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Alberto Lleras - Memorias
Alberto Lleras - Memorias
Memorias
A lberto L leras
Prólogo de
Gabriel García Márquez
Portada:
diseño de Camila Cesarino Costa
Dustración;
fotografía de la revista Cromos
© 1997. Derechos reservados:
Marcela Lleras
Gabriel García Márquez
Banco de la República
El Áncora Editores
Bogotá, Colombia
Composición y fotomecánica; Servigraphic Ltda.
Separación de color: Elogr^ph
Impreso en los talleres de Formas e Impresos Panamericana
Impreso en Colombia
Printed in Colombia
C o n t e n id o
Prólogo 9
M i gente 23
Preá m b u lo 25
L a guerra 29
El a b u el o 48
L a f a m íl l \ y l a in f a n c m 104
Ú l t im a s p a l a b r a s 154
A d o l e sc e n c ia y ju v e n t u d 159
L a s c e r e m o n ia s d e l a p u b e r t a d 161
E x t e r n a d o e n e l r o s a r io 163
M o n s e ñ o r C a r r a s q u il l a 164
C o n t a c t o c o n l a s h u m a n id a d e s 165
C o m ie n z o a e s c r ib ir 167
I n t e r n o e n e l R o s a r io 169
A l g u n o s c o n d is c íp u l o s 171
L o s d o s s e c r e t a r io s . R o c h a y L o z a n o 174
Jo r g e Z a l a m e a 176
V is ió n d e l o s p r ó c e r e s v iv o s 179
L a CALLE 183
D e G r e if f , R e n d ó n , T e ja d a 185
E d uardo C a stillo 188
E l prim er a rtícu lo 190
L a POLÍTICA DE LA ÉPOCA 191
U n ENSAYO DE PEDAGOGÍA 195
P o lítica y perio d ism o 198
A pa rece G erm án A rcin ieg a s 199
C onocim ien to de V illegas R estrepo 200
A lliu s y A ngu la rio 202
E l E spectado r y lo s C a n o s 203
CÓMO ERA E l E spectado r 205
L as dam iselas d e a v ig n o n 208
E d u a rd o S a n to s y E l T iem po 212
E ntrevista co n C a libá n 217
E l Tiem po d e l a é p o c a 218
P a te rn a lis m o s ig lo XX 221
R a sgo social de la época 223
P edro N el O spin a y su tiem po 224
L a persona y la po lítica del d irecto r S antos 229
O tr a s g e n te s d e E l T iem po 238
CÓMO n acieron L os N uevos 241
E n sayo m ercan til 250
L a ciu da d y el m undo 253
M i prim er d iscu rso 265
PRÓLOGO
U n e sc r it o r l l a m a d o
A lberto L leras
Alberto Lleras Camargo era un gran escritor que fue dos veces
presidente de la república. Se le consideró también como el mejor
locutor del país, y tal vez lo fuera por su voz diáfana y su dicción
perfecta, pero de las muchas y grandes palabras que se le oyeron en
su vida pública, fueron muy pocas las que no escribió antes de
decirlas. Su día estelar fue el 10 de julio de 1944 cuando un grupo
de militares sediciosos se apoderó en Pasto del presidente de la
república, Alfonso López Pumarejo, en un momento en que el perio
dismo radial estaba en pañales. Alberto Lleras, Ministro de Gobiemo,
se llevó para el Palacio de la Carrera los micrófonos de la Radio
Nacional, y mantuvo al país durante el día entero en un ambiente de
sosiego y confianza hasta que la rebelión fue derrotada. Pues bien:
todo lo que se oyó por la Radio Nacional en aquel día memorable lo
había ido leyendo Lleras ante el micrófono a medida que lo escribía,
para estar seguro de que no habría noticias que rectificar, ni promesas
vanas de qué arrepentirse. El prestigio de su voz y la credibilidad de
su palabra fueron héroes de la jornada.
Ese locutor imperturbable consagró en Colombia un estilo político
que no tuvo antecesores ni herederos. Era consciente de su poder
natural. A los dieciséis años lo habían nombrado lector en el refectorio
del colegio del Rosario, en Bogotá, por la misma razón de su voz,
fuerte y bien entrenada en recitales de poesía. Sus actos públicos se
10 Gabriel García Márquez
to, tratando de rescatar los restos dispersos del siniestro. Pero en estas
móviles naciones no es mucho lo que queda y en el espacio de una
vida larga, tal vez demasiado larga, no hay en qué anclar, en la gente
o en las cosas, un ordenado recuerdo. Eso mismo ocurre, de seguro,
en otros pueblos y en otros tiempos, pero en todos ellos las autobio
grafías se limitan y conforman dentro de ciertos ambientes físicos
que el narrador ha conocido y que aún permanecen. Sin embargo, en
mi caso nada queda en pie de lo contemporáneo de las primeras
épocas de mi vida, mi infancia, mi primera juventud. En más de una
ocasión haré referencia a una casa de las muchas que habité, sobre
la cual hoy pasa una avenida de varias vías, a un jardinillo eliminado
por otra, o a muchos hitos físicos que no existen por parte alguna. Y
así, también, con las relaciones entre la ciudad y el campo, entre las
gentes de una y otra clase. Soy, por ese aspecto, un sobreviviente, y
apenas el testigo de un modo de vivir que me correspondió ayudar a
destruir, pero cuyas últimas voces y actitudes alcancé a recoger. Me
ha parecido que ese testimonio no sobra y puede dejarse en este libro,
sin ningún propósito, ni tendencia dialéctica de ninguna clase.
Al precisar los recuerdos, y ante el desierto que es el iimiediato
pasado, se debe, sin duda, que aparezcan en estas seudomemorias
cosas que en apariencia nada tienen que ver con el trayecto de una
vida humana, fijada precisamente entre dos fechas. Como son las
guerras, en que no combatí, obviamente, o el general Camargo, o mi
formidable abuelo, figuras y cosas evocadas como explicaciones de
desmesurada extensión, sobre cómo se formó mi vida. Son esas
estantiguas como los caminos bifurcados, a la salida de la casa del
narrador del tiempo perdido, en el pueblecito de Combray. Ambas
vías, de haber existido alguna vez en mi vida, estarían perfectamente
borradas por el tropel de pisadas anónimas y serían hoy irreconoci
bles, aun con un trabajo infernal de recordación. En cambio, las gentes
muertas están claras, con sus ojos apagados y distantes, pero con una
imperecedera firmeza de líneas. Están aquí, en este libro, como
demarcación arcifinia y accesoria de un paisaje desbaratado por la
hervorosa corriente del país en formación, en una de las épocas más
28 Memorias
8. Memorias—Foción Soto.
\íi gente 45
13. Lorenzo María Lleras, por Andrés Soriano Lleras, Bogotá, 1958. De la
biografía de Lleras, escrita por su biznieto, se toman abundantes informaciones,
para éste y sucesivos capítulos. (La batalla fue el 27).
14. Diario del general Francisco de Paula Santander, Bogotá, 1963.
52 Memorias
18. Epistolario del doctor Rufino Cuervo, Luis Augusto Cuervo, Bogotá, Im
prenta Nacional, 1918.
Mi gente 61
19. \id a del doctor José Ignacio de Márquez, Carlos Cuervo Márquez, Bogotá,
1917.
Mi gente 63
se fueron insolentando cada día más, con el cortejo que les hacía la
cachacada liberal. El palo rumbaba en las fiestas del sábado, acres
a chicha de maíz y pasmado sudor. Los tremendos bayetones, azules
por encima y rojos por el envés, caían hasta los talones de los
artesanos, y debajo de ellos se podía ocultar un fusil, un bordón
nudoso, un puñal. Los sombreros de copa baja y anchas alas, jipas
tejidos de fibra de iraca, cubrían los rostros tostados y chatos y las
facciones irregulares que parecían tiradas al azar sobre las cabezas
redondas, sin orden ni prospecto. Bigotazos y barbas oscuras acaba
ban de completar el siniestro conjunto. Ahora comenzaba la lucha
poKtica a tomar un aspecto de riña de clases, pero todavía no era más
que una riña. Los artesanos eran, obviamente, proteccionistas. Los
cachacos comenzaban a tener veleidades librecambistas. Los cachacos,
mozos fuertes de segunda generación de campesinos, saKan por las
tardes a desafiar a los guaches, y se daban golpes y garrotazos, en tosco
silencio. Las ferias y bailes de cintureras en los barrios acababan a
bastonazos, y aun a puñal, y Lleras, con toda su intransigencia moral,
veía estos escándalos sin mucha alarma. Su devoción por la causa popular
era sincera. Los artesanos se estaban defendiendo del control que ya
ejercían los comerciantes e importadores en las Cámaras y demás sitios
de decisión, proclamando las excelencias británicas del librecambismo,
y atacando al proteccionismo español, que mantenía viva la industria
artesanal, hasta entonces constituida por talleres individuales de vestido,
calzado, muebles, materiales de construcción, por cierto todos ellos
toscos, efímeros y primitivos. Florentino González comenzaba a
dudar en este debate y se hacía cada día más inglés, por fuera y por
dentro. Lleras no. Fundaba más Sociedades Democráticas en otras
partes del país. Trataba de dirimir las disputas entre los artesanos,
que no bien tenían algo de poder, comenzaban a odiarse entre sí y
aun a entablar polémicas por la imprenta, en folletos y hojas sueltas,
de agudo personalismo y agresividad bien aprendida.^o
20. Mi novela, apuntes para una biografía de Alfonso López, por Hugo Latorre
Cabal, Bogotá, 196L
64 Memorias
publicado en la imprenta del Comercio de Lima, por el reo prófugo José María
Obando, escrito por T. C. de Mosquera, Valparaíso, Imprenta del Mercurio, 1843.
Mi gente 67
23. En la Historia de un alma, José María Samper asegura que Mosquera habría
hecho fusilar, entre 1840-1841, a 88 personas. Otros dicen —agrega Samper— que
a 112, casi todos prisioneros de guerra. Solamente dos habían sido objeto de juicio
y formal sentencia.
24. Para lo anteriormente escrito se tomó información principalmente del Otan
do, de Cruzverde a Cruzverde, de A. J. Lemos Guzmán, Popayán; de Hacia Berrue
cos, El general José María Obando, de Luis Martínez Delgado, Bogotá, 1946, y de
la Historia Contemporánea de Colombia, de G. Arboleda, Popayán, Imprenta Dptal.
70 Memo rías
Ninguna cosa hizo sufrir más a don Lorenzo María Lleras que la
Secretaría de Relaciones Exteriores, cargo para el cual le faltaba, sin
duda, preparación jurídica especializada, y, desde luego, el golpe de
Meló, que, por fortuna, ocurrió un tiempo después de que ya se había
retirado del cargo. En él adelantó una eficaz negociación con el
ministro peruano Paz Soldán, sobre deuda del Perú a Colombia por
su participación en la guerra de la Independencia, y con el ministro
brasileño don Miguel M. Lisboa, sobre comercio, amistad, navega
ción en el Amazonas y sus afluentes, extradición de reos y límites.
En esta última materia el secretario Lleras se apartó del rígido con
cepto del uti possidetis juris para aceptar el uti possidetis de facto,
principio brasileño, muy de acuerdo con el desarrollo histórico de la
gran nación, cuyos misioneros, bandeirantes y soldados iban exten
Mi gente 83
Don Vicente Ortiz asegura que «Lleras era mal querido de los
conservadores y de los que seguían a Murillo, y a todos estos se
manifestaba implacablemente hostil». Así, precisamente, estaba com
puesto el Congreso, por conservadores y gólgotas, y una minoría de
draconianos, entre los cuales figuraba don Lorenzo. La mayor parte
de su tiempo, como Secretario de Relaciones Exteriores, la pasó
disputando por correspondencia pública con el nuncio Barili, quien
desde el discurso de Obando en el acto inaugm-al encontró motivo
para protestar contra alguna descuidada afirmación suya, sin tener
en cuenta que Obando no sólo era católico, rezandero y fanático, de
86 Memorias
28. De la situación económica del doctor Lleras al cerrarse el Colegio del Espíritu
Santo, da una idea el aviso publicado en El Eco de los Andes, que reza así:
D e venta por la mttad de su valor . —Van transcurridos ya los dos meses de
las sesiones ordinarias del Congreso, i como es probable que en el mes de la prórroga,
si la hubiere, no se acuerde lo conveniente para remediar los males que hoi esperi-
menta la educación segundaria i profesional, a causa de la variedad i oposición de
ideas que sobre ella tienen los ciudadanos senadores i representantes, me veo en la
necesidad de ofrecer en venta los edificios, mobiliario, máquinas, etc. del Colegio
del Espíritu Santo. La persona ó personas que quisieren entrar en negocio conmigo,
nombrarán un avaluador, yo nombraré otro, i los avaluadores nombrados se acordarán
con anticipación respecto del tercero que haya de dirimir toda discordia. Hecho el
avalúo. R ebajaré de él la m itad .
Los valores que hai en el establecimiento han costado más de setenta i cinco pesos.
Si después de deducida la mitad del avalúo i las cantidades á censo, i algunas pocas
deudas pasivas quedare algo á mi favor, daré para su pago un plazo. Después de
tantos años de trabajo, de privaciones i de sacrificios, por la causa de la educación,
no aspiro mas que á mi libertad, aunque me encuentre pobre i con doce hijos para
mantener i educar. Libre, trabajaré de cualquier otro modo más provechoso.
Mi gente 93
Quien qxiisiere hablar conmigo, me encontrará en mi casa todas las tardes desde
las tres hasta las cinco.
Bogotá, 30 de abril de 1852.
Lorenzo María Lleras
94 Memorias
ejército santandereano, hizo presos a los jefes y los envió a las cárceles
bogotanas. Al mismo tiempo en Bogotá se detuvo a los presuntos
militantes liberales de una revolución aún no generalizada, y mi
abuelo, otra vez, fue a la cárcel. Esta vez acompañado por un grupo
humano selecto que intentó evadirse más de una vez, y por eso debió
sufrir grillos y la infame celada en la cual, después de permitirles la
huida a unos cuantos presos en el Colegio del Rosario, se les cazó
como a venados, en los cerros de la capital, a la vista de la ciudad
confundida e indignada. Desde la cárcel, donde Lleras organizó clases
de inglés para sus amigos y conmilitones, fueron siguiendo los ru
mores de la capital y participaron del entusiasmo que prendió en el
partido la marcha de Mosquera contra Ospina, la batalla de Segovia
en que el ejército de la Confederación sufrió rudo golpe, la esponsión
de Manizales y la negativa de Ospina, que parecía buscar ciegamente
su destino, a aprobar el convenio hecho por el mejor de sus generales.
Posada Gutiérrez, y el continuo avance de Mosquera. Que ahora,
unido a José Hilario López y reconciliado con Obando, era, abierta
mente, una fuerza liberal en marcha hacia el poder, si derrotaba a
Ospina y a Arboleda. El propio arzobispo Herrán visitaba a los presos
en la cárcel y les dejaba entrever que la situación había cambiado y
que Ospina había querido la derrota. Su hermano, el general, en
efecto, estaba retirado de las milicias, y el ejército, ahora el ejército
conservador, se iba desbaratando, como lo relata don Ángel Cuervo,
en manos incapaces y seniles. «¡Así lo han querido!», decía entriste
cido y sombrío el arzobispo a don Aquileo Parra. Las noticias corrían
por las cárceles, y Lleras exultaba en la suya, esperando la victoria.
Los veteranos liberales estaban todos en marcha. El Tuso Gutiérrez,
vencedor en Hormezaque, venía sobre Zipaquirá, como se lo hizo
saber a los presos Amalia Mosquera, la esposa de Herrán e hija de
Mosquera, tirando a la cárcel una tusa envuelta en granos de sal.
Santos Acosta y Gabriel Reyes Patria combatían en Boyacá. Mos
quera pasó el Magdalena y comenzó a trepar a la capital, hasta llegar
a Subachoque. Cierto que Obando fue asesinado en El Rosal y que
sus enemigos habían paseado los bigotes del viejo guerrillero en la
96 Memorias
como siempre en esta época, una lluvia fina y helada. De los cerros
baja una brisa hiimeda, con aliento de páramo. Los santafereños la
temen. Y se llevan a la nariz los pañuelos de rabo de gallo para
cubrirse de sus letales efectos. Algunos de los asistentes parece que
lloran. Sin embargo, hay un acuerdo general de que «el viejo Lleras»
merecía descansar. Era la primera vez que iba a hacerlo.
L a fa m il ia y LA INFANCIA
Pero para mí el más notable de los tíos fue, sin duda, Santiago,
también uno de los menores, aunque mayor que mi padre. Entre los
otros hay personajes que han merecido la consideración pública por
sus virtudes y conocimientos, y por su vocación a la enseñanza. Pero
Santiago fue un hombre excepcional, y para un niño, atrayente como
ninguno. Con los años lo identifiqué con uno de los personajes de
Baroja, Silvestre Paradox, hasta el punto de que no sé bien qué
corresponde al uno y al otro, en la niebla de mi memoria. Don Santiago
vivió muy cerca de nosotros, porque lo ligaba a mi padre una amistad
tierna y astringente, amistad que nosotros heredamos cuando este
último murió, dejándonos en la pobreza y muy niños. Como mi padre,
don Santiago se inclinaba al campo más que a cualquiera otra acti
vidad urbana, y en ella se destacaba por su amor a los caballos difíciles
y a los perros mansos y dóciles. Sus tierras fueron suyas, al contrario
de lo que le ocurrió a mi padre, que no las tuvo, sino en alquiler.
Eran, para decirlo de una vez, más bien pegujales en los páramos, y
creo que esa devoción no le daba por afición a la niebla y al frío,
sino por la extensión territorial que podía adquirirse con sus medios
limitados.
Era soltero, y así murió, en su ley. En esos páramos solía andar
de bayetón y, a caballo, de zamarros. Todo lo suyo tenía que ser de
superior calidad, y lo era. Los zamarros, por ejemplo, eran de cuero
de león, como entonces se decía para destacar los más finos y costosos,
aunque no se nos permitió nunca aclarar por qué se llamaban así, ni
si eran, realmente, de león. Su fusta era de manatí, otro animal
fabuloso y marino, y cuando su fuerte puño la hacía vibrar sobre las
108 Memorias
Años después don Santiago vivió con nosotros en una casa que
nos había regalado, en Chapinero, en la calle 59, cuya característica
era una reja de piedra, tallada cuadrangulannente, que le daba especial
dignidad en la cuadra. Allí como en otras casas suyas o nuestras, don
Santiago tenía su cuarto y desde el alba, cuando tomaba café prepa
rado por él mismo, tostado también por él, comenzaba un desfile de
óperas italianas y francesas en su flauta mágica, que era la única
música de la época que se oía en el barrio, y suscitaba admiración
de nuestros compañeros de juegos, en la calle abierta.
chas veces, para hallarle, claro, mejor sabor a esta última que a la
nuestra.
Don Felipe dispom'a, en cierta forma, de la vida del grupo humano
que le había correspondido en suerte y que estaba ligado no a él, sino
a la hacienda, desde tiempos lejanísimos. Allí habían nacido casi
todos los arrendatarios, allí vivieron, allí nacerían sus hijos, por los
siglos de los siglos. El fundo era su límite moral e intelectual.
Mi padre hizo esfuerzos por desasnar a los pequeños campesinos,
mis amigos, sin mucho suceso. Les pagó maestra, les fundó escuelas,
o simplemente los reum'a en los corredores anchos de las fincas, y
allí mis hermanos mayores ensayaban a transferir sus conocimientos,
no bien enraizados en eUos mismos, a los muchachos de la hacienda.
Hasta que los padres los reclamaban para innumerables trabajos de
pastoreo y agricultura, en las casas nativas. A poco los veía yo, con
la aguijada, haciendo andar a los bueyes, o cuidando ovejas, o arriando
vacas por los caminos enlodados de la finca. Todo lo que les había
entrado en la cabeza a fuerza de prevenciones, gritos, castigos, se
había perdido para siempre. Eran muchos. Pero morían cuando apa
recía la viruela, cuando se ensañaba el tifo en las casitas humildísimas,
de ventanucos cómicamente pequeños, para que no entrara el frío en
las noches. Y la pareja seguía engendrando y criando chicos con una
fe ciega en la eternidad de Sastoques, Tenjos, Juncas y Sochas sobre
la Sabana, envuelta en niebla, en diciembre, bajo la lluvia en abril y
octubre, seca y polvorosa en enero.
Entre mis recuerdos de infancia hay uno que se había borrado casi
totalmente y que ha reaparecido en estos días, poco a poco, aunque
debiera ser mucho más vivo y fuerte, porque es el origen de una de
las aficiones más intensas y gratas de mi vida, la de las artes plásticas,
y en especial, de la pintura. No se cómo ocurrieron las cosas, pero
supongo que al volver a Bogotá, mi madre, que llevaba ya muchos
años de vivir en haciendas y lejos de sus amigas y parientes, fue
reanudando relaciones antiguas, y entre ellas la de las González
Camargo, tal vez sus primas, que vivían en la calle trece, en la falda
del cerro de Monserrate, donde la vía tomaba sus más antiguas
características de la época colonial, empedrada, con acequia en la
mitad, por donde en días de lluvia bajaba un torrente ruidoso y alegre.
La calle estaba, por lo general, cubierta de hierbas que crecían,
airosas, entre las guijas redondas. Se trepaba hasta la altura de la casa
Mi gente 135
Catedral, por tantos años, entre la simpatía pública. Era, por lo demás,
lo mismo que hacía el Ejército regular en aquellos días de paz
octaviana.
Pero, además, ocurrió que Felipe Lleras Camargo, después tan
conocido y admirado como orador político, como senador, como
bohemio y repentista, cansado de la pésima paga de los pasantes del
Colegio de Ramírez, debió de hablar, a propósito de su hermano, con
el padre Gómez, y éste le propuso que se hiciera cargo de la vice-
rrectoría, que los militares no se apechaban. Felipe aceptó. Era, pues,
la segunda autoridad de la escuela cuando yo estuve a tiempo para
entrar a ella. Era Felipe, como siempre lo fue después, a pesar de sus
aventuras literarias, políticas y nocturnas, un trabajador espléndido,
y dictaba clases de varias materias, castellano, inglés —el inglés de
don Lorenzo y de don Santiago Lleras—, retórica, francés y qué sé
yo qué más humanidades. Firmaba todos los documentos escolares,
vigilaba la disciplina, y compartía con los militares, especialmente
con el Chivo Cubillos, la responsabilidad de mantener el orden cuar-
telario en la escuela, que ya comenzaba su vida trashumante, y
acababa de instalarse en La Victoria, una quinta semi-rural sobre la
carrilera y frente a la estación del ferrocarril del Norte, en Chapinero.
Allí entre eucaliptus y alcaparros, higueras y papayos, comenzó la
temporada escolar que unos meses después, debido al ataque fulmi
nante de apendicitis, tuve que suspender. Allí fue el primero y decisivo
encuentro con un joven hermoso, de tempestuosa cabellera rubia, de
labios carnosos, de cuerpo un poco indeble, que debía atribuirse a su
desdén por los juegos y la gimnasia: Jorge Zalamea Borda.
Pero, y no por coincidencia, ni por razones de clase, allí estaba
gran parte de mi familia. Mis primos mayores, que tenían aspecto de
tíos, todos entregados a la enseñanza privada, como lo habían estado
sus padres, en santa pobreza y sin vínculos con las castas dirigentes
del país, y, al contrario, enemigos silenciosos de todo lo que olía a
conservatismo, que era la hegemonía recia y bien constituida. No
podían enseñar en los colegios católicos y clericales, los únicos que
tenían el privilegio del bachillerato, al cual no se llegaba sin pasar
Mi gente 141
por las clases de logica y metafisica, una cada año, que se dictaban
ortodoxamente sólo por el Loco Restrepo Hernández y Monseñor
Carrasquilla, en el Rosario y por los padres autorizados, en San
Bartolomé. Por allí, pues, pasaba toda la inteligencia colombiana, en
cuello de botella, y allí quedaba el filtro que en otros tiempos, no en
el mío, debió ser muy exigente. El padre Gómez carecía del privilegio
de bachillerato como carecía el Gimnasio Moderno de él, y al llegar
a cuarto año nos disgregaríamos a buscar lógica y metafísica en los
únicos abrevaderos legítimos. Se podía saltar ese obstáculo, estudian
do derecho en la Universidad Republicana o en el Externado de
Derecho, recién reabierto, pero no otras ciencias prácticas. Y además,
esos diplomas serían una manera fácil de discriminar en el futuro por
jueces y clientes de ideas sanas contra los primíparos de las escuelas
ateas y pervertidas. La Universidad Libre, creada por el general Herrera,
tenía el propósito de abrir más vías a los liberales, y lo cumplió,
ciertamente. Pero ese problema se presentó más tarde, y, en aquel
momento lo que encontraba yo en la Ricaurte era una prolongación de
mi familia hasta entonces desconocida, en casi todos los cursos del
bachillerato. AUí enseñaban ciencias naturales, física, química, botánica,
Ricardo y Eduardo Lleras Codazzi. El primero era, además, profesor
del Gimnasio, donde ejercía una especie de tutoría sobre grupos de
alumnos que adoraban a su maestro, Papá Rico, por su ingenuidad y
bondad infinitas. Era, probablemente el geólogo más conocido de su
tiempo, y había recorrido todo el país buscando con sus ojos azules y
fulgurantes, heredados de Agustín Codazzi, piedras de todo género, y,
por adición, plantas que reposaban en grandes herbarios, en su modesta
casa de Chapinero. Organizaba a los «escuchas» —así traducía a los
boy-scouts ingleses—, y participaba en las excursiones de uno y otro
colegio por los montes circunvecinos o por las tierras calientes, más
lejanas. Era músico consumado, y poseía un prodigioso oído italiano.
Yo no le oí más que algunas piezas de violín y muchas de ocarina.
Amaba a los niños con ternura y paciencia infinitas, y, desde luego,
no me dio a mí más de lo que a cualquiera, o a sus propios hijos, en
el reparto de su atención y afecto.
142 Memorias
por más de una razón, pero no era la menor que conducía personal
mente su automóvil Ford, coupé, acompañado por un pajecillo que
le servía a todas horas, uniformado de botones. La máquina, todavía
semi-infemal a nuestros ojos, y más para un cura, tenía un pito
curioso, que imitaba el canto de un pájaro desconocido, y que hacía
volver todos los ojos al coche y a su conductor, que con ello satisfacía
su anhelo de que no quedara mujer sin tomar nota de su travesía. Era,
en realidad, abate a la francesa, y venía de Europa donde había sido,
según decían las gentes, inspiradas por él, de seguro, confesor de
duquesas y aun de reinas. Era perfumado y amable, en contraste con
El Padre Miura. De todos los Lleras, mis profesores, era el único
inclinado a pensar que teníamos sangre especial y una estirpe inme
jorable, que había que tener en cuenta en toda ocasión.
En otros sitios había más Lleras en semejantes profesiones y
oficios, todos rodeados del respeto y consideración de sus discípulos
y amigos. Estaban los dos Álvarez Lleras, Jorge, el matemático, que
trabajaba con Julio Garavito en el Observatorio y habría de sucederlo
allí como presidente de la Academia de Ciencias Exactas; y Antonio,
jovial odontólogo que había escogido su profesión como único re
curso económico y más breve que otros, para sostener su única
ambición; ser dramaturgo ilustre, como llegó a serlo cuando se es
trenaron Como los Muertos y Los Mercenarios por compañías espa
ñolas, Antonio hubiera querido hacer como Shakespeare, es decir,
presentar él mismo en el escenario sus propias producciones, pero
sólo en representaciones privadas en mi casa, donde montamos un
teatro para las obras de Felipe y las de Antonio, este último se
entregaba con pasión a recitar largos monólogos de Dicenta, o los de
sus propias obras. Jorge Lleras era el director del parque de vacuna
ción, y por allí pasaba todo el mundo a recibir las vacunas contra la
rabia, el tifo, la fiebre amarilla. Tenía aire de sufrimiento en el rostro
cruzado por largas y hondas arrugas, que se justificaba por un atroz
reumatismo que le hinchaba las coyunturas. Pero a pesar de esto, era
suave, cariñoso e inteligente como sus hermanas, Laura y Helena,
que lo idolatraban. Tal vez allí terminaba la familia Lleras por mí
144 Memorias
E xternado en el R o sa r io
M o n se ñ o r C a r r a sq u il l a
En el primer año «pasé» lógica con cuatro, analogía latina con cinco
y retórica con cinco. Era un buen resultado, y Felipe Lleras, mi
hermano, que seguía cuidadosamente mis estudios, se mostró satis
fecho. Yo lo estaba más, porque se me estaba abriendo un mundo,
el de las humanidades, que en la pragmática Escuela Ricaurte no
166 Memorias
habían tenido ningún cultivo. Pero claro que quien señalaba la atra
yente ruta no era el cura Jiménez, vicerrector del Colegio y profesor
de retórica, que más que estimular el entusiasmo por las letras parecía
aplastarlas con sus pesadísimos comentarios. Era también, como
Rengifo, un hombre tímido, pero parecía tener más autoridad, y la
ejercía. Su sombrío traje talar, que no contrastaba mucho con su piel
morena y los ojos negros de fanático, eran para desanimar a los
discípulos que tenían que aprender de memoria la Oda a la Zona
Tórrida, de don Andrés Bello, sin encontrarle ninguna de las presuntas
y anticipadas hermosuras que el eclesiástico nos advertía. El «cura
Jiménez», como le llamábamos peyorativamente, por contraste con
el Monseñor, de Carrasquilla, era tal vez profesor interino, porque el
titular debía ser don Luis María Mora, Moratín, poeta seudoclásico
y armonioso. Jiménez tenía la fama de ser distraído y poco feliz en
los trabajos de la inteligencia, y se contaban innumerables anécdotas,
suyas o prestadas, que así lo corroboraban. Pero si ese camino de las
humanidades permanecía casi cerrado, salvo por los trozos cervanti
nos que uno debía saber de memoria, y con los cuales yo me deleitaba,
en constante repaso, el que nos entreabría Restrepo Millán era pro
digioso. El latín en sus lecciones dejaba de ser una tortura para
convertirse en deleitosa experiencia. Las traducciones que hacíamos
una o dos veces por semana, con su ayuda y verbalmente, de trozos
de Virgilio, de Horacio, de Cicerón, eran una mezcla casi sacrilega
de palabras cruzadas y de inspiración, y ya no las olvidábamos jamás.
Restrepo daba a los versos todo su acento, su fuerza onomatopéyica,
y sobre todo, su música penetrante, que hasta entonces no habíamos
descubierto. Además explicaba el porqué de cada oculta conforma
ción idiomàtica, y nos mantenía pendientes de su palabra.
Como Restrepo Millán vivía a mitad del camino de Chapinero, no
una, sino muchas veces me encontré con él en el tranvía de regreso,
y continuábamos conversando sobre lo explicado en clase, y ahora,
ya él seguro de que al menos uno de sus alunnnos seguía con entu
siasmo sus experiencias y parecía entender todo lo que le significaban,
generosamente iba exponiendo para mí más artículos de su prodigiosa
Adolescencia y juventud 167
C o m ien zo a e sc r ib ir
In te r n o e n el R o sa r io
A lgunos c o n d ^^s c í p u l o s
Jorge Z alam ea
temas abstractos. Allí oí por primera vez hablar de Freud, que era
una de las pasiones recónditas y casi exclusivas de Vidales, el poeta
más revolucionario del grupo, que después habría de ser marxista,
como toda una generación de rebeldes que encontraban en los dos
judíos, o en cada uno de ellos, explicaciones satisfactorias para la
totalidad del universo, duras, esquemáticas y agudas, como piedras.
Umaña Bemal, grande, fuerte, cuyos largos silencios se coronaban y
se ocultaban detrás de una sonrisa llena de humanísima tolerancia
por las debilidades ajenas, que por entonces sólo eran para nosotros
no haber leído algo nuevo y último, tenía que asumir más de una vez
la ofensiva a nombre del pequeño gmpo, acosado por ebrios y em
pleados melancólicos, que se indignaban con nuestra petulancia, y la
emprendían con ofensas verbales, chistes y amenazas en que estallaba
su amargura. Cuando la cosa pasaba a mayores, Umaña Bemal se
levantaba, ya pesado por el consumo de bebidas alcohólicas, y dis
paraba un cañonazo de su potente derecha contra los agresores. Aparte
de los nombrados concurría al Windsor, y a nuestra mesa, Rafael
Maya, que ya comenzaba a cojear y quien era, tal vez, el más versado
en los clásicos, aunque había una sabiduría monstmosa e insondable,
por sobre todas las demás, la de León de Greiff, que parecía saberlo
todo sobre lo que se había escrito, pero que jamás entraba en nuestras
pequeñas discusiones, en que de pronto alguien descubría las lacras
de su propia ignorancia. La mía era muy grande, y la iba combatiendo
en esos días con intensas y desordenadas lecturas, que se orientaban
por algo que había oído, por un libro prestado, por una coincidencia,
y se prolongaban en todas direcciones, aumentando mi confusión y
desconcierto.
De tiempo en tiempo, coincidiendo con los días de pagos. Zalamea
organizaba unos festines, en uno de los reservados interiores del
Windsor, y hacía servir platos extraños, aperitivos, vinos, licores con
sorprendente profusión. Todo esto puede haber ocurrido mucho tiem
po después, pero la exactitud de la cronología no cambia mucho el
aspecto general de la época. Lo cierto es que alrededor principalmente
de Zalamea, con su espíritu de jefe de gmpo, que imponía discrimi
Adolescencia y juventud 179
V is ió n de los próceres v iv o s
L a CALLE
del cafetín. Reducida, pero muy selecta, como la veía Barajas, porque
para él los cincuenta personajes habituales de su establecimiento eran
la gente más importante, y así se lo hacía creer a cada uno. No era
una plazuela osciu-a y cerrada, como el Windsor, sino una habitación
sobre la calle doce, cinco por seis o siete metros, descontando el
campo de servicio y el bar. Los clientes de la peluquería de Víctor
Huard, un francés pegajoso que vendía perfumes en la esquina, in
mediatamente de bajar de la silla giratoria, se deslizaban, hambrien
tos, hacia La Paz, y comían salchichas y empanadas de inextinguible
memoria. Todavía hoy las siento en la lengua, ligeramente picantes,
bien amasadas, a las cuales se les quebraba, con los dientes, la punta,
y por allí se remojaban exprimiendo limones pequeñitos, ácidos y
astringentes, que hacían más digerible la grasa, por aquella época no
de aceites vegetales, sino de untuosa manteca de cerdo, que solía
llegar empacada en las mismas tripas del porcino, en grandes man
gueras blancas, suaves y olorosas desde antes de freír con gratísimos
aromas de cocina criolla.
D e G r e if f, R e n d ó n , T e ja d a
E d u a r d o C a st il l o
El pr im er a r t íc u l o
Había ocurrido un hecho en ese año que entonces debí señalar, como
recomendaban los romanos, «con piedra blanca», porque era para mí
muy notable. Ciertamente había hecho varias excursiones a la letra
de imprenta, porque algunos de los periódicos escolares que tuvimos
con Jorge Zalamea lograron ser impresos, pero, claro, nunca había
publicado nada en un periódico de verdad. Y una noche húmeda y
lóbrega, cuando me resultaba imposible en el salón de estudio volver
a mis lecciones, vi en un pequeño almanaque que en algún día próximo
se celebraba un aniversario más del nacimiento, o de la muerte, de
Hipólito Taine, cuyos libros había estado medio leyendo en la biblio
teca del tío Santiago, que ya consideraba como mía. Con la ayuda
de algunas de sus introducciones y prólogos logré arreglar un pequeño
artículo que envié a La República, diario de Villegas Restrepo en
donde Felipe Lleras venía escribiendo crónicas y notas sobre peda
gogía, y me quedé esperando el resultado. Pasaron varios días, muchos
para mi ansiedad, que más que en la publicación misma, residía en
el juicio imparcial que ella implicaría sobre mis capacidades. Al fin
una mañana lo encontré, y en primera página, donde Villegas inser
taba sus editoriales, la caricatura de Rendón y algún comentario.
Adolescencia y juventud 191
La po lítica de la época
Un e n s a y o de pe d a g o g ía
dores y difíciles. Me bastaron los primeros días para ver que no estaba
yo destinado a la educación, como todos los demás miembros de mi
familia. La escuela estaba, por entonces, en San Benito, la antigua
hacienda que había formado parte de las inmensas tierras de don
Enrique Umaña Barragán, que se conocían como Tequendama, prócer
éste de la Independencia, perdonado por Morillo en el Terror de 1816.
De él la heredó uno de sus hijos, don Manuel Umaña Manzaneque,
quien llegó a ser uno de los hombres, o, tal vez, el hombre más rico
de su tiempo. Era San Benito, según consta en los relatos de don
Miguel Cañé, el ministro argentino, uno de los sitios privilegiados
en que los santafereños solían darse vida brillante y alegre. Don
Miguel cuenta que le sirvieron allí una cena con menú y vinos dignos
del Café Inglés, claro, el de París, que era la medida contemporánea
para lo suntuoso. La casa de la hacienda estaba entre un parque de
árboles que debieron ser sembrados por don Manuel o don Eugenio,
uno de los hijos que casó con doña Magdalena de Mier, y a ellos de
seguro se debió el que en un rincón se levantara una capilla románica,
con vitrales importados de Francia y fuertes bancas de roble. La casa
era típicamente sabanera, elevada sobre la dehesa, con una alberca
helada y transparente. Había muchas aguas en los alrededores, y
detrás de la casa se elevaban pausadamente, hasta perderse en la
cordillera envuelta siempre en niebla, colinas suaves, con arbustos,
espinos y raques, y otras mezquinas formas de la vegetación, que
desde aUí, hacia arriba, era paramuna. Por las cañadas bajaban los
torrentes ruidosamente hacia el pequeño arroyo que iba a confluir
con el río Bogotá en El Charquito. El padre Gómez Brigard, siempre
activo y constructor, había levantado un edificio de dos pisos, en
donde estaban los dormitorios para los internos, que lo eran todos en
la escuela. Más abajo había construido canchas de tenis y campos de
fútbol. Había enviado a mi hermano Felipe, el vicerrector, a Alemania,
a traer profesores y equipo, y éste había regresado con un francés,
M. de Bonnald, y un atlético bávaro católico, el señor O’Harry. Eran
los especialistas de las ciencias naturales y los idiomas europeos. El
francés era pequeño, católico y rechoncho, el alemán grande y rubio.
Adolescencia y juventud 197
P o l ít ic a y p e r io d ism o
A pa r e c e G e r m á n A r c in ie g a s
C o n o c im ie n t o de V il l e g a s R e st r e po
Morales podía, claro está, y a los pocos minutos una sirvienta con
cofia blanca, se deslizó sobre la alfombra, empuñando una bandeja
con tetera, cafetera y tres tacitas. Apenas pasó ese trance, Villegas
comenzó a conversar, al principio con pereza, después animadamente.
Estaba leyendo periódicos de París, de Londres y de Nueva York, y
sabía muchas cosas que nosotros ignorábamos, muchos nombres que
al menos yo no había oído jamás, y era claro que le gustaba ávidamente
el campo de la profecía. Germán interrumpía para averiguar un poco
más. Al cabo de media hora y cuando temíamos haberlo agotado, a
pesar de que nos parecía que revivía hablando, nos retiramos. Nos
dio un cordial apretón de manos, desde su silla y nos pidió que
volviéramos, a nuestro gusto. Bajamos las escaleras y yo no le oculté
a Germán que había quedado sorprendido de ver tan exangüe al
aguerrido campeón contra los partidos, los generales, los periódicos
liberales, contra todo el mundo, y que no entendía bien cómo tan
frágil persona hubiera en esos días estado al borde de un duelo «a
pistola mordida» con el general Herrera.
A l l iu s y A n g u l a r io
E l E spectador y lo s C a n o s
C óm o e r a E l E spectador
L as d a m ise l a s de A v ig n o n
aspecto, pero sólo por él, caballeros a carta cabal, y en las mil
circunstancias en que se probaba en una vida azarosa el carácter, la
buena fe, la delicadeza, el honor, sabían cómo proceder, a diferencia
de las mujeres del trato, que eran de baja condición, guerreras,
extorsionistas e insolentes.
No tenían, de cierto, creencias religiosas pero profesaban públi
camente un catolicismo general, como cuestión de buen gusto. Eran,
además, supersticiosas, y estaban siempre dispuestas a aceptar todo
aquello que les indicara su incierto porvenir, o el de los demás —las
líneas de la mano, la bola de cristal, las barajas españolas—, y
practicaban con entusiasmo sombrío el espiritismo, como manera de
distraer sus ocios largos a la espera de citas jamás bien cumplidas y
de probar una aproximación física al más allá, que las llenaba de
inquietud y zozobras. Les gustaban los animales domésticos, y algu
nas de ellas se habían refinado hasta preferir los perros de raza,
aunque se inclinaban sistemáticamente por los lanudos y pequeños
que les recordaban los gozques campesinos de su primera infancia.
Alguna, sin embargo, solía pasearse con un setter irlandés que la
seguía o la precedía, sujeto a una cadena. Causaba gran sensación
por la belleza acaramelada del flexible animal y por la arrogancia de
la dueña, que sabía bien que ese solo acto era un abierto y desdeñoso
reto a la sociedad gris y pacata de su tiempo.
Eran, obviamente, pobres, como subproducto o superestructura
de una organización social en que la pobreza general era la regla.
Pero esa condición las tenía sin mucho cuidado. Hacía parte de su
ambiente bohemio en que los mismos millonarios, si los había,
pasaban grandes dificultades en una noche de juerga para pagar
los consumos, alborotos y destrozos en que se incurría inevitable
mente hacia las primeras horas del alba. Todas «vivían de alguien»,
y algunas parecían mantenidas por una pequeña y filosófica compañía
anónima que se cotizaba para que sobrevivieran con su gracia, su
hospitalidad y su encanto. Otras tenían negocio de bar y sala de
baile a la cual concurrían sus amigas, seleccionadas en favor o dis
criminadas en contra por callados afectos y fervorosos rencores y
Adolescencia y juventud 211
E d u a r d o S a n t o s y E l T iem po
Don Luis dejó ver en los pliegues de su rostro movible algún gesto
de contrariedad, que sólo podía atribuirse a que esto mismo le ocurría
con frecuencia. Como quiera que fuese, dijo que le parecía muy buena
mi determinación de proseguir mis estudios. Y nos despedimos afec
tuosamente.
Las impresiones que tengo de las personas y personajes de mi
primera juventud no son, en modo alguno, definitivas, y el tiempo
me las hizo cambiar, muchas veces radicalmente, a medida que la
madurez me iba haciendo alterar los patrones, los arquetipos huma
nos, en correspondencia con la progresiva conformación de mis sen
timientos y convicciones. En algunas ocasiones no sólo van
apareciendo, como Nieto Caballero, Luis Cano, Villegas Restrepo,
tal como los vi casi sin haberlos conocido antes, en una etapa de mi
vida en que, como ocurre en la de todos, prevalece en el hombre, y
supongo que en la mujer, un agitado egocentrismo, que no deja ver
en los demás sino figuras sin contornos ni profundidad, parte inte
grante apenas de un paisaje que se desliza a nuestro lado vertigino
samente, como se solían ver las cosas, las personas y los seres
vivientes desde las ventanillas de los trenes. Más tarde, como se irá
viendo al leer estas Memorias, esos rostros, esas figuras tomarán
dimensiones que corresponden más exactamente a la importancia que
tuvieron en mi vida, a la influencia que ejercieron sobre mis ideas,
a la admiración que suscitaron en mí sus actos o sus palabras, en los
notables episodios en que me vi envuelto.
Mi paso por El Espectador, como todos los momentos iniciales de
esta juventud atropellada, fue tan importante como fugaz. Es mi
primer contacto, buscado por mí, u ocasional, con adultos diferentes
de los profesores y otros seres nimbados de autoridad que los distan
ciaba automáticamente de toda relación sencilla y francamente hu
mana. Me acercaba a ellos con respeto y, generalmente, porque algo
en ellos me admiraba y seducía. Recuerdo que algunas de esas rela
ciones, entabladas en plena calle, y casi nunca por mi iniciativa, se
conducían en dos niveles, que un gesto, reservado por la cortesía a
las señoras, caracterizaba: yo escuchaba a mis notables interlocutores
214 Memorias
E n t r e v ist a con C a l ib á n
E l Tiempo d e l a é p o c a
P a t e r n a l ism o sig l o x x
R asgo so c ia l d e la é po c a
L a p e r s o n a y la po lítica
DEL DIRECTOR SANTOS
oír, conversar con Anatole France en ese sitio y tal vez acompañarlo
unos pasos por los muelles del Sena en su habitual paseo por entre
los burdos escaparates de los libreros de viejo donde France no
encontraba ya nada, ni tal vez nunca encontró cosa alguna. Para
France, me imagino, ese joven tímido que vencía sus sentimientos
para precipitarse en pos de la gloria, representada por él —el anciano
judío que conmovía a Francia con todo lo que hacía o lo que escri
bía—, debió llamarle la atención por venir literalmente de otro mundo,
donde su nombre no era tampoco desconocido ni dejaba de suscitar
tempestuosas admiraciones, cuando comenzaban a entibiarse en el
viejo. Para el doctor Santos ese momento estelar de su vida fue un
recuerdo que le gustaba, a los setenta, a los ochenta años, revivir con
fruición de coleccionista. De la misma manera el doctor Santos
recorría incansablemente el viejo París en busca de una casa con una
placa y una fecha, que indicaban que alH había muerto alguien,
celebérrimo. Muchos años después recorrí con él París y Roma, y
me hizo los honores de la antigua Lutecia como si fuera el dueño
discreto de tan espléndido sitio.
Eduardo Santos tenía una información prodigiosa, fruto de sus
innumerables lecturas, sobre todas las cosas que le interesaban, y aun
algunas que no parecían ser objeto de sus afectos. Pero cuidaba bien
de no abusar de su memoria sorprendente, como de todo lo que poseía.
A medida que se recorría con él una vieja ciudad europea narraba,
como al descuido, anécdotas ingeniosas, particularmente sobre la
época de su juventud y, desde luego, de sus admiraciones predilectas.
Situado en la antigua Plaza Real de París —después Place des Vos-
ges—, caminando lentamente por las anchas arquerías, visitando de
paso un librero de viejo, o subiendo, otra vez, a ver la casa de Víctor
Hugo y el museo dedicado al poeta, era un torrente apasionado de
nombres, de fechas, de circunstancias que hacían revivir a sus amigos
toda la época romántica, las aventuras amorosas o simplemente se
xuales del poeta, en su ancianidad, con mujeres del trato o simples
sirvientas, o alguna negra de Barbados que le había traído a su hija
de regreso de la peregrinación de enajenada detrás de un teniente
Adolescencia y juventud 231
pero uno especialísimo que resultaba tan enrevesado como las gre
guerías de Gómez de la Sema, aunque mucho más fluido. Gustaba
de leer en voz alta sus producciones, que salían de la máquina con
una perfección inusitada, sin errores ni correcciones. Leía entonada
mente y era así más notorio que la mda música de su prosa no era
involuntaria, sino buscada y obtenida. De pie, con la cuartilla en la
mano, sin gesticulación alguna, parecía ser de otra era en la cual los
hombres vivieron en lucha frecuente con los brontosaurios. Había
viajado por Europa y vivido por años enteros en Barcelona, ciudad
que evocaba constantemente. Aquellos viajes debieron ser, por lo que
él contaba y escribía, largas peregrinaciones bohemias que le dejaron
recuerdos imborrables. Tenía a Santander metido en los largos huesos
de su cuerpo y en las entrañas mismas, y a pesar de ser el único
santandereano desarmado que hasta entonces yo había conocido,
exaltaba muchos hechos de violencia individual que aparecían en sus
anécdotas con caracteres notables, como ciertas escenas gallegas de
don Ramón del Valle Inclán. Sus gentes, sus amigos, santandereanos
en su mayoría, eran apasionadamente defendidos y exaltados por
Barrera Parra. Era liberal, mejor aún, radical, y hombre de izquierda,
y su familia tradicionalista y duramente conservadora.
Unos años más tarde conocí otro aspecto de la personalidad fabu
losa de Barrera, cuando en excursiones del alba, tonificados y entu
siasmados por los aguardientes de las últimas tiendas de la ciudad y
las primeras que se abrían en la Sabana, en un pequeño automóvil
de mi propiedad que Jaime bautizó La Alondra, recorríamos los
campos por carreteras polvosas y llegábamos a Chía, a Tenjo, a Tabio,
pueblecitos dormidos de la Sabana cuando sonaban las primeras
campanas de la misa. Eran entonces pasajeros habituales Edmundo
Rico y Eduardo Zalamea. En todas las pequeñas y a esa hora aletar
gadas cantinas había siempre una moza que expendía nuestros aguar
dientes, los de los madrugadores del vecindario y provisiones
destinadas al desayuno parroquial. En cuanto fuera garrida y tostada
por el sol y el frío, pero amable, sonriente y coqueta. Barrera se
enamoraba de ella, pero no como un conquistador de pueblo, con
Adolescencia y juventud 241
C ómo n a c ie r o n L os N u ev o s
Por entonces, pero más bien alrededor del año 25, se conformó el
grupo de Los Nuevos, sobre el cual se ha hablado mucho, se habló
también en su tiempo, y sin embargo, es poco conocido en la realidad.
Fue una de las explosiones del inconformismo de las nuevas gene
raciones, pero como grupo o escuela literaria no tenía carácter tan
definido ni el valor que suele asignársele en las antologías. La mayor
parte de sus miembros, escogidos un poco al azar de las reuniones
en los pequeños cafés de que he hablando antes, rumiaban, en verdad,
un agravio permanente y agresivo contra las generaciones anteriores,
a quienes inculpaban del retraso de su fama y del marchitamiento
prematuro de su gloria, principalmente por el control que ejercían,
normalmente, sobre los medios de información y publicidad de la
época. Pero no todos participábamos de esos sentimientos, y aún más,
en la clandestinidad, profesábamos sincera admiración por los expo
nentes más notables de la generación del Centenario, que escribían
bien y jamás habían intentado cerrar la puerta de su oümpo a la
nuestra. Antes bien, Calibán se esforzaba por descubrir nuevas figuras
entre los jóvenes, aunque su predilección por las líneas clásicas era
conocida. Así, por esa vía, entró a Lecturas Dominicales, por ejemplo.
242 Memorias
un jovencito entre los diez y seis y diez y siete años, con rostro
infantil y estatura menos que mediana, que lo hacía aparecer aún más
pueril, aunque disfrazaba estos hechos con cierta solemnidad precoz,
rígido atuendo oscuro y algún bamboleo simpático de la cabeza, con
el cual pensaba, sin duda, aumentar su severidad. Era el joven poeta,
y sus versos, que después el país ha conocido por el relumbre de su
actuación política, publicados por sus enemigos, no fueron muy
notables, aunque indicaban buenos sentimientos hacia su familia, sus
novias y la naturaleza. Era Carlos Lleras Restrepo menor que Los
Nuevos y un neoclásico sin pretensiones de revolucionar las letras
colombianas, sino tal vez, de perfeccionarlas dentro del viejo estilo.
Calibán lo honró con dos páginas de Lecturas Dominicales y con una
salva entusiasta para esa promesa literaria.
No sucedía, sin embargo, nada semejante con otros poetas y es
critores, y pasaron años antes de que León de Greiff o Rafael Maya
entraran a esas páginas. Ni qué pensar que algún día Luis Vidales
pudiera asomarse a ese sitio consagratorio, destinado a los versos
parnasianos de Víctor M. Londoño, de Miguel Rash Isla, o a los
poemas de Abel Marín y de Eduardo Castillo, que no parecían aco
modarse a ninguna escuela definible. Este último había tenido un
debate en verso con Ángel María Céspedes, otro poeta laureado, que
causó tanta conmoción en el mundillo de las letras como el de la
pena de muerte, en el Congreso, entre el viejo quevedesco Antonio
José Restrepo y el lírico decadente Guillermo Valencia. Pero Los
Nuevos se sentían marginados y yo no sé por qué, sin mucha espe
ranza, y fermentaban una sublevación general contra el estableci
miento. No eran, de seguro, un grupo homogéneo. Eran más bien la
prolongación de la mesa del Windsor, buenos amigos, unidos por
estrecha camaradería. Había entre ellos distancias de edad y de am
biente, algunas muy grandes, como en el caso de León de Greiff y
Jorge Zalamea. Tal vez ninguno de los dos sentía con apremio la
necesidad de limitar fronteras con la generación anterior, o con
ninguna otra. Sabían que eran diferentes, y nos acompañaban a los
demás en el desasosiego que se extendía a muchas otras zonas de la
Adolescencia y juventud 243
Armando Solano, más por falta de tema para escribir que otra cosa,
determinaron comentarla en serio, proponiéndole al país una airada
defensa de la generación a que pertenecían y exhibiendo la mezquin
dad de la nuestra. Ninguna otra cosa buscábamos y jamás nos atre
vimos a esperar que aun columnas editoriales de los grandes diarios
se ocuparan de nosotros tan destacadamente, así fuera para tratamos
mal, de indoctos, mal preparados, ligeros en nuestras apreciaciones,
peligrosos y pedantes. Todo era, por desventura, verdad. Pero lo
bueno e importante consistía en que nuestro gmpo, nuestra revista,
nosotros, no nos extinguiéramos en el abominable silencio y desprecio
patemalista de los dueños del poder editorial, sino que les causáramos
mella, los mortificáramos y los hiciéramos hablar de Los Nuevos,
así fuera para discutir severamente nuestra dudosa novedad. La revista
cargó en la siguiente edición con renovado entusiasmo y tal vez con
gratitud sincera contra los perseguidores de nuestra generación, y en
especial contra los valores reconocidos por la del Centenario, a
quienes se solía honrar con elogios desproporcionados: las víctimas
fueron, principalmente. Solano, Nieto Caballero, Quijano Mantilla,
Comelio Hispano y algunos otros dioses mayores y menores de la
inteligencia hasta entonces aceptada. No recuerdo que nos hubiése
mos metido con ningún poeta, pero en general, respirábamos un
desprecio, sin límites ni medida, por toda la obra literaria de la
generación centenarista. De su parte, Felipe Lleras, nuestro editoria-
lista, siguiendo las pautas políticas de Villegas Restrepo, decía pestes
contra los partidos liberal y conservador y sus jefes civiles y militares
y anunciaba un alba próxima, que se presentía revolucionaria. Pero
no duró mucho toda esa efervescencia porque la revista no resistió
el golpe de la fama, y a poco murió, en su edición quinta. Sin embargo,
algo había hecho. Nos dejó encuadrados en un gmpo que se siguió
reuniendo en los cafés, que fue cada vez más arrogante y complicado
—también más extenso— y que terminó por publicar todo lo que le
daba la gana en los suplementos de los diarios bogotanos. Y entró a
la política, en ambos partidos, con los Leopardos, de una parte y de
la otra la extrema izquierda de Vidales, Tejada o Mar, y la más
250 Memorias
E nsayo m er c a n t il
La c iu d a d y el m u n d o
Mi pr im e r d is c u r s o
Por ese tiempo hice mis primeros ensayos como orador político. La
primera vez sobre los hombros anchos de Germán Arciniegas en la
calle diez, donde vivía Laureano Gómez, para manifestarle al ministro
la emoción de la juventud por su desafío a un Congreso hostil, que
encontraba la energía y rapidez de las empresas de Gómez altamente
peligrosas para el partido conservador, y que, en alianza con gmpos
de liberales a quienes la figura del Ministro de Obras les resultaba
antipática, acosaban al empujador funcionario. Gómez, muy típica
mente, acusaba al Congreso de que quería prórroga de las sesiones,
que entonces se pagaban de acuerdo con los días de trabajo, y que,
según él, ejercía una taimada extorsión sobre el ministro con la
demora ostensible de sus proyectos de ley. Los senadores, encabe
zados por Ignacio Rengifo, su presidente, consideraban intolerable
el tono y las palabras del representante del gobierno, y determinaron
negarle su condición de conducto ordinario de las relaciones con el
Ejecutivo. Antonio José Restrepo lo ofendía con sus sarcasmos que
se habían hecho habituales y tolerados en el recinto senatorial. Gómez
se limitaba a decir que no habría prórroga. Las barras aplaudían. Los
estudiantes entusiastas con el signo de vitalidad que Gómez encar
naba, lo seguíamos. Ante su casa, unos doscientos, sobre los rieles
del tranvía de muías, pedíamos que no cediera. Gómez, robusto, con
la cara sonriente y enrojecida, recibía los aplausos. Yo debía hacer
266 Memorias
en tono muy elevado del Colegio del Rosario, produciría una decep
ción en el público, y así lo expresé a Gómez, quien me dijo que él
se hacía cargo de la dificultad y la arreglaría. Cuando llegué a la
oficina del doctor López había un grupo muy numeroso de sus amigos
y parientes, y entre ellos uno que era bien conocido por sus procli
vidades homosexuales, que eran un refrán entre estudiantes y gente
joven y figuraban en todos los comentarios de los cafés y en las
tertulias estudiantiles que se hacían en el Capitolio, en la noche,
aprovechando la iluminación del lugar. Ese hombre, que caminaba
con un aire modoso de explorador de las calles dormidas, buscando
cómo satisfacer sus pasiones, que nos parecían misteriosas y repug
nantes, se acomodó en el marco del balcón desde el cual yo iba a
hablar, y fue lo primero que vi al entrar al recinto de la oficina.
¿Quién iba a soportar las risas y cuchufletas de mis propios compa
ñeros de redacción, agrupados precisamente en frente del balcón para
contemplar el experimento? Me dirigí al doctor López, sin recordar
el íntimo parentesco con el personaje, y le dije que mientras estuviera
allí no saldría al balcón, sin explicarle los motivos. Pero López los
adivinó, me miró con ironía aguda, y poniéndome una mano sobre
la espalda, me dijo: «¡Pretensioso! Salga al balcón».
Y me empujó entre el grupo, hasta que quedé enfrente del antiguo
convento donde se abría un ventanuco desde el cual Laureano Gómez,
aplaudido a rabiar por la muchedumbre, sonreía satisfecho. No sé
cómo pasé mis páginas una tras otra, con la mejor voz del refectorio
del Rosario, que se encañonaba en la callecita estrecha donde se
amontonaban miles de personas hasta una perspectiva lejana. Era una
gran manifestación. Y la cerraban las máquinas de Pradilla, los au
tomóviles de servicio público de Antonio Puerto y de los Laras, hasta
la plazuela de la gobernación. Al fin terminé. Gómez se irguió sobre
sus pies, y con voz tronante inició su discurso graduándome, honoris
causa, para la posteridad:
—¡Señor Doctor Lleras!
268 Memorias
maleta del tío Santiago, de fuelle y atada con fuertes y anchas correas,
casi indominables, un jacquet, prenda de inútil uso en mi viaje, y
dejé, en cambio, el smoking. Pero a las siete de la mañana, sin sentir
el frío a mi alrededor, ya iba yo en el pequeñito tren por la Sabana
envuelta en niebla fina, que el sol todavía no lograba vencer, hacia
el mundo.