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ADOLESCENCIA: HACIA UNA GENEALOGIA DEL SUJETO II

Eva Mariani

“Sabemos que los hijos vienen a reparar los aspectos fallidos y las esperanzas demoradas de cada
generación. Se tienen hijos en un movimiento tendido hacia el futuro, ya que en muchos casos se
espera que, siendo similares pero diferentes, realicen las tareas inconclusas y vayan paliando la
frustración de la limitación que impone el tener una sola vida finita: que estudien lo que no se pudo
estudiar, que viajen lo que no se pudo viajar, que amen a quienes no tuvimos oportunidad de amar. Se
trata de un tipo de amor poblado de sueños, y del deseo de tener algo de lo que no se tuvo, lo
cual implica el reconocimiento de la propia falla y la ilusión de subsanarla, de la propia
mortalidad. Luego está el descubrimiento gozoso y al mismo tiempo doliente de que se está ante otra
vida; vida que no nos pertenece, cuyos sufrimientos no podemos evitar y sus goces sólo podemos
compartir de modo transitivo, porque amamos al que posee lo que nunca tuvimos. Nos reconocemos
entonces en los hijos y sabemos también que nunca seremos ellos –no que ellos no serán como
nosotros, sino que nosotros no podremos vivir aquello que ellos obtengan-. (…) Es el circuito inevitable
del pasaje generacional, y con él la posibilidad de nuevas vías que permitan que la historia no cristalice
sino que quede abierta, tendencialmente, hacia la reparación de sus injusticias y errores”. Silvia
Bleichmar.1

El término adolescencia –y lo “real” que intenta situar- es hoy motivo de debates y de operaciones de
delimitación conceptual que nos revelan, como en todos los ámbitos, que las categorías con las que nos
formamos y pensamos / nos pensamos están en crisis, que los términos con los que identificábamos objetos
que se nos aparecían como dados ya no nos sirven.
Es por ese motivo que las referencias temporales se nos hacen necesarias, en el marco de una concepción
de la subjetividad considerada como situacional, histórica, no identificable con una supuesta “interioridad”, ni
con una estructura de base inamovible, con una esencia humana que permanecería inmutable con el transcurso
de la historia.
Queremos decir: cada situación genera su propia humanidad delimitando los atributos de lo humano; no hay
hombre extrasituacional, es decir por fuera de las prácticas y sentidos sociales, entendidos éstos como los
efectos prácticos de la circulación de discursos en la cultura.
Venimos desarrollando una propuesta en ese sentido, reflexionando sobre las ficciones y dispositivos de la
modernidad de la que somos hijos o nietos, sobre la figura del estado burgués y la red de prácticas y discursos
que se establecen entre dicho estado y sus instituciones fundadoras de subjetividad: la familia burguesa, los
juzgados, la escuela, el trabajo.
Figuras de la subjetividad moderna: el individuo, el niño, el adolescente, el trabajador, el ciudadano…
Figuras que son el resultado de una sociedad que se piensa dividida en edades y en generaciones, en
función de un ideal de progreso personal y social, donde cada etapa toma su sentido en relación con la
siguiente, y cada generación constituye un eslabón hacia el futuro.
Así concluimos que la niñez es un invento de la modernidad, el resultado de las prácticas promovidas por el
estado burgués, que a su vez sustentaban el lazo social moderno. Nos referimos a las prácticas de
conservación de los hijos, la familia nuclear, el higienismo, el control de la natalidad, la promoción de la figura
paterna como sostén simbólico y material de la familia, las figuras imaginarias del padre donador y la madre
nutricia.
En síntesis: hay niñez en función de un conjunto de instituciones de resguardo, tutela y asistencia a la
familia, ya que entre familia y estado burgués se tejen una red de prácticas y discursos de asistencia, protección
y vigilancia. La escuela y las instituciones de tutela separaban el mundo adulto del infantil, es decir, al
ciudadano de hecho y de derecho de un niño producido como dócil, sin saber, irresponsable, frágil, inocente,
fuera del contrato laboral. Sujeto a advenir, “latente”, en espera: el “hombre del mañana” de los manuales
escolares.
Según esta perspectiva2, el agotamiento de la potencia instituyente de las instituciones que crearon infancia
en la modernidad hace que hoy no se produzcan niños en esos términos tradicionales, habría una variación
práctica del estatuto de la niñez asociada a la variación práctica de las dos instituciones claves del estado
burgués: la escuela y la familia, junto con la mutación vertiginosa que impone el consumo y la tecnología.
Agotadas significa lisa y llanamente que estas instituciones ya no producen su objeto: la infancia.
Se detecta como síntoma que la cría humana –para no llamarla niño, alumno, infante, etc, figuras de la
subjetividad moderna- ya no se deja capturar dócilmente por dichos dispositivos. La caída de los ideales y
prácticas modernas, la crisis de todos los contratos cambian las prácticas pero también las formas de
subjetivación de la modernidad. En términos de Ana Fernández 3, asistimos a una mutación de las
significaciones imaginarias fundantes de la modernidad occidental. Y si podemos pensarlo no es por un salto
cualitativo del conocimiento, una iluminación divina o lucidez de época, sino porque asistimos al momento
histórico de su destitución.
En esta línea de pensamiento es que nos preguntamos: ¿Siempre ha habido adolescentes?
Adolescencia es una representación social muy antigua, ya que desde la antigua Roma se pensaba a los
jóvenes en su despegue de la niñez como sujetos que atravesaban un proceso particular, con una connotación
dolorosa que persiste hasta nuestros días4. Es decir, localizamos una historia del término marcado por dos
significaciones centrales: crecer y doler.
Sin embargo, en la edad media se pierde como representación ya que la sociedad es pensada a partir de
sus divisiones de clase –el rey, el señor feudal, el campesino, el clero – y no por diferencias etarias. 5

1
Clarín, Suplemento Zona, 25/02/01
2
Ver Cristina Corea e Ignacio Lewkowicz: "El fin de la infancia. Ensayo sobre la destitución de la niñez". Lumen (1999)
3
Ana Fernández: "Instituciones estalladas". EUDEBA (Buenos Aires, 1998)
4
Recordemos que “adolescentia” hace resonancia con “adolescere”, padecer un dolor, una enfermedad, tener un defecto;
curiosamente también “agradecer” (¿estar en deuda?); proceso psíquico que deberemos diferenciar de los cambios orgánicos
iniciados en la pubertad (de “pubertas”, período de los pelos)
5
Dato curioso: recién en el siglo XV aparece en el idioma inglés el significante adolescencia.

1
El sentido moderno del término, como período prolongado de la vida 6, marcado por cierta moratoria
psicosocial reconocida al sujeto en su tránsito hacia la adultez, se produce a partir de las postrimerías del siglo
17 y comienzos del 18.
El siglo XX legislará la niñez, la hará cuestión de derecho. El proclamado “siglo del niño” protege los
derechos de la infancia hasta los 18 años de edad, la psicología desarrolla los grandes estudios de psicología
evolutiva, surgen la pediatría, la psicopedagogía y luego de la segunda guerra mundial se produce el gran auge
de los estudios sobre la adolescencia, que hoy devienen observaciones etnográficas, estudios culturales, de
marketing, etc.
En el marco de estos estudios aparece como una de las preocupaciones centrales la delimitación de los
parámetros para pensar el tránsito a la adultez, ante la insuficiencia de la marca etaria. ¿Por qué? Porque
vemos entonces adolescentes de 30 muy cómodos en la casa de sus padres, jóvenes de 20 con hijos que sin
embargo siguen siendo adolescentes (es decir, posicionados ellos mismos como hijos), niños que no son niños
porque han estallado los límites protectores de lo familiar, que trabajan, son abusados, abusan. Tampoco los
parámetros “externos” –trabajar, casarse, “ejercer” la sexualidad, tener hijos- decididamente no configuran un
indicador a priori de finalización del proceso.
¿Cuál es la especificidad, qué recorte peculiar hacemos al pensar una cierta concepción desde el
psicoanálisis de la adolescencia? Justamente lo que intentamos es plantear una lógica de ese tránsito que nos
desmarque de la cuestión etaria y de los que llamamos “indicadores externos”, sin olvidar que el adolescente es
una figura subjetiva de la modernidad.
Ese recorte surge de la idea de pensar el desarrollo como períodos de trabajo psíquico, de momentos
constituyentes para el sujeto, como si la línea de la existencia consistiera en una serie de “artefactos” de los que
emerge un sujeto.
Artefacto: entra una cosa y sale otra, maquinaria armada a partir de las piezas singulares de cada historia,
atravesada también por la historia social como gran marco de producción de subjetividades. Artefacto alude sin
duda a los dispositivos foucaultianos, pero a diferencia de éstos que para este autor son una forma histórica de
resolver una urgencia, una forma social entonces, con artefacto queremos sostener un dispositivo que a partir
de dichas formas históricas se arma de forma peculiar para cada sujeto. El papel de la familia entonces se
considera central, ya que es un elemento primario de socialización para el sujeto, organiza la prole, los incluye
dentro de un pacto cultural histórico, dentro de una serie de normas de funcionamiento y otorga los primeros
modelos de identidad.

EL SUJETO DEL SIGNIFICANTE


Hagamos un breve ejercicio: una lista de lo que somos, como si tuviéramos que presentarnos; hablando con
propiedad, cómo nos identificamos y también cómo somos identificados.
Supongamos un sujeto X: fulanita de tal, mujer, madre, periodista. Mujer, periodista, madre de, hija de, son
nombres que nos representan, que tienen como característica incluirnos dentro de un conjunto regulado, dentro
de una determinada clase. Clase regulada por una serie de ideales, de modelos de ser mujer, periodista, madre,
hija; en términos freudianos, regulados por una instancia llamada Ideal del yo.
Si complejizamos un tanto la cuestión, es decir, si desatamos el nudo que imponen los signos “madre”,
“mujer”, “periodista”, es decir, los tomamos como significantes inscriptos en nuestra historia personal, vemos
desfilar otros significantes que remiten a la significación peculiar que adquiere para ese sujeto. Si yo les
pregunto: ¿qué es ser mujer?, los sentidos se abren, vemos que cada uno adquiere un matiz diferencial, ya no
nos entendemos. Lo que nos identificaba como conjunto de golpe se vuelve singular, se desatan los nudos.
Pero al mismo tiempo “nos desanudamos” de nosotros mismos, porque por ejemplo “mujer” no es sinónimo de
la colección de significantes que lo significan, siempre hay algo más. Es todo eso y por lo tanto ninguno, se
rompe la ilusión de significado tanto para los demás como para nosotros mismos. Esa identidad asegurada por
el significante, cuando se pone en cadena con otros que además resignifican permanentemente al primero, esta
identidad entonces se quiebra, se produce una cierta desidentificación.
Sujeto en tanto sujetado (identificado) por el significante alude entonces no sólo a ese movimiento inicial de
identificación sino fundamentalmente al límite a la identificación ya que el sujeto queda entre-dos, entre dos
significantes que se resignifican mutuamente señalando el límite al ser que podemos darnos en tanto hablamos.
Sujeto es de hecho ese vacío entre los dos, esa discontinuidad.
Pero además decíamos que en tanto desplegamos la cadena aparecen las diferencias subjetivas, ya que
para unos “mujer” se encadenará a determinados significantes y sólo a esos, para otros serán diferentes. Y
justamente el encadenamiento será el resultado de lo peculiar de ese sujeto, de su deseo, de los deseos de los
Otros que lo atraviesan, que lo han constituido. Esto nos permite decir que ese vacío, ese deseo decimos
ahora, lo que expresa es la forma peculiar que el sujeto se posiciona ante el significante; sujeto es una posición
determinada ante el deseo, posición que nos permite también escapar de una visión determinista del
significante, porque si es una posición, puede variar.
Con la idea de “posición subjetiva” queremos señalar las diferentes formas de significar un hecho; el
aburrimiento, el dolor, la indiferencia, la furia, la rebeldía no son entonces “sentimientos”, más bien es la peculiar
manera en que enfrentamos la existencia.

GENEALOGÍA DEL SUJETO (de cómo ser es ocupar un lugar)


Desarrollamos en otro escrito7 cuál es el lugar original del sujeto. Lo situábamos en lo que llamamos mito
familiar, lugar que preexiste al bebé desde antes de nacer, su prehistoria que es también la prehistoria de los
padres y también la historia de la pareja: esa cunita que preexiste al bebé decíamos que está hecha de deseo,
de la forma que asume la falta para esos padres. El niño vendrá allí al lugar del complemento, mejor dicho de
una fantasía de complemento, un lugar narcisista que completa a los papás a partir de ser sujetos deseantes,

6
En las sociedades mal llamadas primitivas la adolescencia es un fuerte ritual de pasaje, casi no existe, o podríamos decir
que es una adolescencia de días, identificada al ritual. Era un momento, no una cualidad asociada al ser ("ser adolescente")
En nuestras sociedades burguesas es un período prolongado, no marcado tan tajantemente como ritual, si bien aparecen
algunos sobre todo por el lado religioso: confirmación, Bar Mitzvá, con el endoso de algunas marcas imaginarias como en una
época era usar pantalón largo, o maquillarse. En las producciones teóricas se observa también que recién a partir de los años
50 la adolescencia es pensada como un estado, y menos como una crisis.
7
"Hacia una genealogía del sujeto"

2
marcados por la pérdida permanente que supone la existencia, la inevitabilidad de ser mortales. El hijo adquiere
entonces desde el vamos –suponemos el mejor de los casos, a veces la vida no es tan agraciada para algunos-
esa cualidad de completamiento, de ilusión de inmortalidad, de renacer en la prole. Para los padres el niño
adviene al lugar de su aceptación como mortales, pero al mismo tiempo lo que los rescata por procuración de la
vivencia de finitud. Sólo se puede ser padre en el sentido fuerte del término en la medida en que aceptamos
nuestra propia muerte, lo que ya no podemos ilusionarnos de ser, ilusión que se traspasa al hijo.
¿No somos un eslabón en una cadena simbólica de deseos heredados? Parafraseando a Hegel, una
sociedad es humana sólo en tanto conjuntos de deseos que se desean mutuamente como deseos, ya que es
humano desear lo que desean los otros, justamente porque lo desean.
El mito familiar, que es el medio humano más específico, es el conjunto de deseos, imágenes de deseo y
legalidades que dan sentido a la existencia. Lo llamamos también lugar del Otro, collage de palabras, actos,
dichos, normas, formas de regulación corporal. Hasta podríamos decir que ese mito como lugar a donde el
pequeño va a parar está inscripto en el cuerpo de la madre, de qué significa en esa familia ser mujer, ser
madre, ese hijo, un hijo, porque hasta en la forma en que se sostiene a un bebé está en acción el mito familiar.8
El sujeto tiene como antecedente necesario ese mito, pero deberá advenir en él como aprendiz historiador9,
deberá apropiarse de él para luego poder contar su propia historia, diferenciarse, devenir “bricoleur”, coautor
indispensable de la historia que se escribe para conquistar su siempre relativa autonomía.
Un mito entonces, conjunto de significantes que pueden representar al sujeto, donde el sujeto queda
identificado por sus Otros, a veces con esta marca narcisista de la que hablábamos, pero también de formas
terribles o con una cualidad que no permite la diferenciación, la separación. Otros casos menos afortunados:
mitos que no lo incluyen como sujeto porque no podemos localizar significante que lo represente, o éste
representa la anulación –ir al lugar de un hermano muerto, por ejemplo- o significantes que lo representan
demasiado y no hacen lugar a la diferencia.10
Dentro de ese mito se articulan funciones: una función es una intervención exterior al sujeto necesaria para
su constitución, y que denominamos así para no quedarnos con la idea falsa de que se trata de “la mamá” y “el
papá”.
Hay dos funciones primordiales: la función de superficie y la función de corte.
La función de superficie es la que permite que de un cuerpo biológico surja un niño. También diríamos un
cuerpo, pero un “cuerpo del tener”, no del ser. Con “cuerpo del tener” resaltamos esa experiencia cotidiana de
tener un cuerpo, el cuerpo como un objeto privilegiado para el sujeto 11, construido a partir de la relación con
Otro. El Otro codifica, marca, erogeniza el cuerpo del chico desde su prehistoria, desde su inconciente, desde
su deseo. El niño construye ese cuerpo del tener a partir de la función unificadora -de superficie- que le da el
Otro, que le oferta un lugar donde reconocerse. Este lugar está delimitado por un conjunto de significantes,
peculiares para cada sujeto. Por ejemplo, “ser la muñeca de mamá”. Es un lugar proveedor de narcisismo en el
mejor de los casos.
El cuerpo del tener12 es un cuerpo organizado a partir del placer / displacer, zonas erógenas, zonas
prohibidas. Es un cuerpo de a trozos que curiosamente percibimos como totalidad. Sin embargo lo pensamos
como unidad a partir de la imagen que tenemos de él, imagen amada u odiada, pero siempre pasional. Cuerpo
de la pulsión, diría Freud, que se produce en el encuentro entre madre y niño. Es necesario para que se
constituya que sea erotizado, es decir que la pulsión reemplace al instinto, que las funciones vitales se
libidinicen; que comamos, que defequemos, que durmamos con placer.
Primer momento, los significantes de la prehistoria, y con ello la pérdida de lo biológico y del instinto como
regulación tanto para la madre como para el chico. Lo simbólico encarnado en lo materno regulará ese pedazo
de carne que es en lo real el hijo para que de ahí se pueda construir un cuerpo, para que olvidemos que somos
un cuerpo (como organismo en lo real) y podamos tenerlo posteriormente.13
Curiosamente en ese primer momento el cuerpo es pura fragmentación, como dicen algunos psicoanalistas,
no somos al nacer más que monos desarraigados y deficientes ya que nacemos prematuros, hecho que los
biólogos llaman fetalización; nacemos antes de tiempo, lo que marca desde el inicio la necesidad estructural de
Otro que apuntale nuestras funciones fallidas.
Los animales cuentan con el recurso genéticamente heredado de una imagen innata del otro semejante,
pero al mismo tiempo son incapaces de reconocerse en un espejo. El sujeto humano tiene que construir esa
imagen, fantasearla, y la forma de hacerlo es a partir de un peculiar mecanismo de inscripción psíquica que es
la pulsión. La pulsión es un registro del cuerpo pero como parcialidad, la boca, la mano, la mirada…
Cuerpo fragmentado por insuficiencia biológica, pero también cuerpo fragmentado por la erotización
materna. Cuerpo fragmentado cuya permanencia retorna en los dichos de los hombres cuando hacen de ese
cuerpo una suma de partes eróticas: un culo, una teta, unas piernas, unos ojos…

8
Aclaración: cuando hablamos de “madre” hablamos, como dice Silvia Bleichmar, “de ese adulto que por cuestiones
históricas llamamos así, y que en su asimetría conserva la vida de la cría al mismo tiempo que la parasita simbólica y
sexualmente, ese otro (que) crea una subversión profunda que lo arranca de la naturaleza y lo vuelca a la producción
simbólica” ("La inteligencia humana y el osito para poder dormir". Página 12, 26/8/02)
9
Cfr. Piera Aulagnier
10
Recuerdo un ejemplo paradigmático, de un chico llamado Luciano. Los padres esperaban una niña a la que iban a llamar
Lucía. Fue varón, entonces contaban que como chiste lo llamaron “Lucía-no”.
11
Resulta muy pertinente rescatar aquí la noción de “imago”, imagen trabajada por la fantasía inconciente.
12
El “cuerpo del tener” como imagen permite pensar algunas cuestiones muy interesantes que se explican a partir justamente
de la exterioridad que implica una imagen. Una imagen siempre es algo exterior, no podríamos tener una imagen de nuestro
cuerpo si no fuera en relación con un afuera, como metáfora en este caso el espejo, o más precisamente el papel de espejo
que tienen los otros para el sujeto. Imagen que se sustenta desde el Otro, los otros. Como ejemplos: sueños en los que nos
vemos, donde está disociado el lugar del observador del sueño y ese personaje que llamamos yo que es el actor principal.
Pero también como expresión de la exterioridad de la imagen, aquellas experiencias angustiantes en las que no nos
reconocemos, ya sea porque nos miramos demasiado o cuando vamos caminando y vemos a alguien extraño que
posteriormente reconocemos como nosotros mismos, lo que Freud llamaba el fenómeno del doble. (Ver Freud, S. "Lo
siniestro", Obras Completas).
13
Hay situaciones existenciales, generalmente asociadas a la muerte como puede ser una enfermedad grave, que nos
recuerdan de forma muy angustiante que “somos” un cuerpo. Pero también la adolescencia pivotea sobre esta cuestión, como
veremos más adelante. Sin llegar a esos extremos, la disarmonía entre la imagen del cuerpo y el cuerpo real se produce
cuando "no damos más", y ni siquiera lo habíamos registrado.

3
Para que de esa fragmentación surja esta imagen del cuerpo que llamamos cuerpo del tener, es necesario
que advenga un segundo momento, cuyos operadores conceptuales son el narcisismo, el estadio del espejo y
la formación del yo.
Segundo momento:
Lacan recupera una antigua descripción de la conducta del niño frente al espejo, y la transforma en una
pieza clave en la teoría del narcisismo freudiano y de la formación del yo.
Dice que esa conducta, a la que adjudica el valor de un momento evolutivo pero también de una estructura
permanente es lo que llamamos “Estadio del espejo”14
Entre los 6 y 8 meses y hasta el año y medio de edad, si se coloca a un niño frente aun espejo vemos
aparecer una serie de conductas más o menos típicas:
1. El niño ve su imagen.
2. Busca la mirada de quien lo sostiene, se da vuelta para observarlo, y vuelve su mirada hacia la imagen
propia.
3. Esta secuencia es seguida de un gran júbilo. El niño intenta erguirse (recordemos que a esa edad, un bebé
no tiene casi ningún dominio sobre su motricidad), y «juega» con su imagen.
Como psicólogos tenemos la confirmación cotidiana de que el jugar de un niño, cuando se acompaña de
júbilo, da cuenta del atravesamiento de una experiencia constitutiva del sujeto, del cumplimiento de un cierto
acto psíquico, en síntesis, de una forma de dominar alguna cuestión hasta entonces problemática a través de la
simbolización, que es el mecanismo netamente humano de dominio de lo real.
Sobre el fondo de esta experiencia de fragmentación 15, ocurre que el niño repentinamente “se da cuenta”
que esa imagen es él, esa imagen amada claramente por su Otro, completa, erguida, impostada, narcisista, es
él. Un darse cuenta engañoso, porque no somos una imagen, porque la imagen está afuera y es muy distinta a
un cuerpo: es plana, invertida, construida desde una única perspectiva. Casi diríamos que la “locura”
típicamente humana, es creernos que un cuerpo es una imagen.
El acto psíquico que evocábamos, aquel señalado por el júbilo del bebé, consiste en una identificación, es
decir, la transformación producida en el sujeto cuando asume una imagen como propia.
Esa imagen funciona sobre el fondo de fragmentación corporal, decíamos más arriba, y nunca la reemplaza
del todo, siempre subsiste la tensión entre la insuficiencia biológica real y la anticipación de lo que será un
cuerpo unificado. La imagen completa (libidinizada por el Otro) y unificada (ilusoriamente) oculta la vivencia de
fragmentación, funciona como velo; función que siempre tendrá la imagen para el ser humano, el de ser aquello
que lo rescata de la incertidumbre de su ser.
En otro lugar decíamos: “La imagen unificada es lo que en psicoanálisis se denomina «yo ideal», que es la
primera forma en la que el yo se aliena, es decir, la unidad del cuerpo en la imagen. El yo ideal es el punto de
partida del yo, su tronco, donde se van a asentar las múltiples imágenes del yo del sujeto. Permanecerá luego
como exigencia ideal de perfección, como la idea de perfección narcisista para el yo. El yo ideal es un polo de
identificaciones imaginarias, y será el lugar de la hazaña narcisista, de una imagen sin falta, de grandeza. El
lugar de nuestras fantasías heroicas.
Esta identificación es una primera alienación imaginaria, ya que el sujeto se identifica a una imagen que es
«otro», que no deja de serle ajena.
Posteriormente cualquier semejante ocupará el lugar de la imagen, lo que determinará una peculiar relación
del sujeto con ese otro, que transitará entre la fascinación y la rivalidad.
Si un semejante está enfrente nuestro, ocurre que tiene todas las virtudes de la «buena forma», mientras
que nadie puede tener de sí mismo la certeza de coincidir totalmente con su imagen; por esa razón el yo
necesita siempre del reconocimiento del Otro que le asegure su imagen.”16
El hecho comprobable de que no siempre esa imagen se constituye como matriz identificatoria del sujeto
nos obliga a preguntarnos cuáles son las condiciones de su construcción. Las condiciones están metaforizadas
en el modelo del espejo a través del recurso a la mirada del Otro, ya que será el lugar que el Otro otorgue al
niño lo que funcionará de “molde” para que esos trozos de cuerpo advengan imagen unificada. "Dime cómo te
desearon y te diré quién creés que sos" (yo ideal).17
Cuando hablamos de imágenes y en general de lo imaginario, nos referimos siempre a la relación siempre
inestable del sujeto con sus propias imágenes (identificaciones) y significaciones. Para que esto se sostenga es
necesario un articulador simbólico, a la manera de un aparato ortopédico. En la locura, donde justamente falla
esta función del Otro, el sujeto ni siquiera puede constituirse como un cuerpo, como una unidad, por lo que son
habituales las fantasías de despedazamiento, de pérdida de órganos, etc.18

14
Cfr. Mariani, E. "El estadio del espejo". CEP.
15
La prematuración consiste en que el ser humano «nace antes de tiempo», por el atraso del desarrollo de su sistema
neurológico. Este desarrollo se completa recién a los dos años de edad, sigue una secuencia. En efecto, la percepción visual
se anticipa en muchos meses al control motor del cuerpo. Esta discordancia temporal hace que el sujeto no pueda controlar
un cuerpo que se le presenta como fragmentado.
16
“El estadio del espejo”, op. Cit.
17
García Dupont, "Fundamentos de la enseñanza de Lacan". Ed. El Otro.
18
La locura nos lo muestra dramáticamente:
" José, de 18 años, dice: me duele la cabeza, hace tiempo que me explotó un nervio en el cráneo y a partir de
allí no tengo paz… Ahora me va a explotar otra arteria de la frente…. Todo yo exploto a cada rato… no soy un
hombre, soy sólo un hombre de vidrio, un molde… Veo cosas raras, distintas, escucho voces y ruidos, desde
que me explotó la arteria escucho ruidos. Estoy mareado, casi no puedo caminar… tengo un agujero en la
cabeza… cómo voy a saber qué cara tenía de niño? Los niños no se miran al espejo… los espejos están muy
altos, los chicos no alcanzan. Voy a tener que nacer de nuevo, ser un niño… aprender todas las cosas. Por
ejemplo, para aprender que algo quema meter la mano en el fuego y luego saber . Cuando le digo: los niños
tienen a sus padres que les enseñan cuando algo quema, no tienen necesidad de quemarse, me mira
sorprendido y dice Oia, no lo había pensado. Lo que nos habla del déficit flagrante en el campo de esa
función: poco hay para heredar". Viñeta clínica extraída del libro "Clínica psicoanalítica en niños y
adolescentes", Ricardo y Marisa Rodulfo. Lugar editorial (Buenos Aires, 1989)

4
En síntesis: en este momento podríamos decir: “soy lo que veo en el Otro”. Lugar de espejo del Otro que me
permite tener un cuerpo (afuera, en la imagen) y reconocerme.
Decíamos que esa imagen primordial –esa imago- es la matriz inicial del yo del sujeto, de lo que se
desprenden las siguientes consideraciones:
1. El yo es el conjunto de identificaciones a partir de las cuales el sujeto se construye un ser, se da una
identidad que no es más que una imagen de sí (en sentido visual pero también figurado), es decir la imagen a la
que el sujeto se aliena. Estas imágenes y estas significaciones siempre le vienen de los otros. La “identidad” del
sujeto es así sumamente paradójica, ya que siempre está en relación a una alteridad.
2. Que el yo se constituya a partir de una imagen tiene sus consecuencias: la unidad ilusoria que el sujeto
atribuye a su «ser», el esfuerzo por la permanencia de esa imagen y la resistencia al cambio, la ilusión de
autodominio (en el ejemplo, sería como si el niño frente al espejo omitiera que esa figura erguida con la que se
identifica está sostenida por los brazos del otro).
3. La imagen conservará siempre su alteridad, por lo cual el sujeto necesitará permanentemente el
reconocimiento del Otro que le diga lo que él es.
4. El yo es entonces una función de desconocimiento de aquello que lo determina.
5. Las relaciones con el semejante, o sea del otro que puede ocupar el lugar de la imagen, serían de una
inestabilidad permanente si no fuera por la existencia de otra instancia en el psiquismo, denominada «Ideal del
yo». Por el momento, la definiremos como el conjunto de emblemas del Otro (en el sentido de aquellas marcas
que sitúan a un sujeto como perteneciendo a determinada clase, como por ejemplo las jinetas militares). Es el
lugar desde donde el sujeto es mirado, desde donde se le dice cómo debe ser para alcanzar esa imagen de
perfección narcisista que denominamos «yo ideal».
6. Lo imaginario es también el lugar del señuelo, de las imágenes en las que alienamos nuestro deseo. Por eso
una de las salidas del sujeto es desear a partir del deseo de los otros. Párense frente a una vidriera solitaria, y
pueden comprobar el efecto identificatorio inmediato de su interés en lo que allí se expone. Enseguida habrá
varios sujetos buscando lo precioso que usted encontró allí. Mecanismo muy conocido por los publicistas,
porque nada captura más que el deseo del otro/Otro, de aquello que parece ser indicio de lo que el Otro desea.
“Hacete mujer” decía una vieja propaganda de pantalones, protagonizada por Araceli González. Una estatua
que devenía mujer en tanto era vestida por ese objeto que se transformaba en la marca de la transformación.
“Hacete mujer”: puesta en enunciado de un ideal, y el objeto como aquel que nos permite alcanzar esa imagen
preciosa.
Sinteticemos: la primera tarea de un sujeto es constituirse como totalidad, función mediada por el Otro,
ejemplificada a través de su mirada libidinizante y totalizante, por ese chico objeto (unidad) de su amor y su
deseo, que todavía no se percata de que el Otro es una totalidad diferenciada de él mismo. Otro que encima
desconoce que desea.
Este engaño es necesario porque protege al niño de percatarse de su dependencia del Otro, que el Otro
puede desaparecer, lo que a temprana edad es aniquilante. Esa “célula narcisista” es necesaria -pese a la
protesta de los maridos- a partir de la cual se podrá constituir la separación, la diferenciación con el Otro.
Tercer momento de constitución subjetiva: la angustia del octavo mes.
Los bebés hasta los 8 meses son seres sumamente sociables. Sonríen a cualquiera, se van con cualquiera.
Pero a partir de este momento ocurre un hecho crucial en la constitución de su psiquismo: de golpe se vuelve
huraño, llora cuando ve a un desconocido así esté en brazos de su mamá. Momento en que el chico empieza a
registrar las separaciones, digamos que tiene la posibilidad de registrarlas. Podemos pensar que ha ocurrido allí
una primera separación, una primera diferenciación entre él y el Otro, y que para el chico si el Otro es una
entidad separada, puede no estar.
Si durante el momento previo localizamos como tarea del sujeto el ser en el Otro, en este momento su
trabajo será cómo ser separado del Otro sin perderse. Es un dato observable la dependencia de los niños
pequeños de la mirada del Otro, la angustia que produce que el Otro no esté presente sosteniendo su precario
psiquismo, la necesidad de que esté efectivamente presente para poder jugar, dormir…
Pero simultáneamente vemos aparecer juegos que expresan el intento de dominio de esta situación
traumática, juegos de simbolización: ocultarse y destaparse por ejemplo, juegos que producen gran placer en el
chico y que repite incansablemente.
También observamos la aparición del “no”, primera palabra sin referencia imaginaria, que evoca justamente
la ausencia, la falta; diríamos que equivalente a la función del 0 en la serie de los números naturales. Puro
símbolo no identificable con una referencia concreta y por lo tanto ejemplo paradigmático de la función
simbólica.
Como si el chico empezara a poder desprenderse de la necesidad de la mirada del Otro, de su pura
presencia física. Es la primera diferenciación subjetiva en el registro del ser, lograda a partir del juego que
simboliza la separación. También vemos aparecer los llamados “objetos transicionales” (Winnicott) con los que
el chico reemplaza la presencia del Otro: el osito, la sabanita, objetos necesarios para dormirse porque le
aseguran una permanencia, algo que permanece en la ausencia. Por eso el chupete gastado y maloliente, la
sabanita sucia, el osito inmundo para los que se horrorizan con los gérmenes; esos no deben lavarse ni
cambiarse, ya que están supliendo simbólicamente esa ausencia, son los herederos de esa función de
superficie que caracteriza a la función materna. Allí donde era el Otro real, el símbolo debe advenir.
Cuarto momento, el Edipo:
Decíamos: primero, ser en el Otro para luego, ser como totalidad diferenciada del Otro.
¿En qué lógica se inscribe el mito edípico en esta secuencia? Podemos plantear que el famoso y gastado
mito es un artefacto que produce un ser sexuado.
La diferencia sexual es todo un problema para el niño (de los dos a los noventa y nueve años), porque lo
que instituye la familia es la figura "padre" y "madre" y no necesariamente "hombre" y "mujer". Es más,
podríamos decir que "madre" hace obstáculo a "mujer", que "mujer" es tal en tanto atributo diferenciado de la
maternidad, tanto como hombre de paternidad. Padre y madre tienen como marca -al menos en nuestra cultura-
la ausencia de sexualidad, como lo marca la incredulidad del chico ante la evidencia de la sexualidad paterna,
cuando se ponen a investigar sobre ESO: "tus papás harán Esa Chanchada, los míos jamás".

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¿Qué hace diferencia sexual, entonces, si no queremos reconducirla a la diferencia biológica? Sabemos que
la diferencia biológica es insuficiente para pensar la sexualidad como posición subjetiva, porque si no, no
podríamos explicar ninguna cuestión de nuestra realidad cotidiana.
Edipo es un artefacto que produce la diferencia sexual, diferencia que no está a priori, que no es dada.
Implica interrogarnos sobre cómo alguien se da una identidad sexual, se posiciona como hombre o como mujer,
pero también cómo se producen las elecciones de objeto amorosas de ese sujeto. Heterosexualidad,
homosexualidad, bisexualidad; hombres, mujeres, transexuales, travestis; resulta evidente la falta de regulación
instintiva que diversifica las identidades sexuales y los objetos de deseo.
Pero además, un sujeto no elige “mujeres”, sino “esa” mujer, aquella que tiene "ese" atributo que la hace
deseable y/o amable. Por lo tanto, de este artefacto lo que surge es una marca que recorta el universo de los
objetos, que ya no serán todos iguales.
Podemos pensar el edipo como la sucesión lógica de dos grandes funciones, que llamamos de superficie y
de corte:
En un primer momento, como veníamos diciendo, el chico se instala como objeto que completa
imaginariamente al Otro. Primer momento, entonces, de identificación a lo que supone el deseo del Otro.
Este momento es condición necesaria de un segundo momento, que se caracteriza por el surgimiento de un
más allá del deseo materno, aparición de un padre como Otro diferenciado del ámbito materno. Para ello es
necesario que sea la madre la que se dirija al padre, que el padre sea causa del deseo de la madre. Como
decía Oscar Masotta, es necesario que la mamá le tenga ganas al padre para que esta función opere
relativamente bien, porque si la mamá no puede posicionarse como mujer ante padre e hijo no permite que la
palabra paterna pase, y que madre e hijo puedan renunciar a esa relación gozosa, digámoslo con todas las
letras, sexualizada.
La función paterna es vehiculizada por madre, es necesario que la madre ceda pero también que el padre
pueda y quiera tomar ese lugar. Una buena madre es aquella que va en contra de su inclinación natural, que
consiste en evitar la falta. Si el padre no está, el lugar debe quedar vacío, no ser ocupado por el hijo.
Aclaremos que para que esta función de corte opere, no es necesaria la presencia real de un padre, ya que
cualquier cosa que para la madre -o su representante- sea otro deseo por fuera del niño, tendrá un efecto
separador. Lo que no significa que la presencia de un hombre sea indiferente al devenir del niño.
El pasaje por este dispositivo tiene varias consecuencias:
1. Pasaje de ser del objeto del Otro al tener un sexo, a través de la renuncia al objeto primordial incestuoso.
Primero simbolizar que la madre no es él, ahora que la madre no es de él.
La salida del vínculo incestuoso implica la articulación de prohibición del incesto y exogamia, es perder una para
tener otras. El chico queda inscripto en las vicisitudes de la cultura, en un orden legal (castración simbólica).
Esta pérdida de goce no es sin recuperación, es una pérdida de goce para acceder a un goce regulado por la
ley de la cultura.
2. La otra consecuencia fundamental de este pasaje es la puesta en forma de una instancia psíquica
denominada Ideal del Yo.
El Ideal del yo es un modelo al que el yo busca adecuarse. Se forma con los emblemas del padre, con la
identificación a los ideales paternos en tanto representantes de la cultura, de la ley simbólica entre
generaciones, de lo exterior a lo familiar que normativiza la sexualidad. Un conjunto de insignias como marcas
que signan a quien las porta como participando de los atributos de determinada clase. Es tipificante del deseo,
un universal que legisla sobre lo que tengo que hacer y desear.
Ya no es qué hay que hacer para ser deseado en esta familia, sino qué es ser hombre, qué es ser mujer.
La lógica del funcionamiento del ideal supone la instalación de un futuro, de algo a alcanzar; es decir, de un
cierto reconocimiento de lo que ya no soy (que sería del orden del yo ideal, tiempo de identificación con el
deseo materno).
Dudamos de nosotros mismos por comparación con un ideal que legisla el “deber ser”. Ambas instancias: Ideal
del yo y yo ideal comienzan a funcionar articuladas, y tienen una importancia mayúscula en el funcionamiento
grupal.
Así como la salida del objeto incestuoso legaliza la elección de objeto, la puesta en forma del sistema de los
Ideales del yo estabiliza todo el sistema de identificaciones sexuales. Es decir, del edipo se sale siendo hombre
o mujer.
3. La última consecuencia es la construcción de lo que llamamos “fantasma”, que es un axioma personal sobre
el goce, a partir de la regulación de todo el movimiento pulsional. Este fantasma regula la elección de objeto
sexual, ya que “dicta” las marcas que debe tener el objeto de deseo para ser tal.
La latencia – el sujeto en espera
Freud decía que el gran problema de la sexualidad humana era que se desarrollaba en dos tiempos, porque lo
psíquico se adelantaba en mucho al desarrollo biológico de la función. El niño “perverso polimorfo” desarrolla
una sexualidad florida –hay que ser ciego y sordo para no verla- mucho antes de la maduración de la
genitalidad y por ende de la puesta en funcionamiento del “equipo” sexual.
Entre esos dos tiempos se desarrolla un momento, que llamamos latencia, donde se estabilizan todas las
funciones psíquicas del sujeto.
Estas funciones son, desde las más arcaicas a las más desarrolladas:
-Logro de la unidad corporal.
-Estabilización de las funciones yoicas: identificaciones estables, predominio de los procesos lógicos y
socializados de pensamiento (proceso secundario).
-Estabilización del sujeto bajo los significantes que lo representan, puesta en forma del Ideal del yo con la
consecuencia identificación del sujeto a los ideales de su sexo (no necesariamente el biológico).
-Abandono de los objetos incestuosos por represión o sepultamiento del complejo de Edipo, y redefinición de
los lazos con los padres en términos de corriente tierna, es decir, desexualizada.
-Diques pulsionales, por represión de la sexualidad infantil y aparición de los sentimientos sociales (asco, pudor,
inhibiciones sexuales en general, vergüenza, ideales estéticos y morales)
-Formación del carácter
La latencia provee al sujeto de los instrumentos yoicos para enfrentarse al incremento pulsional de la pubertad.
Fenomenológicamente vemos que el niño cuyo florencimiento lúdico nos impactaba, se vuelve aburrido, casi
obsesivo: colecciona todo lo coleccionable, con un amplio predominio de los juegos reglados por sobre los

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simbólicos, la diferenciación tajante entre juegos “de varones” y “de nenas”, con formación de cofradías que
excluyen despectivamente al otro sexo.
Adolescencia y pubertad
Casi cuando los padres están oscilando entre la tranquilidad que les da ese niño de golpe socializado, y la
nostalgia por “su majestad el bebé”, irrumpe como una marea incontenible la pubertad. La crisis adolescente no
es solamente una crisis del sujeto, sino también de los padres, que deberán sortear el duelo por la pérdida de
ese hijo del narcisismo (con todas las letras). Un hijo siempre interpela la diferencia, y será una dura tarea para
ellos que aquel en quien depositaron sus sueños necesite apartarse del camino trazado, tarea sólo posible a
partir de la aceptación por parte de los padres de que "ya no soy ese niño maravilloso e inmortal" (depositada
en el hijo), de la aceptación de la vejez y la muerte. Más aún cuando dicha separación sólo puede producirse
por la vía del choque, de la confrontación, de la rebeldía, tema que desarrollaremos más adelante. No nos
sorprende entonces ver padres que rehusan ese enfrentamiento, que rechazan resignar la cuota narcisista que
el hijo aportaba. Padres de adolescentes que sorpresivamente tienen “otro bebé” que los rescate de percatarse
del paso del tiempo y el envejecimiento; padres que comienzan a vestirse como adolescentes; padres que
evitan la confrontación negociando con los hijos “por no ser autoritario”, lo que priva al hijo de un antagonista.
La adolescencia es un hecho que se produce en el ambiente familiar, toda la familia está inserta en este
proceso. Se podría hablar de una familia adolescente, más que la familia del adolescente.
Del lado del sujeto, la adolescencia implica una recapitulación de todas las funciones anteriores a partir de este
“real” traumático que es el desarrollo corporal y un replanteo de todas las adquisiciones subjetivas, que en este
momento probarán su consistencia. De este tránsito emergerá –en el mejor de los casos- un sujeto con puntos
de certidumbre, con identificaciones consolidadas a partir de las cuales pueda poner en acto su sexualidad y
asumido como un eslabón en una genealogía, en una historia de la que devendrá historiador con un pasado
pensado como causa de su ser.
Si la adolescencia es un momento de separación, debe enfrentarse a los adultos y desprenderse de su mundo
infantil, cómodo y placentero, con sus necesidades básicas satisfechas y roles establecidos.
En términos generales debiéramos diferenciar la pubertad de la adolescencia. Pubertad alude al cambio
corporal, desarrollo de los caracteres sexuales primarios y secundarios, cambios hormonales. Adolescencia se
refiere a trabajo psíquico que lo real del cuerpo impone.
¿Y qué impone? Fundamentalmente tres duelos: por el cuerpo infantil, por los padres de la infancia y por el niño
de la infancia, duelo tanto para hijos como para los padres.
En primer lugar, el duelo por el cuerpo de la infancia, porque el cuerpo del niño maravilloso se llena de granos,
se desproporciona, se vuelve torpe.
Si el “cuerpo” (el narcisista, erógeno, no el real) es el soporte de la identidad, de golpe ante el cambio corporal
aparece una brutal desidentificación, un “des-ser”. Se desarticula el espejo familiar que posibilitaba el
reconocimiento, es más, el espejo muestra la diferencia con la imagen, la desarmonía, el desfasaje, la “falta”. La
desarticulación de la imagen destroza por ende los puntos de referencia yoicos: nuestro “cuerpo” es la matriz
del espacio y el tiempo en tanto punto de referencia espacio temporal. La figura del adolescente torpe y
desorientado es suficientemente ilustrativa.
Decimos entonces que retorna esa primitiva función de superficie por la necesidad de imaginar ese nuevo
cuerpo. En este tembladeral vemos aparecer algunas conductas típicas para reforzar la continuidad corporal
perdida: el apego a ciertas ropas, la suciedad (digno heredero del embadurnarse del bebé), el pasarse horas
delante del espejo. Nunca más adecuada la imagen de la “metamorfosis” con la que Freud calificaba la
pubertad, en una referencia kafkiana apta para mostrar las vicisitudes dramáticas de esta etapa, de los
sentimientos de despersonalización que conlleva.
Pero también aparece la búsqueda de “otros espejos” por fuera de lo familiar: la proliferación de afiches que
tapizan literalmente la superficie de los cuartos con imágenes “yo ideales”, de los ídolos proveedores de
narcisismo por identificación, por lo general horrorosos para los padres (es la idea, por supuesto) porque no
reconocen en esas imágenes el cuerpo imaginado de la niñez.
¿Hay en el mito lugar para el cuerpo imaginado del adolescente, cuerpo abiertamente sexual? Hay a veces en
los padres una desmentida furiosa del crecimiento, un forzado aniñamiento del sujeto.
Un comentario aparte merece este "mal de época" que constituye la anorexia, fundamentalmente en mujeres
adolescentes. Mal de época que en realidad viene de antigua data, ya que por ejemplo a fines del siglo XIX se
la consideraba una epidemia. Nótese que en aquella época no existían los medios masivos ni modas
"anorexígenas", como las que se suelen hoy invocar como causa.
En esta patología, cuya causa no podemos generalizar, observamos estadísticamente algo que configura un
indicio. El comienzo de los problemas alimentarios suele situarse en la pubertad, en el momento en que
aparecen los rasgos sexuales secundarios. Una de las vertientes está justamente ligada al desarrollo corporal,
porque el adelgazamiento extremo hace desaparecer la diferencia sexual; provoca indiferenciación sexual. Esto
es generalmente reduplicado por la familia, que curiosamente no ve lo evidente de ese cuerpo consumido y
muchas veces retira a la paciente del tratamiento cuando empieza a mejorar.
Una paciente que atendimos en el Hospital Gutierrez comentaba: "Antes de los 14 era feliz, jugaba, era alegre.
Todo empieza cuando me desarrollé. No sabía nada, había en casa un tabú, creí que me lastimé. Pero a los 16
empiezo a interesarme por la dieta". Uno podría pensar que a esa edad debiera empezar a interesarse por esas
otras cosas, no?
Entonces en estos casos el síntoma anoréxico comienza ahí donde algo no se pudo simbolizar, donde algo no
se pudo inscribir.
Pero también hay pacientes que llegan con el rótulo puesto: "soy anoréxica". Hay que aclarar que de las
personas con desórdenes de este tipo sólo un pequeño porcentaje son verdaderas anoréxicas (de ellas no
estamos hablando hoy) el resto son meramente una cuestión identificatoria, donde el rótulo funciona en el lugar
donde debiera haber una pregunta: qué soy, quién soy. Llegan con un discurso prestado donde se habla de su
cuerpo y de su alimentación, discurso que por ser del Otro (social, familiar, médico) es absolutamente
desubjetivante. Llegan con un rótulo (un nombre, debiéramos decir) y un conjunto de ideales y normas a
cumplir, como ocurre con muchos tratamientos en los adictos.
2. Esa crisis identificatoria también alcanza a los significantes que como Ideal del yo identificaban al sujeto. La
lucha por “sentirse reales” de los adolescentes tiene una carga profunda de dolor, de denuncia por la
desarticulación de los sistemas de referencia heredados de los padres. No ocupar el lugar asignado por los
padres lleva a buscar imperiosamente identificaciones afuera (del mito familiar)
Nuevamente es importante ver si el mito familiar permite crecer. Por ejemplo: “ser la muñeca de mamá”, puede
ser en la niñez un lugar de yo ideal proveedor de narcisismo, pero en la adolescencia deviene matador. Lo que
primero fue función de superficie ahora es envoltura aplastante, porque muñeca para mamá impide ser mujer
para los hombres.

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Vemos la proliferación de identidades transitorias muy pasionales, atadas sin embargo a las circunstancias, que
nos hablan de la búsqueda de significantes que lo representen fuera de la familia, y al mismo tiempo el
problema de cómo sostener la continuidad de la historia vital a pesar de la diferencia.
Aquí el tránsito por diversos grupos deviene articulador de identidad, un “jugar a ser” que pone en juego lo
extrafamiliar. Los líderes grupales y los ídolos tienen una doble función: proveer ideales extrafamiliares y aportar
imágenes correlativas a la instancia del yo ideal.
También aparecen juegos con la identidad sexual, donde vemos episodios pseudo homosexuales, por ejemplo,
que no son más que juegos de rol, en la búsqueda del propio sexo.
También los tatuajes, que son muy interesantes porque tienen justamente una función emblemática, de marca
corporal, de inscripción significante, de ideales que incluyen al sujeto en una clase, símbolos tribales por
ejemplo que hoy están tan de moda, con referencias místicas.
Suelen aparecen las grandes inquietudes religiosas, que son una versión socializada de lo paterno, del sentido
de la existencia del mundo y del propio sujeto.19
A veces aparecen fenómenos de seudoadaptación que encubren no poder diferenciarse. El sujeto sigue carriles
prefijados por lo familiar: la casa, el trabajo, casarse, tener hijos, hijos modelo que no intranquilizan a los padres
por estar de acuerdo con los ideales sociales y familiares.
Estamos ante una situación de alarma cuando no localizamos proyecto anticipatorio, ni siquiera fantástico,
ninguna construcción de categoría de futuro. Un vivir al día que no contempla un “serás” o “seré”, tanto en el
chico como en la familia. El exceso de ideal mata, pero la falta también; los ideales están para que se los
maldiga, pero deben estar para que haya sujeto “maldiciente”.
En síntesis, una de las características esperables de esta etapa es la aparición de la categoría de lo extraño,
que se produzca una cierta desterritorialización de lo familiar. Así como nos preguntábamos dónde vive un niño,
debemos preguntarnos dónde vive un adolescente, y en ese espacio el afuera debe devenir más importante, es
más, lo que debe constituirse como extraño es la familia, debe estallar el espacio incestuoso. Debe pelear,
impugnar lo familiar. Los cuchicheos, los secretos, la puerta cerrada del cuarto no es que el niño se ha vuelto
asocial, sino precisamente lo contrario. Las familias donde “todo se habla” son justamente un problema para la
socialización del adolescente, lo que nos lleva a la siguiente consideración.
3. Lo paterno y el choque generacional. El duelo por los padres de la infancia:
Crecer es ocupar el lugar del padre, porque el crecimiento es intrínsecamente un acto agresivo, decía
Winnicott. Y lo mejor que puede hacer el padre es sobrevivir sin ceder en ningún principio importante, porque
los padres que evitan la confrontación privan al chico de un antagonista.
La función paterna como tal es un don de significantes que permiten posicionarse. El padre que no se deja
sustituir mata la función, porque su función consiste justamente en que algo pueda ser heredado, reconociendo
a alguien como destinatario de esa donación. Es decir, representar algo de la masculinidad para el hijo. Un
padre que evita la confrontación no es un padre que permita la diferenciación y al que se pueda suceder como
representante de lo familiar en la siguiente generación; esto ocurre tanto en aquel que cede fácil como el que se
sostiene como un ser absoluto e incuestionable. El padre como legalidad es simplemente regulación, no es ser
autoritario; el padre como legalidad reconoce ser un representante de la función, no la función en sí misma. Es
la diferencia entre el rey: “El estado soy yo” y el representante, que se reconoce deudor de una normativa que lo
trasciende, y a la que él mismo está sujeto. Y ni hablar de esos padres “ganadores”, que no admiten correrse
del lugar de yo ideal para el hijo.20 Nada que transmitir, nada que heredar. Lo esperable es que la imagen del Yo
ideal se sitúe en el ídolo, en el amigo, en la mujer mayor en la que se reconoce sabiduría.
La caída de los padres como sujetos de saber es uno de los aspectos de esta cuestión. Como sostiene el dicho:
a los cinco, papá es supermán; a los quince, un idiota; a los 25, alguien que a veces dice cosas piolas. A los 50,
era un ídolo, lástima que ya no esté con nosotros…
La falla en la función paterna a este nivel da cuenta de muchos pasajes al acto suicidas u homicidas en la
adolescencia, porque por ley de estructura, lo que no se puede hacer simbólicamente se hace en lo real. La
agresión real denuncia la falla de la función, y la imposibilidad de recorrer la vía simbólica de confrontación y
sustitución del padre.
La abulia, la falta de confrontación, no salir, son síntomas alarmantes de la dificultad del adolescente de sortear
con éxito este pasaje.
La elección de objeto y la producción de fantasías
La finalización del proceso adolescente concluye con la puesta en acto de la elección de objeto amoroso y de
las fantasías de deseo ligadas a él. Como se desprende de lo que desarrollamos, el sujeto pasa una posición en
la que es objeto del deseo, donde la fantasía es del Otro, a ser sujeto (sujetado) de su propio deseo, sin duda
con el resto de las marcas del lugar de origen. Un adolescente que no fantasea, cuyas imágenes son prestadas
siempre por los otros (ver adicción a la tv, por ejemplo) nos habla de fallas en esta puesta a punto. La fantasía,
como el jugar, y con suerte el trabajo, son prácticas significantes que requieren todo un proceso de
simbolización que las ubica en la cúspide de esta tarea.

NOTAS AL MARGEN
SOBRE LAS ADICCIONES
Hace algunos años trabajamos en una investigación sobre adicciones. Una de las tareas que nos impusimos
fue caracterizar los diferentes discursos que en los medios gráficos circulaban sobre las drogas. Lo que
comprobamos, con bastante sorpresa, era la notable nota diferencial que el tema tenía aún dentro del mismo
diario, según la sección en la que aparecía.
En la sección "policiales", el adicto era claramente un peligro para la comunidad y la adicción causa de todo
aquello que resultara horroroso. "Mató a su vecino de 137 puñaladas. Estaría drogado o alcoholizado", era el
formato típico. En las secciones de "interés general", la adicción era rechazada en nombre de un "deber ser", y
asociada frecuentemente a cuestiones de salud como el SIDA. En "espectáculos" en cambio, las drogas eran
un peligro para el mismo sujeto, pero se incluían en una trama existencial, de sentido del mundo, acompañado
de experiencias místicas reveladoras. Particularmente en el suplemento dedicado a los jóvenes, la droga

19
“Norah, paciente psicótica de 25 años, nos cuenta de su adolescencia lo siguiente: a mi hermano lo internaron después que
en casa rompió todo… mi abuela es una loca, nos daba la teta hasta que tuvimos 10 años… mi madre es otra loca, mi padre
se fue… Los del grupo (grupo religioso con características muy ortodoxas) se ocuparon de mí… me enseñaron a rezar y a
disciplinarme… para cada cosa hay una norma y un rito… en la religión todas las cosas están planificadas… hay normas para
todo, para comer, para ir al baño, basta seguirlas y uno ya sabe cómo hacer…yo de esa manera me organizo”. (Viñeta clínica
extraída de Rodulfo, op. Cit)
20
“Sergio, de 15 años, volvía del secundario alborozado porque traía novedades para comentar con su familia. Al llegar se
encuentra con el padre que sin dejarlo hablar le dice: ni una palabra más, te felicito por tu brillante actuación… Sergio
sorprendido lo interroga acerca de cómo obtuvo la información. Su padre le contesta: a papá!! Cada vez que Sergio necesita
dar a sus palabras un peso de ley, porque las mismas comienzan con fisuras, agrega: a mi papá le pasa lo mismo… esa es
una idea de mi papá… siempre le pregunto a él, él sabe de todo y me recomienda lo mejor…” (Rodulfo, op. Cit)

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aparecía como una posición en el mundo, emblemática de una forma de vida y ligada a la creatividad. Este
aspecto es el que nos parece relevante rescatar, por su vinculación directa con la problemática adolescente.
En este caso estamos hablando de episodios más o menos fugaces de experiencias grupales muy comunes a
esta edad, donde se comparte con los semejantes el consumo de alcohol y drogas. Es un goce socializado que
funda una moral, la moral del bebedor, que sabemos que no es la del adicto. Los bebedores son bebedores
de…, no es simplemente el goce de la intoxicación. Funcionan como blasones, marcas dadoras de identidad
que suelen romper o denunciar los ideales familiares.
Pero también el consumo tapona el vacío que se instala en la adolescencia. Margerite Durás lo dirá mejor que
nosotros:
"Desde que empecé a beber me convertí en una alcohólica… Carecemos de un Dios. Este vacío se descubre
un día en la adolescencia. El alcohol ha sido hecho para soportar el vacío del universo, el mecimiento de los
planetas, su rotación imperturbable. El alcohol nos consuela… no es que amueble los espacios psicológicos del
individuos, sólo sustituye la carencia de Dios…"21
La verdadera adicción pasa sin duda por otros carriles, y puede desatarse en la adolescencia, pero ya sin esa
cualidad de comunión compartida, de fortalecimiento del lazo social. Justamente la verdadera adicción se sitúa
en el lugar opuesto, en la ruptura con el lazo social. No en cuanto a los valores morales, no es a eso a lo que
nos referimos.
El goce que permite la cultura es un goce acotado, un goce que tiene como contraparte la existencia del otro
sexual, ya sea éste permitido o prohibido. El goce toxicómano es un goce que escapa a la regulación porque
está en cortocircuito con el otro, es casi una experiencia autoerótica donde la droga se transforma en el
partenaire exclusivo del sujeto. Es puro goce con un objeto a-sexual, porque en tanto adictos no somos ni
hombres ni mujeres, y eso lo hace funcional en la adolescencia donde la pregunta por la sexualidad es central.

SOBRE LA ADOLESCENCIA Y LA POSTMODERNIDAD


Si bien eso que llamamos "postmodernidad" tiene a mi gusto un estatuto a redefinir, apreciamos sin duda una
modificación de los lazos y prácticas sociales y por ende de las formas de subjetivación que resulta innegable.
Más allá entonces de esta reflexión que dejamos para otra ocasión, sería interesante pensar cómo estos
cambios impactan no sólo en nuestros adolescentes, sino en la misma concepción que tenemos de ellos.
Uno de los ejes de este momento histórico es el pasaje de una sociedad disciplinaria -con toda su red de
instituciones fundadoras de subjetividad- a la laxitud de las relaciones sociales; en términos del psicoanálisis, el
pasaje de significantes que nos representaban demasiado a las subjetividades desancladas de la actualidad.
La sociedad moderna consagraba los valores del ideal del yo, del por-venir, la idea del progreso sobre la base
del esfuerzo y el reconocimiento de la falta; hoy los ideales sociales toman más el cariz del yo ideal, del
narcisismo. Esto afecta hasta a las mismas modalidades de sufrimiento, que los clínicos constatan en sus
consultorios junto con la insuficiencia de las categorías con las que nos manejamos.
La familia moderna era una familia de matrimonios arreglados, repleta de tradiciones y obligaciones culturales
que configuraban vallas simbólicas entre padres e hijos. Hoy los hijos nacen de historias de amor, de una nueva
forma de pensar la pareja, que implica el problema de cómo se ubican los hijos con relación a esto, porque se
tienen hijos para ser amados por ellos. Antes ningún padre consultaba preventivamente, por ejemplo por otro
embarazo, porque tenían menos miedo de perder el amor de sus hijos, o confiaban más en sus reacciones de
padres, porque hay cosas que no incumben a los chicos, hay decisiones que no hay que dejarles tomar. Los
padres buscan aliarse con el chico, respondiendo al mito de la familia perfecta en la que todo el mundo es feliz,
sin problemas.
Una educación lograda es una educación que tiene los suficientes defectos como para ser cuestionada en la
adolescencia, donde los hijos devuelven a los padres sus inevitables errores. Los padres perfectos no existen,
gracias a Dios, porque los hijos no podrían estructurarse sin ser alcanzados por el deseo de sus padres.
Vemos padres que, renegados de la autoridad patena en la que han sido criados, educan a sus hijos como
amigos, como iguales, olvidando que la autoridad es necesaria, que respetar a un niño es también ponerle
límites y prohibiciones. Hoy piden a los hijos que los aprueben, que los desculpabilicen por educarlos.
EDUCAR: conducir fuera de… Dar la posibilidad de independencia.
La función paterna no es sólo hacer pasar al hijo de la ley materna a la paterna, sino representar un ideal para
el hijo, permitirle identificarse con él, querer parecerse al hombre que cuenta para su madre. Por eso también el
fracaso de los padres tiránicos, porque un padre cruel prohibe pero no permite la identificación.
Pero ser permisivos es una forma de maltrato que le impedirá crecer, aunque el precio a pagar es ser menos
querido por los hijos. Privarlo es también para los padres privarse, aceptar que el chico no está allí para
satisfacernos. Pero también el placer de ceder ante el niño es también el deseo de poder absoluto al que no
pueden renunciar (omnipotencia).
Esta presentación de los padres hace fallar la transmisión de la ley humana. Se invierte todo: el padre admira al
hijo y busca ser amado por él, porque uno de estos aspectos es la adolescentización de la sociedad.
Hoy los adolescentes no esperan a vestirse como sus padres, sino que los padres se visten como ellos. Si el
adolescente y el joven funcionan como modelo social, como etapa glorificada en la que hay que instalarse
indefinidamente, eso replantea el mismo ejercicio de la función paterna y materna. Los padres ya no ocupan su
lugar de transmisión, sino que por el contrario suponen en el joven una sabiduría innata de la que hay que
aprender. Sumado a algo nada desdeñable que es que las nuevas generaciones por primera vez en la historia
"saben" más que sus padres en tanto el conocimiento considerado útil en esta sociedad.
Por eso quizás los jóvenes no sienten necesidad de rebelarse, no ven a los padres como muy diferentes, están
de acuerdo con su educación, no sienten la brecha generacional. La conflictividad pasa más por lo cotidiano
que por lo generacional.

21
M. Durás, "El alcohol". La vida material. Editorial P & J.

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