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Ir detrás de Jesús
El Evangelio nos muestra en muchas de sus páginas que Jesús pensó su propia
vida con dinamismo. Vivió siempre, en sus opciones y empresas, en búsqueda
de la voluntad del Padre (cf. Jn 4,34; 5,30-31; 6,38). Los relatos bíblicos
expresan su forma de vida con la metáfora del camino (cf. Mt 7,14; Mc 8,27;
9,33; 10,51-51), de la dirección (cf. Mc 1,35-39; Lc 9,61-62; 19,28). Jesús incluso
convocó a sus discípulos y les enseñó un lugar hacia dónde ir, el Padre (cf. Jn
14,3-6). Lo que podríamos llamar, la «doctrina» del Evangelio se encuentra
toda en función de la finalidad para la cual los discípulos son llamados. La
convocatoria universal a seguirlo es una invitación a desandar un itinerario
junto a Él. El hombre debe descubrir que debido a su propia limitación no tiene
garantizada la vida, por eso de nada sirve vivir en función de sí mismo. No nos
resulta salvífico vivir tomándonos a nosotros como referencia suprema. La auto
referencialidad del hombre contemporáneo, a parte de conducirlo a una
mezquina, absurda y patética infelicidad, lleva a la persona a vivir en una
alucinación virtual. A la larga, al final del camino, todo será un fracaso amargo,
un hundimiento desesperante, en donde todo lo acumulado para salvarnos y
hacernos felices, se queda como contemplando el modo como nosotros nos
hundimos en la oscuridad de la muerte.
“¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida? ¿Y qué
podrá dar el hombre a cambio de su vida?” (Mt 16,26). Jesús pronuncia estas
preguntas desafiantes que nos interpelan, todas apuntan a la realidad final de
la vida, desde ahí debemos pensar el presente. Los seguidores que se dejaron
seducir por Él, en cierta forma son los que se dejaron interpelar por estas
preguntas. Los que lo han dejado todo y lo han seguido sin sentirse atados por
las riquezas o los bienes de este mundo (cf. Mc 10,28-30). La única manera de
“salvar la vida” (Mt 16,25) es viviéndola, de tal modo, que la organicemos
desde la finalidad a la cual se nos llama. Dios, el Padre de Jesús, es el único que
tiene la potestad para dárnosla, para devolvérnosla cuando se nos acabe. Del
mismo modo que alguna vez nos llamó a la existencia –sin que se lo pidamos–
puede volver a hacerlo cuando se acabe el hilo de nuestro carretel (cf. Is
38,12b). Por eso, Jesús promete a los que lo siguen que “quien pierda su vida
por su causa, la encontrará”. Vivir para él o “perder la vida” (Mt 12,25), como Él
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mismo indica, es descubrir que solo viviendo una vida para Dios –esto es
elegirlo y ponerlo siempre por encima de todo– encontraremos la vida que
buscamos.
Jesús se nos presenta, ante todo como modelo ejemplar de esta promesa. Él
vivó para su Padre, lo eligió siempre, dedicó todas sus energías al Reino de Dios
que instauró entre nosotros, en donde la lógica de los hombres ha quedado
«patas para arriba». En ese nuevo hogar, porque el Reino es justamente eso,
una familia, en donde una Presencia paterna-materna, una Presencia divina,
irrumpe en medio de los invitados que se hacen hijos, todos viven los vínculos
de la fraternidad, porque son hermanos. Las formas típicas del mundo no
encajan en esta nueva morada. Jesús recibía en su casa a los excluidos, sin
importar la causa por la cual eran separados (cf. Mc 2,15; 8,26), en la familia de
Jesús había un lugar para ellos. Los últimos eran primeros, los pequeños los
más importantes, los pobres los más agraciados y plenos. Todos los marginados
encontraban un lugar y un amigo. Los discípulos eran invitados a hacerse
servidores, unos de los otros; simplemente, porque son hermanos y porque «el
Maestro y Señor de todos» dio ese ejemplo de servicio. El Reino inauguraba
una nueva forma de relacionarse con Dios y con los demás. Así se configuró,
más bien se reveló, el legítimo designio que el Creador tenía para la humanidad
desde el comienzo. Su plan, su deseo para sus criaturas y el único camino
posible para usar, adecuadamente, la humanidad que nos regaló y reflejar la
verdadera imagen suya que somos (Gn 1,27).
Esto es, en palabras de Jesús, “perder la vida por Él” (Mt 12,25). En realidad la
pérdida es en palabras de Pablo, «ganancia» (Flp 3,7), pues solo así se
encuentra el sentido de la vida, solo así Dios puede donarnos, lo que solo de Él
recibimos: la Vida. Por otra parte, dado que solo entregarnos al amor nos hace
plenos, solo caminar este sendero nos hará felices en plenitud. Vivir para el
amor, caminar en el amor, como enseña la carta a los Efesios:
“Traten de imitar a Dios, como hijos suyos muy queridos, caminen en el amor, a
ejemplo de Cristo, que nos amó y se entregó por nosotros, como ofrenda y sacrificio
agradable a Dios” (Ef 5,1-2).
El Recapitulador
En el himno de la carta a los Efesios dice: “para administrar en la plenitud de
los tiempos la recapitulación (anakephalaiṓsasthai) de todas las cosas en
Cristo” (Ef 1,10).
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Quisiera detenerme de modo especial en este vocablo griego. El verbo
anakephalaióomai aporta un concepto muy importante que sirve para
comprender el misterio de Cristo. Es un término poco usado, significa «llevar a
una kephalḗ», «resumir», «recapitular». Se encuentra dos veces en el NT, Rm
13,9 y Ef 1,10. Su sentido fundamental en estos dos textos es «llevar algo a
un…. punto principal (de una estructura), compendiar sumariamente, como ya
se dijo recapitular.
En el caso de Rom 13,9, Pablo recoge la tradición que los mandamientos del
Decálogo (Dt 5, 17ss LXX; cf. Lc 18, 20 [a diferencia de Mc 10, 19]) se
compendian en el mandamiento del amor al prójimo de Lev 19, 18; es decir, se
expresan en un solo enunciado principal y fundamental, del cual pueden
deducirse o al cual pueden reducirse: “amarás a tu prójimo como a ti mismo”.
El texto que nos interesa en este caso es Ef 1,10. Se encuentra en función de
1,9, del contenido del «misterio de su voluntad» que nos dio a conocer por su
bondad en su Hijo. Cristo es el «punto cardinal» en el que convergen todas las
líneas del universo (recapitulatio omnium). Es el acontecimiento más singular
del plan salvífico. La historia alcanza su meta en Él. Por eso, el «universo» no
significa un cosmos contenido en sí mismo, sino la creación divina orientada
hacia una meta (cf. 1,4).
Este acto de Dios, establece en Cristo la meta escatológica, por la cual toda la
creación fue llamada a la existencia, de tal manera que en Él se compendia el
universo entero en sus dimensiones espaciales y temporales. Esta cristificación
de toda la historia y el cosmos, nos permite comprender unificados los criterios
divinos para con el hombre; y nos advierte de los excesos que desprecian la
creación, separándola de la obra soteriológica, o de las exageraciones con la
visión del pecado original en el hombre y con la verdadera causa de la
encarnación del Verbo. En palabras contemporáneas del Concilio:
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«El Verbo de Dios, por quien todo fue hecho, se encarnó para que, Hombre perfecto,
salvará a todos y recapitulara todas las cosas. El Señor es el fin de la historia humana,
punto de convergencia hacia el cual tienden los deseos de la historia y de la
civilización, centro de la humanidad, gozo del corazón humano y plenitud total de sus
aspiraciones. Él es aquel a quien el Padre resucitó, exaltó y colocó a su derecha,
constituyéndolo juez de vivos y de muertos. Vivificados y reunidos en su Espíritu,
caminamos como peregrinos hacia la consumación de la historia humana, la cual
coincide plenamente con su amoroso designio: "Restaurar en Cristo todo lo que hay
en el cielo y en la tierra" (Eph 1,10). He aquí que dice el Señor: "Vengo presto, y
conmigo mi recompensa, para dar a cada uno según sus obra. Yo soy el alfa y la
omega, el primero y el último, el principio y el fin" (Apoc 22,12-13)». (GS 45)
El discípulo amado señaló desde la barca a Pedro y a los demás la presencia del
Resucitado en la orilla del mar de Tiberíades. «Es el Señor» les dijo (Jn 21,7),
después de haber llenado las redes con 153 peces. Jesús Resucitado es
reconocido por sus discípulos como su Señor, los creyentes dichosos lo
confiesan «Dios y Señor» (Jn 20,28-29). La vida de la fe se trata de eso, de hacer
de Jesús el Señor de la propia vida. Él es el amigo que nos ha contado todo lo
que oyó de su Padre (Jn 15,15).
«Él es el centro de la historia y del universo; él nos conoce y nos ama, compañero y
amigo de nuestra vida, hombre de dolor y de esperanza; él, ciertamente, vendrá de
nuevo y será finalmente nuestro juez y también, como esperamos, nuestra plenitud
de vida y nuestra felicidad.
Yo nunca me cansaría de hablar de él; él es la luz, la verdad, más aún, el camino, y la
verdad, y la vida; él es el pan y la fuente de agua viva, que satisface nuestra hambre y
nuestra sed; él es nuestro pastor, nuestro guía, nuestro ejemplo, nuestro consuelo,
nuestro hermano. Él, como nosotros y más que nosotros, fue pequeño, pobre,
humillado, sujeto al trabajo, oprimido, paciente. Por nosotros habló, obró milagros,
instituyó el nuevo reino en el que los pobres son bienaventurados, en el que la paz es
el principio de la convivencia, en el que los limpios de corazón y los que lloran son
ensalzados y consolados, en el que los que tienen hambre de justicia son saciados, en
el que los pecadores pueden alcanzar el perdón, en el que todos son hermanos.
Éste es Jesucristo, de quien ya habéis oído hablar, al cual muchos de vosotros ya
pertenecéis, por vuestra condición de cristianos. A vosotros, pues, cristianos, os
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repito su nombre, a todos lo anuncio: Cristo Jesús es el principio y el fin, el alfa y la
omega, el rey del nuevo mundo, la arcana y suprema razón de la historia humana y
de nuestro destino; él es el mediador, a manera de puente, entre la tierra y el cielo; él
es el Hijo del hombre por antonomasia, porque es el Hijo de Dios, eterno, infinito, y el
Hijo de María, bendita entre todas las mujeres, su madre según la carne; nuestra
madre por la comunión con el Espíritu del cuerpo místico.
¡Jesucristo! Recordadlo: él es el objeto perenne de nuestra predicación; nuestro
anhelo es que su nombre resuene hasta los confines de la tierra y por los siglos de los
siglos.» (Homilía pronunciada por el Papa Pablo VI en Manila 29/11/1970
El pantocrátor («todopoderoso», del griego παντοκράτωρ, compuesto por παντός «todo» y κρατός «fuerza,
poder». Se aplica a una de Jesús de Nazaret en el arte bizantino y románico, una figura, siempre mayestática,
que muestra la mano diestra levantada para impartir la bendición y teniendo en la izquierda los Evangelios o las
Sagradas Escrituras. Solían pintarse en las bóvedas de los ábsides.