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La teoría empirista del conocimiento: Hume

Alejandro Escudero Pérez


Índice:
Introducción
1. Bases del conocimiento: impresiones e ideas
2. Clases de conocimiento
3. La asociación y sus leyes
4. Causalidad y probabilidad
5. Crítica de la metafísica
Balance

Introducción
Empirismo/racionalismo son las dos grandes corrientes de la filosofía europea
enfrentadas en los siglos XVII y XVIII.
Punto de partida del empirismo: John Locke; éste comenzó negando las ideas innatas y,
proponiendo, a su vez, que la mente del hombre es comparable a “una hoja en blanco”
(en la que la experiencia va escribiendo una serie de contenidos que van llenando esa
hoja). Locke, además, rechaza otra tesis de Descartes; según el filósofo francés las ideas
de la sensibilidad (una facultad inferior de la mente por su vinculación con el cuerpo) son
un efecto de la realidad física (res extensa) pero no son el reflejo adecuado del mundo
verdadero (pues la verdadera realidad es cuantitativa y, excluye, pues todas lo que llama
“cualidades secundarias”). Pues bien: las ideas de sensación sí son, afirma Locke, un
reflejo adecuado del mundo mismo (no sólo nos informan, pues, de puros ‘accidentes’,
de meras propiedades superfluas e irrelevantes).
Un texto nos presenta así el planteamiento de Locke: «Al igual que otros pensadores
ingleses, combate la teoría platónica de las ideas innatas, en la que no cree. Descartes la
había aceptado y Leibniz, a su manera, también. Locke argumenta que nada puede haber
en la mente sin que ésta tenga conciencia de ello. Considera contradictorio afirmar que
existe algo en la conciencia que no es consciente. El pensador inglés rechaza todo recurso
a la reminiscencia, a la virtualidad de lo innato, etc. Rechaza, por tanto, la idea de un
conocimiento original absoluto, que habríamos tenido en una vida anterior a la existencia
terrena. La mente comienza siendo una tabula rasa. Locke quiere incitar a los filósofos a
mantener los ojos abiertos ante el mundo real, el mundo de la experiencia. Todas nuestras
ideas son adquiridas, no son innatas, y han sido adquiridas gracias a las sensaciones. Las
ideas tienen una sola fuente, que es la experiencia. Hay dos tipos de experiencia: la
experiencia exterior, que proviene de las sensaciones, y la experiencia interior. Sin las
sensaciones la mente no puede hacer nada -cuando es privada de ellas gira en el vacío,
pues la mente, en principio, no es nada-. Según Locke, nunca pensamos antes de tener
sensaciones: primero sentimos y luego pensamos (concebimos con el entendimiento).
Locke llama a nuestras sensaciones “ideas simples”, donde idea significa representación,
materia prima del conocimiento. La mente, con su actividad, forma ideas compuestas al
comparar las ideas entre ellas, al elaborar abstracciones, etc. Debemos recordar aquí las
nociones del nominalismo y del realismo. El nominalismo es la teoría según la cual los
conceptos, a causa de su universalidad, no son más que un flatus vocis, un sonido, una
palabra: sólo existen los entes particulares. El realismo metafísico, por el contrario,
afirmaba que lo más real son las esencias universales, la caballidad, por ejemplo, es más
real que los caballos individuales. Locke es un nominalista convencido, lo cual es
comprensible desde el momento en que se basa únicamente en la experiencia sensible. En
la experiencia sólo se encuentran entidades particulares. Nunca se halla la especie ‘perro’
sino un perro determinado. Locke declara que en la realidad sólo existen individuos, pero
nuestra mente lleva a cabo operaciones en las que surgen ideas o conceptos abstractos.
La capacidad de forjar abstracciones distinguiendo los rasgos comunes de una serie de
entes individuales constituye un privilegio de la mente humana. Esa capacidad de
abstracción es la que permite que los hombres hablen y se comuniquen. Los conceptos
son, pues, abstracciones que designan, siempre características generales, y si nosotros
disponemos de un lenguaje es precisamente porque somos capaces de abstraer»1. (El gran
asombro, páginas 168-169).
Locke, por otra parte, inició la crítica a la idea o concepto de “substancia” (una crítica
profundizada luego por Hume). Así lo expone el siguiente texto: «Tradicionalmente la
substancia era lo que persistía a través de todos los cambios, lo que sostenía las
propiedades y aseguraba la permanencia del ente. Era la substancia en cuanto substratum.
Para el empirista Locke, éste es un presupuesto demasiado absoluto, demasiado alejado
de la experiencia: nadie ha encontrado jamás la substancia en la experiencia. Dado que
sólo la experiencia nos procura aquello en lo que podemos pensar conceptualmente,
debemos reconocer de una vez para siempre, que una substancia, en el sentido de un
substratum, no existe. La substancia que pasaba por el ente en el sentido pleno de la
palabra, que se tomaba por el ente mismo, no existe. No es más que una ilusión»2 (La
gran ilusión, página 170). Ampliando este mismo punto sobre Locke un texto nos ayuda
a entender en qué consiste el empirismo: «Las especies, los géneros, las esencias no son
seres reales, sino abstracciones, artificios, de los que se sirve la mente humana. Todas las
cosas reales, todo lo que existe, está sometido al cambio. Cuando nos forjamos ideas que
persisten sin cambiar, nunca se trata de entes reales, sino términos artificiales de la
reflexión. Nuestro conocimiento, por ejemplo, se limita a nuestras ideas, a su acuerdo o
su exclusión recíproca. Locke es, por tanto, un empirista que sabe que, en la experiencia,
no llegamos a alcanzar las cosas como son realmente. No conocemos las cosas tal como
son en sí mismas, independientemente de nosotros. Sólo las conocemos elaboradas y
completadas por las cualidades que distingue nuestra mente. Esto no significa que haya
que rechazar nuestro conocimiento como si no tuviera valor, sino únicamente que la
realidad exterior no se identifica, sin más, con el conjunto de los conocimientos que
elaboramos. La mente alcanza un conjunto coherente de sensaciones, de abstracciones y

1
Jeanne Hersch, El gran asombro (la curiosidad domo estímulo en la historia de la filosofía), editorial
Acantilado, 2010, páginas 168-169.
2
Jeanne Hersch, El gran asombro (la curiosidad domo estímulo en la historia de la filosofía), editorial
Acantilado, 2010, página 170.
de ideas, pero no por ello conocemos las cosas tal como son en sí mismas. Esto nos
conduce a una filosofía restrictiva. La mente humana, afirma Locke, puede rechazar muy
conscientemente ciertos procedimientos; la filosofía puede dejar de lado los problemas
trascendentes y limitarse a la experiencia. Debe admitir que no puede conocer lo que no
se manifiesta en la experiencia sensible»3.
David Hume es el empirismo radical, pleno, coherente, consecuente. Su posición fue la
de un escepticismo moderado: crítica del dogmatismo (el fanatismo, la intolerancia). Así
puede ser presentado este autor: «Pensador escocés del siglo XVIII, Hume plantea la
misma pregunta que los demás empiristas. “¿Cómo es posible el conocimiento? ¿qué se
conoce cuando se conoce? ¿cuál es el origen del conocimiento? ¿dónde están los límites
del conocimiento?” Según los empiristas, la única fuente del conocimiento es la
percepción sensible, esto es, la experiencia, el encuentro con lo dado. Hume se pregunta
si el hombre es capaz de resolver el problema del ente: “¿qué es el ente?”, y responde que
para abordar esta cuestión es necesario adoptar una actitud crítica. El término crítica
desempeñará un papel esencial en Kant, quien lo incluirá en los títulos de sus tres obras
principales. Luego se puso de moda y la palabra perdió la precisión de su significado.
Filosóficamente, el término crítica tiene un significado muy preciso, que se origina
justamente en esta época. Una actitud crítica consiste en los siguiente: la mente, en lugar
de dirigirse a todo aquel que la rodea, se examina a sí misma. Observa sus operaciones y
sus métodos con el fin de describir claramente su propio aparato de conocimiento, captar
su naturaleza y valorar su alcance y su validez. Se trata de conocerse a sí mismo. ¿Qué
hace la mente que busca conocer? ¿Cuáles son las operaciones básicas que aseguran el
conocimiento? Se trata de descubrir los límites y el alcance de lo que el ser humano puede
lograr con el conocimiento. Desde este momento, lo que deberá explorarse con la mayor
claridad posible será la facultad de conocer de la mente humana. Para Hume, al igual que
para los demás empiristas, todas las ideas o conceptos, provienen de la experiencia
sensible»4.
Los principales libros de Hume para la teoría del conocimiento: Tratado sobre la
naturaleza humana; Investigación sobre el conocimiento humano.
Terminaremos la Introducción atendiendo a lo que nos dice el siguiente texto: «El
empirismo es la decisión de aprender de los datos de la experiencia. Podríamos decir que
esto no es muy novedoso, pues todos lo hacemos (o deberíamos hacerlo) en nuestra vida
cotidiana. Pero uno es empirista cuando piensa que el conocimiento ha de utilizar el
mismo criterio. En definitiva, cuando piensa que los procedimientos del conocimiento no
son un reino aparte, sino la sistematización rigurosa de ese proceder cotidiano en el que
resulta bastante evidente la primacía de los sentidos y de los datos que nos aportan»5.

1. Las bases del conocimiento: impresiones e ideas

3
Jeanne Hersch, El gran asombro (la curiosidad domo estímulo en la historia de la filosofía), editorial
Acantilado, 2010, páginas 171-172.
4
Jeanne Hersch, El gran asombro (la curiosidad domo estímulo en la historia de la filosofía), editorial
Acantilado, 2010, páginas 177-178.
5
Gerardo López Sastre, Hume. Cuándo saber ser escéptico, editorial Batiscafo, 2015, página 31.
El punto de partida de Hume es una distinción clave: conocimiento por impresión y
conocimiento por idea. El conocimiento por impresión es un conocimiento directo e
inmediato. El conocimiento por ideas es indirecto e inmediato (conocimiento por imagen,
o por signo). La impresión es una presencia; la idea es una representación.
Las impresiones, por su parte, se dividen en impresiones de sensación (experiencia
externa) y la impresión de reflexión (experiencia interna: emoción, sentimiento, pasión).
Las impresiones de sensación son importantes en el conocimiento; las impresiones de
reflexión tienen un papel principal en la moral. Las impresiones de sensación (captar algo
particular por los sentidos, un hecho o suceso percibido por la mente del cognoscente)
son la base firme del conocimiento: son lo cierto y seguro (algo que expresamente
rechazaba Descartes, por ejemplo). Las impresiones son tanto el origen del conocimiento
como su límite: el conocimiento de la verdad alcanza hasta ahí, más allá de ellas
únicamente cabe, en última instancia, el error, la falsedad, la ilusión, la apariencia, la
mentira. Todo conocimiento procede de la experiencia sensible y alcanza tan lejos como
llega ésta. Sin apoyo empírico, por lo tanto, el entero edificio del conocimiento se
desmoronaría; su base, pues, es la siguiente: unos juicios de percepción sobre hechos o
sucesos particulares. En resumen, la impresión es la presencia de algo en la percepción
sensible. La mente del cognoscente -comparada con una ‘hoja en blanco’ en lo que
respecta a sus “contenidos”- es radicalmente pasiva o receptiva: recibe las impresiones,
las acoge, le llegan.
La idea, por su parte, es un conocimiento por una imagen o conocimiento por un signo,
es un conocimiento indirecto y mediato, un conocimiento por representación.
Un texto nos explica en los siguientes términos esta crucial distinción de Hume: «Desde
la experiencia diaria se pueden captar lo que Hume propone. Hemos ido a un partido de
fútbol de nuestro equipo y disfrutamos mucho, llevábamos tiempo queriendo ver a los
jugadores de cerca. Volvemos a casa y le contamos a un amigo cómo ha sido la
experiencia, recordando el ambiente espectacular y las mejores jugadas. En el campo
tenemos un conjunto de impresiones: vemos el césped, oímos los cánticos y olemos el
humo de las bengalas y al llegar a casa, recordando lo vivido, son ideas las que entran en
juego, nunca mejor dicho. Tenemos que las percepciones pueden ser impresiones o ideas
y para Hume las segundas son copias debilitadas de las primeras. Quiere decir que cuando
rememoramos el partido faltan detalles, intentamos conservar la información, pero por
mucho cuidado que pongamos, la narración en casa es incompleta, ya que ciertos matices
solo se pueden apreciar en directo. El recuerdo apoyado en las ideas es imperfecto y tiene
vacíos que sin contásemos la experiencia en directo desde las impresiones recibidas en el
estadio. El motivo es que las ideas son copias débiles de las impresiones. Por otra parte,
¿se puede hablar del partido sin ir al campo y sin verlo siquiera en televisión?
Difícilmente, a no ser que nos lo inventemos por completo. Si no hay ánimo de engañar,
es necesario tener primero una impresión para obtener luego la idea correspondiente y,
generalizando, decimos que las ideas dependen de las impresiones. Con este
planteamiento, no muy complicado, Hume está diciendo mucho. Ha establecido el criterio
para saber si una idea es verdadera o no lo es. Contar algo del partido sin haber visto ni
una jugada supone producir una idea sin base real que no está apoyada en impresión
alguna, por eso es falsa, una ficción que tiene la finalidad, por ejemplo, de presumir de
haber asistido a un evento deportivo transcendental cuando en realidad no lo habíamos
visto ni por televisión. El conjunto de ideas sobre el encuentro es falso porque, cuando
acudimos a la impresión que tiene que originarlo, no la encontramos. Por eso, siempre
que queramos saber si una idea es verdadera o no, solo hay que acudir a la impresión que
la motiva. Si se aplica el criterio a ciertos conceptos filosóficos, las consecuencias son de
alcance. Platón manejaba el concepto de alma, Aristóteles el de substancia, y Tomás de
Aquino no dejaba de hablar de Dios. Sometámoslos a la prueba que Hume propone.
Quiero saber si la idea de alma es verdadera y para ello he de ir a la impresión de la que
se deriva. ¿Soy capaz de ver, oír, tocas, oler o saborear algo así como el ‘alma’? Como la
respuesta es negativa, resulta que estoy ante una idea sin base real, ante una ficción, y lo
mejor que puedo hacer es expulsarla del campo de la filosofía. Este es, propone Hume, el
criterio que garantiza la verdad de las ideas. La siguiente pregunta es hasta dónde se puede
extender el conocimiento»6.
La tesis de Hume es, pues, que las ideas (el conjunto del conocimiento mediato) se derivan
de las impresiones; las ideas están subordinadas a éstas, dependen de ellas (aunque hay
que añadir que el modo de explicar esto por Hume es bastante confuso en tanto se limita
a decir que la idea es una “copia” de la impresión, o una versión debilitada suya). Sea
como fuere lo principal es esto: hay un conocimiento básico, el conocimiento por
impresión (la presencia sensible, la presencia en impresión); por otro lado, hay un
conocimiento secundario y derivado, la presencia en idea (la representación, el
conocimiento mediato o por un intermediario, por ejemplo, una imagen o un signo). El
siguiente texto recapitula lo que estamos exponiendo: «Hume llama percepciones a todo
aquello que se presenta a la conciencia, como ver, oír, juzgar, amar, odiar, etc. Por lo cual
el término percepción tiene una amplitud significativa muy amplia, similar a la que tiene
la palabra idea en Locke. Pero no todas las percepciones son iguales, porque no todas se
presentan con la misma intensidad a nuestra conciencia: unas se nos ofrecen de manera
más fuerte y más viva, y reciben el nombre de impresiones; otras, de manera más débil y
desvaída, y se denominan ideas (pensamientos, significados, imágenes). No es lo mismo
ver una habitación que recordar haberla visto. Claro que, si la diferencia es meramente
gradual, como parece sostener Hume, resulta muy poco decisiva, porque se presta a toda
suerte de manipulaciones, según pongamos más arriba o más abajo la fuerza y la
vivacidad. El propio Hume reconoce que en determinados casos (sueños, estados febriles,
locura) nuestras ideas son tan fuertes que parecen acercarse a nuestras impresiones; y en
otros, nuestras impresiones son tan débiles que no parecen distinguirse de nuestras ideas.
Pero estos hechos, añade Hume, no impiden seguir manteniendo la diferencia establecida;
y por eso, no deja de afirmar que “el pensamiento [idea, significado] más intenso es
siempre inferior a la sensación más débil”. Por muy espléndidos que sean los colores con
los que un poeta describe un paisaje, su descripción del paisaje jamás se confundirá con
el paisaje real. Las impresiones, a su vez, pueden dividirse en impresiones de sensación
e impresiones de reflexión, llamadas así, porque en un caso son el resultado del ejercicio
de nuestros sentidos y en el otro, de nuestra reflexión. 1) Las sensaciones, como todas las
impresiones, se caracterizan por su fuerza y su vivacidad. Pero tienen otra característica
que sólo ellas cumplen, a saber, que únicamente de ellas se puede decir que son los

6
Pablo Redondo, Maestros del pensamiento, Ediciones del Serbal, 2014, páginas 127-128.
elementos primeros del conocimiento, en el sentido de que no van antecedidos o
precedidos por ningún otro. Y si le preguntáramos a Hume de dónde derivan esos
elementos primeros, su respuesta sería: es una clase de percepciones que “surge
originariamente en el alma a partir de causas desconocidas”. Y aunque hipotéticamente
cabe señalarles diversas causas (pueden surgir del objeto, pueden ser producidas por el
poder de la mente, pueden deberse al autor de nuestro ser), resulta imposible decidirse
por ninguna de ellas. Con lo cual estamos ante la pieza clave de la gnoseología de Hume,
porque toda la seguridad de nuestras ideas depende de las sensaciones, pero sin que
sepamos de dónde proceden o a qué se deben esas sensaciones. 2) Las reflexiones
(impresiones de reflexión), en cambio, aunque comparten con las sensaciones el ser
elementos primeros que anteceden a las ideas que de ellas se derivan, sin embargo, sólo
anteceden a esas ideas, ya que ellas a su vez derivan de otras ideas procedentes de
sensaciones. Supongamos, por ejemplo, una sensación de frío acompañada de dolor. Esa
sensación deja una huella en la mente de quien la percibe, denominada por Hume idea.
Esa idea, al incidir de nuevo en el alma, puede producir nuevas impresiones, por ejemplo,
el sentimiento de aversión, que ya es una reflexión. (Las “reflexiones” pueden ser
copiadas de nuevo por la imaginación o la memoria, convirtiéndose así en nuevas ideas,
las cuales a su vez pueden dar lugar a nuevas impresiones de reflexión, etc. Con lo cual
el proceso sería este: sensación - idea reflexión - idea...). Conviene tener en cuenta, sin
embargo, que, si bien el origen próximo de la reflexión es una idea, el origen último es
una sensación. La característica fundamental de las ideas, en cambio, como decíamos
antes, es su falta de fuerza y vivacidad. Pero no siempre en el mismo grado, ya que hay
unas que, aunque son menos fuertes y menos vivas que las impresiones, sin embargo,
están próximas a ellas: son las ideas de la memoria. Otras, en cambio, son menos fuertes
y vivas que las de la memoria: son las ideas de la imaginación. Cuando recordamos, por
ejemplo, un suceso pasado, su idea, aunque más debilitada y más desvaída que la
impresión de ese suceso, guarda bastante fuerza y bastante viveza de su impresión
primera, lo cual no sucede cuando imaginamos ese mismo acontecimiento. Las ideas de
la memoria son, pues, más fuertes y más vivas que las de la imaginación. No sólo más
fuertes y más vivas, sino también más ordenadas, ya que la imaginación no se ve obligada
a guardar el mismo orden que tienen las impresiones correspondientes, mientras que la
memoria está sujeta a ese orden. Un historiador relata un suceso detrás de otro, según el
orden en que se han producido. En todo caso, nunca debe perderse de vista que todas
nuestras ideas son derivaciones de nuestras impresiones, como lo prueba la experiencia.
a) Efectivamente, para producir en un niño una idea se le provoca la sensación necesaria
para esa idea. Para comunicarle, por ejemplo, la idea de rojo o naranja, de dulce o amargo,
se le proporciona ese tipo de sensaciones, para que, a partir de ahí, pueda formar la idea
correspondiente. b) Cuando alguien carece de determinadas sensaciones, por faltarle los
sentidos que las originan, adolece también de las ideas correspondientes, como sucede,
por ejemplo, con los ciegos, que no pueden formar la idea de color, o los sordos que no
pueden producir la idea de sonido. Si le devolviéramos a cualquiera de ellos el sentido
que les falta, les abriríamos la puerta a las sensaciones y, en consecuencia, el acceso a las
ideas. De la derivación de nuestras ideas a partir de nuestras impresiones saca Hume un
principio, que en sus manos resultará demoledor, bautizado a veces con el nombre de
principio de significación, según el cual para saber si una idea tiene significado “no
tenemos más que preguntarnos por la impresión de la que deriva esa supuesta idea”. De
manera que, si encontramos esa impresión, la idea tiene significado, pero si no damos con
ella, carece de él. A partir de este principio descalifica lo que él llama “jerga metafísica”:
por ejemplo, la idea de causa, la idea de sustancia, etc., que, por falta de la impresión
correspondiente, no son verdaderas ideas, sino pseudoideas. El alcance de nuestra
capacidad cognoscitiva queda, pues, drásticamente restringida. Pero cualquiera puede ver
que esta violenta limitación de nuestra capacidad cognoscitiva es, sin embargo, una
elemental petitio principii, porque afirmar que toda idea debe tener una impresión es una
idea que carece ella misma de impresión»7.
Ante la pregunta tradicional ¿hay “ideas (conceptos) universales” (obtenidos por
“abstracción” por esa facultad de la mente denominada “entendimiento”)? La respuesta
de Hume continua con la tradición nominalista. El texto siguiente explica la posición de
Hume sobre esta cuestión: «Berkeley había criticado a Locke por sostener que las ideas
generales son producto de la abstracción. Eso le mereció el elogio de Hume, que creía
que esa crítica era “uno de los mayores y más valiosos descubrimientos de los últimos
años”. Y Hume la refuerza con sus propios argumentos. 1) Abstraer es separar, por
ejemplo, la línea de la longitud concreta que tiene. Ahora bien, sólo se puede separar lo
que se puede distinguir, y sólo se puede distinguir lo que es diferente. “¿Cómo sería
posible, en efecto, separar lo que no es distinguible, y distinguir lo que no es diferente?”.
Y esto es precisamente lo que ocurre cuando queremos formar la idea universal de línea
prescindiendo o abstrayendo de la longitud que tiene, porque la longitud no es diferente
de la línea; en consecuencia, tampoco es distinguible; por tanto, tampoco separable. 2)
Como las ideas derivan de las impresiones, han de ser como las impresiones de las que
derivan, y como estas son particulares, también han de ser particulares aquellas. 3) Todo
lo que existe es singular. No puede, por ejemplo, existir ningún triángulo que no tenga
unos lados determinados y unos ángulos determinados. Suponer la existencia de ese
triángulo sería absurdo. Y lo que es absurdo en la realidad también lo es en la idea. Las
ideas no son, pues, fruto de una abstracción. ¿A qué se debe entonces que sigamos
hablando de ideas universales? Berkeley ya había dicho que las ideas universales no son
más que ideas particulares unidas a una palabra que les otorga un significado más extenso.
Y Hume se suma a esta solución, pero la explica de manera distinta, porque él echa mano
de un principio, del que se vale en diversas ocasiones, a saber: del hábito. Cuando
habitualmente encontramos una semejanza entre varios objetos, le aplicamos el mismo
nombre a todos, con independencia de la diferencia que podamos observar entre ellos.
Así, después de haber observado la semejanza entre los diversos triángulos aplicamos la
palabra triángulo a todos ellos, con independencia de la diferencia que existe entre
triángulos equiláteros, isósceles y escalenos. De esta manera, surge en nosotros la
costumbre de aplicar la misma palabra a los mismos fenómenos. Después de haber
adquirido esa costumbre, la audición de esa palabra nos evoca la idea de uno de esos
objetos con sus propias particularidades. Pero como la palabra ha sido aplicada
frecuentemente a otros objetos con sus propias particularidades, y como no puede hacer
revivir todos esos objetos, se limita a evocar uno de ellos, pero a la vez despierta el
mencionado hábito, que nos permite evocar cualquier otro objeto cuando así lo
necesitemos. Supongamos, por ejemplo, que la audición de la palabra triángulo hace
revivir en nosotros la idea de un determinado triángulo equilátero; supongamos también

7
María Jesús Soto, José Luis Fernández, Historia de la filosofía moderna, editorial Eunsa, 2006, páginas
196-198.
que después afirmamos de manera general que los tres ángulos de un triángulo son iguales
entre sí. Cuando eso sucede, el hábito despierta las ideas de isósceles y escaleno, que nos
hace ver que esa afirmación general es verdadera, pero no de manera general, ya que sólo
es verdadera respecto del equilátero, no respecto de los otros dos»8. El nominalismo se
sostiene, en último término, sobre la semejanza entre los individuos o entre los
particulares (rechazando, pues, una identidad esencial que pueda ser reflejada por un
concepto universal).
Recapitulando y ampliando lo que hemos expuesto sobre las impresiones y las ideas dice
el siguiente texto: «En todo caso, ¿cuál es la relación entre las impresiones y las ideas?
El que Hume describa las ideas -aunque, como acabamos de decir, de una manera no muy
precisa- como “imágenes débiles” ya nos permite adivinar su respuesta: nuestras ideas
son copias de nuestras impresiones, lo cual equivale a decir que nos es imposible pensar
algo que no hayamos sentido previamente con nuestros sentidos externos o internos. Un
ciego no entenderá de colores ni un sordo de sonidos. Simplemente, a esas personas les
falta la experiencia original. De la misma forma, a alguien que jamás hubiera
experimentado los celos (o el dolor por la muerte de un hijo) podría decírsele justamente
que no sabe qué significan estos sentimientos. La formulación técnicamente más correcta
que nos ofrece Hume de este principio de que las ideas copian a las impresiones es la
siguiente: “Todas nuestras ideas simples en su primera aparición se derivan de
impresiones simples, a las que corresponden y a las que representan exactamente”. Hume,
en efecto, reconoce que puedo imaginarme una ciudad como la Nueva Jerusalén, cuyo
pavimento es de oro y cuyos muros están construidos con rubíes, aunque nunca haya visto
tal ciudad. Es decir, se trata de una idea compleja a la que no le corresponde ninguna
impresión compleja. Pero es una idea formada por ideas simples que sí remiten. a sus
correspondientes impresiones. En suma, lo que este principio de la copia nos dice es que
la experiencia ha de suministrar todos los materiales del pensar. Por esto calificamos a
Hume de empirista. Lo cual nos lleva a su vez a una pregunta interesante. Acabamos de
decir que las ideas provienen de las impresiones, bien porque son copias débiles de las
mismas -como si hubieran ido perdiendo intensidad-, o bien porque, si son ideas
complejas, se elaboran con otras ideas más simples que a su vez son copias de
impresiones. Pero ¿y las impresiones? ¿De dónde proceden? Las de reflexión no
presentan ningún problema, pues surgen en mi interior (el amor, el odio, etc.). Pero ¿y las
de sensación? Hume va a afirmar tajantemente que desconocemos las causas originarias
de las impresiones de nuestros sentidos. Todos creemos que son el producto en nuestra
mente de la actuación de un mundo exterior al que representan. Pero ¿podemos estar
seguros de esto?»9.
Volvamos a la tesis clave del empirismo de Hume: las ideas se derivan de las impresiones,
provienen de ella. Es decir, si una idea (concepto, significado) no está respaldada o
avalada por una o varias impresiones (presencia sensorial) entonces es una idea errónea,
falsa, equivocada y, por lo tanto, debe ser descartada, rechazada. Las consecuencias de
esto las señala el texto que citamos a continuación: «Las implicaciones “escépticas” del
principio de derivación de las ideas respecto de las impresiones son enormes. El mismo

8
María Jesús Soto, José Luis Fernández, Historia de la filosofía moderna, editorial Eunsa, 2006, páginas
202-203.
9
Gerardo López Sastre, Hume. Cuándo saber ser escéptico, editorial Batiscafo, 2015, páginas 33-34.
Hume va a proponer el siguiente criterio de significado: “Cuando alberguemos, por tanto,
alguna sospecha de que un término filosófico se emplea sin ningún significado o idea
(como ocurre con demasiada frecuencia), no tenemos más que preguntarnos: ¿de qué
impresión se deriva esa supuesta idea? Y si es imposible asignarle una, esto servirá para
confirmar nuestra sospecha”. Dicho de otra forma, el hecho de que la experiencia
proporciona el certificado de autenticidad de nuestras ideas debe hacer que modifiquemos
nuestro lenguaje. A lo mejor tenemos que dejar de hablar de determinados temas (Dios,
por ejemplo) o debemos reinterpretar el sentido de otros. Hume se dota así de un
instrumento -la pregunta «¿de qué impresión se deriva esa supuesta idea?»- para utilizarlo
ante lo que a lo mejor son grandes palabras que no tienen nada detrás. Dos ejemplos
relacionados en los que se aplica esta forma de proceder son las ideas de «sustancia» y de
«yo» o «mente». Un tercer ejemplo, el análisis de la causalidad, es el que le ha hecho más
famoso en la historia de la filosofía»10.

2. Clases de conocimiento
Hume distingue dos clases de conocimiento:
El conocimiento de “relaciones de ideas”; es el conocimiento lógico y matemático,
conocimiento propio de las ciencias formales y abstractas.
El conocimiento de “cuestiones de hecho”, es el conocimiento de las ciencias empíricas
(las ciencias naturales y, sobre todo, las ciencias sociales -por ejemplo, la historia, ciencia
ejercida por Hume).
Un texto amplía lo que acabamos de exponer: «Afirma Hume: “Todos los objetos de la
razón e investigación humana —dice Hume— pueden dividirse en dos grupos: relaciones
de ideas y cuestiones de hecho; a la primera clase pertenecen las ciencias de la Geometría,
Algebra y Aritmética y, brevemente, toda afirmación que es intuitiva o
demostrativamente cierta. Que el cuadrado de la hipotenusa es igual al cuadrado de los
dos lados es una proposición que expresa la relación entre estas partes del triángulo. Que
tres veces cinco es igual a la mitad de treinta expresa una relación entre estos números”.
La matemática expresa verdades de razón, relaciones formales entre ideas, sin atender
para nada a cuestiones de existencia o matters of fact, es decir, con independencia de lo
que pueda existir en cualquier parte del universo. Así, tres conjuntos de 5 “lo que sea”
equivalen a 15 “lo que sea” (independientemente de que, de hecho, se encuentren o no 15
“lo que sea” y de que puedan o no formar tres conjuntos); y como 30 es dos veces 15,
entonces es posible concluir (con absoluta independencia de los hechos) que 3 X 5 = 15
=30/2. Esas relaciones valen sin necesidad de que los signos que las componen sean
referidos a existentes de hecho, sencillamente porque el negarlas sería contradictorio.
Claro está que eso no nos garantiza “30 qué” cosas puede haber eh un lugar o un momento
dado, pero sí las hay, las relaciones se cumplirán, como se cumplen, aunque no los haya,
porque no corresponden a cosas existentes sino a “las ideas mismas” de 3, 5, 15 y 30. Así
pues, en esto (pero sólo en esto) es posible la necesidad y la universalidad. Una
universalidad, desde luego, que sólo puede tener valor formal, pues contenidos

10
Gerardo López Sastre, Hume. Cuándo saber ser escéptico, editorial Batiscafo, 2015, páginas 34-35.
universales no existen; en esto Hume sigue a Berkeley de cerca y sin reservas. Las “ideas
generales” no son sino “ideas particulares añadidas a un cierto término que las confiere
mayor extensión” porque “recuerdan ocasionalmente a otros individuos similares”. Es
decir, que “5 pájaros” no serían cinco versiones del “universal-pájaro”, sino 5 seres
individuales y distintos entre sí, a los que se asignaría un mismo nombre porque, para los
fines que sean, nos parecen suficientemente parecidos. Como toda cosa de la naturaleza
es individual, dice Hume, “es absurdo suponer que un triángulo realmente existente no
tenga una proporción determinada de lados y ángulos”, a lo que añade: “Lo que es absurdo
de hecho y en la realidad debe serlo también en la idea, pues nada de lo que podamos
formarnos una idea clara y distinta es absurdo e imposible [...] [y] como es imposible
formar idea de un objeto que tenga cantidad y cualidad, pero no un grado preciso de
ambas, es igualmente imposible formar una idea que no se halle limitada en esos aspectos.
Las ideas abstractas son, pues, individuales en sí, aunque puedan hacerse generales en la
representación .La imagen de la mente es la de un objeto particular, aunque en nuestro
razonamiento la apliquemos como si fuera universal [...] [Porque] cuando hemos
encontrado semejanza entre varios objetos [...] aplicamos el mismo nombre a todos ellos,
con independencia de las diferencias que podamos observar en los grados de su cantidad
y cualidad [...] La palabra despierta una idea individual y a la vez una cierta costumbre
que produce cualquier otra idea que podamos tener ocasión de emplear [por su semejanza
en aquel aspecto que pueda servir a nuestros fines y aunque] difieran en otros muchos
aspectos [de la primera]” (Hume: Tratado de la naturaleza humana). Fuera de las
«relaciones de ideas» no nos quedan, pues, como conocimientos, más que las puras
matters of fact. Las palabras finales de la Investigación sobre el entendimiento humano
son terminantes: “Si [al recorrer los libros de una biblioteca] cae en nuestras manos, por
ejemplo, algún volumen de teología, o de metafísica escolástica, preguntémonos:
¿contiene algún razonamiento abstracto relativo a una cantidad o a un número? No.
¿Contiene algún razonamiento experimental sobre cuestiones de hecho y de existencia?
No. Entonces, arrojémoslo a las llamas, porque sólo puede contener sofismas y
supercherías”. En cuanto a las verdades de hecho, no ofrecen en absoluto el grado de
necesidad de las ciencias formales, dice Hume al respecto: “No son averiguadas de la
misma manera [ya que] lo contrario de cualquier “matter of fact” es todavía posible,
porque nunca implica contradicción. Que el sol no salga mañana es una proposición ni
menos inteligible ni más contradictoria que la afirmación de que saldrá. En vano, pues,
intentaríamos demostrar su falsedad”. Adán no habría podido deducir de la fluidez y
transparencia del agua que se podía ahogar en ella, ni del brillo y el calor del fuego que
éste podría destruirlo. Igualmente, que la pólvora tiene fuerza explosiva y el imán atrae,
que el pan es un buen alimento para el hombre y no para el león, son hechos que no cabría
deducir del análisis de sus respectivas ideas. En ese tipo de hechos, la experiencia nos
hace reconocer una relación causa-efecto, pero por mucho que analicemos la relación —
tal como se da, por ejemplo, en el caso del calor y la dilatación—, es imposible descubrir
la segunda idea en la primera, o viceversa. Nadie puede deducir de la idea de una cosa
qué efectos producirá ni qué causa la ha producido, pues lo que llamamos causa y lo que
llamamos efecto son existentes diferentes. El que de hecho se den conexiones entre ellos,
y cómo sean esas conexiones, sólo puede sernos indicado por la experiencia»11.
Ampliando lo que aquí se dice sobre el conocimiento de las “relaciones de ideas” expone
el siguiente texto: «Las llamadas relaciones de ideas, que vienen a coincidir con las
verdades de razón de Leibniz y con los juicios analíticos de Kant, se caracterizan por tres
rasgos: a) Constituyen el ámbito de las ciencias formales, entendiendo por estas las que
entonces llevaban esa denominación, a saber, las matemáticas. Y así, que 3 por 5 es igual
a la mitad de 30 es una proposición que expresa una simple relación entre esos números;
que el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos es una
proposición que expresa una relación entre esas partes del triángulo. b) Constituyen el
único ámbito de certezas absolutas, porque ese tipo de proposiciones se descubre por un
mero análisis del pensamiento, al margen de que exista en la realidad o no el número o el
triángulo de que hablamos. Una vez establecido el significado de los números, por un
simple análisis racional, es decir, basándonos en simples relaciones de ideas,
determinamos que 3 por 5 es igual a la mitad de 30. De igual manera, una vez establecido
el significado del triángulo por un simple análisis racional, es decir, a partir de simples
relaciones de ideas, afirmamos que el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los
cuadrados de los catetos. c) Constituyen el ámbito de las proposiciones necesarias, es
decir, de las proposiciones que no pueden ser negadas sin contradicción, ya que, una vez
establecido el significado de los números, sería contradictorio decir que 3 por 5 no es
igual a la mitad de 30, de la misma manera que, una vez conocido el significado del
triángulo, lo sería afirmar que el cuadrado de la hipotenusa no es igual a la suma de los
cuadrados de los catetos. Se trata, pues, de proposiciones que se fundan en el principio de
contradicción»12.
Y respecto al conocimiento de los hechos el texto siguiente amplía lo que antes
esbozamos: «Las denominadas cuestiones de hecho, que vienen a coincidir con lo que
Leibniz llama verdades de hecho, y Kant, juicios sintéticos a posteriori, se caracterizan
por tres notas: a) Es un mundo mucho más amplio que el anterior, porque abarca tanto el
mundo de las cosas naturales como el del comportamiento humano, o sea, tanto las
ciencias empíricas como la filosofía moral, teniendo en cuenta que el término moral tenía
entonces un sentido mucho más amplio que el que tiene ahora, equivaliendo a lo que
podríamos llamar ciencias humanas (la ética, la teoría política, las instituciones sociales,
la retórica, la historia literaria, la estética). Eso es lo que le interesa a Hume, pero
estudiado, según dijimos al comienzo, desde la perspectiva de la experiencia y de la
observación. b) Es el ámbito de las proposiciones contingentes, es decir, de las que pueden
ser negadas sin contradicción o, como dice Hume, de aquellas proposiciones cuyo
contrario es concebible por la mente. La proposición el sol no saldrá mañana es de este
tipo, porque puede ser negada sin contradicción, es decir, porque su contraria, el sol saldrá
mañana, es igualmente concebible por la mente. c) Este tipo de proposiciones plantea el
problema de su garantía: ¿qué es lo que nos asegura que podemos ir más allá de lo que
nos testimonian los sentidos? Respuesta de Hume: la relación de causa a efecto; sólo por

11
Juan Carlos García-Borrón, Empirismo e ilustración inglesa: de Hobbes a Hume, editorial Cincel, 1985,
páginas 106-109.
12
María Jesús Soto, José Luis Fernández, Historia de la filosofía moderna, editorial Eunsa, 2006, páginas
200-201.
medio de esa relación podemos rebasar el testimonio de los sentidos. Si se le preguntara
a alguien por qué cree en un hecho cualquiera que no está presente, por ejemplo, que su
amigo está en el campo, daría como respuesta otro hecho, por ejemplo, una carta recibida
de él. Con lo cual, se está suponiendo una relación causal entre el hecho presente, la carta,
y el que se infiere de él, la estancia en el campo. Si no hubiera nada que los uniera, la
inferencia carecería de fundamento. De ahí la enorme importancia de esta relación,
porque es la que funda todos nuestros razonamientos acerca de los hechos»13.
La intuición (tanto en unos como en otros tipos de conocimiento) y la deducción
(inferencia o demostración).
El supuesto del conocimiento: el orden regular (pasado/futuro: simetría). Pero esto:
supuesto metaempírico o supraempírico.

3. La asociación de ideas y sus leyes

El conocer se sostiene, como su fundamento, sobre las impresiones. Ahora bien, el


conocer, también, implica un ir más allá de la puntualidad de las impresiones (las cuales
sólo tienen una efímera actualidad en el aquí y el ahora). El conocer, por lo tanto, rebasa
o desborda esta puntualidad. La tesis que acabamos de apuntar no desdice el empirismo,
pero sí lo amplía (además, este rebasar es lo que explica el error o la falsedad del conocer,
pues este cae en la apariencia o en la ilusión cuando cree o considera que ya no necesita
apoyarse en impresión alguna). Sucede, pues, no todo puede limitarse a la impresión
puntual y fugaz, a la vez que sin esta el conocimiento pierde el norte y se aleja de su
fuente.
El conocer, cuando, rebasa la pura impresión, es un asociar. El asociar es un combinar,
un juntar, un reunir. En la asociación intervienen la memoria -presencia del pasado- y la
imaginación -presencia de lo ausente). Asociar según tres “leyes” (pautas): por
semejanza; por contigüidad espacial y temporal; asociar por causalidad.
Un texto expone esta tesis: «A partir, pues, del material originario de las impresiones, el
contenido de la mente aumenta y se enriquece merced a la asociación de las ideas. Ya
Locke lo había señalado así, pero Hume atiende a ello más extensamente y también con
una mayor simplicidad, que logra mediante la renuncia a los escrúpulos realistas del
inglés. Se ha repetido mucho que Hume estableció una especie de “ley de gravitación” de
los contenidos de conciencia y, efectivamente, él mismo aludió con intención a Newton
en este contexto. Los movimientos de las ideas deben poder reducirse a una “ley de
mecánica”: “hay una especie de atracción que tiene en el mundo mental efectos tan
extraordinarios como en el físico”. Y, así, aunque Hume se sorprende de que ningún
filósofo lo haya intentado (lo que supone un olvido, por lo menos, de Aristóteles),
proclama con orgullo de descubridor que las ideas se unen y combinan en virtud de la
semejanza, de la contigüidad (en el espacio y/o en el tiempo) y de la relación causa-efecto.
Dice Hume: “Según creo, apenas se pondrá en duda que estos principios sirvan para

13
María Jesús Soto, José Luis Fernández, Historia de la filosofía moderna, editorial Eunsa, 2006, página
201.
conectar ideas, como la de una pintura con la de su original, de una habitación con las
contiguas, de una herida con el dolor que produce, o viceversa; y cuantos más casos
examinemos para descubrir el principio que une las distintas ideas entre sí, más nos
cercioraremos de que esa enumeración es efectivamente completa”. Es más, la ley puede
aún reducirse a dos condicionantes; a saber, la semejanza, y la contigüidad espacio-
temporal, pues la relación causa-efecto se reduce, como veremos, a la conexión regular
de dos acontecimientos en el espacio y en el tiempo. La semejanza será decisiva para la
comparación entre ideas (en cuanto a sus relaciones formales), como es el caso en la
matemática; la contigüidad espacio-temporal lo será en el campo de las ciencias de hecho
(matters of fact)»14.
Una exposición más amplia de este asunto -la asociación de ideas y sus leyes- lo
encontramos en el siguiente texto:
«No basta con analizar los elementos simples de nuestro conocimiento (impresiones e
ideas), porque generalmente nuestros conocimientos no están constituidos por elementos
simples, aislados unos de otros, sino por complejos de elementos simples, relacionados
entre sí. ¿Cómo? Por el procedimiento llamado de asociación, del Hume se siente muy
orgulloso. Tanto que llega a decir que, si hay algún descubrimiento por el que merezca el
título de inventor, ese es el principio de la asociación de ideas. Y, aunque cabría sugerirle
que en eso no hay ninguna novedad, porque la teoría de la asociación tenía ya siglos de
historia, Hume replicaría que nadie antes de él había concedido un papel tan relevante a
la asociación. Pero ¿qué entiende Hume por asociación? 1) Para empezar, es una fuerza
de nuestra naturaleza que nos empuja a unir una idea con otra. Justamente por ser natural
funciona de un modo tan silencioso que raramente somos conscientes de ella, y por eso
la califica como una “fuerza suave”. Se parece a la fuerza de la gravitación universal de
Newton, porque de la misma manera que la gravitación conecta entre sí los cuerpos del
universo, también la asociación conecta entre sí los elementos del conocimiento, con lo
cual lo que está haciendo Hume es aplicar al conocimiento los hallazgos de Newton,
tratando de hacer una filosofía natural de la mente, de la misma manera que Newton había
hecho una filosofía natural del cosmos. Y es que, si el mundo psíquico es un mundo
natural, no tiene por qué regirse por leyes distintas de las que gobiernan otros ámbitos de
la naturaleza. Con una diferencia: mientras los cuerpos se atraen unos a otros sin
mediación de un tercero, los elementos del conocimiento se relacionan unos con otros
mediante la imaginación, ya que cuando Hume dice, por ejemplo, que la causa y el efecto
están asociados, no quiere decir que se asocien directamente, sino indirectamente, a través
de la imaginación, que es la facultad a cuyo cargo corre el trabajo asociativo. 2) Esa fuerza
conectiva o unitiva de la imaginación está regida por leyes muy precisas, que son las
llamadas leyes de la asociación: la ley de la semejanza, según la cual se asocian entre sí
ideas de cosas semejantes, y así es como una pintura nos conduce a su original; la ley de
la contigüidad en el espacio y en el tiempo, según la cual se asocian entre sí ideas de cosas
cercanas en el espacio y en el tiempo, y así es como pasamos de la habitación de una casa
a otra habitación, y del calor al verano; la ley de la causalidad, según la cual se asocian la
idea de causa y la idea de efecto, y así es como una herida nos lleva a pensar en el dolor
correspondiente. De las tres, la última es la más importante. La examinaremos más

14
Juan Carlos García-Borrón, Empirismo e ilustración inglesa: de Hobbes a Hume, editorial Cincel, 1985,
páginas 106-107.
ampliamente después. 3) Pero la función de la imaginación no se reduce a asociar ideas
de acuerdo con las leyes de la asociación, aunque sea esa su labor más importante, sino
que tiene, además, la tarea de combinar ideas al margen de cualquier ley, es decir, la
función de combinarlas libremente, porque “nada hay más libre que esa facultad”. En esto
se diferencia de la memoria, que no goza de esa libertad. Cuando decimos que una persona
recuerda una partida de cartas, queremos decir que recuerda las varias incidencias de la
partida, pero, además, en el orden en que sucedieron. En cambio, la imaginación no está
obligada a funcionar de esa manera, porque puede combinar las ideas a su antojo. De
todos modos, esta libertad de la imaginación siempre le pareció a Hume peligrosa, “ya
que nada ha sido ocasión de más errores entre los filósofos”. En todo caso, ese no es el
funcionamiento de la imaginación que sobre todo le interesa a Hume. Lo que
verdaderamente le preocupa es el funcionamiento de la imaginación que sigue unas leyes
estables. 4) Para terminar, entre los efectos más notables de la asociación están las ideas
complejas, que él divide, como había hecho Locke, en relaciones, modos y sustancias.
Estas ideas complejas han de corresponder a unas impresiones complejas. Se llaman
complejas a aquellas impresiones e ideas que se pueden distinguir y, en consecuencia,
también separar, unas de otras. Así, es una impresión compleja la que tenemos de una
manzana, porque está integrada por las impresiones simples de color, de sabor, de olor; y
es una idea compleja la que tenemos de la manzana, cuando la imaginamos o la
recordamos»15.

4. Causalidad y probabilidad

Tradicionalmente la relación causa/efecto se identificaba con la necesidad y la


universalidad. Además, la causa se aplicaba a substancias o entidades suprasensibles
(Dios: causa creadora). Hume, desde su empirismo, desarrolló una nueva concepción de
la causalidad que, rebajando su alcance, desmiente estas dos tesis tradicionales.
Observar reiteradamente que dos hechos o eventos se suceden entre sí: conocimiento
causal es conocimiento inductivo (la cual es, por principio, incompleta). Causa anterior y
efecto posterior (tiempo sucesivo). Indagación causal: parte del efecto y busca su causa;
luego, una vez encontrada y fijada, cuando se capta la causa se prevé cuál será su efecto:
ante el hecho “x” se afirmará que a continuación vendrá el hecho “y”; ahora bien, el
alcance predictivo de las ciencias empíricas es limitado: el futuro tiene fondo inescrutable.
El siguiente texto lo expone así: «El futuro se deja penetrar por el deseo y la imaginación,
pero permanece inexpugnable para el conocimiento; parece estar más allá de los límites
del conocimiento posible. Detengámonos un poco y consideremos alguna situación que
podemos haber vivido. Vamos por la calle y observamos que un peatón despistado camina
tranquila y despreocupadamente. No se ha dado cuenta y, en lugar de andar por la acera,
ha empezado a cruzar la calzada. Comprobamos que por su derecha viene un coche,
mientras que él contempla un bonito edificio dirigiendo la mirada a la izquierda. Nos
tememos lo peor y damos una voz para llamar su atención y evitar el atropello. ¿Por qué
tantas prisas si en realidad aún no ha pasado nada? Obviamente, prevemos lo que va a

15
María Jesús Soto, José Luis Fernández, Historia de la filosofía moderna, editorial Eunsa, 2006, páginas
198-200.
ocurrir y somos conscientes de que si no intervenimos será atropellado en breve. En esos
instantes, estamos seguros de lo que va a ocurrir en el futuro, un futuro próximo (dos o
tres segundos) pero futuro, al fin y al cabo. Diríamos que sabemos qué va a pasar. Hume
analizaría la secuencia de la siguiente manera. Tenemos impresiones concretas, vemos al
peatón despistado, observamos y oímos el coche que se aproxima rápidamente… Esto es
lo único que conocemos con seguridad. Sin embargo, tan rápidos como el coche o más
hacemos una inferencia causal, es decir, prevemos qué va a suceder y creemos estar
seguros de que el automóvil será la causa que se llevará por delante al peatón y producirá
en él un efecto muy perjudicial. Inferencias causales hacemos a menudo. Abrimos el grifo
del agua marcado con un círculo rojo (causa) y contamos con que, en segundos o en
minutos -dependiendo del estado de la instalación-, saldrá caliente. Estando cerca de una
piscina o de un río, contamos con que, si lanzamos algo pesado, una moneda o un reloj
de acero, se hundirán y no permanecerán flotando. Si nos gusta cocinar y metemos una
masa de hojaldre en el horno, calculamos que en treinta o cuarenta minutos habrá crecido
y estará dorada; nadie piensa que se va a volver fluorescente. En estos ejemplos
intervienen siempre una causa y un efecto que se prevé; por así decirlo saltamos hacia
adelante en el tiempo y damos por sentado cómo van a ser las cosas. Casi la totalidad de
nuestra experiencia se puede interpretar a partir de la causa y el efecto así entendidos. A
Hume le interesa investigar qué se entiende habitualmente por causa en estos casos. Se
percata de que la relación causa-efecto se comprende sin más como una ‘conexión
necesaria’ entre ellos. Quiere decir que, siempre que tiramos algo pesado al agua,
prevemos que se hundirá y creemos que no puede ser de otra manera, que la secuencia se
va a producir tantas veces como repitamos la acción sin posibilidad de que ocurra algo
diferente. También supone que, si conocemos la causa, en cierto modo no hace falta ver
el efecto. Si vemos un chico tirar a la piscina el reloj que le había regalado la que era su
novia, no necesitamos ver el agua para estar convencidos de que el regalo estará pronto
en el fondo. Hume, ciertamente perspicaz y agudo, invita a pensar más despacio. Había
dicho que solo podemos tener conocimiento fundado en impresiones o en las ideas de
ellas derivadas. Si esto es así, también tenemos que haber tenido una impresión de la idea
de conexión necesaria para que esta tenga sentido. En el caso de la masa de hojaldre, la
metemos cruda en el horno u sentimos que está caliente, pero no tenemos ninguna
impresión más. Todo lo demás, la conexión necesaria entre los hechos presentes y
comprobables y los que sucederán en un futuro próximo, es algo añadido que en realidad
no se apoya en ninguna impresión. ¿Por qué pensamos entonces que los sucesos se van a
desarrollar como esperamos? Porque siempre que hemos metido una empanada en el
horno y la hemos dejado a la temperatura adecuada durante treinta o cuarenta minutos, el
hojaldre ha crecido y adquirido un color dorado. Hemos ensayado la receta muchas veces
acumulando una considerable experiencia. El matiz que Hume intenta transmitir es que,
si bien en el pasado las cosas han sido de una determinada manera, no podemos saber a
ciencia cierta que en el futuro vayan a seguir siendo así. Contamos con que sucederá de
ese modo y lo creemos firmemente, pero no lo podemos saber con seguridad. La
experiencia pasada nos dice que cada vez que hacemos una cosa a continuación ocurre
otra, la costumbre y el hábito llevan a pensar que seguirá siendo así en el futuro, pero no
hay certeza absoluta. Cabe la posibilidad de que el hojaldre esté en mal estado y no crezca,
que se vaya la luz y el horno deje de funcionar, que se estropee el termostato y la
empanada se calcine en lugar de dorarse. Todo esto es probable, puede pasar; por lo tanto,
no estamos en disposición de afirmar en rigor la existencia de una conexión necesaria
entre la causa y el efecto»16.
El texto siguiente analiza un caso que parecería desmentir la concepción humeana de la
causalidad (aunque al final, vemos que no es así): «Pongamos un ejemplo que podría
parecer que contradice el planteamiento de Hume. Imaginemos dos relojes situados uno
al lado del otro y que, cuando uno marca la hora a la que suena la alarma y esta comienza
a sonar, inmediatamente después suena la alarma del segundo reloj. Es evidente que,
después de que esto pasara unas cuantas veces, generaríamos una expectativa y que, cada
vez que oyésemos la alarma del primero, esperaríamos oír la del segundo. Hay prioridad
de un sonido en relación con el otro, hay contigüidad espacio-temporal (pues hemos dicho
que los relojes están situados uno al lado del otro, e inmediatamente después de que se
active la primera alarma suena la otra) y hay conjunción constante, pues siempre ha
ocurrido lo mismo. Parece que se dan todas las condiciones en las que Hume descompone
una relación causal. ¿Deberíamos concluir por tanto que el sonido del primer reloj es la
causa del sonido del segundo? Alguien convencido del análisis de Hume quizá dijera que
sí. que todo autoriza esta conclusión. Pero también debería añadir que podríamos salir de
este error si separamos los dos relojes y vemos que el segundo continúa sonando igual, o
-mucho más interesante- si el primero deja de sonar y observamos que el segundo sigue
haciéndolo. Es decir, se produce lo que considerábamos que era el efecto cuando lo que
creíamos que era la causa ha desaparecido. Luego no había una tal relación causal. En
resumidas cuentas, la experiencia puede llevarnos a conclusiones erróneas, pero una
experiencia más amplia nos libera de las mismas. De hecho, es así como funcionamos en
nuestra vida cotidiana y como se desenvuelve la investigación científica»17. (páginas 44-
45).
La teoría de la causalidad de Hume tiene muchas implicaciones, por ejemplo, descarta un
puro determinismo en la naturaleza. Así lo subraya este texto: «Hume tuvo el gran mérito
de plantear el problema del fundamento de la causalidad, en un tiempo en el que la física
se basaba en un completo determinismo. Hoy, la causalidad ha perdido parte de la
importancia exclusiva que tenía para la física del siglo XVIII, para la cual era una
exigencia absoluta y decisiva»18. En el siguiente texto Gerardo López Sastre expone otra
de las interesantes consecuencias de la propuesta de Hume: «Tendemos a dividir el mundo
en dos tipos de entidades: los objetos del mundo exterior, donde admitimos
(equivocadamente, como hemos visto) que domina la necesidad, y el mundo humano, el
reino de nuestras acciones libres. Este es justamente para Hume el error crucial. Hemos
visto que en el mundo que solemos llamar “natural” no encontramos relaciones
necesarias, sino solo conjunciones constantes que nos llevan a esperar, a anticipar, el
efecto acostumbrado. Pero es que en el mundo humano encontramos esas mismas
conjunciones constantes; si a la gente la pegan (causa) gritará (efecto), y esto es algo que
todos nosotros, tras la experiencia pertinente, podemos prever. Luego la realidad no está
dividida en dos ámbitos, el de la libertad humana y el de la necesidad. Solo hay un mundo.
Todas las motivaciones, voliciones y acciones de las personas pueden ser tratadas

16
Pablo Redondo, Maestros del pensamiento, Ediciones del Serbal, 2014, páginas 129-131.
17
Gerardo López Sastre, Hume. Cuándo saber ser escéptico, editorial Batiscafo, 2015, páginas 44-45.
18
Jeanne Hersch, El gran asombro, editorial Acantilado, 2010, página 184. Libros: el cisne blanco,
incertidumbre, etc.
indiferentemente (y de hecho lo son por todos nosotros en nuestros intentos de explicar o
predecir la conducta de aquellos con quienes nos relacionamos) como causas y efectos,
según las consideremos en relación con sus consecuentes o con sus antecedentes. Así
pues, en virtud de su naturaleza idéntica, los razonamientos que versan sobre los objetos
del mundo exterior y los que se refieren al comportamiento humano pueden formar una
única cadena de argumentos. En un expresivo ejemplo que expone Hume, un prisionero
que no tiene dinero ni influencias descubre la imposibilidad de escapar tanto por la
tenacidad del carcelero (se supone que este no sería tan tenaz si el prisionero tuviera con
qué sobornarle) como por los muros y barrotes que le rodean. El mismo prisionero,
cuando es conducido al patíbulo, prevé su muerte tan ciertamente en función de la
constancia y fidelidad de sus guardianes como por la operación del hacha. Su mente
recorre una cierta serie de ideas: la negativa de los soldados a dejarle escapar, la acción
del verdugo, la separación de la cabeza del cuerpo, la efusión de sangre, los movimientos
convulsivos y la muerte. Aquí hay una cadena en la que están conectadas causas a las que
siempre llamamos “naturales” y acciones humanas, pero la mente no siente ninguna
diferencia entre ellas. ¿Qué sucede, pues, con la libertad humana, esa supuesta propiedad
presente en nuestro interior? Dentro de este determinismo metodológico que Hume
sostiene (en el sentido de que todo suceso, natural o social, tiene una causa que define la
probabilidad de que ocurra), solo caben dos sentidos válidos del término “libertad”. En
primer lugar, está la libertad de espontaneidad, que define como «un poder de actuar o no
actuar de acuerdo con las determinaciones de la voluntad-, eso es, que, si decidimos
quedarnos quietos, podemos hacerlo; y si decidimos movernos, también podemos
hacerlo». Se trata claramente de la libertad que poseen todos aquellos que no están presos,
encadenados, etc. Es decir, es la libertad de ejecutar o realizar nuestros deseos o
intenciones. Para Hume, su opuesto sería la violencia o la coerción física, aunque siendo
un poco más generosos podríamos admitir (y deberíamos hacerlo) que en este sentido la
pobreza también nos hace menos libres, pues nos impide cumplir muchos de nuestros
deseos, y que, por el contrario, la riqueza o la salud aumentan el margen de nuestra
libertad. Existe, en segundo lugar, otro significado legítimo de «libertad», la cierta soltura
que sentimos en la mente al pasar o no pasar de la idea de una causa a la de un efecto (o
a la inversa). Según esta acepción, la libertad es una mera sensación de indeterminación
mental, la indeterminación de no saber qué va a ocurrir; no saber predecir un
acontecimiento futuro o conocer la causa de algo que ha ocurrido. Muchas veces, en
efecto, somos incapaces de explicar o predecir la conducta de las demás personas, pero
en innumerables ocasiones también nos sentimos perdidos a la hora de predecir
determinados comportamientos de los objetos que nos rodean. No puedo saber cuándo
caerán las hojas del árbol de la terraza a la que da mi ventana. Es otoño, y en algún
momento lo harán, pero intervienen tantas variables que no puedo preverlo con precisión.
No es que piense que un factor que hay que tener en cuenta es que las hojas son libres.
Nuestra experiencia es siempre limitada, y al igual que los sucesos difícilmente
previsibles (o de momento imprevisibles) de mundo natural no son sino la ocasión de
iniciar nuevas investigaciones científicas que creemos que nos permitirán descubrir las
causas de esos fenómenos que tanto nos sorprendían, cuando seamos incapaces de
predecir o explicar la conducta de una persona, cuando nos sintamos perplejos, ello debe
llevarnos a concluir no la ausencia de causas de esa conducta, no que estamos ante seres
que poseen una cualidad especial, “la libertad”, sino nuestra obligación de buscar una
familiaridad más completa con la disposición, los motivos y las circunstancias de ese
individuo. Así, por ejemplo, puede sorprendernos que una persona que posee una
disposición amable conteste de manera malhumorada a unas palabras nuestras; sin
embargo, una investigación ulterior nos revela que padecía un terrible dolor de muelas o
que hacía bastante tiempo que no comía. Su conducta descortés ha quedado explicada. Es
decir, hemos encontrado su causa. ¿Cuál es la conclusión que Hume extrae de esta
reelaboración del significado del concepto de “libertad”, que ya no se presenta como una
misteriosa cualidad del agente sino, o bien como la mera libertad de actuar, o bien como
nuestra incapacidad de predecir o explicar un suceso? Pues que no hay ningún
impedimento metodológico para elaborar unas ciencias sociales equivalentes en todo a
las ciencias naturales. En ambos casos, lo único que podemos hacer es tratar de identificar
las causas de los acontecimientos (las llamadas normalmente «naturales» o las referentes
al individuo o la sociedad) a través de la observación cuidadosa de regularidades de
sucesión. La filosofía natura] recurre a la experimentación. No parece que la filosofía
moral pueda recurrir al mismo procedimiento, aunque solo sea porque cuando los sujetos
se sienten observados es muy probable que cambien de conducta. Pero la dificultad no es
insalvable, ya que podemos recurrir al mero mirar con ojos atentos la vida humana, algo
para lo que el estudio de la historia es de una ayuda inapreciable. En efecto, según Hume:
“Su utilidad principal es tan solo descubrir los principios constantes y universales de la
naturaleza humana, mostrándonos para ello a los hombres en toda clase de circunstancias
y situaciones, y proporcionándonos los materiales a partir de los que podamos hacer
nuestras observaciones y familiarizarnos con las fuentes usuales de la acción y la conducta
humanas. Estas crónicas de guerras, intrigas, facciones y revoluciones son otras tantas
colecciones de experimentos con las que el político o filósofo moral fija los principios de
su ciencia, de la misma manera que el físico o filósofo natural se familiariza con la
naturaleza de plantas, minerales y otros objetos externos mediante los experimentos que
realiza con ellos”. Luego Hume cree que, gracias a la experiencia histórica, el filósofo
que estudie la naturaleza humana será capaz de descubrir regularidades causales similares
a las que se observan en el mundo físico, y que podrían expresarse en forma de máximas
o leyes científicas. Un ejemplo interesante de una ley o norma que proporciona la política
entendida como ciencia o conocimiento es la siguiente: “Los escritores políticos han
establecido como una máxima que, al diseñar cualquier sistema de gobierno y fijar los
diversos controles y contrapesos de la constitución, debería suponerse que todo hombre
es un bellaco, y que no tiene otro fin en todas sus acciones que el interés privado. Por este
interés debemos gobernarle y, por medio de él, hacer que, no obstante, su ambición y
avaricia insaciables, coopere con el bien público. [...] Por tanto, cuando se ofrece a nuestro
examen y crítica cualquier plan de gobierno, real o imaginario, en donde el poder está
distribuido entre varias jurisdicciones y clases de personas, deberíamos considerar
siempre el interés separado de cada autoridad y cada clase; y si encontramos que por una
hábil división de poder este interés debe necesariamente concurrir en su ejercicio con el
interés público, podemos declarar que ese gobierno es sabio y afortunado. Si, por el
contrario, el interés separado no es controlado y encaminado hacia el público, no
deberíamos esperar nada de ese gobierno excepto facciones, desórdenes y tiranía”. Este
es el tipo de argumento que mucho después conducirá a la democracia. Si todos fuéramos
ángeles, daría lo mismo quién gobernara. Como no lo somos, parece conveniente que
haya división de poderes y elecciones periódicas en las que compitan diferentes partidos.
Así, cada uno vigilará a los demás y evitará sus posibles «bellaquerías», al igual que el
electorado se preocupará de que ningún gobernante utilice el poder político en su propio
beneficio despreciando al mismo tiempo el interés público»19.
En Hume la causalidad es, en definitiva, cuestión de probabilidad (la cual: mayor o
menos, según la amplitud de la inducción, o sea: la inferencia causal se articula según
grados de probabilidad). Leyes causales, como leyes empíricas: leyes con una validez
“estadística” (depende de la amplitud de la muestra de la que se parte). La relación causal,
pues, no es ni universal ni necesaria: es general (según grados) y contingente. El siguiente
texto recapitula los que estamos exponiendo sobre causalidad y probabilidad:
«Naturalmente, esa manera de entender la conexión causa-efecto como un hábito que nos
lleva y nos autoriza a esperar la repetición uniforme de la experiencia, no podría damos
una plena certeza. Tampoco nos condena, sin embargo, al escepticismo, o, al menos, a lo
que el propio Hume llama así y considera fantástica [y equivocada] secta. Lleva, si, a la
renuncia al ideal griego, platónico-aristotélico, de la universalidad y necesidad de la
epistéme (el “conocimiento cierto”) cuando se trata de “ciencias reales” o matters of fact.
Para Hume, como para el moderno neopositivismo, universalidad y necesidad sólo caben
en las ciencias formales (relaciones de ideas). La ciencia real no puede aspirar a más que
a la probabilidad. Así, Hume añade que su nueva definición de la causalidad está fundada
en una evidencia suficiente, que no dejará de serlo por las dudas escépticas. Y prosigue
Hume: “Si hay una relación entre los objetos que nos importa conocer perfectamente es
la de causa-efecto. En ella se fundan todos nuestros razonamientos sobre las cuestiones
de hecho o de existencia. Sólo ella nos permite alcanzar la certeza sobre los objetos
privados de un testimonio directo [...]. La única utilidad de las ciencias es enseñamos
cómo podemos controlar y regular los acontecimientos futuros por medio de sus causas”.
Pues bien, de acuerdo con la experiencia, explica Hume: “Podemos definir una causa
como un objeto seguido de otro y tal que todos los objetos semejantes al primero van
seguidos de objetos semejantes al segundo o, en otros términos, tal que si el primer objeto
no hubiera existido no habría existido el segundo. [O bien, como] un objeto seguido de
otro y cuya aparición conduce siempre el pensamiento a la idea de ese otro. (Estas dos
definiciones] están sacadas de circunstancias «exteriores» a la causa y, sin embargo, no
podemos remediar ese inconveniente y conseguir una definición más perfecta que pueda
designar en» la causa la circunstancia que la pone en conexión con su efecto”. Aunque
entendida con esa humildad, propia del dominio de las mattters of fact, la causa no es,
pues, una quimera, sino una creencia (belief) sólida y sometible a prueba (proof); pero a
una prueba, por supuesto, empírica, que nada tiene de demostración necesaria. La
expectativa del efecto no puede nunca pasar de probable, aunque la acumulación de
experiencias probatorias aumente satisfactoriamente el grado de probabilidad. Sobre esa
base hay que entender lo que Hume piensa de la «regularidad de la naturaleza» y de las
posibilidades de la inducción. La experiencia sólo da información directa y cierta de los
objetos de conocimiento durante el tiempo a que alcanza su acto de conocimiento; pero,
¿cómo extender ese conocimiento a otros objetos o a un tiempo futuro? ¿Por qué puedo
esperar de un nuevo trozo de pan los efectos que experimenté al comer otro parecido? La
inferencia, que puede ser correcta y que «suele hacerse», a saber: he encontrado- que a
tal objeto ha correspondido siempre tal efecto y preveo que otros objetos de apariencia
similares serán acompañados de efectos similares, establece una conexión que no es

19
Gerardo López Sastre, Hume. Cuándo saber ser escéptico, editorial Batiscafo, 2015, páginas 45-51.
intuitiva (Hume: Investigación sobre el entendimiento humano). Tampoco se puede tratar
de una inferencia demostrativa, puesto que, dice Hume: “No implica contradicción alguna
que el curso de la naturaleza llegara a cambiar y que un objeto aparentemente semejante
a otros que hemos experimentado pueda ser acompañado por efectos contrarios o distintos
[...]. ¿Hay una proposición más inteligible que la de que todos los árboles echan brotes
en diciembre y perderán sus hojas en mayo? Ahora bien, lo que es inteligible [...] no
implica contradicción, y jamás podrá probarse su falsedad por argumentos demostrativos
[...]. Si, por tanto, se nos convence con argumentos de que nos fiemos de la experiencia
pasada y la convirtamos en pauta para nuestros juicios posteriores, estos argumentos
tendrían que ser tan sólo probables [...]. Hemos dicho que todos los argumentos acerca de
la existencia se fundan en la relación causa-efecto, que nuestros conocimientos de esa
relación se derivan totalmente de la experiencia y que todas nuestras conclusiones
experimentales se dan a partir del supuesto de que el futuro será como ha sido el pasado.
Intentar la demostración de este último supuesto [...] significa evidentemente mover se en
un circulo y dar por supuesto lo que se pone en duda”. Así, pues, la “fantástica secta” de
los escépticos totales, no puede ser descalificada más que provisionalmente y para los
fines prácticos de la ciencia, que autoriza expectativas razonables cuando se fundan (y
cuando más se fundan) en experiencias bien hechas. Pero si queremos llegar a los
fundamentos teóricos de la certeza, debemos reconocer que, por lo que hace a las matters
of fact o a cualquier afirmación sobre la existencia o los existentes reales, el empirismo,
después de la crítica de Hume, no nos puede librar del escepticismo»20.

5. Crítica de la metafísica del racionalismo

Comenzaremos mostrando algunas de las consecuencias de la primacía de las impresiones


(el conocimiento propio de la percepción sensorial, de la experiencia sensible) en el
territorio tradicional de la “metafísica”. Nos ayudará, en este punto inicial, el texto
siguiente: «En el terreno filosófico, las consecuencias del empirismo radical de Hume son
profundas. Conviene volver brevemente sobre la filosofía de Descartes para entenderlas.
Este autor propuso tres grandes tesis: en primer lugar “yo pienso, luego existo” como
primera verdad, luego la demostración de la existencia de Dios necesaria para descartar
cualquier resquicio de duda y finalmente la existencia del mundo externo físico tomando
como garantía a Dios mismo. Yo, Dios y mundo eran conceptos esenciales en el autor
francés (conceptos que designan tres substancias suprasensibles). Hume somete estos
conceptos a una crítica desde su propuesta empirista. Parece que no podemos dudar de
que cada uno de nosotros es un yo con una identidad personal conservada a lo largo del
tiempo. Desde la niñez hasta la vejez, utilizamos la primera persona sin cesar y esto
supone que, a pesar de los cambios físicos evidentes que se van produciendo, hay algo
que no varía. Al mismo tiempo cada día tenemos miles de impresiones. Desde que nos
levantamos hasta que nos acostamos vemos, oímos, olemos, tocamos y saboreamos
muchas cosas. Un aluvión de impresiones se va sucediendo y los estados anímicos, los
dolores y los placeres también. Estamos tristes, mañana contentos, a mediodía nos duele

20
Juan Carlos García-Borrón, Empirismo e ilustración inglesa: de Hobbes a Hume, editorial Cincel, 1985,
páginas 111-114.
un tobillo, por la tarde la cabeza. El cuerpo se modifica con los días y los científicos dicen
que los millones de células que lo componen se renuevan por completo varias veces en la
vida. En rigor, no somos la misma materia que éramos años atrás. Si las impresiones e
incluso el material corporal se modifican velozmente, ¿podemos en rigor seguir hablando
de un yo fijo e inalterable como hacía Descartes? ¿Tenemos impresiones de él? Por
mucho que busquemos, seremos incapaces de encontrarla. En consecuencia, la idea de yo
para Hume es una ficción. ¿Cómo se puede decir algo así? Tenemos experiencia unitaria
de la vida, poseemos la certeza de que somos los mismos de niños y en el presente y
somos conscientes de que, a pesar de los innumerables cambios, algo permanece. Hume
no pretende ir contra el sentido común negando esta experiencia, pero considera que el
responsable no es la existencia fija y subyacente de un yo inalterable, sino la memoria,
que permite establecer el vínculo entre las vivencias. No hay un yo fijo, sino que la
memoria actúa como el cemento que une las distintas piezas de nuestra vida. Apliquemos
ahora el criterio de la derivación de las ideas a partir de las impresiones a ‘Dios’. No hay
impresión, no se puede ver como se contempla un libro, tocar como se acaricia una manta
suave u oler como se huele un limón. Al no haber impresión, sabemos cómo será su idea,
‘Dios’ es una ‘ficción’. ¿Quiere decir Hume que Dios no existe? En realidad, está
defendiendo que no hay un conocimiento posible de Dios, que no es tema de impresión
alguna. No es un asunto del que la filosofía haya de ocuparse. No obstante, hay que
respetar las creencias de las personas que, fuera de un plano racional, afirmar su existencia
respaldados por la fe. El yo y Dios quedan malparados como conceptos estrictamente
filosóficos. Resta decir algo sobre la existencia del mundo. Recordemos cuál era el
problema para Descartes. Vemos una mesa, tenemos una representación de ella y por lo
tanto una idea. Los sentidos dicen que es azul, pero ¿no podría ser producto de la
imaginación? ¿Qué nos asegura que existe y que es tal cual la percibimos? Para responder
esta cuestión, intrascendente y hasta absurda en la vida cotidiana pero llena de dificultades
en el plano filosófico, Descartes acudía a Dios como garantía de la correspondencia entre
las cosas y las ideas. Cuando tenemos inclinación a pensar -decía- que la idea de mesa
proviene de la mesa misma y Dios no permite que nos engañemos, hay que concluir que
las ideas y las cosas están en armonía. Si vemos la mesa existe, y además es tal y como
la conocemos gracias a la ciencia física (no tal y como se presenta en las ideas de la
sensibilidad, pues estás sólo representan cualidades secundarias, no las cualidades
primarias, las cualidades cuantificables). Poniendo estas tesis de Descartes al escrutinio
de Hume aparecen una serie de objeciones. Tenemos impresión de la mesa y decimos que
es azul. Ahora bien, hay algunos animales que la perciben de modo diferente: no ven
colores, sino que su percepción va del blanco al negro pasando por la gama de grises;
otros perciben las luces ultravioleta o infrarroja, para nosotros inalcanzable. ¿Cómo son
las cosas, como las perciben ellos o como las vemos nosotros? Esta pregunta nos conduce
a una situación comprometida. Parece lógico decir que, de acuerdo con nuestra
percepción -que no es la única-, la puerta es azul, pero no podemos tener seguridad
completa de que sea así. ¿Podemos salir fuera de esta impresión para comprobar si es
correcta? De ninguna manera, no podemos ver con ojos diferentes de los que tenemos. La
conclusión de Hume es contundente. Contamos con las impresiones, pero no sabemos
nada del lazo que las pueda unir a las cosas. Aunque nos hayamos manejado bastante bien
a lo largo de la historia, prueba para algunos de que la percepción es fiable, está fuera de
nuestro alcance conocer las cosas y saber si son causas de las percepciones. El autor
escocés desemboca en un moderado escepticismo. No hay posibilidad de conocer cómo
son de verdad las cosas. Vemos la puerta azul, pero conocer cómo es en sí misma está
vedado, una conclusión que no deja de tener un tinte dramático. La vida parece ser un
conjunto de impresiones sin un polo fijo que las sujete (sin un yo) y además es un sinfín
de impresiones de las que no podemos llegar a conocer su fundamento último»21.
Hume, por lo tanto, arranca aquí de una profunda crítica empirista del concepto
tradicional de substancia (lo que subyace de antemano, de un modo idéntico y
permanente, a una serie de propiedades o cualidades; el soporte suprasensible de todas
ellas). Resume así su tesis el siguiente texto: «Empecemos por el estudio de la idea de
“substancia”. Para Descartes, una substancia es aquello que puede existir por sí mismo,
que no necesita ninguna otra cosa para existir. Por su parte, Locke observaba que solemos
suponer un substratum en el que subsisten las cualidades, y al que llamamos “substancia”.
Presumimos que las cualidades que observamos pertenecen a una cosa, el soporte de las
mismas. E igualmente debemos creer en una sustancia en la cual subsistan el pensar, el
conocer y el dudar. Ahora bien, ¿es compatible la creencia en tales sustancias con el
empirismo? George Berkeley sostendrá que una cereza no es más que una colección de
impresiones percibidas a través de los diferentes sentidos y que la mente las une al
observar que se acompañan las unas a las otras: el paladar percibe un sabor especial, la
vista percibe al mismo tiempo el color rojo y una determinada figura, el tacto percibe una
cierta redondez y suavidad, etc. Pero no podemos decir que, por detrás de todas estas
cosas, como si dijéramos, sosteniéndolas, haya algo que las soporte (y esto para Berkeley
significaba que no podemos decir que haya una sustancia material; en el lenguaje
cotidiano, que exista la materia). Nuestra experiencia nos habla de eso que llamamos
propiedades, no de sustancias. Esto puede sonar extraño desde el punto de vista del
lenguaje, porque una propiedad, ¿no es siempre la propiedad de algo? Sin embargo,
podríamos contestar a esta pregunta con la siguiente: ¿deberíamos dejar que una petición
que parece que nos hace el lenguaje condicionara nuestra concepción de la realidad, de lo
que de verdad podemos estar seguros de conocer? Hume, por lo tanto, no dudará en
escribir: “No tenemos idea alguna de sustancia de ningún género, puesto que solo tenemos
ideas de lo que se deriva de alguna impresión, y no tenemos impresión de sustancia
alguna, sea material o espiritual. No conocemos nada sino cualidades y percepciones
particulares. En lo que se refiere a nuestra idea de cuerpo, un melocotón, por ejemplo, es
solo la idea de un particular sabor, color, figura, tamaño, consistencia, etc.”»22.
Una texto más amplía la crítica de Hume a la idea tradicional de substancia: «Hume
dirige su crítica desde el primer momento contra la idea misma de substancia, de un modo
que no se presta a reducirla luego al caso del “substrato material”. Escribe el filósofo
escocés: “Me gustaría —dice— preguntar a esos filósofos que basan en tan gran medida
sus razonamientos en la distinción de substancia y accidente y se imaginan que tenemos
ideas claras de cada una de esas cosas, si la idea de sustancia se deriva de las impresiones
de sensación o de tas de reflexión. Si nos es dada por nuestros sentidos, pregunto: ¿por
cuál de ellos, y de qué modo?” Como no podía por menos, se contesta a sí mismo que la
sustancia no se percibe como un color, ni como un sonido o sabor, etc. Y prosigue: deberá,
pues, derivarse de alguna impresión de la reflexión. Pero las impresiones de la reflexión,
añade enseguida: “Se reducen a nuestras pasiones y emociones; y no parece probable que

21
Pablo Redondo, Maestros del pensamiento, Ediciones del Serbal, 2014, páginas 132-135.
22
Gerardo López Sastre, Hume. Cuándo saber ser escéptico, editorial Batiscafo, 2015, páginas 35-36.
ninguna de éstas represente una sustancia. Por consiguiente, no tenemos “ninguna” idea
de substancia que sea distinta a la de una colección de cualidades particulares [...]. La
idea de sustancia [...] no es sino una colección de ideas simples unidas por la imaginación
y a las que se asigna un nombre particular mediante el cual podemos recordar —a nosotros
mismos y a otros— esa colección”»23. Un ente o fenómeno: colección o reunión de
propiedades, pero no hay algo subyacente que sea previo y fijo respecto a esa colección
o ramillete.
Hume, como estamos viendo, niega la substancialidad del yo, aunque, eso sí, tiene que
hacer frente a la cuestión de la llamada “identidad personal” (distinta de la tesis de que el
yo es una substancia, algo negado por Hume, pero, desde luego, conectada con ella).
Hume sostiene, oponiéndose a Descartes, que el yo no es una substancia; ésta: asegura la
unidad, la permanencia, la identidad del yo. Hume elabora una explicación alternativa
siempre, por supuesto, desde su posición empirista. El siguiente texto resume sus tesis y
complementa lo que ya hemos subrayado sobre el tema: «El yo, concebido como algo con
identidad continua a través del tiempo, es también víctima del característico estilo de
ataque de doble filo de Hume. Sé que ahora tengo ciertas experiencias y recuerdo haber
tenido otras. Pero no tengo ninguna impresión de un elemento no cambiante al cual todas
esas cosas pertenezcan. Dado que tendría que ser un contenido inalterable e invariable de
mi conciencia, él mismo no podría hacerse sentir. Tendría el carácter empíricamente
elusivo de existencia. De hecho, sostiene Hume, siempre que miro más atentamente
dentro de mí mismo, todo lo que puedo encontrar es una secuencia más o menos caótica
de percepciones particulares, impresiones e ideas de sensación y reflexión, sentimientos
y pensamientos. De otro lado, la razón no requiere más que la experiencia la suposición
de un persistente portador de mi identidad a través del tiempo, un soporte para mis
variables experiencias inherentes. Cada experiencia o «percepción» es una existencia
distinta de la que no se sigue necesariamente la existencia de ninguna otra cosa. De todas
las audaces eliminaciones de Hume, esta es la que otros filósofos sienten que es la más
difícil de tragar. ¿No se refuta Hume a sí mismo cuando dice «en lo que a mí respecta,
cuando yo entro más íntimamente en lo que llamo mí mismo siempre tropiezo con una u
otra percepción particular»? ¿Qué es ese yo que entra? John Stuart Mill y otros han
pensado que es imposible que una mera serie pueda ser consciente de sí como serie. En
contra de esto podría argumentarse que un estado presente de conciencia podría contener
una colección de estados previos de conciencia de algún modo relacionada con ella o ser
tal colección. De hecho, ha parecido a muchos, particularmente a Locke, que la memoria,
en el sentido de recuerdo personal directo, es la relación que conecta un manojo disperso
de experiencias o estados mentales en un individual y continuo yo, mente o persona.
Hume rechaza esta teoría, contando con el argumento de Butler según el cual, como Hume
lo propone, la memoria no constituye la identidad personal, sino que la descubre. No
puedo juzgar si esta idea es una idea de memoria, más bien que imaginación, a menos que
antes haya averiguado que la experiencia que supuestamente recuerdo fue una experiencia
de mí. Hume quedó insatisfecho con la explicación que dio en el Tratado de la naturaleza
humana acerca de la relación que reúne una serie de experiencias dentro de un yo; según
esa explicación, tal relación es una mezcla de semejanza y causalidad. Tal vez el

23
Juan Carlos García-Borrón, Empirismo e ilustración inglesa: de Hobbes a Hume, editorial Cincel, 1985,
páginas 116-117.
argumento de Butler es demasiado rápido. Decidir que una experiencia pasada es de uno
mismo y que la idea que uno tiene de ella es una idea de memoria no son dos cosas
distintas, de las cuales la primera tiene que preceder a la segunda; parecen más bien ser
una única y misma cosa»24. Un yo, cada yo, cada unos de nosotros, es, pues, un haz o una
colección, y el vínculo más firme en ella es la memoria del pasado (la identidad del yo,
pues, es compleja y cambiante, no algo simple y permanente). Otro texto nos explica la
posición de Hume ante este mismo conjunto de cuestiones (la identidad del yo, etc.): «¿No
está nuestra mente en la misma situación que fenómenos como los melocotones o las
cerezas? Un personaje de Tres diálogos entre Hilas y Filonús, de Berkeley, presenta esta
propuesta: “A mí me parece que de acuerdo con tu propia manera de pensar y como
consecuencia de tus propios principios debería seguirse que tú eres solo un sistema de
ideas flotantes, sin ninguna sustancia que las soporte”. Pero la respuesta del personaje que
en el diálogo representa a Berkeley no puede ser más tajante: “¿Cuántas veces tengo que
repetirte que conozco o soy consciente de mi propio ser; y que yo mismo no soy mis ideas
sino algo más, un principio pensante y activo que percibe, conoce, quiere y actúa sobre
las ideas? Sé que yo, uno y el mismo yo, percibe los colores y los sonidos; que un color
no puede percibir un sonido, ni un sonido un color; que, por lo tanto, soy un principio
individual, distinto del color y del sonido; y, por la misma razón, de todas las demás cosas
sensibles e ideas inertes”. No obstante, en lo que parece una respuesta o una réplica
directa a Berkeley, Hume va a dejar claro que no está dispuesto a admitir excepciones en
su análisis de la idea de “substancia”, aunque se trate del propio yo: “En lo que a mí
respecta, siempre que penetro más íntimamente en lo que llamo mí mismo tropiezo en
todo momento con una u otra percepción particular, sea de calor o frío, de luz o sombra,
de amor u odio, de dolor o placer. Nunca puedo atraparme a mí mismo en ningún caso
sin una percepción, y nunca puedo observar otra cosa que la percepción. Cuando mis
percepciones son suprimidas durante algún tiempo: en un sueño profundo, por ejemplo,
durante todo ese tiempo no me doy cuenta de mí mismo, y puede decirse que
verdaderamente no existo. [...] Si tras una reflexión seria y libre de prejuicios hay alguien
que piense que él tiene una noción diferente de sí mismo, tengo que confesar que yo no
puedo seguirle en sus razonamientos. Todo lo que puedo concederle es que él puede estar
tan en su derecho como yo, y que ambos somos esencialmente diferentes en este
particular. Es posible que él pueda percibir algo simple y continuo a lo que llama su yo,
pero yo sé con certeza que en mí no existe tal principio. Pero dejando a un lado a algunos
metafísicos de esta clase, puedo aventurarme a afirmar que todos los demás seres
humanos no son sino un haz o colección de percepciones diferentes, que se suceden entre
sí con rapidez inconcebible y están en un perpetuo flujo y movimiento”. Luego no existe
un yo como algo distinto e independiente (separado) de los procesos mentales transitorios.
Nuestra idea de mente es solo la idea de un montón de percepciones particulares, sin la
noción de cosa alguna a la que llamamos “substancia”. No somos conscientes del yo como
algo que esté detrás de los eventos mentales. Solo somos conscientes de nuestras
emociones, deseos y otros contenidos mentales. Dicho muy tajantemente: “La mente no
es una sustancia en la que inhieran las percepciones”. Las percepciones no pertenecen a
la mente, sino que la componen. Sin embargo, este planteamiento, al que Hume se ve
conducido de forma plenamente coherente desde su postura empirista, presenta al menos
dos problemas importantes. Puesto que mis percepciones cambian casi continuamente,

24
Anthony Quinton, Hume, editorial Norma, 1999, páginas 27-28.
¿cómo puedo decir que soy el mismo individuo que el que era hace unos años? Y, en
segundo lugar, no queda nada claro cuáles son mis percepciones y cuáles las de otra
persona, puesto que hemos dicho que las percepciones no son propiedad de una sustancia.
En última instancia, ¿a qué remite ese mí? Si cada uno de nosotros es un haz o colección
de percepciones, ¿no puede haber percepciones comunes a más de un haz? No es solo que
tengamos que reconocer que nuestra identidad personal es mucho más mutable de lo que
normalmente creemos, sino que, además, no parece que sepamos dónde empieza mi
persona y dónde acaban las demás. No parece que Hume pueda explicar esta diferencia,
que todos tenemos muy clara»25. (páginas 36-39).
Citaremos otro texto más sobre el importante tema de la crítica de Hume a la
substancialidad del yo: «Según algunos filósofos, somos íntimamente conscientes de
nuestro yo como sujeto que permanece invariablemente el mismo a través de nuestras
vidas. Hume piensa, sin embargo, que semejante idea carece de significación, porque no
hay ninguna impresión de la que derivarla. Ninguna impresión, en efecto, de dolor o
placer, de tristeza o alegría, etc. permanece invariablemente a través del tiempo. Y si no
encontramos ninguna impresión de la que derivar la idea de identidad, entonces esa idea
carece de significación, según el principio establecido más atrás. Pero no sólo carece de
apoyo empírico, sino también racional. Efectivamente, “cuando penetro en la intimidad
de lo que llamo mi yo, tropiezo siempre con alguna percepción particular de calor o frío,
luz o sombra, amor u odio, dolor o placer. Nunca puedo apresar mi yo sin una percepción,
y nunca puedo observar nada que no sea percepción”. Esto significa que no tiene sentido
seguir hablando del yo como algo distinto de las percepciones. (Hasta tal punto esto es
así que, si todas mis percepciones, como sentir, pensar, amar, odiar, etc., fueran
suprimidas por la muerte, “mi yo resultaría completamente aniquilado”). Y si el yo no
puede distinguirse de sus percepciones, tampoco puede separarse de ellas. En
consecuencia, tampoco puede existir separadamente o al margen de ellas. Por lo cual,
como ellas no permanecen idénticas, tampoco se mantiene idéntico el yo. Si no tenemos
una idea del yo distinta de nuestras percepciones, ¿qué es entonces el yo? Después de lo
dicho, la respuesta es fácil: el yo es sus percepciones. Hume expresa esto diciendo que no
somos más que “un haz o colección de percepciones diferentes, que se suceden unas a
otras con una rapidez inconcebible y que están en perpetuo flujo y movimiento”. Con una
metáfora del propio autor puede decirse que el yo “es una especie de teatro en el que
diversas percepciones hacen su aparición sucesiva, en el que distintas percepciones pasan,
vuelven a pasar, se desvanecen y mezclan en una infinita variedad de posiciones y
situaciones”. Pero hay que tener cuidado con esa metáfora, porque puede llevarnos a
engaño. Y es que, mientras en el teatro hay algo que permanece idéntico (el edificio, el
escenario, etc.) y algo que cambia (los personajes, las escenas, etc.) no sucede lo mismo
con el yo, que está constituido exclusivamente de percepciones cambiantes, “sin que
tengamos la más remota noción del lugar en que estas escenas se representan ni de los
materiales de que están compuestas”. De todas maneras, aunque se trate de una colección
de percepciones cambiantes, es una colección de percepciones cambiantes “unidas entre
sí por ciertas relaciones”, como las de semejanza y las de causalidad. Esas relaciones
hacen que el yo, aunque no sea más que un conjunto de percepciones que están
continuamente cambiando, de manera que propiamente hablando no permanece idéntico,

25
Gerardo López Sastre, Hume. Cuándo saber ser escéptico, editorial Batiscafo, 2015, páginas 36-39.
sin embargo, tendemos a olvidar la diversidad, creyendo que se trata de un conjunto
idéntico. Si reflexionamos sabemos que no es así, pero inevitablemente creemos que es
así. Aquí sucede como con la causalidad: la creencia es la que nos lleva a sostener la
identidad del yo»26.
Hume, también, desarrolló una amplia una crítica empirista de Dios como substancia,
causa creadora, etc. (fundamento absoluto). Un amplio y completo resumen de sus tesis
se encuentra en el siguiente texto: «Hume quizás dedicó más páginas al tema de la religión
que a ningún otro; todas ellas con un afán crítico. Y es que estaba convencido de que “los
errores en materia de religión son peligrosos; los de la filosofía, solamente ridículos”.
Para evitar esos peligros se propuso demostrar que los dos pilares de la religión natural –
la aceptación de Dios por parte del hombre y el reconocimiento de que el hombre sigue
viviendo después de la muerte– son inaceptables. Fijémonos sólo en la aceptación de Dios
por parte del hombre. Aunque Hume lo hace criticando el recurso a la razón y a las
pasiones, aquí sólo vamos a ver el recurso a la razón. Los partidarios de la religión natural
buscan el fundamento racional de la aceptación de Dios en el argumento del orden, que,
reducido a sus líneas maestras, dice: en el mundo reina un orden maravilloso, entendiendo
el orden no en un sentido estático, como la colocación de un conjunto de cosas, sino en
un sentido dinámico, esto es, como la disposición que las cosas adquieren en virtud de su
dirección a un fin, y que el argumento define como “una precisa adaptación de los medios
respecto de los fines”; esa disposición de los medios a los fines requiere una causa; la
experiencia nos dice que la causa del orden que observamos en los productos artificiales,
como casas, barcos, etc. es una inteligencia; pues bien, por analogía, debemos concluir
que la causa encargada de organizar la totalidad del universo debe ser una inteligencia,
pero una inteligencia suprema. Sin embargo, según Hume, semejante argumento está
lleno de dificultades. Desde luego, Hume no tiene duda de que en el mundo reina un orden
asombroso. Al contrario, suscribe con gusto la máxima generalmente admitida por las
ciencias según la cual “la naturaleza no hace nada en vano”. Y pone como ejemplos de
ello la anatomía y la astronomía. Que podamos encontrarle una causa a ese orden, ya
resulta discutible. Y es que la causa implica una conexión necesaria entre lo que llamamos
efecto y lo que denominamos causa: el efecto exige necesariamente una causa. Y Hume
piensa, como ya hemos visto, que esa necesidad es fruto de la costumbre nacida de la
conjunción, reiterada en el pasado, entre el efecto y la causa. Y entendida así, asegura
Hume, es imposible dar con la causa del orden del mundo. Y es que tanto el orden del
mundo (efecto) como la inteligencia ordenadora (causa) son casos únicos. Yal ser únicos
nos falta la pluralidad de casos asociados constantemente en el pasado que nos permita
adquirir la costumbre de asociar ambos extremos, que es precisamente la fuerza que en
los demás casos nos impulsa a creer que el futuro será como el pasado. Aun suponiendo
que fuese posible averiguar la causa del orden del mundo, todavía quedaría por
determinar, es decir, por concretar la causa de ese orden. Los partidarios del argumento
aseguran que esa causa es una inteligencia ordenadora suprema. Para probarlo, lo usual
es poner en relación orden e inteligencia, argumentando más o menos así: hay orden en
el mundo; es así que todo lo que implica orden requiere una inteligencia; luego, el orden
del universo requiere una causa inteligente. Pero el argumento que critica Hume no

26
María Jesús Soto, José Luis Fernández, Historia de la filosofía moderna, editorial Eunsa, 2006, páginas
211-212.
prueba la existencia de una causa inteligente de esa manera, sino echando mano de la
llamada regla de la analogía, que dice: efectos semejantes suponen causas semejantes. Y
argumentan así: el orden de las obras de la naturaleza es semejante al orden de los
productos humanos; ahora bien, el orden que descubrimos en las obras humanas es
resultado de una inteligencia; luego, el orden de los productos de la naturaleza también
es fruto de una inteligencia. Sin embargo, esta manera de argumentar tiene, según Hume,
dos defectos que desaparecerían, claro está, si el argumento dejase de ser analógico. a) El
primer fallo es su falta de certeza. Sería cierto, si la semejanza entre los efectos (orden de
las obras naturales y de las obras artificiales) fuese perfecta, es decir, si fuese identidad.
Pero no lo es, porque la semejanza lleva consigo muchas desemejanzas; tantas que “a lo
sumo a lo que aquí puedes aspirar es a una suposición, a una conjetura, a una sospecha
sobre la existencia de una causa semejante”. Ocurre aquí como en la circulación de la
sangre. Nuestra experiencia de la circulación de la sangre en unos determinados hombres
nos permite deducir de manera cierta la existencia de idéntica circulación en otros
hombres determinados, porque hay identidad entre los casos observados. Pero si, a partir
de la circulación de la sangre en los hombres, queremos deducir la existencia de ese
mismo fenómeno en los animales, la deducción sólo será probable, puesto que entre los
hechos observados no hay más que semejanza. En este caso, sin embargo, como la
semejanza es fuerte, también será acusada la probabilidad. Pero la probabilidad será ya
débil si, a partir de nuestra experiencia de la circulación de la sangre en los animales,
pretendemos inferir la circulación de la savia en los vegetales, porque también es escasa
la semejanza entre los fenómenos observados. Pues bien, otro tanto ocurre con el
argumento del orden, que sería cierto si el orden natural fuese idéntico al orden artificial.
Como el orden de una casa es idéntico al orden de otra, si sabemos por experiencia que
el orden de una es obra de un arquitecto, concluiremos de manera cierta que también lo
es el orden de la otra. Pero el orden del universo no es idéntico al orden de los artefactos
humanos (como una casa a otra). Por eso, que el orden del universo sea semejante al orden
de los productos humanos no nos obliga a tener por cierto que el orden del primero sea
debido a una inteligencia, por el hecho de que también lo sea el segundo. b) La segunda
deficiencia es su antropomorfismo. Efectivamente, se afirma que la causa del orden del
mundo es una inteligencia. Pero podría no serlo. Se dice, efectivamente, que es una
inteligencia, porque el orden del mundo se compara con el orden de los artefactos de los
hombres. Pero si se comparase con otros órdenes se llegaría a una causa ordenadora
diferente de una inteligencia. Naturalmente, para eso tendría que haber otros órdenes con
los que el orden de la naturaleza pudiese compararse. Y, efectivamente, los hay, porque
el orden de la naturaleza se parece también al orden que descubrimos en el cuerpo de un
animal y de un vegetal. Por lo cual, de acuerdo con la regla de la analogía, según la cual
efectos semejantes prueban causas semejantes, habría que decir también: si el orden del
mundo se parece al orden de un animal, y este es debido a la generación, también aquel
se debe a la generación. Y siguiendo la misma regla habría que añadir: si el orden del
mundo se parece al orden de un vegetal, como este sale de la vegetación, también sale de
la vegetación aquel. Tendríamos así, sin abandonar la regla de la analogía, tres principios
de orden: la inteligencia, la generación y la vegetación. Y los tres están avalados por la
experiencia, ya que tenemos experiencia de que la inteligencia introduce orden en nuestro
mundo, pero también tenemos experiencia de que introduce orden en nuestro mundo la
generación y la vegetación. Desde luego, cada uno de ellos es fuente de orden parcial,
porque cada uno es una parte muy pequeña de la naturaleza que introduce orden en otra
parte muy pequeña de esa naturaleza: el pensamiento del hombre, en la naturaleza
inanimada que está a su alcance, como la piedra, la madera, el hierro, etc.; la generación
del animal, en el mundo animal; la vegetación, en el mundo vegetal. Ahora bien, ¿puede
hacerse de una de esas fuentes de orden parcial la única fuente de todo el orden del
universo? Sería como querer descubrir la generación del hombre a partir del crecimiento
de un cabello, o pretender obtener enseñanzas sobre la vegetación de un árbol a partir del
crecimiento de una hoja. Una parte no puede servir de modelo para el todo. Pero
admitamos que un principio de orden sea la fuente de todo orden. ¿Cuál seleccionar? El
argumento del orden escoge un principio tan limitado como el pensamiento. ¿Por qué?
“¿Qué privilegio especial tiene esa pequeña agitación del cerebro que llamamos
pensamiento para que debamos hacer de ella el modelo de todo el universo?”. Solamente
uno: nuestro antropomorfismo. 4) Aun dando por bueno que la causa del orden del mundo
deba ser una inteligencia ordenadora, no se gana mucho, por la sencilla razón de que el
orden planificado por esa inteligencia remite al orden planificado por otra, y así
sucesivamente. Y de nada vale decir que la inteligencia tiene en sí misma o en su propia
naturaleza el principio del orden, ya que, si se afirma que el mundo ideal se ordena por sí
mismo, sin un designio anterior, también puede decirse que el mundo material logra la
organización de la misma manera. ¿Por qué en un caso sí y en otro no? Aun suponiendo
que hayamos de admitir que la causa del orden del mundo sea una inteligencia, esta no
tiene, según Hume, los caracteres o atributos que le asignan los partidarios del argumento.
Y es que, según la regla de la proporción, cuando vamos del efecto a la causa, esta ha de
ser proporcionada a aquel, porque como se conoce a partir de él no podemos atribuirle
más de lo necesario para producirlo. De lo contrario trascenderíamos la experiencia,
sacando entonces una conclusión que ya no sería cierta. Así, si vemos que un cuerpo de
diez onzas se eleva en el platillo de una balanza, podemos concluir que la pesa que lo
hace subir excede las diez onzas, pero no que supera las cien. Y si contemplamos las
pinturas de Zeuxis, podemos inferir que fue un gran pintor, pero no que fue también un
gran escultor y un gran arquitecto, porque los efectos, es decir, las pinturas no nos
autorizan a tanto. Aplicado eso a la causa del orden del mundo significa que, como el
conocimiento de la divinidad se saca solamente de sus obras, la divinidad ha de ser
proporcionada a la obra que conocemos, ajustada a ella. En consecuencia, salvo que
echemos mano de la exageración o de la adulación, sólo podemos atribuirle aquellas
cualidades que descubrimos en sus obras y en el mismo grado que vemos en ellas, pero
nunca más ni en mayor grado. Por supuesto, puede que Dios posea más atributos y en
grado más alto que los que estamos autorizados a deducir de los efectos observados, pero
es una mera hipótesis, porque nuestro conocimiento de los efectos, que es lo único con lo
que contamos, no nos da derecho a afirmarlo de manera cierta. Y si es así, ya se ve que
las consecuencias de esa regla tienen que ser nefastas para la divinidad tal como la
entienden los partidarios del argumento, porque no nos permite afirmar ni su infinitud, ni
su omniperfección, ni su suma bondad, etc., porque trascendemos la experiencia. Y,
efectivamente, cuando los partidarios del argumento llegan a la conclusión de un agente
infinito, bueno, único, etc., trascienden la experiencia. Pero es porque, de lo contrario, el
efecto quedaría sin explicar. Pero Hume no está dispuesto a trascender la experiencia. De
ahí las siguientes consecuencias: a) No podemos decir que Dios es infinito, porque los
efectos que conocemos son finitos, es decir, limitados. Tan limitados que de su causa cabe
decir verdaderos disparates, por ejemplo, que es el primer ensayo tosco de una divinidad
infantil, que es la obra de una divinidad cargada de años, etc. Y no pueden producir horror
tan extrañas suposiciones, pues “desde el momento en que se supone que los atributos de
la divinidad son finitos, todas ellas son posibles”. b) Además, como el mundo está lleno
de males, tampoco podemos decir que Dios es bueno. Los teístas han pretendido salir del
apuro bien asegurando que el mal desaparecerá en una vida futura, o bien afirmando que
el mal existente es la menor cantidad de mal que puede haber. Pero ambas respuestas son,
según Hume, desafortunadas. La primera, porque quebranta la regla de la proporción, que
dice que la causa debe ser proporcionada al efecto. “Encontráis ciertos fenómenos en la
naturaleza. Buscáis una causa o autor. Imagináis que lo habéis encontrado. Después os
enamoráis tanto de ese hijo de vuestro cerebro que os imagináis que es imposible que no
produzca algo mayor y más perfecto que el estado actual de cosas, tan lleno de mal y
desorden... Haced, pues, filósofos que vuestros dioses sean acordes a las manifestaciones
actuales de la naturaleza, y no os permitáis alterar esas manifestaciones con suposiciones
arbitrarias, para adecuarlas a los atributos que tan gustosamente atribuís a vuestras
divinidades”. Bien está que los sacerdotes y poetas hablen de un pasado o de un futuro
mejores, pero los filósofos no pueden utilizar ese tipo de discursos. “¿Quién los llevó a
las regiones celestes, quién los admitió a las reuniones de los dioses, quién les abrió el
libro del destino para que temerariamente afirmen que sus divinidades han realizado o
realizarán un designio que supere a lo que de hecho ha aparecido”? La segunda respuesta
sobre el mal echa mano de la teoría del mal menor, porque está dando por supuesto que
los males son inevitables, irrenunciables. Pero Hume no cree que sea así: no es
irremediable que los seres vivientes experimenten dolor para remediar las necesidades
naturales que los acucian, porque Dios bien pudo haber conseguido el mismo efecto con
una disminución de placer en la satisfacción de esas necesidades; ni que la naturaleza esté
llena de defectos, porque Dios podría evitarlo gobernando el mundo no mediante
intervenciones generales de su voluntad, a las que se le escapa el detalle de lo particular,
sino mediante intervenciones particulares; ni que los seres estén dotados de facultades tan
escasas, ya que no hay razón para que un Dios tan poderoso observe tanta moderación en
la manera de tratar a sus criaturas; ni la poca precisión con la que ha sido construida la
gran máquina del universo, porque su diseñador bien pudo haber rematado su obra, es
decir, haberle dado el último toque. c) Por fin, también es funesta para la divinidad la
regla de la analogía, pues no permite salvar la unidad divina. Es cierto que en la Historia
natural de la religión aún se declaraba a favor de la unidad de Dios, porque ahí dice que
el orden de la naturaleza lleva a la mente a reconocer un solo autor. Pero en los Diálogos
sobre la religión natural, apoyado en la regla de la analogía, pone en duda semejante
unidad, ya que, si son muchos los hombres que se reúnen para construir una casa, para
levantar una ciudad, para organizar una comunidad, ¿por qué no pueden haberse unido
varios dioses para planificar y organizar un mundo? Hasta ahora se ha venido jugando
con la hipótesis de que la organización de la materia procede de una inteligencia
ordenadora. ¿Pero no puede suceder que la materia se ordene por azar en virtud del
constante movimiento a que está sujeta? Imaginemos, efectivamente, que la causa del
movimiento sea una fuerza ciega, es decir, una fuerza que no cuenta con la guía de una
inteligencia. Si semejante fuerza pusiese en movimiento la materia, parece obvio que la
primera posición alcanzada por esta adolecería de todo orden; sin ningún parecido, por
tanto, con los artefactos humanos, que exhiben esa maravillosa adaptación de los medios
a los fines, característica del orden. Y esa primera posición daría lugar a una segunda, que
seguramente sería tan desordenada como la primera. Y la segunda sería seguida por una
tercera, que no mejoraría el desorden, y así sucesivamente. Pero ¿no sería posible que
después de mucho tiempo, aunque las cosas que componen el universo sigan un incesante
cambio, se produzca un orden en el todo? La hipótesis de un diseñador inteligente
quedaría entonces sustituida por la de una materia en constante movimiento»27.
En definitiva, desde su empirismo Hume cuestionó en su raíz la metafísica tradicional (el
concepto de “substancia” y, desde él, el establecimiento de tres substancias: Alma,
Mundo, Dios). El siguiente texto lo resume así: «Con estos presupuestos epistemológicos
está Hume en condiciones de llevar a cabo una demoledora incursión por la metafísica
racionalista, al demostrar el carácter falaz de todo conocimiento: “Y más felices seríamos
aún, si razonando de esta manera fácil pudiéramos destruir los fundamentos de la filosofía
abstrusa, que hasta ahora sólo parece haber servido de refugio de la superstición y de
abrigo al absurdo”. Hume adopta frente a los conceptos universales la posición
nominalista que la filosofía británica ha venido desarrollando desde Guillermo de
Ockham. En realidad, las ideas universales son ideas de particulares que extienden
indebidamente su significación mediante un proceso abstractivo. Una vez formadas,
tendremos por hábito creer que a esas abstracciones le corresponden realidades
universales (esencias). Pero en este caso la creencia así forjada es falsa, porque carece de
todo respaldo experiencial. Las ideas abstractas que no encuentran verificación en
impresiones de sensación o impresiones de la reflexión deben eliminarse como un estorbo
inútil o una superchería ideológica. Por esa misma línea crítica avanzará Kant en su
dialéctica transcendental, cuando declare las ideas de Dios, mundo y alma como meras
ilusiones transcendentales. Pero Kant heredará también el voluntarismo de la filosofía
británica, cuando recupera esas mismas ideas por la vía de la razón práctica, mitigando
más aún el escepticismo de Hume. En todo caso la crítica de la metafísica racionalista de
éste resulta más radical, porque se basa adicionalmente en la crítica de la concepción
tradicional de la ‘causalidad’. En un primer momento la idea de substancia es despachada
sumariamente por Hume porque no está respaldada por ninguna impresión; la idea de
substancia es un artefacto de la imaginación, tendente a explicar la permanencia de las
cosas que se nos presentan en la experiencia ordinaria: “La idea de substancia no es nada,
salvo una colección de ideas simples que son unidas por la imaginación y tienen un
nombre asignado por el que somos capaces de recordar esta colección”. Puesto que no
hay ninguna impresión de substancia se trata, pues, de una idea ilegítima. La idea de Dios,
por su parte, recibe un tratamiento que anticipa la explicación de Feuerbach, se trata de
una proyección imaginaria de nuestras propias capacidades mentales: “La idea de Dios,
que significa la idea de un ser infinitamente inteligente, sabio y bueno, nace de reflexionar
sobre operaciones de nuestra propia mente y de aumentar sin límites nuestras cualidades
de bondad y de sabiduría”. Son muchos los que interpretan a Hume como un agnóstico y
le niegan el calificativo de ateo, que recibió de sus contemporáneos. La crítica de la idea
del yo pensante (alma, mente) aparece como una secuela del repudio de la idea de
substancia en el campo de la psicología. Se trata de una pura invención ilegítima de
filósofos y de teólogos, una mera ‘ficción’ destinada a justificar el agavillamiento que
solemos ejecutar sobre el conjunto de nuestras percepciones pasadas y presentes: “Por mi
parte -arguye Hume- siempre que entro más íntimamente en lo que llamo mi yo, siempre
tropiezo con una y otra percepción particular, de calor o de frío, luz o sombra, amor u

27
María Jesús Soto, José Luis Fernández, Historia de la filosofía moderna, editorial Eunsa, 2006, páginas
212-217.
odio, dolor o placer. Nunca me capto a mí mismo en ningún momento sin una percepción,
y nunca pudo observar nada sino la percepción que sucede en mí”. Concede Hume
irónicamente que algunos filósofos o teólogos hayan podido gozar, como dicen, de una
percepción de su autoidentidad y simplicidad, permanencia y separación, de un acceso
privilegiado a un yo fijo: “Pero dejando a un lado a metafísicos de ese jaez, puedo
aventurarme a afirmar que del resto de la humanidad que el yo de cada cual no es más
que un haz o una colección de percepciones diferentes que se suceden en perpetuo flujo
y movimiento”. De este modo rechaza Hume como impertinentes todos los problemas
metafísicos y teológicos»28.
Recapitulando la propuesta de este filósofo escocés explica el siguiente texto: «David
Hume llevó a sus conclusiones lógicas el empirismo de John Locke y George Berkeley;
es decir, culminó una tradición filosófica y, con ello, hizo imposible la metafísica, el
postular y defender teorías que fueran más allá de la experiencia. Pero Hume es más que
el estadio último de una tradición, es más que el pensador que despertó a Kant de su sueño
dogmático o el precedente del positivismo lógico del siglo XX. Nuestro reto debe ser
estudiarlo en sí mismo, intentar comprender cómo veía su proyecto filosófico… ¿Cómo
se despliega este itinerario? Empieza con la teoría del conocimiento; entre otras cosas,
señalando que la razón por sí misma solo nos lleva a las verdades de la matemática, pero
que si queremos saber si la caída de un guijarro en la Tierra puede apagar el Sol o si un
hombre puede controlar a voluntad la trayectoria orbital de los planetas (cosas que a priori
podemos concebir perfectamente), debemos acudir a la experiencia. Esta nos enseña que
estos hechos no ocurren, pero no nos indica que no puedan ocurrir. Es decir, todo lo que
nos transmiten los sentidos aparece como algo contingente, así que tendremos que
aprender a vivir con esta contingencia, con creencias basadas en expectativas razonables.
Es más, esto tiene la ventaja de evitar el dogmatismo, de hacer que estemos siempre
preparados para aceptar las novedades que la experiencia nos pueda aportar. ¿Y qué
ocurre con aquello de lo que no nos habla la experiencia? La conclusión es tajante: será
mera “jerga”, jerga metafísica que por sí sola ya sería ridícula, pero que cuando se mezcla
con la superstición se vuelve peligrosa. Por eso las críticas a las nociones metafísicas de
“substancia”, “yo” o “necesidad” acaban concretándose en una visión naturalista del
hombre y en una crítica a los supuestos fundamentos racionales de la religión. La
existencia de una divinidad no puede ser probada, y toda la experiencia de que
disponemos nos indica que somos seres finitos, cuya vida acaba por completo con la
muerte física. En suma. Hume, antes que Nietzsche, experimentó la muerte de Dios. El
hombre se quedó solo. De hecho, siempre lo había estado, pero entonces se reconoció de
forma cabal. ¿Es esto un motivo de desesperación? No»29.

Balance
Positivo: evita la rigidez del dogmatismo con su moderado escepticismo; no pretende una
fundamentación última y absoluta de la verdad del conocimiento. Conocimiento: falible,
rectificable. Discutió la exagerada tesis del racionalismo (Descartes) según la cual sólo
es cognoscible lo cuantitativo (lo real y verdadero, pues, sólo sería lo completamente

28
Alberto Hidalgo, Historia de la filosofía, editorial Anaya, 1978, páginas 318-319.
29
Gerardo López Sastre, Hume. Cuándo saber ser escéptico, editorial Batiscafo, 2015, páginas 10-11.
matematizable); Hume: rechazó esta tesis dando paso con él a legitimidad de las ciencias
sociales (o de ciencias naturales que no son puramente cuantitativas como la ‘biología’).
Su crítica a la metafísica: interesante; evitar las ilusiones y las exageraciones de una gran
parte de la tradición.
Negativo: ¿inmediatez de la impresión (percepción sensorial)? ¿No está la percepción
siempre ya codificada (indirecta, mediata, selectiva)? Etc.
No es claro qué son las impresiones o las ideas: ¿con ‘contenidos de conciencia’? ¿son
algo interno, algo alojado en una esfera interior? ¿el cognoscente está sólo conoce los
fenómenos del mundo “dentro de sí mismo”? ¿está encerrado definitivamente en su
interioridad? Hume: no resulta claro en este punto importante (siglo XX: el cognoscente
está fuera de sí mismo, y esto ‘intencionalidad’ o ‘a priori de correlación’; pero Hume:
no explica esto con nitidez; el cognoscente parece estar encerrado en sí mismo).
Maurice Merleau-Ponty expuso con brillantez en su libro Fenomenología de la
percepción (1945) que la percepción capta de entrada un fenómeno complejo, un conjunto
dotado de un sentido; lo percibido, pues, no surge ante nosotros a partir de la agregación
de sensaciones aisladas (además, circunscribe el concepto de ‘sensación’ a la fisiología,
limitando su alcance a la explicación de la percepción). ¿Se enmienda así el ambiguo
concepto de “impresión” de Hume?

Complementos

Hume: el empirismo radical


David Hume es un autor que realmente merece un estudio detenido y pormenorizado
(en esta asignatura solo se pretende introducir a algunos aspectos de su compleja obra).
Es cierto que Hume es más interesante por lo que con lucidez discutió que por lo que
en el fondo propuso. Hume, para empezar, puso en tela de juicio que “Dios” (un ente
supremo, una entidad superior) fuese el fundamento último del conocimiento (y más aún,
Hume no entendía que el conocimiento o la moral, etc., tuviesen que apoyarse
necesariamente en algo así como un “fundamento último”); además de la idea de Dios
Hume rechazó la noción misma de “substancia” (negó pues, por ejemplo, las dos
substancias a las que se refería Descartes: la res cogitans y la res extensa –dos substancias
que en la tradición del Idealismo moderno fueron retomadas bajo los términos ‘Geist’ y
‘Natur’, Espíritu/Naturaleza). ¿Cuál fue, por otra parte, el fondo de su propuesta? Una
tesis fenomenista o sensualista: la experiencia, nos dice, reposa sobre unos “átomos de
sensación” que se “asocian” de una manera casi ‘mecánica’ o ‘automática’ (esta tesis de
que la percepción sensible capta ante todo “sensaciones” –lo que Hume llama
“impresiones”- ha sido brillantemente rebatida en el siglo XX por Maurice Merleau-
Ponty en su libro Fenomenología de la percepción).
Además de lo mencionado vamos a destacar con brevedad otros puntos interesantes de la
obra humeana:
1) El conocimiento demostrativo de la matemática está formado por juicios a priori de
carácter “analítico” (lo que denomina “relaciones de ideas”).
2) El conocimiento de hechos propio de las ciencias empíricas busca alcanzar leyes
causales, ahora bien: las leyes causales son siempre “leyes probabilísticas” (y es esta una
tesis extraordinariamente interesante con enormes y profundas implicaciones que habría
que desarrollar más allá de la obra de Hume).
3) La “identidad personal” (eso a lo que nos referimos con la palabra “yo”) está trenzada
a partir de la “memoria” (con esto Hume atisbó lo que en el siglo XX se ha llamado
“identidad narrativa”: eso que yo soy cuaja en torno a la posibilidad de hilvanar un relato
de mis peripecias vitales –en el cine este asunto interesante ha sido abordado en
magníficas películas, por ejemplo, Memento de Christopher Nolan).
Además, Hume desarrolló una interesante reflexión sobre el fenómeno religioso que
merece ser estudiada con detalle.

Hume y las clases de conocimiento


El conocimiento de “relaciones de ideas” es un conocimiento de las relaciones
“analíticas” entre conceptos (ideas). ¿A qué conocimiento nos estamos refiriendo? Hume
piensa principalmente en el conocimiento matemático (aunque habría que incluir aquí el
conocimiento lógico: el conocimiento lógico, el proporcionado por la ciencia de la
lógica). Pues bien: este conocimiento es como tal “universal y necesario” pues no procede
de la experiencia sensible ni se tiene que verificar en ella. El precio que paga este
conocimiento es, sin embargo, su “abstracción”: su ausencia de referencia directa al
mundo, por decirlo así. Se trata de un conocimiento que va de un concepto a otro concepto
sin pasar por la experiencia mundana; y este “ir de un concepto a otro concepto” tiene
lugar bajo una “relación analítica” (un ejemplo básico: el concepto de “7” puede ser
descompuesto –analizado- en juicios como “2 + 5” o en “6 + 1”, etc.).
El conocimiento de “cuestiones de hecho” es el conocimiento de las ciencias empíricas
(es un conocimiento que procede de la experiencia y que en ella se verifica). Y, sostiene
Hume, este no es nunca un conocimiento “universal y necesario”. El ejemplo principal
que le lleva a formular esta tesis es el de la “relación causal” entre los fenómenos: la
causalidad se establece “inductivamente” y por eso se mide según “grados de
probabilidad” (cuando esta tesis, posteriormente, fue formalizada matemáticamente
surgió el “cálculo de probabilidades”). Así pues, la relación causal en tanto es fijada
inductivamente es más o menos probable según el número (la cantidad) de casos
observados. El empirismo por lo tanto afirma que el conocimiento de los sucesos del
mundo (de sus tramas causales) es un conocimiento que se desenvuelve según “grados de
probabilidad” (y por ello queda descartada aquí la estricta “universalidad” propia de las
tesis deterministas –un conocimiento sería universal si y solo sí abarca sin excepción
posible todos los casos del fenómeno considerado); además, completando esta
afirmación, el empirismo sostiene que el orden del mundo es “contingente” (esto es así
sobre todo en Hume pues él rechaza expresamente que el orden del mundo dependa de
“Dios”, o sea, de un ente supremo en el que se fundamentaría un único Orden Necesario
del Mundo), y es por ello que Hume niega que el conocimiento de cuestiones de hecho
pueda alcanzar el estatuto de “conocimiento necesario” (lo necesario es lo que en absoluto
“puede ser de otro modo al que ya es desde siempre y para siempre”).
El asunto de la “metafísica” tal y como lo encara Hume puede resumirse así: ataca la
noción aristotélica de “substancia” que adoptaron –con matices nuevos- en la filosofía
medieval y en los autores del racionalismo moderno, ¿por qué? porque las tesis sobre la
“substancia” (algo que “subyace” al conjunto de sus propiedades, etc.) no se apoya, ni
siquiera indirectamente, ni en el conocimiento de las relaciones de ideas ni en el
conocimiento de las cuestiones de hecho.

Hume: conocimiento intuitivo/conocimiento demostrativo; conocimiento de


relaciones de ideas/conocimiento de cuestiones de hecho
Al abordar la teoría del conocimiento de Hume es imprescindible separar el asunto
específico del par conocimiento intuitivo/demostrativo de lo que es bien distinto de esto,
la clasificación del conocimiento en conocimiento empírico (cuestiones de hecho) y el
conocimiento lógico y matemático (relaciones de ideas –un conocimiento puramente
‘analítico’, etc.). ¿Por qué? Ante todo, porque tanto en el conocimiento empírico como
en el conocimiento de las relaciones ideas (lógica, matemática) hay una parte ‘intuitiva’
y otra parte ‘demostrativa’.
Conocimiento intuitivo significa conocimiento directo e inmediato. Conocimiento
demostrativo significa conocimiento mediato e indirecto.
En el conocimiento empírico el lado intuitivo está en la captación de impresiones; el lado
demostrativo está, por ejemplo, cuando se obtienen inferencias causales (y así leyes más
o menos probables, etc.). El conocimiento empírico es un conocimiento sintético y se
basa en la semejanza.
En el conocimiento de relaciones de ideas el aspecto intuitivo está en la captación de los
axiomas (identidad, no-contradicción) y el aspecto demostrativo tiene lugar cuando se
efectúa un ‘razonamiento’ (una deducción silogística, por ejemplo). El conocimiento
lógico y matemático en tanto conocimiento analítico se basa en la identidad.
En definitiva, y como conclusión, la clasificación de los conocimientos realizada por
Hume es una cosa y la distinción entre lo intuitivo y lo demostrativo es otra (ambas, es
cierto, se combinan, pero desde su previa diferenciación).
Una confusión a evitar respecto a Hume
Al abordar la teoría del conocimiento de Hume es imprescindible separar el asunto
específico del par conocimiento intuitivo/demostrativo de lo que es bien distinto de esto,
la clasificación del conocimiento en conocimiento empírico (cuestiones de hecho) y el
conocimiento lógico y matemático (relaciones de ideas –un conocimiento puramente
‘analítico’, etc.). ¿Por qué? Ante todo, porque tanto en el conocimiento empírico como
en el conocimiento de las relaciones ideas (lógica, matemática) hay una parte ‘intuitiva’
y otra parte ‘demostrativa’.
Conocimiento intuitivo significa conocimiento directo e inmediato. Conocimiento
demostrativo significa conocimiento mediato e indirecto.
En el conocimiento empírico el lado intuitivo está en la captación de impresiones; el lado
demostrativo está, por ejemplo, cuando se obtienen inferencias causales (y así leyes más
o menos probables, etc.). El conocimiento empírico es un conocimiento sintético y se
basa en la semejanza.
En el conocimiento de relaciones de ideas el aspecto intuitivo está en la captación de los
axiomas (identidad, no-contradicción) y el aspecto demostrativo tiene lugar cuando se
efectúa un ‘razonamiento’ (una deducción silogística, por ejemplo). El conocimiento
lógico y matemático en tanto conocimiento analítico se basa en la identidad.
En definitiva, y como conclusión, la clasificación de los conocimientos realizada por
Hume es una cosa y la distinción entre lo intuitivo y lo demostrativo es otra (ambas, es
cierto, se combinan, pero desde su previa diferenciación).

El conocimiento matemático en Hume


En general todo el empirismo tiene problemas allí donde no los tenía el racionalismo: con
el conocimiento matemático (y puede decirse, al revés, que el racionalismo siempre tiene
problemas con el conocimiento empírico).
Hume nunca dice (no se le ocurre ese disparate) que el conocimiento matemático derive
o dependa de la percepción sensible (aunque se apoye en ella). Por eso distingue dos tipos
de conocimiento: conocimiento (empírico) de 'cuestiones de hecho' y conocimiento
(deductivo, abstracto) de 'relaciones de ideas' (y es aquí donde ubica a la matemática, o
sea, a la aritmética y la geometría). El conocimiento de relaciones de ideas recurre a las
impresiones de los sentidos, pero no basa su validez exclusivamente sobre ellas sino sobre
un razonamiento abstracto (por ejemplo, el de las operaciones matemáticas que llevan a
averiguar cuál es la superficie de un triángulo o un rectángulo, etc.).
Por lo tanto, aquí está la clave del asunto: cuestiones de hecho, por un lado, relaciones de
ideas por otro (dos tipos de conocimiento, uno concreto y otro abstracto, etc.).
Más sobre el conocimiento matemático
El empirismo es, en el fondo, una teoría 'realista' del conocimiento (aunque en la peculiar
versión moderna del realismo que nace con Descartes, según la cual el conocimiento se
resuelve en 'representaciones' internas a la mente -pero unas representaciones que se
refieren a lo extramental y por eso son verdaderas; además, por otro lado, se trata de un
realismo nominalista, pues niega la realidad de las esencias universales). Hume, pues,
nunca negaría que el triángulo 'existe' previamente y luego puede medirse su área, etc.
(en el fondo, a Hume este asunto le preocupa más bien poco, lo da por obvio). La tesis
propiamente empirista sobre el conocimiento matemático y lógico es que son ciencias
deductivas de tipo 'analítico', o sea: proceden a priori descomponiendo conceptos (y en
estas ciencias de relaciones de ideas su validez no depende de la experiencia sensible,
aunque recurran a ésta, etc.; son ciencias muy exactas, pero pagan el precio de su
abstracción no refiriéndose a lo empírico, a lo sensible -que es la realidad principal o
primordial).
El conocimiento matemático no es el punto fuerte del empirismo: sus tesis van orientadas
hacia el conocimiento inductivo, no hacia el deductivo (al cual se refieren siempre de
modo breve y sin entrar en detalle alguno). El racionalismo sostenía, en cambio (en una
tesis que se puede remontar al platonismo-pitagórico), que la entraña última de lo real es
matemática (algo que los empiristas no aceptan o al menos matizan mucho: tal vez, dicen,
lo real sea matematizable, pero eso no significa que sea sólo y exclusivamente matemático
-esta es la tesis de Descartes: lo que no es "matemático" no existe, por decirlo así...;
estamos en la distinción racionalista entre cualidades primarias o esenciales -las
cuantitativas- y cualidades secundarias o inesenciales -las cualitativas-).
Según Hume el único conocimiento universal y necesario es el conocimiento matemático
y el conocimiento lógico (el conocimiento de 'relaciones de ideas'). En esto no discrepa
con los autores racionalistas. Sí lo hace, y mucho, respecto a alcance de ese conocimiento
(pues para él no es cierto que sea el Modelo absoluto de conocimiento, se trata, más bien,
de una excepción que de una 'norma'; el conocimiento empírico no debe adaptarse a ese
modelo, etc.).

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