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La sublimación

Problemáticas III
Jean Laplanche

Amorrortu editores
La sublimación
Problemáticas III
Problemáticas
Jean Laplanche

Problemáticas I - La angustia
LA "ANGST" EN LA NEUROSIS (1970-71)
LA ANGUSTIA EN LA TÓPICA (1971-72)
LA ANGUSTIA MORAL (1972-73)

Problemáticas II - Castración. Simbolizaciones


LA CASTRACIÓN, SUS PRECURSORES Y SU DESTINO (1973-74)
SIMBOLIZACIONES (1974-75)

Problemáticas III La sublimación


pARA SITUAR LA SUBLIMACIÓN (1975-76)
HACER DERIVAR LA SUBLIMACIÓN (1976-77)·

Problemáticas IV - El inconciente y el ello


LA REFERENCIA AL INCONCIENTE (1977-78)
PROBLEMÁTICA DEL ELLO (1978-79)

Problemáticas V - La cubeta. Trascendencia de la •


trasferencia
EL PSICOANALISTA Y SU CUBETA (1979-80)
Lo DESCRIPTIVO Y LO PRESCRIPTIVO (1980-81)
LA TRASCENDENCIA DE LA TRASFERENCIA (1983-84)
La sublimación
Problemáticas III
Jean Laplanche
Traducción: Silvia Bleichmar

Amorrortu edltores
Biblioteca de psicología y psicoanálisis
Directores: Jorge Colapinto y David Maldavsky
Problématiques III. La sublimation, Jean Laplanche
© Presses Universitaires de France, 1980
Primera edición en francés, 1980; segunda edición, 1983
Primera edición en castellano, 1987; primera reimpresión, 2002
'Iraducción, Silvia Bleichmar

Unica edición en castellano autorizada por Presses Universitaires de


France, París, Francia, y debidamente protegida en todos los países.
Queda hecho el depósito que previene la ley nº 11.723. © Todos los de­
rechos de la edición en castellano reservados por Amorrortu editores
S. A., Paraguay 1225, 7° piso (1057) Buenos Aires.

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Industria argentina. Made in Argentina

ISBN 950-518-900-1 (Obra completa)


ISBN 950-518-484-0 (Volumen ID)
ISBN 2-13-036991-X, edición original, París

159.964.2 Laplanche, Jean


LAP La sublin1ación (Problemáticas III).- la ed.
la reimp.- Buenos Aires : Amorrortu, 2002.
248 p. ; 28x14 cm.- (Biblioteca de psicología y
psicoanálisis)

Traducción de: Silvia Bleichmar

ISBN 950-518-484-0

L Título - l. Psicoanálisis

Impreso en los Talleres Gráficos Color Efe, Paso 192, Avellaneda1


provincia de Buenos Aires, en enero de 2002.

Tirada de esta edición: 1.000 ejemplares.


Indice general

11 Prólogo a la edición castellana, Silvia Ble:ichmar


19 Advertencia, Jean Laplanche

21 l. Para situar la sublimación


21 4 de noviemlJre de 1975
21 Introducción: simbolización y sublimación

30 18 de noviemlJre de 1975
88 Metapsicología para la sublimación
Opciones o «bricolage», 33. La pulsión en su generalidad, 34
38 2 de diciemlJre de 1975
Monismo o dualismo: ¿qué se juega en esta cuestión?, 38. Las
trasformaciones de la energía: ¿problema abstracto o proble­
ma de abstracción?, 41. Dificultades de la sublimación como
destino pulsional, 42. El diedro pulsional, 44

47 • 9 de diciembre de 1975
Clivar la pulsión, 48. El clivaje: necesidad/pulsión, 53. El cli­
vaje: función/órgano, 55 La constancia y el cero, 55. Pero la
sexualidad es también función... , 58....y el instinto, en el hom­
bre, falla, 58

60 16 de diciemlJre de 1975
Diferencia y apuntalamiento de los dos tipos de pulsión, 61. La
sexualidad oral, 63. La bisagra del apuntalamiento, 65. Apun­
talamiento y simbolización, 68

68 6 de enero de 19711
Trastrocamiento de las categorías freuclianas, en el pasaje a la
sexualidad, 70. Las fuentes: «directas e indirectas», 71. El ob­
jeto-fuente, 72. Regreso a la autoconservación: su insuficien­
cia, 74. Madre-hijo: díada o seducción, 75

7
76 13 de enero de 1976
Las «vías de influencia recíproca», 76. El «Leonardo» de
Freud, 78. El «recuerdo infantil» y el «error» de Freud, 80. Por
la realidad psíquica, 85
88 20 de enero de 1976
Actividad/pasividad¡ lactancia/homosexualidad, 88. Una tópi­
ca pictórica, 93. La «perversión» materna, 94. El «recuerdo»:
figura simbólica de la seducción, 97
98 27 de enero de 1976
Creación pictórica e investigación científica: la imposible recon­
versión, 100. Primera derivación de la pulsión de saber, 108
107 3 de felrrero de 1976
La pulsión de saber en Leonardo, 107. El enigma sexual como
seducción, 110. Sublimación o síntoma, 112. Conclusión: ¿la su­
blimación «desde el origen»?, 114

121 2. Hacer derivar la sublimación


121 16 de noviemlrre de 1976
¿Por qué la sublimación?, 122. Insuficiencia de ciertas formu­
laciones freudianas, 124. El problema de lo nuevo, 126. Sexual
y no-sexual, 129
un 30 de noviemlrre de 1976
Sublimación y síntoma, 131. Conformidad con el yo y confor­
mismo, 185. El conflicto en el plano S, 136. Introducción de lo
«cultural», 140
143 7 de dfoiemlrre de 1976
Fuego y sublimación, 148. Empédocles según Holderlin y
Freud, 145. Bachelard y el fuego: pedagogía del espíritu cien­
tífico, 148. Bachelard y el fuego: liberación del ensueño, 150.
Descalificación de la hipótesis adaptativa, 151. «Séxualización
primitiva del fuego», 158
155 14 de diciembre de 1976
Bachelard y Jung, 155. El conflicto pulsional en «El malestar
en la cultura», 156. Freud: «Sobre la conquista del fuego»,
157. Prometeo, héroe de la renuncia, 163
165 4 de enero de 1977
Sofocación y represión 1 166. La represión y lo inconciliable, 169.
Los «símbolos de la libido», 171. Extinción, renuncia, castra­
ción, 172. Hércules, héroe libidinal, 174
175 11 de enero de 1977
Teoría freudiana del mito, 177. El erotismo uretral, 179

8
186 18 de enero de 1977
La sublimación y el «wo Es war», 187. El traumatismo inci­
tante, 190. Avatares del traumatismo en Freud, 193. El trau­
matismo según el espacio y el tiempo, 195
197 t-5 de enero de 1977
Mutación del viejo problema alma-cuerpo, 197. ¿La energía
sexual = X1 Jung y Freud, 198. Lowenfeld y la creación ar­
tística, 203
205 1° de febrero de 1977
Verdad del fisicismo: pulsión de muerte y pulsión de vida, 205.
Eissler: Leonardo y el traumatismo, 209. El «Cenacolo», 211.
El ojo como puerta de entrada, 213. Defensa y simbolización, 215.
216 8 de febrero de 1977
Lo irrepresentable, 218. El Diluvio y la pulsión de muerte, 220.
«Más allá del principio de placer»: traumatismo y neurosis trau­
mática, 223
226 15 de febrero de 1977
La «especulación» freudiana, 226. Dolor y traumatismo, 223.
«Derivación» de lo físico a lo psíquico, 235. Para reagrupar al­
gunos hilos dispersos, 237

9
Prólogo a la edición castellana

Silvia Bleickmar

Es desde la significación de una histovia, que aún en sus gi­


ros azarosos deviene sentido, que la elaboración de un prólo­
go para la edición castellana de estas Problemáticas me impo­
ne hacer una reflexión pública frente a la obra de Jean Laplan­
che. El dificil quehacer que insta a diferenciar la neutralidad
de la cómoda abstinencia que deja al sujeto en la vacuidad,
privado de toda toma de posición, me lleva a asumir el ejercicio
de una explicitación en la cual mi posición de discípulo no de­
venga incitación dogmática para el lector. Es lo menos que de
Jean Laplanche he aprendido, .cuando desde el movimiento de
su propio derrotero propicia una ruptura y una anticipación que
somete a caución las fórmulas vaciadas de contenido, rompe la
ecolalia repetitiva, lo que ha devenido «el deber ser» de una
escolástica que clausura las posibilidades de pensar en el inte­
rior esterilizante del cómo se debe pensar y del qué se debe
pensar. En esa dimensión se nos presenta hoy el encamina­
miento seguido en la construcción de sus Problemáticas, al
abordar las grandes cuestiones que hacen a la constitución del
conocimiento psicoanalítico.
Si el proceso de la cura se despliega en el movimiento de un
trabajo subterráneo de simbolización donde se sitúa la concep­
ción freudiana de la perlaboración, del Durcharbeiten, es en
esa línea también que la oposición entre trabajar y dejar traba­
jar no está enteramente abolida. «El analizado debe hacer su
métier de analizado, el analista debe elaborar interpretaciones,
incluso construcciones ... En cuanto al "trabajo" del analista,
presenta un doble aspecto: ayudar a levantar las resistencias y
proponer elementos de simbolización, en resonancia con aque­
llos que le provee el analizado. Se trata, finalmente, de favore­
cer, acoger, hacer venir a la luz, un trabajo oculto y espontá­
neo, levantando los obstáculos y llegando, con discreción y
respeto, a su encuentro. Es una mayéutica, arte del parto
destinada a favorecer un "trabajo", y no una demiurgia, no un
artesanado tendiente a fabricar al otro según un modelo ideal».

11
Con la misma metodología Jean Laplanche aborda el traba­
jo teórico, y la trasmisión de una enseñanza psicoanalítica. De
ahí que no sólo nos proponga, sino que ponga en práctica, el
movimiento de la Durcharbeiten en la confrontación, recupe­
rando el método analítico en el interior de todos los espacios
donde un psicoanalista, más allá de la práctica clínica misma,
ve puesta en juego su función de analista. No se trata de poner
en boca de Freud «lo que Freud quiso decir», haciendo con
Freud mismo aquello que tanto se ha repudiado en los últimos
años cuando de escuchar el discurso del sujeto psíquico se
trata. Es sólo el sujeto quien podrá dar razón de su propio
enunciado, y en tal sentido, en el orden del discurso científico,
este sólo podrá ser leído en el interior ele los discursos pronun­
ciados -o escritos-, de modo tal que las correlaciones some­
terán al analista lector -o escucha- a los mismos principios a
que su práctica lo obliga. Se trata, en este caso, a falta de un
discurso que corrobore la hipótesis del lector, de la búsqueda
de la emgencia del productor: «Poner a trabajar a un gran psi­
coanalista -dice Jean Laplanche- es suponer que es él mis­
mo trabajado por una exigencia que se refleja tanto en su ex­
periencia teorética como en su experiencia práctica. Exigen­
cia, en Freud, es lo que lo empuja a reafirmar, después de vein­
ticinco años de teorización, el· carácter irreductible de la pul­
sión y del proceso primario, bajo el término de "pulsión de
muerte"». Exigencia misma que empuja a Jean Laplanche,
veinte años después del Coloquio de Bonneval, a reafirmar el
realismo del inconciente y a llevar hasta sus últimos términos
la discusión con el estructuralismo formalista, . con una «feno­
menología del inconciente» que pone en tela de juicio su exis­
tencia, su realismo, para devenir «puro sentido», y en el volu­
men que hoy presentamos, a retomar las propuestas que él
mismo viene haciendo en los temas de la sexualidad y la auto"'."
conservación, para redefinir las fuentes pulsionales y sus de­
rivaciones posibles en ese dominio tan discutido y tan singular
de la creación de la cultura.
Mi derrotero lo imagino, dice, como una espiral,.en el sentido
de que me.veo llevado a volver a decir, a retomarme, pero en
otro nivel; ·«es claro que, antes de redecirse, uno ha vuelto a
decir y uno redice a Freud. Pero lo que entiendo por espiral es
que en el punto mismo de pasaje, en la misma vertical, uno
espera encontrarse en una nueva vuelta o a varias vueltas del
punto sobre el cual uno se proyecta; se insinúa así una cierta
progresión. Mi espiral se enrolla sobre algunos temas que me
interesan más directamente. Esos temas han girado en torno

12
de la pulsión, en torno de la angustia y su articulación con el
yo, en torno del problema de las normas y de su impacto subje­
tivo, del problema de la castración y de la simbolización».
Y si la sublimación es una de las cruces (en todos los senti­
dos del término: a la vez un punto de superposición, de entre­
cruzamiento, pero también de llevar la cruz) de los psicoanalis­
tas y una de las cruces de Freud, es porque más que un concep­
to es como el indere de un cuestionamiento que habría que
llevar a cabo, tarea a realizar, noción indispensable pero jamás
«capturada» en el Begriff. Ella no sólo se muestra de diñen
caracterización en la teoría, sino que a menudo se sustrae a la
descripción clínica, particularmente en la cura, donde es men­
cionada como un resultado sin ser jamás mostrada en acción,
jalonada como un proceso.
¿ Qué pone en juego la sublimación, en su término mismo,
en su metáfora? Su metáfora juega sobre el término «sublime»
con dos referencias: por una parte la referencia filosófica, en
que lo sublime es una de las categorías de la estética filosófica;
por otra, la metáfora química, siendo la sublimación en liquí­
mica definida por un pasaje directo de un cuerpo, sin interme­
diario líquido, del estado sólido al gaseoso. Lo que está enton­
ces en juego con esta noción de sublimación es una metapsico­
logía y, paralelamente a esta metapsicología, una teoría de los
valores, dos dominios que Jean Laplanche propone distinguir
sólo provisionalmente, porque no es cierto que sean absoluta­
mente irreductibles el uno al otro. ¿Cómo intentar ver claro
ahí, en esta noción de sublimación, en este pasaje de lo sexual a
lo no-sexual, en esta pretendida mutación de la energía pulsio­
nal, sin decir desde el comienzo a cuál teoría del aparato psí­
quico uno se refiere? En el aparente consenso en el cual parecen
reencontrarse y entenderse los psicoanalistas y, más general­
mente aún, todos aquellos que invocan el freudismo, parece
indispensable contar con lo que en este texto es designado por
Laplanche como su pequeña metapsicología portátil. Metapsi­
cología que no pretende en absoluto separarse a cualquier pre­
cio de la de Freud, sino encontrar ciertos ejes en un contexto
en el cual, como él mismo señala, «en el concierto o en la
cacofonía de los textos psicoanalíticos se tiene frecuentemente
la impresión de que el freudismo se ha reducido a un ''tesoro"
de términos cuyo uso coherente se ha perdido, y han sido
retomados en lo que Lévi-Strauss llama un bricolage». Y agre­
ga: «Lo que propondré por mi parte es un uso más razonado de
los tesoros freudianos, que llegado el caso los reestructure,
pero que al menos no los chapucee [bricole] sin método, no los

18
ctesvie, desde el comienzo y de manera incontrolable, de su uso
categorial».
El panorama de la metapsicología freudiana -y más aún su
diacronía- permite tomas de perspectiva, invita a clivajes y
reagrupamientos, nos mueve a opciones por relación a nociones
aparentemente ambiguas y que han devenido, en todo caso, de­
masiado englobantes. Tal es la pulsión,·y sobre ella Jean La­
planche centrará su reflexión, ya que la sublimación nos es pre­
sentada como uno de sus cuatro destinos. Si la sublimación se
definiera de manera extensa -también la más vaga- como pa­
saje de una actividad sexual a una actividad no-sexual o, si se
. quiere, alimentación de lo no-sexual por lo sexual, ¿sería ella
una simbolización? ¿Simbolizaría la actividad sexual, un deseo,
fantasmas sexuales? Lo evidente es que esto pone en juego una
metapsicología y más exactamente lo que nosotros llamamos,
agrega Laplanche, una teoría de las pulsiones, es decir una
toma de posición en cuanto a la existencia de un registro no­
sexual, y en cuanto a su autonomía, relativa o absoluta, por
relación al registro sexual. Para que haya una relación de lo
sexual a lo no-sexual hay que concebir desde el comienzo una
existencia separada de dos planos que forman un diedro, donde
se articulan, según una línea de recubrimiento, la autoconser­
vación y la sexualidad. Y antes de examinar esa relación relati­
vamente elaborada que es la sublimación, nos vemos llevados a
describir algo más primitivo, más «originario», que es el pasaje
de la autoconservación a la sexualidad, a partir de que en el
hombre la idea misma de una autoconservación que sea autosu­
ficiente no es sino una abstracción, que el apuntalamiento de la
sexualidad sobre la autoconservación se apoya sobre un estado
mal asegurado, débil, y debido a ello hay que concebir entre la
autoconservación y la sexualidad en el origen lazos que no sean
de emergencia; hay que imaginar lazos de doble sentido, y en
esa rep'royección de la sexualidad sobre la autoconservación •
situar dos problemáticas esenciales: la del yo por un lado, la de
la sublimación por el otro. «El modelo de nuestra teoría de las
pulsiones es entonces aquel diedro que sigo evocando, con su
línea bisagra entre dos planos, linea que intentamos especiñ­
car como la línea del apuntalamiento o la línea de la fuente.
Todos nuestros desarrollos tienden a mostrar que esta noción
de fuente pierde su coherencia si se intenta aislarla del campo
del fantasma propio del psicoanálisis, si se la interpreta por
ejemplo diciendo que la fuente sería la autoconservación a par­
tir de la cual surgiría la sexualidad. Si se adopta esta interpre­
tación restrictiva, uno se ve llevado a la idea de una anteriori-

14
dad, de una autosuficiencia, de una autonomía de las funciones
de autoconservación».
La imagen de la autosuficiencia autoconservativa, insatis­
factoria para describir al pequeño ser humano tan poco autosu­
ficiente, esa imagen del huevo que extrae de sí mismo toda
subsistencia, se reencontraría en lo que se llama corrientemen­
te «fase simbiótica», lo cual es una manera de hacer menos
contradictoria la noción de un narcisismo primario. Remplaza­
da la autosuficiencia autoconservativa de una mónada origina­
ria por una díada madre-hijo, se llega a hablar de simbiosis,
que es un término de biología animal o incluso tal vez vegetal,
para lo cual no sólo hay que ser dos, sino dos sobre un mismo
plano. Pero se olvida cuando se habla de simbíosis o de díada,
que la madre aporta en la díada mucho más que la mitad o el
complemento. Para que se pueda hablar de simbiosis la madre
debería ser un organismo totalmente centrado sobre la auto­
conservación, pero la madre no entra en la llamada díada úni- .
camente con sus elementos autoconservativos (siendo la auto­
conservación algo enteramente recubierto, en el adulto, por la
sexualidad), sino con su erogenidad y, evidentemente, con
sus fantasmas. Y esta sexualidad que precede a la cría nos
lleva a reconsiderar la noción de parasitaje, ya no de la madre
por el niño, sino del niño por parte de la madre, de la sexualidad
de la madre. Esta intrusión de la sexualidad materna, que hace
estallár la díada y la validez misma de su hipótesis, constituye
lo que Jean Laplanche conceptualizará como seducción; teoría
de la seducción que es más importante que el apuntalamiento
porque aporta la verdad de la noción del apuntalamiento.
Y si entre la autoconservación y la sexualidad hay un ver­
dadero movimiento de derivación (movimiento que sólo se pue­
de comprender a partir de esta seducción originaria que intro­
duce el otro humano), la sublimación, por su parte, no sería
simple inducción de un plano al otro, sino un verdadero drena­
je de la energía sexual hacia lo no-sexual, una verdadera deri­
vación (pero no simplemente autoconservativa).
¿Por qué la sublimación? Porque es un problema particular­
mente irritante: ¿Habría un destino no-sexual de la pulsión
sexual, pero al mismo tiempo un destino que no fuera del orden
del síntoma? ¿Existe, simplemente, eso? ¿Existen en el indivi­
duo manüestaciones no�sexuales, de las cuales se pueda mos­
trar por el análisis que están subtendidas por la sexualidad,
pero que al mismo tiempo no son resueltas, disueltas, reduci­
das por este análisis como lo es el síntoma? Si simplemente nos
interrogamos: ¿existe algo no-sexual que no pueda ser interpre-

16
tado por relación a lo sexual, digamos en la cura para simplifi­
car, pero también, por qué no, en un trabajo de psicoanálisis
aplicado?; si se formula así la cuestión, es evidente que eso «no­
sexual» sería difícilmente concebible alJí. Llegaríamos a decir
que no hay sublimación. Pero se trata no sólo de una cuestión
teórica, sino más aún de una cuestión «técnica», verdadera­
mente estratégica y táctica en la cura, donde, por principio, no
existe dominio que proclamemos que debamos respetar, es
decir no analizar.
¿Vigencia de la sublimación? Si la sublimación nos es pro­
puesta como modelo de un destino no-defensivo de la pulsión,
un destino sin represión, todos los ejemplos implican, pese a
todo, la represión de lo sexual. Y si se considera que la repre­
sión es un mecanismo que se puede esquematizar como una
metaforización, en el sentido de que pasa por debajo de la
metáfora, que no está a disposición de la conciencia el conte­
nido sexual, parecería que la mayoría de los modelos de subli­
mación son modelos ligados a una represión. De modo tal que
la cuestión desembocaría en mostrar que sería tal vez ilusorio
buscar una sublimación, en el sentido estricto del término, que
no estuviera ligada a una represión, pero, al mismo tiempo,
llevaría a preguntarnos si, sublimación o no, existiría un desti­
no no defensivo de la pulsión, un destino que no fuera directa­
mente sexual pero que conservara algo de lo sexual en una
actividad como la creación artística, en particular.
Siguiendo con este modelo de poner a trabajar el concepto
freudiano, de constituir las premisas de una metapsicología
cuyas implicancias teoréticas se abran sobre un movimiento
teórico-clínico, Jean Laplanche concluye: «Ven ustedes cómo si
yo continúo hablando de sublimación; es en realidad haciendo
derivar esta noción, soltándole precisamente las amarras y
quizá, bajo este título de la usublimación", intentando hablar
de otra· cosa». Se trata de una deriva, una derivación de la
sublimación, algo que moviliza no sólo nuestra concepción de la
sublimación, sino la sublimación misma en el movimiento cul­
tural.
Es posible que más allá de las elaboraciones que abran es­
tas problemáticas, dos sean las enseñanzas mayores que Jean
Laplanche nos ofrece. Por un lado, que aproximarse al trabajo
teórico con una metodología analítica somete al analista a las
mismas leyes que guían su escucha en el interior del consulto­
rio: será sacudido en sus propias certezas, deberá dejar en
suspenso sus propias pasiones, se verá obligado a callar cuando
prematuramente quiera obturar con lo que ya sabe la molestia

16
irritante a la cual nuevos campos de conocimiento lo exponen.
Para que el concepto no sea «espina en la carne» cuyos efectos
· de pasión sufre pasivamente el teorizante, deberá retrabajar
su propia historia y por ende recuperar la historia del psicoaná­
lisis, de las generaciones que lo anteceden en el decurso anaü­
tico, y perlaborar tanto la inclusión del concepto en su devenir
como a sí mismo en el movimiento que lo instaura en la serie de
las generaciones. Pero ello implicará un desgarramiento no
menor que aquel al cual se ve sometido en tanto analizado en el
diván, y arrastrará en el develamiento que lo desengarza de
sus propios padres de la infancia los restos trasferenciales que
la marea de certidumbres arrastra en su caída. Se necesita
creer en el análisis, en su potencialidad simbolizante y, por qué
no, curativa (más allá de la peyorización a que la trasformación
clínica ha sido sometida, cuando el desprecio es la forma para­
digmática de la impotencia), para reconocer que sólo un análisis
sin abrochamientos explícitos en el punto de partida puede
constituir el movimiento por el cual el analista acceda a la
función analítica. De ahí que Jean Laplanche se vea llevado por
sü propia formulación teorética a cuestionar el análisis llamado
«didáctico», sabiendo que no hay analista que no se vea someti­
do a la tentación permanente de suturar con la alianza -fami­
liar, en última instancia, ya que es esa la primera institución
que nos coopta-, neurótica o perversa, el abismo que se abre
cuando de abordar la sexualidad que fija la posición del incon­
ciente se trata. Por otra parte, que la petulancia con la cual el
discurso de las diversas escuelas intenta conservar sus propios
baluartes, no es índice sino de una fragilidad trabajosamente
defendida en aras de impedir que las contradicciones que pue­
dan poner en riesgo su supuesta «unidad teórica» las someta a
la fragmentación del corpus (siempre propio, siempre materno)
cuyos riesgos de muerte acechan al sistema. Un psicoanálisis
en el cual todo se reinventa permanentemente, en el cual cada
escuela parece engendrarse a sí misma desligada de la historia
de las generaciones, sólo puede acarrear la muerte en la medi­
da en que la endogamia de las sectas no permite la confronta­
ción de los enunciados, única forma de acceso a una circulación
productiva.
Al considerar a estas Problemáticas no sólo como un espa­
cio de conocimiento sino de simbolización, he intentado en su
traducción recrear los movimientos del lenguaje que posibili­
ten a cada lector ampliar su propio movimiento de elaboración.
La pasivización intrusiva que se reproduce en los orígenes
mismos de la formación analítica y que propicia los enclaves

17
imaginarios por los cuales se establece una homotecia parali­
zante en la constitución del sujeto analista, debe abrir paso a la
instauración de una metábola simbolizante, único discurso ver­
dadero mediante el cual los analistas podremos escuchar y
escucharnos en la construcción de una propuesta que nos arran­
que tanto de la horda como de la «masa» indiscriminada en la
cual tanta posibilidad productiva se diluye. He pretendido,
desde esta perspectiva, que el recorrido teorético de Jean La­
planche resuene en su propia dimensión, optando para ello,
cuando la elección ·de uno u otro vocablo me incitaba a la toma
de partido, a que esta se realice en el interior mismo de lo que
él quiere exponer, recurriendo a su propia propuesta para no
trasformarme en su intérprete. Me he visto obligada, en tal
sentido, a forzar la propia lengua, retenida sólo por los límites
donde la ruptura de la gramaticalidad pudiera devenir sin sen­
tido, cuando es hacia el sentido aquello a lo cual se abre el
discurso científico.
Hacer oír lo que Jean Laplanche quiere decir, sin conver­
tirme en su intérprete, nos permite a ambos ocupar nuestros
respectivos lugares, retomar nuestro propio encuentro discur­
sivo, si mi encuentro con su propuesta, más acá del agradeci­
miento personal y en el camino mismo que él me ayudara a
construir, es llevar hasta sus verdaderos límites la ubicación,
también singular, del discurso analítico.

18
Advertencia
Jean Laplanche

Desde 1962 en la Escuela Normal y en la Sorbona, y desde


1969 en el UER 1 de Ciencias Humanas Clínicas (Sorbona, Uni­
versidad de París VII), prosigo y expongo en una enseñanza
pública un itinerario problemático e interpretativo que avanza
por ciertos ejes principales de la teoría psicoanalítica. Con el
título general de Problemáticas, estos cursos se recopilan aquí
a partir de los años 1970-71. 2 El texto pronunciado no ha su­
frido más que las modificaciones a que obligó su publicación.
Los temas de los años sucesivos se encadenan según una
lógica que no tiene nada de deliberado: el trayecto está dirigido
a la vez por el contenido y por mi evolución personal. Fue sólo
apres-coup como descubrí, sin demasiado artificio, la posibili­
dad de reagruparlos en algunos volúmenes.
El ciclo de un curso anual es inaugurado, la mayoría de las
veces, por una introducción metodológica más o menos exten­
sa. Impresas en bastardillas, estas introducciones me dispen­
san de retomar aquí sus ideas fundamentales. Ellas dan testi­
monio de una reflexión continuada sobre las modalidades de mi
itinerario, así como sobre la legitimidad de proseguirlo «en la
universidad».
Sin duda el lector, según sus disposiciones y su disponibili­
dad, podrá reaccionar a esta publicación de dos maneras diver­
sas. El clasicismo de las nociones, el recurso frecuente al co­
mentario crítico, los retornos y repeticiones (impuestos por el
hecho de dirigirme, cada año, a un auditorio en gran parte
nuevo) acaso lo muevan a juzgar estos textos como un ejemplo
extremo de la tan desacreditada «exégesis freudiana». O bien
1
[UER: Unité d' Etudes et Recherche. El 18 de junio de 1975, por decisión
ministerial, el Laboratorio de Psicoanálisis y Psicopatología del UER de Cien­
cias Humanas Clínicas (Universidad de París VII) fue habilitado para asegu­
rar la preparación de un Doctorado de Tercer Ciclo con la mención «Psieo­
patología Clínica y Psicoanálisis» (N. de la T.).]
2 Publicados iniéialmente en el Bulletin de Psychologie, y después, desde el
año 1974-75, en la revista Psychanalyse a l'Université.

19
s1 me concede una cuota de paciencia y benevolencia para aco­
plarse a mi paso, será tal vez receptivo a algunas profundiza­
ciones o aperturas, a la tentativa de abordar la teoría misma
teniendo en cuenta el método analítico, a mi manera de hacer
rechinar hasta el fin ciertos goznes, derivar ciertos conceptos.
A través de esta forma de hacer problemática la doctrina, pero
también la historia y la clínica, se esboza la configuración de
otra temática.

20
l. Para situar la sublimación

4 de noviembre de 1975

Introducción: simbolización y sublimación


Este curso forma parle, desde este año, del Diplome d'Etudes
Approfondies 1 que acaba de ser creado en nuestro UER:2 DEA
de «Psicopatología clínica y psicoanálisis». Esta enseñanza
sufrió por lo tanto una migración, puesto que desde hace ya
varios años propongo un cierto «recorrido», un «curso», 3 pri­
meramente en la antigua Sorbona y después en París VII,
hasta este año en el marco de la «maestría». Sin embargo,
sólo hoy encuentra su lugar natural con este Diplome d'Etudes
Approfondies; porque lo he concebido desde siempre como ela­
boración y comunicación de una investigación. Es un «cur­
so», sin embargo, y no un «seminario», designación esta que
prefiero reservar a un grupo más reducido, a un equipo relati­
vamente estable, que toma por eje la discusión y la elabora­
ción colectivas.
En el punto de partida, hace ya muchos años, había elegido
el título de «Relación histórica y problemática del pensamien­
to freudiano», donde los términos «histórica» y «freudiano»,
connotaban lo que se llama, con razón o sin ella, la exégesis
freudiana .. Actualmente propondría, de una manera más ge­
neral, «Problemática del psicoanálisis». Se trata entonces de
un derrotero personal, que les invito a acompañar. El térmi­
no «invitar» puede desgraciadamente parecer un tanto irónico

1 El Diplom6 d'Etudes Approfondies (DEA) es requisito previo en la Uni­


versidad de París VII para acceder al Doctorado de Tercer Ciclo en «Psicopa­
tología Clínica y Psicoanálisis».
2 [UER: Unité d'Etudes et Recherche de Ciencias Humanas Clínicas, habi­
litada para organizar los cursos e investigaciones que culminan con el diploma
DEA de la Universidad de París VII. Véase supra, pág. 19, n. 1 (N. de la T.}.]
3 [Parcours = reconido: cours = curso; par= por. El curso es un recorrido,
un trayecto a transitar, propone Jean Laplanche (N. de la T.).]

21
on viBta do cierta «escolarización» de este DEA, en el sentido
do que aquellos de ustedes que preparan este diploma están
obligados a seguir cierta cantidad de cursos y, para ir más
lejos, son «amenazados» con una «certificación» al terminar
el año. No entiendo bien cómo esa certificación, o incluso un
examen, pueden concebirse aquí, salvo -en rigor- como el
testimonio de una cierta presencia. En todo caso, no porque
haya certificación -teóricamente y desde el punto de vista
ministerial- he de modificar m� itinerario para favorecer co­
sa alguna del orden del bachotage;4 ni ustedes ni yo tenemos
gusto en hacerlo, y se nos ha pasado la edad.
Mi derrotero; lo represento (¿acaso lo simbolizo? sería una
cuestión a considerar) con la imagen de una espiral 1 en el senti­
do de que me veo llevado a volver a decir, a retomarme, pero
en otro nivel; es claro que antes de redecirse, uno ha vuelto a
decir y uno redice a Freud. Pero lo que entiendo por espiral es
que en el mismo punto de pasaje, en la misma vertical, uno
espera encontrarse en una nueva vuelta o a varias vueltas del
punto sobre el cual uno se proyecta; se insinúa así una cierta
progresión.
Mi espiral se enrolla sobre algunos temas que me interesan
más directamente. Desde que este curso se publica, primero
en el Bulletin de Psychologie5 y luego, desde el año pasado, en
nuestra revista Psychanalyse a l'Université, esos temas han
girado en torno de la pulsión, en torno de la angustia y su arti­
culación con el yo, en torno del problema de las normas y de su
impacto subjetivo, del problema de la castración y,, el año pasa­
do, de la simbolización.
Ya en dos ocasiones había tenido oportunidad de detenerme
en el símbolo, tema en que se injertará nuestra interrogación
de este año: en 1962-1963, a raíz de los mecanismos del sueño,
había tenido la posibilidad de retomar las cuestiones más gene­
rales de la teoría del simbolismo, con Freud, Jones, Silberer,
Jung y Sperber. El año pasado preferí adoptar el término de
«simbolizaciones» entendiendo partir no de problemas filosófi­
cos, sino de ejemplos precisos, de la simbolización como proce­
so. Abordé así dos simbolizaciones concretas: de los ritos de
iniciación y de la fobia. No resumiré esas elaboraciones, 6 pero
4 [Baclwtage: preparación intensiva con objeto de pasar un examen (N. de la
T.).]
6 A partir del primer año lectivo de 1969-70.
6 Cf. Problemáticas II, Castración. Simbolizaciones, Segunda parte: «Sim­
bolizaciones».

22
quisiera marcar, aun a riesgo de esquematismo excesivo, los
tiempos acentuados de aquellos estudios. Siguiendo a Bettel­
heim, los ritos de iniciación nos llevaron a repensar lo que po­
demos llamar, con él, «heridas simbólicas» o, según la noción
introducida por Lévi-Strauss, el problema de la «eficacia sim­
bólica». No es una expresión fortuita decir que Bettelheim
«reabre» esta discusión, si consideramos la importancia que él
mismo concede al ceremonial que consiste en reabrir ñsica­
mente la herida de la subincisión, a fin de hacerla, periódica­
mente, sangrar. 7 Los dos puntos principales de mi itinerario
se situaban en torno de los cómodos puntos de referencia ma­
nejables del contenido y del sujeto del símbolo. En cuanto al
contenido, me pareció indispensable oponer un símbolo de tipo
unívoco a la plurivocidad de las simbolizaciones vehiculizadas
por los rituales de los primitivos. Plurívoco o, si se quiere,
polisémico, el símbolo eficaz y no repetitivo concentra en su
modo de elaboración las vías de la contigüidad tanto como de la
semejanza, de la analogía o de la oposición. En su contenido, la
«herida simbólica» es desmasculinización y desfeminización
conjuntamente, asunción del sexo biológico y reminiscencia de
los «poderes» del otro sexo. La herida impuesta no es sólo una
ablación, sino positivamente una abertura, que sólo cobra in­
flujo como reabertura. He aquí un desarrollo que nos conduce a
tomar decididamente nuestras distancias de lo que he denomi­
nado «lógica fálica», 8 aquella que opone, en la fase llamada «fá­
lica», la presencia y la ausencia de un significante considerado
como el Unico. ¿Cómo pretender hacer de esta lógica de la
contradicción, de la que Freud descubrió clínicamente que en
definitiva no era sino la de una fase -ciertamente pivote de
una dialéctica, pero fase en una sucesión de fases-; cómo hacer
de ella, a contrapelo de toda comprobación clínica, el regulador
de la circulación de las representaciones inconcientes?
También he hablado del sujeto del símbolo: no para descui­
dar el hecho de que los símbolos desbordan por todas partes al
sujeto, al cual evidentemente preexisten, sino para oponer, por
un lado, ese tipo de ritual judaico en que el niño se encuentra
verdaderamente «librado a los símbolos»9 y, por mediación de
7 Utilicé otrora, a propósito de Holderlin et la question du pm-e, esta
distinción entre apertura y re-apertura (París: PUF, 1961). [Ed. en castellano:
Holderlin y el problema del padre, Buenos Aires: Corregidor, 1976.]
8 Véase Problemáticas 11, Castración. Simbolizaciones, Primera parte:
«La castración, sus precursores y su destino»; en particular, el seminario del
18 de diciembre de 1973.
9 Es expresión tomada de X. Audouard.

23
ellos, a la reactivación de los deseos y de las angustias pater­
nas, y por otro lado las simbolizaciones animadas, asumidas
por un deseo positivo: el portador del símbolo intenta hacerse
su sujeto.10
Al término de esta indagación sobre el paradigma de los ri­
tuales de pubertad, entonces, creemos dilucidar dos condicio­
nes para que una simbolización pueda ser verdaderamente tal,
es decir marcar una etapa, un franqueamiento, la accesión a un
nuevo estatuto. Estas dos dimensiones, necesarias para la
«eficacia simbólica» -plurivalencia, incluso contradicción in­
terna del símbolo, y posibilidad de una asunción subjetiva-,
son de hecho complementarias, y se reúnen en un tercer con­
junto de condiciones: los factores temporales, eminentemente
dialécticos, que rigen las secuencias de inscripción, de modifi­
cación -o, por el contrario, las repeticiones no mutativas- de
las experiencias simbolizantes: • tiempo del trauma, tiempo de
la iniciación, tiempo de la interpretación psicoanalítica ...
La teoría psicoanalítica de la fobia nos permitió abordar la
simbolización aún desde otro punto de vista: especialmente su
relación con lo que en ella se encuentra simbolizado. ¿Simboliza­
ción dé qué? nos preguntamos. A esta cuestión, dos respuestas
en apariencia muy divergentes en la teoría psicoanalítica: la
primera hace de la simbolización una sustitución de una repre­
sentación por otra, o de un complejo de representaciones por
otro. Pero en un segundo sentido, la simbolización sería un
proceso más radical que une lo heterogéneo a lo heterogéneo,
que liga al símbolo no otra representación, sino un afecto, que
sin él permanecería :flotante. La vía de la «representación in­
directa» (para retomar un término de Jones) es la más común­
mente seguida en psicoanálisis: sustitución, en el síntoma por
ejemplo; el complejo representativo constituido por la tos his­
térica remplaza a otro complejo, históricamente determinado,
centrado en la sexualidad oral. Inversamente, la interpreta­
ción es, como se dice demasiado comúnmente hoy, «lectura»,
sustitución retroactiva de un texto por otro. Acerca de este as­
pecto de la simbolización, que es innegable, haré algunos co­
mentarios. En primer lugar, con,viene mantener claramente la
distinción entre las vías de la simbolización individual y las vías
llamadas de la simbólica o del simbolismo concebido como
transindividual. Frente a una simbolización general, transindi-

18 En este punto correspondería plantear abiertamente la problemática del


deseo de castración -demasiado enmascarada en psicoanálisis por interpreta­
ciones de tipo defensivo-.

24
vidual, directamente legible en el síntoma, como la encontl'U..
mos a borbotones en la interpretación de un Groddeck, Freucl
sostiene firmemente el trabajo de la simbolización individual,
que no tiene trazadas de antemano las cadenas asociativas. Lo
único que se indica son algunas reglas de funcionamiento y, a la
inversa, reglas de análisis, es decir, de deconstrucción. Como­
quiera que fuere, sin embargo, aun oponiendo simbolización
individual y simbólica colectiva, siempre se llega a un «esto es
aquello», «esto sólo estaba destinado a expresar aquello». Lo
cual se topa con esta objeción última: ¿y después? ¿No es vani­
dad querer remplazar un contenido por otro, una historia por
otra? ¿Por qué la historia antigua sería más verdadera, por
qué lo simbolizado sería más verdadero que el símbolo? ¿Será
en este sentido que Freud pone a veces en guardia a los psi­
coanalistas frente a una suerte de adoración del «misterioso
inconciente»? Esto que él designa así, esto que nosotros nos
esforzamos en «descubrir» por medio de nuestro análisis, el
«contenido latente» de un sueño, por ejemplo: no es seguro que
podamos descansar en esto como si fuera el punto de llegada
último de nuestro análisis. Muy importante es el contenido del
sueño, pero el análisis no puede omitir recorrer en todos senti­
dos el entredós de esos dos guiones escénicos, las vías total­
mente particulares, idiosincrásicas, que hacen pasar a un indi­
viduo determinado de un fantasma a otro fantasma.
Esto nos conduce a evocar el segundo sentido que indiqué:
simbolización, en este caso, no de otra representación, sino de
un afecto. Y si Freud no se expresa exactamente así, habla en
todo caso de ligar el afecto, lo que implica la postulación de un
afecto que «en el punto de partida» sería absolutamente silves­
tre, no asignable, �<libre». Ahora bien, al afecto que por defi­
nición es no-ligado y no-asignable lo encontramos a cada vuelta
de nuestra experiencia: es por excelencia la angustia. Sin em­
bargo, pese al carácter sugestivo de esta fórmula -ligar la
angustia, eso es la simbolización-, nos exponemos al riesgo de
un abordaje_ demasiado metañsico, demasiado alejado de la ex­
periencia, si ella llegara hasta postular la existencia efectiva, y
no sólo el mito, de un afecto originario en estado puro. Y bien,
si la metapsicología no se priva de forjar el mito de una especie
de simbolización originaria, primera imposición del símbolo a
algo que «era» absolutamente asimbólico, lo que aprehende­
mos, en la clínica y en psicoanálisis, con la angustia, no es una
angustia originaria, no-ligada porque nunca habría sido simbo­
lizarla, sino siempre momentos de desimbolización. Es ahí
donde yo hice intervenir la historia de la fobia, entendiendo

26
con esto a la vez la génesis temporal del síntoma en el neuróti­
co y la elaboración de la teoría de la fobia en el pensamiento de
Freud. El cotejo de estas dos historias no es un· artificio, sino
que se nos impuso en el curso de este estudio: los tiempos suce­
sivos de la teoría de la fobia, esa «migración» que he descrito
extensamente, lejos de abolirse los unos a los otros, quedan
conservados en la conceptualización terminal como tiempos de
la fobia misma. El movimiento del concepto, pretendía Hegel,
lejos de ser contingente, aun en sus fases más singulares, coin­
cide finalmente con la cosa misma. 11 Es claramente un recu­
brimiento o una recapitulación así lo que hemos puesto en evi­
dencia a propósito de esta «historia de la fobia», recubrimiento
que se esclarecería sin duda con más precisión aún si se hiciera
intervenir allí la historia ... de la propia fobia de Freud.
Lo que surge en todo caso de ese itinerario es que el ataque
de angustia, como afecto no simbolizado o, más exactamente,
desimbolizado, es un momento capital en la formación del sín­
toma (del símbolo) y que es necesario intercalarlo entre el sín­
toma -digamos el miedo al caballo en el caso del pequeño
Hans- y la otra representación o el complejo de representa­
ciones que este miedo parecería simbolizar. La fobia no puede
resumirse en la sustitución de un miedo por otro, o de un com­
plejo de representaciones por otro; pasa necesariame�te por
una liberación, y después por una nueva ligazón de la angustia.
También aquí llegamos a la idea de que, en la simbolización, lo
que es verdaderamente interesante, más que la relación termi-:
nal entre la representación de partida y la representación de
llegada, es el proceso mismo, el momento de trabajo de la sim­
bolización, sea ese momento representado por el tiempo de la
angustia en el caso de la fobia o por lo que Freud describe
justamente como elaboración, trabajo, en la elaboración de los
símbolos del sueño.
Aquí,' aún, reencontramos ese problema del tiempo como es­
cansión subjetiva, con sus momentos heterogéneos y, en parti­
cular, el de la «descualificación», de la pérdida del símbolo, de
la angustia.
Aquí, por último, siempre a raíz de la fobia y, más en gene­
ral, del síntoma neurótico, nos apremia la cuestión ya abierta
por el «ritual», a saber: las relaciones entre una simbolización
11 Das Beispiel ist die Sache selbst: «el ejemplo es la cosa misma», señala
Freud en su diario de notas sobre el Hombre de las Ratas (París: PUF, 1974,
pág. '38); frase que se podría considerar citada de Hegel, y en la cual hay que
dar a Beispiel todas sus resonancias: lo que opera de lado, al margen, lo
anecdótico.

26
patológica y lo que dejaría entrever una cierta apertura en el
proceso simbolizante. Hace ya mucho tiempo aventuré esta
distinción dentro del campQ mismo de la fobia, tratando de dis­
cernir lo que se presenta allí como sistema precario de fijación
(y de fuga) en lo real y lo que es sólo un momento superable en
el curso de un proceso de simbolización. Hablar de simboliza­
ción lograda o no lograda implica desde luego un juicio de va­
lor, y ello nos lleva a preguntarnos qué es una simbolización
«patológica» por relación a la que si no fuera normal, al menos
estuviera abierta sobre un devenir. En Más allá del principio
de placer, Freud introduce una noción muy cercana, desde mi
punto de vista, a la de simbolización patológica: es la noción de
compulsión de repetición o incluso de compulsión de destino,
Schicksalszwang. Me limitaré a citar un pasaje particularmen­
te característico de ese texto, donde Freud describe en primer
lugar la compulsión de los neuróticos, en la trasferencia, para
luego ampliar la perspectiva a una compulsión que dirigiría la
vida de ciertas personas «no neuróticas»:
«En estas hace la impresión de un destino que las persiguie­
ra, de un sesgo demorúaco [se trata de un demonio en el senti­
do socrático, si no cristiano, del término] en su vivenciar; y
desde el comienzo el psicoanálisis juzgó que ese destino fatal
era autoinducido y estaba determinado por influjos de la tem­
prana infancia. La compulsión que así se exterioriza no es dife­
rente de la compulsión de repetición de los neuróticos, a pesar
de que tales personas nunca han presentado los signos de un
conflicto neurótico tramitado mediante la formación de un sín­
toma. [¿Se trataría entonces de una compulsión que no guarda
elemento conflictual?] Se conocen individuos en quienes toda
relación humana lleva a idéntico desenlace: benefactores cuyos
protegidos (por disímiles que sean en lo demás) se muestran
ingratos pasado cierto tiempo, y entonces parecen destinados
a apurar entera la amargura de la ingratitud [se trata entonces
de un destino que aparece como exterior, porque lo que a estos
individuos les ocurre, les llega efectivamente ·ae los demás];
hombres en quienes toda amistad termina con la traición del
amigo; otros que en su vida repiten incontables veces el acto de
elevar a una persona a la condición de eminente autoridad para
sí mismos o aun para el público, y tras el lapso señalado la des­
tronan para sustituirla por una nueva; amantes cuya relación
tierna con la mujer recorre siempre las mismas fases y desem­
boca en idéntico final, etc. Este "eterno retorno de lo igual"
nos asombra poco cuando se trata de una conducta activa de
tales personas y podemos descubrir el rasgo de carácter que

27
permanece igual en ellas, exteriorizándose forzosamente en la
repetición de idénticas vivencias. [Hay entonces repeticiones
relativamente explicables sin recurrir finalmente a una fuerza
especial: aquellas en las cuales se pueden enlazar los aconteci­
mientos a ciertos rasgos de carácter. Pero hay casos en los
cuales verdaderamente el destino aparece aún más ajeno a las
determinaciones subjetivas. He aquí dos ejemplos.] Nos sor­
prenden mucho más los casos en que la persona parece viven­
ciar pasivamente algo sustraído de su poder [nosotros diría­
mos: en que ella no es sujeto del símbolo], a despecho de lo
cual vivencia una y otra vez la repetición del mismo destino.
Piénsese, por ejemplo, en la historia de aquella mujer que se
casó tres veces sucesivas, y las tres el marido enfermó y ella
debió cuidarlo en su lecho de muerte. [Freud pasa luego a un
ejemplo literario, lo cual no es ciertamente fortuito.] La figu­
ración poética más tocante de un destino fatal como este la
ofreció Tasso en su epopeya romántica La Jerusalén liberada.
El héroe, Tancredo, dio muerte sin saberlo a su amada Clorin­
da cuando ella lo desafió revestida con la armadura de un ca­
ballero enemigo. Ya sepultada, Tancredo se interna en un omi­
noso bosque encantado, que aterroriza al ejército de los cruza­
dos. Ahí hiende un alto árbol con su espada, pero de la herida
del árbol mana sangre, y la voz de Clorinda, cuya alma estaba
aprisionada en él, le reprocha que haya vuelto a herir a la
amada».12
Clorinda se encuentra entonces disfrazada sucesivamente
bajo dos formas simbólicas (primero la armadura de un ca­
ballero enemigo, después el árbol), y cada vez personifica esa
suerte de compulsión del símbolo que parece sobrepasar la vo­
luntad individual, sobrepasar al sujeto que se supone «simboli­
zador». Se nos ofrece entonces bien al alcance la idea de que
lejos de ser siempre sujetos del símbolo, pudiéramos ser pre­
sas de éste. Esta posibilidad de ser «vividos» nosotros por una
realidad otra ciertamente es en Groddeck donde la encontra­
mos expresada de la manera más cautivante. Pienso en parti­
cular en un artículo cuyo título es evocador: «La compulsion
de symbolisation» [La compulsión de simbolización].18 Para
Groddeck, de manera mucho más totalitaria que para Freud,
nuestra entera vida conciente, nuestros actos, nuestras em-
12
Sigmund Freud, Más allá del principio de placer, en Obras completas,
Buenos Aires: Amorrortu editores, 24 vols., 1978-86 (en adelante OC), 18,
1979, págs. 21-2. Entre corchetes, comentarios de Jean Laplanche.
18
G. Groddeck, en La maladie, l'art et le symbole, París: Gallimard, 1969,
págs. 275-90.

28
presas, nuestras enfermedades ps{quicas desde luego, pero
también nuestras afecciones somáticas, y aun nuestra muerte,
son expresiones del inconciente. Es a Groddeck a quien debe­
mos la noción de «ello», realidad más vasta, más englobante,
más ajena al psiquismo que el inconciente: somos vividos por el
ello en el sentido de que no podemos no simbolizar. En «La
compulsión de simbolización» asistimos a la ocurrencia innu­
merable de esa pregnancia de los símbolos, en una eflorescen­
cia de vuelo romántico que choca, hay que confesarlo, a nues­
tras sensibilidades más clásicas. Citaré un pasaje en que Grod­
deck interpreta un poema de Goethe, «Der Fischer» (El pes­
cador):
«La idea de que obras populares, como los cuentos y las le­
yendas, brotan de fuerzas creativas misteriosas no desconcier­
ta; y quien quiera llamar inconcientes a esas fuerzas no se
atraerá demasiadas críticas. Pero si se afirma que la obra ar­
tística, en su contenido esencial, surge también del inconciente,
que los símbolos están en el poeta y lo constriñen a una crea­
ción perfectamente determinada a la cual, en definitiva, él sólo
da forma, ello no será aceptado fácilmente, sobre todo si se
trata de "El pescador", de Goethe» . 14
Lo que es dificil admitir, nos dice Groddeck aquí, es que la
simbolización pueda escapar a su autor, y hasta constreñirlo.
Más adelante, después de haber analizado ese poema y expli­
cado sus símbolos, concluye así:
«Adrede he hablado de inconciente del poema, y no de incon­
ciente del poeta. Con esto quiero decir que la obra de arte
--como toda acción, tal vezí- posee vida propia, su propia al­
ma; que, en otros términos, el símbolo, tan pronto ha emergi­
do, yuxtapone, por la compulsión de repetición, nuevos símbo�
los que devienen el material del poema». 15
Groddeck postula así una pluralidad de niveles: en el prime­
ro nos encontramos, sí, con un inconciente individual, pero en
un segundo tiempo vemos que el ello mismo es más profundo
que el individuo; que rige incluso al inconciente individual. Los
símbolos nos dirigen, hay un inconciente del poema o del mito:
¿no es esto lo que Freud descubrió --de una manera cierta­
mente menos mística- cuando, a propósito de Edipo, nos ca­
racterizó.la palabra del oráculo como una «compulsión» (Zwang)
totalmente exterior al destino que ella va a comandar?
Compulsión de repetición, entonces, como prototipo de una

u !bid., pág. 278.


ló !bid.,pág. 280.

20
simbolización repetitiva. Pero, ¿puede existir una simboliza­
ción que no sea patológica? ¿Es esto una ilusión? ¿No estará
condenada toda simbolización a reduplicar lo mismo? Como­
quiera que fuere, vimos el año pasado, en el caso de los ritua­
les, que estos no :reproducen pura y simplemente una castra­
ción, sino que le agregan algo. ¿Simbólica repetitiva y eficacia
simbólica? Desconfiemos de una distinción tan señalada de op­
timismo, desconfiemos de todo entusiasmo: pero es sin embar­
go ahí, en un juego hasta imperceptible, en esa discordancia
entre los dos tipos de simbolización, donde pretende operar la
cura analítica. ¿Seria concebible hablar de la simbolización en
la cura sin despejar el terreno, sin marcar los trazos a lo que
tan frecuentemente es presentado como uno de sus desenlaces
favorables: la sublimación? En todo caso, es el camino en que
nos internaremos este año.

18 de noviembre de 1975

La sublimación es indudablemente una de las cruces del psi­


coanálisis (en todos los sentidos del término: punto de intersec­
ción, de entrecruzamiento, pero también lo que crucifica), y
una de las cruces de Freud. Para la historia de la sublimación
en la obra de Freud, los remito a los diversos textos que la han
trazado y en los que encontrarán mencionadas las principales
etapas (etapas es mucho decir, porque el derrotero de Freud
en este terreno está lleno de vacilaciones; su paso lo es todo,
menos paso de conquistador). Menciono por ejemplo un infor­
me de Flournoy, 16 en el que se indican las principales referen­
cias. Allí se nos recuerda que el concepto de sublimación apa­
rece de. entrada en Freud, desde los años de 1895 con las cartas
a Fliess. Pero desde el principio al fin la sublimación será más
citada que desarrollada y analizada: más que ser un concepto,
está allí como el índice de una inquisición que habría que llevar
a buen término, tarea por cumplir, noción indispensable pero
jamás «capturada» en el Begriff.. Dos momentos entre otros lo
atestiguan: en 1915, Freud trabaja en un tratado de metapsi­
cología que debe comprender una docena de capítulos, entre
ellos un texto, precisamente, sobre la sublimación. Este texto,
como por lo demás algunos otros, nunca salió a la luz, fue des-
16 O. Flournoy, «Lasublimation», RevueFraru;aisedePsychanalyse, nº 1,
1967, págs. 59-99.

30
truido; sólo permanecieron, escapando a la vindicta o a la insa­
tisfacción de Freud, aquellos que están actualmente publicados
en la compilación intitulada Trabajos sobre metapsicología,
compilación mutilada por Freud mismo. Mucho después, en
1930, en El malestar en la cultura, Freud se vuelve a encon­
trar frente a la misma tarea, siempre incumplida. La satisfac­
ción sublimada, nos dice, posee «una cualidad particular que,
por cierto, algún día podremos caracterizar metapsicológica­
mente».17 La comprensión de la sublimación es remitida al
porvenir, pese al optimismo de que hace gala Freud con su
«por cierto».
No sólo muestra ser la sublimación de caracterización dificil
en teoría, sino que las más de las veces se sustrae de la des­
cripción clínica, especialmente en la cura, donde es mencionada
como un desenlace sin que se la muestre nunca en obra, con el
trazado de un proceso. Esto mueve a dudar de que se trate de
un proceso conciente que escapara a la represión, como Freud
parece indicarlo en ciertos pasajes. En el informe de Flournoy
encontramos esta expresión acerca de la sublimación en la
cura: «El psicoanalista no puede más que colegirla por defec­
to». Y si tomamos otro ejemplo, esta vez no de la cura, sino del
análisis parcial hecho por Freud de Leonardo da Vinci, tendre­
mos ocasión de ver también aquí la dificultad de aprehender
exactamente qué es la sublimación. La sublimación, ¿qué pone
en juego en su término mismo, en su metáfora? Lo recordaré
con otros; su metáfora juega con el término «sublime», según
dos referencias en las que no me detendré por el momento: por
una parte la referencia filosófica, siendo lo sublime una de las
categorías de la estética filosófica; por otra parte la metáfora
química, porque en química la sublimación se define como el
pasaje directo de un cuerpo, sin intermediario liquido, del es­
tado sólido al estado gaseoso. Volveré sobre esto más adelan­
te, a raíz del fuego. Lo dejo entonces de lado para tomar, como
recordatorio de los elementos intervinientes, la definición pro­
puesta por Pontalis y por mí en el Diccionario de psicoaná­
lisis:
�<Proceso postulado por Freud para explicar ciertas activida­
des humanas que aparentemente no guardan relactón con la
sexualidad, pero que hallarían su energía en la fuerza de la pul­
sión sexual. Freud describió como actividad de sublimación
principalmente la actividad artística y la investigación intelec­
tual. Se dice que la pulsión se sublima, en la medida en que es
17
S. Freud, El malestar en la cultura, en OC, 21, 1979, pág. 79.

31
derivada hacia un nuevo fin no sexual y apunta hacia objetos
socialmente valorados».18 Una definición así introduce (en mo­
do dubitativo: «postulado», «hallarían», etc.) muchos elemen­
tos. En primer lugar, la relación de lo sexual con lo no-sexual,
y la cuestión del pasaje posible de uno a otro; veremos por otra
parte que debe ser aprehendido en los dos sentidos -no sólo
de lo sexual a lo no-sexual, sino de lo no-sexual a lo sexual­
para tener un cuadro verdaderamente englobante del proble­
ma. Más específicamente, la noción de pulsión o de energía libi­
dinal, como lo que sería precisamente susceptible de transitar
de las actividades sexuales a las actividades no-sexuales. Por
último, algo que es también esencial para Freud: una referen­
cia a la valorización social; está prácticamente presente en to­
das las elaboraciones freuclianas concernientes a la sublimación.
Esta noción de valorización social va a abrir un doble cuestio­
namiento: en primer lugar, saber si esta valorización social es
capital en la definición misma de las actividades sublimadas, lo
que en particular mueve a interrogarse sobre el campo de la
sublimación y sobre sus límites: una actividad no valorizada
-suponiendo que la misma existiera-, un hobby, una manía,
un coleccionismo aberrante, ¿es una sublimación en pie de
igualdad con una actividad culturalmente reconocida? Y si estas
no son sublimaciones, ¿hace falta otro concepto para dar ·ra­
zón de ellas? Por otro lado, suponiendo que corresponda rete­
ner esta dimensión de valorización social, ¿cómo entenderla,
cómo entender que ella sea susceptible de marcar el proceso
psíquico mismo? ¿Es la utilidad para la sociedad, es de manera
más profunda el «reconocimiento» por el otro o por los otros, 19
es el valor de comunicación., incluso el valor de lenguaje lo que
interesa aquí? No estaríamos tan lejos de ciertos problemas ya
suscitados por los rituales de iniciación, en que el tiempo del
reconocimiento nos había aparecido como esencial.
18 J. Laplanche y J.-B. Pontalis, Diccionario de psicoanálisis, Barcelona:
Labor, 1971, artículo «Sublimación».
19 Encontramos en más de una ocasión en Freud el pronombre «otro»
(andere) sustantivado. No deja de ser interesante tratar de establecer «filiacio­
nes» entre esteAndere y el Otro (el «grande») lacaniano. Algunas observacio­
nes, sin embargo:
l. La mayúscula es en alemán el rasgo distintivo del sustantivo, por rela­
ción a todas las otras categorías lexicales. Como una misma oposición pertinen­
te mayúscula/minúscula no puede ser utilizada para dos fines, resulta de ello
que el alemán no conoce la mayúscula de «dignidad», ni oposiciones tales como:
Otro/otro, Dios/dios, etc. ¿Habrá que lamentar que una lengua por otra parte
tan metafísica no posea este medio de magnificar sus conceptos, u osaremos
congratularnos de ello?

82
Metapsicología para la sublimación

Lo que es puesto entonces en juego por esta noción de subli­


mación es una metapsicología y, en paralelismo a esta meta­
psicología, una teoría de los valores, dos dominios que sólo pro­
visionalmente distinguimos, porque no es seguro que sean
absolutamente irreductibles el uno al otro. ¿ Cómo haremos pa­
ra ver claro en esta noción de sublimación, en este pasaje de lo
sexual a lo no-sexual, en esta pretendida mutación de la ener­
gía pulsional, sin decir primero claramente a qué teoría del
aparato psíquico nos referimos? En el aparente consenso en
que parecen encontrarse, y entenderse, los psicoanalistas y,
más en general todavía, todos aquellos que invocan al freudis­
mo, me parece indispensable desarrollar lo que llamaré -para
parafrasear a Queneau- mi pequeña metapsicología portátil.
No es que ella pretenda separarse a
OPCIONES toda costa de la de Freud. Pero en el
o «BRICOLAGE» concierto o en la cacofonía de los tex-
tos psicoanalíticos se tiene frecuente­
mente la impresión de que el freudismo se ha reducido a un
«tesoro» de términos cuyo uso coherente se ha perdido, y han
sido retomados en lo que Lévi-Strauss llama un lmcolage. Ca­
da cual introduce su pulsión de muerte personal, que aislada
del contexto riguroso en el cual Freud la introduce, sirve aquí
de motor, allá de freno, más allá de quinta pata del gato. El
narcisismo deviene una «instancia», la pulsión es «investida»,
etc. Lo que yo propondré por mi parte es un uso más razonado
de los tesoros freudianos, que llegado el caso los reestructure,
pero que al menos no los chapucee [lmcole] sin método, no los
desvíe, desde el comienzo y de manera incontrolable, de su uso
categorial.
El panorama de la metapsicología freudiana -y más aún su

2. F.reud habla no sólo de der Andere, en masculino , sino también de das


Andere, en neutro (ej.: Gesammelte Werke [en adelante GW], 10, pág. 268, o
18, págs. 249-50)¡ si se intenta dar cuenta del segundo como «la otra cosa», ¿no
sería ello una razón suplementaria para q ue los Strachey traduzcan der Andere
por the other person? (No hablemos de A. Berman, que retradujo las cartas a
Fliess a partir de la traducción inglesa.)
3. Nuestra mayúscula metafísica es el signo de lo Unico: Dios, el Sujeto
(trascendental), el Padre, el Ello, etc. Que Freud, sin disponer de ese signo de
dignidad y de unicidad, se haya ubicado constantemente por relación a la
referencia monoteísta, hasta magnificarla aboliéndola, es una evidencia cuyo
hilo rojo conduce a Moisés y la religión monoteísta. La ilusión de la mayúscula
todavía tiene futuro ...
diacronía- permite tomar perspectivas, invita a nacer cnvaJes
y reagrupamientos; más aún: nos intima a hacer opciones por
referencia a conceptos aparentemente ambiguos y que en todo
caso se han vuelto demasiado englobantes y acogedores. Tal la
pulsión; y necesariamente en ella tenemos que centrar nuestra
reflexión porque la sublimación nos es presentada como uno de
sus cuatro destinos (Schicksal de nuevo, pero se trata esta vez
del destino de la pulsión), junto con la trasformación en lo con­
trario, la vuelta sobre la persona propia y la represión. Me
veré constreñido a ir rápido, pero no podré evitar la enunciación
de algunos recordatorios elementales, aunque siempre con el
propósito de situar los puntos críticos, los que demandan el filo
de nuestra decisión. Remito a quienes no estén familiarizados
con esta problemática, por una parte al texto de Freud, «Pul­
siones y destinos de pulsión» ,20 y por otra a los artículos del
Diccionario de psicoanálisis, de Laplanche y Pontalis,21 que
tratan de la pulsión (artículos: «Pulsión», «Fin», «Objeto»,
«Empuje y fuente», etc.) y luego (me cito, ya que se trata de
las opciones de mi propia «metapsicología portátil») un trabajo
que intitulé Vida y muerte en psicoanálisis, 22 Recorreré en­
tonces rápidamente una serie de conceptos, pero con la mira
de llegar a su cuestionamiento. Tome-
LA PULSION EN su mos primero la pulsión como Freud en
GENERALIDAD un primer tiempo nos la expone (ve-
rán ustedes que hay un momento de
reflexión necesaria, de reubicación en perspectiva respecto de
esta primera exposición). En «Pulsiones y destinos de pulsiÓfü>,
la pulsión nos es descrita en principio (y es ello justamente lo
que hará que deba ser luego revisada) en una especie de abs­
tracción, es decir sin precisar si se trata de la pulsión sexual o
de la pulsión no-sexual. Nos es presentada dentro de una re­
ferencia a la noción de estímulo, es decir de lo que pone en
marcha '(que esto ocurra en el organismo o en el aparato psí­
quico no está totalmente diferenciado en este estadio) un cierto
movimiento o, para hablar como Freud, una cierta cantidad de
trabajo. La pulsión, por relación a esa noción de estímulo, exi­
ge una distinción entre, por una parte, los estímulos externos,
que son momentáneos y pueden ser encontrados en la natura­
leza, excitaciones sensoriales de las que se puede huir, tanto

S. Freud, «Pulsiones y destinos de pulsión» en OC, 14, 1979.


20
2I J. Laplanche y J.-B. Pontalis, op. cit.
22 J
. Laplanche, Vida y muerte en psicoanálisis, Buenos Aires: Amorrortu
editores, 1973.

34
por un desplazamiento en el espacio como, por eJemp10, me­
diante el dormir, y por otra parte las. excitaciones de origen
interno que, por definición, están como atadas a su presa. Ca­
be distinguir estos dos tipos de excitación por medio de dos
términos diferentes, utilizando para lo externo los términos de
estímulo o de estimulación, y el de excitación para lo interno.
El alemán dispone en este caso de dos términos relativamente
cercanos: Reiz y Erregung; ocurre que la mayoría de las veces
Freud es llevado a hablar de Reiz para lo externo y de Erre­
gung para lo interno, lo cual nos autoriza a traducir el primero
por «estímulo» (o estimulación para Reizung) y Erregung por
«excitación». Comoquiera que sea, la pulsión se presenta en­
tonces con origen en una excitación interna, en una fuerza
constante de la cual, precisamente, el aparato psíquico no pue­
de huir. Y como no se puede huir de ella, estará en el origen de
verdaderas elaboraciones. De estas, cito las dos categorías
principales: aquellas que, poniendo en operación determinados
dispositivos, desembocan finalmente en la descarga de la ten­
sión pulsional, y por otra parte las que tienen por efecto mo­
dificaciones que recaen directamente sobre la pulsión misma:
los destinos pulsionales. Estos destinos, entre ellos la sublima­
ción, son incomprensibles si no se sigue a Freud en la descom­
posición de la pulsión en cierta �antidad de factores, dimensio­
nes o vectores; estos son, clásicamente, cuatro: la meta, el ob­
jeto, la fuente y, por último, el empuje.
l. La meta debe ser claramente distinguida del objeto en la
terminología freudiana; el objeto es una cosa, la meta es la
acción; la meta se expresa por un verbo, el objeto se designa
con un sustantivo. La meta inmediata de la pulsión, nos dice
Freud, es evidentemente la satisfacción, es decir la rebaja de
la tensión, provocada, al comienzo, por la «excitación». Si nos
detuviéramos aquí, la meta sería evidentemente muy abstrac­
ta, no especificada, puramente cuantitativa. Pero, define
Freud, subordinadas a esta meta general -que sería en todos
los casos la misma, sin cualidades distintivas- existen accio­
nes definidas, bien particulares, susceptibles de aportar la sa­
tisfacción; y más allá incluso de esta acción bien particular, hay
que tomar en consideración toda la serie de acciones que, im­
plicándose las unas a las otras, desembocan precisamente en la
última, la que desencadena la descarga. Estamos aquí frente a
una idea que puede interpretarse de dos maneras, y este será
el caso para todos los conceptos ligados a la pulsión: uno pue­
de pensar en un registro biológico, en la serie de los releasers
(desencadenantes) que los etologistas describen en la secuen-
c1a cte una erectuac1on mstmtuai, o por otra parte en esos gmo­
nes escénicos que aprendemos a marcar en psicoanálisis, sea
en los fantasmas inconcientes, en los síntomas o aun en las
escenificaciones perversas.
Comoquiera que sea-y volveremos sobre ello-- esta noción
de meta es absolutamente capital para la teoría de la sublima­
ción, en la medida en que esta supone una modificación, incluso
una mutación de la meta; con más, entre la satisfacción sexual
directa y la meta llamada «sublimada>►, una suerte de etapa
intermediaria designada como «inhibición respecto de la meta»,
en que la meta no resulta verdaderamente modificada, pero la
secuencia que ella representa estaría interrumpida, :frenada.
En una cierta interpretación :freudiana de los vínculos de «ter­
nura» -lo que se llama también apego-- es esta inhibición res­
pecto de la meta lo que se invoca, y para explicar que ciertas
relaciones puedan tomar consistencia aun fuera de toda satis­
facción abiertamente sexual.
2. El objeto. Es, leemos en «Pulsiones y destinos de pulsión»
«aquello en o por lo cual la pulsión puede alcanzar su meta».23
Se trata entonces de un objeto tomado en el sentido más am­
plio del término: es tanto una persona como un «objeto parcial»;
puede ser un objeto exterior o una parte del cuerpo propio;
puramente fantasmático, o localizable en la realidad. Sabemos
que Freud insistió en lo que estamos habituados a llamar la
«contingencia del objeto»: el hecho de que por comparación a la
pulsión y a la meta, el objeto sería el más intercambiable, «el
más variable». «Contingencia»: hay que comentar este térmi­
no porque, al mismo tiempo, la clínica psicoanalítica nos enseña
que el tipo mismo de objeto que cada uno busca, lejos de ser·
variable, es a menudo extremadamente fijo y determinado;
cuando analizamos las elecciones amorosas de tal o cual indivi­
duo, no es la variabilidad lo que nos llama la atención, sino, por
el contrario, la presencia de algunos rasgos extremadamente
específicos. Entonces la idea de una contingencia indicaría que
el objeto no está determinado ni orgánica ni biológicamente
por la pulsión, pero ello no implica que no esté fijado por la his­
toria y que no devenga extremadamente especificado. Pero
aquí, como para el conjunto de los conceptos de los que no hago
más que presentar aquí un primer esbozo, tendr�mos que dis­
tinguir, en un segundo tiempo, entre sexual y no-sexual.
Freud no lo hizo desde el comienzo en su análisis, de modo que
nos presentó una suerte de «retrato hablado» de la pulsión que
23 S. Freud, «Pulsiones ... », op. cit., pág. 118.

36
no corresponde exactamente m a 10 sexuru m a 10 110-i:;t:.11.u¡::u.
Por una singular evolución que sólo pretendo aquí mencio­
nar, la relación de contingencia entre el objeto y la meta termi­
nó por dejar sitio --en una entera línea del pensamiento pos­
freudiano-- a una concepción aparentemente opuesta: a deter­
minada meta, a determinado cumplimiento pulsional (pense­
mos por ejemplo en la meta de la pulsión oral o de la pulsión
anal) correspondería, si no un objeto materialmente determi­
nado, al menos cierto tipo de objeto. Esta correlación entre la
meta y el objeto se expresa en la noción freudiana, y sobre
todo posfreudiana, de «relación de objeto».24 En todo caso, pa­
ra la sublimación, la articulación entre meta y objeto constitu­
ye el punto nodal del problema, como lo demuestran las vacila­
ciones mismas de Freud porque inicialmente sólo registrará
una modificación de las metas (una desexualización), para des­
embocar al cabo en la idea de que la sublimación es un proceso
global que recae a la vez sobre la meta y sobre el objeto. 25
3. Lafuente. Es «aquel proceso somático, interior a un órga­
no o a una parte del cuerpo, cuyo estímulo es representado en
la vida anímica por la pulsión».26 Ella es entonces, en un pri­
mer tiempo, asimilada a un proceso biológico: esta exigencia de
trabajo impuesta a la vida psíquica procede del cuerpo y, en
particular, de las partes del cuerpo que Freud designa como
«zonas erógenas» (los labios o la zona anal, para retomar los
dos modelós de la sexualidad oral y de la sexualidad anal). Sin
embargo, si miramos más de cerca los textos de Freud y la
evolución de su pensamiento,27 nos damos cuenta de que la
fuente se descompone en dos aspectos, de suerte que allí tam­
bién tenemos un doble modelo de la pulsión o, si se quiere, que
el modelo sincrético ofrecido en «Pulsiones y destinos de pul­
sión» recubre en realidad dos diferentes tipos de proceso. Te­
nemos, por una parte, lo que Freud llama fuentes directas: son
aquellas a las cuales se aplica propiamente hablando la hipóte­
sis de una modificación somática precisa, ñsico-química, en un
punto determinado del cuerpo. Pero, por otra parte, existen
fuentes «indirectas», y en este caso cualquier proceso somáti­
co, aun cualquier modificación difusa, cualquier acción -inclu-
24
J. Laplanche y J.-B. Pontalis, op. cit., artículo «Relación de objeto (u
objeta!)».
25 En el artículo ya citado de Flournoy, el autor toma de D. Lagache la
noción de objeto-meta que sólo podremos someter a discusión una vez plantea­
da nuestra teoría de las pulsiones.
26
S. Freud, «Pulsiones ... », op. cit., pág. 118.
?17 Lo que yo hice detalladamente en Vida y muerte, op. cit.
so psíquica- puede devenü:, en un segundo tiempo, «fuente»
de· la pulsión sexual.

2 de diciembre de 1975
4. El empuje constituye el cuarto elemento, que hoy retomo,
de Freud; en el fondo no es otra cosa que la pulsión misma,
• porque justamente la pulsión es lo que «impulsa» a una acción.
El Dra'Yt{J (empuje) por relación a la Trieb introduce tal vez el
complemento de una urgencia irreprimible: se habla por ejem­
plo de Harndra'Yt{J, para las ganas de orinar. El empuje es defi­
nido así en «Pulsiones y destinos de pulsión»: es «su factor
motor [de la pulsión], la suma de fuerza o la medida de la exi­
gencia de tr�bajo que ella representa».28 Notemos que una
proposición de esta índole está calcada sobre la definición de la
fuerza -o de la energía- en una concepción positivista de la
ñsica: la fuerza no es perceptible en sí misma, sólo puede ser
medida, y aun descubierta, por sus efectos. El empuje sería
entonces, en esta concepción, un factor meramente cuantitati­
vo, una X. De ahí la cuestión: ¿Hay que admitir que esta ener­
gía, dejando de lado lo que la especifica, es decir los otros tres
factores, sería la misma dondequiera, en todas las pulsiones?
Cuando hablamos de la sexualidad, designamos a esta X como
libido, término que no significa otra cosa que la energía de la
pulsión sexual. Ahora bien, con esta cuestión de saber si la
energía psíquica es la misma o no, sea cual fuere la acción pul­
sional considerada, nos vemos enfrentadas a una opción funda­
mental en el psicoanálisis, y no únicamente en el freudismo: la
del monismo o del dualismo pulsional.
El monismo pulsional puede ser consi­
MONISMO o derado como una especie de asíntota a
DUALISMO: la cual el 'pensamiento freudiano se
¿ QUE SE JUEGA EN aproxima en raros momentos. Espe­
ESTA CUESTION? cialmente hacia 1916, Freud lo consi­
dera como una especie de tentación
representada específicamente por Jung. El monismo pulsional
consiste en afirmar que sólo existe una energía; no hay, enton­
ces, sino libido dondequiera. Pero, evidentemente, si en sí la
pulsión es única (no sólo en el dominio humano, sino en todo el
• registro vital y ¿por qué no? aun en el inanimado), designar su
28
S. Freud, «Pulsiones... », op. cit., pág. 117.

88
energía como i;,exual puede desde luego asimilarse a una cláu­
sula meramente verbal. Extender, incluso universalizar el
concepto de libido, es abandonar su contenido sexual, destruir
la especificidad de lo sexual. Llegamos con esto a las razones •
por las cuales Freud se defiende violentamente y con constan­
cia de la acusación de «pansexualismo». Situar a la sexualidad
dondequiera, ver en todo sólo «metamorfosis y símbolos de la
libido», es precisamente adormecer el nervio del análisis freu­
diano. La explicación :freudiana, si se aparta de la sexualidad
en el sentido específico del término, ya no es nada. Por eso
Freud lleva el contraataque a la objeción de pansexualismo, no
negando la importancia de la sexualidad, sino afirmando que él
ha sostenido siempre la existencia de dos energías sexuales.
Ustedes saben que se habla de dos «dualismos» sucesivos. En
términos energéticos, el primer dualismo opone la pulsión se­
xual, cuya energía es la libido, a la energía de las pulsiones
llamadas de autoconservación, para la cual, en paralelo con la
libido, Freud quería imponer un nuevo término técnico: el «in­
terés». En la segunda oposición -la de las pulsiones llamadas
de vida y las pulsiones llamadas de muerte- la energía de las
pulsiones de vida sigue siendo la libido, pero Freud no experi­
menta la necesidad de innovar, de crear allí también un parale­
lo proponiendo un nuevo término como el de «destrudo». ¿Por
qué Freud no empleó este término? A nuestro entender por­
que existe una duda en la segunda teoría sobre el tipo de sime­
tría a establecer entre las dos clases de «pulsiones». Para vol­
ver sobre la acusación de pansexualismo, podríamos decir que
Freud tiene la siguiente reacción: si realmente yo fuera pan­
sexualista, sería junguiano; y si fuera junguiano, abandonaría
consecuentemente la especificidad de la sexualidad. Freud es
pansexualista en el sentido de que lo sexual obra dondequiera,
es coextensivo a las actividades humanas; pero no es panse­
xualista en el sentido de que lo sexual debe conservar una es­
pecificidad: está lo sexual dondequiera, pero no está solamente
lo sexual. Henos aquí acaso ante un problema abstracto: el pro­
blema de saber si hay que designar con un término único, o no,
algo que al cabo no puede ser aprehendido directamente, sino
sólo por recurrencia desde consecuencias y desde acciones leja­
nas. Por cierto, en estas acciones, importa seguir distinguien­
do lo que es sexual de lo que no lo es. ¿Pero en las causas
primeras? Freud parece a veces remitir a la metañsica la cues­
tión del monismo energético:
«También podría ser que la energía sexual, la libido -en su
fundamento último y en su remoto origen-, no fuese sino un

fü)
producto de la diferenciación de la energía que actúa en toda la
psique. Pero una aseveración así es intrascendente. Se refiere
a cosas ya tan alejadas de los problemas de nuestra observa­
ción y de tan escaso contenido cognoscitivo que es por igual
ocioso impugnarla o darla por válida; posiblemente esa identi­
dad primordial no tendría con nuestros intereses analíticos ma­
yor relación que la del parentesco primordial de todas las razas
humanas con la prueba de que se es pariente del testador, exi­
gida para la trasmisión legal de la herencia». 29
En otros términos, si ustedes pretenden hacer valer sus de­
rechos sobre una herencia, de nada sirve invocar a Adán o al
antropopiteco. Así el problema último de la naturaleza de este
«empuje» pulsional estaría fuera de nuestro alcance. Por el
contrario, agrega Freud en este texto, más cerca de nuestras
preocupaciones, la clínica o, más exactamente, la teoría de las
neurosis (que no es lo mismo que la metapsicología, sino que se
sitúa en un nivel ya más concreto) impone una dualidad. Así,
sólo se observaría este empuje empeñado en acciones más es­
pecificadas, determinado en función de sus metas, de sus obje­
tos y de sus fuentes.
Desconfiemos no obstante de ese a priori positivista según
el cual los conceptos científicos serían para siempre inobserva­
bles puesto que por definición son sólo construcciones o deduc­
ciones. Desconfiemos de ello precisamente en lo que toca a esta
comparación con la energía en la ñsica. Sabemos que en la ñsi­
ca clásica (a la que Freud nos remite abiertamente aquí) la
energía sólo es averiguable como ley de equivalencias, como
constante postulada para dar razón de trasformaciones. Para
el científico de la era positivista, sería absurdo que se esperara
observar directamente la energía. La masa y la energía son
dos construcciones científica$ correlativas, perfectamente se­
paradas una de la otra, dos parámetros en una ecuación, y na­
da más. Ahora bien, la ñsica moderna, en un primer tiempo,
trastorna la bella incompenetrabilidad de los parámetros con
este descubrimiento asombroso: la energía puede ser, si no
aprehendida, al menos puesta en evidencia aproximadamente,
ya que se la puede situar como diferencia entre dos masas; la
masa se puede trasformar en energía. Y después, otro paso
adelante, hete aquí que el físico se pregunta si no podría hacer
manifestarse esa energía, no ya como una relación, una ley o
una diferencia, sino materialmente, como una partícula. En
psicoanálisis, fue Reich quien enunció tan «loca» hipótesis; po-
29 S. Freud, «Introducción del narcisismo», en OC, 14, 1979, pá . 76-7.
gs

40
co importa el utillaje heteróclito de que se valía: pretendía ob­
servar la energía sexual en forma de partículas materiales,
u argones ...
Admitamos no obstante que el proble­
LAs TRASFORMACIONES ma del empuje y de su especificidad
DE LA ENERGIA: -saber si existen dos tipos de empuje
¿PROBLEMA ABSTRACTO o sólo uno, saber cuál es el fundamen-
o PROBLEMA DE to último de lo que llamamos libido-
ABSTRACCION? sea una problema abstracto. Pero pre-
cisamente (y he aquí uno de los cam­
bios radicales a los cuales nos habitúa el psicoanálisis) yo diría
que, en la experiencia, este sedicente problema abstracto de­
viene un problema de abstracción; entiendo en este caso por
abstracción un proceso concreto (sit venia verbo), en el marco
de esa realidad que tratamos de cercar con el término de subli­
mación; toda una parte de la teoría de la sublimación consiste
en admitir que la energía pulsional pueda abstraerse de su con­
texto sexual. Desexualizarse significaría separarse de su fuen­
te, de su objeto, de su meta, y cambiarlos por otros. A estos
cambios los admitimos sin demasiada dificultad para cada uno
de los elementos de la pulsión, tomados uno a uno. Una pulsión
sexual, por ejemplo la pulsión anal, se ejerce desde una fuente:
una zona corporal y una función bien precisa. Pero admitimos
que la «analidad» (y no simplemente la pulsión anal, ni tampo­
co el placer directamente anal) pueda separarse de esta zona
para sólo conservar, ya lejos de su origen, sólo el esquema de
una acción, particularmente la de expulsar o de conservar algo.
En el esquema clásico de cierta actitud hacia el dinero, postu­
lamos entonces que una pulsión pueda separarse completa­
mente de su fuente, sin cambiar por ello de naturaleza. El des­
plazamiento de la pulsión de un objeto a otro es cosa corriente,
y no insistiré en ello. En cuanto al cambio de meta, él cons­
tituye lo esencial de la sublimación, si seguimos la demostra­
ción de Freud: que una pulsión pueda abandonar por completo
su meta erótica -primero atenuarla, después inhibirla y final­
mente cambiarla por acciones totalmente diferentes- consti­
tuye desde luego el punto clave de nuestra interrogación; pero
lo que yo quisiera es mostrarles que estamos en presencia de
esa cuestión aparentemente absurda designada a veces como
la del «cuchillo de J eannot». El cuchillo de Jeannot es ese cu­
chillo al cual se le cambia la hoja y sigue siendo el cuchillo de
Jeannot; después se le cambia el mango, y sigue siendo todavía
el cuchillo de Jeannot; después se le cambia el mosquetón, si­
gue siendo el mismo; se le cambia la funda, finalmente todo ha

·,11
sido cambiado: sigue siendo el cuchillo de Jeannot, y sin em­
bargo no queda nada de él.
¿Qué queda del empuje sexual, de la libido, si se admite que
la pulsión pueda cambiar de fuente, de meta y de objeto? ¿Sólo
una denominación? ¿Qué quiere decir que la pulsión sigue sien­
do la misma, que es siempre la energía sexual la que está en la
base de tal o cual actividad sublimada? Tres hipótesis episte­
mológicas son concebibles: ¿se trata de un juicio de realidad? Y
en este caso, ¿nos veríamos llevados a admitir que la energía
sexual, como Reich lo quería, al cabo sería localizable fuera de
sus manifestaciones? ¿O se trata de una pura y simple cons­
trucción, en el sentido de un constructivismo neopositivista?
¿O es una apreciación histórica y genética?: si decimos que este
cuchillo es el cuchillo de Jeannot es porque hemos narrado y
sobre todo recapitulado su historia.
El proceso de la sublimación: haremos
DIFICULTADES aprehender mejor sus dificultades por
DE LA SUBLIMACION medio de un primer abordaje del texto
COMO DESTINO de Freud sobre' Leonardo da Vinci.
PULSIONAL Freud, en un pasaje, refiere la vivísi-
ma curiosidad intelectual de Leonardo
da Vinci, su pasión de investigación científica, a la investiga­
ción sexual infantil centrada particularmente en el origen de
los niños. Poner de manifiesto los lazos entre esta curiosidad
intelectual y· la curiosidad sexual es una cosa, mostrar cómo
una se trasforma en la otra constituye una dificultad de otro
orden. Con el propósito de sistematizar y quizá de esclarecer
hechos tan complejos, Freud describe, en una suerte de gra­
dación, tres posibilidades, tres destinos de esa torturante cu­
riosidad sexual. El primer destino es relativamente simple: la
represión de la sexualidad arrastra consigo y deteriora el ejer­
cicio intelectual mismo.
« • • • La investigación puede compartir el destino de la sexua­
lidad; el apetito de saber permanece desde entonces inhibido,
y limitado -acaso para toda la vida- el libre quehacer de la
inteligencia, en particular porque poco tiempo después la edu­
cación erige la inhibición religiosa del pensamiento. Este es el
tipo de la inhibición neurótica. Comprendemos muy bien que la
endeblez del pensamiento así adquirida dé un eficaz empujón al
eventual estallido de una neurosis. En un segundo tipo, el des­
arrollo intelectual es bastante vigoroso para resistir la sacudi­
da. que recibe de la represión sexual. Trascurrido algún tiempo
luego del sepultamiento de la investigación sexual infantil,
cuando 1a inteligencia se ha fortalecido, la antigua conexión le

42
ofrece memoriosamente su auxilio para sortear la represión se­
xual [hubo por lo tanto una represión, pero el ejercicio de· 1a
inteligencia, que estaba muy ligado a la sexualidad, favoreció
el retorno de lo reprimido] y la investigación sexual sofocada
regresa de lo inconciente como compulsión a cavilar [volvemos
a encontrar aquí el Zwan,g, en forma de pensamiento o de ru­
miación forzada: el Grübelzwang], por cierto que desfigurada y
no libre, pero lo bastante potente para sexualizar al pensar
mismo y teñir las operaciones intelectuales con el placer y la
angustia de los procesos sexuales propiamente dichos. [La an­
gustia encuentra aquí una muy exacta definición, como rea.flujo
de la sexualidad cuando esta intenta liberarse de sus ligaduras
sexuales.] El investigar deviene aquí quehacer sexual, el único
muchas veces; el sentimiento de la tramitación por medio del
pensamiento, de la aclaración, remplaza a la satisfacción sexual
[se trata en suma de una especie de orgasmo intelectual]; aho­
ra bien, el carácter inacabable de la investigación infantil se
repite también en el hecho de que ese cavilar nunca encuentra
un término, y que el buscado sentimiento intelectual de la solu­
ción se traslada cada vez, situándose más y más lejos. [El
tapón, el sello neurótico, radica por lo tanto en el carácter cir­
cular y sin conclusión de ese tipo de cavilación, que encuentra
su origen en el impedimento del niño para llegar a una conclu­
sión respecto de los enigmas sexuales.]
»El tercer tipo, más raro y perfecto, en virtud de una parti­
cular disposición escapa tanto a la inhibición del pensar [pri­
mer caso] como a la compulsión neurótica del pensamiento [se­
gundo caso]. Sin duda que también aquí interviene la represión
de lo sexual, pero no consigue arrojar a lo inconciente una pul­
sión parcial del placer sexual [no existe, pues, represión total
de la sexualidad], sino que la libido escapa al destino de la re­
presión sublimándose desde el comienzo mismo en un apetito
de saber y sumándose como refuerzo a la vigorosa pulsión ·de
investigar. [Veremos no obstante que no todo es tan simple, ya
que Freud se desdecirá, en cierto modo, de está bella descrip­
ción de la sublimación.] También aquí el investigar deviene en
cierta medida compulsión [Zwang] y sustituto del quehacer se­
xual, pero le falta el carácter de la neurosis por ser enteramen­
te diversos los procesos psíquicos que están en su base (subli­
mación en lugar de irrupción desde lo inconciente); de él está
ausente la atadura a los originarios complejos de la investiga­
ción sexual infantil, y la pulsión puede desplegar libremente su
quehacer al servicio del i:p.terés intelectual. Empero, dentro de
sí da razón de la represión de lo sexual, que lo ha vuelto tan
fuerte mediante el subsidio de una libido sublimada, al evitar
ocuparse de temas sexuales».30
Tendremos ocasión de volver sobre este texto tan denso.
Pero quisiera insistir ahora en sus dificultades, particularmen­
te en la distinción entre la segunda y la tercera posibilidad. El
segundo destino de la investigación sexual infantil sería un re­
surgimiento, fuera del inconciente, de esta actividad misma,
apenas traspuesta. Apenas traspuesta, sea: pero traspuesta de
todas maneras, puesto que se dirige pese a todo hacia otros
objetos. En cuanto al tercer destino, que sería la sublimación
propiamente dicha, entendemos, de manera aparentemente
contradictoria, que escapa a la obsesión, pero que sigue siendo,
al mismo tiempo, en cierta medida, compulsión; lo que señala
la compulsión y por tanto la represión (una y otra están muy
ligadas, porque la compulsión es la marca de una antigua re­
presión) es que, lejos de ser tan libre como pretendería Freud,
esa actividad intelectual constreñida a evitar el objeto sexual:
toda investigación científica sobre la sexualidad misma.
¿ Cuál es la diferencia exacta entre esa «irrupción del fondo
del inconciente», que desemboca en una compulsión del pen­
sar, y una sublimación? En el primer caso tendríamos una se­
xualización del pensar, y en el segundo una desexualización de
la investigación sexual. Evidentemente todo esto nos remite a
la metapsicología. Cierta cantidad de términos nos lo indica: la
noción de fuente, por ejemplo, porque se nos dice que la subli­
mación es una sublimación desde el origen (von Anfang an); o
incluso la noción de refuerzo (Verstarkung) de una pulsión por
otra. Todo este texto es claramente incomprensible sin el dua­
lismo pulsional, prevaleciente en esos años de 1910-1915, entre
autoconservación, por una parte, cuyo soporte energético es el
interés (término que reencontramos en nuestro texto, con su
valor técnico preciso: «La pulsión puede desplegar libremente
su quehacer al servicio del interés intelectual»), y por otra par­
te la sexualidad, cuya energía sería la libido. A este dualismo
pulsional me parece que habría que ponerlo entre comillas en
sus dos términos, «dualismo» y «pulsional», sobre todo para
evitar imaginarlo como la interacción, en un solo plano o en un
mismo espacio, de dos fuerzas horno-
EL DIEDRO géneas. Por esa razón he propuesto
PULSIONAL representarlo en forma de diedro: dos
planos articulados por una bisagra. A
30 S. Freud, Un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci, en OC, 11, 1979,
págs. 74-5. Entre corchetes, comentarios de Jean Laplanche.

44
este diedro, tratemos de llegar a imaginarlo como cerrado,
inicialmente:

de manera que, como si se tratara de una ostra, hubiese que


introducir la hoja de un cuchillo para abrirlo, para clivar el
plano de la autoconservación y el de la sexualidad. ¿ Qué signi­
fica hacer pasar un cuchillo en ese texto mismo de la Metapsi­
cología titulado: «Pulsiones y destinos de pulsión»? Se podría
pensar que después de todo se trata de marcar el clivaje entre
lo psíquico y lo somático, entre el cuerpo y la mente. Freud
está más de una vez tentado de situarse dentro del marco de
esta problemática clásica y de hacer pasar por allí la hoja.
Plantea por ejemplo que la pulsión es el «representante psíqui­
co de los estímulos que provienen del interior del cuerpo>>. 81
Y siempre en el mismo sentido, pero más precisamente, a raíz
de la fuente corporal: el estímulo de la fuente «es representado
en la vida anímica por la pulsión». 32 Con los términos muy
específicos de re:prasentieren («representar»), Reprasentant
(«representante») y Reprasentanz ( «representancia»), Freud
introduce aquí una noción original que debe ser distinguida
cuidadosamente de «representación» en el sentido de la ñloso­
ña de la percepción y del conocimiento. En alemán la confusión
no es posible, porque los términos Vorstellung (representa­
ción) y Reprasentant (representante) tienen raíces totalmente
distintas. Precisemos claramente de qué se trata en esta serie
freudiana de reprasentieren: de una relación de delegación, de
procuración, de mandato; el Reprasentant es mandatario de
otro, sea embajador o «representante» de comercio.
Veremos funcionar en diferentes niveles esta noción de re­
presentá.ncia; y en primer lugar, en el marco del antiguo pro­
blema cartesiano: las relaciones entre el alma y el cuerpo.
Después de todo, la fuente, la zona erógena, jugaría aquí el rol

31 S. Freud, «Pulsiones ... », op. cit., pág. 117.


32 Tbid. pág. 118.
1

4G
atribuido por Descartes a la glándula pineaL Pero uno podría
mostrar cómo la «solución» nueva pervierte, trastorna y re­
nueva el enunciado mismo del problema. Otras formulaciones,
siempre por relación a la pulsión, hacen intervenir la misma
noción de «delegación» o «representancia», pero en este caso
con un corrimiento: la pulsión ya no es aquello que representa
al cuerpo, sino que ella es la representada en lo psíquico. Ella
envía allí dos delegados o representantes: por un lado el afecto,
o representante-afecto, por otro ... la representación (pero en
este caso en el sentido filosófico, la Vorstellung) o represen­
tante-representación. 33

representación
somático pulsión psíquico {
afecto

relación de relación de
representancia representancia

88 Cf. S. Freud, «La represión» y «Lo inconciente», en OC, 14, 1979. Cómo
no recordar que la noción introducida por Lacan de un «representante de la
representación» no podría ser acreditada a Freud: como traducción del término
freudiano de Vorstellungsreprlisentanz, sería un contrasentido.
1. En él término compuesto Vorstellungsreprlisentanz, la s que une a
ambos vocablos no es la marea de un genitivo. El sustantivo femenino Vorstel­
lung no puede dar Vorstellungs. Por razones eufónicas, sin distinción de género
ni matices de sentido, ciertas palabras compuestas alemanas llevan esa s, otras
no. Encuentro un ejemplo en la pág. 438 de este artículo con las palabras
Triebanspruch y Realiüitsforderung.
2. Las palabras compuestas introducen un lazo de pertenencia entre sus
dos términos muy distinta de la relación de un genitivo. El primero de ambos
términos funciona como determinante del segundo, y puede ser eventualmente
remplazado por un adjetivo, cuando este existe. Garnisonsleben (o Garni­
sonleben) significa la «vida de guarnición» (o, si se permite este neologismo, la
vida «guarnicionesca») y no la «vida de la guarnición». Un «representante de
comercio» (Handelsrepri.isentant) no es el «representante del comercio» (Re­
prasentant des Handels). El primero es un representante en la rama comer­
cial o representante comercial, el segundo podrá ser el delegado de los comer­
ciantes en alguna cámara determinada. Así, Vorstellungsreprlisentant no sig­
nifica en ningún caso «representante de la representación», sino «represen­
tante de representación», es decir «representante en el dominio de la repre­
sentación» o «representante representativo» o «representante-representación».
3. Freud jamás expresó la idea de que la «representación» (Vorstellung)
pudiera tener ella misma un delegado, un representante. Desde las primeras
líneas de «Lo inconciente» precisa con claridad, por el contrario, que es la
representación la que «representa la pulsión» (eine den Trieb reprlisentieren­
de Vorstellung, GW, 10, pág. 264; ef. también, en la pág. 275, dos expresiones
análogas).

46
Con esto volvemos sobre un problema ya planteado por Gan­
theret:84 el del estatuto de la pulsión. Si uno quiere atenerse al
encuadre de tipo cartesiano de las relaciones del alma y el
cuerpo, tenemos dos tipos de formulaciones y ya no sabemos
muy bien por dónde hacer pasar el cuchillo. De la pulsión se
dice que es concepto limite entre lo psíquico y lo somático,
pero se podría decir también que es un concepto murciélago,
unas veces designado como psíquico, otras veces designado co­
mo somático. Creo que una aporía como esta es signo de un
considerable cambio epistemológico, que describiré de la si­
guiente manera: el cuchillo pasa en lo sucesivo por otra parte,
según una línea que trastorna la vieja cuestión de las relacio­
nes entre el alma y el cuerpo, incluso si esta pareciera renova­
da en cierto modo por la noción de representancia. Mi hipótesis
es que el cuchillo pasa por el centro de la pulsión misma, y por
el centro del texto de «Pulsiones y destinos de pulsión», y que
una problemática enteramente nueva viene entonces a rempla­
zar a la antigua cuestión del alma y del cuerpo: la de las rela­
ciones entre la autoconservación y la sexualidad, que yo desig­
no, retomando un término algo marginal para Freud, pero a mi
juicio esencial, como problemática del apuntalamiento.

9 de diciembre de 1975

Nuestro itinerario, nuestro abordaje de la pulsión, avanza


entonces en varios tiempos, que no podemos ahorrarnos, pro­
bablemente por estar fundados en un movimiento de «la cosa
misma». Tomar la Trieb freudiana tal como es presentada, en
su generalidad y en su abstracción, en las primeras páginas de
«Pulsiones y destinos de pulsión», y hacer pasar por el corazón
de esa Trieb lo que llamé una hoja; y mostrar después que esos
dos planos, delimitados por el clivaje, se articulan: he aquí la
línea del apuntalamiento, acerca de la cual yo indiqué que vie­
ne a remplazar, de manera indudablemente ventajosa, la línea
de interacción entre el alma y el cuerpo. Pero la complejidad es
todavía más grande, y pod�mos anunciar ya un tiempo ulte­
rior: porque habrá que admitir que el primero de estos dos pla­
nos, el así llamado de la autoconservación, no encuentra verda-
84 Francois Gantheret, «Quelques éléments de recherche sur la place du
biologique dans la théorie psychanalytique», Psychanalyse d l'Univer8it6,
nº 1, págs. 97-104.

47
deramente su autonomía. En el hombre, la idea misma de una
autoconservación que fuera autosuficiente no es más que una
abstracción. De modo que el apuntalamiento de la sexualidad
en la autoconservación se apoya en un puntal mal sujetado,

débil, podrido. En esta medida hay que concebir entre la auto­


conservación y la sexualidad lazos diversos de los lazos de ori­
gen o de emergencia: hay que imaginar lazos de doble sentido
y, para retomar nuestro esquema del diedro, después del tiem­
po de la apertura, una suerte de repliegue de los dos planos,
uno sobre el otro. 'l
Es en esta re-proyección de la sexualidad sobre la'. autocon­
servación donde habría que plantear dos problemáticas funda­
mentales: la del yo por una parte, y la de la sublimación por
otra. Yo digo dos problemáticas, entendiendo sin embargo que
ellas no están absolutamente separadas y retomando varios
apuntamientos de Freud, posteriores a 1920, en que define la
energía del yo como surgida, precisamente, de la sublimación.
Verán ustedes que se trata de un itinerario «dialéctico», en el
sentido de que la exposición no podría ser definitiva, como no
lo es nuestro objeto. Fue menester poner la Trieb,· ahora es
menester escindirla; será menester después poner en cuestión
esa escisión, y quizás el apuntalamiento mismo, como solución
demasiado simple, demasiado unívoca.
Nuestra primera operación: clivar, di-
CLivAR LA PULSION sociar la pulsión. Dos textos en los
cuales podemos operar este clivaje:
«Pulsiones y destinos de pulsión» e «Introducción del narcisis­
mo». Este clivaje preexiste, Freud lo ha propuesto en cierto
modo; pero al mismo tiempo, si se puede decir así, se lo tiene
que rehacer, como si la herida incesantemente tendiera a cica­
trizar. En el seno de la Trieb, dos clases de pulsiones se distin­
guen claramente en los textos de 1910-1915: pulsiones de auto­
conservación llamadas también pulsiones «del yo», una deno­
minación que sólo puede llevar a confundir los espíritus en este
estadio de la exposición, y pulsiones sexuales. Freud se apo-

48
ya, nos dice, para esta distinción, en el psicoanálisis de las psi�
coneurosis y en la necesidad de dar razón del conflicto psíquico,
es decir, de dar razón de la defensa frente a la sexualidad. He
aquí la cuestión: ¿en virtud de qué las representaciones sexua­
les (representancia de las pulsiones sexuales) resultan reprimi­
das, según lo evidencia la clínica de la neurosis? Las respuestas
de Freud a lo largo de su obra son varias, y sólo recordaré aquí
su historia. Al comienzo, en Estudios sobre la histeria, por
ejemplo, es algo bastante vago lo que viene a jugar el rol de
motor de la represión: se trata de exigencias morales, estéticas
o sociales; en suma, algo relacionado con el ideal. Pero hay que
dar aún a estas exigencias internas (que se refractan desde el
interior del sujeto, y no son impuestas desde el exterior) su
fundamento: ¿qué hace que de necesidad [necessite1 el sujeto
haya hecho ley? En algún momento, Freud buscó ese funda­
mento precisamente en la necesidad [necessite1 exterior: esas
exigencias serían en suma la interiorización de exigencias ex­
teriores impuestas desde la infancia por la fuerza del medio.
En consecuencia, el conflicto neurótico será presentado, hacia
1910, como un conflicto de adaptación. Los dos términos que
encontramos enfrentados en esta etapa en textos como {<Sobre
los tipos de contracción de neurosis»35 son los de reivindica­
ción pulsional (Triebanspruch) y de exigencia de la realidad
(Realitatsforderung). En esta concepción, que opone la pulsión
sexual a exigencias reales (e incluso, en el límite, a temores
reales, a ciertos castigos reales, en suma, a lo que se ha llama­
do después ¡y con cuánto éxito! una «represión» [répression]),
sería engañoso ver sólo un momento pasajero del pensamiento
freudiano. Entre otros, tejido con otros, el hilo del «conflicto
de adaptación» recorre toda la obra, con desapariciones pero
también con resurgimientos, el más notable de los cuales -y el
más complejo- es sin duda el de InhibiC'ión, síntoma y angus­
tia. Pero es en un texto de 1910 donde encontramos el intento
más explícito de hacer jugar el antagonismo entre autoconser­
vación y sexualidad para explicar el conflicto psíquico; ese tex­
to se intitula «La perturbación psicógena de la visión según el
psicoanálisis». 86 Es a raíz de un mismo dispositivo (el de la
visión), y en un mismo terreno (el ojo), como se oponen los dos
tipos de pulsiones, dando origen al síntoma, el más manifiesto

85 S. Freud, «Sobre los tipos de contracción de neurosis», en OC, 12, 1980,


págs. 288-45.
36 S. Freud, «La perturbación psieógena de la visión según el psicoun(,JI.
sis», en OC, 11, 1979, págs. 206-16.
de los cuales (aun cuando sea raro en nuestros días) es la ce­
guera histérica. Es así como van a entrar en conflicto en ese
lugar único del ojo, sus dos funciones: función adaptativa, evi­
dente (la visión permite al individuo ubicarse en su entorno), y
por otra parte función erógena (porque la visión tiene un papel
en las excitaciones eróticas, y en primer lugar en las más pri­
mitivas, ligadas a lo que el niño vislumbra del coito parental).
Es el conflicto entre estas dos funciones lo que desembocaría
en la perturbación psicógena, es decir, precisamente, en la
puesta del ojo fuera de combate, en una ceguera (que por otra
parte presenta algunos caracteres asaz particulares, puesto
que, por la mediación de ese mismo ojo ciego, se pone en evi­
dencia que «el inconciente sigue viendo»).
Sólo me detendré en este texto para formular mi interpreta­
ción personal; existe, en esta teorización de Freud, una ambi­
güedad de la que este texto no sale: la función adaptativa o au­
toconservadora del ojo aparece simultáneamente como uno de los
elementos del conflicto, como uno de los ejércitos en pugna y a
la vez como el campo de batalla, y por último como lo que está
en juego en el conflicto. ¿La función de autoconservación pue­
de ser al mismo tiempo el terreno y una de las fuerzas enfren­
tadas en el conflicto? Yo diría aquí, para formular mi posición
personal, que Freud jamás logró demostrar que las exigencias
adaptativas fueran una de las fuerzas en juego en el conflicto
psíquico. Digo las exigencias adaptativas como tales, es decir
como necesidad impuesta por lo que él llama por ejemplo apre­
mio de la vida (Not des Lebens). Nunca, en ninguna descripción
de neurosis -véase Cinq psychanalyses-,37 logró Freud de­
mostrar que las necesidades vitales y, en última instancia, las
exigencias de supervivencia del individuo fueran lo que actúa
en la represión. No pretendo que la autoconservación no exista
(¡que sea un elemento desdeñable!), sino que (conclusión provi­
sional) es lo que está en juego en el conflicto (que por otra
parte es ganado finalmente por la sexualidad, puesto que la
visión es sustraída de su función adaptativa para devenir sólo
sexual), y no una de las fuerzas ilirectamente en pugna.
El texto sobre «La perturbación psicógena de la visión» es
prácticamente el único que intentó ilustrar el valor supuesta­
mente explicativo del dualismo autoconservación-sexualidad

87 l Cinq psychanalyses es el título del volumen que agrupa, en la edición


francesa, los historiales freudianos ya clásicos: Dora, el pequeño Hans, el
Hombre de las Ratas, el presidente Schreber y el Hombre de los Lobos (N. de
la T.).]

50
en el conflicto defensivo. En textos apenas más tardíos, los do
1915, en los que nos detenemos ahora, notarán con qué cir•
cunspección, y como a desgano, se basa Freud en la teoría de
las neurosis para justificar este dualismo. He aquí un pasaje
del texto sobre el narcisismo: « ...quiero confesar en este lu­
gar de manera expresa que la hipótesis de unas pulsiones se­
xuales y yoicas [lean por el momento: pulsiones de autoconser­
vación] [ ... ] descansa mínimamente en bases psicológicas, y
en lo esencial tiene apoyo biológico».38 Y en «Pulsiones y des­
tinos de pulsión»: «En general, me parece dudoso que sobre la
base de la elaboración del material psicológico se puedan obte­
ner indicios decisivos para la división y clasificación de las pul­
siones. A los fines de esa elaboración, parece más bien nece­
sario aportar al material determinados supuestos acerca de la
vida pulsional, y sería deseable que se los pudiera tomar de
otro ámbito para trasferirlos a la psicología. Lo que la biología
dice sobre esto no contraría por cierto la separación entre pul­
siones yoicas y pulsiones sexuales».89 Y antes, en ese mismo
texto, pero capturado en una especie de dialéctica a la cual les
pido que sean sensibles: « • . • se hallaba un conflicto entre los
reclamos de la sexualidad y los del yo». 40 Ustedes verán que se
trata aquí del yo y no de las pulsiones del yo. En otros térmi­
nos, Freud admite que el conflicto se produce entre la sexuali­
dad y el yo, pero no entre la sexualidad y las pulsiones que,
teóricamente, deberían estar operando en el yo, es decir las
famosas pulsiones de autoconservación. Esto es quizá todavía
enigmático, pero no puedo agregar nada por el momento.
Quisiera pasar al otro argumento que Freud aporta para
fundamentar esta oposición entre dos tipos de pulsiones: el re­
curso a la biología. Freud invoca constantemente la biología,
un poco aprovechando cuanto le cae a mano. Recurre a veces a
una especie de biología popular, hasta poética, diciendo que los
poetas, los moralistas y los que reflexionan sobre nuestra con­
dición han opuesto siempre el hambre y el amor como las dos
grandes fuerzas motrices de la humanidad: se refiere aquí a
Schiller. Después cuando se trate de fundar su segunda teoría
de las pulsiones, no vacilará en hacer intervenir a otros pensa­
dores, como Empédocles, quien oponía el amor y el odio. De
manera más «seria», aunque muy filosófica, invoca una biolo­
gía que en la época impresionaba mucho a los pensadores: la

88 S. Freud, «Introducción ... » 1 op. cit., pág. 76.


89 S. Freud, «Pulsiones ..... , op. cit., pág. 120.
40 !bid.

r,1
biología especulativa de Weissman. También esta biología será
aderezada un poco para todos los guisos: en este caso es invo­
cada para apoyar .la oposición entre las pulsiones de autocon­
servación y la sexualidad, mientras que se la invocará después,
o en todo caso se la discutirá, en Más allá del principio de
placer, para fundámentar la segunda teoría de las pulsiones.
Hay que decirlo, la teoría de Weissman no da demasiado sus­
tento a la pulsión de muerte. Ella opone en el ser viviente dos
partes o dos sistemas biológicos, y al mismo tiempo digamos
dos pulsiones: por un lado la parte inmortal, destinada a la
conservación de la especie, y que reagrupa a las células germi­
nales, y por otro las células y órganos que definen al individuo;
se trata de la famosa oposición entre Germen y Soma. He aquí
cómo Freud, en «Pulsiones y destinos de pulsión», se apoya en
ella (encontraremos exactamente el mismo desarrollo en «In­
troducción del narcisismo»):
«[La biología] enseña que la sexualidad no ·ha de equipararse
a las otras funciones del individuo, pues sus tendencias van
más allá de él y tienen por contenido la producción de nuevos
individuos, vale decir, la conservación de la especie [se dibuja
claramente la oposición entre conservación del individuo (auto­
conservación) y conservación de la especie (sexualidad)]. Nos
muestra, además, que dos concepciones del vínculo entre yo y
sexualidad coexisten con igual título una junto a la otra [esta
inversión se presenta cada vez que Freud invoca a Weissman].
Para una, el individuo es lo principal; esta aprecia a la sexuali­
dad como una de sus funciones y a la satisfacción sexual como
una de sus necesidades [se trata entonces, podemos decir, de
una visión en definitiva bastante parcelaria; si uno se centra en
el individuo, la sexualidad sólo aparece como una de sus activi­
dades, entre otras]. Para la otra, el individuo es un apéndice
temporario y transitorio del plasma germinal, cuasi-inmortal,
que le fue confiado por la generación [una especie de esquema
metabiológico, entonces, en que, sobre la estirpe germinativa
constituida por la continuidad de las células germinales, vemos
aparecer de tiempo en tiempo, como epifenómenos disconti­
nuos, a los individuos]».41
He aquí, fundada en biología -y hasta con la referencia a
quimismos diferentes para las células sexuales y para los de­
más procesos corporales (Ehrlich)-, la gran oposición entre
autoconservación y sexualidad. Tanto más significativo resulta
entonces comprobar que Freud abandonó después, «fríamen-
41 !bid. Entre corchetes, comentarios de Jean Laplanche.

52
te», una concepción que parecía tener bases positivas tan sóli­
das. Y nosotros, aquí, nos veremos llevados a mostrar, en este
proceso de abandono de Freud, como el reflejo, como la huella
de lo que yo llamaría un proceso de abandono real, como si
hubiera en el movimiento del pensamiento de Freud algo que
acompañara al proceso mismo del surgimiento de las fuerzas
que él describe. No es esta la única vez que percibimos, en ese
movimiento del pensamiento de Freud, este proceso de acom­
pañar a las entidades, hasta su «derivación».
Pero estamos todavía en el momento,
EL CLIVAJE: no del abandono de la distinción, sino
NECESIDAD/PULSION del clivaje por marcar en «Pulsiones y
destinos de pulsión»; retomémoslo a
nuestra manera, en cuanto al objeto, primero, y en cuanto a la
meta, después. El objeto de la autoconservación; ¿qué decir
sobre esto? Indicios se rastrean en el texto, pero una vez más
los podemos empujar hasta cierta sistematización; la autocon­
servación, en cuanto al objeto, aspira a un objeto necesario,
adaptado, un complemento indispensable para la superviven­
cia: pensemos en aquellas funciones que Freud recuerda siem­
pre: no sólo la alimentación, el hambre que aspira desde luego
al alimento, sino también la respiración. Se puede introducir el
término de «necesidad» [besoin], a condición sin embargo de
no concebir la relación de esta a su ohjeto según una correla­
ción puramente mecánica. Quiero decir con ello que el estudio
psico:fisiológico de las necesidades lleva a decir, por ejemplo,
que el organismo tiene necesidad de una cierta tasa de glucosa
para subsistir, pero aquello a lo cual aspira la necesidad no es a
la glucosa, sino a cierto tipo de alimentos. De manera que se
está perfectamente justificado, desde este nivel, en utilizar
con otros la noción de valor. Existen valores vitales; la necesi­
dad aspira a cierto valor; es una noción introducida en particu­
lar por Scheler, y retomada por Lagache, precisamente a raíz
de la teoría de las pulsiones, con la siguiente fórmula: «El ham­
bre es la intuición del valor alimento». La necesidad es enton­
ces coaptación, más o menos flexible, a un objeto específico, ca­
paz de modificar la fuente de la excitación (puesto que la inges­
tión de alimentos modifica la tasa de glucosa en sangre y por lo
mismo modifica y anula la sensación de hambre). La necesidad
supone la existencia de un montaje :fisiológico, no menos espe­
cializado, que desemboca en esta reducción de la excitación en
su fuente.
Y bien, encontramos casi constantemente este término do
necesidad en Freud: frecuentemente menciona las «granrlm-1
necesidades corporales»; en el texto intitulado «Teoría de la
libido»,42 la «necesidad de alimento» es incluso opuesta con to­
da claridad a la «pulsión sexuak Se trata tal vez del texto más
claro de Freud, aquel en que pulsión y necesidad se encuentran
más claramente diferenciadas. Pero en el texto sobre «Pulsio­
nes y destinos de pulsión» (y una vez más es aquí por donde
nuestro clivaje debe pasar), ora la necesidad se opone a la pul­
sión, ora toma el lugar de la pulsión, lo que falsea totalmente
la perspectiva. Es así como empieza la exposición sobre la no­
ción de pulsión: «Será mejor que llamemos "necesidad" al estí­
mulo pulsional; lo que cancela esta necesidad es la "satisfacción".
Esta sólo puede alcanzarse mediante una modificación, apro­
piada a la meta (adecuada), de la fuente interior de estímulo».43
Todos los términos deberían ser sopesados, convergiendo en la
noción de un mecanismo regido por la adecuación (de la meta
se afirma que es aportación de una modificación adecuada),
una verdadera adaptación del objeto a la necesidad que culmi­
na en la satisfacción o, para traducir con mayor exactitud el
término tan evocador de Befriedigung, en el apaciguamiento.
La necesidad aspira por lo tanto al apaciguamiento de la ten­
sión, es decir al restablecimiento de un equilibrio. Y en vista
de que estamos oponiendo la autoconservación y la sexualidad
en el nivel del objeto, ¿cómo no pensar que aquí el objeto, que
debe conducir al restablecimiento de un equilibrio, no puede
ser muy variable, sino, por el contrario, relativamente fijo
(agua, aire, alimento)? He aquí entonces, en una cierta línea de
pensamiento, a la pulsión arrojada por Freud del lado de la
adaptación a su objeto, de la conservación o del restableci­
miento de cierto equilibrio. ¿Qué queda entonces de lo que he­
mos descrito en otro momento -sobre lo cual Freud insiste
constantemente--, qué queda de la «contingencia» del objeto,
que sería «lo que hay de más variable en la pulsión»? Y aún
más: ¿en qué quedó la ausencia del objeto, que se nos dice que
caracteriza a la sexualidad en el origen? La sexualidad, repite
Freud, es «al comienzo autoerótica». Autoerotismo: esto quie­
re decir que no hay objeto exterior; la sexualidad se satisface
al comienzo en el cuerpo propio; digamos en primera aproxima­
ción -y la sinonimia es a menudo admitida- que la sexualidad
sería inicialmente masturbatoria. Aquí entrarían en total opo­
sición una sexualidad sin objeto y una autoconservación que
aspira, por el contrario, a un objeto claramente preadaptado.

42 S. Freud, «Teoría de la libido», en OC, 18, 1979, págs. 250-4.


43 S. Freud, «Pulsiones ... », o-p. cit., pág. 114.

64
Esta definición negativa del autoerotismo, como ustedes su­
ben, es totalmente insuficiente para dar razón del peso de esta
noción en Freud. Y en primer lugar, si la sexualidad en el pun­
to de partida no tiene objeto, es en el sentido preciso de que no
tiene objeto exterior. Lejos de significar la ausencia de todo
objeto, el autoerotismo supone por el contrario la pregnancia
de un objeto fantasmático. La sola lectura de los pasajes en los
que Freud aborda la actividad masturbatoria basta para ad­
vertir que esta es considerada indicio certero revelador de la
presencia de un fantasma. Entonces, la pregunta: ¿está deter­
minado este objeto de la sexualidad, este objeto fantasmático
de la sensualidad autoerótica del mismo modo que el de la auto­
conservación? ¿De dónde viene? Tengo que dejar en suspenso
esto hasta el momento en que hablemos del apuntalamiento.
Tras haber expuesto la oposición entre
EL CLIVAJE: necesidad y pulsión, me referiré aún
FUNCION/ORGANO a otro clivaje, entre los que intenta­
mos reabrir: aquel entre función y ór­
gano. Esta pareja parecería haber sido introducida en las dis­
cusiones de los medios psicoanalíticos hacia los años 1915-1917,
en el intento de encontrar para la sexualidad una nueva defi­
nición que tomara en cuenta el descubrimiento de que en lo
sucesivo no podría quedar limitada a la genitalidad. Es la opo­
sición entre funciones, que ponen en juego un aparato fisioló­
gico, incluso a todo el organismo, en una especie de montaje
muy complejo, y por otra parte la sexualidad, caracterizada no
por esta totalidad, sino, al contrario (se trata evidentemente
de la sexualidad infantil), por el despedazamiento, por el hecho
de que el placer nace y muere en el lugar, en el nivel de un
órgano aislado. En esta oposición que, en ese momento, se es­
boza entre función, incluso placer de función, por una parte, y
placer de órgano por otra, pronto veremos que también ahí
hay que introducir nuestro cuchillo, precisamente para clivar
la noción misma de placer. No olvidemos en todo caso esta no­
ción de despedazamiento (fragmentación) del placer, de no­
organización en un sistema, segundo factor que define, en
nuestra teoría, la noción de autoerotismo. Este es a la vez el
placer sin objeto exterior y el placer no integrado, sin consi­
deración por una finalidad o aparato en que se inscribiera.
Veamos ahora cómo se oponen auto­
LA CONSTANCIA conservación y sexualidad en cuanto a
Y EL CERO la meta. ¿ Cuál es el tipo de satisfac­
ción buscada? Evidentemente, si to�
mamos lo que Freud llama la meta final (es decir el placer), y

úü
no lo que él llama las metas intermediarias (las acciones suce­
sivas que conducen al placer), puede parecer diñcil establecer
distinciones: en un nivel puramente económico, más allá de las
vías del placer, ¿qué más unívoco que el apaciguamiento de la
tensión? Sin embargo, yo introduzco también en esta noción de
placer un clivaje cuyos elementos están dados en Freud, pero
que no es establecido tal cual por él. ¿Se trata exactamente de
la oposición que otros, actualmente, tratan de establecer entre
placer y «goce»? No estoy seguro, y me importa poco. Diré en
todo caso que, fenomenológica y fisiológicamente, el placer de
la sexualidad y el placer de la autoconservación son diferentes.
En la autoconservación (y me apoyaré en esquemas de apa­
riencia matemática, pero muy simples), lo que se busca es un
equilibrio, y lo que rige este placer es el principio de constan­
cia. Esta búsqueda de un equilibrio pasa evidentemente por la
supresión de las excitaciones demasiado intensas. Si ustedes
tienen en su organismo un nivel de cantidad de excitación (que
Freud llama Q71 ) considerado como la norma, es evidente que
para restablecer ese nivel -si es demasiado elevado- hace
falta una rebaja de la excitación, es decir una «descarga». Pero
la idea misma de un equilibrio supone que cuando el nivel es
demasiado bajo, habrá entonces que aportar -y ya no supri­
mir- excitación.

'--------------N

Consideremos en cambio la sexualidad, y principalmente la


sexualidad infantil: Freud 1 y no sin razón, le aplica un modelo
en que únicamente quepa considerar la supresión de la excita­
ción. Lo que aparece en segundo plano es una sexualidad fre­
nética, sin ningún apaciguamiento verdadero 1 es decir sin nin­
gún restablecimiento de equilibrio, salvo por agotamiento.
Piénsese en este caso en el ejemplo de ciertas actividades de
succión en vacío observadas a veces en la patología infantil. La
sexualidad tendría por meta impulsar la descarga hasta el fi­
nal, hasta el nivel cero.
Ven ustedes que esos dos diagramas pueden parecerse en su
parte superior si desdeñamos, en la autoconservación1 la im­
portancia extrema de la necesidad de aportación de excitación.

56
El «pri�cipio de placer» es llevado por Freud a unn fm•nm"
lación cuasi-matemática, en que la sensación misma de plncm·
no es más que la manera subjetiva como percibimos ciertoH
fenómenos de modificación cuantitativa de las excitaciones.
Ahora bien, encontramos constantemente en Freud sea formu­
laciones dobles, sea formulaciones absolutamente ambiguas:
ora el principio de placer consiste en reconducir todas las exci­
taciones al cero; ora, de manera aún más confusionista, el orga­
nismo tendería a reconducir la excitación al cero ... o al menos
a la constancia, en caso de no poder alcanzar el cero. El diagra­
ma de la autoconservación pareciera ser presentado como un
«peor-es-nada» del diagrama de la sexualidad. No quisiera ha­
cer ostentación aquí de una competencia matemática que no
tengo, pero resulta de todos modos divertido recordar aquel
teorema elemental de la teoría de las derivadas: la derivada de
una constante es nula; de modo que lo que aparece en el primer
esquema como constancia se traspone, en el segundo, en ni­
vel = O. Es como si las funciones de autoconservación nos die­
ran por derivación (en un sentido que debería ser precisado,
pero que tiene ciertamente también una consonancia mate­
mática) el diagrama de la pulsión sexual. Esta relación de deri­
vación -término que también utilicé en otra oportunidad-44
es precisamente el apuntalamiento.

No es casualidad que Freud, cuando habla de sublimación, lo


. haga tan a menudo en relación con la teoría del apuntalamiento.
Mencionaré al menos dos textos: «Pulsiones y destinos de pul­
sión», donde la sublimación es introducida en relación directa
con la noción de apuntalamiento, y además un pequeño capítulo
de Tres ensayos intitulado «Las vías de la influencia recí­
proca» .45
44 J. Laplanche, «Dérivation des entités psychanalytiques» [Derivación de
las entidades psicoanalíticas], en Hommage d Jean Hyppolite, París: PUF,
págs. 195-215; y en Vie et mort en psyclw,nalyse, París: Flammarion, 1970; 211•
ed., págs . 217-87. [Texto no incluido en la edición castellana de Vida y muer•
te, op. cit.]
45 S. Freud, Tres ensayos de teoria se:xmal, en OC, 7, 1978, págs. 187-8.

ú7
Pero antes de hablar de apuntalamien­
PERO LA SEXUALIDAD to, mezclemos aún más las cartas. He­
ES TAMBIEN mos hablado de función y de órgano.
FUNCION ... Pero después de todo, existe también
una función sexual, un aparato sexual
con montajes, con encadenamientos de mecanismo, y Freud se
dedicó, al comienzo de su obra, en el período de 1895, a descri­
bir con precisión estos mecanismos que se encadenan los unos
a los otros y desembocan en lo que él llama la acción específica
y el orgasmo. Clivar entonces placer de función (no sexual) y
placer de órgano (sexual) implica plantearse ulteriormente co­
mo tarea reunir en alguna parte la sexualidad efectiva, que no
es sólo un juego de fantasmas, sino que está ligada también a
un aparato fisiológico con un mecanismo específico. E inversa­
mente, del lado de la autoconservación, cabe rechazar cual­
quier simplificación abusiva preguntándose si esas funciones
están tan estrictamente determinadas como yo pretendí des­
cribirlas anteriormente, al punto de evocar la idea de un mon­
taje instintual. Ustedes saben que en la traducción de Freud,
hasta hace relativamente poco en francés y aún en la actuali­
dad en las traducciones inglesas autorizadas, se traduce Trieb
por «instinct» [instinto]. Ello no deja de tener, a pesar de
todo, alguna razón de ser.
Remitámonos al uso que hacen de este
... Y EL INSTINTO, término los psicólogos del animal, que
EN EL HOMBRE , sor. especialistas en el instinto, los
FALLA etólogos como Tinbergen. Este define
así el instinto: « Un mecanismo nervio­
so organizado jerárquicamente que, sometido a ciertas excita­
ciones que tienen un efecto de cebo, desencadenante y orienta­
dor, y son de origen tanto interno como externo, responde a
ellas por movimientos coordinados que contribuyen a la super­
vivencia del individuo y de la especie». 46 Nos hemos extasiado
mucho tiempo, por cierto que justificadamente porque impre­
sionan y cautivan la imaginación, con esas maravillas del ins­
tinto, la nidificación, la telaraña, etc. Cualquiera que sea su
génesis -eventualmente por selección, y no por adaptación y
trasmisión de los caracteres adquiridos-, el resultado sigue
siendo la adaptación: desde el punto de vista del objeto, una
tipicidad de este; y en lo que atañe a lo que llamamos la «meta»,
una fijeza de las secuencias de acciones; secuencias, como di-

46 Tinbergen, citado por M. Benassy, «Théorie des instincts», Rwue


Frangaise de Psychanalyse, vol. 17, nº 1-2, pág. 11.

58
ce Tinbergen, coordinadas con vistas a cierta adaptación que
concurre a la supervivencia. Es notable que la etología (tam­
bién aquí las cartas están en cierto modo mezcladas) haya re­
conocido la validez de ciertos modelos de Freud, justo en el
momento en que nosotros mismos los ponemos precisamente
en tela de juicio en lo que concierne al hombre. En otros térmi­
nos, Freud pretendió, al comienzo de su vida, describir la se­
xualidad como una secuencia instintual, para la cual por otra
parte buscó modelos mecánicos que se podían trasponer a la
teoría del instinto: noción de acción específica, la única capaz
de desencadenar el acto sexual; noción de umbral; noción de
una energía acumulada que sólo puede ser descargada de golpe
para llegar realmente al apaciguamiento. Primera observa­
ción, entonces, acerca de la etología: hay un curioso intercam­
bio de lugares que hace que la etología esté dispuesta a adop­
tar cierto modelo de la ¡.mlsión que nosotros mismos nos incli­
namos más bien a rechazar cuando se trata de la sexualidad
humana. Segunda observación: la etología ha flexibilizado el
modelo del instinto, poniendo de manifiesto una plasticidad de
este mucho mayor de la que le atribuiríamos según nuestra
percepción ingenua, y distinguiendo más finamente ciertas fa­
ses que son relativamente fijas, y otras que, por el contrario,
pueden ser muy variables; y, de una manera general, ella insis­
te actualmente por lo menos tanto en los fracasos del instinto
como en sus logros. Pero en el hombre, el problema es que el
instinto es casi sólo fracaso. De modo que Freud, si se ve lle­
vado a hablar de Instinkt, como término distinto al de Trieb, lo
hace precisamente a propósito de los animales. He aquí una
discordancia que merece toda nuestra atención: estábamos a
punto de oponer la autoconservación a la sexualidad como se
haría con el instinto y la pulsión, y advertimos que, en el hom­
bre, en el límite, no se puede hablar de instinto. Con ello ade­
lantamos (antes de haber introducido ese famoso apuntala­
miento) el segundo giro, que consiste en cuestionar la autono­
mía del plano de la autoconservación, sobre el cual se considera
que se apuntala la sexualidad, y en demostrar cómo este plano
mismo no es autosuficiente en el hombre.

üO
16 de diciembre de 1975

Reanudemos nuestro hilo: en un antiguo curso sobre esta


cuestión de la pulsión, yo partí de Tres ensayos de teoría se­
xual, cuyos tres capítulos «Las aberraciones sexuales», «La
sexualidad infantil» y «Las metamorfqsis de la pubertad» pue­
den ser parafraseados de la siguiente manera: el primero, el
instinto perdido; el segundo, el instinto pervertido (bajo la for­
ma de pulsión sexual); y el tercero, el instinto reencontrado en
el momento de la pubertad. ¿ Cómo termina la pulsión por
reencontrar (y en qué medida, por otra parte, y según qué mo­
dalidades) lo que se podría llamar, en primera aproximación, el
instinto? Y bien, primero desasiéndose: movimiento del pensar
que una vez más se adhiere al movimiento de su objeto mismo
-la pulsión- o, para retomar la expresión hegeliana, al movi­
miento de la cosa misma. Este año nos apoyamos en «Pulsiones
y destinos de pulsión». Nos introducimos ahí forzando ligera­
mente el texto, ampliando diferencias que están a veces clara­
mente esbozadas, pero que otras veces están enmascaradas
por descripciones de una aparente generalidad. La pulsión
(que es por esencia la pulsión sexual) y las grandes necesidades
-o grandes funciones- de autoconservación; las hemos opues­
to en cuanto al objeto: objeto real en el caso de la autoconserva­
ción (las pulsiones de autoconservación «nunca se satisfacen de
manera autoerótica»),47 objeto ausente o fantasmático en el
autoerotismo, es decir en el funcionamiento originario de la
pulsión sexual. Objeto adaptativo en el caso de la autoconser­
vación, objeto contingente respecto de la meta (en el sentido
de que cierta meta puede encontrar muchos objetos para satis­
facerse, y los objetos en apariencia más diversos) en el caso de
la sexualidad. Las hemos opuesto también en cuanto al modo
de funcionamiento económico: funcionamiento según la cons­
tancia, y funcionamiento según el principio del cero. Si inten­
tamos compararlas en cuanto a la fuente, en el caso de la auto­
conservación esa fuente es asignable dentro de un aparato o de
un montaje fisiológico que tiene una autorregulación: ya en la
época de Freud se comenzaron a descubrir mecanismos de
feedback, y sabemos que Breuer se había interesado por la re­
gulación de ciertas constantes fisiológicas. En el caso de la se­
xualidad es más difícil situar la fuente, si a toda costa se la
quiere ver surgir de un órgano (volveremos sobre ello).
La descripción de «Pulsiones y destinos de pulsión» es en-
47 S. Freud, «Puisiones ...», op. cit., pág. 129, n. 30.

60
tonces, en cierta manera, un compromiso, cuando pretende
describir-primero la pulsión en general sin mencionar de qué
pulsión se trata. Se puede d�cir de manera aproximativa que
este compromiso atiende esencialmente a la sexualidad, en
particular en lo que concierne a la meta y al objeto, pero le
asigna a pesar de todo ciertos caracteres de la necesidad. Sin
embargo, en ciertos pasajes Freud anticipa la caracterización
diferencial de los dos tipos de pulsión:
«Con miras a una caracterización ge-·
DIFERENCIA y neral de las pulsiones sexuales puede
APUNTALAMIENTO enunciarse lo siguiente: Son numero­
DE LOS DOS TIPOS sas, brotan de múltiples fuentes orgá­
DE PULSION nicas, al comienzo actúan con indepen­
dencia unas de las otras y sólo después
se reúnen en una síntesis más o menos acabada. La meta a que
aspira cada una de ellas es el logro del placer de órgano; sólo
tras haber alcanzado una síntesis cumplida entran al servicio
de la función de reproducción [la oposición que yo establezco
de manera sistemática entre placer recibido en el lugar, en el
órgano, y el placer de función es entonces claramente introdu­
cida por Freud], en cuyo carácter se las conoce comúnmente
como pulsiones sexuales [hay aquí un movimiento retroactivo
que explica que la sexualidad infantil haya podido ser descono­
cida antes de Freud puesto que es sólo partiendo de la sexua­
lidad adulta, genital, como se puede, remontándose por análi­
sis hasta sus componentes, atribuir el calificativo de sexuales a
las actividades infantiles «pregenitales» ]. En su primera apari­
ción se apuntalan en las pulsiones de conservación, de las que
sólo poco a poco se desasen; también en el hallazgo de objeto
siguen los caminos que les indican las pulsiones yoicas [término
que consideraremos como equivalente, por el momento, de pul­
siones de autoconservación]. Una parte de ellas continúan aso­
ciadas toda la vida a estas últimas, a las cuales proveen de com­
ponentes lilndinosos que pasan fácilmente inadvertidos durante
la función normal y salen a la luz cuando sobreviene la enfer­
medad [Freud se embarca, al final de este párrafo, en la idea
de una alianza posible que nos conduce a la sublimación.]».48
El modelo repetido e indispensable del apuntalamiento es
evidentemente el de la «oralidad», pero yo plantearé aquí una
cuestión, para dejarla por el momento sin respuesta: si «el
ejemplo es la cosa misma» (das Beispiel ist die Sache selbst),
¿en qué medida estamos autorizados a trasponerlo tal cual?
48 Ibid., pág. 121. Entre corchetes, comentarios de Jean Laplanche.

61
¿Acaso el esquema mismo del apuntalamiento no cobra carac­
teres düerentes cuando se lo aplica a otros registros sexuales,
como yo mismo intenté hacerlo, en particular a propósito del
sadomasoquismo? La oralidad; es de todos modos útil insistir
en ella, si consideramos que nuestros contemporáneos han re­
caído en cierta confusión por distinguir cada vez menos clara­
mente entre los distintos planos de la actividad llamada oral.
De ahí esa doble aberración (que en el fondo no es sino una):
todo es llamado sexual en la oralidad, pero lo sexual es empo­
brecido al punto de no ser sino una palabra. O todo es recogido
en el funcionamiento alimentario en un simple nivel de necesi­
dad, o bien con la noción de apego se pasa directamente al
registro del amor; la oralidad, como actividad sexual parcial, es
olvidada, de manera que, aun en los mejores autores, es opues­
ta a veces a la sexualidad: retorno a posiciones típicamente
prefreudianas que limitan la sexualidad a la genitalidad.
Esquematicemos. En la oralidad, el plano de la autoconser­
vación -plano izquierdo del diedro que dibujé- es la lactan­
cia, toda la función alimentaria del lactante. Y en este caso las
distinciones de Freud respecto del funcionamiento «pulsional»
se aplican perfectamente. Identificamos una fuente: el aparato
alimentario, incluso el conjunto del organismo que, a través de
la alimentación, tiende a regular y mantener constantes cierto
número de niveles biológicos (el estado de desequilibrio en di­
chas constantes es percibido como apetencia, como apetito).
Podemos asignar así el factor aparentemente abstracto del em­
puje a algo preciso: el distanciamiento del nivel N, nivel de
base, homeostático, que se trata en cada caso de restablecer.
El empuje es precisamente una especie de fuerza proporcional
a la distancia respecto de ese nivel N (incluso proporcional a su
cuadrado, exactamente como ocurre en la atracción de los
cuerpos ñsicos). La meta es también descriptible: la meta más
general consiste en el restablecimiento del equilibrio mediante
la saciedad, con metas intermediarias, encadenadas en secuen­
cias de comportamiento que han sido descritas tanto por los
etólogos como por los psicólogos de niños y por algunos psi­
coanalistas. Pienso en particular en Bowlby, en quien nos po­
demos basar, no por su inspiración general, que cae directa­
mente bajo el golpe de las críticas que acabo de formular, sino
por su descripción de düerentes metas encadenadas en el me­
canismo de la alimentación: aferramiento, arraigo o rooting,
succión, etc. El objeto, por último, «aquello en y por lo cual [la
pulsió'n] puede alcanzar su meta», es evidentemente el objeto
alimenticio y, prioritariamente, la leche.

62
En el plano sexual, lo que nos es des-
LA SEXUALIDAD crito por Freud no es el acto fisiológi-
ORAL co de la succión (Saugen), sino el chu-
peteo (Ludeln o Lutschen).49 Los re­
mito a los pasajes correspondientes de Tres ensayos 50 para
extraer de ellos los rasgos esenciales: el chupeteo es una activi­
dad rítmica repetitiva; desde el punto de vista de la meta, no
se le puede atribuir finalidad vital; pone en juego montajes
vitales, pero sin :finalidad alimentaria. En cuanto al objeto, lo
encuentra en el organismo y no en el exterior: sea en otra par­
te del cuerpo, el pulgar por ejemplo; sea por completo en el
lugar: el ideal del chupeteo, según Freud, son los labios que se
besan a sí mismos; satisfacción en espejo que, por el juego de
otro espejo perpendicular al precedente, nos conduce al besar.
A su fuente es diñcil distinguirla, precisamente, de este obje­
to, si se considera que el objeto, en el limite, se reduce él mis­
mo a los labios. Freud la llama «zona erógena»: 51 «Diríamos
que los labios del niño se comportaron como una zona erógena
y la estimulación por el cálido aflujo de leche fue la causa de la
sensación placentera».52 Por último, esta actividad tiene un
aspecto económico que evoca irresistiblemente, nos dice Freud,
al orgasmo: manifestación vasomotora, congestión, ritmicidad
frenética, eventualmente hasta espasmo y por último adorme­
cimiento. ¿Por qué este chupeteo es llamado sexual? No quiero
entrar en el detalle del cuestionamiento, me refiero al que arti­
cula verdaderamente a todo el pensamiento psicoanalítico y la
idea de un trastrocamiento dialéctico de la noción de sexuali­
dad, en el sentido de que es a través de una destrucción de la
acepción limitada, trivial y funcional de la sexualidad como se
llega al concepto de una sexualidad ampliada según la percibi­
mos en la sexualidad infantil. Son al menos dos los hilos con­
ductores que nos inducen a designar como sexual esta activi­
dad. Por una parte (hecho de suma importancia), la condena­
ción de esa actividad por parte de los adultos. He allí, piensa
Freud, una guía absolutamente segura; los padres no se dejan

49 Se puede hacer referencia al articulo de S. Lindner (1879), «Le sucote•


ment des doigts, des levres, etc., chez les enfants», Revue Franr;aise de Psy­
cha:nalyse, vol. 35, nº 4, 1971, págs. 593-608.
60 S. Freud, Tres ensayos ... , op. cit., págs. 164-5.
51 Término que parece haber sido creado, antes de Freud, según Krnfft 0

Ebing, en la tesis de doctorado de Chambard (tomamos esta información du A.


Azar, Le sadisme et le masochisme innom.inis. Paris. 1975, tesis do tt >rc•111•
ciclo, pág. 117, n. 2). Con Freud, esta expresión toma un estatuto Jlrt11•h111.
02 S. Freud, Tres ensayos ... , op. cit., págs. 164-5.
engañar en esto, y si las madres pretenden prohibir el chupe­
teo por ser una «mala costumbre» es precisamente porque lo
perciben como sexual. Por otra parte, la continuidad con fenó­
menos que, por su parte, no pueden escapar a esta designación
de sexuales: continuidad con ciertos fenómenos infantiles {y es
aquí donde las observaciones de Lindner son preciosas porque
nos muestran este pasaje del chupeteo a la masturbación),
continuidad con la sexualidad adulta en esa «síntesis» genital
en la que se armonizan elementos de las distintas pulsiones
parciales de la infancia y, particularmente, la sexualidad oral.
Esta descripción del chupeteo que acabo de recordar rápida­
mente para oponerlo a la alimentación es insuficiente para des­
cribir el apuntalamiento en el sentido, precisamente, de que,
está distante de sus raíces, de que describe un estadio que no es
el estadio originario del apuntalamiento. Si se la considera tal
cual, aisladamente, trae consigo dos dificultades muy grandes.
La primera concierne a la noción de fuente:¿ qué significa el hecho
de que los labios devengan repentinamente fuente de una pul­
sión? ¿Cuál es el proceso fisiológico, incluso ñsico-químico, su­
puestamente interviniente? En la primera edición de Tres ensa­
yos, en 1905, Freud intentó seguir por un tiempo al sexólogo
Moll, en una tentativa de definir un proceso local de tumescertcia
y de detumescencia en el nivel mismo del órgano, que explicaría
la producción de la pulsión sexual. Es esa una suerte de im­
passe por la cual vacilará en comprometerse más. Pero la difi­
cultad mayor, en una descripción de una pulsión sexual autóno­
ma, aislada, se sitúa en la noción de autoerotismo, concebido
este como ausencia radical del objeto. Si nos atuviéramos a
esta descripción de la sexualidad infantil según un simple mo­
delo :fisiológico y a esta noción de un autoerotismo que sería un
placer recibido de sí mismo, placer masturbatorio en vacío, lle­
garíamos a esa teoría tan frecuentemente imputada al psico­
análisis, según la cual el sujeto estaría en un comienzo comple­
tamente encerrado en sí mismo, cerrado frente al mundo ex­
terno: a esa·noción cuasi impensable de un estadio «anobjetal».
Digo impensable en el sentido de que si uno encerrara verda­
deramente al sujeto en una anobjetalidad absolüta, bien hábil
el que lo hiciera salir. Ahora bien, a pesar de fas apariencias y
de las críticas apresuradas que han podido ser formuladas con­
tra el freudismo al respecto, la anobjetalidad no es el primer
estadio de la sexualidad. El chupeteo mismo no es más que una
fase de vuelta sobre sí o al interior de sí, o incluso de reversión
respecto de un movimiento que iría hacia el objeto, un momen­
to de invaginación. El chupeteo no es la actividad originaria.

64
Llegamos entonces a ese eje del apun-
LA BISAGRA DEL talamiento, esa bisagra que articula
APUNTALAMIENTO uno sobre el otro los dos planos. El
apuntalamiento consiste en que dos
tipos de pulsiones o dos modos de funcionamiento se apoyan
uno sobre el otro, pero en una misma actividad. No estamos
en el momento en que el chupeteo se ha autonomizado, sino en
un tiempo supuestamente previo desde un punto de vista his­
tórico, genético. El término freudiano Anlehnung fue durante
mucho tiempo traducido, tanto en francés como en inglés, por
un neologismo culto: «anaclítico >. Cuando ustedes encuentren

«anaclítico» en la bibliograña analíticá, se trata al mismo tiem­


po de una tentativa de traducción y de un contrasentido, las
más de las veces, respecto de lo que Freud había despejado
con el término de Anlehnung, y a lo cual Pontalis y yo mismo
restituimos sus fueros, en francés, por medio de esta designa­
ción de teoría del apuntalamiento. El contrasentido de anaclí­
tico proviene de la idea de apoyarse sobre álgún otro (piensen
en términos como relación anaclítica, depresión anaclítica, que
encontrarán en Spitz). Ahora bien, en Freud, lo originario en
la concepción del apuntalamiento no es el apoyo sobre alguien
(no es el hecho de que se tenga necesidad, en el límite, de una
muleta en la vida, aunque de manera derivada pueda desem­
bocar en ello), sino el apuntalamiento de dos modos de funcio­
namiento uno sobre el otro, el modo de funcionamiento sexual
en el origen, sobre la base de un funcionamiento no sexual.
Releamos juntos un pasaje de Tres ensayos, tanto más intere­
sante cuanto que, incluido en el capítulo de «Autoerotismo»,
describe, como veremos, algo que nada tiene que ver con una
supuesta «anobjetalidad»:
«Es claro, además, que la acción del niño chupeteador se
rige por la búsqueda de un placer -ya vivenciado, y ahora
recordado [nos remontamos entonces desde el chupeteo hasta
una fase anterior memorizada]-. Así, en el caso más simple,
la satisfacción se obtiene mamando rítmicamente un sector de
la piel o de mucosa. Es fácil colegir también las ocasiones que
brindaron al niño las primeras experiencias de ese placer que
ahora aspira a renovar. Su primera actividad, la más impor­
tante para su vida, el mamar del pecho materno (o de sus su­
brogados) no pudo menos que familiarizarlo con ese placer [es
en el momento mismo de la nutrición, de la succión del pecho y
de la ingestión de la leche cuando la primera experiencia sexuul
se ha producido]. Diríamos que los labios del niño se comportu 0

ron como una zona erógena, y la estimulación por el cálido nf1u,,


jo de leche fue la causa de la sensación placentera. [En el curso
mismo de la alimentación ha surgido por lo tanto un placer que
no es el de la saciedad, ni el del apaciguamiento, ni en conse­
cuencia el placer de la función, sino un placer suplementario,
marginal, nacido precisamente en el margen de los labios.
Freud emplea en este contexto el término de NebenuJirkung,
que significa: acción aparte, efecto marginal, exactamente del
mismo modo con que se habla de marginalidad en economía
política. Pero, también en este caso, lo marginal es la cosa mis­
ma, 53 es decir la sexualidad.] Al comienzo, claro está, la satis­
facción de la zona erógena se asoció con la satisfacción de la
necesidad de alimentarse. El quehacer sexual se apuntala pri­
mero en una de las funciones que sirven a la conservación de la
vida, y sólo más tarde se independiza de ella [en el chupeteoJ.
Quien vea a un niño saciado adormecerse en el pecho materno,
con sus mejillas sonrosadas y una sonrisa beatífica, no podrá
menos que decirse que este cuadro sigue siendo decisivo tam­
bién para la expresión de la satisfacción sexual en la vida pos­
terior. La necesidad de repetir la satisfacción sexual se divor­
cia entonces de la necesidad de buscar alimento ... ». 54
Así pues, el chupeteo mismo sólo se concibe en virtud de ese
tiempo del apuntalamiento. O, para expresarnos de manera
diferente, el apuntalamiento conlleva dos tiempos: un tiempo
de apuntalamiento propiamente dicho, en el cual la actividad
sexual se apoya sobre la actividad de autoconservación, y un
tiempo de desasimiento, de vuelta a contrapelo en autoerotis­
mo. Tanto se puede decir que la sexualidad ya estaba ahí en
esa relación de simbiosis -o de parasitación-, como que sólo
deviene verdaderamente tal en el tiempo en que se desgaja de
la autoconservación, replegándose al interior del sujeto, tíem­
po que yo designé como tiempo «auto» (en el sentido, eviden­
�.mente, de autoerotismo). El apuntalamiento es entonces la
• relación originaria de los dos tipos de pulsiones, relación que
por lo tanto está hecha de apoyo, pero que a la vez está hecha
de toma de distancia.
¿ Cómo se efectúa este pasaje si consideramos los distintos
componentes de la pulsión? Primero en cuanto al objeto. Lejos
de que la pulsión sexual, en el chupeteo, no tenga objeto,
Freud recuerda en más de una ocasión que por el contrario la
pulsión sexual encuentra sus objetos por una vía que le es indi-

53 Véase supra, pág. 26, n. 11.


64 Tres ensayos ... , op. cit., págs. 164-5. Entre corchetes, comentarios de
Jean Laplanche.

66
cada por la autoconservacióµ.55 Existe una vía que nos hace
pasar del objeto alimenticio� que es la leche, al objeto sexual,
que es el pecho. Es la significación que yo doy a una expresión
empleada hace mucho tiempo por Lacan, la de objeto metoní­
mico. En efecto, el pecho está en relación de contigüidad con la
leche y, en el movimiento del apuntalamiento, hay un movi­
miento de deslizamiento metonímico. Y si tenemos presente
este corrimiento de la leche al pecho, nos vemos llevados a
otorgar una significación irónica a esta frase famosa ele Freud:
«Encontrar el objeto sexual no es sino reencontrarlo». Porque
justamente, y es esto lo que hace incesante la búsqueda sexual,
el objeto perdido por definición no es aquel que será reencon­
trado, ni siquiera será el buscado. El objeto perdido es el objeto
alimenticio, es la leche, sea en la lactancia o en el destete; pero
es en el momento en que la leche es perdida cuando el pecho
como símbolo, como substituto metonímico viene a ocupar su
lugar. De modo que esa expresión supone un señuelo origina­
rio, fundamental, que instaura para siempre la insatisfacción
de la búsqueda sexual. Además, en el pasaje al autoerotísmo,
no hay sólo pasaje de la leche al pecho, sino también interiori­
zación del objeto en la forma de fantasma y también, yo agre­
garía, represión originaria del objeto. Pero, ¿qué hacer enton­
ces, junto a esta conclusión inevitable según la cual el pecho
fantasmático es «el objeto» en el autoer'otismo, con aquellas
otras formulaciones que afirman que el objeto de la actividad
autoerótica está tomado en el cuerpo propio: el pulgar y, de
manera ideal, los labios? El interés de esta suerte ele duplica­
ción del objeto, consiste en llevarnos a concebir una conjunción
entre el objeto como órgano, parte del cuerpo más exactamen­
te, _tomado en el lugar (cuyo ideal son los labios), y el pecho
fantasmatizado. O incluso -insistiremos en esto-, de la «fuen­
te» y del «objeto» en el autoerotismo.
La meta. En la pulsión sexual, pulsión por excelencia, la ne­
cesidad de alimento ha devenido algo que es aparentemente
muy similar y que llamamos incorporación oral; también hay
aquí una relación de derivación, una relación de deslizamiento.
Pero aquí lo que juega no es esencialmente la relación de conti­
güidad, sino, por el contrario, una relación de semejanza: hay
metaforización de la ingestión en incorporación, como proceso
llevado a lo absoluto. Más allá de la necesidad de tener sufi­
ciente alimento, la incorporación oral es la exigencia de tener a
disposición de manera permanente y segura lo que pueda <lis-
06 «Pulsiones ..... , op. cit., pág. 121, y Tres ensayos ... , op. cit., pág. 165.

67
pensar ese alimento en forma absoluta: el pecho, en todo caso
el pecho tal como lo describe, después de Freud, Melanie K.lein.
En el nivél oral, la única manera de asegurarse definitivamen­
te el objeto amado y omnipotente consiste en incorporarlo;
incorporación que trae consigo, como se ha demostrado abun­
dantemente, toda suerte de dimensiones fantasmáticas, entre
las cuales las dos más importantes son conservar dentro de sí,
apropiarse, y conjuntamente destruir (que solemos llamar ca­
nibalismo). Y conviene traer a la luz otro tipo de contradicción,
además de la que conjuga incorporación y destrucción: diga­
mos que en el nivel del fantasma, la traducción verbal en una
frase como «quiero incorporarme el pecho» es falsa56 en el sen­
tido de que hay que concebir un fantasma en que el sujeto no se
encuentra obligatoriamente en el lugar de lo incorporante, sino
también en el lugar de lo que es incorporado: «comer, ser comi­
do, dormir», he ahí lo denominado por B. Lewin como la tríada
oral. En esta fórmula, el ·término dormir es absolutamente im­
portante como resolución de la tensión y como culminación del
orgasmo. Pero lo que nos importa aquí es la absoluta recipro­
cidad de los temas de comer y ser comido en el fantasma, don­
de se permutan y se, intercambian incesantemente.
En cuanto a la meta y al objeto, en-
APUNTALAMIENTO tonces, el apuntalamiento representa
Y SIMBOLIZACION una relación que se podría denominar
relación de emergencia, o también lo
que algunos designarían como simbolización o incluso psiqui­
zación. Quiero sin embargo prevenirlos contra estas expresio­
nes que anticipo, para pasarlas luego por el cedazo. ¿Se podría
decir que, en el apuntalamiento, tenemos mero pasaje de la co­
sa al símbolo, de lo relativo del apego a lo absoluto del amor?

6 de enero de 1976

Les recuerdo nuestro itinerario y el punto en el cual nos


encontramos: nuestra idea inicial era seguir explorando el
campo de la simbolización y, este año, interrogarnos sobre la
sublimación. La sublimación se define de la manera más amplia
56 He aquí una de las razones suplementarias para reafirmar que el conte­
nido del inconciente no es lenguaje. Las expresiones lenguajeras del fantasma
inconciente no son más que sus difracciones a través del prisma deformante del
vocabulario y la sintaxis¡ en este caso, de la oposición entre activo y pasivo.

68
'
-y más vaga también- como el pa�aje de una actividad se-
xual a una actividad no sexual o, si se quiere, alimentación de
lo no sexual por lo sexual; .«alimentación»: el término no está
puesto por azar, y tampoco es casual que Freud haya hablado
de la «conquista del fuego» como alimentada, precisamente,
por el deseo sexual. ,¿Es la sublimación una simbolización?
¿Simboliza la actividad no sexual un deseo, fantasmas sexua­
les? Lo cierto es que· esto pone en juego una metapsicología y
más exactamente lo que llamamos en psicoanálisis una teoría
de las pulsiones, es decir, una toma de posición en cuanto a la
existencia de un registro no sexual y en cuanto a su autonomía,
relativa o absoluta, respecto del registro sexual. Para que haya
relación entre lo sexual y lo no sexual hay que concebir desde
el comienzo una existencia separada de esos dos planos que
forman un diedro, donde se articulan según una línea de inter­
sección, !a autoconservación y la sexualidad. Antes de exami­
nar esa relación más elaborada que es la sublimación, nos vi­
mos llevados a describir algo más primitivo 1 más «originario»,
que es el pasaje de la autoconservación a la sexualidad. Para
este pasaje, una serie de términos o metáforas pueden acudir a
nuestra mente: pienso en un término como «desgajamiento»
que figuramos por el pasaje de un cuchillo. Se podría también
decir que es el pasaje de un cuchillo que pela una corteza sobre
la autoconservación, donde la peladura sería precisamente el
plano de la sexualidad (no me atengo especialmente a este tér­
mino de «peladura», pero él vendría como a figurar la noción
freudiana de marginalidad, siendo la sexualidad el producto
marginal de otras actividades). Otros términos son también
posibles. ¿Nos es lícito hablar de «simbolización» para este mo­
vimiento, en que lo sexual vendría a simbolizar lo no sexual, la
sexualidad oral vendría a simbolizar la alimentación? Muchas
cosas pueden hacer pensar en lo que intenté desarrollar ante­
riormente: lo que llamé fantasmatización, repliegue en el fan­
tasma (otros lo llaman a veces mentalización, psiquización, lo
cual no es muy afortunado ya que nos hace volver a la proble­
mática alma-cuerpo). En el pasaje al fantasma hay desde luego
movimientos de simbolización, y yo he destacado en particular
esa doble derivación, metonímica en cuanto al objeto y metafó­
rica en cuanto a la meta. De una relación factual, material, la
ingestión de la leche, se pasa a una relación fantasmática y
trasportable a otras, muy diversas de la relación alimentaria,
la incorporación del pecho omnipotente. Se pasa de lo relativo
de la dependencia alimentaria, que cesa con la saciedad, n lo
absoluto de la demanda de amor, que exige un objeto constun°
temente a su alcance. Empero, esta interpretación, que haría
del apuntalamiento un simple movimiento de pasaje de la cosa
al símbolo, si bien parece tener cierta verosimilitud, creo que
enmascara una heterogeneidad más irreductible; para decirlo
de una vez: creo que es demasiado idfüca. Acaso ocurra algo
parecido con el término de emergencia: hay en esa aparición de
lo «sexual» algo más, y gtra cosa, que una emergencia o un
corrimiento simbólico. En este pasaje de lo no sexual a lo se­
xual se descubre lo que llamé anteriormente una especie de
enloquecimiento o de perversión de la función.
Si reexaminamos una vez más las cate­
TRASTROCAMIENTO DE gorías perfectamente delimitadas que
LAS CATEGORIAS Freud había puesto en primer plano
FREUDIANAS EN EL en un intento por enmarcar la pulsión,
PASAJE A LA nos damos cuenta de que en el movi­
SEXUALIDAD miento mismo del apuntalamiento, en
el pasaje de la función a la Trieb, estas
categorías resultan profundamente trastrocadas y como des­
cuali:ficadas. El objeto del cual dije que era la metonimia del
objeto de la autoconservación, el pecho, no es sólo un símbolo.
Hay una suerte de coalescencia del pecho y de la zona erógena.
Asintótica.mente, el pecho habita los labios o habita la cavidad
bucal, es esto lo que vio claramente Spitz con sus elaboraciones
sobre la cavidad oral primitiva. Del mismo modo, la meta no
permanece como tal. Hemos señalado que, en la oralidad, su­
fría un cambio radical. Con el pasaje a la incorporación, brus­
camente algo nuevo sobrevino: la permutabilidad de la meta.
No pasamos de «ingerir» a «incorporar», sino a la pareja «in­
corporar-ser incorporado». ¿Qué decir si no es que en este mo­
vimiento de metaforización de la meta, el sujeto (el portador
de la acción) bruscamente (yo no diría que «desaparece» sino
qué) pierde su lugar? ¿Está él en este caso del lado de quien
come o del lado de lo que es comido? Por último, en cuanto al
modo de funcionamiento (para remplazar el término freudiano
de empuje por algo más aprehensible: el modo de funciona­
miento es el régimen económico, el modelo energético en cues­
tión): insistí en el hecho de que había pasaje de un modelo ten­
diente al equilibrio,57 a un modelo del cero, es decir, que tien­
de a la supresión radical, la evacuación total de la energía;
principio que Freud enuncia como «principio de. Nirvana», y
que podemos llamar -en oposición a un modelo de equilibrio­
un modelo orgástico, con reducción total de la tensión.
57 Modelo homeostátfoo que volvemos a encontrar en el nivel del yo.

70
La hetcro¡.rl•neidad entre �exualidad y
LAS FUENTES: autoconRervación revela ser entonces,
«DIRECTAS E más profundamente, una especie de
INDIRECTAS» estatuto contradictorio interior a la
sexualidad misma. Y la contradicción
estalla más claramente a raíz de lo que he dejado para el final:
la fuente, que plantea el dificil problema del apuntalamiento;
tal vez sea ella, en cierto modo, lo que hace trastabillar esta
noción de apuntalamiento, o en todo caso le insufla un desequi­
librio que nos fuerza a avanzar. Freud propone dos tipos de
«fuentes de la sexualidad»,58 entre los que no elige, confor­
mándose con yuxtaponerlos; y yo mismo me veo llevado, apo­
yándome en ciertas indicaciones freudianas, a proponer una
tercera interpretación, que no descalifique totalmente las
otras dos. En un primer momento es relativamente simple: la
sexualidad infantil, esa sexualidad fragmentada, «pregenital»,
encuentra su fuente en una <•Zona erógena». Con la zona eró­
gena como parte del cuerpo claramente localizada (la zona de
los labios, la zona anal, el pezón, etc.), se trata de localizar, en
un proceso fisiológico determinado, la tensión que constituye
la base de la excitación sexual. Esta concepción no debe por
cierto ser eliminada: su verdad consiste en atraer la atención
sobre el órgano, sobre la fragmentación del placer autoerótico
tomado en el lugar, y también sobre el hecho de que esas zonas
no son cualesquiera, sino lugares privilegiados, zonas relacio­
nales, pasajes del interior al exterior del cuerpo. En cambio, la
noción de zona erógena conduce a una impasse si se intenta
descubrir ahí un proceso fisiológico del tipo de aquellos que
ponen en marcha al organismo en las grandes necesidades, por
ejemplo en el hambre. El sexólogo Moll llevó esta interpreta­
ción hasta sus últimos límites; y hallamos el eco de semejante
posición en una nota de Tres ensayos, y también en una discu­
sión que se produjo en la Sociedad Psicoanalítica de Viena.
Freud no seguirá a Moll en su intento de llevar a fondo la no­
ción de una fuente local de la sexualidad, que sería la sede de
un proceso celular, e incluso de una «pulsión de contractación y
de detumescencia».
Si las zonas erógenas son sin embargo designadas por Freud
como fuentes directas de la.sexualidad (expresión que preten­
de indicar que la excitación brota verdaderamente en ese lu­
gar), es únicamente para yuxtaponerles una concepción igual­
mente interesante, con el nombre de «fuentes indirectas»: todo
58 S. Freud, Tres ensayos... , op. cit.; en el segundo ensayo, cupítulo 7,

'/1
lo que ocurre en el organismo, funcionamiento, movimiénto,
conmoción momentánea o duradera -y aquí hay que entender
al organismo como totalidad somato-psíquica-, puede devenir
fuente de sexualidad. Recordaré sólo los encabezamientos de
los subcapítulos de Tres ensayos, donde son enumeradas esas
fuentes indirectas: «excitaciones mecánicas» (que incluyen
tanto el mecerse, los balanceos, como los viajes en ferrocarril);
«actividad muscular» (con consideraciones sobre el papel del
deporte); «procesos afectivos» (cualquier emoción es apta para
hacer nacer la excitación sexual); «trabajo intelectual». Lo que
estos capítulos describen no ha perdido nada de su evidencia
clínica. En cuanto a la generalidad del proceso, Freud se mues­
tra desde el comienzo categórico, y esta aseveración seguirá
siendo una constante: «Es posible que en el organismo no ocurra
nada de cierta importancia que no libre sus componentes a la
excitación de la pulsión sexual».69 O incluso: « La vida sexual
está organizada de tal modo que drena todos los procesos im­
portantes del organismo», afirmará en una discusión de la So­
ciedad Psicoanalítica de Viena, en que se trató precisamente
de un libro de Moll. 60
A estas dos concepciones de la fuente,
EL OBJETO-FUENTE que Freud yuxtapone sin preocuparse
por saber cómo podrían combinarse,
quisiera agregar una tercera que no es totalmente ajena al
pensamiento de Freud, aun cuando no la exprese tal cual. Me
refiero en primer lugar a algunas indicaciones esparcidas en
los textos clínicos de Freud anteriores a Tres ensayos, particu­
larmente en Estudios sobre la histeria, donde aparece repeti­
damente la noción de «cuerpo extraño interno». El cuerpo ex­
traño interno, para ser breves, es casi lo mismo que la «remi­
niscencia», de la cual, afirman Breuer y Freud, sufren las his­
téricas. Se trata de un recuerdo no integrado, algo que habien­
do entrado -en el sujeto, no estableció conexiones con el tejido
circundante. No se ha insertado en la trama de la memoria y
prosigue ahí una especie de vida a la vez interna y externa:
interna porque claramente desde el interior resurge, y como
un recuerdo, pero al mismo tiempo enquistado, extraño, y sus­
ceptible de producir efectos localizados totalmente atípicos.
En esas observaciones de histéricas, es el traumatismo (él mis­
mo, evidentemente, a definir) el que está en el origen de ese

69 !bid., pág. 186.


60 Les premiers psychana.lystes. Minutes de la Société Psychanalytique
de Vümne, París: Gallimard, 1978, vol. II, 19'08-1910, pág. 57.

72
cuerpo extraño interno, es él quien lo implanta a favor de cier­
tas circunstancias específicas. La otra incitación a introducir
una tercera acepción de la fuente pulsional la encuentro, den­
tro de una especie de duplicidad -o de dialéctica-, a propó­
sito de la definición del objeto de la pulsión. El objeto sexual es
la más de las veces introducido en un modo cuasi instrumental,
como aquello por medio de lo cual se produce la satisfacción;
esto conduce a la formulación tan conocida: el objeto es final­
mente, de la pulsión, lo más- contingente por cuanto cualquier
cosa que sea capaz aportar apaciguamiento a la pulsión puede
ser definida como objeto. Ahora bien, al lado de esta defini­
ción, encontramos otra totalmente distinta, desde las primeras
líneas de Tres ensayos: el objeto es «lo que ejerce la atracción
sexual», en suma, aquello que produce la excitación¡ notemos
que los términos están radicalmente invertidos, ya que en este
caso si es el objeto el que está en . el origen de la atracción
sexual, no es ya licito pensar que sea contingente, sino que por
el contrario está estrictamente determinado, e incluso es de­
terminante para cada uno de nosotros. Esto nos conduce a lo
que yo llamo el objeto-fuente de la pulsión. Aquí la fuente se
define como un punt,o de excitación implantado como lo estaría
un cuerpo extraño· en el organismo. Pensemos -se trata de
una imagen cómoda- en·esas experiencias de fisiología en que
se implanta en el cerebro de un animal un electrodo susceptible
de ser excitado por un emisor. Imagínense así este objeto­
fuente, activado desde el momento en que resuena en el exte­
rior algo en la misma longitud de onda. Otra ilustración sería la
que aporta Melanie Klein con su descripción del pecho interio­
rizado (yo diría: del pecho erógeno), que verdaderamente hay
que concebir como el prototipo de este objeto-fuente.
Otra noción sintética (lo que muestra cómo las categorías de
Freud comienzan a superponerse cuando hablamos de la se­
xualidad) ha sido, yo creo, aportada por Lagache; se trata de la
noción de objeto-meta. Ella significa precisamente que, en el
nivel de la sexualidad, el objeto no puede ser captado separa­
damente del fantasma en el cual se inserta; el pecho no puede
ser captado fuera del proceso de incorporación-proyección en
el cual funciona. Volviendo a nuestro objeto-fuente, la fuente
es finalmente un objeto-meta-fuente, lo que no es sirio otra
manera de decir que es el fantasma mismo: es lo que muestra
con evidencia el texto de Freud sobre el fantasma «Pegan a un
niño».61 Los remito al texto (donde Freud muestra con tanta
61
Los remito al análisis que hago en Vida. y muerte, op. cit. 1 págs. 18240.

78
claridad que ese fantasma es la fuente de la sexualidad), que
fue en principio traducido por «Se pega a un niño», pero que
podría ser más exacto traducir literaln;c•nte del alemán como
« Un niño es pegado», en el sentido de que ya no hay sujeto de
la acción, ni siquiera bajo su forma del «se».
El modelo de nuestra teoría de las
REGRESO A LA pulsiones es entonces aquel diedro que
AUTOCONSERVACION: sigo evocando, con su línea bisagra
su INSUFICIENCIA entre dos planos, línea que intenta-
mos especificar como la línea del apun­
talamiento o la línea de la fuente. Todos nuestros desarrollos
tienden a mostrar que esta noción de fuente pierde su coheren­
cia si se intenta aislarla del campo del fantasma propio del psi­
coanálisis, si se la interpreta por ejemplo diciendo que la fuen­
te sería la autoconservación a partir de la cual surgiría la se­
xualidad. Si se adopta esta interpretación restrictiva, uno se
ve llevado a la idea de una anterioridad, de una autosuficiencia,
de una autonomía de las funciones de autoconservación. La no­
ción de función autónoma no es ciertamente extraña al psico­
análisis, y yo afirmo incluso que toda reflexión sobre la teoría
de las pulsiones lleva por lo menos a interrogarla. El punto
extremo de una posición, incluso su caricatura, lo encontrarán
ustedes en una corriente del psicoanálisis norteamericano en
que esas funciones autónomas (entendiendo por ello las funcio­
nes de autoconservación no sexuales) son pura y simplemente
atribuidas al yo -él mismo, «yo autónomo,,-. Mucho se ha
dicho sobre este psicoanálisis norteamericano y sobre sus ca­
becillas (Kris, Hartmann y Loewenstein), pero también po­
dríamos traer al debate el relevo que ha tomado actualmente
«el» psicoanálisis británico. Sin pretender desarrolÍar aquí
este punto, diré simplemente que en mi opinión la noción de
«self» (o «sí-mismo») puesta en primer plano por la escuela bri­
tánica (Winnicott) :_noción insidiosamente seductora en suelo
francés- no se comprende si no es en complementariedad con
la de un yo adaptativo y autónomo. La noción del sí-mismo
como imagen identifi.catoria de uno mismo sirve en mi opinión
para poner en circulación un yo adaptativo y autónomo, un yo
exento de toda distorsión en su relación con la realidad. En
Winnicott, la referencia al yo en modo alguno es destronada
por la del sí-mismo, sino que por el contrario es fortalecida, y
la referencia de los británicos a la teoría de Hartmann es per­
manente. Dicho esto, y aunque tengo una posición muy crítica
frente a las «funciones autónomas» del yo, entiendo que no se
trata de negar la existencia de ciertos montajes biológicos au-

74
toconservadores. Atribuirlos al yo es un error muy comprensi­
ble, en el sentido de que precisamente es el yo el que acabará
por atribuírselos o anexárselos. Una vez más en este caso, lo
que es el movimiento de la cosa misma (el hecho de que el yo
retome por su cuenta la autoconservación) se refleja en un mo­
vimiento de la teoría, es decir que la teoría atribuye al yo los
mecanismos de la autoconservación porque precisamente él
mismo se los atribuye: �l yo viene a retomar, en nombre del
propio amor del yo, los montajes autoconservadores.
No se trata de rehusarse a tener en cuenta estos montajes
reguladores, autoconservadores; es verdad que su modelo es
más evidente en el animal y en ciertas especies animales mejor
adaptadas. En el hombre su existencia es particularmente.pre­
caria, débil, y desde hace tiempo que se insiste con Freud en el
desvalimiento originario del pequeño ser humano, o aun, con
Bolk, en la noción ahora bien conocida de prematuración. En
definitiva esto significa que la autoconservación es un registro
que hay que mantener presente como una referencia, pero que
al mismo tiempo ese plano izquierdo de nuestro diedro es harto
a menudo desfalleciente, está apolillado, agujereado. La fuen­
te, si es que la hay, estaría seca la mayor parte del tiempo, si
agua -energía- no le fuera aportada desde el exterior, y es
aquí donde se repliega el pensamiento, incluso el pensamiento
de Freud: pienso en ese texto de 1911, «Formulaciones sobre
los dos principios del acaecer psíqui­
MADRE-HIJO: co». Ahí se formula la objeción de que
DIADA O SEDUCCION el organismo infantil no podría perse­
verar ni un segundo en el ser si fuera
abandonado a sí mismo, en tanto que el pollito puede perfec­
tamente sobrevivir con sólo que se le deje al alcance un poco de
gTano y de agua. El repliegue consiste en decir que el conjunto
autoconservador no lo constituye el niño, sino la unidad madre­
hijo o, como suele decirse, la díada. La imagen de la autosufi­
cienqia autoconservadora, tan poco satisfactoria para describir
al pequeño ser humano tan poco autosufíciente, esa imagen del
huevo que extrae de sí mismo toda subsistencia, se reencontra­
ría aquí en lo que suele llamarse «fase simbiótica», lo cual es
una manera de hacer más aceptable, menos contradictoria, la
noción de un narcisismo primario. Lo autosuficiente sería en­
tonces la «simbiosis» madre-hijo. Lo que se olvida es que para
hablar de simbiosis, que es un término de biología animal o
quizá todavía más vegetal, hace falta no sólo ser dos, sino dos
en el mismo plano. Ahora bien, se olvida (al menos provisional­
mente), cuando se habla de simbiosis o de díada, que la madre

76
aporta a la díada algo muy distinto de la mitad o un comple-­
mento (poco importa que fueran tres cuartos, o cuatro quintos)
cualitativamente del mismo orden de lo que aporta el nhio. En
otros términos, para que se pudiera hablar de simbiosis, la ma­
dre debería ser ella misma un organismo centrado puramente
en la autoconservación. Pero, es una evidencia que se olvida, la
madre entra en esta supuesta díada no sólo con sus elementos
de autoconservación, sino (al estar esta autoconservación to­
talmente recubierta, en el ser adulto, por la sexualidad) con su
erogenidad (piénsese por ejemplo en la erogenidad del pecho)
y evidentemente con sus fantasmas. Existen otros modelos
biológicos distintos de la simbiosis. Por ejemplo, se podría en­
sayar el término de «parasitaje». Pero también en las psicosis
se habla de parasitaje para describir el estado de un alucinado
presa ele sus voces.· Así se podría hablar también de un parasi­
taje, no de la madre por el niño, sino del niño por la madre, por
. la sexualidad de la madre. He aquí lo que llamamos seducción,
intrusión de la sexualidad materna, que de entrada hace es­
tallar la díada y la validez misma de su hipótesis. La teoría de
la seducción es aún mucho más importante que la del apuntala­
miento o, si ustedes quieren, es ella la que aporta la verdad de
la noción de apuntalamiento.

13 de enero de 1976

A modo de transición, después de ha­


LAS «VIAS DE ber retomado la teoría de las pulsio­
INFLUENCIA nes, y para introducirnos directamen­
RECIPROCA» te en el problema de la sublimación
como modo muy particular de relación
entre lo sexual y lo no sexual, citaré y comentaré ese último
párrafo del capítulo II de Tres ensayos de teoría sexual, que se
intitula «Las vías de la influencia recíproca»:
«Si abandonamos las expresiones figuradas que usamos du­
rante tanto tiempo, y dejamos de hablar de "fuentes" de la ex­
citación sexual, podemos arribar a esta conjetura: todas las
vías de conexión que llegan hasta la sexualidad desde otras
funciones tienen que poderse transitar tambi�n en la dirección
inversa [si Freud abandona temporariamente la metáfora figu­
rada de la fuente no es en favor de un modelo más «depurado»,
más, alejado de lo imaginario, sino a cambio de un esquema
aparentemente aún más realista, neurológico, que supone que

76
los dos planos existen en el partes extra partes de la anátomo­
fisiología]. Vaya un ejemplo: si el hecho de ser la zona de los
labios patrimonio común de las dos funciones [los labios son
aquí un verdadero punto de intersección, ellos están sobre la
linea misma de apuntalamiento] es el fundamento por el cual la
nutrición genera una satisfacción sexual, ese mismo factor nos
permite comprender que la nutrición sufra perturbaciones
cuando son perturbadas las funciones erógenas de la zona co­
mún [entonces, por las mismas vías que hacen surgir la sexua­
lidad, pero en sentido inverso, las perturbaciones de la sexua­
lidad pueden repercutir sobre la alimentación. Para seguir este
razonamiento hasta el fin, hay que llegar a pensar que la ano­
rexia tiene materialmente su sede en el aparato de la nutrición,
y que la conexión neurológica se realiza por la zona común a
ambas funciones: los labios. Y después, he aquí la extensión de
este modelo a lo que parece prestarse todavía menos a ello:
esas fuentes que Freud designa como indirectas y que no po­
nen ya en juego un órgano específico; se trata por ejemplo de la
actividad intelectual o de la atención]. Y una vez que sabemos
que la concentración de la atención es capaz de producir excita­
ción sexual, ello nos induce a suponer que actuando por la mis­
ma vía [la «vía» neurónica, aquí se metaforiza a su vez: ¿vía
psíquica?], sólo que en dirección inversa, el estado de excita­
ción sexual influye sobre la disponibilidad de atención orienta­
ble [en la página precedente Freud recordaba que la concen­
tración de la atención es acompañada a menudo de una excita­
ción sexual o incluso de un orgasmo, y que inversamente la
excitación sexual puede perturbar el proceso intelectual. Esta­
mos aquí muy cerca de los problemas que se plantean en Leo­
nardo: los trastornos neuróticos del pensamiento son como la
contrapartida del apuntalamientoJ. Una buena parte de la sin­
tomatología de las neurosis, que yo derivo de perturbaciones
de los procesos sexuales, se exterioriza en perturbaciones de
las otras funciones, no sexuales, del cuerpo [lo que Freud
reafirma aquí es que no hay teoría de las neurosis si uno no
mq,D.tiene una cierta independencia entre los dos planos; para
prueba, el hecho de que gran parte de la sintomatología de las
neurosis no se produce en el campo de la sexualidad. Por su­
puesto que hay también trastornos sexuales de origen neuróti­
co, pero la mayor parte de los trastornos neuróticos son trm;�
tornos de repercusión no sexual, como los que acaban ele m,r
mencionados: la anorexia o las perturbaciones de la activhlrul
intelectual. La teoría de las neurosis supone por tanto Jn cll11 •
tinción entre los dos planos, incluso si lo esencial dol conffü•tu
se sitúa en el plano de la sexualidad. En otros términos, el
psicoanálisis está motivado en el punto de partida por pertur­
baciones neuróticas que son disfunciones de lo no sexual, de la
esfera llamada adaptativa, pero de hecho no se ocupa sino del
conflicto sexual, del trastorno de las funciones erógenas. Lo
evidente en el curso mismo de un psicoanálisis es que todo el
trabajo se opera en el plano de la sexualidad, no en el sentido
del funcionamiento del aparato sexual, sino en el sentido del
funcionamiento o de la circulación fantasmática; por lo cual
este trabajo puede hacer desvanecer bruscamente tal o cual de
los efectos de inducción en el dominio no sexual. Digo hacer
desvanecer en el sentido de que jamás en psicoanálisis el sínto­
ma, y menos aún el síntoma no sexual, es atacado directamen­
te. Este carácter de disolución (Freud habla de Losung) del
síntoma es algo frecuente y sólo puede explicarse por medio de
un esquema del tipo del que nos es presentado por Freud. El
único plano de trabajo del psicoanálisis es el plano derecho de
nuestro diedro ,_ quedando entendido, una vez más, que tam­
bién el yo se sitúa de ese lado] [ ... ]. Ahora bien, esos mismos
caminos por los cuales las perturbaciones sexuales desbordan
sobre las restantes funciones del cuerpo servirían en el estado
de salud a otro importante logro. Por ellos se consumaría la
atracción de las fuerzas pulsionales sexuales hacia otras metas,
no sexuales; vale decir, la sublimación de la sexualidad». 62
De tal modo, la sublimación sólo se comprende en el marco
de esa relación general entre ambos planos tal como fue de�­
arrollada por la teoría del apuntalamiento. Pero en la sublima­
ción no habría ya sólo influencia recíproca, inducción ele un
plano al otro, sino una verdadera derivación, un verdadero
drenaje inverso de aquel del cual hablábamos antes, drenaje a
contrapelo de la energía sexual hacia lo no sexual.
¿Es este problema de la sublimación,
EL «LEONARDO» después de todo, tan unitario como lo
DE FREUD sugiere la utilización de un término
único? Al explorar diferentes campos
donde se puede intentar aplicarlo, nos damos cuenta de que las
diferencias son al menos tan importantes como los puntos co­
munes. Aquí, por este año, nuestro abordaje permanecerá sin­
gular; interrogación de Leonardo da Vinci, no para proponer
una investigación personal de los textos, de la obra y de la vida
de Leonardo mismo (para lo cual yo no tendría ni el tiempo ni

62 S. Freud, Tres ensayos ... , op. cit., pág. 187. Entre corchetes, comenta­
rios de Jean Laplanche.

78
la competencia), sino para reinterrogar al Leonardo de Freu<l t
escrito en 1910, y que se puede considerar como una obra de
especialista, aun cuando fue particularmente controvertida.
Los temas de este trabajo son múltiples, se trata de un texto
de gran riqueza que hemos de tomar sólo con cierto sesgo y
rápidamente, siguiendo el hilo de nuestra investigación actual.
Estos temas pueden ser reagrupados, como lo indica Freud
mismo, bajo el rubro de la patografía o investigación psicoana­
lítica de una vida y de una obra. Sin embargo este Leonardo de
Freud no es ni una biografía que se pretenda -lejos de ello-­
completa, ni por otra parte un estudio en profundidad de toda
la obra. Se trata más bien de una serie de esclarecimientos
puntuales, así sobre la vida como sobre la obra, centrados en
una cantidad de problemas que podemos enumerar sin preten­
der ser absolutamente exhaustivos tampoco nosotros. En pri­
mer lugar el problema del destino particular de Leonardo res­
pecto de su creatividad, con el doble enigma de los orígenes ele
esta creatividad (la cuestión de la sublimación por lo tanto, y
este texto es sin duda el más completo sobre el asunto, aunque
es todavía muy !acunar), y por otra parte dificultades, incluso
inhibiciones de esta creación en Leonardo; inhibiciones hacía
tiempo señaladas y enunciadas desde el comienzo por Freud en
el texto, con esa suerte de detención progresiva de la creación
pictórica. Así, la problemática se complica en un intento de
elucidación conjunta tanto de la sublimación como de una cier­
ta contradicción interna de esta. Otra cuestión: la relación en­
tre esta creatividad (como sublimación) y la vida psicosexual
del artista, que abre la cuestión de su complementariedad o,
eventualmente, de su alternativa; en otros términos, el saber
si una teoría al fin y al cabo energética de la sexualidad (que
suponga que lo derivado de la vida sexual pasa al arte y vice­
versa) admite aplicación concreta. Y después recordamos este
tema, evidentemente central: el problema de la homosexuali­
dad de Leonardo con su carácter tan peculiar, esencialmente
platónica, y la ambición freudiana de detectar de manera evi­
dentemente aproximativa y rápida, sus orígenes. Y luego he
aquí lo que constituye el título mismo del ensayo, el «recuerdo
infantil», con el problema planteado desde el comienzo acerca
de su estatuto de realidad (¿se trata de un recuerdo real o de
'una reconstrucción? ¿se trata de un fantasma?), interrogación
que se esfuma a justo título frente a la elucidación de su conte­
nido, con la salvedad de volver después, con un enfoque reno­
vado, sobre la cuestión de su estatuto, y de reconstruir de él
cierta génesis propuesta en el modo hipotético. Prosiguiendo

79
esta enumeración, encontramos allí una reconstrucción --en
sentido propio- de la infancia de Leonardo y de su dinámica,
basada en parte en la interpretación interna de la obra y, en
parte, en los escasos documentos que poseemos, los cuales re­
quieren también de interpretación. Palpamos aquí el aporte
del psicoanálisis a la ciencia histórica, el valor de sumación de
pruebas de sus interpretaciones con miras al «establecimiento
de los hechos». 63 Encontrarán ustedes también un capítulo
especial dedicado al análisis de algunas obras pictóricas; y des­
pués, apuntaciones sobre ciertos intereses específicos de Leo­
nardo en su investigación, por ejempio su interés por el vuelo,
o aun sobre rasgos particulares de su carácter, como el gusto
por cierto tipo de bromas. Por último, yendo hasta el final de
este texto, por otra parte tan breve, desembocarán ustedes en
una conclusión sobre el tema que será retomado por Monod:
�< el azar y la necesidad».
Para la lectura de este ensayo advierto incidentalmente al
le�tor, lo mismo que para muchos textos de Freud, acerca de la
existencia de una cantidad de estratos en el texto. No se trata
ciertamente de un texto que haya sido profundamente retoca­
do; pero en adjunción al texto de base de 1910, hay notas, y
ciertos pasajes, de 1919: en particular todo cuanto se refiere a
la imagen del buitre en un cuadro -una «Santa Ana»- viene a
consecuencia de una observación de Pfister, celoso discípulo de
Freud; y después, sobre todo, en nuestra edición francesa,
conviene estar muy atento -porque no siempre está tan cla­
ro- a lo que se indica como «Notas del traductor»; no se trata
de un traductor cualquiera, sino de «la Princesa», Marie Bo­
naparte, quien se autoriza en su familiaridad con Freud para
aportar sus propios complementos, no sin utilidad por otra parte.
Dando por supuesta entonces su lec-
EL «RECUERDO tura, 64 intentaremos una travesía por
INFANTIL» Y EL el texto para ir a lo esencial de nues-
«ERROR» DE FREUD tro tema. En esta descubierta, nos
encontramos necesariamente con el
problema de aquel «recuerdo infantil»; y si hemos de descuidar
muchos otros.puntos, no podemos dejar de toparnos con lo que,
de tema o instrumento principal para Freud, devino desde ha-

63 Véase S. Freud; «La indagatoria forense y el psicoanálisis», en OC, 9,


1979, págs. 87-96.
64 Para un relevamiento de la cuestión nos apoyaremos en el artículo de
Guy Rosolato «Léonard et la psychanalyse», aparecido en febrero de 1964
(Critique, nº 201), que da las principales referencias bibliográficas.

80
ce algún tiempo el obstáculo central para algunos. He aquí ese
recuerdo, que fue redactado evidentemente en italiano por
Leonardo, pero que nos vemos forzados -enseguida verán la
razón- a retomar en francés a través de su traducción alema­
na. (La edición francesa proporciona, por otra parte, el texto
italiano, permitiendo así la comparación.) Esta nota de Leo­
nardo se halla escrita al margen de un estudio sobre ·el vuelo de
un pájaro que por el momento llamru¡emos «buitre». El texto,
trascrito por Freud, se presenta así:
«Parece que ya de antes me estaba destinado ocuparme tan­
to del buitre, pues me acude, como un tempranísimo recuerdo
[ el texto italiano dice «el primer recuerdo de mi infancia» L que
estando yo todavía en la cuna, un buitre descendió sobre mí,
me abrió la boca con su cola y golpeó muchas veces con esa cola
suya contra mis labios [también aquí parecería haber una lige­
ra divergencia entre las traducciones alemana y francesa: la
traducción francesa es más fiel al italiano en lo que concierne a
la penetración de la cola del buitre «entre los labios», lo que es
muy importante]».65
El capítulo II y una parte del capítulo III del Leonardo están
consagrados a este recuerdo, siguiendo lo que se podría esque­
matizar como dos vías de investigación: una vía simbólica y una
vía mitológica. En un libro de «psicoanálisis aplicado», la vía
que podemos llamar «asociativa» pasa a menudo a un segundo
plano porque se carece parcialmente de las asociaciones del
sujeto: aunque Freud, como lo hizo con Schreber, habría podi­
do ciertamente encontrar más «asociaciones» en la obra y en
los escritos del artista. Pero en este año de 1910, la teoría del
simbolismo está en plena eflorescencia, es el gran «descubri­
miento», después de 1900, en el arte de la interpretación.
Freud se conña por tanto en el conocimiento psicoanalítico de
los símbolos y de la problemática infantil, y no le resulta dificil
detectar ciertas dimensiones que reencontramos fácilmente a
partir de él: la succión del pecho; la succión de la cola y conse­
cuentemente del pene; la equivalencia pecho-pene-cola del pá­
jaro mismo como símbolos sexuales (también el vuelo, en el
trasfondo, como símbolo de la relación sexual); la imagen de la
madre con pene, figurada en ese buitre, como etapa previa al
complejo de castración y como renegación66 de la castración

65 S. Freud, Un recuerdo infantil ... , O'[). cit., pág. 77. Entre corchetes, co­
mentarios de Jean Laplanche.
66 [Nos hemos decidido por la antigua traducción de «renegación» para el
vocablo alemán Verleugnung y francés déni, con vistas a mantener la coheren-

81
de la madre (en el texto es utilizado explícitamente este térmi­
no de renegación -Verleugnung-). La otra vía es la vía mito­
lógica. Freud se pregunta: ¿por qué este pájaro en particular,
el buitre? Recurre entonces a una de sus curiosidades favori­
tas, a su hobby de la mitología y del arte figurativo egipcio.
Allí, él encuentra, efectivamente, al buitre como divinidad fe­
menina, ·materna, con el nombre de «Mut» (donde Freud está
predispuesto a reconocer la misma raíz que en la palabra ale­
mana Mutter). Por otra parte, los egipcios suponían que sólo
existía un tipo de buitre, el buitre hembra; no había buitre ma­
cho, y el buitre era fecundado por el viento. Ven ustedes todo
lo que por este camino nos lleva a las investigaciones de Leo­
nardo sobre el vuelo de los pájaros y sobre las máquinas vola­
doras destinadas a los humanos. Freud va más lejos: creyendo
tener el eslabón original en la Antigüedad, se pregunta sobre
las vías posibles de una trasmisión real de esta fantasmática,
desde los egipcios hasta Leonardo. Ahora bien, ocurre que los
Padres de la Iglesia, que buscaban sus testimonios dondequie­
ra, habían admitido como verdad fisiológica, biológica, esta le­
yenda egipcia del buitre unisexuado y fecundado por el viento.
Retomando esta idea como una realidad, pretendían ver allí la
prueba de que una maternidad virginal no era imposible pues­
to que se encontraban ejemplos incluso en la naturaleza. Freud
supone entonces que, a través de lecturas o sólo de cierto am­
biente patrístico, algo de esa mitología pudo haber llegado has­
ta Leonardo. Y de ello extrae varios hilos de relaciones, anu­
dándolos en su conclusión: en primer lugar, la imagen de la
relación única con la madre, sin padre, confirma aquello que
cree haber podido detectar, por otra parte, en los escasos do­
cumentos que poseemos: que Leonardo nació de una mujer no
casada, que fue acogido en la familia de su padre posiblemente
hacia los 5 años, pero que habría vivido sus primeros años en la
sola compañía de su madre, Cate:rina. Luego, la importante
cuestión, aún más pregnante que para otros en este niño criado
lejos de su padre durante sus primeros años: ¿de dónde vienen
los niños y cuál es el papel del padre? Investigación que Freud
verá traspuesta en las indagaciones posteriores de Leonardo,
en particular sobre el vuelo (véase el capítulo V).
Todo esto resultaría perfecto ... si en 1952, un autor espe­
cialista en Leonardo, refiriéndose accesoriamente al texto de

cia con el Diccionario de psicoanálisis al cual el lector puede verse obligado a


recurrir. En la versión castellana de las obras de Freud, de Amorrortu edito­
res, se ha optado por «desmentida» (N. de la T.).]

82
Freud, no hubiera puesto el dedo sobre un error fundamental
de este texto, error burdo que sólo una extraña ceguera pudo
permitir que se perpetuase .durante tanto tiempo. El crítico en
cuestión, Irma Richter, no tiene ninguna dificultad en demos­
trar esto: el término italiano que designa al pájaro de Leonar­
do es nibio (o, en italiano moderno, nibbio), lo que es traducido
por Freud (y por otros antes que él, siguiendo un sinnúmero
de rodeos en los que no me detendré) por Geier, es decir «bui­
tre». Desgraciadamente, nibio no es el nombre del buitre, sino
del milano. Freud se dejó engañar entonces por ciertas fuen­
tes alemanas,67 pero es muy curioso que haya validado, por un
«descuido», ese error, él, que conocía tan bien el italiano (in­
cluso si el vocabulario técnico de los nombres de pájaros re­
quiere de un conocimiento que mucha gente no posee en su
propia lengua materna). Hay ciertamente allí un lapsus de
Freud, incluso si este lapsus -como ocurre siempre-- hubiera
sido orientado por fuentes contingentes. Ahora bien, el hecho
de que se trate del milano y no del buitre invalida evidente­
mente toda la elaboración de Freúd fundada en las caracterís­
ticas particulares de ese pájaro. Debo agregar que otros textos
(se trata de extractos de registros, de hallazgos fragmentarios
posteriores a 1910) ponen también en tela de juicio (tal vez no
de manera absoluta) la estancia prolongada de Leonardo con
su madre, fuera de la familia paterha. Pero en fin, lo esencial
es el error concerniente al pájaro. A partir de ello, los autores
se dividen en tres actitudes: la primera, personificada por un
historiador del arte, Meyer Schapiro, principalmente en un ar­
tículo que es de 1956, pero hoy inasequible: «Leonardo and
Freud». 68 Según esta primera toma de posición, el error de
Freud invalida prácticamente todo su estudio. Y después, del
lado opuesto, encontramos evidentemente psicoanalistas: Stra­
chey, en su prefacio al Leonardo, en la Standard Edition, 69 y
sobre todo una obra monumental, bello trabajo de un psicoa-
nalista neoyorquino, Kurt Eissler. 70 Para estos autores, en
particular para Eissler, quien desarrolla ampliamente la cues-

67 No insisto en la historia anecdótica de este error, que ha sido :rastreada


en diversos comentarios. Cf. J. Strachey, «Leonardo da Vinci and amemory of
his childhood», en Standard Edition (en adelante SE), 11, prefacio, págs.
59-62. [En OC, 11, 1979, págs. 55--8.]
68 M. Schapiro, «Leonardo and Freud», Journal of the Hystory of Ideas,

vol. 17, págs. 147-71.


69 Cf. J. Strachey, op. cit., pág. 58, n. 4.
7o K. Eissler, Léonard de Vinci. Etude psychanalytique, París: PUF,
1980.

83
tión (fue movido a esta investigación pr_ecisamente por la cri­
tica de Meyer Schapiro), el error entre el milano y el buitre
no destruye más que una parte de la argumentación de Freud,
aquella que se apoya en la mitología egipcia. Por otra parte,
Strachey insiste también en lo siguiente: después de todo, sal­
vo el hecho de que no es aplicable a Leonardo, la investigación
concerniente a la divinidad-buitre egipcia, la divinidad Mut,
sigue siendo en sí misma muy interesante y válida. Por último
tenemos un colega francés que no estudia únicamente este pro­
blema en su libro, sino que se sirve de él para apoyar sus tesis;
se trata de Serge Viderman.71 La posición de Serge Viderman
es muy específica: se trata, como el título mismo de «construc­
ción» lo sugiere, de demostrar que el psicoanálisis no busca
una verdad histórica, que él es construcción de una verdad,
que es una creación hecha por el psicoanalista, o acaso una
creación recíproca entre el psicoanalista y el psicoanalizado.
En esta medida, todo lo que en Freud y en otros autores se
presenta como búsqueda de indicios reales debe ser considera­
do como un verdadero señuelo. Viderman no se apoya sólo en
el Leonardo, sino también en el Hombre de los Lobos y en
muchos otros pasajes, en los cuales Freud muestra esta pre­
ocupación de referirse a la verdad histórica. Ocurre que tam­
bién Pontalis y yo mismo hemos tomado posición respecto de
esta cuestión en un antiguo artículo sobre el fantasma. 72 En
cuanto a Viderman, pondría en su boca la frase pronunciada
por los cristianos a propósito de la falta de Adán y Eva: felix
culpa; es una falta feliz porque permitió la venida del Redentor,
quien no hubiera tenido ocasión de redimir al hombre si este no
hubiera pecado. Y bien, la felix culpa de Freud, el hecho de
que Freud se haya equivocado burdamente con relación al ni­
bio y que a pesar de todo haya podido, a partir de premisas
erróneas, alcanzar esa interpretación genial, prueba que la in­
terpretación psicoanalítica trasciende las supuestas migajas
reales (traduzco así un término que Viderman retoma de Freud

71 S. Viderman, La const:ruction de l'espace analytiqm, París: Denoel,


1970. [El lector de habla castellana puede encontrar una síntesis de este tema
en Serge Viderman, «El espacio analítico: significado y problemas». Psicoaná­
lisis, revista de la Asociación Psicoanalítica de Buenos ,Aires. vol. 2, nº 2, 1980
(N. de /,a T.).]
72
J. Laplanche y J.-B. Pontalis, «Fantasme originaire. fantasmes des
origines, origine du fantasme». Les Temps Modernes, nº 215, abril de 1964,
págs. 1838-68. [Ed. en castellano en El inconcumte freudiano y el psicoanáli­
sis fr<Íncés contemporáneo, Buenos Aires: Nueva Visión, 1969, págs. 108-48
(N. de /,a T.).]

84
al pasar: reale Nichtigkeit(-en), «nimiedades reales») en las
cuales intenta apoyarse, y en última instancia debe burlarse de
ellas puesto que ni siquiera resultan ser reales:
«Poco importa lo que vio Leonardo (sueño o recuerdo); poco
importa lo que dijo Leonardo (buitre o milano); lo que importa
es que el analista, sin cuidado por la realidad, ajuste y reúna
esos materiales para construir un todo coherente que no repro­
duce un fantasma preexistente en el inconciente del sujeto, pero
que lo hace existir al decirlo».73
Precisaré al pasar, aun cuando no se
POR LA REALIDAD trate directamente de la sublimación,
PSIQUICA mi posición personal, que es claramen­
te opuesta a esta tesis ·de Viderman.
Diré rápidamente que, si uno se interna por esta vía, ya no se
sabe muy bien dónde termina la creación, ni dónde comienza lo
que yo llamo la felix culpa. Supongan ustedes (y Viderman
mismo se permite suposiciones de parecido género) que se des­
cubre un día que el recuerdo mismo, el texto italiano de esas
pocas líneas, es apócrifo (estas cosas suceden►, .supongamos
que se descubre que todos los textos atribuidos a Leonardo son
meras falsificaciones o artificios; supongamos -después de
todo, ¿por qué no?- que se descubre que Leonardo nunca
existió, o al menos que su existencia, al igual que la de Shakes­
peare 1 es muy dudosa: en todo caso, todo lo que se cuenta de su
vida es pura leyenda. Si seguimos a Viderman, se podría decir
que la interpretación de Freud sería en ese caso aún más ver­
dadera, puesto que justamente las migajas reales sobre las cua­
les se apoya desaparecerían. Pero entonces, ¿interpretación de
qué?, como no fuera interpretación de Freud mismo. En otros
términos, yendo hasta el extremo en ese sentido: el decir de
Freud sólo nos esclarece en última instancia acerca de Freud.
Pero si el decir de Freud (y llevo hasta el extremo mi hipótesis
absurda) no nos esclarece más que acerca de Freud (puesto
que Leonardo desaparece por la acción de los eruditos y que la
«realidad» de su existencia ya no puede ser tomada en conside­
ración), ¿no será necesario, por un giro inesperado, investigar
los lazos, las cadenas inconcientes que llevaron a esta creación?
¿Y no será en primer lugar necesario (y yo creo que sí lo es)
preguntarse qué es lo que condujo a Freud a este error del
buitre, además de las ocasiones brindadas por traducciones
inexactas? No se escapa a lo real por el símbolo, como tampoco
se escapa al símbolo por lo real. La vida de Leonardo, su obra
7a S. Viderman, op. cit., pág. 164.

85
y el recuerdo infantil (y los términos mismos de este recuerdo
infantil, hasta el tipo de pájaro) constituyen un solo gran texto
a desplegar y descifrar, lo cual implica efectivamente (lo que
niega Viderman y todo su libro está centrado en este punto)
que existe un contenido inconciente (tesis en la que Leclaire y
yo mismo pusimos el acento, hace ya mucho tiempo, en un tex­
to sobre el inconciente; 74 y me siento profundamente impre­
sionado por el hecho de que Leclaire sea uno de los blancos a
los cuales apunta Viderman a ese respecto, a la par que com­
pruebo, en el último libro de Leclaire, cómo por vías por otra
parte diferentes, y no dive:rgentes, seguimos tanto él como yo
en el mismo impulso de ese realismo del inconciente). De ahí
mi acuerdo, en lo esencial, con un autor como Eissler: el error
sobre el buitre no invalida lo esencial de la demostración de
Freucl. Y se podría incluso decir -y aquí habría en efecto que
recurrir a algo más, a una especie de recorrido inconciente en
Freud -que Freud mismo había previsto que tal vez. ese bui­
tre se revelaría algún día como una invención, ya que deja en­
tender, en varias ocasiones, que el buitre y su leyenda egipcia
no son más que una expresión entre otras de la vida pulsional.
Se expresa, por ejemplo, así: «En la fantasía infantil de Leo­
nardo, el elemento buitre era el representante del contenido
mnémico objetivo». 75 Por lo tanto, no es más que una etapa,
hacia lo conciente, de un contenido real = X. Y después, sobre
todo, he aquí lo que leemos en las páginas siguientes:
«Por tanto, ¡tenemos en la diosa Mut la misma reunión de
caracteres maternos y masculinos que en la fantqsía de Leo­
nardo sobre el buitre! ¿Debemos explicarnos esta coincidencia
mediante el supuesto de que Leonardo, por sus lecturas, tam­
bién tuviera noticia de la naturaleza andrógina del buitre ma­
terno? (Y aquí Freud negará la posibilidad de una trasmisión
detallada de la imago de la diosa Mut: él da verdaderamente un
paso atrás.] Semejante posibilidad es más que discutible; al
parecer, las fuentes a las que tuvo acceso no contenían nada
sobre este curioso rasgo. Parece más lógico reconducir esa
concordancia [ya no se trata de un origen del recuerdo de Leo­
nardo en la leyenda, sino de una concordancia] a un motivo
común, eficaz en un caso como en el otro, y todavía desconoci-
74 J. Laplanche y S. Leclaire, «El inconciente, un estudio psicoanalítico»,
en Problemáticas IV, El inconciente y el ello. •
76 S. Freud, Un recuerdo infantil ... , op. cit., pág. 87. Traducimos re­
priisentierte por «era el representante». [Hemos decidido hacer la modifica­
ción correspondiente a este párrafo de la edición castellana para permitir al
lector seguir a Jean Laplanche en su desarrollo (N. de la T.).]

80
do», 76 A este factor común, Freud lo descubre en la evolución
sexual del niño y en las teorías sexuales infantiles. He aquí
cómo concluye: « • . . el supuesto infantil del pene materno (por.
lo tanto, la teoría sexual infantil] es la fuente común de la que
derivan tanto la figura andrógina de las divinidades maternas,
por ejemplo la Mut de los egipcios, como la "coda" del buitre en
la fantasía de infancia de Leonardo».77 Ven ustedes cómo el
fantasma de Leonardo queda completamente librado de la hi­
pótesis -y de la hipoteca- egipcia, porque al contrario los dos
resultan ligados a una fuente pulsional e ideacional común: las
teorías infantiles y el hecho de que el varoncito pase por una
fase en la cual atribuye a la madre la posesión de un pene.
Volvamos al recuerdo. Freud se plantea entonces la cues­
tión: ¿fantasma? ¿recuerdo? ¿pura y simple reconstrucción? La
tesis de la reconstrucción a posteriori es ampliamente expues­
ta y discutida por Freud, tanto en lo que se refiere a Leonardo
como en otras circunstancias. Exactamente como los pueblos
de oscuro origen -comparación que Freud emplea a menudo­
se reconstruyen una historia mítica fabulosa y gloriosa, se
crean un Rómulo y un Remo, Leonardo se habría creado, para
su interés por el vuelo, un origen cuasi mítico, cuasi divino,
inspirado. ¿Podemos decir: recuerdo encubridor? Hay en efec­
to algo cercano al recuerdo encubridor en esta historia en el
hecho de que ella condensa a la vez, como la teoría del recuerdo
encubridor lo muestra, lo anterior y lo posterior por relación al
momento cronológico en que se sitúa ese recuerdo; eila es un
punto de coagulación de una cantidad de dimensiones pulsiona­
les, de una cantidad de deseos. Aquí, la secuencia cronológica
lineal no es esencial; un- recuerdo encubridor puede hallar el
origen de su subsistencia, de su nitidez, de su carácter «desub­
jetivizado», en el hecho de que viene a reagrupar secuencias
significativas que aparecieron cronológicamente después de él.
Lugar de convergencia entonces, o condensación: aquí evoco
las imágenes de Freud acerca de la condensación, esas imáge­
nes de redes que se entrecruzan en puntos de convergencia
que él llama a veces puntos nodales. Se podría también '.()ensar
en la convergencia óptica y evocar un famoso modelo freudiano:
el de un aparato psíquico concebido como una sucesión de len­
tes, como un microscopio o un telescopio, con una sucesión de
elementos reales (las lentes o eventualmente los espejos) y,
por otra parte, igualmente importantes, pero en este caso vir-

76 lbid., pág. 88. Entre corchetes, comentarios de Jean Laplanche.


77 lbid.1 pág. 9 Entre corchetes, comentarios de Jean Laplanche.
L

87
tuales, los planos entre esas lentes, adonde caen las imágenes.

I I I )
Se podría decir que el recuerdo encubridor viene a situarse
en efecto entre los planos de las lentes, como proyección y pun­
to de convergencia de otras imágenes situadas entre otros pla­
nos y otras lentes. El recuerdo encubridor, el recuerdo de
Leonardo, con su capacidad de condensación extraordinaria,
está tal vez muy cercano de lo que jamás aparece en el psi­
coanálisis: muy cercano de lo originario, de la fuente fantasmá­
tica inconciente.

20 de enero de 1976

Freud exprimió el jugo, se podría de­


AcTIVIDAD/PASIVIDAo; cir, esencial, de ese «recuerdo» infan-
LACTANCIA/ til de Leonardo (pongámosle, por pru-
HOMOSEXUALIDAD dencia, comillas), pero tal vez no siem-
pre con una insistencia pareja. Hay
ciertos acentos que yo quisiera poner, en puntos que él sólo
roza y en los que no se centra. Con relación a ese «recuerdo»,
Freud plantea por ejemplo el problema siguiente: si recondu­
cimos el recuerdo a la succión del pecho, esta es activa por
parte del lactante, pero el recuerdo de Leonardo se presenta
bajo un aspecto pasivo, ya que es el buitre quien viene a gol­
pear con su cola entre los labios del lactante. Hay entonces
trasformación de la actividad en pasividad, problema metapsi­
cológico al cual Freud no dejó de poner la mayor atención.
Aquí su respuesta será doble. En primer lugar, esta trasfor­
mación puede ser puesta en relación con un cierto tipo del de­
venir homosexual, el primer tipo, por otra parte, detectado
por Freud, el más famoso, si no el más frecuente, aquel que
pasa por la identificación con la madre: un amor cuasi exclusivo
por la madre desemboca en una identificación con esta y en una
elección de objeto narcisista (el narcisismo es un punto de refe-

88
rencia esencial en el estudio de Leonardo; volveremos sobre
ello); fos objetos sexuales corresponden a lo que el sujeto mis­
mo era, cuando era objeto de los cuidados de su madre. Por
tanto, habiéndose identificado con la madre, él elige sus obje­
tos sobre el modelo de lo que fue antaño para ella, un niñito
mimado. Advertirán ustedes que, según este análisis, los ho­
mosexuales no están, insisto en ello, fijados al hombre, sino a
la madre. Su elección de una persona del mismo sexo es una
elección narcisista. Para ir enteramente al fondo de la cuestión:
se puede decir, y es esta una de las paradojas en que no se in­
siste lo bastante en lo que concierne a la identificación, que la
heterosexualidad realizada, en él hombre adulto, supone para­
dójicamente un Edipo homosexual fuerte porque la identifica­
ción con el padre presupone una ligazón amorosa fuerte con él
durante la infancia. E inversamente, es la fuerza del lazo con la
madre lo que se trasforma en identificación; no necesariamente
una identificación con el personaje materno, sino, en todo caso,
con su posición por relación al niño o al joven adolescente. Ven
ustedes que, por el sesgo de esta permutación ele los papeles
en el escenario erótico, podemos encontrar una salida a esa
trasformación que intriga a Freud, de una escena activa en una
escena pasiva, en Leonardo. Pero esta primera elucidación no
basta a Freud. ¿No habría que buscar la razón ele esta insatis­
facción en la insuficiencia misma de los términos según los cua­
les la cuestión está planteada? Situar pura y simplemente la
succión como una actividad es no haberse interrogado aún cla­
ramente acerca de la ambivalencia fundamental ele la oralidad
y acerca de la cuasi equivalencia entre «comer» y «ser comido»:
no es casual que el Leonardo sea exactamente contemporáneo
del texto en el cual Bleuler va a poner en circulación esta nue­
va noción, la «Conferencia sobre la ambivalenda», que data
de 1910.
La idea de una madre pasiva en la situación originaria de
succión y de lactancia es evidentemente insuficiente, lo que se
trasluce claramente cuando Freud introduce como al pasar, en
el capítulo III, la imago de la madre provista de pene. Esta
madre con pene, como sabemos, es concebida como relicto de
la fase de investigación sexual llamada «fase fálica». Todo esto
está fundado en el análisis del pequeño Hans, que precede en
algunos años a este texto. La secuencia cronológica postulada
aquí es que el varoncito, en un comienzo, supondría provistos
de pene a los seres de ambos géneros, masculino y femenino.
Voy aquí más allá del pensamiento explícito de Freud, en el
sentido de que no es concebible siquiera que la distinción mas-

89
culino-femenino no tenga cierta realidad subjetiva, preexisten­
te a la investigación concerniente al sexo y no al «género».78
A esta suposición de un solo sexo en los individuos de ambos
géneros, a esta presencia universal del pene, vienen a oponer­
se las desmentidas que sellan el complejo de castración. Des­
mentidas de la percepción y de las amenazas de castración,
desmentidas que tomadas aisladamente parecen de poco peso
por relación a la teoría inicial, y que son a menudo aportadas
en vano al menos en lo que concierne a la existencia de un pene
en la madre: el varoncito llegará más fácilmente a admitir una
cierta castración de las niñas, conservando para la madre el
privilegio de la posesión del pene. Por el sesgo de esta relativa
ineficacia del complejo de castración (percepción y amenaza),
precisamente, podríamos pasar a lo que será la teoría de Freud
concerniente a la perversión, en lo esencial la perversión feti­
chista, a la que por otra parte se refiere de manera explicita en
el trabajo que nos sirve aquí de punto de partida; a la perver­
sión fetichista, ustedes lo saber, se la considera fundada, al
menos en un sector del psiquismo, en lo que llamamos renega­
ción de la castración (Verleugnung). Pero si Freud menciona la
perversión fetichista y la renegación de la castración que cons­
tituye su fundamento, es interesante observar que teniendo
que tratar directamente otra perversión, la perversión homo­
sexual masculina de Leonardo, no establece explícitamente el
nexo entre su explicación en el nivel del objeto parcial, tomado
en el problema de la diferencia entre los sexos -que está en el
centro de la perversión fetichista-, y la explicación por una
inversión de las identificaciones en la homosexualidad de Leo­
nardo. Hay aquí, al menos, una asombrosa ausencia de articu­
lación.
Con la mujer con pene, volvemos a encontrarnos de pasada
con la mitología, pero en un nivel mucho menos discutible que
en la elaboración en que Freud se había aventurado a raíz del
famoso «buitre» y de la diosa Mut. En efecto, ser fálica no era
patrimonio exclusivo de una sola divinidad, tan secundaria, del
Panteón egipcio. Las divinidades femeninas fálicas son legión
tanto en la Antigüedad egipcia como en la Antigüedad griega:
{< • • • el supuesto infantil del pene materno es la fuente común

de la que derivan tanto la figura andrógina de las divinidades


.maternas, por ejemplo la Mut de los egipcios, como la "coda"

78 Cf. respecto de esta discusión del complejo de castración, Problemá­


ticas II, Castración. Simbolizaciones, en sus dos partes: «La castración, sus
precursores y su destino» y «Simbolizaciones».

90
del buitre en la fantasía de infancia de Leonardo». 79 Pero
Freud agrega la interesante idea de que esas figuraciones no
son verdaderamente hermafroditas en el sentido anatómico
del término. En efecto, no reúnen órgano masculino y feme­
nino (pene y vagina), sirio que sobreagregan simplemente al
pecho, atributo de la maternidad, el miembro viril según la
primera representación que se hacía el niño del cuerpo de la
madre. A pesar de todo, si se quiere seguir el punto de vista
genético al cual Freud parece aferrarse en esta génesis de
la imagen femenina provista de pene, se tropieza con hartas
dificutades. Si tratamos de situar las cosas en una perspec­
tiva puramente cronológica, ¿cómo conciliar dos fases tan ale­
jadas una de la otra, como lo son, por una parte, la fase de
• 1actancia y, por otra, la fase en la que aparecería esta'imago
ele la mujer con pene, es decir la investigación sexual entre los
3 y los 5 años? En suma, la superposición pecho-pene que en­
contramos en este «recuerdo,►, y el pasaje de la posición de lac­
tancia a la posición homosexual de identificación con la madre,
no encuentran todavía verdaderamente su articulación. Esto
explica que Freud ·se vea llevado a proponer otra explicación,
otra capa del «recuerdo» (y ello, después de todo este des­
arrollo sobre la homosexualidad). Esta nueva capa del «recuer­
do», para situarla claramente, no sería ya la superposición ele
una relación con el pene de la época eclipica, a la relación del
lactante con el pecho, sino que tendría su origen en el hecho ele
que en la época misma de lactancia (para seguir el punto ele
vista cronológico que nos impone aquí Freud) habría habido
otro tipo de relación con la madre, directamente pasivo. Esto
se aclarará con el comienzo del capítulo IV:
«Sigue reteniéndonos la fantasía de Leonardo sobre el buitre
[lo que prueba claramente que después de ese extenso des­
arrollo sobre la homosexualidad, no se tiene aún la sensación
ele un análisis satisfactorio]. Con palabras que no presentan
sino una consonancia harto nítida con la descripción ele un acto
sexual ( «y golpeó muchas veces con esa cola suya entre mis
labios»), Leonardo pone de relieve la intensidad de los vínculos
eróticos entre madre e hijo. No parece dificil colegir, desde esa
conexión de la actividad de la madre (del buitre) con el realce
de la zona bucal, un segundo contenido mnémico de la fantasía.
Podemos tracluch-: "La madre me ha estampado innumerables
y apasionados besos sobre la boca". Li:i fantasía sintetiza el

79 S. Freud, Un recuerdo infantil..., op. cit., pág. 91.

91
recuerdo de ser amamantador de ser besado por la madre,,.80
De este rol del beso y de una actividad sexual de la madre
hacia el niño, Freud va a buscar una confirmación en el estudio
de las obras pictóricas de Leonardo, y toma la Monna Lisa
como punto de partida de su investigación. Estamos aquí in­
mediat�ente frente al problema de la «enigmática sonrisa»
de « La Gioconda>>, y quien dice sonrisa dice evidentemente algo
que ocurre en el conjunto del rostro, pero también, y tal vez
esencialmente, en los labios: «Quien evoque los retratos de
Leonardo, recordará una sonrisa maravillosa, cautivadora y
enigmática, que él ha ensalmado en los labios de sus figuras
femeninas. Una sonrisa fija de labios estirados, trémulos; se ha
vuelto característica de él y se la llama "leonardesca" por ex­
celencia».81 También en este caso los invito a leer este texto,
ya que no tengo intención de parafrasearlo, lo comento en rá­
pida travesía. Y bien, Freud se remite a las opiniones de nu­
merosos comentadores e historiadores del arte respecto de es­
ta sonrisa, y llega a la conclusión de que reúne precisamente
dos elementos más o menos contradictorios, antitéticos: «En
varios de los que formularon juicio sobre esto ha actuado la vis­
lumbre de que en el sonreír de Monna Lisa se reúnen dos ele­
mentos diversos. Por eso disciernen en el juego facial de la
hermosa florentina la figuración más perfecta de los opuestos
que gobiernan la vida amorosa de la mujer: la reserva y la
seducción, la ternura plena de entrega y la sensualidad en des­
piadado acecho que devora al varón como a algo extraño».82
Reencontramos aquí ese famoso término de seducción { «la re­
serva y la seducción»)¡ en alemán es exactamente el mismo tér­
mino, Verführung, el que utilizamos a propósito de la teoría de
la seducción. Ven ustedes que aquí, de manera evidente, se
conjugan lo que podemos llamar los dos sentidos, evidente­
mente muy unidos, de la seducción: el sentido corriente, aquel
de un atractivo, de un «encanto» en el sentido fuerte del térmi­
no, y el sentido psicoanalítico que es el de una intrusión sexual.
En alemán, el Reiz,83 precisamente el atractivo, es también
seducción y estimulación: el encanto femenino. Y la Verführung
posee una etimología exactamente paralela al latín y al francés
séduction [seducción]; Verführun significa conducir fuera de
las vías normales, desviar, en el sentido en que hablamos de

80 /bid., pág. 100. Entre corchetes, comentarios de Jean Laplanche.


81 [bid.
82 !bid., pág. 101.
83 Cf. supra, pág. 85.

92
«détournem.ent de m.inei1,r»f1 muy especialmente, en este ca­
so '. es conducir al niño fuera de las vías de lo biológico, fuera de
las vías del «apego»; crear., se podría decir, la sexualidad, lo
que nos conduce o nos devuelve a lo que yo había indicado an­
tes, al hacer referencia a la teoría del objeto de la pulsión: en
ese momento pasarnos del objeto de la pulsión, «contingente»
(medio subordinado a un fin, «ensamblado» [bricole1 en vista
de un fin), al objeto que ejerce, por el contrario, el Reiz, que
induce la estimulación del niño.
Tras esta reflexión sobre «La Giocon-
UNA TOPICA da» (tanto Freud como nosotros vol-
PICTORICA veremos aún a ella), indico la conti-
nuación de ese capítulo IV: un desa­
rrollo muy original sobre el cuadro de «Santa Ana» (del cual te­
nemos buenas reproducciones en el libro de Eissler): represen­
tación de Santa Ana (la madre de María), de la Virgen María
misma, del niño Jesús y de un cuarto personaje. Tenernos dos
versiones de esta «Santa Ana», porque en una de las represen­
taciones, la de Londres, el cuarto personaje es San Juan Bautis­
ta, mientras que en la otra es remplazado por un cordero. Tam­
bién en este caso el análisis de Freud es extremadamente suges­
tivo, tanto corno lo son las apuntaciones de Eissler si ustedes
quieren remitirse a ellas. Diré que hay allí juegos de desdobla­
miento entre esos cuatro personajes, juegos de fusión y ele defu­
sión en los cuerpos, en el sentido, que Freud ha descubierto muy
bien, de que esos cuerpos están en cierto modo soldados como
hermanas siamesas: Santa Ana y María, pero también el niño
Jesús está soldado al cuerpo de las dos mujeres, al menos en el
dibujo de Londres. Hay allí toda una serie de relaciones, por
una parte entre Santa Ana y María, donde Freud cree recono­
cer el desdoblamiento de dos figuras maternas: la madre natu­
ral de Leonardo, Caterina, no casada con su padre, y la madre
adoptiva err el hogar paterno, una madre por lo demás también
amada, no una madrastra; y, por otra parte, otro desdobla­
miento en la casa del padre, entre esa madre adoptiva y la
madre de esta madre, una abuela igualmente presente en el
hogar. Y después ustedes advertirán también los juegos de
fusión y de defusión de uno a otro cuadro entre María y su hijo;
hijo que está soldado a la pareja materna en el dibujo más anti­
guo y que por el contrario se aleja en el cuadro al punto de que
la madre se ve obligada a alcanzarlo. Del mismo modo los jue-

84 [ «Détournement de mineur»: corrupción de menor; literalmente: «des­


vío del menor» (N. de la T.).]

93
gos y mutaciones entre Cristo y San Juan, que se convierte en
cordero en el segundo cuadro; convertirse en cordero es con­
vertirse en el cordero pascual, es decir en una nueva figura del
propio Cristo. En otros términos, la relación narcisista, ya le­
gible en la mirada de los dos niños del dibujo, deviene una
relación identificatoria, pero de otro tipo, entre el niño y su
símbolo, el cordero pascual. Sin poder entrar en un análisis
completo de ambos cuadros, diré que se pueden encontrar allí
innumerables sugestiones para una figuración cuasi tópica, en
el sentido de una tópica espacial en un espacio pictórico, del
problema de la homosexualidad (ele ese tipo de homosexuali­
dad descrito a propósito de Leonardo) en sus relaciones tanto
con la identificación cuanto con el narcisismo. Y después algo
que no puede dejar de asombrarnos, incluso si nos rehusamos a
hacer interpretaciones silvestres; y es, en el dibujo, ese brazo
erguido (de Santa Ana) verdaderamente fálico, entre los dos
niños, apenas esbozado por otra parte, sólo trazado su contor­
no. Este brazo, en el cuadro, está en cambio plegado; no está
ya en posición erecta, pero sigue siendo igualmente atípico,
montado sobre el cuerpo de Santa Ana; en el cuadro ya no se
erige entre los dos niños, sino entre Cristo y su madre. Nos
interesamos también en las miradas en estos dos cuadros: las
que intercambian Jesús y San Juan en el dibujo, donde el falo,
ese brazo erecto, viene como a figurar el plano mismo de un
espejo entre ambos. Pero también el juego de miradas entre
María y Jesús en el dibujo, miradas paralelas y hasta idénticas,
profundamente similares, que se dirigen hacia un mismo obje­
to y que son verdaderamente muy semejantes una a la otra; en
tanto que en el cuadro Jesús se ha alejado de su madre, ha
cobrado una especie de autonomía, puesto que su madre inten­
ta alcanzarlo; sin embargo voltea como fascinado hacia ella del
mismo modo que, Freud supone, Leonardo era fascinado por la
mirada materna y por la de Monna Lisa.
Vuelvo a Freud, y con él a Monna Li­
LA «PERVERSION» sa, a fin de comentar los pasajes fina­
MATERNA les del capítulo IV :85
«Cuando Leonardo consiguió reflejar
en el rostro de Monna Lisa el doble sentido que ese sonreír po-

85 Traducción bastante fiel de este pasaje por Marie Bonaparte, donde en�
contramos el término « désavouer>• para traducir el alemán verleugnen. Es
esta ciertamente una de las primeras apariciones de este término en Freud, y
es notable que Marie Bonaparte haya tenido la intuición de traducirlo por uno
de los dos equivalentes franceses actualmente admitidos.

94
seía, la promesa de una ternura sin límites así como la amena­
za funesta [ ... ),con ello no hacía sino mantenerse fiel al conte­
nido de su primerísimo recuerdo [por tanto, lo que nosotros
hemos llamado la ambivalencia, la ambigüedad fascinante de la
sonrisa de Monna Lisa es la traducción del doble carácter de
esos primeros asaltos de la libido materna en el niño pequeño:
goce y al mismo tiempo amenaza de destrucción]. En efecto,la
ternura de la madre fue para él una fatalidad, comandó su des­
tino y las privaciones que le aguardaban. La violencia de las
caricias a que apunta la interpretación de su fantasía sobre el
buitre no era sino cosa harto natural; la pobre madre abandonada
no tenía más remedio que dejar que afluyeran al amor mater­
nal todos sus recuerdos de caricias gozadas, así como su año­
ranza de otras nuevas [Freud recurre aquí a particularidades
que se podrían denominar «anecdóticas», al reconstruir la insa­
tisfacción sexual y afectiva de la madre de Leonardo, pero ve­
remos que esta suposición no es lo esencial]; y era esforzada a
ello, no sólo para resarcirse de no tener marido, sino para re­
sarcir al hijo, que no tenía un padre que pudiera acariciarlo
[la traducción es exacta: liebkosen es mimar, acariciar. Freud
va muy lejos en este caso al explicarnos que las caricias mater­
nas sirven aquí para resarcir al hijo de una carencia de caricias
paternas; esto va en la línea de lo que yo indicaba respecto de
la heterosexualidad y la homosexualidad masculina: las caricias
paternas son una prima para el desarrollo heterosexual]. Así, a
la manera de todas las madres insatisfechas, tomó a su hijito
como remplazante de su marido y, por la maduración demasia­
do temprana de su erotismo,le arrebató una parte de su virili­
dad. [Llegamos ahora a consideraciones que rebasan, por su
generalidad, el caso de Leonardo: toda madre es, en cierto
modo, esta mujer insatisfecha que busca algo más allá de su
marido.] El amor de la madre por el lactante a quien ella nutre
y cuida es algo que llega mucho más hondo que su posterior
afección por el niño crecido. [Aquí, de manera sumamente in­
teresante y curiosa, la afección (en alemán Affektion) sobre la
cual tenderíamos a decir que viene a apuntalarse la libido, es
considerada como ulterior, como secundaria y como menos
profunda que esta; lo más profundo, lo que va más al fondo del
ser, es una relación de amor, en la cual se trata realmente de
reconocer la sexualidad. En la relación madre-hijo, se podría
decir que, del lado de la madre, el amor precede a la afección,
en tanto que del lado del niño, es la libido la que viene a relevar
la relación de apego. J Posee la naturaleza de una relación amo­
rosa plenamente satisfactoria, que no sólo cumple todos los de-

95
seos anímicos sino todas las necesidades corporales, y si repre­
senta una de las formas de la dicha asequible al ser humano ello
se debe, no en último término, a la posibilidad de satisfacer sin
reproche también mociones de deseo hace mucho reprimidas y
que hemos de llamar "perversas" ».86
Con gran densidad de expresión se introduce aquí una idea
que sería desarrollada en un artículo fundamental de Granoff y
Perrier: 87 la relación madre-hijo, para estos autores, es consi­
derada el lazo por excelencia de la perversión femenina, la úni­
ca posibilidad de perversión que podemos parangonar con el
espectro de las perversiones masculinas. Si se pretende dar
todo su sentido a la expresión «mociones de deseo que hemos
de llamar perversas», es evidente que hay que tomar en cuen­
ta la elaboración sobre el fetichismo, también esbozada en este
texto, de suerte que esta noción de perversión está centrada
aquí en la relación con el falo y con el problema de la castración.
«Aun en la más dichosa pareja joven, el padre siente que el
hijo, en particular el varoncito, se ha convertido en su competi­
dor, y de ahí arranca una enemistad con el preferido, de pro­
fundas raíces en lo inconciente».88 He ahí otra idea que merece
ser destacada: el Edipo remite generalmente al deseo del niño
por destronar al padre de su posición privilegiada; aquí ocurre
lo contrario: el niño es el privilegiado y el padre es quien está
ahora celoso de esa prevalencia indiscutible de la relación
madre-hijo. «Contra-Edipo» tal vez, pero un contra-Edipo que
habría que plantear desde la raíz misma del Edipo.
Por último, el capítulo IV termina con un apuntamiento no
menos sugestivo concerniente a otras figuras andróginas. Pero
ya no se trata en este caso de las divinidades femeninas con
falo, son figuras afeminadas que encontramos en la obra pictó­
rica de Leonardo, en particular el «San Juan» y el «Baco»: «Es­
tos dos últimos son variantes de un mismo tipo. Muther [crítico
de arte] dice: "Del ser frugal de la Biblia, que se alimentaba de
langostas, Leonardo ha hecho un Baco, un joven Apolo que,
con una enigmática sonrisa sobre sus labios, cruzados sus blan..
dos muslos, nos mira con unos ojos que nos arrebatan los senti­
dos". [Volvemos a encontrar en esas figuras la misma sonrisa
de «La Gioconda», pero en este caso ella deviene la sonrisa de
86S. Freud, Un recuerdo infantil ... , op. cit., págs. 108-9. Entre corche­
tes, comentarios de Jean Laplanche.
87 W. Granoff y F. Perrier, «Le probleme de la perversion chez la femme
et les idéaux féminins», en La P81Jchanalyse, París: PUF, nº 7, 1964; reedita­
do bajo el título Le désir et le féminin, París: Aubier-Montaigne, 1979.
88 S. Freud, Un recuerdo in¡(antil ... , op. cit., pág. 109.

96
aquel que ha sido seducido.] Estos cuadros respiran una místi­
ca en cuyo misterio no osamos penetrar; uno puede intentar, a
lo sumo, establecer su enlace con las anteriores creaciones de
Leonardo. Las figuras son de nuevo andróginas, pero ya no en
el sentido de la fantasía sobre el buitre; son hermosos jóvenes
de femenina ternura y con formas femeninas; ya no bajan los
ojos [ es lo esencial], sino que miran como en misterioso triunfo,
como si supieran de una gran dicha lograda sobre la que fuera
preciso callar [es la sonrisa misteriosamente triunfante del que
ha sido seducido y se identifica narcisísticamente con el perso­
naje seductorJ». 89 Ya señalé, hacia el final del pasaje, el térmi­
no de «renegación», al que deberemos volver en cuanto abor­
demos la teoda de la pintura.
Volviendo al «recuerdo» infantil de
EL «RECUERDO»: Leonardo, todo designa allí unafigura
FIGURA SIMBOLICA simbólica de la seducción (¿qué mejor
DE LA SEDUCCION apólogo para representarla?), de la
implantación del deseo materno, que
marca al niµo y luego al adulto como un destino. De esto sin
duda habla 1 Leonardo cuando dice que desde siempre, desde '
ese acontecimiento inmemorial, estuvo constantemente desti­
nado a ocuparse del vuelo de los pájaros. ¿Cómo desconocer en
ese golpeteo de la cola del milano (llamémoslo ahora por su
verdadero nombre) el juego sexual al que Freud alude aquí
directamente?: el juego del pecho con la boca (juego en el cual
se olvida demasiado habitualmente el carácter de zona erógena
del pecho en la madre); y después, por supuesto, y es sobre lo
que Freud insiste, el juego de los labios con los labios, los 1<be­
sos apasionados». Por medio de la imagen autoerótica/narcisis­
ta de los labios sobre los labios t lo que ahí se designa es sin
duda el hecho de que el momento de seducción es -o deviene
inmediatamente- un tiempo de retorno sobre sí y un tiempo
de repliegue en el fantasma; he aquí la marca de lo que yo
designo como tiempo selbst, como tiempo auto, en la seducción.
Por último, en perspectiva, siempre dentro de este recuerdo
infantil, debemos evidentemente situar el juego del pene fan­
tasmático de la madre. Pero es aquí donde hay que tomar en
cuenta la objeción tocante a una perspectiva genética (que ha­
ce intervenir lo «fálico» alrededor de los cuatro años, mucho
después de lo oral y de lo anal): ese pene fantasmático de la
madre no es aquel que le atribuye el niño hacia los cuatro años,
sino aquel que la madre sigue anhelando, particularmente a
89
Ibid., págs. 109-10. Entre corchetes, comentarios de Jean Laplanehe.

97
través del lactante, aquel en el cual eventualmente se proyec­
ta, se unifica y acaso se sella la serie de sus deseos parciales.
Uno piensa inmediatamente en la fórmula lacaniana, retomada
por otra parte de Freud: el hijo como falo de la madre. Sin
embargo, se trata aquí de algo mucho más complejo en el sen­
tido de que el falo no está solamente en la posición del hijo. El
pecho mismo, en alternancia con el niño, en batimiento podría­
mos decir (para retomar esa imagen del batimiento de las alas),
viene también a ocupar ese lugar fantasmático del falo que se
empuja entre los labios del lactante.
Cerca de 1897, Freud, centrado verdaderamente en lo que
nosotros llamamos la teoría de la seducción, expresa lo esencial
de ella en la siguiente ecuación: perversión en el adulto = neu­
rosis en el niño; de donde surge por lo demás la siguiente auto­
crítica: parece inconcebible, dada la cantidad de neuróticos que
encontramos, que pudiera existir un número tal -necesaria­
mente un número más grande- de progenitores perversos.
Pero esta objeción cae si aceptamos sustituir la perversión
realizada de una mujer insatisfecha por ese dato cuasi estruc­
tural de la relación de la madre con el pene. Con Leonardo,
volvemos directamente a esta teoría de la seducción, de la cual
decimos que es la verdad del apuntalamiento. Y el fantasma de
seducción, «el recuerdo infantil de Leonardo», nos acerca a lo
que he llamado objeto-fuente. De todos modos, si no se puede
afirmar con seguridad que el fantasma de Leonardo sea él mis­
mo (¿quién osaría decirlo?) el objeto-fuente, cabe suponer que
constituye uno de sus perfiles inconcientes más cercanos.90

27 de enero de 1976

De este modo, llevándolo más lejos tal vez de lo que hiciera


Freud, hemos reencontrado ese elemento esencial que hace de
ese fantasma una suerte de paradigma de la seducción. El guión
escénico representa a la seducción, pero él mismo es cercano

90 Hago notar que, después de «El inconeiente, un estudio psicoanalítico»


(1961), el recorrido de S. Leclaire y el mío coinciden regularmente. En este
caso, evocaré su noción de «representación del representante» [représentation
du représentant]. Cf. S. Leclaire, 0n tue un enfant, París: Le Seuil, 1975,
págs. 62 y sigs . [Ed. en castellano: Matan a un niño, Buenos Aires: Amorror­
tu editores, 19771 págs. 57 y sigs.]

98
de lo que es depositado por la seducción, lo que yo llamé el
objeto-fuente. Lo que nos conduce al c·arácter auto-represen­
tativo del fantasma, representando el fantasma no sólo un
contenido de una escena, sino también \ª
manera en que él
mismo es producido. Se podría decir, au n\cuando este tipo de
juego de palabras esté sujeto a caución, que el fantasma de
implantación representa la implanta<!ión del fantasma.
Podemos leer en Freud una larga discusión sobre el estatuto
de realidad de ese guión escénico: ¿es verdaderamente un re­
cuerdo? ¿Es una pura y simple construcción a posteriori? ¿Es
la mezcla de una construcción y de elementos mnémicos7 Dis­
cusión que no es única porque volvemos a encontrarla no menos
desarrollada, por ejemplo, acerca de la escena primitiva en el
Hombre de los Lobos. Se trata de un problema del cual Freud
nunca se sustrajo y mucho menos lo hizo confo�ndose con
invocar una mera reconstrucción adulta. A esta posición, que
es la de Meyer Schapiro y también de Viderman (pero igual­
mente la de Jung), la tesis de una inadecuación total de los
elementos infantiles cuando se trata de construir la interpreta­
ción analítica, Freud está lejos de ignorarla; y sólo la rechaza
después de haberla refutado ampliamente en cada caso. Para
Freud, si hay construcción, lo importante es que esta construc:..
ción de todos modos expresa una verdad profunda, la cual es-·
taría presente extremadamente temprano, desde la infancia:
«Entonces, si el relato de Leonardo sobre el buitre que lo
visitó en la cuna no es más que una fantasía tardía, se creería
que no vale la pena detenerse más en él. Uno podría confor­
marse, para explicarlo, con la explícita tendencia de Leonardo
a solemnizar su preocupación por el problema del vuelo de los
pájaros como un mandato del destino. Sólo que con ese menos­
precio se cometería el mismo yerro que si se quisiera desesti­
mar lisa y llanamente el material de las sagas, tradiciones e
interpretaciones en la prehistoria de un pueblo. A pesar de
todas las desfiguraciones y malentendidos, la realidad del pa­
sado está representada en ellos; son lo que el pueblo ha plas­
mado con las vivencias de su época primordial bajo el imperio
de motivos antaño poderosos y hoy todavía eficaces. Si uno
pudiera deshacer esas desfiguraciones -para lo cual debería
conocer todas las fuerzas eficaces-, no podría menos que des­
cubrir la verdad histórica tras ese material fabuloso. Lo mismo
vale para los recuerdos de la infancia o fantasías de los indi­
viduos». 91
91 S. Freud, Un recuerdo infantil ... , op. cit., pág. 79.

99
Ven ustedes que Freud sobrepasa, en beneficio del movi­
miento pulsional, esta oposición entre recuerdo y fantasma re­
construido. Para él, esa verdad es la misma de los fantasmas
de los orígenes y de los mitos de los orígenes, como el que
narra la fundación ·de_ Roma: oráculos, intervenciones divinas
y, en los orígenes mismos del interés artístico o científico (nos
volvemos a encontrar con el problema de la sublimación), como
punto de llamado y de excitación extraño por relación al sujeto,
como avatar del «cuerpo extraño interno», lo que nosotros lla­
mamos «vocación»- o «inspiración».
¿Estamos con este rodeo por la seducción tan lejos del pro­
blema de la sublimación? No tanto, puesto que, en los dos ca­
sos, se trata de una relación sexual y no sexual: pudiendo la se­
ducción, en primera formulación, describirse como irrupción
de lo sexual en lo supuestamente no sexual del niño, irrupción
en la autoconservación; inversamente, la sublimación será con­
cebida como pasaje energético de la pulsión sexual a·activida­
des no sexuales. En el Leonardo, esta problemática de la subli­
mación, tema rector de la reflexión freudiana, está sin embar­
go lejos de ser unívoca, lo que desde el comienzo plantea algu­
nas dificultades. En primer lugar, si bien la sublimación es
concebida a menudo como trasformación de una actividad se­
xual en actividad no sexual, como «destino pulsional», encon­
tramos algunos pasajes en los cuales lo que está en cuestión es
la génesis de objetos, de mitos o de ilusiones. Así, los dioses
serían el resultado de la sublimación de órganos genitales, 92
o incluso Dios y la Naturaleza (que son coordenadás esen­
ciales en la obra de Leonardo) son sublimaciones de persona­
jes parentales. 93
Esta dualidad entre la sublimación
CREACION PICTORICA pulsional y lo que llamaremos simbo­
E INVESTIGACION lización de los objetos «por lo alto» me
CIENTIFICA: parece menos importante que otra
LA IMPOSIBLE dualidad mucho más problemática y
RECONVERSION peligrosa, debido al hecho de que nos
enfrentamos, con Leonardo, no a una
sublimación, sino de entrada a dos actividades principales, res­
pecto de las cuales se plantea desde el comienzo el enigma: por
una parte, la actividad de creación pictórica, y por otra, la acti­
vidad de investigación científica. Estas dos actividades están
en Leonardo muy intrincadas y a menudo se sostienen una a la

92 Ibid., pág. 91.


93 Ibid. 1 págs. 92 y sigs.

100
otra; así, los dibujos de Leonardo apoyan sus investigaciones
anatómicas o sus investigaciones sobre el vuelo; inversamente,
la investigación científica anatómica o, en general, la investi­
gación de la naturaleza tiene por fin o por coartada la voluntad
de lograr una pintura más fiel a la verdad. Pero Freud insiste
más bien, con muchos otros autores, en su antagonismo. Insis­
te -es el comienzo mismo de su artículo- en el freno de la
actividad pictórica por una investigación intelectual cada vez
más profunda, incluso obsesiva, a tal grado que casi todo el
impulso creativo pasa :finalmente al conocimiento, sin posibili­
dad de reconversión. {<Ninguna cosa, decía Leonardo, puede
ser amada u odiada mientras no se tenga un conocimiento pre­
vio de ella». Lo que Freud interpreta así: es evidentemente un
error teórico decir que no se puede amar u o�ar sin conocer:
toda la experiencia de la vida afectiva prueba lo contrario. Pero
e� una verdad con respecto a la evolución misma de Leonardo
decir que finalmente subordinó el amor y el odio al conocimien­
to. Señala Freud: «Por tanto, Leonardo sólo pudo haber que­
rido decir que lo común en los seres humanos no es el amor
justo e inobjetable; debería amarse suspendiendo el afecto, so­
metiendo este al trabajo del pensar y consintiéndolo únicamen­
te luego de que hubiera pasado por la prueba del pensar. Y en­
tonces entendemos que lo que quiere decirnos es que en él así
ocurre; seria deseable que los demás se comportaran con el
amor y el odio como él mismo lo hace». 94
Insistiré aquí en esa noción, tan importante en psicoanálisis,
de una imposibilidad de reconversión, es decir el hecho de que
en ciertos dominios el pasaje, la conversión de un lugar a otro,
de una realidad psíquica a otra, es imposible en los dos senti­
dos. De esta imposibilidad o de esta grave dificultad de recon­
versión, el principal ejemplo lo da la teoría de la angustia: la
conversión de la libido en angustia es, si no de sentido único, al
menos de muy dificil operación en el otro sentido; la reconver­
-sión de la angustia en libido demanda esfuerzo mucho mayor
que el pasaje de la libido a la angustia. Hay aquí un modelo
energético que Freud no desarrolla, un modelo del tipo de la
entropía.95 Por supuesto que el psicoanálisis juega metafórica­
mente con cantidades de energía, pero habría. lugar para hacer
intervenir no sólo la ley de �asformación de la energía, sino el

94 ]bid., pág. 69.


95 «Las trasposiciones (Umsetzungen) de la fuerza pulsional psíquica en
diversas formas del quehacer acaso se� tan imposibles de lograr sin pérdida
como las de las fuerzas ñsicas». [lbid., pág. 70.]

101
segundo principio de la termodinámica, es decir el hecho de
que ciertos tipos de energía representan una degradación de
otros tipos, y que no se puede volver atrás salvo con un esfuer­
zo adicional y con una pérdida considerable. Esta imposibilidad
de reconversión, Freud la detecta en Leonardo, precisamente
entre la actividad pictórica y la actividad de investigación inte­
lectual. Pero si uno profundiza la lectura suficientemente, se
da cuenta de que el análisis procede de dos puntos de vista
ligeramente diferentes:
«Se ha llamado a Leona:rdo el Fausto italiano por su insacia­
ble e infatigable esfuerzo de investigar. Pero al margen de
cualquier duda sobre la reversión posible de la pulsión de in­
vestigar en placer de vivir, que debemos suponer como la pre­
misa de la tragedia de Fausto (tras haberse dedicado a la in­
vestigación hasta una edad avanzada, Fausto vuelve a la ju­
ventud y a las satisfacciones pulsionales directas], uno se aven­
turaría a señalar que el desarrollo de Leonardo se aproxima a
una mentalidad espinozista». 96
Lo que Freud significa con esto es que se pasa en Leonardo
de un conocimiento del primer género al del segundo género, y
después al del tercero, procediendo por lo tanto hacia un cono­
cimiento cada vez más depurado y cada vez más alejado de lo
sensible. La imposibilidad de reconversión es claramente se­
ñalada, y lo es como imposibilidad, o extrema dificultad, de
retorno de lo sublimado a lo pulsional (al Lebenslust, alegría,
deseo o placer de vivir).
En la página siguiente aparece una clara diferencia en la ca­
racterización de las dos actividades en pugna:
«Cuando luego intentó regresar desde la investigación al
ejercicio del arte, de donde había partido, experimentó en sí la
perturbación que significaba la nueva postura de sus intereses
y la cambiada naturaleza de su trabajo psíquico. En un cuadro
le interesaba sobre todo un problema, y tras este veía aflorar
otros innumerables [ ... ].Ya no lograba limitar su pretensión;
aislar la obra de arte, arrancarla de la gran trama en que la
sabía inserta». 97
El problema mayor en este Leonardo de Freud desde el
punto de vista de la sublimación es que unas veces nos son
presentadas dos actividades (pintura e investigación intelec­
tual), ambas sublimadas y en lucha una contra la otra, mientras
que otras veces -las más- la sublimación sólo es evocada
96 ]bid. Entre corchetes, comentarios de Jean Lapianche.
97 Ibid., págs. 71-2.

102
para la actividad intelectual, y la lucha entre ambas activida•
des es en última instancia una incapacidad de «de-sublimar»,
de volver, al menos parcialmente, a lo pulsionaL De modo que
la actividad pictórica sería algo mucho más cercano a lo pulsio­
nal, es decir a aquello que Freud mismo llama deseo de vivir,
que la actividad intelectual.
Una de las razones de esta diferencia
PRIMERA DERIVACION es, seguramente, que la actividad de
DE LA PULSION DE investigación se ·presta mucho más al
SABER esquema de la sublimación que la gé-
nesis de la actividad plástica. Vuelvo,
acerca de esto, a las páginas en las que hemos seguido ya rápi­
damente el destino de la famosa «pulsión de saber» (Wisstrieb).
Recordemos como preludio que Freud se rebeló en esa ocasión
contra la multiplicación al infinito de. la cantidad de «pulsio­
nes»: crear una pulsión especializada. par.a: toda actividad no es
sino multiplicar las soluciones meramente verbales. Así las co­
sas, ¿qué ocurre con esta pulsión de saber? ¿Es una pulsión?
¿Es una pulsión sexual? ¿Qué referencias puede aportar nues­
tro esquema del apuntalamiento y de la seducción a este pro­
blema del saber? Utilizo aquí el texto de Tres ensayos de teoría
sexual y, en particular, el capítulo V del segundo ensayo, «La
investigación sexual infantil», capítulo escrito en 1915: y que
por lo tanto es un agregado a Tres ensayos escrito por Freud
con posterioridad a la redacción del Leonardo.
«A la par que la vida sexual del niño alcanza su primer flore­
cimiento, entre los tres y los cinco años, se inicia en él también
aquella actividad que se adscribe a la pulsión de saber o de
investigar [Wisstrieb: pulsión de saber; Forschertrieb: pulsión
del investigador]. La pulsión de saber no puede computarse
entre los componentes pulsionales elementales ni subordinarse
de manera exclusiva a la sexualidad [lo que significa entonces
que es una pulsión descomponible, y que sus componentes no
son únicamente sexuales]. Su acción corresponde, por una par­
te, a una manera sublimada del apoderamiento, y, por la otra,
trabaja con la energía de la pulsión de ver [he aquí entonces
introducidos otros elementos: Bemachtigung o «apoderamien­
to» y el Schaulust (Freud utiliza a veces Schautrieb), digamos
"escoptofilia" aun cuando sea demasiado erudito por relación al
término alemán, que es mucho más común: deseo y placer;
Lust es casi intraducible al francés]. Empero, sus vínculos con
la vida sexual tienen particular importancia, pues por los psi­
coanálisis hemos averiguado que la pulsión de saber de los ni­
ños recae, en forma insospechablemente precoz y con inespe-

103
rada intensidad, sobre los problemas sexuales, y aun quizás es
••
despertada por estos». 98
He aquí un pequeño texto aparentemente preciso y que
puede, sin embargo, llenarnos de confusión. ¿Por qué? En pri­
mer lugar, generalmente Freud habla de Bemachtigung y
Bemachtigungstrieb, pulsión de apoderamiento, como de una
pulsión que en principio no es sexual. Para situarla en nuestro
diedro, se ubicaría en el plano izquierdo, el de la autoconserva­
ción. Pero entonces, ¿no sería en cierto modo absurdo decir
que la pulsión de saber es una sublimación de la pulsión de
apoderamiento, si justamente la pulsión de apoderamiento no
es sexual, y por definición entonces no podría ser sublimada?
Vayamos un poco más lejos que esta contradicción algo formal,
para percibir allí simplemente tal vez un atajo en el pensa­
miento de Freud. La �<pulsión de apoderamiento» aparece dos
páginas antes en Tres ensayos, a raíz del sadomasoquismo, en
un texto que, sin ser enteramente de 1916 o de 1920, ha sido
también profundamente retocado.99 Freud desarrolla ahí un
análisis del sadismó, para proponer una génesis de él según el
esquema del apuntalamiento. Y nos dice que el sadismo, como
pulsión sexual, deriva de una pulsión o de una actividad no­
sexual que consiste simplemente en extender su dominio sobre
el objeto. Habría por lo tanto, en el comienzo, una actividad de
apoderamiento que no obtendría placer de la destrucción del
otro, y que sólo se haría sexual en virtud de un movimiento
de apuntalamiento y de vuelta: 100 «La crueldad es cosa ente­
ramente natural en el carácter infantil; en efecto, la inhibición
en virtud de la cual la pulsión de apoderamiento se detiene
ante el dolor del otro, la capacidad de compadecerse, se des­
arrollan relativamente tarde». 101 La pulsión de apoderamien­
to no se detiene inicialmente en el niño ante el dolor del otro,
pero, hecho esencial, tampoco busca este dolor: compasión y

98 S. Freud. Tres ensayos ..., op. cit., págs. 176-7. Entre corchetes, .co­
mentarios de J ean Laplanche.
99 En la traducción de B. Reverchon..Jouve, Bemachtigungstrieb es tradu­
cida por «ptdsión de dominio» [pulsion de maitriser]. Cf. sobre este punto de
terminolpgía J. Laplanche y J.-B. Pontalis, Vocabulaire de la psycha:nalyse,
París: PUF, 1967, artículo «Pulsion d'emprise» [pulsión de apoderamiento].
[Es de este modo también como ha sido traducida al castellano en la tercera
edición del Diccionario de psicoanálisis (1981). En las ediciones anteriores
figuraba como «pulsión de dominio», como señala Jean Laplanche en esta
nota gue lo había hecho B. Reverchon..Jouve (N. de la T.).]
100 Cf. J. Laplanche, Vida. y muerte, crp. cit.
101 S. !t'reud, Tres ensayos ... , op. cit. 1 pág. 175. Este es el pasaje de 1905
que será completado en 1915.

104
sadismo van a la par, pero existiría una actividad consistento
en establecer su dominio sobre el mundo exterior, destruyén­
dolo si es preciso, actividad que por sí misma no sería sexual.
He aquí cómo completa Freud este pasaje en 1915: «Nos es
lícito suponer que la moción cruel [por lo tanto, en este caso,
moción sexual] proviene de la pulsión de apoderamiento y
emerge en la vida sexual en una época en que los genitales no
han asumido aún. el papel que desempeñarán después». 102 En
lo que quiero insistir aquí, más allá de un comentario que uste­
des mismos pueden hacer, es en que existe entre el apodera­
miento autoconservador, adaptación del mundo exterior, y el
sadomasoquismo, una relación de apuntalamiento. Cuando
Freud nos dice después, en este caso acerca de la pulsión de
saber, que esta es una sublimación del apoderamiento, pode­
mos intentar aplicar este esqu.ema sobre nuestro diedro, en
una especie de vaivén:

Interpretar así la sublimación como lo inverso del apunta­


lamiento es seguramente aplicar un esquema algo mecánico, el
mismo que Freud propone por otra parte en su breve texto
sobre «Las vías de la influencia recíproca». 108 Pero, sin por
ello abandonar nuestro modelo del diedro, tal vez haya otra
manera, no «recíproca», de entender el retorno del sadismo
hacia actividades sublimadas. Podemos imaginar en particular
algo que sería del orden de la aplicación, un repliegue del plano
sexual sobre el plano de la autoconservación.

102 lbid. Entre corchetes, comentarios de Jean Laplanche.


103 Cf. supro, págs.. 76-8.

105
Lo que retendremos, en todo caso, es el nexo privilegiado
del conocimiento y de la pulsión de investigar con el sadismo o
el sadomasoquismo. Lo que va totalmente en el sentido tanto
de este análisis de Leonardo como en general del análisis de lo
que atañe a la neurosis obsesiva: el carácter obsesivo y sus
relaciones con la investigación intelectual.
El otro apuntamiento de este texto es que la pulsión de sa­
ber «trabaja con la energía del Schaulust», de la pulsión o del
deseo de ver. Planteaba hace un momento la siguiente cues­
tión: Freud declara a menudo que no es cuestión de multiplicar
las pulsiones a pedido, y ver una pulsión dondequiera que se
encuentre una actividad especificada. ¿ Qué ocurre entonces
con esa «pulsión de ver», otra pulsión parcial que, al parecer,
tiene un estatuto muy peculiar? Apoderamiento y sadomaso­
quismo, pulsión de crueldad, han podido ser referidos de ma­
nera bastante clara a la fase anal, particularmente por el nexo
del control de esñnteres. Ahora bien, esto tiene de particular
la pulsión de ver: en Freud, aparece siempre independiente­
mente de una referencia precisa a una fase libidinal dada. La
pulsión de ver no puede ser asignada a la fase oral, anal, fálica,
etc. Sin embargo, ella lleva consigo también ese movimiento
del apuntalamiento, y ustedes encontrarán los elementos de
una descripción del apuntalamiento del voyeurismo-exhibicio­
nismo -es decir, de la pulsión de ver sexual- sobre la activi­
dad de ver, tanto en el texto de «Pulsiones y destinos de pul­
sión» como en el artículo sobre «La perturbación psicógena de
la visión según el psicoanálisis» .104 Entonces, también la acti­
vidad de ver se entiende como portadora de estas dos alas. Un
ala no-sexual, autoconservadora: porque al cabo, la visión sir­
ve a todo ser provisto de ella para orientarse en el mundo, con
prescindencia de cualquier problema de goce sexual, y Freud
la relaciona por este nexo, directamente, con el tacto: la activi­
dad de ver es una prolongación de la actividad de tanteo. Esto
se liga a toda la teoría freudiana de la percepción, según la cual
esta debe ser concebida como una especie de emisión, ritmada
en el tiempo, de tentáculos perceptivos. Imagínense los ten­
táculos de un protozoo o los cuernos de un caracol provistos de
una especie de movimiento de entrada y de salida; precisamen­
te, los cuernos del caracol son portadores de los ojos. He aquí
la imagen de lo que Freud pretende decir cuando liga la visión
al tanteo y la compara a una toma de muestras del mundo ex­
terior. Y bien, en el movimiento del apuntalamiento, la activi-
104 S. Freucl, «La perturbación psicógena...... op. cit., págs. 209-16.

106
dad no sexual de ver deviene pulsión de ver en el momento en
que se vuelve representativa, es decir interiorización de una
escena, Les recuerdo la primacía del ver en la teoría de los
sueños, pero también en la teoría del inconciente porque lo que
Freud llama las representaciones de cosa, que constituyen lo
propio del inconciente, son en gran parte concebidas según el
modelo de la representación visual.
Por lo tanto la pulsión de saber lleva consigo por una parte
apoderamiento, y por otra parte energía de la visión; una y
otra se reencuentran en la interiorización, porque interiorizar
es también dominar (piénsese en nociones como la del «control
omnipotente» del objeto), Dominar y ver tienen un aspecto no
sexual, y Freud edificará en Leonardo una teoría extremada­
mente rápida del apuntalamiento de la pulsión de investigación
sexual en estas dos actividades no-sexuales. He aquí cómo con­
cluye: « . . • la pulsión de saber de los niños recae, en forma
insospechadamente precoz y con inesperada intensidad, sobre
los problemas sexuales, y aun quizás es despertada por es­
tos».105 Esto significa: la pulsión de investigación sexual, de la
cual sabemos que desemboca en la investigación y en las teo­
rías sexuales infantiles, se apoya en una actividad no sexual,
pero tal vez, finalmente, aquello en lo cual se apuntala acaso no
existía antes que la sexualidad viniera a despertarlo. Volve­
mos a encontrar aquí algo que yo intentaba señalar a propósito
del esquema del diedro, y es el hecho de que el plano de la
autoconservación es tan débil que en ciertos casos puede ser
cuasi virtual y sólo llega a existir en acto a partir del momento
en que el plano de la derecha (la sexualidad) viene, como está
dicho aquí, a despertarlo. Se trata por lo tanto de un apunta­
lamiento que se apuntala, se podría decir, en algo que él mismo
viene a suscitar. Es decir que la noción de apuntalamiento nos
reserva todavía muchas sorpresas.

3 de febrero de 1976

Volvamos a la pulsión de saber y a sus


LA PULSION DE dos componentes, que hemos ubicado
SABER EN en Tres ensayos: pulsión de ver y sa­
LEONARDO domasoquismo derivado de la pulsión
de apoderamiento. Por esquemática
105 S. Freud, Tres ensayos .. . , op. cit., pág. 177.

107
que sea, esta descomposición se descubre claramente en el
caso de Leonardo. El componente visual vuelve por otra parte
menos abrupta la oposición entre estos dos dominios de subli­
mación designados por Freud: por un lado la actividad intelec­
tual de Leonardo, y por otro su actividad de dibujante y de
pintor; todos aqllellos que se han ocupado de esta obra pudie­
ron notar, en efecto, el carácter profundamente visual, mecá­
nico, constructivista, .de la investigación intelectual de Leonar­
do, su constante apoyo en esquemas. Les recuerdo ese aforis­
mo tan típico: «Siendo el ojo la ventana del alma, esta teme
constantemente perderlo» .106 El ojo es la ventana del alma; y
se puede decir que el ojo es la ventana del entendimiento: sólo
a través de lo visual hay intelección; y cada vez, se ha señalado,
que Leonardo alcanza en su investigación los límites de lo re­
presentable, recae en las teorías más tradicionales de la Edad
Media. Al punto de que las apreciaciones acerca del valor real
de la actividad científica de Leonardo son muy divergentes (se
puede encontrar esta discusión retomada en Eissler). La obra
de Leonardo vive en cierto modo sobre una reputación adquiri­
da, pero su ubicación en el progreso de las ciencias es más
que problemática: para algunos, y no sin razón, Leonardo es
un extraordinario observador, un técnico genial, pero precisa­
mente incapaz de liberarse de la visión. Dejo de lado este deba..:
te que sólo he querido mencionar.
El componente de dominio, ligado al sadomasoquismo, es
también claramente señalado por Freud tanto en sus expresio­
nes directas como en sus aspectos las más de las veces neutra­
lizados. Freud destaca rasgos tan extraordinarios como este:
este hombre bondadoso, tan piadoso, seguía a los condenados
hasta el suplicio con el fin de estudiar mejor los rasgos de su
rostro y poder luego reflejar en sus dibujos las reacciones de
angustia y de terror. Leonardo era un hombre extremada­
mente bondadoso, lo que no le impedía acompañar a los prínci­
pes :florentinos en sus guerras e inventar para ellos máquinas
de guerra. Leonardo era vegetariano, y en forma compulsiva.
En suma: los orígenes sadomasoquistas de la investigación y
de la maquinaria leonardesca serían fácilmente rastreables.
Pero como el tiempo disponible este año toca a su fin, quisie­
ra volver aún al desarrollo de Freud acerca de la sublimación,
a ese pasaje que constituye el centro de nuestro interés y tam­
bién de nuestra perplejidad.

100 Véase K. Eissler, Leónard de Vinci. Etude psychanalyfique, O'[). cit.,


pág. 243.

108
«Tenemos por probable que esa tendencia dominante [en la
vida de un individuo] se haya manifestado ya en la primera
infancia de esa persona, y consolidara su predominancia por
obras de unas impresiones de la vida infantil; [Es esta la prime­
ra vertiente de la hipótesis concerniente a la sublimación; he
aquí la segunda:] y además, suponemos que originariamente se
atrajo como refuerzo unas fuerzas pulsionales sexuales, de
suerte que más tarde pudo subrogar un fragmento de la vida
sexual» .107
Del primer aspecto, de las bases no-sexuales de la actividad
sublimada, de esta «actividad dominante» o de esta «tendencia
preponderante», Freud nos dice poco en su reconstrucción del
caso de Leonardo. Lo que le interesa no es la investigación del
niño antes del momento precisamente en que viene a injertar­
se la investigación sexual. ¿Injertarse? Hemos visto, con Tres
ensayos, que es incluso más que eso, ya que la cuestión consis­
tiría en saber si no se trata pura y simplemente del despertar
mismo de la investigación. Desde esta perspectiva, no existí-
ría, en acto, una investigación no sexual que viniera a enriq ue­
cerse por la investigación sexual infantil, sino que toda activi­
dad de investigación se iniciaría en el preciso momento en que
es suscitada por la investigación sexual. Pero, ¿qué es después
de todo la actividad de investigación? ¿Es lo mismo que la acti­
vidad intelectual, que la función de la inteligencia? También en
este caso habrá que operar distinciones. Sabemos claramente
que la inteligencia es una función que no sólo es propia dél
hombre; profusas investigaciones han permitido conocer con
toda precisión el desarrollo y los límites de la inteligencia ani­
mal como función adaptativa. Es evidente que esta actividad
intelectual (el desarrollo de la inteligencia) no es hoidinal {con­
servando para este término su estricto sentido psicoanalítico).
Ella es neutra. Puede estar evidentemente al servicio de la
sexualidad, pero con más frecuencia funciona al servicio de las
tendencias que sostienen la autoconservación. Yo diría que en­
tre inteli,gencia, como actividad combinatoria adaptativa, e
investi,gación, hay una diferencia; y tal vez por allí pasa la dis­
tinción con la sexualidad. Con la investigación pasamos de una
búsqueda eventualmente compleja, de {<una conducta de ro­
deo», pero que no pone un objeto detrás, que no es «tética>�

107 S. Freud, Un recuerdo infantil ... , op. cit., pág. 72. Entre corchetes,
comentarios de Jean Laplanehe. (También en este caso hemos debido introdu­
cir pequeñas modificaciones en la versión castellana para permitir al lector se­
gm.r el pensamiento de Jean Laplanche (N. de la T.}.]

109
(para emplear un término filosófico), a la búsqueda de algo
oculto, algo necesariamente representable, más allá de las
apariencias. Que lo «oculto» y lo «representable>> estén relacio­
nados con la aparición de lo sexual no es algo que nos pueda
sorprender. Agregaremos, de manera absolutamente correla­
tiva, que se trata de algo interiorizado, precisamente una suer­
te de esquema representativo que no es ya otra cosa que el
fantasma. Remito a un texto de Freud al cual ya me he referido:
«Sobre las teorías sexuales infantiles», de 1907. Estas {<teo­
rías» son las elaboradas por el niño para explicar, en el marco
precisamente de una actividad investigadora, cierta cantidad
de enigmas. Su momento desencadenante, su espina irritativa
por así decir, es siempre un enigma planteado por el mundo
de los padres, un tapujo, un secreto,
EL ENIGMA SEXUAL un aparte, una reserva; en pócas pala-
COMO sEnuccION bras: algo que, de manera realista,
material, se supone oculto tras las
apariencias. He tenido ya ocasión de insistir en una suerte de
paradoja que Freud sostiene, tanto en el texto «Sobre las teo­
rías sexuales infantiles» como en Tres ensayos. El primero de
los textos mencionados comienza aproximadamente así: Si un
marciano llegara a la Tierra, ¿qué tendría para explicarse, de
lo percibido en el mundo de los humanos? Y bien, el enigma
más asombroso, aquel que más exige explicación, es la distin­
ción entre hombres y mujeres. Si él tuviera que elaborar un
sistema significativo, sería esta distinción entre hombres y
mujeres lo que debería explicar. Insisto en ello porque Freud
plantea precisamente aquí (ya que el marciano es evidente­
mente también el niño) que la distinción masculino-femenino
no es sólo la düerencia sexual, como se ha sostenido después,
sino también la distinción más general, de habitus, de funcio­
nes sociales, de modos de vestirse y de conducirse, en resu­
men, de lo que desde una cierta perspeqtiva llamamos el «gé­
nero» en oposición al sexo.108 Freud continúa así (yo parafra­
seo): ustedes pensarán que estoy obsesionado por la sexuali­
dad y por el falo, y que estoy por decirles que el enigma número
uno para el niño es la diferencia de géneros. ¡Y bien, no! El
enigma primero para el niño, aquel que desencadena las prime-
108 Como lo expuse en mi seminario del 4 de diciembre de 1978 (Problemá­
ticas 11 1 Castración. Simbolizaciones), la distinción del sexo y el gé:nero es
indispensable en psicología. Pretendo darle un sentido preciso, muy diferente
de los presupuestos y, :finalmente, de la confusión introducida por un Stoller.
En particular es insostenible emplazar uno de los términos del lado de la
anatomía y el otro del lado de la psicología. Conviene llamar sexo al conjunto

110
ras teorías sexuales infantiles, no es la distinción masculino­
femenino, sino la pregunta «¿De dónde vienen los niños?». Es
el nacimiento de un niño (o ya la espera de un hijo por la ma­
dre) lo que constituye generalmente el punto de partida de
esta investigación infantil. Diré que, en la investigación en tor­
no del nacimiento, el elemento de seducción y de intrusión es
más claro. Después de todo, el mundo de los géneros está dado
desde un comienzo como natural para el niño, está dado tan
naturalmente como las distinciones, que poco a poco se ela­
boran, entre animado e inanimado. Por el contrario, la llegada
de un hijo es siempre un acontecimiento que parece surgir de
la nada. El otro aspecto importante en la perspectiva que in­
tento desarrollar (la de la investigación ligada a la construcción
de un fantasma) es el rechazo, por parte de los padres, de la
explicación adecuada. Se trata de las falsas explicaciones dadas
bajo la forma, también en este caso, de «teorías sexuales» de la
fecundación, de la gestación y del alumbramiento. De modo que
-como Daniel Lagache supo descubrirlo en este trabajo­
Freud describe aquí el primer conflicto psíquico, el primer con­
flicto «edípico», que está centrado en esta lucha por el saber y
también, por supuesto, por el poder, entre los padres que
rehúsan la teoría y la representación adecuadas, y el niño que
intenta adquirirlas. El primer clivaje, nos dice Freud, nace
aquí. ¿Sería abusivo hablar de seducción a propósito de esta
situación provocada por él nacimiento de otro hijo? Diré que no
hay tal vez un acontecimiento puntual de seducción, sino una
situación o una estructura de seducción. La seducción, en esta
situación, no es la aportación -ajena sin embargo, exterior­
de las teorías por parte de los padres, digamos la «teoría de la
cigüeña», para fijar las ideas. No basta con que algo llegue al
niño desde el exterior para que funcione como elemento de
traumatismo y de seducción. La teoría de la cigüeña no es una
teoría sexual infantil, ella desempeña después de todo un papel
ínfimo en el desarrollo del niño, salvo como prueba suplemen­
taria de la duplicidad, del carácter fundamentalmente menti­
roso de los padres. Pero en esta situación podemos ubicar lo
propiamente traumático. Entiendo por traumático, desde un
punto de vista cuantitativo, un aporte externo que provoca
de determinaciones físicas o psíquicas, comportamientos, fantasmas, etc., di­
rectamente ligados a la función y al placer sexuales. Y género al conjunto de
determinaciones :tísicas o psíquicas, comportamientos, fantasmas, etc. 1 ligados
a la distinción masculino-femenino. La distinción de géneros va desde las
diferencias somáticas secundarias hasta el género gramatical, pasando por el
habitus, la vestimenta, el rol social, etcétera.

111
una excitación demasiado fuerte como para que el niño sea ca­
paz de ligarla; y, cualitativamente, una inadecuación entre las
capacidades de elaboración del niño en ese momento, la batería
intelectual que tiene a su disposición, por una parte, y por la
otra el nivel del problema que le ha sido planteado. En última
instancia, en esta situación que no rehúso llamar seducción, o
situación de apuntalamiento, se plantea un problema «egoísta»
de supervivencia: ¿no vendrá este otro que va a nac�r o que ya
ha nacido a tomar mi lugar? ¿Cómo pueden fabricarse otros
sobre el mismo modelo? ¿No soy yo entonces el único? ¿Será el
otro el favorito? Problema de supervivencia, del lado de las
pulsiones de autoconservación, que ustedes reencontrarán per­
fectamente designado en otro texto donde se trata precisa­
mente del apuntalamiento: «Pegan a un niño» (también ahí es
el problema del otro niño el que está en el origen de la fabrica-
. ción de toda la serie de los fantasmas, que lleva al fantasma
sadomasoquista «pegan a un niño»). Entonces, por una parte,
un problema de autoconservación y, por otra, a través de este,
cuestiones misteriosas concernientes al vínculo de la pareja
parental, más precisamente un .acontecimiento enigmático que
puede ocurrir en esa pareja parental, lo que en definitiva hace
comparecer una topografía corporal mal demarcada. Todo eso
no puede ser reformulado, en esas famosas teorías sexuales
infantiles, como no sea a través de lo vivido erógeno propio del
niño: de allí las múltiples teorías del coito y del alumbramiento
que cada niño es llevado a forjarse.
Apuntalamiento en la pulsión de sa-
SuBLIMACION her, en la Wisstrieb. La primera para-
o SINTOMA doja de este apuntalamiento es que
(hemos insistido en ello) lo que se
apuntala, es decir la investigación sexual, viene a suscitar y
enseguida a sostener -es decir a apuntalar en otro sentido-­
aquello sobre lo cual supuestamente se apoya, es decir la auto­
conservación. Hay entonces allí una relación invertida que nos
lleva a situar en una perspectiva muy relativa toda la teoría de
la relación entre nuestras dos «pulsiones»: autoconservación y
sexualidad. La segunda paradoja reside en que, al menos en la
sublimación, aquello que viene a apuntalarse, la investigación
sexual, no sucumbeJ al menos no completamente, a la repre­
sión. Hay allí, parecería, un juego sutil en ese momento entre
sublimación y represión. Llego así al último pasaje de esas dos
páginas de Freud, saltando las soluciones intermedias llama­
das «neuróticas» para .alcanzar el tipo que corresponde propia­
mente a la sublimación:

112
«El tercer tipo, más ra1·0 y perfecto, en virtud de una parti­
cular disposición escapa tanto a la inhibición del pensar como u
la compulsión neurótica del pensamiento [que eran entonces
las dos salidas neuróticas]. Sin duda que también aquí intervie­
ne la represión de lo sexual, pero no consigue arrojar a lo in­
conciente una pulsión parcial del placer sexual, sino que la
libido escapa al destino de la represión sublimándose desde el
origen [este «desde el origen» es muy importante, y sobre esto
quisiera insistir hoy (von Anfang an = desde el comienzo): al
comienzo, habría escapatoria por relación a la represión] en un
apetito de saber y sumándose como refuerzo a la vigorosa pul­
sión de investigar. También aquí el investigar deviene en cier­
ta medida compulsión [Zwang] y sustituto [Ersatz] del queha­
cer sexual, pero le falta el carácter de fa neurosis por ser ente­
ramente diversos los procesos psíquicos que están en su base
(sublimación en lugar de irrupción desde lo inconciente) [la su­
blimación se opone por lo tanto a la formación de un síntoma a
partir de una represión]; de él está ausente la atadura a los
originarios complejos de la investigación sexual infantil, y la
pulsión puede desplegar libremente su quehacer al servicio del
interés intelectual. Empero, dentro de sí da razón de la repre­
sión de lo sexual, que lo ha vuelto tan fuerte [es decir, que ha
vuelto tan fuerte a esta pulsión} mediante el subsidio de una
libido sublimada, al evitar ocuparse de temas sexuales» . 109
Hay verdaderamente allí algo muy sutil: ¡la sublimación no
es una represión y existe sin. embargo retorno! Voy a esque­
matizar: no es una represión, es decir que en el lugar mismo
donde algo ha sido reprimido no surge un Ersatz bajo la forma
de un síntoma; sin embargo, hay represión de una parte de la
actividad pulsional; en particular, y especialmente, represión
de la parte que constituía una investigación dirigida a un obje­
to propiamente sexual, es decir una represión concernie:nte al
objeto, una vía bloqueada. Y hay incluso un Ersatz, pero, se
podría decir, por derivación, por vía colateral, y no un síntoma
neurótico, que se produce allí donde sobreviene la represión.
Entiendo que todo .esto puede parecer un poco «traído de los
pelos», pero es esta la dificultad del problema de la sublimación
en Freud y, agregarla, tanto más cuanto que, precisamente, el
llamado evitamiento del objeto sexual en el curso de la investi­
gación intelectual no es tan claro en Leonardo, porque lo ve­
mos llevar a través de los famosos dibujos una suerte de inves-

º
1 9 S. Freud, Un reeu,erdo infantil..., op. cit., págs. 74-5. Entre corche­
tes, comentarios de Jean Laplanche.

113
tigación concerniente a la anatomía y a la fisiología de la re­
lación sexual.
Para poner un término, totalmente
CoNCLUSION: provisional, a mi itinerario de este
¿LA SUBLIMACION año, a la investigación de esta proble­
«DESDE EL ORIGEN»? mática «sublimación», quisiera mar­
car con una flecha lo que podría cons­
tituir la vía para hacer· avanzar esta cuestión. Indiqué que
encontraba ciertamente sugestiva la indicación de Freud de
poner la sublimación en relación con el apuntalamiento, pero,
por otra parte, insuficiente la idea de que esta relación fuera
sencilla, es decir que la sublimación sólo fuera el apuntalamien­
to en sentido inverso, el retorno de lo sexual a lo no sexual.
Vemos ahora en qué resulta insuficiente ese esquema: es que
no toma en cuenta el elemento «represión». En efecto, la subli­
mación es para una parte de la pulsión un destino que le permi­
te escapar de la represión. Pero es correlativa pese a todo de
una represión, y en particular de una represión concerniente a
un cierto tipo de objeto, el objeto propiamente sexual.
Si conservamos la idea de que la sublimación está muy cerca
del apuntalamiento, conviene sin duda dar un destino particu­
lar a esa breve frase: «desde el origen». La sublimación no
sería un repliegue, un segundo repliegue por relación al primer
tiempo del nacimiento de lo sexual: apuntalamiento y sublima..;
ción, en cierto modo, irían más bien a la par. «Desde el origen»
hay una especie de acoplamiento cuando una sublimación debe
producirse. Las sublimaciones verdaderas son «precoces»,
Freud lo deja entender claramente a raíz de esa sublimación
particularmente sólida que es la intelectualidad de Leonardo.
Creo que habría que intentar concebir la sublimación produ­
ciéndose en el momento mismo en que aparece la excitación
sexual, en el tiempo de la pulsión parcial sexual. Pero ese tér­
mino «precoces» implica una significación temporal, cronológi­
ca, que corre el riesgo de imponer la idea de que sólo habría
sublimaciones en los primeros años de la vida. ¿No existirían
posibilidades, aun cuando fueran escasas, para una sublima­
ción «tardía»? Y en particular, ¿hay que abandonar la idea de
una sublimación que se produjera durante la cura analítica? Si
sustituyo la calificación de «precoz» por la de «originaria», es
para dar a entender que lo originario no es privativo de los
años de origen. Hay que admitir entonces la idea de que la pul­
sión sexual no está dada de una vez para siempre, sino que,
tomando al pie de la letra la teoría de Freud, en efecto existe
la capacidad en el ser humano (por supuesto, esencialmente,

114
pero no únicamente, en el niño) de crear sin cesar, cerca del
origen, lo sexual a partir de toda suerte de conmociones exte­
riores, a partir de lo nuevo, de lo cual el traumatismo no repre­
senta sino el paradigma más dramático.
Aquí se inscribe una cuestión que sólo evocaré provisional­
mente y de la cual -para el caso de Leonardo- ustedes en­
contrarán también elementos en Eissler: se trata de la cuestión
de saber, cuasi «cuantitativamente», si la actividad sublimada,
en la vida de un individuo, es competidora de la actividad di­
rectamente sexual, o si por el contrario ambas podrían ser con-
• sideradas paralelas. Si se admite por una parte que la pulsión
sexual está dada tal cual desde ·el origen, como una cantidad
idéntica de libido, no y se admite por otra parte que la subli­
mación es una manera de derivar una parte de esa sexualidad,
parecería evidente que deberíamos encontrar en el «creador»
y, de manera general, en todo aquel que se dedique a una ac­
tividad sublimada, una disminución de la actividad sexual.
Pero tanto Eissler como otros autores nos muestran cuánto
más complejo es todo esto: a veces, en efecto, la sublimación se
opone a la sexualidad, pero ocurre también en otros casos que
ambas se complementan, lo que vendría a confirmar aquello
que intenté sugerir hoy, a saber, que la sublimación puede es­
tar ligada a una suerte de neogénesis de la sexualidad.
Algunas palabras acerca del otro dominio de actividad de
Leonardo, la pintura. Hemos visto la paradoja, en la teoría de
Freud, quien no sabe bien dónde situarla; unas veces la consi­
dera como directamente pulsional (el Lebenslust, el placer de
vivir), por oposición a lo sublimado, que es la investigación
teórica; otras veces, por lo contrario, la opone como una subli­
mación a otra sublimación. Es este segundo punto de vista el
que prevalece en definitiva al final del texto, donde la subli­
mación pictórica es considerada como más tardía, como una
segunda oleada, surgida esencialmente en la pubertad, ligada
al desarrollo genital, ligada mucho más directamente incluso a
la homosexualidad, pero en última instancia de origen oscuro:
«Desde una mocedad que nos resulta oscura, Leonardo emerge
ante nosotros como artista, pintor y creador plástico, merced a
unas dotes especiales, acaso reforzadas por el temprano des­
pertar de la pulsión de ver en la primera infancia. Desearíamos
indicar la manera en que el quehacer artístico se reconduce a
las pulsiones anímicas primordiales, pero nuestros medios fa-

no Excepción hecha de las modificaciones en relación con las edades fisio-


lógicas.

115
llan justo aquí» . 111 Ustedes ven que Freud, más claramente
que en el caso de la pulsión de investigación, vacila en asignar
fuentes pulsionales a la actividad «representativa» por exce­
lencia (y que yo diría quizá, por mi parte, sexual por excelen­
cia), la creación artística o literaria tal como ella aparece en
Leonardo; incluso si, después de todo, también en este caso
fueran asignables fuentes parciales, tanto en la pulsión de ver
como en la analidad (porque no es dificil jalonar los componen­
tes anales en la vida de Leonardo). La diferencia, incluso la
oposición, entre la intelectualidad y la creación artística sigue
siendo una de las comprobaciones de base de Leonardo, com­
probación para la cual, sin duda, Freud prefiere no proponer
una solución demasiado apresurada ni, sobre todo, demasiado
global. 112
Dejo hoy con este curso --este recorrido-- muchas cuestio­
nes y muchos dominios inexplorados. Creación y perversión,
por ejemplo, puesto que (Freud ha insistido mucho en ello) lo
que es esencialmente sublimado son las tendencias perversas
polimorfas que trabajan cada una por su cuenta, las tendencias
llamadas pregenitales, y no la sexualidad genital. Pero hay un
segundo aspecto (y es esta tal vez la paradoja misma de la
perversión, entendida ora en el sentido de la perversión infan­
til polimorfa, ora tomada en el sentido de una verdadera elabo­
ración a prueba del complejo de Edipo y del complejo de cas­
tración, en las perversiones adultas): Freud no deja de señalar
la conexión entre ciertas actividades sublimadas y la perver­
sión, tomada en el sentido de sus estructuras psicopatológicas
diferenciadas. Leonardo y la homosexualidad; esto es eviden­
temente -hemos tenido ocasión de apuntarlo a raíz del cuadro
de «Santa Ana»- algo trasportado casi directamente a su pin­
tura. Y es curioso que sea el término de renegación [déni, désa­
veu] 113 (que es el término clave para Freud en su teoría de las

111 S. Freud, Un recuerdo infantil ... , op. ci.t., pág. 128.


112 Al informe provisional de esta cuestión agregamos un pasaje de «La
moral sexual "cultural" y la nerviosidad moderna»: «Un artista abstinente
difícilmente sea posible; en cambio, no es raro un joven erudito abstinente.
Este último acaso gane, por la continencia, fuerzas libres para sus estudios; en
el caso del primero, es probable que su rendimiento artístico sea poderosa­
mente incitado por su vivencia sexual. En general, no he recogido la impresión
de que la abstinencia sexual ayude � formar varones de acción autónoma o
pensadores originales, osados, libertadores y reformadores[... ]», en OC, 9,
1979,1 pág. 176.
118 [
Encontramos en las traducciones de Freud al francés, y en el uso del
concepto Verlev.gnU:ng en esa lengua, el mismo problema que se nos ha plan­
teado en castellano. El vocablo escogido por Ludovico Rosenthal fue «renega-

116
perversiones) el empleado precisamente a propósito de la pin­
tura de Leonardo. Tercer aspecto, por último, en este rápido
inventario de las relaciones entre sublimación y perversión;
la sublimación, si admitimos la hipótesis de que acompaña des­
de el origen el nacimiento de la pulsión sexual, nos aparecería
ligada al movimiento mismo de seducción que caracteriza a la
neogénesis de la sexualidad, es decir a aquello que nos vemos
obligados a llamar una desviación de la autoconservación.
Acaso otra cuestión, que ha quedado en suspenso, no está
tan alejada de la precedente como parecería: la cuestión del
objeto y la del yo, que se pueden reunir bajo el título provisio­
nal de lo que se llama la «síntesis». Aquí tenemos un punto de
referencia muy claro en una continuadora de Freud, Melanie
Klein, que puso el acento, para la sublimación, en este aspecto
de totalidad. Toda sublimación, pretende, es reparación, liga­
da a la fase depresiva, del peligro de ver el objeto y el sujeto
despedazarse, destruirse. Todo amor, toda relación de objeto
verdadera es reparación, creación del objeto como una totali­
dad, garante de la totalidad del yo. He aquí un punto de vista
esencial también para la sublimación. En nuestro diedro: en el
plano de la derecha no sólo hay procesos primarios; hay tam­
bién intentos más o menos defectuosos, más o menos realiza­
dos, de síntesis, está el yo, está lo que se llama la síntesis o el
primado genital. Y bien, si se habla de primádo genital como
manera de coordinar las pulsiones parciales en esta especie de
unidad que es la relación sexual adulta, ¿no se podría decir
también, de la actividad sublimada, que ella es una suerte de
sustituto del primado genital, una manera de coordinar las ac­
tividades pregenitales bajo una especie de primado, el de una
obra, de un trabajo, de un resultado por alcanzar, pero una sín­
tesis que, a diferencia de la síntesis genital, se produciría tal
vez bajo el signo de la represión o de la renegación, precisa-

ción»; en la versión de Amorrortu editores se empleó «desmentida», elección


esta que se procura fundamentar en el volumen que acompaña a las OC de
Freud, Sobre la versi6n castellana, pág. 73. En francés, Marie Bonaparte
realizó la primera traducción de este concepto como désaveu (su:pra, pág. 94,
n. 85); Jean Laplanche, por su parte, ha decidido por déni, y así los explicita en el
Diccionario de psicoaru:ílisis, en el artículo «Renegación (-de la realidad)»; si
bien da razón de su elección haciendo referencia a los matices diferenciales que
ofrece el vocablo déni por relación al de dénegation (de-negación en castella­
no), no podemos dejar de señalar que implícitamente aparece la diferencia con
désaveu, dado que este último pone el acento en ·1a desautorización lingüística
. de un enunciado, mientras que déni no recae sólo sobre una afirmación que se
discute, sino sobre un derecho o bien que se rehúsa, y, en última instancia, se
debe (N. de la T.).]

117
mente bajo el signo de la renegación de lo genital? En Tres
ensayos, Freud se expresa en forma abrupta en lo que concier­
ne a la noción de lo «bello>>: la belleza tiene evidentemente un
origen sexual, es la belleza de los cuerpos. Pero ustedes nota­
rán, agrega, que en la belleza de los cuerpos precisamente lo
sexual, los órganos genitales, ha sido siempre y en todas par­
tes considerado feo. No sé cuál es verdaderamente la univer­
salidad de esta afirmación; pero me parece evidente que si se­
guimos P.ste señalamiento, al menos para el arte hasta un pe­
ríodo reciente, la {<hoja de parra» no es sólo una marca de pudi­
bundez, sino que signa tal vez una de las condiciones funda­
mentales de la estética, justamente la de una cierta renegación
de lo genital como condición necesaria para el advenimiento de
la belleza.
Quisiera sobre todo evitar una síntesis sobre un tema como
el que he explorado tan imperfectamente este año, porque me
detuve particularmente en la metapsicología de las pulsiones,
a la cual considero una base indispensable para hablar de la
sublimación. Intentaré en los próximos años darla por admiti­
da; y señalo dos dominios de la sublimación que he dejado de
lado y cuya exploración quisiera retomar. Nombraré primero el
delfuego, respecto del cual los remito por ejemplo a una nota­
ble observación de Sandler y Joffe acerca del pirófilo de Lon­
dres. 114 ¡Cuántos lazos entre el fuego y la sublimación! ¿No
implica el término mismo de sublimación justamente una tras­
formación por el fuego, de lo sólido en gaseoso? Pensemos tam­
bién en quienes sufrieron el suplicio por el fuego; pensemos en
el mito de Prometeo, y yo creo también que habría mucho por
recoger en un autor que ha empleado el término de psicoanáli­
sis a su guisa, pero que aporta tan ricas observaciones: me
refiero a Gaston Bachelard y su famoso Psicoanálisis del fue­
go. El otro dominio sería el del arte culinario y de la gastro­
nomía, incluyendo en él no sólo su aspecto hedónico, sino tam­
bién sus ramificaciones y determinaciones culturales y sociales
tan pregnantes, tan predominantes: modales de mesa, ritos y
costumbres culinarios, placer gastronómico como confluencia y
como fuente de diversos discursos, relaciones, vínculos inter­
humanos. Uno se impresiona cuando comprueba que el psico­
análisis ha ignorado casi por completo este campo, salvo para
descuartizarlo entre estos dos extremos: el placer de «función»,
es decir en última instancia la satisfacción del hambre y, en el

114
Cf. J. Sandler y W. G. Joffe, «A propos de la sublimation», Revue Fran­
,aise de Psychanalyse, nº 1, 1967, págs. 18-4.

118
otro extremo, la sexualidad oral, la oralidad como placer se­
xual. La ubicación, diría yo, de esta actividad, de este lugar
tan valorizado socialmente en todas las civilizaciones, entre
autoconservación y sexualidad, me parece requerir un atento
examen con objeto de relevar, también allí, elementos que nos
esclarezcan acerca de los mecanismos pulsionales en cuestión.
Verán ustedes que no hemos llegado a poder plantear los ele­
mentos de una teoría coherente, sino sólo a proyectar la explo­
ración, paso a paso, más de ciertas sublimaciones, que de la
sublimación.

119
2. Hacer derivar la sublimación

16 de noviembre de 1976
Este curso de DEA-el primer año del tercer ciclo-, se les
pide a ustedes seguirlo, y aun se les exige. Desde luego que
esta exigencia está calcada del modelo de otras disciplinas en
que se comunica supuestamente cierto saber, lo cual implica
una « certificación» de los conocimientos adquiridos. No soy
hostil a la noción de saber, y encuentro que se está haciendo
actualmente mucho alboroto en torno de la oposición entre
«saber» y «verdad». Pero en fin, lo cierto es que no será a.quí
-o será sólo en muy escasa medida,- donde se les proponga
un saber adquirido. Por lo que a mí toca, se trata de una inves­
tigación en curso: desde hace ya muchos años coniunico, con­
forme voy avanzando, un recorrido «especulativo» (volveré al­
gún día sobre este término que opongo tanto a «teórico» como
a «clínico»), y esta confrontación, con estudiantes que por su
parte tienen una vocación de investigación, es para mí la oca­
sión principal de una elaboración personal. Por lo que toca a
ustedes, no es ni un compendio, ni tampoco una muestra de
la doctrina analítica lo que puede ser propuesto aquí, ni si­
quiera una base para sus investigaciones personales, que son
variadas y diversas; se trata niás bien de un testimonio, de un
corte trasversal sobre una investigación en curso y, así lo es­
pero, de un estímulo para sus propios trabajos. Una «investi­
gación en curso»: esto significa que se les propone tomar el
tren en marcha; tal vez (probablemente) bajarán de este tren
al cabo de un año, o quizá se quedarán más tiempo para ver
cómo continúa el recorrido. El problema consiste para mí en
ayudarles a subir en marcha para emprender este viaje más o
menos corto, sin vulgarizar, sin simplificar.
El tren (para continuar con esta metáfora) hace ya mucho
tiempo que partió, pero 1 por lo menos desde hace un año, ini­
cié un nuevo recorrido que pienso proseguir ahora con el título
de la «sublimación». El año pasado yo había dividido en dos

121
partea eata enseñanza: la primera parte, intitulada «metapsi­
cología para la sublimaci6n», retomaba algunas bases de la
teoría general de las pulsiones, particularmente enfunción de
esta exigencia de dar razón de la sublimación; y una segunda
parte de esa misma enseñanza consistió en un estudio más
detallado del Leonardo de Freud.

¿Por qué la sublimación? Es la misma


¿PoR QUE LA pregunta la que me veo llevado a re­
SUBLIMACION? plantearme. Por supuesto, cada vez
que se plantea un porqué hay un por­
qué subjetivo, y es evidente que un tema de investigación no
es elegido por alguien al azar. No quiero entrar aquí en lo que
sería un autoanálisis: saber por qué elijo actualmente ocupar­
me de la sublimación. Todo autoanálisis publicado, incluso el
más «sincero», está necesariamente falsificado; y son o"O:ras las
vías por las que tenemos que tratar de «hacer pasar» nuestro
fantasma inconciente. Diré sin embargo, desde un punto de
vista subjetivo, que es necesariamente un problema acuciante
para el que enseña, para el investigador y para el analista en sus
actividades. La cuestión podría plantearse de la siguiente ma­
nera: ¿cuáles son las bases pulsionales de una actividad cultural
en general? ¿Cuáles son, por ejemplo, las bases pulsionales de
este curso? Y, aún más que en la investigación o en la enseñan­
za, e incluso prioritariamente, en la cura, esta cuestión del
nexo entre lo sexual y lo no sexual está constantemente pre­
sente, incluso si permanece en un segundo plano (no se trata
de un problema técnico aunque pueda llegar a serlo). Una for­
mulación, entre otras, sería la siguiente: ¿Cuál es, en la cura,
la suerte de lo no sexual fuera de lo que es, propiamente ha­
blando, síntoma, y que debe disolverse o resolverse? Ya volve­
ré sobre esta oposición entre lo sublimado y el síntoma.
¿Por qué la sublimación? Porque es un problema particular­
mente irritante. Antaño, Pontalis y yo la habíamos designado
con el término de índice, como si la sublimación no tuviera ver­
daderamente teoría; y en efecto, no la tiene casi, en el freu­
dismo. Es entonces más bien el índice de esta cuestión irritan­
te: .¿hay un destino no sexual de la pulsión sexual, pero un
destino que no sea del orden del síntoma? Sencillamente,
¿existe esto? ¿Existen en el individuo manifestaciones no­
sexuales de las cuales se pueda demostrar por el análisis que
en • su base está la sexualidad, pero que al mismo tiempo no
sean resueltas, disueltas, reducidas por ese análisis como lo es
el síntoma? Síntoma significa represión, conflicto inconciente

122
que resurge bajo el aspecto de una formación que llega a susti­
tuirse ahí y a constituir un compromiso entre los elementos del
conflicto. Si uno simplemente se interroga: ¿Existe algo no se­
xual que no pueda ser interpretado como sexual, digamos en la
cura, para simplificar; pero también, por qué no, en una pato­
graña, en un trabajo de psicoanálisis aplicado? Si nos atenemos
a esta formuiación, es evidente que eso «no sexual», allí, es di­
fícilmente concebible. Llegaríamos a afirmar que no existe su­
blimación alguna. Ahora bien, se trata aquí no sólo de una
cuestión teórica, sino aún más de una cuestión «técnica» real­
mente estratégica y táctica en la cura, en la cual, por principio,
no existe dominio alguno que proclamemos estar obligados a
respetar, es decir no analizar. Freud se valió de una compara­
ción que reza más o menos así: supongan una guerra en la cual
se proclama la inmunidad de iglesias y hospitales, señalados de
manera ostensible con cruces rojas, o simplemente cruces, en
el caso de las iglesias. Es evidente que la primera tentación de
los beligerantes será esconder en esas iglesias y en esos hospi­
tales cosas que en nada son las respetables, y en particular
tropas y armas. Y bien, este no-respeto a las leyes de la guerra
es precisamente una de las características del inconciente. El
inconciente no respeta la regla del juego, el Kriegspiel, y si se
acepta que tal o cual dominio de la vida individual deba ser
respetado por el análisis, el inconciente irá inmediatamente a
protegerse allí. De modo que el análisis por su parte no debe,
no tiene ninguna razón para respetar las leyes de la guerra. El
no reconoce privilegio de extraterritorialidad a fenómeno algu­
no, no reconoce santuario. Ven ustedes que la «sublimación»
en cierto modo, si la admitiéramos con sus consecuencias «téc­
nicas», devendría un concepto, en el límite, anti-analítico, un
concepto con cierto resabio de filosofía de los valores (como por
otra parte parece indicarlo ya el término mismo «sublime»).
Una categoría que nos invitaría a respetar en el análisis lo ver­
dadero, lo bello, lo bueno (para retomar aquella famosa tríada
del siglo XIX) o incluso la religión, sea bajo sus aspectos tradi­
cionales o bajo las formas más modernas de ciertos «compromi­
sos» que han tomado su relevo y que están a menudo en conti­
nuidad con ella. Freud desconfió siempre de esa manera de
atraer el psicoanálisis hacia lo alto, ya sea en sus relaciones con
aquellos que se apartaron de él, como Jung, o incluso con los
que· siguieron siendo sus discípulos, como el pastor Pfister.
Aunque reconoció un pequeño papel, bien ínfimo, a aquello que
los junguianos habían propuesto con el término de interpreta­
ción «anagógica» (interpretar por lo alto, llevar los fenómenos

123
psíquicos hacia lo superior) t en última instancia Freud siempre
desconfió de ella t en favor de una interpretación resueltamen­
te materialista, que reconducía los fenómenos de lo sublime a
lo que él había detectado como conflicto sexual. Una vez admi­
tido, entonces, que el análisis no tiene por qué reconocer nin­
gún privilegio de extraterritorialidad, ¿qué tiene aún que ha­
cer con este concepto de sublimación? Habría que llevar a cabo
un trabajo sobre la utilización, es decir, sobre el carácter opera­
torio efectivo de este concepto, no sólo en la teoría analítica, sino
también en la práctica y en las huellas que de él podemos tener
en los informes de curas. Si en nada es un concepto técnica­
mente operatorio, como lo indiqué hace un instante, ¿qué uso
se hace de él empero cuando un analista debe informar sobre
una cura? O incluso se podría llevar esta investigación al cam­
po del psicoanálisis aplicado, y plantearse la cuestión de la uti­
lización misma del concepto de sublimación en los innumera­
bles trabajos en que el psicoanálisis es <<aplicado», por ejem­
plo, a los fenómenos o a los personajes ligados a la actividad
creadora artística. Probablemente, lo supongo sin total certe­
za, averiguáramos que este concepto no es casi utilizado de
manera explícita.1
Toda esta reflexión preliminar tiene
INSUFICIENCIA DE por objeto preguntarse si después de
CIERTAS todo no correspondería desembara-
FORMULACIONES zarse de ese concepto de sublimación,
FREUDIANAS puesto que nada tiene de claro. Si es
claro en ciertas formulaciones freudia­
nas, está en ellas tan limitado que no recubre lo esencial del
problema. Pienso particularmente en algunas formulaciones
iniciales de Freud en Tres ensayos de teoría sexual, donde la
sublimación es comparada a lo que se llama formación reactiva.
Con la noción de formación reactiva tenemos algo relativamen­
te preciso, y verdaderamente manejable en clínica: la idea de
que ciertas formaciones caracteriales son como el reverso de lo
1 Si señalo aquí .que habría un trabajo posible a realizar, es para indicar
que toda una serie de investigaciones parciales pueden ser llevadas sobre este
modelo. Alguien condujo y terminó recientemente una investigación de este
tipo sobre un concepto muy diferente, que es el de la culpabilidad. Creo que
existe una vía para investigaciones que consiste en preguntarse, acerca de
conceptos analíticos, no sólo cuál es su situación en la teoría sino qué ocurre
efectivamente con ellos, para qué «.sirven»¡ ¿sirven o no sirven? y, si sirven,
¿en qué nivel?, ¿cómo son empleados?, ¿cuál es su valor de aplicación a la
clínica y a los objetos del psicoanálisis? Cf. J. Goldberg, La notion de culpa­
bilité en psychanalyse, tesis de tercer ciclo, defendida el 18 de enero de 1977,
UER de Ciencias Humanas Clínicas, Universidad de París VII.

124
pulsional, que están encargadas, en suma, de mantenerlo bajo
una especie de capa más o menos sólida -a veces una verda­
dera capa de hormigón-. y que al mismo tiempo toman su
energía, precisamente, de la pulsión con la cual tienen la mi­
sión de luchar.. Para hablar en términos menos abstractos,
citaré esas grandes formaciones reactivas que Freud señala
como el resultado de la represión del complejo de Edipo y de la
sexualidad infantil: el pudor, el asco, el horror al incesto, for­
maciones estas que aparecen con el período de latencia. Es
también la formación reactiva lo que constituye la base de lo
que se llama el carácter anal y, de manera más general, de una
gran cantidad de formaciones llamadas caracteriales (lo carac­
terial encuentra su modelo, y tal vez su aplicación cuasi única,
en el carácter anal). Si la sublimación fuera entonces asimilable
a la formación reactiva, tendríamos un modelo relativamente
claro, cercano a aquel de una formación de síntoma.
Otra formulación, otra vía que Freud tomó, es lo que se lla­
ma inhibición de meta. Este mecanismo es presentado como
explicación de la ternura, sea en el amor llamado «platónico»,
en la amistad, o aun en las relaciones afectuosas en el seno de
la familia. Con esta inhibición de meta tenemos también un
concepto relativamente claro. La meta principal, que es la sa­
tisfacción sexual, resulta inhibida y remplazada por metas ora
preliminares, ora circunstanciales, que pasan a enmascarar su
no realización. Lo que resta, en la inhibición de meta, es que el
objeto persiste: subsiste una especie de punto fijo alrededor
del cual podemos hacer pivotear la explicación. Pero, precisa­
mente, a partir de Freud nos vemos llevados a ir más lejos, a
perder todo punto fijo: la inhibición de meta es tal vez una vía
hacia la sublimación, pero no es la sublimación, no es sino, en el
mejor de los casos, una de sus etapas. Si vamos al fondo de las
formulaciones y de los ejemplos freudianos, llegamos a una pa­
radoja mucho más molesta: no se trata simplemente de susti­
tuir una meta por otra en un movimiento pulsional que seguiría
en general siendo el mismo; en lo sublimado no permanece ni la
meta, ni el objeto, ni tampoco la fuente de la pulsión, de modo
que supuestamente deberemos reencontrar finalmente la sola
«energía sexual»; pero una energía sexual ... también «dese­
xualizada», descualificada, puesta al servicio de actividades no
sexuales. Ven ustedes que hay aquí un enorme problema, el
saber, simplemente, en nombre de qué seguir hablando de una
conservación de la energía. ¿ Qué puede significar el principio
de la conservación de la energía sexual si se trata de una ener­
gía que ya no puede ser especificada por nada, por ninguna de

125
las circunstancias, por ninguno de sus puntos de aplicación?
¿ Qué sería esa energía abstracta y por qué calificarla aún de
«sexual» si ya nada viene a cualificarla? ¿Lo que vendría a cua­
li:ñcarla sería al menos su origen, su historia? H3:bría entonces
que mostrar la génesis de los fenómenos sublimatorio8, la tras­
mutación energética en el paso a paso del análisis. Es en parte
lo que intenta Freud en su estudio sobre Leonardo da Vin­
ci, pero para reconocer su fracaso en restituir una continui­
dad tal, que sería la única convincente: como armada de pies
a cabeza, y desde muy temprano en la vida del individuo, ve
surgir la sublimación, particularmente bajo la forma de la vo­
cación pictórica.
Les comunicaré por tanto aquí una es-
EL PROBLEMA pecie de tentación (no se preocupen,
DE LO NUEVO no voy a sucumbir a ella y este curso
proseguirá) de mandar a paseo la su­
blimación y de volver a esa evidencia según la cual hay que
hacer el análisis sin preocuparse por saber si lo que es analiza­
do puede ser calificado de tal. ¿Por qué continuar este cuestio­
namiento? Yo hablaba antes de un índice, y vuelvo a ello, a
este índice que marca una interrogación. Formularía las cosas
así: existe en psicoanálisis un problema (¡entre otros!) irritan­
te, una objeción reiterada que calificaría como la objeción o el
problema de lo nuevo. Sabemos, y nos lo reprochan bastante,
que el psicoanálisis es una interpretación «reductora». Reduc­
tora históricamente, y no es lo menos paradójico querer leerlo
todo en el destino de un individuo a partir de pedazos tan limi­
tados de su pasado, a partir de la infancia, de la primera infan­
cia; la obra puede seguir representándose, sabemos que el en­
sayo general ha sido efectuado en los cinco primeros años.
Reductora en el nivel de los valores (nos reencontramos aquí
con este término), puesto que interpreta y, en el sentido pro­
pio, «analiza» lo complejo, lo evolucionado, lo «superior», por
medio de algunos pobres elementos, :finalmente siempre los
mismos, y por un motor que sería de manera muy uniforme la
ganancia de placer o la intimidación.
Nada nuevo bajo el sol: aun sin adherir a una :filosoña del
progreso, aun pensando que nuestro devenir, después de todo,
puede ser catastrófico, ¿cómo negar la existencia de lo nuevo,
cómo negar el aspecto creativo de la evolución humana? Una
vez más, aun. dejando de lado 1a cuestión del valor de eso nue­
vo. Evolución de las ciencias; Freud se interesa en ella parti­
cularmente, aun cuestionándola como yo lo hago, en El males­
tar en la cultura, donde admite que la posibilidad de oír la voz

126
de su hijo alejado a cientos de kilómetros representa sin duda
un progreso, pero para enmendarse enseguida porque después
de todo, el hijo no habría partido tan fácilmente ni estaría tan
lejos de no haber existido el progreso. Progreso de las cien­
cias, progreso, aún más, en los fenómenos llamados culturales.
Se anuncia que todo está escrito, después de Pascal; que no
hay nuevas conmociones, que ni la música ni la pintura pueden
ya inventar nada nuevo, que el último paso ha sido dado. Pero
a cada momento una nueva combinación, la puesta en juego de
elementos en los que nadie había pensado, viene a sorprender­
nos. Cada vez decimos que ya no se puede ir más lejos, y lo
propio de los manifiestos estéticos es decir que van lo más
lejos posible; van más lejos y van hasta la lejanía última por­
que, por definición, no pueden ver más lejos de lo que procla­
man. Esta vez no se puede imaginar ir más lejos; y sin embar­
go, pasan unos años, y he ahí franqueado el límite que se creía
definitivo.
Menciono la dimensión colectiva de la creatividad, pero se
trata de un problema que no pretendo abordar frontalmente
porque no quiero reabrir esa importante cuestión metodológi­
ca: saber cuál es el derecho del psicoanálisis a interesarse por los
fenómenos de la evolución cultural. Pero tomemos el campo del
destino individual. Aquí, donde el psicoanálisis está en lo suyo,
el problema de lo nuevo es tan inquietante como cuando se tra­
ta de la evolución de la civilización. El psicoanálisis, como indi­
qué hace un momento, afirma, procede, como si el destino es­
tuviera generalmente forjado en los pocos años que desembo­
can en la «declinación del Edipo». Es un determinismo (y en
tanto tal no se trata de renegarlo), pero un determinismo par­
ticularmente cerrado puesto que no pone en el mismo plano
todos los acontecimientos de una existencia; puesto que privi­
legia, de manera muy clara, ese período que asignamos a la
constitución del inconciente o constitución de lo originario.
Hay entonces diversos niveles en este determinismo, y pare­
cería que el nivel de determinación por parte de esto originario
tiene mucho más peso que todas las determinaciones posterio­
res. Todo, a continuación, no es generalmente sino repetición,
combinación más o menos feliz de elementos en lo sucesivo
fijados, y en cantidad limitada. El azar -para retomar la pare­
ja «azar y necesidad►> directamente introducida en el texto so­
bre Leonardo da Vinci- puede dar la ilusión de lo nuevo, sim­
plemente favoreciendo una combinación inédita. Les pinto aquí
un cuadro, digamos, pesimista, cerrado, de la interpretación
analítica, no con la intención de negar la repetición, de negar el

127
determinismo inconciente y lo que aparece como la coronación
misma de este determinismo inconciente, lo que llamamos des­
de Freud compulsión de destino. Sin embargo ese término
«azar» puede movernos a reflexionar. Entre los azares, los
hay, a pesar de todo, «principales»; es el azar de un encuentro,
el azar de un encuentro con alguien, y en nuestro campo, un
azar del que podemos seguir los efectos: el encuentro con el
psicoanalista. Si no hay nada nuevo en ninguna parte, ¿por qué
debería haber algo nuevo en la cura? ¿De dónde surgiría, cuan­
do la cura desemboca en alguna modificación importante, eso
nuevo, si no es del encuentro con aquel que viene a trastornar,
que viene a despertar, que viene a «reabrir», que viene a
«traumatizar», que viene eventualmente a «seducir»? Tene­
mos ejemplos de encuentros de este tipo desde los orígenes del
análisis. Para Freud, tenemos el encuentro con Breuer, quien
le cuenta el caso de Anna O.; Breuer mismo había encontrado a
Anna O., pero rechazó el encuentro y huyó del traumatismo,
aquella seducción totalmente abierta desplegada por la pacien­
te. Encuentro también el de Freud con Fliess, en una etapa
ulterior, y donde nada permite suponer que fuera la calidad
intelectual del pensamiento de Fliess la que hubiera desempe­
ñado algún papel. ¿Hay algo nuevo en el análisis, en la situa­
ción analítica, puesto que es ese nuestro campo? No pretendo,
con este tema de lo nuevo, oponer en forma abrupta a lo fami­
liar o a lo familiarizado, a la cantinela «papá-mamá» (que se ha
convertido, para mayor «dignidad», en: el Padre-la Madre) un
creacionismo abusivo, también él demasiado frecuente. Se ha­
bla de inyección de significante, se habla de lo arbitrario nece­
sario de la interpretación, se habla del acto analítico como de
una verdadera creación ex nihilo, que sería una donación de
sentido, que haría existir lo nuevo simplemente diciéndolo. No
son ciertamente mis posiciones. Pero, sin adoptar esta actitud
preconcebida que opone al determinismo lo arbitrario de la in­
tervención del analista, pienso que cabe preguntarse si existe,
y cuáles son las condiciones, para el ser humano, una reapertu­
ra de su destino, reapertura parcial, limitada tal vez y que no
es ciertamente otorgada a todos. Y se trata también de pre­
guntarse por lo que ocurre en individuos para quienes esa
apertura deviene, por así decir, ella misma una suerte de des­
tino. Me refiero, en primer término, á los grandes creadores.
Hace ya dos años planteé una cuestión referida a ese ámbito,
con una interrogación acerca de las simbolizaciones. Me pre­
guntaba cuáles son las condiciones de una simbolización abier­
ta. Como ejemplo de simbolización abierta, tomé yo los ritua-

128
les de iniciación que existen en ciertas sociedades donde preci­
samente el cierre (se sitúe o no a los cinco años) no es definiti­
vo, y donde, a través de. un ritual simbólico, algo profunda­
mente nuevo aparece en el individuo. Buscaba yo cernir las
condiciones de esta simbolización, que no se inscribe en una
lógica cerrada, sino, por el contrario, en una lógica ambivalen­
te, ambigua, opuesta a lo que designé como la «lógica fálica».
Este era el derrotero que seguía hace
SEXUAL y dos años; en cuanto al del año pasado,
NO-SEXUAL previo a este sobre la sublimación, no
se trata de resumirlo, sino apenas de
escandir de él algunas acentuaciones. Lo esencial consistía
-puesto que se trata de interrogarse acerca de la relación en­
tre lo sexual y lo no-sexual- en situar esa oposición dentro del
pensamiento psicoanalítico; en otros términos, en volver a po­
ner en camino el dualismo «pulsional».
Mi esquema provisional (es un esquema útil, pero que a la
vez debe ser revisado y completado, y probablemente rechaza­
do finalmente como muchos esquemas) era el de un diedro,
suerte de libro abierto, o en todo caso de dos hojas abiertas.

Is¡

Un diedro donde vienen a articularse una sobre la otra, en


bisagra, la autoconservación por una parte y la sexualidad por
otra. Un diedro que desde el comienzo puede ser engañoso
porque es presentado como simétrico, cuando precisamente no
debería serlo. Por ello pongo «pulsional» entre comillas, por­
que, de hecho, lo verdaderamente pulsional sólo se encuentra
en el plano derecho, en el plano de la sexualidad. Una primera
disimetría consiste entonces en que este diedro no opone ver­
daderamente dos tipos de pulsiones, sino las únicas verdaderas
pulsiones, las pulsiones sexuales y, por otra parte, lo que po­
demos llamar la autoconservación (con la dificultad por otra
parte de definir esta autoconservación, sea refiriéndola a ins­
tinto, a necesidad o a función). La otra disimetría es que no
sólo no se trata del mismo tipo de energía del lado de la pulsión
sexual y del lado de la función de autoconservación, sino que el

129
plano izquierdo, el de la autoconservación, es un plano que se
podría considerar, en el límite, casi virtual, o al menos profun­
damente oculto y debilitado (yo empleaba el término «cribado»)
en el ser humano. La línea de articulación entre ambos planos,
la bisagra, es esa famosa línea llamada del apuntalamiento,
donde suponemos que se produce una verdadera génesis de la
sexualidad en la infancia, y respecto de la cual nos vemos lle­
vados a plantear la cuestión: ¿no habría, en otros períodos de la
vida, sobre esta misma línea del apuntalamiento, una suerte de
neogénesis de la sexualidad? ¿Por qué esa posibilidad de un
surgimiento sexual a partir de actividades no sexuales queda­
ría terminada definitivamente, forcluida, a cierta edad? Y lo
que :no aparece en este esquema, pero se desprende de él, es la
idea de que este apuntalamiento (que no es un verdadero apo­
YIO porque lo que se apuntala, lo sexual, se apoya en algo que
está como a pique de derrumbarse bajo su peso; se puede de­
cir, también, que es lo sexual lo que viene a re-apuntalar el
plano de la autoconservación, lo que le devolverá una nueva
consistencia) encuentra su verdad en otra noción, en otro tipo
de acontecimiento, que es lo que llamo, siguiendo a Freud, la
seducción; y que se podría llamar también el traumatismo o el
«encuentro».
No es un descubrimiento puramente personal este de ligar la
noción de traumatismo a la problemática de la sublimación. Me
acudió en la corriente de esta reflexión, pero ustedes encontra­
rán en algunos autores una interrogación acerca de las relacio­
nes entre traumatismo y creatividad. 2
Yo hablaba· antes de neurosis, o al menos de síntoma. Para
situar claramente las ideas, digamos que el conflicto neurótico,
aquel que da origen a síntomas, ubica enteramente en el plano
derecho, en el plano sexual. El conflicto neurótico no es un con­
flicto entre las exigencias de la sexualidad y las exigencias de
la supervivencia, es un conflicto totalmente interior al plano
sexual, a condición por supuesto de situar en ese plano sexual
no sólo las pulsiones que circulan libremente, al menos según
las lineas fantasmáticas del inconciente, sino también el yo: la
instancia del yo como formación ella misma investida sexual­
mente y que funciona merced a la energía sexual que viene de
alguna manera a atrapar, a bloquear en cierta forma, y la ins­
tancia del yo que viene como a tomar a cargo, gracias a esta
energía, a la autoconservación. Este diedro, de todos modos )
2
Me ncionemos dos autores sobre los cuales volveremos más adelante:
Kurt Eissler en su obra sobre Leonardo da Vinci, y Lowenfeld.

130
nos proporciona cierto esquema para las relaciones entre lo
sexual y lo no sexual, y es en el momento en que se expresa
según un modelo de este tipo cuando Freud se ve llevado a
evocar el problema de la sublimación en Tres ensayos. Cito
nuevamente este pasaje que ya he comentado: « . . • esas mis­
mas vías por las cuales las perturbaciones sexuales desbordan
sobre las restantes funciones del cuerpo servirían en el estado
de salud a otro importante logro. Por ellas se consumaría la
atracción de las fuerzas pulsionales sexuales hacia otras metas,
no sexuales; vale decir, la sublimación de la sexualidad».3 Ese
esquema de las «vías» es por cierto un esquema provisional, de
aspecto casi neurológico. A estas vías habría que· situarlas
atravesando, precisamente, nuestra línea de articulación, la lí­
nea bisagra, y permitiendo un tráfico de doble sentido; habría
vías por las cuales lo sexual se produce a partir de lo no sexual,
serían las vías del apuntalamiento; habría vías inversas por las
cuales lo sexual repercutiría sobre lo no sexual: es el síntoma
neurótico, que se sitúa en la esfera no sexual, pero que está
totalmente determinado por un conflicto en el plano de la dere­
cha; y por último habría algo misterioso, que no sería ya una
influencia recíproca, sino una atracción, una suerte de drenaje
de las pulsiones sexuales hacia metas no sexuales, es decir, la
sublimación. Este texto me sirve sólo como referencia aproxi­
mativa para mostrar que no es arbitrario, en absoluto, preten­
der poner en relación el apuntalamiento por una parte, la for­
mación de síntomas por otra, y por último la sublimación; se
trata de relaciones entre los mismos dominios, pero el proble­
ma consiste en saber cuál es este tipo de relación.

30 de noviembre de 1976

Nos hemos planteado, la vez pasada,


SuBLIMACION la siguiente cuestión: por qué volver a
Y SINTOMA esta noción de la sublimación, noción
respecto de la cual cabe preguntarse
si no es en cierto modo desechable y si después de todo la prác­
tica analítica misma no la desecha, efectivamente, al menos
como problema independiente. La otra manera de formular es­
ta cuestión cónsiste en interrogarnos: ¿cuál es el valor de la
distinción entre síntoma, por una parte, y sublimación, por la

a S. Freud, Tres ensayos de teoría sexual, en OC, 7, 1978, pág. 187.

131
otra? Si tanto el uno como la otra pueden ser interpretados, si
uno y otra encuentran su origen en último análisis en los fan­
tasmas, y en los fantasmas sexuales, ¿la diferencia sería enton­
ces pura y simplemente una apreciación de «valor»? ¿No utiliza
Freud términos que introducen la instancia del yo, y precisa­
mente en el marco de una cierta oposición de valores? Esta
oposición aparece en francés como la oposición entre lo que es
«conforme con el yo» y lo que es «opuesto al yo» (en inglés: ego­
syntonic, ego-dystonic; y en alemán: ichgerecht, ichwidrig).
De donde, otra manera de plantear la cuestión de la sublima­
ción: ¿existen tendencias sexuales o retoños pulsionales con­
formes con el yo, que vayan en el sentido del yo y sean suscep­
tibles de reforzar la acción de este? Podemos aludir rápida­
mente a un artículo· de Melanie Klein, artículo precoz puesto
que data de 1923, compilado en Contribuciones al psicoanáli­
sis e intitulado «Análisis infantil». La gran maquinaria kleinia­
na no ha sido aún instalada, y en cierto modo este artículo se
sitúa en una línea mucho más clásica: las pulsiones de muerte
casi no aparecen, y la oposición pulsional es más bien una opo­
sición precisamente entre pulsiones del yo y pulsiones sexua­
les. He aquí cómo es definida la sublimación: « ••• Un investi­
miento simbólico-sexual de una tendencia o actividad pertene­
ciente a las pulsiones del yo».4 Ustedes pueden ver inmedia­
tamente la· vía por la cual Melanie Klein va a introducir la
sublimación, se trata de la noción de simbolismo: la actividad
sublimada tendría objetos y metas indirectamente sexuales.
Habría en suma identificación simbólica entre el objeto sexual
y el objeto de autoconservación. Y Melanie Klein recurre aquí
a un famoso artículo de Sperber (1912), al que Freud y otros
analistas se han referido a menudo: «De la influencia de los
factores sexuales en el nacimiento y desarrollo del lenguaje».5
Sperber bosqueja en este artículo un arr.�. ·o fresco prehistóri­
co a partir de elementos esencialmente etimológicos, mostran­
do la relación entre tres elementos (y no sólo dos): la sexuali­
dad, la aparición del lenguaje y la aparición del trabajo y de la
herramienta (esencialmente se trata del trabajo del suelo).
Este artículo intenta mostrar el desplazamiento del grito se­
xual al grito que acompaña el trabajo rítmico de la tierra, con­
siderada evidentemente como el símbolo de la madre o de la

4 Cf. Melanie Klein, Contribuciones al psicoanálisis, Buenos Aires: Hor­


mé, 1964, pág. 88.
5 H. Sperber, "Über den Einfluss sexueller Momente auf Entstehung und
Entwicklung der Sprache», !mago, vol. I, n" 5, 1912, págs. 405-53.

182
mujer «trabajada» en el coito; y por otra parte, a partir de ese
grito -grito sexual y grito de acompañamiento de una activi­
dad, por así decir, ya sublimada-, la aparición de los primeros
elementos del lenguaje. No puedo desarrollar aquí más mi re­
ferencia a este artículo, salvo para indicar que el proceso pos­
tulado por Melanie Klein, en esta génesis de las actividades
sublimadas, es el siguiente: en un primer tiempo, identifica­
ción entre el objeto sexual y el objeto no sexual, y probable­
mente también entre ambas actividades; en un segundo tiem­
po, desprendimiento de lo no sexual en el simbolismo: el traba-
jo de la tierra o,·más próximas a nosotros, actividades como el
«atletismo» devienen simbólicas de la actividad sexual; por
último, un tercer tiempo posible, el de la fijación. Ahora bien,
precisamente con referencia a esta secuencia -identificación,
simbolismo, fijación- se podrían introducir distinciones. En
efecto, la cuestión que Melanie Klein se planteó antes que nos­
otros, en los mismos términos que hoy lo estamos haciendo,
consiste en saber cuál sería la diferencia entre este tipo de
proceso de actividad simbólica y el proceso de formación del
síntoma, particularmente en la histeria, Ella retoma, a raíz de
esto, el análisis del «recuerdo infantil de Leonardo» (en el cual
nosotros nos detuvimos largamente el año pasado), para poner
en evidencia esa misma secuencia: identificación, particular­
mente entre los objetos parciales (pecho, pene, y cola de bui­
tre), y también entre las metas pulsionales: actividad de suc­
ción del pecho y fantasma de succión del pene. Luego, en un
segundo tiempo, el del simbolismo, desprendimiento del fan­
tasma del buitre, que deviene el «recuerdo infantil» de Leo­
nardo. Ahora bien, es a partir de esto como podemos preguntar­
nos por qué Leonardo no hizo un síntoma histérico propiamen­
te dicho (aunque encontremos en él algunos elementos de sínto­
mas neuróticos) a partir de ese simbolismo y, en particular, de
esa identificación simbólica entre la actividad 9ral y la actividad
genital. Sabemos que esta identificación está en la base de mu­
chos síntomas histéricos de conversión, por ejemplo la bola his­
térica que se siente en la garganta. ¿Por qué no fue la vía del
síntoma histérico la que tomó Leonardo, sino la de la sublima­
ción? Y Melanie Klein intenta a su vez, como lo intentamos
nosotros por nuestra parte, mostrar en qué sentido hay allí
una sublimación:
«Suponiendo ahora que la situación en que la satisfacción es
procurada por fellatio, situación a la que Leonardo se fijó, hu­
biera sido alcanzada por la misma vía (identificación - formación
del símbolo - fijación) que lleva a la conversión histérica, me

133
parece que el punto de divergencia se ubica en el momento de
la fijación. [Por lo tanto, idea verosímil, pero a examinar: hay
menos fijación, o tal vez no hay fijación alguna, en la sublima­
ción; o acaso hay otro tipo de fijación que la del sínto1na, que se
enraíza en una secuencia significante claramente deslindada y
bien determinada.] En Leonardo, la situación placentera no
quedó fijada como tal: fue trasferida a las tendencias yoicas.
[El yo interviene aquí por medio de esta expresión tan miste­
riosa: trasferencia de la situación de placer a las tendencias del
yo. Más interesante que esta noción de «trasferencia», tan
enigmática, son los factores que, según Melanie Klein, favore­
cen esta vía de la sublimación. Ella determina, al parecer, tres
de ellos. He aquí el primero:] Debe haber tenido que hacer
muy temprano en su vida una identificación muy profunda con
los objetos que lo rodeaban. Posiblemente, esa capacidad fue­
ra debida a un desarrollo desusadamente temprano e intenso
de la libido narcisista en libido objetal: [Por lo tanto, una suer­
te de apertura masiva, muy importante, hacia el objeto, y tam­
bién una facultad de pasaje y de juego muy importante entre el
investimiento narcisista del yo y el investimiento de los obje­
tos del mundo, que devendrán precisamente los objetos de la
sublimación, de la investigación y del arte de Leonardo. Es
este un elemento que quisiera por mi parte volver a trabajar
más tarde, quizá bajo el enfoque de la apertura hacia el trau­
matismo, con toda la ambigüedad, evidentemente, de esta for­
mulación. Un segundo factor sería ahora, según Melanie Klein:]
la capacidad para mantener la libido en estado de suspensión.
[Por lo tanto, una capacidad de estasis de la libido; tendremos
que comentar en un momento, desde el punto de vista de la
teoría de las pulsiones, la significación de esta capacidad de
estasis. P-or último, he aquí el tercer factor:] Podemos supo­
ner, además, que existe aún un factor de importancia para la
capacidad de sublimación, uno qu� bien podría formar una par­
te del talento con que un individuo está constitucionalmente
dotado. Me refiero a la facilidad para que una actividad o una
tendencia del yo adquiera una investidura libidinosa y la medi­
da en que de este modo sea receptiva. [Por lo tanto, una recep­
tividad particular del yo o de las actividades del yo, para con­
vertirse en el lugar de acogida de otras tendencias. Y aquí,
para aclarar este último punto, una comparación con la neuro­
sis.] En el plano ñsico, vemos una analogía en la rapidez con
que es inervada una zona determinada del cuerpo, y la impor­
tancia de este factor en el desarrollo de los síntomas histéricos.
[Se trata de lo que nosotros llamamos «complacencia somática»,

134
el factor misterioso por el que tal o cual región del cuerpo -¿o
acaso el cuerpo entero del histérico?-tiene aptitud para cap­
tar en un ·momento determinado el simbolismo ligado a los fan­
tasmas sexuales. Y bien, del mismo modo como habría una
complacencia somática en la histeria, existiría lo que se podría
llamar una «complacencia yoica», una suerte de complacencia
del yo, algo del mismo orden, que sería esta facultad de acoger
tendencias distintas a las tendencias propias del yo. De este
modo, el elemento de la «conformidad con el yo» se explicaría
por el hecho de que precisamente algunos «yo» serían particu­
larmente receptivos a las tendencias y al simbolismo sexuales.]
Estos factores, que podrían constituir lo que entendemos por
"disposición", formarían una serie complementaria, como
aquellas con que estamos familiarizados en la etiología de las
neurosis. En el caso de Leonardo, no sólo se estableció una
identificación entre el pezón, el pene y la cola del pájaro, sino
que esta identificación se fusionó con el interés por el movi­
miento de dicho objeto, el pájaro y su vuelo y el espacio en el
cual volaba. [El término mismo de «interés» no es aquí casual,
significa también que estamos en el registro de las pulsiones
del yo y no en el de la libido. Melanie Klein muestra, en este
artículo, una notable ortodoxia freudiana.J Las situaciones pla­
centeras, realmente experimentadas o fantaseadas, permane­
cieron sin embargo inconcientes y fijadas, pero se les dio inter­
vención en una tendencia del yo y así pudieron ser descarga­
das. Cuando reciben esta clase de representación, las :fijaciones
[hay entonces fijaciones, pese a todo, pero que permiten una li­
bertad de actividad] quedan despojadas de su carácter sexual;
son acordes al yo [ ichgerecht] y si la sublimación tiene éxito
-es decir, si se fusionan con una tendencia del yo-no sufren
la represión». 6
Suspendo aquí esta lectura que no es
CONFORMIDAD más que un ejemplo de una primera
CON EL YO Y elaboración, en Melanie Klein, del
CONFORMISMO problema de la sublimación. Encon­
traremos posteriormente en ella otras
elaboraciones. Ustedes ven cómo, en esa época, Melanie Klein
juega plenamente con la oposición pulsiones sexuales-pulsiones
del yo, y con esta noción del yo. ¿Es plenamente satisfactoria
la noción de conformidad con el yo, ichgerecht? En nuestros
días, más allá de esta primera aproximación del yo como ins-

6 Melanie Klein, Contribuciones al psicoanálisis, op. cit., pág. 90. Entre


corchetes, comentarios de Jean Laplanche.,

135
tancia de realidad, de adaptación (precisamente en esto el psi­
coanálisis norteamericano aportó sus elaboraciones en cierta
época), ponemos también el acento en una noción mucho me­
nos favorable, que sería no ya la de conformidad, sino realmen­
te la de conformismo en la instancia del yo. Hablar de confor­
mismo en la instancia del yo implica precisa y retroactivamen­
te, traer a debate el carácter dudoso de esa realidad que el yo
supuestamente representa. Podríamos plantear una cuestión a
la Melanie Klein dé ese artículo, y tal vez, a través de ella, a
Freud: ¿sería la sublimación al fin y al cabo un problema de
adaptación? Y si debe plantearse el problema del valor respec­
to de la sublimación, valor por valor, ¿es lo mismo hablar de
«conformidad» con el «yo» o, como lo hace Freud en otros mo­
mentos, de «actividades socialmente valorizadas»? Esta noción
de conformidad con el yo nos lleva simplemente al dominio de
la adaptación a lo real. Con la noción de actividad socialmente
valorizada es un campo totalmente distinto el que se abre; se
trata del problema de lo cultural. Pero antes de plantear esta
cuestión de lo cultural, quisiera retomar en el mismo punto en
que la dejé, la vez pasada y el año último, nuestra ubicación en
la teoría de las pulsiones.
A partir de nuestro diedro, en el que
EL CONFLICTO EN yo esquematizo la articulación de esos
:E:L PLANO 8 dos planos «autoconservación» y «se­
xualidad», quisiera insistir ahora en
algunos puntos, no menos importantes, que vienen a complicar
el esquema. En primer lugar el hecho de que todo el interés del
psicoanálisis, todo su campo de trabajo, recae sobre el plano
de la sexualidad (S): yo diría incluso que para el psicoanalista,
en la cura, sólo existe el plano S. La regla analítica, la de ha­
cerlo pasar todo por el lenguaje, tiene como función y como
resultado una reducción (en el sentido en que la entienden los
fenomenólogos), una reducción tal vez «metodológica», pero
indudablemente obstinada, de toda referencia a la realidad. Se
reprocha bastante a los psicoanalistas, desde fuera del campo
analítico, pero también desde su interior, es decir en el discur­
so de los pacientes, su unilateralidad, que rehúsan tomar en
cuenta contingencias de la realidad, sea la realidad somática, la
del acontecimiento, o incluso la de lo social o de lo económico.
Una enfermedad (para tomar la realidad somática), un acci­
dente que ocurriese en el trascurso del análisis, no entran en
el análisis sino por su metabolización en sexual. Del resto «no
queremos saber nada». Interesémonos pues en ese plano S. Si
este plano, decíamos, es únicamente sexual, no por ello resulta

136
a-conflictivo. Conviene reintroducir aquí la gran distinción
aportada por Freud (tras los pasos de Breuer, pero en una
perspectiva muy distinta) desde los Estudios sobre la histeria,
desde los comienzos del desarrollo del psicoanálisis, entre lo
que él llama, y seguirá llamando, la energía libre por un lado, y
la energía ligada por otro. El modelo (yo lo he desarrollado
más de una vez) es el de una red de representaciones conecta­
das entre sí siguiendo vías (modelo que evidentemente se pres­
ta fácilmente a una metáfora neurológica, aquella precisamen­
te de las primeras elaboraciones de Freud· en el «Proyecto de
psicología»). Así pues, una red de representaciones entre las
cuales puede circular energía. Dos modos de circulación intro­
ducen, en este plano S, una distinción fundamental, que deven­
drá una distinción no sólo energética, sino tópica: por una parte
hay energía libre, la que circula o tiende a circular en el incon­
ciente, entre los elementos fantasmáticos, según las leyes (si
podemos llamar «leyes» a esas modalidades de circulación) del
desplazamiento, de la condensación y, por último, según la ley
de la pendiente más inclinada, es decir de la tendencia al cero,
de la tendencia a la descarga. Hay que imaginar este sistema
de representaciones como una especie de billar japonés en que
circularan bolas que fueran remitidas de un polo a otro, pero
circulando siempre en el sentido de la pendiente más inclinada.
Por otm parte, además de esta energía libre, la energía ligada:
es la que se encuentra retenida, fijada (volvemos a encontrar­
nos con este término de fijación) en grupos de representacio­
nes o, empleando otro término de Freud, sometida a la «esta­
sis» (metáfora en sí misma médica y fisiológica que evoca un
bloqueo que retiene una cierta cantidad de energía en cierto
nivel). ¿Cómo esta energía estaría ligada si no lo estuviera pre­
cisamente a objetos? Decir que cierta libido se encuentra liga­
da sería entonces lo mismo que hablar de la energía del amor,
dél amor de objeto, en tanto que la libido no ligada obedece
tendencialmente, no a la estasis, sino al principio de la descar­
ga absoluta. No vacilo por mi parte (es esta mi interpretación,
mi «teoría de las pulsiones») en asimilar la energía libre a la
«pulsión de muerte» y la energía ligada a la «pulsión de vida»,
ese Eros cuya meta es precisamente mantener y crear objetos
cada vez más englobantes, por su tendencia a la síntesis y,
precisamente, a la ligazón, en tanto que la pulsión de muerte
es por definición tendencia a la desligazón y a la descarga. Se­
gún mi interpretación, pulsión de vida y pulsión de muerte se
sitúan ambas en el plano S y no son sino un nuevo avatar -tal
vez más dramatizado que los términos tan fríamente científicos

137
de energía libre y energía ligada- de esas dos formas de la
energía o de la pulsión sexual, que Freud opuso desde el co­
mienzo, pero que retomó desde una perspectiva totalmente
distinta, en un nivel en este caso cosmológico y mítico, con el
«giro de 1920».
¿Y el yo? ¿Y las pulsiones del yo? El yo está totalmente,
diré, en el plano de la derecha; el yo está sostenido por el amor
del yo. Remítanse al texto inicial de Freud sobre esta cuestión,
a la referencia principal: «Introducción del narcisismo». El yo
es el objeto central, por no decir primordial; es el «gran reser­
vorio» de la libido. Y si no llego a decir totalmente «primor­
dial» es porque el yo está constituido él mismo sobre los mode­
los del objeto primordial. Las pulsiones del yo son por excelen­
cia pulsiones de vida, si no son tal vez las pulsiones de vida.
Mantener al yo, que debe ser considerado como un recinto,
como una «vesícula», es defender su barrera, es ayudar a su
expansión. Y es aquí donde hay que distinguir claramente en­
tre las pulsiones del yo y las funciones de autoconservación,
distinción que ora se esboza, ora se difumina, tanto en Freud
como en sus sucesores. Las pulsiones del yo no son idénticas a
las funciones de autoconservación, pero están en una relación
precisa con estas. La autoconservación se sitúa en el plano de la
izquierda, y apenas merece el término de pulsión, si se reserva
este al sentido preciso que llega a cobrar en Freud. Por eso
preferiremos hablar de función, más que de pulsión. De todos
modos, en el plano sexual, es el yo la instancia que retoma por
cuenta propia los intereses del organismo, de la vida. Para ha­
cer comprender esto, decimos que comer para vivir, que es lo
que caracteriza a la función de autoconservación, deviene co­
mer por el amor del yo (entre estos dos términos se podría
ubicar un estadio intermedio: comer por el amor de la madre).
De este modo son las pulsiones del yo las que toman a su cargo,
en el nivel de la sexualidad, los intereses de la autoconserva­
ción, o más bien las que «pretenden» hacerse cargo de ellos,
porque los problemas son comparables a los que suelen plan­
tearse en política: el yo como gobierno se cree el representante
del interés general, y en ciertas circunstancias acaso lo sea
efectivamente, a pesar de lo cual está lejos de serlo de manera
constante.
Si tal es la posición del yo, en el plano «sexual», comprenden
ustedes ahora que el conflicto psíquico nunca se produce direc­
tamente entre autoconservación y sexualidad; nuestros dos
planos no figuran un esquema del conflicto, sino un modelo más
o menos mítico de la génesis de la sexualidad. El conflicto mis-

138
mo debe ser ubicado en el corazón de la sexualidad, entre una
serie de términos que dispondré en dos columnas:

sexualidad libre sexualidad en estasis


sexualidad libre amor de objeto
sexualidad libre yo
pulsiones de muerte pulsiones de vida
objeto parcial objeto total

Advertirán en particular que lo que Freud llama Eros está


del lado del yo; Eros no es la sexualidad de que habla Freud en
los primeros tiempos, o más bien ha devenido otra cosa. La
función de lo que era la sexualidad en el primer desarrollo del
pensamiento freudiano es asumida en gran parte, en lo sucesi­
vo, por la pulsión de muerte. En la complacencia somática (a
ella nos referíamos con Melanie Klein), en la conversión, el
cuerpo, teóricamente situado en un comienzo en el plano de la
autoconservación, sólo entra en juego en el síntoma por inter­
mediación de esa proyección de la envoltura y de la topografía
corporal que representa el yo. Una palabra más aún acerca de
la relación entre ambos planos: toda la autoconservación está
recubierta por la sexualidad, de modo que el postulado que
hace un momento yo presentaba como postulado metodológico,
el postulado del análisis, la puesta entre paréntesis de la reali­
dad en favor del fantasma, encuentra su justificación en esta
relación invertida que hace que, si la sexualidad nace por apun­
talamiento en la autoconservación, de hecho, de parte a parte,
es la autoconservación la que está como subtendida, entrama­
da, reticulada, por la sexualidad.

¿Por qué este rodeo? ¿Por qué este repaso o este señala­
miento que he intentado hacer hoy de. la manera más breve,
más motivante, más esquemática posible? Precisamente por­
que la sublimación nos plantea la cuestión de la relación entre
lo sexual y lo no-sexual, y porque el problema de partida con­
siste en saber, evidentemente, de qué «sexual», pero también
de qué «no-sexual» hablamos, qué «no-sexual» está en juego.
Es preciso decir que en esto hay vacilación en Freud. Si uste-­
des toman el breve texto que cité la vez pasada, del final de
Tres ensayos, intitulado «Las vías de la influencia reciproca»,
podríamos pensar que lo no sexual es, finalmente, aquello de la
autoconservación. De modo que la sublimación no sería sino
una especie de trayecto inverso del apuntalamiento. Pero quo

rnn
en definitiva lo no-sexual no se entienda como la autoconserva­
ción, sino como el dominio del yo -es decir, al cabo, lo sexual,
pero esa parte de lo sexual que está ligada, investida y como
secuestrada- es lo que encontramos posteriormente, de ma­
nera muy clara en la teoría freudiana, y también en la teoría
kleiniana ulterior, donde la sublimación se sitúa del lado del yo
y del objeto total. En Freud esto se expresará en esa formu­
lación según la cual el yo funciona con la energía en estasis,
con la libido «desexualizada y sublimada». Lo «no-sexual» en
cuestión sería declarado tal, en el sentido, por una parte, de
que la libido ya no corre hacia la descarga (sería entonces ape­
nas aún libido) y, por otra parte, en el sentido de que el yo,
incluso si funciona aún con la libido, tiene a su cargo los inte­
reses (tomen esto con una pizca de humor o de cuestionamien­
to) de la «nación entera» y de su supervivencia. Que la subli­
mación pase por el yo es en efecto una de las vías freudianas y,
:finalmente, la vía kleiniana: no ya del artículo «prekleiniano»
que cité anteriormente, sino de la elaboración ulterior de Me­
lanie Klein. La sublimacióp, nos dirá ella, va en el sentido de la
reparación, en el sentido de la conservación o de la instaura­
ción del objeto total; objeto total que se encuentra él mismo en
relación recíproca con el yo total, puesto que el yo, el yo bueno,
es en última instancia la introyección del objeto bueno en tanto
objeto total que sobrevivió a los ataques y a los peligros que lo
amenazaron en los primeros meses de la vida pulsional. La su­
blimación, en último análisis, sería el triunfo de las pulsiones
de vida sobre las pulsiones de muerte. Nos encontramos aquí
en el marco de esa sistematización del conflicto que indiqué
antes: el triunfo del objeto total sobre los ataques del objeto
parcial que tendía, en la primera fase llamada paranoide, a ani­
quilarlo, a :fragmentarlo, a llevarlo nuevamente al cero. En nii
conceptualización del conflicto psíquico, digamos que la subli­
mación así entendida sería la victoria del amor en estasis, in­
vestido en objetos estables, sobre la inestabilidad y la tenden­
cia a la descarga absoluta que caracteriza a la libido en el nivel
de los fantasmas inconcientes.
Que se trata aquí de una dialéctica y
lNTROouccrnN DE de un movimiento efectivos, parece
LO «CULTURAL» evidente. Que este sea el movimiento
de la sublimación -y en todo caso to­
da la sublimación-, he ahí algo que sólo podremos considerar
después gue nos hayamos resignado a reducir, dentro de nues­
tro ·esquema, un término que no hemos evocado aún, pero que
vuelve a ponerlo todo en cuestión: el término de cultural.

140
Malaise dans la civilisation [El malestar en la cultura],
1980; en alemán es Das Unbehagen in der Kultur. Kultur es
traducido aquí por civilisation. Indiquemos brevemente las
:fluctuaciones que juegan entre estos dos términos. Kultur es
más vasto que el término francés culture. La Kultur, en el
sentido preciso de este texto, no implica necesariamente la re­
ferencia a fenómenos superiores, e incluso el matiz de elitismo
que entraña el término francés culture, vehiculizado por ex­
presiones como l'acces a la culture [el acceso a la cultura] (aun
cuando se trate del acceso a la cultura de una gran mayoría),
las «relaciones culturales», etc. De modo que el término fran­
cés de civilisation era en efecto, al menos en el punto de parti­
da, más apropiado, y no estuvo tan mal el haber traducido Das
Unbehagen in der Kultur por Malaise dans la civilisation. Lo
engorroso (para la traducción de este texto) es que no existe
un adjetivo como civilisationnel [civilizacional), por lo que en­
contramos una alterancia, en la traducción francesa, entre ci­
vilisation [civilización] como sustantivo y culturel [cultural)
como adjetivo; pero recuerden que de Kultur se trata siempre
en el texto alemán. Y luego, finalmente, en sentido moderno,
el término francés culture fue impregnándose progresivamen­
te de las significaciones y del sentido germánico: si ustedes to­
man, en Lévi-Strauss, la oposición naturaleza-cultura, lo que
es recubierto por el término cultura son realmente fenómenos
tan vastos como los que designa el término civilisation en fran­
cés clásico, es decir, no las manifestaciones más elevadas de la
vida social, sino el conjunto de los sistemas y de las relaciones
simbólicas que recorren y estructuran a un grupo humano de­
termim?do. Una vez formuladas estas observaciones con miras
a recordar que Kultur o «civilisation» deben ser tomadas aquí
en su sentido más extenso. y no en la estrecha franja de lo cultu­
ral, diría que el texto de Freud menos en su corteza- es a
menudo decepcionante ... con lo que no haría más que parafra­
sear a Freud mismo, al comienzo de su capítulo VI: «En nin­
guno de mis trabajos he tenido como en este la sensación de
exponer cosas archisabidas, gastar papel y tinta, y hacer tra­
bajar al ti�ógrafo y al impresor meramente para referir cosas
triviales». No es en absoluto el estilo de Freud hacer una ob­
servación semejante por coquetería o falsa modestia. En otros
momentos y en otros textos teóricos, tiene suficientemente
conciencia de estar descubriendo algo nuevo, lo que nos puede
mover a tomar en serio esta impresión que acaso produzca una

7 S. Freud, El malestar en la cultura, en OC, 21, 1�79, pág. 113.

141
lectura de El malestar, de estar frente a una acumulación de
trivialidades.
Vayamos más allá de este cascarón con el que Freud mismo
se topa, vayamos a su definición de lo cultural: « ... la palabra
"cultura" [Kultur] designa toda la suma de operaciones y nor­
mas que distancian nuestra vida de la de nuestros antepasados
animales; y que sirven a dos fines: la protección del ser huma­
no frente a la naturaleza y la regulación de los vínculos recípro­
cos entre los hombres». 8 Definición que, en efecto, es en cierto
modo insatisfactoria, pero en la cual encontramos la oposición
entre el estado animal y el estado humano, que es aproximada­
mente la oposición levistraussiana de naturaleza-cultura. (Di­
go «aproximadamente» porque, para Lévi,..Strauss, la distinción
naturaleza-cultura no pasa rigurosamente entre el hombre y
el animal, existen culturas o fenómenos culturales en el animal.
Consulten por ejemplo el prefacio de Lo crudo y lo cocido.)
Una vez ubicada la cultura por relación a esta distinción natu­
raleza-cultura, o animalidad-humanidad, he aquí una introduc­
ción de referencias funcionales: ¿para qué sirve la cultura? Ella
sirve para dos fines: protección frente a la naturaleza (diremos
pues, ampliamente, una función de autoconservación) y luego
reglamentación de las relaciones interhumanas. Y entre los as­
pectos de autoconservación, tres serán citados enseguida:
«Remontémonos lo suficiente en el tiempo: las primeras haza­
ñas culturales fueron el uso de instrumentos, la domesticación
del fuego, la construcción de viviendas». 9 Ahora bien, en rela­
ción a estos tres fenómenos Freud va a mostrar que finalmente
la función de autoconservación está ampliamente, como yo lo
decía hace un momento, entramada por lo sexual. Ella está
entramada por lo sexual si nos remitimos, respecto del empleo
de herramientas, al estudio de Sperber que yo cité anterior­
mente. Lo está también en lo que atañe a la construcción de ·
viviendas, acerca de lo cual Freud dice directamente que en.
principio la casa es el sustituto del cuerpo materno. Lo está en
lo que se refiere al fuego, y esta será nuestra manera de intro­
ducir este problema respecto del cual citaré, por el momento,
entre otras referencias, por supuesto a Freud: «Sobre la con­
quista del fuego»; 10 a Bachelard: Psicoanálisis del fuego (en­
contraremos también acerca de la vivienda elaboraciones ba­
chelardianas, particularmente en La poética del espacio); y

8 Ibid.1 pág. 88.


9 Ibid., pág. 89.
10 S. Freud, «Sobre la conquista del fuego», en OC, 22, 1979, págs. 173-8.

142
eventualmente, aun cuando se trate de un texto de dificil acce­
so para no especialistas, a Lévi-Strauss: Lo crudo y lo cocido,
donde ustedes encontrarán el texto de muchos mitos sobre el
origen del fuego.

7 de diciembre de 1976

Hoy hablaremos del fuego. ¿Por qué?


FuEGO Y suBLIMACION Probablemente, como ocurre en toda
enseñanza, y especialmente en psico­
análisis, tenga yo motivaciones personales, pero el lugar con­
vocante ha sido para nú el texto de Sandler y Joffe11 sobre el
pirómano de Londres, en que los autores se interrogan sobre
el proceso sublimatorio en ese personaje tan curioso. Muy
pronto advertimos, al examinar más detenidamente la cues­
tión, que el fuego es un verdadero punto de entrecruzamiento:
punto de entrecruzamiento de conceptos, tanto el de sublima­
ción como el de simbolización; entrecruzamiento de pensado­
res: Freud, pero también Jung y sus discípulos, y luego Bache­
lard. ¿Qué convoca más al ensueño, a las asociaciones y á lo
«sublime»? ¿No es la sublimación precisamente la trasforma­
ción directa, y en general por el fuego, del estado sólido al
estado gaseoso? Y así, ¿no podríamos decir, para divertirnos
un poco, que Juana de Arco en la hoguera sería, en todos los
sentidos del término, el mejor ejemplo de sublimación?
Para relajarnos de las abstracciones de la v� pasada, vamos
a divagar con Bachelard y su Psicoanálisis del fuego, de 1949,
primer volumen de una serie sobre los cuatro elementos: el
aire, la tierra y el agua. Gocemos por ejemplo con esos pasajes
sobre la combustión espontánea de los alcohólicos, en que Ba­
chelard registra, al menos desde el siglo XVIII hasta comien­
zos del siglo XX, esta observación, de que informan tanto las
crónicas anecdóticas como los autores más serios: que los alco­
hólicos empedernidos un buen día se subliman, se consumen en
un fuego interior hasta que no queda casi nada de ellos. Encon­
trarán citas muy divertidas; he aquí una: <<Se lee en las actas de
Copenhague que, en 1692, una mujer del pueblo, cuyo alimen­
to consistía casi únicamente en el uso inmoderado de los licores
espirituosos, fue encontrada una mañana enteramente consu-

11 Cf. J. Sandler y W.G. Joffe, «A propos de la sublimation», Re'!./U6 Fran­


gaise de Psyc�analyse, nº 1, 1967, pág. 115, n. l.
mida, a excepción de las falanges de 19s dedos y del cráneo».12
Y luego (¿quién lo hubiera esperado?) he aquí a Zola, quien, en
el marco de su observación naturalista, describe en El doctor
Pascal un fenómeno idéntico: se trata del tío Macquart. Al­
guien percibe primero en este Macquart, a través de un aguje­
rito de la sábana, su carne desnuda: « • . • la llamita azul brota..
ba ahí, ligera, danzando como una llama errante en la superfi­
cie de un vaso de alcohol inflamado ... Felicité comprendió que
su tío ardía, como una esponja embebida de aguardiente. ·El
mismo se había saturado, desde hacía años, con el más fuerte,
con el más inflamable. Ardería, sin duda, hasta el final, de los
pies a la cabeza ... ». Al día siguiente, cuando el doctor Pascal
va a visitar al tío Macquart, sólo encuentra, como en los diver­
sos ejemplos que hemos relatado, un puñado de fina ceniza
frente a la silla apenas chamuscada. Zola hasta fuerza la nota:
«Nada quedaba de él; ni un hueso, ni un diente, ni una uña;
nada más que ese montón de polvo gris, que la corriente de
aire de la puerta amenazaba barrer».13 Y a propósito de este
episodio de Zola, he aquí que Bachelard inventa «complejos»:
el «complejo de Hoffman», en relación con esa llama azul del
alcohol en la superficie del cuerpo del tío Macquart, que Zola
magnifica así: « ... tío Macquart estaba, pues, muerto, "sobe­
ranamente muerto, como el príncipe de los borrachos, antor­
cha de sí mismo, consumiéndose en la hoguera abrasada de su
propio cuerpo ... ¡encenderse a sí mismo como un fuego de San
Juan!"». 14 Bachelard sé divierte con el psicoanálisis, crea
«complejos», en cierto sentido no tan alejados del análisis, como
complejos de representaciones y de afectos, un conjunto que el
psicoanálisis deberá, nos dice, disolver, o analizar al menos en
sus elementos (no sin daño, tal vez, para la poesía: he aquí una
cuestión). Tenemos ese «complejo de Hoffinan», el «complejo
del punch»,15 que surge de la contradicción entre el agua y el
fuego (contradicción que Freud explota también en su texto
sobre el fuego), contradicción que parecería resolverse en el
milagro del alcohol, el aguardiente, el agua que arde. Es un
dato inmediato, corporal, la sensación de calor en el estómago
cuando se toma un sorbo de alcohol, que viene a corroborar

12 G. Bachelard, Psicoanálisis del.fuego, Madrid: Alianza Editorial, 1966,


pág. 156.
18 !bid., págs. 160-1.
14 !bid., págs. 161-2.
16 [En francés, punch es tanto la bebida que denominamos «ponche» en
castellano, como el «punch» boxístico, es decir la aptitud de un boxeador para
dar golpqs decisivos (N. de la T.). J

144
esta experiencia del ponche o del aguardiente en llamas. «En­
tre estos complejos hay uno muy especial y muy fuerte; es
aquel que cierra, por así decirlo, el círculo: cuando la llama se
ha extendido sobre el alcohol, cuando el fuego ha dado su tes­
timonio y señal, cuando el agua de fuego primitiva se ha enri­
quecido claramente con las llamas que brillan y que queman, se
bebe. De todas las tnaterias del mundo, sólo el aguardiente
está cerca de la materia del fuego».16 Hablábamos hace un mo­
mento de las raíces personales de una investigación; Bachelard
no hace misterio de ellas porque su libro está al mismo tiempo
surcado por evocaciones poéticas de su infancia: «Durante las
Navidades, cuando yo era niño, se preparaba el brulot.17 Mi
padre vertía en un plato ancho aguardiente de orujo de nuestra
viña. En el centro colocaba terrones de azúcar, escogidos entre
los más grandes del azucarero. En el momento en que la cerilla
encendida tocaba la punta del mantoncito de azúcar, la llama
azul descendía, haciendo un ligero ruido, hasta el alcohol ex­
tendido. Mi padre apagaba la lámpara del techo. Era la hora
del misterio y de la fiesta ligeramente grave . . . Entonces se
"teorizaba": apagar demasiado tarde es tener un brulot dema­
siado dulce; apagar demasiado pronto es "concentrar" menos
fuego y, por tanto, disminuir la acción bienhechora del brulot
contra la gripe ... En fin, el brulot estaba en mi vaso: caliente
y pegajoso, verdaderamente esencial ... Para un bebedor de
brúlot, ¡qué pobre, qué fría, qué oscura, la experiencia de un
bebedor de té caliente!».18
Y luego, junto a ese complejo del bru­
EMPEDOCLES SEGUN lot o de Hoffman, Bachelard describe
HoLDERLIN Y FREuo (siempre con un toque de humor) el
«complejo de Empédocles», recurrien­
do al filósofo griego siciliano que se suicidó, por medio de un
suicidio filosófico, cosmológico, panteísta, precipitándose en el
Etna. El complejo de Empédocles es la atracción de la hogue­
ra, y Bachelard conocía por otra parte el Empédocles de Hol­
derlin, en el que yo mismo tuve ocasión de interesarme.19 Esta
tragedia de Empédocles, de la cual Holderlin nos ha dado va­
rias versiones, gira precisamente en torno de ese problema del
suicidio en la totalidad, del retorno a la totalidad, evidente-
16 G. Baehelard, op. cit., pág. 140.
17 [Brulot: aguardiente quemado con azúcar; es lo que los gallegos deno­
minan queimada. Cf. pág. 190 de Psicoanálisis del.fuego (N. de la T.).]
18 G. Baehelard, op. cit., págs. 141-2.
19 Citado en J. Laplanehe, Holderlin y el problema del padre, Buenos
Aires: Corregidor, 1975, pág. 188.

145
mente en una atmósfera hegeliana. Pero Holderlin se sitúa co­
mo una especie de Hegel-anti-Hegel, en la medida en que, sien­
do para él la fascinación de la totalidad más grande aún que
para Hegel, experimenta sin cesar la necesidad de hacer rena­
cer un nuevo elemento de no totalización, de contradicción, a
partir de la tentación del Etna. Se trata para Holderlin de
mantener la diferencia frente a algo que aparece intelectual­
mente como una dialéctica de la identidad, pero que, eviden­
temente, para alguien que se debate con su propia esquizofre­
nia, aparece también como una amenaza fundamental, la ame­
naza del retorno a lo indiferenciado. Y la última versión (por­
que tenemos versiones sucesivas del Empédocles) ---inconclu­
sa, por otra parte, como las otras- no es precisamente ya un
movimiento; como si Holderlin hubiera experimentado la nece­
sidad, justamente, de suspender ese movimiento para escapar
a la totalización; es una especie de suspensión al borde -en
sentido literal- del cráter del Etna. Esa conservación de la
no-totalidad, de la diferencia, era obtenida anteriormente, en
la obra de Holderlin, por la ironía; he aquí, en efecto, lo que
Holderlin decía uno o dos años antes de su futuro héroe Empé­
docles, en su novela Hiperi6n: «Ayer me enconti-aba en las
alturas, sobre el Etna; recordé entonces al gran siciliano que
un día, pese a su ardiente amor a la vida, fatigado de contar las
horas y llena el alma de los misterios del mundo, se precipitó
en las majestuosas llamas del cráter; sin duda, como lo dijo
después un ironista, porque ese frío poeta había sentido la ne­
cesidad de calentarse» .20 Hablé hace unos momentos de Juana
de Arco, y he aquí a Empédocles, también, como modelo iró­
nico de la sublimación. Tendremos aún otro testimonio de esta
ironía con Freud, acerca de Juan Hus. Como ustedes saben,
Freud no es ajeno a Empédocles; lo invoca como garante :filo­
sófico de su segunda teoría de las pulsiones. No son pasajes
que abunden, pero se trata de una referencia en que vale la
pena detenerse porque Freud encuentra en la pareja de opues­
tos propuesta por Empédocles un claro antecedente a su oposi­
ción entre pulsiones de vida y pulsiones de muerte. El mundo
está hecho, nos dice Empédocles, de q:n>..Ía y de vETKo�, es decir
de amistad, de discordia, y de la lucha entre ambas. Estas pul­
siones de vida y pulsiones de muerte, de las cuales yo intenta­
ba dar mi interpretación, no sin fundamento, por otra parte,
por referencia a una sexualidad que funciona según el régimen
de la energía libre y una sexualidad que funciona según el
20 /bid.

146
régimen de energía ligada; estas pulsiones de vida y pulsionuH
de muerte son, en Freud, digámoslo así, la síntesis contra la
antisíntesis. Hay aquí una idea interesante, que encontramos en
ciertos textos de Freud, y es esta: cuando se oponen síntesis y
anti-síntesis, no se tiene una simetría; las dos pulsiones no se
encuentran en el mismo plano, ya que la pulsión de muerte es
no sólo la anti-pulsión de vida, sino al mismo tiempo el princi­
pio que impide la unión entre esta pulsión de muerte y la pul­
sión de vida. En otros términos, si se habla sólo de amor y de
agresividad, se puede concebir que ambos elementos pulsio­
nales puedan asociarse en un todo más o menos armonioso. A
esto se alude cuando se habla de fusión de las pulsiones o, se­
gún el viejo término quizá mal escogido, de intrincación de las
pulsiones. Fusión de las pulsiones, entonces, o peligro de defu­
sión, que deja a cada una de ellas librada a su deEtino, y en
particular deja a la agresividad librada a un destino indomeña­
ble. Pero si hablamos de fusión o de defusión no en ese nivel
derivado que es el del amor y de la agresividad, sino en el nivel
fundamental de los dos principios en cuestión, pulsión de vida
y pulsión de muerte, nos damos cuenta de que la discordia, el
ve1Ko� de Empédocles, es principio de discordia entre ella mis­
ma y el principio de fusión; o también, de que existe una espe­
cie de heterogeneidad radical en lo que yo llamé el funciona­
miento no ligado (lo que Freud llama la energía libre), en el
sentido de una energía que corre hacia la desorganización. Tu­
ve ocasión de poner de relieve, a propósito del «Proyecto de
psicología>> (ello fue luego retomado) lo que se puede llamar la
desligazón; el hecho de que una energía esté entbunden, des-li­
gada, quiere decir muchas cosas: desde luego que la energía
está des-ligada, etimológicamente, a la letra, pero también po­
demos decir que ella está des-encadenada, con toda la violencia
que esto representa. Hay aún otra resonancia de este término
de Entbindung, aquella que se encuentra en cierta psicología
del comportamiento, y en la etología en particular, la idea de
des-encadenamiento, porque lo que está desligado y desenca­
denado es lo que funciona según un mecanismo de desencade­
namiento, es decir: para una causa mínima, lo que resulta des­
ligado no guarda proporción con el mecanismo desencadenan­
te. Me estoy refiriendo a lo que se llama releasing mechanism,
especialmente en la teoría etológica del instinto. Muchas son
entonces las connotaciones de la desligazón. Pero aquella en la
que hoy insisto es este elemento de radical heterogeneidad que
hace que lo no ligado sea no sólo enemigo de lo ligado, si se puede
decir así, sino también enemigo de su propia fusión con lo liga-

147
do. Creo que en este punto Freud, con notable intuición, se
aproxima no sólo al Empédocles histórico al cual él se refiere
(por otra parte, resulta curioso que no aluda -al menos por lo
que yo he podido descubrir- a la muerte de Empédocles, sino
a su teoría), sino aún más al Empédocles de Holderlin con esto
que yo indicaba hace un momento como necesidad de mantener
un principio de diferencia contra toda síntesis, o lo que llamé
en mi trabajo sobre Holderlin, invirtiendo una fórmula de He­
gel, no «la identidad de la identidad y de la no identidad», sino,
por el contrario, «la diferencia de la diferencia y de la no dife­
rencia». Lo que de esta manera yo intentaba hacer compren­
der es que precisamente no bastaba mantener la diferencia,
sino que era• necesario mantener un elemento aún más radical.
Volvamos a Bachelard y a lo que él lla-
BAcHELARD Y EL ma «psicoanálisis del fuego». Bache-
FUEGO: PEDAGOGIA lard, como ustedes saben, considera
DEL ESPIRITU que hay dos vertientes en su obra: la
CIENTIFICO vertiente epistemológica, aquella que
intenta poner en evidencia el derrote­
ro de la ciencia moderna, el nuevo espíritu científico; y por otra
parte la vertiente «poética», precisamente la que el Psicoaná­
lisis del fuego inaugura, y que continúa con El agua y los sue­
ños, etc., y después con La poética del espacio. Esta vertiente
poética se desarrolla no sólo a través de los poetas, sino a tra­
vés de la poesía de la vida cotidiana o incluso de las crónicas
(como acabamos de verlo con esos anales en los cuales se asiste
a la sublimación de los alcohólicos), y también de la poética de
la ciencia en sus orígenes y, por ejemplo, de la alquimia. Es en
este segundo linaje «poético» donde interviene lo que Bache­
lard llama «psicoanálisis», y que habría que precisar. En la
línea de su obra La formación del espíritu científico, a la cual
Bachelard se refiere explícitamente, se trataría, según sus
propios términos, de desembocar en una «pedagogía del espíri­
tu científico», de mostrar, nos dice incluso, «las seducciones
que falsean las inducciones». Este psicoanálisis sería una depu­
ración de la ciencia (pensamos de nuevo aquí en la sublima­
ción), que (es esto lo interesante) iría en el mismo sentido que
la evolución del espíritu científico, el cual tampoco parte de la
observación, sino de la experiencia metafórica, se podría decir,
del mundo. Hay aquí una inspiración que bien podríamos califi­
car, en cierto modo, de neopositivista, por ejemplo cuando ve­
mos a Bachelard denunciar esos dos obstáculos epistemológi­
cos que se habrían opuesto sucesivamente a una comprensión
• científica del fenómeno del fuego: el obstáculo sustancialista y

148
el obstáculo animista. El obstáculo sustancialista es aquel que
pretende ver en el fuego un principio real, realista, se trate de
un fluido ígneo o del famoso flogisto; el obstáculo animista es
aquel que se sostiene gracias a todas esas metáforas: fuego
vivo, aguardiente, el hecho de que el fuego supuestamente se
alimente, el fuego no solamente vivo sino también principio de
vida o, incluso, inversamente, la digestión misma concebida
como una combustión lenta y ordenada. El fundamento de es­
tas dificultades, de estos obstáculos, es un fundamento, nos di­
ce, corporal. Y es tal vez aquí donde Bachelard se distingue de
Auguste Comte, porque, entre obstáculo sustancialista y obs­
táculo animista, ¿ quién no pensaría en la «ley de los tres esta­
dios» de Auguste Comte? Pero para Bachelard esta sucesión
de obstáculos no sería una ley de evolución del espíritu en gene­
ral, sino una coerción esencialmente corporal. «De este modo,
nosotros no dudamos en invocar un origen cenestésico para
ciertas intuiciones filosóficas fundamentales. Creemos en par­
ticular que ese calor íntimo, encerrado, custodiado y poseído
que constituye una digestión feliz, conduce inconcientemente a
postular la existencia de un fuego escondido e invisible en el
interior de la materia o, como decían los alquimistas, en el
vientre del metal. La teoría de este fuego inmanente a la ma­
teria determina un materialismo especial para el cual haría fal­
ta crear una palabra porque representa un matiz filosófico im­
portante, intermedio entre materialismo y animismo. Este ca­
lorismo corresponde a la materialización de un alma o a la ani­
mación de la materia; es una forma de tránsito entre materia y
vida. Es la sorda conciencia de la asimilación material de la
digestión, de la animalización de lo inanimado».21 Poesía apar­
te, encontramos algo bastante similar en las últimas líneas del
artículo de Freud «Sobre la conquista del fuego> «Y el hombre►:

primordial, obligado a concebir el mundo exterior con ayuda de


sus propias sensaciones y circunstancias corporales, no pudo
pasar por alto ni desaprovechar las analogías que le mostraba
el comportamiento del fuego» .22 Ven ustedes cómo, sin referir­
se precisamente a Freud (y creo que Bachelard desconocía es­
te artículo de Freud «Sobre la conquista del fuego», que lo
habría perturbado mucho, indudablemente, porque no va en la
misma dirección de lo que él mismo dice, ni de su concepción un
poco simple del «psicoanálisis»), Bachelard tiene en todo caso
esta base en común con Freud, ya que se trata tanto en uno
21 G. Bachelard, op. cit., págs. 126-7.
22
S. Freud, «Sobre la conquista... », op. eit., pág. 178.

149
como en el otro de una referencia última a lo vivido corporal.
Este «psicoanálisis del fuego» de Ba-
BACHELARD Y EL chelard pretende entonces despren-
FUEGO: LIBERACION • der un objeto científico de su envoltu-
DEL ENSUEÑO ra metafórica, de sus orígenes meta-
fóricos, para llegar a una depuración
del objeto científico. Pero lo curioso en lo que respecta al fuego
es que precisamente, Bachelard lo admite, ese psicoanálisis,
por definición, no se logra; o al menos sólo logra destruir su
objeto, porque en última instancia no existe ningún objeto
científico «fuego»: Digo «en última instancia>,, pero Bachelard
lo señala enseguida, el fuego es cada vez menos un objeto en el
cual se interesen los libros de química o de ñsica; no es ya un
objeto científico:
«La ciencia contemporánea se ha apartado, poco menos que
completamente, de este problema, verdaderamente primor­
dial, que los fenómenos del fuego plantean al alma primitiva.
Los libros de química, al correr el tiempo, han visto acortarse
cada vez más los capítulos sobre el fuego. Y son numerosos los
libros de química modernos donde se buscaría en vano un estu­
dio sobre el fuego y sobre la llama. El fuego ya no es un objeto
científico. El fuego, objeto inmediato notable, objeto que se
impone a una elección primitiva, suplantando a muchos otros
fenómenos1 no abre ya ninguna perspectiva para un estudio
científico» 3:-:3
De modo que la conclusión de este libro, que habría debido,
aparentemente, disolver el ensueño para dejar sitio a la cien­
cia, resulta invertida porque ciencia del fuego no hay: se trata
finalmente de liberar el ensueño; liberarlo de sí mismo, se po­
dría decir, o incluso, según los propios términos de Bachelard,
hacerlo más alerta, eventualmente más ágil. Y no estamos aquí
tan lejos de una inspiración psicoanalítica, o al menos de lo que
es el derrotero psicoanalítico. También en Freud existe esta
suerte de ilusión previa: develar los fantasmas, y ellos se disi­
parán. Recuerden ustedes la máxima inicial, puesta en exergo
en La interpretación de los sueños: «Afflavit et dissipati sunt»;'
sopló y se dispersaron. Es por supuesto el sueño de Freud disi­
par de un soplo los fantasmas inconcientes. Pero así como el psi­
coanálisis no tiene por efecto disiparlos, tampoco el psicoanáli­
sis del fuego tiene por efecto liberar un conocimiento racional
del fuego.

2: 3 G. Bachelard, op. cit., pág. 9.

150
Psicoanálisis en Bachelard. Como lo
DESCALIFICACION indiqué hace un momento, Bachelard
DE LA HIPOTESIS ignora el trabajo de Freud sobre el
ADAPTATIVA fuego, y veremos la discordancia. Co­
noce aJung: Metamorfosis y símbolos
de la libido, y se inspira ampliamente en él. Su idea de base
(para ir rápidamente a lo esencial de esta obra, que vale sobre
todo por sus ejemplos, por el estilo y por la poesía, mientras
que en definitiva la idea misma es de articulación bastante fá­
cil) es que hay que partir de la relación imaginaria, soñada,
metafórica con el fuego, porque la relación realista es sólo se­
gunda y derivada. Y se puede decir que, en esta apología de lo
metafórico y de lo no realista, Bachelard va incluso mucho más
lejos que Freud, quien se siente pese a todo obligado a ubicar
en los orígenes de la civilización dos factores y no uno solo:
junto alJaetor pulsional, Eros, un factor de necesidad exterior,
lo que él llama Ananké. Si Freud hace con ello una concesión a
explicaciones realistas de la evolución de la humanidad (algo
que lo aproximaría tal vez a Marx, o quizás incluso a Sartre), e
introduce la penuria, las necesidades de la adaptación al mun­
do, a pesar de todo, en la base de la evolución, Bachelard va
mucho más lejos y no vacila en decir que no es la necesidad,
sino el deseo, lo que constituye el motor de toda la evolución de
la civilización. Una ilustración dada como al pasar es el famoso
ejemplo del amaestramiento por el fuego, del así llamado
aprendizaje que hace que, puesto que el fuego quema, el niño o
el hombre primitivo tomen el hábito de evitarlo por medio,
verdaderamente, de un reflejo condicionado ligado a la expe­
riencia. Y bien, Bachelard invierte por completo esta perspec­
tiva; en esto se muestra verdaderamente muy psicoanalista,
sosteniendo que lo primero, en esta relación del niño con el
fuego, es en todo caso la prohibición.
«El reflejo que nos hace retirar el dedo de la llama de una
bujía no juega, por así decirlo, ningún papel conciente en nues­
tro conocimiento; incluso es posible asombrarse de que se le
dé tanta importancia en los libros de psicología elemental, don­
de se lo presenta como el sempiterno ejemplo de intervención
de una suerte de reflexión en el reflejo, de un conocimiento en
la sensación más brutal. En realidad, las prohibiciones socia­
les son las primeras. La experiencia natural no viene sino en
segundo lugar para añadir una prueba material inesperada,
cuya naturaleza es demasiado oscura para fundar en ella un
conocimiento objetivo. La quemadura, es decir, la inhibición
natural, al confirmar las prohibiciones sociales no hace sino au-

151
mentar, a los ojos del niño, el valor de la inteligencia pater­
nal».24
Y a partir de esto, divirtiéndose en multiplicar los comple­
jos, Bachelard introduce el complejo de Prometeo, precisa­
mente como complejo de desobediencia hacia el padre: complejo
de fabricación y también deseo de saber, que lleva al pequeño
Prometeo a encender fuegos en las cañadas en horas de vagan­
cia. Bachelard, por respeto a Freud, ubica este complejo de
Prometeo bajo la égida del complejo de Edipo, mediante esta
fórmula tal vez algo apresurada: <�El complejo de Prometeo es
el complejo de Edipo de la vida intelectual».25
Bachelard también tacha de falsa la hipótesis adaptativa
cuando incidentalmente menciona el nexo entre-el fuego y la
nutrición, el valor alimentario del fuego, elemento absoluta­
mente determinante en la evolución de las civilizaciones. Y
bien, nos dice, la· gastronomía está vinculada con el fuego; el
placer no sólo de comer, sino quizá de introducir la potencia del
fuego dentro del alimento, antecede y suplanta ampliamente a
las necesidades de la autoconservación. En la perspectiva del
esquema de la sexualidad y de la autoconservación, nosotros
diríamos que la gastronomía sostiene de parte a parte la auto­
conservación. Citaré un nuevo pasaje en el que Bachelard evo­
ca un recuerdo infantil acerca de los barquillos:
« Y el barquillo aparecía sobre mi mesa, más cálido a los de­
dos que a los labios. Entonces sí, yo comía fuego, devoraba su
oro, su olor, y hasta su chisporroteo, mientras el ardiente bar­
quillo crujía entre mis dientes. Y siempre es de este modo, por
una especie de placer de lujo, de postre, como el fuego justifica
su humanidad. No se limita a asar: cuscurrea. Dora la galleta.
Materializa la alegría de los hombres. Por mucho que pueda
remontarse, el valor gastronómico tiene primacía sobre el va­
lor alimentario y es en la alegría, y no en la pena, donde el
hombre ha encontrado su espíritu. La conquista de lo super­
fluo produce una excitación espiritual mayor que la conquista
de lo necesario».26 Y cito esta última frase de que podríamos
hacer coautores a otros: «El hombre es una creación del deseo,
no una creación de la necesidad» .27
Si el deseo precede o soporta a la necesidad, si la metáfora
antecede a la realidad y no lo contrario, no es entonces dificil,

24 !bid .. págs. 22--3.


25 !bid., pág. 26.
26 !bid., pág. 31.
2:1 !bid.

152
nos dice Bachelard, descubrir la metáfora mayor en la relación
del hombre con el fuego. Se trata de una metáfora sexual: el
fuego sexual llega al hombre antes que el otro, hay una «sexua­
·lización primitiva del fuego». Y retomando textos de Frazer
acerca de los mitos sobre el origen del fuego, no le es difícil a
Bachelard mostrar la ceguera, incluso la represión, del etnó-
logo, y evidentemente la superioridad
«SEXUALIZACION de los analistas, en este caso la de su
PRIMITIVA DEL analista de referencia que es Jung.
FUEGO» Los mitos sobre el origen del fuego
contienen numerosos elementos en re­
lación con el fuego interior, el de la excitación sexual. Bache­
lard da cuenta del fuego creado o aportado por un pájaro, el
cual se encontrará directamente en el texto de Freud «Sobre la
conquista del fuego». El fuego descubierto en las entrañas de
un animal, particularmente en un pene que es hendido en dos
(precisamente en Australia, donde por otra parte se practica la
subincisión, la reapertura del pene), o incluso el fuego disimu­
lado en la vulva o el vientre de la mujer. Ya veremos la cues­
tión que esto podría plantear a la interpretación freudiana. Del
mito, Bachelard pasa a la prehistoria: «La conquista del fuego
es una conquista primitivamente sexual», en tanto que, para
poner de una vez las cartas sobre la mesa, yo diría que, para
Freud, la conquista del fuego es una conquista primitivamente
anti-sexual. A decir verdad, para Freud, más que la produc­
ción del fuego lo que cuenta es su domesticación, su conserva­
ción, mientras que para Bachelard el problema es en primer
lugar el de su producción. Y Bachelard retoma las antiguas
argumentaciones acerca del hombre prehistórico; la querella
entre el fuego natural, simplemente conservado de los azares
de u.na tormenta, y el fuego producido por medios técnicos pri­
mitivos. Toma partido enteramente en favor del fuego produ­
cido, aduciendo que el fuego encontrado en la naturaleza exte­
rior es tan escaso que el hombre podría haber errado durante
milenios sin conocerlo. No habría habido entonces fuego sin
este impulso a reproducir el fuego, el fuego de la excitación
sexual. Y Bachelard nos habla, y nos. convence con toda faci­
lidad, de las analogías, y aún más, de una verdadera asimilación
entre la producción del fuego, en particular por frotamiento de
dos pedazos de madera, y la significación sexual del coito: en­
tre el miembro ágil y el fuego ágil. Dejo esos pasajes que uste­
des pueden leer para llegar a su conclusión: «El amor es la
primera hipótesis científica para la reproducción objetiva del
fuego. Prometeo es un amante vigoroso antes que un :filósofo

153
inteligente, y la venganza de los dioses es una venganza por
celos».28 Freud también nos hablará de la venganza de los dio­
ses; verán ustedes cuánto más compleja es en él la interpreta­
ción. Podríamos decir que, en Bachelard, la conquista del fue-
go se sitúa en la misma línea que la descripción que da Sperber
del trabajo como equivalente simbólico del coito. Entre el tra­
bajo rítmico de la tierra y el trabajo de la madera que desem­
boca en la producción de la primera chispa, hay una verdadera
equivalencia que se sitúa precisamente en su significación co­
mún, directamente sexual. Frotar, bruñir, pulir, lustrar, no
son sólo el trabajo sexual del ama de casa, sino también las
coordenadas primeras de la conquista del fuego.
Y para concluir nuestro recorrido del texto de Bachelard,
señalaré que en un pasaje que no es forzosamente el más logra­
do, pero que de todos modos es sugestivo, Bachelard siente
también la necesidad de plantear el problema de la sublimación
a propósito del fuego. No es casual que el fuego convoque a
esta cuestión de la sublimación; hay allí algo más que una rela­
ción de forma, hay ahí una relación de contenido. El fuego,
metáfora primera de la sublimación, convoca verdaderamente
a plantear la cuestión de la �ublimación. Situándose con otros
en una línea en este caso critica respecto al análisis, Bachelarcl
va a oponer a lo que él llama la sublimación continua, una subli­
mación «dialéctica». Sublimación continua sería la del psico­
análisis clásico, que pretende que de lo sexual a lo sublimado
habría como una línea directa, una suerte de alimentación de
lo sublimado por la fuente, de alimentación de lo poético, inclu­
so de lo científico, desde el origen sexual. Y Bachelard preten­
de agregar a esto lo que llama una sublimación «dialéctica»,
otorgando su lugar a la represión (sabemos cuán crucial es este
problema de la relación entre la represión y la sublimación) o,
al menos, lo que denomina la inhibición «sólida y clara» de lo
sexual. Introduce aquí la noción de purificación, de depura­
ción, a la cual el fuego se prestaría directamente porque él
mismo es dialéctica de lo puro y de lo impuro. Aquí, para intro­
ducir a Freud respecto de este término, yo diría que, a pesar
de las apariencias, sería más bien la sublimación bachelardiana
la que se ubicaría en la descendencia continua, en esa línea de
depuración del fuego sexual en fuego sustancial, después en
fuego animado y, finalmente, en luz, en t�nto que Freud des­
cribirá, a propósito de Prometeo, algo mucho más dialéctico,
mucho más soterrado y mucho más reprimido.

28 !bid., págs. 43-4.

154
14 de diciembre de 1976

Quisiera retomar hoy esta cuestión


BACHELARD Y JuNG del fuego, indicando, en la mayoría de
los autores que se ocupan de proble­
mas de este tipo {me refiero a los analistas), la proximidad de
dos problemáticas: de lo originario y de lo sublimado. Estamos
aparentemente en los dos extremos de una secuencia tempo­
ral, pero de hecho, para la mayoría de los psicoanalistas que se
ocuparon de la cuestión de la sublimación, esta reenvía a proble­
mas de origen. Es que la verdadera sublimación, habíamos
pensado el año pasado a propósito de Leonardo, sería tal vez
una sublimación, según la expresión alemana, von Anfang an,
es decir, «desde el comienzo»: no se trata necesariamente de
algo originario en el tiempo, sino de una sublimación que debe­
rá seguirse desde la aparición de la pulsión. Comoquiera que
fuere, la sublimación remite en todos ellos a cuestiones de ori­
gen, tomadas a menudo en el sentido más concreto, incluso de
prehistoria. Esto es evidente en Jung, en Bachelard y también
en Freud, En Freud habría que retomar el problema de los
orígenes de lo cultural a partir de El malestar en la cultura, y
tal vez en su relación con el planteo junguiano del problema,
planteo que Freud pretende ignorar sistemáticamente, pese a
haber estado en el centro de muchas discusiones en los años de
1910. Y a propósito de esta cuestión de los orígenes del fuego
como fenómeno cultural primordial, advertimos que Freud no
sólo ignora la posición de Jung, sino también los trabajos de
uno de sus discípulos más cercanos, siempre aprobado, siem­
pre en la línea de la ortodoxia: me refiero a Abraham. No es
una de las paradojas menores que, después de la muerte de
Abraham, Freud haya publicado Moisés y la religión mono­
teísta, que hace caso omiso de los importantes desarrollos de
Abraham sobre Egipto y sobre el mismo faraón del cual habla
Freud, Ikhnatón o Amenhotep IV. Y es también curioso ver
en el texto «Sobre la conquista del fuego» cómo pasa totalmen­
te por alto las elaboraciones de Abraham directamente dedica­
das a esa cuestión, y en particular al mito de Prometeo. El texto
de Abraham, que se llama Sueño y mito, data de 1909, es
decir que es anterior incluso al texto de Jung de 1912, Meta­
morfosis y símbolos de la libido, donde también encontramos
elaboraciones sobre el fuego; por su parte, Jung se refiere di­
rectamente a los trabajos de Abraham, a quien considera su
precursor en este asunto. Hasta ahora sólo hemos considerado

155
la posición de Jung a través de su lectura por Bacherlard; he­
mos visto que Bachelard lo utiliza como un modelo del psicoaná­
lisis sin entrar en los debates de escuela entre Jung y Freud.
También vhnos que Bachelard, al final de su obra, contrapone
una sublimación «continua», que sería la sublimación psicoana-
lítica, y una sublimación «dialéctica», noción que él querría in­
trodu�ir; trabajoso nos resulta descubrir esta oposición ope­
rante en él mismo, porque en estos desarrollos de Bachelard
sobre el fuego hay evidentemente cierta dialéctica, pero en el
interior de un continuo. Diríamos que Bachelard, más que opo­
ner dialéctica y continuo, intenta díalectizar lo continuo; reto­
ma, por ejemplo, la noción de simbolismo «anagógico» -sim­
bolismo hacia lo alto-- según una concepción junguiana y silbe­
reriana. Sin duda que Bachelard no es junguiano, pero el movi­
miento de depuración hacia lo alto, ese movimiento anagógico,
es común a ambas corrientes. Digamos que es más religioso
en Jung, y que en Bachelard se titula más bien de movimien­
to espiritual, o incluso movimiento intelectual. Encontrarán
nuevamente este movimiento en las últimas páginas del Psi­
coanálisis del fuego, pero no quiero insistir en ello por cuanto
desearía hablar de Freud y el fuego. El punto de vista es muy
diferente. No se trata en absoluto de un punto de vista anagó­
gico, orientado hacia lo sublime. ¿Se tratará entonces de un
movimiento reductor, mecanicista? Pero, precisamente, si lo
anagógico de Jung es en cierto modo relativamente poco dia­
léctico, yo diría que la reducción freudiana, por el contrario
-ese supuesto continuo que deplora Bachelard-, contiene al­
go profundamente conflictivo, si no profundamente dialéctico.
«Sobre la conquista del fuego» es un
EL CONFLICTO pequeño artículo de 1932, o sea poco
PULSIONAL EN posterior a El malestar en la cultura
«EL MALESTAR (1929). Tesis de El malestar en la cul-
EN LA CULTURA» tura, para resumir de manera extre-
madamente esquemática: la sofoca­
ción de las pulsiones (entiendo por «sofocación» un mecanismo
más amplio y acaso más sociológico que la represión) es el ori­
gen y el motor del movimiento cultural y debe ser explicada a
partir de un doble juego: por una parte, un juego interior a
Eros, o a la pulsión de vida, que hace que en el interior mismo
de Eros, fuerza unitaria, haya una lucha de las grandes unida­
des contra las pequeñas; pero el juego se sitúa, por otra parte,
en un conflicto interpulsional, entre Eros y la pulsión de muer­
te. Ambos juegos son complementarios. Para esquematizar,
diría lo siguiente: la agresividad (o la pulsión de muerte, que

156
Freud sitúa del mismo lado) debe ser suprimida o expulsada
afuera, y para poder realizar esta supresión, Eros debe ser
canalizado, inhibido respecto de su meta direcb1mente sexual,
y sublimado. Al mismo tiempo entonces que prosigue la lucha
entre Eros y la agresividad, en el interior de Eros, precisa­
mente en ese movimiento de canalización y de sublimación, es
el individuo el que será sacrificado a la sociedaq., es la pareja
por ejemplo la que será eventualmente sacrificada a un grupo
más amplio, y tal vez hasta exista (reaparece aquí algo que es
una especie de hilo conductor en Freud) una misteriosa contra­
dicción inherente a Eros mismo. En una perspectiva que yo
había esbozado la penúltima vez, la de un conflicto interno a lo
que llamo el plano de la sexualidad, podríamos tal vez inten­
tar demostrar que esos juegos dialécticos, tanto entre Eros y
la pulsión de muerte como en el interior mismo de Eros, cons­
tituyen finalmente un solo y mismo juego retomado en niveles
diferentes. Me refiero a la perspectiva de una oposición más
general que yo sitúo en el fundamento de la distinción Eros/pul­
sión de muerte: la oposición entre lo ligado y lo no-ligado.
Intenté entonces resumir esa famosa tesis de que la energía
de la civilización surge de la sofocación de las pulsiones, a fin
de situar «Sobre la conquista del fuego», texto breve y diñcil, a
pesar de que se lea aparentemente con facilidad. Para retomar
una expresión que me vino a la mente a propósito de otro texto
de Freud, yo diría que se trata de un texto que se podría con­
siderar chirriante, contradictorio: en el contenido, porque,
Freud insiste en ello, el mito funciona sobre la base de la tras­
formación en lo contrario, pero quizá también en el razona­
miento de Freud mismo; lo que replantea la cuestión de saber
si es posible separar ambos, la contradicción en el contenido y
la contradicción en el movimiento del pensamiento, si se puede
hablar no-dialécticamente y no-contradictoriamente de lo que
es dialéctico y contradictorio ...
Gewinnung des Feuers. En la Stan­
FREUD: dard Edition, el término alemán Ge­
«SOBRE LA 'W'innung es traducido al inglés por la
CONQUISTA yuxtaposición de dos términos: the ac­
DEL FUEGO» quisition and control of fire; ge'W'in­
nen significa ganar, ganarse, adquirir,
y el término de «conquiste du feu» [conquista del fuego] que
Sédat y yo hemos adoptado para traducirlo al francés sólo me
satisface a medias: aun cuando se trate del mito de Prometeo,
quien es indudablemente un conquistador del fuego, verán us­
tedes en qué dirección será desplazada la cuestión. Sigamos

157
entonces este texto que, desde el primer párrafo, se sitúa co­
mo una búsqueda de un origen real, prehistórico. Se trata de la
conquista del fuego por los «hombres primitivos» 1 y Freud no
se va aquí por las ramas, siguiendo la gran tradición de aque-,
llos que admiten plantear los problemas en términos de origen.
Piensen en Rousseau o en Engels. He aquí una tradición que
es hoy en día fuertemente cuestionada en nombre, por ejem­
plo, del estructuralismo, que proscribe este tipo de cuestiona­
miento; sabemos que Freud no tiene este pudor o este escrú­
pulo metodológico que prohfbe, en nuestros tiempos, hablar de
lo «primitivo»; él no vacila en relacionar, de una manera que
puede parecer ilegítima, problemas de prehistoria por un lado,
con datos de la antropología contemporánea por otro. Ese pri­
mer párrafo explica que Freud es llevado a defender y dar
cuerpo a una hipótesis apenas esbozada en una frase de El
malestar en la cultura, en función de artículos posteriormente
aparecidos, algunos que cuestionan y otros que corroboran,
piensa él, su propia tesis. Pero insistimos en este punto: ni
una palabra sobre Abraham.
A partir de este primer párrafo advertimos que hay una es­
pecie de juego entre un doble problema que quisiera esquema­
tizar de la siguiente manera: este problema, presupuesto y no
planteado, se descompone por lo tanto en dos. Primera cues­
tión: ¿es el fuego llamada civilizado, el fuego de los civilizados,
en primer lugar el fuego natural, el fuego del cielo, o es en
principio el fuego producido por manipulación, el famoso fro�
tamiento de dos pedazos de madera? Y luego, segunda cues­
tión, que es lo que descubrimos a raíz de la traducción del tér­
mino Gewinnung, ganancia, beneficio (el término Gewinn es el
que encontramos en psicoanálisis en « beneficio secundario» o
también en «ganancia de placer»): ¿se tratará esencialmente
de ocuparse de un problema de adquisición o bien de un pro­
blema de control o de domesticación (Freud mismo introducirá
este término de domesticación; en alemán: Ziihmung)? Ambas
cuestiones parecen complementarias, y en efecto lo son en una
primera lectura del texto. Digamos que Freud se centra en un
problema de control, de dominio, de domesticación (él emplea
incluso otra palabra, que es «dominio»; precisamente: Be­
milchtigung, término familiar en el lenguaje psicoanalítico).
Pero esto parece tener una clara repercusión sobre la natura­
leza y el origen del fuego de que se trata, porque el fuego que
hay que domeñar es más bien el fuego del cielo y no el fuego
obtenido por medio de una técnica de manipulación. Esta liga­
zón entre los dos problemas que yo intentaba distinguir parece

158
confirmada por Freud mismo, puesto que trata de extraer de
la etnograña argumentos en favor del hecho de que el primer
fuego no habría sido un fuego producido por manipulación, y
• que la domesticación del fuego habría precedido a su produc�
ción técnica. Lo cual parecería confirmado por el recurso a Pro­
meteo, quien, precisamente, no es productor técnico del fuego,
sino alguien que roba el fuego del cielo; estamos evidentemen­
te tentados de pensar en el fuego del rayo o de los volcanes
(pero cuidado con esta utilización del mito de Prometeo, lo
veremos en un momento).
De hecho, Freud no se interesa dir.ectamente en los proble­
mas de técnica prehistórica (conquista o conservación del fue­
go): estas cuestiones sólo le interesan en la medida en que son
compatibles o contradictorias con su investigación: y esta no se
centra en el descubrimiento mismo, sino en su resorte psíqui­
co, en su motor pulsional. Parte para ello de una prohibición
contemporánea: la «prohibición que rige entre los mongoles de
orinar sobre las cenizas», sobre las cenizas calientes de las cua­
les se podría engendrar nuevamente fuego; sobre las brasas.
Ya es hora de formular esa hipótesis que Freud va a defender
después de haberla enunciado en El malestar en la cultura:
« • . . la precondición para apoderarse del fuego ha sido la re­
nuncia al placer -de tinte homosexual--- de extinguirlo me­
diante el chorro de orina ... ».29 En apoyo de esto, Freud anun­
cia que aportará el mito de Prometeo, pero (como ustedes ve­
rán enseguida) no retomándolo en un sentido que yo llamaría
alegórico (que es en definitiva el de la interpretación de Abra­
ham y Jung), sino tratándolo realmente .como una formación
del inconciente, como un sueño que hubiera sufrido deforma­
ciones considerables a partir, deberíamos decir, de un cumpli­
miento de deseo. En el sueño se trata del cumplimiento de un
deseo individual; aquí se trataría del cumplimiento histórico de
un deseo o bien de una dialéctica histórica que gira en torno del
deseo, de su sofocación y de su cumplimiento. Así como se ha­
bla de «trabajo del sueño», se podría entonces hablar, en el
mismo sentido, de un «trabajo del mito», que funcionaría sobre
elementos tan reales en su origen como aquellos que sirven
para construir un sueño, lo que llamamos los restos diurnos,
los recuerdos de la víspera o los recuerdos infantiles. Y es de
este modo como Freud trata a este mito, como una expresión
de un estado de los hechos (Tatbestand) en el origen, destinado
a ser extremadamente deformado por ese trabajo del mito. En
29 S. Freud, «Sobre la conquista; .. » 1 op. cit. pág. 178.

159
esta elaboración del mito (y a la inversa,.en el trabajo de ende­
rezamiento del mito por la interpretación freudiana), dos me­
canismos parecen predominantes: • el símbolo y la trasforma­
ción en lo contrario.
Estamos aquí en presencia de lo que se llama, actualmente y·
desde Freud, un estudio de «psicoanálisis aplicado», en el sen­
tido de que no es producido en el curso de la sesión analítica,
que por definición faltan las asociaciones, que es el psicoana­
lista mismo quien debe buscar esas asociaciones, crearlas, si se
puede decir así, por medio de su propio funcionamiento con­
ciente o inconciente. Lo que implica una gran arbitrariedad
posible en la interpretación (lo veremos en un momento): por
un lado, la interpretación por el símbolo, que es siempre muy
abierta y que supone una elección (y verán ustedes cómo Freud
elige entre el abanico de símbolos); también la interpretación
de la negación, por cuanto la negación puede recaer sobre uno
u otro elemento, y será también en este caso una elección de
Freud hacer recaer la negación sobre tal contenido, sobre tal
proceso, más que sobre tal otro. «Si es cara yo gano y si es cruz
tú pierdes», se le ha reprochado. Freud se explicó al respecto
en «Construcciones en el análisis» (1937). Pero, precisamen­
te, la justificación, al fin y al cabo muy convincente, aportada
en este último texto, se funda en la inserción del «no» en el
corazón mismo de la dinámica de la cura. Faltando aquí esta
garantía, la única validación de la interpretación de un mito
son las coincidencias que se pueden multiplicar, con lo infantil
y con el contenido de otros mitos.
Entremos de lleno a ese mito de Prometeo y abordemos los
tres rasgos que Freud pone de relieve como los más llamativos
y evidentes. Ya se trata aquí de una elección, porque, en el
sueño, desconfiamos de «lanzarnos» sobre lo más llamativo y
lo más evidente, y es a menudo en un pequeño rincón del sueño
donde encontramos finalmente el elemento que guiará la inter­
pretación: la firma está a menudo oculta. Aquí, Freud acepta
pues centrarse sobre los tres elementos que más lo han impre­
sionado: la manera como Prometeo trasporta el fuego, el ca­
rácter del acto de Prometeo y el sentido de su castigo. Con
esto «cubrimos» seguramente el conjunto del mito, pero to­
mando una perspectiva determinada.
l. La manera en que el fuego es trasportado por Prometeo
una vez que lo ha robado a los dioses. Estamos aquí frente a un
problema de domesticación, de control; se trata de saber cómo
tener esto incapturable, en qué trasportar ese fuego indome­
ñado. Prometeo lo trasporta, nos dice el mito, en un palo hue-

160
co, un tallo de hinojo (es así como traducimos el término ale­
mán Fenchelrohr), una especie de caña parecida a un tallo de
sauco, un cálamo, un tubo hueco; y Freud nos recuerda ense-­
guida que, si se tratara de un sueño, pensaríamos que se trata
de un pene; pero, señala, «resulta sorprendente la insólita in­
sistencia en la cavidad». Sobre el pene hueco, encontraríamos
fácilmente en la bibliografía analítica numerosas investigacio­
nes que irían en el sentido de una ambigüedad sexual -un
pene hueco que a veces es un pene en hueco---; iríamos evi­
dentemente en el sentido de un pene-vagina y, llevando aún
más lejos las asociaciones, de un pene que sería al mismo tiem­
po un tubo anal. Ello iría en el sentido de ciertos mitos, que yo
evocaba la vez pasada a partir de Bachelard, en los que el fue­
go es encontrado a menudo en el interior del vientre de la mu­
jer. Freud no avanza en ese sentido, el de una bisexualidad de
ese símbolo. Para él, el simbolismo peneano es a pesar de todo
evidente, incluso si �l elemento cavidad le parece insólito. No
se apoya en esta impresión de insólito, y recurre enseguida,
fuera del simbolismo, a ese segundo factor que está en el ori­
gen de la creación mítica: la trasformación en lo contrario. Es­
te mecanismo nos permite inferir directamente que lo traspor­
tado en el pene; lo oculto, lo protegido, no es el fuego sino su
opuesto, el agua, o sea el medio para apagar el fuego. Sin nin­
gún apoyo aquí, noten ustedes bien, en el mito de Prometeo
(pero sabemos que podemos encontrar, en otros innumerables
mitos, esta relación y esta inversión entre el fuego y el agua).

lc
En el mito de Prometeo no parecería haber alusión directa al
agua es en nombre «de un material analítico rico y muy cono­
cido>> O como esta ligazón entre el agua y el fuego (incluso esta
representación de uno por el otro, lo que va mucho más lejos)
es importada por Freud, por una suerte de forzamiento. Así el
trasporte del fuego sería en cierto modo el trasporte del agua
o, en todo caso, el dominio del fuego estaría ligado al dominio
del agua.
2. Carácter delictivo del acto de Prometeo. Aquí, las cosas
se complican de modo particular. Recordaré, para fijar las
ideas, algunos elementos de esta leyenda tal como se encuen­
tra sintetizada por ejemplo en el Dictionnaire de la mytholo-

80 De este material bien conocido, encontrarán ustedes referencias en el


prefacio a este texto, en SE, 22, particularmente en las remisiones al caso
Dora y al Hombre de los Lobos. [El lector de habla castellana encontrará estas
referencias en la traducción de las notas y prólogos de Strachey que acompa­
ñan la edición de las OC, Buenos Aires: Amorrortu editores, op. cit. (N. de
la T.).]

161
gie, 81 de P. Grimal. Prometeo es un benefactor de la humanidad
(en otros mitos, creador de la humanidad). Engaña una primera
vez a Zeus en beneficio de los hombres, cuando en el reparto
de una carne sacrificial logra inducirlo a tomar la porción me..,
nos interesante. Hubo ya entonces una primera astucia y, si
ustedes siguen todo el mito, verán cómo, de un extremo al
otro, Prometeo es un héroe estafador. A modo de castigo, Zeus
decide dejar de conceder el fuego que mandaba hasta entonces
a los hombres (esta conquista será por lo tanto una reconquis­
ta). Prometeo los socorre entonces por segunda vez: roba si­
mientes de fuego a la rueda del sol (rueda de la que encontra­
rán innumerables imágenes en el libro de Jung: Metamorfosis
y símbolos de la libido) y las trae a la Tierra, ocultas en un ta­
llo de hinojo. Otra tradición pretende que robó ese fuego de la
fragua de Efestos. El punto del cual es tomado el fuego no
interesa directamente a Freud: ha sido de todos modos robado
a los dioses. Zeus castiga entonces por segunda vez a los mor­
tales y a su benefactor: a los primeros envía toda clase de cala­
midades con Panclora, y Prometeo es encadenado a su peñón.
Hay robo, latrocinio, engaño: ¿quién ha sido robado? Los
dioses. Y Freud se pregunta qué les ha sido robado. Desde
luego que, en el contenido manifiesto, se trata del fuego, pero,
¿cuál es entonces para los «primitivos» el privilegio esencial
que podrían querer robar a los dioses? Desde el punto de vista
pulsional, hay que remitirse al hecho de que, en la Antigüedad,
los dioses son representados como pudiendo gozar de la satis­
facción total, sin límites; en particular, y he aquí lo esencial, no
tienen que renunciar al incesto.
Detengámonos un momento en este punto para imaginar una
continuación posible a esta interpretación de Freud. Podría­
mos completar las cosas de la manera siguiente: estamos en
presencia de una vasta alegoría; Prometeo roba el fuego del
cielo (o lo reproduce, poco importa en este nivel) impulsado por
la libido, por un deseo de igualarse -y con él, el conjunto de la
humanidad- a los dioses desde el punto de vista del goce; se
apropian por lo tanto ele un goce que les estaba hasta entonces
reservado. Así, Prometeo sería un héroe ele la trasgresión
(como decimos hoy), un héroe de la apropiación del goce sin
freno; o, si prefieren, el héroe de una reapropiación de lo que,
en un primer tiempo, había sido proyectado por el hombre,
en una verdadera «alienación», la persona de los dioses.
81 P. Grimal, Dictionnaire de la m.ythologie grecque et rom.aine, París:
PUF, 1951 (4" ed., 1979).

162
Pero he aquí la sorpresa: esta inter-
PROMETEO, HEROE pretación que parecería caer realmen-
DE LA RENUNCIA te por su propio peso, esta especie de
alegoría de la trasgresión y de la re­
apropiación del goce, no aparece en modo alguno en el análi­
sis de Freud; y es aquí donde hay que mirar verdaderamente
las cosas más de cerca. Prometeo no es un héroe del goce y de
la trasgresión, hipótesis que Freud ni siquiera contempla;· es
por el contrario el héroe de la renuncia: renuncia a ese goce que
consiste en extinguir el fuego. Pero, ¿cómo entender entonces
que los dioses sean engañados? Los dioses son efectivamente
engañados, esos dioses gozadores, pero no porque les volvamos
a tomar lo que era nuestro, que habría estado alienado en ellos.
Los dioses que son engañados, los dioses gozadores: es el ello;
en nosotros; es el ello el engañado, puesto que precisamente
Prometeo ha privado al ello de su goce; no para brindar este
goce a algún otro, sino para imponer una renuncia definitiva.
3. El castigo. Prometeo está sujeto por una cadena a un pe­
ñón y diariamente un pájaro, un buitre, viene a devorarle el
hígado, órgano que por otra parte vue17e a crecer tras cada
devoración. Prometeo será luego liberado y habrá aún toda
una serie de peripecias a las que Freud no alude, salvo a través
de la leyenda de Hércules: Hércules viene a liberar a Prome­
teo, y Zeus se alegra finalmente de que Hércules, su hijo bien­
amado, haya realizado tal proeza, aun cuando se trate de libe­
rar a ese bribón de Prometeo. Y como Zeus había jurado, «por
sí mismo», que Prometeo permanecería eternamente encade­
nado a una roca, es inducido a engañarse a sí mismo, por así
decirlo, aceptando que Prometeo lo engañe: con el fin de que la
promesa de Zeus no sufra perjurio, Prometeo seguirá llevan­
do, en forma de anillo, una pequeña· cadena en el dedo y un
pedacito de piedra que perpetuará la promesa de Zeus; pode-
. mos decir que en este caso la roca quedará encadenada a Pro­
meteo. Esto para situar la continuación de la leyenda que
Freud no utiliza. Es en efecto en el castigo donde centra su
interpretación, haciendo jugar a la trasformación en lo contra­
rio el papel fundamental. No resulta dificil identificar el híga­
do; para los antiguos, es la sede de todas las pasiones y de
todos los deseos. De modo que podemos pensar que, siendo
devorado su hígado, Prometeo es castigado mediante una des­
trucción del ello. ¡Pero, atención, no podemos decir que Pro­
meteo sea castigado por donde pecó! Este sería el caso si se
tratara en efecto del héroe trasgresor que yo esbozaba hace un
momento. Ahora bien, Freud insiste en ello, Prometeo no ha

163
pecado con respecto al superyó, es decir por cumplimiento de
deseo; la conquista del fuego no es una proeza sexual, sino una
proeza antisexual. De modo que Prometeo será castigado por
donde no pecó, lo cual es por otra parte un mecanismo muy
conocido en psicoanálisis. Citemos este pasaje:
« •.. un castigo como el de Prometeo era entonces el correc­
to para un criminal movido por sus pasiones, que hubiera co­
metido sacrilegio bajo la impulsión de malas apetencias [la hi­
pótesis del Prometeo pulsional es sugerida, pero sólo para ser
rechazada]. Ahora bien, justamente lo contrario es cierto res­
pecto del dador del fuego; había practicado una renuncia de lo
pulsional y mostrado cuán benéfica es ella, pero también cuán
indispensable para un propósito cultural. ¿Y por qué la saga
hubo de tratar un beneficio cultural así como si fuera un crimen
punible? Pues bien; si a través de toda clase de desfiguraciones
trasunta que la adquisición del fuego tuvo por premisa una re­
nuncia de lo pulsional, en cambio expresa francamente el ren­
cor que la humanidad movida por sus pasiones32 debió de sen­
tir hacia el héroe cultural». 33
Prometeo es castigado, no por donde ha pecado, sino preci­
samente por donde ya había hecho sufrir a la humanidad pul­
sional o, digamos, hecho sufrir al ello.
Pero no hemos llegado al final porque hasta ahora Freud no
se ha referido a esa siin}?ólica libidinal del fuego, tan central en
otros autores. Si se siente obligado a concederle cierto lugar,
es como lamentándolo. Para él esta simbólica, aparentemente
tan clara, sólo oscurece al mito. He aquí un pasaje muy curio­
so donde aquello que a otros parecía lo más evidente es consi­
derado como factor de complicación: «La impenetrabilidad de
la saga de Prometeo, así como de otros mitos sobre el fuego,
aumenta por la circunstancia de que el fuego forzosamente
aparece a los primitivos como algo análogo a la pasión enamo­
rada -diríamos: como símbolo de la libido- [la reminiscencia
junguiana está presente, pero no hay ninguna referencia a la
obra de Jung]. La calidez que el fuego'irradia evoca la misma
sensación que acompaña al estado de la �xcitación sexual, y la
llama recuerda por su forma y movimiento al falo activo». 34
Freud no ignora sin embargo (¿cómo podría hacerlo?) el in­
menso contexto simbólico que apunta en este sentido. Recuer-

82 [El texto francés dice: par ses pulsicns (por sus pulsiones) (N. de la
T.).]
83 S. Freud, «Sobre la conquista ... », op. cit., pág. 175.
84 ]bid., págs. 175-6.

164
da -pero podría recordar muchas otras- la leyenda de la fe­
cundación, que culmina con el nacimiento del rey latino Servio
Tulio; fecundación por una llama que se desprende del fuego en
forma de falo. Encontrarán ustedes en el libro de Jung innu­
merables correspondencias a esta leyenda en todas las civiliza­
ciones; esas imágenes, por ejemplo, de un sol del que cuelga un
tubo, tubo peneano, fecundante, o también representaciones
de la Anunciación en que la paloma viaja a lo largo de un tubo.
Freud se ve obligado a reintroducir este simbolismo libidinal
del fuego, mas no por ello renuncia a aquello que lo guía clíni­
camente, es decir, el erotismo uretral, el erotismo del chorro.
¿Se podría decir el erotismo de la eyaculación, tanto como el de
la micción? El no lo dice, y sin embargo hay también allí una
pista clínica que es la equivalencia infantil de cierta enuresis y
de la eyaculación. Esta equivalencia podría llevar a la idea de
que la extinción del fuego sería concebida alegóricamente como
la extinción del deseo en el momento del orgasmo, y por ende
en el momento de la eyaculación. Una alusión a esto se hará al
final del texto, pero Freud no se compromete directamente.
En la lucha entre el fuego y el agua, es efectivamente el
chorro de orina el que representa plenamente en principio el
placer pulsíonal. Si el agua es la pulsión, abstengámonos sin
embargo de concebir, en una lógica de la pura contradicción, a
su opuesto, el fuego, como la antipulsión. Una reflexión que
termina este párrafo conduce en efecto a describir entre ambos
opuestos, fuego y agua, una relación más dialéctica que la que
opone goce a renuncia. En primer lugar la justa entre el agua y
el fuego sería una justa homosexual entre dos penes, el pene.
del agua y el pene de la llama. Y luego aun otra pista es pro­
puesta (ven ustedes cuánto se complica todo esto, como en una
verdadera interpretación analítica): hay que interrogarse más
profundamente acerca de la referencia al hígado devorado y
renaciente. En efecto, este evocará algo que hasta entonces no
estaba directamente en cuestión, precisamente el ritmo de la
excitación y del goce sexual ...

4 de enero de 1977
Acabamos de seguir las vías de la conquista cultural, según
Freud, conquista cultural que es tanto la de la humanidad co­
mo la que se repite en cada uno de nosotros, y por lo tanto
atañe a nuestro hilo conductor: la sublimación. Acaso cada uno

165
de nosotros sea un pequeño Prometeo, pero ¡cuidado! ser un
Prometeo -por lo menos en el sentido de Freud- no tiene
nada de «prometeico» en el sentido corriente del término.· El
héroe Prometeo, a la conquista del fuego del cielo, que escala
el Olimpo, que trasgrede la prohibición de los poderes superio­
res, que arrebata en la gloria la antorcha celeste y es castigado
a la medida de su propia desmesura ... , nada subsiste de esta
magnífica tragedia. Nada subsiste siquiera de su posible inter­
pretación según una dialéctica más moderna, incluso política,
que se podría fácilmente imaginar: Prometeo héroe de la re­
apropiación de lo divino, en un movimiento de alienación y lue­
go de reintegración trágica de esos atributos divinos.
Con Freud, ya lo hemos averiguado,
SoFOCACION Y las vías son totalmente diferentes, y
REPRESION el problema es primero un problema
económico, precisamente aquel que
nos preocupa respecto de la sublinfación; ¿de dónde proviene la
energía dedicada al progreso cultural? ¿Cómo formular la res­
puesta? ¿Enunciaremos lo siguiente: la energía cultural proce­
de de la sofocación de lo pulsional? De. inmediato, evidente­
mente, el término «sofocación» plantea un problema, por cuan­
to sofocación en la terminología analítica viene a oponerse a
represión; en alemán también existen dos términos que, sin
ser exactamente opuestos, juegan el uno por relación al otro:
Unterdrückung y Verdrangung (répression y refoulement)
[sofocación y represión). El único engorro vendría de los an­
glosajones, que tuvieron la idea poco afortunada de traducir
Verdrangung, en inglés, por repression. De manera tal que en
retraducciones del inglés, tenemos frecuentemente esta confu­
sión: el término francés «répression» termina por ser tomado
como sinónimo de represión. Dejemos esto de lado. En todo
caso, sofocación y represión resultan opuestos en distintos ti­
pos de problemáticas en Freud. Situémoslas al menos en tres
niveles: 1) primero con respecto a la tópica conciente-incon­
ciente, en la cual la represión se define como un proceso de
rechazo hacia el inconciente, proceso él mismo inconciente en
su mecanismo, no querido, no sometido a la voluntad; por opo­
sición a la represión, la sofocación sería una especie de manera
conciente de sofocar o de no prestar atención a tal o cual re­
presentación o problema desagradable; 2) luego la oposición
sofocación-represión vuelve a encontrarse en el corazón mismo
del mecanismo defensivo de la represión, en función de una
nueva distinción absolutamente capital, la del afecto y de la
representación. Pensemos en efecto que la pulsión (concepto

166
«mítico») sólo es aprehendida en el psiquismo por sus repre­
sentantes (no vuelvo sobre este término), y que precisamente
está representada de dos maneras; por una parte, en el nivel
de la Vorstellung, de la representación, y es esto io que llama­
mos representante-representativo; y por otra parte en el nivel
del proceso propiamente energético, donde la manera en que la
pulsión se presenta es el afecto o, para establecer un paralelis­
mo, el representante-afecto. Ahora bien, en un texto como «La
represión» (1915), ambos representantes de la pulsión, repre­
sentante-representativo y representante-afecto, tienen un
destino diferente dentro del mecanismo de la represión: sólo la
representación hablando con propiedad, es reprimida, en tanto
que el afecto, por su parte, no puede sufrir el destino de ser
reprimido en el inconciente. Propiamente hablando, nos dice
Freud, no hay afecto inconciente. Hablar de afecto inconciente
no es más que una aproximación, es una facilidad de lenguaje
que nos damos; de hecho, el afecto sólo puede definirse como
algo susceptible de advenir a la conciencia, aunque más no fue­
ra en la forma de un embrión, de una especie de germen. Por
naturaleza, el afecto no puede estar, por tanto, hablando con
propiedad, sometido al cambio tópico que hace pasar a una re­
presentación del conciente al inconciente. El afecto puede ser
modificado, puede cambiar de tonalidad, y ustedes saben que
la modificación más importante del afecto es su trasformación•
en angustia, suerte de moneda corriente de todos los afectos;
el afecto puede ser reducido, puede ser canalizado, puede ser
en última instancia sofocado. Es decir que en el seno mismo de
la represión hace falta reintroducir nuestra distinción entre
represión y sofocación; la represión sólo se aplica a la represen­
tación, mientras que el afecto es susceptible de una sofocación,
según una imagen que sería la de la caldera de Denis Papin.
Ustedes verán que nos encontramos nuevamente, a través de
esto, con el problema de detectar el origen de esta energía que
viene a alimentar ·a la sublimación.
3) Por último, reencontrarán nuestra distinción entre sofo­
cación y represión en una tercera oposición: la de los procesos
individuales y los procesos sociales o culturales. Tenemos a
veces la impresión de un paralelismo • total en Freud, de un
pasaje fácil, «sin complejos», como suele decirse, del registro
individual al registro social, de una especie de trasposición de
los mecanismos del uno al otro. Pero precisamente cuando se
trata de este problema de la supresión, tal como la vemos fun­
cionar sobre todo en El malestar en la cultura (nuestro telón
de fondo por relación a «Sobre la conquista del fuego»), nos

167
damos cuenta de que el paralelismo entre individuo y sociedad
sólo se produce merced a una discordancia [décalage]: en el
nivel individual, el proceso defensivo es una represión, en tan­
to que en el nivel social, el proceso sería la sofocación. Y en
virtud de la aparición de ese término «sofocación» en el nivel
de la cultura, el esquema se encuentra como preparado para
interpretaciones «socioeconómicas» _del freudismo, según las
cuales lo primero con respecto a la represión individual sería la
sofocación social. Se considere a la sofocación social en una lí­
nea muy típicamente freudiana, como inherente a toda vida en
sociedad y a toda conquista cultural, de suerte que las socieda­
des más felices serían también las sociedades menos creado­
ras, aquellas en que las sofocaciones y los tabúes sexuales son
mínimos; o se la considere ligada a la división social y a la lucha
de clases (estamos aquí en el camino de los intentos freudo­
marxistas); o, en fin, con un Marcuse, se intente establecer un
compromiso entre estos dos puntos de vista, sosteniendo la
distinción entre una sofocación que sería el mínimo de sofoca-
ción exigible para la adaptación social, y luego lo que él llama
«plus-sofocación», vinculada por su parte con el sistema de do­
minación y de explotación.35 El límite entre sofocación y plus­
sofocación es de hecho muy azaroso, está marcado de subjeti­
vidad y de normatividad, existiría una «buena» y una «mala»
sofocación, siendo la buena -o al menos la aceptable-, por
ejemplo, aquella que pretende fundarse en la sola razón y la
sola realidad: no cruzar la calle con luz roja,36 no tocar el fue­
go ... Ven ustedes que encontramos nuevamente al fuego co­
mo realidad y como significante. Encontramos nuevamente a
Bachelard, quien introducía una especie de llamado al orden, a
propósito del ejemplo repetido del fuego que quema, advirtién­
donos que lo primero en la experiencia del fuego que quema es
la prohibición y acaso también el deseo ligado al fuego. Con un
Marcuse, y con otros intentos para establecer esa suerte de
distinción entre buena y mala sofocación, nos encontramos
nuevamente tal vez con las impasses de toda pedagogía racio­
nal -aunque fuera psicoanalítica- que pretendiera olvidar
que el padre, o el pedagogo, es también un ser deseante, y que
la relación pedagógica es necesariamente una relación en la
cual interviene en tanto intruso, diría yo en tanto intrusión, y
evidentemente en tanto seducción, la sexualidad del adulto.

35 Cf. J. Laplanche, «Note sur Marcuse et la psychanalyse», La. Nef, _nº 36, _
enero-marzo de 1969, págs. 111-38.
86 [En francés «fl?/U rouge», literalmente: «fuego rojo» (N. de la. T.).]

168
De todos modos, El malestar en la
LA REPRESION Y cultura abre una puerta a esa tenta-
LO INCONCILIABLE dora deducción de la represión a par-
tir de la sofocación. La represión des­
crita por el análisis, en el individuo, no sería finalmente sino
una sofocación interiorizada, retomada por el sujeto; este cree
reprimir en nombre de sus propios imperativos, mientras que
en realidad sólo está siguiendo las vías de una mayor alienación:
no sólo está dominado, oprimido, sino que también ama su ser­
vidumbre, ama la represión. Nos encontramos aquí con las re­
flexiones de Reich sobre la adhesión al nazismo, que está lejos
de ser reductible a una pura y simple exacerbación de la domi­
nación de las masas por una clase 1 sino que es una especie de
dominación retomada en el nivel del amor y en el nivel del
deseo. El malestar en la cultura, cabe decirlo, parecería en
efecto abrir estas vías, pero siempre con la nota freudiana, la
del famoso pesimismo (basta con ver las pocas páginas dedica­
das al comentario -en este texto y también en otros- del
ideal comunista); un pesimismo fundado, en último análisis, en
dos tesis: por una parte la permanencia de la agresividad y de
la pulsión de muerte, que no podría estar ligada con una forma
determinada de organización social, aun cuando encuentre mo­
dos de expresión diferentes según la organización social; tam­
poco podría estar en función de la existencia o de la no existen­
cia de algo que nos parece tan importante como la propiedad
privada: aun sin la propiedad, afirma Freud, la pulsión de
muerte encontraría nuevos medios para expresarse. Es evi­
dentemente en este primer punto, la permanencia de la pulsión
de muerte, donde Reich se ve obligado a contraatacar: socavar
la metapsicología freudiana, destruir, junto con la pulsión de
muerte, la hipótesis fundamental de El malestar en la cultura.
Y después, el segundo fundamento de ese pesimismo (o, al me­
nos, de ese escepticismo por relación al ideal de una sociedad
no represiva) es lo que yo designo como lo inconciliable, en su
fondo, de la sexualidad. No inconciliabilidad -o no solamente-­
relativa a las prohibiciones, o incluso relativa a un tipo de or­
ganización psíquica que sería contingente, sino una suerte de
inconciliabilidad absoluta, no transitiva: no la inconciliabilidad
por relación a otra cosa, sino una especie de factor inconcilia­
ble en sí que animaría al deseo sexual.
Por lo que a mí se refiere, tendería, ustedes lo saben, a con­
siderar que estas dos tesis, la de la permanencia de la pulsi6n
de muerte y la de la inconciliabilidad del deseo sexual no
constituyen sino una, porque la pulsión de muerte es final-

169
mente la expresión teórica de los aspectos irreductibles, irre­
cuperables, no dialectizables de la pulsión sexual.
Volvamos a nuestro Prometeo, héroe o antihéroe. Recorde­
mos el análisis de Freud tal como lo hemos seguido: 1) análisis
del elemento «apoderamiento»; el trasporte del fuego en el fa­
moso tallo de hinojo, en el que Freud ve la señal de una sofoca­
ción de un deseo esencialmente urinario -trasformación ex­
traordinaria por relación a toda intepretación psicoanalítica de
estos mitos y del mito de Prometeo; 2) interpretación de la
trasgresión de Prometeo como una trasgresión cometida esen­
cialmente contra el ello, contra la pulsión; 3) interpretación del
castigo de Prometeo, que es castigado por donde no pecó. Pro­
meteo es castigado en la sede misma de los deseos, en el híga­
do. Ser castigado por donde no se ha pecado es un proceso
psicoanalítico muy conocido en su paradoja, en su escándalo, es
aquello que conocemos como uno de los procesos fundamenta­
les en la génesis del sentimiento de culpabilidad.
Una cuestión (que reaparecerá por otra parte al final del
artículo) consiste en saber qué nivel de interpretación de un
mito nos es propuesto aquí. ¿Se trata de una reconstrucción
histórica o prehistórica de un acontecimiento interhumano
--0 tal vez de una serie de acontecimientos que habiéndose
repetido desembocaron en una secuencia con superposición,
aunque típica? Freud va totalmente en este sentido; menciona
elementos históricos, un «estado de los hechos en el punto de
partida», que habría sido deformado por adjunciones, disfraza­
do por inversiones, traducido por símbolos, pero en fin de
cuentas un acontecimiento o una serie de acontecimientos
reales, donde el héroe cultural sería aquel que impone la cultura
forzando a la renuncia: pensemos en los legisladores fundado­
res de ciudad, en los primeros tiranos de la cultura griega. En
otros momentos, parecería ser que la interpretación ya no es
histórica, sino digamos «funcional». Retomo este término con
su pasado en la teoría psicoanalítica, ligado al nombre de Silbe­
rer. Silberer es el primero en haber intentado poner en eviden­
cia, particularmente en el sueño, no sólo la traducción de con­
tenidos o de recuerdos eventualmente históricos, sino como la
expresión de procesos psíquicos. En otros términos, un sueño
podría describir no solamente elementos u objetos de deseo, o
motivos de defensa, sino también la manera mediante la cual
funciona el aparato psíquico mismo -Silberer se interesó par­
ticularmente en lo que llama el fenómeno del «umbral»-. En
otros momentos y en otros sueños, sería el conjunto del apara­
to psíquico, yo, ello, superyó, el que en suma sería traducido,

170
en una especie de tópica imaginaria, por medio del sueño, a
veces en imágenes totalmente tópicas, espaciales, que sitúan
una por relación a la otra, en el espacio precisamente, esas
distintas instancias. Y bien, en la interpretación freudiana del
mito de Prometeo, tenemos a veces la impresión de una des­
cripción, al menos parcial, de un proceso psíquico por cuanto,
como vimos, una de las instancias del drama, los dioses, aque­
llos que resultan trampeados en el negocio, son considerados
por Freud representantes del ello, siendo que el conjunto de
esos representantes de la vida pulsional aspira a una satisfac­
ción sin límites.
Habíamos llegado a este punto: la in-
Los «SIMBOLOs DE terpretación paradójica hecha pór
LA LIBIDO» Freud del mito de Prometeo (paradó-
jica. por cuanto el deseo no sería en­
cender el fuego, sino apagarlo, ya que Prometeo no sería un
conquistador sino una especie de tirano-asceta, un Savonarola)
debe, a pesar de todo, hacer lugar a la simbolización inversa, la
más evidente, la más inmediatamente descubierta por los ana­
listas (cité a Abraham y a Jung): el fuego como símbolo, sim­
plemente, de la libido. Pero este simbolismo del fuego libidinal,
nos dice Freud, sólo «incrementa la impenetrabilidad de la sa­
ga de Prometeo». Y Freud se verá llevado, a pesar de todo,
aceptando que así su interpretación se complica, a adherirse a
tres «símbolos de la libido» para retomar la famosa expresión
de Jung. El fuego: fuego devorante, fuego que lame, la llama
es una lengua, fuego de Pentecostés, fuego de la fecundación
de la Virgen. Y luego una nueva simbólica, directamente here-
. dada de la Antigüedad, el hígado, también como símbolo de la
sede de las pasiones; :finalmente, último símbolo, el pájaro: es
él quien viene a devorar el hígado de Prometeo. Y Freud da en
el blanco al señalar que grah número de mitos de diferentes
culturas, referentes a los orígenes del fuego, contienen este
elemento del pájaro: basta consultar los mitos recopilados por
Lévi-Strauss en Lo crudo y lo cocido para advertir este ele­
mento casi constante del pájaro a propósito de los orígenes del
fuego. En la Antigüedad es el Ave Fénix, directamente ligado
al fuego, símbolo, evidentemente, del falo que renace después
de su adormecimiento o después de su consumación. Y bien,
estas tres simbólicas están entremezcladas, lo cual es muy na­
tural, ya que lo que constituye verdaderamente lo propio de
todo simbolismo es la sobredeterminación, la maraña de líneas
asociativas. El pájaro devora el hígado, que renace·nuevamen­
te, y ello como castigo por la conquista del fuego; pero el pájaro

171
es el Ave Fénix, que renace cada vez del fuego en extinción; o
también el pájaro es devorador como el fuego y renaciente co­
mo este. Así, nuestros tres elementos simbólicos o simbólico­
fantasmáticos son a la vez complementarios en cada leyenda, y
cada uno de los elementos, independientemente, cuenta a ·su
vez la misma historia. Cómo no descubrir aquí algo totalmente
parecido a lo que se produce en los sueños, en los que podemos
reencontrar, en el nivel de los elementos tomados uno a uno, la
misma historia relatada por el guión que liga entre sí a esos
elementos. Al igual que en la interpretación del sueño, hay
entonces que tomar el mito a la vez como un todo -en defini­
tiva, aceptar tomar en consideración su guión- pero también
de-construirlo, seguir cada uno de sus elementos, por más ac­
cesorios que parezcan, para advertir que, finalmente, las aso­
cfaciones que provienen tanto del guión total como de tal o cual
elemento acaban por intersecarse en una suerte de cadena, in­
conciente en este caso, pero que va a contar a su vez una nueva
historia que es siempre la mism·a. Es este un esquema que
podemos extraer de Freud y que se encuentra incluso dibujado
concretamente en sus manuscritos: un contenido manifiesto
del que se tomarán uno a uno los elementos, se seguirán las
cadenas asociativas que de ahí parten, para caer en la cuenta
de que esas concatenaciones acaban por intersecarse en ciertos
puntos. Pero en lo que yo insisto es en que no son solamente
los elementos, sino también los grupos de elementos (y en este
punto nos resulta trabajoso seguir dibujando un esquema que
se embrolla extremadamente); no sólo las cadenas que parten
de los elementos, sino también las cadenas que a su vez parten
del conjunto del guión, son las que se intersecan ellas mismas y
acaban por dar lo que llamamos puntos nodales (Knotenpunkte),
los cuales relatan también una historia: aquella •de un deseo
inconciente.
Y bien, en el caso de Prometeo y de
ExTINCION, todos esos mitos del hígado o del pája­
RENUNCIA, ro, esta historia es una historia «tran­
CASTRACION quilizadora»; una consolación que pue­
de expresarse más o menos así: el de­
seo es indestructible, como lo prueba la reaparición de la erec­
ción y como lo confirman, en el símbolo, tanto el rebrotar del
hígado como el renacimiento del Fénix o incluso la reanimación
del fuego a partir de algunas brasas:
«Describen la renovación de las apetencias libidinosas des­
pués que se extinguieron por saciedad, o sea su carácter in­
destructible; y esta insistencia es bien pertinente como con-

172
suelo si el núcleo histórico del mito trata de una derrota de la
vida pulsional, de una renuncia de lo pulsional que se volvió
necesaria. [Ustedes ven aquí que Freud nos habla de un núcleo
histórico del mito, posición a la cual yo me refería hace un mo­
mento.] Es como la segunda parte de la comprensible reacción
del hombre primordial afrentado en su vida pulsional; tras el
castigo del sacrílego, el aseguramiento de que en el fondo no ha
conseguido nada».87
Esta última frase es sumamente importante, apasionante,
característica de la lógica del inconciente; explicitemos: Pro­
fneteo nos ha robado la satisfacción, debe por lo tanto ser casti­
gado; y luego -segunda proposición aparentemente contradic­
toria- en el fondo Prometeo nada nos ha quitado, la prueba es
que el pájaro renace constantemente de sus cenizas. Es exac­
tamente lo mismo que en el famoso argumento del caldero ci­
tado a veces por Freud: Prometeo será castigado y de todos.
modos no ha hecho nada. Como vimos anteriormente en otro
silogismo del inconciente, será castigado por donde no ha
pecado.
Detengámonos aún en este nudo de contradicciones en la
interpretación. En la lucha entre el fuego y el agua,. para
Freud, lo capital es la renuncia al placer del agua; es entonces
el placer del agua, el placer urinario, el que parecería estar del
lado libidinal. Pero por otra parte la significación libidinal del
fuego es en sí misma innegable, de modo que en este caso es la
extinción del fuego la que constituiría la extinción del deseo
(peligro tal vez supremo, al cual Jones dio el nombre de afáni­
sis). Por otra parte, finalmente, la renuncia libidinal y la detu­
mescencia libidinal después de la excitación, después del or­
gasmo, aparecen más o menos asimiladas, en todo caso en el
sentido de que ambas tienen el mismo opuesto: la excitación o
la erección. De modo que el renacimiento de la erección tras la
extinción por la saciedad podría en suma tranquilizar al ser
humano frente a una extinción mucho más grave, la sofocación
por la renuncia, aquella precisamente que quiso imponer el
«héroe cultural», Prometeo.
Renuncia; ¿ tal vez castración? Prometeo héroe castrador; la
fórmula no ha sido pronunciada, pero el término «castración»
aparecerá algunas líneas más adelante, a raíz de ese héroe a la
vez paralelo y complementario de Prometeo: Hércules.

87 S. Freud, «Sobre la conquista ...», op. cit., pág. 1 7. Entre corchetes,


7
comentarios de Jean Laplanche.

173
Hércules, del cual Freud da rápida-
HERCULES, damente una interpretación a propósi-
HEROE LIBIDINAL to de otro mito, el de la destrucción de
la Hidra de Lerna. En una palabra,.
ustedes lo saben, la Hidra de Lerna es un monstruo acuático
(por su nombre mismo, hidra) cuyas múltiples cabezas renacen
incesantemente de modo tal que, de no cortarle todas sus cabe­
zas de un solo golpe, y sobre todo una cabeza central, no se
puede acabar con ella. Hércules la va a vencer utilizando fle­
chas encendidas (especie de tizones o teas). Muy rápidamente
Freud va a lo esencial: todo esto parece absurdo, nunca se ha
visto que se pueda vencer al agua por medio del fuego, pero en
cambio es evidente que puede vencerse al fuego por el agua. Y
bien, invirtamos simplemente el mito: la Hidra que avanza sus
lenguas como dardos es el incendio; y las flechas encendidas
deben evidentemente tomar la significación inversa, de modo
que Hércules vence al fuego con el agua. Juan Hus, dice Freud
en alguna parte, sin recular ante la blasfemia, es el santo pa­
trón de los enuréticos. Y bien, ¿podríamos nosotros decir que
Hércules es el santo patrón de los bomberos, y, con ayuda de
esta inversión fuego-agua, plantear la cuestión de los orígenes
libidinales de esos oficios y de esas actividades que están vincu­
ladas al fuego -artes del fuego o artes de la extinción- y
quizás encontrar orígenes comunes entre la vocación del incen­
diario y la del capitán de bomberos? En todo caso, mucho más
que en el mito de Prometeo, resulta imposible separar aquí lo
libidinal de lo cultural; el fuego pasa directamente al agua y
recíprocamente; el enfrentamiento libidinal entre el chorro
urinario y el falo de fuego -que, Freud nos dice, es una lid
homosexual- está autorizado. Y Freud, llevando hasta el final
su tesis «historicista», llega incluso a situar en una cronología
histórica a Hércules y a Prometeo.. En la historia del mito,
seguramente, existe una sucesión: Prometeo atado a su roca es
liberado por Hércules, que mata al pájaro. Hércules vendría
entonces, según Freud, a reparar y a compensar la acción de
Prometeo. Hércules, diría yo (no corresponde exactamente a
lo que Freud expresa, pero opino que se podría entender así),
sería por lo tanto un héroe libidinal, héroe tal vez de una subli­
mación no represiva, en todo caso menos ligada a la sofocación.
Freud ve por lo tanto en esta sucesión cronológica de los epi­
sodios de la conquista del fuego y, después, de la liberación de
Prometeo por Hércules, el signo de que estos dos mitos son la
traducción de acontecimientos históricos que se suceden; los
acontecimientos hercúleos serían posteriores a los acontecí-

174
mientes prometeicos. En este caso en «la época» de Hércules,
la gente había caído en la cuenta de que el fuego no era sola­
mente una conquista cultural, un bien útil para el progreso
cultural, sino que podía ser también el del incendio; de modo
que, en el caso del fuego devastador, lo que era prohibido por
Prometeo -la extinción del fuego- deviene por el contrario
autorizado. Encontramos por lo tanto aquí, en esbozo, una dis­
tinción entre dos fuegos: el fuego domesticado, civilizado, y el
fuego devorador, destructor; distinción que encontraremos
también en otros, tanto en Jung como en Bachelard.
Me quedaré por hoy no con esta oposición de los dos fuegos,
sino con la de los dos héroes: Prometeo héroe antilibidinal,
Hércules tal vez más cercano a un héroe libidinal; ambos, a
pesar de todo, para el mayor bien del progreso y de los fines
culturales. ¿Significará esta oposición que el concepto mismo
de sublimación debería ser desmantelado, o en todo caso des­
doblado, por un lado una sublimación ligada a la represión,
del otro una sublimación más cercana a las fuentes libidina­
les directas?

11 de enero de 1977

Intentaremos terminar con «Sobre la conquista del fuego».


Hemos llegado a esa oposición entre los dos héroes, Prometeo
y Hércules, pero también, nos dice Freud, a su complementa­
riedad. Prometeo es el héroe antilibidinal que impone la renun­
cia, de suerte que el mito de Prometeo es un mito de los orí­
genes de la cultura, según las tesis desarrolladas por Freud en
El malestar en la cultura. ¿De dónde viene la cultura, si no es
de la renuncia, de la imposición de una ley? Se trata de la pro­
hibición de apagar el fuego, ligada al dominio y a la prohibición
del juego urinario, del juego peneano: lo que nos lleva a la no­
ción de castración, aun cuando esta, como ya lo indiqué, no es
pronunciada explícitamente a propósito de Prometeo. Pero,
inversamente, ¿de dónde viene la ley, a no ser de la cultura?
¿Cómo concebir la ley, si no en una estructura cultural; y cómo
concebir la castración, si no como coextensiva a un orden sim­
bólico muy peculiar y restrictivo, al orden de una lógica que yo
llamé la lógica fálica, aquella que impone como absoluta la di­
ferencia de los sexos? Y es sumamente característico, respecto
de este mito de Prometeo, que la interpretación freudiana re­
chace todas las pistas que pudieran amenazar con orientar ha-

176
cia una bisexualidad del mito. La homosexualidad está clara­
mente presente: la lid homosexual que enfrenta la llama penea­
na y la manguera peneana38 del extinguidor ... Pero efistiría
la posibilidad, como advertimos al pasar, de una simbólica dis­
tinta: la del hueco que alberga el fuego, ese tubo-hinojo. Y
bien, Freud rechaza aquí toda posibilidad de interpretación bi.:.
sexual, y les recuerdo al respecto aquello que yo había desta­
cado ya a raíz de las simbolizaciones y de la circuncisión, aquello
que Groddeck particularmente afirmaba: Freud, quien admitió
en un principio la bisexualidad, habría sido incapaz de llevar a
fondo, hasta sus últimas consecuencias, este descubrimiento,
en razón de la fuerza de la tradición judaica, que pone en pri­
mer plano la diferencia entre los sexos, la castración o, si se
prefiere, la «sexuación» (que se confunde aquí con la «genita­
lización» ...).
Esto en lo que se refiere a Prometeo. ¿Y en cuanto a Hér­
cules? Es poco lo que Freud dice, en particular, respecto del
carácter curiosamente bisexual de este personaje, en los mitos.
Lo que surge, en todo caso, es que, respecto del héroe antfil...
bidinal que es Prometeo, Hércules es por su parte un héroe
libidinal. Es sin duda un héroe que castra, puesto que la des­
trucción de la cabeza de la Hidra es claramente el equivalente
de una castración; pero esta sería más bien el efecto de un
embate pulsional, de un deseo, que el correlativo de la ley (sea
esta ley concebida como ley hipotética de castración: si obede­
ces a tus deseos, serás castrado; o como ley categórica: de to­
dos modos debes pasar por la castración). Aquí, como en todos
los «trabajos» de Hércules, se trata de una acción mucho más
directamente pulsional. Es verdad también que esta acción
pulsional de Hércules tiene un valor para la civilización, que es
útil, incluso culturalmente valorizada: Hércules apaga los in­
cendios (Brand y no Feuer), así como libera al mundo de una
cantidad de monstruos, o hasta oficia también eventualmente
de limpiador o de basurero. Pero no podemos dejar de pensar
que este factor de utilidad aparece ahí como un elemento de
realidad que no sería más que una justificación secundaria, un
beneficio secundario o añadido, para una acción profundamen­
te ligada a un placer. Es esto más o menos lo que Freud nos
dice en cuanto a Hércules: la acción que estaba prohibida por
Prometeo es autorizada por Hércules y para Hércules, en la
medida en que el incendio amenaza esta vez a la humanidad

88 [En el original francés: lance, es decir «lanza» y «manguera de bombe­


ro» (N. de la T.).]

176
con un desastre. Sabemos ya que en este texto Freud mencio­
na muy brevemente a ese personaje que, de algún modo, des­
hace el trabajo de Prometeo, o en todo caso lo compensa, viene
a enmendarlo. No menciona aquí el final de Hércules, precisa­
mente su apoteosis en las llamas de la hoguera. También en
esto se habría podido ver una especie de inversión de la acción
de Prometeo, una reascensión del fuego al cielo. Freud tampo­
co menciona aquello a lo que yo me refería hace un momento:
los establos de Augías, limpiados, precisamente, por el desvío
gigantesco de un río. No obstante, pensó en ello evidentemen­
te en otra ocasión, y de una manera por entero ligada a sus
fantasmas inconcientes: es en La interpretación de los sueños,
a raíz de. uno de sus sueños, en el que se trata de limpieza
mediante una ola urinaria, donde Freud introduce como prime­
rísima asociación aquel episodio de los establos de Augías, don­
de evidentemente el río aparece como un chorro de orina gi­
gantesco y grandioso. Ven ustedes cuán fácilmente podría ser
completado el ciclo de Hércules por una interpretación más
profunda de los diferentes mitos referentes a este personaje.
Continúo la lectura de nuestro texto
TEORJA FREUDIANA para llegar a la conclusión, en la cual
DEL MITO Freud esboza en pocas palabras algo
que podría ser una teoría general del
mito. Para interpretar los mitos hace falta, nos dice, tomar en
consideración tres factores, de los cuales el texto sólo ha pre­
sentado hasta el presente los dos primeros. A los factores «his­
tórico» y «simbólico-fantasmático» habría entonces que agre­
gar un tercero: el factor «fisiológico». Hemos visto .los dos pri­
meros, y enseguida volveremos sobre ellos, pero antes quisie-
ra insistir sobre lo siguiente: sea histórica o simbólico-fantas­
mática la interpretación, ni el mito, ni por otra parte el sueño,
es interpretado por Freud como una alegoría, como un relato
que pura y simplemente reprodujera otra historia. El mito de­
be ser enteramente desmontado; si una nueva historiá debe
ser reconstr,uida a partir de él, es una historia que hay que
reconstruir término a término por el proceso de la asociación y
de la interpretación. Sin embargo, por otra parte, Freud insis­
te en el hecho de que hay una historia que es la relatada. Nos
habla desde un comienzo del estado de los hechos en el origen,
el cual habría sido luego profundamente trastrocado, deforma­
do, un estado de los hechos que nos podemos representar como
una suerte de dualidad entre un fundador legislador y una mu�
chedumbre librada a sus pulsiones, una muchedumbre pulsio­
nal. En la continuación del texto, esta noción de historia es

177
reafirmada sin cesar. Lo es en particular a propósito de la «su­
cesión» de Prometeo y Hércules: «El segundo mito [el de Hér­
cules] parece corresponder a la reacción de una época cultural
más tardía frente a la ocasión de la conquista del fuego».89
Sea cual fuere la adhesión que podamos dar a una interpre­
tación histórica de este tipo, creo de todos modos que la afir­
mación de una dimensión histórica, para nuestro tema de la
sublimación, no carece de interés, porque la sublimación pos­
tula que algo se produce con un origen, incluso con un aconte­
cimiento; ella supone la historicidad, una temporalidad habi­
tualmente descrita, en psicoanálisis, como la del traumatismo.
De todos modos, se trata para Freud de una historia objetiva:
la de la humanidad; historia enmascarada, especialmente por
los procedimientos que del mismo modo operan en el sueño; en
particular, está a menudo invertida. Pero existiría, además,.
un proceso distinto a estas modificaciones de la historia en el
mito; habría superposición (y es allí donde interviene el segun­
do elemento), sobre este «núcleo histórico del mito», de ele­
mentos llamados simbólicos o simbólico-fantasmáticos. El sim­
bolismo sería, en suma,. segundo. Existe un lugar necesario,
nos dice Freud, que debe otorgarse a la «figuración disfrazada
de procesos mentales con manifestaciones corporales». Se tra­
ta particularmente del incremento de la libido, de su extinción
y de su renacimiento. Por lo tanto, esta figuración disfrazada,
�imbólica, sigue las vías de la analogía: analogía cuasi espontá­
nea, entre la excitación sexual y el fuego. Era la vía seguida
por Jung, y antes por Abraham: el fuego símbolo del amor,
símbolo de la libido sexual. Digo que es una vía esencialmente
analógica, metafórica, pero no seamos demasiado unilaterales
al leer a Jung, ya que él mismo sabe dar un lugar a lazos de
naturaleza diversa a aquellos de la analogía, en particular a las
conexiones de causa a efecto, de sujeto a objeto: el sol no es
sólo símbolo de la excitación, es la causa de ella, o puede ser
también el objeto del amor. En pocas palabras, Jung toma en
cuenta lo que hemos aprendido en análisis con Freud, y tam­
bién con Jones: a distinguir, en la simbolización, por un lado los
nexos de analogía y por otro los de contigüidad; en resumen, lo
que llamamos actualmente conexión metafórica y conexión me­
tonímica. Es sin embargo para Jung la comparación, a pesar de
todo, la que constituye el hilo esencial del simbolismo. Ahora
bien, según Freud, este simbolismo, por evidente que sea,
vendrá más bien a enmascarar el núcleo histórico original, ha-
89 S. Freud, «S obre la conquista ... », op. cit., pág. 177.

178
ciendo aparecer la conquista del fuego como una conquista libi­
dinal, en tanto ella sería, históricamente, una conquista en de­
trimento mismo de la pulsión.
Aprehendemos claramente aquí, en todo caso, los dos prime­
ros «factores»; yo diría sin embargo que con el segundo-en la
medida en que está fundado en una experiencia sensible, cor­
poral: la excitación análoga al fuego y la detumescencia análoga
a la extinción mediante el agua- nos acercamos ya al tercer
elemento que Freud desea distinguir al final del texto, el ele­
mento «fisiológico». Este elemento fisiológico, que nos conduce
nuevamente al cuerpo, es introducido en su crudeza con estos
versos de Heine:

Con lo que el hombre usa para orinar,


Con eso mismo crea a su igual.

Es la doble función del pene la que es aquí puesta en eviden­


cia -función a la vez genital y urinaria- y en las últimas lí­
neas queda planteada la cuestión de lo que se llama el «erotis­
mo uretral».
Quisiera decir ahora algunas palabras
EL EROTISMO respecto del erotismo uretral o urina-
URETRAL rio, para subrayar en primer lugar
que este aparece un poco como una
suerte de pariente pobre de la teoría freudiana de la sexuali­
dad. Seguramente las coordenadas esenciales están indicadas
en la obra freudiana, y ustedes encontrarán la bibliografia de
este erotismo uretral en la obra de Freud si se remiten en par­
ticular al prefacio de la Standard Edition al artículo «Sóbre la
conquista del fuego».40 No cito todos los textos; pero hay algu­
nos esenciales: en Tres ensayos, un texto breve al cual regre­
saré en un momento; en el «caso Dora», en el marco del aná­
lisis de un sueño (es sumamente notable que sea esencialmente
en el nivel del análisis de los sueños donde son descubiertas las
características del erotismo uretral), el primer sueño de Dora,
que comienza así de manera absolutamente típica: «En una ca­
sa hay un incendio» . . . El final del texto sobre <(Carácter y
erotismo anal» (1908), donde de pasada Freud menciona las
conexiones posibles entre el carácter y otro erotismo, precisa­
mente el erotismo uretral. Asimismo, un texto en Nuevas con­
ferencias, que se encuentra en la 32ª conferencia. Hay que

40 [Como los demás prólogos de Strachey, en las OC de Amorrortu edito­


res (N. de la T.).]

179
agregar algunas interpretaciones de sueños de Traumdeu­
tung, entre las cuales se encuentran dos pasajes :importantes.41
¿Estadio uretral o erotismo uretral? Cabe subrayar que
Freud no habla de estadio uretral, que nunca intercaló, en �a
serie -ya sumamente discutible en la medida en que se pre­
tende cronológica- de los estadios oral, anal, iálioo; un su­
puesto estadio uretral. Nos habla s:implemente de una época
en que el erotismo uretral sería más especialmente vivaz.
A decir verdad los textos de carácter más teórico sobre este
erotismo uretral son bastante pobres, y vuelvo a insistir en el
hecho de que es más bien en los análisis concretos, particular­
mente en los análisis de sueños, donde encontramos la mayor
cantidad de elementos. En materia de textos teóricos, encontra­
mos sobre todo uno, el de Tres ensayos, texto que data de la
primera edición, o sea que es de 1905, referido al «retorno de la
masturbación del lactante» o a la «segunda fase de la mastur­
bación infantil», que Freud sitúa hacia el cuarto año:
« La sintomatología de estas exteriorizaciones sexuales es
pobre; del aparato sexual todavía no desarrollado da testimo­
nio casi siempre el �arato urinario, que se presenta, por así
decir, como su tutor [no en el sentido de un apoyo, aunque la
etimología sea la misma, sino el sentido del personaje que es
un tutor]. La mayoría de las llamadas afecciones vesicales de
esta época son perturbaciones sexuales; la enuresis nocturna,
cuando no corresponde a un ataque epiléptico, corresponde a
una polución».43
Para enmarcar rápidamente a este erotismo uretral, quisie­
ra destacar algunos elementos:
l. Freud habla de la misma manera, en ese momento y en
los análisis de sueños, de la niña y del varón. Incluso si debe
ser marcado posteriormente por la lógica de la castración, el
erotismo uretral aparece primero como indiferente a la dife­
rencia de los sexos.
2. En el marco de este erotismo uretral infantil existe una
unión íntima de lo genital y lo urinario. Esta unión nos es pre­
sentada en «Sobre la conquista del fuego» en relación con una
creencia infantil: «el niño cree todavía poder unir ambas fun-
41
S. Freud, La interpretación de los sueños, en OC, 4, 1979, págs. 221 y
s igs., y 5, 1979, págs. 897 y sigs.
42
[Hay en este caso una pequeña divergencia de traducción con el texto en
castellano, y hemos optado por seguir la traducción de Jean Laplanche para
que el lector pueda acompañar sus desarrollos (N. de la T.).]
43 S. Freud, Tres ensayos... , op. cit., pág. 172. Entre corchetes, comenta­
r ios de Jean Laplanche.

180
ciones». ¿ Cómo describir con mayor precisión esta unión? Lo
hemos visto hace un momento con el texto de Tres ensayos;
ella se produciría sobre la base de un desarrollo imperfecto,
rudimentario, de la función propiamente genital en el niño, de
suerte que el erotismo urinario jugaría aquí el rol de tutor; un
término que, incluso si designa explícitamente un personaje,
nos induce a pensar que hay allí algo del orden del apuntala­
miento. En todo caso, el erotismo .urinario indicaría en suma la
vía, o una cierta vía, hacia el desarrollo genital. Otro punto, en
esta intrincación de lo uretral y de lo genital: lo uretral es un
erotismo del conducto urinario, ligado a la excreción, al pasaje
del producto urinario excrementicio, de modo que lo que es
más precisamente asimilado es la micción, por una parte, y la
emisión de productos sexuales, por otra; o, como lo dice Freud,
la micción y la polución. Habría entonces en el niño asimilación
de ambos placeres o, más exactaménte, lo que estaría más li­
gado a la excitación y la detumescencia sería la emisión de ori­
na. En la sexualidad adulta, habría posibilidad ciertamente de
reencontrar la huella, de deslindar la marca más o menos fuer­
te, en el placer orgástico, del placer que yo llamo precisamente
placer del «conducto», placer de la emisión o de la descarga.
Freud no habla de ello explícitamente, pero yo diría que esto
se recorta con claridad en un nivel totalmente distinto, en un
nivel teórico. Es sorprendente en efecto comprobar que toda la
teoría freudiana del placer sexual, del orgasmo, es precisa­
mente una teoría hidráulica, una teoría de la descarga. Los
remito a muchos textos, y particularmente a esos textos de
origen en los que Freud se ve llevado, a propósito de las neu­
rosis actuales, a idear un modelo del mecanismo del placer se­
xual.44 De manera que podríamos aventurar la interpretación
siguiente: si el elemento urinario no es analizado posterior­
mente por Freud como uno de los elementos del placer orgásti­
co, ello se debería tal vez a que en cierto modo la concepción
hidráulica, si no urinaria, invade, en ciertos momentos, el con­
junto de la teorización freudiana.
8. En el nivel de ese corpus de fantasmas que son las teorías
sexuales infantiles, esta unión génito-urinaria, en la fase que
bien· se puede llamar fase fálica, se manifiesta por la asimila­
ción del producto urinario al semen, y del coito a una micción
en el cuerpo de la mujer.

44
S. Freud, .«Sobre la justificación de separar de la neurastenia un deter­
minado síndrome en calidad de «neurosis de angustia», en OC, 3, 1981, págs.
85-115.

181
Para completar este rápido recorrido del erotismo uretral,
quisiera agregar aún tres nuevos elementos que son constan­
tes en la simbólica, la del sueño en particular.
Hemos descrito extensamente ya uno de ellos: ..
4. La ligazón entre el fuego y el agua, ora en alternancia, en
pareja de opqestos: el fuego debe ser apagado por el agua; ora
en equivalencia y según el prir,tcipio de la inversión, es decir
que el fuego puede tanto significar el agua como el agua signi­
ficar el fuego. Es este el principio mismo de la interpretación
del episodio de Hércules y de la Hidra.
No hemos aún otorgado un lugar a otros dos elementos:
6. La ligazón de la micción con la agresión; en otros térmi­
nos: los aspectos agresivos del acto urin,ario. Yo diría que esta
ligazón constituye tal vez uno de los fundamentos de la equiva­
lencia precedente fuego-agua. Apagar el fuego es también aho­
garlo, y tal vez también, ahogándolo, provocar tantos daños
como podría haber producido el fuego mismo (sabemos que los
,bomberos provocan frecuentemente tantos daños por medio del
agua como hubiera provocado el fuego). La equivalencia «agua­
fuego» se revela precisamente de lleno en los fantasmas en los
cuales la orina aparece como corrosiva, como quemante, pro­
yectil o veneno. Fue Melanie Klein quien desarrolló este punto
en el cual Freud no reparó demasiado:
«Quisiera en relación con esto hacer notar la gran importan­
cia, hasta aquí poco reconocida, del sadismo uretral en el des­
arrollo del niño. Las fantasías familiares para los analistas, de
inundación y destrucción de cosas mediante grandes cantida­
des de orina, y la más generalmente conocida relación entre
jugar con fuego y mojar la cama, son simplemente los signos
más visibles y menos reprimidos de los impulsos que están li­
gados a la función de opnar. Al analizar adultos y niños he
encontrado constantemente fantasías en las cuales la orina es
. imaginada como un líquido disolvente y corrosivo y como un
veneno insidioso y secreto. Estas fantasías sádicas y uretrales
tienen no poca parte en el hecho de dar al pene la significación
inconciente de un instrumento de crueldad y en ocasionar tras­
tornos de potencia sexual en el hombre».45
Esta equivalencia agua-fuego, este aspecto sádico, destruc­
tivo, corrosivo, del erotismo urinario, requería, él mismo, su
explicación metapsicológica. Sabemos que en Melanie Klein,
en una interpretación que yo llamaría «realista» de la oposición
45• M. Klein, El psicoanálisis de niños, Buenos Aires: Hormé, 1948, págs.
144-5.

182
freudiana entre pulsiones de vida y pulsiones de muerte1 esta
explicación metapsicológica surge en cierto modo como evi­
dente. Habría pura y simplemente una intrincación de Eros y
de la pulsión de muerte en toda forma de erotismo. Evidentemen­
te no avanzamos mucho con ello, y yo considero que se trata de
una explicación un tanto formal. O bien, y ustedes saben que
esta sería la vía por la que yo me inclinaría, hablaré mejor de
un carácter directamente agresivo, corrosivo, de la pulsión,
cuando esta se. encuentra en el estado que, siguiendo a Freud,
llamamos «libre►>, De modo que la agresión pulsional es en pri­
mer lugar una autoagresión que, en un estadio ulterior, debe
ser llevada al exterior.
6. Un punt:> al cual no nos hemos referido tampoco, y del
cual no encontramos mención explícita en ,¡Sobre la conquista
del fuego», aun cuando esté allí también en filigrana: la ligazón
del erotismo uretral con la ambición. El chorro de orina en los
sueños, en los mitos, en los cuentos, es siempre desmesurado,
inmenso, presto a inundar todo, así como el fuego está presto a
devenir incendio y a devorar todo. Hemos mencionado a Hér­
cules y a ese río que él desvía con el fin de limpiar los establos
de Augías. Freud nos recuerda en La interpretación de los
sueños muchas otras leyendas: las de Gulliver, que apaga un
gran incendio en el país de los liliputienses con ayuda de su
chorro de orina, al cabo tan desastroso como el incendio; o in­
cluso Gargantúa, que se venga de los parisienses inundando la
ciudad desde lo alto de las torres de Notre-Dame. Además de
los dos pasajes de Traumdeutung de los cuales di antes las
referencias, cito aún lo que Freud, siguiendo a Ferenczi, que le
proporcionó el texto, llama el «Sueño de la gobernanta france­
sa»; 46 esa gobernanta que duerme al lado de su pupilo y que,
oyéndolo gritar, rehúsa despertarse. Ella sueña entonces con el
chorro de orina emitido por este niño, pequeño pipí que progresi­
vamente deviene arroyo, afluente, río, océano que lleva un tras­
atlántico gigantesco; hasta el momento en que la gobernanta de­
be pese a todo aceptar despertarse, frente a la inmensidad del
desastre, para comprobar efectivamente que el niño se orinó
en la cama. ¿Por qué esta ligazón con la megalomanía? Freud
no da de ello interpretación teórica. Creo que se la debería
buscar en el marco de la simbolización recíproca que existe
entre lo urinario y lo fálico -más precisámente, lo que se lla­
ma lo fálico narcisista-; simbolizada en suma la omnipoten-

46 S. Freud, La interpretación ... , op. cit., págs. 872-3.

188
cia fálica por la omnipotencia del chorro y de la inundación. 47
Volvamos a «Sobre la conquista del fuego», texto que es tal
vez el más explícito respecto de esta conjunción-disyunción en­
tre lo genital-fálico por una parte, y lo urinario por otra; así
como sobre la conjunción-disyunción entre el agua y el fuego.
La conjunción, dice Freud, es esencialmente infantil. No se
trata solamente de una confusión entre estas dos funciones,
ligada a una insuficiencia de intelección, sino de una suerte de
relación de apoyo, una especie de línea directriz, inspiradora,
donde en suma lo genital vería trazar su vía por una suerte de
tutor que sería lo urinario. No podemos dejar de evocar aquí
otra relación algo similar, aquella que Freud retoma de Lou
Andreas Salomé acerca de la sexualidad vaginal: la sensibili­
dad vaginal sería en suma derivada, estando su camino indica­
do por la sensibilidad vecina del canal anal. Concerniente a lo
urinario y lo fálico, existiría entonces una conjunción similar,
pero, a continuación, una clara separación que en este caso
sería de competencia del adulto:
«Pero el adulto sabe que ambos actos son en realidad incon­
ciliables entre sí . . . tan inconciliables como fuego y agua.
Cuando el miembro está en ese estado de excitación que le ha
valido la igualación con el pájaro, y mientras se sienten aque­
llas sensaciones que recuerdan la calidez del fuego, es imposi­
ble orinar; y a la inversa, cuando el miembro sirve al vacia­
miento de las aguas parecen extinguirse todos sus nexos con la
función genital. La oposición entre ambas funciones podría mo­
vernos a decir que el hombre extingue su propio fuego con su
propia agua».48
Freud recurre entonces aquí a la experiencia fisiológica, y es
este precisamente el tercer factor en cuestión. Pero hay que
destacar que se trata de la experiencia «del adulto», lo que nos
lleva a plantearnos o a plantear a Freud una cuestión muy em­
barazosa: ¿ Cómo podría una experiencia de adulto tener valor
de prototipo, de molde para símbolos? Es verdad que el adulto
del cual nos habla aquí es el de los �orígenes», el adulto pre'."
histórico, que sería por así decir el niño de la humanidad. Pero,
inversamente a lo que Freud afirma a menudo, el niño de la
historia individual y el niño de la historia colectiva, lejos de
47
¿Podría ser separada la simbólica del agua de la referencia al cuerpo
materno? Esta cuestión me fue planteada a la salida de este curso. Del mismo
modo que aventuramos, con Bachelard y Freud, la distinción entre dos «fue­
gos», habría tal vez dos «aguas», el agua durmiente y engolfante de la madre y
el agua ardiente del chorro de la manguera.
48 S. Freud, «Sobre la conquista ... », op. cit., pág. 17 .
8

184
reunirse aquí, se separan: el niño de la historia individual afir­
ma la asimilación de lo urinario y de lo genital; el niño de la
historia colectiva, es decir el adulto prehistórico, se funda por
el contrario en la incompatibilidad entre la micción y el placer
sexual para conformar según ello sus fantasmas.
«El hombre extingue su propio fuego con su propia agua»:
esto tiene dos significaciones y puede entrar en dos parejas
diferentes de opuestos. En ambas parejas se encuentra, por un
lado, siempre el mismo término, al cual podemos llamar excita­
ción sexual, fuego o erección. Pero lo que viene a oponerse a la
excitación sexual, su opuesto, puede ser diferente: puede tra­
tarse, por una parte, de la satisfacción orgástica, pero también
del impedimento, de la inhibición provocada por la micción.
Ustedes verán que hay allí una intrincación que no deja de te­
ner repercusiones fantasmáticas, e incluso sintomáticas, consi­
derables. Habíamos visto ya algo semejante en el nivel del re­
nacimiento del deseo, a propósito del Fénix, ya que la reapari­
ción de la erección tras la detumescencia venía a tranquilizar
frente a una amenaza mucho más radical que la de la detumes­
cencia pasajera: la amenaza de una desaparición definitiva de
la libido por renuncia cultural o por castración.
La posición del erotismo uretral es entonces muy especial,
por cuanto es susceptible de entrar en relaciones diversas, in­
cluso contradictorias. Es el equivalente infantil del orgasmo.
Participa probablemente como factor más o menos pronuncia­
do en el orgasmo adulto, en su aspecto de sensibilidad de con­
ducto y de descarga. Estructuralmente, en función de la expe­
riencia somática, puede situarse del lado de la castración. Por
último, en el sueño y en el mito, va siempre a la par con el
fuego de la libido, en el que bascula sin cesar, en una suerte de
equivalencia inmediata. Muy próximo a lo fálico, aunque sin
embargo no-fálico, bisexual, ligado a una sensibilidad de con­
ducto y no de superficie, íntimamente unido, en el simbolismo,
al fuego devorador, alimentando en el carácter y en el destino
las realizaciones más ambiciosas, el erotismo uretral represen­
ta ciertamente un punto de origen privilegiado para esas acti­
vidades culturalmente valorizadas que se reúnen bajo el térmi­
no general de sublimaciones; y por eso quise detenerme exten­
samente, en el marco de mi, investigación, en este texto «So­
bre la conquista del fuego».

186
18 de enero de 1977

El texto de Freud «Sobre la conquista del fuego» está lejos


de haber agotado el interés que pueda tener tanto el fuego
como el entrecru�amiento de estos dos temas: fuego y sublima­
ción. De modo que antes de emprender nuevos caminos, qui­
siera, una vez más a propósito de este artículo, insistir en dos·
sugestiones, advertencias o amonestaciones que hemos creído
encontrar allí; por un lado, hemos notado el hecho de que un
avatar libidinal preciso está ligado� fuego: el erotismo uretral.
Pero más allá de este avatar, la advertencia es la siguiente: el
carácter esencial, como fundamento de todo simbolismo o de
toda simoolización, del referimiento al cuerpo; no al cuerpo en
general, ni en su totalidad, sino a zonas determinadas, zonas
de pasaje, zonas erógenas, como lugares acerca de los cuales
nos preguntamos si no son los puntos de anclaje de todo apun­
talamiento, de toda emergencia libidinal. Es verdad que bus­
camos la sublimación en la vía de una especie de neogénesis
prolongada de la sexualidad, quizá de cuestionamiento del
principio de la constancia de las cantidades de excitación; des­
de luego que no en el sentido ·de cuestionar el principio fisioló­
gico de la homeostasis, sino, en el nivel libidinal, por reexamen
de la idea según la cual la suma libidinal pulsional sería un dato
definitivo, no modificable, y como naturalmente dado. Y bien,
este texto nos advierte que si neogénesis hay, ha de encontrar
un punto de apoyo (¿cualquiera?) en el organismo; así es como
se la debe concebir. La otra indicación, provisional, que
recogemos de este texto, es la que se desprende de esos dos
tipos muy diferentes de héroes que pudimos encontrar allí y
que acaso podrían ser colocados, los dos, bajo el signo de la su­
blimación. Lo que nos plantea desde luego la cuestión de saber
si, después de todo, en el vacío de la teoría, no se podría decir:
«a cada cual su sublimación», o sea, a cada cual su manera de
concebir -y tal vez de realizar para sí mismo-- ese destino
pulsional, esa derivación de la energía libidinal hacia lo no­
directamente-sexual, hacia lo cultural. Aquí, en efecto, las vías
y las interpretaciones se vuelven divergentes, y hasta ·contra­
dictorias. Según una de esas.vías, todo destino pillsional puede
ser considerado como una defensa, en particular si se toman en
consideración los motivos del yo: esto es exactamente lo que
Freud expresa en «Pulsiones y destinos de pulsión». Así, para
no tomar sino un ejemplo, la deformación del sueñ,o es sin duda
un efecto e incluso la manifestación más impresionante de lo

186
que llamamos proceso primario, por lo tanto algo que es evi­
dentemente def ·orden del destino pulsional; pero al mismo
tiempo somos llevados a considerarla como un efecto de la cen­
sura. ¿Defensa, la sublimación? Encontramos esto expresado a
veces por Freud, y más claramente aún en Anna Freud, para
quien la sublimación es el décimo (tras los otros nueve que ella
enumera)' de los mecanismos de defensa del yo; con la correc­
ción no obstante de que «ella pertenece más bien al dominio de
la normalidad que al de la neurosis», a diferencia de los otros
nueve. Pero si la denominación «normativa» no es de hecho
sino una caracterización extrínseca, ligada a la utilidad o a la
valorización social, no ataca por lo tanto el fondo del problema.
Más profundamente que esta revista de los mecanismos de de:.
fensa, t;an poco estructural, hecha por Anna Freud, recordaré
aquello con que tropezamos el año pasado: las dificultades de
Freud, a propósito en particular de Leonardo, para definir un
proceso de desviación de la energía libidinal que no tenga por
correlato una represión. Finalmente, por otra parte, en el Leo­
nardo, Freud habla nuevamente de represión a raíz de la subli­
mación, una represión que no sería, por así decir, el reverso
mismo de la sublimación, pero que sin embargo recaería sobre
una parte de lo libidinal, particularmente lo genital. Con Pro­
meteo hablábamos no de represión, sino de sofocación. La so­
focación es la renuncia conciente o también la renuncia impues­
ta al otro en ese mito del héroe cultural.
Pero, como otra vertiente, como otra posibilidad, hemos
creído vislumbrar esta otra «sublimación» (si pretendemos
conservar este término que, lo repito, no es sino un índice): la
búsqueda de una vía cultural más directa, menos represiva, tal
vez aquella de la que se trata cuando hablamos de sublimación
en la cura; ¿se trata después de todo de desexualización? ¿Se
trata de represión?
Les recuerdo esa famos·a frase sobre
LA suBLIMACION la cual ya se han hecho innumerables
y EL «wo Es WAR» glosas, a tal punto que tendría escrú-
pulos de agregar a ella algo más que
un comentario, y posiblemente .partiendo simplemente de los
problemas de traducción que plantea. Me refiero a esa fórmula
tan conocida de Nuevas conferencias de introducción al psi­
coanálisis: «Wo Es war, soll Ich werden».
·si se pretende traducir esta frase, es necesario intentar uti­
lizar todos nuestros recursos: lo que conocemos de la lengua
alemana, las posibilidades de pasaje del genio propio del ale­
mán al del francés, sin olvidar por último tomar en cuenta las

187
equivalencias ya admitidas, habituales, entre el alemán de
Freud y el idioma psicoanalítico francés. En primera instancia,
no se puede fingir ignorar que esta frase interviene en un tex­
to, y en un contexto, totalmente dedicado a las instancias del
Es y del Ich, instancias que Freud designa habitualmente con
un artículo: Dás Es, das Ich. Me parece en efecto imposible
traducir Es e Ich de un modo diferente a como traducimos es­
tos términos en todo el contexto de lo que se llama la segunda
tópica. O sea Es por ello e Ich por yo [moi]. Hay indudable­
mente una ambigüedad a propósito de das Ich: hemos tomado
la costumbre de traducirlo por «el yo» [le moi], pero estamos
obligados a recordar que en alemán ich quiere decir je [yo] de
modo que se hubiera podido perfectamente, en el comienzo,
hacer una elección distinta, y traducir, en el conjunto de la
obra de Freud e incluso ae la obra analítica; traducir digo, cal­
car y trasponer constantemente das Ich en le je. En realidad,
das Ich es entonces a la vez o alternativamente, en la tradición
:filosófica y psicológica, le je y le moi;49 pero una vez hecha la
opción en el conjunto de las traducciones de Freud, ya no se
puede traducir de modo diferente el Ich de Das Ich und das
Es, ese Ich instancia, y el Ich de wo Es war ...
Una nueva ambigüedad surge a propósito de las dos flexio­
nes verbales war y soll, en el sentido de que son a la vez la for­
ma de la primera y de la tercera persona de los verbos sein, ser
[etre] y sallen, deber [devoir]; tendríamos por lo tanto que hacer
una elección enta::e [yo] era [étais] y [ello] era [était] y entre debo
[dois] y debe [doit]. De donde surge evidentemente, sobre to­
do para la segunda parte de la frase, una interpretación que
centra mucho más el sentido en una primera persona, lo cual
iría en dirección de una asunción subjetiva de la vida pulsional:
debo advenir fje dois advenir].
Hay-que admitir que existe, contra esta primera persona,.un
argumento muy poderoso desde el punto de vista propiamente
lingüístico: si Ich y Es fueran pronombres y no sustantivos (si
Ich fuera el sujeto y no la instancia del yo [moi1), no llevarían
mayúsculas. Debemos en efecto recordar que los alemanes no
poseen la mayúscula de dignidad que tenemos en francés; en
alemán, la mayúscula es la marca del sustantivo (sabemos que
49 [Mientras que en castellano empleamos un mismo vocablo para yo (como
sujeto del enunciado), y yo (instancia del aparato psíquico), en lengua francesa
se emplean dos términos: el yo instancia: le nwi; el yo del eminciado: le je.
En razón de ello hemos decidido conservar en la presente traducción los tér­
minos franceses del original con el objeto de evitar confusiones al lector (N.
de la T.).]

188
un rasgo distintivo -en este caso la oposición mayúscula/mi­
núscula- sólo puede servir para marcar una oposición; en este
caso, la existente entre el sustantivo y todas las demás pala­
bras; no puede entonces, como en francés, marcar la «digni­
dad»). El hecho pues de encontrar Ich y Es con mayúsculas
nos induce a pensar que ya no están allí como pronombres sino
corno pronombres sustantivados; de modo que -tanto peor pa­
ra los sustentadores del «sujeto»- la traducción más legítima
es la que emplea la tercera persona (era - debe) [était - doit]. Ul­
tima observación: el verbo werden, que es a menudo el simple
auxiliar del futuro (ich werde sagen: yo diré [ie dirai1 o yo voy
a decir [ie vais dire]), resulta casi intraducible en sí, excepto por
medio de una tríada de verbos que son derivados de ,,venir»:
«venir», ,«devenir», y también «advenir». Es «advenir» aquello
que Lacan propuso para esta frase, lo cual no deja de atraer el
sentido de un lado que se podría precisamente llamar «adven­
tista», por no decir místico. Yo preferiría, para mantener una
mayor fidelidad al prosaísmo de Freud, el verbo «devenir».
Una vez recordado todo esto, llegamos a una traducción del
tipo «Donde ello era (era), yo debe (debo) devenir» [Ou i;;a
était(s), moi(je) doit(s) devenir]. Los paréntesis, síntomas de
una dificultad de traducción, están allí para hacer sentir al lec­
tor las resonancias secundarias del texto¡ todo esto para recor­
dar que una frase que debe, según Freud, indicar abreviada­
mente la finalidad última del proceso analítico, es pasible de las
interpretaciones más diversas: desde las más prosaicas y más
«adaptativas» (después de todo, la vieja traducción de la cual
se hace mofa -el yo debe desalojar al ello- de Anne Berman,
no es inconcebible) hasta las más místicas (una mística del ello
y del «deseo» ... ), aquellas que fueron propuestas a partir de
Lacan. Y cuando yo propongo este término de místico, no lo
crean peyorativo ni, sobre todo, totalmente contrario a Freud.
Porque si ustedes consultan el texto de Nuevas conferencias,
verán que Freud, unas líneas antes, se refiere él mismo a la
mística, a raíz de este objetivo de la cura. Se trata, en este
final de la 31ª conferencia, del problema planteado por la es­
tricta separación de las instancias -particularmente y sobre
todo el yo y el ello, pero también el superyó-, separación
considerada como eventualmente ligada a la enfermedad psí­
quica, y de la cual habría que desembarazarse en beneficio de
una flex.ibilización de las fronteras entre el ello y el yo, es decir
de una suerte de pasaje de lo pulsional a la vida del yo: algo que
una vez más se asemeja a nuestro problema de la sublimación.
Les traduzco ese pasaje: «Cabe imaginar, también, que ciertas

189
prácticas nústicas [el término está aquí, avalando ciertas inter­
pretaciones de nuestra frase] consigan desordenar los vínculos
normales entre los diversos distritos anímicos de suerte que,
por ejemplo, la percepción logre asir, en lo profundo del yo.y
del ello, nexos que de otro modo le serían inasequibles. Puede
dudarse tranquilamente de que por este camino se alcance la
sabiduría última de la que se espera toda salvación [encontra­
mos aquí una suerte de descripción de la mística, que abate las
fronteras de las instancias, pero al mismo tiempo es dudosa en
su :finalidad]. De todos modos, admitiremos que los empeños
terapéuticos del psicoanálisis han escogido un parecido punto
de abordaje. En efecto, su propósito es fortalecer al yo, hacer­
lo más independiente del superyó, ensanchar su campo de per­
cepción y ampliar su organización de manera que pueda apro­
piarse de nuevos fragmentos del ello. Donde Ello era, Yo debe
devenir. [Y he aquí la conclusión:] Se trata de un trabajo cultu­
ral semejante al desecamiento del Zuiderzee».50
Así, indudablemente, la mística está puesta en tela de juicio,
pero el fin es de algún modo similar porque se trata de resta­
blecer una mejor comunicación entre las instancias. Este tra­
bajo del análisis que podemos, después de todo, comparar con
una suerte de sublimación, es al mismo tiempo un trabajo cul­
tural. Pero la cultura es representada aquí como una conquis­
ta, «el desecamiento del Zuiderzee», una reconquista. Si nos
referimos a nuestro texto «Sobre la conquista del fuego» 1 se
trataría de una «conquista del ello», algo cercano al §entido
que los junguianos -o Abraham- daban al mito de Prometeo,
pero no de un trabajo cultural si este debe ser sinónimo de sepa­
ración y de renuncia; una apropiación y no una _imposición de la
renuncia, e incluso de la castración, como lo pretendería la in­
terpretación dada por Freud del mito de Prometeo. Ven así
que nuestro texto de Nuevas conferencias iría más bien en el
sentido de una interpretación diferente del «trabajo cultural», a
la busca de una vía sublimatoria no ligada a la :represión.
Anuncié otro hilo a entretejer con los
EL TRAUMATISMO precedentes: es aquel del traumatis-
INCITANTE mo. ¿Cómo se enlaza este hilo del trau-
matismo? ¿Cómo se me ocurre, a con­
tinuación del fuego y de ese cordón más coriáceo, más grueso,
de la sublimación? Daré en primer lugar algunas sugerencias
tal como ellas me vinieron a la mente. La relación entre el

50 S. Freud, Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis, en OC,


22, 1979, pág. 74.

190
fuego y el traumatismo nos es sugerida, en primer lugar, por el
valor traumático incitante de la percepción del incendio. B.a­
chelard, no sin intuición, no sin razón y, ustedes lo verán, no
sin poesía, afirma lo siguiente en las primeras páginas de Psi­
coanálisis del fuego:« Un incendio hace nacer a un incendiario
casi tan fatalmente como un incendiario provoca un incendio».
He aquí más extensamente el principio de este capítulo:
«La psiquiatría moderna ha elucidado la psicología del incen­
diario. Ha demostrado el carácter sexual de sus tendencias.
Recíprocamente ella ha puesto al día el traumatismo grave que
puede recibir una psique por el espectáculo de un pajar o de un
techo incendiados, de una llama inmensa contra el cielo noctur­
no, en el infinito de la llanura labrada. Casi siempre el incendio
en el campo es la enfermedad de un pastor. Como portadores
de antorchas siniestras, los hombres míseros trasmiten, de
edad en edad, el contagio de sus sueños de solitarios. Un incen­
dio hace nacer a un incendiario casi tan fatalmente como un
incendiario provoca un incendio. El fuego se cobija en un alma
c_on más seguridad que bajo la ceniza». 51
«El fuego se cobija en un alma» .. , veo aquí la traducción
poética de la siguiente verdad; la cori¡espondencia entre el fue­
go externo y el fuego interno, el hecho de que no exista ataque
externo sin ataque interno, que es precisamente la teoría freu­
diana del traumatismo psíquico. Natemos al pasar esta idea,
un poco pauperista, del fuego como «enfermedad de una pas­
tor», de un hombre aislado, de un «hombre mísero»; y sin duda
el.fuego puede ser concebido como enfermedad de un «artista»,
tal vez de un artista él mismo rudimentario, abortado, y en tal
sentido, pese a todo, «hombre mísero»; el fuego como enferme­
dad de un Nerón (al menos en el mito histórico). Y bien, esta
ligazón entre el fuego, la sublimacióp y el traumatismo no es
nada nuevo en el análisis. La encontramos, al menos como in­
dicación, especialmente en las discusiones de los años 1910-
1915 en torno de los junguianos, y encontraI110s en particular
un eco en un articulo- de Pfister intitulado: «Ist die Brandstif­
tung ein archaischer Sublimierungsversuch?» (¿Es el acto in­
cendiario una tentativa arcaica de sublimación?). A decir ver­
dad, más que por su contenido, este artículo promete por su
título, que resulta por sí solo incitante, si no traumatizante.
En cuanto al contenido, se trata de la crítica de un libro ele un
junguiano, Hans Schmid, libro dificilmente hallable intitulado
Psicología del incendiario. El fuego es tomado aquí como pa-

5l G. Baehelard, op. cit., págs. 27-8.

191
radigma del acontecimiento perceptivo traumático, y traumá­
tico en la medida en que entra en resonancia con un incendio
interno. Es exactamente lo que sugiere esta hermosa frase de
Bachelard: «El fuego se cobija en un alma con más segurida:d
que bajo la ceniza».
Esta relación entre trauma y sublimación o creación tiene
aún otras referencias. Menciono en particular un artículo de
Lowenfeld, aparecido en 1944, que sigue siendo uno de los
artículos básicos para una bibliograña sobre la sublimación y
que se intitula: «Psychic trauma and productive exP.erience
in the artist», o sea «Traumatismo psíquico y experiencia pro­
ductiva en el artista».52 Se trata aquí de la susceptibilidad al
trauJ!la, pero como búsqueda del traumatismo en la linea de lo
que se llama a veces (volveremos sobre esto) la «traumatofilia».
Y después, otra referencia acerca de esta relación entre trau­
matismo y susceptibilidad: el libro de Eissler sobre Leonardo
da Vinci, obra de la cual yo hablé el año pasado, pero cuya
riqueza estoy lejos de haber agotado; encontramos en ella ex­
tensas elaboraciones sobre los orígenes traumáticos de la acti­
vidad de Leonardo y sobre lo que, por su parte, el autor llama
no «traumatofilia», sino «traumatofobia». «Filia» o «fobia» 1 el
debate parece pobre. Del hecho de que la distinción está lista a
desmigajarse entre el amor y el miedo al traumatismo, en­
cuentro una huella hasta en el uso popular, etimológicamente
etróneo, de esta palabra «fobia» (¿tal vez esté el término con­
t�minado entonces por el de <docura»?) 53 en el sentido de un
interés concreto, de una manía. En la vía de este uso popular
-tan • sugestivo como aquel que hace decir a menudo: «como
usted sabe»-, yo diría que en los dos aspectos, positivo y ne­
gativo, de fascinación se trata, y precisamente de la fascina­
ción como un estado del yo en totalidad, angustiado, coagula­
do, :fijado por la irrupción energética del traumatismo. «Trau­
mato:filia» es una noción introducida por -Abraham, en particu­
lar a propósito de los histéricos, en uno de sus primeros artículos,
más o menos contemporáneo del primero que dedicó a la de­
mencia precoz. Encontrarán ustedes por otra parte al final un
«Postscriptum» donde confiesa que este escrito, de 1907, con­
tiene muchos errores sobre la concepción de. Freud, pues el
autor apenas se iniciaba por entonces en el mundo del pensa­
miento psicoanalítico. Esta observación general nos parece
52 H. Lowenfeld, «Psychic trauma and productive experlence in the art­
ist», Psychoanalytic Quarterly, vol. X, 1941, págs. 116--80. Trad. fr. en Psy
chanalyse a l'Université, vol. II, nº 8, septiembre de 1977, págs. 665-78.
68 [En francésfobie (fobia) y folie Oocura) (N. de la T.).]

192
más legítima que una corrección retroactiva, tanto más cuanto
que los resultados de la observación no sufrieron la influencia
de tales errores. En este artículo, la comprobación de que se
parte es el hecho de que numerosos pacientes, muchas de las
personas que observamos, y quizás esencialmente los histéri­
cos, parecen exponerse activamente al trauma, buscarlo, o
bien, lo que es casi lo mismo, reaccionar a todo como a un trau­
matismo. Cito un pasaje central de este texto:
«La tendencia a experimentar reiteradamente traumas S!3-
xuales es una singularidad que podemos observar a menudo en
los histéricos adultos. Podríamos hablar inclusive de una diá­
tesis traumatoñlica, la cual, además, no está limitada a los
traumas sexuales. Los histéricos son esas interesantes perso­
nas a quienes siempre les está sucediendo alguna cosa. Las
mujeres histéricas, especialmente, tropiezan continuamente
con aventuras. Son molestadas en la vía pública; son víctimas
de ataques sexuales ultrajantes, etc. Es parte de su naturaleza
la compulsión a exponerse a influencias traumáticas externas.
Hay en ellas una necesidad de mostrar que están constante­
mente sometidas a una violencia exterior».54
Ustedes reencuentran evidentemente aquí, en filigrana, aun
cuando Abraham no posea un conocimiento muy profundo, la
vieja teoría y el viejo problema de la seducción. Traumatofilia
es indudablemente un concepto no explicativo en sí mismo (ha­
blar de diátesis jamás resolvió nada), sino en todo caso un con­
cepto descriptivo de una realidad que impresiona a todo aquel
que sea siquiera permeable a la manera analítica de percibir.
No es mi intención proponer una ex-
AvATARES DEL posición general de lá teoría del trau-
TRAUMATISMO matismo; ya he tenido oportunidad de
EN FREun hacerlo en otro momento. Después de
todo, ella es relativamente conocida, y
en cierto sentido coextensiva al análisis mismo, a condición de
tomarla en un sentido extenso, precisamente en el sentido de­
rivado y elaborado que le ha dado el análisis. Coextensiva: pre­
sente desde los Estudios sobre la histeria, y desde la famosa
«Comunicación preliminar», presente por supuesto en los in­
tercambios con Fliess, en los textos de La naissance de la psy­
chanalyse; 55 presente en Tres ensayos, y precisamente a raíz

64 K. Abraham, «La experimentación de traumas sexuales como una forma


de actividad sexual», en Psicoanálisis clínico, Buenos Aires: Hormé.
56
[S. Freud, «Fragmentos de la correspondencia con Fliess», en OC, 1,
Estos textos han sido agrupados en la edición francesa junto con el «Proyec­
to», bajo el título de La naissance de la psychanalyse (N. de la T.).]

193
de las fuentes de la excitación sexual. Y después parecería des­
vanecerse con el descubrimiento de la evolución llamada endó­
gena de la libido, de la evolución de la pulsión sexual como
sometida a una suerte de ley de los estadios. Durante ese pe­
riodo de entusiasmo por el descubrimiento de las etapas de la
sexualidad infantil, la teoría del traumatismo parecería por un
momento deber reducirse, limitarse, acantonarse en un peque­
ño sector nosográfico en el cual jugaría el traumatismo en el
sentido propio y restringido del término, precisamente el sec­
tor de las neurosis llamadas traumáticas. Es en la época de la
guerra de 1914 y de los años inmediatamente posteriores,
cuando un coloquio dedicado a las neurosis traumáticas reúne a
las cabezas del movimiento analítico. A raíz de las observacio­
nes sobre las neurosis de guerra, la cuestión planteada es sa­
ber si existen neurosis no sexuales, neurosis en las cuales no
sería la pulsión sexual la que interviniera en el mecanismo pa­
tógeno. Cabe decir que, si ustedes leen el cuidadoso artículo de
Freud, 56 que es por otra parte, más.bien una especie de com­
pilación de las opiniones de los distintos ponentes, advertirán
que deja abierta la cuestión de saber si, después de todo, bajo
una apariencia no-sexual, acaso sea una libido sexual la desper­
tada por todo traumatismo, como «el fuego que se cobija bajo
la ceniza». Y luego, por último, el traumatismo reaparecerá,
de manera grandiosa esta vez, con Más allá del principio de
placer, desde luego como característico de un sector psicopa­
tológico, el de las neurosis traumáticas, pero ampliado ense­
guida a las dimensiones de un acontecimiento fundador, inclu­
so cosmológico porque, como ustedes saben, en este texto será
el nacimiento mismo de la pulsión en el ser viviente el que será
ligado a los momentos traumáticos, al curso por lo tanto de la
evolución de la vida. Y allí aparece (o reaparece) una proble­
mática acaso más fundamental aun que aquella de la defensa, y
que es la sigu iente: antes de defenderse hay que comenzar por
ligar la libido, hay que comenzar por tornarla, diría yo, trata­
ble, capturable. Antes de poder incluso pensar en evacuarla o
en suprimirla -lo cual constituye precisamente el mecanismo
de defensa, o la descarga- hay que comenzar por hacerla en­
trar en la máquina, en el aparato psíquico. Por medio de este
simple enunciado vemos que estamos aquí en el nivel de un
problema más originario, sin por ello dar necesariamente a ori­
ginario un sentido temporal, cronológico, y recordando que la

66 $. Freud, Introducción a Zur Psychoanalyse der Kriegsneurosen. [So­


bre el psicoanálisis de las neurosis de guerra], en OC, 17, 1979, págs. 201-8.

194
cronología de Más allá del principio de placer es ella mismu
evidentemente mítica: un mito de los orígenes de la vida y de la
pulsión como pulsión ele muerte, es decir como pulsión que pre­
tende restablecer el estado anterior al momento traumático.
¿De qué manera este problema originario, este problema del
traumatismo, se relaciona con la cuestión ele la sublimación?
Antes de intentar discernirlo quisiera recordar hoy dos aspec­
tos esenciales de esta teoría analítica del traumatismo, coorde­
nadas que podemos fácilmente considerar como totalmente
complementarias: una según el espacio, y la otra según el
tiempo.
Según el espacio: el traumatismo sólo
EL TRAUMATISMO se concibe dentro de un modelo tópico
SEGUN EL ESPACIO complejo, en el cual la relación meta-
Y EL TIEMPO fórica del yo con el aparato psíquico,
y del aparato psíquico con el cuerpo,
debe ser concebida no sólo como un encaje, sino como una suer­
te de derivación; yo empleo el término de metaforización, pero
una metaforización que no es adquirida de una vez para siem­
pre, que se hace y se deshace sin cesar. Quiero deéir que el yo,
metáfora del cuerpo o representante del aparato psíquico, ora
está confundido con este, incluso es coextensivo al cuerpo, ora
está opuesto a él como una parte. Podemos eventualmente
representar esto como una suerte de relación de tangencia
entre esas diferentes instancias (instancias que hay que conce­
bir, por otra parte, en tres dimensiones, como esferas, como
vesículas, selladas por medio de una envoltura), pero al mismo
tiempo relación que hace que en ciertos momentos el yo, la
instancia más interna, llegue a coincidir con el cuerpo (pense­
mos por ejemplo en el dormir). Los puntos de tangencia son
precisamente los puntos de entrada, esas zonas erógenas, esas
puertas sensoriales, esas ventanas cuya importancia para Leo­
nardo nos recuerda Eissler, particularmente en la concepción
leonardesca de la vista como una especie de ventana del alma.

195
Puntos de tangencia que son también puntos de llamado del
trauma. Y con vistas a-comentar este esquema un tanto abs­
tracto, podemos recordar ese dibujo humorístico del caricatu­
rista norteamericano Steinbe:rg:

Esta imagen del alma que se podría calificar con pleno dere­
cho de «pueril» es muy evocadora, en su realismo, de lo que es
la tópica freudiana. Y esos puntos de tangencia son precisa­
mente aquellos en los cuales puede grañcarse el hecho de que
el traum�tismo es a la vez interno y externo, esos puntos de
fragilidad sobre los cuales Leonardo atrae nuestra atención
con su fam.c¿_sa frase: «Siendo el ojo la ventana del alma, esta
teme constantemente perderlo». La ventana del alma; clara­
mente de esto se trata en un modelo de este tipo, modelo com­
plejo, fluctuante, necesariamente ambiguo, que permite tal
vez completar e interpretar la imagen de Freud en Más allá
del principio de placer, la famosa imagen de la vesícula. Es
esta vesícula la que debe ser como desdoblada, traspuesta del
cuerpo al alma y del alma al yo, si se pretende intentar com- •
prender o al menos imaginar la noción de un traumatismo a la
vez externo e interno.

196
25 de enero de 1977

Tras esta coordenada espacial o tópica del traumatismo, qui­


siera mencionar hoy la otra dimensión no menos importante,
que sería la coordenada temporal. Esta aparece por ejemplo
con la afirmación -por examinar..,... de que los traumatismos
sucesivos vienen a adicionar sus efectos. A grandes rasgos,
como primera aproximación, esto se formula en Freud como
«sumación» de las excitaciones, un viejo concepto neurológico
retomado con un nuevo sentido; o también con la noción de
«serie complementaria» (cuyo esquema encontrarán ustedes
en Conferencias de introducción al psicoanálisis) entre el
traumatismo infantil y la predisposición hereditaria, así como
entre esta nueva predisposición y el traumatismo adulto, etc.
Ahora bien, la relación temporal de la cual yo hablo sólo se
concibe verdaderamente como dialéctica del apres-coup, movi­
miento de recaptura y de simbolización. Se necesitan por lo
menos dos traumatismos para hacer uno; es esto lo que llama­
mos, a partir del <<Proyecto de psicología», teoría de la seduc­
ción, entendiendo bien que esa teoría de la seducción está a la
vez bien y mal denominada; mal denominada en el sentido de
que su denominación reduce a cierto aspecto histórico, pese a
todo contingente, algo que· es verdaderamente un descubri­
miento estructural de Freud.
No insisto en estos puntos, que ya he
MuTACION DEL desarrollado en varias ocasiones, 57 si-
VIEJO PROBLEMA no en cambio en lo que toca directa-
ALMA-CUERPO mente a nuestro propósito, a saber los
nexos, en el traumatismo, entre dos
relaciones: la relación ñsico-psíquico por una parte, y la rela­
ción no sexual-sexual por otra, en que la segunda viene verda­
deramente a remplazar a la primera, y como a desplazar el
problema. Así como el apuntalamiento viene a aportar su «so­
lución», o más bien un nuevo planteo, al viejo problema meta­
físico de los nexos entre el alma y el cuerpo, pero trastrocando
totalmente y volviendo caducos los datos mismos, lo propio
ocurre en la teoría del traumatismo, en que el viejo par metañ­
sico :ñsico-psíquico se extenúa con la aparición del traumatismo
psíquico, y esto siguiendo dos vías: una que yo llamo la vía
metonímica, en el sentido de que se intenta pasar del trauma
67 Cf. en particular J. Laplanche, Vida y muerte en psicoandlisi8, Buenos
Aires: Amorrortu editores, 1978.

197
físico al trauma psíquico por una suerte de extenuación de un
traumatismo grosero, corporal, por la transición insensible a
un traumatismo cada vez más fino, pero que de derecho sería
siempre localizable en alguna parte de las fibras del sistema
nervioso, incluso en el interior de células, hasta en las molécu­
las; y, por otra parte, una vía metafórica, en la cual un modelo
fisicista (precisamente el de la vesícula) resulta traspuesto en
un modelo del aparato psíquico. Sin embargo, lo que hay que
concebir es que este modelo de la vesícula no es una simple
,reproducción psíquica. del cuerpo. En otros términos, este mo­
delo no es sólo un modelo, ya que hay que intentar concebir
realmente que el aparato del alma, en ciertos puntos, es verda­
deramente tangente, concéntrico o coextensivo, al aparato del
cuerpo. Recuerdo esta frase, después de 'todo bastante «deli­
rante» para un metafísico, que se encuentra en las últimas no­
tas de Freud (esas notas que están publicadas al final de Ge­
sammelte Werke con el título «Ideas y problemas»): «La psi­
que es extensa, ella no lo sabe». El verdadero problema del
trauma cambia de naturaleza a partir del momento en que lle­
gamos a admitir una superación de la vieja problemática, y a
concebir que cuerpo fisiológico, cuerpo psíquico o alma, cuerpo
del yo, son igualmente cuerpos, pues tienen en común el hecho
de ser extensos, ausgedehnt (Freud emplea este término
-ausgedehnt- y no el de raümlich, lo que nos permite ver
que el carácter «extenso» sería más originario que la espacia­
lidad en que nuestros cuerp�� :mueven y a que la geometría
da forma). A partir de esto, el problema del traumatismo no se
plantea ya en términos de repercusión de una conmoción ñsica
sobre el espíritu, sino como pasaje de una energía a otra, como
producción (dejo entonces abierta la cuestión de saber si se
trata de una reproducción o de una neoproducción) de una
energía que funciona según un nuevo régimen: la energía sexual.
Hablo de régimen para significar que
¿LAENERGIA probablemente no hay otra manera de
SEXUAL= X? definir la energía sexual que por su
JuNGYFREUD modo de circulación. Recuerdo una vez
más todas las dificultades de la defini­
ción de la pulsión sexual: el objeto (si se pretende definirla
mediante este) es precisamente variable, contingente; la meta:
Freud nos dice que en última instancia es monótona, es siempre
la descarga; la fuente: desde luego que se pueden asignar ciertas
fuentes, pero finalmente todo en el cuerpo puede servir de fuen­
te, y so'bre todo, la fuente de la sexualidad puede ser no-sexual.
Frente a esta dificultad para definir �a energía sexual, sea por

198
su meta, sea por su objeto o, aun, por su fuente, volveríamos a la
aporía con que se enfrentan, aunque de manera diferente, Freud
y Jung: aquella de una energía llamada «sexual», pero que sería,
en tanto energía incognoscible, una «X», nos dice F);'eud. Pero, si
es una «X», ¿por qué llamarla «sexual», si no es por aquello que
viene posteriormente a especificarla? No en lo que la determina
como energía, en aquello que Freud llama el empuje, sino en sus
avatares. Avatares, es este precisamente el término con el que se
traduce a veces el título del famoso artículo deJung: «Avatares y
símbolos de la libido» (que en realidad es Wandlungen und
Symbole der Libido, es decir, más que los avatares, los viajes, las
derivaciones). Freud admite entonces que la energía sexual es
una «X», una incógnita que trasportamos de ecuación en 'ecua­
ción. ¿Por qué entonces no ser junguiano? ¿Por qué no adherir a la
concepción de una energía .que podemos llamar, desde luego,
«libido», pero que es en todas partes la misma, que no tiene nada
de específicamente sexual, y que puede reencontrarse precisa­
mente a través de todas esas ecuaciones, «ecuaciones simbóli­
cas» si ustedes quieren, queJung detalla precisamente con tanta
extensión? Freud intentó, por supuesto, responder a esta inter­
pretación, por ejemplo en su texto sobre «el narcisismo», en
cuatro largas páginas muy embrolladas, 58 en las cuales se plan­
tean dos cuestiones verdaderamente fundamentales: en primer
lugar ¿cuál es la relación entre el narcisismo y el autoerotismo?
En segundo lugar la cuestión que hoy nos ocupa y que es central
para la interpretación del traumatismo: la unidad de la energía
pulsional. Y lo notable es que esta respuesta embrollada de
Freud a Jung es formulada precisamente en un momento de
«tentación monista» (una expresión que encontraremos casi bajo
la pluma de Freud algunos años después, para calificar precisa­
mente ese texto de «Introducción del narcisismo»). Me refiero a
un artículo posterior, «Teoría de la libido» (1922), en que Freud
se da cuenta de que en aquel momento se había acercado-«apa­
rentemente», dice- al punto de vista de Jung. La primera
respuesta a los junguianos es que su monismo es sumamente
metañsico (como si Freud temiera tanto, después de todo, ser
metañsico). Me limito a citar los pasajes en cuestión: 1<¿Se nos
ahorrarían todas las dificultades que existen para distinguir
entre energía de las pulsiones del yo y libido del yo, libido del yo y
libido de objeto, si planteáramos como fundamento una energía
psíquica de un solo tipo?». Y más adelante: «Colocado ante la
obligación de responder de manera decisiva a esta segunda cues-
58 S. Freud, «Introducción del narcisismo», en OC; 14, 1979, págs. 74 y sigs.

199
tión, todo psicoanalista sentirá un malestar evidente. Uno se
debate en el dilema que consiste en abandonar la observación por
estériles debates teóricos; y sin embargo no podemos sustraer­
nos a una tentativa de elucidación». Más adelante, sin embargo,
estas alegaciones en contra de la teoría, en contra de la meta­
:ñsica, cobran la forma de una declaración epistemológica: nues­
tros conceptos, dice líneas más abajo, no son sino superestruc­
turas, que estamos dispuestos a cambiar cuando sea necesario, y
sería vano querer aferrarnos a ellos: «No son el cimiento sino el
remate del edificio íntegro, y pueden sustituirse y desecharse sin
perjuicio». No creo que este sea el fondo de la respuesta, y
tampoco creo que esta respuesta sea verdaderamente de buena
fe: ¡como si Freud no se aferrara tenazmente a ciertos «concep­
tos», la sexualidad, el inconciente o el Edipo, al punto de ver en
ellos «contraseñas» (Schibboleth) que otorgan el derecho de per­
manecer o no en el movimiento analítico, de invocar el análisis!
Hay que releer todo este pasaje dedicado a justificar la distinción
entre dos tipos de pulsiones: pulsiones sexuales y pulsiones de
autoconservación. Allí ven ustedes que primero se invoca en
auxilio la distinción popular entre hambre y amor, recurso a la
creencia popular indudablemente muy válido, pero que no puede
dejar de suscitar, en nosotros que conocemos la evolución freu­
diana posterior, la siguiente objeción: será después esta misma
creencia popular la que vendrá a justificar una nueva oposición,
esta vez, entre el amor y el odio. Y a continuación Freud recurre
a la biología, que sería en efecto susceptible de fundar la oposición
entre los dos tipos de pulsion , remitiéndola a la distinción
observable; germen/soma; perota n poco más adelante se barre
de un gesto este recurso a la bi ogía afirmando que en manera
alguna es esencial a las concepciones psicoanáliticas ... Y des­
pués se invoca la clínica-incluso la «empiria»-, la clínica de las
neurosis de trasferencia, que nos mostraría esta oposición entre
dos tipos de pulsiones. En suma, las «evidencias>> del conflicto
neurótico son aquí invocadas como si se pudiera leer en ellas a
libro abierto la oposición entre las dos modalidades pulsionales,
amor por un lado, autoconservación por otro; recurso seductor a
la clínica, pero poco probatorio, porque se puede demostrar (he
intentado ya hacerlo) q1,1e nunca la autoconservación como tal
pudo ser verdaderamente demostrada, en la reflexión sobre la
clínica, como parte pregnante del conflicto psíquico efectivo.
Estas referencias y estos argumentos son aún menos probatorios
para nosotros, retrospectivamente, cuando sabemos que, algu­
nos años después, otra pareja será traída al primer plano con
argumentos similares: ella también con pedigrí en la creencia

200
popular o en la filosoña, un recurso que se remonta hasta Empé­
docles; ella también con referencias llamadas biológicas (que
nosotros designaríamos más bien metabiológicas); ella también
en nombre de la clínica.En esta pareja, el amor sigue estando de
un lado, pero del otro en modo alguno se trata de lo mismo: en
efecto está el odio.
¿Qué conclusión sacar de todo esto? Podríamos llegar a un
escepticismo por relación a toda teoría y a toda teoría de las
pulsiones, precisamente ese escepticismo epistemológico que
Freud alega a veces, ese presunto ·carácter superestructura! de
la teoría. Podríamos también extraer de aquí un monismo, o un
argumento en favor del monismo, que, haciendo constar las va­
riaciones del dualismo freudiano, se presentara como más sim­
ple, más económico en todos los sentidos del término: económico
en el sentido de que no hay que multiplicar las hipótesis y en el
sentido de que hay que poner en la base de todo una noción de
energía suficientemente indiferenéiada. Por mi parte no creo que
sea esta la vía que corresponda emprender; no es la que Freud
mismo emprende, y la cuestión a plantear no es tal vez, priorita­
riamente, preguntarse si tiene o no «razón», sino saber «por qué»
actúa de ese modo, qué exigencia, qué «pulsión» lo mueve,
mueve su pensamiento. ¿Por qué sostiene entonces, contra todo
el mundo, a través de variaciones poco «edificantes ►, en sí mis­
mas, un dualismo? La respuesta -al menos un elemento esencial
de repuesta- es que quiere mantener a cualquier precio la ori­
ginalidad de uno de los términos, un descubrimiento que es el de
la sexualidad ... pero la sexualidad tal como funciona-en psico­
análisis, es decir la pulsión sexual que circula en el fantasma
inconciente, la pulsión sexual que se revela en las formaciones del
inconciente y, por ejemplo, en el trabajo del sueño. La originali­
dad de esta pulsión, aquello que la define es, como Freud dice, ser
al comienzo autoerótica, lo cual no puede tener otro sentido que
decir que circula originariamente no entre objetos, sino entre
representaciones; que es, por lo tanto, indisociable del fantas­
ma. Lo que la define, por otra parte, es que circula según leyes
muy peculiares: las del proceso primario o de la energía libre. Lo
que está en juego entre Freud y Jung no es tal vez totalmente lo
que se cree, ni tampoco lo que ambos protagonistas, ambos
adversarios, creen. Hay cosas en juego manifiestas y otras laten­
tes. Hay lo manifiesto y hay lo latente en el pensamiento psico­
analítico, ¿cómo podría ser de otro modo? Cosas en juego mani­
fiestas, acabamos de citar algunas: las que se juegan entre monis­
mo y dualismo; entre una tendencia metañsica y religiosa, ligada
evidentemente al monismo de Jung, y un materialismo -hasta

201
un biologismo- de la pulsión en Freud o incluso entre una ten­
dencia anagógica (una tendencia a la interpretación por lo alto y
por el futuro, o al menos por el presente contra el pasado), que es
característica de la interpretación. jung,riana, y la tendencia.
llamada «reductora» de la interpretación freudiana (reductora
en el tiempo, porque la interpretación nos vuelve a llevar sin
cesar hacia un pasado, incluso hacia los orígenes; reductora en
el nivel de la interpretación porque, harto se ha repetido, Freud
interpreta lo así llamado superior por medio de lo inferior). Por
supuesto que estas cuestiones en juego existen, pero creo que la
cuestión latente, aquella que buscamos descubrir, es otra. Una
de las cuestiones latentes en juego en todo caso (yo no diría que es
el único en esta oposiciónJung-Freud) consiste, para Freud, en
poder conservar simultáneamente aquello que parece absolu­
tamente contradictorio en su descubrimiento; por una parte 1 la
extensión de lo sexual, que en adelante no deberá ser confundido
en manera alguna con lo genital y con la sexualidad adulta y, por
otra parte, cómo mantener en el seno de esta extensión la especi­
ficidad de lo sexual. Un debate no concluido, puesto que aun en
nuestros días, en el movimiento analítico, muchos sólo logran
. conservar cierta especificidad de lo sexual restringiéndolo de
nuevo, reconduciéndolo de nuevo al círculo de lo genital. Esto se
evidencia a veces en los lapsus, o al menos enlo quesedeslizabajo
la pluma en un momento de descuido, cuando tal autor opone lo
oral a lo sexual, tal otro incluso lo fálico a lo sexual, lo cual resulta
verdaderamente extraordinario; también es aquello que encuen­
tra su lugar en toda una tendencia a la desexualización del análisis
que, para ser breves, nos llegaba quizás antaño desde el otro lado
del Atlántico, pero hoy simplemente del otro lado de la Mancha.
Esta digresión sobre lo sexual y sobre la oposición entre Freud
yJung surgió a propósito del traumatismo, que nosotros concebi­
mos como fenómeno energético, como aflujo demasiado grande
de energía (es esta verdaderamente su definición económica),
que rompe las barreras de un «organismo» (en todos los niveles
en que puede ser tomado este término) no preparado. Pero si
insistimos con Freud en esta interpretación energética, lo que
cuenta para nosotros hoy es que este fenómeno implica la apari­
ción de una nueva energía, de una energía de nuevo tipo. E.sto no
es tanto lo que aparece en Más allá del principio de placer y enla
ingenuidad (que yo consideraría hábil dado que es demasiado
ingenua para no suscitar la interrogación) de cierta descripción
del traumatismo que pretendería, en suma, que sea la energía
física primaria, la energía externa, la que vendría directamente a
amenazar la «vesícula» del yo. Les recuerdo que en otro lugar de

202
la teoría (pero no sin relación), hay una concepción similar con­
cerniente a lo que Freud llama el «reflejo», donde el modelo del
reflejo es introducido de un modo absolutamente delirante por
relación a toda fisiología nerviosa, en términos tales que se po­
dría suponer que es la energía del martillo del neurólogo la que se
trasmite, directamente y sin pérdida, en el circuito nervioso,
para hacer levantar la pierna. Y bien, existe la misma ingenuidad
y la misma astucia en el modelo de Más allá del principio de
placer, donde sería la energía de lasfuerzas «exteriores», ñsicas,
la que vendría a poner en peligro a la vesícula del yo. Se trata tal
yez de la misma astucia que encontraríamos en la frase de Bache­
lard que mencioné anteriormente: «Un incendio hace nacer a un
incendiario casi tan fatalmente como un incendiario provoca un
incendio»: porque si el incendiario provoca el incendio, es efecti­
vamente, digamos, la misma energía, la de su «pulsión», la que
pasa a su acto, pero, cuando el incendio hace nacer un incendiario,
¿ cómo suponer que la energía misma del incendio se·pudiera tras­
formar en energía pulsional? ¿No habrá entonces que recurrir
precisamente a la teoría de las fuentes de la pulsión sexual, a esa
famosa teoría llamada del apuntalamiento, según la cual toda
conmoción en el organismo puede provocar el neosurgimiento de
una excitación sexual? Y, en Tres ensayos, desde 1905, en esas
famosas «fuentes indirectas de la sexualidad», encuentran uste­
des mencionadas en lugar destacado-junto con otras conmocio­
nes susceptibles de producir la sexualidad: la del columpio, la. de
los viajes en ferrocarril, la del trabajo intelectual, la de las emo­
ciones ... todo ello en un mismo saco-- el traumatismo de los
accidentes como fuente de la «grave neurosis traumática histeri­
forme», aquella precisamente sobre la cual Freud volverá quince
años después en Más allá del principio de placer.
¿Puede el traumatismo encontrar sulu-
LowENFELD Y LA gar en un abordaje del problema de la
CREACION ARTISTICA sublimación? No soy yo quien inventa
esta relación.Indiqué la vez pasada dos
referencias, Lowenfeld y Eissler, y podríamos indudablemente
encontrar otras más. Me remito al artículo de Lowenfeld, tanto
por el momento histórico que representa como por la solidez de su
elaboración.59 En este texto es presentado el caso clínico de una
pintora, en que el autor pone en evidencia lo que él llama, reto­
mando un concepto muy antiguo aunque marginal, la «traumato­
filia»: tendencia a reexperimentar indefinidamente el traumatis­
mo, pero también tendencia a elaborarlo, a simbolizarlo. Por su-

59 H. Lowenfeld, op. cit.

203
puesto la traumatofilia no es un concepto clave porque precisa­
mente hay que preguntarse qué es lo que puede impulsar a que a
uno le guste el traumatismo. Pero la problemática aquí planteada
es interesante en el sentido de que en el talento, en la experiencia
productora de un pintor, de un artista, la cuestión no es el origen
del talento (del que Freud precisamente, tal vez con algún apre­
suramiento, nos dice que es inanalizable: él sale del paso de este
modo), sino el origen de las fuerzas que impulsan a la sublima­
ción. Y la respuesta más o menos determinada, pero que yo
intento hacer más clara, es la siguiente: esas fuerzas son aquellas
que nacen del traumatismo, al mismo tiempo que son aquellas
que incitan a renovar sin cesar el traumatismo en una suerte,
entonces, de círculo vicioso; pero es el traumatismo el punto
preciso de esta suerte de neogénesis de una energía que impulsa a
la sublimación. El autor cita, entre muchas otras autoobserva­
ciones, la de Thomas Mann, que se condensa en un juego de
palabras muy lindo entre er-leb<m (vivir) y er-leiden (sufrir): es gibt
ein Grad dieser Schm.erzfahigheit, der jedes Erleben zu einem.
Erleiden macht; es decir: existe un grado de esa capacidad de
dolor (y el término de dolor no es aquí casual, si se recuerda que
las relaciones entre dolor y traumatismo, desde un punto de vista
metapsicológico, son muy estrechas) que trasforma cada «vivi­
do» en un «sufrido», donde cada experiencia vivida deviene una
experiencia del sufrimiento. El autor, Lowenfeld, puesto que
nos estamos deteniendo en su artículo, sitúa finalmente cuatro
elementos en estrecha correlación en la génesis de la «creativi­
dad»: la susceptibilidad al traumatismo o la búsqueda del trauma­
tismo, en pocas palabras, la traumatofilia; una fuerte tendencia a
la identificación; un narcisismo particular (antes que un narcisis­
mo exacerbado); por último, la bisexualidad. Y entre estos cua­
tro factores, la base es para el autor, tal vez no sin aparente
razón, la bisexualidad, porque ella « • • . hace dificil una relación
de objeto unificada y no ambivalente con uno y otro sexo [por lo
tanto, hace dificil, precisamente, la relación de objeto llamada
objetal a diferencia de la relación narcisista], favoreciendo de
este modo la fijación narcisista de la libido, lo cual a su vez incre­
menta el peligro de trauma».60 Pasamos entonces de la bisexua­
lidad a un tipo de relación identificatoria, narcisista; a un narci­
sismo que es preciso concebir al mismo tiempo como incrementa­
do y como fragilizaclo, que representa un peligro permanente
frente al objeto, porque la siempre presente posibilidad de iden-
60
]bid., pág. 674 de la trad. francesa. Entre corchetes, comentarios de
Jean Laplanche.

204
tificación con el objeto cobra proporciones traumáticas a menos
que el individuo se deshaga sin cesar de esta identificación por
medio de la creación. En resumen, el artista, como nos lo presen­
ta Lowenfeld, juega con el traumatismo: si la defensa es dema­
siado débil, sucumbe a él; si la defensa es demasiado rígida, no
hay libertad en la identificación, la angustia es demasiado grande
y la productividad queda inhibida; es precisamente lo que ocurre
en la persona de la cual nos relata el caso, por no decir el análisis.
Intenté dar rápidamente una idea de este texto que constituye
una referencia de base, pero a la vez limitada, para nuestra
cuestión. Su interés radica en plantear el problema en términos
económicos, en ir en la línea de la búsqueda del traumatismo
(contrariamente a la concepción de Eissler acerca de Leonardo).
Radica también en abrir la puerta a un tipo de elaboración de la
energía sexual, intermediario entre estos dos peligros: el desbor­
damiento de energía, al cual el yo sucumbe, y la defensa, que
bloquea la energía desde su aparición. La debilidad de este
artículo consiste en no profundizar la noción de traumatismo,
sino en considerar implícitamente como admitida la concepción
freudiana, sin repensarla.

1 9 de febrero de 1977

Creación: He aquí un término que im-


VERDAD DEL plica la. producción de algo nuevo,
F1s1c1sMo: algo que surge ex nihilo. ¿Será esta
PULSION DE MUERTE creación, en lo que tiene de más radi-
Y PULSION DE VIDA cal, creación de energía? He aquí, in-
dudablemente, una hipótesis peligro­
sa. Pero para poder profundizar en ella sería necesario interro­
garse en primer lugar sobre el término de energía. Cuando así
hablamos, ¿lo hacemos en el mismo registro de la energía ñsica?
¿o bien de manera metafórica? ¿o bien ... a la vez en continui­
dad y en ruptura con las fuerzas ñsicas?
La energía física es efectivamente algo, al menos en la ñsica
clásica, que no se define sino como lo invariante -inasible en
tanto tal- que subsiste en todas las trasformaciones. Se trata
precisamente allí de la «X» de la cual habla Freud. Pero sabemos
que, en la ñsica moderna, lejos de irrealizar esa noción, se tende­
ría más bien a materializarla, a hablar de ella en términos realis­
tas ... : equivalencia entre la masa y la energía, partículas de

205
energía, concepciones delirantes por relación a un positivismo,
pero que no habrían sido· desautorizadas por un Reich ...
La energía biológica. Es tal vez aquella con la cual Freud y los
psicoanalistas creen enfrentarse con su concepto de pulsión: la
pulsión como término intermediario entre loñsi�o y lo psíquico; o
incluso como representante de las fuerzas biológicas, del cuerpo,
en lo psíquico. Comoquiera que sea, con la noción de fuerza
biológica, el modelo sigue siendo el de una diferencia por colmar,
el del restablecimiento de un equilibrio. Este equilibrio interno,
que se traduce por la constancia de un nivel, de una norma
biológica, puede ser amenazado, sea por el proceso interno mis­
mo -así, en el hambre, es la disminución de ciertas constantes
fisiológicas la que pone en marcha la necesidad-, sea por el
aflujo intempestivo de energías de origen externo: pensemos
por ejemplo en la regulación de la temperatura interna en los
animales homeotérmicos cuando son sometidos a variaciones
de calor en el medio exterior. Tendríamos por lo tanto aquí dos
modelos biológicos: un modelo de la pulsión, cuando el aflujo de
energía es de origen interno, y un modelo del traumatismo,
cuando el aflujo es externo.
Para permanecer en estenivel deuna suerte defisiologíamáso
menos primaria, incluso fantasmática, pero que es lafisiología de
Freud, haré notar dos cosas. En primer lugar, lo que se busca
puede ser un incremento, y no necesariamente una evacuación de
la energía ñsica.· Así, en el modelo del hambre que indiqué
anteriormente, el restablecimiento del equilibrio está ligado al
aporte de calorías contra la consunción, y no a la evacuación de
una energía. Del mismo modo, la amenaza externa no es necesa­
riamente la amenaza de un aporte de energía en el sentido ñsico
del término: demasiado calor, demasiado movimiento; cierta­
mente se podrá tener que luchar contra esta energía externa
demasiado grande, pero también contra el exceso de frío (por una
astucia que dice mucho acerca de esto se habla entonces a veces
de «frigorías», y no de «calorías», como si sólo fuera concebible
el aporte de una cantidad positiva de energía). Ya en el solo plano
:fisiológico esto significa que el modelo energético es metafórico
por relación al modelo de la energíañsica. La energía del sistema
no es ya la energía en el sentido ñsico-químico, sino la m.edida de
una distancia entre el estiaje efectivo y un estiaje considerado
como la norma. La energía fisiológica, aquella del instinto o de la
función, se enc.uentra en una posición de derivada por relación a
la energíañsica; se trata de una relación de energías en el seno de
un sistema que tiende a la autoconservación y a la autorrepro­
ducción. Mi segunda observación es que entre los dos submode-

206
los que indiqué hace un momento en el seno de una suerte de
:fisiología, el modelo de la pulsióny elmodelo del traumatismo, tal
vez existan al fin y al cabo ·elementos comunes, de modo que uno
traspasaría eventualmente al otro: si la pulsión es traumatizan­
te, el traumatismo puede ser creador de empuje.
Qué decir ahora de la energía llamada sexual; o pulsional en el
sentido propio del término, en el sentido que Freud reservaba al
término de pulsión; o energía psíquica, si se prefiere, pero tal vez
no se trate aquí exactamente de lo psíquico y de lo ñsico ... diga­
mos la energía que circula entre representaciones. Ella no tiende
a una homeostasis, está como enloquecida, circulando de una
representación a otra sin encontrar normalmente reposo, sin
encontrar representación final donde detenerse, y en este senti­
do (en esto quisiera insistir rápidamente) está tal vez más próxi�
ma, pese a las apariencias, a la energía física que a la energía
llamada biológica o :fisiológic'a. Podríamos encontrar para esto,
seguramente, orígenes históricos en el pensamiento de Freud:
recuerdo lo que se llama el «:fisicismo», doctrina del famoso
equipo de Brücke, que se juramenta, contra una :filosoña de la
naturaleza (no solamente una :filosoña, sino una especie de cien­
cia de la naturaleza) heredada de la :filosofía poskantiana, para
reducirlo todo a las fuerzas ñsico-químicas. Cito el texto tan
conocido de este juramento de Brücke, tal como data de 1842, o
tal vez incluso de antes, pero que es trascrito por Du Bois­
Reymond en 1842: «B.rücke y yo nos habíamos comprometido
solemnemente a imponer esta verdad, a saber, que sólo las
fuerzas ñsicas y químicas, con exclusión de cualesquiera otras,
actúan en el organismo. En los casos que esas fuerzas todavía no
alcanzan a explicar, es preciso empeñarse en descubrir el modo
específico o la forma de su acción, utilizando el método ñsico­
matemático, o postular la existencia de otras fuerzas, equiva­
lentes en dignidad a las fuerzas ñsico-químicas inherentes a la
materia, reductibles a la fuerza ele atracción y ele repulsión».61
Pero no circunscribamos nuestras observaciones únicamente
a las influencias históricas: queremos señalar un verdadero pa­
rentesco entre lo que Freud descubre -el aparato del alma, el
aparato inconciente-y la índole de verdad que anima el :fisicis­
mo, al asociacionismo e, incluso, al atomismo. El aparato del
.alma, en cierto modo, tal como Freud lo describe a propósito del
sueño, sería más afín a una máquina que a un organismo.
Habría desde luego que matizar esto, pero es preciso que se

61 Citado por E. Jones, Vida y obra de Sigmund Freud, Buenos Aires:


Hormé, 3 vols.

207
perciba bien primero una suerte de inversión. Yo diría, para
matizarlo, que el aparato del alma tiene a la vez algo de la
máquina y del organismo: de la máquina en tanto funcionan en él
cadenas de representaciones; del organismo en tanto estas re­
presentaciones se agrupan, se precipitan, si se puede decir así,
en agregados, en objetos, siendo el primer objeto el yo. Toda esta
problemática está en el núcleo de nuestro tema, el de la energía o
de las energías, y del carácter finalmente derivado-en el senti­
do de una derivación de una entidad, derivación que depende a la
vez de la metáfora y de la metonimia- 62 de los diferentes tipos
de energía, unos por relación a los otros. Ahora bien, esta deriva­
ción, este corrimiento de la significación del término energía,
está en el corazón mismo de una lectura de un texto como Más
allá del principio de placer, texto que intentaré <iomentar rápi­
damente la próxima vez, particularmente su capítulo IV. En el
corazón de este texto, porque «pulsión de vida» y «pulsión de
muerte» sólo se pueden leer y comprender con esta clave que yo
indico y que no ceso de repetir: la pulsión de muerte es, nos dice
Freud, el alma de toda pulsión; es lo más pulsional de la pulsión
(comento yo, retomando formulaciones que son verdaderamente
las de Freud); es la pulsión de lo inanimado, nos dice él mismo, es
la pulsión que tiende a reducir a lo inanimado; es la pulsión de las
representaciones y no de los objetos, puesto que al contrario los
objetos resultan disueltos por la pulsión de muerte; yo diría que
es la pulsión fisicoquímica, en el sentido del juramento de Brüc­
ke, en el seno del psiquismo; o también es la pulsión de lo que
llamamos objetos parciales, pero que no son otra cosa que «repre­
sentantes-representación». Y la pulsión de vida es aquello que
tiende a reconstituir, a mantener en el psiquismo, en el aparato
psíquico, un vitalismo. Las pulsiones de vida son aquello gracias
a lo cual, por el amor de lo cual vivimos. Son también las pulsiones
del yo (en el doble sentido que este término toma en Freud:
pulsiones que tienden a mantener al yo y pulsiones que emanan
del yo), o también, yes lo mismo: sonlaspulsionesde objeto, en el
sentido en este caso no de objeto parcial, sino de objeto total
(siendo el único objeto «objetivo» u «objetal» el objeto total) Di­
go que la pulsión de muerte -y es esto lo que interpreto, ya que
sitúo la sexualidad en los dos lados- es la sexualidad de repre­
sentaciones, siendo la pulsión de vida o Eros la sexualidad de
objeto. Hayque leereste capítulo IV deMásalládelprincipiode

62 Cf. J. Laplanehe, «Dérivation des entités psyehanalytiques», en Hom­


mage a Jean Hyppolite, París: PUF, y en Vie et mort en psychanalyse, París:
Flammarlon, 2ª ed., 1970 [Vida y muerte, op. cit.].

208
placer, con su niveles de la energía, con su teoría del traumatis­
mo, y no se lo puede leer sin interpretar, es un texto incompren­
sible e incluso contradictorio sin interpretación.
Pero quisiera hoy retomar aún otra co­
EISSLER: sa ligada a esta significación energética
LEONARDO y EL del trauma: ese trabajo al cual ya me
TRAUMATISMO referí varias veces,63 el libro de Eissler
sobre Leonardo da Vinci. 64 No volveré
sobre la vida de Leonardo, sobre su fantasma o recuerdo infantil,
pero quisiera dar alguna idea de lo elaborado sobre el traumatis­
mo en la obra de Eissler. No por azar interviene aquí esta
comparación entre Más allá del principio de placer, la obra de
Leonardo, y lo que Eissler dice respecto de esta: los problemas
son muy afines, particularmente el de la muerte como retorno
hacia lo inanimado, recaída en lo fragmentado. Y el interés del
libro de Eissler va mucho más allá de la defensa e ilustración de
Freud, a que se dedica en algunos capítulos (defensa de las tesis
de Freud contra quienes lo habían atacado con mucha virulencia a
raíz del Leonardo) y también mucho más allá de lo que se llama
Ego Psychology (la psicología del yo), a la cual, sin embargo
adhiere el autor. La cuestión del traumatismo, en Eissler, es
objeto de profundizaciones sucesivas, de las que intentaré dar
alguna idea siguiendo su texto, limitándome a reagrupar los
diversos pasajes en que la cuestión es evocada. Eissler hace en
• primer lugar un repaso, después de todo bastante evidente, de la
sumación del traumatismo -el hecho de que el traumatismo sea
siempre en varios tiempos-, y por ese camino llega al supuesto
de que lo fusionado por Freud en un solo gran traumatismo en la
existencia de Leonardo, su separación de la madre, se produjo
en realidad de manera repetitiva. Siempre en estas aproximacio­
nes sucesivas al trauma, he aquí un pasajeintituladoDellaverga,
es decir «De la verga», en que Leonardo, después de otros, pone
el acento en la independencia, respecto de la voluntad conciente,
de la erección y de las reacciones del órgano sexual masculino.
Independencia que Eissler pone directamente en relación con el
deseo de Leonardo de obtener el control por medio del conoci­
miento, por medio de las máquinas, y en particular por el control
del vuelo. Y todo un largo capítulo de Eissler acerca de la signi­
ficación del vuelo retoma lo que Freud había dicho sobre esto,
desarrollándolo y documentándolo abundantemente: la signifi-

68
Cf. supra, págs. 78-119.
64 K. Eissler, Léonard de Vinci. Etude psychanalyti,que, París: PUF,
1980.

209
cación sexual de la búsqueda de una máquina de volar. Según
Eissler, esta exigencia de control llega al extremo, determinan­
do la exigencia científica de poder no sólo controlar, sino pre­
decir:
«Leonardo era excesivamente vulnerable al trauma, su apara­
to psíquico era tan sensible a las estimulaciones repentinas,
incluso por estímulos de intensidad relativamente baja, que se
encontraba la mayor parte del tiempo en tren de ser lastimado.
En otros términos, el margen de la estimulación tolerable acaso
era estrecho. La emoción de la cual debía protegerse era por lo
tanto el espanto, no la angustia. Supongo que a menudo, o incluso
casi siempre, se sentía en tren de ser sumergido por un pánico o
un susto repentino» .65
Este término de susto no surge de la nada; posee su his..,
toria psicoanalítica, con la distinción establecida desde el prin­
cipio por Freud entre susto y angustia: el susto, como acceso
súbito de energía que desborda de repente toda defensa po­
sible, el susto que provoca un estado que él llama Uberwéil­
tigung, un término muy dificil de traducir, el hecho ele ser
desbordado, sumergido, con toda la connotación por otra par­
te eventualmente «hidráulica» de estos términos. Freud
enuncia en particular una noción como la de «neurosis de sus­
to» o «neurosis de terror», Schreckneurose; este problema
de la neurosis de susto será retomado precisamente a propó­
sito de la neurosis traumática. Como recorro muy rápidamen­
te este texto, paso por alto las suposiciones de Eissler acerca
de la naturaleza de un traumatismo precoz que él pretende
poner en relación, de manera absolutamente gratuita, con un
orgasmo :infantil: esto no tiene gran interés y tenemos la impre­
sión allí de que el autor.se empeña en encontrar a cualquier precio
una peripecia. Pero lo cierto es que esta insistencia en el susto y el
traumatismo en Leonardo no es puramente arbitraria; Eissler
recuerda siguiendo a Freud y a algunos historiadores de Leonar­
do, de los cuales uno de los primeros es evidentemente Vasari, los
intentos de Leonardo por asustar a sus semejantes, y en primer
lugar por asustar a su padre porque, a pedido de este, una de sus
pinturas iniciales fue una «Cabeza de Medusa», representación
que su padre encontró, según se dice, espantosa, aterrorizan­
te; 66 o también la construcción de animales fantásticos en toda
clase de bufonadas de dudoso buen gusto, destinadas, si no a
provocar susto, al menos a imitarlo; o aun esa escena, cargada

65 Ibid., pág. 178.


66 S. Freud, «La cabeza de Medusa», en OC, 18, 1979, págs. 270-1.

210
evidentemente de fantasmas de todo punto extraordinarios, en
la cual Leonardo hace entrar espectadores en un cuarto cerrado,
comienza a inflar tripas de-animales con una bomba de aire hasta
que el intestino llena enteramente el cuarto, y los espectadores,
espantados por no tener ya donde refugiarse, huyen del cuarto.
Paso evidentemente por alto las interpretaciones que se impo­
nen en cuanto al contenido sexual. Pero se trata aquí, frente al
traumatismo, de una conversión, en el pleno sentido de Más allá
del principio de placer, de la pasividad en actividad; o bien, lo que
viene a ser casi lo mismo, una identificación con el agresor con
miras a domeñar el traumatismo.
El desarrollo más interesante de Eiss-
EL «CENACOLO» ler, aquel que toca más directamente
a la cuestión del traumatismo y acaso
el más convincente, es lo que nos dice de la famosa « Última ce­
na», el «Cenacolo» pintado por Leonardo. Sabemos que esta
pintura está prácticamente destruida, debido a la manera misma
en que la había realizado Leonardo (Freud insiste en ello), a
saber, con materiales tales que no podían sostenerse en la pared;
en particular, recuerda Freud, Leonardo era incapaz de adaptar­
se a la técnica de la pintura llamada afresco, que consiste en
pintar directamente sobre un enduido fresco, de modo que la
pintura se impregne en el muro antes que este se seque. Leonar­
do, a causa de su lentitud y sus vacilaciones, era incapaz de adap­
tarse a esta pintura al fresco, que exige cierta rapidez; como las
técnicas que ensayó en esta « Última Cena» era por completo
inapropiadas para que la pintura perdurase sobre un enduido
mural, esta obra nos ha llegado principalmente a través de copias
posteriores realizadas por otros pintores. Comoquiera que sea, lo
que pretende Eissler es que ella estaría allí como una suerte de
cuerpo extraño por relación al conjunto de la obra, en la medida
en que se situaría en el m.omento m.is7J1,0 del traumatismo. En
tanto que para Eissler lo esencial de los otros trabajos de dibujo
o incluso de pintura (verán ustedes enseguida que esto no es del
todo exacto, que hay muchos matices que aportar) se sitúan
siempre fuera del momento del traumatismo, «La Ultima Cena»
tiene la particularidad, nos dice Eissler, de no situar la represen­
tación en un momento de equilibrio psíquico (como lo sería por
ejemplo la institución de la Eucaristía, en que el grupo está
soldado en una unión mística), sino en un tiempo dramático,
marcado por estas palabras de Cristo: «He aquí que la mano del
que me traiciona está conmigo sobre esta mesa»; sobre un fondo
de afecto, de proximidad, de unidad del grupo, sobre un fondo
de esperanza, he aquí anunciado el acontecimiento traumático,

211
la traición de Judas. Mientras que la Eucaristía une el grupo, la
declaración de Jesús lo • disgrega, tanto más, esencialmente,
cuanto que no dice el nombre del traidor; porque si hubiera
pronunciado ese nombre, esa simple designación hubiera dren�­
do sobre uno solo el afecto general, la reprobación. Pero no es
este el caso y, prosigue el texto sagrado, «empezaron a pregun­
tarse unos a otros quién entre ellos haría tal cosa». El grupo se
disuelve entonces en la mejor tradición de Psicología de las
masas y análisis del yo. La ambivalenciadelos apóstoles, debido
a la cual cada uno sabe en el fondo de su corazón que podría ser
ese, se revela en medio del pánico; cada uno es inducido a interro­
gar al otro, y sobre todo a interrogarse. Es esta, dice Eissler, una
estructura paradigmática de la situación traumática ..La cues­
tión psicológica del «Cenacolo» se plantea de la siguiente manera:
¿cómo el hombre es afectado por el traumatismo y cómo puede
superarlo? Sólo dos personajes, nos dice Eissler, están aislados,
no afectados por el trauma, los dos personajes que sí saben: por
un lado Cristo y, por el otro, desde luego, Judas. Tenemos a
nuestra disposición, recuerda Eissler, algunos esbozos prepara­
torios, así como un texto de Leonardo en el que describe precisa­
mente, una a una, las actitudes de los apóstoles conmovidos por
el acontecimiento, los gestos de cada uno, la manera en que cada
uno reacciona, ñsicamente, a esta palabra de Cristo, dejando
repentinamente de comer, boquiabiertos, haciendo preguntas.
En los esbozos, en comparación con el cuadro, el traumatismo
emerge, la expresión brutal del pánico aparece. Mientras que,
destaca Eissler no sin razón, los personajes del cuadro final están
como «controlados», dando la impresión de que los apóstoles
posan en una especie de postura casi teatral: más el teatro del
pánico que el pánico mismo queda finalmente fijado.
Y a propósito de este estudio del «Cenacolo», quisiera mencio­
nar un punto de la metodología de Eissler, muy interesante, en
la medida en que este trabajo de «psicoanálisis aplicado» sobre
Leonardo reencuentra una especie de equivalencia de las asocia­
ciones libres, cuya producción demandamos en la cura analítica.
Y a las hojas sobre las cuales Leonardo escribe recogen cada
anotación fugaz, un «cualquier cosa» sumamente interesante por
el hecho mismo de que en tanto tal no es «cualquier cosa» para
nosotros. Pero además, lo que nos acerca aún más al método
psicoanalítico (puesto que mucha gente apunta en sus diarios
íntimos el «cualquier cosa» cotidiano) es que Leonardo es llevado
a retomar «cualquier» hoja aislada sean cuales fueran el conteni­
do y la fecha, para dibujar nuevamente en ella «cualquier cosa».
Es muy interesante ver en acción esta «coincidencia» revelado-

212
ra por ejemplo en esa hoja en la cual Leonardo describía la actitud
de los apóstoles durante la Cena; vemos tres añadidos en la
misma página en la que se encuentra ese texto: un tronco de árbol
cortaclo del cual brota una rama; la inscripción: «Sigo esperan­
do»; y por último el dibujo de un pájaro, una vez más el dibujo
de un halcón.67 Paso rápidamente sobre las interpretaciones de
Eissler, las cuales van en el sentido, también en este caso, de un
intento de superar el traumatismo y en particular el traumatismo
de la castración: pese a estar cortado, el tronco rebrota, la ins­
cripción «sigo esperando» habla por sí sola, por último el dibujo
del halcón recuerda nuevamente la significación del vuelo; Los
remito a las investigaciones sumamente interesantes de Eissler
y al largo pasaje que sigue, concerniente a la significación del
vuelo; el estudio pasa en particular por un análisis de los diferen­
tes tipos de pájaro que Leonardo tomará sucesivamente como
modelo para sus trabajos; pasa también por un recuento de lo que
estaba entonces en discusión en lo que concierne a la erección,
respecto de la cual la teoría antigua era precisamente que se
trataba de un inflamiento por aire, algo neumático, exactamente
igual a ese famoso inflamiento de los intestinos del cual hablamos
anteriormente. Todo ello para concluir que esas asociaciones,
que por una vez se nos presentan casi como las asociaciones libres
de una sesión, nos conducen todas a esos tres elementos que
Eissler pone de relieve: el traumatismo (que él considera proba­
blemente ligado a la agresión contra el padre), su reconocimien­
to, y la restauración de la integridad sexual por medio del vuelo,
que desaña la gravedad.
Otro capítulo de Eissler (salto muchas
EL OJO COMO elaboraciones para seguir el hilo de la
PUERTA DE ENTRADA hipótesis traumática), que se intitula
«Algunas construcciones, vuelve a tra­
bajar el mismo tema. Y es precisamente en este punto donde se
sitúan los límites del problema del trauma y donde este texto
debe ser puesto en relación con Más allá del principio de placer.
El traumatismo es planteado aquí de manera muy ambigua como
traumatismo externo, en el sentido físico, ya que se trata de lo
que es traumatizante particularmente en la percepción, pero al
mismo tiempo como traumatismo sexual. Y bien, contra el trau­
matismo perceptivo, siempre amenazante, disponemos, según
Eissler, de dos posibilidades de protección: sea poner guardias
en las puertas de entrada, sea prever la secuencia de los aconte­
cimientos y eliminar de este modo toda sorpresa. Yo recuerdo

67 K. Eissler, op. cit., págs. 187-8.

213
que, según Leonardo mismo, la puerta de entrada es esencial­
mente el ojo. Y Eissler enuncia la hipótesis, siempre gratuita
evidentemente, de una especie de hipertrofia psicofisiológica
-se podría decir congénita- de la acuidad, de la función visual,
que conduce a un sobreinvestimiento precisamente de esa «puer­
ta» particularmente sensible. Pero enuncia sobre todo, y esto es
muy interesante (en particular si lo cotejamos con Goethe), la
hipótesis de una suerte de mecanismo que consiste en evacuar de
manera cuasi continua el traumatismo, de una especie de corto
circuito, podríamos decir de un reflejo (volvemos a ese viejo arco
reflejo freudiano) en un sistema cuasi mecánico de evacuación:
ojo-mano. No existe casi ninguna impresión que no deba inme­
diatamente pasar al dibujo y, en particular, entre otras, las
impresiones de la disección. Lo que le permite disecar, nos dice
Eissler, es que él dibuja al mismo tiempo. Hay aquí toda una
investigación histórica en la cual Eissler nos recuerda que en esa
época el maestro anatomista dejaba la disección a los alumnos, y
que él mismo no hacía sino comenta;r, lo cual no desembocaba
evidentemente en grandes descubrimientos. Ahora bien, Leo­
nardo diseca él mismo, pero a medicia que dibuja. La ·compa­
ración con Goethe se basa en una confidencia un tanto similar:
habría también, en este poeta, una especie de arco reflejo, una
suerte de conversión inmediata en versos de toda experiencia
sensible, como si la poesía brotara directamente de todas las
impresiones cotidianas. Ven ustedes finalmente que el modelo
del traumatismo es también un modelo de la defensa contra el
traumatismo. ¿Defensa o elaboración? Esta interrogación no es
planteada; Eissler engloba en el concepto general de defensa
todo lo que describe; y es verdad que hay un aspecto defensivo en
esta especie de reduccióndetodo cuanto sobreviene, al nivelmás'
bajo, al nivel no traumatizante. Probablemente en este punto es
donde se perfilaría la relación, ya estudiada por Freud, entre la
actividad científica y la actividad artística de Leonardo: la ciencia
protege mejor que el arte cuando se trata de reducir a toda costa
lo arbitrario. La frase de Leonardo, citada por Freud y retomada
por Eissler, es absolutamente característica: «Oh, maravillosa
Necesidad, tú que con una razón suprema constriñes todos los
efectos a ser el resultado directo de sus causas ... ». Evidente­
mente la maravillosa necesidad científica permite, o debería
permitir, eliminar toda posibilidad de traumatismo.
De pasada: este capítulo de Eissler rectifica sin embargo a
Freud en un punto muy importante por lo que toca a la-cuestión
de la sublimación. Freud pretendía que Leonardo prácticamente
excluía a la sexualidad de su estudio: En realidad, la representa-

214
ción del coito es muy frecuente en Leonardo (Eissler hace el
recuento de doce ejemplos) y encontramos muchos textos en los
cuales Leonardo se interroga sobre la sexualidad y sobre su :fisio­
logía; por ejemplo, sobre la relación entre la :fisiología sexual y
la visión.
Eissler se refiere, entonces, a ese con-
DEFENSA Y cepto de defensa; pero no se trataría
SIMBOLIZACION aquí de las defensas neuróticas, que
suponen en definitiva un yo relativa­
mente fuerte, sino de las defensas de un yo demasiado débil,
precisamente, para poder poner en marcha los mecanismos neu­
róticos. Lo cual lleva a Eissler a esa antigua comparación (pero
que no es forzosamente falsa, a fuerza de antigua) entre el crimi­
nal o el delincuente -o tal vez el perverso- y el creador genial
como Leonardo: reconduce a ambos a ese factor común que él
llama debilidad del yo; lo cual exige el establecimiento de un
funcionamiento defensivo totalmente diferente. Todo esto es
muy interesante aunque nos veamos reconducidos sin cesar
-creo que por la adhesión de Eissler a la Ego Psychology- a un
nivel criticable. Aquellos, entonces, que tienen un «yo débil»,
que no son capaces de utilizar, por ejemplo, la represión, se ven
llevados a utilizar, con fines defensivos, funciones que están en
relación con la realidad. Evidentemente la comparación es hecha
aquí con la psicosis, donde hay efectivamelite desviación ele las
funciones de realidad al servicio de la defensa, en particular por el
mecanismo de proyección; donde comenzamos a apartarnos un
poco de Eissler es cuando asimila la simbolización, particular­
mente la del dibujo, a una función de realidad. Eissler cree poder
situar el momento en que aparece verdaderamente la creativi­
dad genial de la pintura de Leonardo, ese cambio cualitativo de
su pintura, en un período que él llama melting down, una especie
de trastrocamiento general de la estructura del yo, que no dejaría
de evocarnos un período comparable en Goethe. La dependencia
de Leonardo por relación al ver, lo sabemos, es lo que constituye
también sus límites. Saber ver, sapervedere, dice Leonardo, pe­
ro a partir de que ya no se puede ver ... digamos que su cien­
cia ·se limita a las mismas fronteras que su visión: más allá del
poder ver, la ciencia es impotente.
Hice hace un momento reservas respecto de la teoría general
de Eissler. La primera, diciendo que la idea misma de defensa, y
de defensa por la realidad, por válida que pudiera ser en ciertos
aspectos de la obra de Leonardo, me parece insuficiente para dar
;razón de un proceso que por mi parte prefiero llamar simboliza­
ción antes que defensa, y en el cual aparece algo totalmente

215
diferente de una función de realidad. Mi otra crítica recaería
sobre la noción de «debilidad del yo». No con vistas a ridiculizar,
como se ha hecho demasiado a menudo. A propósito: ¿por qué no
retomarla? ¿No es acaso la instancia del yo aquella respecto de la
cual podemos realmente hablar de fuerza o de debilidad, puesto
que todo el yo se sitúa y se constituye como una suerte de cerco, o
sea algo respecto de lo cual la cuestión de la fuerza y de la
debilidad se plantea a priori? Pero yo creo sin embargo que la
idea de debilidad del yo debe ser enmendada, completada por otra
cuestión: saber hacia qué lado está orientada la fortaleza -ya
que de eso se trata-y, consecuentemente, por qué flanco el yo
puede ser rodeado [tourné]. Y si el yo puede ser rodeado por
algún flanco,68 en el caso de Leonardo es precisamente el flanco
donde cree ser fuerte, pero donde en realidad la ventana está a
punto de abrirse, a saber, justamente y siempre, el flanco de esa
ventana del alma, el flanco de la visión. El combate surge allí
donde la amenaza es más grande, y esto ocurre precisamente en
el flanco del traumatismo visual.

8 de febrero de 1977

Con este texto de Eissler sobre Leonardo da Vinci continua­


mos entonces con el tema del traumatismo, su descubrimiento en
particular a través del cuadro y las etapas de «La última cena», y
lo que se le representa a Eissler como defensa frente al trauma­
tismo, no sin ambigüedades: en primer lugar la ambigüedad de la
situación del trauma (¿es interno o externo? ¿es ñsico o psíqui­
co?); además, las dificultades de esta noción de defensa, puesto
que Eissler muestra que en aquel que élilama el «genio» (hacien­
do verdaderamente de ello una categoría psíquica, estructural,
separada) existen tipos especiales de defensa; defensas que por
nuestra parte preferiríamos llamar elaboración continua del
aflujo perceptivo. Ustedes recordarán esa elección de la visión
como lugar del combate, elección por cierto indiscutible porque
todos aquellos que han estudiado a Leonardo insistieron en este
aspecto visual, no sólo de las elaboraciones plásticas, sino de su
ciencia y de sus elaboraciones teóricas. Pero esta elección de la
visión es considerada por Eissler, al menos en ciertos pasajes,

68 No se le puede aplicar ese calificativo que la última moda pone a todas


las salsas: incontournable. [Incontou:rnable: que no se puede atacar por flanco
alguno; pero una sal.sa «tournée» es una malogi-ada (N. de la T.).]

216
como simple huida, como el lugar más favorable para un combate
contra el traumatismo. De manera que lo que falta parcialmente,
aunque este texto es bastante profundo, es una comprensión o, al
menos, una profundización de la relación entre traumatismo
externo y traumatismo interno; o si se quiere, una profundiza­
ción de la siguiente cuestión: la visión como lugar de proyección
del peligro interno, y el peligro interno como lugar probablemen­
te de introyección de un fantasma él mismo visual, en todo caso
perceptivo. Llegamos por lo tanto, con esto, al segundo modo de
«defensa» (siendo el primero supuestamente la elección misma
de la visión como lugar de huida), es decir, la elaboración cuasi
inmediata de la visión en el dibujo. De hecho, tendríamos que
concebir la elaboración artística, esa elaboración en el dibujo
(verán ustedes en un momento que habría que distinguir el
dibujo de la pintura), como elaboración a la vez del ataque inter­
no y del ataque externo, tanto de lo que Freud llama excitación
como de lo que llama o lo que se traduce por estímul,o, términos
estos que son muy precisamente distinguidos por él: Erregung
concierne a la excitación interna y Reiz concierne a lo que pode­
mos traducir como estímulo. Y bien, se podría decir que la simbo­
lización en la obra de arte deshace esta distinción, deshace inclu­
so la relación metafórica entre lo externo y lo interno. Ella reúne
lo externo y lo interno para retomarlos en otro nivel de símbolo.
Después de recordar el punto en que estábamos, y de este
comentario, sigo recorriendo el texto de Eissler acerca de la crea­
tividad artística de Leonardo, hasta el punto en que llega a defi­
nir lo que amenaza, aquello de lo cual Leonardo se defiende, como
«el miedo a la muerte». Es evidentemente ir un poco rápido, so­
bre todo para un analista, pasar directamente al miedo a la muer:::
te, y por eso se rectifica enseguida así: «Traducido en términos
psicológicos abstractos, es el sentimiento de que el sí-mismo
[soi1 está amenazado constantemente de desorganización» 69 Us­
tedes ven cómo aquí también tenemos ese juego entre lo externo y
lo interno, puesto que lo que es considerado como miedo a la des­
trucción externa es correlativo de un miedo, o de un sentimiento
de amenaza interna, procedentes de energías desorganizantes.
La creación plástica en Leonardo sería el medio de hacerse
independiente de los deseos y, por lo tanto, de la muerte; es así
efectivamente como Eissler se expresa, y ven ustedes que no
estamos lejos en este caso de lo que yo mismo desarrollo respecto
de la pulsión de muerte. Pero es aquí donde hay que introducir la
diferencia entre los dibujos y las pinturas, diferencia evidente, al

69 K. Eissler, op. cit., pág. 246.

217
menos en el modo de elaboración: los dibujos son firmes, vivos,
rápidos, siguen inmediatamente a la percepción, son factores de
dominio, nos dice Eissler; y la pintura tal como lo notó Freud
después de otros y con otros, es el lugar de una vacilación, de una
tensión acrecentada, de una dificultad e incluso de una imposi­
bilidad de sintetizar o de dominar los detalles; en suma, el lugar
de una tarea que acrecienta, en devolución, el sufrimiento psíqui­
co. En el dibujo hay un corto circuito entre el ojo y la mano; en la
pintura tenemos algo que está mediatizado y que pasa por una
tarea de síntesis; una tarea imposible, generadora no sólo de una
dificultad y una tensión, sino probablemente también de un odio
hacia el producto, odio hacia la. pintura considerada como el
enemigo, como el hijo-enemigo. Eissler cita aquí un texto verda­
deramente extraordinario, una carta de «felicitación» de Leonar­
do a su hermano, en ocasión del nacimiento de un hijo de ese
hermano:« Ustedes sehan felicitado a sí mismos porhaber creado
un enemigo espía, que tenderá con todas sus energías hacia la
libertad, libertad que sólo llegará a existir cuando ustedes
mueran» .7° Curiosas congratulaciones, puesto que el hijo es
considerado como el enemigo mortal. Encontraríamos nueva­
mente aquí un tema recientemente desarrollado, elde lamuerte,
incluso eldelasesinatodelhijo, enuna suertedeEdipo inverticlo.
Y ello para indicar que Eissler coteja esta carta con lo que
considera un odio por parte de Leonardohacia su obra pictórica.
El problema de la síntesis pictórica, por
Lo IRREPRESENTABLE relación a la espontaneidad del dibujo,
es retomado después por Eissler en el
marco de las relaciones entre Leonardo y el neoplatonismo, re­
presentado en particular durante el Renacimiento por la filosoña
de Nicolás de Cusa. No insisto en esta referencia filosófica, que
ha sido extensamente desarrollada en particular por Cassirer,
salvo para recordar que esta filosofía neoplatónica crea una
distinción absoluta entre el conocimiento de lo finito y el conoci­
miento de lo infinito, es decir de Dios; con arreglo a esa distinción,
no podemos inferfr nada del conocimiento de lo finito, como no sea
proyección narcisista, atribuyéndole a Dios la faz del ser vivien­
te, del ser que lo mira, porque Dios sólo es cognoscible en una
especie de espejo narcisista. Y para Eissler, sería esta la tarea
insoluble que se plantearía Leonardo a través de su pintura; el
dibujo, por su parte, permanecería en la inmanencia y en lo .
finito, y en cambio la pintura se situaría frente al problema
insoluble de reflejar la trascendencia, de representar lo que
7º !bid., pág. 250.

218
Nicolás de Cusa llama« el rostro de todos los rostros», es decir, el
rostro de Dios. Encontraríamos pues, en Leonardo, la voluntad
de superar esa prohibición mantenida por los neoplatónicos res­
pecto de la representación de lo infinito, por ejemplo en esta
máxima, tan interesante e inquietante, según la cual «la pintura
es continente de todas las formas que existen y de aquellas que no
existen en la naturaleza». 71 Es decir, verdaderamente: la pin­
tura es el reflejo de lo que se podría llamar el ser divino. Lo que es
imposible pintar puede ser pintado,lo que es imposible ver puede
ser visto ... Yvolvemosaquíalos avatares de la infancia,porque
lo que es imposible ver son, para el niño, los órganos genitales
maternos, acaso precisamente en su carácter contradictorio,a la
vez masculinos y femeninos. Y llegamos a algo que quizás es
igualmente imposible pintar, pero que no obstante está más
próximo a lo empírico, con la representación de la última pintu­
ra conocida de Leonardo, la del «San Juan»: representación
verdaderamente bisexual, en la que Eissler cree encontrar una
figuración que es al mismo tiempo una especie de superación
del traumatismo, y aun de la posibilidad m.isrn.a de traumatismo,
precisamente en la asunción de esta bisexualidad.
Encontramos también en Eissler un estudio sobre lo que se
llama las «profecías» de Leonardo. Las profecías son textos
breves que se presentan como una especie de descripción apoca­
líptica de un acontecimiento -descripción aterrorizante marca­
da evidentemente de sadismo, y a menudo de sadismo oral,
devorador-,pero sin embargo en forma de enigma,es decir que
para esta descripción que parecería extraída de los textos sagra­
dos y en particular del Apocalipsis, hay una respuesta; y la res­
puesta es trivial: viene a resolver, a relajar esa tensión, por un
mecanismo que Eissler compara evidentemente con el del chiste
[trait d'espritJ. Cito dos ejemplos en la medida en que pueda
traducirlos correctamente: « Y más de uno desollará a su propia
madre y replegará su piel,►• Y la respuesta del enigma es: «El
labrador». Otro: «En todas las ciudades y países, en todos los
castillos, los pueblos y las casas, veremos hombres que por el
deseo de comer quitarán la comida de la boca a los demás sin que
estos sean capaces de oponer ninguna resistencia». Yla respues­
ta es la siguiente: «Es el acto de meter el pan en la boca del horno y
de sacarlo». Ven ustedes cómo estas profecías, a través de ese
juego de la tensión y la distensión, vienen a confirmar una vez
más la idea de una suerte de correspondencia inmediata entre lo
perceptivo -digamos la visión de un horno en el que se hornea el
11 lbid., pág. 277, n. 63.

219
pan, la visión de las abejas, de las moscas, qué sé yo- y luego
inmediatamente, lo visualizado interno, lo «visionario», que lle-
va en sí la marca de fantasmas muy violentos.
Otro capítulo aún, «Notas complementarias sobre la función
del trauma en la obra de Leonardo», llega a la hipótesis según la
cual Leonardo puede hablar de lo horrible, de lo traumatizante,
pero no lo puede pintar directamente, sino que lo tiene que hacer
esquivándolo o evitándolo. Pinta el momento «después» (tal o
cual ahorcado, por ejemplo) o el momento «antes» (pintura de la
batalla de Anghiari), o figuras exentas de traumatismo, no ambi­
valentes (Madonas), o incluso pinta una alegoría del traumatis­
mo, o el resultado, o el efecto des-traumatizado (por ejemplo el
efecto de las máquinas sobre los cuerpos humanos), o las má­
quinas solas, o el Diluvio sin aquellos a los cuales el Diluvio afecta.
Todo esto no es sino relativamente convincente y en particular en
lo que respecta al Diluvio, ustedes lo verán enseguida; lo cierto es
que, según Eissler, el único momento traumático al cual Leonar­
do se habría enfrentado verdaderamente sería el de la Cena,
pero también en este caso al fin y al cabo lo habría evitado mer­
ced a una representación muy convencional de las reacciones de
los apóstoles.
Más interesante que todo esto, que
EL DILUVIO no es absolutamente probatorio, aun
y LA PULSION cuando haya una evitación real del
DE MUERTE traumatismo en Leonardo, es el co-
mentario acerca de los extraordina­
rios dibujos finales, aquellos que representan el Diluvio. Son
dibujos de aspecto turbulento, cuasi abstracto, dibujos de tur­
bulencia y de destrucción universal. Son representaciones no
figurativas, en el sentido de la figuración del objeto, precisa­
mente del Diluvio. Estos dibujos son probablemente los últi­
mos de la producción gráfica, lo que va en contra, creo yo, de la
distinción demasiado tajante establecida por Eissler entre
dibujos y pinturas, porque en este caso, en efecto, Leonardo se
enfrenta directamente a lo infinito del trauma. Existe ya algo
curioso que nos recordará tanto nuestras reflexiones sobre el
fuego y el agua, como el wo Es war de Freud: mientras que en
ciertos textos Leonardo se representa el fin del mundo. como
una desecación universal, cuando pinta este Diluvio, no el de
los tiempos antiguos sino un Diluvio final, se trata de un fin del
mundo por la llegada del agua, por sumergimiento universal.
Y cuando yo lo comparo con el wo Es war, aludo desde luego a
esas dos dimensiones de la fórmula freudiana: por un lado, la
dimensión de desecación del ello por el yo (se trata de desecar

220
los pólders), y en sentido contrario una especie de comunica­
ción que hace pasar el ello al yo. ¿Se tratará de la devoración
por la madre primordial? Evidentemente Eissler compara a
Leonardo con Goya y alude a la representación directa de la
devoración por Saturno. Lo que destaca en todo caso Eissler,
es que esos dibujos, que son considerados como la culminación
y el summum del arte de Leonardo, están también cercanos al
fin, a la muerte; comparables, en este sentido, a obras termi­
nales que son aperturas, aparición de algo «totalmente nuevo»,
incomprensible incluso para los contemporáneos (pensemos en
los últimos cuartetos de Mozart o en el segundo Fausto, o aun
dice Eissler, en el Moisés de Freud). En esos dibujos del Dilu­
vio hay una especie de ecuación que es llamada aquí «narcisis­
ta» (pero que trasciende efectivamente el narcisismo; es todo
un problema saber si se puede todavía hablar de narcisismo)
entre el Diluvio y la catástrofe interna, entre el sí mismo, la
persona, y el Cosmos. Con una extraña impresión, en estos
dibujos, de calma certidumbre, más allá de la duda: «Así será la
destrucción»; Eissler apunta:
«La muerte no es ya visualizada como un peligro que viene
de un objeto, como en el miedo a ser devorado. Tampoco es ya
un acontecimiento aportado a la existencia humana por una
fuerza exterior. Ella ha perdido toda cualidad de exterioridad.
Ya no es más un trauma [esto es problemático; en efecto, ¿no
es ya un trauma porque ha dejado de ser externa?J. El sí mis­
mo y la realidad no son distinguidos. Los acontecimientos ya
no hacen intrusión, ya no son movidos por fuerzas exteriores
hostiles, sino que el hombre es una parte y un fragmento de la
destructividad de la naturaleza». 72 Existe entonces en estas
obras (soy yo ahora quien comenta) no sólo abolición de la dis­
tinción (lo que constituye en sí mismo el.traumatismo) entre el
yo y la pulsión, sino abolición de la distinción entre la pulsión y
los representantes, entr� la pulsión y los objetos, en particular
los objetos parciales a los cuales esta pulsión se apega. Estos
dibujos trascienden la idea de objeto, el mundo es desmateria­
lizado y queda reducido a un juego de fuerzas: «Los objetos
devienen una abstracción de realidad, y la realidad abstracta
aparece casi como un ornamento>l.73
Existe un antecedente de esos dibujos apocalípticos del Di­
luvio: uno o dos dibujos en los que están presentes todavía los
objetos, y en particular un dibujo absolutamente extraño, tam-
72
Ibid., pág. 305. Entre corchetes, comentarios de Jean Laplanche.
78 lbid., pág. 306.

221
bién extraordinario, que en este libro se reproduce con el título
de .Representación emblemática, y que es también una lluvia
diluviana: lo que cae del cielo nublado es un verdadero diluvio
de objetos heteróclitos que se amontonan en el suelo (objetos
d-e lo más triviales: rastrillos, pinzas, pares de anteojos, todo lo
que uno puede reconocer allí). Y esta hoja lleva un texto que,
como ocurre a menudo, es un1?, especie de comentario asociati­
vo al dibujo: «De este lado Adán, del otro Eva [ellos no están
realmente representados]; ¡oh miseria de la humanidad, de
cuántos objetos tú te haces esclavo por clinero!».74 Habría evi­
dentemente que profundizar en esta relación que así se esta­
blece entre los objetos parciales y su equivalente monetario.
Eissler pone de relieve aquí .la relación entre la muerte, la
desintegración en objetos parciales y la genitalidad, con esa
alusión a Adán y Eva. Pero lo que aparece mucho más en este
dibujo, así como en el Diluvio, es la relación entre la muerte y
la desintegración. Mencionamos a propósito de la sublimación
los términos de Freud: «acorde con el yo» y «opuesto al yo;, (en
inglés ego-syntonic o ego-dystonic); y bien, apunta Eissler, no
se puede decir que estos dibujos sean muy «acórdes con el yo»,
muy ego-syntonic, ya que describen precisamente la loca des­
trucción de la naturaleza y d�l yo. «Todas las tensiones [Eissler
parafrasea aquí a la pulsión de muerte] latentes en la fuerza
cósmica se desencadenarán, y una vez acabado el holocausto,
toda la energía estará agotada y no habrá ya movimiento».75
He aquí en efecto la representación del diluvio. Pero el propio
Eissler es forzado a apuntar que estos dibujos ocupan un lugar
particular y que ponen finalmente en tela de juicio su distingo
entre dibujo y pintura, por cuanto representan aquello que es­
tá habitualmente reservado a la pintura o, en todo caso, son la
culminación de la representación pictórica en su debate con «el
infinito». Y enuncia esta fórmula finalmente tan elocuente,
concerniente a la obra de arte más genial: se trata de una «pro­
yección narcisista de la destrucción del narcisismo». 76 Ven us­
tedes cómo, en el marco sin embargo tan particular de una psi­
cología del yo, Eissler aporta a veces señalamientos sumamen­
te esclarecedores. Eissler es un analista de una inteligencia a
la vez penetrante y muy clásica. Empleo este término para
recordar, en particular, que adhiere a la escuela, ella misma
«superada»,. parecería, en los Estados Unidos, de Kris, Hart-

74 Ibid., pág. 804. Entre corchetes. comentarios de Jean Laplanche.


15 Ibid., pág. 305. Enu·e corchetes. comentarios de Jean Laplanche.
76 !bid., pág. 356.

222
mann y Loewenstein; los norteamericanos ya no está.}1. allí; yo
diría, en cierto modo, que desdichadamente.77 Y bien, Eissler
resulta sorprendente en este estudio: se trata no sólo de un
comentario freudiano de Leonardo, sino también de una espe­
cie de paralelo entre Freud y Leonardo. Hay ahí, podríamos
decir, en esta presentación leonardesca, una suerte de mate­
rialización de la metapsicología con sus niveles, el de la relación
entre el yo y la pulsión, después la relación de la pulsión con el
objeto parcial, con su representante como objeto parcial, y fi­
nalmente el aspecto mismo de la desintegración en que el obje­
to parcial estaría como ausente, como si hubiera en esos dibujos
del diluvio la sugestión de un nivel pulsional puro" tle una pura
fuerza anterior a la fijación a representantes, anterior (si esto
es imaginable) a toda simbolización y a toda ligazón. Toda gran
obra sería entonces una.suerte de «proyección narcisista de la
destrucción del narcisismo», o incluso de la fuerza que destru­
ye al narcisismo, y la obra, en todo caso, de Leonardo, estaría
en constante relación con esta fuente pulsional que el momento
traumático representa.
No sin razón, entonces, yo mismo re­
«MAS ALLA DEL laciono esta obra de Leonardo y su
PRINCIPIO DE comentario con Más allá del principio
PLACER»: de placer, precisamente· con su capí­
TRAUMATISMO tulo IV. Un capítulo que en primera
Y NEUROSIS instancia tiene un aspecto rechazante.
TRAUMATICA Se trata de una especie de descrip­
ción económica, tópica, metapsicológi­
ca abstracta, de una génesis del aparato psíquico. Puede leerse
muy rápido, pero no se entiende mucho. Este texto de Más
allá del principio de placer data de 1920, momento verdadera­
mente de giro, y este capítulo IV es a su vez el centro y como el
pivote entre un antes, en el texto, donde se establece la exis­
tencia de la compulsión de repetición y de fenómenos que son
prueba de ella, y un después, que es el enunciado de la hipó­
tesis primero cosmológica -o metacosmológica- de la pulsión
de muerte y de la pulsión de vida. Cuidado con este antes y
este después, porque suele decirse, muy comúnmente, que la
pulsión de muerte se revela en la compulsión de repetición. La

• 77 Para situarlo en otro dominio, yo recordaría que fue él quien constituyó


en la Biblioteca del Congreso de Washington los �chivos Freud», donde se
encuentran reunidos numerosos documentos preciosos e inéditos. Archivos
tan cuidadosamente guardados, que aún aspiramos a acceder a su consulta, o
incluso a su simple inventario: ¿no pasaría la mejor defensa e ilustración de la
memoria del «genio» por la publicación de toda la verdad?

223
pulsión de muerte no es lo mismo que la compulsión de repeti­
ción. Se podría decir que la compulsión de repetición es más
bien uno de los modos de responder a la pulsión de muerte, uno
de los modos, acaso no el único, de intentar «ligar» (en el senti­
do freudiano del término, en el sentido de la Bindung) la pul­
sión de muerte. Este capítulo IV aparece después de la consi­
deración de las neurosis traumáticas, neurosis de accidente,
neurosis de guerra, las cuales, en sí mismas, llevaron a reexa­
minar la vieja teoría traumática de la neurosis. Neurosis trau­
mática y teoría traumática de toda neurosis; existe en aparien­
cia una diferencia esencial: la teoría traumática de la neurosis
postula (pensemos en los Estudios sobre la histeria y en los
textos inmediatamente posteriores) la existencia de un trau­
matismo sexual, postula que el traumatismo sea especificado
como sexual, en tanto que en apariencia la neurosis traumáti­
ca, la neurosis que sucede a un accidente traumático (es nece­
sario ver claramente la diferencia) supondría un traumatismo
en el sentido no sexual, en el sentido del accidente, del choque
violento, en el sentido más trivial del término traumatismo. De
hecho, la distinción viene a nivelarse, si no evidentemente a
abolirse (porque no es cuestión de que sea abolida en la clínica),
al menos parcialmente en la metapsicología. En efecto, si to­
mamos el traumatismo sexual tal como aparece en las primeras
teorías de Freud, ese traumatismo llamado sexual sólo era
traumatismo precisamente en la medida en que irrumpía en un
ser no preparado, y en tal sentido, en un terreno no-sexual o,
al menos, en un terreno no preparado para ese nuevo tipo de
sexualidad. Lo que nos conduce a dos ideas (es cierto que voy
extremadamente rápido porque son cosas que ya he comenta­
do en otro momento): por una parte, una idea de algo sexual-no
sexual, una especie de sexual «en sí», pero no-sexual, al menos
provisionalmente, «para aquel» en quien esto nuevo, este trau­
matismo, este acontecimiento externo, surge. Y por otra
parte, en la medida en que puede haber allí algo nuevo, algo
que aparece en un ser no preparado, es necesario entender
bien que la teoría misma de los estadios de la sexualidad, la
teoría de una sucesión de estadios como modo de comprensión
(tanto en el.sentido afectivo como en el sentido de una capaci­
dad de resonancia biológica; en el sentido de que alguien sólo
puede «entender» un acontecimiento sexual en la medida en
que fisiológicamente pueda responder, resonar a un tipo así de
acercamiento sexual) viene con toda naturalidad a articularse a
ello. La teoría del traumatismo -como apres-coup- no puede
sino perfilarse sobre el fondo de una sucesión genética, incluso

224
biológica t de los «estadios» de la sexualidad. Voy a esto para
mostrar cómo se nivela, al menos relativamente, la distinción
entre el «traumatismo sexual» de las neurosis comunes, de las
neurosis de trasferencia, y la teoría del traumatismo aparente­
mente no sexual en las neurosis traumáticas. Entonces, del
lado de las neurosis traumáticas, de las neurosis de accidente y
sobre todo de guerra: este texto es posterior a la guerra de
1914 y a un coloquio sobre las neurosis de guerra, que se reali­
zó inmediatamente antes del final de esta. Un coloquio del que
-yo se lo indicaba y ustedes pueden consultar el informe que
Freud redactó- se desprende una impresión de insatisfacción.
En efecto, hubo una tentación, entre aquellos que propusieron
entonces sus informes, aquellos que tuvieron la experiencia de
las neurosis de guerra como psiquiatras en el ejército, sea en
uno u otro campo (porque encontramos contribuciones tanto de
Jones como de los psicoanalistas que estaban en el campo aus­
troalemán); hubo una tehtativa algo mecánica de describir las
neurosis de guerra como el equivalente en el nivel del yo, se
podría decir, de lo que son las neurosis sexuales en el nivel del
ello (aunque el ello no estuviera aún explícitamente planteado
en esa época). Simetría aparente e insatisfactoria. Freud se
vio llevado entonces a poner a prueba y a evaluar las diferen­
tes hipótesis que sus discípulos le brindaron en sus informes;
en particular, sostiene que el hecho de que no se haya demos­
trado el papel de la sexualidad en las neurosis traumáticas no
prueba la inexistencia de ese rol de la sexualidad. O bien se
recurre a una noción como la de libido del yo, como una manera
de reducir en efecto la teoría sexual al nivel mismo del yo, todo
ello en una confusión bastante grande, cabe decirlo (este texto
refleja las confusiones de ese coloquio); o aun, lo que en cierto
modo parece de comprensión simple, una simetría pretendería
que el yo, en las neurosis de trasferencia, se defienda hacia el
interior de la energía libidinal, en tanto que, en las neurosis
traumáticas, se defendería hacia el exterior, de las fuerzas ex­
ternas. Esta posibilidad de establecer una especie de simetría
entre la defensa frente al exterior y la defensa frente al inte­
rior constituye precisamente todo el problema del capítulo IV
de Más allá del principio de placer: preguntarse si finalmente
es el mismo yo en ambos casos, y preguntarse si el ataque
externo, el del traumatismo violento, aquel del accidente, no
resuena siempre como ataque interno. Y bien, este capítulo
IV, que abordo hoy y que tendré que comentar aún la próxima
vez, está insertado entre un comienzo y un final absolutamente
sugestivos, extraordinarios: un comienzo sobre la «especula-

225
ción» y un final sobre la invocación de la antigua teoría (a la
que, como ustedes saben, yo adhiero realmente) del nacimien­
to de la energía sexual bajo el efecto de toda conmoción, teoría
que aparece desde Tres ensayos y que ustedes encontrarán
aún en un texto como «El problema económico del masoquis­
mo», posterior a Más allá del principio de placer. En «El pro­
blema económico del.masoquismo» esta tesis es presentada con
el nombre de teoría de la «co-excitación» (Miterregung), lo que
significa que no puede haber excitación, conmoción :ñsica, sin
que haya, concomitantemente, conmoción sexual. He aquí có­
mo se retoma esto al final del capítulo IV: « • . • la conmoción
mecánica debe admitirse como una de las fuentes de la excita­
ción sexual (cf. las observaciones sobre los efectos de los balan­
ceos mecánicos y los viajes en ferrocarril en Tres ensayos de
teoría sexual) [ ... ] la violencia mecánica del trauma liberaría .
el quantum de excitación sexual, cuya acción traumática es
debida a la falta de apronte angustiado».78

15 de febrero de 1977

Nuestro texto, el cuarto capítulo de


LA «ESPECULACION» Más allá del principio de placer, co­
FREUDIANA mienza con un elogio de la especula­
ción que merece también ser citado:
«Lo que sigue es especulación, a menudo de largo vuelo, que
cada cual estimará o desdeñará de acuerdo con su posición sub­
jetiva. Es, además, un intento de explotar consecuentemente
una idea, por curiosidad de saber adónde lleva». 79 Lo que nos
conduciría a una distinción entre especulación y teoría, porque
se podría decir que, por relación a la especulación, tal como
aparece en un texto como este, tanto la «teoría» como la «clí­
nica», o aquello que pretende ser teoría y aquello que pretende
ser clínica, pueden ambas ser también consideradas defensi­
vas, filtrantes; en tanto que esta especulación, la de Freud en
este capítulo, es algo que intenta dejar pasar la pulsión: aná­
loga entonces en cierto modo a la obra de arte, insensible a la
contradicción, lo que constituye claramente la marca de ese
pasaje del inconciente o del ello. De modo que, frente a estas
78 S. Freud, Más allá del principio de placer, en OC, 18, 1979, págs. 32--8.
79 !bid., pág. 24.

226
contradicciones, debemos al mismo tiempo interpretarlas y
respetarlas, es decir no achatarlas.
Estamos confrontados a una teoría del traumatismo, trau­
matismo del cual yo distinguía las dos dimensiones, la del tiem­
po y la del espacio. Es la dimensión espacial, tópica, del trau­
matismo la que está ante todo en ·cuestión. Aunque exista
también un aspecto genético o pseudogenético, metagenético
si se quiere, lo esencial consiste en una descripción tópica del
traumatismo pero en un espacio ilógico, un espacio que.no es
del todo partes extra partes. Un espacio que se da vuelta a
veces como un dedo de guante, algo así, pero imaginen ustedes
varios dedos de guante alineados uno sobre otro con puntos de
coalescencia, puntos donde precisamente el dedo sólo se da
vuelta imperfectamente del revés, lo que nos conduce a no po­
der figurarlos en un solo esquema. Es probablemente a esto a
lo que Freud se arriesga, a pretender hacer un solo esquema,
por ejemplo ese famoso esquema del aparato psíquico, sobre el
cual Lacan bromeó llamándolo el esquema del «huevo», y que
intenta precisamente describir visualmente lo que es imposible
esquematizar, es decir el aparato psíquico e incluso su relación
con el cuerpo. El primer ejemplo del <�ilogismo» de este texto
aparece con la noción de una superficie que envuelve esa famo­
sa vesícula, una superficie a la cual Freud intenta, desde las
primeras páginas, encontrar correspondencias reales, en lo
biológico, correspondencias que en sí mismas son contradicto­
rias las unas con las· otras. La primera imagen es muy curiosa
pues se nos dice que el sistema «Conciencia» (ya que de él se
trata) o el sistema «Percepción-Conciencia» está en la superfi­
cie, es él quien forma la primera «corteza» de esa vesícula. Y
bien, él está en la superficie como la corteza está en la superfi­
cie del cerebro. Les leo esta frase extraordinaria: «Así caemos
en la cuenta de que con estas hipótesis no hemos ensayado algo
nuevo, sino seguido las huellas de la anatomía cerebral locali­
zad ora que sitúa la "sede" de la conciencia en la corteza del
cerebro, en el estrato más exterior, envolvente, del órgano
central». 80
Consideran que es como si en obediencia a esa frase de Freud
ustedes dibujaran el cerebro envuelto en su corteza (hagamos
por el momento abstracción de la bóveda craneana que tendría
su correlato (?) en el para-excitaciones) y si ustedes imagina­
ran que las excitaciones llegan pór allí, directamente por la
corteza...

so !bid.

227
... cuando sabemos que en realidad la corteza cerebral, desde
el punto de vista fisiológico, está situada totalmente al final de
múltiples vías y relés. La segunda imagen que Freud nos pro­
pone es derivada esta vez de la embriología según el «razona­
miento» siguiente: es lógico que esta capa receptora se encuen­
tre en la superficie, así como el sistema nervioso (en este caso
no se trata ya de la corteza) está también en la superficie, o
al menos es derivado de la superficie, ya que sabemos embrio­
lógicamente que este sistema proviene del ectodermo, que tie­
ne el mismo origen que la piel. Ven ustedes que una vez se
habla de la corteza, otra del sistema nervioso, lo que es de
hecho muy diferente; a veces se utilizan argumentos extraídos
de una anatomía burda, macroscópica, casi primitiva, pueril, y
otras se toman argumentos de la embriofisiología. Además,
hay un deslizamiento entre lo que se dice del sistema nervioso
y lo que se dice de la corteza, lo cual no facilita las cosas. Cite­
mos este pasaje: « Y en efecto la embriología, en cuanto repeti�
ción de la historia evolutiva, nos muestra que el sistema ner­
vioso central proviene del ectodermo; comoquiera que fuese, la
materia gris de la corteza es un retoño de la primitiva superfi­
cie y podría haber recibido por herencia propiedades esenciales
de esta».81 Esto es absolutamente aberrante desde el punto de
vista embriológico: si el sistema nervioso central proviene
efectivamente del ectodermo, no se puede decir que la corteza
provenga en cierto modo aún más (?) de él. Ven ustedes que
hay allí comparaciones gráficas, yo no diría modelos, sino me­
táforas, destinadas a hacer pasar algo, y al mismo tiempo a
hacerlo pasar (lo cual es importante) en diferentes niveles, ya
que se tratará ora de una descripción de un organismo con sü
piel, ora de un sistema nervioso central, ora de una corteza.
A continuación nos es propuesta una suerte de genética, no
menos fantasmática, de esta vesícula, genética que recurre a
factores mecánicos ellos mismos interpretados en los más di­
versos sentidos. Se trata de imaginarse cómo se diferenció un
81 !bid., pág. 26.

228
sistema percepción, en tanto el conjunto de esta vesícula debe
supuestamente conservar las impresiones y es por tanto un
sistema provisto de memoria; cómo se constituyó una capa su­
perficial que no esté provista de memoria: Freud invoca aquí
-siempre lo ha hecho-- la tesis de Breuer, según la cual un
sistema perceptivo no puede por definición estar provisto de
memoria, pues de lo contrario estaría constantemente recar­
gado de recuerdos y no podría acoger percepciones nuevas.
Y bien, para esta génesis se recurre a un factor mecánico, una
especie de facilitación forzada que «quema» (es este el término
de Freud) los elementos más superficiales: suponiendo que las
neuronas fueran comparadas con tubos más o menos flexibles y
maleables al principio, es decir susceptibles de facilitación y
susceptibles de memoria, se produciría, en la capa más super­
ficial, una especie de quemadura que llevaría a trasformar esas
neuronas superficiales en tubos de pasaje (pensemos en arte­
rias escleróticas, por relación a las de un sujeto joven), o sea en
tubos a partir de ahora calibrados de una vez para siempre,
incapaces por lo tanto de retener la excitación. De modo que lo
que circula en la superficie de la vesícula es lo que llamamos la
energía libre, es decir una energía que no puede ser retenida
en sistemas mnésicos, en sistemas de neuronas. Y he aquí aho­
ra 1a génesis de un nuevo elemento: esta capa perceptiva mis­
ma va a rodearse de lo que traducimos por para-excitaciones,
es decir una capa protectora endurecida que protege al sistema
psíquico de las energías del ambiente supuestamente demasia­
do violentas. Pero quisiera insistir en algo, para mostrar ese
carácter especulativo en el sentido más derivante, en el senti­
do de que abandona las amarras, y es que las mismas causas
son invocadas para efectos absolutamente distintos. En efecto,
es supuestamente la violencia de las excitaciones externas la
que, en un primer tiempo, al menos para una capa determina-
. da, ha creado la permeabilidad absoluta; y en otro momento

I
/
,,,; .,,.,... - -- '
',',,,..___ para-excitaciones
I \
1 \
capa perceptiva
' I
\ . /
'
\ --+--memoria
, ......... __ _..,,,,,;
/

229
-uno se pregunta por qué- esta misma acción violenta des­
emboca en una impermeabilidad, en la formación de una capa
endurecida, protectora. Entonces, ¿cuál es la naturaleza de
este para-excitación? Aquí las interpretaciones de Freud son
varias, aunque no sean totalmente excluyentes unas con res­
pecto a las otras. En primer lugar, él habla a veces de un
«para-excitaciones del conjunto del cuerpo», que hace pensar
simplemente en la piel. Estamos aquí ante un modelo en que lo
descrito como vesícula es el cuerpo. Pero en otros momentos,
este para-excitaciones aparece dotado de su propia energía, ya
no es puramente pasivo; lo cual hace pensar que en este caso se
tiene en vista quizás algo como el yo. Por último, Freud nos
describe a veces (avanzo muy rápido) lo que se puede llamar un
para-excitaciones funcional, en el cual la protección frente a las
excitaciones no es mecánica, no es producto de la dureza de la
envoltura, sino del hecho de que, en el tiempo, el sistema ner­
vioso funcionaría por la toma previa de muestras, por medio de
salidas extremadamente breves en que extraería los elementos
de excitación del exterior, para replegarse enseguida. Esto es
algo a lo cual Freud se atiene en gran medida, esta idea de que
el aparato perceptivo funciona según un ritmo temporal, e in­
cluso llega a decir, en este texto, o en otro muy cercano titula­
do «Nota sobre la "pizarra mágica"», que la 'fl:Oción de tiempo
derivaría de ese funcionamiento ritmado de la percepción.·
Comoquiera que sea, tenemos aquí, ustedes lo comprueban,
un modelo ambiguo, desdoblable; por momentos equívoco,
puesto qu� se trata a yeces del sistema nervioso central, aun
del aparato psíquico, o también del organismo vivo; por mo­
mentos reunificado, y se trata entonces de una suerte de orga­
nismo vivo, pero ficticio, una especie de protozoario cuya cor­
teza estaría en suma en la superficie, al modo de una corteza
cerebral. ¿Cuándo parece reunificarse el modelo? Precisamen­
te cuando Freud se plantea un problema más cercano a la ex­
periencia analítica o incluso simplemente psicológica, es decir
cuando se pregunta qué ocurre, no sólo frente a las excitacio­
nes externas, en un aparato como este, sino también frente a
las excitaciones de origen interno. Estas excitaciones de ori­
gen interno, nos dice, al com1enzo son puramente cuantitati­
vas, puramente energéticas; son simplemente más y menos,
únicamente sensaciones de placer y de displacer, de tensión y
de distensión. Y frente a estas excitaciones internas, lo impor­
tante, al menos. inicialmente, es. que el organismo -ese orga-
. nismo ficticio del cual seguimos la génesis- no posee protec­
ción. No hay, del lado del interior, para-excitaciones, de donde

280
surge la necesidad de tratar a estas excitaciones internas como
si fueran externas, es decir, tratarlas por medio de la proyec­
ción. Tratarlas mediante la proyección no quiere decir, por su­
puesto, que se las ponga afuera de manera definitiva, sino que
se las pone afuera para reintegrarlas adentro y, en este caso,
con una barrera. Si ustedes quieren, el modelo sería no el de
una proyección, sino de una proyección-introyección, algo pa­
recido al modelo kleiniano (interpreto aquí a Freud, que no es
muy explícito sobre esto), que desemboca sin embargo -pro­
yectando estas excitaciones internas en un primer tiempo, y
luego haciéndolas ingresar nueva,:mente, pero ya provistas de una
barrera- en la constitución de una barrera interna. Habría
pues que imaginar algo como una barrera de represión, y a
nuestra capa perceptiva situada entre dos barreras, una primi­
tiva, la para-excitaciones, en tanto la otra, la barrera de la re­
presión, es sólo la reintroyección del para-excitaciones.
Seguramente este tipo de modelo trae consigo grandes difi­
cultades y no es casual que Freud no lo desarrolle aqlÚ. Lo des­
arrollará en El yo y el ello o en Nuevas conferencias, y se tra­
tará de ese famoso «huevo» en el cual la barrera no puede ser
en este caso representada sobre toda la superficie, sino única­
mente sobre una parte de lo que separa al yo y al ello. De
hecho, digo que Freud no desarrolla un modelo unitario, que se

volvería en el límite bastante extravagante, bastante loco;


tendríamos más bien una suerte de modelo desdoblado, en el
sentido de que nos vemos forzados a concebir que la relación
del organismo --o de esa vesícula, poco importa- con las fuer-

231
zas exteriores, mecánicas, es, diría yo, metaforizada82 en una
relación entre el yo y las fuerzas pulsionales o la energía psí­
quica.
Ven ustedes cómo volvemos a encontrar aquí, y esto es muy
importante, la idea de que existe finalmente un modo de fun­
cionamiento del mismo tipo, por una parte del lado de la pul­
sión en estado puro, por otra en lo atinente a lo J;nás mecánico

8-
en el funcionamiento de las energías exteriores. Y, por el

fuerzas exteriores

0- fuerzas pulsionales

contrario, el yo y el organismo poseen un modo de funciona­


miento distinto del precedente, el cual sin embargo los aproxi­
ma uno al otro, un funcionamiento no mecánico, sino biológico.
Es este modelo :freudiano el que intento también presentar a
veces -pero es también poco admisible en cierto modo- en la
forma de una especie de tangencia parcial entre las dos vesícu­
las, aunque habría que concebrr puntos de tangencia múltiples
y no un solo punto. La zona de tangencia (¿zona erógena?) po­
dría ser concebida también como lugar en el cual se efectúa el
pasaje de un tipo de energía a otro, zona de derivación en todos
los sentidos del término, comprendido el sentido matemático.

F = fuerzas exteriores
p
f = fuerzas pulsionales

82 Yo prefiero, a .este término, el de «metabolizado», pudiendo definirse la

«metábola» como el género del cual metáfora y metonimia son especies. Cf.
Probleniáticas IV, El inconciente y el ello.

232
La flecha «derivada>> f no se puede visualizar porque habría
que situarla exactamente entre las dos vesículas p y m, y preci­
samente en su punto de tangencia.
Es esto lo que también traducimos cuando planteamos que la
pulsión es un «externo-interno». Es también lo que subraya­
mos, en Freud, como ambigüedad o duplicidad de la noción de
excitación. La Erregung, la excitación, proviene indudable­
mente de la {<fuente interna»; el Reiz, el estímulo, del exterior.
Pero el Reiz es también la atracción sexual, aquella del objeto.
El objeto seductor, excitante, reencuentra por esta vía toda su
dignidad de creador de pulsión, sin encontrarse limitado -co­
mo se cree a veces- a venir, de manera «contingente», a
apaciguar la tensión «desde el exterior».
Este modelo freudiano no unívoco, equívoco, ubículo podría­
mos decir, es cóncebido en particular pro:a exponer la teoría
del trauma, la cual, necesariamente, na estará más exenta de
equívoco que el esquema del aparato psíquico en que se inserta.
Traumatismo; es preciso concebir este término, como cada vez
que se lo considera desde el punto de vista metapsicológico,
ligado a una noción. energética: la de una efracción, par parte
de cierta energía, de un cierto límite. El traumatismo es en
primer lugar la ruptura del limite de un organismo que puede
ser tanto «el organismo» mismo como el yo. He aquí su defi­
nición: «Llamamos traumáticas a las excitaciones externas
que poseen fuerza suficiente para perforar la protección para­
excitaciones».88 Evidentemente este término de externo es ya
ambiguo: hace pensar desde luego en «ñsico» por relación a
«psíquico»; pero sugiere al mismo tiempo que todo traumatis­
mo es de origen externo, incluso el traumatismo psíquico.
Aquello respecto de lo cual hay exterioridad es el yo, de modo
que la perturbación que Freud nos describe, y que vamos a
examinar con detalle en un momento, parecería estar en prin­
cipio ligada al traumatismo ñsico, pero es de hecho válida para
todo traumatismo.
En primer lugar, para comprender el
DOLOR y traumatismo es necesario pasar por
TRAUMATISMO un modelo más reducido en el cual se
produce una efracción no «amplia»,
sino «limitada»: el modelo del dolor. En el punto en que nos

83 !bid., pág. 29. [En este caso hemos seguido la traducción que ofrece
J.L. para el concepto freudiano que en la versión castellana de Amorrortu edi­
tores aparece como «membrana antiestímulo», y que él da .como «para-excita­
ciones» (N. de la T.).]

288
encontramos -insistimos en ello- ya no sabemos si se trata
de dolor psíquico o de dolor ñsico; hablamos de un organismo
en general y de una efracción en general. Por tanto, el dolor
sería una efracción limitada a una pequeña extensión de la su­
perficie envolvente; el traumatismo, una destrucción del para­
excitaciones a lo largo de una gran extensión, con reacción ca­
tastrófica. ¿ Qué ocurre en el dolor? Y bien, se efectúa una
suerte de « movilización»: el para-excitaciones, digamos la piel,
o los receptores sensoriales, se ven destruidos en una pequeña
extensión, hay. de inmediato contrainvestidura, movilización y
concentración de energía, de manera de recrear una especie de
defensa, pero en este caso una defensa funcional, que viene a
fijar al enemigo en el lugar. De modo que el dolor, en cierto
modo, puesto que viene ya a movilizar al organismo, y que este
no puede huir de él (a diferencia de una excitación externa que
no dañara a la superficie), es comparado por Freud con la pul­
sión; el dolor es, nos dice, una seudo-Trieb, una seudo-pulsión.
Por mi parte, tiendo a invertir esto en otra fórmula: si pode­
mos decir que en el nivel del dolor ñsico el dolor es una seudo­
pulsión, ¿no podríamos sostener, a la inversa, que la pulsión
es un seudo-dolor? De todos modos, lo que aparece con este
modelo del dolor (que, como ustedes ven, .no tiene nada que
ver con el displacer) es esa movilización de las energías, ese
contrainvestimiento. Y lo que es importante para la capacidad
de reacción al dolor, para que esta no se trasforme en trau­
matismo, es la fuerza movilizadora de ese organismo, o sea su
nivel energético, las fuerzas que es capaz de movilizar. Cuando
él es muy poco capaz de movilización, rápidamente el dolor se
trasformará en traumatismo.
Una vez planteada esta definición tópica del dolor, volvemos
a la teoría del traumatismo, en que Freud rinde homenaje a
dos tipos de concepciones que no están finalmente tan alejadas
una de la otra como pudiera parecer·, y que hay que intentar
conciliar: una teoría «psicológica», en la cual el acento está
puesto en la amenaza vital, en el terror, por lo tanto en ele­
mentos psíquicos, y por otra parte una teoría que él llama in­
genua, la vieja teoría del traumatismo, que remite. el trauma­
tismo a la noción de choque. Y bien, lo que hará Freud es reto­
mar la teoría del Ghoque, la teoría energética del traumatismo,
pero afinándola, «psiquizándola». Citemos este pasaje: .« Creo
que podemos atrevernos a concebir la neurosis traumática co­
mún [¡atención! se trata de neurosis y no de reacción traumá­
tica del organismo] como el resultado de una vasta ruptura de
la protección antiestímulo. Así volvería por sus fueros la vieja

234
e ingenua doctrina del choque, opuesta, en apariencia, a una
más tardía y de mayor refinamiento psicológico, que no atri­
buye valor etiológico a la .acción de la violencia mecánica, sino
al terror y al peligro de muerte».84
AhOra bien, podemos concebir esta
«DERIVACION» «psiquización» de dos maneras dife­
DE LO FISICO rentes. Se puede sostener que el trau­
A LO PSIQUICO matismo psíquico no es en suma sino
una miniaturización, un pasaje hacia
lo microorgánico, a lo molecular, incluso a lo histológico; el
traumatismo psíquico, el de los accidentes, sería finalmente
una suerte de pasaje al límite por relación al traumatismo ñ­
sico. Freud no se compromete tanto en esta vía que era, hay
que decirlo, la de sus contemporáneos y que sigue siendo aún
hoy la de todos aquellos, cirujanos u otros, que, al encontrarse,
frente a una neurosis traumática, siguen intentando referirla a
un trastorno directamente relacionado con el trastorno ñsico
causado por el accidente, el choque, la explosión, etc. La otra
vía es la del pasaje por metáfora, del modelo somático, el del
organismo frente a las fuerzas externas, a lo psíquico. Cabe
señalar que falta precisamente en este desarrollo de Freud una
referencia al traumatismo físico en el sentido propio del térmi­
no, aquel que está ligado a una sideración de las defensas del
organismo� por ejemplo una destrucción importante de la piel,
y a las reacciones catastróficas que conocemos perfectamente
en :fisiología y que son reacciones que «pegan» ampliamente
con la teoría del traumatismo. Y bien, Freud no nos1 habla fi­
nalmente del traumatismo en el sentido propiamente somático·
del término. Pero lo que nos describe de la neurosis traumática
debe entenderse come;> lo análogo, y a la vez lo opuesto (verán
ustedes en qué sentido) al traumatismo propiamente somáti­
co. Si hablamos en este caso de organismo psíquico, hay que
poner el acento en algunos elementos: la efracción extendida
del para-excitaciones, es decir que la brecha no es ya en este
caso tan fácilmente localizable, y que el contraataque debería
desplegarse sobre un «frente» mucho más extenso; otro ele­
mento que se conjuga con la extensión del ataque es el elemen­
to de impreparación, que desde siempre ha sido connotado por
Freud con el término de «espanto». El espanto, nos dice Freud,
es la reacción de un organismo no preparado, a diferencia de la
angustia, que supone ya una cierta preparación. Oposición en­
tre espanto y angustia que, en los textos ulteriores de Freud,

84 [bid., pág. 81. Entre corch�tes, comentarios de Jean Laplanche.

236
quedará como corrida al corazón mismo de la teoría de la an­
gustia: en este caso él hablará de una «angustia automática»,
que no sería otra cosa, precisamente que el espanto, y de una
«angustia señal», que estaría ligada por el contrario a la prepa­
ración del sistema (evidentemente, desde ahora habrá que en­
tender que se trata del yo, del yo como instancia). Y bien, frente
a esta desorganización de nuestra vesícula (respecto de la cual
no sabemos ya muy bien si es el organismo o es el yo, pero su­
ponemos que es el yo), sometida a energías invasoras, no se
trata ya de inmovilizar a estos atacantes, de localizarlos; con
mayor razón no se trata por el momento de reconstituir la pa­
red y de evacuar energías; sólo en un segundo tiempo uno po­
drá ocuparse de evacuarlas, y es alli cuando intervendrá nue­
vamente el principio de p·lacer. Hay en efecto una tarea pri­
mordial, una urgencia, que se sitúa efectivamente «más allá»
del principio de placer (y es en este punto donde se justifican
el título y la inspiración de esta obra). Esta tarea consiste en
primer lugar en ligar (binden) las energías invasoras, antes de
poder, sea inmovilizarlas en forma de dolor, sea evacuarlas, lo
que se traduciría por un placer.
¿Cuál es el interés de todo esto? En principio consiste en
esta puesta en relación, de la cual intento hacer captar toda la
riqueza y toda la ambigüedad, entre la excitación externa y la
excitación interna. Relación del traurpatismo externo con el
traumatismo psíquico, que parecería ser en ciertos momentos
una relación de puro modelo, puramente didáctica: el trauma­
tismo psíquico es al yo lo que el traumatismo fisiológico es al
organismo; el traumatismo psíquico es al para-excitaciones lo
mismo que el traumatismo ñsico es a la piel, etc. Y bíen, este
aspecto de comparación, de pura analogía, de simple modelo,
se destruye ya en el sentido de que es a menudo en las mismas
circunstancias, a saber las de un choque físico efectivo, como
sobrevendrá una neurosis traumática en el sentido psíquico del
término. Lo curioso es entonces que, en las mismas circunstan­
cias en las que podría ocurrir un traumatismo fisiológico -las
de un grave accidente- podemos comprobar la emergencia de
un traumatismo psíquico. Pero aún más: existe también una
relación invertida, a saber que se observa, al menos con :fre­
cuencia, que cuando se produce una herida ñsica, la neurosis
traumática no sobreviene. La neurosis traumática a conse­
cuencia de un choque ñsico sólo se produce cuando no hay
efracción fisica.85 Ven ustedes que no estamos ya en.una rela-
85 Ibid., pág. 12.

236
ción de puro modelo, puramente didáctica, entre lo que sucede
en los dos niveles. Es necesario concebir una articulación de
estas dos lineas.
Nuestro segundo punto, el segundo foco de interés de este
texto, es que el traumatismo aparecería como el paradigma de
una creación de excitación psíquica, y en ese sentido, se podría
decir, de una verdadera creación de pulsión. En el punto de
tangencia que dibujé hace un momento entre esas dos vesícu­
las, la diferencia entre traumatismo :físico y traumatismo psí­
quico se borra, pero lo que aparece es una diferencia entre los
modos de energía; lo que nos remite a la cuestión que yo plan­
teaba inicialmente a raíz de la sublimación o de la creación:
¿en definitiva todo el problema de la creación, más que como
creación de nuevos contenidos, de nuevas formas o de nuevos
objetos, acaso se debería concebir en principio como una utili­
zación del traumatismo o de los traumatismos sucesivos, para
crear sin cesar una suerte de neopulsión? Es esto en todo caso
lo que Freud recuerda una vez más al terminar este capítulo,
cuando sostiene que el traumatismo es una conmoción que
debe ser reconocida verdaderamente como una de las fuentes
de la excitación sexual.
Como no lo hemos hecho en los otros,
PARA REAGRUPAR tampoco este año concluiremos un
ALGUNOS HILOS curso que debe permanec�r abierto, él
DISPERSOS mismo como un traumatismo, para
una nueva energía y para otro año.
Quisiera sin embargo intentar reunir los hilos dispersos. Plan­
teaba este año, y ya el año pasado, la cuestión de la «sublima­
ción», término que me veo obligado a poner entre comillas,
verán ustedes por qué. Esta cuestión de la sublimación, diga­
mos que sólo encuentra su referencia situándose dentro de
cierto marco: la relación entre lo sexual y lo no sexual. Ello
admitiendo que la distinción entre lo «sexual» y lo «no-sexual»,
que yo explicitaba en mi curso 1975-1976, «Para situar la su­
blimación», tenga efectivamente un sentido. Ocurrió en efecto
que al plantear recientemente esta problemática frente a un
círculo de analistas se me objetó: ¿pero, después de todo existe
lo no sexual7 ¿Tiene esto un sentido? Cítenos algo no sexual y
estamos seguros de mostrar que es algo sexual. Entonces, por
supuesto, en ese grado de nivelación de las diferencias, una
cuestión como la de la sublimación se aboliría ... pero para re­
surgir a pesar de todo, por amplia que sea la concepción de la
sexualidad que se adopte, en la forma de relación entre lo
sexual «patente» y lo sexual «latente»; entre sexual «abierto»

237
y sexual «encubierto», por no decir incluso «reprimido» y «no
reprimido». La distinción ent17e lo sexualy lo no s�xual debería
aparentemente quedar anulad'a eh sus bases por la extensión de
la noción de sexualidad propuesta por Freud, y por nosotros mis­
mos -modesta pero tenazmente-- después de él, ya que, opo�
niéndonos a toda nueva restricción de lo sexual a lo genital,
sostenemos que el efecto sexualidad debe ser concebido como
concomitante de toda una serie de actividades somáticas, y no
sólo de la actividad genital.
Y bien, partimos este año, particularmente con el texto
«Sobre la conquista del fuego», de una suerte de ambigüedad
de la sublimación, y tal vez de duplicidad de los enunciádos
freudianos y, de manera más general, psicoanalíticos, sobre la
sublimación. En efecto, la sublimación rios es propuesta como
el modelo (un modelo por otra parte poco desarrollado) de un
destino no defensivo de la pulsión, un destino en todo caso sin
represión. Pero la mayoría de los ejemplos propuestos impli-
. can a pesar de todo la represión de lo sexual. Les :recuerdo ese
héroe de la sublimación, Prometeo, héroe precisámente de la
represión de lo sexual e incluso de su «sofocación» (ahí donde,
en el marco histórico, represión y sofocación coinciden). Si con­
sideramos que la represión es un mecanismo que pued� esque­
matizarse como una metaforización,86 en. el sentido de que
ocurre en el trasfondo87 de la metáfora, en lo que no está a
disposición de la conciencia (el contenido sexual), entonces
efectivamente resulta que la mayoría dé los modelos de subli­
mación son modelos ligados a una represión. Así, nuestra cues­
tión llevaba a mostrar que era tal vez ilusorio buscar·una subli­
mación, en el sentido propio del término, que no estuviera li-
• gada a la represión; pero al mism.o tiempo, llevaba a pregun­
tarnos si, sublimación o no, existía un destino no defensivo de
la pulsión, un destino que no fuera directamente sexual pese a
conservar algo de lo sexual en una actividad como aquella par­
ticularmente de la creación artística, ya que es también a· Leo­
nardo a quien regresamos. Ven ustedes cómo si yo continúo
hablando de sublimación, es en realidad haciendo derivar esta
noción, soltándole precisamente las amarras y quizá, bajo este
título de la «sublimación», intentando hablar de otra cosa. En
todo caso, los puntos que me parecen jalonar lo que yo podría
llamar una deriva, una derivación 88 de la sublimación, 13erÍan:
86 Cf. J. Laplanche y S. Leclaire, «El. inconeiénte, un estudio psicoanalí­
tico», en Problemáticas IV, El inconciente y el ello.
87
[L-es il.ess01.ts: el trasfondo, las intimidades (N. de la T.).]
88 Cf. J. Laplanche, Dérivation des entités psyckanalytiques, op. cit.

288
l. Si semejante destino de la pulsión, que no olvida sus orí­
genes sexuales, existe, debe ser buscado no en un retorno, en
un repliegue que haga regresar de lo sexual a la autoconser­
vación (como parecería Freud indicarlo a veces, en una concep­
ción totalmente restrictiva de la cultura, que pretendería que
el fenómeno de lo cultural esté en última instancia ligado a la
autoconservación de la especie humana), sino en una suerte de
entretejido, desde el origen, entre lo no sexual y esta fuente
permanente de lo sexual.
2. A propósito de esta fuente permanente, ese destino de la
pulsión -tal como aparece particularmente en la creación ar­
tística, pero también en la creación especulativa de un Freud
con ese capítulo IV de Más allá del principio de placer- im­
plica la idea de una suerte de neocreación repetida, continua,
de energía sexual, por tanto una reapertura continua <le una
excitación, y no la canalización de energía preexistente . .
3. Esta neocreación, esta especie de sexualidad que podría­
mos considerar extemporánea, en el sentido en que entienden
esto los químicos, por ejemplo, es decir de creación en el mo­
mento, de plato que se sirve caliente y no recalentado, esta
sexualidad extemporánea, entrétejida en la creación de una\
obra, se nos apareció íntimamente ligada a la cuestión del trau­
matismo. De este paradigma de la neurosis traumática que no
tuve tiempo de desarrollar (con sus desenlaces y en particular
con su desenlace en la compulsión de repetición, qué es la más
desarrollada aquí por Freud), sólo hay que retener precisa­
mente esta intrincación, en el momento de la fuente, de la
energía ñsica y de la energía sexual o energía pulsional. Mucho
más interesante que la neurosis traumática nos parece ser· el
momento traumático en un Leonardo da Vinci; porque el pro­
blema de la ligazón (Bindung) de este traumatismo perpetua­
do, que Eissler describe, traumatismo ligado a cada excitación
visual en Leonardo, abre aquí las vías, no de la compulsión de
repetición, sino de la simbolización. Este término de ligazón
que reintroduzco hoy tan rápidamente es un término central
en Freud y al mismo tiempo un término muy enigmático en la
medida en que se le pueden dar interpretaciones variadas; tal
vez haya incluso que concebir la existencia de niveles de liga­
zón totalmente distintos, y hasta de tipos heterogéneos de li­
gazón. Entiendo por ligazón lo que permite dar forma y do­
meñar la irrupción pulsional (tengan siempre presente este
modelo de la energía traumatizante). La ligazón es siempre
una manera de tratar la pulsión (entiendo, también aquí, trata­
miento en el sentido más neutro posible, como se dice por

239
ejemplo: tratamiento de la información por una máquina); y
bien, la ligazón es siempre tratamiento de la pulsión, pero sus
modalidades son varias: de la ligazón narcisista a la ligazón
simbólica, y tal vez en el centro mismo de la ligazón simbólica ,
existirían, también allí, tipos diferentes de simbolización; así,
en una simbolización como la de Leonardo, pienso particular:­
mente en los últimos dibujos sobre el Diluvio, algo que se
encontraría lo más cerca posible de una ligazón totalmente pri­
mitiva de la energía libre.
4. Este recorrido inacabado sobre la sublimación (que po­
dría parecer en cierto modo como una destrucción del concepto
de sublimación), y esta derivación de la sublimación, me pare­
cen inseparables del psicoanálisis mismo y del momento histó­
rico que el psicoanálisis introduce, si es cierto que este aporta
a la historia de la cultura algo nuevo y, después de todo, quizás
un nuevo modo de ligazón de la pulsión.
Hay una concepción del psicoanálisis que podríamos resumir
finalmente de manera humorística, así: psychoanalysis and . ..
business as usual; se psicoanaliza y los negocios continúan. Y
bien, creo que no es así como deben ser entendidas las cosas,
que el psicoanálisis no es una técnica limitada, aun cuando fue­
ra una técnica muy apreciable, de «cambio» individual, sino
que tal vez ella misma introduce un elemento de derivación, de
deriva, algo que hace marchar no sólo nuestra concepción de la
sublimación, sino la sublimación misma en el movimiento
cultural.

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