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I. EL LEGADO DE ROMA
La idea misma de este libro es un legado de Roma, ya que los romanos fue-
ron el primer pueblo que convirtió la herencia de otra cultura en la base de su
propia civilización. Todo el arte y la literatura de Roma se desarrollan a la
sombra de Grecia. Sus poetas proclaman este hecho: la Grecia cautiva capturó
a su rudo conquistador y llevó el arte al rústico Lacio, dice Horacio (Epístolas,
2, 1, 156 y ss.). El más grande de los romanos hizo del peso abrumador de la
cultura griega el centro de su obra maestra: hacia la mitad de la Eneida Virgi-
lio hace que la sombra de Anquises anuncie desde el Elíseo a los romanos, aún
no nacidos, que serán siempre inferiores en algunas de las artes y ciencias más
nobles: «Excudent alii spirantia mollius aera ...». Otros —es decir, los grie-
gos— alcanzarán la más alta perfección en escultura, oratoria y astronomía;
por su parte, los romanos destacarán en las artes, más severas, de la conquista
y el buen gobierno (Eneida, 6, 847-853; cf. infra, p. 128). Los poetas alar-
dean de originalidad, pero de una forma curiosamente deferente: «Soy el pri-
mer romano que imita a tal o cual poeta griego». Horacio declara haber sido
el primero en presentar a Arquíloco y Alceo a los latinos; Virgilio afirma que
su musa fue la primera que jugó con el verso siracusano (es decir, a la mane-
ra de Teócrito); Propercio se autoproclama el Calimaco romano.
Por ello se ha dicho a veces que los romanos fueron esencialmente un
pueblo imitador, y que su papel principal en la historia de la civilización
europea fue el de conducto a través del cual la cultura griega pudo llegar has-
ta la era cristiana. Irónicamente, este punto de vista es una herencia de los
romanos, en el más sabio de los cuales encontramos una sutil mezcla de or-
gullo y modestia. Todo el mundo les concede grandeza militar (aunque esta
admisión va frecuentemente acompañada de una condena moral); pocos nie-
gan la gran calidad de su poesía, y en general se reconoce que sobresalieron
en ingeniería, jurisprudencia y en el sistema de alcantarillado. Algunos les
concederían poco más. En pleno auge de la «grecomanía», en 1821, Shelley
escribió en el prefacio a Helias;
Todos somos griegos. Nuestras leyes, nuestra literatura, nuestra religión,
nuestras artes tienen sus raíces en Grecia. Sin Grecia, Roma, la maestra, la con-
quistadora, la metrópoli de nuestros antepasados, no habría difundido con sus
armas la ilustración, y seríamos aún salvajes e idólatras, o, lo que es peor, po-
dríamos haber llegado a un estado de institución social tan estancado y mise-
rable como el de China y Japón.
Estas distinciones son algo toscas y rápidas, y los límites entre ellas in-
ciertos, pero pueden ser útiles como guía.
Los romanos fueron el único pueblo que logró unificar la totalidad del
litoral mediterráneo bajo una sola autoridad y mantener su imperio duran-
te siglos, lo que constituye uno de los hechos más notables de la historia.
Quizá no sea muy útil adoptar una actitud moral ante esto. Hasta hace muy
poco ha sido casi una ley de la naturaleza humana que cualquier estado lo
suficientemente fuerte para hacerlo haya extendido su poder territorial (y
resultaría una imprudencia suponer que dicha ley haya sido derogada); cen-
surar a los romanos por su carrera de conquista es como culpar a la lluvia
por ser húmeda. La esclavitud es un baldón para el mundo grecorromano,
pero también para otras sociedades antiguas, y, cuando menos, es mejor es-
clavizar a los prisioneros de guerra que cegarlos o empalarlos. No se gana
mucho con preguntarse si la existencia de la esclavitud hace que los grie-
gos y los romanos fueran buenos o malos para su época. Por lo menos los
romanos estaban más dispuestos que los griegos a liberar a sus esclavos. Se
ha querido que lamentemos la pérdida y frustración de talento que revela
el hecho de que entre todos los fragmentos literarios de la Antigüedad no
haya nada escrito por un esclavo siendo esclavo. En cierto sentido esto es
verdad, pero esconde que Terencio, Epicteto y Livio Andrónico, el primer
poeta latino, fueron esclavos a los que sus amos liberaron; además, debe-
mos la supervivencia de la correspondencia de Cicerón a su liberto Tiro, y
las obras de Horacio al desconocido que liberó al padre del poeta y le dio
la oportunidad de enriquecerse lo bastante como para dar a su hijo una bue-
na educación.
La crucifixión, el método romano de ejecución judicial, era una repug-
nante forma de tortura lenta, y la arena convirtió el sadismo de las masas en
una institución social; en este aspecto, y en algún otro, los romanos eran
más desagradables que los griegos. Pero en general resulta vano intentar
medir los beneficios de la Pax Romana frente a la opresión del poder. Sa-
bemos mucho acerca de las crueldades y corrupciones del gobierno romano,
pero quienes lanzan sus invectivas contra los romanos por ello les hacen,
en dos sentidos, un ambiguo cumplido. En primer lugar, mucho de lo que
sabemos sobre el abuso de poder de los romanos procede de ellos mismos;
al menos tenían un ideal de buen gobierno. No sabríamos nada del infame
Verres si Cicerón no lo hubiera acusado, ni de la usura del noble Bruto en
Cilicia si Cicerón, escandalizado, no lo hubiese descubierto. Puede que los
romanos no hayan vivido de acuerdo con su importante papel, pero la hipo-
cresía es, cuando menos, el tributo del vicio a la virtud; si intentamos ima-
ginar la existencia de autocrítica por parte de un asirio o de un azteca ten-
dremos poca suerte. En segundo lugar, si sentimos indignación hacia los
romanos es porque los juzgamos según nuestras propias reglas. Por lo ge-
neral se acepta la otredad de los griegos clásicos, mientras que persiste la
sensación (normalmente inconsciente) de que los romanos se parecían más
a nosotros. Este sentimiento es evidente sobre todo en la crítica de la poe-
sía romana; es sorprendente cuántos eruditos siguen suponiendo que Catulo
y Ovidio, incluso Virgilio y Horacio, comparten el punto de vista de una de-
mocracia liberal moderna. Tal vez debemos decir lo siguiente: debido a que
la cultura romana, de hecho, es en muchos sentidos humana y «moderna»
y nos habla a través de los siglos de un modo que podemos comprender y
apreciar, nos resulta difícil entender lo muy diferente que es de la nuestra.
Y esto es un tributo a su éxito.
Los griegos nos proporcionaron el lenguaje de la teoría política —de-
mocracia, monarquía, tiranía, etc.—, pero los romanos han tenido una in-
fluencia mayor en la práctica política. Esencialmente nos legaron dos mo-
delos: la constitución mixta, en sus etapas media y final, de la república y
lo que podemos denominar cesarismo. (Un posible tercer modelo sería la
supuesta frugalidad y austeridad de la primitiva república romana, pero aun-
que esto impresionó a los pensadores políticos y sociales, especialmente
desde el Renacimiento hasta el siglo xvm, parece ser más bien una cuestión
de actitud ética y tiene poco contenido específicamente político.)
Hasta la caída de la república en el siglo i a.C., Roma estuvo gobernada
por aristócratas; no se trataba de una casta, sino de un grupo grande y flui-
do que consentía la admisión de nuevos miembros en su seno. Los cargos
públicos eran elegidos por un año, y la elección se efectuaba mediante un
complicado sistema en el que todos los ciudadanos teman derecho a partici-
par. Observadores griegos como el historiador Polibio, que admiraba el sis-
tema de gobierno romano, lo describieron como una «constitución mixta»,
y romanos como Cicerón, siempre dispuestos a alabar la sabiduría de sus
antepasados, recogieron el cumplido, congratulándose de poseer un sistema
idealmente equilibrado que evitaba aquellos extremos de democracia y oli-
garquía que habían debilitado a Grecia.
Hasta hace muy poco se solía considerar esto como un tópico: en reali-
dad la república era una oligarquía y los elementos supuestamente democrá-
ticos estaban fosilizados o eran ficticios. Pero recientemente los historiado-
res han concedido más importancia a los elementos democráticos: los cargos
eran ocupados por elección popular, y la clase gobernante tenía que solicitar
el favor de los votantes. En este sentido, existe cierta similitud verdadera en-
tre la república romana y la forma de gobierno representativo que se desa-
rrolló en Gran Bretaña durante los siglos xvn y xvm, donde la clase dirigen-
te era elegida para el Parlamento por un limitado pero significativo sufragio
público. Mientras la mayor parte del continente seguía siendo absolutista, los
observadores extranjeros dieron cuenta del carácter romano de las institucio-
nes británicas. Todavía en 1851 un noble italiano le decía a Nassau padre:
«Cuando leo las cartas de Cicerón, tengo la impresión de estar leyendo la co-
rrespondencia de uno de vuestros estadistas. Todos los pensamientos, los
sentimientos, las expresiones, son ingleses». A la inversa, para los políticos
era natural pensar en términos ciceronianos: «otium cum dignitate es mi ob-
jetivo», dijo lord Chesterfield a su hijo tras dimitir (carta del 9 de febrero de
1748). Cuando lord Holland quiso elogiar la ilustración de un estadista espa-
ñol, observó que sus principios podían compararse con «los de Cicerón y
mister Fox».
Sería absurdo afirmar que la historia de Inglaterra ha estado determina-
da por el modelo romano; sin embargo, las ideas tienen tanta influencia en
el proceso histórico como las presiones sociales y las pasiones sectarias. El
Renacimiento italiano había desarrollado una teoría de «humanismo cívico»
basada en Cicerón, Séneca y Tito Livio. Los Discursos sobre Tito Livio de
Maquiavelo inspiraron la Commonwealth o f Oceana de James Harrington,
escrita durante el protectorado de Cromwell, y pasaron de estas fuentes al
pensamiento político del siglo xvm, reguladas por una constitución mixta.
Y no sólo hemos de pensar en la teoría política, sino también en un con-
cepto conformado por una educación clásica. Los oradores, poetas e histo-
riadores latinos están en la mente de los políticos del siglo xvm; su forma
de pensar es inconscientemente senatorial. Es difícil rastrear una influencia
cuando ha sido tan absorbida como ésta, pero parece razonable afirmar que
la constitución mixta de la república romana ha tenido una influencia bási-
ca en la teoría política y al menos una influencia auxiliar en la práctica po-
lítica.
El otro modelo político proporcionado por Roma es el «cesarismo». La
misma palabra César, originariamente un apelativo familiar, llegó a conver-
tirse en un talismán. Todavía a principios de este siglo había tres gobernan-
tes que llevaban el título de césar: el shah de Persia, el káiser de Alemania
y el zar de Rusia. De hecho, durante 2.000 años, hasta 1978, hubo, más o
menos sin interrupción, un «césar» gobernando en algún lugar del mundo. La
importancia del legado de Roma radica en este caso no en la creación de una
monarquía, ya que naturalmente había habido muchos imperios monárquicos
antes, sino en la combinación del absolutismo con un sistema legal altamen-
te evolucionado. Quienes busquen en las leyes romanas algo parecido a los
«derechos humanos» quedarán decepcionados, pero como sistema para regu-
lar la familia, la propiedad y las relaciones entre la gente es formidable.
Pero más importante aun que la jurisprudencia fue el concepto romano
de ciudadanía. Disraeli decía que su esposa era una criatura encantadora,
pero que no podía recordar nunca quiénes iban primero, si los griegos o los
romanos. Menos probable aún es que se hubiera preguntado por qué habla-
mos de griegos y romanos en lugar de griegos e italianos. Esta costumbre
refleja la de los propios romanos (cuando Virgilio habla de Augusto diri-
giendo a los itálicos hacia la batalla de Actium y sacrificando a los dioses
itálicos pretende sorprender a sus lectores). «Romano» era un término jurí-
dico, y cualquiera, fuera cual fuese su raza, podía llegar a ser ciudadano ro-
mano (es curioso que ninguno de los poetas romanos fuera, que sepamos,
nativo de Roma). Esto constituía una medida notablemente liberal, y como
tal asombró a los mismos griegos: ya en el siglo III a.C. el rey Filipo V de
Macedonia fue informado de que los romanos eran tan liberales otorgando
la ciudadanía que se la concedían incluso a los antiguos esclavos. Algo de
la indignación provocada en la época actual por el imperio romano presu-
pone una especie de nacionalismo del cual carecía hasta extremos sorpren-
dentes la mayor parte del mundo romano. Se ha supuesto (por ejemplo) que
un caballero britanorromano del siglo n d.C. sentiría la misma clase de re-
sentimiento hacia la dominación extranjera que un indio culto de la época
de Gandhi. Pero la Britania romana no era simplemente una sociedad de
celtas gobernada por itálicos. Da la casualidad de que uno de los primeros
gobernadores era de origen bereber; en Britania los negros empezaban su
carrera política por el nivel superior. En la propia Roma, los no itálicos al-
canzaban posiciones de poder ya en el siglo i d.C.
La combinación de autocracia, derecho y la idea de una ciudadanía uni-
versal iba a influir profundamente en la experiencia europea. El sentimiento
que, mucho después de la caída del imperio occidental, conservaba Europa
de que en cierto sentido Occidente compartía la ciudadanía de una cultura
común, se debía seguramente a algo más que a su herencia de la literatura
y la lengua latinas; derivaba en parte de la naturaleza del propio imperio
romano. Puede ser que los efectos subterráneos de este legado fueran más
significativos de lo que parece, pero estas manifestaciones extemas son ya
bastante notables. La idea de un imperio cristiano comienza con Constanti-
no; unos cinco siglos más tarde la coronación de Carlomagno por el papa
inauguró un «imperio romano» que iba a durar, al menos nominalmente, mil
años. «Sacro Imperio Romano» puede parecer un extraño nombre para una
federación germánica, pero el sarcasmo de Voltaire de que ni era sacro ni ro-
mano ni un imperio, olvida el antiguo significado de «romano» y de impe-
rium, aún vigente en época de Carlomagno. En Oriente los bizantinos man-
tuvieron un «imperio romano» hasta la caída de Constantinopla en 1453 (de
hecho, la mayor parte de la Historia de la decadencia y caída del imperio ro-
mano de Gibbon está dedicada a épocas y lugares que actualmente no califi-
caríamos de «romanos»). Aun siendo griegos, se llamaban a sí mismos ro-
manos, rhomaioi, porque se sentían herederos de una tradición común, a la
vez clásica y cristiana. En Turquía, hasta hoy día, un griego es un rum.
Quizá los dos procesos que distancian más el mundo clásico de la Euro-
pa moderna son el ascenso del cristianismo y la desaparición de la esclavitud
(si se sitúa el nacimiento del mundo moderno en el siglo xvi, los cambios
tecnológicos de los últimos doscientos años no entran en consideración); la
conexión, si la hay, entre estos dos aspectos sigue siendo tema de fuertes
controversias. Ambos procesos derivan de la propia Antigüedad. Tradicio-
nalmente, lo clásico y lo cristiano han estado separados: Pablo de Tarso, un
ciudadano romano que escribió en griego en el siglo i d.C., no es un autor
clásico; Luciano, nacido un siglo después en la zona más recóndita de Ana-
tolia, sí. Esta convención es en parte justificada -—ya que los judíos estaban
en cierto modo marginados— y en parte arbitraria; resulta refrescante des-
cartarla de vez en cuando y considerar el Nuevo Testamento como una co-
lección de textos clásicos. Incluso si aceptamos esto, la Roma clásica tiene
una importancia fundamental en la historia cristiana por varios motivos.
El más simple es que la Pax Romana dio lugar a un mundo razonable-
mente estable y políticamente unificado en el que pudo surgir el cristianis-
mo. Según otro punto de vista más complejo, podemos suponer que la evo-
lución de la cultura romana había creado un vacío que el cristianismo supo
llenar. La religión romana no tema nada que ofrecerle al espiritualmente
hambriento: carecía de contenido moral o teológico, y era incapaz de evolu-
cionar o de adaptarse; en medio de una civilización sofisticada y helenizada,
siguió siendo obstinadamente primitiva. Las escuelas filosóficas ofrecían
sistemas morales y teóricos acerca de cómo había sido creado el mundo; a
veces incluso reunían a los fieles en una especie de iglesia, pero no tenían
una verdadera teología, ni una vida mística o sacramental. El culto a Isis o a
Mitra ofrecía sacramentos e iniciaciones, pero no un sistema de creencias co-
herente ni una base para el desarrollo moral y espiritual. Sólo el cristianismo
combinaba a la vez los atractivos espirituales de la filosofía y del culto de
misterios: iniciación, sacramentos, código moral, sistema dogmático y una
ecclesia en la que rendir culto junto a otros creyentes. El triunfo del cristia-
nismo sigue siendo uno de los procesos históricos más misteriosos, pero al
menos se puede decir que no tenía un rival serio en el mundo romano.
Quizá la Roma clásica influyó también en la doctrina cristiana: es más fá-
cil rastrear la idea del purgatorio en la Eneida que en la Biblia. Con toda se-
guridad afectó a la liturgia: las colectas, por ejemplo, siguen un modelo clási-
co de oración: primero (a) se invoca al dios bajo un título, después (b) viene
una aretalogía (relación de las virtudes del dios), y por último (c) una súpli-
ca. Así en la colecta del Miércoles de Ceniza del Book of Common Prayer:
(ia) Dios todopoderoso y eterno, (b) que no detestas nada de lo que has
creado, y perdonas los pecados de todos los penitentes: (c) crea en nosotros
corazones nuevos y contritos ...
«Excudent alii ...» Los romanos tardaron en dedicarse a las artes visuales,
y en cierto modo es justo el lamento de Roger Fry de que «no existe nada en
la historia del arte, salvo el primer siglo de los Estados Unidos, como la indi-
gencia artística de la cultura romana primitiva». En escultura, sobresalieron en
el retrato; por lo demás, sus mejores obras, como el Ara Pacis de Augusto,
apenas pueden ser consideradas como de segunda fila. Muchas de ellas, de to-
dos modos, fueron realizadas por griegos. Una gran cantidad de esculturas
grecorromanas eran copias de originales griegos más antiguos. El Apolo Bel-
vedere, reconocido ahora como una copia, fue considerado desde el Renaci-
miento hasta el siglo xvm, e incluso después, como la más bella estatua jamás
realizada. La desestimación que desde entonces han sufrido el Apolo, la Ve-
nus de Médicis y otras esculturas representa quizá la mayor caída en desgra-
cia de la historia del gusto, pero por supuesto fue enormemente importante su
influencia en el desarrollo de la escultura europea. También influyeron de for-
ma fundamental en la historia de la pintura por su contribución a convertir el
desnudo en un tema central a partir del Renacimiento.
En lo que respecta a la arquitectura el panorama es diferente. Los roma-
nos tomaron algunas de sus formas más o menos directamente de los grie-
gos, pero también fueron altamente innovadores. La arquitectura griega era
arquitrabada, es decir, basada en un tipo de construcción con pilares y dintel;
los romanos desarrollaron la arquitectura abovedada, basada en el arco de
medio punto y la bóveda. Los mayores logros de la arquitectura romana son
posteriores al cénit de la prosa y la poesía y han sido a veces poco valorados
por una cultura posterior en la cual la base de la educación ha sido literaria,
pero las termas imperiales fueron diseñadas con una imaginación pareja a su
escala, y el Panteón se cuenta entre los edificios más importantes del mun-
do. Las primeras iglesias cristianas de Roma y de Ravena muestran el tipo
constructivo romano tradicional, la basílica, adaptada a nuevos propósitos
con constante inventiva, y son de carácter inequívocamente «tardío», no
«medieval temprano». Roma dio origen a gran parte del vocabulario básico
utilizado en el Renacimiento y posteriormente: por ejemplo, el orden toscano,
la superposición de distintos órdenes, uno sobre otro, la sucesión de arcos de
medio punto dentro de una línea de columnas (todo esto puede observarse en
el Coliseo).
La influencia de Roma en la arquitectura renacentista es indudable; su in-
fluencia en edificios medievales es un poco menos obvia. Se suele conside-
rar que la arquitectura románica del norte de Europa no debe a Roma más
que el arco de medio punto y su nombre moderno. La catedral de Durham es
la Ilíada de estos edificios, la suprema expresión en la arquitectura occiden-
tal de la idea del poder, pero no es clásica en absoluto. En España y en el sur
de Francia, sin embargo, la impresión es diferente. A menudo los capiteles
derivan del orden corintio; a veces, incluso cuando lo grotesco medieval ha
suplantado al espíritu clásico, persisten los principios clásicos del diseño, y
encontramos la cabeza de un hombre, un animal o un monstruo cuidadosa-
mente colocada en los extremos superiores, en el lugar que ocupaban las vo-
lutas del orden corintio. En ocasiones, como en Aulnay, en el Saintonge, no
sólo los capiteles siguen el modelo romano, sino también las basas, y hay
una arcada ciega en la parte exterior de la iglesia que es manifiestamente clá-
sica en espíritu y proporciones. Algunas de estas cualidades pasaron al pri-
mer gótico del norte de Francia; uno se siente tentado a afirmar que Suger
redescubrió en Saint-Denis el arte romano abandonando el románico. Ciertas
obras románicas del sur dan a veces la impresión de que no ha habido rup-
tura de la continuidad con la Antigüedad: el pórtico de Saint-Gilles-de-Pro-
vence sigue el modelo de un arco de triunfo romano, y algunos de los relie-
ves escultóricos de Saint-Semin, en Toulouse, poseen la muda gravedad del
arte tardorromano. También el románico italiano se basa con frecuencia en
fuentes clásicas, y no es sorprendente encontrar columnas antiguas reutiliza-
das en edificios construidos mil años después, como en San Miniato, en Flo-
rencia. Más tarde aún, Brunelleschi recurre al románico toscano al tiempo
que descubre la arquitectura clásica (véase infra, pp. 307-308), y así Roma
tendrá una doble influencia, directa e indirecta, en la aparición del Renaci-
miento florentino; es quizá esta mezcla de fuentes lo que confiere a la obra
de Brunelleschi su peculiar combinación de frescura y autoridad.
I returned and saw under the sun, that the race is not to the swift, nor the
battle to the strong, neither yet bread to the wise, nor yet riches to men of un-
derstanding, nor yet favour to men of skill; but time and chance happeneth to
them all.*
[Vi además que bajo el sol no siempre es de los ligeros el correr ni de los
esforzados la pelea; como también hay sabios sin pan, como también hay dis-
cretos sin hacienda, como también hay doctos que no gustan, pues a todos les
llega algún mal momento.]
«Una parodia, aunque pequeña», señala Orwell, y estamos de acuerdo con él.
También observó que este tipo de lenguaje es un instrumento político utili-
zado para suavizar el duro filo de la crueldad y el engaño. Y un borbotón de
palabras latinas puede permitirle a uno decir casi nada durante frases enteras.
Una educación clásica tiene la ventaja de proporcionar un oído más fino para
estas cosas.
La solución no es preferir en lo posible palabras anglosajonas, porque po-
dría ser contraproducente para el idioma. Cuando Cranmer escribió Book o f
Common Prayer intentó otorgar a la liturgia ritmo y dignidad, en una lengua
con muchas menos palabras polisilábicas que el latín, mediante la unión de
* En este capítulo, y a diferencia del resto de la obra, se ha optado por dar en el texto .
las citas en inglés con su correspondiente traducción castellana a continuación para que el lec-
tor pueda seguir cómodamente las comparaciones lingüísticas que hace Jenkyns. En los de-
más capítulos, en general, se ofrecen las citas traducidas en el texto y el original inglés en
nota. (N. del e.)
parejas de sinónimos; en general equilibra una palabra anglosajona con otra
de origen clásico. Podemos comprobarlo volviendo a la colecta del Miércoles
de Ceniza: «create and make in us new and contrite hearts ... lamenting our
sins and acknowledging our wretchedness ... perfect remission and forgive-
ness ...». En efecto, la prosa inglesa alcanza con frecuencia su máxima altu-
ra cuando logra el equilibrio entre palabras germánicas y latinas, y esto es así
incluso en épocas más «clásicas» que la nuestra. Los escritores del siglo xvm
estaban impregnados de los historiadores y oradores romanos; el latín es de-
masiado distinto de nuestra lengua para que los escritores romanos hayan
ejercido algo más que un efecto casual sobre el estilo de sus admiradores in-
gleses, pero al menos deben haber transmitido la idea de lo que los eruditos
alemanes del siglo xix iban a denominar Kunstprosa, el arte de la prosa. La
prosa latina concedía especial atención a la cláusula, el ritmo al final de la
frase, y vemos la misma clase de preocupación por la cadencia en los me-
jores escritos de los clasicistas ingleses. Los mismos ritmos de Gibbon si-
guen frecuentemente el latín; así dos oraciones consecutivas de su Decaden-
cia y caída (capítulo 28) terminan con el esquema - uuu - u- [-: sílaba lar-
ga; u: sílaba breve], ritmo favorito de Cicerón:
... the thunder was still silent, and both the heavens and the earthconti-
nued to preserve their accustomed order and tranquillity.
... and the limbs of Serapis were ignominiously dragged through the
streets of Alexandria.
[... el trueno guardaba aún silencio, y tanto los cielos como la tierra se-
guían conservando su acostumbrado orden y tranquilidad.]
[ . . . y los miembros de Serapis fueron ignominiosamente arrastrados por
las calles de Alejandría.]
[Mas ¡cuál es la esperanza del hombre! Estoy decepcionado por este gol-
pe mortal, que ha eclipsado la alegría de las naciones y empobrecido la reser-
va pública de inofensivo placer.]
Este ritmo está elaborado de una forma a medias consciente (Johnson ha sido
acusado, efectivamente, de preferir la eufonía al significado y de permitir que
la frase caiga en el anticlimax para salvar la melodía, pero ¿no hay algo ex-
trañamente conmovedor en la parábola retórica que se eleva hacia «eclipsed
the gaiety of nations» y desciende después hasta la mansa simplicidad de
«harmless pleasure»?). Menos consciente es posiblemente el quiasmo étimo-
lógico de la última fiase: en «public stock» el adjetivo es de origen latino y
el sustantivo es anglosajón, mientras que en «harmless pleasure» se ha in-
vertido el modelo: hay un ritmo, una danza también en el estilo. Todas las
palabras germánicas y clásicas están equilibradas: el tono culto de «disap-
pointed» suaviza los monosílabos anglosajones que reflejan los hechos des-
nudos de la condición humana: hopes, man, stroke, death.
En la última frase de la Idea o f a University, de Newman, sentimos los
ritmos del siglo xvra sobreviviendo a mediados del xix:
Esto es más banal que el fragmento de Johnson, pero la gradación «your con-
sideration, your friendliness, your confidence» es el fruto de haber sido cria-
do en la retórica clásica, y hay otro quiasmo etimológico al final, donde la
palabra latina anticipations es contestada por la anglosajona hopes, y la an-
glosajona kind por la latina sanguine.
Nadie es mejor maestro en el uso contenido de palabras latinas que
Shakespeare. No es una habilidad árida, pues ía encontramos en sus mo-
mentos más emocionantes. Veamos las palabras de Hamlet moribundo (5,
2, 357 y ss.):
[Sin embargo, no quiero verter su sangre; / ni desgarrar su piel más blanca que
la nieve, / y tan lisa como el alabastro de un sepulcro. / Pero debe morir o en-
gañará a más hombres. / Apaguemos la luz, y después apaguemos su luz ...]
Otelo habla de cosas simples y concretas con palabras sencillas: blood, skin,
snow. Después cambia de la naturaleza a la cultura, la lengua va del anglo-
sajón al clásico, de palabras cortas a largas. Con «monumental alabaster» se
nos dice lo que Desdémona significa para su marido: su belleza, su naci-
miento, su pertenencia a una civilización avanzada — que puede comprar ala-
bastro y tallarlo en forma de estatua— , frente a la cual el Moro se siente un
extraño. La lengua refleja todo el pathos de la belleza y próxima muerte de
Desdémona al revelamos el pensamiento de Otelo y mostramos el patetismo
de su situación. Después volvemos a lo cotidiano, expresado en los términos
más sencillos: «put out the light».
Ben Jonson dijo que Shakespeare sabía poco latín y menos griego; M il-
ton que apenas balbuceaba su lengua materna. Por contra, el propio Milton
era un erudito (fue el primero que enmendó un fragmento corrupto del tex-
to de las Bacantes de Eurípides), y el Paraíso perdido muestra esta erudi-
ción. Se ha criticado el estilo excesivamente clásico del poema: Samuel
Johnson, no precisamente enemigo de lo clásico, se quejó de que Milton
«estaba deseoso de utilizar palabras inglesas con un idioma extranjero ...
De él se puede decir por fin lo que Jonson dice de Spenser, que no escribió
ninguna lengua». Pero Milton sabe cuándo se trata de latín y cuándo no. He
aquí un momento esencial del poema, cuando Eva cede a la tentación y cau-
sa la ruina de la humanidad (9, 780 y ss.):
[Esto diciendo, la atrevida mano / tiende hacia el fruto, en hora aciagä y ö r4/
y come. La Tierra sintió la herida, / y la Naturaleza, de su trono, suspirando
dio muestras de dolor / por medio de sus obras, anunciando / que todo estaba
perdido.] *
El supremo logro artístico de Roma fue la poesía, y aquí Virgilio fue ex-
tremadamente importante. Probablemente es el poeta más influyente que ha
existido, y el que seguramente ha sido interpretado de las maneras más di-
versas. Para los Santos Padres fue un profeta de los evangelios, en la alta
Edad Media un mago y un hechicero, en la baja un sabio y un erudito. Para
Dryden fue simplemente «el mejor poeta», el ejemplo perfecto de gusto clá-
sico y maestria técnica. Para Tennyson fue «el romano Virgilio, ... majes-
tuoso en tu tristeza por el dudoso destino de la raza humana», el laureado que
combinó patriotismo con una penetrante melancolía y un sentido de la difi-
cultad de la fe; un hombre muy parecido a Tennyson, en realidad. Para los
últimos V ictoria n o s, en la época del imperialismo liberal, fue, en palabras de
lord Bryce, «el poeta nacional del imperio, en el que el patriotismo imperial
alcanzó su más alta expresión». Para T. S. Eliot, en una época turbulenta, fue
el pilar sobre el que se construyó la civilización europea, la piedra fundacio-
nal de la cultura cristiana. Las dos estatuas de Virgilio erigidas en su Mantua
natal con seiscientos años de diferencia ilustran dos de sus metamorfosis. El
siglo xra lo representó como un erudito, sentado, con birrete y un libro sobre
las rodillas. El siglo xix produjo un Virgilio para el Risorgimento: orgullosa-
mente de pie sobre un alto pedestal; grupos escultóricos secundarios a cada
lado, con citas en la parte inferior, representan a Roma, soberana y civiliza-
dora (Eneida) y a la tierra de Italia, la madre generosa (Geórgicas).
Estas imágenes dispares han continuado en la cultura académica de nues-
tro tiempo. En Norteamérica mostraba ya signos de un culto desagrado por
el imperialismo mundial mucho antes de la guerra del Vietnam, cuando se
unió a los movimientos de protesta; el fantasma de esta figura barbada y ador-
nada con collares todavía cruza desgarbadamente algunos campus norteame-
ricanos. En Gran Bretaña hubo en los años ochenta señales de un Virgilio
duro y realista que aceptó el nuevo orden de Augusto reconociendo que no
había otra alternativa. Hay dos causas para semejante variedad de interpreta-
ciones. La primera es simplemente que Virgilio es un gran genio, y a través
de los tiempos la gente ha intentado ponerlo de su parte. La segunda es que
hay en efecto algo proteico en su poesía; está más abierta a interpretaciones
distintas que la Divina comedia o el Paraíso perdido. Esto no quiere decir que
Virgilio se contentara con sumergirse en un baño de melancólica ambivalen-
cia (aunque algunos lo han pensado, y le alaban por ello); la cruda realidad es
que tiene más posibilidades de ser malinterpretado que Dante o Milton.
Cada una de sus obras se ha convertido en modelo de un género de poe-
sía. Las Bucólicas son la clave de la tradición pastoril; las Geórgicas el mo-
delo de la poesía didáctica, una forma que ha sido practicada menos y en
conjunto con menos éxito, aunque estuvo de moda durante el siglo xvm; la
Eneida se convirtió en el beau idéal de la poesía épica. Y ha tenido un efec-
to cultural, incluso político, aún mayor. El pensamiento occidental ha estado
enormemente influido por la idea de que la época de Augusto fue el punto
central de la historia de Roma. Augusto fue un genio político, como confir-
ma incluso el historiador más hostil; no sólo fue el primer emperador roma-
no sino también el más importante. Aun así, la fama de su reinado se debe
no tanto a él directamente como a los poetas cuyo ministro Mecenas prote-
gió en su nombre. Las dinastías necesitan héroes literarios para proyectar su
gloria hacia la posteridad: los mitos heroicos ingleses y franceses sobre la
época isabelina y el grand siècle difícilmente funcionarían sin Shakespeare,
Racine, Molière y Corneille. Augusto y Mecenas demostraron su astucia al
mantener a poetas; no obstante, tuvieron suerte con el inmenso genio de Vir-
gilio. Una constelación literariamente brillante y un titán: estas fueron las
condiciones para la más alta gloria. Horacio y Propercio no hubieran bastado.
Lucrecio, el segundo entre los poetas romanos después de Virgilio, no ha
tenido una influencia proporcional a su gran calidad; quizá su mayor efecto
en las literaturas posteriores ha sido indirecto, como inspirador de las Geór-
gicas. Su admirador más importante entre los poetas posteriores, además de
Virgilio, es Milton. Mientras que Lucrecio escribió un poema didáctico, pre-
sentado con una épica grandeza de tono y estilo, Milton invierte el mode-
lo: el Paraíso perdido es una epopeya presentada con un final moralizante; el
propósito del poeta es enseñar: «proclame yo la Providencia Eterna, y el ca-
mino de Dios muestre a los hombres» (1, 25 y ss.). Milton pensaba en Lu-
crecio cuando describía cómo el mito clásico de Mulciber (es decir, Vulca-
no) era un recuerdo corrompido de la caída de uno de los ángeles rebeldes
(1, 738 y ss.; la «tienra Ausonia» es Italia):
Es interesante que para Smith, en 1776, los antiguos estuvieran todavía del
lado del progreso, y La riqueza de las naciones es, al fui y al cabo, uno de
los documentos fundacionales del mundo moderno. Shaftesbury desarrolló
esta línea de pensamiento en su Inquiry concerning Virtue, or Merit (1699).
También desdeña la mística y la ascética cristianas; para él la virtud es una
forma de belleza, y el sentido moral una especie de buen gusto. Como escri-
bió en otro lugar, «lo venustum, honestum, decorum de las cosas forzará su
camino», y es mejor para esta sensibilidad estética dirigirse a un objetivo
moral, ya que «después de todo, la belleza más natural del mundo es la ho-
nestidad y la verdad moral. Porque toda belleza es verdad» (An Essay on the
Freedom of Wit and Humour, parte 2, secciones 2 y 3).
El tratado de Cicerón sobre la obligación moral, De Officiis —«Tully’s
Offices» en el siglo xvm— era parte de la educación de un caballero; ense-
ñaba virtud y buenas maneras, pero también que la gloria —la búsqueda de
la distinción personal— era el objetivo correcto del hombre. Pero si quere-
mos captar el tono dieciochesco, deberíamos reflexionar más sobre la natu-
raleza del pensamiento senatorial, formado no sólo a base de textos filosófi-
cos sino de literatura clásica en general. La Eneida proporcionó un modelo
de buen gobernante, mientras que Horacio, directamente en sus Epístolas e
indirectamente en sus Odas, inculcó la noción de que la vida virtuosa es fru-
to del egoísmo ilustrado y del placer culto. Pitt el Viejo recomendaba a su
sobrino que estudiase a Cicerón y a Demóstenes como escuela de elocuen-
cia y valor, pero también le convenció de que Homero y Virgilio enseñaban
«honor, coraje, desinterés, amor a la verdad, dominio de la ira, amabilidad en
el comportamiento, humanidad ... en una palabra, virtud en su auténtico sig-
nificado» (cartas del 13 de enero de 1756 y 12 de octubre de 1751). Esta vi-
sión procede del Renacimiento: «leemos a los autores profanos», decía John
Rainolds, profesor de Oxford y traductor de la Biblia, «para poder ser des-
pués hombres buenos».
Las fuerzas espirituales del pasado, que han movido e informado la cultu-
ra de una época triunfal, viven en realidad dentro de esa cultura, pero con una
vida absorta y subterránea. Sólo el elemento helénico no ha sido tan absorbido
ni encerrado dentro de esta vida subterránea: de vez en cuando ha salido a la
superficie; la cultura ha sido devuelta a sus fuentes para ser clarificada y co-
rregida. El helenismo no es un mero elemento disuelto en nuestra vida intelec-
tual; tiene una tradición consciente.*
Hay una gran población silenciosa de mármol. Hay vapuleados dioses caí-
dos del Olimpo y destrozados al caer, colocados en nichos y sobre fuentes; hay
senadores sin nombre, sin nariz, sentados en silencio bajo arcadas, o escondidos
en patios y jardines. Y luego, junto a estos difuntos, de cuyas antiguas figuras
se puede decir que son sus cadáveres, está la familia que reina, una incontable y
tallada jerarquía de ángeles, santos y confesores de la última dinastía que ha
conquistado la corte de Júpiter.
Y mirando hacia el futuro, Mario «creía ver un Foro donde había crecido la
hierba, las calles destrozadas del Capitolio y la propia colina del Palatino hu-
mildemente ocupada» (capítulo 12). Aquí Pater, al igual que Poggio cuatro
siglos antes, contempla el proceso de cambio descrito en la Eneida y lo hace
retroceder. En realidad, la atracción por los restos del pasado no es nueva en
el siglo xix; es un descubrimiento de Virgilio, en ningún sitio explorado tan
profundamente como en las Geórgicas y en la Eneida. Sería agradable afir-
mar que Virgilio inspiró directamente a aquellos que más tarde lo revivieron,
pero es imposible demostrarlo y pudo ser un descubrimiento independiente
de la sensibilidad romántica. Puede que el poeta romano lo enseñara o no;
desde luego los monumentos de Roma lo alimentaron.
La profundidad y multiplicidad del pasado es aún más palpable en Roma
que en cualquier otro lugar, pero la ciudad es ahora tan rica, activa y ruido-
sa que no se siente fácilmente el espíritu de majestad caída, ni la emoción
que complacía y apenaba a los siglos. Pero la influencia de Roma sigue es-
tando en las raíces de nuestra civilización, absorbida y subterránea, en pala-
bras de Pater. Todos somos griegos, pero también romanos.
B ib l io g r a f ía
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