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IX

EL PUNTO MÁS ALLÁ DEL INFINITO


Del Surrealismo al Realismo Fantástico. — El Punto Supremo. — Desconfiad de las
imágenes. — La locura de Georg Cantor. — El yogui y el matemático. — Una aspiración
fundamental del espíritu humano. — Fragmento de una novela de Jorge Luis Borges.

En los capítulos precedentes he querido dar una idea de los estudios


posibles sobre la realidad de otro estado de conciencia. En este otro estado,
si es que existe, todo hombre dominado por el demonio del conocimiento
encontraría tal vez una respuesta a la pregunta siguiente, que siempre
acaba por formularse:

«¿Es que no puede encontrarse un lugar, en mí mismo, desde el cual todo


lo que me ocurre sea explicable inmediatamente, un lugar desde el cual
todo lo que veo, sé o siento, pueda descifrarse enseguida, ya se trate del
movimiento de los astros, de la disposición de los pétalos de una flor, de los
movimientos de la civilización a que pertenezco, o de los movimientos más
secretos de mi corazón? ¿Es que esta inmensa y loca ambición de
comprender, que arrastro como a despecho de mí mismo a través de todas
las aventuras de mi vida, no puede ser, un día, enteramente y de golpe
saciada ? ¿ Es que no hay nada en el hombre, en mí mismo, un camino que
conduzca al conocimiento de todas las cosas del mundo? ¿Es que no
reposa en el fondo de mí la llave del conocimiento total?»

André Bretón, en el segundo manifiesto del Surrealismo, creyó poder


responder definitivamente a esta pregunta: «Todo induce a creer que existe
un cierto punto del espíritu, desde el cual la vida y la muerte, lo real y lo
imaginario, el pasado y el futuro, lo comunicable y lo incomunicable, lo alto y
lo bajo, dejan de ser percibidos contradictoriamente.»

Desde luego, no pretendo aportar, a mi vez, una respuesta definitiva.


Hemos querido sustituir los métodos más humildes y el aparato más pesado
de lo que llamamos, Bergier y yo, «realismo fantástico. Voy, pues, a apelar,
para estudiar esta cuestión, a varios planos del conocimiento. A la tradición
esotérica. A las matemáticas de vanguardia. Y a la literatura moderna
insólita. Realizar el estudio en planos diferentes (aquí, el plano del espíritu

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mágico, el plano de la inteligencia pura y el plano de la intuición poética),
establecer comunicaciones entre éstos, verificar por comparación las
verdades contenidas en cada estadio y hacer surgir, finalmente, una
hipótesis en que se encuentren integradas estas verdades: éste es
exactamente nuestro método. Nuestro grueso y tosco libro no es más que
un principio de defensa y de ilustración de este método.

La frase de André Bretón: «Todo induce a creer...» data de 1930. Alcanzó


un éxito extraordinario. Todavía hoy se la cita y comenta sin cesar. Y es
que, en efecto, uno de los rasgos de la actividad del espíritu contemporáneo
es el interés creciente por lo que se podría llamar: el punto de vista más allá
del infinito.

Este concepto puebla las tradiciones más antiguas, igual que las
matemáticas más modernas. Llenaba el pensamiento poético de Valéry, y
uno de los más grandes escritores vivientes, el argentino Jorge Luis Borges,
le ha consagrado su más bella y sorprendente novela,1 dando a ésta el
título significativo de El Aleph. Este nombre es el de la primera letra del
alfabeto de la lengua sagrada. En la Cabala, designa el En Soph, el lugar
del conocimiento total, el punto desde el cual el espíritu percibe de un solo
golpe la totalidad de los fenómenos, de sus causas y de su sentido. Se dice,
en numerosos textos, que esta letra tiene la forma de un hombre que
muestra el cielo y la Tierra para indicar que el mundo de abajo es el espejo
y el mapa del mundo de arriba. El punto Más Allá del Infinito es este punto
supremo del segundo manifiesto del Surrealismo, el punto Omega del padre
Teilhard de Chardin y el remate de la Gran Obra de los alquimistas.

¿Cómo decir claramente este concepto? Intentémoslo. Existe en el Universo


un punto, un lugar privilegiado, desde el cual se descubre el velo de todo el
Universo. Observamos la creación con instrumentos, telescopios,
microscopios, etc. Pero al observador le bastaría con hallarse en aquel lugar
privilegiado: en un relámpago, se le aparecería el conjunto de los hechos, el
espacio y el tiempo le serían revelados en la totalidad y la significación
última de sus aspectos.

Para hacer sentir a los alumnos de la clase de sexto lo que podía ser el
concepto de eternidad, un padre jesuíta de un célebre colegio se servía de

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la imagen siguiente: «Imaginad que la Tierra es de bronce y que una
golondrina, cada mil años, la roza con un ala. Cuando toda la Tierra se haya
desgastado de este modo, sólo entonces empezará la eternidad...» Pero la
eternidad no es sólo la infinita longitud del tiempo. Es una cosa distinta de la
duración. Hay que desconfiar de las imágenes. Sirven para transportar a un
nivel de conciencia más bajo la idea que sólo puede respirar en otra altura.
Entregan un cadáver al subsuelo. Las únicas imágenes capaces de
transportar una idea superior son las que crean en la conciencia un estado
de sorpresa, de extrañamiento, susceptible de elevar esta conciencia hasta
el nivel en que vive la idea en cuestión, en que puede ser captada en toda
su frescura y su fuerza. Los ritos mágicos y la verdadera poesía no tienen
otra finalidad. Por esto no intentaremos dar una «imagen» de este concepto
del punto Más Allá del Infinito. Preferimos remitir al lector al texto poético y
magnífico de Borges.

Borges, en su novela, utilizó los trabajos de la Cabala, de los alquimistas, y


las leyendas musulmanas. Otras leyendas, tan antiguas como la
Humanidad, evocan este Punto Supremo, este lugar Privilegiado. Pero la
época en que vivimos tiene la particularidad de que el esfuerzo de la
inteligencia pura, aplicada a una investigación ajena a toda mística y a toda
metafísica, nos ha llevado a conceptos matemáticos que nos permiten
racionalizar y comprender la idea de transfinito.

Los trabajos más importantes y más singulares se deben al genial Georg


Cantor, que moriría loco. Estos trabajos son todavía discutidos por los
matemáticos, algunos de los cuales pretenden que las ideas de Cantor son
lógicamente indefinibles. A lo cual los partidarios del transfinito replican:
«¡Nadie nos arrojará del Paraíso abierto por Cantor!» Resumiremos, a
grandes rasgos, el pensamiento de Cantor. Imaginemos, sobre estas hojas
de papel, dos puntos, A y B, distantes un centímetro uno de otro. Tracemos
el segmento de recta que une A a B. ¿ Cuántos puntos hay en este
segmento? Cantor demuestra que hay más que un número infinito. Para
llenar completamente el segmento, se necesita un número de puntos mayor
que el infinito: el número aleph.

Este número es igual a todas sus partes. Si se divide el segmento en diez


partes iguales, habrá tantos puntos en una de las partes como en todo el
segmento. Si se construye un cuadrado, partiendo del segmento, habrá

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tantos puntos en el segmento como en la superficie del cuadrado. Si se
construye un cubo, habrá tantos puntos en el segmento como en el volumen
del cubo. Si se construye, partiendo del cubo, un sólido de cuatro
dimensiones, un tessaract, habrá tantos puntos en el segmento como en el
volumen de cuatro dimensiones del tessaract. Y así sucesivamente, hasta el
infinito.

En esta matemática del transfinito, que estudia los aleph, la parte es igual al
todo. Es una perfecta locura, si adoptamos el punto de vista de la razón
clásica; sin embargo, es perfectamente demostrable. Igualmente
demostrable es el hecho de que, si se multiplica un aleph por no importa
qué número, se llega siempre al aleph. Y he aquí cómo las altas
matemáticas contemporáneas coinciden con la Tabla de Esmeralda de
Hermes Trismegisto («lo que está arriba es como lo que está abajo») y la
intuición de los poetas como William Blake (todo el Universo contenido en
un grano de arena).

No existe más que un modo de pasar más allá del aleph, y es elevarlo a la
potencia aleph (sabido es que A elevado a B significa A multiplicado por A
un número B de veces; aleph elevado a la potencia aleph es otro aleph).

Si llamamos cero al primer aleph, el segundo es aleph uno, el tercero es


aleph dos, etc. Ya hemos dicho que aleph cero es el número de puntos
contenidos en un segmento de recta o de un volumen. Se demuestra que
aleph uno es el número de todas las curvas racionales posibles contenidas
en el espacio. En cuanto a aleph dos, corresponde a un número que sería
mayor que todo lo que se puede concebir en el Universo. No existen en el
Universo objetos en número bastante para que, al contarlos, se llegue a un
aleph dos. Y los aleph se extienden hasta el infinito. El espíritu humano
logra, pues, desbordar el Universo, construir conceptos que el Universo no
podrá llenar jamás. Es un atributo tradicional de Dios, pero jamás se había
imaginado que el espíritu pudiese apoderarse de este atributo.
Probablemente fue la contemplación de los aleph más allá del dos lo que
volvió loco a Cantor.

Los matemáticos modernos, resistentes o menos sensibles al delirio


metafísico, manejan conceptos de este orden e incluso deducen de ellos

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ciertas aplicaciones. Algunas de éstas son de naturaleza tal que confunden
el sentido común. Por ejemplo, la famosa paradoja de Banach y Tarski.1

Según esta paradoja, es posible tomar una esfera de dimensiones


normales, por ejemplo, la de una manzana o de una pelota de tenis, cortarla
en rodajas y volver a juntarlas enseguida, de manera que se obtenga una
esfera más pequeña que un átomo o más grande que el Sol.

No se ha podido realizar físicamente la operación, porque el corte debe


hacerse siguiendo superficies especiales que no tienen plano tangente y
que la técnica no puede realizar eficazmente. Pero la mayoría de los
especialistas entienden que esta inconcebible operación es teóricamente
aceptable, en el sentido de que, si bien estas superficies no pertenecen al
Universo manejable, los cálculos efectuados sobre ellas se manifiestan
justos y eficaces en el Universo de la física nuclear. Los neutrones se
desplazan en las pilas según curvas que no tienen tangente.

Los trabajos de Banach y Tarski llegan a conclusiones que coinciden, de


manera alucinante, con los poderes que se atribuyen los iniciados hindúes
de la técnica Samadhi: declaran que les es posible crecer hasta alcanzar el
tamaño de la Vía Láctea o contraerse hasta la dimensión de la menor
partícula concebible. Más próximo a nosotros, Shakespeare pone en boca
de Hamlet:

«¡Oh Dios, quisiera estar encerrado todo entero en una cascara de avellana
y, sin embargo, irradiar en los espacios infinitos!»

Es posible, a nuestro entender, no impresionarnos ante la semejanza que


existe entre estos lejanos ecos del pensamiento mágico y la lógica
matemática moderna. En 1956, un antropólogo que participaba en un
coloquio de parapsicología, en Royaumont, declaró: «Los siddhis yóguicos
son extraordinarios, puesto que entre ellos figura la facultad de hacerse tan
pequeño como un átomo o tan grande como un sol entero o como un
Universo.» Entre las pretensiones extraordinarias, encontraremos hechos
positivos, que todas las presunciones nos inclinan a creer verdaderos, y
hechos como éstos, que nos parecen increíbles y más allá de toda clase de
lógica. Pero hemos de pensar que este antropólogo ignoraba tanto el grito

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de Hamlet como las formas inesperadas que acaba de adoptar la lógica
pura y más moderna: la lógica matemática.

¿Cuál puede ser la significación profunda de estas correspondencias?


Como siempre, en este libro nos limitaremos a formular hipótesis. La más
novelesca y excitante, pero la menos «integrante» sería admitir que las
técnicas Samadhi son reales, que el iniciado logra efectivamente hacerse
tan pequeño como un átomo y tan grande como un sol, y que estas técnicas
se derivan de conocimientos procedentes de antiguas civilizaciones que
habrían dominado las matemáticas del transfinito. Para nosotros, en ello
está una de las aspiraciones fundamentales del espíritu humano, que
encuentra su expresión tanto en el yoga Samadhi como en las matemáticas
de vanguardia de Banach y Tarski.

Si los matemáticos revolucionarios tienen razón, si las paradojas del


transfinito son fundadas, se abren extraordinarias perspectivas ante el
espíritu humano. Se puede concebir que existan en el espacio puntos
aleph, como el descrito en la novela de Borges. En estos dos puntos se
encuentra representado todo el continuo espacio-tiempo, y el espectáculo
se extiende desde el interior del núcleo atómico hasta la galaxia más lejana.

Todavía se puede ir más lejos: se puede imaginar que, a consecuencia de


manejos que afectarían a un tiempo a la materia, a la energía y al espíritu,
cualquier punto del espacio puede convertirse en un transfinito. Si tal
hipótesis corresponde a una realidad fisicopsicoma-temática, tenemos la
explicación de la Gran Obra de los alquimistas y del éxtasis supremo de
ciertas religiones. La idea de un punto transfinito, desde el cual sería
perceptible todo el Universo, es prodigiosamente abstracta. Pero no lo son
menos las ecuaciones fundamentales de la relatividad, de las cuales se
derivan, sin embargo, el cine hablado, la televisión y la bomba atómica. Por
lo demás, el espíritu humano hace constantes progresos hacia niveles de
abstracción cada vez más elevados. Paul Langevin hacía ya observar que el
electricista del barrio manejaba perfectamente la noción, tan abstracta y tan
delicada, de potencial, e incluso la había incorporado a su jerga; decía:
«Hay jugo.» Se puede incluso imaginar que, en un porvenir más o menos
lejano, después de dominar estas matemáticas de lo transfinito, el espíritu
humano logrará, ayudándose con ciertos instrumentos, construir alephs en
el espacio, puntos transfinitos desde los cuales lo infinitamente pequeño y lo

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infinitamente grande se le aparezcan en su totalidad y en su última verdad.
Así habría llegado a su fin la búsqueda tradicional de lo Absoluto. Es
tentador soñar que la experiencia lo ha logrado ya en parte. Hemos
evocado, en la primera parte de esta obra, la manipulación alquimista en el
curso de la cual el adepto oxida la superficie de su baño fundido de metales.
Cuando se desgarra la película de óxido, se verá aparecer sobre un fondo
opaco la imagen de nuestra galaxia con sus dos satélites, las nubes de
Magallanes. ¿Leyenda o realidad? En todo caso, se trataría de la evocación
de un primer «instrumento transfinito» estableciendo contacto con el
Universo por medios distintos de los proporcionados por los instrumentos
conocidos. Tal vez en forma parecida, los mayas, que ignoraban el
telescopio, descubrieron Urano y Neptuno. Pero no nos perdamos en lo
imaginario. Contentémonos con apuntar esta aspiración fundamental del
espíritu, desdeñada por la psicología clásica, y con anotar también, a este
respecto, los contactos entre antiguas tradiciones y una de las grandes
corrientes matemáticas que imperan en la actualidad.

Veamos ahora lo que dice la novela de Borges: El Alepb.

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