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según la doctrina de
SANTO TOMÁS DE AQUINO
Efectos de la Providencia
La providencia en las criaturas tiene dos efectos principales. El primero es que Dios
conserva las cosas en el ser. Si la producción del ser de las cosas es el resultado de la
voluntad divina, también lo es el no ser, pues Dios permitió que no tuvieran ser y cuando
quiso les dio el ser. Por tanto, continúan teniendo el ser en cuanto Dios lo quiere [Cf.
SANTO TOMÁS, Suma contra los gentiles, III, c. 65.].
El segundo efecto es la intervención divina en el obrar, o la producción del ser por
las criaturas. Hay una intervención divina en la acción de las criaturas. Dios tiene que
actuar para que los entes obren, porque únicamente Dios es ente por esencia –porque
solamente en Dios el ser es su esencia– y todos los demás lo son por participación.
Además, lo que es por esencia es causa propia de lo que es por participación. «Lo que
es tal por esencia es causa propia de lo que es tal por participación, como el fuego es la causa de todo
lo encendido» [Ibíd., III, c. 66.]. De manera que todo el que da el ser a una cosa, esencial o
accidental, tiene que hacerlo en cuanto obra por virtud del ente por esencia, que es Dios.
Esta tesis, de origen neoplatónico, no es inusitada en el sistema tomista. En la cuarta
vía de la existencia de Dios, por ejemplo, se utiliza también este principio, que se formula
así: «Lo máximo de cualquier género es causa de todo lo que en aquel género existe, y así el fuego que
tiene el máximo calor, es causa del calor de todo lo caliente» [Suma Teológica, I, q. 2, a. 3, in c.].
Los entes que poseen la perfección, que se significa en el género, en un cierto grado o
limitación, y, por tanto, la tienen en parte, o participan de ella, no la pueden tener por sí
mismo, sino sólo por el ente que la posee en toda su plenitud, porque coincide con ella, y no
la tiene por participación, sino por sí mismo por su propia esencia.
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Dios es causa de que obren cuantas cosas obran, porque –de la misma manera que es
causa de su ser, cuando han comenzado a ser, y lo produce mientras son, conservándolas
en él– es causa de la virtud operativa con la que las creo y también la causa constantemente
en las cosas que permanecen en el ser [Suma contra los gentiles, III, c. 67.]. Las criaturas, por
consiguiente, al actuar por su propio poder, son movidas por Dios. De manera que Dios
obra en todo el que obra y es causa de su obrar.
Dios y la criatura son igualmente causas de la acción, pero distintas, porque Dios
actúa como Causa primera y todo agente creado como causa segunda. La moción divina, la de
la Causa primera, incomprensible para nosotros, no es idéntica, sino análoga a las mociones
creadas, que actúan como causas segundas.
Como consecuencia, tanto la causa primera como las causas segundas son
verdaderamente agentes del obrar, porque la moción divina de la causa primera penetra en
lo más profundo de las acciones, dándoles lo que tienen de ser, y, por tanto, las acciones de
la criatura proceden totalmente de Dios, como Causa primera. Asimismo, proceden de las
mismas criaturas, como causas segundas, que son así también agentes.
La premoción divina
El influjo activo de Dios, o moción divina, sobre las causas segundas es inmediato,
porque les da la eficacia actual. Es físico, porque actúa como causa eficiente con su propia
acción. No procede de una manera atractiva o persuasiva sobre cada acción del agente
creado para que éste actúe, sino real y eficazmente.
La acción de Dios, inmediata y física, no es simultánea con el influjo causal de la
criatura. No hay concurrencia simultánea de las dos causas, primera y segunda. La moción
de la causa primera es anterior por naturaleza a la acción de la segunda, al igual que la causa
es anterior naturalmente a su efecto.
A la acción o moción divina se le puede denominar premoción por su carácter de ser
previa a la moción de la criatura, aunque continúa después. El término «premoción», que
no utilizó el Aquinate, pero si los tomistas, no es más que una explicitación de la propiedad
de la moción de ser previa, porque como explícitamente afirma Santo Tomás: «La moción del
motor precede al movimiento del móvil en naturaleza y causa» [Cf. Ibíd., III, c. 149,].
Dios obra con su premoción física como sirviéndose de las causas segundas. Dios
obra en y por todas las causas segundas. De la premoción divina se sigue que Dios ha de
estar necesariamente en todo lugar y en todas las cosas. Dios no está en las cosas como
mezclado con ellas, sino a modo de causa eficiente [Cf. Ibíd., III, c. 68.].
Sin embargo, no se puede inferir de esta presencia divina en las criaturas que éstas
no actúen en la producción de los efectos naturales, porque Dios comunica su bondad a las
criaturas de manera que una pueda transfundir a otra lo que recibió. Por ello, si no se
reconocieran las propias acciones de las criaturas, tampoco se consideraría adecuadamente
la infinita y suma bondad divina [Cf. Ibíd., III, c. 69.].
No es un inconveniente que un mismo efecto sea producido por Dios y por la
criatura, porque actúan de diferente manera: Dios actúa como Causa primera y todo agente
creado, como causa segunda, subordinada a la primera [Cf. Ibíd., III, c. 70.]. No es que una
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parte del efecto se atribuya a Dios y otra a la criatura, porque cada agente realiza totalmente
el efecto, aunque de diferente manera. De modo parecido, una pieza musical se atribuye en
su totalidad al instrumento con que se ejecuta y al que maneja dicho instrumento.
I. LA GRACIA
Explica Santo Tomás, en la Suma teológica, que la palabra «gracia», se emplea en tres
sentidos, porque: «En el lenguaje común, gracia tiene una triple acepción. Primera, el amor
de alguno; y así decimos que tal soldado tiene la gracia del rey, es decir que el rey le halló
grato. Segunda, un don concedido gratuitamente; en este sentido solemos decir: “Te hago
esta gracia”. Tercera, agradecimiento por un beneficio concedido gratuitamente; en esta
acepción decimos: dar gracias por los beneficios».
Los tres sentidos de gracia ––benevolencia, don gratuito y gratitud–– están
relacionados, porque, como añade seguidamente el Aquinate: «De estas tres acepciones, la
segunda depende de la primera, pues del amor, por el cual a uno le es grata otra persona, depende que
le conceda gratuitamente alguna cosa. De la segunda depende la tercera, porque de los beneficios
recibidos gratuitamente nace la acción de gracias».
Los sentidos de favor, don y agradecimiento se dan perfectamente en la gracia
divina, ya que es un favor o benevolencia de Dios, que se explica por su generosidad y que
merece gratitud.
Según Santo Tomás, la gracia pone en el alma espiritual una realidad creada e
intrínseca. «Como el bien de la criatura proviene de la voluntad divina, por eso del amor de
Dios –que quiere un bien para la criatura– nace un bien para la criatura. Más la voluntad
del hombre se mueve por el bien que existe en las cosas, y de ahí que el amor del hombre no
causa totalmente la bondad de la cosa, sino que la presupone parcial o totalmente. Es
evidente, pues, que a cualquier acto del amor de Dios sigue un bien causado en la criatura,
pero no coeterno al amor eterno».
La gracia, que es una realidad creada y que es intrínseca al alma, su sujeto, no
pertenece al orden de la naturaleza, es sobrenatural. Se explica, porque se pueden
distinguir: «Dos clases de amor de Dios a las criaturas: uno común, con el que “ama a todas las
cosas que existen” (Sb 11, 25), en cuanto que da el ser natural a las cosas creadas; otro especial, con
el cual eleva a la criatura racional sobre su condición natural a participar del bien divino. Por razón
de este amor, se dice que ama a alguno absolutamente, porque con este amor Dios quiere
absolutamente para la criatura el bien eterno, que es Él mismo. Así, pues, al decir que el hombre tiene
la gracia de Dios, afirmamos que hay en el algo sobrenatural que proviene de Dios» [Summa
Theologiae, I-II, q. 110, a. 1, in c.]. La gracia precede a todo mérito humano, es dado
gratuitamente «Por eso dice San Pablo: “Si por gracia, ya no es por las obras, porque entonces la
gracia ya no sería gracia“(Rom 11, 6)» [Suma contras los gentiles., III, c. 150.].
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Lo que hace principalmente la realidad de la gracia es elevar al orden sobrenatural, al
de la vida divina, no exigido en ningún sentido por la naturaleza humana, y que trasciende
infinitamente sus exigencias. Se puede, por ello, definir la gracia como un don sobrenatural,
concedido gratuitamente por Dios, que es una realidad sobrenatural creada e intrínseca en
el alma, para que el hombre pueda alcanzar la vida sobrenatural eterna.
La gracia santificante
La realidad de la gracia puede determinarse, si se tiene en cuenta que puede ser
habitual y actual. La primera es la llamada gracia santificante, porque santifica al hombre y
permite su unión con Dios. La gracia santificante hace que el hombre participe real, aunque
accidentalmente, de la naturaleza y vida de Dios.
Advierte Santo Tomás que la gracia santificante no es una realidad substancial, sino
un accidente. «Como la gracia es superior a la naturaleza humana, no puede ser substancia o forma
substancial, sino que es forma accidental del alma misma; porque lo que está substancialmente en
Dios se produce accidentalmente en el alma que participa la divina bondad, como se ve respecto de la
ciencia. Según esto, como el alma participa imperfectamente la divina bondad, la misma participación
de esta bondad –que es la gracia– tiene su existencia en el alma de un modo más imperfecto que la
existencia del alma en sí misma».
Precisa seguidamente, que la gracia: «No obstante, es más noble que la naturaleza del
alma, en cuanto que es expresión o participación de la bondad divina, aunque no en cuanto al modo
de ser» [Suma Teológica, I-II, q. 110, a. 2, ad 2 .]
Más concretamente, la gracia habitual pertenece al accidente de la cualidad. El
argumento que da Santo Tomás para probarlo es el siguiente: «De las criaturas naturales
(Dios) tiene tal providencia que no solo las mueve a los actos naturales, sino que además les da
algunas formas y virtudes que son principios de sus actos, para que por sí mismas se inclinen a estos
movimientos; y así, los movimientos con que son movidas por Dios les son connaturales y fáciles,
según lo que dice la Escritura: “Dispone todas las cosas con suavidad” (Sb 8, 1). Con mayor razón,
pues, infunde algunas formas o cualidades sobrenaturales en aquellos que Él mueve a conseguir el
bien sobrenatural eterno, para que mediante ellas sean movidas por él con suavidad y prontitud a
conseguirlo. Por tanto, el don de la gracia es una cualidad» [Ibíd., I-II, q. 110, a. 2, in c.].
La cualidad de la gracia
Con la determinación de la gracia santificante como una cualidad, se indica que,
como toda cualidad, es un accidente que determina a la sustancia en sí misma. Además: «La
gracia encaja en la primera especie de cualidad» [Ibíd., I-II, q. 110, a. 3, ad 3.].
Hay cuatro especies de cualidades.
La primera es la especie de la cualidad del hábito, que dispone a la substancia
permanentemente en su ser –y entonces son hábitos entitativos–, o en su actividad –y, en
este caso son hábitos operativos–.
La segunda especie de la cualidad es la de la facultad o potencia, que es el principio
próximo de operación del sujeto. Como es, por ejemplo, la facultad intelectiva.
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La tercera es la especie de las cualidades pasibles, que siguen a los cambios
substanciales o los producen. Son las cualidades sensibles de la substancia material: color,
sonido, olor, sabor y calor.
La cuarta es la especie de la figura, que es la determinación de la cantidad, según la
disposición de las partes de un cuerpo.
Se puede así definir con una mayor caracterización la gracia santificante con la
siguiente definición: la gracia santificante es una realidad sobrenatural creada e intrínseca,
accidental, que es una cualidad a modo de hábito, cuyo sujeto es la esencia de la misma
alma.
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Había dicho Santo Tomás en la primera parte, de la Suma: «Hay un modo común por el
cual está Dios en todas las cosas por esencia, presencia y potencia, como la causas en los efectos que
participan de su bondad» [Ibíd., I, q. 43, a. 3, in c.].
En las criaturas, está presente por estos tres modos, porque: «Dios está en todas partes
por potencia en cuanto que todos están sometidos a su poder. Está por presencia en cuanto que todo
está patente y como desnudo a sus ojos. Y está por esencia en cuanto está en todos como causa de su
ser» [Ibíd., I, q. 8, a. 3, in c.].
En el tratado de la Santísima Trinidad precisa Santo Tomás que: «Sobre este modo
común hay otro especial que conviene a la criatura racional, en la cual se dice que se halla Dios como
lo conocido en el que conoce y lo amado en el que ama. Y puesto que la criatura racional, conociendo
y amando, alcanza por su operación hasta al mismo Dios, según este modo especial no solamente se
dice que Dios está en la criatura racional, sino que también habita en ella como en un templo».
Dios Trino, por la gracia santificante, que da una participación de la vida íntima de
Dios, y por las operaciones del conocimiento y del amor sobrenaturales, que proceden de
ella, inhabita en el alma. La inhabitación de la Santísima Trinidad en el alma humana, la
convierte en templo vivo de Dios y posee vitalmente las personas divinas.
Sobre este misterio, concluye el Aquinate: «Ningún otro efecto que no sea la gracia
santificante puede ser la razón de que la persona divina esté de un modo nuevo en la criatura» [Ibíd.,
I, q. 43, a. 3, in c.].
También advierte, en primer lugar, que, a la inhabitación, o presencia gratuita y
misteriosa de las personas divinas en el alma con gracia santificante, puede llamársele
igualmente gracia, pero a diferencia de las otras gracias es infinita e increada por ser el
mismo Dios.
En segundo lugar, que la inhabitación en el alma en gracia, puede ser experimentada
por los místicos, porque: «Por el don de la gracia santificante es perfeccionada la criatura racional,
no sólo para usar libremente de aquel don creado, sino para gozar de la misma persona divina» [
Ibíd., I, q. 43, a. 3, ad 1.].
La experimentación de los místicos de esta presencia de la Santísima Trinidad en el
alma, de la que «gozan» es posible por la gracia. «No se dice que tenemos sino aquello de que
libremente podemos usar y disfrutar, y sólo por la gracia santificante tenemos la potestad de disfrutar
de la persona divina» [Ibíd., I, q. 43, a. 3, in c.].
Todavía se podría enumerar otros admirables efectos que produce la misteriosa
realidad de la gracia, como la de poder vivir una vida sobrenatural, superior a la que
proporciona la naturaleza humana y hasta de la angélica; la santificación; la justificación; la
capacidad de adquirir méritos sobrenaturales y la unión íntima con Dios.
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Dios mismo que se nos da», y con ello confundir explícitamente la gracia creada con la
increada.
Sin embargo, para Santo Tomás, la gracia, como se infiere de lo expuesto, no es una
«cosa», en el sentido de una entidad substancial, que, por tanto, tenga un ser propio. La
gracia es un hábito, una cualidad, un accidente, y no tiene, por ello, un ser propio, sino,
como todo accidente, el ser de la substancia, en este caso el acto personal de receptor de la
gracia.
También, en el nuevo Catecismo se define la gracia de este modo, al afirmar que: «La
gracia santificante es un don habitual, una disposición estable y sobrenatural que perfecciona al alma
para hacerla capaz de vivir con Dios, de obrar por su amor» [Catecismo de la Iglesia Católica, n.
2000.].
Además, la gracia es creada, porque, como explica Santo Tomás: «La creación es el
pasar de la nada al ser (…) La primera creación fue hecha cuando de la nada fueron producidas las
criaturas por Dios en el ser de la naturaleza, y entonces era nueva la criatura. Pero por el pecado se
hace vieja (…) Así que hubo necesidad de una nueva creación», que sería la gracia querida por
Dios Padre, conseguida o realizada por Cristo y donada o aplicada por el Espíritu Santo.
Añade el Aquinate: «la cual creación es ciertamente de la nada, porque quienes carecen de
la gracia no son nada, (…) Dice San Agustín: “porque el pecado es la nada, y en la nada obran los
hombres cuando pecan”. Y así es patente que la infusión de la gracia es cierta creación»
[Comentario a la Segunda Espístola a los Corintios, c. 5, lecc 4.].
Santo Tomás cita estas palabras de San Agustín, que se encuentran en su comentario
el principio del Prólogo del Evangelio de San Juan. En su predicación, en Hipona, el
domingo 9 de diciembre del año 406, dijo: «Todo se hizo mediante ella (la Palabra o el Verbo), y
sin ella nada se hizo (Jn 1,3) no vayáis a pensar que la nada es algo. Muchos, por una deficiente
interpretación del texto «sine ipso factum est nihil» (sin ella la nada se hizo), piensan que la nada es
algo. El pecado ciertamente no fue hecho por ella, y el pecado es la nada, evidentemente, y a la nada
vuelven los hombres cuando pecan. Tampoco los ídolos han sido hechos por la Palabra. Tienen, es
verdad, una apariencia humana, pero es el hombre el que ha sido hecho por la Palabra, puesto que la
forma humana del ídolo no ha sido hecho por la Palabra; y así leemos en la Escritura: Sabemos que
un ídolo no es nada (1 Co 8,4). Luego esto no ha sido hecho por la Palabra. En cambio, sí lo han sido
todos aquellos seres que tiene una naturaleza y que existen en la creación» [SAN AGUSTÍN,
Tratados sobre el Evangelio de San Juan, trat. I, n. 13].
La gracia es una «cierta creación», porque precisa el Aquinate, en otro lugar,
anticipándose a las objeciones posteriores de que sea una criatura: «La gracia, al no ser una
forma subsistente, no le compete de suyo propiamente ni ser ni ser hecha; por ello, propiamente no es
creada según el modo del que son creadas las substancias subsistentes en sí. Sin embargo, la infusión
de la gracia se aproxima a la razón de creación en cuanto la gracia no tiene una causa en el sujeto, ni
una causa eficiente, ni una materia en la cual esté en potencia de tal modo que puede ser llevada al
acto por medio de un agente natural, como sucede en las demás formas naturales» [SANTO
TOMÁS, De Potentia, q.3, a. 8, ad 3].
Siguiendo fielmente a Santo Tomás, explicaba un tomista de nuestros días que, no
obrante, no importa que la gracia, aún con estas diferencias, pertenezca al mismo orden
metafísico que el natural, sino que «Dios al dar la gracia actúa en modo intrínseco a la criatura y
la transforma desde su acto de ser que es lo más íntimo que tiene y por el que Dios es intimius al
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alma que el alma misma»1. En las Confesiones dice San Agustín que Dios es «más interior que lo
íntimo mío» [ San Agustín, Confesiones, III, 7, 12].
Por la gracia: «Desde su mismo ser, la persona es recreada y hecha partícipe de una nueva
vida, que no anula su vida humana no se yuxtapone a ella, sino íntimamente la transforma, en
manera no observable directamente –como tampoco el alma-, pero reconocible por la novedad que
opera en nuestra conducta»2.
La recreación de la gracia es perfectiva, porque: «Al asumir y divinizar la gracia a la
naturaleza, hay una transformación del dinamismo operativo de la persona (…) Hay un
enriquecimiento de la libertad: sin dejar de ser libre, antes empleando en ello todas las energías de su
libertad, el hombre aprende progresivamente a moverse según el querer del Espíritu Santo (…) De
ahí (…) el lugar central que ocupa en la moral cristiana la virtud de la humildad, casi desconocida
por los paganos; el hombre que deja hacer a Dios llega mucho más lejos, pero sin gloriarse de ello; es
mucho más audaz, pero desconfiando de sí mismo. Es la activa-pasividad de que habla la mística y se
encuentra en todo hombre en gracia por los dones del Espíritu Santo»3.
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Las gracias operativas
La gracia santificante proporciona la vida sobrenatural, pero no, en cambio, la
operación de actos sobrenaturales, porque, aunque sea propiamente un accidente, en el
orden sobrenatural hace el papel de substancia, y, por ello, como ésta última, en el orden
natural, necesita también para obrar otras cualidades, unas facultades o potencias 3. De ahí
que juntamente con la gracia santificante, hábito entitativo, se reciben otras gracias, que son
hábitos operativos.
La gracia santificante por ser un hábito entitativo no es inmediatamente operativa,
no es sustituida por las gracias operativas. Estás últimas son igualmente hábitos, pero
operativos, actúan así como las facultades o poderes de la gracia santificante
Al igual que el alma es causa eficiente emanativa de las potencias operativas del
hombre, la gracia santificante es causa eficiente emanativa de las gracias operativas, que son
las virtudes sobrenaturales infusas y los dones del Espíritu Santo, infundidos por Dios con
la gracia santificante. Aunque la gracia santificante es un hábito y las virtudes también, no
se pueden identificar. «La gracia encaja en la primera especie de cualidad. Sin embargo, no es lo
mismo que la virtud, sino una relación que se presupone a las virtudes infusas como a su principio y
raíz» [SANTO TOMÁS, Suma Teológica, I-II, q. 110, a. 3, ad 3.].
Explica Santo que: «Así como la luz natural de la razón es algo distinto de las virtudes
adquiridas, las cuales tienen su razón de ser en orden a ella, así también la misma luz de la gracia,
participación de la naturaleza divina, es algo distinto de las virtudes infusas, que tienen su origen en
esta luz y a ella se ordenan».
Por la gracia santificante, se reciben las virtudes infusas y los dones del Espíritu
Santo. Siempre juntamente con la gracia santificante se infunden estas gracias operativas o
dinámicas, que son así inseparables de ella. «Así como las virtudes adquiridas perfeccionan al
hombre para caminar conforme a la luz natural de la razón, así las virtudes infusas le perfeccionan
para caminar como conviene a la luz de la gracia» [Ibíd., I-II, q. 110, a. 3, in c.].
Con sus actos, la vida sobrenatural puede como la natural crecer y desarrollarse [Cf.
IDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 150.]. Las gracias operativas, que capacitan para
realizar los actos sobrenaturales propios de la gracia santificante, son las virtudes infusas,
teologales –que ordenan al fin sobrenatural, y son la fe, la esperanza y la caridad– y la
virtudes infusas morales –que disponen al fin sobrenatural con relación a los medios y que se
corresponden a las virtudes adquiridas o naturales–, y los dones del Espíritu Santo –también
hábitos operativos para recibir y secundar con facilidad las mociones del Espíritu al modo
divino–.
3 Se explica la virtud activa de la nueva vida de la gracia con una analogía con la fuerza operativa de
la vida natural del hombre, que requiere las potencias del alma. Hay que entender esta explicación como
analógica, para no caer en malentendidos.
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Tales auxilios divinos son mociones sobrenaturales, porque, al igual que se requieren las
mociones naturales para que la criatura actúe como causa segunda, lo mismo ocurre en el
orden sobrenatural, que necesita el influjo divino.
El hombre en todas sus acciones, naturales o sobrenaturales, siempre es causa
segunda. Nunca es independiente de la Causa primera. Necesita las mociones de la divina
providencia. Las mociones divinas se extienden exclusivamente a todo, incluido igualmente
lo singular. «Todo lo que de algún modo tiene ser, cae bajo su providencia. Además, son más entes
los singulares que los universales, porque éstos no subsisten de por sí, sino únicamente en aquéllos.
Por lo tanto, la providencia divina se extiende también a los singulares» [Ibíd., III, c. 75.].
Los singulares existentes en la realidad pueden ser objeto de lo que se denomina
providencia general y providencia especial. Providencia general es la que se refiere a todos
los entes o a un grupo de ellos. Providencia especial es para un solo singular.
Se da otra distinción en ambas providencias con respecto a su finalidad. Pueden ser
de fin universal o de fin particular, según que su finalidad afecte a todos o sólo a algunos.
En la providencia general, el fin universal es el bien de todo lo creado o la gloria de
Dios. El fin particular es menos general, como lo son los fines de las distintas leyes de la
naturaleza, que se aplican a distintos géneros y especies de entes, como, por ejemplo, que el
fuego queme.
En la providencia especial, el fin universal es el mismo que el de la providencia
general, el bien de lo creado o la gloria de Dios. El fin particular es el que se propone para el
único individuo.
Sobre estas dos distinciones en la providencia de los singulares, debe notarse que, en
primer lugar, siempre es infrustrable o inimpedible la providencia especial, tanto en el fin
universal como en el fin particular respectivo.
En segundo lugar, que la providencia general de Dios en cuanto al fin universal también
es infalible. No puede ser frustrada, porque todos los demás fines están ordenados al bien
del universo o a la gloria de Dios.
En cambio, en tercer lugar, la providencia general en cuanto a la consecución del fin
particular –por ejemplo, que el hombre haga el bien y evite el mal– es frustrable o impedible.
El hombre puede no seguir la providencia general en cuanto al fin particular, y, por tanto,
no cooperar, en este sentido, con ella. Puede así interrumpir el plan de la providencia,
dejando de ejercerla, o modificando su especificación al bien. En lugar de continuar la
dirección de la correspondiente finalidad hacia el bien, puede convertirla en mala.
Debe advertirse, por una parte, que, si bien es posible poner impedimento a la
moción divina, correspondiente a la providencia general en cuanto al fin particular, a su
curso o perseverancia, sin embargo, en la incoación o el momento iniciativo de la moción
divina, el hombre no puede ponerle impedimento. En la providencia general, la moción de
Dios nunca falta por sí misma. Dios da siempre la moción general y mientras no la resista el
hombre continúa su acción4.
4 Si se quiere profundizar en este tema, se recomienda la lectura de F. MARÍN-SOLA, O.P., «El sistema
tomista sobre la moción divina», en La Ciencia Tomista (Salamanca), 94 (1925), pp. 5-54, pp. 16-17.
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Las gracias actuales
El hombre, en su estado actual, en el que no puede hacer todo el bien proporcionado
a su naturaleza, y que se explica como efecto de la culpa originaria, puede realizar en el
orden moral solo actos imperfectos, Son, en este sentido, actos imperfectos aquellos que, para
realizarlos, no se requieren todas las fuerzas morales de la naturaleza humana. Resultan,
por ello, actos fáciles para el hombre. Así, por ejemplo, un acto imperfecto sería cumplir uno
de los preceptos de la ley natural.
Actos perfectos son los actos humanos que, por necesitar todo el vigor moral de la
naturaleza humana, son imposibles de realizar de hecho para el ser humano en su estado
actual Son así actos difíciles para el hombre. Un ejemplo de un acto perfecto o difícil es el
cumplir todos los preceptos por completo de la ley natural, o cumplir por mucho tiempo
alguno de ellos, porque el tiempo convierte lo fácil en difícil [Ibíd., pp. 23-25.].
Ni los actos imperfectos, como es lógico, ni los actos perfectos, imposibles para la
mera naturaleza humana actual permiten la justificación y la salvación. Para ello se necesita
además la gracia de Dios. Más concretamente, son necesarias dos especies de gracias.
Escribe Santo Tomás: «El hombre para vivir rectamente necesita doble auxilio divino. Por un lado,
un don habitual por el cual la naturaleza caída sea restaurada y así restaurada sea capaz de hacer
obras meritorias de vida eterna que exceden las posibilidades de la naturaleza. Por otra, necesita el
auxilio de la gracia para ser movida por Dios a obrar» [Suma Teológica, I-II, q. 109, a. 9, in c.].
El primer auxilio lo proporciona la gracia santificante, entidad accidental
sobrenatural creada e intrínseca al alma, que es una cualidad habitual. Acompañan a esta
gracia santificante, propiamente dicha, otros aspectos de la gracia santificante, que son otras
cualidades habituales, las virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo.
El segundo auxilio da la moción sobrenatural, denominada gracia actual, también
entidad sobrenatural, como la gracia santificante, pero que no es un hábito ni ninguna
especie de cualidad, es un movimiento del alma. «El hombre recibe la ayuda de la voluntad
gratuita de Dios (…) en cuanto el alma es movida por Dios a conocer, a querer u obrar algo. De esta
manera ese efecto gratuito en el hombre no es cualidad, sino un movimiento del alma, “pues el acto
del que mueve en la cosa movida es movimiento” (Aristóteles, Física, III, c. 3, n. 1)» [Ibíd., I-II, q.
110, a. 2, in c.].
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III. LAS MOCIONES DIVINAS
Impedimentos naturales
Los impedimentos, que opone la criatura a las mociones de Dios, pueden ser
naturales o libres, según sea la clase de mociones, que se imposibiliten, porque las mociones
divinas se acomodan a las naturalezas y a las condiciones de las criaturas. Las mociones
divinas no hacen actuar del mismo modo, porque mueven a todos los seres según la
condición de su naturaleza. Así, las causas necesarias producen efectos necesarios, y las
causas libres efectos libres.
Se da el impedimento natural en las operaciones propias de unas naturalezas, que
carecen de libertad, pero que a veces fallan. La moción divina no falla nunca, porque la
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moción divina para obrar, y para obrar según la ley, que está inscrita en las naturalezas, no
falta nunca por parte de Dios. En los seres naturales, con sus leyes físicas y todas las que
estudian las ciencias de la naturaleza, las mociones se reciben de una manera constante e
invariable. Se pueden así ir conociendo todas estas leyes y, por tanto, saber cuándo se
recibirá la moción divina, salvo caso de milagro.
Se puede comparar esta premoción y las leyes naturales, que sigue, a una balsa de
agua y a una red de canales de regadío que parten de ella, y que distribuye el agua que
envía. Cada ser tiene su naturaleza propia con sus propiedades y sus leyes naturales
correspondientes, que son como la red de canales, que reparten la cantidad de agua, que
sería la moción, según su capacidad.
Impedimentos libres
Igualmente, los seres libres, por poseer una naturaleza, también siguen unas leyes, y
algunas específicas, como las morales, que permiten un margen para salirse de ellas. No
obstante, como las demás, distribuyen las mociones divinas. Pueden poner un impedimento
libre. Así, el mismo ejemplo anterior de la balsa y sus canales es aplicable en este caso
especial en el que interviene la libertad. Puede ponerse un dique a la salida del agua de la
balsa y el agua no llega a los canales. De modo análogo, se puede impedir la acción de la
moción con la obstaculización de la ley de las criaturas libres.
La ley que se extiende a todos los actos libres consiste en la obligación de ejecutar
todos los actos, sin excepción, dirigidos por la recta razón, y, por tanto, según el bien
honesto. La moción divina a los actos morales es al bien honesto. Siempre la moción de Dios
a los actos libres o morales, que nunca deja de dar, es al bien honesto o racional.
Con la libertad, respecto a la moción al bien honesto, el hombre puede no poner
impedimentos, lo que es un bien para la libertad; o poner impedimentos, dejando de
ejercerla o modificando su especificación, convirtiéndola en mala. El impedimento a la
moción es así un mal o un fallo de la libertad.
Según el ejemplo anterior, se puede poner un dique a la salida general del embalse o
bien a uno de los canales de riego. La primera acción supone la extinción de toda el agua o
de la moción divina. Con la segunda, se cierra el agua en una zona, es decir, la de la
honestidad. El agua circula por otra vía y puede decirse que entonces se actúa y buscando
el bien, pero ya deshonesto, que es en lo que consiste el mal moral.
5 Véase: MICHAEL D. TORRE, Do not resist the spirit’s call. Francisco Marín-Sola on Sufficient Grace,
Washington, DC, The Catholic University of America Press, 2013.
17
Por el contrario, si el hombre no pone impedimento a la moción divina, que siempre
es a obrar bien, no hace ni más ni menos que a lo que le mueve Dios. El hombre, con su
libertad, no puede hacer más bien que el que Dios le mueve, pero sí puede hacer menos,
puede hacer el mal, puede hacer que falle su libertad y no le sirva para el bien.
Dios no lo impide, porque la providencia divina no tiene por qué excluir totalmente
de las cosas la posibilidad de fallar en las operaciones propias de su naturaleza, ni las
necesarias ni las libres. Esta posibilidad de fallar en el bien es el mal, porque lo que puede
fallar falla alguna vez.
Dios no ha creado las criaturas de tal manera que no puedan fallar, porque para que
exista la bondad perfecta en las cosas creadas tiene que darse en ellas una jerarquía de
bienes, dentro de la cual unas sean mejores que otras. Tienen que darse todos los grados
posibles de bondad, para que exista la mayor multiplicidad y las distintas semejanzas con
Dios.
Debe existir, por tanto, el grado superior de bondad, de tal manera que no pueda
perder la bondad; y el inferior será aquel en que la bondad pueda fallar. La bondad y la
belleza del universo precisan de estos grados. «Y, lo que es más, suprimida la desigualdad en
bondad, desaparecería la multitud de cosas, pues unas cosas son mejores que otras por las diferencias
que las separan entre sí; como es mejor lo animado que lo inanimado y lo racional que lo irracional. Y
así, si en las cosas hubiese una igualdad absoluta, sólo habría un bien creado; lo cual deroga
evidentemente la perfección de la criatura» [Suma contra los gentiles, III, c. 71.].
La libertad y el azar
Las mociones de la providencia divina no suponen la negación de la libertad
humana. La premoción divina no sólo no destruye ni disminuye la libertad, sino que, por el
contrario, la posibilita. Dios actúa sobre la voluntad al igual que sobre cualquier otro agente
creado.
Dios produce no sólo la acción de la criatura en lo que tiene de ser o entidad, sino también
su modo de ser. Dios causa el acto voluntario y su modo de ser libre.
Todo modo de ser es causado por la moción de la divina providencia. Por ello, la
causalidad divina tampoco excluye ni lo necesario, ni lo contingente, sin imponerle
necesidad [Cf. Ibíd., III. c. 72.]. Causa lo contingente y el mismo modo de contingencia.
La causalidad primera de la premoción divina es también causa –en sentido
analógico con la causalidad de la criatura, que es la única de la que el hombre tiene
experiencia– de lo fortuito y casual o azaroso, por el mismo motivo.
Como consecuencia la divina providencia no sólo no se opone a la libertad [Cf. Ibíd.,
III, c. 73.], sino que tampoco que no exista el azar, lo fortuito o imprevisto e inesperado, y
casual o sin necesidad y sin intención o finalidad. Su origen está en la «multitud y
diversidad» de causas o de entes que actúan, porque: «supuesta la diversidad de causas, es
preciso que alguna vez se encuentre una con otra impidiéndola o ayudándola a producir su efecto.
Pero por el encuentro de dos o más causas resulta a veces algo casual, apareciendo un fin no buscado
por ninguna causa concurrente, como en el caso de aquel que va a la plaza para comprar algo y se
18
encuentra con el deudor, por la exclusiva razón de que éste también fue allí. Luego no es contrario a
la divina providencia que se den algunas cosas casuales y fortuitas»[Ibíd., III, c. 74.].
El azar o la casualidad no anula el principio universal de finalidad, el que todo
agente, siempre cuando obra, tiende a algún fin. Ningún agente puede hacerlo por azar,
porque algo se produce por casualidad o por azar, cuando procede de la acción de un
agente, pero al margen de su intención o finalidad. Si, por ejemplo, al cavar alguien una
fosa para una sepultura, se encuentra con un tesoro, se dice que fue por casualidad o azar.
Sin embargo, tanto el que cavó la sepultura como el que enterró el tesoro obraron por un fin
concreto: enterrar a alguien y guardar un tesoro. La casualidad o el azar está en que ambos
fines se encontraron y de un modo accidental.
En los hechos azarosos, hay intencionalidad, pero no hay ninguna intencionalidad
propia. Aunque parezca que la acción que lo produce haya tenido por objeto una intención
o finalidad, se ha producido fuera de toda intención al mismo. Hay intencionalidad, pero la
de los dos efectos que se han cruzado accidentalmente. El efecto accidental del hallazgo del
tesoro no se produciría sin la tendencia necesaria a un fin distinto de los dos agentes, que
hicieron que se produjera el hecho azaroso.
El azar es, por tanto, la concurrencia accidental, o sin intención, ni, por tanto, sin
razón de ser o inteligibilidad, de dos acciones, que son intencionales en sí mismas. Se dan
hechos que se producen por azar, imprevisibles, porque no tienen razón de ser o
explicación, y que incluso parecen ocurrir fuera absolutamente de toda intención. Tales
hechos se caracterizan porque son efectos casuales o fortuitos, y como tales excepcionales.
Las acciones naturales se distinguen de ellos precisamente por su constancia o persistencia.
Mociones suficientes
Las mociones divinas de la Providencia de Dios, del plan eterno dispuesto por Dios
en su gobierno y cuidado de cada uno de los entes, afectan de distinta manera los actos
libres o morales del hombre. Los actos imperfectos, o fáciles, aquellos que no requieren
todas las fuerzas morales del hombre, necesitarán una moción suficiente. Los actos
perfectos, o difíciles para el hombre, que las requieren todas, pero que el hombre en estado
de naturaleza caída e incluso de naturaleza reparada no posee, exigirían una moción eficaz.
La moción suficiente es la que permite cumplir la providencia general de Dios en
cuanto a la consecución del fin particular, que expresan las distintas leyes de orden natural
para los diferentes géneros y especies de entes, y también las leyes naturales morales para el
hombre. La moción suficiente es eficaz por sí misma o intrínsicamente, pero es falible o
frustrable por la libertad humana, que la puede impedir. Es, por tanto, faliblemente eficaz.
Se llama suficiente, porque es una moción que es idónea o suficiente para realizar los
actos imperfectos. Las mociones suficientes son resistibles, porque se acomodan a las
condiciones actuales de la naturaleza de la criatura y, por tanto, a una libertad imperfecta y
herida por el pecado. La libertad humana no es una libertad plena, es defectible, puede
resistir o no resistir a la moción suficiente divina, que le mueve a lo que es un bien para el
hombre.
19
Mociones eficaces
La moción eficaz es la necesaria para cumplir la providencia especial de Dios, la
dirigida a una sola persona. Se llama eficaz, porque sirve para que se puedan realizar los
actos perfectos o difíciles y de tal modo que es siempre irresistible.
Las mociones eficaces son irresistibles, porque Dios no siempre se acomoda a esta
imperfección de la libertad del hombre, que tiene la de resistir o desviar la moción divina
para los actos imperfectos y la de no poder realizar actos perfectos. Puede dar a una
persona una moción irresistible para su libertad, para que haga así actos perfectos, pero sin
destruir la naturaleza defectible de la libertad humana.
De la moción eficaz puede decirse que es natural como la moción suficiente, en
cuanto la moción eficaz no anula a la naturaleza humana ni en general ni especial o
individualmente, sino que ésta es su sujeto, al que perfecciona en sus deficiencias naturales.
Sin embargo, en sí misma es sobrenatural, por ser de orden superior a toda naturaleza,
tanto la naturaleza en estado defectuoso como en el integro. Perfecciona, por ello, a la
naturaleza elevándola al orden sobrenatural.
Es una moción que se denomina ya gracia, porque además, la providencia especial,
Dios no la ejerce sobre todas las criaturas, sino a las que elige. Por estar por encima de las
condiciones generales, que El mismo ha establecido para su providencia general, su moción
sobrenatural o gracia eficaz permite realizar los actos perfectos, y, por ello, no puede ser
resistida o modificada por el hombre.
La concesión de la moción eficaz o gracia eficaz, siempre sobrenatural, no sigue
ninguna ley o condición. Dios puede darla a quien quiera. No ocurre así con las gracias
suficientes, o mociones suficientes sobrenaturales –que Dios concede a todos y que a
diferencia de las mociones suficientes naturales elevan al orden sobrenatural–, y son
imperfectamente eficaces, porque sólo permiten realizar actos imperfectos. Es un hecho, tal
como muestra la experiencia propia y la historia, que quien no pone impedimentos a las
gracias suficientes – hace con ellas lo que puede hacer y le pide por lo que no puede hacer
con las gracias suficientes– Dios le irá concediendo ulteriores gracias suficientes, e incluso
hasta eficaces para realizar actos perfectos. Es una concesión de la misericordia de Dios,
pero infalible.
Sin embargo, Dios puede dar mociones sobrenaturales eficaces, y, por tanto,
irresistibles o infrustables, y que no afecten a la libertad ni a la naturaleza humana, a quien
no siga estas mociones sobrenaturales, o gracias suficientes, e incluso le ponga siempre
obstáculos. Dios puede dar esta moción sobrenatural eficaz extraordinaria moviendo a la
libertad defectible de un modo indefectible y, sin quitarle su defectibilidad natural, hará
que de hecho se actúe sin ella6.
Desde la libertad divina, se explican estas diferencias entre las dos providencias, la
general y la especial; entre la moción suficiente natural y moción suficiente sobrenatural o
gracia suficiente, y la moción eficaz, siempre sobrenatural –gracia eficaz y gracia eficaz
extraordinaria–; y entre los actos imperfectos o fáciles y los actos perfectos o difíciles. Al
igual que Dios puede crear diferentes entes con más o menos perfecciones, también puede
6 Véase: F. MARÍN-SOLA, O.P., «El sistema tomista sobre la moción divina», en La Ciencia Tomista
(Salamanca), 94 (1925), pp. 5-54, pp. 23-25.
20
planear y actuar con la eficacia que quiera, mayor o menor, y, por tanto, de una manera
resistible o irresistible, a quien quiera y como quiera. La distinción no afecta a la
omnipotencia divina porque, siendo Dios también libre, no tiene porque actuar siempre
según toda la eficacia de su omnipotencia. Según le plazca, lo hace más o menos
eficazmente.
La oración
Con la gracia suficiente, que Dios, infinitamente misericordioso, no niega a nadie, se
pueden hacer actos imperfectos y fáciles, y también orar y la misericordia de Dios irá
concediendo gracias eficaces hasta la de la perseverancia final. Por consiguiente, la
salvación, que no puede ser merecida, puede ser pedida por la oración humilde,
perseverante y confiada. En este sentido, la salvación está de nuestra mano, como decía San
Alfonso María de Ligorio, Doctor de la Iglesia: «Dios a todos da la gracia de orar, y así con la
oración podemos alcanzar los socorros divinos que necesitamos para observar los mandamientos y
perseverar hasta el fin en el camino del bien (…) si no nos salvamos, culpa nuestra será. Y la causa
de nuestra infinita desgracia será una sola: que no hemos rezado»7.
La oración no es incompatible con la providencia divina. La oración no se dirige a
Dios con el fin de cambiar lo dispuesto eternamente por su providencia, sino que hace que
se cumpla aquella disposición o resolución de la Providencia divina, que se refería a la
concesión de lo que se pedía en la oración.
La oraciones no cambian el orden de lo eternamente dispuesto por Dios, porque
están ya comprendidas en dicho orden [Suma contra los gentiles, III. c. 96.]. Las oraciones,
en consecuencia, tienen valor, porque con toda oración se pone el medio, dispuesto por
Dios, para tenga lugar la causación divina del efecto que se pide. Es razonable que Dios
tenga ya dispuestos por su excelsa bondad y que cumpla los deseos piadosos, que se le
exponen por la oración.
La oración es necesaria, porque: «A la liberalidad divina debemos muchas cosas que
ciertamente nunca pedimos. Si en los demás casos Dios exige nuestras oraciones es para utilidad
nuestra, pues así nos convencemos de la seguridad de que nuestras súplicas llegan a Dios y de que Él
es el autor de nuestros bienes» [Ibíd., II-II, q. 83, a. 2, ad 3.]. Añade Santo Tomás: «Por ello dice
San Juan Crisóstomo: “Considera qué felicidad se te ha concedido y qué gloria llevas contigo: puedes
hablar con Dios por la oración alternar en coloquios con Cristo y solicitar lo que quieres y pedir lo
que deseas”».
La utilidad de la oración se manifiesta en que: «La necesidad de dirigir nuestras
oraciones a Dios no es para ponerle en conocimiento de nuestras miserias, sino para convencernos a
nosotros mismos de que tenemos que recurrir a los auxilios divinos en tales casos» [Ibíd., II-II, q. 83,
a. 2, ad 1.].
7 SAN ALFONSO Mª DE LIGUORI, El gran medio de la oración, Madrid, Editorial El Perpetuo Socorro, 1990,
c. II, res.
21
IV. LA INICIATIVA Y LA COOPERACIÓN DE LA
GRACIA
22
Después de la moción natural al bien general o en abstracto, en la que la voluntad
sólo es movida, pero sin que el motor altere su naturaleza libre, la misma voluntad pasa a
ser ella misma motor por medio de la razón, que concibe, examina y delibera, y puede ya
elegir un bien concreto y los medios para conseguirlo. En este último acto, que se ha
iniciado con una moción suficiente, puede haberse elegido bien o mal, tanto en el fin
concreto como en los medios.
Nota también santo Tomás, en este último texto citado, que Dios puede mover a la
voluntad con una moción sobrenatural, como es la gracia, a que quiera al bien concreto real
y verdadero, al Dios de la fe, salvación del hombre. Después, con la misma gracia, la
voluntad pueda querer racional y electivamente los medios que conduzcan a Él.
Siempre lo ha enseñado así la Iglesia. En la profesión de fe del papa San León IX, a
principios del primer milenio, se lee: «Creo y profeso que la gracia de Dios previene y sigue al
hombre, de tal modo, sin embargo, que no niego el libre albedrío a la criatura racional» [Dz 348.,
Carta Congratulamur vehementer, 13 de abril de 1063.].
Casi quinientos años antes, se había establecido en el II Concilio de Orange, que: «Si
alguno porfía que Dios espera nuestra voluntad para limpiarnos del pecado, y no confiesa que aun el
querer ser limpios se hace en nosotros por infusión y operación sobre nosotros del Espíritu Santo,
resiste al mismo Espíritu Santo, que por Salomón dice: “es preparada la voluntad por el Señor” (Pr,
8, 85), y al Apóstol que saludablemente predica: “Dios es el que obra en nosotros el querer y el
acabar, según su beneplácito” (Phil. 2, 13)» [ Dz 177, II Concilio de Orange, contra los
semipelagianos, año 529]. Y siempre, como se afirmó explícitamente en otro concilio
posterior: «Tenemos libre albedrío para el bien, prevenido y ayudado de la gracia; y tenemos libre
albedrío para el mal, abandonado por la gracia» [Dz 317, Concilio de Quiercy, año 853.],
En definitiva, como se declaró, ya a mediados del siglo XVI, en el concilio de Trento,
por la gracia de Dios los hombres: «son llamados sin que exista mérito alguno en ellos; de suerte
que los que eran enemigos de Dios por sus pecados, por la gracia de Él, que excita y que ayuda, se
disponen para su conversión» [Dz 797, Concilio de Trento, Decreto sobre la justificación, año
1547, c.. 5].
23
voluntad comienza a querer el bien después de haber querido el mal. Y puesto que Dios es quien
mueve la mente humana para impulsarla a este acto, la gracia se llama en este caso operante».
El primero acto de la voluntad es interior, o acto elícito, como el querer o el elegir.
Bajo la gracia actual operante, la voluntad movida por ella, no se mueve por sí misma, pone
el acto voluntario, que continúa siendo libre, aunque en este caso ha sido un acto
indeliberado o no determinado por una deliberación precedente.
Un segundo acto es el imperado por la voluntad y, por tanto, con un efecto exterior
a la misma. De manera que: «el otro acto es el exterior. Como éste se debe al imperio de la voluntad
(…) es claro que en este caso la operación debe atribuirse a la voluntad. Pero, como aun aquí Dios
nos ayuda, ya interiormente, confirmando la voluntad para que pase al acto, ya exteriormente,
asegurando su poder de ejecución, la gracia en cuestión se llama cooperante» [Suma Teológica, I-Ii,
q. 111, a. 2, in c.].
La gracia cooperante de Dios, con esta doble acción sobre la voluntad en el acto de
querer y en el de actuar, moviendo a las otras potencias a sus propias operaciones, versa,
por tanto, sobre actos libres deliberados.
La cooperación no es, por consiguiente, como una ayuda de la propia acción humana
a la moción o gracia de Dios, sino la de ésta a la acción humana. Por ello, podría parecer que
no deba llamarse a la gracia actual de Dios gracia cooperante. Sin embargo, se da una
verdadera cooperación, porque: «se puede hablar de cooperación no sólo cuando un agente
secundario colabora con el agente principal, sino también cuando se le ayuda a otro a alcanzar un fin
que se ha propuesto. Y con la gracia operante Dios ayuda al hombre a querer el bien, de donde una
vez adoptado este fin es cuando la gracia coopera con nosotros» [Ibíd., I-Ii, q. 111, a. 2, ad 3.].
26
según los méritos, puesto que en caso contrario la gracia ya no sería gracia. Llamase de hecho gracia
porque gratis se da» [De la gracia y del libre albedrío, c. 22, 43].
Dios mueve interiormente a las voluntades para regenerarlas, pero sin cambiar su
naturaleza voluntaria y libre. «La gracia de Dios no anula la humana voluntad, sino que de mala
la hace buena y luego le ayuda». Esta doble acción de su gracia de conversión y ayuda en la
voluntad no es única. «Dios no sólo hace buenas las malas voluntades y por el bien de actos
honestos a la vida eterna las encamina, sino que el querer de los hombres en las manos de Dios está
siempre» [ De la gracia y del libre albedrío, c. 20, 41].
Confirma esta doctrina de la acción divina en la voluntad humana, la oración de
petición de fe. «Si la fe sólo afectase a la libre voluntad y no fuera don de Dios, ¿a qué rogar por los
que no quieren creer a fin de que crean? En vano haríamos esto si no creyésemos y, con mucha razón,
que Dios omnipotente puede volver a la fe aun las más perversas y contrarias voluntades (…) Si el
Señor no pudiese librarnos de la dureza de corazón, no diría por el profeta: “Quitaré el corazón de
piedra de su carne y les daré un corazón de carne» (Ez 36, 26)» [Ibíd., c. 14, 29. «Les daré un
corazón nuevo y pondré un espíritu nuevo en medio de vosotros, quitaré el corazón de piedra de su
carne y les daré un corazón de carne» (Ez 36, 26).].
Si la voluntad del hombre no necesitara la restauración por la gracia, no se diría que
tiene su corazón o su alma de piedra o sin vida. «¿Podremos, pues, afirmar, sin desatino que en
el hombre debe preceder el mérito de la buena voluntad para que en él sea cambiado el corazón de
piedra, cuando éste significa voluntad pésima y absolutamente a Dios contraria? Donde precede la
buena voluntad ya no hay corazón de piedra» [De la gracia y del libre albedrío, c. 14, 29.].
La regeneración de la libertad
Todavía advierte San Agustín que de la afirmación bíblica «les daré un corazón nuevo y
pondré un espíritu nuevo» [Ez 36, 26.], podría inferirse: «la inutilidad del libre albedrío para los
hombres» [De la gracia y del libre albedrío, c. 15, 31.]. Sin embargo, en la Escritura también
se dice: «Arrojad de sobre vosotros todas las iniquidades que cometéis y haceos un corazón nuevo y
un espíritu nuevo. ¿Por qué habéis de querer morir, casa de Israel? Que no quiero yo la muerte del
que muere. Convertíos y vivid» [Ez 18, 31-32].
Se pregunta, por ello, San Agustín: «¿Por qué nos manda, si Él nos lo dará? ¿Por qué lo
da, si el hombre lo ha de hacer, sino porque da lo que manda cuando ayuda a cumplir lo mandado?
Siempre, por tanto, gozamos de libre voluntad; pero no siempre ésta es buena; porque o bien es libre
de justicia, si al pecado sirve, o bien es libre de pecado, si sirve a la justicia y entonces es buena».
Por el contrario, añade: «La gracia de Dios siempre es buena y hace que tenga buena
voluntad el hombre que antes la tenía mala. Por ella se logra que la misma buena voluntad que se
inició aumente y crezca tanto, que llegue a poder cumplir los divinos preceptos, cuando con toda
eficacia lo quiera» [De la gracia y del libre albedrío, c. 15, 31.].
Si Dios puede, según su beneplácito, mover, actuar y guiar la voluntad humana,
cambiando sus afectos voluntarios, hay que pedirle esta premoción. «Como nuestra voluntad
es por Dios preparada razón es que tanta voluntad le pidamos cuanta suficiente sea para que
queriendo cumplamos. Cierto que queremos cuando queremos; pero aquél hace que queramos el bien,
del que fue dicho: “La voluntad es preparada por el Señor” (Pr 8, 35, Set.), “El Señor dirige los pasos
del hombre y éste quiere su camino” (Sal 36, 23) y “Dios (…) obra en vosotros el querer”(Flp 2,
13). Sin duda que nosotros obramos cuando obramos; pero Él hace que obremos al dar fuerzas
27
eficacísimas a la voluntad, como lo dijo: “haré que viváis según mis preceptos y que guardéis y
cumpláis mis juicios” (Ez 36, 27). Cuando dice “haré que viváis” ¿qué otra cosa dice sino arrancaré
de vosotros el corazón de piedra, por el que no obráis, y os daré el corazón de carne por el que
obraréis? Y esto ¿quizá es otra cosa que os quitaré el corazón duro, que os impedía obrar, y os daré
un corazón obediente, que os haga obrar?» [ De la gracia y del libre albedrío, c. 16, 32].
Esta doctrina de San Agustín sobre la gracia actual operante y cooperante, que
mantiene la libertad del hombre y al mismo tiempo la necesaria acción de la gracia, incluso
para la salvación de la misma libertad, la presenta como respuesta a los errores de los que
niegan la absoluta gratuidad de la gracia, como hacían en su época los semipelagianos, y los
que afirman la gracia sin libertad, tal como después hizo la reforma protestante. En esta
obra, la expone porque: «Hay algunos que tanto ponderan y defienden la libertad, que osan negar
y pretenden hacer caso omiso de la divina gracia, que a Dios nos llama, que nos libra de los pecados y
nos hace adquirir buenos méritos, por los que podemos llegar a la vida eterna. Pero porque hay otros
que al defender la gracia de Dios niegan la libertad, o que cuando defienden la gracia creen negar el
libre albedrío» [De la gracia y del libre albedrío, c. 1, 1].
Tras estas explicaciones de estos dos grandes santos y doctores de la Iglesia, lo que sí
nos queda claro es que sin la gracia es casi imposible dar una respuesta cabal a Dios nuestro
Señor. Por eso el Catecismo la define como (nº 1996) el favor, el auxilio gratuito que Dios nos da
para responder a su llamada: llegar a ser hijos de Dios (cf Jn 1, 12-18), hijos adoptivos (cf Rm 8,
1417), partícipes de la naturaleza divina (cf 2 P 1, 3-4), de la vida eterna (cf Jn 17, 3).
La definición del Catecismo resalta la gratuidad de este don como bien indica, de
nuevo, el Catecismo en el nº 1999: La gracia de Cristo es el don gratuito que Dios nos hace de su
vida infundida por el Espíritu Santo en nuestra alma para sanarla del pecado y santificarla: es la
gracia santificante o divinizadora, recibida en el Bautismo. Es en nosotros la fuente de la obra de
santificación (cf Jn 4, 14; 7, 38-39).
Por tanto,
a) Dios ha llamado al hombre a participar de la vida de la Santísima
Trinidad.
b) Para conducirnos a este fin último sobrenatural, nos concede ya en esta
tierra un inicio de esa participación que será plena en el cielo. Este don es la gracia
santificante, que consiste en una "in-coación de la gloria” (S. Tomás de Aquino,
Summa Theologiae, II-II, q.24, a.3, ad 2).
c) La gracia santificante:
— "es el don gratuito que Dios nos hace de su vida, infundida por el Espíritu Santo
en nuestra alma, para sanarla del pecado y santificarla";
— es una participación en la vida de Dios, que nos diviniza;
— es una nueva vida, sobrenatural; como un nuevo nacimiento por el que somos
constituidos en hijos de Dios por adopción, partícipes de la filiación natural del
Hijo: "hijos en el Hijo" (Gaudium et spes, 22. Cfr. Rom 8,14-17; Gal 4,5-6; I loann
3,1);
28
— nos introduce así en la intimidad de la vida trinitaria. Como hijos adoptivos,
podemos llamar «Padre» a Dios, en unión con el Hijo único;
— es "gracia de Cristo", porque en la situación presente —es decir, después del
pecado y de la Redención obrada por Jesucristo— la gracia nos llega como
participación de la gracia de Cristo (Catecismo, 1997): "De su plenitud todos
hemos recibido gracia sobre gracia" (Jn 1,16). La gracia nos con-figura con Cristo
(cfr. Rm 8,29);
— es "gracia del Espíritu Santo", porque es infundida en el alma por el Espíritu
Santo.
La gracia santificante se llama también gracia habitual porque es una disposición
estable que perfecciona al alma por la infusión de virtudes, para hacerla capaz de vivir con
Dios, de obrar por su amor (cfr. Catecismo, 2000). Se debe distinguir entre la gracia habitual y
las gracias actuales, "que designan las intervenciones divinas que están en el origen de la conversión
o en el curso de la obra de la santificación" (cfr. ibidem).
1. La gracia santificante es un don sobrenatural, infundido por Dios en el alma de
modo permanente, que nos hace santos y participantes de la vida divina.
2. La gracia actual es un auxilio transitorio de Dios que ilumina nuestro entendimiento
y mueve nuestra voluntad para obrar el bien y evitar el mal en orden a la salvación
eterna.
El Señor que conoce nuestra debilidad para cumplir los Mandamientos y obrar como
corresponde a nuestra dignidad de hijos de Dios, nos concede el auxilio sobrenatural de la
gracia para que seamos buenos hijos de Dios.
Para comprender mejor todo esto vamos a traer un caso práctico. Nos vamos a
imaginar un proceso de conversión. Se trata de un alma que está en pecado, apartada de
Dios y que vive de espaldas a Él. Esta alma, por estar en pecado, es enemiga de Dios y
necesita reconciliarse con Dios.
Entonces surge una pregunta necesaria: ¿Quién ha de dar el primer paso? Para
responder estudiaremos varios textos:
• Lam 5, 21-22: 21¡Haznos volver a ti, Yahveh, y volveremos. Renueva nuestros días como
antaño, 22si es que no nos has desechado totalmente, irritado contra nosotros sin medida.
• Zac 1, 3: Les dirás: «Así dice Yahveh Sebaot: Volveos a mí - oráculo de Yahveh Sebaot - y yo
me volveré a vosotros, dice Yahveh Sebaot.
• Prov 1, 24: Ya que os he llamado y no habéis querido, he tendido mi mano y nadie ha
prestado atención
• Is 65, 12: Yo os destino a la espada y todos vosotros caeréis degollados, porque os llamé y no
respondisteis, hablé y no oísteis, sino que hicisteis lo que me desagrada, y lo que no me gusta
elegisteis.
• Jer 7, 13: Y ahora, por haber hecho vosotros todo esto - oráculo de Yahveh - por más que os
hablé asiduamente, aunque no me oísteis, y os llamé, mas no respondisteis.
• Stgo 4, 8: Acercaos a Dios y él se acercará a vosotros. Purificaos, pecadores, las manos;
limpiad los corazones, hombres irresolutos.
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De entre todos los textos, destaca claramente el primero donde se ve que el primer
paso lo da Dios, llamando al alma a la conversión con la gracia actual. Los otros textos
insisten en la necesidad de cooperar a esta gracia.
El pecador está caído, tendido –así podemos decirlo- en el suelo. Para levantarse
necesita que Dios le tienda la mano, pero él ha de aceptar esa mano de Dios. Dios jamás
obliga a la libertad del hombre.
Con este preámbulo vamos a estudiar el caso práctico que antes proponíamos. Lo
encontramos en Lc 19, 1-10
El caso resulta muy ilustrativo para el estudio que nos estamos proponiendo. Vamos
a analizarlo paso a paso.
Vers. 1-3: 1Habiendo entrado en Jericó, atravesaba la ciudad. 2Había un hombre llamado
Zaqueo, que era jefe de publicanos, y rico. 1Trataba de ver quién era Jesús, pero no podía a causa de la
gente, porque era de pequeña estatura.
El paso de Jesús por la ciudad de Jericó es la ocasión externa para que Zaqueo reciba
un primer impulso de la gracia actual. Esta ocasión externa (gracia externa) no hay que
confundirla con la gracia actual que es interna, es decir, obra interiormente sobre el alma.
La primera gracia actual interna que recibe Zaqueo es el deseo de ver a Jesús (gracia
antecedente)
Dios no nos da todo hecho, siempre exige nuestro esfuerzo y nos pone a prueba.
Zaqueo tropieza con una doble dificultad en la realización de su deseo: es bajo de estatura y
hay mucha gente, por lo que no puede ver a Jesús. Zaqueo podría haber optado por
encogerse de hombros y dejarlo para otro día. El pasaje del Evangelio hubiera terminado
aquí. No habría pasado nada. No habría tenido ese contacto con Jesús que le hizo cambiar
de vida, no se habría convertido.
Vers. 4: Se adelantó corriendo y se subió a un sicómoro para verle, pues iba a pasar por allí.
Pongámonos en el lugar de nuestro protagonista. Zaqueo es un personaje que tiene
una posición social elevada. En una población pequeña como Jericó todos se conocen. Y
bien sabemos como es el vecindario en las localidades pequeñas: todo lo comenta y se fija
en todo. Luego, de seguro, Zaqueo iba a ser puesto en la boca de todos, porque que ese
personaje de la alta sociedad de Jericó se subiera a un árbol para ver a Jesús, era ponerse en
ridículo. Zaqueo tiene que vencer el respeto humano. A pesar de todo, sube al árbol. Ha
correspondido a la gracia actual que le invitaba a hacer lo posible por ver a Jesús.
Naturalmente, al aceptar esta primera gracia actual, Dios le ayudó con otra gracia actual a
vencer el respeto humano. A eso le llamamos gracia cooperante.
Y ¿qué pasa cuando un alma corresponde a una gracia actual?
Vers. 5: Y cuando Jesús llegó a aquel sitio, alzando la vista, le dijo: «Zaqueo, baja pronto;
porque conviene que hoy me quede yo en tu casa.»
Dios nunca se deja vencer en generosidad. Zaqueo solamente había querido ver a
Jesús. Pero Jesús le mira, le habla y, para colmo de la felicidad, le propone hospedarse en su
casa. Son las gracias subsiguientes a las gracias actuales.
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Vamos a fijarnos en todos los detalles: Jesús le pide que se baje del árbol en ese
mismo instante para que vaya a prepararle hospedaje. Este “baja pronto” significa que
Zaqueo, a la vista de todos, de esa multitud que tiene puesta en él su mirada, dé otro
espectáculo: el de bajarse del árbol delante de todos afrontando los subsiguientes
comentarios.
Vers. 6-7: 6Se apresuró a bajar y le recibió con alegría. 7Al verlo, todos murmuraban diciendo:
«Ha ido a hospedarse a casa de un hombre pecador.»
Una vez más, Zaqueo vence el respeto humano y corresponde a la gracia. Pero
debemos hacer notar lo irremediable: los comentarios de la gente. Lo dice el versículo 7.
Hubo comentarios desfavorables contra la actitud que tomó de Jesús por culpa de Zaqueo,
pues era “hombre pecador”. Y es que no podemos olvidar que Zaqueo era recaudador de
impuestos y, entre ellos, jefe de publicanos. Éstos eran mal vistos entre la gente del pueblo
porque, con frecuencia, se aprovechaban de su oficio para enriquecerse injustamente. Según
el relato del Evangelio, Zaqueo era uno de ésos, pues lo que tenía, no todo “era suyo”...
Vers. 8-10: 8Zaqueo, puesto en pie, dijo al Señor: «Daré, Señor, la mitad de mis bienes a los
pobres; y si en algo defraudé a alguien, le devolveré el cuádruplo.» 9Jesús le dijo: «Hoy ha llegado la
salvación a esta casa, porque también éste es hijo de Abraham, 10pues el Hijo del hombre ha venido a
buscar y salvar lo que estaba perdido.»
Por fin, encontramos en el relato la conversión de nuestro pecador. Va a devolver a
quienes ha defraudado en algo, el cuádruplo; pero no todo acaba aquí. Dará a los pobres la
mitad de lo que posee, o sea: compensará con buenas obras las faltas que cometió antaño. Se
realiza en él lo que afirma San Pablo en Ef 5, 5-8: 5Porque tened entendido que ningún fornicario
o impuro o codicioso - que es ser idólatra - participará en la herencia del Reino de Cristo y de
Dios.6Que nadie os engañe con vanas razones, pues por eso viene le cólera de Dios sobre los
rebeldes.7No tengáis parte con ellos.8Porque en otro tiempo fuisteis tinieblas; mas ahora sois luz en el
Señor. Vivid como hijos de la luz. Su conversión es sincera. Es un auténtico cambio de vida.
Cristo mismo declara “«Hoy ha llegado la salvación a esta casa“. Eso quiere decir que
Zaqueo, de pecador se ha convertido en hijo de Dios por la gracia santificante. No se habla
del bautismo de Zaqueo porque aún no había proclamado Cristo la necesidad universal de
este Sacramento, ni tampoco estaba instituido el Sacramento de la Penitencia. Hoy día,
normalmente, una conversión debe culminar con uno de estos sacramentos: el Bautismo
para el no bautizado; la Penitencia para el bautizado. Al menos en cuanto al deseo de
recibirlos.
En todo este episodio del Evangelio de San Lucas vemos cómo Zaqueo va
correspondiendo a las gracias actuales y cada correspondencia a una gracia actual, le va
atrayendo otras, las cuales, correspondidas, acaban por conducir al alma a la justificación
(obtener la vida sobrenatural que es la gracia santificante). Pero este encadenamiento de
gracias actuales podría haberse roto en cualquier momento si Zaqueo hubiera dejado de
corresponder a la gracia en cualquier momento de la cadena. Y quien pierde así una gracia
actual por no aceptarla, pierde, lógicamente, las demás gracias actuales que iban vinculadas
a la primera.
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Hay varios ejemplos como éste en la Sagrada Escritura:
• Lc 5, 27-28: 27Después de esto, salió y vio a un publicano llamado Leví, sentado en el
despacho de impuestos, y le dijo: «Sígueme.» 28Él, dejándolo todo, se levantó y le siguió. La
correspondencia es inmediata y eso le proporciona el hecho de constituirse en uno de los
Doce. (Cfr. Mt 9, 913: 9Cuando se iba de allí, al pasar vio Jesús a un hombre llamado Mateo,
sentado en el despacho de impuestos, y le dice: «Sígueme.» Él se levantó y le siguió. 70Y sucedió que
estando él a la mesa en casa de Mateo, vinieron muchos publicanos y pecadores, y estaban a la mesa
con Jesús y sus discípulos. 17Al verlo los fariseos decían a los discípulos: «¿Por qué come vuestro
maestro con los publicanos y pecadores?» 72Mas él, al oírlo, dijo: «No necesitan médico los que están
fuertes sino los que están mal. 73Id, pues, a aprender qué significa aquello de: Misericordia quiero,
que no sacrificio. Porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores.»)
• Mc 1, 16-20: 76Bordeando el mar de Galilea, vio a Simón y Andrés, el hermano de
Simón, largando las redes en el mar, pues eran pescadores. 77Jesús les dijo: «Venid conmigo, y os haré
llegar a ser pescadores de hombres.» 78Al instante, dejando las redes, le siguieron. 79 Caminando un
poco más adelante, vio a Santiago, el de Zebedeo, y a su hermano Juan; estaban también en la barca
arreglando las redes; 20y al instante los llamó. Y ellos, dejando a su padre Zebedeo en la barca con los
jornaleros, se fueron tras él. Se trata de un seguimiento a una gracia actual instantánea. Eso
también les va a ocasionar pertenecer al grupo de los Doce. En cambio, no hay
correspondencia en:
• Mt 23, 37-39: 37« ¡Jerusalén, Jerusalén, la que mata a los profetas y apedrea a los que
le son enviados! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como una gallina reúne a sus pollos
bajo las alas, y no habéis querido! 38Pues bien, se os va a dejar desierta vuestra casa. 39Porque os digo
que ya no me volveréis a ver hasta que digáis: ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!»
• Mc 10, 17-22: 17Se ponía ya en camino cuando uno corrió a su encuentro y
arodillándose ante él, le preguntó: «Maestro bueno, ¿qué he de hacer para tener en herencia vida
eterna?» 78Jesús le dijo: «¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios. 79Ya sabes los
mandamientos: No mates, no cometas adulterio, no robes, no levantes falso testimonio, no seas
injusto, honra a tu padre y a tu madre.» 20El, entonces, le dijo: «Maestro, todo eso lo he guardado
desde mi juventud.» 27Jesús, fijando en él su mirada, le amó y le dijo: «Una cosa te falta: anda,
cuanto tienes véndelo y dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; luego, ven y sígueme.»
22
Pero él, abatido por estas palabras, se marchó entristecido, porque tenía muchos bienes.
Como se ve por los textos, la gracia actual, no solamente impulsa al pecador a la
conversión, sino que, constantemente, nos invita a obrar el bien, a seguir de cerca de Jesús, a
vivir de acuerdo con el Evangelio.
Por consiguiente, la fe, como simple adhesión intelectual o simple confianza, NO
BASTA para salvarse. La fe debe tener obras, exige manifestarse en toda nuestra conducta.
• Stgo 2, 19-26: 79¿Tú crees que hay un solo Dios? Haces bien. También los demonios lo
creen y tiemblan. 20¿Quieres saber tú, insensato, que la fe sin obras es estéril? 27Abraham nuestro
padre ¿no alcanzó la justificación por las obras cuando ofreció a su hijo Isaac sobre el altar? 22¿Ves
cómo la fe cooperaba con sus obras y, por las obras, la fe alcanzó su perfección? 23Y alcanzó pleno
cumplimiento la Escritura que dice: Creyó Abraham en Dios y le fue reputado como justicia y fue
llamado amigo de Dios.» 24Ya veis cómo el hombre es justificado por las obras y no por la fe
solamente. 25Del mismo modo Rajab, la prostituta, ¿no quedó justificada por las obras dando
32
hospedaje a los mensajeros y haciéndoles marchar por otro camino? 26Porque así como el cuerpo sin
espíritu está muerto, así también la fe sin obras está muerta.
• Mt 7, 21-24: 27«No todo el que me diga: "Señor, Señor, entrará en el Reino de los
Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial. 22 Muchos me dirán aquel Día: "Señor,
Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre expulsamos demonios, y en tu nombre
hicimos muchos milagros?" 23Y entonces les declararé: "¡Jamás os conocí; apartaos de mí, agentes de
iniquidad!" 24 «Así pues, todo el que oiga estas palabras mías y las ponga en práctica, será como el
hombre prudente que edificó su casa sobre roca:
• Ez 18, 21-22: 27En cuanto al malvado, si se aparta de todos los pecados que ha
cometido, observa todos mis preceptos y practica el derecho y la justicia, vivirá sin duda, no morirá.
22
Ninguno de los crímenes que cometió se le recordará más; vivirá a causa de la justicia que ha
practicado.
• I Tim 5, 8: Si alguien no tiene cuidado de los suyos, principalmente de sus familiares,
ha renegado de la fe y es peor que un infiel.
Es preciso cooperar a la gracia.
Tesis de Trento
La división de la gracia en preveniente y subsiguiente fue ratificada por el Concilio
de Trento. El Decreto sobre la justificación, que puede considerarse el documento más
importante del Concilio, contiene una exposición completa de la cuestión de la justificación,
y en su capítulo V, titulado «De la necesidad que tienen los adultos de prepararse a la
justificación, y de dónde proviene» se trata esta división.
Se dice en este texto, después de lo expuesto en los capítulos anteriores, que el
Concilio: «Declara además, que el principio de la justificación en los adultos debe tomarse de la
gracia divina, preveniente por medio de Jesucristo: esto es, de su llamamiento, por el que son
llamados sin mérito ninguno suyo; de suerte que los que eran enemigos de Dios por sus pecados, se
disponen por su gracia excitante y auxiliante para convertirse a su propia justificación, asintiendo y
cooperando libremente a la misma gracia».
Queda así afirmada una primera tesis, la de la primacía de la gracia. Con la
caracterización de la gracia actual como gracia preveniente, se establece frente al
semipelagianismo, la absoluta primacía de la gracia en el inicio de la justificación.
Además de esta tesis sobre la iniciativa de Dios en la justificación, se afirma, una
segunda. Frente al protestantismo, queda establecida la necesidad de la cooperación de la
libertad del hombre para la misma.
Según esta segunda tesis, la gracia preveniente, que es necesaria para que actúe la
voluntad humana para la justificación, no elimina su libertad, sino que exige su
cooperación, aunque actuando por la misma gracia. «De tal modo que tocando Dios el corazón
del hombre por la iluminación del Espíritu Santo, ni el mismo hombre deje absolutamente de obrar
alguna cosa, al recibir aquella inspiración, puesto que puede también desecharla; ni puede, sin
embargo, moverse sin la gracia divina hacia la justificación delante de Dios por sola su libre
voluntad; por lo cual, cuando se dice en las Sagradas Escrituras: «Convertíos a Mí, y Yo me volveré
a vosotros» (Za 1, 3), se nos advierte nuestra libertad; y cuando respondemos: «Conviértenos a ti,
Señor, y seremos convertidos» (Lm 5, 21), confesamos que somos prevenidos por la gracia de Dios»
[Decreto sobre la justificación, c. V]. El hombre, por tanto, no es pasivo completamente. La
voluntad humana puede aceptar o rechazar la gracia de Dios, pero en ningún caso, incluso
cuando la gracia hace que el acto humano continúe perseverando en el bien obrar, le quita
la libertad.
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«Si alguno dijere que, sin la inspiración preveniente del Espíritu Santo, y sin su auxilio,
puede el hombre creer, esperar, amar, o arrepentirse según conviene, para que se le confiera la gracia
de la justificación, sea excomulgado» [Decreto sobre la justificación, c. III.].
Igualmente, la segunda tesis, que mantiene la existencia de la libertad, se encuentra
expresada en el canon IV, que dice:
«Si alguno dijere, que el libre albedrío del hombre movido y excitado por Dios, nada coopera
asintiendo a Dios que le excita y llama para que se disponga y prepare a lograr la gracia de la
justificación; y que no puede disentir, aunque quiera, sino que como un ser inanimado, nada
absolutamente obra, y solo concurre como sujeto pasivo; sea excomulgado» [Decreto sobre la
justificación, c. IV.].
Queda explicado que la preveniencia de la gracia no implica la pasividad de la
voluntad humana, porque el hombre tiene la opción entre el rechazo y aceptación de la
gracia. Sin embargo, la aceptación no es algo extrínseco a la iniciativa y continuidad de la
gracia, no es, por tanto, un acto dirigido por la mera voluntad libre humana. La misma
aceptación es posible por la gracia, que actúa en la voluntad, aunque sin anular su libertad,
como lo confirma el hecho de que puede ser rechazada.
Afirmación en la que insistía San Agustín. En un escrito contra los pelagianos, se lee:
«¿Acaso el libre albedrío es destruido por la gracia? De ningún modo; antes bien, con ella le
fortalecemos (…) el libre albedrío no es aniquilado, sino fortalecido por la gracia. (…) se verifica (…)
por la gracia, la curación del alma de las heridas del pecado; por la curación del alma, la libertad del
albedrío; por el libre albedrío, el amor de la justicia, y, por el amor de la justicia, el cumplimiento de
la ley (…) el libre albedrío no es aniquilado, sino antes bien fortalecido por la gracia, pues la gracia
sana la voluntad para conseguir que la justicia sea amada libremente» [Del espíritu y de la letra,
c.30, 52.].
Pueden considerarse estas dos tesis un desarrollo de lo enseñado en el II Concilio de
Orange, del año 529, contra los semipelagianos, sobre el «inicio de la fe». En el canon 5 se
lee:
«Si alguno dice que está naturalmente en nosotros lo mismo el aumento que el inicio de la fe y
hasta el afecto de credulidad por el que creemos en Aquel que justifica al impío, y que llegamos a la
regeneración del sagrado bautismo, no por don de la gracia –es decir, por inspiración del Espíritu
Santo, que corrige nuestra voluntad de la infidelidad a la fe, de la impiedad a la piedad–, se muestra
enemigo de los dogmas apostólicos, como quiera que el bienaventurado Pablo dice: «Confiamos que
quien empezó en vosotros la obra buena, la acabará hasta el día de Cristo Jesús» (Flp 1, 6); y aquello:
«A vosotros se os ha concedido por Cristo, no sólo que creáis en Él, sino también que por Él
padezcáis» (Flp. 1, 29); y: «De gracia habéis sido salvados por medio de la fe, y esto no de vosotros,
puesto que es don de Dios» (Ef. 2, 8). Porque quienes dicen que la fe, por la que creemos en Dios es
natural, definen en cierto modo que son fieles todos aquellos que son ajenos a la Iglesia de Dios»
[Can. V. Dz 178.].
Necesidad de la redención
Los dos últimos textos conciliares de Trento se refieren también a la «gracia de la
justificación». Con el término «justificación», tomado de la Escritura, se significa la
reconciliación del hombre con Dios y su justicia, o el que pase del estado de pecado –en el
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que se encuentra el hombre por el pecado original, que está en su naturaleza humana, y por
sus pecados personales, en su individualidad–, al estado de justicia, al de no culpabilidad.
En el capítulo primero de este decreto del Concilio de Trento se dice:
«Primeramente declara el santo Concilio, que para comprender bien y sinceramente la
doctrina de la justificación, es necesario que cada uno sepa y confiese, que habiendo perdido todos los
hombres la inocencia por el pecado de Adán, hechos inmundos, y como el Apóstol dice «hijos de ira
por naturaleza» (Ef 2, 3), según se expuso en el Decreto sobre el pecado original; en tanto grado eran
«esclavos del pecado» (Rm 3, 9; 6, 17; y 6, 20), y estaban «bajo el imperio del demonio» (Hb 2,14),
que no podían verse libres ni elevarse de aquel estado, no sólo los gentiles por las fuerzas de la
naturaleza, sino ni aun los judíos por la virtud de la misma ley escrita de Moisés, a pesar de no estar
extinguido en ellos el libre albedrío, aunque sí debilitado en sus fuerzas e inclinado al mal» [Decreto
sobre la justificación, c. I].
En el estado, en que se encuentra el hombre, ni su naturaleza ni el cumplimiento de
la ley de Dios pueden justificarle. «Por este motivo el Padre celestial, «Padre de las misericordias
y Dios de toda consolación» (2 Co 1, 8), envió a los hombres, cuando llegó la dichosa plenitud del
tiempo, a Jesucristo, su hijo, anunciado y prometido a muchos Santos Padres, antes de la ley, y en el
tiempo de ella, para que redimiese los judíos que vivían en la ley, y los gentiles que no aspiraban a la
santidad, la lograsen, y todos recibiesen la adopción de hijos. A este mismo propuso Dios por
reconciliador de nuestros pecados, mediante la fe en su pasión, y no sólo de nuestros pecados, sino de
los de todo el mundo. (Gal 4, 5) y todos recibiesen la adopción de hijos» [Decreto sobre la
justificación, c. II].
Sobre esta redención universal, se precisa seguidamente:
«Mas, aunque «Jesucristo murió por todos» (2 Co 5, 15), no todos participan del beneficio de
su muerte, sino sólo aquellos a quienes se comunican los méritos de su pasión; porque así como no
nacerían injustos los hombres, si no naciesen descendiendo de la sangre de Adán; pues siendo
concebidos en esa misma sangre, contraen por virtud de esta descendencia su propia injusticia; del
mismo modo, si no renaciesen en Jesucristo, jamás serían justificados; pues en este renacimiento se
les confiere, por el mérito de la pasión de Cristo, la gracia con que se hacen justos» [ Decreto sobre
la justificación, c. III].
La salvación del hombre, la «justificación del impío» o del pecador se realiza:
«De modo que es el tránsito del estado en que nace el hombre, hijo del primer Adán, al estado
de gracia y de adopción de los hijos de Dios, por virtud del segundo Adán, Jesucristo, nuestro
Salvador, cuyo tránsito no puede verificarse, después de promulgado el Evangelio, sin el bautismo de
regeneración, o sin el deseo de él, conforme está escrito: «Quien no renaciere (por el bautismo) del
agua y (la gracia) del Espíritu Santo, no puede entrar en el reino de Dios» (Jn 3, 5)» [ Decreto sobre
la justificación, c. IV].
Sobre el modo de preparación de los adultos para la justificación, se concluye, que
éstos:
«Se disponen, pues, para dicha justificación, cuando movidos y ayudados por la gracia divina,
recibiendo «la fe por el oído» (Rm 10, 17), se dirigen libremente hacia Dios, creyendo ser verdad todo
cuanto Dios ha revelado y prometido; y principalmente, que Dios justifica al impío por su gracia «en
virtud de la redención que todos tienen en Jesucristo» (Rm 3, 24); y en cuanto reconociéndose ser
pecadores, y pasando del temor de la divina justicia, que útilmente los contrista, a considerar la
misericordia de Dios, renacen a la esperanza, confiando en que Dios será benigno con ellos por causa
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de Jesucristo; y comienzan a amarle como fuente de toda justicia; y por lo mismo se excitan contra
sus pecados con cierto odio y detestación; esto es, con aquel arrepentimiento que deben tener antes del
Bautismo; por último, cuando se proponen recibir este sacramento, se resuelven a emprender
empezar nueva vida y a guardar los mandamientos de Dios. Acerca de esta disposición está escrito en
la Sagrada Escritura: «El que llega a Dios, debe creer que Dios existe, y que es remunerador de los
que le buscan» (Hb 11, 6)» [Decreto sobre la justificación, c. VI].
Causas de la justificación
A la gracia actual preveniente siguen las gracias subsiguientes y con ello la
justificación del impío. El Concilio la define seguidamente, al indicar que la justificación:
«No sólo es el perdón de los pecados, sino también la santificación y renovación del hombre interior
mediante la recepción voluntaria de la gracia y de los dones; de donde resulta que el hombre, de
injusto pasa a ser justo, y de enemigo a amigo, «para venir a ser heredero de la vida eterna, según la
esperanza» (Tt 3, 7)».
El Concilio, para precisar esta definición de justificación, expone a continuación sus
causas. Se sigue para ello la doctrina de las cuatro causas aristotélicas.
La causa final de la justificación es «la gloria de Dios, y de Jesucristo, y la vida eterna».
La causa eficiente es «Dios misericordioso, que gratuitamente nos lava y santifica,
sellándonos y ungiéndonos «en el Espíritu Santo, que nos estaba prometido, y que es prenda de
nuestra herencia» (Ef. I, 13 y 14)».
Se puede distinguir, en esta causa eficiente, por una parte, la «causa meritoria» que es
«su muy amado unigénito Jesucristo, nuestro Señor, quien, «cuando éramos enemigos suyos» (Rm 5
10), «movido por la excesiva caridad con que nos amó» (Ef 2, 4), mereció para nosotros con su
santísima pasión en el árbol de la cruz la justificación, y satisfizo por nosotros a Dios Padre».
Por otra, la causa instrumental, que es «el Sacramento del Bautismo, que es Sacramento
de fe, sin la cual ninguno jamás ha logrado la justificación».
En cuanto a las dos causas intrínsecas: «la única causa formal es la justicia de Dios, no
aquella con que él mismo es justo, sino con la que a nosotros nos hace justos; esto es, con la que
divinamente enriquecidos «somos renovados en lo interior de nuestra alma y no sólo somos
reputados, sino que verdaderamente se nos llama y somos justos, recibiendo cada uno de nosotros la
justicia según la medida que «el Espíritu Santo distribuye a cada cual, según quiere» (1 Co 12, 11), y
según la especial disposición y cooperación de cada uno».
Se explica seguidamente: «Pues, aunque nadie puede justificarse, sin que se comuniquen
los méritos de la pasión de nuestro Señor Jesucristo; esto, sin embargo, se realiza en la justificación
del impío, cuando por los méritos de la misma santísima pasión «se derrama la caridad de Dios, por
medio del Espíritu Santo en los corazones» (Rom 5, 5) de los que se justifican, y queda inherente en
ellos. Resulta de aquí que, en la misma justificación, con la remisión de los pecados, recibe el hombre
por Jesucristo, con quien se une, todas estas virtudes juntamente infusas, a saber: la fe, la esperanza
y la caridad»
Al justificado, no se le infunde sólo la fe: «pues la fe, a no agregársele la esperanza y
caridad, ni lo une perfectamente con Cristo, ni lo hace miembro vivo de su cuerpo; por esta razón,
dícese con mucha verdad que: «la fe sin las obras está muerta» (Sant 2, 17) y es ociosa (…) Esta fe,
según la tradición de los apóstoles, piden los catecúmenos a la Iglesia antes del sacramento del
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bautismo, cuando solicitan la fe, que da la vida eterna, la cual no puede dar la fe sin la esperanza y la
caridad; por esto se les dice inmediatamente estas palabras de Jesucristo: «Si quieres entrar en la vida
eterna, guarda los mandamientos (Mt 19, 17)», y, por tanto, la caridad, o el amor a Dios y al
prójimo. [Decreto sobre la justificación, c. VII].
San Agustín notaba además que la caridad –dada igualmente por el Espíritu Santo–,
confería la tendencia y el gusto por el bien. Escribía:
«La voluntad humana de tal manera es ayudada por la gracia divina, que, además de haber
sido creado el hombre con voluntad dotada de libre albedrío y además de la doctrina, por la cual se le
preceptúa cómo debe vivir, recibe también el Espíritu Santo, quien infunde en el alma la
complacencia y amor de aquel sumo e inconmutable Bien que es Dios aun ahora, en la vida presente,
cuando todavía camina el hombre, peregrino de la patria eterna, guiado por la luz de la fe y no por
clara visión (2Co 5,7) (…) Para que el bien sea amado, la caridad divina es derramada en nuestros
corazones no por el libre albedrío, que radica en nosotros, sino por el Espíritu Santo, que nos ha sido
dado (Rm 5,5)» [Del espíritu y de la letra, c.3, 5.].
Si la causa formal de la justificación es la justicia divina, en el sentido explicado, su
acción no es hacer que los hombres sean «reputados» o considerados como justos, sino que
les hace realmente justos. La razón es, porque, como nota Santo Tomás: «el efecto se asemeja a
su causa según su forma» [ Cuestiones disputadas sobre la potencia de Dios, q. 8, a. 1, in c.].
Las causas, al actuar según su forma, difunden o comunican en algún grado esta
forma al efecto y así el efecto se asemeja a la causa. Por ello, la forma o esencia de nuestra
justificación es la misma justicia de Dios, porque nos la ha comunicado realmente en una
cierta medida. Por esta participación de la justicia divina, la justicia comunicada al hombre
es la justicia de Dios. La justicia interna es así justicia de Dios y justicia del hombre. No sólo
los hombres justificados son «reputados» o estimado como justos, sino que «se nos llama y
somos justos».
Sobre la causa material, no se habla en el texto conciliar. No parece necesario, porque
es patente que el sujeto de la justificación es el hombre. El Concilio le interesaba tratar de las
anteriores causas, que, en cambio, están relacionadas directamente con Dios, porque es el
único autor de la justificación. Afirmación, que se precisa en el capítulo siguiente, titulado
«cómo se entiende que el impío se justifica por la fe y gratuitamente», al precisar que: «Cuando dice
el Apóstol que el hombre se justifica «por la fe, y gratuitamente» (Rm 3, 22 y 24); deben
entenderse estas palabras en aquel sentido que siempre y con unanimidad les ha dado y
declarado la Iglesia Católica; es a saber, que en tanto se dice que somos justificados por la
fe, en cuanto que la fe es el principio de la salvación del hombre, fundamento y raíz de toda
justificación, «sin la cual es imposible hacerse agradables a Dios» (Hb, 11, 6) ni llegar a
participar de la suerte de hijos suyos; y se dice que nos justificamos en cuanto que ninguna
de las cosas que preceden a la justificación, sea la fe, o sean las obras, merece la gracia de la
justificación: porque «si es gracia, ya no proviene de las obras: de otra suerte» (Rm 11, 6),
como dice también el Apóstol, «la gracia no sería gracia» [ Decreto sobre la justificación, c.
VIII.].
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La primacía de la gracia en los catecismos
También la preveniencia de la gracia actual en la justificación es afirmada en el
Catecismo de San Pío V del Concilio de Trento, publicado en 1566, el llamado Catecismo
Romano. Al explicar que no se da en el Credo nombre al Espíritu Santo, se indica que: «Nos
infunde la vida espiritual, y porque nada podemos hacer digno de la vida eterna sin la eficiencia de su
divino poder» [Catecismo para los Párrocos según el Decreto del concilio de Trento, I, 9, 3.].
La primacía de la gracia queda más claramente explicada, al tratarse en el Catecismo
el sacramento de la penitencia, y decirse: «Cristo nuestro Señor está continuamente
comunicando su gracia a los que están unidos a Él por la caridad, como la cabeza a sus miembros, y
la vid a los sarmientos. Y esta gracia indudablemente precede, acompaña y sigue siempre a nuestras
buenas obras, y sin ella de modo ninguno podemos merecer al satisfacer ante Dios».
Seguidamente se infiere: «De donde resulta que parece no faltarles nada a los justos, puesto
que con las obras que hacen con el divino auxilio, pueden por una parte cumplir la ley de Dios
conforme a su condición humana y mortal, y por otra merecer la vida eterna, que ciertamente la
conseguirán, si muriesen adornados de la gracia de Dios» [Catecismo para los Párrocos según el
Decreto del concilio de Trento, II, 5, 72].
En otro lugar del Catecismo, al referirse a la petición de auxilio de Dios por el
desorden de las inclinaciones humanas, nota que los hombres: «En este deber natural son
inferiores a las demás criaturas, de las cuales está escrito esto «Todas las cosas te sirven» (Sal 98,
91); y que son sumamente débiles, puesto que no pueden, sin ser ayudados de la divina gracia, no
sólo no hacer completamente ninguna obra agradable a Dios, sino ni comenzarla siquiera»
[Catecismo para los Párrocos según el Decreto del concilio de Trento, IV, 12, 23.].
La tesis de la iniciativa divina exclusiva en la justificación, es recogida igualmente en
el reciente Catecismo de la Iglesia Católica. Se afirma en el mismo que: «La preparación del
hombre para acoger la gracia es ya una obra de la gracia». A continuación, se explica que: «Ésta es
necesaria para suscitar y sostener nuestra colaboración a la justificación mediante la fe y a la
santificación mediante la caridad». Por último, se concluye: «Dios completa en nosotros lo que Él
mismo comenzó»[ Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2001].
Queda afirmada igualmente, en este catecismo de 1992, la tesis de la permanencia y
activación de la libertad por la acción de la gracia, que coopera así en la obra de la
justificación. Al exponer la misión de la Virgen María, se advierte que: «El ángel Gabriel en el
momento de la anunciación la saluda como «llena de gracia» (Lc 1, 28). Y se añade: «En efecto, para
poder dar el asentimiento libre de su fe al anuncio de su vocación era preciso que ella estuviese
totalmente poseída por la gracia de Dios» [ Catecismo de la Iglesia Católica, n. 490].
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Cooperación libre por la gracia
El examen de la doctrina de la justificación, expuesta por el concilio de Trento,
revela que no rechaza la tesis de la primacía absoluta de la gracia de Dios, tal como los
protestantes acusaban de hacerlo a la Iglesia Católica. Lo que el Concilio no admitía es que,
en la justificación, no se regenere al hombre y sólo sea considerado como justo, porque se le
haya perdonado la culpa, pero que internamente continúe siendo pecador. De manera
parecida al efecto que produce la amnistía a un asesino, que aunque se le conceda el perdón
por su delito, continúa siendo un asesino.
Frente a esta posición luterana, Trento afirmaba que la gracia produce una
renovación interna en el hombre, que permite que haga con la gracia obras libres, buenas y
meritorias de la vida eterna. De este modo en la justificación se da también la cooperación
del hombre. Sin embargo, tal cooperación no supone que la justificación este causada por
una parte por Dios y por otra por el hombre, porque es Dios el que hace que el hombre
coopere, pero libremente.
En su justificación, la libre cooperación del hombre no quita la iniciativa y primacía
soberana de la gracia en las buenas obras, incluso la puramente negativa de no poner
obstáculos es causada por la misma gracia de Dios. A su vez tampoco la gracia quita la
libertad humana. El libre albedrío tiene siempre un papel esencial en las buenas obras de la
gracia.
41
piadoso, esto es lo verdadero, para que nuestra confesión sea humilde y sumisa y se reconozca que
todo viene de Dios» [San Agustín, El don de la perseverancia, 13, 33].
Concluye San Bernardo: «Y, si es Dios quien hace en nosotros estas tres cosas, es decir, si
es Él quien nos da el buen pensamiento, la voluntad justa y el cumplimiento de la obra, ciertamente
es preciso decir que obra lo primero sin nosotros; lo segundo, con nosotros, y lo tercero, por
nosotros».
43
En otra carta, también dirigida al semipelagiano Valentín, precisa San Agustín que
los méritos justificantes de las buenas obras son fruto de la buena voluntad, pero que los ha
hecho buena la gracia. Explica que los hombres, que: «utilizan el libre albedrío y han añadido
sus pecados propios al original, si no se libran de la potestad de las tinieblas por la gracia de Dios, y
pasan al reino de Cristo (Cf. Col 1,13) cargarán con la condena, no sólo por el pecado original, sino
también por los méritos de su propia voluntad. Los buenos, en cambio, recibirán el premio también
según los méritos de su propia voluntad; pero incluso la misma buena voluntad la han conseguido
por la gracia de Dios» [Ibíd., 215, 1.].
La derecha y la izquierda
Para una mejor comprensión del problema de la cuestión de la gracia y de la libertad,
que plantea el semipelagianismo, es también útil acudir a la obra de San Agustín Sobre los
méritos y la remisión de los pecados, primer libro que escribió contra la herejía pelagiana, en el
año 412, en plena época de crisis de la civilización romana, después del saqueo de Roma del
bárbaro Alarico dos años antes. En esta obra, declaró después: « trato, sobre todo, del bautismo
de los niños a causa del pecado original, y de la gracia de Dios que nos justifica (Cf. Tit 3,10), es
decir, que nos hace justos, aunque en esta vida nadie guarda los mandamientos de la justicia de tal
modo que no necesite decir, cuando ora por sus pecados: “Perdónanos nuestras deudas” (Mt 6,12).
Esos que piensan lo contrario a todo esto han fundado la nueva herejía» [SAN AGUSTÍN,
Retractationes, II, 33.].
Frente al pelagianismo, establece claramente San Agustín que la voluntad siempre
libre del hombre necesita constantemente de la gracia de Dios, porque: «sin su ayuda no
podemos realizar obras justas o cumplir totalmente el precepto de la justicia. Porque así como los ojos
de nuestro cuerpo no necesitan del concurso de la luz para no ver, cerrándose y apartándose de ella,
en cambio, para ver algo se requiere su influjo y sin él es imposible la visión; del mismo modo, Dios,
que es la luz del hombre interior, actúa en la mirada de nuestra alma, a fin de que obremos el bien,
según las normas de su justicia, no según la nuestra. Cosa nuestra es el apartarnos de Él, y entonces
obramos conforme a la sabiduría de la carne; entonces consentimos a la concupiscencia carnal en
cosas ilícitas» [IDEM, De peccatorum meritis et remissione et de baptismo parvulorum, II, 5,
5.]. Sin la gracia no se puede evitar todo pecado, que tiene su origen en la concupiscencia o
deseo humano desordenado. Con ella, el hombre puede hacer todo el bien.
En el pelagianismo, que se empezaba a difundir en África por Pelagio y Celestio, se
despreciaba la gracia de Dios y se confiaba en la naturaleza humana. En cambio, en el
gnosticismo, que San Agustín había conocido directamente en los años que estuvo en una
de sus formas, la secta maniquea, se destruía la naturaleza humana y su orden, querido por
Dios, con hostilidad a toda ley o norma a lo rectamente ordenado.
Ante las posturas pelagianas y maniqueas, que pueden ser una tentación por su
revestimiento de elementos que se presentaban como evangélicos, y que ambas han
perdurado hasta la actualidad, San Agustín recuerda, en esta misma obra, la siguiente
advertencia de la Escritura, del Libro de los Proverbios: «No nos desviemos ni a la derecha ni a la
izquierda. Los caminos que están a la derecha los conoce el Señor. Los caminos de la izquierda son
malvados» [Prov 4, 27] .
Explica esta prevención, que puede parecer extraña, del siguiente modo: «Irse a la
derecha es engañarse a sí mismo teniéndose por inmaculado; irse a la izquierda es, con no sé qué
44
perversa y criminal seguridad, entregarse a toda clase de crímenes, como si no hubiera ningún
castigo». En el primer desvio, propio del pelagianismo, se olvida el pecado y se confía en la
bondad y el poder de la naturaleza humana. En el segundo, por el contrario, se intenta
desintegrar la naturaleza humana con el mal.
El resto del pasaje citado lo explica San Agustín seguidamente: «“Los caminos que
están a la derecha los conoce el Señor” , pues sólo Él está sin pecado y puede borrar nuestros delitos.
“Los caminos de la izquierda son malvados” y como tales pueden considerarse las codicias
pecaminosas». En los caminos de la derecha, a los que nos podemos desviar, se olvida la
existencia del pecado en el hombre y la necesidad de ser perdonados por Dios. En los de la
izquierda, se hace el pecado sin ningún tipo de temor.
A continuación da una explicación más concreta, al añadir: «A este propósito nos
ofrecen una figura del Nuevo Testamento aquellos jóvenes de veinte años de quienes se dice que
entraron en la tierra prometida (Num 14, 29 ss.) sin torcerse a la derecha ni a la izquierda (Jos 23,
6)». Estos pasajes del Antiguo Testamento muestran que el pueblo creyente: «sin torcerse a la
derecha con una soberbia presunción de su propia justicia, ni a la izquierda con una complacencia
segura en el pecado, entrará en la tierra de promisión. Allí no imploraremos ya el perdón de los
pecados ni temeremos su castigo, porque viviremos libres por la gracia del Redentor, el cual, sin ser
esclavo de pecado, redimió a Israel de todas sus iniquidades, ora de las cometidas con la vida propia,
ora de las contraídas por el origen» [SAN AGUSTÍN, De peccatorum meritis et remissione et
de baptismo parvulorum, II, 35,
57.].
10
En este sentido: «hoy oímos combatir la ortodoxia, la escolástica, y el pensamiento político y social acorde
con la ley natural y cristiana, con pretextos pseudoproféticos» (F. Canals Vidal, op. cit., p. 1149).
concebido, y a menudo a ciertas palabras que de tal manera les chocaban, que sólo se fijaban en ellas y
nunca pasaban a considerar el fondo de las cosas».
Añade que, para evitar estos inconvenientes y dar a conocer la enseñanza católica,
seguirá la doctrina del Concilio de Trento. «Es por eso que he creído que nada les podría ser más
útil que explicarles lo que la Iglesia definió en el Concilio de Trento, tocando las materias que más les
alejan de nosotros, sin detenerme a lo que acostumbran a objetar a doctores en concreto, o contra
cosas que no son aprobadas necesaria y universalmente»9.
Al empezar la explicación de la justificación, uno de los puntos más controvertidos,
nota Bossuet, por una parte, que una cuestión muy importante en el conjunto de todo su
tratado, porque: «La materia de la justificación hará (…), que sean todavía mayormente
esclarecidas cuántas dificultades pueden suscitarse de una simple exposición de nuestra posición»
[Exposition de la doctrine de l’Église Catholique sur les matières de controverse, VI, p. 62.].
Por otra, que: «Los que conocen, aunque sea poco la historia de la pretendida Reforma, no
ignoran que todos los primeros autores propusieron este tema a todo el mundo como el principal, y
como el fundamento más esencial de su ruptura; es, por ello, el que es el más necesario entender
bien» [Ibíd. VI, pp. 62-63.].
Los creyentes católicos creemos –afirma, en primer lugar–, que: «Nuestros pecados nos
son remitidos gratuitamente por la misericordia divina, por causa de Jesucristo” (C. de Trent., s.
VI, cap. IX). Estos son los propios términos del concilio de Trento, que añade que se dice
que somos justificados gratuitamente, porque ninguna cosa que preceda a la justificación,
sea la fe, o sean las obras, puede merecer esta gracia (Ibíd. c. VIII)».
Sobre la cuestión central de la justificación, la determinación del estado del pecador
justificado, considera Bossuet que: «Como la Escritura nos explica la remisión de los pecados, ora
diciendo que Dios los cubre, u ora diciendo que los quita, y que los borra por la gracia del Espíritu
9 Jacques-Benigne Bossuet, Oeuvres complètes de Bossuet, Paris, Librairie de Louis Vivès Editeur, 1862, vol. XIII,
Exposition de la doctrine de l’Église Catholique sur les matières de controverse, pp. 51-104, I, p. 51
47
Santo, que nos hace nuevas criaturas: creemos que hay que juntar estas dos expresiones, para
formarse la idea perfecta de la justificación del pecador».
Los católicos, a diferencia de los reformadores: «Es por eso que creemos que nuestros
pecados, no solamente son cubiertos, sino que son totalmente borrados por la sangre de Jesucristo, y
por la gracia que nos regenera, que, lejos de oscurecer o de disminuir la idea que se debe tener del
mérito de esta sangre, por el contrario lo aumenta al contrario y lo ensalza».
También frente a las tesis protestantes, añade Bossuet, que, como consecuencia, el
perdón que conlleva la justificación no es algo externo, sino que afecta internamente al
pecador. «Así la justicia de Jesucristo es no solamente imputada (atribuida), sino actualmente
comunicada a los fieles por obra del Espíritu Santo, de manera que no solamente son reputados
(considerados), sino hechos justos por su gracia».
Hay un argumento racional, que aporta seguidamente: «Si la justicia que está en
nosotros fuera justicia sólo a los ojos de los hombres, no sería obra del Espíritu Santo: es, pues,
igualmente justicia delante de Dios, porque es el mismo Dios quien la hace en nosotros, derramando
la caridad en nuestros corazones» [Ibíd., VI, p. 63.].
Sin embargo, advierte Bossuet que, en el estado de naturaleza reparada la
justificación no es completa ni perfecta, porque: «es muy cierto que “la carne ansia contra el
espíritu, y el espíritu contra la carne (Ga 5, 17) ” y que “tropezamos todos en muchas cosas” (St
3,2). Así aunque nuestra justicia sea verdadera por la infusión de la caridad, no es en absoluto
justicia perfecta por causa del combate de la codicia: aunque el gemido continuo de un alma
arrepentida de sus faltas hace deberle lo más necesario de la justicia cristiana. Lo que nos obliga a
confesar humildemente con san Agustín, lo que nuestra justicia tiene en esta vida consiste más bien
en la remisión de los pecados que en la perfección de las virtudes» [Ibíd., pp. 63-64.].
48
suficientemente que hace falta que operemos nuestra salvación por el movimiento de nuestras
voluntades con la gracia de Dios que nos ayuda».
Debe tenerse en cuenta, para comprender en que consiste esta ayuda, que: «Es un
primer principio, que el libre albedrío no puede hacer nada que conduzca a felicidad eterna, sino en
tanto que es movido y elevado por el Espíritu Santo».
El sentido del mérito de las buenas obras se explica desde esta acción de la gracia de
Dios, actuante en la voluntad libre del hombre, para que haga buenas obras. «Así la Iglesia
que sabe que este divino Espíritu, que hace en nosotros por su gracia todo el bien que hacemos, debe
creer que las buenas obras de los fieles son muy-agradables a Dios, y de gran consideración delante de
Él: y justamente se sirve de la palabra mérito, con toda la antigüedad cristiana, principalmente para
significar el valor, el precio y la dignidad de estas obras que hacemos por la gracia».
Observa Bossuet que esta es la doctrina del mérito de las buenas obras enseñada por
el Concilio de Trento. De manera que: «Así como toda su santidad viene de Dios que la hace en
nosotros, la misma Iglesia recibió en el concilio de Trento como doctrina de fe católica, la palabra de
san Agustín, que “Dios corona sus dones coronando el mérito de sus servidores” (C. Trento, VI,
XVI)» [Ibíd., VII, p. 64].
En el capítulo XVI del Decreto sobre la justificación del Concilio de Trento, titulado
«Del fruto de la justificación, esto es, del mérito de las buenas obras y de la naturaleza de
este mismo mérito», se dice: «No quiera Dios que el cristiano confíe ni se gloríe en sí mismo, y no
en el Señor, cuya bondad es tan grande para con todos los hombres, que quiere que sean méritos de
éstos los que son dones suyos» [Decreto sobre la justificación, c. XVI.].
10 JACQUES BÉNIGNE BOSSUET, Sermones, Trad. S.J. Arbó, Barcelona, Luis Miracle Editor, 1940, Sermón
“Por la profesión de madame de la Vallière, duquesa de Vanjours”, pp. 219-248, p. 227.
49
novedades de los siglos futuros; obrándolas Dios sin nosotros, debemos confiar en su poder y en su
sabiduría».
Sin embargo, sí que se puede y debe conocer el primer cambio de Dios o: «las santas
novedades que obra en lo profundo de nuestros corazones. Escrito está: “Os daré un nuevo corazón”
(Ezeq. 36, 26), y escrito está también: “Haceos un corazón nuevo” (Ezeq. 18, 31); de manera que este
corazón nuevo que se nos da, también a nosotros corresponde hacerlo; y, como debemos concurrir en
ello por el impulso de nuestras voluntades es preciso que tal impulso se halle prevenido por el
conocimiento».
Comienza, para ello, preguntándose por el estado antiguo y el estado nuevo, que se
dan en el mundo temporal. «¿Qué existe más antiguo que el amarse a sí mismo y que más nuevo
que el erigirse uno mismo en su propio perseguidor? Pero aquel que se castiga a sí mismo debe de
haber visto alguna cosa a la que ama más que a sí mismo: de modo que hay aquí dos amores que lo
hacen todo. San Agustín los define con estas palabras: Amor sui usque ad contemptum Dei; amor
Dei usque ad contemptus sui (La ciudad de Dios, XIV, 27)».
Uno es: «“el amor de sí mismo llevado hasta el desprecio de Dios”, que es lo que hacen la vida
antigua y la vida del mundo. El otro: «“el amor de Dios llevado hasta el desprecio de sí mismo”, que
es lo que hace la vida nueva del cristianismo» [JACQUES BÉNIGNE BOSSUET, Sermones,
op.cit.,p. 229.].
En el estado antiguo: «El recuerdo del que nos ha creado está impreso profundamente
dentro de nosotros. Pero, ¡oh desgracia increíble y lamentable ceguera!, nada tan fuertemente
grabado en el corazón del hombre, y nada que le sirva menos en su conducta. Los sentimientos
religiosos son la última cosa que se borra en el hombre, y la última que el hombre consulta» [Ibíd., p.
237.].
El hombre es como un «edificio destruido», creado por Dios pero caído por el
pecado, pero conserva algo de su grandiosidad del plan del arquitecto. «La impresión de
Dios perdura aún tan viva en el hombre, que no puede perderla, y a la vez tan débil, que no puede
seguirla, de tal modo que no parece haber perdurado en él sino para convencerle de su falta, y hacerle
sentir su pérdida. Así es verdad que ha perdido a Dios, pero también (…) es cierto, que no podía
evitar, después de ello perderse también a sí mismo» [Ibíd., p. 238].
Sin embargo: «en este olvido profundo de Dios y de sí mismo, en que el alma está hundida,
Dios la sabe encontrar. Cuando a Él le place, hace sentir su voz en medio del estrépito del mundo; en
su mayor esplendor, y en medio de todas sus pompas, descubre Él el fondo de todo ello, es decir, la
nada y la vanidad» [Ibíd., p. 239.].
Se llega entonces por la gracia de Dios a un estado nuevo. «Nada existe más nuevo que
este estado en que el alma, llena de Dios, se olvida de sí misma. De esta unión con Dios, vemos nacer
al punto en el alma todas las virtudes» [Ibíd., p. 243.].
En este nuevo estado, no obstante: «ve todavía por debajo de sí abismos profundos: la nada
de donde fue sacada y otra nada más espantosa todavía, que es el pecado en el que puede caer de
nuevo en todo momento, por poco que se aleje de Dios y que le obligue a abandonarla».
Ante este angustioso peligro de la soledad absoluta, de la insoportable soledad sin
Dios: «Considera el alma que si es justa es porque Dios la hace justa continuamente, San Agustín no
quiere que se diga que Dios nos ha hecho justos, sino que dice que nos hace justos a cada momento
(De gen. Ad litt. I, 8, 25) No es –dice– como un médico que habiendo devuelto la salud a su enfermo,
50
lo deja en estado, en que ya no necesita de su auxilio; es como el aire, que no ha sido hecho luminoso
para continuar siéndolo por sí mismo, sino que es hecho luminosos continuamente por el sol».
Siempre se precisa absolutamente la gracia de Dios. Por ello: «El alma, unida a Dios,
siente continuamente su dependencia, y siente que la justicia que le es dada no subsiste por sí sola,
sino que Dios la crea en ella a cada instante; de modo que ella se mantiene siempre con la atención
despierta hacia esa parte; permanece siempre bajo la mano de Dios, unida siempre al gobierno y como
el efluvio de su gracia» [Ibíd., p. 244.]. No quiere quedar en la soledad inaguantable de la
nada más terrible: la del pecado.
11 FRANCISCO CANALS, En torno al diálogo católico protestante, Barcelona, Herder, 1966, p. 30.
51
EI PELAGIANISMO
Pelagio representa la perenne tentación del naturalismo, la pretensión de salvarse
mediante las fuerzas personales, sin intervención divina. Su núcleo es una especie de
voluntarismo práctico que afirma la salvación procedente de las obras propias.
Pelagio fue un monje nacido en Gran Bretaña a fines del siglo IV, probablemente de
origen irlandés, instalado en Roma con fama de gran asceta y buen director de conciencias.
Se formó con la lectura de los padres griegos, particularmente con Orígenes. De espíritu
exaltado, adquirió pronto cierta influencia y compuso obras, especialmente un comentario a
San Pablo, en donde expresaba su doctrina. Elaboró un sistema coherente y homogéneo,
especialmente en cuanto se refiere al concepto de libertad y sus relaciones con el pecado
original y con la gracia. De esto tomaron conciencia inmediatamente los pensadores
cristianos más preclaros de entonces como fueron San Jerónimo, San Agustín, San Paulino
de Nola, Orosio, quienes denunciaron prontamente el nuevo error individuando a sus
portadores (Rufino el Sirio, Celestio, Pelagio, Juliano de Eclana).
El centro del pensamiento pelagiano está constituido por un concepto radical de
libertad entendida como una propiedad absoluta que no admite ningún límite o atenuación:
la plantea como pura indiferencia, por lo cual todo aquello que la inclinase hacia una u otra
parte, hacia el bien o el mal, la destruiría. En tal sentido, no admite ninguna intervención
exterior y, por lo tanto, pensar en un auxilio de la gracia significaría para él hacer depender
la salvación de una decisión arbitraria de Dios. El verdadero don o gracia que Dios ha
hecho al hombre consiste sola y exclusivamente en esta libertad y junto con ella, la
capacidad de distinguir el bien del mal. Así lo expresa el propio Pelagio: “Queriendo Dios
dotar a la creatura racional de la capacidad del libre albedrío y de cumplir voluntariamente el bien,
dando al hombre la posibilidad de volverse hacia una y otra parte, hizo que esta facultad fuese de su
propiedad, de modo tal que, capaz del bien y del mal, pudiese hacer naturalmente lo uno y lo otro y
volver la voluntad hacia lo uno y lo otro. Nosotros podemos elegir, rehusar, aprobar, rechazar”
(Pelagio, Epist. ad Demetriadem, 2, PL 33, 1100-1101).
Particularmente inconciliables con este concepto de libertad aparecen la idea del
pecado original (o sea, un pecado que inclina la voluntad hacia el mal pero que, sin
embargo, está presente en el hombre sin su culpa personal), y la idea de una gracia que
precede la voluntad conduciéndola hacia el bien. Tanto la culpa de Adán como la
Redención de Cristo no son vistas ya desde el plano de la eficiencia, sino en el de la
ejemplaridad.
Según San Agustín, el pensamiento de Pelagio sobre la gracia se desarrolló en tres
momentos o etapas.
Primero, comenzó negando que la gracia fuese necesaria para merecer la vida eterna.
Lo que el hombre tiene necesidad de recibir de Dios es la misma facultad de querer
libremente, es decir, el posse, el poder; en cambio, el querer, velle, y la acción libre que se
deriva de ella, el esse, dependen exclusivamente de la libre iniciativa del hombre. Con el
término gracia, pues, solamente se debe entender el libre albedrío, o bien a lo sumo, los
dones exteriores, como visiones, inspiraciones y ejemplos (San Agustín, De gratia Christi,
IV, 5).
52
En un segundo momento Pelagio admitió que con la palabra “gracia” se debe
entender no solo el libre albedrío, sino también la revelación y la predicación del Evangelio.
Finalmente, bajo la presión de las objeciones y tras la condenación de Celestio, llegó a
admitir también cierta gracia interna relativa especialmente al intelecto que nos da un obrar
más expedito: ad facilius agendum.
San Agustín describe la enseñanza de Pelagio y sus seguidores con estas palabras:
«Opinan que el hombre puede cumplir todos los mandamientos de Dios, sin su gracia. Dice
[Pelagio] que a los hombres se les da la gracia para que con su libre albedrío puedan
cumplir más fácilmente cuanto Dios les ha mandado. Y cuando dice “más fácilmente” quiere
significar que los hombres, sin la gracia, pueden cumplir los mandamientos divinos,
aunque les sea más difícil. [Entienden que] La gracia de Dios, sin la que no podemos realizar
ningún bien, es el libre albedrío que nuestra naturaleza recibió sin mérito alguno precedente.
Dios, además, nos ayuda dándonos su ley y su enseñanza, para que sepamos qué debemos
hacer y esperar. Pero no necesitamos el don de su Espíritu para realizar lo que sabemos que
debemos hacer. Así mismo, los pelagianos desvirtúan las oraciones de la Iglesia [¿Para qué
pedir a Dios lo que la voluntad del hombre puede conseguir por sí misma?]. Y pretenden que
los niños nacen sin el vínculo del pecado original» (ML 42,47-48).
Concluyendo, según los pelagianos, el hombre o es justo con sus solas fuerzas o no lo
es de ningún modo. En efecto, cada uno nace íntegro como Adán antes del pecado. Por eso,
podemos observar por nuestra cuenta toda la ley y evitar todos los pecados.
La Iglesia rechaza muy pronto el pelagianismo con gran fuerza. Ante las críticas
persistentes de San Agustín, Pelagio fue acusado de herejía. Los sínodos de Jerusalén y
Dióspolis le declararon inocente. Pero en un Concilio de Cartago del 418 se condenó a
Pelagio y a sus seguidores. El Papa Zósimo (papa entre 417-418) lo condenó también.
Pelagio envió entonces al Papa una defensa de su fe y rectitud de vida en "Libellus fidei".
Pero el Papa mantuvo la condena y el mismo Emperador Honorio publicó un decreto en
contra suya el 30 de Abril del 418. Expulsado entonces de Jerusalén, parece que fue a
Antioquía, donde fue condenado de nuevo. Luego debió ir a Alejandría de Egipto, hacia el
425, en donde tal vez murió en ese mismo año.
El error de Pelagio fue no diferenciar los dos niveles del hombre: el natural y el
sobrenatural. Quitó la importancia a la acción de Dios y por eso negó la importancia de la fe
para la salvación. En el fondo quitó a la religión el valor del dogma y la convirtió en moral.
Su afán fue identificar el cristianismo con el estoicismo. Pero cayó en el error del
naturalismo más radical. Sus doctrinas eran, pues, absolutamente incompatibles con las
enseñanzas de la Sagrada Escritura y de la Tradición (435-442, Indiculus; 529, Orange II;
1547, Trento; 1794, Errores del Sínodo de Pistoya). Reproducimos sólamente un fragmento
del Indiculus, colección de proposiciones reunida al parecer en Roma por San Próspero de
Aquitania, confirmada en el 500 por la Santa Sede romana (Dz 238-239):
«Dios obra sobre el libre albedrío en los corazones de los hombres, de tal modo que el santo
pensamiento, la buena decisión y todo movimiento de buena voluntad procede de Dios, pues por Él
podemos algún bien, y “sin Él no podemos nada” (Jn 15,5)» (cap. 6).
53
Por tanto, «confesamos a Dios por autor de todos los buenos efectos y obras y de todos los
esfuerzos y virtudes por los que, desde el inicio de la fe, se tiende a Dios, y no dudamos que todos los
merecimientos del hombre son prevenidos por la gracia de Aquel por quien sucede que empecemos
tanto a querer como a hacer algún bien (cf. Flp 2,13). Ahora bien, por este auxilio y don de Dios no se
quita el libre albedrío, sino que se libera… [Y así Dios] obra, efectivamente, en nosotros que lo que Él
quiere, nosotros lo queramos y hagamos, y no consiente que se quede ocioso en nosotros lo que nos
dio [la voluntad libre] para ser ejercitado, y no para ser descuidado, de modo que seamos también
nosotros cooperadores de la gracia de Dios» (cap. 9).
2º EL SEMIPELAGIANISMO
El semipelagianismo (término acuñado recién en el siglo XVI) es el fruto del
retroceso ante el ataque de la ortodoxia teológica y del Concilio de Cartago. La discusión
tuvo su centro propulsor en el monasterio de San Víctor de Marsella (de ahí que también se
los llame marselleses o galos) y sus principales personajes fueron Casiano, San Vicente de
Lerins y Fausto de Rietz; estos fueron llamados “semipelagianos” por cuanto estaban
dominados por la preocupación de salvar la libertad humana al tiempo que no veían cómo
hacerlo sin limitar la eficacia de la intervención divina.
San Agustín había expuesto su doctrina en De gratia et libero arbitrio y De corruptione
et gratia, encontrando mucha oposición en la Galia, entre los antedichos personajes,
relevantes en la vida monástica de entonces. En el 430 san Agustín muere en plena
controversia. Al mismo tiempo un laico galo, San Próspero de Aquitania se hace eco de las
enseñanzas agustinianas, logrando, en 431, que el Papa Celestino escriba una carta a los
Obispos de las Galias alabándola. En el 433 es nombrado abad de Lerins, Fausto de Rietz,
quien ha de considerarse el verdadero fundador del semipelagianismo. A éste se opondrá
duramente San Fulgencio de Ruspe, marcando la línea del agustinismo estricto, y San
Cesáreo de Arlés, quien esbozará la gran solución preparando las declaraciones del Concilio
Arausicano.
Los semipelagianos, a diferencia de los pelagianos, además de aceptar las
definiciones Cartagineses sobre el pecado original y sobre la necesidad del Bautismo,
admitían también la necesidad de la gracia sobrenatural merecida por Cristo para santificar
la actividad humana y para merecer la vida eterna. Pero al mismo tiempo pensaban que
algunas tesis del Obispo de Hipona sobre la eficacia de la gracia y la predestinación podían
comprometer la libertad y propugnar cierto determinismo teológico. De ahí que la
controversia se concentrara sobre esos dos vértices: la gracia y la predestinación.
El núcleo de la discusión consistía en saber si es nuestra buena acción la que atrae la
intervención salvífica de la gracia divina o si, por el contrario, como afirmaba San Agustín,
es la gracia divina la que suscita la buena acción. Los semipelagianos suponían que esta
segunda posición comprometía la libertad y vanificaba todo esfuerzo personal en orden a la
santidad; tanto la salvación como la condenación dependerían de una predestinación divina
absolutamente independiente de la voluntad humana.
54
Forzados por el concepto de libertad de Pelagio (perfecta indiferencia y equilibrio
entre el bien y el mal) y preocupados con razón en sustraer la perdición humana a la
intervención divina, creían una lógica consecuencia el atribuir la condenación y la salvación
a la definitiva decisión de la libertad humana.
Se diferenciaban, sin embargo, de los pelagianos en que solamente sostenían que el
hombre puede prepararse a la gracia con sus buenas obras, y de este modo merecer la
primera gracia, que dejaría así de ser gratuita; asimismo la última gracia tampoco sería
gratuita, sino que sería dependiente y merecida por las obras hechas en gracia durante
nuestra vida.
Las principales tesis del semipelagianismo fueron condenadas en el II Concilio de
Orange.
Digamos algunas palabras sobre uno de los santos más controvertidos del santoral
cristiano: san Vicente de Lérins.
La primera referencia a este santo, la hallamos en "De viris ilustribus", de Genadio de
Marsella, contemporáneo suyo y que le dedica numerosas alabanzas. Esta obra no nos dice
nada sobre el origen y familia de Vicente. San Euquerio de Lyon dice de Vicente que
"distinguía por su elocuencia y su saber". Durante mucho, los posteriores biógrafos apuntaban
que fue un soldado hastiado del mundo, basándose en las mismas palabras del santo sobre
su juventud: "En otro tiempo, arrebatado por los tristes y turbulentos torbellinos de la secular
milicia, con la gracia de Cristo he arribado al puerto de la religión, refugio seguro para todos. Aquí,
calmados los vientos de la vanidad y de la soberbia, entregado al ejercicio de la humildad cristiana
que tanto agrada a Dios, lograré verme libre no sólo de los naufragios de la vida presente, sino
también de los incendios del siglo futuro". Lo cierto de todo esto es que tuvo una juventud
agitada, tras la cual profesó en el celebérrimo monasterio de Lérins, fundado en 410 por San
Honorato de Arlés, fuente de saber, evangelización y santidad durante siglos. Aunque no
consta fehacientemente, todos los historiadores coinciden en que fue monje presbítero, y no
es de extrañar que así fuera por los vastos conocimientos en teología, Biblia, historia de la
Iglesia que demuestra. Conocimientos de los que, en la mayoría, quedaban excluidos los
monjes legos.
Por aquel entonces, el pelagianismo sacudía las paredes de la Iglesia.
La fe católica enseñaba como Verdad:
1. Dios ha dado al hombre libre albedrío.
2. Dios ha hecho al hombre para la felicidad perfecta.
3. La felicidad perfecta sólo se alcanza por la voluntad del hombre,
libremente de acuerdo con la voluntad de Dios.
4. La voluntad del hombre se ve debilitada por la caída del primer
hombre.
5. Para remediar esta debilidad, Dios provee al hombre de la gracia para
fortalecerlo para seguir la voluntad de Dios.
6. El hombre para obtener la felicidad debe querer servir a Dios.
7. La voluntad del hombre sin la gracia no es capaz de alcanzar este fin.
55
Como ya hemos señalado anteriormente: Dios, que crea libremente y da libertad al
hombre, no puede "oprimirle" con una gracia que anule su voluntad, pues estaría
destruyendo su propia obra, al eliminar el libre albedrío. Pero tampoco la voluntad del
hombre puede por sí sola alcanzar la salvación, sin la gracia efectiva de Dios. Sin embargo,
los pelagianos rompían este equilibrio entre la gracia de Dios y la voluntad humana,
negando la prolongación del pecado original en la raza humana partiendo de Adán, único
al que habría afectado este pecado. Por ende, el bautismo de infantes era innecesario.
También propugnaba que la gracia era supletoria en la salvación, para la cual bastaba el
conocimiento y el seguimiento de Cristo. San Agustín había refutado con amplitud y
profundidad estos errores, demostrando que todas las acciones humanas dependen de
Dios, que es el que otorga gratuitamente al hombre la salvación. En 418 había sido
condenada esta herejía por el Concilio de Cartago, convocado por el papa San Zósimo. Esta
condena fue luego refrendada por el Concilio de Éfeso, en 431.
La Galia estaba influenciada por las corrientes teológicas provenientes del también
célebre monasterio de San Víctor, en Marsella. Allí su abad y fundador, San Juan Casiano es
partidario de lo que llamamos "semipelagianismo". Esta corriente moderaba el
pelagianismo, considerando que algunos movimientos de la voluntad humana preceden a
la gracia. Según los semipelagianos, la fe no sería un don de Dios, sino que dependía de la
voluntad humana, la cual, con pretender hacer el bien, ya podía salvarse. El
semipelagianismo admite la doctrina sobre el pecado original. San Agustín rebate esta
corriente teológica con dos obras: "De la predestinación de los Santos" y "Del don de la
perseverancia", reafirmando la doctrina católica sancionada por los dos concilios antes
mencionados:
"Se ha de evitar, pues, ¡oh hermanos amados del Señor!, que el hombre se engría contra Dios,
afirmando que es capaz de obrar por sí mismo lo que ha sido una promesa divina. ¿Por ventura no le
fue prometida a Abrahán la fe de los gentiles, lo cual creyó él plenamente, dando gloria a Dios, que es
poderoso para obrar todo lo que ha prometido? El, por tanto, que es poderoso para cumplir todo lo que
promete, obra también la fe de los gentiles. Por consiguiente, si Dios es el autor de nuestra fe,
obrando en nuestros corazones por modo maravilloso para que creamos, ¿acaso se ha de temer que no
sea bastante poderoso para obrar la fe totalmente, de suerte que el hombre se arrogue de su parte el
comienzo de la fe para merecer solamente el aumento de ella de parte de Dios?
Tened muy en cuenta que, si alguna cosa se obra en nosotros de tal manera que la gracia de
Dios nos sea dada por nuestros méritos, tal gracia ya no sería gracia. Pues en tal concepto, lo que se
da no se da gratuitamente, sino que se retribuye como una cosa debida, ya que al que se cree le es
debido el que Dios le aumente la fe, y de este modo la fe aumentada no es más que un salario de la fe
comenzada. No se advierte, cuando tal cosa se afirma, que esa donación no se imputa a los que creen
como una gracia, sino como una deuda". (Praedestinatione sanctorum. II, 6).
San Vicente, al leer estas obras de Agustín, las rebatió argumentando con lo que él
creía que era la Tradición de la Iglesia, si bien sus argumentos eran válidos, lo hacían a
partir de un principio errado: la doctrina de San Agustín eran una novedad a rechazar. Para
san Vicente, la enseñanza de Juan Casiano venía avalada por los orígenes orientales del
abad, y le creía depositario de la verdadera enseñanza sobre la Gracia. En general, Vicente
56
admiraba la enseñanza y autoridad de Agustín, sólo en este punto difería de él, aunque
nunca llegaron a extremos de desacreditaciones personales ni acusaciones. Un ejemplo es el
apoyo y difusión de la obra agustiniana sobre la Trinidad y la Encarnación que hace Vicente
en la Galia. La controversia entre ambos fue en el plano de las formulaciones teológicas.
Por otra parte, el semipelagianismo no había sido condenado todavía por la Iglesia.
Lo fue unos 100 años después de la muerte de Vicente, en el Sínodo de Orange, en 529. Y
por su probada fidelidad a la íntegra fe de Cristo está claro que hubiera aceptado la verdad
proclamada por la Iglesia, que repito es esta: La gracia sin la cooperación libre del hombre
no es operativa para llevar a cabo la salvación del hombre. Por su parte, la voluntad
humana sin la ayuda de la gracia no tiene poder para obtener la salvación por sí sola.
Al exagerar el poder del libre albedrío o la función de la Gracia, se cae en la herejía.
Pelagiana si se exagera el libre albedrío, calvinista si se dota a la gracia de fuerza absoluta.
De hecho, luego del nacimiento de la herejía luterana, algunos de los llamados
"reformadores" y sus ideas semipelagianas (que por supuesto ellos consideraron una
supuesta vuelta a la fe cristiana) como arma frente al bautismo de los infantes, aunque por
causa errada, y se valieron de "Commonitorium", la más famosa obra de San Vicente, escrita
en 434. El papa Benedicto XIV, a la par que condenaba los errores de dicha obra, defendió la
buena fe de San Vicente de Lérins y su adhesión a la única fe cristiana: la de la Iglesia. Y
estas palabras de dicha obra lo confirman:
"Acaece con la religión de las almas lo que sucede con el desarrollo de los cuerpos. Con la edad
los cuerpos crecen y se dilatan sus proporciones, permaneciendo siempre los mismos. (...) Esta ley del
progreso se aplica igualmente al dogma cristiano: los años lo consolidan, los tiempos lo desarrollan, la
edad lo hace más vulnerable; pero debe permanecer incorrupto e intacto, completo y perfecto en todas
sus dimensiones y – si así podemos hablar – en todos los miembros y en todos sus propios sentidos. El
dogma no admite ninguna alteración, ninguna atenuación, ninguna variación de lo que ha sido
definido".
"No ocurra nunca, por tanto, que los rosales de la doctrina católica se transformen en cardos
espinosos. No suceda nunca, repito, que en este paraíso espiritual donde germina el cinamomo y el
bálsamo, despunten de repente la cizaña y las malas hierbas. Todo lo que la fe de nuestros padres ha
sembrado en el campo de Dios, que es la Iglesia, todo eso deben los hijos cultivar y defender llenos de
celo. Sólo esto, y no otras cosas, debe florecer y madurar, crecer y llegar a la perfección".
"Todo cristiano que quiera desenmascarar las intrigas de los herejes que brotan a nuestro
alrededor, evitar sus trampas y mantenerse íntegro e incólume en una fe incontaminada, debe, con la
ayuda de Dios, pertrechar su fe de dos maneras: con la autoridad de la ley divina ante todo, y con la
tradición de la Iglesia Católica".
San Vicente murió en Lérins, entre los años 445 y 450.
3º LUTERO
En Lutero convergen dos corrientes teológicas diversas: por un lado, el influjo del
nominalismo que le lega el profundo voluntarismo. Estas influencias le llevarán a afirmar
que Dios de derecho puede justificar al impío sin la gracia santificante y aunque de hecho
sea la caridad la que excluya el pecado, Dios podría disponer lo contrario. La otra corriente
teológica que influye en él es el predestinacionismo que se remonta a Gottschalk, en el siglo
57
IX, condenado en el Concilio de Quiersy en el año 853 (DS 621-622), quien sostenía que la
gracia se requiere para obrar bien, y en tal sentido los que no están predestinados a la vida
eterna, necesariamente pecan. No es extraño, por tanto, que Lutero afirme la predestinación
de los condenados al mal.
Martín Lutero en su obra De servo arbitrio, publicada el año 1521, negaba la existencia
de la libertad humana, aunque a tal radical postura no llegó ni de golpe, ni sin
antecedentes. Ya León X, antes de la aparición del libro, había condenado la doctrina en el
artículo 36 de la Bula Exsurge Domine, del año 1520, la afirmación que decía que “el libre
albedrío, después del pecado, es cosa de mero nombre; y mientras hace lo que está de su parte, peca
mortalmente” (DS 1486).
La enseñanza del monje alemán insiste esencialmente en que resulta insostenible afirmar
que el libre albedrío o libertad pueda obrar bien alguno sin la gracia. Por el contrario, bajo
el efecto de la gracia el hombre sólo puede obrar bien, no teniendo entonces libertad para
obrar mal. Esto lo explicaba con el ejemplo del jumento: “la libertad humana, situada entre
Dios y Satanás, se asemeja a un jumento. Cuando Dios hace de jinete, va donde Dios quiere que
vaya..., cuando el jinete es Satanás, va donde éste pretende. No está en sus manos ni siquiera elegir a
uno de estos dos jinetes, sino que ellos luchan entre sí para apoderarse del alma y poseerla”.
Esta acción de Dios en el hombre, sin embargo, no debe entenderse como algo
intrínseco al mismo. Toda la salvación es obra exclusiva de Dios a tal punto que jamás llega
a ser una cualidad intrínseca del salvado, sino que es una inclinación divina de
benevolencia y misericordia hacia los que predestina, por la cual Dios, aun dejándolos
pecadores y miserables, los considera justos. Lutero jamás superará este extrinsecismo de la
gracia. Por eso la fe fiducial exigida como auténtica virtud cristiana no implica un empeño
moral sino un sentimiento exterior de confianza y entrega a Dios.
La única libertad que admite Lutero en el hombre es la libertad de elección en cuanto
a las realidades terrenas, económicas y sociales, porque son cosas inferiores al hombre. En
cambio, para el orden moral, superior al hombre, éste carece de libertad. No todos los
protestantes siguieron y siguen rigurosamente la teoría de Lutero; así, mientras Calvino se
identifica plenamente con ella, Melanchton, en cambio, se aparta de la misma y la Confessio
Augustana, en su artículo 18 habla de modo ambiguo.
La refutación de las tesis luteranas se realizó en el “Decreto sobre la Justificación”,
del Concilio de Trento, en la sesión VI, del 13 de enero de 1547.
Frente al protestantismo, y más concretamente a su «teología de la gracia sin la libertad,
de la justificación sin la interna regeneración del hombre redimido» [En torno al diálogo católico
protestante; p. 38], la tesis nuclear del Concilio de Trento es que la gracia regenera el espíritu
humano y con ello a la misma voluntad libre. Además, precisa Canals que: «Esto no significa
en modo alguno que la justificación misma provenga parcialmente de Dios y parcialmente del
hombre, sino que la justificación hace al hombre operante» [Ibíd., p. 30.].
Si no se afirmara esto último, no se caería en el pelagianismo, que piensa: «en el
hombre como el autor del bien obrar, merecedor de vida eterna» [Ibí, p. 43-44.], pero sí en el
semipelagianismo. El creer que: «el hombre y la gracia de Dios, o, si se quiere, la gracia de Dios y
el hombre, son causas coordinadas entre sí concurrentes en la acusación de la buena obra, es propio
de posiciones semipelagianas» [Ibíd., p. 44.].
58
Frente a la doctrina semipelagiana –siempre muy difundida, pero muchas veces
inadvertida por el creyente–, reaccionó el protestantismo, con una forma antitética de
dirección opuesta también incorrecta, con «una teología de la gracia sin libertad», que
implicaba «el no tener en nada las obras y el libre albedrío humano» [Ibíd., p. 43].
El concilio de Trento, en cambio: «reafirmaba la verdad tradicional y plenaria. “No yo,
sino la gracia de Dios conmigo” (I Cor 15, 10)» [Ibíd]. En su justa acusación al
semipelagianismo, el protestantismo cayó en un grave olvido: la libertad y las buenas obras.
Por ello, el concilio recordaba que: «la salvación del mismo libre albedrío por la gracia, que mueve
al justo a obrar meritoriamente, y aun excita al pecador a la cooperación activa a su justificación»
[Ibíd., p. 44.]. De manera que: «es efecto de la gracia misma toda buena obra y toda buena
voluntad del cristiano» [Ibíd., p. 43.]. Frente al desvío protestante, Trento mantenía que: «la
gracia de Dios conmigo es la fórmula paulina y católica» [Ibíd., p. 44.].
La posición tridentina sería igualmente opuesta al semipelagianismo, porque no
considera: «el libre albedrío como consistente en una “emancipación del hombre” frente a Dios»,
sino que: «es Dios quien obra en nosotros la buena voluntad y la buena obra, y así el mismo acto
meritorio es el propio efecto de la gracia» [Ibíd., p. 48.].
Con la regenerada libertad de la buena voluntad causada por la gracia: «la libre
cooperación del hombre en la obra de su justificación no puede ser entendida como si por ella se
derogase la fe en la iniciativa exclusiva de Dios en la obra redentora. La gracia de la justificación, que
renueva al hombre, lo hace activo y causa en él obras libres meritorias de vida eterna» [Ibíd., p. 47].
La enseñanza tridentina, frente a la desviación protestante ––y también frente a la
semipelagiana, que reparte: «entre la gracia divina y la recta voluntad del hombre, entendidas
como dos causas entre sí independientes en su respectiva actividad concurrente, la eficiencia del bien
obrar» [Ibíd., p. 48.]––, establece que: «sólo la gracia tiene poder para regenerar íntimamente al
hombre caído y mover su libre albedrío a obrar meritoriamente en orden a la vida eterna» [Ibíd., p.
47.].
Observa finalmente Canals que la no consideración en ningún sentido de la libertad
y de las buenas obras es una desviación muy peligrosa, tanto o más que la contraria
afirmación absoluta semipelagiana, porque: «Las formas más sutiles y peligrosas del error son
aquellas en las que la rebeldía humana no se dirige, al parecer, sino contra los elementos inferiores y
creados, sensibles e instrumentales, de la comunicación de la gracia». Además, con una actitud
farisaica: «Entonces la misma rebeldía se presenta como fidelidad a la soberanía de Dios, apoyo
exclusivo en su omnipotente misericordia, y rechazo de toda idolatría y de toda confianza en el
hombre» [Ibíd., p. 42.].
59
de ambos». Sobre lo que surge de la gracia de Dios y del libre albedrío, advierte que: «no son
cosas distintas lo que procede de la causa primera y de la segunda, y la providencia divina produce
sus efectos por las operaciones de las causas segundas» [Summa theologiae, I, q. 23, a. 5, in c.].
12 Francisco Canals Vidal, Tomás de Aquino. Un pensamiento siempre actual y renovador, Barcelona, Scire,
2004, p. 94.
60
acción de Santa Juana de Arco no encontró obstáculo, antes bien, como es obvio, todo el
impulso en la vida de su tensión religiosa»13.
Desde esta «regla» de Santo Tomás, se comprende «la composición o síntesis entre la
gracia divina y el libre albedrío humano, que el pecado original hiere con la inclinación al mal, pero
que no anula y que sigue siendo, aun en el hombre caído, el sujeto propio receptor de la eficacia de la
gracia que le mueve al bien»16.
13 Francisco Canals Vidal, Tomás de Aquino. Un pensamiento siempre actual y renovador, op. cit., p.
95. 16 Ibíd. En los errores y herejías sobre esta cuestión se han separado los dos constitutivos y se han igualado,
o se han contrapuesto antitéticamente, o bien se ha anulado uno de ellos.
14 Francisco Canals Vidal, En torno al diálogo católico protestante, Barcelona, Herder, 1966, p. 52.
15 Ibíd., p. 56.
61
redentora»16. Por el contrario: «Sería el pesimismo de la teología reformada el que, en dirección
inversa a la que pretende denunciar en el catolicismo romano, se habría inspirado en un temor a
beber demasiado en la fuente de aguas vivas»17.
Sin embargo, es cierto que en el campo de la teología existió un «problema
postridentino». Recuerda Canals que: «se han dado en el catolicismo posrenacentista actitudes y
tendencias antitéticas a las del protestantismo y jansenismo, y no puramente ordenadas a la verdad
plena, sino implicadas ellas mismas en la dialéctica que contrapone, y a la vez entre sí, la “protesta”
de la reforma y el antropocentrismo del renacimiento» 18. En los siglos postridentinos, faltaron en
algunos «actitudes y expresiones» para dar una respuesta «unitaria y plenamente comprensivas»19.
MIGUEL DU BAY
Miguel du Bay, o Bayo, fue Canciller de la Universidad de Lovaina, y aunque
pretendió apartarse de los protestantes, quedó marcado por sus errores. Consideraba a los
reformadores como peores que los maniqueos, en cuanto, y tal vez no yerre en ello,
admitiendo no dos dioses, sino solo un Dios bueno, atribuyen a Él tanto las acciones buenas
como las malas de los hombres.
La posición de Bayo es una posición en la que se pasa de un optimismo exagerado a
un pesimismo recalcitrante. En efecto, Bayo concibe al hombre en un triple momento:
1. Antes de la caída original el hombre estaba ordenado por su misma
naturaleza al plano sobrenatural, es decir, a la visión beatífica. Por tanto, todos los dones
concedidos por Dios a los primeros padres eran debidos a la naturaleza humana y se
llaman “gracia” en un sentido lato.
2. Después del pecado la naturaleza humana queda completamente corrompida,
prueba de lo cual es la concupiscencia (que él como Lutero identifica con el pecado original)
entendida como una inclinación irresistible hacia el pecado; en tal estado, el libre albedrío
solamente puede pecar, incapaz físicamente de todo bien.
3. Finalmente, tras la redención el don de la caridad y del Espíritu Santo es una
gracia que da fuerza para vencer la concupiscencia; pero gracia sanante y no elevante ya
que el hombre está naturalmente ordenado a lo sobrenatural.
Por la relevancia que tuvo esta doctrina y las consecuencias amerita una explicación
más detallada.
Los grandes controvertistas del bayanismo fueron Leonardo Lessius S.J., Juan
Martínez de Ripalda S.J. y San Roberto Belarmino. En teología despreció la escolástica
intentando un retorno a la Sagrada Escritura y a San Agustín (cuyas obras completas leyó
nueve veces).
16 Ibíd. Se puede advertir: «En las tendencias centrales del protestantismo la sutil y peligrosa
desviación por la que se sitúa inarmónicamente respecto a aquella ley más íntima y radical de la
misericordiosa economía de la redención del hombre por el Hijo de Dios hecho hombre» (Ibíd.).
17 Ibíd., pp. 56-57
18 Ibíd., p. 58.
19 Ibíd., p. 59.
62
La posición de Bayo es una posición combinada (como por otra parte la de los
protestantes) en la que se pasa de un optimismo exagerado a un pesimismo recalcitrante.
En efecto, en la concepción bayeciana del hombre distinguimos un triple momento:
Antes de la caída original hay un auténtico desconocimiento del orden sobrenatural
como tal, es decir, como distinto del natural, en cuanto toda criatura está ordenada por su
misma naturaleza al plano sobrenatural, es decir, a la visión beatífica. Tanto la justicia
original como la inmortalidad son para él parte integral de la naturaleza humana. Acepta
que la vida eterna es algo sobrenatural, pero introduce una distinción falsa: sobrenatural es
lo que está por encima de las fuerzas de la naturaleza, pero no necesariamente por encima
de sus exigencias. Por eso en el Paraíso terrenal la visión beatífica era algo que la misma
naturaleza humana exigía. Su obtención no puede considerarse, en dicho estado, como don
gratuito.
De ahí algunas expresiones suyas fueron condenadas por la Iglesia:
-Dz 1003: “Tanto para los ángeles buenos como para el hombre, si hubiera perseverado en
aquel estado hasta el fin de su vida, la felicidad hubiera sido retribución, no gracia”.
-Dz 1011: “El que después de habernos portado en esta vida mortal piadosa y justamente
hasta el fin de la vida consigamos la vida eterna, eso debe atribuirse no propiamente a la gracia de
Dios, sino a la ordenación natural, establecida por justo juicio de Dios inmediatamente al principio
de la creación; y en esta retribución de los buenos, no se mira el mérito de Cristo, sino sólo a la
primera institución del género humano, en la cual, por ley natural se constituyó, por justo juicio de
Dios, se dé la vida eterna a la obediencia de los mandamientos”.
-Dz 1021: “La sublimación y la exaltación de la naturaleza al consorcio de la naturaleza
divina, fue debida a la integridad de la primera condición y, por ende, debe llamarse natural y no
sobrenatural”.
-Dz 1023: “Absurda es la sentencia de aquellos que dicen que el hombre, desde el principio,
fue exaltado por cierto don sobrenatural y gratuito, sobre la condición de su propia naturaleza, a fin
de que por la fe, esperanza y caridad diera culto a Dios sobrenaturalmente”.
-Dz 1026: “La integridad de la primera creación no fue exaltación indebida de la naturaleza
humana, sino condición natural suya”.
El error de Bayo es, pues, un falso sobrenaturalismo: “... un sobrenatural, como
adherido a la creatura intelectual, por la misma ley de la creación; propio de la naturaleza y
como solidario con ella; como si Dios no hubiera podido crear una creatura, con sus propias
leyes, sin asignarle un lugar en la visión beatífica.
Por tanto, todos los dones concedidos por Dios a los primeros padres eran debidos a la
naturaleza humana y se llaman “gracia” en un sentido lato.
Con la concepción anterior, el pecado original no hace perder a la criatura algo
sobrenatural, sino algo natural. Afirma expresamente: “Non in ablatione doni
supernaturalis, sed in privatione bonorum naturalium consistunt”. Después del pecado, en
cambio, la naturaleza humana queda completamente corrompida. Su concepción pasa así a
un extremado pesimismo. Con el pecado la integridad se derrumbó y se originó un estado
caótico. Así afirma que “todos los hechos del hombre son por naturaleza malos”.
63
El Catecismo de Heidelberg del año 1563 dice: “El hombre después del pecado original es
enteramente impotente para el bien e inclinado a todo mal”. Prueba de ello es la concupiscencia
(que él como Lutero identifica con el pecado original) entendida como una inclinación
irresistible hacia el pecado; en tal estado, el libre albedrío solamente puede pecar, incapaz
físicamente de todo bien.
Finalmente, tras la redención el don de la caridad y del Espíritu Santo es una gracia
que da fuerza para vencer la concupiscencia; pero gracia sanante y no elevante, ya que el
hombre está naturalmente ordenado a lo sobrenatural. La concupiscencia permanece, pero
ya no se le imputa tras el Bautismo.
El Papa San Pío V condenó globalmente 79 proposiciones de Bayo en la bula Ex
omnibus afflictionibus, de 1567. El documento fue confirmado y promulgado en 1580 por
Gregorio XIII, que adjuntó la bula Provisionis nostrae.
EL JANSENISMO
Un ejemplo de esta falta de síntesis unitaria en la solución a las cuestiones de la
gracia y de la salvación es, como también ha recordado Canals, que hubo: «en la teología
postridentina cierto malestar respecto a la soteriología agustiniana (…) El título de “disciples de
Saint Augustin” fue en los siglos siguientes el nombre propio pretendido por los jansenistas; al
parecer, no era sólo opinión suya, ya que no faltaban entre sus adversarios sectores inclinados a
remover la autoridad del doctor de la gracia, al atribuir a san Agustín, por las “extremosidades” y
“exageraciones” de su actitud polémica contra Pelagio, la paternidad del propio jansenismo»20.
La doctrina jansenista está inspirada en las obras del obispo holandés Jansenio.
Cornelio Jansenio (1585-1638), un tiempo profesor de la universidad de Lovaina y luego
obispo de Ypres, renovó los errores de Bayo. Sus enseñanzas se encuentran en su obra
póstuma: Augustinus, seu doctrina S.Agustini de humanae naturae sanitatae, aegritudine,
medicina, adversus Pelagianos et Massilienses, publicada en 1640 y que influyó durante
todo un siglo en la teología de la gracia.
La libertad del hombre caído siempre actúa obligada por una necesidad que él llama
delectatio victrix: si no actúa bajo el auxilio de la gracia, peca necesariamente forzada por la
“delectatio victrix” de la concupiscencia; si actúa, en cambio, bajo el influjo de la gracia, no
puede oponerse a ella, obligada físicamente por la “delectatio victrix” de la gracia, lo cual
no obsta al mérito o demérito de la acción realizada, ya que en las condiciones de
naturaleza caída, para merecer o no, basta la libertad de coacción. Se ve pues que Jansenio
no admite la posibilidad de que el hombre caído (infiel o bautizado) realice actos
moralmente buenos en el orden natural. O todo es pecado y demérito bajo el influjo
ineludible de la “delectatio victrix”, el amor de concupiscencia, o todo es santo y meritorio
bajo el influjo también ineludible de la “delectatio victrix” que lleva consigo el amor de Dios
o gracia.
Esta obra de Jansenio fue condenada por Urbano VIII apenas se publicó, e Inocencio
X en 1653 condenó como heréticas cinco proposiciones de Jansenio, a saber:
Pascasio Quesnel, parisino, sucedió a Antonio Arnauld en 1694 como cabeza del
jansenismo. Rechazó la doctrina de Jansenio sobre las dos “delectationes victrices”,
afirmando seguidamente que la gracia interior no es otra cosa que el Autor de la misma, o
sea, Dios omnipotente actuando de modo irresistible para suscitar en el hombre actos
saludables. El hombre caído que carece de esta intervención, como enseñaron Bayo y
Jansenio, peca siempre y en todo.
La Bula Unigenitus24, del Papa Clemente XI, condenó en 1713 los errores de Quesnel
expresados en 101 proposiciones (Cf. DS 2401 ss.).
24
Célebre Constitución Apostólica del Papa Clemente XI, condenando 101 tesis de Pasquier Quesnel, que puso
a prueba la dependencia romana de la Iglesia francesa y exacerbó el galicanismo. En 1671 Quesnel había
publicado un libro titulado "Abrégé de la moral de l'Evangile" (Resumen de la moral del
Evangelio), el cual desencadenó una serie de reacciones y conflictos eclesiales que conmocionaron Francia.
Contenía ese libro la explicación de los Evangelios en francés, con comentarios breves para la meditación.
Había sido aprobado por el Obispo Vialart de Châlons. Una versión ampliada, conteniendo un texto anotado
en francés del Nuevo Testamento, apareció en tres volúmenes en 1678. Otra edición posterior en cuatro
volúmenes se editó bajo el título "Le nouveau testament en francais avec des reflexions morales sur chaque verse, pour
en rendre la lecture plus utile et la méditation plus aisée." (París, 1693-94). Esta última edición fue recomendada por
el Obispo Noailles, sucesor de Vialart en Châlons. Sin embargo esta última edición había aumentado los
errores de claro sabor jansenista.
Varios obispos prohibieron su lectura en sus diócesis. Clemente XI la condenó en el Breve "Universi Dominici
Gregis", el 13 de Julio de 1708. Este Breve provocó la oposición de diversos teólogos y algunos Obispos, pues
su léxico parecía combatir directamente las llamadas "libertades galicanas", que eran una forma de entender la
originalidad francesa fomentada por la Corte de Luis XIV frente a Roma. Noailles, Arzobispo de París y
nombrado cardenal, se negó a aceptar el Breve. Orgulloso y galicano, mantuvo la aprobación del libro
condenado por Roma, pero que él mismo había aprobado y alabado siendo Obispo de Châlons.
Varios obispos y el mismo Luis XIV pidieron al Papa emitir una Bula en lugar del Breve y que se evitaran las
expresiones contrarias a las "libertades galicanas". El Papa cedió para evitar una ruptura y en Febrero de 1712
nombró una Congregación de cardenales y teólogos para señalar los errores de Quesnel en su libro. La
Congregación, presidida por el Cardenal Fabroni tardó 18 meses en su tarea y preparó la Bula "Unigenitus Dei
Filius" publicada en Roma el 8 de Septiembre de 1713. En ella se rechazaba a los "falsos profetas secretamente
esparcen doctrinas perversas bajo la cubierta de la piedad e introducen sectas ruinosas bajo la imagen de santidad".
Y condenaba 101 proposiciones tomadas literalmente de la última edición de la obra de Quesnel. Las
denominaba "falsas, capciosas, malsonantes, ofensivas a los oídos piadosos, escandadosas, perniciosas, precipitadas,
injuriosas a la Iglesia y sus prácticas, contumaces para la Iglesia y el Estado, sediciosas, impías, blasfemas, sospechosas de
error”. Estaban teñidas de herejías, frecuentemente condenadas por heréticas y renovadoras de varias
herejías, especialmente de aquellas contenidas en las famosas proposiciones de Jansenius.
65
Las primeras 43 son los errores de Bayo y de Jansenio acerca de la gracia y de la predestinación: la gracia sólo
obra con la omnipotencia y es irresistible; sin la gracia el hombre sólo puede pecar; Cristo murió sólo por los
elegidos. Las 28 siguientes (44-71) afectan a la fe, esperanza y caridad: todo amor que no es sobrenatural es
malo; sin amor sobrenatural no puede haber esperanza en Dios, ni obediencia a su ley, ni buenas obras, ni
oración, ni mérito, ni religión; la oración del pecador y sus buenas obras son malas. Las últimas 33 (72-101)
afectan a la Iglesia y a los sacramentos: la Iglesia sólo se forma con los elegidos; la lectura de la Biblia es
obligatoria. La absolución requiere la previa satisfacción.
Luis XIV recibió la Bula en Fontainebleau el 24 de Septiembre de 1713. La hizo conocer al Cardenal Noailles,
que ya había revocado en Septiembre su aprobación al libro de Quesnel otorgada en 1695. El rey ordenó
convocar la Asamblea del clero francés en París. Noailles nombró una Comisión presidida por otro Cardenal,
Finalmente, entre los avatares del jansenismo ha de señalarse el Sínodo de obispos
jansenistas convocado en Pistoya (Toscana-Italia) entre el 18 y el 28 de setiembre de 1786,
que renovó los errores de Bayo y Jansenio. Pio VI, en la Constitución Apostólica Auctorem
fidei, de 1794, condenó 85 proposiciones pistorienses (Cf. DS 2616 ss).
.
Mns. Rohan de Estrasburgo, para estudiar el asunto. Intentó que no se aceptara la Bula sin más, sino que se
volviera a redactar de otra forma más conforme con la "libertad galicana". Pero la Comisión decidió una
aceptación incondicional de la Bula el 22 de Enero de 1714 con una votación de cuarenta contra nueve. El rey
ordenó registrar la bula en el Parlamento el 15 de Febrero y la Sorbona lo hizo el 5 de Marzo. Pero Noailles
prohibió a sus sacerdotes, bajo pena de suspensión, aceptar la Bula sin su permiso. Roma condenó esta
medida. Los obispos no presentes en la asamblea aceptaron la Bula en su mayoría (72 contra 7 que la
rechazaron). Casi todos condenaron el libro de Quesnel, salvo el Obispo De la Brue de Mirepoix.
Clemente XI intentó convocar a Noailles ante la Curia y amenazó con despojarlo de la púrpura. Pero el rey y
sus consejeros vieron un peligro en ello para las "libertades galicanas" y propusieron la convocatoria de un
Concilio nacional para juzgar a Noailles y su grupo. El Papa rechazó la propuesta y redactó dos Breves: uno
demandando la aceptación incondicional de la Bula por parte de Noailles en quince días, bajo pena de perder
la púrpura y caer en excomunión; y otros más bondadoso exhortando a aceptarla Bula y la autoridad de la
Sede Apostólica. Ambos fueron enviados al rey con el ruego de usar el más conveniente según la reacción de
Noailles, que no dio señales de estar dispuesto a la retractación. Por otra parte, el Breve más fuerte fue
rechazado por el rey por inaceptable. Luis XIV insistió en la convocatoria de un Concilio nacional, pero murió
el 1 de Septiembre de 1715. El sucesor como regente, el Duque Felipe de Orléans, se puso de parte de Noailles
plenamente y el conflicto se agrió. La Sorbona reclamó el 4 de Enero de 1716 nuevamente el rechazo de la Bula
y veintidós catedráticos fueron expulsados de la facultad.
Las Universidades de Nantes y Reims se unieron a la Sorbona. Clemente XI retiró a la Sorbona todos los
privilegios y privó a sus autoridades del poder de conferir grados académicos el 18 de Noviembre. Mandó dos
Breves, que fueron rechazados por el Regente. Se envió a Roma a Chevalier, el Vicario General jansenista de
Meaux, a quien el papa no quiso recibir por venir en son de guerra.
El 1 de Marzo de 1717 cuatro obispos: Soanen de Senez, Colbert de Montpellier, Delangle de Boulogne y De La
Broue de Mirepoix, redactaron una apelación contra la Bula y a favor de un Concilio Universal. A los que se
adhirieron a esta medida se le llamó en adelante "apelantes". El clero francés quedó divido entre los fieles a
Roma y los apelantes, que abundaron en París y en Reims. En ambos grupos hubo sacerdotes, catedráticos,
simples fieles y hasta algunos Obispos. A pesar de una carta personal del Papa del 25 de Marzo y otra de los
cardenales de Roma pidiendo a Noailles su sumisión, él contumaz cardenal y arzobispo redactó una apelación
el 3 de Abril, oponiéndose a "un papa manifiestamente equivocado y a la Constitución Unigenitus. En virtud de los
decretos de los Concilios de Constanza y Basilea apelaba a un papa mejor informado y a un Concilio Universal que se
debe reunir sin cortapisas y en un lugar seguro".
El 6 de Mayo escribió una carta al papa justificando su posición y defendiendo a sus seguidores. El número de
apelantes alcanzó los 2.000, incluidos los seglares. Era número pequeño para toda Francia, pero muy dotados
de dinero para hacer propaganda y publicaciones en favor de su postura. El 8 de Marzo de 1718 apareció un
Decreto de la Inquisición, aprobado por Clemente XI, condenando la apelación de los cuatro obispos como
66
cismática y herética, así como a Noailles por rebelde y próximo a la herejía. El Papa publicó la Bula "Pastoralis
officii" el 28 de Agosto de 1718. Excomulgó a todos aquellos que rehusaron aceptar la Bula " Unigenitus", nueva
Bula, que fue rechazada y objeto de la apelación. Noailles hizo un gesto de sumisión el 13 de Marzo de 1720
con una explicación de la Bula, pero obligado por el Secretario de Estado francés, Abbe Dubois. A su
explicación se adhirieron 95 obispos. También hizo pública una ambigua instrucción pastoral el 18 de
Noviembre de 1720. Después de la muerte de Clemente XI, el 19 de Marzo de 1721, los apelantes continuaron
con su obstinación durante los pontificados de Inocencio XIII (1721-1724) y Benedicto XIII (1724-30). Noailles,
el alma de la oposición, finalmente realizó una sincera e incondicional sumisión el 11 de Octubre de 1728,
muriendo poco después el 2 de Mayo de 1729. El nuevo Arzobispo de París. Mons Vintimilley, apoyado por el
Gobierno francés, logró luego la gradual sumisión de la mayoría de los apelantes.
HENRI DE LUBAC
Ya en nuestro siglo, las controversias sobre la gracia (es decir, sobre la relación entre
la naturaleza y lo sobrenatural) fueron retomadas por Henri de Lubac.
Henri de Lubac, nacido en 1896, profesor en un tiempo en la Facultad Teológica de
Lyon-Fourbière y en el Instituto Católico de París, se desempeñó como perito en el Concilio
Vaticano II y miembro de la Comisión Teológica Internacional 21. Es una de las figuras más
enconadas del así llamado “grupo de Lyon”, al cual pertenecían, entre otros, G. Fessard, H.
Bouillard, J. Daniélou y, en un primer momento H. Urs Von Balthasar (quien luego tomó
cierta distancia del resto).
Este grupo se caracterizó por buscar una especie de concordismo entre kantismo y
tomismo. De Lubac, admirable en muchos de sus estudios (particularmente en torno a la
teología y exégesis medieval) y agudo en sus observaciones sobre distintos pensadores de la
enmarañada filosofía occidental, publicó en 1946 su obra Surnaturel22, donde afirmaba en
práctica que el orden sobrenatural es exigido necesariamente por el orden natural. En este
sentido, el orden sobrenatural deja de ser gratuito en cuanto es debido a la naturaleza; por
lo tanto, excluida la gratuidad del orden sobrenatural, la naturaleza, por el mero hecho de
existir, se identificaría con lo sobrenatural. El P. Julio Meinvielle, llega incluso a afirmar que
de esta corriente “evidentemente gnóstica”, De Lubac es, con este libro, el autor más
representativo23.
De Lubac, en el decir de Michael Schmaus 24, cree poder demostrar que los Santos
Padres, lo mismo que los teólogos medievales, han defendido la doctrina según la cual la
visión de Dios es connatural al hombre, por el simple hecho de que éste es un ser dotado de
espíritu: el hombre desea ver a Dios con un deseo natural (desiderium naturale); la visión
de Dios es algo tan natural al hombre que éste no puede alcanzar su perfección final sino a
condición de que se le permita ver directamente a Dios. Más aún, Dios no hubiese podido
señalar al hombre una finalidad inferior, una finalidad puramente intrahumana, ya que la
visión de la Verdad y del Amor en persona es connatural al espíritu. Él asegura que la
misma refleja el auténtico pensamiento de Santo Tomás, tergiversado por algunos teólogos
dominicos a principios del siglo XVI quienes comienzan a hablar de una finalidad natural
de la naturaleza pura; así, por ejemplo, Cayetano, Chrysostomus Javellus y Konrad Koellin.
25 Siri, Giuseppe, Getsemaní. Reflexiones sobre el Movimiento Teológico Contemporáneo, Ed. Hermandad de la
Santísima Virgen María, Avila, 1981, pp. 53-66.
26 Cf, De Lubac, H., Catholicisme, les aspects sociaux du dogme, Éd. du Cerf, Paris, 1938.
27 Op. cit., pp. 295-296.
28 De Lubac, H., Le Mystère du Surnaturel, Aubier, Paris, 1965.
29 Ibid., p. 82.
30 Ibid., nota 4.
68
teoría juridicista de su época) coloca derechos estrictos del hombre respecto de la gracia y la
visión (que según De Lubac es lo que el Magisterio condena en Bayo), él no niega la
gratuidad de la gracia. ¿Dónde está tal gratuitad?
Implicada en la gratuidad de la naturaleza (aunque llega la elevación a lo
sobrenatural sea necesidad inmanente). Si el único fin (no sólo el único fin real e histórico,
es decir, por la voluntad positiva de Dios sino el único fin «posible») es la visión de Dios,
implicado y exigido en la sola «intelectualidad» de la creatura racional (en el pensamiento
de De Lubac o Dios no hace al hombre o lo hace orientado a este fin), ¿dónde queda lugar
para lo gratuito? De ahí que De Lubac, como Rahner, se verá obligado a decir que el don
gratuito que nos da Dios es la misma naturaleza humana; la ulterior elevación es superflua,
puesto que ya está implicada en la misma naturaleza.
En 1950, cuatro años más tarde de la publicación de Surnaturel, Pio XII daba a
conocer la Encíclica Humani Generis, donde dice explícitamente: “Otros desvirtúan el concepto
de gratuidad del orden sobrenatural, cuando opinan que Dios no puede crear seres intelectuales sin
ordenarlos y llamarlos a la visión beatífica” (Cf. DS. 2318/3891). Aunque muchos lo pongan en
duda, la alusión a nuestro autor es clara.
Escribe el Cardenal Siri: “Ciertamente se puede afirmar que la aspiración del hombre hacia
la eternidad expresa la finalidad eterna del alma creada, la posibilidad para el hombre de participar,
en la gracia, de las incontables iluminaciones de la vida eterna; pero no se puede decir que esta
nostalgia exija que el hombre exista desde la eternidad y que pueda poseer la plenitud eterna de Dios.
Igualmente, la noción de infinito, el anhelo de infinito, expresan la posibilidad que tiene el hombre
para entrar en contacto continuo con la infinitud de Dios. Pero, no se puede decir que este anhelo de
infinito signifique que el hombre pueda participar por identidad de la infinitud divina. En este anhelo
del hombre por lo infinito siempre están presentes la noción y la certeza de nuestros límites”31.
La posición de De Lubac, por ello, conduce a un idealismo antropocéntrico, o a un
monismo cósmico; como consecuencias de esta doctrina pueden enumerarse:
1° La confusión de los órdenes natural y sobrenatural. Lo natural es, de por sí
sobrenatural;
2° La negación de la doctrina tradicional de la gracia, porque la gracia consistiría, en
definitiva, en la naturaleza que nos da Dios al crearnos;
3° La atribución de necesidad y obligación en Dios. En esta doctrina ¿puede Dios
negar, sin injusticia, los medios para alcanzar el fin «natural» de lo que ha creado?
KARL RAHNER
La obra teológica del Karl Rahner, jesuita nacido en 1904 y profesor de teología
dogmática en las Universidad de Munich y Münster, no ha hecho otra cosa que introducir
en el pensamiento católico, la filosofía de Martin Heidegger, quien curiosa y
contradictoriamente fue hostil a la teología como ciencia 32. Junto con Heidegger penetró con
carta franca el gnosticismo de Hegel, quien en el decir de uno de los discípulos de Rahner,
2) Gracia y naturaleza
En cuanto a su concepción de la gracia, no hemos de olvidar el prejuicio que se
encuentra en la base de su pensamiento, a saber, el rechazo de las nociones tradicionales de
causa y efecto, acto y potencia, sustancia y accidente, etc. Todo esto le impone un recurso a
un lenguaje nuevo, ambiguo y oscuro que el Cardenal Siri describe agudamente como
“inacabable acrobacia lingüística”. El lenguaje tradicional, en cambio, es considerado por
33 Küng, Hans, Incarnazione di Dio, Queriniana, Brescia, 1972, pp. 643-644: “En la teología católica más
reciente, Karl Rahner ha abierto, aquí como en otras partes, con ejemplar valor intelectual y vigorosa fuerza de
pensamiento, nuevos horizontes, y ha cotejado la cristología clásica y el pensamiento moderno. El espíritu
insigne que se cierne encima del segundo término de este examen profundo de la cristología clásica
(calcedoniense-escolástica) hasta en su conceptualización más profunda, no es otro que Hegel (ni tampoco
están ausentes algunas influencias heideggerianas). El que Rahner procure esporádicamente alejarse, en
afirmaciones
70
Rahner como “extrinsecista”. Por eso acusa a la concepción tradicional de la gracia de ser
una
secundarias, de Hegel, sólo subraya esta dependencia. Rahner se propone aclarar teológicamente, siguiendo
su postura trascendental, las condiciones de la posibilidad de la encarnación”.
38
Rahner, K., Teologia e antropologia, en: Nuovi saggi, III, Edizioni Paoline, Roma, 1969, p. 61 39
P. Rodriguez García, J.L. Illanes Maestre, Rahner, Karl, en GER, T. 19, pp. 646-648.
40
K. Rahner, Fundamentos de la Protología y de la antropología teológica, Mysterium Salutis, T.II, Ed. Cristiandad,
Madrid 1977, p. 342.
41
C. Fabro, La aventura de la teología progresista, Eunsa, Pamplona 1976, p. 36.
42
K. Rahner, Curso Fundamental sobre la Fe [CFF], Herder, Barcelona 1984, p. 28.
doctrina en la cual “la gracia aparece como una simple superestructura... impuesta a la
naturaleza por una libre disposición de Dios”34.
Para entender la perspectiva adoptada por Rahner, recordemos que Santo Tomás
distingía una doble intervención de Dios sobre la creatura racional: una primera que es un
amor común a todas las cosas, con el cual las crea (intervención creadora); un segundo
amor, particular, con el cual libre y gratuitamente llama a algunos de los seres creados al fin
sobrenatural de la gracia (intervención elevante) [Cf. I-II, 110, 1].
Ahora bien, este doble momento en Rahner se funde. Crear un ser personal y
llamarlo a la finalidad sobrenatural es, para él, la misma cosa. Por eso, para Rahner, “el
hombre es el evento de la autocomunicacion absoluta de Dios” 35. Para la teología clásica tal
afirmación solo es aplicable al Verbo divino.
Asimismo, Rahner identifica el conocer con el ser36, por eso la apertura del hombre
hacia Dios en su nivel operativo de conocimiento y amor vale también para el nivel
ontológico; por eso Cristo no es el Verbo que asume una naturaleza humana, sino la
realización normal de la realidad humana, que en el pensamiento rahneriano tiende a la
unión hipostática. Esto es propio de este pensador, en cuanto su Cristología se ubica dentro
de una concepción evolutiva del mundo: hay una aspiración de cosmos hacia la gracia y
hacia la unión hipostática. He aquí la sorprendente descripción de este proceso evolutivo:
“Partimos de la actual imagen evolutiva del mundo, pero presuponemos más de lo que
queremos exponerla... Queremos evitar teoremas que se han divulgado desde Tehilard de
Chardin. Si llegamos a coincidir con él, nos congratularemos, y no tenemos por qué evitarlo
intencionalmente... Si partimos, pues, de la unidad de espíritu y materia (lo que no quiere
decir unicidad), entonces hemos de intentar entender al hombre como el ente en el que hace
su irrupción definitiva la tendencia fundamental al propio hallazgo de la materia en el
espíritu mediante la propia trascendencia, de modo que desde ahí la esencia del hombre
mismo pueda verse dentro de una concepción fundamental y total del mundo. Y
precisamente esta esencia del hombre es la que por su suprema, libre y plena
34 K. Rahner, Rapporto fra natura e grazia. Saggi di antropologia sopranaturale, Paoline, Roma, 1965, p. 45.
35 Cf. K. Rahner, Curso fundamental sobre la Fe, Herder, Barcelona, 1984, p. 147.
36 Rahner, como lo ha demostrado fehacientemente Cornelio Fabro, en el proceso cognoscitivo
identifica erróneamente la abstracción y la conversión, de modo tal que la especie inteligible no es el medio
con el que se conoce la realidad, sino la realidad misma, esclavizando así la mente en el más crudo
subjetivismo e idealismo. Todo lo que pienso es real y sólo es real lo que pienso. La conversión no es más que
una toma de conciencia de la abstraccion, que termina en el sujeto. Cf. Fabro, Cornelio, El viraje antropológico
de Karl Rahner, CIAFIC, Buenos Aires, 1981.
71
autotrascendencia hacia Dios mismo (posibilitada gratuitamente por él), y por la
autocomunicación divina, ‘espera’ su consumación y la del mundo en lo que con términos
cristianos llamamos gracia y gloria. El principio permanente y la garantía absoluta de que
se logrará y ha comenzado ya esta última autotrascendencia, la cual en principio es
insuperable, es lo que llamamos ‘unión hipostática’. El Dios-hombre es el primer principio
del éxito definitivo del movimiento de autotrascendencia del mundo hacia la cercanía
absoluta respecto del misterio de Dios. Esta unión hipostática en su primer enfoque no ha
de mirarse precisamente como algo que distingue a Jesucristo de nosotros, sino como algo
que debe suceder una vez y sólo una vez cuando el mundo comience a entrar en su última
fase (lo cual no significa con necesidad su fase más breve), en la que debe realizar su
concentración definitiva, su definitivo punto supremo y su cercanía absoluta respecto del
misterio absoluto, llamado Dios. Desde aquí la encarnación se presenta como el principio
necesario y permanente de la divinización del mundo en su conjunto”37.
El error fundamental de Rahner es la concepción de la tendencia hacia la unión
hipostática (y también a la gracia) sobre el molde del deseo natural y malentendiendo éste.
El punto de partida cree encontrarlo en Marechal: “Marechal concibe al hombre en tanto
espíritu... en el núcleo auténtico de su esencia como desiderium naturale visionis beatificae...
Este apetito es una exigencia; exigencia del ser absoluto, y dado como fundamento de todo
acto espiritual”38.
Como De Lubac, carece de una adecuada distinción entre el orden natural y el
sobrenatural. Para él, la naturaleza incluye objetivamente en su esencia lo sobrenatural
como un fin intrínseco y necesario; la “capacidad de Dios” es lo existencial central y
permanente del hombre: “La capacidad para el Dios del amor personal, que se da a sí
mismo, es lo existencial central y permanente del hombre en su concreta realidad... (Esto es)
lo existencial sobrenatural permanente, previamente ordenado a la gracia” 48. Así resumen
esta doctrina del existencial sobrenatural P. Rodriguez García y J.L. Illanes Maestre 39: es una
doctrina según la cual “Dios ha dotado al hombre de una ordenación tal a la vida eterna que todo
hombre venido a este mundo tiene desde el inicio de su ser, por libre decisión divina, una especie de
potencia real, que lo consagra en cuanto ser llamado a la vida eterna y a la visión beatífica”.
Para Rahner, pues, el núcleo más íntimo de la naturaleza del hombre es “lo
existencial sobrenatural”, o sea, la capacidad para recibir la gracia (la cual, por su parte, es
siempre gracia “increada”, pues para Rahner no hay gracia “creada” 40. Según él, el hombre
no puede tener verdadera experiencia de sí mismo sino en cuanto ordenado interiormente,
y de modo absoluto a lo sobrenatural: “El hombre puede tener experiencia de sí mismo solo en la
amorosa voluntad sobrenatural de Dios; no puede presentar la naturaleza en un ‘estado
químicamente puro’, separado de su existencia sobrenatural. En este sentido, la naturaleza
3) El obrar cristiano
Si lo esencial de nuestro ser cristiano lo constituye este existencial sobrenatural, el
cual es el constitutivo íntimo y último de nuestra naturaleza (identificándose entonces con
el ser del hombre), entonces el “hacerse” cristiano se confundirá con el hacerse hombre:
quedamos encerrados en un plano natural. La perfección cristiana no será una
trascendencia, en el sentido de un subir y transformarse ontológicamente, sino un
humanizarse, un comprenderse, un de-velarse de lo que el hombre ya es por naturaleza.
Divinización es hominización. Esto nos sitúa, por tanto, en una visión inmanente. Ser
cristiano -dice Rahner- no significa el respetar normas concretas morales, culturales o
eclesiásticas, sino simplemente aceptar la existencia humana en general43.
Sin embargo, no es tampoco una visión antropológica optimista; sino que, por el
contrario, conduce al pesimismo. La vida del cristiano está caracterizada, dice Rahner, por
un “realismo pesimista”: “El cristianismo no le obliga a ver con luz optimista esta realidad
de su mundo experimental, de su experiencia histórica de la vida. Por el contrario, le obliga
44 “Bajo el crimen aparentemente más grande puede a veces no ocultarse nada, por tratarse tan sólo
de un fenómeno propio de una situación que todavía no es personal y tras la fachada de una corrección
burguesa puede esconderse un último no amargo y desesperado a Dios, dado en forma realmente subjetiva y
no sólo pasivamente padecido” (Rahner, CFF, 130).
45 “Como cristiano es siempre el simul iustus et peccator” (Ranher, CFF, p. 472). Tengamos en cuenta
que para Lutero y para la teología luterana, a quien pertenece este axioma, esta simultaneidad no quiere decir
que el cristiano es un ser sujeto a los vaivenes de una voluntad no definitiva y siempre expuesta al pecado.
Por el contrario, se trata de una auténtica simultaneidad entre el estado pecaminoso (real) y la justificación
aparente ante Dios (es Dios que no considera el estado de pecado del hombre). Así, por ejemplo, lo señala
Bultmann: “El hombre permanece siempre un pecador, y siempre es un justificado sólo en el juicio de Dios”
(Bultmann, Glauben und Verstehen. Gesammelte Aufsätze, Tubinga 1933ss, T. I, 23; citado en la tesis sobre el
concepto de pecado en Rudolf Bultmann: José Millás, Pecado y existencia cristiana, Herder, Barcelona 1989, p.
332); “el justificado es justo cabe Dios y es un pecador sobre la tierra” (GV, I, 311; Millás, p. 331).
46 “En lo incomprensible de su propia libertad obscura y tenebrosa se sabe en todo momento
envuelto por la gracia de Dios y tiene conciencia de que ha de refugiarse siempre en esta gracia de Dios”
(Rahner, CFF, p. 472). ¿En qué sentido “se sabe”? ¿En el mismo sentido fideísta del “sentirse justificado” de
Lutero?
47 Dice Galli hablando de Libanio: “Libanio, con Rahner, subvierte esta posición [la tradicional]
atribuyendo el perdón a la conversión interior y haciendo del sacramento no la causa sino el efecto de la
gracia ya obtenida precedentemente en razón del arrepentimiento, la manifestación de la nueva elección
fundamental: ‘En la perspectiva de la opción fundamental, la confesión será el modo visible, comunitario,
eclesial de demostrar que optamos por Dios y por el otro. Hemos asumido ante la comunidad el empeño de
continuar en esta dirección... (la confesión) será verdadera, auténtica, sólo cuando exprese realmente el
74
56
“El hombre no sabe nunca con seguridad absoluta si lo objetivamente culpable de su acción, que él quizá
puede constatar de manera inequívoca, es la objetivación de la auténtica y originaria decisión de la libertad en
el no contra Dios... pero puede de todo punto ser un sí a Dios. Nunca sabemos con seguridad última si somos
realmente pecadores”. (Rahner, CFF p. 133).
Moderno antagonismo entre “naturaleza y gracia”
En el plano opuesto a todos los pensadores antedichos, tenemos a los que resuelven
las relaciones entre naturaleza y gracia (y todo lo que esto implica, a saber, por el lado de la
gracia: Dios, Iglesia, Sacramentos, Teología... etc.; por el lado de la naturaleza: Estado,
Política, Filosofía, Mundo.... etc.), negando toda relación. Es decir que entre ambos
términos, o bien reina un antagonismo (oposición contradictoria), o bien, sin ser realidades
antagónicas, al menos son prescindentes entre sí. Cada una es un absoluto en su campo, con
naturaleza, medios y fines propios, autónomos y no subordinados, sino -cuanto más-
accidentalmente.
Fines propios y autónomos implica, incluso, la posibilidad de fines contrarios y
contradictorios entre sí.
El antagonismo comenzó a sostenerse con la Reforma, planteando la oposición entre
alguno de los binomios antedichos (Iglesia/Estado). Las ideas fueron desarrolladas por
Lammenais en 1830, retomadas por Maritain un siglo después y propagadas luego por
Edouard Mounier.
cambio de elección’ (Libanio, Peccato e opzione fondamentale, Cittadella, Assisi 1977, p. 123)” (Galli,
L’opzione fondamentales esistenzialistica e il peccato, Sacra Doctrina, 2 (1985) p. 235).
48 Cf. J. Meinvielle, La Iglesia y el mundo moderno, Ed. Theoria, Bs.As. 1966, pp. 85ss.
49 Cf. Iglesia y Humanidad, en Concilium n.
11, p. 83. 63 Cf., Église et Monde, Rev. Esprit., febr. de
1965.
75
Johannes B. Metz afirmaba que un mundo cristiano y secular, que reafirma su
autonomía e independencia de Dios, reviste “la forma más profunda de su pertenencia a
Dios” y “es llamado por Dios a su vida intratrinitaria”.
De un modo mucho más explícito se expresan los pensadores de la llamada teología
radical y de la muerte de Dios: William Hamilton, Thomas Altizer, John Robinson, Harvey
Cox.
2) Jacques Maritain50
El más representativo autor de esta corriente (y del que dependen algunos de los
autores anteriormente citados) es sin duda Maritain. Maritain nació el 18 de noviembre de
1882 de una familia laicista. Fue discípulo de Bergson quien lo libró del positivismo. Leon
Bloy lo acercó al catolicismo. Fue bautizado en 1906. Desde 1914 fue profesor de Historia de
la Filosofía Moderna en el Instituto Católico de París. Murió el 28 de abril de 1973. Maritain
sufrió una gran evolución en su pensamiento. En su primera etapa intelectual es autor de
grandes obras: «Antimoderno», «Tres Reformadores», «Theonás», «Primacía de lo
Espiritual». En 1930 comienza su segunda época, escribiendo una serie de libros
(especialmente «Humanismo Integral») en el que reproduce los errores de Lammenais. En
este momento Maritain separó los órdenes natural y sobrenatural declarando una absoluta
autonomía entre ambos, reconociendo así dos vocaciones distintas en la historia humana,
subordinadas sí, pero también esencialmente autónomas, con fines y medios propios: la
vocación terrestre y la vocación sobrenatural.
Lammenais, en 1830, fue el primero en legitimar esta separación de órdenes y la
consecuente conceptualización de una cristiandad autónoma e independiente del orden
sobrenatural que él, precisamente, denominó Nueva Cristiandad. Lammenais fue censurado
por la Iglesia, pero la idea de una Cristiandad laica y secularizada quedó en germen en
ciertos sectores del pensamiento católico. Maritain no hizo sino retomar las concepciones
del controvertido Lammenais e introducirlas en el pensamiento del siglo XX.
Maritain, que en su «Antimoderno» había rechazado la idea del progreso, en su
«Humanismo Integral», defiende el concepto del progreso ambivalente de la historia. Se
puede resumir su pensamiento en el párrafo final del «Humanismo Integral»: “Los mundos
que han surgido en el heroísmo, se ponen en la fatiga, para que a su vez vengan heroísmos nuevos y
sufrimientos nuevos que harán surgir otros mundos. Así crece la historia humana, porque no se trata
de un proceso de repetición sino de expansión y de progreso; crece como una esfera en expansión,
acercándose a su doble consumación: en el absoluto de abajo, donde el hombre es dios sin Dios, y en el
absoluto de arriba, donde es dios en Dios”51.
Estos dos absolutos constituyen una especie de secreto íntimo de todo el
pensamiento de Maritain y son la base de todos sus escritos. La doctrina de la distinción y
del carácter autónomo del orden temporal y del orden espiritual está expuesta con vista de
“un ideal histórico concreto de una nueva cristiandad”, o sea, “una imagen futura que
50 Cf. J. Meinvielle, De Lammenais a Maritain, Ed. Theoria, Buenos Aires, 1968; Ibid., El progresismo
cristiano, Colección Clásicos Contrarrevolucionarios, Cruz y Fierro, Bs. As., 1983, pp.43-44; 163-204; G.Siri,
op.cit., pp. 9399.
51 Maritain, J., Humanisme Intégral, Paris, 1968,
p. 294. 66 Ibid., p. 135.
76
significa el tipo particular, el tipo específico de civilización al cual tiende una determinada edad
histórica”66.
“En virtud de un proceso de diferenciación normal en sí (aunque viciado por las falsas
ideologías) el orden profano o temporal, en el sucederse de los tiempos modernos, se ha colocado frente
al orden espiritual o sagrado en una relación de tal autonomía que excluye ‘de facto’ la
instrumentalidad. Con otras palabras, ha llegado a su mayoría de edad. Y esto es incluso una victoria
histórica que una nueva cristiandad debería conservar”52.
En síntesis, el error fundamental del Maritain no consiste como en Bayo en el hecho
de diluir la distinción de los órdenes natural y sobrenatural, sino en silenciar la
subordinación del primero al segundo colocando una autonomía absoluta en lo temporal, y
en negar (como consecuencia) la irrupción de lo sobrenatural en lo natural (es decir, la
gracia). De ahí que considere odiosa la civilización cristiana medieval y plantee como ideal
de la Nueva Cristiandad una sociedad de corte fundamentalmente ateo, o al menos
prescindente de Dios.
Las consecuencias de esta división de órdenes absoluta ha llegado especialmente a la
misma Teología de la Liberación. Como reconoce Gustavo Gutiérrez, uno de los mentores
de la misma: “Las graves cuestiones que la nueva situación histórica plantea a la Iglesia a partir del
siglo XVI, y que se agudizan por la Revolución Francesa dan lentamente lugar a otro enfoque
pastoral y a otra mentalidad teológica.
Es lo que, gracias a Maritain, recibirá el nombre de Nueva Cristiandad. Ella intentará sacar
las lecciones de la ruptura entre la fe y la vida social, íntimamente ligadas en la época de la
Cristiandad; pero lo hará con categorías que no logran desprenderse completamente -lo vemos mejor
ahora- de la mentalidad tradicional... Al sostener que la gracia no suprime ni reemplaza la
naturaleza, sino que la perfecciona, Tomás de Aquino abre las posibilidades de una acción política
más autónoma y desinteresada. Sobre esta base, Maritain elabora una filosofía política que busca
integrar, además, ciertos elementos modernos. El pensamiento de Maritain fue muy influyente en
ciertos sectores cristianos de América Latina”53.
52 Ibid., p. 182.
53 Gutierrez, G., Teología de la Liberación, Ed. Sígueme, Salamanca, 1972, pp. 85-86 y nota.
54 Jesuita. Nació en 1914 en Carcastillo (Navarra) y fue ordenado sacerdote en 1944. Estudió en Oña,
en el Pontificio Instituto Bíblico y en la Universidad Gregoriana de Roma. Fue profesor en la misma
Universidad Gregoriana desde 1952 y miembro de la Comisión teológica internacional. Murió en 1993. Sus
principales obras son: «Lo natural y lo sobrenatural», 1952. «Trascendencia e inmanencia de lo sobrenatural», en
Gregorianum 38 (1957) 5-50. «Hacia una teología del progreso humano», 1969; «Esperanza cristiana y
liberación del hombre», 1972; «Cristología y antropología», 1973; «Revelación cristiana: fe y teología», 1985.
77
temas con una orientación concreta. La segunda parte consta de seis capítulos y estudia allí
la continuidad o ruptura de las tesis sobre el apetito de ver a Dios y la posibilidad de la
naturaleza pura, para determinar si Cayetano en sus posiciones fue un innovador o se situó
en una corriente ya antigua.
Alfaro sintetiza los resultados de la primera parte de su estudio en lo siguiente:
«En conclusión: las dos verdades fundamentales que constituyen el núcleo de la concepción de
Cayetano son dos: a) Negación del apetito innato de la visión de Dios y de lo sobrenatural en
particular b) Afirmación de la posibilidad del estado de naturaleza pura deducida de la gratuidad de
la visión beatífica y del orden sobrenatural en general» (J.ALFARO, Lo natural y lo sobrenatural,
Madrid 1952,205).
Respecto a la segunda parte, en lo referente a la negación del apetito natural de ver a
Dios, Cayetano sí rompió con el común de los teólogos de las diversas escuelas, incluso
tomistas. De todas maneras, según Alfaro, no supo responder al argumento principal de la
parte contraria, esto es, que siendo la visión de la esencia divina una perfección, y la
perfección suprema de la naturaleza racional, ésta no puede menos de apetecerla. En
cualquier caso, la afirmación de una posible no elevación del hombre al estado sobrenatural
está en perfecta continuidad con los teólogos, también de diversas escuelas, a veces incluso
en el mismo nombre de felicidad natural. Por eso critica aquí Alfaro a De Lubac, quien
acusaba a Cayetano de haber introducido en el campo teológico un concepto dependiente
del nominalismo más fuerte de De la Mare y de la potencia absoluta de Dios, en ruptura
con la postura de los restantes teólogos. Los estudios detenidos que hace Alfaro de cada
teólogo muestran que no hubo ruptura y que los principios de los que se partió no fueron
occamistas sobre la potencia absoluta, sino tomistas sobre la gratuidad.
Aunque aparentemente esta primera obra de Alfaro es un estudio histórico dirigido
contra De Lubac, si se examina con detenimiento se pueden advertir ya las grandes líneas
que seguirá el teólogo español, en concreto, que de la noción de criatura intelectual se sigue
esa tendencia a la visión de Dios.
En el capítulo tercero de la primera parte, al hablar del apetito natural de ver a Dios,
Alfaro expone el argumento de Escoto (como la visión es una perfección, el hombre no
puede dejar de apetecerla), y la crítica de Cayetano (aunque la visión de Dios sea una
perfección, no es algo proporcionado, y por tanto no puede tender naturalmente hacia ella).
Sin embargo Alfaro rechaza este planteamiento de Cayetano e insiste en que si se trata de
una perfección, sin más, ¿por qué no se va a desear? Como se advierte hay un interés en
Alfaro en afirmar el apetito natural de ver a Dios, sin negar la posibilidad de la naturaleza
pura. Estos elementos se dirán luego en forma de inmanencia y trascendencia de lo
sobrenatural.
78
adquieren nueva luz si se estudian a la luz de la gratuidad y trascendencia de la
encarnación. Y el otro aspecto, el de la inmanencia de la gracia también se ilumina de forma
distinta si se compara con la encarnación es cuanto es la máxima auto-comunicación de
Dios al hombre.
Esto, por lo demás, tiene una fundamentación bíblica, pues la alianza y en último
extremo la encarnación son el fundamento interno de la creación. Casi podría decirse que la
posibilidad del mundo y del hombre se fundamenta en la posibilidad de la encarnación.
La preocupación principal de Alfaro es la de armonizar la trascendencia de la gracia
en cuanto que es auto-comunicación de Dios y la inmanencia de la misma en cuanto que es
perfección intrínseca para la criatura. Como la plenitud de esta comunicación se nos da en
la visión beatífica hay que determinar de qué manera es trascendente e inmanente al
hombre. Están los dos elementos, dimensión divinizante y orden de la encarnación. No
puede ser divinizante lo que pertenece a la creatura, y Alfaro marca claramente la distinción
entre lo divino y lo creatural. Por ello Alfaro utiliza el término supracreatural, en lugar de
sobrenatural.
Por otra parte para el aspecto de la gratuidad es útil su vinculación al orden de la
encarnación, pues si la visión no es gratuita, tampoco lo es la encarnación. Y si esta visión
no puede ser exigida por la naturaleza, el hombre debe poder entenderse sin esta visión, de
la misma manera que no hay necesidad interna entre la existencia del hombre y la
encarnación del Verbo.
Lo que no se puede olvidar es que lo sobrenatural no es una perfección accidental del
hombre, pues sólo en esa visión está perfeccionado el hombre de manera definitiva; una vez
que conocemos por la Revelación que es posible, tiene que ser considerada como la
perfección suma de la criatura, luego tiene que existir en la criatura un aspecto ontológico
que la haga capaz de la visión de Dios, pero salvando la gratuidad de la encarnación y de la
visión de modo que se pueda entender al hombre al margen de esa llamada a la visión de
Dios. La respuesta a esto la cifra Alfaro en el concepto de “criatura intelectual” o “espíritu
finito”.
El análisis de este concepto muestra que la gracia es la única plenitud de sentido del
hombre. Hay una oposición en cierto modo paradójica, ya que un elemento es la condición
espiritual, y por ello la apertura al ser, pero por otra parte es criatura, y por ello limitada, en
tensión entre el acto y la potencia, y en continua búsqueda de un conocimiento de Dios que
no dejará de ser mediato. Sólo en la visión beatífica adquiere la perfecta quietud, aunque no
sea adquirible mediante las fuerzas naturales.
La autopresencia de la criatura intelectual orientada hacia lo infinito representa la
inserción de la visión en el ser creatural del hombre, con lo que esta plenitud sin dejar de
ser trascendente y gratuita es también inmanente. Alfaro lo sintetiza bien en una frase «En
su misma condición de espíritu lleva el hombre la apertura radical a su plenitud definitiva
en la visión de Dios». Esta apertura no es sólo una no-oposición porque el espíritu no puede
ser indiferente a su perfección suma; el ser del hombre lleva en sí la ordenación a Dios. Este
deseo hace capaz del Ser y Bien subsistente, y a fortiori de ser y bien limitado. Y es que
aunque Dios no hubiera llamado a la criatura intelectual a la visión, este apetito innato de
ver a Dios no sería vano, sino que tendría la función de orientar radicalmente a la criatura
79
intelectual a la visión de Dios como a su posibilidad suprema. Por ello es un deseo
condicionado en cuanto al término, no se trata de un deseo absoluto de ver a Dios, ya que
entonces esta visión sería debida, pero en cuanto es normativo para la actividad del espíritu
es incondicionado. Surge aquí un dinamismo del espíritu humano “tendencialmente
ilimitado”, de modo que la única plenitud posible es la visión de Dios. Si el hombre no
estuviera llamado a ella no encontraría la plena satisfacción: el hombre sólo puede recibir su
plenitud si la recibe como un don, de nuevo se ve la armonía de inmanencia y
trascendencia.
De todos modos hay que destacar que para Alfaro, como se dejaba entrever antes,
aunque no estuviera destinada la criatura intelectual a la visión beatífica, no por ello
carecería de sentido. La “felicidad natural” sería un continuo perfeccionamiento en el
conocimiento de Dios, un progreso indefinido. No es este el sentido pleno, pero si se puede
considerar una “suficiencia de sentido”, que no permite hablar, sin embargo de dos
finalidades en el hombre.
80
2. Comparación entre Alfaro y Rahner
81
Para Alfaro el elemento fundamental es el de criatura intelectual o espíritu finito. La
llamada a la gracia está en la existencia concreta, aunque vinculada a ese núcleo constitutivo de
espíritu finito. Rahner en cambio, habla de la esencia concreta, en la cual se sitúa el existencial
sobrenatural. La naturaleza quedaría como un "residuo" acerca de cuyo contenido poco se dice.
Recordamos que para Rahner el existencial sobrenatural consiste en la auto-comunicación de
Dios dada a cada hombre al menos en forma de oferta, que el hombre puede aceptar o no
según su libertad.
Alfaro se preocupa más por mostrar la inteligibilidad y verificabilidad de la naturaleza
intelectual creada, aunque no estuviera llamada al orden sobrenatural; en cambio se ocupa
menos que Rahner sobre si el dinamismo propio del Espíritu humano es ya consecuencia de la
llamada a la visión de Dios. Rahner, al que posteriormente influyó Alfaro, según Ladaria, no se
preocupó de determinar el fin de esa hipotética naturaleza pura.
Hay coincidencia en ambos autores a la hora de señalar la relación entre gracia y
encarnación, pero la diferencia clave está en que Rahner parte del existencial sobrenatural, y la
"naturaleza pura" queda como un residuo aunque necesario, y Alfaro parte del concepto de
creatura intelectual, de donde se sigue que la visión beatífica es la dimensión básica y más
profunda del hombre en su existencia concreta
A nuestro modo de ver Alfaro comenzó queriendo criticar a De Lubac, pero por influjo
de Rahner acabó defendiendo algo muy parecido al francés y al alemán.
Sin embargo, como hemos indicado, ya en su primera obra era fácil prever la orientación
que iba a tomar, pues no considera válida la distinción entre perfecciones proporcionadas y
desproporcionadas, a la hora de establecer el apetito natural de las mismas. En el fondo esto
revela una noción de ser más bien unívoca que análoga y hará que, en realidad, la
trascendencia de Dios respecto a la criatura intelectual, no quede clara, por más que nuestro
autor trate de mantener ambos elementos.
No deja de tener interés la referencia a la encarnación para explicar la cuestión de lo
sobrenatural; de hecho más de un teólogo dominico del XVII ya había dicho que las
perfecciones sobrenaturales eran connaturales a Cristo. Sin embargo esto no hace más que
trasladar el problema, pues también se puede preguntar si la encarnación es algo gratuito, ya
que, situados en la dinámica del apetito natural de una perfección mayor, no se ve porqué no
se pueda desear la encarnación. Es más, en Rahner tienden a identificarse la unión por gracia y
la encarnación, de manera que la máxima unión por gracia sería la encarnación. Esto no es
nada extraño cuando se parte del concepto de auto-comunicación de Dios, tal como hace
Rahner.
En cualquier caso permanece en Alfaro la afirmación típicamente moderna de que la
noción de espíritu conlleva la visión de Dios, o como se quiera denominar, lo cual no es
correcto. De ahí la insistencia, en algunas de sus obras y en sus clases, en la cuestión de lo
82
atemático en nuestro conocimiento de Dios, que luego se plasmaría en expresiones concretas.
Con todo esto evidentemente la novedad de la gracia cuesta mucho encontrarla.
Alfaro comenzó estudiando una serie de textos históricos para rebatir a De Lubac, pero
en el fondo, por influjo de Rahner, no se distinguió mucho de él. Concluyó que en la tradición
teológica se hablaba siempre de un apetito natural de ver a Dios, y al mismo de la posible no
elevación del hombre a los dones sobrenaturales. Ambos aspectos le llevarían a plantear lo
sobrenatural desde las perspectivas de la inmanencia y la trascendencia. También vinculó la
gratuidad de lo sobrenatural a la gratuidad de la encarnación. Había una cierta tendencia
univocista al considerar las perfecciones naturales y sobrenaturales, de manera que la voluntad
podía desear sin más unas y otras.
Para Alfaro la misma noción de criatura intelectual suponía una apertura a la visión de
Dios, aunque cabría el que no la recibiera, y fuera simplemente un desear conocer más. En el
fondo no acabó de captar la trascendencia de los dones sobrenaturales, que sin la gracia no
pueden apetecerse en sentido propio y su posición no se distinguió mucho de los otros dos.
Tesis primera: La vocación del hombre es la unión con Dios, en la visión beatífica, que sólo se
puede alcanzar mediante la gracia y es la única felicidad plena y perfecta, conforme al designio de Dios.
-No se puede elegir entre una felicidad natural y otra sobrenatural porque el plan de
Dios es que el hombre participe de su vida divina y los medios que otorga se orientan a que el
hombre la pueda conseguir.
-Aquellos que rechazan la llamada y la gracia de Dios se apartan de él y su fin es el
castigo eterno.
-El único caso en que se plantean problemas es en el de los niños muertos sin el
bautismo. En ese caso no han tenido uso de razón para responder a la gracia de Dios, y puede
suceder, o bien que se les dé una felicidad proporcionada a su naturaleza, que no sabemos en
qué consiste, o bien que Dios les conceda directamente la bienaventuranza de la visión divina.
Hoy por hoy nos faltan elementos para decidir de manera definitiva, pues la Revelación no
trata directamente esta cuestión, ni ha habido intervención expresa del Magisterio.
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en sentido estricto sólo Dios “está hecho” para la visión de Dios. Respecto a cualquier criatura
la visión resulta desproporcionada.
-Es una confusión identificar la apertura al ser en general que caracteriza a los hombres,
o a los ángeles, con una orientación al Ser en Absoluto que es Dios. El conocimiento de lo
infinito, aun de forma atemática, no es condición de posibilidad del conocimiento de lo finito.
-Como consecuencia de esta desproporción no podríamos hablar de la visión de Dios si
no tuviéramos la Revelación, y no podríamos, en modo alguno, deducir su posibilidad si no
hubiera sido revelada.
-El carácter intelectual hace que el hombre sea capaz de la visión, pero esa capacidad no
quiere decir que sea su perfección proporcionada, sino simplemente que es posible y
conveniente al hombre.
Tesis tercera: Cabe pensar en otra felicidad para el hombre o el ángel que existen en la
actualidad, aunque no serían su felicidad plena y perfecta: eso es lo que afirma, en sustancia, la
posibilidad de la naturaleza pura.
-No se puede plantear en paralelo el fin de la visión de Dios y otro posible fin natural,
pues la felicidad plena y perfecta es la visión. Por otra parte los dones que Dios da mueven
hacia la visión.
-No se puede deducir del hecho que Dios ha destinado al hombre a la visión que no
quepa otra felicidad, al menos parcial, para este hombre que existe ahora (e.c. al menos la
posibilidad del limbo).
-Esa posible felicidad natural, de la que apenas sabemos nada, sería un cierto
conocimiento y amor de Dios proporcionado al hombre. Precisamente por esa posibilidad, que
se apoya una naturaleza real del hombre, es posible que no todas las obras del pecador sean
pecados, pues conservan una cierta rectitud natural, aunque no le sirvan para alcanzar su fin
sobrenatural.
-Es un error separar completamente al hombre de la naturaleza, como si la libertad del
hombre se opusiera a la noción misma de naturaleza. Ese planteamiento es una consecuencia
de la ciencia ilustrada y la oposición típicamente moderna entre res cogitans y res extensa,
insostenible en nuestros días si se reflexiona con un mínimo de rigor científico y filosófico.
No obstante, continuó en la Iglesia la corriente tomista. Además de mantener la solución
de Santo Tomás del problema de lo que puede la naturaleza caída sin la gracia, los tomistas
reiteraron la doctrina de la soberanía gracia del Aquinate, que podría resumirse en las siete
tesis siguientes:
1ª: La iniciativa de la gracia es únicamente de Dios, por omnipotencia y amor
misericordioso gratuito.
2ª: La gracia es intrínseca y eficaz por sí misma, con independencia del consentimiento
de la criatura. No es por la cooperación humana por la que la gracia alcanza a tener su eficacia.
84
3ª: La gracia divina no se reparte con la recta voluntad humana, como dos causas
independientes en su respectiva actividad concurrente.
4ª: La gracia de Dios renueva al hombre, lo hace activo y causa así obras libres.
5ª: La gracia causa el querer y el obrar el bien, el natural al que no puede la naturaleza
caída y todo el sobrenatural.
6ª: La gracia es la que hace bueno al hombre en el grado que le corresponde según su
naturaleza.
7ª: Por obrar Dios en nosotros la buena voluntad y la buena obra con eficacia
justificante, la obra meritoria es efecto de la gracia.
El mérito
Según esta última tesis de los tomistas, todo acto meritorio para la salvación, sea del
grado o del tipo que sea, se debe exclusivamente a la gracia, en todas sus clases. Igual e
insistentemente San Agustín había enseñado que el mérito es un don de Dios.
Escribe, por ejemplo: «¿Cuál es, pues, el mérito del hombre antes de la gracia? ¿Por cuáles
méritos recibirá la gracia, si todo mérito bueno lo produce en nosotros la gracia y si cuando Dios corona
nuestros méritos no corona sino sus dones?» [San Agustín, Carta 194, 5, 19.]. Dios, cuya bondad es
tan grande, quiere que lo que son dones suyos sean nuestros méritos [Cf. CONCILIO DE
TRENTO, Decreto sobre la justificación, c. XVI (DS 1548): «Lejos, del hombre cristiano el confiar,
o el gloriarse en sí mismo y no en el Señor [cf. 1 Cor. 1, 31; 2 Cor. 10, 17], cuya bondad para con
todos los hombres es tan grande, que quiere sean merecimientos de ellos lo que son dones de
Él».].
Tanta es la bondad de Dios que quiere que sean méritos nuestros lo que son dones suyos.
«Porque quien enumera en tu presencia sus verdaderos méritos, ¿que otra cosa enumera sino tus dones?
¡Oh si se reconociesen hombres los hombres, y “quien se gloría se gloriase en el Señor” (1 Cor 10,17)»
[SAN AGUSTÍn, Confesiones, IX, 13, 34.].
Al comentar el versículo del salmo 102: «Él te corona de su misericordia y de sus gracias»
[Salmo 102, 4], escribe San Agustín: «Es evidente que luchaste, y serás coronado, porque venciste;
pero ve quien venció primero y quién te hizo vencer a ti en segundo lugar. “Yo –dice Él– vencí al
mundo; alegraos» (Jn 16, 33) ¿Y nos alegramos de que él haya vencido al mundo como si nosotros
también le hubiéramos vencido? Efectivamente nos alegramos, porque nosotros también le vencimos.
Quienes le vencimos en nosotros, por Él le vencimos. Luego te corona, porque corona sus dones, no tus
méritos» [Enarratio in Psalmum, 102, 7.].
De modo parecido, en su comentario el texto de San Pablo: «El estipendio del pecado es la
muerte; y es gracia de Dios la vida eterna en nuestro Señor Jesucristo», [Rm 6, 23] nota San Agustín:
«El bienaventurado Apóstol (…) dice: “El estipendio del pecado es la muerte” (Rom 6,23). Es estipendio
porque se debe, porque se retribuye dignamente, porque se paga el mérito. En cambio, para que la justicia
no se engría con el humano mérito bueno (bono mérito), y a pesar de que no duda de que el pecado es un
mérito humano malo, no dice por contraste que la vida eterna sea estipendio de la justicia, sino: “La vida
85
eterna es gracia de Dios”. Y para que esa gracia no se busque por otro camino que el mediador, añadió:
”Por Jesucristo nuestro Señor”».
Los que sigan al pecado, como si fuera un general, reciben como paga o soldada la muerte. En
cambio, la vida eterna, que reciben los que siguen a Dios, no les es dada como sueldo, sino como dádiva,
como una gratificación o donativo. Es como si San Pablo: «dijera: “Al oír que la muerte es estipendio del
pecado, ¿por qué tratas ya de engreírte, ¡oh humana no justicia, sino clara soberbia!, embozada en el
nombre de justicia? ¿Por qué tratas ya de engreírte y quieres pedir la vida eterna, contraria a la muerte,
como un estipendio debido? Sólo se debe la vida eterna a la verdadera justicia; pero si la justicia es
verdadera, no proviene de ti, sino que desciende de lo alto, del Padre de las luces. Para que la tuvieses, si
es que la tienes, hubiste de recibirla, pues ¿qué tienes que no hayas recibido? Por lo tanto, ¡oh hombre!,
que has de recibir la vida eterna, ella es estipendio de la justicia, pero para ti es una gracia, ya que la
misma justicia es para ti una gracia. Se te daría la vida eterna como debida si procediera de ti esa justicia
que la merece. Ahora bien, de la plenitud de Cristo hemos recibido no sólo la gracia, por la que ahora
justamente vivimos hasta el fin de los trabajos, sino también una gracia por esa gracia, para que luego
vivamos sin fin en el descanso» [San Agustín, Carta 194, A Sixto, V, 21.].
86
Y esto es el reino, esto es la fascinación del momento» (Homilía del Te Deum de acción de gracias,
31-12-2014)
87
Demos, pues, gracias al Salvador, cuando vemos que no se nos da lo que en la condenación de los demás
vemos que habíamos merecido. Si todos fuesen liberados, quedaría oculto lo que se debe en justicia al
pecado; y si nadie se salvara, no se sabría lo que otorga la gracia».
Con el intento de lograr una mayor comprensión de este misterio de la gratuidad de la
predestinación a la gloria, anterior no sólo a los méritos que tendrán los predestinados sino a
su previsión, San Agustín vuelve acudir a San Pablo. «Utilicemos para esta cuestión dificilísima las
palabras del Apóstol: “Queriendo Dios mostrar su ira y dar a conocer su poder, soportó con mucha
paciencia los vasos de ira dispuestos para la perdición; y para mostrar las riquezas de su gloria sobre los
vasos de misericordia, que de antemano preparó para la gloria” (Rm 9, 22-23). El barro no puede decir a
Dios: “¿Por qué me hiciste así?” Pues “Él tiene poder para fabricar de la misma pasta un vaso de honor
y otro de ignominia”. Toda la masa fue condenada; por justicia se le da la ignominia debida, y por gracia
se le da el indebido, esto es, no por las prerrogativas del mérito, o por la necesidad del hado, o por la
temeridad de la fortuna, sino por la profundidad de las riquezas de la sabiduría y ciencia de Dios» [
Íbid.,
II, 5.].
Al comentar este pasaje de San Pablo, nota Santo Tomás que el término «ira» significa
«la justicia vindicativa. Porque no se habla de la ira en Dios según la agitación o emoción del afecto, sino
conforme al cumplimiento de la vindicta», o el castigo que corresponde en justicia. «Contra los
malos Dios no sólo de la ira usa, esto es, del castigo, castigando a los a Él sujetos, sino también de su
poder sujetándolo todo a Sí mismo (…) la acción que Dios ejerce respecto de ellos no es para disponerlos
al mal, porque ellos mismos de suyo están dispuestos para el mal por la corrupción del primer pecado
(…) Y lo único que Dios hizo respecto a ellos fue permitirles hacer cuanto quisieran» [ Santo Tomás, In
Epistolam Pauli ad Romanos expositio, 9, lec. 4.].
La iniciativa la toma Dios en los vasos de misericordia, que Dios ha tomado. En cambio,
ante los vasos de ira la actitud de Dios no es ya la misma. Además debe tenerse en cuenta,
como advierte San Agustín, que: «”Todos los caminos del Señor son misericordia y verdad” (Sal 24,
10) Son, pues, misteriosas su misericordia y su verdad, ya que “se apiada de quien quiere” (Rm 11,36), y
no por justicia, sino por gracia y misericordia; y “endurece a quien quiere” (Rm 11,13), pero no por
iniquidad, sino por verdad del castigo. Esa misericordia y verdad se corresponden, como está escrito: “La
misericordia y la verdad se encontraron” (Sal 84, 11). De modo que ni la misericordia impide la verdad
con que es castigado quien lo merece, ni la verdad impide la misericordia con que es liberado quien no lo
merece ¿De qué méritos propios va a engreírse el que se salva, cuando, si se mirase a sus méritos, sería
condenado? ¿Quiere decir eso que los justos no tienen mérito alguno? Lo tienen, pues son justos. Pero
no hubo méritos para que fuesen justos: fueron hechos justos cuando fueron justificados, y, como dice el
Apóstol, “fueron justificados gratuitamente por la gracia divina» (Rom 3, 24)» [San Agustín, Carta
194, A Sixto, III, 6.].
La gracia de la oración
Aún aceptando la tesis de la primacía de la gracia de Dios, como nota, por último, San
Agustín, en esta carta: «Podríamos decir que precede el mérito de la oración para conseguir el don de la
gracia. Porque, cuando la oración pide lo que pide, muestra que es don de Dios, para que el hombre no
piense que lo tiene de su cosecha; si lo tuviese en su poder no lo pediría»
88
Sin embargo, la respuesta de San Agustín a si antecede la oración del hombre a la gracia
es negativa. «No se crea que precede ni siquiera ese mérito de la oración en aquellos que en hipótesis
han recibido una gracia no gratuita, que no sería ya gracia, sino paga del mérito. Para que nadie crea
eso, la misma oración se cuenta entre los dones de la gracia».
Lo confirma a continuación con estas palabras de San Pablo: «Asimismo el Espíritu ayuda
también a nuestra flaqueza, porque no sabemos lo que hemos de pedir como conviene pero el mismo
espíritu interpela por nosotros con gemidos inenarrables» [Rom 8, 26]. Y comenta: «¿Por qué dice que
interpela por nosotros sino porque nos hace interpelar? Certísimo indicio de indigencia sería interpelar
con gemidos, y no hemos de creer que el Espíritu Santo sea indigente de ninguna cosa. Dice que
interpela porque nos hace interpelar, porque nos inspira el afecto de gemir e interpelar, según se ve en
aquel pasaje del Evangelio: “No sois vosotros los que habláis, sino que el Espíritu de vuestro Padre habla
en vosotros” (Mt 10, 20). No se logra eso de nosotros como si nosotros nada hiciésemos. Luego la ayuda
del Espíritu Santo se expresa de modo que se dice que Él hace lo que nos hace hacer» [San Agustín,
Carta 194, A Sixto, IV, 16.].
Para San Agustín, no se atribuyen al Espíritu Santo «gemidos inenarrables» porque se
produzcan en Él, sino porque los produce en el espíritu humano. Igualmente la «interpelación»
u oración del Espíritu Santo no es porque pida por los hombres, sino que pone la oración en
ellos.
Santo Tomás, al comentar este pasaje, lo interpreta de igual manera. Hacerlo de otro
modo, advierte: «Parece favorecer el error de Arrio y de Macedonio, quienes afirmaron que el Espíritu
Santo es una creatura y menor que el Padre y el Hijo; porque el interceder es del inferior, y si por decir
que Él intercede entendemos que es una creatura pasible y menor que el Padre, se sigue también que de
la expresión con gemidos entendamos que es Él una creatura pasible carente de la bienaventuranza, cosa
que jamás dijo ningún hereje. Porque un gemido por dolor es algo que corresponde a la indigencia. Y por
ello se debe explicar el “interpelar” en el sentido de que hace que nosotros pidamos (…) El Espíritu
Santo hace que nosotros pidamos, en cuanto causa en nosotros deseos rectos. Porque la petición es cierto
despliegue de los deseos. Y los deseos rectos provienen del amor de caridad, la cual es claro que él
produce en nosotros: “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones mediante el Espíritu
Santo que nos ha sido dado” (Rom 5, 5)» [ Santo Tomás, In Epistolam Pauli ad Romanos expositio, 8,
lec. 5.].
El mérito y la caridad
Está definido por la Iglesia que el hombre por sus buenas obras merece el aumento de la
gracia –con el de los hábitos infusos de las virtudes y el de los dones del Espíritu Santo, que
implica–, la vida eterna y el grado de gloria. Expresamente ha declarado: «Si alguno dijere que
las buenas obras del hombre justificado, de tal manera que no son también méritos del mismo
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justificado; o que el mismo justificado por las buenas obras, que hace por la gracia de Dios y los méritos
de Cristo, de quien es un miembro vivo, no merece verdaderamente el aumento de la gracia, de la vida
eterna y la consecución de la misma vida eterna, con tal de que muriese en gracia, y el aumento de la
gloria, sea anatema» [Concilio de Trento, Decreto sobre la justificación, can. 32.].
Las obras meritorias suponen siempre la libertad regenerada por la misma gracia de
Dios. Afirma Santo Tomás que: «Nuestros actos son meritorios en cuanto proceden del libre albedrío,
movido por Dios por la gracia. De ahí que todo acto humano, si está bajo el libre albedrío y es referido a
Dios, puede ser meritorio» [Suma teológica, II-II, q. 2, a. 9, in c.].
Esta referencia a Dios hace que: «La obra meritoria no se diferencia de la no meritoria, en que
se haga, sino en como se haga. Pues nada hay que un hombre realice meritoriamente y por caridad, que
otro no pueda querer o hacer e incluso querer sin mérito» [ÍDEM, Sobre la verdad, q. 24, a. 1, in c.].
Una obra muy pequeña realizada por caridad, virtud sobrenatural que se refiere a Dios
como fin último sobrenatural, es sí misma mucho más meritoria que otra más grande realizada
con menos caridad o por otro motivo. El mérito viene así determinado por la caridad, por el
amor a Dios, que, a la vez hace amar todo aquello que pertenece a Dios y en donde se refleja.
El «voluntarismo»
Frente al «voluntarismo» –el afirmar la primacía de la voluntad humana y su eficacia
total o parcial sobre la gracia, o que «querer es poder» 55––, el profesor José María Iraburu
sostiene, tal como enseña Santo Tomás, que las obras más meritorias no son las que más
cuestan, sino las que se hacen, sean las que sean, con mayor caridad.
A la falsa posición opuesta, nota el Dr. Iraburu, que: «Conduce aquella espiritualidad
voluntarista que, al menos en la práctica, centra más la santificación en el esfuerzo del hombre (parte
humana), que en la eficacia intrínseca de la gracia (parte divina). Y siguiendo ese camino, el cristianismo
se va entendiendo mucho más como una ascesis costosa, que como un gozo, un don, una salvación
inefable, que se recibe del amor de Cristo, “gracia sobre gracia” (Jn 1,16). No pocos bautizados entonces
van cayendo en el alejamiento de la vida cristiana, para abandonarla finalmente por completo, cayendo
en la apostasía. Ya sabemos, sí, que no es posible seguir a Jesucristo sin tomar la cruz de cada día. Esto el
Maestro «lo decía a todos» (Lc 9,23). Pero sus discípulos sabemos que ese yugo es ligero, que pesa poco,
y que en él hallamos nuestro descanso (Mt 11,29-30)»56.
Las obras más meritorias son las que se hacen con mayor caridad, porque, también
siguiendo a Santo Tomás [Cfr. Suma Teológica, I-II, q. 114, a. 4; II-II, q. 27, a. 8, ad 3.], indica
seguidamente el P. Iraburu: «Es la caridad la que santifica y da mérito a nuestras obras: “sólo la
caridad edifica” (I Cor 8,1). Sin ella, por mucho que yo haga, “no teniendo caridad, de nada me
aprovecha”, aunque dé mi fortuna a los pobres, aunque me mate a mortificaciones (I Cor 13,3) (…) Las
obras hechas con más amor son las más libres y meritorias. (…) la caridad sobrenatural, evidentemente,
sólo puede ejercitarse bajo la moción del Espíritu Santo. Es docilidad a la gracia. El mérito de las obras
no está en función de su penalidad, sino del grado de caridad con que se realizan. Y cuanto mayor es el
amor, menos cuestan (…) todo lo que se hace en caridad, por duro que sea, se realiza bajo la moción del
Espíritu Santo, que da la posibilidad, más aún, la inclinación, para obrarlo. Y en este sentido se hace con
55 JOSÉ MARÍA IRABURU, Gracia y libertad, Pamplona, Fundación Gratis date, 2010, p. 18.
56 Ibíd., p. 25.
90
alegría, aunque sea en ocasiones con gran cruz. Por eso la vida de los santos es la más crucificada, la
menos costosa y la más alegre»57.
Una de las causas del voluntarismo en el mundo cristiano moderno, que sigue al
semipelagianismo actual, muchas veces inconsciente, es el «antropocentrismo cultural
ampliamente predominante, no solo en el mundo, sino también en las zonas mundaneadas de
la Iglesia»58.
Su conexión con el semipelagianismo es patente, porque: «El voluntarista, no partiendo de
la iniciativa de Dios, sino de sí mismo, de su leal saber y entender –y ateniéndose normalmente a sus
inclinaciones personales–, es decir, partiendo de su propia voluntad, va proponiéndose ciertas obras
buenas concretas, dando por supuesto que, ya que son buenas, Dios le dará necesariamente su gracia
para hacerlas»59.
Los efectos del voluntarismo, que describe José María Iraburu, son muchos y muy
graves . Entre ellos, que los afectados por la «enfermedad espiritual»61 del voluntarismo
60
semipelagiano: «No pueden llegar a la perfecta humildad, y por tanto a la plena santidad»62.
También lleva a especiales «preocupaciones”, porque: «Partiendo el cristiano en la vida
espiritual de sí mismo, es inevitable que viva tenso y preocupado. No acaba de “hacerse como
niño”, para dejarse llevar pacíficamente de la mano de Dios, entrando así en el Reino de su paz
y de su alegría. No termina de abandonarse confiadamente a la iniciativa, tantas veces
sorprendente, del Espíritu Santo. No pone su mayor empeño en discernir la voluntad de Dios,
en ocasiones tan contraria a nuestros intentos. Y nunca acaba de entender que la proa de su
barco ha de ser siempre la oración de petición: “pedir luz para conocer Su voluntad y la fuerza
necesaria para cumplirla” (Or. I dom. T.O.). Centrado en sí mismo y en sus obras, no se centra
en Dios y en su obra. No hay modo así de vivir con la paz y la alegría propia de los hijos de
Dios»78.
El voluntarismo lleva además a una inversión de la vocación cristiana. «Conforme a su
teología de la gracia, plantea la elección vocacional como si Dios ofreciera igualitariamente a
los cristianos los diversos caminos de vida, unos de suyo más idóneos para la santificación
personal y otros no tanto –aunque todos santos y santificantes–; y como si después fuera ya el
cristiano, según el grado de su generosidad, quien decidiera seguir lo más perfecto o lo menos
perfecto, aunque también bueno (…) la fe católica nos enseña, por el contrario, que Dios llama
a quien quiere, cuando quiere y como quiere. Y que la vocación, la que sea, es un don precioso
que el hombre, con inmenso agradecimiento, debe recibir libre y meritoriamente, con el auxilio
de la gracia divina, por supuesto. “¿Quién es el que a ti te hace preferible? ¿Qué tienes tú que
63 Ibíd., pp. 22-23. Al recordar que la Cuaresma es un «tiempo de gracia» (2 Co 6, 2), el papa Francisco comenta:
«Dios no nos pide nada que no nos haya dado antes» (Mensaje de cuaresma 2015, 27 de enero de
2015). 80 Ibíd., p. 27.
92
Añade, para explicarlo: «Por ejemplo, sin alimentos no podemos vivir, pero aun habiéndolos,
ellos no bastan para que viva quien se empeña en morir. Luego la ayuda de los alimentos es
indispensable para vivir, pero ellos no hacen que vivamos». En este sentido, el alimento es un
«auxilio sin el cual» no podría vivir el hombre. Cuando se come obra su efecto y es así un
«auxilio con que» el hombre se ha alimentado. «Hay, pues, no sólo un auxilio sin el cual no se hace
algo, mas también un auxilio con que se hace aquello para que se da» [SAN AGUSTÍN, De la
corrección y de la gracia, c. XII, n. 34.].
El primer auxilio se correspondería a la gracia suficiente y el segundo a la gracia eficaz.
Así se podría entender, «el aforismo tradicional tomista de que la gracia suficiente no da el agere sino
el posse»64. Significaría, como indica Marín-Sola, que la gracia actual suficiente da la capacidad
o la potencia para obrar y que la gracia eficaz daría no solo el poder sino el actuar.
El motivo de la existencia de este doble auxilio está en el doble estado en que se ha
encontrado la naturaleza humana. Explica a continuación San Agustín, que en el primero, tal
como fue creado el hombre, en el estado de justicia original o estado de inocencia, tenía una
naturaleza pura, sin pecado, y, por tanto, sus facultades ordenadas y en armonía. «Al primer
hombre, pues, quien, creado en la justicia original, había recibido la facultad de poder no pecar, poder no
morir, poder no abandonar el bien, se le concedió no el auxilio que le haría perseverar, sino el auxilio sin
el cual no podía perseverar usando de su libre albedrío». Se le daba el primer auxilio, el «auxilio sin el
cual no» o la gracia suficiente, poder con el que podía actuar su libertad y perseverar.
El hombre en estado de naturaleza caída, con las facultades sin orden ni armonía, necesita
otra ayuda superior. «Mas ahora a los santos, predestinados para el reino de Dios, por la divina gracia
no sólo se da la ayuda para perseverar, sino también la misma gracia de la perseverancia; no sólo se les
concede el don sin el cual no pueden perseverar, sino el don por el cual perseveran realmente» [SAN
AGUSTÍN, De la corrección y de la gracia, c. XII, n. 34.]. Además de la gracia suficiente necesitan
el «auxilio con que», o gracia eficaz para el acto de la operación.
En el estado de justicia original: «Dotó, pues, entonces Dios al hombre de buena voluntad, que
formaba parte de la rectitud en que fue creado; le dio, además, un auxilio indispensable para permanecer
en ella, si quería; pero el querer lo dejó al libre arbitrio de su voluntad. Podía, pues, permanecer en aquel
bien, si le placía, porque no le faltaba ayuda con que pudiera y sin la cual no pudiera adherirse con
perseverancia al bien propuesto a su voluntad». El «auxilio sin el cual no» era, por tanto, falible o
frustrable por la libertad humana, pero si no se impedía se conseguía libremente la
perseverancia
En el estado de la naturaleza caída se perdió esta gracia. De manera que «Ahora, a
quienes les falta semejante don es en castigo del pecado y a los que se les concede, se da gratis, sin mérito
previo de su parte; y con todo, por medio de Jesucristo, se concede con tanta mayor generosidad a los que
plugo a Dios concederla».
Con la gracia que recibe naturaleza caída: «no sólo se da el auxilio, sin el cual no podemos
perseverar aun queriendo, sino es tan copioso y de tal fuerza, que nos mueve a querer el bien. Ese auxilio
que nos concede Dios para obrar el bien y mantenernos firmes en él no sólo trae consigo la facultad de
hacer lo que queremos, sino también la voluntad de hacer lo que podemos». El auxilio que ahora
64 F. MARÍN-SOLA, El sistema tomista sobre la moción divina, en «La Ciencia Tomista» (Salamanca), 94 (1925), pp.
554, p. 19.
93
necesita el hombre no es sólo para poder, sino también el de hacer o actuar, porque con sus
fuerzas no puede hacer efectivo el poder que se le da.
En cambio, síi podía Adán y hubiera con sólo el auxilio que da el poder perseverar, –si no
la hubiera frustrado este primer y único auxilio– sin necesidad del auxilio del hacer. «Esta
eficacia faltó al primer hombre: tuvo lo primero, mas no lo segundo. Porque para recibir el bien no
necesitaba gracia, por no haberlo perdido aún, mas para la perseverancia en él le era necesario el auxilio
de la gracia, sin el cual no podía conseguirla de ningún modo; había recibido, pues, la gracia de poder, si
quería, pero no tuvo la de querer lo que podía, pues de haberla tenido, hubiera perseverado» [Ibíd., c. XI,
n. 32.]. El segundo auxilio, el que se da ahora al hombre en el estado de naturaleza caída, –
porque no puede con sólo el primero, por su falta de fuerzas–, es, por tanto, infrustrable.
El tipo de gracia que recibió el primer hombre: «era de tal condición (…) que podía
renunciar a él libremente o admitirlo si quería; pero no era eficaz para mover su voluntad». El hombre
en tal estado no necesitaba que se le regenerara su voluntad, si quería.
En el estado actual, el hombre puede renunciar también a la primera gracia, que da a
todos, y si la admite, por la regeneración de esta gracia, necesita además la segunda gracia,
perfeccionante de su voluntad para aquel acto. Gracia, que ya no se da a todos, sino a los que
no han rechazado la primera, y, además, es ya infrustrable para dicho acto. Por ello, esta nueva
gracia «aventaja en eficacia» a la primera y «es más poderosa, porque nos hace amar la justicia y
amarla tanto y con tal denuedo, que el espíritu vence con su voluntad los deseos contrarios del apetito
carnal» [Ibíd. c. XI, n. 31.].
94
La gracia concedida al primer hombre era, por este motivo, superior al pecado original
de Adán; y la gracia que se concede al hombre, en su estado actual de una naturaleza con una
voluntad más débil todavía por las consecuencias de pecado original y por la de los pecados
personales, es aún más poderosa.
En la Suma teológica, Santo Tomás responde a la objeción señalando esta superioridad.
«Como dice San Agustín: “el hombre en el primer estado recibió un don con el cual podía perseverar,
pero no el mismo don de la perseverancia; más ahora por la gracia de Cristo, muchos reciben el don de la
gracia, mediante el cual pueden perseverar y más tarde se les da el perseverar (De corrup. et grat. c. 12).
Y así el don de Cristo es mayor que la culpa de Adán».
La gracia, que da el mismo perseverar –la que los tomistas denominarán gracia eficaz,
conseguida por Cristo–, junto con la gracia que da el poder perseverar –denominada gracia
suficiente después–, recuperada también por Él por haberse perdido por el pecado, es superior,
por tanto, como dice San Pablo, a la que se poseía en el estado de justicia original.
En este estado de justicia original o de inocencia, el espíritu sujetaba completa y
perfectamente al cuerpo. En cambio, en el estado de naturaleza reparada por la gracia de
Cristo, aunque se ha recuperado la sujeción al espíritu de las facultades inferiores corpóreas,
porque había desaparecido totalmente en el estado de naturaleza caída, la sujeción es incompleta e
imperfecta, porque permanece la inclinación a la insubordinación [Cf. IDEM, Suma teológica, I, q.
95, a. 1; I-II, q. 82, a. 3.].
Por ello, precisa Santo Tomás, seguidamente: «Con más facilidad podía perseverar el hombre
con el don de la gracia en el estado de inocencia- en el cual no se daba rebelión de la carne al espíritu- que
nosotros ahora, cuando la reparación de la gracia de Cristo, aunque esté comenzada en la mente, aún no
está consumada en la carne; lo cual se dará en el cielo, donde el hombre no sólo podrá perseverar, sino
que, además no podrá pecar» [Ibíd., I-II, q. 109, a. 10, ad 3.].
En este último estado, en la gloria, después del juicio final, el espíritu sujetará al cuerpo,
de tal manera que no sólo recuperara el primer estado con una sujeción completa y perfecta, sino
además de manera absoluta. En el estado de inocencia, el hombre podía pecar, como de hecho
pecó; en el de la naturaleza reparada también puede y con mayor facilidad por quedar la
huella del pecado; no así en el estado de la resurrección final, porque desaparecerá la
posibilidad de pecar.
Puede decirse, que la primera clase de perseverancia, la que se poseía en el estado de
inocencia era superior al segundo tipo de perseverancia, que posee el hombre en el estado de
naturaleza reparada, aunque su gracia es mayor que en el primer estado, para que se supere la
debilidad de su naturaleza producida por el pecado. Sin embargo, habrá un tercer modo de
perseverancia, en el en cielo, que será superior a las otras dos, por ser una perseverancia
absoluta.
69 Ibíd., p. 24
70
Ibíd., p. 20 90
Ibíd.
71 Ibíd., p. 19.
72 Ibíd., p. 20.
73 Ibíd., p. 23.
74 Ibíd., p. 24.
97
X. NECESIDAD DE LA GRACIA
La naturaleza íntegra
En el tratado de la gracia de la Suma Teológica, en la cuestión titulada «De la necesidad
de la gracia», indica Santo Tomás que: «De dos modos podemos considerar la naturaleza del hombre:
primero, en su integridad (…) segundo, corrompido en nosotros después del pecado de nuestro primer
padre» [Suma Teológica, I-II, q. 109, a. 2, in c.].
Distingue, por tanto, entre la naturaleza íntegra y la naturaleza caída. El estado de
naturaleza íntegra es el de la naturaleza humana con todas sus fuerzas, e incluso con los dones
preternaturales concedidos al primer hombre y transmitibles a sus descendientes –integridad,
perfecto dominio de todas las cosas, impasibilidad, inmortalidad–, pero sin la gracia. Es un
estado hipotético, porque desde la creación del hombre y antes del pecado de Adán, Dios
había elevado, con la gracia a la naturaleza humana para que consiguiera el fin sobrenatural, a
la que la destinaba; y la había enriquecido con los dones preternaturales, que perfeccionaban
en grado eminente a la naturaleza humana en orden a este fin sobrenatural.
La naturaleza caída
El hombre con su naturaleza íntegra hubiera podido hacer todo el bien que
correspondía a la perfección de esta naturaleza. Declara explícitamente Santo Tomás: «En el
estado de naturaleza íntegra, en cuanto a la suficiencia de su virtud operativa, podía el hombre
–por sus fuerzas naturales- querer y obrar el bien proporcionado a su naturaleza» [Ibíd., I-II, q.
109, a. 2, in c.].
No así, en cambio, en el estado de la naturaleza caída, que expresa la situación en la que,
después del pecado de Adán, con la perdida de la gracia y de los dones preternaturales, quedó
la naturaleza humana. El estado de la naturaleza caída, aunque sin dones sobrenaturales y
preternaturales, no es idéntico al de la naturaleza íntegra. El pecado no le supuso al hombre la
pérdida de su naturaleza, porque sin ella el hombre pecador no hubiera sido hombre, pero sí
que le afectó y de manera que quedó corrompida o alterada su naturaleza.
Santo Tomás compara esta variación con una «herida». Al igual que ésta produce la
desorganización en el normal y regular funcionamiento del cuerpo humano, el pecado rompe
la armonía en las inclinaciones de las facultades humanas.
Al hombre, en este estado de su naturaleza, sus facultades le han quedado como en
lucha. «Todo el orden de la justicia original provenía de que la voluntad del hombre estaba sometida a
Dios, sujeción que principalmente se realizaba por la voluntad, a la cual pertenece mover todas las otras
99
partes hacia su fin. Luego de la aversión de la voluntad respecto de Dios, se siguió el desorden en todas
las restantes fuerzas del alma» [Ibíd., I-II, q. 82, a. 3, in c.].
San Agustín ya había escrito: «El alma, complaciéndose en el uso perverso de su propia
libertad y, desdeñándose de estar al servicio de Dios, quedó privada del servicio anterior del cuerpo; y
como había abandonado voluntariamente a Dios, superior a ella, no tenía a su arbitrio al cuerpo inferior,
ni tenía sujeta totalmente sujeta la carne, como la hubiera podido tener siempre si ella hubiese
permanecido sometida a Dios. Así comenzó entonces la carne a tener apetencias contrarías al espíritu.
Nacidos nosotros con esa lucha y arrastrando con nosotros el origen de la muerte, llevamos en nuestros
propios miembros y en nuestra naturaleza viciada la lucha o la victoria de la primera prevaricación» [La
ciudad de Dios, XIII, 13.].
El amor a Dios
Entre las cosas moralmente buenas que puede hacer el hombre, con una naturaleza
enferma pero no muerta, está el amar a Dios, como autor y fin de todo lo creado -atributos, que
al igual que la existencia divina, descubre con su razón-, y sobre todas las cosas y hasta sobre sí
mismo. Sin embargo, este amor, mandado en el primer principio de la ley natural y de la ley
divina, y que se puede llamar natural, es imperfecto.
Para comprender el grado de esta imperfección, es preciso tener en cuenta, en primer
lugar que el amor a Dios puede ser natural y sobrenatural. En esta misma cuestión sobre la
necesidad de la gracia, Santo Tomás los distingue de este modo: «La naturaleza ama a Dios sobre
todas las cosas en cuanto es principio y fin del bien natural; y la caridad en cuanto que es el objeto de la
100
bienaventuranza y en cuanto que el hombre constituye con Dios cierta sociedad espiritual» [Ibíd., I-II,
q. 109, a. 3, ad 1.].
Es natural en el hombre amar a Dios con amor natural más que a sí mismo, porque:
«Toda criatura en cuanto a su ser pertenece principalmente a Dios». Argumenta Santo Tomás que:
«En los seres del mundo observamos que aquello cuyo ser pertenece por naturaleza a otro, se inclina con
preferencia y más al otro que a sí mismo (…) Así, por ejemplo, la mano que se expone sin deliberación a
los golpes para la conservación de todo el cuerpo. Y como la razón imita a la naturaleza, hallamos
también esta inclinación en las virtudes sociales; y así lo propio del ciudadano virtuoso exponerse al
peligro de muerte por la conservación de toda la ciudad». Se sigue de ello que los hombres: «con
amor natural aman con preferencia y más a Dios que a sí mismos» [Ibíd., I, q. 60, a. 5, in c.].
En segundo lugar, que el amor natural a Dios puede ser perfecto o imperfecto. El amor
natural perfecto, se denomina también eficaz, porque puede subordinar todos los afectos y
actividades humanas. El amor natural imperfecto es ineficaz, porque no puede dominar los
otros afectos de la voluntad y todas las obras.
En el estado de naturaleza caída por su misma naturaleza, supuesto el concurso general
de Dios, el hombre no puede amar a Dios, como principio y fin de todos los bienes naturales,
con amor perfecto o eficaz. «En el estado de naturaleza caída el hombre falla en esto debido al apetito
racional de la voluntad, que por la corrupción de la naturaleza sigue el bien particular, a no ser que sea
restablecido por la gracia de Dios».
En cambio: «El hombre en el estado de naturaleza íntegra, ordenaba el amor de sí mismo al amor
de Dios como a su propio fin, y lo mismo el amor de todas las demás cosas, y así amaba a Dios más que a
sí mismo y sobre todas las cosas».
Por consiguiente: «El hombre en el estado de naturaleza íntegra, para amar a Dios sobre todas
las cosas con amor natural, no necesitaba un don de la gracia añadido a sus facultades naturales, aunque
necesitara que le moviera el auxilio de Dios. Pero en el estado de naturaleza caída necesita además el
auxilio de la gracia, que restablece la naturaleza» [Ibíd., I-II, q. 109, a. 3, in c.].
101
sustancia de las obras mandadas, otro en cuanto a determinado modo, a saber, en cuanto pueden
conducir al que obra al reino eterno».
En el artículo, que Santo Tomás dedica al cumplimiento de los preceptos de la ley con
el poder de la naturaleza, explica que: «De dos maneras se pueden cumplirse los mandamientos de la
ley. Uno, en cuanto a la substancia de las obras, es decir, en cuanto que el hombre hace obras de justicia
y fortaleza y otros actos virtuosos». Todavía en esta última manera se puede distinguir entre el
modo natural y el sobrenatural, según se haga por amor de Dios como autor y fin de lo creado
o por amor de Dios como autor de la gracia y de la salvación eterna. De una segunda manera:
«Pueden cumplirse los mandamientos de la ley no sólo en cuanto a la substancia de la obra, sino también
en cuanto al modo de obrar, es decir, que sean cumplidos por caridad».
Aplicando estos principios, concluye el Aquinate: «El hombre en el estado de naturaleza
íntegra pudo cumplir todos los mandamientos de la ley (…) pero en el estado de naturaleza caída no
puede el hombre cumplir todos los mandamientos divinos sin la gracia sanante» [Suma teológica, I-II,
q.109, a. 4, in c.].
El hombre, en el estado de naturaleza íntegra por su misma naturaleza, que poseía
todas sus fuerzas, y sólo con el concurso general de Dios, podía cumplir los preceptos de la ley
divina, tanto individualmente como en todo su conjunto y además en cuanto a la substancia y
en cuanto al modo, aunque al modo natural, y no por algún tiempo, sino siempre. De manera
que: «en el estado de naturaleza íntegra podía el hombre no pecar ni mortal ni venialmente» [Ibíd., I-II,
q. 109, a. 8, in c.]. La razón es porque: «de otra manera no estaría inmune de pecado, puesto que pecar
no es más que traspasar los mandamientos divinos» [Ibíd., I-II, q. 109, a. 4, in c.].
102
también ofrece dificultad el persistir por mucho tiempo en las pequeñas o mediocres (…) por la duración
de la cual se ocupa la perseverancia» [Ibíd., II-II, q. 137, a. 3, ad 2.].
76 Francisco Marín-Sola, El sistema tomista sobre la moción divina, en «La Ciencia Tomista» (Salamanca), 94 (1925),
pp. 5-54, p. 25.
77 IDEM, Nuevas observaciones acerca del sistema tomista sobre la moción divina, op. cit., pp.
328-329. 98 Ibíd., p. 329.
104
de hecho: «1. Amar a Dios con amor ineficaz o imperfecto. 2. Guardar algún mandamiento. 3. Evitar
algún pecado, y aun todos por algún tiempo. 4. Vencer las tentaciones leves. 5. No poner impedimento o
resistencia a la gracia en cosas fáciles y por poco tiempo. 6. Perseverar algún tiempo en el bien; esto es,
en cualquiera de las cinco cosa anteriores»98.
La gracia de la oración
No es extraño que Marín-Sola considere que la naturaleza en estado de naturaleza caída
pueda: «no poner impedimentos o no resistir a la gracia» 78, porque también indica que por sí
misma puede orar, olvidando, con ello, que Santo Tomás afirma que «el Espíritu Santo hace que
nosotros pidamos» [In Epistolam Pauli ad Romanos expositio, 8, lec. 5.], de manera que, tal como ya
había dicho San Agustín: «la misma oración se cuenta entre los bienes de la gracia» [SAN
AGUSTíN, Carta 194, A Sisto, IV, 16.]. En cambio, Marín-Sola afirma que la naturaleza caída:
«Si no está muerta, siempre podrá hacer algo imperfecto o fácil, por lo menos el acto de orar, que es por
su naturaleza el tipo mínimo de acto imperfecto79.
78 IDEM, Nuevas observaciones acerca del sistema tomista sobre la moción divina, op. cit., p. 326.
79 IDEM, Nuevas observaciones acerca del sistema tomista sobre la moción divina, op. cit., p. 326.
105
El no poder impedimento a la gracia no se hace de dos modos sin la gracia y con la
gracia. Siempre se hace con la gracia. Como indica Santo Tomás: «Para que Dios infunda la gracia
en el alma, ninguna preparación se exige que El mismo no realice» [Summa Theologiae, I-II, q. 112, a.
2, ad. 3.]. Igualmente, el Concilio de Trento afirmó que la disposición de los hombres para la
justificación se realiza «cuando movidos y ayudados por la gracia divina (…)
se dirigen libremente hacia Dios». También en el nuevo Catecismo se
declara explícitamente que: «La preparación del hombre para acoger la gracia
80 Estas notas, al igual que otras muchas de este tema, están tomadas, en su mayoría de las lecciones del profesor
Eudaldo Forment.
81 Cf. ALBERTO BONET, La filosofía de la libertad en las controversias teológicas del siglo XVI y primera mitad del XVII,
Barcelona, Imprenta Subirana, 1932, p. 171.
82 FRANCISCO CANALS, En torno al diálogo católico-protestante, Barcelona, Editorial Herder, 1966, pp. 66-67.
106
El Papa no definió ni se pronunció por ninguna de las dos soluciones presentadas, pero
impuso prudencia y moderación en las críticas mutuas. En el documento que envió al Maestro
de la Orden Dominicana y al General de la Compañía de Jesús (5 de septiembre de 1607), se
decía: «En el asunto de los auxilios, el Sumo Pontífice ha concedido permiso tanto a los disputantes
como a los consultores, para volver a sus patrias y casas respectivas; y se añade que Su Santidad
promulgará oportunamente la declaración y determinación que se esperaba. Mas por el mismo Santísimo
Padre queda con extrema seriedad prohibido que al tratar esta cuestión nadie califique a la parte opuesta
a la suya o la note con censura alguna…Más bien desea que mutuamente se abstengan de palabras
demasiado ásperas que denotan animosidad»83.
Comenta Canals que: «Al calificar como opinables a los dos sistemas que mantienen tesis que
se oponen entre sí “contradictoriamente”, según afirma Gredt respecto de la “predeterminación física” y
de su negación, de la que se sigue la afirmación de la “ciencia media”, no se quería evidentemente
imponer ni un escepticismo metafísico, ni mucho menos la simultánea afirmación de tesis
contradictorias»84.
La demora en la resolución no implicaba: «diferir una definición sobre materias dogmáticas,
sino a no dar todavía sentencia sobre la compatibilidad y coherencia con el misterio revelado de alguna
de las dos explicaciones teológicas, que se apoyaban como en instrumento subordinado a la fe en
concepciones metafísicas opuestas» 85.
El molinismo y el bañecianismo
En su intento de salvar el libre albedrío, que parece que quede afectado con la recepción
de la gracia, el jesuita Luis de Molina (1535-1600), en su obra Concordia del libre arbitrio con los
dones de la gracia y con la presciencia, providencia, predestinación y reprobación divinas, estableció
cuatro tesis fundamentales, dos filosóficas, que apoyaban a dos teológicas, las primeras en el
orden de la ejecución de los actos humanos, las segundas en el de la intención divina.
La primera tesis filosófica, en el orden de la ejecución, es la del «concurso simultáneo»,
la segunda, que se sigue de la anterior, en el orden de la intención de Dios es la de «ciencia
media». Las dos doctrinas filosóficas fundamentan respectivamente dos tesis teológicas.
La primera tesis teológica, también en el orden de la ejecución humana, es la de la
«gracia versátil» o indiferente, que por el libre albedrío se convierte en eficaz y, por ello, es una
gracia con una eficacia extrínseca o por otro. La segunda tesis teológica, que a su vez se apoya
en la ciencia media es la de la predestinación del hombre «después de previstos los medios»
de cada hombre.
83 Dz 1090. «In negotio de auxiliis facta est potestas a Summo Pontifice cum disputantibus tum
consultoribus redeundi in patrias aut domus suas : additumque est, fore, ut Sua Sanctitas declarationem et
determinationem, quae exspectabatur, opportune promulgaret. Verum ab eodem Ss. Domino serio admodum
vetitum est, in quaestione hac pertractanda ne quis partem suae oppositam aut qualificaret aut censura quapiam
notaret… Quin optat etiam, ut verbis asperioribus amaritiem animi significantibus invicem abstineant» (DS 1997).
84 FRANCISCO CANALS, Gracia y salvación, en Miscelánea, Barcelona, Editorial Balmes, 1997, pp. 215-238, p. 216.
Cf. J. GREDT, Elementa philosophiae aristotelico-Thomisticae, Barcelona, Herder, 1951, 2 vols., v. II, n. 874, 2. pp.
295297.
85 Ibíd. p. 217.
107
Siguiendo a Santo Tomás, Domingo Báñez (1528-1604), frente a Molina, presentó otras
cuatro tesis opuestas e irreductibles a las molinistas. Muchos tomistas, como Reginald
GarrigouLagrange (1877-1964), consideran que expresan completa y fielmente el pensamiento
del Aquinate86. Otros, como Francisco Marín-Sola (1873-1932), afirman que en las cuatro tesis
de Báñez, hay el elemento accidental de incluir siempre la infalibilidad e infrustrabilidad.
Hacen con ello: «al tomismo más radicalmente opuesto al molinismo, pero no eran, en
realidad, necesarias, ni para defender el edificio tomista ni para combatir el molinismo»87.
La primera tesis filosófica de Báñez, en el orden de la ejecución, es la de la «premoción
física», enfrente del concurso simultáneo. La segunda filosófica, en el orden de la intención,
frente a la ciencia media, es la de los «decretos divinos predeterminantes».
A su vez, la primera tesis teológica, en el orden de la ejecución, la de la «eficacia
intrínseca de la gracia», de manera opuesta a la de la eficacia extrínseca. La segunda,
correspondiente al orden de la ejecución es la de la predestinación «antes de los méritos
previstos», en contra a la de después de previstos los méritos.
86 R. Garrigou-Lagrange, «De Comoedia banneziana et recenti Syncretismo», en Angelicum (Roma), 23 (1946), pp.
3-29.
87 FRANCISCO MARÍN-SOLA, «Respuesta a algunas objeciones acerca del sistema tomista sobre la
moción divina», en La Ciencia Tomista (Salamanca), 97 (1926), pp. 5-74, p. 72. Añade que estas adiciones
accidentales: «En cambio, hacían muy difícil la defensa de una gracia verdaderamente suficiente y de la
responsabilidad del hombre en el pecado, y podían dar, por tanto, pretexto de calumniosas acusaciones de
jansenismo y calvinismo» (Ibíd.). Cf. Michael D. Torre, God’s Permission of Sin: Negative or Conditioned Decrre?. A
Defense of the Doctrine of Francisco MarínSola, O.P., based on the Principles of Thomas Aqinas, Studia Friburgensia, nº
107, Fribourg, Academic Press Fribour, Editions Saint-Paul Fribourge Suisse, 2009.
108
Theologiae, II-II, q. 2, a. 1, in c.]. Estas cuatro «opciones» se pueden sostener, porque la Iglesia no
excluye la libertad o pluralidad de filosofías, aunque se puede pronunciar sobre la
compatibilidad y coherencia con las verdades de fe que enseña.
A este respecto, advierte también Canals, en primer lugar, que: «En torno a “los auxilios
de la divina gracia” (…) se implicaron cuestiones que en realidad pertenecían a dos líneas
temáticas diversas. Se referían unas a temas pertenecientes a la fe: tales eran las que se referían
a la gratuidad y carácter “antecedente” a la previsión de los méritos, de la providencia salvífica
de Dios, y a la eficacia de la gracia “por sí misma e intrínsecamente”. Otras cuestiones, de un
orden distinto, en el plano de la explicación teológica y de los instrumentos metafísicos de ésta,
se referían a la respectiva afirmación y negación, por los dominicos y los jesuitas, de la
“predeterminación física” y al correlativo rechazo o posición de una “ciencia media” sobre los
futuros condicionados»88.
En segundo lugar, nota Canals algo muy importante y muy ignorado: la formula que se
encuentra en el documento enviado por el Papa a los dominicos y a los jesuitas no afectó a la
verdad de la eficacia intrínseca y por sí misma de la gracia. Paulo V pocos años después
(alocución 26-VI-1611) daba la siguiente razón para el aplazamiento: «Diferimos las cosas en
este asunto (…) porque si una y otra parte convienen en la substancia con la verdad católica,
esto es, que Dios con la eficacia de su gracia nos hace obrar y hace que nosotros pasemos de no
querer a querer y dobla y cambia las voluntades de los hombres, de lo que se trata en esta
cuestión, pero sólo son discrepantes en el modo, porque los Dominicos dicen que
predetermina nuestra voluntad físicamente, esto es real y eficientemente, y los Jesuitas
mantienen que lo hace congrua y moralmente, opiniones que una y otra se pueden defender»89.
Este texto es una prueba de que no se discutía la eficacia intrínseca de la gracia, porque:
«por las palabras de Paulo V, se suponía que las dos partes enseñaban que Dios “con la
eficacia de la gracia nos excita a obrar y hace que queramos y doblega y cambia las voluntades
de los hombres”» 90.
El congruismo
Una confirmación de ello es que, como ya había recordado Canals: «En las disputas de
auxiliis la escuela molinista no defendió sus posiciones más radicales –diríamos, tal vez, las
más características-, sino el sistema “congruista” bellarmino-suareciano, que reconoce la
independencia y anterioridad de la elección divina respecto de la previsión de los méritos del
98 MARCELINO OCAÑA GARCÍA, Molina (1535-1600), Madrid, Ediciones del Orto, 1995, p.49. En otra
obra de gran extensión, después de citar el texto de la decisión de Paulo V, escribe lo siguiente: «Era el 18 de
agosto, fiesta de San Agustín, de 1607. Los jesuitas lo celebraron con las palabras Molina Victor!. Molina, como
sabemos, había fallecido siete años antes. Su triunfo, pues, después de tantos sinsabores, había fallecido siete años
antes. Su triunfo, pues, después de tantos sinsabores y condenas pudo haber merecido la condecoración póstuma
de la tenacidad, como otro Cid, vencía después de muerto». Añade a continuación esta cita: «Lo cierto era que
Molina, y con él la Compañía, había triunfado. Acusado de hereje, no sólo se le permitió sostener su doctrina, sino
que ni una sola de sus proposiciones fue censurada o corregida» (MARCELINO OCAÑA, Molinismo y libertad,
Córdoba, Publicaciones Obra Social y Cultural CajaSur, 2000, p. 176).
99 P. RAÚL de Scorrialle, S.I., El P. Francisco Suárez de la Compañía de Jesús, Barcelona, E. Subirana, 1917, 2 vols., v.
I, p. 434.
100 Ibíd., pp.. 434-435. Scorraille quita importancia a estos hechos, que ratifican que el desenlace de la
controversia se tomó como la victoria del molinismo por no ser condenado, comentando: «Hoy tomamos a risa
aquellas pasiones de antiguas edades» (Ibíd., p. 435).
101 Cf. Acta omnia congregationum ac disputationum quae coram SS. Clemente VIII et Paulo V summus
pontificius sunt celebrate ein causa et controversia illa magna de auxiliis divinae gratiae, Lovai 123 FRANCISCO
CANALS, Gracia y salvación, op. cit., p. 224.
112
precisamente en nombre de esta eficacia “intrínseca” los dominicos rechazaban la doctrina de
la “ciencia media” y exigían la afirmación de la “predeterminación física” (…) a los jesuitas les
parecía la tesis de Báñez de la predeterminación física y los decretos predeterminantes
incompatible con el albedrío dogmáticamente definido en Trento, y conexa con las doctrinas de
Lutero y de Calvino»123 .
La conclusión del Papa sobre las disputaciones de auxiliis, añade Canals, quedó
completamente desdibujada y: «los tópicos de la evolución de las ideas al compás de los
tiempos, tenderían a presentar, cual si fuese la doctrina reconocida como de libre discusión en
la Iglesia y asumida oficialmente por la Compañía de Jesús, no ya la negación de la
“predeterminación física” y la consiguiente afirmación de la “ciencia media”, sino
precisamente la negación del carácter gratuito y antecedente de la predestinación y de la
eficacia intrínseca de la gracia»102.
A la Compañía, en resumen, según Canals, esta equivocación, asumida
involuntariamente y reforzada por los «tópicos» epocales, llevó, a tener como algo propio, lo
nuclear del molinismo: la negación, en Teología, de la eficacia intrínseca de la gracia y la
afirmación, en filosofía, la doctrina del concurso simultáneo. También aquí, en la Compañía de
Jesús: «Parece darse una tendencia a considerar como propio de su espíritu y tradición aquello
en que los autores jesuitas difieren y se oponen a la tradición de las escuelas anteriores, en
especial a la escuela tomista, característica de la Orden de Predicadores»125.
La estrategia
Para Scorraille, en cambio, el molinismo de la Compañía de Jesús, no se debió a una
confusión posterior, sino a una doctrina asumida desde el principio. El presentar el
«congruismo» en las congregaciones de auxiliis: « no fue sino una actitud circunstancial,
explicable por la presión de los adversarios y por la orientación que bajo el papa Clemente VIII
se dio al examen de la obra de Molina»103.
Confiesa el biógrafo de Suárez que: «con sentimiento hemos de decirlo», el sistema del
congruismo, «que quita la corona y mutila tan tristemente la idea de Molina, le abrazaron y
sustentaron en aquel tiempo varios de los más eminentes Jesuitas, y especialmente Bellarmino
y Suárez, y con ellos Aquaviva; y aun fue presentado como doctrina de la Compañía, e
impuesto muy luego en la enseñanza de sus escuelas» 104.
Suárez, que contribuyó a la elaboración y defensa del congruismo, no obstante
reconoció que la posición del molinismo es «probable, aunque menos probable, según su
parecer que la que él defiende». Por ello, cree Scorraille que, por el «deseo de Aquaviva y el
parecer de Bellarmino» y siendo «tan obediente y modesto», a Suárez: «mucho más fácil había
102 Ibíd.,
p. 223. 125 Ibíd., p.
226.
103 FRANCISCO CANALS, En torno al diálogo católico-protestante, Barcelona, op. cit., p. 64.
104 P. RAÚL de Scorrialle, S.I., El P. Francisco Suárez de la Compañía de Jesús, op. cit., v. I, p. 440.
113
de ser para él una acomodación a las circunstancias, que si hubiera tenido que dejar una
opinión que juzgara cierta por otra falsa a su juicio»105.
Al asumir la nueva explicación del congruismo de Bellarmino, «Suárez veía también que
su opinión tenía mayor valor defensivo, y se felicitaba por ello de haberla seguido». Por esta
actuación de la Compañía en la controversia, que era «una estrategia de circunstancias», Suárez
habría podido: «llegar a dejar la opinión que había traído de España, para seguir la de un
compañero de más edad que él y que gozaba de grande autoridad». Claro está que también
podía haber pasado del sistema molinista al de Bellarmino «por persuasión» o convencimiento
106
.
La conclusión de Scorraille es que: «Sea lo que fuere de su juicio interior, es de lamentar
que él mismo, y sobre todo, aquellos cuyo influjo o autoridad pudo moverle, se adhiriesen a
una doctrina más común ciertamente en su tiempo, pero que en adelante se había de
desacreditar cada vez más. Quizá se facilitó así la defensa de Molina, atentas las ideas
dominantes de aquel tiempo»107.
No sólo los molinistas interpretaron la posición de la Compañía en la controversia
como una estrategia, sin sorprendentemente mostrar reparos ni bochorno, sino también desde
el bañecianismo. Según escribe un tomista historiador de los hechos: «La tendencia, que muy
pronto se reveló en la Compañía, de hacer del pensamiento algo corporativo, y actuar en la vida
intelectual, como en la vida práctica y regular, dio relieve a Molina y puso a su Orden en el
peligro de ser condenada con su libro famoso. Él se libró, y la Compañía pasó por días
amargos, que su táctica le había proporcionado. Justamente la Iglesia evitó envolver a toda una
Orden, por tantos títulos ilustre, en el estigma de una condenación que sólo debía alcanzar a
un particular, a todo lo más. Las mismas señales de regocijo con que celebraron su limitada
libertad, son muy semejantes al regocijo del reo en capilla, que recibe el indulto pocos
momentos antes de ser ejecutado» 108.
El concurso simultaneo
Molina, en su obra Concordia, reconoce que todas las criaturas, que han sido creadas por
Dios, necesitan su influjo directo para permanecer en la existencia y también lo requieren
cuando actúan o causan. Dios es causa primera y las criaturas en cuanto que son causas, causas
segundas, pero necesitan la ayuda o colaboración de Dios para producir un efecto. «Actuar sin
recibir ayuda es propio de Dios y esto supera toda virtud creada, porque tanto la naturaleza,
como la operación de toda virtud creada, dependen de otra cosa» [ LUIS DE MOLINA,
109 ALBERTO BONET, La filosofía de la libertad en las controversias teológicas del siglo XVI y la primera mitad del
XVII, Barcelona, Imprenta Subirana, 1932, p. 105. Véase:FORTUNAT STROWSKI, Pascal et son temps, París, Plon,
110 , 4ª ed. t. I, p. 252,
111 MARCELINO OCAÑA, Molinismo y libertad, Córdoba, Publicaciones Obra Social y Cultural CajaSur,
2000, p. 15. 134 MELQUÍADES ANDRÉS MARTÍN, «Pensamiento teológico y vivencia religiosa en la Reforma
Española», en Historia de la Iglesia en España, dirigida por Ricardo García Villoslada, Madrid, BAC, 1979, Vol. III,
tom. 2, pp.
112 -362, p. 301.
113 MARCELINO OCAÑA, Molina (1535-1600), Madrid, Ediciones del Orto, 1995, p. 56.
115
Concordia liberi arbitri cum gratiae donis, divina praesciencia, providentia, praedestinatione, et
reprobatione, II, disp. XXV, 18.].
La ayuda de Dios es por medio de su «concurso», que tiene cinco características. La
primera es que es inmediato. «Dios concurre inmediatamente ─por inmediación de supuesto─
con las causas segundas en sus operaciones y efectos de tal manera que, al igual que la causa
segunda realiza inmediatamente su operación y, por medio de ella, produce su efecto o fin, así
también, a través de su concurso general Dios influye inmediatamente con la causa segunda
sobre la misma operación y, por medio de esta operación o acción, produce el efecto o fin de la
causa segunda»[ Ibíd., II, XXVI, 5.].
La segunda es que es físico. No por vía de invitación, recomendación o ayuda moral,
sino como el influjo de una causa eficiente a su efecto.
La tercera es que concurso no es previo a la causa segunda, sino simultáneo. «Con su
concurso general Dios influye como causa universal con un influjo indiferente sobre acciones y
efectos distintos, siendo este influjo determinado ─en relación al género de estas acciones y
efectos─ por el influjo particular de las causas segundas, que difiere en función de la
diversidad de cada virtud para actuar»[ Ibíd., II, XXVI, 11.].
Precisa que, con ello se respeta la libertad humana, porque añade que: «Si esta causa es
libre, entonces en su propia potestad estará influir de tal modo que se produzca una acción
antes que otra ─por ejemplo, querer algo en vez de rechazarlo, andar en vez de estar sentado,
producir un efecto en vez de otro, es decir, un artefacto en vez de otro─ o incluso suspender
totalmente su influjo para que no se produzca ninguna acción. Así el concurso general de Dios
resulta determinado por el concurso particular de las causas segundas»[Ibíd].
Para Molina, tal como explica el Dr. Ocaña: «El concurso debe ser simultáneo: de
ninguna manera puede preceder a la acción de la causa segunda; no se trata de que Dios
mueva a la causa segunda, -como si fuera una marioneta o un instrumento cualquiera en sus
manos-, para que ésta produzca un determinado efecto; sino que ha de haber una perfecta
sincronía en la acción de Dios y de la creatura, de modo tal que ambos realicen la misma
acción. El concurso, en cualquier caso, no recae sobre la causa segunda, sino que es él mismo
causa –“concausa”-, del efecto de la creatura» 114.
El concurso, además de simultáneo, es, en cuarto lugar, general o indiferente. En su
indeterminación se acomoda a cada naturaleza y es ésta la que proporciona su determinación
la que lo dirige al fin concreto y singular.
Tanto el concurso general de Dios como el particular de las criaturas son concausas,
causas parciales de un mismo efecto. «Concurrir no es otra cosa que coincidir con alguien para
la realización de un mismo único efecto»115. El concurso simultáneo implica la consideración de
las dos causas como coincidentes para la realización de un mismo efecto.
Por último, su eficacia es extrínseca. Carece de eficacia intrínseca, porque el concurso es
necesario, pero no es suficiente. Dios es capaz de obrar sin ninguna ayuda, pero de hecho no lo
Ser y obrar
Domingo Báñez (1528-1604), frente a un «oscurecimiento»117, en su época, de la doctrina
del ser –que descubrió Santo Tomás, la más nuclear de su sistema filosófico y que contiene
como en germen todo lo demás del mismo– la expuso con toda claridad[ DOMINGO BÁÑEZ;
Scholastica Commentaria in primam partem Summae Theologicae, ed. L. Urbano, MadridValencia,
AEDA., 1934, vol. I, , In I, q. 3, a. 4, p. 141ª.]. Redescubrió y comprendió la original explicación
del Aquinate y ello le permitió afirmar y defender la doctrina tomista de la premoción física,
que es una de sus consecuencias.
En las exposiciones de Santo Tomás sobre la creación, se afirma siempre que todo lo
creado sin Dios es impensable. De manera precisa, enseña que por completo lo creado depende
de Dios absolutamente en todo. Lo que equivale a decir que la criatura, por ser tal, necesita de
la acción actual de Dios. En consecuencia, la criatura abandonada a sí misma volvería a la
nada.
Desde esta situación de total dependencia de la criatura, sostiene el Aquinate que el
obrar de las criaturas depende también de Dios. La dependencia consiste en que todo agente
creado para ser causa de algo necesita recibir el poder de Dios. Ningún agente creado puede
producir por sí mismo ningún efecto, ni, por tanto, un nuevo ente, con un ser propio como
toda entidad.
Tal imposibilidad se debe a que en los entes creados su ser propio no está contenido
intrínsecamente en su esencia. El ser –causa eficiente de la misma existencia, o del hecho de
estar presente en la realidad y también causa formal de los constitutivos de la esencia, o lo que
se expresa en la definición de las cosas– no es uno de sus contenidos intrínsecos y necesarios
de la esencia o naturaleza de las cosas, ni, por ello, está en su poder operativo.
En las criaturas, el ser es recibido y así poseído por la esencia, su otro constitutivo,
según su capacidad. Cuando el ente creado, constituido por esencia y ser propio, actúa, el ser
que ha producido como agente no lo ha podido producir por sí mismo, sino por Dios –
simplicísimo o sin composición alguna–, que no tiene el ser recibido sino que lo es. Dios es el
117 C. FABRO, L’Obscurissement de l’esse dans l’école thomiste, en«Revue Thomiste» (París), 58 (1958), pp. 443-472.
119
mismo ser. El ser producido en el obrar de la criatura, por tanto, no es por poder propio, sino
por un poder recibido de Dios.
Argumentaba Santo Tomás que: «Lo que es tal por esencia es causa de lo que es tal por
participación, como el fuego es la causa de todo lo encendido. Únicamente Dios es ente por su
propia esencia, y todo los demás entes lo son por participación, porque solamente en Dios el
ser es su esencia. Según esto, el ser de cualquier existente es efecto propio de Dios, de modo
que todo el que da el ser a una cosa lo hace en cuanto obra por virtud divina» [ Summa contra
gentes,
III, c. 66.].
En todo ente creado Dios actúa como causa primera y la criatura como causa segunda,
subordinada a ella. Dios es la causa primera del ser de lo producido y el agente creado causa
segunda. Dios, por tanto, obra en todo el que obra. Es así causa y en el sentido de causa
extrínseca eficiente primera.
En los agentes creados, que actúan, interviene la acción de Dios, pero no formalmente,
como causa formal, como lo es la esencia, ni menos como sujeto o causa material. Las causas
intrínsecas, que intervienen en la acción son las propias del agente. Dios, como causa eficiente,
hace pasar del estado de potencialidad de obrar, que tienen las cosas cuando no obran, al de
actualidad, que tienen al obrar e igualmente en el modo concreto en que lo hacen.
La moción divina, o la acción de Dios para hacer obrar, penetra en lo más profundo del
agente y de su acción, en su ser y así puede dar el ser y, lo da, por tanto, por virtud divina.
Explícitamente afirma Santo Tomás: «El ser es el efecto propio del primer agente, es decir, de
Dios y todos cuanto dan el ser lo dan en cuanto obran por virtud divina»[ Ibíd.].
La acción de la criatura, dadora de ser, procede totalmente de Dios, pero también de la
criatura; de Dios como causa primera, de la criatura como causa segunda, dependiente de la
primera. Dios obra en y por todas las criaturas, aunque de un modo diferente de ellas, como
causa primera de su obrar, y de manera analógica de la causalidad propia de las causas
segundas.
Por este carácter dependiente de los entes en su entidad y en su actuación, que hace que
pueda decirse que la dependencia es constitutiva de la criatura en todos sus ordenes, la moción
de Dios es intrínseca, porque actúa en el constitutivo del ente más profundo, el ser propio y
proporcionado a esencia o naturaleza. Por el acto de la moción divina, la operación brota del
ser del ente como si fuera un fruto, que se manifiesta según su naturaleza118.
La moción divina que actúa en lo más radical y fundante del ente, en el ser, no elimina
la causalidad de la criatura sino que la posibilita y la sostiene. Las criaturas creadas no son una
ocasión para que Dios actúe, sino verdadera causa real de sus propias operaciones, aunque
segundas. Dios actúa como Causa primera y el agente creado como causa segunda. De manera
que la acción de la criatura, procede de dos agentes: de la misma criatura, que realmente obra y
de Dios que también obra o actúa para la acción de la criatura. El obrar de la criatura tiene el
118 Cfr. CARLOS CARDONA, El acto de ser y la acción criatural, en «Scripta Theologica» (Pamplona), X/3
(1978), pp. 1081-1082; y Ramón García de Haro, La libertad creada, manifestación de la omnipotencia divina, en «Atti
del VII Congresso tomistico Internazionale», Librería Editrice Vaticana, 1982, vo. VI, pp. 45-72.
120
carácter de auténtica y total causa, porque, aunque actúa como causa segunda, actúa como
causa. También Dios es auténtica y total causa del obrar de la criatura, porque lo es como
Causa primera.
Báñez denomina a la moción divina premoción, porque la acción de Dios es previa a la
acción de la criatura, como toda causa es anterior a su efecto. Es, por tanto, una previa moción
o premoción. Además de ser anterior, la premoción es intrínseca, por actuar como el más
íntimo agente; es inmediata, porque interviene directamente en la acción, desde el principio
hasta el final; y es física, porque actúa como causa eficiente con su propia acción, de una
manera real y eficaz, no de una manera atractiva o persuasiva.
La predeterminación física
La moción divina, como explica Báñez, actúa también en las acciones libres humanas.
No obstante, con esta aplicación de la tesis de la premoción divina, que se sigue de la
metafísica tomista del ser, no queda negado el libre albedrío. La premoción de Dios no ni
disminuye ni destruye la libertad. Dios actúa sobre la voluntad al igual que sobre cualquier
otro agente creado.
La voluntad no es una excepción a la acción de Dios en el mundo, a la divina moción y
lejos de impedir la libertad, la moción divina la causa. Dios produce no sólo la acción de la
criatura en lo que tiene de ser, sino también su modo de ser. Causa el acto voluntario y su
modo de ser libre. Para que la voluntad se autodetermine, es necesaria la moción de Dios.
La acción predeterminante divina hace que la voluntad sea verdaderamente libre. La
razón es porque: «Si, la voluntad de Dios es eficacísima, se sigue que no sólo se producirá lo
que Él quiere, sino también del modo que Él quiere que se produzca. Dios con objeto de que
haya orden en los seres para la perfección del universo, quiere que unas cosas se produzcan
necesaria y otras contingentemente, y para ello vinculó unos efectos a causas necesarias, que
no pueden fallar y de las que forzosamente se siguen, y otros a causas contingentes y
defectibles. El motivo, pues, de que los efectos queridos por Dios provengan de modo
contingente, no es porque sean contingentes sus causas próximas, sino porque debido a que
Dios quiso que se produjesen de modo contingente, les deparó causas contingentes»[ Summa
Theologiae, I, q. 19, a. 8, in c.] .
Ni la necesidad, ni la contingencia de las cosas acontecen fuera de la voluntad divina. El
origen de la necesidad y contingencia de las criaturas está en la eficacia de la acción de la
voluntad divina, que produce su acción y el modo necesario o el modo contingente o libre de
la misma. No hay nada que se sustraiga del poder de Dios, que no dependa de Él. La voluntad
divina es la causa de todo acto contingente y de todo acto necesario, y, por tanto, de lo libre y
lo no libre. Todo actúa tal como quiere Dios y del modo que quiere.
Sin embargo, parece que la predeterminación de Dios destruya la libertad. «La voluntad
de Dios no puede ser impedida, porque dice el Apóstol: “Quien, pues, resiste a su voluntad”
(Rom 9, 19). Luego la voluntad de Dios impone necesidad a las cosas que quiere» [Ibíd., I, q. 19,
a. 8, ob. 2.].
121
La respuesta de Santo Tomás es que: «Precisamente porque nada se resiste a la voluntad
divina, se sigue que no sólo sucede lo que Dios quiere que suceda, sino que sucede de modo
necesario o contingente, a la medida de su querer» [Ibíd., I, q. 19, a. 8, ad 2.]. Con su
predeterminación en la voluntad libre, Dios no destruye la libertad de esta causa segunda, sino
que la produce y la garantiza.
El afirmarse que la acción humana predeterminada por Dios es libre no es
contradictorio, porque: «Se ha de notar que el dominio que ejerce la voluntad sobre sus actos, y
que le da el poder de querer o no querer, excluye la determinación de la virtud a una cosa y la
violencia de la causa exterior. Sin embargo, no excluye la influencia de la causa superior, de
quien ella recibe su ser y su obrar. Y, por consiguiente, existe siempre la causalidad de la causa
primera, que es Dios, respecto de los movimientos de la voluntad» [Suma contra gentiles, I, c.
68.].
Es innegable que la doctrina tomista de la predeterminación física de la libertad, tanto
en el orden natural como en el sobrenatural de la gracia, es totalmente opuesta a la del
molinismo. La razón profunda del antagonismo está en la manera que concibe Molina la
libertad. Considera que debe ser absoluta y, por ello, sus notas constitutivas son «la
indeterminación, la independencia y la autonomía»119. Báñez, siguiendo a Santo Tomás afirma
que la libertad es participada, y, por tanto, recibida. Está así ligada a Dios como todas las
criaturas y como cualquiera de ellas cuando actúa lo hace como causa segunda. Además, de no
estar totalmente indeterminada, porque necesariamente quiere el bien, que deberá elegir en su
concreción y en los medios, la libertad tampoco no es independiente de Dios. Está libertad,
aunque recibida, es auténtica libertad; en cambio, una libertad irrecepta o totalmente
independiente no es posible.
APÉNDICE:
SANTO TOMÁS Y SANTA TERESITA DEL NIÑO JESÚS
123
ser movida por Dios a obrar… ya que ningún ser creado puede producir cualquier acto a no ser por
la virtud de la moción divina» (STh I,109,9). Por tanto, «la acción del Espíritu Santo, mediante la
cual nos mueve y protege, no se limita al efecto del don habitual [gracia santificante, virtudes y
dones], sino que además nos mueve y protege juntamente con el Padre y el Hijo» (I,105,5 ad
2m). Esta doctrina expresa la enseñanza de la Biblia y de los Concilios, como ya vimos (61 y
68), en la que se afirma que es Dios quien obra siempre en nosotros y con nosotros el querer y el
obrar el bien, y que es la gracia la que causa la obediencia de nuestra voluntad (Flp 2,13;
Indículo, c. 6; Orange II, c. 6; Trento ses. 6,16). No parece, pues, compatible con esa enseñanza la
de Molina, según el cual, infundido el hábito de la gracia, «es suficiente el concurso general de
Dios para realizar actos sobrenaturales de fe», esperanza y caridad (Concordia q.14, a.13,
resp.8).
La moción de Dios no suprime la libertad del hombre, sino que la causa y activa. Es
posible el pecado, la resistencia a la gracia, en la medida en que Dios lo permite.
Y la docilidad del hombre a la gracia es un acto libre y meritorio asistido por la gracia.
Por eso, como enseña Trento, «no puede decirse que el hombre mismo no hace nada en
absoluto al recibir aquella inspiración, puesto que puede también rechazarla; pero tampoco sin la
gracia de Dios puede moverse, por su libre voluntad, a ser justo ante Él» (ses.6, 5). Dice Santo
Tomás: «Dios no nos justifica sin nosotros, porque por el movimiento de la libertad, mientras
somos justificados, consentimos en la justicia de Dios. Sin embargo, aquel movimiento no es
causa de la gracia, sino su efecto. Y por tanto toda la operación pertenece a la gracia» (I-II,111, 2
ad 2m).
Y aquí lo explica más: «el libre albedrío es causa de su propio movimiento, pues el
hombre se mueve a sí mismo a obrar por su libre albedrío. Ahora bien, la libertad no requiere
necesariamente que el sujeto libre sea la primera causa de sí mismo; como tampoco se requiere
para que una causa sea causa de otra el que sea su causa primera. Dios es la causa primera que
mueve, tanto a la causas naturales [no libres], como a las causas voluntarias [libres]. Y de igual
manera que al mover a las causas naturales no impide que sus actos sean naturales, así al
mover a las voluntarias tampoco impide que sus acciones sean voluntarias [esto es, libres], sino
que más bien hace que lo sean, pues Él obra en cada criatura según su propio modo de ser» (I,83,1
ad 3m).
La gracia es eficaz por sí misma, intrínsecamente.
El paso del teocentrismo cristiano bíblico y tradicional al antropocentrismo moderno
deja a la mayoría de los cristianos ignorantes de esta verdad grandiosa. Cuántas veces los
creyentes, psicológicamente, se captan hoy a sí mismos como si fueran causa de su ser, o como
si al menos fueran causa de su propio actuar. Así pensaba Leonardo Leys, S. J., Lessius (1554-
1623), profesor en Lovaina, molinista puro, para quien el sí o el no de la voluntad a la gracia «nace
de la elección sola de la libertad, y no de la diversidad del auxilio preveniente» de la gracia («ex
sola libertate illud discrimen oritur, ita ut non ex diversitate auxilii prævenientis») (De gratia
efficaci). Si así fuera, la libertad humana es la que haría eficaz la gracia divina.
La enseñanza de la Escritura y de los Concilios nos asegura que no es el acto autónomo
de la libertad el que da eficacia a la gracia, sino que, como dice Trento, es «Cristo Jesús, como
124
cabeza sobre los miembros, quien continuamente (iugiter) influye su virtud [gracia] sobre los
justificados, virtud que antecede siempre a sus buenas obras, las acompaña y sigue» (Sess.
6,16). De otro modo la Causa divina, primera y universal, no sería también causa primera del acto
libre del hombre, no produciría todo el ser y todas las diferencias del ser. Y el acto humano libre,
lo más precioso del universo creado, le quedaría substraído, y sólo tendría su causa en el
hombre. Lo cual es un gravísimo error filosófico y teológico.
Cito a dos Doctores de la Iglesia. San Roberto Belarmino, S. J. (1542-1621), como ya
vimos, condena como gran error pensar que «la eficacia de la gracia se constituye por el
asentimiento y la cooperación humana». Y San Alfonso María de Ligorio (1696-1787), afirma
igualmente la existencia de «la gracia intrínsecamente eficaz con la que nosotros
infaliblemente, aunque libremente, obramos el bien… No puede negarse que San Agustín y
Santo Tomás han enseñado la doctrina de la eficacia de la gracia por sí misma y por su propia
naturaleza» (Tratado de la oración… II p., cp. IV).
El dominico Billuart (1685-1757), señala las diversas explicaciones teológicas de esta
realidad, y concluye: «pero que la gracia es eficaz por sí misma e intrínsecamente, lo
enseñamos los tomistas como un dogma teológico íntimamente conexo con los principios de la
fe…, y con nosotros todas las escuelas, a excepción de la molinista» (De Deo, dis. VIII, a.5).
El padre Ch. Baumgartner, S. J.: «siempre que obramos bien, la razón última no es la
elección humana, sino la elección y predilección divinas… Si la gracia de Dios es eficaz, la
razón última de esta eficacia no puede venir del consentimiento del hombre, sino de la
voluntad y del amor de Dios» (La gracia de Cristo, Herder, Barcelona 1968, 371, 396).
Solo Dios puede mover y cambiar infaliblemente la libertad humana sin violentarla.
«El corazón del rey, como una corriente de agua, está en manos de Dios, que lo puede dirigir a
donde quiera» (Prov 21,1). La Escritura, los Concilios, la Liturgia enseñan esta verdad con gran
frecuencia, concretamente en oraciones de petición. Sin embargo, «algunos, que no entienden
cómo Dios puede causar la moción de la voluntad en nosotros sin lesionar la libertad de la
voluntad, interpretan mal [estas enseñanzas de la Escritura], entendiendo que Dios causa en
nosotros el querer y el obrar en cuanto que causa en nosotros la virtud de querer [virtutem
volendi, la voluntad], pero no en cuanto que nos haga querer eso o lo otro… Éstos resisten
evidentemente la enseñanza de las Sagradas Escrituras. Isaías dice: “tú obras, Señor, en
nosotros todo lo que nosotros hacemos” (26,12). Por tanto, no solamente tenemos de Dios la
virtud de la voluntad, sino también el querer» (CGentes 3,84). «Dios, sin duda, mueve la
voluntad inmutablemente, por la eficacia de su fuerza motora; pero por la naturaleza de la
voluntad movida, que está abierta a diversas acciones, no le impone una necesidad, sino que
permanece libre» (De malo 6 ad 3m).
Esta acción causal de Dios en la libertad humana es única. «Solo Dios puede mover la
voluntad como agente sin violentarla» (CGentes 3,88); «solo Dios puede inclinar la voluntad,
cambiándola de esto a lo otro, según su voluntad» (De veritate 22,9). Por eso cuando pedimos en
la liturgia, «mueve, Señor, los corazones de tus hijos» (dom. 34, T. Ord.), no le suplicamos que
violente nuestra libertad personal, sino que por su gracia la libere de sus cautividades, y de
este modo «podamos libremente cumplir su voluntad» (ib. 32).
125
Dios no ama igualmente a todos los hombres. Y si alguien es más santo, es porque ha
sido más amado por Dios. Es evidente que las criaturas existen porque Dios las ama: «Tú amas
todo cuanto existe, y nada aborreces de lo que has hecho, que no por odio hiciste cosa alguna»
(Sab 11,25). También es evidente que entre los seres creados, concretamente entre los hombres,
hay unos mejores que otros, hay unos que tienen más bienes que otros. ¿Y de dónde viene que
unas personas sean mucho más buenas que otras? Del amor de Dios. Dios no ama igualmente a
todos los hombres. Y si uno es más bueno, es porque ha sido más amado por Dios.
Recuerdo un principio previo. El amor de Dios es muy diferente del amor de las criaturas. El
amor de éstas es causado por los bienes del objeto amado: «la voluntad del hombre se mueve
[a amar] por el bien que existe en las cosas» o personas. Por el contrario, «de cualquier acto del
amor de Dios se sigue un bien causado en la criatura» (STh I-II,110, 1).
El amor de Dios es infinitamente gratuito, es un amor difusivo de su propia bondad:
Dios ama porque Él es bueno. Así la luz ilumina por su propia naturaleza luminosa, no por la
condición de los objetos iluminados. Y amando Dios a las criaturas, causa en ellas todos los
bienes que en ellas pueda haber. Consecuentemente, si todos los hombres en alguna medida
han recibido bienes de Dios, aquellos que han recibido más y mayores bienes los deben todos a
un mayor amor de Dios hacia ellos.
Los santos, en sus autobiografías, dan con frecuencia testimonio agradecido de esta gran
verdad, y a Dios atribuyen todo el bien que ellos tienen, que ciertamente es mucho mayor que
el de otros hombres. «El Señor ha hecho en mí maravillas» (Lc 1,49). «¿Quién es el que a ti te
hace preferible? ¿Qué tienes tú, que no hayas recibido?… Gracias a Dios soy lo que soy» (1Cor
4,7; 15,10).
Por tanto, Dios no ama más a una persona porque sea más perfecta y santa, sino que ésta es más
santa y perfecta porque ha sido más amada por Dios. Esta verdad es constantemente proclamada en
la Escritura. En ella resplandece el amor especial de Dios por su pueblo elegido, Israel, «el más
pequeño» de todos los pueblos (Dt 7,6-8); por María, haciéndola inmaculada ya antes de nacer;
por los cristianos, «elegidos de Dios, santos, amados» (Col 3,12); por «el discípulo amado», etc.
Por eso Santo Tomás enseña que, «por parte del acto de la voluntad, Dios no ama más unas cosas
que otras, porque lo ama todo con un solo y simple acto de voluntad, que no varía jamás. Pero
por parte del bien que se quiere para lo amado, en este sentido amamos más a aquel para quien
queremos un mayor bien, aunque la intensidad del querer sea la misma… Así pues, es
necesario decir que Dios ama unas cosas más que a otras, porque como su amor es causa de la
bondad de los seres, no habría unos mejores que otros si Dios no hubiese querido bienes mayores para
los primeros que para los segundos» (STh I,20, 3). Es éste un principio teológico fundamental,
que aplica el santo Doctor al misterio de la predestinación (I,23, 4-5) y a toda su teología de la
gracia (I-II,109114).
Son muchos los cristianos que hoy ignoran estas grandes verdades, pues casi nunca les
son predicadas. Y por eso se desconciertan cuando las oyen. Pero un cristiano que apenas las
conozca, conoce mal, muy mal, el misterio de Dios y el de su gracia. Apenas entiende la
maravilla sobrenatural de la vida cristiana.
126
2. SANTA TERESA DEL NIÑO JESÚS.
Tratemos de entender con el ejemplo de santa Teresita del Niño Jesús.
Santa Teresa del Niño Jesús (1873-1897), nace en Alençon (Francia), la última de nueve
hermanos. Dios se sirvió de sus padres, Luis José Martin y María Celia Guerin (beatificados en
2008, y canonizados por el Papa Francisco en 2015) y de sus hermanas para dar a Teresita una
educación cristiana de altísima calidad, que le hizo crecer en el mundo de la gracia con una
precocidad extraordinaria.
A los 2 años toma ya «la resolución de hacerse monja», y a los 3 decide «no rehusar nada
al buen Dios», recibir siempre su gracia. Ingresa en el Carmelo de Lisieux a los 15 años y muere
a los 24. Beata (1923), santa (1925), Patrona universal de las misiones católicas, con San
Francisco Javier (1927), llega a ser Doctora de la Iglesia (1997). Su doctrina espiritual se expresa
fundamentalmente en sus Manuscritos autobiográficos, escritos en tres cuadernos escolares, que
han sido distribuidos en once capítulos (I-XI). El cuaderno A (1895, a su hermana, Hna. Inés de
Jesús), el B (1986, a su hermana, Hna. Mª del Sagrado Corazón) y el C (1987, a su priora, M.
María de Gonzaga). Son conocidos como La historia de un alma. También son numerosas sus
Cartas, Poesías y Oraciones. Y del final de su vida tenemos las Últimas conversaciones, anotadas
por la Hna. Inés de Jesús.
El escrito que sigue viene a ser una antología de textos de Santa Teresita sobre la acción de la
gracia de Dios en ella. De esta manera, si no se ha acabado de entender la doctrina intelectual que
hasta aquí se ha expuesto sobre gracia-libertad, la entiendan a través de estas declaraciones
experienciales que hace de ella esta santa Doctora.
La distribución desigual que Dios hace de sus gracias, tan claramente experimentada
por Teresita en su propia vida, es el primer tema que toca en su primer cuaderno, y que
desarrolla a lo largo de todos sus escritos. Bien podría ella ser llamada Doctora de la gracia.
«Este es el misterio de mi vocación, el de toda mi vida: el misterio, sobre todo, de los
privilegios que Jesús ha dispensado a mi alma. No a los que son dignos; Jesús llama a los que
quiere. O como dice S. Pablo: “Dios tiene misericordia de quien quiere y tiene compasión de
quien quiere. No es, pues, obra ni del que quiere ni del que corre, sino de Dios, que tiene
misericordia” (Rm 9,15-16).
«Durante mucho tiempo estuve preguntándome a mí misma por qué Dios tenía
preferencias; por qué no todas las almas recibían sus dones por igual. Era cosa que me maravillaba. Al
verle prodigar favores extraordinarios a los santos que le habían ofendido –como S. Pablo, S.
Agustín–, forzándoles, por así decirlo, a recibir sus gracias; o bien, al leer la vida de aquéllos a
quienes Nuestro Señor colmaba de caricias desde la cuna hasta el sepulcro, apartando de su
camino todo lo que fuese obstáculo para elevarse a él, y previniendo sus almas con tales
favores que no pudiesen empañar el brillo inmaculado de su vestidura bautismal, me
preguntaba a mí misma por qué los pobres salvajes, por ejemplo, morían en gran número sin
siquiera haber oído pronunciar el nombre de Dios».
«Jesús se dignó instruirme acerca de este misterio. Puso ante mis ojos el libro de la
naturaleza. Y comprendí que todas las flores creadas por él son bellas», tanto una rosa
aromática y preciosa, como una mínima margarita. «Lo mismo acontece en el mundo de las
127
almas, que es el jardín de Jesús. Él ha creado a los santos grandes, que pueden compararse a las
azucenas y a las rosas. Pero ha creado también a otros más pequeños… La perfección consiste
en cumplir su voluntad, en ser lo que él quiere que seamos» (I,2v-r).
Toda la vida de Teresita ha sido una obra maravillosa de la gracia de Dios. «No es mi
vida propiamente dicha lo que voy a escribir, sino más bien mis pensamientos acerca de las
gracias que Dios se ha dignado concederme »…
«La Flor [la Florecilla de Jesús] que va a contar su historia se complace en hacer públicas
las delicadezas, totalmente gratuitas, de Jesús. Reconoce que nada había en ella capaz de atraer
sobre sí las divinas miradas del Señor, y que sólo su misericordia ha obrado todo lo bueno que hay en ella.
Él la hizo nacer en una tierra santa… Él la quiso precedida de ocho azucenas… Él, en su amor,
tuvo a bien preservar a su Florecilla del aliento envenenado del mundo. Apenas empezaba a
abrirse su corola, cuando este divino Salvador la trasplantó a la Montaña del Carmelo»…
(I,3v). Sólo escribo «lo que Dios ha hecho por mí» (I,4r).
Un natural malo y una educación excelente. El don de la gracia de Dios no actúa en
Teresita sobre un don de naturaleza sana y excelente. Todo lo contrario. Ella misma se describe con
una niña hipersensible, dada a llorar, con un enorme amor propio, y atacada a veces por unas
rabietas de intensidad anormal. Transcribe de una carta de su madre: «Cuando las cosas no
salen a su gusto, se revuelca por el suelo como una desesperada, creyéndolo todo perdido. Hay
momentos en que la contrariedad la vence, y entonces hasta parece que va a ahogarse. Es una
niña muy nerviosa» (I,8r). Narra también la terrible rabieta que una vez tuvo contra la criada
Victoria (II,15v-16r).
La gracia divina concedió, por el contrario, a Teresa una excepcional educación cristiana. «Dios
se ha complacido en rodearme siempre de amor» (I,4v). Recordaré sólo algunos detalles muy
significativos. Su hermana Paulina, por gracia de Dios, le obligaba en ocasiones a ejercitarse en
ciertos vencimientos, como a vencer el miedo a quedarse a oscuras sola de noche: «considero
una gracia muy señalada el que me acostumbráseis, Madre mía querida, a vencer mis
temores» (II,18v). A los seis o siete años, yendo con su padre de paseo, un señor y una señora
que les saludaron dijeron cortésmente que la niña «era muy guapa. Papá les contestó que sí:
pero me di cuenta de que por señas les decía que no me dirigiesen alabanzas» (II,21v).
Muy lectora, la gracia de Dios le libró de malas lecturas. «No sabía jugar, pero me
gustaba la lectura; me hubiera pasado la vida leyendo. Gracias a Dios, tenía en la tierra ángeles
para guiarme; cuidaban de escogerme los libros… Nunca permitió Dios que leyese uno solo
capaz de hacerme daño. Es verdad que al leer ciertos relatos caballerescos, no siempre percibía
de momento la realidad de la vida; pero en seguida me daba Dios a entender que la verdadera
gloria era la que duraba eternamente » (IV,31v-32r).
La gracia de la vocación la recibe de Dios con toda certeza. A los nueve años
«comprendí que el Carmelo era el desierto adonde Dios quería que yo fuese a esconderme. Lo
comprendí con tan viva evidencia, que no quedó la menor duda en mi corazón. No fue el
sueño de una niña a quien uno pueda llevar en pos de sí; fue la certeza de una llamada divina»
(III,26r).
128
Tuvo no pocas penas en su infancia y adolescencia. «Dios, que deseaba sin duda
purificarme y sobre todo humillarme, permitió que aquel martirio íntimo durase hasta mi
entrada en el Carmelo, donde el Padre de nuestras almas barrió como con la mano todas mis
dudas… Si Dios permitió al demonio acercarse a mí, me enviaba también ángeles visibles que
me ayudaban» (III,28v-29r).
A los diez años pasó una misteriosa enfermedad, con unos dolores de cabeza y delirios, que
parecían fingidos. Su padre, viéndola tan mal, entregó varias monedas de oro para que se
ofrecieran misas por ella en Nuestra Señora de las Victorias, en el santuario de París. «Se
necesitaba un milagro, y fue Nuestra Señora de las Victorias quien lo obró… De repente, la
Santísima Virgen me pareció hermosa, tan hermosa que nunca había visto nada tan bello…
Pero lo que me llegó hasta el fondo del alma fue la encantadora sonrisa de la Santísima Virgen»
(III,30r). Con este gozo, quedó curada. Unos años más tarde, en 1887, visitando en París ese
santuario, «la Santísima Virgen me dio a entender claramente que había sido ella, en verdad,
quien me había sonreído y curado» (VI,56v).
Santa muy oculta y muy popular. No pocos santos, ya en vida, han sido reconocidos
como santos. Pero no fue así en el caso de Santa Teresita. Cuando murió, no había en su
comunidad conciencia de que habían convivido con una gran santa. Sólo lo fueron
descubriendo al leer sus cuadernos biográficos. El Señor le reveló interiormente esta gracia. La
que había de venir a ser una de las santas más populares de nuestro tiempo, hasta hoy, en vida pasó
oculta e inadvertida. «Recibí una gracia que siempre he considerado como una de las mayores
de mi vida, pues en aquella edad no recibía aún las luces divinas de que ahora me veo
inundada… Dios me hizo comprender que mi gloria quedaría oculta a los ojos de los mortales, y que
consistiría en llegar a ser una gran Santa… Este deseo podría parecer temerario, teniendo en
cuenta lo débil e imperfecta que yo era –y aún lo soy ahora, después de siete años vividos en
religión–. No obstante, sigo sintiendo hoy la misma confianza audaz de llegar a ser una gran
Santa, pues no me apoyo en mis méritos –no tengo ninguno–, sino en Aquél que es la Virtud y la
misma Santidad. El solo, contentándose con mis débiles esfuerzos, me elevará hasta sí, y colmándome
de sus méritos infinitos, me hará Santa» (IV,32r; subrayados suyos).
A los once años se preparó cuidadosamente a la primera comunión, con la ayuda de
María, su hermana: «ella me indicaba el medio para llegar a ser santa por la fidelidad en las más
pequeñas cosas» (IV,33r). Es el santo camino ya enseñado por San Francisco de Sales, Bossuet,
Jean Pierre de Caussade, S.J. y otros maestros espirituales de la escuela francesa.
Por entonces, dice Teresita, el Señor encendió en su corazón «un gran deseo de sufrir,
quedando al mismo tiempo convencida de que Jesús me tenía reservadas un gran número de
cruces. Al instante me hallé inundada de tan grandes consolaciones, que las considero como
una de las gracias más extraordinarias que he recibido en mi vida… Experimenté también el
deseo de no amar más que a Dios, de no hallar alegría fuera de él. Con frecuencia repetía en mis
comuniones las palabras de la Imitación [del Kempis]: “¡oh Jesús, dulzura inefable!
Cambiadme en amargura todas las consolaciones de la tierra”. Esta oración brotaba de mis
labios sin esfuerzo, sin violencia; me parecía repetirla, no por voluntad propia, sino como una niña
que repite las palabras que una persona amiga le inspira» (IV,36r-v). La gracia de Dios obrando en
ella y con ella.
129
La gracia hace que todo en Teresa, también sus deficiencias, sea para su bien. Todo es
para el bien de quienes aman a Dios (Rm 8,28). Muy precoz en lecturas y pensamientos, era torpe
en labores manuales y en el trato con las otras niñas. Era muy distinta de ellas, y aunque quería
conseguir su aprecio, no lo conseguía.
«Ahora considero todo aquello como una gracia de Dios, el cual, queriendo sólo para sí mi
corazón, escuchaba ya mi súplica “cambiando en amargura las consolaciones de la tierra”.
Tanta mayor necesidad tenía yo de ello cuanto que, seguramente, no hubiera permanecido
insensible a las alabanzas». Carecía, confiesa, «de habilidad para ganarme las simpatías de las
criaturas. ¡Dichosa falta de habilidad! ¡Cuántos y cuán grandes males me ha evitado! (IV,37v-
38r). «Doy gracias a Jesús por haber permitido que sólo hallase amargura en las amistades de
la tierra. Con un corazón como el mío, me hubiera dejado prender y cortar las alas. Y entonces
¿cómo habría podido “volar y descansar” [Sal 54,6]?… Jesús conocía lo débil que yo era, para
exponerme a la tentación… Yo sólo encontré amargura donde otras almas más fuertes que la
mía encuentran gozo, aunque renuncian a él porque son fieles» (IV,38v).
«No es, por tanto, mérito mío, ni mucho menos, el haberme visto libre del amor a las
criaturas, pues sólo la gran misericordia del Buen Dios me preservó de él. De faltarme el Señor,
reconozco que hubiera podido caer tan bajo como Santa María Magdalena. Sí, ya sé por las
palabras de Nuestro Señor a Simón que “aquél a quien menos se le perdona, menos ama” [Lc
VII,47]; pero esas profundas palabras resuenan con inmensa dulzura en mi alma, porque sé
también que Jesús me ha perdonado más a mí que a la Magdalena, puesto que me ha perdonado de
antemano, impidiéndome caer». Obró Dios con Santa Teresita como un médico que, más que
curar a su hija de una caída, se adelanta a quitar la piedra del camino para que no se caiga
(IV,38v).
«Si mi corazón no hubiese sido dirigido hacia Dios desde su primer despertar, si el
mundo me hubiera sonreído desde mi entrada en la vida, ¿qué habría sido de mí?… ¡Con
cuánta gratitud canto las misericordias del Señor! Cumpliendo las palabras de la Sabiduría,
¿no me “retiró Él del mundo antes de que su malicia corrompiese mi espíritu y sus apariencias
engañosas sedujesen mi alma” [Sab 4,11]?» (IV,40r).
El Señor «quiso llamarme a mí [al Carmelo] antes que a Celina [que era mayor que ella],
y ella merecía mejor que yo, ciertamente, este favor. Pero Jesús sabía cuán débil era yo, y por
eso me escondió primero en las cavernas de la piedra [Cantar 2,14; Ex 33,22]» (IV,44r). «Si el
cielo me colmaba de gracias, no era debido, ciertamente, a mis méritos, pues era aún muy
imperfecta» (V,44r).
De la fragilidad sufriente a la fortaleza alegre. Por temperamento, por sí misma, Santa
Teresita era muy débil en sus sentimientos, muy frágil y vulnerable. Era una sufridora.
«Realmente en todo hallaba motivo de aflicción. Exactamente todo lo contrario de lo que me
pasa ahora, pues Dios me ha concedido la gracia de no apenarme por ninguna cosa pasajera. Cuando
me acuerdo del tiempo pasado, mi gratitud se desborda en mi alma viendo los favores que he
recibido del cielo. Se ha obrado en mí tal cambio, que ni yo misma me reconozco. Deseaba, es
verdad, alcanzar la gracia de “tener un dominio absoluto sobre mis acciones, ser su dueña, no
su esclava”. Estas palabras de la Imitación me impresionaban profundamente. Pero sólo con el
130
tiempo y a costa de deseos, por decirlo así, llegaría a obtener esta gracia inestimable. Entonces
no era más que una niña que no parecía tener voluntad propia; lo cual hacía pensar a las
personas de Alençon que era de carácter débil» (IV,43r-v).
«Verdaderamente, mi extremada sensibilidad me hacía insoportable. Si me acontecía
disgustar involuntariamente a alguna persona querida, lloraba como una Magdalena… Y
cuando empezaba a consolarme de la falta en sí misma, lloraba por haber llorado. Eran inútiles
todos los razonamientos; no conseguía corregir tan feo defecto» (V,44v).
¿Cómo iba a entrar ella así en el Carmelo?… Necesitaba un cambio, una gracia especial.
Distingue Santo Tomás entre gracia operante y gracia cooperante: «la primera depende de la
gracia sola, mientras que la segunda de la gracia y del libre albedrío» (STh III,86, 4 ad 2m).
Pues bien, el Señor concedió entonces a Teresita, según ella misma lo describe, una gracia
operante maravillosa: «Era necesario que Dios obrase un pequeño milagro para hacerme crecer
en un momento. Y el milagro lo realizó el día inolvidable de Navidad… La noche en que Él se
hace débil y paciente por mi amor, a mí me hizo fuerte y valerosa. Me revistió de sus armas.
Desde aquella noche bendita nunca más fui vencida en ningún combate. Por el contrario,
marché de victoria en victoria. Comencé, por decirlo así, “una carrera de gigante” [Sal 18,5]…
Fue el 25 de diciembre de 1886 [a los 13 años] cuando se me concedió la gracia de salir de mi
infancia; en otras palabras, la gracia de mi completa conversión… Teresa ya no era la misma. Jesús
había cambiado su corazón» (V,44v-45r).
El Señor le concede la gracia del celo apostólico en aquella misma noche de Navidad,
en la que la llorona fue fortalecida para siempre. Cuando tenía trece años. «Aquella noche luminosa
comenzó el tercer período de mi vida, el más hermoso de todos, el más lleno de gracias del
cielo. La obra que yo no había conseguido realizar en diez años, Jesús la consumó en un
instante, contentándose con mi buena voluntad, que por cierto, nunca me había faltado. Yo
podía decirle como los apóstoles: “Señor, he estado pescando toda la noche sin coger nada” [Lc
5,5]. Más misericordioso conmigo que con sus discípulos, Jesús mismo cogió la red, la echó, y
la sacó llena de peces. Hizo de mí un pescador de almas. Sentí un gran deseo de trabajar por la
conversión de los pecadores, deseo que nunca hasta entonces había sentido tan fuertemente. Sentí,
en una palabra, que entraba en mi corazón la caridad, la obligación de olvidarme de mí misma
por complacer a los demás. Desde entonces fui dichosa… El mismo grito de Jesús en la cruz,
“¡tengo sed!” [Jn 19,28] resonaba continuamente en mi corazón… Yo misma me sentía
devorada por la sed de las almas. No eran todavía las almas de los sacerdotes las que me atraían,
sino la de los grandes pecadores. Me abrasaba el deseo de librarlas del fuego eterno» (V,45v).
Jesús mismo va formando a la futura Doctora de la Iglesia. Por esos años le vino a
Teresita el ansia de saber, sobre todo en temas de historia y de ciencias. Pero pronto le hizo ver
el Señor que «aquello no era más que vanidad y aflicción de espíritu [+Eccl 2,11]» (V,46v).
«Me hallaba en la edad más peligrosa para las jóvenes. Pero Dios realizó en mí lo que
cuenta Ezequiel en sus profecías [16,8- 13]: “pasando a mi lado, Jesús vio que era llegado para
mí el tiempo de ser amada… Extendió sobre mí su manto, me lavó con preciosos perfumes, me
vistió ropas bordadas… Me alimentó con la más pura harina, con miel y aceite en
131
abundancia… Todo esto me tornó bella a sus ojos, y él hizo de mí una reina poderosa”. Sí, todo
esto hizo Jesús conmigo…
«Desde hacía mucho tiempo me alimentaba con “la pura harina” contenida en la
Imitación. Fue éste el único libro que aprovechó a mi alma, pues aún no había hallado los
tesoros escondidos en el Evangelio… A los catorce años, con mis vivos deseos de saber, Dios
creyó oportuno añadir a “la pura harina”, “miel y aceite en abundancia”… Me los proporcionó
en las conferencias del señor Abate Arminjon sobre El fin del mundo presente y los misterios de la
vida futura… Aquella lectura fue también una de las mayores gracias que he recibido en mi vida»
(V,47rv).
Celina y Teresa, con todo esto, se van preparando para su ingreso en el Carmelo. «Sí,
seguíamos ligeras las huellas de Jesús. Las centellas de amor que él sembraba a manos llenas
en nuestras almas… hacían desaparecer a nuestros ojos las cosas pasajeras, y de nuestros labios
brotaban aspiraciones de amor inspiradas por él… Creo que recibíamos gracias de un orden tan
elevado como las concedidas a los grandes santos… El Amor nos hacía hallar en la tierra a Aquél a
quien buscábamos» (V,47v).
«Gracias tan grandes no podían quedar sin frutos… y el renunciamiento se me hizo fácil
aun en el instante primero. Jesús dijo: “al que tiene se le dará más, y se hallará en la
abundancia” [Mt 13,12]. Por una gracia fielmente recibida, Él me concedía una multitud de gracias
nuevas. Se me entregaba Él mismo en la Santa Comunión con mayor frecuencia de la que yo me
hubiera atrevido a esperar » (V,48r-v).
Jesús mismo es su director espiritual. «Era mi camino tan recto, tan luminoso, que no
necesitaba por guía más que a Jesús. Comparaba a los directores espirituales con los espejos fieles
que reflejaban a Jesús en las almas, y pensaba que en mi caso Dios no se servía de intermediarios,
sino que obraba directamente… Porque era pequeña y débil, se abajaba hasta mí y me instruía
secretamente en las cosas de su amor. ¡Ah! si los sabios que vivieron entregados al estudio me
hubieran examinado, ciertamente habrían quedado sorprendidos al ver a una niña de catorce
años penetrar los secretos de la perfección, secretos que toda su ciencia no sería capaz de
descubrirles nunca, porque para poseerlos es necesario ser pobre de espíritu» (V,48v).
Por pura gracia de Dios entra Teresita en el Carmelo.
Todo, comenzando por su edad, quince años, se mostraba en contra. Las gestiones
realizadas por quienes apoyaban su intento, todas quedaban en nada. «No hallaba ayuda
alguna en la tierra, la cual me parecía un desierto árido y sin agua [Sal 62,2]. Sólo en Dios tenía
puesta mi esperanza » (VI,66r). Y esta esperanza no le llevaba a una pasividad inerte –la
esperanza es una virtus, una fuerza–, sino que, por el contrario, la llenaba de audacia, y
superando su timidez, la hacía llegar hasta el mismo Papa León XIII (20-XI-1887).
Finalmente, «a pesar de todos los obstáculos, se realizó lo que Dios quiso. No permitió el
Señor a las criaturas hacer lo que ellas querían, sino lo que quería él» (VI,64r). Y aunque la superiora
del Carmelo de Lisieux no quería admitirla, para que no se juntasen en comunidad tres
hermanas de sangre, «Dios, que tiene en su mano el corazón de las criaturas y lo maneja como quiere,
cambió las disposiciones de dicha religiosa» (VIII,82v), y finalmente pudo ingresar en abril de 1888.
132
«Así obró Jesús con su Teresita. Después de haberla probado durante mucho tiempo, colmó todos
los deseos de su corazón» (VI, 67v).
«¡Las ilusiones! Dios me concedió la gracia de no llevar ninguna [ilusión] al Carmelo. Hallé la
vida religiosa tal y como me la había figurado. Ningún sacrificio me extrañó… Jesús me hizo
comprender que las almas me las quería dar por medio de la cruz. Y mi anhelo de sufrir creció con el
sufrimiento mismo» (VII,69v).
La Priora, Madre María de Gonzaga, se mostró desde el principio muy severa con ella.
«Y fue ésta una gracia inapreciable. ¡Cómo obraba Dios visiblemente en la que estaba en su lugar!
¿Qué hubiera sido de mí si, como creían las personas del mundo, yo hubiese sido el juguete de
la Comunidad? » (VII,70v).
La Hna. Teresa confiesa que todavía estaba algo apegada al uso de las cosas bonitas.
Pero «mi Director [Jesús] soportó aquello con paciencia, pues no acostumbra a dirigir a las almas
enseñándoles todo a un tiempo. Suele ir concediendo poco a poco sus luces… No tardé en
convencerme de que cuanto más adelanta uno en este camino [de la perfección] más lejos se cree del
término. Por eso ahora me resigno a verme siempre imperfecta, y encuentro en ello mi alegría»
(VII,74r).
Muy pronto, sin embargo, Jesús quiso librarla de esos pequeños apegos y le dio grandes luces
sobre la pobreza, haciéndole entender que ella «consiste no sólo en verse una privada de las
cosas agradables, sino también de las indispensables. Así fue como, en medio de las tinieblas
exteriores, el Señor me iluminó interiormente» (ib.).
Dios le da la gracia de amar mucho la mortificación.
Ella confiesa que cuando vivía en su casa familiar estaba «muy lejos de parecerme a esas
hermosas almas que desde su infancia practicaron toda clase de mortificaciones. Yo no sentía por
ellas ningún atractivo. Sin duda, aquello era debido a mi cobardía… Mis mortificaciones
consistían en quebrantar mi voluntad, siempre dispuesta a salirse con la suya; en callar una
palabra de réplica, en prestar pequeños servicios sin hacerlos valer, en no apoyar la espalda
cuando estaba sentada, etc. etc.» (VI,68v). Desde niña, como ya vimos, había sido enseñada a
buscar la santidad en «la fidelidad en las más pequeñas cosas» (IV,33v).
Ya en el Carmelo, igualmente, «me dedicaba especialmente a la práctica de las pequeñas
virtudes, por no serme fácil practicar las grandes. Así, por ejemplo, me gustaba doblar las capas
que olvidaban las Hermanas, y prestar a éstas los pequeños servicios que podía. Me fue dado
también un gran amor a la mortificación. Y este amor era tanto más grande, cuanto menos era lo
que me permitían hacer para satisfacerlo… De haber obtenido permiso para hacer muchas
penitencias, de seguro que mi ardor no hubiera durado gran cosa. Las solas que me concedían,
sin yo pedirlas, era mortificar mi amor propio, lo cual me aprovechaba mucho más que las
penitencias corporales» (VII,74v).
Teresa siempre se mueve movida por Jesús. «Sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5).
Sabemos –es de fe– que la gracia habitual potencia al hombre para actos sobrenaturales,
meritorios de vida eterna. Pero también sabemos que las gracias actuales del Señor le activan
siempre para el bien. Esta doctrina, como ya lo expuse, es la más conforme con la Escritura, el
Magisterio conciliar y la experiencia de los santos: «Dios, cuantas veces obramos bien, para que
133
obremos, obra en nosotros y con nosotros» (Orange II, Denz. 379; cf. Trento ib.1546; STh I-II,109,
9). Pues bien, Santa Teresa del Niño Jesús, al dar testimonio de su experiencia espiritual,
confirma continuamente en sus escritos esa doctrina. Por ejemplo, con ocasión de su Profesión
religiosa, en septiembre de 1890, ella declara: «he observado con frecuencia que Jesús no quiere
darme nunca provisiones. Me alimenta instante por instante con un manjar recién hecho. Lo
encuentro en mí sin saber cómo ni de dónde viene. Creo, sencillamente, que es Jesús mismo,
escondido en el fondo de mi pobrecito corazón, quien obra en mí, dándome a entender en cada
momento lo que quiere que yo haga» (VIII,76r). «Sí, lo sé; cuando soy caritativa, es únicamente
Jesús quien actúa en mí» (X,12v). «Ya no vivo yo; es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20).
Ella obra el bien cuando Jesús lo obra en ella y con ella; pero sin Él, no puede nada.
Podemos comprobarlo, p.ej., en esta anécdota. Al tomar el velo religioso, se dolió mucho por la
ausencia de su padre, recogido en una Casa de Salud. «Aquel día Jesús permitió que no fuese
capaz de contener mis lágrimas… De hecho, había yo soportado otras pruebas mucho mayores
sin llorar; pero era por haberme hallado asistida de una gracia poderosa. Por el contrario, el día 24,
Jesús me dejó abandonada a mis propias fuerzas, y demostré cuán pequeñas eran» (VIII,77r).
Jesús le da santos deseos y le da luego su fuerza para obrarlos. Todo es don de su
gracia. «¡Qué misericordioso ha sido el camino por donde Dios me ha llevado siempre. Nunca
me ha hecho desear cosa que luego no me haya concedido» (VII,71r). Lo repite muchas veces en sus
escritos. Dios «no ha querido que tuviese un solo deseo sin verlo inmediatamente satisfecho»
(VIII,81r). «El Señor es tan bueno conmigo que me es imposible tenerle miedo. Siempre me ha
dado lo que he querido, o mejor, siempre me ha hecho desear lo que pensaba darme» (XI,31r).
«¡Ah, cuántos motivos tengo para dar gracias a Jesús por haber tenido a bien colmar
todos mis deseos! Al presente no tengo ya ningún deseo, si no es el de amar a Jesús con locura…
Mis deseos infantiles han desaparecido… Ya no deseo ni el sufrimiento ni la muerte, aunque
sigo amándolos: el amor es lo único que me atrae… Al presente, sólo el abandono me guía, no tengo
otra brújula» (VIII,82v).
Abandono, puro amor y ninguna voluntad propia.
Ya Santa Teresita no quiere nada por su propia voluntad. Quiere no más, no menos, ni
otra cosa, que aquello que Dios concretamente quiera obrar en ella. En la navidad de 1887, en
una barquita que en su habitación lleva al Niño Jesús dormido, lee una sola palabra:
«abandono» (VI, 68r). Ahora, en el Carmelo, con la muerte de los deseos infantiles, ya Teresa no
quiere nada: «sólo el abandono es mi guía… Ya no me es posible pedir nada con ardor, excepto el
cumplimiento perfecto de la voluntad de Dios sobre mi alma, sin que las criaturas puedan ponerle
obstáculos… “Ya sólo en amar es mi ejercicio” [San Juan de la Cruz, Cántico 28])» (VIII,83r). Y
en este abandono total halla Teresita su paz y su alegría. «Tanto en las cosas pequeñas como en
las grandes Dios da el céntuplo en esta vida a las almas que todo lo han abandonado por su
amor» (VIII,81v).
Jesús quiere lo que quiere Teresa, pues ella ya no quiere sino la voluntad de Jesús.
«Siempre me ha dado lo que he querido, o mejor, siempre me ha hecho desear lo que pensaba darme»
(XI,31r).
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Santificada con mediaciones escasas. Algunas expresiones de Santa Teresita son
sumamente audaces, y ella es consciente de ello. «Tal vez juzguéis exageradas mis
expresiones… Pero yo os aseguro que en mi pequeña alma no hay exageración alguna; todo en ella
está tranquilo y sereno. Al escribir, me dirijo a Jesús y le hablo a él; así me resulta más fácil
expresar mis pensamientos» (IX,1v).
La gracia de Dios obra en ella maravillas en la Eucaristía, los sacramentos, en su familia,
en la observancia fiel de la vida en el Carmelo, etc. Pero aparte de esos medios fundamentales,
se sirve de medios muy escasos. No tiene director espiritual, tampoco lee muchos libros, fuera de
los santos Maestros carmelitas. Tiene una especie de inapetencia crónica para leer diversos
libros que la biblioteca del monasterio le ofrece.
«En medio de esta mi impotencia, la Sagrada Escritura y la Imitación de Cristo vienen en
mi ayuda. En ellos encuentro un alimento sólido y completamente puro. Pero lo que me
sustenta en la oración es por encima de todo el Evangelio. En él encuentro todo lo que necesita
mi pobre alma. Siempre descubro en él nuevas luces de sentidos ocultos y misteriosos.
Comprendo, y sé por experiencia, que “el reino de Dios está dentro de nosotros” [Lc 17,21].
Jesús no tiene necesidad de libros ni de doctores para instruir a las almas. Él es el Doctor de los
doctores. Enseña sin ruido de palabras. Nunca le oigo hablar, pero sé que está dentro de mí. Me
guía, y me inspira en cada instante lo que debo decir o hacer. Justamente en el momento que las
necesito [no antes, no le da nunca provisiones], me hallo en posesión de luces cuya existencia
ni siquiera habría sospechado. Y no es precisamente en la oración donde se me comunican
abundantemente tales ilustraciones; las más de las veces es en medio de las ocupaciones del
día…» (VIII,83rv).
Privilegiada inmensamente por el amor de Dios misericordioso.
A su hermana Paulina, la que más influyó en su educación cristiana de niña y
adolescente, y ahora su Priora del Carmelo, M. Inés de Jesús, le confiesa: «¡Oh, Madre mía
querida! Después de tantas gracias ¿no podré yo cantar con el salmista: “El Señor es bueno y
eterna es su misericordia” [Sal 117,1]?…. Creo que si las demás criaturas gozasen de las mismas
gracias que yo, Dios no sería temido de nadie, sino amado con locura. Y amándole, no
temiéndole, ninguna alma llegaría a ofenderle… Comprendo, sin embargo, que no todas las
almas pueden parecerse. Es necesario que haya diferentes modelos, a fin de honrar
especialmente cada una de las perfecciones de Dios. A mí me ha dado su misericordia infinita, y a
través de ella contemplo y adoro las demás perfecciones divinas. Así, todas se me presentan
radiantes de amor. Hasta la Justicia –y tal vez ella más que ninguna otra– me parece revestida
de amor» (VIII,83v).
«Vos conocéis los ríos, o mejor, los océanos de gracia que han inundado mi alma…
Siento que el Amor me penetra y me rodea. Me parece que ese Amor Misericordioso renueva y purifica a
cada instante mi alma, no dejando en ella traza de pecado. Por eso, no puedo temer el
purgatorio. Sé que por mí misma ni siquiera merecería entrar en ese lugar de expiación, al que
sólo tienen acceso las almas santas. Pero sé también que el fuego del Amor es más santificante que
el purgatorio.
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Sé que Jesús no puede desearnos sufrimientos inútiles, y que no me inspiraría los deseos que
siento si no estuviese dispuesto a colmarlos » (VIII,84r).
«Madre mía: Jesús ha concedido a vuestra hija la gracia de penetrar las misteriosas
profundidades de la caridad. Si me fuese posible expresar todo lo que me es dado a entender,
oiríais una melodía celestial» (XI,18v). «¡Oh Jesús mío! Tal vez sea una ilusión, pero creo que no
podéis colmar a un alma de más amor del que habéis colmado la mía. Por eso me atrevo a pediros que
améis a los que me disteis como me amáis a mí misma» (XI,35r)… «Pido a Jesús que me atraiga a las
llamas de su amor, que me una tan estrechamente a sí que sea él quien viva y obre en mí». El
Amor divino hará en Teresita y con ella todas las obras que quiera, «porque un alma abrasada
de amor no puede permanecer inactiva» (XI,36r). Y sin embargo…
Noche oscura, ausencia habitual de consolaciones sensibles. «No creáis que nado en
medio de las consolaciones. ¡Oh no! Mi consolación es no tenerla en la tierra [Es la gracia especial que
pidió en su primera comunión, haciendo suya una frase de la Imitación IV,16,2]» (IX,1r). El
Señor «permitió que mi alma se viese invadida por las más densas tinieblas… Y esta prueba no
debía durar sólo unos días o unas semanas: no se extinguirá hasta la hora marcada por Dios…
y esa hora no ha sonado todavía. Quisiera poder expresar lo que siento, pero, ¡ay!, creo que es
imposible. Es preciso haber peregrinado por este negro túnel para comprender su oscuridad»
(X,5v). «Madre querida, tal vez os parezca que exagero la congoja de mi alma. De hecho, si me
juzgáis por los sentimientos que expreso en las poesías que he compuesto este año, os debo
parecer un alma llena de consolaciones, para quien casi se ha rasgado el velo de la fe».
«Y sin embargo, no es ya un velo, es un muro que se eleva hasta el cielo y me oculta el
firmamento estrellado. Cuando canto la felicidad del cielo, la eterna posesión de Dios, no
experimento alegría alguna, porque canto simplemente lo que deseo creer. Algunas veces, es verdad,
un pequeñito rayo de sol viene a esclarecer mis tinieblas; entonces la prueba cesa por un
instante. Pero inmediatamente, el recuerdo que trae consigo este rayo de luz, en lugar de
causarme gozo, hace aún más espesas mis tinieblas. Nunca había experimentado como ahora qué
dulce y misericordioso es el Señor. No me mandó este martirio interior antes, sino en el momento
en que me encuentro con fuerzas para soportarlo, pues de haber sido antes, creo que me
hubiera hundido en el desaliento. Al presente, este tormento limpia todo lo que de satisfacción
natural pudiera haber en el deseo que tengo del cielo. Me parece que ahora ya nada me impide
volar, pues no tengo grandes deseos, excepto el de amar hasta morir de amor (9 de junio [1895])»
(X,7v).
El Señor le muestra su vocación personal: ser el amor en la Iglesia. Santa Teresita,
aunque era tan consciente de su pequeñez y debilidad, confiesa con todo atrevimiento: «Ser tu
esposa, Jesús, ser carmelita, ser por mi unión contigo madre de almas, debería bastarme… Pero
no es así… Yo siento en mí otras vocaciones. Siento la vocación de guerrero, de sacerdote, de apóstol, de
doctor, de mártir… Siento en mí la vocación de sacerdote… ¡Oh, Jesús, amor mío, vida mía! ¿cómo
hermanar estos contrastes? ¿Cómo realizar los deseos de mi alma pobrecita? Tengo vocación
de apóstol, quisiera recorrer la tierra, plantar tu cruz gloriosa en tierra infiel. Pero, Amado mío,
una sola misión no sería suficiente para mí. Quisiera anunciar el Evangelio al mismo tiempo en
las cinco partes del mundo… Quisiera ser misionero, y no sólo durante algunos años, sino
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haberlo sido desde la creación del mundo y seguir siéndolo hasta la consumación del mundo»
(IX, 10v).
Así escribía en su celda la que sería, con toda razón, Patrona universal de las misiones
católicas… «¡Jesús, Jesús! ¿qué responderás a todas mis locuras? ¿Hay acaso un alma más
pequeña e impotente que la mía? Y no obstante fue precisamente esta mi debilidad la que te
movió siempre, oh Señor, a colmar mis pequeños deseos, y la que te mueve hoy a colmar otros
deseos míos más grandes que el universo» (IX,3r). Una vez más, el Señor responde a los deseos
que en ella había infundido, mostrándole el himno paulino de la caridad, 1 Corintios, 12-13:
«Por fin había encontrado el descanso para mi alma… Considerando el cuerpo místico de la
Iglesia, no me había reconocido en ninguno de los miembros descritos por San Pablo; o mejor
dicho, creía reconocerme en todos. La caridad me dio la clave de mi vocación… Comprendí que la
Iglesia tenía un corazón, y que ese corazón estaba ardiendo de amor… Comprendí que el amor
encierra todas las vocaciones, que el amor lo es todo, que el amor abarca todos los tiempos y todos
los lugares, en una palabra, que el amor es eterno. Entonces, en un transporte de alegría
delirante, exclamé: ¡Oh, Jesús, amor mío! Por fin he encontrado mi vocación; mi vocación es el
amor. Sí, he hallado mi lugar en la Iglesia. Dios mío, vos mismo me lo habéis enseñado. En el
corazón de la Iglesia, mi Madre, yo seré el amor. Así lo seré todo, así mi sueño se verá
realizado» (IX,3v).
Un caminito humilde santo y santificante para los pequeños. Y para todos. «Siempre he
deseado ser una santa», confiesa Santa Teresita, al mismo tiempo que declara su pequeñez y
debilidad tan grandes. Y el ser consciente de su mínima condición personal, «en vez de
desanimarme, siempre que lo he pensado, me ha llevado a esta reflexión: Dios no puede inspirar
deseos irrealizables. Por lo tanto, a pesar de mi pequeñez, puedo aspirar a la santidad. Crecer me es
imposible. He de soportarme a mí misma tal cual soy, con todas mis imperfecciones. Pero
quiero hallar el modo de ir al cielo por un caminito muy recto, muy corto; por un caminito del
todo nuevo (je veux chercher le moyen d’aller au Ciel par une petite voie bien droite, bien courte, una
petite voie toute nouvelle). Estamos en el siglo de los inventos». Ahora en vez esforzarse
subiendo escaleras, basta con tomar el ascensor. «Yo quisiera encontrar también un ascensor
para llegar hasta Jesús, pues soy demasiado pequeña para subir la ruda escalera de la
perfección. Entonces busqué en los Sagrados Libros… y hallé estas palabras: “el que sea
pequeñito que venga a mí” [Prov 9,4]» (X,2v).
«Madre, yo soy demasiado pequeña para sentir vanidad, soy demasiado pequeña
también para hacer frases bonitas con el fin de hacerle creer que gento una gran humildad.
Prefiero reconocer con toda sencillez que el Todopoderoso ha obrado grandes cosas en el alma de la
hija de su divina Madre; y la más grande de todas es precisamente haberle dado a conocer su pequeñez y
su impotencia» (X,4r).
Santa Teresita habla de su invento con ironía, en broma, pues en realidad de ningún
modo lo entiende ella como un camino nuevo. Ya desde niña, antes de la primera comunión, le
han inculcado «el medio para llegar a ser santa por la fidelidad en las más pequeñas cosas» (IV,33r).
Y bien sabe ella que todos los santos han llegado a la santidad experimentando y descubriendo
la infinita Misericordia divina en la insondable miseria del ser humano. Todos los santos se
reconocen como un niño analfabeto, que solo puede escribir algo válido si su mano es llevada por
137
la mano de Dios. Pero algunos ha habido que no captaron la broma. Un cierto autor francés,
por ejemplo, escribió un libro sobre la espiritualidad de Santa Teresita, dándole por subítitulo
flamante un chemin entiérement nouveaux, descubierto, por cierto, en Francia. En realidad,
Teresita, en el sentido etimológico más preciso, inventa = encuentra, en medio de una selva de
católicos voluntaristas, pelagianos o semipelagianos, y de luteranos, quietistas, jansenistas, etc.,
el camino verdadero de la fe católica. No hay otro. No hay en la Iglesia otro camino de perfección
que el de la infancia espiritual. «Si no os hiciéreis como niños, no entraréis en el reino de los
cielos» (Mt 18,3). Está claro.
Amor al prójimo. Se preguntaba Santa Teresita, ¿cómo amar al prójimo como Jesús le amó?
Parece un mandato imposible de cumplir. El Concilio de Trento afirma que «Dios no manda
cosas imposibles», porque Él hace posible por su gracia su cumplimiento (Denz 1536). Y así es
como nuestra santa y joven Doctora responde a su pregunta.
Los mandamientos son gracias externas, por las cuales Cristo nos revela aquello que,
asistiéndonos con su gracia interna, quiere Él obrar en nosotros y con nosotros. «¡Ah Señor! Sé
que no mandáis nunca nada imposible. Conocéis mejor que yo misma mi debilidad. Sabéis que
nunca podría amar a mis Hermanas como vos las amáis, si vos mismo, oh Jesús, no las amáis
también en mí. Y porque queríais concederme esta gracia, por eso impusisteis un mandamiento
nuevo. ¡Oh, con qué amor lo acepto, pues me da la certeza de que es voluntad vuestra amar en mí
a todos los que me mandáis amar! Sí, lo experimento: cuantas veces yo soy caritativa, es Jesús quien obra
en mí. Y cuanto más unida estoy a él, tanto más amo a mis Hermanas» (X,12r).
«He notado, y es muy natural, que las Hermanas más santas son las más amadas… Por
el contrario, a las almas imperfectas no se las busca… se evita su compañía… Pues ved la
conclusión que saco de todo esto: En la recreación, en la licencia, debo buscar la compañía de las
Hermanas que me son menos agradables y cumplir con esas almas heridas el oficio del buen
Samaritano. Una palabra, una sonrisa amable, bastan a veces para alegrar un alma triste…
Deseo ser amable con todas –particularmente con las Hermanas que me son menos
agradables– para complacer a Jesús y seguir el consejo que él nos da en el Evangelio [Lc 14,12-
14; Mt 6,4]» (XI,27v8r).
La acción apostólica. Hemos comprobado bien cómo Santa Teresita creía en la absoluta
necesidad de la gracia para la santificación personal, declarando que sin ella no podía nada. Esta
misma convicción la tuvo en referencia a la santificación de los otros por medio de la acción
apostólica. Pudo comprobarla experimentalmente cuando fue nombrada ayudante de la
Maestra de novicias. Ella, confiesa, «desde hace mucho tiempo ha comprendido que Dios no
necesita de nadie, y menos de ella que de las demás, para hacer el bien en la tierra» (X,3r). Se
entrega, pues, a su nuevo oficio en la comunidad con toda esperanza. «Desde que comprendí
que nada podría hacer por mí misma, la tarea que me confiasteis ya no me pareció difícil. Vi que lo
único que necesitaba era unirme más y más a Jesús, y que “lo demás se me daría por añadidura”
[Mt 6,33]. En efecto, nunca resultó fallida mi esperanza. Dios se dignó llenar mi mano cuantas
veces fue necesario para alimentar el alma de mis Hermanas. Os confieso, Madre muy querida,
que si yo me hubiera apoyado lo más mínimo en mis propias fuerzas, muy pronto os hubiera
rendido las armas. De lejos parece fácil y de color de rosa el hacer el bien a las almas, el
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enseñarles a amar más a Dios, el modelarlas según los propios puntos de vista y los
pensamientos personales.
De cerca es todo lo contrario: el color rosa desaparece… y se comprueba que hacer el bien
[a las personas] es tan imposible sin la ayuda de Dios como hacer brillar el sol en medio de la noche. Se
comprueba que es absolutamente necesario olvidar los gustos personales, renunciar a las
propias ideas y guiar las almas por el camino que Jesús les ha trazado, sin pretender hacerlas ir
por el nuestro» (XI,22v).
El reconocimiento de la primacía de la gracia –al contrario de los planteamientos
semipelagianos– lleva consigo esta absoluta delicadeza en el servicio de las almas: «¡qué
diferentes son los caminos por los que el Señor conduce a las almas!» (X,2r). «Dios me hizo
comprender que hay almas a las que su misericordia no se cansa de esperar, a las que no da su
luz sino por grados. Por eso, me guardaba yo muy bien de adelantar la hora de Dios, y esperaba
pacientemente a que Jesús tuviese a bien hacerla llegar» (XI,20v-21r).
El Señor actúa en Teresita, y ella obra con absoluta humildad y confianza. «Yo soy un
pincelito que Jesús ha escogido para pintar su imagen en las almas que me habéis confiado» (XI,20r).
Oración y acción apostólica han de ir siempre juntas: «supliqué a Dios que pusiese en mis
labios palabras dulces y convicentes, o mejor, que él mismo hablase por mí» (XI,21r). «La oración y
el sacrificio constituyen toda mi fuerza; son las armas invencibles que Jesús me ha dado.
Pueden, mucho mejor que las palabras, tocar los corazones. Muchas veces lo he comprobado »
(XI,24v). Así confiada en Dios, y sin fiarse en nada de sí misma, hacía Teresita el bien a sus
Hermanas, y en ocasiones tenía aciertos inexplicables.
En una ocasión, una Hermana, que estaba sufriendo una gran pena interior, se acerca
sonriente a Sor Teresa, y ella le dice con toda seguridad: «“tú tienes una pena”. Si hubiese
hecho caer la luna a sus pies, creo que no me hubiera mirado con mayor asombro. Fue tan
grande, que una especie de pasmo se apoderó también de mí, y por un instante experimenté
como un miedo sobrenatural. Estaba yo segura de no poseer el don de leer en las almas; y por
eso me quedé tanto más asombrada cuanto más justamente había dado en el blanco. Sentí la
presencia de Dios muy cerca de mí. Supe que había repetido sin darme cuenta, como un niño, palabras
que no salían de mí sino de Dios… Por otra parte, nada de eso sería capaz ciertamente de
inspirarme vanidad, pues traigo de continuo presente en la memoria el recuerdo de lo que soy»
(XI,26r).
Vencimientos heroicos en cosas mínimas. Santa Teresita siempre se mueve movida por la
gracia de Dios, lo que da a sus actos una facilidad sobrenatural: «mi yugo es suave y mi carga
ligera» (Mt 11,30). Pero de ningún modo esta colaboración con la gracia divina es siempre sin
dolor y esfuerzo. Ya dije que la gracia, para la obra buena, auxilia siempre al entendimiento y a
la voluntad, pero no siempre al sentimiento. Por eso la docilidad a la gracia cuesta a veces esfuerzos
heroicos, que la voluntad obra con el auxilio de la gracia. Teresita, con estos vencimientos, realiza
actos muy intensos de virtud, y consigue grandes crecimientos espirituales. Recuerdo algunos
ejemplos. El amor propio, concretamente, al menos como tentación, duró en ella bastantes
años.
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Estando en el Convento, «hacía yo grandes esfuerzos por no disculparme, lo que me
resultaba muy difícil… Os referiré mi primera victoria; no fue grande, pero me costó mucho. Se
encontró rota una vasija que habían dejado detrás de una ventana. Nuestra Madre, creyendo
que había sido yo, me la enseñó diciéndome que otra vez pusiese más cuidado. En seguida, sin
replicar, besé el suelo, prometiendo ser más cuidadosa en lo futuro. Estas pequeñas prácticas
[de humildad] me costaban mucho a causa de mi poca virtud, y me tenía que ayudar pensando
que en el Juicio final todo se llegaría a saber» (VII,74v).
Escenas de vencimientos como ésta hay muchas en la vida de la Santa. Pero citaré una
que me parece especialmente conmovedora. Teresa, la Reinecita, la hermanita menor, la
novena, siempre había sido muy amada en su familia, tanto por sus hermanas como por su
padre, y en la soledad y el silencio del Carmelo a veces lo pasaba muy mal.
Confiesa en sus escritos a la Madre superiora: «Recuerdo que siendo postulante, me
venían a veces tan violentas tentaciones de entrar en vuestra celda para darme gusto, para
encontrar algunas gotas de consuelo, que me veía obligada a pasar rápidamente por delante del
despacho y agarrarme al pasamano de la escalera. Se me representaba una multitud de permisos
que pedir, hallaba mil razones para complacer mi naturaleza. ¡Cuánto me alegro ahora de las
renuncias que me impuse en los principios de la vida religiosa! Al presente gozo ya de la
recompensa prometida a los que combaten generosamente» (XI,21v-r).
La caridad fraterna también le costó a veces grandes esfuerzos, siempre realizados con
la moción de la gracia del Señor. Una anciana insoportable, la Hermana Saint-Pierre, medio
inválida, necesitaba ayuda para todo. «A mí me costaba mucho ofrecerme para prestar aquel
servicio… Es increíble lo que me costaba». Pero con la gracia de Dios hacia su servicio, y al
terminarlo, «antes de marcharme, le dirigía la más graciosa de mis sonrisas» (XI, 28v-29r).
Otras veces, en el coro, lo tocaba estar cerca de una Hermana que hacía un ruidito extraño,
semejante al que se haría frotando dos conchas una con otra… «Imposible me resulta, Madre
mía, deciros cuánto me molestaba aquel ruidillo. Sentía grandes deseos de volver la cabeza y
mirar a la culpable, que con toda seguridad no se daba cuenta del molesto sonsonete que
producía. Mirar atrás hubiera sido el único modo de hacérselo notar. Pero en el fondo del corazón
comprendía que era mejor sufrirlo por amor de Dios y por no causar pena a la Hermana. Así que
permanecía tranquila, procurando unirme a Dios y olvidar el pequeño ruido. Pero todo era
inútil; sentía que me inundaba el sudor, y me veía obligada a hacer sencillamente una oración
de sufrimiento. Aun entonces, procuraba sufrir sin irritación, con alegría y paz, al menos en lo
íntimo del alma. Me esforzaba por hallar gusto en aquel soniquete, o bien hacía los posibles
por no oírlo. ¡Todo en vano!» (XI,30v).
Algo semejante narra cuando en el lavadero una Hermana poco cuidadosa le salpicaba
una y otra vez el rostro con el agua sucia: «Mi primer impulso fue el de echarme atrás y
enjugarme el rostro, a fin de hacer ver a la Hermana que me asperjaba el gran favor que me
haría obrando con más suavidad. Pero en seguida pensé que era bien tonta al rehusar unos
tesoros que tan generosamente se me daban, y me guardé muy bien de manifestar mi lucha interior.
Me esforcé por sentir el deseo de recibir en la cara mucha agua sucia, de suerte que terminó por
gustarme aquel nuevo género de aspersión» (XI,30v-31r).
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Así es como el Señor hizo de Teresita una gran santa. «Cinco panes y dos peces», muy poca cosa,
es lo que aquel joven del Evangelio puso en manos de Jesús, pero con su mínima ofrenda vino a dar
de comer a una gran multitud. No se hubiera producido el milagro probablemente si hubiera
entregado solo cuatro panes y un pez. Pero él, movido por la gracia, hizo al Maestro la ofrenda
de todo lo que tenía. De modo semejante, Teresa, dócil a la acción de la gracia, se entrega a
Dios entera, sabiéndose muy pequeña, y llega a una altísima santidad personal. Viene a ser
además una de las Santas más santificantes para los cristianos de su tiempo, hasta el día de
hoy, ayudados por su ejemplo y sus escritos: tres cuadernos escolares.
Perfecta en la humildad. El Señor misericordioso, «porque era pequeña y débil, se
abajaba hasta mí y me instruía secretamente en las cosas de su amor» (V,49r). En el camino de
la perfección «cuanto más se adelanta, tanto más lejos se cree del término. Por eso, ahora me
resigno a verme siempre imperfecta, y encuentro en ello mi alegría» (VII,74r). Perfecta en la
humildad, ya no hay en ella amor propio que sufra al verse defectuosa: «No siento pena alguna
al ver que soy la debilidad misma; antes al contrario, me glorío de ello [2Cor 12,5), y cuento con
descubrir en mí cada día nuevas imperfecciones» (X,15r). «Sé encontrar siempre el modo de
estar alegre y de sacar provecho de mis miserias» (VIII,80r). «¡Qué dulce es el camino del amor!
Ciertamente, se puede caer, se pueden cometer infidelidades; pero sabiendo el amor sacar
provecho de todo, bien pronto consume lo que puede disgustar a Jesús, no dejando más que
una humildad y profunda paz en el fondo del corazón» (VIII,83r).
Santa Teresita guarda la paz en su absoluta humildad, siempre abierta a la gracia. Y no le
perturba demasiado ser a veces mal entendida y juzgada: «digo con San Pablo: “poco me
importa ser juzgada por ningún tribunal humano. Yo no me juzgo a mí misma. Quien me
juzga es el Señor” [1Cor 4,3-4]» (X,13v). Ella tiene la humildad plena de un mendigo que pide,
pero que no exige nada, y que se conforma con lo que le dan. Es perfecta en la humildad. No se
avergüenza de ejercitarse sólo en pequeñas cosas y pequeñas virtudes, reconociendo que no vale
para más. Señor, «no tengo otro medio de probaros mi amor…; es decir, no desperdiciar
ningún sacrificio, ninguna mirada, ninguna palabra; aprovecharme de las pequeñas cosas, aun
de las más insignificantes, haciéndolas por amor» (IX,4r-v).
No se avergüenza de confesar sus limitaciones: «debería darme pena el dormirme, desde
hace siete años, durante la oración y la acción de gracias. Y sin embargo, nada de esto me da
pena. Pienso que los niñitos agradan lo mismo a sus padres dormidos que despiertos»
(VIII,75v). Declara también sencillamente: «Rezar yo sola el rosario –me da vergüenza decirlo–
me cuesta más que ponerme un instrumento de penitencia… ¡Sé que lo rezo tan mal! Por más
que me esfuerzo por meditar los misterios del rosario, no consigo fijar la atención» (XI,25v).
No le da vergüenza confesar que muchas de sus riquezas no son sino miserias suyas llenadas
por la misericordia de Dios. Así, p. ej., cuando explica su oración por su incapacidad de tratar con
la gente. En el pensionado de la Abadía no era una niña atractiva ni para profesoras ni para sus
compañeras: «nadie se ocupaba de mí. Por eso, subía a la tribuna de la capilla, y allí
permanecía delante del Santísimo Sacramento hasta que papá venía a buscarme. Aquel era mi
único consuelo. ¿No era, acaso, Jesús mi único amigo? No sabía hablar con nadie más que con
él. Las conversaciones con las criaturas, aun las conversaciones piadosas, me ponía cansancio
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en el alma. Estaba segura de que era preferible hablar con Dios que hablar de Dios, pues es
mucho el amor propio que se mezcla en las conversaciones espirituales » (IV,40v).
Ni siquiera se avergüenza en su humildad de confesar las gracias excepcionales que el Señor
le ha dado. Sabe bien que no son sino dones gratuitos de Dios. Su sabiduría espiritual, p. ej. es
tan grande, declara, que los estudiosos «ciertamente habrían quedado sorprendidos al ver una
niña de catorce años penetrar los secretos de la perfección, secretos que toda su ciencia no
sería capaz de descubrirles nunca» (V,49r).
Doctora de la gracia. Siempre la Iglesia ha sabido que todos los cristianos están llamados a
la santidad, pues siempre ha inculcado que todos los cristianos cumplan el primer
mandamiento, «amar a Dios con todo el corazón»; y en eso justamente consiste la santidad.
Pero Santa Teresita redescubre esta verdad, mostrando en sus escritos qué sencillo es el camino
de la santidad, y qué posible es, con la gracia de Dios, avanzar por el día a día, sea el cristiano
religioso o laico, fuerte o débil, culto o iletrado, sano o enfermo, y sea ésta o la otra la
circunstancia de familia y de trabajo en que vive.
La espiritualidad de Teresita difiere mucho del voluntarismo vigente en su tiempo. Por eso,
aunque la fórmula Dios me-noste pide era quizá entonces la más frecuente en el lenguaje
espiritual sobre la gracia, ella la usa en muy raras ocasiones (I,10v; V,49v. 52r; 53r; VI,64r; IX,4r;
Cta 57,1v; 96,2r; 108,1v), y siempre la emplea en el contexto de la gracia: p. ej., «hay que saber
reconocer lo que Dios pide a las almas y secundar la acción de su gracia, sin acelerarla ni
frenarla nunca» (V,53r).
En los Manuscritos autobiográficos es siempre Jesús quien, con inmenso amor generoso,
fortalece a Santa Teresita, la guía, le corrige, le muestra, le concede, le da, obra en ella y con
ella… –Y señalo, al paso, que en sus escritos habla casi siempre de «Jesús» para referirse a
Jesucristo, al Señor, a Dios, a la Santísima Trinidad–. Ella, pues, entiende toda su vida como un don
gratuito del amor de Dios. Y porque está convencida de que todo es gracia, por eso espera llegar a
ser una gran Santa, aun viéndose tan miserable y débil. Nada hay en ella, así lo reconoce, que
merezca las excelsas gracias con las que Dios ha querido privilegiarla desde niña. Jesús mora
en su corazón obrando el bien en ella unas veces Él solo, pero normalmente en ella y con ella.
Sin Jesús, que le asiste instante por instante, ella no puede nada por sí misma. Pero con Él todo
lo puede.
Al expresar Santa Teresita este camino de la infancia espiritual, confiesa en una síntesis
preciosa todas las grandes verdades de la Biblia y los Padres, de los Concilios y el Magisterio
apostólico sobre el misterio sublime de la gracia divina. Por eso esta joven Doctora de la Iglesia
puede ser hoy para los cristianos, como dice Pío XII, «un reencuentro con el Evangelio, con el
corazón mismo del Evangelio» (radiom. 11-VII-1954).
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