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Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

DERECHO CONSTITUCIONAL II
Sesión introductoria. Los poderes del Estado
1. Separación de poderes y organización constitucional
2. La Jefatura del Estado: ¿forma de Estado o de Gobierno?

Lección 1. La Corona

Después de definir al estado como social y democrático de derecho, y de proclamar


que la soberanía nacional reside en el pueblo español, el artículo 1 de la CE completa
estos enunciados con la afirmación de que la monarquía parlamentaria es la forma
política del Estado. Ahora bien, la expresión monarquía parlamentaria hace referencia
a la articulación de poderes constituidos, esto es, a la forma de gobierno, y no a la
forma del estado, pese a que la forma de gobierno es una forma de estado y una forma
política, pero no es la forma de estado.

Las formas de gobierno vienen condicionadas por factores políticos decisivos, como
por ejemplo el sistema de partidos, de tal manera que el marco normativo de una
constitución puede variar considerablemente la forma de gobierno.

Además, hay que tener en cuenta que el artículo 1.3 de la CE (la forma política del
estado es una monarquía parlamentaria”, implica que se caracterice como ala forma de
gobierno, pero no se trata de una descripción completa de la misma, porque hay una
gran variedad de monarquías parlamentarias europeas.

FUNCIONES DEL REY

El articulo 56.1 (El Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia, arbitra y
modera el funcionamiento regular de las instituciones, asume la más alta representación del
Estado español en las relaciones internacionales, especialmente con las naciones de su
comunidad histórica, y ejerce las funciones que le atribuyen expresamente la Constitución y las
leyes) es la cabecera de todas las funciones relativas al rey.

Define su posición constitucional y sus funciones.

Que la constitución se refiera al rey como el jefe del estado significa que es un órgano
estatal, configurado por la propia constitución y, por ende, es uno de los órganos
constitucionales del Estado.

Este carácter de órgano constitucional comporta que el rey ha de tener una función
materialmente autónomo y que en su ejercicio el rey no puede estar subordinado a
ningún otro órgano constitucional, porque todos ellos derivan su existencia y poderes
directamente de la Constitución y, por tanto, están situados en una posición de paridad
jurídica. Por otro lado, aunque sea jurídicamente igual a los demás órganos
constitucionales, al rey, como jefe del Estado, le corresponde una posición de mayor
dignidad formal, honorifica y protocolaria.

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Además, el artículo 56.1 afirma que el rey es símbolo de unidad y permanencia, lo que
deriva de su condición de jefe de estado, personifica una institución.

Del rey dice también el artículo 56.1 que arbitra y modera el funcionamiento regular de las
instituciones. Lo que comporta, una exigencia de neutralidad política.

También se refiere a la función moderadora, consistente en la magistratura de influencia


que al monarca corresponde ejercer en relación con el gobierno, y se concreta en los
derechos del rey a ser consultado, a animar y a advertir, según la conocida formula del
constitucionalismo inglés.

El artículo 62.g de la CE: (corresponde al rey) Ser informado de los asuntos de Estado y
presidir, a estos efectos, las sesiones del Consejo de Ministros, cuando lo estime oportuno, a
petición del Presidente del Gobierno, reconoce el derecho del rey a ser informado de los
asuntos del Estado, de donde se deriva también su facultad para presidir, a estos
efectos, las sesiones del Consejo de Ministros, cuando lo estime oportuno, a petición
del Presidente del Gobierno. Además, en relación con este artículo, el artículo 13 del
RD 434/1988 de 6 de mayo, dispone que los departamentos de la administración del
Estado proporcionarán a la casa real los informes, dictámenes y asesoramiento de
cualquier naturaleza que la casa solicite.

La función arbitral del Rey está reconocida en el artículo 56.1 de la CE, caracterizado
por la neutralidad política del árbitro y por la menor extensión de sus poderes
arbitrales, se trata de un arbitraje al servicio del buen funcionamiento de una forma de
gobierno parlamentaria, que únicamente precisa de la intervención de un poder neutral
cuando no sea capaz de autorregularse. La principal facultad de significado arbitral
que la Constitución confía al Rey e la de proponer candidato al presidente del
Gobierno (artículo 62.d: Proponer el candidato a Presidente de Gobierno y, en su caso,
nombrarlo, así como poner fin a sus funciones en los términos previstos en la Constitución)

Por lo que se refiere al poder de disolución de las cortes generales, hay que distinguir
el supuesto de disolución funcional, al que hace referencia el artículo 99.5 de la CE (Si
transcurrido el plazo de dos meses, a partir de la primera votación de investidura, ningún
candidato hubiere obtenido la confianza del Congreso, el Rey disolverá ambas Cámaras y
convocará nuevas elecciones con el refrendo del Presidente del Congreso.)

Así como el de disolución gubernamental, previsto en el artículo 115.1 de la CE (El


Presidente del Gobierno, previa deliberación del Consejo de Ministros, y bajo su exclusiva
responsabilidad, podrá proponer la disolución del Congreso, del Senado o de las Cortes
Generales, que será decretada por el Rey el decreto de disolución fijará la fecha de las elecciones).
El primero se encuadra en la función arbitral o al menos es consecuencia de ella. Si el
congreso no acepta ninguno de los candidatos propuestos, el rey debe decretar la
disolución, una vez pasados los dos meses desde la primera votación de investidura.

En cambio, el artículo 115 de la CE no parece ser un instrumento para el arbitraje del


jefe del Estado, puesto que la disolución ha de ser propuesta por el presidente del
Gobierno, y porque la redacción de este artículo da la impresión de pretender limitar o

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suprimir la discrecionalidad del rey y considerarle vinculado por dicha propuesta al


decir que “la disolución será decretada por el rey”. Pese a ello, un sector doctrinal
considera que la función arbitral del rey fundamenta su derecho a rechazar la
disolución.

La disolución del artículo 115 de la CE está concebida prioritariamente al servicio de


los intereses del gobierno y, por tanto, estos han de prevalecer sobre cualquier otra
consideración.

El artículo 115 de la CE establece que la “propuesta de disolución no podrá presentarse


cuando esté en trámite una moción de censura”. Dicha limitación está dirigida a
garantizar el derecho de la oposición de cambiar de gobierno de manera libre a través
de una votación parlamentaria.

Así mismo, en cuanto al art 56.1 (El Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y
permanencia, arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones, asume la más
alta representación del Estado español en las relaciones internacionales, especialmente con las
naciones de su comunidad histórica, y ejerce las funciones que le atribuyen expresamente la
Constitución y las leyes) y la función arbitral, esta también puede producirse mediante
mensajes públicos del rey que, aunque no estén expresamente contemplados en la
constitución, lo están implícitamente porque hemos de interpretar que, como todos los
poderes públicos, el rey cuenta con poder de exteriorización. Ahora bien, hay que
reconocer que si las instituciones se regulan correctamente no será precisa la
intervención arbitraria del rey, por tanto, en la mayor parte de los casos, los discursos o
mensajes del rey tendrán significado ceremonial, simbólico o internacional.

Este mismo artículo, el 56.1, atribuye al rey la “más alta representación del Estado
español en las relaciones internacionales, especialmente en las naciones de comunidad
histórica”. De ahí se entiende que el rey sea el principal representante del Estado a
nivel internacional, que se concreta en la constitución mediante los siguientes poderes
del monarca:

 Legislación activa y pasiva (art 63.1 de la CE: El Rey acredita a los embajadores y
otros representantes diplomáticos. Los representantes extranjeros en España están
acreditados ante él)
 Manifestar el consentimiento del Estado para obligarse por medio de tratados
(art 63.2: al Rey corresponde manifestar el consentimiento del Estado para obligarse
internacionalmente por medio de tratados, de conformidad con la Constitución y las
leyes)
 Declarar la guerra y hacer la paz (art 63.3: al Rey corresponde, previa autorización
de las Cortes Generales, declarar la guerra y hacer la paz)

Son poderes todos ellos que no están al servicio de la política exterior del rey, sino de la
política exterior del Estado, que el gobierno ha de dirigir conforme al artículo 97 de la
CE: el Gobierno dirige la política interior y exterior, la Administración civil y militar y la
defensa del Estado. Ejerce la función ejecutiva y la potestad reglamentaria de acuerdo con la
Constitución y las leyes.

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La referencia a la función internacional del Rey con las naciones de la comunidad


histórica en España implica el reconocimiento de la función simbólica de la Corona,
como vínculo histórico con los pueblos que formaron parte de la monarquía española y
con los cuales, la corona tiene intención manifiesta de cooperar, como por ejemplo el
artículo 11.3 de la CE (el Estado podrá concertar tratados de doble nacionalidad con los países
iberoamericanos o con aquellos que hayan tenido o tengan una particular vinculación con
España. En estos mismos países, aun cuando no reconozcan a sus ciudadanos un derecho
recíproco, podrán naturalizarse los españoles sin perder su nacionalidad de origen)

Finalmente, hay que hacer referencia a la función del rey como garante de la
constitución, que se refleja en la fórmula del juramento que debe prestar al ser
proclamado ante las cortes generales de “guardar y hacer guardar la constitución” (art
61.1 CE: el Rey, al ser proclamado ante las Cortes Generales, prestará juramento de desempeñar
fielmente sus funciones, guardar y hacer guardar la Constitución y las leyes y respetar los
derechos de los ciudadanos y de las Comunidades Autónomas)

Este artículo es consecuencia de la vinculación de los poderes públicos a la


Constitución, que proclama el artículo 9.1 de la CE: los ciudadanos y los poderes públicos
están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico.

Además, el rey viene configurado como garante de la CE por su posición en relación


con las fuerzas armadas, que tienen encomendado en el art 8 de la CE (Las Fuerzas
Armadas, constituidas por el Ejército de Tierra, la Armada y el Ejército del Aire, tienen como
misión garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y
el ordenamiento constitucional. 2. Una ley orgánica regulará las bases de la organización
militar conforme a los principios de la presente Constitución) la defensa del ordenamiento
constitucional, entendiendo las fuerzas armadas como organización estatal,
subordinada a los órganos estatales. Por consiguiente, la utilización de las fuerzas
militares para la defensa política de la constitución deberá realizarse bajo la autoridad
del gobierno, conforme al art 62.h de la CE: corresponde al rey: El mando supremo de las
Fuerzas Armadas.

Por ende, podemos finalizar este apartado general sobre la corona con una
simplificación de la idea de rey: la jefatura del rey es una jefatura de carácter civil
porque corresponde al rey como jefe del Estado, y su ejercicio está regulado por
normas constitucionales.

EL REFRENDO

Con lo que respecta a los actos del rey, hay una necesidad de que dichos actos sean
refrendados siempre por otro órgano constitucional, ya que sin refrendo no hay acto
valido, puesto que el rey no es persona, es símbolo. Así: “de los actos del rey serán
responsables aquellos que los refrenden” afirma el art 64.2 de la CE. (De los actos del
Rey serán responsables las personas que los refrenden). El refrendo acredita la legalidad de
la actuación del jefe del Estado y también su oportunidad.

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OBJETO DEL REFRENDO: el objeto del refrendo son los actos que el rey realiza como
titular de la jefatura del Estado, exceptuando por consiguiente los concernientes a su
vida privada, como podría tratarse de la administración de su patrimonio, pero no
algunos otros como la elección matrimonial. La forma típica del refrendo es la
contrafirma de los actos del jefe del Estado por parte del refrendante, pero hay otras
formas, ya que existe el refrendo tácito y el refrendo presunto.

1. Refrendo tácito: presencia de los ministros junto al jefe del Estado en


sus actividades oficiales, que implica la correspondiente asunción de
responsabilidad
2. Refrendo presunto: es la presunción general de que el gobierno cubre
con su responsabilidad al jefe del Estado.
TITULARIDAD DEL PODER DEL REFERENDO: hay que tener en cuenta que el
artículo 64.1 de la CE se la atribuye al presidente del Gobierno, a los ministros y al
presidente del Congreso de los Diputados. (Los actos del Rey serán refrendados por el
Presidente del Gobierno y, en su caso, por los Ministros competentes. La propuesta y el
nombramiento del Presidente del Gobierno, y la disolución prevista en el artículo 99, serán
refrendados por el Presidente del Congreso)

El poder de los ministros es limitado por su respectiva competencia. El refrendo del


presidente del Congreso solo es posible en los casos previamente previstos en el art.99
de la CE, es decir, la propuesta de candidato y el nombramiento del Presidente del
Gobierno y la disolución de las cortes generales si ningún candidato hubiera sido
envestido.

La naturaleza jurídica del refrendo resulta claramente definida en el art 56.3 de la CE


El reconocimiento, el respeto y la protección de los principios reconocidos en el Capítulo Tercero
informarán la legislación positiva, la práctica judicial y la actuación de los poderes públicos.
Sólo podrán ser alegados ante la Jurisdicción ordinaria de acuerdo con lo que dispongan las
leyes que los desarrollen.

Para algunos autores, el refrendo es una técnica que desplaza la decisión hacia el
refrendante, vaciando de contenido decisorio a las competencias del rey. Sin embargo,
hay quienes, por el contrario, opinan que el refrendo es un acto complejo, integrado
por dos voluntades concurrentes igualmente necesarias.

SUCESIÓN DE LA CORONA: la constitución española ha establecido una forma de


gobierno monárquica y hereditaria. Ha recibido como rey al “Legítimo heredero de la
dinastía histórica” según el artículo 57.1 de la CE: la Corona de España es hereditaria en
los sucesores de S. M. Don Juan Carlos I de Borbón, legítimo heredero de la dinastía histórica.
La sucesión en el trono seguirá el orden regular de primogenitura y representación, siendo
preferida siempre la línea anterior a las posteriores; en la misma línea, el grado más próximo al
más remoto; en el mismo grado, el varón a la mujer, y en el mismo sexo, la persona de más edad
a la de menos.

Principios de primogenitura y representación:

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1. Preferencia de las líneas anteriores a las posteriores. Debe entenderse que, según
el CC, las personas de diferentes generaciones forman una línea directa, si
descienden de otras y colateral si no descienden unas de otras, pero sí de un
tronco común (art 916: la serie de grados forma la línea, que puede ser directa o
colateral. Se llama directa a la constituida por la serie de grados entre personas que
descienden unas de otras, y colateral la constituida por la serie de grados entre personas
que no descienden unas de otras, pero que proceden de un tronco común).En este caso,
serán directas las líneas que desciendan del Rey J.C y colaterales las que
desciendan de sus parientes colaterales y que formen parte de la dinastía, es decir,
que no hayan perdido los derechos sucesorios o que no hayan renunciado a ellos.
La posible descendencia colateral ha de admitirse por el hecho de que la CE no
establece que la Corona sea hereditaria en los descendientes del RJC, sino en sus
sucesores. Por consiguiente, la prioridad de las líneas directas sobre las colaterales
y, dentro de esto, el pariente más cercano al rey o su sucesor directo, es decir, su
descendiente.
2. La preferencia dentro de una misma línea del grado más próximo al más remoto,
lo que significa prioridad de las generaciones anteriores sobre las más jóvenes.
3. La preferencia en el mismo grado del varón sobre la mujer. Esto es una excepción
al principio de igualdad jurídica de los sexos, del art 14 de la CE Los españoles son
iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de
nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia
personal o social. Ahora bien, esto no impide que reinen mujeres.
4. La preferencia en el mismo sexo de la persona de más edad sobre la de menos.

En cuanto al artículo 57.1 y su excepción al artículo 14 y, por tanto, a la igualdad ante


la ley, existe un amplio consenso para reformar las reglas sobre la sucesión de la
Corona, a fin de suprimir esta desigualdad. Así, el consejo de estado a solicitud del
Gobierno propuso una posible redacción del artículo 57.1 (informe sobre la
Constitución Española del 16 de febrero de 2006) La Corona de España es hereditaria en los
sucesores de S. M. Don Juan Carlos I de Borbón, legítimo heredero de la dinastía histórica. La
sucesión en el trono seguirá el orden regular de primogenitura y representación, siendo
preferida siempre la línea anterior a las posteriores; en la misma línea, el grado más próximo al
más remoto; en el mismo grado, el varón a la mujer, y en el mismo sexo, la persona de más edad
a la de menos

La sucesión de la corona se hace automáticamente en virtud de las reglas


anteriormente señaladas. No obstante, según el art 61 de la CE la proclamación del rey
ha de ser ante las cortes y mediante un juramento a desempeñar fielmente sus
funciones y a guardar y hacer guardar la constitución y las leyes y respetar los
derechos de las CCAA. La constitución prevé, así mismo, que las cortes deben resolver
mediante una ley orgánica las “abdicaciones, renuncias y cualquier duda de hecho o derecho
que ocurra en el orden de sucesión a la corona” art 57.5 de la CE

REGENCIA Y TUTELA DEL MENOR: art 59 CE. Las formas de establecer la


Regencia pueden ser de dos clases. Cuando el rey fuere menor de edad, el padre o la madre
del rey y, en su defecto, el pariente mayor de edad más cercano a suceder en la corona, según el

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orden establecido por la Constitución, entrará a ejercer inmediatamente la regencia y la ejercerá


durante el tiempo de la minoría de edad del rey. 2: si el rey se inhabilitare para el ejercicio de su
autoridad y la imposibilidad fuere reconocida por las CG, entrará a ejercer inmediatamente la
regencia el príncipe heredero de la corona, si fuere mayor de edad. Si no lo fuere, se procederá de
la manera prevista en el apartado anterior, hasta que el príncipe heredero alcance la mayoría de
edad. Si no hubiere ninguna persona a quien corresponda la regencia, esta será nombrada por
las cortes generales, y se compondrá de una, tres o cinco personas. 4: para ejercer la regencia es
preciso ser español y mayor de edad. 5: la regencia se ejercerá por mandato constitucional y
siempre en nombre del rey.

1. En primer lugar, por llamamiento de la propia constitución, que encomienda la


regencia en caso de minoría de edad al padre o a la madre del rey y, en su
defecto, el pariente de mayor edad próximo a suceder en la Corona.
2. La segunda forma es la electiva, que ha de ser nombrada por las Cortes
Generales y que tiene una función solamente subsidiaria para aquellos casos en
los que no hubiera ninguna persona llamada a ejercer la regencia conforme a
las reglas anteriores. La regencia electiva puede ser individual o colectiva
(máx. 3 o 5 personas)
La regencia se ejerce con los mismos poderes que encomienda la constitución. Dicha
regencia ha de cesar en el momento en que finalice la incapacidad del rey para reinar.

Lección 2. Derecho electoral

1. Democracia y representación: el principio de representación


política.
2. Los Partidos políticos
3. El sistema electoral.
4. El procedimiento electoral.

Las cortes generales son el órgano central y más definitorio de la forma de gobierno
definida por la Constitución. Son el componente más esencial de la propia Forma del
Estado definida en el artículo 1.2 de la CE, porque el parlamento es indisoluble e
insustituible en la democracia, hasta el punto de que no hay estado democrático sin
parlamento. La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del
Estado

Desde el punto de vista formal nuestro Derecho electoral se caracteriza, en primer


lugar, por su extensa “constitucionalización”, es decir, por el hecho de que muchos de
sus principios y contenidos básicos están recogidos en el propio texto de la
Constitución.

Integran los artículos 23 de la CE, 68, 69 y 70, relativos a las elecciones al Congreso y al
Senado, el art 240, sobre las elecciones municipales y el 152 sobre las elecciones de las
asambleas de las CCAA.

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La constitución ha reservado a ley orgánica la aprobación del “régimen electoral


general” (art 81.1 de la CE) Son leyes orgánicas las relativas al desarrollo de los derechos
fundamentales y de las libertades públicas, las que aprueben los Estatutos de Autonomía y el
régimen electoral general y las demás previstas en la Constitución.

Se alude con este término a los elementos del Derecho electoral que condicionan
el comportamiento electoral y sus resultados, en otras palabras, las normas que
estructuran la opinión de los electores y conversión de votos en escaños.

El sistema electoral está definido por las normas relativas a:

1. Los instrumentos de expresión de voto, es decir, las papeletas de


votación
2. La fórmula electoral, es decir, el método de asignación de los escaños
entre los partidos en función de sus resultados electorales
3. Las circunscripciones, esto es, las unidades geográficas para el cómputo
de votos y asignación de escaños.
En cuanto a las características de las papeletas, la constitución no se pronuncia, lo que
implica que el legislador tiene un poder absoluto de configuración en este campo.

En las elecciones al senado, la modalidad de voto es individual, a cada candidato. En el


caso del congreso, son listas cerradas y bloqueadas que los electores no pueden alterar,
lo cual presenta la ventaja de favorecer la cohesión partidista, no obstante, sacrificando
la posibilidad de personalizar la representación política y de exigir la responsabilidad
política individual de cada Diputado.

Con respecto a la formula electoral, la Constitución ofrece una referencia parcial en el


artículo 68.3 de la CE, que exige que la elección del congreso de haga atendiendo a
criterios de representación proporcional. Ahora bien, la representación proporcional es
un principio que puede concretarse en una gran variedad de fórmulas electorales. La
LOREG ha conservado el mismo criterio que el RDL de 18 de marzo de 1977, que es la
llamada ley D’hont, que consiste en atribuir escaños en función de los cocientes
mayores que se obtienen al dividir sucesivamente el número de votos de cada partido
por los números enteros de la serie asimétrica, hasta el de escaños correspondientes a
cada circunscripción.

La LOREG excluye de la asignación de escaños a aquellas candidaturas que no


hubieran obtenido, al menos, el 3% de los votos válidos emitidos en la circunscripción.

En el caso del senado, el artículo 69 de la CE asigna directamente cuatro Senadores a


cada provincia, tres a cada una de las islas mayores, dos a Ceuta y dos a Melilla. En el
caso del congreso, el número de diputados a elegir en cada provincia viene
determinado indirectamente por la Constitución. El artículo 68.1 de la CE. Esta
delimitación constitucional de las circunscripciones origina desequilibrios
representativos que pueden resumirse con la afirmación de que la elección de las cortes
generales tiene un marcado sesgo rural. (pág. 43 del manual) de esta configuración por
circunscripciones, deriva el principal problema de la representación en España, que

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radica en que existe un gran número de circunscripciones pequeñas que no tienen


apenas poder de actuación. La mayoría de las provincias tienen menos de 7 diputados,
que es el mínimo necesario para que la representación proporcional funcione de
manera efectiva, de ahí que sean los dos grandes partidos los que obtengan una prima
de representación.

LOS ASPECTOS ADMINISTRATIVOS DEL DERECHO ELECTORAL

Los aspectos administrativos de las elecciones son indispensables para asegurar su


regularidad y su credibilidad. Estos son:

1. El censo electoral: es el principal instrumento administrativo del derecho


electoral. La LOREG lo define como el registro público que “contiene la
inscripción de quienes reúnen los requisitos para ser elector y no se hallen
privados, definitiva o temporalmente del derecho de sufragio” (art 31.1) Este
registro es de carácter permanente, se actualiza mensualmente. El censo
electoral está formado por dos registros diferenciados: el censo de electores
residentes en España y el censo de los residentes ausentes que viven en el
extranjero.
2. El procedimiento electoral alude al conjunto de actos que deben realizar una
pluralidad de sujetos, concretamente el Gobierno, los Ayuntamientos, la
Administración electoral, los ciudadanos y los partidos, para que las elecciones
se lleven a cabo y para verificar sus resultados. El acto inicial de este
procedimiento es la convocatoria de elecciones y el acto final el escrutinio y la
proclamación de electos.
3. La administración electoral: es una administración especial por ser
independiente del gobierno y por su finalidad, garantizar transparencia y
objetividad en las elecciones y, sobre todo, el principio de igualdad en el
desarrollo del procedimiento electoral (art 8.1 de la LOREG, ley orgánica del
régimen electoral general) Esta administración está compuesta por juntas
electorales, central, provinciales y de zona o de comunidad autónoma. Se
caracteriza por:
1. Independencia con respecto de los poderes ejecutivo y legislativo
2. Judicialización: incorporación de jueces y magistrados a las tareas de la
administración electoral
3. Temporalidad, con la excepción de la junta electoral, que es un órgano
permanente
4. Jerarquía, los órganos superiores pueden dirigir mediante instrucciones
la actividad de los inferiores.
FASES INICIALES DEL PROCEDIMIENTO ELECTORAL

 La convocatoria de las elecciones a las Cortes Generales es una facultad del Jefe
del Estado (art 62.b CE)
 El nombramiento de los representantes y administradores de los partidos y de
las candidaturas
 La presentación y proclamación de candidatos, queda reservado este derecho
por la ley a los partidos políticos y federaciones inscritas en el registro

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correspondiente, las coaliciones que se formen para cada elección y las


agrupaciones de electores. La reforma de 2011 ha introducido a este respecto
dos reglas nuevas:
o Ha prohibido según lo que dispone la LO 6/2002 de partidos políticos,
las candidaturas de cualquier partido político que vengan a continuar o
suceder la actividad de un partido que haya sido declarado
judicialmente ilegal y disuelto o suspendido (art 44.4)
o Por otro lado, ha exigido a los partidos sin representación parlamentaria
avalar la presentación de sus candidaturas mediante al menos las firmas
de un 0,1 o 100 de los electores inscritos en el censo electoral de la
circunscripción. (art 169.3)
El art 6 de la CE considera que los partidos políticos son un instrumento
fundamental para la participación popular pero no un instrumento exclusivo
para este fin.
Los candidatos no pueden estar incursos en causas de inelegibilidad, las cuales
puedes ser absolutas o relativas. Cabe distinguir también entre los supuestos de
inelegibilidad por razón del cargo o empleo y las causas de inelegibilidad por
condena judicial previstas en el artículo 6.2 de la LOREG. Las candidaturas
deben presentarse entre los días 15 y 20 posteriores a la convocatoria, y el
incumplimiento de este plazo determina la inexistencia de la candidatura.
Además, la LO 3/2007 ha añadido un requisito importante, el de la composición
equilibrada entre hombres y mujeres.
 La campaña electoral viene definida en el artículo 50.4 de la LOREG, reservada
a los candidatos, partidos, federaciones, coaliciones o agrupaciones. La
finalidad de la campaña electoral consiste en la captación de sufragios según el
artículo 50.4. por consiguiente, la campaña electoral se distingue de la campaña
institucional organizada por los poderes públicos y destinada a informar a los
ciudadanos de la fecha de la votación, el procedimiento electoral y los
requisitos del voto por correo.
Durante la campaña electoral, el derecho de los grupos sociales y políticos
significativos de acceder a los medios de comunicación de titularidad pública,
respetando el pluralismo de la sociedad (art 20.3 de la CE), tiene una relevancia
especial. Por último, cabe señalar que la campaña electoral tiene una duración
de quince días (art 51.2) y que termina a las cero horas del día anterior a la
votación para garantizar de ese modo el llamado día de reflexión (art 51.3).

LAS FASES DECISORIA Y FINAL DEL PROCEDIMIENTO ELECTORAL

1. La votación es la fase decisoria del procedimiento electoral. La modalidad


ordinaria de votación es la que se ejerce de manera directa por el elector en la
Mesa Electoral. Sin embargo, la ley admite también el voto por correspondencia

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en los casos en los que los electores no se hallen en la localidad donde les
corresponda ejercer su derecho a voto.
2. El escrutinio y la proclamación de electos componen la fase final del
procedimiento electoral. El escrutinio se desarrolla escalonadamente en dos
momentos sucesivos, en primer lugar, el escrutinio en las mesas electorales y,
después, el escrutinio general en la Junta Electoral de la circunscripción, que
tiene lugar después de la votación y se realiza por cada Mesa Electoral en sesión
pública, extrayendo el presidente los sobres de la una correspondiente y
leyendo en voz alta la denominación de la candidatura en el art 95.4.
El escrutinio general tiene lugar también en sesión pública, el tercer día
siguiente al de la votación.
LAS GARANTÍAS JURISDICCIONALES DEL DERECHO ELECTORAL

Nuestro derecho electoral establece las siguientes garantías jurisdiccionales:

1. Revisión judicial de los actos de la Administración en relación con la


forma del censo electoral.
2. Recurso contencioso administrativo (ordinario o preferente) contra los
actos de la administración electoral.
3. Recurso especial contra la proclamación de candidatos . Las
características principales de este recurso son:
1. Que la legitimación activa para utilizarlo queda reservada a
cualquier candidato exclusivo y a los representantes de las
candidaturas proclamadas o cuya proclamación hubiera sido
denegada.
2. Que es un procedimiento especialmente sumario, hay dos días
para interponerlo y para presentar las alegaciones y otros dos
días para dictar sentencia.
4. Contencioso electoral: es la vía procesal principal para el control
jurisdiccional de las elecciones. Su fundamento se encuentra en la
misma Constitución en el artículo 70.2, que establece que la validez de
las actas y credenciales de los miembros de ambas cámaras estará
sometida al control judicial, en los términos que establezca la ley
electoral. La plenitud jurisdiccional en el contencioso electoral solo
estará limitada por el principio dispositivo, también llamado de
congruencia, en virtud del cual el tribunal no podrá emprender una
investigación de oficio sobre otros hechos que los acotados en el recurso.
Otro limite a su jurisdicción es que el tribunal no puede entrar a
examinar una pretensión basada en irregularidades que no se hubieran
hecho valer previamente ante la administración.
5. El recurso de amparo ante el tribunal constitucional , para la tutela de
los derechos de sufragio activo y pasivo, que deriva de la ubicación
sistemática del artículo 23 de la CE en la sección I del capítulo II del
título primero de la constitución.
6. Por último, no cabe pasar por alto otra garantía, en concreto la que
puede derivar del artículo 3 del protocolo adicional al convenio

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europeo de los Derechos Humanos, que obliga a los Estados a


organizar elecciones libres al cuerpo legislativo.

LOS GASTOS Y LAS SUBVENCIONES ELECTORALES

La LOREG configura un sistema de control de los gastos que consiste en una serie de
requisitos organizativos y formales y de limitaciones cuantitativas.

Destaca la exigencia de que los partidos y las candidaturas tengan administradores


electorales responsables de la contabilidad electoral y de los ingresos, así como la
prohibición de realizar aportaciones anónimas a dichas cuentas (art 167) o el límite de
diez mil euros por aportación por persona física o jurídica (art. 129).

Las limitaciones cuantitativas de los gastos electorales se justifican por la necesidad de


evitar la excesiva presión sobre los electores que puede derivar de la utilización
abusiva de los medios publicitario en las campañas y para intentar prevenir el
endeudamiento excesivo de los partidos políticos.

Las subvenciones de la LOREG están destinadas a cubrir gastos electorales


exclusivamente y se calculan en función de asignar una cantidad fija (21.167’64) por
cada escaño obtenido en el Congreso o en el Senado, y 0,81 euros por cada uno de los
votos conseguidos por cada candidatura al Congreso, siempre que uno de sus
miembros hubiese sido elegido, y 0,32 euros por cada candidato al senado que hubiera
obtenido un escaño.

Lección 3. Las Cortes Generales (I)


1. Las Cortes Generales como órgano de representación. El
bicameralismo.
2. Organización interna y funcionamiento. Los Grupos
Parlamentarios.
3. El estatuto jurídico de los parlamentarios.

LAS CORTES GENERALES, SU FUNCIÓN EN EL SISTEMA

La importancia de la función de las Cortes Generales queda claramente expuesta en el


artículo 66 de la CE, que se configura como representantes del pueblo español (art. 66.1
de la CE) y las otorga funciones de tanta entidad como la legislativa, la presupuestaria
y la de control del Gobierno (art 66.2 de la CE). El propio articulo 66.2 añade que las
cortes tienen, también, las demás competencias que les atribuya la Constitución. Las
cortes realizan funciones de gran relevancia para el orden constitucional. Alguna de
ellas tiene relación con la Corona (p.e. art. 57.3, y 4, 59.2 y 3 y 60.1). Otras, de señalada
importancia, guardan relación con el Gobierno (art. 99). Otras se refieren a la
declaración de los estados de alarma, excepción y sitio (art 116 CE).

12
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

Por otro lado, las Cortes Generales son uno de los escenarios fundamentales del
sistema democrático. La importancia de las cortes generales proviene de las propias
características del sistema democrático. La negociación, la conciliación y la búsqueda
de fórmulas de transacción es una de ellas.

Uno de los límites a las cortes generales es, en primer lugar, el propio ordenamiento
constitucional, que recoge principios que limitan la actuación del Parlamento. El
primero de ellos es el de la soberanía popular: en España, la soberanía reside en el
pueblo (art 1.2 de la CE) y no en las cortes generales. La soberanía nacional reside en el
pueblo español, del que emanan los poderes del Estado.

La constitución, por otra parte, limita a las cortes generales en la utilización de dicha
potestad legislativa, al obligarles a respetar, en todo caso, el contenido esencia de dicha
potestad legislativa, al obligarles a respetar, en todo caso, el contenido esencial de los
derechos fundamentales constitucionalmente reconocidos, art 53.1 de la CE. Los
derechos y libertades reconocidos en el Capítulo Segundo del presente Título vinculan a todos
los poderes públicos. Sólo por ley, que en todo caso deberá respetar su contenido esencial, podrá
regularse el ejercicio de tales derechos y libertades, que se tutelarán de acuerdo con lo previsto
en el artículo 161, 1, a).

Por último, las características del Estado moderno o el Estado social y democrático de
Derecho, suponen también condicionantes para la actividad de las Cortes Generales. La
complejidad, política, económica y social, de las sociedades actuales, la rapidez con que
han de ser adoptadas, no pocas decisiones relevantes. Todo ello se ha traducido en una
tendencia a la asunción por el ejecutivo de facultades cada vez mayores, y en técnicas
que ofrecen al gobierno mayores perspectivas de estabilidad y una menor dependencia
con respecto del parlamento.

COMPOSICIÓN. EL BICAMERALISMO.

La primera característica de las cortes generales es la de ser bicameral (art 66 de la CE)


1 Las Cortes Generales representan al pueblo español y están formadas por el Congreso de los
Diputados y el Senado. 2. Las Cortes Generales ejercen la potestad legislativa del Estado,
aprueban sus Presupuestos, controlan la acción del Gobierno y tienen las demás competencias
que les atribuya la Constitución. 3. Las Cortes Generales son inviolables.

De acuerdo con la organización descentralizada del Estado, el bicameralismo podría


ser entendido como consecuencia del reconocimiento constitucional (art 2 CE: la
Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e
indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las
nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas) del derecho de las
autonomías de las nacionalidades y regiones que integran España.es significativo que
el artículo 69 de la CE señale que el Senado es la cámara de representación territorial.
Por ende, el Congreso sería una cámara de representación popular.

13
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

En cuanto al Senado, la distribución provincial de los escaños se hace ignorando por


completo el criterio poblacional, eligen cuatro Senadores, con independencia de su
número de habitantes.

En todo caso, se ha pretendido reforzar, desde un punto de vista funcional, la idea de


representación territorial, mediante reformas del Reglamento del Senado.

Analizando sus potestades, el Senado puede considerarse también, en cuanto al


procedimiento legislativo se refiere, como una Cámara de “segunda lectura”. Pero debe
advertirse que el bicameralismo plasmado en la Constitución española no es perfecto.
Por el contrario, es asimétrico y desigual. Es asimétrico porque las dos Cámaras tienen
atribuidas diferentes funciones o, dicho de otro modo, cada una de las Cámaras ejercen
de manera exclusiva competencias únicas y en las que la otra cámara no encuentra
participación alguna.

El congreso inviste al presidente del Gobierno (art 99 CE) y tiene la capacidad de


aprobar una moción de censura (art 113 CE). El senado, por su parte, debe autorizar las
medidas adoptadas por el Gobierno para obligar a una Comunidad Autónoma a
cumplir sus obligaciones constitucionales o legales, sin intervención alguna del
Congreso a este respecto (art 155.1 CE). Así pues, y aun cuando en muchas funciones
es precisa la concurrencia de ambas Cámaras, p.e. para ejercer sus competencias
relativas a la Corona (art 74.1 CE), existen no pocas competencias privativas de una de
las dos cámaras y alas que es por completo ajena a la otra.

La posición constitucional del Congreso y del Senado no son equivalentes, ni siquiera


semejantes. El congreso se encuentra en una clara situación de superioridad sobre el
Senado.

Se trata, pues, de un bicameralismo claramente desequilibrado en favor del Congreso.


En comparación con el del congreso, el papel del Senado se configura como
secundario. Por tanto, el papel que desempeña el senado en nuestra forma de gobierno
parlamentario parece claramente mejorable y existe un consenso bastante amplio sobre
la necesidad de reformar esta institución. Así, el gobierno pidió un informe al Consejo
de Estado en 2005, sobre una posible reforma constitucional que afectaría a la
composición y funciones del Senado. El informe correspondiente sigue optando por un
bicameralismo con clara predominancia del Congreso de los Diputados, ahora bien,
sugiere mejoras muy importantes en la forma de elegir senadores y en las funciones de
la cámara alta.

PRERROGATIVAS COLECTIVAS DE LAS CÁMARAS

 CONCEPTO DE PRERROGATIVA: para el correcto desempeño de la función


representativa, los parlamentos democráticos dotan a las Cámaras y a sus
integrantes de una serie de exigencias y prerrogativas. Ambas están
encaminadas a proporcionar a quiénes han obtenido representación del pueblo
las atribuciones y garantías precisas para poder desarrollar su función sin

14
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

interferencias. Por lo general, estas garantías guardan relación con sus luchas
entre poderes propias de la formación del Estado de Derecho. Su finalidad fue
garantizar plenamente la libre actuación de las Cámaras, de ahí que algunas de
ellas puedan parecer injustificadas en la situación actual, en la que la existencia
de un Poder Judicial independiente es la mayor garantía contra toda posible
arbitrariedad.
Precisamente por su parcial inadecuación a la realidad actual, las prerrogativas
parlamentarias ofrecen una imagen de privilegio, pese a que no se trata de
privilegio alguno por el hecho de que no están previstas como beneficio del
parlamentario, sino como instrumentos que garantizan la libre formación de la
voluntad de las cámaras. Por esta misma razón, no son derechos de los
parlamentarios, sino normas jurídicas que deben ser aplicadas de oficio.

 LA AUTONOMÍA REGLAMENTARIA: algunas prerrogativas se atribuyen


colectivamente a las cámaras en tanto que órgano. Estas gozan, en primer lugar,
de la facultad de normar su propio funcionamiento mediante la aprobación de
su propio reglamento (art 72.1 CE: las cámaras establecen sus propios reglamentos,
aprueban autónomamente sus presupuestos y, de común acuerdo, regulan el Estatuto
del Personal de las Cortes Generales. Los Reglamentos y su reforma serán sometidos a
una votación final sobre su totalidad, que requerirá la mayoría absoluta.). El
Reglamento se convierte, así, en la principal fuente del Derecho regulador de la
vida de las cámaras. La constitución reconoce la potestad reglamentaria de las
Cámaras en su artículo 72.1, y dispone que los reglamentos solo podrán ser
aprobados o modificados por la mayoría absoluta de la Cámara
correspondiente. La potestad autorreglamentaria implica además que la norma
reglamentaria está directamente subordinada a la Constitución y que, por
consiguiente, no tiene más límites que los establecidos por ella. Los reglamentos
de las cámaras se completan con las resoluciones que las Presidencias de estas
dicten en virtud de las facultades que los propios reglamentos les otorgan para
interpretarlo en casos de duda y suplirlos en caso de omisión.

 AUTONOMÍA ADMINISTRATIVA Y PRESUPUESTARIA E


INVIOLABILIDAD: las cámaras eligen a sus presidentes y demás órganos de
gobierno (art 72.2 CE: las cámaras eligen sus respectivos presidentes y los demás
miembros de sus mesas. Las sesiones conjuntas serán presididas por el presidente de
congreso y se regirán por un reglamento de las cortes generales aprobado por mayoría
absoluta de cada Cámara). La constitución otorga también a las Cámaras la
capacidad de aprobar autónomamente sus propios presupuestos (art 72.1: las
cámaras establecen sus propios reglamentos, aprueban autónomamente sus
presupuestos y, de común acuerdo, regulan el Estatuto del Personal de las Cortes
Generales. Los Reglamentos y su reforma serán sometidos a una votación final sobre su
totalidad, que requerirá la mayoría absoluta). Este precepto pretende evitar que la
reserva constitucionalmente establecida en favor del gobierno para que solo
este pueda elaborar el proyecto de Ley de Presupuestos (art 134.1 de la CE:
corresponde al gobierno la elaboración de los presupuestos generales del Estado y a las
Cortes Generales, su examen, enmienda y aprobación).
Por último, la Constitución señala que las cortes generales son inviolables (art

15
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

63: el rey acredita a los embajadores y otros representantes diplomáticos. Los


representantes extranjeros en España están acreditados ante él. 2: al rey corresponde
manifestar el consentimiento del Estado para obligarse internacionalmente por medio de
tratados, de conformidad con la Constitución y las leyes. 3: al rey corresponde, previa
autorización de las cortes generales, declarar la guerra y hacer la paz.). La
inviolabilidad impide que pueda exigirse a las Cortes responsabilidad alguna
debido a sus actos funcionales, esto es, de sus actuaciones parlamentarias, e
impide también que las Cortes sean demandadas o querelladas por tales
actuaciones. Esta previsión constitucional debe ser conectada con la contenida
en el art 77.1 de la CE: las cámaras pueden recibir peticiones individuales y colectivas,
siempre por escrito, quedando prohibida la presentación directa por manifestaciones
ciudadanas, que prohíbe expresamente la presentación de peticiones a las
cámaras por medio de manifestaciones ciudadanas.

EL ESTATUTO DE LOS PARLAMENTARIOS. ADQUISICIÓN Y PÉRDIDA DE LA


CONDICIÓN DEL PARLAMENTARIO

Estas garantías configuran el Estatuto de los parlamentarios.

 LA INCOMPATIBILIDAD Y EL JURAMENTO: la adquisición del estatuto del


parlamentario se encuentra supeditada al cumplimiento de ciertos requisitos.
o No incurrir en causa alguna de incompatibilidad: la incompatibilidad es
una figura para asegurar que el parlamentario una vez alcanzada la
elección no se verá interferido en el desarrollo de sus cometidos
parlamentarios por el ejercicio de ninguna otra función. La
incompatibilidad no implica inelegibilidad. En primer lugar, su objeto es
garantizar que el trabajo del parlamentario electo podrá ser realizado sin
influencias ni presiones, asegurando la independencia de los poderes
del legislativo. Así, mientras que la inelegibilidad se proyecta sobre el
proceso electoral, la incompatibilidad surge una vez finalizado este. En
nuestro ordenamiento, todos los que son inelegibles, también
incompatibles (art 155.1 LOREG).
Una de las causas de incompatibilidad es la que afecta a los partidos que
hayan sido declarados ilegales. Esta incompatibilidad surtirá efecto
salvo que los interesados formulen voluntariamente una declaración
expresa e indubitada de separación y rechazo respecto de las causas
determinantes de la declaración de ilegalidad del partido político
correspondiente (art 6.4 CE: los partidos políticos expresan el pluralismo
político, concurren en la formación y manifestación de la voluntad popular y
son instrumento fundamental para la participación política. Su creación y el
ejercicio de su actividad son libres dentro del respeto a la constitución y a la ley.
Su estructura interna y el funcionamiento deberán ser democráticos)
Además, los reglamentos prevén, para la plena adquisición de la
condición de parlamentario, la obligación de prestar promesa o
juramento de aceptar la constitución (arts. 20.3 RC, 11 y 12 RS)
Si el parlamentario no presta juramento o promesa, sigue siendo
Diputado o Senador electo y, por ende, su puesto no es cubierto por

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Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

otro, pero no adquiere la condición plena de parlamentario, por lo que


tampoco ostenta los derechos y prerrogativas de este.

 PÉRDIDA DE LA CONDICIÓN DE PARLAMENTARIO: solo se pierde por las


causas constitucional o reglamentariamente previstas. La primera de las causas
es la finalización del mandato, que tiene lugar cuatro años después de la
elección o el día de la disolución de la Cámara (arts. 68.4 y 69.6 de la CE: 68.4,
el congreso es elegido por cuatro años. El mandato de los Diputados termina cuatro
años después de su elección o el día de la disolución de la Cámara. 69.6, el senado es
elegido por cuatro años. El mandato de los Senadores termina cuatro años después de su
elección o el día de la disolución de la Cámara). Estas causas pueden ser temporales
o definitivas, pero ambas se sustentan sobre supuestos sancionadores, bien de
índole disciplinaria de la Cámara o bien de índole penal. Igualmente, procederá
la suspensión cuando el parlamentario hubiese sido objeto de auto de
procesamiento y se encuentre en situación de prisión preventiva, así como
cuando sea condenado, por sentencia firme, a la pena de inhabilitación para
ejercer cargo público (art. 21 RC). La pérdida definitiva de la condición de
parlamentario solo tendrá lugar por motivos personales del parlamentario
(fallecimiento, renuncia o resolución judicial) o por decisión judicial firme que
anule su elección o proclamación (arts. 22 RC y 18 RS).

LAS PRERROGATIVAS INDIVIDUALES DE LOS PARLAMENTARIOS

LA JUSTIFICACIÓN DE LAS PRERROGATIVAS INDIVIDUALES:

El ordenamiento dota, junto con las exigencias de inelegibilidad e incompatibilidad, a


los parlamentarios de una serie de derechos y prerrogativas encaminadas a hacer
posible que cuenten con todos los miembros necesarios para desarrollar su función.
Los medios de carácter jurídico con conocidos como prerrogativas. Tienen como
objetivo garantizar la independencia y libertad del Parlamento, asegurando la
protección para sus miembros y asegurando que la formación de voluntad de las
Cámaras se realice y adopten con absoluta libertad. Nuestro ordenamiento recoge tres
prerrogativas parlamentarias: la inviolabilidad, la inmunidad y el fuero especial.

 INVIOLABILIDAD: el objeto de la inviolabilidad es garantizar la libertad del


parlamentario en el curso de su actividad, asegurando que sus intervenciones
parlamentarias y sus votos en la Cámara no puedan acarrearle consecuencias
negativas o sanciones jurídicas de ninguna índole. La inviolabilidad impide que
se inste contra el parlamentario cualquier procedimiento sancionador que tenga
como causa las opiniones o manifestaciones realizadas en el ejercicio de su
función como tal: impide la punición o sanción de quien se hallare protegido por esta
prerrogativa. El ámbito de protección de la inviolabilidad se reduce a las
actuaciones realizadas en el ejercicio de la función parlamentaria: art. 71.1 CE.
La inviolabilidad es una garantía absoluta, es decir, su protección se proyecta
sobre cualquier procedimiento sancionador que tenga por causa una actividad
parlamentaria. Ahora bien, la inviolabilidad parlamentaria no excluye las
eventuales sanciones que puedan imponer las propias Cámaras a sus

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Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

miembros, por realizar agresiones verbales injustificadas en los debates o por


otras infracciones en los Reglamentos.
 INMUNIDAD: se diferencia de la inviolabilidad. Tiene como objetivo proteger
al parlamentario frente a cualquier atentado contra su libertad que pudiera
tener motivaciones políticas. La inmunidad no impide que se sigan
procedimientos penales contra los parlamentarios: su finalidad es garantizar
que tales procedimientos no tendrán como móvil la persecución política. La
protección se limita al ámbito penal.
La constitución dicta que los diputados no pueden ser detenidos ni procesados
sin que lo acepten las cámaras entendidas como marco de actuación del poder
de la Cámara. Protege a los parlamentarios de la persecución de cualquier
delito tanto fuera como dentro de la cámara, es decir, tanto como parlamentario
como a modo de individuo, pero la cámara de la que forma parte tiene que
autorizar esta persecución excepto en caso de flagrante delito. Con esto se evita
que se trate de “quitar de en medio” a un parlamentario por su condición
ideológica o política. Por ello se establece la necesidad de que la Cámara lo deba
autorizar, a través de un suplicatorio por parte del Tribunal Supremo a la
Cámara una vez haya analizado si constituye hecho merecedor de investigación
o no. Esto implica que las cámaras tiendan a ser muy corporativistas (se ayudan
los unos a los otros). La Cámara solo puede negar el suplicatorio si examina que
el procedimiento tiene una razón/persecución política. Con ello se deja atrás el
corporativismo en el Parlamento. En segundo lugar, la inmunidad tampoco es
absoluta en el ámbito penal, los parlamentarios pueden ser detenidos en caso
de flagrante delito y pueden ser procesados si lo autoriza la cámara. Lo
característico de la inmunidad es que, para que se inicie un procedimiento
penal contra un parlamentario debe ser la Cámara la que juzgue si en dicho
procedimiento hay o no indicios de persecución política. El ámbito temporal de
la inmunidad se limita a la duración del mandato parlamentario: art. 71.2 CE.
Sin embargo, sus efectos son en cierto sentido retroactivos porque si se elige
parlamentario a alguien que se encuentra procesado es menester la autorización
de la Cámara para que el procedimiento continúe.
 EL FUERO ESPECIAL: esta institución consiste en que el órgano competente
para conocer las cusas penales que se sigan contra diputados y senadores es el
Tribunal Supremo (art 71.3 CE). Se pretende con ello asegurar que el órgano
que enjuicia los procesos contra Diputados y Senadores goce de las más altas
cotas de independencia, imparcialidad, etc., lo que impide al encausado ejercer,
en su caso, el posible derecho a la revisión de la Sentencia por otro Tribunal.
 MEDIOS MATERIALES: asignación económica.

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Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

LECCIÓN 4: LAS CORTES GENERALES (II) (LAS FUNCIONES LEGISLATIVAS Y


ORDINARIAS DE LAS CORTES)

2. La iniciativa legislativa: diversos sujetos.

La facultad de iniciativa legislativa, esto es, de promover la elaboración de una ley por
parte de las Cámaras parlamentarias, reviste una notable trascendencia, puesto que
abre paso al ejercicio de la función legislativa, de importancia central para el
funcionamiento del Estado. Debe tenerse en cuenta que, pese a su importancia, la
facultad de iniciativa legislativa no forma parte propiamente del núcleo básico de la
función legislativa, entendida en sentido estricto como la capacidad de elaborar y
aprobar una ley, sino que constituye únicamente una fase preliminar que abre paso a
dicha función.

El art. 87 de la Constitución atribuye la iniciativa legislativa ordinaria de forma plena y


directa tan sólo al Gobierno, al Congreso de los Diputados y al Senado (ap. 1); además,
otorga una capacidad de propuesta a las Asambleas de las Comunidades Autónomas
(ap. 2) y se remite a una ley orgánica en lo que respecta al alcance de la iniciativa
popular (ap. 3). Son, por tanto, cinco sujetos los que pueden tomar parte en este
trámite, aunque con muy distinto alcance.

En primer lugar, la iniciativa se atribuye al Gobierno, de quien parte hoy día la


inmensa mayoría de las leyes, al estar constitucionalmente encargado de la dirección
de la política y ser, en consecuencia, el impulsor del programa legislativo de la mayoría
parlamentaria. Los textos presentados por el Gobierno en ejercicio de su iniciativa
legislativa deben ser aprobados en Consejo de Ministros y reciben la denominación de
«proyectos de ley». De acuerdo con lo ordenado por el art. 89.1 CE, los proyectos de ley
deben disfrutar de prioridad en la tramitación, aunque, se añade, «sin que la prioridad
debida a los proyectos de ley impida el ejercicio de la iniciativa legislativa en los
términos regulados por el art. 87», esto es, sin que por ello se impida el ejercicio de la
iniciativa legislativa a los demás sujetos titulares de la misma. Este mandato
constitucional se ha traducido en la previsión del art. 105 del Reglamento del Senado;
en el Reglamento del Congreso de los Diputados, por el contrario, no se contempla
ninguna previsión expresa al respecto. Los proyectos de ley son enviados al Congreso
de los Diputados, Cámara que inicia la elaboración de las leyes, «acompañados de una
exposición de motivos y de los antecedentes necesarios para pronunciarse sobre ellos»
(art. 88 CE: los proyectos de ley serán aprobados en Consejo de Ministros, que los someterá al
Congreso, acompañados de una exposición de motivos y de los antecedentes necesarios para
pronunciarse sobre ellos). El procedimiento legislativo se pone en marcha de forma
preceptiva, sin que la Cámara pueda rechazar su tramitación, a diferencia de lo que
ocurre, con las iniciativas legislativas de otros sujetos, para las que existe un trámite de
«toma en consideración» en el que la Cámara puede rechazar discutir la propuesta de
texto legislativo que se le envía. Frente a un proyecto de ley gubernamental sí cabe, en
cambio, que los principales sujetos sobre los que se articula el procedimiento

19
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

legislativo, los grupos parlamentarios, presenten enmiendas a la totalidad; pero dichas


enmiendas a la totalidad, que son «las que versen sobre la oportunidad, los principios
o el espíritu del proyecto de ley y postulen la devolución de aquél al Gobierno, o las
que propongan un texto completo alternativo al del proyecto» (art. 110.3 RC), forman
parte ya de la tramitación del proyecto e integran el procedimiento legislativo. Ahora
bien, pueden suponer, como indica el precepto reglamentario, el rechazo del proyecto
gubernamental; y, en su caso, la continuación del procedimiento sobre un texto
alternativo. El Tribunal Constitucional ha avalado que el Gobierno reproduzca una
iniciativa legislativa idéntica a otra previamente rechazada, ante la inexistencia de
precepto constitucional o reglamentario que lo impida (STC 238/2012, caso Mayorías
del CGPJ).

En segundo lugar, la Constitución atribuye la iniciativa legislativa a ambas Cámaras


parlamentarias (no a sus miembros), cuyos textos reciben el nombre de «proposiciones
de ley». Después de que una Cámara aprueba tomar en consideración una proposición
de ley puede considerarse que se ha ejercido la iniciativa legislativa parlamentaria y
comienza la discusión del texto.

Las proposiciones deben ser presentadas por quince Diputados o un grupo


parlamentario (art. 126.1 RC), y deben ir también acompañadas en ambos casos de
antecedentes y exposición de motivos (art. 124 RC). Después de la existencia del
trámite de toma en consideración por la Cámara, no se admite la presentación de
enmiendas a la totalidad que propugnen la devolución del proyecto (en el senado si se
admiten)

Previo al trámite de toma en consideración, el Gobierno manifiesta su opinión sobre la


proposición de ley a debatir (art. 126.2 RC). El Gobierno cuenta para ello con un plazo
de treinta días desde la publicación de la proposición, en el que deberá manifestar, en
su caso, su oposición a la tramitación en los supuestos en los que tiene competencia
para ello, es decir, cuando la proposición modifica una delegación legislativa en vigor
(art. 84 CE: cuando una proposición de ley o una enmienda fuere contraria a una delegación
legislativa en vigor, el Gobierno está facultado para oponerse a su tramitación. En tal supuesto,
podrá presentarse una proposición de ley para la derogación total o parcial de la ley de
delegación) y cuando supone aumento de los créditos o disminución de los ingresos (art.
134 CE).

Si la proposición se ha presentado en el Senado, en donde tienen derecho a hacerlo


veinticinco senadores o un grupo parlamentario (art. 108.1 RS), es en esta Cámara
donde se adopta la decisión sobre la toma en consideración, siendo luego enviada al
Congreso, donde comienza ya directamente la fase sustantiva de la tramitación, la
proposición de ley en el Senado debe ir acompañada de una exposición justificativa y,
en su caso, de una memoria en la que se evalúe su coste económico.

La Constitución también contempla el ejercicio de la iniciativa legislativa por los


ciudadanos, estableciendo la denominada iniciativa popular. El apartado 3 del art. 87
tan sólo regula expresamente que debe ejercerse por no menos de 500.000 ciudadanos y

20
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

las materias de las que está excluida, remitiéndose para las formas de ejercicio y
requisitos a una ley orgánica.

La ley prevé que la iniciativa debe ser impulsada por una comisión promotora, la cual
debe encargarse de presentar a la Mesa del Congreso de los Diputados un texto
articulado, que ha de ser objeto de examen de admisibilidad por parte de la Mesa de la
Cámara. Dicho examen se proyecta tanto sobre el cumplimiento de los requisitos
formales como sobre los de carácter sustantivo.

El art. 87.3 de la CE excluye expresamente las materias propias de ley orgánica, las
tributarias, las de carácter internacional y la relativa a la prerrogativa de gracia; la ley
añade otras materias, resultantes de la reserva constitucional en favor del Gobierno de
la iniciativa legislativa en las mismas: la iniciativa popular no podrá versar sobre
proyectos de planificación económica (reservados al Gobierno por el art. 131 de la CE)
ni sobre los Presupuestos generales del Estado (encomendados a la iniciativa
gubernamental por el art. 134.1 de la CE) , la iniciativa puede ser rechazada si se
encuentra en tramitación un proyecto o proposición de ley sobre el mismo objeto, si es
reproducción de otra iniciativa popular de contenido análogo presentada durante la
misma legislatura, o si la proposición versa sobre materias manifiestamente distintas y
carentes de homogeneidad entre sí (art. 5 LORIP). Contra la resolución de la Mesa del
Congreso cabe recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional, expresamente
previsto en la propia Ley Orgánica de Iniciativa Popular.

Una vez admitida la proposición, la comisión promotora dispone de un plazo de nueve


meses, prorrogable por tres más, para proceder a la recogida de las quinientas mil
firmas exigidas por la ley, que deberán ser autenticadas por notarios, secretarios
judiciales, secretarios de los Ayuntamientos correspondientes o por fedatarios
especialmente designados al efecto.

Los gastos ocasionados por la difusión de la proposición y la recogida de firmas son


resarcidos por el Estado si aquélla alcanza la fase de tramitación parlamentaria

Finalmente, la Constitución, en el art. 87.2, atribuye a las Comunidades Autónomas


una facultad de auténtica iniciativa legislativa. Lo que la Constitución prevé es que las
Asambleas de las Comunidades Autónomas puedan solicitar del Gobierno la adopción
de un proyecto de ley, o bien remitir a la Mesa del Congreso una proposición de ley,
que podrán defender ante la Cámara mediante una delegación de hasta tres miembros.
En el segundo supuesto, la propuesta autonómica es sometida a la toma en
consideración por parte del Congreso de los Diputados.

EL PROCEDIMIENTO LEGISLATIVO. LOS PROCEDIMIENTOS LEGISLATIVOS


ESPECIALES.

 El procedimiento legislativo ordinario

21
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

El procedimiento legislativo se encuentra regulado directamente por la Constitución en


sus rasgos esenciales, regulación que es completada por los reglamentos de ambas
Cámaras. El art. 89.1 de la CE se refiere únicamente a que los reglamentos de las
Cámaras regularán la tramitación de «las proposiciones» de ley, igual que a los
proyectos de ley. La tramitación de las proposiciones de ley se regulará por los Reglamentos
de las Cámaras, sin que la prioridad debida a los proyectos de ley impida el ejercicio de la
iniciativa legislativa en los términos regulados por el artículo 87. La facultad de regulación
del procedimiento legislativo por los reglamentos de las Cámaras, no es sino una
plasmación de la autonomía reglamentaria que el art. 72.1 de la Constitución reconoce
a ambas Cámaras.

La discusión por una Cámara de un texto legal se desarrolla en varias fases, que en el
procedimiento ordinario son la de presentación de enmiendas, el estudio de las mismas
por parte de una ponencia que elabora un informe y la discusión y votación de dicho
informe y de las enmiendas por la comisión, que aprueba un dictamen que es sometido
a discusión en el Pleno de la Cámara. El informe de la ponencia sirve de eje de la
discusión en la comisión, así como el dictamen aprobado por la comisión desempeña
ese papel en la posterior lectura de Pleno. Los plazos de las diversas fases vienen
determinados, salvo excepciones en que lo hace la propia Constitución, en los
reglamentos de las Cámaras.

En caso de disolución de las Cámaras, ambos reglamentos prevén la caducidad de


todos los asuntos pendientes, con la sola excepción de aquéllos de los que
constitucionalmente deba conocer la Diputación Permanente. La LORIP establece una
excepción a la previsión anterior en relación con la iniciativa legislativa popular, sin
duda porque el ejercicio de la misma es independiente del resultado de unas
elecciones. Con todo, la Mesa de la Cámara puede retrotraer la tramitación al momento
que considere oportuno —aunque en ningún caso es preciso presentar de nuevo la
certificación acreditativa de haber reunido el mínimo de firmas necesarias—, lo que se
debe, asimismo, a la necesidad de respetar la voluntad de las nuevas Cámaras.

En la interpretación del procedimiento legislativo el Tribunal Constitucional otorga a


las Cámaras una gran libertad, como es natural al ser titulares de la función legislativa
del Estado. Así, ha establecido que no existe inconveniente constitucional para que los
proyectos o proposiciones de ley tengan un contenido heterogéneo (STC 136/2011, caso
Ley 50/1998, de Medidas Fiscales, Administrativas y del Orden Social). Ahora bien, en
cambio ha entendido que resulta inaceptable, desde la perspectiva del derecho de los
parlamentarios a participar en un debate informado, la admisión al mismo de
enmiendas por completo ajenas al texto legislativo en discusión (STC 119/2011, caso
Enmiendas ajenas al texto debatido).

22
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

 Discusión en el Congreso de los Diputados


La fase sustantiva del procedimiento legislativo comienza en el Congreso de los
Diputados, en el que hay que distinguir varias fases:

 Fase de enmiendas a la totalidad. En esta fase, el proyecto o proposición puede


verse totalmente rechazado o sustituido por otro. Los proyectos provenientes
del Gobierno y las proposiciones de ley del Senado pueden ser objeto de
enmiendas a la totalidad que propugnen la devolución del texto a los órganos
promotores de la iniciativa o también, en el caso de los proyectos del Gobierno,
la posible adopción de un texto completo alternativo. Tales enmiendas a la
totalidad sólo pueden ser presentadas por los Grupos Parlamentarios y son
debatidas por el Pleno de la Cámara (arts. 110.3, 126.5 y 127 RC). No caben, en
cambio, enmiendas a la totalidad ni respecto de las proposiciones de ley del
propio Congreso ni sobre las procedentes de la iniciativa popular. Una vez
tomadas en consideración ambos tipos de proposición pasan directamente a la
fase de discusión en comisión
 Fase de comisión. El proyecto o proposición pasa a continuación a examen y
votación en las comisiones correspondientes, según la materia sobre la que
verse: en ella se debaten las enmiendas al texto que hayan presentado, en el
plazo previo que determine el Reglamento, los diputados o grupos
parlamentarios. Para sistematizar el debate, la comisión designa una ponencia,
encargada de elaborar un informe sobre el texto y las enmiendas al mismo.
Como consecuencia de la discusión (en sesiones a las que pueden acudir los
medios de comunicación) la comisión elabora un texto (dictamen) que pasa a
ser discutido en el
 Fase de Pleno. El dictamen de la comisión es sometido a discusión y votación
en el Pleno de la Cámara: en esta fase pueden mantenerse enmiendas que no
hayan sido aceptadas por la comisión. En ese caso, el Pleno deberá
pronunciarse por el texto propuesto por la comisión, por el texto alternativo
mantenido por la enmienda, o por un texto de transacción.

b) Discusión en el Senado: Una vez aprobado el texto del proyecto o proposición de


ley por el Congreso, su Presidente lo remite al del Senado. Esta Cámara dispone de un
plazo de dos meses —veinte días en los declarados urgentes por el Gobierno o el
propio Congreso— para oponer su veto o para proponer enmiendas. En ambos casos y
al igual que en el Congreso, primero tiene lugar una lectura en comisión (de la que se
prescinde cuando no se han presentado enmiendas, art. 107.3 RS) y luego otra en
Pleno, debiendo desarrollarse ambas en el citado plazo constitucional de dos meses. En
la definitiva lectura de Pleno, la aprobación del veto necesita la mayoría absoluta de la
Cámara (art. 90.2 CE: el Senado en el plazo de dos meses, a partir del día de la recepción del
texto, puede, mediante mensaje motivado, oponer su veto o introducir enmiendas al mismo. El
veto deberá ser aprobado por mayoría absoluta. El proyecto no podrá ser sometido al Rey para
sanción sin que el Congreso ratifique por mayoría absoluta, en caso de veto, el texto inicial, o
por mayoría simple, una vez transcurridos dos meses desde la interposición del mismo, o se

23
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

pronuncie sobre las enmiendas, aceptándolas o no por mayoría simple). Si el Senado no veta ni
modifica el texto enviado por el Congreso, el mismo queda ya preparado para su
sometimiento a la sanción real.

b) Diferencias de opinión entre Congreso y Senado: Si el Senado no está conforme


con el texto aprobado por el Congreso tiene, como hemos visto, dos posibilidades, la
interposición de veto o la aprobación de enmiendas modificando dicho texto.

Interposición de veto. Si el Senado interpone su veto, para lo que, como se ha dicho,


necesita mayoría absoluta en la votación de Pleno, el texto vuelve al Congreso. La
Cámara baja dispone entonces de una doble opción: puede superar el veto del Senado
y aprobar el proyecto o proposición de ley mediante la misma mayoría absoluta
exigida al Senado para oponerlo o puede, simplemente, dejar transcurrir dos meses y
ratificar por mayoría simple el texto inicial que remitió al Senado; en ambos casos el
texto definitivo es idéntico al que se aprobó por el Congreso.

Aprobación de enmiendas. Si el Senado, en cambio, se ha limitado a formular


enmiendas, el Congreso sólo está obligado a pronunciarse sobre ellas, aceptándolas o
rechazándolas por mayoría simple.

4. SANCIÓN, PROMULGACIÓN Y PUBLICACIÓN DE LAS LEYES

Una vez finalizada la tramitación parlamentaria y fijado ya, por consiguiente, el texto
de la ley, ésta debe todavía cumplir otros requisitos antes de su entrada en vigor. Tales
requisitos son la sanción y la promulgación por parte del Monarca y, finalmente, su
publicación en el Boletín Oficial del Estado.

a) La sanción de las leyes es un requisito constitucionalmente necesario para


perfeccionar el texto de la ley, aunque hoy día haya perdido su contenido político
histórico.

la Constitución española contempla la figura de la sanción real al enumerar las


funciones del Monarca (art. 62 a) y en el art. 91, precepto que determina el deber
constitucional del Rey de sancionar las leyes aprobadas por las Cortes Generales en un
plazo de quince días. Este vaciamiento de todo contenido sustantivo de la sanción real
hace que, pese a su específica mención constitucional, venga a constituir normalmente
—con los matices que vemos después— un requisito formal y obligado, prácticamente
equivalente a la promulgación.

24
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

b) La promulgación consiste en el acto de comprobación y proclamación de que la ley


cumple con todos los requisitos constitucionalmente exigidos, con el consiguiente
mandato de que se cumpla y sea obedecida. De acuerdo con el art. 91 CE, tras la
obligada sanción el Rey debe proceder a la promulgación, a la vez que ordena su
inmediata publicación. El Rey sancionará en el plazo de quince días las leyes aprobadas por
las Cortes Generales, y las promulgará y ordenará su inmediata publicación.

El Rey tiene un mínimo control formal y externo de las leyes. Así, podría negarse a
sancionar y promulgar leyes a las que les faltasen elementos esenciales externos
constitucionalmente requeridos y perceptibles prima facie, como su aprobación por
ambas Cámaras de las Cortes.

c) La promulgación lleva aparejada la orden de publicación, aunque la Constitución


española menciona a ésta de forma autónoma en el propio art. 91. De esta manera, el
Rey ejerce simultáneamente sus facultades de sanción y promulgación de las leyes, y
ordena su publicación. La inserción del texto de la en el Boletín Oficial del Estado,
determina el cumplimiento del principio constitucional, propio de todo Estado de
Derecho, de la publicidad de las normas (art. 9.3 CE: la Constitución garantiza el principio
de legalidad, la jerarquía normativa, la publicidad de las normas, la irretroactividad de las
disposiciones sancionadoras no favorables o restrictivas de derechos individuales, la seguridad
jurídica, la responsabilidad y la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos), fijando
el momento de su incorporación al ordenamiento jurídico. La entrada en vigor se inicia
en la fecha establecida en la propia norma por el legislador, quien puede prever una
vacatio legis, esto es, un período en el que la norma publicada todavía no entra en
vigor. En defecto de previsión expresa, las leyes entran en vigor tras una vacatio legis
de veinte días prevista con carácter general por el Código civil (art. 2.1) las leyes
entrarán en vigor a los 20 días de su completa publicación en el BOE, si en ellas no se dispone
otra cosa. 2: las leyes solo se derogan por otras posteriores. La derogación tendrá el alcance que
expresamente se disponga y se extenderá siempre a todo aquello que, en la ley nueva, sobre la
misma materia, sea incompatible con la anterior. Por la simple derogación de una ley no
recobran vigencia las que esta hubiera derogado. 3. Las leyes no tendrán efecto retroactivo si no
dispusieren lo contrario.

5. PROCEDIMIENTOS LEGISLATIVOS ESPECIALES

Puede hablarse de dos tipos de procedimientos especiales.

En primer lugar, se encuentran los procedimientos legislativos específicos que la


propia Constitución asocia a un determinado tipo de normas. Son los procedimientos
constitucionalmente previstos para la aprobación de las leyes orgánicas, los decretos-
leyes, la reforma constitucional, los Estatutos de Autonomía o su reforma y, en fin, las

25
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

leyes de presupuestos. También pueden mencionarse aquí, los de aprobación de


tratados internacionales contemplados en los arts. 93 y 94, puesto que suponen,
procedimientos parlamentarios para la incorporación de una norma del máximo rango
al ordenamiento jurídico.

Por otro lado, están los procedimientos de tramitación parlamentaria especiales


previstos por la Constitución o por los Reglamentos de las Cámaras de forma genérica
y no asociados, en principio, a ningún tipo especial de norma ni a ninguna materia. Son
variantes respecto al procedimiento legislativo ordinario antes visto y que pueden
aplicarse también, en algunos casos, a los procedimientos especiales vinculados a
normas específicas mencionados en el párrafo anterior. Estos procedimientos, que
vamos a ver a continuación, son el procedimiento de lectura única en Pleno, el
procedimiento de aprobación íntegra en comisión y el procedimiento de urgencia.

a) El procedimiento de lectura única en Pleno es de exclusiva previsión reglamentaria,


ya que no está expresamente contemplado en la Constitución. Es un procedimiento
destinado a proyectos o proposiciones de ley que, por su sencillez u otras razones,
aconsejen una única lectura (debate y votación) en el Pleno de la Cámara, sin necesidad
del previo debate y votación en comisión. El Reglamento del Congreso lo contempla en
su art. 150 y el del Senado en el 129. En ambos casos, la decisión de seguir este
procedimiento corresponde al propio Pleno, a propuesta de la Mesa y oída la Junta de
Portavoces.

b) En segundo lugar, también cabe que la tramitación completa tenga lugar en la


comisión correspondiente, evitando el paso por el Pleno. Es la propia Constitución la
que contempla esta posibilidad, lo que se debe a que constituye una modalidad
excepcional del ejercicio por las Cortes de la potestad legislativa, ya que la atribución
de esta potestad a las Cortes (art. 66.2 CE) ha de entenderse a las Cámaras en pleno.
Por ello, el art. 75.2 CE (Las Cámaras podrán delegar en las Comisiones Legislativas
Permanentes la aprobación de proyectos o proposiciones de ley. El Pleno podrá, no obstante,
recabar en cualquier momento el debate y votación de cualquier proyecto o proposición de ley
que haya sido objeto de esta delegación). Califica la tramitación íntegra en comisión como
una delegación del Pleno en las comisiones legislativas permanentes, delegación que es
revocable en cualquier momento. Además, quedan excluidos de este procedimiento
especial los proyectos o proposiciones que versen sobre reforma constitucional, sobre
cuestiones internacionales, las leyes orgánicas y los presupuestos generales del Estado
(art. 75.3 CE). Quedan exceptuados de lo dispuesto en el apartado anterior la reforma
constitucional, las cuestiones internacionales, las leyes orgánicas y de bases y los Presupuestos
Generales del Estado.

El Reglamento del Congreso ha hecho un generoso uso de esta previsión


constitucional, puesto que ha efectuado una presunción de delegación genérica para
todos los proyectos y proposiciones de ley que sean constitucionalmente delegables,
excluyendo de la delegación el debate y votación de totalidad o de toma en

26
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

consideración (art. 148.1 RC). Sin embargo, se trata sólo de una presunción de
principio, ya que el Pleno puede recabar para sí en todo caso la discusión y votación
final de proyectos y proposiciones (art. 149.1 RC). El Reglamento del Congreso también
excluye la potestad legislativa plena de las comisiones para el supuesto de que el Pleno
del Senado haya vetado o enmendado el texto en discusión (art. 149.2 RC). Por lo
demás, la tramitación que se sigue en la comisión es la misma que en el procedimiento
común.

En cuanto al Senado, la decisión de delegar la tramitación en la comisión legislativa


competente corresponde cada vez, de forma expresa, a la Cámara, a propuesta de la
Mesa (oída la Junta de Portavoces), de un Grupo parlamentario o de veinticinco
Senadores.

c) Finalmente, el procedimiento de urgencia supone tan sólo un acortamiento de los


plazos de las diversas fases de la tramitación. En el Congreso de los Diputados la
decisión corresponde a la Mesa, a petición del Gobierno, de dos grupos parlamentarios
o de una quinta parte de los Diputados (art. 93 RC), y supone la reducción a la mitad
de los plazos reglamentarios (art. 94 RC). De todas maneras, esta Cámara dispone de
una gran flexibilidad para la modificación de los plazos reglamentarios (art. 91 RC).

En cuanto al Senado, la decisión sobre el empleo del procedimiento de urgencia no


siempre corresponde a la propia Cámara. En efecto, la Constitución prevé que en el
caso de que un proyecto haya sido declarado urgente por el Gobierno o por el
Congreso de los Diputados, el Senado sólo cuenta con veinte días naturales, en vez de
dos meses, para enmendarlo o vetarlo (art. 90.3 CE). La decisión del Gobierno es claro
que sólo procede en relación con los proyectos stricto sensu, esto es, los que tienen su
origen en el propio Ejecutivo. La referencia al Congreso de los Diputados parece, por el
contrario, que debe interpretarse en relación con todo texto que haya sido declarado
urgente por dicha Cámara, pese a la utilización del término «proyecto» por la
Constitución, término reiterado por el Reglamento del Senado (art. 133.1). No tendría
sentido, en efecto, que el Congreso pudiera forzar la tramitación urgente en el Senado
de los proyectos del Gobierno y no de sus propias proposiciones de ley, sobre todo
teniendo en cuenta que el Gobierno tiene ya capacidad para imponer la tramitación
urgente de sus proyectos. El propio Senado también puede, como es lógico, decidir la
aplicación del procedimiento de urgencia para la tramitación de cualquier proyecto o
proposición de ley por acuerdo de la Mesa, de oficio o a propuesta de un grupo
parlamentario o de veinticinco Senadores (art. 133.2 RS). La tramitación en tan breve
período de tiempo ha forzado al Reglamento de la Cámara alta a establecer plazos de
tramitación sumamente breves (arts. 133 y ss. RS).

27
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

6. LA FUNCIÓN FINANCIERA: LAS POTESTADES TRIBUTARIA Y


PRESUPUESTARIA

Por función financiera se entiende la potestad de las Cortes para determinar la


estructura de los ingresos y gastos del Estado. La función financiera comprende, por un
lado, la potestad tributaria del Estado, que las Cortes ejercen aprobando las leyes que
regulan los impuestos de donde proceden los fondos públicos; por otro, la potestad
presupuestaria, que significa la facultad de aprobar anualmente las cuentas del Estado
mediante la Ley de Presupuestos, en la cual se contiene una estimación de los ingresos
provenientes de la aplicación de los tributos en vigor y de cualesquiera otras fuentes y
una autorización de los gastos en que han de emplearse dichos ingresos.

En relación con esta función puede hablarse de un principio de legalidad financiera,


ya que la regulación constitucional impone reserva de ley tanto sobre el ejercicio de la
potestad tributaria como sobre el de la presupuestaria. Este principio constituye el
punto final de una evolución histórica de conquista por parte de los representantes de
la nación del poder de decidir sobre las finanzas del Estado.

La garantía de la propiedad de los ciudadanos y lucha por el control del poder


ejecutivo, confluyeron históricamente en la exigencia de que el Parlamento aprobase
anualmente tributos y gastos, lo que comportaba, además, la necesidad de convocar al
Parlamento al menos con esa periodicidad. Así pues, a diferencia de lo que sucede hoy
día, en las primeras etapas del constitucionalismo los tributos se aprobaban también
con carácter anual, comprendidos en la propia ley de presupuestos.

La adquisición de la capacidad para decidir sobre los fondos de los que podía disponer
el poder ejecutivo y el control de sus gastos determinó la definitiva supremacía del
Parlamento como representante del titular de la soberanía. La evolución condujo más
adelante a desglosar la potestad tributaria de la presupuestaria, en la medida en que
exigencias técnicas y de seguridad jurídica requerían la estabilidad de los impuestos a
que quedaban sometidos los ciudadanos, mientras que razones políticas seguían
abonando por la anualidad del control del gasto de los poderes públicos, dependiente
básicamente del ejecutivo.

En septiembre de 2011 y en el marco de la profunda crisis económica en la que estaba


inmersa de la Unión Europea se planteó como una necesidad la de asegurar la
estabilidad presupuestaria y evitar así los elevados déficits financieros de muchos
países de la Unión. El hecho es que esta preocupación por el equilibrio presupuestario
condujo a la segunda reforma de la Constitución de 1978, modificando
substancialmente el artículo 135 a fin de asegurar dicha estabilidad presupuestaria, no
entendida como un equilibrio riguroso entre ingresos y gastos, pero si como una

28
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

perspectiva financiera estable y con déficit controlado y reducido. El nuevo texto del
artículo 135 impone ahora a todas las Administraciones Públicas el respeto al principio
de «estabilidad presupuestaria» (apartado 1), lo que lleva a imponer la prohibición de
que el Estado y las Comunidades Autónomas incurran en un «déficit estructural que
supere los márgenes establecidos, en su caso, por la Unión Europea para sus Estados
miembros» (apartado 2). Asimismo, se establece que por medio de ley orgánica se ha
de fijar el déficit estructural máximo al Estado y a las Comunidades Autónomas en
relación con su producto interior bruto. A las Administraciones locales se les impone,
con más rigor, un equilibrio presupuestario

Aun antes de dicha reforma, el Tribunal Constitucional se había pronunciado ya sobre


la capacidad del Estado para imponer a las restantes Administraciones públicas
objetivos de estabilidad presupuestaria, como consecuencia, por lo demás, de
obligaciones comunitarias sobre la materia (STC 134/2011, caso Leyes de 2.001 sobre
Estabilidad Presupuestaria).

a) La potestad tributaria consiste, en la capacidad para imponer tributos que graven


los ingresos y bienes de los ciudadanos. La Constitución española atribuye dicha
capacidad en forma originaria «exclusivamente al Estado, mediante ley» (art. 133.1 CE:
el Estado, mediante ley, podrá planificar la actividad económica general para atender a las
necesidades colectivas, equilibrar y armonizar el desarrollo regional y sectorial y estimular el
crecimiento de la renta y de la riqueza y su más justa distribución). Esta mención
constitucional al Estado hay que entenderla referida al Estado central. El apartado 2 de
dicho precepto reconoce específicamente la potestad tributaria de las Comunidades
Autónomas y de las Corporaciones locales, pero «de acuerdo con la Constitución y las
leyes». Se trata, de una potestad tributaria de segundo orden que depende de la
Constitución, y del propio legislador estatal. Así, las Comunidades Autónomas, únicos
entes territoriales con potestad legislativa aparte del Estado central, poseen una
potestad tributaria condicionada por el legislador estatal, ya que deben ajustar el
ejercicio de sus competencias financieras a lo que establezca una ley orgánica (art. 157.3
CE). Con mayor motivo, los Ayuntamientos sólo pueden imponer tributos con el
alcance previsto por las leyes del Estado y, en su caso, de las Comunidades
Autónomas.

La potestad tributaria no puede ejercitarse mediante la Ley de Presupuestos, ya que lo


excluye expresamente la Constitución, al prohibir la creación de tributos a través de
dicha ley; sí admite la Constitución, empero, la modificación de los mismos cuando
una ley tributaria sustantiva así lo prevea (art. 134.7 CE). Es una previsión cuya
finalidad es favorecer la claridad y transparencia financiera y que, asimismo, garantiza
la normalidad en el ejercicio de la propia potestad tributaria, evitando que las

29
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

especificidades de la tramitación de los presupuestos afecten a la legislación sobre


impuestos. Finalmente, el sistema tributario debe ajustarse a los principios materiales
mencionados en el art. 31 de la CE, de justicia, igualdad y progresividad, vistos al
tratar los deberes tributarios de los ciudadanos.

b) La potestad presupuestaria Los Presupuestos Generales del Estado constituyen la


previsión de ingresos y autorización de gastos anual de los poderes públicos y
constituyen una pieza fundamental en el funcionamiento del Estado. En efecto, la
importancia de los Presupuestos es tal que la capacidad para elaborarlos supone un
importante elemento de poder político, lo cual explica la trascendencia que la
Constitución otorga a su elaboración. Formalmente son, una ley, pero sobre la que la
Constitución prevé expresamente tanto un procedimiento de elaboración específico,
como determinados aspectos de su contenido material.

Las modificaciones procedimentales consisten, sobre todo, en la reserva al Gobierno


en exclusiva de la iniciativa presupuestaria, al atribuírsele la «elaboración» de los
Presupuestos, de tal forma que éstos solamente pueden partir de un proyecto
gubernamental. Ello está asociado a la función que constitucionalmente compete al
Gobierno de dirección de la política, que le hace ser asimismo el más idóneo para
establecer las correspondientes prioridades de gastos. Dado el carácter anual que
forzosamente poseen los Presupuestos (art. 134.2 CE), la Constitución también impone
al Gobierno un plazo estricto para la presentación del proyecto, que debe efectuarse
ante el Congreso de los Diputados «al menos tres meses antes de la expiración de los
del año anterior» (art. 134.3 CE), esto es, antes del 30 de septiembre). Sin embargo,
tanto este plazo como la fecha obligada en la que los Presupuestos deben estar
aprobados y publicados (el 31 de diciembre), constituyen plazos constitucionales cuyo
incumplimiento sólo genera responsabilidad política y respecto a los que la propia
Constitución ha adoptado medidas precautorias. En efecto, en línea con el Derecho
comparado y con la propia tradición española, la Constitución prevé que si la Ley de
Presupuestos no está en vigor el primer día del ejercicio económico correspondiente (el
1 de enero), se consideran automáticamente prorrogados los del ejercicio anterior hasta
la aprobación de los nuevos.

La Constitución atribuye a las Cortes Generales el «examen, enmienda y aprobación»


de los Presupuestos. La reserva al Gobierno de la iniciativa presupuestaria es
consagrada en la Constitución en términos absolutos, puesto que tanto la iniciativa
legislativa de los restantes sujetos que la poseen, como la potestad de enmendar
cualquier texto legal en elaboración, están condicionadas a la voluntad del Gobierno en
la medida en que supongan aumento de los créditos o disminución de los ingresos
presupuestarios del propio ejercicio económico en curso.

30
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

La principal consecuencia de esta reserva absoluta al Gobierno de la iniciativa


presupuestaria se plasma en la tramitación parlamentaria de los presupuestos, que
queda sometida a limitaciones muy estrictas. La discusión del Presupuesto versa
precisamente sobre los gastos e ingresos anuales y, consiguientemente, cualquier
ejercicio del poder de enmienda por parte de las Cámaras se encuentra severamente
restringido: toda minoración de ingresos o incremento del gasto debe llevar aparejada
una contrapartida presupuestaria que compense dicha alteración; por consiguiente,
cualquier enmienda origina normalmente la necesidad de buscar una compensación a
la alteración del equilibrio presupuestario.

Existe, sin embargo, una importante excepción a la reserva gubernamental de iniciativa


presupuestaria en beneficio de determinados órganos e instituciones constitucionales
dotados de autonomía presupuestaria. Éstos tienen la facultad de elaborar sus propios
presupuestos, aunque se remiten a las Cortes englobados en el proyecto de
Presupuestos Generales del Estado elaborado por el Gobierno y, ciertamente,
constituyen partidas que deben ser tramitadas en forma ordinaria por las Cámaras. En
tal situación se encuentran la Familia y la Casa del Rey, las propias Cortes Generales, el
Consejo General del Poder Judicial, el Tribunal Constitucional y el Tribunal de
Cuentas.

Las previsiones constitucionales sobre la tramitación parlamentaria de los


Presupuestos Generales del Estado han sido desarrolladas por los reglamentos
parlamentarios. El Reglamento del Congreso establece que, en el debate de totalidad,
que ha de tener lugar en el Pleno de la Cámara, quedan ya fijadas las cuantías globales
de los estados de los presupuestos (art. 134.1 RC). En cualquier caso, las enmiendas que
supongan un aumento de créditos en algún concepto sólo son admitidas a trámite si
proponen una baja de cualquier cuantía en la misma sección (art. 133.3 RC y 149.2 RS),
y aquéllas que suponen minoración de ingresos, requieren la conformidad del
Gobierno para su tramitación (art. 133.4 RC). El Reglamento del Senado también prevé
que, si una enmienda implica la impugnación completa de una sección, se ha de
tramitar como una propuesta de veto (149.1 RS).

Finalmente, al igual que en el caso de la potestad tributaria, la Constitución contiene


principios materiales a los que debe ajustarse el ejercicio de la potestad presupuestaria,
al determinar que el gasto público debe realizar una asignación equitativa de los
recursos públicos y que su programación y ejecución han de responder a los criterios
de eficiencia y economía (art. 31.2 CE: el gasto público realizará una asignación equitativa
de los recursos públicos, y su programación y ejecución responderán a los criterios de eficiencia
y economía). Los Presupuestos deben ser completos, y contener la totalidad de los
ingresos y gastos del Estado y del sector público estatal (art. 134.2 CE). Asimismo, el
art. 135.2 de la Constitución prevé que los créditos para satisfacer el pago de intereses
y capital de la deuda pública del Estado se entenderán siempre incluidos en los gastos
de los Presupuestos, sin que puedan ser objeto de enmienda o modificación mientras se

31
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

ajusten a las condiciones de la ley de emisión. El principio de legalidad presupuestaria


también alcanza a la emisión de deuda pública o al endeudamiento del Estado. Así, la
Constitución requiere autorización por ley para que el Gobierno emita deuda pública o
contraiga crédito (art. 135.1 CE). Todas las Administraciones Públicas adecuarán sus
actuaciones al principio de estabilidad presupuestaria.

4. La función de control. Si el gobierno tiene mayoría, esa mayoría se reproduce en las


leyes, de presupuesto, de educación, etc. De tal manera que se entiende que las cosas
propuestas por el Gobierno llegarán a ley porque tiene mayoría, lo cual lleva a pensar
en para qué sirve el Senado o, incluso, el Parlamento, lo cual tiene su lógica en
términos sociológicos o políticos, pero lo que no se puede sustituir es la función del
parlamento, puesto que toda la actividad del parlamento se puede reducir a una
actividad de control. Control como vigilancia o control como medio de sanción.

5. Otras funciones.

1. CONTROL PARLAMENTARIO Y RESPONSABILIDAD POLÍTICA

El sistema parlamentario está asentado sobre la base de la relación de confianza


existente entre el Parlamento y el Gobierno. Como correlato de esa relación fiduciaria,
el Parlamento tiene, también, asignadas funciones de control de la actividad
gubernamental. En el caso español este esquema se sigue, como es lógico en un
régimen político que se autodenomina como «monarquía parlamentaria» —art. 1.3 de
la CE la forma política del Estado español es la Monarquía parlamentaria — con gran
fidelidad, aunque con adecuación a las técnicas del «parlamentarismo racionalizado».
Estas técnicas, se concretan en reducir la exigencia de la responsabilidad política del
Gobierno a supuestos muy específicos y jurídicamente formalizados, cuya
configuración, tiende a favorecer la estabilidad gubernamental. Todo ello tiene la
finalidad de evitar que la responsabilidad del Gobierno se entienda comprometida
constantemente, o por incidencias de poca relevancia; pretende, además, impedir que
la inexistencia de una mayoría parlamentaria fuerte pueda redundar en una grave
inestabilidad gubernamental o, aún peor, en vacíos de poder.

Por tanto, en términos generales puede decirse que el Gobierno debe contar con la
confianza parlamentaria expresada en la votación de investidura; debe, también, para
mantenerse en ejercicio, conservar dicha confianza y está además sometido al control
de las Cámaras. Dentro de ese esquema general la sistemática constitucional española
presenta algunos rasgos que es preciso destacar, y que, por lo demás, son comunes a
algunos otros sistemas parlamentarios. El primer rasgo específico es que, como se
analizará con detalle en la lección 26, no es propiamente el Gobierno, sino su
Presidente, quien mantiene la relación fiduciaria con el Parlamento. Por otro lado, la

32
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

confianza parlamentaria se entiende persistente a menos que se apruebe una moción


de censura contra el Gobierno o que éste sea derrotado en una cuestión de confianza. El
sistema está presidido, por el deseo de garantizar, siempre dentro del necesario
mantenimiento del apoyo parlamentario, la estabilidad gubernamental. Para ello se
configura, en primer lugar, un esquema racionalizado, en el que la confianza se
presume a menos que, a través de uno de los dos mecanismos constitucionalmente
previstos, se demuestre que se ha roto la relación fiduciaria. Por otro lado, la viabilidad
del único de esos dos mecanismos que no depende de la voluntad gubernamental, la
moción de censura se reduce seriamente con las exigencias de que incluya un
candidato alternativo y de que alcance la mayoría absoluta del Congreso. Todo ello
dibuja un panorama en el que la estabilidad gubernamental resulta muy favorecida,
puesto que al Gobierno ya investido le basta con evitar que se apruebe una moción de
censura en su contra y con no someterse a la cuestión de confianza para poder
mantenerse en el ejercicio de su cargo; por lo demás, el triunfo de una moción de
censura supone, el simultáneo nombramiento de un nuevo Presidente. Se consigue, con
ello, evitar los vacíos de poder.

Este esquema de mantenimiento de la relación fiduciaria Gobierno-Parlamento,


marcadamente progubernamental, provoca que en ocasiones se diga que las Cámaras
no controlan al Gobierno. Esta afirmación es, sin embargo, inexacta, porque arranca de
la confusión de dos elementos, control y exigencia de la responsabilidad, que son
intrínsecamente distintos. Puede ser que el Gobierno cuente con el apoyo de la mayoría
parlamentaria, y que ésta no le exija la responsabilidad política; tal cosa constituye, de
hecho, el normal funcionamiento del sistema y entra en la lógica del sistema
democrático, puesto que lo contrario a dicha lógica sería que las minorías pudiesen
imponer su voluntad. Ello no quiere decir, sin embargo, que las Cámaras no controlen
al Gobierno, puesto que el control es independiente y distinto de la exigencia de
responsabilidad política.

En efecto, el control de ambas Cámaras sobre el Gobierno es una actividad prevista en


el art. 66.2 de la CE que se realiza de forma permanente mediante unos instrumentos
específicos; la exigencia de la responsabilidad política es, por el contrario, sólo una
posibilidad contingente, que está reservada al Congreso y que, en caso de tener lugar,
se concreta forzosamente de forma esporádica. Control y exigencia de la
responsabilidad son, pues, conceptualmente diferentes, ya que tanto sus sujetos como
su objeto y sus procedimientos son diferentes: mientras el control parlamentario se
realiza por las dos Cámaras y de forma continuada, la exigencia de responsabilidad
política es una consecuencia eventual del primero, y su activación sólo está en manos
del Congreso; en tanto el control parlamentario cuenta con unos instrumentos
específicos, la responsabilidad política se exige a través de otros distintos, la moción de
censura y la cuestión de confianza. En fin, mientras el objetivo del control
parlamentario es conocer la acción del Gobierno, fiscalizarla, expresar una opinión al
respecto y trasladar todo ello a la opinión pública, la finalidad de la exigencia de la

33
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

responsabilidad política es remover al Gobierno y sustituirlo por otro. Ello explica que
la Constitución atribuya la función de control a ambas Cámaras.

2. LOS INSTRUMENTOS DEL CONTROL PARLAMENTARIO

a) Información y control

La previsión genérica del art. 66.2 de la CE de que las Cortes Generales controlen la
acción del Gobierno es desarrollada más específicamente tanto en otros preceptos
constitucionales como, sobre todo, en los Reglamentos de las Cámaras.

En primer lugar, la Constitución prevé que las Cámaras y sus Comisiones puedan
recabar del Gobierno y sus Departamentos la información y documentación que
precisen (art. 109 CE). El reglamento del Congreso (art. 7 RC) precisa que se trata de un
derecho que puede ejercer el parlamentario individual. El Tribunal Constitucional ha
considerado que ese derecho se integra dentro del reconocido en el artículo 23.2 CE
(STC 208/2003, caso Comparecencia del Presidente del CGPJ).

La solicitud de información, aun cuando se integra en la función de control (STC


57/2011, caso Solicitud de información F.J. 2) no agota el contenido de ésta. La
actividad de control puede, sin duda, limitarse a una mera petición de información,
pero normalmente incorpora, además, la emisión de un juicio crítico, positivo o
negativo, sobre la actividad gubernamental. Cuando se controla al Gobierno no sólo se
requiere información sobre su actuación y los motivos que la guían: se compara,
además, esa actuación con un canon o criterio de referencia —normalmente, el
programa del partido que verifica el control— y se traslada esa comparación a la
opinión pública para que ésta tenga ocasión de juzgar sobre la idoneidad de la
actuación gubernamental.

De ahí que la Constitución dedique al control parlamentario preceptos específicos y


que van más allá de la mera solicitud de información. Así, el art. 110 de la CE prescribe
que las Cámaras pueden reclamar la presencia de los miembros del Gobierno; éstos
también pueden, a su vez, solicitar comparecer ante las Cámaras. Estas comparecencias
consisten en una exposición, por parte del correspondiente miembro del Gobierno, de
la materia de la que se trate para que, a continuación, los parlamentarios formulen las
preguntas y observaciones que deseen. Por tanto, y aun cuando reciben el nombre de
«sesiones informativas», se trata de auténticos debates (arts. 202 y 203 RC y 182 RS).
Otra manifestación del control parlamentario del Gobierno es la remisión a las
Cámaras, por parte de aquel, de comunicaciones, programas, planes o informes, que
son luego debatidos en ellas. De hecho, uno de los más característicos debates de
nuestra práctica parlamentaria, el denominado «sobre el Estado de la Nación», que
figura entre los instrumentos de control parlamentario con mayor repercusión pública,
se articula a través de este cauce (arts. 196 y 197 RC).

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Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

b) Las preguntas

Los medios más característicos del control parlamentario son, sin embargo, las
preguntas e interpelaciones. Tienen una larga tradición en algunos sistemas
extranjeros, como ocurre con el question time británico, y están expresamente previstas
en la Constitución. Ésta —art. 111— llega, para asegurar el ejercicio del control
parlamentario, a imponer que en el orden del día de cada Pleno de las Cámaras se
reserve un tiempo mínimo para preguntas e interpelaciones. El Reglamento del
Congreso cumple este mandato —art. 191— estableciendo una regla general de dos
horas semanales para la evacuación de preguntas e interpelaciones. La práctica actual,
sin embargo, es más generosa, y los Plenos ordinarios de las Cámaras dedican una
tarde entera —la del martes en el Senado; la del miércoles, en el Congreso— a la
evacuación de preguntas e interpelaciones. Las preguntas se caracterizan porque tienen
un objeto concreto y determinado: un hecho, una situación o una información, según el
Reglamento del Congreso (art. 188.1). Pueden ser de tres clases. Así, hay preguntas
para las que se solicita respuesta por escrito. En tal caso, el Gobierno debe contestar la
pregunta en un plazo de veinte días, aunque es susceptible de ampliación; si así no lo
hace, la pregunta «escrita» se transforma en pregunta oral en Comisión. Estas, como su
nombre indica, son contestadas normalmente en la Comisión competente y, a
diferencia de las preguntas para respuesta escrita, implican ya un debate, si bien que en
el foro de la Comisión. Por último, las preguntas con respuesta oral en el Pleno son las
que, dentro de una hipotética gradación de intensidad política, ocupan el primer
escalón. Se evacuan ante el Pleno de la Cámara en las sesiones correspondientes al
control parlamentario, y suponen un debate entre el parlamentario que formula la
pregunta y el miembro del Gobierno que la contesta. Al objeto de que el debate sea lo
más vivo posible, el tiempo disponible es muy corto —cada interviniente puede
intervenir durante un máximo de dos minutos y medio— y, sobre todo en el Congreso,
se controla con el máximo rigor (art. 188.3 RC). Las características de las preguntas
orales en Pleno —repercusión en el órgano central de la Cámara, rapidez de
tramitación y debate con el Ejecutivo— y, sobre todo, de su tramitación, hacen de ellas
el instrumento más idóneo para controlar al Gobierno en los asuntos de actualidad que
alcancen repercusión pública, pues su elaboración es muy sencilla —basta con
formular la escueta interrogación— y se pueden presentar, con carácter ordinario,
hasta el lunes anterior al Pleno correspondiente, para ser debatidas el miércoles
siguiente (art. 188 RC y Resolución de la Presidencia del Congreso de 18 de junio de
1996). Aunque las preguntas pueden ser contestadas por cualquiera de los miembros
del Gobierno, el Presidente está comprometido a responder personalmente a algunas
de ellas, que él mismo puede elegir.

c) Las interpelaciones

Las interpelaciones, a su vez, coinciden con las preguntas en ser evacuadas oralmente
en el Pleno de la Cámara, pero se distinguen de ellas por el nivel de concreción: en

35
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

tanto que las preguntas tienen un objeto concreto y específico, las interpelaciones
versan «sobre los motivos o propósitos de la política del Ejecutivo en cuestiones de
política general» (art. 181.1 RC). En consonancia con su mayor globalidad, el tiempo
disponible para las intervenciones es notablemente mayor —diez minutos— su control
más laxo y la viveza del debate menor. Además, mientras que en la pregunta el debate
se circunscribe a preguntante y preguntado, en la interpelación los Grupos
parlamentarios distintos al interpelante pueden fijar posiciones. En fin, la interpelación
puede concluir en una moción que se presenta, para su aprobación, al Pleno de la
Cámara (arts. 180 a 184 RC). Así pues, puede muy bien decirse que las preguntas orales
en Pleno son los instrumentos de control idóneos para cuestiones de gran actualidad o
de interés local, pero con un alcance muy concreto, en tanto que las interpelaciones son
el medio adecuado para debatir sobre algún aspecto más general de la política del
Ejecutivo y son, por ello, más atemporales.

La racionalización del sistema parlamentario que se plasma en las Constituciones solo


se ha traducido en los reglamentos parlamentarios, generalmente, de forma muy
primitiva. Así, para la atribución de preguntas orales en Pleno e interpelaciones —esto
es, para la utilización de los dos medios de control practicables en el Pleno de las
Cámaras y, por tanto, más eficaces— se sigue un sistema de cupos de acuerdo con la
entidad numérica de cada grupo parlamentario ignorando, en favor de la formalidad
numérica, la realidad consistente en que la función de control se ejerce básicamente por
las minorías. De esta suerte, el grupo mayoritario es el que cuenta con más ocasiones
para formular preguntas al Gobierno. Ello redunda en el absoluto contrasentido de que
la mayoría parlamentaria es la que goza de más facilidades para debatir con el
Gobierno al que apoya.

d) Las Comisiones de Investigación

Por último, el control parlamentario se realiza, también, a través de las Comisiones de


Investigación. Estas Comisiones están previstas en la Constitución —art. 76.1— y
suelen existir en todos los ordenamientos, si bien que con distintas regulaciones sobre
su creación, potestades y efectos. Por lo que, al primer punto, la decisión de constituir
una Comisión de Investigación se refiere, es uno de los más relevantes y existen varios
sistemas al respecto. Así, en la mayoría de los países —este es el caso español— la
decisión de constituir la Comisión de Investigación corresponde al Pleno de la Cámara
por mayoría, de suerte que es en definitiva la mayoría de la Cámara la que determina
la decisión. En otros países, como la República Federal de Alemania, se considera que
no tiene mucho sentido que sea la mayoría la que decida la constitución de una
Comisión que, en definitiva, va a investigar a la Administración apoyada por esa
misma mayoría, por lo que basta el acuerdo de la minoría, y en concreto de una cuarta
parte de los Diputados, para que se formen Comisiones de Investigación. Por último,
en otros sistemas, como en Grecia, se otorga a la decisión de constituir la Comisión de

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Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

Investigación tal importancia que se exige para ello una mayoría cualificada
especialmente rigurosa. En España, para que se constituya una Comisión de
Investigación deben concurrir una propuesta del Gobierno, de la Mesa de la Cámara,
de los grupos parlamentarios o de la quinta parte de los Diputados y la posterior
aprobación de tal propuesta por el Pleno de la Cámara. A diferencia de las Comisiones
Permanentes de las Cámaras, las de Investigación son de carácter temporal, y pueden
crearse para «cualquier asunto de interés público» (arts. 52.1 RC y 59 RS).Lo más
característico de estas Comisiones es que pueden requerir que comparezca ante ellas,
para informar, cualquier ciudadano y, por supuesto, cargo público o funcionario,
siendo obligatorio hacerlo e incurriendo en delito de desobediencia grave el que no lo
hiciere (art. 76.2 CE y LO 5/84, de comparecencia ante las Comisiones de Investigación
del Congreso o del Senado o de ambas Cámaras); además, pueden solicitar y obtener,
en determinadas condiciones y respecto de los ciudadanos que hubieran ostentado
funciones públicas, documentos como las declaraciones del IRPF y el Impuesto sobre el
Patrimonio. Las Comisiones de Investigación concluyen su tarea con la elaboración y
aprobación de unas conclusiones que se plasman en un Dictamen que ha de ser
sometido a votación en el Pleno de la Cámara. Si ésta lo aprueba, el Dictamen se
publica en el Boletín Oficial de las Cortes. Las conclusiones de las Comisiones de
Investigación no tienen, por sí mismas, más efectos que los puramente políticos. En
efecto, la propia Constitución previene —art. 76.1— que estas conclusiones «no serán
vinculantes para los Tribunales ni afectarán a las resoluciones judiciales». No obstante,
no cabe duda del notable valor político de un pronunciamiento de la Cámara al
respecto, todo ello con independencia de que, si se estima oportuno, la Mesa puede
remitir las actuaciones al Ministerio Fiscal (art. 52.4 RC).

3. LA RESPONSABILIDAD POLÍTICA DEL GOBIERNO

El régimen parlamentario incluye, como uno de sus elementos esenciales, el que el


Parlamento tenga la posibilidad de retirar la confianza que ha al dispensado al
Gobierno, sustituyéndolo por otro. Históricamente, se entendía retirada la confianza
parlamentaria, en general, siempre que el Gobierno perdía una votación de relieve.
Este sistema tenía dos inconvenientes: en primer lugar, confundía el pronunciamiento
parlamentario sobre un asunto concreto con la expresión de la confianza al Gobierno,
con la indeseable consecuencia de que la legítima discrepancia sobre una materia
determinada se traducía en la remoción del Gobierno; en segundo lugar, provocaba
situaciones de grave inestabilidad gubernamental, y el Gobierno veía comprometida su
responsabilidad política en cualesquiera asuntos.

Por evitar estos inconvenientes, los sistemas constitucionales contemporáneos han


tendido a regular detalladamente los casos, situaciones y consecuencias de la exigencia

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Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

de la responsabilidad política del Gobierno. Esta no se compromete ya, por tanto, en


una votación cualquiera, sino sólo en aquellos casos constitucional o legalmente
prefijados. Se establecen, además, unos requisitos que es necesario cumplir, y un
procedimiento que es necesario seguir, para poder exigir la responsabilidad política del
Gobierno. Siguiendo esta línea, la Constitución española regula detalladamente, sobre
la base del modelo de la Ley Fundamental de la República Federal de Alemania, la
retirada de la confianza parlamentaria. Así, la Constitución prescribe —art. 101.1— que
el Gobierno cesa «en los casos de pérdida de la confianza parlamentaria previstos en la
Constitución». Por lo tanto, no cabe entender retirada la confianza parlamentaria más
que en esos supuestos específicos.

Retirada de la confianza parlamentaria y exigencia de la responsabilidad política son


términos sinónimos. Con ambos términos se expresa que los órganos políticos —en
este caso, el Gobierno— tienen, además de las responsabilidades —civil, penal y
administrativa— comunes a los órganos administrativos, otra responsabilidad
añadida, que no está regida por parámetros legales. Como toda responsabilidad, la
responsabilidad política lleva aparejada, cuando se exige, una sanción. Pero, en
consonancia con el carácter político de la sanción, la responsabilidad es también
política, y distinta, por tanto, de las diferentes responsabilidades jurídicas —civil, penal
o administrativa— a que hubiere lugar. Dicho en otros términos, la responsabilidad
política no se rige por el principio de legalidad, sino por el de oportunidad, y la única
consecuencia sancionadora que se deriva de su exigencia es la pérdida del cargo
político que se ocupe. No es posible, por ende, exigir responsabilidad política a quien
ya se ha visto privado del cargo que ocupaba. Por otro lado, la responsabilidad política
es, con frecuencia, de carácter objetivo. Ello quiere decir que puede exigirse por la mera
concurrencia de un hecho o, incluso, por la actuación de un tercero, aun cuando la
actuación subjetiva del responsable —esto es, su honestidad, celo o diligencia— no esté
directamente vinculada al hecho generador de la responsabilidad.

La responsabilidad política no excluye la concurrencia de otras responsabilidades


jurídicas, pero es ajena a ella. Sólo puede ser exigida por quien designó a la persona
para un determinado cargo, y se circunscribe a una valoración de la gestión política del
designado que concluye en la pérdida de la confianza que se había depositado en él
cuando se le encargó dicha gestión. Es, en suma, la pérdida del vínculo de confianza
que ha de existir entre quienes tienen asignadas determinadas funciones. Por ello, su
pertinencia es absolutamente subjetiva, y el criterio para su exigencia se limita a la
oportunidad y es completamente ajeno a la legalidad. De ahí que sea posible exigir la
responsabilidad política de alguien sin poner en duda la legalidad de su actuación,
puesto que la exigencia de la responsabilidad política no es la imputación de un ilícito
jurídico, sino la expresión de una discrepancia política. En el marco concreto de la
relación fiduciaria entre el Parlamento y el Gobierno, la exigencia de la responsabilidad

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Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

política se reconduce a que no se comparten los objetivos políticos del ejecutivo o los
medios utilizados para conseguirlos, o a que no se confía en la capacidad política de los
miembros del Gobierno para alcanzarlos.

La Constitución señala —art. 108— que el Gobierno responde solidariamente de su


gestión política ante el Congreso de los Diputados. Con ello expresa varias cosas. En
primer lugar, que la responsabilidad política es solidaria, esto es, colectiva, del
conjunto del Gobierno. No existe, pues, una responsabilidad política de uno o varios
miembros del Gobierno aisladamente. Por tanto, no tienen encaje constitucional los
intentos encaminados a exigir la responsabilidad singular de uno o varios Ministros. El
carácter solidario de la responsabilidad política deriva del hecho de que, en realidad, a
quien el Congreso otorga la confianza parlamentaria en la investidura es sólo al
Presidente del Gobierno, y no al Gobierno en su conjunto; así pues, sólo al Presidente
del Gobierno puede retirársele la confianza otorgada. La relación de confianza que
vincula a los Ministros no se establece con el Congreso, sino con el Presidente del
Gobierno, que los nombra y remueve libremente. La solidaridad implica, pues, la
concreción de la exigencia de la responsabilidad política en el Presidente del Gobierno
y la imposibilidad de exigirla a un Ministro individualmente. Ello supone, también,
que no cabe que un miembro del Gobierno se autoexcluya de esa responsabilidad,
salvo presentando la dimisión. El carácter solidario de la responsabilidad
gubernamental acarrea, por tanto, que las decisiones del Ejecutivo comprometen
políticamente a todos y cada uno de los miembros del Gobierno, y que no cabe otra
forma de exclusión o rechazo de esa responsabilidad que la de abandonar
voluntariamente el Gobierno. Por último, el tenor del art. 108 de la CE anticipa ya que
la formalización de la relación de confianza entre Parlamento y Gobierno se localiza en
el Congreso de los Diputados. Este asume, pues, el monopolio de la facultad de otorgar
y retirar la confianza parlamentaria al Gobierno, quedando el Senado —que, como
vimos, sí tiene facultades de control de la acción del Gobierno— excluido de este
campo. La Constitución distingue, por tanto, entre las funciones de control, que
atribuye —art. 66.2— a ambas Cámaras, y la de exigencia de la responsabilidad
política, que reserva al Congreso de los Diputados.

En suma, pues, una vez otorgada la confianza al Gobierno —o, más exactamente, a su
Presidente— el Congreso de los Diputados sólo puede retirar dicha confianza a través
de los mecanismos expresamente previstos en la Constitución. Tales mecanismos son
dos: la moción de censura y la cuestión de confianza. La diferencia fundamental entre
uno y otro procedimiento radica en que en el primer caso la iniciativa de la retirada de
confianza tiene origen parlamentario, en tanto que en la cuestión de confianza la
iniciativa es gubernamental.

4. LA MOCIÓN DE CENSURA

a) Concepto

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Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

La moción de censura es la única forma en la que las Cortes Generales o, más


concretamente, el Congreso, pueden expresar por propia iniciativa, la retirada de su
confianza al Gobierno. Carecen de efectos a este fin, pues, los acuerdos o resoluciones,
distintos de la aprobación de una moción de censura, que las Cámaras pudieran
adoptar expresando su discrepancia con el Gobierno: tendrán el valor político que
quiera otorgárseles como expresión de la voluntad parlamentaria, pero no obligan,
jurídicamente hablando, al cese del Gobierno.

La moción de censura consiste en que el Congreso, a iniciativa propia, retira la


confianza otorgada al Presidente del Gobierno. En el sistema español, la moción de
censura es una iniciativa parlamentaria específica y absolutamente autónoma. No
exige, por lo tanto, actividad previa de ningún género, sino solo el taxativo
cumplimiento de los requisitos constitucionalmente exigidos.

La característica más destacada de la construcción constitucional de la moción de


censura es la preocupación por la estabilidad gubernamental y, sobre todo, por evitar
los vacíos de poder, esto es, los interregnos sin un Gobierno dotado de la confianza
parlamentaria. De ahí que, siguiendo la línea de la llamada «moción de censura
constructiva» plasmada en la Ley Fundamental de Bonn, la Constitución exija que la
retirada de la confianza parlamentaria lleve simultáneamente aparejado el
otorgamiento de la confianza a otro Presidente del Gobierno. Así pues, en nuestro
ordenamiento la moción de censura opera, más que como una remoción del Gobierno,
como una sustitución de un Gobierno por otro.

b) Requisitos

La racionalización del procedimiento de retirada de la confianza parlamentaria se


plasma, en primer lugar, en los requisitos exigidos para iniciarlo. No existe, en efecto,
libertad para ello, sino que es preciso que la moción sea suscrita por al menos una
décima parte de los Diputados. Se precisa, pues, el concurso de 35 Diputados para
presentar una moción de censura. Hasta el presente, este requisito se ha traducido en
que sólo un grupo parlamentario —el mayoritario de la oposición— ha estado en
condiciones de promover una moción de censura. El segundo requisito exigido por la
Constitución —art. 113.2— es la propuesta de un candidato a la Presidencia del
Gobierno. Este requisito, que es el que configura a la moción de censura como
«constructiva», constituye también un obstáculo para su viabilidad, en la medida en
que si bien no es difícil que dos o más grupos minoritarios coincidan en la voluntad de
remover al Gobierno, sí presenta más dificultad que coincidan en apoyar al mismo
candidato. No es forzoso, por otro lado, que el candidato sea Diputado, pero sí es
obligado que haya aceptado la candidatura (art. 175.2 RC). Por último, es preciso tener
en cuenta que los Diputados firmantes de una moción de censura no podrán, si la
moción no prospera, volver a presentar otra durante el mismo período de sesiones.
Todo este conjunto de requisitos hace de la moción de censura un instrumento
parlamentario de utilización limitada y selectiva y, en principio, de difícil viabilidad,

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Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

aun cuando la experiencia acontecida en otros países y, en España, en algunos


Ayuntamientos y Comunidades Autónomas demuestra que no es imposible que una
moción de censura prospere.

c) Procedimiento

Una vez presentada con los requisitos constitucional y reglamentariamente exigidos, la


moción de censura debe ser admitida a trámite. La mera admisión a trámite apareja
efectos jurídicos ya que, de acuerdo con la Constitución —art. 113.2— a partir de ese
momento el presidente del Gobierno no podrá proponer al Rey la disolución de las
Cámaras. La preocupación de la Constitución por la estabilidad gubernamental se
manifiesta en que, admitida a trámite la moción por la Mesa del Congreso, se abre un
periodo de reflexión mínimo de cinco días, que tiene el indudable propósito de
contribuir, en el caso de que la presentación de la moción de censura fuese el producto
de un apasionamiento momentáneo, a que se pondere serenamente la situación.
Además, durante los dos primeros días se pueden presentar mociones alternativas.
Esta última previsión está, igualmente, pensada desde la perspectiva del
favorecimiento de la estabilidad gubernamental, en la medida en que posibilita los
acuerdos parlamentarios encaminados a la formación de un Gobierno con respaldo del
Congreso.

Por otro lado, el carácter constructivo de la moción de censura, y su faceta, más que de
remoción del Gobierno, de sustitución de un Gobierno por otro, se ponen claramente
de manifiesto en la regulación del debate previo a la decisión parlamentaria. En efecto,
las líneas de fuerza de ese debate se concentran no en la exigencia de la
responsabilidad política del presidente del Gobierno en ejercicio, sino, más bien, en la
investidura de quien aspira a sustituirle en el puesto. En realidad, el protagonista del
debate es el candidato a presidente, y lo es no en su calidad de crítico con el Gobierno
en ejercicio, sino en su condición de aspirante al cargo. Esto es así porque el
Reglamento del Congreso prevé —art. 177.1— que, tras la defensa de la moción de
censura por uno de sus firmantes, intervenga el candidato a presidente exponiendo su
programa. Con ello, la defensa de la moción de censura se relega a un lugar
secundario, desplazándose la atención del debate hacia la personalidad y el programa
del candidato. Esta doble intervención obedece, en primer lugar, a que el carácter
constructivo de la moción exige que la eventual aprobación por el Congreso de la
moción de censura, que lleva aparejado el otorgamiento de la confianza parlamentaria,
se realice sobre la base de un programa; en segundo lugar, responde a la posibilidad de
que el candidato no sea Diputado, como ya ha sucedido en alguna ocasión. En
conclusión, todo este esquema relega al Gobierno censurado y a su presidente a una
posición absolutamente secundaria, que puede llegar, incluso, a su absoluta abstención
de la participación en el debate, hasta el punto que el Reglamento del Congreso no
hace referencia directa alguna al Presidente del Gobierno censurado. De esta suerte, el
diálogo no se establece realmente, como podría pensarse, entre el presidente del

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Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

Gobierno y quien le censura y aspira a sucederle, sino entre este candidato y los grupos
parlamentarios. Todo ello hace de la moción de censura, en cierta forma, además de
una vía de exigencia de la responsabilidad política, un instrumento más, el más
espectacular, del control parlamentario del gobierno. Desde esta perspectiva, la moción
de censura puede saberse de antemano derrotada, y no dirigirse tanto, en realidad, a
exigir la responsabilidad política del Ejecutivo y a sustituirlo por otro como a
denunciar y criticar la gestión del Gobierno en ejercicio ofreciendo una alternativa al
mismo, todo ello con la máxima repercusión pública posible.

Una vez realizado el debate, se produce la votación, que, como se ha visto, no puede
tener lugar sino transcurridos al menos cinco días desde la presentación de la moción.
Si concurren varias mociones de censura, se votarán separadamente — art. 177.3 RC—
por orden de presentación. Sin embargo, si alguna de ellas resultara aprobada, las
restantes no se someterían a votación, puesto que se entiende que el Congreso ya ha
decidido a que candidato otorga su confianza. La votación es —art. 85.2 RC— pública
por llamamiento. Ello se debe a que se entiende que los ciudadanos tienen derecho a
saber a quién otorgan sus representantes la confianza parlamentaria, además de que así
se refuerza el compromiso del parlamentario. Para que la moción de censura prospere
debe obtener la mayoría absoluta del Congreso de los Diputados, esto es, el voto de la
mitad más uno de los que forman la Cámara. (arts. 113.1 y 177.5 RC). Este es otro de los
elementos claramente progubernamentales del diseño constitucional, pues puede muy
bien suceder que un Gobierno que esté en minoría —o que, dicho con otras palabras,
no cuente con el respaldo de la mayoría del Congreso— siga en ejercicio, siempre y
cuando esa mayoría parlamentaria que se le opone, además de haber llegado a un
acuerdo sobre un candidato alternativo, no alcance la mitad más uno de los miembros
de la Cámara. De esta forma, es perfectamente posible que un Gobierno que quede en
minoría en la votación de la moción de censura pueda, sin embargo, continuar en
ejercicio.

d) Efectos

En el caso de que no sea aprobada la moción de censura, el Gobierno recupera la


facultad de disolución de las Cámaras que había perdido al admitirse a trámite. Si, por
el contrario, la moción fuese aprobada, se entiende retirada la confianza al presidente
en ejercicio y otorgada al candidato, por lo que el primero cesa (art. 101 CE) y debe
presentar su dimisión al Rey, que nombrará Presidente del Gobierno al segundo, todo
ello de forma automática (art. 114.2 CE). No resulta preciso, pues, abrir el proceso de
designación de presidente del Gobierno previsto en el art. 99 de la CE, por cuanto ya
ha quedado investido como tal el candidato incluido en la moción de censura, que debe
proceder a nombrar nuevo Gobierno.

5. LA CUESTIÓN DE CONFIANZA

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a) Concepto

En ocasiones, es el Gobierno el que puede considerar que, para la eficaz continuidad en


el ejercicio de sus funciones y la realización de sus objetivos políticos, le resulta
conveniente renovar la confianza que el Parlamento le otorgó y ratificar, por tanto, su
respaldo parlamentario. Dicho en otros términos, el Gobierno puede exigir al
Parlamento que le ratifique expresamente su confianza, siguiendo para ello el
procedimiento constitucionalmente previsto para la cuestión de confianza.

c) Procedimiento

La iniciativa para comprobar que la confianza parlamentaria se mantiene es en este


caso del ejecutivo. El planteamiento de la cuestión corresponde —art. 112 de la CE— al
presidente del Gobierno, previa deliberación del Consejo de Ministros. Es, el
presidente quien decide o no plantear la cuestión, en lógica correlación con el hecho de
que a él personalmente, y no al Gobierno en su conjunto, fue a quien se la otorgó el
Congreso en la investidura. Pero, en primer lugar, la pérdida de la cuestión de
confianza implica el cese de todo el Gobierno; en segundo lugar, mientras que en la
investidura —o en la moción de censura— la confianza se concede al Presidente «pro
futuro», y con independencia —y hasta desconocimiento— del Gobierno que forma, la
cuestión de confianza supone un juicio sobre una gestión, la de todo el Gobierno, que
es indisociable de la del Presidente; por último, la propia Constitución predica la
solidaridad de la responsabilidad gubernamental. Todos estos elementos justifican que,
aun cuando la decisión corresponda al presidente en cuanto que sujeto directo de la
confianza, la Constitución exija la previa deliberación del Consejo de Ministros. Cosa
distinta es la formalidad que deba requerir esa deliberación; por ejemplo, parece
posible que durante el curso de una sesión parlamentaria el presidente decida reunir a
su Gobierno y deliberar allí mismo.

La Constitución exige que, si el presidente del Gobierno desea que el Congreso le


ratifique su confianza, tal ratificación tenga lugar, como en su momento sucedió con la
investidura, sobre un programa de gobierno o una declaración de política general. Se
trata, en ambos casos, de declaraciones o programas de carácter general; no cabe, por
tanto, la posibilidad, existente en otros sistemas, de que el Gobierno comprometa su
responsabilidad política con un texto legislativo concreto. Sí resulta posible que sea
una política determinada —por ejemplo, en materia económica, o internacional, o de
empleo— la que sirva de base para la ratificación de la confianza parlamentaria, pero la
instrumentación legislativa de dicha política habrá de seguir, en su caso, el
procedimiento legislativo ordinario. En contrapartida, la discrecionalidad que asiste al
presidente para presentar la cuestión de confianza es absoluta, sin que la Constitución
obligue, en ningún caso, a ello. Por tanto, ni un cambio de Gobierno, ni las alteraciones

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Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

—por profundas que sean— del programa gubernamental obligan al presidente a


plantear la cuestión de confianza, siendo absoluta su libertad a este respecto.

La cuestión de confianza se presenta, por escrito, ante la Mesa del Congreso,


acompañada de una certificación del Consejo de Ministros que acredita que se ha
producido la deliberación constitucionalmente requerida. El escrito ha de ser motivado
—art. 174.1 RC— lo que obliga a una exposición, siquiera sea sumaria, de las razones
que asisten al Presidente del Gobierno para solicitar la revalidación de la confianza
parlamentaria. A diferencia de lo que sucediera con la moción de censura, la admisión
a trámite de la cuestión de confianza no implica disminución alguna de las facultades
gubernamentales. Por tanto, si el Presidente del Gobierno lo considera conveniente —
p.e., porque las reacciones a la presentación le hacen prever que no obtendrá la
confianza del Congreso— puede proponer al Rey la disolución de las Cortes. Si así no
sucede, el debate de la cuestión de confianza se rige por las normas reglamentarias
previstas para la moción de censura, sin más cambios que los derivados de la distinta
estructura de ambas figuras: mientras, como se vio, en la moción de censura el diálogo
parlamentario real se establece ante el Congreso y el candidato a Presidente, en la
cuestión de confianza dicho debate tiene lugar entre la Cámara y el Presidente en
ejercicio. Como también aquí se expresa la confianza que al Congreso merece el
Gobierno, la votación es, igual que en el caso de la moción de censura, pública por
llamamiento (art. 85.2 RC).En este caso, es el Reglamento el que prevé —art. 174.4— un
periodo de reflexión, al disponer que la cuestión de confianza no prevé ser votada sino
transcurridas, al menos, veinticuatro horas desde su presentación. El rasgo
progubernamental de la regulación constitucional de la confianza parlamentaria al
Gobierno se manifiesta en la votación requerida: el Gobierno gana la votación de la
cuestión de confianza por mayoría simple de los Diputados presentes (art. 112 CE).Ello
significa que, mientras que para cambiar el Gobierno es menester obtener la mayoría
absoluta de los miembros de la Cámara, para revalidar la confianza al Gobierno basta
con que, de entre los Diputados que asistan a la votación, voten más a favor del
Gobierno que en contra de él o, dicho en otras palabras, que haya más «síes» que
«noes». Por tanto, el Congreso puede revalidar su confianza al Gobierno con una
minoría de sus votos, pues puede suceder que los votos negativos, las abstenciones y
las ausencias superen, en conjunto, a los votos positivos, pero sin que ello se traduzca
en la retirada de la confianza parlamentaria al Gobierno. De esta suerte, tanto en la
moción de censura como en la cuestión de confianza las abstenciones, ausencias o
votos nulos o en blanco favorecen al Gobierno, contabilizándose en realidad como si de
votos en su favor se tratase: sólo los votos realmente emitidos y expresamente
contrarios al Gobierno surten su efecto negativo. Por lo demás, la posibilidad de
revalidar la confianza parlamentaria al Gobierno por mayoría simple es congruente
con la eventualidad, también admitida constitucionalmente —art. 99.3 CE—, de que la
investidura tenga lugar por mayoría simple. Todo ello configura un sistema
encaminado a asegurar la estabilidad gubernamental, y en el que se entiende que el

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Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

Gobierno goza de la confianza parlamentaria salvo que la mayoría del Congreso


manifieste expresamente su desconfianza. La exigencia de la mayoría simple es
coherente, por tanto, con la pretensión constitucional de facilitar la formación del
Gobierno y, sobre todo, la permanencia de éste.

d) Efectos Si el Gobierno gana la votación, continuará en el ejercicio de sus funciones


con el reforzamiento político derivado de la revalidación de la confianza
parlamentaria, aunque puede suceder —p.e., si la votación pone de relieve que se han
perdido apoyos respecto de otra votación anterior— que, aun ganando la cuestión de
confianza, el Gobierno resulte debilitado. Si, por el contrario, el Congreso retira su
confianza al Gobierno, éste debe presentar su dimisión al Rey, abriéndose a
continuación el procedimiento previsto para la designación del Presidente del
Gobierno (art. 114. 1 CE). El Gobierno continúa en funciones (art. 101.2 CE) hasta la
toma de posesión de su sucesor, y pierde la facultad de disolución de las Cámaras (art.
114.1 CE, en relación con los arts. 99 y 115). El procedimiento concluiría, en suma, con
la investidura de un nuevo Presidente y la toma de posesión de un nuevo Gobierno,
sin que ello excluya la posibilidad de que el Presidente que se invista pueda ser el
mismo al que se retiró la confianza.

VII. GOBIERNO Y ADMINISTRACIÓN

EL GOBIERNO.

1. ANTECEDENTES HISTÓRICOS. LA EVOLUCIÓN DE LA REGULACIÓN DEL


GOBIERNO

La Constitución, en su título IV, «Del Gobierno y de la Administración», regula la


estructura y funciones del Gobierno como órgano constitucional diferenciado y con
entidad propia. En efecto, en los textos constitucionales de Estados que han adoptado
la monarquía como forma de gobierno, se ha prescindido usualmente de una
regulación específica del Gobierno como órgano separado e independiente de la figura
del Rey. Tal omisión tiene una explicación histórica: en el origen del constitucionalismo
se atribuía el poder legislativo a las Cámaras y el poder ejecutivo al Rey, quien lo
ejercía por medio de sus ministros. Estos aparecían, por tanto, como colaboradores
directos del Rey, sin integrarse en un órgano separado. Sólo progresivamente, en la
práctica política de las monarquías constitucionales, fue perfilándose el Gobierno como
una institución diferenciada, compuesta por los ministros y presidida por uno de ellos
(el Primer Ministro). Pero tal evolución no encontró reflejo en los textos
constitucionales que (aún hoy, en la generalidad de las Constituciones de las
monarquías europeas) siguen considerando que el poder ejecutivo es desempeñado
por «el Rey y sus ministros».

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Esta fue también la situación en la historia constitucional española hasta 1931. La


regulación del Gobierno, en la versión moderna del órgano (reuniones de los ministros,
presididas usualmente por uno de ellos) se lleva a cabo en España por primera vez
mediante el Real Decreto de 19 de noviembre de 1823: pero tal regulación tuvo escasa o
nula trascendencia constitucional. Los textos constitucionales rara vez se refieren al
Gobierno como órgano con entidad propia, a pesar de su importancia en la práctica
política. Cuando las Constituciones se referían al poder ejecutivo, utilizaban como
epígrafe de los correspondientes títulos la expresión «Del Rey», «De los ministros», o,
en algún caso, «Del Rey y sus Ministros» (Constitución de 1876) sin referencia al
órgano gubernamental. Éste se configuraba, así como un órgano de innegable
trascendencia en la realidad, pero carente de expresión constitucional: era pues,
formalmente, una extensión o apéndice del poder del Rey, titular del poder ejecutivo.
En ese sentido, podía correctamente designarse como «Gobierno del Rey» o «Gobierno
de Su Majestad». La Constitución de la Segunda República sí confirió al Gobierno un
reconocimiento constitucional expreso, regulando la institución como órgano distinto
de la Jefatura del Estado (Presidencia de la República) en su título XI, integrado por
ocho artículos, en que se establecía la composición del Gobierno y sus funciones, así
como los elementos básicos del estatuto de sus miembros, incluyendo su
responsabilidad, civil y criminal (arts. 86 a 93).

La actual regulación constitucional, al incidir directamente en la estructura y funciones


del Gobierno, viene a seguir el precedente de la Constitución de 1931, y no el fijado por
las Constituciones monárquicas del siglo XIX. La Constitución refleja la realidad
política y jurídica del momento de su elaboración, al delimitar claramente la figura y
funciones propias del Rey, por un lado, y del Gobierno por otro, como órganos
constitucionales distintos y separados. El Rey no forma parte del Gobierno, al no estar
incluido entre los miembros de éste que recoge el art. 98 de la CE. Tampoco es el titular
de la función ejecutiva, atribuida al Gobierno por el artículo 97 del texto constitucional.
No cabe ya, por tanto, hablar del «Gobierno del Rey» o de «Ministros de la Corona»,
sino, en término frecuentemente empleado por la jurisprudencia constitucional, del
«Gobierno de la Nación». Gobierno y Rey se configuran pues como órganos
constitucionales distintos, sin perjuicio de sus especiales relaciones, que suponen una
estrecha colaboración entre ellos.

Esta regulación constitucional, referida tanto a los aspectos estructurales del Gobierno
—composición, formación y cese, estatuto de sus miembros— como a sus funciones, es
muy reducida, y se centra esencialmente en los artículos 97 a 102 de la CE. El carácter
forzosamente esquemático de esta normativa puede considerarse ciertamente
conveniente, pues al referirse únicamente a cuestiones y elementos básicos de la
institución, permite una mayor flexibilidad y elasticidad a la hora de adaptarla a las
necesidades de cada momento. Por otro lado, exige el complemento de otras normas
que llenen los vacíos dejados por los mandatos constitucionales: la misma Constitución
se remite a leyes que completen sus preceptos en lo que se refiere a la composición del
Gobierno (art. 98.1) y al estatuto e incompatibilidades de sus miembros (art. 98.4). Y,

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aparte de estas remisiones expresas del texto constitucional, es evidente la necesidad


de una regulación pormenorizada de otras materias referentes a la composición y
funcionamiento del Gobierno.

En Europa Occidental (así en Italia, o la República Federal de Alemania) esa


regulación se ha efectuado, en forma unitaria y coordinada mediante leyes reguladoras
del Gobierno (leyes del Gobierno). Tal es el caso también en todas las Comunidades
Autónomas, que se ocupan en sus leyes del Gobierno de sistematizar los elementos
esenciales de la institución en un texto único. Esta sistematización se ha producido más
tardíamente en el nivel estatal. En 1997 se aprobó la Ley del Gobierno (L. 50/1997, de 27
de noviembre) pero hay que tener en cuenta que, dadas las complejas funciones de este
órgano, difícilmente puede ser regulado por un solo texto normativo: disposiciones de
innegable relevancia al respecto se hallan en normas relativas a la Administración
(como la Ley de Régimen Jurídico del Sector Público), así como en normas penales y
procesales.

2. COMPOSICIÓN DEL GOBIERNO

La Constitución se refiere a la composición del Gobierno en forma muy esquemática,


en su artículo 98.1: «El Gobierno se compone del Presidente, de los Vicepresidentes, en
su caso, de los Ministros y de los demás miembros que establezca la ley». Se prevé,
pues, la presencia necesaria de unos miembros, el Presidente y los ministros, en todo
caso: y la presencia posible (no necesaria) de los vicepresidentes «en su caso», y «de los
demás miembros que establezca la ley». Esta escueta regulación hace necesaria la
intervención de otras normas que dispongan el número y denominación de los
ministerios, la presencia o no de vicepresidentes y la precisión de cuáles puedan ser
«los demás miembros» distintos de Presidente, vicepresidentes y ministros que prevé
la Constitución.

En cuanto al número y denominación de los ministerios, y la presencia o no de


vicepresidentes, la regulación constitucional hace posible una amplia flexibilidad. No
sólo no se establece un numerus clausus al respecto, sino que además, la Constitución
permite que el número de departamentos ministeriales y de vicepresidencias sea fijado
por normas de rango reglamentario. En efecto, el artículo 98.1 de la CE no hace
referencia al tipo o rango de la norma que establezca vicepresidencias y ministerios. La
reserva de ley contenida en el art. 98.1 de la CE se refiere a la determinación de «otros
miembros del Gobierno» distintos del ministro o vicepresidentes, y no al número y
denominación de departamentos ministeriales. La disposición aplicable a este respecto
es el artículo 103.2 de la CE, que establece que «los órganos de la Administración del
Estado son creados, regidos y coordinados de acuerdo con la ley». Debe tenerse en
cuenta que dicho artículo no dispone que esos órganos (entre los que se encuentran
tanto el Gobierno como los ministros) hayan de ser creados o regidos por la ley, lo que

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implicaría una reserva absoluta de ley, sino de acuerdo con la ley. Ello supone una
relativización del papel de la ley en este aspecto: en términos de la STC 60/86 (caso
R.D.- ley de medidas urgentes de reforma administrativa) la fórmula «de acuerdo con
la ley» «no es otra que la de la llamada reserva relativa de ley, que permite compartir la
regulación de una materia entre la ley —o norma con fuerza y valor de ley— y el
reglamento». La norma legal podrá, por tanto, limitarse a establecer prescripciones
básicas, de manera que la normativa reglamentaria, respetando esas prescripciones,
pueda determinar, según las necesidades de cada momento, cuántos y cuáles han de
ser los departamentos ministeriales (y vicepresidencias, si así conviniera).

Este sistema, que remite a disposiciones reglamentarias la determinación del número


total y denominación de los departamentos ministeriales, y que resulta plenamente
acorde con los mandatos constitucionales, ha sido el adoptado en la práctica a partir de
1985. A partir de esta fecha, diversas disposiciones legales han venido a autorizar a la
Presidencia del Gobierno para, mediante Real Decreto, determinar el número, la
denominación y el ámbito de competencias respectivas de los ministerios y las
secretarías de Estado.

Este sistema presenta indudables ventajas, ya que es más flexible que la fijación por ley
del número y denominación de ministerios; la fijación por Real Decreto posibilita
adaptar en breve plazo la composición del Gobierno a las necesidades derivadas de la
distribución de tareas gubernamentales, así como a las derivadas del reparto de poder
entre partidos o tendencias políticas inter o intrapartidistas. No obstante, tal
flexibilidad no será aplicable a la creación de categorías de miembros del Gobierno
distintas de Presidente, vicepresidente o ministros. Como se vio, la Constitución
admite la posibilidad de esas categorías (art. 98.1 CE) pero exige que sean establecidas
por ley.

Interpretando conjuntamente los artículos 98.1 in fine y 103.2 de la CE, debe concluirse
que sólo la ley puede crear nuevas categorías de miembros del Gobierno, si bien, una
vez establecidas por ley sus características básicas, podrán fijarse, de acuerdo con la
ley, reglamentariamente aspectos como el número de entes dentro de cada categoría,
su denominación, etc. En todo caso, se trata de supuestos aún no verificados en la
práctica. Aunque se hayan creado en ocasiones categorías diferenciadas de ministerios.

3. ESTRUCTURA DEL GOBIERNO: EL CONSEJO DE MINISTROS

El Gobierno se configura como un órgano de importancia central en el sistema


constitucional, en cuanto que no sólo cumple un conjunto de tareas concretas que se le
atribuyen específicamente, sino que además debe realizar una función general de
estímulo, orientación e impulso de la acción de otros órganos. Ahora bien, el Gobierno
se estructura, por definición, como un órgano pluripersonal, pero con una destacada
característica: junto a las funciones del Gobierno como collegium, sus miembros tienen
también funciones propias, que se les atribuyen constitucionalmente. Resulta por tanto

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Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

necesario diferenciar, como órganos constitucionales, por un lado el Gobierno en


cuanto colectivo —que, como se verá, en el caso español se identifica, tradicional y
positivamente, con el Consejo de Ministros— y por otro los órganos unipersonales, con
entidad propia que en él se integran: el Presidente, el o los vicepresidentes, los
ministros y los no definidos «demás miembros» a los que genéricamente se refiere el
artículo 98.1 CE. Igualmente, y como requisito para la comprensión de la acción
gubernamental, ha de precisarse cuál sea la relación —jerárquica o paritaria— de esos
órganos, entre sí, y particularmente las relaciones de los ministros con la figura que
aparece notablemente potenciada en la Constitución, esto es, el Presidente del
Gobierno.

Cuando la Constitución se refiere a actuaciones o decisiones del Gobierno en cuanto


órgano pluripersonal, emplea las expresiones «Consejo de Ministros» y «Gobierno», en
algún caso, emplea ambos términos dentro del mismo artículo y apartado. En la actual
realidad española, los términos «Gobierno» y «Consejo de Ministros» siguen siendo
equivalentes e intercambiables. Las normas básicas en cuanto a la estructura del
Gobierno no establecen diferencias entre Gobierno y Consejo de Ministros. Estas
normas, al referirse al Gobierno, establecen que los miembros de éste se reunirán en
Consejo de Ministros o en Comisiones Delegadas del Gobierno, sin que se prevea un
«Gabinete» o «Consejo de Gabinete» ni un «pleno ampliado» del Gobierno. En cuanto a
las Comisiones Delegadas sino que se configuran, como órganos que actúan por
delegación de funciones específicas del Consejo de Ministros, que es quien crea,
modifica o suprime esas comisiones. Sin que resulte por tanto imposible, desde los
mandatos constitucionales, la creación de un Gabinete más reducido, hoy el término
«Consejo de Ministros» viene a equivaler a «Gobierno en pleno». Por ello, las funciones
que la Constitución y las leyes atribuyen genéricamente al Gobierno deben, en
principio, entenderse atribuidas al Consejo de Ministros.

Éste, está integrado por el Presidente, el o los vicepresidentes y los ministros. Los
secretarios de Estado, que no son miembros del Gobierno, podrán asistir, de acuerdo
con el art. 5.2 de la Ley del Gobierno, a las reuniones del Consejo de Ministros cuando
sean convocados: también podrán ser miembros de las Comisiones Delegadas del
Gobierno (art. 6.1.b LG). Además, también podrán asistir a las reuniones de las
Comisiones Delegadas del Gobierno, cuando sean convocados, «los titulares de
aquellos otros órganos superiores y directivos de la Administración» (art. 6.3 LG).

En cuanto a su régimen de funcionamiento, el Gobierno se configura


constitucionalmente como un órgano colegiado, esto es, un órgano cuya voluntad es
resultado del acuerdo de las voluntades de sus miembros tras la oportuna deliberación.
Ahora bien, el Gobierno no se rige, por las normas comunes aplicables a los órganos
colegiados de la Administración, normas contenidas en la ley 40/2015 de Régimen
Jurídico del Sector Público; esa misma ley excluye expresamente, en su Disposición
Adicional Vigésimo primera la aplicación al Gobierno de tales normas. La naturaleza
del órgano y de las decisiones que debe adoptar —decisiones de dirección política,
muchas veces en caso de urgencia— y la diversa posición constitucional de sus

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Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

miembros, entre los que destaca el papel del Presidente, hacen incompatibles esas
normas con la necesaria celeridad en el funcionamiento gubernamental, con la función
directiva que corresponde al Presidente del Gobierno, y con la unidad de acción hacia
el exterior que deriva de la responsabilidad política colectiva del Gobierno (art. 108 CE)
y que hace impensables los «votos particulares».

La Ley del Gobierno contiene una regulación básica para su funcionamiento, contenida
en sus artículos 17 a 19, pero se remite, para una normación más precisa, a las
disposiciones organizativas internas de funcionamiento y actuación que sean dictadas
por el Presidente del Gobierno o el Consejo de Ministros. Usualmente, esas
disposiciones de detalle se contienen en unas «Instrucciones» aprobadas en Consejo de
Ministros. Pero hay que recordar que éste se rige, no sólo por normas escritas, sino
también por usos y convenciones derivadas de la práctica, como —por ejemplo— la de
que los Consejos de Ministros se celebren con periodicidad semanal. Muchas de estas
convenciones han ido convirtiéndose en preceptos legales o reglamentarios. Así, el
secreto de las reuniones, o la necesidad de levantar acta después de cada sesión, acta en
que deberán incluirse los acuerdos adoptados, han pasado a ser contenido de
mandatos expresos, reglamentarios o legales.

La actuación del Consejo de Ministros, como órgano plenario del Gobierno, se ve


facilitada por los que pudiéramos denominar órganos de apoyo del Consejo: el
Secretariado del Gobierno y la Comisión General de Secretarios de Estado y
Subsecretarios. El primero es el encargado de proporcionar la infraestructura
administrativa del Consejo y de sus Comisiones Delegadas, y se integra en el
Ministerio de la Presidencia. En cuanto a la Comisión General de Secretarios de Estado
y Subsecretarios, su función consiste en preparar las sesiones del Consejo de Ministros,
informando sobre las materias a tratar por éste.

4. PRESIDENTE Y VICEPRESIDENTE DEL GOBIERNO

a) Posición y status del Presidente

La posición del Presidente del Gobierno resulta claramente diferenciada, en virtud de


los mandatos constitucionales, así como de la práctica política, de la correspondiente al
resto de los miembros del Gobierno. El Presidente no se configura como un primus
inter pares, o como un ministro (o Primer Ministro) con tareas peculiares de
coordinación y representación. Por el contrario, por su origen, funciones y status se
define como una figura con características propias, y en clara situación de
preeminencia y dirección respecto del conjunto gubernamental.

– Por su origen y designación, el Presidente del Gobierno se caracteriza por ostentar,


único una investidura parlamentaria. Es precisamente mediante esta investidura como
la Constitución traduce una de las consecuencias de la forma parlamentaria del Estado
(art. 1 CE) al exigir una confianza inicial expresa del Parlamento. Dada la importancia
de este procedimiento en el sistema de poderes creado por la Constitución

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Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

El nombramiento del Presidente del Gobierno corresponde, como en el caso de los


ministros, al Rey (art. 99 CE). No obstante, el nombramiento del Presidente tiene su
fundamento en la confianza de la Cámara, mientras que el de los ministros deriva de la
propuesta en exclusiva del Presidente (art. 100 CE) lo que se traduce en que también
depende de tal propuesta su cese (salvo, obviamente, en el supuesto de dimisión
voluntaria). En consecuencia, es el Presidente del Gobierno, y no este órgano colegiado
como tal, quien goza de la confianza parlamentaria; y los ministros, por su parte,
encuentran su legitimación en la confianza del Presidente, de quien dependen para su
nombramiento, y permanencia en el cargo (ver Lección 25). El procedimiento para la
investidura del candidato a Presidente del Gobierno no exige que éste comunique o
haga saber formalmente la composición del Gobierno que pretende formar: la
confianza se otorga únicamente a un candidato individual y a su programa, si bien éste
puede resultar de un acuerdo de coalición.

– Al Presidente le encomienda la Constitución la dirección de la acción del Gobierno y


la coordinación de las funciones de sus miembros. Ello resulta consecuencia lógica de
la aprobación parlamentaria de un programa cuyo desarrollo y ejecución debe dirigir,
y se traduce, entre otros aspectos, en que corresponde al Presidente el impulso y
organización de la actividad del Consejo de Ministros (convocatorias, fijación del orden
del día, etc.).

– Finalmente, la Constitución encomienda al Presidente del Gobierno un conjunto de


funciones específicas, en cuanto órgano individualizado. Estas funciones específicas se
configuran en relación con el propio Consejo de Ministros (así, la propuesta y cese de
los ministros, y la petición al Rey para que presida el Consejo, art. 62,9 CE) con las
Cortes (planteamiento de la cuestión de confianza, art. 112 CE; propuesta de disolución
de las Cámaras «bajo su exclusiva responsabilidad» art. 115.1 CE) con el Tribunal
Constitucional (interposición del recurso de inconstitucionalidad, art. 162.1.a) y con la
propuesta de sometimiento de una decisión a referéndum (art. 92.2). El carácter
personal de estas funciones no obsta, materialmente, a que la actuación del Presidente
sea objeto previamente de deliberación en el Consejo de Ministros, deliberación que en
el caso de la cuestión de confianza es preceptiva. Pero, así y todo, se configuran
constitucionalmente como «actos del Presidente» que dependen, en definitiva de su
exclusiva voluntad.

– La diferencia de planos entre Presidente y ministros se traduce también en el nivel


de la legislación ordinaria, en lo que se refiere al status personal, tanto en lo relativo a
protocolo y precedencias, como en cuanto al Estatuto de los ex Presidentes del
Gobierno.

b) Órganos de apoyo del Presidente

La especificidad de las funciones del Presidente del Gobierno hace necesaria la


existencia de órganos de apoyo capaces de llevar a cabo las tareas de preparación de

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Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

decisiones y seguimiento de su ejecución. En la actual situación, pueden distinguirse


varios tipos de órganos de esta naturaleza. Por una parte, aquéllos que constituyen en
realidad órganos de apoyo del Consejo de Ministros, como es el Secretariado del
Gobierno, integrado en un ministerio específico, el Ministerio de la Presidencia. Por
otra, y cobrando en la práctica una importancia creciente, las unidades de apoyo sin
carácter de departamento ministerial, que se integran dentro de la estructura orgánica
de la Presidencia del Gobierno: así, la Secretaría General de la Presidencia, la Oficina
Económica del Presidente del Gobierno y el Gabinete de la Presidencia del Gobierno
como órgano de asistencia política y técnica, que se configuran como organizaciones
instrumentales, directamente dependientes del Presidente, y encaminadas a hacer
posible la actividad de dirección política de éste. Pese a la progresiva relevancia de
estos órganos de apoyo, su relativa novedad en la estructura gubernamental se traduce
en que se encuentran regulados por normas de nivel reglamentario.

Finalmente, y como órgano de apoyo previsto en la Constitución, ha de considerarse la


figura del vicepresidente o vicepresidentes. La Constitución, al enumerar los
componentes del Gobierno se refiere (art. 98) a «los Vicepresidentes, en su caso». La
práctica política española post-constitucional ha supuesto la presencia de al menos un
vicepresidente en el Gobierno, y hasta tres en alguna ocasión. Por lo que se refiere a sus
funciones, no vienen enumeradas en la Constitución, por lo que han sido la normativa
legal y la práctica política las que han venido a precisarlas. En la práctica, aparte de las
funciones de sustitución del Presidente por ausencia en el extranjero o enfermedad, la
función del vicepresidente (y en su caso, del vicepresidente o vicepresidenta primera)
se ha centrado fundamentalmente en la coordinación gubernamental y en la
programación de las tareas del Gobierno, presidiendo a estos efectos, como prevé la
Ley del Gobierno, las sesiones de la Comisión General de Secretarios de Estado y
Subsecretarios. En varias ocasiones, y evidentemente para lograr una mayor
coordinación, la vicepresidencia primera y el Ministerio de la Presidencia han recaído
en el mismo titular.

5. LOS MIEMBROS DEL GOBIERNO. LOS MINISTROS

En principio, en la práctica y en la legislación española, los ministros se definen como


jefes o directores de un departamento o sección de la Administración (departamento
ministerial). Ahora bien, conviene tener en cuenta varias precisiones:

– Cabe que haya ministros que, aun dirigiendo unidades administrativas, no


sean jefes de un departamento ministerial: tal sería el caso de los denominados
«ministros sin cartera». Se trata de una técnica empleada en otros ordenamientos, para
lograr el adecuado equilibrio numérico en caso de Gobiernos de coalición o para
encomendar tareas coyunturales a especialistas que se incluyen, por la transcendencia
de su función, en el Consejo de Ministros.

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Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

– Aun cuando designados formalmente como departamentos ministeriales, no


es infrecuente en la práctica española que, con ocasión de remodelaciones
ministeriales, se creen ministerios con características peculiares que los diferencian de
las áreas tradicionales de la Administración: tal sería el caso de la Oficina del Portavoz
del Gobierno (que a veces ostenta rango ministerial, en otros casos de Secretaría de
Estado, o se combina con otro departamento), o del Ministerio de Relaciones con las
Cortes (órgano que en ocasiones se estructura como Secretaría de Estado, combinado o
no, según los casos, con la Secretaría del Gobierno). Sus titulares se configuran, más
que como cabezas de divisiones administrativas, como jefes de departamentos
reducidos, con finalidades casi exclusivamente de apoyo.

– Los ministros ostentan al mismo tiempo dos tipos de posiciones. Su condición


de jefe de departamento ministerial, como posición administrativa, se simultánea con
la del miembro del Gobierno, como posición política. Ambas posiciones implican
funciones distintas y complementarias: por una parte, la dirección de una división
administrativa, por otra, la colaboración en la dirección política del país. El ministro,
así, actúa como auténtico puente entre la política y la Administración. Ahora bien, el
estatus de ministro no es un status funcionarial, sino que presenta peculiaridades
propias: el ministro constituye en efecto una categoría englobable en la de «altos cargos
del Estado», con una regulación específica.

El nombramiento de los ministros corresponde al Rey, a propuesta exclusiva del


presidente del Gobierno, y se efectúa formalmente por Real Decreto, refrendado por el
Presidente; evidentemente, no se trata de uno de los Reales Decretos «acordados en
Consejo de Ministros» a que se refiere el art. 62 C.E., sino de un auténtico «decreto
presidencial» como se prevé en el art. 17 a) de la Ley del Gobierno. En cuanto a su cese,
se produce igualmente a propuesta exclusiva del Presidente, si bien existen otros
supuestos de cese automáticamente ligados al cese de todo el Gobierno, como son los
previstos en el art. 101 de la CE, esto es, la celebración de elecciones generales, la
pérdida de confianza parlamentaria (casos de moción de censura y cuestión de
confianza, arts. 112 y 113 CE) y la dimisión o fallecimiento del Presidente. Tambien el
de cese por dimisión voluntaria. Los ministros, pues, no pueden ser cesados por las
Cámaras legislativas, ni una reprobación de éstas acarrea forzosamente su cese o
dimisión.

Resulta relevante, para la actuación ministerial, el papel del gabinete del ministro,
como órgano de apoyo especializado, y vinculado al Jefe del Departamento, claramente
diferenciado de otros órganos del Ministerio (subsecretaría, secretaría general técnica)
con una proyección administrativa. Se trata de un órgano eminentemente político y
técnico, integrado por asesores que gozan de la confianza personal del ministro, y cuyo
régimen se ha regulado formalmente por vía reglamentaria.

6. EL ESTATUTO DE LOS MIEMBROS DEL GOBIERNO

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Dentro del ordenamiento español, los miembros del Gobierno disponen de un status
peculiar, que incluye derechos y obligaciones de muy variada índole y que singulariza
su posición en relación con el resto de los ciudadanos. Tales derechos y obligaciones se
proyectan sobre materias muy diversas (penal, procesal, administrativa,
presupuestaria, etc.) y no son objeto de un tratamiento normativo unitario: el núcleo
esencial de su regulación se halla en la Constitución, y el resto en normas de muy
diverso rango, legales o reglamentarias. La Constitución en su artículo 98, se remite a
la ley para la regularización del «estatuto e incompatibilidades de los miembros del
Gobierno», pero en la práctica, ello no se ha traducido en un texto único, dada la
variedad de aspectos a tratar, sino en una serie de disposiciones legales, de índole
procesal, penal y administrativa.

Desde el punto de vista administrativo, la Constitución se refiere expresamente a una


característica del status ministerial, esto es, su específico régimen de
incompatibilidades. El artículo 98 de la CE establece un núcleo mínimo: los miembros
del Gobierno no podrán ejercer otras funciones representativas que las propias del
mandato parlamentario (la Constitución viene así a admitir que los minis tros puedan
ser también miembros de las Cámaras Legislativas) ni cualquier otra función pública
que no derive de su cargo, ni actividad profesional o mercantil alguna. Ahora bien, este
núcleo se ha visto ampliado legislativamente por la Ley reguladora del ejercicio de alto
cargo de la Administración General del Estado que extiende el régimen de
incompatibilidades, que afectará incluso a los años inmediatamente posteriores a su
cese.

Desde la perspectiva penal, los miembros del Gobierno gozan de una especial
protección. En cuanto se refiere a su actuación conjunta en Consejo de Ministros, el
Código Penal tipifica como delito toda coerción u obstaculización de la libertad de los
ministros reunidos en Consejo, así como las injurias y amenazas al Gobierno. La
protección penal se extiende también a los ministros individualmente considerados, al
tipificar como delito específico el atentar contra un ministro en el ejercicio de sus
funciones.

El status de los miembros del Gobierno tiene también una dimensión procesal, ya que
la Constitución establece un fuero especial para ellos en materia penal. El art. 102 CE
prevé que la responsabilidad criminal del Presidente y los demás miembros del
Gobierno habrá de exigirse ante la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo (102.1). Esta
peculiar situación procesal se ve reforzada por la exigencia de que la acusación por
«traición o por cualquier otro delito contra la seguridad del Estado en el ejercicio de
sus funciones» necesitará un específico acuerdo parlamentario. Sólo podrá ser
planteada por iniciativa de la cuarta parte de los miembros del Congreso, y habrá de
contar con la aprobación del mismo por mayoría absoluta (102.2). Por otro lado, este
status procesal tiene una dimensión negativa: la prerrogativa real de gracia no será
aplicable a supuestos de responsabilidad penal de miembros del Gobierno (102.3). La
especial situación procesal de los miembros del Gobierno resulta tradicionalmente
acentuada además por la legislación ordinaria. La Ley de Enjuiciamiento Criminal, en

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efecto, establece que (entre otros) los miembros del Gobierno dispondrán de un
régimen peculiar para prestar declaración ante órganos judiciales, ya que podrán, bien
informar por escrito, bien prestar declaración en su domicilio o despacho oficial, con lo
que se les dispensa de su comparecencia personal a declarar (arts. 412 y ssgs. LECr).

Finalmente, resulta conveniente hacer referencia a una dimensión del status procesal
de los miembros del Gobierno, común también a otros funcionarios: su derecho y
obligación de guardar secreto (incluso en procedimientos judiciales) sobre materias
cuya divulgación pudiera resultar en grave perjuicio de la seguridad interna o externa
del Estado, o de otros bienes públicos. Sobre todas ellas tienen los funcionarios (y
también los ministros) obligación de guardar secreto, y, en consecuencia, la Ley de
Enjuiciamiento Criminal protege genéricamente tal reserva, al determinar que «no
podrán ser obligados a declarar como testigos los funcionarios públicos, de cualquier
clase que sean, cuando no pudiesen declarar sin violar el secreto que, por razón de sus
cargos, estuviesen obligados a guardar» (art. 417.2). La Ley de Secretos Oficiales, por su
parte, prevé la posibilidad de que se declaren determinadas materias como «materias
clasificadas», bien como materias secretas, bien como materias reservadas En el caso de
los miembros del Gobierno, el deber de secreto se extiende a las deliberaciones del
Consejo de Ministros, según práctica arraigada en el ordenamiento español, y
confirmada en el art. 5.3 de la Ley del Gobierno.

7. FORMACIÓN DEL GOBIERNO

Los procedimientos de formación y cese del Gobierno giran esencialmente en torno a la


figura del Presidente, siendo el nombramiento y cese de éste el elemento definitorio, de
que dependen el resto de los miembros del Gobierno. Y, en este respecto, la
Constitución prevé dos formas de nombramiento del Presidente: la que pudiera
denominarse ordinaria, prevista en el artículo 99, y una de carácter —al menos hasta el
momento— extraordinario, que es la prevista en el art. 113, mediante la presentación, y
aprobación, de una moción de censura. En cualquier caso, la Constitución exige que se
produzca una manifestación expresa de la confianza del Congreso en el candidato a la
Presidencia del Gobierno para que éste pueda formarse y entrar en funciones.

Por lo que se refiere a la fórmula ordinaria, se trata de un procedimiento complejo, en


el que pueden distinguirse tres fases: una primera de propuesta; a continuación, una
fase de investidura parlamentaria; y finalmente, el nombramiento y toma de posesión,
fases que es conveniente estudiar separadamente. La iniciación del procedimiento se
produce, según las previsiones constitucionales, en diversos supuestos, que implican el
fin del mandato del Gobierno anterior y que se enumeran en el art. 101 CE. Tales
supuestos son la celebración de elecciones generales, la pérdida de la confianza
parlamentaria, como resultado de la derrota gubernamental en una cuestión de
confianza (no así en el supuesto de la moción de censura, en que la forma de
designación del Presidente es distinta) o la dimisión o fallecimiento del Presidente.

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Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

Estos supuestos implican, el cese del Gobierno, y la necesidad de nombramiento de un


Gobierno nuevo.

El artículo 99 CE no señala un plazo entre el cese del Gobierno, y la apertura del


procedimiento para la formación de un nuevo Gobierno, de manera que queda a la
discreción de los actores políticos: en la práctica, hasta el momento, el plazo ha sido
breve.

a) Propuesta

En el supuesto de dimisión voluntaria (producido en 1981) o de derrota de una moción


de confianza, el procedimiento comienza una vez presentada la dimisión del
Presidente ante el Rey.

En los supuestos de celebración de elecciones, el procedimiento se inicia a partir de la


sesión constitutiva del Congreso y la elección, en ésta, del Presidente de la Cámara, que
cumple un papel esencial en el proceso.

La primera fase del procedimiento, según el art. 99 de la Constitución, consiste en una


serie de consultas del Rey «con los representantes designados por los Grupos políticos
con representación parlamentaria». El protagonismo no le corresponde a los grupos
parlamentarios, sino a los «grupos políticos» que hayan obtenido representantes en las
Cortes Generales; incluso cabe que, al iniciarse el trámite de consultas, no se hayan
constituido formalmente los grupos parlamentarios en cuanto tales. En consecuencia,
habría de entenderse —y tal ha sido la práctica hasta el momento— que las consultas
se evacuarán con los representantes designados por los partidos políticos. Incluso, en
algún caso, tales representantes no ostentaban la condición de Diputados o Senadores.

La interpretación del art. 99 en este respecto deja abiertos algunos interrogantes. El


primero es el referente a si por «representación parlamentaria» debe entenderse
únicamente representación en el Congreso (única Cámara que debe expresar su
confianza al candidato a la Presidencia) o bien representación en alguna de las dos
Cámaras integrantes de las Cortes Generales. Por otro lado, tampoco es evidente si por
«grupo político» ha de entenderse todo partido político o coalición representado en
una u otra Cámara, o únicamente aquellos que hayan concurrido con entidad propia y
propias candidaturas a las elecciones. Finalmente, tampoco se determina el orden de
las consultas. Se trata, en suma, de cuestiones que requieren un indudable tacto
político, tanto por parte de la Corona como de la Presidencia del Congreso, y cuya
solución ha de venir resuelta por la práctica política: hasta el momento, las soluciones
dadas a estas cuestiones no son unívocas.

La propuesta del Rey, a partir de tales consultas, conteniendo el nombre del candidato
seleccionado se transmite al Congreso «a través de» su Presidente (art. 99 CE). Se trata
de un acto formal, que debe ser refrendado por el Presidente del Congreso, según
prevé expresamente el art. 64.1 de la Constitución. Tal necesidad de refrendo da lugar,

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periódicamente, a que renazca la polémica sobre si, dado que es el Presidente del
Congreso el responsable de ese acto formal (art. 64.2 CE: «De los actos del Rey serán
responsables las personas que les refrenden») a él le corresponde, en realidad, llenarlo
de contenido, de forma que no sea el Rey quien libremente proponga el candidato, ya
que ha de contar con la voluntad concorde (en cuanto responsable) del Presidente de la
Cámara. En la práctica, ello se traduce en la pregunta de si el Presidente puede negar
su refrendo al Rey, si estima que éste no refleja, en su propuesta, la voluntad expresada
en las urnas. La pregunta, hasta el momento, y previsiblemente en el futuro, se revela
como meramente académica. Ciertamente, si el Presidente niega su refrendo, la
propuesta real no puede tramitarse en el Parlamento. Ello supondría un bloqueo en el
funcionamiento de las instituciones previsto en la Constitución, como también lo
supondría que el Rey no efectuase propuesta alguna o que se negase a firmar los
Decretos expedidos en Consejo de Ministros (art. 62.f) o a sancionar las leyes
elaboradas en las Cortes (art. 62.a). Se trata de situaciones dudosamente posibles que
implican una crisis constitucional, y cuya resolución no puede preverse mediante un
mecanismo específico.

b) La fase de investidura

Formalizada la propuesta por el Rey (propuesta que se publica en el Boletín de las


Cortes Generales) corresponde al Congreso de los Diputados pronunciarse sobre ella.
El pronunciamiento de los Diputados consiste en una afirmación o negación (o la
abstención) sobre el candidato propuesto, sin que sea posible la formulación de
alternativas. El candidato deberá exponer «el programa político del Gobierno que
pretenda formar, y solicitará la confianza de la Cámara». Por lo que se refiere al
programa, se trata, de un compromiso político, que no vincula jurídicamente al
candidato. La exposición del programa del candidato no incluye necesariamente la
revelación de qué Ministros integrarán su Gobierno, si resulta investido; ello sin
perjuicio de que haga pública, durante la discusión subsiguiente, la composición total o
parcial, del Consejo de Ministros, posibilidad ésta que se ha utilizado en algunas
ocasiones.

A partir de la reforma del Reglamento del Congreso de los Diputados de febrero de


1982, la exposición del programa del candidato debe ir seguida de un debate en el
Pleno (art. 171 RC). Se viene así a evitar que, como ocurrió en la sesión de investidura
de 1979, la Presidencia del Congreso disponga que la votación se celebre
inmediatamente después de la intervención del aspirante a Presidente, sin que el
programa presentado por éste pueda ser debatido por los representantes de los grupos
parlamentarios. Para la investidura, la Constitución (art. 99) y el Reglamento del

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Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

Congreso de los Diputados (art. 171.5) exigen la «mayoría absoluta de los miembros
del Congreso», se entiende por ella la que comprende a más de la mitad de los
miembros de la Cámara; en cuanto a quiénes sean éstos, se ha considerado en la
práctica parlamentaria que son aquéllos que ostentan la «condición plena» de
Diputado, esto es, los que hayan cumplido los requisitos del art. 20 del Reglamento
(presentación de credenciales, declaración a efectos de incompatibilidades, prestación
de juramento). Como consecuencia, la cifra base para el cálculo de la mayoría absoluta
no tiene por qué coincidir con el número de miembros del Congreso previsto en la
legislación electoral (350 según la LOREG), ni, por lo mismo, la mayoría absoluta ha de
consistir forzosamente en 176 diputados. La votación, según el art. 85 del Reglamento
del Congreso de los Diputados, será pública, debiendo pronunciarse los diputados
verbalmente sobre su asentimiento, negativa o abstención respecto de la propuesta
efectuada.

La Constitución prevé la posibilidad de que el candidato propuesto no obtenga la


mayoría absoluta en primera vuelta. En tal caso, habilita diversos mecanismos para
que la investidura se lleve a cabo:

1) Si no se alcanza la mayoría absoluta, la misma propuesta deberá someterse a nueva


votación cuarenta y ocho horas después. En este caso (art. 99.3, in fine, CE) la confianza
«se entenderá otorgada si obtuviese la mayoría simple». Por mayoría simple se
entiende, en este caso (en contraposición a la mayoría absoluta) aquélla en que los
votos favorables son más numerosos que los expresamente desfavorables: no se
computan las abstenciones, ni los votos blancos o nulos.

2) Si no se obtiene la mayoría simple, deberá efectuarse nueva (o nuevas) propuestas


«en la forma prevista en los apartados anteriores». No resulta claro si esa forma incluye
todo el proceso previo (consultas, etc.) o si el Rey puede formular su propuesta sin
necesidad de nuevas consultas a representantes de los grupos políticos. Dada la
amplitud de la expresión, parece que ello quedará a la discreción del Rey, que decidirá
si necesita o no de nuevas consultas. La doctrina académica ha señalado que, en
cualquier caso una «nueva propuesta» no tiene por qué significar forzosamente «un
nuevo candidato».

3) Finalmente, si tampoco tuviesen éxito las sucesivas propuestas en el plazo de dos


meses a partir de la primera votación de investidura, «el Rey disolverá las Cámaras y
convocará nuevas elecciones con el refrendo del Presidente del Congreso».

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Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

Esta fórmula —que ha sido adoptada también, siguiendo el modelo constitucional, por
diversos Estatutos de Autonomía como el de Canarias (art. 17.2), Aragón (art. 48.3),
Asturias (art. 32), etc.— no supone (como a veces se ha afirmado) una presión a la
Cámara para que facilite el nombramiento de Presidente, o una sanción en caso
contrario, sino más bien un recurso al arbitraje del electorado, encargado así de romper
la situación de inmovilidad institucional que supone el no nombramiento de un
Presidente. Por otra parte, resulta lógico que la disolución afecte a las dos Cámaras,
aún cuando el Senado no participe en la investidura: pues así se dificulta que pueda
producirse un desajuste entre las orientaciones políticas del Congreso y el Senado,
como podría ocurrir si las nuevas elecciones afectasen únicamente al primero.

c) Nombramiento de los miembros del Gobierno

Una vez realizada con éxito la investidura del candidato a la Presidencia del Gobierno
corresponde al Rey su nombramiento formal (art. 99.3). En este caso, y de acuerdo con
el art. 64 de la CE, se atribuye al Presidente del Congreso el refrendo del
nombramiento. En lo que se refiere al resto de los miembros del Gobierno, la
Constitución atribuye también su nombramiento al Rey (art. 100). Ahora bien, en este
caso, el nombramiento se realiza a propuesta del Presidente del Gobierno, y, dentro de
la norma general del art. 64 de la CE, es refrendado por este último. Los
nombramientos del Presidente y demás miembros del Gobierno se llevan a cabo
mediante Real Decreto. De acuerdo con la práctica seguida hasta el momento, se emite
primeramente el Real Decreto de nombramiento del Presidente (refrendado por el
Presidente del Congreso) y el correlativo de cese del Presidente saliente (refrendado, en
1981, por el Ministro de Justicia de su Gobierno; en 1982 por el Presidente del
Congreso, y a partir de esa fecha, por el mismo Presidente saliente). Los
nombramientos de los integrantes del nuevo Gobierno se realizan también mediante
Reales Decretos refrendados por el Presidente del Gobierno.

8. CESE DE LOS MIEMBROS DEL GOBIERNO

La Constitución prevé varios supuestos de cese colectivo del Gobierno, afectando a


todos sus miembros. Dos de ellos derivan de situaciones, por así decirlo, externas al
Gobierno: la celebración de elecciones generales, y la pérdida de la confianza
parlamentaria (art. 101 CE). Pero la Constitución especifica igualmente otros dos
supuestos, vinculados a la posición del Presidente: su dimisión o fallecimiento. En
todos estos casos, el cese del Presidente trae consigo el cese de los demás miembros del
Gobierno. Se ha señalado en ocasiones que, aparte de los supuestos expresamente
mencionados en la Constitución, son previsibles otros eventos que condicionan el cese
del Presidente (y, con él, de todo el Gobierno) como pudieran ser la declaración de
incapacidad del Presidente, o su acusación por traición, de acuerdo con el art. 102.2 de

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Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

la CE, que, al requerir la aprobación por mayoría absoluta del Congreso, debería
implicar la pérdida de la confianza parlamentaria; pero parece que en tales casos, sería
la fórmula de dimisión la procedente. De la regulación se desprende que los supuestos
de cese gubernamental son tasados. No cabe, pues, que pueda exigirse la
responsabilidad del Gobierno por otros órganos que el Congreso de los Diputados,
mediante la moción de censura o la derrota de la cuestión de confianza, y únicamente
mediante estos concretos procedimientos.

El mismo artículo 101 establece que «el Gobierno cesante continuará en funciones hasta
la toma de posesión del nuevo Gobierno». Se produce en tal caso la situación del
«Gobierno en funciones», que debe suponer, lógicamente —como se prevé
expresamente en la Ley del Gobierno, en su art. 21— una alteración y disminución de
las facultades gubernamentales, en cuanto que es misión del Gobierno en funciones
«estar al cuidado» de los asuntos públicos, en tanto no se nombre un nuevo Gobierno,
sin dificultar o comprometer la actividad de éste en su momento. Por otro lado, la
dimisión o fallecimiento del Presidente del Gobierno, o la derrota de éste en el
planteamiento de una cuestión de confianza suponen que se rompe el vínculo de
confianza que unía al Gobierno y al Congreso, y que debe iniciarse un nuevo
procedimiento de nombramiento de Presidente. Ello implica que el Gobierno, entre
tanto en funciones, no podrá disolver las Cámaras, ni interrumpir ese procedimiento.

Se ha planteado en ocasiones si, con relación a los miembros del Gobierno otros que el
Presidente (vicepresidentes y ministros) puede producirse otra causa de cese: la
exigencia de responsabilidad individual por las Cámaras, o, como se ha denominado,
la «reprobación» por las Cortes (Congreso o Senado). De hecho, y en la práctica, se han
presentado —y admitido a trámite— en diversas ocasiones «mociones de reprobación»
individual de uno o varios ministros, proponiéndose un pronunciamiento negativo de
la Cámara respecto del ministro o ministros en cuestión, por un aspecto determinado
de su gestión. Ahora bien, e independientemente del resultado de tales mociones, lo
cierto es que la Constitución atribuye exclusivamente al Presidente la propuesta de
separación o cese de los miembros del Gobierno (art. 100). En consecuencia, el eventual
pronunciamiento reprobatorio parlamentario no supone, desde una perspectiva
estrictamente constitucional, el cese del ministro afectado: los ministros son
ciertamente responsables (el art. 98.2 CE se refiere a la «responsabilidad directa de
éstos en su gestión») pero tal responsabilidad, sea civil, penal o política, no implica que
el Parlamento tenga potestad para cesarles, ni que el Presidente del Gobierno deba
efectuar su cese como consecuencia de una reprobación parlamentaria, sin perjuicio de
que el Presidente así lo decida por razones de conveniencia política.

9. EL FUNCIONAMIENTO DEL GOBIERNO: COLEGIALIDAD Y


PRESIDENCIALISMO

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Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

El Gobierno se define en la Constitución como un órgano pluripersonal, un collegium


que debe adoptar sus decisiones por acuerdo de sus miembros, y no por resolución o
voluntad de uno sólo de ellos: pues es al Gobierno como tal al que la Constitución
atribuye una serie de funciones y competencias. No obstante, no cabe ignorar que los
miembros del Gobierno se encuentran en posiciones desiguales, de forma que es
distinto su peso específico e influencia a la hora de adoptar decisiones. Ello se hace
evidente, sobre todo, en lo que se refiere al Presidente del Gobierno, que se encuentra
constitucionalmente en una posición predominante respecto a los demás integrantes
del órgano gubernamental, debido a las tareas que específicamente se le encomiendan
entre ellas, la de «dirigir la acción del Gobierno y coordinar las funciones de los demás
miembros del mismo» (art. 98.2). Ello supone unas competencias inherentes de la
mayor importancia, como son las de establecer las concretas decisiones a debatir y a
adoptar, y, en consecuencia, la de determinar el ritmo y régimen de celebración de las
reuniones del Gobierno, y la fijación del orden del día de las mismas.

Pero sobre todo, ha de tenerse en cuenta que la investidura parlamentaria recae sobre
el Presidente, y no sobre el Gobierno en su conjunto (art. 99 CE); y que,
consecuentemente, es el Presidente quien tiene la competencia para nombrar y cesar,
libremente, a los miembros del Gobierno (art. 100 CE). Estos, pues, son nombrados en
virtud de la confianza del Presidente, y son responsables políticamente ante él. Se
produce por tanto, una relación entre Presidente y demás miembros del Gobierno que
no puede estimarse igualitaria, y que, como consecuencia, excluye un procedimiento
igualitario de toma de decisiones, similar al previsto para los órganos administrativos
colegiados.

En cualquier caso, ello no implica una relación puramente jerárquica entre Presidente y
ministros. En primer lugar, porque la misma Constitución reserva a éstos, en cuanto
titulares de su departamento, un área propia de gestión: el art. 99.2 se refiere a la
función del Presidente respecto de los ministros «sin perjuicio de la competencia y
responsabilidad directa de éstos en su gestión». Se reconoce así un ámbito de
competencia ministerial, en el que no cabe una injerencia externa. La estructura
jerárquica del departamento ministerial (pues, como dispone el art. 103.1 de la CE, la
Administración responde al principio de jerarquía) termina en el ministro, de modo
que la dirección política del Presidente del Gobierno ha de llevarse a cabo a través de
los ministros, y no prescindiendo de ellos. Por otro lado, no puede olvidarse, como
eventual condicionamiento de hecho, la posibilidad de la existencia de Gobiernos de
coalición, en los que la función directiva del Presidente habrá de acomodarse al
acuerdo o pacto de coalición, y a la presencia de ministros derivada de dicho pacto. Se
trata aún, en todo caso, de una situación inédita en la etapa constitucional actual.

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Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

FUNCIONES DEL GOBIERNO

1. LAS FUNCIONES DEL GOBIERNO: INTRODUCCIÓN

La Constitución encomienda al Gobierno, y a sus diversos órganos, una multiplicidad


de tareas y funciones sobre materias muy distintas. Tales tareas se ven recogidas
genéricamente en el artículo 97 de la CE, que viene a resumir o sintetizar las funciones
del Gobierno, de manera que los mandatos concretos que a este órgano dirigen otros
artículos constitucionales pueden considerarse expresión de las funciones generales
que el art. 97 citado enumera. Estas funciones aparecen condensadas en tres apartados:
1) Dirección de la política interior y exterior, la Administración civil y militar y la
defensa del Estado; 2) Ejercicio de la función ejecutiva; y 3) Potestad reglamentaria.

Tal enumeración supone la superación expresa de la concepción del Gobierno como


mero ejecutivo, o como realizador de impulsos o mandatos de otros órganos
(esencialmente el poder legislativo) y la aceptación de un papel propio, esto es, de una
auténtica «función de gobierno», distinta de las clásicas legislativa, ejecutiva y judicial.
Ciertamente, la función ejecutiva es una tarea esencial del Gobierno en sus distintos
órganos (Consejo de Ministros, Presidente, ministros). Pero no es menos cierto que esa
función no agota las atribuciones constitucionales del órgano gubernativo. El Gobierno,
como se desprende de la Constitución , y de la práctica diariamente constatable, tiene
un conjunto muy amplio de funciones, tanto considerado aisladamente en cuanto
órgano constitucional, como en cuanto sujeto director de una extensa estructura
organizativa, la Administración Pública. Estas funciones resultan, en muchas
ocasiones, no de mandatos o iniciativas de otros órganos («ejecución»), sino de la
propia iniciativa, como actividades creadoras e innovadoras. Aparte de la mera
ejecución de las leyes, corresponde también al Gobierno, en efecto, una tarea directiva
de la política, fijando los objetivos y metas de la acción coordinada de los poderes
públicos, y proponiendo los medios y métodos para conseguir esos objetivos; le
corresponde también orientar, coordinar y supervisar el aparato de la Administración,
tanto en su acción interna como cara al exterior; le corresponde igualmente dictar
normas generales (reglamentos) que

no son sólo simple ejecución de normas legales. Ahora bien, ha de tenerse en cuenta
que la enumeración constitucional de las diversas funciones del Gobierno no significa
que éstas sean perfectamente aislables y delimitables entre sí. Por el contrario, se
encuentran estrechamente interrelacionadas, de forma que el ejercicio de una función
supone usualmente, y como instrumento necesario, el ejercicio de otra u otras. Así, la
función ejecutiva requiere la dirección y orientación de la Administración Pública, así
como el ejercicio, en ocasiones, de la función reglamentaria; y lo mismo podría decirse
de la dirección de la política interior y exterior, y de la defensa nacional. El
cumplimiento de las tareas materiales del Gobierno supone, en muchos casos, el
ejercicio simultáneo de actividades directivas, ejecutivas y normativo-reglamentarias,
de manera que las «funciones de Gobierno» se configuran como funciones complejas,
en las que se integran muy varios elementos.

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Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

2. LA FUNCIÓN DIRECTIVA. CARACTERES GENERALES

La Constitución atribuye funciones y tareas diversas a los distintos órganos


constitucionales (la potestad legislativa a las Cortes Generales, art. 66.2 de la CE; la
potestad jurisdiccional a jueces y tribunales, art. 117.3 de la CE, etc.). Ahora bien, la
práctica política ha puesto de manifiesto, de un lado, la necesidad de que los diversos
órganos del Estado coordinen su actuación, de forma que no persigan fines opuestos y
contradictorios; de otro, que esa coordinación difícilmente puede alcanzarse de forma
espontánea o natural. La Constitución española refleja esta experiencia, al prever
expresamente que un órgano constitucional, el Gobierno, aparte de las funciones
específicas que se le encomiendan, dispondrá también de una función directiva: el art.
97 de la CE le confiere la dirección de «la política interior y exterior, la Administración
civil y militar y la defensa del Estado». En ésto viene a seguir una tradición consagrada
en la práctica política, en la que se ha atribuido esa función directiva al llamado «poder
ejecutivo».

Dirección equivale a orientación e impulso. La función directiva consiste, así, en una


primera aproximación, en fijar unas metas a alcanzar (objetivos de la política
económica, social, de relaciones exteriores, etc.) y en impulsar al resto de los órganos
constitucionales para que provean las formas y medios de alcanzar esos objetivos. La
dirección política es, por tanto, en gran parte, una actividad de relación del Gobierno
con otros órganos constitucionales. Como consecuencia, el papel del Gobierno presenta
dos dimensiones en parte contrapuestas: es «ejecutor» de decisiones de otros, pues
desempeña la función ejecutiva, y al mismo tiempo es «director», ejerce una función
creadora e impulsora, que se proyecta sobre los demás poderes del Estado.

Los demás poderes participan en esa dirección. Así, la potestad legislativa supone
también una actividad de orientación política, al aprobar normas que fijan objetivos y
habilitan medios para su consecución; por otro lado, la jurisdicción constitucional
puede establecer la interpretación de los principios y mandatos constitucionales,
influyendo así en la orientación del Estado. Pero el amplio mandato constitucional del
art. 97 de la CE viene a reflejar que la función ordinaria y cotidiana de impulso e
iniciativa reside en el órgano gubernamental, correspondiendo a los demás órganos
constitucionales actuar sobre supuestos de hecho creados por el Gobierno, ya para
seguir sus directivas, ya para controlarlas, y, eventualmente, modificarlas o
rechazarlas.

Esta función directiva se traduce, por un lado, en las tareas genéricas que el art. 97
encomienda al Gobierno (dirección de la política interior y exterior, la Administración
civil y militar y la defensa del Estado) y por otro, en las potestades específicas que le
atribuyen otros mandatos constitucionales (iniciativa legislativa, de iniciativa en
materia presupuestaria, de estados de excepción, etc.) que reflejan, para aspectos
concretos, la capacidad directiva del Gobierno.

63
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

3. LA DIRECCIÓN DE LA POLÍTICA INTERIOR

En el ámbito de la política interior, la función directiva del Gobierno se manifiesta en


las atribuciones que la Constitución le confiere en relación con los restantes poderes del
Estado. Se trata que el Gobierno dispone de una capacidad —y en ocasiones monopolio
— de la iniciativa frente a estos poderes, orientando y condicionando su actuación.

a) En relación con el poder legislativo, es competencia del Gobierno decidir la


disolución de las Cámaras (art. 115 de la CE) y la correspondiente convocatoria de
elecciones. Pero además, se atribuye al Gobierno la iniciativa legislativa (art. 87.1) esto
es, la elaboración de proyectos de ley y su presentación a las Cámaras, proyectos de ley
que serán de tramitación preferente (art. 89.1 CE). Ciertamente, tal potestad de
iniciativa es compartida con otros sujetos: las mismas Cámaras, la iniciativa popular en
los términos previstos por la Ley, las Comunidades Autónomas. No obstante, tal
concurrencia competencial es ilusoria, ya que la inmensa mayoría de las normas
legislativas proceden de proyectos gubernamentales siendo muy escasas las que tienen
otro origen. Manifestación también de esta potestad de iniciativa es la posibilidad de
dictar decretos-leyes en situaciones de urgencia y necesidad (art. 86), si bien, como se
vio, sometida a revisión por el Congreso de los Diputados.

Dispone además el Gobierno del monopolio de la iniciativa del procedimiento


parlamentario en un tema trascendental: el referente a los Presupuestos del Estado. En
este aspecto, el artículo 134 de la Constitución encomienda al Gobierno «la elaboración
de los Presupuestos Generales del Estado», reservando a las Cortes Generales su
«examen, enmienda y aprobación». Nos hallamos aquí ante un supuesto en que la
iniciativa política se reserva en exclusiva al Gobierno, único órgano que podrá elaborar
el proyecto de Presupuestos.

b) En relación con otros poderes y órganos. La manifestación de la función


directiva

gubernamental se encuentra en otros muchos lugares de la Constitución. Podemos así


señalar:

– El Gobierno puede dirigirse directamente al electorado mediante la propuesta de


convocatoria de referéndum (art. 92 CE). En efecto, junto a las diversas modalidades de
referéndum que prevé la Constitución (referéndum de reforma constitucional y de
aprobación y reforma de Estatutos, el art. 92 CE introduce la figura del referéndum
consultivo sobre «decisiones políticas de especial trascendencia». Se configura,
constitucional y legalmente, como la posibilidad (referéndum potestativo) de que el

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Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

Presidente del Gobierno recabe un pronunciamiento de los ciudadanos sobre una


decisión política. Ello implica que se trata, no de que los ciudadanos, mediante
referéndum, adopten una decisión (de índole normativa, o de cualquier otro tipo) sino
de que se pronuncien sobre una decisión que corresponde adoptar a un órgano
constitucional. El referéndum es pues consultivo, pero ello no puede ocultar la
trascendencia del pronunciamiento popular, en cuanto puede suponer la adhesión o la
desautorización de una resolución o propuesta del Gobierno.

El procedimiento del referéndum consultivo del art. 92 de la CE, comprende la


iniciativa del Presidente del Gobierno (sin que se exija deliberación del Consejo de
Ministros, si bien ésta aparece como elemento natural en el proceso) y la autorización
del Congreso de los Diputados. Para ello, el Presidente del Gobierno habrá de enviar al
Congreso la solicitud de autorización, conteniendo «los términos exactos en que haya
de formularse la consulta» (art. 6 LOR). Tal autorización deberá aprobarse por mayoría
absoluta. Obtenida la autorización del Congreso, corresponde al Rey la convocatoria
mediante Real Decreto acordado en Consejo de Ministros, refrendado por el Presidente
(art. 2 LOR). Este procedimiento se aplicó con ocasión del referéndum sobre la decisión
de mantenimiento de España dentro de la Alianza Atlántica, convocado por R.D.
214/86. Una segunda convocatoria de referéndum, esta vez sobre el proyecto de
Constitución europea (celebrado el 20 de febrero de 2005) se llevó a cabo mediante una
previsión específica, contenida en la Ley Orgánica 17/2003, de 28 de noviembre.

– Respecto de los órganos jurisdiccionales, le compete al Gobierno la propuesta de dos


miembros del Tribunal Constitucional (art. 159 CE) así como la legitimación para
iniciar procesos constitucionales (arts. 161.2 y 162 CE). Dentro de este apartado puede
también incluirse la propuesta para el nombramiento del Fiscal General del Estado (art.
124.2 CE)

– En relación con las Comunidades Autónomas, la Constitución confiere al Gobierno


la potestad de adoptar las medidas necesarias para obligar a una Comunidad
Autónoma al cumplimiento forzoso de sus obligaciones para la protección del interés
general (art. 155 CE). Esta actuación, que debe contar con la conformidad del Senado,
supone convertir al Gobierno en último garante, en situaciones en que no quepa otra
solución, del interés nacional frente a actuaciones ilegítimas de entidades autonómicas.

– Finalmente, manifestación de esa función de dirección política es también la reserva


al Gobierno por el articulo 116 CE de la iniciativa para la declaración de situaciones
excepcionales (estados de alarma, excepción y sitio). La forzosa intervención de las
Cámaras en los supuestos de estado de excepción y sitio no priva, en cualquier caso, al
Gobierno del monopolio de la potestad de iniciativa al respecto.

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Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

c) La precedente exposición no debe hacer olvidar, de todas formas, dos


matizaciones. La primera, que, pese a su amplitud, las potestades señaladas son
ilustrativas de la función directiva del Gobierno, pero no agotan evidentemente su
contenido: la dirección de la política interior se llevará a cabo esencialmente mediante
la actuación, día a día, de las diversas instancias del poder ejecutivo, tanto en relación
con los diversos órganos del Estado como respecto de grupos sociales significativos, así
como, en un régimen parlamentario, mediante las relaciones con la mayoría o grupos
parlamentarios (y partidos políticos)en que el Gobierno se apoye en las Cámaras. Por
otro lado, y en sentido distinto, ha de reiterarse que la atribución genérica al Gobierno,
que efectúa el art. 97 de la CE, de la dirección política interior, no es de índole
exclusiva, puesto que, sin duda, es posible que otros órganos (sobre todo, el legislativo)
en el ejercicio de sus funciones, incidan decisivamente en la orientación política. No
obstante, tal incidencia se verá reducida al ejercicio de las funciones que
específicamente la Constitución les encomienda, sin que les corresponda, fuera de ellas,
una capacidad genérica de dirección, sino, a lo sumo, de recomendación o estímulo no
vinculante, mediante técnicas tales como peticiones (o, en el caso de las Cortes,
mociones o proposiciones no de ley) que planteen sugerencias o indicaciones al
Gobierno.

4. LA DIRECCIÓN DE LA POLÍTICA EXTERIOR

Las relaciones exteriores en todos los campos —cultural, político, económico,


tecnológico— son hoy un elemento esencial para la vida de un país, en un mundo
intercomunicado y forzosamente interdependiente; ello se acentúa aún más en casos
como el español, en que a la interdependencia típica de nuestra época, viene a añadirse
la integración en unidades políticas y económicas de decidida vocación supranacional,
como es, entre otras, la Unión Europea. La dirección de la política exterior aparece así
como un elemento de fundamental importancia dentro de las funciones
constitucionales.

La Constitución dispone que el Gobierno «dirige la política interior y exterior» (art. 97.
Por una parte, cabe distinguir actuaciones puramente políticas: reconocimiento de
otros países, participación en operaciones multinacionales de diverso tipo (de ayuda
económica, sanitaria, de pacificación, militares, etc.) intervención en organismos
internacionales, como UNESCO, ONU, realización de contratos intergubernamentales,
etc. La actuación exterior tiene también una dimensión administrativa, en cuanto
implica la dirección de la Administración exterior, las representaciones diplomáticas, y
la tutela de los españoles en el extranjero. Presenta también (y sobre esto nos
extenderemos más ampliamente) una dimensión normativa, por cuanto puede
representar la conclusión de tratados con fuerza normativa interna. Finalmente, la
dirección de la política exterior aparece forzosamente relacionada con la defensa del
Estado, puesto que en el mundo actual la seguridad y la defensa de cada país se
vincula a la creación de sistemas de alianzas y acuerdos internacionales.

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Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

Las disposiciones constitucionales, así como su desarrollo legal y reglamentario,


atribuyen al Gobierno la función directiva en estos múltiples aspectos. Ello no obsta a
que otros órganos del Estado puedan colaborar, incluso decisivamente, en esa labor de
dirección. Pero se trata de una participación condicionada a la iniciativa e impulso
gubernamental, que resulta en este aspecto insustituible estas específicas materias —
relaciones internacionales y defensa del Estado— aparecen excluidas de la competencia
de las Comunidades Autónomas, a diferencia de lo que ocurre respecto de la función
ejecutiva y de la dirección de la política interior. En efecto, el art. 149.1 de la
Constitución, que enumera las materias y competencias reservadas al Estado, especifica
dentro de esa reserva, en su apartado 3, las relaciones internacionales, y en su apartado
4, la defensa y Fuerzas Armadas.

Dentro de las diversas manifestaciones de la acción exterior del Estado, una de ellas
tiene una evidente dimensión normativa: la conclusión de tratados entre Estados. La
Constitución prevé que «los tratados internacionales válidamente celebrados, una vez
publicados oficialmente en España, formarán parte del ordenamiento interno» (art. 96.1
CE). En este respecto, el poder legislativo desempeña un importante papel, ya que es
competencia suya la autorización de determinados tratados (art. 94 CE), autorización
que en los supuestos previstos por el art. 93 de la CE deberá concederse por ley
orgánica. Por otra parte, cualquiera de las Cámaras puede requerir al Tribunal
Constitucional para que se pronuncie sobre la constitucionalidad de tratados
internacionales (art. 95.2).

El procedimiento de conclusión de tratados, no obstante, refleja, pese a la intervención


parlamentaria, la potestad directiva del Gobierno. Y ello desde dos perspectivas: la
reserva de iniciativa gubernamental, y el carácter restringido de la intervención de las
Cortes.

a) Reserva de iniciativa gubernamental

La Constitución, en sus artículos 93 y 94, exige la intervención de las Cortes, que


deberán autorizar la «celebración» de determinados tratados (art. 93 CE) o «la
prestación del consentimiento del Estado» para otros (art. 94 CE). La actuación
parlamentaria se produce, en todo caso, únicamente sobre un aspecto del
procedimiento de conclusión de tratados: el aspecto final, esto es, la aprobación del
texto o contenido del acuerdo. Pero queda fuera del alcance de las Cámaras el resto del
procedimiento, es decir, las importantes fases de iniciativa, negociación, y conclusión
de compromisos. En este aspecto, las Cortes pueden impedir la acción del Gobierno
(pueden negarse a autorizar un tratado) pero no pueden imponer al Gobierno que
negocie un tratado, o que incluya unas concretas cláusulas en el mismo. En manos del
órgano gubernamental queda, pues, la iniciativa, y la dirección y orientación del
procedimiento, aunque, eso sí, subordinadas a la ulterior aprobación parlamentaria.

b) Restricciones a la intervención parlamentaria

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Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

Pero incluso dentro de la dimensión normativa de las relaciones exteriores dispone el


Gobierno de un ámbito exclusivamente encomendado a su competencia, sin
intervención (excepto de carácter marginal) del poder legislativo. Pues la autorización
de las Cortes no es exigible en todo tipo de tratados, sino en aquellos supuestos
expresamente enumerados en la Constitución, esto es, los tratados por los que se cedan
competencias constitucionales (art. 93) los que impliquen una reforma constitucional
(art. 95) y la lista enumerada en el art. 94. En los demás casos, «el Congreso y el Senado
serán inmediatamente informados de la conclusión de los restantes tratados o
convenios»: el papel del Parlamento queda por tanto limitado, en estos supuestos, a
«ser informado» (art. 94.2 CE).

Esta restricción de la intervención de las Cortes en relación con determinados tratados


supone la necesidad de una calificación previa de los acuerdos internacionales, para
determinar si entran o no en las categorías que precisan una autorización
parlamentaria. Ello implica, primeramente, decidir sobre si el acuerdo en cuestión
constituye o no un acuerdo normativo y no otro tipo de relación (por ejemplo, una
promesa); y, en segundo lugar, precisar si requiere o no autorización de las Cortes. El
ordenamiento español prevé la emisión, en determinados casos, de un dictamen de
Consejo de Estado (Ley Orgánica del Consejo de Estado, art. 22.1) sobre si esa
autorización es necesaria. Por otra parte, cabe que la Mesa de las Cortes rectifique la
tramitación propuesta por el Gobierno, decidiendo que su tramitación se realice por la
vía de la autorización, y no de la simple información (o viceversa). Finalmente, se ha
extendido la práctica de que los tratados sean convalidados (no autorizados) por el
Parlamento, subsanándose así posibles extralimitaciones gubernamentales.

5. LA DIRECCIÓN DE LA DEFENSA DEL ESTADO

La defensa del Estado aparece en la Constitución como una función reservada en


exclusiva a la competencia estatal (art. 149.1.4), y, dentro de las instituciones estatales,
atribuida a la dirección gubernamental (art. 97 CE). Esta atribución aparece
lógicamente vinculada a otras dos funciones gubernamentales, la dirección de la
política exterior y la dirección de la Administración militar. Ahora bien, y pese a esa
vinculación, no se trata, estrictamente, de actividades idénticas:

– Con respecto a la política exterior, la defensa del Estado tiene, por un lado, una
extensión menor: hay aspectos de la política exterior (protección de nacionales,
emigración, colaboración sanitaria y muchos otros) no relacionados con la defensa.
Pero, por otra parte, la defensa del Estado presenta dimensiones alejadas de la
actividad exterior: así, las relacionadas con la defensa interior del Estado, frente a
enemigos internos del orden constitucional. Aún así, conviene no olvidar que hay
aspectos —política de alianzas— comunes a ambas funciones, defensa y relaciones
exteriores.

– Respecto a la dirección de la Administración militar, ésta constituye un instrumento


para la política de defensa, de la misma forma que la Administración civil lo es para
llevar a cabo la dirección de la política interior, de las relaciones internacionales o de la

68
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

función ejecutiva. La «política militar» o política en relación con las Fuerzas Armadas
es, pues, un elemento de la política de defensa. Pero ésta va más allá de lo meramente
militar, puesto que comprende otro tipo de actuaciones: de relaciones y alianzas
exteriores, de previsión de recursos (económicos, de comunicaciones) y de protección
civil, y defensa frente a enemigos interiores. No cabe pues, reducir la defensa del
Estado a la política militar.

Como en el resto de las funciones directivas del Gobierno, la dirección de la defensa


supone la colaboración con otros órganos del Estado: pero también en este aspecto le
corresponde al Gobierno una función destacada, de orientación general de la política,
de iniciativa y de impulso. Esta colaboración se refiere, esencialmente, a la Corona y al
poder legislativo.

Por lo que se refiere a la Corona, la previsión del art. 97 CE completa el mandato del
art. 62 h) CE, que confiere al Rey «el mando supremo de las Fuerzas Armadas» (ver
lección 21). Tal «mando supremo» habrá de interpretarse a la luz de la necesidad de
refrendo de los actos del Rey (art. 64 CE) y de la dirección gubernamental de la
defensa, de la Administración militar y de la política exterior (art. 97 CE) y por lo tanto,
traducirse en una función simbólica y moderadora, en el sentido de aportación de la
experiencia y conocimientos del Monarca, sin que ello implique un poder de mando
directo. Así ha de interpretarse, por tanto, el conjunto de disposiciones legales
referentes a la participación del Rey en los altos órganos de defensa nacional, como el
Consejo de Defensa Nacional (Ley Orgánica 5/2005, de 17 de noviembre, de la Defensa
Nacional, en adelante LODN, arts. 3 y 8)

En cuanto al poder legislativo, su participación en la conducción de la defensa


nacional se ve delimitado por la función directiva gubernamental. Ciertamente, el
ejercicio de las funciones propias del legislativo —normativa, de control y
presupuestaria— incidirá notablemente en los diversos aspectos de la política de
defensa, y así lo viene a reconocer el art. 4 de la norma básica en la materia, la ya citada
L.O. 5/2005 (LODN). Pero esas funciones, con toda la importancia que revisten, no
obstan a que la función directiva de la defensa, se perfile como de competencia
gubernamental. La LODN confiere relevantes atribuciones a las Cortes en materia de
defensa nacional: así, corresponde a las Cortes autorizar la participación de las Fuerzas
Armadas en misiones fuera del territorio nacional (art. 4. LODN) o debatir las líneas
generales de la política de la defensa. Ello comporta una obligación gubernamental de
someter tales líneas generales al conocimiento y debate de las Cámaras, que podrán
por consiguiente aportar conclusiones y propuestas, en materia de defensa, al
Gobierno. Pero esas funciones se hacen depender de la iniciativa gubernamental. Así,
la autorización para misiones militares en el extranjero se producirá sobre la
correspondiente propuesta gubernamental (art. 17 LODN) y el debate sobre las líneas
generales de política de defensa se producirá por impulso del Gobierno: como señala la
misma LODN, «a estos efectos, el Gobierno presentará las iniciativas correspondientes,
singularmente los planes de reclutamiento y modernización» (art. 4.1. LODN).

69
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

El Gobierno se configura por tanto como el responsable de la defensa del Estado, y así
lo recoge el art. 5 de la LODN: «corresponde al Gobierno determinar la política de
defensa y asegurar su ejecución, así como dirigir la Administración militar y acordar la
participación de las Fuerzas Armadas en misiones fuera del territorio nacional». Ahora
bien, esta atribución necesita de ulteriores especificaciones, dado el carácter complejo
del órgano gubernamental, y del reparto de funciones dentro de él. Sobre todo, y ante
las diversas materias que inciden en la defensa, se plantea la necesidad de una estricta
coordinación, para obtener una efectiva unidad de acción en el exterior.

Debe insistirse, en efecto, en la especial importancia de la dimensión exterior de la


defensa, lo que lleva a la coincidencia, a primera vista, de los ámbitos de al menos dos
departamentos ministeriales directamente afectados: Defensa y Asuntos Exteriores. En
la regulación legal, el Ministerio de Defensa aparece, como es lógico, como sujeto
preferente de la defensa nacional, lo que se refleja en una amplia lista de atribuciones al
respecto. No obstante, y como se dijo, la defensa del Estado se proyecta también
decisivamente en la política exterior, lo que implica una necesaria coordinación con el
ministerio específicamente competente en esta materia, esto es, el de Asuntos
Exteriores. Esta coordinación aparece prevista sobre todo en dos formas. Por una parte,
a) en el reforzamiento del papel directivo, y coordinador del Presidente del Gobierno,
por otra, b) mediante mandatos y mecanismos específicos de colaboración
interministerial.

a) El arma esencial de coordinación gubernamental se halla en el evidente


reforzamiento del papel del Presidente del Gobierno en la dirección de la política de
defensa, que deja en un segundo plano los mecanismos de cooperación
interministerial. La LODN viene en efecto a potenciar el papel del Presidente del
Gobierno, de forma que las decisiones en materia de defensa (exterior e interior)
quedan en gran manera, incluso formalmente, en manos de éste. La dirección de la
defensa, con su componente militar, que se establece como competencia del Gobierno
queda por tanto, dentro de éste, atribuida al Presidente del Gobierno, por mandato
legal, reforzando las previsiones del art. 98.2 CE en cuanto disponen que «el Presidente
dirige la acción del Gobierno y coordina las funciones de los demás miembros del
mismo». La LODN traduce esta disposición en una amplísima relación de potestades
del Presidente, al que corresponde «la dirección de la política de defensa». Por tanto,
ejerce su autoridad para «ordenar, coordinar y dirigir la actuación de las fuerzas
armadas», y le corresponde «definir y aprobar los grandes objetivos y planteamientos
estratégicos, así como formular las directivas para las negociaciones exteriores que
afecten a la política de defensa» (art. 6.3.b. LODN). En correspondencia, los altos
órganos de la defensa se configuran como asesores del Presidente: tal es el caso del
Consejo de la Defensa Nacional («órgano coordinador, asesor y consultivo del
Presidente del Gobierno» según el art. 8 LODN.

b) A ello deben añadirse los mandatos específicos de colaboración interministerial, que


prevén formas concretas de colaboración y coordinación interministerial: así, la LODN
establece la creación de una Comisión Interministerial de Defensa (art. 8). Por lo que se

70
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

refiere a la defensa frente a consecuencias interiores de un conflicto bélico, afectando a


la población civil, la Ley 2/85, de 21 de enero, de Protección Civil, encomienda al
Gobierno la adopción de las medidas oportunas, a efectos de preservar la seguridad de
personas y bienes en tales supuestos, «asegurando en todo caso la colaboración entre
las autoridades civiles y militares» (art. 3.2). También pues, en este caso, la dirección de
la defensa, encomendada constitucionalmente al Gobierno, se traduce en una
habilitación legal en aspectos conexos.

6. LA DIRECCIÓN DE LA ADMINISTRACIÓN CIVIL Y MILITAR

La dirección de la Administración civil y militar se configura como supuesto inicial y


necesario para que el Gobierno pueda llevar a cabo sus actividades de dirección
política, y todas las funciones que la Constitución le encomienda. Resulta difícil pensar
cómo el Gobierno podría ejercitar sus funciones sin la colaboración de la maquinaria
administrativa, que, por una parte, le proporciona la información necesaria para
diseñar objetivos y prever medios: por otra, el apoyo técnico para elaborar proyectos
de actuación, y, finalmente, el instrumental material y humano para llevarlos a cabo.
Resulta imposible imaginar una actividad gubernamental en que no intervengan, de
una forma u otra, instancias administrativas.

La Constitución diferencia con claridad Gobierno y Administración como entes


distintos y con propia y separada entidad. Esta distinción entre Gobierno y
Administración aparece precisada en la normativa legal que regula la posición del
Gobierno respecto de los diversos órganos y poderes públicos. La Ley de Organización
y Funcionamiento de la Administración General del Estado (LOFAGE) establece que
los órganos superiores de la Administración serán los ministros y los secretarios de
Estado (art. 6.2, apartados a) y b). La conexión orgánica entre el Gobierno, como
órgano colegiado que se identifica con el Consejo de Ministros (art. 4.1 de la Ley del
Gobierno) y la Administración, se lleva a cabo mediante la figura del ministro, titular
del departamento ministerial, y miembro del Consejo de Ministros. El Gobierno dirige,
la Administración administra, y el ministro es el lazo de unión o conexión entre ambos.

Ha de tenerse en cuenta, en todo caso, que esta dirección de la Administración no


puede suponer menoscabo de los criterios que la Constitución, en sus artículos 14, 103
y 106 predica de la actuación administrativa: igualdad, objetividad de la
Administración e imparcialidad de los funcionarios (ver al respecto la lección
siguiente). La dirección de la Administración lo que supone, pues, es una tarea de
fijación de objetivos, de establecimiento de un orden de prioridades entre las
actividades administrativas, la previsión de los medios necesarios para llevar a cabo
esas actividades, y la distribución de recursos para su consecución. Esta labor de
orientación y dirección se configura pues como una labor previa y necesaria para la
eficaz actuación de la Administración, pero que en ningún caso podrá lesionar el
principio de la objetividad e imparcialidad funcionarial.

71
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

Una de las técnicas usualmente empleadas para asegurar esta dirección de la


Administración es la existencia de un «escalón político» en la maquinaria
administrativa, que transmita las directrices gubernamentales y vele por su
cumplimiento. El primer «nivel político» lo constituyen, obviamente, los ministros,
miembros del Gobierno y al mismo tiempo, jefes de los respectivos departamentos
ministeriales, en que se estructura la Administración del Estado. Pero, además, dentro
de cada ministerio, la normativa legal y reglamentaria prevé la existencia de cargos de
dirección y confianza política, que permitan orientar la acción administrativa. Esta
«zona alta» de la Administración se compone de cargos de designación estrictamente
política (que pueden proveerse libremente, sin que se exijan requisitos específicos para
ello) o bien de cargos «de libre designación», esto es, nombrados discrecionalmente por
el Gobierno, pero de entre miembros del aparato administrativo, es decir, entre
funcionarios. Los límites entre la «zona política» y la «zona estrictamente funcionarial»
de la Administración son variables, no determinados por la Constitución, sino por la
legislación ordinaria, cuyos elementos básicos se encuentran en la Ley de Organización
y Funcionamiento de la Administración General del Estado (LOFAGE).

7. LA FUNCIÓN EJECUTIVA. LA POTESTAD REGLAMENTARIA

Aun cuando, la función del Gobierno va mucho más allá de la mera ejecución de las
leyes, ésta aparece como contenido tradicional de la acción gubernamental, como
prueba el uso universal del término «poder ejecutivo» para designar al Gobierno. Y
ciertamente, una gran parte de las disposiciones legislativas sólo pueden cobrar
realidad si son ejecutadas por el poder gubernativo, que debe llevar a cabo, por sí, o
mediante el aparato administrativo, las actuaciones materiales requeridas: piénsese en
las leyes que organizan la educación, los servicios públicos o la planificación de
sectores como el sanitario o el económico.

El contenido de la función ejecutiva podrá ser tan amplio y diverso como las
disposiciones legales prevean: podrá consistir en actividades de mera autorización, de
inspección, de prestación directa de bienes y servicios, de imposición de sanciones, o
de cualquier otro tipo que la ley establezca; la ley podrá determinar que sus preceptos
se lleven a la práctica directamente por el poder público, o que se sigan fórmulas de
ejecución indirecta, a través de concesionarios privados, en cuyo caso el papel del
«poder ejecutivo» consistirá en el otorgamiento de esa concesión. Igualmente, la ley
podrá fijar con toda precisión los términos en que la ejecución de sus preceptos deberá
llevarse a cabo, de manera que la actuación del ejecutivo será estrictamente reglada, y,
por así decirlo, de aplicación «automática» de la ley o, por el contrario, en otros
supuestos, la ley puede fijar objetivos y criterios de actuación, dejando al poder
ejecutivo un margen de discrecionalidad más o menos amplio para la realización
concreta de los mandatos legales. En todo caso, y en cuanto actividad derivada de las
previsiones de la ley, la función ejecutiva se encuentra estrictamente subordinada a los
mandatos de ésta; la ley habilita al poder ejecutivo para ejercer un conjunto de

72
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

competencias, de manera que en todo caso la acción de este poder deberá tener a la ley
como punto de referencia. Sobre este aspecto se extenderá la lección que sigue.

En cuanto al sujeto de la función ejecutiva, en ocasiones, las leyes se refieren


específicamente al Gobierno o al Consejo de Ministros como órgano materialmente
ejecutor de sus mandatos, al encomendarle, por ejemplo, expedir determinados
nombramientos (así art. 10.1 de la Ley Orgánica del Consejo de Estado) o autorizar
determinados contratos. No obstante, el grueso de las tareas ejecutivas se suele
encomendar por las normas legales a los departamentos ministeriales, o, más
genéricamente, a la Administración. Ahora bien, ello no emplaza el papel fundamental
del Gobierno, en cuanto órgano colegiado, en relación con la función ejecutiva. En
cuanto al Consejo de Ministros se configura, como se vio, como el órgano
constitucional director de la Administración, le corresponde también garantizar el
cumplimiento de los mandatos legales por las instancias administrativas, encabezadas
por los respectivos ministros: debe por ello llevar a cabo una continua actuación de
vigilancia y estímulo del aparato administrativo en el cumplimiento de los mandatos
legales. El Gobierno, como encargado de la dirección de la Administración, ostenta una
posición jerárquica sobre la misma que se traduce en un especial vínculo entre ambos
en el ejercicio de la función ejecutiva a que se refiere el art. 97 CE. Y ese especial
vínculo se traduce, incluso, en la existencia de supuestos en que el Gobierno, como
órgano colegiado, lleva a cabo actuaciones de carácter administrativo, rompiendo así la
separación rígida entre ambas entidades. Y, como se dijo anteriormente, la función
ejecutiva aparece estrechamente relacionada con otras funciones del Gobierno: la
función reglamentaria (pues la normativa reglamentaria se configura en muchas
ocasiones como requisito previo y necesario para la ejecución de los mandatos legales)
y la dirección de la Administración.

Debe tenerse en cuenta, en todo caso, que la organización territorial autonómica


supone que no pueda hablarse ya de un sólo «Poder Ejecutivo». Al igual que ocurre
respecto de la potestad legislativa, la división competencial efectuada por la
Constitución y los Estatutos de Autonomía implica que habrá funciones ejecutivas
propias del Estado (y que corresponderán al Gobierno de la Nación) y funciones
ejecutivas que correspondan a las Comunidades Autónomas (que serán competencia
de sus respectivos órganos ejecutivos). Además, ha de tenerse en cuenta el tercer nivel
previsto en la Constitución; esto es, el relativo a las entidades locales, nivel
diferenciado del estatal y el autonómico. La Constitución configura a la potestad
reglamentaria como algo distinto y separado de la función ejecutiva (art. 97 CE, in
fine). Sobre este aspecto, «La potestad reglamentaria».

LA ADMINISTRACION PUBLICA

1. ESTADO Y ADMINISTRACIONES PÚBLICAS

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Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

Los poderes del Estado precisan de una serie de medios personales y materiales que les
permitan desarrollar las funciones que les vienen constitucionalmente encomendadas.
El instrumento fundamental a través del cual se llevan a cabo esas funciones y que
integra aquellos medios materiales y personales es la Administración Pública. Ésta, en
consecuencia, es una organización compleja que tiene como finalidad gestionar la
acción del Estado sometiéndose a un régimen jurídico particular. A esta idea se refiere
la Constitución cuando afirma que «la Administración Pública sirve con objetividad los
intereses generales…» (art. 103.1).

La propia Constitución sienta las bases de ese régimen jurídico, tanto en lo relativo a la
organización como a la acción administrativas, en los arts. 103 a 107, dentro del Título
IV, cuya rúbrica es «Del Gobierno y la Administración». Antes de entrar a analizar esos
principios constitucionales relativos a la Administración, conviene realizar unas breves
consideraciones sobre su concepto y extensión.

En primer lugar, hay que destacar que la configuración del Estado contemporáneo trae
consigo una gran complejidad tanto en las funciones que debe cumplir, como en sus
formas de actuación. En efecto, en la actualidad el Estado es mucho más complicado de
lo que era su concepción liberal, limitado prácticamente a garantizar las libertades
públicas y ciertos servicios mínimos (defensa, administración de justicia, etc…); la
Constitución impone a los poderes públicos, junto a esas funciones clásicas, otras
muchas que pueden resumirse en lo dispuesto por el art. 9.2: «promover las condiciones
para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y
efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación
de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social». Manifestaciones de
ello se encuentran, entre otras, en los Principios Rectores de la Política Social y
Económica (Cap. III del Título I), que exigen la acción de los poderes públicos para
hacerlos efectivos, o en muchas de las previsiones del Título VII relativo a Economía y
Hacienda, donde, por ejemplo, se establece que «los poderes públicos atenderán a la
modernización y desarrollo de todos los sectores económicos…» (art. 130.1 CE). En
consecuencia, el Estado social y democrático de Derecho precisa de una
Administración Pública compleja y desarrollada para llevar a cabo las funciones que
tiene encomendadas.

En segundo lugar, como ya se ha señalado, la Administración es el instrumento


fundamental de acción del Poder Ejecutivo. Ahora bien, no existe una absoluta
equivalencia entre la acción de los poderes públicos y la acción administrativa. Ello es
así porque, en ocasiones, el Estado encomienda el cumplimiento de ciertas acciones
públicas a los particulares a través de diversas técnicas jurídicas; un ejemplo típico es la
figura de la concesión para la prestación de servicios públicos. Pero, junto a ello, puede
ocurrir también lo contrario: la Administración, aunque normalmente desarrolle
funciones públicas, con carácter excepcional, puede también llevar a cabo acciones
típicas de personas jurídico-privadas como exigencia y complemento de su acción
central. Por último, hay que señalar que la complejidad de objetivos que los poderes
públicos deben perseguir hace que los instrumentos que se utilizan para ello sean

74
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

múltiples. En efecto, el régimen jurídico de la Administración Pública, a veces, resulta


excesivamente rígido o, sencillamente, inadecuado para cumplir con una determinada
tarea; en consecuencia, el ordenamiento prevé la posibilidad de crear instrumentos
especiales en los que pueden mezclarse elementos públicos y privados.

2. TIPOS DE ADMINISTRACIONES PÚBLICAS

La estructura compleja del Estado, por una parte, junto con las particularidades que
impone el ejercicio de algunas funciones del Estado, por otra, hacen que el concepto de
Administración Pública sea abstracto y que, en la realidad, exista una pluralidad de
Administraciones Públicas.

a) Organización territorial y Administración Pública

En primer lugar, la opción descentralizadora seguida por la Constitución al abrir paso


al Estado de las Autonomías hace que exista un doble orden de Administraciones
Públicas. Por un lado, los poderes centrales del Estado cuentan con una
Administración Pública propia (Administración General del Estado) para el ejercicio de
las competencias que el bloque de la constitucionalidad les reserva.

Junto a ésta, cada una de las Comunidades Autónomas cuenta con su propia
organización administrativa para el desarrollo de las competencias que les
corresponden (Administraciones Autonómicas). Pero, además, la Constitución
reconoce la autonomía de otros entes territoriales para la gestión de sus intereses (art.
137 CE ); pues, bien, cada uno de esos entes provinciales, municipales, insulares, etc …
cuenta, también, con sus respectivos aparatos administrativos (Administraciones
Locales). La organización territorial adoptada por el Estado no sólo determina en
buena medida la existencia de distintas Administraciones Públicas; junto a ello sirve,
asimismo, de estructura para la actuación de esas mismas Administraciones, en
especial de la Administración General del Estado. En efecto, la división territorial en
Comunidades Autónomas y Provincias repercute en la propia organización y
funcionamiento de la Administración del Estado, que toma esas divisiones como base
de su actuación.

La organización de la Administración General del Estado en las unidades territoriales


provinciales y autonómicas da lugar a la Administración Periférica del Estado, dirigida
por los Delgados del Gobierno, en las Comunidades Autónomas, y por los
Subdelegados del Gobierno, en las Provincias (arts. 69 y ss. LRJSP). Esta
Administración Periférica no es, en consecuencia, una Administración autónoma, sino
el conjunto de los servicios de la Administración General del Estado que desarrollan su
actuación en ámbitos territoriales infraestatales y, en consecuencia, es parte de esa
Administración General del Estado.

75
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

c) Administraciones no territoriales

En ocasiones la gestión de determinados intereses generales, dadas las


particularidades de éstos, se lleva a cabo por entes administrativos de base no
territorial que poseen personalidad jurídica propia y que, en consecuencia, se
encuentran formalmente fuera de las organizaciones administrativas territoriales; sin
embargo, estas Administraciones no territoriales están vinculadas de una u otra
manera a las Administraciones territoriales.

Dentro de las Administraciones no territoriales, se distinguen, a su vez, dos grupos


principales: entes de base corporativa y entes de base institucional. Los primeros,
Corporaciones Públicas, se caracterizan por tener una estructura basada en el elemento
personal; un ejemplo presente en la Constitución es el de los Colegios Profesionales
(art. 36). El segundo tipo de entes administrativos no territoriales son aquéllos de
naturaleza institucional, Organismos Públicos (art. 88 y ss. LRJSP), y se caracterizan
por crearse para el cumplimiento de un determinado fin público de tipo administrativo
(Organismos autónomos) o empresarial (Entes públicos empresariales) (art. 43
LOFAGE). Muchos son los ejemplos de este tipo de administraciones públicas; puede
destacarse el de los entes encargados de la administración sanitaria (Instituto Nacional
de la Salud —INSALUD—), o de la seguridad social (Instituto Nacional de la
Seguridad Social —INSS—), o de gran parte de la actividad económico-empresarial
que el Estado desarrolla de forma directa (Correos y Telégrafos). Tanto las
Administraciones corporativas como institucionales dependen, de una u otra manera,
de alguna de las Administraciones territoriales, aunque posean personalidad jurídica
propia. En consecuencia, existen entes corporativos e institucionales de naturaleza
pública de ámbito estatal, de ámbito autonómico y de ámbito local.

Ahora bien, la forma y técnicas con las que las Administraciones corporativas e
institucionales se vinculan y relacionan con las Administraciones territoriales varían
mucho en función de múltiples elementos, en especial, de las tareas que cumplen. Así,
por ejemplo, existen determinadas Administraciones sometidas a pocos instrumentos
de tutela y control de Administraciones territoriales y que gozan de una amplia
autonomía; es el caso, por ejemplo, el del Banco de España, el de la Comisión Nacional
del Mercado de Valores, o el del ente público Radio Televisión Española.

d) Otras Administraciones Públicas

Existen otros entes administrativos ajenos a la organización territorial del Estado, es


decir, no vinculados ni a la Administración del Estado, ni a la Autonómica, ni a la
Local. Dentro de este grupo hay que destacar, en primer lugar, los órganos
constitucionales. Si una de las características de los órganos constitucionales es su
completa independencia y autonomía respecto de los demás, resulta claro que han de
contar con un aparato administrativo propio para la gestión de sus asuntos, que no
dependa de ningún otro órgano o administración. Ello se traduce en que los órganos

76
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

que encarnan los poderes del Estado poseen sus propios aparatos para ejecutar
funciones administrativas; así, las Cortes Generales, el Tribunal Constitucional y el
Consejo General del Poder Judicial poseen un aparato administrativo distinto e
independiente del de la Administración del Estado, sometida al Gobierno. Otro tanto
sucede con el Poder Judicial, que, para el cumplimiento de sus funciones, cuenta con
una Administración (Administración de Justicia) propia e independiente de la
Administración del Estado. Algo similar sucede con otros órganos establecidos en la
Constitución, dada la función que cumplen, presidida también por su independencia;
es el caso del Defensor del Pueblo o del Tribunal de Cuentas. Un ejemplo de
Administración particular, independiente del resto de las Administraciones Públicas,
es el de la Administración Electoral. En efecto, la LOREG configura una
Administración Electoral absolutamente independiente que se justifica por el fin que
debe cumplir: «garantizar… la transparencia y objetividad del proceso electoral» (art.
8.1 LOREG)

Lo que sucede en al ámbito estatal también ocurre, salvando todas las diferencias, en el
ámbito autonómico; las Asambleas Legislativas de las Comunidades Autónomas o los
órganos de fiscalización similares al Defensor del Pueblo o al Tribunal de Cuentas,
asimismo poseen sus estructuras administrativas propias.

3. LOS PRINCIPIOS CONSTITUCIONALES DE LA ADMINISTRACIÓN

Los arts. 103 a 107 de la CE establecen los principios básicos de la organización y


funcionamiento de la Administración Pública, que han sido objeto de desarrollo en el
art. 3 de la LRJSP. Dichos principios ponen de manifiesto las grandes líneas de las
modernas administraciones nacidas de la Revolución Francesa, y posteriormente
modificadas por las exigencias del Estado social de Derecho. Pero, además, en otros
preceptos de la Norma Fundamental se encuentran previsiones relativas a esta materia.
Todas estas reglas pueden clasificarse en varios grupos.

a) El sometimiento de la Administración al ordenamiento jurídico

El principio constitucional básico relativo a la Administración Pública es el de su


sujeción al ordenamiento jurídico. En efecto, el art. 103.1 concluye señalando que la
Administración se encuentra sometida a «la ley y el Derecho». El art. 103 de la CE en
este punto representa la concreción del principio general del art. 9.1 de sometimiento
de los poderes públicos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico. Se trata,
en definitiva, de manifestar respecto de la Administración el dogma fundamental del
Estado de Derecho.

para verlo mejor haremos hincapié en varias cuestiones. Primero, La fórmula del
sometimiento de la Administración a la «ley y al Derecho» significa que está sujeta al
ordenamiento jurídico, tratándose de una concreción de la fórmula general, y más
correcta técnicamente, del art. 9.1 de la CE. Lo importante, pues, es constatar que la
Administración actúa sujeta a todo el sistema de fuentes: Constitución, normas con
fuerza de ley, reglamentos, principios generales del derecho, etc…

77
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

Por otra parte, El art. 103.1 de la CE matiza que el sometimiento de la Administración


al ordenamiento jurídico es «pleno»; con ello quiere hacerse referencia a que no existen
zonas de actuación inmunes a esa dependencia del ordenamiento. Problema distinto es
el que en cada caso exista una mayor o menor discrecionalidad para la acción
administrativa, pero siempre limitada jurídicamente.

En tercer lugar, El principio de legalidad de la acción administrativa supone que ésta


exige de un previo apoderamiento o habilitación por parte de la ley: sólo existe
actuación legítima de la Administración cuando existe esa cobertura.

Por último, el sometimiento de la Administración al ordenamiento jurídico implica,


como es obvio, que su actuación puede ser controlada jurídicamente por los jueces y
tribunales, y así lo dispone el art. 106.1 de la CE.

b) Administraciones Públicas y estructura del Estado

Por un lado, el art. 149.1.18 de la CE establece las reglas generales sobre el régimen
jurídico de las distintas Administraciones Públicas desde el punto de vista de la
organización territorial del Estado. A este tema se hará referencia en la lección 34; baste
aquí señalar que corresponde a los poderes centrales determinar las grandes líneas del
régimen jurídico de las distintas Administraciones, de los funcionarios que en ellas
prestan sus servicios y de sus reglas de actuación. Estas grandes líneas se encuentran
establecidas, fundamentalmente, en la L. 30/92, de 26 de noviembre, de Régimen
Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común.

c) Organización y estructura de las Administraciones Públicas

Otro grupo de previsiones constitucionales referidas a las Administraciones Públicas lo


forman una serie de principios relativos a su organización y estructura, principios que
se encuentran en el art. 103 de la CE. Antes de entrar en su análisis hay indicar que el
Tribunal Constitucional ha señalado que estos principios constitucionales poseen
carácter general, de forma que se imponen a todas las Administraciones Públicas, sea
cual sea su ámbito territorial, y no sólo a la Administración del Estado.

– Principio de jerarquía. El primer principio de naturaleza organizativo a citar de los


incluidos en el art. 103.1 es el de jerarquía. Una de las características fundamentales de
las estructuras administrativas es, en efecto, su organización piramidal jerárquica. La
Administración del Estado, tal como se señaló en la lección anterior, se encuentra
dirigida por el Gobierno (art. 97 CE). A partir de él, la Administración va abriéndose en
distintas ramas que coinciden con cada uno de los Ministerios, siguiendo con múltiples
subdivisiones que se traducen en una multitud de órganos administrativos, que se
encuentran conectados entre sí por relaciones de tipo fundamentalmente jerárquico.
Esa línea jerárquica es la que determina el camino a seguir tanto en la toma de
decisiones como en su ejecución.

– Principio de descentralización. El art. 103.1 de la CE se cita también el principio de


descentralización. No resulta muy claro el sentido de este principio en el citado

78
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

precepto porque en éste se hace referencia a principios estructurales de cada una de las
Administraciones Públicas, mientras que la idea de descentralización se proyecta,
básicamente, sobre las relaciones entre distintas Administraciones, y, por tanto, está
implícita en la propia organización «descentralizada» adoptada con el Estado de las
Autonomías, tal y como ya se ha señalado. A pesar de ello, la idea de descentralización
adquiere sentido entendida en un sentido amplio como criterio de acercamiento de la
toma de decisiones y de la actuación administrativa al ciudadano mediante técnicas
jurídicas de distinta naturaleza, en especial la denominada descentralización funcional,
consistente en crear Administraciones especiales para prestar determinados servicios
[art. 3.1.b) LOFAGE].

– Principio de desconcentración. La desconcentración, al igual de lo que sucede con la


descentralización, se refiere a la necesidad de acercar la toma de decisiones y la gestión
administrativa a los ciudadanos. Sin embargo, se distingue del principio de
descentralización en que mientras éste se predica respecto de distintas
administraciones públicas, el de desconcentración se proyecta sobre una única
Administración. Se trata, pues, de hacer que la acción administrativa corresponda al
órgano situado lo más cerca posible del administrado dentro del entramado
administrativo.

– Principio de coordinación. La coordinación es otra de las exigencias que la


Constitución impone al funcionamiento de cada una de las Administraciones Públicas.
Las relaciones entre los distintos elementos de la organización administrativa no
pueden reducirse solamente al principio general de jerarquía; el cumplimiento de las
funciones que corresponden a la Administración Pública exige que, más allá del
mandato o la orden del superior, existan instrumentos que hagan posible la acción
conjunta, racionalizada y eficaz de todos y cada uno de esos elementos. En definitiva,
constitucionalmente se exige que la Administración Pública posea una organización
coordinada y actúe también respondiendo a ese mismo principio.

– Principio de legalidad orgánica. El último de los principios constitucionales relativos


a la organización administrativa es el de legalidad orgánica, expresamente previsto por
el art. 103.2 de la CE. Como manifestación del principio general de legalidad, supone
que «los órganos de la Administración del Estado son creados, regidos y coordinados
de acuerdo con la ley», de manera que el legislador ha de dar cobertura a esa
organización administrativa, legitimándola así democráticamente. La remisión a la ley
como tipo de norma organizativa de la Administración ha sido interpretada de manera
relativa por el Tribunal Constitucional; ello significa que los grandes criterios de la
organización administrativa deben fijarlos las Cortes, si bien sus previsiones pueden
ser completadas y desarrolladas por normas dictadas por el Gobierno (STC 60/86, caso
Medidas urgentes de reforma administrativa).

PRINCIPIOS RELATIVOS A LA ACCIÓN ADMINISTRATIVA

El siguiente grupo de principios constitucionales sobre la administración pública es el


relativo a la acción de esta.

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Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

--Principio de objetividad: el art 103.1 de la CE comienza señalando que “la


administración pública sirve con objetividad los intereses generales”. Este principio ha
sido calificado también como principio de neutralidad de la Administración por el
tribunal Constitucional. Posee otra manifestación constitucional en el art 103.3 in fine,
donde se hace referencia a la “imparcialidad” de los funcionarios en el ejercicio de sus
funciones.

En la medida en que la Administración Pública depende jerárquicamente del poder


ejecutivo puede resultar difícil, en ocasiones, concretar el alcance del principio de
objetividad. No obstante, dos ideas generales pueden señalarse al respecto. Por un
lado, la objetividad de la Administración en el Estado democrático supone que ésta, en
cuanto aparato, debe actuar sometida a las directrices de cualquier Gobierno, sea cual
sea su «color político». Pero, por otra parte, como consecuencia de la definición del
Estado como «Estado de Derecho», la Administración ha de someterse, tal como se ha
visto, al ordenamiento jurídico; este sometimiento al Derecho representa una garantía
del ciudadano frente a la arbitrariedad y, en consecuencia, la concreción fundamental
de la objetividad. En definitiva, pues, la Administración es un instrumento de
concreción y gestión de la política que en cada caso determine el Gobierno, pero su
acción debe someterse a los criterios objetivos fijados por el ordenamiento jurídico.

– Principio de eficacia. El art. 103.1 de la CE exige también a la Administración Pública


que su acción sea eficaz. Esta idea representa un principio general que tiene que
concretarse en toda la regulación jurídica de la organización y acción de la
Administración. Se trata, pues, de uno de los principios de contenido más
programático de los incluidos en el art. 103 de la CE, que se manifiesta, básicamente, en
un desideratum sobre la forma y el resultado de la acción administrativa. De él derivan,
por ejemplo, configuraciones jurídicas particulares de la Administración en
determinadas relaciones jurídicas de cara a permitir que ésta desarrolle su tarea;
piénsese, por ejemplo, en las facultades de expropiación. No obstante, conviene
recordar que la necesaria eficacia administrativa no puede desligarse de los principios
básicos del Estado de Derecho, de forma que nunca puede justificar actuaciones que
prescindan de los límites formales, procesales y materiales marcados por el
ordenamiento jurídico a la Administración.

– Principio de participación del ciudadano. Como manifestación de la configuración


democrática del Estado, la Norma Fundamental establece en su art. 105 una serie de
reglas que pueden resumirse en la idea general de la participación del ciudadano en la
Administración; principios como el de audiencia a los ciudadanos en la elaboración de
normas de carácter general que les afecte [art. 105.a)], el de acceso a los archivos y
registros [art. 105.b)] o el de audiencia del interesado en el procedimiento
administrativo [art. 105.c)] son la concreción de esa idea general de participación, que
ha de verse completada por un deber general de información de la Administración a
los ciudadanos. Sin necesidad de entrar en el alcance concreto de cada una de las
manifestaciones del principio de publicidad, hay que señalar que esta exigencia de

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Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

publicidad no es absoluta, puesto que, en ocasiones, otros bienes constitucionales


pueden justificar el establecimiento de algunos límites.

– Principio de responsabilidad de la Administración. El último de los principios


constitucionales relativos a la acción de la Administración es el de responsabilidad de
ésta (art. 106.2 CE). También este principio es consecuencia del sometimiento de la
Administración al ordenamiento jurídico como exigencia del Estado de Derecho. La
actuación administrativa, en ocasiones, puede generar daños en los bienes y derechos
de los ciudadanos, lo que obliga a que dichos daños sean debidamente indemnizados
por la propia Administración, con independencia de la responsabilidad personal en
que, en su caso, hubieran podido incurrir sus funcionarios o agentes.

e) El régimen de los funcionarios públicos

Los funcionarios, en cuanto servidores de la Administración y gestores de los intereses


generales, se encuentran sometidos a un régimen jurídico particular legalmente
establecido. Por eso, el Título IV de la CE introduce también algunas reglas generales
sobre el estatuto jurídico de los funcionarios públicos.

La primera de ellas se refiere a las condiciones de acceso a la función pública; dicho


acceso debe someterse a los principios de mérito y capacidad.

La segunda regla se trata de una habilitación constitucional para establecer una


regulación especial del régimen de sindicación de los funcionarios públicos, idea que
está también presente en el art. 28.1 de la CE. La razón de ser de esta habilitación reside
en la peculiar tarea que cumplen los funcionarios, y, sobre todo, en la estructura
jerárquica que posee la Administración, en la que prestan sus servicios. En todo caso, la
habilitación supone la posibilidad de establecer ciertas reglas especiales sobre el
ejercicio del derecho de sindicación por los funcionarios, pero, a la vez, implica
también que éstos son titulares del derecho de sindicación.

En tercer lugar, el art. 103.3 de la CE ordena al legislador regular el sistema de


incompatibilidades de los funcionarios, así como las garantías para asegurar su
imparcialidad en el ejercicio de las tareas que legalmente les vienen encomendadas. La
previsión constitucional se limita, pues, en este punto a establecer una remisión al
legislador, que, al regular el régimen jurídico de los funcionarios, da contenido a estos
mandatos como elemento para garantizar ese otro principio constitucional que es la
objetividad de la acción administrativa.

Por último, dentro de las previsiones constitucionales sobre el régimen de los


funcionarios, hay que destacar que el art. 103.3 de la CE establece la necesidad de que
ese régimen jurídico se determine mediante ley, como una manifestación más del
principio de legalidad en materia administrativa, y sin perjuicio de la posibilidad de
que las previsiones legales se complementen y desarrollen por normas de rango
reglamentario.

f) Previsiones sobre determinadas Administraciones Públicas

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Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

La Constitución establece también algunas reglas concretas sobre determinadas


Administraciones Públicas o sobre ciertos órganos que cumplen funciones
administrativas.

Así, por una parte, en su Título VI se alude a la existencia de una Administración de


Justicia como complemento necesario para el ejercicio de la función jurisdiccional;
además, se hace referencia al Ministerio Fiscal, que posee también una organización
administrativa propia.

Por otra parte, el art. 149.1.18 de la C.E. presupone la existencia de distintas


Administraciones territoriales vinculadas a los diversos entes titulares de autonomía,
cuyas bases de regulación corresponde establecer al Estado.

En tercer lugar, existen algunas previsiones específicas relativas al régimen jurídico de


determinados aparatos estatales que deben cumplir funciones que exigen el
establecimiento de ciertas particularidades respecto del régimen general; los casos más
claros son los de las Fuerzas Armadas (art. 8 CE) y las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad
(art. 104 CE), sobre las que se volverá en otro apartado.

Por último, el art. 107 constitucionaliza un órgano administrativo particular como es el


Consejo de Estado, al que también nos referiremos más adelante.

4. EL CONTROL DE LA ADMINISTRACIÓN

La Administración Pública está sometida a controles de distinta naturaleza, en especial


de tipo político y de tipo jurídico. Ello es lógico ya que la Administración, como se ha
visto, por un lado, es un instrumento para la ejecución de la política del Gobierno y,
por otro, está sometida en su actuación al ordenamiento jurídico.

El control político, y por tanto de oportunidad, de la Administración corresponde,


fundamentalmente, a las Cortes Generales ya que es a éstas a las que les compete
controlar la acción del Gobierno; así, el control sobre la acción del Gobierno se proyecta
y prolonga sobre la Administración en la medida en que esa acción debe desarrollarse
a través de esta última

Centrándonos en el control jurídico de la Administración, éste deriva de su


sometimiento al ordenamiento jurídico en cuanto poder público que es (art. 9.1 CE).
Pero, además, ese sometimiento se encuentra, si cabe, reforzado por la estricta sujeción
que la Constitución impone a la Administración respecto de la ley tanto en su
actuación como en su organización (art. 103.1 y 2 CE),

Desde el punto de vista de su naturaleza, los controles jurídicos de la Administración


pueden diferenciarse en dos grandes grupos: controles jurisdiccionales y no
jurisdiccionales, según estén ejercidos por jueces y tribunales, o por otro tipo de
órganos.

a) Controles jurisdiccionales

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Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

El art. 106.1 de la CE dispone que «Los Tribunales controlan la potestad reglamentaria


y la legalidad de la actuación administrativa, así como el sometimiento de ésta a los
fines que la justifican». En este precepto se condensan los principios básicos del control
jurisdiccional de las Administraciones Públicas.

Por lo que respecta a los órganos de control, éste se lleva a cabo por el orden
contencioso-administrativo, formado por órganos especializados ratione materiae dentro
del Poder Judicial para conocer de las pretensiones que se deduzcan respecto de las
normas y actos de cualquier Administración Pública (art. 24 LOPJ y art. 1 LJCA).
Conviene precisar que, tradicionalmente, se ha reconocido una cierta facultad de
autotutela a la Administración Pública que, en la actualidad, se traduce, entre otras
cosas, en la exigencia legal de agotar los recursos administrativos, interpuestos ante la
propia Administración, antes de acudir a los tribunales (arts. 112 y ss. LPACAP), pero
que no excluye el control de éstos.

En relación con el objeto del control jurisdiccional, todos los actos de las
Administraciones Públicas son susceptibles, en principio, de ser controlados en su
adecuación al ordenamiento jurídico, sin que existan ámbitos de inmunidad exentos de
ese control. Esta idea, sin embargo, debe ser matizada en algunos de sus extremos.

En primer lugar, aunque el ordenamiento jurídico delimita profundamente la


actuación administrativa, no puede pretenderse predeterminar mediante normas todos
sus elementos; la Administración debe contar con un margen de apreciación o
discrecionalidad para ser realmente eficaz y para cumplir con las obligaciones que
constitucionalmente le corresponden. Esa discrecionalidad, no es fiscalizable
judicialmente, salvo que se prescinda del marco legal que determina cómo se debe
actuar o se abuse de la discrecionalidad apartándose de los fines que debe perseguir
(desviación de poder).

En segundo lugar, y en conexión con lo anterior, existe un viejo debate sobre si el


control de los tribunales debe extenderse también a determinados actos del Gobierno
conocidos como «actos políticos». En principio, toda la actuación de los poderes
públicos, incluido el Gobierno, está sometida a la Constitución y al ordenamiento (art.
9.1 CE), tal y como recuerda el art. 29 de la Ley del Gobierno; ahora bien, si la
Administración debe contar con un margen de discrecionalidad más o menos amplio
según los casos para desarrollar su tarea, ese margen es aún mayor cuando quien actúa
es el Gobierno en el ejercicio de competencias que van más allá de la mera función
ejecutiva y administrativa. Es el caso, en general, de los actos que se inscriben en las
relaciones entre órganos constitucionales o de las actuaciones encuadrables en la
política exterior y las relaciones internacionales. En estos supuestos, puede haber, y
hay en general, elementos reglados que sí pueden ser controlados judicialmente; pero,
junto a ello, existen elementos que no son controlables por los tribunales ya que
corresponden a la libertad de acción del Gobierno, y así lo ha señalado el Tribunal
Constitucional (STC 45/90, caso Administración de Justicia de Euskadi, o STC 196/90,
caso Denegación de información). Un ejemplo puede ayudar a comprender la cuestión:

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Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

la decisión de disolver las Cámaras, que constitucionalmente corresponde al presidente


del Gobierno, no es en sí misma controlable, aunque sí puede serlo el que dicha
decisión se adopte mediante Real Decreto. Es cierto que no siempre resulta fácil
delimitar correctamente qué elementos de la actuación del Gobierno están reglados, y
hasta dónde, y cuáles no. En todo caso, el Estado social y democrático de Derecho tiene
que hacer posible que conviva la sujeción al ordenamiento jurídico con la libertad de
acción con que el Gobierno debe contar para el correcto desarrollo de sus funciones.
Por otro lado, no debe olvidarse que estas actuaciones gubernamentales están siempre
sujetas al posible control político de las Cortes Generales.

Existen algunas actuaciones concretas de las Administraciones Públicas que, por su


naturaleza, están sujetas a procedimientos específicos e, incluso, en ocasiones,
encomendadas a otros órdenes jurisdiccionales. La mayor parte de estos
procedimientos especiales están ligados a la protección de derechos fundamentales del
individuo, siendo este dato el que explica las especialidades;

Por otro lado, también el Tribunal Constitucional tiene encomendado el control de


ciertas actuaciones de las Administraciones Públicas. En general, ese control resulta
subsidiario respecto del que llevan a cabo los tribunales ordinarios, de forma que sólo
puede acudirse ante el Tribunal Constitucional agotados los recursos que el
ordenamiento otorga ante estos últimos (caso del recurso de amparo en protección de
los derechos fundamentales). Sin embargo, hay supuestos en los que ese control no es
subsidiario, sino que puede acudirse ante el Tribunal Constitucional sin necesidad de
agotar vía judicial previa alguna; ello sucede en relación con el control del reparto de
competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas (conflictos de
competencia) y en el del control de constitucionalidad de actos y disposiciones de las
Comunidades Autónomas a instancias del Gobierno de la Nación (Impugnaciones del
Título V de la LOTC).

b) Controles no jurisdiccionales

El ordenamiento jurídico español, en la línea seguida por la mayor parte de los


ordenamientos jurídicos democráticos, es especialmente riguroso a la hora de buscar
técnicas de control de las Administraciones Públicas. Por ello, y como complemento de
los controles jurisdiccionales necesarios en todo Estado de Derecho, ha incorporado
otros controles de naturaleza no jurisdiccional, buscando una mayor eficacia a la hora
de asegurar el sometimiento de las Administraciones Públicas a la Constitución y al
resto del ordenamiento. Al igual que sucede con los controles jurisdiccionales
especializados, esos controles, a menudo, están vinculados a la protección de los
derechos fundamentales bien con carácter general, bien en relación con algún derecho
en concreto. En lecciones anteriores ya nos hemos referido a buena parte de las
instituciones diseñadas con ese fin: es el caso del Defensor del Pueblo, cuya función es
defender los derechos consagrados en el Título Primero de la CE (art. 54 CE), el de las
figuras equivalentes existentes en el ámbito de buena parte de las Comunidades

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Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

Autónomas, o el de la Agencia de Protección de Datos, encargada de proteger los


derechos del ciudadano frente al uso de la informática y otras técnicas de tratamiento
automatizado de datos (Tit. VI de la LO 15/99, de protección de datos de carácter
personal).

c) El Consejo de Estado

El art. 107 de la CE se refiere a esta institución definiéndola como «supremo órgano


consultivo del Gobierno». Se trata, pues, de un órgano de gran tradición en el
panorama institucional, regulado por la LO 3/80, que realiza una función de tipo
consultivo, consistente en la emisión de dictámenes. Desde el punto de vista de la
naturaleza de su función, estos dictámenes son de carácter estrictamente jurídico, de
forma que el Consejo de Estado sólo se pronuncia sobre la adecuación al ordenamiento
de aquellos actos que se someten a su consideración. Dichos dictámenes, como regla
general, no son vinculantes, pese a lo cual el prestigio de la institución, y la tradicional
independencia con que actúa, los dota de un indudable valor en el mundo jurídico. La
LOCE (arts. 21 y 22) determina en qué casos debe necesariamente someterse a su
consideración una actuación administrativa (dictámenes preceptivos); además, puede
ser sometida a su consideración cualquier cuestión que el Gobierno o las Comunidades
Autónomas estimen conveniente (arts. 23 y 24).

Pese a que la Constitución define el Consejo de Estado como órgano consultivo del
Gobierno, su tarea no se limita a asesorar al Ejecutivo estatal, sino también a los
Ejecutivos autonómicos si carecen de órgano consultivo equivalente al Consejo de
Estado dentro de su Comunidad Autónoma (STC 204/92, caso Ley Orgánica del
Consejo de Estado).

El Consejo de Estado está compuesto por tres tipos de Consejeros: permanentes, natos
y electivos, todos ellos presididos por un Presidente. El Presidente, los Consejeros
permanentes (inamovibles) y los Consejeros electivos (mandato de cuatro años) son
nombrados por el Consejo de Ministros, exigiéndose como requisito haber ocupado
puestos de especial responsabilidad o prestigio en el Gobierno o en las
Administraciones Públicas, tales como Ministros, Presidentes de Comunidades
Autónomas, Académicos, Diputados o Senadores, Magistrados del Tribunal
Constitucional, etc… (arts. 7 y 9 LOCE). Los Consejeros natos, en cambio, lo son en
virtud del cargo que ocupan en determinados órganos de las Administraciones
Públicas y, en todo caso, quienes hubieran ocupado la Presidencia del Gobierno (art. 8
LOCE).

d) El Tribunal de Cuentas

La Constitución configura al Tribunal de Cuentas como supremo órgano de control


contable del Estado y de todo el sector público (art. 136.1 CE). Se trata de un órgano
designado por las Cortes, y cuenta con independencia funcional en el ejercicio de su
competencia de control contable en todo el ámbito público. Su composición,

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Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

organización y funciones han sido desarrolladas, como prevé el art. 136.4 CE, por la LO
2/82 del Tribunal de Cuentas (LOTCu).

El Tribunal de Cuentas presenta, pues, una doble naturaleza, que se manifiesta en su


doble función: por un lado, es un órgano de control contable de la ejecución del
Presupuesto por delegación de las Cortes Generales, y así lo establece el art. 136.2 de la
CE al indicar que «ejercerá sus funciones por delegación de ellas en el examen y
comprobación de la Cuenta General del Estado». Por otro lado, se le atribuye
jurisdicción propia, relativa al enjuiciamiento contable de las infracciones o
responsabilidades detectadas en las cuentas del Estado y del sector público.

El Tribunal de Cuentas se compone de 12 Consejeros. El Presidente es nombrado por el


Rey de entre sus miembros por un período de tres años a propuesta del propio
Tribunal en Pleno. Los Consejeros son designados por las Cortes Generales, seis por
cada Cámara, por mayoría de tres quintos de las mismas. Su mandato es de nueve
años. De acuerdo con lo prescrito expresamente por la Constitución (art. 136.3), la
LOTCu atribuye a sus miembros independencia e inamovilidad, y le somete al mismo
régimen de incompatibilidades que a los miembros de la carrera judicial.

La competencia del Tribunal de Cuentas es general para todo el territorio nacional y


cubre la actuación de cualquier Administración, organismo o empresa pública. Ello no
ha impedido la creación de instituciones análogas en algunas Comunidades
Autónomas para el control contable del sector público autonómico, que puede estar
sometido, por consiguiente, a una doble instancia de control de esa naturaleza, sin
perjuicio de la posible coordinación entre la institución central y las autonómicas. Así,
cuando la Constitución lo califica de órgano fiscalizador del Estado debe entenderse
dicho término en su más amplio sentido, incluyendo a los órganos constitucionales y a
todas las Administraciones públicas. La LOTCu confirma esta interpretación al definir
el sector público con la máxima generalidad, integrado por todas las Administraciones
públicas (del Estado, autonómicas y locales), las entidades gestoras de la Seguridad
Social, los organismos autónomos y las sociedades estatales y demás empresas públicas
(art. 4).

a) La función de fiscalización contable del Tribunal de Cuentas tiene por objeto, por
una parte, el control del sometimiento de la actividad económico-financiera del sector
público a los principios de legalidad, eficiencia y economía. Por otro lado, por
delegación —constitucionalmente impuesta— de las Cortes Generales, le compete el
examen y comprobación de la Cuenta General del Estado, esto es, el control que sobre
el cumplimiento de cada Presupuesto General del Estado efectúa la propia
Administración. Este control deberá ejercerlo en el plazo de seis meses desde que dicha
cuenta se haya rendido. El Tribunal hace público su examen mediante informes y
memorias, que han de publicarse en el Boletín Oficial del Estado (art. 12 LOTCu).
Además, debe presentar anualmente a las Cortes un informe o memoria de toda su
labor de fiscalización contable del Estado y del sector público, con indicación de
cuantas infracciones o responsabilidades haya detectado y en el que se deben incluir

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Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

las actuaciones jurisdiccionales desarrolladas por el Tribunal. Debe remitir un informe


análogo a las Asambleas Legislativas de las Comunidades Autónomas respecto de sus
Presupuestos.

b) En cuanto a su jurisdicción propia de carácter contable, se ejerce respecto de las


cuentas que debe rendir todo aquél que tenga alguna participación en el manejo de
bienes, caudales o efectos públicos (art. 15 LOTCu). El principal problema que plantea
la jurisdicción contable que la Constitución atribuye al Tribunal de Cuentas es el de sus
límites y relaciones con la jurisdicción ordinaria penal y contencioso-administrativa.
Pues bien, su alcance, de acuerdo con la LOTCu, es el estrictamente contable, y cesa allí
donde comienzan la competencia de los Tribunales ordinarios en cualquiera de sus
órdenes jurisdiccionales. Por ello, hay que concluir que el Tribunal de Cuentas no
puede conocer de los ilícitos penales ni de cuestiones cuyo conocimiento corresponda a
la jurisdicción contencioso-administrativa. La responsabilidad que puede exigir,
paralelamente, es exclusivamente contable, y esa exigencia es compatible, respecto de
unos mismos hechos, con el ejercicio de la potestad disciplinaria y con la actuación de
la jurisdicción penal (arts. 17 y 18 LOTCu). La ley define por responsabilidad contable
el perjuicio sobre los caudales o efectos públicos que puedan causar quienes los
manejan por acción u omisión contraria a la ley.

En la medida en que esta función del Tribunal de Cuentas es de naturaleza


jurisdiccional, los órganos equivalentes de las Comunidades Autónomas no pueden
asumir competencias de este género por ser una materia exclusiva del Estado,
limitándose, pues, a ejercer sólo competencias de control contable (STC 187/88, caso
Sindicatura de Cuentas de Cataluña).

5. LA ADMINISTRACIÓN MILITAR Y LOS CUERPOS Y FUERZAS DE


SEGURIDAD

Dentro del Estado existen algunas instituciones que poseen un régimen jurídico
especial que se justifica por la función que cumplen. Dentro de estas instituciones
destacan, por un lado, las Fuerzas Armadas y, por otro, las Fuerzas y Cuerpos de
Seguridad. En ellas reposa el monopolio de la fuerza legítima atribuido al Estado, lo
que explica en gran medida que su régimen jurídico-administrativo sea muy particular
y que la propia Constitución se haga eco de ello en los arts. 8 y 104, respectivamente.

La Constitución, rompiendo con una tradicional confusión en esta materia, deslinda el


papel que corresponde a las Fuerzas Armadas, por una parte, y a los Cuerpos y
Fuerzas de Seguridad, por otra, si bien aún existen ciertas dudas sobre la posición
jurídica de alguna institución, como es el caso de la Guardia Civil, definido legalmente
como «instituto armado de naturaleza militar» [art. 9. b) LO 2/86, de Fuerzas y Cuerpos
de Seguridad]. A las Fuerzas Armadas les compete, según el art. 8 de la CE,
«garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial
y el ordenamiento constitucional»; a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado les
corresponde, sin embargo, «proteger el libre ejercicio de los derechos y libertades y
garantizar la seguridad ciudadana» (art. 104 CE). En consecuencia, las Fuerzas

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Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

Armadas proyectan su actuación básicamente hacia el exterior, aunque cumplen


también ciertas tareas no armadas de dimensión meramente interna ante circunstancias
particulares (catástrofes naturales, por ejemplo). Los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad,
sin embargo, desenvuelven su actuación esencialmente en el ámbito del orden público
interno.

a) Las fuerzas armadas

Las peculiaridades del régimen jurídico de las Fuerzas Armadas vienen impuestas,
sobre todo, por la estructura fuertemente jerarquizada que el cumplimiento de sus
funciones exige (STC 14/99, caso Brey, por ejemplo). No obstante, esta exigencia no
excluye a las Fuerzas Armadas del sometimiento general al ordenamiento jurídico y al
orden constitucional que ellas mismas deben defender (art. 8 CE); en este sentido, el
art. 34 de las Reales Ordenanzas de las Fuerzas Armadas establece que «cuando las
órdenes entrañen la ejecución de actos que manifiestamente sean contrarios a las leyes
y usos de la guerra o constituyan delito, en particular contra la Constitución, ningún
militar estará obligado a obedecerlas; en todo caso asumirá la grave responsabilidad de
su acción u omisión».

La particular organización que poseen las Fuerzas Armadas se traduce en una serie de
rasgos de su régimen jurídico y del de sus miembros. Así, la Constitución establece la
existencia de una jurisdicción militar, situada fuera del Poder Judicial, que extiende su
competencia al ámbito estrictamente castrense (art. 117.5). Hay que tener presente,
además, que los miembros de las Fuerzas Armadas se encuentran sometidos en el
ejercicio de sus funciones a un régimen penal especial regulado en el Código Penal
Militar. En el ámbito meramente sancionador, en el seno de las Fuerzas Armadas existe
también un régimen disciplinario particular, que incluye, por ejemplo, sanciones
consistentes en la privación de libertad, frente a la prohibición impuesta en este sentido
a la Administración Civil (art. 25.3 CE).

Las mayores particularidades constitucionales exigidas por la caracterización de las


Fuerzas Armadas afectan al régimen de disfrute y ejercicio por parte de sus miembros
de determinados derechos fundamentales. Son muchas las limitaciones que el
ordenamiento establece en este sentido. Algunas de estas limitaciones vienen
expresamente previstas o permitidas por la Constitución; así, por ejemplo, el art. 29
prohíbe el ejercicio del derecho de petición colectivamente a los miembros de las
Fuerzas Armadas; el art. 28 de la CE establece la posibilidad de exceptuar o limitar el
ejercicio de la libertad sindical a los miembros de las Fuerzas Armadas, encontrándose
actualmente prohibida su sindicación (art. 1.3 LOLS). Las demás limitaciones vienen
impuestas por las Reales Ordenanzas de las Fuerzas Armadas y otras normas legales:
exclusión del ejercicio de derecho de huelga, limitaciones al derecho de reunión y
manifestación, ciertos límites a la libertad de expresión, etc…

En relación con la estructura de las Fuerzas Armadas hay que destacar que éstas
responden al principio de unidad, estrictamente jerarquizada, y que se traduce en la
existencia de un mando supremo único. Este viene atribuido al Jefe del Estado [art. 62

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Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

h) CE; v. lección 21]. No obstante, dicho mando tiene un contenido fundamentalmente


simbólico, correspondiendo al Gobierno, según el art. 97 de la CE, determinar la
política militar y de defensa.

En el seno de las Fuerzas Armadas existe una especialización, que encuentra acogida
en la propia Constitución al distinguir los tradicionales tres ejércitos: Ejército de Tierra,
Armada y Ejército del Aire (art. 8).

b) Las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad

también las funciones constitucionalmente encomendadas a las Fuerzas y Cuerpos de


Seguridad justifican el sometimiento a un régimen jurídico particular tanto de su
organización y estructura administrativa, como de los miembros que en ellos se
integran. El art. 104 de la CE establece la misión que corresponde a las Fuerzas y
Cuerpos de Seguridad: «proteger el libre ejercicio de los derechos y libertades y garantizar la
seguridad ciudadana»; su apdo. 2º remite a la ley orgánica para el establecimiento de las
bases de su actuación y estatuto; la LO 2/86, de Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del
Estado, ha desarrollado el precepto constitucional en el ámbito organizativo, mientras
que la LO 1/92, sobre Protección de la Seguridad Ciudadana, lo ha hecho en el campo
de la actuación.

Desde el punto de vista jerárquico, las particularidades que poseen las Fuerzas y
Cuerpos de Seguridad no las colocan fuera de los cauces ordinarios de funcionamiento
del Estado, ya que, como el propio art. 104 de la CE establece, dependen del Gobierno.

El Tribunal Constitucional ha puesto de manifiesto el, en ocasiones, difícil equilibrio


que subyace en la actuación de las fuerzas de la Policía, «que son un instrumento
necesario para asegurar la libertad y la seguridad de los ciudadanos, pero que, al
mismo tiempo, por la posibilidad de uso legítimo de la fuerza y de medidas de
coacción supone, en el caso de extralimitaciones, una puesta en peligro de la libertad y
seguridad de aquéllos, así como de otros derechos y bienes constitucionales de la
persona» (STC 55/90, caso Fuero policial). Esa tensión se traduce, fundamentalmente,
en dos ideas. Por una parte, las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad cuentan con
instrumentos extraordinarios de acción, de naturaleza incluso coactiva, para llevar a
cabo su tarea, instrumentos que no son sino la manifestación del monopolio estatal de
la violencia legítima del que son depositarios. Pero, por otra parte, la actuación de las
Fuerzas y Cuerpos de Seguridad y de sus miembros está sometida al ordenamiento
jurídico como exigencia impuesta por la definición del Estado como Estado de
Derecho; y ese sometimiento resulta aún más evidente, precisamente, por la naturaleza
de las potestades con que cuentan.

La particular naturaleza de las funciones y de la propia estructura, muy jerarquizada,


de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad hace que sus miembros estén sometidos a un
régimen jurídico particular, distinto en parte del resto de los funcionarios públicos,
aunque menos estricto que el de los miembros de las Fuerzas Armadas.

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Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

Desde el punto de vista organizativo, hay que señalar que, puesto que la seguridad
pública no es una materia exclusiva de los poderes centrales del Estado, existen
Fuerzas y Cuerpos de Seguridad de distinto nivel territorial. En el ámbito estatal, la LO
de Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, establece la existencia de dos cuerpos
dependientes del Gobierno de la Nación: el Cuerpo Nacional de Policía y la Guardia
Civil (art. 9). Debe tenerse en cuenta que determinadas unidades de las Fuerzas y
Cuerpos de Seguridad del Estado pueden adscribirse directamente a órganos judiciales
o del Ministerio Fiscal, constituyendo la denominada «policía judicial» (art. 126 CE).
No obstante, a pesar de esta dependencia funcional, dichas unidades siguen formando
parte de los cuerpos estatales. En segundo lugar, algunas Comunidades Autónomas
han creado policías propias en uso de la habilitación prevista al efecto por el art.
149.1.29 de la CE. Por último, existen también policías locales dentro del ámbito
municipal.

PODER JUDICIAL Y TRIBUNAL CONSTITUCIONAL

1. LA CONFIGURACIÓN CONSTITUCIONAL DEL PODER JUDICIAL

a) Concepto de poder judicial

El Estado constitucional se asienta sobre la división material de funciones y la


separación formal de poderes. Ello significa que se reconocen en la actividad estatal
ordinaria cometidos —«funciones»— de muy diferente naturaleza material que en su
formulación clásica son reconducibles a tres: la función de aprobar las leyes
(legislativa), la de ejecutar los mandatos contenidos en estas leyes (ejecutiva) y la de
resolver los conflictos que pudieran suscitarse en la aplicación e interpretación de las
leyes (judicial). La aparición de nuevas funciones (como la de gobierno) no priva de su
capacidad explicativa a la formulación tripartita clásica.

Con el triple propósito de asegurar un cierto principio de especialización, de intentar


optimizar la eficacia en la realización de la función y, sobre todo, de evitar que, como
sucediera durante el absolutismo, todo el poder se concentre en un solo punto, el
constitucionalismo atribuye cada una de esas tres funciones a diferentes órganos, o
conjuntos de órganos, del Estado. Así, la función legislativa se atribuye a los
Parlamentos, la ejecutiva al Gobierno, y la judicial a unos órganos que, globalmente,
reciben el nombre de poder judicial. Este último es, pues, el conjunto de órganos que
tiene atribuida la realización de la función estatal consistente en resolver, mediante la
aplicación del Derecho, los conflictos que surjan entre los ciudadanos o entre éstos y los
poderes públicos. El poder judicial está compuesto, en consecuencia, por aquellos
órganos que, de acuerdo con la Constitución y las leyes, tienen atribuida la función
jurisdiccional.

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Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

Lo primero que se pone de relieve al analizar el poder judicial es su composición


diferenciada respecto de la de los otros dos poderes del Estado. En efecto, la función
legislativa se atribuye a un solo órgano, las Cortes Generales, aunque éstas sean
compuestas; y la función ejecutiva, aunque puede entenderse atribuida a todos los
órganos administrativos, se identifica fácilmente en otro órgano, el Gobierno, al que la
totalidad de la Administración central está vinculada por una relación de jerarquía. El
poder judicial, sin embargo, es un poder difuso, predicable de todos y cada uno de los
órganos judiciales del país cuando ejercen función jurisdiccional, función que, como
más adelante se verá, ejercen sin relación alguna de sujeción jerárquica. Ello quiere
decir que el ejercicio de esta función es particularmente complejo, debido a esa
diversidad de órganos.

b) Poder judicial y Administración de justicia

La segunda característica de los órganos del poder judicial es que su identificación


como tales deriva del ejercicio de la función constitucionalmente atribuida, esto es, de
la función jurisdiccional. Como señala el art. 117.1. de la CE, «la justicia se administra
por jueces y magistrados integrantes del poder judicial»; luego es el hecho de
administrar justicia lo que integra al juez o magistrado en el poder judicial. Por ello,
aquellos jueces que actúan en cuanto titulares de órganos —p.e., como presidentes de
Juntas Electorales— que no ejercen la función jurisdiccional —que no «administran
justicia»— no sean, en puridad, integrantes del poder judicial; de ahí, también, que los
jueces y magistrados solo sean integrantes del poder judicial cuando administran
justicia y no cuando realizan cualquier otra función legalmente atribuida. De ahí, en
fin, que ni siquiera los integrantes del órgano de gobierno del poder judicial, el Consejo
General del Poder Judicial, formen parte de éste, puesto que la Constitución les
atribuye funciones de gobierno, pero no les asigna función jurisdiccional alguna.

Esta caracterización como poder del Estado, derivada de la función constitucional que
se realiza, es, precisamente, lo que distingue al poder judicial de la Administración de
justicia: el primero es un poder del Estado, separado de los otros dos e independiente
de ellos; la Administración de justicia, sin embargo, se encuentra funcionalmente
subordinada al poder judicial, en la medida en que consiste en un conjunto de medios
personales y materiales que se ordenan al mejor cumplimiento de los fines de aquel.
Los medios personales se integran con una diversidad de cuerpos de funcionarios al
servicio de la Administración de justicia. Entre ellos figuran los Letrados de la
Administración de Justicia (antiguos secretarios judiciales), el personal administrativo
de la oficina judicial, los médicos forenses y, eventualmente, el personal no
funcionarial (libros V y VI de la LOPJ)

Los medios materiales, por su parte, son todos aquellos precisos para el recto
cumplimiento de las funciones judiciales, y su provisión corresponde al Gobierno o a

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Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

las Comunidades Autónomas en aquellos casos en que así lo prevea su Estatuto de


Autonomía (art. 37 LOPJ). Todos estos medios, personales o materiales, configuran lo
que gráficamente ha dado en llamarse «administración de la Administración de
justicia». La utilización de este término viene dada por el hecho de que la expresión
«Administración de justicia» es empleada por la Constitución en diversos apartados
con distinto significado. Así, en los arts. 125 y, según ha resuelto el Tribunal
Constitucional, 149.1,5a, de la CE, la expresión se emplea como sinónimo de «poder
judicial»; en los arts. 121 y 122.1, sin embargo, la locución parece comprender a la
globalidad del conjunto orgánico, jurisdiccional o no, ordenado al funcionamiento de
los órganos judiciales. La diversidad de términos y significados no oscurece, sin
embargo, la nítida distinción entre el poder judicial independiente, integrado
exclusivamente por jueces y magistrados que ejercen la función jurisdiccional, y el
conjunto de medios de todo género, personales y materiales que se disponen a su
servicio y que configuran la Administración de justicia.

La distinción entre poder judicial y Administración de justicia responde, por otro lado,
a la doble naturaleza de la tarea de impartir justicia. En efecto, el poder judicial es, por
una parte, y sin duda alguna, un poder del Estado; pero la función de administrar
justicia es, también, una actividad prestacional del Estado, un servicio público,
derivado del monopolio estatal del poder jurisdiccional entendido como el poder de
declarar y hacer efectivo el Derecho. En tanto que el poder judicial es plenamente
independiente de los otros dos poderes, la Administración de justicia, como actividad
prestacional, se incardina en la responsabilidad que corresponde al ejecutivo por el
funcionamiento de los servicios públicos en general. Esta faceta de servicio público es,
además, la que justifica la referencia constitucional —art. 119 de la CE— a la gratuidad
de la justicia para cuantos acrediten insuficiencia de medios para litigar, lo que tiene su
reflejo en las diferentes disposiciones procesales al respecto y en la existencia de un
servicio de abogados sostenido con fondos públicos —el conocido como «turno de
oficio»— y destinado a ese menester. Igualmente, es este doble carácter de poder del
Estado y servicio público el que está en la base de la referencia constitucional de que
los daños causados por error judicial y los que sean consecuencia del funcionamiento
anormal de la Administración de justicia darán lugar a una indemnización por parte
del Estado. Esta previsión se plasma actualmente en unos supuestos genéricos —arts.
292 y 293 LOPJ— y otros específicos para el caso de que el error judicial se hubiese
traducido en un periodo de prisión preventiva, siempre que quien hubiese sufrido la
prisión hubiese sido posteriormente absuelto por inexistencia del hecho imputado, o
que se hubiese dictado auto de sobreseimiento por esa misma causa (art. 294 LOPJ).

2. PODER JUDICIAL Y FUNCIÓN JURISDICCIONAL

La función jurisdiccional, por su parte, consiste —art. 117.3. de la CE— en «juzgar y


hacer ejecutar lo juzgado», y se desarrolla en «todo tipo de procesos». Es, por tanto,
una actividad cuyo ejercicio queda circunscrito al marco del proceso, e incluye la

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Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

potestad de hacer ejecutar lo juzgado, esto es, de hacer efectiva la resolución judicial.
Tal cosa no significa que los jueces y magistrados deban ejecutar per se lo juzgado:
implica que han de tener las facultades precisas para conseguir que efectivamente se
ejecute.

a) La unidad jurisdiccional

Las características básicas del ejercicio de la función jurisdiccional son la unidad, la


totalidad, la exclusividad y la responsabilidad. La unidad está recogida en la
Constitución en dos sentidos diferentes: respecto de la función jurisdiccional
propiamente hablando, en el art. 117.5 de la CE, que prescribe que «el principio de
unidad jurisdiccional es la base de la organización y funcionamiento de los
Tribunales»; respecto de quienes desempeñan dicha función, en el art. 122.1 de la CE,
de acuerdo con el cual los jueces y magistrados de carrera «formarán un cuerpo único».

El reconocimiento constitucional del principio de unidad jurisdiccional tiene dos


consecuencias inmediatas. La primera es que la división territorial del poder operada
por la Constitución no afecta al poder judicial: las Comunidades Autónomas pueden
asumir poderes legislativos y ejecutivos, pero el poder judicial es único en toda España
(STC 31/2010, caso Estatuto de Autonomía de Cataluña). La segunda consecuencia de
la unidad jurisdiccional es la exclusión de todo tribunal que no esté previamente
integrado en la estructura orgánica del poder judicial (art. 3.1. LOPJ). Es, por tanto, la
prohibición de los tribunales especiales, así como de los de honor y excepción,
expresamente mencionados por la CE —arts. 26 y 117.6.—; igualmente, implica la
prohibición —art. 25.3 de la CE— de que la Administración civil imponga sanciones
que, directa o indirectamente, redunden en privación de libertad.

Sin perjuicio de que otros órganos ajenos al poder judicial, como el Tribunal
Constitucional o el Tribunal de Cuentas, ejerzan funciones jurisdiccionales, la unidad
jurisdiccional no conoce más excepción que la muy relativa de la jurisdicción militar.
De acuerdo con el dictado constitucional, la regulación de la jurisdicción militar no
podrá realizarse sino por ley y deberá circunscribirse al ámbito estrictamente castrense
y a los supuestos de estado de sitio, de acuerdo con el art. 117.5 de la CE. La Ley
Orgánica del Poder Judicial delimita aún más el ámbito de la jurisdicción militar,
reduciéndolo a los hechos tipificados como delitos militares en el Código Penal Militar
y al estado de sitio —art. 9.2—; por su parte, la Ley Orgánica 4/87, de la competencia y
organización de la jurisdicción militar, señala que esta jurisdicción es «integrante del
poder judicial del Estado», a lo que hay que añadir la existencia en el Tribunal
Supremo de una Sala de lo Militar que es la última instancia en este ámbito. Todo ello
configura un poder judicial único estructurado sobre dos jurisdicciones, una de las
cuales, la militar, se limita al ámbito estrictamente castrense y, en los supuestos de
estado de sitio, a los delitos que se contemplen en la declaración de dicho estado (art.
35 de la Ley Orgánica 4/81, de los Estados de Alarma, Excepción y Sitio).

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Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

b) La totalidad de la jurisdicción

La segunda característica de la función jurisdiccional, la totalidad, también deriva


directamente de la Constitución. En efecto, el art. 24.1 de la CE garantiza la tutela
judicial efectiva; el art. 103.1 prevé el sometimiento de la actuación administrativa a la
ley y al Derecho; y el art. 106 sienta el principio del control, por parte de los tribunales,
de la potestad reglamentaria, de la actuación administrativa y de su sometimiento a los
fines constitucionales. Todo ello se plasma en el art. 4 de la Ley Orgánica del Poder
Judicial, a tenor del cual «la jurisdicción se extiende a todas las personas, a todas las
materias y a todo el territorio español». La totalidad de la jurisdicción se proyecta,
pues, material, personal y territorialmente sin que quepan excepciones ni por razón de
la persona —salvo el Rey, que es inviolable (art. 56.3 CE)— ni por razón de la materia
ni por razón del territorio. Ello quiere decir que, deducida cualquier pretensión contra
cualquier persona, siempre habrá un órgano judicial que conozca de ella. La eventual
inhibición de los órganos judiciales se dilucida según lo previsto en las reglas
reguladoras de los conflictos de jurisdicción y competencia. Los primeros son los que
se suscitan entre los juzgados y tribunales de la jurisdicción ordinaria y la
Administración o los órganos de la jurisdicción militar, y son resueltos de acuerdo con
lo dispuesto en los arts. 38 a 41 de la LOPJ y en la Ley Orgánica de Conflictos
Jurisdiccionales. Los conflictos de competencia entre los órganos judiciales de distintos
órdenes jurisdiccionales, y las cuestiones de competencia entre los que pertenezcan a
un mismo orden, se dirimen de acuerdo con los procedimientos previstos en los
artículos 42 a 52 de la Ley Orgánica del Poder Judicial. En cualquier caso, el resultado
que estos procedimientos deberán arrojar será la determinación de un órgano judicial
con competencia y jurisdicción para conocer de la pretensión actuada. Si a ello se añade
lo previsto en el artículo 1.7 del Código Civil, a tenor del cual «los jueces y tribunales
tienen el deber inexcusable de resolver en todo caso los asuntos de que conozcan», se
completa un sistema cerrado que asegura que cualquier pretensión, dirigida contra
cualquier persona, encontrará siempre, siguiendo el procedimiento legalmente
previsto, un órgano judicial para conocer de ella y resolverla.

Es preciso señalar, con todo, que el alcance total de la jurisdicción se extiende a la


aplicación de las leyes, incluyendo —art. 106 de la CE— el control de la legalidad de la
actuación administrativa y del sometimiento de ésta a los fines que la justifican.

c) La exclusividad jurisdiccional

La exclusividad se proyecta en dos sentidos: por una parte, la función jurisdiccional


está reservada exclusivamente (art. 117.3. CE) a jueces y magistrados sin que nadie sino
ellos, ni siquiera el Consejo General del Poder Judicial o el Ministerio Fiscal, pueda
ejercerla; por otra parte, los jueces y magistrados no pueden realizar más funciones
(art. 117.4. CE) que la jurisdiccional y las que expresamente les atribuya la ley en
garantía de cualquier derecho. La primera previsión de exclusividad, al reservar a
jueces y magistrados la función jurisdiccional, veta la posibilidad de las llamadas

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Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

«jurisdicciones especiales»; la segunda previsión impide que una desmesurada


atribución de funciones dificulte a jueces y magistrados el ejercicio de la función
jurisdiccional, pero habilita al legislador para que, cuando lo considere conveniente
para garantizar el ejercicio de un derecho, otorgue a jueces y magistrados otras
funciones. Esto último sucede, por ejemplo, en relación con los procesos electorales.

d) La responsabilidad

El ejercicio de la función jurisdiccional se distingue, también, por la responsabilidad.


Sin embargo, las singulares condiciones del poder judicial dibujan unos mecanismos de
responsabilidad muy particulares. Ciertamente, la Constitución —art. 117.1— señala la
responsabilidad como uno de los atributos de jueces y magistrados. Pero es lo cierto
que esta responsabilidad, constitucionalmente reconocida de forma genérica, encuentra
muy difícil concreción. Porque, aunque ejercen un poder de indudable relevancia
política, los jueces y magistrados no están sometidos a ninguna responsabilidad
política, que sería radicalmente contraria a la inamovilidad; la única forma de control a
que están sometidos es la derivada de los recursos que se interpongan, cuando ello
proceda legalmente, contra sus resoluciones y ante otros órganos, y ello no puede
acarrear otra consecuencia que la anulación de la resolución recurrida. Por lo que
respecta a la responsabilidad disciplinaria —arts. 414 a 433 LOPJ— ésta se contrae a los
supuestos de incumplimiento de sus deberes como jueces, pero no alcanza, desde
luego, al fondo de las resoluciones judiciales, pues tal cosa sería incompatible con la
independencia. La responsabilidad civil, por su parte, se reduce a supuestos de total
singularidad —arts. 411 a 413 LOPJ; genera —art. 296 LOPJ— responsabilidad estatal,
aun cuando al Estado le asista una acción de regreso frente a los jueces cuando los
daños se produzcan por dolo o culpa grave, y no altera tampoco la resolución ni la
posición del juez. De suerte que la única forma real de responsabilidad de jueces y
magistrados por el ejercicio de su función se traduce en la responsabilidad penal y, más
concretamente, en el delito —arts. 446 a 449 Código penal— de prevaricación. Este
delito, el dictar a sabiendas una resolución injusta, constituye la única responsabilidad
material que, sobre el fondo de su cometido, sobre el contenido de la función
juzgadora, cabe realmente imputar a un juez.

3. LA POSICIÓN CONSTITUCIONAL DEL JUEZ: INDEPENDENCIA Y


LEGITIMIDAD

a) La imparcialidad judicial

El contenido de la función jurisdiccional, cuya realización justifica la existencia del


poder judicial, es resolver los conflictos entre los ciudadanos o entre éstos y los poderes
públicos o, dicho en los términos constitucionales, juzgar y hacer ejecutar lo juzgado. Y
la nota básica que se requiere de esta función es la de imparcialidad. Si la función
jurisdiccional se atribuye a un tercer poder, no es sólo por evitar la concentración del

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Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

poder: es, sobre todo, para garantizar que la aplicación del Derecho y la interpretación
de las normas corresponde a alguien que, por ser distinto y ajeno a quien produce las
normas básicas del ordenamiento y a quien las promueve y ejecuta sus contenidos,
puede resolver con imparcialidad. Lo auténticamente sustantivo en la función
jurisdiccional es la imparcialidad. Ello queda claramente reflejado en la Constitución
cuando, acertadamente, enmarca el ejercicio de la función jurisdiccional «en todo tipo
de procesos», pues el contenido típico del proceso, o dicho en otros términos, el
derecho prototípico de las partes del proceso es, como señala el art. 6.1 del Convenio
Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y las Libertades Fundamentales,
el derecho a un «tribunal imparcial».

La imparcialidad es, pues, el rasgo fundamental que debe caracterizar el ejercicio de la


función jurisdiccional, lo que, dado el carácter fragmentario de este poder, es tanto
como decir que la imparcialidad debe ser la característica básica de todos y cada uno
de los jueces y magistrados. A la consecución de esa imparcialidad se encaminan las
garantías de que se dota a jueces y magistrados. Debe observarse, sin embargo, que
tales características o atributos, por importantes que sean o parezcan, son
instrumentales, y no son, por tanto, fines en sí mismos: su objetivo es asegurar la
imparcialidad de quien va a «juzgar y hacer ejecutar lo juzgado».

c) Independencia y legitimidad

Tradicionalmente, ese conjunto de garantías se resume en la noción de la


independencia. Este atributo está recogido es el artículo 117.1. Significa que los
integrantes del poder judicial adoptan sus resoluciones con arreglo a Derecho, sin que
puedan recibir ningún tipo de órdenes, instrucciones, sugerencias o directrices
relativas a los hechos sometidos a juicio, a la norma jurídica a aplicar, al sentido que
debe otorgarse a dicha norma o a la resolución que, en definitiva, cumple adoptar. El
juez o magistrado está únicamente sometido al imperio de la ley. Esta expresión debe
entenderse como el reflejo del mandato constitucional de que ninguna voluntad
distinta de la que el legislador ha plasmado en la norma jurídica pueda imponerse al
juez. La expresión «sometido exclusivamente al imperio de la ley» es una afirmación de
la independencia del juzgador, y de la exclusiva sujeción de éste a la norma jurídica.

Todo ello queda de relieve en la LOPJ, cuando señala en su art. 1 que los jueces y
magistrados están «sometidos únicamente a la Constitución (por tanto, a los principios
y valores que propugna o recoge) y al imperio de la ley; o cuando alude repetidamente
a «los reglamentos», señalando que los jueces y tribunales los aplicarán de
conformidad con la jurisprudencia del Tribunal Constitucional (art. 5.1. LOPJ). La
sumisión a la ley, al tiempo que excluye toda posible injerencia, incluye la obligación
del juzgador de sujetarse, en el razonamiento jurídico que le lleva a resolver un
conflicto, a un sistema de fuentes en el que ocupa un lugar preferente la norma escrita
emanada de quien tenga competencia para ello y, muy singularmente, la norma
emanada del legislador. El juez sólo está sometido a la ley, pero, precisamente por ello,
está sometido a la propia ley. La exclusiva sumisión a la ley tiene, pues, un contenido

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Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

liberador de cualquier posible influencia. Es un aplicador de la ley, y no un libre


creador del Derecho.

La sumisión a la ley es, además, la fuente de legitimidad del juzgador en el ejercicio de


la función jurisdiccional. En un Estado democrático, la fuente habitual de legitimidad
es, como se sabe, la elección popular, directa o indirecta; en algunos países, también el
poder judicial —y el Ministerio Fiscal— se legitima por la elección que, en la medida en
que es periódica, incluye elementos de responsabilidad política. Otra fuente de
legitimación del poder judicial puede ser la directa participación popular en la
Administración de justicia a través del jurado. En España, existe el jurado — previsto
en el art. 125 de la CE— pero con tales limitaciones —determinación legal y reducción
al ámbito penal, p.e.— que no resultaría una satisfactoria fuente de legitimidad. Por su
parte, la elección popular y periódica de jueces y magistrados parece difícilmente
compatible con los postulados constitucionales. Teniendo en cuenta que su designación
no tiene lugar por elección popular, y dada su integración en un cuerpo de carrera, la
legitimación democrática básica del juzgador es, precisamente, constreñirse a la
aplicación de la ley que expresa la voluntad general: sólo esta aplicación de la norma
democráticamente legitimada legitima a su vez a quien, sin haber sido elegido ni
directa ni indirectamente, administra la justicia que «emana del pueblo» (art. 117.1 CE).
Se trata, por tanto, de una legitimidad no de origen, sino de ejercicio.

La independencia judicial es absoluta: se extiende frente a todos (art. 13 LOPJ) y


alcanza a los órganos de gobierno del poder judicial e, incluso, a los propios órganos
jurisdiccionales, ninguno de los cuales puede dictar instrucciones, ni generales ni
particulares, dirigidas a sus inferiores y relativas a la aplicación o interpretación del
ordenamiento jurídico (art. 12.3 LOPJ). La única vía practicable para corregir la
aplicación del Derecho realizada por un órgano judicial es, cuando proceda, la de los
recursos legalmente previstos (art. 12.2. LOPJ). El Ministerio Fiscal debe promover las
acciones que procedan en caso de amenaza a la independencia judicial (art. 14.2 LOPJ)
pero es lo cierto que tales amenazas solo están penadas en la actualidad si proceden de
funcionario público (art. 508. 2 código penal).

5. EL ESTATUTO DE JUECES Y MAGISTRADOS

Para asegurar la independencia de jueces y magistrados, la Constitución apuntala su


posición jurídica con un núcleo de garantías y con algunas limitaciones de derechos
que, en su conjunto, constituyen un auténtico estatuto del juzgador. Este núcleo de
garantías está, en buena medida, contenido en la propia Constitución, y se encuentra
desarrollado y ampliado en la Ley Orgánica del Poder Judicial; porque, en efecto, la
norma fundamental prevé (art. 122.1) que el estatuto jurídico de jueces y magistrados
sea desarrollado por dicha ley, con lo que constituye no ya una reserva de ley orgánica,
sino una reserva en favor de una determinada ley orgánica, para todo lo referente a la
situación estatutaria de jueces y magistrados. Esta reserva, que sustrae al ejecutivo e,
incluso, al legislador ordinario la posibilidad de normar la situación administrativa de

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Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

jueces y magistrados, es la primera garantía de la independencia. A ello hay que añadir


que la aplicación de la normativa se atribuye por la propia Constitución a un órgano
ajeno a los poderes legislativo y ejecutivo. En efecto, el art. 122.2. de la CE asigna al
Consejo General del Poder Judicial las competencias en materia de nombramientos,
ascensos, inspección y régimen disciplinario en el seno del poder judicial. El sistema
español llega, pues, hasta el punto de ofrecer una «garantía de las garantías», creando
un órgano cuya principal función constitucional es la de velar por las garantías
constitucionales asignadas a los miembros del poder judicial y asegurando, así, que
dichas garantías no serán desvirtuadas por su aplicación práctica, al atribuir dicha
aplicación a los destinatarios de las resoluciones del poder judicial.

a) La inamovilidad

La más tradicional de las garantías de la independencia es la inamovilidad, que la


Constitución recoge en el art. 117.1 de la CE como característica de los jueces y
magistrados y define en el párrafo siguiente. Consiste en que los jueces y magistrados
no pueden ser separados, suspendidos, trasladados ni jubilados sino por las causas y
con las garantías previstas en la ley. El propósito de esta previsión es impedir que la
actuación de un juez o magistrado pueda acarrearle consecuencia desventajosa alguna
para la posición que ostenta, así como evitar que quien tuviere potestad para ello
pudiese remover de su puesto, o separar de un proceso determinado, a un juez cuyo
comportamiento no le resulte satisfactorio, imponiendo en su lugar a alguien más
receptivo a sus deseos. Para ello, la Constitución dispone que los jueces no podrán ser
removidos de sus puestos —salvo, claro está, con el consentimiento del afectado— sino
por las causas legalmente previstas. Tales causas están reguladas en la LOPJ, que
también recoge la inamovilidad (art. 15) y le dedica, además de no pocos preceptos
aislados, un capítulo entero. En este último se prevén las causas de suspensión en la
condición de magistrado (art. 383) y de pérdida de dicha condición (art. 379). En
sustancia, tales causas se reconducen, además de la renuncia, a la pérdida de la
nacionalidad, la sanción administrativa, la condena penal o el proceso encaminado a su
imposición, la incapacidad y la jubilación. En todos los casos, la suspensión y la
separación son competencia del Consejo General del Poder Judicial. La atribución a
este órgano, o a órganos de gobierno propios del poder judicial, como las Salas de
Gobierno, los Presidentes o los jueces decanos, de las potestades administrativas
relativas a los jueces y magistrados, constituye una garantía adicional de la
independencia judicial.

La regulación de la carrera profesional de jueces y magistrados está, también,


presidida por el propósito de asegurar la independencia judicial, evitando que órganos
ajenos al poder judicial puedan condicionar dicha carrera profesional y, por tanto,
puedan inclinar en su favor la posición de jueces y magistrados. A tal efecto, en España
la carrera profesional de la judicatura está reglada en un altísimo porcentaje de
puestos; en otros casos, en los que el nombramiento es discrecional, la potestad al
respecto corresponde al Consejo General del Poder Judicial. Se impide, con ello, que el

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Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

ejecutivo pueda influir en la carrera y, por tanto, en la obligada imparcialidad de los


juzgadores.

b) Limitaciones y prohibiciones

El estatuto de los jueces y magistrados incorpora, pues, no pocas garantías positivas: la


independencia, la inamovilidad y la sustracción al ejecutivo de toda potestad
sancionadora o de toda facultad sobre las situaciones administrativas y sobre la carrera
profesional son algunas de ellas. A todas ellas habría que añadir una inmunidad
relativa, que reserva al juez competente, salvo en casos de flagrante delito, la facultad
de detener a un juez o magistrado (art. 398 LOPJ). Pero como el objetivo es garantizar
la imparcialidad del juzgador, el estatuto de éste incluye, forzosamente, medidas
negativas o limitaciones de las facultades que el ordenamiento reconoce a la mayoría
de los ciudadanos. Algunas de estas facultades afectan, incluso, a derechos
fundamentales. Así, los jueces y magistrados tienen constitucionalmente vedado
pertenecer a partidos políticos o sindicatos (art. 127.1 CE). El fin de esta previsión
constitucional es garantizar la apariencia de imparcialidad del juzgador: obviamente,
ni la Constitución ni nadie puede impedir que un Juez tenga su correspondiente
ideología política; pero sí puede evitar la expresión pública que de esa ideología
política supone la afiliación a un partido político o sindicato. Con ello se consigue que
la confianza del justiciable en la imparcialidad del juzgador no pueda menoscabarse
por el conocimiento de la adscripción formal de éste a un determinado credo. El mismo
precepto constitucional que excluye a jueces y magistrados del ejercicio del derecho de
asociación política y sindical supone también, en lógica congruencia y con el mismo
objetivo de preservar la imagen de imparcialidad del juzgador, limitaciones en el
ejercicio de otros derechos fundamentales como las libertades de expresión, reunión o
huelga. Así, tienen prohibido dirigir críticas, felicitaciones o censuras a los poderes
públicos, no pueden concurrir, como tales miembros del poder judicial, a reuniones
públicas que no tengan carácter judicial, y no pueden, en las elecciones, tomar más
parte que la de emitir su voto (art. 395 LOPJ). La propia Constitución, en fin, completa
su prohibición de que jueces o magistrados se afilien a partidos o sindicatos con la
previsión de un régimen asociativo específico (art. 127.1 CE) que ha sido desarrollado
por el legislador orgánico (art. 401 LOPJ).

La preservación de la imparcialidad del juzgador mueve también al constituyente a


prever para los miembros del poder judicial una completa relación de
incompatibilidades y prohibiciones que «deberá asegurar la total independencia de los
mismos» (art. 127.2 CE). Así, se establece que no podrán desempeñar, mientras se
hallen en activo, otros cargos públicos (art. 127.1 CE). Y el legislador orgánico ha
desarrollado el precepto constitucional vetando a jueces y magistrados prácticamente
todas las actividades ajenas a la propia función jurisdiccional: los miembros del poder
judicial no pueden desempeñar cargo alguno, por designación o por elección, en
ningún órgano estatal ni en las empresas, entidades y organismos de ellos

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Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

dependientes; tampoco pueden aceptar ningún empleo o profesión retribuidos, ni


ejercer actividades mercantiles, ni de asesoramiento. Solo la docencia e investigación
jurídicas y la producción literaria, artística, científica y técnica les están abiertas (art.
389 LOPJ). Son, además, destinatarios de numerosas prohibiciones personales, como
las relativas al ejercicio de las profesiones jurídicas por parte de sus cónyuges o
parientes hasta el segundo grado de afinidad (arts. 391 a 394 LOPJ). La competencia
para determinar la concurrencia de la incompatibilidad o la infracción de las
prohibiciones corresponde, también, al Consejo General del Poder Judicial (art. 397
LOPJ).

5. LA ESTRUCTURA DEL PODER JUDICIAL

La residenciación de la potestad jurisdiccional en diversos órganos y, por tanto, la


fragmentación, es una de las características básicas del poder judicial. Este, no obstante,
es único (art. 117.5 CE y 3.1 LOPJ) y debe, por lo tanto, dotarse de una estructura que
permita integrar en un único sistema una multiplicidad de órganos.

La estructura del poder judicial se delinea de conformidad con tres criterios


concurrentes y diferentes: el de la materia del conflicto a resolver, el territorial y el
jerárquico.

El criterio material supone la división de la jurisdicción en cuatro grandes órdenes


jurisdiccionales distintos, civil, penal, contencioso-administrativo y social, aun cuando
la jurisdicción siga siendo única (art. 9 LOPJ). El criterio organizativo material, debe,
sin embargo, ser completado, señalando que, además de esos cuatro órdenes existe en
el Tribunal Supremo una Sala de lo Militar y existe, también, una serie de juzgados (así,
Juzgados de Menores, de Vigilancia Penitenciaria o de Violencia contra la mujer)
especializados en las materias que se corresponden con su nombre. Por otra parte, hay
que tener en cuenta que el Consejo General del Poder Judicial puede acordar —art. 98.1
LOPJ— que algunos juzgados se ocupen en exclusiva de determinadas clases de
asuntos. Esta previsión puede dar lugar a órganos especializados en, por ejemplo,
asuntos de familia, hipotecarios o mercantiles.

El criterio territorial se traduce en la división del territorio nacional en distintas zonas.


Así, y de acuerdo con el artículo 30 de la LOPJ, el Estado se organiza territorialmente, a
efectos judiciales, en municipios, partidos judiciales, provincias y Comunidades
Autónomas, a lo que habría que añadir la totalidad del territorio nacional, sobre el que
ostentan jurisdicción dos órganos judiciales, el Tribunal Supremo (art. 123.1 CE y 53
LOPJ) y la Audiencia Nacional (art. 62 LOPJ). Como se observará, las divisiones
geográficas judiciales coinciden con las administrativas en todos los casos menos en
uno: el partido judicial, que es una unidad territorial organizativa utilizada
exclusivamente por el poder judicial y que está compuesto por uno o varios municipios
limítrofes pertenecientes a una misma provincia (art. 32.1 LOPJ). Al coincidir los demás
ámbitos territoriales judiciales (municipio, provincia y Comunidad Autónoma) con los

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Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

administrativos, no precisan delimitación propia y se corresponden con los mismos


(arts. 33 y 34 LOPJ). Solo resulta preciso, por tanto, determinar el ámbito de los
partidos judiciales, esto es, definir lo que se denomina la demarcación. De acuerdo con
la LOPJ —art. 35— la demarcación judicial se establece por ley, en cuya elaboración
tienen participación las Comunidades Autónomas a través de un procedimiento
regulado en el propio art. 35 LOPJ y que ha sido declarado constitucional por el
Tribunal Constitucional (STC 56/90, caso Ley Orgánica del Poder Judicial III). Los
partidos judiciales vienen, pues, definidos por la citada Ley 38/88, de Demarcación y
Planta judicial. De conformidad con el criterio territorial, a cada uno de los ámbitos
territoriales le corresponde un órgano específico, de suerte que los municipios que no
son capitales de partidos judiciales cuentan con un Juzgado de Paz —art. 99.1 LOPJ—;
los partidos judiciales, con uno o varios Juzgados de Primera Instancia e Instrucción —
art. 84 LOPJ—; las provincias, con una Audiencia Provincial —art. 80 LOPJ— y con
Juzgados de lo Penal —art. 89 bis LOPJ—, de lo Social —art. 92 LOPJ—, de Vigilancia
Penitenciaria —art. 96 LOPJ—, de lo Mercantil —art. 86 bis LOPJ— y de Menores —art.
96 LOPJ—; así como con uno o varios Juzgados de lo Contencioso-Administrativo (art.
90 LOPJ). Todas las Comunidades Autónomas, por su parte, cuentan con un Tribunal
Superior de Justicia —arts. 152.1 de la CE y 71 LOPJ— aunque es preciso recalcar que
el Tribunal Superior de Justicia no es un órgano judicial de las Comunidades
Autónomas, sino un órgano del poder judicial único en las Comunidades Autónomas.
En la totalidad del territorio nacional tienen jurisdicción, como se dijo, la Audiencia
Nacional y el Tribunal Supremo.

Los órganos judiciales tienen su residencia, con carácter general, en la capital de la


unidad geográfica que se corresponde con su ámbito territorial: los Juzgados de
Primera Instancia, en la capital del partido judicial (art. 84 LOPJ) los Juzgados de
ámbito provincial y la Audiencia Provincial en la capital de la provincia (arts. 80.1, 89
bis, 90 y 96 LOPJ) y la Audiencia Nacional y el Tribunal Supremo en la capital de la
nación. Sin embargo, la sede de los Tribunales Superiores de Justicia no coincide, en
algunos casos, con la capitalidad de la Comunidad Autónoma, por estar así previsto en
los respectivos Estatutos de Autonomía. Además, es preciso tener en cuenta que el
criterio territorial puede ser matizado en algunos casos por razones tanto de índole
geográfica como de volumen de población o de cargas de trabajo. Así, se pueden
constituir salas de lo contencioso-administrativo y de lo social de los Tribunales
Superiores de Justicia, y de hecho existen, en lugares distintos de la residencia del
órgano —art. 78 LOPJ— pueden crearse secciones de las Audiencias Provinciales en
lugares distintos de la capital de la provincia —art. 80.2 LOPJ— y los juzgados de
ámbito provincial pueden, también, establecerse en ciudades diferentes de dicha
capital —arts. 89 bis 1, 90.2 92.1 y 96 LOPJ—.

El criterio jerárquico, por último, se corresponde con el geográfico, en el sentido de que


un ámbito territorial más extenso y superpuesto implica un mayor nivel jerárquico. Por
otro lado, los órganos judiciales pueden ser, según el número de titulares que los
atiendan, unipersonales o colegiados. Puede observarse, sin embargo, que la

101
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

independencia judicial vacía de contenido la noción de jerarquía: ésta se basa


exclusivamente en un mayor nivel profesional y, en su caso, en la posibilidad de
revocar, modificar o confirmar las resoluciones de los órganos inferiores, siempre a
través de un recurso legalmente procedente, sin que sea posible, como ya se dijo, que
los órganos superiores cursen a los inferiores instrucciones sobre la interpretación o
aplicación de las normas —art. 12 LOPJ. Esta función, por tanto, no se corresponde en
realidad con el ejercicio de jerarquía alguna, sino con el de la función jurisdiccional
cuando se tiene atribuida la competencia de examinar los recursos interpuestos contra
las resoluciones de otros órganos.

6. EL GOBIERNO DEL PODER JUDICIAL

La Constitución, para garantizar el derecho de los ciudadanos a un juez imparcial,


otorga a los integrantes del poder judicial una absoluta independencia en la adopción
de sus decisiones y le somete exclusivamente, a tal efecto, al imperio de la ley. Para
asegurar esa independencia se confieren a los miembros del poder judicial unas
completas garantías que, en su conjunto, configuran el estatuto de jueces y
magistrados. Ahora bien, todas estas garantías podrían verse vulneradas si la situación
personal o profesional de jueces o magistrados, o el futuro profesional de los mismos,
dependiese de un poder ajeno al judicial: en tal caso, quien pudiera modificar dichas
situaciones podría, también, influir en las decisiones de los jueces y magistrados. Esto
es especialmente aplicable en dos supuestos concretos, la potestad disciplinaria y el
régimen de ascensos: mediante el ejercicio torticero de la primera se podría amenazar
o, en su caso, sancionar a los jueces y magistrados no dúctiles al deseo del poder;
mediante el control de los segundos podría obtenerse que quienes legítimamente
ambicionan prosperar profesionalmente adoptasen, para conseguirlo, resoluciones no
perjudiciales para el poder.

a) El Consejo General del Poder Judicial. Composición

La Constitución diseña un órgano específico, el Consejo General del Poder Judicial, al


que otorga la función de gobernar este poder. Se trata de una solución inspirada en
otros países, especialmente Italia y Francia. La LOPJ, además, atribuye competencias
de gobierno del poder judicial a distintos órganos de éste. De esta suerte, el gobierno
del poder judicial queda sustraído a toda posible influencia de los otros dos poderes,
pues reside o en el propio poder judicial o en un órgano específico rodeado, a su vez,
de notables garantías. La Constitución (art. 122) encomienda a la Ley Orgánica del
Poder Judicial la regulación del estatuto y funciones del Consejo; queda por tanto
excluida esa regulación por cualquier otro tipo de normas (STC 31/2010, caso Estatuto
de Autonomía de Cataluña).

Por lo que se refiere a su composición, la Constitución señala que el CGPJ tendrá


veintiún miembros, y prescribe que doce de ellos deben ser elegidos «entre jueces y
magistrados de todas las categorías en los términos que establezca una Ley Orgánica».

102
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

Esta expresión constitucional ha sido, sin duda, una de las más polémicas hasta que el
Tribunal Constitucional determinó (STC 108/86, caso Ley Orgánica del Poder Judicial
II) que la dicción constitucional no obliga a que los citados doce vocales sean elegidos
por jueces y magistrados, sino entre ellos. Por tanto, el legislador orgánico puede
establecer la fórmula de elección que considere más adecuada. De hecho, varias
fórmulas se han sucedido. En la actualmente vigente, a partir de la L.O. 4/2013, de 28
de junio, de los veinte vocales del CGPJ, que son elegidos a partes iguales por las dos
Cámaras del legislativo, doce vocales han de elegirse entre jueces y magistrados, de
entre candidatos propuestos por las Asociaciones judiciales, o por veinticinco jueces o
magistrados que se encuentren en servicio activo. Además, la designación de estos
doce vocales de origen judicial deberá respetar una determinada proporción entre
Magistrados del Tribunal Supremo y otros Magistrados con diversos niveles de
antigüedad establecidos en la LOPJ (art. 578.3). Los otros ocho deben ser designados
entre juristas de reconocida competencia con más de quince años de ejercicio de su
profesión (arts. 122.3 CE y 567 LOPJ). La imposibilidad de remover a los miembros del
CGPJ antes de la conclusión de su mandato, que dura cinco años, y la prohibición de
que sean reelegidos persiguen eliminar toda posible influencia sobre ellos, con
independencia de su extracción parlamentaria, lógicamente condicionada por la
existencia de mayorías y minorías; por lo demás, la capacidad de actuación de la
mayoría parlamentaria al respecto está considerablemente reducida por el requisito —
en parte exigido por la Constitución, en parte impuesto por la LOPJ— de que sean
elegidos por tres quintos de las Cámaras lo que, verosímilmente, impedirá la
imposición de la voluntad de un solo partido. En fin, el hecho de que el mandato de los
miembros del CGPJ sea de cinco años evita su coincidencia con la legislatura, lo que
relativiza la trascendencia de la fuente parlamentaria de la elección, toda vez que el
CGPJ tendrá que coincidir, en todo caso, con al menos una legislatura distinta de la que
le eligió.

Una vez nombrados, los veinte vocales del CGPJ eligen por mayoría de tres quintos —
esto es, por un mínimo de 12 votos— al Presidente del Tribunal Supremo. La
Constitución remite a la ley los requisitos que éste debe reunir (art. 123.2 CE) y la LOPJ
exige que sea elegido entre miembros de la carrera judicial con la categoría de
Magistrados del Tribunal Supremo, y que reúnan las condiciones exigidas para ser
Presidente de Sala del mismo, o entre juristas de reconocida competencia con más de
veinticinco años de antigüedad en la carrera o en el ejercicio de la profesión (art. 586
LOPJ). El Presidente del Tribunal Supremo preside, a su vez, el CGPJ, y es el único
miembro de éste que puede ser reelegido por una sola vez (art. 123 LOPJ).

La Constitución señala que el CGPJ es el «órgano de gobierno» del poder judicial; de


gobierno, no de autogobierno. La Constitución no reconoce, pues, al poder judicial una
facultad de autogobernarse, esto es, de elegir a sus propios gobernantes y al órgano
que elabore las disposiciones que les afectan. Lo que si hace es atribuir el gobierno del
poder judicial a un órgano ajeno al legislativo y al ejecutivo y caracterizado por una
fuerte presencia judicial. Consecuentemente con esta opción, la Constitución misma

103
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

reserva para el órgano de gobierno que crea aquellas funciones cuyo ejercicio puede
repercutir en la independencia judicial.

b) Funciones

Las funciones del CGPJ son de muy diversa índole. Así, participa en la designación de
miembros de otros órganos constitucionales, como el Tribunal Constitucional,
designando dos de sus miembros —arts. 159.1 de la CE—, evacua informes sobre otros
nombramientos, como el del Fiscal General del Estado, aprueba una memoria anual y
emite informes sobre determinados anteproyectos de leyes o de disposiciones
generales (arts. 560, 561 y 563 LOPJ). Pero el núcleo funcional que justifica la existencia
del CGPJ y que, por tanto, constituye el grueso de sus competencias, comprende
aquellas funciones que pueden influir en la independencia judicial, y está reservado el
CGPJ por la propia Constitución. Esta define al CGPJ como órgano de gobierno. Pero
esta atribución de funciones de gobierno se ve complementada con una composición
que es más propia de un órgano deliberante que de uno ejecutivo, puesto que no tiende
a la configuración de un órgano de dirección política —caracterizado, por tanto, por la
unidad de dirección y la responsabilidad solidaria de sus miembros— sino a la de un
órgano de representación, en el que conviven mayoría y minorías. Además, la
definición de la expresión «gobierno» en el ámbito judicial presenta alguna
singularidad. Por una parte, el «gobierno» no puede referirse a las actuaciones de
carácter jurisdiccional, pues ya se vio que en este ámbito está excluida toda instrucción
general o particular; por otro lado, la LOPJ atribuye al Gobierno de la Nación las
competencias relativas a los medios personales en cuanto a quienes no son jueces y
magistrados, así como todas las referentes a los medios materiales, competencias que
pueden ser transferidas a las Comunidades Autónomas. Por tanto, el «gobierno del
CGPJ» queda constreñido, en el terreno personal, a las actuaciones de carácter no
jurisdiccional —esto es, puramente administrativas— respecto de los órganos judiciales
y a las situaciones personales de los titulares de los mismos; y, en el ámbito de los
medios materiales, a la elaboración de una relación circunstanciada de necesidades que
se ha de elevar anualmente al Gobierno a través del Ministerio de Justicia —art. 37.2
LOPJ—. Ambas cosas, y especialmente esta última, suponen una disposición de medios
limitados y una selección entre distintas opciones posibles y, por lo tanto, una
asignación de prioridades.

El ámbito competencial básico del CGPJ, el núcleo de sus funciones tiene sus
contornos, pues, delimitados por aquellas facultades que, por implicar el ejercicio de la
potestad sancionadora, o por incidir en la situación administrativa del juez o influir
sobre sus expectativas profesionales, pueden envolver una represalia o un
condicionamiento de su actitud en el ejercicio de la función jurisdiccional,
repercutiendo, por tanto, sobre la independencia judicial. De ahí que la Constitución
atribuya al CGPJ las funciones relacionadas con el poder judicial «en materia de
nombramientos, ascensos, inspección y régimen disciplinario.» Como consecuencia de
ello, y del desarrollo llevado a cabo por la Ley Orgánica del Poder Judicial, el CGPJ
ostenta, respecto de jueces y magistrados, la competencia exclusiva en relación con:

104
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

– Selección, formación y perfeccionamiento de jueces y magistrados.

– Nombramientos de jueces y magistrados.

– Ascensos de los mismos.

De acuerdo con el diseño de la LOPJ, el régimen de ascensos es estrictamente reglado


—esto es, carente de intervención de ningún órgano, ni siquiera el CGPJ— en no pocos
tramos de la carrera judicial, que se resuelven por concurso a favor de quienes ostentan
mejor puesto en el escalafón. Existen, sin embargo, ciertos puestos, como los de
magistrado del Tribunal Supremo o Presidentes de Tribunales Superiores de Justicia o
de Audiencias Provinciales, que son ocupados por quiénes, reuniendo los requisitos
legalmente exigidos, sean designados por el CGPJ (arts. 560 y 326 a 347 LOPJ). De esta
forma, jueces y magistrados saben que su carrera se regirá, en su mayor parte, por el
automatismo legalmente previsto; solo ciertos y contados puestos —como los
Presidentes de Tribunales y Audiencias y los magistrados del Tribunal Supremo— son
cubiertos por designación que, además, corresponde a un órgano ajeno a los poderes
legislativo y ejecutivo.

– También es competencia del CGPJ la inspección y vigilancia de los juzgados y


tribunales, que se orienta a comprobar y controlar el funcionamiento de la
Administración de justicia (arts. 560 y 171 a 177 LOPJ).

– El gobierno del poder judicial incluye, asimismo, el ejercicio de las competencias


relativas a las situaciones administrativas —activo, servicios especiales, excedencia,
licencias y permisos, etc. — de jueces y magistrados (arts. 560 y 348 a 377 LOPJ).

– Por último, el CGPJ ostenta la potestad disciplinaria para las sanciones de mayor
gravedad: es el único órgano competente para imponer a los integrantes del poder
judicial las sanciones de traslado forzoso, suspensión y separación. La LOPJ prevé, a
tales efectos, las faltas —que pueden ser leves, graves o muy graves— y las sanciones
correlativas, que oscilan desde la advertencia a la separación del servicio (arts. 560 y
414 a 427 LOPJ). La competencia para la imposición de las sanciones más graves, el
traslado forzoso y la separación, corresponde al Pleno del CGPJ, y para las demás son
competentes la Comisión Disciplinaria del propio órgano (arts. 569, 604 y 421 LOPJ) o
los demás órganos de gobierno del poder judicial.

El problema que plantea el ejercicio de la potestad disciplinaria es, precisamente, el


suscitado por la totalidad de la potestad jurisdiccional, que implica que los actos del
CGPJ —y, por consiguiente, también sus resoluciones sancionadoras— son revisables
por los órganos jurisdiccionales correspondientes, lo que da lugar a la paradoja de que
los gobernados —jueces y magistrados— enjuicien y, en su caso, revisen los actos de
sus gobernantes. Además, corresponde al CGPJ el núcleo de las competencias relativas
al proceso de selección de jueces y magistrados.

Como se anticipó, el Consejo General del Poder Judicial no es políticamente


responsable de su gestión: sus miembros —Presidente incluido— no pueden ser

105
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

removidos de su cargo antes de la finalización de su mandato; ningún órgano puede,


por tanto, exigirles responsabilidad política. El Consejo General del Poder Judicial está,
sin embargo, sometido a un cierto control por parte de las Cortes Generales, a las que
debe elevar anualmente una Memoria —distinta de la relación circunstanciada de
necesidades que remite al Gobierno— sobre el estado, actividades y funcionamiento
del propio Consejo y de los juzgados y tribunales (Art. 563 LOPJ). Las Cámaras pueden
debatir la Memoria, solicitar la comparecencia del Tribunal Supremo (art. 563 LOPJ) y
del Consejo General del Poder Judicial y, en su caso, adoptar resoluciones (Arts. 201
RC y 183 RS) al respecto.

c) Otros órganos de gobierno

Además del CGPJ, el poder judicial cuenta con otros órganos de gobierno, uni y
pluripersonales, que, en las materias propiamente gubernativas, están subordinados al
mismo. La diferencia es que mientras el CGPJ es un órgano de gobierno ajeno a los
órganos judiciales gobernados —puesto que, en puridad, el CGPJ no es poder judicial,
toda vez que no ejerce función jurisdiccional alguna— los otros órganos mencionados
pertenecen a cada uno de los correspondientes órganos judiciales. Son, por ende,
órganos de gobierno interno, integrados por componentes elegidos por los jueces y
magistrados, y que ostentan competencias de distinta índole, encaminadas a garantizar
el mejor funcionamiento de los órganos judiciales que corresponden.

Como órganos pluripersonales, se configuran las Salas de Gobierno del Tribunal


Supremo, de la Audiencia Nacional y de los Tribunales Superiores de Justicia. Tienen
competencias organizativas —como aprobar las normas de reparto de los asuntos y
fijar los turnos de composición de los órganos colegiados— inspectoras —pueden
proponer que se giren inspecciones—, y administrativas y gestoras —promover los
expedientes de jubilación, instar la adopción de medidas que mejoren la
administración de justicia, impulsar y colaborar en la gestión económica— (art. 152
LOPJ). Tienen también, potestad disciplinaria, siendo los órganos competentes para
imponer a los jueces y magistrados de ellos dependientes las sanciones
correspondientes a determinadas faltas (art. 421.2 LOPJ). Todo ello, en resumen,
instituye a las Salas de Gobierno como los órganos de gobierno del poder judicial para
los asuntos ordinarios.

Por último, la estructura de gobierno del poder judicial se completa, también, con
órganos unipersonales, que son los Presidentes de los Tribunales y Audiencias y los
jueces decanos. Tanto unos como otros ostentan la representación de los
correspondientes órganos judiciales —arts. 161, 164 y 169— y desempeñan en ellos
funciones que, dada la especificidad del Poder Judicial, más que de dirección pueden
denominarse de coordinación (arts. 160 a 170 LOPJ), además de ejercer la potestad
sancionadora —en el caso de los Presidentes— para las faltas leves.

106
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

7. EL MINISTERIO FISCAL

a) Configuración constitucional

Que el Ministerio Fiscal no es parte del poder judicial se deduce de que, según hemos
visto, la Constitución reserva —art. 117.1— a jueces y magistrados la función de
administrar justicia, y a los juzgados y tribunales —art. 117.3— el ejercicio de la
potestad jurisdiccional, todo ello con absoluta exclusividad.. En efecto, es misión del
Ministerio Fiscal —art. 124.1 de la CE— «promover la acción de la justicia en defensa
de la legalidad, de los derechos de los ciudadanos y del interés público tutelado por la
Ley», y «promover la acción de la justicia» no puede ser otra cosa que promover la
acción de juzgados y tribunales: promover, por tanto, la acción de alguien ajeno al
Ministerio Fiscal. Así pues, aun cuando el art. 2.1 del Estatuto Orgánico del Ministerio
Fiscal señale que éste se encuentra «integrado con autonomía funcional en el poder
judicial», no cabe sostener que tal integración exista en términos constitucionales.

Salvo su evidente exclusión del poder judicial, la Constitución es parca en la regulación


del Ministerio Fiscal y deja a este respecto, por tanto, un amplio margen de actuación al
legislador. Sin embargo, señala —art. 124.1— que el Ministerio Fiscal ejerce su función
por medio de «órganos propios». Por lo demás, el mismo precepto constitucional que
apuntala esa específica distinción funcional señala que el Ministerio Fiscal actúa
conforme a los principios de unidad de actuación y dependencia jerárquica. El primer
principio, el de unidad de actuación, es característico de la organización
administrativa, y es inferible de las características que el artículo 103 de la CE predica
respecto de la Administración Pública. El de dependencia jerárquica se plasma en la
obligación de respetar y cumplir las órdenes e instrucciones emanadas de los
superiores y, en primer lugar, del Fiscal General del Estado (arts. 22, 25 y 27 del
Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal).

El punto de imputación inmediato del principio de dependencia jerárquica es,


precisamente, el Fiscal General del Estado y, con sujeción a él, los demás fiscales jefes.
El hecho de que el Fiscal General del Estado sea nombrado a propuesta del Gobierno
—art. 124.4 de la CE— sitúa a éste como punto de imputación mediato de dicha
dependencia jerárquica. Ello se justifica porque el Ministerio Fiscal es, sin duda, uno de
los principales ejecutores de la política criminal que, evidentemente, es parte de la
política interior cuya dirección corresponde al Gobierno —art. 97 de la CE— y por la
que éste es responsable —art. 108 de la CE— ante el Congreso de los Diputados en
tanto que representante del pueblo español. Ahora bien, conviene tener en cuenta que
la dependencia jerárquica se da dentro del Ministerio Fiscal (de los órganos inferiores
respecto de los superiores) pero no de éste respecto del Gobierno. Si bien es necesaria
una coordinación entre ambas instancias en la ejecución de la política criminal (sobre
todo en materias como la fijación de los objetivos de esa política, y la previsión de los
necesarios recursos) ello no puede suponer, a la luz del mandato constitucional de
imparcialidad, que el Ministerio Fiscal se encuentre subordinado al Gobierno. Ello
explica la actual ordenación del nombramiento y cese del Fiscal General del Estado. El

107
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

nombramiento del Fiscal General a propuesta del Gobierno (arts. 123 CE y 29.1 EOMF)
y su cese al cesar el Gobierno que le hubiera propuesto (art. 31 EOMF) aparecen como
fórmulas para conseguir la necesaria coordinación entre ellos. Y, por otra parte, la no
dependencia del Ministerio Fiscal respecto del Gobierno se ve asegurada por la
inamovilidad del Fiscal General del Estado durante un mandato de cuatro años, salvo
causas tasadas de remoción (art. 31 EOMF).

En simplificada síntesis, todo ello significa que el mandato constitucional de que el


Ministerio Fiscal actúe conforme a los principios de unidad y jerarquía se traduce en
que el Gobierno, en tanto que responsable de la política criminal, nombra por un
periodo de cuatro años, durante el cual su inamovilidad está garantizada, al Fiscal
General del Estado, al que están jerárquicamente subordinados todos los miembros del
Ministerio Fiscal. Por otro lado, la entera estructura orgánica de éste es, también, de
carácter jerárquico, como se manifiesta en que el fiscal jefe de cada órgano «ejerce la
dirección del mismo bajo la dependencia de sus superiores jerárquicos» —art. 22.5
EOMF—, en que los superiores pueden sustituir a los inferiores —art. 23 EOMF— y en
que tanto el Fiscal General del Estado como los fiscales jefes pueden impartir a sus
subordinados órdenes o instrucciones (art. 25 EOMF). El Gobierno, por su parte, puede
interesar del Fiscal General del Estado que promueva acciones determinadas (art. 8.1
EOMF).

La Constitución complementa los principios de unidad de actuación y dependencia


jerárquica que presiden el ejercicio de las funciones del Ministerio Fiscal con los de
legalidad e imparcialidad. La sujeción al principio de legalidad no es específica del
Ministerio Fiscal sino que, en un Estado de Derecho, debe regir la actuación de todos
los poderes públicos. En el concreto caso español, la prescripción constitucional de que
el Ministerio Fiscal está sujeto al principio de legalidad es en todo similar a la que la
propia Constitución establece para la Administración, pues ésta ha de actuar —art. 103
— con sometimiento pleno a la ley y al Derecho y los tribunales controlan —art. 106.1
— la legalidad de la actuación administrativa. La sujeción del Ministerio Fiscal al
principio de legalidad no añade gran cosa, pues, a la vinculación genérica a dicho
principio que es predicable de todos los poderes públicos. La sujeción al principio de
imparcialidad, por su parte, tampoco difiere mucho de la objetividad que se exige a la
Administración Pública, y más bien parece una concreción de dicho principio en el
ámbito específico de un proceso «inter partes».

La sujeción del Ministerio Fiscal a los principios de legalidad e imparcialidad cristaliza


actualmente en la posibilidad de los fiscales —art. 27 EOMF— de oponerse
razonadamente a las órdenes o instrucciones procedentes de un superior jerárquico
que considere contrarias a las leyes. De persistir la discrepancia, el superior no puede
resolverla sin antes haber oído a la Junta de Fiscales que corresponda; la ratificación de
la orden debe ser razonada, y debe acompañar la expresa relevación de las
responsabilidades que pudiesen derivarse, si bien el fiscal jefe puede también
encomendar el asunto a otro fiscal. Por su parte, el Fiscal General del Estado puede
negarse razonadamente a promover las actuaciones interesadas por el Gobierno, una

108
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

vez oída la Junta de Fiscales de Sala. La posibilidad, un tanto atípica en una


organización jerárquica, de negarse a cumplir las órdenes o instrucciones de un
superior se concibe pues, en la actual regulación del Ministerio Fiscal, como
mecanismo asegurador de la sujeción a los principios de legalidad e imparcialidad.

c) Funciones

La función del Ministerio Fiscal es promover la acción de la justicia en defensa de la


legalidad, de los derechos de los ciudadanos y del interés público tutelado por la ley.
La forma ordinaria de desarrollar esta función es el ejercicio de la acusación en el
proceso penal (aunque tiene otras atribuciones para intervenir en otros ámbitos). Ello
no implica, sin embargo, y a diferencia de lo que sucede en otros países, que el
Ministerio Fiscal ostente el monopolio de la acción penal: en España ésta puede ser
instada también por el ofendido por el delito e, incluso, por un tercero por completo
ajeno al mismo, gracias al mecanismo de la acción popular recogido en el artículo 125
de la Constitución. La referencia constitucional a la imparcialidad pone de manifiesto
que, aunque el Ministerio Fiscal actúe en un proceso, no es una parte más. No es una
parte más, en primer lugar, porque no defiende un derecho o interés particular, por
muy legítimo que sea, sino la legalidad y el interés público tutelado por la ley; no lo es,
tampoco, porque precisamente por lo anterior y por su sujeción al principio de
imparcialidad, no asume una posición de parte, esto es, de defensa argumental de un
interés particular previamente determinado, sino una posición de defensa imparcial
del interés general.

La estructura organizativa del Ministerio Fiscal es, como se ha dicho, de carácter


jerárquico, y es relativamente paralela a la del poder judicial. Está coronada por el
Fiscal General del Estado, nombrado —una vez oído el Consejo General del Poder
Judicial— por el Gobierno. El Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal añade que el
nombramiento debe recaer en un jurista de reconocido prestigio con más de quince
años de ejercicio efectivo de la profesión, y el Tribunal Supremo ha interpretado que
esta expresión se refiere al ejercicio de profesiones jurídicas (STS de 28 de junio de
1994, caso APF contra Hernández). Los «órganos propios» a través de los cuales actúa
el Ministerio Fiscal son las fiscalías de los distintos ámbitos geográficos y las fiscalías
creadas con criterios funcionales para la actuación ante órganos específicos, como,
entre otras, la Fiscalía ante el Tribunal Constitucional o las Fiscalías Especiales. El
Ministerio Fiscal cuenta también con otros tres órganos que tienen rasgos específicos: el
Consejo Fiscal, la Junta de Fiscales de Sala y la Junta de Fiscales Superiores de las
Comunidades Autónomas (art. 12 EOMF). El primero está integrado por algunos
miembros natos y otros elegidos por los propios fiscales, y tiene atribuidas importantes
funciones, de entre las que destaca informar preceptivamente los ascensos de los
miembros de la carrera fiscal (art. 14.1 EOMF). Se trata, por lo tanto, de un órgano de
carácter político por sus funciones, y cuasi-corporativo por su forma de elección. La
Junta de Fiscales de Sala, por su parte, está compuesta por los puestos superiores de la
carrera fiscal. Sus funciones son de carácter predominantemente técnico y están
orientadas a la elaboración de criterios jurídicos de interpretación de las normas y de

109
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

elaboración de memorias y circulares (art. 15 EOMF). Finalmente, la Junta de Fiscales


Superiores de las Comunidades Autónomas refleja, en el ámbito del Ministerio Fiscal,
la ordenación territorial del Estado.

EL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL (I). COMPOSICIÓN Y ORGANIZACIÓN

1. EL MODELO ESPAÑOL DE JUSTICIA CONSTITUCIONAL

El Derecho Constitucional europeo tuvo en el período de entreguerras un gran


desarrollo de los instrumentos para asegurar la primacía de la Constitución. La
plasmación más importante de este hecho se encuentra en la creación de Tribunales
Constitucionales en las Constituciones checa y austriaca de 1920, siguiendo las
construcciones teóricas de Hans Kelsen. Una primera recepción de este modelo de
justicia constitucional, aunque con muchas imprecisiones aún, se produce en la
Constitución española de 1931 con la creación del Tribunal de Garantías
Constitucionales. No obstante, el perfeccionamiento del sistema de justicia
constitucional tiene lugar con la Constitución italiana (1947) y con la Ley Fundamental
de Bonn (1949). Así pues, en el momento de elaborarse la vigente Constitución
española, el sistema de justicia constitucional concentrado o europeo se encuentra
consolidado en el Derecho continental, y a él acude el constituyente.

Los rasgos más importantes del modelo español de justicia constitucional son los
siguientes:

a) En primer lugar debe destacarse que el Tribunal Constitucional encarna una


auténtica jurisdicción, aunque por su naturaleza y funciones no se incardine en el seno
del Poder Judicial. El carácter jurisdiccional de su función implica, entre otras cosas,
que el Tribunal Constitucional es un órgano independiente y sometido exclusivamente
a la Constitución y a su Ley Orgánica, tal y como dispone el art. 1 in fine de ésta. Dicho
de otra forma, por mucha que sea la trascendencia política que en ocasiones puedan
tener sus decisiones, el Tribunal Constitucional adopta éstas sin sometimiento alguno a
órdenes o indicaciones de ningún otro órgano del Estado, y contando exclusivamente
con la Constitución como marco de sus juicios, garantizando así que sus resoluciones
están sujetas a Derecho. Por otro lado, el Tribunal Constitucional es quien debe
determinar el ámbito de la propia jurisdicción (STC 133/2013, caso Autoamparo),
pudiendo, incluso, declarar la nulidad de los «actos o resoluciones que la menoscaban»
(art. 4.1 LOTC).

b) Estrechamente unida a lo anterior, debe señalarse, como segunda característica de


la jurisdicción constitucional, el que venga atribuida a un órgano constitucional. Esto
significa que el Tribunal Constitucional está configurado directamente por la Norma
Fundamental; la consideración del Tribunal Constitucional como órgano constitucional
responde al entendimiento de que dicho órgano forma parte del conjunto de los que
son considerados «troncales para la configuración del modelo de Estado»,
participando, incluso, en su dirección política, considerando este concepto en un
sentido amplio.

110
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

c) La tercera característica a destacar de la jurisdicción constitucional es la de su


naturaleza concentrada, acorde con el modelo de Derecho Comparado en el que se
inspira. Esto significa, fundamentalmente, que sólo el Tribunal Constitucional puede
declarar la inconstitucionalidad de las normas con fuerza de ley. Esta nota es la que
diferencia de manera más patente la justicia constitucional europea del modelo de
control de constitucionalidad difuso o de judicial review, cuya manifestación más clara
se da en los Estados Unidos. Como posteriormente se verá, el hecho de que el Tribunal
Constitucional español sea el único órgano que puede declarar la inconstitucionalidad
de una norma con fuerza de ley no significa que los órganos judiciales permanezcan
totalmente ajenos a esta labor, en la que pueden participar a través del planteamiento
de la cuestión de inconstitucionalidad.

d) La cuarta característica del modelo de justicia constitucional está relacionada con


lo que acaba de señalarse. Aunque el Tribunal Constitucional sea el único órgano
legitimado para declarar la inconstitucionalidad de las normas con fuerza de ley, y
aunque sea el intérprete supremo de la Constitución, el Tribunal Constitucional no es
el único órgano que debe aplicar e interpretar la Norma Fundamental. La Constitución,
en cuanto norma jurídica, vincula a todos los poderes públicos y a los ciudadanos (art.
9.1). Ello supone, por una parte, que han de ser todos los órganos jurisdiccionales, de
cualquier orden, los que en su actuación diaria apliquen e interpreten la Constitución,
tal y como recuerda el art. 5.1 LOPJ. Por otra parte, el Tribunal Constitucional es el
órgano encargado de unificar esa interpretación dado su carácter supremo en el orden
constitucional (arts. 123.1 CE y 1 LOTC). Prueba manifiesta de esa posición se
encuentra en el ya citado art. 5.1 LOPJ que dispone que los jueces y tribunales
«interpretarán y aplicarán las leyes y los reglamentos según los preceptos y principios
constitucionales, conforme a la interpretación de los mismos que resulte de las
resoluciones dictadas por el Tribunal Constitucional en todo tipo de procesos».

e) La quinta característica del modelo de justicia constitucional español es el de la


amplitud de competencias con que cuenta el Tribunal Constitucional. En efecto, la
función de interpretar la Constitución que le corresponde al Tribunal Constitucional la
desarrolla a través de distintos procedimientos, que, a su vez, están configurados
atendiendo a los diversos tipos de conflictos constitucionales que pueden surgir. El
Tribunal Constitucional las ejerce siempre instado directa o indirectamente por las
personas u órganos en cada caso legitimados, sin actuar nunca de oficio, excepto
cuando lo hace en defensa de su jurisdicción (art. 4.2 LOTC).

2. EL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL: COMPOSICIÓN

El Tribunal Constitucional, es un órgano jurisdiccional y, en consecuencia, ha de ejercer


sus competencias de forma independiente, estando sujeto exclusivamente a la
Constitución y a su Ley Orgánica por mandato del art. 1 de ésta. La naturaleza de su
función y la independencia con la que ha de cumplirla son los principios que presiden
su composición, organización y funcionamiento. El art. 159 CE dispone que el Tribunal

111
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

Constitucional se compone de doce miembros. Para su designación, la Norma


Fundamental ha previsto la participación de los tres poderes del Estado, dando una
especial preponderancia al poder legislativo, emanación directa de la voluntad
popular. En efecto, los doce Magistrados son nombrados por el Rey a propuesta de los
siguientes órganos:

– Cuatro a propuesta del Congreso de los Diputados, previa comparecencia ante éste
(art. 16.2 LOTC)

– Cuatro a propuesta del Senado, de entre candidatos presentados por las Asambleas
Legislativas de las Comunidades Autónomas, previa comparecencia ante aquél (art.
16.2 LOTC).

– Dos a propuesta del Gobierno.

– Dos a propuesta del Consejo General del Poder Judicial. Esta forma de designación
podría hacer pensar, en una primera lectura del art. 159 CE, que, en definitiva, la
composición del Tribunal Constitucional deriva sólo y exclusivamente de la mayoría
parlamentaria existente en cada momento, dado que de ella depende, además del
nombramiento de los ocho Magistrados designados por las Cámaras, la composición
del Gobierno y del Consejo General del Poder Judicial, órganos que designan al resto
de los Magistrados. No obstante, ello no es así.

Por una parte, como el propio art. 159 CE establece, los ocho Magistrados propuestos
por las Cortes han de serlo con una amplia mayoría cualificada: tres quintos de los
miembros de la respectiva Cámara. En el caso de los procedentes del Senado, además,
éste debe elegir de entre candidatos propuestos por las Asambleas de las Comunidades
Autónomas como cámara de representación territorial que es (art. 16.1 LOTC y STC
49/2008, caso Reforma de la LOTC).

Por otra parte, el mandato de los Magistrados del Tribunal Constitucional es de nueve
años; ello supone que su elección no coincida con las legislaturas, de manera que no
cabe establecer una relación automática entre mayoría parlamentaria y composición
del Tribunal Constitucional. Esta falta de relación se ve aún acentuada por un tercer
correctivo introducido por la Constitución en aras de la independencia de la
jurisdicción constitucional: el Tribunal Constitucional no se renueva de manera global.
Por el contrario, aunque el mandato de todos los Magistrados es de nueve años, el
órgano se renueva por terceras partes; dicho de otra manera, cada tres años cuatro
miembros del Tribunal deberían ser renovados, buscando, además la continuidad en el
trabajo de la institución. A estos efectos se considera que los Magistrados designados
por el Congreso forman un tercio, los cuatro designados por el Senado otro tercio, y los
dos designados por el Gobierno, junto con los dos propuestos por el Consejo General
del Poder Judicial, constituyen el último tercio. Sin embargo, resulta ya habitual que las
renovaciones que corresponde realizar al Congreso y al Senado se retrasen en exceso,
lo que desfigura el modelo constitucional de renovación periódica por tercios. El art.
16.5 LOTC, en su última redacción, para hacer frente a los retrasos prevé que deberá

112
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

restarse de los nueve años de mandato el tiempo que se demorara el nombramiento


respecto del momento en el que debiera haberse producido, pero dicha previsión
resulta difícilmente conciliable con la previsión expresa del art. 159.3 CE, que no
establece excepción alguna a la previsión de los nueve años de mandato.

Toda la configuración del Tribunal Constitucional conduce a intentar que sus


miembros sean designados con un amplio margen de consenso entre las fuerzas
políticas más representativas de cara a una mayor legitimidad democrática y a un
fortalecimiento de la institución.

La Constitución, además de intentar garantizar la independencia del Tribunal


Constitucional mediante el sistema de designación de sus Magistrados, y reforzando
esa finalidad, no deja absoluta libertad a los órganos constitucionales a la hora de
seleccionar a quienes han de ocupar esos puestos. Acorde con la naturaleza de su
función, la Constitución exige para ser Magistrado del Tribunal Constitucional el
cumplimiento de tres requisitos.

– Una calificación profesional: ser jurista. La Constitución, además, formula un elenco


de las categorías básicas dentro de las cuales ha de escogerse a los miembros del
Tribunal Constitucional: Magistrados, Fiscales, profesores de Universidad,
funcionarios públicos y Abogados.

– Como segundo requisito, se exige un mínimo de antigüedad: 15 años de ejercicio


profesional.

– El tercer requisito es mucho más impreciso y, en consecuencia, difícil de controlar


jurídicamente: se exige «reconocida competencia». A pesar del margen de apreciación
que esta exigencia deja, no por ello es inútil, actuando, al menos, como elemento
persuasivo para quienes deben designar a los Magistrados.

La independencia de los órganos jurisdiccionales y de sus miembros, en general, y la


de los Magistrados del Tribunal Constitucional, en particular, no depende sólo, ni
siquiera fundamentalmente, de la manera en que son designados, sino, sobre todo, de
cómo se configura su estatuto. A este respecto la Constitución y la LOTC se han
esforzado en garantizar la posición de independencia de los Magistrados del Tribunal
Constitucional mediante un conjunto de reglas muy similar al que establece el estatuto
de los miembros del Poder Judicial. REGLAS:

En primer lugar, los Magistrados del Tribunal Constitucional están sujetos a los
principios de independencia e inamovilidad (art. 159.5 CE). Ello supone la
imposibilidad de que sean cesados de su cargo hasta el cumplimiento del mandato de
nueve años. Las excepciones a estos principios son tasadas y similares a las de los
jueces y Magistrados del Poder Judicial: incompatibilidad, incapacidad, o como
consecuencia de la exigencia de determinada responsabilidad civil o penal (art. 23
LOTC), excepciones que en todo caso debe controlar el Pleno del Tribunal (art. 10.1.l
LOTC).

113
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

En segundo lugar, los Magistrados del Tribunal Constitucional se encuentran


sometidos a un rígido sistema de incompatibilidades muy similar al de los miembros
de la carrera judicial (art. 159.4 CE). Este sistema se traduce en la prohibición para los
Magistrados de desarrollar cualquier otra actividad política, profesional,
administrativa o mercantil durante el ejercicio de sus funciones, para permitir, así, su
exclusiva dedicación a las tareas del Tribunal. Una excepción hay que señalar en el
estatuto de los Magistrados del Tribunal Constitucional en relación con el de los
miembros del Poder Judicial; mientras que a éstos les está prohibida la militancia en
partidos políticos o sindicatos, para los Magistrados del Tribunal Constitucional dicha
militancia no se excluye, aunque sí el ocupar cargos directivos o empleos en dichas
organizaciones (ATC 180/2013, caso Recusación de Magistrado).

Como tercera medida para asegurar la independencia, la LOTC ha excluido la


posibilidad de reelección inmediata de los Magistrados, de forma que, una vez
terminado el plazo de nueve años, no pueden ser designados de nuevo para el cargo.
El motivo de esta prohibición es evitar posibles «compromisos» tendentes a asegurar
una reelección; dicho de otra forma, el Magistrado, una vez designado, queda
totalmente desligado de vínculos previos que pudieran existir ya que ni su
permanencia ni su reelección, por imposibles, dependen de nada ni de nadie. No
obstante, el plazo máximo de nueve años de permanencia en el cargo puede
excepcionalmente prolongarse hasta un máximo de tres años más; ello porque la
reelección inmediata sí es posible para quienes cesen antes de haber estado tres años
por haber entrado a ocupar la vacante de algún Magistrado que, por fallecimiento, por
dimisión personal o por otra causa legalmente prevista, no agotó su mandato.

En cuarto y último lugar, hay que señalar que los Magistrados del Tribunal
Constitucional, como corolario de su independencia, no pueden ser perseguidos por
las opiniones expresadas en el ejercicio de sus funciones. Por otro lado, cuentan con
fuero especial para la exigencia de responsabilidad penal ya que sólo la Sala de lo
Penal del Tribunal Supremo puede enjuiciarlos.

3. COMPETENCIAS DEL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL

El Tribunal Constitucional cuenta con un amplio elenco de competencias que tratan de


llevar a su conocimiento los distintos conflictos constitucionales que pueden surgir. El
conjunto de sus competencias puede resumirse así:

– Control de constitucionalidad de las normas con fuerza de ley, a través de los


recursos de inconstitucionalidad, cuestiones de inconstitucionalidad y control previo
de tratados internacionales [arts. 161.1.a) 163 y 95 CE] y de Estatutos de Autonomía
(art. 70 LOTC).

– Protección de derechos y libertades reconocidos en los arts. 14 a 30 CE mediante el


recurso de amparo [art. 161.1.b) CE].

114
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

– Garantía de la distribución territorial del poder a través de los conflictos de


competencia entre el Estado y las Comunidades Autónomas, o las de éstas entre sí [art.
161.1.c) CE].

– Control de constitucionalidad de disposiciones y resoluciones de los órganos de las


Comunidades Autónomas, mediante las impugnaciones previstas por el art. 161.2 CE.

– Control del reparto de competencias entre los distintos poderes del Estado a través
de los conflictos de atribuciones entre órganos constitucionales [art. 59.1.c) LOTC].

– Garantía de la autonomía local a través de los conflictos que al efecto pueden


plantearse contra normas con fuerza de ley (art. 59.2 LOTC).

– Defensa de la jurisdicción del propio Tribunal (art. 4.3 LOTC).

– Control de las normas forales fiscales de los Territorios Históricos que configuran el
País Vasco (Disp. Adc. 5ª LOTC).

No está muy claro si este último control se trata de una competencia procesal nueva o
de la ampliación del objeto de competencias ya existentes. En todo caso se trata de una
ampliación de la jurisdicción del Tribunal.

Este es el elenco de las competencias jurisdiccionales del Tribunal Constitucional, que,


en todo caso, puede ampliarse legalmente ya que el art. 161.1.d) CE deja abierta esta
puerta, a través de la cual se introdujeron varias competencias señaladas: los conflictos
de atribuciones, los conflictos en defensa de la autonomía local y la anulación de actos
o resoluciones que menoscaben su jurisdicción, así como el control previo de Estatutos
de Autonomía y de sus reformas. Por otra parte, la LO 15/2015 ha otorgado al Tribunal
nuevas y amplias competencias en los incidentes que puedan surgir en la ejecución de
sus resoluciones (art. 92 LOTC), pero con ello no se está dando una nueva
competencias jurisdiccional al Tribunal Constitucional sino sólo reformando sus
potestades en la ejecución de todas sus resoluciones, sea cual sea el procedimiento en el
que puedan plantearse las incidencias. Pero, además de estas competencias
jurisdiccionales, y dado el carácter de órgano constitucional e independiente que posee
el Tribunal, éste cuenta con un amplio margen de autonomía organizativa, lo que le
otorga competencias de gobierno interno. Por destacar sólo las más significativas, el
Tribunal elabora y aprueba sus reglamentos de funcionamiento interno [art. 10.1.m)
LOTC], prepara su presupuesto que debe ser aprobado por las Cortes en el seno de los
Presupuestos Generales del Estado (art. 10.3 LOTC), y posee gran discrecionalidad en
su organización interna.

4. ORGANIZACIÓN DEL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL

El Tribunal Constitucional está compuesto por doce miembros. El órgano está


presidido por uno de los Magistrados, que, dada la autonomía del órgano, es elegido
por los Magistrados de entre ellos, cada tres años, y nombrado por el Rey, siendo

115
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

posible la reelección mientras sea Magistrado del Tribunal Constitucional. Para la


elección del Presidente del Tribunal Constitucional se exige la mayoría absoluta de los
votos de los Magistrados, en una primera votación, bastando la mayoría simple en la
segunda (art. 9.2 LOTC). Al Presidente le corresponden las tareas propias del cargo:
convoca y ordena las sesiones del Pleno, dirige el trabajo del Tribunal, ejerce su
representación, ostenta la jefatura administrativa, etc…

Existe, además, por previsión de la LOTC, un Vicepresidente, designado de la misma


forma que el Presidente (art. 9.4). Al Vicepresidente le corresponde sustituir al
Presidente en caso de vacante, ausencia u otro motivo legal, además de presidir una
Sala del Tribunal.

Para el ejercicio de sus competencias, el Tribunal Constitucional actúa de tres formas:


en Secciones, en Salas o en Pleno. Al Pleno le corresponde resolver todos los asuntos
que son competencia del Tribunal, con excepción de los recursos de amparo. No
obstante, incluso éstos pueden ser resueltos por el Pleno, que tiene la posibilidad de
recabar para su conocimiento asuntos de las Salas, bien a iniciativa propia o de éstas
[art. 10.1.n) LOTC].

Las Salas resuelven los recursos de amparo y las cuestiones de inconstitucionalidad


que no reserve para sí el Pleno. Existen dos Salas, compuestas cada una por seis
Magistrados. La Sala Primera la preside el Presidente del Tribunal; la Segunda lo hace
el Vicepresidente. No existe especialización de las Salas por razón de la materia, sino
simple reparto alternativo de asuntos. Hay, por fin, cuatro Secciones, cada una
compuesta por tres Magistrados, cuya función es básicamente la decisión sobre la
admisibilidad de los asuntos. Además de la posibilidad de avocación de asuntos de las
Secciones a las Salas y de éstas al Pleno, también es posible el fenómeno contrario de
deferir determinados asuntos del Pleno a las Salas y de éstas a las Secciones; esto
sucede con aquellos asuntos que puedan resolverse mediante aplicación de doctrina ya
consolidada.

Para la adopción de acuerdos en cada uno de los órganos del Tribunal se exige la
presencia, al menos, de dos terceras partes de sus miembros. Las decisiones se adoptan,
a partir de la propuesta del Magistrado ponente, por mayoría, contando el Presidente,
en caso de empate, con voto de calidad (art. 90.1 LOTC). Los Magistrados pueden, si lo
estiman conveniente, manifestar sus discrepancias con la mayoría mediante la
formulación de un voto particular.

El Tribunal Constitucional, para el desarrollo de sus funciones, ha de contar con una


infraestructura material y personal suficiente. Dentro de esta última hay que señalar
que, al igual que el resto de los órganos jurisdiccionales, el Tribunal posee Secretarías
de Justicia —en el Pleno y en las dos Salas—, ocupadas por Secretarios de Justicia (hoy
Letrados de la Administración de Justicia) ayudados del correspondiente personal. Por
otra parte, los Magistrados cuentan con el apoyo de Letrados que les asisten en su
trabajo, bajo la jefatura del Secretario General, que dirige, asimismo, los distintos
servicios del Tribunal.

116
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

EL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL (II). PROCEDIMIENTOS

1. EL CONTROL DE CONSTITUCIONALIDAD DE LAS NORMAS CON FUERZA


DE LEY: ASPECTOS GENERALES

En el estudio de las competencias del Tribunal Constitucional, hay que comenzar por el
control de constitucionalidad de las normas con fuerza de ley, competencia clásica de
la justicia constitucional y que define, en gran medida, cada uno de los modelos
existentes. Una de las características fundamentales del modelo de justicia
constitucional concentrado y, en consecuencia, del sistema español, consiste en la
reserva realizada a favor del Tribunal Constitucional de la posibilidad de declarar la
inconstitucionalidad de las normas con fuerza de ley.

a) El objeto

El control de constitucionalidad de las normas con fuerza de ley es el instrumento de


fiscalización jurídica de los poderes públicos que cierra el Estado de Derecho; con él se
trata de asegurar la supremacía de la Constitución, haciendo prevalecer a ésta sobre las
normas aprobadas por el poder legislativo. Ahora bien, el concepto de ley es un
concepto polivalente; en una de sus dimensiones, en él se incluyen no sólo las leyes
formales o disposiciones de carácter general aprobadas por las Cortes o por las
Asambleas Legislativas de las Comunidades Autónomas, sino también otras normas de
rango o fuerza similar a la ley por estar situadas de manera inmediata bajo la
Constitución o bajo los Estatutos de Autonomía. Por ello, el art. 161.1.a) de la CE, al
hablar del control de constitucionalidad, extiende éste a las «leyes y disposiciones
normativas con fuerza de ley».

Como ya se señaló en la lección anterior, mediante reforma de la LOTC se introdujo la


Disp. Adc. 5ª que ha dotado el Tribunal Constitucional de competencia para controlar
las normas fiscales de los Territorios Históricos vascos. Aunque no está claro que se
trate de una nueva competencia o ante la ampliación del objeto de las ya existentes, en
la medida que los procedimientos establecidos para el control de constitucionalidad de
las normas con fuerza de ley, es aquí donde se desarrolla el estudio de aquel control.

El primer problema que plantea el control de constitucionalidad es determinar cuáles


son las normas que deben incluirse en esa categoría. El art. 27.2 de la LOTC da la
respuesta a esta pregunta, incluyendo las siguientes normas:

– Estatutos de Autonomía.

– Leyes orgánicas.

– Leyes ordinarias.

– Decretos-leyes.

117
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

– Decretos Legislativos.

– Tratados internacionales.

– Reglamentos de las Cámaras y de las Cortes Generales.

– Normas equivalentes a las anteriores categorías que puedan dictarse por las
Comunidades Autónomas: leyes, decretos-ley, decretos legislativos y reglamentos de
sus Asambleas Legislativas.

– Las normas que declaran o prorrogan los estados excepcionales.

– Normas fiscales dictadas por los Territorios de Álava, Vizcaya y Guipúzcoa, éstas en
virtud de la Disposición Adicional Quinta LOTC. A pesar del detallado elenco del art.
27.2 de la LOTC, en la práctica han surgido algunos problemas a la hora de determinar
cuál es el alcance objetivo del control de constitucionalidad de las normas con fuerza
de ley. Siguiendo el orden señalado, hay que destacar que se ha descartado, en primer
lugar, que el hecho de que el Estatuto de Autonomía haya sido aprobado en
referéndum lo excluya del control de constitucionalidad (ATC 67/2010, caso Estatuto
de Autonomía de Cataluña). En segundo lugar, aunque no existe duda alguna sobre la
posibilidad de control de los decretos-leyes, desde el punto de vista práctico, dicho
control es en ocasiones difícil de llevar a cabo por razones procesales. Ello porque el
art. 86.2 de la CE exige que, en el plazo de treinta días desde su promulgación, los
decretos leyes se convaliden, se deroguen o se tramiten como proyectos de ley. En estos
dos últimos casos, formalmente el decreto-ley desaparece como tal, siendo difícil por
razones temporales que previamente pueda controlarse su constitucionalidad; no
obstante, el Tribunal Constitucional ha entendido que «el velar por el recto ejercicio de
la potestad de emitir Decretos-leyes dentro del marco constitucional, es algo que no
puede eludirse» (STC 111/1983, caso RUMASA I). En consecuencia, se aceptó la
posibilidad del control de un decreto-ley ya inexistente; otra cosa es la repercusión que
esa inexistencia tiene a la hora de enjuiciar los distintos vicios de inconstitucionalidad
que se denuncien.

En relación con los decretos legislativos, también existen problemas de control de su


constitucionalidad. Dichos problemas surgen como consecuencia de la construcción
doctrinal, aceptada por la jurisprudencia, según la cual cuando un decreto legislativo
incurre en ultra vires o exceso de delegación pierde su rango legal, degradándose a
nivel reglamentario (v. Lección 3). Desde la perspectiva de su control, esta
construcción, acogida por los arts. 85.6 de la CE y 27.2.b de la LOTC, supone la
posibilidad de fiscalización por los órganos del Poder Judicial. No obstante, y tal como
el último precepto citado deja puesto de manifiesto, no resulta entonces claro cuándo
existe control de constitucionalidad encomendado al Tribunal Constitucional, y cuándo
el control del exceso en la delegación, correspondiente a los tribunales ordinarios. El
Tribunal Constitucional, por una parte, ha confirmado la posibilidad de que los
tribunales ordinarios controlen los excesos de delegación; a la vez, por otra parte,
siempre que se ha cuestionado la regularidad de un decreto legislativo ante el Tribunal

118
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

Constitucional, éste ha entrado a conocer del asunto. Por ello, existe una zona de
concurrencia en la que tanto el Tribunal Constitucional como los tribunales ordinarios
pueden actuar (STC 166/07, caso Ley de propiedad intelectual).

Sí ha entendido claramente el Tribunal que son normas con valor de ley a efectos de su
impugnación los acuerdos parlamentarios en virtud de los cuales se declaran los
estados de alarma y de excepción dada su capacidad de incidir en regulaciones hechas
con normas legales (ATC 7/2012, caso Huelga de controladores).

Por otro lado, el Tribunal Constitucional ha rechazado expresamente que posea


competencia para controlar normas de Derecho Europeo (STC 64/91, caso APESCO).
Aunque sean normas directamente aplicables en España, que desplazan, incluso, a la
ley interna, su parámetro de control está en el propio Derecho Comunitario, y es el
Tribunal de Justicia de la Unión Europea el que, en última instancia, debe efectuar ese
control. No obstante, el Tribunal Constitucional, en la DTC 1/2004 —caso Constitución
Europea—, se ha reservado la posibilidad de controlar de manera muy excepcional la
constitucionalidad del Derecho de la Unión sólo en el caso de que normas de éste
pudieran contravenir elementos básicos del sistema constitucional español (v. lección
5).

Para concluir el apartado correspondiente al objeto del control de constitucionalidad


de las normas con fuerza de ley, conviene realizar una breve referencia respecto del
control de aquéllas que son anteriores a la Constitución. La supremacía constitucional
despliega sus efectos no sólo sobre las normas posteriores a la Constitución sino
también sobre las normas preconstitucionales, de manera que sus contenidos no
pueden ir contra lo dispuesto en la Norma Fundamental. El problema surge a la hora
de determinar la naturaleza del conflicto entre Constitución y norma anterior; de
acuerdo con los tradicionales criterios de resolución de antinomias, ese conflicto puede
resolverse por dos vías. Por un lado, el carácter posterior en el tiempo de la
Constitución hace imponerse a ésta sobre las normas anteriores que sean contrarias a
ella (criterio temporal); por otro, la superioridad jerárquica de la Constitución le hace
imponerse sobre las normas inferiores, incluidas las preconstitucionales (criterio
jerárquico). Aunque el resultado en ambos casos es el mismo (supremacía de la
Constitución), procesalmente la distinción tiene su importancia. Así, la aplicación del
criterio temporal haría catalogar el conflicto entre Constitución y ley anterior como de
vigencia, obligando a determinar si la ley está o no derogada; en cuanto tal juicio de
vigencia, cualquier juez o tribunal puede realizarlo. Por el contrario, la aplicación del
criterio jerárquico hace que el conflicto sea de validez; ello determinaría que sólo el
Tribunal Constitucional pudiera enjuiciar la adecuación o no del Derecho
preconstitucional a la Norma Fundamental. El Tribunal Constitucional, ante tal
disyuntiva, optó por una posición intermedia haciendo coexistir ambas posibilidades.
En una de los primeros asuntos resueltos por el Tribunal, éste afirmó lo siguiente: «Así
como frente a las leyes posconstitucionales el Tribunal ostenta un monopolio para
enjuiciar su conformidad con la Constitución, en relación a las preconstitucionales los
Jueces y tribunales deben inaplicarlas si entienden que han quedado derogadas por la

119
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

Constitución, al oponerse a la misma; o pueden, en caso de duda, someter este tema al


Tribunal Constitucional por la vía de la cuestión de inconstitucionalidad» (STC 4/81,
caso Ley de Bases de Régimen Local).

b) El marco de enjuiciamiento

La inconstitucionalidad de una norma con fuerza de ley puede venir determinada


tanto por motivos formales como materiales; dicho de otra manera, y aunque la
distinción entre ambos conceptos sea en ocasiones difícil de realizar, la Constitución
tiene mandatos tanto formales, de naturaleza procesal, como preceptos de alcance
sustantivo o material. Ambos tipos de preceptos pueden justificar la impugnación de
una norma con fuerza de ley y, en su caso, la declaración de inconstitucionalidad. No
obstante, esta idea está sujeta a algunas matizaciones.

En primer lugar, si, como resulta lógico, una norma preconstitucional debe someterse
materialmente a la Constitución ya que en otro caso se estarían produciendo efectos
contrarios a la Norma Fundamental, no puede decirse lo mismo respecto de los
mandatos formales o de procedimiento. En efecto, no puede pretenderse que al
legislador preconstitucional se le someta a las «formas» y procedimientos establecidos
en un momento posterior en el tiempo (STC 10/2005, caso IAE de Cajas de Ahorro).

En segundo lugar, y siguiendo en el terreno de los vicios formales de


inconstitucionalidad, no cualquiera de éstos acarrea necesariamente la nulidad de la
norma con fuerza de ley. En este terreno el principio de «proporcionalidad» ha de
modular el efecto que en cada caso el vicio posea. Así, de un pequeño defecto en la
tramitación de un proyecto o proposición de ley no puede derivarse la nulidad total de
la ley que surja. Desde otra perspectiva ha de señalarse que, aunque el marco general
de enjuiciamiento de las normas con fuerza de ley viene determinado, como es lógico,
por la Constitución, en ocasiones, ese marco se completa con otras normas. Así, por
ejemplo, el Tribunal Constitucional ha entendido que para valorar la existencia de
vicios in procedendo en la elaboración de las leyes debe a veces acudirse a los
reglamentos de las Cámaras (STC 99/87, caso Medidas para la reforma de la función
pública).

El Tribunal Constitucional acude también a normas distintas de la Constitución para


enjuiciar las leyes cuando la propia Norma Fundamental se remite a esas normas. Un
ejemplo claro es el de los tratados y convenios internacionales sobre derechos
fundamentales ya que el art. 10.2 de la CE toma esos tratados y convenios como
elemento para la interpretación de derechos fundamentales y libertades públicas (v.
Lección 6).

Otro de los casos en los que el examen de la constitucionalidad de las leyes exige
acudir a normas distintas de la Constitución es el referente al reparto de competencias
entre el Estado y las Comunidades Autónomas. El sistema de distribución territorial de
poder es muy complejo y, aunque arranca de la Constitución, se perfecciona por los
Estatutos de Autonomía y por otras normas. Este conjunto forma lo que se ha dado en

120
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

llamar el «bloque de la constitucionalidad» (v. Lección 32). Pues bien, cuando en un


proceso constitucional se trata de determinar si una norma con fuerza de ley vulnera o
no ese reparto de poder generado por el bloque de la constitucionalidad, hay que
acudir, a menudo, a normas en él integradas distintas de la Constitución. La propia
LOTC ha reflejado esta técnica al disponer en su art. 28.1 que «para apreciar la
conformidad o disconformidad con la Constitución de una Ley, disposición o acto con fuerza de
ley del Estado o de las Comunidades Autónomas, el Tribunal considerará, además de los
preceptos constitucionales, las Leyes que, dentro del marco constitucional, se hubieran dictado
para delimitar competencias del Estado y las diferentes Comunidades Autónomas o para regular
o armonizar el ejercicio de las competencias de éstas».

El último de los supuestos en los que el Tribunal Constitucional ha de acudir a normas


no constitucionales para enjuiciar las normas con fuerza de ley está previsto por el art.
28.2 de la LOTC. Se trata de aquellos casos en los que existe una colisión entre ley
orgánica y otras normas con fuerza de ley.

Al Tribunal Constitucional, en aplicación del art. 81 de la CE, le corresponde


salvaguardar el ámbito material reservado a la ley orgánica; para ello deben enjuiciar
las normas supuestamente invasoras de dicho ámbito a la luz de la Constitución y de
las propias leyes orgánicas. Ello permite, entre otras cosas, garantizar el respeto a los
Estatutos de Autonomía por parte de las leyes tanto estatales como autonómicas
puesto que los Estatutos de Autonomía se aprueban mediante ley orgánica (STC
223/2006, caso Reglamento de la Asamblea de Extremadura).

2. EL RECURSO DE INCONSTITUCIONALIDAD

Como previamente se indicó, el art. 161.1 CE establece el recurso de


inconstitucionalidad como primer instrumento procesal para controlar la
constitucionalidad de las normas con fuerza de ley. Procesalmente, el recurso de
inconstitucionalidad se caracteriza por ser una acción jurisdiccional nacida
precisamente con ese fin de controlar la adecuación a la Constitución de las normas con
fuerza de ley; se trata, por tanto, de una impugnación directa de la norma. Ya se ha
señalado cuáles son las normas que pueden impugnarse a través del recurso de
inconstitucionalidad.

a) Legitimación

Están legitimados para interponer recurso de inconstitucional, según el art. 162.1 de la


CE:

 El Presidente del Gobierno.


 El Defensor del Pueblo.
 Cincuenta Diputados.
 Cincuenta Senadores.

121
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

 Los órganos colegiados ejecutivos de las Comunidades Autónomas.


 Las Asambleas de las Comunidades Autónomas.

La legitimación para recurrir directamente normas con fuerza de ley está muy
restringida, sólo determinados órganos o instancias políticas pueden impugnar este
tipo de normas; se excluye, así, que cualquier persona pueda recurrir normas con
fuerza de ley, aunque, como luego se verá, y con determinados filtros, existen
instrumentos para que se controle la constitucionalidad de una norma con fuerza de
ley a instancias de quien se sienta sujeto pasivo de esa vulneración.

El sentido de la restricción de legitimación en la impugnación de normas con fuerza de


ley radica en el deseo de evitar continuas impugnaciones de las normas que se
consideran elementos básicos del ordenamiento y manifestación, más o menos directa,
de la voluntad general.

La legitimación reconocida en la Constitución, a pesar de ser restringida, plantea


algunos problemas. La del Presidente del Gobierno supone dotarle de una facultad de
evidente importancia, tanto en el ámbito de las relaciones Gobierno-Parlamento, como
en el de reparto de poder entre Estado y Comunidades Autónomas. Es de observar
que, pese a que pueda obviamente consultar al Gobierno, la decisión corresponde al
Presidente individualmente considerado.

- Por su parte, la legitimación otorgada al Defensor del Pueblo podría pensarse que
debería restringirse al campo de la protección de los derechos fundamentales, única
tarea atribuida por el art. 54 de la CE a dicha institución. Ahora bien, no puede
olvidarse que el concepto mismo de protección de los derechos fundamentales tiene un
amplísimo alcance, por lo que pocas son las normas que directa o indirectamente no
pueden conectarse con dicha tarea (STC 274/00, caso Presupuestos de Canarias para
2007).

- La legitimación que poseen cincuenta Diputados e igual número de Senadores


aparece básicamente como un instrumento de protección de minorías parlamentarias
frente a la acción de la mayoría; ahora bien, a la vez permite a las fuerzas políticas con
la suficiente representación parlamentaria reaccionar frente a normas con fuerza de ley
dictadas tanto en el ámbito estatal como en el autonómico mediante su impugnación
ante el Tribunal Constitucional, proyectándose así al campo de la organización
territorial del Estado.

- Por lo que respecta a la legitimación reconocida a órganos autonómicos ejecutivos y


legislativos, se trata de un elemento más del diseño de distribución territorial de poder,
que se corresponde con la legitimación que poseen los órganos centrales para
impugnar las normas con fuerza de ley dictadas en las Comunidades Autónomas. La
legitimación de los órganos ejecutivos y legislativos de éstas es la que más problemas
ha planteado en la práctica. Ello porque el art. 32.2 LOTC, al regular esa legitimación,
exige que las normas con fuerza de ley del Estado que se impugnen por los citados
órganos autonómicos «puedan afectar a su ámbito de autonomía». Este precepto ha

122
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

sido objeto de una interpretación evolutiva, de forma que sirve como instrumento no
sólo de reivindicación de competencias que pudieran verse invadidas por normas
estatales con fuerza de ley, sino también de impugnación de preceptos que puedan
incidir indirectamente en esas competencias o, incluso, en intereses de la Comunidad
Autónoma sin dimensión competencial concreta (STC 56/90, caso Ley Orgánica del
Poder Judicial III, por ejemplo). Por último, el silencio del art. 32 LOTC en relación con
la impugnación de normas con fuerza de ley de la Comunidades Autónomas por las
instituciones de estas ha sido interpretado en el sentido de que no cabe ese tipo de
impugnaciones (STC 223/06, caso Veto presupuestario).

b) Plazo

El plazo para interponer el recurso de inconstitucionalidad es de tres meses a partir de


la publicación de la norma impugnada (art. 33 LOTC). En el caso de las normas con
fuerza de ley de las Comunidades Autónomas, que se publican tanto en su diario
oficial como en el Boletín Oficial del Estado, es la primera publicación la que sirve
como dies a quo para computar este plazo de tres meses. El plazo de tres meses se alarga
a nueve meses en los supuestos en los que se ponga en marcha el mecanismo de
cooperación previsto en el art. 33.2 LOTC tendente a evitar precisamente la
impugnación de normas estatales por las Comunidades Autónomas o viceversa.

c) Procedimiento: el recurso de inconstitucionalidad se inicia mediante el


correspondiente escrito de quien posea legitimación, o de su comisionado, en el que se
ha de concretar la disposición impugnada, así como los motivos del recurso. El
Tribunal Constitucional, admitido a trámite, da traslado del recurso al Congreso de los
Diputados, al Senado, al Gobierno y, en el caso de que la norma impugnada sea de una
Comunidad Autónoma, a la Asamblea Legislativa y al Ejecutivo correspondientes. De
los anteriores órganos, los que lo consideren oportuno, pueden personarse y formular
alegaciones; a la vista del recurso y de las alegaciones, el Pleno del Tribunal
Constitucional debe dictar sentencia (art. 34 LOTC).

c) Efectos

El art. 164 CE regula los efectos de las sentencias del Tribunal Constitucional, en
general, y de las que declaran la inconstitucionalidad de las normas con fuerza de ley
en concreto. Este precepto se encuentra desarrollado en los arts. 38 y ss. LOTC. De la
compleja regulación sobre la materia, cabe destacar lo siguiente.

Desde el punto de vista temporal, las sentencias del Tribunal Constitucional


despliegan sus efectos a partir del día siguiente de su publicación en el Boletín Oficial
del Estado (art. 164 CE).

En segundo lugar, y por lo que se refiere a su contenido, la declaración de


inconstitucionalidad supone, según el art. 39.1 de la LOTC, la «nulidad» de los
preceptos afectados. Esto indica, en primer lugar, que no toda la norma debe verse

123
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

afectada por la declaración de inconstitucionalidad, sino solamente aquellos preceptos


de esta que sufran el vicio de validez.

La nulidad implica que ha de considerarse que los preceptos por ella afectados nunca
han formado parte del ordenamiento. Ahora bien, el art. 40 LOTC matiza esta idea al
señalar que la declaración de inconstitucionalidad no permite revisar procesos
fenecidos mediante sentencia con efectos de cosa juzgada en los que se haya hecho
aplicación de la norma inconstitucional salvo en un caso: que esa aplicación haya
supuesto una sanción penal o administrativa que no existiría o se vería reducida como
consecuencia de la nulidad de la norma aplicada.

A pesar de lo rígidamente que se encuentran regulados los efectos de la declaración de


inconstitucionalidad, el Tribunal Constitucional, consciente de los muchos problemas
que pueden plantearse desde el punto de vista práctico y jurídico como consecuencia
de la declaración de inconstitucionalidad de una norma con fuerza de ley, ha
flexibilizado en ocasiones los efectos, adecuándolos a las circunstancias del caso
concreto, llegando, incluso, a limitar sus efectos temporalmente a partir de la
declaración de inconstitucionalidad (STC 45/89, caso I.R.P.F.), permitiendo que la
norma inconstitucional siga vigente hasta que otra norma válida la desplace (STC
195/98, caso Marismas de Santoña y Noja); o declarando la inconstitucionalidad con
inaplicación para el caso (STC 254/04, caso Horarios comerciales de Madrid).

Junto a los anteriores efectos, la Constitución y la LOTC recogen otros principios


predicables de las sentencias del Tribunal Constitucional que tienen como finalidad
hacer realidad el principio de que el Tribunal Constitucional es el «supremo intérprete
de la Constitución». Así, se establece que las sentencias recaídas en procedimientos de
inconstitucionalidad «tienen plenos efectos frente a todos» (art. 164.1 C.E.) y
«vincularán a todos los poderes públicos» (art. 38.1 LOTC). Ello implica otorgar unos
especiales efectos a las resoluciones del Tribunal; esos efectos suponen, entre otras
cosas, que su doctrina ha de informar la actividad de todos los poderes públicos.

Hay que señalar, asimismo, que las decisiones del Tribunal Constitucional no pueden
ser recurridas en al ámbito interno y tienen efecto de cosa juzgada. En consecuencia,
resuelto un asunto por el Tribunal, no puede volver a plantearse ante él. Otra cosa es
que problemas similares sí puedan reproducirse ante el Tribunal Constitucional,
permitiéndose así a éste actualizar su doctrina e ir adecuando la interpretación
constitucional al momento histórico.

3. LA CUESTIÓN DE INCONSTITUCIONALIDAD

El segundo instrumento procesal a través del cual es posible controlar la


constitucionalidad de las normas con fuerza de ley es la cuestión de
inconstitucionalidad. La cuestión representa un complemento del recurso; éste, como
se ha visto, hace posible un control directo de la norma; la cuestión, en cambio, permite
reaccionar contra la inconstitucionalidad de una norma con fuerza de ley a través de su

124
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

aplicación concreta. El art. 163 de la CE dispone: «Cuando un órgano judicial considere, en


algún proceso, que una norma con rango de ley, aplicable al caso, de cuya validez depende el
fallo, pueda ser contraria a la Constitución, planteará la cuestión ante el Tribunal
Constitucional en los supuestos, en la forma y con los efectos que establezca la ley, que en
ningún caso serán suspensivos».

La cuestión de inconstitucionalidad sirve, pues, como instrumento que permite


reaccionar ante cualquier inconstitucionalidad de una norma con fuerza de ley sin
necesidad de la intervención de quien está legitimado para interponer el recurso
directo; pero, a la vez, hace posible no abrir la legitimación para recurrir normas con
fuerza de ley a cualquier persona. Los órganos judiciales actúan como «filtro» para
hacer llegar al Tribunal Constitucional las quejas de inconstitucionalidad que posean
un mínimo de fundamento y que tengan una dimensión concreta y efectiva. Dicho de
otra manera, la cuestión de inconstitucionalidad permite compaginar el monopolio de
rechazo de las normas que corresponde al Tribunal Constitucional con la efectiva
supremacía de la Norma Fundamental, que vincula a todos los órganos judiciales. Por
ello la cuestión de inconstitucionalidad, en palabras del Tribunal Constitucional, se
configura «como un mecanismo de depuración del ordenamiento jurídico, a fin de
evitar que la aplicación judicial de una norma con rango de ley produzca resoluciones
judiciales contrarias a la Constitución por serlo la norma aplicada» (STC 127/87, caso
Presupuestos Generales del Estado para 1983).

a) Requisitos

Como se desprende el art. 163 de la CE, cualquier órgano judicial puede plantear la
cuestión de inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional. No obstante, ese
planteamiento no depende de la simple voluntad del titular o titulares del órgano
judicial, sino que deben cumplirse determinados requisitos.

En primer lugar, la duda sobre la constitucionalidad de la norma con fuerza de ley ha


de surgir en el seno de un procedimiento del que conozca el órgano judicial, bien
planteada por éste, bien por alguna de las partes en ese procedimiento (art. 35.1
LOTC). Además, ese procedimiento debe ser de naturaleza jurisdiccional, sin que sea
posible que el juez plantee cuestiones de inconstitucionalidad como consecuencia del
ejercicio de competencias no jurisdiccionales como, por ejemplo, las relativas al registro
civil (ATC 505/05, caso Matrimonio homosexual).

En segundo lugar, para el planteamiento de la cuestión de inconstitucionalidad no


basta con el simple surgimiento de la duda; ésta tiene que ser relevante para la decisión
del proceso en que se plantea, de manera que esa decisión dependa realmente de la
regularidad o no de la norma cuestionada, que debe ser aplicable al caso. Por tanto, la
relevancia tiene una doble dimensión lógica, la de la aplicabilidad y la relevancia
propiamente dicha: la norma debe ser aplicable al caso y de su validez debe depender
el fallo.

125
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

Por último, la duda sobre la constitucionalidad de la norma con fuerza de ley debe
estar suficientemente fundada y motivada por el órgano judicial que eleva la cuestión
ante el Tribunal Constitucional.

b) Procedimiento

La duda sobre la constitucionalidad de una norma con fuerza de ley puede surgir en
cualquier proceso que se siga ante un órgano jurisdiccional, sea cual sea el orden
material o jurisdicción. Al órgano judicial le corresponde controlar que se cumplen los
requisitos legalmente exigidos: aplicabilidad y relevancia de la cuestión para el fallo y
fundamentación suficiente de la duda de constitucionalidad. Si estos requisitos no se
cumplen, el órgano judicial ha de rechazar el planteamiento de la cuestión. El órgano
judicial, al estar vinculado por la Constitución, debe buscar una interpretación de la
norma cuestionada que la haga compatible con la Norma Fundamental; sólo si no
encuentra esa interpretación o si estima que ésta es insatisfactoria, ha de plantear la
cuestión ante el Tribunal Constitucional.

El planteamiento se lleva a cabo mediante auto, y una vez oídas las partes personadas
en el proceso judicial y el Ministerio Fiscal. En dicho auto han de concretarse la norma
cuestionada y los motivos por los que el órgano judicial estima que puede ser contraria
a la Constitución, y justificar en qué medida la decisión del proceso depende de la
constitucionalidad de la norma cuestionada. El planteamiento de la cuestión sólo debe
realizarse una vez concluso el procedimiento y antes de adoptar la resolución
pertinente (art. 35.2 LOTC). La exigencia de esperar a que el correspondiente
procedimiento se encuentre concluso tiene una doble finalidad: por un lado, se trata de
evitar que la cuestión de inconstitucionalidad sea utilizada con fines exclusivamente
dilatorios; por otro, a menudo sólo estando

concluso el procedimiento puede valorarse realmente la relevancia de la norma


cuestionada para el fallo.

La decisión del órgano judicial sobre la procedencia o no de plantear la cuestión de


inconstitucionalidad, su resolución no puede recurrirse, si bien, en caso de no
plantearse, puede volverse a suscitar la duda en posteriores instancias jurisdiccionales.

Planteada la cuestión ante el Tribunal Constitucional se cierra la primera fase de la


cuestión de inconstitucionalidad, la que se desarrolla en el proceso a quo, que es en el
que la duda surge. A partir de ese momento, se abre el proceso constitucional
propiamente dicho (proceso ad quem), en el que se decide sobre la validez de la norma
cuestionada. Este proceso se desarrolla totalmente ante el Tribunal Constitucional

El Tribunal Constitucional realiza, en primer lugar, un control del cumplimiento de los


requisitos exigidos legalmente para el planteamiento de la cuestión: relevancia para el
fallo y fundamentación suficiente. Este control ha de ser somero por cuanto tanto la
fundamentación como, sobre todo, la relevancia de la cuestión corresponde valorarla a

126
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

los órganos promotores; el rechazo de la cuestión por parte del Tribunal Constitucional
basándose en la falta de relevancia sólo es posible ante supuestos extraordinarios
donde el defecto es absolutamente manifiesto. Respecto de la falta de fundamento, es
posible un mayor margen de actuación del Tribunal Constitucional para poder
rechazar en trámite de admisión aquellas cuestiones que, aunque no sean
manifiestamente arbitrarias, poseen una fundamentación que puede rebatirse
fácilmente salvando la constitucionalidad de la norma. En los casos de inadmisión de
la cuestión, la decisión se adopta mediante auto, oído el Fiscal General del Estado (art.
37.1 LOTC).

Admitida la cuestión a trámite, el procedimiento a seguir es similar al del recurso de


inconstitucionalidad. Se da traslado al Fiscal General del Estado, a las Cámaras, al
Gobierno y, en su caso, a los ejecutivos y legislativos de la Comunidad Autónoma que
hubiera dictado la norma cuestionada, para que se personen y formulen alegaciones si
lo estiman conveniente. Las partes del proceso a quo pueden personarse en el proceso
constitucional y realizar alegaciones si lo desean (art. 37.2 LOTC). Oídos los
comparecidos, el Pleno del Tribunal Constitucional dicta sentencia pronunciándose
sobre la constitucionalidad o no de la norma cuestionada.

Al margen de los efectos generales que todas las sentencias de control de


constitucionalidad de normas con fuerza de ley poseen, en las cuestiones, el Tribunal
Constitucional ha de notificar su decisión al juez o tribunal que planteó la cuestión
para que resuelva en consecuencia el proceso a quo.

C) Las «autocuestiones» de inconstitucionalidad

Existen en la LOTC dos previsiones que permiten que sea el propio Tribunal
Constitucional el que se plantee la inconstitucionalidad de una norma con fuerza de ley
(de ahí los nombres de «autocuestión» o «cuestión interna de inconstitucionalidad» con
los que se conoce a esta institución); se trata de los arts. 55.2 y 75. quinque.6 de la
LOTC.

Según el art. 55.2 de la LOTC, en aquellos casos en los que el Tribunal, conociendo de
un recurso de amparo, aprecie que la lesión de un derecho fundamental procede de
una norma con fuerza de ley contraria a la Constitución, la Sala, o en su caso la Sección,
debe plantear la posible inconstitucionalidad de la norma con fuerza de ley ante el
Pleno para que éste, si así lo decide, declare la inconstitucionalidad de la norma con
fuerza de ley. Mientras decide el Pleno, el recurso de amparo queda suspenso. Como se
ve, el mecanismo es similar al de las cuestiones de inconstitucionalidad, con la
salvedad de que el órgano que promueve la cuestión es el propio Tribunal
Constitucional.

El procedimiento que se sigue para resolver las «autocuestiones» de


inconstitucionalidad es el mismo previsto para las cuestiones (art. 55.2 in fine LOTC).

Por lo que respecta a la segunda «autocuestión», ésta se encuentra regulada en el


capítulo dedicado a los conflictos en defensa de la autonomía local; el mecanismo se

127
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

parece al anterior por cuanto se trata de que, apreciada una lesión de la autonomía
local imputable a una norma con fuerza de ley, la inconstitucionalidad de ésta debe
declararse en otro procedimiento, que se tramita, también, como las cuestiones de
inconstitucionalidad (art. 75, quinque.6 LOTC). La diferencia básica respecto del otro
supuesto de autocuestión, a parte del motivo en que se funda, está en que en este caso
la autocuestión la suscita el Pleno del Tribunal Constitucional ante sí mismo.

4. EL CONTROL PREVIO DE TRATADOS INTERNACIONALES

El tercer instrumento procesal que existe para controlar la constitucionalidad de


normas con fuerza de ley es el control previo de tratados internacionales. Como
fácilmente se deduce de su denominación, la característica más importante de esta
técnica de control de constitucionalidad radica en el hecho de que la fiscalización se
produce antes de la entrada en vigor de la norma.

a) Objeto

Cuando se aprobó la LOTC, su Título VI preveía la posibilidad de interponer recurso


previo de inconstitucionalidad contra tres tipos de normas en estado aún de proyecto:

 Tratados internacionales.
 Estatutos de Autonomía.
 Leyes orgánicas.
No obstante, la LO 4/1985 modificó dicha regulación al derogar el art. 79 de la LOTC,
de forma que, en la actualidad, sólo los tratados internacionales, cuyo texto esté
definitivamente fijado, pero a los que el Estado aún no haya prestado su
consentimiento, son susceptibles de control previo (arts. 95.2 CE y 78 LOTC). La razón
de ser de la reducción del ámbito del control previo radica en el efecto retardatario de
la entrada en vigor de las normas ya aprobadas que tenía la interposición del recurso.
Sin embargo, el control previo de tratados internacionales se justifica en buena medida
por permitir compaginar la supremacía constitucional con la responsabilidad
internacional del Estado, ya que impide contraer con otros sujetos de Derecho
Internacional compromisos que sean contrarios a la Norma Fundamental. Sin embargo,
con posterioridad, como ya se adelantó, La LO 12/2015 ha reintroducido el control
previo de Estatutos de Autonomía y de sus reformas.

El control previo de tratados posee una configuración particular, distinta del resto de
los procesos constitucionales. Ello es así porque su objeto no es, o no tiene porqué ser,
exactamente impugnatorio; más bien es de naturaleza consultiva puesto que de lo que
se trata es de comprobar si existe obstáculo constitucional a la prestación del
consentimiento a un tratado internacional, aunque la decisión sea vinculante. En dicho
juicio, en todo caso, el Tribunal Constitucional, como en el resto de sus competencias,
actúa sometido exclusivamente a la Constitución (DTC 1/1992, caso Tratado de la
Unión Europea).

b) Legitimación

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Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

Solamente el Gobierno o alguna de las Cámaras, de acuerdo con lo establecido en sus


Reglamentos, pueden instar dicho control mediante el correspondiente requerimiento
(art. 78.1 LOTC).

c) Procedimiento

Realizado el requerimiento, se da traslado de éste al resto de los órganos legitimados


para que efectúen alegaciones; oídos el Gobierno y las Cámaras, el Tribunal
Constitucional dicta la correspondiente resolución (art. 78.2 LOTC), que adopta la
forma de «declaración» y no de sentencia.

d) Efectos

El sentido del control previo de inconstitucionalidad, como se ha visto, es en parte


evitar que un tratado internacional contrario a la Constitución entre en vigor. Dicha
entrada en vigor significaría no sólo la presencia en el ordenamiento interno de una
norma inconstitucional, sino también la adquisición de compromisos externos que
resulten opuestos al orden jurídico fundamental. La apreciación de oposición entre
Constitución y tratado supone bien la necesidad de modificar la Norma Fundamental
(art. 95.1 CE), bien la no prestación de consentimiento por parte del Estado, bien la
necesidad de renegociar el tratado si ello es posible (DTC 1/2004, caso Constitución
Europea). Conviene recordar que la existencia del control previo no excluye la
posibilidad de impugnación de tratados internacionales a posteriori, a través del
recurso o de la cuestión de inconstitucionalidad, sin perjuicio de que la declaración
produzca efectos de cosa juzgada.

5. EL CONTROL DE NORMAS FISCALES FORALES

Como ya se señaló en la lección anterior, mediante reforma de la LOTC se introdujo la


Disp. Adc. 5ª que ha dotado el Tribunal Constitucional de competencia para controlar
las normas fiscales de los Territorios Históricos vascos. Aunque no está claro que se
trate de una nueva competencia o ante la ampliación del objeto de las ya existentes, en
la medida que los procedimientos establecidos para el control de constitucionalidad de
las normas con fuerza de ley, es aquí donde se desarrolla el estudio de aquel control.
En todo caso el Tribunal Constitucional parece haberse decantado por la idea de que se
trata de un control singular el de esas normas fiscales, no de cualquier norma foral,
aunque, hay que insistir en ello, procesalmente se siguen las vías directa e incidental
del control de constitucionalidad de las normas con fuerza de ley (STC 118/2016, caso
Control de normas fiscales forales).

6. EL CONTROL PREVIO DE ESTATUTOS DE AUTONOMÍA

Como ya se ha adelantado, la LO 12/2015 ha reintroducido el control previo más allá de


los tratados internacionales, añadiendo los Estatutos de Autonomía y sus reformas.
Esta modificación de la LOTC pretende evitar la tensión política y la inseguridad
jurídica que puede generar la aprobación de un Estatuto o de su reforma hasta la
resolución de un hipotético recurso de inconstitucionalidad planteado contra el mismo,

129
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

y el choque de legitimidades que se produce si dicha reforma es de las que deban


realizarse con aprobación por referéndum en la correspondiente Comunidad
Autónoma, tal y como ocurrió con la impugnación del Estatuto de Autonomía de
Cataluña que se resolvió mediante la STC 31/2010.

El nuevo art. 79 LOTC regula este procedimiento que responde a los cánones del
control preventivo de constitucionalidad, esto es realizado antes de la entrada en vigor
del proyecto de norma impidiendo dicha entrada en vigor hasta que se lleva a cabo el
control y se subsanan, en su caso, los vicios de constitucionalidad.

El objeto de control son los Estatutos de Autonomía que puedan elaborarse o las
reformas que pretendan realizarse a los ya vigentes.

La legitimación para recurrir se otorga a quien la tiene para el planteamiento del


recurso de inconstitucionalidad.

El momento del control es la aprobación por parte de las Cortes Generales (que, al
aprobarse mediante ley orgánica, las Cortes siempre deben de intervenir —art. 81.1 CE
—) y antes de que producida dicha aprobación prosiga el procedimiento legislativo y
se perfeccione la norma.

El plazo es muy breve: tres días desde que se publique en el Boletín de las Cortes
Generales el texto resultante de la deliberación parlamentaria y, como se decía
previamente, el efecto de la interposición del recurso es la suspensión de
procedimiento, incluida la convocatoria de referéndum de aprobación que, en su caso,
debiera convocarse y deberá demorarse hasta la resolución del recurso.

El procedimiento ante el Tribunal es el que se sigue en el recurso de


inconstitucionalidad, aunque se trata de un proceso absolutamente prioritario que debe
resolverse en el plazo de seis meses. Si el fallo es desestimatorio, el procedimiento de
aprobación —referendum incluido en su caso— vuelve a ponerse en marcha. Si, por el
contrario, la sentencia es estimatoria, “ésta deberá concretar los preceptos a los que
alcanza, aquellos que por conexión o consecuencia quedan afectados por tal
declaración y el precepto o preceptos constitucionales infringidos. En este supuesto, la
tramitación no podrá proseguir sin que tales preceptos hayan sido suprimidos o
modificados por las Cortes Generales” (art. 79.8 LOTC). Por tanto, el control debe
extenderse al conjunto de la norma, aunque lo que no parece que sea posible es
declarar inconstitucionalidad un precepto que no haya sido impugnado y no guarde
conexión alguna con los impugnados.

El apdo. 9 del mismo art. 79 LOTC declara la compatibilidad del control previo con
recursos o cuestiones de inconstitucionalidad que puedan plantearse una vez que el
Estatuto o su reforma hayan entrado en vigor, aunque parece que la interposición de
recursos por idénticos motivos a los que fundaron el recurso previo no tiene mucho
sentido ni material ni procesal.

7. EL RECURSO DE AMPARO

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Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

El recurso de amparo es el instrumento procesal más importante de defensa ante el


Tribunal Constitucional de los derechos y libertades de los ciudadanos. En cuanto tal,
cumple una doble misión; por una parte, sirve como remedio último interno de
protección de los derechos del ciudadano; por otra, tiene una función objetiva de
defensa de la constitucionalidad al servir de instrumento de interpretación de los
derechos fundamentales. La reforma de la LOTC introducida por la LO 6/007 ha
potenciado esta segunda dimensión interpretativa del recurso de amparo al exigir que
éste no sólo denuncie la lesión de un derecho fundamental sino que posea también una
especial trascendencia constitucional

. a) Objeto

El recurso de amparo, según lo establecido por el art. 53.2 CE, protege de cualquier
acto de los poderes públicos que atente contra los derechos consagrados en los
preceptos siguientes:

– Art. 14 de la CE: principio de igualdad.

– Sección Primera del Capítulo II del Título Primero de la CE, es decir, derechos
fundamentales y libertades públicas de los arts. 15 a 29 de la CE.

– Derecho a la objeción de conciencia (art. 30.2 CE).

En consecuencia, ningún derecho no reconocido en los arts. 14 a 30 de la CE puede


fundamentar un recurso de amparo.

Como se ha visto, la lesión que pretende repararse por medio del recurso de amparo
ha de proceder de los poderes públicos ya que las «disposiciones, actos jurídicos,
omisiones o simple vía de hecho de los poderes públicos del Estado, las Comunidades
Autónomas y demás entes públicos de carácter territorial, corporativo o institucional,
así como de sus funcionarios o agentes» pueden dar lugar a un recurso de amparo (art.
41.2 LOTC).

Varias son las cuestiones que este precepto plantea. En primer lugar, hay que señalar
que el concepto de «poder público» ha sido interpretado por el Tribunal Constitucional
de manera flexible, incluyendo en el mismo a entes de naturaleza mixta pública y
privada, según actúe o no con «imperio».

En segundo lugar, sólo existe un tipo de actuación de los poderes públicos exento, en
principio, de control a través del recurso de amparo. Se trata de las leyes, que, como se
indicó previamente, han de ser controladas a través de los recursos y cuestiones de
inconstitucionalidad. Ahora bien, nada impide que mediante la impugnación de actos
de aplicación de las normas con fuerza de ley se pueda ha señalado, el art. 55.2 de la
LOTC establece la posibilidad del planteamiento de la denominada «autocuestión de
inconstitucionalidad». Por otro lado, doctrinalmente se ha suscitado la conveniencia de
abrir paso a la impugnación directa en amparo de normas con fuerza de ley
autoaplicativas, esto es, normas que no precisan de actos de sujeción para desplegar
sus efectos.

131
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

El tercer problema que se suscita en relación con el objeto del recurso de amparo es el
relativo al control de las lesiones de derechos y libertades que no proceden de los
poderes públicos sino de particulares. Estas lesiones han de ser reparadas por los
órganos judiciales; ahora bien. El razonamiento seguido es el siguiente: corresponde a
los jueces y tribunales ordinarios reaccionar contra las vulneraciones de derechos
producidas en las relaciones entre particulares; ahora bien, si dichos jueces y tribunales
no reparan esas vulneraciones, con ello están, a su vez, violando los derechos y
libertades; dado que los órganos judiciales poseen naturaleza jurídico-pública, sus
decisiones sí son impugnables a través del recurso de amparo (art. 44 LOTC). De esta
forma, el Tribunal Constitucional no sólo protege frente a vulneraciones de los poderes
públicos, sino también de los particulares.

b) Procedimiento

Están legitimados para interponer el recurso de amparo (arts. 162.1 CE y 46.1 LOTC):

– Cualquier persona natural o jurídica que invoque un interés legítimo.

– El Defensor del Pueblo.

– El Ministerio Fiscal.

Por lo que respecta al más general de los supuestos de legitimación —el de la persona
que invoque un interés legítimo—, el Tribunal Constitucional ha entendido este
requisito en forma amplia, si bien siempre se ha exigido que quien interpone el recurso
se haya visto afectado de manera más o menos directa por el acto u omisión recurrido.
Junto a ello, el art. 46 de la LOTC exige que quien interpone uno de ellos haya sido
parte en el proceso judicial previo, siempre que ello haya sido posible; este requisito
formal resulta plenamente coherente con el principio de subsidiariedad del recurso de
amparo al que posteriormente se hará referencia.

Por lo que se refiere a la legitimación otorgada al Ministerio Fiscal y al Defensor del


Pueblo, en ambos casos se trata de supuestos excepcionales justificados por razones de
interés general: la defensa de la legalidad encomendada al primero (art. 124.1 CE) y la
defensa de los derechos fundamentales atribuida al segundo (art. 54 CE). No obstante,
el carácter concreto y personal que en la mayoría de los casos poseen las vulneraciones
de derechos hace que las legitimaciones del Ministerio Fiscal y del Defensor del Pueblo
resulten sólo excepcionalmente utilizadas.

C) El principio de subsidiariedad

El Tribunal Constitucional ha recordado repetidamente que el recurso de amparo es un


instrumento subsidiario de protección de los derechos y libertades. Ello es así porque a
quien corresponde la defensa de los derechos de manera inmediata es a los órganos
que encarnan el Poder Judicial, «garantes naturales» de dichos derechos. La
intervención del Tribunal Constitucional a través del recurso de amparo tiene, pues, un

132
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

carácter extraordinario y último, justificada sólo ante la ineficacia que en casos


concretos pueda tener la intervención judicial.

Varios son los requisitos en los que se concreta este carácter subsidiario del recurso de
amparo.

En primer lugar, sólo se puede acudir en amparo ante el Tribunal Constitucional


cuando se hayan agotado todos los instrumentos ordinarios de defensa de los derechos
fundamentales (arts. 43.1 y 44.1 LOTC). Cuáles sean esos instrumentos es una cuestión
que depende en cada caso de múltiples factores: origen de la violación, momento en
que se produce, naturaleza del ente que la ha ocasionado, etc… Baste recordar a este
respecto que el art. 53.2 de la CE prevé la regulación de un instrumento específico de
defensa de derechos previo al recurso de amparo, instrumento que no es único sino
que ha tenido concreción legislativa en distintos órdenes jurisdiccionales. Sin embargo,
aunque a menudo sean esos instrumentos los que configuren la vía judicial previa al
amparo, ello no es necesariamente así, pudiendo ésta estar constituida por cualquier
procedimiento o remedio jurisdiccional.

El art. 46.1.b) de la LOTC exige para acudir en amparo «haber sido parte en el proceso
judicial correspondiente». Ello deriva del principio de subsidiariedad ya que quien no
ha cumplido este requisito es porque no ha acudido previamente ante los órganos
judiciales en defensa de sus derechos. La regla general de la subsidiariedad se rompe,
excepcionalmente, y como es lógico, cuando la vía judicial previa no existe. Ello ocurre,
en especial, en los casos en los que la vulneración se imputa a un acto de un órgano
legislativo que carezca de fuerza de ley (art. 42 LOTC). En tales hipótesis, puede
acudirse directamente en amparo ante el Tribunal Constitucional.

El tercer requisito derivado del principio de subsidiariedad consiste en la exigencia de


que el derecho que se entiende vulnerado haya sido previamente invocado ante los
órganos judiciales (art. 44.1.c] LOTC). Este requisito resulta coherente con la exigencia
ya expuesta: no basta con que haya existido un procedimiento previo a la interposición
del recurso de amparo de la que hayan conocido los jueces o tribunales ordinarios; a
éstos se les ha tenido que dar la oportunidad efectiva de reparar la lesión de derechos
denunciada, puesto que son, como se ha visto, los «garantes naturales» de los derechos
fundamentales.

El Tribunal Constitucional ha interpretado esta exigencia de invocación previa


otorgándola una dimensión material y no simplemente formal; lo importante, pues, no
es la invocación o cita formal del precepto constitucional lesionado, sino que la
cuestión que se pretende debatir ante el Tribunal Constitucional haya sido ya objeto de
discusión ante los órganos judiciales, siempre que haya habido ocasión para ello.

D) Plazo

133
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

Los arts. 42 y ss. de la LOTC establecen tres supuestos procesales de amparos según la
naturaleza del órgano al que se imputa la lesión. Por otra parte, otras normas han
introducido regulaciones específicas de ciertos casos de recursos de amparo. Aunque el
procedimiento a seguir, en esencia, es el ordinario, existen algunas particularidades en
cada uno de ellos, en especial por lo que al plazo para interposición se refiere,
particularidades que aconsejan su exposición separada.

– Recurso de amparo contra actos sin valor de ley procedentes de órganos


parlamentarios del Estado o de las Comunidades Autónomas (art. 42 LOTC). El plazo
para recurrir es de tres meses desde que el acto es firme según las normas internas de
funcionamiento del órgano legislativo correspondiente. Ello supone, con carácter
general, que los actos son directamente recurribles, salvo que reglamentariamente se
establezca una reclamación previa ante el propio órgano legislativo. La razón de ser de
esa posibilidad de recurrir directamente se encuentra en que los actos de los órganos
legislativos se encuadran en las funciones típicas de ellos, tradicionalmente exentas de
control judicial. No obstante, los actos de administración interna sí son susceptibles de
impugnación ante los órganos judiciales (contratos de abastecimiento, nombramiento
de personal auxiliar,… por ejemplo) [arts. 58.1 y 74.1.c) LOPJ]. En estos casos debe
acudirse ante los tribunales ordinarios antes de interponer recurso de amparo.

– Recurso de amparo contra actos del Gobierno, órganos ejecutivos de las


Comunidades Autónomas, o de las distintas Administraciones Públicas, sus agentes o
funcionarios (art. 43 LOTC). En este segundo supuesto, el plazo para recurrir es de
veinte días a partir de la notificación de la resolución judicial recaída en el proceso
judicial previo.

– Recurso de amparo contra actos u omisiones de órganos judiciales. El art. 44.2 de la


LOTC establece un plazo de treinta días para recurrir en amparolas vulneraciones de
derechos imputables a órganos judiciales. El momento a partir del cual ha de
comenzarse a computar el plazo es el de la notificación efectiva de la resolución recaída
poniendo fin al proceso judicial, debiendo recordarse que, por imperativo del principio
de subsidiariedad, antes de acudir en amparo hay que agotar todos los recursos
utilizables en la vía judicial. Es, pues, la notificación de esa última resolución judicial la
que abre el plazo.

Los recursos de amparo previstos al margen de la LOTC son los siguientes:

– Recurso de amparo contra negativas a aceptar la objeción de conciencia (art. 1.2 LO


8/84). Este amparo responde al modelo del art. 43 de la LOTC: actos del ejecutivo o de
la Administración. El plazo, pues, es el mismo: veinte días desde que se notifica la
sentencia que resuelve el recurso procedente contra las decisiones del Consejo
Nacional de Objeción de Conciencia. No obstante, la suspensión de la obligación de
cumplir el servicio militar hace que este supuesto de recurso de amparo resulte en la
actualidad inoperativo.

134
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

– Recurso de amparo contra la decisión de la Mesa del Congreso de no admitir una


proposición de ley planteada a través de la iniciativa legislativa popular (art. 6 de la
LOILP). En este caso, el recurso aparece como una variedad de los regulados por el art.
42 de la LOTC: contra actos u omisiones sin fuerza de ley de órganos de naturaleza
legislativa.

– Recursos de amparo electorales (arts. 49. 3 y 4, y 114 LOREG). Estos recursos están
previstos contra las resoluciones de las Juntas Electorales sobre proclamación de
candidatos, y de candidatos electos, respectivamente. Pueden plantearse una vez
agotada la correspondiente vía judicial previa: los llamados recurso contencioso-
electorales. La particularidad de estos recursos de amparo es la brevedad de los plazos
legalmente previstos para su interposición (dos días en el de proclamación de
candidatos y tres días en el de proclamación de electos), tramitación y resolución (tres
días en el primer caso y quince en el segundo). La tramitación de estos recursos de
amparo electorales se encuentra regulada por un Acuerdo del Tribunal Constitucional
de 20 de enero de 2000.

e) Procedimiento

El recurso de amparo se inicia mediante la presentación de la correspondiente


demanda dirigida al Tribunal Constitucional. En la demanda deben concretarse todos
los extremos fácticos y jurídicos en los que se funda el recurso de amparo (art. 49.1
LOTC).

Por una parte, deben exponerse:

– «con claridad y concisión los hechos» que fundamentan la demanda;

– Los preceptos constitucionales que se estiman infringidos.

– El amparo que se solicita para preservar o restablecer el derecho o libertad que se


estima vulnerado.

Por otra parte, deben acompañarse una serie de documentos necesarios para la
resolución del recurso:

– Acreditación de la representación del recurrente por el correspondiente Procurador.

– Copia o certificación de la resolución recurrida, con tantas copias de todos los


documentos como partes hubo en la vía judicial previa más otra para el Ministerio
Fiscal (art. 49.2 LOTC).

Asimismo, y en tercer lugar, en la demanda o con ella debe acreditarse el cumplimiento


de los demás requisitos procesales legalmente exigibles, a buena parte de los cuales ya
se ha hecho referencia:

– Respeto del plazo de interposición de la demanda.

135
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

– Haber invocado en la vía judicial previa el derecho lesionado tan pronto como hubo
ocasión para ello. – Haber agotado dicha vía judicial previa.

– Justificar «la especial trascendencia constitucional del recurso» (art. 49.1 LOTC). El
procedimiento que se sigue ante el Tribunal Constitucional para la resolución del
recurso de amparo consta de dos fases

Fase de admisión: es la primera fase, tiene como finalidad asegurarse de que la


demanda de amparo cumple todos los requisitos legalmente exigidos. Al mismo
tiempo, y sobre todo tras la reforma de 2007 de la LOTC, la fase de admisión sirve
también para valorar la trascendencia constitucional del recurso de amparo, de forma
que la intervención del Tribunal Constitucional se reserva para los casos importantes.
Ello no implica la desprotección de los derechos en aquellos supuestos que no se
consideren importantes; lo que sucede es que la protección, la habrán dispensado los
jueces y tribunales ordinarios, respecto de los cuales, la intervención del Tribunal
Constitucional es subsidiaria.

Segunda fase: Cumplidas las exigencias legales y valorada la trascendencia del recurso,
la demanda es admitida a trámite( en caso contrario, la demanda se inadmite).

Las causas de inadmisión que permiten rechazar la demanda en esta primera fase las
resume el art. 50 de la LOTC en dos grupos:

En primer lugar [art. 50.1.a) LOTC] que no se cumplan algunos de los requisitos
exigidos en los arts. 41 a 46 y 49 LOTC; que el derecho respecto del que se pretende el
amparo sea susceptible de obtener éste por estar dentro de los que son objeto de
protección, legitimación, agotamiento de la vía judicial previa, invocación del derecho
en esa vía judicial, plazo, representación de Procurador, asistencia de Abogado,
justificación de la trascendencia constitucional del recurso, etc… En el caso de que los
defectos de que adolece la demanda sean subsanables, el Tribunal Constitucional abre
un plazo para esa subsanación (arts. 49.4 y 50.4 LOTC).

El art. 50.1 b) LOTC establece la segunda causa de inadmisión: la «especial


trascendencia constitucional» del recurso. Por esta vía, el Tribunal puede rechazar a
limine aquellas demandas que se consideren sin importancia constitucional, con la
finalidad de que el Tribunal Constitucional se ocupe sólo de aquéllos que tengan
mayor importancia. La LOTC no concreta demasiado cuáles son los criterios para
valorar esa trascendencia señalando a este respecto el art. 50.1 b) LOTC como criterios
generales, «la importancia para la interpretación de la Constitución, para su aplicación
o para su general eficacia, y para la determinación del contenido y alcance de los
derechos fundamentales».

El Tribunal Constitucional ha ido concretando el alcance formal y material de este


requisito. Por un lado, el Tribunal ha entendido que es una exigencia para el
demandante, impuesta legalmente, que la demanda acredite, la que demuestre que
concurre la especial trascendencia constitucional. En segundo lugar, y sobre la
naturaleza del requisito, el Tribunal ha señalado, asimismo, que resulta insubsanable.

136
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

En tercer lugar, afirmada la obligación de justificar la especial trascendencia


constitucional, y proclamada la insubsanabilidad del defecto de no justificación,
corresponde al Tribunal valorar la concurrencia de la trascendencia constitucional.
Para determinar el alcance del concepto tal y como se define por la LOTC, la primera
aproximación ha sido en negativo, al descartar que la especial trascendencia
constitucional pueda confundirse, sin más, con la existencia de lesión del derecho. A la
hora de concretar en positivo del concepto de «trascendencia constitucional», el
Tribunal, aunque de manera no cerrada, ha identificado siete supuestos significativos
de su concurrencia.

Las demandas de amparo que cumplen los requisitos legales y que han sido
consideradas dotadas de trascendencia constitucional, son admitidas a trámite por la
Sección por unanimidad; en caso de que exista mayoría en la Sección pero no
unanimidad, es la Sala la que debe decidir al respecto (art. 50.2 LOTC). La inadmisión
de una demanda se adopta mediante providencia, en la que debe especificarse el
motivo o motivos que justifican la decisión. La providencia no puede recurrirse, salvo
en súplica por el Ministerio Fiscal, recurso que se resuelve mediante Auto (art. 50.3
LOTC).

Una vez admitida a trámite la demanda es el momento a partir del cual empieza el
proceso constitucional propiamente dicho. En éste comparece necesariamente el
Ministerio Fiscal, quien hubiera sido parte en la vía judicial previa, si lo estima
conveniente, y quien se viera favorecido por la resolución impugnada. Examinados los
antecedentes del asunto o actuaciones, las partes personadas realizan sus alegaciones,
después de lo cual, la Sala del Tribunal Constitucional que entienda del caso dicta
sentencia.

La admisión del recurso de amparo no comporta la suspensión del acto recurrido; no


obstante, dicha suspensión puede decretarse «cuando la ejecución… produzca un
perjuicio al recurrente que pudiera hacer perder al amparo su finalidad», perjuicio que
hay que ponderar con la posibilidad de que de la suspensión «ocasione perturbación
grave de un interés constitucionalmente protegido» o de «los derechos fundamentales
o libertades de otra persona» (art. 56 LOTC).

f) Las sentencias de amparo

Las sentencias de amparo pueden tener, como es natural, un doble contenido: de


desestimación de la demanda (denegación del amparo) o de estimación, total o parcial
(otorgamiento del amparo) (art. 53 LOTC). Desde el punto de vista del caso concreto, el
art. 55 de la LOTC prevé un posible triple efecto de la estimación del amparo. Este
triple efecto no es necesariamente alternativo; por el contrario, es habitual que el fallo
de la sentencia incluya más de uno de los efectos previstos. Estos son:

137
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

– Declaración de nulidad del acto o resolución impugnado.

– Reconocimiento del derecho o libertad vulnerado.

– Restablecimiento del recurrente en la integridad del derecho, debiéndose adoptar las


medidas que sean necesarias para ello. Al margen de los efectos que para el caso
concreto poseen las sentencias de amparo, la doctrina que en ellas se contiene en
relación con los derechos y libertades tiene la dimensión general que corresponde a la
función de intérprete supremo de la Constitución que posee el Tribunal Constitucional.

8. LOS CONFLICTOS DE COMPETENCIA

Una de las funciones fundamentales que cumple el Tribunal Constitucional es la de


actuar de garante del reparto de poder establecido por el bloque de la
constitucionalidad entre Estado y Comunidades Autónomas. Para ello, la Constitución
ha previsto que el Tribunal Constitucional resuelva los conflictos de competencia que
surgen entre el Estado y las Comunidades Autónomas, o de éstas entre sí [art. 161.1.c)
CE]. Estos conflictos se encuentran regulados por el Título IV de la LOTC, en el que se
incluyen, también, los conflictos de atribuciones entre órganos constitucionales del
Estado y los conflictos en defensa de la autonomía local, a los que más adelante se hará
referencia.

a) Objeto

El objeto de los conflictos de competencia es el de resolver las controversias que


puedan surgir en torno a la interpretación del reparto de competencias entre el Estado
y las Comunidades Autónomas establecido por el bloque de la constitucionalidad. El
conflicto puede ir más allá de la simple reivindicación de una potestad; además de ese
supuesto, el conflicto puede plantearse frente a actuaciones que, aún amparadas en
competencias propias, producen el efecto de dificultar el normal ejercicio de las
competencias ajenas (STC 195/2001, caso Puerto de Ribadeo, por ejemplo).

Según el art. 61.1 de la LOTC, «pueden dar lugar al planteamiento de los conflictos de
competencia las disposiciones, resoluciones y actos emanados de los órganos del
Estado o de los órganos de las Comunidades Autónomas o la omisión de tales
disposiciones, resoluciones o actos». No obstante la amplitud de este precepto, cuando
la competencia controvertida hubiera sido atribuida por una norma con rango de ley,
el conflicto ha de tramitarse como recurso de inconstitucionalidad (art. 67 LOTC).

Existen dos tipos de conflictos de competencia: los positivos y los negativos. Los
primeros(mas habituales) enfrentan al Estado y a la Comunidad Autónoma —o a éstas
entre sí— en relación con el ejercicio de una competencia; los segundos, en cambio los
enfrentan por negar ambas partes ser titulares de la competencia..

El reparto de competencias entre Estado y Comunidades Autónomas no se realiza


directamente por la Constitución; se realiza a partir de la Norma Fundamental por los
Estatutos de Autonomía y, excepcionalmente, por otras normas a las que bien la
Constitución, bien los Estatutos se remiten. A este conjunto normativo es al que se

138
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

denomina «bloque de la constitucionalidad. El Tribunal Constitucional, en


consecuencia, al resolver los conflictos de competencia, no ha de aplicar sólo la
Constitución; junto a ella, o bajo el marco por ella establecido, lo que debe de aplicar e
interpretar es todo el bloque de la constitucionalidad.

b) Legitimación

Para plantear un conflicto positivo de competencias están legitimados exclusivamente


el Gobierno del Estado y los órganos ejecutivos superiores de las Comunidades
Autónomas (arts. 62 y 63.1 LOTC).

C) Procedimiento

El procedimiento previsto para resolver los conflictos positivos de competencia no es


uniforme ya que Estado y Comunidades Autónomas no se encuentran legalmente en
una posición idéntica. Cuando quien suscita el conflicto es el Gobierno de la Nación,
éste puede actuar de dos formas: bien interponiendo directamente el conflicto ante el
Tribunal Constitucional, bien, como es habitual, requiriendo antes a la Comunidad
Autónoma para que derogue o anule la disposición o actos que considera causantes del
conflicto (art. 62 LOTC). En el supuesto de que quien inicie el conflicto sea una
Comunidad Autónoma, ésta debe necesariamente requerir al Estado o a la otra
Comunidad Autónoma para que proceda en la forma indicada (art. 63.1 LOTC). El
requerimiento previo pretende, pues, abrir una vía de entendimiento que evite el
conflicto propiamente dicho.

El plazo para plantear el conflicto directamente o para requerir es de dos meses a


partir de la publicación o comunicación del acto o disposición viciados de
incompetencia. Cuando ha existido requerimiento previo y éste no ha dado el
resultado esperado, el conflicto de competencia puede formalizarse ante el Tribunal
Constitucional en el plazo de un mes a contar desde el rechazo del requerimiento. Éste,
en todo caso, se entiende rechazado si no ha sido resuelto expresamente en el plazo de
un mes desde que se formulara.

El objeto del conflicto no podrá exceder del contenido del requerimiento previo, de
forma que, cuando éste ha existido, ninguna cuestión no planteada allí puede
suscitarse ante el Tribunal Constitucional.

La distinta posición del Estado y de las Comunidades Autónomas en el procedimiento


de resolución de los conflictos de competencia tiene otra manifestación en los efectos
que puede tener su planteamiento. Si el Gobierno invoca el art. 161.2 de la CE, el acto o
resolución supuestamente viciado queda automáticamente suspendido por un plazo
no superior a cinco meses; transcurrido dicho período, el Tribunal Constitucional, si no
ha resuelto el conflicto, puede decretar el levantamiento o la continuación de la
suspensión; no obstante, puede solicitarse por la Comunidad Autónoma afectada el
levantamiento de la suspensión antes de que transcurran los cinco meses (ATC 154/94,
caso Levantamiento de suspensión). Esa facultad de suspensión automática que
concede el art. 161.2 de la CE no puede, en cambio, utilizarse por las Comunidades

139
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

Autónomas. En estos casos, de todas formas, es posible solicitar al Tribunal


Constitucional la suspensión del acto o norma estatal, decidiendo éste libremente a la
vista de los perjuicios que puedan generarse en cada supuesto (art. 64.3 LOTC).

La LOTC, frente a lo que prevé en otros procedimientos, no establece expresamente la


posibilidad de inadmitir conflictos positivos de competencia cuando éstos no cumplan
los requisitos legalmente establecidos. A pesar de ese silencio, ha habido casos en los
que no se ha admitido a trámite conflictos de competencia por incumplir
manifiestamente los citados requisitos.

Tras formalizar el conflicto, y comparecidas las partes afectadas, el Gobierno de la


Nación y/o el órgano u órganos ejecutivos superiores de las Comunidades Autónomas,
se presentan las alegaciones que se estimen convenientes. Examinadas dichas
alegaciones, el Tribunal Constitucional dicta sentencia.

d) Contenido y efectos de las sentencias

Las sentencias que resuelven conflictos de competencia han de determinar a quién


corresponde ejercer la competencia controvertida de acuerdo con lo dispuesto por el
bloque de la constitucionalidad. Asimismo, el art. 66 de la LOTC dispone que la
sentencia podrá anular la disposición, resolución o acto que dio lugar al conflicto si
estuviere viciado de incompetencia. En cada caso el Tribunal puede modular, pues, los
efectos que la decisión haya de tener sobre las situaciones creadas a partir del acto o
disposición anulado.

e) Los conflictos negativos de competencia

Los conflictos negativos pueden ser de dos tipos.

El primer supuesto legal de conflictos negativos de competencia es el de los que surgen


como consecuencia de la negativa de dos Administraciones Públicas, correspondientes
una al Estado y la otra a una Comunidad Autónoma —o a dos Comunidades—, a
considerarse competentes para resolver una pretensión de cualquier persona física o
jurídica. Si esa persona, formulada la pretensión ante una Administración, recibe una
contestación consistente en entender que no posee competencia, agotados los recursos
administrativos oportunos, ha de acudir ante la Administración del ente que se haya
indicado como competente. Si esta nueva Administración declina, asimismo, su
competencia, el requirente podrá acudir en el plazo de un mes ante el Tribunal
Constitucional. Éste, constatado que el fundamento de la negativa de las
Administraciones es una determinada interpretación del bloque de la
constitucionalidad y que se cumplen los requisitos formales para el planteamiento del
conflicto, lo admitirá a trámite. Oídos el recurrente, las Administraciones afectadas y
cualquiera otra parte que se considere procedente, se dicta sentencia determinando a
qué ente corresponde la competencia controvertida.

Los arts. 71 y 72 de la LOTC regulan una segunda modalidad de conflicto negativo de


competencia. Se trata de supuestos en los que es el Estado, a través del Gobierno, quien

140
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

requiere al órgano ejecutivo superior de la Comunidad Autónoma para que ésta


ejercite una competencia que le corresponde. Si el requerimiento es desatendido, en el
plazo de un mes, el Gobierno puede plantear el conflicto, que sigue un procedimiento
similar al descrito previamente. Este último tipo de conflicto no puede plantearse por
una Comunidad Autónoma frente al Estado.

9. LAS IMPUGNACIONES DEL TÍTULO V DE LA LOTC

Dentro del esquema de organización territorial descentralizada de poder que supone el


Estado de las Autonomías, el art. 161.2 de la CE atribuye otra competencia al Tribunal
Constitucional. El citado precepto establece: «El Gobierno podrá impugnar ante el
Tribunal Constitucional las disposiciones y resoluciones adoptadas por los órganos de
las Comunidades Autónomas». El Título V de la LOTC y la posterior jurisprudencia
del Tribunal Constitucional han ido concretado el alcance de esta competencia: se trata
de la posibilidad de recurrir actos o disposiciones con rango infralegal de las
Comunidades Autónomas que el Estado considere contrarios a la Constitución por
motivos distintos del reparto de competencias ya que, en este último caso, es el
conflicto de competencia la vía procesal adecuada para su resolución (STC 64/1990,
caso Traslado de industrias a Galicia). La STC 42/2014 (caso Declaración de soberanía y
del derecho a decidir del pueblo de Cataluña), concreta aún más el objeto de estas
impugnaciones exigiendo que los actos recurridos posean naturaleza jurídica, que sean
manifestación de la voluntad institucional de una Comunidad Autónoma, que no se
trate de actos de trámite y que, al menos indiciariamente, tengan capacidad de
producir efectos jurídicos.

La particularidad de este tipo de impugnaciones radica en que sólo el Estado, a través


del Gobierno, puede plantearlas; a las Comunidades Autónomas, pues, no les es
posible usar esta vía procesal para recurrir actos o disposiciones del Estado.

Una segunda particularidad viene dada por la suspensión automática del acto
recurrido que la impugnación trae consigo durante cinco meses.

Transcurrido ese plazo la suspensión puede levantarse por el Tribunal Constitucional


si así lo estima conveniente, siendo posible, en todo caso, que la Comunidad
Autónoma solicite el levantamiento antes de los cinco meses.

La tramitación procesal de las impugnaciones del art. 161.2 de la CE es la misma que la


de los conflictos positivos de competencia (art. 77 LOTC).

10. LOS CONFLICTOS EN DEFENSA DE LA AUTONOMÍA LOCAL

La L.O. 7/99 otorgó al Tribunal Constitucional una competencia no prevista en la


Constitución: la resolución de los conflictos en defensa de la autonomía local.

a) Objeto

141
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

Pese a lo que pudiera deducirse de la denominación dada a esta competencia,


mediante la misma no puede impugnarse cualquier vulneración de la autonomía local;
el objeto de este conflicto se encuentra doblemente limitado. Por un lado, sólo la
vulneración de la autonomía local «constitucionalmente garantizada» (art. 75.bis.1
LOTC), de forma que, en principio, quedan fuera de este conflicto las lesiones del
contenido de la autonomía local que venga directamente configurado por normas
infra-constitucionales (STC 240/06, caso Suelo de Ceuta). Esto resulta especialmente
relevante si se tiene en cuenta que el contenido de la autonomía local se define
básicamente en la ley, siendo muy difícil de precisar el contenido estrictamente
constitucional. Por otro lado, sólo pueden dar lugar al conflicto las lesiones que sean
directamente imputables a normas con fuerza de ley, estatales o de las Comunidades
Autónomas, sin que, por el contrario, las lesiones anudadas a normas o actos
infralegales puedan fundar un conflicto constitucional, debiendo buscar su reparación
a través de la jurisdicción ordinaria.

b) Legitimación

La legitimación para substanciar el conflicto es sumamente restringida, dando lugar a


una compleja regulación al respecto. El art. 75.ter.1 de la LOTC reconoce, en primer
lugar, legitimación a los entes locales (municipio o provincia) que sean destinatarios
únicos de la norma que se considera lesiva de la autonomía local. En los demás casos,
es decir, cuando el destinatario no es único, se impone una legitimación colectiva
consistente, para los municipios, en que la acción la ejerzan al menos 1/7 de los
existentes en el ámbito territorial de aplicación de la norma, debiendo, a su vez,
representar al menos a 1/6 de la población existente en dicho ámbito territorial.
Respecto de las provincias, los criterios son similares, debiendo plantearse el conflicto
al menos por la mitad de las provincias afectadas que representen, a su vez, a la mitad
de la población. Las Disposiciones Adicionales 3ª, 4ª y 5ª.3 de la LOTC establecen una
serie de reglas especiales para los Cabildos y Consejos insulares, y para las
instituciones de los Territorios Históricos del País Vasco.

Los acuerdos de interposición del conflicto deberán adoptarse por mayoría absoluta de
los miembros del Pleno del correspondiente órgano de cada corporación local.

c) Procedimiento

La LOTC prevé en estos conflictos la necesidad de evacuar un trámite previo a la


interposición efectiva del conflicto ya que, antes de producirse ésta, el Consejo de
Estado u órgano consultivo de la correspondiente Comunidad Autónoma debe
preceptivamente emitir un dictamen no vinculante sobre la procedencia o no del
correspondiente conflicto. La solicitud de emisión del mismo debe formalizarse dentro
de los tres meses siguientes a la publicación de la norma con fuerza de ley
supuestamente lesiva de la autonomía local. Dentro del mes siguiente a la emisión del
dictamen puede substanciarse el conflicto ante el Tribunal Constitucional (art. 75
quáter LOTC); no obstante, nada se dice respecto del plazo del órgano consultivo para
emitir dictamen, por lo que habrá que estar a la legislación concreta que regule la

142
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

actividad del correspondiente órgano consultivo. Planteado formalmente el conflicto, el


art. 75 quinque de la LOTC establece una fase de admisión, en la cual el Tribunal podrá
decretar la inadmisión del conflicto tanto por razones procesales insubsanables, como
por motivos de fondo: la notoria falta de fundamento. Admitido a trámite el conflicto,
se notifica al Gobierno y a las Cámaras, así como, en su caso, al ejecutivo y legislativo
de la Comunidad Autónoma de la que hubiera emanado la norma objeto de conflicto;
oídas las alegaciones de los órganos personados, el Pleno del Tribunal dicta sentencia.

d) Contenido y efectos de la sentencia

La sentencia que resuelve el conflicto declarará si existe o no lesión de la autonomía


local, determinando a quién corresponde la titularidad de la competencia controvertida
y contando con amplias facultades para decidir lo que proceda sobre las situaciones de
hecho y de derecho creadas al amparo de la norma lesiva de la autonomía local. Sin
embargo, como ya se señaló anteriormente, la sentencia no puede contener una
declaración de inconstitucionalidad de la norma con fuerza de ley; para obtener dicha
declaración, el Pleno debe plantearse ante sí mismo una «autocuestión» de
inconstitucionalidad que, tramitada como las cuestiones de inconstitucionalidad,
deberá pronunciarse sobre la regularidad constitucional de la norma (art. 75.quinque.6
LOTC).

11. LOS CONFLICTOS DE ATRIBUCIONES

La LOTC, en el Capítulo III del Título IV, regula la resolución de los conflictos entre
órganos del Estado o conflictos de atribuciones. Esta competencia no está
expresamente prevista por la Constitución, siendo introducida en la LOTC [art. 10.c)]
en virtud de la cláusula del art. 161.1.d) de la CE.

a) Objeto

Como se deriva del propio tenor del art. 10.c) LOTC, el objeto de estos conflictos es
resolver las controversias que, dentro de los poderes del Estado, surgen sobre el
reparto de atribuciones entre ellos. Se trata, pues, de una competencia que escapa de la
organización territorial, centrándose exclusivamente en los poderes del Estado central
y, más en concreto, en los órganos constitucionales que presiden la organización de
esos poderes. El conflicto de atribuciones surge, pues, sólo cuando alguno de esos
órganos constitucionales entiende que otro de ellos ha invadido su esfera de actuación;
no obstante, la STC 234/00 (caso Declaración de urgencia) ha interpretado que su
finalidad no es sólo reivindicar una potestad concreta sino, más genéricamente,
proteger la esfera de actuación de un órgano constitucional frente a la acción de otro.
Para enjuiciar los actos impugnados, el Tribunal Constitucional debe tener presente la
Constitución y las leyes orgánicas atributivas de competencias (art. 73.1 LOTC).

b) Legitimación

143
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

Como fácilmente se deduce de lo expuesto, sólo los órganos constitucionales que


culminan la organización de los distintos poderes del Estado pueden plantear un
conflicto de atribuciones; en consecuencia, esa legitimación está restringida a los plenos
del Gobierno, Congreso de los Diputados, Senado y Consejo General del Poder Judicial
(art. 59.3 LOTC).

c) Procedimiento

Cualquiera de los órganos previamente citados que considere que otro de ellos ha
adoptado decisiones asumiendo atribuciones que constitucionalmente le corresponde,
mediante acuerdo de su Pleno, se lo hará saber al órgano presuntamente invasor,
solicitado que revoque la decisión o decisiones correspondientes. Si éste último
afirmare de manera expresa o tácita que ha actuado dentro de sus atribuciones,
quedará abierta la vía al planteamiento del conflicto ante el Tribunal Constitucional.
Éste, oídos el órgano requerido y el requirente, y, si lo estima oportuno, el resto de los
órganos constitucionales legitimados para suscitar conflictos de atribuciones, dicta
sentencia determinando a qué órgano corresponde la atribución constitucional
controvertida; asimismo declara la nulidad de los actos viciados de incompetencia.

d) El supuesto del art. 8 de la LOTCu

El art. 8 de la LOTCu atribuye al Tribunal Constitucional la resolución de los conflictos


que puedan plantearse en torno a las competencias o atribuciones del Tribunal de
Cuentas. El procedimiento que debe seguirse es el establecido para los conflictos de
atribuciones, siendo, incluso, las Cámaras quienes han de formalizar el conflicto a
propuesta del Tribunal de Cuentas puesto que éste actúa como delegado de las Cortes
Generales (art. 3, apdo. p] de la Ley 7/88, de Funcionamiento del Tribunal de Cuentas).

12. DEFENSA DE LA JURISDICCIÓN DEL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL

La reforma de la LOTC introducida por la L.O. 6/2007 dotó al Tribunal Constitucional


de una nueva competencia: la defensa de su propia jurisdicción (art. 4 LOTC). Como se
vio en la lección anterior, y señala el art. 1.2 de la LOTC, el Tribunal es «único en su
orden y extiende su jurisdicción a todo el territorio nacional». Ello comporta, como es
lógico, que sea el propio Tribunal Constitucional el que determine cuáles son los
límites de su competencia y jurisdicción, y el que, como también se vio y recuerda el
art. 4.2 de la LOTC, sus decisiones no puedan ser revisadas ni enjuiciadas por ningún
otro órgano del Estado (STC 133 /2013, caso Autoamparo). En principio, para el
aseguramiento de estos principios debería bastar con la correcta comprensión del
sistema institucional en su conjunto por parte de todas las instituciones del Estado.
Pero no cabe excluir que, aunque sea excepcionalmente, algún órgano del Estado
pueda adoptar decisiones que supongan el quebranto de estos principios y, por tanto,
la invasión de la jurisdicción que constitucional y legalmente se reserva al Tribunal
Constitucional. Por ello, se ha dotado a éste de esta competencia, que permite al
Tribunal defender su jurisdicción, y así su status. Para ello se prevé que el propio

144
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

Tribunal pueda anular el acto o resolución que comporte una invasión de este género
(art. 4.1 LOTC).

Por lo que respecta al procedimiento a seguir, el art. 10.1.h de la LOTC atribuye la


competencia para estas declaraciones de nulidad al Pleno del Tribunal. La
correspondiente decisión debe adoptarse, como es lógico, de forma motivada, y previa
audiencia del Ministerio Fiscal y del órgano del que haya emanado el acto o resolución
invasor de la jurisdicción del Tribunal.

IX. LA ORGANIZACIÓN TERRITORIAL DEL ESTADO

Leccion 32

Principios generales de la organización territorial del Estado

1. LA FORMA TERRITORIAL DEL ESTADO

Uno de los temas más importantes y conflictivos que las Cortes Constituyentes
debieron abordar fue el de la organización territorial del Estado, que encontró
respuesta en el Título VIII de la CE. Si definir cuál es la estructura territorial que debe
adoptarse en una constitución es siempre una tarea relevante, en el caso español lo fue
aún más; aunque España es uno de los Estados más antiguos de Europa, ha sido una
constante histórica la ausencia de una solución general y pacíficamente aceptada al
problema de su articulación territorial. La existencia de zonas del territorio nacional
con particularidades históricas, culturales y lingüísticas es un hecho incontestable,
como lo es también el que durante la historia jurídico-política de España no se ha
encontrado una fórmula pacífica de integración. El tradicional centralismo tiene sus
manifestaciones histórico-jurídicas más importantes en los Decretos de Nueva Planta
de Felipe V, dictados durante los primeros años del siglo XVIII, que acabaron con los
elementos más importantes de los regímenes particulares de los territorios de la
Monarquía hispánica, y, ya en la España contemporánea, en la estructura provincial
desarrollada a partir de 1833 sobre el modelo diseñado por Javier de Burgos. Ese
centralismo se vio aún acrecentado durante el régimen del General Franco; este
régimen tuvo como una de sus características la concentración del poder en todas sus
dimensiones, incluida la territorial. En definitiva, las reivindicaciones de autogobierno,
aunque de desigual intensidad, fueron una constante tanto en la transición política
como en el proceso constituyente. A ello hay que añadir una conciencia generalizada
de que, incluso allí donde no existían esas particularidades históricas, razones de tipo
técnico (gestión de los asuntos públicos) y político (acercamiento de los centros de
toma de algunas decisiones al ciudadano) imponían la ruptura con el sistema
centralista, abriendo paso a un proceso de descentralización. No deja de ser
significativo que, ya antes de aprobarse la Constitución, se articulara un primer
proceso de descentralización mediante lo que se dieron en llamar las «preautonomías»,
proceso que, aunque tímido, posteriormente tuvo influencia en la construcción
constitucional del modelo territorial del Estado.

145
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

La solución que la Constitución dio al problema de cómo articular territorialmente el


Estado se encuentra en el art. 2 en el que se afirma: «La Constitución se fundamenta en
la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de los
españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y
regiones que la integran y la solidaridad entre ellas». Dos son, pues, los pilares sobre
los que se asienta la organización territorial: unidad y autonomía.

Esa autonomía, se reconoce, pues, en primer lugar respecto de «nacionalidades y


regiones»; sin embargo, una cierta capacidad de autogobierno y autoorganización (no
otra cosa es la autonomía), se reconoce también a otros entes que integran el Estado,
entendido en su conjunto. En efecto, el art. 137 de la CE afirma: «El Estado se organiza
territorialmente en municipios, en provincias y en las Comunidades Autónomas…
Todas estas entidades gozan de autonomía para la gestión de sus respectivos
intereses». La autonomía se predica, pues, de todos los distintos niveles de
organización político-administrativa si bien la naturaleza y alcance de esa autonomía
no son iguales, distinguiéndose dos grandes niveles: la autonomía local y la autonomía
de nacionalidades y regiones.

El art. 2 de la CE vincula el principio de autonomía con el de unidad. Y es que el


reconocimiento mismo de la autonomía supone que ésta tiene un carácter limitado
puesto que la autonomía únicamente puede predicarse respecto de un poder más
amplio en cuyo seno se incardina. Sólo, pues, allí donde hay unidad puede reconocerse
autonomía, de manera que ambos principios, unidad y autonomía, se encuentran
indisolublemente conectados. El Tribunal Constitucional, ya desde una de sus primeras
sentencias, dejó constancia del carácter limitado de la autonomía y de su vinculación a
la idea de unidad. En efecto, autonomía no es soberanía…, y dado que cada
organización territorial dotada de autonomía es una parte del todo, en ningún caso el
principio de autonomía puede oponerse al de unidad, sino que es precisamente dentro
de éste donde alcanza su verdadero sentido, como expresa el art. 2 de la Constitución»
(STC 4/81, caso Ley de Bases de Régimen Local).

Esta misma idea está detrás del rechazo por parte del Tribunal Constitucional de
cualquier vinculación entre autonomía, soberanía y derecho de autodeterminación,
afirmando que el único sujeto soberano es el pueblo español (SSTC 42/2014, caso
Declaración de soberanía y del derecho a decidir y 259/2015, caso Declaración sobre
proceso de creación de un Estado catalán.

La Constitución, en definitiva, a la hora de configurar el Estado desde el punto de vista


territorial se inscribe en la larga lista de normas fundamentales que, con una fórmula u
otra, han abierto el paso a la distribución del poder entre distintos entes territoriales
que se enmarcan dentro del Estado. Ahora bien, para concretar cuál es la forma de
Estado adoptada, el elemento fundamental es la autonomía de nacionalidades y
regiones dado su contenido netamente político; la autonomía de los entes locales posee
una dimensión política menor y, en consecuencia, es un elemento auxiliar en la
definición de la forma territorial del Estado.

146
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

La peculiaridad más importante de la Constitución española, básicamente, evitar la


definición de la forma de Estado, dejando abierto un proceso complejo desde el punto
de vista jurídico y político de concreción de la organización territorial del Estado. El
art. 2 de la CE, concibe la autonomía de nacionalidades y regiones como un «derecho»,
y, como tal, podía ejercitarse o no (principio dispositivo de la autonomía). La forma
territorial del Estado sólo es, pues, comprensible a la luz del resultado del ejercicio de
ese derecho. Dicho ejercicio, sin embargo, está en gran medida reglamentado
constitucionalmente puesto que, la Norma Fundamental ha fijado sus límites tanto
formales o de procedimiento, como materiales, predeterminando qué competencias
pueden asumirse y cuáles deben ejercerse por los poderes centrales.

El proceso de descentralización cuya puerta dejaba abierta la Constitución se ha


llevado a cabo a través, sobre todo, de la aprobación de los Estatutos de Autonomía.
Dos ideas deben destacarse del resultado al que se ha llegado; por un lado, el proceso
no se encuentra necesariamente cerrado, de manera que, como más adelante se verá,
puede aumentarse el margen de autonomía de nacionalidades y regiones sin necesidad
de modificar la Constitución.

La segunda idea que debe destacarse en este momento es que la falta de definición
constitucional de la forma territorial del Estado no ha sido sustituida por una
definición posterior. La estructura territorial del Estado no encaja en ninguna de las
categorías tradicionales del Derecho Público, categorías que, por otra parte, tampoco
responden a unos modelos perfectamente delimitados y que, en consecuencia, inducen
a menudo a confusión. El modelo español utiliza técnicas tanto del federalismo
tradicional como del Estado regional, y, si hubiera que intentar concretar el tipo de
autonomía territorial, podría afirmarse que España, constituida en lo que se ha dado en
denominar el «Estado de las Autonomías», es hoy un Estado descentralizado que se
aproxima en su estructura a los Estados federales.

Como consecuencia del reconocimiento de la autonomía en el seno del Estado, este


concepto de «Estado» adquiere un doble significado, y así es utilizado por la propia
Constitución, por el resto del ordenamiento, por la jurisprudencia y por la doctrina. En
un primer sentido, el Estado sirve para definir el ente soberano que es España (art. 1
CE, por ejemplo) y en su seno se incluyen todos y cada uno de los entes
jurídicopúblicos que lo integran. Pero existe un segundo sentido del concepto Estado;
la unidad estatal exige que, junto a los entes autónomos, exista un aparato
jurídicopúblico que identifique esa unidad y que ejerza, en todas sus dimensiones, las
potestades a ella vinculadas. A ese aparato unitario, en el que se integran los poderes
centrales, también se le denomina Estado (art. 149.1 CE, por ejemplo),

2. LA AUTONOMÍA LOCAL

El art. 137 de la CE reconoce la autonomía no sólo de nacionalidades y regiones, sino


también de municipios y provincias, confirmándose dicha autonomía en los arts. 140 y
141, respectivamente. Sin embargo, los titulares de la autonomía local no se limitan a
las dos entidades citadas; junto a ellas, la propia Constitución reconoce también la

147
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

existencia de administraciones propias para la islas (art. 141.4) e, incluso, la posibilidad


de que se creen entidades supramunicipales distintas de la provincia (art. 141.3). Todos
estos entes gozan, pues, de autonomía, a la vez que son elementos estructurales y de
configuración del Estado.

El mayor problema que plantea la comprensión constitucional de la autonomía local es


el de determinar su naturaleza y alcance. Generalmente se señala que la diferencia
entre la autonomía de nacionalidades y regiones, por una parte, y la de las
administraciones locales, por otra, es el carácter político de la primera frente al
administrativo de las segundas. Estas categorías son de perfiles muy imprecisos ya
que, por ejemplo, no puede negarse que la autonomía local posee un marcado carácter
político, aunque sólo sea por el hecho de que sus autoridades cuentan con legitimación
democrática directa, al menos en el caso de los ayuntamientos. En todo caso, existen
claras diferencias cuantitativas y cualitativas entre ambos tipos de autonomía.

a) La autonomía de nacionalidades y regiones es mucho más amplia que aquella de la


que gozan los entes locales. Ello se manifiesta no sólo en las competencias de las que
cada una de ellas disfruta, sino también en su régimen jurídico-político.

b) La autonomía local posee una regulación constitucional mucho más parca que la de
nacionalidades y regiones. La Constitución se limita a fijar algunos principios muy
generales respecto de las autonomías locales, que posteriormente encuentran
desarrollo en la legislación ordinaria.

c) La autonomía local tiene una dimensión básicamente administrativa, limitándose al


ejercicio de funciones ejecutivas y reglamentarias. Los entes locales no gozan, pues, de
competencias de naturaleza legislativa, frente a lo que sucede con las Comunidades
Autónomas. Debe señalarse, sin embargo, a este respecto que el ámbito de algunas
Comunidades Autónomas coincide con la Provincia (Comunidades Autónomas
uniprovinciales), razón por la cual cuentan con las competencias típicas de ambos
entes. También hay que indicar que en el País Vasco existe una organización territorial
interna peculiar, con reflejo incluso en la Disposición Adicional Primera de la CE; ello
hace que los llamados Territorios Históricos (cuyo ámbito coincide con las provincias
vascas) posean un régimen particular de competencias, contando con potestades,
incluso, de tipo legislativo según el art. 37 del EAPV.

d) Las Comunidades Autónomas tienen fijado su marco de autonomía por la


Constitución y por los Estatutos de Autonomía, básicamente. Sin embargo, la
autonomía local se establece, a partir de los principios constitucionalmente
determinados, por la legislación ordinaria. Esta, a su vez, tiene un doble origen. Por un
lado, las grandes líneas del régimen local se encuentran establecidas por el Estado, con
arreglo al art. 149.1.18 de la CE, en la L. 7/1985, de 2 de abril, reguladora de las Bases de
Régimen Local, desarrollada por el RDLg. 781/1986, de 18 de abril, por el que se
aprueba el Texto Refundido de las Disposiciones Legales en Materia de Régimen Local;
pero, a su vez, también las Comunidades Autónomas pueden incidir en la regulación
del régimen local de su territorio.

148
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

3. LAS BASES CONSTITUCIONALES DE LA ADMINISTRACIÓN LOCAL

Vistos los rasgos más significativos de la autonomía local, procede ahora concretar
cuáles son las bases constitucionales de la misma.

a) La autonomía local como garantía institucional

En primer lugar, la Constitución establece una garantía institucional para


determinados entes locales. Esta garantía institucional tiene, a su vez, una doble
dimensión. Por un lado, supone que esos entes locales deben existir jurídicamente
como tales, sin que la acción de los poderes públicos con competencia para regularlos
—Estado o Comunidad Autónoma— pueda hacerlos desaparecer. Esos entes, como ya
se ha visto, son los municipios (art. 137 CE), las provincias (art. 141 CE) y las islas (art.
141.4. CE). La segunda dimensión de la garantía institucional, íntimamente ligada a la
primera, se concreta en la exigencia constitucional de que, cualquiera que sea la
regulación que se haga de los entes locales, debe respetarse un ámbito propio de
autonomía, tanto en su dimensión organizativa como funcional; dicho de otra manera,
existe un núcleo mínimo de capacidad de autoorganización y de potestades que tiene
que asegurarse para poder reconocer a los entes locales como autónomos, tal como
ordena la Constitución.

b) El contenido de la autonomía local

Por lo que respecta a las competencias que corresponden a los entes locales, la
Constitución no las precisa. Se trata de una materia que encuentra su regulación en la
legislación ordinaria, tanto estatal como de las Comunidades Autónomas puesto que
éstas tienen asumidas competencias sobre régimen local. La Constitución se limita a
señalar que los entes locales gozan de autonomía «para la gestión de sus respectivos
intereses» (art. 137 CE). La regulación de la materia da contenido a ese principio
general atendiendo a múltiples criterios, al ámbito territorial de cada tipo de ente,
respetando el «derecho de la comunidad local a participar, a través de órganos propios,
en el gobierno y administración de cuantos asuntos le atañen» (STC 27/87, caso
Diputaciones Valencianas). En todo caso, debe recordarse que los entes locales carecen
de competencias legislativas.

Debe indicarse, por otra parte, que España ha ratificado la Carta Europea de la
Autonomía Local, convenio que ofrece contenidos concretos para determinar el alcance
de dicha autonomía y que, en consecuencia, puede y debe servir como guía para
interpretar su alcance interno. La STC 132/2014 (caso Torremontalbo y Uruñuela, ha
resumido el contenido de la autonomía local así: «se configura como una garantía
institucional con un contenido mínimo que el legislador debe respetar y que se
concreta, básicamente, en el derecho de la comunidad local a participar a través de
órganos propios en el gobierno y administración de cuantos asuntos le atañen,

149
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

graduándose la intensidad de esta participación en función de la relación existente


entre los intereses locales y supralocales dentro de tales asuntos o materias. Para el
ejercicio de esa participación en el gobierno y administración en cuanto les atañe, los
órganos representativos de la comunidad local han de estar dotados de las potestades
sin las que ninguna actuación autonómica es posible (STC 32/1981, FJ 4) (STC 40/1998,
de 19 de febrero, FJ 39). Tal como declaramos en la STC 159/2001, de 5 de julio, FJ 5, se
trata de una noción muy similar a la que luego fue acogida por la Carta Europea de la
Autonomía Local de 1985 (ratificada por España en 1988), cuyo art. 3 (“Concepto de la
autonomía local”) establece que “por autonomía local se entiende el derecho y la
capacidad efectiva de las entidades locales de ordenar y gestionar una parte
importante de los asuntos públicos, en el marco de la ley, bajo su propia
responsabilidad y en beneficio de sus habitantes”. …. Más allá de este límite de
contenido mínimo que protege la garantía institucional la autonomía local “es un
concepto jurídico de contenido legal, que permite configuraciones legales diversas,
válidas en cuanto respeten aquella garantía institucional. Por tanto en relación con el
juicio de constitucionalidad sólo cabe comprobar si el legislador ha respetado esa
garantía institucional”. (STC 240/2006, de 20 de julio, FJ 8, con cita, entre otras, de la
STC 170/1989, de 19 de octubre, FJ 9)».

d) Organización

Garantizada su existencia, la Constitución establece normas en relación con la


organización de los entes locales. En este campo, a su vez, hay que diferenciar la
regulación fijada respecto de cada tipo de ente.

a) Municipios. Por lo que respecta a los municipios, tras afirmar que gozarán de
personalidad jurídica propia, el art. 140 de la CE señala como órgano de gobierno y
administración de los mismos a los Ayuntamientos. A su vez, dentro de éstos, prevé la
existencia de un doble régimen jurídico.

– En primer lugar reconoce la existencia del régimen de «concejo abierto», limitándose


a remitir a la legislación ordinaria para su regulación. El concejo abierto es una fórmula
de democracia directa, con cierto arraigo en determinadas zonas del país, consistente
en que el gobierno municipal se desarrolla directamente por la asamblea de vecinos del
municipio, bajo la dirección de un Alcalde. Se trata, sin embargo, de un sistema de
organización excepcional, limitado legalmente a los municipios con menos de cien
habitantes o que disfrutaran de este régimen tradicionalmente; asimismo, se permite
que, si así lo aconsejan las circunstancias, otros municipios puedan también regirse por
este sistema de autogobierno local (art. 29.1 LBRL)

– El régimen común de gobierno municipal es el del Ayuntamiento, compuesto por


Alcalde y Concejales. El art. 140 de la CE establece la obligación de que los Concejales
sean elegidos mediante sufragio universal, libre, directo y secreto por los vecinos del

150
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

municipio, habiéndose excluido la posibilidad de que existan concejales no electos


(STC 103/2013, caso Concejales no electos). Por su parte, el Alcalde puede ser elegido
bien por los propios vecinos, bien por los Concejales. La LBRL concreta los aspectos
básicos de la organización del Ayuntamiento, mientras que la LOREG lo hace respecto
del modo de elección. Por lo que respecta al terreno estrictamente organizativo, se
establecen por el art. 20 de la LBRL como órganos del Ayuntamiento de necesaria
existencia los siguientes: Alcalde, Tenientes de Alcalde y Pleno, así como una Comisión
de Gobierno en municipios de más de cinco mil habitantes. El número de Concejales
depende del número de residentes en el municipio, y va desde 5 a 25 (art. 179.1
LOREG).

El sistema electoral municipal es muy similar al general, destacando, entre las


diferencias más importantes, el que la barrera mínima que debe superarse para obtener
representación es el 5% en lugar del 3%. Aunque la fórmula electoral general es la
proporcional (sistema D’Hondt), en los municipios de entre 100 y 250 habitantes se
aplica el sistema mayoritario de voto limitado (sólo puede votarse a cuatro candidatos
para cubrir las cinco concejalías —art. 184 LOREG—). Hay que destacar, también, que,
de acuerdo con lo establecido en el art. 13.2 de la CE y 176 de la LOREG, gozan de
derecho de sufragio activo en las elecciones municipales los nacionales de otros países
que residan en España, aunque el reconocimiento de ese derecho, al margen de otros
posibles requisitos, está sometido al principio de reciprocidad. Por otra parte, de
acuerdo con el TUE, los ciudadanos de países comunitarios son electores y elegibles en
los municipios en que residan, con independencia de su nacionalidad.

En relación con la designación del Alcalde, si el cabeza de alguna lista obtiene la


mayoría absoluta de los votos de los Concejales queda proclamado Alcalde; si ninguno
alcanza esa mayoría, resulta elegido Alcalde el cabeza de la lista más votada (art. 196
LOREG). En todo caso, el Alcalde puede ser removido mediante la aprobación de una
moción de censura constructiva (art. 197 LOREG).

b) Provincias. Por lo que respecta a las provincias, la Constitución realiza una


regulación menos amplia que la de los municipios. Además de garantizar su existencia,
la Constitución se limita a establecer las siguientes reglas generales.

Junto al reconocimiento de personalidad jurídica propia, el art. 141.1 de la CE señala


que sólo las Cortes Generales, mediante ley orgánica, pueden modificar los límites de
las provincias. Ello responde al hecho de que la provincia tiene una doble dimensión
jurídica; además de un ente local con autonomía, ha sido, tradicionalmente, la unidad
administrativa básica adoptada por el Estado para el cumplimiento de sus actividades.
Sin embargo, la LOFAGE ha relativizado ese papel de la provincia dando una creciente
importancia a la Comunidad Autónoma también como unidad de actuación de la
Administración General del Estado.

En cuanto ente territorial autónomo, la organización político-administrativa de la


provincia es la Diputación Provincial, cuya existencia es también necesaria, aunque
puede adoptar otra denominación (art. 141.1 CE). Las Diputaciones Provinciales están

151
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

formadas por un Presidente y un número de Diputados Provinciales que varía según el


número de residentes de cada provincia (art. 204 LOREG). Los diputados provinciales
son elegidos por los Concejales de los Ayuntamientos de la provincia, y de entre ellos,
mediante un complejo procedimiento regulado por los arts. 204 y ss. de la LOREG; a su
vez, los Diputados provinciales eligen al Presidente de la Diputación por mayoría
absoluta en primera votación; si ningún candidato la alcanza, basta la mayoría simple
en la segunda votación.

Hay que recordar que en las Comunidades Autónomas uniprovinciales la Diputación


Provincial no existe, ejerciendo la Comunidad Autónoma sus competencias y evitando,
así, una duplicidad de aparatos administrativos innecesaria (art. 9 de la L. del Proceso
Autonómico).

c) Las islas. Como ya se ha indicado, el art. 141.4 de la CE garantiza también la


organización propia de las islas que componen los archipiélagos balear y canario a
través de los Consejos y Cabildos insulares, respectivamente. El art. 201 de la LOREG
establece el sistema de elección de los Cabildos insulares canarios mediante sufragio
universal, directo y secreto. También los Consejos insulares de las Islas Baleares se
eligen por sufragio universal de acuerdo con lo establecido en la Ley balear 7/2009.

d) Otros entes locales. Por último dentro del terreno organizativo, la Constitución se
limita a reconocer la posibilidad de que existan otros entes locales supramunicipales
distintos de la provincia (art. 141.3), de naturaleza, pues, comarcal, cuya regulación
corresponde a las Comunidades Autónomas (Título IV LBRL); éstas pueden adoptar la
forma de división territorial que estimen conveniente para su gobierno local (caso de
las Veguerías catalanas), coincida o no con los entes territoriales garantizados por la
Constitución, que no pueden eliminar (STC 31/2010, caso Estatuto de Autonomía de
Cataluña). Asimismo, aunque la Constitución no haga referencia al tema, existen entes
locales inframunicipales, que responden, por lo general, a las necesidades
administrativas de núcleos de población separados unos de otros (art. 45 LBRL).

e) Un caso singular es el de las ciudades de Ceuta y Melilla, que poseen un régimen


jurídico peculiar establecido por sus Estatutos de Autonomía, aprobados
respectivamente por las LLOO 1 y 2/95, que las configuran como ciudades autónomas,
pero no como Comunidades Autónomas.

d) Régimen económico

Las previsiones constitucionales sobre régimen local se cierran con el establecimiento


de las líneas básicas de su régimen económico. El art. 142 de la CE fija los siguientes
principios:

– Las Haciendas Locales han de disponer de medios suficientes para el cumplimiento


de las funciones que el ordenamiento les otorga.

152
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

– Sus fuentes de financiación fundamentales son tres: tributos propios, participación en


los tributos de la Comunidad Autónoma correspondiente y participación en los
tributos del Estado. Esta materia encuentra desarrollo legislativo en la L. 39/88, de 28
de diciembre, reguladora de las Haciendas Locales.

e) La garantía de la autonomía local

La configuración básicamente legal de la autonomía local ha hecho que la tutela de


dicha autonomía se confiera, tradicionalmente, a los tribunales ordinarios y, en
concreto, al orden jurisdiccional contencioso-administrativo. Sin embargo, dicha
garantía se ha reforzado a través de la creación mediante una reforma de la LOTC, del
«conflicto en defensa de la autonomía local». Este conflicto, mediante un complejo
mecanismo procesal, permite a los entes locales acudir ante el Tribunal Constitucional
en defensa de su autonomía frente a la acción del legislador estatal o autonómico.

4. LA AUTONOMÍA DE NACIONALIDADES Y REGIONES

El elemento central de la configuración territorial del Estado realizada por la


Constitución es el reconocimiento del derecho a la autonomía de «nacionalidades y
regiones» que hace el art. 2 y que se concreta en el Capítulo III del Título VIII. La
configuración constitucional de la autonomía responde a cuatro características básicas:
a) se trata de un derecho, b) de contenido fundamentalmente político, c) limitado, y d)
no necesariamente homogéneo. Antes de analizar cada una de estas características,
conviene resaltar una vez más que la definición de la estructura territorial del Estado
fue, posiblemente, el tema más difícil desde el punto de vista político con el que debió
enfrentarse el Constituyente; ello explica muchas de las características de la regulación
constitucional establecida y, en especial, su carácter no cerrado como único medio de
alcanzar el consenso que exigía la Norma Fundamental.

a) La autonomía como derecho: el principio dispositivo

La autonomía de cada una de las nacionalidades y regiones, como ya se apuntó, no está


directamente reconocida como tal en la Constitución, siendo ésta una de las
peculiaridades del texto fundamental respecto de otras Constituciones que estructuran
el Estado de forma descentralizada. La autonomía es un derecho que, como tal, podía
ejercitarse o no; dicho de otra manera, en la Constitución la autonomía era una
posibilidad, no una imposición. No obstante, las distintas nacionalidades y regiones
españolas han ejercitado ese derecho a través de la aprobación de los respectivos
Estatutos de Autonomía en los términos que más adelante se verán. Es importante, sin
embargo, destacar esta «generalización» del fenómeno autonómico, que ha alcanzado a
todo el territorio nacional, configurado hoy por diecisiete Comunidades Autónomas y
dos Ciudades Autónomas.

Otra de las particularidades del reconocimiento del derecho a la autonomía es la


relativa a la titularidad de ese derecho; la Constitución se refiere a un doble tipo de
titular del derecho: nacionalidades y regiones. Con esta dualidad lo que se pretende es
dejar constancia de la existencia de determinadas zonas del territorio cuya autonomía

153
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

encuentra sus fundamentos en una exigencia de autogobierno vinculada a las


particularidades culturales, históricas, geográficas, etc… que se han concretado,
incluso, en la existencia de una cierta conciencia nacional. El uso del concepto,
impreciso jurídicamente, de «nacionalidades» sirvió para poner de manifiesto esas
situaciones sin abrir el debate sobre la existencia de una o más naciones dentro de
España. Con posterioridad, no obstante, la apelación estatutaria al concepto de
«nación» ha sido entendida por el Tribunal Constitucional en el sentido de no
confundirse con su uso en el art. 2 de la CE, aceptándose en «sentido ideológico,
histórico o cultural» (STC 31/2010, caso Estatuto de Autonomía de Cataluña).

La concreción de cuáles eran los límites de las distintas nacionalidades y, sobre todo,
regiones, era otro de los problemas con los que se enfrentaba el constituyente. Éste
optó por dejar la cuestión abierta. Dicho de otra manera, la Constitución tampoco
dibujó el mapa autonómico de España; se limitó a ofrecer en el art. 143.1 de la CE una
serie de criterios para determinar cuáles eran esas nacionalidades y regiones:
«provincias limítrofes con características históricas, culturales y económicas comunes,
los territorios insulares y las provincias con entidad regional histórica».

b) El contenido político de la autonomía

También se señaló previamente que la autonomía de nacionalidades y regiones se


diferencia de la autonomía local, sobre todo, por el contenido político que posee, frente
a la naturaleza administrativa de esta última. Así lo ha destacado el Tribunal
Constitucional, que ha definido a las Comunidades Autónomas como «corporaciones
públicas de base territorial y de naturaleza política» (STC 25/81, caso Legislación
antiterrorista I). Ciertamente, no es sencillo concretar qué significa esa naturaleza
«política» de la autonomía. Fundamentalmente, comporta la capacidad del titular de la
autonomía de trazar y ejecutar una política propia sobre aquellas materias que caen en
el ámbito de su autogobierno, contando para ello, incluso, con potestades legislativas
(STC 13/92, caso Presupuestos Generales del Estado para 1988 y 1989). En este sentido,
se ha definido la autonomía de nacionalidades y regiones como «una capacidad de
autogobierno que configura a la Comunidad Autónoma como una instancia de
decisión política, como un centro de gobierno con capacidad para dirigir políticamente
la comunidad que se asienta en su ámbito territorial, gestionando, según dichas
orientaciones, sus intereses propios, a través de políticas propias, que pueden ser
distintas de las de otras instancias».

c) La autonomía como poder limitado

El concepto mismo de autonomía supone la existencia de unos poderes limitados ya


que la autonomía se incardina dentro de la unidad. Constitucionalmente, esa
naturaleza de la autonomía de nacionalidades y regiones queda claramente puesta de
manifiesto por la definición de los límites en los que se enmarca. Dichos límites, a su

154
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

vez, son de dos tipos. En primer lugar, la Constitución establece las competencias que
corresponden a los poderes centrales del Estado y que, en consecuencia, no pueden ser
asumidas por las Comunidades Autónomas (art. 149 CE). Este precepto sirve, pues,
superado el período inicial de cinco años que se establecía en el art. 148.2 de la CE, para
determinar el marco en el que ha de moverse la asunción de competencias por parte de
las Comunidades Autónomas. Cómo se produce esa asunción de competencias es una
cuestión que se analizará en lecciones posteriores. Debe señalarse ahora, no obstante,
que la Constitución, igual que no reconoce autonomía alguna (sólo derecho a la
autonomía), tampoco atribuye directamente competencia alguna a las Comunidades
Autónomas. La Constitución sólo establece el marco y, en consecuencia, los límites de
las competencias que las Comunidades Autónomas pueden asumir a través de sus
Estatutos de Autonomía y, aunque en menor medida, de otros instrumentos
normativos.

Pero, junto a los límites competenciales establecidos por la Constitución, existen otras
barreras impuestas también por la Norma Fundamental al ejercicio de competencias
por las Comunidades Autónomas. Esos límites derivan directamente de la idea de
unidad, y están formados por aquellos principios generales que articulan unidad del
Estado y autonomía de nacionalidades y regiones. Ahora bien, precisamente por esa
función de articulación, estos principios no sólo limitan la acción de las Comunidades
Autónomas, sino también la de los poderes centrales del Estado. Solidaridad (arts. 2 y
138.1 CE), igualdad de las Comunidades Autónomas (art. 138.2 CE), igualdad de
derechos y obligaciones de los ciudadanos (art. 139.1 CE) y unidad económica (art.
139.2 CE) son los principios más importantes de articulación del Estado de las
Autonomías, y así lo ha sistematizado el Tribunal Constitucional en su STC 247/2007,
caso Estatuto de Autonomía de Valencia; en el próximo apartado se analizará su
contenido.

d) El contenido no necesariamente homogéneo de la autonomía

La cuarta característica de la autonomía de nacionalidades y regiones es su carácter no


necesariamente homogéneo. Esta característica responde a dos motivos. En primer
lugar, la propia Constitución diferenció dos tipos de Comunidades Autónomas según
el grado de autonomía que podían asumir en un primer momento de establecimiento
del Estado de las Autonomías; esa distinción, hoy, ha perdido importancia desde el
punto de vista de las competencias, al transcurrir el período transitorio de cinco años
previsto por el art. 148.2 de la CE, de forma que el techo máximo de autonomía es ya el
mismo para todas las Comunidades Autónomas.

En segundo lugar, la falta de homogeneidad en el contenido de la autonomía deriva


también del principio dispositivo que la inspira. La Norma Fundamental, como se ha
señalado, no establece por sí misma el contenido material de la autonomía sino que fija
solamente el marco dentro del cual puede cada Estatuto de Autonomía asumir
competencias. Ello significa que no todas las Comunidades Autónomas tenían porqué

155
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

asumir las mismas competencias o, aún asumiéndolas, podían hacerlo en un mismo


grado. El desarrollo efectivo del Estado de las Autonomías ha confirmado el carácter
no homogéneo de la asunción de competencias: no todas las Comunidades
Autónomas, ni siquiera las que han seguido un mismo camino a la autonomía, cuentan
con las mismas competencias. No obstante, los Pactos Autonómicos suscritos en 1981 y
en 1992 por las fuerzas políticas mayoritarias introdujeron una cierta homogeneidad en
las competencias asumidas por las Comunidades Autónomas que siguieron la vía lenta
de acceso a la autonomía.

En tercer lugar, existen determinadas circunstancias de distinta naturaleza que


introducen particularidades en ciertas Comunidades; estas particularidades son lo que
se ha dado en llamar «hechos diferenciales», algunos de los cuales son fácilmente
identificables: lenguas propias, derechos históricos, estructura insular, etc… Por lo que
ahora interesa, los «hechos diferenciales» afectan, entre otras cosas, a las competencias
de las Comunidades Autónomas de las que se predican ya que algunas de dichas
competencias están íntimamente ligadas a aquéllos.

5. LOS PRINCIPIOS DE ARTICULACIÓN DEL ESTADO DE LAS


AUTONOMÍAS

La organización del Estado no se reduce a la simple división de competencias entre los


poderes centrales y las Comunidades Autónomas. Esa división de competencias, a su
vez, se ve articulada mediante una serie de principios que, inmediatamente derivados
del principio más general de unidad, deben ser respetados por todas las instancias de
poder a la hora de ejercer las potestades con que cuentan. Entre estos principios cabe
destacar los siguientes: solidaridad (art. 2 CE), igualdad entre las Comunidades
Autónomas (art. 138.2 CE), igualdad de derechos y obligaciones de los ciudadanos (art.
139.1 CE) y unidad económica (art. 139.2 CE).

a) Solidaridad

El art. 2 de la CE, tras citar la unidad y la autonomía como principios estructurales del
Estado, añade una referencia a la solidaridad que debe existir entre nacionalidades y
regiones; por su parte, el art. 138.1 de la CE vuelve a referirse a ese principio de
solidaridad, concretando algo su finalidad: velar «por el establecimiento de un
equilibrio económico, adecuado y justo entre las diversas partes del territorio español».

La solidaridad, como principio, tiene una dimensión de reciprocidad entre intereses


generales e intereses particulares. Ello es así porque, por un lado, la solidaridad exige
que todos los poderes públicos, centrales y autonómicos, actúen teniendo presente que
son partes integrantes de una unidad, por lo que, consecuentemente, tienen unos
intereses únicos y comunes. Pero, por otra parte, en cuanto integrante de ese todo, cada
una de las partes debe actuar también respetando los intereses propios de los demás,
que no deben contraponerse, sino que tienen que resultar complementarios.

156
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

De este principio general de solidaridad, el Tribunal Constitucional ha extraído la


existencia, a su vez, de determinados deberes constitucionales que se imponen en las
relaciones entre el Estado y Comunidades Autónomas, y de éstas entre sí; dichos
principios, tal y como resume la STC 64/1990 (caso Traslado de industrias a Galicia),
son los siguientes: deber de auxilio recíproco, deber de apoyo y lealtad constitucional.

Por otra parte, directamente basado en el principio de solidaridad, la propia


Constitución crea un instrumento cuya finalidad básica es hacer efectivo dicho
principio en una dimensión básica como es la económica. En efecto, el art. 150.2 de la
CE establece: «Con el fin de corregir desequilibrios económicos interterritoriales y
hacer efectivo el principio de solidaridad, se constituirá un Fondo de
Compensación…». Este fondo, formalmente diversificado, se regula en la Ley 22/2001,
de los Fondos de Compensación Territorial, que, como se verá en su momento (Lección
34), son un instrumento básico de la organización económica del Estado, sirviendo
para hacer realidad la idea de solidaridad, elemento estructural de la organización del
Estado.

b) Igualdad de las Comunidades Autónomas

El segundo principio de articulación del Estado es el de igualdad de las Comunidades


Autónomas, consagrado en el art. 138.2 de la CE. Mediante esta idea de igualdad no se
está haciendo referencia a que todas las Comunidades Autónomas deban poseer una
absoluta uniformidad en todos los aspectos: económicos, competenciales,
organizativos, etc… Ello chocaría abiertamente con la propia idea de autonomía, que
en sí misma presupone la diversidad. El principio de igualdad entre Comunidades
Autónomas, en su dimensión activa, implica la existencia de una idéntica
consideración político-institucional de las Comunidades Autónomas, lo que se
manifiesta, por ejemplo, en la forma de constituir determinados órganos del Estado
(Senado, Comisiones Mixtas Estado-Comunidades Autónomas, etc…). Donde alcanza
el principio una mayor importancia es, sin embargo, y como pone de manifiesto el
tenor del propio art. 138.2 de la CE, en su dimensión pasiva, de no discriminación; la
igualdad supone, pues, que la autonomía no puede justificar el trato discriminatorio de
unas Comunidades Autónomas respecto de otras, que la autonomía no puede servir
para ocultar situaciones de privilegio entre las Comunidades Autónomas, «beneficios
que otras Comunidades Autónomas, en las mismas circunstancia, no podrían obtener»
(STC 31/2010, caso Estatuto de Autonomía de Cataluña).

c) Igualdad de derechos y obligaciones de los ciudadanos

El tercer principio estructural del Estado de las Autonomías es el de igualdad de


derechos y obligaciones de los ciudadanos, reconocido expresamente por el art. 139.1
de la CE. Este principio resulta plenamente coherente con lo que es el Estado social y
democrático de Derecho, que, tal como se desprende el art. 1.1 de la CE, tiene uno de

157
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

sus pilares en la idea de igualdad. La unidad que el Estado representa tiene que
traducirse, necesariamente, en la igualdad de derechos y obligaciones de todos los
ciudadanos, cualquiera que sea la zona del territorio nacional de donde proceda o
donde se encuentre; el art. 139.1, en definitiva, es una manifestación más, junto con las
de los arts. 9.2 y 14, del valor igualdad.

De forma similar a lo que sucede con el principio de igualdad de las Comunidades


Autónomas, la igualdad predicada de los ciudadanos tiene una doble dimensión. En su
faceta activa, se traduce en que el status jurídico de todos los ciudadanos es el mismo;
por ello, corresponde al Estado regular las condiciones básicas que garantizan la
igualdad de todos los españoles en el ejercicio de los derechos y en el cumplimiento de
los deberes constitucionales (art. 149.1.1 CE). En su faceta pasiva, este principio implica
que nunca la autonomía de nacionalidades y regiones puede servir de cobertura para
justificar tratos discriminatorios entre los ciudadanos.

Ahora bien, también aquí debe indicarse que igualdad y uniformidad absoluta son dos
ideas distintas y que en un Estado descentralizado pretender garantizar una total
uniformidad entre los individuos sería tanto como negar la autonomía. Una cosa es
que la posición jurídica de los individuos deba ser igual y que no puedan sufrir
discriminación alguna, y otra distinta es que el régimen concreto de ejercicio de todos y
cada uno de sus derechos haya de ser idéntico, idea que choca con el principio de
autonomía. Ciertamente, la barrera entre la posición jurídica del individuo y el régimen
concreto de ejercicio de sus derechos no es fácil de trazar en ocasiones; de ahí que ésta
sea una de las materias cuya interpretación por el Tribunal Constitucional resulta más
compleja, como pone de manifiesto su abundante jurisprudencia al respecto (STC
14/98, caso Ley extremeña de caza, por ejemplo).

d) Unidad económica

El último de los principios básicos que estructuran el Estado de las Autonomías es el


principio de unidad económica. Ningún precepto constitucional formula este principio
como tal, si bien su existencia se deduce de varios, y, en especial, del art. 139.2, que
dispone que «ninguna autoridad podrá adoptar medidas que directa o indirectamente
obstaculicen la libertad de circulación y establecimiento de las personas y la libre
circulación de bienes en todo el territorio nacional». Este principio se ha concretado por
la Ley 20/2013, de 9 de diciembre, de garantía de la unidad de mercado. La unidad del
Estado tiene, desde los orígenes de esta forma de organización política, una de sus
manifestaciones básicas en la existencia de una unidad económica, tanto en su
dimensión interna (eliminación de fronteras interiores), como externa (existencia de
fronteras económicas únicas, acción económica internacional unitaria, etc…). En la
actualidad, incluso, la tendencia a la superación de las unidades económicas estatales
lleva aparejada la propia superación de la tradicional concepción del Estado y la
búsqueda de nuevas formas de organización política, en especial, y por lo que a España
respecta, a través de la Unión Europea.

158
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

Desde el punto de vista interno no es concebible, pues, la existencia de un Estado sin


que en él funcione un único sistema económico global. Este principio implica, a su vez,
la existencias de un único mercado dentro del Estado, cuyo contenido ha sido
caracterizado así por el Tribunal Constitucional: «… supone, por lo menos, la libertad
de circulación sin traba por todo el territorio nacional de bienes capitales, servicios y
mano de obra y la igualdad de las condiciones básicas de ejercicio de la actividad
económica» (STC 88/86, caso Ley catalana de rebajas).

El principio de unidad económica se proyecta sobre el reparto de competencias en


materia económica, distribuyendo éstas entre el Estado y las Comunidades
Autónomas, y dejando en manos del primero aquellos instrumentos necesarios para
mantener esa unidad. Pero, a la vez, actúa como un límite al ejercicio de las
competencias tanto del Estado como de las Comunidades Autónomas, evitando así que
pueda quedar desvirtuado o anulado.

Ahora bien, la existencia del principio de unidad económica no significa que las
Comunidades Autónomas carezcan de competencias en materia económica o que éstas
puedan quedar desvirtuadas mediante la simple invocación de la unidad económica
por parte de los poderes centrales; antes al contrario, muchos de los títulos
competenciales de las Comunidades Autónomas poseen contenido económico. Unidad
económica y política económica de las Comunidades Autónomas no son, pues,
conceptos contrapuestos entre sí; lo que el Estado de las Autonomías exige a través del
principio de unidad económica es que la acción económica de Estado y Comunidades
Autónomas se encuentre articulada para evitar la ruptura de esa unidad, pero
permitiendo políticas propias en su seno.

6. LOS ESTATUTOS DE AUTONOMÍA

La Constitución no reconoce de manera directa autonomía alguna a las nacionalidades


y regiones, sino solamente un derecho a acceder a esa autonomía. Junto a ese
reconocimiento, y como instrumentos básico para hacerlo efectivo, la Constitución
prevé la existencia de un tipo de normas muy particulares: los Estatutos de Autonomía.
Estas normas son definidas por el art. 147 de la CE como «la norma institucional básica
de cada Comunidad Autónoma».

a) Contenido

El Estatuto de Autonomía tiene como objetivo servir de sustento fundamental a la


creación, organización y atribución de competencias para la Comunidad Autónoma, y
en esta triple dimensión se mueve su contenido mínimo o necesario, según se
desprende del art. 147.2 de la CE (SSTC 89/84, caso León o 31/2010, caso Estatuto de
Autonomía de Cataluña).

b) Creación. Las Comunidades Autónomas, en efecto, alcanzan su existencia


jurídico-política mediante la aprobación de su correspondiente Estatuto de Autonomía.

159
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

La existencia de una entidad histórica, cultural o, incluso, organizativa previa es la base


para el ejercicio del derecho de acceso a la autonomía, pero no supone la existencia de
la Comunidad Autónoma en cuanto tal: ésta nace con su Estatuto. Así lo ha señalado el
Tribunal Constitucional incluso en relación con aquellas Comunidades Autónomas
fundadas a partir de Territorios Históricos, cuya existencia está reconocida por la
propia Constitución en su Disposición Adicional Primera (STC 76/1988, caso Territorios
Históricos).

Como manifestación de este carácter de carta de nacimiento de la Comunidad


Autónoma que posee el Estatuto de Autonomía, el art. 147.2 de la CE exige que en el
mismo se establezca lo siguiente:

– Su denominación, de acuerdo con lo que mejor se corresponda a su identidad


histórica; y

– La delimitación del territorio.

c) Organización. El segundo contenido básico que poseen los Estatutos de


Autonomía es el relativo a las líneas maestras de la organización de la Comunidad
Autónoma. En este sentido, el ya citado art. 147.2 de la CE establece que el Estatuto
deberá contener «la denominación, organización y sede de las instituciones autónomas
propias».

En principio, existe una absoluta libertad para determinar en cada Estatuto estos
extremos básicos de la organización de la Comunidad Autónoma ya que autonomía
supone, entre otras cosas y fundamentalmente, «autoorganización». Ahora bien, el art.
152.1 de la CE impone a las Comunidades Autónomas de vía rápida unas mínimas
exigencias, que, por otra parte, han sido seguidas también por las denominadas
Comunidades Autónomas de vía lenta; estas exigencias mínimas son trasunto, en gran
medida, de la propia organización estatal. En todo caso, la denominación de las
instituciones es libre para el legislador estatutario, siendo el art. 152.1 de la CE en este
punto meramente descriptivo.

Por lo que respecta a la sede de las instituciones, ésta debe fijarse en los Estatutos de
Autonomía; no obstante, algunos Estatutos sólo han concretado la manera en que ha de
determinarse, práctica que ha sido considerada por el Tribunal Constitucional
plenamente acorde con el art. 147.2.c) de la CE (STC 89/84, caso León)

Junto a la organización de las instituciones básicas de la Comunidad Autónoma, los


Estatutos a menudo incluyen también normas relativas a otros aspectos organizativos
de tipo territorial, económico, administrativo, etc…, debiendo recordarse aquí que, en
todo caso, el legislador estatuyente cuenta con límites constitucionales como son, por
ejemplo, la garantía institucional que supone el reconocimiento de provincias y
municipios o los principios estructurales de las Administraciones Públicas.

c) Asunción de competencias. El tercer contenido fundamental de los Estatutos de


Autonomía es, según el apartado d) del art. 147.2 de la CE, contener «las competencias

160
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

asumidas dentro del marco establecido en la Constitución y las bases para el traspaso
de los servicios correspondientes a las mismas». El principio dispositivo de la
autonomía de nacionalidades y regiones conduce, entre otras cosas, a que no se
reconozcan competencias a éstas por la Constitución, de manera que deben asumirlas.
En páginas posteriores se estudiará la forma en que se realiza esa asunción; baste, pues,
señalar aquí que el Estatuto de Autonomía es el instrumento fundamental (aunque no
único) para llevar a cabo esa asunción de competencias, y de esa forma «perfilar…el
ámbito de formación y poder propio del Estado», aunque no de atribuir competencias
a éste ((STC 31/2010, caso Estatuto de Autonomía de Cataluña).

d) Otros contenidos de los Estatutos de Autonomía. Hasta aquí se ha visto cuál es el


contenido mínimo y necesario de los Estatutos de Autonomía en cuanto norma
institucional básica de la Comunidad Autónoma. Ahora bien, todos los Estatutos han
superado ese contenido mínimo incorporando preceptos sobre distintas materias de
diversa naturaleza que se han considerado de especial importancia. Piénsese, por
ejemplo, en normas relativas a símbolos, al pluralismo lingüístico de determinadas
Comunidades Autónomas, hacienda y economía, etc… También se han incorporado
normas de naturaleza finalista o programática sobre la acción de los poderes públicos
autonómicos, muchas veces reiteración, más o menos expresa, de mandatos
constitucionales. A este respecto el Tribunal Constitucional ha señalado que «En
definitiva, el contenido constitucionalmente lícito de los Estatutos de Autonomía
incluye tanto el que la Constitución prevé de forma expresa (y que, a su vez, se integra
por el contenido mínimo o necesario previsto en el art. 147.2 CE y el adicional, al que se
refieren las restantes remisiones expresas que la Constitución realiza a los Estatutos),
como el contenido que, aun no estando expresamente señalado por la Constitución, es
complemento adecuado por su conexión con las aludidas previsiones constitucionales,
adecuación que ha de entenderse referida a la función que en sentido estricto la
Constitución encomienda a los Estatutos, en cuanto norma institucional básica que ha
de llevar a cabo la regulación funcional, institucional y competencial de cada
Comunidad Autónoma». (STC 247/2007, caso Estatuto de Autonomía de Valencia).

En todo caso conviene destacar que, a pesar del carácter dispositivo del principio de
autonomía, la estructura de todos los Estatutos de Autonomía es bastante similar.

c) Naturaleza del Estatuto de Autonomía

El Estatuto de Autonomía es una norma jurídica sui generis puesto que posee una
doble dimensión. Por una parte, es, como establece el art. 147.1 de la CE, «norma
institucional básica de cada Comunidad Autónoma»; ello supone que constituye la
base y fundamento del correspondiente ordenamiento jurídico autonómico, del que
forma parte. Pero, a la vez, el Estatuto de Autonomía forma parte también del
ordenamiento jurídico estatal; así lo establece expresamente el art. 147.1 in fine al
señalar respecto de los Estatutos de Autonomía que «el Estado los reconocerá y
amparará como parte integrante de su ordenamiento jurídico». Esta idea se ve aún

161
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

corroborada por el hecho de que los Estatutos de Autonomía se aprueben por las
Cortes Generales mediante ley orgánica (arts. 146 y 147.3, en relación con el art. 81.1
CE).

De esta doble naturaleza, autonómica y estatal, de los Estatutos de Autonomía se


deducen las siguientes consecuencias (SSTC 247/2007, caso Estatuto de Autonomía de
Valencia y 31/2010, caso Estatuto de Autonomía de Cataluña).

En primer lugar, resulta claro que los Estatutos de Autonomía están sometidos a la
Constitución (STC 99/86 —caso Condado de Treviño—, por ejemplo). Por tanto, el
Estatuto de Autonomía no puede vulnerar la Constitución, estando, pues, sometido a
los instrumentos ordinarios de control de constitucionalidad (art. 27.2.a LOTC).

En segundo lugar, el hecho de que los Estatutos de Autonomía se aprueben mediante


ley orgánica no significa que se trate de una norma como otra cualquiera con esta
naturaleza; si así fuera, cualquier ley orgánica podría modificar los Estatutos. Esta
particular naturaleza ha sido reconocida por el Tribunal Constitucional, rechazándose
expresamente que normas estatales puedan modificar los Estatutos de Autonomía en
las materias que éstos deben regular (STC 31/2010, caso Estatuto de Autonomía de
Cataluña).

En tercer lugar, los Estatutos de Autonomía, en cuanto norma básica que son de sus
respectivos ordenamientos territoriales, se imponen sobre el resto de las normas que de
éstos forman parte, tanto en los aspectos formales y organizativos, como sustanciales.
Las leyes y demás normas y actos autonómicos deben, pues, respetar el
correspondiente Estatuto, que fija las grandes líneas estructurales del ordenamiento
jurídico de cada Comunidad Autónoma.

Por último, la especial posición de los Estatutos de Autonomía en el sistema de fuentes


hace que sirvan como parámetro de la constitucionalidad de otras normas del Estado y
de las Comunidades Autónomas (art. 28.1 y 2 LOTC).

7. ELABORACIÓN Y REFORMA DE LOS ESTATUTOS DE AUTONOMÍA

La doble naturaleza de normas estatales y autonómicas que los Estatutos poseen se


refleja tanto en los procedimientos para su elaboración como en los de reforma; ello
explica, al menos en parte, que estos procedimientos sean de una cierta complejidad.
Antes, incluso, de la existencia como tales de las Comunidades Autónomas, se apreció
la doble naturaleza que habían de poseer los Estatutos de Autonomía, lo que se reflejó
en la participación tanto de órganos del Estado, como de entes insertos en lo que debía
ser cada Comunidad en el proceso de elaboración de esos Estatutos, de manera que
éstos tienen un claro componente de normas pactadas. La duplicidad de instancias
estatales y autonómicas, y el consiguiente carácter de pacto de los Estatutos de
Autonomía están también presentes en su reforma.

A) Elaboración de los Estatutos de Autonomía

162
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

La previsión constitucional de la autonomía como un derecho suponía que, en cuanto


tal, podía ejercitarse o no (principio dispositivo). Por otra parte, la Norma Fundamental
no definió un mapa de las posibles Comunidades Autónomas; ello hizo aún más
necesario el que la propia Constitución tuviera que regular el procedimiento de
elaboración de los Estatutos como medio de acceso a la autonomía.

En el momento de elaborarse la Constitución se previeron dos tipos básicos de


regímenes autonómicos según pudiera accederse o no al máximo de autonomía de
forma inmediata («vía rápida» y «vía lenta»). Ello trajo como una de sus consecuencias
el que se establecieran también dos tipos básicos de procedimientos para ejercer el
derecho a la autonomía; el sistema que podría denominarse ordinario, para quienes
accedieran a la autonomía por la denominada «vía lenta», y el extraordinario para los
que lo hicieran a través de la llamada «vía rápida». Pero, a su vez, dentro de cada uno
de esos procedimientos se introdujeron ciertas reglas especiales atendiendo a
particularidades de algunos territorios o en previsión de posibles disfunciones que
pudieran producirse en el proceso de descentralización.

a) El acceso a la autonomía de «vía lenta». El art. 143 de la CE establece la vía ordinaria


a la autonomía que debieron seguir quienes optaron por la autonomía de vía lenta o no
plena. Este procedimiento fue seguido por doce Comunidades Autónomas: Asturias,
Cantabria, La Rioja, Murcia, Comunidad Valenciana, Aragón, Castilla-La Mancha,
Canarias, Extremadura, Islas Baleares, Madrid y, Castilla y León. Esta última
Comunidad tuvo que acudir al mecanismo de cierre previsto por el art. 144 c) de la CE
ante las reticencias de ciertos sectores a incorporar en su seno a la provincia de Segovia.
En el caso de Madrid, de acuerdo con lo previsto en el art. 144 a) de la CE, a pesar de
considerar que no poseía identidad regional histórica, las Cortes Generales autorizaron
su constitución como Comunidad Autónoma dadas sus particularidades, en especial
albergar la capital del Estado.

b) El acceso a la autonomía de la «vía rápida». Como ya se ha señalado, la


Constitución regula un procedimiento con carácter general para acceder a la autonomía
de «vía rápida» en el art. 151 de la CE, procedimiento especialmente complejo que fue
seguido por Andalucía. Este procedimiento se encuentra simplificado para «los
territorios que en el pasado hubiesen plebiscitado afirmativamente proyectos de
Estatuto de Autonomía» (Disposición Transitoria 2ª CE); eso había sucedido durante la
Segunda República en lo que hoy son las Comunidades Autónomas «históricas»,
Cataluña, Galicia y País Vasco, que, en consecuencia vieron facilitado su acceso a la
autonomía. Por lo que se refiere a la elaboración de todos los Estatutos de Autonomía
de la «vía rápida», baste con destacar que éstos debieron ser ratificados mediante
referéndum por los ciudadanos de los respectivos ámbitos territoriales.

c) El procedimiento especial de Navarra. Una fórmula particular de acceso a la


autonomía ha sido la seguida por Navarra. Esta Comunidad Autónoma, en cuanto
territorio foral, se acogió a la Disposición Adicional Primera de la CE, y, en lugar de
elaborar un Estatuto de Autonomía, procedió a actualizar su régimen foral mediante la

163
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

aprobación de la LO 13/82, de Reintegración y Amejoramiento del Régimen Foral de


Navarra (LORAFNA); dicha Ley Orgánica es producto de la negociación entre la
Diputación Foral de Navarra y los poderes centrales del Estado, y, como ley que es, fue
aprobada por las Cortes Generales. A pesar de su modo de elaboración y de su
denominación, la función de la LORAFNA es la misma que la que poseen los Estatutos
de Autonomía, y, en consecuencia, Navarra es considerada Comunidad Autónoma.

d) El caso de Ceuta y Melilla. Las LLOO 1 y 2/95 han aprobado, respectivamente, los
Estatutos de Autonomía para Ceuta y Melilla. Estos Estatutos han tenido su
fundamento en el art. 144 b) de la CE, que prevé la posibilidad de dotar de autonomía
a territorios que no estén integrados en la organización provincial. En todo caso, hay
que señalar que la autonomía reconocida a estas ciudades es cualitativamente distinta
de la que poseen las Comunidades Autónomas, situándose a caballo entre éstas y la
autonomía de los entes locales. A este respecto resulta significativo, por ejemplo, que
no se reconozca potestad legislativa a estas ciudades. El Tribunal Constitucional ha
confirmado que Ceuta y Melilla no son Comunidades Autónomas (STC 240/06, caso
Suelo de Ceuta).

El resultado final del proceso de construcción del Estado de las Autonomías ha sido
que todo el territorio español se ha organizado en 17 Comunidades Autónomas,
completándose con los regímenes particulares de Ceuta y Melilla como ciudades
autónomas.

B) La reforma de los Estatutos de Autonomía

La Constitución realiza una remisión genérica a los Estatutos de Autonomía en relación


con el procedimiento que debe seguirse para la reforma de éstos. La Norma
Fundamental añade a este respecto que las reformas de los Estatutos de Autonomía se
remitan a las Cortes Generales para su aprobación mediante ley orgánica (art. 147.3
CE). Ello resulta congruente con la naturaleza de normas estatales con forma de ley
orgánica que poseen los Estatutos de Autonomía.

La doble dimensión autonómica y estatal del Estatuto de Autonomía se proyecta


también en la iniciativa de reforma, puesto que parte de los Estatutos reconocen esa
iniciativa tanto a órganos autonómicos (Consejo de Gobierno y Asamblea Legislativa,
en general) como estatales (Cortes Generales y, en ocasiones, Gobierno de la Nación).

En relación con los Estatutos de Autonomía aprobados mediante el procedimiento del


art. 151, la Constitución, en su art. 152.2, establece un requisito adicional para su
reforma: la aprobación de ésta por referéndum en el correspondiente ámbito territorial.
Con ello se establece un cierto paralelismo entre procedimiento de aprobación y de
modificación, puesto que, como se ha visto, son sólo los Estatutos que han seguido el
art. 151 de la CE los que han sido aprobados con la intervención directa del electorado.

164
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

Congruentemente con la posición privilegiada que ocupan en los ordenamientos


autonómicos, todos los sistemas de reforma han introducido elementos que dotan a los
Estatutos de una cierta rigidez.

La última consideración global que procede hacer es relativa al contenido y alcance de


las reformas estatutarias. En general, el problema de la reforma de los Estatutos de
Autonomía se conecta con la ampliación de las competencias de las Comunidades
Autónomas. Sin embargo, ni el problema de la asunción de competencias se limita a la
reforma de los Estatutos, ni éste se limita al aspecto competencial. En efecto, como se
verá en lecciones posteriores, es posible para las Comunidades Autónomas ejercer
competencias sin necesidad de asumir su titularidad mediante la reforma de los
Estatutos. No obstante, el asentamiento del sistema autonómico parece conducir a que,
antes o después, una Comunidad Autónoma posea la titularidad de las competencias
que ejerce, y así conste en su Estatuto, lo que explica buena parte de las reformas
estatutarias realizadas.

Por otro lado, hay que tener también presente que la reforma de los Estatutos puede ir
más allá de los aspectos competenciales, afectando a cualquier otro de sus contenidos.
De hecho, las primeras reformas estatutarias que se realizaron no afectaron a las
competencias sino a aspectos institucionales: en 1991 se llevó a cabo un proceso
tendente a unificar la fecha de las elecciones autonómicas de las Comunidades de vía
lenta; para ello fue preciso modificar algunos Estatutos de Autonomía puesto que era
necesario permitir la disolución anticipada de las correspondientes Asambleas
Legislativas. Entre 1996 y 1999 se llevó a cabo un proceso de reforma de Estatutos de
Autonomía que, fundamentalmente, trató de mejorar aspectos institucionales de
distintas Comunidades Autónomas.

Mayor intensidad, por último, tienen las reformas de los Estatutos iniciadas a partir de
2006, que han modificado profundamente parte de éstos tanto en aspectos
competenciales como en otros contenidos, derogando y sustituyendo, incluso, alguno
de los Estatutos de Autonomía originarios.

Lección 33

La distribución de competencias entre Estado y Comunidades Autónomas

1. INTRODUCCIÓN. LAS LÍNEAS GENERALES DEL REPARTO


COMPETENCIAL

El Estado de las Autonomías no aparece, como fruto del arbitrismo de los


constituyentes de 1978, o como una mera entelequia jurídica, sino como el resultado
del reconocimiento de la variedad de los pueblos de España, y de la voluntad,
proclamada en el preámbulo de la Constitución, de proteger «sus culturas y
tradiciones, lenguas e instituciones». Por ello, y partiendo de esa variedad, la

165
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

Constitución establece, como principio general (art. 143) la presencia de «características


históricas, culturales y económicas comunes», y la «entidad regional histórica» como
fundamento y justificación de la autonomía política. Y si bien la Constitución, en su
artículo 144 admite alguna excepción a ese principio, autorizando la creación de
Comunidades Autónomas que no reúnan esos requisitos, tal excepción se configura
como rigurosamente extraordinaria y sólo justificada por motivos de «interés
nacional».

Las Comunidades Autónomas no son, pues, meras creaciones del Derecho o divisiones
artificiales del territorio, sino entidades históricas y culturales con entidad propia. Pero
la garantía de esa entidad requiere la habilitación de una serie de técnicas jurídicas,
imprescindibles para que la voluntad constitucional no quede en una mera expresión
de buenas intenciones. Esas técnicas han venido a incluirse en el Título VIII de la
Constitución, y son esencialmente de dos tipos. Por una parte, la asunción por las
Comunidades Autónomas de un conjunto de poderes o competencias para la
protección y defensa de sus intereses propios (reparto competencial); por otro lado, y
complementariamente, el establecimiento de un sistema institucional propio,
encargado de ejercer esos poderes y competencias (organización de los poderes
autonómicos).

La delimitación del reparto competencial, esto es, de las funciones que van a
corresponder a las Comunidades Autónomas, y las que van a quedar en manos de las
instituciones centrales del Estado aparece así como elemento esencial para la definición
del Estado de las Autonomías. La instrumentación jurídica de ese reparto competencial
ha sido, sin duda, uno de los mayores problemas a resolver, tanto durante el proceso
constituyente, como en la fase de desarrollo y puesta en ejecución de las previsiones
constitucionales. Por ello, no es de extrañar que el modelo del Estado de las
Autonomías sea considerablemente complejo y no pueda contenerse en una o unas
pocas normas; por el contrario, su regulación y estructura es resultado de una amplia
variedad de normas tanto constitucionales como legislativas y reglamentarias, de
decisiones jurisdiccionales, e incluso de convenciones o costumbres constitucionales ya
arraigadas. Como elementos de este conjunto regulador, pueden destacarse, en primer
lugar, las mismas normas constitucionales relativas al reparto de competencias; las
normas de los Estatutos de Autonomía; las leyes estatales relativas a la delegación y
transferencia competencial, y a la fijación de bases; las Sentencias del Tribunal
Constitucional en la resolución de conflictos competenciales, y los Reales Decretos de
transferencias de funciones y servicios. Como se ve, incluso de una enumeración
parcial se desprende la complejidad del tratamiento de esta materia. Conviene a este
respecto, considerar en líneas generales cómo se lleva a cabo el reparto competencial
entre el Estado y las Comunidades Autónomas:

a) Este reparto responde al principio dispositivo. Es decir, no viene fijado de una


vez y por todas en la Constitución (como sí ocurre, usualmente en las Constituciones
de tipo federal, en las que se establece una distribución permanente de poderes entre el
Estado Federal y los Estados federados) sino que se deja que cada Comunidad

166
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

Autónoma, en su Estatuto de Autonomía, asuma las competencias de que va a


disponer. Ello en principio supone, como también se señaló, la posible existencia de
diferencias competenciales, entre Comunidades Autónomas: valga indicar ya que tales
diferencias se ven cada vez más reducidas

b) Las competencias que corresponden en todo caso al Estado vienen enumeradas


en la Constitución, mediante fórmulas diversas a las que se hará referencia más
adelante.

c) Las competencias de las Comunidades Autónomas serán las que cada una de
ellas asuma en su correspondiente Estatuto (art. 172.2 d) CE).

d) Mediante leyes específicas, previstas en el artículo 150 CE, podrán transferirse


a las Comunidades Autónomas competencias adicionales; y

e) Aquellas competencias que no hayan sido asumidas por las Comunidades


Autónomas en sus Estatutos, o no les hayan sido transferidas, seguirán incluidas
dentro del ámbito competencial estatal (art. 149.1.3 CE: «La competencia sobre las
materias que no se hayan asumido por los Estatutos de Autonomía corresponderá al Estado»).
La cláusula residual juega así a favor del Estado: éste será competente en todo aquello
no asumido por los Estatutos de las Comunidades Autónomas. Las competencias de
éstas serán pues competencias de atribución, esto es, las específica y explícitamente
enumeradas en los Estatutos o en las leyes de transferencia.

2. EL REPARTO COMPETENCIAL: COMPETENCIAS EXCLUSIVAS Y


COMPARTIDAS

El sistema español, siguiendo en esto al modelo «europeo» (presente, por ejemplo, en


la Constitución alemana de 1919 ó en la Constitución austríaca de 1920) procede, en
muchas materias, a un reparto de atribuciones entre Estado y Comunidades
Autónomas de tipo eminentemente funcional. Quiere ello decir que en la gran mayoría
de las materias que integran la realidad social objeto de tratamiento jurídico,
ostentarán competencias, y ejercerán funciones públicas tanto el Estado como las
Comunidades Autónomas.

Hay que recordar que en el modelo constitucional español —a diferencia de los


sistemas federales «clásicos»— hay una función pública que, respecto de cualquier
materia sobre la que verse, queda reservada al Estado: se trata de la función
jurisdiccional. Sólo el Estado posee pues competencias jurisdiccionales (art. 149.1.5 CE)
sin que quepa, respecto de esta función, reparto alguno entre Estado y Comunidades
Autónomas; ello sin perjuicio, como se verá, de que éstas últimas sí puedan asumir
competencias en relación con aspectos administrativos de la organización de los
servicios judiciales.

Por ello, las funciones públicas que se reparten las instancias centrales y las
autonómicas son las de tipo legislativo y ejecutivo. En consecuencia, y en términos

167
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

genéricos, el reparto competencial entre Estado y Comunidades Autónomas versa


sobre qué órganos (estatales o autonómicos) elaboran las normas legislativas sobre una
materia, y qué órganos, estatales o autonómicos, llevan a cabo su ejecución. Dejando de
lado, pues, todo lo que se refiere a la potestad jurisdiccional, pueden distinguirse, a
efectos de reparto competencial, varias posibilidades:

a) Competencias exclusivas del Estado. Versan sobre aquellas materias reservadas


íntegramente a la competencia estatal. Se trata de materias sobre las que el Estado tiene
la competencia para ejercer todas las funciones públicas referentes a ellas, tanto de
naturaleza legislativa como administrativa.

b) Competencias exclusivas de las Comunidades Autónomas. Versan sobre aquellas


materias que los Estatutos de Autonomía reservan íntegramente (con la excepción, hay
que repetir, de la función jurisdiccional) a la competencia de las respectivas
Comunidades Autónomas. En estos supuestos se atribuyen con carácter de
exclusividad las funciones legislativas y ejecutivas a las correspondientes autoridades
autonómicas. En la doctrina y en la práctica constitucional y administrativa ello se
expresa mediante dos tipos de afirmaciones que tienen el mismo significado. Desde
una perspectiva material, se establece que se trata de materias reservadas en exclusiva
a la Comunidad Autónoma; desde el punto de vista funcional puede decirse que la
Comunidad tiene competencias exclusivas en la materia.

c) Competencias compartidas. Finalmente, hay un amplísimo elenco de materias en


que, en virtud de la Constitución y los Estatutos de Autonomía, tanto el Estado como
las Comunidades Autónomas ostentan funciones y competencias, interviniendo en
distintos niveles. Se trata de materias, no sólo muy numerosas, sino, además, de
considerable relevancia: valgan como ejemplo la sanidad, o la educación. En gran
parte, la complejidad del sistema resulta de esta compartición, que puede asumir
formas muy diversas: bien traduciéndose en un reparto de funciones (legislativa al
Estado, ejecutiva a las Comunidades Autónomas) bien en una división de atribuciones
incluso dentro de la misma función (legislación básica al Estado, legislación de
desarrollo a las Comunidades Autónomas). De nuevo, desde una perspectiva material
puede hablarse de unas materias compartidas; desde la perspectiva funcional se habla
de competencias compartidas, como concepto opuesto al de competencias exclusivas.

3. LAS COMPETENCIAS EXCLUSIVAS DEL ESTADO: CARACTERÍSTICAS

La Constitución no precisa cuántas y cuáles han de ser las Comunidades Autónomas;


tampoco establece sus límites territoriales ni sus competencias. Lo que hace es
remitirse, en estos últimos aspectos, a los Estatutos de Autonomía. Éstos deberán
contener «las competencias asumidas dentro del marco establecido en la Constitución»
(art. 147.1.d). Se parte así del principio de disponibilidad en favor de las Comunidades
Autónomas, para que cada una de ellas decida sobre su nivel competencial.

168
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

Ahora bien, esta disponibilidad no es absoluta. En efecto, la Constitución establece un


sistema para garantizar que un conjunto de poderes y funciones quedará, en todo caso,
atribuido a las instituciones centrales del Estado, para asegurar la unidad
imprescindible del mismo. Ello se consigue mediante la previsión de una reserva en
favor del Estado. Por ello, es pieza esencial de todo el sistema el establecimiento de una
lista de competencias estatales fuera del ámbito de disponibilidad de las Comunidades
Autónomas. Esta lista se establece mediante diversos mandatos de la Constitución:

a) En primer lugar, se contiene una amplia enumeración de competencias


exclusivas estatales en el artículo 149.1 CE, que en sus 32 apartados establece lo que
podría denominarse el límite intocable para la asunción estatutaria de competencias
por parte de las Comunidades Autónomas. Lo que quede fuera de ese listado está a
disposición de las Comunidades Autónomas, para su integración, mediante sus
Estatutos, en su ámbito competencial; lo que se incluye en él queda excluido de
apropiación autonómica. El artículo 149.1 de la Constitución se configura por tanto
como el eje del Estado de las Autonomías, y como límite, en principio, a su desarrollo.
Debe tenerse en cuenta así y todo que la intensidad de la reserva estatal sobre las
materias que en ese artículo se enumeran varía notablemente. En algunas de ellas la
reserva estatal es total o completa, sin que quepa intervención alguna de los poderes de
las Comunidades Autónomas; pero en la mayoría de los casos, la atribución de
competencias al Estado deja un amplio margen de actuación a las Comunidades
Autónomas.

En todo caso, y teniendo esto en cuenta, de entre las materias enumeradas en el artículo
149.1, hay una serie de ellas que se atribuyen, sin matización alguna a la «competencia
exclusiva» estatal: así «Nacionalidad, inmigración, emigración, extranjería y derecho de
asilo» (149.1.2), «Relaciones internacionales» (149.1.3) entre otras. Resulta esencial, para
determinar el alcance de la competencia exclusiva del Estado en estas materias,
establecer el significado de los términos contenidos en los correspondientes apartados.
En este sentido, la jurisprudencia del Tribunal Constitucional ha podido precisar el
contenido de muchas de estas reservas «en exclusiva», en ocasiones prohibiendo que se
interpreten en forma extensiva, para evitar que la reserva al Estado se amplíe
indebidamente. Como ejemplo, el Tribunal Constitucional ha considerado que la
competencia del Estado sobre la materia «relaciones internacionales» no puede
interpretarse en el sentido de que quede íntegramente reservada al Estado cualquier
actividad que tenga alguna proyección fuera de las fronteras de España, sino sólo
aquellas que son protagonizadas por sujetos internacionales (Estados y organizaciones
internacionales) y sometidas al Derecho internacional, como pueden ser las relativas a
la celebración de tratados o a la representación exterior del Estado (STC 165/94, caso
Agencia Vasca en Bruselas).

En esta misma línea, la reserva en exclusiva al Estado de la Administración de justicia


ha de entenderse, según la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, reducida a los

169
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

aspectos referentes directamente a la función jurisdiccional del Estado, esto es, la


selección, status y actuación de jueces y tribunales, pero sin que incluya forzosamente
los aspectos de tipo administrativo referentes a actividades auxiliares, esto es, lo que se
ha llamado «administración de la Administración de justicia» (SSTC 56/90 y 104/00,
casos LOPJ III y LOPJ IV).

b) Por otro lado, junto a la lista de competencias del artículo 149.1 CE, hay una
serie de materias que, sin estar incluidas en esa lista, quedan, no obstante, fuera de la
disponibilidad autonómica, en virtud de otros mandatos constitucionales. Así ocurre,
por ejemplo, respecto de aquellas materias reservadas a ley orgánica, norma ésta que
solamente pueden dictar las Cortes Generales (art. 81 CE). Tal sería el caso del régimen
electoral general, reservado a ley orgánica por el artículo 81 CE, o del estatuto de
jueces, magistrados y personal de la Administración de justicia, para el que el artículo
122.1 CE establece también una reserva de ley orgánica. Por otra parte, la Constitución
encomienda determinadas tareas específicas a las leyes estatales, aun cuando ya no se
trate de leyes orgánicas: tal sería el caso de las leyes de «planificación económica
general» (art. 131.1 CE) o, forzosamente, las referentes al Patrimonio del Estado y al
Patrimonio Nacional (art. 132 CE). Igualmente, la Constitución atribuye en exclusiva al
Estado «la potestad originaria para establecer los tributos mediante ley» (art. 137.1 CE)
aún cuando las Comunidades Autónomas y las corporaciones locales puedan, de
acuerdo con las leyes, establecer sus propios tributos (art. 137.2 CE).

4. LAS COMPETENCIAS ASUMIDAS POR LAS COMUNIDADES


AUTÓNOMAS: COMPETENCIAS LEGISLATIVAS Y EJECUTIVAS

De acuerdo con el sistema diseñado en el Título VIII de la Constitución, las


competencias correspondientes a cada Comunidad Autónoma serán las incluidas en
los respectivos Estatutos de Autonomía. Se trata pues de competencias de atribución,
en cuanto que las funciones no asumidas expresamente por el Estatuto de Autonomía
se entenderán que siguen incluidas en el ámbito competencial estatal; de acuerdo con
la cláusula de «cierre» del artículo 149.3 «la competencia sobre

las materias que no se hayan asumido por los Estatutos de Autonomía corresponderá
al Estado». El Tribunal Constitucional ha podido precisar escuetamente el sistema
descrito: «Para determinar si una materia es de la competencia del Estado o de la
Comunidad Autónoma, o si existe un régimen de concurrencia, resulta en principio
decisorio el texto del Estatuto de Autonomía de la Comunidad Autónoma, a través del
cual se produce la asunción de competencias. Si el examen del Estatuto
correspondiente revela que la materia de que se trate no está incluida en el mismo no
cabe duda que la competencia será estatal, pues así lo dice expresamente el artículo
149.3 de la Constitución» (STC 18/82, caso Registro de Convenios, FJ 1).

170
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

Como resultado, y para ampliar al máximo el ámbito competencial de cada


Comunidad Autónoma, los Estatutos de Autonomía han tendido a configurarse como
«imágenes invertidas» del artículo 149.1 de la CE, incluyendo en su texto todas las
competencias no reservadas expresamente al Estado por ese artículo. Esta tendencia se
ha reflejado en las sucesivas reformas de los Estatutos de Autonomía, reformas que han
ampliado el nivel competencial de las Comunidades «de régimen común», acercándose
al nivel de las Comunidades «históricas»

En forma equivalente a las competencias estatales, los Estatutos de Autonomía


asumen listas de competencias que definen como exclusivas. Debe tenerse en cuenta
que el Estatuto debe interpretarse a la luz de la Constitución, de modo que la
calificación estatutaria de alguna competencia como «exclusiva» ha de leerse en
consonancia con las previsiones constitucionales

Competencias legislativas. Estas competencias exclusivas suponen la asunción por las


Comunidades Autónomas de todas las funciones (legislativa, reglamentaria, ejecutiva)
sobre una materia determinada. De acuerdo con el principio dispositivo que inspira el
Estado de las Autonomías, las diversas Comunidades Autónomas, a la hora de asumir
competencias en sus Estatutos, podían haberse limitado a asumir competencias
ejecutivas o administrativas. Sin embargo no ha sido así. Pese a las dudas que
surgieron en los momentos iniciales del proceso autonómico, todas las Comunidades
Autónomas han asumido competencias no sólo de tipo administrativo, sino también
para dictar normas con rango de ley: incluso se ha admitido generalmente que la
potestad legislativa es el exponente por excelencia de la autonomía. Y la asunción de
competencia exclusiva en cuanto a la legislación se ve acompañada de una
competencia similar en cuanto a la ejecución, que corresponderá íntegramente a la
Administración autonómica.

Esta decisión en favor de la asunción de competencias legislativas, común a todos los


Estatutos tiene al menos dos consecuencias de interés. Primeramente, que las
Comunidades Autónomas pueden dictar normas de igual rango que las leyes estatales,
de manera que no quedarán jerárquicamente sometidas a éstas: las normas de las
Comunidades Autónomas con rango legislativo no constituyen, pues, un mero
desarrollo reglamentario de las normas estatales, sino que estarán sometidas
únicamente a la Constitución y a los Estatutos de Autonomía. Una segunda
consecuencia es que esas normas, por su carácter legislativo no quedarán sometidas —
como las normas reglamentarias— a la jurisdicción contenciosoadministrativa, sino
únicamente a la jurisdicción constitucional.

Competencias ejecutivas. Cabe que en determinadas materias los Estatutos establezcan


únicamente la asunción de competencias ejecutivas. Hay que destacar que, si bien la
asunción de la competencia legislativa supone una efectiva autonomía política (pues la
norma legal autonómica no se encuentra jerárquicamente subordinada a las normas
estatales) las competencias de orden ejecutivo revisten igualmente notoria importancia,
al ser la expresión cotidiana, y en relación directa con el ciudadano, de la acción de los

171
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

poderes públicos. En este sentido, la nueva ordenación territorial del Estado ha venido
a crear un nuevo nivel ejecutivo: la Administración autonómica, distinta de las ya
existentes, estatal y local. En efecto, en el ámbito autonómico coinciden, por una parte,
la Administración estatal, dirigida, según el artículo 154 de la Constitución, por un
Delegado nombrado por el Gobierno; por otra, la Administración autonómica, dirigida
por el ejecutivo de la Comunidad Autónoma; finalmente, las Administraciones locales
(provincial, insular, o municipal). Ésta es la dimensión en que más se han visto
afectados, al menos cuantitativamente, los poderes públicos, al haberse producido una
redistribución radical de las tareas administrativas.

Ha de tenerse en cuenta que también en este ámbito, la regulación constitucional y


estatutaria del Estado de las Autonomías presenta una notable complejidad, y no
puede reducirse a uno o unos pocos principios generales. En nuestro país, y a la luz de
las previsiones constitucionales y estatutarias, es necesario diferenciar diversas
situaciones. Cabe, en efecto, que corresponda en exclusiva toda la actividad ejecutiva
en una materia determinada a la competencia autonómica; pero cabe también, como se
vio más arriba, que en las funciones ejecutivas exista una compartición de tareas entre
Estado y Comunidades Autónomas, de forma que, en el mismo ámbito territorial,
existan órganos administrativos autonómicos y estatales con competencias sobre la
misma materia. Para evitar las diferencias y conflictos que pueden derivarse de esa
situación, se ha preconizado (incluso en Exposiciones de Motivos de textos legales,
como en la ya derogada ley 6/97, de Organización y Funcionamiento de la
Administración General del Estado) el establecimiento en las materias de competencias
compartidas de una Administración única, encomendada a la competencia
autonómica, y encargada de la ejecución, tanto de la normativa autonómica como de la
estatal.

Finalmente, hay que recordar que, aparte de las competencias reservadas a las
Comunidades Autónomas en sus Estatutos, el Estado, mediante los procedimientos
previstos en el artículo 150 CE, en sus apartados 1 y 2, puede atribuir a las
Comunidades Autónomas competencias adicionales.

5. LAS COMPETENCIAS COMPARTIDAS: (I). LEGISLACIÓN Y EJECUCIÓN

En muchas materias resultan competentes tanto las autoridades estatales como las
autonómicas, al distribuirse las diversas funciones públicas sobre esas materias
(legislativa, reglamentaria, administrativa) entre Estado y Comunidades Autónomas.
Por eso, la Constitución y los Estatutos de Autonomía no reservan a los poderes
estatales o autonómicos la totalidad de las funciones públicas sobre esas materias, sino
solamente alguna o algunas de ellas. Se habla así de la existencia de competencias
compartidas, que dan lugar a las mayores dificultades y conflictos a la hora de
determinar la distribución competencial

172
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

Los tipos de competencias compartidas son muy diversos. El supuesto más frecuente
de competencias compartidas es el resultante de la atribución al Estado de la función
legislativa sobre una materia, dejando la posibilidad a las Comunidades Autónomas de
asumir en sus Estatutos otras competencias distintas de la legislativa, como la
reglamentaria o la ejecutiva. Tal sería el caso del apartado a) del artículo 149.1 CE, que
reserva al Estado la legislación sobre propiedad industrial e intelectual, o el 149.1.12
CE, que efectúa tal reserva respecto de la legislación sobre pesos y medidas

Este tipo de supuestos ha planteado una dificultad: ¿qué significa exactamente


«legislación»? Más concretamente, se han producido diversos conflictos
constitucionales sobre si la normativa reglamentaria debe considerarse «ejecución» (en
cuyo caso correspondería a las Comunidades Autónomas desarrollar
reglamentariamente las normas estatales) o «legislación» (en cuyo caso la potestad
reglamentaria correspondería al Estado). La respuesta del Tribunal Constitucional
(STC 18/82, caso Registro de Convenios) ha sido la de distinguir entre diversos tipos de
reglamentos. Aquéllos referidos a la organización de los servicios administrativos
(reglamentos de autoorganización) y los relativos al funcionamiento de los mismos son
parte de la función ejecutiva, y corresponderán a las Comunidades Autónomas que
hubieran asumido, en sus Estatutos de Autonomía, la correspondiente competencia;
mientras que los reglamentos que desarrollan y complementan normativamente los
mandatos legales han de considerarse parte de la función legislativa.

6. LAS COMPETENCIAS COMPARTIDAS (II). BASES Y DESARROLLO

En determinados supuestos, la reserva en favor del Estado por los apartados del
artículo 149.1 CE es aún más reducida; no se refiere a toda la función legislativa, sino
sólo a parte de ella, la denominada legislación básica. Por ejemplo, tal sería el caso del
apartado 23 del artículo 149.1 CE, que atribuye al Estado la emisión de la legislación
básica sobre protección del medio ambiente, o del apartado 27 del mismo artículo, que
reserva al estado las normas básicas del régimen de prensa, radio y televisión. Una
variante de este tipo sería la reserva en favor del Estado de «las bases» de un sector (en
lugar de la «legislación básica»). Ejemplos pueden ser la reserva al Estado de las «bases
de la ordenación del crédito» (art. 149.1.11 CE) de las «bases y coordinación general de
la sanidad» (art. 149.1.16 CE). La jurisprudencia constitucional ha venido a identificar,
en cuanto a sus efectos, la reserva de «las bases» con la de «la legislación básica». En
estas ocasiones, la compartición competencial se produce en cuanto, correspondiendo
al Estado la competencia para dictar normas básicas, las Comunidades Autónomas han
asumido la competencia para dictar normas legales de desarrollo.

Esta técnica de compartición nada tiene que ver con las «leyes de bases» de los
artículos 82 y 83 CE, mediante las cuales las Cortes pueden delegar en el Gobierno la
potestad de dictar normas con rango de ley (legislación delegada).

173
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

La compartición competencial entre leyes básicas, cuya emisión corresponde al Estado,


y legislación de desarrollo, asumida por las Comunidades Autónomas, ha
representado una notable dificultad interpretativa, ya que ni en la Constitución ni en
los Estatutos de Autonomía se define qué es «lo básico», ni mediante qué vías formales
han de dictarse las normas básicas. No es por ello extraño que la jurisprudencia
constitucional haya centrado su atención en gran parte en precisar qué debe entenderse
por «bases» y por «desarrollo legislativo».

En forma forzosamente genérica, el régimen de la compartición entre bases estatales y


desarrollo autonómico que resulta de las previsiones constitucionales, a la vista de la
jurisprudencia del Tribunal Constitucional pudiera describirse como sigue:

a) Las bases integran un común denominador normativo. Cuando la Constitución


atribuye al Estado la fijación de «las bases» o la «legislación básica» no deja absoluta
libertad a las instancias estatales para establecer como básica cualquier regulación que
estimen oportuna (STC 1/82, caso Coeficientes de Cajas de Ahorro). La reserva en favor
del Estado de la legislación básica deriva de la exigencia de un tratamiento normativo
común, por existir un interés general superior al interés de cada Comunidad
Autónoma, por el que debe velar el Estado. En todo caso, las leyes básicas estatales
deberán dejar un ámbito suficiente para que las Comunidades Autónomas puedan
elaborar su propia normativa de desarrollo. Debe pues conjugarse, en estos casos, una
política normativa estatal, mediante leyes básicas, con una pluralidad de políticas
normativas autonómicas, mediante leyes de desarrollo.

b) La extensión de la reserva de lo básico a competencias ejecutivas. La existencia de


materias que exigen un tratamiento jurídico uniforme en todo el territorio español
supone que las autoridades estatales deben ser competentes, no sólo para establecer un
mínimo denominador común normativo, sino también para ejercer funciones de tipo
ejecutivo, que deben permanecer también centralizadas y que resultan por ello
«básicas»: tal sería el caso, por ejemplo, de la autorización estatal del empleo de
sustancias aditivas (colorantes, conservantes, etc) en productos destinados al consumo
humano, ya que estos productos han de consumirse en todo el territorio español (STC
32/83, caso Registro Sanitario), o de la autorización del funcionamiento de
determinadas compañías de seguros de ámbito nacional (STC 86/89, caso Ley del
Seguro Privado).

c) El concepto de bases como competencia horizontal del Estado. La reserva al Estado


de las «bases» de una materia puede por tanto extenderse tanto a funciones legislativas
como ejecutivas respecto de una materia determinada. Ello tiene especial importancia
en aquellos casos en que el artículo 149.1 formula este tipo de reserva competencial en
tales términos, que representan una amplísima habilitación en favor de la competencia
estatal. Como ejemplo, el artículo 149.1.13 de la CE reserva al Estado las «bases y
coordinación de la planificación general de la actividad económica», lo que la
jurisprudencia constitucional ha interpretado como competencia para la «ordenación
general» de la economía. Como es evidente, es difícil encontrar ámbitos que no tengan,

174
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

o puedan tener, relevancia económica, por lo que el artículo 149.1.13 de la CE permite


al Estado una intervención legislativa o ejecutiva en sectores que han sido asumidos
como «competencia exclusiva» de las Comunidades Autónomas: así en materias como
vivienda (STC 152/88 caso Subvenciones a la vivienda), turismo (STC 75/89 caso
Turismo rural), agricultura (STC 14/89 caso Homologación de carne porcina) o cultivos
marinos (STC 103/89 caso Ley de Cultivos Marinos). Otro ejemplo de atribución
amplísima de competencias podría ser la del artículo 149.1.16 de la CE, que concede al
Estado competencia exclusiva sobre las «bases y coordinación general de la sanidad».
Se configuran así las que se han denominado competencias «horizontales» o
«transversales» del Estado, que afectan a una pluralidad de materias

d) Las bases deben tener rango de ley. La importancia que reviste en el ordenamiento
español la competencia estatal para dictar bases o normas básicas ha dado lugar a una
amplia jurisprudencia constitucional destinada a precisar las formas y requisitos con
que las autoridades estatales deben dictar esa normativa. La trascendencia de este tipo
de normas, que enmarcan en muchos aspectos la actividad legislativa y ejecutiva de las
Comunidades Autónomas, y las consiguientes exigencias de certeza y seguridad en su
contenido han llevado a que el Tribunal Constitucional —tras una fase inicial en que
puso el acento en el «carácter material» de las bases (STC 32/81, caso Diputaciones
Catalanas, y 1/82, caso Coeficientes de Cajas de Ahorros)— haya elaborado unos
requisitos formales que deben reunir las normas básicas estatales.

La propia ley básica ha de definirse como tal: esto es, ella misma ha de declarar
expresamente el alcance básico de todas o parte de sus normas, o al menos ha de
permitir inferir esta condición de las mismas sin especial dificultad (STC 69/88, caso
Etiquetaje). La ley ha de definirse, parcial o totalmente, como básica. Se trata, en
palabras del Tribunal Constitucional en la Sentencia Etiquetaje, de permitir a las
Comunidades Autónomas «conocer con la mayor exactitud posible cuál es el marco
normativo al que deben sujetarse en el ejercicio de sus competencias de desarrollo de la
legislación estatal básica».

En principio, serán las Cortes Generales, mediante ley, las que deberán establecer lo
que haya de entenderse por básico. Sólo excepcionalmente será posible que el Gobierno
pueda regular por Decreto aspectos básicos de una materia cuando esa regulación
resulte completamente indispensable para garantizar el fin perseguido por la reserva
competencial al Estado.

7. LAS COMPETENCIAS COMPARTIDAS (III) OTROS SUPUESTOS

Junto a la compartición de potestades normativas mediante la distribución de aspectos


básicos (reservados al Estado) y de desarrollo, asumidos por las Comunidades
Autónomas, la Constitución y los Estatutos de Autonomía prevén otros supuestos de
compartición de esas potestades que no obedecen a esa técnica. Se trata de aquellos
casos en los que la potestad normativa de las Comunidades Autónomas se hace

175
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

depender de los términos que establezca una ley estatal, sin relacionar esa dependencia
con el carácter «básico» de la ley del Estado. Como ejemplos de esa fórmula pueden
citarse:

– El previsto en el apartado 29 del art. 149.1 de la CE, que se refiere a la posibilidad de


creación de policías por las Comunidades Autónomas «en la forma en que se
establezca en los respectivos Estatutos en el marco de lo que disponga una ley
orgánica». Esta posibilidad ha sido recogida estatutariamente (así, art. 13 del EAC), y
ha cobrado virtualidad al aprobarse la correspondiente normativa estatal (LO 2/1986,
de 13 de marzo, de Fuerzas y Cuerpos de Seguridad).

– El contenido en el art. 152.1 de la CE, que establece que las Comunidades Autónomas
podrán ostentar la competencia para participar en la organización de las
demarcaciones judiciales de su territorio «de conformidad con lo previsto en la Ley
Orgánica del Poder Judicial». Esta competencia ha sido asumida por la totalidad de los
Estatutos de Autonomía.

– El que resulta del art. 157.3 de la CE, que establece que mediante ley orgánica podrá
regularse el ejercicio de las competencias financieras de las Comunidades Autónomas,
las normas para resolver los conflictos que pudieran surgir, y las posibles formas de
colaboración financieras entre las Comunidades Autónomas y el Estado. La actividad
normativa de las Comunidades Autónomas relativa a sus competencias financieras
deberá pues ajustarse a los términos de la ley orgánica de que se trata (en la actualidad,
LO 8/1980, de 22 de septiembre, de Financiación de las Comunidades Autónomas).

Los ejemplos aducidos no agotan la casuística resultante de la Constitución, que prevé


este tipo de compartición normativa en otras materias (así, en materia electoral).
Además, los Estatutos pueden introducir nuevos supuestos de empleo de esta fórmula,
al remitirse, como condicionante del ejercicio de su competencia, a lo dispuesto en una
ley estatal: tal sería el caso del art. 34 del Estatuto de Autonomía de Galicia, que
atribuye a la Comunidad Autónoma competencias en materia de radiodifusión y
televisión «en los términos y casos establecidos en la ley que regule el Estatuto Jurídico
de la Radio y la Televisión».

8. EL DESARROLLO DEL PROCESO AUTONÓMICO POR LOS ESTATUTOS

La práctica seguida en el desarrollo del proceso autonómico previsto en la Constitución


podría sintetizarse afirmando que las Comunidades Autónomas, en sus respectivos
Estatutos, han procurado maximizar su nivel de competencias. Y ello tanto las
Comunidades «de autonomía plena» como las de autonomía reducida (art. 148.1 CE).

a) En las materias en que, según la Constitución, cabía una asunción total de


competencias, tal ha sido el tenor seguido por los Estatutos, que han procurado, en
general, llevar a cabo una asunción exhaustiva de las mismas.

b) En las materias compartidas los Estatutos han tratado de llenar todos los huecos
competenciales disponibles, bien enumerando expresamente las competencias que, al

176
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

no estar reservadas al Estado, podían asumir, bien utilizando las que se han podido
denominar cláusulas sweeping o «de barrido» consistentes en prever que la
Comunidad asume competencia plena en todo aquello que no corresponda al Estado
(cláusulas «sin perjuicio», por ejemplo).

Las diversas ampliaciones competenciales han supuesto una considerable reducción de


las diferencias entre Comunidades «de autonomía plena» y «de autonomía limitada».
No obstante, es aún discernible una amplia diversidad en cuanto a los niveles
competenciales: incluso, y a la vista de los mismos mandatos de la Constitución, es
dudoso que se llegue alguna vez a una completa homogeneidad competencial. Por el
momento cabe destacar varios motivos que explican las diferencias que subsisten entre
Comunidades Autónomas en cuanto a las competencias asumidas:

– Primeramente, permanecen fuera de las competencias de varias Comunidades


Autónomas «de autonomía limitada» algunas materias que han sido asumidas por
otras Comunidades, posiblemente por la complejidad y coste que suponen. Como
ejemplo, valga citar la referente a policía autonómica, o competencias en materia de
crédito y banca, excluidas aún del ámbito de la mayoría de las Comunidades.

– Ha de tenerse en cuenta que la Constitución prevé determinadas competencias como


asumibles sólo por aquellas Comunidades que cumplan ciertas condiciones históricas.
Tal es el caso de las competencias en materia de Derecho civil (art. 149.1.8). Las
Comunidades Autónomas podrán tener competencias en materia de «conservación,
modificación y desarrollo de los derechos civiles, forales o especiales allí donde
existan». La posibilidad, pues, de asumir competencias al respecto queda restringida a
las Comunidades Autónomas en que ya existiese un Derecho civil histórico.

– La Disposición Adicional Primera implica también la existencia de una diferenciación


competencial, en cuanto se garantizan los «derechos históricos» de los territorios
forales, actualizados en el marco de la Constitución y de los Estatutos de Autonomía.
Ello supone una peculiaridad, constitucionalmente establecida, de la Comunidad
Autónoma del País Vasco, y de la Comunidad Foral de Navarra, en materias de su
régimen jurídico-público.

– Finalmente, cabe recordar aquí la existencia de un hecho diferencial lingüístico con


profundas repercusiones en el reparto competencial. El artículo 3 de la Constitución,
tras establecer el carácter del castellano como lengua oficial del Estado, prevé que «las
demás lenguas españolas serán también oficiales en las respectivas Comunidades
Autónomas de acuerdo con sus Estatutos». Ello supone una posibilidad de asunción
competencial sólo abierta a Comunidades con lengua propia distinta del castellano,
que incide en materias tan importantes como educación, o medios de comunicación y
que da lugar a una diferenciación adicional en cuanto a las competencias atribuidas a
las Comunidades Autónomas.

Lección 34

177
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

La organización de las Comunidades Autónomas

1. INTRODUCCIÓN: SIMILITUDES Y DIFERENCIAS RESPECTO DEL


MODELO ESTATAL

La capacidad de autoorganización de las propias instituciones aparece como elemento


fundamental de la autonomía garantizada por la Constitución. Así, el art. 147.2.c) de la
CE prevé como contenido imprescindible de los Estatutos «la denominación,
organización y sede de las instituciones autónomas propias», y el art. 148 sitúa entre las
competencias asumibles por todas las Comunidades Autónomas «la organización de
sus instituciones de autogobierno» (art. 148.1.1). Esta capacidad de autoorganización se
extiende también a la organización territorial interna de las Comunidades Autónomas
(art. 148.1.2 y 152.3) y a la financiación de su actividad (art. 156.1). Los Estatutos de
Autonomía han hecho, sin excepción, uso de las habilitaciones constitucionales para
establecer, en general, sistemas institucionales muy similares entre sí, y directamente
inspirados, en la mayoría de los casos, en las instituciones estatales. Esta
homogeneidad se hace particularmente evidente en los Estatutos aprobados tras los
Acuerdos Autonómicos de 30 de julio de 1981, formalizados entre las fuerzas políticas
más relevantes del momento, que trataron de encauzar dentro de unas líneas comunes
compartidas el proceso autonómico.

La Constitución se ocupa de la organización institucional de las Comunidades


Autónomas con cierto detalle únicamente en relación con aquellas Comunidades «de
autonomía plena» o «de primer grado» . En efecto, el artículo 152 de la CE regula los
órganos legislativos y ejecutivos de este tipo de Comunidades, mientras que los
correspondientes órganos de aquellas Comunidades «de autonomía reducida» o de
segundo grado carecen de una previsión constitucional específica.

No obstante, y pese a esta restricción inicial, el modelo institucional previsto en el


artículo 152 de la CE ha sido adoptado por la totalidad de los Estatutos de las
Comunidades Autónomas. Puede afirmarse, por tanto, que el modelo organizativo es
prácticamente idéntico en todas ellas. Sus elementos fundamentales son: una Asamblea
Legislativa; un Consejo de Gobierno encabezado por un Presidente que asume la
representación de la respectiva Comunidad; y, finalmente, un Tribunal Superior de
Justicia, que culmina la organización judicial en el ámbito territorial de cada
Comunidad. En forma resumida, puede afirmarse que el modelo adoptado por las
Comunidades Autónomas, representa «una variante del sistema parlamentario
nacional y resulta similar en todas las Comunidades Autónomas.

Esta similitud de los textos estatutarios se ve acentuada si se tiene en cuenta que es


también muy similar la forma en que cada Comunidad ha regulado mediante normas
de nivel legal o reglamentario cada una de sus instituciones propias. Partiendo como
marco de las disposiciones de los Estatutos de Autonomía, las diversas Comunidades
han especificado su régimen institucional mediante los correspondientes reglamentos

178
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

parlamentarios (en cuanto a la Asamblea Legislativa) leyes del Gobierno y la


Administración, y leyes electorales; disposiciones todas ellas que, salvo aspectos
particulares, siguen pautas comunes a todas las Comunidades Autónomas.

Las mayores diferencias institucionales entre Comunidades Autónomas se refieren a la


organización territorial propia. Ello se debe a un conjunto de factores. Primeramente al
carácter unio pluriprovincial que reviste cada Comunidad. Otras consideraciones
inciden sobre la estructura territorial: el carácter insular, que determina instituciones
peculiares; la tradición histórica, que ha dado lugar a la aparición de entidades locales
nuevas (comarcas); y, finalmente, las peculiaridades derivadas de los regímenes
forales, que aparecen garantizadas institucionalmente por la Disposición Adicional
Primera de la Constitución, y que han dado lugar a la previsión de características
propias en el Estatuto de Autonomía del País Vasco y en la Ley Orgánica de
Amejoramiento del Fuero de Navarra (LORAFNA).

2. EL PODER LEGISLATIVO. LAS ASAMBLEAS DE LAS COMUNIDADES


AUTÓNOMAS: SISTEMA ELECTORAL

Las Comunidades Autónomas,han preferido seguir el modelo previsto en el art. 152 de


la CE, dotándose en consecuencia de Asambleas legislativas de configuración muy
similar, y, en gran parte estructuradas de acuerdo con las pautas seguidas por el
Congreso de los Diputados.

En cuanto a los sistemas electorales de las Comunidades Autónomas mediante los


cuales se eligen sus respectivas Asambleas, la Constitución establece, de partida, la
necesidad de una base común. En efecto, el artículo 81.1 de la CE reserva a la ley
orgánica la regulación del «régimen electoral general». Éste ha sido interpretado por el
Tribunal Constitucional como «las normas electorales válidas para la generalidad de
las instituciones representativas del Estado en su conjunto y en el de las entidades
territoriales en que se organiza, a tenor del artículo 137 de la Constitución Española,
salvo las excepciones que se hallan establecidas en la Constitución y los Estatutos»
(STC 58/83, caso Ley de Elecciones Locales, F.J. 3). Ello significa que determinadas
características del proceso electoral deberán, por su carácter general o común, ser
reguladas por la legislación estatal, mientras que las normas autonómicas podrán
completar esa legislación, introduciendo peculiaridades propias.

Como consecuencia, la Ley Orgánica de Régimen Electoral General (LOREG) de 1985


ha establecido una serie de elementos comunes a todos los procedimientos electorales;
y a partir de la promulgación de la LOREG, las Comunidades Autónomas han
procedido a dotarse de leyes electorales, que complementan los preceptos de la LOREG
con normas propias, referentes a administración electoral, fijación de circunscripciones,
fórmula electoral y financiación de partidos y candidatos, entre otros aspectos. El
sistema electoral de cada Comunidad Autónoma viene así a estar regulado por dos
normativas, la estatal y la autonómica.

179
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

Las leyes electorales de las Comunidades Autónomas, en todo caso, han adoptado
fórmulas muy similares. La administración electoral se basa en un sistema de Juntas
electorales; en todas las leyes electorales se prevé un sistema de financiación pública de
los candidatos; se prevé igualmente, en todas ellas, la prestación de espacios de
propaganda electoral en los medios de comunicación de titularidad pública (radio,
televisión, especialmente); todas las Comunidades Autónomas han adoptado la
fórmula D’Hondt, empleada en las elecciones al Congreso de los Diputados. Es posible
señalar algunas peculiaridades de los sistemas electorales autonómicos:

a) Aun cuando, en general, la circunscripción electoral sea la provincia, según el


modelo nacional, en algunos casos se prevén circunscripciones infraprovinciales: tal es
el caso de las Comunidades Autónomas de Asturias, Murcia, Baleares y Canarias.

b) Algunas legislaciones electorales han reforzado la cláusula, prevista en la legislación


estatal, referente a la exigencia de un número mínimo de votos para acceder a la
representación parlamentaria (cláusula barrera). Por ejemplo, tal sería el caso de la
Comunidad de Murcia, cuya ley electoral exige, para que una candidatura pueda
conseguir representación en la Asamblea, haber obtenido al menos el 5% de los votos
emitidos en toda la Comunidad, pese a estar ésta dividida en cinco circunscripciones
infra-provinciales.

c) En general se pretende adaptar el número de representantes por circunscripción a la


población de hecho de ésta, con algunos matices, siguiendo el modelo nacional. No
obstante, una excepción es la que representa el Parlamento Vasco: en éste, cada
circunscripción (provincia o territorio histórico) tiene el mismo número de
representantes en el Parlamento, independientemente de su población.

3. COMPOSICIÓN Y FUNCIONAMIENTO DE LAS ASAMBLEAS


LEGISLATIVAS DE LAS COMUNIDADES AUTÓNOMAS

En su organización y funcionamiento, las Asambleas autonómicas se ajustan con


bastante fidelidad a las pautas sentadas por el Reglamento del Congreso de los
Diputados. Así y todo, es posible señalar algunas peculiaridades, relativas, tanto a la
composición y estructura, como al funcionamiento de las Asambleas de las
Comunidades Autónomas:

a) Composición

El número de miembros de las Asambleas regionales oscila notablemente, entre los


treinta y cinco de Rioja, y los ciento cincuenta previstos como máximo en el Estatuto de
Autonomía de Cataluña (art. 56); ahora bien, sólo tres Asambleas (las de Andalucía,
Cataluña y Madrid) superan el centenar de miembros

b) Status de los representantes

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Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

Aún cuando el status de los parlamentarios autonómicos reproduce en gran parte el de


los miembros de las Cortes Generales, conviene tener en cuenta algunos matices
diferenciadores. Por una parte, si bien todos los reglamentos parlamentarios prevén la
inviolabilidad de los representantes autonómicos, ello no ocurre con respecto a otra
prerrogativa parlamentaria como es la inmunidad, en cuanto supone la exigencia de
suplicatorio para su encausamiento. Tal prerrogativa no viene contemplada en los
Estatutos, y como consecuencia, el Tribunal Constitucional (STC 36/81, caso Inmunidad
de Parlamentarios Vascos) consideró inconstitucional su concesión por ley autonómica.
Lo que sí viene previsto en Estatutos y reglamentos parlamentarios autonómicos es un
fuero especial de los parlamentarios, esto es, la reserva a determinados órganos
jurisdiccionales del conocimiento de las causas frente a ellos: así como la prohibición de
detención o retención salvo en caso de flagrante delito. En segundo lugar, valga
recordar que, a consecuencia de los Pactos Autonómicos de 1981, los Estatutos de
Autonomía aprobados a partir de ese año dispusieron que los parlamentarios
autonómicos podrían percibir, por sus servicios como tales, dietas, pero no
consignaciones o sueldos fijos o periódicos. Se establecía una cierta
desprofesionalización de los representantes autonómicos, cuya actuación se
consideraba así como a tiempo parcial. Estas previsiones han ido desapareciendo de los
respectivos Estatutos, en las sucesivas reformas de los mismos; en su lugar, se remite a
los reglamentos de las Asambleas legislativas la fijación del régimen de retribuciones
de los parlamentarios, que podrán, así, serlo también a tiempo completo.

c) Duración del mandato

Los Estatutos de Autonomía prevén, como norma general, la duración del mandato de
los representantes, que se establece en cuatro años; ahora bien, apartándose de las
normas de lo que podría denominarse «modelo parlamentario clásico», en una fase
inicial no admitían la posibilidad de una disolución discrecional de las Asambleas por
el Ejecutivo. Sin embargo, tal posibilidad se ha ido introduciendo, bien mediante
normas legislativas, bien, y en forma generalizada, mediante la reforma de los
Estatutos de Autonomía. No obstante, y a diferencia del sistema estatal, en varios
Estatutos (así Madrid, art. 21.3; Castilla-La Mancha, art. 22) se prevé que en el supuesto
de elecciones anticipadas la Asamblea nuevamente elegida deberá durar solamente
hasta el término en que hubiera debido producirse el final «natural» de la Asamblea
disuelta. Por otro lado en concordancia con lo dispuesto en el artículo 42.3 de la
LOREG, y para evitar una continua sucesión de elecciones autonómicas, varios
Estatutos de Autonomía(por ejemplo, Extremadura, art. 34.1; Madrid, art. 10.7; Castilla-
La Mancha, art. 22) han sido reformados para que las correspondientes elecciones
autonómicas se celebren simultáneamente en «el cuarto domingo de mayo cada cuatro
años», independientemente, como se ha señalado, de que se hubiera o no producido
una disolución anticipada de la Asamblea, y como consecuencia, unas elecciones,
también anticipadas, de la misma.

181
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

d) Procedimiento legislativo

En lo que se refiere al procedimiento legislativo, diversos reglamentos parlamentarios


autonómicos introducen una novedad en comparación con el procedimiento en el
Congreso, novedad consistente en la extensión de la iniciativa legislativa a entidades
locales: Ayuntamientos (así Andalucía, Asturias, Murcia, Castilla-La Mancha, y
Madrid), Cabildos Insulares (Canarias), Consejos Insulares (Baleares), territorios
históricos (País Vasco), y comarcas (Cataluña y Murcia). También en relación con el
procedimiento legislativo, conviene tener en cuenta que las leyes autonómicas son
sancionadas, con carácter general, por el Presidente de la Comunidad Autónoma en
nombre del Rey, y publicadas en el Boletín Oficial de la Comunidad Autónoma, así
como en el Boletín Oficial del Estado.

e) Órganos de control vinculados a las Asambleas

Ha de señalarse que en muchas Comunidades Autónomas se han creado instituciones


de control cuyos titulares son designados por el Parlamento autonómico, si bien no
pueden considerarse órganos dependientes de éste, sino encargados de desarrollar, con
total independencia, determinadas funciones. Tales instituciones son, por un lado, los
Defensores del Pueblo autonómicos, que cumplen funciones similares al órgano estatal
equivalente; por otro, Tribunales de Cuentas autonómicos (con diversas
denominaciones) que reproducen, con las necesarias salvedades, el modelo del
Tribunal de Cuentas estatal

4. LOS ÓRGANOS EJECUTIVOS DE LAS COMUNIDADES AUTÓNOMAS:


RÉGIMEN DE NOMBRAMIENTO

También en lo que se refiere a la estructuración de sus órganos ejecutivos, las


Comunidades Autónomas han seguido pautas muy similares entre sí. Esta similitud se
debe, por un lado, a que todos los Estatutos han adoptado el modelo previsto en el
artículo 152 CE, independientemente de que se tratase de Comunidades de «autonomía
plena» (para las que ese modelo estaba específicamente previsto en la Constitución) o
de autonomía inicialmente reducida; por otro lado, a que, con respecto a estas últimas,
además, los Acuerdos Autonómicos de 1981 establecieron ciertos criterios comunes
seguidos por la normativa estatutaria.

El modelo parlamentario previsto en el art. 152.1 de la Constitución, y seguido por


todos los Estatutos de Autonomía, establece, como poder ejecutivo de las
Comunidades Autónomas «un Consejo de Gobierno con funciones ejecutivas y
administrativas y un Presidente, elegido por la Asamblea de entre sus miembros y
nombrado por el Rey». El desarrollo estatutario de esta previsión se ha traducido en un
sistema en que la Asamblea elige a un Presidente, que procede a designar los
miembros del Consejo de Gobierno, es decir, según líneas similares al modelo estatal.
La regulación del nombramiento de los miembros del ejecutivo, su estatuto, funciones
y relaciones con el poder legislativo vienen recogidos tanto en las disposiciones

182
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

estatutarias como en leyes autonómicas específicas de desarrollo de sus previsiones; la


totalidad de las Comunidades Autónomas se ha dotado de «leyes de Gobierno» (con
ésta o similar denominación) que han completado las previsiones de sus Estatutos.
Aun cuando el régimen de nombramiento sea similar al previsto constitucionalmente
para el Gobierno de la Nación, conviene tener en cuenta determinadas peculiaridades
de la regulación autonómica de la materia.

a) Primeramente, y a diferencia de la regulación referente al Presidente del Gobierno, la


Constitución y los Estatutos exigen que el Presidente de la Comunidad Autónoma sea
elegido por la Asamblea de entre sus miembros: esto es, se requiere que los candidatos
a la Presidencia sean parlamentarios autonómicos. El procedimiento de elección difiere
también, respecto del nacional, en que la propuesta de candidatos se efectúa por el
Presidente de las respectivas Asambleas. El régimen de votaciones y mayorías para la
elección del Presidente es, también, similar al nacional en todos los casos; si bien debe
destacarse que se ha adoptado una solución, distinta a la prevista en la Constitución en
su artículo 99, para el supuesto de que, en el plazo de dos meses, no hubiera podido
lograrse la elección de un Presidente por mayoría simple o absoluta. Efectivamente, si
bien la mayor parte de los Estatutos de las Comunidades Autónomas disponen que, en
tal supuesto, se procederá a la disolución de la Asamblea y la convocatoria de nuevas
elecciones, el Estatuto de Autonomía de Castilla-La Mancha (art. 14.1 E.A.C-M.)
dispone que, si en el plazo de dos meses ningún candidato hubiera obtenido la
mayoría simple, quedará designado («automáticamente»,) como Presidente el
candidato del partido que tenga mayor número de escaños. Esta solución representa
un reconocimiento del papel de los partidos en la selección del ejecutivo dentro de un
sistema parlamentario: el Tribunal Constitucional ha tenido oportunidad de precisar
los requisitos que deben concurrir en este sistema de selección del Presidente de la
Comunidad. (Sentencia 16/1984, caso Presidente de la Diputación Foral de Navarra).

b) Otra peculiaridad —ésta común a todas las Comunidades Autónomas— del proceso
de nombramiento del Presidente, es la que resulta de la acción conjunta de los
preceptos estatutarios y del art. 69.1 CE. Los primeros prevén, sin excepción, que el
nombramiento del Presidente del Consejo de Gobierno será efectuado por el Rey: el
segundo, que los actos de éste serán (con las excepciones que dispone el art. 99 CE)
refrendados por el Presidente del Gobierno o los Ministros competentes. Ello ha
conducido a que sea el Presidente del Gobierno de la Nación el que refrende el
nombramiento real de los Presidentes de las Comunidades Autónomas. El Tribunal
Constitucional se ha pronunciado sobre esta materia, declarando inconstitucional el
art. 4.2 de la Ley de Gobierno vasca, que disponía que el refrendo del nombramiento
del Lehendakari debía llevarlo a cabo el Presidente del Parlamento autonómico (STC
5/87, caso Lehendakari I).

5. COMPOSICIÓN Y ESTRUCTURA DEL EJECUTIVO DE LAS


COMUNIDADES AUTÓNOMAS Y ESTATUTO PERSONAL DE SUS MIEMBROS

183
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

Los Acuerdos Autonómicos de 1981 también previeron la limitación del número de


miembros de los ejecutivos autonómicos, de un número máximo de Consejeros; tal
limitación ha ido desapareciendo, en las sucesivas reformas de los Estatutos. También
—siguiendo en esto el modelo del art. 152 CE— se vienen a establecer dos niveles,
dentro del ejecutivo autonómico, representados por el Presidente y los Consejeros,
respectivamente, previéndose la posibilidad de nombramiento de Vicepresidente y en
el caso de Cataluña (art. 69 EAC), de un «consejero primero».

Esta dualidad entre Presidente y Consejeros refleja —como es también el caso del
Gobierno nacional— un marcado predominio presidencial, que viene ya anunciado en
el art. 152 CE (al Presidente le corresponde «la dirección del Consejo de Gobierno, la
suprema representación de la respectiva comunidad y la ordinaria del Estado en
aquélla») que se proyecta en las disposiciones de los Estatutos de Autonomía y en las
leyes de Gobierno de las Comunidades Autónomas. Y ello en dos vertientes: en las
relaciones con otros órganos de la Comunidad o del Estado y en las relaciones
intragubernamentales.

a) Con respecto a los demás órganos del Estado, el Presidente ostenta «la suprema
representación de la respectiva Comunidad» (fórmula empleada por el art. 152 CE, y
aplicable a todas las Comunidades Autónomas en virtud de sus Estatutos);
complementariamente, ostenta la representación del Estado en la Comunidad
Autónoma. En cuando a las relaciones con la Asamblea autonómica, ha de tenerse en
cuenta que (en forma similar a lo que ocurre en el ámbito estatal) sólo el Presidente, de
entre los miembros del ejecutivo, dispone, en virtud de su elección, de legitimidad
parlamentaria directa. Como peculiaridad debe señalarse que el Estatuto de Castilla-La
Mancha (art. 13.2) prevé que, por ley, se establezca «la limitación de los mandatos del
Presidente».

b) En los casos en que se prevé la posibilidad de disolución de la Asamblea, ésta le


corresponde al Presidente de la Comunidad, que aparece también, y con escasas
excepciones, que se verán en el siguiente apartado, como el único sujeto a la
responsabilidad parlamentaria, responsabilidad que, de exigirse con éxito, implica el
cese de los miembros del Consejo junto con el de su Presidente.

c) Con respecto al órgano ejecutivo, corresponde, en las normas estatutarias, y leyes de


Gobierno, al Presidente del Gobierno de la Comunidad, la dirección y coordinación del
Gobierno, la definición de su programa y la designación y separación de consejeros.
Pero, además, las leyes de Gobierno añaden otras prerrogativas y competencias que
vienen a colocar al Presidente en una posición superior a la de un primus inter pares:
también en este supuesto habría que estimar que existe un «gobierno de canciller», más
que un ejecutivo colegiado. Se ha podido así estimar que la forma de gobierno de las
Comunidades Autónomas es semipresidencialista.

184
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

d) Por lo que se refiere al estatuto personal de los miembros de los ejecutivos


autonómicos, la mayoría de los Estatutos de Autonomía se remiten a las respectivas
leyes de Gobierno que establecen el régimen personal y de incompatibilidades de
Presidente y consejeros. Son numerosos los Estatutos que regulan el aforamiento penal
de los miembros del ejecutivo: como regla general, sólo podrán ser detenidos (por actos
presuntamente delictivos realizados dentro de la Comunidad Autónoma) caso de
flagrante delito, y corresponde al Tribunal Superior de Justicia, en su caso, el
procesamiento y juicio. Fuera de la Comunidad Autónoma, corresponde el
conocimiento de estos extremos al Tribunal Supremo. Ha de tenerse en cuenta, en todo
caso, que la no previsión de estos particulares en un Estatuto de Autonomía, impide,
según la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, la regulación del aforamiento de
los miembros del ejecutivo mediante una ley autonómica, pues ello supondría una
reforma irregular del Estatuto (STC 159/91, caso Gobierno del Principado de Asturias).

Para finalizar valga señalar que la mayoría de las Comunidades Autónomas han
procedido a crear, bajo la denominación de «Consejos Consultivos» órganos de
asesoramiento y consulta del poder ejecutivo, siguiendo el modelo del Consejo de
Estado.

6. RELACIONES DEL EJECUTIVO CON LA ASAMBLEA

El modelo parlamentario adoptado por las Comunidades Autónomas determina el


régimen de relaciones entre poder ejecutivo y legislativo, que refleja, también en este
aspecto, el adoptado en el nivel nacional. Las funciones del Gobierno en relación con el
Parlamento —singularmente la iniciativa legislativa— responden así en todas las
Comunidades Autónomas al modelo fijado en la Constitución para las relaciones entre
el Gobierno de la Nación y las Cortes Generales (Título V CE). Y lo mismo puede
afirmarse en relación con la actividad de control y exigencia de responsabilidad por
parte del Parlamento frente a los Gobiernos autonómicos. Con respecto a este último
punto, se sigue el modelo estatal en cuanto a la presentación de la cuestión de
confianza, y la moción de censura. Esta se configura, bien directamente en los estatutos
de autonomía, bien en las Leyes de Gobierno, como moción de censura constructiva,
esto es, requiriendo la presentación de un candidato alternativo.

Las variaciones más importantes con respecto al sistema nacional de relaciones entre
Gobierno y legislativo pueden encontrarse en las peculiaridades que reviste la
disolución por el ejecutivo de las Asambleas autonómicas antes del término «natural»
de su mandato. En un nivel más individualizado, se producen algunas desviaciones
del modelo general en la Ley Vasca de Gobierno y en los Estatutos de Valencia y
Castilla-La Mancha. En la primera se prevé la posibilidad de exigencia de
responsabilidad política individual a los Vicepresidentes y consejeros individualmente
considerados (art. 49 LVG) mediante la adopción de una moción de censura, que no

185
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

requerirá la propuesta de un candidato alternativo, y que deberá obtener, para


prosperar, la mayoría absoluta de la Cámara. En los Estatutos de Valencia y Castilla-La
Mancha se prevé que la cuestión de confianza podrá plantearse, no solo sobre el
programa o una decisión política del Presidente, sino también sobre un proyecto de ley
(art. 30 EAV; 20.2 EACLM). Este se entenderá aprobado si recibe la mayoría simple de
los votos, en el caso de la Comunidad Autónoma de Valencia, requiriendo sin embargo
el EACLM la mayoría absoluta (art. 20.2 EACLM)

7. LA ADMINISTRACIÓN DE JUSTICIA EN LAS COMUNIDADES


AUTÓNOMAS

Con respecto al reflejo del Estado Autonómico en la organización de la Administración


de justicia, debe recordarse que si bien la regulación constitucional del Estado de las
Autonomías permite a las Comunidades Autónomas dotarse de instituciones ejecutivas
y legislativas (como efectivamente han hecho, en su totalidad), deja sin embargo al
poder judicial al margen de la reestructuración competencial. La Constitución prevé
una organización de los tribunales basada en el principio de unidad jurisdiccional (art.
117.5) lo que excluye la posibilidad de una dualidad de órdenes jurisdiccionales, el
central o federal y el estatal. Este principio de unidad se traduce en la reserva en
exclusiva al Estado de la Administración de justicia (art. 149.1.5); y, más
concretamente, el art. 122.1 de la Constitución establece que ha de ser una ley orgánica
(reservada a la competencia estatal) la que determine «la constitución, funcionamiento
y gobierno de los juzgados y tribunales, así como el estatuto jurídico de los jueces y
magistrados (…) y del personal al servicio de la Administración de Justicia». En este
sentido, pues, no cabe hablar de Administración de justicia de las Comunidades
Autónomas, sino en las Comunidades Autónomas.

Esta unidad jurisdiccional sometida a la competencia estatal no implica sin embargo


que las Comunidades Autónomas carezcan absolutamente de competencias en el
ámbito de la organización de los tribunales. Ciertamente, en virtud de la reserva del
art. 149.1.5 queda fuera del círculo de competencias asumibles por las Comunidades
Autónomas en sus estatutos el núcleo definitorio de la Administración de justicia, esto
es, todo lo referente al ejercicio de la potestad jurisdiccional. Pero esta reserva ha de
completarse con lo dispuesto en otros preceptos constitucionales, que dejan un campo
competencial abierto a las Comunidades Autónomas en tres materias:

a) Personal al servicio de la Administración de justicia

En lo que se refiere al «personal al servicio de la Administración de justicia» (art. 122.1


CE) se configura como un sector específico, esto es como una organización
administrativa (secretarios, oficiales, etc.) distinta del estricto personal jurisdiccional
(jueces y magistrados). Con respecto a ese sector, la Constitución reserva al Estado

186
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

explícitamente la regulación legislativa de su estatuto (art. 122.1), al encomendar esa


regulación a una ley orgánica.

No obstante, en los aspectos reglamentarios y ejecutivos referentes a ese personal, la


Ley Orgánica del Poder Judicial ha asignado competencias, tanto a la Administración
del Estado, como al Consejo General del Poder Judicial, como, finalmente, a las
Comunidades Autónomas. En forma correspondiente, las Comunidades Autónomas
han asumido progresivamente competencias, en sus Estatutos, en materia de personal
de la Administración de Justicia.

b) Organización de demarcaciones judiciales

Un segundo ámbito competencial de que pueden disponer las Comunidades


Autónomas en esta materia es el referente a la participación en la organización de las
demarcaciones judiciales de su territorio: tal posibilidad viene prevista con el art. 152
de la CE, y se refiere a todas las Comunidades Autónomas. De hecho, todas las
Comunidades Autónomas han asumido, en sus Estatutos, competencias al respecto. No
se trata, en cualquier caso, de competencias exclusivas para la organización de las
demarcaciones judiciales, sino de una competencia para participar en esa organización.
Consecuentemente, la Ley Orgánica del Poder Judicial ha previsto las vías para que las
Comunidades Autónomas participen en el procedimiento de fijación y delimitación de
demarcaciones, que implica, pues, una colaboración entre Estado y Comunidades.

c) Competencias respecto del Tribunal Superior de Justicia

En tercer lugar, la Constitución prevé que la organización jurisdiccional habrá de


adaptarse a la nueva organización territorial del Estado, por cuanto que, de acuerdo
con el art. 152, «un Tribunal Superior de Justicia (…) culminará la organización judicial
en el ámbito territorial de la Comunidad Autónoma». El establecimiento de estos
Tribunales Superiores de Justicia de cada Comunidad Autónoma deberá llevarse a
cabo «de conformidad con lo previsto en la Ley Orgánica del Poder Judicial» (art. 152
CE). Sobre la base de esta disposición, tanto los Estatutos de Autonomía, como la Ley
Orgánica del Poder Judicial de 1985, han procedido a regular tales tribunales, viniendo
los mandatos estatutarios a precisar y completar la regulación al respecto de la LOPJ.
Hoy, esos tribunales están establecidos en todas las Comunidades Autónomas.

8. LA ORGANIZACIÓN TERRITORIAL INTERNA DE LAS COMUNIDADES


AUTÓNOMAS: ALCANCE Y LÍMITES

El sistema constitucional de distribución competencial permite a las Comunidades


Autónomas asumir diversas potestades en relación con su organización territorial
interna, esto es, en relación con la estructuración de su territorio en entidades locales
de ámbito infrautonómico, en la delimitación de las mismas, disposiciones relativas a
su organización, y atribución de competencias. En otras palabras, el campo de la

187
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

Administración local queda también abierto a la actuación de las Comunidades


Autónomas. De hecho, todos los Estatutos de Autonomía han asumido competencias
en este respecto.

No obstante, también en esta materia se produce una confluencia de competencias y


normas que dan lugar a un complejo ordenamiento jurídico. Se trata de una materia
compartida, en la que no sólo corresponden competencias al Estado y Comunidades
Autónomas, sino también a las propias entidades locales, a las que la Constitución
garantiza un margen propio de autonomía. Por lo que las Comunidades Autónomas se
ven limitadas por las garantías constitucionales en favor de un ámbito competencial
propio de la Administración local (arts. 140, 141 y 142 CE), y por las competencias que
en esta materia se reserva el Estado.

a) Las garantías constitucionales en favor de la Administración local como


límite

La Constitución prevé una doble serie de garantías respecto de las entidades locales,
que se engloban, genéricamente bajo el título de garantía institucional, y que
comprenden, por un lado, la protección constitucional de la misma existencia de los
entes locales mencionados en la Constitución, y por otro, la protección de un ámbito
propio de autonomía, tanto organizativo como funcional. Estas garantías son válidas
tanto frente al Estado como a las Comunidades Autónomas, que encuentran así un
límite a su actuación.

La Constitución extiende esta garantía a los municipios (art. 147) y también a las
provincias (art. 141). Ha de tenerse en cuenta que la provincia es una división
territorial que se proyecta no sólo sobre la actuación de las Comunidades Autónomas,
sino también sobre la actuación estatal: el art. 141.1 considera a la provincia como
«división territorial para el cumplimiento de las actividades del Estado». Como
consecuencia, no cabría eliminar la división provincial de los servicios del Estado (por
ejemplo, reestructurando el territorio sobre otras bases) ni tampoco suprimir los
órganos propios de la autonomía provincial: en este sentido, el Tribunal Constitucional
ha tenido oportunidad de pronunciarse reafirmando la garantía constitucional de las
Diputaciones provinciales (STC 32/81, caso Diputaciones Catalanas). Esta última
garantía debe entenderse teniendo en cuenta la existencia de Comunidades Autónomas
uniprovinciales; en éstas, diversos aspectos de la organización provincial se han visto
forzosamente sustituidos por las instituciones autonómicas que han absorbido sus
funciones. Tal sería el caso de las mismas Diputaciones provinciales en las
Comunidades Autónomas uniprovinciales. También ha de entenderse que la garantía
constitucional se extiende, en las Comunidades Autónomas de Canarias y Baleares, a
las islas: «En los archipiélagos, las islas tendrán además su administración propia en
forma de Cabildos o Consejos» (art. 141.4 CE).

b) Competencias reservadas al Estado

188
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

Junto a estos límites constitucionales a la acción de las Comunidades Autónomas en el


ámbito local, existe una segunda serie de barreras a las competencias autonómicas: la
atribución expresa al Estado de una reserva competencial, la referida a «las bases del
régimen jurídico de las Administraciones públicas y del régimen estatutario de sus
funcionarios», que prevé el art. 149.1.18 de la CE, y que ha sido interpretada por la
jurisprudencia constitucional como relativa a la fijación estatal de unos principios,
criterios y disposiciones comunes relativas a la estructura de las Administraciones
públicas, incluyendo a la Administración local. El Tribunal Constitucional, en efecto,
ha considerado a la Administración local como una materia con un régimen bifronte.
Por un lado, estaría sometida a una normativa estatal encargada de fijar unas bases,
organizativas y competenciales, que garantizasen la autonomía de las entidades
locales, y una regulación unitaria mínima común; por otro, estaría abierta a las
Comunidades Autónomas que hubieran asumido competencias al respecto en sus
estatutos, y ello dentro de las bases estatales. (STC 214/89, caso Ley de Bases de
Régimen Local, II).

9. COMPETENCIAS AUTONÓMICAS EN MATERIA DE ORGANIZACIÓN


TERRITORIAL

Dentro de estos límites, la Constitución permite a las Comunidades Autónomas asumir


competencias en materia de organización territorial. El art. 149.1.18 reserva al Estado,
únicamente la fijación de las bases relativas a la Administración local, de forma que las
Comunidades Autónomas, dentro de las previsiones de los Estatutos, podrán ejercer
sus competencias dentro de esas bases. Estas competencias dependerán del nivel de
autonomía asumido: pero, así y todo, se dan una serie de características comunes.

a) El artículo 152 permite a las Comunidades Autónomas, sin excepción, «establecer


circunscripciones territoriales propias» mediante la agrupación de territorios limítrofes.
Los Estatutos de Autonomía, en consecuencia, han previsto la asunción competencial
relativa a la creación de divisiones comarcales, que en varios casos se han traducido ya
en leyes autonómicas al respecto (así, la Ley catalana 6/87, de Organización Comarcal).

b) El art. 148.1.2 deja abierta a la competencia de las Comunidades Autónomas un


ámbito de actuación en materia local, relativo a la alteración de los términos
municipales, y la asunción de funciones en esta materia según la legislación estatal al
respecto. Todas las Comunidades Autónomas han asumido competencias dentro de
estos términos, y desde la perspectiva estatal, la Ley Reguladora de Bases del Régimen
Local, de 2 de abril de 1985 ha establecido el marco de actuación de las competencias
autonómicas. Ha de tenerse en cuenta que la competencia relativa a la delimitación del
ámbito territorial de las entidades locales no se extiende a la provincia: la Constitución,
en su art. 141 reserva al Estado la alteración de los límites provinciales que «habrá de
ser aprobada por las Cortes Generales mediante ley orgánica» (141.1 CE).

189
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

c) Por otro lado, cabe indicar que las Comunidades Autónomas han asumido
competencias sobre un conjunto de materias específicas (salud, transportes, etc.)
respecto de las cuales cabe tanto que la Comunidad Autónoma actúe directamente
mediante sus propios órganos administrativos como que prefiera dar participación a
los entes locales (provincias, municipios, islas, comarcas), llevando a cabo así una
descentralización de segundo grado. Queda, pues, dentro del ámbito competencial de
las Comunidades Autónomas encomendar la gestión de estas materias a entidades
locales, como técnica de distribución interna de competencia, delegando en la
Administración local —Ayuntamientos o Diputaciones— la gestión de competencias
autonómicas, como vía más ágil que la creación de una Administración autonómica
propia. Tales técnicas están previstas, bien en los propios estatutos, bien en leyes
propias de las Comunidades Autónomas. En todo caso, esta redistribución interna de
funciones ha de respetar la autonomía local; la LRBRL establece, como base estatal, un
mínimo de competencias propias de los entes locales, como garantía de su autonomía.

10. ORGANIZACIÓN TERRITORIAL Y TERRITORIOS FORALES

La Disposición Adicional Primera de la Constitución establece que «la Constitución


ampara y respeta los derechos históricos de los territorios forales». Esta disposición
viene a afectar a dos Comunidades Autónomas, País Vasco y Navarra, por cuanto
incorporan esos territorios. Se trata de territorios que históricamente han disfrutado de
un régimen jurídico-público propio —las tres provincias vascas y Navarra— que se ha
traducido en peculiaridades en su organización y competencias. Al aprobarse la
Constitución, el respeto de esos derechos históricos ha supuesto alterar las previsiones
generales de reparto competencial en dos aspectos:

a) En forma positiva —ampliación de competencias— por cuanto que los


Estatutos de Autonomía pueden actualizar el régimen foral, esto es, incorporar a las
competencias abiertas por la Constitución a las Comunidades Autónomas
competencias adicionales, ejercidas históricamente. Ello quiere decir que la Comunidad
Foral de Navarra podrá asumir competencias históricamente propias del Reino de
Navarra, y confirmadas por el peculiar régimen foral de la provincia; y que la
Comunidad Autónoma del País Vasco podrá proceder igualmente respecto de las
competencias históricas de los territorios forales (provincias) de Guipúzcoa, Vizcaya y
Álava. La «foralidad» supone así un plus competencial frente al resto de las
Comunidades Autónomas.

b) Pero esta Disposición Adicional Primera supone también una limitación a los
poderes autonómicos en el caso del País Vasco. En efecto, los territorios forales se han
identificado con provincias concretas (Navarra, Guipúzcoa, Álava, Vizcaya) de manera
que la garantía constitucional se proyecta también en favor de esos territorios
(territorios históricos) y no sólo en favor de la Comunidad Autónoma. Por eso, en el

190
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

caso del País Vasco, si bien corresponde al Estatuto de Autonomía actualizar el


régimen foral (esto es, trasladar a competencias reconocidas y garantizadas la foralidad
histórica) ello ha de hacerse respetando un ámbito competencial propio de cada
territorio histórico. Ello ha dado lugar a la peculiar estructura, de tipo semi-confederal,
de la Comunidad Autónoma del País Vasco: la Comunidad tiene un ámbito
competencial protegido frente al Estado, pero a su vez, los territorios históricos tienen
su ámbito competencial propio, protegido constitucionalmente frente a la misma
Comunidad Autónoma. Tal compleja estructura se refleja en la organización interna de
los territorios históricos, sus competencias propias, y su forma de financiación, y viene
regulada, tanto por las disposiciones del Estatuto Vasco, como por la Ley vasca de
territorios históricos.

10. LA AUTONOMÍA FINANCIERA DE LAS COMUNIDADES AUTÓNOMAS

La Constitución, en su artículo 156.1, reconoce la autonomía financiera de las


Comunidades Autónomas «para el desarrollo y ejecución de sus competencias», lo que
implica un poder de autodisposición sobre los recursos necesarios para una efectiva
asunción de las competencias previstas en sus Estatutos. En principio, «autonomía
financiera» debe entenderse, al menos en dos vertientes: capacidad de disposición con
respecto a las fuentes de ingresos (esencialmente, autonomía tributaria) por una parte,
y capacidad de disposición en relación con el gasto (autonomía presupuestaria).

La Constitución prevé que la autonomía financiera de las Comunidades Autónomas


deberá realizarse «con arreglo a los principios de coordinación con la Hacienda estatal
y de solidaridad entre todos los españoles». Esta previsión aparece evidentemente
justificada, tanto por razones de coordinación económica como para evitar que se
produzcan diferencias profundas entre la calidad y cantidad de los servicios públicos
de las distintas Comunidades Autónomas, dependiendo de su nivel de riqueza, así
como entre la carga tributaria que los ciudadanos deben soportar. Como consecuencia,
se establece en la Constitución un mecanismo para asegurar la coordinación y
solidaridad, tanto desde la perspectiva de la regulación de los ingresos de las
Comunidades Autónomas, y su autonomía tributaria, como en la regulación del gasto
(autonomía presupuestaria).

La Constitución, en su artículo 157, prevé un instrumento para la coordinación de las


competencias financieras desde la perspectiva de los ingresos. El art 157 apartado 3
dispone que el ejercicio de las correspondientes competencias financieras podrá
regularse mediante ley orgánica. Se introduce así una notable corrección al principio de
autonomía financiera. El Estado, mediante ley orgánica, podrá establecer las líneas
directivas del modelo de financiación de las Comunidades Autónomas, en un aspecto
tan decisivo como sus fuentes de ingresos, y las competencias financieras conexas.
Estas líneas directivas se establecieron, mediante la Ley Orgánica de Financiación de
las Comunidades Autónomas (LO 8/80, de 22 de septiembre, LOFCA).

191
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

Esta ley, que contiene normas referentes a la capacidad tributaria de las CCAA, a su
coordinación con la correspondiente actividad estatal, y también respecto de la
ordenación de la potestad de gasto autonómica, representa, por tanto, un elemento
constitutivo del bloque de la constitucionalidad en materia financiera, y es una de las
leyes a que se refiere el art. 28.1 de la LOTC como canon de constitucionalidad, al
«delimitar las competencias del Estado y de las diferentes Comunidades Autónomas».
Se ha podido, así, hablar de un sistema LOFCA «de financiación de las Comunidades
Autónomas», sistema completado por los Acuerdos entre los principales actores
políticos (Gobierno y oposición) de 31 de julio de 1981, así como por diversos acuerdos
posteriores, relativos a los criterios de financiación de las Comunidades Autónomas.

11. EL SISTEMA GENERAL DE FINANCIACIÓN DE LAS COMUNIDADES


AUTÓNOMAS

Las disposiciones constitucionales, estatutarias, y de las leyes de desarrollo de la


Constitución (LOFCA, y Ley del Fondo de Compensación Interterritorial) han dado
lugar a un sistema de ordenación de las potestades autonómicas de ingreso y gasto,
común a todas las Comunidades Autónomas, con la excepción de las Comunidades del
País Vasco y Navarra, que se rigen por un sistema propio

a) Ingresos de las Comunidades Autónomas

El art. 157.1 de la Constitución enumera un conjunto de fuentes de ingresos de las


Comunidades Autónomas que incluye los instrumentos usuales de financiación de las
organizaciones públicas. De acuerdo con la LOFCA, y la práctica autonómica, algunas
fuentes han cobrado una importancia destacada, mientras que otras apenas se han
utilizado; y consecuencia de ello ha sido un sistema que acentúa la vinculación o
dependencia financiera de las Comunidades Autónomas con respecto al Estado. Ha
podido, por ello, afirmarse que son más importantes los elementos de unión que los de
separación financiera. Las Comunidades Autónomas no han venido a crear «sistemas
tributarios» propios, sino, esencialmente, a integrarse en el sistema tributario estatal.
Ello se debe a que, en la práctica, las vías relevantes para la obtención de ingresos por
parte de las Comunidades Autónomas han sido aquéllas que suponen una
participación en los ingresos del Estado, acentuándose así el elemento de unión en el
sistema. Tales vías pueden enumerarse como sigue:

 Impuestos cedidos total o parcialmente por el Estado. Debe destacarse la


importancia creciente de la cesión de tributos estatales (art. 157.1.a), es decir, de
aquellos tributos que, habiendo sido establecidos por una ley estatal, se
destinan, sin embargo, a las Comunidades Autónomas, que incluso disponen,
respecto de ellos, de determinadas competencias normativas que pueden
afectar a su régimen. El significado económico de esta fuente de ingresos ha ido
creciendo, mediante sucesivas leyes de reforma de la LOFCA, y de posteriores
leyes de cesión de tributos a las Comunidades Autónomas. Como resultado, se
han cedido a las Comunidades Autónomas, total o parcialmente, el

192
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

rendimiento, y en ocasiones la regulación, de un conjunto de impuestos, como,


entre otros, el Impuesto sobre el Patrimonio, sobre Sucesiones y Donaciones, el
Impuesto sobre el Valor Añadido, etc.; y sobre todo, se destaca la cesión de un
porcentaje de la recaudación del Impuesto sobre la Renta de las Personas
Físicas, auténtico eje del sistema tributario español. Esta cesión incluye la
posibilidad de que —con determinados límites— las Comunidades Autónomas
puedan fijar una propia tarifa autonómica del Impuesto sobre la Renta de las
Personas Físicas. Se pretende por tanto aumentar en el futuro la autonomía y la
corresponsabilidad fiscal de las Comunidades, dándoles la posibilidad de
contar con recursos propios. Este procedimiento ha permitido que en
determinadas Comunidades Autónomas los rendimientos procedentes de la
cesión de tributos estatales representen la mayor parte de los ingresos
necesarios, para cubrir sus necesidades presupuestarias, quedando en un lugar
secundario las transferencias estatales.
 Participación en los ingresos del Estado (art. 157.1.c). Para la gran mayoría de
las Comunidades Autónomas, un porcentaje destacado de sus ingresos viene
constituido por la participación en los ingresos del Estado que suponen las
transferencias efectuadas por éste en sus Presupuestos Generales. Uno de los
puntos más discutidos y de más difícil resolución en el sistema de financiación
consiste en determinar los criterios según los cuales se fijarán los porcentajes de
participación de cada Comunidad Autónoma en los fondos destinados a la
financiación de éstas. A partir de 1986, el porcentaje que se fija es en base en las
necesidades económicas de las Comunidades Autónomas para satisfacer los
servicios públicos de su competencia, medidas que se miden (en fórmulas que
han ido variando) según diversos factores (población, etc.). Debe señalarse que,
en cualquier caso, la Constitución, en su artículo 158, prevé que la asignación a
las Comunidades Autónomas deberá cubrir y garantizar un nivel mínimo en la
prestación de los servicios públicos fundamentales en todo el territorio español.
Este nivel mínimo se configura, así como una base irrenunciable, a partir de la
cual podrán construirse sistemas de características muy dispares.
 Fondo de Compensación Interterritorial. Se ha destacado en la práctica como
una fuente relevante de ingresos la prevista en el art. 157.1, apartado c): las
transferencias del Fondo de Compensación Interterritorial. Este fondo viene
más ampliamente descrito en el art. 158.2, como un conjunto específico de
recursos, con entidad propia, destinado a corregir desequilibrios económicos
territoriales y a hacer efectivo el principio de solidaridad. La LOFCA regula las
líneas fundamentales del fondo, que vienen desarrolladas por la normativa
propia del mismo, esto es, la Ley 22/01, de 27 de diciembre, reguladora de los
Fondos de Compensación Interterritorial, ley que fija los criterios de reparto de
los recursos asignados al fondo.
 Otras fuentes de financiación. Frente a la importancia de estas fuentes de
financiación, resultan menos relevantes las posibilidades ofrecidas por la
Constitución a las Comunidades Autónomas para que obtengan recursos
propios:
Primeramente, las fuentes de financiación consistentes en los rendimientos procedentes
del patrimonio de las Comunidades Autónomas así como los ingresos de Derecho

193
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

privado (157.1.d) y los procedentes de las operaciones de crédito (157.1, e) juegan, por
su propia naturaleza, un papel menor; y, además, los últimos, como garantía de
coordinación con la Hacienda estatal, están sometidos a especiales requisitos, y deben,
en determinados supuestos, ser autorizados por el Estado (art. 14 LOFCA).

Finalmente, otros dos apartados del artículo 157.1 se refieren a fuentes de financiación
que se han revelado de escasa o nula utilidad, posiblemente por los costes políticos que
suponen: el apartado b) que permite la creación por la Comunidad Autónoma de «sus
propios impuestos, tasas y contribuciones especiales»; y el apartado a), segundo inciso,
que posibilita que las Comunidades Autónomas establezcan recargos sobre impuestos
estatales. Se trata de vías para que las CCAA aumenten la presión impositiva, creando
fuentes de ingresos añadidas a los tributos del Estado. El coste de estos mecanismos ha
supuesto que en escasos supuestos se haya acudido a ellos: un ejemplo pudiera ser la
ley 15/84, de 19 de diciembre, de la Comunidad Autónoma de Madrid, que estableció
un recargo del 3 por ciento sobre la cuota líquida del impuesto sobre la renta de las
personas físicas, y que no se llegó a aplicar.

b) Potestad de gasto

Por lo que se refiere a los gastos de las Comunidades Autónomas, la Ley Orgánica de
Financiación contiene también las previsiones básicas de su régimen presupuestario:
los presupuestos han de tener carácter anual, e incluir todos los gastos e ingresos de la
correspondiente Comunidad Autónoma. Establece también que habrían de elaborarse
con criterios homogéneos, para permitir su consolidación con los Presupuestos del
Estado: finalmente, y de acuerdo con el art. 153 d) de la Constitución, los Presupuestos
de las Comunidades Autónomas quedarán bajo el control del Tribunal de Cuentas.

c) El sistema de convenios

La garantía institucional de los regímenes forales históricos, recogida en la Disposición


Adicional Primera afecta también al régimen fiscal de las Comunidades del País Vasco
y Navarra. Recogiendo la práctica seguida con respecto a Navarra y las provincias
vascas, desde el siglo pasado, los correspondientes Estatutos han venido a consolidar
un sistema financiero propio, denominado sistema de concierto en el caso vasco (ley
12/81) y sistema de convenio en el caso navarro (ley 28/90). La base del sistema reside
en la formalización de un acuerdo con el Estado, aprobado por ley estatal, acuerdo que
permite que los antiguos territorios forales (Navarra, provincias vascas) establezcan un
sistema tributario propio, distinto del vigente en el resto del Estado, contribuyendo con
un cupo prefijado y renovable, a los cargos comunes del Estado. Ha de destacarse que
son los territorios forales (esto es, las provincias) los sujetos de la obligación de aportar
un cupo al Estado; la Ley del Concierto con el País Vasco especifica (art. 47) que la
aportación del País Vasco al Estado «consistirá en un cupo global, integrado por los
correspondientes a cada uno de sus territorios históricos».

Lección 35

194
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

Las relaciones entre el ordenamiento estatal y los ordenamientos autonómicos

1. DIVERSOS TIPOS DE RELACIONES ENTRE LOS ORDENAMIENTOS


ESTATAL Y AUTONÓMICOS

En los orígenes de los modernos Estados territorialmente compuestos pudo partirse de


que las esferas propias del poder central y de los poderes territoriales eran totalmente
independientes, y separadas unas de otras, a modo de compartimentos estancos, de
manera que, en el sistema o concepción denominada de dual federalism, los diversos
poderes podrían ejercer sus diversas potestades sin interferencia alguna de otras
instancias territoriales. Tal concepción, sin embargo, posible en épocas de organización
económica y social relativamente simple, no ha podido mantenerse ni teórica ni
prácticamente, en las circunstancias de los modernos Estados compuestos, ni, más
específicamente en el Estado de las Autonomías previsto en la Constitución española, y
ello por varias causas. Primeramente, la creación de Comunidades Autónomas ha dado
lugar a la aparición de ordenamientos autonómicos, que versan sobre las materias
sobre las que los respectivos Estatutos han asumido competencias; pero esos
ordenamientos se han ido creando de forma gradual, de manera que mientras se
completan son necesarias normas supletorias que eviten vacíos e incertidumbres. Se
establece así una relación de supletoriedad entre los ordenamientos autonómicos y el
ordenamiento estatal, consagrada en el art. 149.3 de la CE. Por otra parte, la
interconexión entre todos los aspectos de la vida social trae como consecuencia que
prácticamente cualquier actividad pública de alguna importancia incida en una amplia
diversidad de ámbitos sociales y económicos, y trascienda las fronteras territoriales de
las Comunidades Autónomas: son, pues, necesarias, la integración y coordinación
entre las normativas estatal y autonómica. Ello da lugar a una compleja red de
relaciones entre esos ordenamientos, relaciones que se ven inspiradas esencialmente
por tres principios: el de supletoriedad, el de competencia, y el de la posición
preeminente de los poderes estatales.

a) Principio de supletoriedad

El principio de supletoriedad previsto en el art. 149.3 de la CE viene a resolver el


problema de las lagunas normativas en los ordenamientos autonómicos: «el Derecho
estatal será, en todo caso, supletorio del Derecho de las Comunidades Autónomas»
(149.3, in fine). Ahora bien, como ha manifestado repetidamente el Tribunal
Constitucional (STC 147/91, caso Pesca de cerco, 118/96, caso Transportes terrestres,
61/97, caso Ley del Suelo) esta cláusula no supone una habilitación ilimitada para que
el legislador estatal pueda emitir normas sobre materias ajenas a su competencia,
aduciendo que se dictan a efectos meramente supletorios: la supletoriedad no es un
título competencial. En el supuesto de que se produzcan lagunas jurídicas en una
materia, el encargado de aplicar la ley (administrador o juez) debe actuar según las
reglas comunes de interpretación. Si existe Derecho estatal sobre la materia, sus normas
tendrán (agotadas otras vías de integración del Derecho) eficacia supletoria: pero eso
no quiere decir que el Estado, aún carente de títulos competenciales, pueda emitir

195
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

normas exclusivamente supletorias. En otras palabras, el Estado podrá dictar normas


en las materias sobre las que ostenta competencias, y esas normas podrán tener, en
defecto de normas autonómicas aplicables, carácter supletorio: pero no podrá dictar
normas exclusivamente para llenar supuestos vacíos del Derecho autonómico, en
materias de competencia exclusiva de las Comunidades Autónomas.

b) Principio de competencia: problemas

En lo que se refiere a las relaciones entre las normaciones estatal y autonómica, se ha


acudido en ocasiones a explicarlas en virtud del «principio de competencia». A
diferencia del Estado centralizado, se dice, en el que las relaciones entre las normas se
fundaban en el principio de jerarquía, de forma que en cualquier caso era aplicable un
modelo piramidal-jerárquico, que tenía su cumbre en la ley estatal, en el Estado
autonómico ese principio desaparece en las relaciones entre normas autonómicas y
normas estatales. La ley estatal no sería superior jerárquicamente a la ley autonómica;
cada una de ellas sería el vértice de su propia pirámide jerárquica normativa en su
ámbito de competencia. Las relaciones entre ordenamientos se perfilarían así como
relaciones de coexistencia paralela, en «mundos» competenciales distintos, definidos
por la Constitución y los Estatutos de Autonomía.

Este modelo, aun cuando efectivamente aplicable en muchos casos —al menos en
cuanto que no existe una relación general de jerarquía entre norma autonómica y
norma estatal— no refleja exactamente toda la realidad. La existencia fáctica de una
comunidad de intereses —económicos, sociales, políticos, etc.— que trasciende los
límites de cada Comunidad Autónoma hace necesario dar una especial preferencia a la
garantía de esos intereses globales, y por tanto, a los órganos encargados de actuar tal
garantía. La presencia de intereses suprautonómicos viene a unirse a la necesidad de
llevar a cabo una coordinación e integración de la acción de las diversas Comunidades
Autónomas, dada la inevitable influencia que la acción de cada ente territorial tiene
sobre los demás. Obviamente, son los poderes centrales estatales los apropiados para
tales tareas —vigilancia de intereses comunes, coordinación e integración— y ello les
coloca en una situación específica, que no puede explicarse desde la perspectiva del
dual federalism, sino que supone, en muchos aspectos, una posición de supremacía
respecto de los ordenamientos autonómicos. Habría pues, en muchos casos, una
posición preeminente de los poderes del Estado.

c) Posición preeminente de los poderes estatales: la «cláusula de prevalencia»

Esa posición de los «poderes centrales» del Estado se traduce en la distribución


constitucional de competencias. En muchas materias existe una compartición
competencial, en el sentido de que se atribuyen, a Estado y Comunidades Autónomas,
funciones diversas sobre un mismo sector de la realidad social. Ello da lugar al
establecimiento de complejas relaciones del tipo de bases/desarrollo, o de potestad
legislativa/potestad ejecutiva, junto con otras derivadas de títulos estatales como la

196
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

coordinación o la alta inspección prevista en algunos Estatutos. Y esas relaciones se


basan en una posición de preeminencia de los poderes estatales en cuanto a la fijación
de directrices o marcos globales, y en la verificación de su cumplimiento. Pero, además,
la Constitución prevé la prevalencia, en casos específicos, del Derecho estatal sobre el
autonómico: el art. 149.3 establece que las normas del Estado «prevalecerán en caso de
conflicto sobre las de las Comunidades Autónomas, en todo lo que no esté atribuido a
la exclusiva competencia de éstas». A pesar de la existencia de una amplia
jurisprudencia constitucional en materia autonómica, el Tribunal Constitucional sólo se
ha pronunciado marginalmente sobre la cláusula de prevalencia (por ejemplo en su
Sentencia 187/2012) por lo que, ante las diversas interpretaciones posibles de la misma,
su último significado está aún por precisar. En todo caso, y como contenido mínimo se
desprende de ella que, en los supuestos en que la normativa estatal y autonómica
conduzcan a una dualidad competencial, la normativa estatal, si responde a una
efectiva atribución constitucional (esto es, si es legítima) «desplazará» a la normativa
autonómica. tal supuesto se produce cuando el Estado hace uso de sus competencias
«horizontales» o «transversales», en materias como economía, sanidad, etc.; en este
caso, la norma autonómica, aún válida competencialmente, debe ceder ante las normas
estatales.

La posición preeminente de los poderes centrales no es incompatible con la garantía


constitucional de la autonomía, pues esa posición preeminente no se produce en forma
indiferenciada en todas las materias, sino en supuestos específicamente expresados en
la Constitución. Ya se ha hecho referencia a las potestades del Estado para establecer
«bases» o «legislación básica» a que deben ajustarse las competencias autonómicas.
Pero, además, la Constitución confiere potestades a los órganos centrales del Estado
para, en determinados supuestos, redefinir el mismo reparto competencial, bien
ampliando las competencias de las Comunidades Autónomas (caso de los apartados 1
y 2 del artículo 150 CE) bien reduciéndolas o «armonizándolas» (caso del art. 150.3
CE). Aparte de ello, y como ya se vio en el capítulo relativo al Tribunal Constitucional,
las autoridades centrales disponen de una posición procesal privilegiada en los
procedimientos ante el Tribunal, ya que pueden obtener, en forma inmediata, la
suspensión temporal de la aplicación de las disposiciones autonómicas que impugnen.

Cabe señalar tres tipos de relaciones entre los ordenamientos estatal y autonómico:

 Relaciones basadas en la posición preeminente de los poderes estatales, que


pueden ampliar o reducir el ámbito competencial autonómico.
 Junto a estas relaciones, reflejo del principio de supremacía de los intereses
nacionales, existen otras, ajenas a tal principio, y que reposan, por el contrario,
en unas perspectivas de paridad o igualdad de status: se trata de aquellas
relaciones voluntariamente asumidas, de cooperación o colaboración.
 Finalmente, cabe que las relaciones interordinamentales se planteen como
discrepancias abiertas en cuanto a la extensión y modo de ejercicio de las
respectivas competencias. Nos hallamos, en este caso, ante relaciones
conflictuales, que pueden hallar una solución jurisdiccional o
extrajurisdiccional.

197
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

2. AMPLIACIÓN COMPETENCIAL: EL SUPUESTO DEL ART. 150.1 Y LA


ATRIBUCIÓN EXTRAESTATUTARIA DE POTESTADES LEGISLATIVAS

La posición constitucional preeminente de los órganos centrales del Estado les permite
alterar el reparto competencial estatutario, en los supuestos constitucionalmente
previstos, ampliando el ámbito competencial de las Comunidades Autónomas, en
forma (al menos teóricamente) unilateral, mediante dos procedimientos: a) la
atribución a las Comunidades Autónomas de potestades legislativas, al margen de los
Estatutos, dentro del marco de la ley estatal; y b) la transferencia o delegación de
funciones estatales (apartados 1 y 2 del art. 150 de la CE)

Por lo que se refiere al apartado 1 del art. 150 de la CE, prevé que la atribución
competencial resultante de los Estatutos de Autonomía puede verse alterada
unilateralmente por el Estado, en beneficio de las Comunidades Autónomas mediante
la atribución a éstas (a una, varias o todas) de competencias legislativas en materias
pertenecientes a la titularidad estatal, esto es, no asumidas por los respectivos Estatutos
de Autonomía. Ahora bien, esta atribución no se configura como total o
incondicionada: se efectuará «en el marco de los principios, bases y directrices fijados
por una ley estatal». La amplitud del precepto deja margen a una variedad de técnicas
de fijación de ese marco, que podría ser meramente principal (principios o directrices
generales) o bien responder a la fórmula bases/ desarrollo.

A la vista del mandato constitucional, es posible señalar varias características de este


tipo de normas o leyes-marco:

 La atribución habrá de realizarse por las Cortes Generales mediante ley


ordinaria.
 La referencia a «normas legislativas» no excluye la correspondiente
competencia reglamentaria, dada la interpretación del concepto «legislación»
mantenido por el Tribunal Constitucional, incluyendo los reglamentos
ejecutivos (STC 18/82, caso Registro de Convenios).
 Corresponde a las Cortes fijar los principios, bases y directrices de la ley marco.
 Les corresponde también fijar una modalidad de control de las mismas Cortes
sobre la legislación autonómica en cuestión. A este respecto, el art. 167 del
Reglamento del Congreso de los Diputados prevé ya una fórmula de control,
mediante remisión al sistema seguido para el control de la legislación delegada
(art. 153 RC).
 Este control será «sin perjuicio de la competencia de los Tribunales». Como los
tribunales ordinarios no tienen competencia para revisar normas legislativas, y
en este supuesto, no se trata de legislación delegada (como ha señalado el
Tribunal Constitucional, en su STC 1/82, caso Coeficientes de Cajas de Ahorros,
F.J. 1) habría que entender que esa competencia se refiere, bien a la del Tribunal
Constitucional, bien a la de los tribunales ordinarios para controlar la
normativa reglamentaria, o para plantear, en su caso, la cuestión de
inconstitucionalidad.
Como ejemplo de leyes marco pueden citarse las leyes de cesión de tributos a las
Comunidades Autónomas, que confieren a éstas la posibilidad de regular su régimen

198
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

total o parcialmente, dentro de las líneas establecidas por la norma estatal, y de


acuerdo con los criterios arriba mencionados.

3. AMPLIACIÓN COMPETENCIAL MEDIANTE DELEGACIÓN O


TRANSFERENCIA: EL SUPUESTO DEL ART. 150.2 DE LA CE

El apartado 2 del artículo 150 de la CE, que permite la transferencia o delegación


mediante Ley Orgánica de «facultades correspondientes a materia de titularidad estatal
que por su propia naturaleza sean susceptibles de transferencia o delegación». Esta
previsión ha sido considerada, en ocasiones, como la fórmula idónea para desarrollar y
ampliar el Estado de las Autonomías, sin recurrir a la complicada reforma estatutaria.
Comparada con la atribución posibilitada por el art. 150.1, la «transferencia o delegación»
del apartado 2 del mismo artículo se caracteriza porque se refiere a cualquier tipo de
facultades estatales «susceptibles de transferencia o delegación». Y no sólo a facultades
legislativas: se incluyen pues, tanto facultades legislativas como ejecutivas. Además, tal
transferencia se efectúa sin la limitación que supone una ley marco estatal; se trata
pues, de una transferencia plena, que, además, deberá ser acompañada, por la
«correspondiente transferencia de medios financieros». Finalmente, la cláusula del art.
150.2 ofrece la posibilidad de ampliar las competencias de las Comunidades
Autónomas más allá incluso de las previsiones contenidas en los artículos 148 y 149
CE, puesto que el único condicionante para esa ampliación será que las competencias
en cuestión sean susceptibles de transferencia o delegación, aun cuando se trate de
competencias reservadas al Estado por el art. 149 de la CE.

La vía formal diseñada por la Constitución para esta transferencia es la ley orgánica
que es revisable o alterable por una ley posterior. Como consecuencia, la «transferencia
o delegación» no puede llevarse a cabo directamente en un Estatuto de Autonomía. Si
así fuese, se impediría la reforma o revocación de esa transferencia o delegación
mediante ley orgánica «normal», ya que los Estatutos de Autonomía han de reformarse
mediante un procedimiento especial, más complicado que el de las leyes orgánicas. La
ampliación de competencias mediante la vía del art. 150.2 requiere, pues, una ley
orgánica ad hoc.

Diversos Estatutos de Autonomía hacen referencia a estas leyes orgánicas como


eventual vía para la ampliación competencial, y, hasta el momento, se han utilizado en
varias ocasiones, entre ellas la Ley Orgánica 9/92, de 23 de diciembre, que supuso en su
momento un considerable aumento competencial de varias Comunidades.

La Constitución prevé que la ley orgánica determinará las formas de control que se
reserva el Estado (art. 150.2) así como que corresponde al Gobierno el control (previo
dictamen del Consejo de Estado) «del ejercicio de funciones delegadas a que se refiere
el apartado 2 del artículo 150» (art. 153.b). Ello ha conducido a distinguir, en teoría, las
funciones objeto de «delegación» (controlables por el Gobierno), de aquéllas objeto de
«transferencias» (que no serían controlables por el ejecutivo estatal). No obstante, en la
práctica adoptada hasta el momento, tal distinción no se ha seguido. En los casos en
que se ha empleado esta posibilidad, se ha reservado expresamente al Gobierno la

199
Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

posibilidad de suspender la transferencia o delegación efectuada. Ahora bien, el


Gobierno deberá dar cuenta de ello a las Cortes Generales, quienes resolverán sobre si
debe revocarse o no definitivamente la ampliación competencial acordada. Estas leyes
orgánicas prevén también en forma general la obligación de las Comunidades
Autónomas de suministrar información a la Administración del Estado sobre la gestión
de los servicios transferidos.

La Ley Orgánica del Consejo de Estado prevé, por su parte, la necesidad de consulta
previa de la Comisión Permanente del Consejo para el «control del ejercicio de
funciones delegadas por el Estado a las Comunidades Autónomas» (art. 22.5 LOCE).

4. LEYES DE ARMONIZACIÓN: EL ART. 150.3 DE LA CE

Dentro de las posibilidades de alteración unilateral por parte del Estado del reparto
competencial cabe incluir también las previsiones —éstas de carácter restrictivo de las
competencias autonómicas— del párrafo tercero del artículo 150. Se establece aquí la
facultad estatal de armonizar las disposiciones normativas de las Comunidades
Autónomas, aun en el caso de materias atribuidas a la competencia de éstas, cuando así
lo exija el interés general.

Esta previsión estuvo a punto de verse realizada en la práctica, al aprobar las Cortes,
en 1982, un Proyecto de Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico, que
fue sometido al entonces existente recurso previo de inconstitucionalidad, y que dio
lugar a la sentencia del Tribunal Constitucional 76/83, caso LOAPA. Esta sentencia
contenía diversos pronunciamientos sobre la naturaleza de las leyes de armonización
previstas en el art. 150.3 CE, que vienen a aclarar y precisar las previsiones
constitucionales. De éstas, y de la doctrina constitucional pueden inferirse diversas
características de este tipo de leyes; debe añadirse que éstas son aún inéditas en
nuestro ordenamiento, ya que el Tribunal Constitucional declaró que el proyecto de
LOAPA no tenía carácter armonizador. Las características más importantes para
considerar son las siguientes:

 Las leyes en cuestión vienen a establecer principios que armonicen


disposiciones normativas de las Comunidades Autónomas. No modifican,
pues, los Estatutos de éstas, sino que establecen un marco forzoso en que
determinadas disposiciones autonómicas deben integrarse. En otras palabras,
no privan a las Comunidades Autónomas de sus competencias, sino que
modulan u ordenan su ejercicio, sometiéndolas a unos principios o directrices
comunes («armonizándolas»).
 Este tipo de leyes viene legitimado por exigencias del interés general. Ahora
bien, tal interés general ya está contemplado por las disposiciones
constitucionales y estatutarias relativas al reparto competencial, que, por así
decirlo, «traducen» el interés general. Por ello, sólo procederá el empleo de la
técnica de armonización cuando no sea posible proteger al interés general
mediante las fórmulas ya presentes en los Estatutos y la Constitución. La

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Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

armonización se configura, por tanto, como una vía excepcional, sólo justificada
cuando no existen vías alternativas (así, las competencias estatales relativas a la
emisión de bases, o la coordinación).
 La Constitución establece un sistema sumamente rígido para la aprobación de
las leyes de armonización, exigiendo la apreciación de su necesidad por la
mayoría absoluta de ambas Cámaras; con ello, pretende introducir un nivel de
dificultad superior al exigido para la aprobación de leyes orgánicas. Por otra
parte, la Ley 12/83, del Proceso Autonómico, art. 1, exige que, antes de la
aprobación por el Gobierno de un proyecto de ley de armonización, deberá
oírse a las Comunidades Autónomas.
 Finalmente, la armonización podrá referirse tanto a normas ya emitidas, como a
normas eventualmente por emitir (armonización previa). Aun cuando tal
circunstancia no aparece expresamente prevista en la Constitución, ni en la
sentencia LOAPA, resulta deducible de la misma pluralidad de Comunidades
Autónomas: no tendría sentido armonizar disposiciones de algunas
Comunidades Autónomas sin prever que otras Comunidades Autónomas
pudieran dictar disposiciones del mismo tipo, que quedarían, así, fuera de las
técnicas habilitadas para proteger el interés general.

5. LAS COMPETENCIAS DE COORDINACIÓN

La mutua relación y actuación conjunta del Estado y las Comunidades Autónomas


constituye una exigencia cotidiana, para el buen funcionamiento de los poderes
públicos. Por este motivo de alteración del reparto de competencias, la Constitución y
los Estatutos prevén sistemas, dentro del mapa competencial ordinario, para que se
produzca una relación integrada entre las diversas instancias territoriales. Algunas de
esas fórmulas se configuran como atribuidas, en forma unilateral, a los poderes
centrales: tal sería el caso de la potestad de coordinación. En otros supuestos, las
fórmulas de relación sólo serán posibles mediante acuerdo de los afectados: tales serían
diversas fórmulas de colaboración, como los convenios «horizontales» (entre
Comunidades Autónomas) o «verticales» (entre Estado y Comunidades Autónomas).
En realidad, la práctica es mucho más compleja, de manera que se combinan, a veces
de forma difícil de diferenciar, fórmulas uni- y multilaterales. Incluso el mismo órgano
puede actuar como instrumento de coordinación fijado por el Estado (emitiendo
directrices vinculantes), y como medio de colaboración al preverse la participación de
los afectados en la adopción de sus decisiones. No es infrecuente, por tanto, que a veces
los términos coordinación, colaboración y cooperación se empleen indistintamente.

Por lo que se refiere a la coordinación, se configura, en la Constitución, en dos formas


distintas. Por un lado, como un principio que debe inspirar la organización y
funcionamiento de todas las Administraciones públicas: tal sería el sentido con que se
emplea el término en el art. 103.1 de la CE, cuando especifica que la Administración
pública actúa de acuerdo con el principio de coordinación. Pero, en relación con las
competencias de las Comunidades Autónomas, el sentido constitucional del término es
distinto: se configura como una competencia que se atribuye al Estado, y que incide en

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Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

las correspondientes competencias asumidas por los Estatutos. Así, el apartado 13 del
art. 149.1 atribuye al Estado la «coordinación de la planificación general de la actividad
económica»; el apartado 15 la «coordinación general de la investigación científica y
técnica» el 16, la «coordinación general de la sanidad».

El término «coordinación» ha sido objeto de análisis por la jurisprudencia


constitucional, sobre todo en la STC 32/83 (caso Registro Sanitario), y definido como
una fórmula de fijación de mecanismos para la integración en un sistema nacional de
los múltiples subsistemas autonómicos. El establecimiento de mecanismos de
integración significa la determinación unilateral por el Estado (cuando la Constitución
lo prevé) de técnicas que hagan posible una homogeneidad mínima, pese a la
existencia de diversas competencias sobre una misma materia (sanidad, investigación,
economía, hacienda). En la práctica, tales técnicas han sido muy diversas: exigencias de
información por parte de las Comunidades Autónomas, establecimiento de foros de
intercambio de opiniones y establecimiento de acuerdos (señaladamente el Consejo de
Política Fiscal y Financiera) etc. Ahora bien, a pesar de esa variedad, pueden señalarse
algunas características comunes:

 Se trata de una competencia estatal, ejercitable sin necesidad de acuerdo o


convenio con las Comunidades Autónomas.
 Al incidir sobre las competencias de éstas, debe venir prevista
constitucionalmente. La previsión, en principio, debe ser expresa: pero el
Tribunal Constitucional ha admitido que la coordinación pueda verse atribuida
implícitamente al Estado, si éste dispone de competencias legislativas plenas en
una materia, disponiendo las Comunidades Autónomas únicamente de
competencias de ejecución. La legislación, pues, incluye la coordinación (STC
104/88, caso Coordinación de Administraciones Penitenciarias).
 La coordinación incide en las competencias de las Comunidades Autónomas,
que deberán sujetarse a las directrices coordinadoras estatales. Pero si se
coordina es porque hay una diversidad que coordinar: en otras palabras, la
coordinación supone el ejercicio de unas competencias autonómicas, y no
puede implicar su supresión o su innecesaria reducción. La potestad de
coordinación no es un cheque en blanco en favor del Estado, sino un poder
encaminado exclusivamente a la «integración de los subsistemas» y no a la
desaparición de éstos.

6. RELACIONES DE COOPERACIÓN ENTRE ESTADO Y COMUNIDADES


AUTÓNOMAS

Junto a la coordinación como tarea estatal específica «desde arriba», se ha venido


configurando —sin apoyo constitucional expreso— un tipo de relaciones entre Estado
y Comunidades Autónomas en que ambos entes aparecen situados en posición
paritaria, de forma que no existe una acción unilateral, sino una efectiva colaboración
entre partes, sin que resulte afectado el respectivo ámbito competencial. Ello responde
a una necesidad, apreciada en otros ordenamientos de tipo compuesto, de intercambio

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Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

de información y conjunción de esfuerzos, derivada, no de la ley o la Constitución, sino


de «la fuerza de las cosas».

El Tribunal Constitucional ha reconocido (así, STC 18/82, caso Registro de Convenios y


96/86, caso Agricultores Jóvenes) la existencia de un deber de «recíproco apoyo y
mutua lealtad» entre Estado y Comunidades Autónomas, que justifica la creación por
el Estado de foros de encuentro e intercambio de información, que hagan posible la
mutua colaboración. De hecho, se encuentran previstos en nuestro ordenamiento
multitud de organismos de este tipo, cuya tarea no es (como en el caso de los órganos
de coordinación) emitir directrices o normas vinculantes u obligatorias, sino más bien
la formulación, de mutuo acuerdo, de pautas de actuación común, de intercambio de
información y de preparación de convenios. No es siempre fácil separar las tareas de
coordinación (vinculante) y de colaboración (voluntaria). En cuanto a éstas últimas,
cobran un papel relevante las conferencias sectoriales, previstas en la Ley del Proceso
Autonómico. Se trata de órganos que, sin poder sustituir la capacidad de decisión de
las Comunidades Autónomas, ni tomar decisiones que anulen las facultades de éstas, sí
pueden servir tanto para elaborar políticas comunes como para facilitar una posterior
labor coordinadora por parte de instancias estatales pudiendo así calificarse como
órganos tanto de colaboración como de coordinación. Instrumentos similares —
fundamentalmente de intercambio de información— se encuentran en todas las áreas
del ordenamiento (Conferencia de Consejeros Titulares de Educación, Consejo del
Patrimonio Histórico, Comisión de Agricultura de Montaña, etc.). Por otra parte, se ha
generalizado la creación de órganos o comisiones bilaterales de cooperación, entre el
Estado y cada una de las Comunidades Autónomas. Finalmente, debe hacerse mención
de la progresiva consolidación de un órgano de colaboración a nivel superior, la
Conferencia de Presidentes de las Comunidades Autónomas, de actuación más
esporádica, hasta el momento, que los demás órganos de este tipo mencionados.

Más allá de este nivel de colaboración genérica, cabe que se empleen otras formas de
cooperación bi- o multilateral, mediante la formulación de acuerdos o convenios, en
que se prevén acciones conjuntas, aportando cada parte (Estado y Comunidad
Autónoma) sus propios medios y recursos para obtener un fin común. Estos convenios,
de amplitud y duración muy variable, son hoy una característica generalizada de la
práctica del Estado de las Autonomías. Ha de tenerse en cuenta que, al hablar de
cooperación, nos referimos estrictamente al marco ejecutivo o administrativo, y no al
plano legislativo.

7. LAS RELACIONES DE CONFLICTO: VÍAS DE SOLUCIÓN ORDINARIAS


Y ESPECÍFICAS

Las discrepancias respecto a la distribución de competencias entre instancias centrales


y territoriales aparecen como elemento inevitable en los ordenamientos compuestos,
como también lo son aquellos conflictos derivados, no tanto de la interpretación del
reparto competencial como de la diversa apreciación del resto de las normas del

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ordenamiento jurídico. Las controversias, pues, entre Estado y Comunidades


Autónomas pueden versar sobre puntos competenciales, pero también sobre otras
materias, dando lugar a conflictos jurídicamente formalizados. Precisamente, la
conflictividad entre Estado y Comunidades Autónomas ha sido un elemento sin duda
definidor del Estado de las Autonomías: o, al menos, la expresión jurídica de esos
conflictos (traducidos en procesos ante el Tribunal Constitucional) ha sido
cuantitativamente muy superior a la que se ha producido en otros ordenamientos
europeos, como la República Federal de Alemania o Italia. Ello ha llevado a que cobre
una considerable importancia, para la definición del Estado de las Autonomías, la
jurisprudencia dimanada de estos conflictos, hasta el punto de que haya podido
hablarse de un Estado jurisprudencial autonómico.

a) Vías ordinarias

La resolución de los conflictos jurídicos (esto es, referentes a la interpretación de


normas constitucionales y estatutarias) aparece, por una parte, sometida a las vías
ordinarias jurisdiccionales, aplicables, en todos los sectores del ordenamiento. Así, las
actuaciones administrativas aparecen sometidas a la jurisdicción contencioso-
administrativa, ante la que podrán residenciarse los conflictos entre Estado y
Comunidades Autónomas, en materias competenciales y de otra índole. No hay que
olvidar que tanto la Administración del Estado (art. 106 CE) como las
Administraciones autonómicas (art. 106 CE, y, específicamente, 153 c) CE) están
sometidas al control contencioso-administrativo de los tribunales. En lo que se refiere a
la actividad legislativa, la vía para resolver los contenciosos entre Estado y
Comunidades Autónomas, tanto en materias competenciales, como en otros aspectos
es la del recurso directo de inconstitucionalidad, que ofrece la posibilidad, tanto al
Estado, como a las Comunidades Autónomas (en las materias afectas a su ámbito de
competencias, arts. 162.a) CE y art. 32.2 LOTC) de impugnar las normas legales que se
estime vulneren los mandatos constitucionales. Ha de recordarse que, en este aspecto,
la legitimación estatal para recurrir se extiende a todo tipo de leyes, mientras que la
legitimación autonómica alcanza únicamente a «leyes, disposiciones o actos con fuerza
de ley del Estado que puedan afectar a su propio ámbito de autonomía» (32.2 LOTC).
No obstante, la jurisprudencia del Tribunal Constitucional ha interpretado muy
extensivamente esta legitimación.

b) Conflictos de competencia

Junto a estas vías normales o generales de resolución de conflictos, la Constitución y la


Ley Orgánica del Tribunal Constitucional han habilitado diversos cauces para resolver
discrepancias entre Estado y Comunidades Autónomas, tanto de índole jurisdiccional,
como de otro tipo. Las primeras consisten en los procedimientos. El segundo es el
mecanismo regulado en el art. 155 de la CE, que configura una técnica similar a la
«intervención federal» de otros ordenamientos, cuya actuación corresponde al
Gobierno de la Nación.

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Derecho Constitucional II Raquel Martinez Serrano

En el procedimiento de los conflictos de competencia procedimiento son distinguibles


dos fases: una previa, en la que se pretende una composición de tipo administrativo
(requerimiento) y una fase posterior, de índole jurisdiccional, ante el Tribunal
Constitucional. La primera fase se ve facilitada, en algunos casos, por la creación de un
órgano paritario, ad hoc, para tratar de evitar el paso a un conflicto formalizado ante
instancias jurisdiccionales. Como ejemplo, el art. 67 de la LORAFNA crea una «Junta
de Cooperación» a la que se encarga conocer de (y en su caso resolver) «todas las
discrepancias que se susciten entre la Administración del Estado y la de la Comunidad
de Navarra, respecto de la aplicación e interpretación de la presente ley orgánica» sin
perjuicio de la legislación propia del Tribunal Constitucional y la Administración de
justicia.

El Gobierno de la Nación dispone de un instrumento para impugnar ante el Tribunal


Constitucional cualquier resolución (sin fuerza de ley) o disposición de las
Comunidades Autónomas, sin que tal impugnación haya de basarse en motivos
competenciales (arts. 76 y 77 LOTC). Las Comunidades Autónomas no disponen de esa
posibilidad: las impugnaciones que pretendan llevar a cabo respecto de disposiciones
estatales (sin fuerza de ley) por motivos diversos de discrepancias competencial habrán
de formalizarse ante la jurisdicción contencioso-administrativa.

c) El art. 155 de la CE

Fuera del ámbito jurisdiccional se configura un procedimiento, previsto en el art. 155


de la CE, para resolver las diferencias que puedan surgir entre Estado y Comunidades
Autónomas cuando se vea afectado gravemente el interés general de España. La
Constitución concede al Gobierno la posibilidad de «adoptar las medidas necesarias»
para obligar a una Comunidad Autónoma al cumplimiento forzoso de dichas
obligaciones. Para ello es necesario, primeramente, que la Comunidad «no cumpliese
las obligaciones que la Constitución u otras leyes le impongan, o actuase de forma que
atentase gravemente al interés general de España» (art. 155.1); en segundo lugar, que el
Presidente de la Comunidad Autónoma en cuestión desatendiese el requerimiento del
Gobierno de la Nación; finalmente, el Gobierno necesitará, para su intervención, la
aprobación de la mayoría absoluta del Senado (en uno de los pocos casos en que éste
cumple una función de Cámara territorial). Pese a los intentos de desdramatizar esta
figura (aún no aplicada) parece evidente que se trata de una última ratio, que supone
un efectivo incumplimiento por parte de una Comunidad Autónoma de sus
obligaciones, y la puesta en peligro de intereses supraautonómicos. Aun cuando las
medidas que el Gobierno está en tal caso habilitado para tomar no llegan al extremo
(previsto, por ejemplo, en la Constitución republicana de 1931) de hacer desaparecer
temporalmente la estructura autonómica territorial de la Comunidad (pues el Gobierno
podrá obligar a la autoridad autonómica a llevar a cabo una determinada conducta,
pero no podrá suprimir tal autoridad) sí que implican una suspensión de la autonomía
funcional, al introducir una relación jerárquica entre autoridad central (Gobierno) y
autoridad autonómica.

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