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Intervención en grupos en el aula

Introducción
Muchas veces se piensa que el espacio clínico sólo puede ser algo individual, íntimo y
personal, y por supuesto que muchas veces debe serlo pero existen también diversas
patologías, especialmente aquellas que afectan a niños y adolescentes, que requieren
trabajar no sólo con el niño en cuestión y su familia, o con los docentes a cargo, sino
también con los grupos que integra.
Una primera aclaración que convendrá hacer ya desde el principio es que no abordaremos
lo que se conoce como terapia de grupos, que es una disciplina aparte, con sus reglas
específicas, sino la intervención en grupos, es decir cómo se procede y qué aspectos debe
tenerse en cuenta cuando la tarea de un APND (Acompañante Personal No Docente)
implica trabajar con un alumno que tiene problemas, ya sea de aprendizaje o de
socialización, y que debe interactuar con un grupo de pares. Por supuesto que cada
intervención tendrá una característica propia, adaptada a la singularidad de cada caso, pero
desde aquí intentaremos brindar algunos lineamientos generales que pueden ser de utilidad
en este tipo de acompañamiento.
Creemos que para conseguir resultados realmente positivos para la persona a acompañar, e
incluso para el grupo donde intervendremos, es necesario tener en cuenta y trabajar
cercanamente con el grupo en el cual ese niño participa, aunque a veces esa participación se
dé desde la segregación. Toda integración y proceso de inserción debe ir más allá de
conseguir que el niño o adolescente pueda terminar sus tareas y su escolaridad a como dé
lugar, y por ello es fundamental trabajar junto con el grupo en el que va a tomar parte, de
manera que podamos aspirar a que su experiencia dentro de ese entorno sea lo más
saludable posible.
Durante este módulo, entonces, procuraremos detenernos en las complejidades propias de
la intervención en grupos, como qué aspectos deben considerarse, cuáles son los
fundamentos que sostienen la importancia de generar efectos en la subjetividad grupal y
qué perspectivas nos ofrece este tipo de abordaje. Para ello deberemos revisar algunos
conceptos sobre el funcionamiento de los grupos, qué posibilidades presenta pero también
qué desafíos pueden emerger durante el trabajo.

¿Por qué intervenir en grupos?

El trabajo diario de un APND, ya se trate de un maestro integrador o acompañante


terapéutico, va a estar siempre signado por la repercusión e influencia del grupo sobre el
niño acompañado. Sea en la escuela o incluso en una colonia de vacaciones o club, el niño
o adolescente va a estar en relación con un otro pero sobre todo con otros, que forman parte
de un grupo con sus características particulares y que conforma una subjetividad única que
es mucho más que la suma de sus personalidades individuales. Como analizaremos a lo
largo del texto, los grupos se conforman casi como una entidad aparte, en la que se
presentan distintas funciones y representaciones, pero adoptando una cierta subjetividad
global que afecta y es afectada por sus integrantes. En todos los casos habrá siempre una
dinámica de grupo particular que será necesario estudiar y comprender, ya que el niño o
adolescente va a estar inevitablemente inmerso en esa dinámica.
Lo verdaderamente fascinante de la lógica de los grupos es que siempre genera un efecto
subjetivo. Sus integrantes transitan experiencias en particular, realizan actividades en
función del grupo y todo eso tiene efectos singulares sobre cada uno. Como sabemos, nadie
es el mismo en un grupo que en otro y esto aplica tanto para niños como para adultos: nadie
se comporta de la misma manera en un grupo de colegas profesionales que en un grupo de
amigos y hasta podríamos decir que en dos grupos distintos de amigos las subjetividades y
los comportamientos de los mismos individuos serán muy diferentes. En cada grupo habrá
roles, funciones y una subjetividad específicos. Sobre ella deberá trabajar el APND.
Algo que no podemos olvidar al momento de trabajar estos temas es que en los grupos
siempre se tiende a la homogeneidad. Los grupos necesitan de cierta sensación de igualdad
para aplastar la ansiedad de sus integrantes y a mayor igualdad, mayor será su tranquilidad.
Esto es tan así que el segregado en un grupo suele ser quien pone en evidencia esa misma
igualdad, lo que genera incomodidad. Al ser diferente, esa persona deja al descubierto la
incompletud de los integrantes del grupo, la falta estructural que porta cada uno y con la
que convivimos todos los días, y que no es otra cosa que lo castrado, la pieza que falta en
nuestro rompecabezas y que es fundamental para que las demás piezas puedan moverse y se
motorice de esa manera el deseo, que es parte inescindible del yo constituido.
Profundizaremos sobre esta cuestión más adelante.
Claro está que nadie quiere ver esa falta. Nadie quiere pensar en que no está completo,
asumir su propia castración. El Yo siempre se muestra completo ante los demás y la
presencia de alguien diferente, que no se ajusta a los parámetros tácitamente aceptados
dentro del grupo, viene a remarcar este carácter incompleto. Todos nos presentamos ante el
mundo como “completos”, como personas a las que no les falta nada, que están donde
quieren, que saben de lo que hablan, con virtudes y logros incuestionables. Todos damos
forma a un semblante que se acomoda a los diferentes papeles que adoptamos durante la
vida, pero eso no significa que estemos completos: los sujetos nunca lo estamos y en un
grupo esto también se pone de manifiesto.
En los grupos encontraremos diversas personalidades, subjetividades, representaciones y
actores. Habrá un lugar para el líder, que no será alguien elegido explícitamente sino
alguien que asume de facto ese lugar y que el resto del grupo avala, pero también
tendremos al que siempre se porta mal, al que hace todo sin protestar, al obediente, al
rebelde, al que busca desesperadamente la aprobación de los maestros, etc. Cada uno
cumplirá un rol, encarnará un lugar dentro del grupo que posiblemente sea muy diferente
del lugar que encarnará en otro y será tarea del acompañante estudiar y entender esta
dinámica, ya que su labor no puede desarrollarse independientemente de lo que ocurre
dentro del grupo. Si no se hace una lectura sobre los modos de funcionamiento de ese grupo
y sobre el lugar que tiene el niño o adolescente dentro de él, probablemente la tarea del
APND quedará trunca o al menos no logrará nunca desplegar todo su potencial.
A menudo se repite que lo importante es conseguir algún tipo de inclusión para ese niño.
¿Pero de qué hablamos realmente cuando hablamos de inclusión? ¿Incluirlo de qué
manera? Porque siempre se habla de incluir pero nunca se habla del destino donde ese niño
será incluido, que es, evidentemente, un grupo, aunque nunca se lo enuncie como tal. Bajo
ese objetivo de encontrar el lugar del niño en un grupo, nuestra meta no puede ser
simplemente que pueda hacer las tareas o que cumpla formalmente con el armado
curricular y llegue sano y salvo a la foto de fin de curso. Lo importante es conseguir que
ese niño realmente pueda ser parte, que el grupo no lo “incluya” simplemente, sino que lo
aloje, y en verdad para ese fin tendremos que trabajar no sólo para que el grupo aloje al
chico en cuestión, sino para generar los movimientos subjetivos dentro de ese grupo que lo
transformen en un grupo diferente, uno que tenga como disponibilidad el recibir a un otro
con dificultades.
Incluir o alojar

Al respecto, creemos interesante poder señalar la diferencia entre “incluir y alojar”, pero
antes de ir directamente sobre esa cuestión, nos permitimos recalcar el grado de
importancia que tiene generar un trabajo subjetivo sobre el grupo, tanto a nivel colectivo
como individual. Habitualmente el trabajo de los profesionales en salud mental gira en
torno a ayudar al que pide ayuda y, en el caso del APND, a ayudar directamente a ese niño
que se debe acompañar. Pero cuando realmente comprendemos que este niño forma parte
de un grupo que lo trasciende, podemos hacer una lectura de ese grupo que va a significar
que muchas veces se termine ayudando a otros, en este caso niños o adolescentes para
quienes no se pidió una intervención de manera explícita. Por poner un ejemplo, es posible
que durante la intervención observemos que el líder, quien lleva todo el peso del grupo y es
el encargado de generar que las actividades se realicen, es al mismo tiempo a quien las
autoridades habitualmente regañan y quien tiene más problemas en clase, por lo que es
posible que también necesite ser acompañado. Y esto no va a significar que el APND se
vuelva el acompañante de ese niño, sino que mediante nuestra intervención facilitaremos
movimientos con el fin de producir efectos subjetivos sobre este líder y sobre todo el grupo.
Es fundamental comprender a ese grupo como a un todo y a nuestro paciente como parte de
ese todo; si por el contrario los pensamos como dos mundos separados, sin ningún contacto
entre sí, vamos a haber emprendido un camino equivocado.
Lo que nos importa cuando hablamos de “inclusión” es que el niño en tratamiento pueda
formar parte del grupo pero no de cualquier manera, lo que nos lleva a hacer otra distinción,
esta vez entre eficacia y eficiencia, dos conceptos diferentes. Que una intervención sea
eficiente en este contexto implicaría cumplir con las metas mínimas y cuantificables de
“inclusión”: que pueda entregar las tareas, que pueda formar parte de los actos escolares,
que vaya a clase, etcétera. Pero lo que esta eficiencia no nos deja ver es que no hay
realmente allí ningún movimiento dentro de ese grupo para que el niño pueda formar parte,
para que realmente tome algún lugar dentro de ese grupo. Y esto es así porque para que esto
suceda, primero el grupo debe ser capaz de alojarlo.
De lo que va a tratarse entonces, es que a través de nuestra intervención el grupo pueda
alojar la diferencia, sea de este niño en particular o de otro, que pueda alojar a alguien que
es distinto y que lo es ya desde el vamos, considerando que tiene una maestra para él solo,
lo que por supuesto no pasa desapercibido por sus pares. Para ello será fundamental que en
aras de acompañar a ese niño, el profesional pueda estar lo más afuera posible sin dejar de
estar adentro, en el sentido de que es necesario en cierto punto un corrimiento de la escena
para darle el protagonismo al paciente. Los APND ni siquiera forman parte de la escuela,
del staff docente; son de alguna manera forajidos en ese contexto y por ello deberán tener la
suficiente flexibilidad para proveer al paciente de herramientas simbólicas pero sin
entrometerse en su espacio.
En esa línea creemos que es importante trabajar con todo el grupo y para ello será
imprescindible requerir la colaboración de las autoridades, sean rectores, docentes o
profesores a cargo. En el trabajo cotidiano a realizar con el niño y con el grupo, el APND
debe ser capaz de encontrar información valiosa que pueda orientar también el trabajo de
los docentes sobre qué es positivo hacer y qué no en el trato con el grupo, de qué manera
interceder y participar de esa dinámica única.
Por lo tanto, una cosa es la eficiencia de la “inclusión” que consiste en conseguir ciertas
formalidades, certificados o cumplir con las obligaciones, y otra cosa es la eficacia, que se
consigue cuando el grupo realmente aloja dentro de sí a este niño. Que la tarea sea eficaz va
a implicar una estrategia que consiga una transformación de la posición subjetiva del grupo
y del paciente, y será para ello, además, que le “prestaremos” herramientas a ese niño: para
que pueda hacerse un lugar y para que el mismo grupo le haga un lugar. En suma, eso es
alojar, dar un lugar al otro.
Insistimos: lo importante en el trabajo del acompañante es que más allá de si interviene en
una escuela, una colonia de vacaciones o un club, debe comprender que el grupo está
involucrado en su tarea, por lo que no puede enfocarse tan sólo en la labor codo a codo con
el niño. Si no se entiende el funcionamiento particular de ese grupo no podrá dar
herramientas precisas para que ese paciente pueda participar en el grupo exitosamente.

Cuando la diferencia expone la falta

Como hemos mencionado, el grupo tiende a homogeneizar, a que seamos todos lo más
parecidos posibles, por lo que se suele segregar a quien no se ajusta a los parámetros
deseados, como si se tratara de bloquearlo, de no querer registrarlo. El diferente, el
segregado, es quien expone la falta en el grupo, lo que le resulta oneroso dentro de la
dinámica grupal. Pero para ahondar sobre esta idea de la falta en el grupo, primero tenemos
que hacer un pequeño recorrido sobre la constitución del yo y del cuerpo, en definitiva
sobre el estadio del espejo.
El yo se constituye a partir de la identificación con el otro del espejo. Hacia alrededor de
los seis y nueve meses de vida, el niño todavía no reconoce su propio cuerpo, no sabe que
lo tiene, sólo registra el pecho materno, un afuera que se mezcla con un adentro sin que
haya límites muy precisos de dónde empieza y termina cada cosa. El bebé en ese momento
habita un cuerpo fragmentado. Cuando se enfrenta al espejo y comienza el proceso de
constitución subjetiva, confronta con su propia imagen y no registra que ese niño del espejo
es él, sino que lo asimila como un otro, pero no cualquier otro, sino un otro completo, que
ríe, que se desenvuelve, que mueve sus extremidades y que está con su mamá. Es el período
de las pulsiones parciales y el cuerpo anda como despedazado: no puede hacer uso de sus
extremidades ni controlar su cabeza, es puro caos y está totalmente indefenso. A diferencia
de otras especies, el ser humano nace prematuro y no puede valerse por sí solo apenas sale
a la luz, y por ello necesitará en sus primeros tiempos de vida del socorro de un otro que lo
alimentará, que lo limpiará y lo vestirá, pero que además lo libidinizará, suponiéndole
deseos, características, virtudes, sensibilidad. Es el otro materno o el otro de los primeros
cuidados.
Lo primero que ese bebé desarrolla es justamente la coordinación ocular y es gracias a ella
que en el estadio del espejo puede observar a los otros completos, sea él mismo u otros
niños, y anticipar de alguna manera sus propios movimientos, su propio y futuro dominio
corporal. Además, el niño desarrolla toda esta primera etapa con un otro, el otro materno de
los primeros cuidados (que puede ser su madre o no) que decodifica su llanto, y que al
otorgarle diferentes interpretaciones prepara a este niño, ahora hablado, para el lenguaje.
Para que este bebé fragmentado pueda constituir su cuerpo, debe ocurrir un acto psíquico,
como diría Freud, que es la identificación del niño con ese otro del espejo. Esto no se da de
una vez y para siempre, sino que es un proceso, y no será suficiente con la imagen de un
otro (ya sea en el espejo o no) con la cual se pueda identificar, ya que además de ese eje
imaginario (de imagen) se requerirá también de una matriz simbólica, del eje simbólico, por
lo que esa imagen tendrá que estar sostenida por un otro que también mire y que además
puede decirle que ese que está ahí es él: alguien que lo asemeje, le atribuya características,
lo libidinice.
Pero la alegría inicial del niño frente al otro del espejo dura poco. Pronto se da de bruces
contra la ilusión y se da cuenta que en esa imagen sólo hay lugar para dos, para su mamá y
para ese otro bebé intruso que usurpa su lugar. El espejo anticipa la completud de una
forma ilusoria, de un cuerpo que no sabe que le corresponde pero con el cual se puede
identificar. Esta identificación especular irá construyendo la subjetividad a través de un
proceso psíquico.
Este proceso especular se va a repetir a lo largo de la vida, y especialmente cuando nos
encontremos como adultos con otros semejantes. A ellos también supondremos completud,
una vida ideal, un trabajo perfecto, un conocimiento experto y una familia modelo, ya que
ese otro nos devuelve una completud aunque sea siempre ilusoria. Es posible observar en
grupos de amigos o incluso compañeros de trabajo, que a menudo quien se destaca o hace
un movimiento arriesgado que el resto rechazó por miedo o indecisión, es luego castigado
de maneras pasivo-agresivas por su grupo de pertenencia. Ese otro que aplicó a una beca y
se la ganó o que se animó a vivir en otro país o que simplemente cambió de trabajo
posiblemente recibirá cierto rechazo de algunos pares ya que su nueva completud, aunque
ilusoria es diferente y expone la falta de los demás: aquello que no pudieron o se animaron
a ser. Ha quedado en evidencia la falta, la castración.
Ahora bien, en una situación inversa, cuando el segregado tiene una dificultad, una “falla”,
también puede generar rechazo y esto se debe a que es un distinto con el que no puedo
identificarme: es un otro ante cuyo reflejo no puede haber identificación sin sacrificar mi
propia subjetividad, mi propia constitución del yo. Es un reflejo que pone en duda mi
propia constitución y por eso debe ser expulsado. Es lo que sucede con los niños con alguna
dificultad y que tienen la compañía de un APND y es por ello por lo que es fundamental
trazar una estrategia de intervención que logre efectuar los movimientos subjetivos
necesarios dentro del grupo para que este niño pueda ser alojado.

Desarmar la igualdad

Ante estos escenarios de rechazo al diferente, los profesionales deben trabajar en pos de
desarmar la situación. Si se comprueba que el niño genera mucho malestar, mucho rechazo
y es habitual que sea separado y que nadie lo elija al momento de iniciar una actividad
grupal, entonces seguramente se precise de un trabajo con el grupo y con la maestra,
profesor o quien oficie de autoridad. Deberá buscarse algo en relación con los intereses y
gustos de cada uno, ya que es fundamental no perder de vista que ese niño es alguien con
dificultades, que no puede hacer algunas cosas pero que sí puede hacer muchas otras y es
parte de la tarea del profesional encontrar los aspectos positivos de ese niño a partir de los
que puede hacerse un lugar.
Será entonces necesario hallar ciertas herramientas para poder intervenir con todo el grupo,
lo que no significa desconocer el rol y la autoridad del docente del aula, ya que por el
contrario, se debe poder trabajar en conjunto con él y acompañarlo a descubrir cuál es la
dinámica particular de este grupo en el que intervenimos: quién es el líder, quiénes los que
se portan bien, los que se portan mal y en dónde podría haber lugar para el niño
acompañado. Podría ser, por ejemplo, que el niño encuentre su lugar gracias a algún talento
particular como el dibujo o la música, y que los compañeros lo respeten y lo busquen
cuando debe completarse alguna tarea artística, o tal vez a quien mejor se le dan las
matemáticas o quien tiene mayor memoria; en cualquier situación es imprescindible
fomentar las tareas del grupo.
A menudo, cuando un niño no puede desempeñar alguna tarea se lo aparta para que la
complete en soledad con su maestra integradora, lo que puede ser un camino muy útil en
algunas circunstancias, pero llegado el momento también es positivo propiciar actividades
donde pueda en efecto ser parte del grupo, sin que eso le genere un obstáculo a los demás,
que pueda ser bien recibido y no que simplemente el grupo lo reciba por obligación; se
debe trabajar para que haya verdaderamente una transformación en la subjetividad
comunitaria.

El ejemplo de Cristian

Cristian era un paciente con diagnóstico de TEA (Trastorno del Espectro Autista), que
contaba con doce años y estaba en el mismo grupo de la escuela desde hace varios años. No
tenía problemas para avanzar con las materias, pero le resultaba muy dificultoso lo social,
por lo que el APND comenzó a trabajar con el colegio para que le tuviera una paciencia
adicional. Al analizar el grupo, se fue entendiendo qué lugar tenía Cristian allí y se decidió
conversar con los compañeros en cuestión, quienes tenían muy en claro que había algo
diferente en Cristian, comenzando con que tenía una “maestra” para él solo. Se les comentó
con franqueza qué problemas atravesaba el niño, las dificultades que tenía que enfrentar y
que, palabras más palabras menos, sería bueno si le podían dar una mano, aunque no era
obligación ni era responsabilidad de ellos. Inicialmente la escuela no estuvo muy contenta
con esta charla. Creían que esto era una manera de “exponer” a Cristian, ya que si todos
conocían sus dificultades esto iba a situarlo en una posición más vulnerable. El APND se
sostuvo en su posición argumentando que no se trata de “exponer” a alguien, sino de
exponer que alguien, un amigo o compañero, no la está pasando bien y necesita ayuda, y
siguiendo la idea de que la palabra es la única manera de lograr una verdadera inclusión, lo
que no se logra forzando a que el niño “forme parte” de cualquier manera, sino mediante un
trabajo sobre la subjetividad del grupo que permita que éste pueda alojarlo, darle lugar, para
lo cual también tendremos que confiar en su capacidad para hallar su propia manera,
adaptada a todos.
Luego de esa reunión, hubo una actividad de educación física en la que iban a jugar al
quemado. Era habitual que a Cristian lo apartasen en estos casos, pero esa vez lo invitaron a
participar. Enseguida se dieron cuenta de que le costaba entender la lógica de la actividad y
por eso inventaron un quemado diferente con una regla nueva: había que impactar a todos
los jugadores con la pelota menos a Cristian, con quien había que hacer justamente lo
contrario: evitarlo. A Cristian esto le resultó muy divertido y para sus compañeros la nueva
regla añadía un punto de dificultad más, especialmente para el equipo que no contaba con
Cristian en sus filas, por lo que el juego se hizo aún más divertido y además se generaba
que todos quisieran tener a Cristian en su equipo, algo que le encantaba. La escuela
nuevamente planteó sus dudas señalando que esta idea podría apartarlo más, pero Cristian
la estaba pasando muy bien, disfrutaba por primera vez del ejercicio en educación física y
el grupo había comenzado a alojarlo con sus condiciones, no con su discapacidad sino con
lo que él quería y podía. Era un juego que entendían él y el grupo, adaptado a todos y
disfrutable por todos, y de esa misma manera reajustaron muchas otras actividades. De
hecho muchas veces ocurría que Cristian no entendía alguna regla y entonces el grupo se
apresuraba a calmarlo y a explicarle con paciencia las normas, sin que mediara una
indicación del docente o del APND. Cristian se sentía a gusto y confiaba en sus
compañeros. Ya era uno más.
Esto es lo que podemos esperar de nuestra tarea implementada de una manera eficaz.
Generar a partir del diálogo franco y de la circulación de la palabra la transformación
subjetiva del grupo para que pase de aislarlo y separarlo a incluirlo de verdad, con sus
limitaciones pero también con sus posibilidades, a darle un lugar dentro de su dinámica. De
esa manera el niño puede realmente socializar, aprender y tener una experiencia en la
escuela que no será siempre placentera, por supuesto, pero donde se sentirá parte.
Siempre se pensó que lo importante era que el niño se adaptara a la actividad, ¿pero por qué
no adaptar la actividad al niño? ¿A lo que sí puede hacer? Esto implica, además, adaptar al
grupo, que tiene que involucrarse en este proceso de dar lugar. Si no se trabaja con el
conjunto, todos estos objetivos se vuelven imposibles y el niño quedará siempre por fuera
de la escena, a solas con su APND.

Últimas palabras
Sostenemos, a partir de todo lo planteado, lo vital de la intervención en grupos,
especialmente de generar un efecto subjetivo entre quienes lo componen, y para ello el
vehículo será nuevamente la palabra. Facilitar la fluidez del discurso dentro del aula, o del
espacio que sea, para que los niños comprendan el rol del APND, por qué está ahí y qué
dificultades enfrenta su compañero es a todas luces crucial. Por supuesto que cualquier
acción de este tipo, que implique interactuar con el grupo, se conversa antes con el niño,
hay un consenso necesario, pero es fundamental conocer qué y cómo piensa el grupo para
entender lo que ocurre respecto al lugar de ese chico en el aula. Ya la presencia de una
maestra integradora o de un acompañante terapéutico marcan algo “distinto” en la
cotidianidad de la escuela, y simplemente negarlo o hacer como si no pasara nada no genera
más que recelos y desconfianza. En esta situación es positivo que los compañeros entiendan
la posición del niño con acompañante pero no desde la lástima, sino desde entender que
tiene dificultades, pero también capacidades. Para ello deberá circular la palabra, lo
simbólico, los gestos, las miradas, que lo que sobrevuela y no se dice tenga una
materialidad concreta, para que todos puedan expresar sus dudas y sus miedos, ya que de
otra manera, si se deja que esos sentimientos circulen sin que tengan ninguna verbalización,
los efectos serán inciertos y probablemente negativos.
Así como debemos trabajar con la subjetividad del paciente, también debemos trabajar con
la subjetividad del grupo. Absolutamente todo grupo tiene su propia subjetividad y los
integrantes de ese grupo van a comportarse de acuerdo con ella, más allá de sus rasgos
individuales. A lo largo del tiempo, y especialmente en el aula, donde se comparte un
mismo espacio todos los días, inevitablemente se forma esta especie de personalidad única
o supra subjetividad, que es más que la suma de todas las subjetividades individuales; se
trata de algo diferente, con una dinámica particular única para ese tiempo y lugar y que
debe ser estudiada si queremos que el paciente pueda encontrar allí un lugar y no sentirse
separado.
Por supuesto que cada grupo será diferente y requerirá diferentes estrategias. Quizás en
alguno se sienta que hablar sobre las dificultades de alguien es delatarlo o “escracharlo”,
mientras que otros grupos serán más abiertos al debate. En cada grupo habrá que encontrar
la subjetividad propia y entenderla a través de su dinámica, de sus juegos, actividades,
bromas, conflictos, lo que en definitiva será material de análisis para poder determinar la
mejor estrategia de intervención posible.
Tenemos que saber encauzar nuestra mirada para poder orientar mejor la intervención. Sólo
así lograremos algo más que cuestiones de superficie, como que participe formalmente de
un acto escolar o se saque una foto al final del año, y encontraremos para este niño un lugar
real, genuino y propio dentro del grupo.

Lic. Jennifer Baldassarre

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