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SAN AGUSTÍN

2 EL PROBLEMA DE LA RELACIÓN FE- RAZÓN EN SAN AGUSTÍN

Uno de los temas más característicos de la filosofía de esta época y también del pensamiento medieval
posterior son las relaciones entre fe y razón. Las Sagradas Escrituras muestran un saber que no es descubierto o
deducido por el hombre, sino revelado por una entidad superior. La aceptación de las mismas se considera un
acto de fe, es decir, no dependen de un ejercicio racional que conduzca a su adhesión, sino de un sentimiento
que lleva a concebirse como verdaderas. La teología será la encargada de transmitir e interpretar los textos
bíblicos, diferenciándose de la filosofía y su uso de la razón para alcanzar el conocimiento. Con el cristianismo
comenzaba la problematización sobre la relación existente entre ambas disciplinas, consideradas como
elementos completamente distintos. La posición más común consistió en defender la prioridad de la fe sobre la
razón de modo que, si hubiese un conflicto entre ambas, se aceptara la verdad revelada. La teología será
considerada como un saber superior capaz de corregir y evitar los errores de la razón. Este planteamiento,
como se verá, repercutirá notablemente en el terreno ético y político, no sólo entre los Padres de la Iglesia si no
también en la época medieval.

San Agustín defendía esta prioridad de la fe sobre la razón aunque no las considera como irreconciliables:
creer para entender y entender para creer. Esto quiere decir que la fe y la razón no se excluyen mutuamente,
sino que se necesitan. Las Escrituras nos muestran unas verdades reveladas que constituyen el punto de
partida del conocimiento. Pero a su vez es necesario comprenderlas, es decir, utilizar la razón para entender lo
que nos trasmite el saber divino y poder creer lo que nos transmite. De este modo, la aceptación de la fe no es
un acto ciego, acrítico, sino acompañado de un ejercicio intelectual que quiere hacer comprensible las verdades
religiosas. Así, su filosofía es también una exégesis filosófica de la religión, sirviéndose, para ello, de los
conceptos centrales del platonismo.

3. EL PROBLEMA METAFÍSICO Y EL PROBLEMA DE DIOS

Desde un punto de vista metafísico, San Agustín defiende el dualismo ontológico que separa lo material de lo
espiritual. La influencia platónica y neoplatónica le permite identificar la idea de Bien con el concepto de Dios.
Las ideas representan la esencia o arquetipos de las cosas pero ahora se encuentran en la mente divina.

Entre los argumentos que ofrece para probar la existencia de Dios se encuentran los que, a partir del orden
observable en el mundo, concluyen la existencia de un ser supremo ordenador; los basados en el consenso, que
recalcan la universalidad de la creencia en dioses por parte de todos los pueblos conocidos; y la posibilidad de
hallar a Dios en el interior del ser humano.

Dios es el creador de todo cuanto existe y para poder explicar la creación, recurre a la teoría de las razones
seminales. No todos los seres han sido creados en acto desde el principio del mundo. En el momento de la
creación Dios depositó en la materia una especie de semillas, las razones seminales, que, en las
circunstancias necesarias, terminarían, dando lugar a la aparición de nuevos seres que se irían desarrollando
con posterioridad al momento de la creación.
En el acto de la creación Dios crea, pues, unos seres en acto y otros en potencia, como razones seminales, por
lo que todos los seres naturales habrían sido creados desde el principio del mundo, aunque no todos
existirían en acto desde el principio.

4. EL PROBLEMA DEL CONOCIMIENTO

Ante el desarrollo del escepticismo, San Agustín considerará fundamental la crítica del mismo. Los escépticos
niegan la posibilidad de alcanzar una verdad absoluta, ante cualquier hecho o afirmación sólo se puede
suspender el juicio. San Agustín lo replica con argumentos que influirá posteriormente en Descartes: no es
posible dudar de la propia existencia.

En ese conocimiento cierto que tiene la mente de sí misma y por sí misma, en la experiencia interior, asentará
San Agustín la validez del conocimiento. Así, no puedo dudar de la certeza de los principios del entendimiento,
como el principio de no contradicción; ni de la certeza de las verdades matemáticas. Tampoco puedo dudar de
la realidad exterior en la que vivo.

Ahora bien, hay que diferenciar entre el conocimiento sensible y el conocimiento racional. El conocimiento
racional, a su vez, se distingue en inferior y superior. El conocimiento sensible es el grado más bajo de
conocimiento y sólo genera en opinión, doxa, ya que trata sobre lo cambiante y, como decía Platón, no puede
haber ciencia de lo mutable. El conocimiento racional, en su actividad inferior, se dirige al conocimiento de lo
que hay de universal y necesario en lo sensible. A este tipo de conocimiento se puede llamar ciencia. El
conocimiento racional, en su actividad superior, es la auténtica sabiduría: el conocimiento de las verdades
universales y necesarias, las ideas, siguiendo a Platón. Hay, pues, una gradación del conocimiento, desde los
niveles más bajos, sensibles, hasta el nivel más elevado, lo inteligible, la idea. Pero las ideas se encuentran en la
mente de Dios y para conocerlas se precisa de la iluminación divina. San Agustín alude entonces al
recogimiento en uno mismo: es en el interior del ser humano donde es posible hallar a Dios. En ese sentido, el
acceso al verdadero conocimiento implica un acto de autotrascendencia gracias al cual se pasa de lo exterior
y sensible a lo espiritual. La iluminación es la guía o ayuda de Dios que marca el camino.

● EL SER HUMANO

El ser humano es un compuesto de cuerpo y alma. El alma es la parte más importante y el cuerpo es un mero
instrumento del alma. El alma asume las funciones cognoscitivas de las que la más importante será la realizada
por la razón superior, ya que tiene como objeto la sabiduría (y es en ella en donde se da la iluminación).
Además de las funciones propias de la inteligencia, le corresponden también las de la memoria y la voluntad.

El alma es inmortal, pero a diferencia de lo que ocurría en el platonismo no es eterna. Para explicar el origen
del alma, San Agustín oscila entre dos posiciones: el creacionismo y el generacionismo o traducionismo.
Según la primera, Dios crearía el alma con ocasión de cada nuevo nacimiento de un ser humano. Pero esto
plantea ciertos problemas en relación al pecado original. Según la otra teoría, el traducianismo, el alma se
transmitía de padres a hijos al ser generada por los padres, igual que éstos generan el cuerpo. Así se podría
explicar la transmisión del pecado original, pero plantearía el problema de la unidad y simplicidad del alma
individual.

● LA ÉTICA

Una de las cuestiones que ocupó la reflexión de San Agustín fue la de cómo explicar la existencia del mal en el
mundo. Si todo es creado por Dios y Dios es bueno, ¿por qué existe el mal?

Desde un punto de vista ontológico, físico, el mal no existe, es privación de ser. Dios representa la plenitud
ontológica y el resto de cosas creadas son diferentes de Dios y, por tanto, están privadas de algún aspecto
concreto. Con ello, se distancia de los maniqueos para quienes el mal era una fuerza en oposición al bien y, por
tanto, con existencia real.

Pero además del mal físico, se planteó la cuestión del mal moral. Igual que en los planteamientos de la filosofía
griega, la vida humana se orienta hacia un fin que es la felicidad. La felicidad consiste en la unión con Dios y
sólo es alcanzable tras la muerte. Para lograr esta felicidad, el hombre debe practicar la virtud (obrar bien).
Sin embargo, si Dios es bueno y el hombre está creado a su imagen y semejanza ¿por qué puede hacer el
mal?

San Agustín aborda esta cuestión desde la idea del libre albedrío. Dios ha otorgado el libre arbitrio al ser
humano para poder hacer el bien, para no pecar. En la medida en que es algo que nos ha dado Dios, es un
bien y si no fuera un bien, no procedería de Dios. El primer hombre, Adán, utilizó el libre albedrío con un
objetivo distinto a aquél por el cual nos fue dado. Es decir, usó el libre albedrío para pecar y no para hacer el
bien. Por eso es justo que Dios lo castigará.

Desde el pecado original, la voluntad humana está debilitada y tiene una inclinación hacia el mal. Para
explicar cómo el pecado se ha transmitido a toda la humanidad, San Agustín parece decantarse por la teoría
del traducianismo: el alma se engendra al nacer y el pecado pasa de padres a hijos.

Para poder salvarse y redimirse, el ser humano debe llevar a cabo una vida virtuosa y orientada por el amor a
Dios. Sin embargo, no sólo la virtud basta: es necesaria la gracia divina para lograr la salvación y la felicidad
ultraterrena. La salvación es algo que Dios nos concede y, en contra de lo que defendían otros grupos religiosos,
sin su ayuda no podrá obtenerse.

● LA POLÍTICA

La política estaría marcada por la distinción entre dos ciudades: la ciudad terrena y la ciudad celeste. Ambas
se fundan en el amor, la primera, por el amor de los individuos a sí mismos que les lleva al desprecio de los
demás. La segunda, por el amor de los individuos hacia los demás y hacia Dios y les lleva hasta el olvido de sí
mismos. Remontándose a la Biblia, la ciudad celeste desciende de Abel, mientras que la terrena, de Caín (algo
que también debe ser interpretado alegóricamente, pues, tras el diluvio universal, todos descienden de Noel
que a su vez descendía de Set). No hay que identificarlas tampoco con ninguna forma de Estado que se haya
dado históricamente, de hecho, los individuos de una y otra ciudad se encuentran mezclados y lo que
permite hablar de una u otra es el predominio de un tipo sobre el otro. A pesar de eso, San Agustín está
introduciendo aquí un elemento importante: el fin de la historia. Aunque ambas ciudades no sean ahora
separables, el día del Juicio Final se producirá la escisión y los miembros de la ciudad celeste podrán gozar de
la auténtica felicidad. Esta teoría muestra el cambio respecto a la concepción cíclica del tiempo, pues permite
establecer un principio y un fin. También proporciona un sentido a la historia, pues implica una visión de la
misma en la que todo ocurre por una razón y hacia un fin claro. Por último, nos permite vincularlo con el
planteamiento ético, pues la virtud, entendida como tendencia a lo espiritual, se practica entre los
componentes de la ciudad de Dios, mientras que la otra está gobernada por el pecado y la injusticia. Al igual
que en Platón, la ciudad perfecta, la ciudad justa y feliz, reclama la virtud ética. Y esa ciudad justa es la que se
funda en la fe cristiana, lo que muestra cómo el orden político perfecto necesita ajustarse a los preceptos
divinos. La justicia tiene que ver con la posición espiritual de sus miembros y el Estado verdaderamente justo
aspira a la reconciliación con Dios a través de la aceptación comunitaria de la doctrina cristiana. No hay una
separación entre sociedad política y religiosa y se observa la supremacía del poder espiritual sobre el
temporal (político).

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