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II

C U A N D O EL MÉTODO SE HIZO DIOS

Vamos a estudiar, a continuación, dos temas que se hallan estrecha­


mente vinculados entre sí. Por una parte, continuaremos considerando lo
que podríamos llamar la evolución en la concepción del sujeto en la Eu­
ropa del siglo XIX y. por otra pane, nos centraremos también en el estu­
dio de los conceptos a los que hace poco aludíamos y que sirven para
anular aparentemente al sujeto, fijándonos en uno de ellos, el de civili­
zación, cuya importancia en el seno del discurso histórico es de lodos co­
nocida. Denominaré a este tipo de conceptos como el de civilización o
el de nación, hechos totalizadores, por dos motivos. Los llamo hechos,
en primer lugar, porque así los consideran los historiadores que los estu­
dian, que nunca suelen considerarlos como abstracciones o meros mo­
delos, simplemente, y los llamo totalizadores porque poseerían, al pare­
cer, la capacidad de conformar y estructurar a todos los restantes hechos.
Comenzaremos por el primero de nuestros temas:

A) E l h o m b r e y el m é t o d o

Decíamos anteriormente que el pensamiento de Hegel, como no po­


día ser menos, al considerar hegelianamente las cosas, se vio rìpida­
mente negado por una serie de sus discípulos. Vamos a considerar, en
primer lugar, a uno de ellos, que se esforzó por extirpar los componen­
tes teológicos de ese pensamiento:

Ludwig Feuerbach

La reducción de la teología a una mera antropología, es decir, la


demostración de que Dios no es más que una parte del hombre, cons-
333
tituirá la clave del pensamiento de este filósofo, que propondrá llevar
a cabo una reforma radical de la filosofía de su tiempo. Feuerbach de­
nunció, en efecto, el hecho de que la filosofía especulativa no fuese
más que una mera teología encubierta y, por lo tanto, una actividad
doblemente falsificadora. Es falsificadora, en primer lugar, porque pre­
tende enmascarar su propia naturaleza de reflexión teológica y, por otra
parte, porque, en tanto que actividad teológica, no es más que una gi­
gantesca simulación, puesto que la teología no hace más que encubrir
una deformada reflexión sobre el hombre de una orientación social y
política muy concreta.
Todas estas acusaciones las verterá Feuerbach sobre Hegel. En su
opinión, «la lógica hegeliana es la teología vertida a la razón y el pre­
sente, la teología hecha lógica. Así como el ser divino de la teología
es el conjunto ideal o abstracto de todas las realidades, es decir, d e to­
das las determinaciones y finitudes, así también la lógica»'. Y el «es­
píritu absoluto» es el «espíritu fallecido» de la teología que todavía
merodea como un espectro en la filosofía hegeliana»2.
Pero estas consideraciones no se limitan a la critica de un solo sis­
tema, sino que suponen una critica de toda la filosofía de su época.
Para Feuerbach, será necesario fundar una nueva filosofía basada en
el conocimiento de lo real3, y a la que definirá afirmando que «la filo­
sofía es el conocimiento de lo que es»“. Esa nueva actividad filosófi­
ca tendrá que unirse necesariamente con las ciencias naturales, cuyos
derechos reivindicará ese autor frente a las tiránicas pretensiones he-
gelianas de poder interpretarlas mediante su omnipotente sistema, y
las propias ciencias naturales han de recurrir también a la filosofía. La
filosofía no tendrá, pues, que comenzar consigo misma, sino con su
propia antítesis, con la no filosofía, con lo sensual5.
Esta renovación de la filosofía supone la negación de toda filoso­
fía de escuela6. La filosofía pierde ahora su unidad como método, pero
la recupera al considerar el punto del que debe partir la reflexión que
le es propia: el hombre. El hombre es la autoconciencia y la base de
toda la filosofía, y su conciencia es la unidad real del espíritu y la na­

1L. Fcucrbach. Tisis provisionales para (a reforma de la filosofía, Barcelona. 1976, p. 23.
2 Ibid.. p. 25. Del mismo modo. *quien no abandona la filosofia hegeliana, tampoco
abandona la teología». íbid., p. 37.
3 «El comienzo de la filosofía no es Dios, no es lo absoluto, no es el ser como predica­
do de lo absoluto o de la idea, el comienzo de la filosofía es lo finito, lo determinado, lo
real», ibid.. p. 28.
4 Ibid., p. 30.
5 «La filosofía tiene que unirse nuevamente con los ciencias naturales y las ciencias na­
turales con la filosofía», ibid.. p. 42
6 «La única filosofía positiva es la negación de toda filosofía de escuda... el hombre
cjuees y se sabe como la identidad real (no imaginaria), absoluta, de todos los principios y
contradicciones». Ibid., p. 39.

334
turaleza. Ya no será necesario construir grandes sistemas porque la fi­
losofía no necesita buscar la unidad. La unidad ya nos viene dada en
el propio hom bre y en la naturaleza, y es por ello por lo que «la vera­
cidad, la sencillez y la exactitud son los signos formales de la filoso­
fía real»1.
Pero, evidentemente, toda esta reforma de la filosofía no podía lle­
varse a cabo sin una alteración profunda de la concepción del sujeto,
que en Feuerbach también adquirirá unas dimensiones totalmente nue­
vas, preludiando la que será la concepción del mismo en las filosofías
del siglo xx.
Esa nueva concepción del sujeto comenzará mediante un proceso en
el que la materia pasa a ser considerada como entidad divina, y en el que
«la elevación de la materia a entidad divina es a su vez e inmediata­
mente la elevación de la razón a entidad divina»8. Puede pues existir
una razón sin Dios, ya que la razón es un atributo del hombre, pero el
hecho de que ella misma pueda prescindir de Dios no significará, na­
turalmente, que posea un carácter menos absoluto que él.
La propuesta feuerbachiana es algo así como una gigantesca ope­
ración de catarsis. En ella, la filosofía se liberará de muchos vanos
conceptos y de muchas abstracciones para entrar en contacto, o al me­
nos intentarlo con la realidad de la naturaleza y del hombre mismo.
La purificación tenía que comenzar con el concepto de Ser. A partir
de ahora, «el se r no es un concepto general que pueda segregarse de
las cosas. Es uno con lo que es»9. Suprimido el ser, queda suprimi­
da también la metafísica, y, en consecuencia, la filosofía tendrá que
reducirse a la física, es decir, al nivel de lo sensible10. La materia, el
mundo, las percepciones de nuestros sentidos contra las que en último
término, com o hemos visto, se enfrentaba ya Kant, para el que lo su­
blime se generaba en contra de los sentidos, adquirirán una nueva va­
loración, ahora plenamente positiva.
Y, com o era de esperar, también pasarán a quedar revalorizados
junto con ellos los sentimientos, las pasiones, el amor y. en definitiva,
todas aquellas partes que la filosofía anterior, la filosofía de los gran­
des sistemas, había considerado como meramente instintivas y de ca­
rácter material.
De este modo, por ejemplo, el ser pasará a ser «un misterio de la
intuición, del sentimiento, del amor»", es decir, que más que defini­
do, el ser pasará a ser sentido, vivido. Por ello, «la nueva filosofía re­

' Ibid.. p. 30.


I L. Feuerbach. Principios de la filosofía del fiitum, Barcelona, 1976, pírr. 17.
• Ibid.. prttT. 27.
10 «l.o real en su rvalidoil o en tamo que reollditíl es lo real en tanto qwc objeto de tos
sentidos, es lo sensible», ihitl. prtrr. 32.
II Ibid., prtrr, 33.

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posa en la verdad del amor, en la verdad del sentimiento... no es sino
la esencia del sentimiento elevada a la conciencia: ella sólo afirma en
y a través de la razón lo que todo hombre -el hombre real- reconoce
en el corazón»12.
En la estructura del sujeto feuerbachiano podemos observar la
existencia de un mayor grado de unidad entre sus componentes que la
que había entre ellos en las filosofías anteriores. Esa unidad la desa­
rrollará, en un principio, siguiendo los esquemas hegelianos, pero
cambiando en ellos los conceptos abstractos por otros que ese filóso­
fo considerará como mucho más concretos, como ocurre en el caso de
la autoconciencia, que será ahora sustituida por el hombre sensible, por
el hombre en su integridad, por el hombre en todas sus dimensiones13.
La integración de la razón y el sentimiento, y del hombre y la na­
turaleza traerá igualmente como consecuencia el que el sujeto aparez­
ca ahora inmerso en el espacio y en el tiempo, y no al margen de ellos,
tal como se lo había intentado mantener desde Descartes. «El espacio
y el tiempo -dirá Feuerbach-, no son meras formas fenoménicas: son
condiciones del ser, formas de la razón, leyes del ser lo mismo que del
pensar»'4.
En realidad, incluso se propondrá sustituir la noción de sujeto, tal
como se había hecho con la de razón, por la noción totalizadora de
hombre's, y se tomará como punto de referencia ya no el valor que ha­
bía venido siendo fundamental en toda la filosofía europea, el de la
verdad, sino el de la vida. De este modo, «la verdad no existe en el
pensar, no existe en el saber para sí. La verdad es únicamente la tota­
lidad de la vida y de la esencia humana»'6. La vida del hombre, y la
vida del hombre en sociedad17, constituye el auténtico objeto de la fi­
losofía, y en consecuencia, y dado que la filosofía debe avanzar auna­
da con las ciencias, habrá que tratar de constituir unas ciencias del
hombre.
La creación del concepto hombre, tanto a un nivel meramente fi­
losófico, en el que pasará a constituir el centro de gravedad de toda la
teoría del conocimiento, como a nivel del discurso histórico, en el
que, aunque ya en el siglo xx, el hombre pasará a convertirse en otro
de los hechos totalizadores característicos de ese discurso, constituirá

** Ibid. párr. 34.


ls *La identidad det sujeto y el objero, que en la autoconciencia no es más que una idea
abstracta, sólo es verdad y realidad en la intuición sensible del hombre». L. Feuerbach.
ibid.. pin. 41.
14 Ibid., párr. 44,
15 *Lo realidad, el sujeto de la razón sólo es el hombre». Ibid., párr. 50.
16 Ibid.. pin. 58.
17 •La verdadera dialéctica no es un monólogo del pensador solitario consigo mismo,
sino un diálogo entre el yo y el tú». Ibid.. párr. 62.

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una gran transformación dentro del ámbito del pensamiento europeo.
El «hombre», eje de la filosofía y de otros muchos tipos de saberes,
pasará a tom ar el relevo del sujeto y del cogito, y a asumir también el
papel de referente último que antes le había correspondido a Dios.
En efecto, la filosofía de Feuerbach es una filosofía de la inma­
nencia porque el hombre no necesita remitirse a nada diferente que
él mismo. Todo comienza y termina en él, y en él lodo queda funda­
mentado. Ya no será, pues, necesaria esa última instancia que sirva
de garante de nuestras certidumbres ni de fundamento del ser, por­
que en todo caso y siempre no se tratará más que del «hombre». Con
el «hombre», la filosofía pretende abrirse al mundo real, al mundo de
lo concreto, y abandonar el terreno de las abstracciones, en el que el
«hombre» ha de renunciar muchas veces a sí mismo para acercarse
a la verdad y a Dios. De hecho, logró que los resultados de su pro­
pósito se cum pliesen parcialmente, puesto que el conocimiento del
individuo y la sociedad se vio propulsado por una filosofía de este
tipo. Pero ello no querrá decir, en modo alguno, que mediante la in­
troducción de esta nueva abstracción la filosofía quedase definitiva­
mente libre de sus cadenas, porque ese lugar en el que todo comien­
za y en el que todo acaba, ese lugar absoluto del que nunca podremos
mentalmente salir también puede ser una cárcel, y el concepto de
«hombre», al igual que contribuyó al conocimiento de muchos sec­
tores de la realidad, como los que se refieren a los sentimientos, las
sensaciones y la vida social, también fue el responsable del cierre de
muchos otros.
Estudiar el tema del «hombre» en la filosofía europea a partir de
Feuerbach constituye, evidentemente, el lema de una amplia serie de
investigaciones que no vamos a desarrollar en este lugar. Y lo mismo
ocurre si en vez de tomarlo como concepto filosófico lo tomamos como
hecho totalizador del discurso histórico. Toda una escuela histórica
del siglo xx, la Escuela de los Annales, pretenderá desarrollar la his­
toria del hombre en todas sus dimensiones, y por ello la investigación
de ese concepto requeriría igualmente otro amplio estudio, que tam­
poco voy ahora a llevar a cabo. Pero ha sido necesario hacer referen­
cia a Feuerbach, al que hemos escogido como muestra, un poco arbi­
trariamente, porque en su filosofía se pone de manifiesto cómo la
retirada de Dios del trasfondo del pensamiento filosófico posibilitó
una nueva definición del sujeto como hombre de carne y hueso in­
merso en el mundo social y natural, y cómo esa misma retirada creó
la necesidad de hipostasiar ese mismo concepto hacicndo de él. y del
método que lo estudia, un nuevo absoluto que en su omnipotencia no
tiene nada que envidiar al antiguo concepto de Dios.
Otro de los lemas U«1 pensamiento fcuerbachiano es el tema de la
vida, a veces identificada plenamente con el hombre. La vida ha sido

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también otro de los grandes conceptos filosóficos del siglo XX y otro
de los hechos totalizadores que ha venido utilizando en ese mismo si­
glo el discurso histórico. No vamos, evidentemente, a analizarlo como
hecho totalizador, ya que ello no es el objeto de este trabajo, pero sí
será necesario desarrollar un breve estudio de una filosofía vitalista,
con el fin de observar cómo se ha modificado en ella la concepción del
sujeto.
Hemos escogido para ello, por parecemos muy significativa, la fi­
losofía de Henri Bergson.

Henri Bergson

Las postrimerías del siglo xix y los comienzos del XX vieron cómo
se producía en Europa el desarrollo de una serie de corrientes filosó­
ficas que concordaban en destacar las limitaciones del entendimiento,
o lo que es lo mismo, las limitaciones de las ciencias naturales. No se
parte ahora de una crítica del hegelianismo, ya que en estas épocas ha­
bía sido barrido en buena parte por la corriente de la historia, sino de
una crítica de la ciencia. Se trata de demostrar la incapacidad de la
ciencia y el pensamiento científico para entender la vida humana y
para comprender los fenómenos vitales en general.
Sobre este tema, centrará Bergson su labor filosófica. Para ese au­
tor, hay que desarrollar una teoría del conocimiento que sea insepara­
ble de la teoría de la vida. «La vida se manifiesta como una corriente
que va de un germen a otro germen por mediación de un organismo
desarrollado»'*. El concepto de organismo pasará pues a poseer una
importancia filosófica fundamental. Pero no se tratará de un organis­
mo entendido como mecanismo, ya que ni la física ni la química pue­
den explicar la vida, sino en sentido teleológico, en ese sentido que
Kant declaraba ya incomprensible para el entendimiento y al que se
veía obligado a remitir a lo suprasensible19.
La vida se desarrolla en el espacio, pero sobre todo en el tiempo,
en un continuo proceso que es la duración, a la que Bergson define di­
ciendo que «la duración es el continuo progreso del pasado que va co­
miéndose al futuro y va hinchándose al progresar»20. Además «dura­
ción significa invención, creación de formas, elaboración continua de
lo absolutamente nuevo»21.

” H. Bergson, La Evolución Creadora (1907). Madrid. 1973. p. 36.


19 «La vida no está hecha de elementos físico-químicos. como una curva tampoco estd
hecha de líneas rectas», ibid. p. 40.
“ Ib id . p. 18.
21 Ibid.. p. 23. La duración es consubstancial con la vida, porque • donde quiera que algo
vive hay. en algún sitio, un registro abierto, en el que se Inscribe el tiempo», ibid.. p. 28.

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Es necesario crear un nuevo concepto de tiempo para explicar el
fenómeno vital. El tiempo de la física, el tiempo absoluto de Newton,
ya no nos servirá para ello, sino que la vida poseerá un concepto de
tiempo específico. El tiempo vital es abierto y es inmanente al ser
vivo, cada ser viviente poseerá su propia temporalidad.
N aturalm ente esta nueva definición del tiempo traerá sus conse­
cuencias en la consideración del sujeto del conocimiento. El hom­
bre ya no será ahora un cogito ni un sujeto cognoscente, sino ante
todo un s e r vivo, pero un ser vivo que para actuar necesita pensar.
Es «en el m olde de la acción donde nuestra inteligencia ha tomado
forma. La especulación es un lujo mientras que la acción es una ne­
cesidad»22. Si lo fundamental es la acción del hombre como ser vivo
habrá que suponer que en ella intervienen todos los componentes
del hom bre a la vez: los vegetativos, instintivos y racionales; por ello,
Bergson propugnará la necesidad de una nueva filosofía basada en
la vida.
«El error capital, el que transmitiéndose desde Aristóteles ha vi­
ciado la m ayor parte de las filosofías de la naturaleza, es ver en la vida
vegetativa, en la vida instintiva y en la vida racional tres grados suce­
sivos de una misma tendencia que se va desarrollando, cuando en rea­
lidad se trata de tres direcciones divergentes que se han escindido al
crecer»23.
Volvemos de nuevo, en cierto modo, a Hume y a su reivindicación
de la prim acía de las pasiones, y al tema de la unidad del hombre, tal
como lo había planteado Feuerbach.
Dentro de este planteamiento, la razón que crea la ciencia, o lo que
Bergson llam ará la inteligencia, no es más que la facultad de crear ob­
jetos artificiales, y aparecerá definida en contraposición con el instin­
to. El instinto y la inteligencia no serán más que dos soluciones, de ca­
rácter opuesto, de la evolución creadora de la vida; ambos han venido
a resolver un mismo problema. Lo que ocurre es que su modo de pro­
ceder es claram ente antitético. La inteligencia es el conocimiento de
las «formas», mientras que el instinto es el conocimiento de la <ona-
teria». La inteligencia sólo representa claramente lo discontinuo y la
inmovilidad, mientras que el instinto percibe la duración, la continui­
dad, y, por la razón anterior, la inteligencia será totalmente incapaz de
com prender la vida, la que únicamente es captable mediante la intui­
ción24.
El proceso de conocimiento poseerá, pues, lo estructura bipartita
siguiente:

u Ibid.. p. 50.
“ Ibid.. p. 127.
»Ib id .. pp. 134-152.

339
CO N O CIM IEN TO

R a cio n al Intuitivo

Inteligencia Instinto
Formas M ateria
D iscontinuidad C ontinuidad
Inm ovilidad M ovilidad
Razonam iento Intuición
N ecesidad Libertad

Es importante destacar cómo en el pensamiento de Bergson no


sólo se reivindica el instinto, sino también la capacidad gnoseológi-
ca del mismo, con lo cual se supera de un modo definitivo el con­
traste entre el sujeto deseante y el sujeto cognoscente, presente en la
filosofía europea de los siglos xvn, xvin y xix.
La intuición adquirirá incluso en Bergson un papel gnoseológico
privilegiado en relación con la inteligencia, puesto que «la intuición
es el espíritu mismo y, en cierto sentido, la vida misma. La inteligen­
cia se recorta en ella por un proceso imitador del proceso que ha en ­
gendrado la materia. Así aparece la unidad de la vida mental. Sólo se
la reconoce situándose en la intuición, para ir de ella a la inteligencia,
pues de la inteligencia jamás se pasará a la intuición»25.
La filosofía no ha de basarse pues en la inteligencia, en la razón,
sino principalmente en la intuición, ya que su misión es introducir­
nos en la vida espiritual, y, en último término, esa inmersión en la
vida espiritual «no puede ser más que un esfuerzo para volver a fun­
dirse en el todo»26. El conocimiento filosófico entra pues en unas
vías nuevas que podrán convertirse en muy peligrosas, ya que po­
drán dar pábulo al abandono en el más puro irracionalismo.
La definición bergsoniana del sujeto se basa en la recuperación
de la unidad que él mismo había perdido, unidad a la que consigue
dotar de una estructura totalmente nueva. Pero en ella tam bién será
un componente básico, tal como ocurría con Feuerbach, la supre­
sión de lo Absoluto, que viene a ser lo mismo que la retirad a de
Dios. En efecto, como señala el propio Bergson, «lo A bso lu to se

25 Ibid.. p. 237.
26 Ibid.. p. 175. «Comprendida así la filosofía no es sólo la vuelta del espíritu a <51 mis­
mo. la coincidencia de la conciencia humana con el principio viviente del que emuna, una
loma de contacio con el esfuerzo creador. Es lo profunüización del devenir en gcncru), el
verdadero evolucionismo», ibid.. p. 319.

340
nos revela m uy próxim o a nosotros y, en cierta medida, en nos­
otros. Su esencia es psicológica, y no matemática ni lógica. Vive
con n o so tros. Y, com o nosotros, aunque en ciertos aspectos, infi­
nitam ente m ás concentrado y más recogido en sí mismo»27. Cono­
cer lo A b so lu to no será, pues, más que sumergirnos en nuestro pro­
pio interior.
Tenem os, por lo tanto, una nueva concepción del sujeto, que logra
introducir una serie de elementos que resultan ciertamente novedo­
sos. Pero to d o s esos elementos son nuevos en su forma, pero no en
su m ateria ni en cuanto a su número. Desde Descartes hasta Berg­
son, el su je to siem pre se ha definido como una estructura com­
puesta p rácticam ente por los mismos elementos. Lo que ha venido
variando ha sido la forma en la que se los ha relacionado entre sí y
las definiciones que de ellos han dado los diferentes sistemas filosó­
ficos. A sí la inteligencia bergsoniana y el entendimiento kantiano,
por ejem plo, son aparentemente muy diferentes, pero también es
cierto que poseen una estructura común: ambos se oponen a la sen­
sibilidad (kantiana) y al instinto (bcrgsoniano), los dos se definen por
oposición al sentimiento, al corazón de Feuerbach y los dos se opo­
nen igualm ente a la razón kantiana que coincidiría con el instinto
bergsoniano, en tanto que una de sus dimensiones es la puramente es­
peculativa.
La filosofía bergsoniana ha de ser incluida en el marco más amplio
de las filosofías vitalistas de su época y en el trasfondo común del pen­
samiento filosófico europeo, cuyos temas han sido, y continúan siendo,
unas reiteradas variaciones sobre una serie de temas, que no tienen
porque estar conscientemente formulados en la mente de los filósofos.
Pasem os pues a ver otras dos concepciones filosóficas similares a
esta de la historia y del conocimiento histórico. Se trata de las de Wil­
helm Dilthey y Heinrich Rickert.

Wilhelm D ilthey

Ya habíam os señalado en el libro I del presente volumen la impor­


tancia de las formulaciones de Dilthey como muestras de la crisis del
discurso histórico. Por ello, a continuación, nos limitaremos, por una
parte, a recapitular meramente eti un esquema la estructura de los dos
tipos de conocim iento definidos por esc autor, para mostrar cómo se
enraízan en su filosofía vitalista.

« ibid.. p. 261.

341
CO N O C IM IEN T O DE:

lo m aterial lo espiritual
por la por la
sensación vivencia
m ediante la m ediante la
explicación com prensión
proporciona proporciona
regularidades singularidades
E s el conocim iento de Es el conocim iento
lo disperso de lo unitario
Va asociado a la Va asociado a la
no conciencia conciencia
no voluntad voluntad28

Evidentemente, la concepción del sujeto en Dilthey es una concep­


ción eminentemente escindida, al igual que en Bergson, y al contrario
que en Feuerbach. Reconoce, sin embargo, este historiador-filósofo el
valor pleno del método científico y de las ciencias físico-naturales, lo que
lleva a establecer la escisión en unos términos más tajantes, en cuanto
que no predica la superioridad de ninguno de los dos métodos sobre el
otro. Se trata de dos métodos diferentes y prácticamente incomunicables
porque corresponden a dos tipos de realidades totalmente heterogéneas.
Dejando a un lado la naturaleza y las ciencias que la estudian, nos
corresponderá centramos en lo que constituye el fundamento del cono­
cimiento que es propio de las Ciencias del Espíritu.
El fin último del conocimiento histórico es el análisis de la vida,
pero no de la vida como fenómeno biológico, sino de la vida hum ana.
Como señalaba el propio Dilthey, «buscamos almas; es lo último a d o n ­
de hemos llegado después de un largo desarrollo de la historiogra­
fía»29. La historia, en último término, analiza el sentimiento, las accio­
nes y las reacciones humanas30. El conocimiento histórico se construye
sobre un trasfondo empírico, en el que no podemos tratar de buscar re-

M Víase W. Dilthey, Introducción a las ciencias del Espíritu (1883). Madrid. 1956. pp.
40-51.
20 W. Dilthey. «Plan para continuar la estructuración del Mundo histórico» (1923). en
Obras VI!. El Mundo histórico. México, 1944, p. 308.
30 «En el mundo histórico, no existe ninguna causalidad científico-natural porque cau­
sa, en el sentido de esta causalidad, implica que provoque efectos necesariamente con arre­
glo a leyes; la historia sabe únicamente de relaciones de hacer y padecer, de ucción y reac­
ción»*. ibid., p, 221.
Esas acciones sólo deben ser descritas, puesto que «nada más insensato que irnlar de
buscar leyes o lan siquiera uniformidades en este mar empírico de la historio». W. Dilthey.

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glas, sino que únicamente tendremos que limitamos a describir, preci­
samente. esas acciones.
Pero todas esas acciones son reducibles a un fenómeno común: la vida
que «se halJa presente a nuestro saber en formas innumerables y muestra,
sin embargo, por doquier, los mismos rasgos comunes... (la que, a su vez),
puede ser abarcada en toda su hondura por medio de la comprensión»31.
Tenemos, por lo tanto, un medio de conocimiento, similar a la in­
tuición bergsoniana, aunque no idéntico a ella, que nos permite profun­
dizar al m áxim o en ese tipo de conocimiento específico, y que se dife­
rencia claram ente del pensamiento y de la voluntad de conocer. La
com prensión capta las actitudes vitales, la experiencia de la vida, la es­
tructura d e nuestra totalidad psíquica52, y lo que ella nos dice no pode­
mos traducirlo a ningún otro lenguaje, puesto que cada tipo de realidad
ha de ser descrita mediante un lenguaje diferente. La comprensión nos
sumerge en lo más profundo de la vida, pero esa vida, al contrario de lo
que ocurría en Bergson o Feuerbach, no es definible metafísicamente,
sino históricamente, el conocimiento histórico ha de constituir una par­
te de la filosofía, y será mediante él como hemos de formular una teoría
de las concepciones del mundo, cuya misión será «exponer metódica­
mente, m ediante el análisis del curso histórico de la religiosidad, de la
poesía y d e la metafísica, la relación del espíritu humano con el enig­
ma del mundo y de la vida, en oposición con el relativismo»33.
Dilthey rechaza todo tipo de Absoluto en el sentido filosófico más
tradicional, pero en su definición del sujeto introduce un Dios o un
Absoluto de nuevo cuño, al considerar que hay un Método, en este
caso concreto el método histórico, que nos puede desvelar el enigma
del m undo y de la vida, y que a la vez puede otorgar sentido a nuestras
vidas. Ese método que cimienta nuestro conocimiento y nos proporcio­
na confianza, pero que a la vez es capaz de reconfortamos, ¿no es asi­
milable a D ios? Creo que sí. Lo que no sabría decir es cuál de los dos
tiene más ventajas. Ambos nos ayudan, pero a costa de caer en la de­
pendencia de ellos. Nos proporcionan seguridad a cambio de nuestra li­
bertad. Se ponen a nuestro servicio sólo si nos convertimos en sus es­
clavos. Evidentemente no puede haber ningún Dios que sea nuestro
mero instrumento; quizá podría haber algunos métodos de esa naturale­
za en el futuro, ya que de momento los que existen están cargados de
pretensiones despóticas. Pero de momento, continuemos con nuestra
descripción.

«Filosofía de la filosofía», en Obras VIH Teoria de h concepción del mundo {Welrans-


chauttngslehrY, 1924), México, 1945, p. 94.
51 W. Dilthey, «Los tipos de concepción del mundo y su desarrollo en los sistemas me-
tnfísicos» (1911), en Obras VI//, cit.* p. 112.
» Véusc Ibid., p. I 19.
y> W. Dilthey. «La cscncin de la filosofía» (1907). Obras VHL cit., p. 207.

343
H. Rickert

La entronización del método a la que acabamos de aludir quizá se


dé todavía más que en la filosofía de Dilthey, en el pensam iento de
Rickert, puesto que este filósofo no recurre al uso de hechos totaliza­
dores como el «hombre» o la «vida», sino que, como buen neokantia-
no que era, limitaba sus consideraciones al método.
La preocupación básica de Rickert consistió en buscar los lím ites
en los que la conceptualización científico-natural se mostraba inefi­
caz. En su planteamiento, parte del principio que afirma que existe
una contraposición entre lo particular y lo universal. «La realidad se
hace naturaleza cuando la consideramos con referencia a lo universal;
se hace historia cuando la consideramos con referencia a lo particular
e individual»54. Es decir, que no se trata de que haya dos realidades
heterogéneas que requieran dos métodos de estudio diferentes, sino
de que la realidad, que es única, puede ser concebida de diferentes
modos.
El mundo de lo particular no es el mundo de la vida, es el mundo
de la historia. La historia no se opone ontológicamente a lo universal,
sino que «la historia no quiere generalizar al modo como lo hacen las
ciencias naturales. Éste es el punto decisivo para la lógica»35. El m é­
todo histórico posee una naturaleza bastante compleja, ya que puede
definirse del siguiente modo.
Por una parte, tenemos que partir de la ciencia, que estudia el
concepto y trabaja al nivel de la generalización. Y, frente a ella, se
sitúa el arte, que trabaja mediante la intuición y partiendo de la in­
dividualidad. La Historia se situaría en una vía intermedia puesto
que trabaja con los conceptos, pero analizando la individualidad.
Ello es posible porque la historia se constituye a partir la noción de
valor y de cultura36.
En la historia, en tanto que es similar a la ciencia y diferente del
arte, utilizamos la razón y el entendimiento, y creamos conceptos. Los
conceptos históricos son diferentes a los de la ciencia porque para su co­
nocimiento utilizamos el proceso de avaloración. La avaloración no es
más que la comprensión del valor, y se diferencia de la valoración en
que en el segundo de estos procesos asumimos como nuestro el valor
que consideramos, mientras que en el primero de los casos única­
mente lo comprendemos.
Podríamos resumir la estructura del conocimiento en Rickert del
siguiente modo:

54 Ríckcrl. Ciencia cultural y Ciencia nalural, Madrid. 1943, p. 92.


” IbiJ.. p. 91.
» thid.. pp. 125-165.

344
R E A L ID A D : h etero g én ea y continua
Irra c io n a l

R acional
C O N O C IM IE N T O : discreción heterogénea
co n tin u id ad hom ogénea37

CON O CIM IEN TO

H is tó r ic o Científico

S e b a s a en la Se basa en la
C a u sa lid a d Causalidad
P e ro busca la Pero busca la
In d iv id u a lid a d Universalidad
S e fu n d a m e n ta en Se fundamenta en
los v alo res la legalidad

El conocimiento y el sujeto poseen una estructura dual, pero no es­


cindida. La dualidad no es más que una consecuencia del método, del
procedimiento aplicado. Estamos pues ante una concepción mucho más
racional que la de Dilthey o la de Bergson. Sin embargo, en ella se­
guirá siendo necesaria la formulación de un tipo especial de hechos:
los valores, que constituyen el fundamento de la cultura, sobre los que
ha de basarse el conocimiento histórico.
Rickert plantea muy claramente el problema que estamos estudian­
do, ya que reconoce que no es posible un método para el estudio de los
hechos hum anos y sociales que no lleve implícito un elemento, o va­
rios, que nos permitan establecer un cierto tipo de identificación psi­
cológica con él. En su caso, esos elementos serán los valores, a los que.
en cierto modo, podríamos considerar como hechos totalizadores,
puesto que son hechos, y ya que también poseen un carácter estructu­
rante, al ser lo que da sentido y permite que se desarrolle un determi­
nado tipo de conocimiento.
En su tratamiento de la filosofía de la historia, ya habíamos visto,
en el libro I, cóm o indicaba este filósofo la necesaria vinculación de la

51 La discreción heterogénea 110 es míis que la separación de los diferentes tipos de fe­
nómenos. ncccsnrin para llcvnr n enhn su estudia. La continuidad homogénea no es más que
la búsqueda de lus relaciones cnire fenómenos del mismo tipo y entre las difererttes pira­
ros de los mismos.

345
historia con la cultura, la nación y el Estado. El conocimiento histórico
es similar a un espejo, posee una estructura catóptrica. El historiador se
separa a sí mismo de la realidad que estudia para buscarse secretamen­
te en ella y disfrutar así furtivamente del placer que le proporciona el
verse reconocido en una realidad a él ajena, en principio, pero que, en
realidad, no es más que una prolongación de sí mismo, com o el sujeto
era una excrecencia de Dios y Dios una prolongación del sujeto.
La claridad del planteamiento de Rickert, que su autor elaboró a fi­
nales del pasado siglo, nos ha conducido, pues, ya al planteamiento del
problema que supone el concepto de civilización. Civilización, como
nación, es un concepto del siglo xvm, cuya plasmación es incompren­
sible sin recurrir al trasfondo filosófico al que hasta ahora hem os he­
cho referencia, puesto que, como tendremos oportunidad de observar a
continuación, también posee una estructura catóptrica. Se trata de un
ejemplo de hecho totalizador muy nítido y, por ello, lo hemos escogi­
do para nuestro estudio, en el que iremos describiendo desde sus ini­
cios hasta llegar a la segunda mitad del siglo xx.
Podría preguntársenos por qué avanzamos hasta los años cuarenta
de nuestro siglo en la historia de un concepto, mientras que nos que­
damos a la altura de los años veinte del mismo en nuestro tema filosó­
fico. La razón es muy simple. Es, sencillamente, porque creemos que
ninguna de las filosofías posteriores a los años veinte, como el positi­
vismo lógico o el existencialismo, generó nuevos conceptos totalizado­
res en el discurso histórico. El discurso histórico nació en el siglo xtx,
y en él fue donde se plasmaron sus conceptos. Si abandonamos la re­
flexión «filosófica» antes es porque parece haber un desfase entre los
dos géneros de hechos estudiados, no por voluntad propia.
También podría preguntársenos por qué, habiendo hecho referen­
cias a Marx, no hemos desarrollado su teoría del conocimiento; la ra­
zón es muy sencilla, y es que, como tal, esa teoría del conocim iento
no existe en el propio Marx38, puesto que las nociones que utiliza en
ese campo son básicamente hegelianas y feuerbachianas.
Pasemos, pues, ya al análisis del concepto.

MSí existe en los filósofos marxistas, como Luckács. que, como hemos visto, en el libro
I, partía del modelo hegeliano. También existe en las formulaciones más dogmáticas del mar­
xismo que vincuJan la posibilidad del conocimiento de la verdad con la conciencia de clase de
un modo exageradamente mccanicisia, pero se trata de desarrollos posteriores al siglo XIX.
Como un ejemplo de ellos, tomaré Ja teoría de V. Kelle y M. Kovalzon, interesante por
su carácter dogmático, puesto que Jas simplificaciones nos permiten apreciar mejor los ras­
gos fundamentales, y por ser muy reciente. Según estos autores, «duruntc decenios los hom­
bres trataron de comprender la esencia y el sentido de la historia, pero fue en vano hasta el si­
glo xix»*, V. Kelle y M. Kovaízon, Teoría e Historia (1983), Moscú. 1985, p. 3. Ello es así
porque «la ciencia genuina relativa a la comunidad social puede aparecer solamente en una
etapa determinada del progreso social. prccisartiCrtie cuando nparccc ln cluse interesad» en el
conocimiento de la vida social y pública laclase obrera». (Ibid. p. 8).

346
B) U n c o n c e p t o d e l d i s c u r s o h i s t ó r i c o : c i v i l i z a c i ó n

H abíam os indicado en el libro I que en la génesis del discurso in­


tervienen factores de diferente naturaleza. Hemos visto hasta ahora
cuáles han sido los elementos de orden filosófico que van a permitir la
creación de nuestro concepto, nos corresponderá en este momento des­
tacar la influencia de otros de los factores predominantes en la pro­
ducción del mismo, los factores políticos, que contribuirán decisiva­
mente a la acuñación de dos conceptos paralelos: el de civilización y
el de nación, que serán fruto del pensamiento del siglo xv hi.
Com enzaré por hablar del concepto de nación. Evidentemente sería
insensato pretender llevar a cabo un estudio de la historia de este con­
cepto en el breve espacio que le voy a dedicar. No será ésta mi preten­
sión, sino que lo que trataré, únicamente, de llevar a cabo es demostrar
cómo en la m ism a época en que Hegel sienta las bases epistemológicas
para pensar lo social, otros filósofos contemporáneos, como Fichte,
acuñan a nivel político, y con el fin de responder a las necesidades de
la acción política inmediata, el concepto de nación. Veamos pues, sola­
mente el concepto fichteano de nación.

Johann G ottlieb Fichte

El concepto de nación aparece por vez primera en la historia de


Europa en la Francia del siglo xvui, donde será elaborado por les phi­
losophes, y en la Inglaterra de las dos Revoluciones. Sus primeras
elaboraciones no fueron del todo claras, pero sí distintas39. Posterior­
mente se añadirán las contribuciones fruto de las revoluciones france-

Sólo si se toma el punto de vista del proletariado, si se adquiere conciencia de clase


puede llegar a entenderse la verdad sobre la vida social. Los pensadores reaccionarios no pue­
den llegar a la compresión de la misma, debido a las contradicciones existentes entre sus in­
tereses y la marcha objetiva de la historia.
Ahora bien, incluso se podría matizar aún más. No sólo se debe partir de la conciencia
de clase, sino que. como esa conciencia se materializa en el partido del proletariado, única­
mente desde él tendremos una base para llevar a cabo un análisis de la sociedad y de la his­
toria. Las valoraciones desarrolladas en este sentido serán a la vez científicas, objetivas y
partidistas (ibú/.. pp. 16-19; 185 y 237).
Parece claro que un planteamiento de este tipo no supone, por otra parte, la introduc­
ción de ninguna novedad radical. En «51. el sujeto fundamenta su certera, nn en Dios, la ra­
zón o lo Absoluto, ni tampoco en el hombre, sino en un grupo humano, explotado econó­
micamente. pero privilegiado epistemológicamente, pues sólo poniendo de él es posible
llegar ni conocimiento de la verdad y a la formulación de una postura moral correcta.
La innovación es de naturaleza política y, por ello, no podremos entrar ahora o consi­
derarla.
,g Sobre esle temn. véase M. Muuss, «La Nación y el internacionalismo*. Obras til,
(1920|, (Pnrfs. 1969] Barcelona. 1972. pp. 273-341.

347
sa y americana, y así llegaremos a los inicios del siglo xix, cuando se
producirá una transformación capital en el concepto, puesto que,
como veremos en el caso de Fichte, la noción pasa a poseer un conte­
nido negativo, ya que la nación pasa a poseer un contenido negativo,
ya que la nación se define en oposición a un opresor extranjero contra
el que es necesario rebelarse.
J. G. Fichte escribirá sus Discursos a la nación alemana en el año
1808, durante la ocupación francesa de los diferentes estados alem a­
nes. Estos discursos son una llamada al pueblo alemán para que se una
frente al opresor extranjero y se constituya como el árbitro de su pro­
pio destino, y para lograr la consecución de ese propósito serán nece­
sarias una serie de condiciones.
La primera de ellas será la superación de las diferencias entre cla­
ses o estamentos, gracias a la creación de un espíritu unitario, de un
espíritu nacional, que tendrá que ser plasmado en todos y cada uno de
los alemanes mediante un proceso educativo. Oigamos el encendido
verbo del propio Fichte:
«Por tanto, no nos queda otra solución que hacer llegar, sin más, a
todos los alemanes la nueva formación, de tal manera que no se con­
vierta en formación de un estamento determinado, sino en form ación
de la nación sin más y sin exceptuar a ninguno de sus miembros, y así
desaparezca y se elimine por completo, dentro de una formación en la
íntima complacencia por la justicia, toda diferencia de estam entos que
puede que aún continúe existiendo en otras facetas del desarrollo, has­
ta el punto de que surja entre nosotros no una educación popular, sino
una educación nacional propia de alemanes»40.
La educación nacional es capaz de superar el contraste, la antíte­
sis. entre el pueblo y la clase ilustrada o culta. Habíamos visto cóm o
era precisamente en la existencia de ese contraste en la forma, com o se
definía el sujeto de conocimiento y la figura del filósofo en los siglos
xvn y xvni. Por el contrario ahora, en el siglo xtx, cuando la filosofía
insiste en la capacidad unificadora del sujeto -que ahora será ya el es­
píritu hegeliano o el yo fichteano—, se pretende constituir la filosofía
y el discurso de la acción política, basándose en la negación d e ese
contraste. El contraste, evidentemente, existe, pero la misión de la fi­
losofía y la política será la de negarlo mediante medios teóricos y
prácticos, respectivamente.
La política negará la existencia de la antítesis entre el pueblo in­
culto y las clases ilustradas mediante la creación de los estados na­
cionales, en los que todos y cada uno de sus ciudadanos se hallan uni­
dos mediante un consensus patriótico. La noción de patria expresará
la unidad moral y jurídica de un supuesto ánimo colectivo, y en ella

40 J. G. Fichte. Discursos a ta nación alemana, (Berlfn, 1808). Modrid, 1977. p. 60.

348
se sintetizarán el total de los deberes que los ciudadanos tienen cara a
la nación y a su suelo; mientras que la noción de ciudadano simboli­
zaría el total d e los derechos que un miembro de esa nación disfruta­
ría com o contrapartida por los deberes que ésta le exige.
La definición del ciudadano dentro de un sistema de derechos y
deberes constituirá la clave de la acción del Estado, pero esa defini­
ción se fundam enta, a nivel del discurso, en una serie de conceptos
que, a partir de este momento, adquirirán un nuevo sentido y una im­
portancia fundam ental.
Ya habíam os indicado que el primero de ellos será el concepto de
pueblo. Fichte dirigió sus Discursos a la clase culta alemana, pero, cu­
riosam ente, señala que «todo el progreso de los hombres de la nación
alemana ha venido del pueblo». Esa afirmación es lógica si tenemos
en cuenta que, en la Europa del siglo xvm, las clases cultas o ilustra­
das se hallan caracterizadas por estar impregnadas de un cierto espíri­
tu cosm opolita y por sus creencias en unos ideales centrados en la
idea de H um anidad, sobre los que no sería en modo alguno fácil pre­
tender fundar una nación.
Ahora b ien, la apelación al pueblo no significará el destierro para
las clases cultas, ya que lo que se tratará de lograr es una simbiosis,
un proceso de asimilación e interacción mutua, entre «los que actual­
mente son cultos y sus descendientes (que) se convertirán en pueblo,
pero del p u eblo actual surgirá otra clase mucho más culta»41. La fu­
sión d e las clases cultas y el pueblo será la base de la futura unidad
nacional alem ana, en la que, gracias al desarrollo de un proceso pe­
dagógico, se conseguirá la creación de un pueblo nuevo, que habrá sa­
bido asim ilar lo mejor de todas las tradiciones cultas anteriores.
La cultura, la sabiduría popular, no puede plasmarse en las gran­
des obras, fruto de la labor individual de los pensadores o artistas, sino
que, básicam ente, ha de estar fundada en la posesión de un patrimo­
nio cultural com ún, y será por ello por lo que la lengua tendrá que ad­
quirir una im portancia fundamental.
La lengua form a a los hombres, y todo el pensamiento está condi­
cionado por ella. Por ello, «a los que quieran pensar, les resulta evi­
dente el sím bolo fijado en la lengua; a quienes de hecho piensan este
sím bolo les resulta vivo y anima su vida»4:.
L a lengua alemana no será un lenguaje convencional, como nin­
guna lengua nacional lo es, sino una realidad vivo. Es la formación es­
piritual que constituye y penetra toda la vida. En la lengua alemana,
existe un asp ecto suprasensible, que consiste en su capacidad de sim­
bolización; y es. precisamente, en ese aspecto donde residen las esen-

41 ¡huí., p. 61.
« tbid., p. 101.

349
cías de la nación alemana43. Y, como era de esperar, dado que la na­
ción se está definiendo en una situación de opresión, en una situación
de inferioridad, la lengua alemana será además superior a todas las
demás lenguas, por su profundidad y por su capacidad para expresar
los más elevados pensamientos.
La esencia oculta tras la lengua nacional no es otra que la esencia
del pueblo, o esencia nacional. La esencia nacional se expresa en todo
tipo de creaciones espirituales, pero, sobre todo, en la filosofía ale­
mana -en este caso-, y es a partir de ella de donde se plasm a un ca­
rácter nacional. La nación alemana poseerá una moral y una estética
propias, y también una mentalidad, una sensibilidad y una forma de
voluntad propias, que se sintetizan en esa esencia que otros autores
llamarán también civilización nacional. Cada uno de los ciudadanos
es portador de esa esencia y, por ello, se sentirá identificado con su
pueblo: «éste es su amor a su pueblo, ante todo el respetarle, confiar
en él. alegrarse por él, sentirse honrado por tener su origen en él»44.
La identificación del ciudadano con su patria y la consideración de
la importancia pedagógica de la propia idea de nación sentarán las b a­
ses para el desarrollo de un proceso de normalización, m ediante el
cual el nuevo Estado nacional se verá impulsado a modelar ciudada­
nos y patriotas. Pero ese proceso de modelado no supondrá violencia
alguna, ya que, en realidad, no consistirá más que en el desarrollo de
la esencia oculta de la nación.
Es evidente que las ideas de lengua, esencia, carácter y espíritu n a­
cionales. tal como las expone Fichte. pueden servir de base para que
un Estado nacional incremente notoriamente su capacidad de control
sobre la vida de sus ciudadanos. Sin embargo, en Fichte ello no será
así, porque el Estado se halla subordinado a la nación, y porque ese fi­
lósofo considera la libertad como el valor supremo. C om o él m ism o
señala, «pueblo y patria en este sentido, como portadores y garantía
de la eternidad terrena y como aquello que puede ser eterno aquí en la
tierra, son algo que está por encima del orden social tal com o se entien­
de en un concepto simple y claro y se establece y conserva de acuerdo
con este concepto»45.
Analizar las relaciones entre los conceptos de Estado y nación cons­
tituye, sin duda alguna, un tema del máximo interés, en tanto que se
halla vinculado a otro tema fundamental: el de las relaciones entre el
Estado y las clases sociales. Es evidente que, por desgracia, estos te­
mas no podrán ser ahora de mi incumbencia -tanto por mi falta de

« tbid.. pp. 95-10?.


44 tbid., p. 161. Sobre su definición de la esencia, espíritu o tdca nocional, véase ibtd..
pp. 141-154.
45 tbid., p. 162.

350
preparación para tratarlos como por no ser éste el lugar adecuado para
su exposición-. Por ello, concluiremos el estudio de la noción fichtea-
na de nación mostrando cómo en la definición de esa noción es bási­
ca la existencia de una dimensión histórica.
Fichte parte en sus Discursos de una situación política muy concre­
ta, la de Alem ania ocupada por los ejércitos napoleónicos. Esa situación
de inferioridad del pueblo alemán aparecerá invenida en el pensa­
miento fichteano, en el que se establecerá un agudo contraste entre el
germano, libre, natural y asociado a la vida, y el débil romano*6, que
se hallaría vinculado a la decadencia producida por los refinamientos
de la civilización, tal como aparecen ambos retratados en la Cernía­
nla de Tácito, texto cuya interpretación será básica para la ideología
del nacionalism o alemán47.
El germano de Fichte servirá como encamación pretérita de la esen­
cia de la nación alemana. En él, ha de hallarse ya la base de su lengua,
de su espíritu y de su carácter, y por ello el estudio de las antigüeda­
des germ ánicas y de la Historia de Alemania deberán pasar a ser te­
mas del m áxim o interés nacional. La historia nacional posee un sen­
tido único, el que la conduce a la formación de la nación y el Estado
alemanes, y en ella se interpenetran presente, pasado y futuro. La lu­
cha del germ ano contra el romano se identificará con la del alemán
contra el francés, porque no constituirá más que uno de los aspectos
de la eterna lucha, del perpetuo enfrentamiento con sus enemigos ex­
teriores, que el pueblo alemán deberá llevar a cabo para subsistir**.
Si la nación es el tema fundamental de la historia, quedará bastan­
te claro que su concepto pasará a constituir uno de los elementos bá­
sicos del discurso histórico. Su análisis como tal merecería, evidente­
mente, un estudio aparte. De momento, lo abandonaremos en este lugar,
puesto que, si hemos hecho referencia a él, ha sido por sus relaciones
con el concepto que constituye el tema de nuestro estudio, el de civi­
lización.
Si estableciésemos un paralelismo entre el desarrollo de la concep­
ción del sujeto en la filosofía de los inicios del siglo XIX y la formación
de un concepto totalizador, a nivel político, como es el concepto de na­
ción, podríam os observar cómo son los mismos mecanismos los que

46 Ibid.. pp. 163-167.


47 Sobre la leelum alemana de Tácito, véase Luciano Canfora. «Theico c la "riscoperta
degli antichi Germani”: dal II al IH Rcich», 5n«fi Urbinati. LUI. 1979, pp. 219-254,
4* Como proclama Fichte, «pensad que en mi vo?. se mezclan las voces de vuestros pre­
decesores, c|ue con sus cuerpos se opusieron ul avasallador dominio de los romanos, que con
su sangre consiguieron la independencia de las montañas, llanuras y ríos que con vosotros
se han convertido en botín para extranjeros». Discursos a la nación alemana, cit., p. 266.
lEs curioso comprobar la poca importancia que en el resto de sus Discursos dio Fichte
al territorio conio base de la nación.

351
están actuando en ambos procesos. En los dos casos, se parte de una
nueva situación política: el desarrollo de los estados nacionales, y so­
cial: el auge de la burguesía; en consonancia, ambas, con unas nuevas
relaciones de producción: las que supone el desarrollo del capitalismo
industrial. Pero este punto de partida no ha de entenderse com o una
infraestructura que impulsaría el desarrollo de una nueva superestruc­
tura ideológica en los niveles filosófico y político, sino que de lo que
se trata es de un proceso único, en el que todos esos elem entos y ios
considerados normalmente como «ideológicos» estarían interactuan-
do conjuntamente, a través de un juego de interrelaciones mutuas,
cuya definición habría que establecer.
No se puede afirmar tajantemente que la definición fichteana de
nación no sea más que la representación ideológica de un proyecto na­
cional, a nivel político, ya que es precisamente esa definición lo que
constituye tal proyecto. Y tampoco se podría deducir la nueva defini­
ción del sujeto sólo como justificación ideológica del cam bio de las
relaciones de producción y de las relaciones sociales. Es evidente que
las teorías justifican las prácticas, pero también lo es que las prácticas
se basan en teorías.
Las relaciones entre teoría y práctica y entre ideas políticas y pro­
yectos políticos son evidentes. Su estudio será, por ello, necesario,
pero no ha de constituir más que el primer paso que nos abra el cam i­
no a otro tipo de análisis en el que lo que se establezcan sean las re­
laciones entre una serie de elementos aparentemente inconexos. Así,
por ejemplo, podría deducirse, a partir de nuestros análisis anteriores,
que la definición kantiana del sujeto, por ejemplo, en tanto que lo aís­
la del mundo de los sentidos, los placeres y los bienes -recordem os su
contraposición entre lo sublime y lo mercantil en el caso de la gue­
rra-, ha de corresponder a una sociedad en la que la clase dom inante
no puede ser una burguesía mercantil e industrial. Esa clase social ne­
cesitará definir al sujeto en contacto con la materia, ya que ella mis­
ma se halla en relación inmediata con el mundo de la producción. Y
del mismo modo, en tanto que es una clase que se basa en la maximi-
zación de los beneficios, tendrá que valorar los placeres de los senti­
dos, aunque esa valoración pueda oscilar entre el ascetismo más o me­
nos comedido y el más franco hedonismo, siempre que se conserve el
equilibrio de los costes y los beneficios también en el mundo de los
placeres.
Lo que estoy tratando de mostrar, a lo largo de todo este libro, es
la importancia de la búsqueda de ese tipo de relaciones para com pren­
der la formación de los conceptos del discurso histórico y la produc­
ción de la historia en general. Examinados, pues, los factores políticos
y «filosóficos» que van a posibilitar la creación de un concepto, pasa­
remos a su análisis.

352
D e los orígenes a François Guizot

La palabra «civilización» es utilizada por primera vez en la len­


gua francesa, que será su creadora, en el año 1756 en Mirabeau. En
ese autor, la civilización es un proceso de lo que en el siglo xvm se
denom inaba la «police», y que nosotros podríamos traducir por: or­
den, educación colectiva. Civilización será aquello que haga a los
hom bres m ás «policés»49. La civilización será, pues, concebida en un
principio com o «el proceso colectivo y originario que hizo salir a la
hum anidad de la barbarie»50.
En la lengua inglesa, aparecerá un poco más tarde, en 1772, el tér­
mino civilization, y se definirá igualmente como lo que se opone a la
barbarity, sin que se pueda afirmar de un modo tajante si los ingleses
acunaron paralelamente los términos, o bien si su aparición puede ex­
plicarse por la influencia del pensamiento francés.
El prim er valor que poseerá la palabra será un valor de identifi­
cación. Es civilizado lo que es nuestro -francés, inglés o europeo-,
y que, por ser nuestro, es superior, siendo todo lo opuesto a ello bár­
baro.
Los autores franceses que definirán el concepto no serán, por
supuesto, historiadores, ya que, en este momento, todavía no hay
h isto riad o res profesionales, sino philosophes. Y, como indicaba
Lucien Febvre: «todos estos hombres, activamente mezclados con
la vida y la actividad filosófica de su tiempo, buscan una palabra
que d esigne -digám oslo en unos términos que no habrían sido re­
p u d ia d o s- el triunfo y la expansión de la razón, no sólo en el do­
m inio constitucional, político y administrativo, sino también en el
do m inio m oral, religioso e intelectual»51. Es curioso comprobar
cóm o lo que luego será un concepto, más o menos aislado, del dis­
curso histórico, nació en relación con todos los aspectos de la
vida social y fuertem ente enraizado en la tradición filosófica de su
tiem po.
La idea de civilización estuvo íntimamente vinculada al proyecto fi­
losófico de la Ilustración. Para los ilustrados, sólo habría una civiliza­
ción humana, que sería absoluta, coherente y unitaria, del mismo modo
que sólo existía una historia, la de los progresos del espíritu humano.
Pero esa civilización no sería para ellos un concepto «histórico», sino

4q Vtfasc H. Bcnvenisic, «Civilisation. Contribution a l'histoire du mot», en Ewniail de


¡'histoire vivante. Hommage a Lucien Febvre 1. Paris. 1953. pp. 47-54.
w Ibid. p. 50.
-ML. Kcbvrc, «Civilisation. Evolution d’un mol cl d'un groupe d'ide^s». en Civilisation.
Le Met et le Idée. Parts, 1930. p. 14 (n partir de altura citaremos esc libro corno: Civili­
sation).

353
como el mismo proyecto de la Ilustración52, un ideal moral, puesto que
la civilización va unida al desarrollo de la justicia y a la aspiración a
que se difunda ella misma entre todos los hombres y a que por su uni­
versalidad conquiste todos los pueblos y transforme a los salvajes.
Será únicamente entre 1780 y 1830 cuando, como consecuencia del
desarrollo de los estados nacionales se comience a formular la idea de
una pluralidad de civilizaciones53 mediante el contraste entre algunas
de ellas; nacería de este modo, según el propio Febvre, una concepción
etnográfica de la civilización54.
Tras la Revolución de 1789, la palabra triunfará a un nivel político,
pero su popularización se produjo de un modo bastante complejo, por­
que, como coincidió con la difusión de la teoría pesimista de Rousseau
acerca de la misma, junto con la idea de la pluralidad de las civiliza­
ciones, pasó a admitirse que también puede morir una civilización55.
El último paso en la evolución del proceso consistirá en la equipa­
ración del concepto de civilización con el concepto de nación, lo que
por vez primera se llevará a cabo en la obra de François Guizot; pero
antes de entrar en ella convendrá que analicemos un sinónimo: la p a­
labra Cultura.
Dentro del pensamiento y la lengua franceses, la palabra Culture
llegará a oponerse a Civilisation, debido a la influencia de A lexander
von Humboldt, quien estableció tres grados en una escala que iría d e­
sarrollándose del modo siguiente: Civilization-Kultur-Bilduitg. Para
Humboldt, civilización no es más que el equivalente del concepto de
politesse del siglo xvm francés. La civilización no sería más que el o r­
den en las relaciones sociales, unido a la paz y la seguridad, pero se
hallaría desprovisto de todo valor filosófico56.
Sin embargo, la teoría de Humboldt no agotó todos los sentidos de
la palabra Cultura, puesto que en la lengua alemana su cam po sem án­
tico será mucho más amplio.
La palabra Kultur se acuña en el idioma alemán en la segunda m i­
tad del siglo xvjti, tomándola del término francés Culture. D urante el
siglo xvti, «culture», al igual que la cultura latina, no era m ás que un

51Recordemos la bella definición kantiana de Ilustración: «ilustración esta liberación del


hombre de su culpable incapacidad. La incapacidad significa la imposibilidad de servirse de
su inteligencia sin la guía de otro. Esta incapacidad es culpable porque su causa no reside en
la falla de inteligencia, sino de decisión y valor de servirse por sí mismo de ella sin la tutela de
otro. ¡Sapere ande.' ¡Ten el valor de servirte de tu propia razón!; he aquí el lema de la Ilustra­
ción», I. Kan!, Beantwortung der Frage: Was ist Aufldürung?. 1783, Wcrkc. IX. p. 53.
51 Según L. Febvre. Civiíisation, pp. 25 y ss., ello se debería al incremento üc los c o ­
nocimientos, explicación poco salisfactoria ya que un incremento del conocimiento siempre
esta impulsado por algún motivo.
44ibid.. p. 28.
Véase la descripción de ese proceso en ibid., pp. 29-33.
56 Véase ibid., p, 40.

354
sinónimo de cultivo, mientras que en el siglo xvm francés el término
se convertirá en sinónimo de formación del «esprit».
En alemán del siglo xvni, Kithur es sinónimo de Bildung y signi­
fica: a) liberación intelectual, es decir Aufklarung, ilustración, justa­
mente en el sentido expuesto por Kant, y b) buena educación, junio con
todo aquello que se opone a la barbarie'7. Es, pues, evidente que Cul­
tura y Civilización son simplemente sinónimos.
La primera teoría histórica del desarrollo de la cultura la desarrolla­
rá Herder, en Alemania, para quien todos los pueblos evolucionarían en
una dirección histórica única, aunque a diferentes velocidades, me­
diante el desarrollo de cuatro etapas. La primera de ellas la constitui­
ría la domesticación de los animales, con la que se superaría el esta­
do de salvajismo, y con la que se iniciaría el desarrollo de la Cultura,
mediante el desarrollo de las siguientes fases: 1) introducción de la
agricultura, 2) desarrollo del comercio, las ciencias y las artes, y 3)
desarrollo de las buenas formas de gobierno59.
Immanuel Kant desarrollará en su /dea de una historia universal
desde un punto de vista cosmopolita59 su concepción de la Cultura como
lo que se opone a la barbarie, asociándola al desarrollo del comercio,
el arte y la ciencia, y a la mejora de la moralidad y la legalidad, dentro
de un proceso que culminaría en el desarrollo de una Constitución uni­
versal y en una situación en la que, como ya indicamos en el capítulo
anterior, reinaría una paz perpetua entre los Estados.
Será en la obra de G. J. W. Goethe, donde se unifiquen los senti­
dos de los términos Kuitur y Bildung, pasando a designar conjunta­
mente, com o señala E. Tonnelat: «los modos colectivos de pensar y
sentir, y por lo tanto de actuar, e incluso de organizarse en un país
concreto y bajo un cielo determinado»60. De este modo, también en el
pensamiento alemán se establecerá una conexión entre las nociones
de civilización y nación. Conexión que se reforzará notablemente a
partir del Fichte, y sobre todo con el movimiento romántico, en el que
la cultura adquirirá un carácter plenamente nacional, vinculándose ín­
tim amente no sólo con el Estado, sino también con la religión.
La concepción goethiana de la cultura fue continuada y reelabora-
da por Wilhelm von Humboldt, quien sintetizó bajo el vocablo Ci­
vilización tres sentidos diferentes. En primer lugar, la noción de civi­
lización, o cultura, como superación de la utilidad social y como reino
de lo lúdico y del ejercicio del ocio. Y por último la noción de Civili­

57 Véase E. Tonnelat. «Kuitur. Histoire du mol. ¿volution du sens*. en Civilisation%


pp. 61-79.
™fbid., pp. 63-65
** En I. Kant. Wcrke, IX, pp, 33*50. hay traducción castellana en Filosofía de la Histo­
rio, Mtfxicu. I94V.
^ E. Tonnelat, «Kuitur, hisloire du niot* évolution du sens». p. 6?,

355
zación como Bildung, es decir, como perfeccionamiento y cultivo in­
telectual y moral del individuo.
La importancia de la noción goethiana será doble. Por una parte es
para nosotros interesante por sí misma, pero es que, además, estará en
la base del intento que, a comienzos del siglo xx, llevará a cabo Os-
wald Spengler para construir una ciencia de la cultura, por lo que ten­
drá un amplio desarrollo y una gran trascendencia en la historia de
nuestro concepto.
Hasta ahora estamos viendo la evolución de las palabras y los con­
ceptos civilización y cultura dentro de los ámbitos de la filosofía, las
doctrinas políticas y las reflexiones acerca del sentido de la historia,
propias de la filosofía de la historia. Su estudio nos ha resultado ins­
tructivo por varias razones. En primer lugar, porque nos permite com ­
probar cómo este concepto nace dentro de un ámbito filosófico y orien­
tó la acción política. En segundo lugar, porque, como también hem os
podido ver, posee un valor moral, por lo que exige su asunción por
parte del individuo; y, por último, por su valor como esquema expli­
cativo en el ámbito de la historia. Este último aspecto será am plia­
mente desarrollado por el primero de los historiadores europeos que
decida transformar la noción de civilización de un concepto en un h e­
cho: François Guizot.
Es autor Guizot, como es sabido, entre otras muchas obras, de una
Historia de la Civilización en Europa, libro que ha de ser objeto de
nuestra atención, por ser en él donde podemos hallar la prim era defi­
nición de la civilización como un hecho totalizador.
Destaca, en efecto, Guizot numerosas veces el carácter fáctico de
las civilizaciones. En su opinión, «la civilización es un hecho com o
cualquier otro, un hecho susceptible, como cualquier otro, de ser es­
tudiado, descrito, contado»61. Pero el que exista la posibilidad de estu ­
diarlo no quiere decir que su estudio sea una labor fácil, por su propia
naturaleza62 de hecho general y definitivo en el que desembocan y se
resumen todos los demás, como afirmaba el propio Guizot:
«La civilización es una especie de Océano que hace la riqueza de
un pueblo y en cuyo seno todos los elementos de la vida de un pue­
blo, todas las fuerzas de su existencia, van a reunirse»63.

61 François Guizot, Historia de ta Civilización en Europa (París, 1832), Madrid, 1966,


p. 20.
s: «La civilización es uno tic esos hechos... hecho general, repuesto, complejo, muy di­
fícil de describir y contar, pero que no por eso existe menos, ni tiene menos dcrccho a ser
descrito y contado.
... hay, en efecto, un destino general de la humanidad, una transmisión del depósito de
la civilización y. por consiguiente, una historia universal de la civilización que escribir...
...esta historia ¿s la mis grande de todas, que abarca todas las ctemás*. F. Guizot. lbid„ p. 2 1.
« Ibid.. p. 22.

356
Ahora bien, del carácter colectivo y totalizador del hecho civiliza­
ción no debe deducirse que en el estudio del mismo únicamente de­
bamos tener en cuenta los hechos de naturaleza general. También de­
ben considerarse como hechos de civilización los hechos individuales
que interesan a) alma humana, como son las creencias religiosas y las
ideas filosóficas, las ciencias, las letras y las artes.
Pero la esencia de la civilización no se agota en el estudio de los
fenómenos individuales, sino que también forma parte de la misma el
estudio de las relaciones sociales y de lo que Guizot llama el bienes­
tar social, donde nosotros incluiríamos nuestra economía. ¿Cómo se
articulan mutuamente en el ámbito de un hecho, por muy general que
sea, térm inos tan diversos? Debemos confesar que Guizot no nos lo
explica, puesto que se niega a elucidar científicamente el significado
del término, por considerarlo como algo evidente, y por pensar que
«el buen sentido es el que da a las palabras su significación común, y
el buen sentido es el genio de la humanidad»64. Paradójicamente de­
beremos adm itir que una noción totalmente nueva, la de civilización
com o hecho totalizador, era, para su autor, una verdad de perogrullo.
una cosa tan sim ple y evidente que no necesitaba explicación.
Puestos, sin embargo, a seguir buscando definiciones del autor del
descubrimiento, nos encontramos con una. según la cual: «la idea del pro­
greso, del desarrollo, me parece que es la idea fundamenta] contenida en
la palabra civilización»“ , que nos pone de manifiesto hasta qué punto
Guizot elaboró su teoría de la civilización como hecho general asumien­
do la herencia del pensamiento ilustrado en este terreno en concreto.
Si de las definiciones explícitas pasamos a las implícitas, que muchas
veces suelen ser las más interesantes, podremos observar que la civiliza­
ción es el desarrollo del hombre en todas y cada una de sus facultades“ ,
pero conseguida de un modo tal que se logre aunar el desarrollo de la
vida social y la vida individual en un proceso de mutua interrelaciónM.
A consecuencia de ello, podrán adoptarse dos formas de escribir la
historia de la misma: «el historiador podría situarse en el seno del
alma humana, durante un cierto tiempo... Pero también podría proce­
der de otra manera: en lugar de entrar en el interior del hombre, puede
situarse fuera, en medio de la escena del mundo... Estas dos porciones,
estas dos historias de la civilización, están estrechamente ligadas entre
sí; cada una es el reflejo, la imagen de la otra»“ .

MIbitl.. p. 23.
65 Ibitl.. p. 26.
“ Se alcanza In civilización cuando se logra «el desarrollo de la vida individual, de la
vida interior, el desarrollo del hombre mismo, de sus facultades, de sus sentimientos, de sus
ideas», ibitl.. p. 2K.
61 Ibitl.. pp. 30-.13.
“ Ibitl.. p. 35.

357
Hasta el momento, hemos visto como la concepción de Guizot si­
gue en muchos de sus pasos la leona de civilización que era propia de
la Ilustración, aunque introduciendo en ella un cambio radical, al con­
vertir la idea de civilización en un hecho empírico. Sin embargo, la
continuidad con el pensamiento ilustrado se rompe cuando señala nues­
tro historiador que, a pesar de su universalidad, la historia de la civili­
zación puede analizarse desde una óptica nacional. Y así actuará él
mismo cuando proceda a analizar la Historia de la Civilización europea
desde una perspectiva francesa.
Cada una de las civilizaciones que se han ido formando a lo largo
de la Historia de Europa se asientan sobre un principio que le otorga
su forma y le confiere su unidad, tal como ocurría con el concepto
fichteano de nación. La Civilización, sin embargo, también puede for­
marse mediante la síntesis de una serie de principios opuestos, como
ocurre en el caso de la Civilización europea, que supo combinar va­
rios principios. A saber, el del gobierno municipal -popular- romano,
el teocrático, aportado por la Iglesia, y el individualismo, que fue uni­
do al desarrollo del feudalismo. Todos y cada uno de estos principios
se encadenarían, al modo hegeliano, en un proceso en el que habrían
constituido las etapas necesarias de su desarrollo.
Esta capacidad de síntesis le confiere a la Civilización europea
una clara superioridad sobre las demás, en la que no es ajena la po­
sesión de la verdadera religión y la mayor capacidad de desarrollo del
pensamiento racional69, al igual que su capacidad de integración de lo
individual y lo colectivo, con la que sabe responder a la verdadera
esencia de la civilización, que, como habíamos visto, «consiste en
dos hechos principales: el desarrollo de la sociedad y el del hombre
mismo; de una parte, el desarrollo político y social, de otra, el desa­
rrollo interior, moral»70.
Guizot, al igual que Hegel, supo combinar la idea de Historia uni­
versal con la idea de Historia de las Naciones, integrando a todas las
civilizaciones nacionales del presente y del pasado en un proceso úni­
co, en el que todas adquieren su sentido, y que desemboca en la pro­
pia época y en la misma patria del historiador o del filósofo. La na­
ción que más se acerque a la esencia de la civilización con la suya
propia tendrá que ser la privilegiada. Para Hegel sería Alemania, por
su Espíritu especulativo y por la profundidad de su pensamiento; para
Guizot será Francia, y justamente por esas mismas razones71.

w «La civilización europea ha entrado, si se me permite decirlo, en la eterna verdad, en


el plan de la Providencia, y camina según las vías de Dios. Es el principio rncionul de su su­
perioridad». ¡bid., p. 46. Lo que, ciertamente, también suena a hegeliano.
70¡bid.. p. 329.
71 «La civilización de nuestra patria, señores, lienc por carácter particular que nunca ha
carecido de grandeza intelectual. que siempre ha sido rica en ideas.» ibid., p. 90.

358
Sin embargo, entre Guizot y Hegel también existirá la misma dife­
rencia que observábamos entre la concepción ¡lustrada y la guizotiana;
en la segunda, civilización es un hecho, mientras que en la primera
sólo es una idea. El que se trate de un hecho traerá como consecuencia
una forma mucho más compleja de establecer la relación entre el suje­
to y la idea.
En el sistem a hegeliano, en el que se daba la unidad del objeto y
el sujeto, y en el que la autoconciencia podía transformarse en espí­
ritu, el tránsito del individuo, o del sujeto considerado como indivi­
duo, a la Idea de una nación o civilización podía llevarse a cabo, con
mayor o m enor dificultad, a través de una serie de pasos a realizar
dentro del propio Espíritu, es decir, dentro de un ser homogéneo. Por
el contrario, en el discurso histórico, y en consecuencia en Guizot,
la civilización, en tanto que hecho, constituye una realidad diferen­
te al individuo, aunque en toda civilización se armonice lo indivi­
dual y lo colectivo, y por ese motivo el tránsito del primero a la se­
gunda tendrá que llevarse a cabo, necesariamente, a través de una
serie de instituciones que encuadren al individuo en el seno de la ci­
vilización.
Una civilización y una nación no serán pues meras Ideas o esen­
cias abstractas, sino, ante todo, un proyecto de control, de educación,
como decía Fichte. del pueblo y de todos y cada uno de los individuos.
El pueblo y los individuos constituyen la base de la nación. Pero el
pueblo alemán, por ejemplo, resultado del proceso de educación na­
cional y a no será el mismo pueblo que conservaba en secreto, y casi
sin saberlo, la esencia histórica de esa nación. La nación será la reali­
zación, la materialización de los derechos del pueblo, pero ese pueblo
se verá transform ado por el ejercicio de sus propios derechos en algo
distinto de lo que era, y que al parecer no tenía derecho a ser. Como
decía Fichte, «no deseamos tener por más tiempo pueblo, en el senti­
do de la plebe baja y común, ni su existencia puede ser permitida por
más tiem po dentro de los asuntos nacionales alemanes»72.
Del mismo modo, en el caso de Guizot. en tanto que la civilización
aúna lo individual y lo colectivo, el individuo deberá tratar de adaptar
sus necesidades a las de la comunidad. En principio, la propia comu­
nidad respetaría todos sus derechos y sus propias particularidades, con
lo que no habría contradicción alguna. Pero como la esencia de ese ser
individual: su carácter, su voluntad, su moral y sus ideas, han de estar
contenidas ya en la esencia de la civilización, entonces será el indivi­
duo el que tenga que estar plenamente sometido a ella. Lo puramente
individual, lo que en un ser individual no puede ser igual a ningún otro
ser, no está contemplado en el «hecho» civilización y, en consecuen-

72 J. G. Ficliic. op. cir., p. 182.

359
cía, se producirá una patente desigualdad de los hombres ante el mis­
mo. Quien más alejado esté del arte, la ciencia, la moral y la política
se hallará menos próximo al «hecho» civilización, y entrarán en con­
tacto con él todos aquellos: artistas, científicos, historiadores, que dis­
fruten del privilegio de que su esencia coincida con la de la civiliza­
ción en la que viven.
De todo ello, se deducirá que en la noción de civilización, com o
en la de nación, se oculta un claro componente sociológico. La civili­
zación o la nación son el patrimonio de unos individuos que forman
el grupo que capitaliza en un mayor grado la esencia nacional o cul­
tural, como luego, ya en pleno siglo xx, vendrán a señalar dos histo­
riadores de la cultura y las civilizaciones: Spengler y Toynbec. Ese
componente no está en modo alguno conscientemente formulado en
Guizot, o en Hegel, pero constituye una de las bases de su pensam ien­
to, al igual que la superioridad del sujeto sobre el objeto y su correlato,
la del filósofo sobre el salvaje o el pueblo, habían constituido uno de los
fundamentos de la filosofía europea moderna.

Civilización: entre la indefinición y el método

El concepto de civilización sirve, en buena parte, para ocultar una


serie de hechos que no se considera conveniente explicitar: a saber, el
de su asociación con una clase o un grupo privilegiados que son los
creadores y detentadores de la misma, y el hecho de que se basa en lo
que habíamos llamado una estructura catóptrica, es decir, la estructu­
ra de un espejo. La noción de civilización, o su consideración com o
hecho, al igual que ocurría en la definición del sujeto en el m om ento
en el que se estableció la prioridad del método, es un espejo en el que
el historiador se puede contemplar con satisfacción, al com probar
que la «realidad» corresponde a las más íntimas de sus aspiraciones y
a los más recónditos de sus deseos. El historiador puede, pues, dis­
frutar de su propia contemplación sin sentirse culpable, a la vez que
impone su propia figura, toda su esencia, al resto de su colectividad.
La función enmascaradora del concepto citado se ha basado en la
búsqueda intencionada de la definición. Muchos historiadores de la
civilización de los siglos xix y xx reconocen abiertamente que no se
puede decir lo que sea una civilización. Ya no se cree que el sentido
común pueda explicárnoslo, como en el caso de Guizot, sino qu e se
reconoce la impotencia. Veamos algunos ejemplos.
Si lomamos el caso de Henri Berr, director de una de las m ás im ­
portantes colecciones de monografías históricas del siglo xx c impulsor
de una revista y un centro de Síntesis Histórica, podremos comprobar
cómo un autor que se esforzó por buscar la causalidad, el orden y las

360
leyes en la historia, y por crear «la síntesis histórica, o ciencia integral
de los hechos humanos»73, confiesa que:
«La palabra civilización es una de esas expresiones que se emplean
constantem ente sin que se sienta la necesidad de precisar su concep­
to; y de la m ism a manera, la oposición que suele establecerse entre ci­
vilizados y no civilizados no implica que se tenga una idea muy clara
de la esencia de la civilización. Sin duda alguna, la noción usual de ci­
vilización encierra elementos diversos y heterogéneos»74. Y, sin em­
bargo, la usa.
Del m ismo modo, un sociólogo de la categoría de Marcel Mauss
al llevar a cabo su estudio sobre los elementos y las formas de las ci­
vilizaciones reconocía que «la noción de civilización es mucho menos
clara que la de sociedad y, además, la supone»75. Su teoría de la civi­
lización es posterior a la de Spengler (1919), y anterior a la de Toyn-
bee, puesto que la puso por escrito en 1930, en el mismo coloquio al
que Febvre y Tonnelat habían presentado sus trabajos, ya citados, y
que había estado impulsado por Henri Berr. Veámosla:
Com enzaremos por la definición:
«Una civilización es un conjunto suficientemente amplio de fenó­
menos de civilización, lo bastante numerosos, y suficientemente im­
portantes por sí mismos tanto por su cantidad como por su calidad.
También es un conjunto, lo suficientemente numeroso de sociedades
en los que están presentes; o dicho de otra forma: un conjunto lo su­
ficientemente amplio y característico como para que pueda represen­
tar, evocar mentalmente una familia de sociedades»76.
Esos fenómenos de civilizaciones serían siempre fenómenos so­
ciales, m ientras que la inversa no sería cierta -no todo hecho social es
un hecho de civilización-, que estarían caracterizados por ser comu­
nes a un núm ero más o menos amplio de sociedades y por poder trans­
mitirse de una sociedad a otra. «Los fenómenos de civilización son
pues esencialm ente internacionales, extranacionales»77.
Retoma Mauss, pues, uno de los elementos de la concepción ilus­
trada de la civilización, en tanto que la separa de la nación, con la que
ya se había conseguido identificarla, y la asocia con la humanidad,
puesto que la civilización es lo que se puede transmitir, comunicar,
entre culturas.
Cada civilización se halla caracterizada por poseer un área y una
forma. La forma —la vieja Idea, la esencia-, es el conjunto de sus ideas

71 H. Dcrr, Lti Síntesis en Historia. Su relación c«i la síntesis genenil [Pans. 1911:
*19521. M éx ic o . 1961. p. 131.
74 Ibitl.. p. 22.1.
71 M. Mauss. «Les Cmlismions. Eliímcnts el formes», en Civilisntion. cu., p. 83.
7" Ibitl. pp. 88-89.
77 Ib id., p. 86.

361
y prácticas -o sea, todo- lo que le da un aspecto específico, y el área,
naturalmente, el espacio que ocupa. Ambos conceptos se agrupan en
otro, el de nivel de civilización, que es «la forma determ inada que
toma una civilización de una extensión determinada en un tiempo de­
terminado»78. Y por último, cada civilización tendría sus fronteras, o
límites más allá de los que no es capaz de irradiar, por no poder ven­
cer resistencias insuperables.
M. Mauss elabora su teoría teniendo en cuenta a la vez los datos de
la historia y los de la etnografía, ya que en la época en la que escribe
estaban de moda en Alemania las teorías antropológicas de Graebner
y del Padre Schmidt, que estudiaban y clasificaban las culturas etno­
gráficas siguiendo las nociones de área y nivel y definiendo cada una
de ellas mediante una clave, como por ejemplo, «cultura de los caza­
dores con arcos». Y puesto que también conocía la teoría de Spengler
que, como veremos, se basa fundamentalmente en la consideración de
las culturas como formas.
No obstante, a pesar de la introducción de la etnografía en sus con­
sideraciones79, Mauss no conseguirá crear un nuevo concepto de civili­
zación. Su noción es descriptiva y carece, por lo tanto, de componentes
mctafísicos, pero cstructuralmcntc es similar a la de Guizot, puesto
que en la civilización entran las instituciones e ideas m orales, políti­
cas, económicas y sociales y las formas artísticas e ideas científicas
que de una cultura se pueden transmitir a otra. Lo que lo diferenciará
de Guizot, sin embargo, es la ausencia del etnocenirismo. M auss no
considerará que todas las civilizaciones tengan que desem bocar nece­
sariamente en una superior, que sería la suya, sino que tiende a consi­
derarlas como igualmente válidas.
Al suprimir el etnocentrismo, Mauss elimina uno de los conceptos
en los que se sustenta el discurso histórico, pero mantiene parte de la vi­
gencia del mismo al persistir en el uso de un concepto que considera in­
definible. También suprime otra de las categorías de ese discurso al eli­
minar la conciencia, en cierto modo, puesto que de la validez e igualdad
de las civilizaciones habrá que deducir necesariamente la multiplicación
de los sujetos o las conciencias, pero permite que quede un resquicio de
ella al mantener un concepto en el que el historiador, tras un aparente
distanciamiento, consigue seguir identificándose con sus objetos.
Ahora bien, las posturas de Mauss o Niceforo son ya propias del
siglo xx y, en muchos aspectos, son plenamente actuales. Será pues

71Ibid., p. 9J.
79 En ci mismo coloquio, planteó Alfredo Niccforo, «La Civilisation. Le problème des
valeurs. Une échelle objective des valeurs est-elle concevable», en Civilisation, cit., pp. 113-
J29. el problema de la imposibilidad de establecer globulmcntc la superioridad de unn civi­
lización sobre otra. Unicamente sería admisible la existencia de lo superioridad cn nspcctos
muy concretos: la tecnología, por ejemplo.

362
conveniente permanecer aún un poco en el siglo xtx y examinar bre­
vemente el concepto de civilización en Jacob Burckhardt. autor de
una fam osa Historia de ¡a Cultura Griega, y de un clásico libro sobre
el Renacimiento.
La gran novedad del libro de Burckhardt sobre la cultura griega con­
sistió en construir una imagen sintética de la misma sumando una se­
rie de conocim ientos dispersos sobre la religión, el arte, la literatura,
los usos y las costumbres, junto con las formas de pensar y actuar, que
hasta entonces estaban excluidos del estudio de la Historia y queda­
ban reducidos al campo de las «antigüedades griegas».
Burckhardt supo unificar todos esos temas en una imagen unitaria,
según la cual habría un principio, el principio agonístico, que infor­
maría sobre todos y cada uno de los aspectos de la cultura helénica. La
consideración de un carácter fuertemente unitario basándose en un
único principio entronca, como ha señalado A. Momigliano. la Kul-
turgeschichte de este autor en la tradición romántica del espíritu na­
cional80. Esa tradición derivaba, naturalmente, a un nivel filosófico, del
idealismo alemán, y sobre todo de Hegel. pero ello no quiere decir que
Burckhardt, en contra de lo que ha señalado Gombrich81, utilice exac­
tamente los conceptos de Volkgeist y Zeitgeist en sentido hegeliano,
puesto que ni él, ni Guizot, por ejemplo, eran en absoluto hegelianos.
Los conceptos que utiliza son conceptos del discurso histórico como
el de nación y civilización, pero vagamente definidos, aunque sí esta­
rían m ucho más claros en su Historia de la Cultura Griega.
Burckhardt no será, pues, ningún gran teórico del concepto de cul­
tura. Podríam os decir que los caracteres básicos de la noción de civi­
lización, tal como la hemos venido exponiendo, están presentes en él.
Sin em bargo, sí que fue un gran historiador y, por ello, como señala­
ba M omigliano. sí que supo integrar en sus estudios, partiendo de esas
hipótesis o conceptos, una gran cantidad de temas que hasta su época
nadie consideraba dignos de la atención del historiador.

m Víase A. Momigliano. «Introduzione alia Griechisclie Kidrurgeschichte di Jacob Burvl;-


hardt», en Sut fondantenri delta storia antica. Turin. I9S4. pp. 393-409. donde afirma que
«la Kuhtirgeschichte de Burckhardt es un monumento al espirito romúmicti asimilado por <1
antes de 1848”, p. 399.
81 Según E. H. Gombrich. «Bunrkhardt no hizo otro cosa que diseñar su cuadro acerca
del Renacimiento italiano dentro del malvo de las teorías hcgelianas». Tras la historia de la
cultura, (Oxford. 1969) Barcelona. 1977. p. 3S. Y lo mismo ocurriría con la Geistfteschich'
te tic Dilthey.
Afirmar eso de Dilthey sólo es posible sin haberlo leído, y por eso. y dado que Gom­
brich reconoce su dependencia de K. Poppcr (//>»/.. p. 200) me veo obligado a suponer que
el Hegel de Gombrich es el de Popper de Ut StKiedad Abierta y sus Enemigos.
Dice Gombrich que «cualquier hipótesis <¡priori. siempre corre el riesgo de aminorar
el interds de la investigación misma» (ihiit.. p. 4S>. A ello podríamos añadirle que lo pri­
mero que hay que hacer con las hipótesis es distinguirlas y luego ver si favorecen o impi­
den la investigación concreta.

363
También en su obra se hallará muy presente, y eso sí que de un
modo explícito, la idea de que la civilización va asociada a la supe­
rioridad de unos hombres sobre otros y de unas clases sobre otras,
lo que concuerda con su postura política conservadora. El elemento
clave de la noción de civilización sí que fue pues explicitado por él
en sus Reflexiones sobre la Historia Universal82. También en ello fue
consecuente con su siglo. Por ello, con su obra abandonaremos el si-
glo XIX y pasaremos de la indefinición del concepto a dos intentos de
definirlo que acabaron en dos rotundos fracasos: los de Spengler y
Toynbee.

Oswald Spengler

El pensamiento de O. Spengler, en relación con su noción de cul­


tura, presenta un gran interés por dos razones. En primer lugar, por­
que supone el paso final de todo un proceso en el que el conocimien­
to histórico se venía definiendo en contraposición con el pensamiento
científico-natural. Y en segundo lugar, porque es en él donde se trató
de dar una definición rigurosa, y por ello fuertemente ideológica, del
concepto de cultura, que tal como hemos visto no es más que el sinó­
nimo alemán del término civilización.
Spengler no fue un historiador de oficio, sino un filósofo de la his­
toria. Por ello en su pensamiento se pueden distinguir tres niveles: el
epistemológico, el histórico-filosófico y el ideológico, que se hallarán
íntimamente vinculados entre sí.
Comenzaremos nuestra exposición, lógicamente, por el primero de
estos niveles y trataremos, en segundo lugar, de un modo conjunto los
dos restantes, puesto que en realidad son prácticamente indiscernibles.
Se sitúa Spengler, como habíamos indicado, en el último eslabón
de la cadena que pretendió fundar una ciencia de la historia con un
método específico que surgiese en contraposición con el de las cien­
cias físicas, y que partiese, como en Bergson, Dilthey o Nietzsche. de
la consideración de los hechos humanos como fenómenos biológicos.
La filiación intelectual de nuestro filósofo es muy clara, y él mismo
se encargó de expresarla: «no puedo menos que citar de nuevo los nom­
bres de los dos espíritus a quienes debo casi lodo: Goethe y Nietzs­
che»®3. Curiosamente el legado metodológico fundamental lo recoge­
rá más del primero que del segundo de estos autores, partiendo de su
Teoría de los colores, en la que, como es sabido, Goethe pretendió

Hemos hablado de csui obra en nuestro libro I.


M0. Spengler, La Decadencia de Occidente. Bosquejo de uiiú morfología de la Histo­
ria Universa! (1922), Madrid. 1923. p. 19.

364
desarrollar un método para el estudio de los fenómenos ópticos radi­
calmente opuesto al desarrollado por I. Newton. Creía el poeta que
Newton al analizar los colores como partes de la luz aplicaba un pro­
cedimiento analítico, diseccionaba el fenómeno a considerar, siendo in­
capaz de analizarlo en toda su plenitud. En contrapartida, propondrá
Goethe un método que capte la totalidad del fenómeno y cuya lógica
no esté basada en la inducción, sino en la analogía.
Partiendo de estas premisas, Spengler iniciará el estudio de la His­
toria creyendo que el universo como historia únicamente puede ser
comprendido en oposición al universo como naturaleza. Ya no se tra­
ta, como en Rickert, de que haya dos modos de considerar los fenó­
menos, sino que nos enfrentamos con dos realidades ontológicamente
diferentes. Para ese filósofo, como para tantos filósofos vitalistas“ , el
hombre no tiene naturaleza, sino historia, en tanto que es un ser vivo.
La vida no es comprensible mediante el análisis, porque analizar
es diseccionar, y sólo se disecciona a los cadáveres, sino mediante la
analogía, mediante la comparación. El estudio de la historia será pues
una gigantesca metáfora85. Veamos pues cómo se ha de llevar a cabo
ese estudio partiendo de este nuevo método.
Comenzaremos por dar la definición spengleriana de Naturaleza
en Historia. «Naturaleza es la forma en que el hombre de las culturas
elevadas da unidad y significación a las impresiones inmediatas de sus
sentidos. Historia es la forma en que su imaginación trata de com­
prender la existencia viviente del universo con relación a su propia
vida, prestándole así una realidad más profunda»86. Se trata pues más
de dos modos de consideración que de dos realidades, aparentemen­
te. Pero ello no es así porque en la ontología de Spengler el hombre,
en tanto que ser vivo, aparece considerado de una forma radicalmen­
te diferente a la de lo inorgánico.
El hombre, en tanto que ser vivo, posee un sentido de lo histórico,
pero en modo alguno puede considerarse ese sentido como innato, ya
que no es patrimonio de la Humanidad, sino única y exclusivamente
del hombre europeo87. Sería absurdo pensar que algo fuese auténtica­

w Recordemos, a modo de ejemplo, las palabras de J. Onega y Gassct: »El hombre no


es natural, no cieñe naturaleza, no está adscrito a un ser fijo. es... infinito en posibilidades,
como Dios iníinico en actualidades**. Uno interpretación de lo Historia Uniirrzal. Madrid,
1958. p. 257.
Evidentemente, tanto Ortega como Spengler. se sitüan en la línea iniciada por Bergson
y expuesta de un modo muy sistemático por Dilthey.
11 En este sentido, podíamos incluir a Spengler en el análisis del discurso histórico basa­
do en la teoría de los tropos llevado a cabo por Haydcn White; acerca de ¿1. véase Apéndice.
** O. Spengler, op. ríf.. p. 31.
*7 «Nosotros, hombres de In cultura europea occidental, con nuestro sentido histórico,
somos la excepción y no la regla. La Historia universal es nuesim imagen del mundo, no la
imagen de la “Humanidad”»*, ibid., p. 41.

365
mente humano, puesto que, en opinión de Spengler: «“H um anidad” es
un concepto zoológico o una palabra»88. No hay seres humanos, sino
hombres que viven de formas concretas y en el ámbito de culturas
concretas.
Una cultura es una realidad vital, que crece «en una sublim e au­
sencia de todo fin y propósito, como flores en el campo»89, y en cuyo
ámbito los hombres deberán desarrollar su vida. Cada cultura posee:
una forma y una ¡dea propias, pero también unas pasiones, una vida,
un querer, un sentir y un morir específicos.
Los componentes emotivos de esta definición de cultura son tan
fuertes que casi es inevitable postular del mismo modo un método
igualmente apasionado para su estudio. Y así lo hizo Spengler en la si­
guiente propuesta metodológica. «Sentimientos, intuiciones, com para­
ciones, inmediata certeza interior, exacta fantasía sensible, tales eran
los medios con que se acercaba (Goethe) al misterio de las inquietas
apariencias. Tales son precisamente los medios de la investigación
histórica en general. No hay otros»90.
La intuición y la imaginación, que habían comenzado a ser reva-
lorizadas por Bergson, tomarán ahora la iniciativa y desempeñarán el
papel preponderante en la investigación histórica. El historiador, o el
filósofo de la historia, no deberán de tratar de estudiar la realidad ob­
jetivamente considerada, porque, para Spengler: «la realidad es ante
todo un símbolo. La morfología de la historia universal se convierte
necesariamente en una simbólica universal«9'.
La morfología histórica ha de captar, mediante el m étodo que
le es propio, la biografía de las culturas. Las culturas son o rganis­
mos que se desarrollan a un doble nivel. Por una parte, al nivel de
su idea, es decir, de sus posibilidades interiores y, por la otra, en

“ Ibid. p. 48.
n Ibid.. p. 48.
50Ibid,. p. 54.
Distingue ese autor entre dos niveles de investigación histórica. Un primer nivel en el
que se recopilan los hechos y se ordenan los materiales, y un segundo nivel en el que refle­
xiona sobre el sentido de los acontecimientos. Esta distinción venía siendo tradicional, ya
desde Hegel, y constituye uno de los supuestos básicos de la filosofía de la historia, tal como
habíamos visto en nuestro libro 1.
Ahora bien, la distinción entre la «labor de hormigas», propia del historiador profesio­
nal, y la del filósofo de la historia la concibe Spengler en un nuevo sentido, puesto que se
opone, al contrario que Hegel. al desarrollo de la filosofía sistemática. La filosofía del por­
venir tendrá que ser, según ¿l, una nueva ciencia, que recibirá el nombre de «morfología his­
tórica comparada».
La morfología se basará, naturalmente, en el análisis de las formas culturales, que se
llevará a cobo directamente mediante la intuición que es propia de «un órgano histórico, esto
es, una especie de sensibilidad interna, difícil de describir, cuyas impresiones están en con­
tinua transformación y. por lo tanto, no pueden ser sintetizadas en un momento dado». O.
Spengler. op. cit.. p. 149.
91 Ibid.. p. 79.

366
sus m anifestaciones externas, es decir, mediante su realización
práctica. La Cultura es, pues, un protofenómeno que se va desarro­
llando en sucesivas fases de nacimiento, expansión, decadencia y
muerte92. Y cada una de las fases de su desarrollo está rígidamen­
te prefijada
Pero existe una posibilidad, aunque sólo sea indirecta, de super­
vivencia de una cultura, posibilidad en la que puede llegar a convertir­
se en fósil, y es cuando una cultura se convierte en civilización. La
civilización es el sino en el que desembocará toda cultura. «Es un fi­
nal irrevocable, al que se llega siempre de nuevo, con íntima necesi­
dad»94. Cuando las formas vivas de un alma cultural perviven man­
teniendo únicamente su apariencia externa, pero habiendo perdido
todo contacto con la esencia que las originó, entonces una cultura se
habrá convertido en civilización. Tenemos pues una nueva definición
de civilización. Pero esa definición poseerá para nosotros un interés
muy secundario, puesto que el concepto cuya historia estamos exa­
minando correspondería en el pensamiento spengleriano a su noción
de cultura, no siendo la «civilización» más que uno de los aspectos del
mismo.
Dejando a un lado esa posibilidad, que es la de la falsa supervi­
vencia, por tratarse de la mera fosilización de las apariencias, si reto­
mamos la idea de las Culturas como ciclos vitales tendremos que lle­
gar a la conclusión de que, al igual que cada vida humana posee un
destino, cada cultura está condicionada por lo que Spengler llamará su
sitio.
La concepción spengleriana del sino no es más que su teoría acer­
ca del problema de la causalidad histórica. Para ese autor, la historia
carece de leyes, en tanto que el conocimiento mediante leyes sólo es
aplicable al universo considerado como Naturaleza; pero de ello no se
deduce que la historia sea el reino del azar, ya que en ella todo está
predeterminado, al igual que en la Naturaleza.
En el mundo natural, que es el mundo del espacio, rige la causali­
dad, mientras que en el mundo histórico rige el sino. «El sino es a la
causalidad como el tiempo al espacio»95. Las culturas no podrán ser
comprendidas espacialmente, porque el espacio es un concepto, y la
cultura no es conceptualizable, sino que sólo pueden ser intuidas me­

92 tbid.. pp. 151-155.


9Í «Toda cultura, loda ¿poca primitiva, todo florecimiento, toda decadencia, y cada una
de sus fnses y periodos necesarios, posee una duración fija, siempre la misma, y que siem­
pre se repite con I» insistencia de un símbolo», ibid. p. 157.
w tbid. p. 61. En este sentido, puede resultar ilustrativo el siguiente ejemplo spengle-
nano: «n ln cultura corresponde la gimnasio, el torneo, el «ñamen agonal, a la civilización
el depone», ibUL. p. 66.
//;«/.. p. 164.

367
diante el tiempo. El tiempo es algo inconcebible que únicamente po­
drá ser intuido, ya que, dice Spengler «nosotros mismos, viviendo, so­
mos el tiempo»96.
Estamos pues, de nuevo, ante la tradición propia del pensamiento
europeo, según la cual el sujeto se situaría fuera del espacio, pero esa
tradición adquirirá ahora un nuevo sentido, puesto que en Spengler el
sujeto, al contrario que en muchos filósofos anteriores, no está des­
vinculado del tiempo, sino esencialmente unido a él, como ocurrirá,
por ejemplo, en el pensamiento de Heiddeger.
Ahora bien, ese sino que se desarrolla en el tiempo no posee la om­
nipotencia, sino que se ha de combinar necesariamente con el azar, que,
al igual que él mismo, será plenamente inconcebible97. Debemos sumer­
gimos en nosotros mismos e intuir nuestra esencia, que es la de nuestra
cultura, para llegar a saber si nuestra historia es producto de nuestra vo­
luntad, como en el caso de la historia europea, o es el producto de la
resignada aceptación de nuestro sino, como en el caso de la cultura in­
dia911. De este modo, podremos 1legar a captar el sentido de los hechos,
que, a pesar de todo, son lo que constituye la base de la historia y del
conocimiento histórico.
Si estudiamos ¡a historia lógicamente, formulando juicios, no en ­
contraremos más que datos, pero sí, como dice Spengler: escuchamos
«la música inaudita de las esferas que quiere ser oída y que oirán al­
gunos de nuestros más profundos espíritus»99, entonces, aplicando el
método fisiognómico y morfológico que hemos descrito podremos al­
canzar el más elevado nivel de conocimiento, en el que todo el proce­
so de la Historia Universal, el curso general de todas las culturas en
su juego entre su sino y el azar, serán percibidos dentro de un sim bo­
lismo universal.
El símbolo constituye una forma especial y privilegiada de co ­
nocimiento que nos permite captar la realidad como conjunto de to­
dos los fenómenos. Un símbolo será pues lo que nos perm ite co m ­
prender el sentido y la esencia de todo un universo o todo un
proceso. Y, dado que el símbolo es lo que nos proporciona un ac­
ceso directo a la esencia, podremos captar, consecuentem ente, la
esencia de cada cultura como símbolo específico de la misma. Cada
cultura posee un símbolo primario que es idéntico a su alm a y que

46 ibid p. 169. El tiempo, por supuesto, no sería en absoluto conceptualizable. Para


Spengler. 'f / tiempo es un conlraconcepto del espacio», ibid., p. 174.
97 «¿Qué es sino y qué ay-ar? A esta pregunta, sólo pueden contestar las expresiones ín­
timas decisivas de] alma individual y del alma de las culturas... y si alguien intenta conce­
bir el sino y el azar por medios gnoscológicos. es porque nunca los ha semido». ibid.. p.
91 Ibid.. p. 182.
” Ibid.. p. 212.

368
expresa m ediante el estilo que le es propio100. Por eso, los estilos
conocen las tres fases de nacimiento, desarrollo y muerte, ya seña­
ladas por W inckelman, y por eso el arte es lo que mejor expresa el
alma de cada cultura.
Este aspecto de la teoría spengleriana es parangonable a la teoría de
las concepciones del mundo de Dilthey. en tanto que en ambos casos se
pretende integrar el desarrollo histórico del arte, la ciencia, la filosofía
y la moral dentro de un marco unitario101. Sin embargo, conviene des­
tacar que también entre ambas teorías hay importantes diferencias, con­
secuencia de la diferencia existente entre los planteamientos filosóficos
diltheyano y spengleriano. Dilthey parte de la idea de que existen unos
supuestos metafísicos que condicionan el desarrollo de todas las ramas
del arte y el conocimiento, y cree que esos supuestos o actitudes se en­
troncan en la esencia misma de la vida humana. Pero, al contrario que
Spengler, no establece una distinción radical entre conocimiento de los
hechos históricos e interpretación de los mismos, y tampoco infravalo­
ra, hasta el punto al que llega Spengler, la ciencia y la lógica. La com­
prensión diltheyana no es abiertamente irracionalista, la intuición mor­
fológica y el símbolo spenglerianos sí que lo son.
Spengler exacerbó toda una serie de concepciones del pensamiento
histórico y filosófico alemán en el terreno epistemológico, y del mis­
mo modo procederá en el campo ideológico, porque era un pensador
reaccionario y porque publicó su libro en una época de exacerbación,
en la Alemania derrotada en la I Guerra Mundial.
Veamos pues, sucintamente, sus ideas sociales y políticas, con el
fin de entroncar ideológicamente su pensamiento acerca de la cultura
y del método que ha de utilizarse para su conocimiento con los dis­
cursos político y social, que, como habíamos señalado en el libro I,
son inseparables del discurso histórico.
Si la cultura es un fenómeno esencialmente biológico será lógico
suponer que la historia no sea más que el proceso vital del nacimiento,
desarrollo y muerte de las diferentes culturas que hasta el momento han

100 Define exactamente Spengler al símbolo del siguiente modo: un símbolo es un ras­
go de la realidad que. para un hombre con sus sentidos alerta, designa inmediata y eviden­
temente algo que no puede comunicarse por medio del intelecto*. Ibitl.. p. 216. lo que. hay
que reconocer, suele ser la definición tradicional de símbolo. Ul originalidad de Spengler
consistiría en creer que mediante ese procedimiento es como se puede alcan/ar la forma
mis elevada de conocimiento, pero de conocimiento de la realidad. Es decir, que en su opi­
nión el pensamiento racional ha de ser siervo del símbolo, y no viceversa.
Para sus definiciones de símbolo primario y estilo víase Lti Decadencia de Occidente,
pp. 229-287. Spengler critica la teoría del arte de Winckelman. por considerarla una sim­
plificación, en cuanto que no supo vincular el arte con los restantes fenómenos propios del
mundo de cada cultura.
101 Sobre las idens de Spengler ncerca del desorrollo histórico de lo moral, la filosofía y
la ciencia, vtítisc ibid,. pp. 432-481.

369
surgido sobre la faz de la tierra. Cada cultura es un ciclo cerrado en el
tiempo y una extensión en el espacio geográfico que se halla clausura­
da ontològicamente. Es decir, que la esencia, o el ser, de una cultura, es
incomunicable. Del supuesto de la incomunicabilidad de las culturas
sena lógico deducir otro, el de su igualdad. No es posible comparar
las culturas, cuando poseen una vitalidad plena, ya que nuestro crite­
rio sería meramente subjetivo, por ser el de nuestra cultura, y en con­
secuencia Spengler criticará el etnocentrismo o la idea de que la his­
toria adquiere sentido sólo en relación con la cultura europea, como
afirmaban, por ejemplo, Hegel y Guizot102. La historia carece de sen­
tido a nivel global, puesto que lo que ocurre es que cada cultura posee
su sentido de la misma103.
Ahora bien, así como es cierto que no podemos valorar las cultu­
ras globalmente, también lo es que sí es posible valorar una serie de
elementos que entran en la composición de las mismas, com o las cla­
ses sociales, las razas o las naciones. Veamos, pues, las concepciones
spenglerianas de esos temas, que nos proporcionarán la clave de sus
reflexiones ideológicas.
Comenzaremos por la idea de raza que poco después de la publi­
cación del libro de Spengler iría a adquirir una siniestra popularidad
en su país natal.
En modo alguno, puede ser Spengler considerado como racista, ya
que niega todo intento de clasificación de razas basándose en criterios
somáticos1“ . La raza no se deduce del cuerpo, sino del alma, y por ello
se define básicamente a través de un idioma'os. Puede darse el caso de
que alguna raza haya perdido su idioma, pero todos los existentes han
sido creados por alguna de ellas. Un idioma es toda una concepción
del mundo, tal como ocurría con las consideraciones de Fichte en re­
lación con la lengua alemana, y por lo tanto cada raza, o cada pueblo,
poseerán su idea del mundo y su verdad propias.
Pero cada una de las razas, además de poseer un idiom a que le es
consustancial, se halla identificada con un paisaje, con un ám bito geo­
gráfico, en el que el elemento definitorio lo constituye el tipo de vi­
vienda, y sobre todo el tipo de vivienda campesina. Es la casa cam­
pesina y no la ciudad la construcción arquitectónica más definitoria
por dos razones, primero porque el desarrollo de la ciudad tiene lugar

m lbid.. p. 51.
101 Véase La Decadencia de Occidente. II, Perspectivas de la Historia Universal, Ma­
drid. 1923. p. 59 íeilaní este segundo lomo como Perspectivas).
lMVéase Perspectivas, pp. 156-157.
101 «AI fin, cada raza es un gran cuerpo único y cada idioma es lo íormu en que acula
una sola gran conciencia vigilante, que reúne a muchos seres individuales. Nunco podremos
llegar a los úliimos conocimientos sobre la raza y el idioma si no los estudiamos juntos y
en cominua comparación», tbid., p. 137.

370
paralelamente a la transformación de la cultura en civilización, y, en
segundo lugar, porque la casa campesina, como el labriego, correspon­
de a una de las esencias «eternas» de la historia106.
Cuando una raza adquiere unidad se transforma en un pueblo. El
pueblo plasma su unidad espiritualmente y si consigue hacerlo crean­
do ciudades, y entra en la historia universal, el pueblo se convertirá en
una nación'07.
Aunque la nación consigue aunar a todos los miembros de una raza
y un pueblo, su existencia no es posible si no se basa en una minoría,
a la que Spengler calificará como nobleza. Sólo esa minoría entende­
rá plenamente, mediante un símbolo, la esencia de su nación; pero la
capacidad de comprensión no dependerá de sus cualidades intelectua­
les, porque los hombres de tipo teorético no van en la vanguardia, sino
en la retaguardia de los grandes acontecimientos, sino de la capacidad
de iniciativa de unos líderes que sepan acaudillar al pueblo108.
Spengler pone al descubierto en su teoría del Estado un compo­
nente básico de la misma, que en otros autores solía permanecer en­
cubierto. Hablo del Estado y no de la nación, porque ese autor vincu­
la estrechamente ambos conceptos. Cuando un pueblo posee el estilo
de una cultura se convierte en una nación y penetra en la Historia,
pero la realización práctica del alma nacional sólo puede llevarse a
cabo, a su vez, cuando esa nación se convierte en un Estado. El Esta­
do es lo mismo que la historia considerada en movimiento, y, en con­
secuencia, «la historia universal es la historia de los Estados y lo será
siempre»109. Pero, al igual que ocurría en el caso de la nación, no pue­
de surgir un Estado si no es como producto de una clase social, que
detentará en él el Gobierno y responderá a sus propios intereses. I-a
nación y el Estado son no sólo la obra, sino también el patrimonio de
la minoría que capitaliza la forma y la esencia de una cultura.

106 Como señala literalmente Spengler: «La casa es la expresión mis pura que existe de
la raza»... «La casa del labriego, comparada con el curso de la historia del ane. resulta
“eterna”, como el labriego mismo».. «cada tipo de casa va unido a una raía*... «si desa­
parece un tipo de casa es que una raza se ha extinguido», ibid.. pp. 145*147.
107 El pueblo se convierte en nación al crcar la ciudad, porque amhos conceptos son in*
separables de la Historia Universal. La Historia Universal es la historia del cambio vital de
tas culturas, y mientras no se desarrolle la ciudad, el campesino, que se sitúa al margen de la
historia, que es eterno, repetiríl indefinidamente su vida. Cuando nace la ciudad, puede pías-
mar la vida de una cultura, pero esa vida tenderá a fosilizarse en ella y a convertir la cultu­
ra en civilización. Por el contrario, civilización y vidn campesina son términos contradicto­
rios, puesto que el primero de ellos significa decadencia y refinamiento.
108 Véase O. Spengler, Perspectivas, p. 31. y declaraciones como ésta: «un jefe de pufto
firme que retina diez mil aventureros puede hacer lo que te venga en gana... Antes muer-
lo que csclnvo. dice un viejo proverbio aldeano de Frisia. Lo contrario justamente es el
lema ele lodn civilización postrera. Y todos hemos podido experimentar lo que cuesta»,
ibid.. p. 220.
"* Ibid.. p. 428.

371
Si comparamos la teoría de la nación de Fichte y la de la nación y
el F.slado de Spengler podremos observar que se ha producido una
gran inversión. En el primero de los casos, la nación permite la supe­
ración del enfrentamiento entre los estamentos, e incluso lograjá, en
un futuro, anular las distinciones existentes entre los mismos. Ahora
el Estado y la nación no sólo no contribuyen a la superación de las di­
ferencias entre las clases, sino que lo que hacen es reificarlas. El pen­
samiento de Spengler podría interpretarse, partiendo de estos princi­
pios, en un doble sentido: o bien como una comprobación de una
realidad que la teoría burguesa del Estado y la nación quisieron en­
mascarar o bien como la comprobación y la asunción de la existencia
de las diferencias entre clases; es decir, que no se trataría sólo de afir­
mar que la realidad es así, sino también de proclamar que es correcto
que ello así suceda. En el primero de los casos, la postura política de
Spengler hubiera sido más difícil de definir; en el segundo, se mues­
tra muy claramente como una postura muy conservadora, que incluso
podría ser reelaborada como doctrina política fascista, a pesar de que
Spengler no simpatizó con el nazismo.
Si además de destacar la vinculación del Estado y la Nación con las
minorías, afirmamos que lo esencial en las mismas es su poder, que en
último término no está legitimado más que en la violencia, porque se
afirma que «la política es una guerra sin armas, y el “derecho al dere­
cho" es el botín del partido victorioso»"0, entonces sí que se está parti­
cipando en la elaboración de una ideología, que si no es fascista, podrá
estar muy próxima al fascismo. Y es que, además de ello, Spengler lle­
vará a cabo una crítica muy acerba de la burguesía y de la democracia
burguesa y profetizará, pero asintiendo, el advenimiento del cesarisino,
al que saluda como la única forma de quebrar: «la dictadura del dinero
y de su arma política, la democracia... La espada vence sobre el dinero;
la voluntad de dominio vence a la voluntad de botín»111.
El poder y la violencia aparecerán ahora crudamente retratados.
Un poder sólo es sustituido por otro poder, no por una idea. No pue­
de hablarse, ni en la Historia ni en la política, de que una Constitu­
ción, por ejemplo, sea más justa que otra, y los que no forman parte
de las minorías deben, si no quieren oponerse al sino que regula el
curso de la historia, resignarse a aceptar un papel de subordinados,
puesto que «el talento político de una masa no es sino confianza en la
dirección»"2. La fuerza del Estado, que ha de estar basada en la san­
gre, aparece en toda su crudeza, o en todo su esplendor, según se pre­
fiera. Spengler se inclinará por la segunda de estas posturas debido a

m tbiit.. p. 426,
111tb id . p. 587.
p. 513.

372
sus ideas acerca de las clases sociales, que deberemos examinar a con­
tinuación.
Distingue ese autor dos clases primordiales y una clase deformada,
siendo respectivamente: la clase campesina y la nobleza y la burguesía,
respectivamente. En su opinión, las clases y el enfrentamiento entre las
mismas constituyen el motor de la historia, ya que son ellas las que
crean las culturas. La historia universal no es una historia de la cultura,
sino de las clases y la política, por que «la política, en su sentido máxi­
mo, es vida y la vida es política»"3. La política, como vida, es el elemento
metafísico de la historia, en tanto que, mediante ella, la clase que la crea
se eleva a un simbolismo máximo en determinados ámbitos vitales.
La d a s e aldeana y la nobleza constituyen las dos clases primor­
diales porque la primera de ellas es sinónimo de la ahistoricidad, de la
barbarie y del primitivismo, pero también de lo destinado a durar eter­
namente, mientras que la nobleza es quien posee derecho a modelar­
la, a introducirla en la historia, basándose en la superioridad que le
confiere su sangre. Mediante ese proceso, la nobleza crea la sociedad,
los pueblos y las naciones, y genera la cultura y las formas superiores
de la vida. Nobleza y campesinado permanecen ajenos a lo práctico,
a la búsqueda del beneficio económico, porque viven sumidos en lo
trascendente, en lo simbólico, mientras que la burguesía supone la ne­
gación de todo este proceso.
El desarrollo de la burguesía se halla estrechamente vinculado al
desarrollo de la gran ciudad, que trae consigo la aparición de los sin
clase, de la hez de la sociedad, que desarrolla el espíritu crítico y que
permite el auge de la omnipotencia del dinero y toma como formas de
expresión política el parlamentarismo y la democracia, y basa su exis­
tencia en la libertad de opinión y en la libertad de prensa.
Pero no son ni la burguesía ni los intelectuales liberales que la apo­
yan quienes controlan una sociedad basada en esos principios, sino el
dinero. En opinión de Spengler, «el dinero piensa, el dinero dirige: tal
es el estado de las culturas decadentes desde que la gran ciudad se ha
adueñado del resto del país»114. El dinero y la gran ciudad crean unos
órganos políticos determinados, que serían los partidos, asociados a la
vida parlam entaria, la propaganda y la libertad de expresión. Todos
los partidos serían lo mismo, porque, en el fondo no hay más que un
solo partido, el de la burguesía115. La pluralidad política no sería, pues,
más que una ilusión.
Resulta evidente que el análisis de las clases realizado por Spen­
gler es brutalm ente ideológico. Asf, en su opinión, por ejemplo, las

"> IbiJ: p. 395.


111 II»,I., p. 470.
Ibitl., pp. 522 y ss.

373
desigualdades económicas no son las que definen las clases, sino siem­
pre los principios espirituales. Ello sería así porque habría que distin­
guir dos concepciones de la economía. La nueva concepción alemana,
que supera al capitalismo y al socialismo, y que determina que «eco­
nómicamente, lo primero, lo primordial y casi lo único es el aldea­
no»"6, que permite además demostrar que «no existe económicamen­
te una clase trabajadora; es ésta una invención de los teóricos»117. Y
la concepción burguesa que es, más o menos, lo que nosotros solemos
denominar economía.
Si tenemos en cuenta la situación de la República de Weimar des­
de un punto de vista social y político, y consideramos los diferentes
intentos de poner en práctica en ella una revolución socialista, podre­
mos concluir que el planteamiento reaccionario de Spengler, que gozó
de una enorme aceptación en toda Europa, trata de negar los hechos
más evidentes, como que el proletariado existe, y que es una clase so­
cial, y que los partidos proletarios no son una de las modalidades del
único partido existente, que es el de la burguesía. Y, por otra pane, es­
boza las soluciones que la burguesía europea concebirá, y llevará o no
a la práctica, según los casos, para frenar el avance del proletariado
como clase social.
La teoría de la cultura y de la historia de Spengler posee un gran
interés, además de por la importancia ideológica que alcanzó en su
momento118, porque pone de manifiesto las posibilidades de desarro­
llo del propio concepto de civilización y los extremos a los que puede
llegar un discurso histórico en crisis, pero que se obstina en mantener
a toda costa sus contradicciones. Ahora bien, en el análisis de la obra
de ese filósofo es conveniente no caer en fáciles descalificaciones, como
la de considerar su pensamiento una mera muestra del fascismo, ya
que él no fue fascista, e incluso estuvo mal visto por lo nazis; o bien
la que afirma que su obra carece de interés porque no aporta conoci­
mientos históricos nuevos, tal como le achacó Lucien Febvre119.
Spengler no tiene por qué aportar nuevos conocimientos históricos
porque no es un historiador, sino un filósofo, pero su obra puede ser
de interés para un historiador porque fundamenta, naturalmente que a
su manera, ios conceptos claves del discurso histórico, y explica la for­

114Ibid.. p. 556.
"’ Ibid.. p.557.
111 La concepción vitalista de Spengler acabó por ser aceptada académicamente por
gran pane de los filósofos de la historia y los historiadores de su época, y aún continuó en
vigor tras la II Guerra Mundial. El libro de E. Rothackcr, Filosofía de la Historia. Madrid,
1951, cuyo interés reside en ser una síntesis que expone ia situación de esos estudios en lo
Alemania de la posguerra es buena prueba de ello.
1,9 En «-Dos filosofías oportunistas de la Historia: De Spengler a Toynbee», en Comba-
tes por la Historia [París. 1953). Barcelona, 1970. pp. 183-217.

374
ma en que los usan, o los pueden usar, muchos historiadores. Nuesiro
filósofo fue un ideólogo que percibió muy bien la situación del mun­
do de su época, y que trató de comprenderla desde una óptica doble­
mente reaccionaria. Era reaccionario, por una parte, porque pretendía
salvaguardar los intereses de una clase minoritaria, a toda costa, y, por
la otra, también lo era -o quizá en esto ya no lo fuese- porque consi­
deró que el modo en el que se pretendió salvar los intereses de esa cla­
se, el nazismo, no respetaba muchos de los principios en los que debía
basarse una cultura viva. En este sentido, resulta anacrónico, incluso
dentro de una perspectiva reaccionaria, propugnar una economía ba­
sada en la aldea en la Alemania de 1922, por ejemplo.
Al analizar el pensamiento de Spengler también resulta muy fácil
caer en la tentación de afirmar que, por ejemplo, si en Dilthey o en Berg-
son hallamos teorías que abrirán paso al desarrollo de la suya, y las con­
cepciones de Spengler son ideológicamente equiparables al fascismo,
entonces Dilthey y Bergson también serían precedentes del fascismo. Es
evidente que esto no es más que un sinsentido, pues, remontándonos ha­
cia atrás, y deduciendo que Dilthey es imposible sin Hcgel y Hegel sin
Kant, tendríamos que acabar por llamar a Kant fascista, y como de Kant
podríamos remontamos a Aristóteles o a Platón, acabaríamos, como Karl
Popper, por considerar a este filósofo griego como el primer ideólogo de
la sociedad cerrada y uno de los santos patronos de) totalitarismo.
Si nos ponemos a simplificar, también podríamos acabar por com­
parar la teoría «marxista» del conocimiento, que vincula el descubri­
miento de la verdad con la posesión de la conciencia de clase, con la
teoría spengleriana que señala que sólo la minoría capta la esencia y el
símbolo propio de cada cultura. Y como en ambos casos conciencia de
clase y pertenencia al partido del proletariado, y minoría y clase diri­
gente dan derecho al ejercicio del poder: las teorías serían entonces
paralelas. Es evidente que sí que hay paralelismos, pero también mu­
chas diferencias, en estos casos, y por lo tanto las teorías no son en
modo alguno equiparables. Lo mismo ocurre con Spengler y Dilthey.
Lo que nos interesa tener en cuenta en este caso es el hecho de
que Spengler trabaja dentro de una tradición secular, que convencio­
nalm ente hem os hecho remontar hasta Descartes, en la que se da una
definición del sujeto y más adelante una definición de la historia y el
discurso históricos que se han asociado, o mejor dicho, que son par­
te inseparable del desarrollo de la historia europea y de la crónica de
las vicisitudes que el capitalismo mercantil o industrial y los burgue­
sías han venido sufriendo, o haciendo padecer, en los cuatro últimos
siglos.
Los factores a considerar son muy numerosos: políticos, sociales
y económ icos, ideológicos c históricos y filosóficos y epistemológi­
cos. Procediendo de acuerdo con los presupuestos de la historia teóri­

375
ca, de lo que se tratará es de establecer las relaciones, y nada más que
las relaciones, que existen entre estos diferentes tipos de elemenios,
con el fin de analizar cómo se generan los conceptos del discurso his­
tórico. así como el propio discurso, y. en consecuencia, con el propó­
sito de establecer cuál es la relación que el que escribe, o el lector que
tenga la paciencia de acompañarlo, mantienen con él.
Dejemos, pues, a un lado a Spengler y a Alemania, y pasem os a
Inglaterra, donde poco después de la aparición de La Decadencia de
Occidente, a partir de los años treinta, un historiador de formación
clásica, Amold J. Toynbee, pretenderá renovar, ¡otra vez!, la histo­
ria partiendo del concepto de civilización.

Arnold J. Toynbee

Al comenzar la lectura de la obra de Toynbee podemos apreciar la


existencia de un agudo contraste entre su obra y la de Spengler. El se­
gundo de ellos era profesionalmente un filósofo; Toynbee será un «cla-
sicista», un especialista en los estudios helénicos, y mostrará una des­
preocupación notoria por todos los problemas filosóficos de carácter
lógico y gnoseológico. Para Toynbee, la historia esta ahí, no debemos
dudar, en modo alguno, de la validez del conocimiento histórico, y por
ello, como señaló muy acertadamente José Ortega y Gasset: «lo que
hace es, pues, dar por supuesta la ciencia histórica tal cual es y som e­
terla a un tratamiento de segundo grado para ver si en ese enorm e caos
que es el acontecer histórico no se vislumbran ritmos, estructuras, le­
yes, regularidades que permitan aclarar una figura y como una fiso­
nomía del proceso histórico»120.
La ingenuidad filosófica de Toynbee es notable, casi nunca define
los conceptos que usa, y por ello los utiliza, a veces, en sentidos muy
contradictorios. Veamos pues un esbozo de su teoría de la historia.
Parte Toynbee de la existencia de una contraposición, que resulta
a todas luces artificiosa, entre las naciones y las civilizaciones. En su
opinión, «la unidad inteligible del estudio histórico no es ni un Esta­
do nacional ni (en el otro extremo de la escala) la humanidad com o un
todo, sino cierta comunidad humana que hemos llamado una socie­
dad»121.
Toda sociedad conoce fases de crecimiento y decadencia, y se desa­
rrolla siguiendo el siguiente esquema. Cada una de las sociedades
tiende a plasmarse en un estado universal. Pero ese estado universal

la> Ortcga y Cassel. U m inlerprelaciön Je la H istoria U niversal, p. 26.


121 A. J. Toyribcc. EsluJio Je tu Historia, I (Compcnüio üc D. C. S o m m erw eU , vols. 1-
IV) [Londres. I960), Madrid. 1970, p. 18.

376
se ve am enazado por las embestidas de un doble tipo de proletariado:
un proletariado extemo, que invadirá el territorio de ese estado (los
bárbaros frente al Imperio romano, por ejemplo) y otro proletariado
interno que suele fragmentar el estado universal minando sus bases,
por ejemplo, con la creación de una nueva religión (el cristianismo y
el Imperio romano, por ejemplo).
La fragmentación de un estado universal sume a la sociedad en un
proceso de descomposición y decadencia, como resultado del cual una
sociedad puede quedar transformada en una sociedad fósil, o bien re­
nacer en otra como un nuevo estado universal. En el segundo de los
casos, se establecerían relaciones de ñliación entre sociedades padres
c hijos.
Si las sociedades crecen y decaen es porque son organismos bioló­
gicos, pero Toynbee no define, en modo alguno, su estructura, debido
a su proverbial despreocupación filosófica. Esos organismos se pue­
den, eso sí, dividir en dos géneros. A saber, el de las sociedades pri­
mitivas. que abarcan a un pequeño número de miembros y cuyo nú­
mero es múltiple, y el de las civilizaciones, que abarcan grandes grupos
humanos, y que suelen ser escasas a lo largo de la historia.
Toynbee, como Spengler, comprueba la existencia de una plurali­
dad de civilizaciones y destaca la validez de todas ellas. Su plantea­
miento será pues no etnocéntrico, sino relativista, por una parte, por­
que, en último término y al igual que Spengler, acaba de reconocer,
aunque de un modo indirecto, la superioridad de la civilización occi­
dental.
Su labor ha de consistir en clasificarlas, en un primer término,
para tras el examen de las mismas tratar de lograr el descubrimiento
de leyes históricas, similares a las demográficas o económicas, que
harán que la Historia se vaya integrando progresivamente en el ám­
bito de una serie de ciencias, cuyo paradigma lo ha de constituir la
biologíal22.
Las leyes de la historia de Toynbee no tienen nada que ver con la
concepción del sino de Spengler, puesto que para el historiador inglés
las sociedades, aunque sean seres vivos, no se definen ni por su alma,
ni por su forma, ni por su esencia, sino por sus instituciones. Spengler
era, como habíamos visto, fuertemente antipositivista: Toynbee será un
positivista comtiano, que trata de deducir las leyes del desarrollo de las
sociedades12'1.

112 Véase ibiti, l y II. y en concreto III. pp. 117-154: téngase en cuenta que los tomos
citad o s serán siem pre los d e com pendio de Som m envell.
1,1 Como él mismo indica: «las sociedades mismas son simplemente instituciones del
tipo más elevado. El estudio de Ins sociedades y el estudio de las relaciones institucionales
son uno misma cosa», ¡biti., 1, p, 49.

377
Veamos pues cóm o, en su opinión, tiene lugar ese desarro llo .

Génesis de las civilizaciones

Una civilización nace, o bien por filiación de otra, en cuyo caso el


problema se retrasa, o bien por un proceso originario. En este segun­
do caso, las cosas pudrían ocurrir del siguiente modo.
En toda sociedad, ya sea primitiva o civilizada, sus miembros ac­
túan siguiendo un proceso de mimesis en el que tratan de imitar lo que
consideran digno de valor. Entre los primitivos, el objeto de mimesis
es el propio pasado mítico, que es considerado un modelo inmutable,
mientras que en las civilizaciones lo que se imita es una minoría crea­
dora. Las sociedades primitivas serán, en consecuencia, estáticas, su
ideal es la repetición, mientras que las civilizaciones serán dinámicas,
al estar propulsadas por minorías dirigentes.
Pero ¿cuáles son esas minorías? No, en absoluto, las razas, sino
aquellos grupos que logran que su sociedad dé una respuesta a un de­
safío que le lanza la naturaleza. Los desafíos naturales, que constituyen
estímulos para el desarrollo de las civilizaciones, pueden ser los países
de condiciones adversas o las presiones e impedimentos sociales124.
Los estímulos actúan siguiendo un mecanismo biológico; del mis­
mo modo que un ciego, por ejemplo, desarrolla más el sentido del tac­
to, un cuerpo social puede especializarse ante un medio. Así las gran­
des civilizaciones del Próximo Oriente Antiguo serían la respuesta de
una sociedad a un medio especialmente adverso y, en ellas, la mino­
ría que supo organizarías para ese fin se convertiría en la minoría do­
minante.
Como Toynbee no define la civilización, no necesita explicar cómo
funciona concretamente la interacción sociedad-medio geográfico.
Simplemente la concibe de un modo vitalista, y se limita a describirla.
Así, por ejemplo, indicará que hay adversidades ambientales insupera­
bles y que la «interacción de incitación y respuesta está sometida a una
«ley de rendimiento decreciente»... «hay un campo medio de severidad
en el que el estímulo llega al punto más alto, y llamaremos a este gra­
do el óptimo, en oposición al máximo»125.

1,4 Toynbee rechaza explícitamente el racismo: Estudio de la Historia, 1. pp. 56-59. Y


afirma que «ni la raza ni el contorno, como han sido considerados hasta ahora, han ofreci­
do. o aparentemente pueden ofrecer, ninguna pista respecto a por qu«£ ocurrió esta gran tran­
sición en la historia humana*, ibid., p. 63.
El mecanismo que sí explicaría la gdnesis de las civilizaciones serla el de estimulo y
respuesta; «en la gdnesis de las civilizaciones el intercambio de incitación y respuesta es el
factor que predomina sobre lodos los demis», ibid., I, p. 78.
ibid.. 1. p. 140.

378
Si el desafío es demasiado fuerte, una civilización puede agotar to­
das sus energías en el tonr de forcé de la adaptación al medio y quedar
fosilizada, perdiendo toda posibilidad de lograr una nueva adaptación
al medio. Cada civilización posee un élan vital, una cantidad de ener­
gía que puede llegar a agotar126. Hay pues, también en este caso, un pa­
ralelismo entre los fenómenos biológicos y los de civilización137.
Una vez que una civilización inicia su desarrollo surge en ella una
minoría creadora, formada por genios, místicos o superhombres que
actuarán com o levadura de la masa de la humanidad1-8.
El proceso de crecimiento de una civilización es un proceso de au­
todeterminación en el que el hombre se va liberando progresivamente
de la influencia de los factores naturales y propiamente biológicos y
desarrollando una vida espiritual y social cada vez más elaborada. El
com ponente espiritual es muy importante en el pensamiento de Toyn-
bee, en el que incluso llega a adquirir un matiz místico, y constituye
uno de los puntos en los que se diferencia de Spengler.
Toynbee achaca a Spengler el que tome las metáforas por realida­
des y convierta las comparaciones y símiles en leyes129. Y cree que
procedió de ese modo por exagerar la importancia de los aspectos ma­
terialmente biológicos de la cultura. En su opinión, las sociedades pue­
den entenderse por comparación con la biología, pero «no son en nin­
gún sentido organismos vivos»130, y por ello no están sometidas a las
leyes de la Biología.
Cuando se produce la muerte de una civilización, ello no es debido
a ningún destino biológico, sino a que la elite que la creó pierde su po­
der creador, su energía vital, y las minorías ya no pueden identificarse
con ella. La mayoría ya no se siente atraída por los valores de la mi­
noría, la mimesis deja de funcionar, y, en consecuencia, se produce el
proceso de fragmentación social, que trae como consecuencia la esci­
sión del proletariado interno y la posible irrupción de un proletariado
extemo.
Pero, ¿qué es el proletariado? Tampoco se tratará, en este caso, de
una clase social definida por su papel dentro del conjunto de las relacio­

l2* Curiosamente utiliza Toynbee el término élan vital bergsoniano. ibid> I. p. 179. lo
que pone de manifiesto que sus concepciones biológicas, más que estar tomadas del campo
de las ciencias naturales, derivan de los filosofías violistas.
127 Como setlala Toynbee, «los biólogos nos dicen que las especies animales que se han
adaptado demasiado precisamente a contornos altamente especializados están en un punto
muerto y no tienen futuro en el proceso evolucionarlo. É s te es exactamente el destino de las
civilizaciones detenidas», ¡bid., I, p . 175. La biología le proporciona, más que modelos, me-
láfoms.
1211 La metáfora es de Toynbee. ¡buL, 1. p, 203.
I2Q «Spengler, cuyo método consiste en erigir una metáfora y ai^üir después como si
fuera una ley basndu en fenómenos observados*, ¡bid., I. P- 235.
130ibid.. 1. p. 235.

379
nes de producción, sino de un grupo definido, ante todo, por su actitud
psicológica. Así pues: «la verdadera característica del proletario no es ni
la pobreza ni la humildad de nacimiento, sino la conciencia —y el resen­
timiento que le inspira esta conciencia- de haber sido desheredado de su
lugar ancestral en la sociedad»131. Será, por lo tanto, la misión de cada
intelligentsia transformar ese resentimiento en admiración hacia los va­
lores de la civilización, gracias al desarrollo del proceso mimético.
Si la elite fracasara en su intento, entonces se produciría una fuer­
te escisión entre ella y el proletariado, y pasaría de ser una minoría
creadora a convertirse en una minoría dominante.
Ahora bien, el proceso mimético posee una naturaleza muy com­
pleja, que. por cierto, en Toynbee, como era de esperar, no está en
modo alguno definida, puesto que no sólo se trata de imitar los valo­
res sociales dominantes, sino también de poseer unos principios reli­
giosos. Es por ese motivo por lo que Toynbee afirma que la mimesis
de Dios, y sobre todo la imitación de Cristo, garantizan la cohcrcncia
de una sociedad132. El valor histórico y sociológico de la religión es
exagerado notablemente por ese autor133, por ejemplo, cuando consi­
dera, siguiendo el modelo histórico de lo que fue el cristianismo, que
«cuando la vida de una civilización sirvió de preludio al nacimiento
de una iglesia viva, la muerte de la civilización precursora puede con­
siderarse no como un desastre, sino como el apropiado final del pro­
ceso»134. Y sobre todo cuando salta de la consideración de los hechos
históricos a la exposición de sus propios principios religiosos.
La carencia de fundamentación filosófica, que sería muy fácil con­
siderar como síntoma del empirismo inglés, la suple Toynbee con una
serie de ideas teológicas que le llevan a elaborar una teoría providen-
cialista de la historia, puesto que, en su opinión, «la ley y la libertad en
la historia demuestran ser idénticas en el sentido de que la libertad del
hombre es la ley de un Dios que se identifica con el A m or»135. Me­
diante ella logra otorgar un sentido a la Historia, que además concuer-
de con el sentido de su propia vida.
El éxito internacional de la obra de Toynbee no es, en modo algu­
no, explicable por sus aportaciones concretas en los diferentes campos
de la investigación histórica concreta. Toynbee será un excelente his­
toriador del mundo griego y helenístico, pero sus obras com o Hanni-

1,1 Ibid.. II. p. 25.


5: «Sin la participación de Dios no puede haber unión de la humanidad y cuando la ui-
pulación humana prescinde del piloto celestial, el hombre no sólo cae en la discordia...»».
Ibid.. IÍ. p. 282.
Ya que cree necesario vincular la fragmentación de las civilizaciones con el desa­
rrollo de religiones universalistas.
fbid.. ÍJ, p. 287
,3S/bid. HI,p. i52.

380
b a l’s Legacy sólo serán conocidas por los especialistas en ese campo.
Consiguió, por el contrario, su popularidad formulando una filosofía
de la historia que, al igual que la de Spengler, supo recoger las in­
quietudes de la sociedad europea de la pre- y la posguerra mundiales.
Los aspectos ideológicos de su obra serán, sin embargo, mucho me­
nores que los de la de Spengler, debido evidentemente a su mayor su­
perficialidad y a su carencia de planteamientos epistemológicos, y se
centrarán en la insistencia en el papel de las minorías creadoras, como
engendradoras de las civilizaciones, y en su llamada a la recuperación
espiritual del proletariado interno por medio de la fuerza cohesiva de
la religión. Toynbee no sólo fue un historiador inglés, sino también un
funcionario del «Foreing Office» de! Imperio británico, y es por ello,
como ya había señalado Ortega y Gasset, por lo que en su obra con­
templa panorámicamente el conjunto de todas las civilizaciones mun­
diales. Su llamada al orden es, en consecuencia, aplicable a la socie­
dad inglesa, en la que mora su «proletariado interno» y a las colonias
o ex-colonias, en las que residiría el «proletariado extemo». En am­
bos casos, se impone la recuperación del nervio de las minorías me­
diante criterios, por supuesto, meramente espirituales, ya que en la
formación de las mismas no han intervenido factores económicos.
La Historia de Toynbee no es, como la de Spengler, la reflexión de
un país salido de una gran derrota bélica, sino la de una sociedad, como
la inglesa, que con la progresiva pérdida de su Imperio, ve cómo el
mundo se le escapa de las manos y cómo pueden brotar nuevas civili­
zaciones. Hablo de civilizaciones porque, como veíamos, Toynbee se
niega a considerar a las naciones como el elemento básico del aconte­
cer histórico, lo que es lógico dada su condición de diplomático de un
Imperio que se consideraba supranacional.
Si dejamos a un lado los aspectos ideológicos, podremos comprobar
que tras el inmenso esfuerzo que supuso la redacción del Estudio de la
Historia ha quedado un pobre legado. Ya hemos dicho que. como es ló­
gico, las culturas estudiadas en él no ven enriquecido su estudio con las
consideraciones toynbeeanas. Pero es que. al contrario que en Spengler.
tampoco hay en el trasfondo una reflexión profunda sobre el conoci­
miento y sobre los fundamentos de la historia que desarrolle alguna de las
líneas anteriores. Unicamente hay una filosofía de la historia que pudo
servir como alternativa ante la otra filosofía de la historia predominante
en el siglo XX: el materialismo histórico, cuyo legado es compartido, aun­
que sea de muy mala gana, por todos los historiadores de nuestro siglo
que no acepten otra filosofía de la historia específicamente opuesta a él.
Podríamos decir que el materialismo histórico es parte del discurso histó­
rico contemporáneo, ya sea para los que lo asumen conscientemente, para
las que no poseen ninguna «filosofía de la historia», pero son conscientes
de la importancia histórica de las clases, las relaciones de producción y la

381
lucha de clases -la Escuela de los Anuales, por ejemplo, al menos en sus
primeras fases-; y también para aquellos que como Spengler y Toynbee
intentaron «refutarlo», sin decirlo nunca de un modo explícito, mediante
la creación de nuevas concepciones del devenir histórico.

De las civilizaciones a las mentalidades

Una vez que se retiró la marea spengleriana y toynbeeana, el dis­


curso histórico pareció haber abandonado el concepto de civilización
o cultura. Ahora bien, creer que ello haya ocurrido así no sería más
que una ingenuidad, puesto que, por una parte, paralelamente a la for­
mulación de los conceptos de cultura y civilización por parte de Spen­
gler y Toynbee, gran cantidad de historiadores continuaron trabajando
con esos mismos conceptos, pero en sus formulaciones más tradicio­
nales. Y, por otra parte, porque, como veremos a continuación, el con­
cepto de civilización se metamorfoseó en el concepto de mentalidad.
Podríamos tomar como muestra contemporánea del vigor del con­
cepto flotante de civilización la obra de Johann Huizinga, contem po­
ránea de la de los dos filósofos de la historia citados.
Huizinga, cuya concepción del conocimiento histórico habíamos
examinado en el libro I, cultivó con notorio acierto la Historia de la
Cultura, en la que supo integrar junto al estudio de la literatura y el
arte, e! análisis de las costumbres, las ideas y las creencias, cultas y
populares. Sin embargo, no desarrolló una teoría, específica del mé­
todo de la historia cultural que fuese más allá de una crítica explícita
a la obra de Spengler. Veámosla.
En opinión de Huizinga, la Historia de la Cultura es una «morfolo­
gía», una descripción de las formas culturales. Pero en el estudio de la
misma tendremos que procurar, ante todo, evitar que la morfología se
convierta en mitología, antropomorfizando las culturas y otorgándoles
vida o considerándolas incluso como auténticos fenómenos biológicos156.
Además de no caer en una perspectiva biologicista, tampoco debe­
mos dejamos seducir por las visiones evolucionistas, puesto que, en su
opinión, «el concepto de evolución no sirve más que para entorpecer la
clara comprensión de las cosas cuando se le aplica desde un punto de
vista biológico. No es un concepto concluyente ni siquiera en cuanto
a su esencia»137. Hay que reivindicar la discontinuidad y el valor de
los hechos particulares dentro de la historia de la cultura.

,K «Por eso, la plegaria del historiador de la cultura debiera ser siempre ésta»: «y del
antropomorfismo, líbranos Señor». J. Huizinga, «Problemas de Historia de lu Cultura», en
El Concepto de la Historia. México, 1946, p. 65.
'"fbid.. p. 35.

382
La misión de la Historia de la Cultura, al igual que la de la Histo­
ria en general, es la de describir subjetivamente, y por ello sería ab­
surdo, como hicieron Spengler y Toynbee, poner la Historia de la Cul­
tura al servicio de la sociología y tratar de deducir a partir de ella
causas o leyes que regulen el acontecer histórico138. Lo que debe ha­
cer el historiador es describir estos fenómenos que encuentra ahí, pero
que no sabe definir. Como afirmó el mismo Huizinga, al hablar del
concepto d e cultura: «podremos darle un nombre con el que nos en­
tendamos durante algún tiempo, pero jamás podremos determinarlo.
Y esta vaguedad de su supremo objeto es otro de los signos en que se
revela la íntim a conexión del pensamiento histórico con la vida mis­
ma»139. ,
Ya habíamos visto cómo la concepción de la historia de J. Huizin­
ga era equiparable al conjunto de todas las concepciones vitalistas,
cuyo iniciador sería W. Dilthey. No resultará, pues, necesario, poner
en conexión su concepción de la Historia de la cultura con su con­
cepción de la Historia. Pero sí será conveniente insistir en que ese au­
tor reivindica el uso de conceptos flotantes porque esos conceptos
poseen una estructura catóptrica y desempeñan el papel de hechos to­
talizadores.
Si decimos que el concepto de cultura es indefinible, pero eviden­
te, y que el historiador evoca -con sugestión visionaria- las culturas
del pasado, estaremos afirmando que el historiador y sus lectores pue­
den instintivamente compartir la vivencia de asunción de los valores
literarios, artísticos, filosóficos, etc., que se van dando en la descrip­
ción de cada cultura. Al utilizar grandes dosis de subjetividad, el his­
toriador podrá, por lo tanto, proyectarse furtivamente a sí mismo bajo
el concepto de civilización, por una parte, y, por la otra, manejar un
hecho totalizador, que posee capacidad estructurante, y cumple exac­
tamente el mismo papel que esa búsqueda de las leyes, tan poco del
gusto de Huizinga.
Que Huizinga proyecta sus ideas y su concepción del mundo y de
la política en su concepto de Historia de la cultura parece claro, y ha
sido puesto en evidencia por Delio Cantimori1,10. En efecto. Huizinga
creía, como Spengler y Toynbee, que el mundo contemporáneo tenía

lis «Los verdaderos problemas de esta clase de Hisioria son siempre problemas que
afectan n la forma, a lo estructura y a la función de los fenómenos sociales. Lo cual no quie­
re decir que Iti Historia de la cultura haya de poncrce sencillamente al servicio de la socio­
logía... (no busca leyes)... no se limita n contornear las formas por íl dibujadas (el historia­
dor), sino que las ilumina con colores plásticos y proyectn sobre ellas In luz de una sugestión
visionaria». J. Huizinga. ¡biti. p. 61.
Ibid.. p. 83.
u0 D. Cantimori. «Johnnn Huizinga». en Los Historiadores y to Historia [Turín, 19711.
Barcelona, 1985. pp. 221-238.

383
un destino bastante problemático -en lo que no andaba muy errado ya
que presintió las consecuencias que iba a traer el desarrollo del fascis­
mo- en el que la libertad de espíritu del hombre se vena amenazada
por el desarrollo de los poderes totalitarios y por el asalto del irracio-
nalismo. Al reivindicar la autonomía de la Historia de la Cultura rei­
vindica, pues, esa misma libertad que ve en peligro. Pero, al hacerlo
utilizando un concepto totalizador, limita las posibilidades de analizar
los fenómenos concretos, en tanto que, aunque sean muy variados y a
pesar de que en la Historia de la Cultura haya que reivindicar la dis­
continuidad, tiene que someterlos a la soberanía de ese principio uni-
ficador, y que otorga el sentido, que es la cultura de cada momento.
Los planteamientos de Huizinga no podrán, en consecuencia, ser
considerados, en modo alguno, como innovadores, pero la riqueza de
los análisis de los hechos que supo exhibir en sus obras hace de ¿1 un
predecesor de lo que actualmente se suele llamar, por parte de algu­
nos historiadores franceses, historia de las mentalidades, que, como la
historia de las civilizaciones, se caracteriza por elegir la ambigüedad
como norma.
Al leer los trabajos de los recientes «historiadores de las mentali­
dades» me llama la atención, en primer lugar, su sorprendente incultu­
ra, tanto historiográfica como filosófica. Si cogemos la obra de uno de
los más destacados cultivadores del ge'nero: Michel Vovelle, podremos
observar, por ejemplo, cómo, en su opinión la «Historia de las Menta­
lidades» sena algo totalmente nuevo, fundado por Lucien Febvre, y
que poseería algún «precedente» en obras como las de Huizinga.
La afirmación de que Lucien Febvre ha sido el creador de un nue­
vo tipo de historia puede considerarse, como veremos a continuación,
como un aute'ntico mito de la historiografía francesa. Pero la preten­
sión de que la Historia de las Mentalidades sea algo casi sin prece­
dentes no es más que un absurdo fruto de una crasa ignorancia.
En opinión de M Vovelle, la historia de las mentalidades nacería
para subsanar las deficiencias de la teoría marxista de la ideología, en
tanto que considera la misma como un mero reflejo de la infraestruc­
tura. Ahora bien, esas deficiencias se habrían superado creando algo
que podn'a confundirse perfectamente con la Historia de las Ideas de
Arthur O. Lovejoy141, con la psicohistoria o con la etnología históri­
ca142, entiendo, naturalmente, todas estas metodologías en su sentido
más impreciso, puesto que debemos tener en cuenta que el concepto
de mentalidad es impreciso, y al parecer, por ello útil.

141 Véanse tos fundamentos metodológicos de la misma en A. O. Lovejoy. Lti Gran Ca-
dena del Ser. Historia de una Idea (Harvard, 1036), Barcelona, 1983, pp. 10*32.
Véase M. Vovelle. ideologías y Mentalidades {París, 1982), Buree lona, 1985, pp.
7*19.

384
Pero ¡pongámonos filosóficos, y seamos profundos!; en lo que se
refiere al término «mentalidad», dice Vovelle: «no disponemos más
que de la definición propuesta por Robert Mandrou -una historia de
las «visiones del mundo»- a la vez hermosa y en suma innegable,
operatoria... pero de una imprecisión que a nadie le escapará»143.
¡Increíble! La teoría de las concepciones del mundo es un invento
reciente de Robert Mandrou. Spengler, Dilthey, Burckhardt, y tantos
otros parecen no haber existido nunca. Nadie habría estudiado, hasta
el predecesor Huizinga, el espíritu o las formas de pensar y sentir de
los hombres del pasado, la historia de la historiografía y de la filoso­
fía parecen haberse esfumado ante los ojos del señor Vovelle. Pero es
que estas ideas no son suyas, sino que, como indicaba, forman parte
de la mitología de la Escuela de los Anuales que ha creado una au­
téntica leyenda de fundación de un nuevo género historiográfico. cen­
trándola en un libro de Lucien Fevbre144.
En su estudio sobre la incredulidad en el siglo xvi, pretendió Febvre
tratar de analizar el pensamiento de Rabelais liberándose de los pre­
juicios de nuestros contemporáneos que tratarían de ver en el autor
francés un predecesor del libre pensamiento o del ateísmo modernos.
El propósito es, sin duda alguna, loable, pero veamos de dónde tomó
Fevbre sus conceptos y su método.
Com encem os por las declaraciones de intenciones; ¿qué pretendió
que fuese su libro?: «se trata... de un ensayo sobre el sentido y el espí­
ritu del siglo xvi francés»145. El fin que tratará de lograr en dicho ensa­
yo no será más, señala Febvre: «que ese fin último que debe proponer­
se toda historia y que no es el Saber, sino el Comprender»146. Estamos,
por lo tanto, en la línea de un Burckhardt o un Dilthey. en un princi­
pio, pero es que Fevbre tenía un maestro, que además nos dio a cono­
cer: Lucien Lévy-Bruhl147.
De él tomará el término mentalidad, definiéndolo en los siguientes
términos: «cada civilización posee un conjunto de utensilios (valga la
palabra) mentales... que tienen valor para la época que lo aplica: pero
que no sirve para toda la eternidad ni para toda la humanidad, ni siquie­
ra para el limitado curso de una evolución interna de civilización»14®.

145 Ihitt.. p. 89.


144 L. Febvre. El Pmbtema de ta incredulidad en el si$la XVI. La Religión de Rabelais
(París, 19361. México. I9S9.
145 tbid.. p. 1.
'*** Y esa comprensión de lo vida de los hombres del pasado supone el «releer los tex­
tos despojándonos de nuestros anteojos modernos, de nuestros lentes actuales. Releer con
los ojos de antaño». tbid.. p. 248 y p. 13 (para la cita anterior).
147 «No hacc mucho, nuestro maestro Lévy-Bnihl inquirirá en qué y por qué razonan
los primitivos de numera diferente a los eivili/ndns«. tbid.. p. 5.
«Como lectores de los excelentes libros de Lévy-BmhU, ibid.. p. 379.
*4» tbid.. p. 122.

385
La mentalidad es pues el aspecto intelectual de una civilización,
cosa que, por otra parte, ya había indicado Marcel Mauss en su tra­
bajo antes citado. No hay pues novedad hasta el momento, la nove­
dad sobrevendrá cuando Fevbre decida que los hombres y mujeres del
xvi pensaban como los «salvajes» analizados por Lévy-Bruhl. De
acuerdo con las teorías de Bruhl, los primitivos piensan de una forma
prelógica, y no utilizan racionalmente las categorías básicas del en­
tendimiento como las de espacio, tiempo, objeto y causa, ni son ca­
paces de aplicar el principio de contradicción. Poseen una mentalidad
prelógica.
Lo mismo les ocurrió a los hombres del x v i149, quienes, por no
haberse producido todavía la «revolución científica», no eran ca­
paces de pensar racionalmente. Y es que no poseían los utensilios
mentales adecuados. A nivel del lenguaje, por ejemplo, sólo se uti­
lizaba la lengua común, no había un lenguaje científico y en la sin­
taxis no había reglas fijas y la oración no se construía en relación
con el sujeto150. Y es que, ¡señores!, «era una lengua de aldea­
nos»151.
La lengua condiciona el pensamiento y el desarrollo de las ideas,
pero éstas también son capaces de romper sus barreras152 si hay una
filosofía o una ciencia que se lo permitan.
Lo que ocurre es que tampoco existía esa filosofía. Dejemos hablar
a Fevbre: «la filosofía no era entonces otra cosa que algunas opinio­
nes. Un caos de opiniones contradictorias y vacilantes. Vacilantes, flo­
tantes, porque les falta todavía un basamento estable y sólido. El ba­
samento firme que las consolidará: la Ciencia»153.
Naturalmente tendríamos que deducir de ello que toda la filosofía
del xvi y la de la Edad Media es una manifestación de la mentalidad
prelógica, al igual que, por supuesto, la propia filosofía griega. Y es
que Fevbre superó a su maestro, puesto que para Lévy-Bruhl el hom­
bre comienza a ser lógico en Grecia, mientras que, según las opiniones
de Febvre, Platón y Aristóteles deberían ser algo así como una mues­
tra del pensamiento salvaje.

149«Del examen crítico de los leslimonios... parece resultar igualmente que en la espe­
culación de los hombres de aquella ¿poca se concedió mayor espacio o contradicciones que
ya no lo tienen en nuestros sistemas lógicos de pensamiento», ibid., p. 123.
“Lo que pasa es que el hombre del siglo xvt no poseía elementos suficientes para per­
cibir las contradicciones». Ibid., p. 250
110 Véase ibid.. pp. 315-326, en general, y para lo idea del sujeto gramatical, pp.
318-319.
151 Ibid.. p. 320.
I5! «El estado üc la lengua dificulta el vuelo de las ideas, pero, pese n lodo, el impulso
de éstas rompe los marcos lingüísticos y los ensancha por dilatación», ibitl., p. 320.
,5) Ibid., p. 334. y es que «Y la ciencia de entonces. Se reducid ¡guiilincmo a opinio­
nes». ibid.. p. 351.

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Pero a la incapacidad lógica hay que sumar, a! igual que en Lévy-
Bruhl, el imperio de las pasiones. Los hombres del xvi no sólo utili­
zan las contradicciones en su modo de pensar, sino que también: «ni
siquiera sienten la necesidad de que haya pleno acuerdo o concordan­
cia entre sus razonamientos y su íntimo pensamiento»154. Viven in­
mersos en un mundo sensorial en el que predomina el oído sobre la
vista, al contrario que en Grecia, y por ello en su pensamiento no po­
dían desarrollarse construcciones geométricas155, estando su música
siempre al nivel de lo concreto156.
A todo ello, habrá que sumar, siguiendo de nuevo a Lévy-Bruhl. la
carencia del sentido de lo imposible, debida a la incapacidad para dis­
tinguir lo natural de lo sobrenatural157. Los hombres del siglo xvi fra­
casaron al intentar analizar racionalmente el mundo -ya hemos seña­
lado que esto no es cierto—porque «pretendían descubrir esas causas
simples y poderosas en un mundo que por definición escapa a la ex­
periencia, en un mundo poblado de poderes invisibles, de fuerzas, de
espíritus, de influencias que por doquier nos rodean, nos asedian y de­
terminan y rigen nuestro destino»158.
Fevbre siguió, pues, paso a paso la teoría de Lucien Lévy-Bruhl.
Esta teoría se derrumbó al ser abandonada por su propio autor en la úl­
tima etapa de su vida, en la que se dio cuenta de que su visión del pri­
mitivo formaba, en bastante proporción, parte de la ideología colonial
europea, y al desarrollarse el conocimiento y cambiar los plantea­
mientos antropológicos159. Hoy se admite que los primitivos piensan,
a veces, racionalmente, exactamente igual que los civilizados. Nadie
es racionalista cuando duerme, cuando juega, o cuando ama. Y las pa­
siones, individuales o colectivas, desempeñan un papel preponderante
en todas las sociedades humanas. La visión de Febvre del «aldeano»
irracional del xvt no posee en la actualidad sentido alguno, pero no
nos corresponderá -n i por el lugar ni por nuestros conocimientos- re­
futarla, sino únicamente considerar su aportación metodológica.

Ibid., p. 364. Veamos uno muestra de la magnanimidad de Fevbre: «desdichadas


gentes, atenazadas por preocupaciones contradictorias. Y reducidas a implorar, como una
gracia, lo que para nosotros reside en el sentido común». Ibid.. p. 359.
155 ¡Perdón!. Copémico. padre de la moderna astronomía y gran geómetra que revolu­
cionó la concepción del mundo, creando nuestro moderna idea del mismo, por Lo menos en
parte, murió en 1543. Y en la Edad Media los astrónomos fueron capaces de utilizar todos
los recursos de la geometría griega. Esta deducción no tiene, pues, sentido alguno. Expues­
ta por Fevbre, ibid., pp. 369-375.
156 Ibid., p. 375.
131 Ibid, pp. 379 y ss., para el tratamiento de este problema.
t5* ibid.. p. 3X3.
159 Puede verse una consideración sobre el ntftodo de L¿vy*BiuhL y acerca del proble­
ma üc 1« racionalidad del pensamiento primitivo en mi libro: Inimducción a la sociología
del Mito griego [1979!, Madrid, Akal,21995, pp. 23-76.

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Febvre creyó que el concepto de mentalidad perfeccionaba el con­
cepto de civilización, y trató de definir el segundo de ellos de un modo
preciso. Su intento estuvo condenado al fracaso, y es por ello por lo
que autores como Vovelle, a pesar de utilizar su libro como mito fun­
dacional, vuelven a poner en uso el concepto flotante de mentalidad.
La «mentalidad» ha tomado el relevo de la «civilización» porque las
instituciones y las formas de organización económica y social son estu­
diadas por los historiadores mediante unos métodos más o menos con­
cretos, mientras que hay otra serie de problemas, que aparecen también
a nivel económico, social o institucional, pero en una vertiente «men­
tal» que es muy difícil de definir, a los que se deja recluidos en la his­
toria de las ¡deas o mentalidades, a la que también se le atribuye la mi­
sión de desempeñar una labor totalizadora, en tanto que el tipo de
hechos que ella estudia organizarían, darían el sentido y nos mostra­
rían el espíritu, utilizando los términos propuestos por Febvre, de una
sociedad, una época o una civilización determinadas.
Habría, no obstante, una gran diferencia entre la «civilización» y
la «mentalidad», y es que en la primera de ellas el historiador gusta­
ba reflejarse, como en un espejo, mientras que en la segunda ya no tra­
tará de hacerlo directamente, puesto que se trata de leer los textos del
xvi con las lentes de! XVI, pero sí indirectamente, en tanto que se es­
tablece que los hombres de ese siglo no son como nosotros, sino lo
opuesto a nosotros. El espejo refleja la imagen al revés, lo que quiere
decir que la estructura catóptrica se mantiene, puesto que toda estruc­
tura lleva en su seno la posibilidad de su inversión o transformación.
Al describir esta última metamorfosis hemos llegado al momento
presente. Se impone pues la necesidad de hacer un balance, no para
concluir que tras la historia de las vicisitudes de un concepto hemos
llegado a una situación en la que podríamos, al fin, comprenderlo o re­
chazarlo, sino por una mera necesidad práctica. Escribimos la historia
desde dentro de un discurso, sea el histórico o no, y vivimos en un
mundo que no es nuestra prolongación, sino que, por el contrario, so­
mos nosotros quienes constituyen un apéndice del mismo. Para vivir,
necesitamos establecer alguna definición, y ello es lo que intentaré lle­
var a cabo en la siguiente, y breve, conclusión.

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