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En la confesión del Dios uno y trino tenemos el punto focal de la fe cristiana. El cristianismo
se coloca al lado de las grandes religiones monoteístas: sigue la tradición del Antiguo
Testamento y se considera legítimo heredero de la religión de Israel, en la que la unidad y
unicidad de Dios es la verdad fundamental (Ex 20,1; Dt 6,4; Mc 12,29; Jn 17,3). Sin
embargo, el monoteísmo cristiano no se puede identificar sin más con el del judaísmo o el
islam.
El término trinitas fue utilizado por primera vez en el siglo II por el teólogo latino
Tertuliano, aunque el concepto se perfiló en el curso de los debates sobre la naturaleza de
Cristo. En el siglo IV la doctrina quedó formulada por completo; utilizando la terminología
todavía usual entre los teólogos cristianos, que afirmaba la igualdad de las personas de la
Divinidad entre sí. La Iglesia nos presenta el misterio del Dios uno y trino como el misterio
central del cristianismo, y como la fuente y el origen de todos los otros misterios cristianos
que en él encuentran su luz y su fundamento.
Sólo con la revelación acaecida en Cristo tenemos acceso al conocimiento del Dios uno y
trino. Nuestro punto de partida no puede ser por tanto más que la economía de la salvación, y
en concreto cuanto el Nuevo Testamento nos dice sobre Jesús que, revelándonos al Padre, se
nos da a conocer como el Hijo; y que, después de su resurrección, nos envía de parte del
Padre al Espíritu Santo que ha descendido sobre él en el bautismo y en la fuerza del cual ha
cumplido su misión. La «economía», es por tanto el único camino para el conocimiento de la
«teología». Sólo a partir de la revelación acaecida en Cristo tiene sentido que hablemos del
Dios trino.
La revelación del misterio de Dios en toda su profundidad acaece únicamente en Jesús.
Solamente por la fe en Él tenemos acceso al ser de Dios, solamente si creemos en él como el
Hijo de Dios podemos ver en él al Padre (cf. Jn 14,9). Esta revelación nos da acceso al
misterio de Dios en cuanto él mismo es el misterio de nuestra salvación.
La distinción entre los dos testamentos no puede hacernos olvidar su unidad profunda, y
viceversa. El Antiguo y el Nuevo Testamento en su unidad profunda nos han dado a conocer
progresivamente la revelación de Dios, dirigida primeramente a su pueblo elegido, y después,
en Jesús, a todas las naciones sin distinción. El Antiguo Testamento, ciertamente, no nos da a
conocer a Dios en el misterio insondable de su triunidad. Pero no es ajeno a él.
Una afirmación clara sobre la Trinidad en los textos veterotestamentarios es el plural del Gn
1,26: «Hagamos al hombre...». Otro texto preparativo es la revelación del nombre de Dios en
Ex 3,14-15: «…‘Yo soy el que soy’. Y añadió: ‘Así dirás a los hijos de Israel: Yo soy me ha
enviado a vosotros’...». El nombre indica la presencia activa de Dios. Yahvé no se da a
conocer en su misterio, tal como es, sino sobre todo como el que se va a mostrar a Israel, para
liberarle, como antes se había mostrado a los patriarcas y los había guiado. El nombre de
Yahvé indica así la orientación futura de la actuación de Dios que estará con su pueblo. Su
identidad más profunda se revelará en su actuación, en su ser para su pueblo. Finalmente
consideramos que todo el Antiguo Testamento, al preparar la venida de Jesús, prepara la
revelación definitiva del Dios uno y trino, que se manifestará en Jesucristo.
Tiene como punto de partida, siempre a la Trinidad económica. «La Trinidad que se
manifiesta en la economía de la salvación es la Trinidad inmanente». Pues la Trinidad es una
verdad a la que tenemos acceso solamente a partir de la revelación. Al respecto señala el
Nuevo Testamento: no hay otro camino para ir al Padre si no es Jesús (cf. Jn 14,5-6).
Debemos partir de la revelación, de la Trinidad económica, porque solamente por ella se nos
da la posibilidad de adentrarnos, siempre con clara conciencia de la imposibilidad de
abarcarlo, en el misterio del ser de Dios. Sólo a partir del Dios para nosotros, la economía,
llegamos a Dios en sí mismo, la teología.
La revelación histórica de Dios tiene su centro y su punto culminante en las «misiones» del
Hijo y del Espíritu Santo. Esto nos lo da a conocer el Nuevo Testamento. El misterio de Dios
se ha revelado en la vida de Jesús (la revelación en los hechos y en las palabras) desde su
venida al mundo hasta su resurrección y exaltación a los cielos y la efusión del Espíritu
Santo. Con ello se nos ha abierto el misterio del Dios uno y trino. Dios se nos ha revelado
viniendo a nosotros, enviándonos a su Hijo y a su Espíritu Santo. El Nuevo Testamento nos
habla de esta doble «misión». Tanto el Hijo como el Espíritu han sido enviados por Dios.
Dios ha enviado a Jesús, su Hijo, al mundo. La idea, con diversas formulaciones y matices, se
repite con frecuencia en el Nuevo Testamento. Dios (el Padre) toma la iniciativa en esta
misión. El amor de Dios por los hombres es la única razón de este envío de su Hijo al mundo .
Así pues, la manifestación económica nos abre el camino hacia la vida interna de Dios. Sólo
en estos acontecimientos, a partir de los hechos y las palabras de Jesús, se ha podido
descubrir que Dios tiene, en un sentido único y original, un Hijo, y que por tanto él mismo es
Padre en un modo hasta entonces insospechado. Los dos términos son estrictamente
correlativos. En la aparición histórica de Jesús, el Hijo, tiene lugar la revelación de Dios
como Padre.
El texto bíblico de Gal 4,4-6, expresa: «Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su
Hijo». Este envío del Espíritu no se explica sin la glorificación del Hijo. El Espíritu enviado
es precisamente el «Espíritu de su Hijo». Por tanto, esta misión está en relación con la del
Hijo, que culmina en la resurrección. Jesús ha recibido el Espíritu para la donación del
mismo. Se pone así de relieve que entre las dos misiones hay una conexión intrínseca, no
están simplemente yuxtapuestas. Jesús, el Hijo enviado al mundo, es la fuente del Espíritu
para los hombres. El Espíritu Santo está referido a Jesús según el Nuevo Testamento no
solamente porque Jesús resucitado, exaltado y sentado a la derecha del Padre es el que,
juntamente con el mismo Dios Padre, lo envía a los hombres, sino porque todos sus efectos en
la Iglesia y en el hombre están también en relación con Jesús.
a) LA UNICIDAD DE DIOS
c) INFINITUD
Infinito es lo que no tiene fin ni límite. El infinito se divide en potencial y actual. El primero
es el que puede aumentarse sin fin, pero que en la realidad es finito y limitado. Se le llama
también indefinido por no tener límites determinados. El infinito actual es el que excluye
positivamente todo límite. Se distingue, además entre infinito relativo y absoluto. El primero
carece de límites en un aspecto determinado (número, extensión, la línea), el segundo no tiene
límites en ningún aspecto. Este es solamente propio de Dios, porque Él solo es esencialmente
ser, el mismo ser subsistente. De aquí se derivan otros dos atributos: la inmensidad y la
ubicuidad. La absoluta infinitud de Dios se demuestra por el concepto de ser subsistente.
Como Dios no ha sido causado por otro ser no tiene en sí composición alguna, no hay en Él
razón alguna para que posea el ser con limitación.
I. PROCESIONES
Procesión significa que una cosa se origina de otra. Hay que distinguir entre procesión hacia
fuera y procesión hacia dentro, según que el término de la procesión salga fuera del principio
o permanezca dentro de él. De la primera forma proceden de Dios en cuanto causa primera,
todas las criaturas; de la segunda proceden el Hijo y el Espíritu Santo en el seno de la
Trinidad. Procesión divina inmanente designa el origen de una persona divina de otra por la
comunicación de la esencia divina numéricamente una. Las procesiones indican la
procedencia de las personas: la procedencia eterna del Hijo respecto del Padre y la espiración
del Espíritu respecto del Padre y del Hijo. Estas dos procesiones son la razón de que se den en
Dios tres hipóstasis o personas realmente distintas. El término procesión se deriva de la
Sagrada Escritura; Jn 8,42: “Yo he salido de Dios”; Jn 15,26: “…el Espíritu de verdad, que
procede del Padre”. Como se deduce por el contexto, ambos pasajes no se refieren a la
procesión eterna del Hijo y del Espíritu Santo, sino a su misión temporal al mundo. Pero la
misión temporal es signo de la procesión eterna.
Según testimonio de la Sagrada Escritura, la primera persona y la segunda guardan entre sí,
respectivamente, relación de verdadera y estricta paternidad y filiación. El nombre
característico que la Biblia aplica a la primera persona es el de Padre, y el que aplica a la
segunda es el de Hijo. No hay duda, por tanto, de que el Hijo se distingue de los hijos
adoptivos de Dios (Rom 8,29). Los Santos padres y los concilios del s. IV fundan la
homousía del Hijo con el Padre en la eterna generación.
b) El Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo por vía de espiración.
El Espíritu del Padre según la Escritura no es solamente el Espíritu del Padre (Mt 10,20: “El
Espíritu de vuestro Padre será el que hable en vosotros”), sino también el Espíritu del Hijo
(Gal 4,6: “Dios envió el Espíritu de su Hijo a vuestros corazones”), el Espíritu de Jesús. Si la
expresión Espíritu del Padre denota una relación de origen con respecto al Padre, como
también admiten los griegos, entonces la analogía nos fuerza a concluir que también la
expresión “Espíritu del Hijo” denota una relación de origen con respecto al Hijo. El Espíritu
Santo no es enviado únicamente por el Padre (Jn 14,16 y 26), sino también por el Hijo (Jn
15,26: “El abogado que yo os enviaré de parte del Padre”). La misión ad extra es en cierto
modo una continuación en el tiempo de la procesión eterna. El hecho de enviar supone
eternamente principio; y el de ser enviado, proceder eternamente.
La procesión del espíritu santo mediante la voluntad o el amor recíproco del padre y
del hijo.
El filioque
La tradición latina del Credo confiesa que el Espíritu "procede del Padre y del Hijo
(filioque). El Conc. de Florencia, en el 1438, explicita: "El Esp. Sto. tiene su esencia y su ser
a la vez del Padre y del Hijo, y procede eternamente tanto del Uno como del Otro como de
un solo Principio y por una sola espiración... Y porque todo lo que pertenece al Padre, el
Padre lo dio a su Hijo Único, al engendrarlo, a excepción de su ser de Padre, esta procesión
misma del Esp. Sto. a partir del Hijo, éste la tiene eternamente del Padre que lo engendró
eternamente".
La tradición oriental expresa en primer lugar el carácter de origen primero del Padre por
relación al Esp. Sto. Al confesar al Espíritu como "salido del Padre" (Jn 15,26), esa tradición
afirma que este procede del Padre por el Hijo. La tradición occidental expresa en primer lugar
la comunión consubstancial entre el Padre y el Hijo diciendo que el Espíritu procede del
Padre y del Hijo (filioque).
II. RELACIONES
En la Sagrada Escritura la doctrina de las relaciones divinas está implícita en los nombres
personales de Padre, Hijo y Espíritu Santo. San Gregorio Nacianceno dice: “Padre no es un
nombre de esencia ni de actividad, sino un nombre de relación, que indica cómo se comporta
el Padre con el Hijo y el Hijo con el Padre”. San Agustín dice: “Aunque el Padre y el Hijo
son distintos, no existe entre ellos diferencia alguna de sustancia, sino por la relación”
Con Gregorio Nacianceno el uso del término relación adquiere carta de naturaleza con
enorme relieve teológico. Las relaciones son la paternidad, la filiación y la espiración
activa y la espiración pasiva.
1. La paternidad (relación del Padre al Hijo: generación activa),
2. La filiación (relación del Hijo al Padre)
3. La espiración activa (La relación del Padre y del Hijo al Espíritu Santo).
4. La espiración pasiva (relación del Espíritu Santo al Padre y al Hijo).
De las cuatro relaciones divinas inmanentes, tres se hallan en mutua oposición y son, por
tanto, realmente distintas entre sí; tales son la paternidad, la filiación y la espiración pasiva.
La espiración activa solamente se opone a la espiración pasiva, pero no a la paternidad ni a la
filiación; en consecuencia, no es realmente distinta de la paternidad ni de la filiación, sino que
tan sólo media entre ellas una distinción virtual.
Las tres relaciones mutuamente opuestas son las tres hipóstasis o personas divinas. La
paternidad constituye la persona del Padre, la filiación la del Hijo y la espiración pasiva la del
Espíritu Santo.
No se puede separar a una persona divina de las otras cuando actúan hacia el exterior (ad
extra). Constituyen un único principio de acción en la creación, la redención y la
consumación final.
El Concilio IV de Letrán (1215) enseña que las tres divinas Personas constituyen un único
principio de todas las cosas: Todas las operaciones de Dios ad extra son comunes a las tres
divinas personas; (Dz 428). Cristo da testimonio de la unidad de su operación con la del
Padre fundándola en la unidad de sustancia; Jn 5,10: “Lo que éste (el Padre) hace, lo hace
igualmente el Hijo”; Jn 14,10: “El Padre, que mora en mí, hace Él mismo las obras”.
a). Cierta relación u orden del enviado al que le envía como a su terminus a quo. El enviado
se halla con respecto al que le envía en relación de dependencia. En las tres personas divinas,
por su identidad sustancial, únicamente se puede tratar de una dependencia de origen.
b) Cierta relación del enviado respecto al fin de la misión como a su términus ad quem. El fin
de la misión es la presencia del enviado en un lugar determinado. En la misión de una persona
divina, dada la omnipresencia sustancial de Dios en el universo creado, sólo puede tratarse de
algún nuevo género de presencia.
Así pues, el concepto de misión incluye la procesión eterna y añade una nueva manera de
presencia en el mundo creado. Las misiones temporales reflejan, por tanto, el orden de origen
de las personas divinas: el Padre envía, pero no es enviado, el Hijo es enviado y envía, el
Espíritu Santo es enviado, pero no envía.
Las misiones se dividen en visibles e invisibles, según que la nueva presencia de la persona
enviada sea perceptible por los sentidos o no. La misión invisible tiene lugar cuando Dios
confiere la gracia santificante y tiene por fin la inhabitación de Dios en el alma del justo.
Son notas o características por las cuales conocemos y distinguimos las divinas Personas. Las
nociones de las personas divinas son:
DOTRINA DE LA PERICÓRESIS:
El término fue acuñado por Juan Damasceno, significa la mutua inmanencia -como aspecto
estático- y también la intercomunicación -como aspecto dinámico. Al latín se ha traducido
como “circumincessio” el aspecto estático, y como “circuminsessio” el aspecto dinámico.
Por pericóresis trinitaria (y más tarde circuminsessio) se entiende la mutua compenetración e
inhabitación de las tres divinas personas entre sí. Ésta tiene su fundamento en Jn 10, 30: Yo y
el Padre somos uno; 10,38: “Crean a mis obras para que sepan y conozcan que el Padre está
en mí y yo en el Padre”.
En palabras de J Moltmann: La perikhorésis hace que aquello que los diferencia sea también
lo que los une eternamente (...) combina en forma genial la Trinidad con la unidad, sin reducir
la Trinidad a la unidad y sin disolver la unidad en la Trinidad. Es clásica la fórmula de Hilario
de Poitiers sobre las relaciones del Padre y del Hijo: Cada cual del otro; y no ambos en uno,
sino el uno en el otro, porque no hay alguna otra cosa en ambos. Inspirándose en Fulgencio
de Ruspe, el concilio de Florencia define así la circuminsesión: A causa de su unidad, el
Padre está todo en el Hijo y todo en el Espíritu Santo; el Hijo está todo en el Padre y todo en
el Espíritu Santo; y el Espíritu Santo está todo en el Padre y en el Hijo (Dz 704).
Jesús habla de Dios casi siempre como del PADRE. En esta palabra se encierra el núcleo
esencial de su mensaje sobre Dios (Jn 17, 4-8), palabra que, ya en los sinópticos, da lugar a
las diversas fórmulas sobre la paternidad de Dios. La expresión PADRE CELESTIAL resume
la trascendencia y la cercanía de Dios (Mt 6, 9. 14). A este Padre celestial se refiere Jesús con
las expresiones MI PADRE y VUESTRO PADRE. Pero Jesús nunca une las dos expresiones
citadas en un NUESTRO PADRE, sino que las separa cuidadosamente (Jn 20, 17).
La expresión MI PADRE incluye evidentemente una relación exclusiva entre Padre e Hijo,
cuyo contenido y peso se manifiestan en la oposición individual entre Dios y Jesús (Mt 7, 21)
como Padre e Hijo (Mt 11, 27). Esta relación de Padre e Hijo entre Dios y Cristo es un
misterio que sólo conoce y puede revelar el Padre respecto al Hijo (Mt 16, 17) y el Hijo con
1 Aunque la neoescolástica decía: hay cinco nociones, cuatro relaciones reales, tres personas, dos procesiones
(engendrar y espirar) y un sólo Dios.
respecto al Padre (Jn 1, 18). Al mismo tiempo, este Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo,
que envió su hijo al mundo, se presenta como el Dios del AT y de toda la historia de la
salvación. Es el Dios de los judíos (Jn 10, 54-55), el Dios de Abraham y de los profetas
(Hech 3, 13- 26).
Respecto al Espíritu Santo el mismo Jesucristo había hablado a sus discípulos del “Espíritu de
verdad que procede del Padre y que yo os enviaré” (Jn 15,26). Desde el comienzo la Iglesia
se preguntó ¿cómo es esta procesión del Espíritu Santo? La doctrina católica tomó como
punto de referencia las operaciones propias de nuestra inteligencia y de nuestra voluntad. Si
el estudio de la operación interna del conocimiento divino había dado luz sobre la generación
del verbo, la consideración de las operaciones de la voluntad divina daría la clave para la
procesión del Espíritu Santo: Dios se conoce y eternamente se ama. Dios Padre se da
plenamente al Verbo con infinito amor y es correspondido plenamente por el Verbo. El
término de esta única procesión de amor –aquí reside el misterio- es una persona divina
subsistente que es el Espíritu Santo. Así como el origen del Hijo se refiere a la inteligencia y
se llama generación, el origen del Espíritu Santo se refiere a la voluntad y se llama procesión.
El Padre y el Hijo, amándose mutuamente desde la eternidad, producen eternamente el amor,
que es el Espíritu Santo. Partiendo de esta doctrina, la Iglesia pudo, como intérprete auténtica
de la Escritura, desarrollar la personalidad del Espíritu Santo como tercera persona divina.
A fines del siglo II, la herejía, conocida con el nombre de monarquianismo, enseñó que en
Dios no hay más que una persona. Este Dios en cuanto crea y engendra es el Padre, en cuanto
es engendrado y redime a los hombres es el Hijo (Cristo), en cuanto santifica es el Espíritu
Santo. No hay, pues, distinción real de Personas, sino que uno solo es el principio de todo,
esto es, el Padre, que ha creado, se ha encarnado, ha muerto y resucitado. De aquí los
nombres de Monarquianismo (un solo Principio) y Fatripasimismo, dados a la herejía
modalista. Según la explicación concreta que dé acerca de Jesucristo, se divide en dos
tendencias:
II. SUBORDINACIONISMO
El subordinacionismo, por oposición al modalismo sabeliano, admite tres Personas distintas
en Dios, pero rehúsa conceder a la Segunda y tercera Persona la consustancialidad con el
Padre y, por tanto, la verdadera divinidad. Estos prepararon el camino al Arrianismo (v. esta
pal.), enseñando que el Verbo no es propiamente Dios, sino una criatura excelente intermedia
entre Dios y el mundo (cfr. el «Demiurgo» de los Platónicos y los «Eones» de los Gnósticos),
El Verbo, por lo tanto, está subordinado al verdadero Dios. Consecuencia del
Subordinacionismo es la negación de la divinidad de Jesucristo, a quien se considera no como
Hijo natural, sino como Hijo adoptivo de Dios (v. Adopcionismo). Propulsores, Teodoro
Bizantino en Roma y Pablo de Samosata en Antioquía. El Subordinacionismo pasa a Arrio a
través de Luciano de Antioquía.
III. TRITEÍSMO
“En Dios hay tres personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo; y cada una de ellas posee la
esencia divina que es numéricamente la misma”.