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Estos fallos, que deberían verse como algo natural dentro un Estado Constitucional de Derecho, en los
hechos son polémicos, no solo por la forma y el tiempo que han sido emitidos (a horas de dejar su mandato,
entre ‘gallos y media noche’), sino por su misma estructura argumentativa: en cada caso, el TCP ha asumido
una decisión por demás polémica, que lejos satisfacer a los actores involucrados, ha desatado una ola de
críticas desde diversos sectores de la sociedad civil, lo cual nos obliga a reflexionar sobre el ejercicio de este
poder constitucional que en los últimos años, se ha devaluado bastante.
Jeremy Waldron, constitucionalista neozelandés, reconocido por sus aportes al derecho constitucional,
realiza una elegante crítica sobre el control judicial de constitucionalidad que, actualmente, en el caso de
Bolivia, adquiere una relevancia connotada. En efecto, en su libro titulado ‘Contra el Gobierno de los
Jueces’, cuestiona si es democrático que una mayoría de jueces, que no son representativos de una
nación y que en muchos casos son elegidos por mecanismos poco idóneos, decidan sobre la
constitucionalidad de una ley o la extensión de derechos que afectan a millones de personas; de
hecho, Waldrom sostiene que este accionar de la jurisdicción constitucional, debía verse como una ofensa
a la democracia y un insulto a la ciudadanía políticamente comprometida. El cuestionamiento que
sustenta esta idea es el de cómo se pueden dejar estos derechos constitucionales a merced de una
‘pequeña’ mayoría.
De hecho uno de los argumentos centrales de Waldrom refiere que si bien se dice que los jueces que
conforman una Corte toman decisiones con base en argumentos, algo así como una aristocracia de la “razón”,
como bien señala el autor, “en definitiva todo se reduce a contar cabezas” porque, por ejemplo “en la Corte
Suprema de los Estados Unidos, cinco votos vencen a cuatro, independientemente de los argumentos
esgrimidos por los jueces” (p. 106). Este es un factor clave para entender la crítica que se propone, ya que
los jueces deciden bajo el criterio del mayoritarismo. De manera que la famosa tiranía de la mayoría que
suele argumentarse para sustentar los poderes activistas de los jueces que limitan la labor legislativa se
vuelve muy dudosa. En efecto, los tribunales también pueden actuar de manera tiránica. A veces, hasta más
tiránicos que un parlamento.
En el caso de Bolivia, la génesis del Tribunal Constitucional la reforma constitucional del ’94 y la Ley No.
1836, generó una profunda democratización, modernización y constitucionalizacion del orden jurídico,
empero, con el devenir de los años, esta noble institución de control constitucional, degeneró en una suerte de
‘caja de resonancia’ del poder político, emitiendo muchos fallos a ‘la carta’, con móviles político/partidarias,
influidos por la injerencia de actores que contaminan la independencia jurisdiccional, al punto tal que en la
actualidad, resulta más ‘fácil’ y cómodo, definir ciertos temas o problemas de carácter colectivo mediante
una sentencia constitucional que mediante el debate público en el Parlamento; es más, en su momento se han
creado incluso las Salas Constitucionales en cada departamento, como una forma destinada únicamente a
centralizar, controlar y monopolizar el desarrollo de los problemas públicos.
Estos hechos, por ende, nos obligan a pensar en una necesaria reforma constitucional que posibilite una
reingeniería de estos ‘órganos extra-poder’ (Nestor Pedro Sagüez), limitando sus facultades, cambiando su
forma de elección, incorporando como dice Waldrom un ‘modelo de dialógico entre jueces y legisladores’
además de determinar un régimen de responsabilidades efectivo, que permita sancionar excesos jurídico que
lejos de fortalecer nuestro sistema político, lo pervierten.