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Memorias

Memorias

A lberto L leras
Prólogo de
Gabriel García Márquez

BANCO DE LA REPÚBLICA / EL ÁNCORA EDITORES


Primera edición;
Banco de la República
El Áncora Editores
Bogotá, 1997
ISBN 958-9506-02-X

Portada:
diseño de Camila Cesarino Costa
Dustración;
fotografía de la revista Cromos
© 1997. Derechos reservados:
Marcela Lleras
Gabriel García Márquez
Banco de la República
El Áncora Editores
Bogotá, Colombia
Composición y fotomecánica; Servigraphic Ltda.
Separación de color: Elogr^ph
Impreso en los talleres de Formas e Impresos Panamericana
Impreso en Colombia
Printed in Colombia
C o n t e n id o

Prólogo 9

M i gente 23
Preá m b u lo 25
L a guerra 29
El a b u el o 48
L a f a m íl l \ y l a in f a n c m 104
Ú l t im a s p a l a b r a s 154

A d o l e sc e n c ia y ju v e n t u d 159
L a s c e r e m o n ia s d e l a p u b e r t a d 161
E x t e r n a d o e n e l r o s a r io 163
M o n s e ñ o r C a r r a s q u il l a 164
C o n t a c t o c o n l a s h u m a n id a d e s 165
C o m ie n z o a e s c r ib ir 167
I n t e r n o e n e l R o s a r io 169
A l g u n o s c o n d is c íp u l o s 171
L o s d o s s e c r e t a r io s . R o c h a y L o z a n o 174
Jo r g e Z a l a m e a 176
V is ió n d e l o s p r ó c e r e s v iv o s 179
L a CALLE 183
D e G r e if f , R e n d ó n , T e ja d a 185
E d uardo C a stillo 188
E l prim er a rtícu lo 190
L a POLÍTICA DE LA ÉPOCA 191
U n ENSAYO DE PEDAGOGÍA 195
P o lítica y perio d ism o 198
A pa rece G erm án A rcin ieg a s 199
C onocim ien to de V illegas R estrepo 200
A lliu s y A ngu la rio 202
E l E spectado r y lo s C a n o s 203
CÓMO ERA E l E spectado r 205
L as dam iselas d e a v ig n o n 208
E d u a rd o S a n to s y E l T iem po 212
E ntrevista co n C a libá n 217
E l Tiem po d e l a é p o c a 218
P a te rn a lis m o s ig lo XX 221
R a sgo social de la época 223
P edro N el O spin a y su tiem po 224
L a persona y la po lítica del d irecto r S antos 229
O tr a s g e n te s d e E l T iem po 238
CÓMO n acieron L os N uevos 241
E n sayo m ercan til 250
L a ciu da d y el m undo 253
M i prim er d iscu rso 265
PRÓLOGO

U n e sc r it o r l l a m a d o
A lberto L leras

Alberto Lleras Camargo era un gran escritor que fue dos veces
presidente de la república. Se le consideró también como el mejor
locutor del país, y tal vez lo fuera por su voz diáfana y su dicción
perfecta, pero de las muchas y grandes palabras que se le oyeron en
su vida pública, fueron muy pocas las que no escribió antes de
decirlas. Su día estelar fue el 10 de julio de 1944 cuando un grupo
de militares sediciosos se apoderó en Pasto del presidente de la
república, Alfonso López Pumarejo, en un momento en que el perio­
dismo radial estaba en pañales. Alberto Lleras, Ministro de Gobiemo,
se llevó para el Palacio de la Carrera los micrófonos de la Radio
Nacional, y mantuvo al país durante el día entero en un ambiente de
sosiego y confianza hasta que la rebelión fue derrotada. Pues bien:
todo lo que se oyó por la Radio Nacional en aquel día memorable lo
había ido leyendo Lleras ante el micrófono a medida que lo escribía,
para estar seguro de que no habría noticias que rectificar, ni promesas
vanas de qué arrepentirse. El prestigio de su voz y la credibilidad de
su palabra fueron héroes de la jornada.
Ese locutor imperturbable consagró en Colombia un estilo político
que no tuvo antecesores ni herederos. Era consciente de su poder
natural. A los dieciséis años lo habían nombrado lector en el refectorio
del colegio del Rosario, en Bogotá, por la misma razón de su voz,
fuerte y bien entrenada en recitales de poesía. Sus actos públicos se
10 Gabriel García Márquez

amenizaban con discursos elegantes que más bien parecían lecciones


de educación cívica. Así se entiende que no se destacara como orador
legislativo en un congreso nacional cuyas gracias retóricas contaban
más que la inteligencia. No intervem'a én los debates porque no se
admitían discursos escritos, pero cuidaba hasta la última coma la
redacción de sus leyes, y son piezas ejemplares. Había nacido a tiempo
para eso. De haber sido ahora, con la inclemencia de la televisión y
los congresos turbios de hogaño, tal vez se habría quedado escribiendo
otra clase de obras maestras en su casa.
Él mismo se sorprendió de su vocación temprana «surgida en mi
infancia con tenacidad y vigor, casi misteriosamente, sin que se
supiera por qué, ni a qué horas». A los trece años escribía versos. En
la escuela primaria hacía un periódico escrito de su puño y letra que
le vendía a su papá, y en el primer año de secundaria redactaba él
solo otro periódico que los del cuarto año dirigían y publicaban para
toda la escuela. De su otra vocación, en cambio, se sabe que a los
diecisiete años no lo había perturbado ningún propósito político, «ni
una remotísima ansia de poder había pasado por mi cabeza».
Los libros claves de una vida son los que se leen en la primera
juventud. Lleras les fue fiel y siguió releyéndolos mientras tuvo
aliento. Los conoció en la biblioteca de su tío paterno, Santiago
Lleras, pastor nemoroso de un millar de libros bien escogidos y
empastados en piel. No ha sido muy explícito sobre qué y cuánto
leyó de verdad, pero en la biblioteca del tío abundaba la literatura
clásica y la española del siglo XDC. Aprendió además a leer en francés
y en inglés con la ayuda de su 5 en latín y sus diccionarios ilustrados.
Cuando se inició en el periodismo profesional había contraído la
fiebre universal de los escritores y poetas malditos de Francia: Bau­
delaire, Huysmans, Villiers de L’Isle-Adam. Sin embargo, lo más
seguro es que sus lecturas fueran de queso gruyère. Es decir: apeti­
tosas pero llenas de agujeros, como las de la inmensa mayoría de los
escritores sin formación académica, autodidactas voraces que leen
no sólo por el placer sino por descubrir cómo están escritos los libros
Prólogo 11

ajenos para escribir los suyos. Con razón: no se ha inventado otra


manera de aprender a escribir.
Las calificaciones del joven Lleras en el colegio del Rosario son
relevadoras. En los dos años sacó 5 en latín y retórica, lo rajaron en
metafísica y pasó raspando con un 3 en gramática. Este chasco final
es típico de los escritores sublevados desde niños contra las camisas
de fuerza que quieren ponerles sus maestros. La verdad es que el
Alberto Lleras del bachillerato era olvidadizo de lo que no quería
saber, y casi clarividente para lo que le gustaba. De don José Manuel
Marroquín, autor de una ridicula ortografía en versos rimados que se
enseñaba de memoria y a la fuerza en las escuelas, decía que era un
viejo retrógrado y un gramático duro y despótico. De modo que la
mala nota en metafísica debió de ser una ocurrencia salomónica de
Monseñor Rafael María Carrasquilla, su rector y maestro, para de­
volverle a Alberto Lleras su libre albedrío. Monseñor le dijo: «Lo
paso en el examen de metafísica si me da la definición de tiempo de
Santo Tomás». Alberto Lleras, por fortuna, no la sabía, y la califica­
ción de 2 le cerró las puertas del colegio y le abrió de par en par las
de la vida.
Es decir: no fue bachiller porque no era urgente ni irreparable para
lo que él quería. Pues los escritores predispuestos de natura tienen
la intuición de su arte, como el oído primario de los niños músicos,
y prefieren abandonar la academia para volver quizás cuando tengan
más tiempo que perder. Alberto Lleras lo pensó, pero a una edad en
que ya «el oficio de periodista me había cogido entre sus voraces
ruedas». En efecto, había hecho sus primeras armas en La República
de Alfonso Villegas Restrepo, a los diecisiete años, y había pasado
después a El Espectador, donde ingresó a la cofradía de los grandes
del gremio. Más tarde, cuando lo aceptaron en la Facultad de Derecho
sin ser bachiller, prefirió matricularse en la redacción de El Tiempo.
Sus recuerdos de esa época dejan la impresión de que todo en él
fue prematuro. Son tantos y tan diversos que cuesta trabajo encon­
trarles lugar en el orden del tiempo. Militó en Los Nuevos, una
generación de poetas y escritores brillantes que se impuso con voz
12 Gabriel García Márquez

fuerte en la cultura nacional. Se entregó con tal entusiasmo a la


bohemia dura de aquellos años, que por poco no lo arrastró a la
perdición. Eran, sin duda, escapatorias juveniles a la estrechez colo­
nial en que vivía. «Como a todos mis contemporáneos —escribió en
sus memorias— me resultaba estrecha la ciudad, el ambiente, la
modorra provinciana de la que era, sin embargo, la capital del país».
Desesperado, se fue a Buenos Aires sin más recursos que una carta
de recomendación que le dio Laureano Gómez, y allí fue redactor de
La Nación. A su regreso se casó para siempre y tuvo tres hijas y un
hijo con Berta Puga, una de las últimas mujeres bravas que se fugaron
de los Evangelios. Esta época crucial no se lee en sus memorias como
referencias abstractas ni alardes analíticos, sino como evocaciones
magistrales de un periodista avizor que nunca supo cuándo aprendió
a escribir.
Es inolvidable su visión del ex presidente José Vicente Concha en
su paso fugaz por la calle Real de Bogotá a su regreso de una larga
estancia como embajador en Roma. Saludaba a diestra y siniestra
vestido con una especie de levita con solapas de seda brillante y un
cubilete de ocho reflejos que dejaba ver los gajos de una melena gris.
«Navegaba por la vertiente de la opinión, muy consciente de la
conmoción que producía, inclinado hacia la proa y como empeñado
en mostrarse de perfil por alguna oculta y vanidosa razón», escribió
Alberto Lleras. «Había sido presidente de Colombia y quería volver
a serlo, e iba solo por las calles, como todos los políticos importantes
de ese tiempo, y a pie. Nadie se atrevía a interrumpirlo». El escritor
Alberto Lleras parecía tener una sensibilidad exquisita para esta clase
de instantes; Hay muchos en sus memorias, que a fin de cuentas son
una espléndida galería de seres atrapados en las incertidumbres del
nuevo siglo.
No basta ser escritor sino parecerlo. Alberto Lleras era la imagen
típica de un escritor de su tiempo encamado en su propia caricatura:
las espaldas triangulares, la palidez conventual, los huesos duros, las
manos chamuscadas de fumador empedemido. Por ser periodista con
todos sus vicios, no escribía con la caligrafía romántica de los letrados
Prólogo 13

de entonces, sino en una Remington portátil de andar por ahí, y mejor


que mejor con el susto de última hora. O como dicen los periodistas:
con la angustia del cierre. Los escritores fabricados por simple vo­
luntarismo propio o ajeno, que son muchos y no siempre frustrados,
hacen su oficio con un rigor de cajeros de banco. Los escritores
naturales son devotos del azar. Escriben primero dentro de la cabeza
y después ponen lo pensado en el papel cuando ya no hay másíeonedio.
Si se logra la esquiva simetría entre los dos extremos, se genera el
estado de gracia que los bisabuelos llamaban la inspiración.
Alberto Lleras era de esos. De los que esperan hasta la última hora,
entre pretextos inventados y obstáculos inciertos, para demorar hasta
el pánico el duelo con la máquina de escribir. En el diario El Liberal,
del cual era director en 1938, estiraba la tertulia hasta la madrugada.
Pues las noches no eran para improvisaciones. La candidatura de
López Pumarejo para su segunda presidencia sufría una oposición
encarnizada de la prensa conservadora, y parte de la liberal, y Alberto
Lleras las contrarrestaba día a día desde su periódico. La radio no
tenía ni mucho menos la fuerza de opinión que tiene hoy, y no se
había inventado la televisión. Un teclazo mal pensado en la máquina
de escribir podía causar un desastre histórico. Alberto Lleras lo sabía
mejor que nadie, y esperaba con el alma en un hilo, mesándose el
bigote y con el cuerpo retorcido en la poltrona como un sarmiento
de alta tensión, hasta que saltara la chispa milagrosa que le salvara
la vida. Entonces se daba una palmada en la rodilla y decía: Bueno,
hay que trabajar. Veinte minutos después estaba escrito el editorial,
justo a tiempo para el cierre tan temido. Así son los escritores: nunca
están trabajando tanto como cuando parecen dormidos en la playa.

No es fácil creer que la carrera política de Alberto Lleras empezó


a los diecinueve años con un discurso que pronunció encaramado en
los hombros de Germán Arciniegas. Fue en 1925, en una manifesta­
ción estudiantil de respaldo al ingeniero conservador Laureano Gó­
14 Gabriel García Márquez

mez. Ministro de Obras Públicas en el gobiemo hegemónico de Pedro


Nel Ospina. Gómez estaba enfrentado a la Contraloría General de la
República, de reciente creación, porque ésta se oponía a la constmc-
ción de una vía más razonable y corta para comunicar a Bogotá con
el río Magdalena. O sea, con el mundo. Más de doscientos universi­
tarios sin distinción de partidos decidieron apoyarlo con un acto
político en la puerta de su casa. El único orador era el joven Alberto
Lleras, que había impulsado el proyecto desde la redacción de El
Tiempo. Como pesaba menos que una maleta, y Arciniegas era un
jayán de la sabana con casi dos metros de estatura, se lo subió en los
hombros. Desde esa tribuna de carne y hueso emprendió el hijo menor
de Sofía Camargo la carrera política menos convencional del siglo.
A López Pumarejo debió gustarle, porque lo propuso como orador
para una manifestación siguiente. Esta vez debía hablar desde la
oficina de Alfonso López, en dirección al balcón de enfrente donde
vivía Laureano Gómez. Abajo, la muchachada levantisca estaba a
punto de descarrilar el tranvía de muías para que no estorbara el discurso.
Alberto Lleras se presentó vestido de paño fúnebre con un discurso de
ocho cuartillas escrito en un prosa que a él mismo, según cuenta en
sus memorias, le pareció «elocuente, persuasiva y arriesgada». Llegó
tan intimidado que trató de escapar a última hora. Alfonso López,
experto en genios fugitivos, le ordenó:
—¡Pretensioso, salga al balcón!
Laureano Gómez le respondió al orador primíparo con un vocativo
consagratorio: señor doctor Lleras. Éste dice en sus memorias que
aquel fue el doctorado que no le dieron en la universidad. Nueve años
después, López Pumarejo fue elegido presidente de la república.
Alberto Lleras, fogueado en la prensa, en las tertulias de los cafés,
en sus discusiones favoritas con políticos mayores, fue nombrado
Ministro de Gobierno a los veintiocho años.
En sus memorias hay una sola frase inapelable: «La mejor parte
de mi vida, sin disputa alguna, fue la que se inició con la elección
de López Pumarejo». Es decir: se vio a sí mismo como un político.
Sin embargo, tiene otra de su tercera edad en la que definió su vida
Pròlogo 15

como la de un escritor de tiempo completo: «Más de cincuenta años


dedicados casi sin interrupción a escribir, para mí, pocas veces, para
otros, para los demás, casi siempre». Una pregunta podría ser perti­
nente: ¿será que Alberto Lleras había terminado por no hacer dife­
rencias entre sus dos oficios? Lo cierto es que en el relato de su
colaboración con López Pumarejo contó poco sobre política y go­
bierno, y casi demasiado sobre la influencia que tuvo el presidente
en su modo de escribir. «López hizo por mí —escribe Lleras— lo
que mis profesores de castellano y retórica jamás lograron: quitarles
a mis escritos, que iban a ser en el último término los suyos, el
resplandor de las imágenes, la violencia verbal, el dogmatismo lite­
rario». ¿El mundo al revés? No: el genio político de Alberto Lleras
no se puede separar de su talento de escritor. Lo que sí resulta extraño
es que no haya una frase en sus memorias, ni una sola, en la que
reconozca el oficio de la política como su pasión dominante.
No recuerdo un presidente que no reniegue después de haberlo
sido pero tampoco conozco ninguno que no quiera volver a serlo.
Alberto Lleras lo fue dos veces, casi sin tiempo de que se le notaran
los deseos, y las dos veces fue un presidente de emergencia. La
primera, en 1945, para completar el año que le faltaba a López
Pumarejo en su último mandato. La segunda, para inaugurar el Frente
Nacional, una fórmula política ideada y promovida por Alberto Lleras
para sustituir el régimen militar de Gustavo Rojas Pinilla, y moderar
en el futuro la violencia partidista, mediante la alternación de liberales
y conservadores en el poder durante dieciséis años. Laureano Gómez,
el presidente conservador derrocado por los militares, estaba deste­
rrado en el balneario catalán de Sitges, enfermo, colérico y sin espe­
ranzas, y hasta allá fue Alberto Lleras a plantearle el proyecto. Su
candidato para la presidencia era el conservador Guillermo León
Valencia. Pero Laureano Gómez, sin duda agradecido con Lleras, lo
convenció de que fuera el primer presidente de la reconciliación. Las
buenas lenguas dijeron que fue un acto de gratitud personal de Gómez.
Las malas dijeron que fue una argucia política para que la vuelta a
la normalidad constitucional fuera manejada por un conservador.
16 Gabriel García Márquez

En ambos gobiernos cumplió Alberto Lleras su destino ineludible


de componedor de entuertos, y en ambos con el desenlace incómodo
de entregar el poder al partido contrario. En ambos fue lúcido, sobrio
y distante, y conciliador de buenos modos, pero de mano dura cuando
le pareció eficaz. Lo que no se le pudo pasar siquiera por la mente
es que la perversión de su fórmula maestra del Frente Nacional sería
el origen de la despolitización, la dispersión de los partidos, la diso­
lución moral, la corrupción estatal, en medio de la rebatiña de un
botín compartido por una clase política desaforada. Es decir: el
cataclismo ético que en este año de espantos de 1997 está desbara­
tando a la nación.
También de ambas presidencias salió Alberto Lleras tan pobre
como lo fue siempre desde su nacimiento, y volvió intacto al oficio
de pobres del que siempre vivió. Poco antes de la primera había
escrito la introducción de una biografía nunca publicada del general
Tomás Cipriano de Mosquera, una página maestra que sólo podía
salir de un escritor fascinado por la genética del poder. Después de
ella fundó, escribió y casi armó con sus manos la revista Semana,
precursora en Colombia de los semanarios de noticias. De la segunda
presidencia salió a dirigir la revista Visión, donde dejó pruebas va­
liosas de su madurez y el rastro aleccionador de vigilias de lector
insaciable y siempre al día. Quién sabe si Alberto Lleras pensó alguna
vez que una cuartilla diaria es bastante para que un escritor complete
una obra tan numerosa como la de Balzac. La suya no alcanzó a tanto,
pero no es poco: más de cinco mil páginas.

Lo conocí en Ciudad de México en la primavera de 1970. Apareció


como un recuerdo de mi adolescencia bajo los árboles floridos del
Paseo de la Reforma, con el vestido azul de rayas blancas con que
solían uniformarse los hombres de poder. Al menos aquel día radiante
no llevaba sombrero para proteger del sol su cráneo bien tundido.
Nunca nos habíamos saludado, pero confié en la credibilidad de mis
Prólogo 17

retratos, y le salí al paso. Después de un apretón de su mano cargada


de una energía recóndita, me dijo:
—Camine y nos tomamos un trago.
Eran las doce del día, y el trago bien conversado a sorbos lentos
duró hasta las doce de la noche, cuando lo acompañé al aeropuerto
a tomar el avión para Bogotá. Se nos había ido la mano en todo, así
que a las diez de la mañana del día siguiente me sentía aniquilado
por el dolor de cabeza, cuando sonó el teléfono.
—^Buenos días, Gabriel —^me dijo una voz sonriente de escritor
trasnochado—. Aquí está otra vez su lagarto de ayer.
El avión no había salido la noche anterior por un error de fechas,
y él tenía que esperar otra vez hasta las doce de la noche. Me vestí
a toda prisa, nos fuimos a desayunar en la cafetería de la esquina,
después a almorzar y después a cenar, hasta que volvimos al aero­
puerto a media noche. Siento que en esas largas horas robadas a la
casualidad repusimos mucho de los muchos años que habíamos vivido
sin conversar.
Fue una buena época para conocerlo, cuando él empezaba a
liberarse del óxido del poder que le había creado una rara imagen
de monarca intratable. Hoy creo que fue un hombre mal explicado
por unos y por otros pues podía ser tantas veces distinto como lo
fueran sus interlocutores. El lo sabía, y además lo usaba, y lo
manejó de mano maestra al servicio de su autoridad. El que a mí
me tocó fue sólo un gran escritor que me encontré en la calle:
reposado y cordial, que sabía reír a tiempo, con una curiosidad
voraz y una lucidez de navaja de afeitar con el filo mellado por
un humor abrasivo. De lo único que no hablamos aquellos dos días,
por supuesto, fue de política.
Es comprensible. Los tiempos eran quizás los más espinosos del
siglo y él y yo estábamos en los lados opuestos de la trinchera. Él
era un cachaco de paso fino a los sesenta y cuatro años. Yo era un
caribe sin desbravar a los cuarenta y cinco. Él era un apóstol de la
democracia liberal. Yo llegaba hasta admitirla como alternativa a las
dictaduras militares del momento, pero pensaba y pienso que se
18 Gabriel García Márquez

justifican demasiadas injusticias y atrocidades por obra y gracia de


la legitimidad electoral. Él veía la revolución cubana como una punta
de lanza del comunismo soviético contra las Américas, y la sola
mención de Fidel Castro le causaba escozor. Yo la veía y sigo viéndola
como una barrera contra la expansión imperial de los Estados Unidos,
y me causaban escozor el presidente Richard Nixon y la mayoría de
sus antecesores después de Lincoln.
El modelo de Alberto Lleras eran los Estados Unidos, y por lo
mismo fue su partidario entusiasta. Mi ideal era y sigue siendo un
mundo ético. Por consiguiente no tenía un modelo de carne y hueso,
sino el idealismo fantasmal de Simón Bolívar. Desde mis años de
universitario inconforme me ilusionaron las prédicas igualitarias del
comunismo, y ahora sé por las memorias de Lleras que él a sus veinte
años pensaba igual. Estas discrepancias difíciles le costaron a él ser
tratado como un vasallo del imperialismo y las oligarquías nacionales.
A mí me costó ser señalado como un agente de Cuba en las guerrillas
en América Latina, y condenado en contumacia a treinta años sin
visa para los Estados Unidos. De modo que lo único civilizado era
orillar los temas políticos como bordean los aviones las tormentas
atlánticas, y conversar a gusto como escritores libres. El diálogo, con
grandes intervalos, duró hasta pocos años ante s de su muerte.

Alberto Lleras había empezado a alejarse casi en puntillas de la


política activa antes de que terminara el Frente Nacional. Se había
retirado a la población de Chía, en una casa buena para meditar sin
riesgos a 35 kilómetros del Palacio Presidencial. Despertaba tempra­
no, y mientras leía los periódicos en la cama se tomaba la primera
tacita de café de las incontables que iba a tomarse en el día. Encendía
un cigarrillo, el primero de los dos paquetes que se fumaba a diario,
sordo a las alarmas de los médicos y los silbidos de sus bronquios.
Hacía una hora de bicicleta estática, desayunaba en forma y se vestía
para escribir en el cuarto de al lado como si fuera un empleo en el
Prólogo 19

Ministerio de Hacienda. E scribía sin pausas desde las nueve y media


de la mañana hasta bien pa sado el medio día, intoxicado de cigarrillos
rubios y café cerrero, en a Remington portátil que ya no podía con
su alma, y que abandonó p ara empezar sus memorias en una máquina
electrónica que escribía susurrando como si fuera de afeitar. Pues
por eso se había retirado: «para dejar un testimonio de lo que fue mi
tiempo».
Él y su esposa cultivaban rosas en el jardín, vigilaban sus dos
vacas lecheras para que n 3 hicieran estragos en el patio, y en tardes
de buen tiempo se iba él solo en bicicleta por los senderos de euca­
liptos fragantes, con gorra de golf y pantalones de rayas coloradas,
a recoger su correo de medio mundo en la oficina postal. De día
estaba en la casa un chofer armado que los cuidaba en horas de
oficina, y un muchacho alegrón que servía para todo hasta el viernes,
y el lunes sin falta amanecía en la cárcel por escándalos de cantina.
El único susto que tuvieron fue una intoxicación por el insecticida
venenoso con que fumigaban las rosas. La única molestia de seguridad
que se le notó al ex presidente en sus cinco años de Chía fue por un
ordeñador furtivo que se metía de noche en el patio para robarse la
leche al pie de la vaca. Las tardes sosegadas las consagraba a repasar
los clásicos ya leídos en la juventud, pues también para eso había
ido: «a releer amorosamente las páginas que inflamaron mi imagina­
ción o modelaron mi estilo».
Con frecuencia almorzaban en familia, con hijos y nietos, y con
amigos muy escogidos de siempre, y siempre en domingo, confiados
tal vez en la superstición patriótica de que las noticias apocalípticas
de Colombia no suceden en fines de semana. Después de la sobremesa,
cuando pasaban a la sala para el café, el señor de Chía se sumergía
en su poltrona frotándose las palmas de las manos por el frío o por
el gozo, y daba la señal de partida para una conversación de muchas
horas con la pregunta infalible al invitado de tumo:
—¿Qué está leyendo?
Era el sueño de su vida, cumplido al cabo de setenta años, cuando
los recuerdos que perseguía para contarlos empezaron a escabu-
20 Gabriel García Márquez

llírsele de la memoria hasta dejarla en blanco. Él se adelantaba a la


prisa inclemente de los días anotando todo en papelitos sueltos
para que no se los llevara el olvido. Los escondía donde nadie
podía encontrarlos en un desorden fabuloso de papeles inútiles.
Eran tantos y tan dispersos que su hija Marcela, su secretaria oficial
y auxiliar de la vejez, ha necesitado años para encontrarlos, orde­
narlos y eternizarlos en los archivos. Y entre ellos, los borradores
de la parte segunda de estas Memorias, que apareció traspapelada
en los escondrijos menos pensados de la casa. Sólo entonces cayó
en la cuenta de que su padre no había avanzado tanto como ella
suponía, pues llegó apenas hasta el helado amanecer en que metió
su jacquet y media docena de libros en la vieja maleta de fuelle
de su tío Santiago, y se largó para Buenos Aires: «A las siete de
la mañana, sin sentir el frío a mi alrededor, ya iba yo en el pequeñito
tren de la sabana envuelta en niebla fina, que el sol todavía no
lograba vencer, hacia el mundo».
Los recuerdos fugitivos no le dieron para más. Era un borrador
escrito al correr de la máquina, no sólo sin corregir, sino tal vez ni
siquiera releído por el autor, con descuidos de forma y tropiezos de
estilo que un escritor tan meticuloso no se habría permitido jamás en
la versión final. Sin embargo, ante la disjointiva de autorizar la
intromisión de una mano ajena, la familia decidió, con razón, publicar
el borrador intacto.
De modo que se le quedaron en el corazón los años esenciales de
las dos presidencias, que tantas luces inéditas nos habrían dado sobre
los azares de su tiempo y las soledades de su poder. Es una lástima
irreparable. Sin embargo, quedamos sus sobrevivientes para recordar
por él que en ningún momento de su vida pública tuvo Alberto Lleras
un poder tan grande como el que irradiaba su imagen casi mítica
desde las brumas de su refugio final. No sólo más grande que el poder
enorme de sus momentos de mayores glorias, sino el más grande e
invisible que hubo jamás en la Colombia de su tiempo. Él lo ejerció
en silencio desde los umbrales del olvido, tal vez sin saberlo, quizás
a sabiendas, pero no con artimañas de patriarca jubilado, sino con
Prólogo 21

SUS artes mágicas de escritor, hasta el día de su muerte sigilosa y


suya, y en su cama. Pues ni en el último instante de su ser natural
rompió las leyes de la tribu, que Rainer María Rilke había planteado
de la manera más simple: «Si usted cree que puede vivir sin escribir,
no escriba».
Gabriel García Márquez
Febrero, 1997
Mi gente
Pr e á m b u l o

En principio este libro sería el primer volumen de una obra, casi


toda ella en preparación, sobre la vida de un colombiano que nació
cuando se hacían los primeros ensayos de la aviación en el mundo,
en los albores del siglo XX. Hasta este momento la he bautizado con
el nombre insignificante de Memorias. Sin embargo, en esta primera
parte el lector se dará cuenta de que hay en ella mucha materia que
nada tiene que ver con lo que yo podría haber recordado, y que se
repasa deliberadamente todo el siglo XIX para buscar personas y
antecedentes que en una u otra forma fijan y determinan mi propia
existencia, y sirven para dar aspectos y estampas de la patria y la
sociedad en que yo he vivido. O, al menos, como las veía, y aún hoy
sigo entendiéndolas. Este tomo, que, si continúo con mi presente
propósito, sería el primero de una serie de magnitud impredecible,
se Uama, por sus temas y relación conmigo, contenciosamente. Mi
gente.
Creo que alguien ha dicho que las memorias suelen ser libros que
se escriben cuando los autores comienzan a no recordar cosa alguna
de importancia. Ese puede ser mi caso. Vinculado como estuve a la
mayor parte de los hechos y los hombres decisivos de este momento
de la vida colombiana, tomé tal situación como cosa de mi buena
fortuna, y nunca, hasta ahora, cuando dejé de escribir para el público,
se me ocurrió que podría convertirme en memorialista. Al volver a
mirar sobre el pasado donde transcurrieron mi infancia, mi juventud
y aun parte de mi vejez, no veo, con relación a las personas, sino un
vasto cementerio de amigos, de maestros, de condiscípulos, de jefes
políticos, de mujeres adorables, eminentemente marcesibles, y ese
26 Memorias

paisaje desolado me sorprende como cosa irreal y su evocación casi


sin sentido. De igual manera, en una nación como Colombia, y
precisamente en la época de su vertiginosa transformación —que es
la mía—, son muy pocas las cosas que quedan en pie, o siquiera se
asemejan a las que yo conocí.
Las memorias más apasionantes no se han escrito por viejos.
Rousseau comenzó el preámbulo de Las confesiones a los cincuenta
y dos años, y todavía viviría treinta más. El suyo era un libro de
combate y penitencia, un desafío a sí mismo y a los demás. Por eso
dice desde las primeras líneas: «Voy a mostrar un hombre en toda la
verdad de la naturaleza, y ese hombre seré yo». Cree estar compro­
metido con «una empresa que jamás tuvo ejemplo y cuya ejecución
no tendrá imitadores». Y el vizconde de Chateaubriand, en Roma, a
los treinta y cinco años, en carta a Joubert, le informa de su proyecto
de escribir sus memorias y lo tranquiliza, advirtiéndole que no serán
«confesiones penosas para mis amigos». El reciente ejemplo de Rous­
seau justifica la advertencia, y la declaración del carácter bondadoso
de sus recuerdos. A los setenta y tres años todavía escribía las últimas
palabras de las Memorias de ultratumba. Había recogido en ellas los
tumultuosos hechos de la Revolución, la caída de la monarquía, la
ejecución de Luis XVI, el ascenso napoleónico, el imperio y su propia
participación en el gobierno de los últimos Borbones. Pero además,
el mmulto de sus pasiones, sus amores, sus viajes innumerables, sus
experiencias diplomáticas, sus obras literarias, que conmovieron al
mundo.
Nadie tiene, en nuestro tiempo, vidas semejantes, ni el estilo para
narrarlas, como los de estos memorialistas. Pero la referencia a esas
obras maestras es para decir que fueron escritas antes de que todos
sus contemporáneos, y las circunstancias mismas de su existencia,
hubieran desaparecido, como sí ocurre en cualquiera de estos países
americanos, al soplo devastador del desarrollo.
La vejez, decía De Gaulle, es un naufragio, naturalmente refirién­
dose a la de su colega de armas, el mariscal Petain. El memorialista,
quien quiera que sea, emprende forzosamente una tarea de salvamen­
Mi gente 27

to, tratando de rescatar los restos dispersos del siniestro. Pero en estas
móviles naciones no es mucho lo que queda y en el espacio de una
vida larga, tal vez demasiado larga, no hay en qué anclar, en la gente
o en las cosas, un ordenado recuerdo. Eso mismo ocurre, de seguro,
en otros pueblos y en otros tiempos, pero en todos ellos las autobio­
grafías se limitan y conforman dentro de ciertos ambientes físicos
que el narrador ha conocido y que aún permanecen. Sin embargo, en
mi caso nada queda en pie de lo contemporáneo de las primeras
épocas de mi vida, mi infancia, mi primera juventud. En más de una
ocasión haré referencia a una casa de las muchas que habité, sobre
la cual hoy pasa una avenida de varias vías, a un jardinillo eliminado
por otra, o a muchos hitos físicos que no existen por parte alguna. Y
así, también, con las relaciones entre la ciudad y el campo, entre las
gentes de una y otra clase. Soy, por ese aspecto, un sobreviviente, y
apenas el testigo de un modo de vivir que me correspondió ayudar a
destruir, pero cuyas últimas voces y actitudes alcancé a recoger. Me
ha parecido que ese testimonio no sobra y puede dejarse en este libro,
sin ningún propósito, ni tendencia dialéctica de ninguna clase.
Al precisar los recuerdos, y ante el desierto que es el iimiediato
pasado, se debe, sin duda, que aparezcan en estas seudomemorias
cosas que en apariencia nada tienen que ver con el trayecto de una
vida humana, fijada precisamente entre dos fechas. Como son las
guerras, en que no combatí, obviamente, o el general Camargo, o mi
formidable abuelo, figuras y cosas evocadas como explicaciones de
desmesurada extensión, sobre cómo se formó mi vida. Son esas
estantiguas como los caminos bifurcados, a la salida de la casa del
narrador del tiempo perdido, en el pueblecito de Combray. Ambas
vías, de haber existido alguna vez en mi vida, estarían perfectamente
borradas por el tropel de pisadas anónimas y serían hoy irreconoci­
bles, aun con un trabajo infernal de recordación. En cambio, las gentes
muertas están claras, con sus ojos apagados y distantes, pero con una
imperecedera firmeza de líneas. Están aquí, en este libro, como
demarcación arcifinia y accesoria de un paisaje desbaratado por la
hervorosa corriente del país en formación, en una de las épocas más
28 Memorias

vertiginosas de nuestra historia. El lector, pues, perdonará estas in­


congruencias, que no son cosa grave en un escrito que no pretende
hacer tarea histórica, o académica, o didáctica, sino obra ligera,
acomodada a los años de un viejo apresurado, que no encuentra cómo
dejar su testimonio.
Mi gente, título en apariencia apenas pretensioso, como si se tratara
de la monografía sobre una estirpe noble y privilegiada, es sólo un
término exacto para referirse al tránsito secular de dos familias de­
mocráticas y sencillas, de las cuales se desprende mi vida. Si algo
prueba este relato, reconstruido de las publicaciones de su tiempo,
es la limpidez de sus intenciones, de una a otra generación, y la
honestidad con que ejercieron su oficio de maestros, militares o
políticos.
Publico este libro y ojalá publique los siguientes, sin temor y sin
ambición. Ya a mi edad no se le teme a nadie, cuando no se le teme
a la muerte. Y en cuanto a las ambiciones, la naturaleza sabiamente
las marchita cuando ya no pueden satisfacerse.
LA GUERRA

Non e questa la patria ’n ch’io me fido madre


benigna e pia
chi copre l ’uno et l ’altro mio parente?
P etrarca

Entre los fantasmas de mi niñez ocupa un puesto eminente la


guerra. Cuando yo nací ya se había extinguido la de los Mil Días.
Pero sobrevivía su rescoldo, sobre un territorio devastado, y, desde
luego, estaba ardiente el rencor de los vencidos. En mi casa éramos
de los vencidos. Las tropas, los agentes de la policía, el clero, los
alcaldes, los maestros y recaudadores, todos los funcionarios, eran
los que habían ganado la guerra.
En las heladas noches de Boyerito y Hato Grande, haciendas
sabaneras que mi padre trabajaba, en alquiler, había por lo menos
dos veces al mes, una dedicada a la guerra. Era cuando mi padre
recalzaba cápsulas sobre la amplia mesa de nogal del comedor, para
tirar a la madrugada siguiente a las palomas y a los patos. Parece que
ese era su único momento bélico. Sacaba de su funda de gamuza la
escopeta española, calibre doce, de dos cañones, para brillar el pavón
y limpiarla, a la luz de la lámpara de petróleo, con afectuoso cuidado
y, los que me parecían a mí, oscuros pensamientos. Mi padre era, sin
embargo, pero yo no lo sabía, hombre de paz. Era, ante todo, un
campesino. El campo fue precisamente el homo natural de la guerra
civil, y en sus soledades se ejercitaban los únicos que podían hacerla,
a pie, o en muía, por caminos deshechos, a salto de mata por los
páramos, o abriendo trocha por entre la selva húmeda y caliente. Así,
30 Memorias

lo que yo iba sabiendo en estas sesiones de víspera de cacería —tem­


bloroso por el frío y la emoción, arrodillado sobre un butacón de
cuero, los ojos fijos en las manos morenas y recias de mi padre, que
trasegaban la pólvora al cartucho y lo retacaban con tejos de cartón—
era, más bien, decepcionante, en cuanto a su activa participación en
la lucha. Parecía ser que la última guerra «lo había cogido», como
las tormentas a los viajeros, en La Alianza, finca de caña y trapiche,
en La Vega, a unos ochenta kilómetros de Bogotá. En la vecindad
vivían, soberbios y liberales, los Culebros de la Cuadra, y a poco
comenzaron a husmear sobre esa agrupación, presumiblemente hostil
al gobierno, los agentes secretos y los descarados del jefe de la policía
regeneradora, después gobernador de Cundinamarca, Aristides Fer­
nández. Un día, de acuerdo con las consignas y decretos del gobierno,
cayó sobre los liberales de la región el empréstito forzoso, y al otro
se llevaron las muías, los bueyes de yunta, las vacas. Mi padre había
escondido una en el granero para alimentar a su primer hijo, Felipe,
de cuarenta días de nacido. Pero otro día se llevaron también a mi
padre, a cintarazos, entre jinetes, él a pie, por el camino que subía,
como angosta y tortuosa escalerilla de piedras, hasta perderse en la
niebla del páramo. Ayudada por los Culebros, mi madre, montando
un borriquillo, con el hijo en brazos, abandonó la finca y subió,
penosamente, a Facatativá. Desde mi niñez, cuandoquiera que veía
una estampa de la huida a Egipto —la madre sobre el asno, el niño—,
alumbraba en mi memoria la guerra civil y se entrelazaban, sin
ninguna humildad, sus padecimientos con los de la familia de Dios.
Mi padre fue encerrado, con centenares de presos políticos, en la
fortaleza de piedra y ladrillo, cerca de la iglesia de San Diego,
coronada por torrecillas que le daban un falso aire feudal, llamada
El Panóptico,! porque se había construido bajo la inspiración de
la técnica carcelaria de la época, alrededor de rotondas superpues­
tas de donde arrancaban las alas de la fábrica, con los rastrillos de
los presos, siempre visibles para los guardianes apostados en los
1. Hoy es el Museo Nacional.
Mi gente 31

ominosos círculos. En El Panóptico encontró mi padre a los jefes


militares y civiles de la revuelta armada, a quienes admiraba por sus
hazañas en ésta y otras guerras. Allí se topó a su hermano Santiago,
periodista atrevido que estaba siempre dispuesto a encabezar las listas
de detenidos. Mi padre, pues, no pudo combatir como yo hubiera
querido oírlo narrar, años después, a campo traviesa en los montes,
liándose a tiros con las tropas del gobiemo, pero, al menos, había
sufrido persecuciones y cárcel. Y así, mientras del blanco cuemo
pulido caía sobre el cartucho la negra pólvora, que olía a batallas y
a gloria, yo debía consolarme, de seguro, pensando que sólo por haber
estado entre rejas no se le podía llamar, como a otras gentes de mi
familia, coronel, general, sino simple y civilmente don Felipe.
Era mi padre hombre sencillo y silencioso los más de los días, y tal
vez por no tenerlas o no querer contar muchas experiencias personales,
prefería referirse a las acciones más brillantes de otros Lleras y, sin
discriminar entre su familia y la de mi madre, a las de algunos Camargos.
La guerra en ambas ramas de mi familia fue, en efecto, ocupación
contingente y común, a la cual los varones tenían que apecharse,
especie de impuesto bárbaro a los lentísimos progresos individuales
con que se iba dominando, muy poco a poco, la general pobreza de
la nación. No parecía conocerse, dada la intransigencia de los tiempos
y el fanatismo de la política, un recurso mejor para que prevalecieran
unas ideas sobre otras, unos hombres sobre otros. Los militares de
la Independencia que llegaron antes de los treinta años al más alto
grado en el escalafón y al goce altanero de autoridad ilimitada,
buscaron la decisión de toda controversia en los campos de bataUa,
porque allí era donde se sentían más fuertes. Odiaban y despreciaban
a los abogados reinosos, a los parlamentarios discutidores, a los
filósofos de levita. Desde los días de la batalla de El Santuario^
—primer golpe militar victorioso—, echarse al campo, irse al monte.

2. Librada el 27 de agosto de 1830 entre las fuerzas insurrectas del coronel


Florencio Jiménez y las del gobiemo de don Joaquín Mosquera, que dio por resultado
la imposición de la dictadura del general Urdaneta.
32 Memorias

fue la predilecta determinación de los espadones gloriosos, y también


la de los civiles para arreglar las causas políticas, o cuando desde el
poder se les denegaba justicia. Las prisiones, los fusilamientos y las
guerrillas eran episodios corrientes de la vida pública.
Pero, ¿cómo y dónde se incubaban estas guerras? Algunas veces
se logra precisar, con exactitud, el origen de la orden. En la mayor
parte de los casos el levantamiento es espontáneo, confuso y simul­
táneo en la nación. Claro que siempre se requería tener, detrás de la
insurrección, un jefe militar prestigioso, y éste, al lanzarse a la acción,
debía contar con treinta o cuarenta amigos, jefes menores, que no
vacilaran en responder a su llamado. A su vez, éstos tendrían cone­
xiones en las provincias, amigos en los pueblos y capitanes resueltos
en las minas, las haciendas, hatos, plantaciones de café, de caña, de
tabaco, de añil, de quina. Eran los terratenientes, y grande su influen­
cia y su mando sobre los campesinos de pie al suelo, macheteros
naturales para quienes la guerra, aun dura y letal, resultaba un ejer­
cicio alegre que, con sus tiros y sus gritos, sus asaltos y atropellos a
la propiedad y la mujer del prójimo, rompía la sórdida rutina del
trabajo, desde el alba a la noche, del mezquino salario, de las comidas
sin sabor, las tediosas borracheras en la venta y los menudos hechos
de violencia, crueldad y celos. Porque al campesino aislado en su
rancho, más que al habitante de la aldea, se lo devoraban la soledad,
el silencio, la oscuridad nocturna, el impenetrable rostro de la mujer,
el ladrido de los perros, el llanto de las criaturas.
Es menos fácil saber por qué iban a la guerra los caudillos. Por el
poder, de seguro. No siempre para ellos ni para su beneficio econó­
mico, casi nunca compensatorio de lo que se destruía en unos pocos
meses de beligerancia. En el primer envión desaparecían los trans­
portes del país, montañoso y áspero, con las muías, que se ofrecían
como contribución a la causa, o que el enemigo expropiaba. Y sin
muías, el comercio se paralizaba, las incipientes industrias se extin­
guían, las haciendas se agostaban.
En cuanto al enemigo, sí parecía estar definido desde la eternidad,
entre las dos vertientes de opinión bajo cuyas tiendas andrajosas se
Mi gente 33

cobijaban tres o cuatro millones de colombianos, como dos tribus


feroces, recelosas y bravias, siempre listas para el asalto.
No parece cierto que quienes promovían la guerra, la decretaban
o la libraban, lo hicieran solamente por defender sus intereses eco­
nómicos o los de su clase, o por quedarse con el botín de la victoria,
anejo al gobierno. Había, claro está, los aprovechadores del conflicto,
los abastecedores de fusiles, barcos, municiones, víveres y caballe­
rías, como los había, también, en la paz. Pero quienes tenían el poder
y la reputación heroica bastantes para desatar el Armagedón, casi
siempre miraban con repugnancia la decisión última. Comenzaba,
entonces, a subir de la provincia el reclamo de los guerrilleros im­
pacientes, y la atroz sospecha de que los jefes tenían miedo, o se
habían ablandado en sus tratos con el adversario, o no querían com­
prometer sus bienes. Bogotá era el blanco de los sarcasmos de la
gente campesina, ansiosa de tirar los dados de hierro y resuelta a
jugarse el pellejo, que los lanudos de la capital estarían preservando
más allá del límite natural de la paciencia y el honor. En la última
guerra civil la oligarquía liberal se negaba a ordenarla, comenzando
por los viejos generales como Sergio Camargo, Vargas Santos, Santos
Acosta, Siervo Sarmiento. El propio Benjamín Herrera, desde Pam­
plona, trató de impedirla.^ Había, empero, una nueva generación de
jóvenes veteranos del 76, combatientes subalternos de Los Chancos,
La Donjuana y Garrapata, de los desastres del 85, de la vertiginosa
derrota del 95, que querían probar suerte y hacer historia por el camino
más turbulento, pero el más conocido. Y contaban —es lo cierto—
con un partido impaciente, que los estimulaba y los seguía.

3. El médico Paulo E. Villar, quien en definitiva desató la revolución, le escribió


a Herrera; «Crea también que los señores de Bogotá no quieren ni han querido nunca
la guerra; acosados ahora buscan lo de la prórroga como último refugio para ganar
tiempo y maniobrar con seguridad en contra de ella. Si yo siguiera siendo el árbitro
de esto no concedería la prórroga, pero sé que al concederla ya no soy yo, sino los
de Bogotá los que deciden, y esos señores no deciden nunca». Im Guerra de los
Tres Años, José María Vesga y Avila, 1914.
34 Memorias

Porque la guerra era, en cierta forma, una gran diversión, una


fiesta, el sublime deporte del pueblo, secularmente aburrido de vivir
entre la pobreza y el pecado. Súbitamente, cada diez años, más o
menos, llegaba el día de la gran huelga, y patrones y trabajadores
entraban a la zarabanda, en respetuosa fraternidad, bajo una nueva
disciplina, más alta y viril. La misma gris cúpula de plomo que parecía
haberse foqado a campanazos desde las iglesias, cuyas espadañas
lanzaban sobre los parroquianos órdenes, oraciones, amenazas, im­
precaciones, parecía desgarrarse cuando curas y frailes comenzaban
a predicar la movilización y el odio, extendiendo general amnistía
para los beligerantes que, por curioso rebote, cubría a sus pecadores
adversarios. A galope, cuando había caballos y muías, al trotecillo
indio, cuando faltaban, por los caminitos innumerables trazados por
el pie de los indígenas, los alzados iban tanteando la adhesión o la
repulsa de los taciturnos paisanos, tardos en decidirse, hasta que les
arrojaban a la cara los vítores al partido, en provocadora interjección.
A veces, ahí mismo ocurría la primera escaramuza. Y cuando ya
había un muerto atravesado en la vereda, o extendido en la mitad de
la plaza de una aldea, la guerra no podía devolverse, sin caer en las
garras de los jueces. Entre aguardiente y mozas de partido, entre
música de tiple y disparos, entre bendiciones y blasfemias, poco a
poco se iba prendiendo la fiesta general, y quedaban los arados
anclados en los barbechos, se apagaban los fogones, el pasto crecía
entre los surcos, los carros dejaban de gemir en los caminos abando­
nados. Y esto, una vez, y otra, de década en década, de Constitución
en Constitución, de alharaca en alharaca, mientras simbólicamente
se iban disolviendo la Gran Colombia, la Nueva Granada, la Confe­
deración Granadina, los Estados Unidos de Colombia, la República.
Y hasta que el propio territorio comenzó a desgajarse, como podrido,
y sin consistencia.
Era la guerra también, entre su maraña de males, la cosa más
auténticamente nacional, y no restringidamente provinciana, como
lo demás de su tiempo. Lo único que lograba vencer los obstáculos
que mantenían erguidas fronteras entre los Estados, las provincias y
Mi gente 35

las ciudades era su formidable y hediondo aliento, que traspasaba las


montañas inaccesibles, los ríos desbordados, los caminos de greda y
de lodo, las trochas cegadas por los bejucos, los pantanos, las nieblas,
el calor, el frío, la calígine, las pestes, el paludismo, la fiebre amarilla,
las heridas gangrenadas, la muerte misma. La guerra era el correo
popular, y en muchos casos, el único. Los pueblos que se acostaban
a la oración, sin lámparas ni velas, sólo por la guerra sabían, al fin,
las grandes noticias, mezcladas con el suspenso y la picardía del
chisme. Que los enemigos de Dios andaban escupiendo Cristos y
hablando mal de la Virgen; que Mosquera iba a fusilar a los Ospinas
y al Arzobispo; que Núñez traicionaba a los liberales; que el general
Mateus combatía a sus copartidarios porque se había enamorado de
una sobrina de Soledad Román; que Uribe se había escapado a Tona,
en medio de la batalla de Bucaramanga, o que su herida de Peralonso
era infligida por él mismo; que Herrera le había arrancado de un
mordisco la oreja a uno de sus capitanes.
Se calumniaba a los jefes militares, de preferencia, porque eran
los más conocidos, del mismo modo que se les tributaba fervoroso
y excluyente afecto. Y así, a tropezones, oscurecida por las leyendas
y las mentiras de los soldados trashumantes, canjeada en las fondas
de los caminos, la historia se iba conformando y la unidad nacional
se tejía, burda y tosca. Reventaba como un cohete la alegría del
poblachón que desde su cumbre, con río de por medio, venía vigilando
la hostil aldea vecina, cuando entraban las tropas con pañuelos de
rabo-de-gallo al cuello, gritando en la esquina de la plaza un largo,
desafiante y agudísimo viva al partido. Y luego venía la fiesta alre­
dedor de la ternera asada en trípode rústico, que esparcía el aroma
penetrante de la grasa quemada hacia las narices ansiosas de los
guerreros hambrientos. Se iba unificando el pueblo colombiano, con­
junto arisco de tribus montañesas aisladas, con el largo padecer y los
cortísimos júbilos, en la propia conversación del campamento o en
los tratos con los civiles, cuando se referían aventuras inverosímiles,
unas veces con el mismo acento, otras cantadas con tonada pastusa,
o silbando las eses a la antioqueña, o reemplazándolas, a la costeña.
36 Memorias

por jotas de Extremadura. Desde luego, el país se partía, cada vez


más hondo, en dos, a todo lo largo del territorio, y en dos partes que
se necesitaban para subsistir, porque su pugna era la razón misma de
que existieran. Algo común y nacional, lo primero de ese género que
después del rey y del Libertador se oía en toda la nación.
Pero el otro aspecto de la guerra —la imposición de su violencia
a los humildes, el flagelo para los pobres—, no era menos evidente.
Camacho Roldán, hombre de paz, lo describe así en sus memorias:
El reclutamiento se hace sacando repentinamente partidas armadas
que, en las calles y plazas de las poblaciones, en los días de más
concurso toman a cuantos hombres encuentran y los arrastran con
violencia a los cuarteles. Este procedimiento se extiende luego a los
campos, primero en los caminos públicos, después en las hosterías y
lugares de expendio de bebidas fermentadas, más tarde en las chozas
mismas y en los bosques, en donde los infelices son cazados como
fieras a veces con el empleo de perros, y en otras con el de disparos
de pistola y de fusil a los fugitivos. El terror se difunde entonces por
las poblaciones y los campos: los negocios se suspenden, cesan los
trabajos agrícolas, se cierran los talleres y la angustia penetra en el
corazón de las esposas y de las madres. Para este oficio se emplea a
los caracteres más duros y altaneros, auxiliados por los más cobardes
y viles que compran su propia seguridad con la delación de sus amigos
y compañeros...
Y el general Pedro Alcántara Herrán, quien fue soldado profesional
a órdenes del rey español contra los patriotas, y luego desertor y
convencido colombiano y neogranadino, hasta llegar a la presidencia,
en carta a don Bartolomé Calvo describe las diferencias entre el tipo
de guerra de la región ecuatorial y el de otras del mundo así:
Todo lo contrario pasa entre nosotros: los hombres que han de
componer la masa de los ejércitos no son enganchados, convocados
o notificados para que se alisten, sino cazados como venados; lo que
se les suministra es apenas ración para vivir, mal vestido para cubrir
Mi gente 37

sus carnes y escaso abrigo; en sus enfermedades jamás son bien


asistidos, algunas veces son abandonados enteramente, y la única
esperanza que llevan a la guerra es la de aprovechar la primera opor­
tunidad para recuperar la libertad por medio de la deserción; no se
pueden contratar empréstitos en condiciones equitativas porque las
garantías que están al alcance de los beligerantes no ofrecen confianza
a los prestamistas; las cosas que se necesitan para la guerra se toman
donde se encuentran, los hombres que no hacen parte de la fuerza
armada y los pueblos inofensivos corren los mismos peligros que los
combatientes y muchas veces mayores; los beligerantes ensanchan
cuanto pueden el derecho que en su concepto adquieren por la fuerza,
hasta obrar discrecionalmente; no hay derechos ni garantías que no
sean violados y por todas partes se extiende el terror, el desorden y
la desmoralización. Las pocas excepciones que pueden presentarse no
destruyen la regla general de lo que sucede, y bien puede asegurarse
que los hispanoamericanos nos servimos de las armas que nos
proporciona la civiüzación para guerrear como salvajes."^
En este ambiente feudal tampoco se podía hacer política, sin guerra.
Nunca fue el estratega prusiano más exacto que para este trozo
violento del siglo XIX colombiano. En realidad sólo la guerra creaba
prestigio nacional y, de consiguiente, oportunidades para las eleccio­
nes al congreso, a la presidencia, o los nombramientos para el mi­
nisterio y la diplomacia. De la montonera se salía al senado, con un
poco de suerte y arrojo. Lo que sí parecía imperdonable era el miedo.
También se despreciaban las virtudes menores de la frugalidad, la
castidad, la piedad, la sobriedad, impropias de guerreros. Es probable
que hasta el fm de la centuria, que en realidad sólo concluyó en 1910,
las estructuras mismas de esa sociedad paupérrima fueran la causa
de la guerra. Pero lo cierto es que muy pocos sabían hacerla a derechas.
Todos la aprendían haciéndola. Los yerros tácticos que costaban
derrotas y muertes no se cobraban a los jefes, pero un solo gesto de

4. Vida del General Herrán—Carta a Bartolomé Calvo del 31 de marzo de


1861. Posada e Ibáñez.
38 Memorias

indecisión o de pavidez arruinaba, para siempre, una reputación. Los


hombres se hacían soldados por accidente, rara vez por oficio. El
Tuso Gutiérrez, que ascendió a la presidencia sobre la fama de sus
cargas de caballería, entró al ejército reclutado, como castigo a una
broma de estudiantes. Y Rafael Reyes, tal vez uno de los mejores
estrategas en la guerra del 95, que condujo solitario y veloz por toda
la república y resolvió en tres meses, en favor del gobierno, se había
tomado general en el 85, cuando, casi al azar, fue escogido para llevar
un mensaje a Payán, que comandaba tropas en el sur, porque el
comandante en Cali lo juzgó discreto, eficaz y persuasivo cuando lo
vio pasar, empujoso y seguro, hacia su tienda de comerciante.^
Haber estado en una guerra era el escalafón para la siguiente, y el
alistamiento de los oficiales se hacía por razones políticas, no por
vocación de cuartel. Los movimientos militares, naturalmente, care­
cían de plan, de estrategia, y fallaban lamentablemente en la táctica
de los combates.
Había, tal vez, dos reglas generales: era bueno controlar el río
Magdalena, por donde pasaban las mercancías al interior, y, de con­
siguiente, las armas y municiones al gobiemo. Era, también, pmdente,
cuando se entraba en revolución, salir del interior hacia las fronteras,
para buscar apoyo de los gobiemos, presuntamente amistosos, de
Ecuador y Venezuela. La revolución más directa, la única vencedora,
fue la de Mosquera en 1860, porque el viejo, ese sí militar, salió de
Popayán hacia Bogotá, y entre escaramuzas afortunadas y tratados
que llamaba esponsiones, cuando se encontraba con enemigos difí­
ciles, se aproximó a la capital con sus negros cancanos, le puso sitio
y la tomó por asalto. Pero ni él, ni ningún otro jefe, se preocupaban
por la logística. La guerra se alimentaba a sí misma, arrasaba todo,
devoraba lo que hallaba a su paso, ayunaba si la región era árida,
banqueteaba si era próspera, y nunca se sabía lo que iba a pasar a la
mañana siguiente. Era un gigantesco juego de suerte y azar en donde
terminaba, o comenzaba, y estaba siempre presente, la política.
5. La Guerra del 85—Julio H. Palacio, Bogotá, 1936.
Mi gente 39

Sin duda la figura militar más notable de mi familia fue Sergio


Camargo. Su biografía es típica de su tiempo, y muy semejante a la
de otros generales, y, en particular, a los de la constelación boyacense
de Acosta, Gutiérrez y los Sarmientos, Pedro José y Siervo. Por lo
que he oído contar y he leído sobre sus hechos, su valor era ilimitado,
pero prácticamente se enloquecía al aproximarse la batalla. Debió de
ser como su primo, mi abuelo, don Agustín Camargo, y como mis
.Los: pequeño, fuerte, mercurial y orgulloso. En fotografía tomada en
Europa, cuando representaba al gobiemo radical en Francia, Inglate­
rra y ante la Santa Sede, aparece con uniforme diplomático, el pecho
extenso cubierto de barroco ramaje dorado, las charreteras brillantes
y enormes sobre los hombros bajos, la cabeza bien asentada sobre el
cuello vigoroso. Las facciones son finas y bien distribuidas en la
ancha faz, pero debajo del espeso bigote se tuerce la boca hacia abajo,
en gesto desdeñoso, que confirman los ojos con pliegue de cautela.
Fue bautizado en un pueblecito del valle de Sogamoso, Iza, pero no
era aldeano, sino más bien señor campesino, y como todos los de la
región colindante con la llanura oriental, jinete excelente. De los
relatos sobre sus episodios militares se desprende que tenía tempe­
ramento volátil y explosivo. Y hondo y tozudo orgullo, que influía
hasta en el arrogante paso y en el modo de tomar la espada, las
riendas, los guantes, o el látigo. En el carácter de mi madre y de mis
tíos había relampagueantes similitudes con el que se describe de
Camargo.
Figura ya en la guerra contra Meló, en 1854, y como organizador
del célebre Escuadrón Calavera de húsares improvisados, en 1860,
pero aparece como notable general entre el humo y las detonaciones
de una de las más sangrientas batallas; Garrapata, en 1876. Fue esta
guerra religiosa, y Camargo, cristiano viejo, estaba, sin embargo, de
parte del Diablo y del gobiemo. Sus cargas en la yerma planicie,
atravesando el río Guamo para estrellarse contra las cuidadosas for­
tificaciones del cerro de Lumbí, son tan insensatas como legendarias.
Dos veces le matan el caballo y enfurecido toma otro y prosigue a
saltos contra las trincheras donde se agazapaban los antioqueños de
40 Memorias

Marceliano Vélez, con su ¡Detente! colgado al pecho, mascullando


rezos y echando bala. Los oficiales y los soldados caen a su lado,
envueltos en esa orgía de valor, y a nadie se le ocurre que la tarea
es fantástica, casi imposible. El propio general enemigo que ve una
y otra vez al frente de las fortificaciones al diabólico centauro, acaba
por proponer una tregua. Y se retira horrorizado de ese campo en
que por dos días se han ido amontonando los cadáveres, al sol, en
espantable fetidez. Allí mismo un sobrino de Camargo, Carlos, her­
mano de mi madre, apenas un adolescente, sigue detrás de otro joven
oficial, arrogante, moreno, de ojos negros de abencerraje, Zenón
Figueredo, que salta sobre las trincheras y cae prisionero, atrapado
en el pabellón blanco y azul de la Virgen. Pero Carlos Camargo
dispara hasta su último cartucho, y, ya inerme, sigue gritando impro­
perios contra los godos, hasta que le despedazan el rostro de niño a
tiros, y se dobla sobre los enemigos.
Pasada la horrenda masacre, Camargo recibe el encargo de perse­
guir al ejército del norte, que ya no es sino una precaria aglomeración
de las guerrillas que combatieron cerca de Bogotá, y remata la revuelta
religionera en La Donjuana, cerca de Cúcuta, en batalla decisiva. Su
fama de valiente y afortunado vuela ya por todo el país, pero Camargo
le toma aversión callada e inextinguible a la guerra. Después de todo
no es soldado profesional, sino en su juventud, discípulo de los
jesuitas de San Bartolomé, graduado en jurisprudencia, juez y ma­
gistrado, y la primera vez que toma las armas lo hace para combatir
el acto faccioso de Meló, en el fondo como la protesta del abogado
contra la fuerza. Cuando en 1876, al término de la guerra, asume la
presidencia provisional de los Estados Unidos de Colombia, por unos
meses, para reemplazar al presidente Parra, no habla sino de paz, de
reconciliación con los adversarios y de amnistía, que obtiene del
Congreso y concede con generosa mano. Fue precisamente a él a
quien se refería el epigramista Carrasquilla en la célebre cuarteta:
En Colombia, que es la tierra
de las cosas singulares.
Mi gente 41

dan la paz los militares


y los civiles dan la guerra.
Años de diplomacia en Inglaterra, Francia, España, la Santa Sede,
Venezuela, van conformando ante sus compatriotas una figura atrac­
tiva: la del impetuoso combatiente y el hombre de la concordia,
arrojado en las batallas, cauteloso y sobrio en el gobiemo, y, de otra
parte, la antítesis humana de quien se yergue ya en el panorama
político del liberalismo como el ominoso reformador: Nlíflez.
Núñez, herido por el radicalismo intransigente con la derrota de
su candidatura en 1875, busca, por sus siempre tortuosas vías, la gran
transformación que buena parte de los jefes radicales conceden como
necesaria y, al mismo tiempo, remisa y deliciosa venganza. Concuer-
dan, en efecto, con Núñez algunos grandes del radicalismo en cuanto
quieren sustituir el sistema federal por un régimen más centralista,
presidencial y fuerte, proteger la industrialización y recrear el Estado,
que se ha ido disolviendo entre las manos del romanticismo radical.
Como los candidatos presidenciales surgen de las batallas, y las de
Tmjillo, a pesar del desgano del gobiemo civil para con él, han sido
más importantes, Camargo entiende que no le ha llegado todavía su
tiempo. Y no le llegará ya nunca, porque es el tiempo de Núñez.
El poder era, en; los días del radicalismo, cosa eminentemente
fugaz. Sergio Camargo fue enviado a Europa como ministro, por el
presidente Tmjillo, su émulo militar, y cuando Núñez llega a la
presidencia antes de dos años, le pide al plenipotenciario que vaya
al Vaticano a proseguir las exploraciones que ha adelantado Quijano
Wallis, como ministro ante el Quirinal, sobre posible renovación de
relaciones entre el Papa y la república laica y confiscadora. Ya desde
octubre de 1879, Núñez ha pretendido, en carta a Quijano, que se
estudie en la negociación su situación doméstica para evitar la des­
armonía entre el acuerdo y sus actos privados. Y agrega:
Desde luego qué si fuere practicable la intervención discreta de la
Santa Sede para dar a mi estado doméstico forma exterior, yo me
42 Memorias

complacería muy de veras, pero comprendo cuántas dificultades se


opondrán a ese desenlace.
Quijano dice que contestó a Núñez que «en ningún caso creía yo
que debía involucrarse un asunto puramente doméstico y de interés
personal y privado con los arreglos de interés nacional que yo ges­
tionaba ante el Vaticano». Quijano se daba cuenta de que la Santa
Sede «nunca aceptaría como condición para hacer un arreglo con
Colombia la disolución de un matrimonio sin causa canónica justifi­
cada». Si Quijano no aceptaba el encargo era inútil esperar que
Camargo lo hiciera. Pero se le confirió la misión de concluir las
negociaciones iniciadas, que Roma deseaba continuar. Y así, el ge­
neral vencedor de Garrapata y La Donjuana contra los regimientos
católicos de Antioquia y los guerrilleros de Guasca y Soacha, se
inclinó profundamente ante León XIII, besó su anillo e inició una
conversación en la que mezcló algo de latín, aprendido a los jesuítas.
En poco tiempo se formalizó un modus vivendi que permitiría resta­
blecer las relaciones de la Santa Sede con los Estados Unidos de
Colombia y Camargo puede escribir a Bogotá: «Hice la paz con Su
Santidad». Pero Núñez combate, línea a línea, el convenio. Camargo,
enardecido por la crítica presidencial a un documento que el público
ignora, lo publica por hoja suelta y lo compara con las instrucciones
recibidas. No habrá, por ahora, modus vivendi. Núñez lo hace impo­
sible, y Camargo acaba por comprender que el presidente se reserva
esa pieza intacta para buscar un entendimiento con el Vaticano que
le permita resolver el complejísimo problema que se atraviesa entre
él y la ultracatólica Soledad Román, en el lecho sin bendición posible.^
Pero lo peor está por venir sobre este guerrero pacifista, hastiado
de la estupidez y la crueldad de las batallas. Vive ahora en Mirafiores,
de cara a la llanura de Casanare, muy cerca de Santos Acosta, su
cuñado, su antiguo jefe y ex presidente de la nación. Apenas cabe

6. Sergio Camargo—Gabriel Camargo Pérez. Bogotá, 1972. El Olimpo Radi­


cal—Eduardo Rodríguez Piñeres. Bogotá, 1950.
Mi gente 43

tanta gloria en la diminuta aldea. Se viene encima la muy prevista


guerra de 1885, del liberalismo contra Núñez. Hasta él, el héroe
liberal, llega el clamor de los que se sienten traicionados. No es
hombre para emboscarse. Santos Acosta es todavía amigo de Núñez
y fue su Secretario de Gobierno, aunque ha tenido que renunciar por
los hechos ocurridos en Santander. Pero José Sarmiento ha sido
ofensivamente destituido de la presidencia del Estado Soberano de
Boy acá después de haber proclamado la neutralidad y entregado el
cuantioso parque de Tunja a los emisarios de Núñez. Camargo, va­
cilante, dando un larguísimo rodeo, que le evita participar en el
nefasto sitio de Cartagena, llega a recibir los despojos del ejército
liberal, sacrificado ante los muros invictos, al espíritu aventurero, al
amor fácil, a la sórdida traición, ahora entregado a devorarse en las
disensiones y rencores de la campaña frustrada. Con ese grupo de
combatientes, valerosos pero desorganizados y vencidos, comienza
a subir el río Magdalena, cuando ya le pisan los talones los generales
nuñistas, Briceño y Mateus. Van los liberales ciegamente hacia el
sitio fatal. Los esperan, en la selva, los pantanos y las trincheras
improvisadas donde se refugian las tropas gobiernistas de Quintero
Calderón y Buenaventura Reinales. Dos oficiales del bando nuñista
ven, trepados en los árboles, un espectáculo incomprensible. Contra
la corriente, en la amplia curva del río, sube la flotilla, y en ella, el
ejército liberal, con bandas de guerra y banderas desplegadas, sin
precaución alguna. Y en el pu ente de la más veloz de las naves,
descubren a Camargo, con amer cana de seda gris oscura y sombrero
de paja, como los parisienses pintados por Monet o Renoir, a las
orillas del Sena, en un domingo le verano. Lo hubieran podido matar
a mansalva, comb lo propone un jficial subalterno, pero los superiores
se oponen, porque «a un hombr e como Camargo no se le asesina».^
Desde ese mismo puesto dirig las maniobras de desembarque y
ataque, de una soberbia intrepidez y totalmente irrazonables. Cuando
avanzan, chapoteando en la jung a, hacia el claro donde se atrincheran
7. La Guerra del 85—Julio H. Pal ICIO.
44 Memorias

los gobiernistas, entre árboles y maleza, van cayendo los compañeros


de armas de Camargo. Uno de los primeros, herido mortalmente,
Pedro José Sarmiento, quien como segundo designado a la presidencia
era el último título al poder del partido. Y después Daniel Hernández,
idolatrado por sus tropas santandereanas. Y Fortunato Bemal, en la
última carga. Y Plutarco Vargas, fulminado por la insolación. Y Luis
F. Rincón, cuyo cadáver quedará abandonado en la manigua. Y
Capitolino Obando, el hijo del general Obando, y Bemardino Lom-
bana, este último cuando estalla su nave, el 11 de febrero, al término
de esta jomada de espanto. Y mueren también Luis Lleras y Luis
Francisco Rico.
Cuando el ejército conservador huye con Quintero Calderón, y el
resto de la oficialidad y la tropa se entregan, Foción Soto encuentra
a Camargo, quien estrechándolo entre sus brazos le dice, turbulenta­
mente: «¡Éste es un triunfo pírrico! ¡Qué desgracia! ¡Yo tengo la
culpa... soy un hombre funesto para el partido liberal!»*

Pedro José Sarmiento, casado con Matilde Lleras Triana, hermana


de mi padre, fue, más que todos los generales de su época, buen
militar. Era humilde, alto, desgarbado, fuerte. En los pómulos pro­
minentes y el triste bigote ralo, caído sobre las comisuras de los
labios delgados, dejaba ver algún mestizaje indio, que en el color de
la piel era invisible. Estoy seguro de que tenía esa voz honda, casi
cavernosa, peculiar de su región boyacense. Había nacido en Socha
de una familia de labriegos y aldeanos ricos. Aparte de montar a
caballo, arar, espiar la lluvia, maldecir la sequía, sembrar papa y
trigo, herrar las cabalgaduras y sacar muías a las ferias no debía de
haber hecho mayor cosa en su vida hasta el primero de enero de 1860.
Ese día, con su padre y hermanos, entre ellos Siervo, celebraba en la
plaza del pueblo la llegada del año nuevo. Don Pedro, sus hijos y sus

8. Memorias—Foción Soto.
\íi gente 45

amigos estuvieron todo el día calentando el cuerpo con cantos, vivas


al partido liberal y aguardiente. Ya oscuro, don Pedro propuso atacar
un destacamento del gobiemo de Ospina que había pasado hacia
Socotá persiguiendo a unos guerrilleros liberales. Y doce jinetes
partieron al galope, las herraduras echando chispas, las manas ale­
teando sobre los rostros colorados. Cuando llegaron al Chicamocha
encontraron el puente cubierto por una patmlla gobiernista. Uno de
la fiesta atravesó a nado la corriente, recogió los caballos del desta­
camento, que descansaba confiado en los centinelas, y cuando éstos
se replegaron, los sochanos los arrollaron a tiros y gritos, en medio
de las sombras. Habían obtenido una victoria. Pero no sabían qué
hacer con ella. A la mañana siguiente le mandan «un papelito» al
Tuso Gutiérrez® que, retirado al Cocuy, cerca de las nieves, escampa
la insolencia de los conservadores y la hostilidad del gobiemo. Le
ofirecen la jefatura de la revuelta. El Tuso contesta aceptando y dice
que va a invitar a otros amigos para que «entren a la función». Y ahí
va Pedro José Sarmiento hacia la guerra grande y la política, siempre
cerca de Camargo, de Gutiérrez y de Acosta, entre el legendario gmpo
de jefes militares boyacenses entre los cuales hay hermanos, tíos,
parientes suyos. Con Camargo está Sarmiento en Garrapata. Y en
1884, después de largo y buen servicio militar y civil, se le elige
presidente del Estado Soberano de Boyacá.
El considerable parque que custodia el gobiemo estatal es el primer
objetivo de la revolución de Daniel Hemández, que comienza a
avanzar hacia Tunja. Sarmiento ve los peligros de la evolución nuñista
pero quiere mantener su Estado en paz, porque como Camargo, detesta
la guerra. Cuando declara la neutralidad, Núñez manda por las armas,
con la promesa de no emplearlas mal, ni contra los liberales. Sar­
miento las entrega. Pero Núñez es implacable y logra su dimisión
con calumniosas imputaciones. Felipe Zapata le envía a disuadirlo
de su propósito de neutralidad a Luis Lleras, el sabio, vehemente
como todos los de la estirpe, pero nefelibata, distraído y cándido.
9. Santos Gutiérrez, llamado así por el rostro picado de viruela.
46 Memorias

Luis Lleras se dirige a Santander, a pronunciarse. Lleras lleva todavía


en el bolsillo una carta de su compadre, Rufino José Cuervo, invi­
tándolo a París a continuar sus estudios. Pero Luis no vacilaba entre
aceptar la oferta y su deber con la revolución, que le parecía tan
inevitable como justísimo. Tal vez discutió con Sarmiento la entrega
del parque, y debieron tomar, de consuno, la decisión de entregarlo
y lanzarse a la revuelta. Ambos han de morir allí, a las órdenes de
Camargo, en los pantanos del Hobo, que la historia conocerá como
La Humareda, en donde perece la Federación Radical. La muerte de
Luis Lleras conmueve a amigos y enemigos. Nadie puede eludir la
comparación de este joven científico con Caldas.Estudioso de las
leyes naturales y de las matemáticas, en Cartagena, como coronel
asimilado del ejército sitiador, medio cegatón y abstraído, se le
encarga de la artillería, cuya eficacia mejora notablemente cuando
pasa a sus manos. Otro hermano suyo combate en Cartagena, Lorenzo.
Es la tradición de la familia. La carrera militar de los dos jóvenes
Lleras se inicia en el sitio de San Agustín, en 1862. Mosquera había
nombrado a don Lorenzo María Lleras miembro del consejo del
gobierno, al cual le encomendó la capital mientras perseguía los restos
del ejército conservador por los páramos boyacenses. El general
Leonardo Canal aprovecha la feliz circunstancia y cae sobre Bogotá.
La escasa guarnición, engrosada apenas con trescientos voluntarios,
entre ellos los miembros del consejo de gobierno, determinó hacerse
fuerte en el convento de San Agustín. Don Lorenzo se presentó a las
puertas del caserón con cinco de sus hijos: Luis, Guillermo, Lorenzo,
Federico y Vicente, este último casi un niño, y los seis resistieron
10. Epistolario de Rufino José Cuervo y Luis Lleras—José María Vargas Vila,
El Liberal Ilustrado. Tomo V, 1915. En aquella época, como hoy, las actividades
políticas de los Lleras y aun su contribución suprema, por excesiva, mortificaban a
muchas gentes. Un viejo amigo me escribió a propósito de un artículo en que
recordaba estos hechos, que, «preguntado el General Camargo por qué, siendo un
gran militar, había perdido la batalla, contestó: Tenía tres Lleras en mi ejército».
Además de Luis, militaban en el ejército liberal Lorenzo y Enrique Lleras. También
murió en La Humareda, Nicolás Herrera, casado con Elisa Lleras Triana, hija de mi
abuelo.
Mi gente Al

los embates de Canal, el incendio del templo inmediato, la balacera


continua del 25 al 27 de febrero hasta que se levantó el sitio ante el
anuncio de que el Tuso Gutiérrez venía sobre Zipaquirá.
En todas esas gentes, sus amigos, sus compañeros, sus parientes,
debió pensar el viejo Camargo, maldiciendo la vocación que lo había
hecho grande y afligido, cuando fue a refugiarse a su casa de Mira-
flores hasta el ñnal de su vida de gloria, frustración y desastres. Ya
en la Regeneración, Caro, tratando de huir de las presiones antipáticas
que le hacían independientes y conservadores, pensó en Camargo
para vicepresidente, antes de caer en el fatal binomio Sanclemente-
Marroquín. Camargo no hizo nada para estimular la osada empresa.
Y en marzo de 1899, cuando Uribe Uribe le ofreció la dirección del
liberalismo, que llevaba implícita la dirección de la guerra, contestó
con cortantes, destemplados y casi ofensivos telegramas. Los muertos
de La Humareda y los sobrevivientes de la derrota lo llenaron de
dolor y de asco. Hasta su muerte, ocurrida el 25 de septiembre de
1907, no se oye hablar mucho de él, y las gentes lo imaginan impar­
tiendo justicia, bajo un árbol, entre los campesinos de la región. El
país, sin embargo, parece conmoverse, y tributa a sus cenizas un
adolorido homenaje.”

11. Corona funebre a la memoria de Sergio Camargo—^Bogotá, 1909.


E l ABUELO

Seguramente me entiendo mejor cuando relaciono mi vida con la


de mi abuelo paterno, Lorenzo María Lleras.
La mayoría de los europeos que escribieron o que escriben hoy
sobre sus recuerdos y memorias, comienzan, en orden lógico, y
cronológico, por lo que saben, o imaginan, de su infancia. En nuestros
países algo semejante sería difícil. Porque el mismo ámbito físico
indispensable para que nuestra memoria no patine en el vacío, ha
sido arrasado. Nuestras ciudades han cambiado tan vertiginosamente
que no es posible anclar en su recinto antiguo cosa alguna. Las calles
y avenidas recién abiertas sepultan, junto con las casas en donde
vivimos, montañas de recuerdos humildes pero indispensables para
reconstruir una vida. De todas las casas, incluida aquella en que nací,
y las demás en que viví, dentro de la pobreza nómade de mi gente,
no hay una sola en pie. Hubiera querido visitarlas, dar albergue
intramural a mis nebulosos recuerdos, hallar algo de lo que fue mi
infancia, en un corredor, en un patio, en una sala con sus ventanas
cerradas. No es posible. Hay que tirar el ancla más atrás, a cosas
menos desaparecidas, menos devastadas, menos destruidas. Y por
eso no extrañará el lector que estén desempeñando ese papel de rocas
submarinas los seres más notables de mi familia, cuyo rastro no está
completamente perdido, tanto más cuanto que sus hábitos, sus des­
venturas y sus glorias, cuando las tuvieron, por alguna razón especial
pueblan de sombras mi infancia como si salieran todas ellas del
voluminoso álbum de fotografías de Paredes, en donde ojos duros de
retrato me miraron cada vez que lo abrí, como si fuera una habitación
semiprohibida de los fantasmas de la casa.
Mi gente 49

Y entre ellos, don Lorenzo María Lleras. El viejo forjó su familia


numerosa, férreamente, a su imagen y semejanza.
No lo conocí, desde luego. Murió cuando mi padre era un niño.
Nueve años tenía yo cuando murió este último. Así se conformó una
curiosa circunstancia que me desplazó del tránsito normal de las
generaciones. Estoy separado solamente por la de mi padre de la que
podríamos llamar generación boliviana, es decir, la de quienes exis­
tieron en los días del Libertador, como mi abuelo. No son muchos
los colombianos vivos que pueden decir que su abuelo convivió con
los fundadores de la república o con sus compañeros de combates y
gobiemo. Como en el caso del expresidente Ospina Pérez, cuyo abuelo
conspiró contra el Libertador, en 1828. Las gentes de mi edad per­
tenecen, ordinariamente, a una generación inmediatamente posterior,
tal el expresidente Lleras Restrepo, apenas dos años menor que yo,
e hijo de mi primo Federico. Creo que ello se debió a que mi abuelo
fue redomadamente precoz y fértil en sus relaciones de familia. A
los veintidós años contrajo su primer matrimonio, del cual tuvo dos
hijos. Al enviudar, casó con la hermana de su primera esposa, y tuvo
diez y seis más, de los cuales mi padre era uno de los menores. En
cambio, don Felipe era ya hombre maduro, de cuarenta y cuatro años,
cuando casó con mi madre. Al nacer yo, tenía cincuenta y dos. En
tal forma cubrimos mi abuelo, mi padre y yo un trayecto de más de
siglo y medio, con tres generaciones solamente.
Don Lorenzo María Lleras era hijo de don José Manuel Lleras,
teniente de navio de la marina de guerra del rey español, y originario
de Cataluña, quien llegó en uno de sus viajes de ratina a Panamá y
contrajo matrimonio con doña Manuela de Jesús González Casis, por
quien dejó la Armada y se dedicó al comercio en el istmo. En una
de sus expediciones mercantiles don José Manuel descubrió a Santa
Fe, sobre su valle apacible y con su clima incomparable, regresó a
Panamá y trajo de vuelta a la esposa y la irrevocable intención de
quedarse allí para siempre. Pocos años después nació en Santa Fe,
el 7 de septiembre de 1811, entre los alborotos de la época, un niño
que fue bautizado en la Santa Iglesia Metropolitana con el nombre
50 Memorias

de Lorenzo María. Por cierto que en la fe de bautismo figuran como


abuelos paternos del crío, don Mateo Lleras y doña Josefina Alá.
Este apellido, que a mí me pareció de sospechoso acento agareno,
entre todos los demás del documento eclesiástico, harto españoles,
de cristianos viejos y bien comunes, no ha dejado de intrigarme. Pero
mi curiosidad genealógica no es muy intensa. Lo que más he averi­
guado sobre mi ascendencia ultramarina figura en dos voluminosos
libros: uno, el Diccionario de la Real Academia, en donde se afirma
que llera, del latín glarea, significa glera. La cual, a su vez, es voz
aragonesa, que quiere decir cantizal o cascajar, terreno en donde hay
muchos cantos y guijarros. Y el otro libro, la guía de teléfonos de
Barcelona, ojeada al azar, en donde descubrí casi tantos Llera y Lleras
como en la de Bogotá, y muchísimos más que en las otras ciudades
hispanoamericanas que conozco. Lo cual fue suficiente para mí. Así
establecí la ascendencia catalana y aragonesa de la estirpe, y confirmé
su condición austera, huesuda y pedregosa.
Don Lorenzo fue, pues, santafereño y contribuyó activamente a
poblar y educar a su patria y a crear el espíritu de la sociedad de su
época. Estudió leyes en el Colegio Mayor del Rosario, y comenzó a
participar en política desde la adolescencia. En la primera gran disputa
de su tiempo tomó partido por el general Santander contra Bolívar y
los generales venezolanos. No participó personalmente en la conju­
ración del 25 de septiembre de 1828, tal vez por su juventud, pero
era secretario de la Sociedad Filológica que presidía Mariano Ospina,
cuyo vicepresidente era Pedro Celestino Azuero, ambos señalados
por los inquisidores de Urdaneta en conexión con el movimiento
subversivo contra el L ibertador.L o cual no es sorprendente si
tenemos en cuenta su estrecha amistad con Vargas Tejada, Florentino
González y Ezequiel Rojas. Así, pues, su situación comenzó a tomarse
comprometida, en breve. La condenación a muerte, el indulto y
destierro de Santander agravan su ya hervorosa inconformidad. Y en
1829, antes de que le echen el guante, el mercurial adolescente parte
12. Proceso del 25 de septiembre de 1828. Bogotá, 1942.
Mi gente 51

para los Estados Unidos, a vivir en la atmosfèra que más complace


a su alma libertaria, en Filadelfia y Nueva York.
Mientras estudia inglés y francés emprende traducciones de obras
teatrales y novelescas, no descansa redactando manifiestos y poemas,
panfletos y redondillas, cartas y artículos para la prensa de habla
inglesa. Si algo nos da una idea del desafiante exiliado es el título
de una de sus obras poéticas, publicada al saber de la batalla del
Santuario: «Elegía, en consecuencia de la triste jomada del 28 de
agosto de 1830 en Puente Grande, destmcción del gobiemo legítimo
i restauración del poder detestable de Bolívar».'^
No diría yo que la figura y la actividad de Lorenzo María Lleras
fueron siempre simpáticas para sus contemporáneos, si se tienen en
cuenta su intransigencia, tenacidad, dogmatismo y rigor. Fue político,
poeta, educador, dramaturgo y periodista. Estas cinco aficiones y
oficios de su agitadísima existencia eran ya mucho para un ambiente
apenas sacudido de la letargia colonial. Se transfirieron, además, a
sus diez y ocho hijos, y se propagaron por la vasta descendencia, con
características muy semejantes a las del fundador de la familia,
aunque tal vez con menos volatilidad y tumulto.
Durante su permanencia en los Estados Unidos mantiene corres­
pondencia con Santander, por ese entonces en largo y minucioso
periplo en el Viejo Mundo, mientras que transcurre su exilio. A él,
a Lleras, le anticipa Santander la nueva de su regreso a la nación,
por Nueva York, cuando ya puede poner en su diario de viaje,
secamente, que «ha muerto Bolívar». Lleras está entre quienes lo
reciben en el puerto y lo visitan en el American Hotel. Pero muy
pronto partirá para la Nueva Granada a preparar el regreso del pre­
sidente electo. Ya ha escrito un himno triunfal que se publicará en

13. Lorenzo María Lleras, por Andrés Soriano Lleras, Bogotá, 1958. De la
biografía de Lleras, escrita por su biznieto, se toman abundantes informaciones,
para éste y sucesivos capítulos. (La batalla fue el 27).
14. Diario del general Francisco de Paula Santander, Bogotá, 1963.
52 Memorias

Santa Marta y se cantará en Cartagena, con letra de Lleras y música


de La Marsellesa.
Santander sube lentamente a Santa Fe, y cuando toma el juramento,
un grupo teatral de aficionados organizados por don Lorenzo María
Lleras, le ofrece una representación, seguramente alusiva. Santander
aprecia rápidamente las condiciones polifacéticas y ubicuas de Lleras,
y, a poco, por su instigación, con Florentino González, dirigen La
Gaceta de la Nueva Granada, y, más tarde, también con González,
El Cachaco de Bogotá. Son éstos dos periódicos ministerialistas que
Santander considera parte indispensable del poder político, herra­
mientas eficaces e intimidatorias. Es la misma tradición de los papeles
públicos iniciada por Nariño en La Bagatela. Papeles diminutos y
trabajosamente impresos, para cultivar un género literario y polí­
tico sarcástico, socarrón, urticante, pueblerino y no pocas veces
adulatorio. De extraordinaria y desproporcionada eficacia, si se
atiende a su ínfima circulación, servían, sin embargo, para que en
la capital y en las provincias, los iniciados supieran por dónde iba
el agua al molino, leyendo, más entre líneas que en ellas, las
reservas del gobierno con sus amigos o el grado de furor con sus
enemigos.
Santander era muy dado a este estilo y lo cultivaba desde el
gobiemo, por interpuestas personas, lo cual irritaba a la oposición,
que se sentía mal tratada y escamecida por el primer magistrado,
aunque los directores de los periódicos se preciaran de inde­
pendientes. También se les iba la mano a Lleras y a González, y el
jefe del Estado se veía en aprietos, pero poca cosa se debió escribir
que no fuera de su inspiración directa, o casualmente lanzada, al azar,
en los paseos del altozano de la catedral. Los dos jóvenes no nece­
sitaban más paga que lucirse, a la oración, cuando el sol de los venados
doraba las piedras de la iglesia, en el círculo abigarrado de políticos,
mendigos y frailes por entre el cual se deslizaba, majestuoso, el prócer
presidencial, con severo porte, envuelto en su capa, dejando caer, al
um'sono con las campanadas del Ángelus, insinuaciones mordaces o
calculadas cóleras, presagios y anticipaciones de gobiemo, antes de
Mi gente 53

que todo el mundo huyera, ante la aproximación de las impenetrables


tinieblas que dejarían solitario el poblachón fno y silencioso.
Las relaciones de don Lorenzo con Santander son de frío afecto y
de gratitud por parte del presidente, de apasionada devoción por la
del joven escritor. Desde Kingston, a donde ha llegado después de
un naufragio, le escribe, felicitándolo por su elección, en 1832:
Yo puedo asegurar a usted que si sus amigos lo aman (aunque dudo
que haya uno que se me iguale), sus enemigos lo estiman y al mismo
tiempo que lo desean y lo temen, le miran como la única esperanza
de la patria...
Lo único que he sentido ha sido la no elección del doctor Soto
(Francisco) para la segunda magistratura. Esto no quiere decir que me
disguste la muy acertada de Márquez; pero me habría gustado más la del
primero, porque lo estimo y lo amo, si no tánto como al que debo la vida
de mi padre, al menos puedo decir que ocupa un segundo l u g a r .
El 6 de agosto de 1836 le envía
un soneto que acabo de componer y que no tiene nada que no sea
verdad; yo he sido amigo de usted cuando era vicepresidente de
Colombia, fui su amigo en el destierro y persecución, he sido su amigo
durante su gobierno y seré su amigo cuando vuelva a la vida privada,
y entonces verá usted si lo ama de veras,
Lorenzo María Lleras
Las cartas que debió de recibir Santander de Lleras formarían por
sí solas un volumen de la Correspondencia del presidente, pero sólo
se publican unas cuatro, probablemente porque el prócer destruía
negligentemente las pruebas de esa vehementísima amistad, o porque
los coleccionistas las encontraron sin mayor importancia. Un año
antes de morir Santander, Lleras le envía otra «composición», versos,
15. Correspondencia dirigida al general Santander, Roberto Cortázar, Bogotá,
1966. El subrayado es de L. M. Ll. El padre de Lleras, por español y militar, debió
de ser perseguido y tal vez Santander, contra sus hábitos, lo protegió.
54 Memorias

de seguro, y aun hay en la carta remisoria un tono de queja por la


limitada reciprocidad de Santander a ese afecto político y personal.
Usted ha visto que cualesquiera que han sido los vaivenes políticos,
cualesquiera que han podido ser nuestras diferencias, cualesquiera las
quejas de mi alma, yo siempre he sido amigo de usted. Yo lo he querido
a usted con amor, con admiración, como a patriota, como a héroe,
como a un amigo caro. Lo mismo lo quiero hoy y lo siento... digo
mal... no, no siento que usted sea feliz; pero si por desgracia se trocase
su suerte de favorable en adversa, entonces penetraría usted en el
fondo de mi alma, entonces vería usted que, a pesar de la falta de
cultivo, había en mi pecho un sentimiento grande, enérgico, heroico
de la amistad. Yo he merecido de usted distinciones; pero han sido
frías distinciones de un amigo político, de uno que defendía la misma
causa de usted; pero quizá entre cuantos amigos usted ha contado en
su vida, ninguno merecía ser mejor correspondido que yo... pero deseo
ser amigo de usted, que usted me trate como tal, no con la frialdad e
indiferencia de que me he quejado más de una vez. Usted es a veces
duro de genio, y esto me retrae de entrar con usted en libre comercio
de ideas... Hasta ahora no hemos sido más que amigos políticos, yo
deseo que lo seamos de corazón, sin que influyan en nuestra amistad
consideraciones extrañas. Quiero que seamos amigos, aun cuando
llegue un día en que usted y yo no opinemos de la misma manera, lo
que no espero que suceda, por lo menos en los principios cardinales
que forman la base de nuestra creencia política.
Pero ya el general se moría, acosado por una atrabilis que lo ponía
amarillo y triste. Y la queja de Lleras era, además, injusta. La dife­
rencia de diez y nueve años entre el soldado de los Llanos y del
Puente de Boyacá, el administrador cuidadoso de la gloria continental
de Bolívar, el organizador de la victoria, y el adolescente impulsivo
y ardoroso que le ayudaba a dar palo a sus enemigos, con ferocidad
digna de su jefe, no era el menor de los obstáculos para la absoluta
correspondencia de sentimientos que tan ansiosamente exigía Lleras.
Santander, en cambio, se había servido y se servía de él, lo honraba
Mi gente 55

con comisiones y nombramientos, y lo mostraba como su agente


confidencial, principalmente en la dirección de los papeles públicos,
donde se transparentaba el recóndito pensamiento del jefe del Estado.
Santander lo apadrinaba en su matrimonio con doña Liboria Triana
Silva, una chica bonita, hija del zipaquireño José María Triana Al-
garra, prócer de la Independencia y padre del sabio Triana. Pero
Santander, y eso lo sabían muy bien sus amigos, tenía un modo
cortante de aislarse de las gentes a quienes aparentemente quería,
para ocuparse de sus negocios, que fueron, casi siempre, los de
Colombia o la Nueva Granada. Hay una nota irónica y cariñosa cuando
escribe desde Nueva York a don Francisco Soto: «He encontrado a
Lleras ardiendo de fuego patriótico, y buen amigo de usted». Cuando
don Lorenzo dirige con Florentino González La Bandera Nacional
para hacer ruda oposición a Márquez, Santander está detrás de él, a
su manera. A don Francisco Troncoso le escribe a Mompós: «Queda
usted suscrito a La Bandera y le remitirán sus números... Yo en esto
no tengo más injerencia que en leerle a Lleras los párrafos de las
cartas que hablan del negocio y que él haga lo que guste... Le remito
un ejemplar de mis Apuntamientos y otro a Baena. Se ha agotado la
edición y Lleras piensa hacer otra... Lleras, por su enfermedad, no
pudo aumentar considerablemente la edición». Y en otra carta al
mismo destinatario: «No he visto a Lleras porque está recién casado
con una hermana de su difunta mujer».'®
Durante la administración de Santander, Lleras pone su infatigable
actividad —y toda su abnegación— al servicio de su jefe, cuyo
pensamiento político interpreta y cuyas pasiones comparte. El go­
biemo de Santander es menos eficiente que la formidable Vicepre­
sidencia de la Gran Colombia, años atrás. Santander ha sido tratado
injustamente por el Libertador y por sus amigos y ahora, a pesar de
la muerte del primero y de las purgas de Obando en el ejército para
eliminar a los espadones venezolanos y perseguir a los bolivianos,
hecha rigurosamente desde la caída de Urdaneta, Santander sigue
16. Cartas y mensajes de Santander, Roberto Cortázar, Bogotá, 1956.
56 Memorias

viendo por dondequiera «santuaristas y godos», y Lleras ayuda a


señalarlos a la vindicta pública. El presidente es duro y tajante como
un sable y tiene su manera peculiar de aplicar la ley, cuando se trata
de conspiradores. Fusila sin vacilaciones, como en los días de Barreiro
y sus compañeros. Jamás concede un indulto y a los conspiradores
que se le escapan, los vuelve a coger y los ejecuta. Santander, además,
desconfía de todo el mundo. Desde las hojas redactadas por Lleras
y González, a las cuales envía sus propias producciones, sin firma o
con pseudónimo, se lanzan suspicacias, se ahondan diferencias y se
comienzan a conformar los partidos, a base de ultrajes inolvidables
y de personales rencores. Los partidarios de Bolívar, aun después de
muerto Sardá en la más atroz «ejecución» de nuestra historia, parecen
no descansar, al menos para el jefe del Estado. Y entre ellos, la amante
del Libertador, la «amable loca», instalada a la sombra de la catedral,
a pocos pasos del gobernante, donde sus dos criadas negras, Natán
y Jonatás, siempre trasvestidas de húsares, descargan improperios
contra los funcionarios y enemigos de Bolívar. Manuelita tuvo parte
en la proclamación de la dictadura urdanetista, y, naturalmente, al
restablecimiento de la legalidad, se le intimó destierro, a raíz de su
célebre escándalo en la Plaza Mayor, el día de Corpus, cuando,
seguida de sus dos negras, a caballo, destruyó a lanzazos un «castillo»
elevado en una de las esquinas, donde se le aseguró que había un
dibujo ofensivo para el Libertador. El destierro no se hizo efectivo
ni bajo Caicedo, ni bajo Obando. Su casa seguía, pues, siendo el
centro de desafección al gobierno de Santander, semillero de intrigas
y de conspiraciones. La Libertadora del Libertador era ahora tan
atrevida como cuando, en vida de Bolívar, en la Quinta, organizó el
fusilamiento del entonces vicepresidente Santander, en efigie, y,
como entonces, su belleza y su valor la rodeaban de peligroso carisma.
«De regular estatura, de buenas carnes, de extrema viveza, generosa
con sus amigos, caritativa con los pobres, valerosa, sabía manejar la
espada y la pistola, montaba muy bien a caballo vestida de hombre,
con pantalón rojo, ruana negra de terciopelo, suelta cabellera, cuyos
rizos se desataban por sus espaldas debajo de un sombrerillo con
Mi gente 57

pluma que hacía resaltar su figura encantadora».Una y otra vez el


gobiemo notificó a Manuelita de la sentencia de su destierro. Pero
no se va. Y nuevos hechos políticos imponen el cumplimiento ine­
xorable de la orden pendiente. Lleras es precisamente como alcalde
parroquial de la villa, el ejecutor de la sentencia.
Lleras recibe la orden de expulsión de la «amable loca» y bien
consciente de que la tarea no será fácil, en un lunes resplandeciente
de enero, se encamina a cumplirla. Van con él un agente de la policía
y diez hombres de armas, comandados por el teniente Dionisio Oban­
do. Además, ocho presidiarios para que conduzcan la silla de manos,
destinada a la señora Sáenz. El gmpo, oscuro y grave, avanza por
sobre el gris empedrado, bajo el sol de la tarde, promoviendo la
curiosidad pública. El señor Lleras entra a la casa, sube las escaleras,
llega hasta la alcoba de Manuelita y la encuentra lista a producir un
resonante escándalo, que se inicia con sus voces injuriosas y su
desordenada desnudez, para responder a la compuesta gravedad del
funcionario que, como puede, le intima la orden de vestirse y partir.
Manuelita rehúsa y amenaza con darle un pistoletazo. Lleras reitera
la admonición y nada consigue, sino irritar y desvestir más a la hembra
que ha recorrido media América a la gmpa del caballo del Libertador,
entre la sumisión servil de generales, soldados y civiles. Se retira a
confirmar sus órdenes y las recibe de proceder por la fuerza. Cuando
regresa, no entra en muchas discusiones y los soldados se acercan a
Manuelita, con resolución. Antes de que la toquen, desenvaina un
puñal, que por fortuna logran arrebatarle. Se la pone en la silla de
manos y se la cubre decentemente —según los términos del abochor­
nado Lleras—, y se la traslada, porque ya es tarde para cumplir esa
noche la orden de destierro, a El Divorcio, cárcel de mujeres, con sus
dos criadas, «que parecían dos furias» y a quienes se aísla en celda
separada, de donde suben sus aullidos al cielo estrellado. Al alba del
siguiente día la pequeña procesión toma el camino de Occidente,
entre la niebla y el frío. Manuelita ya está convencida de que nada
17. Reminiscencias, Juan Francisco Ortiz.
58 Memorias

podrá contra el austero alcalde parroquial, y resuelve tomar las cosas


en mejoí forma. Como Lleras relata en su periódico, «con cortesía,
como corresponde a Lleras y a Obando, incapaces de irrogar la más
pequeña injuria a una mujer, y a pesar del porte varonil de la señora
de Sáenz», se ha ejecutado la orden presidencial. Pero Lleras quisiera
verse comprometido en «cosas mayores», como decía Virgilio.

Ya para terminar el gobiemo santanderino. Lleras, que es oficial


mayor de la Secretaría de lo Interior y Relaciones Exteriores, publica
una traducción del artículo sobre Colombia que viene en la séptima
edición de la Enciclopedia Británica. Es un librito en dieciseisavo,
editado en la imprenta de Nicomedes Lora, a cuya publicación con­
cede privilegio por siete años y medio, por tratarse de una obra de
propiedad de Lleras, el gobemador de la provincia de Bogotá, que
ahora es Florentino González. Evidentemente Lleras ha intervenido
en Nueva York o Filadelfia con los redactores de la enciclopedia para
preparar el artículo, el cual, después de elogiar sin reservas las
empresas de Bolívar en la Independencia y creación de la República,
lo condena, desde sus primeras vacilaciones ante la rebelión de Páez
y por sus proyectos constitucionales, y de allí en adelante, con rigor
excesivo, hasta la tumba de San Pedro Alejandrino. Aun así, el
presidente Santander cree su deber, en nota que se publica en el libro,
de decir que él no fue el autor del artículo de la enciclopedia. Cosa
que lamenta, porque «el artículo habría salido con menos equivoca­
ciones, los redactores no habrían dudado del proyecto de monarquía,
como que sobre ello tenía documentos irrefragables, i se habría
esplanado más la historia de la dictadura, i de la conjuración del 25
de septiembre, de cuya época quizá yo soy el único que tiene los más
preciosos datos i los menos favorables al general Bolívar».
Santander tiene el hígado hecho añicos y no puede irse para su
casa de la plazuela de San Francisco, o para Hatogrande, en paz,
después de haberlo sido todo en Colombia y en la Nueva Granada.
Mi gente 59

Ha querido que lo suceda Obando, pero ha triunfado Márquez, al


cual, en pocas semanas, ya le tiene emplazada la oposición. Lleras y
González, otra vez, son quienes la alborotan y la organizan en La
Bandera Nacional, que se edita en la imprenta de Lleras. Allí se
reúnen Soto, Azuero, el chisgarabís francés Arganil, el coronel Mu­
rray y los corifeos menores del santanderismo con el presidente del
gobierno en exilio. Santander no entiende, no puede entender, cómo
Márquez se atreve a gobernar, aunque lo haga, como lo hace, modesta,
acuciosa, meticulosamente, con su aire solemne de rábula boyacense.
Márquez evita herirlo, se cuida de no renovar el personal nombrado
por Santander —aún Lleras y González siguen en sus puestos—, y
de no tomar grandes iniciativas que desaten la soberbia del grande
hombre, y su cólera, pero todo es inútil. Lo que principalmente
mortifica a Santander es que Márquez procure con maña y buenas
maneras hacer más amplia la base del gobierno, más generoso y
abierto el grupo que manda, en contraste con el estrecho y cada día
más inflexible de los amigos del expresidente. Santander ve aparecer
por todas partes a los «godos», a los venezolanos, a los viejos servi­
dores del Libertador, es decir, a los próceres de la Independencia. Se
expresa abierta y a veces brutalmente contra lo que juzga un irritante
desafío. Ante la injusticia de la oposición, Lino de Pombo, Rufino
Cuervo, Alejandro Vélez, Juan de Dios Aranzazu, Ignacio Gutiérrez
Vergara, Joaquín Acosta, que fueron, en sus días, liberales por re­
pugnancia a la dictadura militar de Bolívar, después de 1828, resuel­
ven asociarse y crear un periódico que responda a La Bandera
Nacional. Así nace El Argos. Y la lucha comienza a hacerse cruda
y personal. Son también los dos partidos que van naciendo y defi­
niéndose entre odios jóvenes y viejos resentimientos. Ya comienzan
a llamarse liberales y serviles, santanderistas y bolivianos, sin que
ninguna cuestión fundamental sobre la organización de la república
los divida. Pero sobre la ola de estas disensiones puramente retóricas,
los viejos soldados de la Guerra Magna se alertan para tomar ventaja
del desorden introducido en el gobierno de una casaca negra, como
Márquez, y se preparan los alzamientos de los coroneles provincianos.
60 Memorias

que se disputan no ya los despojos de Alejandro, sino de los generales


de Alejandro.
Lleras hacia la mitad de su vida es detestable para una buena parte
de la oligarquía civil y militar. No lo ayuda mucho su íntima amistad
con Florentino González, alto, delgado, bien vestido, petulante, dog­
mático, con su constante sonrisa desdeñosa de la inteligencia de sus
compatriotas, cosas todas que para el poblachón de mediados del
siglo resultan insoportables.
Lleras es de estatura menos que mediana, de pocas carnes, rostro
fino y huesudo, cuya templada piel blanca mate lo hace aún más duro
y rígido. Sobre el cráneo amplio y abovedado, una cortina de cabellos
suavemente ondulados cae sobre las orejas grandes y luego se vuelve
hacia arriba, en melena incipiente. El doble arco de las cejas es largo
y de allí se eleva la frente alta y ancha, sin arrugas, que en su exacta
mitad se precipita por la nariz, recta y fina. Los ojos son grises,
verdosos, y su brillo se apaga por el ancho párpado, entre fatigado,
bondadoso y soñador. La boca es de labios finos y delgados. Todo
en esa fisonomía, tal como aparece en diversos daguerrotipos de su
tiempo, indica que hay algo de pedagógico en Lleras, una certidumbre
moral e intelectual que refleja la faz sin concesiones a la duda, la
estampa fiel del maniqueísta. Esa fría pasión se adormece con la
cortesía y el humor seco del profesor, cuya ironía académica debió
acentuar para sus adversarios la antipatía invencible.
En 1837 Ignacio Gutiérrez Vergara le escribe jubilosamente a
Rufino Cuervo que «Lleritas ha sido removido y nombrado en su
lugar Galavís». Y en 1839 el coronel Joaquín Acosta desde Guayaquil
se dirige al mismo doctor Cuervo y para explicarle mejor la política
de la provincia ecuatoriana, le dice: «Está aquí también Ross, el
redactor de El Eco, una especie de mancebo del talento de Lleras,
vano, como Lleras, pero que escribe bien, como Lleras».**

18. Epistolario del doctor Rufino Cuervo, Luis Augusto Cuervo, Bogotá, Im­
prenta Nacional, 1918.
Mi gente 61

Por si algo le faltare a la deficiente atracción personal del joven


Lorenzo María Lleras, ha prendido en su alma una pasión, o mejor,
se ha desarrollado su convicción sobre la educación popular. Sus
ejercicios políticos y literarios le han hecho ver la vastísima, sólida,
profunda ignorancia del pueblo granadino, casi todo él iletrado, co­
menzando por su suave mitad —las mujeres—, cuya natural inteli­
gencia se oscurece en prejuicios, fanatismos, mitos y supercherías,
cualquiera que sea la clase a que pertenezcan. Fuera de un grupo
mínimo de letrados, más que todo periodistas y leguleyos, y de
algunos poetas, lo demás es paisaje, paisaje americano, impenetrable
y misterioso. Lleras cree en las virtudes de la especie en cuanto se
ponga en contacto con un poco de luz —es la filosofía del siglo—,
no importa en donde esté ubicada, si en el trópico o en las nieblas
británicas. Y decide dedicarse a enseñar al que no sepa, donde y como
sea posible. Su invento, las Sociedades Democráticas, habrá de re­
percutir en el corazón duro de las castas criollas afortunadas por
mucho tiempo. Vieron ellas la luz en 1838, pero serán en pocos años
un engendro diabólico para la «gente decente» y conservadora. He
aquí lo que dice de ellas un historiador:
A mediados de julio (de 1838) el doctor Lleras, en el fondo de cuya
alma bullían con fuerza irrestible sentimientos democráticos, fundó,
con el nombre de «Democrática Republicana», una sociedad popular,
con el ostensible objeto de difundir la enseñanza elemental entre
artesanos y agricultores, pero cuyo verdadero fin era el de atraer a su
partido las clases trabajadoras, para lo cual los directores de la Socie­
dad no se detenían, por medio de discursos y conferencias, en poner
al pueblo en pugna con las clases acomodadas, excitando contra lo
que llamaban aristocracia y nobleza, las pasiones, hasta entonces
adormecidas, de las clases populares. Poco éxito tuvo por entonces la
propaganda demagógica, pero la semilla que en esa época se sembró
vino a germinar años después y dar sus frutos en los retozos demo­
cráticos del año 51 y en los escándalos del 54... El doctor Florentino
González y el mismo doctor Lleras se constituyeron por sí y ante sí
en apoderados del pueblo para reclamar de todas las medidas oficiales
62 Memorias

que en su concepto pudieran ser causa de nulidad en las votaciones o


que contrariaran el libre ejercicio del sufragio, cuya majestad a nadie
se le había ocurrido vulnerar.*®
Como había pasado con la fundación de El Argos, así pasó con la
Sociedad de Artesanos y Labradores Progresistas, o sea la Democrática.
A poco ya estaba fundada la Sociedad Católica, que resolvió trabajar
activamente en las elecciones para hacer triunfar candidatos de su
devoción. Entre las dos fuerzas incipientes, el gobiemo del señor
Márquez vacilaba. Los de la católica no habían, sin embargo, obtenido
la sanción del arzobispo primado. Mosquera, que veía con pmdente
temor esas intervenciones laicas en materia de fuero religioso, y se
aliaban con el intemuncio de la Santa Sede, monseñor Baluffi. Desde
Quito el coronel Joaquín Acosta le escribía a don Rufino Cuervo:
«¡Por Dios! Ustedes los que saben ser canonistas, no dejen tumbar
al arzobispo por la democracia clerical, ni al presidente por los
campeones de la oposición ilustrada y progresista».
Las elecciones fueron favorables al gobiemo y al arzobispo, y
tanto las democráticas del doctor Lleras como los religioneros del
«Colorado» Morales se hicieron al margen, por un tiempo. Pero las
sociedades siguieron trabajando. En ellas se enseñaba a leer y escribir,
aritmética y dibujo lineal, materia decisiva para maestros de obra y
carpinteros, y se adjuntaba alguna propaganda para el buen entendi­
miento de las ideas republicanas. Los dignatarios eran artesanos
distinguidos en sus barrios y en sus oficios. ^Allí estaban Francisco
Vásquez Vergara, zapatero; Ambrosio López Pinzón, sastre; Emeterio
Heredia, herrero; Rudesindo Zuñer, sastre, y muchos otros de borrosa
memoria, pero en su tiempo bien conocidos y que se hicieron más
célebres aún con la elección de José Hilario López. Los demagogos
no desamparaban estos reductos populares cuyos votos y apoyo físico
parecían indispensables para la victoria política. Los democráticos

19. \id a del doctor José Ignacio de Márquez, Carlos Cuervo Márquez, Bogotá,
1917.
Mi gente 63

se fueron insolentando cada día más, con el cortejo que les hacía la
cachacada liberal. El palo rumbaba en las fiestas del sábado, acres
a chicha de maíz y pasmado sudor. Los tremendos bayetones, azules
por encima y rojos por el envés, caían hasta los talones de los
artesanos, y debajo de ellos se podía ocultar un fusil, un bordón
nudoso, un puñal. Los sombreros de copa baja y anchas alas, jipas
tejidos de fibra de iraca, cubrían los rostros tostados y chatos y las
facciones irregulares que parecían tiradas al azar sobre las cabezas
redondas, sin orden ni prospecto. Bigotazos y barbas oscuras acaba­
ban de completar el siniestro conjunto. Ahora comenzaba la lucha
poKtica a tomar un aspecto de riña de clases, pero todavía no era más
que una riña. Los artesanos eran, obviamente, proteccionistas. Los
cachacos comenzaban a tener veleidades librecambistas. Los cachacos,
mozos fuertes de segunda generación de campesinos, saKan por las
tardes a desafiar a los guaches, y se daban golpes y garrotazos, en tosco
silencio. Las ferias y bailes de cintureras en los barrios acababan a
bastonazos, y aun a puñal, y Lleras, con toda su intransigencia moral,
veía estos escándalos sin mucha alarma. Su devoción por la causa popular
era sincera. Los artesanos se estaban defendiendo del control que ya
ejercían los comerciantes e importadores en las Cámaras y demás sitios
de decisión, proclamando las excelencias británicas del librecambismo,
y atacando al proteccionismo español, que mantenía viva la industria
artesanal, hasta entonces constituida por talleres individuales de vestido,
calzado, muebles, materiales de construcción, por cierto todos ellos
toscos, efímeros y primitivos. Florentino González comenzaba a
dudar en este debate y se hacía cada día más inglés, por fuera y por
dentro. Lleras no. Fundaba más Sociedades Democráticas en otras
partes del país. Trataba de dirimir las disputas entre los artesanos,
que no bien tenían algo de poder, comenzaban a odiarse entre sí y
aun a entablar polémicas por la imprenta, en folletos y hojas sueltas,
de agudo personalismo y agresividad bien aprendida.^o

20. Mi novela, apuntes para una biografía de Alfonso López, por Hugo Latorre
Cabal, Bogotá, 196L
64 Memorias

Don Lorenzo reaccionaba siempre, en primera instancia, con sim­


ple nobleza de ánimo y acendrado patriotismo de maestro de escuela.
Cuando se vino encima la guerra de 1839, desatada a propósito del
cierre de los conventos de Pasto, Lleras se indignó ante el espectáculo
de fanatismo y barbarie piadosa. Le repugnaba ese ambiente medioe­
val de las procesiones en la plaza de la vieja ciudad del Galeras, con
el padre Villota a la cabeza, montando un caballo blanco, y como
Savonarola, llamando a la guerra santa contra los herejes de Bogotá
—¡el pobre viejo Márquez!—. Y ahí no más, a pesar de ser destacado
miembro de la oposición, y evidentemente sin consultar a Santander,
escribió al presidente para ofrecerle sus servicios incondicionalmente
en la debelación de la revuelta contradictoria y frailuna.
Es Mosquera, ahora Ministro de Guerra, quien le da la respuesta,
a nombre de Márquez, para agradecerle el ofrecimiento, aceptándolo.
Por un tiempo, la oposición de Lleras parece calmarse. Pero luego
comienza la persecución a Obando, la aparición novelesca de las
cartas capturadas a los guerrilleros pastusos que lo implicarían en el
asesinato de Sucre y su llamada a juicio por un juez de Pasto. La
guerra, convertida en una insurrección militar de los llamados jefes
supremos, se toma más cmel a medida que el gobiemo pasa mayores
dificultades. Y Lleras, con sus amigos, se va enardeciendo y se
lanza, como siempre, ciego y resuelto, al fantástico torbellino de
pasiones que se originan en Popayán, entre dos de sus más duros
varones de armas: Obando y Mosquera. Nadie en Colombia se
quedó sin participar en esta tragedia familiar que arrastró al país
a varias guerras civiles, enredado en las espuelas de los dos espa­
dones eminentes.
Don Lorenzo María Lleras tenía debilidad por Obando porque
como él, era santanderista. Obando fue, en efecto, el azote, primero
como secretario de guerra y más tarde en su breve presidencia pro­
visional, en 1831, de bolivianos y santuaristas, y purgó al ejército de
godos.
Obando no fue precisamente un doctrinario, sino ante todo, una
figura militar o mejor aún, un guerrillero incomparable. En Popayán,
Mi gente 65

donde se conoce bien la trágica historia de su ascendencia; su con­


dición de hijo adoptivo de don Luis Obando; su parentesco adulterino
con los Mosquera Arboleda;^' sus servicios a la causa del rey español;
su entrega a Bolívar y la posterior rebelión en 1828; la derrota
infligida a Tomás Cipriano de Mosquera, a la vista de sus conciuda­
danos, en La Ladera; su intento de anexar el Cauca al Ecuador en
1830, en asocio de José Hilario López, para impedir el entroniza­
miento de la dictadura de Urdaneta, todo ello lo cataloga, naturalmente,
de liberal, por oposición al mosquerismo aristocrático, conservador y
boliviano que veía a Santander con ojos irritados y displicentes. Esas
clasificaciones, tratándose del «cogollito» payanés, no son ciertamen­
te muy rígidas. Porque Mosquera es también don Joaquín, el segundo
presidente constitucional de Colombia, despojado de su cargo por el
cuartelazo de Jiménez y el golpe de Urdaneta, dado a nombre de
Bolívar, mientras el héroe agoniza en Cartagena, Santa Marta y San
Pedro Alejandrino. Y lo es también el arzobispo, partidario y amigo
de confianza del hombre de las leyes, catalogado en esa época como
conmilitón de los liberales. Pero la familia está en ese momento mejor
encamada, como la autoridad, en Tomás Cipriano. Con él ha mante­
nido Obando relaciones varias, antes de las irritadas de ahora. Aun
después de La Ladera, que los historiadores señalan como herida
incancelable del vanidoso Mosquera, volvieron a ser amigos. El
bastardo de José Iragorri y el supuesto descendiente de los condes
de Niebla y de Guzmán el Bueno, casi siempre en sitios opuestos
desde cuando entran en firme a la historia, en su juventud compartían
en la fraternidad de la pequeña ciudad, muchas cosas, como parientes
clandestinos que no hablaban jamás de sus oscuros vínculos v ita n d o s .2 2

2\. Introducción a la vida de Mosquera, Albeno Lleras, Revista de América,


1945.
22. «Suponer que le llame mi pariente es el colmo de la demencia e impostura.
Nieto ilegítimo de Obando y de una mujer que era nieta de uno de mis bisabuelos,
como relacionado le habríamos reconocido el grado 9° de parentesco ilegal si todos
los individuos de la familia no hubieran segregado a aquella mujer de su trato y
relaciones, por los malos procederes con que se manchó». Examen crítico del libelo
66 Memorias

En 1826, recién recibido Obando en las filas libertadoras, le escribe


desde Pasto a Mosquera pidiéndole que le mande dos pares de botas
altas de campaña, y le agrega que «siendo de tu medida me vienen
bien a mí». Esas botas intercambiables y simbólicas fueron las que
alternativamente sacudieron el polvo de los campos de batalla inme­
diatamente después de la Independencia, hasta 1878, cuando Mos­
quera, al morir en su hacienda de Coconuco, las deja, por fin,
descansar y con ellas, a sus conciudadanos.
Cuando comienzan los ataques contra Obando en 1840 y se le
atribuye, falazmente, participación en el levantamiento de los frailes
de Pasto, el jefe liberal y candidato presunto a la presidencia resuelve
enfrentarse a las acusaciones y se viene a Bogotá. Se niega a visitar
a Márquez, pero recibe mucha gente. Se complace, además, en cace­
rías ostentosas con los orejones sabaneros y mata venados en La
Conejera y Canoas. Cuando está en casa, siempre lo acompañan
Soto, Lleras, Florentino González, el general Mantilla y el francés
Arganil. Un día al amanecer, frente a las tapias del cementerio.
Mosquera y Obando se baten a pistola. No se hieren, y viene la
reconciliación. Obando está satisfecho con ella. Mosquera no la toma
en serio. Son ya los últimos días de Santander que, como le escriben
a Cuervo a Quito, «está muy lleno de lacras en Tocaima, pero desde
allá aguijonea la cosa». Lo que Santander aguijonea es un cambio de
frente de la oposición, que la rebelión de los frailes ha hecho mode­
rada. El ex presidente quiere un desastre de Márquez, pero no la
guerra civü. Sus constantes secretarios están bien dispuestos a ayudarlo.
Lleras y González fundan esta vez El Correo y La Calavera para atacar
al gobierno. De repente, en la atmósfera cargada estalla un trueno: un
juez ordena la prisión de Obando y su comparecencia a Pasto, acusado
del asesinato de Sucre por la aparición de un papelito, cogido a un
tal Erazo, guerrillero viejo de la región, que ha sido alternativamente

publicado en la imprenta del Comercio de Lima, por el reo prófugo José María
Obando, escrito por T. C. de Mosquera, Valparaíso, Imprenta del Mercurio, 1843.
Mi gente 67

asilado y enemigo de Obando. En él se le ordena ejecutar un acto


impreciso, que «el dador de ésta le advertirá. Oiga usted todo lo que
le diga y usted dirija el golpe». El sobre, que estaba contenido en la
misma pieza de papel, dice: «Al comandante de la línea de Mayo,
José Erazo». Con ese «papelito», que así se le menciona con el
diminutivo latinoamericano que siempre se aplica a los delitos, a las
amenazas, a las cosas de dinero y a todos los actos graves de la
existencia, entre Mosquera, Márquez y sus oficiales se va organizando
un proceso, tardío de diez años, con testigos forzados, para que
declaren la culpabilidad de Obando. Flórez, aliado de Mosquera y de
Herrán y cuyas tropas ecuatorianas pasarán la frontera a aliviar las
de los generales colombianos en sus dificultades, ayuda, claro está,
con documentos y calumnias. Mosquera entiende que es la ocasión
de inmovilizar a Obando, el jefe natural del liberalismo cuando
Santander muera. Y Santander, en efecto, agoniza, después de las
atroces injurias que le infiere en la Cámara el ministro Borrero.
Vienen las noticias del primer triunfo de Herrán en Buesaco y la
prisión del fraile Villota. La oposición se modera. Pero la revolución
no ha sido vencida. Y cuando muere Santander, entre preces y pro­
cesiones, perdonando a sus enemigos, disponiéndolo todo para la
eternidad y la parentela, no hay ya nada que detenga a Obando para
escaparse de la vigilancia de Mosquera en Pasto, y tal vez de la
amenaza de muerte. La guerra se reinicia en todas partes. Los Supre­
mos, uno en cada región, se levantan. Márquez tiembla. En La Polonia
el coronel Manuel González, gobemador del Socorro, bate al ejército
del gobiemo y el pánico sube de punto cuando las tropas vencedoras
se acercan a la capital. Lino de Pombo, secretario del interior y
relaciones exteriores, envía una circular inverosímil a los gobema­
dores, en que prácticamente admite la victoria de la revuelta y les
pide que salven lo que puedan de la legalidad. Márquez, no muy
seguro ya ni de sus secretarios, llama al general Caicedo, el eterno
vicepresidente, y emprende una marcha por Sumapaz y Guanacas
hacia Popayán, a reunirse con las tropas de Mosquera y Herrán. Los
liberales de la capital se regocijan en privado de una victoria que ven
68 Memorias

cercana. Un periódico de oposición, crudo y salvaje, El Latigazo,


dirigido por Manuel Azuero y Femando Nájera, desde la clandesti­
nidad, intimida aún más al gobiemo y a sus partidarios. Y sólo la
entrada a la ciudad del coronel Juan José Neira, con cuatro húsares,
dando gritos y destmyendo la imprenta del pasquín a sablazos, logra
restablecer la sangre fría de la gente azorada, que habla ya de que
un guerrero de los Llanos, Farfán, ha ofrecido entrar a saco en la
ciudad. ¿Qué hace Lleras? Debe conspirar activamente, porque pocos
días después ya está preso, en Las Aulas, frente por frente del palacio
presidencial con Vicente Azuero, el general Mantilla, Florentino
González y Arganil. Lleras, en la cárcel, no descansa. Escribe, pro­
duce versos y proclamas que alguien distribuye afuera, y organiza
clases de inglés a los presos.
Las noticias que llegan son bien diferentes de las que esperaban
los reclusos de Las Aulas. Márquez, apoyado por el presidente ecua­
toriano, Juan José Flórez, el más probable de los sindicados por la
muerte de Sucre, logra restablecer el orden. En Huilquipamba, una
acción insignificante pero que será saludada como formidable, Mos­
quera, Herrán y Flórez destmyen a Obando, que huye, solo, por entre
la montaña, perseguido de cerca. Hay otro intento de ataque a Bogotá
por González, pero lo desbarata Neira, herido mortalmente, en el
callejón de la Culebrera, o Buenavista. Mosquera y Herrán vuelven
a Bogotá con Márquez y comienzan a perseguir hacia el norte al ejército
revolucionario. Triunfan en Aratoca, en Tescua, en Honda, dondequiera.
Mosquera, como siempre, va fusilando. Ninguna otra revolución colom­
biana ha sido más ementa. Fue también ella, sin duda, la que marcó y
parceló el territorio colombiano con el peor estigma de violencia parti­
daria, y señaló las aldeas como liberales o conservadoras para siempre.
Los dos jefes militares de Popayán tenían un concepto muy claro y muy
despectivo sobre el valor de la vida de sus adversarios. Tal vez la extrema
dureza de las guenillas del sur, especialmente en Patía y en Pasto, los
llevó a pensar que todo enemigo perdonado regresaba a la lucha tarde
o temprano. En carta a Herrán desde Túquerres, en 1840, le dice Mos­
quera: «Siguieron los presos con seguridad y le mando órdenes a
Mi gente 69

Gómez recomendándolos mucho. Fusflalos y la cosa se compone».


Entre los dos parientes, al fin auténticos Mosqueras, aguerridos e
implacables, van sembrando el país de cadáveres.^^ Y el pobre señor
Lleras, maestro de escuela, hombre recto, liberal, que detesta la
violencia, paga prisión por haber tomado partido en favor del uno
contra el otro. Esto, sin embargo, le costaría todavía más caro.^^
Cuando ya se va apagando el ruido de la mosquetería en todo el
territorio, están reducidos o fusilados los Supremos, y el jefe Obando
huye Putumayo abajo hacia Lima y el exilio amarguísimo, se desata
la reacción que había estado escondida y que cobra el miedo que le
ha hecho pasar la gran revuelta. Se dictan medidas de seguridad por
el congreso y el gobierno las aplica inflexiblemente. Por la ciudad
se pasean, fatuos, los enemigos del liberalismo, comprometido por
Obando en la tremenda derrota, y hasta un cura medio loco, el
Monigote Medina, también llamado Cachimona, tiene que ser repren­
dido públicamente por el presidente Márquez por andar haciendo
tiros por las calles.
Cuando un juez de primera instancia dicta un sobreseimiento en
la causa que se sigue contra los presos políticos de Las Aulas y ordena
su libertad, el subproletariado urbano, las revendedoras de la plaza,
encabezadas por la Curruca, Cachimona y el torero Antonio, orga­
nizaron la «gran pueblada» que se fue contra los cuarteles y buscó
a los liberados para meterlos otra vez a la cárcel. Todos ellos esca­
paron al motín, que siguió creciendo y reaccionó, naturalmente, contra
el gobierno y contra Márquez, quien por mantener cierto orden civil
regular aparecía a los ojos de la asonada como un cobarde. Florentino

23. En la Historia de un alma, José María Samper asegura que Mosquera habría
hecho fusilar, entre 1840-1841, a 88 personas. Otros dicen —agrega Samper— que
a 112, casi todos prisioneros de guerra. Solamente dos habían sido objeto de juicio
y formal sentencia.
24. Para lo anteriormente escrito se tomó información principalmente del Otan­
do, de Cruzverde a Cruzverde, de A. J. Lemos Guzmán, Popayán; de Hacia Berrue­
cos, El general José María Obando, de Luis Martínez Delgado, Bogotá, 1946, y de
la Historia Contemporánea de Colombia, de G. Arboleda, Popayán, Imprenta Dptal.
70 Memo rías

González se fugó, por los tejados de su casa. Después buscó exilio


en Europa. Lleras se ocultó. Pero por la tarde, cuando el aguardiente
había caldeado más los ánimos de estos siniestros personajes de Goya,
asaltaron la residencia del propio presidente, muy cercana a San
Carlos. Ya iba a huir la señora de Márquez con sus hijas y criados,
cuando llegó el comandante general de la plaza, a la cabeza de un
escuadrón de húsares. Días después otro juez declaró que a los presos
políticos de la acción militar de La Culebrera no se les podía aplicar
la pena de muerte. La Cámara de Representantes acusó al magistrado.
El Senado lo declaró culpable. Y La Nueva Era, el periódico de José
Eusebio Caro, pidió a Márquez que entregara el poder a Herrán. Caro
escribía en prosa, y sobre política, ferozmente, y muy mal.
Pero Lleras, ya sin Santander, sin Obando, sin González, se toma
menos activo y combatiente. Sin embargo, cuando el congreso de
1841 apmeba un acto de agradecimiento a los vencedores de Sala-
mina, en cuya jomada, en su opinión, ha intervenido decisivamente
una mujer pública, Lleras, siempre puritano, se indigna. Como todo
romántico se dirige desde su aldea andina «a las naciones y gobiemos
civilizados», denunciando en mordaz estilo a los militares vencedo­
res. Y justamente uno de ellos, el coronel Alfonso Acevedo, está
ahora de gobemador de la provincia de Bogotá, cometiendo alcalda­
das para limpiar la faz inmunda de la ciudad o para purificar su alma,
y comienza por enviar al doctor Lleras al destierro, valiéndose de las
medidas de seguridad. A Lleras se le da a escoger la ciudad de su
forzada residencia, y escoge a Ibagué y pasa allí gratos meses en la
casa de don Nicolás Esponda, situada en la plaza principal. El trato
con las gentes apacibles de la provincia calma su ardor, a medida
que el gobiemo de Herrán le resulta más compatible con sus ambi­
ciones magisteriales. Lo cierto es que en el año de 1842 es llamado
a la rectoría del Colegio del Rosario, en cuyas aulas, patios y corre­
dores pasó su juventud. El nuevo rector entra al viejo claustro de
Fray Cristóbal de Torres en el momento en que la reacción clerical
y conservadora crece como la espuma, sobre los buenos éxitos de la
guerra. AIK encuentra la tranquilidad. Ante todo quiere establecer la
Mi gente 71

cátedra de inglés, desconocida en el país. Sus esfuerzos son tan


desproporcionados como estériles. Los jóvenes y bravios neograna-
dinos no querían aprender latín, pero menos aún inglés, cuya utilidad
les parecía discutible. Del paso de Lleras por la rectoría queda un
recuerdo de esta frustración y no muchas otras huellas notables.

Herrán ha dejado el poder. Siendo presidente, contrajo matrimonio


con la hija de Tomás Cipriano de Mosquera, Amalia, mucho más
joven que él, y así, lo que llamaría Obando en una de sus cartas «la
casa de Herrán», como si hablara de los Orleans o de los Guisas, se
ha unido estrechamente al mosquerismo. Para el país por muchos
años, no hay sino alternativas entre ese grupo de familia: del arzobispo
Mosquera al arzobispo Herrán en la silla primada. De Herrán a
Mosquera en la de Bolívar. Dos tumos más en la presidencia para
Popayán, Mosquera y Obando, es decir, la rama bastarda de los
Mosqueras. Dictadura militar de Meló y fulminante aplastamiento
por Mosquera y López. Un breve interregno, con Mallarino, en el
cual descansan los odios entre payaneses ilustres, y Ospina es elegido
presidente. Rebelión de Mosquera, súbitamente reconciliado con
Obando. Ospina recurre a Herrán para combatir la insurrección, pero
los conservadores le birlan la presidencia al vencedor del Oratorio y
le entregan la candidatura a Julio Arboleda, sobrino de Mosquera.
Los dos Herranes, el arzobispo y el general, les salvan la vida a los
hermanos Ospinas, a quienes quiere fusilar Mosquera. Y luego vienen
las presidencias, primero provisional y luego constitucional, de Mos­
quera. Todos estos hechos famosísimos que constituyen el sangriento
tejido de la historia republicana en el siglo XIX, llevaron al señor
Lleras de la cárcel y el destierro, a sus colegios y a la Secretaría de
Relaciones, otra vez a la cárcel y de allí a la rebelión victoriosa, esta
última dirigida por un hombre que no le inspira confianza, y a quien
ayuda a contener en la Convención de Rionegro. Pero su paso por el
Rosario le ha reactivado una vieja idea, un sueño entrevisto en los
72 Memorias

Estados Unidos, perseguido en sus lecturas anglofilas: la creación de


un instituto, que después será, tal vez, universitario, para formar
varias generaciones de neogranadinos de espíritu liberal y cultura
humanística, capaces de dirigir y desarrollar la nación paupérrima.
Es el Colegio del Espíritu Santo. Por primera vez salen a la calle los
estudiantes, que hasta entonces se cubrían indecentemente con capo­
tes de calamaco y calzaban feroces botines de becerro, con frac y
pantalón de paño azul oscuro y chaleco de piqué blanco, la chaqueta
engalanada con botones de metal dorado en cuyo círculo volaba una
paloma, guantes de cabritilla y sombrero de copa.^^ En el colegio
había varios focos de interés, que correspondían a las vocaciones
culturales del doctor Lleras, pero el teatro era uno de los más impor­
tantes. La sociedad bogotana, tiritando de frío, bajaba a la quinta del
señor Lleras, ya en el campo, hacia el occidente de San Victorino,
que era también su colegio. Y allí oía y veía a los chicos representando
comedias y dramas, escritos o traducidos por Lleras, con magníficos
atuendos. A estos atuendos los alcancé a conocer en mi casa, en donde
hubo siempre, a pesar de las constantes mudanzas, un llamado «cuarto
de los disfraces», en el cual inmensos baúles, cinchados de hierro,
contenían, entre naftalina, los pesados paños rojos y las sedas
multicolores, las cotas de malla, los greguescos, los espléndidos
encajes, los chambergos emplumados que venían del teatro de mi
abuelo. No es difícil calcular cómo esos tesoros, obviamente im­
portados de Europa, tanto como los equipos para la enseñanza de
las ciencias físicas y químicas y otros materiales novísimos en la
pedagogía de ese tiempo, debieron erosionar gravemente la mo­
desta fortuna heredada del capitán de la armada real y la hija del
comerciante panameño. Todas las demás empresas de Lleras esta­
ban predestinadas al fracaso financiero, como sus imprentas y acti­
vidades periodísticas. Lo cierto es que Lleras comprometió su crédito
para la compra de dos grandes quintas que fueron la sede física del
colegio. Más tarde, cuando fue Secretario de Relaciones Exteriores
25. Reminiscencias, José María Cordovez Moure, Bogotá.
Mi gente 73

de Obando, le sobrevinieron dificultades financieras tan grandes que


precipitaron, providencialmente, su renuncia —por lo cual no era
miembro del gobiemo el día del golpe de Meló—, y se vio envuelto
en un pleito con don Mariano Tanco, en que temió ir a la cárcel. Y
allí hubiera parado para vergüenza suya y del régimen, a no ser por
la intervención, otra vez providencial, de don David Castello, el
mismo personaje que lo había salvado en Jamaica, cuando naufragó
a la vista de Kingston, y a quien Lleras persuadió para que viniera a
instalarse en su patria. De todas maneras, vencido y descorazonado.
Lleras renunció a la secretaría.
No se necesitaba ser vidente para predecir el fracaso económico
de Lleras en esta aventura magisterial. Levantó edificios que debieron
parecer imponentes a los mezquinos santafereños. Compró cabalga­
duras para que tuvieran clases de equitación los palurdos gentlemen
de la Sabana. Su otra vocación, el periodismo, naturalmente hubo de
satisfacerse, y Lleras publicaba la «Crónica Mensual del Colegio del
Espíritu Santo» en donde, además de relatar lo que pasaba en el
incipiente claustro, se daba salida a la abundante producción literaria
del director y a las obras de los alumnos. El colegio, iniciado como
de enseñanza secundaria, iba cumpliendo su previsto destino de ser
la primera universidad privada no-confesional. Eso era lo que quería
Lleras. Cuando una reforma de los liberales echó por tierra el plan
educacional del país y abolió, prácticamente, la necesidad de grados
y reconocimientos académicos, ya tenía cátedras de medicina, juris-
pmdencia y ciencias matemáticas bastante avanzadas.^® Esa determi­
nación de los radicales separó todavía más a Lleras del gmpo
intransigente que se venía, primero contra los artesanos, con el libre­
cambismo, y después contra los estudiantes, con la abolición de los
grados.
La costosa aventura —el Colegio del Espíritu Santo— tenía, sin
embargo, entre sus fines altmistas, un subproducto pragmático. La
innumerable familia del señor Lleras era ya, en sí misma, bajo la
26. Lorenzo María Lleras, por Andrés Soriano Lleras.
74 Memorias

rígida disciplina de mi abuelo; un colegio, en el que balbuceaban


las primeras letras sus hijos menores; estudiaban cálculo y mecá­
nica, Luis, Ricardo y Martín; métrica, castellano, lenguas y lite­
ratura, José Manuel. Los hijos del «viejo Lleras», a quienes impone
sus aficiones y gustos tanto como su concepción del deber y del
servicio, fueron, en gran parte, educados y formados intelectual­
mente por él mismo. ¿Qué mucho que otras dos o tres veintenas
de estudiantes,^algunos hijos, de sus amigos^becados no pocos,
otros de buenos medios de fortuna compartieran el beneficio? Allí
estaban Santiago y Felipe Pérez, el primero de los cuales es idéntico
a su maestro, y amado por él como cualquiera de sus hijos, si no más.
Acabará casándose con una hermana menor de la esposa de Lleras,
hija del viejo Triana Algarra, y de allí en adelante se llamarán, en su
correspondencia, hermanos. Lleras lo hace recitar en público poemas
y discursos en verso, lo estimula a que escriba dramas —el Jacobo
Molay, por ejemplo—, que luego publica el infatigable editor. Felipe
Pérez se casa con la hija mayor de Lleras,-Susana. El colegio es pues
su hogar, es su editorial, es su teatro, es su periódico. Es, además,
su partido. Allí también recibirán educación entre otros muchos,
Santos Acosta y Jorge Isaacs, autor de María, cuyo novio, Efraín,
precisamente se educa en la capital en el colegio de Lleras. La
influencia de Lorenzo María Lleras en la vida poKtica colombiana
se extendió por sus discípulos, que, como sus hijos, recibieron la
impronta del poeta institutor y la transmitieron, sin deformación, a
sus nietos.
El país va cambiando y Lleras mira esas alteraciones sin sorpresa,
a veces con satisfacción. Mosquera, cuya elección inevitable fue
mirada con pánico por los antiguos santanderistas, comienza a hacer
una administración sorprendente y tan poblada de iniciativas y refor­
mas, que tiene que valerse de Florentino González para que las
presente, las defienda y las saque victoriosas en un Congreso des­
confiado. Pero cuando llega su antiguo e íntimo amigo a la Secretaría
de Hacienda, Lleras lo siente menos cercano a su afecto y a su
admiración. Porque Florentino, quien estuvo viajando por Europa
Mi gente 75

con su bella mujer. Bernardina Ibáñez,^^ se ha vuelto comerciante,


hombre rico y jactancioso librecambista, y busca el puesto natural
de la Nueva Granada en el mundo económico, que no es otro que el
de colonia voluntaria de Inglaterra y de los demás poderes industriales
contemporáneos, como productora de materias primas, de alimentos,
de minerales, e importadora de artículos manufacturados. Lleras lee
los discursos de González y seguramente discute sus ideas con el
antiguo co-secretario de Santander, y aunque a veces se deja seducir,
la voz que priva en los sentimientos del fundador de las Sociedades
Democráticas es la de sus artesanos indignados, a quienes se pretende
quitarles la inflexible protección aduanera que les permite sobrevivir
de sus rústicas artesanías. Se grita, como nunca, y por los mismos
«guaches» de siempre, abajos rabiosos a Florentino González. Éste,
imperturbable, desdeñoso, insoportable, dicta, diaria y empeñosamen­
te, cátedra de economía moderna en el Senado y en la Cámara. Le
hace creer a Mosquera, ansioso de prestigio como modemizador del
país, que los cambios en los sistemas impositivos, cambiarios, mo­
netarios, son desarrollo de su política. Lleras se va desprendiendo
del Secretario de Hacienda. Pero muchos otros de sus amigos, como
Mantilla y Ezequiel Rojas, también comienzan a mirar a Mosquera
con simpatía. En realidad Mosquera procede como pragmático, con
el afán de innovación y sacudimiento de las estructuras feudales
de la Nueva Granada, afán que no abandonó jamás, y va utilizando
a quienes le ofrecen apoyo y capacidad para ejecutar su tarea inno­
vadora.
Lleras, aislado de la política y dedicado a su colegio, no puede
menos de sentirse halagado cuando por iniciativa de Manuel Ancízar,
otro liberal que colabora en el gobiemo de Mosquera, se crea el
Instituto Caldas, que es un modo de revivir la academia que trató de
27. Bernardina Ibáñez se casó, por instigación del Libertador, con el coronel
Ambrosio Plaza, quien murió en Carabobo, y después, en segundas nupcias, con
González, el conspirador contra Bolívar. Don Joaquín Acosta escribía: «Bolívar es
muy popular entre las muchachas, pero él sólo le hace fiestas a B. L». Historia
Secreta de Bolívar, Comelio Hispano.
76 Memorias

organizar Santander, y entre la galaxia intelectual que se nombra,


figura él en la sección de educación. La vida del instituto no será
muy larga, porque la primera administración de Mosquera está ter­
minando. Pero ese gesto de imparcialidad y de tolerancia de Masca-
chochas ablanda el fácil corazón de Lleras.
Quien por esos días se ocupa en lograr que se interesaran los
colombianos en el regreso de Obando a su patria, y, al mismo tiempo,
en elegir a José Hilario López como presidente, ante la imposibilidad
de que el caluntmiado jefe del liberalismo pudiera serlo. Todo mueve
a Lleras en la situación de Obando. No sólo lo juzgó víctima de
tremenda injusticia y lo considera inocente del asesinato de Sucre,
sino que sabe, por sus propias cartas, las miserias y dolencias que lo
afligen. El que tan eminente hombre público, expresidente de Co­
lombia, general de su ejército, ande por ahí, de Lima a Santiago,
ganándose la vida con su trabajo personal como hortelano, y el de
su mujer como maestra, es para Lleras un oprobio que cubre a todos
los neogranadinos. Y, además, es notorio que el liberalismo anda
mal, muy mal, en manos de gente joven alocada, algunos de sus
antiguos discípulos, que leyendo novelas románticas y La Historia
de los Girondinos quieren establecer utópicas libertades sobre un país
que necesita —piensa Lleras— un mínimo de disciplina, una mano
de hierro en el timón, como, ¡ay!, la de Santander. Mosquera estaría
dispuesto a dictar un indulto para Obando, pero los liberales piensan
que aceptarlo sería para Obando la admisión de su responsabilidad.
Al fin, un decreto que declara prácticamente suspendidos todos los
juicios pendientes y lanza a la calle a los presos políticos anteriores
a 1843, deja a Obando en libertad para volver a la patria. Se embarca
hacia Buenaventura y por la ruta de Cali y Neiva llega a Fusagasugá
antes de que los santafereños, sus enemigos y sus innumerables
amigos sepan la gran noticia. Jubilosos los últimos, toman sus caballos
y salen a Soacha, y allí encuentran no al tremendo guerrillero que
salió hace años, arrogante y juvenil, los enhiestos mostachos rubios
temblorosos al viento, sentado fuertemente en un espléndido caballo.
Mi gente 77

sino a un anciano agotado por las penalidades del exilio, que ha


sobrellevado con dignidad en la más dura pobreza.
Caballero en una muía, el traje medio raído, los cabellos y los
bigotes blancos, el rostro marcial y arrogante surcado de arrugas, he
ahí lo que la vida le devuelve al partido liberal, que cada vez que
grita ¡Viva Obando! se estremece de emoción como si fuera a entrar
en batalla y lo protegiera la sombra del guerrero invencible. Obando
recibe los aplausos, los manoseos, el hálito del brandy y aguardiente
de los madrugadores bogotanos, los gritos, y sus ojos duros de piedra
gris, se humedecen. A galope de la mulilla hace la última legua y va
casi a ocultarse, mientras sus jubilosos partidarios recorren la ciudad,
vociferantes, en una casa, casi una choza, al lado de la iglesia de Las
Aguas. Que horas después se verá rebosante de «cachacos», de pueblo,
de amigos de otros tiempos, de jóvenes liberales, y entre esa inmensa
multitud delirante, los partidarios que jamás lo abandonaron, como
don Salvador Camacho, el recio abogado llanero, y el señor Lleras.
Pero ha comenzado otra vida, otro capítulo, la victoria del liberalismo
y de López, la de los artesanos que gritaron y amenazaron y asustaron
a los «godos» el 7 de marzo para que votaran por el general López
y que pusieron en las trémulas almas del conservatismo dividido la
decisión de votar «para que no asesinaran al Congreso». Y desde su
finca de Neiva viene López también, electo presidente por la mayona
popular y la confirmación del Congreso, a iniciar un gobierno de
cambio, de grandes cambios, que se espera que esta vez no se reducirá
a cambiar unos nombres por otros.

Independientemente de otros sentimientos afectuosos, la vida de


Lorenzo María Lleras, institutor, maestro perdido entre las borrascas
del siglo XIX, me atrae como tema de estudio sobre la evolución
procelosa de una época que, a pesar de las altas murallas andinas y
del foso atlántico, no pudo menos de sentir el eco de las turbulencias
mundiales de ese reducido «mundo» europeo, que hacía, sin embargo,
78 Memorias

conmover con su estrépito al resto de la humanidad, por distante y


atrasada que estuviera. Aquí lo tenemos ahora en su colegio, y traduce
el poema épico de Ossian, Temora, en ocho libros. Es lo que hace
con otros poemas de Macpherson, José María de Heredia, en Cuba,
y Espronceda, en España. Lleras publica Temora en una de las muchas
hojas periódicas de su tiempo, y sólo logrará darle forma de libro
cuando en 1863 edite sus Ocios Poéticos. Pero en 1850 y 1851 Lleras
tiene otra misión, adicional a las actividades normales de su colegio
y su familia. Es representante a la Cámara, en el momento en que
comienza a crujir todo el sistema feudal al impulso de muchas locuras
y de no pocas ideas esenciales y serias. Lleras ha saludado con júbilo
el ascenso de López a la presidencia, como lo hicieron los artesanos
de las Democráticas. Para todos habrá desengaños, porque la libertad
de importaciones, la libertad de enseñanza que implica la desaparición
de grados y títulos y el ascenso en tropel de la ignorancia y la
patanería, ponen a Lleras en dificultades con su conciencia. En el
Congreso le corresponde perfeccionar la ley de la libertad de los
esclavos, y es suya la redacción definitiva. A las Sociedades Demo­
cráticas se oponen ahora las conservadoras Sociedades Populares, y
entre sus miembros se cambian trabajosos argumentos y algunos
palos.
Las Democráticas están comprometidas, como cuestión primera,
con la expulsión de los jesuítas, y el señor Lleras comparte con efusión
sus propósitos. Para él, como para los liberales auténticos y doctri­
narios, el ideal sería que la Iglesia y el Estado anduvieran cada cual
por su ruta, como poderes libres y lejanos. Pero Iglesia y Estado están
unidos por el tejido secular del patronato, e innumerables nexos que
no dejan ver claro por qué el Estado cobra diezmos y la Iglesia decide
sobre el estado civil de las personas. En la práctica, y no sólo en la
ley, estas relaciones de dependencia recíproca son infinitas. Y el
gobierno conservador no ha hecho sino aumentarlas. El acceso del
liberalismo al poder debería haber cambiado esa situación radical­
mente, y de un solo golpe. Pero los liberales se complacen en utilizar
todos los medios, que la ley no les permite, pero les sugiere, para
Mí gente 79

tratar de manejar la Iglesia, de intervenir en sus negocios, de discutir


sus cánones, de nombrar sus jerarquías y sus propios párrocos, por
elección popular, de preferencia. El célebre Congreso del 51 se ocupa
casi todo el tiempo en estos menesteres y parece más una reunión
conciliar que un parlamento libre.
La filosofía fundamental de esa preocupación es que el liberalismo,
no menos que Carlos y Felipes de España, no quiere dejar a la Iglesia
libertad, y la Iglesia duda en obtenerla porque el Papa no la quiere,
en primer término, y porque de su asociación deriva ventajas innu­
merables, económicas y de prestigio mundano, que la seducen y a
las cuales se ha acostumbrado el clero en la dulzura de la Colonia,
en que el Estado se encarga de mantener la fe, estimularla, prolongarla
y hacerla respetar con toda la fuerza del brazo secular, mientras
arzobispos y obispos toman chocolate con los oidores, gobemadores,
presidentes, virreyes y aristocráticas damas supersticiosas. La conti­
nuación automática del patronato y del espíritu teocrático en el poder
era una ambición de gobemantes y de eclesiásticos. Pero cada día
sm-gían más causas de disensión y de disputa. Y el régimen liberal
las agravaba. Los jesuítas, de otra parte, traídos otra vez, después del
desalojo por Carlos III y el Conde de Aranda, pero ahora técnicamente
como misioneros, a instancias de Mariano Ospina bajo el gobiemo
de Herrán, con su actividad, su celo, sus sistemas de influencias y
su ilustrado colonialismo, desesperaban a los liberales. Su influencia
en la educación, sobre todo, los irritaba, porque la Nueva Granada y
el Nuevo Mundo iban a ser de los jesuítas, como pintaban las cosas.
Y sin que el gobiemo liberal paupérrimo pudiera ofrecer mejor edu­
cación, ni gratuita, ni obligatoria, ateniéndose a los textos de la ley.
Y así los parlamentarios se dirigieron a López, ánima vágula, blán-
dula, con su apariencia feroz y mbia de granadero y de héroe de la
Independencia, para pedir que los expulsara. Y otro tanto hicieron
las Democráticas. Y López, por fin, los expulsó. En ninguna otra
acción del liberalismo en ese tiempo, cuando se sorbía los vientos,
mostró más debilidad programática y mayor contradicción. Cuando
reglamentó y dejó vivas a todas las demás comunidades religiosas.
80 Memorias

tuvo que inventar justificación para la excepción. Lo cierto fue que


los padres de San Ignacio, escogidos como manera inequívoca de
sentar precedentes de intrepidez, volvieron a salir de la republicana
Nueva Granada, con las mismas precauciones que del Nuevo Reyno
de Granada y, claro, seguros de que algún día estarían de regreso.
Pero el impuesto directo, que azotó a los habitantes de las ciudades,
que hasta ahora habían logrado eludir los impuestos indirectos, en
razón de sus fortunas ociosas; la liberación de los esclavos, que no
todos habían podido eludir, como Julio Arboleda, enviándolos al
Perú; la agitación demagógica; los zurriagueros, por lo general miem­
bros de las Democráticas, que corrían las cercas de los oligarcas de
noche y de día los golpeaban con «zurriagos», especialmente en el
sur del país, esclavista y latifundista; y muchas otras medidas que
soltaban, sin precaución alguna, los lazos y cadenas del régimen
colonial, hasta entonces supèrstite, todo ello fue creando entre las
clases altas un fermento revolucionario que recogió el partido con­
servador y que secundó, desde luego, la Iglesia, que se sentía, y
estaba, perseguida. El régimen, de otro lado, no parecía tan seguro.
Los jóvenes discípulos del doctor Lleras, como los Pérez, Camacho
y muchísimos más, habían fundado la Escuela Republicana, que iba
mucho más lejos de todo lo que el maestro —que a los cuarenta años
era para ellos el viejo Lleras— hubiera querido. Además, para Lleras
lo fundamental, lo que había aprendido de las lecciones prácticas de
Santander, era que no se podía hacer liberalismo puro sin gobierno
fuerte, y el de López, que se alteraba al soplo de las pasiones de las
Democráticas o por petición de los congresistas liberales, carecía de
esa condición indispensable. En 1852 fue lanzada en Neiva la can­
didatura de Murillo Toro, cuando ya existía el consenso de que
Obando sería el sucesor de López, de que el liberalismo tenía que
llevar a su jefe a la presidencia, aun marchito y envejecido, en una
especie de grande y postrero desagravio de la abominable cauda de
infortunios padecidos «por la causa». Lleras le escribe carta pública
a Murillo para que renuncie. Sin embargo, Murillo dice que no quiere
la presidencia, pero que no renuncia.
Mi gente 81

En una de las crisis políticas, cuando López ensaya a gobernar con


un miembro de otro grupo distinto al suyo, el general conservador
José Acevedo Tejada, y cuando las Democráticas y los congresistas
liberales lo obligan a que «casi ahogado de turbación y embarazo»
le pide a Acevedo que renuncie a la Secretaría de Relaciones Exte­
riores a los pocos meses de haberlo nombrado, López le ofrece a
Lleras la cartera. Lleras responde, cortés y halagado, que no puede
acompañarlo, porque tiene obligaciones sagradas con los padres de
familia que le confiaron sus hijos en el Espíritu Santo, y que, de
adehala, los suyos y su esposa requieren forzosa atención. En su
reemplazo se nombra a otro educador que en Piedecuesta está ensa­
yando algo muy semejante a lo que hace Lleras en Bogotá, un colegio
universitario de estilo inglés, el doctor Paredes.
Y la revolución al fin estalla, sin elementos, impulsada por los
curas, dirigida por los Ospinas, Pastor y Mariano, y en los campos
de batalla por el general Borrero y por Julio Arboleda. El gobierno,
no menos desprovisto de armas y municiones, de dinero y de orga­
nización militar, moviliza el prestigio de Obando, que vuelve a entrar
a Pasto a destruir la empresa de Arboleda, quien ha recorrido toda
la frontera llevando el fanatismo religioso de las gentes a la historia
y al heroísmo. En Antioquia al fin, se rinde Braulio Henao y en
Rionegro Tomás Herrera acaba con las esperanzas conservadoras,
fincadas en Borrero. Pero si bien el doctor Lleras ve con júbilo esas
victorias, a las cuales consagrará, de seguro, algunos endecasílabos,
la turbia exaltación de las Democráticas lo confunde y alarma. No
hablan ya sino de socialismo y de comunismo, y se cita en sus
reuniones a Louis Blanc y Proudhon.
El doctor Lleras, que conoce a sus discípulos, sabe que ni los
escándalos doctrinarios de la Republicana ni la agresividad de las
Democráticas contra oligarquía y capitalismo, a nombre de las ideas
socialistas, tienen fundamento en hechos reales. Pero todo ello lo une
más a la candidatura de Obando, que para él es el orden, es la libertad
sin excesos, es la paz. De otra parte ha visto con irritación apenas
contenida la acción promovida contra el arzobispo Mosquera, que se
82 Memorias

niega a darles curso a las leyes que invaden la esfera misma de la


autoridad eclesiástica, y Lleras se conmueve, en silencio, al ver salir
al viejo amigo de Santander y de los liberales rumbo al destierro y
a la muerte. Más aún lo preocupa otra campaña radical, afortunada­
mente fracasada, contra el ejército. La utopía de los radicales quiere
que las armas estén, como en Suiza, en manos de los ciudadanos,
para que ellos sean sólo convocados en momentos de peligro, pero
se detesta el ejército permanente y toda la organización castrense,
dentro de la cual ya se destaca un veterano de Junín y Ayacucho, el
general Meló. Meló funda un periódico para defender al ejército, con
las mismas armas retóricas de El Orden, dirigido por Juan Pablo
Posada: El Alacrán. Por esos días Lleras ha sido nombrado fiscal de
la nación, y como siempre, con su infatigable actividad, atiende al
colegio, a la política, y se prepara para formar parte del gabinete de
Obando. Éste toma el juramento, en la Catedral Primada, y contesta
al doctor Gori, presidente del Congreso, quien le dirige un largo
regaño, repleto de consejos y advertencias sobre todo lo que teme el
país de la presidencia del viejo soldado.

Ninguna cosa hizo sufrir más a don Lorenzo María Lleras que la
Secretaría de Relaciones Exteriores, cargo para el cual le faltaba, sin
duda, preparación jurídica especializada, y, desde luego, el golpe de
Meló, que, por fortuna, ocurrió un tiempo después de que ya se había
retirado del cargo. En él adelantó una eficaz negociación con el
ministro peruano Paz Soldán, sobre deuda del Perú a Colombia por
su participación en la guerra de la Independencia, y con el ministro
brasileño don Miguel M. Lisboa, sobre comercio, amistad, navega­
ción en el Amazonas y sus afluentes, extradición de reos y límites.
En esta última materia el secretario Lleras se apartó del rígido con­
cepto del uti possidetis juris para aceptar el uti possidetis de facto,
principio brasileño, muy de acuerdo con el desarrollo histórico de la
gran nación, cuyos misioneros, bandeirantes y soldados iban exten­
Mi gente 83

diendo durante el imperio, aprovechando la paz de su país y la


continua efervescencia de sus vecinos, el título precario del tratado
de Tordesillas.
Mucho se ha discutido sobre ese pacto, que fue negado por el
Congreso en 1855 bajo la presión de un hombre entendido y serio,
estudioso y patriota, don Pedro Fernández Madrid. Como ocurre
frecuentemente en cuestiones de límites, don Pedro demostraba que
se había perdido un extenso territorio que le pertenecía inequívoca­
mente a la Nueva Granada. Muchos años después, y en sucesivas
negociaciones con la nación vecina, el territorio colombiano vino a
quedar por las mismas o aproximadas líneas trazadas en el pacto
Lleras-Lisboa, que nunca rigió entre los dos Estados. Pero Lleras
reconoció abnegadamente que «no dispuso de los datos y del tiempo
necesario para el estudio de la cuestión», al paso que Lisboa venía
perfectamente aprovisionado para la discusión por su ya muy orga­
nizada y activa cancillería. Los ingenieros que han intentado poner
sobre el mapa los límites convenidos en ese proyecto del tratado han
concluido, muchos años después, que el tratado era impracticable y
que la inexactitud de sus términos era, como no podía ser menos,
tratándose de selvas desiertas e inexploradas, muy frecuente. De todas
maneras Lleras fue objeto de muchas críticas, y cansado como secre­
tario de Obando de las indecisiones y silenciosa incapacidad del
presidente; acosado por sus antiguos amigos, los artesanos, para que
predominaran sus puntos de vista sobre los de los fatuos jóvenes
gólgotas, y más que todo, ante la necesidad de mantener su prole
vastísima y todavía en crecimiento, atender su colegio y sus activi­
dades editoriales, renunció y se fue a su quinta de Paiba, desde donde
continuó sus trabajos y el cultivo de sus disciplinas literarias.
Intentó, como era natural, apenas estuvo libre de la carga de la
secretaría, organizar la decaída Sociedad Democrática, que en los
últimos años y especialmente en el de 1851 había cometido todo
género de excesos, como sus imitadoras del resto del país. Era cierto
que había agitación y encono entre las diversas clases sociales de la
joven república, pero no la conciencia de que se oponían, por un fatal
84 Memorias

destino, y se opondrían siempre, sin remedio. Los «guaches» amigos


del doctor Lleras paseaban, a veces, por las calles oscuras, de bayetón
y tiple, y donde encontraban a los «cachacos» en tren de fiesta y
avanzados sobre los barrios suyos, San Victorino, Las Nieves o Las
Cruces, se armaba el jaleo, venía el palo, la piedra y, a veces,
excepcionalmente, un tiro de pistola. Además, los artesanos vigilaban
la legislación que podía afectarlos. Y tenían muy poca simpatía por
la Constitución, cuyos patrocinadores en el liberalismo, los gólgotas,
les eran insoportables, principalmente por su librecambismo. El 19
de mayo, al votarse la proposición por la cual la Constitución entraba
al estudio de la Cámara, se promovió la zambra entre artesanos y
cachacos, que habían venido deliberadamente a oponerse a la pue­
blada. Sin intervención de la guardia, que el presidente de la corpo­
ración consideraba peligrosa, hubo en la plaza un zafarrancho y
resultó un artesano muerto. El presidente Obando, a pocos metros
del edificio de las Aulas, donde sesionaba el Congreso, no hizo nada
para despejar los alrededores, no tomó medida alguna que le pudiera
restar la simpatía de los artesanos. Desde ese día, la situación se fue
haciendo más áspera entre ellos y los cachacos.
Y cuando vinieron las fiestas de la Octava de Corpus, y se «jugaron
toros» en la parroquia de Las Nieves, los democráticos, a los gritos
de ¡Viva Obando, Viva Meló!, atacaron a los pocos cachacos que
estaban participando en la diversión. El puente de San Francisco
sobre este último riachuelo, era el límite natural entre el poblachón
donde residía la mayor parte de los «ricos» y «nobles» de su tiempo
y la «guachema» de Las Nieves. En la esquina estaba el cuartel, desde
donde Meló miraba los acontecimientos, frío y despreocupado. Los
dos bandos se acometieron a piedra y palo y los cachacos contuvieron
en el puente a los democráticos. Pero cuando estos últimos comen­
zaron a dispersarse, salieron los soldados del regimiento e hicieron
fuego contra los cachacos, quienes contestaron con sus pistolas y
dieron muerte a un soldado. Los cachacos huyeron perseguidos por el
propio Meló con su tropa, hasta la plaza de la Constitución. El Macho
Alvarez, que ejercía un cargo judicial, reconvino a Meló, quien le
Mi gente 85

contestó rudamente. Por la noche Florentino González fue apaleado


bárbaramente en una de las calles principales y los democráticos se
tomaron la ciudad hasta el alba, entre gritos, vítores y amenazas. Otro
tanto hicieron al día siguiente y sólo la intervención de José María
Plata, ya cerca de la noche, consiguió dispersar el motín.
Pero el 18 de junio fue asesinado el joven Antonio París, a quien
los cachacos querían mucho por su espíritu jovial y sus afectuosas
maneras. Había dado una serenata a su esposa y desafió la tensión
existente que había dejado la noche en poder de los «guaches» y de
los soldados. Terminada la serenata, llevaba los músicos hacia una
fonda cuando tropezó con una partida de artesanos, también de farra
y tiple, y sin que mediaran muchas discusiones, Nepomuceno Pala­
cios, uno de ellos, le hundió un puñal en el corazón. La conmoción
en la ciudad fue muy grande. Palacios fue aprehendido, juzgado y
fusilado. Los artesanos se sintieron engañados por el gobierno, que
había abandonado a uno de los suyos. Parecían contar con la compli­
cidad de las autoridades, y el que se hubiese castigado tan severa y
rápidamente el asesinato de París, y nada semejante hubiera ocurrido
con el del artesano muerto el 19 de mayo, les irritó intensamente.
Con sucesos semejantes en otras ciudades del país, e incidentes de
menor importancia en la capital, transcurrió el año de 1853.

Don Vicente Ortiz asegura que «Lleras era mal querido de los
conservadores y de los que seguían a Murillo, y a todos estos se
manifestaba implacablemente hostil». Así, precisamente, estaba com­
puesto el Congreso, por conservadores y gólgotas, y una minoría de
draconianos, entre los cuales figuraba don Lorenzo. La mayor parte
de su tiempo, como Secretario de Relaciones Exteriores, la pasó
disputando por correspondencia pública con el nuncio Barili, quien
desde el discurso de Obando en el acto inaugm-al encontró motivo
para protestar contra alguna descuidada afirmación suya, sin tener
en cuenta que Obando no sólo era católico, rezandero y fanático, de
86 Memorias

escapulario colgado al pecho, sino que además no quería la separación


de la Iglesia y el Estado, sino el viejo patronato que haría al partido
liberal automáticamente heredero de los privilegios de Fernandos,
Carlos y Felipes. Pero a más de esa correspondencia bizantina. Lleras
propuso, sin acuerdo previo, al parecer, con el presidente y con los
demás secretarios, el matrimonio civil con divorcio entre los cónyu­
ges, sin celebración de nuevo vínculo para los divorciados con persona
distinta de la que había sido su consorte. Su proyecto, con variaciones,
fue aprobado al fin en junio de 1853. Por esa ley pudo Rafael Núñez
divorciarse de Dolores Gallego y contraer matrimonio civil, en Fran­
cia, por poder, con Soledad Román. Y muchos otros granadinos
aprovecharon de ella para resolver viejas y enquistadas dificultades
matrimoniales. Obando hizo saber, sin embargo, por la Gaceta, que
no estaba de acuerdo con la ley que permitía la disolución del vínculo,
pero advirtió que por haber cesado todas las leyes sobre el matrimonio,
al separarse la Iglesia y el Estado, tem^a que sancionarla.
La mayor parte de los sucesos de orden público, que mantenían a
la pequeña y timorata sociedad consternada, envolvían a militares,
en retiro o activos. Así se supo que en Ciénaga había sido muerto el
general Cannona, un Supremo de 1840, a palo y piedra, por un grupo
de gentes, cuando trataba de recuperar las charreteras que había
prestado a un amigo para cualquier función pública.
Y por último, el primero de enero de 1854, en la noche, el general
Melo se encontró en la calle con el cabo Pedro Ramón Quirós, vestidó
de civil, de ruana y sombrero de jipa, que había salido del regimiento,
acuartelado rigurosamente por órdenes del propio Melo, a comprar
provisiones a los oficiales. Era de noche, y Melo encontró la situación,
para su rígida interpretación disciplinaria de la regla prusiana, into­
lerable. Discutió con el cabo, y parece que en la lucha para darle de
planazos con el sable, lo atravesó de parte a parte. El cabo fue recogido
y llevado al cuartel, pero al poco tiempo murió. Como siempre ocune,
se quiso cubrir el hecho con excusas y mentiras. Y ya en manos de
los congresistas el episodio suscitó una campaña abierta contra Melo,
y contra el supuesto irregular manejo de su cuartel, donde se aseguraba
Mi gente 87

que mantenía" animales, además del ganado de los húsare» y sus


propios caballos. Se decía que Meló recorría la ciudad de noche con
el escuadrón para tranquilizar al presidente, pero tiraba bombas contra
el cuartel y contra el propio palacio para alarmarlo. El 30 de marzo
pasa al Congreso el crimen de Quirós. El representante Vicente
Herrera propone que se destituya a Meló. El 6 de abril hay gran sesión
de la Democrática, con asistencia del presidente y de sus secretarios,
y se les recibe al grito de ¡Viva Obando, viva el partido liberal!
Obando se extraña de que vean en él un jefe de partido. Es un poco
tarde para estos remilgos. El liberalismo no ha visto en él, desde que
murió Santander sino un jefe, su jefe.
El viernes santo hay procesión en la Plaza de la Constitución. Y
antes de ella en el café La Rosa Blanca hay una riña de oficiales de
caballería con jóvenes gólgotas. Allí no concluye, y por sobre los
penitentes y devotos, los dos grupos se ultrajan, amenazan, cambian
piedra y disparos.
Se dice que se ha constituido un club fevolucionario al cual per­
tenecen Meló, el doctor Obregón, que es el segundo de Lleras en la
Democrática, y el doctor Cuenca. Los rumores cruzan la ciudad. Se
teme la revuelta de un momento a otro. Se habla de ella abiertamente.
En todas las «chispas» figura Meló como el protagonista. El único
que parece no saber nada, en su rara inmovilidad y letargía, es Obando.
El 16 de abril, en la noche. Meló está en su cuartel, sombrío y
meditabundo, sentado en un banco. No saben los húsares qué le ocurre
a su jefe. Después de la medianoche, se levanta y ordena tocar botasilla.
Sube sobre su caballo zaino. Hace que todos los húsares vistan sus
uniformes europeos, de presillas húngaras y altas gorras que mejoran
mucho el aspecto de los nativos sabaneros. Se limpian las sillas y los
caballos y por la puerta ancha, como otras noches, tal vez preparatorias
de este momento, los trescientos húsares salen a formar en cuadro en
la plaza. Pero allí ya hay una multitud. Los democráticos han llegado
antes. De ruanas y bayetones, con palos y fusiles y sombreros divisados
con cinta roja, están listos. Meló se yergue sobre los estribos y da un
grito, que suena y resuena en la lúgubre noche santafereña:
88 Memorias

—¡Abajo los gólgotas!


A las cinco de la mañana, entre vivas al presidente, repiques de
campanas y dianas que empezaron con un bambuco, toques de cor­
netas, tambores y clarines, comienza la revolución. El cañón hace un
tiro cada minuto. Hasta las seis. Antes, en otras calles de la ciudad
en tinieblas, los democráticos destrozaron a balazos las casas de
Pastor Ospina, Manuel Murillo Toro, Urbano Pradilla y Vicente
Herrera. En la plaza alguien habla de enviar una comisión al presi­
dente. Como ya aparece por sobre los montes pardos y sucios un
cielo gris y nublado, se forma la comisión: el doctor Obregón, el
general Gutiérrez de Piñeres y el «maestro» Miguel León, herrero de
notable figuración en la Democrática.
No trataremos de descifrar, después de 118 años de los aconteci­
mientos en que los historiadores se han quedado perplejos ante la
conducta del general Obando, lo que el señor Lleras no pudo entender
en la mañana del 17 de abril de 1854. Para mí no cabe duda de que
Lleras jamás hubiera patrocinado un golpe militar, ni el de Meló, ni
el de Obando, ni el de nadie. Pero sin duda su devoción por la
institución que había fundado muchos años atrás, lo comprometía
seriamente. Miembro de la Democrática era Meló; miembro de la
Democrática, vicepresidente, era el doctor Obregón, y miembro de
la Democrática era, desde luego, el herrero Miguel León, estos dos
últimos los que en la madrugada de ese día destemplado de abril
partieron con el general Gutiérrez de Piñeres de la plaza cubierta de
bayetones rojos y de uniformes de húsares, a notificar al presidente
Obando de la revolución que acababa de explotar a cien metros de
su residencia. Sin embargo, la Democrática era mucho más grande
y desarticulada que la pequeña Junta Central que había salido de su
seno y en la cual había un comité todavía más restringido, al cual
pertenecían, tal vez, los tres personajes. La primera, esa institución
pedagógica y liberal, de apoyo mutuo y buena para hacer elecciones,
vio usurpado su nombre y su reputación por la junta facciosa. El
doctor Lleras, mientras el herrero León le pronunciaba un discurso
al presidente letárgico, que repasaba con la mano sus grandes bigotes
ivii gente 89

entrecanos, y le hablaba de Escila y Caribdis, los conservadores y


los gólgotas, se levantaba en su finca de Paiba y oía contar por fieles
amigos lo que estaba ocurriendo, pero de otra manera, como lo
entendían los artesanos, porque así se lo explicaban los militares y
los jefes políticos draconianos: Meló se había pronunciado de acuerdo
con Obando, para que este último asumiera la dictadura y se dejara
de ruidos y de derechos y libertades ilimitadas, y metiera en cintura
a todas estas gentes que estaban acabando con la paz del país, con
la propiedad privada, con el ejército permanente. Meló, por otra parte,
lo había citado ya dos veces para que fuese a la plaza a reunirse a la
revolución. Lleras, al contrario, se fue a su imprenta y publicó, horas
después, una hoja suelta, que los soldados y los artesanos trataron de
recoger, pero que sirvió para aclarar la situación. Por lo menos, la
de Lleras. Se llamaba, con título grande y negro:
UNA PROTESTA

Hago esta publicación en estos momentos porque es precisamente


en estos momentos que ella puede tener algún mérito. Más tarde se
interpretaría siniestramente. Yo debo probar que no he hecho, ni acepto
la revolución. Yo he procedido con la mayor hoilradez i la mejor fe
del mundo al tratar de organizar i unir al partido liberal, trabajando por
los intereses del pueblo. La misión que yo creía llenar se encuentra
esplicada en la renuncia que escribí el 9 del corrielite, de la Dirección
de la Sociedad Democrática, y que leí a dos amigos que vinieron ese
día a visitarme.
El ciudadano presidente y el secretario de gobierno a quienes tam­
bién la leí, desaprobaron el que yo renunciase. Resolví entonces darle
otra forma y procurar que la Junta Central dirigiese una alocución a
los artesanos con el preámbulo y el final que aquí copio. Los señores
Santander, González, Vargas, Maldonado, Neira i Madiedo aprobaron
mis ideas. Los demás no las combatieron a fondo sino que juzgaron
innecesaria e inconveniente la publicación.
Ni los nombrados, ni acaso algunos otros, ni yo sabíamos que
existiese otra Junta Secreta Revolucionaria i lo más distante que
90 Memorias

teníamos déla mente era que se tramase la revolución que ha estallado.


Al saberlo yo esta mañana he quedado mudo de asombro.
AI instante he escrito al ciudadano presidente la carta que también
publico, con su contestación. La noticia que llegó a mis oídos fue la
de que él había sido nombrado jefe supremo de la nación.
Ignorando yo su resolución negativa, y suponiendo la posibilidad
de que fuese afirmativa fue que le escribí en estos términos.
Yo soy liberal, i lo seré siempre i como tal lamento el paso falso
que se baldado.
No desconozco los peligros a que esta publicación me espone; pero
debo un homenaje a la verdad, a mi lealtad al gobiemo lejítimo i a
mi reputación de hombre de bien. Yo he trabajado por la causa del
pueblo sin interés alguno, pues no tengo ninguna clase de ambición
política. Más tarde cuando calme la escitación de la actualidad el
honrado pueblo de Bogotá que ha desoído mis frecuentes amonesta­
ciones de orden, de legalidad i de paz, me hará espléndida justicia. El
verá quién ha tenido razón, si los que lo han conducido a la revolución,
o los que, como yo, la han contrariado i ni la han hecho ni la aceptan.
Y luego las dos cartas. La dirigida a Obando decía así:
Bogotá, 17 de abril de 1854
Mi querido amigo:
Esta mañana supe con sorpresa el estado de la ciudad. Conmigo no
se ha contado pa. nada. U. sabe mi opinión, consignada en el papel
que le leí, y que leí también a la Junta Central, cuyos procedimientos
han sido enteramente pacíficos i legales i dirigidos únicamente a
trabajar en las elecciones, la prensa i la tribuna; pero yo creo que esta
revolución hace al partido liberal el mayor de los daños.
En cuanto a mí, opinando como he opinado, porque se haga uso de
los medios constitucionales y legales para remediar los males públicos,
no puedo servir ningún destino en la revolución, hasta tanto que,
reunida una convención, si es que se reúne, se legalice la situación
por la voluntad nacional.
Mi gente 91

Por lo mismo suplico a U. encarecidamente, que me evite toda


ocasión de contrariar mis convicciones. El Gral. Meló me ha enviado
dos recados para que vaya a la plaza, i yo espero de U., me escuse.
Yo siento en mi alma lo que ha sucedido; yo creía que ya nada tendría
lugar, i estaba tranquilo, tanto que ayer me he pasado el día poniendo
boletas para la reunión que debía tener lugar esta tarde a fín de
ponemos de acuerdo sobre candidato para la vicepresidencia.
Dígame lo que ha resuelto aunque sea en dos líneas. Su amigo de
corazón,
Lorenzo María Lleras
A esta nota el general Obando contestó lo siguiente:
Mi apreciado Lleras:
Yo conozco mi deber.
Ud. sabe que no mancharé mi nombre jamás, desmintiendo mis
leales precedentes al pie de la ley escrita.
Estoy preso i junto conmigo el vicepresidente, los secretarios i el
procurador jeneral. De aquí saldré a cumplir mi destino señalado a un
hombre de honor. Por lo demás deploro en mi alma los males de la
patria i la deshonra de la causa de la libertad.
Bogotá, abril 17 de 1854.
Su amigo,
José María Obando
Tampoco esta conducta del doctor Lleras aclara para la historia
cuál fue el verdadero papel de José María Obando en la revuelta de
Meló. Su actitud indecisa y soñolienta, sus incertidumbres de la
mañana, cuando estaba libre y cuando, con haber aparecido en la
plaza, habría destruido el golpe, hasta la tarde cuando al fin se cerró
el cerco a Palacio, nunca serán bien explicadas. Es uno de esos
momentos lamentables del hombre que había soportado los más
crueles padecimientos, que estaba envejeciendo, tal vez prematura­
mente, y que ya había tenido otro momento semejante de parálisis
92 Memorias

de la voluntad en la última campaña militar. Lleras, con la publicación


de la carta de Obando lo rescata bastante para la historia, o al menos
no lo hunde en la duda de las generaciones posteriores, como sí lo
hacen las narraciones de testigos más cercanos de esa mañana de
oprobio, en el Palacio de San Carlos. Pero, de paso. Lleras salva
también su reputación de hombre de bien, y de republicano a carta
cabal, que muchos quisieron oscurecer en los días posteriores al golpe.
Para mí, nieto suyo, que libró con los únicos instrumentos dignos de
la vida republicana, la pluma y la palabra, alguna batalla memorable
contra la dictadura de otro militar asaltante del poder público, toda
esa larga vida del abuelo, dedicada a enseñar y a educar a las gene­
raciones liberales del siglo XIX, sin esa hoja suelta que circuló en el
inicuo día, no tendría sentido. Pocos meses después, todavía odiado
por los constitucionalistas que sólo veían en él al antiguo Secretario
de Relaciones Exteriores de Obando y por los melistas, que creían
que los había traicionado por no acompañarlos y por denunciarlos en
el día ominoso. Lleras padeció persecuciones y cárcel. Y mucha
pobreza, que fue, sin duda, su destino desde cuando decidió ser
maestro.2*

28. De la situación económica del doctor Lleras al cerrarse el Colegio del Espíritu
Santo, da una idea el aviso publicado en El Eco de los Andes, que reza así:
D e venta por la mttad de su valor . —Van transcurridos ya los dos meses de
las sesiones ordinarias del Congreso, i como es probable que en el mes de la prórroga,
si la hubiere, no se acuerde lo conveniente para remediar los males que hoi esperi-
menta la educación segundaria i profesional, a causa de la variedad i oposición de
ideas que sobre ella tienen los ciudadanos senadores i representantes, me veo en la
necesidad de ofrecer en venta los edificios, mobiliario, máquinas, etc. del Colegio
del Espíritu Santo. La persona ó personas que quisieren entrar en negocio conmigo,
nombrarán un avaluador, yo nombraré otro, i los avaluadores nombrados se acordarán
con anticipación respecto del tercero que haya de dirimir toda discordia. Hecho el
avalúo. R ebajaré de él la m itad .
Los valores que hai en el establecimiento han costado más de setenta i cinco pesos.
Si después de deducida la mitad del avalúo i las cantidades á censo, i algunas pocas
deudas pasivas quedare algo á mi favor, daré para su pago un plazo. Después de
tantos años de trabajo, de privaciones i de sacrificios, por la causa de la educación,
no aspiro mas que á mi libertad, aunque me encuentre pobre i con doce hijos para
mantener i educar. Libre, trabajaré de cualquier otro modo más provechoso.
Mi gente 93

Fue, precisamente, Tomás Cipriano de Mosquera, con quien tantas


veces se había encontrado en su vida y habría de toparse más en sus
últimos años, quien, al entrar victorioso a Bogotá, en 1854, triunfante
sobre Meló, en un arrebato de indignación preguntó por Lleras y
ordenó su detención. Ella tuvo lugar en casa de un clérigo de la
parroquia de La Capuchina, y cuando lo llevaban a la cárcel estuvo
a punto de ser asesinado por oficiales jóvenes del ejército victorioso.
En la cárcel, sobre cuya inmundicia, padecimientos y horrores habría
de escribir muchas páginas en prosa y en verso, y no menos encen­
didos memoriales para pedir que se le juzgase y vindicase, se sometió
a férrea disciplina de trabajo. Ochenta y dos días estuvo preso, y al
salir, como ya dijimos, empobrecido y amargado, pero consciente de
haber demostrado su ninguna participación en la revuelta y dictadura
de Meló, y antes bien, su actividad dentro de la Sociedad Democrática
para impedirla. Lleras fue nombrado director del Teatro de Bogotá.
Se colmaba, así, una de sus ambiciones, porque le daba pábulo a otra
de sus aficiones irreprimibles, tal vez más intensa que la política, la
enseñanza, la poesía, la edición de periódicos y revistas. Esta vez se
dedica por entero en el teatro oficial, y a poco, en uno suyo, el Teatro
Lleras, a dirigir y poner en escena obras suyas, de sus discípulos, de
sus amigos, incansablemente. Arregla óperas y las lleva al público
en ambos tablados. La música también era parte de su inclinación
por todas las formas de la cultura, y escribió, inclusive, un pequeño
tratado de solfeo.
Pero, después del gobiemo pacificador de Mallarino, el conserva­
tismo elige candidato, Mariano Ospina, y se desata, franca y sombría.

Quien qxiisiere hablar conmigo, me encontrará en mi casa todas las tardes desde
las tres hasta las cinco.
Bogotá, 30 de abril de 1852.
Lorenzo María Lleras
94 Memorias

la reacción que no había levantado cabeza bajo López y Obando. El


liberalismo estaba todavía hecho trizas, después de la revuelta de
Meló, ejecutada a su nombre por los draconianos y combatida, a su
nombre también, por algunos de sus mejores generales gólgotas.
Lleras hace intentos que encuentran eco para unir al partido, cuando
se sienten los gruñidos de la revuelta por el lado del Cauca. A
Mosquera, que siempre está en camino hacia la presidencia, se le ha
negado por los conservadores la candidatura, y se habla de Herrán
para suceder a Ospina. Pero los conservadores piensan más en Julio
Arboleda, y Ospina, de seguro, quisiera confiar al poeta esclavista y
brillante soldado el porvenir de los godos y de la Iglesia militante.
El Estado de Santander no es sino un pretexto espléndido para
buscar una solución militar, si no al caso de Mosquera, al del con­
servatismo. Encarga Ospina a Herrán la expedición preventiva contra
el pequeño ejército de Antonio María Pradilla, gobernador de San­
tander. Pero él mismo partió después a participar en la invasión del
Estado, y con la intención de hurtarle al general los laureles, como
lo hizo en El Oratorio.
Mientras tanto los pacifistas liberales se movían como ardillas
tratando de impedir el sacrificio del gobierno santandereano y de unir
al partido ante el peligro. Don Ricardo de la Parra y don Aquileo
Parra fueron a Bucaramanga a pedir a Pradilla que no se comprome­
tiera en una aventura, y éste cedió a sus instancias. Los comisionó
para llevar un ofrecimiento de paz a Ospina, la promesa de desarmar
a su gente, reducir el pie de fuerza a tiempo de paz y abstenerse de
participar en la revuelta de Mosquera, con sólo que Ospina respetara
la inviolabilidad del territorio del Estado. Ospina, con su plan polí-
tico-militar contra los liberales, ya estaba en Moniquirá cuando venían
los comisionados, que siguieron para Bogotá a hablar con Manuel
Murillo, Rafael Núñez, Lorenzo María Lleras y Salvador Camacho
Roldán, que eran bien escogidos jefes de todas las avenidas de la
división. Aquileo Parra, convencido de la inutilidad de la gestión
volvió, como santandereano, a su tierra a ponerse a órdenes de Pra­
dilla, y alcanzó a llegar a El Oratorio, donde Herrán desbarató al
Mi gente 95

ejército santandereano, hizo presos a los jefes y los envió a las cárceles
bogotanas. Al mismo tiempo en Bogotá se detuvo a los presuntos
militantes liberales de una revolución aún no generalizada, y mi
abuelo, otra vez, fue a la cárcel. Esta vez acompañado por un grupo
humano selecto que intentó evadirse más de una vez, y por eso debió
sufrir grillos y la infame celada en la cual, después de permitirles la
huida a unos cuantos presos en el Colegio del Rosario, se les cazó
como a venados, en los cerros de la capital, a la vista de la ciudad
confundida e indignada. Desde la cárcel, donde Lleras organizó clases
de inglés para sus amigos y conmilitones, fueron siguiendo los ru­
mores de la capital y participaron del entusiasmo que prendió en el
partido la marcha de Mosquera contra Ospina, la batalla de Segovia
en que el ejército de la Confederación sufrió rudo golpe, la esponsión
de Manizales y la negativa de Ospina, que parecía buscar ciegamente
su destino, a aprobar el convenio hecho por el mejor de sus generales.
Posada Gutiérrez, y el continuo avance de Mosquera. Que ahora,
unido a José Hilario López y reconciliado con Obando, era, abierta­
mente, una fuerza liberal en marcha hacia el poder, si derrotaba a
Ospina y a Arboleda. El propio arzobispo Herrán visitaba a los presos
en la cárcel y les dejaba entrever que la situación había cambiado y
que Ospina había querido la derrota. Su hermano, el general, en
efecto, estaba retirado de las milicias, y el ejército, ahora el ejército
conservador, se iba desbaratando, como lo relata don Ángel Cuervo,
en manos incapaces y seniles. «¡Así lo han querido!», decía entriste­
cido y sombrío el arzobispo a don Aquileo Parra. Las noticias corrían
por las cárceles, y Lleras exultaba en la suya, esperando la victoria.
Los veteranos liberales estaban todos en marcha. El Tuso Gutiérrez,
vencedor en Hormezaque, venía sobre Zipaquirá, como se lo hizo
saber a los presos Amalia Mosquera, la esposa de Herrán e hija de
Mosquera, tirando a la cárcel una tusa envuelta en granos de sal.
Santos Acosta y Gabriel Reyes Patria combatían en Boyacá. Mos­
quera pasó el Magdalena y comenzó a trepar a la capital, hasta llegar
a Subachoque. Cierto que Obando fue asesinado en El Rosal y que
sus enemigos habían paseado los bigotes del viejo guerrillero en la
96 Memorias

punta de una lanza. Pero entre los pantanos de Campo Amalia,


Mosquera presentaba batalla, entre la lluvia y el fango, y seguía,
victorioso, hacia Usaquén. Por fin, con la victoria de San Diego, los
presos fueron libertados. Y ahora el testarudo Ospina, que habría
podido evitar la guerra y la disolución de la patria y su partido, estaba
preso y en capilla, mientras se movía todo el establecimiento para
pedir que no se les fusilase a él y a su hermano Pastor. Mosquera,
en cambio, el primer triunfador en toda la historia de la república en
una revolución, no cabía en su pellejo, forrado con uniformes vistosos,
y hacía sonar la espada que había sido del Libertador. Por lo pronto,
los curas, los aliados de Ospina, se encontraban ante la primera ley
de «manos muertas», y se les amenazaba con el destierro y la ley de
tuición. El doctor Lleras, que hubiera preferido otras condiciones
para la victoria de su partido que las de ser cauda del general Mos­
quera, temblaba por los derechos de los ciudadanos, por la vida de
los enemigos del espadón, por la suerte misma del partido, y hasta
por unos pocos pesos que había gastado generosa e improvidente­
mente para preparar la victoria. Sin embargo, cuando Mosquera tuvo
que salir de Bogotá y estaba él, con otros liberales eminentes, encar­
gado del gobierno, el general Leonardo Canal logró pasar por entre
las tropas de Mosquera hacia la capital. El consejo de gobierno, del
cual formaba parte Lleras, quería retirarse a Yomasa y esperar a que
volviese Mosquera, pero el general Barriga insistió en presentar
resistencia en el cuartel de San Agustín. Allí se atrincheraron los
escasos defensores castrenses y un grupo de civiles encabezados por
Lleras con sus hijos Guillermo, Luis, Lorenzo, Martín, Federico y
Vicente, el último casi un niño, y resistieron el sitio de Canal hasta
que éste, ante la inminencia del regreso de Mosquera, hubo de reti­
rarse. Es mucho lo que se ha hablado de aquel duelo histórico. José
María Samper dice: «Hubo un patriota, casi anciano, encanecido en
las luchas del profesorado y de las letras, que entró a San Agustín
con seis o siete de sus trece hijos; esos seis o siete eran los que tenía
en Bogotá capaces de tomar un fusil o de levantar barricadas». ¡Un
anciano! Aun en ese tiempo en que el lapso de la vida de los colom­
Mi gente 97

bianos era mínimo, un hombre de cincuenta años no podía, sino por


la intensidad y dureza de su vida, aparecer a los ojos de sus contem­
poráneos como un viejo.

Y luego, la Convención de Rionegro. El «anciano» es nombrado


diputado por Cundinamarca, con Francisco Javier Zaldúa, Manuel
Ancízar, Ramón Gómez, Francisco de P. Mateus, Daniel Aldana,
Salvador Camacho Roldán y Juan Agustín Uricoechea, todos epóni-
mos en la constelación de la república radical.
La Convención es una reunión de los que Lleras hubiera calificado
de «muchachos». Con excepción de José Hilario López, el ex presi­
dente veterano de las guerras de Nariño en el Cauca; de Antonio
Leocadio Guzmán, el chisgarabís que había servido de lanzadera a
Bolívar para sus planes dictatoriales, y del doctor Zaldúa, quien
ejercería más tarde la presidencia, los demás diputados debieron
parecer a Lleras como sus discípulos. Oigamos cómo lo veían a él
algunos convencionistas, según lo relata Camacho Roldán en sus
Memorias:
El doctor Lorenzo María Lleras era un veterano en la política desde
1831: periodista ministerial durante la administración del general
Santander (1832 a 1837), oposicionista durante la del doctor Márquez,
en 1845 fundó el célebre establecimiento de educación conocido con
el nombre de Colegio del Espíritu Santo, sin disputa el mejor que se
ha visto en Bogotá por las buenas condiciones del local, la absoluta
consagración del director, la abundancia de material escolar y la feliz
elección de los diversos profesores. La enseñanza de idiomas extran­
jeros era tan cabal como puede desearse, sin que esa predilección
pequdicase a la de otras materias. Quizá la educación literaria sobre­
salía entre todos los ramos que allí se profesaban, tendencia o debilidad
que se ha notado en algunos colegios fundados después, como los de
los señores José Joaquín Ortiz, Ricardo Carrasquilla y otros. A pesar
de la popularidad que adquirió su empresa, distó mucho de ser pro­
98 Memorias

ductiva para el empresario, y en 1853 la política volvió a atraerlo a


su torbellino, en calidad de secretario de Relaciones Exteriores en la
administración del general Obando. Sabido es el fin inexplicable y
desastrado de esa presidencia, en cuyas ruinas cayó envuelto también
el doctor Lleras. En 1861 vuelve a figurar como miembro del Consejo
de Plenipotenciarios, en donde prestó servicio, ya coadyuvando a las
medidas importantes del período de dictadura que necesariamente
siguió al triunfo de la revolución, ora haciendo oposición a los actos
de violencia a que tan propenso era el dictador. Elegido miembro de
la Convención por el círculo que desde un principio y a favor de la
desorganización de esos días se había apoderado del régimen electoral,
círculo que pretendió incluirlo en sus filas, en Rionegro se mostró
independiente de esas influencias. Poseía un talento claro, pero más
escritor que orador, no sobresalió en ese palenque, en donde en pueblos
nuevos como el nuestro, se requiere más imaginación que juicio, más
pasión que verdad, para salir avante en la lid. No era orador cierta­
mente. Los hábitos literarios del escritor se convertían en un freno
que contenía el paso del orador, tenía cierta tendencia a la declamación
teatral, y las costumbres del profesor daban algún carácter dogmático
a sus palabras. Era de mediana estatura, cabellera abundante, facciones
regulares, voz sonora y aspecto risueño algo inclinado a la chanza
jovial. Como creo haberlo dicho fue el autor del artículo de la Cons­
titución que redujo a dos años el período presidencial: modificación
destinada a salvar los inconvenientes del período del general Mosquera
que se veía venir, pero que hizo accesible ese puesto elevado a ambi­
ciones de políticos de segundo orden, y aumentó las intrigas y agita­
ciones de las épocas eleccionarias. Fuera del general Mosquera y del
señor Antonio Leocadio Guzmán, era el diputado de más edad en la
Convención. No llegaba a los sesenta años; pero en lo general los
miembros de ésta no pasaban de los cuarenta.
La Convención fue un hecho extraordinario en los anales de la
república. Sus miembros habían sido elegidos en medio de un escan­
daloso fraude, casi sin preocupación ninguna por el modo de producir
los resultados. Eran todos gente eminente, importante, militares y
civiles dignos del cargo. Mosquera había pretendido hacer una reu­
Mi gente 99

nión que obedeciera a sus propósitos, siempre confusos y dictatoria­


les, pero en el partido liberal, que emergía de la persecución, no había
muchos jefes distinguidos que desempeñaran uñ papel subalterno.
Con el mayor desconocimiento de la psicología de esos próceres
civiles, apoyados por sus aguerridos militares que acababan de reco­
rrer toda la nación en triunfo, Mosquera eligió a Rionegro, pueblecito
liberal cercano a Medellin, de buen clima, de costumbres apacibles,
y lo rodeó con sus milicias más escogidas. Se suponía que los con­
vencionistas, ante el constante despliegue de fuerza, los toques de
los tambores y los clarines, el sonido de los sables en las callecitas
empedradas, los caballos y las órdenes que salían de la casa de
Mosquera, se mostrarían dóciles. Pero el efecto fue contraproducente.
Los liberales estaban dispuestos a hacer una convención libre y una
a una las ideas y las proposiciones del espadón comenzaron a ser
derrotadas, hasta provocar accesos de histeria de parte del anciano
general, que siempre estaba hablando de atravesarse con su espada
o de fusilar a alguien. Un día lloró en plena asamblea, y desapareció
por una semana. La asamblea lo obligó a retirar las tropas a La Ceja
y Marinilla, pero Mosquera las hacía desfilar una y otra vez por las
calles. Otro día ultrajó al ex presidente López, quien requirió, en
silencio, su espada, y al término de la sesión lo provocó con grandes
voces, y llamándolo «miserable» le pidió que se batieran allí mismo.
Mosquera no aceptó el reto y los diputados se interpusieron entre los
dos antiguos jefes de Estado. Pero desde entonces Mosquera, con
todas sus tropas, no se sintió seguro. La Convención, por otra parte,
negaba sus proposiciones destinadas a provocar aún más a los con­
servadores y a los católicos, para obligar a los radicales a apoyarlo.
La Carta, expedida en tan difíciles circunstancias fue, obviamente,
un disparate en algunas de sus disposiciones. Otras eran un desafío
a la historia, hecho con grandeza, en el ánimo de sepultar, de una
vez, el feudalismo y la organización española en la ley nacional.
Infortunadamente no se oyeron las voces de quienes, como mi abuelo,
querían la absoluta independencia de la Iglesia y el Estado, y se
volvió a incurrir en la vieja manía liberal y radical de intervenir en
100 Memorias

la Iglesia y dictarle sus propias disposiciones, como le gustaba a


Mosquera, que se sentía heredero natural de Carlos V, por el patronato
español. Fue otra oportunidad histórica perdida. El país seguiría
dando tumbos en esta materia, y pasando de Escila a Caribdis, de los
come-curas, como Rojas Garrido, a los chupavelas y sacristanes
autores de la reforma del 86 y del Concordato del 87.

Cuando regresó de Rionegro Lleras estaba, y se sentía, viejo,


enfermo y agobiado por la siempre mala situación económica. Sus
últimos años, hasta 1868, son lamentables. Pleitos para defender la
posesión de las quintas, en donde funciona a medias y con muy pocos
alumnos, cinco, a veces siete, no más de veinte, el colegio, contra
acreedores implacables. Trata de recobrar, con éxito variable, dos
mü pesos que ha gastado en las aventuras del general Mosquera. Sus
hijos comienzan a trabajar como maestros, como su padre, en el
colegio de Vélez, en el de Zipaquirá, donde quiera. Otros están todavía
muy jóvenes, y aún hay niños en esa inacabable familia. El sigue en
sus andanzas, rodea sus dificultades, y apenas se ilumina su vejez
con los éxitos de sus amigos y de sus discípulos, jamás ya con los
suyos. De pronto, Triana, el sabio, es condecorado en París. José
Manuel, el poeta repentista, se hace elegir para la legislatura cancana,
primero, y anuncia que se postulará para el congreso nacional. El
viejo tiene en la boca un mal sabor de la política. Y comenta sobre
la nueva empresa de su hijo y secretario: «Viene tanto pendejo aquí
que la elección de José Manuel para el Senado no causaría extrañeza
y mucho menos con el talento que tiene». No acaba de pasar el golpe
de Estado del 23 de mayo cuando Santos Acosta, el nuevo presidente,
le escribe «una esquelita» que dice:
Querido maestro: Mucho he sentido la ingratitud que la adminis­
tración anterior tuvo con usted. Personalmente le debían a usted con­
sideraciones especiales; los liberales mucho más. Habrá que hacer
Mi gente 101

nombramiento de intendente general, porque Santacoloma está furioso


conmigo y a esa clase de hombres no puedo permitir que continúe en
sus puestos. Pienso también nombrar el director de la Casa de Moneda.
Si usted puede y quiere una de esas colocaciones, avísemelo. Juzgo
que al reunirse el Congreso, consigo que se le decrete una pensión
que la nación tiene obligación imperiosa de concederle a usted. Trá­
teme como antes, porque siempre soy de usted muy respetuoso y
cordial estimador y amigo.
Pero Lleras, para quien estas posiciones, sin mucho trabajo y con
sueldo de alguna consideración, serían un alivio, contesta «una carta
muy agradecida y amistosa» en que se disculpa por el estado de salud
de no aceptar ninguno de los empleos ofrecidos. Y le ruega que no
se toque más el asunto de la pensión.
Y sin embargo, ha estado feliz con el golpe contra Mosquera,
principalmente porque en días anteriores, y de seguro, oliendo el
tocino, el viejo zorro ha detenido a Santiago Pérez y ha enviado a
los esbirros a buscar enemigos en la propia casa de Lleras.
El 22 de mayo en la noche, a sabiendas de lo que se trama, en gran
secreto, ha estado con las mujeres de la familia esperando los resul­
tados del complot. Es de suponer que los hijos andan todos en puestos
de peligro, secundando a Pérez, quien aparece a la cabeza de la
insurrección. Mosquera está ahora preso en el Observatorio y se le
hace guardia por los jóvenes liberales. Santos Acosta, su discípulo,
está en San Carlos. Pero salvo el júbilo fugaz por la empresa que
vibra apenas en su correspondencia con los hijos ausentes, el viejo
ya no está para esos trotes. Se siente morir. Ver a sus amigos en el
poder ya no le interesa. El Senado, movido por sus discípulos, aprue­
ba, contra un tenaz voto en contra, que comprueba que no se han
muerto todos los enemigos que le creó su pluma, la pensión para el
institutor senescente. La Cámara, en cambio, la niega. Se consuela
pensando que si la hubieran aprobado, jamás la hubiera recibido,
porque el gobiemo no paga lo que debe, ni siquiera los contratos con
Triana para la edición de las obras de Mutis, que lo hacen pasar
102 Memorias

aulagas en París. Además, están las enfermedades. Lleras anda ocul­


tándole a la gente unas úlceras persistentes en el rostro que lo entris­
tecen y lo avergüenzan, y que, probablemente, fueron estigmas
cancerosos. Habla en cada carta a los hijos ausentes, y a los Pérez,
Santiago, Felipe y Rafael, y a sus íntimos, de la muerte próxima.
Decide, por último, bajo la presión alarmada de la esposa y las hijas,
hacer una confesión católica con un cura amistoso, el presbítero José
Antonio Delgadillo, de setenta años, que lo absuelve sin entrar en
muchas minucias de ortodoxia. El viejo Lleras acepta que debe pasar
por ese trámite, pensando en su mujer y en sus hijas, «y el país en
que vivo», pero da cuenta de lo que ocurrió a uno de sus hijos, en
carta reservada, para que no se vayan a tejer cuentos, o él mismo
haga y diga necedades, si pierde la cabeza con los progresos de la
enfermedad. Después de la ceremonia, sigue aún por dos años más
dictando sus clases, y a veces sube en una de las dos muías que le
quedan, hasta San Victorino y el centro urbano, a hacer las diligencias
que le confían sus amigos o los miembros de su familia, generalmente
el envío de libros y material escolar, en la seguridad de que el viejo
es un cumplido caballero y no vacilará en ejecutarlas al pie de la
letra. Ya no vive sino de sus escasos recursos como profesor, cada
día más menguados, y de lo que le envían sus hijos, a quienes agradece
sus remesas con honda ternura.
En abril de 1868 escribe una larga Oda a Juárez, con sus habituales
metáforas y exageraciones. Allí quema sus últimos fervores republi­
canos y populistas y da vigorosos palos a Maximiliano. El 3 de junio
muere. La pequeña sociedad radical y liberal del poblachón, envuelto
en niebla y lluvia, se conmueve y acompaña sus cenizas al cementerio.
Hay discursos, como los que hizo él siempre para despedir a sus
amigos en idéntico trance. Alguien recita versos. Él también solía
hacerlo. Sus innumerables discípulos concurren a la escena funeral
y muchos de ellos son funcionarios del gobierno. Pero en el cemen­
terio, entre las tumbas donde se erigen placas de mármol y bustos de
bronce, están también los antiguos compañeros de Lleras, los demo­
cráticos, con sus largos bayetones y sus sombreros de jipa. Llueve,
Mi gente 103

como siempre en esta época, una lluvia fina y helada. De los cerros
baja una brisa hiimeda, con aliento de páramo. Los santafereños la
temen. Y se llevan a la nariz los pañuelos de rabo de gallo para
cubrirse de sus letales efectos. Algunos de los asistentes parece que
lloran. Sin embargo, hay un acuerdo general de que «el viejo Lleras»
merecía descansar. Era la primera vez que iba a hacerlo.
L a fa m il ia y LA INFANCIA

Ya he dicho en otra parte que el viejo Lleras hizo la familia a su


imagen y semejanza. No me parece que hubiera sido, como padre,
puritano, ni que su amor por el estudio lo hubiera convertido en lo
que los ingleses llaman un martinet, para describir al militar disci­
plinario, estricto y vano. Al contrario, de sus cartas a la familia desde
los exilios, viajes o prisiones, se echa de ver una ternura comprensiva
para las faltas menores, mucho más rigor por las que afectan los
principios de la vida, y en especial, la probidad. Como la casa, hasta
su muerte, estuvo a la vez llena de hijos e hijas mayores y de niños
en tiempo de juegos, el maestro de escuela estuvo siempre ocupado,
y conservó una cándida mirada sobre ese mundo balbuciente. Lo
importante era que en cuanto terminaran su preparación y llegaran a
la madurez, no se distrajeran en el ocio, o en las muy escasas y pobres
diversiones de la época, todavía más ajenas para este grupo de mu­
chachos paupérrimos que escogían invariablemente la carrera y la
suerte del viejo Lleras: la educación de los colombianos. Habían
conocido en la adolescencia la serie infinita de desventuras que habían
caído sobre la casa con las intervenciones políticas, y si bien com­
prendían que el buen ciudadano no podía alejarse de ese sino cuando
ocurrieran grandes hechos tormentosos —la guerra, por ejemplo—,
más bien se inclinaban a hacerse a un lado de una vida áspera y
plagada de ingratitudes y cambios inexplicables, sujetos a la natura­
leza voluble de los hombres.
Así, cada uno de los diez y ocho hijos, salvo José Manuel, que por
algunas razones era el menos semejante al grupo amasado por el viejo
Lleras en su colegio y por las Trianas en la casa, fue escogiendo una
Mi gente 105

profesión, no definida, como hoy, en ramas específicas del conoci­


miento, aplicadas a una técnica concreta, sino como vocación
humanística amplia y sin límites visibles. Algunos eran matemáticos,
otros botánicos, otros químicos, otros filólogos. Eran las ciencias de
su tiempo, y sólo una generación más tarde comienzan a aparecer en
la familia los ingenieros, los médicos, los abogados. Pero todos,
maestros. No bien les apuntaba el bozo formaban un grupo de discí­
pulos de cualquiera de los conocimientos que el padre les había
inculcado —tal era la común expresión en la familia—, y emprendían
la tarea de extenderlos con celo apostólico y evangélico. Por eso la
familia fue más bien autoritaria y la disciplina —inclusive la aplicada
con rigor físico— no le era desconocida. Ninguno ignoraba que los
grandes padecimientos del padre no provenían solamente de los azares
políticos y de la persecución injusta, sino de las empresas educacio­
nales en que se consumía la fortuna, siempre mezquina, del viejo.
No buscaban, pues, en la educación e instrucción de sus contempo­
ráneos y de las nuevas generaciones, un modo de vivir, ni grandes
recompensas. Siempre tenían en mente la creación de colegios, de
escuelas, de universidades. Y si ninguno llegó al último grado en ese
empeño, se debió sin duda a la legislación de su tiempo, que destruyó
las ilusiones de don Lorenzo María cuando los liberales, en arrebato
demagógico contra la educación feudal y católica, decidieron que
ella sería libre, sin grados, sin reglamentación de profesiones u ofi­
cios, a lo que diera cada cual en esfuerzos laboriosos de autodidacta.
O a la rigurosa enseñanza entregada a la Iglesia después de 1887, en
que los Lleras, profesores y maestros, eran mirados con desconfianza
por el régimen, como portadores de la llama demagógica de las
sociedades democráticas. No fueron, pues, «doctores», como la in­
mensa caterva de abogaditos tomistas que lograban pasar por el
cedazo del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario o por San
Bartolomé, únicas fuentes legítimas de la sabiduría regeneradora. La
Universidad Republicana, el Externado, el Colegio de Rueda o el de
Araújo fueron sus hogares intelectuales. De allí salían en incursiones
más bien fugaces a la prensa y a la política, y volvían a sus clases.
106 Memorias

siempre pobres, siempre satisfechos de su existencia dura y ansiosos


de saber un poco más de lo que habían escogido como su preferencia
intelectual. Eran esencialmente liberales, en cuanto no aceptaban ni
imponían a nadie su concepción de la existencia, sus creencias reli­
giosas, o su política. Cuando las creían seriamente amenazadas, como
en 1885, o en 1895, o en 1900, sin grandes gestos tomaban el camino
de la revolución, y no a buscar altos grados militares, sino la defini­
ción del destino de la patria, por la vía violenta. Especialmente cuando
había razones morales de mucho peso para tales aventuras.
En la última guerra civil ya no quedaban muchos Lleras Triana
para acudir al combate, y sólo el más joven figura en ella y hasta con
el grado de general: Enrique, que vivía en Bucaramanga y se había
formado allí una situación social que le imponía deberes cívicos
indeclinables. Fue también entre todos los hijos de Lorenzo María
Lleras el único que llegó a las Cámaras, elegido por los liberales,
muchos años después. Era el menor de los Lleras. Lo recuerdo muy
bien cuando llegaba de Santander, después de penosos viajes en muía,
que relataba minuciosamente, con su bisoñé rizado cubriendo la calva
prematura, una sonrisa irónica y, cuando hablaba de sus debates
parlamentarios —en que siempre salía victorioso, según sus narra­
ciones—, sarcástico con los adversarios vencidos en encuentros que
nunca, fuera de él mismo, recogió la historia. De igual manera el
pequeño grupo de mis hermanos le servía de auditorio para hablar
de la batalla de Palonegro, en la cual había participado, del Club del
Comercio, del llano de don Andrés y de la Mutualidad, empresa cuya
importancia fue por muchos años para nosotros, desmedida. Se había
tomado provinciano y limitado en su horizonte vital, como cualquiera
de los diputados, representantes y senadores del departamento, y aún
más. Estaba casado con una dama rica y melancólica, y vivía sobre
una plaza destacada de Bucaramanga. La casa era grande, con un
patio de ladrillos, vastos corredores en donde florecían geranios y
otras flores locales y cantaban innumerables canarios. Por allí se
paseaba el abogado Lleras, pequeñito, con un contoneo vanidoso,
fumando sus cigarrillos Legitimidad y pontificando cuando había
Mi gente 107

audiencia. Se le respetaba mucho en Bucaramanga, y era tenido por


abogado notable, además de orador y político. Uno de sus últimos
actos fue recibir a Olaya Herrera en la campaña electoral de 1930.
Pronunció un discurso que no se interrumpió un segundo, a pesar de
una hemorragia hemorroidal atroz que puso en serio peligro su vida.

Pero para mí el más notable de los tíos fue, sin duda, Santiago,
también uno de los menores, aunque mayor que mi padre. Entre los
otros hay personajes que han merecido la consideración pública por
sus virtudes y conocimientos, y por su vocación a la enseñanza. Pero
Santiago fue un hombre excepcional, y para un niño, atrayente como
ninguno. Con los años lo identifiqué con uno de los personajes de
Baroja, Silvestre Paradox, hasta el punto de que no sé bien qué
corresponde al uno y al otro, en la niebla de mi memoria. Don Santiago
vivió muy cerca de nosotros, porque lo ligaba a mi padre una amistad
tierna y astringente, amistad que nosotros heredamos cuando este
último murió, dejándonos en la pobreza y muy niños. Como mi padre,
don Santiago se inclinaba al campo más que a cualquiera otra acti­
vidad urbana, y en ella se destacaba por su amor a los caballos difíciles
y a los perros mansos y dóciles. Sus tierras fueron suyas, al contrario
de lo que le ocurrió a mi padre, que no las tuvo, sino en alquiler.
Eran, para decirlo de una vez, más bien pegujales en los páramos, y
creo que esa devoción no le daba por afición a la niebla y al frío,
sino por la extensión territorial que podía adquirirse con sus medios
limitados.
Era soltero, y así murió, en su ley. En esos páramos solía andar
de bayetón y, a caballo, de zamarros. Todo lo suyo tenía que ser de
superior calidad, y lo era. Los zamarros, por ejemplo, eran de cuero
de león, como entonces se decía para destacar los más finos y costosos,
aunque no se nos permitió nunca aclarar por qué se llamaban así, ni
si eran, realmente, de león. Su fusta era de manatí, otro animal
fabuloso y marino, y cuando su fuerte puño la hacía vibrar sobre las
108 Memorias

ancas de sus potros resabiados, nos parecía ese centauro, de manera


vaga, un poco mitológico. En el páramo que mira hacia el llano
oriental, arriba de Chipaque, donde vivíamos nosotros, hacía su sede
provisional el tío Santiago en una casa cubierta de teja metálica en
donde todo era precario, menos la habitación del dueño, que como
todas las que ocupó en su vida, era ordenada, limpia y repleta de los
objetos más inverosímiles, entre los cuales se destacaba, como una
serpiente de plata, sobre la mesa, una flauta, de la cual sacaba los
más armoniosos sonidos.
La manía pedagógica de la familia en el tío Santiago era una pasión
casi desmedida. Ante todo, enseñaba el inglés, por el método Robert-
son. Hace tiempos que no lo leo, pero recuerdo que se desarrollaba
alrededor de la historia de un sultán, y de su gran Visir, de los
derviches y de dos búhos, cuyo papel se me confunde con todas las
reglas gramaticales que don Santiago nos imponía a base de terror,
sin que nunca tuviera que hacer uso de sus amenazas truculentas,
como la de abrimos la cabeza con un martillo de marca sueca que
reposaba en un escaparate. De cualquier manera, todos los sobrinos
fuimos sus discípulos de inglés. Pero, además, de muchas otras cosas
ingeniosas y útiles, y muchas inútiles que prodigaba a su alrededor,
con paciencia infinita, mezclada con voces clamorosas y grandes
gestos. Así aprendimos a ensillar, arte que, a juzgar por las precau­
ciones que se tomaba para enseñarlo, parecía especialmente complejo.
A limpiar los estribos de cobre. A ponerle a su caballo negro relu­
ciente, El Polvorín, correas que no llevaba sino él, para curarle la
maña de cabecear, o el cordel que iba de la cincha a la cola para que
no cometiera la imperdonable falta de colear airosamente. En ese
caballo el tío iba de Bogotá a Los Quentes, y cuando llegaba, para
que nos enteráramos en el poblado, a varios kilómetros de distancia,
izaba una bandera. En cuanto la veíamos, partíamos a buscarlo. Con
él corrimos venados por el páramo, cazamos armadillos, matamos
palomas, y sobre todo, adquirimos la amistad fidelísima de sus perros,
cuya raza no se perdía en la noche de los tiempos, porque eran más
bien mestizos y de buen carácter que otra cosa.
Mi gente 109

Años después don Santiago vivió con nosotros en una casa que
nos había regalado, en Chapinero, en la calle 59, cuya característica
era una reja de piedra, tallada cuadrangulannente, que le daba especial
dignidad en la cuadra. Allí como en otras casas suyas o nuestras, don
Santiago tenía su cuarto y desde el alba, cuando tomaba café prepa­
rado por él mismo, tostado también por él, comenzaba un desfile de
óperas italianas y francesas en su flauta mágica, que era la única
música de la época que se oía en el barrio, y suscitaba admiración
de nuestros compañeros de juegos, en la calle abierta.

Pero lo mejor era, sin duda, la Caja de Arrendadores, su oficina


en el Parque de Santander, su museo, donde Paradox guardaba y
utilizaba los más extraños instrumentos, y donde probaba su fresco
ingenio de inventor de cosas inútiles y menudas. La Caja era una
agencia de arrendamientos, como su nombre lo descubre, pero, ade­
más, de muchos otros pequeños negocios con gentes innumerables,
a quienes acabamos por conocer y estimar calurosamente. Era en
apariencia una oficina, pero con mostrador de tienda de ultramarinos,
estanterías con objetos varios no especificados, libros, muchos libros,
y un severo escritorio con cajones secretos. Se plegaba y replegaba
como acordeón, y siempre temíamos que algún día, por no saber la
lección, nos encerraría en su vientre de madera amarilla pálida. Pero
eso era apenas la antesala del misterio y lo único que conocía la
abigarrada clientela, que veía desaparecer a mi tío en el fondo, sin
saber para qué ni cómo. Una serie de largas habitaciones de techo
bajo, con ventanucos de vidrios empolvorados que daban hacia el
patio interior ajeno, seguía a la pieza del mostrador. Allí se amonto­
naban todos los tesoros del tío Santiago, las sillas de montar chocon-
tanas, los frenos de Suesca, los manatíes de todos los tamaños, y
máquinas imprecisas y misteriosas. De algunas, el tío sacaba chispas,
haciéndolas mover con poderosos manubrios y nos solía dar, si nos
portábamos bien, un golpe de corriente eléctrica por medio de dos
110 Memorias

alambres que cogíamos con ambas manos, con respeto y nerviosismo.


Como esa misma máquina le servía para experimentar con ranas
muertas, que bailaban excitantemente en la misma condición, no
estábamos nunca seguros de lo que nos ocurriría, tanto más que el
tío Santiago nos informaba que en alguna parte del mundo se ejecutaba
a los malhechores con parecido sistema. Allí estaba, también, la
máquina neumática bajo cuya campana de cristal, excepcionalmente,
es cierto, ahogó, para nuestra sorpresa, a gorriones desprevenidos.
La Caja era una clase de la ingenua física de su tiempo, y fueron
muchas las horas en que vimos bailar el diablillo de Ludión y expe­
rimentamos con los vasos comunicantes o admiramos atentamente
las milagrosas agujas de los barómetros y termómetros que por todas
partes indicaban el calor, el frío, la lluvia próxima, el tiempo de sol.
Pero, además, era la Caja la habitación, por muchos años, de don
Santiago. Allí, en una pieza que tenía más luz que las otras, había
un enorme lecho de hierro, suspendido de las vigas del techo, con
copas de acero invertidas en cada pata, que servían para prevenir la
subida de los ratones, que, como las pulgas, eran los enemigos mor­
tales de este Robinson en su isla sombría. Al lecho trepaba don
Santiago por una escalerilla, que luego retiraba. Estaba regado de
polvos venenosos contra las pulgas, que entonces se vendían en la
Droguería de Samper Uribe a todos los hacendados progresistas, que
no podían convivir en las posadas y las fincas con los feroces dípteros.
Los tarros en que venían los tóxicos estaban marcados por el tío con
calaveras y tibias cruzadas, para indicar que no podíamos tocarlos.
En esa época de aseo precario, las pulgas, los piojos, las niguas, los
chinches, eran muy comunes, y señalaban con alguna exactitud los
límites de las zonas geográficas y las alturas sobre el nivel del mar,
mejor que la geografía vertical de las plantas, de Humboldt o de
Caldas. Popayán era célebre por sus niguas y sus pulgas estacionales.
Chiquinquirá por sus piojos, casi más que por sus milagros. En la
Caja, el tío Santiago, que era escrupulosamente limpio, afeitado,
inodoro, tenía y usaba cotidianamente una gigantesca ducha, ajustada
a un barril que se operaba con una polea, pero tenía, sin embargo.
Mi gente 111

que combatir a los parásitos que llegaban a su caverna en los trajes


y cabezas de sus visitantes.
Había, también, en la Caja una pequeña prensa de imprimir, que
había servido para pasatiempo y arma de lucha poKtica años atrás.
Se movía con pedal. Un pequeño chivalete contenía los tipos de
plomo. En mi época el tío Santiago limitaba sus funciones editoriales
a fabricar para sus sobrinos unas tarjetas inmaculadas, con nuestros
nombres en bastardilla, que llenaban de envidia a los compañeros de
escuela. Pero es que don Santiago no podía prescindir de ese instru­
mento formidable del siglo de las luces, al que pertenecía por entero.
Había sido director de varias publicaciones, y notablemente, con
mi tío Enrique, de El Diario de Cundinamarca, donde había publicado
mordaces editoriales contra la Regeneración y el Regenerador. Al­
guna vez, como don Quijote, había liberado personalmente, delante
de las oficinas del diario, una cuerda de reclutas amarrados con fuertes
lazos, cuya conscripción había hecho el gobierno por los métodos
persuasivos usuales. Había sufrido por estas y otras explosiones
literarias, prisiones y destierros. Pero ahora, envuelto en su gabán
pardo y corto, siempre en complejas excursiones por la ciudad que,
supongo yo, eran indispensables para el cobro de arrendamientos, no
era ya escritor temible y revoltoso. El señor Suárez, con quien tenía
excelentes relaciones, al llegar a la presidencia lo había destacado
en una misión especial a la costa atlántica, a combatir el contrabando,
guiado por el invulnerable prestigio de mi tío, como hombre íntegro
e inflexible. No duró mucho la misión, como era de pensar. Pero algo
se logró. En todo caso era difícil saberlo, por lo menos nosotros,
porque el tío Santiago no hacía confidencias políticas a sus sobrinos.
Y hasta su muerte, siguió con su Caja de Arrendadores, su finca
helada y nebulosa de Los Quentes, y otra, llamada Los Laches, en
las goteras de la ciudad, que iban ocupando parcialmente la fábrica
de municiones del gobierno y los invasores particulares. Hoy hay allí
un barrio que lleva ese nombre en recuerdo de la posesión territorial
que fue propiedad del tío Santiago. La finca, a su muerte, pasó en
herencia al tío Enrique, y de allí a la muerte, sin herederos, de este
112 Memorias

Último, a una centena de sobrinos que no pudimos nada, ni contra la


cerca movible de la ocupación militar, ni contra los colonos del sitio.
Por ser el tío Santiago más comunicativo y también más afectuoso
que mi padre, además de haberlo sobrevivido muchos años, los Lleras
de la novísima generación lo recordamos como el jefe indiscutible
de la familia, con admiración y profundo respeto. Nunca entramos
en ciertos misterios de su vida privada, que apenas presunuamos,
sobre todo cuando al avanzar la pubertad, nos preocupaba saber cómo
resolvería los problemas del sexo y el amor tan adusto caballero. Al
parecer en Los Quentes, en la familia del mayordomo había una moza
garrida cuyas mejillas brillaban, rosadas, al sol helado del páramo.
Era amable y acuciosa con la tropa de sobrinos y les preparaba las
mejores viandas, caldos de ojos amarillos de grasa, chorizos, empa­
nadas. El tío tenía especial afición por esos platos desordenados y
picantes, como de tiempo de guerra. Benilda debía saberlo. Para
nosotros era una fiesta la llegada a la casa de lata, con su bandera en
alto, el tío en la portada, de bayetón y una picaresca sonrisa de
bienvenida, y luego las delicadezas culinarias de la chica. Aceptába­
mos tácitamente que allí estaba la única fuente de expansión del tío
Santiago, escogida con cautela para prevenir que la cosa derivara
hacia matrimonio. Nunca vimos niños pequeños en los alrededores.
Y nadie reclamó la paternidad del tío Santiago en su vejez o a su
muerte. Era, pues, una especie de párroco laico, con su inconfesable
sobrina. Guardábamos silencio sobre esta su única debilidad, y aun
entre nosotros solos no nos atrevíamos a discutirla.

Cuando mi padre murió, a los sesenta y un años, atacado de cáncer,


palabra inaudita e inmencionable en la época, el tío Santiago y mi
tío materno Nicolás Camargo Guerrero se hicieron cargo de la familia
desamparada: mi madre, mis cuatro hermanos y yo. Hasta entonces
yo no había conocido los límites externos de la pobreza. Mi padre
era hacendado, sin hacienda, cosa que yo ignoraba. En Hato Grande,
Mi gente 113

en Boyerito, tierras de la Sabana, en Saritana, de Chipaque, era la


encamación del amo, del patrón, y la extensión de ese concepto entre
los campesinos y los arrendatarios de la región lo hacían modesto
pero autoritario jefe de pueblos, de una categoría social y política
que otros hombres de las aldeas circunvecinas, mucho más acauda­
lados, no lograban alcanzar, como el boticario, el herrero, el médico
mismo, el notario. Estaba, me parece a mí, más o menos al nivel del
cura.
En las haciendas sabaneras habitábamos sus casas, una antigua,
colonial y severa, la otra más nueva, del siglo XIX, incómodas y frías
y como no estábamos, particularmente mis hermanas y yo, en edad
de colegio, mi padre tenía siempre una institutriz que nos iba abriendo
el camino arduo de las primeras letras y de los primeros números,
de la historia universal y en muy menor término, de la nuestra.
Una de las institutrices había llevado con su pobre equipaje una
cítara, y en las veladas de Chipaque tocaba su música angelical,
apenas intermmpida o apagada por las campanas de la iglesia. Era
gorda y romántica, y tem'a una pasión desmedida por ciertas figuras
históricas como la de María Estuardo, cuyos padecimientos compartía
casi tanto como, de segiu'o, admiraba sus desenfrenados amoríos. En
Chipaque vivíamos en una casa de esquina, donde el pueblo termi­
naba, en una colina, a trescientos metros de la plaza. Era una buena
casa, y tenía ciertos indispensables anexos, como espléndidas pese­
breras, pavimentadas de guijas redondas, y canoas laterales en donde
hundían los caballos la cabeza todo el día, comiendo salvado, caña
de maíz picada, pasto, zanahorias.
Mi padre amaba sus caballos con feroz temura, que nosotros no
logramos compartir con sus relucientes potros y yeguas. Cuando
entraba a la pesebrera los acariciaba con suaves golpes en las ancas,
les rascaba la nariz, les ofrecía trozos de panela. Su pedagogía era
contraria a la del tío Santiago, y aún más, había una batalla de escuelas
hípicas entre ellos. La del tío Santiago le inspiraba a mi padre un
profundo y tolerante desprecio. Los caballos deberían ser gordos,
suaves, de rienda impecable, de paso fino, sin un solo defecto, y
114 Memorias

montar en cosas como El Polvorín era una demostración de locura,


una manía incalificable. Ninguno de nuestros caballos era de raza
especial, ni siquiera de sitio notable. Provenían de la Sabana, tal vez
de Ubaté, algunos de Simijaca, y las haciendas en donde habían
nacido sólo excepcionalmente eran prestigiosas. Pero eran buenos,
recios, caminadores, sin mañas ni resabios, y además estaban bien
cuidados, como las sillas y aperos relucientes y limpísimos. Ninguno
exhibió jamás una matadura, y nos inspiraban piedad algunos de
nuestros vecinos y visitantes cuyos caballos mostraban, al quitarles
la silla, lamparones rojos y verdosos en los bordes, que indicaban
chalanes malos y descuidados. Mi padre mantenía las reglas milena­
rias del buen jinete, con adiciones suyas para su caso particular, entre
otras, que nadie podía montar un caballo que no fuera el suyo sin
consentimiento del dueño, y nadie podía estar fuera de la casa después
de las diez de la noche, como máximo, si montaba caballos de don
Felipe. Por violar esta última disposición, Felipe, mi hermano mayor,
recibió una fenomenal zurra, aplicada con riendas de soga, que le dio
mi padre al alba de la noche siguiente en que se había escapado en
La Cisne, yegua favorita de mi padre, a concurrir a un baile en Une,
al otro lado del río, hasta el amanecer.

De seguro mi padre fue casi uno de los últimos señores feudales


de la Sabana, sin tierras, y si regía con mano firme el territorio ajeno,
lo hacía a nombre y en representación de una época que estaba
muriéndose, por ausentismo y cansancio de los terratenientes. Las
fincas de la Sabana estaban muy cerca de la ciudad, y las casonas
viejas tenían patio, claustro a su alrededor, surcos con plantas que
hacían su aclimatación en este trozo elevadísimo del mundo ameri­
cano y otras, criollas, de los parajes circunstantes, sembradas cuando
todavía las señoras vivían en las fincas rurales, acompañando a sus
varones rudos y olorosos a boñiga. Así que en cuanto se mejoraron
las vías de comunicación toda esa especie exótica se fue para la
Mi gente 115

ciudad, y los caballeros, tostados de sol sabanero, pasaban las tardes


en el Jockey y el Gun Club, hablando de cacerías, de novillos, de
caballos, y jugando partidas peligrosas de pòker y tresillo, hasta el
alba.
Las señoras se encerraban en sus casas bogotanas y allí cuidaban
una caterva de criaturas que llegaban al hogar con la regularidad de
las estaciones. Rezaban y se dedicaban a infinitos trabajos, entre los
cuales más de una vez les correspondía soportar las borracheras
estrepitosas de los maridos y hacer que los niños guardaran silencio
para respetar la angustia del día siguiente. Pero las haciendas iban
quedando en manos de los mayordomos y se iban produciendo pro­
cesos silenciosos de transferencia que los hicieron dueños en una o
dos generaciones. Don Felipe, en cambio, seguía pegado a la tierra,
a los barbechos renegridos, a sus bestias, como llamábamos a los
caballos y yeguas, y a las acémilas mulares de transporte y de carga.
Su piel parecía, de lo que yo recuerdo, oscura, como de moro. Una
vasta calva brillante, siempre oculta bajo el sombrero, y unos grandes
bigotes que fueron castaños y comenzaban a blanquear, eran las
características de esa figura amada y temida que recuerdo a la cabe­
cera de la mesa, al almuerzo y a la cena, ambos sobrios, jamás
alegrados con vinos o licores, y de un casticismo profundo: las sopas
humeantes, mazamorra, sancocho, cuchuco y ajiaco los domingos,
después de la misa del pueblo. Todas llenas de sabores de yerbas de
la huerta, salpicadas de ají, y en cuyos platos se ocultaban, discretas,
las habas, y las alverjas, o naufragaba una mazorca de maíz, dorada.
Con cuyas mezclas, hechas con mano cautelosa por la cocinera, se
producían unos sabores hondos, memorables, un poco ácidos, un poco
dulces, un poco salados, y se extendían sus aromas por el comedor
con ventanas de vidrios de colores, olor campesino, fuerte y sencillo.
O los trozos de carne, las sobrebarrigas, los chorizos, acompañados
por papas de la cosecha, grandes y calientes, salpicadas de sal. Eso,
que era nuestra mesa, no se distinguía mucho de la comida de los
arrendatarios, como lo comprobé, sin ningún concepto de clase, mu­
116 Memorias

chas veces, para hallarle, claro, mejor sabor a esta última que a la
nuestra.
Don Felipe dispom'a, en cierta forma, de la vida del grupo humano
que le había correspondido en suerte y que estaba ligado no a él, sino
a la hacienda, desde tiempos lejanísimos. Allí habían nacido casi
todos los arrendatarios, allí vivieron, allí nacerían sus hijos, por los
siglos de los siglos. El fundo era su límite moral e intelectual.
Mi padre hizo esfuerzos por desasnar a los pequeños campesinos,
mis amigos, sin mucho suceso. Les pagó maestra, les fundó escuelas,
o simplemente los reum'a en los corredores anchos de las fincas, y
allí mis hermanos mayores ensayaban a transferir sus conocimientos,
no bien enraizados en eUos mismos, a los muchachos de la hacienda.
Hasta que los padres los reclamaban para innumerables trabajos de
pastoreo y agricultura, en las casas nativas. A poco los veía yo, con
la aguijada, haciendo andar a los bueyes, o cuidando ovejas, o arriando
vacas por los caminos enlodados de la finca. Todo lo que les había
entrado en la cabeza a fuerza de prevenciones, gritos, castigos, se
había perdido para siempre. Eran muchos. Pero morían cuando apa­
recía la viruela, cuando se ensañaba el tifo en las casitas humildísimas,
de ventanucos cómicamente pequeños, para que no entrara el frío en
las noches. Y la pareja seguía engendrando y criando chicos con una
fe ciega en la eternidad de Sastoques, Tenjos, Juncas y Sochas sobre
la Sabana, envuelta en niebla, en diciembre, bajo la lluvia en abril y
octubre, seca y polvorosa en enero.

Pero en los últimos años todo iba decayendo, y visiblemente las


energías de mi padre. Ahora madrugaba menos, montaba a caballo
pocas horas, no revisaba tozudamente las cercas, no vigilaba las vacas,
cuyos nombres antes sabía de memoria, ni dirigía personalmente las
faenas campesinas. Por encima de las fuertes y grandes orejas, caían
mechones de pelo blanco y el bigote gris se escurría por las comisuras
Mi gente 117

de los labios. A veces, también, la voz temblaba y parecía debilitarse,


cuando había sido un constante bajo, vigoroso y sin cadencias. Mi
madre tomaba más cada día las riendas de la familia. Pequeñita,
activísima, orgullosa, manejaba con acentuado paternalismo las re­
laciones con los arrendatarios, los vecinos, y con los pobres que
acudían a nuestra ya menguada beneficencia. Era inflexible en cues­
tiones de moral y principios.
La enfermedad y la muerte de mi padre partieron en dos la vida
de la familia y precipitaron el éxodo infortunado hacia la ciudad, con
todas nuestras posesiones humildes. En realidad mi padre hacía tiem­
po que no cosechaba cosa distinta que pequeños desastres estaciona­
les, porque faltaban las lluvias o porque se inundaban los potreros.
Nunca, nos parecía a nosotros, había habido un tiempo tan calamitoso.
No supe cómo se produjeron los hechos en relación con la enfermedad
de mi padre. Un gran velo de misterio, por muchos años cubrió la
causa de su muerte, cáncer a la garganta. Lo cierto es que después
de un viaje a la ciudad, volvió sombrío y afectuoso, con una mirada
melancólica sobre todas las cosas y sus seres queridos. Y mi madre
comenzó a preparar el viaje hacia Bogotá y los hospitales, en silencio,
apenas quebrado por hondos suspiros. El primer problema debió ser
qué se hacía con nosotros. Las dos niñas, Elisa y Sofía, estaban en
el Colegio de las Hermanas de la Caridad, antes de llegar a la plaza,
un edificio limpio, con patios grandes, huertos, solares vacíos, donde
elevaban sus troncos los arbolocos y gemía, agitada por el viento, la
caña brava. El colegio era autosuficiente. Las monjas cocinaban,
comían legumbres y frutas del huerto, trabajaban como abejas, con
sus grandes cometas blancas que flotaban por dondequiera, como
mariposas, su uniforme azulenco, que un delantal color marfil ceñido
a la cintura y que venía desde el cuello hasta la larga falda, hacía
mucho más ancilar y amable. Además, tenían intemado, lo cual
solucionaba el problema de las niñas.
Mis dos hermanos mayores estaban en Bogotá, estudiando. Sólo
yo no tenía colocación en esa emergencia. Mi madre habló con las
monjas. ¿No podían recibir en un colegio de niñas un varoncito entre
118 Memorias

siete u ocho años, estudioso y tranquilo? Las monjas, después de


consultar a sus autoridades regulares, dijeron que sí. Era una excep­
ción, para atender una situación dolorosa, y por breve tiempo. Y así,
un día, quedé de pensionista en un internado de señoritas.
Mi edad debía ser un obstáculo natural para que no se desarro­
llaran conflictos sentimentales en ese sitio sellado, en ese claustro,
aparentemente sin pasiones. Pero lo que no estaba previsto es que
muchas de las niñas y aun las propias monjas se hicieran a la idea
de que eran madres y me dedicaran sus afanes, sus cuidados, sus
íntimas ternuras con celosa y bravia intolerancia. Cuando salía al
patio, en las mañanas, tres o cuatro niñas entre el grupo de las
mayores se disputaban el privilegio dudoso de peinarme y espul­
garme la cabeza, que era ocupación en que solían invertir el tiempo
y cuidado las niñas, por razón de los parásitos, que en el colegio,
como afuera, en el pueblo, pululaban. Alguna triunfaba en el pro­
pósito, o se establecían rigurosos turnos, y mi cabeza, poblada de
cabellos ensortijados que mi madre se había empeñado en mantener
largos, aun después de que mi padre impuso, por fin, el uso de
pantalones en lugar de los Victorianos vestidos de falda y encajes,
mi cabeza, digo, se inclinaba en el regazo de una niña que ejecutaba
la operación repugnante, mezclada con caricias tranquilizadoras y
besos maternales. Recuerdo también que la monja, en cuya antesala
dormía, practicaba otra operación de cirugía pequeña, con una aguja
desinfectada, para extraerme las niguas y hasta cómo alguna vez el
alcohol que se utilizaba como desinfectante se prendió en la vela a
cuya movible luz se ejecutaba el innoble trabajo. De todo ello tengo
un vago, simpático y perturbador recuerdo. En las clases se me
permitía exhibir mis conocimientos, superiores a los de las chicas
aldeanas que eran mis compañeras, y tenía recreos excepcionales
cuando se ocupaban en costura u oficios femeninos. Entonces ayudaba
a la monja que preparaba las hostias para la misa cotidiana y otras
veces hacía también de monaguillo. Me transían arrebatos místicos,
prematuros y fugaces. Tampoco duró ese tiempo, y otro día se nos
informó por la superiora, a mis hermanas y a mí, que deberíamos
Mi gente 119

prepararnos para ir a Bogotá, porque mi padre estaba todavía bajo


cuidados médicos y no volverían, él y mi madre, muy pronto. Con
la alegría de la noticia no nos dimos cuenta de la causa que la
motivaba. Y bajo el cuidado de alguien, que no recuerdo quién era,
emprendimos el viaje en muía para pasar por el horrendo páramo, en
donde los cascos de las cabalgaduras se hundían en la greda y res­
balaban peligrosamente, mientras nosotros tres tiritábamos de frío
y comíamos panela, como reconstituyente. Ya casi a la noche
divisamos desde Yomasa las luces y las cúpulas de la ciudad, en
el incierto crepúsculo. Nos palpitó el corazón de entusiasmo. Y
luego nos condujeron a Chapinero, cerca al parque, en donde mi
padre había tomado en alquiler una casa amplia y acogedora, con
muebles que jamás habíamos visto, y donde habría de morir, al poco
tiempo.
En la noche del 23 de agosto de 1915, ya mediada, fuimos súbi­
tamente despertados por alaridos de dolor y angustia de mi padre y
los sollozos de mi madre. Entramos a su alcoba. En el lecho, mi padre
se arrodillaba, levantando los brazos, y trataba vagamente de ajoidarse
para respirar, pero sus gemidos iban siendo cada vez más débiles.
Hizo un esfuerzo más todavía, y se puso en pie, encima de la cama,
alzó los brazos otra vez, y por último se derrumbó, sin aliento, con
el rostro casi negro, congestionado, la boca abierta para tratar de
recoger una brizna de aire, y a los gemidos anteriores siguió una
especie de estertor que no duró mucho tiempo. A la orilla de la muerte
nos miró a todos, arrodillados alrededor del lecho, y a mi madre que
trataba vanamente de darle auxilio y levantarle los ya desgonzados
brazos. Por último hubo un tremendo, aterrador silencio. Mi madre
nos gritó, entre lágrimas, que llamáramos a alguien, pero obviamente
en la ciudad nueva para nosotros no teníamos a quién acudir. Por
último yo me lancé a la ventana y abriéndola de par en par comencé
a dar voces. Alguien debió acudir porque de allí a poco aparecieron
dos padres de la Compañía de Jesús que rezaron sobre el cadáver de
mi padre la oración de los agonizantes, echaron bendiciones, acon­
sejaron a mi madre resignación, y desaparecieron. Jamás hasta en­
120 Memorias

tonces, ni nunca después, me he sentido tan solo, tan desamparado,


como en esa noche helada del 24 de agosto, en que murió mi padre.
Era por coincidencia ese día el del cumpleaños de mi madre, que
había sido día festivo desde que yo recordaba, pero que se volvió,
en adelante, luctuoso.
Mis hermanas y yo teníamos tos ferina, una enfermedad inaca­
bable, cuyos efectos, incontenibles y asfixiantes ataques de tos,
nos provocaban náuseas y ahogos. Cuandoquiera que sobrevenía el
ataque corríamos a escondemos entre las faldas de mi madre, por
movimiento instintivo e irrazonable. Todo ese período de luto, de
trajes negros, de lágrimas, con la nueva alcoba de mi madre semi-
cerrada, como si la luz y el aire fueran una indebida intermpción
a su dolor, fue también de tos ferina. No se cómo enterraron a mi
padre, y apenas recuerdo la llegada de las coronas enviadas por la
familia, que se amontonaban, con su dulzón olor de flores marce-
sibles, en el patio y en el salón. Dos o tres meses ^e tan aflictiva
situación debieron pasar, hasta que mi tío Nicolás Camargo alquiló
para nosotros una casita de pretensiones modemas en la calle doce,
bien hacia occidente. Pertenecía a un gmpo de casas nuevas de don
Nemesio Camacho. No lejos de allí, en edificio de tres pisos, de
ladrillo que parecía una fábrica, y que la gente distinguía como la
Casa de Letras, alguien había puesto una escuela primaria y un gmpo
de niños de la vecindad concurría a ella. Eran mis primeros contactos
con la gente bogotana, tan diferente de la campesina. Con estos chicos
aprendí a jugar juegos mecanizados y modemos. Uno de ellos tenía
un automóvil de pedal, que lo enaltecía a nuestros ojos. Con el
pequeño gmpo intercambiábamos mentiras sobre nuestras gentes,
nuestras posibilidades económicas, y leyendas sobre nuestro diminuto
pasado. La modemidad de la casa que yo habitaba, comparada con
sus caserones destartalados, les hacía presumir que era rico. Y yo les
dejaba hacer con esa fama incomparable, que se consolidaba por el
hecho de que nos visitaban los tíos Camargos en un coupé airoso,
tirado por dos caballos de idéntico color, y manejados por un cochero
de cubilete. De allí bajaba, desenvolviendo las mantas que le cubrían
Mi gente 121

los pies, con aire condescendiente y suave bamboleo de fragata, mi


tía María, la estampa viva de la belle époque en nuestra tierra.
A la muerte de mi padre, como ya lo dije, el tío Nicolás Camargo
se hizo cargo de nosotros. Era un caballero pequeño, fino, de movi­
mientos nerviosos, que hablaba poco y solía tiramos las orejas afec­
tuosamente. Muy ordenado, nos visitaba una vez a la semana, en el
mismo día, para pasar una especie de revista a la casa. Uno a uno
comparecíamos ante él, nos miraba y si todo iba bien, guardaba
silencio. Conversaba un cuarto de hora con mamá, se informaba de
todo, y desaparecía. Era gerente de La Industria Harinera, un gran
molino en la calle trece, a pocos pasos de la plazuela de San Victorino,
que tenía un inmenso portalón por donde entraban los carros de
caballos que traían el trigo y se llevaban la harina, movida desde los
depósitos por empolvados obreros que cubrían sus cabezas con pe­
queños gorros de papel.
Adentro, mugían los molinos. Ruedas conectadas entre sí por
vertiginosas correas ponían en movimiento la maquinaria que destmía
las cargas de trigo mbio y las convertía en blanco polvo penetrante.
Mi tío tenía su oficina en la parte delantera del edificio, y allí recibía,
detrás de una barandilla, a los clientes. Eran pesados agricultores de
la Sabana, casi todos cubiertos con sus manas pardas o grises, y
algunos, gente zafia y tímida, de alpargatas sucias. Todos llevaban
en pequeñas bolsas de cañamazo las muestras del trigo, su trigo, el
que había sido sembrado, cosechado, limpiado y empacado entre
temores y dificultades sin cuento, y debían esperar el fallo del caba­
llero, envuelto en su abrigo de solapas de seda, oloroso a agua de
colonia, de manos finas y de ojo infalible. Don Nicolás sacaba una
manotada de trigo de las bolsitas y después de sopesarlo y remirarlo,
se llevaba a la boca unos granos que partía con esmero entre los
dientes, y luego daba su sentencia:
—Buen triguín. De este te pagamos a tanto.
El campesino alegaba un momento y luego, a sabiendas de que el
fallo era inapelable, aceptaba. Jamás se oyó un reclamo, ni tampoco
don Nicolás se pudo llamar a engaño. Firmaba un papelito y lo
122 Memorias

entregaba al cliente que pasaba a la otra oficina donde un hermano


de su esposa, de modales igualmente finos y caballerosos, pagaba en
la ventanilla. Yo debía ir todas las semanas a ver al tío Nicolás, los
lunes. Recibía un papelito igual y me daban veinte pesos en la
ventanilla. Con esos veinte pesos vivían los Lleras siete días. De allí
se pagaba todo, los trajes, la alimentación, los colegios. Mi madre
hacía que esos milagros hebdomadarios jamás fallaran. El tío Nicolás
nunca nos dijo, ni dio a entender, que obraba así por bondad o por
lo que creía su deber familiar. Hablaba, en términos vaguísimos, de
estar arreglando los asuntos de mi padre, de saldos que quedaban de
la venta de sus cosas, y así, por años enteros, hasta que mi hermano
Felipe comenzó a recibir un sueldo mezquino como pasante y profesor
del Colegio de Ramírez, que dedicaba íntegramente a la subsistencia
de la familia.
Don Nicolás enriquecía a ojos vistas. Tenía más negocios y más
empresas. Era moderno en todo lo suyo, y vivía como el que mejor
en su tiempo. Doña María quería una casa grande, con jardín, y don
Nicolás construyó una quinta sobre la carrera trece, en Teusaquillo.
Era para nosotros, pueblerinos y pobres, cosa de magia. Salones con
muebles europeos, comedor con vajillas francesas, de orla dorada,
vinos a las comidas, y habitaciones espaciosas para los niños, que,
además, tenían nursery, como en las novelas que leía incansablemente
doña María. Allí estaban las primas, dos chiquillas lindas y compli­
cadas. que nos miraban con curiosidad como a cosas extrañas. A los
pocos años don Nicolás, en plena prosperidad todos sus negocios,
vendió, con pacto de retroventa, la quinta, y se fue a vivir a Europa.
Vivía en un hotel en la avenida de los Campos Elíseos, con todos los
chicos, que se educaban en Suiza, en Inglaterra, en donde quiera, y
allí estuvo hasta que se insinuó la crisis del año 29. Al volver compró
otra vez su quinta. Fue de los primeros en tener un automóvil Ford.
Pero vendió los caballos, lo cual, en mi opinión, disminuía su status.
Doña María debía pensar lo mismo.
Mi gente 123

Don Nicolás me sometía, delante de toda la familia, al examen de


mis progresos intelectuales. Me formulaba preguntas de todo género.
Me hacía leer en francés y en inglés, para satisfacer su curiosidad
sobre mis aptitudes. Sabía que hacía versos, y no me lo reprochaba.
Era un caballero completo. Le profesé admiración, gratitud, hondo
cariño. Sustituyó, a tiempo, a mi padre. En los temblores de 1917
montó en los prados de la quinta, cerca de los campos de tenis, unas
tiendas de madera que en dos días prepararon hábiles carpinteros.
Allí se hospedó toda la familia más inmediata. Don León Posse Salas,
casado con una hermana de mi madre y de don Nicolás, su familia,
nosotros, otra hermana, doña Julia, su hija, sus nietos. A la tarde
llegaban los hombres de sus trabajos o estudios. Los niños jugábamos
todo el día. Después, a la noche, se separaban los sexos. Y así, por
cerca de un mes, don Nicolás fue el amparo contra el miedo y el
peligro real de los movimientos sísmicos, que casi destruyeron la
casa en que vivíamos.
Pero he hablado, casi de un salto, de mis aficiones literarias,
surgidas en mi infancia, con tenacidad y vigor, casi misteriosamente,
sin que se supiera por qué ni a qué horas. Recuerdo que en Chipaque
ya tenía un pequeño periódico manuscrito que le vendía a mi papá,
semana a semana. En Bogotá esas inclinaciones que, seguramente,
de vivir más tiempo mi padre, se habrían ahogado en las haciendas
y en los trabajos del campo, florecieron inmediatamente. Hacía versos
con frecuencia. Algunos eran de ocasión, para un cumpleaños, para
cualquiera otro suceso familiar, otros tem'an más pretensiones. Eran
todos, por lo que recuerdo, inicuos. Pero también comenzaba a intere-
santie la prosa, el relato, los artículos semi-políticos. Pocos años
después entré a la Escuela Ricaurte y allí tropecé con mis primeros
editores, los dos jóvenes Laras, Rómulo y Oliverio, que fundaron un
periódico. Aunque ellos eran de último año y yo apenas comenzaba
el bachillerato, yo era quien escribía la mitad, o más, de la publicación.
La afición literaria se estimuló mucho más, como un incendio, cuando
124 Memorias

tomé posesión, de pleno derecho, de la biblioteca del tío Santiago,


que en una de sus ausencias había quedado en su habitación, con
nosotros. Eran unos mil libros cuidadosamente empastados, de las
más heterogéneas materias, pero entre las cuales abundaba la litera­
tura clásica, y muy especialmente, la del siglo XIX. Había libros en
francés, en inglés, en español. No sé cómo, gracias a este incentivo
tremendo a mi afición literaria, aprendí antes de los catorce años a
leer en estos dos idiomas. Especialmente el francés fue un caso de
autoenseñanza. Claro que el francés que yo conocía, aprendido en
los diccionarios a mi alcance, no tenía pronunciación adecuada. Así,
cuando por primera vez fui a emplearlo, en Francia, muchos años
después, vi que no lo entendía ni lo hablaba, o si lo hacía, no era una
lengua inteligible para los franceses. El proceso de adaptación de ese
idioma mío al francés usual de los demás, fue largo y difícil. Pero
lleno de gratísimas emociones. El caso en inglés fue semejante, pero
menos grave, porque éste se lo debía, totalmente, al tío Santiago.
Claro que todo esto de las letras ocurrió mucho más tarde. En los
primeros días de nuestra llegada a Bogotá y de la muerte de mi padre,
mi preocupación más intensa, y también mi necesidad más urgente,
era conocer a Bogotá. Muchas veces había estado allí, siempre de
paso, entre una hacienda y la otra. En 1910 había vivido unos días
en casa de mi otro tío Camargo, don Diego, hombre de Sogamoso y
Europa, y había ido por primera vez al circo, el Circo Keller, de fama
inextingible para nuestra generación. Allí vi por primera vez las
fieras, y los domadores, los payasos y las equilibristas. Un domador
de leones. Ortega, solía meter la cabeza entre la jeta de Menelik, el
gran león cansado y solemne, que se dejaba hacer, con cierto buen
humor. Muchos años después, no una vez, sino muchas otras, se
corrió la especie entre los bogotanos de que el león, por fin, había
cerrado las fauces en el cuello del domador y lo había decapitado.
Seguramente, como la tropa cerrada de leyendas de esta ciudad aislada
y provinciana, ésta tampoco era cierta. En esos mismos días del
Centenario, desde el balcón de la casa de don Diego, vi pasar, entre
la polvareda levantada por los jinetes, el coche descubierto del pre­
Mi gente 125

sidente, y en él, a Carlos E. Restrepo, de cubilete, que venía de


Medellín a gobernar el país. ¿Lo vi, o mis recuerdos se acomodan
ahora a la presumible historia de ese tiempo?
La ciudad, en 1915, cuando volvimos a ella, era pequeñita. Quién
sabe por qué razón todo lo nuestro estaba del lado de San Victorino.
En la iglesia de La Capuchina, yo había sido bautizado. Enfrente
quedaba el Hotel Cote, y años más tarde, el Colegio de Ramírez. Don
Diego Camargo había vivido frente a las estatuas de Colón e Isabel
la Católica, una a cada lado de la avenida que Uevaba el nombre del
almirante. Al lado, un poco más hacia arriba, al oriente, estaba la
casa de Jorge Lleras, alta, con un patio inmenso, unos corredores que
la enclaustraban, gruesas paredes, habitaciones oscuras. Allí vivimos
más tarde, durante la epidemia de gripa, que nos trató nuestro primo,
el doctor Pedro José Sarmiento Lleras, que tenía en los bajos una
botica y su consultorio. Allí mismo, después de muchas consultas y
de investigaciones de sangre que hacía Federico Lleras, con su mi­
croscopio, en la sala de la casa, contando misteriosamente el número
de seres vivos que cabían en un trocito de vidrio rectangular, se
dispuso todo para operarme de apendicitis, con resultados nefastos,
porque me sobrevino una peritonitis, que era mortal enfermedad
entonces. He debido morir, pero salí vivo después de cuarenta días
de horror y desvelos, de trabajos infatigables de Pedro Sarmiento, de
consultas constantes con el cirujano, el doctor Ucrós, y con el doctor
Pompilio Martínez, y de más conteos de microbios de mi primo
Federico. Un día, al fin pude levantarme. No tenía sino huesos. Los
músculos estaban atrofiados y no me servían para tenerme en pie.
Con dificultad me ayudaron a dar dos o tres pasos, y volví a caer en
larga convalecencia.
Y en San Victorino estaba la casa de don Santiago Barriga, un
viejo hidalgo modoso, que vivía, con sus hermanas, sobre la Avenida
Colón, en un caserón cuyo patio era un gran jardín con árboles altos
y recios, con fuente, recodos de verde sombra y gruta donde se
abrigaba una pequeña virgencita de loza. Éramos muy amigos. Don
Santiago tenía en la Calle Real, a la vuelta de la calle trece, una
126 Memorias

estrecha y diminuta tienda de telas, sedas, hilos, encajes, agujas,


cintas, sobre todo, cintas de todos los colores, en que se detenían las
señoras cada vez que pasaban por allí, aun sin ningún propósito
definido. No muy lejos de la Plaza de San Victorino vivía Sixto
López, casado con una prima mía, de ojos azules y tez blanquísima,
madre de Rudesindo y de Sixto Enrique, el primero de los cuales
volvía de Francia hecho un abate perfumado, con merecida fama de
orador sagrado, muy admirado por las mujeres y visto con fastidio
por los varones. En la esquina de San Victorino con La Alameda,
hedionda calle llena de barro o de polvo, según la estación, estaba la
tienda de Epaminondas, hermano de don Sixto, quien sobrellevaba
como podía su ilustre nombre y lo repetía en mil avisos en calles y
caminos y aun en una piedra saliente del Salto de Tequendama. No
sé qué avisaba Epaminondas, aparte de sus empanadas exquisitas y
los prodigios de su confitería, que me resultaban irresistibles. Parecía
un pequeño restaurante, pero no se veía clientela seria de comidas
sustanciales, aparte de unos postillones de coche de alquiler y per­
sonajes desocupados de la plaza triangular y desapacible.
Esta parte de la ciudad llegué a dominarla pronto. No era mucho
más grande que Chipaque. De allí, en mis exploraciones trepaba hacia
Oriente por la calle trece, en una serie de etapas que ya hubiera podido
hacer dormido. Estaba la pequeña barbería, arriba de la calle doce,
con su signo característico, donde me cortaban el pelo señoritas
amables y activísimas. Fueron las últimas mujeres a quienes vi ejercer
ese oficio. El salón daba hacia la calle y apenas lo separaban de ésta
giratorias e incompletas portezuelas con persianas de madera, que no
dejaban a los curiosos mirar hacia adentro y nos permitían seguir,
desde las sillas, el tránsito. Más arriba estaba la Energía Eléctrica de
los Samper. Después la Morada del Altísimo, un edificio de ladrillo,
como la Casa de Letras, de parecido estilo, pero con más pisos, cuyas
habitaciones se alquilaban a estudiantes universitarios, serios y bue­
nos pagadores. En esa misma calle quedaba la sastrería de don José
Jaramillo, donde hacía tertulia cotidiana el tío Santiago. Unas inmen­
sas tijeras reposaban sobre el mostrador. Nunca vi a nadie ordenar
Mi gente 127

un traje en aquel sitio. Se hablaba mucho y de cosas indiferentes,


pero poco de telas o de trajes. Era el dueño un caminador extraordi­
nario, y acompañaba en sus excursiones a mi tío. Al final de su vida
solía salir en viajes aún más temerarios a pie, a los pueblos vecinos
con el doctor Hinestrosa, rector del Externado.
A los pocos meses conocía a todo el mundo en la ciudad. O al
menos en mis barrios de occidente. Había hecho viajes de exploración
por la Plaza de Bolívar, por La Candelaria, había visitado a mis
primos Posses, a veinte metros del Palacio de San Carlos, y me había
asomado a sus balcones sobre la carrera sexta, desde donde se domi­
naba un panorama de torres, cimborrios, capiteles y cúpulas y se oían
mejor las campanas de las iglesias vecinas, la Catedral, el Sagrario,
San Ignacio, la Enseñanza. Antes de un año ya podía anticipar a una
cuadra de distancia quién venía, cómo era, y decir si se trataba de
alguien forastero o de algún personaje local definido, en especial los
tipos más característicos, los bobos, los locos, los cojos, los cotudos,
los ciegos, esa inmensa población de tarados que ambulaba por las
calles en trabajos activos y desconocidos. Eran como los hitos de
otra por lo demás gris e indefinida caravana de personajes sin signos,
que trepaban con decisión la calle trece o se deslizaban hacia San
Victorino con rapidez, como si fuera a llover. Casi siempre llovía,
desde luego.

En la callecita donde vivíamos ahora, frente por frente de la casa


cural de La Capuchina, había un diminuto y enmarañado jardinillo
que cerraba el paso por debajo de nuestras ventanas. Todo eso hoy
ha desaparecido, radicalmente, porque encima de esa casa, su jardín
y mi memoria, pasa ahora una avenida de varias vías, la Caracas.
Pues bien: los martes, casi al amanecer, la callecita se poblaba de
ruidos que eran el anuncio de la llegada de los mendigos. Eran unos
doscientos o trescientos, que acampaban desde temprano a la espera
de la sopa del cura. Pero en realidad, más que la sopa, que muchos
128 Memorias

no necesitaban, ni la recibían, aquel era un sitio de reunión de los


miserables, condenados por la fatalidad o la vocación a vivir de las
migajas de la bondad ajena. Eran una gran asamblea de baldados, de
mujeres con niños falsos, de ulcerados con llagas de ficción, de ciegos
de mentira y de verdad, de leprosos, de tuberculosos, de hambrientos,
todos a una con su vocecilla de súplica que se volvía ultrajante y
dura cuando alguien pasaba sin advertirlos. El recuerdo más vivo que
tengo, asociado a cosas posteriores, es el de un mendigo que vestía
negro jaquet, chaleco de color, y usaba un sombrero de hongo.
Además, llevaba bastón. Era quien parecía presidir ese anárquico
grupo de mendigos, que, por lo demás, no obedecían a nadie. Muchos
años después lo identifiqué con Chaplin. Pero entonces lo veía reco­
rrer la cuadra entera, los zaguanes de nuestras casas donde la ola de
mendigos recalaba, y el gran paredón de tierra y adobe que se pro­
longaba, enfrente, desde la casa del cura hasta la esquina. Un agente
de policía velaba sobre aquel montón de andrajos y miseria. Por la
calle se extendía olor a mugre, a inmundicia imprecisable, a pobreza,
que no se le iba a uno de las narices sino el jueves, después que se
había lavado la calle por los vecinos, y se habían recogido todos los
detritus de la reunión. Este encuentro con formas para mí descono­
cidas de la pobreza, me dejó perdurable impresión. Además, los
mismos mendigos se repartían por toda la ciudad y los hallaba a las
puertas de los templos, a la salida de los bancos, en los parques, en
dondequiera. Parece que tenían distribuidos «los puestos» de su tra­
bajo, y que los alternaban, porque el mendigo se desacreditaba rápi­
damente ante los mismos benefactores, cuando caían en la cuenta de
que las limosnas, cualquiera que fuese su magnitud, no arreglarían
nada, y que el mendigo estaría siempre allí. Entre la señoras amigas
de mi mamá comentaban los hábitos de los mendigos como si se
tratare de gentes descastadas, les conocían sus tretas y sabían distin­
guir entre la miseria profesional y la auténtica, que abundaba en la
Bogotá de esa época. Lo que más había, si no estoy mal de recuerdos,
era desocupación y lo que los economistas llamarían después, de­
sempleo disfrazado. Los oficios y supuestas ocupaciones de una
Mi gente 129

inmensa cantidad de gente de la clase más baja económicamente,


eran innumerables y absurdos. Desde luego, las aguateras, que car­
gaban el agua del Chorro de Padilla, en cántaros de ancha boca,
taponados con trozos de madera, envueltos en yerbas del monte. Y
las que vendían leña de La Calera, región que me imaginaba devastada
por tan incesante faena. Las cocinas eran, en su inmensa mayoría de
leña y carbón. Estaban también los productores de carbón de madera,
trabajo que conocía bien porque lo vi hacer en grande escala en hornos
humeantes en el páramo de Los Quentes, bajo las órdenes de mi tío
Santiago. Pero éstos eran los más altos y calificados. Luego venía
otro subproletariado, las gentes que vendían horquetas, para enderezar
las plantas en sus arriates, arena para hacer más apta la tierra en que
se sembraba, y mil cosas inútiles, pero de algún valor mínimo, en
centavos, que como consecuencia de la gran devaluación todavía se
llamaban, y se decían, en su propia inscripción, pesos. Las gentes
que recogían y aun compraban periódicos viejos, botellas, empaques
destrozados, basura. Y todos los que desde la mañana a la noche
pregonaban con largos gritos gitanos, golosinas de todo género, que
nos precipitaban a la puerta con todos los chicos de la vecindad.
Todas estas formas de una cultura de pobreza habían sido ensalzadas
por los autores de cuadros de costumbres como demostraciones gra­
ciosas del folklore local, lo mismo que los «tipos» curiosos y defor­
mes, los locos, los chiflados que abundaban en la ciudad. Para mí,
muchacho campesino que no había conocido nada semejante y que
había visto en las más pobres chozas de la Sabana bien parada y llena
la olla de cada familia, me producía una indefinible angustia el ver
tanto ser lacrado y alegando hambre y tantos en tan mezquinas tareas,
especialmente los niños. Es verdad que en el campo los niños traba­
jaban, y muy pronto, pero era diferente: era como el bautismo del
trabajo, que se recibía con orgullo, como cuando les entregaban a los
pequeños pastores las responsabilidades de manejar los bueyes de
labor o de cuidar las ovejas y cabras. Pero éstos de la ciudad, ago­
biados por fardos grandes, sentados en las lanzas de los carretones
por horas enteras, vigilando a esqueléticos caballos de tiro, o en el
130 Memorias

mercado, sobre los bultos, esperando órdenes, de la mañana a la


noche, me daban lástima. La ciudad era cruel con los niños. Iban por
las calles en harapos, y alternaban la mendicidad con el ofrecimiento
de sus servicios. Algunos, lo mismo que ciertos mendigos, se encar­
gaban de deshierbar la calle, entre cuyas piedras iba saliendo vigoroso
el pasto, en cuanto comenzaban las lluvias.
No diré que me preocupara por la miseria circundante por mucho
tiempo, porque como nadie parecía darse cuenta de ella, me fui
connaturalizando con sus formas y sus gentes. Los contrastes no eran
muy violentos. La pobreza dominaba todo. Y la ciudad era una mezcla
de modos de vivir, conjuntamente, entre ricos y pobres. En todas las
casas de los primeros, generalmente de dos pisos sobre la calle, vivían
abajo, o tenían sus tiendas, los artesanos, y se oían en la calle sus
alegatos, sus imprecaciones y hasta los ecos de sus juergas rudas y
agresivas. La idea de vivir en barrios separados y exclusivos enclaves
de clase, no existía en la ciudad, hecha a la española. Ni siquiera
había preeminencia entre los distintos cuarteles de la ciudad. O yo,
por lo menos, no la notaba. Hacia el norte, por un camino polvoso,
por donde iba el tranvía, estaba el pueblecito de Chapinero en donde
comenzaban a vivir las gentes que no podían pagar los alquileres de
la ciudad. Sobre la calzada había una serie de casitas con verjas de
hierro y antejardín, que eran las quintas, y tenían cada una su nombre.
Por eso, aparentemente, era un barrio como de playa y descanso, una
especie de Aranjuez. Precisamente ese era el nombre de una de las
mejores quintas. Y todos los nombres recordaban a la Costa Azul, a
Nápoles, a Palermo. La quinta que nos regaló el tío Santiago tenía
en la fachada un letrero que decía: Piacenza. Pero la ciudad era otra
cosa. Iba, hasta Las Nieves, entre casas más o menos importantes y
airosas. Después, hasta San Diego, era una ranchería de pueblo sa­
banero, con casas de vientres abultados, enjalbegadas desde las tejas
e invariablemente ceñidas por un falso zócalo, una faja pintada de
color más oscuro, hasta el suelo. Poco a poco fueron apareciendo
otras más modernas, y se caracterizaban por el también falso ático,
que cubría las tejas.
Mi gente 131

De pronto se descubrían detrás de las fachadas más o menos limpias


y conocidas, algunos abismos, como el horrible trasero de las casas
que daban al río San Francisco, torrente fétido y triste, que corría
entre piedras, muy abajo de la Calle Real y recibía las inmundicias
de la ciudad. Parecían esas casas, de varios pisos hacia la calle catorce
o la quince, como sentadas, de espalda al riachuelo. Por allí, en medio
del muladar, circulaba, sin embargo, una multitud que desde arriba
se veía pequeñita e indescriptible, y cuyas ocupaciones no se adivi­
naban. Años después el río fue entubado y cubierto, y el lamentable
espectáculo de ropas tendidas al sol y de las entrañas desvencijadas
de esos caserones desapareció. Pero en el centro de la villa la pobreza
y la mala reputación campeaban dondequiera y en especial en tiendas
y trastiendas.

En 1919 yo agonizaba en la casa de la Avenida Colón, después de


haber sido operado, y corrían negros lagrimones por el rostro negro
de Pachita, haciendo más brillantes y tristes sus ojos de antigua
esclava. Pachita tenía muchos años, pero era de temperamento jovial
y vestía, cuando le daba por salir a la calle y exponerse a la frenética
curiosidad de los chicos, que apenas conocían un negro, con arro­
gancia y colorido atrayente, para andar por entre esas filas oscuras
de pañolones negros, faldas negras, alpargatas blancas y caras grises.
Pachita había vivido siempre con los Lleras, y cuando tomamos la
casa de Jorge Lleras, Pachita se quedó allí, en su cuarto, en el piso
alto. Allí tenía su maravilloso baúl lleno de pequeñas cajas y de
diminutos tesoros. Yo adoraba a Pachita y cuando enfermé vi cuánto
me correspondía. Se pasó todo el mes de las angustias, a la cabecera,
o a los pies de la cama, mirándome morir. Cuando el padre Gómez
y el curso entero de la Escuela Ricaurte, en la cual había sido admitido
aquel año, vinieron a darme la extremaunción y a despedirse del
compañero irremediablemente perdido, Pachita lloraba ruidosamente.
132 Memorias

En una de esas noches, cuando el tío Nicolás tomó, por consejos


de los médicos, todas las disposiciones para mi entierro, que sería al
día siguiente, en el piso bajo, un zapatero de aire furioso que le daba
a su martillo y a su lezna como si fueran armas, fue conducido a la
tienda por otros compañeros, herido en la Plaza de Bolívar por el
gobierno, en una manifestación de protesta contra el señor Suárez
porque se decía que su ministro de guerra había comprado zapatos y
uniformes extranjeros para las tropas, cuando se podían adquirir en
el país. Toda la noche armó un tremendo escándalo político que
pregonaba que sus heridas físicas eran leves, pero ardorosas las
morales. Trataron de acallarlo con repetidos mensajes que llevó
Pachita sobre mi agonía y la urgencia de cierto silencio. Todo fue en
vano. Cuando entró el alba por el patio y el corredor, penosamente,
hasta mi cama, comenzó a calmarse el zapatero. Y yo empecé a
mejorar y convalecer. Un tiempo después mi tío Rafael Camargo
propuso que me llevaran a Tunja a «reponerme». Con la muy escasa
energía que me quedaba, aprobé el plan. Al fin un día salimos y
después de un penoso viaje, dada mi precaria condición, llegamos a
Tunja. Me pareció muy semejante, casi idéntica a Bogotá, sólo que
más sombría. No se me dejaba salir a la plaza porque en ella soplaban
vientos helados que empujaban a los viejos y a los enfermos a la
tumba. Allí, con los cuidados de una mujer bella, silenciosa, sorda y
suave, cuya voz era como una caricia permanente, la esposa de mi
tío, María Umaña de Camargo, y de mis primas Pepita y Graciela,
comencé a mejorar. Fueron un par de meses entre la magia de ese
lindísimo grupo de mujeres y sus primas, las Otáloras, y mamá Marta,
la abuela Quijano de las Umañas, que vivía en un inmenso caserón
a donde iba toda la tribu Umaña a formarle corte afectuosa y com­
placiente, los que me devolvieron la salud, aunque ya nunca recuperé
ni las carnes ni la tumultuosa energía de mi infancia anterior. Don
Rafael era probablemente el más orgulloso pero no el más importante
Camargo de toda la familia. Era comerciante, oficio que estaba entre
los más altos, de mejores proventos y más empenachado status en
esa época, antes de la llegada de los judíos. Los grandes nombres
Mi gente 133

colombianos figuraban todos en las dos calles de Bogotá dedicadas


al comercio, la Real y la de Florián. Eran las de las familias que
habían dado, y seguían dando, al país, presidentes, ministros, obispos
y tenderos. Probablemente había ocurrido ese fenómeno excepcional
en el mundo, muy raro en América, por las inmensas dificultades de
transporte de la Costa a la sierra central, en donde se asentaba la
capital de Colombia. La importación de objetos de lujo, delicados en
la mayor parte de los casos, a lomo de muía y de indio, por los
espantables caminos que subían del río Magdalena, era una empresa
que requería mucho dinero, mucho crédito en el exterior, mucha
influencia con las autoridades, mucha paciencia.
Cuando llegaron los primeros espejos y pianos, los comerciantes
que los importaron debieron sentirse en el mismo pie de importancia
histórica que los conquistadores españoles. Las tiendas, pues, exhi­
bían los grandes apellidos de la casta aristocrática casi como justa
conmemoración de sus hazañas. El presidente Concha tenía librería,
negocio especialmente honrado y prestigioso. Otro tanto ocurría con
la del ministro Roa, pequeñita y agazapada en la calle doce, frente a
la Librería de Camacho Roldán, que sonaba tanto en nuestro tiempo
como había sonado don Salvador en el suyo. Pero, además, un apellido
de prócer, Ricaurte, iba a la cabeza de una tienda de artículos para
caballero, como se decía en ese tiempo. Los Mallarinos, descendientes
directos del buen presidente, tenían otra semejante. Don Ulpiano
Valenzuela importaba el cogñac Tres Estrellas, que se bebía tanto en
el país que había justificado una adición a su leyenda, con el título
de Brandy Valenzuela. Don Teodoro Pedroza tenía un almacén en la
Calle de Florián, cavernoso y desolado, y el antiguo general de las
guerras civiles y prócer liberal también vendía artículos para hombre.
Allí mi primo. Fruto Camargo, me compró un MacFarland, escogido
por mí, con cogulla de monje y capa de Sherlock Holmes, que me
hizo pasar los más amargos días ante mis compañeros de escuela,
que detestaban lo que no fuera corriente y de uso general. Los Samper
Uribe, en cuyo Almacén del Gallo había trabajado mi padre antes de
la última guerra, tenían, además, droguería. Y así, la oligarquía
134 Memorias

mercantil se asentaba vigorosa sobre las demás capas sociales. Con


el producto de sus transacciones se educaban los herederos de la casta
en Oxford, en Cambridge, en Harvard, en Princeton. Hasta que la
nueva diàspora lanzó sobre el país, algunos años después, a centenares
de judíos que hicieron una revolución en los métodos comerciales,
comenzando por dar crédito a la gente pobre, por el sistema de plazos,
que se habrían de llamar, precisamente, «plazos polacos», porque la
mayor parte de los israelitas venían de Polonia o de Rusia. Poco a
poco la ciudad, hasta entonces descalza, comenzó a calzarse. Las
sirvientas, la inmensa y dispersa clase ancilar cuya situación no se
diferenciaba mucho de la esclavitud anterior, de origen indígena,
pudieron vestirse con algo más que los trajes abandonados por las
señoras. La alpargata fue desapareciendo. Los «polacos» eran acree­
dores exigentes, y algunos ejercían la usura con buen éxito. Pero
dudo mucho que se haya alterado y mejorado la fisonomía de una
ciudad y de un país más radicalmente que como lo fue con la aparición
de los polacos en los años veintes y treintas.

Entre mis recuerdos de infancia hay uno que se había borrado casi
totalmente y que ha reaparecido en estos días, poco a poco, aunque
debiera ser mucho más vivo y fuerte, porque es el origen de una de
las aficiones más intensas y gratas de mi vida, la de las artes plásticas,
y en especial, de la pintura. No se cómo ocurrieron las cosas, pero
supongo que al volver a Bogotá, mi madre, que llevaba ya muchos
años de vivir en haciendas y lejos de sus amigas y parientes, fue
reanudando relaciones antiguas, y entre ellas la de las González
Camargo, tal vez sus primas, que vivían en la calle trece, en la falda
del cerro de Monserrate, donde la vía tomaba sus más antiguas
características de la época colonial, empedrada, con acequia en la
mitad, por donde en días de lluvia bajaba un torrente ruidoso y alegre.
La calle estaba, por lo general, cubierta de hierbas que crecían,
airosas, entre las guijas redondas. Se trepaba hasta la altura de la casa
Mi gente 135

de las González Camargo, con dificultad, y aun a mis años, recuerdo


bien que llegaba acezando, y a pesar del frío, que bajaba del cerro
peligroso y delgado, como una cuchilla, con las orejas encendidas,
las mejillas rojas y el corazón palpitante. Es posible que en el gran
silencio de la callecita desierta, impulsado por el miedo, intentara
correr hacia arriba, pero nunca recuerdo haber llegado al portón verde,
con golpeador de hierro en el que una mano cogía delicadamente una
bola, sin estos síntomas de zozobra y ahogo. La casa era de una sola
planta, y aun diría yo que de media planta, pues era extremadamente
baja. Unas ventanas arrodilladas, como entonces se llamaban, hin­
chaban su pecho de rejas de hierro forjado hacia la calle, pero a una
altura un poco cómica, como si vinieran del sótano. La casa tenía
zaguán en cuyo piso dos filas de huesos amarillentos de perros
dividían las baldosas de barro cocido. Sobre el zaguán se abría una
puerta estrecha que daba a la habitación que servía de taller al pintor
Fídolo González Camargo, hombre pequeñito, desgarbado y triste,
con una constante sonrisa irónica en los labios, debajo del bigotillo
que comenzaba a cañar. Era el pintor. Su hermano Joaquín González
Camargo había sido médico y poeta que había brillado mucho en su
juventud, y había muerto prematuramente. Uno de sus poemas, con
el tema de la mesa de cirugía, se asociaba y se asoció por muchos
años en mi imaginación cbn La Lección de Anatomía del Dr. Nicolaes
Tulp, de Rembrandt, que, en grabado, solía estar, por entonces, en
los consultorios médicos —el cirujano de sombrero y gorgnera y
mangas con guantelete de encaje, perforando con tijeras el estómago
de un cadáver, ante la inquisitiva admiración de sus discípulos—.
Juzgo ahora que mi madre debió pensar que tal vez se abría ante mí
el arduo camino de la gloria por la práctica del arte, más que el de
las letras de los Lleras, y que en sus visitas a las González Camargo
ella debió sugerir que hiciese mi aprendizaje con el pintor, en el
estudio del zaguán, en la vieja casa de la familia. No contó, sin
embargo, que pese a mi afición desaforada por los grabados y la
pintura ajenos y mi constante emborronar cuadernos con torpes di­
bujos, algo en la dureza de mis manos no me señalaba esa vía
136 Memorias

luminosa; pero claro, Fídolo González Camargo, alma tímida si las


ha habido, cortés y llena de escepticismo sobre la utilidad de las
acciones humanas, no quiso contrariarla, y yo, una o dos veces por
semana subía por la calle empinada hasta la casa y me incrustaba en
un sofá desvencijado, repleto, como todos los demás muebles, de
revistas y libros, de reproducciones grabadas de los grandes maestros
de la pintura, de dibujos abandonados del propio Fídolo, mientras el
maestro, ante un gran caballete, pintaba algún retrato, o alguna figura
de mujer, o un paisaje de los cerros circunvecinos, con tejares y
bueyes atados a una especie de noria, con la cual molían y preparaban
el barro amarillo para los adobes, tejas y ladrillos. Fídolo hablaba de
tiempo en tiempo, y me daba, sin reserva alguna, sus opiniones sobre
los grandes pintores, desde Giotto hasta nuestros días aunque, por lo
que recuerdo, su admiración se detenía, pausadamente, como todo lo
suyo, en Cézanne. Pero eran muchos sus bocetos y pequeñas tablas
en que experimentaba con los estilos que comenzaban a llegar a la
Sabana, después de años y años de impresionismo, como una novedad
casi escandalosa. De tiempo en tiempo, cuando el sol brillaba y los
eucaliptus de los cerros temblaban plateados con el viento bajo el
cielo azul, Fídolo y yo, como su pequeño ayudante, hacíamos excur­
siones por los alrededores o partíamos hacia Chapinero hasta que él
encontraba algo digno de fijar sobre su pequeña tabla de madera,
pulida y preparada con aceite oloroso y penetrante. Yo lo veía dete­
nerse, mirar intensamente los tejares, al parecer abandonados, subir
el brazo derecho hasta la altura de los ojos y con el dedo pulgar en
alto, tomar en el aire diáfano alguna extraña medida para avaluar la
importancia y la profundidad de lo que quería fijar en su tablilla. Yo
seguía con emoción ese momento tan semejante a aquel en que mi
padre se apostaba detrás de una cerca y esperaba el raudo paso de
una bandada de palomas.
De pronto, Fídolo se sentaba en un barranco, abría su cajita de
colores en la cual apoyaba la tabla y comenzaba a pintar, con sutiles
brochazos que iban reproduciendo lo que veía a lo lejos, pero modi­
ficado, con luces que sólo veía Fídolo, con líneas que él solo descu­
Mi gente 137

bría, con colores imaginarios pero, en mi concepto, mejores y más


exactos que los inocuos y melancólicos de los tejares auténticos. Y
entonces yo también me ponía a dibujar con lápiz, rabiosamente, en
un empeño ansioso de recoger en la hoja blanca algo de ese mundo
de Fídolo, lo único que iluminaba sus ojos apesadumbrados, lo único
que lo arrancaba de su silla de cuero, en la cual se hundía por horas
enteras mirando los trazos de su pincel sobre el caballete, en una
palabra, la quemante y devastadora fiebre de la creación. Alguna vez,
supongo que estimulado por Fídolo, envié un dibujo a un concurso
infantil y fue publicado en Cromos. Pero allí se definió mi existencia.
Porque el dibujo era definitivamente malo, pero en cambio mi nombre
en letras de molde me produjo imborrable impactación. Por allí, por
esa otra vía, estaba mi confuso destino. Y desde entonces leía más
que dibujaba en el estudio del pintor, especialmente revistas españolas
en donde entré en contacto con la obra de la por entonces viva y
activa generación peninsular del 98. Pero nunca olvidé esa experien­
cia infantil, esa lucha contra la materia misma de la pintura, contra
la dureza de mis manos y la admiración entrañable que me inspiraba.
El olor a trementina, la frescura de los colores recién vertidos del
tubo, brillantes y sin mezcla, los brochazos iniciales y el chapoteo
cruel contra mi ineptitud fueron tan fuertes que cuando ya iba por
más de la mitad de mi vida compré todos los elementos y gasté horas
inefables y larguísimas de las vacaciones de verano, al lado del mar,
copiando al Greco, a Velázquez, a Goya, a Van Gogh, a Gauguin, a
Cézanne, una y otra vez, sin atreverme a dar una sola pincelada que
no hubiera sido ya dada antes por alguna mano maestra. Y tales
ensayos me sirvieron para entender mejor la pintura y amarla, porque
logré apreciar mejor, por la inconformidad con mi indomable torpeza,
la prodigiosa artesanía de los clásicos y la sutileza de ciertas combi­
naciones de formas y colores que después admiré en los museos, que
hubieran pasado inadvertidas, a pesar de lo mucho que he leído sobre
pintura, de no haber luchado vanamente por reproducirlas e imitarlas
con mis ojos y mis manos. Muchas veces, leyendo páginas de mis
amigos dedicadas a pintores y cuadros clásicos y referencias a las
138 Memorias

artes plásticas, empapadas de literatura y de conceptos abstractos, vi


que me separaba de tanto artificio esa experiencia vital, por insigni­
ficante que fuera, y renové silenciosamente mi gratitud a Fídolo,
pequeñito pero importantísimo en esos años de mi niñez, a quien
todavía revivo con intensidad afectuosa ante su inmenso caballete, o
sentado en una barranca parda en el enmarañado paisaje de tejares
del piedemonte bogotano.
Ahora hay gentes jóvenes que han hecho correr la versión de que
las carreras políticas, un poco súbitas y precoces, la de Carlos Lleras
Restrepo y la mía se deben, sin duda, a que somos herederos directos
y legítimos de la oligarquía que se sentó en el poder con Núñez, Caro
y Holguín. Habríamos, según ellos, nacido con la celebérrima cuchara
de plata en la boca y nos atropellaron las oportunidades de ascenso
y buena fortuna. Por lo que hace a mí ya se ha visto cómo vengo de
una familia de campesinos de Cundinamarca y Boyacá, pobre y
oposicionista, revolucionaria en su tiempo, y que cuando yo vine al
mundo, contemporáneamente con el primer desarrollo mundial de la
aviación, no tenía porvenir discemible alguno, como no fuera el que
señalaban los surcos de los barbechos de tierra fría en la Sabana de
Bogotá. En cuanto a Carlos, urbano como el que más, olió el pene­
trante aroma de la tierra mojada sólo en los veranos típicos de su
vasta familia, y el resto de su infancia y primera juventud vivió entre
las paredes enjalbegadas de su casa de La Candelaria, en cuyos bajos
el profesor Federico Lleras, mi primo, vigilaba y contaba los micro­
bios de una sociedad aletargada, que apenas había oído hablar de
ellos, a pesar de Pasteur, y desconfiaba mucho de los que no alcan­
zaran el tamaño de «cucarrón para arriba». Ambos estudiamos en las
escuelas comunes de nuestra época, las Hermanas de la Caridad, los
Hermanos Cristianos, los Jesuítas, el Rosario, o las escuelas liberales,
de Ramírez y Araújo. Millares de nuestros compatriotas más pobres
tuvieron iguales oportunidades y formaron parte de la única oligarquía
de esas épocas duras y sobrias, la de los conocimientos y capacidades
probadas. Él, Carlos, más disciplinado que yo, llegó a la Universidad
Nacional y coronó allí sus estudios, con beca y toga. Pero los Lleras
Mi gente 139

no estaban predestinados a triunfar en la vida pública ni formaban


una de esas familias romanas que establecieron su imperio antes que
se extinguiera la república, o en la misma monarquía. La Escuela
Ricaurte, en la cual por primera vez entré a un colegio formal y
regimentado, había sido el esfuerzo de un sacerdote católico cuyo
corazón apenas le cabía en el pecho, no de muchas letras, pero de
inextinguible bondad. El padre Luis Gómez Brigard vivía, con su
madre, una hermosa mujer de cabellos de seda plateada, en una casa
colonial del oriente, en cuyo patio una jaula de pájaros cantores
estremecía el aire con sus trinos. Y determinó que había que ofrecer
a las nuevas generaciones algo más nuevo y mejor que la instrucción
rutinaria de los «colegios de curas», que oUa a colonia española y a
fanatismo. Era, además, un patriota que hubiera de buena gana cam­
biado sus hábitos —que llevaba con dignidad y casta mansedumbre—
por los de la milicia. Se inflamaba con el recuerdo de los próceres,
y le atraían en especial los bogotanos de la guerra magna, como
Ricaurte o como Ortega, como todos los jóvenes comandantes de
unidades subalternas de la campaña libertadora de Venezuela, bajo
Bolívar. Eran, por lo demás, parientes suyos. Y con la colaboración
de un capitán y dos tenientes, tal vez en préstamo de las filas, abrió
su escuela, uniformó a los jovencitos bogotanos que quisieron probar
otra forma de enseñanza y una ruda disciplina, y que no habían tenido
ocasión o dinero para ingresar al Gimnasio Moderno, donde se edu­
caban ya muchos niños ricos y de «buena familia». Cómo entró a esa
escuela mi hermano Ernesto, que en paz descanse, es algo que no
tengo bien claro. Pero allí estaba, con un primo, Ricardo Forero Vélez,
y con Carlos Santamaría, los Laras, Vicente Peñalosa, y no sé cuántos
más alféreces y cabos y tropas del pequeño ejército, desde el primer
día de la fundación, en la casa vieja y amplísima, de varios patios y
solares, que daba, frente por frente, al Colegio del Rosario, en la
carrera sexta, que después sería hotel y por último Ministerio de
Hacienda. Eso ya me daba bastante título para aspirar a hacer allí
mis estudios, y vestir el uniforme gris, con casco alemán, que llevaron
los cadetes de la Ricaurte en las procesiones y actos solemnes de la
140 Memorias

Catedral, por tantos años, entre la simpatía pública. Era, por lo demás,
lo mismo que hacía el Ejército regular en aquellos días de paz
octaviana.
Pero, además, ocurrió que Felipe Lleras Camargo, después tan
conocido y admirado como orador político, como senador, como
bohemio y repentista, cansado de la pésima paga de los pasantes del
Colegio de Ramírez, debió de hablar, a propósito de su hermano, con
el padre Gómez, y éste le propuso que se hiciera cargo de la vice-
rrectoría, que los militares no se apechaban. Felipe aceptó. Era, pues,
la segunda autoridad de la escuela cuando yo estuve a tiempo para
entrar a ella. Era Felipe, como siempre lo fue después, a pesar de sus
aventuras literarias, políticas y nocturnas, un trabajador espléndido,
y dictaba clases de varias materias, castellano, inglés —el inglés de
don Lorenzo y de don Santiago Lleras—, retórica, francés y qué sé
yo qué más humanidades. Firmaba todos los documentos escolares,
vigilaba la disciplina, y compartía con los militares, especialmente
con el Chivo Cubillos, la responsabilidad de mantener el orden cuar-
telario en la escuela, que ya comenzaba su vida trashumante, y
acababa de instalarse en La Victoria, una quinta semi-rural sobre la
carrilera y frente a la estación del ferrocarril del Norte, en Chapinero.
Allí entre eucaliptus y alcaparros, higueras y papayos, comenzó la
temporada escolar que unos meses después, debido al ataque fulmi­
nante de apendicitis, tuve que suspender. Allí fue el primero y decisivo
encuentro con un joven hermoso, de tempestuosa cabellera rubia, de
labios carnosos, de cuerpo un poco indeble, que debía atribuirse a su
desdén por los juegos y la gimnasia: Jorge Zalamea Borda.
Pero, y no por coincidencia, ni por razones de clase, allí estaba
gran parte de mi familia. Mis primos mayores, que tenían aspecto de
tíos, todos entregados a la enseñanza privada, como lo habían estado
sus padres, en santa pobreza y sin vínculos con las castas dirigentes
del país, y, al contrario, enemigos silenciosos de todo lo que olía a
conservatismo, que era la hegemonía recia y bien constituida. No
podían enseñar en los colegios católicos y clericales, los únicos que
tenían el privilegio del bachillerato, al cual no se llegaba sin pasar
Mi gente 141

por las clases de logica y metafisica, una cada año, que se dictaban
ortodoxamente sólo por el Loco Restrepo Hernández y Monseñor
Carrasquilla, en el Rosario y por los padres autorizados, en San
Bartolomé. Por allí, pues, pasaba toda la inteligencia colombiana, en
cuello de botella, y allí quedaba el filtro que en otros tiempos, no en
el mío, debió ser muy exigente. El padre Gómez carecía del privilegio
de bachillerato como carecía el Gimnasio Moderno de él, y al llegar
a cuarto año nos disgregaríamos a buscar lógica y metafísica en los
únicos abrevaderos legítimos. Se podía saltar ese obstáculo, estudian­
do derecho en la Universidad Republicana o en el Externado de
Derecho, recién reabierto, pero no otras ciencias prácticas. Y además,
esos diplomas serían una manera fácil de discriminar en el futuro por
jueces y clientes de ideas sanas contra los primíparos de las escuelas
ateas y pervertidas. La Universidad Libre, creada por el general Herrera,
tenía el propósito de abrir más vías a los liberales, y lo cumplió,
ciertamente. Pero ese problema se presentó más tarde, y, en aquel
momento lo que encontraba yo en la Ricaurte era una prolongación de
mi familia hasta entonces desconocida, en casi todos los cursos del
bachillerato. AUí enseñaban ciencias naturales, física, química, botánica,
Ricardo y Eduardo Lleras Codazzi. El primero era, además, profesor
del Gimnasio, donde ejercía una especie de tutoría sobre grupos de
alumnos que adoraban a su maestro, Papá Rico, por su ingenuidad y
bondad infinitas. Era, probablemente el geólogo más conocido de su
tiempo, y había recorrido todo el país buscando con sus ojos azules y
fulgurantes, heredados de Agustín Codazzi, piedras de todo género, y,
por adición, plantas que reposaban en grandes herbarios, en su modesta
casa de Chapinero. Organizaba a los «escuchas» —así traducía a los
boy-scouts ingleses—, y participaba en las excursiones de uno y otro
colegio por los montes circunvecinos o por las tierras calientes, más
lejanas. Era músico consumado, y poseía un prodigioso oído italiano.
Yo no le oí más que algunas piezas de violín y muchas de ocarina.
Amaba a los niños con ternura y paciencia infinitas, y, desde luego,
no me dio a mí más de lo que a cualquiera, o a sus propios hijos, en
el reparto de su atención y afecto.
142 Memorias

Eduardo Lleras Codazzi, a quien la hegemonía había tenido que


emplear por ser químico afamado y propio para desempeñar funciones
poco apetecidas en los laboratorios de toxicología penal, enseñaba
química. Pero más que la exposición un poco helada de la materia,
nos fascinaban los pequeños juguetes de vidrio que hacía en su
laboratorio, y algunos experimentos de fantasía y de escasa utilidad.
Al revés de Ricardo, cuyos ancestrales ojos azules y cándidos parecían
mojados en el agua del mar Adriático, de donde provenía su sangre,
y que era extrovertido y conversador, Eduardo era moreno, de ojos
negros y huidizos, amable, y mantenía en los labios una sonrisa
sardónica que en la realidad parecía pedir perdón por todas sus
torpezas involuntarias. Lo llamábamos el «potro bayo», porque tenía
una vaga semejanza que mis condiscípulos captaron al momento con
un viejo caballo, así irónicamente llamado, que servía para arrastrar
la carreta de las compras de la escuela. Pero un día el padre Gómez,
que solía damos como espléndido regalo una clase de tiro al blanco
con rifle 22, después de tirar en vano contra unas pelotas de tenis
colocadas a más de cien metros, contra un muro, le ofreció la escopeta
a Eduardo, que cuidadosamente midió la puntería y las derribó una
a una. Esa misma tarde supimos que se había ganado el premio Carlos
E. Restrepo de tiro al blanco durante el gobiemo del presidente
antioqueño, y la admiración por el silencioso Eduardo subió ver­
ticalmente. Y dictaba clases de matemáticas inferiores, religión y
otras varias materias, el padre Carlos Alberto Lleras, hombre peque­
ño, rojo de tez, que subía casi a morada cuando se embravecía, cosa
frecuente, dotado de elocuencia arrebatadora y amenazante, antiguo
jesuita que había salido de la orden por permiso especial para poder
sostener a su madre y demás familia, casi toda de mujeres. Era
hermano de Federico y de Julio Eduardo, él también diminuto gerente
del Banco Central Hipotecario, pero quien en esos días apenas era
empleado formal y capaz del Banco de Colombia. El padre Carlos
Alberto era de tal manera tempestuoso y explosivo que otro abate de
la familia, Rudesindo López Lleras, también profesor de idiomas en
la Ricaurte, lo llamaba El Padre Miura. Este Rudesindo era famoso
Mi gente 143

por más de una razón, pero no era la menor que conducía personal­
mente su automóvil Ford, coupé, acompañado por un pajecillo que
le servía a todas horas, uniformado de botones. La máquina, todavía
semi-infemal a nuestros ojos, y más para un cura, tenía un pito
curioso, que imitaba el canto de un pájaro desconocido, y que hacía
volver todos los ojos al coche y a su conductor, que con ello satisfacía
su anhelo de que no quedara mujer sin tomar nota de su travesía. Era,
en realidad, abate a la francesa, y venía de Europa donde había sido,
según decían las gentes, inspiradas por él, de seguro, confesor de
duquesas y aun de reinas. Era perfumado y amable, en contraste con
El Padre Miura. De todos los Lleras, mis profesores, era el único
inclinado a pensar que teníamos sangre especial y una estirpe inme­
jorable, que había que tener en cuenta en toda ocasión.
En otros sitios había más Lleras en semejantes profesiones y
oficios, todos rodeados del respeto y consideración de sus discípulos
y amigos. Estaban los dos Álvarez Lleras, Jorge, el matemático, que
trabajaba con Julio Garavito en el Observatorio y habría de sucederlo
allí como presidente de la Academia de Ciencias Exactas; y Antonio,
jovial odontólogo que había escogido su profesión como único re­
curso económico y más breve que otros, para sostener su única
ambición; ser dramaturgo ilustre, como llegó a serlo cuando se es­
trenaron Como los Muertos y Los Mercenarios por compañías espa­
ñolas, Antonio hubiera querido hacer como Shakespeare, es decir,
presentar él mismo en el escenario sus propias producciones, pero
sólo en representaciones privadas en mi casa, donde montamos un
teatro para las obras de Felipe y las de Antonio, este último se
entregaba con pasión a recitar largos monólogos de Dicenta, o los de
sus propias obras. Jorge Lleras era el director del parque de vacuna­
ción, y por allí pasaba todo el mundo a recibir las vacunas contra la
rabia, el tifo, la fiebre amarilla. Tenía aire de sufrimiento en el rostro
cruzado por largas y hondas arrugas, que se justificaba por un atroz
reumatismo que le hinchaba las coyunturas. Pero a pesar de esto, era
suave, cariñoso e inteligente como sus hermanas, Laura y Helena,
que lo idolatraban. Tal vez allí terminaba la familia Lleras por mí
144 Memorias

más conocida y estimada. Todos nerviosos, flacos, huesudos, tímidos,


y todos casándose entre parientes, primos y primos segundos, tal vez
para no aumentar el número de sus relaciones y la aflicción de tener
que sostenerlas, con desconocidos. Yo me entendía, como ya lo dije,
con mis sobrinos, es decir, los hijos de mis primos, que eran mis
contemporáneos. En la Escuela Ricaurte no había muchos, porque la
presencia de Ricardo en el Gimnasio les había abierto un cupo espe­
cial, al cual no estaban condenados por su nombre ni por su fortuna,
en principio.
Nadie en la Ricaurte, menos aun Felipe, me dio puesto de privilegio
o de ventaja sobre mis condiscípulos, y, al contrario, casi todos los
Lleras me calificaban duramente, sólo para evitar que mi curso sos­
pechara de alguna inclinación nepótica. Los profesores que evadían
esa regla eran como el viejo Jorge Wiesner, el maestro de castellano,
autor clandestino de poemas parnasianos, que solía recitarme en los
recreos, con su voz de bajo profundo, sin ningún pudor ante el alumno
pueril por lo que se adivinaba de libidinoso y apasionado en las
estrofas sonoras. Pero un Lleras jamás me dirigía la palabra en
privado, ni me preguntaba más de la cuenta, ni me elogiaba nunca.
Era la austera regla de la familia de maestros, y en ella me eduqué,
sin transacciones y sin esperar jamás favor que no hubiera merecido
debidamente.

De dos parientes más guardo imperecederos recuerdos, tal vez por


su elevada condición de eclesiásticos, que en aquellos tiempos era la
más alta que podía adquirir persona humana. Lo cual no me impedía,
ciertamente, ser, desde niño, como la mayor parte de mis contempo­
ráneos, metidos en la rígida regla de la sociedad de esa época, oscura
y reciamente anticlerical, aunque sin confundir ese problema personal
con los deliquios y conturbaciones que me producía, como a casi
todos, la práctica de la religión circundante, absorbente, todopoderosa
y omnipresente. Esos dos seres eran Camargos, Manuel María, el
Mí gente 145

canónigo de la catedral, pequeñito y febrilmente inquieto y trabajador,


que ya por entonces elevaba una fábrica inmensa donde recluía cen­
tenares de niños más o menos desamparados, para educarlos y dotarlos
de un oficio, como mecánicos, carpinteros, horticultores. Era como
Don Bosco, y me temo que en otro medio hubiera hecho más obras
y tal vez hasta subido a los altares. Afectuoso, sonriente, quería mucho
a mi madre, y nos reservaba un afecto de tío preocupado por nuestro
porvenir y la precaria condición en que habíamos quedado a la muerte
de mi padre. Su instituto estaba ubicado al borde del río Tunjuelo,
al sur de la ciudad, y a él viajaba, en los últimos años, entre las casas
de sus familiares y su obra, en un coche de caballos.
El otro Camargo era el presbítero Rafael María Camargo, nacido
en Iza, la tierra de los Camargos, alto, moreno, de ojos negrísimos,
que era, más que cura de Tenjo, o de Sesquilé, o de tantos otros
pueblos de la diócesis cundinamarquesa, por su apariencia, un orejón
sabanero, mezclado de militar, lo que le venía por haber acompañado
al general Ospina en la guerra civil del 99, como capellán castrense.
Muchos lo conocían, y lo reconocerán hoy, como Fermín de Pimentel
y Vargas, su nombre de letras, autor de las Escenas de la Gleba,
cuadros de costumbres donde se reflejaba la Sabana, el idioma de los
indígenas reducidos —¡y cómo!— a la civilización judeo-cristiana,
entre innumerables padecimientos; el de los gamonales de los pue­
blos, y el de los señores campesinos con quienes cultivaba espléndidas
relaciones, como correspondía a la tradicional alianza entre el clero
y los ricos. Uno de sus biógrafos lo describe así:
Mas la capellanía militar era lo mejor que cuadraba a su índole
aventurera; y en ello entraban por mucho sus habilidades de arriesgado
nadador y jinete, que a veces pusieron su vida en peligro... Grande
fue su afición a los corceles de raza pura y era de verle con botas
altas, casco y oscuro indumento de pana, luciendo gallardía y destreza
en el manejo de la brida por esos caminos del norte que hace una
centuria trajinaron las huestes libertadoras..

29. Juan. C. García, Pbro. Prólogo a Escenas de la Gleba.


146 Memorias

Y así está en mi recuerdo, porque llegaba a Hato Grande, o lo


visitábamos con mi padre en sus parroquias vecinas, o iba a Boyerito
en caballos espléndidos, con atuendo semejante, y se sentía desde
que entraba a la avenida de eucaliptus su vozarrón desafiando a los
perros, y luego por horas enteras, mientras bebía algo —el aguardiente
no le caía nunca mal al cura—, un interminable chorro de anécdotas
de la guerra y de la paz, sazonado con moralejas que a veces hacían
fruncir el ceño a mi padre, hombre cortés pero inflexible, cuando
estaban destinadas a demostrar que la moral debía ser conservadora,
como la república y la Iglesia. Era militante activo del partido con­
servador, como tantos o todos los curas rurales de esos tiempos, y
debía manejar las elecciones como manipulaba el concejo y a los
estólidos supuestos representantes del pueblo, que tartamudeaban en
las sesiones semanales, en donde Pimentel llevaba las de ganar, en
todo momento, porque las presidía en la práctica, aunque hubiese un
jefe conservador, con título legítimo, para desempeñar esa función.
Pero aparte de esos accidentes políticos que mi madre, con cháchara
apresurada, hacía olvidar, el cura Camargo nos caía muy bien, y más
cuando supimos que don José Manuel Marroquín, nuestro vecino de
Yerbabuena, juzgaba que sus escritos no merecían estímulo. Para
nosotros eran estupendos, y probablemente mejores que El Moro del
castellano de Chía, que era la encamación de los adversarios, viejo
retrógrado cuyos versos de la ortografía, que había que aprender de
memoria en las escuelas, eran un suplicio atroz a pesar de su pegajoso
ritmo. El señor Marroquín, presidente de la república por golpe de
Estado de los históricos, en plena Guerra de los Mil Días, era un
hombre escéptico en todo, menos en gramática, en la cual era duro
y despótico, y encontraba que la lengua popular que empleaba el
presbítero Camargo era una cormpción innecesaria del idioma de
Castilla. Pero debió pensar que el castillo constmido sobre el puente
del Común por su hijo Lorenzo, con la ayuda involuntaria de los
presos de la revuelta, forzada copia de los castillos franceses, era
algo muy auténtico. El cura Camargo no ocultaba su insatisfacción
por esa conducta. Y en ella colaborábamos con su entusiasmo los
Mi gente 147

habitantes de Boyerito. Camargo vivió hasta 1926, y muchos años


después de dejar nosotros la gleba que tanto amaba, seguía haciéndole
visitas a mi madre, que ella festejaba con chocolate y pan de yuca.
El pequeñito mundo nuestro se abría con sincero júbilo para el
cura-soldado.
El dominio de la Iglesia en los días de mi niñez sobre el país era
total, más de lo que pudo ser en cualquiera región española de los
días de Carlos V o de Felipe II.
El clero, como siempre, era de dos clases: los obispos, casi invi­
sibles, al menos cuando no estaban de correría ostentosa por las
diócesis, y los curas de misa y olla, como Rafael Marfa Camargo,
dueños de los pequeños pueblos con sobrina hacendosa, con sacristán
fidelísimo que era, además, escudero, con caballos flacos y cansados
o alguna mula resabiada, siempre en trance de acudir a los enfermos,
a los débiles, a los desamparados, a los marginados. Era el cura, con
mucho, el amo, o mejor aún, el super-amo, y su autoridad se ejercía
en la tierra por encima de la de los patrones. Por mucho tiempo los
campesinos lo llamaban «mi amo cura», y cuando se dirigían a él,
humildemente, «sumercé». Pero a medida que la civilización co­
lombiana se iba haciendo menos agrícola, los curas prefirieron, e
impusieron, el título de «doctor» para ellos. En los altos ramajes
eclesiásticos hubo sorpresa e indignación, porque doctores eran muy
pocos, y algunos en ambos derechos, y en teología, y graduados en
Lovaina, o en Roma, en el Pío Latino, pero de repente el pueblo
comenzó a decirles doctores a los curitas del pueblo, de misa y olla.
Claro que no había alternativa. Porque si no se les podía decir
generales, tendrían que ser doctores, como se les decía a las eminen­
cias nacionales, fuéranlo o no. Sólo hace unos pocos años comenzaron
a reclamar el nombre de padres, que antes se dejaba para los jesuítas
y más ampliamente para los frailes de otras órdenes. Era, notoria­
mente, un descenso en el misterioso escalafón religioso y humano,
y sus nuevas paternidades lo aceptaron en silencio.
Pero lo cierto es que la república agraria y, por contagio, la semi­
urbana de mi infancia, se manejaba desde la Iglesia, y que no era un
148 Memorias

simple símbolo vacío que los pueblecitos se agazaparan a la sombra


de enormes templos, levantados de cura en cura con esfuerzos faraó­
nicos, en que, naturalmente, los feligreses eran quienes hacían la
fuerza. Esos templos no se acababan jamás, y los campesinos sola­
pados murmuraban que el negocio estaba en eso, en que perduraban
inconclusos. Había algunos que parecían levantados por Penèlope, y
se podría sospechar que el cura destruía por la noche lo que se
levantaba en el día. Eran grandes, solemnes, barrocos, como la Ca­
tedral Primada de Bogotá, y cada cura hacía alguna innovación ar­
quitectónica que los echaba más a perder, si ello era posible. Alguno
quitaba los cuadrangulares ladrillos quemados —el tablón— que les
daban dignidad y frío, y ponía baldosines nuevos de los que fabricaban
los Samper en Bogotá, de colores desvaídos y juegos geométricos,
en los cuales se enredaban y envolvían, como serpientes atemorizadas,
las oraciones de los fieles, en vez de ir, como antes, derecho al cielo.
Otro compraba estatuas italianas de santos, todos idénticos, todos
modositos y amariconados, con melenas de reyes merovingios y
grandes mantos rojos y azules bajo los cuales aparecía la sandalia de
oro dorada. Aquel barnizaba el viejo altar rojo y dorado de la Colonia
con un producto moderno, debajo del cual seguía el oro de antaño
tratando de salir a la luz. Todas insensateces, y más aún, el arrinco-
namiento y olvido de las figuras quiteñas, de los Cristos sangrantes
y marfileños, de los santos como habían sido siempre los santos. Pero
el amo cura no tenía concejo, ni asamblea, ni a quién darle cuenta
de nada. De pronto pasaba un obispo, más avispado, recogiendo
reliquias coloniales, y se iba.
Estos curas manejaban un sistema imperial que remataba en Roma,
según el cual Colombia se conducía como una tribu apenas civilizada,
en la santa alianza del clero y el partido conservador, tal como Núñez
lo había pactado para la eternidad. El sistema era milenario, y se
había aplicado en la edad media con eficiencia. Desde la cuna al
sepulcro, el hombre —y la mujer más aún— no podía hacer nada, ni
dar pasos nuevos en su existencia, o tener episodios memorables, sin
consentimiento, bendición y sacramento del cura. Se entraba al mundo
Mi gente 149

y ya estaba allí el bautismo, y la sal en los labios y el agua helada


en la mollera. Y día a día la vida era un santoral en donde se celebraban
ciertas fiestas, las únicas lícitas, en honor de alguien en el cielo. La
grande, la más grande, era la primera comunión, y así debía repetirse
siempre, al ser preguntados. Para eso de las preguntas y respuestas
estaba el catecismo del padre Astete, que hacía sencilla adoctrinación
de los infieles y que envolvía los misterios unos en otros, de tal
manera que evitaran las discusiones y curiosidades impertinentes,
que, en último término se remitían a los «doctores» de la Santa Madre
Iglesia, un extraño tribunal invisible. Y así iban los campesinos,
celebrando la cruz de Mayo, el mes de la virgen, y la plantaban en
medio de las sementeras, como la palma de Ramos, contra los rayos
y el granizo, y en los techos de las casas en construcción, para efectos
de protegerlas contra las catástrofes. Y el Corpus, que nunca fue bien
claro en la mente confusa de los fieles, que lo asimilaban a algún
santo, y que acabó por enredarse aún más cuando los penalistas
comenzaron a hablar del Hateas Corpus. Pero era gran fiesta, con
procesión y despliegue de humildes riquezas campesinas. Y la As­
censión, y la Asunción, y la Inmaculada Concepción, cuando se
prendían hogueras en los patios y los cerros brillaban como lenguas
de fuego. Y la Semana Santa, que era una fiesta larga en que se
seguía, paso a paso, la pasión del Señor, pero que por crear aglome­
raciones de gentes, que se estrechaban en los templos y en las calles,
por el ruido extraño y arábigo de las matracas, que sustituían a las
campanas, por el velo lívido sobre el altar y las oraciones en que se
castigaba duramente al pecado, sobre todo, el pecado camal, se
convertía involuntariamente en una contrafiesta pagana, ardorosa y
excitante como un camaval, hasta que estallaban la resurrección y la
gloria y el mundo volvía a ser como antes. Y el mes de San José, y
la Navidad. Todo eso era lo único que distraía y destrozaba la ago-
biadora monotonía de los campos y de las aldeas y de las ciudades
pequeñitas, dedicadas todo el tiempo restante al trabajo duro, mti-
nario, mal pagado y mal remunerado por la Providencia, con cosechas
perdidas, aguas inoportunas o sequías abominables. Era cada fiesta
150 Memorias

el paréntesis en una vida para la cual, como habría de decir el poeta


argentino Bemardes, mucho tiempo después, «la eternidad fue su
primer domingo». Ni las estaciones eran tan seguras como el calen­
dario ferial romano. Con los santos se medía el tiempo, se anunciaba
lo que iba a pasar y, desde luego, nada pasaba sin que el cura
interviniera. De la cuna al sepulcro todo estaba vigilado y previsto
en la Iglesia. Ya vimos cóino la Iglesia manejaba la educación e
instrucción de los colombianos en todos sus grados. Y el partido
conservador, en el poder, consciente de que era una minoría nacional,
se prendía a las capas de los obispos y a los trajes talares de los curas
para adoptar todas sus decisiones. Las disidencias conservadoras eran,
por lo general, pecados mortales. Sin el partido no se salvaba la
república. Los curas gemían al final de la misa en latín macarrónico,
una petición a Dios para que se salvara a la república y a su presidente,
lo cual era apenas normal, porque al presidente lo escogía el arzo­
bispo. Cada cuatro años se reunían los obispos y daban a la confe­
rencia episcopal una impresión sobre las tendencias de los ricos
gamonales de cada diócesis.
El arzobispo, entonces monseñor Bernardo Herrera Restrepo, hom­
bre de mundo y autoritario como un jeque árabe, decidía. Cuando las
pasiones o el orgullo de algunos jefes conservadores que se sentían
en tumo creaban una situación difícil, el arzobispo dominaba las
disidencias con rigor. Por eso, cuando de las manos fuertes de Nos
Bemardo cayó el cetro a las provincianas de Nos Ismael Perdomo,
el caos se apoderó del partido. El arzobispo iba de un lado para otro
pronunciando recomendaciones, retirándolas, dando argumentos en
favor de Vásquez o de Valencia, o declarándolos inválidos, y por fin,
por la grieta de la división, entró triunfante Olaya Herrera, el candi­
dato de la Concentración Nacional. Nos parecía imposible, milagroso,
formidable. Era un mundo lo que se destmía, no una elección que se
ganaba. La república se conmovió de abajo para arriba. Los curas,
en todas sus parroquias guardaron pasmado silencio. La Edad Media
acababa de morir, para dar paso al Renacimiento colombiano anterior,
es cierto, de la Reforma. Estábamos en la mitad del Trecento italiano.
Mi gente 151

Pero acabábamos de derrotar a Petrarca como candidato a la presi­


dencia de la república. En ese ambiente de plomo y de hierro, de
oración y de dirección espiritual y eclesiástica, iba yo creciendo, bajo
los déspotas ilustrados de Colombia, los curas. Y el partido conser­
vador dependía de ese despotismo ilustrado, lo único ilustrado en un
país de analfabetas y de demagogos anticlericales. La iimiersión en
esa atmósfera para un hijo de gente campesina y aldeana, como era
la de mi familia, no estaba despertando rebeliones inconfesables, y
más bien una piadosa, y un poco indiferente fe de carbonero, en mi
vida pueril. La Iglesia, por sobre todo, era lo único ornamental, el
sitio de las poquísimas cosas bellas, donde se oía música, donde se
escuchaban armoniosas y extrañas palabras. Y eso era, sin duda, lo
que yo quería ver y oír, como fuera. Por muchos años la mayor
atracción de la Iglesia residía, claro está, en el Diablo, que poco a
poco se fue extinguiendo, con sus llamas, sus olores sulfúricos, su
cola, su encanto prodigioso, por cuanto estaba unido estrechamente
a las cosas más gratas y prohibidas. Era, como la Iglesia, como la
religión, en general, lo único brillante, estimulante, lo único suntuario
en una nación de pobres, parda y silenciosa.

En realidad, lo que definió el límite afilado entre mi infancia y mi


juventud, fue, sin duda, la muerte de mi hermano Ernesto. Yo me iba
aproximando a los diez y seis años cuando ocurrió esa desgracia, la
segunda muerte que vi, después de la de mi padre. Pero Ernesto era,
además de mi hermano, mi mejor amigo, aunque un poco mayor. Era
un amigo fuerte, callado, y en una familia como la mía, de seres
pequeñitos y débiles, como Felipe, mis hermanas y yo, Ernesto era
una especie de atleta. Sus facciones, su modo de andar, siempre erecto
y ágil, lo hacían más Camargo que Lleras. Su carácter era también
de ese lado de la familia. Era bondadoso, no se enfurecía, como yo,
no era burlón y complicado como Felipe. Muchas veces, cuando en
arrebatos de ira, originados por cosas que hoy pueden parecerme
152 Memorias

insignificantes, pero que se referían a mi modo peculiar de concebir


el honor de un niño, me lanzaba a golpear a Ernesto —siempre
injustamente—, él me rechazaba con fuerza, y aun llegó a replicar a
mis golpes, pero con un aire y un tono de castigo que se repetía
pedagógicamente, hasta que yo me declaraba vencido. Mis batallas
con Felipe eran, por el contrario, largas, amargas, feroces, al menos
de mi parte y, desde luego, no eran tan desiguales como la lucha con
Ernesto. Felipe encontraba una satisfacción particular en desatar mis
cóleras, y sabía cómo se producirían automáticamente. Ernesto evi­
taba molestarme, y sólo ante el ataque físico respondía enérgicamente.
El resto del tiempo, nuestros largos días de campo, nuestra vida en
común en que ocupábamos la misma habitación, Ernesto era de una
bondad y una generosidad excepcionales, y yo no sabía bien si me
trataba como a un hijo o como a un hermano de su misma edad. En
todo caso a mí me dolían las dificultades de Ernesto como propias.
No teníamos los mismos gustos ni las mismas aficiones, como sí los
teníamos con Felipe. Éste, que vivía poniendo nombres y rebautizán­
dolo todo, lo llamaba el «hermano burgués», precisamente por no ser
como éramos Felipe y yo, versificadores, recitadores, nefelibatas.
Ernesto era trabajador y serio. Pero en el fondo tenía una imaginación
contenida o desbordada, sólo que en otro campo. Así a los 18 años,
apenas terminados sus estudios, se vinculó con gentes mayores a
empresas de transportes automoviliarios. Lo primero que hizo apenas
le entraron las primeras ganancias fue regalarme una bicicleta. A
todos en la casa les llegaba, con ocasión del cumpleaños o de Navidad,
alguna muestra espléndida de su generosidad. Infortunadamente el
negocio acabó mal y los socios le atribuyeron el desastre a una mala
operación por parte de Ernesto. Por primera vez uno de nuestra familia
estaba debiendo sumas que parecían exorbitantes. Don Nicolás Ca­
margo tuvo que ayudar a resolver un asunto que nos humillaba y que
causó un tremendo impacto en el espíritu de Ernesto.
Sólo tiempo después volvió a la línea de la casa, y entró de profesor
al Gimnasio Moderno. En una de las excursiones que se hacían en
ese colegio cogió un resfrío, en alguna región helada de la Sabana.
Mi gente 153

Y después, súbitamente, comenzó a subirle la fiebre, los ojos se le


inyectaron y se convulsionaba con escalofríos que sacudían el lecho.
El doctor Hoyos, médico de las familias chapinerunas, que visitaba
a los enfermos ¿lontando una yegua desteñida y melancólica, lo
examinó atentamente y diagnosticó la palabra, en aquellos días fatal:
neumonía. Y prescribió el tratamiento inocuo de su tiempo: ventosas,
sudores, abrigo, quietud. Y esperar la reacción, a los seis o siete días.
Cuando pasaron, Ernesto se estaba muriendo. Fue entonces cuando
el doctor Hoyos, que ya no tenía en su botica remedio alguno para
un mal tan reacio a sus fórmulas, anunció que sólo quedaba por hacer,
además de rezar, untar sobre el probable sitio de la enfermedad, la
espalda y el pecho, agua de San Ignacio, muy milagrosa. Cuando oí
aquello comencé a sollozar. Llevaba varias noches y varios días
aplicando ventosas a mi hermano, y le tenía la espalda enrojecida y
casi ampollada. Al saber la inutilidad de la prescripción, se me
llenaron los ojos de lágrimas, y aunque Ernesto deliraba en su fiebre
alta y no parecía ya conocerme, salí de la habitación para que no me
viera, o me sintiera, llorar. Una noche más, y a la madrugada, Ernesto
murió. Todo el rito fúnebre volvió a desarrollarse. Pero esta vez los
paños negros, los cirios, las cintas moradas, las coronas, la carroza
con sus caballos empenachados de plumas negras, me llegaron, como
era natural, mucho más hondo, y me dejaron una huella profunda.
Desde el día siguiente a la muerte de Ernesto comprendí que mi niñez
había terminado, y que comenzaba otra época de mi vida. Cada uno
de mis hermanos y, desde luego, mi madre, sintieron algo semejante,
con relación a sí mismos, y a mí. Vestido de luto regresé a la escuela
después de una quincena. Mis compañeros más niños comprendieron
que yo debía cambiar. Y así sucedió.
U l t im a s p a l a b r a s

Chía, septiembre de 1975

Al terminar este primer volumen de lo que serían mis Memorias,


estoy entrando en el año setenta de mi edad. He buscado y he hallado
un sitio para retirarme del tremendo ajetreo que ha sido mi vida
pública, y aquí, en un valle apacible, que riegan el río Bogotá y el
río Frío, casi extinguidos por la contaminación ambiental, son ya
muy pocas las personas que veo. Dedico la mayor parte de mi tiempo
a leer lo que no había leído todavía y a releer morosamente las páginas
que inflamaron mi imaginación o modelaron mi estilo en más de
cincuenta años de una existencia dedicada casi sin interrupción a
escribir, para mí, pocas veces, para otros, para los demás, casi siempre.
El propósito que me anima ahora, es, principalmente, como lo he
dicho en alguna parte de este libro, dejar un testimonio de lo que fue
mi tiempo, época-de la gran transformación de la vida de los colom­
bianos, y la mía, con la de ellos, y tal vez hacer notar cómo hay una
gran frustración en todo lo ejecutado y muchas contradicciones entre
lo que quise y lo que logré ver, al fin, coronado por el único buen
éxito reconocible: que haya sido un real cambio, para mejor, y per­
durable.
Creo haber conseguido que la bataUa feral que se inició en la república
desde los tiempos del presidente Márquez —cuando era mi abuelo
quien escribía para Santander y para la política civilista— entre los
dos partidos colombianos, el liberal y el conservador, llegara a ser, por
último, civilizada, respetable y sin ingredientes de odio y venganza.
Mi gente 155

Pero se han perdido en estos últimos diez y seis años el aliento y la


dirección de los principios originales que conformaron a Colombia.
La mejor parte de mi vida, sin disputa alguna, fue la que se inició
con la elección de Alfonso López a la presidencia, en 1934. Eran
días y noches de una intensidad sin límites, puestos por el cansancio
o la decepción, ante el rechazo de la nación conservadora al cambio
que se proponía. Fui secretario del mejor, más generoso de los jefes
políticos, y la mayor parte de los documentos de la época fueron
escritos por los dos en lo que de mi parte era casi una instrumental
colaboración a su empresa original, que sacudía, como un fuerte
viento, las velas de una nación conducida en los últimos años, salvo
los de su inmediato antecesor, a la deriva. Teníamos entonces una
sensación, que también he calificado en alguna otra parte, como de
renacimiento. Creíamos estar reanudando la historia en los días glo­
riosos de las mejores luchas contra el colonialismo, el fanatismo, la
opacidad y el deslustre de la vida colombiana, dedicada a una perfunc-
toria democracia, a la cual se le jugaban malas pasadas en cada
elección por el fraude y por la violencia. El estilo mismo de los
mensajes presidenciales, en donde más podía contribuir yo a esa tarea
que López llevaba con audacia y sin esfuerzo, era una inversión de
lo que se había dicho desde Núñez, Caro, Suárez, como grandeza, y
pobremente repetido por los sucesivos presidentes y ministros del
conservatismo, pero siempre con el ánimo de que la nación no se
moviera bajo la armadura española —la maquinaria filipina, montada
sobre las armas oficiales, los curas del pueblo, los funcionarios y la
estructura intermedia de obispos y políticos retardatarios—. Y sen­
tíamos además, que el pueblo se movía, respiraba, se sentía alegre y
hasta un poco agresivo bajo los nuevos impulsos. Muchas veces la
gran empresa exigía un horario impiadoso de veinte horas, madruga­
das demoledoras escribiendo, corrigiendo pruebas, confrontando da­
tos, discutiendo cada palabra con un rigorismo que nadie sospechaba.
López solía atribuirme ante sus amigos y aun delante de sus enemigos,
los mejores productos de su inteligencia, y por mi parte jamás se me
ocurrió —^por no tener fundamento—, hacer ostentación de ese hecho
156 Memorias

que hubiera envanecido a cualquiera. En ese trabajo común, que en


alguna parte describiré cómo era realmente, López hizo por mí lo
que mis profesores de castellano y de retórica jamás lograron: qui­
tarles a mis escritos, que iban a ser en último término los suyos, el
resplandor de las imágenes, la violencia verbal, el dogmatismo lite­
rario, hasta convertirlos en esos mensajes cuya fama de severos,
contenciosos y fuertes por el predominio de las ideas sobre el aspecto
puramente formal han sido justamente considerados como su manera
espléndida de comunicarse con los colombianos y de conmoverlos.
Después tuve oportunidades extraordinarias en el servicio público,
y de ellas iré hablando, a medida que logre reconstruir todas mis
impresiones, recuerdos y estampas de la gente que conocí en Colom­
bia y fuera de ella. Es medio siglo que hay que reedificar, cuando ya
nada, o muy poco, significa para las nuevas generaciones. Es posible
que las futuras se desinteresen aún más de estos episodios. Pero algún
día servirán a quienes con espíritu crítico quieran saber qué se pensaba
en este trayecto de la historia que ya comienza a desfigurarse por
ignorancia, más que por intención proclive.

Antes de cerrar este volumen quiero dejar una constancia somera


y afectuosa de reconocimiento a las personas que más me han ayudado
en esta tarea de reviviscencia. Entre ellas, en primer término, mi hija
Marcela, que ha sido no solamente mi secretaria, que es por decirlo
así, su función oficial, sino mi auxiliar más amistoso y desinteresado.
Al Banco de la República debo agradecer que haya tomado a su cargo
la publicación de estas Memorias, cuyo producido, si hay alguno,
quisiera que se destinara a engrosar los fondos de la Fundación de
Asistencia Colombiana que ha servido tantas obras de aliento y de
beneficio, y que se construyó por mi iniciativa, con las ganancias del
Banco en operaciones con el gobiemo nacional, en algún momento
de mi segunda presidencia. Agradezco a muchos de mis amigos y de
mis compañeros de trabajo, como Leopoldo Villar Borda, que han
Mi gente 157

hecho para mí pesados oficios de revisión de archivos periodísticos,


y de información en general, tan ardua entre nosotros. Y, desde luego,
a mi esposa, que no solamente llevó la peor parte de la carga de mi
vida pública con abnegación y colaboración sin ejemplo, sino que
sigue con interés y buen juicio este último tramo de mi existencia,
cuyo producto es, precisamente, el actual testimonio.
Adolescencia y juventud
L as c e r e m o n ia s d e la pu b e r t a d

Me veo, a través de la bruma de los años, en mi adolescencia, edad


ordinariamente incierta, pero en mi tiempo fácil de distinguir, porque
había un acto ceremonioso que la iniciaba y otros hechos, menos
públicos y litúrgicos, con los cuales se daba por terminada. La ini­
ciación daba lugar a un debate y a una grave definición; los pantalones
largos. Hasta entonces se usaban calzones cortos de diferentes tipos;
los lisos, que los niños elegantes llevaban muy cortos, y los demás
casi a media pierna; los que se abombaban a la altura de la rodilla y
allí se ceñían con una estrecha faja del mismo paño; y otros, que en
vez de faja, llevaban una banda de caucho, y caían sobre la rodilla
como desmesurados greguescos. De la rodilla hacia abajo los niños
de mi época llevábamos largas medias negras que a veces, en la unión
con los calzones, dejaban ver los calzoncillos, para vergüenza y
aflicción del usuario. Todos los trajes de la adolescencia venían en
directa línea sucesoria, del hermano mayor o del padre, después de
prolijos cortes y arreglos, uno de los cuales consistía en darles vuelta
por el envés, con lo cual quedaba el bolsillo del pecho a la diestra,
contra todas las reglas. Ese fenómeno denigrante solía continuar
después de la adolescencia y prolongarse a los trajes de pantalón
largo. Pero como éramos muchos los sometidos a esa tortura sartorial,
casi no sufríamos, al pasar unos meses. Además, la adolescencia era
la edad de la bicicleta y de los grandes porrazos, y nuestros trajes
solían llevar las huellas de cada golpe en elaborados remiendos,
algunos ostentosos e indelicados. Por todas esas etapas pasé una tras
162 Memorias

Otra. Menos mal que mi hermano Ernesto era hombre preocupado


por su ropa y que sus trajes, abandonados para la herencia inexorable,
estaban, por lo general, en buenas condiciones. Lo que yo tenía que
hacer era convencer a mamá de que daba lo mismo que mis piernas
estuvieran envueltas en paños pesados y oscuros hasta el talón, o que
éstos se cortaran por la mitad, si se trataba de impedir que yo diera
el salto hacia una vida más independiente y azarosa. Al fin conseguí
ese propósito y un vestido gris de Ernesto en excelentes condiciones,
cedido por él para la ceremonia de la pubertad, pasó a ser mío con
algunos arreglos, no muchos. Sólo que yo era flaco y frágil, después
de mi enfermedad, y el viento y el andar mismo hacían mover esos
paños alrededor de mi cuerpo quitándole toda solemnidad al gran
momento. Si a ello se agregan mis enormes dientes, amarillos desde
la adolescencia, dispersos y siempre visibles en involuntaria sonrisa,
y un mechón de pelo liso sobre la frente, el aspecto del joven rosarista
no debió ser muy atractivo. Pero yo no lo pensé así cuando decidí
enamorarme y buscar correspondencia de una chiquilla que me en­
contraba todos los días, en viaje hacia la clase de lógica, entre la
niebla de la alta mañana, ella esperando su tranvía del Colegio del
Sagrado Corazón, acompañada por una dueña anciana, envuelta en
pardo pañolón severo y con aire de pocos amigos, que ocupacional-
mente debía odiarme, como a todos los estudiantes de esa hora y que,
en efecto, me odiaba, a juzgar por las pestes que pronunciaba a mi
paso y que cortaban en seco mis pretensiones. Que no iban más lejos,
desde luego, que recibir como compensación justa de mis ardientes
miradas, alguna de la chiquilla, cuya diminuta vida, y la de sus padres
y su gente ya me sabía de memoria. Cuando en la niebla de la mañana
las veía aparecer, ella con su uniforme de colegiala y la vieja como
su oscura sombra protectora, el corazón me daba un salto y latía con
fuerza, y en las mejillas se me agolpaba la sangre. Precisamente el
día en que estrenaba el traje con que acababa de ser armado varón,
pretendí, delante de ella, tomar el tranvía andando, prueba a la
cual éramos muy aficionados, y una caída destrozó mi primer par
de pantalones largos y por poco mi vida sentimental, que casi no
Adolescencia y juventud 163

se recupera del humillante fracaso. Escribí, me parece, un cuento


injustamente punitivo contra la involuntaria causante de estas des­
gracias.

E xternado en el R o sa r io

Por entonces vivía en Chapinero y partíamos, con mi primo Ricardo


Forero Vélez, prácticamente al amanecer, para estar en clase a las
siete. Éramos externos del Colegio del Rosario, y yo tomaba cursos
de lógica, analogía latina y retórica. El primero lo dictaba el profesor
Rengifo, un extraño hombrecillo de una timidez casi rayana en el
pánico ante la inmensa aula, repleta de estudiantes, que se prolongaba
casi por cincuenta metros en el costado oriental del edificio, cuyas
ventanas, siempre cerradas, daban a la carrera sexta. Cuando hacía
el doctor Rengifo su aparición en la portería, el pasante se colgaba
de la campana y daba uno, dos, tres golpes de badajo que resonaban
en todo el claustro como si se anunciara el paso de Caldas hacia el
patíbulo. Luego vociferaba:
—¡Lógica!
Y el grupo de alumnos externos que nos acomodábamos en unas
bancas sin espaldar en el vasto salón a la izquierda de la puerta,
entrábamos en tropel, cuidando de no atropellar al doctor Rengifo,
que se escurría entre nosotros, pálido, esmirriado y con un gesto muy
peculiar que no abandonaba en ninguna postura: el índice y el anular
de la mano derecha debajo de la nariz, y, a veces, del labio superior,
que de seguro le ayudaban a ocultar sus padecimientos e infinitos
complejos. Subía por la mitad del aula, solo, tembloroso, hasta la
cátedra, y ya allí, con su libro en la mano, parecía hallar ecuanimidad
y compostura, mientras pasaba una larga lista que contestábamos al
azar, por los ausentes y los presentes. Él parecía no notarlo, y se
enfrascaba en una explicación de los silogismos y de ciertas antiguas
fórmulas mnemotécnicas de Aristóteles —Barbara Celarent, Darii,
Feioque— para recordarlos. La hora de clase terminaba de cualquier
164 Memorias

modo y en desorden creciente. El doctor Rengifo no hacía esfuerzo


alguno por restablecer el orden. Todo era ilógico y cómico en la
cátedra que nos debía enseñar los caminos del pensamiento. Casi
nunca llegábamos a la mitad del tratado del «loco» Julián Restrepo
Hernández, el personaje a quien todos echaban de menos en el Co­
legio. Se decía que había sido abogado muy notable y profesor
contencioso y difícil. Pero la dispersión y anarquía de la cátedra de
lógica del doctor Rengifo imponían que muchos de quienes lo cono­
cieron, lo recordaran con nostalgia. Dos hijos suyos, uno brillantísi­
mo, profesor de analogía latina, espíritu sagaz y original, José María
Restrepo Millán, y el otro, su hermano Luis, un convictor, o interno,
moreno y reconcentrado, fueron respectivamente mi maestro de latín
en el primer año y mi más íntimo compañero en el internado del
Colegio.

M o n se ñ o r C a r r a sq u il l a

El Colegio, cuyas estructuras físicas están, por excepción, todavía


visibles e intactas, tenía, sin duda, ambiente, y un sello especialísimo,
y no era lo mismo pasar por el Rosario que por cualquier otro plantel
de bachillerato. En mis días vivía aún Monseñor Carrasquilla. Era
viejo, pero no endeble, ni, menos aún, decrépito. Estaba de tal modo
identificado con el Colegio que regentaba desde tiempo inmemorial,
que parecía formar parte de sus muros solemnes, su patio, la estatua
de fray Cristóbal de Torres, la escalera de piedra. Era lo único que
parecía vivir entre tanta historia. Cuando todos habíamos entrado a
clase, el viejo sacerdote se paseaba por los corredores, lenta, solem­
nemente, aspirando el rapé que le ensuciaba la sotana y le provocaba
formidables estornudos que se oían en todo el claustro, enjugados en
un pañuelo rabo de gallo, de vivísimos colores. Fumaba cigarrillos
Legitimidad, también con delectación, y las fuertes mejillas se ahue­
caban hacia adentro en un esfuerzo para llenar bien los pulmones de
humo. Nadie sabía por entonces que aquello fuera dañoso para la
Adolescencia y juventud 165

salud, y, desde luego, no se consideraba el fumar una sensualidad


impropia de un santo. A veces Carrasquilla escogía a un estudiante
desconocido, y lo llamaba, con un gesto, que era como la suprema
condecoración para el favorecido. Entonces se paseaba con él una o
dos vueltas en el corredor de la campana, le preguntaba por su familia,
su pueblo, sus antecedentes escolares, y lo dejaba ir. Tenía voz
cavernosa, solemne, y con ella, en época de retiros espirituales, nos
infundía pánico sobre los castigos ultraterrenos para nuestra tibieza
o desconsideración con el Señor, y también imponía silencioso res­
peto para dirigir la clase de metafísica, que se seguía al pie de la letra
de su propio texto, escrito treinta años antes, y plagado de dogmáticas
sentencias que había que repetir hasta que no se escapara ni una coma
de tan concisa sabiduría. Pero en el primer año, y cuando todavía
técnicamente yo casi no pertenecía al Colegio, por ser externo, no se
tomaba metafísica. Sin embargo un día, ya al final del curso. Mon­
señor Carrasquilla me llamó y por cinco minutos me aceptó como su
interlocutor. Me habló de mi tío Lorenzo Lleras Triana, que había
sido profesor en el Rosario, y nada me dijo de mi abuelo, que había
sido rector de 1842 a 1846. Me preguntó si seguiría en el Colegio al
año siguiente y se mostró complacido cuando le dije que entraría
interno. Hizo algunas preguntas perfunctorias sobre mis estudios, y
me dejó partir a reunirme, entre confundido y orgulloso, con mis
condiscípulos. Muchos pasábamos por esa prueba, pero en realidad
cada uno de nosotros creía que había sido el único y el más distin­
guido.

C ontacto con las h u m a n id a d e s

En el primer año «pasé» lógica con cuatro, analogía latina con cinco
y retórica con cinco. Era un buen resultado, y Felipe Lleras, mi
hermano, que seguía cuidadosamente mis estudios, se mostró satis­
fecho. Yo lo estaba más, porque se me estaba abriendo un mundo,
el de las humanidades, que en la pragmática Escuela Ricaurte no
166 Memorias

habían tenido ningún cultivo. Pero claro que quien señalaba la atra­
yente ruta no era el cura Jiménez, vicerrector del Colegio y profesor
de retórica, que más que estimular el entusiasmo por las letras parecía
aplastarlas con sus pesadísimos comentarios. Era también, como
Rengifo, un hombre tímido, pero parecía tener más autoridad, y la
ejercía. Su sombrío traje talar, que no contrastaba mucho con su piel
morena y los ojos negros de fanático, eran para desanimar a los
discípulos que tenían que aprender de memoria la Oda a la Zona
Tórrida, de don Andrés Bello, sin encontrarle ninguna de las presuntas
y anticipadas hermosuras que el eclesiástico nos advertía. El «cura
Jiménez», como le llamábamos peyorativamente, por contraste con
el Monseñor, de Carrasquilla, era tal vez profesor interino, porque el
titular debía ser don Luis María Mora, Moratín, poeta seudoclásico
y armonioso. Jiménez tenía la fama de ser distraído y poco feliz en
los trabajos de la inteligencia, y se contaban innumerables anécdotas,
suyas o prestadas, que así lo corroboraban. Pero si ese camino de las
humanidades permanecía casi cerrado, salvo por los trozos cervanti­
nos que uno debía saber de memoria, y con los cuales yo me deleitaba,
en constante repaso, el que nos entreabría Restrepo Millán era pro­
digioso. El latín en sus lecciones dejaba de ser una tortura para
convertirse en deleitosa experiencia. Las traducciones que hacíamos
una o dos veces por semana, con su ayuda y verbalmente, de trozos
de Virgilio, de Horacio, de Cicerón, eran una mezcla casi sacrilega
de palabras cruzadas y de inspiración, y ya no las olvidábamos jamás.
Restrepo daba a los versos todo su acento, su fuerza onomatopéyica,
y sobre todo, su música penetrante, que hasta entonces no habíamos
descubierto. Además explicaba el porqué de cada oculta conforma­
ción idiomàtica, y nos mantenía pendientes de su palabra.
Como Restrepo Millán vivía a mitad del camino de Chapinero, no
una, sino muchas veces me encontré con él en el tranvía de regreso,
y continuábamos conversando sobre lo explicado en clase, y ahora,
ya él seguro de que al menos uno de sus alunnnos seguía con entu­
siasmo sus experiencias y parecía entender todo lo que le significaban,
generosamente iba exponiendo para mí más artículos de su prodigiosa
Adolescencia y juventud 167

e impalpable mercancía. Esta escena que hoy parecería extraña, era


entonces frecuente, y los pasajeros del tranvía eléctrico, de recias
bancas de madera, estaban habituados a que se enseñara latín o se
negociara, o se argumentara rudamente sobre política en esa media
hora, que le seguía perteneciendo a cada pasajero como prolongación
de su casa y con la cual podía hacer lo que quisiese, sin mucha
interferencia extraña. Y más de uno debió poner atención al exaltado
maestro que encomiaba en grandes voces el «prodigio de condensa­
ción» de Horacio:
Tutus bos etenin rura preambulat para él, el buey, que resultaba
símbolo perfecto de la tranquila seguridad y del buen orden del
imperio romano.
Pero lo que Restrepo Millán hacía era mostrarme el latín como la
lengua portentosa en donde se habían albergado las más bellas imá­
genes y que parecía tener poco que ver con el estudio paciente y duro
de las declinaciones y de los regímenes verbales que nos hacía sufrir
intensamente, y en el cual chapoteaban, como en el barbecho de
Horacio, los jóvenes latinistas, a pesar de la exaltación de su profesor.
Algo semejante a lo que ocurría con la retórica, que en vez de
estimular el amor a la lengua casi nos hacía renegar de ella para
siempre.

C o m ien zo a e sc r ib ir

Mis preocupaciones, por entonces, eran varias en materia de letras;


lo menos parecido a la comprensión mágica del latín, sino de tales
dispersión y vacuidad que la mayor parte de las veces sólo me servían
de adorno y engaño en los escritos que iba amontonando en el
escritorio de la casa, para presumir de cosas que apenas adivinaba.
Sin embargo, escribía sin par^, y a propósito de todo lo que me
pasaba por el lado, con lo cual adquirí cierta facilidad mecánica que
mis condiscípulos de retórica no tenían en el mismo grado, aunque
fuera notoria la superficialidad y ligereza de tales ensayos. Pero a
168 Memorias

mí, ni qué decirlo, me parecían obras maestras. Felipe, desde luego


me alentaba, tal vez porque no hallaba esa misma pasión por la
literatura entre sus condiscípulos del Colegio de Ramírez o sus dis­
cípulos de la Escuela Ricaurte. Alguna vez tuvo, con otros amigos
suyos, una sociedad literaria que se solía reunir los domingos en la
tarde en la pequeña sala de mi casa, en la cual se hablaba y se peroraba
mucho. De ella formaban parte Jorge Eliécer Gaitán, Germán Arci­
niegas, Primitivo Crespo, Augusto Ramírez Moreno, Hernando de la
Calle y algunos otros que la fama no consagró para la inmortalidad.
Esta sociedad, que obviamente se llamaba «Rubén Darío», se disolvió
en un debate airado entre Crespo y Ramírez Moreno, que por poco
acaba con nuestro modesto inmobiliario. Allí Felipe me hacía com­
parecer ocasionalmente a recitar versos míos, en los cuales prolife-
raban sentimientos que no eran los propios de mi edad, y tal vez de
ninguna, y pruebas palpables de mi ignorancia, que sus amigos per­
donaban. Pero esa tolerancia era dañosa y corruptora, y yo por muchos
años más seguí simulando conocimientos, ideas, pasiones que encon­
traba accidentalmente en los libros de la biblioteca del tío Santiago,
sin mucha discriminación. Mi prosa, si así podía llamarse, adolecía
de esa falsedad íntima, y sólo, como ya lo dije en otra parte de estas
memorias y lo mostraré después, comenzó a mejorar y a madurar
cuando entré a trabajar como secretario de la Dirección Liberal, es
decir, de Alfonso López, en compañía de Alejandro Vallejo. Pero ya
por entonces, habían pasado más de diez años de garrapatear con
franca insolencia, y, por desgracia, más adelante, de hacerlo al pie
de los linotipos que lanzaban mis producciones a todo el país, desde
las columnas de los grandes diarios, afortunadamente en forma anó­
nima, las más de las veces. De esa época literaria no tengo, pues,
buenos recuerdos, y la he visto con ojos críticos en todas sus lamen­
tables formas. La verdad es que la propia juventud suele ser para un
viejo el más despreciable período de la vida humana, desperdiciada
e insoportable para quienes con ella tuvieron que convivir, arrogante
sin fundamento, y, sobre todo, falaz y petulante. Ninguno de estos
calificativos deja de caer como un guante a la mía. Y yo creo que
Adolescencia y juventud 169

pocos colombianos de los que estuvieron a mi alcance en esa época


dejaron de pensar, contemporáneamente, de tal manera.

In te r n o e n el R o sa r io

Por razón de un nuevo viaje en la siempre trashumante Escuela


Ricaurte, esta vez hacia San Benito, una hacienda del extremo sur
de la Sabana, en Sibaté, Felipe determinó tomar en alquiler en esa
aldea, hasta entonces sólo una estación de ferrocarril y cuatro o cinco
casas, una grande, antigua, con un parque extenso en frente, solares
y «mangas» atrás, hacia las colinas. La idea era la de que la casa
quedara muy cerca de su trabajo. Mi madre y mis hermanas tendrían
que vivir allí, y yo entraría interno en el Rosario. Aparte de mi Corta
permanencia en el Colegio de monjas de Chipaque, no tenía expe­
riencias semejantes. El Rosario era, por virtud de las Constituciones
de Fray Cristóbal de Torres y una larga tradición casi tres veces
centenaria, el de los internos, o convictores, y el de los colegiales,
la casta pequeña y superior rodeada de privilegios morales y físicos,
estos últimos especialmente ambicionables, porque implicaban un
mejoramiento radical en la dieta. La nuestra era meticulosamente
racionada y sin diversificación alguna. Era, además, monótona hasta
el ascetismo, y la aparición de los mismos platos, a diario, levantaba
un pequeño murmullo de desaprobación, que luego se extinguía en
el vasto refectorio en el cual se acomodaban holgadamente más de
doscientos jóvenes hambrientos e inquietos. Se rezaba el ofrecimiento
del magro almuerzo o de la cena, ambos a horas desusadas; el primero
a las diez de la mañana, la segunda a las cuatro de la tarde. Era como
un plan hecho para contrariar abiertamente las costumbres y tradi­
ciones de la familia, pero no a propósito, puesto que así estaba
dispuesto por Fray Cristóbal, minuciosamente, desde 173 años atrás,
cuando aquel era horario regular de la Colonia. Después de la cena
había un largo período de estudio que vigilaban los bedeles de tumo,
desde un alto escabel. Éstos habían sido, o eran aún, colegiales, pero
170 Memorias

recibían un humildísimo estipendio. También debían vigilar los dor­


mitorios. Estaban estudiando Derecho, en la parte meridional del
edificio, que era como el claustro del frente, pero más pequeño.
Cuando concluían nuestras comidas subían a una tarima honorífica
los colegiales y bedeles y se decía que comían pollo y otras delica­
dezas que parecían inverosímiles a los estudiantes de bachillerato.
Presidía su mesa el vicerrector Jiménez bajo un cuadro de Acevedo
Bemal, Los discípulos de Emaús, en el cual, apropiadamente, Jesús
partía el pan con un gesto que los apóstoles reconocerían, en una
mesa detrás de la cual una ventana daba al campo de Judea.
Entré a esa oligarquía sin saber cómo, tal vez por recomendación
de mi profesor de retórica del año anterior, y sólo por una causa
legítima: tenía buena y fuerte voz, y sabía leer, virtud que debía a
mis recitaciones y a las correcciones e indicaciones de Felipe Lleras,
cuando quiera que al hacerlo caía en sonsonete o abandono. En la
mesa, en vez de conversar, y tal vez para que nadie tuviera ocasión
de protestar y amotinar a los comensales contra la sumaria alimen­
tación, se debía leer. ¡Y qué lecturas! En los innumerables almuerzos
y cenas en que yo me desgañitaba, con la mejor buena fe, tratando
de hacer amable e interesante el texto, se leía, por lo general, la
Historia eclesiástica y civil de Nueva Granada, del señor Groot. Los
relatos de la Conquista, la Colonia y la naciente República eran tan
correctos como pesadísimos, especialmente en esas circunstancias.
Pero como los caldos de hierbas y raíces criollas, el arroz, los fríjoles
y las papas eran la dura y parca dieta inmodificable, nuestro espíritu
se mantenía alerta. Y por eso mis condiscípulos esperaban que yo
acentuase, como lo hacía, algunas de las picardías del guasón cronista,
que a pesar de su quemante fe no dejaba de destacar los líos inter­
minables de oidores, monjes, curas y obispos de la época letárgica.
Aún recuerdo aquellos tremendos de orden público que conmovieron
a Cartagena por la rebelión de las monjas de Santa Clara contra la
dependencia de los padres franciscanos, en el cual tuvieron que
intervenir, e intervinieron voluntariamente, la Inquisición, la tropa,
el gobemador, y por último el rey Felipe y el Pontífice. Esos hechos
Adolescencia y juventud 171

picantes, casi excepcionales en el señor Groot, equivalían en la dieta


al inexorable «postre de trapiche» con leche cuajada que cerraba
siempre las dos comidas grandes, antes de la oración de gracias. Así
estaba prescrito desde Fray Cristóbal, en las Constituciones y sus
anexos.

A lgunos c o n d ^^s c í p u l o s

¿Quiénes eran mis condiscípulos? No pretendo recordar ahora los


nombres ni todas las fisonomías de los convictores, o convictos, de
nuestra helada penitenciaría. Pero todos eran mayores que yo, con
algunas excepciones, como la de Arcesio Londoño Palacio, quien fue
muchos años después ministro de la segunda administración de López,
o la de Luis Restrepo Millán. No sólo en mis recuerdos sino en las
vividas impresiones de ese tiempo se destacan otros dos convictores:
José Francisco Socarrás y Pablo Patiño Bemal, ambos por su brillan­
tísima inteligencia que evidentemente superaba la de todos sus com­
pañeros. El primero, nervioso y ágil, tenía una cabeza pequeñita,
usaba anteojos de carey, y sus facciones finas y su piel oscura mos­
traban ascendencia de color, que por esa época era para la gente del
interior cosa extraña, porque no teníamos ocasión de familiarizamos
con los compatriotas de las dos costas, en donde no eran una minoría
tan notoria. Cuando llamaban a clase entre el tumulto de los intemos
sobresalía por su agilidad y gracia, Socarrás, que llegaba el primero
a escoger puesto en su banco, con grandes saltos flexibles y alegres.
El pelo corto y rizado, la boca de anchos labios, abierta siempre en
una sonrisa de satisfacción y de burla llamaban mi atención, pero
sobre todo me suscitaba admiración su prodigiosa memoria, que
llegaba para mí hasta lo milagroso. Carrasquilla tenía por él una gran
simpatía, porque cuando quiera que alguien fallaba en algún trecho
de la recitación de su Metafísica, interrogaba a Socarrás, que la sabía
página por página, hasta tal punto que podíamos preguntarle por una
cualquiera, identificada con su número, y comenzaba como a leerla,
172 Memorias

así se iniciara con una palabra incompleta de la anterior, y la terminaba


con igual exactitud. Pero no era sólo su memoria, que le debió servir
mucho en los estudios de la época, donde esta cualidad era una
exigencia sine qua non, sino la variedad de sus conocimientos y la
inquietud de sus preocupaciones científicas lo que más me admiraba.
El caso de Pablo Patiño Bemal era diferente: había estado en el
seminario tal vez por una desviación de criterio sobre su vocación,
y sabía tantos latín y filosofía como cualquiera de los profesores, o
más. Estaba completando su bachillerato y cumpliendo con el obli­
gado ritual de aprobar las materias claves, pero para él no había, ni
en ese ni en otros cursos de humanidades, misterio ni secreto.
Usaba también gafas para la miopía, un gabán negro y largo y tenía
un perezoso aire de eclesiástico que acentuaba su sabiduría y su
desdén por nuestros esfuerzos en estas materias. Si yo hubiera tenido
malicia cívica le habría pronosticado un porvenir probablemente más
brillante y menos discutible del que tuvo como jefe de banda
política en los días de la violencia, en la región de Pacho, su tierra
nativa. Porque por entonces pensaba que volvería, con tantos co­
nocimientos y latines, a su carrera eclesiástica, y tal vez, derecho
al obispado.
Los demás eran todos jóvenes venidos de muy diversas partes del
país, en virtud del proceso de embudo de que he hablado en otra
parte, a completar sus estudios, para pasar por el trapiche de la lógica
y la prueba implacable de la metafísica. Había pocos bogotanos. Entre
los extemos recuerdo a los hermanos Nannetti, ambos de voz profunda
y modales corteses, Guillermo y Hemando, que seguían casi los
mismos cursos que yo. Los provincianos, que estarían entre los diez
y siete y los veinte años, tenían aires maduros y habían pasado por
experiencias tremendas en los lupanares de otras ciudades y en la
propia capital. Los visitaban a hurtadillas los domingos, a la salida
de misa. Se les recibía con benevolencia sorprendente por las pupilas
de las casas de mancebía, a pesar de que el sábado había sido de
arduos trabajos, hasta el amanecer festivo, y aun cuando los extraños
clientes de esa hora temprana eran poco generosos, por su pobreza
Adolescencia y juventud 173

proverbial, a pesar de sus impecables uniformes de paño azul oscuro


y la gran Cruz de Calatrava en la solapa, que los distinguía y los
avalaba. A esa hora alta y destemplada tomaban cerveza y bailaban
al compás de gramófonos con sus compañeras soñolientas y extenua­
das. Pero así comenzó la madurez para muchos de nosotros o se
prolongó la juerga de los provincianos, siempre al borde de las temidas
enfermedades venéreas, temblando ante sus horrores presuntos, entre
el dudoso y fugitivo placer y la espera ansiosa y larga del contagio,
como caminando por el filo de una navaja.
Este heterogéneo grupo humano de diversas aficiones se ceñía bien
o mal a los reglamentos severos y conventuales, que imponían los
bedeles, los profesores, el vicerrector, el rector, casi sin necesidad
de hablar de ellos, por el peso mismo de la tradición, y a nadie se le
ocurría inventar nuevas modalidades dentro de los fuertes muros, en
donde sobresalían las placas de mármol, en español o en latín, que
recordaban todo el peso abrumador de la historia. Hasta los gorriones
tímidos que daban saltitos alrededor del diminuto jardín que circun­
daba la estatua de Fray Cristóbal de Torres, parecían obedecer a las
Constituciones, y ni siquiera se sobresaltaban con las campanadas
que dividían el tiempo en lapsos cortos, pero inflexibles. Después
del estudio de la noche pasábamos a los dormitorios. A las cinco de
la mañana sonaban las campanas otra vez, y hacían eco a las de San
Francisco, éstas del más puro bronce, que a esa hora llamaban a la
misa de beatas, entre la penumbra del amanecer bogotano. Nos pre­
cipitábamos algunos, no todos, hacia la ducha, por la escalera de
Caldas, en cuyo descanso en otra placa aparecía, siniestra y deforme,
la «Oh negra y larga partida» que habría dejado Caldas escrita en el
muro, al descender hacia el patíbulo. Menos heroico nuestro tormento
cotidiano, no podía ser más desapacible. Por la tubería de plomo
bajaba una corriente de agua helada que nos hacía saltar de dolor,
como una azotaina inclemente, y salíamos al otro lado de las duchas
a frotamos mdamente con las toallas, para emprender el regreso, a
la carrera, hacia los dormitorios. Se aseguraba que esta operación era
estimulante, y seguramente lo era porque minutos después devorá­
174 Memorias

bamos los panecillos ordinarios y bebíamos la esa sí tonificante agua


de panela que nos habría de sostener hasta el almuerzo. Pero entre
clase y clase había siempre la tolerada costumbre de comprar al viejo
Antonio, el portero, emparedados y bocadillos de guayaba, sin los
cuales seguramente no hubiéramos sobrevivido al tedio, al frío, a la
desolación de aquella rutina.

Los DOS SECRETARIOS, ROCHA Y LOZANO

Había, desde luego, otra autoridad, dentro de la jerarquía del Colegio.


Era el secretario, elegido entre los colegiales que se habían distin­
guido más, por el rector, y que era, en su tiempo, más o menos tres
años, el más notable rosarista. Se trataba, de ordinario, de un abogado
a quien no le faltaba más que el grado solemne, y cuando yo estaba
todavía extemo, ocupaba el cargo Antonio Rocha, miembro de la
brillantísima galaxia rosarista que después se incorporó en distintas
formas, todas eminentes, al gobiemo nacional: Darío Echandía, los
Zuletas Angel, Eduardo y Alberto, Gerardo Martínez Pérez. A todos
ellos en esa época los vi paseándose por los corredores altos del
Colegio, de visita a los oficiales pasantes Guillermo Amaya Ramírez,
Gualberto Rodríguez y Arturo Posada. ¿Cómo podría pensar yo que
algunos de ellos habrían de ser más tarde mis colegas, mis ministros,
mis amigos y mis colaboradores en muchísimas tareas de gobiemo?
Ningún propósito político, ni remotísima ansia de poder había pasado
por mi cabeza, y sólo admiración me despertaban estos colegiales y
ex colegiales que habían gozado de la simpatía y la aceptación de
Monseñor Carrasquilla, de seguro por sus méritos, porque jamás un
estudiante del Colegio admitió duda alguna sobre la severidad de
juicio y rectitud de apreciaciones de Carrasquilla sobre sus alumnos.
En los casos que aquí he nombrado la predilección de Carrasquilla
por este gmpo de sus discípulos estaba, desde luego, plenamente
justificada. En el segundo año, cuando yo ya era convictor, ocupó la
posición de Rocha Carlos Lozano y Lozano, como Rocha joven
Adolescencia y juventud 175

apuesto, gallardo, pero de una inquietud física y cierta incoherencia


en la marcha, ambas graciosas y extrañas, que Rocha, silencioso, un
poco solemne, como un romano, jamás se hubiera permitido. De
ambos sabíamos que habían sido brillantísimos estudiantes. Habían
terminado su Derecho en la Facultad inmediata al Colegio. Se les
pronosticaban grandes triunfos en el foro, o, tal vez, fuera de él.
Lozano pronunciaba discursos de ocasión, o solamente leía actas y
otros documentos intercolegiales, con grandes gestos de orador, y su
voz vibraba como altísimo clarín de combate, tal vez demasiado
cantante. Lo mismo se comunicaba con sus condiscípulos y los demás
alumnos, en tono mayor, con referencias históricas, pertinentes o no,
con tono admonitorio y exagerados y sonoros vocativos. Rocha ha­
blaba también con acento oratorio vigoroso, pero en bajo sostenido
que les daba especial dignidad a las palabras y a las sentencias de
sus oraciones. Yo creía ver en él un neoclásico, y en Lozano un
arrebatado romántico. La vida parece haber confirmado, en parte, al
menos, tan vago presentimiento.
Aprobé el año de internado con excelentes calificaciones, algunas
de las cuales son todavía para mí una amable sorpresa. Sobre todo
la química, que dictaba Barriga Villalba, un joven sabio de mejillas
rosadas y voz de terciopelo, que llenaba prácticamente el tablero cada
vez que se le preguntaba algo con una serie interminable de signos
y ecuaciones que no recuerdo haber entendido o memorizado. Co­
menzaba una nueva era en la química, y ya no se hacían solamente
experimentos en retortas y alambiques de vidrio, como en la era
anterior, más cercana a la alquimia, sino que se seguían en los libros
los oscuros procesos del carbono o de los metales en sus infinitas
variedades y algebraicas descomposiciones. Era, más bien, una rama
de las matemáticas, y como tal no me inspiraba mucho entusiasmo.
El día en que el jurado determinó que mi examen merecía cinco, salí
al patio en carrera y comencé a pregonar a grandes voces mi buen
éxito, cuando súbitamente me encontré envuelto en una tela negra de
olor peculiar a polvo, incienso y tabaco. Me había estrellado contra
Monseñor Carrasquilla, que me miraba, sonriente, porque entendía
176 Memorias

bien esos arrebatos de júbilo en su prisión. Pero, en cambio, cuando


llegó el examen de metafísica, después de mucho divagar sobre
algunos aspectos filosóficos del Santo de Aquino, Monseñor me
ofreció una alternativa, la última:
—Lo paso —me dijo—, si me da la definición de tiempo de Santo
Tomás.
Pensé un momento, y me rendí a la evidencia. No la sabía. Mon­
señor conversó con los jurados, dos profesores, uno de ellos Rengifo,
y me dictó la sentencia: dos, que significa aplazado. Todavía, si
estudiaba en las vacaciones y devoraba el libro de Monseñor sobre
los problemas del más allá, podría aprobar el curso, es decir, ser
Bachiller del Rosario. Nunca lo hice. Pero recuerdo que una y otra
vez Monseñor, quien solía pasearse con la cabeza descubierta por la
acera soleada de la calle catorce, que fue mi inmediata vecindad en
los años siguientes, me llamaba en la calle y me proponía que pre­
sentara el examen, contra las reglas, en cualquier momento. Así mi
carrera académica comenzó mal y la universidad oficial me cerró sus
puertas. Sólo quedaban las universidades heterodoxas, una de ellas
el Externado, en donde ensayé a estudiar Derecho. Pero ya era tarde,
y el oficio de periodista me había cogido entre sus voraces ruedas.

Jorge Z alam ea

Mientras yo estudiaba en el Colegio del Rosario, externo e interno,


Jorge Zalamea Borda habia dejado la Escuela Ricaurte y se había
matriculado en la Escuela de Agronomía, por entonces tan inde­
pendiente de la Universidad como las demás facultades, dirigida por
un agrónomo francés competente y brillante. Allí, al parecer, no se
exigía bachillerato clásico, y tal vez por esa razón quien apuntaba
desde la secundaria como uno de nuestros hombres de letras en agraz,
llegó a mezclarse con un grupo de presuntos campesinos afortunados,
que comenzaban a oír las primeras lecciones de abonos, pastos.
Adolescencia y juventud 177

siembras, cosechas y procedimientos útiles para hacer avanzar la


perezosa técnica española de los cultivos tradicionales.
No sé mucho de sus experiencias en esos cursos, que abrevió muy
luego, y sin adquirir ni la afición ni grado alguno en esa especialidad,
aceptó un empleo en El Espectador alrededor de 1921, bajo la admi­
nistración de don Alfredo Caballero, quien de seguro cultivaba amis­
tad con Benito Zalamea, el padre de Jorge, un caballero de espléndida
estampa y de hábitos bohemios, y uno de los últimos miembros de
la familia Zalamea Hermanos, firma muy conocida y aun proverbial,
por cuanto se había convertido en punto de referencia para indicar
cuánto se hundían los machetes en las riñas, con la expresión de
«hasta donde dice Zalamea Hermanos». Lo cierto es que Jorge ahora,
dos años mayor que yo, había entrado abiertamente en una de sus
más brillantes etapas, porque tenía dinero suyo para pagar algunas
de las fiestas más estruendosas de los cafetines y sitios de juerga; las
mujeres del trato lo consentían y soportaban sus extravagancias y él
mismo se creía el «rey de la vida», como Wilde, en Londres, antes
de sus infortunios.
Jorge había establecido relaciones cordiales —mezcladas con fe­
roces disputas—, con poetas y escritores y él fue quien me llevó por
primera vez a la mesa que él mismo presidía con arrogancia apenas
tolerable en el Café Windsor, en donde se discutían todos los valores
estéticos que estaban a nuestro alcance. Allí abordaban, ocasional­
mente, aparte de los habituados —León de Greiff, Rendón, Francisco
Umaña Bemal, Tejada, Vidales—, otros personajes no tan bien reci­
bidos, por su aspereza y su ingenuidad literaria, como Rafael Vásquez,
poeta semipamasiano, que decía enormidades contra reputaciones tan
bien establecidas como la de Shakespeare, con el ánimo de vincularse
más a ese mundo nuevo y protestante, que, sin embargo, tal vez por
la influencia de de Greiff, no permitía que se rompieran irrespetuo­
samente los vasos sagrados. A esa mesa había que ir con cierto bagaje
, que yo no poseía, desde luego, y bajo la dirección de Zalamea ocupaba
mis horas no dedicadas al estudio en ponerme al día en todo lo que
iba apareciendo en esas intensas, largas conversaciones sobre tantos
178 Memorias

temas abstractos. Allí oí por primera vez hablar de Freud, que era
una de las pasiones recónditas y casi exclusivas de Vidales, el poeta
más revolucionario del grupo, que después habría de ser marxista,
como toda una generación de rebeldes que encontraban en los dos
judíos, o en cada uno de ellos, explicaciones satisfactorias para la
totalidad del universo, duras, esquemáticas y agudas, como piedras.
Umaña Bemal, grande, fuerte, cuyos largos silencios se coronaban y
se ocultaban detrás de una sonrisa llena de humanísima tolerancia
por las debilidades ajenas, que por entonces sólo eran para nosotros
no haber leído algo nuevo y último, tenía que asumir más de una vez
la ofensiva a nombre del pequeño gmpo, acosado por ebrios y em­
pleados melancólicos, que se indignaban con nuestra petulancia, y la
emprendían con ofensas verbales, chistes y amenazas en que estallaba
su amargura. Cuando la cosa pasaba a mayores, Umaña Bemal se
levantaba, ya pesado por el consumo de bebidas alcohólicas, y dis­
paraba un cañonazo de su potente derecha contra los agresores. Aparte
de los nombrados concurría al Windsor, y a nuestra mesa, Rafael
Maya, que ya comenzaba a cojear y quien era, tal vez, el más versado
en los clásicos, aunque había una sabiduría monstmosa e insondable,
por sobre todas las demás, la de León de Greiff, que parecía saberlo
todo sobre lo que se había escrito, pero que jamás entraba en nuestras
pequeñas discusiones, en que de pronto alguien descubría las lacras
de su propia ignorancia. La mía era muy grande, y la iba combatiendo
en esos días con intensas y desordenadas lecturas, que se orientaban
por algo que había oído, por un libro prestado, por una coincidencia,
y se prolongaban en todas direcciones, aumentando mi confusión y
desconcierto.
De tiempo en tiempo, coincidiendo con los días de pagos. Zalamea
organizaba unos festines, en uno de los reservados interiores del
Windsor, y hacía servir platos extraños, aperitivos, vinos, licores con
sorprendente profusión. Todo esto puede haber ocurrido mucho tiem­
po después, pero la exactitud de la cronología no cambia mucho el
aspecto general de la época. Lo cierto es que alrededor principalmente
de Zalamea, con su espíritu de jefe de gmpo, que imponía discrimi­
Adolescencia y juventud 179

nación contra todos los que no recibían su aprobación, siempre con­


cedida por motivos estéticos, se iba conformando el que después se
llamó el grupo de Los Nuevos.

V is ió n de los próceres v iv o s

Si yo no tenía, o no sentía aficiones políticas, y no estaba muy enterado


de lo que ocurría en ese ambiente, sino en sus grandes líneas y
episodios que fueron, por esos años, tremendos, en cambio mi admi­
ración por los grandes hombres de ese tiempo y las notables figuras
militares y civiles de los partidos, era muy viva, casi incontrolable.
Ver a uno de esos hombres ilustres, aunque fuera por unos segundos,
y así no se tratara de mis predilectos, me trastornaba por entero. Estos
sucesos solían presentarse en la calle catorce con la carrera séptima,
confluencia de mucha gente ilustre y la calle de la prensa, porque allí,
unos metros antes de la carrera, bajando, a la derecha, quedaba el portalón
de El Tiempo, en una casa vieja, sólo separada del torrente circulatorio
de la avenida por el Café Riviere. Al otro lado, en una casa modernizada.
La República, de Villegas Restrepo, y en la misma acera del Colegio
del Rosario, contra la carrera, en un caserón destartalado. El Espectador.
AIK fue como una tarde, al bajar, vi de repente a José Vicente Concha,
sin que nadie me lo indicara, y lo reconocí por las escasas fotografías
que entonces publicaban los periódicos.
Había venido de Roma, su sede diplomática, su retiro, y, además,
el marco natural que nos parecía a los colombianos de entonces que
debía ser siempre el de Concha, entre las ruinas del foro, cerca del
Capitolio, en amistosos diálogos con el Papa sobre cuestiones teoló­
gicas, e iba de sombrero de copa, que llamábamos los bogotanos
cubilete, cuyos ocho reflejos, ni uno menos, producían la sensación
inseparable de la autoridad, aunque también los elegantes petimetres
lo usaban habitualmente los domingos. Debajo de esos reflejos so­
bresalía su melena gris, que le cubría una oreja y caía por detrás,
sobre el cuello del abrigo, una especie de levita con brillantes solapas
180 Memorias

de seda. Seguramente salía de su librería, y navegaba por la vertiente


de la opinión, muy consciente de la conmoción que producía, un poco
inclinado hacia la proa, y como empeñado en mostrarse de perfil, por
alguna oculta y vanidosa razón. Él, que había sido presidente de
Colombia y quería volver a serlo, iba solo por las calles, como todos
los políticos importantes de ese tiempo, y a pie. Nadie se atrevía a
interrumpirlo ni a detenerlo, como a otros seres mortales y menores
que pasaban por la Calle Real abrazándose, saludándose efusivamen­
te, entablando diálogos, subiendo y bajando de la estrecha acera al
vaivén del tránsito, y presionados por las olas que enviaba el tranvía
a su paso, como un trasatlántico rompiendo la marejada humana,
oscura y parlanchína. Concha, además, parecía absorto en sus pen­
samientos, que presumíamos patrióticos, porque había venido de
Roma a combatir el Tratado con los Estados Unidos, en un acto
heroico de vergüenza ante la que nos parecía infame indemnización
monetaria por el hurto del territorio.
Así también me tropecé un día en la calle quince o Camellón de
los Cameros, casi frente por frente de la casa de Aristides Femández
—por la cual pasaba yo con recelosa inquietud—, con don Marco
Fidel Suárez, al salir de su casa, ya paria y despojado de sus memorias
y alegatos de defensa por Laureano Gómez y Alfonso López. Segtín
mis recuerdos era un anciano vigoroso, de estatura un poco mayor
que la media de sus conciudadanos, vestido de negro, tez rojiza, ojos
ligeramente estrábicos y pequeños, pero penetrantes, y tenía, al ca­
minar, una especie de cadencia campesina de arriba a abajo, como
si apoyara primero los dedos de los pies y luego el talón, con deli­
berados movimientos. Era la misma cadencia que después hallé en
Luis Cano, tan semejante a Suárez en la timidez, salpicada con actos
de audacia y valor civil temerarios. Alguien decía que «Luis Cano
no camina sino que cose». Y así caminaba Suárez. Si no me engañé
entonces, el ex presidente iba hablando solo, o haciendo gestos, como
si discutiera con alguien. Claro que como recientemente había sido
destituido de la presidencia y estaba todavía perseguido por la opo­
sición a su régimen, no satisfecha ni siquiera con su renuncia, bien
Adolescencia y juventud 181

pudo ocurrir que yo lo supusiera medio enloquecido por tanto desas­


tre. Sin embargo, para mí aquel hombre no era solamente político,
ni el presidente bueno o malo, cosa que yo no discernía bien, pero
sí el magnífico escritor de Los sueños, que periódicamente aparecían
en El Nuevo Tiempo, diario conservador, en páginas enteras de largos
párrafos, de diálogos con personajes míticos, cuyas alusiones perso­
nales a gentes vivas y actuantes en la política, sus lectores debían
descifrar con la ayuda de algún experto —para mí Felipe Lleras—
pero cuyo idioma corría suave, con cierto ritmo interior que recordaba
los discursos del Quijote, y cuya infinita y heterogénea sabiduría
sobre las cosas viejas, teologías, metafísicas, gramática, sobre minas,
agricultura, geografía e historia me sugerían, no sé por qué, alguna
semejanza con la tienda de cachivaches de mi tío Santiago. Yo
coleccionaba las páginas en negrita (el tipo que llevaban siempre),
porque temía no poder adquirir posteriormente los libros que habrían
de guardarlos para la eternidad.
Por ese mismo tiempo, durante la campaña electoral que enfrentó
abiertamente a los dos partidos con sus candidatos, Pedro Nel Ospina
y Benjamín Herrera, los dos generales de las guerras civiles, me vi
forzado a conocer a Herrera. Y digo forzado, porque en esos días de
prestigio del jefe liberal, aupado por centenares de demostraciones
públicas, millares de editoriales de una activísima prensa liberal y
republicana que no pretendía tener ninguna objetividad en la lucha
que se anunciaba de vida o muerte entre los dos espadones ilustres,
no me hubiera atrevido, por ningún motivo, a acercarme a la cueva
del león, que era una modesta pensión con el nombre de Hotel
Franklin, a la cual se entraba por una estrecha escalera, unos pasos
arriba del Café Windsor, frecuentado por intelectuales y políticos.
Pero Jorge Eliécer Gaitán y Felipe Lleras habían recibido una comi­
sión del Directorio Liberal respectivo, que debía ser el de Cundina­
marca, para recorrer, en campaña y pronunciando discursos, algunos
municipios de la región, hacia la tierra caliente, que a mí se me
figuraba lejanísima y azarosa, y para mayor seguridad enviaron un
telegrama a mi casa, dirigido a mi mamá, pidiendo que se hiciera una
182 Memorias

intervención ante el jefe del liberalismo en demanda de viáticos, o


algo semejante. La comisión venía explícita y clara en el despacho,
y con mi carta a García subí aquellas sombrías escalerillas, y doblé
a la derecha a un pequeño recibo, desde el cual se dominaba la cama
de bronce del héroe, en la alcoba vecina. El saloncito estaba lleno
de gentes y algunos inequívocos veteranos de la Guerra de los Mil
Días entraban y salían, presurosos, a ejecutar órdenes urgentes y
sumarias. Yo esperé con temor, apoyado en el marco de la puerta, y
el general Herrera, un hombre pequeño y ligeramente agobiado por
el peso de la gloria, con cabellera híspida donde brillaban algunas
canas, no muchas, como en su barba y en sus bigotazos, de ojos
sesgados de almirante japonés, entró de la alcoba al recibo y volvió
a hundirse en la alcoba, llevando a algunos personajes por el brazo,
en un tono altamente confidencial para murmurarles observaciones,
cuyo sentido se me escapaba. Por último, después de haberme lanzado
al pasar dos o tres miradas como de sorpresa y suspicacia, me preguntó
abruptamente qué se me ofrecía. Temblé como un arbusto sacudido
por el huracán, y me quedé mudo. Comprendiendo que nadie me
devolvería la voz, y por temor a que el general se arrebatara de
indignación ante mi silencio, sencillamente extendí el telegrama,
firmado con todos los nombres por los dos jóvenes activistas. Lo
leyó, calándose los anteojos, y me dijo:
—Dígale a su mamá —¿no es su mamá?— que está bien. Que yo
atenderé esto.
Se echó el telegrama al bolsillo de la americana, y me dio un
pequeño y amistoso golpe de su mano abierta en el hombro, que me
devolvió la vida y me permitió caminar los breves pasos hasta la
escalerilla. ¡Había conocido a Herrera! Pero cuánto habría dado, aun
un rato después, por no haber pasado por aquello. Me vengué de mi
idiotez y mi temor injustificado concurriendo a todas las demostra­
ciones públicas, que por entonces llamábamos mítines, clamando,
con vítores a todo pulmón en honor de mi candidato, a quien no
podía, por mi edad, ofrecerle otro tributo.
Adolescencia y juventud 183

No volví a ver al general porque al poco tiempo ingresé a la


vertiente civilista del partido, y aunque le profesé a Herrera admira­
ción y respeto hasta su muerte, que estaba muy próxima, mis incli­
naciones literarias y políticas iban por otro lado.

L a CALLE

Pero las personas de quienes estoy hablando, y que conocí en la calle


en la mayor parte de los casos, habrían de serme familiares y figuras
constantes de mi dintomo vital. Me refiero a esa entidad casi desa­
parecida —la calle—, que era en la pequeña ciudad de mi adolescencia
y mi juventud, como hubiera dicho Carlos Lozano, «el foro romano»,
el mercado abierto donde los bogotanos nos reuníamos, conversába­
mos, vivíamos la mayor parte del tiempo, y de la cual apenas nos
alejábamos para entrar a los puertos de cabotaje más cercanos, los
pequeños cafés donde recalábamos por horas enteras, pero que no
dejaban de ser parte integrante de esa corriente de la cual nos sepa­
rábamos por sus puerteciil^s movedizas, con persianas de madera,
que dejaban ver las piernas y los pies de los transeúntes, y cuando
eran muy altos, sus sombreros. En esos cafés, recintos casi sagrados
de mi juventud en donde consumí muchas más horas que productos
de los humildes negocios, se freían salchichas y empanadas, cuya
grasa extendía un olor, en el recinto y en las afueras inmediatas, como
el que recuerda Homero que salía de las hecatombes rituales ante los
muros de Troya. Se tomaba café, mucho café negro y amargo, y nunca
extemporáneamente, algún licor fuerte, whisky, brandy, ron o aguar­
diente, o grandes jarros de cerveza negra o rubia que a tiempo que
nos enajenaban, nos hartaban con su espumosa corriente, penetrada
de lúpulo. Todo aquello era barato, al alcance de nuestra pobreza, y
aun así, se firmaban vales sin mucha cautela, que el dueño del
establecimiento extendía a sus amigos por razones diferentes del
crédito personal bien confirmado. Eran esos cafés el Windsor, en la
calle trece cerca de la esquina de Arrancaplumas, una especie de
184 Memorias

sociedad filial de la casa de ultramarinos de Agustín Nieto y Com­


pañía: una extensión cuadrangular sombría, poblada de gentes, de
gritos, de humo. A veces en un escritorio montado sobre una tarima
veíamos a Luis Eduardo Nieto Caballero, uno de los dueños, en las
horas menos frecuentadas. Ya era entonces un hombre célebre, vin­
culado por lazos de familia a El Espectador, puesto que su hermana
era la esposa de Luis Cano, y no había día en que no apareciera en
la prensa algún artículo suyo, con toda su larga firma, o con seudó­
nimo, al pie de algunas de las constantes polémicas de su pluma y
su tinta inagotables. Pero en aquel alto sitial, escarbando entre los
vales de la muchedumbre bohemia que bebía su sifón —así llamába­
mos a los bocks de cerveza de tonel, que venían servidos y espumo­
sos—, era además el símbolo del escritor centenarista, el guardián
de la vasta caverna y su cancerbero. Creo que de tiempo en tiempo
hacía incineraciones de vales, escogidos por sus firmas, algunas de
ellas ya ilustres, de jóvenes poetas y escritores noveles, que quería
proteger, sin hacerlo notar, como inocentes errores de la máquina
registradora. Desde luego, con alguna frecuencia, en una de esas
típicas distracciones suyas, de repente comenzaba a escribir páginas
y páginas en unas libretas pequeñas, cuyas hojillas esa misma noche
entregaría a la prensa. Sobre todo si se trataba de algún obituario que
no daba jamás espera, pues era cuestión de honra para Luis Eduardo,
y además parte de los ritos fúnebres de la ciudad, que antes de 24
horas, y aun previa a la primera paletada de arena y cemento en las
tumbas curiosamente alineadas en el cementerio como libros en un
estante, apareciera en la prensa la sumaria descripción de la vida y
milagros del epónimo difunto, ornada por la infinita buena voluntad
del necrólogo. Pero a Luis Eduardo lo veremos muchas veces en otras
circunstancias, en estas páginas.
Y estaba el Café de la Paz, en la calle doce, en el cual la principal
atracción era Barajas, el mozo, realmente de tal nombre, que zigza­
gueaba por entre las mesas con su bandeja de vasos y platos en lo
alto del brazo izquierdo, mientras con la mano derecha repetía saludos
que acompañaba de picarescas expresiones para la clientela reducida
Adolescencia y juventud 185

del cafetín. Reducida, pero muy selecta, como la veía Barajas, porque
para él los cincuenta personajes habituales de su establecimiento eran
la gente más importante, y así se lo hacía creer a cada uno. No era
una plazuela osciu-a y cerrada, como el Windsor, sino una habitación
sobre la calle doce, cinco por seis o siete metros, descontando el
campo de servicio y el bar. Los clientes de la peluquería de Víctor
Huard, un francés pegajoso que vendía perfumes en la esquina, in­
mediatamente de bajar de la silla giratoria, se deslizaban, hambrien­
tos, hacia La Paz, y comían salchichas y empanadas de inextinguible
memoria. Todavía hoy las siento en la lengua, ligeramente picantes,
bien amasadas, a las cuales se les quebraba, con los dientes, la punta,
y por allí se remojaban exprimiendo limones pequeñitos, ácidos y
astringentes, que hacían más digerible la grasa, por aquella época no
de aceites vegetales, sino de untuosa manteca de cerdo, que solía
llegar empacada en las mismas tripas del porcino, en grandes man­
gueras blancas, suaves y olorosas desde antes de freír con gratísimos
aromas de cocina criolla.

D e G r e if f, R e n d ó n , T e ja d a

En ciertas esquinas aparecían, como faros desafiando la corriente, y


orientándola contra desconocidos escollos, algunas figuras que osci­
laban entre la grandeza monda y lironda y el fabuloso folklore de su
tiempo, como en la calle catorce con la carrera séptima, en la acera
suroriental, León de Greiff, en alguna de sus encamaciones, con el
sombrero gigante de amplias alas, la barba hirsuta y bermeja, los ojos
azules de vikingo —que entonces no habían visto el mar—, y la pipa
que echaba su humo perfumado sobre las ondas htimanas, como la
chimenea diminuta de un barco fantasmagórico. Allí se anclaba, horas
y horas sin esperar a nadie, sin hablar con nadie, apenas otorgando
negligente respuesta a los saludos de sus amigos que le daban alguna
irrespetuosa palmada en la espalda, hasta que después de haber mirado
bien el gris espectáculo, de pronto cmzaba la calle y se hundía en el
186 Memorias

Café Riviere, antecesor del Automático, que después fue puerto de


otra generación. Allí estaba en una mesita metálica blanca, que iba
emborronando con sus dibujos casuales, Rendón, también de som­
brero de alas anchas y corbata de chalina, los ojos negros y pene­
trantes, la boca diminuta, la piel como picada de viruelas, la nariz
recta, y todo él vestido de negro, en contrapunto con su imagen de
caricaturista, que por entonces se confundía con el humor de los
payasos. Allí los dos sobrevivientes de las tertulias de Medellín, y
en especial de los Trece Partidas tan mentados en los versos de de
Greiff, no eran muy accesibles y se defendían así, con su hurañía de
buhos, silenciosos, y sus vasos de cerveza, de la tropilla de lagartos
empeñados en untarse de su prestigio y aun resueltos a dar algún
malicioso consejo al maestro Rendón, gratuitamente, como tema para
la caricatura diaria. A esa y otras mesas frecuentadas por de Greiff
y Rendón yo habría de acudir más tarde, cuando mi oficio de periodista
me vinculó justificadamente a sus existencias aisladas y altaneras, y
pude, también, tributarles en silencio mi admiración ilimitada.
A veces, a estos hitos humanos de la calle se unía otra figura,
desgarbada, de gran sombrero negro que parecía, en aquel tiempo,
casi imprescindible atuendo de la inteligencia, la de Luis Tejada, que
fumaba su pipa con el aire zumbón que la impenetrable gravedad de
de Greiff y de Rendón no se permitían, al menos ante desconocidos.
Su esquina era la misma de León, aunque a distintas horas, porque
León trabajaba como contabilista en el Banco Central de la Calle
Real, y Luis escribía en El Espectador a la hora en que el banquero
abandonaba su caverna de números para ir a ocupar su puesto de
avanzada. Luis era muy joven, un poco frágil, despeinado, curioso,
y parecía salir a la calle a capturar imágenes que después, una a una,
iban apareciendo en sus crónicas transparentes, imaginativas, senci­
llas, prodigiosamente escritas. No se sabía en esa todavía temprana
época que Tejada fuera tan revolucionario, y sólo el atentado y la
enfermedad de Lenín aparentemente lo descubrieron por su memo­
rable Oración para que no muera Lenín, y, a su muerte, en el obituario
escrito con el fervor religioso de la nueva iglesia que acababa de
Adolescencia y juventud 187

fundarse sobre la tumba del profeta, en la Plaza Roja de Moscú.


Pertenecía al grupo de El Espectador y se le veía con frecuencia con
José Mar. Mar era taciturno, inclinado, como si fuera la calle un surco
de su tierra boyacense, y se frotaba las manos con gesto de fruición
que nadie sabía interpretar y que hacía que las gentes se volvieran a
indagar por qué iba tan satisfecho ese joven de aspecto, por lo demás,
tan sombrío. Era rosarista, y desde el Colegio había comenzado a
escribir sus armoniosas páginas, impregnadas de Boyacá como las
ruanas de Paipa, del humo, la niebla, el frío del valle nativo, pero en
sobrio y puro lenguaje castellano, de largos párrafos, que hubo de
transformar para condensarlo a la medida de la tortura mental de los
editoriales de Cano, algunos de ellos complejísimos ladrillos babiló­
nicos en que había más de un jeroglífico político, para lanzar a la
cara de los adversarios. José Mar acabó por escribir como Cano hasta
hacer imposible atribuir con certeza al uno o al otro la autoría de los
cáusticos y enigmáticos escritos.
Había otros sitios, muchos más, donde recalar y tomar un trago
en la ciudad opaca, lluviosa y plomiza. Entre ellos estaba, después
del Parque de Santander y en donde la carrera séptima tomaba el
nombre y el aire de Avenida de la República, La Gran Vía, con su
extraño hospedero, Murillo, el joven, siempre con un rostro agrio
de pocos amigos, vestido como si en vez de ultramarinos negociara
en pompas fúnebres. Allí mismo, pocos años después, habría de
dispararse Ricardo Rendón el pistoletazo que conmovió a nuestro
pequeño mundo como lo que era; una tragedia de proporciones na­
cionales.
En esa misma Gran Vía se habían desarrollado o terminado muchos
episodios de la Gruta Simbólica, fluida organización literaria de
bohemios afectuosos que actuaban en la cauda de Rafael Espinosa
Guzmán, Reg, entre el final del siglo XIX y las primeras décadas del
XX. Era gran pontífice de la pequeña mafia de escritores calambu-
ristas, folklóricos y acendrados enemigos del modernismo el juglar
Clímaco Soto Borda, a quien también alcancé a ver en mi niñez en
la esquina de Víctor Huard, bajando de La Rosa Blanca, otra taberna
188 Memorias

histórica, con su aspecto estrambótico coronado por el rostro hispá­


nico de Campeador que apenas sobresalía entre las barbas bermejas,
como oxidadas, y los foscos bigotes erguidos. Tenía la piel también
enrojecida y más bien lívida, por efecto, seguramente, de su desme­
dida afición al «diamante líquido». Pertenecía a la misma institución
Luis María Mora, quien en ella era el gnomo animador, rechoncho
y locuaz. Era buen poeta y sus aficiones a la antigüedad estaban
sustentadas en su doctorado en la facultad de filosofía y letras del
Rosario. Había sido accidentalmente soldado conservador, gran cam­
peón de tejo, y —como les dijo una vez a sus contrincantes, después
de vencerlos—, «además, sabía griego», lo cual era verdad. Entre los
miembros de La Gruta, que entraban y salían de ella indolentemente,
figuraban poetas parnasianos notables, como Víctor M. Londoño, o
románticos como Julio Flórez, pero lo que predominaba en el grupo
era la afición por los piquetes criollos, rociados con licores nacionales,
algunos amarillos, espesos y fermentados, y la improvisación ad hoc
de picantes comentarios en verso, redondillas y décimas. Lo que les
mereció el calificativo de «chichalmuercistas» conque los jóvenes los
bautizaron peyorativamente. Con dos de ellos, Jorge Mateus y Mo-
ratín, habríamos de tener más tarde una ruidosa refriega Los Nuevos,
seguramente para afirmar y señalar nuestro territorio generacional.

E d u a r d o C a st il l o

De pronto, cuando comenzaba el crepúsculo vespertino y la ciudad,


mal alumbrada, empezaba a parpadear como im cielo nublado, con
sus escasas bombillas, colgadas de los negros postes —árboles me­
lancólicos de un solo fruto luminoso—, se deslizaba por las aceras,
sin hacer ruido, Eduardo Castillo, el poeta morfinómano, especie de
siniestra corneja, envuelto en su capa española con vueltas de tercio­
pelo que le hacían brillar, como plata, el cuello, aumentando la
similitud con el pájaro agorero, cuyo pico era su fabulosa nariz. Para
quienes estábamos por entonces leyendo trabajosamente a Baudelaire,
Adolescencia y juventud 189

a Huysmans, a Lorrain, a Villiers de l’Isle-Adam y a Barbey d’Au-


revilly, y, en general, a toda la misteriosa fauna de los literatos y
poetas malditos, este auténtico habitante de los paraísos perdidos,
que vivía en los bajos de una casa de la calle doce, frente por frente
a la iglesia de San Juan de Dios, era como el nuncio fatídico de la
noche, de la proscripción, del limitado satanismo de nuestra aldea
andina. Tenía los ojos azules, también de pájaro asustado y noctivago,
y tal vez más que azules, desteñidos, casi blancos. Miraba con ellos
a las gentes y las cosas con indiferencia ontològica, pero con cierta
fría curiosidad, como si fuera a desplegar la capa y a arrebatar una
presa, pequeña, desde luego, porque era delgado y débil. Pero para
nosotros, más que ninguno otro de los hombres de letras de su tiempo,
era el más europeo, el más extraño, el más decadente. Sabíamos que
tenía intimidad con su pariente cercano, Guillermo Valencia, y esto
nos lo hacía todavía más estimable y extraño. Era, además, un dulce
poeta que muy pocas veces, o nunca, se refería en sus versos a las
malas pasiones de la humanidad o a sus vicios. Unos años después,
cuando ya trabajaba en El Tiempo, fui amigo de Castillo y conocí su
alma ingenua, suspensa en el aire, que casi no hacía esfuerzo alguno
por soportar el peso mínimo de ese cuerpo, plagado de picaduras de
la jeringa fatídica, cuyo tóxico zumo no parecía exaltarlo, ni ador­
mecerlo, sino simplemente, alimentarlo. Al principio, es cierto, me
movía más el ánimo de exhibirme con él por la Calle Real, a las seis
o siete de la noche, como si fuéramos en una nefanda aventiu-a. Pero
lo que perduró fue un aprecio hondo y sincerísimo por ese suave ser,
tierno y desvalido, que cambiaba sus versos y sus notas por unos
pesos, indispensables para prolongar la existencia precaria y triste,
entre libros y alcaloides, de los cuales dependía por igual y doloro­
samente.
Pero aunque la calle, poblada de eminencias, mendigos, poetas y
seres deformes o locos era para mí cada vez más apetecible, y la
bebía a grandes tragos cuando salía de mi prisión rosarista, lo que
predominó en ese año de internado fue el hastío de los largos estudios,
el cansancio de las rutinarias caminatas alrededor del claustro, en
190 Memorias

charlas insustanciales de estudiantes con proclividad erótica aguda,


los retiros espirituales, y al final, el esfuerzo por saldar a la carrera
la cuota de conocimientos indispensables para salir adelante en el
examen, ante tribunales de profesores más bien indiferentes. Cuando
por fin logré sacudir las simbólicas cadenas de mi cárcel sombría y
me precipité a la calle, esta vez sin tener que volver a encerrarme,
dispuesto a conocer el mundo, tuve que pasar las vacaciones en Sibaté,
en la hacienda atrás mencionada, y dedicarme a recorrer las colinas
circunstantes, de espesos matorrales donde corrían y cantaban los
mirlos, con una escopeta al hombro y listo a matar cualquiera cosa
que se moviera entre la espesura.

El pr im er a r t íc u l o

Había ocurrido un hecho en ese año que entonces debí señalar, como
recomendaban los romanos, «con piedra blanca», porque era para mí
muy notable. Ciertamente había hecho varias excursiones a la letra
de imprenta, porque algunos de los periódicos escolares que tuvimos
con Jorge Zalamea lograron ser impresos, pero, claro, nunca había
publicado nada en un periódico de verdad. Y una noche húmeda y
lóbrega, cuando me resultaba imposible en el salón de estudio volver
a mis lecciones, vi en un pequeño almanaque que en algún día próximo
se celebraba un aniversario más del nacimiento, o de la muerte, de
Hipólito Taine, cuyos libros había estado medio leyendo en la biblio­
teca del tío Santiago, que ya consideraba como mía. Con la ayuda
de algunas de sus introducciones y prólogos logré arreglar un pequeño
artículo que envié a La República, diario de Villegas Restrepo en
donde Felipe Lleras venía escribiendo crónicas y notas sobre peda­
gogía, y me quedé esperando el resultado. Pasaron varios días, muchos
para mi ansiedad, que más que en la publicación misma, residía en
el juicio imparcial que ella implicaría sobre mis capacidades. Al fin
una mañana lo encontré, y en primera página, donde Villegas inser­
taba sus editoriales, la caricatura de Rendón y algún comentario.
Adolescencia y juventud 191

contra todas las reglas de la publicidad moderna. Su diario segiu'a-


mente seguía un patrón británico o francés que rechazaba el tipo de
presentación americana, después impuesta a toda la prensa. No cabía
mi artículo completo, desde luego, en la primera página, y pasaba a
otra de las ocho que tenía La República, y allá iba mi firma. Con
relativa discreción hice comprar varias copias del periódico, y recor­
tado el artículo cuidadosamente lo comencé a circular entre mis
compañeros, con éxito moderadísimo. De resto no tuve ningún otro
eco. Desde luego, visto este hecho en perspectiva, tampoco lo mere­
cía, de ninguna manera. Era fatuo, inexacto, necio reflejo de mis
lecturas de Eugenio d’Ors, cuyo estilo me parecía extremadamente
gracioso y elegante. Y no había ninguna idea original ni que implicara
esfuerzo real por entender lo que estaba diciendo.
Un tiempo antes El Espectador había publicado en una de las
páginas interiores pero con un título llamativo, a cuatro o cinco
columnas; «Valencia juzgado por un niño», un artículo de Jorge
Zalamea. Era, como el mío, un acto de audacia, pero el suyo estaba
compensado porque reflejaba lecturas más extensas y una intención
magisterial que su autor no perdió ya jamás, en brusco contraste con
la advertencia del periódico de que se trataba de un «niño de quince
años», lo cual no era muy exacto, puesto que Jorge, como ya lo he
dicho, era dos años mayor que yo. En todo caso el despliegue editorial
y el mismo contenido, donde ya había aciertos críticos notables para
esa edad, u otra cualquiera, anunciaban bien que Zalamea había
entrado por la puerta grande al mundo intelectual, en el cual habría
de moverse en adelante con todo el dinamismo de su personalidad
subyugadora, y su aire indiscutible de «condotiero».

La po lítica de la época

Va a ser necesario, para entender mejor el ambiente en el cual habría


de desarrollarse por tantos años mi actividad principal, la política,
hacer un bosquejo de lo que ésta era por entonces, aunque pasarían
192 Memorias

muchos años antes de que yo tuviera papel alguno que desempeñar


en ese mundo frágil, peligroso, elusivo como ninguno otro. En 1921
ocurrió un suceso excepcional en la vida del Estado colombiano.
Forzado por el rigor y tal vez por la demasía de la oposición parla­
mentaria, el presidente, Marco Fidel Suárez, había renunciado al
cargo antes de completar su período constitucional, y había sido
elegido para llenarlo, como Primer Designado a la Presidencia, don
Jorge Holguín, quien ya en otra ocasión había desempeñado la misma
función suplementaria, en la crisis originada por la caída del Dictador,
Rafael Reyes. Don Jorge, anciano rojo, rubio, sonriente y medio
paralizado por la gota, que pasaba los días en una silla de ruedas,
vivía frente por frente del palacio presidencial, y él mismo, y sus
amigos, hacían bromas sobre esa facilidad que lo llevaba otra vez a
ejercer la primera magistratura de la nación. Era el Mono Holguín
—así llamado, como Olaya, por lo rubio— un hombre discreto,
irónico, amable, que se apechaba cualquiera misión, por difícil que
pareciera, por la convicción, que llevaba en su sangre, de que contra
su simpatía, su don de gentes, su capacidad de persuasión, que eran
extraordinarios, no había resistencia posible. Conocía a todas las
gentes que estaban en la política, y de tiempo en tiempo se hacía
elegir a las Cámaras, por cuyos pasillos y avenidas, dentro del propio
recinto, circulaba en su silla tosiendo, riéndose con estrépito, salu­
dando a todo el mundo e interviniendo ocasionalmente para relatar
anécdotas de una larga vida en la que había sido de todo: diplomático
en París, banquero, administrador de salinas terrestres, militar des­
venturado en Peralonso, siempre alegre y optimista. Ya comenzaba
a figurar en la vida pública la generación de su hijo Julio, de quien
eran amigos Alfonso López y Laureano Gómez, los dos polos de la
oposición que había vencido a Suárez. Alfonso López visitaba los
salones de los Holguín, conocía a sus hijos y sobrinos, tenía con él
diversos vínculos de familia y de club, y quería que el liberalismo
aprovechara la oportunidad histórica que se le ofrecía para ejercer
un papel preponderante en la política colombiana, donde el partido
se mantenía, a regañadientes, bajo la férula de sus jefes militares de
Adolescencia y juventud 193

la Guerra de los Mil Días, sin contribuir a ninguna decisión, opo­


niéndose a todo pero sin detener cosa alguna y, en el fondo, satisfecho
de su precaria condición de minoría impotente. Después de haber
ofrecido colaboración al liberalismo en tres carteras, una de ellas.
Hacienda, para Benjamín Herrera, lo que más bien se juzgó como
una humorada presidencial por la inadecuación del cargo con los
conocimientos del nombrado, al agravarse la oposición al Tratado
con los Estados Unidos el señor Holguín ofreció colaborar de nuevo
con Olaya Herrera en Relaciones Exteriores, con Alfonso López en
Tesoro y con Lucas Caballero en Agricultura. Herrera, que juzgaba
que el Tratado debía aplazarse, cuando no negarse, hizo fracasar la
colaboración para López y Caballero, pero el partido liberal, sin
oposición de Herrera, aceptó que Olaya entrara al gobierno en Rela­
ciones, a defender el Tratado, aunque entre los liberales abundaban
los que querían rechazarlo, como Herrera y Cano, aliados con algunos
conservadores, entre los cuales, claro, figuraba, el primero, José
Vicente Concha. Olaya no pretendía, y sus copartidarios lo veían
claro, permanecer en el gobierno de Holguín indefinidamente, y
cuando el tratado se aprobó en las Cámaras, se retiró, para aceptar
la Legación en Washington, con la aprobación de Herrera, que tenía
especial debilidad por el político boyacense. Asimismo, apenas pa­
saron los debates y Concha acabó de sacudir su melena de león sobre
el parlamento conmovido, regresó a Roma a continuar su misión ante
el Vaticano. Eran, pues, gestos de uno y otro lado, convenciones que
sólo Luis Cano sentía en la carne y en la sangre. Sobre el Congreso
colombiano pesaban dos factores; uno, histórico, el recuerdo funesto
de la pérdida de Panamá por la negativa del otro Tratado con los
Estados Unidos, que habría de convertirse en la bandera para la
independencia del Istmo, amparada por Teodoro Roosevelt; y otro,
más urgente; la indemnización norteamericana que iba a ser el co­
mienzo de la nueva era económica y la salvación para los gobiernos
conservadores, endeudados, desprestigiados, sin alientos, que no te-
m'an nada que ofrecerle al pueblo, el cual comenzaba a despertarse
entre su rígida pobreza. López pensaba que el liberalismo debía
194 Memorias

prepararse para tomar el poder, pero que no lograría hacerlo desde


la oposición retórica, sin armas eficaces, y casi totalmente ignorante
de los auténticos problemas nacionales. Y que la dirección del libe­
ralismo no podía continuar desde la sede movible a donde quiera que
se desplazase el general Herrera —la Zona Bananera, Bucaraman­
ga—, con su cauda de telegramas patrióticos y sibilinos, y que la
única manera para trasladarla de las manos férreas del caudillo a las
de los jóvenes civilistas era, paradojalmente, la cooperación en el
gobiemo.
Hay muchos jóvenes, y aun algunos viejos que piensan que Alfonso
López, de acuerdo con cierta leyenda, dio un salto de su oficina de
banquero, y de su club, a la política, en vísperas de la gran evolución
de 1930, sin antecedentes, sin vinculaciones anteriores con la vida
pública. Sin embargo, la verdad es que López hacía tiempo figuraba
en todas las combinaciones de directivas plurales del partido y en los
Consejos Consultivos del jefe único. Herrera, tanto como Olaya y
Santos, y que no se dio paso alguno del partido en esos días en que
no hubiera participado o se hubiera opuesto el señor López, con las
mismas condiciones de temperamento contencioso y analítico que
después le fueron proverbiales. Había escrito en El autonomista de
Uribe y compró a Olaya Herrera, con Luis Samper Sordo, El Diario
Nacional. Es típica de su estilo político la larguísima conferencia
telegráfica que mantuvieron, como miembros del Centro Liberal
Nacional, Olaya, López, Eduardo Santos y Nemesio Camacho con el
general Herrera, desde Bogotá a Bucaramanga, para convencerlo de
las ventajas de la colaboración que ofrecía Holguín. No lo lograron,
y renunciaron a su propósito. Al fin, después de muchos incidentes.
Herrera determinó venir a Bogotá, y como siempre ocurría con sus
marchas —a lomo de muía, por páramos, cuestas y llanos—, se
produjo una conmoción política. El presidente Holguín se dirigió a
los gobemadores, alarmado por la difícil situación: la división con­
servadora entre las candidaturas de Pedro Nel Ospina y Concha, «la
pavorosa situación fiscal que atraviesa el país, agravada con la exa­
cerbación de las pasiones políticas», y ahora, además. Herrera.
Adolescencia y juventud 195

«El General Benjamín Herrera —decía Holguín—, enemigo franco


de la aprobación del Tratado colombo-americano, llegará próxima­
mente a esta ciudad, y no faltan elementos exaltados que se imaginan
que a su sombra y con su nombre pueden provocar tumultos. El
Gobierno confía en el patriotismo del general Herrera, pero para todo
está preparado». Ese todo era la permanente implicación de que
Herrera tenía en su poder la paz o la guerra, pendiente como espada
sobre la cabeza del régimen. Los propios miembros del Centro Na­
cional Liberal se creyeron en la obligación de tranquilizar al país.
Herrera, en su muía, y en tren, llegó a la ciudad y «se desmontó» en
el Hotel Franklin. Siguieron más contactos con Holguín. El Tratado
fue aprobado. La colaboración liberal no se aceptó. Y se determinó,
después de reiteradas renuncias de Herrera, lanzar candidato propio
al debate electoral, y a nadie menos que a Herrera. El partido liberal
dio un salto en todo el país. Se hicieron grandes demostraciones
populares. Los conservadores miraron con desconfianza el proceso,
que los hacía aparecer claramente como una minoría, al menos en
las grandes ciudades. Concha dejó abandonada la candidatura, al
regresar a Roma, con lo cual el partido conservador, con la colabo­
ración ministerial de los vasquistas, se unió ante la amenaza liberal.
Los conservadores de los pueblos, con aplicación de todos sus resortes
tradicionales de poder, los curas, el ejército y el fraude de los caciques,
le dieron a Ospina más de cien mil votos de mayona sobre Herrera.
Pero el liberalismo, de todos modos, se palpó a sí mismo y entendió,
desde entonces, que en mejores condiciones podría ganar el gobierno,
aun por la simple votación de sus gentes.

Un e n s a y o de pe d a g o g ía

De modo provisional, y mientras se hacía algo con mi vida, después


de la derrota de la metafísica, Felipe obtuvo para mí un puesto de
profesor interno en la Escuela Ricaurte, con el encargo de desasnar
una pequeña partida de niños de primeras letras, bulliciosos, enreda­
196 Memorias

dores y difíciles. Me bastaron los primeros días para ver que no estaba
yo destinado a la educación, como todos los demás miembros de mi
familia. La escuela estaba, por entonces, en San Benito, la antigua
hacienda que había formado parte de las inmensas tierras de don
Enrique Umaña Barragán, que se conocían como Tequendama, prócer
éste de la Independencia, perdonado por Morillo en el Terror de 1816.
De él la heredó uno de sus hijos, don Manuel Umaña Manzaneque,
quien llegó a ser uno de los hombres, o, tal vez, el hombre más rico
de su tiempo. Era San Benito, según consta en los relatos de don
Miguel Cañé, el ministro argentino, uno de los sitios privilegiados
en que los santafereños solían darse vida brillante y alegre. Don
Miguel cuenta que le sirvieron allí una cena con menú y vinos dignos
del Café Inglés, claro, el de París, que era la medida contemporánea
para lo suntuoso. La casa de la hacienda estaba entre un parque de
árboles que debieron ser sembrados por don Manuel o don Eugenio,
uno de los hijos que casó con doña Magdalena de Mier, y a ellos de
seguro se debió el que en un rincón se levantara una capilla románica,
con vitrales importados de Francia y fuertes bancas de roble. La casa
era típicamente sabanera, elevada sobre la dehesa, con una alberca
helada y transparente. Había muchas aguas en los alrededores, y
detrás de la casa se elevaban pausadamente, hasta perderse en la
cordillera envuelta siempre en niebla, colinas suaves, con arbustos,
espinos y raques, y otras mezquinas formas de la vegetación, que
desde aUí, hacia arriba, era paramuna. Por las cañadas bajaban los
torrentes ruidosamente hacia el pequeño arroyo que iba a confluir
con el río Bogotá en El Charquito. El padre Gómez Brigard, siempre
activo y constructor, había levantado un edificio de dos pisos, en
donde estaban los dormitorios para los internos, que lo eran todos en
la escuela. Más abajo había construido canchas de tenis y campos de
fútbol. Había enviado a mi hermano Felipe, el vicerrector, a Alemania,
a traer profesores y equipo, y éste había regresado con un francés,
M. de Bonnald, y un atlético bávaro católico, el señor O’Harry. Eran
los especialistas de las ciencias naturales y los idiomas europeos. El
francés era pequeño, católico y rechoncho, el alemán grande y rubio.
Adolescencia y juventud 197

Frente por frente de los dormitorios había kioscos de paja en donde


se dictaban las clases para los alumnos de primaria. Yo dormía con
Felipe, en un cuarto con cierta dignidad, debida a su cargo. Entablá­
bamos largas conversaciones sobre todo lo divino y lo humano.
Leíamos versos y trozos de literatura clásica y decadente. Empren­
díamos largos paseos por los montes vecinos acompañados por don
Jorge Wiesner y el capellán, el padre Ignacio Montealegre, cuyo
escepticismo sonriente iba bien con sus hábitos de buen bebedor de
aguardiente en las tiendas de la estación del ferrocaril, y su pasión
por la literatura y la otra mitad del género humano, cuyos excitantes
pecados sin duda absolvía con mano ligera y manga ancha. En nuestras
excursiones los cuatro recitábamos, a voz en cuello, contra el viento
helado de Sibaté, versos de Leopoldo Lugones, de Herrera y Reissig,
de Valencia, de Rubén Darío, que las austeras colinas de la región
recogían en sus concavidades con eco profundo. Y no era, de seguro,
el padre Montealegre el menos entusiasta en estos peripatéticos de­
safíos, que apenas interrumpía, tímido, algún mirlo posado en la rama
de un pino. La nota común de todas estas poesías y de nuestras
conversaciones era esencialmente erótica, y de seguro nos olvidába­
mos de dónde estábamos. De pronto, por las colinas se escapaban,
asombradas, unas campesinas de piernas enrojecidas por el frío del
páramo, y su fuga nos parecía la de las ninfas de la Hélade. Mis diez
y ocho años temblaban de emoción literaria y mi corazón trabajaba
tempestuosamente. Me costaba mucho volver al kiosco a recordar a
los niños los elementos de la sabiduría, a los cuales se mostraban
rebeldes o indiferentes.
El viaje de Felipe por Europa, adornado con su desenfrenada imagi­
nación, resultaba particularmente fascinante para mí. Europa era un
hervidero, después de la guerra. Alemania pasaba por una crisis mone­
taria inimaginable. Con los pocos dólares que llevaba Felipe, según él,
se podían hacer cosas sorprendentes, comprar casi todo, y divertirse de
lo lindo. Fueron muchas las noches en que tuvo que contar y recontar
sus experiencias, que por ser suyas me parecían mejores que todo lo
que venía en los libros y revistas. Felipe, además de Alemania, había
198 Memorias

viajado por Francia, Bélgica y Holanda. Desde entonces no pensaba


yo sino en la posibilidad de viajar, como él, por el vasto mundo.

P o l ít ic a y p e r io d ism o

Cuando volvimos a Bogotá habían ocurrido grandes sucesos en la


vida pública que no dejaban de tener influencia en mis propósitos
puesto que incidían verticalmente sobre el ambiente de la prensa, que
era ya, desde luego, mi inclinación preferida. En ese momento se
habían registrado algunos cambios, bajo la presión de los hechos
políticos. El Tiempo y El Espectador se afianzaban en la opinión
como los nuevos diarios liberales, el segundo porque ese era su origen,
el primero porque Eduardo Santos había hecho la conversión del
republicanismo de Villegas Restrepo, el fundador de su periódico, al
liberalismo. Villegas no se resignaba a ver crecer la hoja que él había
dirigido, dentro de la nueva política, y determinó fundar La República
para luchar, como le gustaba, solitaria y estérilmente, contra los viejos
partidos a los cuales consideraba responsables de los desastres his­
tóricos de la nación. Pero cuando se lanzó la candidatura de Herrera
y las fuerzas de una vaga e ingenua izquierda se concentraron alre­
dedor del candidato, Villegas participó del movimiento, para encon­
trarse al final con la operación de la máquina electoral conservadora,
a la cual el propio Ospina pareció ser ajeno: 413.619 votos por Ospina,
256.231 por Herrera. Pero con la campaña, y con los resultados
electorales que no pudieron menos de atribuirse al fraude y a la
violencia, cuidadosamente aplicados por los caciques municipales,
hubo una excitación peligrosa de los odios de partido, y Villegas
entendió que había todavía mucho que hacer para colocarse entre los
dos grupos bárbaros, «como el algodón entre dos vidrios», que era
la imagen predilecta del desbandado partido republicano. La Repú­
blica fue por un tiempo de proporciones materiales modestas, pero
Villegas no podía hacer nada modestamente, y de pronto tomó en
alquiler una de las esquinas de la Calle Real, la noroccidental de la
Adolescencia y juventud 199

calle catorce, frente por frente de El Espectador, a pocos metros de


la vieja casa de El Tiempo, compró máquinas nuevas y anunció que
iba a publicar el «único diario de doce páginas», la renovada Repú­
blica. Por entonces, no lejos de allí, en el callejón posterior del Banco
López, en el sótano, estaba publicándose El Diario Nacional, que
Herrera les había comprado a Alfonso López y Luis Samper Sordo,
para entregárselo a Armando Solano y Pedro Alejo Rodríguez, quie­
nes ejecutaban con la mayor docilidad su política. El otro periódico
era El Nuevo Tiempo, en la primera Calle Real, editado en un caserón
en donde se reum^an los más destacados figurones del partido en una
tertulia de gente fría y bien educada, que presidía el poeta y diplo­
mático Ismael Enrique Arciniegas, un curiteño con innoble rostro de
tunjo indígena y vestimenta de inglés. Comenzaban los nuevos valores
del conservatismo, y entre ellos los Leopardos, todavía no conocidos
ni bautizados como grupo, a concurrir a esa tertulia, donde sus
exabruptos no tenían mucho recibo.

A pa r e c e G e r m á n A r c in ie g a s

Comencé a concurrir a La República cuando Villegas decidió que


además del cuerpo de su periódico, republicano, tuviera dos páginas,
sin avisos, la Página liberal y la Página conservadora, que entregó,
con plena autonomía, a Germán Arciniegas y a Rafael Escallón. No
eran propiamente dos jefes políticos, pero sí dos figuras notables de
la inteligencia joven y casi que habrían sido disidentes de la política
oficial de cada partido, si hubieran conseguido seguidores para la
empresa. Pues bien: yo conocía a Arciniegas desde muchos años
atrás, casi desde mi primera infancia, desde el comienzo de los
tiempos. He hecho grandes esfuerzos para establecer ahora cuándo
y cómo entré a la órbita de Germán, y no he tenido buen éxito. Era,
ciertamente, amigo de Felipe Lleras, tenía mucho que ver con el
colegio de Ramírez, había pertenecido a la sociedad literaria Rubén
Darío, pero más que todo, era, como nosotros, de extracción campe­
200 Memorias

sina, sabanero de altura, de Funza o Madrid, que por entonces se


llamaba, bellamente, Serrezuela. Arciniegas, en efecto, parecía tener
hábitos de campesino, se le veía siempre en actividad, muy temprano.
Tenía en su casa, por los lados de San Agustín, cuartos llenos de
libros y vivía informado de todo lo que ocurría, particularmente lo
relacionado con los estudiantes, territorio latinoamericano que le
pertenecía, como feudo podrido, por el cual siempre lograba repre­
sentación donde le diera la gana, inclusive a las Cámaras. Era grande,
cordial, dotado de un curioso humor de seminario, que había que
adivinar e interpretar, antes de que se produjera la explosión de su
risa. Era tenaz en sus empeños y vivía detrás de quienes escribían,
para proponerles nuevos escritos. No recuerdo, desde tan temprana
época, ninguna en que yo no estuviera bajo su presión para que
escribiera alguna cosa. Todavía no existía Universidad, su revista,
pero ya había iniciado tareas Ediciones Colombia. O al revés. En la
Página liberal, que para él era un chiste magnífico, se divertía de lo
lindo en la primera actuación más o menos seria de su vida. Cuando
había escrito algo que él juzgaba cómico, y oía algo que así le parecía,
se golpeaba furiosamente, con sus inmensas manos de labrador, los
gigantescos muslos, forrados en telas negras. Jamás vi a Arciniegas
con ropas de otro color y mi recuerdo de sus grandes sombreros
también negros, como de eclesiástico, son parte indispensable de su
estampa de aquellos días.

C o n o c im ie n t o de V il l e g a s R e st r e po

Acompañándolo, y con reverencia por lo que iba a ver y a escuchar,


subí las escaleras hacia el piso alto de La República, en donde vivía
Villegas Restrepo. Nos recibió en una de las primeras antesalas
Alfonso Morales, El Negro, como lo llamábamos sin ánimo racial
derogatorio, los de abajo. Era un personaje notabilísimo. Su cargo
parecía ser el de secretario universal de Villegas, y lo mismo volaba
a grandes saltos hacia la esquina a comprar cigarrillos ingleses para
Adolescencia y juventud 201

SU jefe que desempeñaba más arduas funciones, que hoy se llamarían


de relaciones públicas para quien, como Villegas, pasaba buena parte
de su vida en la cama y apenas salía en la tarde para larguísimas
partidas de bridge con sus amigos del Jockey Club, y alguna viez a
la semana, a jugar golf en el Country Club. Morales hablaba como
I

Villegas, con el mismo tono displicente y cortés, que a Morales no


le iba tan bien, y decía, como Villegas, paradojas que parecían en
sus labios falsas condecoraciones. Pero, además, todos sus gestos de
provinciano recién llegado de Caldas se parecían a los de Villegas,
como habría de descubrirlo minutos después, y como me lo habían
dicho quienes conocían mejor las interioridades de la casa. Su mismo
rostro, moreno, y sus ojos saltados, que cerraba con cierta indolencia,
eran una copia al carbón de Villegas. Pues bien: Morales nos hizo
seguir a otra habitación y allí esperar un momento, mientras él
desaparecía, acucioso y enigmático, por el fondo. Allá oímos la voz
de Villegas, en tono bajo, casi confidencial, pero con un ligero falsete,
ordenándole a Morales que nos hiciera pasar. Morales abrió la puerta
con la dignidad de un butler británico, y nos precipitamos a la
penumbra, en la cual nos orientamos por la voz suave y metálica de
Villegas que nos presentaba excusas por la oscuridad, mientras pren­
día una lámpara cerca de la chaise-longue en que estaba reclinado,
envuelto en una bata de color amarillo pálido, y cubierto con una
manta escocesa. Hizo un esfuerzo enorme, desproporcionado para el
movimiento, y con un vago gesto de dolor en el pálido rostro, entre­
cerrados los claros ojos, tomó un cigarrillo de la pitillera de plata,
abierta sobre una mesa auxiliar, y nos ofreció a Germán y a mí, que
no fumábamos. Pareció resignarse ante tan duro contratiempo, y
volvió a dejar la pitillera. Luego Morales se precipitó con una cerilla
encendida, y al fin salió por la boca de labios gruesos y la nariz corta
y fina del escritor un trifurcado chorro de humo azul. Ah, sí sabía de
qué se trataba y quiénes éramos nosotros, especialmente Germán, a
quien veía con frecuencia. ¿Morales no podría hacer venir un poco
de té, o de café para nosotros?
202 Memorias

Morales podía, claro está, y a los pocos minutos una sirvienta con
cofia blanca, se deslizó sobre la alfombra, empuñando una bandeja
con tetera, cafetera y tres tacitas. Apenas pasó ese trance, Villegas
comenzó a conversar, al principio con pereza, después animadamente.
Estaba leyendo periódicos de París, de Londres y de Nueva York, y
sabía muchas cosas que nosotros ignorábamos, muchos nombres que
al menos yo no había oído jamás, y era claro que le gustaba ávidamente
el campo de la profecía. Germán interrumpía para averiguar un poco
más. Al cabo de media hora y cuando temíamos haberlo agotado, a
pesar de que nos parecía que revivía hablando, nos retiramos. Nos
dio un cordial apretón de manos, desde su silla y nos pidió que
volviéramos, a nuestro gusto. Bajamos las escaleras y yo no le oculté
a Germán que había quedado sorprendido de ver tan exangüe al
aguerrido campeón contra los partidos, los generales, los periódicos
liberales, contra todo el mundo, y que no entendía bien cómo tan
frágil persona hubiera en esos días estado al borde de un duelo «a
pistola mordida» con el general Herrera.

A l l iu s y A n g u l a r io

Yo escribía ya casi diariamente en La República, en una sección


colocada a la extrema derecha de la página de Germán, que muy a
su manera, había bautizado Aragií/ono. Lo primero que hice fue buscar
un pseudónimo. Mi nombre hubiera sido tan bueno como cualquiera
otro para ocultar mi identidad, pero esa no era la idea. Yo quería
tener un pseudónimo, como Azorín, como d’Ors, que firmaba Xen/Ms.
Y por eso, después de largas investigaciones escogí el de Allius, así
con doble 11, que tenía el encargo de sustituir mi nombre para siempre,
como el de José Vicente Combariza, José Mar. La doble ele tenía
por objeto hacerlo un poco anagramático. En ese Angulario comencé
mis disquisiciones, que ya he calificado justamente de pedantes, y
algunas de ellas realmente absurdas. En lo general, lamentables. Pero
no muy por debajo del nivel de la época.
Adolescencia y juventud 203

Naturalmente mi carrera no estaba en las letras gratuitas, para


ornamento de muchacho rico y ocioso, sino en la literatura pagada,
como una profesión cualquiera. La República no podía pagar a los
escritores de la Página liberal, comenzando por el propio director,
Germán Arciniegas, quien, como siempre en esta clase de empresas
actuaba por afición y generalmente a pérdida. Así que yo estaba
buscando dónde trabajar, más o menos, en ese territorio de las
letras, y echaba todos los días, desde la esquina de La República,
miradas ambiciosas hacia los dos centros de actividad en los cuales,
de seguro, se pagaba por escribir: El Tiempo, que juzgaba inacce­
sible, y El Espectador, más fácil pero menos rico. Y así, para mi
sorpresa —y como me han ocurrido muchas de las cosas más
importantes de mi vida, sin haberlas promovido personalmente—,
una mañana, estando en mi observatorio de la séptima, vi a un hombre
pequeño, de tez blanca y rosada, con un inmenso cigarro en la boca,
quien me preguntó si yo era Lleras, y cuando le respondí afirmati­
vamente, me dijo:
—Yo soy Luis Cano. Cuandoquiera que tenga tiempo quisiera
hablar con usted. Allí, en El Espectador —y señaló la vieja casa con
el puro.

E l E spectador y lo s C a n o s

No pasaron más de dos horas sin que yo subiera la escalera retorcida


de El Espectador, hacia las oficinas del segundo piso, no sin echar
una mirada de reojo al patio cubierto donde reposaba la rotativa, y
un grupo de tipógrafos se afanaba sobre las planchas, armando las
últimas páginas del diario. Busqué la oficina de don Luis. Bajo un
enorme retrato de Fidel Cano, que al principio me pareció una efigie
bondadosa de Víctor Hugo, don Luis echaba humo, y con una sonrisa
cordial y tímida me dijo que había estado leyendo lo que yo escribía
en La República, y que me ofrecía trabajo en su diario. El periódico
acababa de sufrir una pérdida tremenda: se había muerto Luis Tejada,
204 Memorias

y ahí supe yo que Tejada, además de escribir de tiempo en tiempo


sus admirables crónicas, lo hacía también, como jornalero, en las
secciones sin firma del diario, el editorial y las notas de Día a Día.
Don Luis me preguntaba si quería yo ensayar, si no a reemplazarlo,
al menos a llenar el vacío físico de ese trabajador desaparecido;
averiguó qué ganaba en mi trabajo de La República, y le confesé sin
vacilación que nada. «Aquí —me dijo don Luis— puede usted hacer
un arreglo mejor con Gabriel Cano». Y volvió a sonreír amistosa­
mente. Yo ya había aceptado de manera irrevocable. Tanto que me
parecía casi ocioso discutir condiciones económicas. Pero le obedecí
a don Luis, quien me hizo pasar a la oficina de don Gabriel. Éste era
como don Luis, pequeño, canoso y desgarbado. No estaba en su
oficina pero oía sus gritos y quejas en la parte baja, en discusiones
técnicas con los armadores. Al fin subió. Le dije de qué se trataba.
Me miró de arriba a abajo, como si yo estuviera cometiendo una
impertinencia.
—Está bien. Pero no esperará usted que le paguemos como a Luis
Tejada, que era el cronista mejor que ha tenido el país en mucho
tiempo. Luis ganaba, cuando escribía editoriales, un peso. Y por Día
a Día, veinticinco centavos por cada uno. Si algún día aceptamos
otra clase de colaboraciones —me advirtió— se pagan por líneas.
Yo, claro, no esperaba nada, y estaba encantado con cualquier
entendimiento que me permitiera escribir en El Espectador. Y así,
desde el día siguiente estuve escribiendo notas, notas pequeñas, in­
significantes, que don Gabriel todavía hacía menos importantes, por­
que las llamaba con heterodoxo y antioqueñísimo diminutivo Diítas
a Días. No creo haber ascendido, en los primeros meses, al menos,
al editorial, que escribían don Luis y José Mar. Pero en cambio, qué
gentes y qué cosas las que oía, y qué amigos adquirí en esa casa.
Entre ellos, uno de los mejores, Francisco Umaña Bemal, que traba­
jaba en la traducción y arreglo de la sección cablegráfica.
Adolescencia y juventud 205

C óm o e r a E l E spectador

Nadie ha descrito mejor lo que era El Espectador en una época un


poco posterior a mi injgreso, queLiao Gil laraiiiilio, quien coBaenzaba
su carrera como reportero, carrera que habría de culminar en la de
excelente y ácido escritor, obsesionado por la izquierda. Para él, d
diario de Fidel Cano, que ensayaba su trasplante a Bogotá, baj© la
dirección de don Luis y la gerencia de don Gabriel, tenía algo de
barco de mar, y después describió a las gentes que trabajaron unos
años más tarde, uno a uno, como sus tripulantes, en un librito lleno
de emoción que recogió el rastro del grupo humano notable, con
rasgos imperecederos.
Sin embargo, tal relato no se acomoda a mis propios recuerdos de
la anterior planta física, la vieja casa cuyos paredones desde la
escalera que daba a la calle catorce tenían desconchaduras y grietas
causadas por los temblores de 1917, nunca seriamente reparadas. El
piso, en verdad, sobre todo en lo que Gil Jaramillo hubiera llamado
«el puente» de la redacción, temblaba con los pasos ligeros de don
Luis, y las maderas escrupulosamente brilladas crujían con cargas
más voluminosas y pesadas. A veces, en los días de vacación heb­
domadaria, me encerraba a escribir en las máquinas antiguas y llenas
de mañas y caprichos, y sentía el desgarramiento del maderamen que
debía atribuirse —ya que mi sensibilidad era impermeable a los
fantasmas y otros actos de presencia del más allá—, al trabajo paciente
del gorgojo, en su tarea secular. Cuando inicié mis tareas no tenía
puesto fíjo ni mesa personal, y escribía en donde se pudiera. Mi
inquietud me llevó a establecer rápidas y cordiales relaciones con los
privilegiados de compartimiento aislado, como José Mar y Francisco
Umaña. Ninguno de los dos estaba solo, ni aun en los momentos en
que comenzaban a producir sus cuartillas —las de Pacho a máquina,
las de José con su letra bellísima, ordenadas y correctas—, porque
generalmente los visitaban sus amigos. Por entonces, como ocurre
con todas las estrellas binarias de la galaxia, cada uno de nosotros
tenía un amigo, que le esperaba a la salida deítrabajo para emprender
206 Memorias

la larga excursión, al medio día y a la tarde, cuando comenzaba a


fallar la luz natural, hasta el Parque de la Independencia, a paso lento,
en discusiones interminables sobre poesía, literatura, política y noti­
cias. José Mar estaba siempre con Moisés Prieto, un joven estudiante,
o apenas recién graduado, de Derecho, que había logrado salir al
mundo de Europa y cuya inquietud revolucionaria lo había llevado
hasta Moscú. En todo caso había vivido en París, y sus ideas socia­
listas no parecían ser incompatibles con sus trajes de corte inglés,
con los «gaiters» o polainas blancas que medio cubrían los zapatos
puntiagudos, con los cigarrillos rubios y otras delicadezas que más
que de un nativo de Pacho, Cundinamarca, parecían ser privilegio de
activos hombres de negocios como los Pradilla Pinto, una raza de
hombres hermosos y sofisticados que importaban automóviles y ma­
quinarias agrícolas, descendientes del gran Presidente del Estado
soberano de Santander. La otra pareja la formaban Pacho Umaña
Bemal y José Enrique Gaviria, un caballero tan distinguido y amable
como el propio Pacho, silencioso casi siempre, con gafas de carey,
tan lleno de curiosidad por todo lo que ocurriera en el mundo de la
cultura como de varia información sobre nombres y gentes nuevas
de las letras en Europa y América. Competían en ese campo cordial­
mente con Umaña, que era insaciable lector y quien presumiblemente
gastaba su sueldo, y algo más, en libros. Era difícil sorprenderlo sin
un pequeño volumen de la Nouvelle Revue Française, con sus típicas
cubiertas, blancas con líneas rojas, sus letras discretas, también en
rojo, y en aquellos días, cuando todavía había un buen papel, uno
muy fino y blanco, que convidada a la lectura. Su oficio en el periódico
era el de traductor de cables que llegaban por la vía submarina hasta
Buenaventura, y de allí a la All American Cables por telégrafo. Eran,
desde entonces, las agencias internacionales de noticias la United
Press, que había echado pie firme en la América Latina, a base de
un negocio exclusivo con La Prensa de Buenos Aires, que hizo su
fortuna, y la Associated Press, además de las oficiales, como Havas,
de Francia, Reuter, de Inglaterra, y Transocean, de Berlín, que no
inspiraba mucha fe por su reciente papel beligerante en la guerra
Adolescencia y juventud 207

mundial, inmediatamente anterior. Pero Umaña no era simplemente


traductor, sino amplificador e intérprete de la noticia, que no pasaba
nunca de dos o tres líneas. Con su información universal sobre hechos
y gentes, Umaña adicionaba, explicaba e «inflaba» los cables, tarea
que se juzgaba no sólo indispensable, sino lícita. Por lo general se
omitía el origen de la noticia, para evitar complicaciones y quejas.
Gavina de tiempo en tiempo, agregaba algo de su cosecha, gratuita­
mente. Luego todos salíamos por la Avenida de la República, moro­
samente, a mirar mujeres, a saludar a otros amigos, a tomar el sol
tibio en los veranos, a sentimos, siempre, en otra parte, menos en
esa aldea monótona, poblada de seres grises, vestidos de negro, que
se colgaban de los estribos de los tranvías, estrepitosos, en racimos
inverosímiles. Todos nuestros contemporáneos —y no teníamos más
que los «intelectuales», porque todos los demás seres nos tenían sin
cuidado—, iban encontrando uno a uno, por la vía oficial o por la
aventura privada, el modo de escaparse hacia el ancho mundo. Así
Ramírez Moreno había sido nombrado en París. Así Zalamea se
incorporaría a una compañía mexicana de teatro, no como actor, sino
como crítico, y partiría hacia México. Y los demás sentíamos, cada
vez que alguien se iba, que éramos náufragos en nuestra isla medi­
terránea, entre las nubes heladas, tan cerca a los 3.000 metros, sepa­
rados del mar y de la civilización por espacios sin término, por viajes
de ocho días en los barquitos de rueda del Magdalena, o por los
caminos de la cordillera más abrupta, hacia Buenaventura. Y los
sobrevivientes íbamos preparando nuestros planes de evasión, que a
veces tomaban años, y todos los días se alteraban.
Esta nostalgia de lo no conocido, esta saudade de lo apenas ima­
ginado e informe, está en todos los balbuceos de la literatura bogotana
de la época, como había estado también en la de tiempos anteriores,
pero con otras modalidades y formas diferentes. El poeta por exce­
lencia de la nuestra era, por eso mismo, de Greiff, el bardo cuyos
ojos no habían visto el mar, el viajero infatigable de mundos imagi­
narios, el barbudo vate sonámbulo, descendiente de vikingos y de
germanos, sin raíz chibcha alguna, el de los mil nombres, el que podía
208 Memorias

desprenderse, con menos peso específico, de la realidad sorda, mez­


quina y apagada de Medellín o Bogotá. Atado a su galera de números,
el poeta, en su banco, como un galeote, era, sin duda, el símbolo
mejor de nuestra generación anhelante de una circunstancia más
generosa. Era además León el poeta de la noche, porque la noche,
después de embarcamos en los cafetines hacia lo desconocido, se
volvía, oscura, encubridora de la miseria, fantasmagórica, el momento
de la gran simulación de estos jóvenes habladores y tristes, que
contenían una frustración tierna, desgarradora y oculta. Resultábamos
todos, pero más León, un poco apátridas y vengativos contra nuestra
propia maquina circunstancia, pero León era, por sobre todos, pró­
fugo, emperador de nuestro mundo nebuloso, en donde reinaba él
solo, sobre lejanísimas provincias. Éramos, pues, exactamente unos
náufragos bulliciosos, que interpretaban mensajes llegados en bote­
llas cifradas, que anunciaban el complicado rescate, que sólo ocurría
por excepción y casi milagrosamente.

L as d a m ise l a s de A v ig n o n

Entre la balumba de mis recuerdos de esta época ansiosa y activísima,


debo dedicar alguno a ciertas mujeres de mi primera juventud, que
pertenecían, como nosotros, a un sub-grupo muy bien definido, pero
el suyo entre el de quienes se calificaban como «mujeres alegres»,
por la ligereza y desorden de sus vidas efímeras y mercenarias. En
una sociedad de clases herméticas y jerarquizadas en las capas supe­
riores, temerosas de Dios y de la opinión de sus prójimos, más de
éstos que de aquél, ellas eran los únicos seres femeninos con quienes
un joven de mi edad y de mis condiciones podía establecer comuni­
cación rápida, sencilla, sin muchos recovecos, con escasos riesgos y
con amables compensaciones.
La condición fundamental para lograr esa comunicación era que
ellas tuvieran inequívoca mala reputación, es decir, que hubieran
prodigado su amor sin muchas reservas, desinteresadamente o por
Adolescencia y juventud 209

Otras causas, entre las cuales figuraban el desastre de una familia de


Díase media; el ascenso de la servil a la libre; los hijos mal habidos,
3or infortunio o ignorancia, y una especia de bovarismo sutilísimo
q\ie guardaba insospechados tesoros de ternura para quien les diera
^to amable y atención amorosa. Muchas de ellas habían logrado
cierta organización en sus relaciones con algún miembro decadente
de la clase aristocrática, envejecido, rico y cansado, pero a todas les
seducía el adulterio, que se imaginaban como fugaz ocupación clan­
destina de las más hermosas mujeres de la sociedad de su época.
Todas eran, a su manera pueril, snobs, en sus gustos, sus trajes, sus
amantes, sus aficiones a una vida más elevada que la miserable que
les había correspondido. Tenían que vivir alejadas de ese mundo que
admiraban y ambicionaban sin esperanza, desde la ubicación misma
de sus casas, que eran, como ellas, remotas y subrepticias, en barrios
apartados, y no muy lejos de los sitios en donde se desataba la
tormentosa algarabía de los burdeles de media noche. Pero había
cosas que ellas podían hacer, y hacían, sin reparo. A su nombre de
pila le agregaban uno sonoro, el más sonoro entre los de casta privi­
legiada con la cual habían tenido contactos perecederos, o sin ninguna
otra razón sino la eufonía y el prestigio. A tal nombre lo adornaban
con una sarta prodigiosa de mentiras sobre su origen, que atribuían
siempre a un pecado oculto de la rama más encumbrada en la familia
escogida.
De día, y saltuariamente, salían a los sitios más concurridos, la
Calle Real, por ejemplo, y se divertían viendo cómo algunos de sus
amigos nocturnos se ocultaban de sus miradas y entablaban diálogos
de fingido interés con los vecinos más cercanos. Particularmente les
resultaba picante y gracioso tropezarse con alguno de sus furtivos
amigos de la noche, acompañado por su esposa o sus hijos. Pero
jamás hicieron un solo gesto que traicionara la pecaminosa intimidad,
o que pudiera tomarse como infidencia o desafío. Como su educación
se había pulido entre las gentes del gran mundo, tenían en mucha
cuenta el misterioso código de la caballerosidad, que exigía esa
dignidad y el pasivo silencio entre los secretos ajenos. Eran por ese
210 Memorias

aspecto, pero sólo por él, caballeros a carta cabal, y en las mil
circunstancias en que se probaba en una vida azarosa el carácter, la
buena fe, la delicadeza, el honor, sabían cómo proceder, a diferencia
de las mujeres del trato, que eran de baja condición, guerreras,
extorsionistas e insolentes.
No tenían, de cierto, creencias religiosas pero profesaban públi­
camente un catolicismo general, como cuestión de buen gusto. Eran,
además, supersticiosas, y estaban siempre dispuestas a aceptar todo
aquello que les indicara su incierto porvenir, o el de los demás —las
líneas de la mano, la bola de cristal, las barajas españolas—, y
practicaban con entusiasmo sombrío el espiritismo, como manera de
distraer sus ocios largos a la espera de citas jamás bien cumplidas y
de probar una aproximación física al más allá, que las llenaba de
inquietud y zozobras. Les gustaban los animales domésticos, y algu­
nas de ellas se habían refinado hasta preferir los perros de raza,
aunque se inclinaban sistemáticamente por los lanudos y pequeños
que les recordaban los gozques campesinos de su primera infancia.
Alguna, sin embargo, solía pasearse con un setter irlandés que la
seguía o la precedía, sujeto a una cadena. Causaba gran sensación
por la belleza acaramelada del flexible animal y por la arrogancia de
la dueña, que sabía bien que ese solo acto era un abierto y desdeñoso
reto a la sociedad gris y pacata de su tiempo.
Eran, obviamente, pobres, como subproducto o superestructura
de una organización social en que la pobreza general era la regla.
Pero esa condición las tenía sin mucho cuidado. Hacía parte de su
ambiente bohemio en que los mismos millonarios, si los había,
pasaban grandes dificultades en una noche de juerga para pagar
los consumos, alborotos y destrozos en que se incurría inevitable­
mente hacia las primeras horas del alba. Todas «vivían de alguien»,
y algunas parecían mantenidas por una pequeña y filosófica compañía
anónima que se cotizaba para que sobrevivieran con su gracia, su
hospitalidad y su encanto. Otras tenían negocio de bar y sala de
baile a la cual concurrían sus amigas, seleccionadas en favor o dis­
criminadas en contra por callados afectos y fervorosos rencores y
Adolescencia y juventud 211

celos. Esas casas, y aquellas en donde habitaban más frecuentemente,


eran modelos excelentes de lo viejo, lo pasado, lo penúltimo en modas,
lo arcaico y abandonado de las grandes residencias de la época. Los
espejos, sobre todo, con marcos dorados y cierto equívoco aspecto
veneciano, las atraían a morir. Los jarrones, en donde se amontonaban
sin mucha gracia flores humildes y vertiginosamente marcesibles,
todo ello parecía venir de otra parte y casi era posible seguirle la
genealogía, como la de los pálidos caballeros normalmente alcoho­
lizados que hacían la vuelta a la ciudad, cada noche, por sus vericuetos
y callejas, con el ánimo de encontrar otras personas, algo de sexo,
mucho whisky y conversaciones borrosas entre gentes siempre
dispuestas a indignarse, a dar golpes sobre las mesas, a armar un
lío, a cruzarse bofetones, mientras las damiselas de Avignon' acu­
dían a todos estos entreveros con su sonrirsa, su ánimo de paz, y el
ojo vivo para que no se perdieran las cuentas, siempre exageradas y
caprichosas, en medio de tales batallas. De algunas se sabía quiénes
eran sus enamorados y a quiénes correspondían con su benevolencia.
No de todas. Porque el placer de ocultar unos amores, por efímeros
que fueran, y tal vez por eso mismo, era una línea constante. Les
gustaban, particularmente, las letras y la política, y oían con los
ojos bien abiertos y admirativos, versos, millares de versos, toda una
noche, recitados con voces firmes o por tumultuosos coros, y trozos
de discursos, o improvisaciones de oradores que no desdeñaban el
indiferente círculo de oyentes cautivos. La música, la popular, la de
las canciones de moda, los melosos tangos, eran su real pasión, y
parte decisiva de su cultura de pobreza y marginalidad.
Esas mujeres, y algunas más destacadamente que otras, son dudoso
adorno de mi primera juventud y sirvieron, de seguro, como pretexto
para que en ellas descargara toda la abundancia erótica de mis lec­
turas, mis conversaciones de estudiante, mis silenciosas pasiones y
afectos por otras mujeres más inaccesibles. Y debo decir que allí, en
ese ambiente pobre, de bisutería y comedia, que se encendía en la
1. Título del primer cuadro cubista de Picasso.
212 Memorias

noche y se moría al amanecer, fue posible, más de una vez, crear


afectos profundos, no muy perdurables, es cierto, pero llenos de honda
ternura que parecía venir de la tierra, de un pasado trunco y adolorido,
poblado de esperanzas inciertas, siempre cultivadas con cándida des­
confianza campesina.

E d u a r d o S a n t o s y E l T iem po

Algún día, en uno de los corrillos que se formaban de preferencia


en las esquinas, se incorporó, al pasar, el doctor Eduardo Santos,
pequeño, con un bigotillo a lo Charlot —como llamábamos, por
afrancesados, a Chaplin—, anteojos de carey, cubierto con largo
abrigo oscuro que envolvía su figura friolenta y huidiza, y se inició
una serie casi infinita de saludos, apretones de manos, abrazos y
presentaciones como si estuviéramos en una antesala palaciega. Yo
di mi nombre casi a hurtadillas, como si no tuviera para mí impor­
tancia ni pudiera concedérsele ninguna. Pero Santos se la dio, gene­
rosamente, ocupándose de mí en breves y amables palabras, y me
dijo que si algún día quería escribir en El Tiempo no tenía más que
decírselo. O algo semejante, que implicaba una invitación a visitarlo,
que acepté entre confundido y contento. No pasaron muchos días sin
que después de meditar sobre mi presente situación en El Espectador,
los vínculos que tenía ya con ese periódico, el porvenir que se me
abría con sólo cruzar la calle y entrar a trabajar en la empresa editorial
más sólida del momento, y dándome, además, cuenta cabal de que
para los Canos y El Espectador no sería mi retiro más que una
experiencia cien veces repetida con todos los innumerables aficiona­
dos a la letra de imprenta que circulaban y desaparecían sin dejar
huella alguna perdurable, decidí plantear a don Luis mi dilema,
quedarme o escaparme hacia El Tiempo, abiertamente, con la adver­
tencia de que el segundo término mé llamaba poderosamente la
atención, en especial porque deseaba trabajar de noche para seguir
mis estudios de Derecho, lo cual era, ciertamente, mi vago propósito.
Adolescencia y juventud 213

Don Luis dejó ver en los pliegues de su rostro movible algún gesto
de contrariedad, que sólo podía atribuirse a que esto mismo le ocurría
con frecuencia. Como quiera que fuese, dijo que le parecía muy buena
mi determinación de proseguir mis estudios. Y nos despedimos afec­
tuosamente.
Las impresiones que tengo de las personas y personajes de mi
primera juventud no son, en modo alguno, definitivas, y el tiempo
me las hizo cambiar, muchas veces radicalmente, a medida que la
madurez me iba haciendo alterar los patrones, los arquetipos huma­
nos, en correspondencia con la progresiva conformación de mis sen­
timientos y convicciones. En algunas ocasiones no sólo van
apareciendo, como Nieto Caballero, Luis Cano, Villegas Restrepo,
tal como los vi casi sin haberlos conocido antes, en una etapa de mi
vida en que, como ocurre en la de todos, prevalece en el hombre, y
supongo que en la mujer, un agitado egocentrismo, que no deja ver
en los demás sino figuras sin contornos ni profundidad, parte inte­
grante apenas de un paisaje que se desliza a nuestro lado vertigino­
samente, como se solían ver las cosas, las personas y los seres
vivientes desde las ventanillas de los trenes. Más tarde, como se irá
viendo al leer estas Memorias, esos rostros, esas figuras tomarán
dimensiones que corresponden más exactamente a la importancia que
tuvieron en mi vida, a la influencia que ejercieron sobre mis ideas,
a la admiración que suscitaron en mí sus actos o sus palabras, en los
notables episodios en que me vi envuelto.
Mi paso por El Espectador, como todos los momentos iniciales de
esta juventud atropellada, fue tan importante como fugaz. Es mi
primer contacto, buscado por mí, u ocasional, con adultos diferentes
de los profesores y otros seres nimbados de autoridad que los distan­
ciaba automáticamente de toda relación sencilla y francamente hu­
mana. Me acercaba a ellos con respeto y, generalmente, porque algo
en ellos me admiraba y seducía. Recuerdo que algunas de esas rela­
ciones, entabladas en plena calle, y casi nunca por mi iniciativa, se
conducían en dos niveles, que un gesto, reservado por la cortesía a
las señoras, caracterizaba: yo escuchaba a mis notables interlocutores
214 Memorias

con el sombrero en la mano, a pesar de su insistencia para que me


cubriese, y cuando pasaban a mi lado después de un conocimiento
sumario, probablemente insignificante para ellos, los saludaba, des­
tocándome, lo que, por ser hábito cortesano de mi época, convertía
de seguro para aquellos varones el tránsito por las calles centrales
en amable y vanidosa tortura, y en general, les daba a las más pobladas
vías un cómico aspecto con ese permanente elevarse de sombreros,
al cual se correspondía invariablemente, viniese de donde viniese,
con la ceremonial señal de acatamiento. Como yo estaba usando
sombrero desde hacía muy poco, saludaba más de la cuenta y aun a
personas desconocidas, que se acomodaban, sin fastidio, al rito ur­
bano. De todas maneras había entre los sexos, las edades, las circuns­
tancias, las clases, un catálogo sutilísimo de señales de recíproco
aprecio, así fueran falsas, que se aprendían sin mucho trabajo y que
se respetaban siempre. Lo cual facilitaba la comunicación cuando se
hacía necesaria, y establecía puentes entre todas las categorías, salvo
que no podían franquearse todos, y muy especialmente con las mu­
jeres, a quienes se dejaba la iniciativa de la luz verde, dada también
con pequeños gestos que permitían la tímida retirada ante cualquier
avance excesivo.
A los pocos días de mi fugaz entrevista con el doctor Eduardo
Santos emprendí mi viaje hacia El Tiempo, que implicaba una serie
casi infinita de resoluciones, de logístico estudio de todas las situa­
ciones que podrían desarrollarse, de calculadas respuestas para el
cuestionario a que seguramente sería sometido, y, por sobre todo, de
mi comportamiento probable ante los asuntos monetarios que suponía
habrían de tratarse y que me resultaban penosos y difíciles. Al fin y
al cabo me sentía en cierta forma un hombre de letras que, dentro de
la tradición periodística de entonces, era una persona que escribía
sin remuneración, y su producción de ninguna manera podía consi­
derarse como especie venal.
Creo que varias veces llegué hasta el enorme portalón de la calle
catorce, miré el zaguán de la casona, cerrado hacia el fondo con un
cancel de madera, y me desanimé otras tantas. Al fin decidí que
Adolescencia y juventud 215

aquello era ridículo y empuñando mi bastón —prenda que usábamos


los varones apenas salidos de la pubertad— como atrevida lanza,
entré por entre la penumbra y empujé la puerta que daba a una escalera
que subía hacia el oriente bordeando el patio, daba una vuelta com­
pleta y salía a un pequeñísimo vestíbulo, que era más bien un descanso
de la gradería, y quedé ante la puerta cerrada que según parecía habría
de dar acceso al despacho del director. A un lado de la escalera había
un pasillo, un viejo canapé de cuero, o de hule, de más de dos metros
de largo. Allí se sentaban algunas personas indefinidas que deberían
estar esperando al doctor Santos. No sé cómo se me ocurrió que yo
no haría antesala, y golpeé con los nudillos en la puerta, pintada de
blanco. Sentí unos pasos ligeros y en el vano apareció el doctor
Santos, sosteniendo la puerta, con una mano, como para atajar cual­
quier intromisión indeseable. Pero cuando me vio, pareció recono­
cerme y me invitó, con la mano libre, a seguir. Afuera, en el pasillo
había luz, y entraba el sol por los vidrios de la parte alta porque los
bajos estaban cuidadosamente esmerilados, para cubrir la casa de
Santos de las miradas indiscretas. Pero esa luz hizo todavía más
penumbroso el cuarto pequeño, una especie de antesala de otro,
inmenso, rodeado en toda su extensión por estantes de biblioteca,
menos por una puerta trasera y las ventanas, que presumiblemente
debían dar a la calle catorce. Sobre los estantes en donde se enfilaban
innumerables volúmenes empastados, con lomos oscuros, de cuero
rojo, o de vaqueta dorada, había grandes cuadros con grabados, copias
de cuadros, retratos, enmarcados con gusto y sin ostentación alguna.
El piso estaba cubierto con alfombras y algunos viejos tapetes orien­
tales que parecían más deslustrados por el uso. En la mitad del salón
una mesa cuadrangular cubierta de libros y papeles indicaba que éste
era de seguro el cuarto de trabajo del director. A un lado de la mesa
había una mesita pequeña con una vieja máquina de escribir, alta,
como todas las de su tiempo, oscura y con apariencia de vetustez,
que parecía típica de todas las redacciones que yo conocía.
El doctor Santos me indicó una silla y con sus ágiles y furtivos
movimientos que señalaban la prisa en que siempre parecía hallarse,
216 Memorias

se sentó en el sillón giratorio que estaba detrás de su escritorio, sacó


uno de los cajones y puso en él los pies, unos veinte centímetros por
encima del piso, a tiempo que impulsaba el sillón hacia atrás, en
inestable equilibrio. No demoró mucho la entrevista para la cual yo
había preparado tan largos planes y estrategias. Como siempre debía
ocurrir con «los viejos» —por entonces el doctor Santos tendría
apenas cuarenta años—, me preguntó algunos datos que pretendían
colocarme dentro de la esfera de sus conocimientos personales, y me
sorprendió con algunos que yo mismo ignoraba, sobre mi familia.
Me dijo que en el periódico no había en ese momento ninguna cosa
que pudiera calificarse como una vacante, y que sin embargo yo
podría comenzar a trabajar allí, a la espera de una posición fija y
definida. Averiguó qué hacía en El Espectador, minuciosamente, con
aire más curioso que profesional, y sobre las interioridades de la otra
casa, todavía no juzgada como competidora. Quiso saber qué ganaba,
y le dije la verdad, que no era para sonrojarse, por cuanto estaba muy
dentro del plano laboral de la época, y súbitamente me hizo un
ofrecimiento que iba más allá de mis expectativas y que él bien sabía
no podía ser materia de discusión o rechazo. Sesenta pesos mensuales,
para escribir ocasionalmente notas. Cosas del Día, de acuerdo con
lo que él mismo indicara, y algunos otros trabajos, tal vez en las
Lecturas Dominicales que dirigía Enrique Santos, agravando su carga
de trabajo innecesariamente. En todo caso yo dependía directamente
de él, del doctor Santos, y me advirtió que para que pudiera comenzar
de inmediato mis labores, si eso era de mi gusto y conveniencia, no
figuraría todavía en la nómina oficial del periódico, y él mismo me
pagaría mensualmente mi salario. Todo era fácil, y sin embargo a mí
me parecía preciso definir muchas otras cosas, aparte del aspecto
económico que no me interesaba, y que de terminar, como parecía
la intención del doctor Santos, la entrevista, un acto tan importante
de mi vida se iniciaría con una frustración. Súbitamente el doctor
Santos recuperó casi de un salto la posición vertical de la silla, y con
un gesto amable pero inequívoco me indicó que no había nada más
de qué hablar. Y así entré a El Tiempo, que habría de ser por tantos
Adolescencia y juventud 217

años mi casa, mi hogar intelectual y casi físico. Me precipité por las


escaleras y entré al Café Riviere a buscar ansiosamente a Umaña y
a José Mar, para darles la noticia, que celebramos a nuestra manera.
Me dolía, es cierto, separarme de esos amigos, pero no iba en realidad
a hacerlo, porque nos encontraríamos, como siempre, en el mismo
café, en esa mesilla, a cualquier hora del día o de la noche, en los
entreactos de nuestras ocupaciones.

E n t r e v ist a con C a l ib á n

Al día siguiente volví, pero demasiado temprano para la vida ordinaria


del periódico, que no comenzaba hasta la media tarde. Esta vez, en
lugar de trepar la escalera tomé a la derecha hacía el patio de ador­
nados baldosines, en cuyo fondo había un cuarto no muy grande, con
un desporoporcionado escritorio de cortina, de color amarillo tostado,
y enfrente a él, en una silla giratoria, un personaje que levantó la
cabeza de las cuartillas que estaba leyendo y me miró por encima de
ellas, con unos ojillos claros, que no parecían fijos en mí, ni en cosa
alguna. Tenía un rostro sonriente, rosado, la piel tirante, un cráneo
irregular cubierto apenas con escasos y finos mechones rubios, y aire
amable y despejado. Era Enrique Santos, Calibán. Lo conocía, claro
está, de nombre y fama, y la suya era variadísima. Era escritor ligero,
irónico, cronista de fin de siglo, informado como el que más, cínico
a veces, siempre claro y categórico, como si no tuviera en realidad
dudas sobre cosa alguna. Había abierto su sección. Danza de las
Horas, que se leía mucho. Alrededor de su nombre había también
una confusa leyenda sobre su desorden, su letra enmarañada e indes­
cifrable —sólo un linotipista la entendía—, y su prodigioso apetito
sexual que, como el de Víctor Hugo en la ancianidad, se satisfacía
sin muchas exigencias sobre los objetos, algunos inconcebibles, de
su pánica persecución. En pocos minutos conocí otra de sus inolvi­
dables características: su confuso lenguaje, que correspondía, al oído,
con la letra inextricable y la mirada bisoja. Me costó algo entender
218 Memorias

bien lo que quería Calibán o lo que me indicaba, pero en todo su aire


bondadoso y sonriente estaba claro que había encontrado un amigo
para siempre, lleno de bondad, de comprensión, de intolerancia con
cualquiera demostración de vanidad o simulación, y capaz de dar
orientaciones precisas, como solía, con atropelladas voces de mando
en la sala de máquinas, al amanecer, ante la urgencia de cerrar las
últimas páginas.

E l Tiempo d e l a é p o c a

Por entonces era El Tiempo, desde el punto de vista material, la


empresa más importante de la prensa colombiana, y la planta física
ya correspondía a esa calificación. Tenía rotativa, una máquina enor­
me y ruidosa, que rugía al amanecer y hacía temblar toda la vieja
casa en que se albergaba. El taller era amplio, las mesas de armada,
metálicas, los tipos de la titulación que se levantaban a mano se
guardaban en chivaletes ordenados, y un pueblo de operarios dicha­
racheros y cubiertos con delantales de tela o cuero, cambiaban de
mesa a mesa todo género de pullas y a veces de injurias llenas de
ingenio y con referencias recónditas a sus vicios, a sus debilidades,
a sus inclinaciones. A un lado estaba la sección de linotipos, que
serían por entonces seis o siete. Los linotipistas trabajaban silencio­
samente, y las máquinas con largos brazos de hierro recogían las
delgadas matrices de cobre que formaban el lingote, las conducían
hasta las calderas de plomo hirviente y de allí, casi instantáneamente
salía el lingote de plomo, caliente y brillante, con la frase invertida,
que se iba acumulando en galeras de apariencia argentada. Luego las
recogían los chicos traviesos a quienes se llamaba a gritos, y se
sacaban las pruebas que iban a la mesa de los correctores, o a las
nuestras, para regresar a los linotipos. Por último, cuando se suponía
terminada esa etapa, las galeras pasaban a las mesas de platina, donde
se armaban las páginas. Después de terminadas caían a una matriza-
dora que aplastaba una especie de cartón contra los tipos y producía.
Adolescencia y juventud 219

finalmente, una teja de metal, donde se le sacaban los blancos con


fresas que giraban velozmente y hacían mucho ruido. Las tejas iban
a la máquina, cuyos operarios, llenos de dignidad por su trabajo, las
apretaban con llaves y palancas y, al fin, la máquina partía con un
mugido. Luego se desbocaba y comenzaba a rodar vertiginosamente.
El periódico iba saliendo por una canal y allí mismo podíamos
cogerlo, desplegarlo, apreciarlo rápidamente, y por último, con él
bajo el brazo salíamos hacia la calle a buscar un desayuno improbable
en algún sitio abierto a las tres o cuatro de la mañana, cuando
comenzaba a brillar una ceja de luz por encima de los montes cerca­
nos. De estas experiencias, que ocurrieron hace cerca de medio siglo,
tengo impresiones indelebles, y casi diría que me es posible revivir
el olor del taller y la tinta, y las voces, y los rostros de esas escenas
repetidas noche a noche por tanto tiempo.
En el taller, como en los cuarticos de redacción, construidos con
separaciones de madera en las antiguas habitaciones de la casa, quien
dirigía todas las operaciones con infalible, pero siempre discutida
autoridad, era Calibán. El doctor Santos solía desaparecer después
de escribir y corregir el editorial, cuando finalizaba la tertulia de
media noche, que no siempre era de su gusto. Calibán revisaba y
corregía todo el material que nosotros producíamos, los cinco o seis
redactores y reporteros de planta, a los cuales me incorporé con la
mayor naturalidad, desde la primera noche. Calibán trabajaba en
medio de un fabuloso desorden, continuamente, desde las primeras
horas de la tarde. Se tomaba una licencia, alrededor de las cinco,
cuando salía presuroso, oliendo a agua de Colonia, con destino des­
conocido, que algunas veces era el más próximo cinematógrafo,
porque tenía pasión por el cine. Volvía a las ocho de la noche y ya
no se separaba de su mesa sino para pasar al taller. Nunca pudimos,
que yo recuerde, cumplir las exigencias de don Fabio Restrepo, el
administrador de la empresa, de que «se cerrara» temprano, para que
el periódico pudiera partir en los trenes de la mañana y repartirse
ordenadamente a lös madrugadores e impacientes suscriptores, que
armaban un lío si no se entregaba el diario por debajo de las puertas.
220 Memorias

a las seis y media. Calibán, además de su trabajo, como parte de él,


y sin contar nuestras constantes consultas, recibía un ejército inter­
minable de gentes de todas las categorías y clases sociales, entre las
cuales se colaban innumerables sablistas, vivos profesionales con
cuentos inverosímiles, viudas, mujeres de la clase media venida a
menos que conocían bien su fama y su bondad, y no vacilaban en
tentarlo. Para todos tenía un gesto y un ruido gutural amable, entre
sonrisas rapidísimas, y a todos daba algo: una esperanza, unos pesos,
una cita clandestina, la vaga promesa de publicar en Lecturas Domi­
nicales, un cuento, unos versos o una necedad cualquiera, promesas
que eran bien equívocas porque Calibán se había hecho la resolución
de no ceder en ese último punto, en el cual era inexorable. Para él
todo eso eran «lagartadas», y si se dejaba seducir por otras peticiones,
en lo que relacionaba con el periódico era inflexible. No bien se
habían ido los autores de los manuscritos abominables, Calibán los
despedazaba y arrojaba a las cestas de papeles inútiles, o los «colga­
ba», si había que guardar alguna consideración o dar tregua para que
volviera el oferente a reclamarlos, en unos ganchos que estaban en
el muro, a lado y lado del escritorio, y de donde no volverían a salir
nunca. Cuando se preguntaba por algún artículo «colgado» como un
ahorcado impenitente, se arrancaba de allí, desgarrándolo. Pero en
general nadie salía del gancho con vida. El término se extendía a
todas las redacciones y parece ser que venía de tiempo atrás. Era la
horca de los lagartos, y éstos, una casta abominable, quejumbrosa y
recalcitrante. Desde que se les veía venir por el patio, se hacían los
cuernos con los dedos índices y meñique de una de las manos para
conjurarlos. Pero eran inevitables, frescos, recurrentes. Creían seria­
mente que el periódico se estaba perjudicando con no publicar sus
escritos, y pasaban semanas, meses, años en que volvían a insistir
con las viejas producciones, u otras nuevas. Además, les fascinaba
el encanto de la redacción, el trato con gentes cuyos artículos se veían
en tipos de imprenta, de tiempo en tiempo, el dar vueltas alrededor
de Calibán, el oírlo murmurar y renegar, y acababan por aceptar con
humildad, y tal vez con orgullo íntimo el hecho, ya insoslayable, de
Adolescencia y juventud 221

que eran lagartos especializados en El Tiempo. Cuando por alguna


ocurrencia excepcional el doctor Santos se dejaba ver por esa parte
de la redacción y se tropezaba con ellos, solían a veces dominarse,
pero en otras ocasiones —aduladores melosos— lo llenaban de elo­
gios, le decían la satisfacción que les producía conocerlo, o volver a
verlo, y subían en alzada suprema su petición de publicidad hasta esa
última instancia, que Santos devolvía caballerosa pero inflexiblemen­
te hacia el nivel inferior, sin ninguna sentencia favorable. Claro que
el doctor Santos tenía, en el piso alto, sus lagartos, a quienes atendía
incansablemente, entre los cuales figuraban buenos escritores, y men­
digos de alto coturno, a quienes oía sin alterarse y daba cheques
vertiginosamente, por sumas desconocidas. No hablaba jamás de
ellos. La mayor parte eran intelectuales tarados que venían con alguna
nota, un artículo, unos versos, un ensayo, una necrología, cuyas
cualidades eran sobreentendidas y por lo general, buenas, porque
se trataba de excelentes escritores caídos en desgracia, por el
alcohol o las drogas. Habían sido amigos del doctor Santos en otro
tiempo, claro que sin que él compartiera ninguna de sus experien­
cias bohemias, aunque a veces, como ya se dijo, las pagaba. Los
alcohólicos solían llegar recién bañados, con polvos de arroz en
el rostro en donde todavía había cortaduras de mala afeitada con
pulso tembloroso, y procuraban no darle al doctor Santos de frente
para evitar que el tufo viejo, de reverbero recién apagado, desbaratara
por sí solo las leyendas que les servían para acudir a la caridad del
viejo amigo. El doctor Santos, sin embargo, no se engañaba jamás,
fingía creerles, pagaba con su chequera y los despedía entre afectuosa
y definitivamente.

P a t e r n a l ism o sig l o x x

Algunas veces, por causas apremiantes, y en ocasiones, ciertas, los


miembros de la redacción, los viejos linotipistas, los repartidores del
periódico se veían obligados a apelar a la generosidad del director.
222 Memorias

y por un tiempo breve se desprendían de su clase de trabajadores a


sueldo o salario, para convertirse en lagartos locales. Hacían cola
entre la clientela habitual del doctor Santos y con su bien estudiado
cuento entraban a la biblioteca y esperaban los resultados de su
ingenio o de su amargura. Nunca este tipo de descastados interinos
salía mal librado. El doctor Santos sabía bien que el proletariado de
El Tiempo —y lo integrábamos todos— estaba mal pagado y que don
Fabio Restrepo era impenetrable, como una roca, a la cual se debía
la ya innegable prosperidad de la empresa. Por eso el doctor Santos
se mostraba dispuesto a mirar y a atender las aflicciones de los
empleados y obreros de la vasta casa, y a subvenir a sus necesidades
más urgentes, a petición, o espontáneamente, cuando las conocía por
tercera persona. Todos los muertos, los de la familia del personal, o
los del personal, se iban al cementerio en una carroza, de acuerdo
con su condición social, pagada por el director, sin excepción alguna,
de la misma manera que atendía los bautizos, los partos, las enfer­
medades, los matrimonios. En nuestro tiempo no sabíamos de em­
presas que se ocuparan de otro tipo de asistencia social, que hubiera
sido muy cómodo para el doctor Santos, si no le hubiera satisfecho
mucho más ese toque personal de su munificencia, nunca desmentida.
Asimismo, era sabido que cuando el doctor Santos veía que notoria­
mente los emolumentos fijados por don Fabio eran insuficientes, él
se encargaba de pagar un suplemento que volvía casi inverosímil el
trabajo de la chequera, y en los últimos días del mes, una carga
abrumadora. Pero el doctor Santos encontraba satisfacción íntima, e
irremplazable con cualquiera otro placer que pudiera brindarle la
existencia, en ese dar con mano larga, sin exceso, por tratarse de un
hecho magnánimo y gratuito, entre gentes conocidas que doblaban
su afecto por la empresa y su dueño, con cada acto de ese género.
Era, sin duda, como lo supimos después en nuestras lecturas socia­
listas, el más puro patemalismo, pero el doctor Santos lo ejecutaba
sin altanería y con el mejor gusto.
Adolescencia y juventud 223

R asgo so c ia l d e la é po c a

El patemalismo era, por lo demás, en esta etapa inocente de las


relaciones laborales, lo que prevalecía, por cuanto el sindicalismo
constituía una novedad, y se miraba, en general, inclusive por los
trabajadores, como un engendro subversivo. Aún no habían ocurrido
las primeras huelgas «revolucionarias» y no se habían producido los
casos de represión sangrienta que dieron triste fama al gobierno de
Abadía Méndez. Los operarios de El Tiempo, que no se sentían obreros
comunes, hubieran considerado deshonroso afiliarse a una organiza­
ción contra el patrón generoso, como los obreros de Barrancabermeja,
o más tarde, los de la Zona Bananera. Algunos políticos locales no
muy importantes de vaga afiliación socialista —socialismo utópico
hasta más no poder—, trataban vanamente de organizar sindicatos
en las empresas más ricas y más duras, pero el patemalismo de los
patronos los vencía fácilmente, y los sindicatos se desbarataban, los
directivos de la naciente unión obrera eran despedidos, por irrespe­
tuosos, y ascendían, en la consideración de la empresa y en las listas
de salarios, los más fieles, los que no entraban jamás a la huelga ni
amenazaban con cesaciones de trabajo. De otra parte, entre los ope­
rarios de El Tiempo, por ejemplo, existía una diferencia cortante de
clases y ocupaciones, pero todas tenían su dignidad propia, su orgullo
de oficio, su concepto de que eran mejores y más útiles que las demás.
Desde luego, en ninguna de estas subdivisiones figurábamos los
miembros de la redacción que, sin ningún motivo de clase o de
importancia, nos juzgábamos, sin decirlo, como la casta privilegiada,
la de los intelectuales, más cerca del dueño de la empresa, el doctor
Santos, que era, además, escritor afortunado y patrono suave y dis­
creto. Muchos de nosotros no teníamos ninguna afiliación que pudiera
llamarse de izquierda, y éramos, sí, liberales, en cuanto las libertades
públicas y algunos de los derechos humanos que hasta entonces se
conocían se habían convertido en preocupación principalísima de
nuestros escritores, y El Tiempo se caracterizaba por ser enemigo de
las dictaduras y de la opresión política, y, desde luego, del estable­
224 Memorias

cimiento oficial de entonces, que era el partido conservador y sus


apoyos esenciales: el clero, la Iglesia, los militares, la policía, los
caciques de los pueblos, casi todos nombrados directa o indirecta­
mente por el presidente, y el naciente capitalismo que, como hoy, no
discutía mucho las medidas oficiales porque las suponía siempre
buenas para su desarrollo, que se confundía con el de la nación que
comenzaba a despertarse.

P edro N el O spin a y su tiem po

Esto era, precisamente, lo que estaba ocurriendo en el campo social


y económico de Colombia en los días de la administración Ospina.
Ospina había llegado a la presidencia después de haberla ambicio­
nado largamente. Hijo de presidente, y de uno de los políticos más
discutidos del país, Pedro Nel Ospina había compartido desde la
infancia el exilio de su familia en la América Central, había re­
gresado a Antioquia muy joven y a tiempo para recibir, como todos
los colombianos, su bautismo de fuego en el combate de Los
Chancos, donde sus paisanos habían librado una batalla decisiva
e infortunada contra las tropas del general Trujillo. A la sombra
de la paz, que se restableció en la Montaña gracias al federalismo,
no sólo logró, como todos los miembros de su familia, prosperar
económicamente, sino continuar sus estudios de minería iniciados en
Medellín y seguidos en los Estados Unidos y en Europa, fomentar
industrias nuevas, como las de tejidos de algodón, en Bello, y ya
rico y respetado, combatir, otra vez en la revolución del 99, en
esta última en una especie de lucha individual contra Uribe Uribe,
otro antioqueño, en los llanos de Corozal, donde lo venció. Era
ingeniero químico y de minas, pero el país, tan dado en llamar
doctores a todos los que pasaban por la universidad, le dijo siempre
general, título que le gustaba y se adaptaba prodigiosamente a su
aspecto. Ospina se había señalado, aparte de su tributo saltuario a
las guerras civiles, por una línea de conducta republicana y demo­
Adolescencia y juventud 225

crática, que sus seguidores gustaban originar en la participación de


su padre, Mariano Ospina, en el frustrado golpe de Estado contra
Bolívar, o mejor aún, contra la dictadura militar venezolana, en el
año de 1828.
Fue Ministro de Guerra después del 31 de julio —el golpe de
los conservadores históricos contra el anciano Sanclemente, que
residía en Villeta por razones de salud—, y hastiado de la prolon­
gación de la llamada Guerra de los Mil Días que este golpe de
Estado no había hecho sino intensificar, dejó a entender a políticos
desafectos del gobierno de Marroquín que si Sanclemente subía a
Bogotá y quería asumir la presidencia, él lo reconocería, por cuanto
la sentencia de la Corte Suprema que había justificado el atropello
contra Sanclemente se refería exclusivamente a que el presidente
no podía ejercer el cargo fuera de la capital, lo cual en la Consti­
tución de entonces así estaba establecido. Pero cuando Marroquín
supo lo que Ospina pensaba, lo hizo detener y nombró en su
remplazo a José Vicente Concha, quien procedió, como Ministro,
implacablemente contra liberales e históricos, y a pesar de toda su
energía, como la perrilla de la fábula escrita por el propio presi­
dente, tampoco pudo cazar el «maldito jabalí» de la revolución,
que terminó, al fin, por un tratado entre los dos partidos y sus fuerzas
militares, firmado en un barco de guerra norteamericano, el famoso
—^para nosotros— Wisconsin. Esta acción de Ospina, que fue por ella
desterrado, y posteriormente su independencia altanera ante la dic­
tadura de Reyes, le dieron una imagen favorable ante los demócratas
de ambos partidos y lo hicieron simpático al liberalismo. Pero,
además, otro hecho lo enalteció, como hombre recio y severo.
Siendo ministro plenipotenciario en Washington, bajo el gobierno
de Carlos E. Restrepo, la Secretaría de Estado de los Estados
Unidos consultó al funcionario diplomático cómo se vería en Co­
lombia la visita del Secretario Knox, personaje notable en el go­
bierno de Teodoro Roosevelt, y Ospina, con laconismo sencillo, se
limitó a contestar: «Nuestro país no mira con buenos ojos la visita
de Mr. Knox por razones que el gobierno de los Estados Unidos no
226 Memorias

puede ignorar».^ En una nación como Colombia, romántica y apa­


sionada de las buenas frases y de los gestos destacados, esa actitud
de Ospina lo elevó al nivel de Concha en el terreno del antiimperia­
lismo, aunque tal vez lo superaba en su no manchada devoción
democrática. Por eso el liberalismo lo miraba bien en la presidencia,
así hubiera derrotado, en lucha dirigida por el establecimiento con­
servador sin ahorrar ningún recurso, al jefe del liberalismo, Benjamín
Herrera. Por lo demás y aparte de su fuerte imagen moral, Ospina
tenía una física, imponente, que en vano trataron de ridiculizar los
petimetres bogotanos con calambures y chistes contra el jefe antio-
queño, a quien encontraban provinciano y folklórico. Lo cual no tem'a
nada de cierto. Era alto, fuerte, y se reflejaba en sus movimientos,
ahora pausados pero vigorosos, que había combatido, sacado oro,
conducido tropillas de ganado por las pampas de Bolívar, todo lo
cual, ya envuelto en la bandera presidencial, con levita y pantalones
«de forma», como se llamaban los de largas rayas blancas sobre fondo
negro, le daba, sin duda, una majestad que fascinaba por entonces al
pueblo e inspiraba respeto a las clases medias, por los altos figurones
de la política.
Ospina, gracias a la extraña combinación de exilio y bienes de
fortuna apreciables, había viajado mucho, condición que por los
europeizantes de la época era muy apreciada, y tal vez más por las
generaciones nuevas que se sentían cautivas de la atmósfera opaca y
plomiza de la vieja ciudad aldeana, buscando por todos los medios
«la forma de su huida». De sus viajes había derivado experiencias
notables. Utilísimas para el gobierno de sus negocios personales o los
del Estado, este último empobrecido por la guerra europea hasta la
miseria, y súbitamente rico por la indemnización norteamericana de
25 millones de dólares pagados por la ignominiosa participación de
los Estados Unidos en la separación de Panamá. Además la gente
estaba cansada, hasta el límite máximo del fastidio, con la manera

2. El General Ospina. Biografía. Jorge Sánchez Camacho. Bogotá, Editorial


A.B.C., 1960.
Adolescencia y juventud 227

conservadora que se hacía más notoria en el humanismo de los


presidentes y ministros, que hacían versos, escribían críticas literarias
sobre los clásicos españoles, traducían, como Caro, a Virgilio, o
hablaban reverencialmente del Papa, como Suárez. La dictadura de
Reyes, que había sido, en alguna forma, reacción contra ese modo
de ser y de gobernar, y que había abierto tímidas esperanzas de una
civilización material más amplia y moderna, no dejaba de provocar
nostalgias en el propio pueblo, miserable y analfabeta. Ospina era
otro hombre de a caballo, pero, de contera, demócrata y respetuoso
de las leyes y de los hombres. Sus ministros de Obras Públicas,
Aquilino Villegas, manizaleño, y Laureano Gómez, fueron, cierta­
mente, intelectuales y el primero poeta, y no mal poeta, pero le dieron
al impulso constructor de vías, edificios y empresas públicas un tono
romántico de grande empresa para eliminar la Colonia sobreviviente
y romper con los vicios de la Regeneración.
Entre las notables empresas de Ospina, secundadas por su joven
Ministro de Hacienda, Félix Salazar, y su secretario, José María
Marulanda, hubo algunas de perdurable memoria. Se debieron, sin
duda, a los consejos y dirección de un joven profesor de Princeton,
Edwin Walter Kemmerer, experto en cuestiones económicas y en
administración, quien presidió una naisión para reorganizar el gobier­
no colonial atrasado e impotente, y montar una estructura capitalista
moderna, y de acuerdo con las nuevas condiciones en que el país
parecía comenzar su desarrollo. Una de las primeras tareas consistió
en la creación del Banco de la República, que hubo de precipitarse
para atender al pánico surgido cuando la más importante casa comer­
cial del país, la de don Pedro López, se vio obligada a suspender los
pagos del Banco López, aunque, como se probó en la liquidación
posterior, hubiera estado en condiciones de continuarlos, de no haber
sido acosada, tal vez arbitrariamente, por la propia administración.
El Banco de la República, banco de emisión, con funciones claramente
delimitadas y con capital inicial de cinco millones de dólares prove­
nientes de la indemnización, estaba constituido por el modelo nor­
teamericano del Federal Reserve Bank, y parecía tener todas las
228 Memorias

condiciones para evitar en el futuro cualquier pánico bancario. La


misión de Kemmerer dotó a la administración, igualmente, de un
sistema de contraloría de los fondos públicos y de contabilidad mo­
derna y ágil, además de la inspección oficial de los bancos. Hasta
entonces el sistema colombiano para vigilar los fondos públicos tenía
más de judicial que de administrativo, y una Corte de Cuentas fini­
quitaba las operaciones. Toda esta maquinaria moderna que Kemme­
rer no hubiera podido aplicar ni aun en su propio país, entró a regir
la vida económica y financiera de los colombianos con pasmosa
facilidad. Los recaudos de rentas subieron verticalmente de 22 mi­
llones de pesos —en paridad con el dólar—, al comienzo de la
administración Ospina, a 46 millones y medio en 1925. Era la ini­
ciación de otro país, más complejo y menos pobre. Se inaguraban
todos los días nuevos caminos, absurdos cables aéreos, compañías
de aviación comercial, y en una sola noche, Laureano Gómez cambió
la vía férrea de la Sabana para empatarla con la trocha angosta de
montaña que llegaba hasta Facatativá, e imponía un lentísimo y
farragoso trasbordo. Gómez también dio un baile para inaugurar el
Salón Elíptico del Capitolio y celebrar la terminación de la obra,
siempre inconclusa, y con Ospina recorrieron medio país, por los
Santanderes, a lomo de mula, rodeados de calurosas manifestaciones
de aplausos y adhesión a los expedicionarios que habían regado
generosamente el suelo patrio con los dineros de la indemnización.
De otra parte, Laureano, el tormentoso tribuno que había humillado
y vencido al presidente Suárez, forzando su renuncia, y que había
intentado deshonrar la candidatura de Ospina, acusándolo de combi­
naciones con las barras de oro de la Casa de la Moneda de Medellín,
y la firma de Vásquez Correa, de su familia, había reconocido su
error y entrado al gobierno para convertirse en fervoroso panegirista
del presidente. Un sector del conservatismo, y algunos liberales, entre
los cuales se destacaba Antonio José Restrepo, quién sabe por qué
razones de tipo personal, combatían los proyectos del gobierno, prin­
cipalmente en el Senado, pero Laureano Gómez les presentó batalla
como Ministro de Obras Públicas en términos altamente desobligantes
Adolescencia y juventud 229

para los miembros de la representación nacional, a quienes atribuía


mezquinos propósitos, como el de que se les concediera prórroga de
las sesiones, para devengar más sueldos, por entonces sólo limitados
al tiempo de servicio legislativo. Pero como quiera que fuese, el país
veía en esa lucha algo más; la nueva república, más rica, activa y
moderna, saliendo de las brumas regeneradoras, entre las cuales se
cocinaba la candidatura de un notable burócrata, el doctor Miguel
Abadía Méndez, a quien parecía llegarle el tumo de la presidencia
por riguroso escalafón civil.
Ni qué decir que yo participaba con entusiasmo de esos pensa­
mientos, que parecía compartir mi generación. De todos ellos dejaba
constancia escrita en las notas y editoriales de El Tiempo, que, ob­
viamente, reflejaban las ideas del director, Eduardo Santos.

L a p e r s o n a y la po lítica
DEL DIRECTOR SANTOS

Ambas estaban regidas por un patrón que no tenía muchos pares en


el país, si acaso alguno. El patrón era europeo, o más reducidamente,
francés. En su primera juventud, y al término de sus estudios de leyes
en la Facultad de Derecho de Santa Clara, así llamada por la iglesia
vecina, la madre del doctor Santos había viajado por Europa con sus
hijos, y el doctor Santos se había impregnado intensa, sustancialmen­
te, de Francia. Ya era, de seguro, francés en literatura, pero en París
se volvió mucho más francés de lo que él mismo creía serlo, cuando,
herido por cualquier causa en su vena patriótica, se sentía criollo
hasta los huesos. Una de sus ocupaciones favoritas fue la de perseguir
todas las huellas de los hombres ilustres en Europa, cuando no sus
rastros vivientes, para darle un vistazo de primera mano a la gloria.
Así pasó largas horas en París espiando la entrada de la Academia,
para confrontar sus imágenes de los inmortales con las figuras en­
corvadas y seniles de quienes, de todas maneras, estaban próximos
a la muerte. Una de sus grandes emociones de ese tiempo fue ver,
230 Memorias

oír, conversar con Anatole France en ese sitio y tal vez acompañarlo
unos pasos por los muelles del Sena en su habitual paseo por entre
los burdos escaparates de los libreros de viejo donde France no
encontraba ya nada, ni tal vez nunca encontró cosa alguna. Para
France, me imagino, ese joven tímido que vencía sus sentimientos
para precipitarse en pos de la gloria, representada por él —el anciano
judío que conmovía a Francia con todo lo que hacía o lo que escri­
bía—, debió llamarle la atención por venir literalmente de otro mundo,
donde su nombre no era tampoco desconocido ni dejaba de suscitar
tempestuosas admiraciones, cuando comenzaban a entibiarse en el
viejo. Para el doctor Santos ese momento estelar de su vida fue un
recuerdo que le gustaba, a los setenta, a los ochenta años, revivir con
fruición de coleccionista. De la misma manera el doctor Santos
recorría incansablemente el viejo París en busca de una casa con una
placa y una fecha, que indicaban que alH había muerto alguien,
celebérrimo. Muchos años después recorrí con él París y Roma, y
me hizo los honores de la antigua Lutecia como si fuera el dueño
discreto de tan espléndido sitio.
Eduardo Santos tenía una información prodigiosa, fruto de sus
innumerables lecturas, sobre todas las cosas que le interesaban, y aun
algunas que no parecían ser objeto de sus afectos. Pero cuidaba bien
de no abusar de su memoria sorprendente, como de todo lo que poseía.
A medida que se recorría con él una vieja ciudad europea narraba,
como al descuido, anécdotas ingeniosas, particularmente sobre la
época de su juventud y, desde luego, de sus admiraciones predilectas.
Situado en la antigua Plaza Real de París —después Place des Vos-
ges—, caminando lentamente por las anchas arquerías, visitando de
paso un librero de viejo, o subiendo, otra vez, a ver la casa de Víctor
Hugo y el museo dedicado al poeta, era un torrente apasionado de
nombres, de fechas, de circunstancias que hacían revivir a sus amigos
toda la época romántica, las aventuras amorosas o simplemente se­
xuales del poeta, en su ancianidad, con mujeres del trato o simples
sirvientas, o alguna negra de Barbados que le había traído a su hija
de regreso de la peregrinación de enajenada detrás de un teniente
Adolescencia y juventud 231

inglés, todas ellas registradas cuidadosamente en carnets, con ins­


cripciones en español crudo para despistar a la esposa o a la querida,
y, con toda exactitud, el género de relaciones qué permitían medir la
excepcional fortaleza sexual del autor de Los miserables, ya octoge­
nario. De igual manera el doctor Santos conocía hasta en sus más
íntimos detalles la vida de la III República y de sus proceres y sabía
infinidad de anécdotas de los pintores que más le seducían, entre
ellos, en primer término, los impresionistas. Su conocimiento de la
pintura era sorprendente y además, directo, adquirido en larguísimas
y repetidas peregrinaciones para ver, en cierto museo, algunos cuadros
del Bosco a quien admiraba, ya en el Louvre, ya en el Prado, ya en
Nueva York o en alguna ciudad holandesa. Su pintor predilecto era,
sin embargo, Vermeer, cuya nitidez y juegos suaves de luces, sus
mujeres burguesas, casi siempre embarazadas, ante una ventana, en
alguna tarea doméstica, entre jarros de cristal o de plata, y en el muro
del fondo, un mapa impreciso, ejercían sobre su alma nítida y repe­
lente a la complejidad y fuerza de otros pintores, una atracción
irresistible. Asimismo sentía afecto tierno y entusiasta por España y
las viejas ciudades, entre ellas Toledo y Sevilla, cuyas catedrales
recorría con la pasión del devoto, él, natural librepensador, sin nin­
guna preocupación por las cosas ultraterrenas. En Chartres o entre
los sepulcros de los reyes, en Saint Denis, solía colocar, en los últimos
años, un cirio encendido en memoria de sus muertas —doña Leopol­
dina, su madre, doña Lorencita, su esposa, Clarita, su hija, esta última
desaparecida a los cuatro o cinco años—, pero simplemente porque
éste era el hábito de su esposa, cuyo recuerdo persiguió, en su viudez,
hasta la muerte, por el mundo inmenso y brillante que habían recorrido
juntos. Era sentimental, afectuoso con los suyos, y con algunas mu­
jeres, especialmente las mujeres inteligentes, solía establecer rela­
ciones íntimas, suaves, discretas hasta el misterio, por años enteros.
No bebía licores fuertes y nunca más de una copa de buen vino. Le
gustaba la comida bien preparada y sencilla, y en París era cliente
bien conocido en los buenos restaurantes.
232 Memorias

Vivía el doctor Santos, cuando yo lo conocí y traté más estrecha­


mente, en los altos de la casa de El Tiempo. La casa, que, sin la parte
que se tomaba su biblioteca y el sector que ocupábamos en la redac­
ción, daba a un corredor no muy ancho, sobre el patio cubierto, era
también la residencia de la madre del doctor Santos, doña Leopoldina
Montejo, dama boyacense de fuerte personalidad, orgullosa y severa,
que se transparentaba en su rostro, algo masculino, los anteojos de
gruesos vidrios, requeridos por una fuerte miopía, siempre con de­
lantal blanco sobre sus ropas oscuras, y siempre trajinando con las
macetas de los geranios y parásitas que se posaban sobre repisas, una
en cada columna blanca, con lo cual el comedor de la casa tomaba
aspecto de jardín acogedor y provinciano, a la vez. Allí estaba también
la inmensa alcoba penumbrosa del matrimonio, con catre dorado,
fotografías familiares en los muros, pequeñas estatuas de santos, y
sillas amplias, forradas en telas de lana tibias y fuertes. Por el corre­
dor, cerca del comedor, que hacía ángulo recto con el territorio del
periódico, transitaban dos o tres sirvientas traídas del campo boya-
cense, de piel bermeja y tostada por el sol, activísimas, y algunas
todavía, en aquellos tiempos, calzadas de alpargatas de blanca cape­
llada, atadas con negros hiladillos, criadas que estaban allí de apren­
dizaje. Por sobre todo, se destacaba el alto moño rubio de la dueña
de la casa, su perfil purísimo, sus ojos intensos y sonrientes, el cuerpo
grácil y bien dispuesto y, después de la muerte de Clarita, siempre,
hasta su último día, vestida de riguroso negro, que le iba muy bien.
De todo esto no nos dábamos cuenta sino ocasionalmente, porque la
casa y el periódico estaban separados por muros de diversos mate­
riales, algunos de madera, otros de ladrillo. Apenas oíamos las voces
de doña Polita o de doña Lorencita contestando a alguna cariñosa
llamada del director, que no dejaba jamás de hacerla, al entrar por
el fondo de la biblioteca, a la sala de la casa.
Al doctor Santos no le agradaba, notoriamente, la comunicación
con sus semejantes, y mientras más semejantes, menos aún. Quiero
decir que le era más fácil entablar diálogos ocasionales con el personal
subalterno del periódico, inclusive con los operarios, y averiguarles
Adolescencia y juventud 233

muchas cosas de su mezquina existencia, que someterse a la para él


empalagosa circunstancia, digna de ser evitada en cuanto fuera po­
sible, del trato con sus pares, en la política o en las letras. La tertulia,
por ejemplo, era para él algo que había que soportar como parte
inevitable del periodismo, como fuente de información, como antesala
indispensable para las buenas relaciones públicas de una empresa que
vivía del apoyo de la opinión. Pero en ella se le veía indefenso y
acorralado, allí, detrás de su escritorio de donde no podía huir, cuando
no funcionaba bien lo que Hernando Téllez llamó el «tratado de
límites» que establecía automáticamente con sus interlocutores. Eso
era posible en la calle, cuando con estirar la mano para despedirse
ponía término al encuentro. Pero en su casa había que soportar a los
más extraños pelmazos, con sorda paciencia. Y eso era lo que hacía
el doctor Santos. Con el lápiz entre los labios, hurgándose distraída­
mente el bigotillo, mirando a todas partes con ojos ausentes, se
desesperaba de que no se fueran los visitantes. Al fin, después de
haber insinuado en elocuentes gestos que tem'a todavía que escribir
—lo cual podía ser cierto—, y ante la cachaza de los contertulios,
que se iban arrellanando donde podían, el doctor Santos se levantaba,
y con una venia amplia, de teatro español, exagerada y pomposa, les
decía que lo afligía tremendamente tener que despedirlos, pero que
le faltaban todavía el editorial y otras notas. Siempre estan'a esa casa
abierta para tan buenos amigos, a quienes citaba, a más tardar, para
mañana en la noche, pero esta noche... y tomándolos uno a uno por
el brazo los llevaba hasta la puerta entre sonrisas amables y frases
simpáticas y los echaba, cortés pero inflexiblemente, por la escalera,
desde la cual subían sus risas y comentarios.
Naturalmente, aunque la tertulia, como entidad, le fastidiaba, había
gentes que le disgustaban menos que otras. Eran sus viejos amigos,
leales y poco entendidos en política, que leían El Tiempo como la
Biblia civil y que iban a congratular al director por todo lo escrito y
a esperar alguna anticipación de lo que habría de escribirse. Así los
Gutiérrez Valenzuela, o los Pradillas, y en especial Antonio María,
vestido a la moda americana de alta clase económica, seguro de sí
234 Memorias

mismo, conceptuoso y próspero, que hablaba, sin decirlo, como si


representara al capital industrial y agrícola, a los creadores de riqueza,
a los hombres de trabajo. Y a fe que los interpretaba. Otros, como
Alberto Vélez Calvo, forzoso contertulio de la media noche, alto,
afrancesado y elegante hombre de mundo, que traía los últimos ecos
del Congreso, siempre sonriente de sus propias picardías y malicias
parlamentarias y de sus odios predilectos, entre los cuales figuraban
muchos ministros y próceros de su partido, el conservador, de quienes
se burlaba larga y tendidamente. Más de una vez entraba a la tertulia
nocturna el doctor Laureano Gómez, que no era santo de la devoción
del director y quien recíprocamente no le profesaba mucha simpatía
al doctor Santos, cuya ya enorme influencia sobre todos los círculos
políticos no era, sin embargo, desdeñable. Llegaban los congresistas
a buscar afanosamente al cronista de tumo para hacer lo que llamaban
«la reconstmcción» de los discursos, faena insoportable que consistía
en oírlos declamar por varias horas, recordándole al cronista que
había habido muchos aplausos en ciertos momentos, o simplemente,
como hacía Jorge Eliécer Gaitán, dictándolos, como parte integrante
de la oración. Otro tanto hacía José María Saavedra Galindo, moreno,
de bigotazos, elocuente en todo momento, desde que abría la puerta
y entraba a la biblioteca con vocativos ampulosos para cada uno de
los presentes, con grandes gestos y voz cavernosa que ahuecaba aún
más en los minutos estelares de la oración, y, por sobre todo, domi­
nado por un amor ciego y admiración obsecuente a sí mismo, a sus
discursos, a sus acciones, a su propio ingenio y a su capacidad para
confundir a los enemigos. La verdad es que si su estilo, fuera del
Congreso, no nos producía ninguna emoción, a no ser de sorpresa
por lo extemporáneo, en el recinto parlamentario tenía buenos éxitos
a porrillo y antes de que él llegara ya oíamos hablar de sus interven­
ciones, aunque no tan elogiosamente como él mismo solía hacerlo.
El doctor Santos le tenía mucho afecto, lo que no le impedía sonreír
cariñosa y condescendientemente ante esa vanidad cuyas dimensiones
la hacían casi sagrada. Por lo demás, los oradores generalmente eran
así, cualquiera que fuera su generación, su capacidad, su elocuencia.
Adolescencia y juventud 235

Y hasta los más jóvenes, como Camacho Carreño, no resistían incurrir


en el territorio de la vanidad, y se encantaban de oír ponderaciones
ajenas, en su caso muy sinceras, porque realmente era, desde sus
primeros discursos, un fenómeno.
Los contertulios que menos le gustaban al doctor Santos eran los
que llegaban a la media noche, y más tarde, vestidos de etiqueta —de
frac, que por entonces se usaba aun para las comidas de hombres
solos—, con unos tragos en la cabeza, comentando ruidosamente los
incidentes de fiestas, y dando opiniones con la arrogancia que inevi­
tablemente producen ese atuendo inflexible y el cuello estirado e
indúctil, a más de la buena compañía y el champagne abundante.
Entre estos grupos de trasnochadores que de repente tomaban la
determinación de ir al periódico «a ver qué pasaba» solían llegar
Alfonso y Eduardo López, este último un conversador infatigable y
lleno de ideas originales, absurdas e ingeniosas pero de tal frondosi­
dad y abundancia que producían fatiga y desconcierto. Alfonso, a su
lado, era mucho más silencioso, y yo tenía la impresión, que después
confirmé plenamente, de que desconfiaba de la imaginación desbo­
cada de su hermano y de la sabiduría que parecía implícita en sus
afirmaciones categóricas sobre todos los temas. Eduardo tenía bien
sentada fama de «mosca», que no era una reputación envidiable en
el periódico, por cuanto implicaba una pérdida de tiempo considerable
en oír a un contertulio, cualquiera cosa que dijera.
Alfonso López era bien recibido por los redactores, a quienes
dedicaba parte de sus visitas, y a quienes agobiaba a preguntas en
busca de información, cuya finalidad no precisábamos.
Santos en cambio tenía por él una cuando menos ambivalente
actitud. Le gustaban sus opiniones, siempre en la línea de la contra­
dicción, que le hacían caer en la cuenta de matices que no se le habían
ocurrido. Pero cuando López llegaba a la puerta del salón con un aire
de cansancio despectivo y desde allí, en vez de llamarlo por su nombre
de pila, le decía; «Santos, ¿qué les va a proponer mañana a los
liberales?», con aire de desafío y de polémica anticipada, Santos
volvía sobre su escrito interrumpido, mordía el lápiz, se encogía en
236 Memorias

un malestar indefinible y se abstenía de contestar. Sus relaciones eran


cordiales, muy corteses de parte del doctor Santos, y familiares y
desprovistas de toda ceremonia, del lado de López. Tenía fama entre
ciertos círculos de hombres de negocios y de políticos mayores
que él, de impertinente, y para mí tengo que el doctor Santos parti­
cipaba de esa opinión, sin que nunca se la oyera. Sólo se quejaba, a
veces, de que le habían retrasado su tarea diaria, pero no de lo que
decían o pensaban sus contertulios. Y muy excepcionalmente en un
momento confidencial, me decía, como remota respuesta al interlo­
cutor ausente:
—Alberto Lleras (era un modo enfático de hablar, en algunos casos
que requerían discreción): ¿cómo le parece a usted este López? Está
creyendo que los liberales van a ganar las elecciones y que los
conservadores van a entregar el poder... —y dejaba en el aire una
pausa larga y peyorativa.
Otro visitante, bastante frecuente, era Julio Holguín, hijo del pre­
sidente Jorge Holguín, quien había heredado o adoptado las princi­
pales características de su estirpe, que hicieron de don Carlos Holguín
el instrumento delicado para la operación regeneradora, por su finura
diplomática, su don persuasivo, su ingenio y su decisión, y de don
Jorge, guerrero desafortunado, pero político sutil llamado siempre a
llenar los vacíos que ocurrían en la sucesión presidencial del régimen.
Julio era, como ellos, educado por ellos, fino, cauteloso, y jamás
entraba a un diálogo, cualesquiera que fuese lo que se discutía, con
ánimo beligerante o impositivo, sino dando una vuelta cortés y ha­
ciendo una concesión que segundos después recogería, cuando ya
hubiera desaparecido la primera impresión favorable a su actitud.
—Sí, sí —decía desde el fondo de la tertulia—. Yo creo que
Eduardo tiene razón... —y entraba inmediatamente en la parábola
que comenzaría a desbaratar esa afirmación, para presentar sus dudas
y por último sus objeciones, sin forzar el tono categórico.
El resultado era que siempre se le oía con gusto e interés, además
de que se suponía, con razón, como muy bien informado de las
intimidades más recónditas de la política conservadora, lo cual él no
Adolescencia y juventud 237

negaba, ni afirmaba, con su aire de supuesta modestia, y de clubman


desinteresado de lo que pasaba en ese otro vasto mundo del gobierno
y de la oposición. Era vasquista y se le juzgaba el mejor vasquista,
por cuanto los demás eran los llamados mariscales de Vásquez Cobo,
generales de las guerras civiles, hoscos y cortantes, que profesaban
al general afecto, admiración y lealtad sin sombras, que Vásquez
correspondía con su confianza absoluta. Vásquez era siempre candi­
dato presidencial y en esa vía aceptaba misiones que realzaran su
imagen de constructor y hombre recio —a lo Reyes—, o largos
remansos de vida diplomática, de preferencia en París. Julio Holguín
era su antena sobre Bogotá, y lo mantenía bien informado. Para Julio,
después de una partida de pòker o algún otro juego azarozo en el
Jockey o en El Globo —este último una casa de juego con ciertos
ribetes de club, para empecinados jugadores de grandes posibilida­
des—, las visitas a las redacciones nocturnas. El Nuevo Tiempo, la
casa conservadora por excelencia, o El Tiempo, donde se cocinaba
la política liberal, eran parte de su oficio de trasnochador perenne y
las realizaba con gusto. Solía también conversar con los redactores,
que trabajábamos en pequeños cubículos de madera, con Calibán,
con Barrera Parra, con Paco Miró, con Oliverio Perry, que sabía todo
lo que pasaba en el Congreso, con Luis Buenahora, con Eduardo
Zalamea Borda o conmigo. Comentaba alegremente la política y
parecía no tener tomada posición alguna que no pudiera cambiarse,
a pesar de lo cual nunca variaba la que había adoptado hacía tiempo,
detrás del general y como mariscal civil eminente. A veces nos
invitaba a cenar y buscábamos alguno de los restaurantes de trasno­
chadores, y en último término íbamos al Jockey, en la calle trece, en
donde siempre había alguna mesa de juego en la cual Julio solía
«echar una mano».
El Jockey era como su segunda casa grande, y sus socios eran
como sus hermanos. Allí fui conociéndolos y estableciendo con ellos
amistad, desigual en años, desigual en disponibilidades económicas,
pero siempre considerada y amable. El grupo más tormentoso y que
hacía excursiones nocturnas aventuradas y ruidosas, se movía aire-
238 Memorias

dedor de Rafael Rocha, cuya espléndida figura, de título inglés, los


bigotes negros, la piel rosada, y en general, una elegancia indefinible,
le habían merecido el nombre de Manteca que era calificativo para
la gente descuidada, paupérrima o sucia. Los apodos, en el club, como
en la escuela, eran siempre de ese estilo sarcástico, e imborrables.
Con Rafael estaban siempre los dos hermanos Obregón: Carlos, que
era una mosca notable y solía visitar la redacción, en altas horas, y
José María, ambos deportistas retirados que habían importado al país
muchos juegos, entre ellos el fútbol, y que en la bohemia nocturna
tenían fama y prestigio por su generosidad, sus puros cubanos y su
acento medio español, ya que habían pasado largas temporadas en
Madrid o Barcelona, y además por su simpatía calurosa. Estaba
también Julio Sáenz —Jujú— , cuyo tartamudeo les daba a los frutos
de su ingenio graciosísimo un encanto especial, y su hermano Daniel,
y Carlos Dávila, mucho más moderado y reticente que los otros
miembros de ese grupo que se reunía, se disolvía, se ensanchaba, se
volvía a cerrar, sin sujeción a regla alguna, sino obedeciendo a la
fantasía del momento. Julio Holguín era, como se ha dicho, amigo
íntimo de estos señoritos cuyas farras fabulosas se rememoraban de
continuo. Al núcleo formado por ellos se agregaban sus más íntimos
amigos, como el médico siquiatra y escritor de El Tiempo Edmundo
Rico, discutidor y peleador, y cuando se pasaba de tragos, francamente
insoportable, lo cual ocurría con otro cirujano notable, el profesor
Rafael Herrera, hijo de un famoso médico y él mismo muy brillante,
pero que, como Rico, podía desocupar el club en una noche de malas
pulgas, por la acerbia y la tenacidad en la expresión de sus odios y
antipatías, no siempre bien conocidos, pero que explotaban al calor
de los licores fuertes.

O tra s g en tes de El Tiem po

Entre las personas que encontré a mi llegada a El Tiempo debo


recordar a Alberto Galindo, quien comenzó su trabajo de periodista
Adolescencia y juventud 239

en el diario, para hacerse célebre después en El Espectador y El


Liberal. Era por entonces un mancebo triste e inquieto, que recortaba
información de los periódicos provincianos para el director, en las
horas de la mañana, cuando no solía haber nadie en la redacción. No
tenía aún pantalón largo, y usaba las horrendas medias negras hasta
la rodilla, de los muchachos de su edad. Es posible que ensayara a
escribir informaciones, pero de esto no doy fe. De pronto, desapareció.
Años después lo volvería a ver en la jefatura de redacción de El
Espectador, activísimo, de humor variable y más bien malo, en
furiosas discusiones con los redactores de planta de este diario. Era
inteligentísimo y bien informado, desde sus primeros ensayos de
periodista. Pero esto, repito, es de otro tiempo. De él tendré mucho
que hablar, más adelante.
El doctor Santos facilitó unos años después la importación de un
escritor, Jaime Barrera Parra, ya célebre en su tierra, Bucaramanga,
quien redactaba algunas notas de las tituladas Cosas del Día y quien
además fue uno de los primeros colunuüstas regulares del periodismo
colombiano. Era una especie de gigante, o así al menos me lo parecía,
de grandes brazos, manos fuertes, larguísimas piernas, y una cabeza
como modelada con un instrumento burdo sobre piedra, a juzgar por
su aspecto paleolítico. Era sorprendente el contraste de esa dureza
con su alma sencilla y su ternura dramática por las cosas y las
personas. Como todos nosotros, pero más, mucho más, era aficionado
a las reuniones en donde se bebía fuerte y largo, pero con la lamentable
condición de que no tenía, una vez iniciada la tarea, medida alguna
y podía continuar, y continuaba bebiendo, por varios días y noches,
hasta que volvía a reaparecer una semana después, bien lavado,
afeitado, lleno de buenas intenciones, y detestando la causa de su
receso. Por meses enteros mantenía una férrea disciplina que de
pronto se quebraba, sin saber por qué, y volvía a desaparecer, lo que
le apenaba y avergozaba ante el director y sus compañeros. Escribía
en un lenguaje rítmico, que tenía cierta asonancia de vals o bambuco,
leído de carrera. Las imágenes florecían súbitas y graciosas o arries­
gadas, y en lo que escribía, más que en lo que decía, había humor.
240 Memorias

pero uno especialísimo que resultaba tan enrevesado como las gre­
guerías de Gómez de la Sema, aunque mucho más fluido. Gustaba
de leer en voz alta sus producciones, que salían de la máquina con
una perfección inusitada, sin errores ni correcciones. Leía entonada­
mente y era así más notorio que la mda música de su prosa no era
involuntaria, sino buscada y obtenida. De pie, con la cuartilla en la
mano, sin gesticulación alguna, parecía ser de otra era en la cual los
hombres vivieron en lucha frecuente con los brontosaurios. Había
viajado por Europa y vivido por años enteros en Barcelona, ciudad
que evocaba constantemente. Aquellos viajes debieron ser, por lo que
él contaba y escribía, largas peregrinaciones bohemias que le dejaron
recuerdos imborrables. Tenía a Santander metido en los largos huesos
de su cuerpo y en las entrañas mismas, y a pesar de ser el único
santandereano desarmado que hasta entonces yo había conocido,
exaltaba muchos hechos de violencia individual que aparecían en sus
anécdotas con caracteres notables, como ciertas escenas gallegas de
don Ramón del Valle Inclán. Sus gentes, sus amigos, santandereanos
en su mayoría, eran apasionadamente defendidos y exaltados por
Barrera Parra. Era liberal, mejor aún, radical, y hombre de izquierda,
y su familia tradicionalista y duramente conservadora.
Unos años más tarde conocí otro aspecto de la personalidad fabu­
losa de Barrera, cuando en excursiones del alba, tonificados y entu­
siasmados por los aguardientes de las últimas tiendas de la ciudad y
las primeras que se abrían en la Sabana, en un pequeño automóvil
de mi propiedad que Jaime bautizó La Alondra, recorríamos los
campos por carreteras polvosas y llegábamos a Chía, a Tenjo, a Tabio,
pueblecitos dormidos de la Sabana cuando sonaban las primeras
campanas de la misa. Eran entonces pasajeros habituales Edmundo
Rico y Eduardo Zalamea. En todas las pequeñas y a esa hora aletar­
gadas cantinas había siempre una moza que expendía nuestros aguar­
dientes, los de los madrugadores del vecindario y provisiones
destinadas al desayuno parroquial. En cuanto fuera garrida y tostada
por el sol y el frío, pero amable, sonriente y coqueta. Barrera se
enamoraba de ella, pero no como un conquistador de pueblo, con
Adolescencia y juventud 241

procaces intenciones, sino en serio, con hondo y sentimental apego,


que después se traducía en telegramas de recatado amor, que aparecía,
a veces, hasta en sus notas, no siempre a propósito. Lo mismo ocurría
con alguna telegrafista de Tenjo que llegó a formar parte de nuestra
vida y nuestras conversaciones, porque Jaime la traía a cuento, viniera
o no al caso. Esto lo narro nada más que para recordar ese hálito de
ternura que lo envolvía, casta y tenazmente. Las páginas que escribió
y las cartas que le dirigió a su segunda esposa, Inés Greiffenstein,
son, precisamente, demostraciones de ese temperamento y de esa
bondad intrínseca, que parecía inverosímil en una estampa tan ruda,
desproporcionada y altiva.

C ómo n a c ie r o n L os N u ev o s

Por entonces, pero más bien alrededor del año 25, se conformó el
grupo de Los Nuevos, sobre el cual se ha hablado mucho, se habló
también en su tiempo, y sin embargo, es poco conocido en la realidad.
Fue una de las explosiones del inconformismo de las nuevas gene­
raciones, pero como grupo o escuela literaria no tenía carácter tan
definido ni el valor que suele asignársele en las antologías. La mayor
parte de sus miembros, escogidos un poco al azar de las reuniones
en los pequeños cafés de que he hablando antes, rumiaban, en verdad,
un agravio permanente y agresivo contra las generaciones anteriores,
a quienes inculpaban del retraso de su fama y del marchitamiento
prematuro de su gloria, principalmente por el control que ejercían,
normalmente, sobre los medios de información y publicidad de la
época. Pero no todos participábamos de esos sentimientos, y aún más,
en la clandestinidad, profesábamos sincera admiración por los expo­
nentes más notables de la generación del Centenario, que escribían
bien y jamás habían intentado cerrar la puerta de su oümpo a la
nuestra. Antes bien, Calibán se esforzaba por descubrir nuevas figuras
entre los jóvenes, aunque su predilección por las líneas clásicas era
conocida. Así, por esa vía, entró a Lecturas Dominicales, por ejemplo.
242 Memorias

un jovencito entre los diez y seis y diez y siete años, con rostro
infantil y estatura menos que mediana, que lo hacía aparecer aún más
pueril, aunque disfrazaba estos hechos con cierta solemnidad precoz,
rígido atuendo oscuro y algún bamboleo simpático de la cabeza, con
el cual pensaba, sin duda, aumentar su severidad. Era el joven poeta,
y sus versos, que después el país ha conocido por el relumbre de su
actuación política, publicados por sus enemigos, no fueron muy
notables, aunque indicaban buenos sentimientos hacia su familia, sus
novias y la naturaleza. Era Carlos Lleras Restrepo menor que Los
Nuevos y un neoclásico sin pretensiones de revolucionar las letras
colombianas, sino tal vez, de perfeccionarlas dentro del viejo estilo.
Calibán lo honró con dos páginas de Lecturas Dominicales y con una
salva entusiasta para esa promesa literaria.
No sucedía, sin embargo, nada semejante con otros poetas y es­
critores, y pasaron años antes de que León de Greiff o Rafael Maya
entraran a esas páginas. Ni qué pensar que algún día Luis Vidales
pudiera asomarse a ese sitio consagratorio, destinado a los versos
parnasianos de Víctor M. Londoño, de Miguel Rash Isla, o a los
poemas de Abel Marín y de Eduardo Castillo, que no parecían aco­
modarse a ninguna escuela definible. Este último había tenido un
debate en verso con Ángel María Céspedes, otro poeta laureado, que
causó tanta conmoción en el mundillo de las letras como el de la
pena de muerte, en el Congreso, entre el viejo quevedesco Antonio
José Restrepo y el lírico decadente Guillermo Valencia. Pero Los
Nuevos se sentían marginados y yo no sé por qué, sin mucha espe­
ranza, y fermentaban una sublevación general contra el estableci­
miento. No eran, de seguro, un grupo homogéneo. Eran más bien la
prolongación de la mesa del Windsor, buenos amigos, unidos por
estrecha camaradería. Había entre ellos distancias de edad y de am­
biente, algunas muy grandes, como en el caso de León de Greiff y
Jorge Zalamea. Tal vez ninguno de los dos sentía con apremio la
necesidad de limitar fronteras con la generación anterior, o con
ninguna otra. Sabían que eran diferentes, y nos acompañaban a los
demás en el desasosiego que se extendía a muchas otras zonas de la
Adolescencia y juventud 243

vida colombiana, inclusive la política. La caldera que había venido


recalentándose, sin prisa, después de los estallidos, totalmente extin­
tos, de las guerras civiles, no estaba, ciertamente en ebullición, pero
algo se cocía que nos llenaba de inquietud, de deseos de emigración,
de ansias vagas, de cambios revolucionarios, que encontraban, don­
dequiera, eco simpático pero en general, casi indiferente. Yo supongo
que a todas las generaciones les pasa algo semejante, pero la nuestra,
vista en perspectiva, tenía alguna razón para sentirse en la onda de
algo nuevo y desconocido.
Las sociedades estratificadas y duras, donde todo parece ya hecho
para la eternidad, y mal hecho, suelen producir fermentaciones como
la que comenzaba a sentirse en el pequeño grupo de intelectuales que
Los Nuevos conducían, a la vanguardia. Las reacciones de cada
individuo sobre la circunstancia que lo rodea, no son, sino excepcio­
nalmente y en épocas realmente revolucionarias, homogéneas y de­
cididas por razones semejantes. Entre nosotros, hacia la mitad de la
década del veinte, lo único común era la general insatisfacción con
lo establecido, que lo mismo se sentía en quienes, sin saber cómo,
habían quedado ubicados en la derecha, que por quienes estábamos
naturalmente en una posición de izquierda, que presentíamos más a
tono con el tiempo del resto del mundo, apenas adivinado a través
de libros, revistas y escasas informaciones cablegráfícas. Los prime­
ros sentían las convulsiones de la extrema derecha francesa, de Mau-
rras, de León Daudet, de los novísimos Camelots du Roi, que se
trenzaban a puñetazos y palos con la policía en los bulevares de París.
Y desde luego Mussolini con todo el drama y el espectáculo de la
marcha sobre Roma, la disciplina, la obediencia, la resurrección de
la antigüedad romana y el nuevo sentido social, impuesto a patadas
a una sociedad democrática envilecida, les parecía el prototipo de la
nueva época. Su partido, el conservador, enmohecido y atontado en
el ejercicio de un poder que nadie le disputaba a derechas, era, para
ellos, el campo para intentar la revuelta. De nuestro lado la seducción
estaba en el polo opuesto. La revolución rusa, el triunfo del socialismo
que se había juzgado inverosímil, por primera vez constituido en
244 Memorias

gobierno fuerte, luchando, como la revolución francesa contra todos


los poderes de la tierra, y venciéndolos, ejercía una atracción casi
irresistible. Lenín, Trotsky, con sus tropas rojas desarrapadas, derro­
tando en las fronteras occidentales y en las lejanísimas estepas asiá­
ticas a las tropas que habían vencido a los alemanes en la guerra del
mundo, quebrando las predicciones de Marx al hacer la revolución
e implantarla firmemente sobre uno de los países menos industriali­
zados de Europa, todo eso parecía un milagro, y una posibilidad para
el resto del proletariado del planeta. Al lado de ese gigantesco pano­
rama de sangre, violencia y apasionados discursos, el partido liberal,
dividido sobre su dirección entre cooperacionistas y abstencionistas,
los primeros encabezados por civiles sin mayor prestigio, los últimos
por Herrera y Bustamante, con sus marchitas espadas de la última
guerra civil, rodeados de generales envejecidos, de coroneles áulicos,
de intelectuales atemorizados, se presentaba en lamentable contraste.
Las primeras declaraciones de Los Nuevos en su revista recogían
esa ansiedad, ese desasosiego, esa angustia vital de una generación
que no veía camino sino a miles y miles de kilómetros de distancia,
en Rusia, donde todo parecía posible, o más locamente aún, en las
barricadas improbables de París para restaurar la monarquía del Con­
de de París, o, un poco más realmente en el camino audaz de Mus­
solini. Pero no todos teníamos el mismo aliento revolucionario.
Algunos pensaban que la situación podía enmendarse, sin que se
alterara nada sustancial, o derribarse a grandes golpes, para saltar al
vacío, o que era francamente desesperada e inmodificable, por la
naturaleza de las cosas y de los hombres encargados de dirigirla. De
todo esto había en nuestra pequeña viña, y aunque no se expresara
así de claramente, cada una de nuestras incipientes actitudes y reso­
luciones tenía un sentido en el cual se bifurcaba y se trifurcaba, se
abría en infinitas ramas, el general descontento.
Algunos de nosotros entrábamos en contacto con los revoluciona­
rios clandestinos, perseguidos por la policía y señalados por la reac­
ción para la cárcel como causa suficiente de su acción política contra
cualquier cambio; otros comenzábamos a leer literatura revoluciona­
Adolescencia y juventud 245

ría y a embarcamos en estudios incompletos y complejísimos de


marxismo; otros nos entusiasmábamos hasta el éxtasis con las páginas
de Sorel y cualquier elogio de la violencia como partera de la historia;
pero al fin y al cabo volvíamos a nuestros jarros de cerveza y a
nuestros versos y a nuestras pequeñas diversiones ocasionales, mien­
tras algo pasaba. Otros, en fin, pesimistas radicales, creíamos que el
país no daba ni para una buena revolución, y nos trazamos el pros­
pecto, confuso y lejano, del exilio, a buscar otro ambiente, otras
tierras, y el mar entre nuestra vida de tedio y fastidio y otra que
suponíamos llena de excitantes aventuras.
Seguramente Los Nuevos habrían podido surgir sin tanto bullicio,
y aun empleando otros medios de comunicación como los que esco­
gimos. Pero un gmpo y una generación sin revista no tenía para
nosotros mucho sentido, aunque ya estaban en nuestras manos casi
todas las facilidades de la prensa periódica para lanzar al mundo
nuestro mensaje, cualquiera que él fuese. La idea no resultó comple­
tamente absurda, porque hasta la aparición del primer número de Los
Nuevos nadie sabía que lo fuéramos, ni a nadie le importaba una higa
qué tan nuevos fuéramos. La revista, claro, era un salto regresivo, en
cuanto a la publicidad se refiere, porque pasábamos de los veinte o
treinta mil ejemplares de cualquiera de los grandes periódicos, a unos
doscientos, mal contados. La decisión no implicó muchos otros esfuer­
zos. La revista estaba modestamente editada, en una imprenta barata,
cuyos operarios cometían atroces errores tipográficos y aun ortográ­
ficos, con toda impudencia. A León, más que a nadie, le indignaban,
y estuvo a punto de abandonamos ante la ineficacia de la corrección
de pmebas. Como era natural buscábamos un sitio de reunión, que
fuera a la vez la redacción de la revista. Escogimos una sala amplia
que llenamos con muebles desvencijados, de nuestras casas. Estaba
en el segundo piso de otra casa vieja de la calle catorce, que colindaba,
por el oriente con la de Monseñor Carrasquilla y por el occidente
con la de El Espectador. Valía muy poco el alquiler. No fue espe­
cialmente bien acogida por los miembros del gmpo, que preferían
sentarse en el Windsor o en el Riviere a encerrarse en ese salón oscuro
246 Memorias

en donde a lo sumo se podía tomar café negro, mal preparado, por


una sirvienta vieja y regañona.
Aparecieron algunos otros jóvenes, más por curiosidad que por
nuestra fama, y se integraron al grupo, cuyo centro era definido
tipográficamente como «La Directiva». El director de la revista era
Felipe Lleras Camargo, y yo figuraba como secretario de redacción.
Seguramente yo era el más activo de todos, y mis funciones múltiples
iban desde recoger el material literario de Los Nuevos, trabajo muy
arduo porque todos eran remolones y difíciles para ser tan revolu­
cionarios, hasta obtener entre conocidos —siempre los mismos—
avisos mal pagados, con los cuales se saldaba el trabajo de tipografía,
aunque con déficit constante. En «La Directiva» figuraban Rafael
Maya, Germán Arciniegas, Eliseo Arango, José Enrique Gaviria, Abel
Botero, Jorge Zalamea, León de Greiff, Francisco Umaña Bemal,
José Mar, Mario García Herreros, Luis Vidales, C.A. Tapia y S. Todos
ellos, o casi todos, adquirieron en los años siguientes, y más, cuando
sobrevino el cambio político de 1930, renombre en campos diferentes
de las letras. Con el tiempo también figuraron como miembros de la
llamada generación de Los Nuevos muchos intelectuales que no
pertenecieron al núcleo original, pero que con sobrada razón se
incorporaron posteriormente al movimiento general de renovación y
cambio cuya característica era, sin duda, el divorcio, unas veces
acentuado, otras apenas visible, con las generaciones anteriores y, en
especial, con la inmediata, del Centenario. Los límites fueron, ob­
viamente, imprecisos, y la lista de «La Directiva» de Los Nuevos no
quiere decir gran cosa. Alrededor de nuestro gmpo había personas
como Alejandro Vallejo, quien estuvo en nuestras tertulias, escribió
en la revista y aun se dio de puñetazos para ayudar a definir nuestro
territorio histórico; como Diego Mejía, no menos solidario en nuestras
batallas campales de café, y como Moisés Prieto, aventurero de los
primeros días de la revolución rusa, que, como Mejía, llegó hasta
Moscú, desde nuestros lejanísimos riscos. Desde luego, perteneció
intensamente a nuestro gmpo, aunque muerto prematuramente antes
de la aparición de la revista, Luis Tejada, inseparable compañero de
Adolescencia y juventud 247

de Greiff y de Rendón. Tampoco figuraba Rendón en la üsta de «La


Directiva», porque de todas partes, grupos e invitaciones, lo defendía
su hurañía sistemática. No estaba tampoco en ella José (Pepe) Medina,
el de las barbas bermejas, la voz profunda, los sorpresivos falsetes
cuandoquiera que se emocionaba. Un heterodoxo de Soatá, la tierra
del canónigo Peñuela, Medina era conservador tradicional en su
pueblo y anarquista entre nosotros. A los primeros tragos nos invitaba
a gritar abajos al Papa, para exhibir el hondo abismo de su persona­
lidad escondida. Era, por lo demás, indispensable y segurísima esa
prueba de fuego para los que quisieran pertenecer al grupo: la mayor
parte de los aspirantes tenía tan «malos tragos» por lo menos como
los del núcleo original, y las reuniones bien rociadas se volvían
tempestuosas.
Ahora que recuerdo a Medina veo con extraordinaria precisión una
escena protagonizada por él y otro joven nervioso, de grandes orejas,
separadas del cráneo, que siempre estaba dándonos sorpresas con su
modo de ser y de hablar: Gabriel Turbay. Recientemente Turbay
había estado en el primer Congreso Comunista y había pronunciado
allí un discurso del que la gente se hacía lenguas. Era, por esa razón,
el más radical de nuestro grupo, al cual entraba y salía este joven
estudiante de medicina que siempre andaba por la provincia, en
Santander, en donde parecía tener muy buenas posibilidades de avan­
zar en la política liberal, sin abandonar su comunismo bogotano, todo
lo cual era natural, y no muy contradictorio. íbamos los de la farra
por la carrilera del ferrocarril del Norte, sitio poco santo, en busca
de alguna casa donde descansar y beber algo más, y de repente, en
el silencio de la noche estrellada, Medina comenzó a dar voces y a
difamar al Pontífice reinante con grandes expresiones y blasfemias,
destinadas a producir pasmo en nuestro grupo. Al fin sus «mueras»
fueron contestados sin mucho entusiasmo, y Gabriel Turbay, empi­
nándose en actitud oratoria en uno de los rieles, y adelgazando la voz
como solía en sus mejores pasajes oratorios, se volvió, espectacular­
mente hacia nosotros y nos increpó:
248 Memorias

—¿Pero qué Dios es el vuestro que se disuelve en tres tragos de


aguardiente?
Por aquel tiempo Turbay todavía no sólo no ocultaba su origen,
totalmente árabe, sino que gustaba mostrarse ante sus condiscípulos
y sus amigos como fugado de Las mil y una noches, mahometano
incorregible y heredero de una raza que nos había hecho morder el
polvo a los cristianos en más de una batalla, un personaje de leyenda,
de desierto y de mar, como Simbad, como Aladino. A veces, sentado
a la oriental en cualquiera cama ancha de hetaira de segunda clase,
le pedíamos que hablara árabe, sólo por oír esa lengua misteriosa e
incomprensible en los labios de quien, como Turbay, era el menos
extranjero de todos. Y Turbay, con ceño severo, comenzaba a modular
palabras que no improbablemente había oído en su propia casa, donde
los padres y hermanos mayores hablaban corrientemente el árabe. No
estoy seguro si esto iba en serio o qué diría Turbay en la arábiga
monserga, pero en todo caso nos divertíamos y encantábamos con
ésta, como con todas las demás fantasías y devaneos del joven polí­
tico.
No figuró tampoco José Umaña Bemal en la lista de «La Directi­
va». Debía tener reservas sarcásticas contra muchos de los miembros
oficiales de la nueva empresa, y especialmente contra los poetas que
allí estaban incluidos. Él era ambivalente entre las últimas escuelas
del modernismo y ésta, al parecer, nueva ola, que tampoco parecía
definirse mucho en nuestro heterogéneo conjunto. Pero claro que si
algo lo hubiera forzado —imposible absoluto— a una definición, que
su altanería rechazaba, tal vez —quién sabe— habría preferido nues­
tra compañía, como después toleró, sin rectificación, que en las
antologías consagratorias estuviera siempre en primera línea con
nosotros. Pero, obviamente, José, aunque no fuese sino por su amistad
con todos nosotros y por su antipatía al establecimiento, blanco
preferido de sus flechas, siempre fue uno de Los Nuevos.
La aparición de la revista no ha debido promover mucho ruido,
por su misma insignificancia, a no ser porque los centenaristas, y en
especial Luis Eduardo Nieto Caballero, Tomás Rueda, Calibán y
Adolescencia y juventud 249

Armando Solano, más por falta de tema para escribir que otra cosa,
determinaron comentarla en serio, proponiéndole al país una airada
defensa de la generación a que pertenecían y exhibiendo la mezquin­
dad de la nuestra. Ninguna otra cosa buscábamos y jamás nos atre­
vimos a esperar que aun columnas editoriales de los grandes diarios
se ocuparan de nosotros tan destacadamente, así fuera para tratamos
mal, de indoctos, mal preparados, ligeros en nuestras apreciaciones,
peligrosos y pedantes. Todo era, por desventura, verdad. Pero lo
bueno e importante consistía en que nuestro gmpo, nuestra revista,
nosotros, no nos extinguiéramos en el abominable silencio y desprecio
patemalista de los dueños del poder editorial, sino que les causáramos
mella, los mortificáramos y los hiciéramos hablar de Los Nuevos,
así fuera para discutir severamente nuestra dudosa novedad. La revista
cargó en la siguiente edición con renovado entusiasmo y tal vez con
gratitud sincera contra los perseguidores de nuestra generación, y en
especial contra los valores reconocidos por la del Centenario, a
quienes se solía honrar con elogios desproporcionados: las víctimas
fueron, principalmente. Solano, Nieto Caballero, Quijano Mantilla,
Comelio Hispano y algunos otros dioses mayores y menores de la
inteligencia hasta entonces aceptada. No recuerdo que nos hubiése­
mos metido con ningún poeta, pero en general, respirábamos un
desprecio, sin límites ni medida, por toda la obra literaria de la
generación centenarista. De su parte, Felipe Lleras, nuestro editoria-
lista, siguiendo las pautas políticas de Villegas Restrepo, decía pestes
contra los partidos liberal y conservador y sus jefes civiles y militares
y anunciaba un alba próxima, que se presentía revolucionaria. Pero
no duró mucho toda esa efervescencia porque la revista no resistió
el golpe de la fama, y a poco murió, en su edición quinta. Sin embargo,
algo había hecho. Nos dejó encuadrados en un gmpo que se siguió
reuniendo en los cafés, que fue cada vez más arrogante y complicado
—también más extenso— y que terminó por publicar todo lo que le
daba la gana en los suplementos de los diarios bogotanos. Y entró a
la política, en ambos partidos, con los Leopardos, de una parte y de
la otra la extrema izquierda de Vidales, Tejada o Mar, y la más
250 Memorias

moderada de los demás liberales, sin mucha fe en su destino. Desde


luego, al paso que a los Leopardos se les daban bancas en las asam­
bleas, concejos y cámaras legislativas y posiciones en el exterior para
el perfeccionamiento de su cultura, nosotros nos encontrábamos ante
la barrera inflexible de los conmilitones del general Herrera, el único
dispensador de sillas cumies, que no cedían el paso a los jóvenes

E nsayo m er c a n t il

Fue por entonces, tal vez, cuando tomé la determinación, aunque


estaba trabajando relativamente bien en El Tiempo, de ensayar un
camino más rápido para realizar mi aspiración única, en ese momento:
viajar. No sé cómo se me ocurrió que el comercio podía ser esa vía,
y que una casa respetable, antigua y por lo que suponía, riquísima,
como era la Librería Colombiana, de Camacho Roldán y Tamayo,
era lo más indicado, aparte de que ese contacto con los volúmenes
innumerables, encajonados en sus estantes, a la vista del público, me
parecía seductor. Varias veces entré a la librería con ánimo de inves­
tigador y fui testigo de largos ratos en que nadie entraba a comprar
nada y en que Joaquín Tamayo y Vicente Durana Camacho se abs­
traían por horas enteras, mirando hacia la calle doce el movimiento
de los otros negocios, uno de los cuales era la Librería Nueva, de
don Jorge Roa, casi enfrente, oscura, agazapada y simpática. La
Librería Colombiana, según lo supe después, iba de mal en peor por
estas épocas y quizás le faltaba un poco de imaginación y aliento de
los actuales propietarios o accionistas, vinculados históricamente a
la firma gloriosa del siglo XIX. Se pedían o no se pedían libros, de
manera indiferente. Joaquín Tamayo, que pasaba las mañanas en la
librería, las tardes en Cromos, y que probablemente escribía por las
noches, no era todavía el historiador célebre que fue en pocos años
más, después de la aparición de su Mosquera. Era un señorito que
comenzaba a salir de la primera juventud, que llegaba a la librería
sin mucha puntualidad, mientras que Durana Camacho corría la puerta
Adolescencia y juventud 251

metálica de seguridad hacia arriba, a las ocho menos cinco. A esa


hora debíamos llegar Camargo y yo. Camargo era el empleado menos
importante de esa infinita escalera de las categorías que puede haber
en una casa comercial, pero era inteligentísimo, revolucionario, co­
munista, y lector avidísimo, y sabía como nadie dónde estaba cada
libro, lo que era la clave del negocio. Cuando alguien, inadvertido
del escepticismo y el fastidio que flotaba en la cara de Tamayo,
resolvía preguntarle por un catecismo o una aritmética analítica —los
textos de estudio eran el fuerte de la librería—, Tamayo volvía medio
cuerpo hacia donde seguramente estaba Camargo y repetía, o le
pasaba la pregunta, sin ninguna variación, lo que desataba el rápido
giro de Camargo por los estantes y la producción inmediata del libro,
o la explicación de por qué no lo había, con precisión admirable.
Tamayo se volvía al cliente y terminaba rápidamente la operación,
para sumirse otra vez en sus reflexiones, con los codos apoyados en
una vidriera más alta, que reposaba a la izquierda, sobre el mostrador.
Mientras tanto, afanosamente, Durana examinaba facturas, hacía los
pedidos a las editoriales extranjeras y se movía presuroso y amable,
sin perjuicio de que si alguien le pedía una información la diera con
corrección y cortesía que refrendaba con una sonrisa amable y con­
vencional. Yo fui adquiriendo en pocas semanas orientación sobre
los estantes, que era lo que por entonces se me exigía, y trabé buena
amistad con Durana y Tamayo, este último dotado de un finísimo
humor, triste y despectivo. Yo no tenía ninguna curiosidad histórica
y tal vez por eso Tamayo no se preocupaba ni mucho ni poco por lo
que yo pensara o dijera, pero en cambio su rostro que adornaba una
nariz grande, con cierto tono amoratado, como de resfrío crónico, un
bigotillo triangular y renegrido, y sus ojos, atentos siempre detrás de
las antiparras, parecían iluminarse cuando aparecía en la puerta,
dando saltitos medio cómicos por su desequilibrio y vaga intención,
con el sombrero puesto al azar sobre la cabeza, con varios volúmenes
debajo del brazo, y lanzando voces desconcertantes, Laureano García
Ortiz. Entonces Tamayo no perdía una palabra de los discursos de
García Ortiz, que iban desarrollándose a propósito de cualquier título,
252 Memorias

viejo o nuevo, que viera, de refilón, en los estantes, y el tremendo


despliegue de erudición y de sabiduría se instalaba ante el mostrador,
en donde García golpeaba con su bastón, para dar énfasis a sus
afirmaciones sobre los personajes a quienes se refería. A pesar de mi
impenetrabilidad para la historia, que en parte muy principal era
sólida ignorancia, cultivada en la escuela secundaria con morosa
indiferencia, no podía menos de interesarme por esos discursos, y
esas gentes a que se refería García Ortiz, y aun a veces me atrevía a
preguntar algo, lo cual era como abrir otra espita de la fuente inago­
table. García me miraba intensamente a través de sus gafas que
indicaban una creciente miopía, concentraba su pensamiento y co­
menzaba su disertación. Las gentes, incluidos los parroquianos, ca­
llaban para escucharle, y él gozaba con ese auditorio improvisado
ante el cual dejaba caer sus perlas con generosidad e improvidencia.
Era un espectáculo asombroso que en ocasiones interrumpían algunos
de sus amigos, aunque la librería no tenía ya una auténtica tertulia y
el único asistente contumaz era García Ortiz.
Yo seguía escribiendo en El Tiempo y todas las noches, así fuera
por unas horas, aparecía por la redacción, en donde a pesar de Los
Nuevos y de mi retiro oficial, se me continuaba considerando de la
casa. En realidad todos, y en especial Calibán, seguían con el mayor
interés mi experimento mercantil, aunque con grande escepticismo.
La remuneración de la librería era inclusive un poco menor que la
de El Tiempo, y yo seguía meditando la manera de financiar mi viaje,
que comenzaba a precisarse hacia el extremo sur del continente, hacia
Argentina, por confusas razones y atrevidas esperanzas, entre las
cuales figuraban, de seguro, los ejemplos de los grandes triunfadores
extranjeros en la prensa argentina, como Sanín Cano. Menos ilustre,
el ejemplo de Pedro Sondereguer, una especie de filósofo y cuentista
cartagenero que escribía en La Nación. Y el brillantísimo de Rubén
Darío, al cual apenas me atrevía a soñar, sostenido por el diario
piálense en dondequiera que quisiera vivir, de preferencia en París.
Todo eso, sin modestia alguna, entraba en mis planes, propósitos y
esperanzas. No pensaba, desde luego, en Europa, donde no podría
Adolescencia y juventud 253

escribir, mi única herramienta de trabajo, ni menos aun en los Estados


Unidos. De todas maneras, para ir anticipando mis proyectos le pedí
un día en la Librería Colombiana una recomendación a Laureano
Gómez para La Nación. Gómez había regresado recientemente de la
legación en Buenos Aires y amablemente me dio una carta para Hugo
Wast, pseudónimo de un novelista argentino, mediocre pero muy
difundido y vinculado a La Nación. Con ella comencé a sentiime
prácticamente com» si hubiera obtenido un tiquete en el barco que
debía transportarme. Hice más planes. Y mientras tanto el ambiente
circunstante amenazaba con asfixiarme.

La c iu d a d y el m u n d o

No creo haber descrito, sino a la pasada y ocasionalmente, lo que


era la ciudad, el tiempo en que vivíamos, y la atmósfera del mundo
de entonces, los fabulosos años veintes de los cuales apenas entraba
un eco apagado por las hendiduras de la clausura colonial sobre­
viviente. En un volumen dedicado a Mi gente quedó alguna estampa
de lo que fue la ciudad de mi infancia, que, como es obvio, en 1922
o 1923, no había cambiado mucho. Pero yo sí. Y comenzaba, como
todos mis contemporáneos, a resultarme estrecha la ciudad, el am­
biente, la modorra provinciana de la que era, sin embargo, la capital
del país. Yo estaba, es cierto, en el corazón mismo de los aconteci­
mientos. Y eso era lo que me hacía sentir con mayor fuerza la opresión
de esa atmósfera que no rompía ni accidentalmente, cosa alguna. De
tarde en tarde llegaba una bailarina, un conferencista, un poeta mer­
cenario de los que recorrían la América en busca de dictadores
generosos, una compañía de comedias, y esas eran las grandes con­
mociones de nuestro medio. Un primo, Antonio Álvarez Lleras, quien
había estrenado hacía por lo menos diez años antes un drama tremendo
en que la lepra jugaba el papel de protagonista lúgubre, ahora deter­
minó aprovechar el paso de una vieja y gastada compañía española
para presentar una alta comedia de crítica social, Los mercenarios.
254 Memorias

que provocó una salva de censuras en defensa de «la sociedad» ofendida


por las acciones de los personajes. El doctor Jorge Bejarano fue el
primero en protestar a nombre del cuerpo médico porque —decía él—,
un médico jamás se portaría como uno de los protagonistas que había
tolerado reuniones de presuntos adúlteros en su consultorio, o algo
semejante. Y así, uno a uno los miembros de la sociedad vapuleada por
Álvarez Lleras, le dieron a su vez de palos al dramaturgo, quien salió,
al final, a hacer su personal reivindicación, que el público, que llenaba
el teatro todas las noches, ya parecía haber aprobado.
De pronto, con el bombo acostumbrado para todo el que llegaba
del mundo exterior, apareció Eugenio Noel entre nosotros. Se vestía
irregularmente, con una camisa abierta en el cuello, como los vera­
neantes bogotanos de La Esperanza, y usaba una inmensa melena que
le caía en rulos enmarañados sobre los hombros. La primera noche
dictó su conferencia en el teatro vacío, o poco menos, pero con la
asistencia del propio presidente Ospina. Eduardo Santos elogió al día
siguiente el acto como una de las más notables ocurrencias de la
inteligencia. Según se decía su elocuencia fue arrolladora. En El
Tiempo se pedía que dictara otra, o varias conferencias más, y que
el país adoptara el ideario de Noel, que de las relaciones escritas
resultaba muy confuso y nebuloso. Se deducía que no le gustaban
los toros, como acto bárbaro de la sociedad española, que debería
irse purgando de estas vejeces y anacronismos, para entrar a una vida
más intensa y moderna. Noel dictó la segunda conferencia con gran
público, y la crítica declaró que había sido muy inferior a la anterior.
Después otra que fue muy aplaudida, y el charlatán desapareció. No
sé qué ocurrió con él, pero unos días más tarde el mismo periódico
que lo había ensalzado publicó una pequeña nota derogatoria, en que
se decía, en otros términos, que había resultado un chisgarabís. Y
que su ideología, cualquiera que ella fuese, no estaba de acuerdo con
su vida. Y no se volvió a hablar de Noel.
No pasaba un día en que, en contraste con la nueva civilización
que pretendía imponer el gobierno de Ospina, las más primitivas
muestras de una época no bien muertas se hicieran notables, aunque
Adolescencia y juventud 255

entre protestas de la prensa liberal. El clero no aflojaba su dura mano


sobre las mujeres, que consideraba como cosa propia y bien de la
Iglesia. Un día hubo una rebelión de las señoras de Manizales contra
Monseñor Salazar, su obispo, porque pretendía prohibirles usar som­
breros en el templo. Esas cuestiones de moda referentes al culto
católico variaban ligeramente de una sede a otra. La norma general
era que las mujeres se cubrieran la cabeza y los hombres la descu­
brieran. Pero la clase de tocado era ya una cuestión diferente.
Una vieja compañía italiana de ópera, la del Comendador Bracale,
vino a Colombia. Aquello era una empresa en que habían naufragado
muchas otras compañías, que acababan por disolverse entre los in­
numerables tropiezos de un viaje por las montañas del Quindío o por
el propio río Magdalena. Los artistas desertaban. Las divas buscaban
otra salida a sus naufragios en el trópico. Pero la Bracale alimentó
el entusiasmo de un pequeño grupo social que había oído ópera en
otros tiempos, ya muy lejanos, o en Europa. Se aprovechaba la ocasión
para lucir trajes costosos. Los hombres, de frac, cuidaban las espaldas
descoladas de las bellezas bogotanas, detrás de sus asientos, en los
palcos, como siluetas de la gran época. En el foyer del Colón se
hablaba, se fumaba, y a veces se tomaba champaña. Todo parecía un
poco nostálgico de un mundo remoto y para la mayor parte, desco­
nocido.
Joaquín Quijano Mantilla publicaba, con notable buen éxito de
librería, sus volúmenes de crónicas. Casi todas habían sido presen­
tadas con anterioridad en El Tiempo. Eran graciosos relatos, llenos
de mentiras y de picardías, de acento provinciano, que fascinaban a
las señoras y a los barones de la Sabana, incapaces de meterle muela
a cosa mejor. Quijano, alto, encorvado, flaco, con aire quijotesco que
él en alguna forma acentuaba, vivía por esa época en Cajicá, y
trabajaba en el Ferrocarril, donde había sido jefe de estación. Con­
versaba con todo el mundo y su cara maliciosa se plegaba en mil
arrugas que no indicaban tanto vejez como socarronería. Había com­
prado un pequeño monte en Cachipay y estaba edificando una casa,
que ya había bautizado pomposamente El Epiro. El griego y lo griego
256 Memorias

eran su debilidad y pretendía que leía la lengua de Homero corrien­


temente. Entre todas sus fábulas, ésta también tenía circulación y
había quien la creyera. En todo caso se trataba de un alma buena y
sencilla y la aproximación a las cosas de la tierra y la gente del pueblo
era mucho más auténtica que la de muchos otros miembros de su
generación. Yo le profesaba afecto cordial, lo que no me impidió
cumplir en Los Nuevos con mi deber de criticarlo. A él se le dio una
higa y siguió siendo grande amigo mío. Otro tanto me ocurrió con
Armando Solano, a quien le tenía admiración y afecto extraordinarios,
desde que lo conocí. Más que sus crónicas y artículos, me seducía
su conversación, reposada en la forma, hiriente, sonriente, sarcástica,
sobre las gentes de nuestra época, y súbitamente grave, cuando se
trataban ciertos temas políticos, en que ponía no pocas veces mucha
pasión. Pero en general no tomaba nada definitivamente en serio, y
antes de comenzar a comentar algo anticipaba el tono, como el director
de orquesta dando la nota, con una serie infinita de pliegues en el
rostro indígena, gracioso y simpatiquísimo.
Había otros cronistas: estaba Julio Vives Guerra, que entraba a la
redacción envuelto en capa española, con el bigote y la barba cuida­
dosamente cortados y nobilísimos, ya encanecidos, y su hondo acento
antioqueño que sorprendía debajo del atuendo y la figura tan castiza.
Era el corrector por excelencia del idioma abandonado después de la
muerte de Rufino José Cuervo, y se metía con escritores que jamás
señalaba con su nombre, a quienes atribuía dislates que deberían ser
objeto de rechazo público. Además, publicaba crónicas de su ciudad
nativa, Santa Fe de Antioquia, donde figuraban algunos parientes
suyos, Velásquez y Garcías, de tiempos idos.
En 1922 se celebraron los primeros veinte años de paz. Se publi­
caron viejos clisés metálicos que figuraban en el archivo —cada
periódico tenía el suyo, difícil de clasificar e imposible de mover, y
en él los retratos de todas las gentes que solían aparecer en sus
páginas— con los de Vásquez Cobo, de Lucas Caballero, de Herrera,
del general Salazar. Estaban todavía vivos los firmantes del Tratado
Adolescencia y juventud 257

del Wisconsin, que aparecían con atuendos militares de la guerra civil


norteamericana, con aspecto de generales de la confederación.
En el mismo año el ingeniero Laureano Gómez fue nombrado
Inspector Fiscal del Municipio por un concejo en el cual estaba el
señor Alfonso López, su amigo, y una considerable mayoría liberal,
hasta hacía poco, inusitada en el país. Por ese tiempo Julio H. Palacio,
escritor, historiador, diplomático y contertulio de El Tiempo se de­
claró liberal. Regresaría más tarde al conservatismo. Sus convicciones
sobre los partidos y la lealtad que se les debía estaban de acuerdo
con las de su maestro, Rafael Núñez.
En Europa, que ya estaba mejor comunicada con Bogotá, por cable,
había conmoción por la muerte de Sara Bernhardt. La agitación entre
diminutos grupos de intelectuales que habían seguido los pasos co-
jitrancos de la trágica anciana por todos los escenarios del mimdo,
fue muy grande. Para ellos el siglo XIX se hundía en un hondo
naufragio.
Y esto era, precisamente, lo que estaba ocurriendo. El siglo XEX,
en verdad, se había vuelto duro de matar en todas partes. Pero aquí
en la Sabana de Bogotá, en Santa Fe, era una estantigua que se negaba
tercamente a desaparecer. Estaba dondequiera. En las viejas casas
encaladas de la llamada Avenida de la República, que no quería
convertirse en un boulevard sino en la imaginación desbocada de los
europeizantes. Estaba en las monedas de oro con que se pagó a los
depositantes del Banco López el día de la gran quiebra. Estaba en el
pausado andar de los hombres ilustres por entre sus contemporáneos
ateridos, en las calles del centro, acosados por los tranvías. Estaba
en nuestros cafetines sin gracia, utilitarios a más no poder, con sus
mesillas blancas de metal, sus asientos incómodos y la cantina pro­
vista de licores importados. Estaba en los entierros que desfilaban
detrás de la carroza fúnebre tirada por caballos negros, con penachos
de plumas negras y el cochero de levita y sombrero de copa. Estaba
en los chambergos y las chalinas de nuestros poetas bohemios. Estaba
en nuestras mujerucas del trato, engalanadas pobre y ostentosa­
mente. Estaba en la general miseria que gritaba por la boca de los
258 Memorias

mendigos. Estaba en la atmósfera provinciana de tedio y ocio forzado.


Y en la manera en que el siglo XX, con todas sus grandes amenazas,
hasta entonces no adivinadas sino como bendiciones, se estrellaba
con pequeños y grandes escándalos contra toda la tradición de la
república, dirigida, en los campamentos o asambleas, en los par­
tidos o en el clero, por una minoría casi toda blanca, de criollos
petulantes, de aire romántico, que pasaban por entre la gris masa
de pueblos silenciosos como si no hubiera nadie, sin ver y sin oír
sus lamentaciones, dichas con cierto tono de plegarias desesperan­
zadas. El criollaje se hacía señas, se entendía en un idioma cuida­
dosamente enredado, de una a otra parte de la nación, por encima
de la indiada, de los negros, de los mestizos, mulatos y cuarterones,
y batallaban entre sí, con la gente de la misma casta, y con la ayuda
de la servidumbre silenciosa. Todo esto parecía vacilar ahora, a
finales de los años veintes, sin que se supiera por qué. Si alguien
lo hubiera profetizado, no se habría creído. Habían ocurrido algu­
nas cosas que comenzaban a cambiar la economía y a influir sobre
la política.
En la discusión de una de las primeras leyes sobre petróleos, la
120 de 1919, nadie sabía —incluidos los congresistas— sobre qué y
por qué se legislaba. Años después, cuando en febrero de 1924
estallaron los escándalos de Tea Pot Dome en los Estados Unidos y
la administración Harding se envolvió en un olor nauseabundo, en el
Congreso de Washington alguien sugirió que las mismas compañías
de petróleos habían dado dinero o ejercitado presiones para que se
aprobara el tratado con Colombia en que se reconocía la inderrmiza-
ción de 25 millones de dólares al país por la intervención norteame­
ricana en la separación de Panamá. En Bogotá se publicó el cable
que el Ministro de Relaciones Exteriores de la Administración Suárez
había enviado al Ministro de Colombia en Washington, el doctor
Carlos Adolfo Urueta. El cable decía así:
Adolescencia y juventud 259

Bogotá, enero 25 de 1921


LECOLOMBIA
Washington
Allá quisieron aprobación tratado dependiera de otros asuntos ex­
traños. Injusto, irregular es sujetar ratificación de un derecho recono­
cido previamente a exigencias posteriores sobre intereses distintos.
Colombia accedió a adaptar su legislación petrolífera a tales intereses
hasta obtener declaración solemne de encontrarse satisfecho ese Se­
nado.
Hoy preténdese involucrar, aplazar, modificar de nuevo tratado...
Mi gobierno no amenaza, sólo suspende resoluciones sobre concesio­
nes petroleras, porque opinión pública ya no las permite en tal predi­
camento. Hoy pretendemos solamente defínase situación. País cansado
en su expectativa que no podrá prolongarse sin desdoro. Puede comu­
nicar estas consideraciones a quien créalo conveniente, especialmente
Flanaghan, Sisson. Me refiero a su telegrama al Presidente.
Exteriores

Luis Cano, desde El Espectador, señaló este documento como la


plena prueba de las presiones ejercidas para la aprobación del tratado,
y a fe que tenía razón. Pero El Tiempo se negó a aceptar que la ley
de petróleos se hubiera aprobado en los términos denunciados en ese
despacho por el propio Ministro de Relaciones. Pidió a Urueta que
explicara. Urueta hizo conocer el cable en que dio respuesta al can­
ciller colombiano, el 29 de enero de 1921. En él dijo:
Por desgracia, no puedo hacer uso, en cambio, de su argumento
relativo a la especie de compromiso que entiende usted que hubo
de parte del Senado de este país (los Estados Unidos) para aprobar
el tratado si la ley sobre petróleos que dictase nuestro Congreso se
adaptaba a los intereses estadounidenses invertidos en negocios de
ese género en nuestro país. Ese compromiso nunca existió, que yo
sepa, ni de haberse propuesto lo habría aceptado nuestro Congreso
Nacional. ®
260 Memorias

Ese fue también el criterio en que se inspiraron mis comunicaciones


de aquella época favorables a la expedición de una ley en el sentido
que al fin se dictó.
Pero aun en el caso de que yo estuviese en un error en lo tocante
a la libertad con que legisló nuestro Congreso, quedaría bien seguro
de que usted y yo no diferiríamos en otro concepto, a saber: que además
de ocasionado a peligros en el presente y en el futuro, no sería decoroso
insinuar aquí siquiera que nuestra Ley 120 de 1919 fue el precio que
creimos dar por la ratificación del Tratado.
Ciertamente, el conocimiento de estos documentos que hoy todavía
nos estremecen, o mejor aún, que hoy sí nos estremecen, no causó
el escándalo que bien se justificaba, aun cuando la publicación ocurrió
en 1924, y la ley de petróleos y el tratado eran, desde hacía tiempo,
hechos cumplidos. No se trataba de acusaciones o denuncias de la
oposición, sino de un Ministro de Relaciones, dirigidas a su subal­
terno, el Ministro en Washington, llevados ambos a tales posiciones
para comprometer al liberalismo en la aprobación del tratado, y,
posiblemente, en la de la ley de petróleos. Es decir, en la política del
respice polum, del señor Suárez, quien quería a todo trance modificar
la opinión de su país, ciegamente enemigo de los Estados Unidos a
causa de los sucesos de Panamá, para hacerla compatible con los que
él suponía más claros intereses de la nación en el futuro de sus
relaciones con la potencia continental.
Este episodio tendrá que recordarse más adelante, cuando el autor
de estas Memorias, con don Luis Cano y con Enrique Santos, objeten
el nombramiento del doctor Urueta —por entonces representante de
la Standard Oil en Colombia— como Ministro de Guerra de la ad­
ministración de Olaya Herrera.
Ésta es, pues, una de las primeras y casi inadvertidas demostra­
ciones del imperialismo capitalista sobre una pequeña nación cándida
que salía de las brumas de la Colonia, mientras el país se agitaba
rudamente con los primeros movimientos de carácter laboral, tales
como la huelga de los trabajadores del tranvía municipal, acosados
Adolescencia y juventud 261

por las alzas de precios. El superintendente del tranvía, en un incidente


en los depósitos donde se guardaban los vehículos municipales en la
noche, al término del servicio diario, mató de un tiro de revólver a
uno de los conductores. Hubo grandes protestas, el superintendente
fue destituido e intervinieron para la pacificación de los ánimos los
personajes más notables de ambos partidos, ya que el liberalismo
tenía mayoría en el concejo municipal. Hubo piedra, gritos y al fin
se impuso lo que los diarios llamaban la cordura. El tranvía, en sus
orígenes legendarios, se había hecho municipal como producto de un
boicoteo ciudadano contra la empresa extranjera, pero ésta era la
primera demostración de que estaba servido por trabajadores que se
veían siempre amistosos y corteses, pero a quienes desesperaba el
alto costo de la vida, originado en la primera bonanza, la de los 25
millones de la indemnización americana, que promovía el aumento
del gasto público en un país de producción limitadísima.
No debe tomarse como un síntoma siquiera de la rebelión contra
el sistema la afirmación del Cuarto Congreso Socialista del 5 de mayo
de 1924, que declaró roto todo vínculo con los tres congresos socia­
listas anteriores, tomando el nombre de Primer Congreso Comunista
de Colombia, adhiriéndose a la Tercera Internacional de Moscú y
adoptando los «21 puntos de Lenine». Así a la francesa se escribía
y tal vez se pronunciaba el nombre de Vladimir Ilich Ulianov. La
proposición revolucionaria fue defendida por Gabriel Turbay con
elocuencia arrolladora, y se aprobó por 24 votos contra 2. En ese
Congreso figuraban Luis Tejada, Armando Solano, José Mar, Dioni­
sio Arango Vélez, Benjamín Zabala, Moisés Prieto, Ricardo Tanco,
Luis Enrique Osorio, Jacinto Albarracín, J.A. Osorio Lizarazo, Julio
César Delgado, Diego Mejía, León de Greiff, Francisco de Heredia,
Antonio José Lemos Guzmán, Gabriel Turbay, Juan Pabón Peláez,
Luis Buenahora. No hubo, desde luego, conmoción alguna. El socia­
lismo hasta entonces parecía tomar sus materiales a la inversa de
como lo quería Uribe Uribe, de «las canteras del liberalismo». Los
nuevos jefes revolucionarios no estaban bien enterados de lo que
significaría el arriesgado paso ni de los compromisos que adquirían
262 Memorias

con los «21 puntos de Lenine». Pero era un grupo simpático de


intelectuales que sentían que el mundo estaba cambiando, y preferían
cambiarlo en ese sentido. Ya he hablado de los vínculos que me unían
a ese grupo. Pero no recuerdo haber tenido la menor conexión con
la súbita aparición del Primer Congreso Comunista. En los diarios
liberales burgueses donde se daba estímulo a toda iniciativa de cual­
quiera de estos jóvenes y se publicaban sus producciones y sus hechos
con simpatía, no hubo ninguna protesta por esa desbandada de la
eventual vanguardia del partido liberal, y se le deseó al nuevo partido
comunista afiliado a la Tercera Internacional todo género de prosperi­
dades.
La verdad es que nos ahogábamos los jóvenes en la atmósfera
decadente, peor aún, agonizante del siglo XIX, de cuya formación
era inseparable el régimen político. No era extraño que muchos de
nosotros encontráramos, o al menos buscáramos una salida a la
izquierda. Como siempre, la policía represiva, y bondadosa, hay que
decirlo, daba palos de ciego. En ese tiempo puso preso al ruso
Sawinsky. Entre los papeles que le encontraron había una lista que
fue publicada como de comunistas colombianos, y en ella figurába­
mos Mario Ibero, un cronista de El Tiempo, Francisco de Heredia,
el snob revolucionario del Jockey Club, José Mar, Moisés Prieto,
Bernal Azula, otro cronista de El Tiempo y yo. Publiqué un artículo
que se titulaba, obviamente, «Memorias de un conspirador. Las re­
velaciones de un comunista», poniendo, me parecía a mí, en solfa el
acto policial y las preocupaciones del gobierno. Pero continuamente,
Sanín Cano, desde su regreso, y José Mar, venían pidiendo que el
liberalismo se convirtiera a la única avenida del pensamiento de la
época que parecía razonable y moderna: el socialismo. El doctor
Santos presentaba inmediata y terca resistencia a ese empeño, que
no tenía, en realidad, muchos partidarios. Por esa época unas elec­
ciones en que sufragaron, como de costumbre, en masa el clero, el
ejército y la policía por el partido conservador, dieron una victoria
tímida y oscura al gobierno: por los conservadores directoristas, 5.671
votos. Por los disidentes, 399. Por el liberalismo, 1.890. Votaron 264
Adolescencia y juventud 263

conservadores en la mesa del clero. En las del ejército cerradamente


810. En las de la policía y gendarmería, 1.713.
A poco, en mitad de la crisis universitaria y sin otro medio de
rebelión, un grupo nimieroso de jóvenes estudiantes buscó una uni­
versidad fuera del país y se embarcó para Chile. Figuraban en él
Antonio José Lemos Guzmán, Enrique Chaux, Gustavo, Bernardo,
Arcesio y Arturo Mejía y R. Gamboa.
En un ambiente de polvo y plomo, se respiraba mal y se soñaba
con la fuga. Yo estaba pensando como la inmensa mayoría de los
jóvenes colombianos. Sólo, muy rara Vez, aparecían en la generación
nueva algunas excepciones. Como un artículo de Carlos Lleras Res-
trepo contra Los Nuevos en que se declara de acuerdo con Luis
Eduardo Nieto Caballero en la polémica que el escritor del Cen­
tenario había entablado contra nosotros, con el empeño de defender
a su generación y a sus hombres eminentes, que no eran —pero a
nosotros nos parecían—, parte integrante del establecimiento de
entonces. Lleras Restrepo declara que no es nuevo, cosa que no­
sotros creíamos saber, y lanza pullas contra el movimiento literario
y político.
También por esos días Aníbal Montoya Canal propone que se
corone a Guillermo Valencia. El Tiempo, en vez de aprobar o impro­
bar, propone que se abra una encuesta sobre la conveniencia del
propósito. Yo contesté el primero a la encuesta. Me parecía que no
se debía coronar al Maestro. Dejaba ver clara mi admiración por el
poeta de Popayán, pero la ceremonia me parecía grotesca. Al día
siguiente Montoya replicó. Dijo que «el difunto autor de Ritos se
habría manifestado agradecido... a pesar de que aquel esquivó, declinó
y repugnó siempre esa forma de apoteosis que iba en su caso contra
la justicia y a contrapelo de su temperamento... Mas el autor de
Ritos fue un bardo voluble que escribió poco y ocasionalmente para
veladas de beneficencia o para llenar las horas que le dejaron libres
la política, la vaquería, la caza, la casa, la vagancia y el servicio del
prójimo».
264 Memorias

De repente estalló un rayo en los debates del Congreso. Aníbal


Badel, un representante costeño, pequeño, de rostro rojo y simpático,
se levanta y declara: «Yo, por mi parte, según los datos que tengo
sabidos —sobre la investigación que se adelanta— puedo asegurar
que el General Pedro Nel Ospina, Presidente de la República, y el
doctor Carlos Adolfo Urueta son un par de apaches». La Cámara
protesta. La mayoría conservadora se retira. No puede Badel explicar
sus afirmaciones. Se discute apasionadamente en la prensa el escán­
dalo. Pero el establecimiento conservador no se altera. Poco a poco
bajan las aguas. Las han aprovechado algunos jefecillos conservado­
res para demostrar su adhesión. Todo queda igual.
El 4 de julio de 1925 se incendia Manizales. La ciudad, montada
sobre la sierra, en un boquerón de vientos huracanados, arde conti­
nuamente. Los materiales de que está construida, guaduas y barro,
son propicios a la extensión de la catástrofe. Aquilino Villegas se
mueve entre sus conciudadanos, con su torso fuerte y su voz de bajo
profundo, dando órdenes, movilizando a la ciudadanía, que le obedece
y lo sigue en sus fantásticas demoliciones. Poco a poco la ciudad,
convertida en cenizas en más de la mitad de su superficie, se va
apagando y enfriando. Hay mucha literatura, cantos, prosas, y parece
que ardiera la cultura grecocaldense en su cuna, provocando una
explosión de ingenios incinerados. Se pierde mucho dinero porque
el seguro estaba poco desarrollado.
Se sigue discutiendo sobre la pena de muerte. El Eco Nacional,
órgano nacionalista de los Leopardos, declara su adhesión a la tesis
favorable al cadalso. «Si no se encontrare la persona que ha de mandar
la escolta que fusile al primer condenado, estaríamos personalmente
a disposición de la autoridad para decir clara y sencillamente: ¡Fue­
go!» Es Silvio Villegas quien hace la afirmación. Esperaba una
convulsión nacional. Nada pasa. Después de unos días de polémica,
nadie vuelve a recordarle su promesa, además imposible, constitu­
cionalmente, de cumplir.
Produce más sensación un reportaje de don Jorge Holguín en el
cual afirma que «las cosas se manejan muy mal», lo cual, dicho por
Adolescencia y juventud 265

un jefe de su categoría, es una voz de alerta de la oposición. Agrega


que «el partido liberal es muy poderoso. A mí —asegura— me ha
metido los terrones». Sobre el debate de los baldíos comenta, son­
riente: «Ojalá todos pudiéramos cogemos los baldíos». Profetiza: «Si
seguimos así no vamos a poder mandar arriba de unos diez años
más». Sobre la emisión de diez millones de pesos, comenta: «Esos
se los debemos al General Herrera. Sin ellos, Ospina no estaría de
Presidente».

Mi pr im e r d is c u r s o

Por ese tiempo hice mis primeros ensayos como orador político. La
primera vez sobre los hombros anchos de Germán Arciniegas en la
calle diez, donde vivía Laureano Gómez, para manifestarle al ministro
la emoción de la juventud por su desafío a un Congreso hostil, que
encontraba la energía y rapidez de las empresas de Gómez altamente
peligrosas para el partido conservador, y que, en alianza con gmpos
de liberales a quienes la figura del Ministro de Obras les resultaba
antipática, acosaban al empujador funcionario. Gómez, muy típica­
mente, acusaba al Congreso de que quería prórroga de las sesiones,
que entonces se pagaban de acuerdo con los días de trabajo, y que,
según él, ejercía una taimada extorsión sobre el ministro con la
demora ostensible de sus proyectos de ley. Los senadores, encabe­
zados por Ignacio Rengifo, su presidente, consideraban intolerable
el tono y las palabras del representante del gobierno, y determinaron
negarle su condición de conducto ordinario de las relaciones con el
Ejecutivo. Antonio José Restrepo lo ofendía con sus sarcasmos que
se habían hecho habituales y tolerados en el recinto senatorial. Gómez
se limitaba a decir que no habría prórroga. Las barras aplaudían. Los
estudiantes entusiastas con el signo de vitalidad que Gómez encar­
naba, lo seguíamos. Ante su casa, unos doscientos, sobre los rieles
del tranvía de muías, pedíamos que no cediera. Gómez, robusto, con
la cara sonriente y enrojecida, recibía los aplausos. Yo debía hacer
266 Memorias

una figura insignificante y un poco ridicula, tratando de conservar el


equilibrio sobre los hombros de Arciniegas. Pero todos quedamos
muy satisfechos.
Y un tiempo después, ya pasada esta primera experiencia, de la
cual sólo yo habría de sentirme orgulloso —y tal vez Gómez—, los
Pradillas, importadores de vehículos de carretera, tomaron la inicia­
tiva de hacer una vía a Cambao, sobre el río, para evitar el trasbordo
del alto al bajo Magdalena, por Girardot. El periódico coreó fervo­
rosamente el proyecto y se hizo una campaña para abrir a Bogotá
una vía razonable y más corta, con el entusiasmo de una isla que por
fin se comunicaba con el mundo. Pero Gómez, que acogió la idea,
encontró serios tropiezos en la recientemente creada Contraloría
General de la República, que amontonó sobre el propósito todo género
de objeciones. Se propuso, entonces, una gran manifestación pública
para solicitar que se dieran al ministro las facultades necesarias para
romper esa selva de aislamiento y conectar a la ciudad con una parte
más ancha y mejor del río Magdalena, y de allí, con el mar. La
manifestación fue planeada en las oficinas de El Tiempo y yo tomé
mucho empeño en ella. Tanto que Alfonso López y Laureano Gómez
determinaron proponerme como uno de los oradores de la manifes­
tación, ante el ministro, al paso que eminentes políticos y hombres
muy acatados, como don Simón Araujo, hablarían ante el Contralor,
ante el Consejo de Estado, ante el presidente, y no recuerdo qué otro
sitio clave para la empresa. Me resistí al intento benévolo de esos
dos eminentes contertulios de El Tiempo, pero la vanidad me hizo
ceder al fin. Temía por la reacción del público cuando yo apareciese,
como estaba planeado, en el balcón de la oficina de López Pumarejo,
para dirigir desde allí la palabra al ministro, en su oficina del minis­
terio, en la carrera octava con la calle doce. Llegó el día. En el pecho
llevaba unas ocho cuartillas de prosa que a mí me parecía elocuente,
persuasiva y arriesgada, puesto que se proponía al ministro que pasara
por encima de las dificultades, sin tomarlas en cuenta. Pero eso no
era sino parte de mis problemas. Yo pensaba que mi figura infantil,
a pesar de mi voz de barítono, tantas veces acomodada a las lecturas
Adolescencia y juventud 267

en tono muy elevado del Colegio del Rosario, produciría una decep­
ción en el público, y así lo expresé a Gómez, quien me dijo que él
se hacía cargo de la dificultad y la arreglaría. Cuando llegué a la
oficina del doctor López había un grupo muy numeroso de sus amigos
y parientes, y entre ellos uno que era bien conocido por sus procli­
vidades homosexuales, que eran un refrán entre estudiantes y gente
joven y figuraban en todos los comentarios de los cafés y en las
tertulias estudiantiles que se hacían en el Capitolio, en la noche,
aprovechando la iluminación del lugar. Ese hombre, que caminaba
con un aire modoso de explorador de las calles dormidas, buscando
cómo satisfacer sus pasiones, que nos parecían misteriosas y repug­
nantes, se acomodó en el marco del balcón desde el cual yo iba a
hablar, y fue lo primero que vi al entrar al recinto de la oficina.
¿Quién iba a soportar las risas y cuchufletas de mis propios compa­
ñeros de redacción, agrupados precisamente en frente del balcón para
contemplar el experimento? Me dirigí al doctor López, sin recordar
el íntimo parentesco con el personaje, y le dije que mientras estuviera
allí no saldría al balcón, sin explicarle los motivos. Pero López los
adivinó, me miró con ironía aguda, y poniéndome una mano sobre
la espalda, me dijo: «¡Pretensioso! Salga al balcón».
Y me empujó entre el grupo, hasta que quedé enfrente del antiguo
convento donde se abría un ventanuco desde el cual Laureano Gómez,
aplaudido a rabiar por la muchedumbre, sonreía satisfecho. No sé
cómo pasé mis páginas una tras otra, con la mejor voz del refectorio
del Rosario, que se encañonaba en la callecita estrecha donde se
amontonaban miles de personas hasta una perspectiva lejana. Era una
gran manifestación. Y la cerraban las máquinas de Pradilla, los au­
tomóviles de servicio público de Antonio Puerto y de los Laras, hasta
la plazuela de la gobernación. Al fin terminé. Gómez se irguió sobre
sus pies, y con voz tronante inició su discurso graduándome, honoris
causa, para la posteridad:
—¡Señor Doctor Lleras!
268 Memorias

La situación estaba vencida. Porque el público que por primera


vez se dio cuenta de que el adolescente podía ser un doctor, quedó
tranquilo.
Pero estos hechos no habían vencido mi voluntad de escaparme,
de huir de la encaramada ciudad de los cerros andinos, hacia otras
latitudes y hacia el mar, en primer término. Soñaba con el mar, en
los versos de los poetas latinos y españoles, y lo veía cuando cerraba
los ojos, con sus olas gigantescas. Pero soñaba, sobre todo, con los
barcos, los gigantescos barcos que habían abordado algunos de mis
conocidos, a quienes averiguaba el enigma de su forma y aun de su
insumergibilidad. Los Nuevos de la costa, como Castañeda, Aragón
y Felipe, viajero experimentado, me daban instrucciones intermina­
bles sobre esos viajes que me enardecían el espíritu. Recorría los
mapas de mi presunto viaje, y me solazaba en la expectativa de Lima,
de Valparaíso, y sobre todo, de Buenos Aires. Después, ¡París! El
cautivo de los Andes no veía la hora de partir, y tenía mucha decisión,
mucho empeño, pero poco dinero. Le propuse entonces a la familia
un proyecto escandaloso. Vender la casa que nos había regalado el
tío Santiago, y con lo que me correspondiera, o una parte menor, yo
compraría los pasajes, y partiría. Mi familia no vaciló mucho. Y en
poco tiempo, muy largo y muy tenso para mí, logré apoderarme de
los pasajes en un barco de río, en otro de mar, de Barranquilla a
Panamá, de Panamá a Chile y un pequeño saldo monetario para dar
el salto, por sobre la cordillera, a Buenos Aires. Y allí, claro, no
habría problemas. Escribiría, desde la noche hasta el alba, lo que
fuera necesario para sobrevivir, solo, por primera vez.
Cuando llegó la fecha, Villegas Restrepo organizó en su casa una
comida de despedida. Estaban, además de Felipe, Rendón, Arciniegas
y algún otro contertulio de La República, ahora en la carrera séptima,
ya iniciada su decadencia y agonía. Hubo licores y vinos en abun­
dancia, y Felipe y yo salimos al amanecer, a preparar turbulentamente
las maletas para el tren de las siete de la mañana. Amontoné mis
escasísimos bienes, donde había más papeles, recortes de periódicos
y libros, que ropa. Todavía no me explico por qué eché en la vieja
Adolescencia y juventud 269

maleta del tío Santiago, de fuelle y atada con fuertes y anchas correas,
casi indominables, un jacquet, prenda de inútil uso en mi viaje, y
dejé, en cambio, el smoking. Pero a las siete de la mañana, sin sentir
el frío a mi alrededor, ya iba yo en el pequeñito tren por la Sabana
envuelta en niebla fina, que el sol todavía no lograba vencer, hacia
el mundo.

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