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ANEXO 2

DE LA SEXUALIDAD BIOLÓGICA A LA CONCIENCIA ESPIRITUAL

Existen 3 Instintos biológicos básicos: Comer, Dormir y la Atracción


Sexual.

Es inútil negarlos. No hay santidad en reprimirlos sino en utilizarlos sin


que afecte a nuestra capacidad afectiva.

A pesar de la identificación del cristianismo y otras religiones con la


represión de la libre sexualidad, lo cierto es que en ningún pasaje de los
evangelios Jesús la condena. Únicamente, y a modo de recomendación, nos
dice que“hay eunucos que se hacen a sí mismos por amor al reino de
los cielos”. Se entiende, pues, que es una opción libre que uno puede tomar
cuando su momento evolutivo se lo pida.

Solo el sentimiento de Amor es sagrado. La sexualidad es biológicamente


natural y, por lo tanto, toda actividad sexual hecha de mutuo acuerdo y sin
perjudicar a nadie es objetivamente lícita. De hecho, la sexualidad nos
atrae por ser placentera, divertida y afectiva, además de servir como forma
de comunicación y relación entre los seres humanos.

Una conducta o relación sexual determinada puede dejarnos mejor o peor


sabor, pero no es inadecuada mientras se haya elegido libremente y no
afecte a nuestra capacidad para expresar amor.

El hecho de que haya personas con mayor libido sexual que otras, no
quiere decir que unas sean más virtuosas que otras. Es una cuestión
biológico-astrológica.

Afectivamente, todos tenemos necesidad de sentirnos acariciados pero, en


la medida en que reprimimos esa necesidad a causa de la mutua
desconfianza y las normas sociales, vamos generando bloqueos
emocionales que nos causan insatisfacción y un malestar que acaba
somatizándose tanto en enfermedades físicas como mentales.

Los bebés, en la especie humana, son más frágiles que en el resto de las
especies animales y necesitan durante mucho más tiempo del cuidado de
sus padres para desarrollarse. Mientras el ser humano era nómada, los
especiales cuidados que necesitan los niños eran proporcionados, además
de por la madre, por el clan en conjunto. Cuando el ser humano se vuelve

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sedentario, comienza a poseer tierras y bienes materiales que potencian la
noción de propiedad privada. Eso afecta a la relación entre hombres y
mujeres cambiándola radicalmente ya que, desde el prisma de la propiedad
privada, ahora la madre ya no tiene el apoyo del clan para que cuide a su
hijo y necesita a una figura paterna a su lado; igualmente, el hombre
necesita a una mujer que cuide a sus hijos y a su territorio. De esta manera,
el poder político-religioso acaba estructurando un contrato social entre
hombres y mujeres mutuamente beneficioso; contrato que tiene mucho de
práctico y poco de romántico. Desde ese momento, el hombre “se hace
cargo” de su mujer siempre y cuando ésta no le haga dudar de la paternidad
de su prole.

A causa, entre otros motivos, de que el hombre tiene como promedio tres
veces más testosterona que la mujer, éste se excita más rápidamente pero,
igualmente, su orgasmo es más corto y agotador. Desde un punto de vista
estrictamente biológico, la mujer puede ser promiscua ya que, para
alcanzar su plena satisfacción sexual, requiere de una relación sexual más
prolongada o, en su defecto, su biología está preparada para tener varias
relaciones sucesivas (a diferencia del hombre). Por ello, como el hombre
siempre ha tenido miedo de la gran capacidad sexual de la mujer,
históricamente ha preferido castrarla mentalmente (cuando no físicamente
también) mediante una educación cultural manipulada. Represión
ideológica que, finalmente, ha acabado afectando a los dos sexos, en mayor
o menor medida.

Desde que existe la humanidad, el Temor supera al Amor. El poder


político-religioso dicta normas de comportamiento para mantener a la
sociedad estructurada, incluyendo qué conductas sexuales son apropiadas y
cuales no, y cuándo lo son. Lamentablemente, no se utilizaron solo los
criterios objetivos del orden y la justicia social para establecerlas sino que
se hicieron también argumentaciones morales de orden subjetivo. De ese
modo, lo que debería haber sido una regulación de la conducta sexual a
nivel público, llegó a ser una intromisión también en la vida sexual en el
ámbito privado e íntimo.

Hasta tal punto llegó la manipulación ideológica que, esa educación moral
impuesta y subjetiva, llegó a grabarse a fuego en el inconsciente colectivo
del ser humano; creándole un conflicto malsano entre su naturaleza
biológica y su educación cultural.

No hay nada malo en el intento de establecer leyes para que exista un


orden social. No hay nada malo en el éxito ni en el dinero, pero tampoco
tienen nada de espiritual.

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La idea de que ser una mujer liberal es sinónimo de ser viciosa o prostituta
representa el triunfo de una educación castrante, surgida para controlar el
poder desestabilizador social de la sexualidad femenina desinhibida. Como
consecuencia de estos prejuicios, de una sexualidad inocente (de agua) se
pasa a una sexualidad vivida con una culpabilidad (de fuego) que pide
castigo, o con desesperación existencial que lleva a una superficialidad
insatisfactoria.

“El Placer nos da miedo” pues, según la tradición judeo-cristiana, la


sexualidad es mala. Esa creencia culpabilizadora (“la carne cruda es mala”)
nos impide liberarnos y ser íntegramente como somos.

Por lo tanto, para no bajar a la sexualidad, bloqueamos “dolorosamente” la


energía antes de que llegue allí.

Por intentar controlar y evitar el desorden social mediante


la educastración y la represión, se origina el efecto secundario de la
culpabilidad y la agresividad (del agua al fuego).

Así pues, tenemos guerras en vez de sexualidad. “El remedio es peor que la
enfermedad”.

En la sexualidad natural hay dos fases, la de excitación –equivalente a la


fase de estrés- y el orgasmo –necesario para impedir que la fase de estrés
se prolongue indefinidamente, lo que resultaría perjudicial para nuestro
sistema nervioso y la salud en general.

Cuando, por las razones que sea, teniendo deseo sexual hemos de reprimir
nuestra sexualidad natural, actuamos en contra de nuestra programación
biológica y la fase de excitación-estrés continúa activa. Si esa situación se
prolonga en el tiempo, ese perjudicial estrés se cronifica.

Una normalización de la libertad sexual, encauzando únicamente sus


manifestaciones públicas, evitaría las obsesiones y los excesos que su
represión crea.

Previamente, sería necesaria una educación en valores éticos (ternura,


comprensión, hermandad, etc.) que superara a aquellos valores morales
subjetivos que nos han aprisionado con perjudiciales prejuicios e
innecesarios sentimientos de culpabilidad.

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Los tradicionales celos (especialmente los enfermizos celos infundados)
indican afán de posesión, inseguridad respecto a nuestra valía personal y
sexual y miedo a que puedan dañar nuestra imagen exterior: el “qué dirán”.

En su lugar, sería mentalmente más sano que las parejas supieran lograr
una complicidad sexual desde la sinceridad mutua más que desde los
convencionalismos.

“Ama y haz lo que quieras, porque todo lo que hagas lo harás con
amor”. San Agustín.

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