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Fernando Pinto Villarroel

EL BOSQUE NEGRO

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Fernando Pinto Villarroel

100 kilómetros recorrí con mi camioneta. Atrapado en un trayecto que parecía ser interminable. Los
mosquitos revoloteaban sobre aquel lugar que, más allá de su increíble fragancia a tierra mojada,
resulta agradable a los ojos de cualquier persona. Me adentraba en ese complejo camino
empedrado, con una densa hilera de frondosos árboles que, parece, rodean el abismo. ¿Por qué
acepté este trabajo?, ¿Por qué estudié esta carrera? Nunca lo supe. Cuando era adolescente me
llamaba la atención la flora de mi región, las hermosas y variadas plantaciones, así como los
botánicos de mi ciudad natal, Cochabamba, y la historia de esos hermosos árboles de jacarandá que
solían estar frente a mi casa. Debí haber pensado mejor mi elección de carrera. Pero yo no quería
grandes riquezas, solo quería que todos tuvieran la misma mirada de asombro que tengo cada vez
que veo los tonos cálidos de las fucsias, de los rosales, de los molles, de las praderas que se
extienden por el altiplano y, finalmente, los bosques del Trópico.

Me encontraba de ida a este último lugar, a causa de la llamada desesperada de una señora que
estaba presenciando un asesinato. O por lo menos así es como se ve el talar de un árbol desde los
ojos de un ambientalista como yo.

Después de recibir el visto bueno en el departamento de control forestal, puse en marcha mi plan de
llegada a ese bosque. El viaje se dio de improvisto, mas no encuentro un motivo para quejarme, sé
que estoy haciendo lo correcto. Ojalá el universo hubiera estado de acuerdo conmigo esta vez. Pues
al llegar al destino, me topé con que eran unos cuantos árboles retirados por una empresa
constructora. Se me hacía raro que alguien quisiera construir en un lugar tan remoto de la civilización,
pero, sin más dilación, procedí legalmente a multar a los de dicha constructora por semejante acto
atroz contra la madre Flora y esta área verde que se marcó como protegida en los mapas hace
bastante tiempo ya.

Cada acto tiene una consecuencia, solía decirme mi abuelo. Hoy presencié a un hombre de aspecto
malogrado, robusto y de una barba descuidada, bajarse de una demoledora, sacar su billetera y
alcanzarme de forma burlesca los 10 Bs que valían aquellos árboles según la ley. La gasolina que
coloqué para llegar al sitio me costó diez veces más.

Esta vez no puedo hacer nada, decías dentro tuyo. La Pachamama se encargará de castigarlo, te
repetiste varias veces tratando de apaciguar tu frustración.

Ese fue el primer encuentro que tuviste con Huáscar, un abogado frustrado que no tiene mejor
manera de ganarse la vida que loteando la tierra que parece de nadie… Sin importar que coloques
letreros advirtiendo su pertenencia al Estado.

Hacía tiempo ya desde que escuchamos en la oficina de este monstruo pérfido que no respeta nada
ni a nadie. Aberrantes historias existen sobre lo fácil que le había resultado pagar algunos dólares a

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lugareños a cambio de sus tierras fértiles, donde sembradíos enormes podrían producir incontable
vegetación para alimentar a familias enteras. Todo con el fin de levantar una casa o un departamento
que luego revenderá al mejor postor y, sin escrúpulos, entregará la construcción como si se tratase
de Dios, proveyendo a sus hijos un lugar digno de vida. La realidad es que, en muchas ocasiones,
no solamente estafó por igual a incontables campesinos y citadinos que tenían el sueño de una casa
propia, sino que, después de realizado el pago, él mismo realizaba las llamadas que causarían que
funcionarios gubernamentales como yo, vinieran a multar o demoler esos hogares prohibidos.

¿No sentirá nada?, ¿No le dará remordimiento por la noche pensando en cómo, probablemente,
destruyó el hábitat de especies animales distintas, solamente por dinero?, ¿No tendrá suficiente ya?

Son preguntas que te haces mientras te retiras avergonzado hacia tu camioneta. Como siempre,
vuelves a dudar sobre tu moral. Tratas de retroceder el tiempo en tu mente para recordar quien te
había dicho aquella frase tan motivadora sobre cambiar el mundo. No vale la pena rememorarlo, te
dices mientras subes al vehículo. Al final, estás convencido de que estás haciendo un cambio, al
menos, un paso a la vez.

En ese momento, la camioneta se niega a seguir siendo tu fiel acompañante, tu leal Rocinante en
esta aventura. Lo más probable es que el motor se haya visto envuelto en las enredaderas por las
que tuviste que atravesar. Talvez en una piedra de esas que hacen que el coche rebote con estrépito,
algún cable importante se desgarró, algún líquido se escapó.

Algo bueno sacaré de esto, he pasado por peores cosas, como aquella vez que fui a la Chiquitania
durante los incendios y un quebracho cayó por delante de la camioneta. Pudo haber sido encima de
mí. En aquella oportunidad, no cabía ninguna duda, el destino me estaba dando un día más para
contar estas historias. Esta vez, no será la excepción.

Después de bajar de la camioneta, no queda más remedio que pedir un aventón o, al menos, pedir
que te presten un celular que tenga señal, pues, a pesar de la naturaleza de tu trabajo, te habías
rehusado a cambiarte de línea a una con la que pudieras comunicarte, desde cualquier parte, con tu
esposa, Estela. Probablemente, no notaría tu ausencia hasta pasadas unas cuantas semanas,
puesto que esa era la condición implícita de su matrimonio. Ambos tenían trabajos que requerían de
esfuerzos grandes y a veces de la entrega de su tiempo, aleatoriamente efímero, aleatoriamente
perpetuo.

Optas por visitar a la mujer que realizó la llamada de auxilio pues, en primer lugar, era su culpa que
estuvieses ahí. Su tono de voz lucía mucho más alarmante de lo que realmente representaba la
situación. Sorpresivamente, al contrario de lo que pensabas, la señora no vivía ni cerca de donde
había sucedido aquella batalla confusa de egos inalterables, en el que uno busca lo mejor para la

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natura y el otro lo mejor para sí mismo. Talvez te equivocaste de ubicación, quizás no es ese el sitio
del que doña Adelina llamó con una voz desesperada que advertía una deforestación masiva. Un
espacio en el que realmente valiera la pena defender tus ideales y demostrar que no se necesita
dañar a la Pachamama para el progresismo. Sigues buscando, te diriges al lado opuesto del que
apuntaba la camioneta, pues es el único que parece viable. Sigues sin poder quejarte, aunque te
duelen los pies, el clima húmedo refrescaba tus pensamientos, las nubes grises relajaban tu mente
y te hacían recordar los tiempos pasados en los que no comprendías a la natura, a la madre Flora.
Cómo podrías haberlo hecho si te negabas a salir de tu refugio en la gran ciudad, si solo veías de
reojo aquellas gotas infinitas a través de tu ventana. Todo parece indicar que ahora las volverás a
ver, pero ya no desde el lujo de tu ventana. Te apresuras para evitar el chubasco y logras encontrar
a la señora Adelina, sentada en el patio de una construcción inacabada, en una silla de mimbre que
contrasta con los opacos ladrillos que cimientan su antiguo surgimiento.

- Disculpe… ¿Es usted la señora Adelina? Es que recibimos una llamada en el departamento de…

- Uy joven, tanto he llamado. Nada he podido hacer, pero culpa suya es, tanto se ha tardado.

No puedes evitar una sonrisa confusa.

- Lo siento, señora. Lo que sucede es que el trayecto es largo… Pero bueno, podría decirme, ¿qué
sucedió? Al llegar encontré un hombre en su demoledora y unos cuantos troncos caídos.

- Eso no es nada, joven. Ese hombre infeliz quiere arruinar mis tierritas, el fruto de mi trabajo. Venga
joven, mire nomas esto.

Doña Adelina se levanta de su asiento con lo que parecía ser un último esfuerzo de su prematura
vejez. Talvez no pasaba los 70 años, pero el trabajo que realizaba en aquel espacio pequeño, que
tenía para sus hortalizas, era notablemente arduo. Finalmente, esta pobre alma en pena vivía de
aquello. Desde la muerte de su marido, se había mudado a este lugar para tener una vida que
esperaba, fuese tranquila. No fue así. Ahora un ser infernal quería arrebatarle a ella y las familias de
aquel verdoso paraje, el derecho a ser parte de la natura, vivir en ella, trabajar para ella.

La sigues intuitivamente, con un aire desanimado que no esperaba mucho más que encontrarse con
que algún árbol haya caído en su sembradío y arruinara sus cosechas. A razón de tu desgano, tratas
de apresurar, de forma desconsiderada, el paso de doña Adelina. No lo logras. Su caminar se reduce
al arrastre de sus pies cansados que se adentran por el norte del bosque. A medida que caminaban,
vislumbras su casa entre los árboles detrás de ustedes. Sus cultivos no podrían estar tan lejos. ¿O
sí?

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Con buena suerte, me llevará en dirección a alguna carretera, donde, seguramente, encontraré a
alguien que sepa alguito de mecánica y me ayude a salir de este Bosque. No me quejo, solo quiero
volver a mi casa, con mi esposa y mi estimada televisión. Quizás suene egoísta, pero puedo darme
el lujo de serlo, al final del día, estoy haciendo algo correcto.

Doña Adelina detiene su andar, están tan metidos en el bosque que apenas recuerdas cuál era el
camino de retorno. El cantar eterno de los colibrís jaspeados no hace más que prolongar el momento
en que doña Adelina dijera algo. ¿Qué le sucede a esta señora, habrá perdido sus facultades
mentales?, te preguntas. ¿Me tiene aquí parado y agotado, y encima no va a pronunciar ni una sola
palabra? Te cansas de esperar en ese profundo silencio humano en el que crees que algo debería
ocurrir, pues debía haber una razón para llevarte hasta ese lugar.

- Señora Adelina, no es por ser grosero, pero…

- Quédese callado, joven – murmura doña Adelina

Tu mente trata de confirmarte lo que sospechabas. Efectivamente, habrá perdido sus facultades
mentales, te dices. De repente, se escucha el ruidoso encender de una motosierra, de esas que son
pesadas de cargar y que con una mala técnica para agarrar… ocurre lo peor. En este caso, lo “peor”
para ti era ver a unos hombres de prominente tamaño cargando dichas motosierras, que con un solo
movimiento brusco hacían caer árboles, uno a uno, minuto a minuto.

Entre ustedes y los hombres debía haber, a lo mucho, uno o dos kilómetros. Aun así, ver aquellas
bestias corpulentas te hizo retroceder unos pasos y a volver a preguntarte, ¿Qué estoy haciendo
aquí? Doña Adelina parece notar tu preocupación, pero no hace nada para calmarte, al contrario, te
menciona que estos sujetos llevan días en el lugar.

- Los primeros días que escuché ese ruido pensé que se trataba de alguien que, como yo, llegó para
construir su casita, vivir en paz. Fui muy inocente, joven. Cada vez se escuchaba más fuerte y cerca
de mi casa, tuve que venir a ver que estaba ocurriendo. Al llegar, me encontré con un hombre
enfurecido que me dijo que no era asunto de mi incumbencia, creo que le molestó mi presencia.
Supuso que no había nadie por aquí y verme lo irritó. Ese mismo salvaje apareció a los pocos días
en la puerta de mi casa y amenazó con demoler mi casita, conmigo dentro. Para que aprendiera a
cerrar la boca, me dijo. En ese momento me asusté, joven. Busqué en la guía telefónica el número
de una de esas entidades del gobierno que dice proteger estos sitios reservados. Sé que yo tampoco
debería vivir aquí, joven. Pero ya no me queda nadie vivo y la madre Flora es la única que me
escucha, la única que me da mi comidita, mis plantitas para vivir. Y ahora esos desgraciados quieren
quitarme todo eso, quitarme a mi protectora.

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Mientras la escuchas te invade una profunda tristeza. Una nostalgia que te hace olvidar tus
frustraciones y te recuerda por qué elegiste ese camino, esta vida. Antes de que pudieses decir algo,
o derramar una lágrima, ves a lo lejos a uno de los gigantes con motosierra, sacar un celular de su
bolsillo, colocarlo en su oído y asentar con la cabeza. Lo intuyes. Saben que estás ahí.

El gigante gira la cabeza en dirección a donde te encuentras. No puedes evitarlo, el miedo empieza
a apoderarse de ti. Te imaginas lo que podrían hacerle a un funcionario público solo por querer hacer
bien su trabajo, cumplir con su deber. Estás seguro de que esta vez no sería tan fácil como verlos a
los ojos y reclamarles por sus acciones. Probablemente, se quebraría tu voz. Probablemente, se
quebraría tu cuello. Miras a doña Adelina y tratas de que no se dé cuenta de lo que ocurre.

- Señora Adelina, necesito que me diga si conoce algún poblado que esté cerca. Tenemos que llegar
allá, lo más pronto posible.

- No lo sé, joven. Hace rato que no he vuelto a ver a más gente por estas zonas.

- Necesito que haga un esfuerzo en recordar doña Adelina, es urgente.

Doña Adelina se toma unos instantes para pensar, mientras tanto ves de reojo el lugar donde estaban
los hombres. Ya no están. El pánico empieza a recorrer tus venas, llenar tus ojos y vaciar tu espíritu.
Lo único que te preocupa en ese instante es doña Adelina.

- ¡Ajá!, ya me acordé papito. Hace unos meses unas mujeres pasaron por mi casa. Hablaron conmigo
y me dejaron algunos plátanos. Dijeron ser de una comunidad que estaba a lado del Mamoré. No
está muy lejos de aquí.

- Vamos a tener que llegar allá antes de que empiece la lluvia.

- Uy, joven. Yo ya estoy vieja para esas cosas, déjame en mi casita nomas.

- Señora Adelina, confíe en mí, por favor, tiene que venir. No puedo dejarla sola con esos monstruos
rondando por aquí. Además, necesitó que me guíe.

Los ojos de doña Adelina se vuelven los tuyos. Ella se vuelve el águila que vuela por las cumbres
con la libertad que todo ser vivo anhela, espera, lo desespera. Empiezan a caminar por el bosque,
sin rumbo aparente. Quisieras estar corriendo hacia aquel poblado, pero los pasos de doña Adelina
te lo impiden.

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El águila empieza a sentirse agotada a los pocos metros. A este paso, los hombres nos encontrarán
primero, te dices. Quizás ya estén en casa de doña Adelina, talvez ya cumplieron la amenaza que le
hicieron. Esa casa, probablemente, ya sea escombros.

- En ese instante, las gotas que caen en tu cabeza interrumpen tus pensamientos. Al Universo no le
gusta verte sobrepensar las cosas, más aún cuando de desesperanza se trata. Cada vez son más
gotas, algunas se acumulan en las hojas de los frondosos árboles del bosque para después caer
encima tuyo, agarrándote desprevenido. El suelo se convierte en lodo, el aire húmedo impacta con
tu sentido del olfato, haciéndote recordar los mates e infusiones de hierbas exóticas que tomabas
mientras te abrigabas con un poncho cada vez que llovía. Esta vez, no había abrigo. Incluso, te
sacas el chaleco que tiene la inscripción del lugar en el que trabajas para cubrir a doña Adelina de
la lluvia.

- Maldito seas, Inti. Maldito seas por abandonarme tan rápido. Abandonarnos a nuestra suerte en
este bosque que, en tu presencia, irradia colores magníficos, alberga criaturas de ensueño de todos
los tamaños, de todas las especies. Alberga flores, ríos e historias en aquellos árboles repletos de
sabiduría que tienen el privilegio de ser testigos de los años que transcurren, los hombres, las
mujeres de distintas regiones que se unen en comunidad, que se vuelven una sola ciudad, un solo
país. Mientras que, cuando sale tu hermana, Killa, la niebla hace de las suyas y oculta el reflejo de
los animales en el agua, la sombra de las violetas ante mí y termina por envolver en su oscuridad a
este bosque y todo lo que está dentro suyo, convirtiéndolo en un Bosque Negro.

Escuchas atónito a doña Adelina. Acto seguido, te dice que está muy cansada para continuar. Ya es
de noche y la lluvia cede. Enciendes una fogata que produce una luz tenue, insuficiente para revivir
el color del bosque, pero suficientemente fuerte para mantener al frío alejado de ustedes. Pese a
verse como una dulce anciana, doña Adelina tenía una gran habilidad para conectar contigo, para
calmar tus angustias.

- Llevo 20 años viviendo en este bosque – menciona doña Adelina – 2 décadas conociendo y
reconociendo cada metro, cada flor en este bosque. Los primeros años solía dar paseos por cada
rincón. Pese al miedo que le tenía a las criaturas salvajes que pudiesen habitar aquí, sé que mi
Pachamama me protegió en los momentos de peligro y me dio el alimento para sobrevivir. Sé que
te protegerá a ti también, ya queda poco para llegar al pueblo, una vez que encuentres una punta
del Mamoré, solo quedará rodearlo.

Dicho esto, doña Adelina señala con el índice a los monos trepadores que yacen sobre las ramas de
los árboles en los que ustedes piensan acurrucarse para dormir. Que hermosos son, te dice. Te
aseguras una última vez de haber aplastado a la mayoría de insectos en el suelo y, aunque sabiendo

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que despertarías con cientos de picaduras de mosquito, intentas dormir, cerrar los ojos e imaginar
que todo acabará pronto, que aquellos hombres no existen y que puedes ayudar a doña Adelina.

- Doña Adelina, debemos continuar con el viaje, si no, nos van a encontrar. – susurras al oído de la
linda viejecita…

No recibes respuesta.

- Doña Adelina, por favor, se está haciendo tarde, debemos llegar a la comunidad…

Empiezas a desesperarte y en un afán de despertarla, te percatas… Ya no está respirando. Ya no


tiene su parte humana. Ya es una con la madre Flora, su protectora.

Tratas de que tu tristeza no se torne en ansiedad. Los nervios encrespan cada centímetro de tu
cabello, respirar se vuelve difícil. No lo puedes evitar, las lágrimas salen a caudales mientras le
prometes al cuerpo que, cuando esto terminase, volverías por ella para darle un último adiós. Un
correcto adiós. Después de todo, sin ella no estarías allí, buscando un cambio.

A lo lejos escuchas ramas partiéndose, siendo quebradas por un andar humano. O de un mono,
talvez. Estás muy ansioso como para esperar otra señal del Universo. Tienes que correr.

- ¿Qué te hice yo, madre? ¿Qué hice para ser castigado por querer defenderte? Vine aquí por ti. Mis
esfuerzos no son vanos, trato de hacer un cambio. Trato de salvarte de nosotros mismos. Déjame
ayudarte.

A medida que corres a lo que, anhelas, sea el Este, imágenes van y vienen. Aquellos monos de
anoche te persiguen como si de venganza se tratase. Parecen volar entre las lianas, las ramas, el
viento. Este último parece fundirse con tu piel, puedes sentirlo entrar por la boca y negarse a salir.
Empiezas a escuchar los latidos de tu corazón que se aceleran a cada paso, a cada imagen, a cada
recuerdo.

Después de incontables horas corriendo, te detienes súbitamente, vislumbras entre las hojas de un
molle, lo que parece ser un río. Tu mente recuerda la esencia de tu humanidad y te desplomas.
Cuántas horas corriste, cuánto tiempo evitaste sentir los latidos de un corazón que ruega por reducir
la velocidad con la que bombea sangre, nadie lo sabe. Cómo no haberlo adivinado antes, nunca
fuiste el mejor para afrontar los problemas.

Entonces, tu subconsciente lo recuerda. Ya habías hecho un cambio. Un par de años atrás, un grupo,
conformado por 3 hombres y un par de mujeres, se apareció en tu oficina. Eres el jefe departamental,

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aunque no lo querías, estabas obligado a atenderlos. Querías escapar, como ahora, correr.
Presentías que aquel grupo no podía representar nada bueno y tenías razón. Los lugareños los
llamaban llunkus por su oficio de loteadores. ¿Podría llamársele un oficio, realmente? Te
preguntabas. Son como cuervos que rondan encima tuyo a la espera del menor infortunio que te
suceda para bajar y arrancarte los ojos. Tuviste la suerte de expresar tus pensamientos dentro de tu
cabeza y no fuera de tu boca, pues los seres que entraron a tu oficina aquel día, se hubieran vuelto
esos cuervos temidos frente a ti.

- Ingeniero Coca, que maravilla verlo a tan altas horas de la noche.

Percibes un tono pedante y burlesco en la voz de aquella mujer que habla por el grupo. Talvez lo
sientes así porque el reloj ni siquiera ha marcado las seis de la tarde.

- Un gusto igualmente, ¿Cómo los puedo ayudar? – disimulas la angustia con una voz afable.

- No se haga al tonto, ingeniero. Usted sabe por qué estamos aquí.

Ya no hay forma de disimular. Tu aliento se vuelve presa de tu desesperación. Frunces las cejas y
buscas explicaciones con la mirada.

- Ya hemos hablado con el centro nacional antes, no tiene de que preocuparse. Más bien, le envía
esto.

La otra mujer, cuya piel canela reluce con la lámpara de la oficina, le entrega un papel doblado y
desgajado a tu interlocutora. Esta, a su vez, te lo entrega. Te niegas a leerlo. Sabes lo que dice, no
vale la pena siquiera ojear al mensaje con tinta indeleble que durante tantos años trabajando en ese
lugar infernal, en el que solo unas cuantas almas solían pasar, habías rogado a los cielos, no recibir.
Era claro, no había mucho por hacer, o ¿talvez sí? De una u otra forma, la putrefacción de aquel
sistema de legalidad y formalidades, seguiría su curso. Contigo o sin ti. Incluso, no sería problema
para aquellos monstruos, limpiar sus huellas y limpiar rastro de tu existir. Un paraje de la madre Flora
pagaría las consecuencias de tu escape, de tu facilidad para huir, rehuir. Aún sin tener alternativa,
dentro tuyo lo sabes, eres parte de esa putrefacción.

Estrechan manos, estrechan billetes. Caes en cuenta de que la razón de ser de aquellos hombres
que no participaron en la plática, no era solamente la de asustarte, sino la de desaparecerte si fuera
necesario. Así como el respirar de doña Adelina había desaparecido en una centésima de segundo
y tú, otra vez, no lograste hacer nada para impedirlo. Estabas durmiendo. Quizás como lo haces en
este momento. Quizás como lo hacías cuando recibiste ese soborno. Te negabas a ver la realidad.

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100 polvorines me picaron en mi viaje mental, te dices al despertar. Tu desvanecimiento debió haber
durado un par de horas, como máximo. El sol seguía en lo alto y agradecías a las hormigas que
estaban encima de tuyo, el picarte. Porque el dolor y la picazón te recordaban que estabas vivo.

Debes continuar. Tu objetivo es llegar a la comunidad. Estando ya en el Mamoré, seguramente será


más fácil llegar allá. Recuerdas las palabras de doña Adelina, tienes que rodear el Río. No sabes
hacia qué lado y no piensas arriesgarte a caminar por el lado incorrecto.

Acercándote más hacia la orilla del Río, y no muy lejos de tu ubicación, ves a un pescador lánguido
y canoso. Se encontraba acompañado de una caña de pescar y su balsa. Deberás confiar en tu
intuición para saber si podrías confiar en ese hombre.

Si este hombre decaído es malo, yo debo ser el jefe de los desgraciados, te dices. Bajo esa lógica
te acercas al hombre sin que este se percate de tu existencia. Está tan concentrado en pescar que,
si brotarán ramas de un Olivo bajo suyo, que lo sujetaran y arrastraran a lo más profundo del bosque,
como casi hacen contigo, este hombre solo se daría cuenta cuando su caña de metal se oxide.
¿Cuándo habrá sido la última vez que este pobre hombre comió?, te preguntas. ¿La natura no le
brindó la misma suerte en vida que a la señora Adelina? Quizás lo haga en la muerte.

- Buenos días – dices suavemente tratando de no asustarlo. No sirve de nada.

- ¡¿Qué?! – grita el hombre – Ya les dije que me dejen en paz, solo estoy tratando de llevar el
almuerzo para mi familia. Déjenme tranquilo, por favor.

Se eriza tu piel con su respuesta. No sabes qué decir, por dónde empezar.

- Perdóneme la imprudencia, señor. No era mi intención asustarlo de esa manera. Me llamo Alberto
Coca, trabajo en el departamento de control forestal de la ciudad. Estoy aquí para regular algunos
malentendidos. No le haré nada, se lo prometo.

El hombre te mira directamente a los ojos durante algunos segundos y finalmente suelta su caña.

- Disculpe mi reacción, ayer tuve un altercado con unos hombres que me amenazaron con mandarme
a callar si es que le contaba a alguien sobre sus motosierras y máquinas pesadas con las que fueron
destruyendo este bosque. Este solía ser un lugar con mucha más vegetación. La poca que queda
solo le da un toque de lenta decoloración. De hecho, creo que no debería estarle contando esto…

- No, al contrario, si hay alguien que puede hacer algo al respecto, soy yo. ¿Usted pertenece a alguna
comunidad?

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- Sí, soy parte de la comunidad de los Yukis. Si gusta, puedo llevarlo a mi comuna y mostrarle que
esta no es la única zona afectada por la presencia de esos salvajes.

Estrechas su mano en señal de agradecimiento. Ambos se suben a la pequeña balsa que se


tambalea inquietamente mientras tratas de acomodar tus pies y rezar por tu vida. No sabes nadar.

Mientras te subes a la balsa, ves algo raro a la distancia. Hay una embarcación que parece llevar
consigo turriles de diésel. Sabes muy bien para que son. Prefieres hacer de la vista gorda y no
comentarlo con el señor.

El verdadero viaje ha dado inicio. Decidido de no narrar la situación al hombre por miedo a compartir
los secretos de la corrupta naturaleza humana que, tarde o temprano, lo condenarán a su perdición
y a la de sus seres queridos. No hay sentido en arriesgar otra vida más, te dices. Es justo por eso
que el silencio vuelve a hacer su aparición. Esta vez sin dejar rastro alguno de las historias que se
asoman por tu paladar. El chillido de los monos que te siguieron horas antes, vuelven a tu mente. La
balsa parece ir tan lento que solo te queda esperar, soñar y alucinar con los bufeos que emergen a
tu alrededor. Aquellas criaturas mágicas de un color brillante que te demuestran que vale la pena
pelear por la madre Flora. Pues, al final, si dejas que todo ocurra sin tu intervención, estos animalitos
probablemente serían vendidos, expulsados de su hábitat natural para vivir en la alberca de algún
burgués. Asimismo, los árboles que caerían le quitarían al humano lo único que lo mantiene cuerdo:
el amor por la vida. Por una vida que no expresa palabras, pero expresa gratitud, decorando,
purificando nuestro aire, aun cuando cada día nos deshacemos de la vida. De su vida. De la madre
Flora.

- ¿Qué sería de este mundo sin el verdor que inunda estos bosques? Dices en voz alta. ¿Cómo
viviríamos? Le preguntas al dueño de la balsa.

El hombre te mira con cierto júbilo. Como si se hubiera preparado toda la vida para responder a la
pregunta.

- Una vez, según nuestra mitología, nació un niño conectado, por el cordón umbilical, con una rosa.
Una muy hermosa y fragante. Talvez demasiado, porque el niño creció bajo la sombra de su propia
rosa, bajo el peso de sentir que era nadie sin su flor. Él quería, sentía, anhelaba ser alguien
desprendido de tal maravilla antinatural. Las personas que lo conocían lo llamaban "mitä poty", que
traducido del guaraní, quiere decir "Niño Flor". Nunca nadie se había preocupado siquiera en saber
su verdadero nombre. Cansado de esto, decidió cortar la raíz que unía a ambos seres. No fue hasta
los 17 años que tuvo el coraje de hacerlo. Su abdomen distendido por las raíces de la rosa, empezó
a enfriarse en el momento en que lo hizo. A medida que la Rosa iba cayendo, se iba volviendo ceniza
y cuando llegó finalmente al suelo, ya no había rastro de su existencia. El jovenzuelo ya no podía

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respirar. Sintió cada órgano de su cuerpo estallar en sintonía con el desaparecer de la Rosa. Cayó,
arrodillado, arrepentido y su cuerpo tomó el color del azabache para después hundirse junto a su
humanidad.

El hombre que hablaba mientras remaba, dejó de hacer ambas cosas, se levantó, causando el
movimiento brusco de las tablas que conformaban la balsa, e irguiéndose miró al horizonte.

- Sin ella, nosotros no vivimos. Pero ella puede vivir sin nosotros. - susurra.

Levántese, te dice. Hubieras preferido seguir sentado, pero te levantas por curiosidad y miedo de lo
que podría pasar si no lo haces. El hombre te señala una parte del bosque. Escudriñando entre los
árboles con la mirada, logras encontrar lo que te señala: un jaguar. Un felino de radiante pelaje. Este
yacía inerte bajo un tronco largo y pesado. Lo suficiente como para acabar con la vida de aquel
animal. ¿Será el único que tiene que pagar por lo que hacemos?, te preguntas. Te indignas.

De pronto, ves salir a los asesinos de entre los arbustos, son los mismos hombres corpulentos que
cargaban consigo sus armas de destrucción. Probablemente, la muerte de aquel jaguar no estaba
dentro de sus planes. Eso tampoco causó que les importara más la situación. Sacan sus celulares y
se toman una foto con el animal muerto, como si de un trofeo se tratase.

Los ojos del pescador a tu lado se cristalizaron. La misma tormenta que habías vivido ayer talvez
volvería en forma de lágrimas que derramarían sus ojos, anticipando una nueva desgracia.

- Los Yukis estaremos como ese jaguar si no nos ayuda señor funcionario. Hay un hombre
llamado Huáscar que nos ofreció algunos cientos de dólares para llevarse la madera de nuestra
zona. A ustedes no les sirve de nada, nos dijo. Mejor se libran de ellos y hasta sembradíos pueden
hacer, le dijo al líder de mi comunidad. La crisis de mi pueblo causó que aceptáramos tal ofrecimiento.
Al inicio no había problema alguno. Pero, con el pasar del tiempo, más extranjeros fueron
apareciendo. Más extraños que se quedaban con nuestras mujeres, adoctrinaban a nuestros niños
y donde antes teníamos nuestros árboles, ahora hay sembradíos de coca que ni siquiera nos
pertenecen.

Sientes mucho pesar por lo ocurrido, sin embargo, no hay mucho que puedas decirle. Aun con todo
lo vivido hasta el momento, solo eres uno contra la tempestad que se avecina. Solamente asientes
con la cabeza en señal de recepción. Escapas de la mirada de aquel pescador que, con seguridad,
guarda sus últimas esperanzas en ti.

- Ya llegamos - grita el hombre - Estamos en la comunidad Yuki.

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Levantas la mirada y alcanzas a ver las cabañas elevadas, típicas en aquella zona del Trópico. Ves
las mallas mosquiteras que te hubieran servido bastante ayer mientras dormías. Los pobladores, a
comparación de como los imaginaste después de lo que te contó aquel hombre, lucían bastante
tranquilos. Los más pequeños dando vueltas en la fuente que tenían a modo de plaza, cuya vertiente
albergaba a los lugareños que parecían discutir alegremente algún asunto irrelevante.

Para nada. Están hablando sobre los extranjeros, sobre sus motosierras, sobre los árboles que
desaparecen, sus troncos que se venden y las migajas que quedan de aquel hermoso bosque en el
que las familias tenían la libertad de perderse, de disfrutar de la natura, conectar con la madre Flora.

Lo primero que haces al bajar de la balsa es pedirle al pescador que te introduzca en la comunidad,
que te lleve a dialogar con aquellos pobladores. Eso hace.

- Ya no podemos seguir así. Están robándonos descaradamente – dice uno de los lugareños

- Concuerdo compañero, pero están armados, son más armas que pobladores. Nos van a diezmar
y no va a quedar nada de los Yuki. – menciona otro

- Aunque nos maten, algo tenemos que hacer. Esos infelices lucran con nuestra protectora,
deforestan nuestro bosque y nos dejan sus mugrientas fábricas de cocaína. Están corrompiendo
nuestro legado.

Escuchar aquello te da coraje, decides intervenir en la conversación.

- Hay que afrontarlos. Consíganme un teléfono y ahora mismo marco a la alcaldía, los medios y al
presidente si hace falta.

Recuerdas que debían introducirte al grupo primero, no saben quién eres y te creen demente.

Las cosas se dan con naturalidad. De manera sorpresiva, alguien consigue un teléfono viejo, pero
que tiene señal. Haces unas cuantas llamadas. Empiezas con tu jefe, le presentas tu renuncia verbal.
Llamas a los medios y, de haber tenido el número del Palacio Quemado, hubieras llamado.

La cita ya está concordada, todos vienen en tu búsqueda. Una chispa de esperanza se enciende en
tu interior. Ya no le temes a nada. Deberías.

En ese instante se escuchan carcajadas de hombres que al aparecer entre los árboles tienen el
aspecto de haber tomado galones de chicha mientras pecaban contra la madre Flora. Los reconoces.
Son los mismos hombres que te mostró doña Adelina antes. Esta vez están acompañados de un

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hombre que se destaca por la carencia de músculos, una barba desaliñada y un perfil desaseado.
Es Huáscar.

No debían ser más de 7 u 8 hombres, pero verlos en grupo te recordó la tarde en que cediste ante
la creciente e incesante corrupción que rodea aquel bosque. Aquel que, por culpa tuya, por culpa
humana, iba perdiendo su luz, iba tornándose oscuro como tu ser, como tu conciencia.

- Esta vez no será igual – dices en tu interior – sé que puedo redimir mis acciones.

Empiezas a caminar con paso fuerte en dirección hacia los hombres, recién salidos del bosque. Casi
a sabiendas de lo mal que podría salir aquel plan, los pobladores de la comunidad Yuki te siguen.
Hombres, mujeres, ancianos marchan detrás de ti mientras los niños corren a las casas aledañas a
llamar a los vecinos para unirse a tu andar. Los gigantes con motosierra se percatan de tu
atrevimiento, van a tu encuentro.

A cada paso que das, sientes un nudo en tu garganta, tu corazón tratando de escapar por donde
puede y los mosquitos que llevas encima que cubren la última capa de piel descubierta que tenía tu
cuerpo.

Faltando un par de pasos, ambos bandos se detienen. Estando frente a los hombres, te das la vuelta
y ves un tumulto de pobladores ya presentes y muchos más que seguían acudiendo a la riña. Quizás
aquellos esbirros del dinero sucio, no pensaron que sería tanta gente, no pensaron en que sus
motosierras se verían infinitamente pequeñas ante el poder de un pueblo unido, quizás simplemente
no tenían cerebro para pensar. A lo lejos, Huáscar, que observaba lo que ocurría sin inmutarse, silba
con los dedos dentro de la boca. Un silbido agudo dirigido a sus hombres en señal de retirada. Solo
te observa, sabe quién eres, sabe dónde está tu camioneta, después de todo, fue el causante de tu
llegada.

El pueblo Yuki está asombrado. Al contrario de lo que sientes en ese momento, ellos se desviven en
abrazar sus árboles. Corren hasta el bosque y le gritan a la Pachamama que su libertad ha vuelto,
que los pulmones del mundo pueden volver a estar tranquilos.

En la velocidad del tiempo encuentras preocupación. Quizás para ellos fuiste como un milagro que
emergió del Mamoré, trayendo consigo esperanza y paz para sus tierras. Dentro tuyo sabes que la
codicia no es tan fácil de arrancar y menos de una zona tropical. Sabes perfectamente que no es el
final. Si no es en este lugar, será en otro, te dices. ¿A qué ambientalista llamará el destino para ese
otro paraje?, ¿qué otro hombre tendrá la misma suerte que tuve para recorrer con vida este bosque?
Este bosque, te dices…

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Fernando Pinto Villarroel

Aquel producto del amor incesante con el que la madre Flora alimenta a sus hijos, entrega su
fragilidad con el fin de serle útil a la humanidad. Ese bosque que ahora irradia luz infinita… Sabes
que pronto se volverá finita.

Pasan unas cuantas horas y no encuentras consuelo para tu miedo, tu ansiedad. En la primera charla
que tuviste con los Yukis, habías encontrado algo sobre lo cual dialogar. Unos monstruos en común
de los que, sin duda alguna, podían despotricar cientos de horas. Al menos eso pensabas. El ritmo
de los segundos, de las horas sentado pasivamente en la orilla de aquella fuente, eje central del
pequeño pueblo, te hicieron caer en cuenta sobre sus diferencias. Tus diferencias.

¿Realmente puedo llamarme “amante de la naturaleza”?, te decías. Al final, llegabas a la conclusión


de tu hipocresía citadina. Te regañabas con una pregunta para la cual no encontrabas respuesta.
¿Se podrá hacer un cambio sin saber, exactamente, qué defender? La complejidad del bosque te
asombró a cada paso que diste, pero, para amar algo, primero hay que conocerlo. Por lo menos
aprendiste que, hasta antes de llegar, no conocías el bosque, su complejidad. Pero ellos sí. Aquella
comunidad llena de gente fascinante realmente amaba la naturaleza, a la madre Flora. Pues, desde
sus cimientos, los ha mantenido aquí, vivos, en medio de lo que parecer ser la nada y a la vez lo es
todo. Talvez sus ideales sean verdaderamente incorruptibles, o quizás no. Talvez, simplemente, los
tuyos eran más teóricos y los de ellos prácticos.

Lo poco práctico en aquel momento eran los segundos que se escurrían de tus dedos mientras
esperabas tu rescate. El calor empieza a sofocarte, la ropa parece cada vez más pesada, tu sudor
se convierte en un llamado para los mosquitos, así como un foco lo es para las moscas.

El pescador que te había traído, te despierta de tu filosofar. Hubieras preferido, como siempre,
quedarte en tu propia luna…

- ¿Cuándo será que vienen los medios o el presidente? - se burla el hombre. ¿Cuál llegará primero?

- En cualquier momento vendrán.

- ¿Y qué harán cuando lleguen?, los monstruos ya no están, seguramente tomaron sus previsiones.
Aun si los medios o el gobierno se aparecieran, ¿Cuántos letreros pondrán?

En ese momento, en aquel tono sarcástico de voz, tomas noción de los hechos. El hombre al que no
habías querido informar sobre la situación para no asustarlo, ahora te estaba asustando a ti. Es muy
posible que él haya estado más informado que tú. Y así era. No es la primera vez que tratan de pedir
auxilio, te confesó luego el pescador. Al parecer, de vez en cuando, logran comunicarse con el
exterior, con familiares que emigraron, turistas que llegaron o mediante votaciones para cargos

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gubernamentales. Lo comprendes. Los habías juzgado muy pronto. Supusiste que, por vivir en aquel
lugar, eran seres incomprendidos, asociales, que por no tener en su mundo el lujo de una pantalla
plana, no tendrían ningún medio de comunicación con el exterior. El universo no juega sus cartas a
tu favor.

- Años que llevamos intentando, joven. Solo unas cuantas veces nos han contestado las llamadas.
Otras veces nos dicen que es “legal” que existan malagradecidos con la madre Flora, que quieran
quitarle sus raíces, sus enredaderas y los bosques que rodean al mundo, lo abrigan. Le hemos
rogado a nuestra Pachamama que se manifieste y ella tampoco ha respondido. Debe creer que, aun
si se manifiesta, las sórdidas intenciones de los hombres, ya no tienen corrección.

Ahora solo te quedaba ver el Río pues, con suerte, el agua que pasa por él, podría apaciguar tu
tristeza. No lo logra. Emerge una tormenta en tus ojos, sabes muy bien que, probablemente, no
puedas salir de allí. El universo se niega a escucharte, a tomarte en serio. Como podría después de
aquella tarde en la que hiciste un cambio. Pero uno que no le agradó a la madre Flora. Cuántas
personas habrán tenido que pagar por tu corrupta naturaleza, por tu humanidad.

A los pocos días más tarde, después del incidente en tu oficina, lo leíste en un periódico. Loteadores
prenden fuego a la Chiquitania. Familias enteras perdían sus ganados, sus casas, sus vidas. Árboles
que, para los hombres con los que lidias ahora se hubieran traducido en grandes riquezas, eran
quemados por considerarse prescindibles para otros monstruos. Al final, su trabajo se reducía al
mismo que el de Huáscar. Con la única diferencia, talvez, de que este último lucraba hasta con los
árboles, en lugar de reducirlos a cenizas.

Te sentías terrible. Tú, que estudiaste a la naturaleza y como gestionar el medio ambiente y sus
recursos, no eras capaz de gestionar tu propia existencia. ¿Qué hice ahora?, te cuestionabas en
aquel momento. Sabías que algún día podría suceder algo así, finalmente, era cuestión de tiempo
antes de que alguien quisiera corromper al jefe del departamento. Al ingeniero Coca. El papel que
te alcanzaron esa vez, eran órdenes de alguien con más poder que tú. No podrías haber hecho nada.
Incluso si fuiste al lugar, tratando de ayudar, sabías que no podías ofrecerle ayuda a nadie más que
a tu ego, que te pedía a gritos calmes la culpa que te carcomía.

Sin embargo, al ver el Mamoré, te percatas, ya no se trata de tu ego, en esta ocasión no hay una
nota de un superior que te pida hacer de la vista gorda, dejar que un tren de ruidosa putrefacción
siga su marcha. Te levantas, abandonas la fuente con rumbo a lo desconocido. Con el único detalle
de que ese desconocido se llamaba Huáscar.

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La luna comienza a surcar los cielos. El pescador ve cómo te alejas y adentras, nuevamente, en el
bosque. Ya se volvió loco, susurró este. Lo debiste ofender con lo de los letreros, le dice otro
poblador.

Tu corazón se habitúa de nuevo a la abrupta inmersión en el Bosque. Tus latidos aumentan su paso
gradualmente, imaginando que podrían existir jaguares que estén vivos y que les encantaría toparse
con su cena andante. Aun así, no dejas que el miedo te gane, te sigues adentrando entre los árboles.
No debe estar muy lejos, dices. Con suerte, lo encontraré antes del completo anochecer. Dicho esto,
procedes a invocar a toda entidad presente en los astros para pedirles que no escuchen tu petición
de suerte, le pides al universo que no te escuche. Tu psicología inversa parece funcionar. El universo
se da el lujo de escucharte entre las infinitas voces que gritan ansiosos por su interferir en el rumbo
de tu historia. Después de ver a tu enemigo bajo la menguante luz de la luna, tomando un whisky
tranquilamente mientras sus esbirros lo veían con furia, no sabes si agradecer o no al universo.
Quizás no fue la mejor decisión venir, te repites, esperando que los hombres no te vean todavía.

Te ocultas detrás de un árbol cercano y escuchas la plática de aquellos hombres.

- Era nuestra última oportunidad, Huáscar. El patrón nos advirtió que no quería ni una queja más.
Nos dijo que no iba a poder sobornar a los medios mucho más tiempo y vienes tú, tonto como
siempre, queriendo amedrentar a una vieja. ¡¿Y para qué?!, solo conseguiste que otro payaso se
uniera al rodeo.

Huáscar le da un sorbo largo a su botella de Whisky, como queriéndose ahogar en ella. Él se


encontraba sentado plácidamente en un silloncito hecho con piel de jaguar, a comparación de sus
compañeros, que toman cada vez más la posición de socios y no de subordinados.

- Se llamaba Adelina y era mi madre…

El silencio cunde por el Bosque. En este instante, en que el Bosque duerme, te hacen falta los
pajarillos silbando, los monos columpiándose encima tuyo, incluso la lluvia de ayer es víctima de tu
añoranza. En realidad, todo lo es. Cualquiera de esas cosas hubiese sido útil para alivianar el golpe
emocional que acabas de recibir. Deseas jamás haber escuchado tal afirmación.

- Ella negaba mi existir. Desde que comprendió de donde sacaba el dinero que le daba para su
aventura en este Bosque, no volvió a dirigirme la palabra. La última vez que hablamos me dijo que
yo solito iba a pagar las consecuencias de mi oficio como loteador. No es un verdadero oficio, me
repetía ella. Talvez por la edad se le olvidó que, como seres vivos, tenemos que alimentarnos si
deseamos sobrevivir. ¿Qué habrá pensado cuando me contó con lujo de detalles su plan de venir a
vivir a este lugar? ¿Realmente habrá creído que el alimento caía mágicamente de los árboles, que

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los animales terminarían de poner los ladrillos restantes de su casa? Es muy probable. Después de
la muerte de mi padre, yo la mantuve, ¡yo!... Me pagó con amenazas y desprecio. Hasta que un día
me volvió a hablar. Me pidió que retirará unos árboles de una zona en la que planeaba cultivar sus
verduras. Ese día me vio la cara de tonto, aprovechó para llamar a ese desdichado funcionario y
tratar de acabar con mis negocios. Ahora que no la encuentro, qué me queda…

Se te hace un nudo en la garganta. Se te olvida como respirar. La sangre te hierve al escucharlo


hablar, pero algo no te termina de convencer… Quizá solo esté tratando de darle pena a sus esbirros
para que no lo echen del negocio, supones.

En un pestañear, ves emerger de las sombras un par de manos equipadas con una bolsa de plástico
que envuelven el cuello de Huáscar. Envuelven la vida de aquel hijo que perdió la predilección de su
madre por atentar contra la Madre Flora. La botella de Whisky cae, se desparrama. Los ojos de aquel
hombre que, a lo que creías, trataba de dar pena, empiezan a perder el color de sus pupilas, su
aspecto malogrado se hunde con el violáceo de su piel. Sin importar si el fin justificaba sus acciones,
la realidad es que su corrupto proceder le estaba cobrando caro. Las manos batallaron largos
minutos con él mientras sus compañeros solo observaban el suceso con los brazos cruzados, las
cejas fruncidas y los ojos perdidos en la eterna oscuridad de la noche para disimular su culpa. Una
culpa compartida. Culpa que tú también tenías. Estabas observándolo todo, pero aun si hubieses
querido actuar, no hubieses podido… Era tarde, la sentencia de Huáscar fue ejecutada.

Mientras cae el cuerpo a fundirse y perderse con la hierba abundante de aquel lugar, las manos del
homicida avanzan en la oscuridad para tomar el pulso del caído. Al hacerlo, el claro de la Luna revela
su rostro. El rostro del asesino. El rostro que te lleva dando pesadillas desde aquella tarde en la que
el remordimiento se hizo parte de tu respirar, algo que, evidentemente, Huáscar ya no podría hacer
jamás.

La mano que había mandado a comprar tu silencio aquella vez, mediante un pedazo de papel, se
hace presente. La única persona de la que te llevas cuidando desde hace años. Tu jefa, Estela. La
directora nacional del centro de control forestal.

Ya no puedes con tantas subidas y bajadas. Necesitas un respiro. Necesitas salir corriendo.
Lamentablemente, tu cuerpo todavía está en shock, no puedes moverte.

- Tropa de inútiles, opas. Yo tengo que estar viniendo a hacer el trabajo que ustedes no pueden
hacer. Ya tenemos suficiente con el metiche, ese que volvió a llamar a los medios. Si esta vez se
aparecen, estaremos fritos. Si yo caigo, los haré caer conmigo. En lugar de verme, pónganse a
laburar. ¡A trabajar!

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Era fácil deducir, con toda seguridad, que Estela no sabía de tu presencia como el “metiche”. Quizás
sea mejor así, te dices. ¿Qué pasaría si se entera de que es su esposo quien se entrometió en sus
planes de deforestar aquel bosque, de lucrar con el sufrir de la Pachamama y del daño irreparable
que le haría al medio ambiente? Lo único que sabes es lo que pasará si te quedas en ese sitio.

Tomas una bocanada de aire fresco, acompañado del dulce aroma de los claveles, que te darán el
coraje necesario para arrancar las raíces de tus pies en ese suelo hecho barro por las lluvias. Al
primer paso que das, una rama se parte. Te detienes un segundo, pero te da igual, continuas con el
plan de escape.

Debe rondar la media noche cuando llegas, finalmente, al pueblo. Ves un grupo de lugareños
armados con palos y piedras a punto de atacarte. El pescador aparece para prevenirlo. La comunidad
se puso tan paranoica cuando saliste en busca de Huáscar. Pensaron que lo traerías de vuelta.
¿Cómo explicarles lo que acababas de ver? Un hombre cargado de culpabilidad, miedo y la
penumbra del Bosque que solo favoreció a su atacante para acabar con su anhelo, con su vida.

Por más que lo intentas, las palabras no salen de tu boca, los pobladores tampoco parecen tener
ganas de escucharte, simplemente se retiran a vigilar otras zonas. La imagen de tu esposa
arremetiendo contra ese esclavo de su remordimiento, de su sentir, de su amar. Amó a su madre
como para no dejarla morir por sus ideales inalcanzables, pero al mismo tiempo, él murió por sus
ideales corruptibles. Buscó enriquecerse a costa de la madre Flora. ¿Qué acaso no es lo que todo
humano hace en algún punto?, te preguntas. No tiene comparación, te respondes. Su trabajo no
honraba al recuerdo que tienes de doña Adelina. Por fin lo entiendes, comprendes el porqué de su
fácil conexión contigo. Talvez compartían ideales, talvez ambos amaban lo suficiente a la madre
Flora.

Caminas por el centro del pueblo, mientras que el pescador, que te ayudó a no ser masacrado
minutos atrás, te observa como distracción para su pesar. Puede que no hayas podido expresarle
con palabras lo que viste u oíste, pero él sabe muy bien, por las facciones de tu rostro, lo ocurrido.
Se acerca lentamente y va caminando junto a ti.

- En este Bosque - te dice - no hay más historias que las que están talladas en las hojas de los
molles. Historias que narran la vivencia de millones de otros humanos capaces de defender a la
Pachamama, luchar para que su brillo sea eterno. Mismo brillo que tiene el Mamoré cuando lo ves
de cerca. Brillo en el que tú estás incluido.

Aprovechas la cercanía con el Río y lo ves. Ves al hombre que, desde aquella tarde, tanto tiempo
llevas queriendo ver. Un hombre que está haciendo un cambio, así sea un paso a la vez.

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- Y no importa cuánto se esfuerce el universo por ver que sus estrellas te caigan como meteoritos a
corromper lo que haces, quien eres. La madre Flora sabe cuánto la amas. Sabe cuánto arriesgas
por ella. Si no fuera así, ¿por qué vienes solo al bosque?, ¿Por qué le pondrías gasolina al auto si
realmente no hubieses querido estar aquí?, porque, aunque sea tu trabajo, sigue siendo tu elección
amarla, siempre lo ha sido. Por eso estás aquí.

Finalmente lo entiendes todo. Entiendes, al fin, que tú elegiste amar a la naturaleza, hacer de ella tu
vocación, entregar tu vida a su cuidado. Entiendes también por qué nunca tuviste el coraje de
separarte de Estela. Sin ella, no hubiera habido quién te recuerde, que eras humano, que podías
corromperte. Aunque, de todas formas, lo hiciste.

Piensas en ella, Estela. ¿Qué acaso su amor por la naturaleza no los había unido la primera vez?,
¿Cómo pudo ceder ante la putrefacción que causaba el valor económico de aquellos robles? Nunca
habían estado necesitados de riquezas, al menos eso pensabas. Recuerdas cuando fue ascendida
a directora nacional. Te sentías feliz y orgulloso de saber que juntos estaban haciendo lo correcto.
Quizás, al inicio, sí lo estaban haciendo. Es mejor no reflexionar en lo que pudo pasar para que su
historia de amor por la Pachamama, acabara de esa forma.

Ni los medios ni el apoyo del gobierno se manifiestan y, posiblemente, no lo harán. Prefieres no


desesperarte, finalmente, qué más tienes por perder. Los Yukis te ofrecen una cabaña para dormir.
Después de lo vivido, no hay cavilación en tu respuesta. ¡Con mucho gusto!, respondes.

El pescador te da una malla para los mosquitos. Le agradeces y te despides de él, no sin antes
agradecerle la reflexión que te regaló. Esperas un poco para acostarte, a pesar de que deben ser
las tres de la mañana. Estás muriendo de sueño, pero el impacto que te causó lo que viste te hará
luchar fervientemente por cerrar los ojos. Para cuando lo hagas, Estela, ya se habrá ido del lugar,
no sin antes dejarle órdenes claras a sus secuaces. Talvez el universo podría haberle advertido
sobre la presencia de su marido en el poblado. No lo hizo.

El recuerdo de aquella viejecita que te acompañó un solo día, del pescador que te trajo hasta aquel
poblado e incluso el recuerdo de Huáscar, quedarán eternamente en tu memoria. En las memorias
del Ingeniero Alberto Coca.

Un hombre, también esclavo de su remordimiento, capaz de escapar de su putrefacción. Capaz de


seguir un camino en el que sus pensamientos condenados a la inmundicia serán vencidos por el
amor a su madre Flora, al infinito de la Pachamama. Solo él sabía cuánto le hubiese gustado cambiar
a las personas, enseñarles a ser uno con el Bosque y un todo con el viento.

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Es ese último el que causará que las hojas de un cedro cercano se transformen en una ráfaga de
espinas que ingresen por su pecho mientras duerme, rasgando y quemando hasta lo más profundo
de su ser, de sus anhelos. Llevándose, con el cantar madrugador de los pájaros, tu cuerpo y la
cabaña en la que dormías, pero jamás tus ideales. Algo que los loteadores que corrían para no dejar
huellas, nunca tendrán, pues la sábana de corrupción que recubre sus ojos los llevó a deshacerse
cobardemente de aquello que no pudieron tener. Creando fuego suficiente, mientras la luna y la
somnolencia hacían de las suyas, para esfumar todo rastro de amor, todo rastro de historias en las
hojas de los molles. Y aun si la llama se extingue rápidamente a causa de las constantes lluvias, si
las cenizas recubren una y mil veces el Mamoré, siempre existirá forma alguna de reavivar,
nuevamente, un Bosque Negro.

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