási-
co de oración: primero (a) se invoca al dios bajo un título, después (b) viene
una aretalogía (relación de las virtudes del dios), y por último (c) una súpli-
ca. Así en la colecta del Miércoles de Ceniza del Book of Common Prayer:

(ia) Dios todopoderoso y eterno, (b) que no detestas nada de lo que has
creado, y perdonas los pecados de todos los penitentes: (c) crea en nosotros
corazones nuevos y contritos ...

La diferencia está en que lo que ahora se pide es santidad, no un beneficio


material.
Y, por supuesto, Roma afectó al carácter de la propia Iglesia. Si pasamos
directamente de la lectura de los Evangelios a contemplar la Iglesia históri-
ca, una monarquía absoluta con base en Roma, debemos admitir que esta
evolución no fue evidente. A su debido tiempo, los papas asumieron el títu-
lo del más alto sacerdocio romano, «pontifex maximus». En él no hay con-
tenido teológico: no existe continuidad entre la religión pagana de Roma y la
nueva fe. El cargo de pontifex maximus había sido, de hecho, una distinción
más política y social que espiritual; Julio César y Augusto lo habían osten-
tado, y para los papas el verdadero significado del título estaba en procla-
marse herederos de César. En comparación, el poder temporal del papado era
una cuestión menor; la contribución crucial de la Roma clásica a la historia
de la Iglesia en la Edad Media, y posteriormente, radica en la pretensión de
los papas, basada en la idea de una romanidad que trascendía las fronteras
geográficas, de ejercer su autoridad sobre la política de los emperadores y
otros reyes temporales. La idea de la Cristiandad es en sí misma, en parte, un
legado de Roma.

«Excudent alii ...» Los romanos tardaron en dedicarse a las artes visuales,
y en cierto modo es justo el lamento de Roger Fry de que «no existe nada en
la historia del arte, salvo el primer siglo de los Estados Unidos, como la indi-
gencia artística de la cultura romana primitiva». En escultura, sobresalieron en
el retrato; por lo demás, sus mejores obras, como el Ara Pacis de Augusto,
apenas pueden ser consideradas como de segunda fila. Muchas de ellas, de to-
dos modos, fueron realizadas por griegos. Una gran cantidad de esculturas
grecorromanas eran copias de originales griegos más antiguos. El Apolo Bel-
vedere, reconocido ahora como una copia, fue considerado desde el Renaci-
miento hasta el siglo xvm, e incluso después, como la más bella estatua jamás
realizada. La desestimación que desde entonces han sufrido el Apolo, la Ve-
nus de Médicis y otras esculturas representa quizá la mayor caída en desgra-
cia de la historia del gusto, pero por supuesto fue enormemente importante su
influencia en el desarrollo de la escultura europea. También influyeron de for-
ma fundamental en la historia de la pintura por su contribución a convertir el
desnudo en un tema central a partir del Renacimiento.
En lo que respecta a la arquitectura el panorama es diferente. Los roma-
nos tomaron algunas de sus formas más o menos directamente de los grie-
gos, pero también fueron altamente innovadores. La arquitectura griega era
arquitrabada, es decir, basada en un tipo de construcción con pilares y dintel;
los romanos desarrollaron la arquitectura abovedada, basada en el arco de
medio punto y la bóveda. Los mayores logros de la arquitectura romana son
posteriores al cénit de la prosa y la poesía y han sido a veces poco valorados
por una cultura posterior en la cual la base de la educación ha sido literaria,
pero las termas imperiales fueron diseñadas con una imaginación pareja a su
escala, y el Panteón se cuenta entre los edificios más importantes del mun-
do. Las primeras iglesias cristianas de Roma y de Ravena muestran el tipo
constructivo romano tradicional, la basílica, adaptada a nuevos propósitos
con constante inventiva, y son de carácter inequívocamente «tardío», no
«medieval temprano». Roma dio origen a gran parte del vocabulario básico
utilizado en el Renacimiento y posteriormente: por ejemplo, el orden toscano,
la superposición de distintos órdenes, uno sobre otro, la sucesión de arcos de
medio punto dentro de una línea de columnas (todo esto puede observarse en
el Coliseo).
La influencia de Roma en la arquitectura renacentista es indudable; su in-
fluencia en edificios medievales es un poco menos obvia. Se suele conside-
rar que la arquitectura románica del norte de Europa no debe a Roma más
que el arco de medio punto y su nombre moderno. La catedral de Durham es
la Ilíada de estos edificios, la suprema expresión en la arquitectura occiden-
tal de la idea del poder, pero no es clásica en absoluto. En España y en el sur
de Francia, sin embargo, la impresión es diferente. A menudo los capiteles
derivan del orden corintio; a veces, incluso cuando lo grotesco medieval ha
suplantado al espíritu clásico, persisten los principios clásicos del diseño, y
encontramos la cabeza de un hombre, un animal o un monstruo cuidadosa-
mente colocada en los extremos superiores, en el lugar que ocupaban las vo-
lutas del orden corintio. En ocasiones, como en Aulnay, en el Saintonge, no
sólo los capiteles siguen el modelo romano, sino también las basas, y hay
una arcada ciega en la parte exterior de la iglesia que es manifiestamente clá-
sica en espíritu y proporciones. Algunas de estas cualidades pasaron al pri-
mer gótico del norte de Francia; uno se siente tentado a afirmar que Suger
redescubrió en Saint-Denis el arte romano abandonando el románico. Ciertas
obras románicas del sur dan a veces la impresión de que no ha habido rup-
tura de la continuidad con la Antigüedad: el pórtico de Saint-Gilles-de-Pro-
vence sigue el modelo de un arco de triunfo romano, y algunos de los relie-
ves escultóricos de Saint-Semin, en Toulouse, poseen la muda gravedad del
arte tardorromano. También el románico italiano se basa con frecuencia en
fuentes clásicas, y no es sorprendente encontrar columnas antiguas reutiliza-
das en edificios construidos mil años después, como en San Miniato, en Flo-
rencia. Más tarde aún, Brunelleschi recurre al románico toscano al tiempo
que descubre la arquitectura clásica (véase infra, pp. 307-308), y así Roma
tendrá una doble influencia, directa e indirecta, en la aparición del Renaci-
miento florentino; es quizá esta mezcla de fuentes lo que confiere a la obra
de Brunelleschi su peculiar combinación de frescura y autoridad.

Pero el legado de Roma, aunque importante en las artes visuales, radica


sobre todo en la palabra. Una gran parte de esta herencia ha sido el propio
latín, base de las modernas lenguas romances y con una compleja influencia
sobre el inglés. Los anglosajones habían tomado ya una buena cantidad de
palabras del latín antes de su emigración a Bretaña; este es el origen de pa-
labras de uso corriente como mat, pit, pin, pipe, sack, sock, cup, beer, butter
[«estera», «pepita», «alfiler», «pipa», «saco», «calcetín», «copa», «cerveza»,
«mantequilla»]. Tras la emigración adoptaron más términos: cat, cook, chest
[«gato», «cocinero», «pecho»]; etc. Después de la conquista normanda pene-
traron muchas más palabras procedentes del francés, la mayoría durante los
siglos XIV y XV, cuando el inglés se convirtió en una lengua oficial y litera-
ria. El mismo francés había adquirido muchas palabras latinas en dos etapas,
la primera directamente del latín vulgar y posteriormente a partir de la len-
gua escrita, y el inglés heredó muchos de estos «dobletes etimológicos». Así
las parejas frail y fragile [«frágil»], ransom y redemption [«redención»],
poor y pauper [«pobre»] derivan de un original latino (fragilis, redemptio,
pauper). En consecuencia, el inglés tiene una vasta provisión de palabras con
una inigualable gama de matices (weak no es exactamente lo mismo que
frail, ni fragile es igual que breakable) [«frágil»] y variaciones de tono (es-
téticamente fragile y redemption recuerdan más al latín que frail y ransom).
La mayor parte del vocabulario abstracto inglés deriva del clásico, y está
más cerca de las lenguas romances que del alemán. De una forma menos evi-
dente, el elemento latino sigue aumentando en la lengua cotidiana de nuestro
tiempo: si examinamos parejas como lessen/reduce [«disminuir»], wholly/to-
tally [«totalmente»], choice/option [«elección/opción»], vemos que el término
latino está eliminando al otro, y hay muchos casos similares. La principal in-
fluencia germánica en el inglés moderno radica, paradójicamente, en la for-
mación de palabras y en la construcción de frases, y procede de los Estados
Unidos (uplifi [«inspiración»], ongoing [«que continúa»], «Said White House
spokesman Ziegler ...»). El uso reiterado de estas formas latinas no tiene una
buena acogida; en efecto, una gran parte de la literatura actual es monótona y
áspera por la sencilla razón de que constituye un indigesto amontonamiento
de sustantivos, verbos y adjetivos de origen clásico, con unas cuantas prepo-
siciones y conjunciones supervivientes de origen anglosajón. George Orwell
lo señaló hace muchos años (en su artículo «Los políticos y la lengua ingle-
sa») mediante la «traducción» de un pasaje del Eclesiastés al «inglés moder-
no». Este es el texto bíblico en inglés:

I returned and saw under the sun, that the race is not to the swift, nor the
battle to the strong, neither yet bread to the wise, nor yet riches to men of un-
derstanding, nor yet favour to men of skill; but time and chance happeneth to
them all.*
[Vi además que bajo el sol no siempre es de los ligeros el correr ni de los
esforzados la pelea; como también hay sabios sin pan, como también hay dis-
cretos sin hacienda, como también hay doctos que no gustan, pues a todos les
llega algún mal momento.]

Y esta la versión en inglés moderno de Orwell;


Objective considerations of contemporary phenomena compels the conclu-
sion that success or failure in competitive activities exhibits no tendency to be
commensurate with innate capacity, but that a considerable element of the un-
predictable must invariably be taken into account.
[La consideración objetiva de fenómenos contemporáneos lleva a la con-
clusión de que el éxito o el fracaso en actividades competitivas no tiende a
estar en proporción con la capacidad innata, sino que invariablemente hay
que tener en cuenta una parte considerable de elementos imprevisibles.]

«Una parodia, aunque pequeña», señala Orwell, y estamos de acuerdo con él.
También observó que este tipo de lenguaje es un instrumento político utili-
zado para suavizar el duro filo de la crueldad y el engaño. Y un borbotón de
palabras latinas puede permitirle a uno decir casi nada durante frases enteras.
Una educación clásica tiene la ventaja de proporcionar un oído más fino para
estas cosas.
La solución no es preferir en lo posible palabras anglosajonas, porque po-
dría ser contraproducente para el idioma. Cuando Cranmer escribió Book o f
Common Prayer intentó otorgar a la liturgia ritmo y dignidad, en una lengua
con muchas menos palabras polisilábicas que el latín, mediante la unión de

* En este capítulo, y a diferencia del resto de la obra, se ha optado por dar en el texto .
las citas en inglés con su correspondiente traducción castellana a continuación para que el lec-
tor pueda seguir cómodamente las comparaciones lingüísticas que hace Jenkyns. En los de-
más capítulos, en general, se ofrecen las citas traducidas en el texto y el original inglés en
nota. (N. del e.)
parejas de sinónimos; en general equilibra una palabra anglosajona con otra
de origen clásico. Podemos comprobarlo volviendo a la colecta del Miércoles
de Ceniza: «create and make in us new and contrite hearts ... lamenting our
sins and acknowledging our wretchedness ... perfect remission and forgive-
ness ...». En efecto, la prosa inglesa alcanza con frecuencia su máxima altu-
ra cuando logra el equilibrio entre palabras germánicas y latinas, y esto es así
incluso en épocas más «clásicas» que la nuestra. Los escritores del siglo xvm
estaban impregnados de los historiadores y oradores romanos; el latín es de-
masiado distinto de nuestra lengua para que los escritores romanos hayan
ejercido algo más que un efecto casual sobre el estilo de sus admiradores in-
gleses, pero al menos deben haber transmitido la idea de lo que los eruditos
alemanes del siglo xix iban a denominar Kunstprosa, el arte de la prosa. La
prosa latina concedía especial atención a la cláusula, el ritmo al final de la
frase, y vemos la misma clase de preocupación por la cadencia en los me-
jores escritos de los clasicistas ingleses. Los mismos ritmos de Gibbon si-
guen frecuentemente el latín; así dos oraciones consecutivas de su Decaden-
cia y caída (capítulo 28) terminan con el esquema - uuu - u- [-: sílaba lar-
ga; u: sílaba breve], ritmo favorito de Cicerón:
... the thunder was still silent, and both the heavens and the earthconti-
nued to preserve their accustomed order and tranquillity.
... and the limbs of Serapis were ignominiously dragged through the
streets of Alexandria.

[... el trueno guardaba aún silencio, y tanto los cielos como la tierra se-
guían conservando su acostumbrado orden y tranquilidad.]
[ . . . y los miembros de Serapis fueron ignominiosamente arrastrados por
las calles de Alejandría.]

En el lamento de Johnson por la muerte de Garrick se aprecia un estilo alta-


mente declamatorio:
But what are the hopes of man! I am disappointed by that stroke of death,
which has eclipsed the gaiety of nations and impoverished the public stock of
harmless pleasure.

[Mas ¡cuál es la esperanza del hombre! Estoy decepcionado por este gol-
pe mortal, que ha eclipsado la alegría de las naciones y empobrecido la reser-
va pública de inofensivo placer.]

Este ritmo está elaborado de una forma a medias consciente (Johnson ha sido
acusado, efectivamente, de preferir la eufonía al significado y de permitir que
la frase caiga en el anticlimax para salvar la melodía, pero ¿no hay algo ex-
trañamente conmovedor en la parábola retórica que se eleva hacia «eclipsed
the gaiety of nations» y desciende después hasta la mansa simplicidad de
«harmless pleasure»?). Menos consciente es posiblemente el quiasmo étimo-
lógico de la última fiase: en «public stock» el adjetivo es de origen latino y
el sustantivo es anglosajón, mientras que en «harmless pleasure» se ha in-
vertido el modelo: hay un ritmo, una danza también en el estilo. Todas las
palabras germánicas y clásicas están equilibradas: el tono culto de «disap-
pointed» suaviza los monosílabos anglosajones que reflejan los hechos des-
nudos de la condición humana: hopes, man, stroke, death.
En la última frase de la Idea o f a University, de Newman, sentimos los
ritmos del siglo xvra sobreviviendo a mediados del xix:

I shall have to make appeals to your consideration, your friendliness, your


confidence, of which I have had so many instances, on which I so tranquilly re-
pose; and after all, neither you nor I must ever be surprised, should it so hap-
pen that the Hand of Him, with whom are the springs of life and death, weighs
heavy on me, and makes me unequal to anticipations in which you have been
too kind, and to hopes in which I may have been too sanguine.
[Tendré que hacer una llamada a vuestra consideración, a vuestra bondad,
a vuestra confianza, de las que he tenido tantos ejemplos, en las que con tanta
tranquilidad descanso; y, después de todo, ni vosotros ni yo debemos sorpren-
demos si ocurre que Su Mano, que posee las fuentes de la vida y de la muer-
te, cae sobre mí, y me hace inapropiado para previsiones sobre las que habéis
sido demasiado amables, y para esperanzas sobre las que puedo haber sido de-
masiado optimista.]

Esto es más banal que el fragmento de Johnson, pero la gradación «your con-
sideration, your friendliness, your confidence» es el fruto de haber sido cria-
do en la retórica clásica, y hay otro quiasmo etimológico al final, donde la
palabra latina anticipations es contestada por la anglosajona hopes, y la an-
glosajona kind por la latina sanguine.
Nadie es mejor maestro en el uso contenido de palabras latinas que
Shakespeare. No es una habilidad árida, pues ía encontramos en sus mo-
mentos más emocionantes. Veamos las palabras de Hamlet moribundo (5,
2, 357 y ss.):

If thou didst ever hold me in thy heart,


Absent thee from felicity awhile,
And in this harsh world draw thy breath in pain,
To tell my story.
[Si alguna vez me albergaste en tu corazón, / permanece ausente de esa biena-
venturanza, / y alienta por cierto tiempo en la fatigosa vida de este mundo de
dolor / para contar mi historia.] *

Parte de la belleza de este pasaje radica en el contraste entre la etérea fluidez


del segundo verso, con sus latinas absent y felicity —una feliz palabra, en
efecto— y los pesados, terribles monosílabos del verso siguiente. Y hay un
eufemismo casi cortés en «absent thee from felicity», que nos dice que Ham-
let es un príncipe incluso en la muerte. Ritmo, estilo y significado retratan
juntos un noble corazón destrozado.
O bien tomemos el clímax de Otelo (5, 2, 3 y ss.):

Yet I’ll not shed her blood;


Nor scar that whiter skin of hers than snow,
And smooth as monumental alabaster.
Yet she must die, else she’ll betray more men.
Put out the light, and then put out the light ...

[Sin embargo, no quiero verter su sangre; / ni desgarrar su piel más blanca que
la nieve, / y tan lisa como el alabastro de un sepulcro. / Pero debe morir o en-
gañará a más hombres. / Apaguemos la luz, y después apaguemos su luz ...]

Otelo habla de cosas simples y concretas con palabras sencillas: blood, skin,
snow. Después cambia de la naturaleza a la cultura, la lengua va del anglo-
sajón al clásico, de palabras cortas a largas. Con «monumental alabaster» se
nos dice lo que Desdémona significa para su marido: su belleza, su naci-
miento, su pertenencia a una civilización avanzada — que puede comprar ala-
bastro y tallarlo en forma de estatua— , frente a la cual el Moro se siente un
extraño. La lengua refleja todo el pathos de la belleza y próxima muerte de
Desdémona al revelamos el pensamiento de Otelo y mostramos el patetismo
de su situación. Después volvemos a lo cotidiano, expresado en los términos
más sencillos: «put out the light».
Ben Jonson dijo que Shakespeare sabía poco latín y menos griego; M il-
ton que apenas balbuceaba su lengua materna. Por contra, el propio Milton
era un erudito (fue el primero que enmendó un fragmento corrupto del tex-
to de las Bacantes de Eurípides), y el Paraíso perdido muestra esta erudi-
ción. Se ha criticado el estilo excesivamente clásico del poema: Samuel
Johnson, no precisamente enemigo de lo clásico, se quejó de que Milton
«estaba deseoso de utilizar palabras inglesas con un idioma extranjero ...
De él se puede decir por fin lo que Jonson dice de Spenser, que no escribió
ninguna lengua». Pero Milton sabe cuándo se trata de latín y cuándo no. He
aquí un momento esencial del poema, cuando Eva cede a la tentación y cau-
sa la ruina de la humanidad (9, 780 y ss.):

So saying, her rash hand in evil hour


Forth reaching to the fruit, she plucked, she ate:
Earth felt the wound, and Nature from her seat
Sighing through all her works gave signs of woe,
That all was lost.

[Esto diciendo, la atrevida mano / tiende hacia el fruto, en hora aciagä y ö r4/
y come. La Tierra sintió la herida, / y la Naturaleza, de su trono, suspirando
dio muestras de dolor / por medio de sus obras, anunciando / que todo estaba
perdido.] *

La trágica belleza de este pasaje radica en su simplicidad en medio de una


poesía elaborada. Sentimos el contraste entre la mediocridad del acto de
Eva, en apariencia vulgar («she plucked, she ate»), y sus portentosas con-
secuencias («Earth felt the wound ...»), ambas cosas expresadas con per-
fecta sencillez. En realidad en esta frase hay varias palabras que derivan del
latín: hour, fruit, nature, sign. Pero ello demuestra la presencia del elemen-
to latino en el vocabulario básico anglosajón, ya que en cada caso Milton
ha empleado la palabra más simple. Observemos la diferencia entre esto y
un lenguaje que hace gala de su clasicismo en las primeras palabras que
pronuncia la caída Eva: «heightened as with wine», Eva exalta su estilo,
adoptando la forma de expresión de una florida latinidad (795 y ss.):

O sovran, virtuous, precious of all trees


In Paradise, of operation blest
To sapience, hitherto obscured, infamed ...
[¡Oh, árbol soberano, el más precioso / y lleno de virtudes del Paraíso, / que
produces el don de la sapiencia; / hasta aquí obscurecido y desdeñado ...!]

Idéntico modelo de estilo directo entre la complejidad lo encontramos a menor


escala en una de las similitudes clásicas más famosas de Milton (4, 268 y ss.):

Not that fair field


Of Enna, where Proserpin gathering flowers
Herself a fairer flower by gloomy Dis
Was gathered, which Cost Ceres all that pain
To seek her through the world; nor that sweet grove
Of Daphne by Orontes, and th’inspired
Castalian spring, might with this paradise
Of Eden strive ...
[Ni aquel bello / lugar de Enna, en donde Proserpina, / cogiendo flores siendo
ella la flor / más preciosa, por Plutón el sombrío / fue raptada, cosa que le cos-
tó a Ceres / la angustia de buscarla por el mundo; / ni la agradable enramada
de Dafne / al margen del Orontes, ni la inspirada / fuente Castalia podían com-
pararse / con este Paraíso del Edén ...]

Es el mito clásico en su forma más ornamental, pero en medio aparece el


desnudo, casi coloquial, «all that pain», y de repente la diosa Ceres se con-
vierte en una madre cualquiera y Proserpina en una niña. «All that pain», «all
was lost»: en la primera frase la tragedia de una mujer, en la segunda la de
toda la humanidad, pero en ambas la lengua, despojada de los habituales la-
tinismos que la adornan, expresa el vacío absoluto de la pérdida.
Por el contrario, Emily Dickinson logra intensidad mediante la coloca-
ción exacta de una sola palabra latina en la segunda y última estrofa de «Am-
pie make this bed» [«Haced amplia esta cama»]:

Be its mattress straight,


Be its pillow round;
Let no sunrise’ yellow noise
Interrupt this ground.
[Que el colchón sea recto, / y la almohada redonda; / y que el ruido amarillo
de los amaneceres / no perturbe este suelo.] *

Esto es muy sencillo y preciso, pero rompiendo la simplicidad está la extra-


ña idea del tercer verso y el peso de «interrupt» en el cuarto. Estos dos pe-
queños cambios, uno de sentido y otro de estilo, se contraponen entre sí y
forman la conclusión del poema.

El supremo logro artístico de Roma fue la poesía, y aquí Virgilio fue ex-
tremadamente importante. Probablemente es el poeta más influyente que ha
existido, y el que seguramente ha sido interpretado de las maneras más di-
versas. Para los Santos Padres fue un profeta de los evangelios, en la alta
Edad Media un mago y un hechicero, en la baja un sabio y un erudito. Para
Dryden fue simplemente «el mejor poeta», el ejemplo perfecto de gusto clá-
sico y maestria técnica. Para Tennyson fue «el romano Virgilio, ... majes-
tuoso en tu tristeza por el dudoso destino de la raza humana», el laureado que
combinó patriotismo con una penetrante melancolía y un sentido de la difi-
cultad de la fe; un hombre muy parecido a Tennyson, en realidad. Para los
últimos V ictoria n o s, en la época del imperialismo liberal, fue, en palabras de
lord Bryce, «el poeta nacional del imperio, en el que el patriotismo imperial
alcanzó su más alta expresión». Para T. S. Eliot, en una época turbulenta, fue
el pilar sobre el que se construyó la civilización europea, la piedra fundacio-
nal de la cultura cristiana. Las dos estatuas de Virgilio erigidas en su Mantua
natal con seiscientos años de diferencia ilustran dos de sus metamorfosis. El
siglo xra lo representó como un erudito, sentado, con birrete y un libro sobre
las rodillas. El siglo xix produjo un Virgilio para el Risorgimento: orgullosa-
mente de pie sobre un alto pedestal; grupos escultóricos secundarios a cada
lado, con citas en la parte inferior, representan a Roma, soberana y civiliza-
dora (Eneida) y a la tierra de Italia, la madre generosa (Geórgicas).
Estas imágenes dispares han continuado en la cultura académica de nues-
tro tiempo. En Norteamérica mostraba ya signos de un culto desagrado por
el imperialismo mundial mucho antes de la guerra del Vietnam, cuando se
unió a los movimientos de protesta; el fantasma de esta figura barbada y ador-
nada con collares todavía cruza desgarbadamente algunos campus norteame-
ricanos. En Gran Bretaña hubo en los años ochenta señales de un Virgilio
duro y realista que aceptó el nuevo orden de Augusto reconociendo que no
había otra alternativa. Hay dos causas para semejante variedad de interpreta-
ciones. La primera es simplemente que Virgilio es un gran genio, y a través
de los tiempos la gente ha intentado ponerlo de su parte. La segunda es que
hay en efecto algo proteico en su poesía; está más abierta a interpretaciones
distintas que la Divina comedia o el Paraíso perdido. Esto no quiere decir que
Virgilio se contentara con sumergirse en un baño de melancólica ambivalen-
cia (aunque algunos lo han pensado, y le alaban por ello); la cruda realidad es
que tiene más posibilidades de ser malinterpretado que Dante o Milton.
Cada una de sus obras se ha convertido en modelo de un género de poe-
sía. Las Bucólicas son la clave de la tradición pastoril; las Geórgicas el mo-
delo de la poesía didáctica, una forma que ha sido practicada menos y en
conjunto con menos éxito, aunque estuvo de moda durante el siglo xvm; la
Eneida se convirtió en el beau idéal de la poesía épica. Y ha tenido un efec-
to cultural, incluso político, aún mayor. El pensamiento occidental ha estado
enormemente influido por la idea de que la época de Augusto fue el punto
central de la historia de Roma. Augusto fue un genio político, como confir-
ma incluso el historiador más hostil; no sólo fue el primer emperador roma-
no sino también el más importante. Aun así, la fama de su reinado se debe
no tanto a él directamente como a los poetas cuyo ministro Mecenas prote-
gió en su nombre. Las dinastías necesitan héroes literarios para proyectar su
gloria hacia la posteridad: los mitos heroicos ingleses y franceses sobre la
época isabelina y el grand siècle difícilmente funcionarían sin Shakespeare,
Racine, Molière y Corneille. Augusto y Mecenas demostraron su astucia al
mantener a poetas; no obstante, tuvieron suerte con el inmenso genio de Vir-
gilio. Una constelación literariamente brillante y un titán: estas fueron las
condiciones para la más alta gloria. Horacio y Propercio no hubieran bastado.
Lucrecio, el segundo entre los poetas romanos después de Virgilio, no ha
tenido una influencia proporcional a su gran calidad; quizá su mayor efecto
en las literaturas posteriores ha sido indirecto, como inspirador de las Geór-
gicas. Su admirador más importante entre los poetas posteriores, además de
Virgilio, es Milton. Mientras que Lucrecio escribió un poema didáctico, pre-
sentado con una épica grandeza de tono y estilo, Milton invierte el mode-
lo: el Paraíso perdido es una epopeya presentada con un final moralizante; el
propósito del poeta es enseñar: «proclame yo la Providencia Eterna, y el ca-
mino de Dios muestre a los hombres» (1, 25 y ss.). Milton pensaba en Lu-
crecio cuando describía cómo el mito clásico de Mulciber (es decir, Vulca-
no) era un recuerdo corrompido de la caída de uno de los ángeles rebeldes
(1, 738 y ss.; la «tienra Ausonia» es Italia):

Nor was his name unheard or unadored


In ancient Greece; and in Ausonian land
Men called him Mulciber; and how he fell
From Heaven, they fabled, thrown by angry Jove
Sheer o’er the crystal battlements: from mom
To noon he fell, from noon to dewy eve,
A summer’s day; and with the setting sun
Dropped from the zenith like a falling star,
On Lemnos th’Aegaean isle: thus they relate,
Erring; for he with this rebellious rout
Fell long before ...
[Su nombre se oía y veneraba / en la antigua Grecia y en la Ausonia / tierra,
los hombres le llamaban Mulciber. / Y cuenta la leyenda que del Cielo / por el
airado Júpiter fue echado / por encima de las almenas de cristal: / rodó de la
mañana al mediodía, / y luego hasta el rociado anochecer, / un día de verano,
y, al ponerse / el sol, se desprendió del cénit, como / una estrella fugaz, ca-
yendo sobre / Lemnos, la isla Egea. Esto relatan,/ peroyerran; porque él con
su rebelde / turba cayó mucho antes ...]

Erring, esta simple palabra, colocada al inicio de un verso y antes de una


pausa larga, imita el errat de Lucrecio, situado de manera similar. Y Milton
imita también uno de los modelos de argumentación retórica preferidos por
Lucrecio: una y otra vez expone alguna falsa creencia o actitud con evoca-
dora elocuencia, para descartarla como sentimental o supersticiosa con una
escueta y sencilla afirmación de la verdad. Así Milton evoca también el
mundo remoto y encantador de los mitos griegos — el pasaje, en realidad,
está modelado a partir de Homero— únicamente para rechazar como una
tontería la belleza que había creado. Esta técnica está más desarrollada en el
Paraíso recobrado. Satán asalta al Salvador con su tentación más sutil, des-
cribiendo con arrebatadoras palabras la belleza, la sabiduría y el valor de la
Atenas clásica. El Salvador responde de una forma que parece monótona e
insulsa frente a la elocuencia de Satán. Pero esta monotonía es deliberada,
es una técnica didáctica; el poeta cristiano, como el epicúreo antes que él,
demuestra el poder de su fe replicando a una falsa, aunque atractiva, visión
de las cosas con un lenguaje conscientemente simple y carente de adornos.
De este modo la misma ausencia de retórica se convierte en un método re-
tórico.
Después de Virgilio, Ovidio ha ejercido más influencia que cualquier
otro poeta latino ya que sus obras, sobre todo las Metamorfosis, proporcio-
naron a las épocas siguientes la clave de la mitología griega. No sólo narró
historias, sino que elaboró el modelo estilístico según el cual habían de ser
contadas. La religión indígena de Italia tenía pocas historias acerca de sus
dioses, que a menudo eran espíritus inmanentes de la naturaleza, como Fau-
no, o personificaciones, como Robigo (moho), Fortuna o Mens Bona (Sen-
tido Común), y por lo tanto la mitología que los romanos tomaron de los
griegos tenía desde el principio para ellos un sabor artificial y literario, pero
el humor despreocupado y sofisticado que constituye el tono predominante
de las Metamorfosis es propio de Ovidio. La mitología como entreteni-
miento: esta es la idea de mito clásico que una persona educada tiene hasta
hoy día, y no es tanto griega como romana, y en realidad de Ovidio.
Esta es una cuestión sutil. Los griegos podían tratar a sus dioses de forma
irreverente, según nos parece a nosotros. Aristófanes convierte a Dionisos y
Hércules en personajes cómicos, y los dioses de Homero, especialmente, pue-
den ser infantiles y frívolos. Pero siguen siendo dioses reales, con poder; es
este verdadero poder el que les otorga la libertad, denegada a los hombres, de
entregarse a su frivolidad o a su rencor. Zeus puede ser engañado por las se-
ducciones de su esposa Hera hasta el punto de descuidar su control de la gue-
rra de Troya, puede recitarle la lista de mujeres con las que ha yacido, pero
ambos son al mismo tiempo dioses poderosos. Su unión sexual es parte de la
política social del Olimpo, tratada como una comedia de costumbres, pero es
también un acto cósmico, descrito en términos que sugieren el sagrado matri-
monio de la tierra y el cielo, y por ello el pasaje más alegre de la Ilíada es
también uno de los más inspirados. Las deidades homéricas no tienen nada
que ver, por tanto, con el lascivo esposo y la regañona mujer que son el Júpi-
ter y la Juno de Ovidio. Ovidio está más cerca de Offenbach que de Homero.
Algo similar sucede con los seres humanos de estas historias. Algunas
partes de las Metamorfosis son verdaderamente encantadoras, pero lo son en-
tre comillas, por así decirlo. La alegría se abre paso; el poema en conjunto es
un entretenimiento —lo que es realmente raro entre los poemas extensos de
la Antigüedad—, y, como tal, de carácter distinto. Si hay un toque ocasional
de la fibra sensible, o una escena de horror gótico, se trata de otros golpes de
efecto del escritor. Ovidio absorbe el terror, la barbarie, la inspiración de los
mitos griegos. Dioses y héroes se convierten en fichas de juego, infinitamen-
te manipulables, totalmente secularizadas, que no plantean ninguna amenaza
para las creencias o los valores cristianos. La consecuencia fue grande para la
posteridad: había aquí una reserva de caracteres e historias que podían ser uti-
lizados o adaptados para casi cualquier propósito, fuera cual fuese éste.

La historia romana contem'a una serie de ejemplos nobles, recogidos so-


bre todo en Tito Livio y en las Vidas de Plutarco. Estamos familiarizados con
su efecto posterior en Shakespeare; la influencia es extrañamente indirecta,
ya que éste utilizó el Plutarco de North, la versión inglesa de una traducción
francesa de un escritor griego sobre temas romanos. Pero Shakespeare no en-
contró en Plutarco simplemente una mina de material tosco, como le pasó
con Holinshed, sino que trabajó con la veta del autor. Las Vidas varían en
personajes: el de Julio César es político en el estilo y relacionado con el po-
der (en realidad Plutarco, engañado por las luchas de clases de las ciudades-
estado griegas, se siente demasiado inclinado a considerar a César como
un luchador por el pueblo frente a los oligarcas); la vida de Marco Antonio
es un estudio de carácter, románticamente coloreado. Volviendo al teatro de
Shakespeare, encontramos la misma distinción: Julio César analiza la mani-
pulación emocional de las masas; Antonio y Cleopatra retrata el abandono de
la política por un égoïsme à deux. La amable evocación del lujo de Cleopa-
tra («la galera en que iba sentada, resplandeciente como un trono, parecía ar-
der sobre el agua ...») procede extrañamente del fanfarrón Enobarbo; la in-
congruencia queda explicada cuando examinamos la fuente griega y vemos
que Shakespeare ha parafraseado el pasaje más efectista de Plutarco (Anto-
nio y Cleopatra, 2, 2, 196 y ss.; Plutarco, Antonio, 26). Y es Plutarco quien
rompe con el decoro biográfico al conceder a Cleopatra, sola, las últimas es-
cenas, elevándola, al final, a una especie de heroico esplendor. Al añadir su
nombre al título, Shakespeare demostró comprender la intención de Plutarco.
Clarendon leyó a Tito Livio y a Tácito como preparación para escribir su
historia de la guerra civil inglesa. Y se puede sentir la influencia de Tácito, el
mejor historiador que produjo Roma, en Gibbon, el mejor historiador moder-
no de Roma. El temperamento frío de Gibbon está muy lejos de la mordaci-
dad de Tácito, su soltura de la brusquedad y el ingenio amargo del romano,
expresados con una concisión que el inglés no puede igualar. Pero Gibbon se
dio cuenta de que Tácito, considerado a veces esencialmente como un artista
literario que prefería el drama a la búsqueda desapasionada de la verdad, era
un auténtico historiador filosófico, y Tácito le mostró cómo la historia filosó-
fica no resulta entorpecida sino beneficiada por la ironía, el desencanto y la
agudeza apotegmática. A veces observamos una afinidad mayor. Tácito des-
cribe a Sejano, el genio del mal de Tiberio, «al que amaba o temía» (Anales,
6, 51). Este brillante rasgo psicológico anticipa uno de los giros favoritos de
Gibbon: por ejemplo (capítulo 45), «la credulidad o prudencia de Gregorio
estaba casi dispuesta a confirmar las verdades de la religión mediante la evi-
dencia de espíritus, milagros y resurrecciones». En ambos personajes esta for-
ma de hablar nos muestra la ambigüedad de la historia, lo oculto de los mo-
tivos del hombre. ¿Influencia o coincidencia? Es imposible asegurarlo, pero
basta con decir que Gibbon llevaba a Tácito en los huesos.

La Roma clásica no produjo ningún filósofo original (excepto Lucrecio,


cuya originalidad intelectual no está lo suficientemente reconocida), pero las
obras filosóficas de Cicerón, aunque derivadas de aquél, lo convierten en uno
de los educadores de Europa. Incluso el testimonio lingüístico es contunden-
te: tuvo que inventar un lenguaje filosófico para el la tín , y a é l le debemos
las palabras «moral», «cualidad», «comprehensible», «evidencia», «indife-
rencia» (si bien han cambiado su significado). A lo largo de los siglos el cris-
tianismo ha tenido que convivir con una serie de valores algo diferentes, de
difícil definición, que se extienden en un espectro que oscila entre el deber y
el honor, en un extremo, y la propiedad social y la buena educación en el
otro, con la caballerosidad en medio. Un V ictorian o tan serio como J. S. Mili
todavía podía decir que «la “agresividad pagana” es uno de los elementos del
ser humano, del mismo modo que lo es la “abnegación cristiana”» (On Li-
berty, capítulo 3). Estaba pensando en Grecia, pero históricamente esta idea
procede más bien de fuentes latinas. Adam Smith considera que los valores
clásicos son una enmienda necesaria al ascetismo cristiano {La riqueza de las
naciones, libro 4, capítulo 9):
En la filosofía [moral antigua] los deberes de la vida humana estaban su-
bordinados a la felicidad y la perfección. Pero cuando la moral, así como la fi-
losofía natural, llegaron a enseñarse sólo como subordinadas a la teología, los
deberes del hombre fueron considerados principalmente como supeditados a la
felicidad de la vida futura. En la filosofía antigua la perfección de la virtud era
necesariamente representada como productora, para la persona que la poseía, de
la felicidad más perfecta en esta vida. En la filosofía moderna [i.e., medieval]
se representaba generalmente, o más bien casi siempre, en contradicción con
cualquier grado de felicidad terrenal; y sólo se ganaba el cielo mediante la pe-
nitencia y la mortificación. la austeridad y la humillación de un monje, no por
la libre, generosa y animosa conducta de un hombre ... De esta manera la más
importante de todas las ramas de la filosofía se convirtió en la más corrompida.

Es interesante que para Smith, en 1776, los antiguos estuvieran todavía del
lado del progreso, y La riqueza de las naciones es, al fui y al cabo, uno de
los documentos fundacionales del mundo moderno. Shaftesbury desarrolló
esta línea de pensamiento en su Inquiry concerning Virtue, or Merit (1699).
También desdeña la mística y la ascética cristianas; para él la virtud es una
forma de belleza, y el sentido moral una especie de buen gusto. Como escri-
bió en otro lugar, «lo venustum, honestum, decorum de las cosas forzará su
camino», y es mejor para esta sensibilidad estética dirigirse a un objetivo
moral, ya que «después de todo, la belleza más natural del mundo es la ho-
nestidad y la verdad moral. Porque toda belleza es verdad» (An Essay on the
Freedom of Wit and Humour, parte 2, secciones 2 y 3).
El tratado de Cicerón sobre la obligación moral, De Officiis —«Tully’s
Offices» en el siglo xvm— era parte de la educación de un caballero; ense-
ñaba virtud y buenas maneras, pero también que la gloria —la búsqueda de
la distinción personal— era el objetivo correcto del hombre. Pero si quere-
mos captar el tono dieciochesco, deberíamos reflexionar más sobre la natu-
raleza del pensamiento senatorial, formado no sólo a base de textos filosófi-
cos sino de literatura clásica en general. La Eneida proporcionó un modelo
de buen gobernante, mientras que Horacio, directamente en sus Epístolas e
indirectamente en sus Odas, inculcó la noción de que la vida virtuosa es fru-
to del egoísmo ilustrado y del placer culto. Pitt el Viejo recomendaba a su
sobrino que estudiase a Cicerón y a Demóstenes como escuela de elocuen-
cia y valor, pero también le convenció de que Homero y Virgilio enseñaban
«honor, coraje, desinterés, amor a la verdad, dominio de la ira, amabilidad en
el comportamiento, humanidad ... en una palabra, virtud en su auténtico sig-
nificado» (cartas del 13 de enero de 1756 y 12 de octubre de 1751). Esta vi-
sión procede del Renacimiento: «leemos a los autores profanos», decía John
Rainolds, profesor de Oxford y traductor de la Biblia, «para poder ser des-
pués hombres buenos».

Los periodos en que dividimos la historia son parte de la herencia de los


humanistas del Renacimiento, que inventaron el periodo «clásico» y la edad
«media». Con frecuencia se ha dicho que el hombre medieval no tema una
concepción clara de periodo ni un sentido de diferenciación radical entre el
pasado clásico y el suyo propio: para él Augusto, Carlomagno y Barbarroja
fueron todos ellos emperadores romanos, en tanto que los escritores griegos
y romanos eran autoridades similares: Virgilio, Prisciano, Aristóteles, Mar-
ciano Cápela. Si esto es así, Dante pertenece en parte a la Edad Media, y en
parte es un precursor. Un modelo de pensamiento típicamente medieval era
la tipología, que es la idea de que los personajes del Antiguo Testamento son
«tipos» o prefiguraciones del Nuevo; así Jacob y Josué, por ejemplo, se con-
sideraban modelos de Cristo. Con ello se relaciona la costumbre de estable-
cer paralelos entre los mitos clásicos y la Biblia: Deucalión se corresponde con
Noé, Hércules con Sansón, la victoria de los dioses sobre los gigantes con la
destrucción de la Torre de Babel. Vemos estos sistemas de pensamiento refle-
jados en la fácil coexistencia de lo pagano y lo cristiano en la Divina come-
dia: el Caronte de la Eneida sigue transportando almas en el infierno de Dan-
te {Infierno, 3), mientras que gran parte de su Purgatorio está organizado en
tomo a paralelismos entre figuras clásicas y bíblicas.
Pero junto a la continuidad Dante explora también la discontinuidad. En
el paraíso terrenal (Purgatorio, 30) los bienaventurados unen las palabras de
Virgilio a las de la misa, diciendo «benedictus qui venis» («bendito el que vie-
ne ...»), y añadiendo, tomado de la Eneida, «manibus o date lilia plenis»
(«dadme lirios a manos llenas»). El lamento de Anquises por Marcelo, pre-
maturamente muerto, se transmuta en un himno de alegría. La belleza pagana
es absorbida por el paraíso cristiano, pero ambos mundos tienen que separar-
se para siempre, ya que este es el momento en que Dante debe perder a Vir-
gilio, excluido del cielo por haber vivido en la tierra demasiado pronto para
conocer el Evangelio.
Un poco antes Dante y Virgilio habían encontrado al poeta Estacio, que
había concluido su epopeya la Tebaida haciéndose a sí mismo una extraña
advertencia. «No intentes rivalizar con la divina Eneida —le dice a su poe-
ma— sino sigue siempre sus pasos a distancia y venérala.» Chaucer lo imi-
tará hacia el final de su Troilo y Criseida (5, 1.789 y ss.):

But litel book, no making thow n’envie


But subgit be to alle poesye;
And kis the steppes, where as thow seest pace
Virgile, Ovide, Omer, Lucan, and Stace.
[Pero, pequeño libro, no compitas con otros poemas / sino sé humilde hacia
toda poesía, / y besa las huellas por donde, como ves, pasan / Virgilio, Ovidio,
Homero, Lucano y Estacio.]*

Una leyenda totalmente inventada narra la conversión de Estacio al cristianis-


mo; añadiendo a esto el final de la Tebaida, Dante creó una conmovedora pa-

* Troilo y Criseida, traducción castellana de Antonio León Sendra, Biblioteca de Estudios


de Angk'stica n.° 2, Universidad de Córdoba. (N. del e.)
radoja. Estacio se arrodilla para abrazar los pies de Virgilio, el discípulo ante
su maestro (Purgatorio, 21); en efecto, revelará que fue el propio Virgilio, a
través de su égloga cuarta, quien le condujo a la fe cristiana. Ello sitúa a Vir-
gilio al mismo nivel que Isaías como profetas ambos del nacimiento de Cris-
to, y aun así la paradoja es ilusoria, porque la tragedia reside en el hecho de
que Virgilio, que salvó a Estacio, no puede salvarse a sí mismo: entre paganos
y cristianos hay un abismo que nadie puede salvar. Dante ha encontrado un
sentido de distanciamiento, que irá creciendo con más fuerza en los siglos si-
guientes.
Existe, no obstante, una visión del progreso de la influencia clásica a tra-
vés de los siglos que es más o menos la siguiente. La Edad Media sabía poco
de la Antigüedad; los humanistas del Renacimiento redescubrieron el mundo
antiguo, y la influencia clásica creció firmemente, alcanzando su auge en los
siglos xvn y xvra y decreciendo desde entonces con no menos firmeza. Esta
idea es más bien engañosa: en muchos aspectos los últimos siglos han ob-
servado un continuo distanciamiento del mundo antiguo.
En la Edad Media los escritores clásicos eran respetados como autorida-
des, pero no obstante constituían el medio para un fin. La educación se ba-
saba en el estudio de la lógica, que llevaba a la teología, el derecho o la me-
dicina. Los humanistas cambiaron el sistema, rechazando la lógica en favor
de la retórica. Esto era en sí mismo una muestra de la influencia clásica, ya
que la retórica había sido el fundamento de la educación romana; al mismo
tiempo se dedicaron al estudio de los textos antiguos per se y como mode-
los de elocuencia. La educación se volvió literaria, y la composición de te-
mas y declamaciones en latín se convirtió en parte de la instrucción del
alumno. De los humanistas procede igualmente el inicio de la erudición clá-
sica y las bases de un conocimiento de la Antigüedad que ha ido aumentan-
do desde entonces; aunque sin duda tenemos nuestras propias lagunas, sería
absurdo negar que sabemos más acerca del mundo antiguo que nuestros an-
tepasados.
Sin embargo, el efecto del progreso del conocimiento iba a desalojar a los
clásicos de muchas áreas de la vida intelectual. Durante el Renacimiento, la
autoridad clásica era aún omnipresente: los hombres de leyes tenían que re-
currir al Digesto, los matemáticos a Euclides; Thomas Linacre, médico de
Enrique VE, estudió griego con Poliziano en Florencia y tradujo varias obras
de Galeno, así como dos comentarios de la Antigüedad tardía sobre Aristó-
teles. Al mismo tiempo, el latín era la lengua internacional del derecho, la
teología, la diplomacia, la erudición, etc. (en 1553 el Royal College of Phy-
sicians descubrió a un impostor basándose en que éste creía que el acusativo
de corpus era corporem), pero a lo largo del siglo xvn fue desbancado por
las lenguas vernáculas. Mientras tanto, la veneración tributada a la autoridad
clásica estaba destinada a disminuir con los avances del conocimiento y la
revolución científica del siglo xvn. ¿Para qué recurrir a Galeno después de
Harvey? ¿Qué utilidad tema Ptolomeo después de Kepler? El verdadero mé-
rito de los textos clásicos estaba en los temas que se extraían de ellos: así sa-
bemos que los empiristas intentaron aprender métodos de cultivo de los tra-
tadistas de agricultura romanos, pero una vez que las nuevas ideas habían
sido puestas en práctica los romanos eran olvidados. Como buenos padres,
las autoridades clásicas nos enseñaron cómo abandonar el nido. La sabiduría
antigua educó a Europa, una gran tarea que a finales del siglo xvn había
terminado.
Podemos observar un proceso similar en la literatura. No obstante, es fá-
cil engañarse: Dryden nos parece más clásico que Spenser, pero se puede
demostrar que Spenser recurrió a fuentes clásicas en ciertos pasajes que a
nuestros ojos son los más románticamente medievales. Si a veces nos resul-
ta difícil detectar el elemento clásico en la literatura del siglo xvi se debe a
que es profundo e inconsciente. Milton es mucho más erudito que cualquier
poeta inglés del siglo xvi y está muy vinculado a sus antepasados clásicos,
pero con un sentido de distancia. Caronte no puede encontrar ya un sitio en
el infierno, y la historia de Mulciber es condenada por falsa. Virgilio ya no
será un guía, sino alguien que será desafiado o suplantado. Porque Milton es,
como él mismo insiste (Paraíso perdido, 9, 27 y ss.),

Not sedulous by nature to indite


Wars, hitherto the only argument
Heroic deemed ...
[Poco propicio por naturaleza / a escribir sobre guerras, hasta ahora / el único
asunto estimado heroico ...]

y su argumento se eleva por encima de la Ilíada, la Odisea y la Eneida (9,


13 y ss. Véase el pasaje citado más adelante, p. 121).
Pero ¿fue suplantada la literatura clásica? Esta pregunta dio lugar a fi-
nales del siglo xvn, en Francia, a la «querella de antiguos y modernos», e
incluso afectó a Inglaterra, donde Swift la satirizó como la «batalla de los
libros». Los modernos resultan hoy día ridículos: la idea de que el reinado
de Luis XIV fue la cumbre de la historia del hombre es provinciana, y el
desprecio de Homero por tratar temas groseros (como el vulgar Shakespea-
re), simplemente pedante. No obstante llamaron la atención sobre un as-
pecto importante: si bien los clásicos no eran ya de utilidad práctica, se jus-
tificaban por su mérito original, y ese mérito requería ser demostrado, no
asumido tranquilamente como una creencia heredada. Y había otra cues-
tión: incluso si la literatura clásica era tan buena como afirmaban sus de-
fensores, ¿podía ser todavía el elemento básico de la educación? «¿Puede
haber algo más ridículo —preguntaba Locke— que el hecho de que un pa-
dre gaste todo su dinero, y el tiempo de su hijo, en hacer que éste estudie
la lengua de los romanos, cuando al mismo tiempo le destina a una profe-
sión en la que, al no hacer uso del latín, no tarda en olvidar ese poco que
aprendió en la escuela y que, apuesto diez a uno, aborrece por los malos ra-
tos que le procuró?» («Some Thoughts concerning Education»). Este era un
desafío que no iba a desaparecer: podemos detectarlo como una corriente
subterránea a lo largo del siglo xvm y creciendo en intensidad en el xix. En
un futuro más cercano, sin embargo, el prestigio de la literatura y la erudi-
ción clásicas iba a aumentar más aún. El propio Locke no dudaba de su im-
portancia para las clases sociales más altas: «Considero que el latín es ab-
solutamente necesario para un caballero», decía.
Pese a la batalla de los libros, el siglo xvni presenta un alto nivel de gus-
to clásico, pero aun así el sentido de distancia con respecto al mundo antiguo
se hace más fuerte. «La esencia del clasicismo vendrá después», dice Valéry;
su purismo es consciente, apartado de las cosas comunes y corrientes. La
idea de una nueva era augusta es artificial; proclama un renacimiento, una
discontinuidad. Pope escribe las Imitations o f Horace: Johnson parafraseará
poco después dos sátiras de Juvenal en London y The Vanity o f Human
Wishes. Son representaciones especiales en las que el tema elegido desem-
peña un papel; el propio autor se viste con ropas ajenas, y «mira —dice— ,
me he vestido como este poeta, o como aquel otro». Estas frías personifica-
ciones están lejos de la ávida voracidad renacentista de saber clásico.
En cualquier caso, estaba en marcha una reacción contra el artificio.
A mediados del siglo xvm se inicia el mayor cambio en gusto y actitud
desde el Renacimiento. Filosóficamente se manifiesta en el culto del noble
salvaje y el hombre natural, políticamente en las revoluciones norteameri-
cana y francesa, socialmente en un rechazo de los modales afectados, esté-
ticamente en el ataque al rebuscamiento y la complejidad del barroco. Se
busca la simplicidad, el retomo a las fuentes. En lo que se refiere a la tra-
dición clásica, significa el rechazo de los romanos, considerados ahora
como imitadores y elaboradores, en favor de los griegos, más puros y sim-
ples. Por casualidad, el imperio otomano era en esta época más accesible:
James Stuart y Nicholas Revett viajaron por Grecia y trajeron dibujos cui-
dadosamente medidos de muchos de los mejores monumentos, haciendo
posible por primera vez un renacimiento griego en arquitectura.
La Revolución francesa tuvo lugar en un momento de transición. Entre sus
emblemas figura un cuadro neoclásico de David, El juramento de los Hora-
cios, aunque en realidad este fue un encargo real hecho en 1785, cuatro años
antes de la toma de la Bastilla. La rebelión estética precedió a la agitación so-
cial y entre sus partidarios se contaron quienes insistieron políticamente en el
orden establecido; en la década de 1770 representantes del gobierno habían in-
tentado impulsar una escuela de pintura histórica que celebrara la frugalidad y
el patriotismo de la república romana como modelo para la Francia moderna.
Muchos de los revolucionarios estaban fascinados por el ejemplo romano, mo-
delando su conducta según los héroes de Tito Livio y sus discursos a partir de
Cicerón, a quien en la escuela les habían enseñado a imitar: el apodo de Ro-
bespierre era «el romano». No obstante, unos pocos miraban en cambio a Gre-
cia. Tom Paine decía que los atenienses le parecían más admirables, y menos
censurables, que cualquier otro pueblo. Hasta entonces democracia había sido
un sinónimo de abuso, y Atenas una terrible advertencia; de ahora en adelante
su nombre sería un talismán de extrema virtud.
La obsesión romántica por Grecia resonó a lo largo de la mayor parte del
siglo XIX, siendo más profunda en el norte de Europa, en Inglaterra y sobre
todo en Alemania. La carta de fundación del helenismo moderno fue la His-
toria del arte (1764) de Winckelmann y su declaración de que la literatura y
el arte griegos están marcados por «una noble simplicidad y una tranquila
grandeza». Sobre esta base la Hélade ha sido adorada hasta hoy día por su
verdadera diferencia: el genio de su arte era clásico, puro, sosegado, sin co-
lor, en contraste con el espíritu romántico, turbulento, caleidoscópico de la
Edad Moderna. Bajo esto yace el reconocimiento, consciente o no, de que
Roma era aún la base de la civilización europea: no podía, como Atenas, ser
tratada como un polo opuesto a la vida actual. Las novelas históricas sobre
la época clásica tendían a situarse en el imperio romano: obras tan distintas
en temperamento y propósitos como Los últimos días de Pompeya de Lytton,
Hypatia de Kingsley, Callista de Newman y Mario el epicúreo de Pater se
sitúan en épocas que se suponen conscientes de su retraso en el desarrollo de
la civilización romana; todas insisten en la semejanza entre el mundo roma-
no y la Inglaterra moderna y establecen un contraste entre Roma y la Grecia
clásica, una Hélade que, como señala Pater {Mario, capítulo 6), «en su pri-
mitiva frescura, ... parecía tan distante ... aun estándolo en realidad de no-
sotros».
De este modo se reconocía aún el legado de Roma; sin embargo, el pres-
tigio de la Hélade dirigió la atención hacia esa parte de la Antigüedad que se
sentía claramente distanciada del mundo moderno. Citando de nuevo a Pater
(,Studies in the History o f the Renaissance, «Winckelmann»):

Las fuerzas espirituales del pasado, que han movido e informado la cultu-
ra de una época triunfal, viven en realidad dentro de esa cultura, pero con una
vida absorta y subterránea. Sólo el elemento helénico no ha sido tan absorbido
ni encerrado dentro de esta vida subterránea: de vez en cuando ha salido a la
superficie; la cultura ha sido devuelta a sus fuentes para ser clarificada y co-
rregida. El helenismo no es un mero elemento disuelto en nuestra vida intelec-
tual; tiene una tradición consciente.*

Paradójicamente, el sentimiento de separación es aún más fuerte en el Ulises


de Joyce. En cierto sentido, ninguna novela debe tanto a los clásicos, ya que
cada secuencia y cada capítulo se corresponden con un episodio o entidad de
la Odisea, pero la elección de Homero como principio organizativo parece en
parte arbitraria; casi podía tratarse, por ejemplo, del Beovulfo o del Mahabha-
rata. Sentimos —estamos destinados a sentir— la artificiosidad; no percibimos
el libre flujo de una tradición mezclada. Irónicamente, la influencia clásica sig-
nificativa en el proyecto de Joyce es más latina que griega, puesto que es la
Eneida, parangonable a la Odisea y a la litada, la que le sirve de modelo.
El sentimiento de distancia aumenta en la literatura y la ciencia del si-

* Traducción castellana: El Renacimiento, Icaria. Barcelona. 1982, p. 154.


glo XX, al menos en lo que se refiere a Grecia. En palabras de Louis Mac-
Neice (Autumn Journal, 9):

And how one can imagine oneself among them


I do not know;
It was all so unimaginably different
And all so long ago.
[Y cómo puede uno imaginarse entre ellos / no lo sé; / era todo tan inimagina-
blemente distinto / y tan lejano.]

«Estos muertos están muertos», afirma, y, en efecto, podríamos suponer que


el mundo clásico difícilmente ha influido en los últimos cien años de un
modo nuevo, pero esto sería un error. Tomemos a tres hombres cuyas ideas
han contribuido a conformar este siglo: Marx, Freud y Nietzsche. Marx em-
pezó su carrera con una tesis doctoral sobre la influencia de Demócrito en
Epicuro (es decir, a través de las teorías atomísticas). El pensamiento europeo
ha tendido a discurrir siguiendo dos filosofías, derivadas de Platón y Aris-
tóteles; en palabras de Coleridge, «todo hombre nace aristotélico o platóni-
co ... Existen las dos clases de hombres, y resulta casi imposible concebir
una tercera». Pero esto no es así: Aristóteles fue discípulo de Platón, y, aun-
que difería en muchos aspectos de su maestro, coincidía con él en cuanto a
la forma de hacer filosofía, la clase de preguntas que debían plantearse y
muy a menudo también en las respuestas. El estudio de Marx sobre Epicu-
ro lo liberó de las líneas de pensamiento tradicionales, mostrándole que
Grecia había tenido también una escuela filosófica completamente diferen-
te, enteramente materialista, que se había apartado de la metafísica y em-
pezado a partir de la ciencia física. Por su parte, iba a valerse de Hegel,
abolir su metafísica y crear el materialismo dialéctico, basado en el estudio
científico de la historia. Es plausible suponer que los estudios clásicos de
Marx contribuyeron a la evolución del marxismo.
Los intereses clasicistas de Freud se descubren sobre todo en su teoría
del complejo de Edipo. Sus discípulos y sus enemigos coinciden al menos
en esto: que la teoría es muy poco evidente. Los freudianos dirán que su lec-
tura de Sófocles fue el catalizador que provocó el descubrimiento de una
verdad permanente de la naturaleza humana; sus oponentes, que Sófocles le
indujo a error. En cualquier caso es difícil creer que su tesis hubiera sido
exactamente la misma sin el Edipo rey. La tragedia griega tuvo una in-
fluencia fundamental sobre el psicoanálisis.
Otras influencias clásicas en Freud son menos simples. Sabemos que es-
taba muy interesado en El banquete de Platón. En este diálogo Platón argu-
menta que el impulso creativo y artístico del hombre es una transformación
de su energía sexual, una «procreación en la belleza»; esta extraordinaria
idea anticipa la teoría de la sublimación de Freud. Las creencias y valores de
Platón eran profundamente distintos de los de Freud, pero ello hace que sea
aún más notable su momentánea afinidad. Es imposible decir qué papel de-
sempeñó Platón en el desarrollo de la teoría sexual de Freud, pero probable-
mente podemos clasificarlo como una influencia auxiliar.
Y tal vez podemos conjeturar lo mismo acerca de la teoría de Aristóteles
sobre la catarsis. Buscando una respuesta al ataque de Platón a la literatura,
Aristóteles propone en su Poética que la tragedia tiene una función útil al
causar, mediante la piedad y el miedo, una purificación (katharsis) de estas
emociones. Jacob Bemays, tío de la esposa de Freud, escribió un famoso
artículo afirmando que Aristóteles está empleando una metáfora médica: la
tragedia actúa como un purgante, limpiando la mente de emociones confu-
sas. Según este ensayo, la tragedia tiene una función terapéutica, como la
psicoterapia freudiana: la mente enferma sana al sacar a la superficie sus
angustias internas y nombrarlas. Nadie puede demostrar que Freud leyó a
Bemays, pero dados sus intereses clásicos y el parentesco con su mujer ello
parece probable.
En otro sentido se puede decir que los clásicos influyeron en la teoría
freudiana del error. Da la casualidad de que el segundo ejemplo de La psi-
copatología de la vida cotidiana, en donde se expone esta tesis, trata de una
cita errónea de Virgilio, analizada con todo detalle. Pero aparte de este caso
concreto, la concepción de Freud presenta el subconsciente como una espe-
cie de filólogo que encuentra significado a través de pequeñas enmiendas
al texto. Es difícil creer que esta teoría hubiera podido surgir fuera de una
cultura donde la filología y la corrección textual constituían la base de la
educación.
El efecto en Nietzsche puede ser menos notable que en Freud o Marx,
pero su descripción de la tensión existente en la mente creativa entre los im-
pulsos apolíneo y dionisíaco, desarrollada en su primera obra, El nacimiento
de la tragedia, a través de un análisis del teatro griego, ha ejercido gran in-
fluencia en la literatura, el arte y el pensamiento de nuestra época. Parte de
este efecto, en realidad, llega a través de Freud, cuya idea del yo y el ello si-
gue el mismo esquema de pensamiento. Hay una interacción entre lo antiguo
y lo moderno, de tal modo que las líneas exactas de influencia no pueden ser
determinadas: las ideas de Nietzsche acerca de la tragedia griega se inspira-
ron en parte en sus comentarios sobre Wagner, y Wagner afirmaba que su
idea del drama musical procedía de Esquilo y del teatro griego.
Estos ejemplos sugieren que, en efecto, el mundo antiguo ha tomado par-
te en la formación de algunos de los aspectos más significativos de la cultu-
ra del siglo XX. Pero debemos hacer notar que todos, a excepción del sub-
consciente filológico, son más griegos que latinos. Y la contribución clásica
a la antropología moderna ha sido también principalmente griega, aunque el
punto de partida de la búsqueda de la rama dorada por sir James Frazer fue
una zona oscura de la religión itálica, el bosquecillo de Nemi, cuyo sacerdo-
te era un esclavo fugitivo que accedía al cargo tras matar a su predecesor; «el
sacerdote que asesinó al asesino, y será a su vez asesinado», en palabras de
la canción de Macaulay. Pero en general no será fácil detectar la influencia
de Roma en los siglos xix y xx de una forma claramente nueva (una excep-
ción menor es el gusto conscientemente decadente por el Asno de oro de
Apuleyo que aparece en Gautier, Pater, Huysmans y otros).
Por supuesto, era irremediable que se establecieran comparaciones entre el
imperio británico y el romano. Palmerston defendió su agresiva postura en
el asunto de don Pacífico citando la denuncia de Verres por Cicerón: «Civis
Romanus sum». Estaba en el aíre la frase «imperium et libertas», presunta cita
clásica que en realidad era una invención de Disraeli. Cuando lady Eastlake
vio el Coliseo, se sintió «orgullosa de que mi nación fuera la descendiente, más
auténtica que cualquier otra en el mundo, de esa raza sin par». Incluso los ex-
tranjeros estaban de acuerdo: Guizot dijo a Matthew Arnold que los británicos
y los romanos eran las dos únicas naciones que habían gobernado el mundo, y
George Hillard, un viajero norteamericano, escribió que los británicos eran
«los descendientes legítimos de los antiguos romanos, los auténticos herederos
de su espíritu». Pero veamos la cuestión a través de ojos en teoría italianos,
pero en realidad norteamericanos: los del príncipe Amerigo, en la primera fra-
se de La copa de oro (1904) de Henry James, «uno de los modernos romanos
que encuentra en el Támesis una imagen más convincente de la verdad del an-
tiguo estado que cualquiera de las dejadas por el Tiber». J. R. Seeley escribió
en 1870 que el antiguo respeto por Bruto disminuía ante una nueva admiración
hacia César, considerado entonces por algunos como «el mayor líder liberal
que jamás existió». Poco antes de la primera guerra mundial, lord Bryce, lord
Cromer y el diplomático sir Charles Lucas escribieron sendos libros en los que
comparaban el imperio británico con Roma. Pero como auténtica influencia
auxiliar sobre el pensamiento, quizá la comparación fue más efectiva entre los
enemigos del imperialismo. En Patriotism and Empire y en Imperialism, J. M.
Robértson y J. A. Hobson, respectivamente, utilizaron el ejemplo romano para
afirmar que el imperio era económicamente parasitario y moralmente debilita-
dor. Entre los mismos imperialistas, la comparación con Roma se considerada
a menudo errónea en una época que aún adoraba -a los griegos; era corriente
hablar de los elementos «griegos» y «romanos» del imperio: por un lado las
colonias, en parte independientes y evolucionando hacia la utonomía total, por
otro los pueblos de piel oscura, controlados de forma autocrática. A pesar de
que la arquitectura victoriana presenta una gran tradición clásica, es sorpren-
dente comprobar qué pocos edificios son de gusto claramente romano, en par-
te quizá porque el estilo parecía demasiado napoleónico. Es cierto que París y
La Malmaison demuestran que a Napoleón le gustaba la comparación con
Roma (de hecho había sido Primer Cónsul antes de que decidiera coronarse a
sí mismo como un nuevo Carlomagno), pero incluso aquí la influencia es esen-
cialmente decorativa; es improbable que Roma supusiera una contribución sig-
nificativa a la ideología del bonapartismo. Tal vez sólo en Italia la antigua
Roma fue un auténtico estímulo para el imperio: uno de los impulsos hacia el
fascismo en política, así como hacia el futurismo italiano en el arte, fue el sen-
timiento de humillación ante la degeneración de la tierra de los césares, con-
vertida en un museo para extranjeros desdeñosos.
Una influencia latina que quizá se perfila mejor en el siglo xix que en épo-
cas anteriores es la propia ciudad de Roma. Durante siglos la ciudad eterna
había sido para el mundo el gran ejemplo de mutabilidad y eternidad combi-
nadas, siendo sus ruinas la suprema expresión visible de la magnificencia per-
dida y de las vicisitudes de la fortuna. Dos ideas, a veces mezcladas, seducían
a la imaginación: la sustitución del paganismo por el cristianismo, en una
mezcla de cambio y continuidad, y el contraste entre el pasado grandioso y un
presente que se desmoronaba. Ya en el siglo xn Hildeberto de Lavardin, arzo-
bispo de Tours, evocaba en una elegía el esplendor y la desolación de las rui-
nas romanas (cf. p. 82). En el siglo xv Poggio lamenta su grandeza perdida
{De Varietate Fortunae, libro I):

Es un pensamiento solemne, para meditar con asombro, que esta colina, el


Capitolio, una vez cabeza del imperio romano, la ciudadela de! mundo, ante la
que todos los reyes y príncipes temblaban, a la que tantos generales subieron en
triunfo ..., esté tan arruinada y destruida, tan cambiada con respecto a su esta-
do original, que las enredaderas han crecido allí donde antiguamente se senta-
ban los senadores y el lugar se ha convertido en un estercolero. Mira hacia el
Palatino: allí Nerón ... llenó su palacio con botines de toda la tierra; bosqueci-
llos, lagos, obeliscos, columnatas, estatuas gigantes, teatros adornados con már-
moles de muchos matices, hacían que este lugar pareciera maravilloso a todo
aquel que lo contemplaba. Censura a la fortuna, que lo ha arrasado todo ... Exa-
mina las restantes colinas de la ciudad, y las hallarás todas vacías de edificios,
y ahogadas con ruinas y maleza ...

Esta elegía invierte deliberadamente un pasaje del libro octavo de la Eneida,


en el que Evandro muestra a Eneas una pequeña colina cubierta de maleza.
Se trata del Capitolio, y Virgilio sabe, aunque nosotros no, que será un día el
corazón de un imperio. Sin embargo, Poggio sabe, pero no Virgilio, que la
maleza iba a retomar.
Tales sentimientos fueron expresados con más amplitud en el siglo xvin,
cuando el Grand Tour condujo a muchos más nórdicos a Roma, y el declive
de Italia marcó más el contraste entre pasado y presente, mientras el culto a
lo pintoresco impulsó el gusto por las ruinas y la «agradable decadencia».
Gibbon afirmó que la idea de su historia se le ocurrió estando sentado «ca-
vilando entre las ruinas del Capitolio mientras los frailes descalzos cantaban
vísperas en el templo de Júpiter», y su-último capítulo, que comienza con
una cita de Poggio, es una meditación acerca de los vestigios de Roma. Más
de un siglo después Frazer intentó emularlo, concluyendo La rama dorada
con la visión de San Pedro desde los montes Albanos; Diana y su bosqueci-
11o han desaparecido, pero otro culto permanece, como comprobamos al oír
las campanas del ángelus extendiéndose por la Campania.
Para Byron, en 1818, Roma era «un desierto de mármol», «la Níobe de
las naciones» {La peregrinación de Childe Harold, 4, 79 y 107):

Cypress an ivy, weed and wallflower grown


Matted and mass’d together, hillocks heaped
On what were chambers, arch crush’d, column strown
In fragments, choked-up vaults, and frescoes steep’d
In subterranean vaults ...
Behold the Imperial Mount! ’tis thus the mighty falls.
[Cipreses y hiedra, hierbajos y alhelíes crecen / en confusa maraña, montones
de tierra se elevan / sobre lo que antaño fueron cámaras, arcos derruidos, co-
lumnas rotas / en fragmentos, bóvedas desplomadas y frescos empapados / en
criptas subterráneas ... / ¡Mirad el monte imperial! Así acaba la grandeza.]

Clough describe la grandeza de la decadencia de una forma más mordaz, ob-


servando el uso que del pórtico del Panteón hace un golfillo («O land of Em-
pire, art, and love»):

Though priest think fit to stop and spit


Beside the altar solemn,
Yet, boy, that nuisance why commit
On this Corinthian column.
[Aunque al sacerdote le parezca bien pararse y escupir / junto al altar solem-
ne, / ¿por qué, niño, haces lo mismo / sobre esta columna corintia?]

Sin embargo, el Clive Newcome de Thackeray se recrea en la grandeza de-


rruida de la ciudad, encontrando en los monumentos cristianos a la vez la
némesis y la continuación de la antigua Roma (The Newcomes, capítulo 35):

Hay una gran población silenciosa de mármol. Hay vapuleados dioses caí-
dos del Olimpo y destrozados al caer, colocados en nichos y sobre fuentes; hay
senadores sin nombre, sin nariz, sentados en silencio bajo arcadas, o escondidos
en patios y jardines. Y luego, junto a estos difuntos, de cuyas antiguas figuras
se puede decir que son sus cadáveres, está la familia que reina, una incontable y
tallada jerarquía de ángeles, santos y confesores de la última dinastía que ha
conquistado la corte de Júpiter.

La prosperidad y el ferrocarril trajeron aún más ingleses a Roma para ex-


perimentar estos sentimientos, que se repiten en los libros y memorias de
viajes Victorianos. En ellos no hay nada nuevo, pero sí una sensibilidad típi-
camente decimonónica que se ceba especialmente en Roma; se trataba de un
amor por las muchas capas del pasado, por su compleja acumulación a lo lar-
go de los siglos. Roma, escribió Henry James, «es el hogar natural de aque-
llos espíritus ... que sienten una profunda atracción por el elemento de acu-
mulación en el retrato humano y las infinitas superposiciones de la historia»
(.Roderick Hudson, capítulo 5). Tan antigua, tan múltiple es Roma en su cre-
cimiento, que Pater puede atribuir a su personaje Mario los mismos senti-
mientos en el siglo π (Mario el epicúreo, capítulo 11):

Muchos vestigios de épocas anteriores a Nerón, el gran reconstructor, se


extendían, antiguos, originales, inconmensurablemente venerables, como las
reliquias de la ciudad medieval en el París de Luis XIV : las obras de la época
misma de Nerón han llegado a tener esa especie de interés clásico y pintores-
co que las de Luis poseen para nosotros; aunque sin forzar el paralelismo, qui-
zá podamos comparar las finesses arquitectónicas del arcaico Adriano con las
excelentes producciones de nuestro revival gótico.

Y mirando hacia el futuro, Mario «creía ver un Foro donde había crecido la
hierba, las calles destrozadas del Capitolio y la propia colina del Palatino hu-
mildemente ocupada» (capítulo 12). Aquí Pater, al igual que Poggio cuatro
siglos antes, contempla el proceso de cambio descrito en la Eneida y lo hace
retroceder. En realidad, la atracción por los restos del pasado no es nueva en
el siglo xix; es un descubrimiento de Virgilio, en ningún sitio explorado tan
profundamente como en las Geórgicas y en la Eneida. Sería agradable afir-
mar que Virgilio inspiró directamente a aquellos que más tarde lo revivieron,
pero es imposible demostrarlo y pudo ser un descubrimiento independiente
de la sensibilidad romántica. Puede que el poeta romano lo enseñara o no;
desde luego los monumentos de Roma lo alimentaron.
La profundidad y multiplicidad del pasado es aún más palpable en Roma
que en cualquier otro lugar, pero la ciudad es ahora tan rica, activa y ruido-
sa que no se siente fácilmente el espíritu de majestad caída, ni la emoción
que complacía y apenaba a los siglos. Pero la influencia de Roma sigue es-
tando en las raíces de nuestra civilización, absorbida y subterránea, en pala-
bras de Pater. Todos somos griegos, pero también romanos.

B ib l io g r a f ía

Al final de cada capítulo se encontrarán sugerencias sobre otras lecturas. Aquí


enumeramos unas cuantas obras de carácter general, así como una o dos que no son
mencionadas en otros capítulos.

Betts, R. F., «The Allusion to Rome in British Imperialist Thought of the Late Nine-
teenth and Early Twentieth Centuries», Victorian Studies, 15 (1971), pp. 149-159.
Bolgar, R. R., The Classical Heritage and Its Beneficiaries, Cambridge, 1954.
— , ed.. Classical Influences on European Culture AD 500-1500, Cambridge, 1971.
— , Classical Influences on European Culture AD 1500-1700, 1976.
— , Classical Influences on Western Thought AD 1650-1870, 1979.
Bush, D., Classical Influences in Renaissance Literature, Cambridge, Mass., 1952.
Curtius, E. R., Europäische Literatur und lateinisches Mittelalter, A. Francke AG
Verlag, Bema, 1948 (hay trad, cast.: Literatura europea y Edad Media latina,
Fondo de Cultura Económica, México, 1955, 2 vols.).
Erskine-Hill, H., The Augustan Idea in English Literature, Londres, 1983.
Highet. G., The Classical Tradition: Greek and Roman Influences on Western Lite-
rature, Oxford University Press, Londres-Nueva York, 1949 (hay trad, cast.: La
tradición clásica. Influencias griegas y romanas en la literatura occidental, Fon-
do de Cultura Económica, México-Buenos Aires, 1954, 2 vols.). Es la obra más
completa.
[Lida de Malkiel, María Rosa, La tradición clásica en España. Ariel, Barcelona,
1975.]
Seznec, J., The Survival o f the Pagan Gods: The Mythological Tradition and its
Place in Renaissance Humanism and Art, trad. B. Sessions. Nueva York, 1953.
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