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D e J u a n D av id N asio (com p.) e n e s ta b ib lio te c a
El silencio en psicoanálisis
Los ojos de Laura
El concepto de objeto a en la teoría
de J. Lacan
seguido de una
Ju a n David Nasio
Amorrortu editores
B uenos Aires - M adrid
Biblioteca de psicología y psicoanálisis
Directores: Jorge Colapinto y David Maldavsky
Les yeux de Laure. Le concept d ’objet a dans la théorie de J.
Lacan, Juan David Nasio
© Aubier, 1987
Primera edición en castellano, 1988; primera reimpresión,
1997; segunda reimpresión, 2006
Traducción, José Luis Etcheverry
La reproducción total o parcial de este libró en forma idéntica
o modificada por cualquier medio mecánico, electrónico o in
formático, incluyendo fotocopia, grabación, digitalización o
cualquier sistema de almacenamiento y recuperación de infor
mación, no autorizada por los editores, viola derechos reserva
dos.
© Todos los derechos de la edición en castellano reservados por
Amorrortu editores S. A., Paraguay 1225, 7o piso - (1057) Bue
nos Aires
www.amorrortueditores.com
Amorrortu editores España SL, C/San Andrés, 28 - 28004 Ma
drid
Queda hecho el depósito que previene la ley n° 11.723
Industria argentina. Made in Argentina
ISBN 950-518-500-6
ISBN 2-7007-2145-4, París, edición original
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liminar, 72. 3. Espacialización del objeto a, 73. 4. Las
tres formaciones del objeto a, 79.5. Un ejemplo de Freud,
81.
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!¡¡
disco, 173. a. La caracola marina y el punto fálico, 175.
b. El objeto a se reduce a un punto, 176. c. El objeto
a es no especular, 177. Referencias bibliográficas de los
textos de Jacques Lacan sobre el cross-cap, 179.
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Los ojos de Laura
Crónica de una mirada
Pongo fin a la sesión, acom paño a la paciente h a sta
la p u erta y la cito p ara el día siguiente. M inutos después
dejaba el consultorio con intención de b u scar m i corres
pondencia cuando m e sorprendió encontrarla b añ ad a en
lágrim as en el pasillo, esperando todavía el ascensor. Na
da en la sesión había hecho presagiar este desenlace. Cru
zam os u n a m irad a fugitiva y viéndola llorar, por pudor
contengo m i gesto de partir, giro y vuelvo sobre m is p a
sos. E xactam ente en ese m om ento se m e im pone u n a vi
va im presión, sonorizada así: «No he visto a alguien llo
rando, he visto un o s ojos llorando». Y m e oigo repetir u n a
vez m ás: «He visto un o s ojos llorando». Al rato, yo y a es
ta b a lejos: instalado en las sesiones de los otros an aliza
dos; el olvido h ab ía llegado p a ra cum plir su obra de bo
rrarlo to d o .1
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cierta proposición teórica que h ab ría de te n er su parte
en el curso del análisis con Laura. Pero an tes de abordar
e sta proposición, tratem os de seguir la argum entación
que F reud propone en ese escrito.
F reud lleva a los p siq u iatras a reconocer que la índo
le de la lesión que d eterm in a a la parálisis h istérica no
depende en n a d a de la an ato m ía del sistem a nervioso,
porque al contrario es u n a alteración bien precisa, loca
lizada en o tra anatom ía, u n a anatom ía m u y especial que
es co n stru id a y reco n stru id a sim bólicam ente por la his
teria. E sta an ato m ía expresam ente form ada donde se lo
caliza la lesión es u n cuerpo extravagante, em inentem en
te psíquico, que es resultado de u n reh u sam ien to y de
u n a creación. De u n rehusam iento prim ero, porque la his
teria ignora y se em peña en ignorar el cuerpo oficial ca
nonizado por la m edicina de la época. De u n a creación
después, porque sobre ese reh u sam ien to , sobre ese «no
q u erer sab er nada» del sab er m édico ya constituido ella
tra z a u n a concepción b ien original de lo que es u n cu er
po. E n rem plazo de la an ato m ía de los m édicos, la h isté
rica in v en ta u n sab er sobre el cuerpo, organiza sim bóli
ca m en te el soporte anatóm ico de su lesión; de ese saber
se im pregna e im pregna a su cuerpo vivo. ¿C uál es exac
tam en te el lu g ar y la índole de la lesión productora del
sín to m a de conversión? P ara responder es preciso por
u n a parte com prender que la an ato m ía sim bólica de la
histeria no está h ech a de órganos arm ados, sino de ideas
arm adas, de la en sam b lad u ra de las diferentes ideas que
la histérica se h ace de cad a órgano; y com prender, por
o tra parte, que u n a lesión en el nivel de esa en sam b la
d u ra se trad u c irá finalm ente en u n a parálisis efectiva.
Si uno adm ite que la an ato m ía de la h iste ria es u n a a n a
tom ía h ech a de ideas, u n o no puede m enos que acep tar
-que-lalesióm_proy.ocadora de la parálisis es u n a lesión
en las ideas, u n a anom alía entre las ideas: cierta idea p ar
ticular, por estar p articu larm en te in v estid a de afecto, no
consigue in teg rar el conjunto de las ideas. La parálisis
histérica de u n brazo, por ejemplo, se explica —siguiendo
esta arg u m en tació n — por la ru p tu ra de la relación entre
la idea de brazo y las d em ás ideas. «La lesión sería en
tonces la abolición de la accesibilidad asociativa de la con
cepción del brazo. Este se com porta com o si no existiera
p a ra el juego de las asociaciones».3
No tenem os la intención de extraer aquí todas las con-
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secuencias de la tesis freudiana sobre la lesión en la p a
rálisis histérica. En cam bio nos interesa p oner el acento
en u n problem a bien preciso, que F reud se lim ita a indi
car m eram ente. Nos llevará a aquella proposición que rea
parecería después en el análisis de Laura. P reguntém o
nos: ¿con qué m ateriales m odela la histérica su cuerpo
psíquico? Respondem os: con u n as form as im aginarias
que ella filtra a través de su superficie perceptual sensi
ble. Esas formas, y las singularidades de esas formas, u n a
vez percibidas cargarán con u n gran valor afectivo la idea
referida a u n órgano en particular. La idea inaccesible
al conjunto de las dem ás ideas lo será porque ocurrió que
u n a form a im aginaria la invistiera, la aislara y la volvie
ra traum ática. Pero en todo rigor no es la form a im agi
naria, sino la percepción sensible e inconciente de ella,
la que confiere fuerza trau m ática a la idea. E n eso está
todo: en la percepción h istérica de las form as im agina
rias, en el hecho de que es con el falo —a través del filtro
del deseo sex u al— com o la h istérica percibe los contor
nos, los colores y la te x tu ra de los objetos que ella to m a
del am biente im aginario. H asta aquí venim os em plean
do el atributo «simbólico» p ara designar el estatu to de la
anatom ía psíquica construida por la histeria. Pero h ab ría
que ceñir m ejor las cosas y decir ah o ra que la an ato m ía
es sim bólica en tan to perm anecem os dentro de la pers
pectiva de definirla como en sam b lad u ra de ideas, pero
se vuelve fantasm ática si introducim os ad em ás la preg-
nancia de la percepción fálica de las form as im aginarias
que cargan a cada u n a de las ideas.
Pero, ¿cuáles son estas form as im aginarias? P ara
Freud, la anatom ía fantasm ática de la histeria se calca so
bre la concepción po p u lar de los órganos y del cuerpo en
general, por u n a parte; y por otra parte se funda en nues-
tras percepciones ta c tllé s y , sobre to d o re m la s visuales.
El cuerpo popular, la representación popular del cuerpo
que h a enseñado in ad v ertid am en te a la histérica qué es
u n órgano, es el cuerpo de u n a figurilla h u m a n a grosera
m ente trazada, prim itiva, u n poco basta, m o n tad a por
piezas como u n vestido. Si
«La pierna es la pierna guiendo el corte y el arte del
hasta la inserción de sastre, está de acuerdo con la
la cadera; el brazo es m oda de la época y se deja
la extrem idad superior ver, tocar y palpar. Flexible,
tal com o se dibuja m aleable y desm ontable co
bajo el vestido». m o el cuerpo de u n títere de
Freud trapo, o sim plem ente como
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u n a m u ñ eca a la que u n o abraza, siente y destruye: he
ahí el ser im aginario de que la histérica se em papa. Una
singularidad de este ser, u n a expresión del rostro, u n a
m irada, u n a herid a o u n a m a n ch a que, percibida, cobró
la im portancia afectiva de u n trau m a, acaso se co n stitu
ya a la larga en u n a de las cau sas del sín to m a histérico.
Desde este p u n to de vista, la célebre teoría del tra u m a
de la seducción en la génesis de la h iste ria debiera ser
referida, in d irectam en te al m enos, a ese su strato m a te
rial que significa u n a m u ñ eca en la vida de u n a h istéri
ca. Si la seducción trau m ática por u n adulto es la cau sa
fantasm ática de la histeria, tendríam os que com pletar es
to ahora diciendo que la localización del tra u m a que
aq u eja a la histérica, los detalles de la escena de seduc
ción, la región corporal trau m atizad a, son elem entos que
parecen como program ados, inscritos ya por la experien
cia p regnante de la percepción de las form as im agina
rias. La histérica no p u ed e padecer un traum a que no
haya padecido ya, a u n q u e fuera aproxim adam ente, la
m u ñ eca im aginaria de su infancia.
De esta m a n era se reco rtab a la proposición que p esa
ría en el curso del análisis de Laura: frente al brazo p ara
lizado, por ejemplo, el psicoanalista no se rem o n tará a
la sola idea de brazo, sino al personaje im aginario, m u
ñeca, vestido o dibujo en que se percibió u n rasgo sin g u
lar, localizado even tu alm en te en u n brazo, y que cargó
con afecto esa idea.
Señalem os de p asad a que si se acep ta la im portancia
del am biente de form as im aginarias en la determ inación
de u n a conversión y acaso de otros síntom as, de ah í se
sigue que las m odalidades y
«¿Dónde están ahora las la frecuencia de las afecciones
histéricas de antaño, histéricas dependen estrecha-
esas-m iy'eres—------ — ■ — -m ente-de-do-rm aginm do-que-
maravillosas: las dom ine en la época. N uestras
A n n a O., las E m m y histéricas de hoy n u n ca serán
von N. ? Por su escucha las h istéricas de C harcot, en-
Freud inauguró un m odo tre o tras cosas porque lo ima-
en tera m en te n u evo de ginario de C harcot es diferen-
relación humanan. te del nuestro. Las m uñecas y
Lacan los m uñecos de esa época h an
desaparecido llevándose con
sigo a las histéricas de antaño.
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A la m a ñ a n a del día siguiente volví al sillón de a n a
lista u n poco influido por las reflexiones n acidas del tex
to de Freud. Mi escucha, m i disposición de ese día a la
escucha estab a parcialm ente satu rad a, como siem pre es
el caso en la escucha: se escu ch a sólo lo que se dice
en nosotros, y escu ch ar bien
«El em isor recibe al otro significa en definitiva
[escucha] su propio decir lo preciso p ara que él de
m ensaje en una je acu d ir en él m ism o su pro
form a invertida». pio decir. P ersistía yo, en to n
Lacan ces, en aquella conclusión ex
traíd a del debate de la noche:
que ante u n sínto m a nos teníam os que rem o n tar a las
m uñecas im aginarias y a sus significantes, que acaso in
tervinieran en la form ación de ese síntom a. Con el agre
gado de que el influjo de esas m u ñ ecas trau m atizan te s
no se debía lim itar a la histeria exclusivam ente, sino que
podía concurrir a la producción de todo síntom a en ge
neral.
Así dispuesto/esa m añ an a, recibo a L aura y viéndola
instalarse en el diván de repente m e acuerdo de la im
presión de la víspera, cuando el en cuentro en el pasillo:
«He visto unos ojos llorando». Desde el com ienzo, la a n a
lizada evocó, sin n in g u n a n o ta dram ática, las lágrim as
que siguieron al térm ino de la sesión anterior. A p esar
de su referencia a la escena del pasillo, en ese m om ento
yo no quise hablarle de la m irad a que m e h ab ía c ap tu ra
do. M ientras ella hablaba, m i pensam iento y a no se diri
gía a las m u ñ ecas de la teoría con la cual m e h ab ía dis
puesto a escucharla; estab a dem asiado prendido del re
cuerdo de mi. im presión. Y no obstante, escuchándola y
escuchándom e decir —en silencio— que yo h ab ía visto
unos ojos llorando, reafloró m i interés teórico por los per-
que~p-cp-
diera intervenir en la form ación de síntom a. Ese interés
se tradujo entonces en u n a p reg u n ta que m e form ulé así:
¿y si los ojos que se m e h ab ían im puesto, desprendidos
de la persona de la analizada, ojos autónom os que ocu
paban todo el cam po de m i visión, rem itieran a unos ojos
de m uñecas que L au ra n iñ a acaso am ó? En u n giro de
la sesión form ulo m i p reg u n ta y, retirando to d a referen
cia a los ojos, le pido sim plem ente que m e hable de su s
m uñecas de infancia. «¿Mis m u ñ ecas? —respondió—, yo
no tuve; casi eran m ás b ien m uñecotes, m uñecotes d u
ros, no flexibles y suaves com o las m u ñ ecas de hoy. ¡Ah!
ahora m e acuerdo, h ab ía tam b ién u n m uñecote de o tra
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clase. No era v erdaderam ente u n m uñeco, sino u n niño
pintado en tela. Un niño triste con grandes ojos tristes
y u n a palom a en la mano». A ntes que ella term in ara sus
frases m e había im presionado oírle decir precisam ente
lo que yo h ab ía decidido callar: los ojos tristes del niño
de que h ab lab a acaso fu eran los m ism os que yo h ab ía
visto llorar. Este vínculo en tre los ojos del niño im agina
rio de su infancia y los de ella m ism a m e parecía u n a
convergencia ta n evidente, u n a intricación ta n trabada,
que ya n ad a m e im pidió com unicarle m i im presión de
la víspera.
En el m om ento en que iba a intervenir, se injertó in
m ediatam ente otra evocación: los ojos de su h erm an a po
co an tes del suicidio. La intricación de los ojos tristes
se convertía así en u n a su erte de encadenam iento inexo
rable: a la tristeza de la m irad a que m e h ab ía capturado,
seguía la tristeza de la m irad a del niño, y después la tris
te m irada de la h erm an a m uerta. Involuntariam ente yo
estab a en vías de establecer u n a reconstrucción que
respondía a la teoría que h abíam os desprendido del tex
to de Freud:*4 los ojos del niño del cuadro, reanim ados por
los ojos que yo h ab ía visto llorando, m e parecían el rasgo
significante de u n personaje imaginario, que, u n a vez per
cibido, pudo ser u n a de las cau sas de la afección que lle
vó a la h erm a n a al suicidio. H abía yo em pezado la sesión
buscando las m uñecas de la paciente, y ahora estaba cap
tado por el lazo entre u n m u ch ach o triste pintado en u n a
tela y la tristeza de su h erm a
«Mi inconciente es n a. La re c o n s tru c c ió n se
capaz de percibir un d escen trab a de la relación
objeto que m i ojo sólo dual con Laura, y en lugar de
después reconocerá». interrogarm e sobre su propia
F reud m irada, m e volvía hacia ese
... 'tercero representado por su
h erm a n a y m e decía que esta h ab ía percibido inconcien
tem en te la m irad a triste del cuadro. E ntre los ojos de la
analizada y los de u n ser im aginario que h ab ía pesado en
su vida, se hab ían instalado ah o ra los ojos del Otro.
Así cargado con m i reconstrucción intervengo por fin
y con m u y pocas palab ras m e lim ito a decirle la im pre
sión de la víspera: no h ab erla visto llorando, sino h ab er
visto u n o s ojos llorando. Sin que p areciera atrib u ir u n a
4 Aunque nacida de un texto de Freud acerca de la histeria, esta
reconstrucción no iba destinada a explicar un síntoma histérico: no
me parecía que la analizada ni su hermana respondieran a esta catego
ría clínica.
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im portancia particu lar a m i decir, la paciente continuó
recordando: «La n iñ era de la casa —refirió—, María, u n a
española que se ocupó de m í d u ran te toda m i infancia,
m e ponía siem pre en rivalidad con el niño del cuadro y
m e am en azab a siem pre con hacer que él ocupara m i lu
gar si yo no obedecía. Ese niño ten ía m u ch a im portancia
para m í y p ara María». Al tiem po que oía estas palabras,
yo persistía en estar influido por la reconstrucción que
acababa de o rientarm e hacia el destino desdichado de su
herm ana: dejándom e guiar en ese sentido, le pregunté en
qué habitación de la casa estab a colgada la tela. Y la a n a
lizada que responde: «El cuadro no estab a en m i cuarto,
sino en el de m i herm ana, ju sto sobre su cam a, sobre su
cabeza». Y yo que repito: «¿En el cuarto de su hermana?».
L aura hizo silencio; u n silencio que no era u n a sim ple
pausa antes de retom ar su relato, sino u n silencio-acto que
tenía toda la fuerza del deseo en teram en te confirm ado.
Y como si repentinam ente acabara de atar los m ism os ca
bos que eran los de m i reconstrucción, m e interrogó a su
vez: «¿Cómo... cree u sted que ese niño del cuadro tiene
relación con lo ocurrido a m i h erm an a? N unca lo h u b ie
ra pensado. Pero esto m e recu erd a algo con respecto a la
m ujer española. M aría h ab ía entrado a n u estro servicio
ju sto después de h ab er perdido a su h ijita en u n acciden
te de autom óvil. Recuerdo que por ser yo su preferida,
siem pre tuve el vago sentim iento de rem p lazar a su hija
desaparecida. Y aho ra que hablam os del cuadro del niño
triste, m e doy cu en ta de lo m ucho que este niño, con el
que ta n a m enudo m e com paraba, debía de recordarle a
su hijita muerta».
Desde luego que la analizada h ab lab a de ella y de la
niñita desaparecida, encerradas las dos en la tristeza del
niño pintado sobre la tela. Y no obstante, yo estab a per-
suadido de que evocando su recu erdo, en realidad ella ha-
blaba de su herm an a. De su herm an a, de ella, y del lugar
del cuadro en la infancia de las dos. Por o tra parte, au n
hablando de la niñita, parecía estar tratando casi a sabien
das de confirm ar m i propia reconstrucción: ese cuadro,
cosa de lo im aginario, estab a de u n a m a n era u o tra en el
origen de u n a m u erte real. Desde el m om ento en que in
m ediatam ente después de m i p reg u n ta sobre el cuarto
L aura guardó silencio, la sesión osciló. La analizada y a
no era la m ism a, y no lo era tam poco el psicoanalista. Ese
silencio era u n silencio com pacto de certidum bre. E n ese
m om ento, en que ella hubo com prendido y concluido que
los ojos tristes del niño del cuadro acaso se ligaban a la
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