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DERECHO CONSTITUCIONAL VOLUMEN II 10ª EDICIÓN

Los poderes del Estado. La organización territorial del Estado

Luis López Guerra

Valencia, 2016

V. LA CORONA

Lección 21

La Corona 1. 2. 3. 4. 5. 6.

LA MONARQUÍA PARLAMENTARIA COMO FORMA POLÍTICA DEL ESTADO.


LAS FUNCIONES DEL REY. EL REFRENDO. LA SUCESIÓN EN LA CORONA.
LA REGENCIA Y LA TUTELA DEL REY MENOR. BIBLIOGRAFÍA,
LEGISLACIÓN Y JURISPRUDENCIA.

1. LA MONARQUÍA PARLAMENTARIA COMO FORMA POLÍTICA DEL


ESTADO

Después de definir al Estado como «social y democrático de Derecho», y de proclamar


que «la soberanía nacional reside en el pueblo español», el art. 1º de la CE completa
esta serie de enunciados básicos con la afirmación de que «la Monarquía parlamentaria
es la forma política del Estado». Se ha destacado muchas veces el carácter innovador de
esta última definición, tanto desde la perspectiva del Derecho comparado, como en la
historia constitucional de España, pero hay que recordar también que ésta ofrece
interesantes referencias para interpretar el alcance jurídico de la citada definición del
art. 1.3 de la CE. Hay que tener en cuenta, en efecto, que las Constituciones españolas
del siglo XIX más sinceramente liberales, las que fueron fruto de un poder constituyente
popular y proclamaron la soberanía nacional, incluyeron también una definición de la
Monarquía, como forma de gobierno. «El Gobierno de la Nación española es una
Monarquía moderada hereditaria», decía el art. 14 de la Constitución de 1812; «la forma
de Gobierno de la Nación española es la Monarquía», afirmaba la Constitución de 1869.
Por contra, es significativa la falta de definiciones similares en las Constituciones
monárquicas de 1845 y 1876, inspiradas en el liberalismo moderado o «doctrinario». La
teoría del Estado propia de esta tendencia ideológica (Donoso Cortés, Balmes, Cánovas
del Castillo) consideraba que la Monarquía formaba parte de la «constitución interna»
de España, reconociéndole la cotitularidad, junto con las Cortes, de la soberanía y del
poder de aprobar y reformar la Constitución escrita. De ahí que los textos
constitucionales antes mencionados no definieran a la Monarquía como forma de
gobierno, porque según esta concepción, su carácter era más esencial; se trataba de un
elemento básico de la forma de Estado.
Desde esa perspectiva histórica, parece evidente que el art. 1.3 de la CE sólo puede
entenderse conforme a la tradición liberal genuina del constitucionalismo español, y que
la expresión Monarquía parlamentaria sólo puede hacer referencia a la articulación de
los poderes constituidos, esto es a la forma de gobierno, y no a la forma de Estado. Esta
última viene en cambio determinada por la soberanía popular, recuperada después del
franquismo en 1977 (art. 1 de la L. 1/77, de 4 de enero, para la Reforma Política) y
confirmada inequívocamente en el art. 1.2 de la CE. De hecho, el mérito histórico
indiscutible del Rey Juan Carlos I fue facilitar la devolución de la soberanía al pueblo y
amparar la manifestación de su poder constituyente, como fundamento único del nuevo
orden estatal (que el Rey promulgara la Constitución y no la sancionara resulta
expresivo de esa exclusividad del poder constituyente popular). No obsta a la
conclusión anterior que el legislador constituyente no calificara a la Monarquía
parlamentaria como forma de gobierno, prefiriendo en cambio la expresión más
imprecisa de «forma política del Estado». Parece claro, a la vista de los antecedentes
parlamentarios, que esta terminología no encerraba una opción determinada en el plano
de la teoría política, sino que se trataba más bien de una ambigüedad del lenguaje
constitucional, deliberadamente buscada, para favorecer el consenso (como ocurrió en
tantas otras ocasiones). En todo caso, desde el punto de vista literal, el art. 1.3 de la CE
no es incoherente con la interpretación que aquí se sostiene, porque la forma de
gobierno es una forma «del Estado» (aunque no sea la «forma de Estado»), y también es
una «forma política». Hace tiempo, en efecto, que se ha advertido que las formas de
gobierno no son completamente reducibles a parámetros jurídicos y que vienen
condicionadas por factores políticos decisivos (por ejemplo, por el sistema de partidos),
de tal manera que en el marco normativo de una misma Constitución puede variar
considerablemente la forma de gobierno. Así lo atestigua, por ejemplo, la historia de la
forma de gobierno de los Estados Unidos, que presenta fases de predominio del
Congreso, otras, como la actual, de predominio presidencial, e incluso otras donde se ha
hablado de un gobierno de los jueces. En el caso de una monarquía parlamentaria típica,
como la británica, también resulta demostrado que la utilización de los poderes
constitucionales de la Corona depende de factores políticos. Concretamente, la
intervención del Monarca en la formación de los Gobiernos se ha reducido
drásticamente, desde el siglo XIX, por la presencia de un bipartidismo rígidamente
organizado, y volvería a ampliarse seguramente, como lo advierte la doctrina británica,
en caso de alterarse esa configuración singular de su sistema de partidos. Por
consiguiente, la opción del constituyente en favor de la Monarquía parlamentaria no
justifica una interpretación conceptualista de la Constitución, sustentada en una idea
previa y absoluta de lo que aquella significa, porque su carácter de forma política exige
una interpretación contextualizada, que tenga en cuenta los factores políticos
coyunturales que condicionan su funcionamiento. En definitiva, una interpretación
ajustada a la realidad social, como dice el art. 3.1 del Código civil. Además, hay que
tener en cuenta que la expresión «Monarquía parlamentaria», del art. 1.3 de la CE, sólo
puede considerarse como una caracterización esencial de la forma de gobierno, y no
como una descripción completa de la misma. En efecto, desde el punto de vista
doctrinal, la Monarquía parlamentaria sólo implica la separación del Rey de la función
gubernamental y la responsabilidad del Gobierno ante el Parlamento. Pero otras pautas
estructurales o procedimentales de esta forma de gobierno, como son la naturaleza
unicameral o bicameral del Parlamento, o las reglas para la disolución de las Cámaras, o
para la formación o la censura del Gobierno, no vienen predeterminadas por esa
definición, existiendo, de hecho, a ese respecto, una variedad de soluciones en el
panorama comparado de las Monarquías parlamentarias europeas. Por consiguiente, el
entendimiento jurídico, preciso y verdadero, de la Monarquía parlamentaria proclamada
en el art. 1.3 de la CE, exige una interpretación que sea también sistemática, es decir,
que tenga en cuenta las restantes referencias constitucionales sobre la forma de
gobierno. Esta exigencia es indispensable, porque la Constitución de 1978, en virtud de
su característica vocación normativa, ha pretendido concretar mediante preceptos
jurídicos, la fisonomía de la Monarquía parlamentaria española. Y este planteamiento la
diferencia de otros casos comparables, como los de Bélgica y Holanda, donde la
Monarquía parlamentaria está configurada en la práctica, por convenciones y
costumbres, pero no por las Constituciones respectivas (que reflejan otra forma de
gobierno, históricamente anterior, que se conoce como Monarquía constitucional pura,
en la que el Rey aparece como titular del poder ejecutivo y en la que la responsabilidad
del Gobierno ante el Parlamento no está prevista). Sin embargo, la «racionalización»
constitucional de la Monarquía parlamentaria no permite olvidar que ésta es una «forma
política», y que al interpretar las normas constitucionales es preciso incorporar los datos
políticos que acotan su ámbito de aplicación.

2. LAS FUNCIONES DEL REY

El art. 56.1 de la CE es la norma de cabecera de todas las relativas al Rey. Define su


posición constitucional y sus funciones, y lo hace de una manera muy expresiva, que
paradójicamente parece inspirada en la Constitución italiana de 1947 y en la
Constitución francesa de 1958, con las que comparte la orientación de atribuir al Jefe
del Estado unas funciones distintas de la tradicional función ejecutiva. No obstante, la
interpretación del art. 56.1 de la CE no puede realizarse miméticamente, pasando por
alto la singularidad de nuestra forma de gobierno. a) Que la Constitución se refiera al
Rey como Jefe del Estado significa, ante todo, que es un órgano estatal. Concretamente
se trata de un órgano configurado por la propia Constitución, que está dotado de las
facultades que ella misma y las leyes expresamente le atribuyen, según lo afirma el art.
56.1. Por consiguiente, es uno de los órganos constitucionales del Estado. Este carácter
de órgano constitucional comporta que ha de tener una función materialmente autónoma
y que en su ejercicio el Rey no puede estar subordinado a ningún otro órgano
constitucional, porque todos ellos derivan su existencia y poderes directamente de la
Constitución y por tanto están situados recíprocamente en una posición de paridad
jurídica. De ahí que, aunque la función del Rey sólo consista, en determinados casos, en
perfeccionar la expresión de la voluntad de otro órgano constitucional (el Gobierno o las
Cortes), la acción del Monarca resulte sin embargo indispensable e insustituible. Por
otro lado, aunque sea jurídicamente igual a los demás órganos constitucionales, al Rey,
como Jefe del Estado, le corresponde una posición de mayor dignidad formal,
honorífica y protocolaria (el hecho de que la Constitución se ocupe de la Corona, antes
que de los restantes poderes del Estado, ya es significativo de esa preeminencia formal).
b) Además de Jefe del Estado, el art. 56.1 de la CE afirma que el Rey es «símbolo de su
unidad y permanencia», lo que en parte deriva de, y en parte excede a, su condición de
titular de la Jefatura del Estado. Ciertamente es inherente a la función de todo Jefe del
Estado el simbolizar la unidad del mismo (véase, por ejemplo, art. 87 de la Constitución
italiana) y su continuidad (por ejemplo, art. 5 de la Constitución francesa); en definitiva,
personificar el Estado. Por eso suele corresponder a los Jefes de Estado, y corresponde
desde luego al Rey de España, formalizar los actos más importantes del Estado, ya sean
de carácter legislativo (art. 62.a CE) o gubernamental (art. 62.f CE) así como hacer las
convocatorias y designaciones precisas para la renovación de los titulares de los órganos
legislativos y gubernamentales (art. 62.b, d y e CE). Sin embargo, la naturaleza
simbólica de la magistratura del Rey trasciende de la que es inherente a la Jefatura del
Estado, porque el Rey lo es por personificar una institución, la Corona, estrechamente
vinculada a la historia secular de España y que por ello simboliza mejor que ninguna
otra su continuidad. En esa medida, la continuidad dinástica de la Monarquía,
reconocida expresamente en el art. 57.1 de la CE, refuerza simbólicamente la
continuidad del Estado. Por lo que se refiere a su condición de símbolo de la unidad
estatal, hay que tener en cuenta además que la Monarquía ha sido soporte de una unidad
estatal integradora de una diversidad de reinos y territorios que conservaron su
fisonomía específica hasta el movimiento centralizador del siglo XVIII (y en lo que se
refiere al País Vasco, hasta la abolición de sus fueros en el siglo XIX) y que ha sido
actualizada ahora, constitucionalmente, en el Estado de las Autonomías. Una unidad en
la diversidad, que vuelve a tener en la Corona su símbolo supremo, como se refleja en el
juramento que, tanto el rey como el Príncipe heredero deben prestar, de «respetar los
derechos de los ciudadanos y de las Comunidades Autónomas» (art. 61 CE). En
definitiva, la Corona, por su dimensión histórica puede ser un símbolo particularmente
eficaz y capaz de movilizar sentimientos de auto identificación y de lealtad hacia la
comunidad nacional y hacia las entidades regionales que la componen y de convertirse,
por tanto en un poderoso factor de integración.
c) Del Rey dice también el art. 56.1 de la CE que «arbitra y modera el funcionamiento
regular de las instituciones», lo que comporta, en primer término, una exigencia de
neutralidad política, sin la cual la moderación y el arbitraje de la Corona se
desnaturalizarían. No hay que confundir, sin embargo, este poder neutral con el tipo de
«poder moderador», llamado a coordinar y armonizar los demás poderes del Estado, que
preconizó el siglo pasado el liberalismo doctrinario, siguiendo a Benjamín Constant. La
CE excluye, en efecto, expresamente, las principales prerrogativas regias que Constant
consideraba indispensables para el ejercicio del «poder moderador»: ni el Rey puede
nombrar y destituir libremente a los ministros, porque debe hacerlo a propuesta de un
Presidente del Gobierno, previamente investido de la confianza del Congreso (arts. 99 y
100 CE); ni puede negar la sanción a las leyes con un poder de veto absoluto, sino que
la sanción es un acto debido (art. 91 CE); ni puede decidir la guerra y la paz, ni puede
hacer los tratados, porque lo primero exige desde luego autorización parlamentaria y lo
segundo, en los casos más importantes, también, sin perjuicio además de las
competencias propias del Gobierno en estas materias (arts. 63, 94 y 97 CE). En
definitiva, la Constitución de 1978, como no podía ser menos, diseña un tipo de
Monarquía muy diferente de la que consagraban la Carta Constitucional francesa de
1830 o la Carta Constitucional portuguesa de 1826, inspiradas en las ideas de Constant.
Existe amplio consenso doctrinal en interpretar que la función moderadora, referida en
el art. 56.1, consiste en la magistratura de influencia que al Monarca corresponde ejercer
en relación con el Gobierno, y que se concreta en los derechos del Rey a ser consultado,
a animar y a advertir, según la conocida fórmula oriunda del constitucionalismo inglés.
El derecho del Rey «a ser informado de los asuntos de Estado» está reconocido
expresamente en el art. 62.g de la CE, y el modo de hacerlo efectivo consiste, en primer
término, en su facultad, utilizada con significativa periodicidad, de «presidir, a estos
efectos, las sesiones del Consejo de Ministros, cuando lo estime oportuno, a petición del
Presidente del Gobierno». Pero ese derecho del Rey a ser informado por el Gobierno se
concreta también en otros procedimientos, como el despacho que regularmente
mantiene con el Presidente de Gobierno y también con los Ministros (en particular, con
los de Exteriores y Defensa). También debe mencionarse en este contexto la previsión
del art. 13 del RD 434/1988, de 6 de mayo, que dispone que los Departamentos de la
Administración del Estado proporcionarán a la Casa de S.M. el Rey «los informes,
dictámenes y asesoramientos de cualquier naturaleza que la Casa solicite». Los otros
derechos característicos de esta magistratura de influencia (el de estimular y advertir)
convierten al Rey en consejero del Gobierno, en su consejero supremo, aunque este
aspecto de su actividad debe estar en todo momento protegido por la reserva, para que la
«auctoritas» del Monarca pueda ejercerse sin menoscabo de la «potestas» del Gobierno.
La función arbitral del Rey está reconocida en el art. 56.1 de la CE en términos muy
similares a los del art. 5 de la Constitución francesa de 1958, pero debe ser interpretada
de manera radicalmente distinta. No hay que olvidar, en efecto, que el Presidente
francés es el líder de una mayoría política y que, además, ejerce su arbitraje mediante
una serie de poderes, exentos de refrendo ministerial (los «poderes propios», según los
denomina la doctrina francesa), que incluyen la disolución de la Asamblea Nacional, la
convocatoria del refendum, el nombramiento del Primer Ministro, la dirección de
mensajes a las cámaras y la adopción de medidas excepcionales, en los supuestos de
crisis a que hace referencia el art. 16. de la Constitución de la Quinta República. Por el
contrario, el arbitraje en la Constitución se caracteriza por la neutralidad política del
árbitro y por la menor extensión de sus poderes arbitrales. En definitiva, se trata de un
arbitraje al servicio, no de una política del Jefe del Estado, que por definición está
excluida en este contexto, sino del buen funcionamiento de una forma de gobierno
parlamentaria, que únicamente precisa la intervención arbitral de un poder neutral,
cuando no sea capaz de autorregularse, es decir, cuando falta una mayoría política o en
los supuestos en que el funcionamiento de las instituciones está alterado o amenazado
por causas extraordinarias. La principal facultad de significado arbitral que la
Constitución confía al Rey es la de proponer candidato a Presidente del Gobierno (art.
62.d). Mejor dicho, esta facultad tendrá ese significado arbitral, cuando falte un partido
o una coalición mayoritarios en el Congreso de los Diputados. Entonces, pero sólo
entonces, esa facultad implicará que el Rey tiene que escoger la solución más apropiada
para formar el Gobierno, ejerciendo una responsabilidad que es característica de los
Jefes de Estado en los regímenes parlamentarios. Pero este arbitraje del Monarca no está
previsto para hacer prevalecer la preferencia política del Rey, sino la del Congreso de
los Diputados, más concretamente, la preferencia de la mayoría simple de los
Diputados, como lo demuestra la arquitectura del art. 99 de la CE. Por lo que se refiere
al poder de disolución de las Cortes Generales, hay que distinguir el supuesto de
disolución funcional, a que hace referencia el art. 99.5 de la CE, y el de disolución
gubernamental previsto en el art. 115.1de la CE. El primero se encuadra en la función
arbitral o al menos es consecuencia de ella, por su estrecha vinculación con el poder de
proponer candidato a Presidente del Gobierno. En efecto, si el Congreso no acepta
ninguno de los candidatos propuestos, el Rey debe decretar la disolución, una vez
pasados dos meses desde la primera votación de investidura. En cambio, literalmente,
no parece que el art. 115 de la CE sea instrumental para el arbitraje del Jefe del Estado,
porque la disolución tiene que ser propuesta por el Presidente del Gobierno, y porque la
redacción de este artículo da la impresión de pretender limitar (o suprimir) la
discrecionalidad del Rey y considerarle vinculado por dicha propuesta al decir,
mediante un tiempo futuro que puede indicar imperatividad, «que (la disolución) será
decretada por el Rey». Pese a ello, un sector doctrinal considera que la función arbitral
del Rey fundamenta su derecho a rechazar la disolución. Esta pugna de interpretaciones
no puede solventarse mediante la sola invocación del criterio literal, y se impone la
necesidad de considerar el problema, a la vista de otros preceptos de la Constitución, y
en su contexto político. Valga como premisa, que la disolución del art. 115 de la CE
está concebida prioritariamente al servicio de los intereses del Gobierno y que por
consiguiente, normalmente, estos deben prevalecer sobre cualquier otra consideración.
Así lo enseña además el modelo británico, que ha inspirado este precepto, porque
aunque la disolución sea jurídicamente en el Reino Unido una prerrogativa regia y no un
acto debido, en la práctica, ninguna disolución pedida por un Primer Ministro, de un
Gobierno mayoritario o minoritario, ha sido denegada desde la gran reforma electoral de
1832, que inició la democratización del régimen británico. Por otra parte, la experiencia
española, desde 1978, se ha ajustado también a este criterio. Sin embargo, el art. 115.2
de la CE dispone que «la propuesta de disolución no podrá presentarse cuando esté en
trámite una moción de censura». Limitación que está dirigida a garantizar el derecho de
la oposición a cambiar el Gobierno, mediante una votación parlamentaria. Por
consiguiente, una disolución propuesta sin respetar el límite del art. 115.2 de la CE
debería ser ciertamente denegada por el Jefe del Estado. Además, a la vista de la
finalidad de este precepto, parece insuficiente una interpretación literal del mismo, que
sólo entienda vedada la disolución desde el momento en que haya sido presentada la
moción de censura en el Registro del Congreso de los Diputados. Parece en efecto
dudoso que fuera legítima, desde el punto de vista constitucional, una disolución
preventiva o de combate, decretada el día anterior, o bien pocas horas antes, de que se
presente una moción de censura, previamente anunciada. Y es que la expresión «cuando
esté en trámite una moción de censura», puede interpretarse en sentido amplio, de forma
que cubra también ese período inmediatamente antecedente a la presentación de la
moción. En todo caso, parece razonable admitir que la propuesta del Presidente, en un
supuesto límite como el contemplado, no podría tener el mismo carácter vinculante, ni
suprimir todo margen de decisión del Jefe del Estado para arbitrar entre los intereses del
Gobierno y los de de la oposición, ponderando las circunstancias del caso. Por último,
se ha señalado que la función arbitral del art. 56.1 de la CE también puede ejercerse
mediante mensajes públicos del Rey, que aunque no están expresamente contemplados
en la Constitución, sin duda lo están implícitamente, porque el Jefe del Estado debe
expresarse con ocasión del ejercicio de sus funciones, y hay que interpretar que es
titular de un «poder de exteriorización» (según lo denomina la doctrina italiana), que es
inherente a todos los sujetos públicos. No obstante, hay que reconocer que si las
instituciones funcionan regularmente, no será precisa la intervención arbitral del rey y
que, consiguientemente, será excepcional que sus discursos o mensajes tengan ese
significado. En la mayor parte de los casos, por el contrario, aquellos estarán
relacionados con otras funciones del Jefe del Estado, como la simbólica, la ceremonial o
la internacional. d) El art. 56.1 de la CE atribuye también al Rey «la más alta
representación del Estado español en las relaciones internacionales, especialmente con
las naciones de su comunidad histórica». Se trata de dos competencias que tienen
distinta naturaleza: jurídica la primera; política y simbólica la segunda. En efecto, que el
Rey sea el principal representante internacional del Estado, corresponde con un criterio
general del Derecho Internacional, que se concreta en la Constitución mediante los
siguientes poderes del Monarca; el de legación activa y pasiva (art. 63.1 CE), el de
manifestar el consentimiento del Estado para obligarse por medio de tratados (art. 63.2
CE) y el de declarar la guerra y hacer la paz (art. 63.3 CE). Poderes, que no están al
servicio de una política exterior del Rey, sino de la política exterior del Estado, que el
Gobierno debe dirigir, conforme al art. 97 de la CE, y el Parlamento autorizar, en el
caso de los principales tratados y de la declaración de guerra (art. 63 y 94 CE). Por otro
lado, la especial referencia a la función internacional del Rey con las naciones de la
comunidad histórica de España, no significa que la Constitución proporcione al Rey un
apoderamiento jurídico adicional, o un «dominio reservado» en ese campo. Lo que
implica es el reconocimiento de la función simbólica de la Corona, como vínculo
histórico con los pueblos que formaron parte de la Monarquía española y con los cuales
la Constitución manifiesta una especial vocación de cooperar (por ejemplo, art. 11.3
CE). Actualmente esa cooperación tiene su mayor expresión institucional en las
«cumbres» periódicas de Jefes de Estado de la Comunidad Iberoamericana. e)
Finalmente, hay que hacer referencia a la función del Rey como garante de la
Constitución, que se refleja en la fórmula del juramento que debe prestar al ser
proclamado ante las Cortes Generales, de «guardar y hacer guardar la Constitución»
(art. 61.1 CE). Esta función tiene dos significados complementarios. Por un lado, es una
consecuencia de la vinculación de los poderes públicos a la Constitución, que proclama
al art. 9.1 de la CE y de la cual el Jefe del Estado no está exceptuado. La exención de
responsabilidad que le reconoce el art. 56.3 CE, tiene desde luego otro alcance, que
consiste en limitar las consecuencias de los comportamientos antijurídicos del primer
magistrado, pero no supone considerarlo «legibus solutus». Además, el principio de
sujeción de los poderes públicos a la Constitución tiene en este caso una relevancia
garantista especial, porque al Rey le compete realizar los principales actos de Estado,
culminando, en cada caso, el procedimiento constitucional correspondiente (el
legislativo, el de convocatoria del referéndum, el de celebración de tratados, etc.). Por
consiguiente, al Rey, como órgano final del procedimiento constitucional, le
corresponde garantizar la regularidad formal del mismo e impedir los actos que lo
vulneren, al menos en sus aspectos esenciales (por ejemplo, una ley que no hubiera sido
sometida a votación en una de las dos Cámaras, la convocatoria de un referéndum sin la
autorización del Congreso, o la proclamación de un Estado de excepción sin ese mismo
requisito). Esto no supone considerar al Rey como tutor de la regularidad formal de los
actos o de las normas en todos sus detalles, ni mucho menos como órgano encargado del
control preventivo de la legalidad o de la constitucionalidad de su contenido, que son
tareas de la jurisdicción (ordinaria o constitucional) competente. Pero la función de
garantía de la Constitución por el Jefe del Estado, así delimitada, no deja de ser capital,
porque permite impedir que los atentados más graves contra la Constitución puedan
beneficiarse ni siquiera de apariencia jurídica. Además, el Rey viene configurado como
garante de la Constitución por su posición en relación con las Fuerzas Armadas, que
tienen encomendado en el art. 8 de la CE la defensa del ordenamiento constitucional. Es
evidente que esta misión no está confiada a las Fuerzas Armadas, como institución
autónoma, sino como organización estatal, dependiente y subordinada a los órganos
constitucionales. Por consiguiente, la utilización de las Fuerzas militares para la defensa
política de la Constitución, deberá realizarse bajo la autoridad del Gobierno, a quien
corresponde dirigirlas, y del Rey, a quien compete su mando supremo, conforme al art.
62.h de la CE. También es evidente que dicha utilización representa una hipótesis que,
en principio, debe encauzarse a través de los procedimientos del art. 116 de la CE.

Pero si la crisis fuera de tal naturaleza que impidiera el funcionamiento de los órganos
constitucionales que pueden poner en marcha esos procedimientos, entonces
corresponderá al Rey dictar las órdenes necesarias a las Fuerzas Armadas para el
cumplimiento de su misión. Esas órdenes, además, pueden prescindir del refrendo, si el
Gobierno estuviera incomunicado o secuestrado, como ocurrió el 23 de febrero de 1981,
lo que se justifica no sólo porque la necesidad sea fuente del Derecho, sino también por
la especial naturaleza del mando supremo sobre las Fuerzas Armadas que corresponde
al Rey. Se trata de un mando que merece los calificativos de eminente (lo que no
significa que sea meramente honorífico, sino que sobresale o descuella sobre los demás)
e indirecto, porque se ejerce a través de los otros órganos de mando de las Fuerzas
Armadas. Estos órganos son, en primer lugar, el Gobierno, a quien corresponde el
mando político sobre estas Fuerzas, es decir, el poder de disponer el uso de las mismas,
como lo exige la lógica del régimen parlamentario y lo establece claramente el art. 97 de
la CE, al encomendarle la dirección de la defensa del Estado. En segundo lugar, se trata
del mando técnico militar, que se ejerce por profesionales, jerárquicamente organizados
en una cadena de mandos subordinada al Gobierno. La Jefatura del Rey es de distinta
naturaleza y no se confunde con ninguno de estos dos mandos, aunque se ejerza a través
de ellos. Se trata de una jefatura institucional, que tiene, por un lado carácter civil,
porque corresponde al Rey como Jefe del Estado, y su ejercicio está regulado por las
normas constitucionales, que exigen a estos efectos el refrendo ministerial. Pero al
mismo tiempo se trata de una Jefatura que el Rey ejerce —por lo menos en el caso del
actual Monarca y de su antecesor— con rango o empleo militar: es el máximo oficial de
las Fuerzas Armadas, y aunque esta faceta del mando supremo sea sólo accesoria de la
primera, viene a representar una garantía de aquella, porque si el Rey no puede mandar
con el concurso del Gobierno, por estar aquél impedido, puede hacerlo directamente
como primer militar, cuyas órdenes para el establecimiento de la disciplina son
inmediatamente obligatorias para todos los componentes de las Fuerzas Armadas,
conforme al entendimiento que de la disciplina militar proporcionan las Reales
Ordenanzas. Esa fue la naturaleza jurídica de las órdenes del Rey en la noche del 23 de
febrero de 1981 y de ahí su indiscutible validez.

3. EL REFRENDO

a) La necesidad de que los actos del Rey sean siempre refrendados, es decir autorizados
o confirmados por otro órgano constitucional, normalmente el Presidente del Gobierno
o los Ministros, es una regla tradicional del constitucionalismo, que trae causa de la
exención de responsabilidad del Jefe del Estado en las Monarquías. Dicha exención
significaría en realidad un privilegio incongruente con la naturaleza del
constitucionalismo, que exige una forma de gobierno limitada y responsable, si no
estuviera compensada por la regla que imputa la responsabilidad de lo actuado a los
sujetos que cooperan con el Rey. «De los actos del Rey serán responsables las personas
que lo refrenden», afirma, en efecto, el art. 64.2 de la CE. La responsabilidad del
refrendante se extiende tanto a la regularidad formal del acto, como a su contenido. En
otras palabras el refrendo acredita la legalidad de la actuación del Jefe del Estado y
también su oportunidad. Sin embargo, la responsabilidad del refrendante no puede
extenderse a este último aspecto, en aquellos casos en que el acto del Rey culmina un
procedimiento en el cual el refrendante no ha participado, como ocurre por ejemplo, con
los nombramientos de aquellos vocales del Consejo General del Poder Judicial o
Magistrados del Tribunal Constitucional que corresponde proponer a las Cámaras. En
estos casos el refrendo por el Presidente del Gobierno sólo certifica la legalidad del
nombramiento, pero no la justificación de la elección realizada.

b) Objeto del refrendo son los actos que el Rey realiza como titular de la Jefatura del
Estado, exceptuándose por consiguiente los correspondientes a su vida privada, como
son, por ejemplo, los actos relativos a la administración de su propio patrimonio. Fuera
de ese ámbito privado, el refrendo es siempre exigible, sin más salvedad que los actos
que el Rey realice para la distribución de la cantidad global que anualmente recibe de
los Presupuestos del Estado para el sostenimiento de su Familia y Casa (art. 65.1 CE) y
para el nombramiento de los miembros civiles y militares de su Casa (art. 56.3 y 65.2
CE). Existe una opinión doctrinal favorable a considerar que están también exentos de
refrendo los actos personalísimos del Rey, aunque tengan relevancia constitucional,
como es su consentimiento matrimonial, y se discute si esta exención alcanza también a
la designación testamentaria del tutor del Rey menor de edad. No parece, en todo caso,
que la prohibición por el Rey del matrimonio de una persona situada en la línea de
sucesión en el trono, conforme a las previsiones del art. 57.4 de la CE, pueda
considerarse excluida de este requisito, porque ciertamente no pertenece a la categoría
de los actos personalísimos.
c) La forma típica del refrendo es la contrafirma de los actos del Jefe del Estado por
parte del refrendante, pero ésta no es la única forma posible, sino que hay también otras,
como el refrendo tácito y el refrendo presunto. El primero consiste en la presencia de los
Ministros junto al Jefe de Estado en sus actividades oficiales (ceremonias, discursos,
viajes y entrevistas), que implica la correspondiente asunción de responsabilidad. Lo
segundo es una presunción general de que el Gobierno cubre con su responsabilidad la
actuación del Jefe del Estado, a no ser que dimita en discrepancia con ella.

d) Por lo que se refiere a la titularidad del poder de refrendo, hay que tener en cuenta
que el art. 64.1 de la CE se la atribuye al Presidente del Gobierno, a los ministros y al
Presidente del Congreso de los Diputados. El poder de los Ministros viene limitado por
su respectiva competencia, de tal manera que les corresponderá refrendar los reales
decretos que cada uno haya propuesto al Consejo de Ministros. El refrendo del
Presidente del Congreso sólo es posible en los casos expresamente previstos en el art.
99 de la CE, es decir, la propuesta de candidato y el nombramiento del Presidente del
Gobierno y la disolución de las Cortes Generales si ningún candidato hubiera sido
investido, pasados dos meses desde la primera votación de investidura. Sin embargo, en
1982, se admitió también su competencia para refrendar el cese del Presidente del
Gobierno, criterio que la práctica posterior no ha confirmado. En todo caso hay que
interpretar que la enumeración del art. 64.1 de la CE es exhaustiva y, por consiguiente,
ni cabe la delegación del refrendo en otros órganos, ni pueden otras normas de inferior
rango añadir nuevos titulares de esta potestad. Así lo interpretó el Tribunal
Constitucional en dos Sentencias (STC 5/87 y STC 8/87), sobre el nombramiento del
Presidente del Gobierno Vasco, mediante las cuales declaró que era inconstitucional el
precepto de una Ley autonómica que atribuía al Presidente del Parlamento Vasco la
facultad de refrendar el nombramiento del Lehendakari, y confirmó que dicha
competencia correspondía al Presidente del Gobierno. e) La naturaleza jurídica del
refrendo resulta claramente definida en el art. 56.3 de la CE. Se trata de una condición
para la validez de los actos del Rey y su ausencia determina, por consiguiente, la
nulidad de dichos actos. La doctrina, sin embargo, nunca se ha conformado con esta
escueta configuración constitucional del refrendo, y ha centrado su interés en la eficacia
política de esta institución. Así, por ejemplo, la mayoría de los autores señalan que el
refrendo es una técnica que desplaza la decisión hacia el refrendante, vaciando de
contenido decisorio a las competencias del Rey. Sin embargo, otro sector doctrinal
minoritario interpreta el acto refrendado como acto complejo, integrado por dos
voluntades concurrentes, igualmente necesarias, aunque no igualmente discrecionales.
En consecuencia, se proponen clasificaciones de los actos del Rey en función de su
estructura simétrica o asimétrica, es decir, de que predomine en ellos la voluntad del
Rey o la del sujeto refrendante. Pero este tipo de interpretaciones, que parecen
responder, sobre todo, a concepciones apriorísticas, no tienen suficientemente en cuenta
la especificidad de la forma de gobierno diseñada por la Constitución de 1978. No hay
que olvidar, a propósito de esta cuestión, que el refrendo es una institución histórica,
que tenía un doble significado. Por un lado, representaba una limitación del poder del
Rey, al prohibirle actuar sólo, y además, era una técnica de traslación de responsabilidad
a los ministros (aunque en la Monarquía Constitucional se trataba de una
responsabilidad solamente de carácter jurídico). Sin embargo, en la Constitución de
1978, el refrendo tiene otro sentido, no sólo porque la responsabilidad del refrendante
sea también política, sino porque el refrendo ha perdido, en buena medida, su función
limitadora de las potestades regias. Este cambio se debe a que el refrendo ya no es un
control operante dentro del ámbito del poder ejecutivo, sino que se ha convertido en un
control entre el Gobierno y el titular de una Jefatura del Estado neutral y separada, tanto
del poder ejecutivo, como del legislativo. Un control, cuya función primordial es
compensar la inviolabilidad del Rey, y no tanto limitar sus poderes, que ya vienen
circunscritos por la propia definición que de los mismos realiza la Constitución. Por
consiguiente, la interpretación del acto refrendado como acto complejo, o como acto
sólo formalmente atribuido al Rey pero materialmente del Ministro refrendante, parece
improcedente dentro del sistema de la Constitución, siempre que el acto del Rey venga
definido en ella como la culminación de un procedimiento, en el curso del cual el
contenido de dicho acto haya sido previamente aprobado, acordado o autorizado por
otro órgano constitucional, titular de la correspondiente potestad estatal. En esas
circunstancias el acto del Rey quedará configurado como el acto final exigido para que
el procedimiento produzca sus efectos, y no será un acto voluntario, sino obligatorio.
Esto es lo que ocurre, por ejemplo, en el caso de la sanción, y promulgación de las leyes
o de la expedición de los reglamentos, que son normas completas y acabadas antes de la
intervención del Rey, que corresponde, como se ha dicho anteriormente, a su función
simbólica, y que tiene la exclusiva finalidad de integrar la eficacia de esas normas. En
consecuencia, la sanción y promulgación de las leyes o la expedición de los reglamentos
no son actos simples ni actos complejos, sino actos necesarios, porque no hay margen
de discrecionalidad ni para el Rey ni para el sujeto refrendante. Aprobada la ley por las
Cortes, o acordado el reglamento por el Consejo de Ministros, su sanción o expedición
es tan obligatoria para el Rey, como obligatorio es el refrendo de tales actos para el
Presidente del Gobierno o para el ministro competente. Otro tanto puede decirse
también de otros actos, como el nombramiento del Presidente de Gobierno, conforme al
art. 99. de la CE, o la convocatoria del referendum, según el art. 92. de la CE, o la
prestación del consentimiento del Estado respecto de tratados previamente autorizados
por las Cortes, de acuerdo con lo previsto en el art. 94 de la CE, que también vienen
configurados como actos finales y necesarios de un procedimiento constitucional.
Aunque sea una cuestión de interés casi exclusivamente académico, cabe interrogarse
por las consecuencias de una hipotética inacción del Rey o del órgano competente para
el refrendo, en los casos examinados. Vaya por delante que dicha inacción estaría
justificada, como anteriormente se dijo, en garantía de la Constitución, si el
procedimiento previo hubiera sido frontalmente vulnerado. Pero, fuera de ese supuesto
justificado, el problema planteado tendría difícil solución, porque en general no hay
técnicas en el ordenamiento para corregir la pasividad de los órganos constitucionales.
Baste pensar que no están admitidos en la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional
(art. 73) los conflictos negativos entre órganos constitucionales, esto es, los planteados
para subsanar una omisión en el ejercicio de sus competencias. Por esa razón, y porque
el Rey carece de legitimación activa o pasiva en los conflictos entre órganos
constitucionales, hay que concluir que su inacción tendría que resolverse en el plano
político: podría desembocar en la dimisión del Gobierno e incluso en la reforma de la
Constitución. Volviendo a las funciones del refrendo y a la naturaleza de los actos del
Rey, hay que reconocer que no todos vienen configurados en la Constitución como
actos finales de un procedimiento, y que muchos pueden analizarse desde la perspectiva
de la voluntariedad, o mejor dicho del concurso de voluntades que se integran en el acto
refrendado. En estos supuestos la función limitadora del refrendo sigue vigente. Se trata
de actos en cuya elaboración participan exclusivamente el Rey y el sujeto refrendante, y
que se pueden agrupar en dos categorías básicas, aunque no exhaustivas. Por un lado, se
trata de actos que el Jefe del Estado sólo puede realizar con la propuesta formal del
Presidente de Gobierno, como son: el nombramiento de los ministros, o la disolución de
la Cortes Generales o de alguna de sus Cámaras, según el art. 115 de la CE, o la
presidencia por el Rey de las sesiones del Consejo de Ministros. Por otro lado, hay que
referirse a un conjunto heterogéneo de actos: algunos consisten en una iniciativa formal
del Jefe del Estado, como la propuesta del candidato a Presidente del Gobierno o
determinados actos relativos a la sucesión en la Corona (por ejemplo, la abdicación),
otros también proceden típicamente de la iniciativa del Rey, como son sus mensajes o la
concesión de honores (en particular, los de naturaleza nobiliaria) y, finalmente, otros
actos que sólo excepcionalmente procederán de su iniciativa, como los correspondientes
al ejercicio del alto mando de las Fuerzas Armadas. En estos casos el acto refrendado
tiene la estructura de un acto complejo, que exige la concurrencia de dos voluntades, de
manera que, en principio, las iniciativas del Presidente del Gobierno podrían resultar
limitadas por el poder del Rey (de no obrar) y las iniciativas del Jefe del Estado, por el
poder del refrendante (de no refrendar). El control constitucional articulado mediante
ese doble poder de impedir sólo puede producir resultados positivos mediante la
cooperación de ambos órganos constitucionales, que es políticamente necesaria para el
funcionamiento regular de la Monarquía parlamentaria. Por consiguiente, hay que
considerar implícitas unas normas de corrección que exigen, por ejemplo, que el
Monarca normalmente siga y dé curso a las propuestas del Presidente de Gobierno; pero
también es cierto, que en circunstancias políticas especiales puede estar justificado,
ejerciendo su función moderadora y arbitral. Por ejemplo: que no acepte la presidencia
de una sesión del Consejo de Ministros o que rechace una propuesta de disolución, en el
supuesto excepcional de disolución preventiva o de combate que se analizó más arriba.
Así mismo, es cierto que las iniciativas del Rey, en los supuestos antes mencionados, en
principio deben prosperar y en algunos casos parece prácticamente imposible que no
prosperen (por ejemplo, la abdicación), pero el órgano competente para refrendar esas
iniciativas no está obligado, en sentido jurídico, a hacerlo y por consiguiente puede
haber valoraciones políticas que justifiquen su negativa a prestar, el refrendo
(conclusión ineludible, pero que paradójicamente a veces rehúyen quienes consideran
que el acto refrendado es siempre un acto complejo).

4. LA SUCESIÓN EN LA CORONA
a) La Constitución ha establecido una forma de gobierno monárquica y hereditaria, pero
no ha instaurado una nueva dinastía, sino que ha reconocido como Rey al «legítimo
heredero de la dinastía histórica» (art. 57.1). El Rey Don Juan Carlos I, es en efecto
titular de los derechos dinásticos, por renuncia de su padre, Don Juan de Borbón y
Battenberg, realizada el 14 de Mayo de 1977. De esta forma, a la legitimidad
democrática de la Monarquía, dimanante de la Constitución, se ha añadido su
legitimidad dinástica, fruto de la historia. Las reglas para la sucesión en la Corona,
establecidas en el propio art. 57.1, son reproducción, prácticamente literal, de las que
han existido en las anteriores Constituciones, desde la de 1812 hasta la de 1876, y tienen
su origen último en 1265, en la Ley de Partidas (II,15,2) de Alfonso X. Se basa este
orden sucesorio en los principios de primogenitura y representación, que definen la
preferencia del primer nacido de los descendientes del Rey y, subsidiariamente, de los
descendientes del primogénito, si éste hubiera fallecido. Estos principios se completan y
se matizan con las siguientes reglas: – La preferencia de las líneas anteriores sobre las
posteriores. Debe interpretarse según el Código Civil, que especifica que las personas de
diferentes generaciones forman una línea directa, si descienden unas de otras, y colateral
si no descienden unas de otras, pero proceden de un tronco común (art. 916). En este
caso, serán directas las líneas que desciendan del Rey Juan Carlos I, y colaterales las
que desciendan de sus parientes colaterales, que formen parte de la dinastía (esto es, que
no hayan renunciado o perdido sus derechos sucesorios). La posibilidad de la sucesión
colateral debe admitirse porque la Constitución no establece que la Corona sea
hereditaria en los descendientes del Rey Juan Carlos I, sino en sus «sucesores». Por
consiguiente, la preferencia de las líneas anteriores sobre las posteriores implica, en
primer término, la prioridad de las líneas directas sobre las colaterales y, dentro de cada
uno de estos dos conjuntos, la de aquella línea que proceda del descendiente o, en su
caso, del pariente del Rey, más próximo en el orden de suceder. – La preferencia, dentro
de la misma línea, del grado más próximo sobre el más remoto, significa la prioridad de
las generaciones (o grados, en la terminología del art. 915 del Código civil) anteriores
sobre las más jóvenes. – La preferencia en el mismo grado del varón sobre la mujer, es
una excepción al principio de igualdad jurídica de los sexos, del art. 14 de la CE, sin
más justificación que la que se deriva de la tradición. Hay que tener en cuenta, en todo
caso, que esta regla no impide reinar a mujeres, como lo había hecho la Ley de Sucesión
en la Jefatura del Estado, del 26 de julio de 1946. – La preferencia, en el mismo sexo, de
la persona de más edad sobre la de menos, es una concreción del principio de
primogenitura. Sin embargo, no todos los familiares del Rey que puedan estar incluidos,
de manera más o menos próxima, en el orden de sucesión, en virtud de las reglas
anteriores, forman parte de la Familia Real, en sentido estricto, tal y como resulta
definida por el RD 2917/81, de 27 de noviembre. Esta norma, que regula el Registro
Civil de la Familia Real, dispone que en él deben inscribirse los nacimientos,
matrimonios, defunciones y cualquier otro hecho inscribible relativo «al Rey de España,
su Augusta Consorte, sus ascendientes de primer grado, sus descendientes y el Príncipe
heredero de la Corona» (art. 1). Las personas inscritas en este Registro Civil especial
incurren en causa de inelegibilidad, conforme a lo establecido en la LOREG (art. 6.1.a).
Parece existir consenso entre los principales partidos nacionales para reformar las reglas
sobre la sucesión en la Corona, a fin de suprimir la preferencia, dentro el mismo grado,
del varón sobre la mujer. A solicitud del Gobierno, el Consejo de Estado propuso a tal
efecto una posible redacción del art. 57 1 CE (Informe sobre modificaciones de la
Constitución Española, de 16 de febrero de 2006). En todo caso, hay que tener en cuenta
que la reforma de este precepto constitucional debería tramitarse según el procedimiento
agravado previsto en el art. 168 CE. b) La sucesión en la Corona se produce
automáticamente, en virtud de las reglas antes mencionadas. No obstante, el art. 61 de la
CE se refiere a la proclamación del Rey ante las Cortes Generales y a su juramento de
«desempeñar fielmente sus funciones, guardar y hacer guardar la Constitución y las
leyes y respetar los derechos de los ciudadanos y de las Comunidades Autónomas».
Desde el punto de vista jurídico, el valor de estos actos de proclamación y juramento no
es desde luego constitutivo, porque el Rey lo es, antes de jurar. Pero puede considerarse
que son actos de integración, para la efectividad de la Magistratura. También, cabe
interpretar que el juramento, que expresa la adhesión del Rey al orden de valores de la
Constitución, es condición de la proclamación, que por lo demás debe entenderse como
un acto debido. La proclamación del Rey no es la única intervención de las Cortes en la
sucesión de la Corona. La Constitución prevé así mismo que las Cortes deben resolver
mediante una ley orgánica «las abdicaciones, las renuncias y cualquier duda de hecho o
de derecho que ocurra en el orden de sucesión a la Corona» (art. 57.5 CE). A este
respecto se han confrontado dos líneas interpretativas de «lege ferenda». Por un lado, se
ha defendido por algunos autores la necesidad de una ley orgánica de carácter general,
para desarrollar la regulación del Título II sobre el orden sucesorio. Frente a esta tesis,
ha prevalecido la interpretación, más apegada a los precedentes históricos de la
Monarquía constitucional española desde 1812, que consiste en reconocer una reserva
en favor de las Cortes para solucionar mediante leyes singulares cuantas situaciones
críticas se planteen en la sucesión a la Corona. Concretamente este ha sido el
planteamiento de la Ley Orgánica 3/2014, de 18 de junio, por la que se hizo efectiva la
abdicación de Su Majestad el Rey Don Juan Carlos I de Borbón. Además, se puede
interpretar que esta clase de leyes orgánicas singulares, en la medida en que resuelvan
«dudas de derecho», desplazarían y excluirían a la jurisdicción ordinaria (e incluso a la
jurisdicción constitucional) de la aplicación de las reglas sobre la sucesión. Así mismo,
hay que tener en cuenta otras facultades de las Cortes en este campo, como la de
prohibir, junto con el Rey, el matrimonio de aquellas personas que tengan derecho a la
sucesión en el trono, quedando éstas excluidas de la sucesión, si contravinieran dicha
prohibición (art. 57.4 CE); o la de proveer a la sucesión en la Corona, en la forma que
más convenga a los intereses de España, una vez extinguidas todas las líneas llamadas
en Derecho. (art. 57.3 CE), precepto que posibilita la instauración de una nueva dinastía.
Las competencias de las Cortes relativas a la sucesión en la Corona, así como las que
más abajo se mencionan, en relación con la Regencia y la tutela del Rey menor, se
ejercen en sesión conjunta de ambas Cámaras, salvo que tuvieran carácter legislativo,
según lo dispone el art. 74.1 de la CE.

5. LA REGENCIA Y LA TUTELA DEL REY MENOR La Constitución establece


también las previsiones necesarias para que la Regencia se establezca en los supuestos
en que el Rey se halle inhabilitado para reinar, por ser menor de edad o por estar
afectado por una incapacidad física o mental, que debe ser reconocida por las Cortes
Generales (art. 59 CE). El primer supuesto ha sido muy frecuente en la historia
constitucional de España, que ha contado con períodos prolongados de Regencia,
durante la minoría de edad de Isabel II y de Alfonso XIII. Las formas de establecer la
Regencia pueden ser de dos clases. En primer lugar, por llamamiento de la propia
Constitución, que encomienda la Regencia, en el caso de la minoría de edad, al padre o
a la madre del Rey, y en su defecto, al pariente mayor de edad más próximo a suceder
en la Corona; y en el supuesto de incapacidad reconocida por las Cortes, al Príncipe
heredero, si fuere mayor de edad, y si no lo fuere, al padre del Rey, o a su madre y, en
su defecto, al pariente mayor de edad más próximo en el orden de sucesión. La segunda
forma de Regencia es la electiva, que ha de ser nombrada por las Cortes Generales y
que tiene una función solamente subsidiaria, para el caso de que no hubiera ninguna
persona llamada a ejercer la Regencia conforme a las reglas anteriores. La Regencia
electiva puede ser individual o colectiva, comprendiendo en este último caso, tres o
cinco personas. Cualquiera que sea la causa y la forma de la Regencia, ésta se ejerce con
los mismos poderes que al Rey encomienda la Constitución. Sin embargo, la Regencia
sólo suple interinamente al titular de la Corona y no le sustituye; por consiguiente, el
art. 59.5 de la CE exige que la Regencia se ejerza en nombre del Rey, y el RD 1368/87
dispone que quienes ejerzan la Regencia tendrán el tratamiento de Alteza, y no el de
Majestad. Por la misma razón, la Regencia debe concluir siempre al cesar la
incapacidad del Rey para reinar. La Constitución ha separado también la función
pública de la Regencia de la función privada que consiste en la Tutela del Rey menor
(art. 60). La forma prioritaria de designación del tutor es la testamentaria, existiendo
diversidad de opiniones acerca de si este acto del Rey, está o no exento de refrendo. En
defecto del nombramiento testamentario, la Constitución designa Tutor al padre o a la
madre del Rey menor, mientras permanezcan viudos. Subsidiariamente la designación
corresponderá a las Cortes, con la restricción de no poder acumularse los cargos de
Tutor y de Regente, más que en los progenitores o ascendientes directos del Rey.

6. BIBLIOGRAFÍA, LEGISLACIÓN Y JURISPRUDENCIA A) BIBLIOGRAFÍA


Sobre la Monarquía parlamentaria como forma política del Estado: DE OTTO, I.,
«Sobre la Monarquía», en La izquierda y la Constitución, Barcelona 1978; ARAGÓN,
M., «La Monarquía parlamentaria», en PREDIERI, A. y GARCÍA ENTERRÍA, E.
(eds.), La Constitución española de 1978, Madrid 1981; y GARCÍA CANALES, M. La
Monarquía parlamentaria Española Madrid 1991. Sobre las funciones del Rey y sobre el
refrendo: MENÉNDEZ REXACH, A., La Jefatura del Estado en el Derecho Público
Español, Madrid 1979; LÓPEZ GUERRA, L., «Una Monarquía

La Corona parlamentaria» en DE ESTEBAN, J. y LÓPEZ GUERRA, L. (eds.), El


régimen constitucional español, Barcelona 1982; HERRERO DE MIÑÓN, M., «El
refrendo de los actos Reales», en ALZAGA, O. ed., Constitución Española de 1978,
Tomo V, Madrid 1983; SOLOZABAL, J., La sanción y promulgación de la ley en la
Monarquía parlamentaria, Madrid 1987; DE OTTO, I., «El mando supremo de las
Fuerzas Armadas», Revista Española de Derecho Constitucional, 23 (1988); HERRERO
DE MIÑÓN, M., «La posición constitucional de la Corona», y ARAGÓN, M., «La
Monarquía parlamentaria y la sanción de las leyes», ambos en Estudios sobre la
Constitución Española (homenaje al Prof. E. García de Enterría), Tomo III, Madrid
1991, así como LÓPEZ GUERRA, L., «Las funciones del Rey y la institución del
refrendo» y GONZÁLEZ TREVIJANO, P., «Naturaleza jurídica del refrendo», ambos
en TORRES DEL MORAL, A. (director) Monarquía y Constitución (I), Madrid, 2000 y
TORRES MURO, I. «Refrendo y Monarquía», REDC, 87 (2009). Sobre la sucesión en
la Corona, la Regencia y la tutela del Rey menor: GONZÁLEZ ALONSO, B., «La
historia de la sucesión en el trono y el art. 57 de la Constitución de 1978», Revista de
Estudios Políticos, 19 (1981); VILLARROYA, J.T., «La sucesión a la Corona», «La
Regencia» y «La tutela del Rey», y LÓPEZ GUERRA, L., «El juramento», ambos en
ALZAGA, O., ed. La Constitución Española de 1978, Tomo V, Madrid, 1997;
FERNÁNDEZ-FONTECHA, M. y PÉREZ DE ARMIÑÁN, A., La Monarquía y la
Constitución, Madrid 1987; y HERRERO DE MIÑÓN, M., «El juramento regio.
Reflexiones en torno al art. 61.1 CE», Revista de Estudios Políticos, 50 (2001).

B) LEGISLACIÓN Ley Orgánica 3/2014, de 18 de junio, por la que se hace efectiva la


abdicación de Su Majestad el Rey Don Juan Carlos I de Borbón; RD 2917/81, de 27 de
noviembre, sobre el Registro Civil de la Familia Real; RD 1368/87, de 6 de noviembre,
sobre régimen de títulos, tratamientos y honores de la Familia Real y de los Regentes;
RD 434/88, de 6 de mayo, sobre reestructuración de la Casa de Su Majestad el Rey.
Sobre la posible reforma de las reglas de sucesión en la Corona, Informe del Consejo de
Estado sobre modificaciones de la Constitución Española, de 16 de febrero de 2006.

C) JURISPRUDENCIA STC 5/87, sobre nombramiento de Carlos Garaicoechea como


Presidente del Gobierno Vasco y, STC 8/87, sobre nombramiento de José Antonio
Ardanza como Presidente del Gobierno Vasco (casos Lehendakari I y II).
VI. LAS CORTES GENERALES

Lección 22

La elección de las Cortes Generales 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8.

INTRODUCCIÓN. EL SISTEMA ELECTORAL. LOS ASPECTOS


ADMINISTRATIVOS DEL DERECHO ELECTORAL. LAS FASES INICIALES
DEL PROCEDIMIENTO ELECTORAL. LAS FASES DECISORIA Y FINAL DEL
PROCEDIMIENTO ELECTORAL. LAS GARANTÍAS JURISDICCIONALES DEL
DERECHO ELECTORAL. LOS GASTOS Y LAS SUBVENCIONES
ELECTORALES. BIBLIOGRAFÍA, LEGISLACIÓN Y JURISPRUDENCIA.

1. INTRODUCCIÓN
Las Cortes Generales son el órgano central y más definitorio de la forma de gobierno
definida por la Constitución, que es precisamente una forma de gobierno parlamentaria.
También son el componente más esencial de la propia forma de Estado, definida en el
art. 1.2 de la CE, porque el parlamento es indispensable e insustituible en la democracia,
hasta el punto de que no hay Estado democrático sin parlamento. La propiedad
específica de este órgano constitucional, es su naturaleza representativa, que deriva de la
elección de sus miembros por sufragio universal. Por eso conviene analizar ante todo el
régimen jurídico de dicha elección. Desde un punto de vista formal nuestro Derecho
electoral se caracteriza, en primer lugar, por su extensa «constitucionalización», es
decir, por el hecho de que muchos de sus principios y contenidos básicos están
recogidos en el propio texto de la Constitución. Por consiguiente, el núcleo central del
ordenamiento electoral goza de las garantías de estabilidad y supremacía propias de
aquélla. Integran dicho núcleo central no sólo el art. 23 de la CE, al que ya se ha hecho
referencia en la Lección 13, sino también los arts. 68, 69 y 70, relativos a las elecciones
al Congreso de los Diputados y al Senado, el art. 140, sobre las elecciones municipales,
y el art. 152, que se refiere a las elecciones de las Asambleas de las Comunidades
Autónomas de primer grado. Esta solución de «constitucionalizar» la materia electoral
responde, sin duda, a las lecciones de la historia. Hay que tener en cuenta, en efecto, que
con la excepción de la Constitución de 1812, que llevó a cabo una prolija regulación de
las elecciones a Cortes, las demás Constituciones españolas tomaron la opción de
remitir, casi por completo, el tratamiento de esta materia a la ley.

De hecho, hasta 1936, se sucedieron once leyes electorales (1837, 1846, 1865, 1870,
1873, 1876, 1877, 1878, 1890, 1907, 1933), sin contar los Decretos aprobados en los
momentos de transición o de cambio de régimen (1836, 1868, 1931), que introdujeron
muchas de las principales innovaciones en este sector. Este balance indica que nuestro
Derecho electoral ha sido todavía más inestable que nuestro Derecho Constitucional, y
que ha estado sometido a constantes manipulaciones. Por consiguiente, no sorprende
que el constituyente de 1978 procurara salvaguardar la neutralidad y la estabilidad del
Derecho electoral, regulando él mismo sus principios estructurales. Unos principios que
procedían, básicamente, de la legislación electoral que había sido negociada entre el
Gobierno y la oposición democrática, en la época de la transición (RDL de 18 de marzo
de 1977). Además, la Constitución ha reservado a la ley orgánica la aprobación del
«régimen electoral general» (art. 81.1 CE), y hay que destacar que el Tribunal
Constitucional (STC 38/83, caso Ley de elecciones locales) ha proporcionado una
interpretación extensiva de esta reserva. En efecto, ha precisado que no cubre solamente
el régimen de las elecciones generales, sino que comprende, tanto «las normas
electorales válidas para la generalidad de las instituciones representativas del Estado en
su conjunto», como las correspondientes a «las entidades territoriales en que se
organiza, a tenor del art. 133 de la CE, salvo las excepciones establecidas en la
Constitución y los Estatutos». A este planteamiento responde la LO 5/85, de 19 de
junio, del Régimen Electoral General (LOREG) que realiza un tratamiento sistemático
de la materia, al establecer unas disposiciones comunes para toda clase de elecciones
por sufragio universal (Título I) y otras especiales para las elecciones de Diputados y
Senadores (Título II), las municipales (Título III), las de los Cabildos Insulares (Título
IV), las de las Diputaciones Provinciales (Título V) y las del Parlamento Europeo
(Título VI). Sin olvidar, además, que su Disposición Adicional 1ª declara aplicables a
las elecciones autonómicas numerosos preceptos del Título I de esta ley orgánica. Por
otro lado, en la misma Sentencia antes citada, el Tribunal Constitucional ha declarado
que el contenido de esta reserva no se ciñe al desarrollo del art. 23.1 de la CE (que
exige, desde luego, ley orgánica por su ubicación en la Sección Primera del Capítulo II
del Título I), sino que es más amplio, «comprendiendo todo lo que es primario y nuclear
en el régimen electoral». De hecho, la LOREG realiza un tratamiento muy extenso de
esta materia que incluye reglas, como las relativas a los gastos electorales o al control de
la contabilidad electoral, que sólo indirectamente se relacionan con el derecho de
sufragio en cualquiera de sus dos vertientes.

La elección de las Cortes Generales

2. EL SISTEMA ELECTORAL Se alude con este término a los elementos del Derecho
electoral que condicionan el comportamiento electoral y sus resultados, en otras
palabras, las normas que estructuran la opción de los electores y la conversión de los
votos en escaños. Por su importancia política, estas normas se distinguen de las
restantes partes del ordenamiento electoral, que tienen predominantemente un carácter
administrativo o procesal. Existe un consenso doctrinal bastante amplio en considerar
que el sistema electoral está definido por las normas relativas a: 1) los instrumentos de
expresión del voto, es decir, las papeletas de votación, 2) la fórmula electoral, esto es, el
método de asignación de los escaños entre los partidos en función de sus respectivos
resultados electorales, y 3) las circunscripciones, esto es, las unidades geográficas para
el cómputo de los votos y la asignación de los escaños. a) La Constitución no se
pronuncia sobre las características de las papeletas electorales. Lo que implica que el
legislador tiene un poder de configuración absoluto en este campo. Haciendo uso de él,
la LOREG ha optado por el llamado voto categórico o de partido, mediante listas
cerradas y bloqueadas que los electores no pueden alterar y que se aplica tanto para las
elecciones al Congreso de los Diputados, como para las municipales. Por su parte, las
leyes electorales territoriales han extendido también esta modalidad de votación a las
elecciones de las Asambleas de las Comunidades Autónomas. En las elecciones al
Senado, sin embargo, la modalidad del voto es individual, a cada candidato. Pero se
trata de una excepción que no equilibra la importancia del voto categórico o de partido,
que es —como se ha visto— el común en nuestro ordenamiento. Esta solución presenta
la ventaja de favorecer la cohesión partidista. Sin embargo, las listas cerradas y
bloqueadas sacrifican la posibilidad de personalizar la representación política y de
exigir la responsabilidad política individual de cada Diputado (lo que resulta
incoherente con la concepción liberal de la representación política, que la Constitución
ha acogido, y que se manifiesta en la prohibición del mandato imperativo del art. 67.2
de la CE). Por ello no es de extrañar que existan opiniones favorables a la apertura de
las listas electorales. Sin embargo, hay razones para dudar de la efectividad de esta
solución. De hecho, la experiencia ha demostrado que el comportamiento electoral para
el Senado, a pesar de las diferencias en cuanto a las papeletas de votación, sigue
generalmente las mismas pautas partidistas prevalecientes en la elección del Congreso.
Por otro lado, habría que ponderar las ventajas teóricas de la apertura de las listas con
sus posibles consecuencias desfavorables, entre ellas, el fomento de la división
faccional de los partidos y el posible favorecimiento de un comportamiento de los
votantes de tipo clientelar.

b) La Constitución ofrece tan sólo una referencia, parcial e incompleta, respecto de la


fórmula electoral. Se trata del art. 68.3 de la CE, que exige que la elección del Congreso
se realice «atendiendo a criterios de representación proporcional». La representación
proporcional no es, por consiguiente, una característica general de la representación
política exigida por la Constitución, sino un parámetro establecido específicamente para
las elecciones al Congreso (y también, en virtud del art. 152.1 de la CE, para las
Asambleas legislativas de las Comunidades Autónomas de «primer grado»). Desde el
punto de vista constitucional, las restantes elecciones pueden desarrollarse conforme a
otras fórmulas no proporcionales. Sin embargo, la LOREG ha extendido también el
criterio de la proporcionalidad a las elecciones municipales, y otro tanto han hecho
todos los Estatutos de Autonomía, para las elecciones de sus Asambleas legislativas.
Ahora bien, la representación proporcional es un principio que puede concretarse en una
gran variedad de fórmulas electorales, y el art. 68.3 de la CE parece compatible con
cualquiera de ellas, puesto que se refiere a «criterios de representación proporcional»,
admitiendo así, implícitamente, un margen de discrecionalidad para el legislador. Sin
embargo, la LOREG ha conservado el mismo criterio que el RDL de 18 de marzo de
1977, que es la llamada regla d’Hondt, que consiste en atribuir los escaños en función
de los cocientes mayores que se obtengan al dividir sucesivamente los votos de cada
partido por los números enteros de la serie aritmética, hasta el de escaños
correspondientes a la circunscripción. Esta no es, desde luego, la más proporcional de
las fórmulas electorales (otras, como la de St. Lagüe o la del resto mayor, son más
favorables a los partidos menores). La LOREG establece además un correctivo a la
proporcionalidad en su art. 163.1.a), al excluir de la asignación de escaños a «aquellas
candidaturas que no hubieran obtenido, al menos, el 3 por ciento de los votos válidos
emitidos en la circunscripción». El Tribunal Constitucional ha avalado la validez de esta
restricción, considerando que la exigencia constitucional de proporcionalidad es una
«orientación o criterio tendencial» que puede ser modulado por el legislador (STC
75/85, caso barrera del 3 por ciento provincial). Sin embargo, en la práctica, esta barrera
no ha resultado muy efectiva: sólo ha tenido efectos apreciables en las grandes
circunscripciones. La principal excepción al criterio de representación proporcional
establecida en la LOREG está en las elecciones al Senado, que se rigen por una fórmula
mayoritaria. Sin embargo, esta fórmula mayoritaria está mitigada por la regla de que los
electores sólo pueden votar a un número de candidatos inferior al de los escaños que se
disputan. De este modo, la ley procura garantizar también la representación de la
minoría. c) La circunscripción es el elemento del sistema electoral mejor definido en la
propia Constitución. Esta ha optado claramente por la circunscripción provincial, tanto
para el Congreso como para la parte electiva del Senado (arts. 68.2 y 69.2), sin perjuicio
de las excepciones de Ceuta y Melilla (arts. 68.2 y 69.4) y de las islas o agrupaciones de
islas, que tienen también la consideración de circunscripción en las elecciones al Senado
(art. 69.3). Esta opción básica por la provincia (que tiene sus precedentes en el derecho
electoral de la transición, y en último término, en el de la Segunda República), no es la
única referencia constitucional a tener en cuenta en esta materia, porque la Constitución
determina también, directa o indirectamente, el tamaño de las circunscripciones, esto es,
el número de escaños correspondiente a cada una de ellas. En el caso del Senado, el art.
69 de la CE asigna directamente cuatro Senadores a cada provincia, tres a cada una de
las islas mayores, dos a Ceuta y dos a Melilla, y uno a cada una de las islas o
agrupaciones de islas menores. En el caso del Congreso, el número de diputados a elegir
en cada provincia viene definido indirectamente por la Constitución. El art. 68.1 de la
CE fija, en efecto, el tamaño máximo y mínimo de la Cámara (400 y 300 Diputados,
respectivamente) y el art. 68.2 de la CE establece que su distribución territorial, se lleve
a cabo «asignando una representación mínima inicial a cada circunscripción y
distribuyendo los demás en función de la población». Dentro de estos márgenes, la
LOREG ha optado por un Congreso de 350 Diputados y ha asignado a cada provincia
un mínimo inicial de dos Diputados. Esta delimitación constitucional de las
circunscripciones origina desequilibrios representativos que pueden resumirse con la
afirmación de que la elección de las Cortes Generales tiene un marcado sesgo rural. Éste
es particularmente acusado en el caso del Senado, donde la distribución provincial de
los escaños se hace ignorando el criterio poblacional (no en balde viene definido como
Cámara de representación territorial en el art. 69.1 de la CE), pero es un sesgo que se
aprecia también en el Congreso, donde el mínimo inicial de representación que se
atribuye a cada provincia y el número total de Diputados, que es relativamente pequeño,
determinan que el «coste» de un diputado en número de votos sea bastante mayor en las
circunscripciones grandes que en las pequeñas, lo que es causa de una sobre-
representación de las circunscripciones rurales y una sub-representación de las urbanas.
De esta configuración constitucional de las circunscripciones, deriva también la
principal restricción a la representación proporcional en el Congreso, que consiste en la
existencia de un gran número de circunscripciones pequeñas en las que la
proporcionalidad no puede desplegar plenamente sus efectos. De hecho, actualmente, la
mayoría de las provincias tienen menos de siete Diputados, que es, conforme a una
opinión científica autorizada, el mínimo necesario para que la representación
proporcional funcione de manera equitativa. Por eso, los dos grandes partidos
nacionales obtienen una prima de representación (que ha tendido a disminuir desde las
primeras elecciones a las más recientes), en detrimento de los partidos de implantación
nacional con menor seguimiento electoral (que en la práctica sólo consiguen diputados
en las mayores circunscripciones). El Tribunal Constitucional no ha tenido ocasión de
pronunciarse hasta la fecha sobre estos desequilibrios representativos. Sin embargo, el
Consejo de Estado, en febrero de 2009, ha elaborado, a petición del Gobierno, un
amplio informe sobre modificaciones de la legislación electoral, en el que, entre otros
aspectos, se discuten propuestas para atenuar estos desequilibrios.

3. LOS ASPECTOS ADMINISTRATIVOS DEL DERECHO ELECTORAL Aunque


tengan menor relevancia política, también hay que prestar atención a los aspectos
administrativos de las elecciones, que son indispensables para asegurar su regularidad y,
en definitiva, su credibilidad, cualquiera que sea el sistema electoral establecido. En este
sentido, hay que referirse sobre todo a los instrumentos, los procedimientos y los
órganos administrativos en materia electoral. a) El censo electoral es el principal
instrumento administrativo del Derecho electoral. Ya se afirmó en la Lección 14 que la
inscripción en el mismo es condición necesaria para el ejercicio del derecho de sufragio.
Por consiguiente, la LOREG lo define como el registro público «que contiene la
inscripción de quienes reúnen los requisitos para ser elector y no se hallen privados,
definitiva o temporalmente, del derecho de sufragio» (art. 31.1). Este registro, que tiene
carácter permanente, se actualiza mensualmente. También puede ser objeto de
rectificaciones con ocasión de cada convocatoria electoral, por razón de las
reclamaciones que presenten los electores o —como novedad, desde la reforma de 2011
— que presenten también los representantes de las candidaturas, que pueden impugnar
el censo de aquellas circunscripciones que en los seis meses anteriores hubieran
registrado un incremento de residentes significativo y no justificado (art. 39). En todo
caso, el censo es único para toda clase de elecciones, como lo declaró el Tribunal
Constitucional (STC 154/88, caso Ley de elecciones al Parlamento Vasco), sin perjuicio
de su ampliación para incluir a los extranjeros con derecho de sufragio en las elecciones
locales o europeas (art. 31.3 LOREG). El censo electoral está formado por dos registros
diferenciados: el censo de los electores residentes en España y el censo de los
residentes-ausentes que viven en el extranjero (CERA). Ningún elector podrá figurar
inscrito simultáneamente en ambos censos. La inscripción en estos registros se realiza y
se actualiza de oficio, por los Ayuntamientos, en el primer caso, y por los Consulados,
en el segundo.

La elección de las Cortes Generales

La formación del censo electoral está coordinada y supervisada por la Oficina del Censo
Electoral, que es un órgano encuadrado en la Administración Central (concretamente en
el Instituto Nacional de Estadística) pero que funcionalmente está situado bajo la
dirección de la Junta Electoral Central (art. 29 LOREG). b) El procedimiento electoral
alude al conjunto de actos que deben realizar una pluralidad de sujetos, concretamente:
el Gobierno, los Ayuntamientos, la Administración electoral, los ciudadanos, los
candidatos y los partidos, para que las elecciones se lleven a cabo, para controlar su
desarrollo, y para verificar sus resultados. El acto inicial de este procedimiento es la
convocatoria de elecciones y su acto final, cuyos resultados son los del propio
procedimiento, es el escrutinio y la proclamación de los electos, es decir, la designación
de los representantes parlamentarios del pueblo. Las principales fases intermedias de
este procedimiento son: el nombramiento de los representantes y administradores de los
partidos y de las candidaturas, la presentación y proclamación de candidatos, la
campaña electoral y la votación. Quedan, por consiguiente, fuera del procedimiento
electoral las actividades preparatorias de las elecciones (como la formación del censo
electoral) y también las posteriores a las mismas (como el contencioso electoral —por
mucho que la LOREG lo regule en su Capítulo VI— o el control de la contabilidad
electoral de los partidos o la adjudicación de las subvenciones por gastos electorales).
Así mismo, hay que considerar ajenas a este procedimiento las actividades que tienen un
carácter adjetivo respecto de la elección, como es la sanción de los delitos o de las
infracciones electorales por la jurisdicción penal o por la Administración electoral, en el
ámbito de sus respectivas competencias. c) La Administración electoral es una
administración especial por su posición jurídica, que es completamente independiente
del Gobierno, y por su finalidad, que es garantizar la transparencia y la objetividad de
las elecciones y, sobre todo, el principio de igualdad en el desarrollo del procedimiento
electoral (art. 8.1 LOREG). Esta Administración está compuesta por una red de órganos
colegiados: las Juntas Electorales, Central, Provinciales y de Zona y, en su caso, de
Comunidad Autónoma, así como las Mesas Electorales (art. 8.2 LOREG); y su
estructura responde a las siguientes características distintivas: – Independencia respecto
de los poderes ejecutivo y legislativo: tanto en lo que se refiere a su actividad, que está
completamente exenta de cualquier género de control por parte de ellos, como en lo
relativo a su composición. En el caso de las Juntas Electorales, sus miembros son: a)
magistrados o jueces designados por sorteo por los órganos de gobierno del poder
judicial, o b) profesores universitarios, juristas o licenciados de otras profesiones,
nombrados mediante propuesta conjunta de los partidos políticos. Por otra parte, los
componentes de las Mesas electorales son designados por sorteo, entre los electores que
sepan leer y escribir y sean menores de setenta años. Por contra, la Administración
electoral no dispone de recursos personales y materiales propios. En este sentido,
depende para su funcionamiento de los demás poderes del Estado. Las Cortes Generales
deben proporcionar estos recursos a la Junta Electoral Central, y el Gobierno a las
Juntas Provinciales y de Zona (arts. 9, 10, 11, 13 y 26 LOREG). – Judicialización: la
incorporación de jueces y magistrados a las tareas de la Administración electoral tiene
en España una larga tradición, que se remonta a la época de la Restauración. La LOREG
ha apostado claramente por esta solución, al garantizar que la mayoría de los vocales de
las Juntas Electorales y en todo caso sus presidentes sean de origen judicial. La
participación del personal judicial en estas tareas administrativas tiene cobertura
constitucional en el art. 117.4 de la CE, que prevé que los jueces puedan ejercer, además
de las propias, otras funciones «que expresamente les sean atribuidas por ley en garantía
de cualquier derecho». Circunstancia que desde luego concurre en el caso de la
Administración electoral. – Temporalidad: con la excepción de la Junta Electoral
Central, que es un órgano permanente, los órganos de la Administración electoral sólo
existen durante períodos limitados de tiempo. Los vocales de la Junta Central son
designados al principio de cada legislatura del Congreso de los Diputados y permanecen
en funciones hasta la siguiente legislatura (art. 9 LOREG). Por el contrario, las Juntas
Provinciales y de Zona y las Mesas Electorales se forman para cada elección,
procediéndose a la designación de sus miembros, una vez publicado el correspondiente
Decreto de convocatoria. El mandato de las Juntas Provinciales y de Zona se prolonga
hasta cien días después de la elección (arts. 9,14,15 y 26 LOREG). – Jerarquía: como
todas las Administraciones, la electoral es también una estructura jerárquica, en la que
los órganos superiores pueden dirigir mediante instrucciones la actividad de los
inferiores, y resolver las consultas que éstos les planteen o los recursos de alzada
interpuestos contra sus acuerdos. Sin embargo, el principio de jerarquía encuentra en
este ámbito una serie de limitaciones. Por ejemplo, los órganos superiores de esta
Administración no pueden nombrar a los titulares de los órganos inferiores, salvo en
determinados casos, y como solución subsidiaria (arts. 10.1.b, 11.1.b, y 27.4), y además
tampoco pueden destituirlos, puesto que gozan de la garantía de la inamovilidad (art.
16). La reforma de la LOREG de 1991 reforzó el control jerárquico en este ámbito, al
ampliar la competencia de las Juntas superiores para revisar de oficio las decisiones de
las Juntas inferiores (art. 19.1.e y 3.c). Sin embargo, los acuerdos de las Mesas
Electorales sólo pueden ser revisados por las Juntas en los dos supuestos excepcionales
previstos en el art. 105.4 de la LOREG.

4. LAS FASES INICIALES DEL PROCEDIMIENTO ELECTORAL a) La


convocatoria de elecciones a las Cortes Generales es una facultad del Jefe del Estado
(art. 62.b CE) cuyo ejercicio viene regulado en el art. 42 de la LOREG, que distingue
dos clases de convocatoria. La primera, por disolución anticipada de las Cortes, en cuyo
caso el propio Real Decreto de disolución debe convocar las elecciones (ver también el
art. 167.3). La segunda, por expiración del mandato de las Cámaras, en cuyo caso el
Real Decreto de convocatoria debe expedirse con antelación, concretamente, veinticinco
días antes de la terminación del mandato. En ambos supuestos los Decretos de
convocatoria deben señalar la fecha de las elecciones que habrán de celebrarse el día
quincuagésimo cuarto posterior a la convocatoria. b) El nombramiento de representantes
y administradores de los partidos y de las candidaturas. Los partidos que pretendan
concurrir a las elecciones, antes de presentar sus candidaturas, deben designar sus
representantes ante la Administración electoral, tanto los representantes generales ante
la Junta Central, como los representantes de las candidaturas ante las Juntas
Provinciales (arts. 43 y 168). Así mismo, tienen que designar, en esta fase previa, los
administradores generales y los de sus candidaturas, que son los responsables de los
ingresos, de los gastos y de la contabilidad electorales (art. 121 y ss). c) La presentación
y la proclamación de candidatos. El derecho de presentar candidatos queda reservado
por la ley a las siguientes entidades: i) los partidos políticos y federaciones inscritos en
el registro correspondiente, ii) las coaliciones, que se formen para cada elección, iii) las
agrupaciones de electores. La reforma de 2011 ha introducido a este respecto dos reglas
nuevas. Por un lado, ha prohibido —de forma coherente con lo que dispone la LO
6/2002, de partidos políticos— la presentación de candidaturas que, de hecho, vengan a
continuar o suceder la actividad de un partido político declarado judicialmente ilegal y
disuelto o suspendido (art. 44.4). Por otro lado, ha exigido a los partidos, federaciones y
coaliciones sin representación parlamentaria el requisito de avalar la presentación de sus
candidaturas mediante las firmas de al menos 0,1 por 100 de los electores inscritos en el
censo electoral de la circunscripción, requisito que es comparativamente menor al que
se viene exigiendo a las agrupaciones de electores (art. 169.3). En efecto, en las
elecciones a las Cortes Generales, las agrupaciones de electores pueden constituirse
mediante las firmas del 1 por 100 de los inscritos en el censo electoral de cada
circunscripción. Estas entidades significan una vía de participación política alternativa a
la de los partidos, que es exigible desde el punto de vista constitucional, porque el art. 6
de la CE considera que los partidos son «instrumento fundamental para la participación
popular», pero no instrumento exclusivo para este fin. Sin embargo, la posición jurídica
de las agrupaciones de electores no es equivalente a la de los partidos, porque su
actividad está restringida localmente, a su correspondiente circunscripción. La actividad
de las agrupaciones también está limitada temporalmente, a un proceso electoral
concreto, sin que puedan considerarse asociaciones políticas permanentes (STC 16/83,
caso Antonio Rovira y otros c. Ayuntamiento de Vilassar). De todas formas, los
candidatos, cualquiera que sea la entidad que los presente, no deben estar incursos en las
causas de inelegibilidad que señala la LOREG. Estas pueden ser absolutas, si impiden
presentarse a las elecciones en todo el territorio nacional (arts. 6.1, 6.2 y 154) o
relativas, si tan sólo se refieren a algunas circunscripciones (art. 6.3). Cabe distinguir
también los supuestos de inelegibilidad por razón del cargo o del empleo (por ejemplo,
los altos cargos de la Administración, o los militares en activo) y las causas de
inelegibilidad por condena judicial, previstas en el art. 6.2 de la LOREG (los
condenados por sentencia firme a pena privativa de libertad o los condenados por
delitos de rebelión, de terrorismo, contra la Administración Pública o contra las
Instituciones del Estado, aunque la sentencia no sea firme, si la misma ha establecido la
pena de inhabilitación para el ejercicio del derecho de sufragio o la de inhabilitación
absoluta o especial o de suspensión para empleo o cargo público). No existe, sin
embargo, ninguna regulación legal sobre el procedimiento interno que deben seguir los
partidos políticos para seleccionar sus candidatos, y esta es una deficiencia que resulta
incoherente con la exigencia de democracia interna del art. 6 de la CE. Las candidaturas
deben presentarse entre los días 15º y 20º posteriores a la convocatoria, y el
incumplimiento de este plazo no es una irregularidad subsanable, sino que determina la
inexistencia de la candidatura (STC 72/87, caso Félix Buquerín y otros c. Junta
Electoral de Zona de Sepúlveda). La presentación debe cumplir igualmente una serie de
características formales, que vienen enumeradas en el art. 46 de la LOREG, entre las
que destaca la necesidad de acompañar la declaración de aceptación de la candidatura
por cada candidato, y también la prohibición de utilizar denominaciones, siglas o
símbolos que induzcan a confusión con los pertenecientes a otros partidos, motivo que
ha dado lugar a una abundante litigiosidad (por ejemplo, SSTC 105, 106, 107, 113 y
114/91, todas ellas en relación con las denominaciones de las listas «Verdes» en las
elecciones municipales de ese año). La LO 3/2007 ha añadido un requisito importante,
que ha sido convalidado por el Tribunal Constitucional, consistente en que las
candidaturas tengan una composición equilibrada de mujeres y hombres, de forma que
en el conjunto de la lista los candidatos de cada uno de los sexos supongan como
mínimo el cuarenta por ciento. También habrá de mantenerse esa proporción mínima
del cuarenta por ciento en cada uno de los tramos de cinco puestos que integran de la
candidatura (STC 12/2008). Esta limitación de la libertad de los partidos políticos y de
las agrupaciones de electores, busca su justificación en el objetivo constitucional de
promover la igualdad sustancial entre los individuos y los grupos y facilitar su
participación en la vida política (art. 9.2 CE). Las Juntas Electorales competentes deben
comunicar a los representantes de cada candidatura cualquier irregularidad apreciada en
ellas, por denuncia de otros candidatos, o de oficio, para que, si es posible, se proceda a
su subsanación. El Tribunal Constitucional ha interpretado, que el incumplimiento de
este deber por parte de la Administración electoral, violenta una garantía legalmente
establecida para la efectividad del derecho de sufragio pasivo, y justifica el
otorgamiento del amparo (STC 24/89, caso Emilio Herreros c. Junta Electoral de Zona
de Salamanca). A estos efectos, ha dicho el Tribunal Constitucional que no cabe
distinguir entre “simples irregularidades” y “defectos sustantivos”: todos los defectos
son en principio subsanables. Por ejemplo, ha considerado subsanables las candidaturas
incompletas, con un número de candidatos menor que el de representantes a elegir en la
circunscripción, o la insuficiencia de firmas para avalar la presentación de una
candidatura (STC 84/2003 y STC 172/2011). En todo caso, pasado el breve plazo
previsto para la subsanación de irregularidades, las Juntas deben proclamar las
candidaturas que carecieran de ellas o que las hubiesen corregido (art. 47.2). d) La
campaña electoral, que viene definida en el art. 50.4 de la LOREG, está legalmente
reservada a «los candidatos, partidos, federaciones, coaliciones o agrupaciones». Sin
embargo, la prohibición, que establece el art. 50.5, de que “ninguna persona jurídica
distinta de las mencionadas” pueda realizar campaña electoral, a partir de la fecha de la
convocatoria de las elecciones, debe entenderse restrictivamente, en el sentido de que
sólo los partidos, coaliciones y agrupaciones pueden beneficiarse de las ventajas y
ayudas públicas previstas legalmente para las actividades de campaña electoral; porque
nada impide, desde el punto de vista constitucional, que otras entidades, como los
sindicatos o las asociaciones empresariales, se pronuncien sobre los temas de la
campaña o incluso que recomienden el voto en favor de una determinada opción, porque
esas conductas están protegidas por el derecho fundamental de la libertad de expresión,
que es el límite al monopolio de la campaña electoral por los partidos políticos. La
finalidad de la campaña electoral consiste, según el art. 50.4 en «la captación de
sufragios». Por consiguiente, la campaña electoral se distingue, desde el punto de vista
subjetivo y funcional, de la campaña institucional organizada por los poderes públicos,
que está destinada a «informar a los ciudadanos sobre la fecha de la votación, el
procedimiento para votar y los requisitos y trámite del voto por correo, sin influir en la
orientación del voto de los electores» (art. 50.1). A pesar de todo, en la práctica, se han
planteado frecuentes problemas de deslinde entre ambas (a modo de ejemplo, cabe citar
el Acuerdo de la Junta Electoral Central de 8 de junio de 1989 que prohibió la
utilización de leyendas, slogans o elementos en una campaña institucional, que
coincidían sustancialmente con los utilizados por entidades políticas en su campaña
electoral). Para prevenir abusos en las campañas institucionales, el legislador, en 2011,
ha prohibido expresamente que, desde la convocatoria hasta la celebración de las
elecciones, se lleve a cabo “cualquier acto organizado o financiado, directa o
indirectamente, por los poderes públicos que contenga alusiones a las realizaciones o a
los logros obtenidos, o que utilice imágenes o expresiones coincidentes o similares a las
utilizadas en sus propias campañas por alguna de las entidades políticas concurrentes a
las elecciones”. La campaña electoral también se distingue de la llamada “precampaña”,
que tiene lugar en el período comprendido entre la convocatoria de elecciones y el inicio
legal de la campaña, período durante el cual los partidos pueden realizar sus actividades
de comunicación pública habituales, amparadas en la libertad de expresión, aunque no
pueden solicitar directamente el voto para sus candidaturas. La reforma de 2011 ha
pretendido acotar estrictamente la campaña respecto de la “precampaña”, estableciendo
que “desde la convocatoria de las elecciones hasta el inicio legal de la campaña, queda
prohibida la realización de publicidad o propaganda electoral mediante carteles,
soportes comerciales o inserciones en prensa, radio u otros medios digitales, no
pudiendo justificarse dichas actuaciones por el ejercicio de las actividades ordinarias de
los partidos, coaliciones o federaciones reconocidas en el apartado anterior” (art. 53), lo
que representa un límite a la actividad publicitaria de los partidos (que se justifica por
razones de contención del gasto electoral), pero no afecta a su actividad de
comunicación política, en sentido amplio (mítines, debates, etc.). Las actividades de
publicidad electoral de las formaciones políticas, durante la campaña, se rigen por el
principio de libertad de contratación en medios de prensa, en radios privadas y en
soportes de publicidad exterior (con determinados límites cuantitativos), y por el
principio de no discriminación entre la publicidad de los distintos partidos «en cuanto a
inclusión, tarifas y ubicación» (art. 58). No obstante, la publicidad electoral está
prohibida en las televisiones privadas, en virtud de una exclusión que se realizó desde el
primer momento, con la LO 2/88. Sin embargo, gran parte de la campaña electoral no se
lleva a cabo en los medios privados, con los recursos propios de cada partido, sino
mediante la utilización gratuita de medios públicos. Cabe mencionar en este orden de
cosas, la obligación de los Ayuntamientos de poner a disposición de las candidaturas
lugares especiales para la colocación gratuita de carteles, así como locales oficiales y
lugares públicos para la realización gratuita de actos de campaña electoral (arts. 55,56 y
57). Pero sobre todo, destaca el derecho, reconocido por el art. 60.2, a utilizar «espacios
gratuitos de propaganda en las emisoras de televisión y de radio de titularidad pública».
La distribución de dichos espacios publicitarios, entre las formaciones políticas
concurrentes, no se hace con criterio igualitario, sino proporcional, «atendiendo al
número total de votos que obtuvo cada partido, federación o coalición en las anteriores
elecciones equivalentes» (art. 61). Para hacer operativo ese principio, el art. 64 establece
un baremo de distribución escalonado, dentro del cual los partidos que no concurrieron
o que no obtuvieron representación en las anteriores elecciones, tienen asignado, de
todas formas, un tiempo gratuito de publicidad de diez minutos de duración. El derecho
«de los grupos sociales y políticos significativos» de acceder a los medios de
comunicación de titularidad pública, «respetando el pluralismo de la sociedad» (art.
20.3 CE) tiene durante la campaña electoral una relevancia especial, que no puede
circunscribirse a la distribución de espacios gratuitos de propaganda, sino que debe
manifestarse en toda la programación de estos medios, y en particular en sus espacios
informativos. Para asegurar la efectividad de este principio, el art. 66 de la LOREG
dispone que «las decisiones de los órganos de administración de los referidos medios,
en el indicado período electoral, son recurribles ante la Junta Electoral competente».
Además, la LO 2/88 extendió también este control al ámbito de las televisiones privadas
y la reforma legal de 2011 las ha equiparado prácticamente, a estos efectos, con las
televisiones públicas, al exigirles que acaten también los principios de neutralidad y
proporcionalidad en su programación electoral (lo que puede resultar discutible desde la
perspectiva de la libertad de información). En todo caso, como resultado de estas reglas,
la organización de todos los debates electorales en televisión se realiza bajo la
supervisión de los órganos de la Administración Electoral y en último término de los
tribunales. Por último, cabe señalar que la campaña electoral tiene una duración de
quince días (art. 51.2) y que termina «a las cero horas del día anterior a la votación»,
para garantizar de ese modo el llamado «día de reflexión» (art. 51.3).

5. LAS FASES DECISORIA Y FINAL DEL PROCEDIMIENTO ELECTORAL a) La


votación es la fase decisoria del procedimiento electoral y también la más compleja, por
cuanto los sujetos protagonistas de la misma no son órganos administrativos o
determinadas asociaciones, sino las personas titulares del derecho de sufragio.

La modalidad ordinaria de votación es la que se ejerce personalmente por el elector, en


la Mesa Electoral que le corresponda. Sin embargo, la ley admite también el voto por
correspondencia en los siguientes supuestos: i) electores que prevean que en la fecha de
la votación no se hallarán en la localidad donde les corresponde ejercer su derecho de
voto o que no puedan personarse en su Mesa Electoral, ii) personal embarcado en
buques de la armada, de la marina mercante española o de la flota pesquera, personal de
las fuerzas armadas y de los cuerpos de seguridad que estén cumpliendo misiones en el
exterior, así como los ciudadanos que se encuentren temporalmente en el extranjero
entre la convocatoria de un proceso electoral y su celebración iii) ciudadanos inscritos
en el censo de residentes-ausentes que vivan en el extranjero, aunque éstos, después de
la reforma de la LOREG de 1995, también tienen la opción votar personalmente en los
Consulados (arts. 72, 74 y 75 LOREG). La diferencia principal entre estos tres
supuestos de voto por correspondencia radica en que, mientras los dos primeros
posibilitan el ejercicio del voto por correo en toda clase de elecciones, tratándose de los
residentes en el extranjero inscritos en el CERA, solo pueden votar en las elecciones
generales, autonómicas y al Parlamento Europeo (no así en las elecciones municipales,
en las que es precisa —desde la reforma de 2011— la condición de vecindad
administrativa). La LOREG ha recogido y actualizado las garantías de la votación
tradicionales en el Derecho electoral español (en particular, las que establecieron la L.
de 1907 y el RDL de 1977) y además las ha ampliado y sistematizado. Son garantías
referentes a los instrumentos de votación, a los aspectos procedimentales tanto del voto
personal como del voto por correspondencia, y al control del desarrollo de la votación
por la Administración electoral y por los representantes (apoderados o interventores) de
los partidos y de los candidatos. En su conjunto, es indudable que la regulación de estas
materias es marcadamente garantista. Sin embargo, en algunos aspectos, la regulación
actual seguramente podría mejorarse. Por ejemplo sería más garantista reservar al
Estado la producción de los sobres y papeletas de votación, excluyendo su confección y
envío por correo a los electores por parte de los partidos políticos (art. 70). Esa reforma
reforzaría el secreto del voto y la libertad del votante frente a las presiones de su
entorno, además de mejorar la igualdad de oportunidades entre los partidos y reducir el
coste de las elecciones, porque los envíos por parte de los principales partidos están
actualmente subvencionados (art. 175.3). b) El escrutinio y la proclamación de electos
componen la fase final del procedimiento electoral, existiendo entre ambos actos un
nexo indisoluble, ya que la proclamación no es más que una consecuencia del
escrutinio.

El escrutinio se desarrolla escalonadamente en dos momentos sucesivos: primero, el


escrutinio en las Mesas Electorales y después, el escrutinio general en la Junta Electoral
de la circunscripción. Aquél tiene lugar inmediatamente después de concluida la
votación y se realiza por cada Mesa Electoral en sesión pública, «extrayendo el
Presidente, uno a uno, los sobres de la urna correspondiente y leyendo en alta voz la
denominación de la candidatura o, en su caso, el nombre de los candidatos votados»
(art. 95.4). Tras este recuento, la Mesa resuelve por mayoría las reclamaciones
presentadas, extiende el Acta de la sesión, a la que se unen las papeletas consideradas
nulas, conforme al art. 96, y prepara la documentación electoral por triplicado. El
escrutinio general tiene lugar también en sesión pública, el tercer día siguiente al de la
votación, y consiste esencialmente en una recopilación de los resultados que están
registrados en las Actas de las Mesas Electorales, comprendidas en la circunscripción.
En este trámite las competencias de las Juntas están estrictamente limitadas. Deben
actuar como simples fedatarios del resultado electoral global, y sólo están apoderadas
para subsanar los meros errores materiales o de hecho o los aritméticos, pero no para
anular las Actas o los votos, que es competencia reservada a los Tribunales (art. 106.1).
La únicas causas que justifican una ampliación de la competencia revisora de las Juntas
en el escrutinio general, son las enumeradas taxativamente en el art. 105.4 de la
LOREG, que ordena a las Juntas no contabilizar los resultados de una Mesa cuando
hubiere Actas dobles y diferentes o cuando el número de votos que figure en un Acta
exceda al de electores que haya en la Mesa, según las listas del censo electoral. Sólo en
estos casos de manipulación o fraude evidentes, como los calificó el Tribunal
Constitucional (STC 26/90, caso Elecciones generales de 1989 en Pontevedra), pueden
las Juntas revisar la actividad de las Mesas, aunque sea con eficacia limitada (porque no
computar un Acta no es lo mismo que anularla). Contra el Acta del escrutinio general
pueden presentar reclamaciones los representantes y apoderados de las candidaturas y la
resolución que sobre las mismas pronuncie la Junta Electoral Provincial, puede ser
recurrida en alzada ante la Junta Central. La utilidad de este recurso, introducido por la
reforma de la LOREG de 1991, resulta limitada, por cuanto debe interponerse,
tramitarse y resolverse en plazos verdaderamente perentorios (art. 108.3), que no
permiten abrir un período probatorio, por lo que, tanto los recursos, como la resolución
de la Junta Central, deben basarse exclusivamente en las incidencias recogidas en las
Actas de las Mesas o en el Acta del escrutinio general (art. 108.2). En todo caso,
agotada la vía administrativa, las Juntas Provinciales deben proceder a la proclamación
de electos y a expedir las credenciales correspondientes.

6. LAS GARANTÍAS JURISDICCIONALES DEL DERECHO ELECTORAL


Nuestro Derecho electoral establece las siguientes garantías jurisdiccionales: a)
Revisión judicial de los actos de la Administración en relación con la formación del
censo electoral: corresponde a los juzgados y tribunales contenciosoadministrativos y,
por afectar a un derecho fundamental, puede instarse mediante el procedimiento judicial
preferente y sumario. b) Recurso contencioso administrativo (ordinario o preferente y
sumario) contra los actos de la Administración Electoral. Aunque la LOREG sólo hace
mención expresa de los recursos disponibles contra ciertos actos de las Juntas
Electorales, los restantes no están excluidos del control judicial, porque esa inmunidad
sería «en todo punto incompatible con el principio de universalidad de la jurisdicción
contenciosa y con las normas constitucionales que configuran el sometimiento de la
administración al control de los Tribunales» (ATC 1040/86, de 3 de diciembre). Así lo
ha confirmado la STC 149/00, caso Art. 21.2 de la LOREG. c) Recurso especial contra
la proclamación de candidatos, regulado en el art. 49 de la LOREG. Se trata también de
un recurso contencioso administrativo, aunque de carácter especial, que compete a los
Juzgados de este orden jurisdiccional. Las características principales de este recurso
son: i) que la legitimación activa para utilizarlo queda reservada a cualquier candidato
excluido y a los representantes de las candidaturas proclamadas o cuya proclamación
hubiera sido denegada (aunque no a los partidos políticos que, en tanto que asociaciones
no son titulares del derecho de sufragio pasivo) y ii) que es un procedimiento
especialmente sumario: hay dos días para interponerlo (contados a partir de la
publicación de las candidaturas) y para presentar simultáneamente las alegaciones, y
otros dos días para dictar sentencia. Este recurso no constituye, sin embargo la única
oportunidad de impugnar la proclamación de candidatos, porque si está viciada de
manera insubsanable, como ocurre si un candidato proclamado se halla incurso en causa
de inelegibilidad, este vicio podrá ser alegado también posteriormente, en el
contencioso electoral, para conseguir que se anule su elección (STC 158/91 caso
Concejal del Ayuntamiento de los Silos). No obstante, en relación con las
irregularidades de naturaleza subsanable que presenten las candidaturas, quien quiera
impugnarlas ha de utilizar el procedimiento específico del art. 49 de la LOREG, y la
inactividad en ese momento supone un indudable aquietamiento respecto de su
proclamación (STC, 170/91, caso Coalición electoral Barcelona Verda). d) Contencioso
electoral, que es la vía procesal principal para el control jurisdiccional de las elecciones.
Su fundamento se encuentra en la misma Constitución, cuyo art. 70.2 establece que «la
validez de las actas y credenciales de los miembros de ambas Cámaras estará sometida
al control judicial, en los términos que establezca la ley electoral». De este modo, la
Constitución se aparta de la solución más tradicional, que fue la característica del
constitucionalismo histórico español y que todavía está vigente en numerosos países
(p.e., Estados Unidos, Suiza, Italia, Bélgica, Holanda, Dinamarca y Noruega),
consistente en reconocer a cada una de las Cámaras el poder exclusivo para la
verificación de los poderes, es decir, para examinar la legalidad de la elección y la
aptitud de sus miembros. El contencioso electoral es también una variante especial del
recurso contencioso administrativo, y su resolución corresponde, en el caso de las
elecciones a Cortes, al Tribunal Supremo (antes de la reforma de 1991, esta
competencia era de los Tribunales Superiores de Justicia de las Comunidades
Autónomas y el cambio se justificó por la necesidad de asegurar la unidad de los
criterios jurisprudenciales en esta materia). Entre las características principales de este
procedimiento judicial cabe destacar las siguientes: la amplitud de su objeto, la plenitud
de jurisdicción del órgano judicial, y la tipificación de las Sentencias. En cuanto a lo
primero, hay que tener en cuenta que el recurso contencioso electoral no es meramente
el proceso a un acto —el de la proclamación de electos—, sino que permite tomar en
consideración cualquier irregularidad cometida durante el desarrollo del procedimiento
electoral porque, al ser la proclamación de electos el resultado o acto final de este
procedimiento, su validez puede venir afectada por los vicios de los actos previos. Por
consiguiente, éstos deben poder ser revisados en el contencioso electoral, incluso en el
caso de que hubieran adquirido firmeza. Sólo así puede explicarse la posibilidad, a la
que más arriba se ha hecho referencia, de revisar en este proceso los vicios de la
proclamación de candidatos. Sin embargo, los vicios relativos a la formación o
rectificación del censo no pueden revisarse en el contencioso electoral, porque esa
materia no forma parte del procedimiento electoral y en relación con la misma sólo
pueden usarse las vías específicas de impugnación judicial anteriormente expuestas
(STC 148/1999). La segunda característica relevante del contencioso electoral consiste
en que «cuando un órgano jurisdiccional, con ocasión del procedimiento contencioso
electoral, revisa una determinada irregularidad electoral actúa con plena jurisdicción y
no se encuentra estrechamente limitado en su actuación como las Juntas Electorales»
(STC 26/90, caso Elecciones generales de 1989 en Pontevedra). Lo que significa que la
argumentación judicial no está en modo alguno restringida por la necesidad de basarse
en las incidencias recogidas en el expediente electoral, sino que el Tribunal deberá
intentar averiguar la verdad real de los hechos y, a tal fin, como afirma el art. 112.5 de
la LOREG, «podrá acordar de oficio o a instancia de parte el recibimiento a prueba y la
práctica de las que estime pertinentes». La plenitud jurisdiccional en el contencioso
electoral sólo estará limitada por el principio dispositivo, también llamado de
congruencia, en virtud del cual el Tribunal no podrá emprender una investigación de
oficio sobre otros hechos que los acotados en el recurso (STC 24/90, caso Elecciones
generales de 1989 en Murcia). Otro límite a su jurisdicción, dimanante también de la
conducta del recurrente, consiste en la doctrina de los actos propios o consentidos, en
virtud de la cual el Tribunal no puede entrar a examinar una pretensión basada en
irregularidades que no se hubieran hecho valer previamente ante la Administración. El
Tribunal Constitucional ha condenado la aplicación excesivamente rigorista de la
doctrina de los actos propios, señalando, que el requisito de agotar la vía administrativa
previa al contencioso, mediante las correspondientes reclamaciones ante las Juntas, no
puede confundirse con un rígido principio de preclusividad que cierre el camino a la
revisión judicial «por el hecho de no haberse realizado una queja en el mismo momento
en que hubo oportunidad para ello». Lo que puede exigirse a los participantes en el
procedimiento electoral es una diligencia suficiente en la denuncia de las
irregularidades, que debe valorarse en cada caso (STC 157/91, caso Agrupación
Palmera de Independientes). La tercera característica del contencioso a la que antes se
ha aludido es la tipificación del contenido de la Sentencia, que, conforme al art. 113.2
de la LOREG, habrá de consistir en alguno de los siguientes fallos: a) inadmisibilidad
del recurso, b) validez de la elección y de la proclamación de electos, c) nulidad del
acuerdo de proclamación de uno o varios electos, y proclamación como tal de aquél o
aquéllos a quienes corresponda, y d) nulidad de la elección celebrada en aquella o
aquellas Mesas que resulten afectadas por irregularidades invalidantes y nueva
convocatoria electoral en las mismas (aunque no será preciso efectuarla cuando la
invalidación de las Mesas no altere la atribución de escaños en la circunscripción). Es
dudoso si la pretensión del recurrente debe ajustarse estrictamente a alguno de los fallos
tipificados en el art. 113.2, o si puede consistir también en la mera corrección del
número de los votos atribuidos a los candidatos proclamados, existiendo al respecto
criterios jurisprudenciales contrapuestos. En todo caso, el Tribunal Constitucional ha
interpretado que la pretensión del recurrente no condiciona rígidamente el fallo del
Tribunal, que no puede quedar a merced del principio dispositivo. En otras palabras «el
recurrente que pida el cambio en la adjudicación de un escaño debe saber que corre el
riesgo de que los vicios por él denunciados induzcan al Tribunal a un pronunciamiento
de nulidad» (STC 24/90, caso Elecciones generales de 1989 en Murcia). Aunque en tal
supuesto es indispensable que se dé una oportunidad de alegación a todas las partes
afectadas, respecto de este cambio de pronunciamiento, para no producir una situación
de indefensión, contraria al art. 24 de la CE. La redacción del art. 113.2.d procede de la
reforma de la LOREG de 1991, que incorporó el criterio jurisprudencial del Tribunal
Constitucional (STC 24/90, caso Elecciones generales de 1989 en Murcia) de admitir la
nulidad parcial de la elección en Mesas determinadas y no necesariamente en toda la
circunscripción. Pese a esta positiva reforma, el fallo anulatorio de la elección sigue
siendo el que suscita más problemas, por cuanto exige justificar que la irregularidad
alegada puede afectar a los resultados de la elección. Cuando se trata de irregularidades
genéricas, de efectos indeterminados y no mensurables, el Tribunal «deberá valorarlos
ponderando expresamente todas las circunstancias del caso» (STC 24/90, caso,
Elecciones generales de 1989 en Murcia), y parece claro, al margen de la dificultad de
esa valoración, que este tipo de vicios son más aptos para fundamentar la anulación de
la elección en toda la circunscripción que sólo en Mesas Electorales determinadas (por
ejemplo, STC 25/90, caso Elecciones generales de 1989 en Melilla). En cambio, cuando
se trate de irregularidades cuantificables, que se refieran a un número determinado de
votos, de contenido desconocido, la justificación de su relevancia sobre los resultados
de la elección puede realizarse comparando la cifra de los votos viciados con la
diferencia de votos entre los candidatos (en el caso de las elecciones al Senado) o «con
la diferencia numérica entre los cocientes de las candidaturas que se disputan el último
escaño» (en el caso de las elecciones al Congreso), sin excluir el posible recurso a
«juicios de probabilidad o técnicas de ponderación estadística» (STC 24/90, caso
Elecciones generales de 1989 en Murcia). En cualquier caso, es imprescindible que el
Tribunal exprese el proceso lógico que le lleva a apreciar la alteración del resultado
como consecuencia de los vicios e irregularidades. e) Recurso de amparo ante el
Tribunal Constitucional, para la tutela de los derechos de sufragio activo y pasivo, que
deriva de la ubicación sistemática del art. 23 de la CE en la Sección I del Capítulo II del
Título Primero de la Constitución. Esta garantía jurisdiccional adicional configura un
sistema que no tiene parangón en Derecho comparado, porque allí donde se ha atribuido
a los Tribunales Constitucionales el control de las elecciones (Francia, Austria,
Alemania), los Tribunales ordinarios han quedado excluidos de esa tarea. El recurso de
amparo en este campo tiene todas las propiedades y limitaciones que en general definen
a este procedimiento, y en particular, su carácter de recurso subsidiario y especializado
en la tutela de los derechos fundamentales. En otras palabras, el amparo electoral no
puede interpretarse como una última instancia de apelación que permita realizar una
plena revisión de los hechos y de la interpretación del Derecho electoral realizada
primero por la Administración electoral y luego por los Tribunales (STC 79/89, caso
Partido Demócrata Popular c. Junta Electoral de Ponferrada). Sin embargo, este recurso
posibilita que el TC revise la valoración jurídica de los hechos declarados probados por
el órgano judicial competente y la interpretación de la legislación electoral llevada a
cabo por éste, a fin de verificar si ha podido afectar a la integridad de los derechos
fundamentales reconocidos en el art. 23 de la CE. En este sentido, la función del
Tribunal Constitucional se ha revelado trascendental para la integración del
ordenamiento electoral. La LOREG distingue dos modalidades diferentes de amparo
electoral: la primera, reconocida en su art. 49, que permite impugnar las sentencias
recaídas en los recursos contra la proclamación de candidatos, y la segunda, regulada en
su art. 114 (en su nueva redacción derivada de la reforma de la LOREG de 1991) que
permite impugnar las sentencias dictadas en los contenciosos electorales. En uno y otro
caso, la característica más destacada de estos procedimientos es la brevedad de sus
plazos, que son verdaderamente sumarios. En el caso del recurso de amparo del art. 49
de la LOREG, dos días para interponerlo y tres para resolverlo, y tratándose del art. 114,
tres y quince días, respectivamente. Esta celeridad responde obviamente a las exigencias
de la seguridad jurídica, y en concreto, a la necesidad de que la validez de las
candidaturas o de la proclamación de electos sea exhaustivamente depurada, en el
primer caso, antes del inicio de la campaña electoral, y poco tiempo después de la
elección, en el segundo. f) Por último, no cabe pasar por alto otra garantía, última y
subsidiaria, que es la que puede derivar del art. 3 del Protocolo Adicional al Convenio
Europeo de Derechos Humanos, que obliga a los Estados a organizar elecciones libres al
cuerpo legislativo. Este precepto ha sido interpretado por el Tribunal Europeo de
Derechos Humanos como fuente de derechos alegables ante el mismo, tanto en el
aspecto de sufragio como de sufragio pasivo, existiendo ya una trayectoria significativa
de jurisprudencia europea sobre estas cuestiones.

7. LOS GASTOS Y LAS SUBVENCIONES ELECTORALES


La LOREG configura un sistema de control de los gastos en que incurren las
formaciones políticas por su participación en las elecciones, que consiste en una serie de
requisitos organizativos y formales y de limitaciones cuantitativas. Entre los primeros,
destaca la exigencia, a la que ya se ha hecho referencia, de que los partidos y las
candidaturas tengan administradores electorales responsables de la contabilidad
electoral y de los ingresos y gastos correspondientes (arts. 121 y 122). Así mismo, cabe
mencionar la obligación de comunicar a las Juntas Electorales la apertura de las cuentas
especiales en las que han de realizarse todos los ingresos destinados a sufragar gastos
electorales, y con cargo a las cuales han de hacerse efectivos estos gastos (arts. 124 y
125), y también la prohibición de realizar aportaciones anónimas a dichas cuentas (art.
126) o el límite de diez mil euros, para las aportaciones que realice una persona física o
jurídica (art. 129).

La elección de las Cortes Generales

Las limitaciones cuantitativas de los gastos electorales se justifican por la necesidad de


evitar la excesiva presión sobre los electores que puede derivar de la utilización abusiva
de los medios publicitarios en las campañas y para intentar prevenir el endeudamiento
excesivo de los partidos políticos. Sin embargo, hay que reconocer que los límites que
estableció la LOREG en 1985 no fueron bastante exigentes. Se cifraron en función del
número de circunscripciones en las que cada partido presente sus candidaturas y de la
población de derecho de dichas circunscripciones. Posteriormente las reformas de 1991
y de 1994 redujeron el límite de los gastos electorales autorizados. Las reformas de
1994 y de 2011 limitaron además la inversión publicitaria de cada candidatura en los
diferentes tipos de medios. De resultas, la publicidad en prensa y radio privadas no
puede exceder del 20% del límite total de gastos autorizados, y la publicidad en vallas
comerciales tampoco puede superar el importe de 20% de dicho límite total. En cuanto a
las subvenciones electorales, hay que decir, ante todo, que son independientes de las
otras modalidades de financiación pública de las que son beneficiarios los partidos, y
que vienen reguladas en la LO 3/87, de 2 de julio de 1987 (véase al respecto el apartado
5 de la Lección 13). Las subvenciones de la LOREG están destinadas a cubrir gastos
electorales exclusivamente, y se calculan en función de asignar una cantidad fija
(21.167,64 euros) por cada escaño obtenido en el Congreso de los Diputados o en el
Senado, y 0,81 euros por cada uno de los votos conseguidos por cada candidatura al
Congreso, siempre que uno de sus miembros hubiese resultado elegido, y 0,32 euros por
cada voto obtenido por cada candidato al Senado que hubiera obtenido escaño (art.
175.1). La LOREG posibilita además que, convocadas unas elecciones generales, los
partidos representados en la legislatura recién terminada obtengan adelantos con cargo a
las subvenciones que puedan devengar, y que no superen el 30% de la subvención
percibida por cada uno en las últimas elecciones equivalentes (art. 127bis). No puede
concluirse que estas reglas sean completamente satisfactorias, porque las subvenciones
han resultado insuficientes para cubrir el déficit originado por los gastos electorales.
Además, desde otra perspectiva, parece dudosamente justificado que las subvenciones
se circunscriban exclusivamente a los partidos que han obtenido representación
parlamentaria. Por lo que se refiere a esta última cuestión hay que tener en cuenta
además que hay otra modalidad de subvención para atender el envío, personal y directo,
de sobres, papeletas o propaganda electorales, a razón de 0,18 euros por elector, que se
reserva a los partidos que hubieran conseguido el número de escaños o de votos
necesarios para constituir un grupo parlamentario en una u otra Cámara (art. 175.3). Por
consiguiente, quedan marginados de ella no sólo los extraparlamentarios, sino también
los partidos parlamentarios pequeños, con el agravante además de que estas
subvenciones no están sujetas al límite general de gastos autorizados. El control del
cumplimiento de la normativa sobre ingresos y gastos electorales corresponde, desde la
fecha de la convocatoria de las elecciones hasta cien días después de su celebración, a la
Junta Electoral Central y a las Juntas Provinciales. Por otro lado, la adjudicación de las
subvenciones se condiciona a la previa presentación de la contabilidad electoral de los
partidos ante el Tribunal de Cuentas. La reforma de 2011 ha previsto que, a los treinta
días de presentar esta contabilidad, el Estado entregará a los partidos, en concepto de
adelanto, el 90% del importe de las subvenciones que les correspondan, de acuerdo con
los resultados generales publicados en el “Boletín Oficial del Estado” (descontando en
su caso los adelantos previamente percibidos conforme al art. 127 bis, a los que antes se
ha hecho referencia). En todo caso, el Tribunal de Cuentas debe pronunciarse sobre la
regularidad de las contabilidades electorales y puede iniciar el procedimiento
sancionador regulado en la Ley Orgánica 8/2007, sobre financiación de los partidos
políticos y proponer la no adjudicación o la reducción de las subvenciones en aquellos
casos en que hubiese apreciado irregularidades contables o violaciones de las
restricciones establecidas en materia de ingresos y gastos electorales (arts. 133 y 134).

8. BIBLIOGRAFÍA, LEGISLACIÓN Y JURISPRUDENCIA A) BIBLIOGRAFÍA


Sobre el sistema electoral, RAE, D., Leyes electorales y sistemas de partidos, Madrid,
1977; NOHLEN, D.; Sistemas electorales del mundo, Madrid, 1984; CACIAGLI, M.,
«El sistema electoral de las Cortes según los artículos 68 y 69», en PREDIERI, A. y
GARCÍA DE ENTERRÍA, E. (eds.), La Constitución española de 1978, Madrid, 1981;
FERNÁNDEZ MIRANDA, A., «El sistema electoral del Congreso», Revista de
Derecho Político, 52 (2001); DELGADO-IRIBARREN, M., RIPOLLÉS, Mª R.,
BIGLINO, P. El sistema electoral español, Zaragoza, 2012. Sobre los aspectos
administrativos del Derecho electoral: SANTAMARÍA PASTOR, J., «El régimen
jurídico del proceso electoral» en Las Cortes Generales, Vol I, Madrid, 1987;
SANTOLAYA MACHETTI, P., Manual de procedimiento electoral, Madrid, 1999; y
CANO MATA, A., «Administración electoral española», Revista Española de Derecho
Administrativo, 59 (1988), SANTOLAYA, P., “El modelo español de administración
electoral” en BIGLINO, P. y DELGADO DEL RINCÓN, L.E. La resolución de los
conflictos electorales: un análisis comparado, Madrid, 2010. Sobre las garantías
jurisdiccionales: BASTIDA, F., «Ley electoral y garantías judiciales», Revista de las
Cortes Generales, 7 (1986); FIGUERUELO, A., «Notas acerca del recurso de amparo
electoral», Revista Española de Derecho Constitucional, 25 (1989); SATRUSTÉGUI,
M., «Las garantías del Derecho electoral», Revista de las Cortes Generales, 20 (1990);
SOLOZABAL, J.J., «Sobre la jurisprudencia constitucional en materia electoral»,
Revista Española de Derecho Constitucional, 30 (1990), y PARDO FALCÓN, J., «El
contencioso electoral en la jurisdicción constitucional», Revista de las Cortes Generales,
41 (1997); DUQUE VILLANUEVA, La elección de las Cortes Generales J.C.,
Elecciones políticas y Tribunal Constitucional: jurisprudencia constitucional en materia
electoral 1980-2005, Madrid (2006); y CARRASCO DURÁN, M., “Sobre la reforma de
la Ley Orgánica del Régimen Electoral General: un programa de mejoras técnicas”,
Revista Española de Derecho Constitucional, 71 (2007) y LÓPEZ GUERRA, L., “El
papel del Tribunal Europeo de Derechos Humanos en la garantía de la calidad de los
procesos electorales”, en BIGLINO, P. y DELGADO DEL RINCÓN, L.E. La
resolución de los conflictos electorales: un análisis comparado, Madrid, 2010. Sobre los
gastos y subvenciones electorales: SANTAOLALLA LÓPEZ, F., «Regulación de las
campañas electorales y financiación de los partidos», Documentación Administrativa,
173 (1987); CASTILLO VERA, P., «La financiación pública de los partidos políticos y
su impacto en las instituciones representativas», en GARRORENA, A. (ed.), El
parlamento y sus transformaciones actuales, Murcia, 1990 y PAJARES, E., La
financiación de elecciones, Madrid, 1998.

B) LEGISLACIÓN La norma básica en esta materia es la LO 5/85, de 19 de junio, del


Régimen Electoral General, que ha sido objeto de sucesivas reformas parciales; la
última, mediante las LOs 2/2011 y 3/2011, ambas de 28 de enero y la LO 3/2015, de 30
de marzo, de control de la actividad económico financiera de los Partidos Políticos.
También hay importantes reglamentos de desarrollo, como el Real Decreto 1621/2007,
de 7 de diciembre, por el que se regula un procedimiento de votación para los
ciudadanos españoles que se encuentran temporalmente en el extranjero o el Real
Decreto 605/1999, de 16 de abril, por el que se establece la regulación complementaria
de los procesos electorales. Así mismo es importante el poder normativo de la Junta
Electoral Central, que lo ejerce mediante Instrucciones, que puede dirigir a todos los
intervinientes en el proceso electoral. Dichas Instrucciones son accesibles en la página
web de esta institución. También hay que tener en cuenta el Acuerdo de 20 de enero del
2000 del Tribunal Constitucional, sobre tramitación de los recursos de amparo a los que
se refiere la LOREG.

C) JURISPRUDENCIA Entre las Sentencias del Tribunal Constitucional citadas, las


principales son: en relación con el concepto de régimen electoral general, STC 38/83,
caso Ley de elecciones locales; sobre la representación proporcional, STC 75/85, caso
barrera del 3% provincial; sobre la noción de agrupación de electores, STC 16/83, caso
Antonio Rovira y otros c. Ayuntamiento de Vilassar; sobre la proclamación de
candidatos: STC 72/87, caso Félix Buquerín y otros c. Junta Electoral de Zona de
Sepúlveda, STC 24/89, caso Diputados provinciales de Salamanca, STC 158/91, caso
Concejal del Ayuntamiento de Silos, STC 170/91, caso Coalición electoral Barcelona
Verda, STC 84/2003, caso candidatura incompleta Progrés Municipal y STC 172/2011,
caso avales Partido Comunista de los Pueblos de España; sobre la exigencia legal de que
las candidaturas tengan una composición equilibrada de mujeres y hombres, STC
12/2008, caso art. 44 bis LOREG y también STC 40/2011, caso «listas cremallera» ley
electoral andaluza; en relación con el control judicial de los actos de las Juntas
Electorales, STC 149/00, caso art. 21.2 de la LOREG; sobre el contencioso electoral y
sobre el amparo electoral: STC 24/90, caso Elecciones generales de 1989 en Murcia,
STC 25/90, caso Elecciones generales de 1989 en Melilla, STC 26/90, caso Elecciones
generales de 1989 en Pontevedra y STC 79/89, caso Partido Demócrata Popular c. Junta
Electoral de Ponferrada.
Lección 23*

La estructura de las Cortes Generales LAS CORTES GENERALES. SU FUNCIÓN EN


EL SISTEMA. COMPOSICIÓN: EL BICAMERALISMO. LAS PRERROGATIVAS
COLECTIVAS DE LAS CÁMARAS. EL ESTATUTO DE LOS
PARLAMENTARIOS. ADQUISICIÓN Y PÉRDIDA DE LA CONDICIÓN DE
PARLAMENTARIO. LAS PRERROGATIVAS INDIVIDUALES DE LOS
PARLAMENTARIOS. LA ORGANIZACIÓN DE LAS CÁMARAS: ÓRGANOS
DIRECTIVOS. LOS ÓRGANOS DE FUNCIONAMIENTO DE LAS CÁMARAS. LA
ESTRUCTURACIÓN DEL TRABAJO PARLAMENTARIO. BIBLIOGRAFÍA,
LEGISLACIÓN Y JURISPRUDENCIA.

1. LAS CORTES GENERALES. SU FUNCIÓN EN EL SISTEMA

En un Estado que reviste la forma política de Monarquía parlamentaria, el Parlamento,


que en España recibe la denominación histórica de Cortes Generales, asume
forzosamente un papel capital en la estructura del sistema. La importancia de la función
de las Cortes Generales queda claramente expuesta en el artículo 66 de la Constitución,
que las configura como representantes del pueblo español (art. 66.1.CE) y las otorga
funciones de tanta entidad como la legislativa, la presupuestaria y la de control del
Gobierno (art. 66.2 CE). Esta mera enunciación de funciones resulta significativa de la
relevancia que las Cortes Generales ostentan en el sistema constitucional español. Estas
tres funciones que el art. 66.2 de la CE atribuye a las Cortes Generales —producir las
normas jurídicas «centrales» del ordenamiento, autorizar los gastos del Estado y
controlar la actuación del Gobierno— son suficientes para configurar a las Cortes
Generales como uno de los pilares fundamentales del sistema constitucional. Pero,
además, el propio art. 66.2, in fine, añade que las Cortes tienen, también, las demás
competencias que les atribuya la Constitución. Y un superficial repaso de ésta permite
observar que, además de la legislativa, la presupuestaria y la de control, las Cortes
realizan funciones de gran relevancia para el orden constitucional. Algunas de ellas
tienen relación con la Corona (p.e. arts. 57.3 y 4, 59.2 y 3 y 60.1). Otras, de señalada
importancia política, guardan relación con el Gobierno (art. 99). Otras se refieren a la
declaración de los estados de alarma, excepción o sitio (art. 116 CE). También ostentan
las Cortes competencias relativas a las relaciones internacionales, como la de autorizar
las obligaciones internacionales asumidas por el Estado. Y, en relación con otros
órganos constitucionales o de relevancia constitucional, proponen al Defensor del
Pueblo, a ocho Magistrados del Tribunal Constitucional, a los Vocales del Consejo
General del Poder Judicial y a los integrantes del Tribunal de Cuentas. Las funciones y
competencias constitucionalmente asignadas a las Cortes Generales son, por lo tanto, de
una singular envergadura, y configuran al Parlamento como una de las principales
instituciones constitucionales. Por otro lado, las Cortes Generales son uno de los
escenarios fundamentales del sistema democrático. Ello obedece en particular a un
factor de la mayor trascendencia en nuestra sociedad: la publicidad. Es en las Cortes
Generales donde se debaten públicamente los proyectos de ley, debates en los que los
grupos parlamentarios exponen públicamente su posición y los criterios que la
fundamentan. Es en las Cortes Generales donde el Gobierno debe explicar su actuación
y las razones que la guían, y es allí donde dicha actuación es sometida a crítica y
contrastada con otras alternativas. Las Cortes Generales son, en definitiva, el foro
político por excelencia, y los medios de comunicación trasladan al gran público los
debates que allí tienen lugar, contribuyendo, con ello, a formar la opinión del electorado
sobre la actuación del Gobierno y las alternativas que se ofrecen a ella. La importancia
de las Cortes Generales proviene, por último, de las propias características del sistema
democrático. La negociación, la conciliación y la búsqueda de fórmulas de transacción
es una de ellas. Esto es especialmente aplicable al caso español porque, aunque las
elecciones legislativas hayan configurado en varios casos mayorías absolutas, el sistema
proporcional dificulta su consecución, y las mayorías relativas, y los gobiernos por ellas
apoyados, se ven obligados a buscar apoyos de otras fuerzas. Pero incluso contando con
una mayoría absoluta, el elevado número de ocasiones en que la Constitución o las leyes
exigen mayorías reforzadas impone a la mayoría la búsqueda del acuerdo con otros
grupos políticos. Aunque las Cortes sean, realmente, un órgano de la mayor relevancia
en el ordenamiento constitucional español, esto no significa que sean titulares de un
poder supremo. En primer lugar, el propio ordenamiento constitucional recoge
principios que limitan la actuación del Parlamento. El primero de ellos es el de la
soberanía popular: en España, la soberanía reside en el pueblo —art. 1.2 de la CE— y
no en las Cortes Generales, que son solo sus representantes. Por ello, se dan una serie de
supuestos en los que ya se ha pronunciado directamente la soberanía popular y en los
que las Cortes Generales no pueden actuar libérrimamente, sino que precisan del
refrendo popular. Así sucede en los casos de reforma constitucional —sobre todo— y de
determinados Estatutos de Autonomía. Además, las Cortes Generales están, como todos
los poderes públicos, sujetos a la Constitución —art. 9.1 de la CE— y existe un órgano,
el Tribunal Constitucional, al que la norma suprema confiere la misión de verificar la
adecuación a la Constitución del ejercicio que las Cortes Generales hagan de su potestad
legislativa. La Constitución, por otra parte, limita a las Cortes en la utilización de dicha
potestad legislativa, al obligarles a respetar, en todo caso, el «contenido esencial» de los
derechos fundamentales constitucionalmente reconocidos —art. 53.1 de la CE—. Por
otro lado, la consolidación de los partidos políticos como «instrumento fundamental
para la participación política» —art. 6 de la CE— ha modificado, también, la función
real de las Cortes en el sistema. La vertebración de los partidos políticos como
entidades, fuertemente cohesionadas y disciplinadas, se ha visto reflejada, constitucional
y parlamentariamente, en la mayoría de las Constituciones europeas en lo que se ha
llamado «parlamentarismo racionalizado». La Constitución española sigue este modelo
de racionalización parlamentaria, que contribuye notablemente a la estabilidad de la
vida política y a la mejor organización de la labor parlamentaria pero que,
indudablemente, transforma el funcionamiento real de las Cortes Generales y obliga a
matizar su relevancia real en el sistema. Las Cámaras son hoy, en realidad, una
agrupación de grupos parlamentarios emanados de los partidos políticos, grupos que
actúan con dirección y coordinación y regidos por la disciplina interna: son los grupos
parlamentarios, y no los diputados o senadores individualmente considerados, los que
llevan el peso del trabajo parlamentario. Por último, las características del Estado
moderno o, dicho en términos constitucionales, el Estado social y democrático de
Derecho, suponen también condicionantes para la actividad de las Cortes Generales. La
complejidad —política, económica y social— de las sociedades actuales, la rapidez con
que han de ser adoptadas no pocas decisiones relevantes, los complicados factores
técnicos que es menester ponderar para adoptar dichas decisiones y para instrumentarlas
son, todos ellos, elementos que actúan en contra de un órgano compuesto por
numerosos miembros, deliberante y no especializado, y operan a favor del ejecutivo.
Todo ello se ha traducido en una tendencia a la asunción por el ejecutivo de facultades
cada vez mayores, y en técnicas que ofrecen al Gobierno mayores perspectivas de
estabilidad, menos limitaciones en su actuación y una menor dependencia respecto del
Parlamento. La Constitución recoge las técnicas del parlamentarismo racionalizado e
intenta cohonestar la exigencia de un Gobierno estable y con instrumentos adecuados
para dirigir la política nacional, la organización racionalizada de la vida parlamentaria y
la preservación de las más importantes facultades que incumben a todo Parlamento en
un sistema parlamentario. Sin duda, ello confina el papel de las Cortes Generales dentro
de unos límites de actuación preestablecidos.

2. COMPOSICIÓN: EL BICAMERALISMO
La primera característica de las Cortes Generales es la de ser bicamerales. En efecto, la
Constitución dispone que las Cortes están compuestas por el Congreso de los Diputados
y el Senado (art. 66. CE). De acuerdo con la organización descentralizada del Estado,
que la Constitución ha posibilitado, el bicameralismo podría ser entendido como una
consecuencia, en el ámbito de la forma de gobierno del Estado, del reconocimiento
constitucional —art. 2 CE— del derecho a la autonomía de las nacionalidades y
regiones que integran España. Es significativo, a ese respecto, que, el art. 69.1 de la CE
señale que «el Senado es la Cámara de representación territorial». De conformidad con
el tenor de ese enunciado, el Congreso sería, pues, una Cámara de representación
popular, y el Senado una Cámara, al uso de las que se dan en los sistemas federales, de
representación territorial. Sin embargo, esta interpretación del Senado no acaba de
reflejar adecuadamente las peculiaridades de la composición y las funciones de esta
Cámara, que solo en parte responden al modelo teórico de la representación territorial.
En realidad, la definición del Senado como Cámara de representación territorial solo
tiene una traducción, que además es hasta cierto punto contradictoria, en dos aspectos
de su organización. Por un lado, se plasma en la elección por las Asambleas Legislativas
de las Comunidades Autónomas de una parte —minoritaria— de los Senadores.
Conforme al art. 69 CE, cada una de las Comunidades Autónomas designa un Senador y
otro más por cada millón de habitantes de su respectivo territorio. En total, hay 58
Senadores designados por las Asambleas de las Comunidades Autónomas, frente a 208
Senadores electos, en la XI legislatura, elegida en 2015. Por otra parte, puede
entenderse que la idea de representación territorial se refleja también, como se ha dicho
en la Lección 21, en las reglas constitucionales sobre la elección de los Senadores,
porque la distribución provincial de los escaños se hace ignorando por completo el
criterio poblacional, de forma que todas las Provincias —salvo las insulares— eligen
cuatro Senadores, con independencia de su número de habitantes. Tenemos por lo tanto
dos expresiones contrapuestas de la idea de representación territorial en la composición
del Senado: una minoritaria, de representación de las Comunidades Autónomas, y otra
mayoritaria, de representación de las Provincias. Y esta contraposición refleja las
indecisiones o la carencia de una visión acabada sobre la organización territorial del
Estado por parte del constituyente. En todo caso, se ha pretendido reforzar, desde un
punto de vista funcional, la idea de representación territorial, mediante reformas del
Reglamento del Senado que han contemplado la existencia de «grupos territoriales» que
se añaden a los grupos parlamentarios en esta Cámara (véase epígrafe 7 c de esta
Lección) y, a partir de 1994, con la creación de una Comisión General de las
Comunidades Autónomas, que tiene una variedad de competencias específicas en esa
materia y en cuyos debates pueden intervenir los Presidentes de las Comunidades
Autónomas, personalmente o representados por un miembro de su respectivo Gobierno.
Además, el Reglamento del Senado ha establecido que en los debates en esa Comisión
General, se pueden utilizar las lenguas cooficiales de las Comunidades Autónomas. Por
otro lado, analizando sus potestades, el Senado puede considerarse también, por lo
menos en cuanto al procedimiento legislativo se refiere, como una Cámara de «segunda
lectura»: su facultad de introducir enmiendas a los proyectos de ley aprobados por el
Congreso, e incluso de vetarlos (art. 90 CE), insta a pensar en el Senado como una
Cámara, en la que pueden mejorarse técnicamente los textos aprobados por el Congreso.
Pero debe advertirse enseguida que el bicameralismo plasmado en la Constitución
española no es perfecto. Por el contrario, es asimétrico y desigual. Es asimétrico porque
las dos Cámaras tienen atribuidas distintas funciones o, dicho de otra forma, cada una de
las Cámaras tiene asignadas competencias que ejerce en exclusiva y en las que la otra
Cámara no encuentra participación alguna. Así, el Congreso inviste al Presidente del
Gobierno (art. 99 CE) y le retira, en su caso, la confianza mediante la denegación de la
cuestión de confianza (art. 112 CE) o la aprobación de una moción de censura (art. 113
CE). Igualmente, el Congreso, y solo él, convalida los Decretos-leyes (art. 86 CE), y
ejerce las funciones relativas a los estados de alarma, excepción y sitio (art. 116 CE). El
Senado, por su parte, debe autorizar las medidas adoptadas por el Gobierno para obligar
a una Comunidad Autónoma a cumplir sus obligaciones constitucionales o legales, sin
intervención alguna del Congreso a este respecto (art. 155.1 CE). Así pues, y aun
cuando en muchas —e importantes— funciones es precisa la concurrencia de ambas
Cámaras, bien actuando en Sesión conjunta —p.e. para ejercer sus competencias
relativas a la Corona (art. 74.1 CE)— bien separadamente —p.e., y señaladamente, en el
proceso legislativo—, existen no pocas competencias privativas de una de las dos
Cámaras y a las que es por completo ajena la otra. Y hay que añadir enseguida que
nuestro bicameralismo, además de asimétrico, es desigual: basta repasar las funciones
arriba mencionadas para advertir que la posición constitucional del Congreso y del
Senado no son, en modo alguno, equivalentes, ni siquiera semejantes. El Congreso se
encuentra en una clara situación de superioridad sobre el Senado. Ello sucede, incluso,
en el ejercicio de funciones compartidas, como puede ser la legislativa, porque en
realidad el Congreso es quien tiene la facultad de decidir en ese ámbito, aceptando o
rechazando las enmiendas o el veto del Senado. Se trata, pues, de un bicameralismo
claramente desequilibrado en favor del Congreso, auténtico eje central de las Cortes
Generales. En comparación con el del Congreso, el papel del Senado se configura como
secundario, tanto en el desarrollo de las funciones típicas de las Cámaras —
presupuestaria, legislativa y de control— cuanto en su contenido político. Incluso en lo
relativo a la configuración autonómica del Estado, la posición del Congreso es
prevalente sobre la del Senado en algunas materias de singular importancia, por
ejemplo, el examen de los Proyectos de Estatuto de Autonomía, cuya tramitación se
inicia en el Congreso y no en el Senado. Por todo ello, el papel que desempeña el
Senado en nuestra forma de gobierno parlamentaria parece claramente mejorable y
existe un consenso bastante amplio sobre la necesidad de reformar esta institución. La
experiencia ha acreditado que, para ser suficiente, la reforma no puede limitarse al
Reglamento interno de la Cámara, sino que ha de afectar a los propios preceptos de la
Constitución. En ese sentido, hay que reseñar que El Gobierno pidió un informe al
Consejo de Estado en 2005, sobre una posible reforma constitucional que, entre otros
aspectos, afectaría a la composición y funciones del Senado. El informe correspondiente
—que sigue optando por un bicameralismo con clara predominancia del Congreso de
los Diputados— sugiere sin embargo mejoras muy importantes en la forma de elegir los
senadores y en las funciones de la Cámara Alta (Informe sobre Modificaciones de la
Constitución Española, de 16 de febrero de 2006).

3. LAS PRERROGATIVAS COLECTIVAS DE LAS CÁMARAS


a) El concepto de prerrogativa Para el correcto desempeño de la función representativa,
los Parlamentos democráticos dotan a las Cámaras y a sus integrantes de una serie de
exigencias y prerrogativas. Unas y otras están encaminadas a proporcionar a quiénes
han obtenido la representación del pueblo las atribuciones y garantías precisas para
poder desarrollar su función sin interferencias. Por lo general, estas garantías guardan
relación con las luchas entre poderes propias de la formación del Estado constitucional.
Su origen obedece, pues, a causas fundamentalmente históricas, y su finalidad fue
garantizar plenamente la libre actuación de las Cámaras. De ahí que algunas de ellas
puedan parecer injustificadas en la situación actual, en la que los conflictos entre
poderes del Estado susceptibles de amenazar la libertad del Parlamento son, en
principio, poco imaginables, y en la que la existencia de un Poder Judicial
independiente es la mayor garantía contra toda posible arbitrariedad. Precisamente por
su parcial inadecuación a la realidad actual, las prerrogativas parlamentarias ofrecen en
ocasiones una imagen de privilegio. No se trata, sin embargo, de privilegio alguno. Su
carácter de prerrogativa, y no de privilegio, viene dado por el hecho de que no están
previstas como beneficio o atributo del parlamentario, sino como instrumentos que
garantizan la libre formación de la voluntad de las Cámaras. Por esa misma razón, no
son derechos de los parlamentarios, que éstos puedan exigir y de los que puedan
disponer libremente, sino normas jurídicas que deben ser aplicadas de oficio. Por
consiguiente, no depende del afectado que se hagan valer o no: son irrenunciables por el
parlamentario, y solo la Cámara cuya función está protegida por la prerrogativa puede
disponer de ella.

b) La autonomía reglamentaria Algunas prerrogativas se atribuyen colectivamente a las


Cámaras en tanto que órgano. Estas gozan, en primer lugar, de la facultad de normar su
propio funcionamiento mediante la aprobación de su propio Reglamento (art. 72.1 CE).
El Reglamento se convierte así en la principal fuente del Derecho regulador de la vida
de las Cámaras. La potestad autorreglamentaria es, sin duda, una condición relevante
para poder asegurar la plena autonomía de las Cámaras, en la medida en que la
capacidad de normar su funcionamiento otorga no poca influencia sobre su actividad.
Por ello, la propia Constitución recoge algunos aspectos destacados del funcionamiento
parlamentario (así, arts. 67.3, 73, 75.1, 76, 78, 79 y 80). Pero, como es evidente, la
Constitución no puede regular en su totalidad los muy variados aspectos de la actividad
de un órgano colegiado y deliberante. De ahí la importancia de los reglamentos
parlamentarios. La Constitución reconoce la potestad reglamentaria de las Cámaras en
su art. 72.1, y dispone que los reglamentos solo podrán ser aprobados o modificados por
la mayoría absoluta de la Cámara correspondiente. El evidente objeto de esta previsión
es asegurar un cierto consenso en torno a la norma reglamentaria y, en cierta forma,
proteger a las minorías impidiendo el dominio arbitrario de la mayoría. La potestad
autorreglamentaria implica además que la norma reglamentaria está directamente
subordinada a la Constitución y que, por consiguiente, no tiene más límites que los
establecidos por ella; supone, también, que ninguna otra norma que no sean los
reglamentos de las Cámaras puede regular la organización y funcionamiento de éstas,
configurándose así una «reserva de Reglamento». Todos estos elementos construyen a
los reglamentos parlamentarios —a los que es menester no confundir con los
reglamentos emanados del ejecutivo en uso de la potestad reglamentaria que le
corresponde ex art. 97 de la CE— como una norma con ciertas peculiaridades dentro del
ordenamiento. Porque, ciertamente, son normas emanadas del poder legislativo, pero
sólo de una de sus Cámaras, y, por otra parte, son elaboradas sin seguir el procedimiento
legislativo; tampoco son sancionadas por el Rey, ni promulgadas, ni se publican en el
BOE. Por todo ello, no pueden ser considerados como una ley en sentido general. Pero,
por otro lado, derivan directamente de la Constitución o, en palabras del Tribunal
Constitucional, se encuentran «directamente incardinados» a ella (STC 101/83, caso
Esnaola-Solabarría); esto es, no existe norma alguna que se interponga entre la
Constitución y los reglamentos y, por ende, éstos ocupan la misma posición que
corresponde a la ley. Por ello, los reglamentos parlamentarios deben ser, siguiendo
también palabras del Tribunal Constitucional, «asimilados a las leyes y disposiciones
normativas con fuerza de ley» (STC 118/88, caso Roca). Los reglamentos de las
Cámaras son, pues, normas directamente vinculadas y subordinadas a la Constitución, y
cuya posición en el sistema de fuentes no puede determinarse en términos de jerarquía
sino en términos de competencia, esto es, partiendo de la reserva constitucionalmente
prevista en favor de los reglamentos para que éstos, y no otra norma cualquiera, ordenen
la vida interna de las Cámaras. En fin la fuerza de ley de que gozan los reglamentos
parlamentarios queda, también, reflejada en el art. 27.2 de la LOTC, conforme al cual
cabe el recurso de inconstitucionalidad contra ellos. Los reglamentos de las Cámaras se
completan, por otro lado, con las resoluciones que las Presidencias de las mismas dicten
en virtud de las facultades que los propios reglamentos les otorgan para interpretarlos en
los casos de duda y suplirlos en los de omisión (art. 32.2 RC y art. 37. 7 y 8 RS). Tales
resoluciones, que cuando sean de carácter general han de dictarse en colaboración con la
Mesa y de la Junta de Portavoces de las Cámaras (véase epígrafe, 6 a de esta Lección),
son fuente del Derecho parlamentario y, cuando vulneren derechos fundamentales, son
susceptibles de ser recurridas en amparo constitucional (STC 44/95, caso Reguant).
Resta señalar, en fin, que los reglamentos parlamentarios son, en puridad, tres, pues a
los de cada una de las Cámaras hay que añadir el de las Cortes Generales previsto en el
art. 72.2 de la CE, que habrá de ser aprobado por mayoría absoluta de cada una de las
Cámaras y cuyo objeto es regular las sesiones conjuntas de Congreso y Senado.

c) Autonomía administrativa y presupuestaria e inviolabilidad La autonomía


reglamentaria se completa con otras facultades encaminadas, igualmente, a asegurar la
más absoluta independencia de las Cámaras, de suerte que la capacidad autonormativa
se complementa con la potestad de autogobierno en todos los órdenes. Así, las Cámaras
eligen a sus Presidentes y demás órganos de gobierno (art. 72.2 CE) que ostentan (art.
73.3 CE) todos los poderes administrativos y las facultades de policía en el interior de
las respectivas sedes. Esta potestad de autogobierno incluye la facultad autonormativa
en lo referente al personal de las Cámaras, pues ambas aprobaron, de común acuerdo,
un Estatuto del Personal de las Cortes Generales, previsto en el art. 72.1, de la CE.
Todas estas previsiones constitucionales, encaminadas a garantizar que las Cámaras
actúen con toda libertad y en la conciencia de que sus decisiones son definitivas, no
fiscalizables por nadie y no susceptibles de consecuencias desfavorables, han sido
tradicionalmente completadas con la más plena autonomía administrativa y
disciplinaria. Esta subsiste plenamente en lo relativo a la administración (art. 72.3 CE),
pero debe ser matizada en lo referente a las relaciones con terceros. En efecto, la Ley
Orgánica del Poder Judicial prevé que la Sala de lo Contencioso-administrativo del
Tribunal Supremo conocerá de los recursos contra los actos y disposiciones de los
órganos de gobierno de las Cámaras en materia de personal y actos de administración
(art. 58.1). A ello hay que añadir que el art. 42 de la LOTC articula el recurso de amparo
ante este órgano contra los actos sin valor de ley emanados de las Cámaras o sus
órganos de gobierno. Ello supone una sustancial reducción del ámbito de los actos
interna corporis: éstos, ciertamente, subsisten, como ha declarado el Tribunal
Constitucional (ATC 292/87 p. ej.) pero quedan circunscritos a las resoluciones
puramente políticas de las Cámaras o sus órganos de gobierno —puesto que aquellas
que afectan a personal y administración son recurribles ante el Tribunal Supremo—,
siempre que tales resoluciones no conculquen derechos fundamentales, pues en estos
supuestos cabrá el recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional, toda vez que «la
doctrina de los interna corporis acta solo es aplicable en la medida en que no exista
lesión de tales derechos y libertades» (STC 118/88, caso Roca). La Constitución otorga
también a las Cámaras la capacidad de aprobar autónomamente sus propios
presupuestos (art. 72.1 CE). Este precepto pretende evitar que la reserva
constitucionalmente establecida en favor del Gobierno para que sólo éste pueda elaborar
el proyecto de Ley de Presupuestos (art. 134.1 CE) pueda ofrecer al ejecutivo un arma
para estrangular económicamente a las Cortes Generales, negándolas los recursos
precisos para el cumplimiento de sus tareas e impidiendo así su desenvolvimiento. Así
pues, el proyecto de presupuesto elaborado por cada Cámara para sí misma se integra
directamente, sin participación gubernativa alguna, en los Presupuestos Generales del
Estado. Por último, la Constitución señala —art. 63— que las Cortes Generales son
inviolables, como lo son el Rey o funcionalmente, según se verá luego, los propios
miembros de las Cortes. La inviolabilidad impide que pueda exigirse a las Cortes
responsabilidad alguna en razón de sus actos funcionales, esto es, de sus actuaciones
parlamentarias, e impide también que las Cortes sean demandadas o querelladas, o aun
citadas como testigo, por tales actuaciones. Esta previsión constitucional debe ser
conectada con la contenida en el art. 77.1 de la CE, que prohíbe expresamente la
presentación de peticiones a las Cámaras por medio de manifestaciones ciudadanas, así
como con la prohibición y sanción penal de manifestaciones ante las Cámaras cuando
éstas se encuentren reunidas (art. 494 Código Penal) y con las normas penales relativas
a los intentos de entrar indebidamente, con o sin armas, en las sedes de las Cámaras
(arts. 493 y 495 Código Penal). La inviolabilidad de las Cortes se manifiesta, en fin, en
la protección penal de las mismas frente a cualquier intento de perturbar su
funcionamiento o coaccionar a sus integrantes (arts. 496 a 499 Código Penal).

4. EL ESTATUTO DE LOS PARLAMENTARIOS. ADQUISICIÓN Y PÉRDIDA DE


LA CONDICIÓN DE PARLAMENTARIO Otras garantías constitucionales se
proyectan, sin embargo, no sobre el órgano, sino sobre los integrantes del mismo, esto
es, sobre los parlamentarios individualmente considerados. En su conjunto, estas
garantías configuran el Estatuto de los parlamentarios.

a) La incompatibilidad y el juramento La adquisición del estatuto del parlamentario se


encuentra, sin embargo, supeditada al cumplimiento de ciertos requisitos. El primero de
ellos es no incurrir en causa alguna de incompatibilidad. La incompatibilidad es una
figura cuyo objeto es asegurar que, una vez alcanzada la elección, el parlamentario no se
verá interferido en el desarrollo de sus cometidos parlamentarios por el ejercicio de
ninguna otra función. La incompatibilidad, a pesar de su aparente semejanza, tiene
características completamente diferentes a la inelegibilidad. En primer lugar, su objeto
no es la regularidad del proceso electoral, sino garantizar que el trabajo del
parlamentario electo podrá ser realizado sin influencias ni presiones y evitar la
confusión entre los poderes del Estado, asegurando así la independencia del legislativo.
Además, mientras la inelegibilidad se proyecta sobre el proceso electoral, la
incompatibilidad surge una vez finalizado éste: es entonces cuando el parlamentario
electo ha de efectuar una declaración de sus actividades a efectos de determinar la
posible incompatibilidad. De ahí que las causas de incompatibilidad puedan ser
diferentes de las de inelegibilidad, aunque algunas coincidan. En fin, los efectos son
también diferentes, pues el de la incompatibilidad es que el parlamentario ha de optar,
antes de la fecha de constitución de la Cámara para la que ha sido electo, por su escaño
parlamentario o por el otro cargo que ostenta, entendiéndose, si así no lo hace, que
renuncia al escaño, lo que también sucede si, posteriormente, acepta un cargo
incompatible. El juicio sobre la concurrencia o no de incompatibilidad es realizado por
el Pleno de la Cámara correspondiente, a propuesta de la Comisión competente (arts. 19
y 20 RC, 1 y 15 a 17 RS). En nuestro ordenamiento, todos los que son inelegibles son,
también, incompatibles (art. 155.1. LOREG), existiendo, además, otras causas
específicas de incompatibilidad que pueden afectar al ejercicio del cargo o,
exclusivamente, a la percepción de las retribuciones correspondientes (arts. 155.2 y 156
y siguientes, hasta el 160 LOREG).
La reforma de la LOREG de 2011 ha introducido una nueva causa de incompatibilidad
sobrevenida, que afecta a los elegidos en candidaturas presentadas por partidos o por
federaciones o coaliciones de partidos que hayan sido declarados ilegales con
posterioridad por sentencia judicial firme(o en candidaturas presentadas por
agrupaciones de electores que hayan sido declaradas vinculadas a un partido ilegalizado
por resolución judicial firme). Esa incompatibilidad surtirá efecto, salvo que los
interesados formulen voluntariamente una declaración expresa e indubitada de
separación y rechazo respecto de las causas determinantes de la declaración de
ilegalidad del partido político correspondiente (art.6.4). Además, los Reglamentos
prevén, para la plena adquisición de la condición de parlamentario, la obligación de
prestar promesa o juramento de aceptar la Constitución (arts. 20.3 RC y 11 y 12 RS). La
legitimidad constitucional de este requisito ha sido ratificada por el Tribunal
Constitucional (SSTC 101/83. caso Esnaola-Solabarría y 122/83, caso Diputados del
Parlamento gallego). Conviene señalar, no obstante, que el incumplimiento del requisito
—que puede ser satisfecho en cualquier momento— «no priva de la condición de
Diputado o Senador, para la que no hay otro título que la elección popular, sino solo del
ejercicio de las funciones propias de tal condición y, con ellas, de los derechos y
prerrogativas anexos» (STC 119/90, caso Idígoras-Aizpurúa-Alcalde). En otras
palabras, ello quiere decir que si el parlamentario no presta juramento o promesa, sigue
siendo Diputado o Senador electo y, por ende, su puesto no es cubierto por otro, como
sucedería en los casos de renuncia, fallecimiento, etc; pero no adquiere la condición
plena de parlamentario, por lo que tampoco ostenta los derechos y prerrogativas del
mismo.

b) Pérdida de la condición de parlamentario Una vez adquirida la condición de


parlamentario, solo se pierde por las causas constitucional o reglamentariamente
previstas. La primera de tales causas es, naturalmente, la finalización del mandato, que
tiene lugar cuatro años después de la elección o el día de disolución de la Cámara (arts.
68.4 y 69.6 CE), salvo en lo que respecta a los miembros de las Diputaciones
Permanentes, que siguen ejerciendo hasta que se constituye la Cámara electa. Además
de la finalización del mandato, existen otras causas de pérdida de la condición de
parlamentario. Estas causas pueden ser temporales o definitivas, pero ambas se
sustentan sobre supuestos sancionadores, bien de índole disciplinaria de la Cámara, bien
de índole penal. Así, la pérdida temporal —suspensión— procede, por razones
disciplinarias, cuando el parlamentario contravenga reiteradamente las previsiones
reglamentarias, y debe ser acordada por el Pleno de la Cámara (arts. 101 RC y 101-102
RS). Igualmente, procederá la suspensión cuando el parlamentario hubiese sido objeto
de Auto de procesamiento y se encuentre en situación de prisión preventiva, así como
cuando sea condenado, por sentencia firme, a la pena de inhabilitación para ejercer
cargo público (art. 21 RC). La pérdida definitiva de la condición de parlamentario solo
tendrá lugar por motivos personales del parlamentario (fallecimiento, incapacitación
declarada en resolución judicial o renuncia) o por decisión judicial firme que anule su
elección o proclamación (arts. 22 RC y 18 RS).

5. LAS PRERROGATIVAS INDIVIDUALES DE LOS PARLAMENTARIOS a) La


justificación de las prerrogativas individuales Junto a las exigencias de inelegibilidad e
incompatibilidad, el ordenamiento dota a los parlamentarios de una serie de derechos y
prerrogativas encaminados a hacer posible que cuenten con todos los medios necesarios
para desarrollar su función, evitando que la carencia de dichos medios le pueda
constituir en sujeto pasivo de favores, influencias o presiones que puedan mediatizar su
actividad parlamentaria. Entre ese conjunto de medios hay algunos de carácter jurídico
y otros puramente materiales. Los medios de carácter jurídico son conocidos como
«prerrogativas» de los parlamentarios. Su objetivo es garantizar la independencia y
libertad del Parlamento asegurando una firme protección para sus miembros. Ya se vio
que el objetivo de estas prerrogativas es asegurar que la formación de voluntad de las
Cámaras, sus deliberaciones y acuerdos, se realicen y adopten con absoluta libertad, y
que no son privilegios personales, sino garantías funcionales que protegen no al
parlamentario, sino a las Cámaras o, más precisamente, las funciones de éstas. De ahí
que no sean, en términos jurídicos, derechos de los parlamentarios, de los que éstos
puedan disponer libremente. Son, por el contrario, reglas objetivas, cuyos destinatarios
son otros órganos de los poderes públicos y que deben ser aplicados de oficio, con
independencia de que el parlamentario afectado lo desee o no. Son, por tanto,
irrenunciables, y sólo la Cámara puede disponer de ellas, no cabiendo al parlamentario
individual más que un interés legítimo. La extensión temporal de las prerrogativas, por
otro lado, está en general ligada a la función, de manera que entran en vigor en el
momento de la proclamación de electos y cesan con la extinción del mandato
parlamentario. Nuestro ordenamiento recoge tres prerrogativas parlamentarias: la
inviolabilidad, la inmunidad y el fuero especial.

b) La inviolabilidad El objeto de la inviolabilidad es garantizar la libertad del


parlamentario en el curso de su actividad como tal: asegurar, por tanto, que sus
intervenciones parlamentarias y sus votos en la Cámara no puedan acarrearle
consecuencias negativas o sanciones jurídicas de ninguna índole. La inviolabilidad
impide que se inste contra el parlamentario cualquier procedimiento sancionador que
tenga como causa las opiniones o manifestaciones realizadas en el ejercicio de su
función como tal: por decirlo en palabras del Tribunal Constitucional, la inviolabilidad
impide «la punición o la sanción de quien se hallare protegido por esta prerrogativa»
(STC 30/86, caso Casa de Juntas de Guernica). El ámbito de protección de la
inviolabilidad se reduce, pues, a las actuaciones realizadas en el ejercicio de la función
parlamentaria (art. 71.1.CE), de suerte que cubre todas las opiniones que se expresen en
actos parlamentarios, tanto en las sedes de las respectivas Cámaras como fuera de ellas,
pero no ampara las opiniones emitidas en actos no parlamentarios (STC 51/85, caso
Castells). La inviolabilidad es una garantía absoluta: su protección se proyecta sobre
cualquier procedimiento sancionador que tenga por causa una actividad parlamentaria,
cualquiera que sea el ámbito —penal, laboral, administrativo— en que tenga lugar dicho
procedimiento. Y se proyecta, también, sobre todas las opiniones y manifestaciones que
el parlamentario realice en el ejercicio de su función, ya se verifiquen a través de
intervenciones públicas o por medio de votaciones, proposiciones de ley, mociones o
cualquier otro medio de actuación parlamentaria. Sus efectos temporales son, además,
indefinidos, en el sentido de que el procedimiento sancionador no podrá ser incoado ni
aun cuando el parlamentario deje de serlo, siempre que la causa del procedimiento fuese
su actividad parlamentaria (arts. 10 RC y 21 RS). Pero la inviolabilidad no excluye las
eventuales sanciones que puedan imponer las propias Cámaras a sus miembros, en
virtud de sus potestades disciplinarias, por realizar agresiones verbales injustificadas en
los debates o por otras infracciones a sus Reglamentos.

c) La inmunidad Muy distinta a la inviolabilidad es la prerrogativa de la inmunidad.


Esta tiene como objetivo proteger al parlamentario frente a cualquier atentado contra su
libertad que pudiera tener motivaciones políticas. Le protege, por tanto, frente a la
detención o cualquier otra forma de privación de libertad y frente a la iniciación de
procedimientos penales contra él. La inmunidad no impide que se sigan procedimientos
penales contra los parlamentarios: su finalidad es garantizar que tales procedimientos no
tendrán como móvil la persecución política. Guarda muy notables diferencias con la
inviolabilidad. En primer lugar, la protección se limita al ámbito penal. De ahí que el
Tribunal Constitucional declarase inconstitucional una ley que extendía la necesidad de
obtener autorización parlamentaria a los procedimientos de índole civil seguidos contra
Diputados o Senadores. El objetivo de esta norma declarada inconstitucional era que
fuese preciso obtener autorización de la Cámara pertinente para instar un procedimiento
civil, al amparo de la LO 1/82, de protección civil del honor, de la intimidad personal y
familiar y de la propia imagen, contra un parlamentario, cuando el procedimiento
tuviese su origen en manifestaciones realizadas en el ejercicio de su actividad política.
El Tribunal Constitucional consideró, sin embargo, que tanto la inviolabilidad como la
inmunidad exigen una interpretación estricta (STC 51/85, caso Castells) y resolvió que
la ley introducía una institución híbrida, «compuesta a partir de elementos conceptuales
de la inviolabilidad a los que se añade un instrumento autorizatorio, propio y exclusivo
de la inmunidad, que carece de encaje constitucional» y conlleva una irrazonable y
desproporcionada limitación del derecho de terceros a la tutela judicial efectiva (STC
9/90, caso suplicatorio civil II). En segundo lugar, la inmunidad tampoco es absoluta
dentro del ámbito penal: los parlamentarios pueden ser detenidos en caso de flagrante
delito, y pueden ser procesados si lo autoriza la Cámara. En el primer caso, es precisa la
autorización de la Cámara para continuar la detención (arts. 71.2 CE, 12 RC y 22 RS y
750 a 756 Ley de Enjuiciamiento Criminal). Lo característico de la inmunidad es que,
para que se inicie un procedimiento penal contra un parlamentario (con su inculpación o
procesamiento, no con la simple admisión a trámite de la querella), debe ser la Cámara
la que juzgue si en dicho procedimiento hay o no indicios de persecución política —
fumus persecutionis—, concediendo o denegando el «suplicatorio» —la autorización—
para continuar el procedimiento. Es realmente la Cámara quién dispone de la
prerrogativa, de suerte que aun cuando el parlamentario desee que se continúe el
procedimiento no le cabe sino solicitar a la Cámara que conceda el suplicatorio, que ésta
puede denegar, como ya ha sucedido, aun en contra del deseo del parlamentario. Pero
tampoco la Cámara puede actuar de forma libérrima, pues el Tribunal Constitucional ha
declarado que la denegación o concesión del suplicatorio debe ser motivada,
expresando, por tanto, las razones que impelen a la Cámara a autorizar que se prosiga o
no el procedimiento (STC 90/85, caso Barral); además, no basta con la motivación, sino
que ésta debe ser coherente con la finalidad de la inmunidad (STC 206/92, caso
González Bedoya), que es evitar la persecución por razones políticas. El ámbito
temporal de la inmunidad se limita a la duración del mandato parlamentario (art. 71.2
CE). Sin embargo, sus efectos son en cierto sentido retroactivos: de ser elegido como
parlamentario alguien que se encuentra procesado, es menester la autorización de la
Cámara para continuar el procedimiento. Si, además, el electo se encuentra detenido o
procesado, es obligada su inmediata excarcelación (art. 751 Ley de Enjuiciamiento
Criminal). También a diferencia de la inviolabilidad, la inmunidad cubre, además de los
actos funcionales del parlamentario, los que no lo son: cualquier procedimiento penal
contra un parlamentario debe contar con la concesión del suplicatorio para ser
proseguido. Dicha autorización debe ser solicitada a través del Tribunal Supremo, en
cuanto que órgano competente para enjuiciar a Diputados y Senadores. Tanto el efecto
retroactivo de la inmunidad como el hecho de que afecte a todo tipo de procesos,
cualquiera que sea el delito que los ocasiona, se justifican, una vez más, en que el
objetivo más inmediato es garantizar que una persecución política encubierta por una
supuesta acusación penal no pueda tener efectos sobre la composición de la Cámara ni
condicionar la voluntad de los parlamentarios. La concesión del suplicatorio es un acto
de clara naturaleza política, y no jurisdiccional. La Cámara, por tanto, debe abstenerse
de enjuiciar el fondo del asunto, limitándose a valorar la concurrencia o no de
persecución política en el procedimiento penal, autorizando su prosecución en el
segundo caso. Si el suplicatorio es concedido, cabe continuar el procedimiento; en otro
caso, éste no podrá continuar contra la persona del parlamentario, aunque sí contra los
demás inculpados, si los hubiere. Por otro lado, la concesión del suplicatorio y el
eventual procesamiento posterior pueden dar lugar a la suspensión temporal del
procesado en su condición de parlamentario.

d) El fuero especial Por último, los parlamentarios gozan de otra prerrogativa, el fuero
especial. Esta institución consiste en que el órgano competente para conocer las causas
penales que se sigan contra Diputados y Senadores es el Tribunal Supremo (art. 71.3
CE). Se pretende, con ello, asegurar que el órgano que enjuicia los procesos contra
Diputados y Senadores goce de las más altas cotas de independencia, imparcialidad y
cualificación jurídica que el ordenamiento puede otorgar, otorgando así una garantía
adicional a los parlamentarios. Ciertamente, ello impide al encausado ejercer, en su
caso, el posible derecho a la revisión de la Sentencia por otro Tribunal, pero se trata de
una garantía establecida en la Constitución con el propósito de otorgar una especial
protección (STC 51/85, caso Castells).

e) Medios materiales Además de las prerrogativas, el sistema pone a disposición de los


parlamentarios otros medios encaminados a facilitarles el desarrollo de su función, éstos
de carácter material. Así, se les otorga una asignación económica, que es correlativa al
rígido marco de incompatibilidades establecido (arts. 8.1 RC y 23.1 RS). La retribución
de los parlamentarios es un fenómeno relativamente moderno —en el Antiguo Régimen
eran los representados los que sufragaban los gastos del mandatario, y en el
parlamentarismo liberal la función representativa se concebía como honorífica y no
remunerada— que apunta a evitar que las razones económicas —esto es, el no disponer
de medios con los que subsistir— impidan a unos ser elegidos y, por lo mismo, a los
electores elegir a quien deseen. La retribución del parlamentario es, en definitiva, la
traducción económica de la moderna concepción del mandato parlamentario como el
ejercicio de una función pública que exige una intensa dedicación. Todas estas
características han aconsejado, también, que la retribución vaya acompañada de la
cotización a la Seguridad Social en los casos en que corresponda (arts. 9 RC y 24.2 RS).
Debe señalarse que, tradicionalmente, las percepciones de los parlamentarios son
irrenunciables e irretenibles (art. 23.1 RS). Ello no obsta, sin embargo, para que estén
sujetas a las normas tributarias correspondientes (art. 8.3 RC), para que sea una práctica
corriente que los grupos parlamentarios o partidos detraigan una proporción de las
asignaciones de sus parlamentarios ni para que, en el Senado, tales percepciones puedan
ser retiradas por acuerdo de la Cámara si el Senador deja reiteradamente de asistir a las
Sesiones (art. 23.2 RS). La retribución, en fin, se ve completada con una franquicia para
viajar en los medios de transporte públicos (arts. 8.2 RC y 24.1 RS), lo que se justifica
por la continua necesidad de los parlamentarios de viajar para conocer los problemas de
su circunscripción o de otras y para asistir a las sesiones de la Cámara a la que
pertenecen.

6. LA ORGANIZACIÓN DE LAS CÁMARAS: ÓRGANOS DIRECTIVOS Las Cortes


Generales son, como todos los Parlamentos, órganos deliberantes compuestos por un
elevado número de miembros. Para que el alto número de componentes y el carácter
deliberante no impidan el cumplimiento de sus funciones parlamentarias han de estar
dotadas de una estructura idónea. A tal efecto, se dotan de órganos de gobierno y de
órganos de funcionamiento, y distribuyen su trabajo en periodos de sesiones. Los
órganos de gobierno de las Cámaras son el Presidente, la Mesa y la Junta de Portavoces.

a) El Presidente El Presidente es la máxima autoridad de la Cámara. Ostenta su


representación, dirige los debates del Pleno e interpreta el Reglamento en los casos de
duda y lo suple en los de omisión. Además, forma parte de la Mesa, dirigiendo y
coordinando las labores de ésta. Es elegido por los propios miembros de la Cámara en la
sesión constitutiva de la misma mediante votación con papeletas en las que cada
parlamentario escribe un nombre. En la primera votación resulta preciso, para ser
elegido, obtener la mayoría absoluta de la Cámara correspondiente, realizándose en su
defecto una segunda votación en la que resulta elegido quien cuente con mayor número
de votos (arts. 37 RC y 7 RS).
Las funciones presidenciales son, más que de dirección, de coordinación y de carácter
representativo o procedimental. Gran parte de las funciones que antaño otorgaban gran
importancia a la figura del Presidente recaen hoy, de iure o de facto, en otros órganos de
la Cámara, pero las que conserva son suficientes para otorgar a la Presidencia una gran
relevancia. Así, sus funciones de carácter procedimental le confieren una notable
influencia para determinar los trabajos de la Cámara, y su atribución de dirigir los
debates puede resultar decisiva para el curso de éstos. Pero es, sobre todo, su función
interpretadora y supletoria del Reglamento la que otorga al Presidente una gran potestad
en los casos, nada infrecuentes, en los que es preciso interpretar extremos confusos o
contradictorios del Reglamento o suplir sus lagunas. Aunque las resoluciones de
carácter general precisan del parecer favorable de la Mesa y de la Junta de Portavoces
(en el Senado, la Junta de Portavoces sólo debe ser consultada al respecto). Esta facultad
del Presidente, que le otorga potestad normativa en relación con el ordenamiento interno
de la Cámara, constituye una de sus atribuciones más importantes. Hay que recordar que
tales resoluciones se integran en la normativa reglamentaria y adquieren con ello el
mismo valor que el resto de su contenido, siempre que la facultad presidencial se utilice
para suplir sus omisiones o interpretarla; sin embargo, esas resoluciones presidenciales
no son susceptibles de control de constitucionalidad aunque sí de recurso de amparo, si
vulneran derechos fundamentales de los diputados (STC 44/1995, caso Requant). Con
todo, la personalidad del Presidente reviste particular importancia: en muchas ocasiones
serán la autoridad personal y el prestigio del que goce entre los grupos parlamentarios
—y no tanto las facultades reglamentariamente conferidas—, los factores que más
efectivamente determinen su papel institucional.

b) La Mesa Junto con el Presidente, la Mesa y la Junta de Portavoces son los órganos de
gobierno de las Cámaras. La primera, presidida por el Presidente de la Cámara, está
integrada, además, por varios Vicepresidentes (4 en el Congreso y 2 en el Senado) y los
Secretarios (art. 30.2 RC y 5.1 RS). Se elige también en la sesión constitutiva de las
Cámaras por el sistema de papeletas en las que cada parlamentario sólo puede escribir
un nombre para cada cargo, siendo designados por orden sucesivo los que obtengan
mayor número de votos. Este sistema de voto limitado implica que la Mesa sea,
necesariamente, una representación plural de la Cámara, de forma que, cualquiera que
sea la mayoría, las minorías estarán siempre presentes en ella. Esta plural representación
impide que la mayoría, a través de la Mesa, imponga necesariamente su criterio en la
organización de los trabajos de las Cámaras. Con independencia de las funciones
individuales de sus integrantes, lo relevante de la Mesa es su función colectiva: es el
órgano rector de la Cámara (arts. 30.1 RC y 35.1 RS) y, por ende, el que organiza el
trabajo parlamentario, goza de amplias atribuciones y, en suma, ejerce realmente la
dirección del trabajo parlamentario. Ahora bien, esta función directiva se concreta,
sobre todo, en las vertientes administrativa y gestora de la Cámara, más bien que en el
terreno político, en el que el protagonismo se ha desplazado a la Junta de Portavoces.
Así, la función más política que corresponde a la Mesa es fijar el calendario de trabajos
de la Cámara; las demás son funciones referentes a la organización del trabajo y al
régimen interior, a la tramitación administrativa de los expedientes y a la provisión de
los medios materiales precisos para el funcionamiento de la Cámara (arts. 31.1 RC y 36
RS).En fin una cláusula residual asigna a la Mesa las funciones que no estén
expresamente atribuidas a otro órgano (art. 31.1.7 RC).

c) La Junta de Portavoces El Presidente, ostenta, también, la Presidencia de la Junta de


Portavoces. Se trata de un órgano relativamente moderno, que refleja estructuralmente
el carácter racionalizado del parlamentarismo actual y el protagonismo que en el mismo
cobran los grupos parlamentarios. Su reciente aparición se traduce en la parquedad de su
regulación en los Reglamentos, que ni siquiera lo definen ni, en el caso del Congreso,
expresan sus funciones, limitándose a señalar su composición. La Junta de Portavoces
se compone de un representante —portavoz— por cada uno de los grupos
parlamentarios, y a ella acude, además, una representación del Gobierno (arts. 39 RC y
43 RS). Si la Mesa es un órgano de carácter fundamentalmente gestor, la Junta de
Portavoces es eminentemente política. Es en ella donde se institucionaliza la relación
entre Gobierno y Cámara, y es en ella donde se conoce con certeza la opinión de los
grupos parlamentarios sobre el funcionamiento de ésta. En fin, de su carácter político da
idea el hecho de que las decisiones de la Junta de Portavoces se adopten por voto
ponderado, de manera que cada portavoz cuenta con tantos votos como parlamentarios
integran su grupo, siendo éste, el voto ponderado, el único —y muy importante— factor
de relieve que el Reglamento del Congreso recoge respecto de la Junta de Portavoces.
De esta forma, mientras la Mesa planifica a largo plazo los trabajos de la Cámara y
dirige sus funciones administrativas y presupuestarias, la Junta de Portavoces fija, de
acuerdo con el Presidente, el orden del día del Pleno, o modifica el ya fijado, y adopta
las decisiones de carácter más eminentemente político, como, por ejemplo, incluir en el
orden del día un asunto que no haya cumplido los trámites previstos (art. 67 RC).
7. LOS ÓRGANOS DE FUNCIONAMIENTO DE LAS CÁMARAS
a) El Pleno Junto a sus órganos de gobierno, las Cámaras cuentan también con unos
órganos de funcionamiento, a cuyo través se realiza el trabajo parlamentario. El más
importante de esos órganos de funcionamiento es el Pleno. Está constituido por la
totalidad de los miembros de la Cámara, y es en su seno donde, en principio, tiene lugar
la discusión y aprobación de los actos parlamentarios. El papel fundamental del Pleno
deriva de que es en él donde más relevancia cobra el principio de publicidad de los actos
parlamentarios, debido a que sus reuniones son las que obtienen mayor repercusión.
Precisamente por ello, así como por las características del órgano, se tiende a reservar
para el Pleno las funciones y debates de más hondo contenido político, relegando a las
Comisiones las labores de índole más técnica o especializadas o de menor repercusión
pública. Al Pleno, además de sus miembros, que son la totalidad de los componentes de
la correspondiente Cámara, pueden asistir también los miembros del Gobierno, que
ocupan su sitio en el banco azul y cuentan con voz, pero no con voto, salvo que sean
miembros de la Cámara. Pueden también asistir, pero éstos sin voz ni voto, los
miembros de la otra Cámara. Excepto las personas citadas y los funcionarios que
corresponda, nadie puede acceder a la Sala de Sesiones ni tomar parte en éstas, salvo
que cuente con expresa autorización del Presidente (arts. 55 RC y 82 y 83 RS). La
ubicación de los Diputados en el Salón de Sesiones tiene lugar de acuerdo con su
adscripción a los grupos parlamentarios (art. 55.1 RC). La tradición manda que los
grupos de la izquierda se coloquen en ese lado del hemiciclo, y los de la derecha en el
correspondiente; de hecho, es precisamente de esa ubicación en la Sala de donde traen
causa las denominaciones de izquierda y derecha. Los Plenos se celebran, en principio,
durante los periodos de sesiones, pero pueden celebrarse Plenos extraordinarios —esto
es, fuera de los periodos de sesiones— en los supuestos constitucionalmente previstos
(arts. 73.2 CE). Las fechas de celebración de los Plenos son fijadas por la Mesa de la
Cámara al principio de cada periodo de sesiones, aun cuando pueden alterarse si las
circunstancias lo aconsejan. Pueden existir, también, Plenos conjuntos de las dos
Cámaras. Tales Plenos tienen su origen en que la Constitución, en su Título II, atribuye
a las Cortes Generales ciertas funciones en relación con la Corona, como proveer a la
sucesión en determinados supuestos (art. 57.3) prohibir, en su caso, el matrimonio de
quienes tengan derecho a la sucesión (art. 57.4), reconocer la inhabilitación del Rey (art.
59.2), nombrar al Regente (art. 59.3) o al tutor del Rey menor (art. 60.1) y ser el
escenario de la proclamación del Rey (art. 61.1). Para la realización de tales funciones
la propia Constitución prevé que las dos Cámaras realicen Plenos conjuntos (art. 74.1
CE) cuyas sesiones serán presididas por el Presidente del Congreso y regidas por un
Reglamento específico que tendrá que ser aprobado por mayoría absoluta de cada
Cámara (art. 72.2 CE), operando como supletorio para lo no previsto en él el
Reglamento del Congreso (Disposición Final 3a RC).

b) Las Comisiones Órganos de funcionamiento de las Cámaras son, también las


Comisiones (art. 75.1 CE). El regular funcionamiento de los Plenos no sería, hoy,
posible sin su concurso. En efecto, sería de todo punto imposible que las funciones
legislativa y presupuestaria de las Cámaras, y hasta las de control en algunos supuestos,
fuesen acometidas por el Pleno como órgano ordinario de trabajo. De esta suerte, el
papel del Pleno se concentra, cada vez más, en los grandes debates políticos y en
aspectos concretos, también de carácter político, de la producción legislativa. Los
órganos parlamentarios que acometen el trabajo de base son las Comisiones. En ellas se
discuten con relativa minuciosidad los proyectos y proposiciones de ley, y es también en
ellas donde tiene lugar, además de la controversia política, el debate técnico. Su función
es especialmente relevante en el procedimiento legislativo, pues el texto por ellas
elaborado —Dictamen— no solo sirve de base de trabajo al Pleno sino que es
normalmente, en sustancia, el que será definitivamente aprobado por éste. La función de
las Comisiones llega a ostentar tal relevancia que la Constitución prevé que, en algunos
casos, pueden asumir competencia legislativa plena, de tal manera que, como se verá en
la lección siguiente, los proyectos o proposiciones de ley pueden ser directamente
aprobados por ellas, sin pasar por el Pleno, siempre que no afecten a determinadas
materias (art. 75.2 y 3 CE). Ello obedece a que, con frecuencia, el carácter técnico y
específico de un proyecto de ley no justifica su debate en el Pleno, y su aprobación en la
Comisión permite descargar el orden del día de aquel y aprobarlo con mayor rapidez.
Las Comisiones pueden ser de varias clases. Las que realmente constituyen un órgano
ordinario de la Cámara son las Comisiones Permanentes legislativas, cada una de las
cuales tiene asignada un área de competencia que se corresponde grosso modo con un
Ministerio o área de acción política concreta, aunque pueden tener como objeto dos o
más de relativa semejanza (p.e., las Comisiones de Interior o de Economía y Hacienda,
del Congreso). Hay otras Comisiones Permanentes de carácter no legislativo. Algunas
de ellas son de índole más bien gestora o administrativa, como las de Reglamento,
Peticiones o Estatuto de los Diputados (art. 46.2 RC), y otras son, fundamentalmente, de
control y se crean no en el Reglamento, sino en normas sectoriales, como sucede con la
del Defensor del Pueblo (art. 1 LO 2/92, que modifica el art. 2 LO 3/81, del Defensor
del Pueblo) o la del Tribunal de Cuentas (LO 2/82 y art. 199 RC). Además, las Cámaras
pueden crear, aislada o conjuntamente, Comisiones de Investigación para asuntos de
interés público (art. 76.1 CE), que se estudiarán más detenidamente al analizar el control
parlamentario.
En lógica correlación con la función que cumplen, la composición de las Comisiones
está presidida por el criterio de lograr una reproducción del Pleno a escala reducida. Así
pues, cada grupo parlamentario cuenta en las Comisiones con un número de
representantes proporcional a su importancia numérica en la Cámara (arts. 40.1 RC y 51
RS). Dentro de estos «cupos», cada grupo parlamentario designa libremente a sus
representantes en las respectivas Comisiones, sin más limitación que la derivada del
hecho de que todo parlamentario tiene derecho a pertenecer, al menos, a una Comisión
(art. 6.2 RC). Las Comisiones funcionan, a casi todos los efectos, como un Pleno
reducido: cuentan con una Mesa y un Presidente que ejercen funciones análogas a las de
las Cámaras, y celebran sus sesiones durante el periodo de sesiones de la Cámara. Su
función básica es la de conocer los proyectos o proposiciones de ley en tramitación y
elaborar sobre ellos un Dictamen —en realidad, un texto— que será elevado al Pleno de
la Cámara. Además de ello, participan también en la función de control parlamentario
del Gobierno, a cuyos miembros pueden presentar preguntas orales (arts. 189 RC y 168
RS) y solicitar que comparezcan para informar sobre un asunto determinado (art. 203.1
RC). Por último, existen también Comisiones parlamentarias no permanentes. Se trata
de las llamadas Comisiones Especiales que, a diferencia de las permanentes, son
constituidas por Acuerdo del Pleno de la Cámara para un objeto concreto. Limitan su
competencia al asunto para cuyo examen fueron constituidas y, en su caso, quedan
disueltas una vez que se extingue el objeto que justificó su creación (art. 51 RC).

c) Los grupos parlamentarios Los grupos parlamentarios han recorrido un largo


itinerario hasta adoptar su forma y funciones actuales. Esta evolución es consecuencia,
principalmente, de la necesidad de racionalizar el funcionamiento de la vida
parlamentaria. Sería de todo punto imposible que el Parlamento cumpliese las funciones
que tiene asignadas en un Estado moderno si cada parlamentario, individualmente
considerado, hubiese de exponer sus puntos de vista, presentar sus enmiendas, votar
según su exclusivo conocimiento de la materia, etc. Serían, igualmente, inacabables los
debates sobre asuntos instrumentales —orden del día, calendario de Plenos, etc.— si la
Junta de Portavoces no cumpliera, a través de los grupos parlamentarios en ella
representados, su función de anticipar la posición del Pleno de la Cámara al respecto.
Los grupos parlamentarios son agrupaciones de parlamentarios, constituidos sobre la
base de la coincidencia política de los mismos, a los que los reglamentos —y, en
nuestro caso, la propia Constitución— otorgan unas funciones y reconocen unas
facultades. Su finalidad es representar en la Cámara a una línea política e ideológica
determinada y expresar su posición, organizar y articular a los miembros que la
integran, asistir a éstos en sus labores parlamentarias, coordinar estas últimas y
organizar y simplificar la vida parlamentaria. La naturaleza jurídica de los grupos
parlamentarios ha sido discutida. En España están reconocidos en la propia
Constitución, que señala —art. 78.1— que los miembros de la Diputación Permanente
«representan a los Grupos Parlamentarios». La atención preferente que merecen a los
Reglamentos se pone de manifiesto en que ambos, el del Congreso y el del Senado, les
dedican un Título entero, ubicado en un lugar privilegiado desde el punto de vista
sistemático: el Título II. Todo ello y la financiación estatal que se les brinda, las
funciones que se les atribuyen y el papel que desarrollan en la vida parlamentaria, les
configuran como órganos de funcionamiento de las Cámaras, que difícilmente podrían
realizar sus funciones sin el elemento coordinador y racionalizador que suponen los
grupos parlamentarios. Por lo que respecta a su constitución, los grupos parlamentarios
se forman voluntariamente siempre que concurran dos voluntades: la del parlamentario
y la del grupo al que quiere adherirse. Lo normal es, con todo, que se agrupen en un
mismo grupo parlamentario quienes han concurrido en las elecciones por el mismo
partido o coalición electoral; de ahí que los grupos parlamentarios sean los auténticos
protagonistas de la vida parlamentaria, en la medida en que son la traducción
parlamentaria de los partidos políticos. Y de ahí, también, que los Reglamentos
prohíban que formen grupos parlamentarios separados quienes pertenecen a un mismo
partido o se presentaron a las elecciones en las mismas listas (arts. 23.2 RC y 27.3 RS),
al objeto de evitar la creación de grupos artificiales para obtener ventajas —cupos,
turnos de debate, etc.— en la organización del trabajo de las Cámaras. En todo caso, la
incorporación a un grupo es reglamentariamente obligada, de suerte que quienes no se
adhieren a ningún grupo quedan automáticamente inscritos en el Grupo Mixto (arts.
25.1 RC y 30.1 RS). Lo que en realidad sucede es que, como la finalidad de los grupos
es estructurar la vida parlamentaria, se exige un mínimo de componentes para poder
constituir un grupo parlamentario y gozar así de los beneficios de ello derivados: quince
Diputados o diez Senadores, aunque la existencia de partidos de ámbito inferior al
nacional obliga a prever correctivos, basados en el número de escaños y porcentaje de
votos obtenido, para posibilitarles formar grupo propio (art. 23.1 RC). Los
parlamentarios de las fuerzas políticas que no han alcanzado escaños suficientes para
alcanzar dicho mínimo no pueden constituir grupo propio y quedan forzosamente
adscritos al Mixto, donde, por lo tanto, se dan cita representantes de muy diversas
ideologías. En pura teoría, el cambio de grupo es voluntario, sin más limitaciones que
las puramente formales. Sin embargo, y para evitar el fenómeno conocido como
«transfuguismo», por el cual un parlamentario abandona el grupo en cuyas listas
electorales obtuvo el escaño y pasa a formar parte de otro, se han introducido
limitaciones temporales que dificultan el cambio de un grupo a otro, de manera que en
el Congreso solo es posible cambiar de grupo en los cinco primeros días de cada
periodo de Sesiones, y en el Senado quienes abandonen su grupo deben adscribirse a
otro en tres días, pasando al Mixto si así no lo hicieren. La reducción del número de sus
componentes por debajo de un número mínimo establecido en cada Reglamento
determina la disolución del grupo parlamentario (arts. 27 RC y 27.2 y 30 RS). Las
funciones de los grupos parlamentarios son de dos órdenes. Unas, como la coordinación
de las actividades de los parlamentarios que los forman, la definición de la política
parlamentaria del partido o el control del Gobierno, si se está en la oposición, o el apoyo
al mismo, si se es mayoría, son de carácter interno y no están reglamentariamente
previstas; la mayoría de los grupos parlamentarios cuenta, a tales efectos, con un
reglamento interno. Otras si lo están, aunque sea de manera dispersa. Así, los grupos
contribuyen a la composición de los órganos de gobierno —como la Junta de
Portavoces— o de funcionamiento —como las Comisiones— de las Cámaras, ejercen la
iniciativa legislativa, fijan sus posiciones en los debates del Pleno y Comisiones,
autorizan las enmiendas que se presentan a los proyectos o proposiciones de ley y
atribuyen los turnos de palabra que les corresponden. Todas estas funciones justifican
que los grupos parlamentarios reciban, para hacer frente a ellas, aportaciones materiales
y económicas de distinta índole. Así, la Cámara les dota de locales y medios materiales,
y les asigna una subvención que está compuesta de dos partes: una fija e igual para
todos los grupos y otra que varía en razón del número de Diputados adscrito a cada
grupo (arts. 28.1 RC y 34 RS). Por último, hay que tener en cuenta que el Reglamento
del Senado (arts. 32 y 33) posibilita la creación de grupos territoriales dentro de cada
grupo parlamentario, como articulaciones internas destinadas a reforzar la dimensión
territorial de los grupos parlamentarios. Un grupo territorial estará integrado por los
senadores de un grupo parlamentario elegidos en las circunscripciones de una
Comunidad Autónoma o designados por su Asamblea Legislativa, debiendo contar, en
todo caso, con un mínimo de tres senadores. Los representantes de los grupos
territoriales pueden asistir a las reuniones de la Junta de Portavoces del Senado (art. 43)
junto con el portavoz de su grupo parlamentario y pueden intervenir en los debates del
Pleno que afecten de modo especial a su respectiva Comunidad Autónoma (art. 85).
Como se puede ver por esta regulación, los grupos territoriales en modo alguno tienen la
pretensión de sustituir a los grupos parlamentarios como órganos básicos del
funcionamiento de esa Cámara.

d) La Diputación Permanente Existen periodos durante los cuales las Cámaras no están
en sesiones; igualmente, es forzoso que entre la disolución de las Cámaras y la
constitución de sus sucesoras medie un tiempo constitucionalmente previsto (art. 68.6
CE). En este tiempo, las Cortes Generales no podrían, en principio, actuar. Pues bien,
para estos periodos las Cámaras cuentan con un órgano de funcionamiento de
características singulares: la Diputación Permanente. Su singularidad viene dada por el
hecho de que asume sus funciones precisamente durante el tiempo en que las Cámaras,
por haberse extinguido su mandato, haber sido disueltas o no estar en periodo de
sesiones, no ejercen las suyas. En efecto, la Diputación Permanente es un órgano de la
Cámara previsto para cubrir los vacíos que se producen en las vacaciones
parlamentarias —esto es, entre dos periodos de sesiones— y en el tramo que media
entre la disolución de las Cámaras o la expiración de su mandato y la constitución de las
nuevas Cámaras electas. En este último caso se da la característica de que, disuelta la
Cámara, su mandato y el de los miembros que la componen ha decaído. Para evitar, sin
embargo, que se produzca un largo periodo de tiempo sin órganos parlamentarios, se
acude a la técnica de la «prorrogatio», una ficción jurídica en cuya virtud el mandato
decaído se considera persistente hasta que surja un nuevo mandato, de forma que ambos
enlacen entre sí sin solución de continuidad. La Diputación Permanente es, pues, una
Comisión de miembros de cada Cámara que ejerce sus funciones en los periodos
vacacionales y, una vez disuelta la Cámara, hasta la constitución de una nueva, a cuyos
efectos ven prolongado su mandato. Está recogida en la propia Constitución y regulada
con detalle en los Reglamentos de Congreso y Senado. De acuerdo con aquélla, las
Diputaciones Permanentes habrán de contar, al menos, con veintiún miembros, que
representarán a los grupos parlamentarios en proporción a su importancia numérica y
son designados por ellos (arts. 78.1 CE, 56.2 RC y 45.1 RS). Están presididas por el
Presidente de la Cámara y, en términos generales, se rigen por las mismas normas de
funcionamiento que el resto de las Comisiones Permanentes. Las funciones de la
Diputación Permanente son notablemente distintas según las ejerza en periodo de
vacaciones o ya disuelta la Cámara correspondiente. Igualmente, existen grandes
distinciones según se trate de Congreso o Senado. Ello se debe a que, en síntesis, las
funciones de las Diputaciones Permanentes se corresponden con las Cámaras de las que
emanan y, como es sabido, las funciones de Congreso y Senado revisten notables
diferencias. Durante las vacaciones parlamentarias, la principal función es la de
convocar los Plenos extraordinarios de la Cámara correspondiente. Tal cosa puede
hacerse siempre que la Diputación lo estime pertinente, pero es obligada para la
Diputación del Congreso en los supuestos previstos en los artículos 86.2 —
convalidación de Decretos-leyes— y 116 —estados de alarma, excepción y sitio— de la
Constitución. Además de esta función de convocatoria de los Plenos, incumbe a las
Diputaciones Permanentes «velar por los poderes de la Cámara» (art. 78.2 CE). La
amplitud de la expresión, unida a la práctica registrada hasta el momento, que incluye
debates relevantes en la Diputación Permanente e, incluso, la comparecencia ante la
misma de miembros del Gobierno para explicar la posición de éste ante asuntos
concretos, permiten afirmar que la Diputación permanente opera, en los periodos de
vacaciones parlamentarias, como una auténtica Cámara de composición reducida. En los
supuestos de disolución de las Cámaras las Diputaciones Permanentes siguen ejerciendo
sus funciones —art. 78.3 de la CE— hasta la constitución de las nuevas Cámaras. En
tales casos, y puesto que el mandato de la Cámara ya ha expirado, la Diputación del
Congreso suple a ésta en circunstancias que están expresamente previstas en el texto
constitucional. Así, asume las funciones del Congreso en relación con los estados de
alarma, excepción y sitio —art. 78.2 C.E., en relación con el 116— y, por tanto,
concede la autorización precisa para prorrogar el estado de alarma, autoriza la
declaración del estado de excepción y, por mayoría absoluta, declara el estado de sitio.
Igualmente, asume las competencias de la Cámara baja relativas a la convalidación de
los Decretos-leyes (art. 78.2 CE, en relación con el 86). Aunque no está expresamente
previsto en ninguna norma, del carácter funcional y no personal de las prerrogativas se
deduce que los miembros de las Diputaciones Permanentes, cuando éstas actúan
disueltas las Cámaras, continúan ostentando sus prerrogativas hasta la constitución de
las nuevas Cámaras. Cuando tal constitución tenga lugar, las Diputaciones Permanentes
deben rendirles cuentas de su actuación (art. 59 RC).

8. LA ESTRUCTURACIÓN DEL TRABAJO PARLAMENTARIO Como sucede con


otras materias relativas al funcionamiento parlamentario —prerrogativas, etc.— la
organización temporal del trabajo parlamentario está notablemente influida por los
acontecimientos históricos y por las características de una sociedad ya superada. En
efecto, en una época en que las comunicaciones eran difíciles, resultaba útil señalar una
fecha fija para las reuniones de los Parlamentos; en un tiempo en que los Monarcas se
resistían a convocarlos, resultaba previsor fijar un plazo para ello; en sistemas donde los
Parlamentos y el propio Estado tenían pocas competencias, resultaba razonable y
económico que las sesiones solo duraran el tiempo estrictamente necesario, unos meses.

a) Legislatura y períodos de sesiones Esas reglas en su día justificadas se arrastran aún


hoy. Así, la finalización de la legislatura —que dura cuatro años (arts. 68.4 y 69.6 CE)
salvo disolución anticipada— supone la caducidad de los trabajos en curso, según una
tradición recogida en los reglamentos —arts. 207 RC y Disposición Adicional 1a RS—
que tenía su justificación en que la nueva Cámara es, en puridad, totalmente distinta de
la anterior. Tal justificación, que hoy en día resulta bastante débil, es, sobre todo,
inconveniente, pues acarrea el disfuncional efecto de que los proyectos o proposiciones
de ley de cierta extensión o complejidad o tardíamente remitidos a las Cámaras pueden
no verse nunca aprobados. Ciertamente, debe darse a las nuevas Cámaras la posibilidad
de rechazar la continuación de los trabajos cuya tramitación inició su antecesora; pero
parece razonable proporcionar la oportunidad de continuarlos en el estado en que
quedaron, lo que resulta de especial utilidad si las dos Cámaras responden a idéntica o
parecida composición política. De ahí que, en ocasiones, se arbitren procedimientos de
«repesca» de los trabajos en curso en la legislatura anterior que decayeron por finalizar
el mandato de ésta, como ya hiciese en una ocasión una Resolución de la Presidencia
del Congreso de 9 de abril de 1979. Pero no existe una previsión general de tales
mecanismos, por lo que los trabajos de la Cámara disuelta decaen salvo que se utilice el
ya citado medio de la Resolución de la Presidencia. La Constitución señala un plazo de
25 días después de celebradas las elecciones para que el Rey convoque al Congreso
(arts. 62.b y 68.6 CE) y la misma ley fundamental establece que las Cámaras se reunirán
anualmente en dos periodos de sesiones ordinarios, de septiembre a diciembre y de
febrero a junio (art. 73.1). El periodo de sesiones es el marco temporal ordinario en el
cual pueden tener lugar, válida y ordinariamente, las reuniones de la Cámara. Reducir a
nueve meses la actividad parlamentaria ordinaria plantea, hoy en día, algunos
inconvenientes, teniendo en cuenta la acumulación de trabajo —fundamentalmente,
legislativo y de control— que se realiza en las Cámaras. Para casos excepcionales, la
propia Constitución prevé que podrán celebrarse sesiones extraordinarias a petición del
Gobierno, de la Diputación Permanente o de la mayoría absoluta de los miembros de la
Cámara. Ello supone que, en realidad, la mayoría de la Cámara es quien decide al
respecto, puesto que el Presidente debe convocar si se lo solicitan los órganos antes
indicados (arts. 61.3 RC y 70.2 RS). La solicitud de la convocatoria debe incorporar el
orden del día que se propone, y la sesión debe ceñirse al mismo (art. 73.2 CE). En fin, si
el Gobierno aprueba durante las vacaciones parlamentarias un Decreto-ley, el Pleno del
Congreso queda convocado automáticamente para resolver sobre su convalidación (art.
86.2 CE). También se convoca de inmediato al Pleno del Congreso en los supuestos de
declaración de los estados de alarma, excepción o sitio (arts. 116 CE y 165.1 RC). En
ambos casos, si la Cámara estuviese disuelta será competente la Diputación Permanente.

b) Requisitos de validez Para que las reuniones de las Cámaras sean válidas deben, en
primer lugar, haber sido convocadas reglamentariamente (art. 79.1 CE); las reuniones
que se

celebren sin tal convocatoria, ni serán válidas, ni estarán amparadas por las
prerrogativas parlamentarias (art. 67.3 CE). En segundo lugar, deben contar, para
adoptar acuerdos, con el preceptivo quórum, que en ambas Cámaras es la mayoría —
esto es, la mitad más uno— de los miembros de la misma (arts. 79.1 CE, 78.1 RC y 93.1
RS). El objeto del quórum es evitar que un pequeño grupo de parlamentarios aproveche
la ausencia de la mayoría para adoptar acuerdos, y su existencia se presume, salvo que
alguien solicite el recuento o que, realizada una votación, se constate su inexistencia
(arts. 93.2 RS y 78.2 RC). Las convocatorias de las Cámaras deben incluir un «orden
del día», o relación de materias a tratar en la sesión. Ningún punto no incluido en él
puede ser tratado. El orden del día es fijado por el Presidente de acuerdo con la Junta de
Portavoces (arts. 67.1 RC y 71.1 RS, donde la Junta de Portavoces es solo oída y el
acuerdo preciso es el de la Mesa), esto es, se supedita su elaboración a la concurrencia
de las voluntades de quien representa a la Cámara y de la representación política de la
misma. Una vez iniciada la sesión, el orden del día sólo puede ser modificado por
acuerdo del Pleno de la Cámara, a propuesta de su Presidente o de los demás sujetos
legitimados, según el respectivo Reglamento (arts. 68 RC y 71.4 RS). El Gobierno, por
su parte, puede exigir que un asunto se incluya en una sesión con carácter prioritario,
siempre que haya cumplido los trámites reglamentarios (art. 67.3 RC). En fin, tanto la
Constitución como los reglamentos imponen límites a la libertad de fijación del orden
del día: la primera exige (art. 111 CE) que se guarde un tiempo mínimo semanal para
evacuar las interpelaciones y preguntas que los Diputados y Senadores presenten al
Gobierno, y el Reglamento del Congreso reserva dos horas semanales como mínimo a
este fin (art. 191 RC). Las sesiones vespertinas de los miércoles en el Congreso y de los
martes en el Senado se destinan a tal menester. Igualmente, la Constitución (art. 89.1)
otorga prioridad a los proyectos de ley en relación con las proposiciones de ley.

c) Publicidad Las sesiones se celebran habitualmente de martes a viernes en el Congreso


(art. 62.1 RC) y de martes a jueves en el Senado (art. 76 RS) y son, en principio,
públicas (art. 80 CE). De hecho, y como antes se dijo, la publicidad de las sesiones y de
los argumentos y programas en ellos expuestos por los distintos partidos son uno de los
atributos de los Parlamentos democráticos y, hoy en día, una de sus mayores
funcionalidades. La publicidad es, por otro lado, elemento necesario para que los
electores sepan qué decisión tomar a la hora de elegir las futuras Cámaras. De ahí que el
principio general de las deliberaciones parlamentarias sea la publicidad, lo que se
traduce en la existencia en los salones del Pleno de unas tribunas abiertas al público y,
sobre todo, en el acceso a los mismos de los medios de comunicación.

Joaquín García Morillo

Igualmente, la publicidad se realiza a través de los respectivos Boletines Oficiales y


Diarios de Sesiones del Congreso y del Senado (arts. 95 a 98 RC, 190 y 191 RS), siendo
de señalar que los últimos contienen reproducciones taquigráficas de los debates. Sin
embargo, las Sesiones pueden no ser públicas en determinadas ocasiones. Así sucede
cuando lo decide la mayoría absoluta de la Cámara o cuando lo previenen los
Reglamentos (art. 80 CE). Estos, a su vez, exponen que no serán públicas las sesiones
de los Plenos relativas a asuntos internos, en particular, si tratan de la inmunidad de los
parlamentarios (art. 63 RC y 72 RS). Las sesiones de las Comisiones, con carácter
general, no son públicas, aunque tienen acceso a ellas los medios de comunicación y se
reproducen en los correspondientes Diarios (arts. 64, 1 y 2 RC y 75.2 RS).

d) Ordenación de los debates Por lo que se refiere al transcurso de los debates, éste es,
sin duda, uno de los extremos en los que más fácilmente se percibe la racionalización
del parlamentarismo, hasta el punto de que puede decirse que ha sido superada,
configurándose una verdadera estructuración de la actividad parlamentaria. En efecto,
hoy en día resulta poco concebible que, con carácter general y salvo incidentes aislados,
un parlamentario quiera hacer uso de la palabra por decisión individual: normalmente
los turnos de los debates se entienden asignados a los grupos parlamentarios, y estos
designan a su portavoz para cada debate. Las intervenciones en los debates pueden tener
lugar por diversos conceptos. Así, puede intervenirse para fijar posiciones (art. 74.2
RC), para replicar (art. 73.1 RC), por alusiones (art. 71.1 RC) o para una cuestión de
orden (art. 72.2 RC). El Gobierno puede intervenir en cualquier momento del debate
(art. 70.5 RC). La estructuración se proyecta sobre el curso del debate, pues los
Reglamentos disciplinan su orden y la duración de las intervenciones, de suerte que
aquél, salvo que se rija por reglas específicas, se realiza en dos turnos, uno a favor y
otro en contra, cada uno de los cuales dura un máximo de diez minutos; si el debate es
de totalidad, estos turnos son de quince minutos y, tras ellos, los demás grupos
parlamentarios fijan sus posiciones en diez minutos (art. 74 RC). En todo caso, la
Presidencia siempre puede, de acuerdo con la Mesa, poner fin a una discusión por
entender que la cuestión está suficientemente debatida (art. 76 RC). Todas estas
disposiciones pretenden ordenar el debate y evitar las prácticas conocidas como
«obstruccionismo» o «filibusterismo». Estas prácticas consisten en intentar evitar que
una iniciativa llegue a ser aprobada mediante un uso inmoderado de las facultades
reglamentarias —p.e. con sucesivas intervenciones de larga duración— o a través de
una utilización torticera de las mismas.

La estructura de las Cortes Generales

e) Los votos Los votos requeridos para que las Cámaras adopten sus acuerdos varían
según los casos. La regla general es la mayoría simple de los presentes, esto es, más
votos a favor que en contra, siempre, claro es, que se alcance el quorum requerido (arts.
79.1 RC y 93.1 RS). En otros casos, la Constitución, las leyes o el propio Reglamento
exigen mayorías cualificadas, como la absoluta, es decir, el voto de la mitad más uno de
los miembros de la Cámara, por ejemplo, para investir al Presidente del Gobierno en la
primera votación, u otras aún superiores, como puede ser la de 3/5 de los miembros de
la Cámara para elegir los Magistrados del Tribunal Constitucional. El mayor rigor de las
mayorías absolutas no deriva sólo del más elevado número de votos exigido, sino
también de que la base del cómputo no son los presentes, sino los miembros de la
Cámara. La votación se lleva a cabo generalmente mediante el procedimiento ordinario,
que puede realizarse electrónicamente, como es habitual, o bien levantándose
sucesivamente unos y otros parlamentarios, según el sentido de su voto; pero puede
también tener lugar por asentimiento, o ser pública por llamamiento, o secreta. Esta
última tiene preferencia en caso de que haya solicitudes contrapuestas. La forma de las
votaciones es por lo general irrelevante, pero cobra importancia en supuestos en los que
resulta de interés público conocer la posición del parlamentario, como sucede en el
procedimiento legislativo, en la investidura del Presidente del Gobierno o en las
mociones de censura o cuestiones de confianza. De ahí que en estos casos esté excluida
la votación secreta, y que en los tres últimos supuestos la votación deba ser pública por
llamamiento, a fin de individualizar el voto de cada Diputado. (arts. 82 a 85 RC).

9. BIBLIOGRAFÍA, LEGISLACIÓN Y JURISPRUDENCIA A) BIBLIOGRAFÍA


Como obras de carácter general pueden consultarse MOLAS, I y PITARCH, I. E., Las
Cortes Generales en el sistema parlamentario de Gobierno, Madrid, 1987 y
SANTAOLALLA, F., Derecho parlamentario español, Madrid, 1990, MARTÍNEZ
FELIPE, Introducción al Derecho Parlamentario, Pamplona 1999 y ,GARCÍA
ESCUDERO, P., Reglamentos del Congreso de los Diputados y del Senado, Madrid,
1999; más específicos son TORRES MURO, I., Los órganos de gobierno de las
Cámaras, Madrid, 1987, donde se estudian la Presidencia, la Mesa y la Junta de
Portavoces; MORALES ARROYO, J. M., Los grupos parlamentarios, Madrid, 1990,
centrado en estos importantes sujetos de la vida parlamentaria: sobre las garantías
individuales de los parlamentarios puede verse también Teoría y Realidad
Constitucional, 5 (2000) y MARTÍN DE LLANO, Mª I., Aspectos constitucionalesy
procesales de la inmunidad parlamentaria en el ordenamiento español, Madrid, 2010;
sobre el debate de la reforma del Senado puede consultarse el número monográfico de la
revista Teoría y Realidad Constitucional, 17 (2006).

Joaquín García Morillo

B) LEGISLACIÓN La legislación básica está constituida por la LO 5/85, de Régimen


Electoral General (LOREG), donde se recoge la composición de las Cámaras y las
inelegibilidades e incompatibilidades de Diputados y Senadores, y por los Reglamentos
del Congreso de los Diputados (de 10 de febrero de 1982) —RC— y del Senado (de 25
de mayo de 1982 con posteriores reformas; texto refundido de 3 de mayo de 1994) —
RS—. También son de interés algunas resoluciones de la Presidencia de las Cámaras
que interpretan o suplen el Reglamento. Sobre una eventual reforma constitucional del
Senado, hay que tener en cuenta el Informe del Consejo de Estado sobre Modificaciones
de la Constitución Española de 16 de febrero de 2006.

C) JURISPRUDENCIA Por lo que se refiere a la jurisprudencia constitucional sobre las


prerrogativas colectivas, la potestad autorreglamentaria de las Cámaras y la asimilación
de los reglamentos de las mismas a las leyes ha sido tratado en las SSTC 101/83 (caso
Esnaola-Solabarría), 118/88 (caso Roca) y 119/90 (caso Idígoras-Aizpurúa-Alcalde). La
naturaleza jurídica de las resoluciones de la Presidencia, su alcance y la integración de
las mismas en el Reglamento se analizan también en las ya citadas SSTC 118/88 y
119/90. Su impugnabilidad a través del amparo constitucional se establece en la STC
44/95, caso Reguant. La asimilación a las normas con valor de ley del Estatuto del
Personal de las Cortes Generales puede verse en la STC 139/88 (caso Pérez-Serrano), y
en la repetidamente citada 118/88 se encontrarán consideraciones sobre los interna
corporis. Sobre la adquisición de la condición de parlamentario es de interés la STC
72/84 (caso Ley de Incompatibilidades de Diputados y Senadores), en la que el Tribunal
Constitucional determinó que las inelegibilidades e incompatibilidades de los
parlamentarios deben, forzosamente, regularse en la Ley Electoral, y no en cualquier
otra norma. La jurisprudencia sobre el requisito de jurar acatamiento a la Constitución
es ya numerosa. Véase, por ejemplo, la STC 122/83 (caso Juramento de diputados del
Parlamento Gallego) para la doctrina general sobre la legitimidad del requisito, luego
confirmada en la ya citada STC 101/83; en las SSTC 119/90 (citada) y en la 74/91 (caso
Iruin-Alvarez-Emparanza) se mantiene esa misma línea, pero se declara válida la
fórmula de juramento utilizada por los parlamentarios, consistente en añadir la
expresión «por imperativo legal». En la primera de las dos sentencias citadas, el
Tribunal Constitucional se pronuncia sobre las consecuencias de la omisión del
juramento. En lo que respecta a las prerrogativas individuales, para lo que se refiere a la
inviolabilidad ver las SSTC 51/85 (caso Castells), 30/86 (caso Casa de Juntas de
Guernica) y 30/97, caso Rodríguez Ibarra, así como, en lo que respecta a la posibilidad
de que los Estatutos de Autonomía otorguen dicha prerrogativa, la STC 36/81 (caso
Prerrogativas de los miembros del Parlamento Vasco). En lo atinente a la inmunidad
son de gran importancia las SSTC 243/88 (caso Suplicatorio Civil I) y 9/90 (caso
Suplicatorio Civil II), en las que el Tribunal Constitucional declaró inconstitucional una
Ley Orgánica que exigía la autorización de la Cámara correspondiente para proceder
contra un Diputado o Senador por la vía —civil— de la Ley de Protección del Honor, la
Intimidad Personal y Familiar y la propia Imagen, la STC 90/85 (caso Barral) en la que
el Tribunal Constitucional señaló que las Cámaras deben motivar —y expresar cuales
son las razones de persecución política que justifican la decisión— la denegación del
suplicatorio y la STC 206/92 (caso González Bedoya), en la que se matizó que la
motivación ha de ser coherente con la finalidad de la inmunidad; así mismo la STC
124/01, caso José María Sala, en la que se precisó que no se vulnera la inmunidad
parlamentaria por cualquier investigación judicial previa a la petición del suplicatorio,
ya que éste sólo es requerido para la inculpación de los parlamentarios. Por último, el
fuero especial ha sido objeto de tratamiento en la STC 51/85 (caso Castells). En lo que
respecta a la aplicación de los preceptos reglamentarios sobre la constitución de Grupos
Parlamentarios, tiene especial interés la STC 64/02 (caso Grupo Parlamentario Galego).

Lección 24

Las funciones legislativa y financiera de las Cortes 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7.


INTRODUCCIÓN. LA INICIATIVA LEGISLATIVA. EL PROCEDIMIENTO
LEGISLATIVO ORDINARIO. SANCIÓN, PROMULGACIÓN Y PUBLICACIÓN
DE LAS LEYES. PROCEDIMIENTOS LEGISLATIVOS ESPECIALES. LA
FUNCIÓN FINANCIERA: LAS POTESTADES TRIBUTARIA Y
PRESUPUESTARIA. BIBLIOGRAFÍA, LEGISLACIÓN Y JURISPRUDENCIA

1. INTRODUCCIÓN El Parlamento, en los sistemas constitucionales, surge como


órgano de representación nacional cuya función principal es expresar la voluntad
popular mediante normas de carácter general. Por ello la Constitución atribuye a las
Cortes Generales, tal como se vió en la lección 3, la función legislativa del Estado, esto
es, la tarea de elaborar las normas centrales del ordenamiento jurídico. Por otra parte, el
origen histórico de los Parlamentos constitucionales está marcado por la pugna entre la
Nación y el Monarca por la soberanía. Este hecho explica que una de las principales
funciones parlamentarias contemporáneas sea la de controlar la acción del poder
ejecutivo, heredero histórico de las competencias de los ministros del Rey en los
sistemas de Monarquía constitucional del pasado siglo. En esta función, entendida en un
sentido amplio, cabe comprender tanto las diversas facultades parlamentarias
encaminadas a controlar la actividad gubernamental, como la participación del
Congreso de los Diputados en la formación del Gobierno o los mecanismos de dicha
Cámara para exigir la responsabilidad política del mismo. De esta manera, función
normativa y función de control político del Gobierno constituyen los dos polos de la
actividad de las Cortes. A caballo entre ambas cabe ubicar la función financiera, que
posee un doble contenido. Consiste, por un lado, en la facultad del Parlamento para
aprobar las leyes que establecen el régimen de ingresos del Estado, mediante la
imposición de tributos, capacidad impositiva que se encuentra en el origen de los
Parlamentos medievales anteriores al constitucionalismo (no taxation without
representation). Por otro lado, la función financiera comprende la potestad de aprobar
anualmente las cuentas del Estado mediante la ley de presupuestos, actividad
formalmente legislativa que implica un importante medio de control de la actuación del
Gobierno y la Administración.

Eduardo Espín

Al tratar las mencionadas funciones de las Cortes Generales, y como ya se señaló en la


lección 23, no puede obviarse una mención a la distancia que media entre el
planteamiento teórico y la realidad. En efecto, los sistemas parlamentarios han derivado
hacia una innegable pérdida de iniciativa política del Parlamento en beneficio del
Gobierno, que recibe por diversas vías una indiscutible y directa legitimación
democrática. Esto no supone por sí mismo, como algo apresuradamente suele afirmarse,
una decadencia de los Parlamentos, sino más bien una transformación de su papel: de
ser el centro del debate político y donde se gestaba la dirección política del Estado
(ahora expresamente atribuida al Gobierno en nuestra Constitución), el Parlamento se ha
convertido, sobre todo, en un órgano de elaboración de normas a partir de proyectos del
Gobierno y de control de la gestión de éste. Tal transformación supone, sin duda, un
profundo cambio de significado en todas las funciones parlamentarias, que pierden
sustantividad propia y capacidad de iniciativa y se convierten más bien en tareas
coordinadas con el Gobierno por medio de la mayoría parlamentaria; todo ello, desde
luego, con la excepción del control que los grupos parlamentarios de la oposición
puedan ejercer sobre el ejecutivo desde planteamientos ajenos a los de la mayoría
gubernamental. En la presente lección se van a examinar las funciones legislativa
(números 2 a 5) y financiera (números 6 a 8), y en la lección 25, las de carácter político,
esto es, la de control del Gobierno y la de exigencia de responsabilidad política del
mismo. En cuanto a la función legislativa, que vemos seguidamente, se estudian
primero las diversas fases del procedimiento legislativo ordinario y luego las
peculiaridades de los diversos procedimientos especiales.

2. LA INICIATIVA LEGISLATIVA: DIVERSOS SUJETOS La facultad de iniciativa


legislativa, esto es, de promover la elaboración de una ley por parte de las Cámaras
parlamentarias, reviste una notable trascendencia, puesto que abre paso al ejercicio de la
función legislativa, de importancia central para el funcionamiento del Estado. Por ello,
su pertenencia a unos u otros sujetos ha reflejado históricamente la disputa por la
titularidad de la soberanía. Así, su atribución al Monarca y, más adelante, al Gobierno, a
las Cámaras parlamentarias o al electorado, o su compartición entre varios de dichos
sujetos, se corresponde con sucesivas fases de dicha pugna histórica. Esta evolución ha
conducido por lo general, como en el caso español, a una pluralidad de sujetos titulares
de la iniciativa legislativa. Sin embargo, debe tenerse en cuenta que, pese a su
importancia, la facultad de iniciativa legislativa no forma parte propiamente del núcleo
básico de la función legislativa, entendida en sentido estricto como la capacidad de
elaborar y aprobar una ley, sino que constituye únicamente una fase preliminar que abre
paso a dicha función.

Las funciones legislativa y financiera de las Cortes

El art. 87 de la Constitución atribuye la iniciativa legislativa ordinaria de forma plena y


directa tan sólo al Gobierno, al Congreso de los Diputados y al Senado (ap. 1); además,
otorga una capacidad de propuesta a las Asambleas de las Comunidades Autónomas
(ap. 2) y se remite a una ley orgánica en lo que respecta al alcance de la iniciativa
popular (ap. 3). Son, por tanto, cinco sujetos los que pueden tomar parte en este trámite,
aunque con muy distinto alcance. a) En primer lugar, la iniciativa se atribuye al
Gobierno, de quien parte hoy día la inmensa mayoría de las leyes, al estar
constitucionalmente encargado de la dirección de la política y ser, en consecuencia, el
impulsor del programa legislativo de la mayoría parlamentaria. Los textos presentados
por el Gobierno en ejercicio de su iniciativa legislativa deben ser aprobados en Consejo
de Ministros y reciben la denominación de «proyectos de ley». De acuerdo con lo
ordenado por el art. 89.1 CE, los proyectos de ley deben disfrutar de prioridad en la
tramitación, aunque, se añade, «sin que la prioridad debida a los proyectos de ley
impida el ejercicio de la iniciativa legislativa en los términos regulados por el art. 87»,
esto es, sin que por ello se impida el ejercicio de la iniciativa legislativa a los demás
sujetos titulares de la misma. Este mandato constitucional se ha traducido en la
previsión del art. 105 del Reglamento del Senado, que atribuye a los proyectos de ley
prioridad en la tramitación sobre las proposiciones de ley; en el Reglamento del
Congreso de los Diputados, por el contrario, no se contempla ninguna previsión expresa
al respecto. Los proyectos de ley son enviados al Congreso de los Diputados, Cámara
que inicia la elaboración de las leyes, «acompañados de una exposición de motivos y de
los antecedentes necesarios para pronunciarse sobre ellos» (art. 88 CE). El
procedimiento legislativo se pone en marcha de forma preceptiva, sin que la Cámara
pueda rechazar su tramitación, a diferencia de lo que ocurre, como veremos, con las
iniciativas legislativas de otros sujetos, para las que existe un trámite de «toma en
consideración» en el que la Cámara puede rechazar discutir la propuesta de texto
legislativo que se le envía. Frente a un proyecto de ley gubernamental sí cabe, en
cambio, que los principales sujetos sobre los que se articula el procedimiento
legislativo, los grupos parlamentarios, presenten enmiendas a la totalidad; pero dichas
enmiendas a la totalidad, que son «las que versen sobre la oportunidad, los principios o
el espíritu del proyecto de ley y postulen la devolución de aquél al Gobierno, o las que
propongan un texto completo alternativo al del proyecto» (art. 110.3 RC), forman parte
ya de la tramitación del proyecto e integran el procedimiento legislativo. Ahora bien,
pueden suponer, como indica el precepto reglamentario, el rechazo del proyecto
gubernamental; y, en su caso, la continuación del procedimiento sobre un texto
alternativo. El Tribunal Constitucional ha avalado que el Gobierno reproduzca una
iniciativa legislativa idéntica a otra previamente rechazada, ante la inexistencia de
precepto constitucional o reglamentario que lo impida (STC 238/2012, caso Mayorías
del CGPJ).

Eduardo Espín

b) En segundo lugar, la Constitución atribuye la iniciativa legislativa a ambas Cámaras


parlamentarias, cuyos textos reciben el nombre de «proposiciones de ley». La iniciativa
pertenece a las Cámaras en cuanto tales, no a sus miembros a título individual ni a los
grupos parlamentarios. Esto supone que, pese a que sean aquéllos o éstos quienes
presentan de manera efectiva las proposiciones, la Cámara ante la que se haya ejercido
la iniciativa debe pronunciarse sobre las mismas mediante el trámite de la «toma en
consideración». Así pues, solamente después de que una Cámara aprueba tomar en
consideración una proposición de ley puede considerarse que se ha ejercido la iniciativa
legislativa parlamentaria y comienza la discusión del texto. De acuerdo con el
Reglamento del Congreso, las proposiciones deben ser presentadas por quince
Diputados o un grupo parlamentario (art. 126.1 RC), y deben ir también acompañadas
en ambos casos de antecedentes y exposición de motivos (art. 124 RC). Iniciado el
procedimiento en el Congreso, la existencia del trámite de toma en consideración por la
Cámara hace que, superado este trámite, no se admita ya la presentación de enmiendas a
la totalidad que propugnen la devolución del proyecto; sí son posibles éstas, en cambio,
si la toma en consideración ha sido efectuada en el Senado (art. 126.5 RC). Previo al
trámite de toma en consideración, el Reglamento del Congreso ha previsto dar ocasión
al Gobierno de manifestar su opinión sobre la proposición de ley a debatir (art. 126.2
RC). El Gobierno cuenta para ello con un plazo de treinta días desde la publicación de
la proposición (art. 126.3 RC), en el que deberá manifestar, en su caso, su oposición a la
tramitación en los supuestos en los que tiene competencia para ello, es decir, cuando la
proposición modifica una delegación legislativa en vigor (art. 84 CE) y cuando supone
aumento de los créditos o disminución de los ingresos (art. 134 CE). Si la proposición
se ha presentado en el Senado, en donde tienen derecho a hacerlo veinticinco senadores
o un grupo parlamentario (art. 108.1 RS), es en esta Cámara donde se adopta la decisión
sobre la toma en consideración, siendo luego enviada al Congreso, donde comienza ya
directamente la fase sustantiva de la tramitación (arts. 89.2 CE, 125 RC y 108.5 RS); la
proposición de ley en el Senado debe ir acompañada de una exposición justificativa y,
en su caso, de una memoria en la que se evalúe su coste económico (art. 108.1 RS). El
Reglamento del Senado no contempla de forma expresa un plazo para que el Gobierno
pueda manifestar su oposición a la tramitación de la proposición, por lo que el Gobierno
podrá hacerlo desde que ésta se publica hasta el momento en que la misma sea sometida
a la votación de toma en consideración por la Cámara. c) La Constitución también
contempla el ejercicio de la iniciativa legislativa por los ciudadanos, estableciendo la
denominada iniciativa popular. El apartado 3 del art. 87 tan sólo regula expresamente
que debe ejercerse por no menos de

Las funciones legislativa y financiera de las Cortes

500.000 ciudadanos y las materias de las que está excluida, remitiéndose para las
formas de ejercicio y requisitos a una ley orgánica. La LO 3/1984, de 26 de marzo,
sobre la Iniciativa Popular (LORIP, modificada en 2006), regula esta institución con el
mismo espíritu restrictivo que la propia Constitución, a la vez que muestra un evidente
objetivo de economía procedimental. La ley prevé que la iniciativa debe ser impulsada
por una comisión promotora, la cual debe encargarse de presentar a la Mesa del
Congreso de los Diputados un texto articulado, que ha de ser objeto de examen de
admisibilidad por parte de la Mesa de la Cámara. Dicho examen se proyecta tanto sobre
el cumplimiento de los requisitos formales como sobre los de carácter sustantivo. Entre
éstos se cuenta el que la proposición no verse sobre las materias excluidas de la
iniciativa popular por la Constitución y la propia ley orgánica: el art. 87.3 de la CE
excluye expresamente las materias propias de ley orgánica, las tributarias, las de
carácter internacional y la relativa a la prerrogativa de gracia; la ley añade otras
materias, resultantes de la reserva constitucional en favor del Gobierno de la iniciativa
legislativa en las mismas: la iniciativa popular no podrá versar sobre proyectos de
planificación económica (reservados al Gobierno por el art. 131 de la CE) ni sobre los
Presupuestos generales del Estado (encomendados a la iniciativa gubernamental por el
art. 134.1 de la CE). Asimismo, la iniciativa puede ser rechazada si se encuentra en
tramitación un proyecto o proposición de ley sobre el mismo objeto, si es reproducción
de otra iniciativa popular de contenido análogo presentada durante la misma legislatura,
o si la proposición versa sobre materias manifiestamente distintasy carentes de
homogeneidad entre sí (art. 5 LORIP). Contra la resolución de la Mesa del Congreso
cabe recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional, expresamente previsto en la
propia Ley Orgánica de Iniciativa Popular. Una vez admitida la proposición, la
comisión promotora dispone de un plazo de nueve meses, prorrogable por tres más, para
proceder a la recogida de las quinientas mil firmas exigidas por la ley, que deberán ser
autenticadas por notarios, secretarios judiciales, secretarios de los Ayuntamientos
correspondientes o por fedatarios especialmente designados al efecto. Los gastos
ocasionados por la difusión de la proposición y la recogida de firmas son resarcidos por
el Estado si aquélla alcanza la fase de tramitación parlamentaria (art. 15 LORIP), lo que
habría de entenderse en un sentido favorable a los promotores, esto es, en el sentido de
que basta que se haya completado la recogida de un número suficiente de firmas y la
proposición llegue a ser sometida a la toma en consideración del Congreso de los
Diputados, cualquiera que sea el sentido de esta decisión. Cabe señalar que, en puridad,
la toma en consideración por la Cámara supone que es a ésta a quien corresponde la fase
esencial de la iniciativa, mientras que los electores actúan como sujetos proponentes de
la misma, ya que sólo tras la toma en consideración comienza la elaboración de un texto
legal.

Eduardo Espín

d) Finalmente, la Constitución, en el art. 87.2, atribuye a las Comunidades Autónomas


una facultad que ha de calificarse más de propuesta de iniciativa que de auténtica
iniciativa legislativa. En efecto, lo que la Constitución prevé es que las Asambleas de
las Comunidades Autónomas puedan solicitar del Gobierno la adopción de un proyecto
de ley, o bien remitir a la Mesa del Congreso una proposición de ley, que podrán
defender ante la Cámara mediante una delegación de hasta tres miembros. En el primer
caso, semejante previsión supone sólo, en definitiva, atribuir a las Asambleas
autonómicas la facultad de proponer al Gobierno que ejerza su iniciativa legislativa
mediante la adopción de un proyecto de ley; como, naturalmente, se trata de una
propuesta no vinculante, esta facultad no otorga a dichas Asambleas la capacidad de
poner en marcha el procedimiento legislativo, sino tan sólo de instar al Gobierno a que
lo haga. En el segundo supuesto, la previsión constitucional atribuye a las Cámaras
autonómicas una posición más relevante, análoga a la de los firmantes de una propuesta
de iniciativa popular, puesto que la propuesta autonómica es sometida a la toma en
consideración por parte del Congreso de los Diputados. El verdadero alcance de la
posibilidad contemplada en el precepto constitucional es, en realidad, la posibilidad de
defender directamente ante el Congreso la toma en consideración por esta Cámara del
texto de la proposición aprobada por la Asamblea de la Comunidad Autónoma.

3. EL PROCEDIMIENTO LEGISLATIVO ORDINARIO El procedimiento legislativo


se encuentra regulado directamente por la Constitución en sus rasgos esenciales,
regulación que es completada por los reglamentos de ambas Cámaras. El art. 89.1 de la
CE se refiere únicamente a que los reglamentos de las Cámaras regularán la tramitación
de «las proposiciones» de ley, pero como es evidente, igual suerte reciben los proyectos
de ley. La facultad de regulación del procedimiento legislativo por los reglamentos de
las Cámaras, no es sino una plasmación de la autonomía reglamentaria que el art. 72.1
de la Constitución reconoce a ambas Cámaras. La discusión por una Cámara de un texto
legal se desarrolla en varias fases, que en el procedimiento ordinario son la de
presentación de enmiendas, el estudio de las mismas por parte de una ponencia que
elabora un informe y la discusión y votación de dicho informe y de las enmiendas por la
comisión, que aprueba un dictamen que es sometido a discusión en el Pleno de la
Cámara. El informe de la ponencia sirve de eje de la discusión en la comisión, así como
el dictamen aprobado por la comisión desempeña ese papel en la posterior lectura de
Pleno. Los plazos de las diversas fases vienen determinados, salvo excepciones en que
lo hace la propia Constitución, en los reglamentos de las Cámaras.

Las funciones legislativa y financiera de las Cortes

En caso de disolución de las Cámaras, ambos reglamentos prevén la caducidad de todos


los asuntos pendientes, con la sola excepción de aquéllos de los que constitucionalmente
deba conocer la Diputación Permanente (art. 207 RC y Disposición adicional primera
RS). Esta regla, cuyo fundamento reside en el respeto a la representatividad del nuevo
Parlamento, supone la pérdida del trabajo legislativo pendiente, que, en su caso, debe
comenzar su andadura de nuevo, aunque si la mayoría parlamentaria en la nueva
Cámara es análoga a la anterior su tramitación será presumiblemente más rápida. Sin
embargo, la LORIP establece una excepción a la previsión anterior en relación con la
iniciativa legislativa popular, sin duda porque el ejercicio de la misma es independiente
del resultado de unas elecciones. Con todo, la Mesa de la Cámara puede retrotraer la
tramitación al momento que considere oportuno —aunque en ningún caso es preciso
presentar de nuevo la certificación acreditativa de haber reunido el mínimo de firmas
necesarias—, lo que se debe, asimismo, a la necesidad de respetar la voluntad de las
nuevas Cámaras. En la interpretación del procedimiento legislativo el Tribunal
Constitucional otorga a las Cámaras una gran libertad, como es natural al ser titulares de
la función legislativa del Estado. Así, ha establecido que no existe inconveniente
constitucional para que los proyectos o proposiciones de ley tengan un contenido
heterogéneo (STC 136/2011, caso Ley 50/1998, de Medidas Fiscales, Administrativas y
del Orden Social). Ahora bien, en cambio ha entendido que resulta inaceptable, desde la
perspectiva del derecho de los parlamentarios a participar en un debate informado, la
admisión al mismo de enmiendas por completo ajenas al texto legislativo en discusión
(STC 119/2011, caso Enmiendas ajenas al texto debatido).

a) Discusión en el Congreso de los Diputados La fase sustantiva del procedimiento


legislativo comienza en el Congreso de los Diputados, en el que hay que distinguir
varias fases: – Fase de enmiendas a la totalidad. En esta fase, el proyecto o proposición
puede verse totalmente rechazado o sustituído por otro. Efectivamente, los proyectos
provenientes del Gobierno y las proposiciones de ley del Senado pueden ser objeto de
enmiendas a la totalidad que propugnen la devolución del texto a los órganos
promotores de la iniciativa o también, en el caso de los proyectos del Gobierno, la
posible adopción de un texto completo alternativo. Tales enmiendas a la totalidad sólo
pueden ser presentadas por los Grupos Parlamentarios y son debatidas por el Pleno de la
Cámara (arts. 110.3, 126.5 y 127 RC). No caben, en cambio, enmiendas a la totalidad ni
respecto de las proposiciones de ley del propio Congreso ni sobre las procedentes de la
iniciativa popular. Una vez tomadas en consideración ambos tipos de proposición pasan
directamente a la fase de discusión en comisión.

Eduardo Espín

– Fase de comisión. El proyecto o proposición pasa a continuación a examen y votación


en las comisiones correspondientes, según la materia sobre la que verse: en ella se
debaten las enmiendas al texto que hayan presentado, en el plazo previo que determine
el Reglamento, los diputados o grupos parlamentarios. Para sistematizar el debate, la
comisión designa una ponencia, encargada de elaborar un informe sobre el texto y las
enmiendas al mismo. Como consecuencia de la discusión (en sesiones a las que pueden
acudir los medios de comunicación) la comisión elabora un texto (dictamen) que pasa a
ser discutido en el Pleno. – Fase de Pleno. El dictamen de la comisión es sometido a
discusión y votación en el Pleno de la Cámara: en esta fase pueden mantenerse
enmiendas que no hayan sido aceptadas por la comisión. En ese caso, el Pleno deberá
pronunciarse por el texto propuesto por la comisión, por el texto alternativo mantenido
por la enmienda, o por un texto de transacción.

b) Discusión en el Senado Una vez aprobado el texto del proyecto o proposición de ley
por el Congreso, su Presidente lo remite al del Senado. Esta Cámara dispone de un
plazo de dos meses —veinte días en los declarados urgentes por el Gobierno o el propio
Congreso— para oponer su veto o para proponer enmiendas. En ambos casos y al igual
que en el Congreso, primero tiene lugar una lectura en comisión (de la que se prescinde
cuando no se han presentado enmiendas, art. 107.3 RS) y luego otra en Pleno, debiendo
desarrollarse ambas en el citado plazo constitucional de dos meses. En la definitiva
lectura de Pleno, la aprobación del veto necesita la mayoría absoluta de la Cámara (art.
90.2 CE). Si el Senado no veta ni modifica el texto enviado por el Congreso, el mismo
queda ya preparado para su sometimiento a la sanción real.

c) Diferencias de opinión entre Congreso y Senado Si el Senado no está conforme con


el texto aprobado por el Congreso tiene, como hemos visto, dos posibilidades, la
interposición de veto o la aprobación de enmiendas modificando dicho texto.
Interposición de veto. Si el Senado interpone su veto, para lo que, como se ha dicho,
necesita mayoría absoluta en la votación de Pleno, el texto vuelve al Congreso. La
Cámara baja dispone entonces de una doble opción: puede superar el veto del Senado y
aprobar el proyecto o proposición de ley mediante la misma mayoría absoluta exigida al
Senado para oponerlo o puede, simplemente, dejar transcurrir dos meses y ratificar por
mayoría simple el texto inicial que remitió

Las funciones legislativa y financiera de las Cortes

al Senado; en ambos casos el texto definitivo es idéntico al que se aprobó por el


Congreso. Aprobación de enmiendas. Si el Senado, en cambio, se ha limitado a
formular enmiendas, el Congreso sólo está obligado a pronunciarse sobre ellas,
aceptándolas o rechazándolas por mayoría simple. La tramitación que se ha descrito
muestra una posición claramente desigual entre ambas Cámaras, ya que el paso por el
Senado constituye, en realidad, una lectura «de reflexión», cuya utilidad fundamental es
permitir a la Cámara Baja reconsiderar determinados aspectos del texto por ella
aprobado en caso de que el Senado haya formulado enmiendas. Nada le impide al
Congreso de los Diputados, sin embargo, limitarse a ratificar dicho texto rechazando
tales enmiendas o el veto senatorial, sin que resulte imprescindible en ninguno de los
dos casos alcanzar una mayoría cualificada. Tan sólo si el Senado veta el proyecto, lo
cual constituye una hipótesis improbable dada la composición política habitualmente
semejante entre ambas Cámaras, y el Congreso no desea esperar el reducido plazo de
dos meses que impone el art. 90.2 de la CE, es preciso que esta Cámara alcance para
superar dicho veto la misma mayoría absoluta que requirió al Senado su interposición.

4. SANCIÓN, PROMULGACIÓN Y PUBLICACIÓN DE LAS LEYES Una vez


finalizada la tramitación parlamentaria y fijado ya, por consiguiente, el texto de la ley,
ésta debe todavía cumplir otros requisitos antes de su entrada en vigor. Tales requisitos
son la sanción y la promulgación por parte del Monarca y, finalmente, su publicación en
el Boletín Oficial del Estado. a) La sanción de las leyes es un requisito
constitucionalmente necesario para perfeccionar el texto de la ley, aunque hoy día haya
perdido su contenido político histórico. En los sistemas de Monarquía constitucional
propios del pasado siglo, en los que la soberanía era compartida entre la Nación y el
Monarca, la aprobación de una ley requería contar tanto con la la voluntad regia como
con la voluntad nacional expresada por el Parlamento; de esta manera la sanción
expresaba la voluntad real de aprobación del texto que se iba a promulgar como ley. De
todo ello resultaba que la sanción real era un acto con pleno contenido político y
legislativo: no un acto obligado, sino una facultad que permitía al Monarca oponerse a
la voluntad del Parlamento en determinados supuestos y formas, según los términos
concretos de cada Constitución. Como se vio en la lección 21, la Constitución española
contempla la figura de la sanción real al enumerar las funciones del Monarca (art. 62 a)
y en el art.

Eduardo Espín
91, precepto que determina el deber constitucional del Rey de sancionar las leyes
aprobadas por las Cortes Generales en un plazo de quince días. En efecto, aparte de
otras consideraciones sistemáticas sobre el sistema de soberanía popular consagrado en
la Constitución española, del tenor del precepto se deriva que la sanción es un acto
debido que no permite discrecionalidad alguna al Monarca. Este vaciamiento de todo
contenido sustantivo de la sanción real hace que, pese a su específica mención
constitucional, venga a constituir normalmente —con los matices que vemos después—
un requisito formal y obligado, prácticamente equivalente a la promulgación. b) La
promulgación consiste en el acto de comprobación y proclamación de que la ley cumple
con todos los requisitos constitucionalmente exigidos, con el consiguiente mandato de
que se cumpla y sea obedecida. De acuerdo con el art. 91 CE, tras la obligada sanción el
Rey debe proceder a la promulgación, a la vez que ordena su inmediata publicación.
Aunque lejos de configurarse la sanción y la promulgación como actos de control
sustantivo, tampoco cabe reducirlos en términos absolutos a actos formalmente
obligados en todo caso, ya que ambas potestades de sancionar y promulgar las leyes
permiten al Rey un mínimo control formal y externo de las leyes. Así, podría negarse a
sancionar y promulgar leyes a las que les faltasen elementos esenciales externos
constitucionalmente requeridos y perceptibles prima facie, como su aprobación por
ambas Cámaras de las Cortes. De hecho no cabe olvidar que la Constitución le ordena
sancionar y promulgar las leyes «aprobadas por las Cortes Generales». Es evidente que
ello no faculta al Monarca para ejercer un control de la corrección del procedimiento
legislativo —que sólo corresponde al Tribunal Constitucional—, pero sí debe
reconocérsele la capacidad para negar su concurso al menos en aquéllos casos en los
que pudiera hablarse de una omisión manifiesta, flagrante e incuestionable del
procedimiento constitucional. Por lo demás, los actos de sanción y promulgación deben
ser refrendados, en aplicación de la cláusula general sobre los actos del Rey prevista en
el art. 64 de la Constitución. c) La promulgación lleva aparejada la orden de
publicación, aunque la Constitución española menciona a ésta de forma autónoma en el
propio art. 91. De esta manera, el Rey ejerce simultáneamente sus facultades de sanción
y promulgación de las leyes, y ordena su publicación. La inserción del texto de la ley en
una publicación oficial, concretamente en el Boletín Oficial del Estado, determina el
cumplimiento del principio constitucional, propio de todo Estado de Derecho, de la
publicidad de las normas (art. 9.3 CE), fijando el momento de su incorporación al
ordenamiento jurídico. La entrada en vigor se inicia en la fecha establecida en la propia
norma por el legislador, quien puede prever una vacatio legis, esto es,

Las funciones legislativa y financiera de las Cortes

un período en el que la norma publicada todavía no entra en vigor. En defecto de


previsión expresa, las leyes entran en vigor tras una vacatio legis de veinte días prevista
con carácter general por el Código civil (art. 2.1).
5. PROCEDIMIENTOS LEGISLATIVOS ESPECIALES Puede hablarse de dos tipos
de procedimientos especiales. En primer lugar se encuentran los procedimientos
legislativos específicos que la propia Constitución asocia a un determinado tipo de
normas. Son los procedimientos constitucionalmente previstos para la aprobación de las
leyes orgánicas, los decretosleyes, la reforma constitucional, los Estatutos de
Autonomía o su reforma y, en fin, las leyes de presupuestos. También pueden
mencionarse aquí, pese a que no constituyan procedimientos legislativos, los de
aprobación de tratados internacionales contemplados en los arts. 93 y 94, puesto que
suponen, en definitiva, procedimientos parlamentarios para la incorporación de una
norma del máximo rango al ordenamiento jurídico. Por razones de sistemática, las
peculiaridades de estos procedimientos legislativos, así como los relativos a la
ratificación de tratados internacionales, se estudian en las lecciones correspondientes a
dichas materias. Por otro lado están los procedimientos de tramitación parlamentaria
especiales previstos por la Constitución o por los Reglamentos de las Cámaras de forma
genérica y no asociados, en principio, a ningún tipo especial de norma ni a ninguna
materia. Son variantes respecto al procedimiento legislativo ordinario antes visto y que
pueden aplicarse también, en algunos casos, a los procedimientos especiales vinculados
a normas específicas mencionados en el párrafo anterior. Estos procedimientos, que
vamos a ver a continuación, son el procedimiento de lectura única en Pleno, el
procedimiento de aprobación íntegra en comisión y el procedimiento de urgencia. a) El
procedimiento de lectura única en Pleno es de exclusiva previsión reglamentaria, ya que
no está expresamente contemplado en la Constitución. Es un procedimiento destinado a
proyectos o proposiciones de ley que por su sencillez u otras razones (como pudiera
serlo el alto grado de consenso para su aprobación entre las fuerzas parlamentarias),
aconsejen una única lectura (debate y votación) en el Pleno de la Cámara, sin necesidad
del previo debate y votación en comisión. El Reglamento del Congreso lo contempla en
su art. 150 y el del Senado en el 129. En ambos casos, la decisión de seguir este
procedimiento corresponde al propio Pleno, a propuesta de la Mesa y oída la Junta de
Portavoces. b) En segundo lugar, también cabe que la tramitación completa tenga lugar
en la comisión correspondiente, evitando el paso por el Pleno. Al contrario de lo que

Eduardo Espín

sucede con el procedimien to anterior, es la propia Constitución la que contempla esta


posibilidad, lo que se debe a que constituye una modalidad excepcional del ejercicio por
las Cortes de la potestad legislativa, ya que la atribución de esta potestad a las Cortes
(art. 66.2 CE) ha de entenderse a las Cámaras en pleno. Por ello, el art. 75.2 CE califica
la tramitación íntegra en comisión como una delegación del Pleno en las comisiones
legislativas permanentes, delegación que es revocable en cualquier momento. Además,
quedan excluidos de este procedimiento especial los proyectos o proposiciones que
versen sobre reforma constitucional, sobre cuestiones internacionales, las leyes
orgánicas y los presupuestos generales del Estado (art. 75.3 CE). El Reglamento del
Congreso ha hecho un generoso uso de esta previsión constitucional, puesto que ha
efectuado una presunción de delegación genérica para todos los proyectos y
proposiciones de ley que sean constitucionalmente delegables, excluyendo de la
delegación el debate y votación de totalidad o de toma en consideración (art. 148.1 RC).
Sin embargo, se trata sólo de una presunción de principio, ya que el Pleno puede recabar
para sí en todo caso la discusión y votación final de proyectos y proposiciones (art.
149.1 RC). El Reglamento del Congreso también excluye la potestad legislativa plena
de las comisiones para el supuesto de que el Pleno del Senado haya vetado o
enmendado el texto en discusión (art. 149.2 RC). Por lo demás, la tramitación que se
sigue en la comisión es la misma que en el procedimiento común. En cuanto al Senado,
la decisión de delegar la tramitación en la comisión legislativa competente corresponde
cada vez, de forma expresa, a la Cámara, a propuesta de la Mesa (oída la Junta de
Portavoces), de un Grupo parlamentario o de veinticinco Senadores (art. 130 RS). c)
Finalmente, el procedimiento de urgencia supone tan sólo un acortamiento de los plazos
de las diversas fases de la tramitación. En el Congreso de los Diputados la decisión
corresponde a la Mesa, a petición del Gobierno, de dos grupos parlamentarios o de una
quinta parte de los Diputados (art. 93 RC), y supone la reducción a la mitad de los
plazos reglamentarios (art. 94 RC). De todas maneras, esta Cámara dispone de una gran
flexibilidad para la modificación de los plazos reglamentarios (art. 91 RC). En cuanto al
Senado, la decisión sobre el empleo del procedimiento de urgencia no siempre
corresponde a la propia Cámara. En efecto, la Constitución prevé que en el caso de que
un proyecto haya sido declarado urgente por el Gobierno o por el Congreso de los
Diputados, el Senado sólo cuenta con veinte días naturales, en vez de dos meses, para
enmendarlo o vetarlo (art. 90.3 CE). La decisión del Gobierno es claro que sólo procede
en relación con los proyectos stricto sensu, esto es, los que tienen su origen en el propio
Ejecutivo. La referencia al Congreso de los Diputados parece, por el contrario, que debe
interpretarse en relación con todo

Las funciones legislativa y financiera de las Cortes

texto que haya sido declarado urgente por dicha Cámara, pese a la utilización del
término «proyecto» por la Constitución, término reiterado por el Reglamento del
Senado (art. 133.1). No tendría sentido, en efecto, que el Congreso pudiera forzar la
tramitación urgente en el Senado de los proyectos del Gobierno y no de sus propias
proposiciones de ley, sobre todo teniendo en cuenta que el Gobierno tiene ya capacidad
para imponer la tramitación urgente de sus proyectos. El propio Senado también puede,
como es lógico, decidir la aplicación del procedimiento de urgencia para la tramitación
de cualquier proyecto o proposición de ley por acuerdo de la Mesa, de oficio o a
propuesta de un grupo parlamentario o de veinticinco Senadores (art. 133.2 RS). La
tramitación en tan breve período de tiempo ha forzado al Reglamento de la Cámara alta
a establecer plazos de tramitación sumamente breves (arts. 133 y ss. RS).

6. LA FUNCIÓN FINANCIERA: LAS POTESTADES TRIBUTARIA Y


PRESUPUESTARIA Por función financiera se entiende la potestad de las Cortes para
determinar la estructura de los ingresos y gastos del Estado. La función financiera
comprende, por un lado, la potestad tributaria del Estado, que las Cortes ejercen
aprobando las leyes que regulan los impuestos de donde proceden los fondos públicos;
por otro, la potestad presupuestaria, que significa la facultad de aprobar anualmente las
cuentas del Estado mediante la Ley de Presupuestos, en la cual se contiene una
estimación de los ingresos provenientes de la aplicación de los tributos en vigor y de
cualesquiera otras fuentes y una autorización de los gastos en que han de emplearse
dichos ingresos. En relación con esta función puede hablarse de un principio de
legalidad financiera, ya que la regulación constitucional impone reserva de ley tanto
sobre el ejercicio de la potestad tributaria como sobre el de la presupuestaria. El
principio de legalidad financiera constituye el punto final de una evolución histórica de
conquista por parte de los representantes de la nación del poder de decidir sobre las
finanzas del Estado. En efecto, la capacidad de imponer tributos, presente ya en los
Parlamentos medievales, fue una de las competencias emblemáticas de los Parlamentos
constitucionales desde un primer momento, ya que al suponer los impuestos una
limitación del derecho de propiedad de los ciudadanos, derecho básico de los primeros
sistemas constitucionales, requería su aprobación mediante ley de sus representantes.
Por otra parte, la aprobación de los gastos necesarios para la actuación de los poderes
públicos ha sido precisamente un elemento clave en la lucha histórica por el control del
ejecutivo por parte de la representación nacional.

Eduardo Espín

Ambos factores, garantía de la propiedad de los ciudadanos y lucha por el control del
poder ejecutivo, confluyeron históricamente en la exigencia de que el Parlamento
aprobase anualmente tributos y gastos, lo que comportaba, además, la necesidad de
convocar al Parlamento al menos con esa periodicidad. Así pues, a diferencia de lo que
sucede hoy día, en las primeras etapas del constitucionalismo los tributos se aprobaban
también con carácter anual, comprendidos en la propia ley de presupuestos. La
adquisición de la capacidad para decidir sobre los fondos de los que podía disponer el
poder ejecutivo y el control de sus gastos determinó la definitiva supremacía del
Parlamento como representante del titular de la soberanía. La evolución condujo más
adelante a desglosar la potestad tributaria de la presupuestaria, en la medida en que
exigencias técnicas y de seguridad jurídica requerían la estabilidad de los impuestos a
que quedaban sometidos los ciudadanos, mientras que razones políticas seguían
abonando por la anualidad del control del gasto de los poderes públicos, dependiente
básicamente del ejecutivo. En septiembre de 2011 y en el marco de la profunda crisis
económica en la que estaba inmersa de la Unión Europea se planteó como una
necesidad la de asegurar la estabilidad presupuestaria y evitar así los elevados déficits
financieros de muchos países de la Unión. No es este el lugar para debatir sobre la
naturaleza de la crisis que se había ido agravando a partir de 2008 ni de lo acertado o no
de las políticas de austeridad impuestas desde la propia Unión Europea, con el impulso
de la economía más poderosa, la de Alemania. El hecho es que esta preocupación por el
equilibrio presupuestario condujo a la segunda reforma de la Constitución de 1978,
modificando substancialmente el artículo 135 a fin de asegurar dicha estabilidad
presupuestaria, no entendida como un equilibrio riguroso entre ingresos y gastos pero si
como una perspectiva financiera estable y con déficit controlado y reducido. El nuevo
texto del artículo 135 impone ahora a todas las Administraciones Públicas el respeto al
principio de «estabilidad presupuestaria» (apartado 1), lo que lleva a imponer la
prohibición de que el Estado y las Comunidades Autónomas incurran en un «déficit
estructural que supere los márgenes establecidos, en su caso, por la Unión Europea para
sus Estados miembros» (apartado 2). Asimismo se establece que por medio de ley
orgánica se ha de fijar el déficit estructural máximo al Estado y a las Comunidades
Autónomas en relación con su producto interior bruto. A las Administraciones locales
se les impone, con más rigor, un equilibrio presupuestario. Aun antes de dicha reforma,
el Tribunal Constitucional se había pronunciado ya sobre la capacidad del Estado para
imponer a las restantes Administraciones públicas objetivos de estabilidad
presupuestaria, como consecuencia, por lo demás, de obligaciones comunitarias sobre la
materia (STC 134/2011, caso Leyes de 2.001 sobre Estabilidad Presupuestaria).

Las funciones legislativa y financiera de las Cortes

a) La potestad tributaria La potestad tributaria consiste, como se ha dicho, en la


capacidad para imponer tributos que graven los ingresos y bienes de los ciudadanos. La
Constitución española atribuye dicha capacidad en forma originaria «exclusivamente al
Estado, mediante ley» (art. 133.1 CE). Esta mención constitucional al Estado hay que
entenderla referida al Estado central. En efecto, el propio apartado 2 de dicho precepto
reconoce específicamente la potestad tributaria de las Comunidades Autónomas y de las
Corporaciones locales, pero «de acuerdo con la Constitución y las leyes». Se trata, por
consiguiente, de una potestad tributaria de segundo orden que depende no solamente de
la Constitución, sino también del propio legislador estatal. Así, las Comunidades
Autónomas, únicos entes territoriales con potestad legislativa aparte del Estado central,
poseen una potestad tributaria condicionada por el legislador estatal, ya que deben
ajustar el ejercicio de sus competencias financieras a lo que establezca una ley orgánica
(art. 157.3 CE). Con mayor motivo, los Ayuntamientos sólo pueden imponer tributos
con el alcance previsto por las leyes del Estado y, en su caso, de las Comunidades
Autónomas. La potestad tributaria no puede ejercitarse mediante la Ley de
Presupuestos, ya que lo excluye expresamente la Constitución, al prohibir la creación de
tributos a través de dicha ley; sí admite la Constitución, empero, la modificación de los
mismos cuando una ley tributaria sustantiva así lo prevea (art. 134.7 CE). Es una
previsión cuya finalidad es favorecer la claridad y transparencia financiera y que,
asimismo, garantiza la normalidad en el ejercicio de la propia potestad tributaria,
evitando que las especificidades de la tramitación de los presupuestos afecten a la
legislación sobre impuestos. Finalmente, el sistema tributario debe ajustarse a los
principios materiales mencionados en el art. 31 de la CE, de justicia, igualdad y
progresividad, vistos al tratar los deberes tributarios de los ciudadanos (Vol. I, lección
8). Recuérdese también que, como se vió en la citada lección, el principio de legalidad
tributaria se extiende más allá de los impuestos stricto sensu, pues alcanza a cualquier
prestación personal o patrimonial, que sólo puede establecerse por ley (art. 31.3 de la
CE).

b) La potestad presupuestaria Los Presupuestos Generales del Estado constituyen la


previsión de ingresos y autorización de gastos anual de los poderes públicos y
constituyen una pieza fundamental en el funcionamiento del Estado. En efecto, la
importancia de los Presupuestos es tal que la capacidad para elaborarlos supone un
importante elemento de poder político, lo cual explica la trascendencia que la
Constitución otorga a su elaboración. Formalmente son, como ya se ha dicho, una ley,
pero sobre la que la

Eduardo Espín

Constitución prevé expresamente tanto un procedimiento de elaboración específico,


como determinados aspectos de su contenido material. Las modificaciones
procedimentales consisten, sobre todo, en la reserva al Gobierno en exclusiva de la
iniciativa presupuestaria, al atribuírsele la «elaboración» de los Presupuestos, de tal
forma que éstos solamente pueden partir de un proyecto gubernamental. Ello está
asociado a la función que constitucionalmente compete al Gobierno de dirección de la
política, que le hace ser asimismo el más idóneo para establecer las correspondientes
prioridades de gastos. Dado el carácter anual que forzosamente poseen los Presupuestos
(art. 134.2 CE), la Constitución también impone al Gobierno un plazo estricto para la
presentación del proyecto, que debe efectuarse ante el Congreso de los Diputados «al
menos tres meses antes de la expiración de los del año anterior» (art. 134.3 CE), esto es,
antes del 30 de septiembre). Sin embargo, tanto este plazo como la fecha obligada en la
que los Presupuestos deben estar aprobados y publicados (el 31 de diciembre),
constituyen plazos constitucionales cuyo incumplimiento sólo genera responsabilidad
política y respecto a los que la propia Constitución ha adoptado medidas precautorias.
En efecto, en línea con el Derecho comparado y con la propia tradición española, la
Constitución prevé que si la Ley de Presupuestos no está en vigor el primer día del
ejercicio económico correspondiente (el 1 de enero), se consideran automáticamente
prorrogados los del ejercicio anterior hasta la aprobación de los nuevos. La Constitución
atribuye a las Cortes Generales el «examen, enmienda y aprobación» de los
Presupuestos. En realidad, esta previsión constitucional no supone una modificación del
funcionamiento ordinario de la potestad legislativa, fuera de la mencionada reserva al
Gobierno de la iniciativa presupuestaria y del plazo para ejercerla. Ahora bien, la
reserva al Gobierno de la iniciativa presupuestaria es consagrada en la Constitución en
términos absolutos, puesto que tanto la iniciativa legislativa de los restantes sujetos que
la poseen, como la potestad de enmendar cualquier texto legal en elaboración, están
condicionadas a la voluntad del Gobierno en la medida en que supongan aumento de los
créditos o disminución de los ingresos presupuestarios del propio ejercicio económico
en curso. La razón es que, en caso contrario, los Presupuestos, en tanto que previsión y
de ingresos y gastos anuales, resultarían fácilmente alterados a lo largo del ejercicio
económico modificando con ello las prioridades de gastos de la política gubernamental.
Así, aunque se admite la posibilidad de que puedan existir proposiciones de ley o
enmiendas a textos legales en discusión que supongan aumento de los créditos o
disminución de los ingresos presupuestarios, su tramitación queda condicionada a la
conformidad del Gobierno (art. 134.5 y 6 CE), responsable de la política presupuestaria.
La principal consecuencia de esta reserva absoluta al Gobierno de la iniciativa
presupuestaria se plasma en la tramitación parlamentaria de los presupuestos,

Las funciones legislativa y financiera de las Cortes

que queda sometida a limitaciones muy estrictas. La discusión del Presupuesto versa
precisamente sobre los gastos e ingresos anuales y, consiguientemente, cualquier
ejercicio del poder de enmienda por parte de las Cámaras se encuentra severamente
restringido: toda minoración de ingresos o incremento del gasto debe llevar aparejada
una contrapartida presupuestaria que compense dicha alteración; por consiguiente,
cualquier enmienda origina normalmente la necesidad de buscar una compensación a la
alteración del equilibrio presupuestario. Existe, sin embargo, una importante excepción
a la reserva gubernamental de iniciativa presupuestaria en beneficio de determinados
órganos e instituciones constitucionales dotados de autonomía presupuestaria. Éstos
tienen la facultad de elaborar sus propios presupuestos, aunque se remiten a las Cortes
englobados en el proyecto de Presupuestos Generales del Estado elaborado por el
Gobierno y, ciertamente, constituyen partidas que deben ser tramitadas en forma
ordinaria por las Cámaras. En tal situación se encuentran la Familia y la Casa del Rey,
las propias Cortes Generales, el Consejo General del Poder Judicial, el Tribunal
Constitucional y el Tribunal de Cuentas. Las previsiones constitucionales sobre la
tramitación parlamentaria de los Presupuestos Generales del Estado han sido
desarrolladas por los reglamentos parlamentarios. El Reglamento del Congreso
establece que en el debate de totalidad, que ha de tener lugar en el Pleno de la Cámara,
quedan ya fijadas las cuantías globales de los estados de los presupuestos (art. 134.1
RC). En cualquier caso, las enmiendas que supongan un aumento de créditos en algún
concepto sólo son admitidas a trámite si proponen una baja de cualquier cuantía en la
misma sección (art. 133.3 RC y 149.2 RS), y aquéllas que suponen minoración de
ingresos, requieren la conformidad del Gobierno para su tramitación (art. 133.4 RC). El
Reglamento del Senado también prevé que si una enmienda implica la impugnación
completa de una sección, se ha de tramitar como una propuesta de veto (149.1 RS).
Finalmente, al igual que en el caso de la potestad tributaria, la Constitución contiene
principios materiales a los que debe ajustarse el ejercicio de la potestad presupuestaria,
al determinar que el gasto público debe realizar una asignación equitativa de los
recursos públicos y que su programación y ejecución han de responder a los criterios de
eficiencia y economía (art. 31.2 CE). Los Presupuestos deben ser completos, y contener
la totalidad de los ingresos y gastos del Estado y del sector público estatal (art. 134.2
CE). Asimismo, el art. 135.2 de la Constitución prevé que los créditos para satisfacer el
pago de intereses y capital de la deuda pública del Estado se entenderán siempre
incluídos en los gastos de los Presupuestos, sin que puedan ser objeto de enmienda o
modificación mientras se ajusten a las condiciones de la ley de emisión. El principio de
legalidad presupuestaria también alcanza a la emisión de deuda pública o al
endeudamiento

Eduardo Espín

del Estado. Así, la Constitución requiere autorización por ley para que el Gobierno
emita deuda pública o contraiga crédito (art. 135.1 CE). En los últimos años, los
Presupuestos del Estado han incluido frecuentemente disposiciones de modificación de
leyes sustantivas con pretensión de vigencia indeterminada, no anual. El Tribunal
Constitucional ha admitido la constitucionalidad de dicho procedimiento siempre que
tales disposiciones estén directamente relacionadas con las previsiones de ingresos y
habilitaciones de gastos, esto es, con el contenido propio y específico de los
presupuestos (SSTC 63/86, caso Presupuestos Generales del Estado 1982, 1983 y 1984
y 65/87, caso Presupuestos Generales del Estado, 1984). No deja de ser por ello un
procedimiento excepcional, dado el carácter anual del presupuesto y la determinación
constitucional de su contenido material. Debe señalarse, por otro lado. que el legislador
ha reaccionado a esta decisión de la jurisprudencia constitucional aprobando todos los
años, al tiempo que la Ley de Presupuestos, una Ley ordinaria (habitualmente
denominada «de medidas económicas, fiscales, administrativas y del orden social» o de
manera semejante), en la que incorpora diversas modificaciones de leyes sustantivas de
muy distintas materias.

7. BIBLIOGRAFÍA, LEGISLACIÓN Y JURISPRUDENCIA A) BIBLIOGRAFÍA


Sobre las Cortes Generales y sus funciones, GARRORENA MORALES, A. (editor), El
Parlamento y sus transformaciones actuales, Madrid, 1990; MOLAS, I. y PITARCH, I.
E., Las Cortes Generales en el sistema parlamentario de Gobierno, Madrid, 1987;
SANTOLAYA LÓPEZ, F., Derecho Parlamentario español, Madrid, 1984; SOLE
TURA, J. y APARICIO, M.A., Las Cortes Generales en el sistema constitucional,
Madrid, 1985; VIDAL MARÍN, T., Los reglamentos de las Asambleas Legislativas,
Madrid, 2005. Sobre el procedimiento legislativo, BIGLINO CAMPOS, P., Los vicios
en el procedimiento legislativo, Madrid, 1991; FERNÁNDEZ FERRERO, M. A., La
iniciativa legislativa popular, Madrid, 2001; GARCÍA ESCUDERO, P., El
procedimiento legislativo ordinario en las Cortes Generales, Madrid, 2006; GARCÍA
MARTÍNEZ, A., El procedimiento legislativo, Madrid, 1987; GÓMEZ LUGO, Y., Los
procedimientos legislativos especiales en las Cortes Generales, Madrid, 2008; Revista
Española de Derecho Constitucional, 16 (monográfico sobre la Ley y el procedimiento
legislativo) (1986). Sobre la sanción, promulgación y publicación de las leyes,
BIGLINO CAMPOS, P., La publicación de la ley, Madrid, 1993; RODRÍGUEZ-
ZAPATA, J., Sanción, promulgación y publicación de las leyes, Madrid, 1987;
SOLOZABAL, J.J., La sanción y la promulgación de las leyes en la Monarquía
parlamentaria, Madrid, 1987. Sobre las potestades tributaria y presupuestaria,
CAZORLA PRIETO, L. M., Las llamadas leyes de acompañamiento presupuestario:
sus problemas de constitucionalidad, Madrid, 1988; GONZÁLEZ GARCÍA, E., Efectos
de la Ley del Presupuesto sobre el ordenamiento tributario, Pamplona, 2000;
MARTÍNEZ LAGO, M.A., Los límites a la iniciativa de las Cortes Generales en
materia presupuestaria, Madrid, 1990; MENÉNDEZ MORENO, A., La configuración
constitucional de las leyes de presupuestos generales del Estado, Valladolid, 1988.

Las funciones legislativa y financiera de las Cortes

B) LEGISLACIÓN El procedimiento legislativo, además de la directa regulación


constitucional, se encuentra en los reglamentos parlamentarios: Reglamento del
Congreso de los Diputados, de 10 de febrero de 1982 y Reglamento del Senado, de 3 de
mayo de 1994, en ambos casos con varias reformas posteriores. Además, la LO 3/84, de
26 de marzo, que regula la Iniciativa Popular. Sobre las potestades tributaria y
presupuestaria: Ley General Tributaria (58/2003, de 17 de diciembre); Ley General
Presupuestaria (Ley 47/2003, de 26 de noviembre); LO 8/80, de 22 de septiembre, de
Financiación de las Comunidades Autónomas —LOFCA—.

C) JURISPRUDENCIA Sobre la función y el procedimiento legislativos, SSTC 108/86,


caso Ley Orgánica del Poder Judicial, II; 57/89, caso Estatuto de los Trabajadores, II;
76/94, caso Iniciativa popular autonómica. Sobre el papel del Senado, la 194/00, caso
Disposición Adicional cuarta de la Ley 8/1989 y la 97/02, caso Veto legislativo del
Senado. Sobre la posibilidad de leyes de contenido heterogéneo, STC 136/2011, caso
Ley 50/1998, de Medidas Fiscales, Administrativas y del Orden Social. Diversas
sentencias de interés sobre procedimiento legislativo, entre muchas otras: procedimiento
de urgencia, 234/00, caso Declaración de urgencia; iniciativa del Gobierno, STC
238/12, caso Mayorías del CGPJ; límites a las enmiendas, STC 119/11, caso Enmiendas
ajenas al texto debatido. Sobre la potestad tributaria, SSTC 150/90, caso Recargo del
tres por ciento; 221/92, caso Arts. 4 y 355.5 del TRRL; 116/94, caso Modificación de
tributos en Ley presupuestaria; 296/94, caso Recargo sobre impuesto estatal; 49/95,
caso Impuesto autonómico sobre loterías; 176/99, caso Ley catalana del Instituto para el
desarrollo de las comarcas del Ebro; 289/00 caso Límites a la potestad tributaria
autonómica; 148/06, caso Hacienda de la Comunidad Foral de Navarra; 179/06, caso
Potestad tributaria y autonomía financiera autonómica. Sobre la potestad presupuestaria
del Estado y los demás entes territoriales, y sobre el contenido y límites de los
presupuestos, las SSTC 63/86, caso Presupuestos Generales del Estado 1982, 1983 y
1984; 65/87, caso Presupuestos Generales del Estado 1984; 76/92, caso Ejecución de
actos administratios; 83/93, caso Inclusión sistemática en presupuestos de una
limitación temporal; la 116/94, ya citada en el párrafo anterior; 178/94, caso Supresión
de las Cámaras de la Propiedad Urbana; 109/98, caso Financiación del Plan Único de
Obras y Servicios de Cataluña; para una recapitulación de la doctrina ver la STC 67/02,
caso Ley de Presupuestos Generales del Estado para 1992 e incompatibilidades de los
funcionarios. Véanse también la 3/03, caso Presupuestos del País Vasco y la 13/07, caso
Deuda histórica de Andalucía. En relación con la estabilidad presupuestaria, STC
134/2011, caso Leyes de 2.001 sobre Estabilidad.

Lección 25*

El control parlamentario del Gobierno 1. 2. 3. 4. 5. 6.

CONTROL PARLAMENTARIO Y RESPONSABILIDAD POLÍTICA. LOS


INSTRUMENTOS DEL CONTROL PARLAMENTARIO. LA RESPONSABILIDAD
POLÍTICA DEL GOBIERNO. LA MOCIÓN DE CENSURA. LA CUESTIÓN DE
CONFIANZA. BIBLIOGRAFÍA, LEGISLACIÓN Y JURISPRUDENCIA.

1. CONTROL PARLAMENTARIO Y RESPONSABILIDAD POLÍTICA El sistema


parlamentario está asentado sobre la base de la relación de confianza existente entre el
Parlamento y el Gobierno. Como correlato de esa relación fiduciaria, el Parlamento
tiene, también, asignadas funciones de control de la actividad gubernamental. En el caso
español este esquema se sigue, como es lógico en un régimen político que se
autodenomina como «monarquía parlamentaria» —art. 1.3 de la CE— con gran
fidelidad, aunque con adecuación a las técnicas del «parlamentarismo racionalizado».
Estas técnicas, a grandes rasgos, se concretan en reducir la exigencia de la
responsabilidad política del Gobierno a supuestos muy específicos y jurídicamente
formalizados, cuya configuración, además, tiende a favorecer la estabilidad
gubernamental. Todo ello tiene la finalidad de evitar que, como sucediera en el pasado,
la responsabilidad del Gobierno se entienda comprometida constantemente, o por
incidencias de poca relevancia; pretende, además, impedir que la inexistencia de una
mayoría parlamentaria fuerte pueda redundar en una grave inestabilidad gubernamental
o, aún peor, en vacíos de poder. Por tanto, en términos generales puede decirse que el
Gobierno debe contar con la confianza parlamentaria expresada en la votación de
investidura; debe, también, para mantenerse en ejercicio, conservar dicha confianza y
está además sometido al control de las Cámaras. Dentro de ese esquema general la
sistemática constitucional española presenta algunos rasgos que es preciso destacar, y
que, por lo demás, son comunes a algunos otros sistemas parlamentarios. El primer
rasgo específico es que, como se analizará con detalle en la lección 26, no es
propiamente el Gobierno, sino su Presidente, quien mantiene la relación fiduciaria

**

Lección revisada por Luis López Guerra.


Joaquín García Morillo

con el Parlamento. Por otro lado, la confianza parlamentaria se entiende persistente a


menos que se apruebe una moción de censura contra el Gobierno o que éste sea
derrotado en una cuestión de confianza. El sistema está presidido, como se ve, por el
deseo de garantizar, siempre dentro del necesario mantenimiento del apoyo
parlamentario, la estabilidad gubernamental. Para ello se configura, en primer lugar, un
esquema racionalizado, en el que la confianza se presume a menos que, a través de uno
de los dos mecanismos constitucionalmente previstos, se demuestre que se ha roto la
relación fiduciaria. Por otro lado, la viabilidad del único de esos dos mecanismos que no
depende de la voluntad gubernamental, la moción de censura, se reduce seriamente con
las exigencias de que incluya un candidato alternativo y de que alcance la mayoría
absoluta del Congreso. Todo ello dibuja un panorama en el que la estabilidad
gubernamental resulta muy favorecida, puesto que al Gobierno ya investido le basta con
evitar que se apruebe una moción de censura en su contra y con no someterse a la
cuestión de confianza para poder mantenerse en el ejercicio de su cargo; por lo demás,
el triunfo de una moción de censura supone, como se verá, el simultáneo nombramiento
de un nuevo Presidente. Se consigue, con ello, evitar los vacíos de poder. Este esquema
de mantenimiento de la relación fiduciaria Gobierno-Parlamento, marcadamente
progubernamental, provoca que en ocasiones se diga que las Cámaras no controlan al
Gobierno. Esta afirmación es, sin embargo, inexacta, porque arranca de la confusión de
dos elementos, control y exigencia de la responsabilidad, que son intrínsecamente
distintos. Puede ser que el Gobierno cuente con el apoyo de la mayoría parlamentaria, y
que ésta no le exija la responsabilidad política; tal cosa constituye, de hecho, el normal
funcionamiento del sistema y entra en la lógica del sistema democrático, puesto que lo
contrario a dicha lógica sería que las minorías pudiesen imponer su voluntad. Ello no
quiere decir, sin embargo, que las Cámaras no controlen al Gobierno, puesto que el
control es independiente y distinto de la exigencia de responsabilidad política. En
efecto, el control de ambas Cámaras sobre el Gobierno es una actividad prevista en el
art. 66.2 de la CE que se realiza de forma permanente mediante unos instrumentos
específicos; la exigencia de la responsabilidad política es, por el contrario, sólo una
posibilidad contingente, que está reservada al Congreso y que, en caso de tener lugar, se
concreta forzosamente de forma esporádica. Control y exigencia de la responsabilidad
son, pues, conceptualmente diferentes, ya que tanto sus sujetos como su objeto y sus
procedimientos son diferentes: mientras el control parlamentario se realiza por las dos
Cámaras y de forma continuada, la exigencia de responsabilidad política es una
consecuencia eventual del primero, y su activación sólo está en manos del Congreso; en
tanto el control parlamentario cuenta con unos instrumentos específicos, la
responsabilidad política se exige a

El control parlamentario del Gobierno


través de otros distintos, la moción de censura y la cuestión de confianza. En fin,
mientras el objetivo del control parlamentario es conocer la acción del Gobierno,
fiscalizarla, expresar una opinión al respecto y trasladar todo ello a la opinión pública, la
finalidad de la exigencia de la responsabilidad política es remover al Gobierno y
sustituirlo por otro. Ello explica que la Constitución atribuya la función de control a
ambas Cámaras, y que no excluya el control del Gobierno en funciones.

2. LOS INSTRUMENTOS DEL CONTROL PARLAMENTARIO a) Información y


control La previsión genérica del art. 66.2 de la CE de que las Cortes Generales
controlen la acción del Gobierno es desarrollada más específicamente tanto en otros
preceptos constitucionales como, sobre todo, en los Reglamentos de las Cámaras. En
primer lugar, la Constitución prevé que las Cámaras y sus Comisiones puedan recabar
del Gobierno y sus Departamentos la información y documentación que precisen (art.
109 CE). El reglamento del Congreso (art. 7 RC) precisa que se trata de un derecho que
puede ejercer el parlamentario individual. El Tribunal Constitucional ha considerado
que ese derecho se integra dentro del reconocido en el artículo 23.2 CE (STC 208/2003,
caso Comparecencia del Presidente del CGPJ). La solicitud de información, aun cuando
se integra en la función de control (STC 57/2011, caso Solicitud de información F.J. 2)
no agota el contenido de ésta. La actividad de control puede, sin duda, limitarse a una
mera petición de información, pero normalmente incorpora, además, la emisión de un
juicio crítico, positivo o negativo, sobre la actividad gubernamental. Cuando se controla
al Gobierno no sólo se requiere información sobre su actuación y los motivos que la
guían: se compara, además, esa actuación con un canon o criterio de referencia —
normalmente, el programa del partido que verifica el control— y se traslada esa
comparación a la opinión pública para que ésta tenga ocasión de juzgar sobre la
idoneidad de la actuación gubernamental. De ahí que la Constitución dedique al control
parlamentario preceptos específicos y que van más allá de la mera solicitud de
información. Así, el art. 110 de la CE prescribe que las Cámaras pueden reclamar la
presencia de los miembros del Gobierno; éstos también pueden, a su vez, solicitar
comparecer ante las Cámaras. Estas comparecencias consisten en una exposición, por
parte del correspondiente miembro del Gobierno, de la materia de la que se trate para
que, a continuación, los parlamentarios formulen las preguntas y observaciones que
deseen. Por tanto,

Joaquín García Morillo

y aún cuando reciben el nombre de «sesiones informativas», se trata de auténticos


debates (arts. 202 y 203 RC y 182 RS). Otra manifestación del control parlamentario del
Gobierno es la remisión a las Cámaras, por parte de aquel, de comunicaciones,
programas, planes o informes, que son luego debatidos en ellas. De hecho, uno de los
más característicos debates de nuestra práctica parlamentaria, el denominado «sobre el
Estado de la Nación», que figura entre los instrumentos de control parlamentario con
mayor repercusión pública, se articula a través de este cauce (arts. 196 y 197 RC).
b) Las preguntas Los medios más característicos del control parlamentario son, sin
embargo, las preguntas e interpelaciones. Tienen una larga tradición en algunos
sistemas extranjeros, como ocurre con el question time británico, y están expresamente
previstas en la Constitución. Ésta —art. 111— llega, para asegurar el ejercicio del
control parlamentario, a imponer que en el orden del día de cada Pleno de las Cámaras
se reserve un tiempo mínimo para preguntas e interpelaciones. El Reglamento del
Congreso cumple este mandato —art. 191— estableciendo una regla general de dos
horas semanales para la evacuación de preguntas e interpelaciones. La práctica actual,
sin embargo, es más generosa, y los Plenos ordinarios de las Cámaras dedican una tarde
entera —la del martes en el Senado; la del miércoles, en el Congreso— a la evacuación
de preguntas e interpelaciones. Las preguntas se caracterizan porque tienen un objeto
concreto y determinado: un hecho, una situación o una información, según el
Reglamento del Congreso (art. 188.1). Pueden ser de tres clases. Así, hay preguntas para
las que se solicita respuesta por escrito. En tal caso, el Gobierno debe contestar la
pregunta en un plazo de veinte días, aunque es susceptible de ampliación; si así no lo
hace, la pregunta «escrita» se transforma en pregunta oral en Comisión. Estas, como su
nombre indica, son contestadas normalmente en la Comisión competente y, a diferencia
de las preguntas para respuesta escrita, implican ya un debate, si bien que en el foro de
la Comisión. Por último, las preguntas con respuesta oral en el Pleno son las que, dentro
de una hipotética gradación de intensidad política, ocupan el primer escalón. Se evacuan
ante el Pleno de la Cámara en las sesiones correspondientes al control parlamentario, y
suponen un debate entre el parlamentario que formula la pregunta y el miembro del
Gobierno que la contesta. Al objeto de que el debate sea lo más vivo posible, el tiempo
disponible es muy corto —cada interviniente puede intervenir durante un máximo de
dos minutos y medio— y, sobre todo en el Congreso, se controla con el máximo rigor
(art. 188.3 RC). Las características de las preguntas orales en Pleno —repercusión en el
órgano central de la Cámara, rapidez de tramitación y debate con el Ejecutivo— y,
sobre todo, de su tramitación, hacen de ellas el instrumento más idóneo para controlar al

El control parlamentario del Gobierno

Gobierno en los asuntos de actualidad que alcancen repercusión pública, pues su


elaboración es muy sencilla —basta con formular la escueta interrogación— y se
pueden presentar, con carácter ordinario, hasta el lunes anterior al Pleno
correspondiente, para ser debatidas el miércoles siguiente (art. 188 RC y Resolución de
la Presidencia del Congreso de 18 de junio de 1996). Aunque las preguntas pueden ser
contestadas por cualquiera de los miembros del Gobierno, el Presidente está
comprometido a responder personalmente a algunas de ellas, que él mismo puede elegir.

c) Las interpelaciones Las interpelaciones, a su vez, coinciden con las preguntas en ser
evacuadas oralmente en el Pleno de la Cámara, pero se distinguen de ellas por el nivel
de concreción: en tanto que las preguntas tienen un objeto concreto y específico, las
interpelaciones versan «sobre los motivos o propósitos de la política del Ejecutivo en
cuestiones de política general» (art. 181.1 RC). En consonancia con su mayor
globalidad, el tiempo disponible para las intervenciones es notablemente mayor —diez
minutos— su control más laxo y la viveza del debate menor. Además, mientras que en
la pregunta el debate se circunscribe a preguntante y preguntado, en la interpelación los
Grupos parlamentarios distintos al interpelante pueden fijar posiciones. En fin, la
interpelación puede concluir en una moción que se presenta, para su aprobación, al
Pleno de la Cámara (arts. 180 a 184 RC). Así pues, puede muy bien decirse que las
preguntas orales en Pleno son los instrumentos de control idóneos para cuestiones de
gran actualidad o de interés local pero con un alcance muy concreto, en tanto que las
interpelaciones son el medio adecuado para debatir sobre algún aspecto más general de
la política del Ejecutivo y son, por ello, más atemporales. La racionalización del sistema
parlamentario que se plasma en las Constituciones solo se ha traducido en los
reglamentos parlamentarios, generalmente, de forma muy primitiva. Así, para la
atribución de preguntas orales en Pleno e interpelaciones —esto es, para la utilización
de los dos medios de control practicables en el Pleno de las Cámaras y, por tanto, más
eficaces— se sigue un sistema de cupos de acuerdo con la entidad numérica de cada
grupo parlamentario ignorando, en favor de la formalidad numérica, la realidad
consistente en que la función de control se ejerce básicamente por las minorías. De esta
suerte, el grupo mayoritario es el que cuenta con más ocasiones para formular preguntas
al Gobierno. Ello redunda en el absoluto contrasentido de que la mayoría parlamentaria
es la que goza de más facilidades para debatir con el Gobierno al que apoya.

Joaquín García Morillo

d) Las Comisiones de Investigación Por último, el control parlamentario se realiza,


también, a través de las Comisiones de Investigación. Estas Comisiones están previstas
en la Constitución —art. 76.1— y suelen existir en todos los ordenamientos, si bien que
con distintas regulaciones sobre su creación, potestades y efectos. Por lo que al primer
punto, la decisión de constituir una Comisión de Investigación, se refiere, es uno de los
más relevantes y existen varios sistemas al respecto. Así, en la mayoría de los países —
este es el caso español— la decisión de constituir la Comisión de Investigación
corresponde al Pleno de la Cámara por mayoría, de suerte que es en definitiva la
mayoría de la Cámara la que determina la decisión. En otros países, como la República
Federal de Alemania, se considera que no tiene mucho sentido que sea la mayoría la que
decida la constitución de una Comisión que, en definitiva, va a investigar a la
Administración apoyada por esa misma mayoría, por lo que basta el acuerdo de la
minoría, y en concreto de una cuarta parte de los Diputados, para que se formen
Comisiones de Investigación. Por último, en otros sistemas, como en Grecia, se otorga a
la decisión de constituir la Comisión de Investigación tal importancia que se exige para
ello una mayoría cualificada especialmente rigurosa. En España, para que se constituya
una Comisión de Investigación deben concurrir una propuesta del Gobierno, de la Mesa
de la Cámara, de los grupos parlamentarios o de la quinta parte de los Diputados y la
posterior aprobación de tal propuesta por el Pleno de la Cámara. A diferencia de las
Comisiones Permanentes de las Cámaras, las de Investigación son de carácter temporal,
y pueden crearse para «cualquier asunto de interés público» (arts. 52.1 RC y 59 RS).Lo
más característico de estas Comisiones es que pueden requerir que comparezca ante
ellas, para informar, cualquier ciudadano y, por supuesto, cargo público o funcionario,
siendo obligatorio hacerlo e incurriendo en delito de desobediencia grave el que no lo
hiciere (art. 76.2 CE y LO 5/84, de comparecencia ante las Comisiones de Investigación
del Congreso o del Senado o de ambas Cámaras); además, pueden solicitar y obtener, en
determinadas condiciones y respecto de los ciudadanos que hubieran ostentado
funciones públicas, documentos como las declaraciones del IRPF y el Impuesto sobre el
Patrimonio. Las Comisiones de Investigación concluyen su tarea con la elaboración y
aprobación de unas conclusiones que se plasman en un Dictamen que ha de ser
sometido a votación en el Pleno de la Cámara. Si ésta lo aprueba, el Dictamen se
publica en el Boletín Oficial de las Cortes. Las conclusiones de las Comisiones de
Investigación no tienen, por sí mismas, más efectos que los puramente políticos. En
efecto, la propia Constitución previene —art. 76.1— que estas conclusiones «no serán
vinculantes para los Tribunales ni afectarán a las resoluciones judiciales». No obstante,
no cabe duda del notable valor político de un pronunciamiento de la Cámara al respecto,
todo ello con independencia de que, si se estima oportuno, la Mesa puede remitir las
actuaciones al Ministerio Fiscal (art. 52.4 RC).

El control parlamentario del Gobierno

3. LA RESPONSABILIDAD POLÍTICA DEL GOBIERNO El régimen parlamentario


incluye, como uno de sus elementos esenciales, el que el Parlamento tenga la
posibilidad de retirar la confianza que ha al dispensado al Gobierno, sustituyéndolo por
otro. Históricamente, se entendía retirada la confianza parlamentaria, en general,
siempre que el Gobierno perdía una votación de relieve. Este sistema tenía dos
inconvenientes: en primer lugar, confundía el pronunciamiento parlamentario sobre un
asunto concreto con la expresión de la confianza al Gobierno, con la indeseable
consecuencia de que la legítima discrepancia sobre una materia determinada se traducía
en la remoción del Gobierno; en segundo lugar, provocaba situaciones de grave
inestabilidad gubernamental, y el Gobierno veía comprometida su responsabilidad
política en cualesquiera asuntos. Por evitar estos inconvenientes, los sistemas
constitucionales contemporáneos han tendido a regular detalladamente los casos,
situaciones y consecuencias de la exigencia de la responsabilidad política del Gobierno.
Esta no se compromete ya, por tanto, en una votación cualquiera, sino sólo en aquellos
casos constitucional o legalmente prefijados. Se establecen, además, unos requisitos que
es necesario cumplir, y un procedimiento que es necesario seguir, para poder exigir la
responsabilidad política del Gobierno. Siguiendo esta línea, la Constitución española
regula detalladamente, sobre la base del modelo de la Ley Fundamental de la República
Federal de Alemania, la retirada de la confianza parlamentaria. Así, la Constitución
prescribe —art. 101.1— que el Gobierno cesa «en los casos de pérdida de la confianza
parlamentaria previstos en la Constitución». Por lo tanto, no cabe entender retirada la
confianza parlamentaria más que en esos supuestos específicos. Retirada de la confianza
parlamentaria y exigencia de la responsabilidad política son términos sinónimos. Con
ambos términos se expresa que los órganos políticos —en este caso, el Gobierno—
tienen, además de las responsabilidades —civil, penal y administrativa— comunes a los
órganos administrativos, otra responsabilidad añadida, que no está regida por
parámetros legales. Como toda responsabilidad, la responsabilidad política lleva
aparejada, cuando se exige, una sanción. Pero, en consonancia con el carácter político
de la sanción, la responsabilidad es también política, y distinta, por tanto, de las
diferentes responsabilidades jurídicas —civil, penal o administrativa— a que hubiere
lugar. Dicho en otros términos, la responsabilidad política no se rige por el principio de
legalidad, sino por el de oportunidad, y la única consecuencia sancionadora que se
deriva de su exigencia es la pérdida del cargo político que se ocupe. No es posible, por
ende, exigir responsabilidad política a quien ya se ha visto privado del cargo que
ocupaba. Por otro lado, la responsabilidad política es, con frecuencia, de carácter
objetivo. Ello quiere decir que puede exigirse por la mera concurrencia de un he-

Joaquín García Morillo

cho o, incluso, por la actuación de un tercero, aún cuando la actuación subjetiva del
responsable —esto es, su honestidad, celo o diligencia— no esté directamente vinculada
al hecho generador de la responsabilidad. La responsabilidad política no excluye la
concurrencia de otras responsabilidades jurídicas, pero es ajena a ella. Sólo puede ser
exigida por quien designó a la persona para un determinado cargo, y se circunscribe a
una valoración de la gestión política del designado que concluye en la pérdida de la
confianza que se había depositado en él cuando se le encargó dicha gestión. Es, en
suma, la pérdida del vínculo de confianza que ha de existir entre quienes tienen
asignadas determinadas funciones. Por ello, su pertinencia es absolutamente subjetiva, y
el criterio para su exigencia se limita a la oportunidad y es completamente ajeno a la
legalidad. De ahí que sea posible exigir la responsabilidad política de alguien sin poner
en duda la legalidad de su actuación, puesto que la exigencia de la responsabilidad
política no es la imputación de un ilícito jurídico, sino la expresión de una discrepancia
política. En el marco concreto de la relación fiduciaria entre el Parlamento y el
Gobierno, la exigencia de la responsabilidad política se reconduce a que no se
comparten los objetivos políticos del ejecutivo o los medios utilizados para
conseguirlos, o a que no se confía en la capacidad política de los miembros del
Gobierno para alcanzarlos. La Constitución señala —art. 108— que el Gobierno
responde solidariamente de su gestión política ante el Congreso de los Diputados. Con
ello expresa varias cosas. En primer lugar, que la responsabilidad política es solidaria,
esto es, colectiva, del conjunto del Gobierno. No existe, pues, una responsabilidad
política de uno o varios miembros del Gobierno aisladamente. Por tanto, no tienen
encaje constitucional los intentos encaminados a exigir la responsabilidad singular de
uno o varios Ministros. El carácter solidario de la responsabilidad política deriva del
hecho de que, en realidad, a quien el Congreso otorga la confianza parlamentaria en la
investidura es sólo al Presidente del Gobierno, y no al Gobierno en su conjunto; así
pues, sólo al Presidente del Gobierno puede retirársele la confianza otorgada. La
relación de confianza que vincula a los Ministros no se establece con el Congreso, sino
con el Presidente del Gobierno, que los nombra y remueve libremente. La solidaridad
implica, pues, la concreción de la exigencia de la responsabilidad política en el
Presidente del Gobierno y la imposibilidad de exigirla a un Ministro individualmente.
Ello supone, también, que no cabe que un miembro del Gobierno se autoexcluya de esa
responsabilidad, salvo presentando la dimisión. El carácter solidario de la
responsabilidad gubernamental acarrea, por tanto, que las decisiones del Ejecutivo
comprometen políticamente a todos y cada uno de los miembros del Gobierno, y que no
cabe otra forma de exclusión o rechazo de esa responsabilidad que la de abandonar
voluntariamente el Gobierno. Por último, el tenor del art. 108 de la CE anticipa ya que
la formalización de la relación de confianza entre Parlamento y Gobierno se localiza en
el Congreso de

El control parlamentario del Gobierno

los Diputados. Este asume, pues, el monopolio de la facultad de otorgar y retirar la


confianza parlamentaria al Gobierno, quedando el Senado —que, como vimos, sí tiene
facultades de control de la acción del Gobierno— excluido de este campo. La
Constitución distingue, por tanto, entre las funciones de control, que atribuye —art. 66.2
— a ambas Cámaras, y la de exigencia de la responsabilidad política, que reserva al
Congreso de los Diputados. En suma, pues, una vez otorgada la confianza al Gobierno
—o, más exactamente, a su Presidente— el Congreso de los Diputados sólo puede
retirar dicha confianza a través de los mecanismos expresamente previstos en la
Constitución. Tales mecanismos son dos: la moción de censura y la cuestión de
confianza. La diferencia fundamental entre uno y otro procedimiento radica en que en el
primer caso la iniciativa de la retirada de confianza tiene origen parlamentario, en tanto
que en la cuestión de confianza la iniciativa es gubernamental.

4. LA MOCIÓN DE CENSURA a) Concepto La moción de censura es la única forma


en la que las Cortes Generales o, más concretamente, el Congreso, pueden expresar por
propia iniciativa, la retirada de su confianza al Gobierno. Carecen de efectos a este fin,
pues, los acuerdos o resoluciones, distintos de la aprobación de una moción de censura,
que las Cámaras pudieran adoptar expresando su discrepancia con el Gobierno: tendrán
el valor político que quiera otorgárseles como expresión de la voluntad parlamentaria,
pero no obligan, jurídicamente hablando, al cese del Gobierno. La moción de censura
consiste en que el Congreso, a iniciativa propia, retira la confianza otorgada al
Presidente del Gobierno. En el sistema español, la moción de censura es una iniciativa
parlamentaria específica y absolutamente autónoma. No exige, por lo tanto, actividad
previa de ningún género, sino solo el taxativo cumplimiento de los requisitos
constitucionalmente exigidos. La característica más destacada de la construcción
constitucional de la moción de censura es la preocupación por la estabilidad
gubernamental y, sobre todo, por evitar los vacíos de poder, esto es, los interregnos sin
un Gobierno dotado de la confianza parlamentaria. De ahí que, siguiendo la línea de la
llamada «moción de censura constructiva» plasmada en la Ley Fundamental de Bonn, la
Constitución exija que la retirada de la confianza parlamentaria lleve simultáneamente
aparejado el otorgamiento de la confianza a otro Presidente del Gobierno. Así pues, en
nuestro ordenamiento la moción de censura opera, más que como una remoción del
Gobierno, como una sustitución de un Gobierno por otro.

Joaquín García Morillo

b) Requisitos La racionalización del procedimiento de retirada de la confianza


parlamentaria se plasma, en primer lugar, en los requisitos exigidos para iniciarlo. No
existe, en efecto, libertad para ello, sino que es preciso que la moción sea suscrita por al
menos una décima parte de los Diputados. Se precisa, pues, el concurso de 35
Diputados para presentar una moción de censura. Hasta el presente, este requisito se ha
traducido en que sólo un grupo parlamentario —el mayoritario de la oposición— ha
estado en condiciones de promover una moción de censura. El segundo requisito
exigido por la Constitución —art. 113.2— es la propuesta de un candidato a la
Presidencia del Gobierno. Este requisito, que es el que configura a la moción de censura
como «constructiva», constituye también un obstáculo para su viabilidad, en la medida
en que si bien no es difícil que dos o más grupos minoritarios coincidan en la voluntad
de remover al Gobierno, sí presenta más dificultad que coincidan en apoyar al mismo
candidato. No es forzoso, por otro lado, que el candidato sea Diputado, pero sí es
obligado que haya aceptado la candidatura (art. 175.2 RC). Por último, es preciso tener
en cuenta que los Diputados firmantes de una moción de censura no podrán, si la
moción no prospera, volver a presentar otra durante el mismo período de sesiones. Todo
este conjunto de requisitos hacen de la moción de censura un instrumento parlamentario
de utilización limitada y selectiva y, en principio, de difícil viabilidad, aún cuando la
experiencia acontecida en otros países y, en España, en algunos Ayuntamientos y
Comunidades Autónomas demuestra que no es imposible que una moción de censura
prospere.

c) Procedimiento Una vez presentada con los requisitos constitucional y


reglamentariamente exigidos, la moción de censura debe ser admitida a trámite. La mera
admisión a trámite apareja efectos jurídicos ya que, de acuerdo con la Constitución —
art. 113.2— a partir de ese momento el Presidente del Gobierno no podrá proponer al
Rey la disolución de las Cámaras. La preocupación de la Constitución por la estabilidad
gubernamental se manifiesta en que, admitida a trámite la moción por la Mesa del
Congreso, se abre un periodo de reflexión mínimo de cinco días, que tiene el indudable
propósito de contribuir, en el caso de que la presentación de la moción de censura fuese
el producto de un apasionamiento momentáneo, a que se pondere serenamente la
situación. Además, durante los dos primeros días se pueden presentar mociones
alternativas. Esta última previsión está, igualmente, pensada desde la perspectiva del
favorecimiento de la estabilidad gubernamental, en la medida en que posibilita los
acuerdos parlamentarios encaminados a la formación de un Gobierno con respaldo del
Congreso.

El control parlamentario del Gobierno

Por otro lado, el carácter constructivo de la moción de censura, y su faceta, más que de
remoción del Gobierno, de sustitución de un Gobierno por otro, se ponen claramente de
manifiesto en la regulación del debate previo a la decisión parlamentaria. En efecto, las
líneas de fuerza de ese debate se concentran no en la exigencia de la responsabilidad
política del Presidente del Gobierno en ejercicio, sino, más bien, en la investidura de
quien aspira a sustituirle en el puesto. En realidad, el protagonista del debate es el
candidato a Presidente, y lo es no en su calidad de crítico con el Gobierno en ejercicio,
sino en su condición de aspirante al cargo. Esto es así porque el Reglamento del
Congreso prevé —art. 177.1— que, tras la defensa de la moción de censura por uno de
sus firmantes, intervenga el candidato a Presidente exponiendo su programa. Con ello,
la defensa de la moción de censura se relega a un lugar secundario, desplazándose la
atención del debate hacia la personalidad y el programa del candidato. Esta doble
intervención obedece, en primer lugar, a que el carácter constructivo de la moción exige
que la eventual aprobación por el Congreso de la moción de censura, que lleva
aparejado el otorgamiento de la confianza parlamentaria, se realice sobre la base de un
programa; en segundo lugar, responde a la posibilidad de que el candidato no sea
Diputado, como ya ha sucedido en alguna ocasión. En conclusión, todo este esquema
relega al Gobierno censurado y a su Presidente a una posición absolutamente
secundaria, que puede llegar, incluso, a su absoluta abstención de la participación en el
debate, hasta el punto que el Reglamento del Congreso no hace referencia directa alguna
al Presidente del Gobierno censurado. De esta suerte, el diálogo no se establece
realmente, como podría pensarse, entre el Presidente del Gobierno y quien le censura y
aspira a sucederle, sino entre este candidato y los grupos parlamentarios. Todo ello hace
de la moción de censura, en cierta forma, además de una vía de exigencia de la
responsabilidad política, un instrumento más, el más espectacular, del control
parlamentario del gobierno. Desde esta perspectiva, la moción de censura puede saberse
de antemano derrotada, y no dirigirse tanto, en realidad, a exigir la responsabilidad
política del Ejecutivo y a sustituirlo por otro como a denunciar y criticar la gestión del
Gobierno en ejercicio ofreciendo una alternativa al mismo, todo ello con la máxima
repercusión pública posible. Una vez realizado el debate, se produce la votación, que,
como se ha visto, no puede tener lugar sino transcurridos al menos cinco días desde la
presentación de la moción. Si concurren varias mociones de censura, se votarán
separadamente — art. 177.3 RC— por orden de presentación. Sin embargo, si alguna de
ellas resultara aprobada, las restantes no se someterían a votación, puesto que se
entiende que el Congreso ya ha decidido a que candidato otorga su confianza. La
votación es —art. 85.2 RC— pública por llamamiento. Ello se debe a que se entiende
que los ciudadanos tienen derecho a saber a quién otorgan sus representantes la
confianza parlamentaria, además de que así se refuerza el compromiso del
parlamentario. Para que la moción de censura prospere debe obtener la mayoría absoluta
Joaquín García Morillo

del Congreso de los Diputados, esto es, el voto de la mitad más uno de los que forman
la Cámara. (arts. 113.1 y 177.5 RC). Este es otro de los elementos claramente
progubernamentales del diseño constitucional, pues puede muy bien suceder que un
Gobierno que esté en minoría —o que, dicho con otras palabras, no cuente con el
respaldo de la mayoría del Congreso— siga en ejercicio, siempre y cuando esa mayoría
parlamentaria que se le opone, además de haber llegado a un acuerdo sobre un
candidato alternativo, no alcance la mitad más uno de los miembros de la Cámara. De
esta forma, es perfectamente posible que un Gobierno que quede en minoría en la
votación de la moción de censura pueda, sin embargo, continuar en ejercicio.

d) Efectos En el caso de que no sea aprobada la moción de censura, el Gobierno


recupera la facultad de disolución de las Cámaras que había perdido al admitirse a
trámite. Si, por el contrario, la moción fuese aprobada, se entiende retirada la confianza
al Presidente en ejercicio y otorgada al candidato, por lo que el primero cesa (art. 101
CE) y debe presentar su dimisión al Rey, que nombrará Presidente del Gobierno al
segundo, todo ello de forma automática (art. 114.2 CE). No resulta preciso, pues, abrir
el proceso de designación de Presidente del Gobierno previsto en el art. 99 de la CE, por
cuanto ya ha quedado investido como tal el candidato incluido en la moción de censura,
que debe proceder a nombrar nuevo Gobierno.

5. LA CUESTIÓN DE CONFIANZA a) Concepto En ocasiones, es el Gobierno el que


puede considerar que, para la eficaz continuidad en el ejercicio de sus funciones y la
realización de sus objetivos políticos, le resulta conveniente renovar la confianza que el
Parlamento le otorgó y ratificar, por tanto, su respaldo parlamentario. Dicho en otros
términos, el Gobierno puede exigir al Parlamento que le ratifique expresamente su
confianza, siguiendo para ello el procedimiento constitucionalmente previsto para la
cuestión de confianza.

b) Procedimiento A diferencia de lo que sucede en la moción de censura, la iniciativa


para comprobar que la confianza parlamentaria se mantiene es en este caso del
ejecutivo. El planteamiento de la cuestión corresponde —art. 112 de la CE— al
Presidente del Gobierno, previa deliberación del Consejo de Ministros. Es, pues,

El control parlamentario del Gobierno

el Presidente quien decide o no plantear la cuestión, en lógica correlación con el hecho


de que a él personalmente, y no al Gobierno en su conjunto, fue a quien se la otorgó el
Congreso en la investidura. Pero, en primer lugar, la pérdida de la cuestión de confianza
implica el cese de todo el Gobierno; en segundo lugar, mientras que en la investidura —
o en la moción de censura— la confianza se concede al Presidente «pro futuro», y con
independencia —y hasta desconocimiento— del Gobierno que forma, la cuestión de
confianza supone un juicio sobre una gestión, la de todo el Gobierno, que es
indisociable de la del Presidente; por último, la propia Constitución predica la
solidaridad de la responsabilidad gubernamental. Todos estos elementos justifican que,
aún cuando la decisión corresponda al Presidente en cuanto que sujeto directo de la
confianza, la Constitución exija la previa deliberación del Consejo de Ministros. Cosa
distinta es la formalidad que deba requerir esa deliberación; por ejemplo, parece posible
que durante el curso de una sesión parlamentaria el Presidente decida reunir a su
Gobierno y deliberar allí mismo. La Constitución exige que, si el Presidente del
Gobierno desea que el Congreso le ratifique su confianza, tal ratificación tenga lugar,
como en su momento sucedió con la investidura, sobre un programa de gobierno o una
declaración de política general. Se trata, en ambos casos, de declaraciones o programas
de carácter general; no cabe, por tanto, la posibilidad, existente en otros sistemas, de que
el Gobierno comprometa su responsabilidad política con un texto legislativo concreto.
Sí resulta posible que sea una política determinada —por ejemplo, en materia
económica, o internacional, o de empleo— la que sirva de base para la ratificación de la
confianza parlamentaria, pero la instrumentación legislativa de dicha política habrá de
seguir, en su caso, el procedimiento legislativo ordinario. En contrapartida, la
discrecionalidad que asiste al Presidente para presentar la cuestión de confianza es
absoluta, sin que la Constitución obligue, en ningún caso, a ello. Por tanto, ni un cambio
de Gobierno, ni las alteraciones —por profundas que sean— del programa
gubernamental obligan al Presidente a plantear la cuestión de confianza, siendo absoluta
su libertad a este respecto. La cuestión de confianza se presenta, por escrito, ante la
Mesa del Congreso, acompañada de una certificación del Consejo de Ministros que
acredita que se ha producido la deliberación constitucionalmente requerida. El escrito ha
de ser motivado —art. 174.1 RC— lo que obliga a una exposición, siquiera sea sumaria,
de las razones que asisten al Presidente del Gobierno para solicitar la revalidación de la
confianza parlamentaria. A diferencia de lo que sucediera con la moción de censura, la
admisión a trámite de la cuestión de confianza no implica disminución alguna de las
facultades gubernamentales. Por tanto, si el Presidente del Gobierno lo considera
conveniente —p.e., porque las reacciones a la presentación le hacen prever que no
obtendrá la confianza del Congreso— puede proponer al Rey la disolución de las
Cortes. Si así no sucede, el debate de la cuestión de confianza se

Joaquín García Morillo

rige por las normas reglamentarias previstas para la moción de censura, sin más cambios
que los derivados de la distinta estructura de ambas figuras: mientras, como se vio, en la
moción de censura el diálogo parlamentario real se establece ante el Congreso y el
candidato a Presidente, en la cuestión de confianza dicho debate tiene lugar entre la
Cámara y el Presidente en ejercicio. Como también aquí se expresa la confianza que al
Congreso merece el Gobierno, la votación es, igual que en el caso de la moción de
censura, pública por llamamiento (art. 85.2 RC).En este caso, es el Reglamento el que
prevé —art. 174.4— un periodo de reflexión, al disponer que la cuestión de confianza
no prevé ser votada sino transcurridas, al menos, veinticuatro horas desde su
presentación. El rasgo progubernamental de la regulación constitucional de la confianza
parlamentaria al Gobierno se manifiesta en la votación requerida: el Gobierno gana la
votación de la cuestión de confianza por mayoría simple de los Diputados presentes (art.
112 CE).Ello significa que, mientras que para cambiar el Gobierno es menester obtener
la mayoría absoluta de los miembros de la Cámara, para revalidar la confianza al
Gobierno basta con que, de entre los Diputados que asistan a la votación, voten más a
favor del Gobierno que en contra de él o, dicho en otras palabras, que haya más «síes»
que «noes». Por tanto, el Congreso puede revalidar su confianza al Gobierno con una
minoría de sus votos, pues puede suceder que los votos negativos, las abstenciones y las
ausencias superen, en conjunto, a los votos positivos, pero sin que ello se traduzca en la
retirada de la confianza parlamentaria al Gobierno. De esta suerte, tanto en la moción de
censura como en la cuestión de confianza las abstenciones, ausencias o votos nulos o en
blanco favorecen al Gobierno, contabilizándose en realidad como si de votos en su favor
se tratase: sólo los votos realmente emitidos y expresamente contrarios al Gobierno
surten su efecto negativo. Por lo demás, la posibilidad de revalidar la confianza
parlamentaria al Gobierno por mayoría simple es congruente con la eventualidad,
también admitida constitucionalmente —art. 99.3 CE—, de que la investidura tenga
lugar por mayoría simple. Todo ello configura un sistema encaminado a asegurar la
estabilidad gubernamental, y en el que se entiende que el Gobierno goza de la confianza
parlamentaria salvo que la mayoría del Congreso manifieste expresamente su
desconfianza. La exigencia de la mayoría simple es coherente, por tanto, con la
pretensión constitucional de facilitar la formación del Gobierno y, sobre todo, la
permanencia de éste.

c) Efectos Si el Gobierno gana la votación, continuará en el ejercicio de sus funciones


con el reforzamiento político derivado de la revalidación de la confianza parlamentaria,
aunque puede suceder —p.e., si la votación pone de relieve que se han perdido apoyos
respecto de otra votación anterior— que, aun ganando la

El control parlamentario del Gobierno

cuestión de confianza, el Gobierno resulte debilitado. Si, por el contrario, el Congreso


retira su confianza al Gobierno, éste debe presentar su dimisión al Rey, abriéndose a
continuación el procedimiento previsto para la designación del Presidente del Gobierno
(art. 114. 1 CE). El Gobierno continúa en funciones (art. 101.2 CE) hasta la toma de
posesión de su sucesor, y pierde la facultad de disolución de las Cámaras (art. 114.1 CE,
en relación con los arts. 99 y 115). El procedimiento concluiría, en suma, con la
investidura de un nuevo Presidente y la toma de posesión de un nuevo Gobierno, sin
que ello excluya la posibilidad de que el Presidente que se invista pueda ser el mismo al
que se retiró la confianza.

6. BIBLIOGRAFÍA, LEGISLACIÓN Y JURISPRUDENCIA A) BIBLIOGRAFÍA


Como libro de referencia sobre el control parlamentario puede consultarse GARCÍA
MORILLO, J., El Control parlamentario del gobierno en el ordenamiento español,
Madrid, 1985; del mismo autor y MONTERO, J. R., El Control parlamentario, Madrid,
1984. LÓPEZ GUERRA, L. “El control parlamentario como instrumento de las
minorías”, Anuario de Derecho constitucional y parlamentario, 8, 1996. También es de
interés LÓPEZ AGUILAR, J. F., La oposición parlamentaria y el orden constitucional,
Madrid, 1988, así como MATIA PORTILLA, F.J., «Artículo 108. El Gobierno
responde solidariamente de su gestión política ante el Congreso de los Diputados» en
CASAS BAAMONDE, E. y RODRÍGUEZ PIÑERO, M., Comentarios a la
Constitución Española, Madrid, 2009. Sobre las Comisiones de Investigación, GARCÍA
MAHAMUT, R, Las Comisiones Parlamentarias de Investigación en el Derecho
Constitucional Español, Madrid, 1996. Una perspectiva del funcionamiento
parlamentario español en la actualidad, con particulares referencias al control
parlamentario, puede encontrarse en GARCÍA MORILLO, J., «Mitos y realidades del
parlamentarismo», Revista del Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 9 (1991) y,
del mismo autor, «El Parlamento en la era global», Cuadernos de Derecho Público, 1
(1997). Sobre la responsabilidad política del Gobierno, ver BUSTOS GISBERT, R., La
responsabilidad política del gobierno: ¿realidad o ficción?, Madrid, 2001. Para la
moción de censura puede verse, ELÍAS MÉNDEZ, C., La moción de censura en España
y Alemania, Madrid, 2005.Para la cuestión de confianza, GONZÁLEZ-TREVIJANO,
P., La cuestión de confianza, Madrid, 1996.

B) LEGISLACIÓN La legislación al respecto está contenida, además de en la propia


Constitución, en los Reglamentos del Congreso, de febrero de 1982, y del Senado, de
mayo del mismo año con posteriores reformas (texto refundido de 3 de mayo de 1994).
Además, son de interés, respecto de las preguntas, la Resolución de la Presidencia del
Congreso de 18 de junio de 1993; respecto de las interpelaciones, la Resolución de la
Presidencia del Congreso de 6 de septiembre de 1983 y respecto de las comparecencias
la Resolución de la Presidencia del Congreso de 25 de enero de 1983, interpretativa del
art. 203 RC. La LO 5/84, de comparecencia ante las Comisiones de Investigación del
Congreso, o del Senado o de ambas Cámaras, regula estos extremos.

Joaquín García Morillo

C) JURISPRUDENCIA Para la protección del derecho de los parlamentarios a solicitar


información y comparecencias de autoridades públicas, ver SSTC 208/2003, caso
Comparecencia del Presidente del CGPJ;177/2002, caso Comparecencia de Presidentes
de empresas públicas; y 90/2005, caso Comparecencia del Fiscal especial y 57/2011,
caso Petición de información.

VII. GOBIERNO Y ADMINISTRACIÓN

Lección 26

El Gobierno 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10.

ANTECEDENTES HISTÓRICOS. LA EVOLUCIÓN DE LA REGULACIÓN DEL


GOBIERNO. COMPOSICIÓN DEL GOBIERNO. ESTRUCTURA DEL GOBIERNO:
EL CONSEJO DE MINISTROS. EL PRESIDENTE Y VICEPRESIDENTE DEL
GOBIERNO. LOS MIEMBROS DEL GOBIERNO. LOS MINISTROS. EL
ESTATUTO DE LOS MIEMBROS DEL GOBIERNO. FORMACIÓN DEL
GOBIERNO. CESE DE LOS MIEMBROS DEL GOBIERNO. EL
FUNCIONAMIENTO DEL GOBIERNO: COLEGIALIDAD Y
PRESIDENCIALISMO. BIBLIOGRAFÍA, LEGISLACIÓN Y JURISPRUDENCIA.

1. ANTECEDENTES HISTÓRICOS. LA EVOLUCIÓN DE LA REGULACIÓN DEL


GOBIERNO La Constitución, en su título IV, «Del Gobierno y de la Administración»,
regula la estructura y funciones del Gobierno como órgano constitucional diferenciado y
con entidad propia. Ello supone apartarse de la tradición del constitucionalismo
monárquico en nuestra historia, y representa igualmente una diferencia respecto de las
Constituciones de otras monarquías. En efecto, en los textos constitucionales de Estados
que han adoptado la monarquía como forma de gobierno, se ha prescindido usualmente
de una regulación específica del Gobierno como órgano separado e independiente de la
figura del Rey. Tal omisión tiene una explicación histórica: en el origen del
constitucionalismo se atribuía el poder legislativo a las Cámaras y el poder ejecutivo al
Rey, quien lo ejercía por medio de sus ministros. Estos aparecían, por tanto, como
colaboradores directos del Rey, sin integrarse en un órgano separado. Sólo
progresivamente, en la práctica política de las monarquías constitucionales, fue
perfilándose el Gobierno como una institución diferenciada, compuesta por los
ministros y presidida por uno de ellos (el Primer Ministro). Pero tal evolución no
encontró reflejo en los textos constitucionales que (aún hoy, en la generalidad de las
Constituciones de las monarquías europeas) siguen considerando que el poder ejecutivo
es desempeñado por «el Rey y sus ministros». Esta fue también la situación en la
historia constitucional española hasta 1931. La regulación del Gobierno, en la versión
moderna del órgano (reuniones de los ministros, presididas usualmente por uno de ellos)
se lleva a cabo en España por primera vez mediante el Real Decreto de 19 de noviembre
de 1823: pero tal regu-
Luis López Guerra

lación tuvo escasa o nula trascendencia constitucional. Los textos constitucionales rara
vez se refieren al Gobierno como órgano con entidad propia, a pesar de su importancia
en la práctica política. Cuando las Constituciones se referían al poder ejecutivo,
utilizaban como epígrafe de los correspondientes títulos la expresión «Del Rey», «De
los Ministros», o, en algún caso, «Del Rey y sus Ministros» (Constitución de 1876) sin
referencia al órgano gubernamental. Éste se configuraba así como un órgano de
innegable trascendencia en la realidad, pero carente de expresión constitucional: era
pues, formalmente, una extensión o apéndice del poder del Rey, titular del poder
ejecutivo. En ese sentido, podía correctamente designarse como «Gobierno del Rey» o
«Gobierno de Su Majestad». La Constitución de la Segunda República sí confirió al
Gobierno un reconocimiento constitucional expreso, regulando la institución como
órgano distinto de la Jefatura del Estado (Presidencia de la República) en su título XI,
integrado por ocho artículos, en que se establecía la composición del Gobierno y sus
funciones, así como los elementos básicos del estatuto de sus miembros, incluyendo su
responsabilidad, civil y criminal (arts. 86 a 93). La actual regulación constitucional, al
incidir directamente en la estructura y funciones del Gobierno, viene a seguir el
precedente de la Constitución de 1931, y no el fijado por las Constituciones
monárquicas del siglo XIX. La Constitución refleja la realidad política y jurídica del
momento de su elaboración, al delimitar claramente la figura y funciones propias del
Rey, por un lado, y del Gobierno por otro, como órganos constitucionales distintos y
separados. El Rey no forma parte del Gobierno, al no estar incluido entre los miembros
de éste que recoge el art. 98 de la CE. Tampoco es el titular de la función ejecutiva,
atribuida al Gobierno por el artículo 97 del texto constitucional. No cabe ya, por tanto,
hablar del «Gobierno del Rey» o de «Ministros de la Corona», sino, en término
frecuentemente empleado por la jurisprudencia constitucional, del «Gobierno de la
Nación». Gobierno y Rey se configuran pues como órganos constitucionales distintos,
sin perjuicio de sus especiales relaciones, que suponen una estrecha colaboración entre
ellos. Esta regulación constitucional, referida tanto a los aspectos estructurales del
Gobierno —composición, formación y cese, estatuto de sus miembros— como a sus
funciones, es muy reducida, y se centra esencialmente en los artículos 97 a 102 de la
CE. El carácter forzosamente esquemático de esta normativa puede considerarse
ciertamente conveniente, pues al referirse únicamente a cuestiones y elementos básicos
de la institución, permite una mayor flexibilidad y elasticidad a la hora de adaptarla a las
necesidades de cada momento. Por otro lado, exige el complemento de otras normas que
llenen los vacíos dejados por los mandatos constitucionales: la misma Constitución se
remite a leyes que completen sus preceptos en lo que se refiere a la composición del
Gobierno (art. 98.1) y al estatuto e incompatibilidades de sus miembros (art. 98.4). Y,
aparte de estas remisiones

El Gobierno
expresas del texto constitucional, es evidente la necesidad de una regulación
pormenorizada de otras materias referentes a la composición y funcionamiento del
Gobierno. En Europa Occidental (así en Italia, o la República Federal de Alemania) esa
regulación se ha efectuado, en forma unitaria y coordinada mediante leyes reguladoras
del Gobierno (leyes del Gobierno). Tal es el caso también en todas las Comunidades
Autónomas, que se ocupan en sus leyes del Gobierno de sistematizar los elementos
esenciales de la institución en un texto único. Esta sistematización se ha producido más
tardíamente en el nivel estatal. En 1997 se aprobó la Ley del Gobierno (L. 50/1997, de
27 de noviembre) pero hay que tener en cuenta que, dadas las complejas funciones de
este órgano, difícilmente puede ser regulado por un solo texto normativo: disposiciones
de innegable relevancia al respecto se hallan en normas relativas a la Administración
(como la Ley de Régimen Jurídico del Sector Público), así como en normas penales y
procesales.

2. COMPOSICIÓN DEL GOBIERNO La Constitución se refiere a la composición del


Gobierno en forma muy esquemática, en su artículo 98.1: «El Gobierno se compone del
Presidente, de los Vicepresidentes, en su caso, de los Ministros y de los demás
miembros que establezca la ley». Se prevé, pues, la presencia necesaria de unos
miembros, el Presidente y los ministros, en todo caso: y la presencia posible (no
necesaria) de los vicepresidentes «en su caso», y «de los demás miembros que
establezca la ley». Esta escueta regulación hace necesaria la intervención de otras
normas que dispongan el número y denominación de los ministerios, la presencia o no
de vicepresidentes y la precisión de cuáles puedan ser «los demás miembros» distintos
de Presidente, vicepresidentes y ministros que prevé la Constitución. En cuanto al
número y denominación de los ministerios, y la presencia o no de vicepresidentes, la
regulación constitucional hace posible una amplia flexibilidad. No sólo no se establece
un numerus clausus al respecto, sino que además, la Constitución permite que el número
de departamentos ministeriales y de vicepresidencias sea fijado por normas de rango
reglamentario. En efecto, el artículo 98.1 de la CE no hace referencia al tipo o rango de
la norma que establezca vicepresidencias y ministerios. La reserva de ley contenida en
el art. 98.1 de la CE se refiere a la determinación de «otros miembros del Gobierno»
distintos del ministro o vicepresidentes, y no al número y denominación de
departamentos ministeriales. La disposición aplicable a este respecto es el artículo 103.2
de la CE, que establece que «los órganos de la Administración del Estado son creados,
regidos y coordinados de acuerdo con la ley». Ahora bien, debe tenerse en cuenta que
dicho artículo no dispone que esos órganos (entre los que, como se verá más adelante,
se encuentran tanto el Gobierno

Luis López Guerra

como los ministros) hayan de ser creados o regidos por la ley, lo que implicaría una
reserva absoluta de ley, sino de acuerdo con la ley. Ello supone una relativización del
papel de la ley en este aspecto: en términos de la STC 60/86 (caso R.D.- ley de medidas
urgentes de reforma administrativa) la fórmula «de acuerdo con la ley» «no es otra que
la de la llamada reserva relativa de ley, que permite compartir la regulación de una
materia entre la ley —o norma con fuerza y valor de ley— y el reglamento» (F.J. 2). La
norma legal podrá, por tanto, limitarse a establecer prescripciones básicas, de manera
que la normativa reglamentaria, respetando esas prescripciones, pueda determinar,
según las necesidades de cada momento, cuántos y cuáles han de ser los departamentos
ministeriales (y vicepresidencias, si así conviniera). Este sistema, que remite a
disposiciones reglamentarias la determinación del número total y denominación de los
departamentos ministeriales, y que resulta plenamente acorde con los mandatos
constitucionales, ha sido el adoptado en la práctica a partir de 1985. A partir de esta
fecha, diversas disposiciones legales han venido a autorizar a la Presidencia del
Gobierno para, mediante Real Decreto, determinar el número, la denominación y el
ámbito de competencias respectivas de los ministerios y las secretarías de Estado. Tal
autorización se contiene actualmente en el art. 2, 2,f) de la Ley del Gobierno. Este
sistema presenta indudables ventajas, ya que es más flexible que la fijación por ley del
número y denominación de ministerios; la fijación por Real Decreto posibilita adaptar
en breve plazo la composición del Gobierno a las necesidades derivadas de la
distribución de tareas gubernamentales, así como a las derivadas del reparto de poder
entre partidos o tendencias políticas inter o intrapartidistas. No obstante, tal flexibilidad
no será aplicable a la creación de categorías de miembros del Gobierno distintas de
Presidente, vicepresidente o ministros. Como se vio, la Constitución admite la
posibilidad de esas categorías (art. 98.1 CE) pero exige que sean establecidas por ley.
Hasta el momento no se ha producido ninguna añadidura de este tipo a las categorías
«tradicionales» de miembros del Gobierno: pero, interpretando conjuntamente los
artículos 98.1 in fine y 103.2 de la CE, debe concluirse que sólo la ley puede crear
nuevas categorías de miembros del Gobierno, si bien, una vez establecidas por ley sus
características básicas, podrán fijarse, de acuerdo con la ley, reglamentariamente
aspectos como el número de entes dentro de cada categoría, su denominación, etc. En
todo caso, se trata de supuestos aún no verificados en la práctica. Aunque, como se verá
más abajo (apartado 5) se hayan creado en ocasiones categorías diferenciadas de
ministerios.

3. ESTRUCTURA DEL GOBIERNO: EL CONSEJO DE MINISTROS El Gobierno se


configura como un órgano de importancia central en el sistema constitucional, en cuanto
que no sólo cumple un conjunto de tareas concretas que

El Gobierno

se le atribuyen específicamente, sino que además debe realizar una función general de
estímulo, orientación e impulso de la acción de otros órganos. Ahora bien, el Gobierno
se estructura, por definición, como un órgano pluripersonal, pero con una destacada
característica: junto a las funciones del Gobierno como collegium, sus miembros tienen
también funciones propias, que se les atribuyen constitucionalmente. Resulta por tanto
necesario diferenciar, como órganos constitucionales, por un lado el Gobierno en cuanto
colectivo —que, como se verá, en el caso español se identifica, tradicional y
positivamente, con el Consejo de Ministros— y por otro los órganos unipersonales, con
entidad propia que en él se integran: el Presidente, el o los vicepresidentes, los ministros
y los no definidos «demás miembros» a los que genéricamente se refiere el artículo 98.1
CE. Además, no ha de olvidarse que la legislación ordinaria ha venido a aumentar aún
más la complejidad de la estructura gubernamental, introduciendo órganos o instancias
no recogidas o previstas en la Constitución (así, las Comisiones Delegadas del
Gobierno, de origen preconstitucional). Igualmente, y como requisito para la
comprensión de la acción gubernamental, ha de precisarse cuál sea la relación —
jerárquica o paritaria— de esos órganos, Consejo de Ministros, Presidente,
vicepresidentes, ministros (y «demás miembros») entre sí, y particularmente las
relaciones de los ministros con la figura que aparece notablemente potenciada en la
Constitución, esto es, el Presidente del Gobierno. En cualquier caso, ha de tenerse en
cuenta que, más allá de la normación jurídica, cobran especial relevancia en esta materia
circunstancias de índole política (relaciones entre partidos, e intrapartidistas), por lo que
la referencia a la práctica política se hace insoslayable, a efectos de precisar hasta qué
punto nos encontramos ante auténticas regulaciones normativas y vinculantes, o ante
meras situaciones de hecho, sin valor de precedente. Cuando la Constitución se refiere a
actuaciones o decisiones del Gobierno en cuanto órgano pluripersonal, emplea las
expresiones «Consejo de Ministros» (así, arts. 62.g), 88, 112, 115, 116.2 y 3) y
«Gobierno» (arts. 86, 87.1, 92.2, 97, etc.). Incluso, en algún caso, emplea ambos
términos dentro del mismo artículo y apartado: el art. 116.2, dispone que «El estado de
alarma será declarado por el Gobierno mediante decreto acordado en Consejo de
Ministros». Ello ha conducido a estimar, en ocasiones, que «Gobierno» y «Consejo de
Ministros» podrían no coincidir, de manera que el Consejo de Ministros fuera sólo una
de las formas en que se produjera la acción gubernamental. Se consideraba así posible,
bien que determinadas actuaciones del Gobierno las realizara un «Consejo de Gabinete»
al estilo británico, más restringido que el Consejo de Ministros, bien, al contrario, un
órgano más amplio que éste último, y que comprendiera, no sólo a los ministros, sino
también a otros órganos, como los secretarios de Estado. Estas hipótesis, no obstante, no
han encontrado aún traducción en la normativa legal ni en la práctica política. En la
actual realidad española, los términos «Gobierno» y «Consejo de Ministros» siguen
siendo equivalentes e intercambia-

Luis López Guerra

bles. Las normas básicas en cuanto a la estructura del Gobierno no establecen


diferencias entre Gobierno y Consejo de Ministros. Estas normas, al referirse al
Gobierno establecen que los miembros de éste se reunirán en Consejo de Ministros o en
Comisiones Delegadas del Gobierno, sin que se prevea un «Gabinete» o «Consejo de
Gabinete» ni un «pleno ampliado» del Gobierno. En cuanto a las Comisiones
Delegadas, no constituyen órganos de Gobierno con autoridad propia, sino que se
configuran, como indica su mismo nombre, como órganos que actúan por delegación de
funciones específicas del Consejo de Ministros, que es quien crea, modifica o suprime
esas comisiones. Sin que resulte por tanto imposible, desde los mandatos
constitucionales, la creación de un Gabinete más reducido, hoy el término «Consejo de
Ministros» viene a equivaler a «Gobierno en pleno». Por ello, las funciones que la
Constitución y las leyes atribuyen genéricamente al Gobierno deben, en principio,
entenderse atribuidas al Consejo de Ministros. Éste, a la luz de los preceptos
constitucionales, y dada la regulación legislativa vigente, está integrado por el
Presidente, el o los vicepresidentes y los ministros. El término tradicional «Consejo de
Ministros» no excluye pues la presencia de miembros que no sean ministros: tal sería el
caso de Presidente y vicepresidentes. Por otro lado, los secretarios de Estado, que no
son miembros del Gobierno, podrán asistir, de acuerdo con el art. 5.2 de la Ley del
Gobierno, a las reuniones del Consejo de Ministros cuando sean convocados: también
podrán ser miembros de las Comisiones Delegadas del Gobierno (art. 6.1.b LG).
Además, también podrán asistir a las reuniones de las Comisiones Delegadas del
Gobierno, cuando sean convocados, «los titulares de aquellos otros órganos superiores y
directivos de la Administración» (art. 6.3 LG). En cuanto a su régimen de
funcionamiento, el Gobierno se configura constitucionalmente como un órgano
colegiado, esto es, un órgano cuya voluntad es resultado del acuerdo de las voluntades
de sus miembros tras la oportuna deliberación. Ahora bien, el Gobierno no se rige, para
la adopción de sus decisiones, por las normas comunes aplicables a los órganos
colegiados de la Administración, normas contenidas en la ley 40/2015 de Régimen
Jurídico del Sector Público; esa misma ley excluye expresamente, en su Disposición
Adicional Vigésimo primera la aplicación al Gobierno de tales normas. La naturaleza
del órgano (política, y no sólo administrativa) y de las decisiones que debe adoptar —
decisiones de dirección política, muchas veces en caso de urgencia— y la diversa
posición constitucional de sus miembros, entre los que destaca el papel del Presidente,
hacen incompatibles esas normas con la necesaria celeridad en el funcionamiento
gubernamental, con la función directiva que corresponde al Presidente del Gobierno, y
con la unidad de acción hacia el exterior que deriva de la responsabilidad política
colectiva del Gobierno (art. 108 CE) y que hace impensables los «votos particulares».

El Gobierno

La Ley del Gobierno contiene una regulación básica para su funcionamiento, contenida
en sus artículos 17 a 19, pero se remite, para una normación más precisa, a las
disposiciones organizativas internas de funcionamiento y actuación que sean dictadas
por el Presidente del Gobierno o el Consejo de Ministros. Usualmente, esas
disposiciones de detalle se contienen en unas «Instrucciones» aprobadas en Consejo de
Ministros. Pero hay que recordar que éste se rige, no sólo por normas escritas, sino
también por usos y convenciones derivadas de la práctica, como —por ejemplo— la de
que los Consejos de Ministros se celebren con periodicidad semanal. Muchas de estas
convenciones han ido convirtiéndose en preceptos legales o reglamentarios. Así, el
secreto de las reuniones, o la necesidad de levantar acta después de cada sesión, acta en
que deberán incluirse los acuerdos adoptados, han pasado a ser contenido de mandatos
expresos, reglamentarios o legales. La actuación del Consejo de Ministros, como órgano
plenario del Gobierno, se ve facilitada por los que pudiéramos denominar órganos de
apoyo del Consejo: el Secretariado del Gobierno y la Comisión General de Secretarios
de Estado y Subsecretarios. El primero es el encargado de proporcionar la
infraestructura administrativa del Consejo y de sus Comisiones Delegadas, y se integra
en el Ministerio de la Presidencia. En cuanto a la Comisión General de Secretarios de
Estado y Subsecretarios, su función consiste en preparar las sesiones del Consejo de
Ministros, informando sobre las materias a tratar por éste.

4. PRESIDENTE Y VICEPRESIDENTE DEL GOBIERNO a) Posición y status del


Presidente La posición del Presidente del Gobierno resulta claramente diferenciada, en
virtud de los mandatos constitucionales, así como de la práctica política, de la
correspondiente al resto de los miembros del Gobierno. El Presidente no se configura
como un primus inter pares, o como un ministro (o Primer Ministro) con tareas
peculiares de coordinación y representación. Por el contrario, por su origen, funciones y
status se define como una figura con características propias, y en clara situación de
preeminencia y dirección respecto del conjunto gubernamental. – Por su origen y
designación, el Presidente del Gobierno se caracteriza por ostentar, único entre los
miembros del Consejo de Ministros, una investidura parlamentaria. Es precisamente
mediante esta investidura como la Constitución traduce una de las consecuencias de la
forma parlamentaria del Estado (art. 1 CE) al exigir una confianza inicial expresa del
Parlamento. Dada la importancia de este procedimiento en el sistema de poderes creado
por la Constitución, se estudiará más detalladamente más adelante.

Luis López Guerra

El nombramiento del Presidente del Gobierno corresponde, como en el caso de los


ministros, al Rey (art. 99 CE). No obstante, el nombramiento del Presidente tiene su
fundamento en la confianza de la Cámara, mientras que el de los ministros deriva de la
propuesta en exclusiva del Presidente (art. 100 CE) lo que se traduce en que también
depende de tal propuesta su cese (salvo, obviamente, en el supuesto de dimisión
voluntaria). En consecuencia, es el Presidente del Gobierno, y no este órgano colegiado
como tal, quien goza de la confianza parlamentaria; y los ministros, por su parte,
encuentran su legitimación en la confianza del Presidente, de quien dependen para su
nombramiento, y permanencia en el cargo (ver Lección 25). El procedimiento para la
investidura del candidato a Presidente del Gobierno no exige que éste comunique o haga
saber formalmente la composición del Gobierno que pretende formar: la confianza se
otorga únicamente a un candidato individual y a su programa, si bien éste puede resultar
de un acuerdo de coalición. – Al Presidente le encomienda la Constitución la dirección
de la acción del Gobierno y la coordinación de las funciones de sus miembros. Ello
resulta consecuencia lógica de la aprobación parlamentaria de un programa cuyo
desarrollo y ejecución debe dirigir, y se traduce, entre otros aspectos, en que
corresponde al Presidente el impulso y organización de la actividad del Consejo de
Ministros (convocatorias, fijación del orden del día, etc.). – Finalmente, la Constitución
encomienda al Presidente del Gobierno un conjunto de funciones específicas, en cuanto
órgano individualizado, funciones que son competencias del Presidente, y no del
Gobierno o Consejo de Ministros. Estas funciones específicas se configuran en relación
con el propio Consejo de Ministros (así, la propuesta y cese de los ministros, y la
petición al Rey para que presida el Consejo, art. 62,9 CE) con las Cortes (planteamiento
de la cuestión de confianza, art. 112 CE; propuesta de disolución de las Cámaras «bajo
su exclusiva responsabilidad» art. 115.1 CE) con el Tribunal Constitucional
(interposición del recurso de inconstitucionalidad, art. 162.1.a) y con la propuesta de
sometimiento de una decisión a referéndum (art. 92.2). El carácter personal de estas
funciones no obsta, materialmente, a que la actuación del Presidente sea objeto
previamente de deliberación en el Consejo de Ministros, deliberación que en el caso de
la cuestión de confianza es preceptiva. Pero, así y todo, se configuran
constitucionalmente como «actos del Presidente» que dependen, en definitiva de su
exclusiva voluntad. – La diferencia de planos entre Presidente y ministros se traduce
también en el nivel de la legislación ordinaria, en lo que se refiere al status personal,
tanto en lo relativo a protocolo y precedencias, como en cuanto al Estatuto de los ex
Presidentes del Gobierno.

El Gobierno

b) Órganos de apoyo del Presidente La especificidad de las funciones del Presidente del
Gobierno hace necesaria la existencia de órganos de apoyo capaces de llevar a cabo las
tareas de preparación de decisiones y seguimiento de su ejecución. En la actual
situación, pueden distinguirse varios tipos de órganos de esta naturaleza. Por una parte,
aquéllos que constituyen en realidad órganos de apoyo del Consejo de Ministros, como
es el Secretariado del Gobierno, integrado en un ministerio específico, el Ministerio de
la Presidencia. Por otra, y cobrando en la práctica una importancia creciente, las
unidades de apoyo sin carácter de departamento ministerial, que se integran dentro de la
estructura orgánica de la Presidencia del Gobierno: así, la Secretaría General de la
Presidencia, la Oficina Económica del Presidente del Gobierno y el Gabinete de la
Presidencia del Gobierno como órgano de asistencia política y técnica, que se
configuran como organizaciones instrumentales, directamente dependientes del
Presidente, y encaminadas a hacer posible la actividad de dirección política de éste.
Pese a la progresiva relevancia de estos órganos de apoyo, su relativa novedad en la
estructura gubernamental se traduce en que se encuentran regulados por normas de nivel
reglamentario. Finalmente, y como órgano de apoyo previsto en la Constitución, ha de
considerarse la figura del vicepresidente o vicepresidentes. La Constitución, al enumerar
los componentes del Gobierno se refiere (art. 98) a «los Vicepresidentes, en su caso».
La práctica política española post-constitucional ha supuesto la presencia de al menos
un vicepresidente en el Gobierno, y hasta tres en alguna ocasión. Por lo que se refiere a
sus funciones, no vienen enumeradas en la Constitución, por lo que han sido la
normativa legal y la práctica política las que han venido a precisarlas. En la práctica,
aparte de las funciones de sustitución del Presidente por ausencia en el extranjero o
enfermedad, la función del vicepresidente (y en su caso, del vicepresidente o
vicepresidenta primera) se ha centrado fundamentalmente en la coordinación
gubernamental y en la programación de las tareas del Gobierno, presidiendo a estos
efectos, como prevé la Ley del Gobierno, las sesiones de la Comisión General de
Secretarios de Estado y Subsecretarios. En varias ocasiones, y evidentemente para
lograr una mayor coordinación, la vicepresidencia primera y el Ministerio de la
Presidencia han recaído en el mismo titular.

5. LOS MIEMBROS DEL GOBIERNO. LOS MINISTROS En principio, en la práctica


y en la legislación española, los ministros se definen como jefes o directores de un
departamento o sección de la Administración (departamento ministerial). Ahora bien,
conviene tener en cuenta varias precisiones:

Luis López Guerra

– Cabe que haya ministros que, aún dirigiendo unidades administrativas, no sean jefes
de un departamento ministerial: tal sería el caso de los denominados «ministros sin
cartera». Se trata de una técnica empleada en otros ordenamientos, bien para lograr el
adecuado equilibrio numérico en caso de Gobiernos de coalición, bien para encomendar
tareas coyunturales a especialistas que se incluyen, por la transcendencia de su función,
en el Consejo de Ministros. – Aún cuando designados formalmente como departamentos
ministeriales, no es infrecuente en la práctica española que, con ocasión de
remodelaciones ministeriales, se creen ministerios con características peculiares que los
diferencian de las áreas tradicionales de la Administración: tal sería el caso de la Oficina
del Portavoz del Gobierno (que a veces ostenta rango ministerial, en otros casos de
Secretaría de Estado, o se combina con otro departamento), o del Ministerio de
Relaciones con las Cortes (órgano que en ocasiones se estructura como Secretaría de
Estado, combinado o no, según los casos, con la Secretaría del Gobierno). Sus titulares
se configuran, más que como cabezas de divisiones administrativas, como jefes de
departamentos reducidos, con finalidades casi exclusivamente de apoyo. – Los ministros
ostentan al mismo tiempo dos tipos de posiciones. Su condición de jefe de departamento
ministerial, como posición administrativa, se simultanea con la del miembro del
Gobierno, como posición política. Ambas posiciones implican funciones distintas y
complementarias: por una parte, la dirección de una división administrativa, por otra, la
colaboración en la dirección política del país. El ministro, así, actúa como auténtico
puente entre la política y la Administración. Ahora bien, el status de ministro no es un
status funcionarial, sino que presenta peculiaridades propias: el ministro constituye en
efecto una categoría englobable en la de «altos cargos del Estado», con una regulación
específica. En la práctica española, a partir de 1982, no se han establecido diferencias de
denominación o tratamiento jurídico entre los ministros. No se ha recurrido a la figura
de los «ministros sin cartera» (todos los ministros son titulares de sus respectivos
departamentos ministeriales) y ha desaparecido la figura de «ministro de Estado»,
introducida pasajeramente en 1980. También ha desaparecido la innovación singular
que representó la «consideración personal de ministro» del Delegado del Gobierno en el
País Vasco (R.D. 2042/1980). En consecuencia, no cabe hablar hoy de categorías o
subtipos ministeriales. El nombramiento de los ministros corresponde al Rey, a
propuesta exclusiva del Presidente del Gobierno, y se efectúa formalmente por Real
Decreto, refrendado por el Presidente; evidentemente, no se trata de uno de los Reales
Decretos «acordados en Consejo de Ministros» a que se refiere el art. 62 C.E., sino de

El Gobierno

un auténtico «decreto presidencial» como se prevé en el art. 17 a) de la Ley del


Gobierno. En cuanto a su cese, se produce igualmente a propuesta exclusiva del
Presidente, si bien existen otros supuestos de cese automáticamente ligados al cese de
todo el Gobierno, como son los previstos en el art. 101 de la CE, esto es, la celebración
de elecciones generales, la pérdida de confianza parlamentaria (casos de moción de
censura y cuestión de confianza, arts. 112 y 113 CE) y la dimisión o fallecimiento del
Presidente. A estos supuestos debe obviamente añadirse el de cese por dimisión
voluntaria. Queda, por otra parte, excluida cualquier otra causa de cese motivada por
una voluntad externa, como pudiera ser el cese como consecuencia de una reprobación
parlamentaria individual. En efecto, la propuesta de nombramiento y cese de los
ministros corresponde, como se dijo, en exclusiva, al Presidente del Gobierno (art. 100
CE). Los ministros, pues, no pueden ser cesados por las Cámaras legislativas, ni una
reprobación de éstas acarrea forzosamente su cese o dimisión. Resulta relevante, para la
actuación ministerial, el papel del gabinete del ministro, como órgano de apoyo
especializado, y vinculado al Jefe del Departamento, claramente diferenciado de otros
órganos del Ministerio (subsecretaría, secretaría general técnica) con una proyección
administrativa. Se trata de un órgano eminentemente político y técnico, integrado por
asesores que gozan de la confianza personal del ministro, y cuyo régimen se ha regulado
formalmente por vía reglamentaria.

6. EL ESTATUTO DE LOS MIEMBROS DEL GOBIERNO Dentro del ordenamiento


español, los miembros del Gobierno disponen de un status peculiar, que incluye
derechos y obligaciones de muy variada índole y que singulariza su posición en relación
con el resto de los ciudadanos. Tales derechos y obligaciones se proyectan sobre
materias muy diversas (penal, procesal, administrativa, presupuestaria, etc.) y no son
objeto de un tratamiento normativo unitario: el núcleo esencial de su regulación se halla
en la Constitución, y el resto en normas de muy diverso rango, legales o reglamentarias.
La Constitución en su artículo 98, se remite a la ley para la regularización del «estatuto
e incompatibilidades de los miembros del Gobierno», pero en la práctica, ello no se ha
traducido en un texto único, dada la variedad de aspectos a tratar, sino en una serie de
disposiciones legales, de índole procesal, penal y administrativa. Desde el punto de vista
administrativo, la Constitución se refiere expresamente a una característica del status
ministerial, esto es, su específico régimen de incompatibilidades. El artículo 98 de la CE
establece un núcleo mínimo: los miembros del Gobierno no podrán ejercer otras
funciones representativas que las propias del mandato parlamentario (la Constitución
viene así a admitir que los minis-

Luis López Guerra

tros puedan ser también miembros de las Cámaras Legislativas) ni cualquier otra
función pública que no derive de su cargo, ni actividad profesional o mercantil alguna.
Ahora bien, este núcleo se ha visto ampliado legislativamente por la Ley reguladora del
ejercicio de alto cargo de la Administración General del Estado (L. 3/2015, de 30 de
marzo) que extiende el régimen de incompatibilidades, que afectará incluso a los años
inmediatamente posteriores a su cese. Desde la perspectiva penal, los miembros del
Gobierno gozan de una especial protección. En cuanto se refiere a su actuación conjunta
en Consejo de Ministros, el Código Penal tipifica como delito toda coerción u
obstaculización de la libertad de los ministros reunidos en Consejo, así como las injurias
y amenazas al Gobierno. La protección penal se extiende también a los ministros
individualmente considerados, al tipificar como delito específico el atentar contra un
ministro en el ejercicio de sus funciones. El status de los miembros del Gobierno tiene
también una dimensión procesal, ya que la Constitución establece un fuero especial para
ellos en materia penal. El art. 102 CE prevé que la responsabilidad criminal del
Presidente y los demás miembros del Gobierno habrá de exigirse ante la Sala de lo
Penal del Tribunal Supremo (102.1). Esta peculiar situación procesal se ve reforzada por
la exigencia de que la acusación por «traición o por cualquier otro delito contra la
seguridad del Estado en el ejercicio de sus funciones» necesitará un específico acuerdo
parlamentario. Sólo podrá ser planteada por iniciativa de la cuarta parte de los miembros
del Congreso, y habrá de contar con la aprobación del mismo por mayoría absoluta
(102.2). Por otro lado, este status procesal tiene una dimensión negativa: la prerrogativa
real de gracia no será aplicable a supuestos de responsabilidad penal de miembros del
Gobierno (102.3). La especial situación procesal de los miembros del Gobierno resulta
tradicionalmente acentuada además por la legislación ordinaria. La Ley de
Enjuiciamiento Criminal, en efecto, establece que (entre otros) los miembros del
Gobierno dispondrán de un régimen peculiar para prestar declaración ante órganos
judiciales, ya que podrán, bien informar por escrito, bien prestar declaración en su
domicilio o despacho oficial, con lo que se les dispensa de su comparecencia personal a
declarar (arts. 412 y ssgs. LECr). Finalmente, resulta conveniente hacer referencia a una
dimensión del status procesal de los miembros del Gobierno, común también a otros
funcionarios: su derecho y obligación de guardar secreto (incluso en procedimientos
judiciales) sobre materias cuya divulgación pudiera resultar en grave perjuicio de la
seguridad interna o externa del Estado, o de otros bienes públicos. Sobre todas ellas
tienen los funcionarios (y también los ministros) obligación de guardar secreto, y, en
consecuencia, la Ley de Enjuiciamiento Criminal protege genéricamente tal reserva, al
determinar que «no podrán ser obligados a declarar como testigos los funcionarios
públicos, de cualquier clase que sean, cuando no pudiesen declarar
El Gobierno

sin violar el secreto que, por razón de sus cargos, estuviesen obligados a guardar» (art.
417.2). La Ley de Secretos Oficiales, por su parte, prevé la posibilidad de que se
declaren determinadas materias como «materias clasificadas», bien como materias
secretas, bien como materias reservadas En el caso de los miembros del Gobierno, el
deber de secreto se extiende a las deliberaciones del Consejo de Ministros, según
práctica arraigada en el ordenamiento español, y confirmada en el art. 5.3 de la Ley del
Gobierno.

7. FORMACIÓN DEL GOBIERNO Los procedimientos de formación y cese del


Gobierno giran esencialmente en torno a la figura del Presidente, siendo el
nombramiento y cese de éste el elemento definitorio, de que dependen el resto de los
miembros del Gobierno. Y, en este respecto, la Constitución prevé dos formas de
nombramiento del Presidente: la que pudiera denominarse ordinaria, prevista en el
artículo 99, y una de carácter —al menos hasta el momento— extraordinario, que es la
prevista en el art. 113, mediante la presentación, y aprobación, de una moción de
censura. En cualquier caso (y a diferencia de otros países en que cabe una confianza
parlamentaria tácita), la Constitución exige que se produzca una manifestación expresa
de la confianza del Congreso en el candidato a la Presidencia del Gobierno para que éste
pueda formarse y entrar en funciones. Por lo que se refiere a la fórmula ordinaria, se
trata de un procedimiento complejo, en el que pueden distinguirse tres fases: una
primera de propuesta; a continuación, una fase de investidura parlamentaria; y
finalmente, el nombramiento y toma de posesión, fases que es conveniente estudiar
separadamente. La iniciación del procedimiento se produce, según las previsiones
constitucionales, en diversos supuestos, que implican el fin del mandato del Gobierno
anterior y que se enumeran en el art. 101 CE. Tales supuestos son la celebración de
elecciones generales, la pérdida de la confianza parlamentaria, como resultado de la
derrota gubernamental en una cuestión de confianza (no así en el supuesto de la moción
de censura, en que la forma de designación del Presidente es distinta) o la dimisión o
fallecimiento del Presidente. Estos supuestos implican, como se verá, el cese del
Gobierno, y la necesidad de nombramiento de un Gobierno nuevo. El artículo 99 CE no
señala un plazo entre el cese del Gobierno, y la apertura del procedimiento para la
formación de un nuevo Gobierno, de manera que queda a la discreción de los actores
políticos: en la práctica, hasta el momento, el plazo ha sido breve.

Luis López Guerra

a) Propuesta En el supuesto de dimisión voluntaria (producido en 1981) o de derrota de


una moción de confianza, el procedimiento comienza una vez presentada la dimisión del
Presidente ante el Rey. En los supuestos de celebración de elecciones, el procedimiento
se inicia a partir de la sesión constitutiva del Congreso y la elección, en ésta, del
Presidente de la Cámara, que cumple un papel esencial en el proceso. La primera fase
del procedimiento, según el art. 99 de la Constitución, consiste en una serie de consultas
del Rey «con los representantes designados por los Grupos políticos con representación
parlamentaria». La dicción del artículo deja claro que el protagonismo no le
corresponde a los grupos parlamentarios, sino a los «grupos políticos» que hayan
obtenido representantes en las Cortes Generales; incluso cabe que, al iniciarse el trámite
de consultas, no se hayan constituido formalmente los grupos parlamentarios en cuanto
tales. En consecuencia, habría de entenderse —y tal ha sido la práctica hasta el
momento— que las consultas se evacuarán con los representantes designados por los
partidos políticos. Incluso, en algún caso, tales representantes no ostentaban la
condición de Diputados o Senadores. La interpretación del art. 99 en este respecto deja
abiertos algunos interrogantes. El primero es el referente a si por «representación
parlamentaria» debe entenderse únicamente representación en el Congreso (única
Cámara que debe expresar su confianza al candidato a la Presidencia) o bien
representación en alguna de las dos Cámaras integrantes de las Cortes Generales. Por
otro lado, tampoco es evidente si por «grupo político» ha de entenderse todo partido
político o coalición representado en una u otra Cámara, o únicamente aquellos que
hayan concurrido con entidad propia y propias candidaturas a las elecciones.
Finalmente, tampoco se determina el orden de las consultas. Se trata, en suma, de
cuestiones que requieren un indudable tacto político, tanto por parte de la Corona como
de la Presidencia del Congreso, y cuya solución ha de venir resuelta por la práctica
política: hasta el momento, las soluciones dadas a estas cuestiones no son unívocas. La
propuesta del Rey, a partir de tales consultas, conteniendo el nombre del candidato
seleccionado (que no tiene que ser forzosamente miembro de las Cortes) se transmite al
Congreso «a través de» su Presidente (art. 99 CE). Se trata de un acto formal, que debe
ser refrendado por el Presidente del Congreso, según prevé expresamente el art. 64.1 de
la Constitución. Tal necesidad de refrendo da lugar, periódicamente, a que renazca la
polémica sobre si, dado que es el Presidente del Congreso el responsable de ese acto
formal (art. 64.2 CE: «De los actos del Rey serán responsables las personas que les
refrenden») a él le corresponde, en realidad, llenarlo de contenido, de forma que no sea
el Rey quien libremente proponga

El Gobierno

el candidato, ya que ha de contar con la voluntad concorde (en cuanto responsable) del
Presidente de la Cámara. En la práctica, ello se traduce en la pregunta de si el Presidente
puede negar su refrendo al Rey, si estima que éste no refleja, en su propuesta, la
voluntad expresada en las urnas. La pregunta, hasta el momento, y previsiblemente en el
futuro, se revela como meramente académica. Ciertamente, si el Presidente niega su
refrendo, la propuesta real no puede tramitarse en el Parlamento. Ello supondría un
bloqueo en el funcionamiento de las instituciones previsto en la Constitución, como
también lo supondría que el Rey no efectuase propuesta alguna o que se negase a firmar
los Decretos expedidos en Consejo de Ministros (art. 62.f) o a sancionar las leyes
elaboradas en las Cortes (art. 62.a). Se trata de situaciones dudosamente posibles que
implican una crisis constitucional, y cuya resolución no puede preverse mediante un
mecanismo específico.

b) La fase de investidura Formalizada la propuesta por el Rey (propuesta que se publica


en el Boletín de las Cortes Generales) corresponde al Congreso de los Diputados
pronunciarse sobre ella. No se trata pues, en esta fase, de una elección del Presidente del
Gobierno: el pronunciamiento de los Diputados consiste en una afirmación o negación
(o la abstención) sobre el candidato propuesto, sin que sea posible la formulación de
alternativas. El candidato deberá exponer «el programa político del Gobierno que
pretenda formar, y solicitará la confianza de la Cámara». Por lo que se refiere al
programa, se trata, evidentemente, de un compromiso político, que no vincula
jurídicamente al candidato. La exposición del programa del candidato no incluye
necesariamente la revelación de qué Ministros integrarán su Gobierno, si resulta
investido; ello sin perjuicio de que haga pública, durante la discusión subsiguiente, la
composición total o parcial, del Consejo de Ministros, posibilidad ésta que se ha
utilizado en algunas ocasiones. A partir de la reforma del Reglamento del Congreso de
los Diputados de febrero de 1982, la exposición del programa del candidato debe ir
seguida de un debate en el Pleno (art. 171 RC). Se viene así a evitar que, como ocurrió
en la sesión de investidura de 1979, la Presidencia del Congreso disponga que la
votación se celebre inmediatamente después de la intervención del aspirante a
Presidente, sin que el programa presentado por éste pueda ser debatido por los
representantes de los grupos parlamentarios. Para la investidura, la Constitución (art.
99) y el Reglamento del Congreso de los Diputados (art. 171.5) exigen la «mayoría
absoluta de los miembros del Congreso». En cuanto a la definición de «mayoría
absoluta», se entiende por ella la que comprende a más de la mitad de los miembros de
la Cámara; en cuanto a quiénes sean éstos, se ha considerado en la práctica
parlamentaria que son aquéllos que ostentan la «condición plena» de Diputado, esto es,
los que hayan cumplido los requisitos del art. 20 del Reglamento (presentación

Luis López Guerra

de credenciales, declaración a efectos de incompatibilidades, prestación de juramento).


Como consecuencia, la cifra base para el cálculo de la mayoría absoluta no tiene por qué
coincidir con el número de miembros del Congreso previsto en la legislación electoral
(350 según la LOREG), ni, por lo mismo, la mayoría absoluta ha de consistir
forzosamente en 176 diputados. La votación, según el art. 85 del Reglamento del
Congreso de los Diputados, será pública, debiendo pronunciarse los diputados
verbalmente sobre su asentimiento, negativa o abstención respecto de la propuesta
efectuada. La Constitución prevé la posibilidad de que el candidato propuesto no
obtenga la mayoría absoluta en primera vuelta. En tal caso, habilita diversos
mecanismos para que la investidura se lleve a cabo: 1) Si no se alcanza la mayoría
absoluta, la misma propuesta deberá someterse a nueva votación cuarenta y ocho horas
después. En este caso (art. 99.3, in fine, CE) la confianza «se entenderá otorgada si
obtuviese la mayoría simple». Por mayoría simple se entiende, en este caso (en
contraposición a la mayoría absoluta) aquélla en que los votos favorables son más
numerosos que los expresamente desfavorables: no se computan las abstenciones, ni los
votos blancos o nulos. 2) Si no se obtiene la mayoría simple, deberá efectuarse nueva (o
nuevas) propuestas «en la forma prevista en los apartados anteriores». No resulta claro
si esa forma incluye todo el proceso previo (consultas, etc.) o si el Rey puede formular
su propuesta sin necesidad de nuevas consultas a representantes de los grupos políticos.
Dada la amplitud de la expresión, parece que ello quedará a la discreción del Rey, que
decidirá si necesita o no de nuevas consultas. La doctrina académica ha señalado que, en
cualquier caso una «nueva propuesta» no tiene por qué significar forzosamente «un
nuevo candidato». 3) Finalmente, si tampoco tuviesen éxito las sucesivas propuestas en
el plazo de dos meses a partir de la primera votación de investidura, «el Rey disolverá
las Cámaras y convocará nuevas elecciones con el refrendo del Presidente del
Congreso». Esta fórmula —que ha sido adoptada también, siguiendo el modelo
constitucional, por diversos Estatutos de Autonomía como el de Canarias (art. 17.2),
Aragón (art. 48.3), Asturias (art. 32), etc.— no supone (como a veces se ha afirmado)
una presión a la Cámara para que facilite el nombramiento de Presidente, o una sanción
en caso contrario, sino más bien un recurso al arbitraje del electorado, encargado así de
romper la situación de inmovilidad institucional que supone el no nombramiento de un
Presidente. Por otra parte, resulta lógico que la disolución afecte a las dos Cámaras, aún
cuando el Senado no participe en la investidura: pues así se dificulta que pueda
producirse un desajuste entre las orientaciones políticas del Congreso y el Senado, como
podría ocurrir si las nuevas elecciones afectasen únicamente al primero.

El Gobierno

c) Nombramiento de los miembros del Gobierno Una vez realizada con éxito la
investidura del candidato a la Presidencia del Gobierno corresponde al Rey su
nombramiento formal (art. 99.3). En este caso, y de acuerdo con el art. 64 de la CE, se
atribuye al Presidente del Congreso el refrendo del nombramiento. En lo que se refiere
al resto de los miembros del Gobierno, la Constitución atribuye también su
nombramiento al Rey (art. 100). Ahora bien, en este caso, el nombramiento se realiza a
propuesta del Presidente del Gobierno, y, dentro de la norma general del art. 64 de la
CE, es refrendado por este último. Los nombramientos del Presidente y demás
miembros del Gobierno se llevan a cabo mediante Real Decreto. De acuerdo con la
práctica seguida hasta el momento, se emite primeramente el Real Decreto de
nombramiento del Presidente (refrendado por el Presidente del Congreso) y el
correlativo de cese del Presidente saliente (refrendado, en 1981, por el Ministro de
Justicia de su Gobierno; en 1982 por el Presidente del Congreso, y a partir de esa fecha,
por el mismo Presidente saliente). Los nombramientos de los integrantes del nuevo
Gobierno se realizan también mediante Reales Decretos refrendados por el Presidente
del Gobierno.
8. CESE DE LOS MIEMBROS DEL GOBIERNO La Constitución prevé varios
supuestos de cese colectivo del Gobierno, afectando a todos sus miembros. Dos de ellos
derivan de situaciones, por así decirlo, externas al Gobierno: la celebración de
elecciones generales, y la pérdida de la confianza parlamentaria (art. 101 CE). Pero la
Constitución especifica igualmente otros dos supuestos, vinculados a la posición del
Presidente: su dimisión o fallecimiento. En todos estos casos, el cese del Presidente trae
consigo el cese de los demás miembros del Gobierno. Se ha señalado en ocasiones que,
aparte de los supuestos expresamente mencionados en la Constitución, son previsibles
otros eventos que condicionan el cese del Presidente (y, con él, de todo el Gobierno)
como pudieran ser la declaración de incapacidad del Presidente, o su acusación por
traición, de acuerdo con el art. 102.2 de la CE, que, al requerir la aprobación por
mayoría absoluta del Congreso, debería implicar la pérdida de la confianza
parlamentaria; pero parece que en tales casos, sería la fórmula de dimisión la
procedente. De la regulación se desprende que los supuestos de cese gubernamental son
tasados. No cabe, pues, que pueda exigirse la responsabilidad del Gobierno por otros
órganos que el Congreso de los Diputados, mediante la moción de censura o la derrota
de la cuestión de confianza, y únicamente mediante estos concretos procedimientos.
Debe destacarse que el cese del Gobierno no supone un vacío institucional. El mismo
artículo 101 establece que «el Gobierno cesante continuará en funciones

Luis López Guerra

hasta la toma de posesión del nuevo Gobierno». Se produce en tal caso la situación del
«Gobierno en funciones», que debe suponer, lógicamente —como se prevé
expresamente en la Ley del Gobierno, en su art. 21— una alteración y disminución de
las facultades gubernamentales, en cuanto que es misión del Gobierno en funciones
«estar al cuidado» de los asuntos públicos, en tanto no se nombre un nuevo Gobierno,
sin dificultar o comprometer la actividad de éste en su momento. Por otro lado, la
dimisión o fallecimiento del Presidente del Gobierno, o la derrota de éste en el
planteamiento de una cuestión de confianza suponen que se rompe el vínculo de
confianza que unía al Gobierno y al Congreso, y que debe iniciarse un nuevo
procedimiento de nombramiento de Presidente. Ello implica que el Gobierno, entre
tanto en funciones, no podrá disolver las Cámaras, ni interrumpir ese procedimiento.
Como ya se apuntó, se ha planteado en ocasiones si, con relación a los miembros del
Gobierno otros que el Presidente (vicepresidentes y ministros) puede producirse otra
causa de cese: la exigencia de responsabilidad individual por las Cámaras, o, como se ha
denominado, la «reprobación» por las Cortes (Congreso o Senado). De hecho, y en la
práctica, se han presentado —y admitido a trámite— en diversas ocasiones «mociones
de reprobación» individual de uno o varios ministros, proponiéndose un
pronunciamiento negativo de la Cámara respecto del ministro o ministros en cuestión,
por un aspecto determinado de su gestión. Ahora bien, e independientemente del
resultado de tales mociones, lo cierto es que la Constitución atribuye exclusivamente al
Presidente la propuesta de separación o cese de los miembros del Gobierno (art. 100).
En consecuencia, el eventual pronunciamiento reprobatorio parlamentario no supone,
desde una perspectiva estrictamente constitucional, el cese del ministro afectado: los
ministros son ciertamente responsables (el art. 98.2 CE se refiere a la «responsabilidad
directa de éstos en su gestión») pero tal responsabilidad, sea civil, penal o política, no
implica que el Parlamento tenga potestad para cesarles, ni que el Presidente del
Gobierno deba efectuar su cese como consecuencia de una reprobación parlamentaria,
sin perjuicio de que el Presidente así lo decida por razones de conveniencia política.

9. EL FUNCIONAMIENTO DEL GOBIERNO: COLEGIALIDAD Y


PRESIDENCIALISMO El Gobierno se define en la Constitución como un órgano
pluripersonal, un collegium que debe adoptar sus decisiones por acuerdo de sus
miembros, y no por resolución o voluntad de uno sólo de ellos: pues es al Gobierno
como tal al que la Constitución atribuye una serie de funciones y competencias (arts. 93,
95, 97, 104, etc.). No obstante, no cabe ignorar que los miembros del Gobierno se
encuentran en posiciones desiguales, de forma que es distinto su peso específico

El Gobierno

e influencia a la hora de adoptar decisiones. Ello se hace evidente, sobre todo, en lo que
se refiere al Presidente del Gobierno, que se encuentra constitucionalmente en una
posición predominante respecto a los demás integrantes del órgano gubernamental,
debido a las tareas que específicamente se le encomiendan (arts. 92.2, 112, 115.1,
162.1.a) CE) entre ellas, la de «dirigir la acción del Gobierno y coordinar las funciones
de los demás miembros del mismo» (art. 98.2). Ello supone unas competencias
inherentes de la mayor importancia, como son las de establecer las concretas decisiones
a debatir y a adoptar, y, en consecuencia, la de determinar el ritmo y régimen de
celebración de las reuniones del Gobierno, y la fijación del orden del día de las mismas.
Pero sobre todo, ha de tenerse en cuenta que la investidura parlamentaria recae sobre el
Presidente, y no sobre el Gobierno en su conjunto (art. 99 CE); y que,
consecuentemente, es el Presidente quien tiene la competencia para nombrar y cesar,
libremente, a los miembros del Gobierno (art. 100 CE). Estos, pues, son nombrados en
virtud de la confianza del Presidente, y son responsables políticamente ante él. Se
produce por tanto, una relación entre Presidente y demás miembros del Gobierno que no
puede estimarse igualitaria, y que, como consecuencia, excluye un procedimiento
igualitario de toma de decisiones, similar al previsto para los órganos administrativos
colegiados. En cualquier caso, ello no implica una relación puramente jerárquica entre
Presidente y ministros. En primer lugar, porque la misma Constitución reserva a éstos,
en cuanto titulares de su departamento, un área propia de gestión: el art. 99.2 se refiere a
la función del Presidente respecto de los ministros «sin perjuicio de la competencia y
responsabilidad directa de éstos en su gestión». Se reconoce así un ámbito de
competencia ministerial, en el que no cabe una injerencia externa. La estructura
jerárquica del departamento ministerial (pues, como dispone el art. 103.1 de la CE, la
Administración responde al principio de jerarquía) termina en el ministro, de modo que
la dirección política del Presidente del Gobierno ha de llevarse a cabo a través de los
ministros, y no prescindiendo de ellos. Por otro lado, no puede olvidarse, como eventual
condicionamiento de hecho, la posibilidad de la existencia de Gobiernos de coalición,
en los que la función directiva del Presidente habrá de acomodarse al acuerdo o pacto de
coalición, y a la presencia de ministros derivada de dicho pacto. Se trata aún, en todo
caso, de una situación inédita en la etapa constitucional actual.

10. BIBLIOGRAFÍA, LEGISLACIÓN Y JURISPRUDENCIA A) BIBLIOGRAFÍA


LUCAS MURILLO DE LA CUEVA, P. (Coord.) Gobierno y Constitución. Valencia,
2005. GÓMEZ MONTORO, A. y ARAGÓN, M. (dirs.) El Gobierno. Problemas
constitucionales.

Luis López Guerra Madrid, 2005. PÉREZ FRANCESCH, J.L. El Gobierno, Madrid,
1993. Sobre el Gobierno en funciones, ver AGUIAR DE LUQUE, L., «La posición del
gobierno cesante o en funciones en el ordenamiento español» en GARRORENA, A., El
Parlamento y sus transformaciones actuales, Madrid, 1990, y REVIRIEGO, F., El
gobierno cesante o en funciones en el ordenamiento constitucional español, Madrid,
2003. Con referencias a las Comunidades Autónomas, SOLE TURA, J. y AJA, E.,
coords. El Gobierno en la Constitución y en los Estatutos de Autonomía, Barcelona,
1985. Sobre el Presidente del Gobierno, MATEOS Y DE CABO, O. El Presidente del
Gobierno en España: status y funciones, Madrid, 2006. Para la formación del Gobierno,
REVENGA SÁNCHEZ, M., La formación del Gobierno en la Constitución española de
1978. Madrid, 1981, y VINTRO CASTELLS, J., La investidura parlamentaria del
Gobierno: perspectiva comparada y Constitución española, Madrid, 2007. GARCÍA
MAHAMUT, R. La responsabilidad penal de los miembros del Gobierno en la
Constitución, Madrid, 2000.

B) LEGISLACIÓN La Ley básica en esta materia es la 50/1997, de 27 de noviembre,


del Gobierno. También de relevancia para la configuración del Gobierno es la Ley
40/2015, de 30 de marzo, de Regímen Jurídico del Sector Público, así como la Ley
39/2015 de Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas.
Los órganos de apoyo del Presidente, así como los gabinetes ministeriales son regulados
por disposiciones reglamentarias como el R.D. 83/2012, de 13 de enero, por el que se
restructura la Presidencia del Gobierno, o el R.D. 3775/82, de 22 de diciembre, por el
que se determina la estructura y régimen del personal de los gabinetes de ministros y
secretarios de Estado. El estatuto de los miembros del Gobierno se regula por muy
diversas disposiciones: así, Ley 3/2015, de 30 de marzo, reguladora del ejercicio de alto
cargo de la Administración General del Estado, y R.D. 2099/83, de 2 de agosto, sobre
ordenamiento general de precedencias del Estado. El estatuto de los Ex Presidentes del
Gobierno se regula en el R.D. 405/92, de 24 de abril.

C) JURISPRUDENCIA La STC 60/86 (caso R.D. ley de medidas urgentes de reforma


administrativa) se refiere a la extensión de la reserva de ley en relación con la
composición del Gobierno. Para lo concerniente a materias reservadas, ver las tres
Sentencias de la Sala Tercera del Tribunal Supremo (casos papeles del CESID) de 4 de
abril de 1997. Respecto de la limitación de las competencias del Gobierno en funciones,
Sentencia de 2 de diciembre de 2005, del Pleno de la Sala Tercera del Tribunal
Supremo.

Lección 27

Funciones del Gobierno 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8.

LAS FUNCIONES DEL GOBIERNO: INTRODUCCIÓN. LA FUNCIÓN


DIRECTIVA. CARACTERES GENERALES. LA DIRECCIÓN DE LA POLÍTICA
INTERIOR. LA DIRECCIÓN DE LA POLÍTICA EXTERIOR. LA DIRECCIÓN DE
LA DEFENSA DEL ESTADO. LA DIRECCIÓN DE LA ADMINISTRACIÓN CIVIL.
LA FUNCIÓN EJECUTIVA. LA POTESTAD REGLAMENTARIA. BIBLIOGRAFÍA
Y LEGISLACIÓN.

1. LAS FUNCIONES DEL GOBIERNO: INTRODUCCIÓN La Constitución


encomienda al Gobierno, y a sus diversos órganos, una multiplicidad de tareas y
funciones sobre materias muy distintas. Tales tareas se ven recogidas genéricamente en
el artículo 97 de la CE, que viene a resumir o sintetizar las funciones del Gobierno, de
manera que los mandatos concretos que a este órgano dirigen otros artículos
constitucionales pueden considerarse expresión de las funciones generales que el art. 97
citado enumera. Estas funciones aparecen condensadas en tres apartados: 1) Dirección
de la política interior y exterior, la Administración civil y militar y la defensa del
Estado; 2) Ejercicio de la función ejecutiva; y 3) Potestad reglamentaria. Tal
enumeración supone la superación expresa de la concepción del Gobierno como mero
ejecutivo, o como realizador de impulsos o mandatos de otros órganos (esencialmente el
poder legislativo) y la aceptación de un papel propio, esto es, de una auténtica «función
de gobierno», distinta de las clásicas legislativa, ejecutiva y judicial. Ciertamente, la
función ejecutiva es una tarea esencial del Gobierno en sus distintos órganos (Consejo
de Ministros, Presidente, ministros). Pero no es menos cierto que esa función no agota
las atribuciones constitucionales del órgano gubernativo. El Gobierno, como se
desprende de la Constitución, y de la práctica diariamente constatable, tiene un conjunto
muy amplio de funciones, tanto considerado aisladamente en cuanto órgano
constitucional, como en cuanto sujeto director de una extensa estructura organizativa, la
Administración Pública. Estas funciones resultan, en muchas ocasiones, no de mandatos
o iniciativas de otros órganos («ejecución»), sino de la propia iniciativa, como
actividades creadoras e innovadoras. Aparte de la mera ejecución de las leyes,
corresponde también al Gobierno, en efecto, una tarea directiva de la política, fijando
los objetivos y metas de la acción coordinada de los poderes públicos, y proponiendo
los medios
Luis López Guerra

y métodos para conseguir esos objetivos; le corresponde también orientar, coordinar y


supervisar el aparato de la Administración, tanto en su acción interna como cara al
exterior; le corresponde igualmente dictar normas generales (reglamentos) que, como se
vio en la lección 3, no son sólo simple ejecución de normas legales. Ahora bien, ha de
tenerse en cuenta que la enumeración constitucional de las diversas funciones del
Gobierno no significa que éstas sean perfectamente aislables y delimitables entre sí. Por
el contrario, se encuentran estrechamente interrelacionadas, de forma que el ejercicio de
una función supone usualmente, y como instrumento necesario, el ejercicio de otra u
otras. Así, la función ejecutiva requiere la dirección y orientación de la Administración
Pública, así como el ejercicio, en ocasiones, de la función reglamentaria; y lo mismo
podría decirse de la dirección de la política interior y exterior, y de la defensa nacional.
El cumplimiento de las tareas materiales del Gobierno supone, en muchos casos, el
ejercicio simultáneo de actividades directivas, ejecutivas y normativo-reglamentarias, de
manera que las «funciones de Gobierno» se configuran como funciones complejas, en
las que se integran muy varios elementos.

2. LA FUNCIÓN DIRECTIVA. CARACTERES GENERALES La Constitución


atribuye funciones y tareas diversas a los distintos órganos constitucionales (la potestad
legislativa a las Cortes Generales, art. 66.2 de la CE; la potestad jurisdiccional a jueces
y tribunales, art. 117.3 de la CE, etc.). Ahora bien, la práctica política ha puesto de
manifiesto, de un lado, la necesidad de que los diversos órganos del Estado coordinen su
actuación, de forma que no persigan fines opuestos y contradictorios; de otro, que esa
coordinación difícilmente puede alcanzarse de forma espontánea o natural. La
Constitución española refleja esta experiencia, al prever expresamente que un órgano
constitucional, el Gobierno, aparte de las funciones específicas que se le encomiendan,
dispondrá también de una función directiva: el art. 97 de la CE le confiere la dirección
de «la política interior y exterior, la Administración civil y militar y la defensa del
Estado». En ésto viene a seguir una tradición consagrada en la práctica política, en la
que se ha atribuido esa función directiva al llamado «poder ejecutivo». Dirección
equivale a orientación e impulso. La función directiva consiste, así, en una primera
aproximación, en fijar unas metas a alcanzar (objetivos de la política económica, social,
de relaciones exteriores, etc.) y en impulsar al resto de los órganos constitucionales para
que provean las formas y medios de alcanzar esos objetivos. La dirección política es,
por tanto, en gran parte, una actividad de relación del Gobierno con otros órganos
constitucionales. Como consecuencia, el papel del Gobierno presenta dos dimensiones
en parte contrapuestas: es «ejecutor» de decisiones de otros, pues desempeña la función
ejecutiva, y al mismo tiempo

Funciones del Gobierno


es «director», ejerce una función creadora e impulsora, que se proyecta sobre los demás
poderes del Estado. Ello no significa, obviamente, que la dirección política sea
monopolio del Gobierno: ya se ha dicho que se trata de una actividad de relación, de
modo que los demás poderes participan en esa dirección. Así, la potestad legislativa
supone también una actividad de orientación política, al aprobar normas que fijan
objetivos y habilitan medios para su consecución; por otro lado, la jurisdicción
constitucional puede establecer la interpretación de los principios y mandatos
constitucionales, influyendo así en la orientación del Estado. Pero el amplio mandato
constitucional del art. 97 de la CE viene a reflejar que la función ordinaria y cotidiana
de impulso e iniciativa reside en el órgano gubernamental, correspondiendo a los demás
órganos constitucionales actuar sobre supuestos de hecho creados por el Gobierno, ya
para seguir sus directivas, ya para controlarlas, y, eventualmente, modificarlas o
rechazarlas. Esta función directiva se traduce, por un lado, en las tareas genéricas que el
art. 97 encomienda al Gobierno (dirección de la política interior y exterior, la
Administración civil y militar y la defensa del Estado) y por otro, en las potestades
específicas que le atribuyen otros mandatos constitucionales (iniciativa legislativa, de
iniciativa en materia presupuestaria, de estados de excepción, etc.) que reflejan, para
aspectos concretos, la capacidad directiva del Gobierno.

3. LA DIRECCIÓN DE LA POLÍTICA INTERIOR En el ámbito de la política interior,


la función directiva del Gobierno se manifiesta en las atribuciones que la Constitución
le confiere en relación con los restantes poderes del Estado. No se trata, desde luego, de
que exista una «primacía del poder ejecutivo», en el sentido de que pueda hacer éste
prevalecer su voluntad sobre la de los restantes poderes del Estado. Se trata más bien de
que el Gobierno dispone de una capacidad —y en ocasiones monopolio— de la
iniciativa frente a estos poderes, orientando y condicionando su actuación. a) En
relación con el poder legislativo, es competencia del Gobierno decidir la disolución de
las Cámaras (art. 115 de la CE) y la correspondiente convocatoria de elecciones. Pero
además, se atribuye al Gobierno la iniciativa legislativa (art. 87.1) esto es, la
elaboración de proyectos de ley y su presentación a las Cámaras, proyectos de ley que
serán de tramitación preferente (art. 89.1 CE). Ciertamente, tal potestad de iniciativa es
compartida con otros sujetos: las mismas Cámaras, la iniciativa popular en los términos
previstos por la Ley, las Comunidades Autónomas. No obstante, tal concurrencia
competencial es ilusoria, ya que la inmensa mayoría de las normas legislativas proceden
de proyectos gubernamentales,

Luis López Guerra

siendo muy escasas las que tienen otro origen. Manifestación también de esta potestad
de iniciativa es la posibilidad de dictar decretos-leyes en situaciones de urgencia y
necesidad (art. 86), si bien, como se vio, sometida a revisión por el Congreso de los
Diputados. Dispone además el Gobierno del monopolio de la iniciativa del
procedimiento parlamentario en un tema trascendental: el referente a los Presupuestos
del Estado. En este aspecto, el artículo 134 de la Constitución encomienda al Gobierno
«la elaboración de los Presupuestos Generales del Estado», reservando a las Cortes
Generales su «examen, enmienda y aprobación». Nos hallamos aquí ante un supuesto en
que la iniciativa política se reserva en exclusiva al Gobierno, único órgano que podrá
elaborar el proyecto de Presupuestos. b) En relación con otros poderes y órganos. La
manifestación de la función directiva gubernamental se encuentra en otros muchos
lugares de la Constitución. Podemos así señalar: – El Gobierno puede dirigirse
directamente al electorado mediante la propuesta de convocatoria de referéndum (art. 92
CE). En efecto, junto a las diversas modalidades de referéndum que prevé la
Constitución, y que son analizadas en otras partes de la presente obra (referéndum de
reforma constitucional y de aprobación y reforma de Estatutos, ver lecciones 2 y 32,
respectivamente) que han sido desarrolladas por la LO 12/80, de Regulación de las
Distintas Modalidades de Referéndum, el art. 92 CE introduce la figura del referéndum
consultivo sobre «decisiones políticas de especial trascendencia». Se configura,
constitucional y legalmente, como la posibilidad (referéndum potestativo, no
preceptivo) de que el Presidente del Gobierno recabe un pronunciamiento de los
ciudadanos sobre una decisión política. Ello implica que se trata, no de que los
ciudadanos, mediante referéndum, adopten una decisión (de índole normativa, o de
cualquier otro tipo) sino de que se pronuncien sobre una decisión que corresponde
adoptar a un órgano constitucional. El referéndum es pues consultivo, pero ello no
puede ocultar la trascendencia del pronunciamiento popular, en cuanto puede suponer la
adhesión o la desautorización de una resolución o propuesta del Gobierno. El
procedimiento del referéndum consultivo del art. 92 de la CE, tal como lo desarrolla la
LO 2/80, comprende la iniciativa del Presidente del Gobierno (sin que se exija
deliberación del Consejo de Ministros, si bien ésta aparece como elemento natural en el
proceso) y la autorización del Congreso de los Diputados. Para ello, el Presidente del
Gobierno habrá de enviar al Congreso la solicitud de autorización, conteniendo «los
términos exactos en que haya de formularse la consulta» (art. 6 LOR). Tal autorización
deberá aprobarse por mayoría absoluta. Obtenida la autorización del Congreso,
corresponde al Rey la convocatoria mediante Real Decreto acordado en Consejo

Funciones del Gobierno

de Ministros, refrendado por el Presidente (art. 2 LOR). Este procedimiento se aplicó


con ocasión del referéndum sobre la decisión de mantenimiento de España dentro de la
Alianza Atlántica, convocado por R.D. 214/86. Una segunda convocatoria de
referéndum, esta vez sobre el proyecto de Constitución europea (celebrado el 20 de
febrero de 2005) se llevó a cabo mediante una previsión específica, contenida en la Ley
Orgánica 17/2003, de 28 de noviembre. – Respecto de los órganos jurisdiccionales, le
compete al Gobierno la propuesta de dos miembros del Tribunal Constitucional (art.
159 CE) así como la legitimación para iniciar procesos constitucionales (arts. 161.2 y
162 CE). Dentro de este apartado puede también incluirse la propuesta para el
nombramiento del Fiscal General del Estado (art. 124.2 CE) – En relación con las
Comunidades Autónomas, la Constitución confiere al Gobierno la potestad de adoptar
las medidas necesarias para obligar a una Comunidad Autónoma al cumplimiento
forzoso de sus obligaciones para la protección del interés general (art. 155 CE). Esta
actuación, que debe contar con la conformidad del Senado, supone convertir al
Gobierno en último garante, en situaciones en que no quepa otra solución, del interés
nacional frente a actuaciones ilegítimas de entidades autonómicas. – Finalmente,
manifestación de esa función de dirección política es también la reserva al Gobierno por
el articulo 116 CE de la iniciativa para la declaración de situaciones excepcionales
(estados de alarma, excepción y sitio). La forzosa intervención de las Cámaras en los
supuestos de estado de excepción y sitio no priva, en cualquier caso, al Gobierno del
monopolio de la potestad de iniciativa al respecto. c) La precedente exposición no debe
hacer olvidar, de todas formas, dos matizaciones. La primera, que, pese a su amplitud,
las potestades señaladas son ilustrativas de la función directiva del Gobierno, pero no
agotan evidentemente su contenido: la dirección de la política interior se llevará a cabo
esencialmente mediante la actuación, día a día, de las diversas instancias del poder
ejecutivo, tanto en relación con los diversos órganos del Estado como respecto de
grupos sociales significativos, así como, en un régimen parlamentario, mediante las
relaciones con la mayoría o grupos parlamentarios (y partidos políticos)en que el
Gobierno se apoye en las Cámaras. Por otro lado, y en sentido distinto, ha de reiterarse
que la atribución genérica al Gobierno, que efectúa el art. 97 de la CE, de la dirección
política interior, no es de índole exclusiva, puesto que, sin duda, es perfectamente
posible que otros órganos (sobre todo, el legislativo) en el ejercicio de sus funciones,
incidan decisivamente en la orientación política. No obstante, tal incidencia se verá
reducida al ejercicio de las funciones que específicamente la Constitución les
encomienda, sin que les corresponda, fuera de ellas, una capacidad genérica de

Luis López Guerra

dirección, sino, a lo sumo, de recomendación o estímulo no vinculante, mediante


técnicas tales como peticiones (o, en el caso de las Cortes, mociones o proposiciones no
de ley) que planteen sugerencias o indicaciones al Gobierno.

4. LA DIRECCIÓN DE LA POLÍTICA EXTERIOR Las relaciones exteriores en todos


los campos —cultural, político, económico, tecnológico— son hoy un elemento esencial
para la vida de un país, en un mundo intercomunicado y forzosamente interdependiente;
ello se acentúa aún más en casos como el español, en que a la interdependencia típica de
nuestra época, viene a añadirse la integración en unidades políticas y económicas de
decidida vocación supranacional, como es, entre otras, la Unión Europea. La dirección
de la política exterior aparece así como un elemento de fundamental importancia dentro
de las funciones constitucionales. Pues bien, la Constitución dispone que el Gobierno
«dirige la política interior y exterior» (art. 97). Se trata de un apoderamiento muy
amplio, si se tiene en cuenta que la política exterior presenta una multiplicidad de
manifestaciones. Por una parte, cabe distinguir actuaciones puramente políticas:
reconocimiento de otros países, participación en operaciones multinacionales de diverso
tipo (de ayuda económica, sanitaria, de pacificación, militares, etc.) intervención en
organismos internacionales, como UNESCO, ONU, realización de contratos
intergubernamentales, etc. La actuación exterior tiene también una dimensión
administrativa, en cuanto implica la dirección de la Administración exterior, las
representaciones diplomáticas, y la tutela de los españoles en el extranjero. Presenta
también (y sobre esto nos extenderemos más ampliamente) una dimensión normativa,
por cuanto puede representar la conclusión de tratados con fuerza normativa interna.
Finalmente, la dirección de la política exterior aparece forzosamente relacionada con la
defensa del Estado, puesto que en el mundo actual la seguridad y la defensa de cada país
se vincula a la creación de sistemas de alianzas y acuerdos internacionales. Las
disposiciones constitucionales, así como su desarrollo legal y reglamentario, atribuyen
al Gobierno la función directiva en estos múltiples aspectos. Ello no obsta (como en
otras manifestaciones de la potestad directiva gubernamental) a que otros órganos del
Estado puedan colaborar, incluso decisivamente, en esa labor de dirección. Pero se trata
de una participación condicionada a la iniciativa e impulso gubernamental, que resulta
en este aspecto insustituible. Ha de recordarse además que estas específicas materias —
relaciones internacionales y defensa del Estado— aparecen excluidas de la competencia
de las Comunidades Autónomas, a diferencia de lo que ocurre respecto de la función
ejecutiva y de la dirección de la política interior. En efecto, el art. 149.1 de la
Constitución, que

Funciones del Gobierno

enumera las materias y competencias reservadas al Estado, especifica dentro de esa


reserva, en su apartado 3, las relaciones internacionales, y en su apartado 4, la defensa y
Fuerzas Armadas. Dentro de las diversas manifestaciones de la acción exterior del
Estado, una de ellas tiene una evidente dimensión normativa: la conclusión de tratados
entre Estados. La Constitución prevé que «los tratados internacionales válidamente
celebrados, una vez publicados oficialmente en España, formarán parte del
ordenamiento interno» (art. 96.1 CE). En este respecto, el poder legislativo desempeña
un importante papel, ya que es competencia suya la autorización de determinados
tratados (art. 94 CE), autorización que en los supuestos previstos por el art. 93 de la CE
deberá concederse por ley orgánica. Por otra parte, cualquiera de las Cámaras puede
requerir al Tribunal Constitucional para que se pronuncie sobre la constitucionalidad de
tratados internacionales (art. 95.2). El procedimiento de conclusión de tratados, no
obstante, refleja, pese a la intervención parlamentaria, la potestad directiva del
Gobierno. Y ello desde dos perspectivas: la reserva de iniciativa gubernamental, y el
carácter restringido de la intervención de las Cortes.

a) Reserva de iniciativa gubernamental La Constitución, en sus artículos 93 y 94, exige


la intervención de las Cortes, que deberán autorizar la «celebración» de determinados
tratados (art. 93 CE) o «la prestación del consentimiento del Estado» para otros (art. 94
CE). La actuación parlamentaria se produce, en todo caso, únicamente sobre un aspecto
del procedimiento de conclusión de tratados: el aspecto final, esto es, la aprobación del
texto o contenido del acuerdo. Pero queda fuera del alcance de las Cámaras el resto del
procedimiento, es decir, las importantes fases de iniciativa, negociación, y conclusión
de compromisos. En este aspecto, las Cortes pueden impedir la acción del Gobierno
(pueden negarse a autorizar un tratado) pero no pueden imponer al Gobierno que
negocie un tratado, o que incluya unas concretas cláusulas en el mismo. En manos del
órgano gubernamental queda, pues, la iniciativa, y la dirección y orientación del
procedimiento, aunque, eso sí, subordinadas a la ulterior aprobación parlamentaria.

b) Restricciones a la intervención parlamentaria Pero incluso dentro de la dimensión


normativa de las relaciones exteriores dispone el Gobierno de un ámbito exclusivamente
encomendado a su competencia, sin intervención (excepto de carácter marginal) del
poder legislativo. Pues la autorización de las Cortes no es exigible en todo tipo de
tratados, sino en aquellos

Luis López Guerra

supuestos expresamente enumerados en la Constitución, esto es, los tratados por los que
se cedan competencias constitucionales (art. 93) los que impliquen una reforma
constitucional (art. 95) y la lista enumerada en el art. 94. En los demás casos, «el
Congreso y el Senado serán inmediatamente informados de la conclusión de los
restantes tratados o convenios»: el papel del Parlamento queda por tanto limitado, en
estos supuestos, a «ser informado» (art. 94.2 CE). Esta restricción de la intervención de
las Cortes en relación con determinados tratados supone la necesidad de una calificación
previa de los acuerdos internacionales, para determinar si entran o no en las categorías
que precisan una autorización parlamentaria. Ello implica, primeramente, decidir sobre
si el acuerdo en cuestión constituye o no un acuerdo normativo y no otro tipo de
relación (por ejemplo, una promesa, una declaración de intenciones, una declaración
paralela a otra de otro país); y, en segundo lugar, precisar si requiere o no autorización
de las Cortes. El ordenamiento español prevé la emisión, en determinados casos, de un
dictamen de Consejo de Estado (Ley Orgánica del Consejo de Estado, art. 22.1) sobre si
esa autorización es necesaria. Por otra parte, cabe que la Mesa de las Cortes rectifique la
tramitación propuesta por el Gobierno, decidiendo que su tramitación se realice por la
vía de la autorización, y no de la simple información (o viceversa). Finalmente, se ha
extendido la práctica de que los tratados sean convalidados (no autorizados) por el
Parlamento, subsanándose así posibles extralimitaciones gubernamentales.

5. LA DIRECCIÓN DE LA DEFENSA DEL ESTADO La defensa del Estado aparece


en la Constitución como una función reservada en exclusiva a la competencia estatal
(art. 149.1.4), y, dentro de las instituciones estatales, atribuida a la dirección
gubernamental (art. 97 CE). Esta atribución aparece lógicamente vinculada a otras dos
funciones gubernamentales, la dirección de la política exterior y la dirección de la
Administración militar. Ahora bien, y pese a esa vinculación, no se trata, estrictamente,
de actividades idénticas: – Con respecto a la política exterior, la defensa del Estado
tiene, por un lado, una extensión menor: hay aspectos de la política exterior (protección
de nacionales, emigración, colaboración sanitaria y muchos otros) no relacionados con
la defensa. Pero, por otra parte, la defensa del Estado presenta dimensiones alejadas de
la actividad exterior: así, las relacionadas con la defensa interior del Estado, frente a
enemigos internos del orden constitucional. Aún así, conviene no olvidar que hay
aspectos —política de alianzas— comunes a ambas funciones, defensa y relaciones
exteriores.

Funciones del Gobierno

– Respecto a la dirección de la Administración militar, ésta constituye un instrumento


para la política de defensa, de la misma forma que la Administración civil lo es para
llevar a cabo la dirección de la política interior, de las relaciones internacionales o de la
función ejecutiva. La «política militar» o política en relación con las Fuerzas Armadas
es, pues, un elemento de la política de defensa. Pero ésta va más allá de lo meramente
militar, puesto que comprende otro tipo de actuaciones: de relaciones y alianzas
exteriores, de previsión de recursos (económicos, de comunicaciones) y de protección
civil, y defensa frente a enemigos interiores. No cabe pues, reducir la defensa del Estado
a la política militar. Como en el resto de las funciones directivas del Gobierno, la
dirección de la defensa supone la colaboración con otros órganos del Estado: pero
también en este aspecto le corresponde al Gobierno una función destacada, de
orientación general de la política, de iniciativa y de impulso. Esta colaboración se
refiere, esencialmente, a la Corona y al poder legislativo. Por lo que se refiere a la
Corona, la previsión del art. 97 CE completa el mandato del art. 62 h) CE, que confiere
al Rey «el mando supremo de las Fuerzas Armadas» (ver lección 21). Tal «mando
supremo» habrá de interpretarse a la luz de la necesidad de refrendo de los actos del Rey
(art. 64 CE) y de la dirección gubernamental de la defensa, de la Administración militar
y de la política exterior (art. 97 CE) y por lo tanto, traducirse en una función simbólica y
moderadora, en el sentido de aportación de la experiencia y conocimientos del Monarca,
sin que ello implique un poder de mando directo. Así ha de interpretarse, por tanto, el
conjunto de disposiciones legales referentes a la participación del Rey en los altos
órganos de defensa nacional, como el Consejo de Defensa Nacional (Ley Orgánica
5/2005, de 17 de noviembre, de la Defensa Nacional, en adelante LODN, arts. 3 y 8) En
cuanto al poder legislativo, su participación en la conducción de la defensa nacional se
ve delimitado por la función directiva gubernamental. Ciertamente, el ejercicio de las
funciones propias del legislativo —normativa, de control y presupuestaria— incidirá
notablemente en los diversos aspectos de la política de defensa, y así lo viene a
reconocer el art. 4 de la norma básica en la materia, la ya citada L.O. 5/2005 (LODN).
Pero esas funciones, con toda la importancia que revisten, no obstan a que la función
directiva de la defensa, se perfile como de competencia gubernamental. La LODN
confiere relevantes atribuciones a las Cortes en materia de defensa nacional: así,
corresponde a las Cortes autorizar la participación de las Fuerzas Armadas en misiones
fuera del territorio nacional (art. 4. LODN) o debatir las líneas generales de la política
de la defensa. Ello comporta una obligación gubernamental de someter tales líneas
generales al conocimiento y debate de las Cámaras, que podrán por consiguiente aportar
conclusiones y propuestas, en materia de defensa, al Gobierno. Pero esas funciones se
hacen depender de la

Luis López Guerra

iniciativa gubernamental. Así, la autorización para misiones militares en el extranjero se


producirá sobre la correspondiente propuesta gubernamental (art. 17 LODN) y el debate
sobre las líneas generales de política de defensa se producirá por impulso del Gobierno:
como señala la misma LODN, «a estos efectos, el Gobierno presentará las iniciativas
correspondientes, singularmente los planes de reclutamiento y modernización» (art. 4.1.
LODN). El Gobierno se configura por tanto como el responsable de la defensa del
Estado, y así lo recoge el art. 5 de la LODN: «corresponde al Gobierno determinar la
política de defensa y asegurar su ejecución, así como dirigir la Administración militar y
acordar la participación de las Fuerzas Armadas en misiones fuera del territorio
nacional». Ahora bien, esta atribución necesita de ulteriores especificaciones, dado el
carácter complejo del órgano gubernamental, y del reparto de funciones dentro de él.
Sobre todo, y ante las diversas materias que inciden en la defensa, se plantea la
necesidad de una estricta coordinación, para obtener una efectiva unidad de acción en el
exterior. Debe insistirse, en efecto, en la especial importancia de la dimensión exterior
de la defensa, lo que lleva a la coincidencia, a primera vista, de los ámbitos de al menos
dos departamentos ministeriales directamente afectados: Defensa y Asuntos Exteriores.
En la regulación legal, el Ministerio de Defensa aparece, como es lógico, como sujeto
preferente de la defensa nacional, lo que se refleja en una amplia lista de atribuciones al
respecto. No obstante, y como se dijo, la defensa del Estado se proyecta también
decisivamente en la política exterior, lo que implica una necesaria coordinación con el
ministerio específicamente competente en esta materia, esto es, el de Asuntos
Exteriores. Esta coordinación aparece prevista sobre todo en dos formas. Por una parte,
a) en el reforzamiento del papel directivo, y coordinador del Presidente del Gobierno,
por otra, b) mediante mandatos y mecanismos específicos de colaboración
interministerial. a) El arma esencial de coordinación gubernamental se halla en el
evidente reforzamiento del papel del Presidente del Gobierno en la dirección de la
política de defensa, que deja en un segundo plano los mecanismos de cooperación
interministerial. La LODN viene en efecto a potenciar el papel del Presidente del
Gobierno, de forma que las decisiones en materia de defensa (exterior e interior) quedan
en gran manera, incluso formalmente, en manos de éste. La dirección de la defensa, con
su componente militar, que se establece como competencia del Gobierno queda por
tanto, dentro de éste, atribuida al Presidente del Gobierno, por mandato legal,
reforzando las previsiones del art. 98.2 CE en cuanto disponen que «el Presidente dirige
la acción del Gobierno y coordina las funciones de los demás miembros del mismo». La
LODN traduce esta disposición en una amplísima relación de potestades del Presidente,
al que corresponde «la dirección de la política de defensa». Por tanto, ejerce su
autoridad para «ordenar, coordinar y dirigir la actuación de las fuerzas armadas», y le
corresponde «definir y aprobar los grandes objetivos y plan-

Funciones del Gobierno

teamientos estratégicos, a sí como formular las directivas para las negociaciones


exteriores que afecten a la política de defensa» (art. 6.3.b. LODN). En correspondencia,
los altos órganos de la defensa se configuran como asesores del Presidente: tal es el caso
del Consejo de la Defensa Nacional («órgano coordinador, asesor y consultivo del
Presidente del Gobierno» según el art. 8 LODN. b) A ello deben añadirse los mandatos
específicos de colaboración interministerial, que prevén formas concretas de
colaboración y coordinación interministerial: así, la LODN establece la creación de una
Comisión Interministerial de Defensa (art. 8). Por lo que se refiere a la defensa frente a
consecuencias interiores de un conflicto bélico, afectando a la población civil, la Ley
2/85, de 21 de enero, de Protección Civil, encomienda al Gobierno la adopción de las
medidas oportunas, a efectos de preservar la seguridad de personas y bienes en tales
supuestos, «asegurando en todo caso la colaboración entre las autoridades civiles y
militares» (art. 3.2). También pues, en este caso, la dirección de la defensa,
encomendada constitucionalmente al Gobierno, se traduce en una habilitación legal en
aspectos conexos.

6. LA DIRECCIÓN DE LA ADMINISTRACIÓN CIVIL Y MILITAR La dirección de


la Administración civil y militar se configura como supuesto inicial y necesario para
que el Gobierno pueda llevar a cabo sus actividades de dirección política, y más en
general, todas las funciones que la Constitución le encomienda. En realidad, resulta
difícil pensar cómo el Gobierno podría ejercitar sus funciones sin la colaboración de la
maquinaria administrativa, que, por una parte, le proporciona la información necesaria
para diseñar objetivos y prever medios: por otra, el apoyo técnico para elaborar
proyectos de actuación, y, finalmente, el instrumental material y humano para llevarlos
a cabo. Resulta imposible imaginar una actividad gubernamental en que no intervengan,
de una forma u otra, instancias administrativas. La Constitución diferencia con claridad
Gobierno y Administración como entes distintos y con propia y separada entidad (ver,
por ejemplo, la STC 16/1984, caso Presidente de la Comunidad Foral de Navarra, F.J.
3). Esta distinción entre Gobierno y Administración aparece precisada en la normativa
legal que regula la posición del Gobierno respecto de los diversos órganos y poderes
públicos. La Ley de Organización y Funcionamiento de la Administración General del
Estado (LOFAGE) establece que los órganos superiores de la Administración serán los
ministros y los secretarios de Estado (art. 6.2, apartados a) y b). La conexión orgánica
entre el Gobierno, como órgano colegiado que se identifica con el Consejo de Ministros
(art. 4.1 de la Ley del Gobierno) y la Administración, se lleva a cabo
Luis López Guerra

mediante la figura del ministro, titular del departamento ministerial, y miembro del
Consejo de Ministros. El Gobierno dirige, la Administración administra, y el ministro es
el lazo de unión o conexión entre ambos. Ha de tenerse en cuenta, en todo caso, que esta
dirección de la Administración no puede suponer menoscabo de los criterios que la
Constitución, en sus artículos 14, 103 y 106 predica de la actuación administrativa:
igualdad, objetividad de la Administración e imparcialidad de los funcionarios (ver al
respecto la lección siguiente). La dirección de la Administración lo que supone, pues, es
una tarea de fijación de objetivos, de establecimiento de un orden de prioridades entre
las actividades administrativas, la previsión de los medios necesarios para llevar a cabo
esas actividades, y la distribución de recursos para su consecución. Esta labor de
orientación y dirección se configura pues como una labor previa y necesaria para la
eficaz actuación de la Administración, pero que en ningún caso podrá lesionar el
principio de la objetividad e imparcialidad funcionarial. Una de las técnicas usualmente
empleadas para asegurar esta dirección de la Administración es la existencia de un
«escalón político» en la maquinaria administrativa, que transmita las directrices
gubernamentales y vele por su cumplimiento. El primer «nivel político» lo constituyen,
obviamente, los ministros, miembros del Gobierno y al mismo tiempo, jefes de los
respectivos departamentos ministeriales, en que se estructura la Administración del
Estado. Pero, además, dentro de cada ministerio, la normativa legal y reglamentaria
prevé la existencia de cargos de dirección y confianza política, que permitan orientar la
acción administrativa. Esta «zona alta» de la Administración se compone de cargos de
designación estrictamente política (que pueden proveerse libremente, sin que se exijan
requisitos específicos para ello) o bien de cargos «de libre designación», esto es,
nombrados discrecionalmente por el Gobierno, pero de entre miembros del aparato
administrativo, es decir, entre funcionarios. Los límites entre la «zona política» y la
«zona estrictamente funcionarial» de la Administración son variables, no determinados
por la Constitución, sino por la legislación ordinaria, cuyos elementos básicos se
encuentran en la Ley de Organización y Funcionamiento de la Administración General
del Estado (LOFAGE).

7. LA FUNCIÓN EJECUTIVA. LA POTESTAD REGLAMENTARIA Aún cuando,


como se ha visto, la función del Gobierno va mucho más allá de la mera ejecución de
las leyes, ésta aparece como contenido tradicional de la acción gubernamental, como
prueba el uso universal del término «poder ejecutivo» para designar al Gobierno. Y
ciertamente, una gran parte de las disposiciones legislativas sólo pueden cobrar realidad
si son ejecutadas por el poder gubernativo, que debe llevar a cabo, por sí, o mediante el
aparato administrativo, las actuacio-

Funciones del Gobierno


nes materiales requeridas: piénsese en las leyes que organizan la educación, los
servicios públicos o la planificación de sectores como el sanitario o el económico. El
contenido de la función ejecutiva podrá ser tan amplio y diverso como las disposiciones
legales prevean: podrá consistir en actividades de mera autorización, de inspección, de
prestación directa de bienes y servicios, de imposición de sanciones, o de cualquier otro
tipo que la ley establezca; la ley podrá determinar que sus preceptos se lleven a la
práctica directamente por el poder público, o que se sigan fórmulas de ejecución
indirecta, a través de concesionarios privados, en cuyo caso el papel del «poder
ejecutivo» consistirá en el otorgamiento de esa concesión. Igualmente, la ley podrá fijar
con toda precisión los términos en que la ejecución de sus preceptos deberá llevarse a
cabo, de manera que la actuación del ejecutivo será estrictamente reglada, y, por así
decirlo, de aplicación «automática» de la ley o, por el contrario, en otros supuestos, la
ley puede fijar objetivos y criterios de actuación, dejando al poder ejecutivo un margen
de discrecionalidad más o menos amplio para la realización concreta de los mandatos
legales. En todo caso, y en cuanto actividad derivada de las previsiones de la ley, la
función ejecutiva se encuentra estrictamente subordinada a los mandatos de ésta; la ley
habilita al poder ejecutivo para ejercer un conjunto de competencias, de manera que en
todo caso la acción de este poder deberá tener a la ley como punto de referencia. Sobre
este aspecto se extenderá la lección que sigue. En cuanto al sujeto de la función
ejecutiva, en ocasiones, las leyes se refieren específicamente al Gobierno o al Consejo
de Ministros como órgano materialmente ejecutor de sus mandatos, al encomendarle,
por ejemplo, expedir determinados nombramientos (así art. 10.1 de la Ley Orgánica del
Consejo de Estado) o autorizar determinados contratos. No obstante, el grueso de las
tareas ejecutivas se suele encomendar por las normas legales a los departamentos
ministeriales, o, más genéricamente, a la Administración. Ahora bien, ello no empece el
papel fundamental del Gobierno, en cuanto órgano colegiado, en relación con la función
ejecutiva. En cuanto al Consejo de Ministros se configura, como se vio, como el órgano
constitucional director de la Administración, le corresponde también garantizar el
cumplimiento de los mandatos legales por las instancias administrativas, encabezadas
por los respectivos ministros: debe por ello llevar a cabo una continua actuación de
vigilancia y estímulo del aparato administrativo en el cumplimiento de los mandatos
legales. El Gobierno, como encargado de la dirección de la Administración, ostenta una
posición jerárquica sobre la misma que se traduce en un especial vínculo entre ambos en
el ejercicio de la función ejecutiva a que se refiere el art. 97 CE. Y ese especial vínculo
se traduce, incluso, en la existencia de supuestos en que el Gobierno, como órgano
colegiado, lleva a cabo actuaciones de carácter administrativo, rompiendo así la
separación rígida entre ambas entidades. Y, como se dijo anteriormente, la función
ejecutiva aparece estrechamente relacionada con otras funciones del Gobierno: la
función

Luis López Guerra

reglamentaria (pues la normativa reglamentaria se configura en muchas ocasiones como


requisito previo y necesario para la ejecución de los mandatos legales) y la dirección de
la Administración. Debe tenerse en cuenta, en todo caso, que la organización territorial
autonómica supone que no pueda hablarse ya de un sólo «Poder Ejecutivo». Al igual
que ocurre respecto de la potestad legislativa, la división competencial efectuada por la
Constitución y los Estatutos de Autonomía implica que habrá funciones ejecutivas
propias del Estado (y que corresponderán al Gobierno de la Nación) y funciones
ejecutivas que correspondan a las Comunidades Autónomas (que serán competencia de
sus respectivos órganos ejecutivos). Además, ha de tenerse en cuenta el tercer nivel
previsto en la Constitución; esto es, el relativo a las entidades locales, nivel diferenciado
del estatal y el autonómico. La Constitución configura a la potestad reglamentaria como
algo distinto y separado de la función ejecutiva (art. 97 CE, in fine). Sobre este aspecto,
nos remitimos a lo expuesto en la lección 4, apartado tercero, «La potestad
reglamentaria».

8. BIBLIOGRAFÍA, LEGISLACIÓN Y JURISPRUDENCIA A) BIBLIOGRAFÍA En


general, para la función del Gobierno, GARCÍA FERNÁNDEZ, J. Estudios sobre el
Gobierno, Madrid, 2007. Para la función de dirección política, LÓPEZ GUERRA, L.,
«Funciones del Gobierno y dirección política», Documentación Administrativa, 215
(1988), y SAIZ ARNAIZ, A. «El Gobierno y la dirección de la política», Revista Vasca
de Administración Pública, 34, II (1992). Sobre el referéndum consultivo, OLIVER
ARAUJO, J., «El Referéndum en el sistema constitucional español», en Revista de
Derecho Político, 29 (1989) y AGUIAR DE LUQUE, L., «El referéndum en la
Constitución española: una reflexión sobre una institución problemática» en LÓPEZ
GUERRA L., et. al., Constitución y desarrollo político. Estudios en homenaje a Jorge de
Esteban, Valencia, 2013. En relación con la dirección de la Administración, BILBAO
UBILLOS, J.M., «La dirección de la Administración civil y militar por el Gobierno de
la Nación» en GÓMEZ MONTORO, A. y ARAGÓN, M., El Gobierno. Problemas
constitucionales, Madrid, 2005, y JIMÉNEZ ASENSIO, R., «La dirección de la
Administración Pública como función del Gobierno», Revista Vasca de Administración
Pública, 34, II (1994). Del mismo autor, Altos cargos y Directivos Públicos. Un estudio
sobre las relaciones entre Política y Administración en España. (2ª ed.) Oñati, 1998.
Para la dirección de la política exterior, PÉREZ TREMPS, P., «El control parlamentario
de la política exterior», Revista de las Cortes Generales, 15 (1988). REMIRO
BROTONS, A., La acción exterior del Estado. Madrid, 1984. En relación con la defensa
del Estado, LÓPEZ GUERRA, L. y ESPÍN TEMPLADO, E. (coords.) La defensa del
Estado, Valencia, 2004; BLANCO VALDÉS, R., La ordenación constitucional de la
defensa. Madrid, 1988. Para la función ejecutiva, GALLEGO ANABITARTE, A. y
MENÉNDEZ REXACH, A., «Artículo 97. Funciones del Gobierno», en ALZAGA, O.
(Dir.) Comentarios a las leyes políticas.

Funciones del Gobierno t.VIII, Madrid, 1997; SANTAMARÍA PASTOR, J. A.,


«Gobierno y Administración: Una reflexión preliminar», en Documentación
Administrativa, 215 (1988). En cuanto a la potestad reglamentaria, nos remitimos al
Vol. I, Lección 4, de la presente obra. También, DE OTTO, I., Derecho Constitucional.
Sistema de fuentes. Barcelona, 1987; GARCÍA MACHO, R., Reserva de ley y potestad
reglamentaria. Barcelona, 1988; y BAÑO LEÓN, J. M., Los límites constitucionales de
la potestad reglamentaria, Madrid, 1991.

B) LEGISLACIÓN Para la dirección de la política exterior, ver las disposiciones


referentes a la autorización parlamentaria de tratados en el Reglamento del Congreso de
los Diputados (Título VII, Capítulo I) y en el Reglamento del Senado (Título IV,
Capítulo II, Sección 7ª). Para el referéndum, LO 2/80, de 18 de enero, de regulación de
las distintas modalidades de referéndum. Respecto de la dirección de la defensa, es
relevante la Ley Orgánica 5/2005, de 17 de noviembre, de la Defensa Nacional. Para la
coordinación entre los Ministerios de Defensa y Asuntos Exteriores, R.D. 1883/96 de 2
de agosto, por el que se determina la estructura orgánica básica del Ministerio de
Defensa. También, Ley 2/85, de 21 de enero, sobre Protección Civil. En relación con la
función ejecutiva y la dirección de la Administración, es relevante la consulta de la Ley
40/2015, de 30 de marzo, de Régimen Jurídico del Sector Público, así como la Ley
39/2015 de Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas; y
finalmente, la Ley 30/84, de 2 de agosto, de Medidas para la Reforma de la Función
Pública

C) JURISPRUDENCIA Para una delimitación de las funciones políticas del Gobierno,


son relevantes las SSTC 45/90 (caso Administración de Justicia en el País Vasco)
196/90 (caso solicitud de información parlamentaria) y 220/91 (caso Euskadiko
Esquerra).

Lección 28

La Administración pública 1. 2. 3. 4. 5. 6.

ESTADO Y ADMINISTRACIONES PÚBLICAS. TIPOS DE ADMINISTRACIONES


PÚBLICAS. LOS PRINCIPIOS CONSTITUCIONALES DE LA
ADMINISTRACIÓN. EL CONTROL DE LA ADMINISTRACIÓN. LA
ADMINISTRACIÓN MILITAR Y LOS CUERPOS Y FUERZAS DE SEGURIDAD.
BIBLIOGRAFÍA, LEGISLACIÓN Y JURISPRUDENCIA.

1. ESTADO Y ADMINISTRACIONES PÚBLICAS Tal como se ha señalado en la


lección anterior, los poderes del Estado precisan de una serie de medios personales y
materiales que les permitan desarrollar las funciones que les vienen constitucionalmente
encomendadas. El instrumento fundamental a través del cual se llevan a cabo esas
funciones y que integra aquellos medios materiales y personales es la Administración
Pública. Ésta, en consecuencia, es una organización compleja que tiene como finalidad
gestionar la acción del Estado sometiéndose a un régimen jurídico particular. A esta
idea se refiere la Constitución cuando afirma que «la Administración Pública sirve con
objetividad los intereses generales…» (art. 103.1). La propia Constitución sienta las
bases de ese régimen jurídico, tanto en lo relativo a la organización como a la acción
administrativas, en los arts. 103 a 107, dentro del Título IV, cuya rúbrica es «Del
Gobierno y la Administración». Antes de entrar a analizar esos principios
constitucionales relativos a la Administración, conviene realizar unas breves
consideraciones sobre su concepto y extensión. En primer lugar, hay que destacar que la
configuración del Estado contemporáneo, en especial en su dimensión de «Estado
social» (art. 1.1 CE), trae consigo una gran complejidad tanto en las funciones que debe
cumplir, como en sus formas de actuación. En efecto, en la actualidad el Estado es
mucho más complicado de lo que era su concepción liberal, limitado prácticamente a
garantizar las libertades públicas y ciertos servicios mínimos (defensa, administración
de justicia, etc…); la Constitución impone a los poderes públicos, junto a esas funciones
clásicas, otras muchas que pueden resumirse en lo dispuesto por el art. 9.2: «promover
las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se
integra sean reales y efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su
plenitud y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política,
económica, cultural y social». Manifestaciones de ello se encuentran, entre otras,

Pablo Pérez Tremps

en los Principios Rectores de la Política Social y Económica (Cap. III del Título I), que
exigen la acción de los poderes públicos para hacerlos efectivos, o en muchas de las
previsiones del Título VII relativo a Economía y Hacienda, donde, por ejemplo, se
establece que «los poderes públicos atenderán a la modernización y desarrollo de todos
los sectores económicos…» (art. 130.1 CE). En consecuencia, el Estado social y
democrático de Derecho precisa de una Administración Pública compleja y desarrollada
para llevar a cabo las funciones que tiene encomendadas. En segundo lugar, como ya se
ha señalado, la Administración es el instrumento fundamental de acción del Poder
Ejecutivo. Ahora bien, no existe una absoluta equivalencia entre la acción de los
poderes públicos y la acción administrativa. Ello es así porque, en ocasiones, el Estado
encomienda el cumplimiento de ciertas acciones públicas a los particulares a través de
diversas técnicas jurídicas; un ejemplo típico es la figura de la concesión para la
prestación de servicios públicos. Pero, junto a ello, puede ocurrir también lo contrario:
la Administración, aunque normalmente desarrolle funciones públicas, con carácter
excepcional, puede también llevar a cabo acciones típicas de personas jurídico-privadas
como exigencia y complemento de su acción central. Por último, hay que señalar que la
complejidad de objetivos que los poderes públicos deben perseguir hace que los
instrumentos que se utilizan para ello sean múltiples. En efecto, el régimen jurídico de
la Administración Pública, a veces, resulta excesivamente rígido o, sencillamente,
inadecuado para cumplir con una determinada tarea; en consecuencia, el ordenamiento
prevé la posibilidad de crear instrumentos especiales en los que pueden mezclarse
elementos públicos y privados.
2. TIPOS DE ADMINISTRACIONES PÚBLICAS En el anterior epígrafe se ha hecho
referencia al ente abstracto Administración Pública como una unidad, como un todo,
vinculado al Estado, caracterizado también como unidad. Ahora bien, la estructura
compleja del Estado, por una parte, junto con las particularidades que impone el
ejercicio de algunas funciones del Estado, por otra, hacen que el concepto de
Administración Pública sea abstracto y que, en la realidad, exista una pluralidad de
Administraciones Públicas.

a) Organización territorial y Administración Pública En primer lugar, la opción


descentralizadora seguida por la Constitución al abrir paso al Estado de las Autonomías
hace que exista un doble orden de Administraciones Públicas. Por un lado, los poderes
centrales del Estado cuentan con una Administración Pública propia (Administración
General del Estado) para el ejercicio de las competencias que el bloque de la
constitucionalidad les reserva.

La Administración pública

Junto a ésta, cada una de las Comunidades Autónomas cuenta con su propia
organización administrativa para el desarrollo de las competencias que les corresponden
(Administraciones Autonómicas). Pero, además, la Constitución reconoce la autonomía
de otros entes territoriales para la gestión de sus intereses (art. 137 CE; v. Lección 32);
pues, bien, cada uno de esos entes provinciales, municipales, insulares, etc… cuenta,
también, con sus respectivos aparatos administrativos (Administraciones Locales). La
organización territorial adoptada por el Estado no sólo determina en buena medida la
existencia de distintas Administraciones Públicas; junto a ello sirve, asimismo, de
estructura para la actuación de esas mismas Administraciones, en especial de la
Administración General del Estado. En efecto, la división territorial en Comunidades
Autónomas y Provincias repercute en la propia organización y funcionamiento de la
Administración del Estado, que toma esas divisiones como base de su actuación. La
organización de la Administración General del Estado en las unidades territoriales
provinciales y autonómicas da lugar a la Administración Periférica del Estado, dirigida
por los Delgados del Gobierno, en las Comunidades Autónomas, y por los
Subdelegados del Gobierno, en las Provincias (arts. 69 y ss. LRJSP). Esta
Administración Periférica no es, en consecuencia, una Administración autónoma, sino
el conjunto de los servicios de la Administración General del Estado que desarrollan su
actuación en ámbitos territoriales infraestatales y, en consecuencia, es parte de esa
Administración General del Estado.

b) Administraciones no territoriales La anterior distinción entre Administración General


del Estado, Administraciones Autonómicas y Administraciones Locales tiene su
fundamento, como se ha visto, en la organización territorial constitucionalmente
adoptada. Ahora bien, en ocasiones la gestión de determinados intereses generales,
dadas las particularidades de éstos, se lleva a cabo por entes administrativos de base no
territorial que poseen personalidad jurídica propia y que, en consecuencia, se encuentran
formalmente fuera de las organizaciones administrativas territoriales; sin embargo, estas
Administraciones no territoriales están vinculadas de una u otra manera a las
Administraciones territoriales. Dentro de las Administraciones no territoriales, se
distinguen, a su vez, dos grupos principales: entes de base corporativa y entes de base
institucional. Los primeros, Corporaciones Públicas, se caracterizan por tener una
estructura basada en el elemento personal; un ejemplo presente en la Constitución es el
de los Colegios Profesionales (art. 36). El segundo tipo de entes administrativos no
territoriales son aquéllos de naturaleza institucional, Organismos Públicos (art. 88 y ss.
LRJSP), y se caracterizan por crearse para el cumplimiento de un determinado fin
público de tipo administrativo (Organismos autónomos) o empresarial (Entes

Pablo Pérez Tremps

públicos empresariales) (art. 43 LOFAGE). Muchos son los ejemplos de este tipo de
administraciones públicas; puede destacarse el de los entes encargados de la
administración sanitaria (Instituto Nacional de la Salud —INSALUD—), o de la
seguridad social (Instituto Nacional de la Seguridad Social —INSS—), o de gran parte
de la actividad económico-empresarial que el Estado desarrolla de forma directa
(Correos y Telégrafos). Tanto las Administraciones corporativas como institucionales
dependen, de una u otra manera, de alguna de las Administraciones territoriales, aunque
posean personalidad jurídica propia. En consecuencia, existen entes corporativos e
institucionales de naturaleza pública de ámbito estatal, de ámbito autonómico y de
ámbito local. Ahora bien la forma y técnicas con las que las Administraciones
corporativas e institucionales se vinculan y relacionan con las Administraciones
territoriales varían mucho en función de múltiples elementos, en especial, de las tareas
que cumplen. Así, por ejemplo, existen determinadas Administraciones sometidas a
pocos instrumentos de tutela y control de Administraciones territoriales y que gozan de
una amplia autonomía; es el caso, por ejemplo, el del Banco de España, el de la
Comisión Nacional del Mercado de Valores, o el del ente público Radio Televisión
Española.

c) Otras Administraciones Públicas Además de las distintas Administraciones Públicas


hasta ahora mencionadas, existen otros entes administrativos ajenos a la organización
territorial del Estado, es decir, no vinculados ni a la Administración del Estado, ni a la
Autonómica, ni a la Local. Dentro de este grupo hay que destacar, en primer lugar, los
órganos constitucionales. Si una de las características de los órganos constitucionales es
su completa independencia y autonomía respecto de los demás, resulta claro que han de
contar con un aparato administrativo propio para la gestión de sus asuntos, que no
dependa de ningún otro órgano o administración. Ello se traduce en que los órganos que
encarnan los poderes del Estado poseen sus propios aparatos para ejecutar funciones
administrativas; así, las Cortes Generales, el Tribunal Constitucional y el Consejo
General del Poder Judicial poseen un aparato administrativo distinto e independiente del
de la Administración del Estado, sometida al Gobierno. Otro tanto sucede con el Poder
Judicial, que, para el cumplimiento de sus funciones, cuenta con una Administración
(Administración de Justicia) propia e independiente de la Administración del Estado (v.
Lección 29). Algo similar sucede con otros órganos establecidos en la Constitución,
dada la función que cumplen, presidida también por su independencia; es el caso del
Defensor del Pueblo o del Tribunal de Cuentas. Un ejemplo de Administración
particular, independiente del resto de las Administraciones Públicas, es el de la
Administración Electoral. En efecto, la LOREG configura una Administración Electoral
absolutamente in-

La Administración pública

dependiente que se justifica por el fin que debe cumplir: «garantizar… la transparencia
y objetividad del proceso electoral» (art. 8.1 LOREG) (v. Lección 22ª). Lo que sucede
en al ámbito estatal también ocurre, salvando todas las diferencias, en el ámbito
autonómico; las Asambleas Legislativas de las Comunidades Autónomas o los órganos
de fiscalización similares al Defensor del Pueblo o al Tribunal de Cuentas, asimismo
poseen sus estructuras administrativas propias.

3. LOS PRINCIPIOS CONSTITUCIONALES DE LA ADMINISTRACIÓN Los arts.


103 a 107 de la CE, como se ha señalado previamente, establecen los principios básicos
de la organización y funcionamiento de la Administración Pública, que han sido objeto
de desarrollo en el art. 3 de la LRJSP. Dichos principios ponen de manifiesto las
grandes líneas de las modernas administraciones nacidas de la Revolución Francesa, y
posteriormente modificadas por las exigencias del Estado social de Derecho. Pero,
además, en otros preceptos de la Norma Fundamental se encuentran previsiones
relativas a esta materia. Todas estas reglas pueden clasificarse en varios grupos.

a) El sometimiento de la Administración al ordenamiento jurídico El principio


constitucional básico relativo a la Administración Pública es el de su sujeción al
ordenamiento jurídico. En efecto, el art. 103.1 concluye señalando que la
Administración se encuentra sometida a «la ley y el Derecho». El art. 103 de la CE en
este punto representa la concreción del principio general del art. 9.1 de sometimiento de
los poderes públicos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico. Se trata, en
definitiva, de manifestar respecto de la Administración el dogma fundamental del
Estado de Derecho. Para una mejor comprensión de este principio resulta conveniente
realizar algunas precisiones. En primer lugar, la fórmula del sometimiento de la
Administración a la «ley y al Derecho» significa que está sujeta al ordenamiento
jurídico, tratándose de una concreción de la fórmula general, y más correcta
técnicamente, del art. 9.1 de la CE. Lo importante, pues, es constatar que la
Administración actúa sujeta a todo el sistema de fuentes: Constitución, normas con
fuerza de ley, reglamentos, principios generales del derecho, etc… Por otra parte, el art.
103.1 de la CE matiza que el sometimiento de la Administración al ordenamiento
jurídico es «pleno»; con ello quiere hacerse referencia a que no existen zonas de
actuación inmunes a esa dependencia del ordenamiento. Problema distinto es el que en
cada caso exista una mayor o menor discrecionalidad para la acción administrativa, pero
siempre limitada jurídicamente.

Pablo Pérez Tremps

En tercer lugar, el principio de legalidad de la acción administrativa supone que ésta


exige de un previo apoderamiento o habilitación por parte de la ley: sólo existe
actuación legítima de la Administración cuando existe esa cobertura. Por último, el
sometimiento de la Administración al ordenamiento jurídico implica, como es obvio,
que su actuación puede ser controlada jurídicamente por los jueces y tribunales, y así lo
dispone el art. 106.1 de la CE. La forma y alcance con que este control se lleva a cabo
se estudiarán más adelante.

b) Administraciones Públicas y estructura del Estado Por un lado, el art. 149.1.18 de la


CE establece las reglas generales sobre el régimen jurídico de las distintas
Administraciones Públicas desde el punto de vista de la organización territorial del
Estado. A este tema se hará referencia en la lección 34; baste aquí señalar que
corresponde a los poderes centrales determinar las grandes líneas del régimen jurídico
de las distintas Administraciones, de los funcionarios que en ellas prestan sus servicios
y de sus reglas de actuación. Estas grandes líneas se encuentran establecidas,
fundamentalmente, en la L. 30/92, de 26 de noviembre, de Régimen Jurídico de las
Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común.

c) Organización y estructura de las Administraciones Públicas Otro grupo de


previsiones constitucionales referidas a las Administraciones Públicas lo forman una
serie de principios relativos a su organización y estructura, principios que se encuentran
en el art. 103 de la CE. Antes de entrar en su análisis hay indicar que el Tribunal
Constitucional ha señalado que estos principios constitucionales poseen carácter
general, de forma que se imponen a todas las Administraciones Públicas, sea cual sea su
ámbito territorial, y no sólo a la Administración del Estado. – Principio de jerarquía. El
primer principio de naturaleza organizativo a citar de los incluidos en el art. 103.1 es el
de jerarquía. Una de las características fundamentales de las estructuras administrativas
es, en efecto, su organización piramidal jerárquica. La Administración del Estado, tal
como se señaló en la lección anterior, se encuentra dirigida por el Gobierno (art. 97 CE).
A partir de él, la Administración va abriéndose en distintas ramas que coinciden con
cada uno de los Ministerios, siguiendo con múltiples subdivisiones que se traducen en
una multitud de órganos administrativos, que se encuentran conectados entre sí por
relaciones de tipo fundamentalmente jerárquico. Esa línea jerárquica es la que determina
el camino a seguir tanto en la toma de decisiones como en su ejecución.

La Administración pública

– Principio de descentralización. El art. 103.1 de la CE se cita también el principio de


descentralización. No resulta muy claro el sentido de este principio en el citado precepto
porque en éste se hace referencia a principios estructurales de cada una de las
Administraciones Públicas, mientras que la idea de descentralización se proyecta,
básicamente, sobre las relaciones entre distintas Administraciones, y, por tanto, está
implícita en la propia organización «descentralizada» adoptada con el Estado de las
Autonomías, tal y como ya se ha señalado. A pesar de ello, la idea de descentralización
adquiere sentido entendida en un sentido amplio como criterio de acercamiento de la
toma de decisiones y de la actuación administrativa al ciudadano mediante técnicas
jurídicas de distinta naturaleza, en especial la denominada descentralización funcional,
consistente en crear Administraciones especiales para prestar determinados servicios
[art. 3.1.b) LOFAGE]. – Principio de desconcentración. La desconcentración, al igual
de lo que sucede con la descentralización, se refiere a la necesidad de acercar la toma de
decisiones y la gestión administrativa a los ciudadanos. Sin embargo, se distingue del
principio de descentralización en que mientras éste se predica respecto de distintas
administraciones públicas, el de desconcentración se proyecta sobre una única
Administración. Se trata, pues, de hacer que la acción administrativa corresponda al
órgano situado lo más cerca posible del administrado dentro del entramado
administrativo. – Principio de coordinación. La coordinación es otra de las exigencias
que la Constitución impone al funcionamiento de cada una de las Administraciones
Públicas. Las relaciones entre los distintos elementos de la organización administrativa
no pueden reducirse solamente al principio general de jerarquía; el cumplimiento de las
funciones que corresponden a la Administración Pública exige que, más allá del
mandato o la orden del superior, existan instrumentos que hagan posible la acción
conjunta, racionalizada y eficaz de todos y cada uno de esos elementos. En definitiva,
constitucionalmente se exige que la Administración Pública posea una organización
coordinada y actúe también respondiendo a ese mismo principio. – Principio de
legalidad orgánica. El último de los principios constitucionales relativos a la
organización administrativa es el de legalidad orgánica, expresamente previsto por el
art. 103.2 de la CE. Como manifestación del principio general de legalidad, supone que
«los órganos de la Administración del Estado son creados, regidos y coordinados de
acuerdo con la ley», de manera que el legislador ha de dar cobertura a esa organización
administrativa, legitimándola así democráticamente. La remisión a la ley como tipo de
norma organizativa de la Administración ha sido interpretada de manera relativa por el
Tribunal Constitucional; ello significa que los grandes criterios de la organización
administrativa deben fijarlos las Cortes, si

Pablo Pérez Tremps


bien sus previsiones pueden ser completadas y desarrolladas por normas dictadas por el
Gobierno (STC 60/86, caso Medidas urgentes de reforma administrativa).

d) Principios relativos a la acción administrativa El siguiente grupo de principios


constitucionales sobre de la Administración Pública es el relativo a la acción de ésta. –
Principio de objetividad. El art. 103.1 de la CE comienza señalando que «la
Administración Pública sirve con objetividad los intereses generales». Este principio ha
sido calificado también como principio de «neutralidad» de la Administración por el
Tribunal Constitucional (STC 77/85, caso LODE). Posee otra manifestación
constitucional en el art. 103.3 in fine, donde se hace referencia a la «imparcialidad» de
los funcionarios en el ejercicio de sus funciones. En la medida en que la Administración
Pública depende jerárquicamente del poder ejecutivo puede resultar difícil, en
ocasiones, concretar el alcance del principio de objetividad. No obstante, dos ideas
generales pueden señalarse al respecto. Por un lado, la objetividad de la Administración
en el Estado democrático supone que ésta, en cuanto aparato, debe actuar sometida a las
directrices de cualquier Gobierno, sea cual sea su «color político». Pero, por otra parte,
como consecuencia de la definición del Estado como «Estado de Derecho», la
Administración ha de someterse, tal como se ha visto, al ordenamiento jurídico; este
sometimiento al Derecho representa una garantía del ciudadano frente a la arbitrariedad
y, en consecuencia, la concreción fundamental de la objetividad. En definitiva, pues, la
Administración es un instrumento de concreción y gestión de la política que en cada
caso determine el Gobierno, pero su acción debe someterse a los criterios objetivos
fijados por el ordenamiento jurídico. – Principio de eficacia. El art. 103.1 de la CE exige
también a la Administración Pública que su acción sea eficaz. Esta idea representa un
principio general que tiene que concretarse en toda la regulación jurídica de la
organización y acción de la Administración. Se trata, pues, de uno de los principios de
contenido más programático de los incluidos en el art. 103 de la CE, que se manifiesta,
básicamente, en un desideratum sobre la forma y el resultado de la acción
administrativa. De él derivan, por ejemplo, configuraciones jurídicas particulares de la
Administración en determinadas relaciones jurídicas de cara a permitir que ésta
desarrolle su tarea; piénsese, por ejemplo, en las facultades de expropiación. No
obstante, conviene recordar que la necesaria eficacia administrativa no puede desligarse
de los principios bási-

La Administración pública

cos del Estado de Derecho, de forma que nunca puede justificar actuaciones que
prescindan de los límites formales, procesales y materiales marcados por el
ordenamiento jurídico a la Administración. – Principio de participación del ciudadano.
Como manifestación de la configuración democrática del Estado, la Norma
Fundamental establece en su art. 105 una serie de reglas que pueden resumirse en la
idea general de la participación del ciudadano en la Administración; principios como el
de audiencia a los ciudadanos en la elaboración de normas de carácter general que les
afecte [art. 105.a)], el de acceso a los archivos y registros [art. 105.b)] o el de audiencia
del interesado en el procedimiento administrativo [art. 105.c)] son la concreción de esa
idea general de participación, que ha de verse completada por un deber general de
información de la Administración a los ciudadanos. Sin necesidad de entrar en el
alcance concreto de cada una de las manifestaciones del principio de publicidad, hay
que señalar que esta exigencia de publicidad no es absoluta, puesto que, en ocasiones,
otros bienes constitucionales pueden justificar el establecimiento de algunos límites. –
Principio de responsabilidad de la Administración. El último de los principios
constitucionales relativos a la acción de la Administración es el de responsabilidad de
ésta (art. 106.2 CE). También este principio es consecuencia del sometimiento de la
Administración al ordenamiento jurídico como exigencia del Estado de Derecho. La
actuación administrativa, en ocasiones, puede generar daños en los bienes y derechos de
los ciudadanos, lo que obliga a que dichos daños sean debidamente indemnizados por la
propia Administración, con independencia de la responsabilidad personal en que, en su
caso, hubieran podido incurrir sus funcionarios o agentes.

e) El régimen de los funcionarios públicos Los funcionarios, en cuanto servidores de la


Administración y gestores de los intereses generales, se encuentran sometidos a un
régimen jurídico particular legalmente establecido. Por eso, el Título IV de la CE
introduce también algunas reglas generales sobre el estatuto jurídico de los funcionarios
públicos. La primera de ellas se refiere a las condiciones de acceso a la función pública;
dicho acceso debe someterse a los principios de mérito y capacidad. El alcance de este
principio ya fue estudiado en la Lección 14. La segunda regla se trata de una
habilitación constitucional para establecer una regulación especial del régimen de
sindicación de los funcionarios públicos, idea que está también presente en el art. 28.1
de la CE. La razón de ser de esta habilitación reside en la peculiar tarea que cumplen los
funcionarios, y, sobre

Pablo Pérez Tremps

todo, en la estructura jerárquica que posee la Administración, en la que prestan sus


servicios. En todo caso, la habilitación supone la posibilidad de establecer ciertas reglas
especiales sobre el ejercicio del derecho de sindicación por los funcionarios, pero, a la
vez, implica también que éstos son titulares del derecho de sindicación. En tercer lugar,
el art. 103.3 de la CE ordena al legislador regular el sistema de incompatibilidades de
los funcionarios así como las garantías para asegurar su imparcialidad en el ejercicio de
las tareas que legalmente les vienen encomendadas. La previsión constitucional se
limita, pues, en este punto a establecer una remisión al legislador, que, al regular el
régimen jurídico de los funcionarios, da contenido a estos mandatos como elemento
para garantizar ese otro principio constitucional que es la objetividad de la acción
administrativa. Por último dentro de las previsiones constitucionales sobre el régimen de
los funcionarios, hay que destacar que el art. 103.3 de la CE establece la necesidad de
que ese régimen jurídico se determine mediante ley, como una manifestación más del
principio de legalidad en materia administrativa, y sin perjuicio de la posibilidad de que
las previsiones legales se complementen y desarrollen por normas de rango
reglamentario.

f) Previsiones sobre determinadas Administraciones Públicas La Constitución establece


también algunas reglas concretas sobre determinadas Administraciones Públicas o sobre
ciertos órganos que cumplen funciones administrativas. Así, por una parte, en su Título
VI se alude a la existencia de una Administración de Justicia como complemento
necesario para el ejercicio de la función jurisdiccional; además, se hace referencia al
Ministerio Fiscal, que posee también una organización administrativa propia (v. Lección
29). Por otra parte, como ya se ha señalado, el art. 149.1.18 de la C.E. presupone la
existencia de distintas Administraciones territoriales vinculadas a los diversos entes
titulares de autonomía, cuyas bases de regulación corresponde establecer al Estado. En
tercer lugar, existen algunas previsiones específicas relativas al régimen jurídico de
determinados aparatos estatales que deben cumplir funciones que exigen el
establecimiento de ciertas particularidades respecto del régimen general; los casos más
claros son los de las Fuerzas Armadas (art. 8 CE) y las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad
(art. 104 CE), sobre las que se volverá en otro apartado. Por último, el art. 107
constitucionaliza un órgano administrativo particular como es el Consejo de Estado, al
que también nos referiremos más adelante.

La Administración pública

4. EL CONTROL DE LA ADMINISTRACIÓN La Administración Pública está


sometida a controles de distinta naturaleza, en especial de tipo político y de tipo
jurídico. Ello es lógico ya que la Administración, como se ha visto, por un lado, es un
instrumento para la ejecución de la política del Gobierno y, por otro, está sometida en su
actuación al ordenamiento jurídico. El control político, y por tanto de oportunidad, de la
Administración corresponde, fundamentalmente, a las Cortes Generales ya que es a
éstas a las que les compete controlar la acción del Gobierno; así, el control sobre la
acción del Gobierno se proyecta y prolonga sobre la Administración en la medida en
que esa acción debe desarrollarse a través de esta última (v. Lección 25). Centrándonos
en el control jurídico de la Administración, éste deriva de su sometimiento al
ordenamiento jurídico en cuanto poder público que es (art. 9.1 CE). Pero, además, ese
sometimiento se encuentra, si cabe, reforzado por la estricta sujeción que la
Constitución impone a la Administración respecto de la ley tanto en su actuación como
en su organización (art. 103.1 y 2 CE), tal y como se vio en el apartado anterior. Desde
el punto de vista de su naturaleza, los controles jurídicos de la Administración pueden
diferenciarse en dos grandes grupos: controles jurisdiccionales y no jurisdiccionales,
según estén ejercidos por jueces y tribunales, o por otro tipo de órganos.
a) Controles jurisdiccionales El art. 106.1 de la CE dispone que «Los Tribunales
controlan la potestad reglamentaria y la legalidad de la actuación administrativa, así
como el sometimiento de ésta a los fines que la justifican». En este precepto se
condensan los principios básicos del control jurisdiccional de las Administraciones
Públicas. Por lo que respecta a los órganos de control, éste se lleva a cabo, básicamente,
por el orden contencioso-administrativo, formado por órganos especializados ratione
materiae dentro del Poder Judicial para conocer de las pretensiones que se deduzcan
respecto de las normas y actos de cualquier Administración Pública (art. 24 LOPJ y art.
1 LJCA). Conviene precisar que, tradicionalmente, se ha reconocido una cierta facultad
de autotutela a la Administración Pública que, en la actualidad, se traduce, entre otras
cosas, en la exigencia legal de agotar los recursos administrativos, interpuestos ante la
propia Administración, antes de acudir a los tribunales (arts. 112 y ss. LPACAP), pero
que no excluye el control de éstos. En relación con el objeto del control jurisdiccional,
todos los actos de las Administraciones Públicas son susceptibles, en principio, de ser
controlados en su adecuación al ordenamiento jurídico, sin que existan ámbitos de
inmunidad exentos

Pablo Pérez Tremps

de ese control. Esta idea, sin embargo, debe ser matizada en algunos de sus extremos.
En primer lugar, el hecho de que todos los actos de las Administraciones sean
susceptibles de ser controlados jurisdiccionalmente no significa que esos actos se
adopten de manera totalmente reglada. Dicho de otra manera, aunque el ordenamiento
jurídico delimita profundamente la actuación administrativa, no puede pretenderse
predeterminar mediante normas todos sus elementos; la Administración debe contar con
un margen de apreciación o discrecionalidad para ser realmente eficaz y para cumplir
con las obligaciones que constitucionalmente le corresponden. Esa discrecionalidad,
como es lógico, no es fiscalizable judicialmente, salvo que se prescinda del marco legal
que determina cómo se debe actuar o se abuse de la discrecionalidad apartándose de los
fines que debe perseguir (desviación de poder). En segundo lugar, y en conexión con lo
anterior, existe un viejo debate sobre si el control de los tribunales debe extenderse
también a determinados actos del Gobierno conocidos como «actos políticos». En
principio, toda la actuación de los poderes públicos, incluido el Gobierno, está sometida
a la Constitución y al ordenamiento (art. 9.1 CE), tal y como recuerda el art. 29 de la
Ley del Gobierno; ahora bien, si la Administración debe contar con un margen de
discrecionalidad más o menos amplio según los casos para desarrollar su tarea, ese
margen es aún mayor cuando quien actúa es el Gobierno en el ejercicio de competencias
que van más allá de la mera función ejecutiva y administrativa. Es el caso, en general,
de los actos que se inscriben en las relaciones entre órganos constitucionales o de las
actuaciones encuadrables en la política exterior y las relaciones internacionales. En
estos supuestos, puede haber, y hay en general, elementos reglados que sí pueden ser
controlados judicialmente; pero, junto a ello, existen elementos que no son controlables
por los tribunales ya que corresponden a la libertad de acción del Gobierno, y así lo ha
señalado el Tribunal Constitucional (STC 45/90, caso Administración de Justicia de
Euskadi, o STC 196/90, caso Denegación de información). Un ejemplo puede ayudar a
comprender la cuestión: la decisión de disolver las Cámaras, que constitucionalmente
corresponde al Presidente del Gobierno, no es en sí misma controlable, aunque sí puede
serlo el que dicha decisión se adopte mediante Real Decreto. Es cierto que no siempre
resulta fácil delimitar correctamente qué elementos de la actuación del Gobierno están
reglados, y hasta dónde, y cuáles no. En todo caso, el Estado social y democrático de
Derecho tiene que hacer posible que conviva la sujeción al ordenamiento jurídico con la
libertad de acción con que el Gobierno debe contar para el correcto desarrollo de sus
funciones. Por otro lado no debe olvidarse que estas actuaciones gubernamentales están
siempre sujetas al posible control político de las Cortes Generales. Como se ha
indicado, son normalmente los órganos del orden jurisdiccional contencioso-
administrativo los encargados de controlar la acción de las Administraciones Públicas.
Este control se desarrolla a través de los recursos contencioso-administrativos. Sin
embargo, existen algunas actuaciones concretas de las

La Administración pública

Administraciones Públicas que, por su naturaleza, están sujetas a procedimientos


específicos e, incluso, en ocasiones, encomendadas a otros órdenes jurisdiccionales. La
mayor parte de estos procedimientos especiales están ligados a la protección de
derechos fundamentales del individuo, siendo este dato el que explica las
especialidades; en lecciones anteriores se ha dejado constancia de muchos de estos
instrumentos de control, entre los que puede citarse, por ejemplo, el procedimiento de
habeas corpus de protección de la libertad personal, los procedimientos contencioso-
electorales, el recurso contencioso-administrativo especial de protección de los derechos
fundamentales, etc… (v. Lección 20). Por otro lado, también el Tribunal Constitucional
tiene encomendado el control de ciertas actuaciones de las Administraciones Públicas,
tal y como se verá en su momento (v. Lección 31). En general, ese control resulta
subsidiario respecto del que llevan a cabo los tribunales ordinarios, de forma que sólo
puede acudirse ante el Tribunal Constitucional agotados los recursos que el
ordenamiento otorga ante estos últimos (caso del recurso de amparo en protección de
los derechos fundamentales). Sin embargo, hay supuestos en los que ese control no es
subsidiario sino que puede acudirse ante el Tribunal Constitucional sin necesidad de
agotar vía judicial previa alguna; ello sucede en relación con el control del reparto de
competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas (conflictos de
competencia) y en el del control de constitucionalidad de actos y disposiciones de las
Comunidades Autónomas a instancias del Gobierno de la Nación (Impugnaciones del
Título V de la LOTC).

b) Controles no jurisdiccionales El ordenamiento jurídico español, en la línea seguida


por la mayor parte de los ordenamiento jurídicos democráticos, es especialmente
riguroso a la hora de buscar técnicas de control de las Administraciones Públicas. Por
ello, y como complemento de los controles jurisdiccionales necesarios en todo Estado
de Derecho, ha incorporado otros controles de naturaleza no jurisdiccional, buscando
una mayor eficacia a la hora de asegurar el sometimiento de las Administraciones
Públicas a la Constitución y al resto del ordenamiento. Al igual que sucede con los
controles jurisdiccionales especializados, esos controles, a menudo, están vinculados a
la protección de los derechos fundamentales bien con carácter general, bien en relación
con algún derecho en concreto. En lecciones anteriores ya nos hemos referido a buena
parte de las instituciones diseñadas con ese fin: es el caso del Defensor del Pueblo, cuya
función es defender los derechos consagrados en el Título Primero de la CE (art. 54
CE), el de las figuras equivalentes existentes en el ámbito de buena parte de las
Comunidades Autónomas, o el de la Agencia de Protección de Datos, encargada de
proteger los derechos del ciudadano frente al uso de la informática y otras técnicas de
tratamiento automatizado de datos (Tit. VI de la LO 15/99, de protección de datos de
carácter personal).

Pablo Pérez Tremps

c) El Consejo de Estado Aunque su función no sea exactamente de control de la


Administración Pública, especial mención en este apartado merece la existencia del
Consejo de Estado. El art. 107 de la CE se refiere a esta institución definiéndola como
«supremo órgano consultivo del Gobierno». Se trata, pues, de un órgano de gran
tradición en el panorama institucional, regulado por la LO 3/80, que realiza una función
de tipo consultivo, consistente en la emisión de dictámenes. Desde el punto de vista de
la naturaleza de su función, estos dictámenes son de carácter estrictamente jurídico, de
forma que el Consejo de Estado sólo se pronuncia sobre la adecuación al ordenamiento
de aquellos actos que se someten a su consideración. Dichos dictámenes, como regla
general, no son vinculantes, pese a lo cual el prestigio de la institución, y la tradicional
independencia con que actúa, los dota de un indudable valor en el mundo jurídico. La
LOCE (arts. 21 y 22) determina en qué casos debe necesariamente someterse a su
consideración una actuación administrativa (dictámenes preceptivos); además, puede ser
sometida a su consideración cualquier cuestión que el Gobierno o las Comunidades
Autónomas estimen conveniente (arts. 23 y 24). Pese a que la Constitución, como se ha
visto, define el Consejo de Estado como órgano consultivo del Gobierno, su tarea no se
limita a asesorar al Ejecutivo estatal, sino también a los Ejecutivos autonómicos si
carecen de órgano consultivo equivalente al Consejo de Estado dentro de su Comunidad
Autónoma (STC 204/92, caso Ley Orgánica del Consejo de Estado). El Consejo de
Estado está compuesto por tres tipos de Consejeros: permanentes, natos y electivos,
todos ellos presididos por un Presidente. El Presidente, los Consejeros permanentes
(inamovibles) y los Consejeros electivos (mandato de cuatro años) son nombrados por
el Consejo de Ministros, exigiéndose como requisito haber ocupado puestos de especial
responsabilidad o prestigio en el Gobierno o en las Administraciones Públicas, tales
como Ministros, Presidentes de Comunidades Autónomas, Académicos, Diputados o
Senadores, Magistrados del Tribunal Constitucional, etc… (arts. 7 y 9 LOCE). Los
Consejeros natos, en cambio, lo son en virtud del cargo que ocupan en determinados
órganos de las Administraciones Públicas y, en todo caso, quienes hubieran ocupado la
Presidencia del Gobierno (art. 8 LOCE).

d) El Tribunal de Cuentas Dentro de los controles de las Administraciones Públicas hay


que reservar un tratamiento especial para el Tribunal de Cuentas. La Constitución
configura al Tribunal de Cuentas como supremo órgano de control contable del Estado
y de todo el sector público (art. 136.1 CE). Se trata de un órgano designado por las

La Administración pública

Cortes, y cuenta con independencia funcional en el ejercicio de su competencia de


control contable en todo el ámbito público. Su composición, organización y funciones
han sido desarrolladas, como prevé el art. 136.4 CE, por la LO 2/82 del Tribunal de
Cuentas (LOTCu). Aunque el Tribunal de Cuentas es dependiente directamente de las
Cortes Generales, posee, también, jurisdicción propia. El Tribunal de Cuentas presenta,
pues, una doble naturaleza, que se manifiesta en su doble función: por un lado, es un
órgano de control contable de la ejecución del Presupuesto por delegación de las Cortes
Generales, y así lo establece el art. 136.2 de la CE al indicar que «ejercerá sus funciones
por delegación de ellas en el examen y comprobación de la Cuenta General del Estado».
Por otro lado, se le atribuye jurisdicción propia, relativa al enjuiciamiento contable de
las infracciones o responsabilidades detectadas en las cuentas del Estado y del sector
público. El Tribunal de Cuentas se compone de 12 Consejeros. El Presidente es
nombrado por el Rey de entre sus miembros por un período de tres años a propuesta del
propio Tribunal en Pleno. Los Consejeros son designados por las Cortes Generales, seis
por cada Cámara, por mayoría de tres quintos de las mismas. Su mandato es de nueve
años. De acuerdo con lo prescrito expresamente por la Constitución (art. 136.3), la
LOTCu atribuye a sus miembros independencia e inamovilidad, y les somete al mismo
régimen de incompatibilidades que a los miembros de la carrera judicial. La
competencia del Tribunal de Cuentas es general para todo el territorio nacional y cubre
la actuación de cualquier Administración, organismo o empresa pública. Ello no ha
impedido la creación de instituciones análogas en algunas Comunidades Autónomas
para el control contable del sector público autonómico, que puede estar sometido, por
consiguiente, a una doble instancia de control de esa naturaleza, sin perjuicio de la
posible coordinación entre la institución central y las autonómicas. Así, cuando la
Constitución lo califica de órgano fiscalizador del Estado debe entenderse dicho término
en su más amplio sentido, incluyendo a los órganos constitucionales y a todas las
Administraciones públicas. La LOTCu confirma esta interpretación al definir el sector
público con la máxima generalidad, integrado por todas las Administraciones públicas
(del Estado, autonómicas y locales), las entidades gestoras de la Seguridad Social, los
organismos autónomos y las sociedades estatales y demás empresas públicas (art. 4). a)
La función de fiscalización contable del Tribunal de Cuentas tiene por objeto, por una
parte, el control del sometimiento de la actividad económico financiera del sector
público a los principios de legalidad, eficiencia y economía. Por otro lado, por
delegación —constitucionalmente impuesta— de las Cortes Generales, le compete el
examen y comprobación de la Cuenta General del Estado, esto es, el control que sobre
el cumplimiento de cada Presupuesto General del Estado

Pablo Pérez Tremps

efectúa la propia Administración. Este control deberá ejercerlo en el plazo de seis meses
desde que dicha cuenta se haya rendido. El Tribunal hace público su examen mediante
informes y memorias, que han de publicarse en el Boletín Oficial del Estado (art. 12
LOTCu). Además, debe presentar anualmente a las Cortes un informe o memoria de
toda su labor de fiscalización contable del Estado y del sector público, con indicación de
cuantas infracciones o responsabilidades haya detectado y en el que se deben incluir las
actuaciones jurisdiccionales desarrolladas por el Tribunal. Debe remitir un informe
análogo a las Asambleas Legislativas de las Comunidades Autónomas respecto de sus
Presupuestos. b) En cuanto a su jurisdicción propia de carácter contable, se ejerce
respecto de las cuentas que debe rendir todo aquél que tenga alguna participación en el
manejo de bienes, caudales o efectos públicos (art. 15 LOTCu). El principal problema
que plantea la jurisdicción contable que la Constitución atribuye al Tribunal de Cuentas
es el de sus límites y relaciones con la jurisdicción ordinaria penal y contencioso-
administrativa. Pues bien, su alcance, de acuerdo con la LOTCu, es el estrictamente
contable, y cesa allí donde comienzan la competencia de los Tribunales ordinarios en
cualquiera de sus órdenes jurisdiccionales. Por ello, hay que concluir que el Tribunal de
Cuentas no puede conocer de los ilícitos penales ni de cuestiones cuyo conocimiento
corresponda a la jurisdicción contencioso-administrativa. La responsabilidad que puede
exigir, paralelamente, es exclusivamente contable, y esa exigencia es compatible,
respecto de unos mismos hechos, con el ejercicio de la potestad disciplinaria y con la
actuación de la jurisdicción penal (arts. 17 y 18 LOTCu). La ley define por
responsabilidad contable el perjuicio sobre los caudales o efectos públicos que puedan
causar quienes los manejan por acción u omisión contraria a la ley. En la medida en que
esta función del Tribunal de Cuentas es de naturaleza jurisdiccional, los órganos
equivalentes de las Comunidades Autónomas no pueden asumir competencias de este
género por ser una materia exclusiva del Estado, limitándose, pues, a ejercer sólo
competencias de control contable (STC 187/88, caso Sindicatura de Cuentas de
Cataluña).

5. LA ADMINISTRACIÓN MILITAR Y LOS CUERPOS Y FUERZAS DE


SEGURIDAD Como se ha adelantado, dentro del Estado existen algunas instituciones
que poseen un régimen jurídico especial que se justifica por la función que cumplen.
Dentro de estas instituciones destacan, por un lado, las Fuerzas Armadas y, por otro, las
Fuerzas y Cuerpos de Seguridad. En ellas reposa el monopolio de la fuerza legítima
atribuido al Estado, lo que explica en gran medida que su régimen
La Administración pública

jurídico-administrativo sea muy particular y que la propia Constitución se haga eco de


ello en los arts. 8 y 104, respectivamente. La Constitución, rompiendo con una
tradicional confusión en esta materia, deslinda el papel que corresponde a las Fuerzas
Armadas, por una parte, y a los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad, por otra, si bien aún
existen ciertas dudas sobre la posición jurídica de alguna institución, como es el caso de
la Guardia Civil, definido legalmente como «instituto armado de naturaleza militar»
[art. 9. b) LO 2/86, de Fuerzas y Cuerpos de Seguridad]. A las Fuerzas Armadas les
compete, según el art. 8 de la CE, «garantizar la soberanía e independencia de España,
defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional»; a las Fuerzas y
Cuerpos de Seguridad del Estado les corresponde, sin embargo, «proteger el libre
ejercicio de los derechos y libertades y garantizar la seguridad ciudadana» (art. 104 CE).
En consecuencia, las Fuerzas Armadas proyectan su actuación básicamente hacia el
exterior, aunque cumplen también ciertas tareas no armadas de dimensión meramente
interna ante circunstancias particulares (catástrofes naturales, por ejemplo). Los
Cuerpos y Fuerzas de Seguridad, sin embargo, desenvuelven su actuación esencialmente
en el ámbito del orden público interno.

a) Las Fuerzas Armadas Las peculiaridades del régimen jurídico de las Fuerzas
Armadas vienen impuestas, sobre todo, por la estructura fuertemente jerarquizada que el
cumplimiento de sus funciones exige (STC 14/99, caso Brey, por ejemplo). No
obstante, esta exigencia no excluye a las Fuerzas Armadas del sometimiento general al
ordenamiento jurídico y al orden constitucional que ellas mismas deben defender (art. 8
CE); en este sentido, el art. 34 de las Reales Ordenanzas de las Fuerzas Armadas
establece que «cuando las órdenes entrañen la ejecución de actos que manifiestamente
sean contrarios a las leyes y usos de la guerra o constituyan delito, en particular contra
la Constitución, ningún militar estará obligado a obedecerlas; en todo caso asumirá la
grave responsabilidad de su acción u omisión». La particular organización que poseen
las Fuerzas Armadas se traduce en una serie de rasgos de su régimen jurídico y del de
sus miembros. Así, la Constitución establece la existencia de una jurisdicción militar,
situada fuera del Poder Judicial, que extiende su competencia al ámbito estrictamente
castrense (art. 117.5) (v. lección 29). Hay que tener presente, además, que los miembros
de las Fuerzas Armadas se encuentran sometidos en el ejercicio de sus funciones a un
régimen penal especial regulado en el Código Penal Militar. En el ámbito meramente
sancionador, en el seno de las Fuerzas Armadas existe también un régimen disciplinario
particular, que incluye, por ejemplo, sanciones consistentes en la privación de libertad,
frente a la prohibición impuesta en este sentido a la Administración Civil (art. 25.3 CE).

Pablo Pérez Tremps


Las mayores particularidades constitucionales exigidas por la caracterización de las
Fuerzas Armadas afectan al régimen de disfrute y ejercicio por parte de sus miembros
de determinados derechos fundamentales. Son muchas las limitaciones que el
ordenamiento establece en este sentido. Algunas de estas limitaciones vienen
expresamente previstas o permitidas por la Constitución; así, por ejemplo, el art. 29
prohíbe el ejercicio del derecho de petición colectivamente a los miembros de las
Fuerzas Armadas; el art. 28 de la CE establece la posibilidad de exceptuar o limitar el
ejercicio de la libertad sindical a los miembros de las Fuerzas Armadas, encontrándose
actualmente prohibida su sindicación (art. 1.3 LOLS). Las demás limitaciones vienen
impuestas por las Reales Ordenanzas de las Fuerzas Armadas y otras normas legales:
exclusión del ejercicio de derecho de huelga, limitaciones al derecho de reunión y
manifestación, ciertos límites a la libertad de expresión, etc… En relación con la
estructura de las Fuerzas Armadas hay que destacar que éstas responden al principio de
unidad, estrictamente jerarquizada, y que se traduce en la existencia de un mando
supremo único. Este viene atribuido al Jefe del Estado [art. 62 h) CE; v. lección 21]. No
obstante, dicho mando tiene un contenido fundamentalmente simbólico,
correspondiendo al Gobierno, según el art. 97 de la CE, determinar la política militar y
de defensa (v. lección 27). En el seno de las Fuerzas Armadas existe una
especialización, que encuentra acogida en la propia Constitución al distinguir los
tradicionales tres ejércitos: Ejército de Tierra, Armada y Ejército del Aire (art. 8).

b) Las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad Como ya se ha indicado, también las funciones


constitucionalmente encomendadas a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad justifican el
sometimiento a un régimen jurídico particular tanto de su organización y estructura
administrativa, como de los miembros que en ellos se integran. El art. 104 de la CE
establece la misión que corresponde a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad: «proteger el
libre ejercicio de los derechos y libertades y garantizar la seguridad ciudadana»; su
apdo. 2º remite a la ley orgánica para el establecimiento de las bases de su actuación y
estatuto; la LO 2/86, de Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, ha desarrollado el
precepto constitucional en el ámbito organizativo, mientras que la LO 1/92, sobre
Protección de la Seguridad Ciudadana, lo ha hecho en el campo de la actuación. Desde
el punto de vista jerárquico, las particularidades que poseen las Fuerzas y Cuerpos de
Seguridad no las colocan fuera de los cauces ordinarios de funcionamiento del Estado,
ya que, como el propio art. 104 de la CE establece, dependen del Gobierno.

La Administración pública

El Tribunal Constitucional ha puesto de manifiesto el, en ocasiones, difícil equilibrio


que subyace en la actuación de las fuerzas de la Policía, «que son un instrumento
necesario para asegurar la libertad y la seguridad de los ciudadanos, pero que, al mismo
tiempo, por la posibilidad de uso legítimo de la fuerza y de medidas de coacción
supone, en el caso de extralimitaciones, una puesta en peligro de la libertad y seguridad
de aquéllos, así como de otros derechos y bienes constitucionales de la persona» (STC
55/90, caso Fuero policial). Esa tensión se traduce, fundamentalmente, en dos ideas. Por
una parte, las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad cuentan con instrumentos extraordinarios
de acción, de naturaleza incluso coactiva, para llevar a cabo su tarea, instrumentos que
no son sino la manifestación del monopolio estatal de la violencia legítima del que son
depositarios. Pero, por otra parte, la actuación de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad y
de sus miembros está sometida al ordenamiento jurídico como exigencia impuesta por la
definición del Estado como Estado de Derecho; y ese sometimiento resulta aún más
evidente, precisamente, por la naturaleza de las potestades con que cuentan. La
particular naturaleza de las funciones y de la propia estructura, muy jerarquizada, de las
Fuerzas y Cuerpos de Seguridad hace que sus miembros estén sometidos a un régimen
jurídico particular, distinto en parte del resto de los funcionarios públicos, aunque
menos estricto que el de los miembros de las Fuerzas Armadas. Desde el punto de vista
organizativo, hay que señalar que, puesto que la seguridad pública no es una materia
exclusiva de los poderes centrales del Estado, existen Fuerzas y Cuerpos de Seguridad
de distinto nivel territorial. En el ámbito estatal, la LO de Fuerzas y Cuerpos de
Seguridad, establece la existencia de dos cuerpos dependientes del Gobierno de la
Nación: el Cuerpo Nacional de Policía y la Guardia Civil (art. 9). Debe tenerse en
cuenta que determinadas unidades de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado
pueden adscribirse directamente a órganos judiciales o del Ministerio Fiscal,
constituyendo la denominada «policía judicial» (art. 126 CE). No obstante, a pesar de
esta dependencia funcional, dichas unidades siguen formando parte de los cuerpos
estatales. En segundo lugar, algunas Comunidades Autónomas han creado policías
propias en uso de la habilitación prevista al efecto por el art. 149.1.29 de la CE. Por
último, existen también policías locales dentro del ámbito municipal.

6. BIBLIOGRAFÍA, LEGISLACIÓN Y JURISPRUDENCIA A) BIBLIOGRAFÍA La


bibliografía sobre el régimen constitucional de las Administraciones Públicas y su
control es amplísima; por su carácter general puede verse VV.AA., Administraciones
Públicas y Constitución, Madrid 1998 y RALLO LOMBARTE, A., La
constitucionalidad de las administraciones

Pablo Pérez Tremps independientes, Madrid 2002; los tratados y manuales de Derecho
Administrativo desarrollan el estudio de este tema. Sobre los principios constitucionales
de las Administraciones: PAREJO ALFONSO, L., Estado social y Administración
Pública, Madrid 1983, o DIRECCIÓN GENERAL DEL SERVICIO JURÍDICO DEL
ESTADO, El Gobierno y la Administración, 2 vols., Madrid 1989. Un análisis de la
LOFAGE puede verse en VV.AA., Estudios sobre la Ley de Organización y
Funcionamiento de la Administración General del Estado, Madrid 1999. Sobre el
control de los actos de gobierno: GARRIDO CUENCA, N., El acto de gobierno,
Barcelona 1998. En materia de funcionarios: PALOMAR OLMEDA, A., Derecho de la
función pública: régimen jurídico de los funcionarios públicos, Madrid 2013 y
SÁNCHEZ MORÓN, M., Derecho de la función pública, Madrid 2016. En relación con
las Fuerzas Armadas: BLANCO VALDÉS, R., El ordenamiento constitucional de la
defensa, Madrid 1990; y LÓPEZ RAMÓN, F., «Principios de la ordenación
constitucional de las Fuerzas Armadas», en MARTÍN-RETORTILLO BAQUER, S.
(Coord.), Estudios sobre la Constitución Española. Homenaje al profesor Eduardo
García de Enterría, tomo III, Madrid 1991. Por lo que respecta a las Fuerzas y Cuerpos
de Seguridad del Estado: BARCELONA LLOP, J., «Sobre las funciones y organización
de las Fuerzas de Seguridad: presupuestos constitucionales. Problemática jurídica y
soluciones normativas», Revista Vasca de Administración Pública 29 (1991). Sobre el
Consejo de Estado: VV.AA., «El Consejo de Estado», Documentación Administrativa
244-245, 1996 (monográfico). Sobre el Tribunal de Cuentas: VV.AA., El Tribunal de
Cuentas, 2 vols., Madrid 1982.

B) LEGISLACIÓN Las normas que desarrollan las previsiones constitucionales sobre


las Administraciones Públicas y su control son muy numerosas; por su carácter general
conviene destacarse las siguientes: L. 29/98, de 13 de julio, reguladora de la jurisdicción
contencioso-administrativa; LO 2/79, de 3 de octubre, del Tribunal Constitucional; L.
30/92, de 26 de noviembre, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del
Procedimiento Administrativo Común; L. 6/97, de 14 de abril, de Organización y
Funcionamiento de la Administración General del Estado; L. 50/97, de 27 de
noviembre, del Gobierno; L. 7/07, de 12 de abril, del Estatuto Básico del Empleado
Público; L. 39/2015, de 1 de octubre; de Procedimiento Administrativo Común de las
Administraciones Públicas y L. 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen Jurídico del
Sector Público. Conviene señalar que estas últimas leyes tienen unas previsiones
singulares sobre entrada en vigor que retrasan ésta en muchos de sus extremos. El
Consejo de Estado se encuentra regulado por la LO 3/80, de 22 de abril, del Consejo de
Estado. Respecto del Tribunal de Cuentas: LO 2/82, de 12 de mayo, del Tribunal de
Cuentas; L. 7/88, de 5 de abril, de funcionamiento del Tribunal de Cuentas. Por lo que
respecta a las Fuerzas Armadas: L. 85/78, de Reales Ordenanzas de las Fuerzas
Armadas, de 28 de diciembre; LO 5/05, de 17 de noviembre, de Defensa Nacional; LO
13/85, de 9 de diciembre, de Código Penal Militar. En relación con las Fuerzas y
Cuerpos de Seguridad: LO 2/86, de 13 de marzo, de Fuerzas y Cuerpos de Seguridad; y
LO 1/92, de 21 de febrero, sobre Protección de la Seguridad Ciudadana.

La Administración pública

C) JURISPRUDENCIA Algunas de las Sentencias del Tribunal Constitucional en las


que se tratan los grandes principios constitucionales de la Administración Pública son
las siguientes: STC 71/82, caso Estatuto vasco del consumidor; STC 85/83, caso
Ingreso en la función pública local; STC 22/84, caso Tomás Pravia c. Ayuntamiento de
Murcia; STC 77/85, caso LODE; STC 60/86, caso Medidas urgentes de reforma
administrativa; STC 103/97, caso Excesos presupuestarios de Madrid. Sobre el control
de los actos políticos: STC 45/90, caso Administración de Justicia de Euskadi, o STC
196/90, caso Denegación de información. Sobre el Consejo de Estado: STC 204/92,
caso Ley Orgánica del Consejo de Estado. Por lo que respecta al Tribunal de Cuentas:
STC 187/88, caso Sindicatura de Cuentas de Cataluña A las peculiaridades de las
Fuerzas Armadas se refiere, por ejemplo, la STC 14/99, caso Brey. En relación con la
naturaleza de la función de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad: STC 55/90, caso Fuero
policial. Sobre la naturaleza jurídica de la Guardia Civil: STC 194/89, caso Rosa
Recuerda. Por lo que respecta al régimen disciplinario de los miembros de las Fuerzas y
Cuerpos de Seguridad: STC 194/89, ya citada; STC 31/85, caso Arresto de policía.
Sobre libertad sindical y ejercicio de otros derechos por parte de miembros de las
Fuerzas y Cuerpos de Seguridad: STC 81/83, caso Nota de prensa de la Unión Sindical
de Policías; STC 91/83, caso Reunión del Sindicato Profesional de Policía; STC 141/85,
caso Régimen Disciplinario del Cuerpo Superior de Policía; STC 72/86, caso Liberados
del Sindicato Profesional de Policía.

VIII. PODER JUDICIAL Y TRIBUNAL CONSTITUCIONAL

Lección 29*

El poder judicial y el Ministerio Fiscal 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8.

LA CONFIGURACIÓN CONSTITUCIONAL DEL PODER JUDICIAL. PODER


JUDICIAL Y FUNCIÓN JURISDICCIONAL. LA POSICIÓN CONSTITUCIONAL
DEL JUEZ: INDEPENDENCIA Y LEGITIMIDAD. EL ESTATUTO DE JUECES Y
MAGISTRADOS. LA ESTRUCTURA DEL PODER JUDICIAL. EL GOBIERNO
DEL PODER JUDICIAL. EL MINISTERIO FISCAL. BIBLIOGRAFÍA,
LEGISLACIÓN Y JURISPRUDENCIA.

1. LA CONFIGURACIÓN CONSTITUCIONAL DEL PODER JUDICIAL a) Concepto


de poder judicial El Estado constitucional se asienta sobre la separación de poderes o,
para ser más exactos, sobre la división material de funciones y la separación formal de
poderes. Ello significa que se reconocen en la actividad estatal ordinaria cometidos
—«funciones»— de muy diferente naturaleza material que en su formulación clásica
son reconducibles a tres: la función de aprobar las leyes (legislativa), la de ejecutar los
mandatos contenidos en estas leyes (ejecutiva) y la de resolver los conflictos que
pudieran suscitarse en la aplicación e interpretación de las leyes (judicial). La aparición
de nuevas funciones (como la de gobierno) no priva de su capacidad explicativa a la
formulación tripartita clásica. Con el triple propósito de asegurar un cierto principio de
especialización, de intentar optimizar la eficacia en la realización de la función y, sobre
todo, de evitar que, como sucediera durante el absolutismo, todo el poder se concentre
en un solo punto, el constitucionalismo atribuye cada una de esas tres funciones a
diferentes órganos, o conjuntos de órganos, del Estado. Así, la función legislativa se
atribuye a los Parlamentos, la ejecutiva al Gobierno, y la judicial a unos órganos que,
globalmente, reciben el nombre de poder judicial. Este último es, pues, el conjunto de
órganos que tiene atribuida la realización de la función estatal consistente en resolver,
mediante la aplicación del Derecho, los conflictos que surjan entre los ciudadanos o
entre éstos y los poderes públicos. El poder judicial está compuesto,

Lección revisada por Luis López Guerra

Joaquín García Morillo

en consecuencia, por aquellos órganos que, de acuerdo con la Constitución y las leyes,
tienen atribuida la función jurisdiccional. Lo primero que se pone de relieve al analizar
el poder judicial es su composición diferenciada respecto de la de los otros dos poderes
del Estado. En efecto, la función legislativa se atribuye a un solo órgano, las Cortes
Generales, aunque éstas sean compuestas; y la función ejecutiva, aunque puede
entenderse atribuida a todos los órganos administrativos, se identifica fácilmente en otro
órgano, el Gobierno, al que la totalidad de la Administración central está vinculada por
una relación de jerarquía. El poder judicial, sin embargo, es un poder difuso, predicable
de todos y cada uno de los órganos judiciales del país cuando ejercen función
jurisdiccional, función que, como más adelante se verá, ejercen sin relación alguna de
sujeción jerárquica. Ello quiere decir que el ejercicio de esta función es particularmente
complejo, debido a esa diversidad de órganos.

b) Poder judicial y Administración de justicia La segunda característica de los órganos


del poder judicial es que su identificación como tales deriva del ejercicio de la función
constitucionalmente atribuida, esto es, de la función jurisdiccional. Como señala el art.
117.1. de la CE, «la justicia se administra por jueces y magistrados integrantes del poder
judicial»; luego es el hecho de administrar justicia lo que integra al juez o magistrado en
el poder judicial. Por ello, aquellos jueces que actúan en cuanto titulares de órganos —
p.e., como presidentes de Juntas Electorales— que no ejercen la función jurisdiccional
—que no «administran justicia»— no sean, en puridad, integrantes del poder judicial; de
ahí, también, que los jueces y magistrados solo sean integrantes del poder judicial
cuando administran justicia y no cuando realizan cualquier otra función legalmente
atribuida. De ahí, en fin, que ni siquiera los integrantes del órgano de gobierno del poder
judicial, el Consejo General del Poder Judicial, formen parte de éste, puesto que la
Constitución les atribuye funciones de gobierno, pero no les asigna función
jurisdiccional alguna. Esta caracterización como poder del Estado, derivada de la
función constitucional que se realiza, es, precisamente, lo que distingue al poder judicial
de la Administración de justicia: el primero es un poder del Estado, separado de los
otros dos e independiente de ellos; la Administración de justicia, sin embargo, se
encuentra funcionalmente subordinada al poder judicial, en la medida en que consiste en
un conjunto de medios personales y materiales que se ordenan al mejor cumplimiento
de los fines de aquel. Los medios personales se integran con una diversidad de cuerpos
de funcionarios al servicio de la Administración de justicia. Entre ellos figuran los
Letrados de la Administración de Justicia (antiguos secretarios judiciales), el personal
administrativo de la oficina judicial, los médicos forenses y, eventualmente, el personal
no funcionarial (libros V y VI de la LOPJ).

El poder judicial y el Ministerio Fiscal

Los medios materiales, por su parte, son todos aquellos precisos para el recto
cumplimiento de las funciones judiciales, y su provisión corresponde al Gobierno o a las
Comunidades Autónomas en aquellos casos en que así lo prevea su Estatuto de
Autonomía (art. 37 LOPJ). Todos estos medios, personales o materiales, configuran lo
que gráficamente ha dado en llamarse «administración de la Administración de
justicia». La utilización de este término viene dada por el hecho de que la expresión
«Administración de justicia» es empleada por la Constitución en diversos apartados con
distinto significado. Así, en los arts. 125 y, según ha resuelto el Tribunal Constitucional,
149.1,5a, de la CE, la expresión se emplea como sinónimo de «poder judicial»; en los
arts. 121 y 122.1, sin embargo, la locución parece comprender a la globalidad del
conjunto orgánico, jurisdiccional o no, ordenado al funcionamiento de los órganos
judiciales. La diversidad de términos y significados no oscurece, sin embargo, la nítida
distinción entre el poder judicial independiente, integrado exclusivamente por jueces y
magistrados que ejercen la función jurisdiccional, y el conjunto de medios de todo
género, personales y materiales que se disponen a su servicio y que configuran la
Administración de justicia. La distinción entre poder judicial y Administración de
justicia responde, por otro lado, a la doble naturaleza de la tarea de impartir justicia. En
efecto, el poder judicial es, por una parte, y sin duda alguna, un poder del Estado; pero
la función de administrar justicia es, también, una actividad prestacional del Estado, un
servicio público, derivado del monopolio estatal del poder jurisdiccional entendido
como el poder de declarar y hacer efectivo el Derecho. En tanto que el poder judicial es
plenamente independiente de los otros dos poderes, la Administración de justicia, como
actividad prestacional, se incardina en la responsabilidad que corresponde al ejecutivo
por el funcionamiento de los servicios públicos en general. Esta faceta de servicio
público es, además, la que justifica la referencia constitucional —art. 119 de la CE— a
la gratuidad de la justicia para cuantos acrediten insuficiencia de medios para litigar, lo
que tiene su reflejo en las diferentes disposiciones procesales al respecto y en la
existencia de un servicio de abogados sostenido con fondos públicos —el conocido
como «turno de oficio»— y destinado a ese menester. Igualmente, es este doble carácter
de poder del Estado y servicio público el que está en la base de la referencia
constitucional de que los daños causados por error judicial y los que sean consecuencia
del funcionamiento anormal de la Administración de justicia darán lugar a una
indemnización por parte del Estado. Esta previsión se plasma actualmente en unos
supuestos genéricos —arts. 292 y 293 LOPJ— y otros específicos para el caso de que el
error judicial se hubiese traducido en un periodo de prisión preventiva, siempre que
quien hubiese sufrido la prisión hubiese sido posteriormente absuelto por inexistencia
del hecho imputado, o que se hubiese dictado auto de sobreseimiento por esa misma
causa (art. 294 LOPJ).

Joaquín García Morillo

2. PODER JUDICIAL Y FUNCIÓN JURISDICCIONAL La función jurisdiccional, por


su parte, consiste —art. 117.3. de la CE— en «juzgar y hacer ejecutar lo juzgado», y se
desarrolla en «todo tipo de procesos». Es, por tanto, una actividad cuyo ejercicio queda
circunscrito al marco del proceso, e incluye la potestad de hacer ejecutar lo juzgado,
esto es, de hacer efectiva la resolución judicial. Tal cosa no significa que los jueces y
magistrados deban ejecutar per se lo juzgado: implica que han de tener las facultades
precisas para conseguir que efectivamente se ejecute.

a) La unidad jurisdiccional Las características básicas del ejercicio de la función


jurisdiccional son la unidad, la totalidad, la exclusividad y la responsabilidad. La unidad
está expresamente recogida en la Constitución en dos sentidos diferentes: respecto de la
función jurisdiccional propiamente hablando, en el art. 117.5 de la CE, que prescribe
que «el principio de unidad jurisdiccional es la base de la organización y
funcionamiento de los Tribunales»; respecto de quienes desempeñan dicha función, en
el art. 122.1 de la CE, de acuerdo con el cual los jueces y magistrados de carrera
«formarán un cuerpo único». El reconocimiento constitucional del principio de unidad
jurisdiccional tiene dos consecuencias inmediatas. La primera es que la división
territorial del poder operada por la Constitución no afecta al poder judicial: las
Comunidades Autónomas pueden asumir poderes legislativos y ejecutivos, pero el
poder judicial es único en toda España (STC 31/2010, caso Estatuto de Autonomía de
Cataluña). La segunda consecuencia de la unidad jurisdiccional es la exclusión de todo
tribunal que no esté previamente integrado en la estructura orgánica del poder judicial
(art. 3.1. LOPJ). Es, por tanto, la prohibición de los tribunales especiales, así como de
los de honor y excepción, expresamente mencionados por la CE —arts. 26 y 117.6.—;
igualmente, implica la prohibición —art. 25.3 de la CE— de que la Administración civil
imponga sanciones que, directa o indirectamente, redunden en privación de libertad. Sin
perjuicio de que otros órganos ajenos al poder judicial, como el Tribunal Constitucional
o el Tribunal de Cuentas, ejerzan funciones jurisdiccionales, la unidad jurisdiccional no
conoce más excepción que la muy relativa de la jurisdicción militar. De acuerdo con el
dictado constitucional, la regulación de la jurisdicción militar no podrá realizarse sino
por ley y deberá circunscribirse al ámbito estrictamente castrense y a los supuestos de
estado de sitio, de acuerdo con el art. 117.5 de la CE. La Ley Orgánica del Poder
Judicial delimita aún más el ámbito de la jurisdicción militar, reduciéndolo a los hechos
tipificados como delitos militares en el Código Penal Militar y al estado de sitio —art.
9.2—; por su parte, la Ley
El poder judicial y el Ministerio Fiscal

Orgánica 4/87, de la competencia y organización de la jurisdicción militar, señala que


esta jurisdicción es «integrante del poder judicial del Estado», a lo que hay que añadir la
existencia en el Tribunal Supremo de una Sala de lo Militar que es la última instancia en
este ámbito. Todo ello configura un poder judicial único estructurado sobre dos
jurisdicciones, una de las cuales, la militar, se limita al ámbito estrictamente castrense y,
en los supuestos de estado de sitio, a los delitos que se contemplen en la declaración de
dicho estado (art. 35 de la Ley Orgánica 4/81, de los Estados de Alarma, Excepción y
Sitio).

b) La totalidad de la jurisdicción La segunda característica de la función jurisdiccional,


la totalidad, también deriva directamente de la Constitución. En efecto, el art. 24.1 de la
CE garantiza la tutela judicial efectiva; el art. 103.1 prevé el sometimiento de la
actuación administrativa a la ley y al Derecho; y el art. 106 sienta el principio del
control, por parte de los tribunales, de la potestad reglamentaria, de la actuación
administrativa y de su sometimiento a los fines constitucionales. Todo ello se plasma en
el art. 4 de la Ley Orgánica del Poder Judicial, a tenor del cual «la jurisdicción se
extiende a todas las personas, a todas las materias y a todo el territorio español». La
totalidad de la jurisdicción se proyecta, pues, material, personal y territorialmente sin
que quepan excepciones ni por razón de la persona —salvo el Rey, que es inviolable
(art. 56.3 CE)— ni por razón de la materia ni por razón del territorio. Ello quiere decir
que, deducida cualquier pretensión contra cualquier persona, siempre habrá un órgano
judicial que conozca de ella. La eventual inhibición de los órganos judiciales se dilucida
según lo previsto en las reglas reguladoras de los conflictos de jurisdicción y
competencia. Los primeros son los que se suscitan entre los juzgados y tribunales de la
jurisdicción ordinaria y la Administración o los órganos de la jurisdicción militar, y son
resueltos de acuerdo con lo dispuesto en los arts. 38 a 41 de la LOPJ y en la Ley
Orgánica de Conflictos Jurisdiccionales. Los conflictos de competencia entre los
órganos judiciales de distintos órdenes jurisdiccionales, y las cuestiones de competencia
entre los que pertenezcan a un mismo orden, se dirimen de acuerdo con los
procedimientos previstos en los artículos 42 a 52 de la Ley Orgánica del Poder Judicial.
En cualquier caso, el resultado que éstos procedimientos deberán arrojar será la
determinación de un órgano judicial con competencia y jurisdicción para conocer de la
pretensión actuada. Si a ello se añade lo previsto en el artículo 1.7 del Código Civil, a
tenor del cual «los jueces y tribunales tienen el deber inexcusable de resolver en todo
caso los asuntos de que conozcan», se completa un sistema cerrado que asegura que
cualquier pretensión, dirigida contra cualquier persona, encontrará siempre, siguiendo el
procedimiento legalmente previsto, un órgano judicial para conocer de ella y resolverla.

Joaquín García Morillo


Es preciso señalar, con todo, que el alcance total de la jurisdicción se extiende a la
aplicación de las leyes, incluyendo —art. 106 de la CE— el control de la legalidad de la
actuación administrativa y del sometimiento de ésta a los fines que la justifican. No
incluye, sin embargo, el control de oportunidad. Quedan excluidos del ámbito del
control jurisdiccional, por consiguiente, aquellos actos que, habiendo sido realizados
por los órganos competentes de acuerdo con el procedimiento previsto en las leyes y
siendo materialmente concordes con el ordenamiento sean, sin embargo, susceptibles de
distintas valoraciones sobre su conveniencia u oportunidad. Por lo que a la actuación
administrativa se refiere, la manifestación típica de estos supuestos es la de los actos
pertenecientes al ámbito de la función de gobierno; dicho en otros términos, el control
jurisdiccional no se extiende a la oportunidad de los actos realizados en el ejercicio de la
función de dirección de la política interior y exterior y de la Administración civil y
militar que la Constitución reconoce al Gobierno.

c) La exclusividad jurisdiccional La exclusividad se proyecta en dos sentidos: por una


parte la función jurisdiccional está reservada exclusivamente (art. 117.3. CE) a jueces y
magistrados sin que nadie sino ellos, ni siquiera el Consejo General del Poder Judicial o
el Ministerio Fiscal, pueda ejercerla; por otra parte, los jueces y magistrados no pueden
realizar más funciones (art. 117.4. CE) que la jurisdiccional y las que expresamente les
atribuya la ley en garantía de cualquier derecho. La primera previsión de exclusividad,
al reservar a jueces y magistrados la función jurisdiccional, veta la posibilidad de las
llamadas «jurisdicciones especiales»; la segunda previsión impide que una desmesurada
atribución de funciones dificulte a jueces y magistrados el ejercicio de la función
jurisdiccional, pero habilita al legislador para que, cuando lo considere conveniente para
garantizar el ejercicio de un derecho, otorgue a jueces y magistrados otras funciones.
Esto último sucede, por ejemplo, en relación con los procesos electorales.

d) La responsabilidad El ejercicio de la función jurisdiccional se distingue, también, por


la responsabilidad. Sin embargo, las singulares condiciones del poder judicial dibujan
unos mecanismos de responsabilidad muy particulares. Ciertamente, la Constitución —
art. 117.1— señala la responsabilidad, inmediatamente después de la independencia y la
inamovilidad, como uno de los atributos de jueces y magistrados. Pero es lo cierto que
esta responsabilidad, constitucionalmente reconocida de forma genérica, encuentra muy
difícil concreción. Porque aunque ejercen un poder de indudable relevancia política, los
jueces y magistrados no están sometidos a ningu-

El poder judicial y el Ministerio Fiscal

na responsabilidad política, que sería radicalmente contraria a la inamovilidad; la única


forma de control a que están sometidos es la derivada de los recursos que se
interpongan, cuando ello proceda legalmente, contra sus resoluciones y ante otros
órganos, y ello no puede acarrear otra consecuencia que la anulación de la resolución
recurrida. Por lo que respecta a la responsabilidad disciplinaria —arts. 414 a 433 LOPJ
— ésta se contrae a los supuestos de incumplimiento de sus deberes como jueces, pero
no alcanza, desde luego, al fondo de las resoluciones judiciales, pues tal cosa sería
incompatible con la independencia. La responsabilidad civil, por su parte, se reduce a
supuestos de total singularidad —arts. 411 a 413 LOPJ; genera —art. 296 LOPJ—
responsabilidad estatal, aún cuando al Estado le asista una acción de regreso frente a los
jueces cuando los daños se produzcan por dolo o culpa grave, y no altera tampoco la
resolución ni la posición del juez. De suerte que la única forma real de responsabilidad
de jueces y magistrados por el ejercicio de su función se traduce en la responsabilidad
penal y, más concretamente, en el delito —arts. 446 a 449 Código penal— de
prevaricación. Este delito, el dictar a sabiendas una resolución injusta, constituye la
única responsabilidad material que, sobre el fondo de su cometido, sobre el contenido
de la función juzgadora, cabe realmente imputar a un juez.

3. LA POSICIÓN CONSTITUCIONAL DEL JUEZ: INDEPENDENCIA Y


LEGITIMIDAD a) La imparcialidad judicial El contenido de la función jurisdiccional,
cuya realización justifica la existencia del poder judicial, es, como se ha visto, resolver
los conflictos entre los ciudadanos o entre éstos y los poderes públicos o, dicho en los
términos constitucionales, juzgar y hacer ejecutar lo juzgado. Y la nota básica que se
requiere de esta función es la de imparcialidad. Si la función jurisdiccional se atribuye a
un tercer poder, no es sólo por evitar la concentración del poder: es, sobre todo, para
garantizar que la aplicación del Derecho y la interpretación de las normas corresponde a
alguien que, por ser distinto y ajeno a quien produce las normas básicas del
ordenamiento y a quien las promueve y ejecuta sus contenidos, puede resolver con
imparcialidad. Lo auténticamente sustantivo en la función jurisdiccional es la
imparcialidad. Ello queda claramente reflejado en la Constitución cuando,
acertadamente, enmarca el ejercicio de la función jurisdiccional «en todo tipo de
procesos», pues el contenido típico del proceso, o dicho en otros términos, el derecho
prototípico de las partes del proceso es, como señala el art. 6.1 del Convenio Europeo
para la Protección de los Derechos Humanos y las Libertades Fundamentales, el
derecho a un «tribunal imparcial».

Joaquín García Morillo

La imparcialidad es, pues, el rasgo fundamental que debe caracterizar el ejercicio de la


función jurisdiccional, lo que, dado el carácter fragmentario de este poder, es tanto
como decir que la imparcialidad debe ser la característica básica de todos y cada uno de
los jueces y magistrados. A la consecución de esa imparcialidad se encaminan las
garantías de que se dota a jueces y magistrados. Debe observarse, sin embargo, que tales
características o atributos, por importantes que sean o parezcan, son instrumentales, y
no son, por tanto, fines en sí mismos: su objetivo es asegurar la imparcialidad de quien
va a «juzgar y hacer ejecutar lo juzgado».
b) Independencia y legitimidad Tradicionalmente, ese conjunto de garantías se resume
en la noción de la independencia. Este atributo es recogido ya en el pórtico del Título —
el VI— que la Constitución dedica al poder judicial: de hecho, la independencia es la
primera característica que el artículo 117.1. de la CE predica respecto de los jueces y
magistrados. Significa que los integrantes del poder judicial adoptan sus resoluciones
con arreglo a Derecho, sin que puedan recibir ningún tipo de órdenes, instrucciones,
sugerencias o directrices relativas a los hechos sometidos a juicio, a la norma jurídica a
aplicar, al sentido que debe otorgarse a dicha norma o a la resolución que, en definitiva,
cumple adoptar. El juez o magistrado está únicamente sometido al imperio de la ley (art.
117.1. CE in fine). Esta expresión no debe entenderse como excluyente de otros
criterios de resolución de los conflictos distintos de la norma escrita, como los
principios generales del Derecho, o de la jurisprudencia en cuanto complementa el
ordenamiento jurídico, ni tampoco como excluyente, a esos efectos, de las normas con
rango inferior a la ley, sino como el reflejo del mandato constitucional de que ninguna
voluntad distinta de la que el legislador ha plasmado en la norma jurídica pueda
imponerse al juez. La expresión «sometido exclusivamente al imperio de la ley» no es,
pues, una afirmación constitucional de la ley como única fuente del Derecho excluyente
de todas las demás: es una afirmación de la independencia del juzgador, y de la
exclusiva sujeción de éste a la norma jurídica. Todo ello queda de relieve en la LOPJ,
cuando señala en su art. 1 que los jueces y magistrados están «sometidos únicamente a
la Constitución (por tanto, a los principios y valores que propugna o recoge)y al imperio
de la ley; o cuando alude repetidamente a «los reglamentos», señalando que los jueces y
tribunales los aplicarán de conformidad con la jurisprudencia del Tribunal
Constitucional (art. 5.1. LOPJ). Por otro lado, la sumisión al imperio de la ley es
también, no cabe omitirlo, un recordatorio de que la independencia del juez se traduce
en inmunidad frente a cualesquiera órdenes, instrucciones o presiones, pero no en una
libérrima voluntad personal para juzgar según su propia conciencia: la sumisión a la ley,
al tiempo que excluye toda posible injerencia, incluye la

El poder judicial y el Ministerio Fiscal

obligación del juzgador de sujetarse, en el razonamiento jurídico que le lleva a resolver


un conflicto, a un sistema de fuentes en el que ocupa un lugar preferente la norma
escrita emanada de quien tenga competencia para ello y, muy singularmente, la norma
emanada del legislador. El juez sóo está sometido a la ley pero, precisamente por ello,
está sometido a la propia ley. La exclusiva sumisión a la ley tiene, pues, un contenido
liberador de cualquier posible influencia, pero incorpora también un contenido de
sujeción al sistema de fuentes y al patrón normativo como instrumento fundamental de
la resolución de los conflictos. Preserva al juez de las influencias exteriores, pero le
recuerda, también, que es un aplicador de la ley, y no un libre creador del Derecho. La
sumisión a la ley es, además, la fuente de legitimidad del juzgador en el ejercicio de la
función jurisdiccional. En un Estado democrático, la fuente habitual de legitimidad es,
como se sabe, la elección popular, directa o indirecta; en algunos países, también el
poder judicial —y el Ministerio Fiscal— se legitima por la elección que, en la medida
en que es periódica, incluye elementos de responsabilidad política. Otra fuente de
legitimación del poder judicial puede ser la directa participación popular en la
Administración de justicia a través del jurado. En España, existe el jurado — previsto en
el art. 125 de la CE— pero con tales limitaciones —determinación legal y reducción al
ámbito penal, p.e.— que no resultaría una satisfactoria fuente de legitimidad. Por su
parte, la elección popular y periódica de jueces y magistrados parece difícilmente
compatible con los postulados constitucionales. Teniendo en cuenta que su designación
no tiene lugar por elección popular, y dada su integración en un cuerpo de carrera, la
legitimación democrática básica del juzgador es, precisamente, constreñirse a la
aplicación de la ley que expresa la voluntad general: sólo esta aplicación de la norma
democráticamente legitimada legitima a su vez a quien, sin haber sido elegido ni directa
ni indirectamente, administra la justicia que «emana del pueblo» (art. 117.1 CE). Se
trata, por tanto, de una legitimidad no de origen, sino de ejercicio. La independencia
judicial es absoluta: se extiende frente a todos (art. 13 LOPJ) y alcanza a los órganos de
gobierno del poder judicial e, incluso, a los propios órganos jurisdiccionales, ninguno de
los cuales puede dictar instrucciones, ni generales ni particulares, dirigidas a sus
inferiores y relativas a la aplicación o interpretación del ordenamiento jurídico (art. 12.3
LOPJ). La única vía practicable para corregir la aplicación del Derecho realizada por un
órgano judicial es, cuando proceda, la de los recursos legalmente previstos (art. 12.2.
LOPJ). El Ministerio Fiscal debe promover las acciones que procedan en caso de
amenaza a la independencia judicial (art. 14.2 LOPJ) pero es lo cierto que tales
amenazas solo están penadas en la actualidad si proceden de funcionario público (art.
508. 2 Código penal).

Joaquín García Morillo

4. EL ESTATUTO DE JUECES Y MAGISTRADOS Para asegurar la independencia de


jueces y magistrados, la Constitución apuntala su posición jurídica con un núcleo de
garantías y con algunas limitaciones de derechos que, en su conjunto, constituyen un
auténtico estatuto del juzgador. Este núcleo de garantías está, en buena medida,
contenido en la propia Constitución, y se encuentra desarrollado y ampliado en la Ley
Orgánica del Poder Judicial; porque, en efecto, la norma fundamental prevé (art. 122.1)
que el estatuto jurídico de jueces y magistrados sea desarrollado por dicha ley, con lo
que constituye no ya una reserva de ley orgánica, sino una reserva en favor de una
determinada ley orgánica, para todo lo referente a la situación estatutaria de jueces y
magistrados. Esta reserva, que sustrae al ejecutivo e, incluso, al legislador ordinario la
posibilidad de normar la situación administrativa de jueces y magistrados, es la primera
garantía de la independencia. A ello hay que añadir que la aplicación de la normativa se
atribuye por la propia Constitución a un órgano ajeno a los poderes legislativo y
ejecutivo. En efecto, el art. 122.2. de la CE asigna al Consejo General del Poder Judicial
las competencias en materia de nombramientos, ascensos, inspección y régimen
disciplinario en el seno del poder judicial. El sistema español llega, pues, hasta el punto
de ofrecer una «garantía de las garantías», creando un órgano cuya principal función
constitucional es la de velar por las garantías constitucionales asignadas a los miembros
del poder judicial y asegurando, así, que dichas garantías no serán desvirtuadas por su
aplicación práctica, al atribuir dicha aplicación a los destinatarios de las resoluciones del
poder judicial.

a) La inamovilidad La más tradicional de las garantías de la independencia es la


inamovilidad, que la Constitución recoge en el art. 117.1 de la CE como característica
de los jueces y magistrados y define en el párrafo siguiente. Consiste en que los jueces y
magistrados no pueden ser separados, suspendidos, trasladados ni jubilados sino por las
causas y con las garantías previstas en la ley. El propósito de esta previsión es impedir
que la actuación de un juez o magistrado pueda acarrearle consecuencia desventajosa
alguna para la posición que ostenta, así como evitar que quien tuviere potestad para ello
pudiese remover de su puesto, o separar de un proceso determinado, a un juez cuyo
comportamiento no le resulte satisfactorio, imponiendo en su lugar a alguien más
receptivo a sus deseos. Para ello, la Constitución dispone que los jueces no podrán ser
removidos de sus puestos —salvo, claro está, con el consentimiento del afectado— sino
por las causas legalmente previstas. Tales causas están reguladas en la LOPJ, que
también recoge la inamovilidad (art. 15) y le dedica, además de no pocos preceptos
aislados, un capítulo entero. En este último se prevén las causas de suspensión en la
condición de magistrado (art. 383) y de pérdida de dicha condición (art. 379). En
sustancia, tales causas se reconducen,

El poder judicial y el Ministerio Fiscal

además de la renuncia, a la pérdida de la nacionalidad, la sanción administrativa, la


condena penal o el proceso encaminado a su imposición, la incapacidad y la jubilación.
En todos los casos, la suspensión y la separación son competencia del Consejo General
del Poder Judicial. La atribución a este órgano, o a órganos de gobierno propios del
poder judicial, como las Salas de Gobierno, los Presidentes o los jueces decanos, de las
potestades administrativas relativas a los jueces y magistrados, constituye una garantía
adicional de la independencia judicial. La regulación de la carrera profesional de jueces
y magistrados está, también, presidida por el propósito de asegurar la independencia
judicial, evitando que órganos ajenos al poder judicial puedan condicionar dicha carrera
profesional y, por tanto, puedan inclinar en su favor la posición de jueces y magistrados.
A tal efecto, en España la carrera profesional de la judicatura está reglada en un altísimo
porcentaje de puestos; en otros casos, en los que el nombramiento es discrecional, la
potestad al respecto corresponde al Consejo General del Poder Judicial. Se impide, con
ello, que el ejecutivo pueda influir en la carrera y, por tanto, en la obligada
imparcialidad de los juzgadores.

b) Limitaciones y prohibiciones El estatuto de los jueces y magistrados incorpora, pues,


no pocas garantías positivas: la independencia, la inamovilidad y la sustracción al
ejecutivo de toda potestad sancionadora o de toda facultad sobre las situaciones
administrativas y sobre la carrera profesional son algunas de ellas. A todas ellas habría
que añadir una inmunidad relativa, que reserva al juez competente, salvo en casos de
flagrante delito, la facultad de detener a un juez o magistrado (art. 398 LOPJ). Pero
como el objetivo es garantizar la imparcialidad del juzgador, el estatuto de éste incluye,
forzosamente, medidas negativas o limitaciones de las facultades que el ordenamiento
reconoce a la mayoría de los ciudadanos. Algunas de estas facultades afectan, incluso, a
derechos fundamentales. Así, los jueces y magistrados tienen constitucionalmente
vedado pertenecer a partidos políticos o sindicatos (art. 127.1 CE). El fin de esta
previsión constitucional es garantizar la apariencia de imparcialidad del juzgador:
obviamente, ni la Constitución ni nadie puede impedir que un Juez tenga su
correspondiente ideología política; pero sí puede evitar la expresión pública que de esa
ideología política supone la afiliación a un partido político o sindicato. Con ello se
consigue que la confianza del justiciable en la imparcialidad del juzgador no pueda
menoscabarse por el conocimiento de la adscripción formal de éste a un determinado
credo. El mismo precepto constitucional que excluye a jueces y magistrados del
ejercicio del derecho de asociación política y sindical supone también, en lógica
congruencia y con el mismo objetivo de preservar la imagen de imparcialidad del
juzgador, limitaciones en el ejercicio de otros derechos fundamentales como las
libertades de expresión, reu-

Joaquín García Morillo

nión o huelga. Así, tienen prohibido dirigir críticas, felicitaciones o censuras a los
poderes públicos, no pueden concurrir, como tales miembros del poder judicial, a
reuniones públicas que no tengan carácter judicial, y no pueden, en las elecciones, tomar
más parte que la de emitir su voto (art. 395 LOPJ). La propia Constitución, en fin,
completa su prohibición de que jueces o magistrados se afilien a partidos o sindicatos
con la previsión de un régimen asociativo específico (art. 127.1 CE) que ha sido
desarrollado por el legislador orgánico (art. 401 LOPJ). La preservación de la
imparcialidad del juzgador mueve también al constituyente a prever para los miembros
del poder judicial una completa relación de incompatibilidades y prohibiciones que
«deberá asegurar la total independencia de los mismos» (art. 127.2 CE). Así, se
establece que no podrán desempeñar, mientras se hallen en activo, otros cargos públicos
(art. 127.1 CE). Y el legislador orgánico ha desarrollado el precepto constitucional
vetando a jueces y magistrados prácticamente todas las actividades ajenas a la propia
función jurisdiccional: los miembros del poder judicial no pueden desempeñar cargo
alguno, por designación o por elección, en ningún órgano estatal ni en las empresas,
entidades y organismos de ellos dependientes; tampoco pueden aceptar ningún empleo o
profesión retribuidos, ni ejercer actividades mercantiles, ni de asesoramiento. Solo la
docencia e investigación jurídicas y la producción literaria, artística, científica y técnica
les están abiertas (art. 389 LOPJ). Son, además, destinatarios de numerosas
prohibiciones personales, como las relativas al ejercicio de las profesiones jurídicas por
parte de sus cónyuges o parientes hasta el segundo grado de afinidad (arts. 391 a 394
LOPJ). La competencia para determinar la concurrencia de la incompatibilidad o la
infracción de las prohibiciones corresponde, también, al Consejo General del Poder
Judicial (art. 397 LOPJ).

5. LA ESTRUCTURA DEL PODER JUDICIAL La residenciación de la potestad


jurisdiccional en diversos órganos y, por tanto, la fragmentación, es una de las
características básicas del poder judicial. Este, no obstante, es único (art. 117.5 CE y 3.1
LOPJ) y debe, por lo tanto, dotarse de una estructura que permita integrar en un único
sistema una multiplicidad de órganos. La estructura del poder judicial se delinea de
conformidad con tres criterios concurrentes y diferentes: el de la materia del conflicto a
resolver, el territorial y el jerárquico. El criterio material supone la división de la
jurisdicción en cuatro grandes órdenes jurisdiccionales distintos, civil, penal,
contencioso-administrativo y social, aun cuando la jurisdicción siga siendo única (art. 9
LOPJ). El criterio organizativo material, debe sin embargo, ser completado, señalando
que, además de esos cuatro órdenes existe en el Tribunal Supremo una Sala de lo Militar
y existe, también, una serie de juzgados (así, Juzgados de Menores, de Vigilancia

El poder judicial y el Ministerio Fiscal

Penitenciaria o de Violencia contra la mujer) especializados en las materias que se


corresponden con su nombre. Por otra parte, hay que tener en cuenta que el Consejo
General del Poder Judicial puede acordar —art. 98.1 LOPJ— que algunos juzgados se
ocupen en exclusiva de determinadas clases de asuntos. Esta previsión puede dar lugar a
órganos especializados en, por ejemplo, asuntos de familia, hipotecarios o mercantiles.
El criterio territorial se traduce en la división del territorio nacional en distintas zonas.
Así, y de acuerdo con el artículo 30 de la LOPJ, el Estado se organiza territorialmente, a
efectos judiciales, en municipios, partidos judiciales, provincias y Comunidades
Autónomas, a lo que habría que añadir la totalidad del territorio nacional, sobre el que
ostentan jurisdicción dos órganos judiciales, el Tribunal Supremo (art. 123.1 CE y 53
LOPJ) y la Audiencia Nacional (art. 62 LOPJ). Como se observará, las divisiones
geográficas judiciales coinciden con las administrativas en todos los casos menos en
uno: el partido judicial, que es una unidad territorial organizativa utilizada
exclusivamente por el poder judicial y que está compuesto por uno o varios municipios
limítrofes pertenecientes a una misma provincia (art. 32.1 LOPJ). Al coincidir los
demás ámbitos territoriales judiciales (municipio, provincia y Comunidad Autónoma)
con los administrativos, no precisan delimitación propia y se corresponden con los
mismos (arts. 33 y 34 LOPJ). Solo resulta preciso, por tanto, determinar el ámbito de los
partidos judiciales, esto es, definir lo que se denomina la demarcación. De acuerdo con
la LOPJ —art. 35— la demarcación judicial se establece por ley, en cuya elaboración
tienen participación las Comunidades Autónomas a través de un procedimiento regulado
en el propio art. 35 LOPJ y que ha sido declarado constitucional por el Tribunal
Constitucional (STC 56/90, caso Ley Orgánica del Poder Judicial III). Los partidos
judiciales vienen, pues, definidos por la citada Ley 38/88, de Demarcación y Planta
judicial. De conformidad con el criterio territorial, a cada uno de los ámbitos
territoriales le corresponde un órgano específico, de suerte que los municipios que no
son capitales de partidos judiciales cuentan con un Juzgado de Paz —art. 99.1 LOPJ—;
los partidos judiciales, con uno o varios Juzgados de Primera Instancia e Instrucción —
art. 84 LOPJ—; las provincias, con una Audiencia Provincial —art. 80 LOPJ— y con
Juzgados de lo Penal —art. 89 bis LOPJ—, de lo Social —art. 92 LOPJ—, de
Vigilancia Penitenciaria —art. 96 LOPJ—, de lo Mercantil —art. 86 bis LOPJ— y de
Menores —art. 96 LOPJ—; así como con uno o varios Juzgados de lo Contencioso-
Administrativo (art. 90 LOPJ). Todas las Comunidades Autónomas, por su parte,
cuentan con un Tribunal Superior de Justicia —arts. 152.1 de la CE y 71 LOPJ—
aunque es preciso recalcar que el Tribunal Superior de Justicia no es un órgano judicial
de las Comunidades Autónomas, sino un órgano del poder judicial único en las
Comunidades Autónomas. En la totalidad del territorio nacional tienen jurisdicción,
como se dijo, la Audiencia Nacional y el Tribunal Supremo.

Joaquín García Morillo

Los órganos judiciales tienen su residencia, con carácter general, en la capital de la


unidad geográfica que se corresponde con su ámbito territorial: los Juzgados de Primera
Instancia, en la capital del partido judicial (art. 84 LOPJ) los Juzgados de ámbito
provincial y la Audiencia Provincial en la capital de la provincia (arts. 80.1, 89 bis, 90 y
96 LOPJ) y la Audiencia Nacional y el Tribunal Supremo en la capital de la nación. Sin
embargo, la sede de los Tribunales Superiores de Justicia no coincide, en algunos casos,
con la capitalidad de la Comunidad Autónoma, por estar así previsto en los respectivos
Estatutos de Autonomía. Además, es preciso tener en cuenta que el criterio territorial
puede ser matizado en algunos casos por razones tanto de índole geográfica como de
volumen de población o de cargas de trabajo. Así, se pueden constituir salas de lo
contencioso-administrativo y de lo social de los Tribunales Superiores de Justicia, y de
hecho existen, en lugares distintos de la residencia del órgano —art. 78 LOPJ— pueden
crearse secciones de las Audiencias Provinciales en lugares distintos de la capital de la
provincia —art. 80.2 LOPJ— y los juzgados de ámbito provincial pueden, también,
establecerse en ciudades diferentes de dicha capital —arts. 89 bis 1, 90.2 92.1 y 96
LOPJ—. El criterio jerárquico, por último, se corresponde con el geográfico, en el
sentido de que un ámbito territorial más extenso y superpuesto implica un mayor nivel
jerárquico. Por otro lado, los órganos judiciales pueden ser, según el número de titulares
que los atiendan, unipersonales o colegiados. Puede observarse, sin embargo, que la
independencia judicial vacía de contenido la noción de jerarquía: ésta se basa
exclusivamente en un mayor nivel profesional y, en su caso, en la posibilidad de
revocar, modificar o confirmar las resoluciones de los órganos inferiores, siempre a
través de un recurso legalmente procedente, sin que sea posible, como ya se dijo, que
los órganos superiores cursen a los inferiores instrucciones sobre la interpretación o
aplicación de las normas —art. 12 LOPJ. Esta función, por tanto, no se corresponde en
realidad con el ejercicio de jerarquía alguna, sino con el de la función jurisdiccional
cuando se tiene atribuida la competencia de examinar los recursos interpuestos contra
las resoluciones de otros órganos.

6. EL GOBIERNO DEL PODER JUDICIAL La Constitución, para garantizar el


derecho de los ciudadanos a un juez imparcial, otorga a los integrantes del poder
judicial una absoluta independencia en la adopción de sus decisiones y le somete
exclusivamente, a tal efecto, al imperio de la ley. Para asegurar esa independencia se
confieren a los miembros del poder judicial unas completas garantías que, en su
conjunto, configuran el estatuto de jueces y magistrados. Ahora bien, todas estas
garantías podrían verse vulneradas si la situación personal o profesional de jueces o
magistrados, o el futuro profesional de los mismos, dependiese de un poder ajeno al
judicial: en tal caso, quien pudiera

El poder judicial y el Ministerio Fiscal

modificar dichas situaciones podría, también, influir en las decisiones de los jueces y
magistrados. Esto es especialmente aplicable en dos supuestos concretos, la potestad
disciplinaria y el régimen de ascensos: mediante el ejercicio torticero de la primera se
podría amenazar o, en su caso, sancionar a los jueces y magistrados no dúctiles al deseo
del poder; mediante el control de los segundos podría obtenerse que quienes
legítimamente ambicionan prosperar profesionalmente adoptasen, para conseguirlo,
resoluciones no perjudiciales para el poder.

a) El Consejo General del Poder Judicial. Composición A fin de evitar este problema, la
Constitución diseña un órgano específico, el Consejo General del Poder Judicial, al que
otorga la función de gobernar este poder. Se trata de una solución inspirada en otros
países, especialmente Italia y Francia. La LOPJ, además, como se verá, atribuye
competencias de gobierno del poder judicial a distintos órganos de éste. De esta suerte,
el gobierno del poder judicial queda sustraído a toda posible influencia de los otros dos
poderes, pues reside o en el propio poder judicial o en un órgano específico rodeado, a
su vez, de notables garantías. La Constitución (art. 122) encomienda a la Ley Orgánica
del Poder Judicial la regulación del estatuto y funciones del Consejo; queda por tanto
excluida esa regulación por cualquier otro tipo de normas (STC 31/2010, caso Estatuto
de Autonomía de Cataluña). Por lo que se refiere a su composición, la Constitución
señala que el CGPJ tendrá veintiún miembros, y prescribe que doce de ellos deben ser
elegidos «entre jueces y magistrados de todas las categorías en los términos que
establezca una Ley Orgánica». Esta expresión constitucional ha sido, sin duda, una de
las más polémicas hasta que el Tribunal Constitucional determinó (STC 108/86, caso
Ley Orgánica del Poder Judicial II) que la dicción constitucional no obliga a que los
citados doce vocales sean elegidos por jueces y magistrados, sino entre ellos. Por tanto,
el legislador orgánico puede establecer la fórmula de elección que considere más
adecuada. De hecho, varias fórmulas se han sucedido. En la actualmente vigente, a
partir de la L.O. 4/2013, de 28 de junio, de los veinte vocales del CGPJ, que son
elegidos a partes iguales por las dos Cámaras del legislativo, doce vocales han de
elegirse entre jueces y magistrados, de entre candidatos propuestos por las Asociaciones
judiciales, o por veinticinco jueces o magistrados que se encuentren en servicio activo.
Además, la designación de estos doce vocales de origen judicial deberá respetar una
determinada proporción entre Magistrados del Tribunal Supremo y otros Magistrados
con diversos niveles de antigüedad establecidos en la LOPJ (art. 578.3). Los otros ocho
deben ser designados entre juristas de reconocida competencia con más de quince años
de ejercicio de su profesión (arts. 122.3 CE y 567 LOPJ). La imposibilidad de remover
a los miembros del CGPJ antes de la conclusión de su mandato, que dura cinco años, y
la prohibición de

Joaquín García Morillo

que sean reelegidos persiguen eliminar toda posible influencia sobre ellos, con
independencia de su extracción parlamentaria, lógicamente condicionada por la
existencia de mayorías y minorías; por lo demás, la capacidad de actuación de la
mayoría parlamentaria al respecto está considerablemente reducida por el requisito —en
parte exigido por la Constitución, en parte impuesto por la LOPJ— de que sean elegidos
por tres quintos de las Cámaras lo que, verosímilmente, impedirá la imposición de la
voluntad de un solo partido. En fin, el hecho de que el mandato de los miembros del
CGPJ sea de cinco años evita su coincidencia con la legislatura, lo que relativiza la
trascendencia de la fuente parlamentaria de la elección, toda vez que el CGPJ tendrá que
coincidir, en todo caso, con al menos una legislatura distinta de la que le eligió. Debe
destacarse que, a partir del año 2013, de los veinte vocales del Consejo, sólo cinco (los
miembros de la Comisión Disciplinaria) lo son a tiempo completo y con dedicación
exclusiva: los demás vocales compatibilizarán sus funciones con el ejercicio de su
actividad judicial o profesional de otro tipo. Una vez nombrados, los veinte vocales del
CGPJ eligen por mayoría de tres quintos —esto es, por un mínimo de 12 votos— al
Presidente del Tribunal Supremo. La Constitución remite a la ley los requisitos que éste
debe reunir (art. 123.2 CE) y la LOPJ exige que sea elegido entre miembros de la
carrera judicial con la categoría de Magistrados del Tribunal Supremo, y que reúnan las
condiciones exigidas para ser Presidente de Sala del mismo, o entre juristas de
reconocida competencia con más de veinticinco años de antigüedad en la carrera o en el
ejercicio de la profesión (art. 586 LOPJ). El Presidente del Tribunal Supremo preside, a
su vez, el CGPJ, y es el único miembro de éste que puede ser reelegido por una sola vez
(art. 123 LOPJ). La Constitución señala que el CGPJ es el «órgano de gobierno» del
poder judicial; de gobierno, no de autogobierno. La Constitución no reconoce, pues, al
poder judicial una facultad de autogobernarse, esto es, de elegir a sus propios
gobernantes y al órgano que elabore las disposiciones que les afectan. Lo que si hace es
atribuir el gobierno del poder judicial a un órgano ajeno al legislativo y al ejecutivo y
caracterizado por una fuerte presencia judicial. Consecuentemente con esta opción, la
Constitución misma reserva para el órgano de gobierno que crea aquellas funciones
cuyo ejercicio puede repercutir en la independencia judicial.
b) Funciones Las funciones del CGPJ son de muy diversa índole. Así, participa en la
designación de miembros de otros órganos constitucionales, como el Tribunal
Constitucional, designando dos de sus miembros —arts. 159.1 de la CE—, evacua
informes sobre otros nombramientos, como el del Fiscal General del Estado, aprueba
una memoria anual y emite informes sobre determinados anteproyectos de leyes

El poder judicial y el Ministerio Fiscal

o de disposiciones generales (arts. 560, 561 y 563 LOPJ). Pero el núcleo funcional que
justifica la existencia del CGPJ y que, por tanto, constituye el grueso de sus
competencias, comprende aquellas funciones que pueden influir en la independencia
judicial, y está reservado el CGPJ por la propia Constitución. Esta define al CGPJ como
órgano de gobierno. Pero esta atribución de funciones de gobierno se ve complementada
con una composición que es más propia de un órgano deliberante que de uno ejecutivo,
puesto que no tiende a la configuración de un órgano de dirección política —
caracterizado, por tanto, por la unidad de dirección y la responsabilidad solidaria de sus
miembros— sino a la de un órgano de representación, en el que conviven mayoría y
minorías. Además, la definición de la expresión «gobierno» en el ámbito judicial
presenta alguna singularidad. Por una parte, el «gobierno» no puede referirse a las
actuaciones de carácter jurisdiccional, pues ya se vio que en este ámbito está excluida
toda instrucción general o particular; por otro lado, la LOPJ atribuye al Gobierno de la
Nación las competencias relativas a los medios personales en cuanto a quienes no son
jueces y magistrados, así como todas las referentes a los medios materiales,
competencias que pueden ser transferidas a las Comunidades Autónomas. Por tanto, el
«gobierno del CGPJ» queda constreñido, en el terreno personal, a las actuaciones de
carácter no jurisdiccional —esto es, puramente administrativas— respecto de los
órganos judiciales y a las situaciones personales de los titulares de los mismos; y, en el
ámbito de los medios materiales, a la elaboración de una relación circunstanciada de
necesidades que se ha de elevar anualmente al Gobierno a través del Ministerio de
Justicia —art. 37.2 LOPJ—. Ambas cosas, y especialmente esta última, suponen una
disposición de medios limitados y una selección entre distintas opciones posibles y, por
lo tanto, una asignación de prioridades. El ámbito competencial básico del CGPJ, el
núcleo de sus funciones, tiene sus contornos, pues, delimitados por aquellas facultades
que, por implicar el ejercicio de la potestad sancionadora, o por incidir en la situación
administrativa del juez o influir sobre sus expectativas profesionales, pueden envolver
una represalia o un condicionamiento de su actitud en el ejercicio de la función
jurisdiccional, repercutiendo, por tanto, sobre la independencia judicial. De ahí que la
Constitución atribuya al CGPJ las funciones relacionadas con el poder judicial «en
materia de nombramientos, ascensos, inspección y régimen disciplinario.»Como
consecuencia de ello, y del desarrollo llevado a cabo por la Ley Orgánica del Poder
Judicial, el CGPJ ostenta, respecto de jueces y magistrados, la competencia exclusiva en
relación con: – Selección, formación y perfeccionamiento de jueces y magistrados. –
Nombramientos de jueces y magistrados. – Ascensos de los mismos. De acuerdo con el
diseño de la LOPJ, el régimen de ascensos es estrictamente reglado —esto es, carente de
intervención de

Joaquín García Morillo

ningún órgano, ni siquiera el CGPJ— en no pocos tramos de la carrera judicial, que se


resuelven por concurso a favor de quienes ostentan mejor puesto en el escalafón.
Existen, sin embargo, ciertos puestos, como los de magistrado del Tribunal Supremo o
Presidentes de Tribunales Superiores de Justicia o de Audiencias Provinciales, que son
ocupados por quiénes, reuniendo los requisitos legalmente exigidos, sean designados
por el CGPJ (arts. 560 y 326 a 347 LOPJ). De esta forma, jueces y magistrados saben
que su carrera se regirá, en su mayor parte, por el automatismo legalmente previsto; solo
ciertos y contados puestos —como los Presidentes de Tribunales y Audiencias y los
magistrados del Tribunal Supremo— son cubiertos por designación que, además,
corresponde a un órgano ajeno a los poderes legislativo y ejecutivo. – También es
competencia del CGPJ la inspección y vigilancia de los juzgados y tribunales, que se
orienta a comprobar y controlar el funcionamiento de la Administración de justicia (arts.
560 y 171 a 177 LOPJ). – El gobierno del poder judicial incluye, asimismo, el ejercicio
de las competencias relativas a las situaciones administrativas —activo, servicios
especiales, excedencia, licencias y permisos, etc. — de jueces y magistrados (arts. 560 y
348 a 377 LOPJ). – Por último, el CGPJ ostenta la potestad disciplinaria para las
sanciones de mayor gravedad: es el único órgano competente para imponer a los
integrantes del poder judicial las sanciones de traslado forzoso, suspensión y separación.
La LOPJ prevé, a tales efectos, las faltas —que pueden ser leves, graves o muy graves
— y las sanciones correlativas, que oscilan desde la advertencia a la separación del
servicio (arts. 560 y 414 a 427 LOPJ). La competencia para la imposición de las
sanciones más graves, el traslado forzoso y la separación, corresponde al Pleno del
CGPJ, y para las demás son competentes la Comisión Disciplinaria del propio órgano
(arts. 569, 604 y 421 LOPJ) o los demás órganos de gobierno del poder judicial. El
problema que plantea el ejercicio de la potestad disciplinaria es, precisamente, el
suscitado por la totalidad de la potestad jurisdiccional, que implica que los actos del
CGPJ —y, por consiguiente, también sus resoluciones sancionadoras— son revisables
por los órganos jurisdiccionales correspondientes, lo que da lugar a la paradoja de que
los gobernados —jueces y magistrados— enjuicien y, en su caso, revisen los actos de
sus gobernantes. Además, corresponde al CGPJ el núcleo de las competencias relativas
al proceso de selección de jueces y magistrados. Como se anticipó, el Consejo General
del Poder Judicial no es políticamente responsable de su gestión: sus miembros —
Presidente incluido— no pueden ser removidos de su cargo antes de la finalización de
su mandato; ningún órgano

El poder judicial y el Ministerio Fiscal


puede, por tanto, exigirles responsabilidad política. El Consejo General del Poder
Judicial está, sin embargo, sometido a un cierto control por parte de las Cortes
Generales, a las que debe elevar anualmente una Memoria —distinta de la relación
circunstanciada de necesidades que remite al Gobierno— sobre el estado, actividades y
funcionamiento del propio Consejo y de los juzgados y tribunales (Art. 563 LOPJ). Las
Cámaras pueden debatir la Memoria, solicitar la comparecencia del Tribunal Supremo
(art. 563 LOPJ) y del Consejo General del Poder Judicial y, en su caso, adoptar
resoluciones (Arts. 201 RC y 183 RS) al respecto.

c) Otros órganos de gobierno Además del CGPJ, el poder judicial cuenta con otros
órganos de gobierno, uniy pluripersonales, que, en las materias propiamente
gubernativas, están subordinados al mismo. La diferencia es que mientras el CGPJ es un
órgano de gobierno ajeno a los órganos judiciales gobernados —puesto que, en puridad,
el CGPJ no es poder judicial, toda vez que no ejerce función jurisdiccional alguna— los
otros órganos mencionados pertenecen a cada uno de los correspondientes órganos
judiciales. Son, por ende, órganos de gobierno interno, integrados por componentes
elegidos por los jueces y magistrados, y que ostentan competencias de distinta índole,
encaminadas a garantizar el mejor funcionamiento de los órganos judiciales que
corresponden. Como órganos pluripersonales, se configuran las Salas de Gobierno del
Tribunal Supremo, de la Audiencia Nacional y de los Tribunales Superiores de Justicia.
Tienen competencias organizativas —como aprobar las normas de reparto de los
asuntos y fijar los turnos de composición de los órganos colegiados— inspectoras —
pueden proponer que se giren inspecciones—, y administrativas y gestoras —promover
los expedientes de jubilación, instar la adopción de medidas que mejoren la
administración de justicia, impulsar y colaborar en la gestión económica— (art. 152
LOPJ). Tienen también, potestad disciplinaria, siendo los órganos competentes para
imponer a los jueces y magistrados de ellos dependientes las sanciones correspondientes
a determinadas faltas (art. 421.2 LOPJ). Todo ello, en resumen, instituye a las Salas de
Gobierno como los órganos de gobierno del poder judicial para los asuntos ordinarios.
Por último, la estructura de gobierno del poder judicial se completa, también, con
órganos unipersonales, que son los Presidentes de los Tribunales y Audiencias y los
jueces decanos. Tanto unos como otros ostentan la representación de los
correspondientes órganos judiciales —arts. 161, 164 y 169— y desempeñan en ellos
funciones que, dada la especificidad del Poder Judicial, más que de dirección pueden
denominarse de coordinación (arts. 160 a 170 LOPJ), además de ejercer la potestad
sancionadora —en el caso de los Presidentes— para las faltas leves.

Joaquín García Morillo

7. EL MINISTERIO FISCAL a) Configuración constitucional Los trazos con que la


Constitución dibuja al Ministerio Fiscal son mucho menos definidos que los utilizados
para con el poder judicial. Una cosa, sin embargo, está clara: el Ministerio Fiscal no
forma parte del poder judicial. Su relación con los juzgados y tribunales, la proyección
hacia éstos de su labor y la correspondencia con el rótulo del Título de la Constitución
en que se regula la figura justifican su tratamiento en este lugar. Que el Ministerio
Fiscal no es parte del poder judicial se deduce de que, según hemos visto, la
Constitución reserva —art. 117.1— a jueces y magistrados la función de administrar
justicia, y a los juzgados y tribunales —art. 117.3— el ejercicio de la potestad
jurisdiccional, todo ello con absoluta exclusividad. En fin, la no integración del
Ministerio Fiscal en el poder judicial se infiere sobre todo, de las funciones que
constitucionalmente tiene atribuidas. En efecto, es misión del Ministerio Fiscal —art.
124.1 de la CE— «promover la acción de la justicia en defensa de la legalidad, de los
derechos de los ciudadanos y del interés público tutelado por la Ley», y «promover la
acción de la justicia» no puede ser otra cosa que promover la acción de juzgados y
tribunales: promover, por tanto, la acción de alguien ajeno al Ministerio Fiscal. Así
pues, aún cuando el art. 2.1 del Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal señale que éste
se encuentra «integrado con autonomía funcional en el poder judicial», no cabe sostener
que tal integración exista en términos constitucionales. Salvo su evidente exclusión del
poder judicial, la Constitución es parca en la regulación del Ministerio Fiscal y deja a
este respecto, por tanto, un amplio margen de actuación al legislador. Sin embargo,
señala —art. 124.1— que el Ministerio Fiscal ejerce su función por medio de «órganos
propios». Es en esta especificidad, en la actuación por medio de órganos propios, donde
reside la singularidad del Ministerio Fiscal, y no en una inexistente integración en el
poder judicial o en una independencia semejante a la de éste. El Ministerio Fiscal
ejecuta las instrucciones que recibe por medio de órganos propios, y no por los órganos
comunes al ejecutivo y a la Administración. Por lo demás, el mismo precepto
constitucional que apuntala esa específica distinción funcional señala que el Ministerio
Fiscal actúa conforme a los principios de unidad de actuación y dependencia jerárquica.
El primer principio, el de unidad de actuación, es característico de la organización
administrativa, y es inferible de las características que el artículo 103 de la CE predica
respecto de la Administración Pública. El de dependencia jerárquica se plasma en la
obligación de respetar y cumplir las órdenes e instrucciones emanadas de los superiores
y, en primer lugar, del Fiscal General del Estado (arts. 22, 25 y 27 del Estatuto Orgánico
del Ministerio Fiscal).

El poder judicial y el Ministerio Fiscal

El punto de imputación inmediato del principio de dependencia jerárquica es,


precisamente, el Fiscal General del Estado y, con sujeción a él, los demás fiscales jefes.
El hecho de que el Fiscal General del Estado sea nombrado a propuesta del Gobierno —
art. 124.4 de la CE— sitúa a éste como punto de imputación mediato de dicha
dependencia jerárquica. Ello se justifica porque el Ministerio Fiscal es, sin duda, uno de
los principales ejecutores de la política criminal que, evidentemente, es parte de la
política interior cuya dirección corresponde al Gobierno —art. 97 de la CE— y por la
que éste es responsable —art. 108 de la CE— ante el Congreso de los Diputados en
tanto que representante del pueblo español. Ahora bien, conviene tener en cuenta que la
dependencia jerárquica se da dentro del Ministerio Fiscal (de los órganos inferiores
respecto de los superiores) pero no de éste respecto del Gobierno. Si bien es necesaria
una coordinación entre ambas instancias en la ejecución de la política criminal (sobre
todo en materias como la fijación de los objetivos de esa política, y la previsión de los
necesarios recursos) ello no puede suponer, a la luz del mandato constitucional de
imparcialidad, que el Ministerio Fiscal se encuentre subordinado al Gobierno. Ello
explica la actual ordenación del nombramiento y cese del Fiscal General del Estado. El
nombramiento del Fiscal General a propuesta del Gobierno (arts. 123 CE y 29.1 EOMF)
y su cese al cesar el Gobierno que le hubiera propuesto (art. 31 EOMF) aparecen como
fórmulas para conseguir la necesaria coordinación entre ellos. Y por otra parte, la no
dependencia del Ministerio Fiscal respecto del Gobierno se ve asegurada por la
inamovilidad del Fiscal General del Estado durante un mandato de cuatro años, salvo
causas tasadas de remoción (art. 31 EOMF). En simplificada síntesis, todo ello significa
que el mandato constitucional de que el Ministerio Fiscal actúe conforme a los
principios de unidad y jerarquía se traduce en que el Gobierno, en tanto que responsable
de la política criminal, nombra por un periodo de cuatro años, durante el cual su
inamovilidad está garantizada, al Fiscal General del Estado, al que están
jerárquicamente subordinados todos los miembros del Ministerio Fiscal. Por otro lado,
la entera estructura orgánica de éste es, también, de carácter jerárquico, como se
manifiesta en que el fiscal jefe de cada órgano «ejerce la dirección del mismo bajo la
dependencia de sus superiores jerárquicos» —art. 22.5 EOMF—, en que los superiores
pueden sustituir a los inferiores —art. 23 EOMF— y en que tanto el Fiscal General del
Estado como los fiscales jefes pueden impartir a sus subordinados órdenes o
instrucciones (art. 25 EOMF). El Gobierno, por su parte, puede interesar del Fiscal
General del Estado que promueva acciones determinadas (art. 8.1 EOMF). La
Constitución complementa los principios de unidad de actuación y dependencia
jerárquica que presiden el ejercicio de las funciones del Ministerio Fiscal con los de
legalidad e imparcialidad. La sujeción al principio de legalidad no es específica del
Ministerio Fiscal sino que, en un Estado de Derecho, debe regir la actuación de todos
los poderes públicos. En el concreto caso español, la prescripción

Joaquín García Morillo

constitucional de que el Ministerio Fiscal está sujeto al principio de legalidad es en todo


similar a la que la propia Constitución establece para la Administración, pues ésta ha de
actuar —art. 103— con sometimiento pleno a la ley y al Derecho y los tribunales
controlan —art. 106.1— la legalidad de la actuación administrativa. La sujeción del
Ministerio Fiscal al principio de legalidad no añade gran cosa, pues, a la vinculación
genérica a dicho principio que es predicable de todos los poderes públicos. La sujeción
al principio de imparcialidad, por su parte, tampoco difiere mucho de la objetividad que
se exige a la Administración Pública, y más bien parece una concreción de dicho
principio en el ámbito específico de un proceso «inter partes». La sujeción del
Ministerio Fiscal a los principios de legalidad e imparcialidad cristaliza actualmente en
la posibilidad de los fiscales —art. 27 EOMF— de oponerse razonadamente a las
órdenes o instrucciones procedentes de un superior jerárquico que considere contrarias a
las leyes. De persistir la discrepancia, el superior no puede resolverla sin antes haber
oído a la Junta de Fiscales que corresponda; la ratificación de la orden debe ser
razonada, y debe acompañar la expresa relevación de las responsabilidades que
pudiesen derivarse, si bien el fiscal jefe puede también encomendar el asunto a otro
fiscal. Por su parte, el Fiscal General del Estado puede negarse razonadamente a
promover las actuaciones interesadas por el Gobierno, una vez oída la Junta de Fiscales
de Sala. La posibilidad, un tanto atípica en una organización jerárquica, de negarse a
cumplir las órdenes o instrucciones de un superior se concibe pues, en la actual
regulación del Ministerio Fiscal, como mecanismo asegurador de la sujeción a los
principios de legalidad e imparcialidad.

b) Funciones La función del Ministerio Fiscal es, como se vio, promover la acción de la
justicia en defensa de la legalidad, de los derechos de los ciudadanos y del interés
público tutelado por la ley. La forma ordinaria de desarrollar esta función es el ejercicio
de la acusación en el proceso penal. Ciertamente, el Ministerio Fiscal tiene, en la
actualidad, atribuciones para intervenir en otros muchos ámbitos, pero es su actuación
en el proceso penal la que constituye, cuantitativa y cualitativamente, el núcleo de su
función. Ello no implica sin embargo, y a diferencia de lo que sucede en otros países,
que el Ministerio Fiscal ostente el monopolio de la acción penal: en España ésta puede
ser instada también por el ofendido por el delito e, incluso, por un tercero por completo
ajeno al mismo, gracias al mecanismo de la acción popular recogido en el artículo 125
de la Constitución. La referencia constitucional a la imparcialidad pone de manifiesto
que, aunque el Ministerio Fiscal actúe en un proceso, no es una parte más. No es una
parte más, en primer lugar, porque no defiende un derecho o interés particular, por muy
legítimo que

El poder judicial y el Ministerio Fiscal

sea, sino la legalidad y el interés público tutelado por la ley; no lo es, tampoco, porque
precisamente por lo anterior y por su sujeción al principio de imparcialidad, no asume
una posición de parte, esto es, de defensa argumental de un interés particular
previamente determinado, sino una posición de defensa imparcial del interés general. La
estructura organizativa del Ministerio Fiscal es, como se ha dicho, de carácter
jerárquico, y es relativamente paralela a la del poder judicial. Está coronada por el
Fiscal General del Estado, nombrado —una vez oído el Consejo General del Poder
Judicial— por el Gobierno. El Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal añade que el
nombramiento debe recaer en un jurista de reconocido prestigio con más de quince años
de ejercicio efectivo de la profesión, y el Tribunal Supremo ha interpretado que esta
expresión se refiere al ejercicio de profesiones jurídicas (STS de 28 de junio de 1994,
caso APF contra Hernández). Los «órganos propios» a través de los cuales actúa el
Ministerio Fiscal son las fiscalías de los distintos ámbitos geográficos y las fiscalías
creadas con criterios funcionales para la actuación ante órganos específicos, como, entre
otras, la Fiscalía ante el Tribunal Constitucional o las Fiscalías Especiales. El Ministerio
Fiscal cuenta también con otros tres órganos que tienen rasgos específicos: el Consejo
Fiscal, la Junta de Fiscales de Sala y la Junta de Fiscales Superiores de las Comunidades
Autónomas (art. 12 EOMF). El primero está integrado por algunos miembros natos y
otros elegidos por los propios fiscales, y tiene atribuidas importantes funciones, de entre
las que destaca informar preceptivamente los ascensos de los miembros de la carrera
fiscal (art. 14.1 EOMF). Se trata, por lo tanto, de un órgano de carácter político por sus
funciones, y cuasi-corporativo por su forma de elección. La Junta de Fiscales de Sala,
por su parte, está compuesta por los puestos superiores de la carrera fiscal. Sus
funciones son de carácter predominantemente técnico y están orientadas a la
elaboración de criterios jurídicos de interpretación de las normas y de elaboración de
memorias y circulares (art. 15 EOMF). Finalmente, la Junta de Fiscales Superiores de
las Comunidades Autónomas refleja, en el ámbito del Ministerio Fiscal, la ordenación
territorial del Estado.

8. BIBLIOGRAFÍA, LEGISLACIÓN Y JURISPRUDENCIA A) BIBLIOGRAFÍA


Como obras generales pueden consultarse las de DE OTTO, I., Estudios sobre el Poder
Judicial, Madrid, 1989, DÍEZ PICAZO, L.M., El régimen constitucional del Poder
Judicial, Madrid, 1991, y LÓPEZ AGUILAR, J. F., La Justicia y sus problemas en la
Constitución, Madrid, 1996. Para aspectos del régimen de Jueces y Magistrados, ver
LÓPEZ GUERRA, L., «La legitimidad democrática del juez» en Cuadernos de Derecho
Público 1 (1997) y AGUIAR DE LUQUE,L. (ed.), Independencia Judicial y Estado
Constitucional, Valencia, 2016. Para el Consejo General del Poder Judicial, AGUIAR
DE LUQUE, L., «Artículo 122» en CASAS BAAMONDE E. y

Joaquín García Morillo RODRÍGUEZ PIÑERO, M. (Dirs.), Comentarios a la


Constitución Española, Madrid, 2009; TEROL BECERRA, M. J., El Consejo General
del Poder Judicial, Madrid, 1990, y BALLESTER CARDELL, M.;. El Consejo General
del Poder Judicial. Su función constitucional y legal, Madrid, 2007. Sobre el Ministerio
Fiscal, DÍEZ-PICAZO, L. M., El poder de acusar, Barcelona, 2000; MARTÍNEZ
DALMAU, R., Aspectos constitucionales del Ministerio Fiscal, Valencia, 1999. Para el
Jurado, puede verse GRANADOS CALERO, F., El jurado en España, Valencia, 1995.

B) LEGISLACIÓN La legislación básica sobre el Poder Judicial es la Ley Orgánica


6/85, del Poder Judicial, modificada posteriormente en varias ocasiones. La Ley 38/88,
de Demarcación y Planta Judicial, modificada por la ley 3/92, desarrolla las previsiones
al respecto de la Ley Orgánica del Poder Judicial, y se completa con el Real Decreto
122/89, por el que se acuerdan medidas para la efectividad de la planta judicial. El
jurado está regulado en la Ley Orgánica 5/95, modificada por las Leyes Orgánicas 8 y
10/95. El Consejo General del Poder Judicial, por su parte, cuenta con un Reglamento
de Organización y Funcionamiento, aprobado por Acuerdo del Pleno de 22 de abril de
1986. La Jurisdicción Militar, por otro lado, se regula en la Ley Orgánica 4/87, de la
competencia y organización de la Jurisdicción Militar, completada por la Ley 9/88, de
organización territorial de la Jurisdicción Militar. En fin la Ley Orgánica 2/87, de
Conflictos Jurisdiccionales, regula los conflictos de jurisdicción entre los juzgados o
tribunales y la Administración, así como los que se susciten entre los órganos de la
jurisdicción ordinaria y los de la jurisdicción militar. El Ministerio Fiscal se rige por la
Ley 50/81, por la que se regula el Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal; el Real
Decreto 438/83 disciplina la constitución y funcionamiento del Consejo Fiscal. Los
Reales Decretos 658/2001 y 1281/2002 contienen, respectivamente, los Estatutos
Generales de la Abogacía y de los Procuradores de los Tribunales. En fin, la Policía
Judicial está regulada en la Ley Orgánica del Poder Judicial —arts. 547 a 550—, la Ley
Orgánica 2/86, de Fuerzas y Cuerpos de Seguridad —arts. 29 y siguientes— y en el
Real Decreto 769/87.

C) JURISPRUDENCIA La jurisprudencia constitucional sobre el poder judicial es


abundante. La STC 45/86 (caso Ley Orgánica del Poder Judicial I) resolvió el primer
conflicto planteado entre órganos constitucionales del Estado, dictaminando que las
Cortes Generales podían regular la elección del Consejo General del Poder Judicial e
introducir enmiendas a los proyectos de leyes orgánicas que se remitiesen al respecto.
La STC 108/86 (caso Ley Orgánica del Poder Judicial II) determinó la
constitucionalidad de la forma de elección parlamentaria del Consejo General del Poder
Judicial prevista en la Ley Orgánica del Poder Judicial. En fin, las SSTC 56/90 (caso
Ley Orgánica del Poder Judicial III) y 163/2012 (caso Ley Orgánica del Poder Judicial
IV) interpretan la distribución de competencias entre el Estado y las Comunidades
Autonómicas en materia de Administración de justicia. Complementaria de esta
Sentencia es la STC 62/90 (caso Ley de Demarcación y Planta Judicial), que excepto en
lo relativo al artículo 8.2, desestimó los recursos de inconstitucionalidad presentados
contra esta ley. Respecto de las competencias del Consejo General del Poder Judicial, el
Ministerio de Justicia, y las Comunidades Autónomas con relación a la Administración
de Justicia, SSTC 105/2000 (caso Ley Orgánica del Poder Judicial IV) y 31/2010 (caso
Estatuto de Autonomía de Cataluña) ambas con amplios votos particulares.

Lección 30

El Tribunal Constitucional (I). Composición y organización 1. 2. 3. 4. 5.

EL MODELO ESPAÑOL DE JUSTICIA CONSTITUCIONAL. EL TRIBUNAL


CONSTITUCIONAL: COMPOSICIÓN. COMPETENCIAS DEL TRIBUNAL
CONSTITUCIONAL. ORGANIZACIÓN DEL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL.
BIBLIOGRAFÍA, LEGISLACIÓN Y JURISPRUDENCIA.

1. EL MODELO ESPAÑOL DE JUSTICIA CONSTITUCIONAL Como ya se


destacara al hablar de la posición de la Constitución en el ordenamiento (Lección 2),
ésta tiene entre sus notas más características la voluntad de eficacia como norma
jurídica fundamental. En consecuencia, y como instrumento básico para afirmar esa
eficacia, acogió en su seno un Tribunal Constitucional, regulado en su Título IX. El
Tribunal Constitucional nace así como una de las piezas claves del sistema de
organización y distribución del poder, siendo su función primordial la de actuar como
«intérprete supremo de la Constitución» (art. 1 LOTC). El Derecho Constitucional
europeo tuvo en el período de entreguerras un gran desarrollo de los instrumentos para
asegurar la primacía de la Constitución. La plasmación más importante de este hecho se
encuentra en la creación de Tribunales Constitucionales en las Constituciones checa y
austriaca de 1920, siguiendo las construcciones teóricas de Hans Kelsen. Una primera
recepción de este modelo de justicia constitucional, aunque con muchas imprecisiones
aún, se produce en la Constitución española de 1931 con la creación del Tribunal de
Garantías Constitucionales. No obstante, el perfeccionamiento del sistema de justicia
constitucional tiene lugar con la Constitución italiana (1947) y con la Ley Fundamental
de Bonn (1949). Así pues, en el momento de elaborarse la vigente Constitución
española, el sistema de justicia constitucional concentrado o europeo se encuentra
consolidado en el Derecho continental, y a él acude el constituyente. Los rasgos más
importantes del modelo español de justicia constitucional son los siguientes. a) En
primer lugar debe destacarse que el Tribunal Constitucional encarna una auténtica
jurisdicción, aunque por su naturaleza y funciones no se incardine en el seno del Poder
Judicial. El carácter jurisdiccional de su función implica, entre otras cosas, que el
Tribunal Constitucional es un órgano independiente y some-

Pablo Pérez Tremps

tido exclusivamente a la Constitución y a su Ley Orgánica, tal y como dispone el art. 1


in fine de ésta. Dicho de otra forma, por mucha que sea la trascendencia política que en
ocasiones puedan tener sus decisiones, el Tribunal Constitucional adopta éstas sin
sometimiento alguno a órdenes o indicaciones de ningún otro órgano del Estado, y
contando exclusivamente con la Constitución como marco de sus juicios, garantizando
así que sus resoluciones están sujetas a Derecho. Por otro lado, el Tribunal
Constitucional es quien debe determinar el ámbito de la propia jurisdicción (STC
133/2013, caso Autoamparo), pudiendo, incluso, declarar la nulidad de los «actos o
resoluciones que la menoscaban» (art. 4.1 LOTC). b) Estrechamente unida a lo anterior,
debe señalarse, como segunda característica de la jurisdicción constitucional, el que
venga atribuida a un órgano constitucional. Esto significa que el Tribunal Constitucional
está configurado directamente por la Norma Fundamental; la consideración del Tribunal
Constitucional como órgano constitucional responde al entendimiento de que dicho
órgano forma parte del conjunto de los que son considerados «troncales para la
configuración del modelo de Estado», participando, incluso, en su dirección política,
considerando este concepto en un sentido amplio. c) La tercera característica a destacar
de la jurisdicción constitucional es la de su naturaleza concentrada, acorde con el
modelo de Derecho Comparado en el que se inspira. Esto significa, fundamentalmente,
que sólo el Tribunal Constitucional puede declarar la inconstitucionalidad de las normas
con fuerza de ley. Esta nota es la que diferencia de manera más patente la justicia
constitucional europea del modelo de control de constitucionalidad difuso o de judicial
review, cuya manifestación más clara se da en los Estados Unidos. Como
posteriormente se verá, el hecho de que el Tribunal Constitucional español sea el único
órgano que puede declarar la inconstitucionalidad de una norma con fuerza de ley no
significa que los órganos judiciales permanezcan totalmente ajenos a esta labor, en la
que pueden participar a través del planteamiento de la cuestión de inconstitucionalidad.
d) La cuarta característica del modelo de justicia constitucional está relacionada con lo
que acaba de señalarse. Aunque el Tribunal Constitucional sea el único órgano
legitimado para declarar la inconstitucionalidad de las normas con fuerza de ley, y
aunque sea el intérprete supremo de la Constitución, el Tribunal Constitucional no es el
único órgano que debe aplicar e interpretar la Norma Fundamental. La Constitución, en
cuanto norma jurídica, vincula a todos los poderes públicos y a los ciudadanos (art. 9.1).
Ello supone, por una parte, que han de ser todos los órganos jurisdiccionales, de
cualquier orden, los que en su actuación diaria apliquen e interpreten la Constitución, tal
y como recuerda el art. 5.1 LOPJ. Por otra parte, el Tribunal Constitucional es el órgano
encargado de unificar esa interpretación dado su carácter supremo en el orden
constitucional (arts. 123.1 CE y 1 LOTC). Prueba manifiesta de esa posición se
encuentra en el ya citado art. 5.1 LOPJ que dispone que los jueces y tribunales
«interpretarán y aplicarán las le-

El Tribunal Constitucional (I). Composición y organización

yes y los reglamentos según los preceptos y principios constitucionales, conforme a la


interpretación de los mismos que resulte de las resoluciones dictadas por el Tribunal
Constitucional en todo tipo de procesos». e) La quinta característica del modelo de
justicia constitucional español es el de la amplitud de competencias con que cuenta el
Tribunal Constitucional. En efecto, la función de interpretar la Constitución que le
corresponde al Tribunal Constitucional la desarrolla a través de distintos
procedimientos, que, a su vez, están configurados atendiendo a los diversos tipos de
conflictos constitucionales que pueden surgir. Posteriormente se hará referencia a cada
una de las competencias; baste de momento la indicación sobre su amplitud, añadiendo
sólo que el Tribunal Constitucional las ejerce siempre instado directa o indirectamente
por las personas u órganos en cada caso legitimados, sin actuar nunca de oficio, excepto
cuando lo hace en defensa de su jurisdicción (art. 4.2 LOTC).

2. EL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL: COMPOSICIÓN El Tribunal Constitucional,


como se ha señalado, es un órgano jurisdiccional y, en consecuencia, ha de ejercer sus
competencias de forma independiente, estando sujeto exclusivamente a la Constitución
y a su Ley Orgánica por mandato del art. 1 de ésta. La naturaleza de su función y la
independencia con la que ha de cumplirla son los principios que presiden su
composición, organización y funcionamiento. El art. 159 CE dispone que el Tribunal
Constitucional se compone de doce miembros. Para su designación, la Norma
Fundamental ha previsto la participación de los tres poderes del Estado, dando una
especial preponderancia al poder legislativo, emanación directa de la voluntad popular.
En efecto, los doce Magistrados son nombrados por el Rey a propuesta de los siguientes
órganos: – Cuatro a propuesta del Congreso de los Diputados, previa comparecencia
ante éste (art. 16.2 LOTC) – Cuatro a propuesta del Senado, de entre candidatos
presentados por las Asambleas Legislativas de las Comunidades Autónomas, previa
comparecencia ante aquél (art. 16.2 LOTC). – Dos a propuesta del Gobierno. – Dos a
propuesta del Consejo General del Poder Judicial. Esta forma de designación podría
hacer pensar, en una primera lectura del art. 159 CE, que, en definitiva, la composición
del Tribunal Constitucional deriva sólo y exclusivamente de la mayoría parlamentaria
existente en cada momento, dado que de ella depende, además del nombramiento de los
ocho Magistrados designados por las Cámaras, la composición del Gobierno y del
Consejo General del

Pablo Pérez Tremps

Poder Judicial, órganos que designan al resto de los Magistrados. No obstante, ello no
es así. Por una parte, como el propio art. 159 CE establece, los ocho Magistrados
propuestos por las Cortes han de serlo con una amplia mayoría cualificada: tres quintos
de los miembros de la respectiva Cámara. En el caso de los procedentes del Senado,
además, éste debe elegir de entre candidatos propuestos por las Asambleas de las
Comunidades Autónomas como cámara de representación territorial que es (art. 16.1
LOTC y STC 49/2008, caso Reforma de la LOTC). Por otra parte, el mandato de los
Magistrados del Tribunal Constitucional es de nueve años; ello supone que su elección
no coincida con las legislaturas, de manera que no cabe establecer una relación
automática entre mayoría parlamentaria y composición del Tribunal Constitucional.
Esta falta de relación se ve aún acentuada por un tercer correctivo introducido por la
Constitución en aras de la independencia de la jurisdicción constitucional: el Tribunal
Constitucional no se renueva de manera global. Por el contrario, aunque el mandato de
todos los Magistrados es de nueve años, el órgano se renueva por terceras partes; dicho
de otra manera, cada tres años cuatro miembros del Tribunal deberían ser renovados,
buscando, además la continuidad en el trabajo de la institución. A estos efectos se
considera que los Magistrados designados por el Congreso forman un tercio, los cuatro
designados por el Senado otro tercio, y los dos designados por el Gobierno, junto con
los dos propuestos por el Consejo General del Poder Judicial, constituyen el último
tercio. Sin embargo, resulta ya habitual que las renovaciones que corresponde realizar al
Congreso y al Senado se retrasen en exceso, lo que desfigura el modelo constitucional
de renovación periódica por tercios. El art. 16.5 LOTC, en su última redacción, para
hacer frente a los retrasos prevé que deberá restarse de los nueve años de mandato el
tiempo que se demorara el nombramiento respecto del momento en el que debiera
haberse producido, pero dicha previsión resulta difícilmente conciliable con la previsión
expresa del art. 159.3 CE, que no establece excepción alguna a la previsión de los nueve
años de mandato. Toda la configuración del Tribunal Constitucional conduce a intentar
que sus miembros sean designados con un amplio margen de consenso entre las fuerzas
políticas más representativas de cara a una mayor legitimidad democrática y a un
fortalecimiento de la institución. La Constitución, además de intentar garantizar la
independencia del Tribunal Constitucional mediante el sistema de designación de sus
Magistrados, y reforzando esa finalidad, no deja absoluta libertad a los órganos
constitucionales a la hora de seleccionar a quienes han de ocupar esos puestos. Acorde
con la naturaleza de su función, la Constitución exige para ser Magistrado del Tribunal
Constitucional el cumplimiento de tres requisitos.

El Tribunal Constitucional (I). Composición y organización

– Una calificación profesional: ser jurista. La Constitución, además, formula un elenco


de las categorías básicas dentro de las cuales ha de escogerse a los miembros del
Tribunal Constitucional: Magistrados, Fiscales, profesores de Universidad, funcionarios
públicos y Abogados. – Como segundo requisito, se exige un mínimo de antigüedad: 15
años de ejercicio profesional. – El tercer requisito es mucho más impreciso y, en
consecuencia, difícil de controlar jurídicamente: se exige « reconocida competencia». A
pesar del margen de apreciación que esta exigencia deja, no por ello es inútil, actuando,
al menos, como elemento persuasivo para quienes deben designar a los Magistrados. La
independencia de los órganos jurisdiccionales y de sus miembros, en general, y la de los
Magistrados del Tribunal Constitucional, en particular, no depende sólo, ni siquiera
fundamentalmente, de la manera en que son designados, sino, sobre todo, de cómo se
configura su estatuto. A este respecto la Constitución y la LOTC se han esforzado en
garantizar la posición de independencia de los Magistrados del Tribunal Constitucional
mediante un conjunto de reglas muy similar al que establece el estatuto de los miembros
del Poder Judicial. Este conjunto de reglas puede resumirse como sigue. En primer
lugar, los Magistrados del Tribunal Constitucional están sujetos a los principios de
independencia e inamovilidad (art. 159.5 CE). Ello supone la imposibilidad de que sean
cesados de su cargo hasta el cumplimiento del mandato de nueve años. Las excepciones
a estos principios son tasadas y similares a las de los jueces y Magistrados del Poder
Judicial: incompatibilidad, incapacidad, o como consecuencia de la exigencia de
determinada responsabilidad civil o penal (art. 23 LOTC), excepciones que en todo caso
debe controlar el Pleno del Tribunal (art. 10.1.l LOTC). En segundo lugar, los
Magistrados del Tribunal Constitucional se encuentran sometidos a un rígido sistema de
incompatibilidades muy similar al de los miembros de la carrera judicial (art. 159.4 CE).
Este sistema se traduce en la prohibición para los Magistrados de desarrollar cualquier
otra actividad política, profesional, administrativa o mercantil durante el ejercicio de sus
funciones, para permitir, así, su exclusiva dedicación a las tareas del Tribunal. Una
excepción hay que señalar en el estatuto de los Magistrados del Tribunal Constitucional
en relación con el de los miembros del Poder Judicial; mientras que a éstos les está
prohibida la militancia en partidos políticos o sindicatos, para los Magistrados del
Tribunal Constitucional dicha militancia no se excluye, aunque sí el ocupar cargos
directivos o empleos en dichas organizaciones (ATC 180/2013, caso Recu sación de
Magistrado). Como tercera medida para asegurar la independencia, la LOTC ha
excluido la posibilidad de reelección inmediata de los Magistrados, de forma que, una
vez ter-
Pablo Pérez Tremps

minado el plazo de nueve años, no pueden ser designados de nuevo para el cargo. El
motivo de esta prohibición es evitar posibles «compromisos» tendentes a asegurar una
reelección; dicho de otra forma, el Magistrado, una vez designado, queda totalmente
desligado de vínculos previos que pudieran existir ya que ni su permanencia ni su
reelección, por imposibles, dependen de nada ni de nadie. No obstante, el plazo máximo
de nueve años de permanencia en el cargo puede excepcionalmente prolongarse hasta
un máximo de tres años más; ello porque la reelección inmediata sí es posible para
quienes cesen antes de haber estado tres años por haber entrado a ocupar la vacante de
algún Magistrado que, por fallecimiento, por dimisión personal o por otra causa
legalmente prevista, no agotó su mandato. En cuarto y último lugar, hay que señalar que
los Magistrados del Tribunal Constitucional, como corolario de su independencia, no
pueden ser perseguidos por las opiniones expresadas en el ejercicio de sus funciones.
Por otro lado, cuentan con fuero especial para la exigencia de responsabilidad penal ya
que sólo la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo puede enjuiciarlos.

3. COMPETENCIAS DEL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL Como se señaló


previamente, el Tribunal Constitucional cuenta con un amplio elenco de competencias
que tratan de llevar a su conocimiento los distintos conflictos constitucionales que
pueden surgir. Sin perjuicio del posterior estudio de cada una, el conjunto de sus
competencias puede resumirse así: – Control de constitucionalidad de las normas con
fuerza de ley, a través de los recursos de inconstitucionalidad, cuestiones de
inconstitucionalidad y control previo de tratados internacionales [arts. 161.1.a) 163 y 95
CE] y de Estatutos de Autonomía (art. 70 LOTC). – Protección de derechos y libertades
reconocidos en los arts. 14 a 30 CE mediante el recurso de amparo [art. 161.1.b) CE]. –
Garantía de la distribución territorial del poder a través de los conflictos de competencia
entre el Estado y las Comunidades Autónomas, o las de éstas entre sí [art. 161.1.c) CE].
– Control de constitucionalidad de disposiciones y resoluciones de los órganos de las
Comunidades Autónomas, mediante las impugnaciones previstas por el art. 161.2 CE. –
Control del reparto de competencias entre los distintos poderes del Estado a través de
los conflictos de atribuciones entre órganos constitucionales [art. 59.1.c) LOTC]. –
Garantía de la autonomía local a través de los conflictos que al efecto pueden plantearse
contra normas con fuerza de ley (art. 59.2 LOTC).

El Tribunal Constitucional (I). Composición y organización

– Defensa de la jurisdicción del propio Tribunal (art. 4.3 LOTC). – Control de las
normas forales fiscales de los Territorios Históricos que configuran el País Vasco (Disp.
Adc. 5ª LOTC). No está muy claro si este último control se trata de una competencia
procesal nueva o de la ampliación del objeto de competencias ya existentes. En todo
caso se trata de una ampliación de la jurisdicción del Tribunal. Este es el elenco de las
competencias jurisdiccionales del Tribunal Constitucional, que, en todo caso, puede
ampliarse legalmente ya que el art. 161.1.d) CE deja abierta esta puerta, a través de la
cual se introdujeron varias competencias señaladas: los conflictos de atribuciones, los
conflictos en defensa de la autonomía local y la anulación de actos o resoluciones que
menoscaben su jurisdicción, así como el control previo de Estatutos de Autonomía y de
sus reformas. Por otra parte, la LO 15/2015 ha otorgado al Tribunal nuevas y amplias
competencias en los incidentes que puedan surgir en la ejecución de sus resoluciones
(art. 92 LOTC), pero con ello no se está dando una nueva competencias jurisdiccional al
Tribunal Constitucional sino sólo reformando sus potestades en la ejecución de todas
sus resoluciones, sea cual sea el procedimiento en el que puedan plantearse las
incidencias. Pero, además de estas competencias jurisdiccionales, y dado el carácter de
órgano constitucional e independiente que posee el Tribunal, éste cuenta con un amplio
margen de autonomía organizativa, lo que le otorga competencias de gobierno interno.
Por destacar sólo las más significativas, el Tribunal elabora y aprueba sus reglamentos
de funcionamiento interno [art. 10.1.m) LOTC], prepara su presupuesto que debe ser
aprobado por las Cortes en el seno de los Presupuestos Generales del Estado (art. 10.3
LOTC), y posee gran discrecionalidad en su organización interna.

4. ORGANIZACIÓN DEL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL Como se señaló


anteriormente, el Tribunal Constitucional está compuesto por doce miembros. El órgano
está presidido por uno de los Magistrados, que, dada la autonomía del órgano, es
elegido por los Magistrados de entre ellos, cada tres años, y nombrado por el Rey,
siendo posible la reelección mientras sea Magistrado del Tribunal Constitucional. Para
la elección del Presidente del Tribunal Constitucional se exige la mayoría absoluta de
los votos de los Magistrados, en una primera votación, bastando la mayoría simple en la
segunda (art. 9.2 LOTC). Al Presidente le corresponden las tareas propias del cargo:
convoca y ordena las sesiones del Pleno, dirige el trabajo del Tribunal, ejerce su
representación, ostenta la jefatura administrativa, etc… Existe, además, por previsión de
la LOTC, un Vicepresidente, designado de la misma forma que el Presidente (art. 9.4).
Al Vicepresidente le corresponde sus-

Pablo Pérez Tremps

tituir al Presidente en caso de vacante, ausencia u otro motivo legal, además de presidir
una Sala del Tribunal, como enseguida se verá. Para el ejercicio de sus competencias, el
Tribunal Constitucional actúa de tres formas: en Secciones, en Salas o en Pleno. Al
Pleno le corresponde resolver todos los asuntos que son competencia del Tribunal, con
excepción de los recursos de amparo. No obstante, incluso éstos pueden ser resueltos
por el Pleno, que tiene la posibilidad de recabar para su conocimiento asuntos de las
Salas, bien a iniciativa propia o de éstas [art. 10.1.n) LOTC]. Las Salas resuelven los
recursos de amparo y las cuestiones de inconstitucionalidad que no reserve para sí el
Pleno. Existen dos Salas, compuestas cada una por seis Magistrados. La Sala Primera la
preside el Presidente del Tribunal; la Segunda lo hace el Vicepresidente. No existe
especialización de las Salas por razón de la materia, sino simple reparto alternativo de
asuntos. Hay, por fin, cuatro Secciones, cada una compuesta por tres Magistrados, cuya
función es básicamente la decisión sobre la admisibilidad de los asuntos. Además de la
posibilidad de avocación de asuntos de las Secciones a las Salas y de éstas al Pleno,
también es posible el fenómeno contrario de deferir determinados asuntos del Pleno a
las Salas y de éstas a las Secciones; esto sucede con aquellos asuntos que puedan
resolverse mediante aplicación de doctrina ya consolidada. Para la adopción de acuerdos
en cada uno de los órganos del Tribunal se exige la presencia, al menos, de dos terceras
partes de sus miembros. Las decisiones se adoptan, a partir de la propuesta del
Magistrado ponente, por mayoría, contando el Presidente, en caso de empate, con voto
de calidad (art. 90.1 LOTC). Los Magistrados pueden, si lo estiman conveniente,
manifestar sus discrepancias con la mayoría mediante la formulación de un voto
particular. El Tribunal Constitucional, para el desarrollo de sus funciones, ha de contar
con una infraestructura material y personal suficiente. Dentro de esta última hay que
señalar que, al igual que el resto de los órganos jurisdiccionales, el Tribunal posee
Secretarías de Justicia —en el Pleno y en las dos Salas—, ocupadas por Secretarios de
Justicia (hoy Letrados de la Administración de Justicia) ayudados del correspondiente
personal. Por otra parte, los Magistrados cuentan con el apoyo de Letrados que les
asisten en su trabajo, bajo la jefatura del Secretario General, que dirige, asimismo, los
distintos servicios del Tribunal.

5. BIBLIOGRAFÍA, LEGISLACIÓN Y JURISPRUDENCIA A) BIBLIOGRAFÍA


Entre las obras generales sobre el Tribunal Constitucional y la jurisdicción
constitucional en España: CAAMAÑO DOMÍNGUEZ, F. y OTROS, Jurisdicción y
procesos constitucionales,

El Tribunal Constitucional (I). Composición y organización Madrid, 1997; PÉREZ


TREMPS, P., Sistema de justicia constitucional, Madrid 2016; REQUEJO PAGÉS, J. L.
(Coord.): Comentarios a la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional, Madrid, 2001.
Resulta de utilidad PULIDO, M., La Ley Orgánica del Tribunal Constitucional anotada
con jurisprudencia, Civitas, Pamplona 2007. En relación con los aspectos organizativos
y reglamentarios: LOZANO MORALES, J. y SACCOMANNO, A., El Tribunal
Constitucional. Composición y principios jurídico-organizativos (el aspecto funcional),
Valencia, 2000; RODRÍGUEZ PATRÓN, P. La potestad reglamentaria del Tribunal
Constitucional, Madrid, 2005. Por lo que respecta a la posición del Tribunal
Constitucional dentro del aparato del Estado y del sistema jurídico: FARRERES
COMELLA, V.: Justicia constitucional y democracia, Madrid, 1997; GARCÍA DE
ENTERRÍA, E., La Constitución como norma y el Tribunal Constitucional, Madrid
1981; GARCÍA PELAYO, M., «El status del Tribunal Constitucional», Revista
Española de Derecho Constitucional 1 (1981); PÉREZ ROYO, J., Tribunal
Constitucional y división de poderes, Madrid 1988. Sobre las relaciones entre Tribunal
Constitucional y jueces y tribunales ordinarios: PÉREZ TREMPS, P., Tribunal
Constitucional y Poder Judicial, Madrid 1985, y SERRA CRISTÓBAL, R., La guerra
de las Cortes, Madrid 1999.

B) LEGISLACIÓN La regulación básica del Tribunal Constitucional se encuentra en el


Título IX de la CE; otros dos preceptos de la Norma Fundamental hacen menciones a
competencias y posición del Tribunal Constitucional, respectivamente: arts. 95.2 y
123.1. Este marco constitucional encuentra su desarrollo en la LO 2/79, de 3 de octubre,
del Tribunal Constitucional, modificada en diversas ocasiones, siendo de destacar la
llevada a cabo por la LO 6/07, de 24 de mayo. Otras normas se refieren a competencias
concretas del Tribunal Constitucional: art. 8 de la LO 2/82, de 12 de mayo, del Tribunal
de Cuentas, en conexión con el art. 3, apdo. p de la L 7/88, de 5 de abril, de
Funcionamiento del Tribunal de Cuentas; LO 8/84, de 26 de diciembre, por la que se
regula el Régimen de Recursos en Materia de Objeción de Conciencia y su Régimen
Penal; arts. 49 y 114 de la LO 5/85, de 19 de junio, de Régimen Electoral General; y art.
6 de la LO 3/84, de 26 de marzo, reguladora de la Iniciativa Legislativa Popular. Sobre
la articulación entre Tribunal Constitucional y jueces y tribunales ordinarios: arts. 5 a 7
de la LO 6/85, de 1 de julio, del Poder Judicial.

C) JURISPRUDENCIA Una selección de las decisiones más relevantes del Tribunal


Constitucional: en GÓMEZ FERNÁNDEZ, I. (Edit.), Las decisiones básicas del
Tribunal Constitucional, Pamplona 2006; también en LÓPEZ GUERRA, L., Las
sentencias básicas del Tribunal Constitucional, Madrid 2008. Desde su primera
sentencia (STC 1/81, caso Ejecución de sentencia de Tribunal Eclesiástico), y en
especial durante los primeros años de funcionamiento, el Tribunal Constitucional se
esforzó en delimitar su posición dentro del entramado jurídico-institucional. De entre las
múltiples decisiones relevantes a este respecto, puede destacarse la STC 76/83, caso
LOAPA y la STC 133/2013, caso Autoamparo. Sobre la composición del Tribunal
Constitucional son relevantes las SSTC 49/2008, caso Reforma de la LOTC y 101/2008,
caso Designación de Magistrados del Tribunal Constitucional por el Senado. Sobre el
status de los Magistrados, ATC 180/2013, caso de Recusación de Magistrado. Por lo
que respecta al margen del legislador a para completar las previsiones constitucionales
relativas a las competencias del Tribunal Constitucional, SSTC 66/1985, caso Supresión
del recurso previo, y 49/2008, caso Reforma de la LOTC.

Lección 31

El Tribunal Constitucional (II). Procedimientos 1. EL CONTROL DE


CONSTITUCIONALIDAD DE LAS NORMAS CON FUERZA DE LEY: ASPECTOS
GENERALES. 2. EL RECURSO DE INCONSTITUCIONALIDAD. 3. LA
CUESTIÓN DE INCONSTITUCIONALIDAD. 4. EL CONTROL PREVIO DE
TRATADOS INTERNACIONALES. 5. EL CONTROL DE NORMAS FISCALES
FORALES. 6. EL CONTROL PREVIO DE ESTATUTOS DE AUTONOMÍA. 7. EL
RECURSO DE AMPARO. 8. LOS CONFLICTOS DE COMPETENCIA. 9. LAS
IMPUGNACIONES DEL TÍTULO V DE LA LOTC. 10. LOS CONFLICTOS EN
DEFENSA DE LA AUTONOMÍA LOCAL. 11. LOS CONFLICTOS DE
ATRIBUCIONES. 12. DEFENSA DE LA JURISDICCIÓN DEL TRIBUNAL
CONSTITUCIONAL. 13. BIBLIOGRAFÍA, LEGISLACIÓN Y JURISPRUDENCIA.

1. EL CONTROL DE CONSTITUCIONALIDAD DE LAS NORMAS CON FUERZA


DE LEY: ASPECTOS GENERALES En el estudio de las competencias del Tribunal
Constitucional, hay que comenzar por el control de constitucionalidad de las normas
con fuerza de ley, competencia clásica de la justicia constitucional y que define, en gran
medida, cada uno de los modelos existentes. Una de las características fundamentales
del modelo de justicia constitucional concentrado y, en consecuencia, del sistema
español, consiste en la reserva realizada a favor del Tribunal Constitucional de la
posibilidad de declarar la inconstitucionalidad de las normas con fuerza de ley.

a) El objeto El control de constitucionalidad de las normas con fuerza de ley es el


instrumento de fiscalización jurídica de los poderes públicos que cierra el Estado de
Derecho; con él se trata de asegurar la supremacía de la Constitución, haciendo
prevalecer a ésta sobre las normas aprobadas por el poder legislativo. Ahora bien, el
concepto de ley es un concepto polivalente; en una de sus dimensiones, en él se
incluyen no sólo las leyes formales o disposiciones de carácter general aprobadas por
las Cortes o por las Asambleas Legislativas de las Comunidades Autónomas, sino
también otras normas de rango o fuerza similar a la ley por estar situadas de manera
inmediata bajo la Constitución o bajo los Estatutos de Autonomía. Por

Pablo Pérez Tremps

ello, el art. 161.1.a) de la CE, al hablar del control de constitucionalidad, extiende éste a
las «leyes y disposiciones normativas con fuerza de ley». Como ya se señaló en la
lección anterior, mediante reforma de la LOTC se introdujo la Disp. Adc. 5ª que ha
dotado el Tribunal Constitucional de competencia para controlar las normas fiscales de
los Territorios Históricos vascos. Aunque no está claro que se trate de una nueva
competencia o ante la ampliación del objeto de las ya existentes, en la medida que los
procedimientos establecidos para el control de constitucionalidad de las normas con
fuerza de ley, es aquí donde se desarrolla el estudio de aquel control. El primer
problema que plantea el control de constitucionalidad es determinar cuáles son las
normas que deben incluirse en esa categoría. El art. 27.2 de la LOTC da la respuesta a
esta pregunta, incluyendo las siguientes normas: – Estatutos de Autonomía. – Leyes
orgánicas. – Leyes ordinarias. – Decretos-leyes. – Decretos Legislativos. – Tratados
internacionales. – Reglamentos de las Cámaras y de las Cortes Generales. – Normas
equivalentes a las anteriores categorías que puedan dictarse por las Comunidades
Autónomas: leyes, decretos-ley, decretos legislativos y reglamentos de sus Asambleas
Legislativas. – Las normas que declaran o prorrogan los estados excepcionales. –
Normas fiscales dictadas por los Territorios de Álava, Vizcaya y Guipúzcoa, éstas en
virtud de la Disposición Adicional Quinta LOTC. A pesar del detallado elenco del art.
27.2 de la LOTC, en la práctica han surgido algunos problemas a la hora de determinar
cuál es el alcance objetivo del control de constitucionalidad de las normas con fuerza de
ley. Siguiendo el orden señalado, hay que destacar que se ha descartado, en primer
lugar, que el hecho de que el Estatuto de Autonomía haya sido aprobado en referendum
lo excluya del control de constitucionalidad (ATC 67/2010, caso Estatuto de Autonomía
de Cataluña). En segundo lugar, aunque no existe duda alguna sobre la posibilidad de
control de los decretos-leyes, desde el punto de vista práctico, dicho control es en
ocasiones difícil de llevar a cabo por razones procesales. Ello porque el art. 86.2 de la
CE exige que, en el plazo de treinta días desde su promulgación, los decretosleyes se
convaliden, se deroguen o se tramiten como proyectos de ley. En estos dos últimos
casos, formalmente el decreto-ley desaparece como tal, siendo difícil por razones
temporales que previamente pueda controlarse su constitucionalidad; no

El Tribunal Constitucional (II). Procedimientos

obstante, el Tribunal Constitucional ha entendido que «el velar por el recto ejercicio de
la potestad de emitir Decretos-leyes dentro del marco constitucional, es algo que no
puede eludirse» (STC 111/1983, caso RUMASA I). En consecuencia, se aceptó la
posibilidad del control de un decreto-ley ya inexistente; otra cosa es la repercusión que
esa inexistencia tiene a la hora de enjuiciar los distintos vicios de inconstitucionalidad
que se denuncien. En relación con los decretos legislativos, también existen problemas
de control de su constitucionalidad. Dichos problemas surgen como consecuencia de la
construcción doctrinal, aceptada por la jurisprudencia, según la cual cuando un decreto
legislativo incurre en ultra vires o exceso de delegación pierde su rango legal,
degradándose a nivel reglamentario (v. Lección 3). Desde la perspectiva de su control,
esta construcción, acogida por los arts. 85.6 de la CE y 27.2.b de la LOTC, supone la
posibilidad de fiscalización por los órganos del Poder Judicial. No obstante, y tal como
el último precepto citado deja puesto de manifiesto, no resulta entonces claro cuándo
existe control de constitucionalidad encomendado al Tribunal Constitucional, y cuándo
el control del exceso en la delegación, correspondiente a los tribunales ordinarios. El
Tribunal Constitucional, por una parte, ha confirmado la posibilidad de que los
tribunales ordinarios controlen los excesos de delegación; a la vez, por otra parte,
siempre que se ha cuestionado la regularidad de un decreto legislativo ante el Tribunal
Constitucional, éste ha entrado a conocer del asunto. Por ello, existe una zona de
concurrencia en la que tanto el Tribunal Constitucional como los tribunales ordinarios
pueden actuar (STC 166/07, caso Ley de propiedad intelectual). Sí ha entendido
claramente el Tribunal que son normas con valor de ley a efectos de su impugnación los
acuerdos parlamentarios en virtud de los cuales se declaran los estados de alarma y de
excepción dada su capacidad de incidir en regulaciones hechas con normas legales
(ATC 7/2012, caso Huelga de controladores). Por otro lado, el Tribunal Constitucional
ha rechazado expresamente que posea competencia para controlar normas de Derecho
Europeo (STC 64/91, caso APESCO). Aunque sean normas directamente aplicables en
España, que desplazan, incluso, a la ley interna, su parámetro de control está en el
propio Derecho Comunitario, y es el Tribunal de Justicia de la Unión Europea el que, en
última instancia, debe efectuar ese control. No obstante, el Tribunal Constitucional, en
la DTC 1/2004 —caso Constitución Europea—, se ha reservado la posibilidad de
controlar de manera muy excepcional la constitucionalidad del Derecho de la Unión
sólo en el caso de que normas de éste pudieran contravenir elementos básicos del
sistema constitucional español (v. lección 5). Para concluir el apartado correspondiente
al objeto del control de constitucionalidad de las normas con fuerza de ley, conviene
realizar una breve referencia respecto del control de aquéllas que son anteriores a la
Constitución. La supre-

Pablo Pérez Tremps

macía constitucional despliega sus efectos no sólo sobre las normas posteriores a la
Constitución sino también sobre las normas preconstitucionales, de manera que sus
contenidos no pueden ir contra lo dispuesto en la Norma Fundamental. El problema
surge a la hora de determinar la naturaleza del conflicto entre Constitución y norma
anterior; de acuerdo con los tradicionales criterios de resolución de antinomias, ese
conflicto puede resolverse por dos vías. Por un lado, el carácter posterior en el tiempo
de la Constitución hace imponerse a ésta sobre las normas anteriores que sean contrarias
a ella (criterio temporal); por otro, la superioridad jerárquica de la Constitución le hace
imponerse sobre las normas inferiores, incluidas las preconstitucionales (criterio
jerárquico). Aunque el resultado en ambos casos es el mismo (supremacía de la
Constitución), procesalmente la distinción tiene su importancia. Así, la aplicación del
criterio temporal haría catalogar el conflicto entre Constitución y ley anterior como de
vigencia, obligando a determinar si la ley está o no derogada; en cuanto tal juicio de
vigencia, cualquier juez o tribunal puede realizarlo. Por el contrario, la aplicación del
criterio jerárquico hace que el conflicto sea de validez; ello determinaría que sólo el
Tribunal Constitucional pudiera enjuiciar la adecuación o no del Derecho
preconstitucional a la Norma Fundamental. El Tribunal Constitucional, ante tal
disyuntiva, optó por una posición intermedia haciendo coexistir ambas posibilidades. En
una de los primeros asuntos resueltos por el Tribunal, éste afirmó lo siguiente: «Así
como frente a las leyes posconstitucionales el Tribunal ostenta un monopolio para
enjuiciar su conformidad con la Constitución, en relación a las preconstitucionales los
Jueces y tribunales deben inaplicarlas si entienden que han quedado derogadas por la
Constitución, al oponerse a la misma; o pueden, en caso de duda, someter este tema al
Tribunal Constitucional por la vía de la cuestión de inconstitucionalidad» (STC 4/81,
caso Ley de Bases de Régimen Local).

b) El marco de enjuiciamiento La inconstitucionalidad de una norma con fuerza de ley


puede venir determinada tanto por motivos formales como materiales; dicho de otra
manera, y aunque la distinción entre ambos conceptos sea en ocasiones difícil de
realizar, la Constitución tiene mandatos tanto formales, de naturaleza procesal, como
preceptos de alcance sustantivo o material. Ambos tipos de preceptos pueden justificar
la impugnación de una norma con fuerza de ley y, en su caso, la declaración de
inconstitucionalidad. No obstante, esta idea está sujeta a algunas matizaciones. En
primer lugar, si, como resulta lógico, una norma preconstitucional debe someterse
materialmente a la Constitución ya que en otro caso se estarían produciendo efectos
contrarios a la Norma Fundamental, no puede decirse lo mismo respecto de los
mandatos formales o de procedimiento. En efecto, no puede pretenderse que al
legislador preconstitucional se le someta a las «formas» y proce-

El Tribunal Constitucional (II). Procedimientos

dimientos establecidos en un momento posterior en el tiempo (STC 10/2005, caso IAE


de Cajas de Ahorro). En segundo lugar, y siguiendo en el terreno de los vicios formales
de inconstitucionalidad, no cualquiera de éstos acarrea necesariamente la nulidad de la
norma con fuerza de ley. En este terreno el principio de «proporcionalidad» ha de
modular el efecto que en cada caso el vicio posea. Así, de un pequeño defecto en la
tramitación de un proyecto o proposición de ley no puede derivarse la nulidad total de la
ley que surja. Desde otra perspectiva ha de señalarse que, aunque el marco general de
enjuiciamiento de las normas con fuerza de ley viene determinado, como es lógico, por
la Constitución, en ocasiones, ese marco se completa con otras normas. Así, por
ejemplo, el Tribunal Constitucional ha entendido que para valorar la existencia de vicios
in procedendo en la elaboración de las leyes debe a veces acudirse a los reglamentos de
las Cámaras (STC 99/87, caso Medidas para la reforma de la función pública). El
Tribunal Constitucional acude también a normas distintas de la Constitución para
enjuiciar las leyes cuando la propia Norma Fundamental se remite a esas normas. Un
ejemplo claro es el de los tratados y convenios internacionales sobre derechos
fundamentales ya que el art. 10.2 de la CE toma esos tratados y convenios como
elemento para la interpretación de derechos fundamentales y libertades públicas (v.
Lección 6). Otro de los casos en los que el examen de la constitucionalidad de las leyes
exige acudir a normas distintas de la Constitución es el referente al reparto de
competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas. El sistema de distribución
territorial de poder es muy complejo y, aunque arranca de la Constitución, se
perfecciona por los Estatutos de Autonomía y por otras normas. Este conjunto forma lo
que se ha dado en llamar el «bloque de la constitucionalidad» (v. Lección 32). Pues
bien, cuando en un proceso constitucional se trata de determinar si una norma con
fuerza de ley vulnera o no ese reparto de poder generado por el bloque de la
constitucionalidad, hay que acudir, a menudo, a normas en él integradas distintas de la
Constitución. La propia LOTC ha reflejado esta técnica al disponer en su art. 28.1 que
«para apreciar la conformidad o disconformidad con la Constitución de una Ley,
disposición o acto con fuerza de ley del Estado o de las Comunidades Autónomas, el
Tribunal considerará, además de los preceptos constitucionales, las Leyes que, dentro
del marco constitucional, se hubieran dictado para delimitar competencias del Estado y
las diferentes Comunidades Autónomas o para regular o armonizar el ejercicio de las
competencias de éstas». El último de los supuestos en los que el Tribunal Constitucional
ha de acudir a normas no constitucionales para enjuiciar las normas con fuerza de ley
está previsto por el art. 28.2 de la LOTC. Se trata de aquellos casos en los que existe
una colisión entre ley orgánica y otras normas con fuerza de ley.

Pablo Pérez Tremps

Al Tribunal Constitucional, en aplicación del art. 81 de la CE, le corresponde


salvaguardar el ámbito material reservado a la ley orgánica; para ello deben enjuiciar las
normas supuestamente invasoras de dicho ámbito a la luz de la Constitución y de las
propias leyes orgánicas. Ello permite, entre otras cosas, garantizar el respeto a los
Estatutos de Autonomía por parte de las leyes tanto estatales como autonómicas puesto
que los Estatutos de Autonomía se aprueban mediante ley orgánica (STC 223/2006,
caso Reglamento de la Asamblea de Extremadura).

2. EL RECURSO DE INCONSTITUCIONALIDAD Como previamente se indicó, el


art. 161.1 CE establece el recurso de inconstitucionalidad como primer instrumento
procesal para controlar la constitucionalidad de las normas con fuerza de ley.
Procesalmente, el recurso de inconstitucionalidad se caracteriza por ser una acción
jurisdiccional nacida precisamente con ese fin de controlar la adecuación a la
Constitución de las normas con fuerza de ley; se trata, por tanto, de una impugnación
directa de la norma. Ya se ha señalado cuáles son las normas que pueden impugnarse a
través del recurso de inconstitucionalidad.

a) Legitimación Están legitimados para interponer recurso de inconstitucional, según el


art. 162.1 de la CE: – El Presidente del Gobierno. – El Defensor del Pueblo. –
Cincuenta Diputados. – Cincuenta Senadores. – Los órganos colegiados ejecutivos de
las Comunidades Autónomas. – Las Asambleas de las Comunidades Autónomas. De la
lectura de esta lista se deduce que la legitimación para recurrir directamente normas con
fuerza de ley está muy restringida, de manera que sólo determinados órganos o
instancias políticas pueden impugnar este tipo de normas; se excluye, así, que cualquier
persona pueda recurrir normas con fuerza de ley, aunque, como luego se verá, y con
determinados filtros, existen instrumentos para que se controle la constitucionalidad de
una norma con fuerza de ley a instancias de quien se sienta sujeto pasivo de esa
vulneración.

El Tribunal Constitucional (II). Procedimientos

El sentido de la restricción de legitimación en la impugnación de normas con fuerza de


ley, común a casi todos los sistemas de justicia constitucional concentrada, radica en el
deseo de evitar continuas impugnaciones de las normas que se consideran elementos
básicos del ordenamiento y manifestación, más o menos directa, de la voluntad general.
La legitimación reconocida en la Constitución, a pesar de ser restringida, plantea
algunos problemas. La del Presidente del Gobierno supone dotarle de una facultad de
evidente importancia, tanto en el ámbito de las relaciones GobiernoParlamento, como
en el de reparto de poder entre Estado y Comunidades Autónomas. Es de observar que,
pese a que pueda obviamente consultar al Gobierno, la decisión corresponde al
Presidente individualmente considerado. Por su parte, la legitimación otorgada al
Defensor del Pueblo podría pensarse que debería restringirse al campo de la protección
de los derechos fundamentales, única tarea atribuida por el art. 54 de la CE a dicha
institución. Ahora bien, no puede olvidarse que el concepto mismo de protección de los
derechos fundamentales tiene un amplísimo alcance, por lo que pocas son las normas
que directa o indirectamente no pueden conectarse con dicha tarea (STC 274/00, caso
Presupuestos de Canarias para 2007). La legitimación que poseen cincuenta Diputados e
igual número de Senadores aparece básicamente como un instrumento de protección de
minorías parlamentarias frente a la acción de la mayoría; ahora bien, a la vez permite a
las fuerzas políticas con la suficiente representación parlamentaria reaccionar frente a
normas con fuerza de ley dictadas tanto en el ámbito estatal como en el autonómico
mediante su impugnación ante el Tribunal Constitucional, proyectándose así al campo
de la organización territorial del Estado. Por lo que respecta a la legitimación
reconocida a órganos autonómicos ejecutivos y legislativos, se trata de un elemento más
del diseño de distribución territorial de poder, que se corresponde con la legitimación
que poseen los órganos centrales para impugnar las normas con fuerza de ley dictadas
en las Comunidades Autónomas. La legitimación de los órganos ejecutivos y
legislativos de éstas es la que más problemas ha planteado en la práctica. Ello porque el
art. 32.2 LOTC, al regular esa legitimación, exige que las normas con fuerza de ley del
Estado que se impugnen por los citados órganos autonómicos «puedan afectar a su
ámbito de autonomía». Este precepto ha sido objeto de una interpretación evolutiva, de
forma que sirve como instrumento no sólo de reivindicación de competencias que
pudieran verse invadidas por normas estatales con fuerza de ley, sino también de
impugnación de preceptos que puedan incidir indirectamente en esas competencias o,
incluso, en intereses de la Comunidad Autónoma sin dimensión competencial concreta
(STC 56/90, caso Ley Orgánica del Poder Judicial III, por ejemplo). Por último, el
silencio del art. 32 LOTC en relación con la impugnación

Pablo Pérez Tremps

de normas con fuerza de ley de la Comunidades Autónomas por las instituciones de


éstas ha sido interpretado en el sentido de que no cabe ese tipo de impugnaciones (STC
223/06, caso Veto presupuestario).

b) Plazo El plazo para interponer el recurso de inconstitucionalidad es de tres meses a


partir de la publicación de la norma impugnada (art. 33 LOTC). En el caso de las
normas con fuerza de ley de las Comunidades Autónomas, que se publican tanto en su
diario oficial como en el Boletín Oficial del Estado, es la primera publicación la que
sirve como dies a quo para computar este plazo de tres meses. El plazo de tres meses se
alarga a nueve meses en los supuestos en los que se ponga en marcha el mecanismo de
cooperación previsto en el art. 33.2 LOTC tendente a evitar precisamente la
impugnación de normas estatales por las Comunidades Autónomas o viceversa.

c) Procedimiento El recurso de inconstitucionalidad se inicia mediante el


correspondiente escrito de quien posea legitimación, o de su comisionado, en el que se
ha de concretar la disposición impugnada así como los motivos del recurso. El Tribunal
Constitucional, admitido a trámite, da traslado del recurso al Congreso de los
Diputados, al Senado, al Gobierno y, en el caso de que la norma impugnada sea de una
Comunidad Autónoma, a la Asamblea Legislativa y al Ejecutivo correspondientes. De
los anteriores órganos, los que lo consideren oportuno, pueden personarse y formular
alegaciones; a la vista del recurso y de las alegaciones, el Pleno del Tribunal
Constitucional debe dictar sentencia (art. 34 LOTC).

d) Efectos El art. 164 CE regula los efectos de las sentencias del Tribunal
Constitucional, en general, y de las que declaran la inconstitucionalidad de las normas
con fuerza de ley en concreto. Este precepto se encuentra desarrollado en los arts. 38 y
ss. LOTC. De la compleja regulación sobre la materia, cabe destacar lo siguiente. Desde
el punto de vista temporal, las sentencias del Tribunal Constitucional despliegan sus
efectos a partir del día siguiente de su publicación en el Boletín Oficial del Estado (art.
164 CE). En segundo lugar, y por lo que se refiere a su contenido, la declaración de
inconstitucionalidad supone, según el art. 39.1 de la LOTC, la «nulidad» de los
preceptos afectados. Esto indica, en primer lugar, que no toda la norma debe verse

El Tribunal Constitucional (II). Procedimientos

afectada por la declaración de inconstitucionalidad, sino solamente aquellos preceptos


de la misma que sufran el vicio de validez. La nulidad implica que ha de considerarse
que los preceptos por ella afectados nunca han formado parte del ordenamiento. Ahora
bien, el art. 40 LOTC matiza esta idea al señalar que la declaración de
inconstitucionalidad no permite revisar procesos fenecidos mediante sentencia con
efectos de cosa juzgada en los que se haya hecho aplicación de la norma
inconstitucional salvo en un caso: que esa aplicación haya supuesto una sanción penal o
administrativa que no existiría o se vería reducida como consecuencia de la nulidad de
la norma aplicada. A pesar de lo rígidamente que se encuentran regulados los efectos de
la declaración de inconstitucionalidad, el Tribunal Constitucional, consciente de los
muchos problemas que pueden plantearse desde el punto de vista práctico y jurídico
como consecuencia de la declaración de inconstitucionalidad de una norma con fuerza
de ley, ha flexibilizado en ocasiones los efectos, adecuándolos a las circunstancias del
caso concreto, llegando, incluso, a limitar sus efectos temporalmente a partir de la
declaración de inconstitucionalidad (STC 45/89, caso I.R.P.F.), permitiendo que la
norma inconstitucional siga vigente hasta que otra norma válida la desplace (STC
195/98, caso Marismas de Santoña y Noja); o declarando la inconstitucionalidad con
inaplicación para el caso (STC 254/04, caso Horarios comerciales de Madrid). Junto a
los anteriores efectos, la Constitución y la LOTC recogen otros principios predicables
de las sentencias del Tribunal Constitucional que tienen como finalidad hacer realidad el
principio de que el Tribunal Constitucional es el «supremo intérprete de la
Constitución». Así, se establece que las sentencias recaídas en procedimientos de
inconstitucionalidad «tienen plenos efectos frente a todos» (art. 164.1 C.E.) y
«vincularán a todos los poderes públicos» (art. 38.1 LOTC). Ello implica otorgar unos
especiales efectos a las resoluciones del Tribunal; esos efectos suponen, entre otras
cosas, que su doctrina ha de informar la actividad de todos los poderes públicos. Hay
que señalar, asimismo, que las decisiones del Tribunal Constitucional no pueden ser
recurridas en al ámbito interno y tienen efecto de cosa juzgada. En consecuencia,
resuelto un asunto por el Tribunal, no puede volver a plantearse ante él. Otra cosa es que
problemas similares sí puedan reproducirse ante el Tribunal Constitucional,
permitiéndose así a éste actualizar su doctrina e ir adecuando la interpretación
constitucional al momento histórico.

Pablo Pérez Tremps

3. LA CUESTIÓN DE INCONSTITUCIONALIDAD El segundo instrumento procesal


a través del cual es posible controlar la constitucionalidad de las normas con fuerza de
ley es la cuestión de inconstitucionalidad. La cuestión representa un complemento del
recurso; éste, como se ha visto, hace posible un control directo de la norma; la cuestión,
en cambio, permite reaccionar contra la inconstitucionalidad de una norma con fuerza
de ley a través de su aplicación concreta. El art. 163 de la CE dispone: «Cuando un
órgano judicial considere, en algún proceso, que una norma con rango de ley, aplicable
al caso, de cuya validez depende el fallo, pueda ser contraria a la Constitución, planteará
la cuestión ante el Tribunal Constitucional en los supuestos, en la forma y con los
efectos que establezca la ley, que en ningún caso serán suspensivos». La cuestión de
inconstitucionalidad sirve, pues, como instrumento que permite reaccionar ante
cualquier inconstitucionalidad de una norma con fuerza de ley sin necesidad de la
intervención de quien está legitimado para interponer el recurso directo; pero, a la vez,
hace posible no abrir la legitimación para recurrir normas con fuerza de ley a cualquier
persona. Los órganos judiciales actúan como «filtro» para hacer llegar al Tribunal
Constitucional las quejas de inconstitucionalidad que posean un mínimo de fundamento
y que tengan una dimensión concreta y efectiva. Dicho de otra manera, la cuestión de
inconstitucionalidad permite compaginar el monopolio de rechazo de las normas que
corresponde al Tribunal Constitucional con la efectiva supremacía de la Norma
Fundamental, que vincula a todos los órganos judiciales. Por ello la cuestión de
inconstitucionalidad, en palabras del Tribunal Constitucional, se configura «como un
mecanismo de depuración del ordenamiento jurídico, a fin de evitar que la aplicación
judicial de una norma con rango de ley produzca resoluciones judiciales contrarias a la
Constitución por serlo la norma aplicada» (STC 127/87, caso Presupuestos Generales
del Estado para 1983).

a) Requisitos Como se desprende el art. 163 de la CE, cualquier órgano judicial puede
plantear la cuestión de inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional. No
obstante, ese planteamiento no depende de la simple voluntad del titular o titulares del
órgano judicial, sino que deben cumplirse determinados requisitos. En primer lugar, la
duda sobre la constitucionalidad de la norma con fuerza de ley ha de surgir en el seno de
un procedimiento del que conozca el órgano judicial, bien planteada por éste, bien por
alguna de las partes en ese procedimiento (art. 35.1 LOTC). Además, ese procedimiento
debe ser de naturaleza jurisdiccional, sin que sea posible que el juez plantee cuestiones
de inconstitucionalidad como

El Tribunal Constitucional (II). Procedimientos

consecuencia del ejercicio de competencias no jurisdiccionales como, por ejemplo, las


relativas al registro civil (ATC 505/05, caso Matrimonio homosexual). En segundo
lugar, para el planteamiento de la cuestión de inconstitucionalidad no basta con el
simple surgimiento de la duda; ésta tiene que ser relevante para la decisión del proceso
en que se plantea, de manera que esa decisión dependa realmente de la regularidad o no
de la norma cuestionada, que debe ser aplicable al caso. Por tanto la relevancia tiene una
doble dimensión lógica, la de la aplicabilidad y la relevancia propiamente dicha: la
norma debe ser aplicable al caso y de su validez debe depender el fallo. Por último, la
duda sobre la constitucionalidad de la norma con fuerza de ley debe estar
suficientemente fundada y motivada por el órgano judicial que eleva la cuestión ante el
Tribunal Constitucional.

b) Procedimiento La duda sobre la constitucionalidad de una norma con fuerza de ley


puede surgir en cualquier proceso que se siga ante un órgano jurisdiccional, sea cual sea
el orden material o jurisdicción. Al órgano judicial le corresponde controlar que se
cumplen los requisitos legalmente exigidos: aplicabilidad y relevancia de la cuestión
para el fallo y fundamentación suficiente de la duda de constitucionalidad. Si estos
requisitos no se cumplen, el órgano judicial ha de rechazar el planteamiento de la
cuestión. Aún más, el órgano judicial, constatado el cumplimiento de estos requisitos,
debe analizar la duda planteada con el fin de determinar si, por vía interpretativa, es
salvable la contradicción entre norma con fuerza de ley y Constitución (art. 5.3 LOPJ).
Dicho de otra manera, el órgano judicial, al estar vinculado por la Constitución, debe
buscar una interpretación de la norma cuestionada que la haga compatible con la Norma
Fundamental; sólo si no encuentra esa interpretación o si estima que ésta es
insatisfactoria, ha de plantear la cuestión ante el Tribunal Constitucional. El
planteamiento se lleva a cabo mediante auto, y una vez oídas las partes personadas en el
proceso judicial y el Ministerio Fiscal. En dicho auto han de concretarse la norma
cuestionada y los motivos por los que el órgano judicial estima que puede ser contraria a
la Constitución, y justificar en qué medida la decisión del proceso depende de la
constitucionalidad de la norma cuestionada. El planteamiento de la cuestión sólo debe
realizarse una vez concluso el procedimiento y antes de adoptar la resolución pertinente
(art. 35.2 LOTC). La exigencia de esperar a que el correspondiente procedimiento se
encuentre concluso tiene una doble finalidad: por un lado se trata de evitar que la
cuestión de inconstitucionalidad sea utilizada con fines exclusivamente dilatorios; por
otro, a menudo sólo estando

Pablo Pérez Tremps

concluso el procedimiento puede valorarse realmente la relevancia de la norma


cuestionada para el fallo. La decisión del órgano judicial sobre la procedencia o no de
plantear la cuestión de inconstitucionalidad, su resolución no puede recurrirse, si bien,
en caso de no plantearse, puede volverse a suscitar la duda en posteriores instancias
jurisdiccionales. Planteada la cuestión ante el Tribunal Constitucional se cierra la
primera fase de la cuestión de inconstitucionalidad, la que se desarrolla en el proceso a
quo, que es en el que la duda surge. A partir de ese momento, se abre el proceso
constitucional propiamente dicho (proceso ad quem), en el que se decide sobre la
validez de la norma cuestionada. Este proceso se desarrolla totalmente ante el Tribunal
Constitucional El Tribunal Constitucional realiza, en primer lugar, un control del
cumplimiento de los requisitos exigidos legalmente para el planteamiento de la
cuestión: relevancia para el fallo y fundamentación suficiente. Este control ha de ser
somero por cuanto tanto la fundamentación como, sobre todo, la relevancia de la
cuestión corresponde valorarla a los órganos promotores; el rechazo de la cuestión por
parte del Tribunal Constitucional basándose en la falta de relevancia sólo es posible ante
supuestos extraordinarios donde el defecto es absolutamente manifiesto. Respecto de la
falta de fundamento, es posible un mayor margen de actuación del Tribunal
Constitucional para poder rechazar en trámite de admisión aquellas cuestiones que,
aunque no sean manifiestamente arbitrarias, poseen una fundamentación que puede
rebatirse fácilmente salvando la constitucionalidad de la norma. En los casos de
inadmisión de la cuestión, la decisión se adopta mediante auto, oído el Fiscal General
del Estado (art. 37.1 LOTC). Admitida la cuestión a trámite, el procedimiento a seguir
es similar al del recurso de inconstitucionalidad. Se da traslado al Fiscal General del
Estado, a las Cámaras, al Gobierno y, en su caso, a los ejecutivos y legislativos de la
Comunidad Autónoma que hubiera dictado la norma cuestionada, para que se personen
y formulen alegaciones si lo estiman conveniente. Las partes del proceso a quo pueden
personarse en el proceso constitucional y realizar alegaciones si lo desean (art. 37.2
LOTC). Oídos los comparecidos, el Pleno del Tribunal Constitucional dicta sentencia
pronunciándose sobre la constitucionalidad o no de la norma cuestionada. Al margen de
los efectos generales que todas las sentencias de control de constitucionalidad de
normas con fuerza de ley poseen, en las cuestiones, el Tribunal Constitucional ha de
notificar su decisión al juez o tribunal que planteó la cuestión para que resuelva en
consecuencia el proceso a quo.

El Tribunal Constitucional (II). Procedimientos

c) Las «autocuestiones» de inconstitucionalidad Existen en la LOTC dos previsiones


que permiten que sea el propio Tribunal Constitucional el que se plantee la
inconstitucionalidad de una norma con fuerza de ley (de ahí los nombres de
«autocuestión» o «cuestión interna de inconstitucionalidad» con los que se conoce a esta
institución); se trata de los arts. 55.2 y 75.quinque.6 de la LOTC. Según el art. 55.2 de
la LOTC, en aquellos casos en los que el Tribunal, conociendo de un recurso de amparo,
aprecie que la lesión de un derecho fundamental procede de una norma con fuerza de
ley contraria a la Constitución, la Sala, o en su caso la Sección, debe plantear la posible
inconstitucionalidad de la norma con fuerza de ley ante el Pleno para que éste, si así lo
decide, declare la inconstitucionalidad de la norma con fuerza de ley. Mientras decide el
Pleno, el recurso de amparo queda suspenso. Como se ve, el mecanismo es similar al de
las cuestiones de inconstitucionalidad, con la salvedad de que el órgano que promueve
la cuestión es el propio Tribunal Constitucional. El procedimiento que se sigue para
resolver las «autocuestiones» de inconstitucionalidad es el mismo previsto para las
cuestiones (art. 55.2 in fine LOTC). Por lo que respecta a la segunda «autocuestión»,
ésta se encuentra regulada en el capítulo dedicado a los conflictos en defensa de la
autonomía local; el mecanismo se parece al anterior por cuanto se trata de que,
apreciada una lesión de la autonomía local imputable a una norma con fuerza de ley, la
inconstitucionalidad de ésta debe declararse en otro procedimiento, que se tramita,
también, como las cuestiones de inconstitucionalidad (art. 75, quinque.6 LOTC). La
diferencia básica respecto del otro supuesto de autocuestión, a parte del motivo en que
se funda, está en que en este caso la autocuestión la suscita el Pleno del Tribunal
Constitucional ante sí mismo.

4. EL CONTROL PREVIO DE TRATADOS INTERNACIONALES El tercer


instrumento procesal que existe para controlar la constitucionalidad de normas con
fuerza de ley es el control previo de tratados internacionales. Como fácilmente se
deduce de su denominación, la característica más importante de esta técnica de control
de constitucionalidad radica en el hecho de que la fiscalización se produce antes de la
entrada en vigor de la norma.

a) Objeto Cuando se aprobó la LOTC, su Título VI preveía la posibilidad de interponer


recurso previo de inconstitucionalidad contra tres tipos de normas en estado aún de
proyecto:

Pablo Pérez Tremps


– Tratados internacionales. – Estatutos de Autonomía. – Leyes orgánicas. No obstante,
la LO 4/1985 modificó dicha regulación al derogar el art. 79 de la LOTC, de forma que,
en la actualidad, sólo los tratados internacionales, cuyo texto esté definitivamente fijado,
pero a los que el Estado aún no haya prestado su consentimiento, son susceptibles de
control previo (arts. 95.2 CE y 78 LOTC). La razón de ser de la reducción del ámbito
del control previo radica en el efecto retardatario de la entrada en vigor de las normas ya
aprobadas que tenía la interposición del recurso. Sin embargo, el control previo de
tratados internacionales se justifica en buena medida por permitir compaginar la
supremacía constitucional con la responsabilidad internacional del Estado, ya que
impide contraer con otros sujetos de Derecho Internacional compromisos que sean
contrarios a la Norma Fundamental. Sin embargo con posterioridad, como ya se
adelantó, La LO 12/2015 ha reintroducido el control previo de Estatutos de Autonomía
y de sus reformas. El control previo de tratados posee una configuración particular,
distinta del resto de los procesos constitucionales. Ello es así porque su objeto no es, o
no tiene porqué ser, exactamente impugnatorio; más bien es de naturaleza consultiva
puesto que de lo que se trata es de comprobar si existe obstáculo constitucional a la
prestación del consentimiento a un tratado internacional, aunque la decisión sea
vinculante. En dicho juicio, en todo caso, el Tribunal Constitucional, como en el resto
de sus competencias, actúa sometido exclusivamente a la Constitución (DTC 1/1992,
caso Tratado de la Unión Europea).

b) Legitimación Solamente el Gobierno o alguna de las Cámaras, de acuerdo con lo


establecido en sus Reglamentos, pueden instar dicho control mediante el
correspondiente requerimiento (art. 78.1 LOTC).

c) Procedimiento Realizado el requerimiento, se da traslado de éste al resto de los


órganos legitimados para que efectúen alegaciones; oídos el Gobierno y las Cámaras, el
Tribunal Constitucional dicta la correspondiente resolución (art. 78.2 LOTC), que
adopta la forma de «declaración» y no de sentencia.

El Tribunal Constitucional (II). Procedimientos

d) Efectos El sentido del control previo de inconstitucionalidad, como se ha visto, es en


parte evitar que un tratado internacional contrario a la Constitución entre en vigor.
Dicha entrada en vigor significaría no sólo la presencia en el ordenamiento interno de
una norma inconstitucional, sino también la adquisición de compromisos externos que
resulten opuestos al orden jurídico fundamental. La apreciación de oposición entre
Constitución y tratado supone bien la necesidad de modificar la Norma Fundamental
(art. 95.1 CE), bien la no prestación de consentimiento por parte del Estado, bien la
necesidad de renegociar el tratado si ello es posible (DTC 1/2004, caso Constitución
Europea). Conviene recordar que la existencia del control previo no excluye la
posibilidad de impugnación de tratados internacionales a posteriori, a través del recurso
o de la cuestión de inconstitucionalidad, sin perjuicio de que la declaración produzca
efectos de cosa juzgada.

5. EL CONTROL DE NORMAS FISCALES FORALES Como ya se señaló en la


lección anterior, mediante reforma de la LOTC se introdujo la Disp. Adc. 5ª que ha
dotado el Tribunal Constitucional de competencia para controlar las normas fiscales de
los Territorios Históricos vascos. Aunque no está claro que se trate de una nueva
competencia o ante la ampliación del objeto de las ya existentes, en la medida que los
procedimientos establecidos para el control de constitucionalidad de las normas con
fuerza de ley, es aquí donde se desarrolla el estudio de aquel control.En todo caso el
Tribunal Constitucional parece haberse decantado por la idea de que se trata de un
control singular el de esas normas fiscales, no de cualquier norma foral, aunque, hay
que insistir en ello, procesalmente se siguen las vías directa e incidental del control de
constitucionalidad de las normas con fuerza de ley (STC 118/2016, caso Control de
normas fiscales forales).

6. EL CONTROL PREVIO DE ESTATUTOS DE AUTONOMÍA Como ya se ha


adelantado, la LO 12/2015 ha reintroducido el control previo más allá de los tratados
internacionales, añadiendo los Estatutos de Autonomía y sus reformas. Esta
modificación de la LOTC pretende evitar la tensión política y la inseguridad jurídica
que puede generar la aprobación de un Estatuto o de su reforma hasta la resolución de
un hipotético recurso de inconstitucionalidad planteado contra el mismo, y el choque de
legitimidades que se produce si dicha reforma es de las que deban realizarse con
aprobación por referéndum en la

Pablo Pérez Tremps

correspondiente Comunidad Autónoma, tal y como ocurrió con la impugnación del


Estatuto de Autonomía de Cataluña que se resolvió mediante la STC 31/2010. El nuevo
art. 79 LOTC regula este procedimiento que responde a los cánones del control
preventivo de constitucionalidad, esto es realizado antes de la entrada en vigor del
proyecto de norma impidiendo dicha entrada en vigor hasta que se lleva a cabo el
control y se subsanan, en su caso, los vicios de constitucionalidad. El objeto de control
son los Estatutos de Autonomía que puedan elaborarse o las reformas que pretendan
realizarse a los ya vigentes. La legitimación para recurrir se otorga a quien la tiene para
el planteamiento del recurso de inconstitucionalidad. El momento del control es la
aprobación por parte de las Cortes Generales (que al aprobarse mediante ley orgánica,
las Cortes siempre deben de intervenir —art. 81.1 CE—) y antes de que producida dicha
aprobación prosiga el procedimiento legislativo y se perfeccione la norma. El plazo es
muy breve: tres días desde que se publique en el Boletín de las Cortes Generales el texto
resultante de la deliberación parlamentaria y, como se decía previamente, el efecto de la
interposición del recurso es la suspensión de procedimiento, incluida la convocatoria de
referéndum de aprobación que, en su caso, debiera convocarse y deberá demorarse hasta
la resolución del recurso. El procedimiento ante el Tribunal es el que se sigue en el
recurso de inconstitucionalidad, aunque se trata de un proceso absolutamente prioritario
que debe resolverse en el plazo de seis meses. Si el fallo es desestimatorio, el
procedimiento de aprobación —referendum incluido en su caso— vuelve a ponerse en
marcha. Si, por el contrario, la sentencia es estimatoria, “ésta deberá concretar los
preceptos a los que alcanza, aquellos que por conexión o consecuencia quedan afectados
por tal declaración y el precepto o preceptos constitucionales infringidos. En este
supuesto, la tramitación no podrá proseguir sin que tales preceptos hayan sido
suprimidos o modificados por las Cortes Generales” (art. 79.8 LOTC). Por tanto el
control debe extenderse al conjunto de la norma aunque lo que no parece que sea
posible es declarar inconstitucionalidad un precepto que no haya sido impugnado y no
guarde conexión alguna con los impugnados. El apdo. 9 del mismo art. 79 LOTC
declara la compatibilidad del control previo con recursos o cuestiones de
inconstitucionalidad que puedan plantearse una vez que el Estatuto o su reforma hayan
entrado en vigor, aunque parece que la interposición de recursos por idénticos motivos a
los que fundaron el recurso previo no tiene mucho sentido ni material ni procesal.

El Tribunal Constitucional (II). Procedimientos

7. EL RECURSO DE AMPARO El recurso de amparo es el instrumento procesal más


importante de defensa ante el Tribunal Constitucional de los derechos y libertades de los
ciudadanos. En cuanto tal, cumple una doble misión; por una parte, sirve como remedio
último interno de protección de los derechos del ciudadano; por otra, tiene una función
objetiva de defensa de la constitucionalidad al servir de instrumento de interpretación de
los derechos fundamentales. La reforma de la LOTC introducida por la LO 6/007 ha
potenciado esta segunda dimensión interpretativa del recurso de amparo al exigir que
éste no sólo denuncie la lesión de un derecho fundamental sino que posea también una
especial trascendencia constitucional.

a) Objeto El recurso de amparo, según lo establecido por el art. 53.2 CE, protege de
cualquier acto de los poderes públicos que atente contra los derechos consagrados en los
preceptos siguientes: – Art. 14 de la CE: principio de igualdad. – Sección Primera del
Capítulo II del Título Primero de la CE, es decir, derechos fundamentales y libertades
públicas de los arts. 15 a 29 de la CE. – Derecho a la objeción de conciencia (art. 30.2
CE). En consecuencia, ningún derecho no reconocido en los arts. 14 a 30 de la CE
puede fundamentar un recurso de amparo. Como se ha visto, la lesión que pretende
repararse por medio del recurso de amparo ha de proceder de los poderes públicos ya
que las «disposiciones, actos jurídicos, omisiones o simple vía de hecho de los poderes
públicos del Estado, las Comunidades Autónomas y demás entes públicos de carácter
territorial, corporativo o institucional, así como de sus funcionarios o agentes» pueden
dar lugar a un recurso de amparo (art. 41.2 LOTC). Varias son las cuestiones que este
precepto plantea. En primer lugar, hay que señalar que el concepto de «poder público»
ha sido interpretado por el Tribunal Constitucional de manera flexible, incluyendo en el
mismo a entes de naturaleza mixta pública y privada, según actúe o no con «imperio».
En segundo lugar, sólo existe un tipo de actuación de los poderes públicos exento, en
principio, de control a través del recurso de amparo. Se trata de las leyes, que, como se
indicó previamente, han de ser controladas a través de los recursos y cuestiones de
inconstitucionalidad. Ahora bien, nada impide que mediante la impugnación de actos de
aplicación de las normas con fuerza de ley se pueda llegar a declarar la
inconstitucionalidad de éstas; con este fin, como también se

Pablo Pérez Tremps

ha señalado, el art. 55.2 de la LOTC establece la posibilidad del planteamiento de la


denominada «autocuestión de inconstitucionalidad». Por otro lado, doctrinalmente se ha
suscitado la conveniencia de abrir paso a la impugnación directa en amparo de normas
con fuerza de ley autoaplicativas, esto es, normas que no precisan de actos de sujeción
para desplegar sus efectos. El tercer problema que se suscita en relación con el objeto
del recurso de amparo es el relativo al control de las lesiones de derechos y libertades
que no proceden de los poderes públicos sino de particulares. Estas lesiones han de ser
reparadas por los órganos judiciales; ahora bien, el Tribunal Constitucional, en una
interpretación flexible de los arts. 41 y 44 de la LOTC, ha entrado también a fiscalizar
las vulneraciones de derechos que tienen su origen en actos de particulares. El
razonamiento seguido es el siguiente: corresponde a los jueces y tribunales ordinarios
reaccionar contra las vulneraciones de derechos producidas en las relaciones entre
particulares; ahora bien, si dichos jueces y tribunales no reparan esas vulneraciones, con
ello están, a su vez, violando los derechos y libertades; dado que los órganos judiciales
poseen naturaleza jurídico-pública, sus decisiones sí son impugnables a través del
recurso de amparo (art. 44 LOTC). De esta forma, el Tribunal Constitucional no sólo
protege frente a vulneraciones de los poderes públicos, sino también de los particulares.

b) Procedimiento Están legitimados para interponer el recurso de amparo (arts. 162.1


CE y 46.1 LOTC): – Cualquier persona natural o jurídica que invoque un interés
legítimo. – El Defensor del Pueblo. – El Ministerio Fiscal. Por lo que respecta al más
general de los supuestos de legitimación —el de la persona que invoque un interés
legítimo—, el Tribunal Constitucional ha entendido este requisito en forma amplia, si
bien siempre se ha exigido que quien interpone el recurso se haya visto afectado de
manera más o menos directa por el acto u omisión recurrido. Junto a ello, el art. 46 de la
LOTC exige que quien interpone uno de ellos haya sido parte en el proceso judicial
previo, siempre que ello haya sido posible; este requisito formal resulta plenamente
coherente con el principio de subsidiariedad del recurso de amparo al que
posteriormente se hará referencia. Por lo que se refiere a la legitimación otorgada al
Ministerio Fiscal y al Defensor del Pueblo, en ambos casos se trata de supuestos
excepcionales justificados por razones de interés general: la defensa de la legalidad
encomendada al primero (art. 124.1 CE) y la defensa de los derechos fundamentales
atribuida al segundo

El Tribunal Constitucional (II). Procedimientos

(art. 54 CE). No obstante, el carácter concreto y personal que en la mayoría de los casos
poseen las vulneraciones de derechos hace que las legitimaciones del Ministerio Fiscal y
del Defensor del Pueblo resulten sólo excepcionalmente utilizadas.

c) El principio de subsidiariedad El Tribunal Constitucional ha recordado repetidamente


que el recurso de amparo es un instrumento subsidiario de protección de los derechos y
libertades. Ello es así porque a quien corresponde la defensa de los derechos de manera
inmediata es a los órganos que encarnan el Poder Judicial, «garantes naturales» de
dichos derechos. La intervención del Tribunal Constitucional a través del recurso de
amparo tiene, pues, un carácter extraordinario y último, justificada sólo ante la
ineficacia que en casos concretos pueda tener la intervención judicial. Varios son los
requisitos en los que se concreta este carácter subsidiario del recurso de amparo. En
primer lugar, sólo se puede acudir en amparo ante el Tribunal Constitucional cuando se
hayan agotado todos los instrumentos ordinarios de defensa de los derechos
fundamentales (arts. 43.1 y 44.1 LOTC). Cuáles sean esos instrumentos es una cuestión
que depende en cada caso de múltiples factores: origen de la violación, momento en que
se produce, naturaleza del ente que la ha ocasionado, etc… Baste recordar a este
respecto que el art. 53.2 de la CE prevé la regulación de un instrumento específico de
defensa de derechos previo al recurso de amparo, instrumento que no es único sino que
ha tenido concreción legislativa en distintos órdenes jurisdiccionales (v. Lección 20).
Sin embargo, aunque a menudo sean esos instrumentos los que configuren la vía judicial
previa al amparo, ello no es necesariamente así, pudiendo ésta estar constituida por
cualquier procedimiento o remedio jurisdiccional. Como ya se indicó con anterioridad,
el art. 46.1.b) de la LOTC exige para acudir en amparo «haber sido parte en el proceso
judicial correspondiente». Ello deriva del principio de subsidiariedad ya que quien no ha
cumplido este requisito es porque no ha acudido previamente ante los órganos judiciales
en defensa de sus derechos. La regla general de la subsidiariedad se rompe,
excepcionalmente, y como es lógico, cuando la vía judicial previa no existe. Ello ocurre,
en especial, en los casos en los que la vulneración se imputa a un acto de un órgano
legislativo que carezca de fuerza de ley (art. 42 LOTC). En tales hipótesis, puede
acudirse directamente en amparo ante el Tribunal Constitucional. El tercer requisito
derivado del principio de subsidiariedad consiste en la exigencia de que el derecho que
se entiende vulnerado haya sido previamente invocado ante los órganos judiciales (art.
44.1.c] LOTC). Este requisito resulta coherente con la exigencia ya expuesta: no basta
con que haya existido un procedimiento

Pablo Pérez Tremps


previo a la interposición del recurso de amparo de la que hayan conocido los jueces o
tribunales ordinarios; a éstos se les ha tenido que dar la oportunidad efectiva de reparar
la lesión de derechos denunciada, puesto que son, como se ha visto, los «garantes
naturales» de los derechos fundamentales. El Tribunal Constitucional ha interpretado
esta exigencia de invocación previa otorgándola una dimensión material y no
simplemente formal; lo importante, pues, no es la invocación o cita formal del precepto
constitucional lesionado, sino que la cuestión que se pretende debatir ante el Tribunal
Constitucional haya sido ya objeto de discusión ante los órganos judiciales, siempre que
haya habido ocasión para ello.

d) Plazo Los arts. 42 y ss. de la LOTC establecen tres supuestos procesales de amparos
según la naturaleza del órgano al que se imputa la lesión. Por otra parte, otras normas
han introducido regulaciones específicas de ciertos casos de recursos de amparo.
Aunque el procedimiento a seguir, en esencia, es el ordinario, existen algunas
particularidades en cada uno de ellos, en especial por lo que al plazo para interposición
se refiere, particularidades que aconsejan su exposición separada. – Recurso de amparo
contra actos sin valor de ley procedentes de órganos parlamentarios del Estado o de las
Comunidades Autónomas (art. 42 LOTC). El plazo para recurrir es de tres meses desde
que el acto es firme según las normas internas de funcionamiento del órgano legislativo
correspondiente. Ello supone, con carácter general, que los actos son directamente
recurribles, salvo que reglamentariamente se establezca una reclamación previa ante el
propio órgano legislativo. La razón de ser de esa posibilidad de recurrir directamente se
encuentra en que los actos de los órganos legislativos se encuadran en las funciones
típicas de ellos, tradicionalmente exentas de control judicial. No obstante, los actos de
administración interna sí son susceptibles de impugnación ante los órganos judiciales
(contratos de abastecimiento, nombramiento de personal auxiliar,… por ejemplo) [arts.
58.1 y 74.1.c) LOPJ]. En estos casos debe acudirse ante los tribunales ordinarios antes
de interponer recurso de amparo. – Recurso de amparo contra actos del Gobierno,
órganos ejecutivos de las Comunidades Autónomas, o de las distintas Administraciones
Públicas, sus agentes o funcionarios (art. 43 LOTC). En este segundo supuesto, el plazo
para recurrir es de veinte días a partir de la notificación de la resolución judicial recaída
en el proceso judicial previo. – Recurso de amparo contra actos u omisiones de órganos
judiciales. El art. 44.2 de la LOTC establece un plazo de treinta días para recurrir en
amparo

El Tribunal Constitucional (II). Procedimientos

las vulneraciones de derechos imputables a órganos judiciales. El momento a partir del


cual ha de comenzarse a computar el plazo es el de la notificación efectiva de la
resolución recaída poniendo fin al proceso judicial, debiendo recordarse que, por
imperativo del principio de subsidiariedad, antes de acudir en amparo hay que agotar
todos los recursos utilizables en la vía judicial. Es, pues, la notificación de esa última
resolución judicial la que abre el plazo. Los recursos de amparo previstos al margen de
la LOTC son los siguientes: – Recurso de amparo contra negativas a aceptar la objeción
de conciencia (art. 1.2 LO 8/84). Este amparo responde al modelo del art. 43 de la
LOTC: actos del ejecutivo o de la Administración. El plazo, pues, es el mismo: veinte
días desde que se notifica la sentencia que resuelve el recurso procedente contra las
decisiones del Consejo Nacional de Objeción de Conciencia. No obstante, la suspensión
de la obligación de cumplir el servicio militar (v. Lección 9) hace que este supuesto de
recurso de amparo resulte en la actualidad inoperativo. – Recurso de amparo contra la
decisión de la Mesa del Congreso de no admitir una proposición de ley planteada a
través de la iniciativa legislativa popular (art. 6 de la LOILP). En este caso, el recurso
aparece como una variedad de los regulados por el art. 42 de la LOTC: contra actos u
omisiones sin fuerza de ley de órganos de naturaleza legislativa. – Recursos de amparo
electorales (arts. 49. 3 y 4, y 114 LOREG). Estos recursos están previstos contra las
resoluciones de las Juntas Electorales sobre proclamación de candidatos, y de
candidatos electos, respectivamente. Pueden plantearse una vez agotada la
correspondiente vía judicial previa: los llamados recurso contencioso-electorales. La
particularidad de estos recursos de amparo es la brevedad de los plazos legalmente
previstos para su interposición (dos días en el de proclamación de candidatos y tres días
en el de proclamación de electos), tramitación y resolución (tres días en el primer caso y
quince en el segundo). La tramitación de estos recursos de amparo electorales se
encuentra regulada por un Acuerdo del Tribunal Constitucional de 20 de enero de 2000.

e) Procedimiento El recurso de amparo se inicia, como es lógico, mediante la


presentación de la correspondiente demanda dirigida al Tribunal Constitucional. En la
demanda deben concretarse todos los extremos fácticos y jurídicos en los que se funda
el recurso de amparo (art. 49.1 LOTC). Por una parte, deben exponerse:

Pablo Pérez Tremps

– «con claridad y concisión los hechos» que fundamentan la demanda; – Los preceptos
constitucionales que se estiman infringidos. – El amparo que se solicita para preservar o
restablecer el derecho o libertad que se estima vulnerado. Por otra parte, deben
acompañarse una serie de documentos necesarios para la resolución del recurso: –
Acreditación de la representación del recurrente por el correspondiente Procurador. –
Copia o certificación de la resolución recurrida, con tantas copias de todos los
documentos como partes hubo en la vía judicial previa más otra para el Ministerio
Fiscal (art. 49.2 LOTC). Asimismo, y en tercer lugar, en la demanda o con ella debe
acreditarse el cumplimiento de los demás requisitos procesales legalmente exigibles, a
buena parte de los cuales ya se ha hecho referencia: – Respeto del plazo de interposición
de la demanda. – Haber invocado en la vía judicial previa el derecho lesionado tan
pronto como hubo ocasión para ello. – Haber agotado dicha vía judicial previa. –
Justificar «la especial trascendencia constitucional del recurso» (art. 49.1 LOTC). El
procedimiento que se sigue ante el Tribunal Constitucional para la resolución del
recurso de amparo consta de dos fases. La primera fase —fase de admisión— tiene
como finalidad asegurarse de que la demanda de amparo cumple todos los requisitos
legalmente exigidos. Al mismo tiempo, y sobre todo tras la reforma de 2007 de la
LOTC, la fase de admisión sirve también para valorar la trascendencia constitucional
del recurso de amparo, de forma que la intervención del Tribunal Constitucional se
reserva para los casos importantes. Ello no implica la desprotección de los derechos en
aquellos supuestos que no se consideren importantes; lo que sucede es que la
protección, como se ha visto, la habrán dispensado los jueces y tribunales ordinarios,
respecto de los cuales, hay que recordarlo una vez más, la intervención del Tribunal
Constitucional es subsidiaria. Cumplidas las exigencias legales y valorada la
trascendencia del recurso, la demanda es admitida a trámite, entrando en la segunda
fase; en caso contrario, la demanda se inadmite. Las causas de inadmisión que permiten
rechazar la demanda en esta primera fase las resume el art. 50 de la LOTC en dos
grupos:

El Tribunal Constitucional (II). Procedimientos

En primer lugar [art. 50.1.a) LOTC] que no se cumplan algunos de los requisitos
exigidos en los arts. 41 a 46 y 49 LOTC, a los que se acaba de hacer referencia: que el
derecho respecto del que se pretende el amparo sea susceptible de obtener éste por estar
dentro de los que son objeto de protección, legitimación, agotamiento de la vía judicial
previa, invocación del derecho en esa vía judicial, plazo, representación de Procurador,
asistencia de Abogado, justificación de la trascendencia constitucional del recurso,
etc… En el caso de que los defectos de que adolece la demanda sean subsanables, el
Tribunal Constitucional abre un plazo para esa subsanación (arts. 49.4 y 50.4 LOTC). El
art. 50.1 b) LOTC establece la segunda causa de inadmisión, más de naturaleza
sustancial que procesal: la «especial trascendencia constitucional» del recurso, concepto
al que ya se ha hecho referencia. Por esta vía, el Tribunal puede rechazar a limine
aquellas demandas que se consideren sin importancia constitucional, con la finalidad, en
la línea de lo que sucede en el Derecho Comparado, de que, ante la cantidad excesiva de
recursos de amparo, el Tribunal Constitucional se ocupe sólo de aquéllos que tengan
mayor importancia. La LOTC no concreta demasiado cuáles son los criterios para
valorar esa trascendencia señalando a este respecto el art. 50.1 b) LOTC como criterios
generales, «la importancia para la interpretación de la Constitución, para su aplicación o
para su general eficacia, y para la determinación del contenido y alcance de los derechos
fundamentales». El Tribunal Constitucional ha ido concretando el alcance formal y
material de este requisito. Por un lado, el Tribunal ha entendido que es una exigencia
para el demandante, impuesta legalmente, que la demanda acredite, la que demuestre
que concurre la especial trascendencia constitucional. En segundo lugar, y sobre la
naturaleza del requisito, el Tribunal ha señalado, asimismo, que resulta insubsanable. En
tercer lugar, afirmada la obligación de justificar la especial trascendencia constitucional,
y proclamada la insubsanabilidad del defecto de no justificación, corresponde al
Tribunal valorar la concurrencia de la trascendencia constitucional. Para determinar el
alcance del concepto tal y como se define por la LOTC, la primera aproximación ha
sido en negativo, al descartar que la especial trascendencia constitucional pueda
confundirse, sin más, con la existencia de lesión del derecho. A la hora de concretar en
positivo del concepto de «trascendencia constitucional», el Tribunal, aunque de manera
no cerrada, ha identificado siete supuestos significativos de su concurrencia. Así se ha
sintetizado el contenido de este concepto: «Este Tribunal… considera que cabe apreciar
que el contenido del recurso de amparo justifica una decisión sobre el fondo en razón de
su especial trascendencia constitucional en los casos que a continuación se refieren, sin
que la relación que se efectúa pueda ser entendida como un elenco definitivamente
cerrado de casos en los que un recurso de amparo tiene especial trascendencia
constitucional, pues a tal entendimiento se opone, lógicamente, el carácter dinámico del
ejercicio de nuestra jurisdicción, en cuyo desempeño no puede descartarse a partir

Pablo Pérez Tremps

de la casuística que se presente la necesidad de perfilar o depurar conceptos, redefinir


supuestos contemplados, añadir otros nuevos o excluir alguno inicialmente incluido.
Tales casos serán los siguientes: a) el de un recurso que plantee un problema o una
faceta de un derecho fundamental susceptible de amparo sobre el que no haya doctrina
del Tribunal Constitucional…; b) que dé ocasión al Tribunal Constitucional para aclarar
o cambiar su doctrina, como consecuencia de un proceso de reflexión interna,…, o por
el surgimiento de nuevas realidades sociales o de cambios normativos relevantes para la
configuración del contenido del derecho fundamental, o de un cambio en la doctrina de
los órganos de garantía encargados de la interpretación de los tratados y acuerdos
internacionales a los que se refiere el art. 10.2 CE; c) cuando la vulneración del derecho
fundamental que se denuncia provenga de la ley o de otra disposición de carácter
general; d) …si la vulneración del derecho fundamental traiga causa de una reiterada
interpretación jurisprudencial de la ley que el Tribunal Constitucional considere lesiva
del derecho fundamental y crea necesario proclamar otra interpretación conforme a la
Constitución; e) …cuando la doctrina del Tribunal Constitucional sobre el derecho
fundamental que se alega en el recurso esté siendo incumplida de modo general y
reiterado por la jurisdicción ordinaria, o existan resoluciones judiciales contradictorias
sobre el derecho fundamental, ya sea interpretando de manera distinta la doctrina
constitucional, ya sea aplicándola en unos casos y desconociéndola en otros; f) en el
caso de que un órgano judicial incurra en una negativa manifiesta del deber de
acatamiento de la doctrina del Tribunal Constitucional (art. 5 de la Ley Orgánica del
Poder Judicial: LOPJ); g) …cuando el asunto suscitado, sin estar incluido en ninguno de
los supuestos anteriores, trascienda del caso concreto porque plantee una cuestión
jurídica de relevante y general repercusión social o económica o tenga unas
consecuencias políticas generales, consecuencias que podrían concurrir, sobre todo,
aunque no exclusivamente, en determinados amparos electorales o parlamentarios»
(STC 155/2009, caso Trascendencia constitucional). Las demandas de amparo que
cumplen los requisitos legales y que han sido consideradas dotadas de trascendencia
constitucional, son admitidas a trámite por la Sección por unanimidad; en caso de que
exista mayoría en la Sección pero no unanimidad, es la Sala la que debe decidir al
respecto (art. 50.2 LOTC). La inadmisión de una demanda se adopta mediante
providencia, en la que debe especificarse el motivo o motivos que justifican la decisión.
La providencia no

El Tribunal Constitucional (II). Procedimientos

puede recurrirse, salvo en súplica por el Ministerio Fiscal, recurso que se resuelve
mediante Auto (art. 50.3 LOTC). Una vez admitida a trámite la demanda es el momento
a partir del cual empieza el proceso constitucional propiamente dicho. En éste
comparece necesariamente el Ministerio Fiscal, quien hubiera sido parte en la vía
judicial previa, si lo estima conveniente, y quien se viera favorecido por la resolución
impugnada. Examinados los antecedentes del asunto o actuaciones, las partes
personadas realizan sus alegaciones, después de lo cual, la Sala del Tribunal
Constitucional que entienda del caso dicta sentencia. La admisión del recurso de amparo
no comporta la suspensión del acto recurrido; no obstante, dicha suspensión puede
decretarse «cuando la ejecución… produzca un perjuicio al recurrente que pudiera hacer
perder al amparo su finalidad», perjuicio que hay que ponderar con la posibilidad de que
de la suspensión «ocasione perturbación grave de un interés constitucionalmente
protegido» o de «los derechos fundamentales o libertades de otra persona» (art. 56
LOTC).

f) Las sentencias de amparo Las sentencias de amparo pueden tener, como es natural, un
doble contenido: de desestimación de la demanda (denegación del amparo) o de
estimación, total o parcial (otorgamiento del amparo) (art. 53 LOTC). Desde el punto de
vista del caso concreto, el art. 55 de la LOTC prevé un posible triple efecto de la
estimación del amparo. Este triple efecto no es necesariamente alternativo; por el
contrario, es habitual que el fallo de la sentencia incluya más de uno de los efectos
previstos. Estos son: – Declaración de nulidad del acto o resolución impugnado. –
Reconocimiento del derecho o libertad vulnerado. – Restablecimiento del recurrente en
la integridad del derecho, debiéndose adoptar las medidas que sean necesarias para ello.
Al margen de los efectos que para el caso concreto poseen las sentencias de amparo, la
doctrina que en ellas se contiene en relación con los derechos y libertades tiene la
dimensión general que corresponde a la función de intérprete supremo de la
Constitución que posee el Tribunal Constitucional.

8. LOS CONFLICTOS DE COMPETENCIA Como se indicó con anterioridad, una de


las funciones fundamentales que cumple el Tribunal Constitucional es la de actuar de
garante del reparto de poder

Pablo Pérez Tremps


establecido por el bloque de la constitucionalidad entre Estado y Comunidades
Autónomas. Para ello, la Constitución ha previsto que el Tribunal Constitucional
resuelva los conflictos de competencia que surgen entre el Estado y las Comunidades
Autónomas, o de éstas entre sí [art. 161.1.c) CE]. Estos conflictos se encuentran
regulados por el Título IV de la LOTC, en el que se incluyen, también, los conflictos de
atribuciones entre órganos constitucionales del Estado y los conflictos en defensa de la
autonomía local, a los que más adelante se hará referencia.

a) Objeto El objeto de los conflictos de competencia, como su propio nombre indica, es


el de resolver las controversias que puedan surgir en torno a la interpretación del reparto
de competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas establecido por el
bloque de la constitucionalidad. El conflicto puede ir más allá de la simple
reivindicación de una potestad; además de ese supuesto, el conflicto puede plantearse
frente a actuaciones que, aún amparadas en competencias propias, producen el efecto de
dificultar el normal ejercicio de las competencias ajenas (STC 195/2001, caso Puerto de
Ribadeo, por ejemplo). Según el art. 61.1 de la LOTC, «pueden dar lugar al
planteamiento de los conflictos de competencia las disposiciones, resoluciones y actos
emanados de los órganos del Estado o de los órganos de las Comunidades Autónomas o
la omisión de tales disposiciones, resoluciones o actos». No obstante la amplitud de este
precepto, cuando la competencia controvertida hubiera sido atribuida por una norma con
rango de ley, el conflicto ha de tramitarse como recurso de inconstitucionalidad (art. 67
LOTC). Existen dos tipos de conflictos de competencia: los positivos y los negativos.
Los primeros enfrentan al Estado y a la Comunidad Autónoma —o a éstas entre sí— en
relación con el ejercicio de una competencia; los segundos, en cambio, como se verá
más adelante, los enfrentan por negar ambas partes ser titulares de la competencia. Los
más habituales son los conflictos positivos. El reparto de competencias entre Estado y
Comunidades Autónomas no se realiza directamente por la Constitución; dicho reparto
se realiza a partir de la Norma Fundamental por los Estatutos de Autonomía y,
excepcionalmente, por otras normas a las que bien la Constitución, bien los Estatutos se
remiten. A este conjunto normativo es al que se denomina «bloque de la
constitucionalidad» (v. Lección 33). El Tribunal Constitucional, en consecuencia, al
resolver los conflictos de competencia, no ha de aplicar sólo la Constitución; junto a
ella, o bajo el marco por ella establecido, lo que debe de aplicar e interpretar es todo el
bloque de la constitucionalidad.

El Tribunal Constitucional (II). Procedimientos

b) Legitimación Para plantear un conflicto positivo de competencias están legitimados


exclusivamente el Gobierno del Estado y los órganos ejecutivos superiores de las
Comunidades Autónomas (arts. 62 y 63.1 LOTC).
c) Procedimiento El procedimiento previsto para resolver los conflictos positivos de
competencia no es uniforme ya que Estado y Comunidades Autónomas no se
encuentran legalmente en una posición idéntica. Cuando quien suscita el conflicto es el
Gobierno de la Nación, éste puede actuar de dos formas: bien interponiendo
directamente el conflicto ante el Tribunal Constitucional, bien, como es habitual,
requiriendo antes a la Comunidad Autónoma para que derogue o anule la disposición o
actos que considera causantes del conflicto (art. 62 LOTC). En el supuesto de que quien
inicie el conflicto sea una Comunidad Autónoma, ésta debe necesariamente requerir al
Estado o a la otra Comunidad Autónoma para que proceda en la forma indicada (art.
63.1 LOTC). El requerimiento previo pretende, pues, abrir una vía de entendimiento que
evite el conflicto propiamente dicho. El plazo para plantear el conflicto directamente o
para requerir es de dos meses a partir de la publicación o comunicación del acto o
disposición viciados de incompetencia. Cuando ha existido requerimiento previo y éste
no ha dado el resultado esperado, el conflicto de competencia puede formalizarse ante el
Tribunal Constitucional en el plazo de un mes a contar desde el rechazo del
requerimiento. Éste, en todo caso, se entiende rechazado si no ha sido resuelto
expresamente en el plazo de un mes desde que se formulara. El objeto del conflicto no
podrá exceder del contenido del requerimiento previo, de forma que, cuando éste ha
existido, ninguna cuestión no planteada allí puede suscitarse ante el Tribunal
Constitucional. La distinta posición del Estado y de las Comunidades Autónomas en el
procedimiento de resolución de los conflictos de competencia tiene otra manifestación
en los efectos que puede tener su planteamiento. Si el Gobierno invoca el art. 161.2 de
la CE, el acto o resolución supuestamente viciado queda automáticamente suspendido
por un plazo no superior a cinco meses; transcurrido dicho período, el Tribunal
Constitucional, si no ha resuelto el conflicto, puede decretar el levantamiento o la
continuación de la suspensión; no obstante, puede solicitarse por la Comunidad
Autónoma afectada el levantamiento de la suspensión antes de que transcurran los cinco
meses (ATC 154/94, caso Levantamiento de suspensión). Esa facultad de suspensión
automática que concede el art. 161.2 de la CE no puede, en cambio, utilizarse por las
Comunidades Autónomas. En estos casos, de todas formas, es posible solicitar al
Tribunal Constitucional la suspensión del

Pablo Pérez Tremps

acto o norma estatal, decidiendo éste libremente a la vista de los perjuicios que puedan
generarse en cada supuesto (art. 64.3 LOTC). La LOTC, frente a lo que prevé en otros
procedimientos, no establece expresamente la posibilidad de inadmitir conflictos
positivos de competencia cuando éstos no cumplan los requisitos legalmente
establecidos. A pesar de ese silencio, ha habido casos en los que no se ha admitido a
trámite conflictos de competencia por incumplir manifiestamente los citados requisitos.
Tras formalizar el conflicto, y comparecidas las partes afectadas, el Gobierno de la
Nación y/o el órgano u órganos ejecutivos superiores de las Comunidades Autónomas,
se presentan las alegaciones que se estimen convenientes. Examinadas dichas
alegaciones, el Tribunal Constitucional dicta sentencia.
d) Contenido y efectos de las sentencias Las sentencias que resuelven conflictos de
competencia han de determinar a quién corresponde ejercer la competencia
controvertida de acuerdo con lo dispuesto por el bloque de la constitucionalidad.
Asimismo, el art. 66 de la LOTC dispone que la sentencia podrá anular la disposición,
resolución o acto que dio lugar al conflicto si estuviere viciado de incompetencia. En
cada caso el Tribunal puede modular, pues, los efectos que la decisión haya de tener
sobre las situaciones creadas a partir del acto o disposición anulado.

e) Los conflictos negativos de competencia Como se indicó previamente, los conflictos


de competencia pueden ser positivos o negativos; hasta este momento se ha analizado el
planteamiento y resolución de los primeros, debiendo ahora centrar la exposición en las
particularidades de los conflictos negativos. Éstos, a su vez, pueden ser de dos tipos. El
primer supuesto legal de conflictos negativos de competencia es el de los que surgen
como consecuencia de la negativa de dos Administraciones Públicas, correspondientes
una al Estado y la otra a una Comunidad Autónoma —o a dos Comunidades—, a
considerarse competentes para resolver una pretensión de cualquier persona física o
jurídica. Si esa persona, formulada la pretensión ante una Administración, recibe una
contestación consistente en entender que no posee competencia, agotados los recursos
administrativos oportunos, ha de acudir ante la Administración del ente que se haya
indicado como competente. Si esta nueva Administración declina, asimismo, su
competencia, el requirente podrá acudir en el plazo de un mes ante el Tribunal
Constitucional. Éste, constatado que el fundamento de la negativa de las
Administraciones es una determinada interpretación del bloque de la constitucionalidad
y que se cumplen los requisitos formales para

El Tribunal Constitucional (II). Procedimientos

el planteamiento del conflicto, lo admitirá a trámite. Oídos el recurrente, las


Administraciones afectadas y cualquiera otra parte que se considere procedente, se dicta
sentencia determinando a qué ente corresponde la competencia controvertida. Los arts.
71 y 72 de la LOTC regulan una segunda modalidad de conflicto negativo de
competencia. Se trata de supuestos en los que es el Estado, a través del Gobierno, quien
requiere al órgano ejecutivo superior de la Comunidad Autónoma para que ésta ejercite
una competencia que le corresponde. Si el requerimiento es desatendido, en el plazo de
un mes, el Gobierno puede plantear el conflicto, que sigue un procedimiento similar al
descrito previamente. Este último tipo de conflicto no puede plantearse por una
Comunidad Autónoma frente al Estado.

9. LAS IMPUGNACIONES DEL TÍTULO V DE LA LOTC Dentro del esquema de


organización territorial descentralizada de poder que supone el Estado de las
Autonomías, el art. 161.2 de la CE atribuye otra competencia al Tribunal
Constitucional. El citado precepto establece: «El Gobierno podrá impugnar ante el
Tribunal Constitucional las disposiciones y resoluciones adoptadas por los órganos de
las Comunidades Autónomas». El Título V de la LOTC y la posterior jurisprudencia del
Tribunal Constitucional han ido concretado el alcance de esta competencia: se trata de
la posibilidad de recurrir actos o disposiciones con rango infralegal de las Comunidades
Autónomas que el Estado considere contrarios a la Constitución por motivos distintos
del reparto de competencias ya que, en este último caso, es el conflicto de competencia
la vía procesal adecuada para su resolución (STC 64/1990, caso Traslado de industrias a
Galicia). La STC 42/2014 (caso Declaración de soberanía y del derecho a decidir del
pueblo de Cataluña), concreta aún más el objeto de estas impugnaciones exigiendo que
los actos recurridos posean naturaleza jurídica, que sean manifestación de la voluntad
institucional de una Comunidad Autónoma, que no se trate de actos de trámite y que, al
menos indiciariamente, tengan capacidad de producir efectos jurídicos. La
particularidad de este tipo de impugnaciones radica en que sólo el Estado, a través del
Gobierno, puede plantearlas; a las Comunidades Autónomas, pues, no les es posible
usar esta vía procesal para recurrir actos o disposiciones del Estado. Una segunda
particularidad viene dada por la suspensión automática del acto recurrido que la
impugnación trae consigo durante cinco meses. Como ya se indicó al hablar de los
conflictos de competencia, transcurrido ese plazo la suspensión puede levantarse por el
Tribunal Constitucional si así lo estima conveniente, sien-

Pablo Pérez Tremps

do posible, en todo caso, que la Comunidad Autónoma solicite el levantamiento antes


de los cinco meses. La tramitación procesal de las impugnaciones del art. 161.2 de la
CE es la misma que la de los conflictos positivos de competencia (art. 77 LOTC).

10. LOS CONFLICTOS EN DEFENSA DE LA AUTONOMÍA LOCAL La L.O. 7/99


otorgó al Tribunal Constitucional una competencia no prevista en la Constitución: la
resolución de los conflictos en defensa de la autonomía local.

a) Objeto Pese a lo que pudiera deducirse de la denominación dada a esta competencia,


mediante la misma no puede impugnarse cualquier vulneración de la autonomía local; el
objeto de este conflicto se encuentra doblemente limitado. Por un lado, sólo la
vulneración de la autonomía local «constitucionalmente garantizada» (art. 75.bis.1
LOTC), de forma que, en principio, quedan fuera de este conflicto las lesiones del
contenido de la autonomía local que venga directamente configurado por normas
infraconstitucionales (STC 240/06, caso Suelo de Ceuta). Esto resulta especialmente
relevante si se tiene en cuenta que el contenido de la autonomía local se define
básicamente en la ley (v. lección 32), siendo muy difícil de precisar el contenido
estrictamente constitucional. Por otro lado, sólo pueden dar lugar al conflicto las
lesiones que sean directamente imputables a normas con fuerza de ley, estatales o de las
Comunidades Autónomas, sin que, por el contrario, las lesiones anudadas a normas o
actos infralegales puedan fundar un conflicto constitucional, debiendo buscar su
reparación a través de la jurisdicción ordinaria.

b) Legitimación La legitimación para substanciar el conflicto es sumamente restringida,


dando lugar a una compleja regulación al respecto. El art. 75.ter.1 de la LOTC
reconoce, en primer lugar, legitimación a los entes locales (municipio o provincia) que
sean destinatarios únicos de la norma que se considera lesiva de la autonomía local. En
los demás casos, es decir, cuando el destinatario no es único, se impone una
legitimación colectiva consistente, para los municipios, en que la acción la ejerzan al
menos 1/7 de los existentes en el ámbito territorial de aplicación de la norma, debiendo,
a su vez, representar al menos a 1/6 de la

El Tribunal Constitucional (II). Procedimientos

población existente en dicho ámbito territorial. Respecto de las provincias, los criterios
son similares, debiendo plantearse el conflicto al menos por la mitad de las provincias
afectadas que representen, a su vez, a la mitad de la población. Las Disposiciones
Adicionales 3ª, 4ª y 5ª.3 de la LOTC establecen una serie de reglas especiales para los
Cabildos y Consejos insulares, y para las instituciones de los Territorios Históricos del
País Vasco. Los acuerdos de interposición del conflicto deberán adoptarse por mayoría
absoluta de los miembros del Pleno del correspondiente órgano de cada corporación
local.

c) Procedimiento La LOTC prevé en estos conflictos la necesidad de evacuar un trámite


previo a la interposición efectiva del conflicto ya que, antes de producirse ésta, el
Consejo de Estado u órgano consultivo de la correspondiente Comunidad Autónoma
debe preceptivamente emitir un dictamen no vinculante sobre la procedencia o no del
correspondiente conflicto. La solicitud de emisión del mismo debe formalizarse dentro
de los tres meses siguientes a la publicación de la norma con fuerza de ley
supuestamente lesiva de la autonomía local. Dentro del mes siguiente a la emisión del
dictamen puede substanciarse el conflicto ante el Tribunal Constitucional (art. 75 quáter
LOTC); no obstante, nada se dice respecto del plazo del órgano consultivo para emitir
dictamen, por lo que habrá que estar a la legislación concreta que regule la actividad del
correspondiente órgano consultivo. Planteado formalmente el conflicto, el art. 75
quinque de la LOTC establece una fase de admisión, en la cual el Tribunal podrá
decretar la inadmisión del conflicto tanto por razones procesales insubsanables, como
por motivos de fondo: la notoria falta de fundamento. Admitido a trámite el conflicto, se
notifica al Gobierno y a las Cámaras, así como, en su caso, al ejecutivo y legislativo de
la Comunidad Autónoma de la que hubiera emanado la norma objeto de conflicto; oídas
las alegaciones de los órganos personados, el Pleno del Tribunal dicta sentencia.
d) Contenido y efectos de la sentencia La sentencia que resuelve el conflicto declarará si
existe o no lesión de la autonomía local, determinando a quién corresponde la titularidad
de la competencia controvertida y contando con amplias facultades para decidir lo que
proceda sobre las situaciones de hecho y de derecho creadas al amparo de la norma
lesiva de la autonomía local. Sin embargo, como ya se señaló anteriormente, la
sentencia

Pablo Pérez Tremps

no puede contener una declaración de inconstitucionalidad de la norma con fuerza de


ley; para obtener dicha declaración, el Pleno debe plantearse ante sí mismo una
«autocuestión» de inconstitucionalidad que, tramitada como las cuestiones de
inconstitucionalidad, deberá pronunciarse sobre la regularidad constitucional de la
norma (art. 75.quinque.6 LOTC).

11. LOS CONFLICTOS DE ATRIBUCIONES La LOTC, en el Capítulo III del Título


IV, regula la resolución de los conflictos entre órganos del Estado o conflictos de
atribuciones. Esta competencia no está expresamente prevista por la Constitución,
siendo introducida en la LOTC [art. 10.c)] en virtud de la cláusula del art. 161.1.d) de la
CE.

a) Objeto Como se deriva del propio tenor del art. 10.c) LOTC, el objeto de estos
conflictos es resolver las controversias que, dentro de los poderes del Estado, surgen
sobre el reparto de atribuciones entre ellos. Se trata, pues, de una competencia que
escapa de la organización territorial, centrándose exclusivamente en los poderes del
Estado central y, más en concreto, en los órganos constitucionales que presiden la
organización de esos poderes. El conflicto de atribuciones surge, pues, sólo cuando
alguno de esos órganos constitucionales entiende que otro de ellos ha invadido su esfera
de actuación; no obstante, la STC 234/00 (caso Declaración de urgencia) ha interpretado
que su finalidad no es sólo reivindicar una potestad concreta sino, más genéricamente,
proteger la esfera de actuación de un órgano constitucional frente a la acción de otro.
Para enjuiciar los actos impugnados, el Tribunal Constitucional debe tener presente la
Constitución y las leyes orgánicas atributivas de competencias (art. 73.1 LOTC).

b) Legitimación Como fácilmente se deduce de lo expuesto, sólo los órganos


constitucionales que culminan la organización de los distintos poderes del Estado
pueden plantear un conflicto de atribuciones; en consecuencia, esa legitimación está
restringida a los plenos del Gobierno, Congreso de los Diputados, Senado y Consejo
General del Poder Judicial (art. 59.3 LOTC).
El Tribunal Constitucional (II). Procedimientos

c) Procedimiento Cualquiera de los órganos previamente citados que considere que otro
de ellos ha adoptado decisiones asumiendo atribuciones que constitucionalmente le
corresponde, mediante acuerdo de su Pleno, se lo hará saber al órgano presuntamente
invasor, solicitado que revoque la decisión o decisiones correspondientes. Si éste último
afirmare de manera expresa o tácita que ha actuado dentro de sus atribuciones, quedará
abierta la vía al planteamiento del conflicto ante el Tribunal Constitucional. Éste, oídos
el órgano requerido y el requirente, y, si lo estima oportuno, el resto de los órganos
constitucionales legitimados para suscitar conflictos de atribuciones, dicta sentencia
determinando a qué órgano corresponde la atribución constitucional controvertida;
asimismo declara la nulidad de los actos viciados de incompetencia.

d) El supuesto del art. 8 de la LOTCu El art. 8 de la LOTCu atribuye al Tribunal


Constitucional la resolución de los conflictos que puedan plantearse en torno a las
competencias o atribuciones del Tribunal de Cuentas. El procedimiento que debe
seguirse es el establecido para los conflictos de atribuciones, siendo, incluso, las
Cámaras quienes han de formalizar el conflicto a propuesta del Tribunal de Cuentas
puesto que éste actúa como delegado de las Cortes Generales (art. 3, apdo. p] de la Ley
7/88, de Funcionamiento del Tribunal de Cuentas).

12. DEFENSA DE LA JURISDICCIÓN DEL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL La


reforma de la LOTC introducida por la L.O. 6/2007 dotó al Tribunal Constitucional de
una nueva competencia: la defensa de su propia jurisdicción (art. 4 LOTC). Como se vio
en la lección anterior, y señala el art. 1.2 de la LOTC, el Tribunal es «único en su orden
y extiende su jurisdicción a todo el territorio nacional». Ello comporta, como es lógico,
que sea el propio Tribunal Constitucional el que determine cuáles son los límites de su
competencia y jurisdicción, y el que, como también se vio y recuerda el art. 4.2 de la
LOTC, sus decisiones no puedan ser revisadas ni enjuiciadas por ningún otro órgano del
Estado (STC 133 /2013, caso Autoamparo). En principio, para el aseguramiento de
estos principios debería bastar con la correcta comprensión del sistema institucional en
su conjunto por parte de todas las instituciones del Estado. Pero no cabe excluir que,
aunque sea excepcionalmente, algún órgano del Estado pueda adoptar decisiones que
supongan el quebranto de estos principios y, por

Pablo Pérez Tremps

tanto, la invasión de la jurisdicción que constitucional y legalmente se reserva al


Tribunal Constitucional. Por ello, se ha dotado a éste de esta competencia, que permite
al Tribunal defender su jurisdicción, y así su status. Para ello se prevé que el propio
Tribunal pueda anular el acto o resolución que comporte una invasión de este género
(art. 4.1 LOTC). Por lo que respecta al procedimiento a seguir, el art. 10.1.h de la LOTC
atribuye la competencia para estas declaraciones de nulidad al Pleno del Tribunal. La
correspondiente decisión debe adoptarse, como es lógico, de forma motivada, y previa
audiencia del Ministerio Fiscal y del órgano del que haya emanado el acto o resolución
invasor de la jurisdicción del Tribunal.

13. BIBLIOGRAFÍA, LEGISLACIÓN Y JURISPRUDENCIA A) BIBLIOGRAFÍA


Además de la bibliografía citada en la lección anterior, entre las obras generales:
VV.AA., Los procesos constitucionales, Madrid 1992, o VV.AA., La jurisdicción
constitucional en España, Madrid 1995. Entre los trabajos sobre procesos
constitucionales específicos: GARCÍA MARTÍNEZ, A., El recurso de
inconstitucionalidad, Madrid 1992; VV.AA., La suspensión de las leyes autonómicas en
los procesos constitucionales, Barcelona 2005; ALEGRE MARTÍNEZ, M. A.: Justicia
constitucional y control preventivo, León 1995; LÓPEZ ULLA, J. M.: La cuestión de
inconstitucionalidad en el Derecho español; Madrid 2000; MIERES MIERES, L. J.: El
incidente de constitucionalidad en los procesos constitucionales (Especial referencia al
incidente en el recurso de amparo), Madrid 1998; URÍAS MARTÍNEZ, J.: La cuestión
interna de inconstitucionalidad, Madrid 1996, y La tutela frente a leyes, Madrid 2001;
FERNÁNDEZ FARRERES, G., El recurso de amparo según la jurisprudencia
constitucional, Madrid 1994; GIMENO SENDRA, V. y GARBERÍ LLOBREGAT, J.:
Los procesos de amparo: ordinario, constitucional e internacional, Madrid 1994;
PÉREZ TREMPS, P., El recurso de amparo, Valencia 2016; GARCÍA ROCA, J., Los
conflictos de competencia entre el Estado y las Comunidades Autónomas, Madrid 1993;
TEROL BECERRA, M., El conflicto positivo de competencias, Valencia 1993;
CABELLO FERNÁNDEZ, Mª D., El conflicto en defensa de la autonomía local,
Madrid 2003; PULIDO QUECEDO, M.: La Reforma de la Ley Orgánica del Tribunal
Constitucional: el conflicto en defensa de la autonomía local, Pamplona 1999; GARCÍA
ROCA, J., El conflicto entre órganos constitucionales, Madrid 1987; GÓMEZ
MONTORO, A. J., El conflicto entre órganos constitucionales, Madrid 1992;
TRUJILLO RINCÓN, Mª A.: Los conflictos entre órganos constitucionales del Estado,
Madrid 1995; LUCAS MURILLO DE LA CUEVA, E., La impugnación de las
disposiciones y resoluciones autonómicas ante el Tribunal Constitucional, Oñati 2005;
DÍAZ REVORIO, F. J., Las sentencias interpretativas del Tribunal Constitucional,
Valladolid 2001.

B) LEGISLACIÓN Véase la legislación citada en la lección anterior. Además hay que


citar el Acuerdo de 20 de enero de 2000, del Pleno del Tribunal Constitucional, por el
que se aprueban normas sobre tramitación de los recursos de amparo a que se refiere la
Ley Orgánica 5/1985, de 19 de junio, del Régimen Electoral General.

El Tribunal Constitucional (II). Procedimientos


C) JURISPRUDENCIA La jurisprudencia sobre las competencias del Tribunal
Constitucional es amplísima y su selección resultaría siempre insuficiente. Baste, pues,
citar aquí algunas resoluciones especialmente significativas desde la perspectiva de cada
uno de los procesos constitucionales, y citadas en texto. Recursos de
inconstitucionalidad: STC 4/81, caso Ley de Bases de Régimen Local I; STC 111/83,
caso RUMASA I; STC 99/87, caso Medidas para la Reforma de la Función Pública;
STC 45/89, caso I.R.P.F.; STC 56/90, caso LOPJ III; STC 150/90, caso Recargo del tres
por ciento; STC 147/92, caso Instituto Catalán de Nuevas Profesiones; STC 73/96, caso
Arts. 124 y 137 LGT; STC 195/98, caso Marismas de Santoña y Noja; STC 254/04,
caso Horarios comerciales de Madrid; STC 223/06, caso Veto presupuestario; ATC
579/89, caso Ley Asturiana de Caza; ATC 266/00, caso ITV; ATC 7/2013, caso Huelga
de controladores. Cuestiones de inconstitucionalidad: STC 14/81, caso Art. 365.1 LRL;
STC 17/81, caso Compilación del Derecho Civil de Cataluña; STC 51/82, caso Art. 137
de la Ley de Procedimiento Laboral; STC 127/87, caso Presupuestos Generales del
Estado para 1983; STC 105/88, caso Art. 509 CP; STC 185/90, caso Art. 240 LOPJ;
STC 76/92, caso Ejecución de actos administrativos; STC 222/92, caso Art. 58 LAU;
STC 110/93, caso Jura de cuentas; STC 126/97, caso Mujer y títulos nobiliarios; STC
166/07, caso Ley de propiedad intelectual; ATC 389/90, caso Ordenanzas Laborales;
ATC 505/05, caso Matrimonio homosexual. Control previo de tratados internacionales:
DTC 1/1992, caso Tratado de la Unión Europea y DTC 1/2004, caso Constitución
Europea. En relación con el antiguo control previo de constitucionalidad de las leyes
orgánicas: STC 66/85, caso Supresión del recurso previo. Control de normas fiscales
forales, STC 118/2016, caso Control de normas fiscales forales. Recursos de amparo:
Derechos protegidos: STC 6/98 caso Indemnización por accidente; Finalidad: STC
83/00, caso Profesores de idiomas; Objeto: STTC 18/84, caso Caja de Ahorros de
Asturias; Legitimación: STC 214/91, caso Violeta Friedman; Invocación: STC 4/00,
caso Despido de REPSOL; Agotamiento: STC 227/99, caso Despido de SEUR;
Trascendencia constitucional: STC 155/2009, caso Trascendencia constitucional;
Recurso de amparo electoral: STC 24/1990, caso Elecciones en Murcia. Conflictos
positivos de competencia: STC 11/84, caso Deuda Pública del País Vasco; STC 101/95,
caso Villaverde de Trucíos; STC 132/96, caso Carretera Reinosa-Potes; STC 87/97,
caso Uso del castellano en el Registro Mercantil; STC 44/07, caso Vino de la Tierra de
Castilla; ATC 154/94, caso Levantamiento de suspensión. Conflictos negativos de
competencia: SSTC 156/90, caso Cumplimiento de sentencia de despido, y 37/92, caso
Minero Siderúrgica de Ponferrada. Impugnaciones del Título V de la LOTC: SSTC
64/90, caso Traslado de industrias a Galicia; 148/92, caso Decreto vasco de venta con
rebajas y STC 42/2014, caso Declaración de soberanía y del derecho a decidir del
pueblo de Cataluña. Conflictos de atribuciones: STC 45/86, caso LOPJ I, y STC 234/00,
caso Declaración de urgencia. Conflictos en defensa de la autonomía local: STC 240/06,
caso Suelo de Ceuta. Sobre el alcance de la competencia del Tribunal Constitucional:
STC 133/2013, caso Autoamparo.

IX. LA ORGANIZACIÓN TERRITORIAL DEL ESTADO


Lección 32

Principios generales de la organización territorial del Estado 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8.

LA FORMA TERRITORIAL DEL ESTADO. LA AUTONOMÍA LOCAL. LAS


BASES CONSTITUCIONALES DE LA ADMINISTRACIÓN LOCAL. LA
AUTONOMÍA DE NACIONALIDADES Y REGIONES. LOS PRINCIPIOS DE
ARTICULACIÓN DEL ESTADO DE LAS AUTONOMÍAS. LOS ESTATUTOS DE
AUTONOMÍA. ELABORACIÓN Y REFORMA DE LOS ESTATUTOS DE
AUTONOMÍA. BIBLIOGRAFÍA, LEGISLACIÓN Y JURISPRUDENCIA.

1. LA FORMA TERRITORIAL DEL ESTADO Uno de los temas más importantes y


conflictivos que las Cortes Constituyentes debieron abordar fue el de la organización
territorial del Estado, que encontró respuesta en el Título VIII de la CE. Si definir cuál
es la estructura territorial que debe adoptarse en una constitución es siempre una tarea
relevante, en el caso español lo fue aún más; aunque España es uno de los Estados más
antiguos de Europa, ha sido una constante histórica la ausencia de una solución general
y pacíficamente aceptada al problema de su articulación territorial. La existencia de
zonas del territorio nacional con particularidades históricas, culturales y lingüísticas es
un hecho incontestable, como lo es también el que durante la historia jurídico-política
de España no se ha encontrado una fórmula pacífica de integración. El tradicional
centralismo tiene sus manifestaciones histórico-jurídicas más importantes en los
Decretos de Nueva Planta de Felipe V, dictados durante los primeros años del siglo
XVIII, que acabaron con los elementos más importantes de los regímenes particulares
de los territorios de la Monarquía hispánica, y, ya en la España contemporánea, en la
estructura provincial desarrollada a partir de 1833 sobre el modelo diseñado por Javier
de Burgos. Ese centralismo se vio aún acrecentado durante el régimen del General
Franco; este régimen tuvo como una de sus características la concentración del poder en
todas sus dimensiones, incluida la territorial. En definitiva, las reivindicaciones de
autogobierno, aunque de desigual intensidad, fueron una constante tanto en la transición
política como en el proceso constituyente. A ello hay que añadir una conciencia
generalizada de que, incluso allí donde no existían esas particularidades históricas,
razones de tipo técnico (gestión de los asuntos públicos) y político (acercamiento de los
centros de toma de algunas decisiones al ciudadano) imponían la ruptura con el sistema

Pablo Pérez Tremps

centralista, abriendo paso a un proceso de descentralización. No deja de ser significativo


que, ya antes de aprobarse la Constitución, se articulara un primer proceso de
descentralización mediante lo que se dieron en llamar las «preautonomías», proceso
que, aunque tímido, posteriormente tuvo influencia en la construcción constitucional del
modelo territorial del Estado. La solución que la Constitución dio al problema de cómo
articular territorialmente el Estado se encuentra en el art. 2 en el que se afirma: «La
Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria
común e indivisible de los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía
de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre ellas». Dos son,
pues, los pilares sobre los que se asienta la organización territorial: unidad y autonomía.
Esa autonomía, se reconoce, pues, en primer lugar respecto de «nacionalidades y
regiones»; sin embargo, una cierta capacidad de autogobierno y autoorganización (no
otra cosa es la autonomía), se reconoce también a otros entes que integran el Estado,
entendido en su conjunto. En efecto, el art. 137 de la CE afirma: «El Estado se organiza
territorialmente en municipios, en provincias y en las Comunidades Autónomas…
Todas estas entidades gozan de autonomía para la gestión de sus respectivos intereses».
La autonomía se predica, pues, de todos los distintos niveles de organización político-
administrativa si bien la naturaleza y alcance de esa autonomía no son iguales,
distinguiéndose dos grandes niveles: la autonomía local y la autonomía de
nacionalidades y regiones. El art. 2 de la CE, como se ha visto, vincula el principio de
autonomía con el de unidad. Y es que el reconocimiento mismo de la autonomía supone
que ésta tiene un carácter limitado puesto que la autonomía únicamente puede
predicarse respecto de un poder más amplio en cuyo seno se incardina. Sólo, pues, allí
donde hay unidad puede reconocerse autonomía, de manera que ambos principios,
unidad y autonomía, se encuentran indisolublemente conectados. El Tribunal
Constitucional, ya desde una de sus primeras sentencias, dejó constancia del carácter
limitado de la autonomía y de su vinculación a la idea de unidad: «… la autonomía hace
referencia a un poder limitado. En efecto, autonomía no es soberanía…, y dado que
cada organización territorial dotada de autonomía es una parte del todo, en ningún caso
el principio de autonomía puede oponerse al de unidad, sino que es precisamente dentro
de éste donde alcanza su verdadero sentido, como expresa el art. 2 de la Constitución»
(STC 4/81, caso Ley de Bases de Régimen Local). Esta misma idea está detrás del
rechazo por parte del Tribunal Constitucional de cualquier vinculación entre autonomía,
soberanía y derecho de autodeterminación, afirmando que el único sujeto soberano es el
pueblo español (SSTC 42/2014, caso Declaración de soberanía y del derecho a decidir y
259/2015, caso Declaración sobre proceso de creación de un Estado catalán.

Principios generales de la organización territorial del Estado del Estado

La Constitución, en definitiva, a la hora de configurar el Estado desde el punto de vista


territorial se inscribe en la larga lista de normas fundamentales que, con una fórmula u
otra, han abierto el paso a la distribución del poder entre distintos entes territoriales que
se enmarcan dentro del Estado. Ahora bien, para concretar cuál es la forma de Estado
adoptada, el elemento fundamental es la autonomía de nacionalidades y regiones dado
su contenido netamente político; la autonomía de los entes locales posee una dimensión
política menor y, en consecuencia, es un elemento auxiliar en la definición de la forma
territorial del Estado. La peculiaridad más importante de la Constitución española,
frente a lo que sucede en el Derecho Comparado, consiste en no realizar una definición
del modelo territorial adoptado. El constituyente, en lugar de adoptar uno de los
modelos tradicionales de forma territorial descentralizada del Estado (Estado federal o
Estado regional) ha seguido otro camino, que se caracteriza, básicamente, por evitar la
definición de la forma de Estado, dejando abierto un proceso complejo desde el punto
de vista jurídico y político de concreción de la organización territorial del Estado. El art.
2 de la CE, concibe la autonomía de nacionalidades y regiones como un «derecho», y,
como tal, podía ejercitarse o no (principio dispositivo de la autonomía). La forma
territorial del Estado sólo es, pues, comprensible a la luz del resultado del ejercicio de
ese derecho. Dicho ejercicio, sin embargo, está en gran medida reglamentado
constitucionalmente puesto que, como con posterioridad se verá, la Norma Fundamental
ha fijado sus límites tanto formales o de procedimiento, como materiales,
predeterminando qué competencias pueden asumirse y cuáles deben ejercerse por los
poderes centrales. El proceso de descentralización cuya puerta dejaba abierta la
Constitución se ha llevado a cabo a través, sobre todo, de la aprobación de los Estatutos
de Autonomía. Dos ideas deben destacarse del resultado al que se ha llegado; por un
lado, el proceso no se encuentra necesariamente cerrado, de manera que, como más
adelante se verá, puede aumentarse el margen de autonomía de nacionalidades y
regiones sin necesidad de modificar la Constitución. La segunda idea que debe
destacarse en este momento es que la falta de definición constitucional de la forma
territorial del Estado no ha sido sustituida por una definición posterior. La estructura
territorial del Estado no encaja en ninguna de las categorías tradicionales del Derecho
Público, categorías que, por otra parte, tampoco responden a unos modelos
perfectamente delimitados y que, en consecuencia, inducen a menudo a confusión. El
modelo español utiliza técnicas tanto del federalismo tradicional como del Estado
regional, y, si hubiera que intentar concretar el tipo de autonomía territorial, podría
afirmarse que España, constituida en lo que se ha dado en denominar el «Estado de las
Autonomías», es hoy un Estado descentralizado que se aproxima en su estructura a los
Estados federales.

Pablo Pérez Tremps

Antes de entrar a analizar los distintos tipos de autonomía constitucionalmente


reconocidos, conviene realizar una última precisión inicial. Como consecuencia del
reconocimiento de la autonomía en el seno del Estado, este concepto de «Estado»
adquiere un doble significado, y así es utilizado por la propia Constitución, por el resto
del ordenamiento, por la jurisprudencia y por la doctrina. En un primer sentido, el
Estado sirve para definir el ente soberano que es España (art. 1 CE, por ejemplo) y en su
seno se incluyen todos y cada uno de los entes jurídicopúblicos que lo integran. Pero
existe un segundo sentido del concepto Estado; la unidad estatal exige que, junto a los
entes autónomos, exista un aparato jurídicopúblico que identifique esa unidad y que
ejerza, en todas sus dimensiones, las potestades a ella vinculadas. A ese aparato
unitario, en el que se integran los poderes centrales, también se le denomina Estado (art.
149.1 CE, por ejemplo),
2. LA AUTONOMÍA LOCAL El art. 137 de la CE reconoce la autonomía no sólo de
nacionalidades y regiones, sino también de municipios y provincias, confirmándose
dicha autonomía en los arts. 140 y 141, respectivamente. Sin embargo, los titulares de la
autonomía local no se limitan a las dos entidades citadas; junto a ellas, la propia
Constitución reconoce también la existencia de administraciones propias para la islas
(art. 141.4) e, incluso, la posibilidad de que se creen entidades supramunicipales
distintas de la provincia (art. 141.3). Todos estos entes gozan, pues, de autonomía, a la
vez que son elementos estructurales y de configuración del Estado. El mayor problema
que plantea la comprensión constitucional de la autonomía local es el de determinar su
naturaleza y alcance. Generalmente se señala que la diferencia entre la autonomía de
nacionalidades y regiones, por una parte, y la de las administraciones locales, por otra,
es el carácter político de la primera frente al administrativo de las segundas. Estas
categorías son de perfiles muy imprecisos ya que, por ejemplo, no puede negarse que la
autonomía local posee un marcado carácter político, aunque sólo sea por el hecho de
que sus autoridades, como más delante se verá, cuentan con legitimación democrática
directa, al menos en el caso de los ayuntamientos. En todo caso, existen claras
diferencias cuantitativas y cualitativas entre ambos tipos de autonomía. a) La autonomía
de nacionalidades y regiones es mucho más amplia que aquella de la que gozan los
entes locales. Ello se manifiesta no sólo en las competencias de las que cada una de
ellas disfruta, sino también en su régimen jurídico-político. b) La autonomía local posee
una regulación constitucional mucho más parca que la de nacionalidades y regiones. La
Constitución se limita a fijar algunos

Principios generales de la organización territorial del Estado del Estado

principios muy generales respecto de las autonomías locales, que posteriormente


encuentran desarrollo en la legislación ordinaria. c) La autonomía local tiene una
dimensión básicamente administrativa, limitándose al ejercicio de funciones ejecutivas
y reglamentarias. Los entes locales no gozan, pues, de competencias de naturaleza
legislativa, frente a lo que sucede con las Comunidades Autónomas. Debe señalarse, sin
embargo, a este respecto que el ámbito de algunas Comunidades Autónomas coincide
con la Provincia (Comunidades Autónomas uniprovinciales), razón por la cual cuentan
con las competencias típicas de ambos entes. También hay que indicar que en el País
Vasco existe una organización territorial interna peculiar, con reflejo incluso en la
Disposición Adicional Primera de la CE; ello hace que los llamados Territorios
Históricos (cuyo ámbito coincide con las provincias vascas) posean un régimen
particular de competencias, contando con potestades, incluso, de tipo legislativo según
el art. 37 del EAPV. d) Las Comunidades Autónomas, como se verá, tienen fijado su
marco de autonomía por la Constitución y por los Estatutos de Autonomía, básicamente.
Sin embargo, la autonomía local se establece, a partir de los principios
constitucionalmente determinados, por la legislación ordinaria. Esta, a su vez, tiene un
doble origen. Por un lado, las grandes líneas del régimen local se encuentran
establecidas por el Estado, con arreglo al art. 149.1.18 de la CE, en la L. 7/1985, de 2 de
abril, reguladora de las Bases de Régimen Local, desarrollada por el RDLg. 781/1986,
de 18 de abril, por el que se aprueba el Texto Refundido de las Disposiciones Legales
en Materia de Régimen Local; pero, a su vez, también las Comunidades Autónomas
pueden incidir en la regulación del régimen local de su territorio (v. Lección 34).

3. LAS BASES CONSTITUCIONALES DE LA ADMINISTRACIÓN LOCAL Vistos


los rasgos más significativos de la autonomía local, procede ahora concretar cuáles son
las bases constitucionales de la misma.

a) La autonomía local como garantía institucional En primer lugar, la Constitución


establece una garantía institucional para determinados entes locales. Esta garantía
institucional tiene, a su vez, una doble dimensión. Por un lado, supone que esos entes
locales deben existir jurídicamente como tales, sin que la acción de los poderes públicos
con competencia para regularlos —Estado o Comunidad Autónoma— pueda hacerlos
desaparecer. Esos

Pablo Pérez Tremps

entes, como ya se ha visto, son los municipios (art. 137 CE), las provincias (art. 141
CE) y las islas (art. 141.4. CE). La segunda dimensión de la garantía institucional,
íntimamente ligada a la primera, se concreta en la exigencia constitucional de que,
cualquiera que sea la regulación que se haga de los entes locales, debe respetarse un
ámbito propio de autonomía, tanto en su dimensión organizativa como funcional; dicho
de otra manera, existe un núcleo mínimo de capacidad de autoorganización y de
potestades que tiene que asegurarse para poder reconocer a los entes locales como
autónomos, tal como ordena la Constitución.

b) El contenido de la autonomía local Por lo que respecta a las competencias que


corresponden a los entes locales, como ya se ha adelantado, la Constitución no las
precisa. Se trata de una materia que encuentra su regulación en la legislación ordinaria,
tanto estatal como de las Comunidades Autónomas puesto que éstas tienen asumidas
competencias sobre régimen local. La Constitución se limita a señalar que los entes
locales gozan de autonomía «para la gestión de sus respectivos intereses» (art. 137 CE).
La regulación de la materia da contenido a ese principio general atendiendo a múltiples
criterios y, como es lógico, al ámbito territorial de cada tipo de ente, respetando el
«derecho de la comunidad local a participar, a través de órganos propios, en el gobierno
y administración de cuantos asuntos le atañen» (STC 27/87, caso Diputaciones
Valencianas). En todo caso, debe recordarse que los entes locales carecen de
competencias legislativas. Debe indicarse, por otra parte, que España ha ratificado la
Carta Europea de la Autonomía Local, convenio que ofrece contenidos concretos para
determinar el alcance de dicha autonomía y que, en consecuencia, puede y debe servir
como guía para interpretar su alcance interno. La STC 132/2014 (caso Torremontalbo y
Uruñuela, ha resumido el contenido de la autonomía local así: «se configura como una
garantía institucional con un contenido mínimo que el legislador debe respetar y que se
concreta, básicamente, en el derecho de la comunidad local a participar a través de
órganos propios en el gobierno y administración de cuantos asuntos le atañen,
graduándose la intensidad de esta participación en función de la relación existente entre
los intereses locales y supralocales dentro de tales asuntos o materias. Para el ejercicio
de esa participación en el gobierno y administración en cuanto les atañe, los órganos
representativos de la comunidad local han de estar dotados de las potestades sin las que
ninguna actuación autonómica es posible (STC 32/1981, FJ 4) (STC 40/1998, de 19 de
febrero, FJ 39). Tal como declaramos en la STC 159/2001, de 5 de julio, FJ 5, se trata
de una noción muy similar a la que luego fue acogida por la Carta Europea de la
Autonomía Local de 1985 (ratificada por España en 1988), cuyo art. 3 (“Concepto de la
autonomía local”) establece que “por autonomía local se entiende el derecho y la
capacidad

Principios generales de la organización territorial del Estado del Estado

efectiva de las entidades locales de ordenar y gestionar una parte importante de los
asuntos públicos, en el marco de la ley, bajo su propia responsabilidad y en beneficio de
sus habitantes”. …. Más allá de este límite de contenido mínimo que protege la garantía
institucional la autonomía local “es un concepto jurídico de contenido legal, que permite
configuraciones legales diversas, válidas en cuanto respeten aquella garantía
institucional. Por tanto en relación con el juicio de constitucionalidad sólo cabe
comprobar si el legislador ha respetado esa garantía institucional”. (STC 240/2006, de
20 de julio, FJ 8, con cita, entre otras, de la STC 170/1989, de 19 de octubre, FJ 9)».

c) Organización Garantizada su existencia, la Constitución establece normas en relación


con la organización de los entes locales. En este campo, a su vez, hay que diferenciar la
regulación fijada respecto de cada tipo de ente. a) Municipios. Por lo que respecta a los
municipios, tras afirmar que gozarán de personalidad jurídica propia, el art. 140 de la
CE señala como órgano de gobierno y administración de los mismos a los
Ayuntamientos. A su vez, dentro de éstos, prevé la existencia de un doble régimen
jurídico. – En primer lugar reconoce la existencia del régimen de «concejo abierto»,
limitándose a remitir a la legislación ordinaria para su regulación. El concejo abierto es
una fórmula de democracia directa, con cierto arraigo en determinadas zonas del país,
consistente en que el gobierno municipal se desarrolla directamente por la asamblea de
vecinos del municipio, bajo la dirección de un Alcalde. Se trata, sin embargo, de un
sistema de organización excepcional, limitado legalmente a los municipios con menos
de cien habitantes o que disfrutaran de este régimen tradicionalmente; asimismo, se
permite que, si así lo aconsejan las circunstancias, otros municipios puedan también
regirse por este sistema de autogobierno local (art. 29.1 LBRL) – El régimen común de
gobierno municipal es el del Ayuntamiento, compuesto por Alcalde y Concejales. El art.
140 de la CE establece la obligación de que los Concejales sean elegidos mediante
sufragio universal, libre, directo y secreto por los vecinos del municipio, habiéndose
excluido la posibilidad de que existan concejales no electos (STC 103/2013, caso
Concejales no electos). Por su parte, el Alcalde puede ser elegido bien por los propios
vecinos, bien por los Concejales. La LBRL concreta los aspectos básicos de la
organización del Ayuntamiento, mientras que la LOREG lo hace respecto del modo de
elección. Por lo que respecta al terreno estrictamente organizativo, se establecen por el
art. 20 de la LBRL como órganos del Ayuntamiento de necesaria existencia los
siguientes: Alcalde,

Pablo Pérez Tremps

Tenientes de Alcalde y Pleno, así como una Comisión de Gobierno en municipios de


más de cinco mil habitantes. El número de Concejales depende del número de residentes
en el municipio, y va desde 5 a 25 (art. 179.1 LOREG). El sistema electoral municipal
es muy similar al general, destacando, entre las diferencias más importantes, el que la
barrera mínima que debe superarse para obtener representación es el 5% en lugar del
3%. Aunque la fórmula electoral general es la proporcional (sistema D’Hondt), en los
municipios de entre 100 y 250 habitantes se aplica el sistema mayoritario de voto
limitado (sólo puede votarse a cuatro candidatos para cubrir las cinco concejalías —art.
184 LOREG—). Hay que destacar, también, que, de acuerdo con lo establecido en el
art. 13.2 de la CE y 176 de la LOREG, gozan de derecho de sufragio activo en las
elecciones municipales los nacionales de otros países que residan en España, aunque el
reconocimiento de ese derecho, al margen de otros posibles requisitos, está sometido al
principio de reciprocidad. Por otra parte, de acuerdo con el TUE, los ciudadanos de
países comunitarios son electores y elegibles en los municipios en que residan, con
independencia de su nacionalidad. En relación con la designación del Alcalde, si el
cabeza de alguna lista obtiene la mayoría absoluta de los votos de los Concejales queda
proclamado Alcalde; si ninguno alcanza esa mayoría, resulta elegido Alcalde el cabeza
de la lista más votada (art. 196 LOREG). En todo caso, el Alcalde puede ser removido
mediante la aprobación de una moción de censura constructiva (art. 197 LOREG). b)
Provincias. Por lo que respecta a las provincias, la Constitución realiza una regulación
menos amplia que la de los municipios. Además de garantizar su existencia, la
Constitución se limita a establecer las siguientes reglas generales. Junto al
reconocimiento de personalidad jurídica propia, el art. 141.1 de la CE señala que sólo
las Cortes Generales, mediante ley orgánica, pueden modificar los límites de las
provincias. Ello responde al hecho de que la provincia tiene una doble dimensión
jurídica; además de un ente local con autonomía, ha sido, tradicionalmente, la unidad
administrativa básica adoptada por el Estado para el cumplimiento de sus actividades.
Sin embargo, la LOFAGE ha relativizado ese papel de la provincia dando una creciente
importancia a la Comunidad Autónoma también como unidad de actuación de la
Administración General del Estado. En cuanto ente territorial autónomo, la organización
político-administrativa de la provincia es la Diputación Provincial, cuya existencia es
también necesaria, aunque puede adoptar otra denominación (art. 141.1 CE). Las
Diputaciones Provinciales están formadas por un Presidente y un número de Diputados
Provinciales que varía según el número de residentes de cada provincia (art. 204
LOREG). Los diputados provinciales son elegidos por los Concejales de

Principios generales de la organización territorial del Estado del Estado

los Ayuntamientos de la provincia, y de entre ellos, mediante un complejo


procedimiento regulado por los arts. 204 y ss. de la LOREG; a su vez, los Diputados
provinciales eligen al Presidente de la Diputación por mayoría absoluta en primera
votación; si ningún candidato la alcanza, basta la mayoría simple en la segunda
votación. Hay que recordar que en las Comunidades Autónomas uniprovinciales la
Diputación Provincial no existe, ejerciendo la Comunidad Autónoma sus competencias
y evitando, así, una duplicidad de aparatos administrativos innecesaria (art. 9 de la L.
del Proceso Autonómico). c) Las islas. Como ya se ha indicado, el art. 141.4 de la CE
garantiza también la organización propia de las islas que componen los archipiélagos
balear y canario a través de los Consejos y Cabildos insulares, respectivamente. El art.
201 de la LOREG establece el sistema de elección de los Cabildos insulares canarios
mediante sufragio universal, directo y secreto. También los Consejos insulares de las
Islas Baleares se eligen por sufragio universal de acuerdo con lo establecido en la Ley
balear 7/2009. d) Otros entes locales. Por último dentro del terreno organizativo, la
Constitución se limita a reconocer la posibilidad de que existan otros entes locales
supramunicipales distintos de la provincia (art. 141.3), de naturaleza, pues, comarcal,
cuya regulación corresponde a las Comunidades Autónomas (Título IV LBRL); éstas
pueden adoptar la forma de división territorial que estimen conveniente para su
gobierno local (caso de las Veguerías catalanas), coincida o no con los entes territoriales
garantizados por la Constitución, que no pueden eliminar (STC 31/2010, caso Estatuto
de Autonomía de Cataluña). Asimismo, aunque la Constitución no haga referencia al
tema, existen entes locales inframunicipales, que responden, por lo general, a las
necesidades administrativas de núcleos de población separados unos de otros (art. 45
LBRL). e) Un caso singular es el de las ciudades de Ceuta y Melilla, que poseen un
régimen jurídico peculiar establecido por sus Estatutos de Autonomía, aprobados
respectivamente por las LLOO 1 y 2/95, que las configuran como ciudades autónomas,
pero no como Comunidades Autónomas.

d) Régimen económico Las previsiones constitucionales sobre régimen local se cierran


con el establecimiento de las líneas básicas de su régimen económico. El art. 142 de la
CE fija los siguientes principios: – Las Haciendas Locales han de disponer de medios
suficientes para el cumplimiento de las funciones que el ordenamiento les otorga.

Pablo Pérez Tremps


– Sus fuentes de financiación fundamentales son tres: tributos propios, participación en
los tributos de la Comunidad Autónoma correspondiente y participación en los tributos
del Estado. Esta materia encuentra desarrollo legislativo en la L. 39/88, de 28 de
diciembre, reguladora de las Haciendas Locales.

e) La garantía de la autonomía local La configuración básicamente legal de la


autonomía local ha hecho que la tutela de dicha autonomía se confiera,
tradicionalmente, a los tribunales ordinarios y, en concreto, al orden jurisdiccional
contencioso-administrativo. Sin embargo, dicha garantía se ha reforzado a través de la
creación mediante una reforma de la LOTC, del «conflicto en defensa de la autonomía
local». Este conflicto, mediante un complejo mecanismo procesal, permite a los entes
locales acudir ante el Tribunal Constitucional en defensa de su autonomía frente a la
acción del legislador estatal o autonómico (v. Lección 31).

4. LA AUTONOMÍA DE NACIONALIDADES Y REGIONES Como ya se ha


señalado, el elemento central de la configuración territorial del Estado realizada por la
Constitución es el reconocimiento del derecho a la autonomía de «nacionalidades y
regiones» que hace el art. 2 y que se concreta en el Capítulo III del Título VIII. La
configuración constitucional de la autonomía responde a cuatro características básicas:
a) se trata de un derecho, b) de contenido fundamentalmente político, c) limitado, y d)
no necesariamente homogéneo. Antes de analizar cada una de estas características,
conviene resaltar una vez más que la definición de la estructura territorial del Estado
fue, posiblemente, el tema más difícil desde el punto de vista político con el que debió
enfrentarse el Constituyente; ello explica muchas de las características de la regulación
constitucional establecida y, en especial, su carácter no cerrado como único medio de
alcanzar el consenso que exigía la Norma Fundamental.

a) La autonomía como derecho: el principio dispositivo La autonomía de cada una de


las nacionalidades y regiones, como ya se apuntó, no está directamente reconocida
como tal en la Constitución, siendo ésta una de las peculiaridades del texto fundamental
respecto de otras Constituciones que estructuran el Estado de forma descentralizada. La
autonomía es un derecho que, como tal, podía ejercitarse o no; dicho de otra manera, en
la Constitución la autonomía era una posibilidad, no una imposición. No obstante, las
distintas naciona-

Principios generales de la organización territorial del Estado del Estado

lidades y regiones españolas han ejercitado ese derecho a través de la aprobación de los
respectivos Estatutos de Autonomía en los términos que más adelante se verán. Es
importante, sin embargo, destacar esta «generalización» del fenómeno autonómico, que
ha alcanzado a todo el territorio nacional, configurado hoy por diecisiete Comunidades
Autónomas y dos Ciudades Autónomas. Otra de las particularidades del reconocimiento
del derecho a la autonomía es la relativa a la titularidad de ese derecho; la Constitución
se refiere a un doble tipo de titular del derecho: nacionalidades y regiones. Con esta
dualidad lo que se pretende es dejar constancia de la existencia de determinadas zonas
del territorio cuya autonomía encuentra sus fundamentos en una exigencia de
autogobierno vinculada a las particularidades culturales, históricas, geográficas, etc…
que se han concretado, incluso, en la existencia de una cierta conciencia nacional. El
uso del concepto, impreciso jurídicamente, de «nacionalidades» sirvió para poner de
manifiesto esas situaciones sin abrir el debate sobre la existencia de una o más naciones
dentro de España. Con posterioridad, no obstante, la apelación estatutaria al concepto de
«nación» ha sido entendida por el Tribunal Constitucional en el sentido de no
confundirse con su uso en el art. 2 de la CE, aceptándose en «sentido ideológico,
histórico o cultural» (STC 31/2010, caso Estatuto de Autonomía de Cataluña). La
concreción de cuáles eran los límites de las distintas nacionalidades y, sobre todo,
regiones, era otro de los problemas con los que se enfrentaba el constituyente. Éste optó
por dejar la cuestión abierta. Dicho de otra manera, la Constitución tampoco dibujó el
mapa autonómico de España; se limitó a ofrecer en el art. 143.1 de la CE una serie de
criterios para determinar cuáles eran esas nacionalidades y regiones: «provincias
limítrofes con características históricas, culturales y económicas comunes, los territorios
insulares y las provincias con entidad regional histórica».

b) El contenido político de la autonomía También se señaló previamente que la


autonomía de nacionalidades y regiones se diferencia de la autonomía local, sobre todo,
por el contenido político que posee, frente a la naturaleza administrativa de esta última.
Así lo ha destacado el Tribunal Constitucional, que ha definido a las Comunidades
Autónomas como «corporaciones públicas de base territorial y de naturaleza política»
(STC 25/81, caso Legislación antiterrorista I). Ciertamente, no es sencillo concretar qué
significa esa naturaleza «política» de la autonomía. Fundamentalmente, comporta la
capacidad del titular de la autonomía de trazar y ejecutar una política propia sobre
aquellas materias que caen en el ámbito de su autogobierno, contando para ello, incluso,
con potestades legislativas (STC 13/92, caso Presupuestos Generales del Estado para
1988 y 1989). En este sentido, se ha definido la autonomía de

Pablo Pérez Tremps

nacionalidades y regiones como «una capacidad de autogobierno que configura a la


Comunidad Autónoma como una instancia de decisión política, como un centro de
gobierno con capacidad para dirigir políticamente la comunidad que se asienta en su
ámbito territorial, gestionando, según dichas orientaciones, sus intereses propios, a
través de políticas propias, que pueden ser distintas de las de otras instancias».
c) La autonomía como poder limitado Como ya se indicara al comienzo de esta lección,
el concepto mismo de autonomía supone la existencia de unos poderes limitados ya que
la autonomía se incardina dentro de la unidad. Constitucionalmente, esa naturaleza de la
autonomía de nacionalidades y regiones queda claramente puesta de manifiesto por la
definición de los límites en los que se enmarca. Dichos límites, a su vez, son de dos
tipos. En primer lugar, la Constitución establece las competencias que corresponden a
los poderes centrales del Estado y que, en consecuencia, no pueden ser asumidas por las
Comunidades Autónomas (art. 149 CE). Este precepto sirve, pues, superado el período
inicial de cinco años que se establecía en el art. 148.2 de la CE, para determinar el
marco en el que ha de moverse la asunción de competencias por parte de las
Comunidades Autónomas. Cómo se produce esa asunción de competencias es una
cuestión que se analizará en lecciones posteriores. Debe señalarse ahora, no obstante,
que la Constitución, igual que no reconoce autonomía alguna (sólo derecho a la
autonomía), tampoco atribuye directamente competencia alguna a las Comunidades
Autónomas. La Constitución sólo establece el marco y, en consecuencia, los límites de
las competencias que las Comunidades Autónomas pueden asumir a través de sus
Estatutos de Autonomía y, aunque en menor medida, de otros instrumentos normativos.
Pero, junto a los límites competenciales establecidos por la Constitución, existen otras
barreras impuestas también por la Norma Fundamental al ejercicio de competencias por
las Comunidades Autónomas. Esos límites derivan directamente de la idea de unidad, y
están formados por aquellos principios generales que articulan unidad del Estado y
autonomía de nacionalidades y regiones. Ahora bien, precisamente por esa función de
articulación, estos principios no sólo limitan la acción de las Comunidades Autónomas,
sino también la de los poderes centrales del Estado. Solidaridad (arts. 2 y 138.1 CE),
igualdad de las Comunidades Autónomas (art. 138.2 CE), igualdad de derechos y
obligaciones de los ciudadanos (art. 139.1 CE) y unidad económica (art. 139.2 CE) son
los principios más importantes de articulación del Estado de las Autonomías, y así lo ha
sistematizado el Tribunal Constitucional en su STC 247/2007, caso Estatuto de
Autonomía de Valencia; en el próximo apartado se analizará su contenido.

Principios generales de la organización territorial del Estado del Estado

d) El contenido no necesariamente homogéneo de la autonomía La cuarta característica


de la autonomía de nacionalidades y regiones es su carácter no necesariamente
homogéneo. Esta característica responde a dos motivos. En primer lugar, la propia
Constitución diferenció dos tipos de Comunidades Autónomas según el grado de
autonomía que podían asumir en un primer momento de establecimiento del Estado de
las Autonomías; esa distinción, hoy, ha perdido importancia desde el punto de vista de
las competencias, al transcurrir el período transitorio de cinco años previsto por el art.
148.2 de la CE, de forma que el techo máximo de autonomía es ya el mismo para todas
las Comunidades Autónomas. En segundo lugar, la falta de homogeneidad en el
contenido de la autonomía deriva también del principio dispositivo que la inspira. La
Norma Fundamental, como se ha señalado, no establece por sí misma el contenido
material de la autonomía sino que fija solamente el marco dentro del cual puede cada
Estatuto de Autonomía asumir competencias. Ello significa que no todas las
Comunidades Autónomas tenían porqué asumir las mismas competencias o, aún
asumiéndolas, podían hacerlo en un mismo grado. El desarrollo efectivo del Estado de
las Autonomías ha confirmado el carácter no homogéneo de la asunción de
competencias: no todas las Comunidades Autónomas, ni siquiera las que han seguido un
mismo camino a la autonomía, cuentan con las mismas competencias. No obstante, los
Pactos Autonómicos suscritos en 1981 y en 1992 por las fuerzas políticas mayoritarias
introdujeron una cierta homogeneidad en las competencias asumidas por las
Comunidades Autónomas que siguieron la vía lenta de acceso a la autonomía. En tercer
lugar, existen determinadas circunstancias de distinta naturaleza que introducen
particularidades en ciertas Comunidades; estas particularidades son lo que se ha dado en
llamar «hechos diferenciales», algunos de los cuales son fácilmente identificables:
lenguas propias, derechos históricos, estructura insular, etc… Por lo que ahora interesa,
los «hechos diferenciales» afectan, entre otras cosas, a las competencias de las
Comunidades Autónomas de las que se predican ya que algunas de dichas competencias
están íntimamente ligadas a aquéllos.

5. LOS PRINCIPIOS DE ARTICULACIÓN DEL ESTADO DE LAS AUTONOMÍAS


Como se ha señalado previamente, la organización del Estado no se reduce a la simple
división de competencias entre los poderes centrales y las Comunidades Autónomas.
Esa división de competencias, a su vez, se ve articulada mediante una serie de principios
que, inmediatamente derivados del principio más general de

Pablo Pérez Tremps

unidad, deben ser respetados por todas las instancias de poder a la hora de ejercer las
potestades con que cuentan. Entre estos principios cabe destacar los siguientes:
solidaridad (art. 2 CE), igualdad entre las Comunidades Autónomas (art. 138.2 CE),
igualdad de derechos y obligaciones de los ciudadanos (art. 139.1 CE) y unidad
económica (art. 139.2 CE).

a) Solidaridad El art. 2 de la CE, tras citar la unidad y la autonomía como principios


estructurales del Estado, añade una referencia a la solidaridad que debe existir entre
nacionalidades y regiones; por su parte, el art. 138.1 de la CE vuelve a referirse a ese
principio de solidaridad, concretando algo su finalidad: velar «por el establecimiento de
un equilibrio económico, adecuado y justo entre las diversas partes del territorio
español». La solidaridad, como principio, tiene una dimensión de reciprocidad entre
intereses generales e intereses particulares. Ello es así porque, por un lado, la
solidaridad exige que todos los poderes públicos, centrales y autonómicos, actúen
teniendo presente que son partes integrantes de una unidad, por lo que,
consecuentemente, tienen unos intereses únicos y comunes. Pero, por otra parte, en
cuanto integrante de ese todo, cada una de las partes debe actuar también respetando los
intereses propios de los demás, que no deben contraponerse, sino que tienen que resultar
complementarios. De este principio general de solidaridad, el Tribunal Constitucional
ha extraído la existencia, a su vez, de determinados deberes constitucionales que se
imponen en las relaciones entre el Estado y Comunidades Autónomas, y de éstas entre
sí; dichos principios, tal y como resume la STC 64/1990 (caso Traslado de industrias a
Galicia), son los siguientes: deber de auxilio recíproco, deber de apoyo y lealtad
constitucional. Por otra parte, directamente basado en el principio de solidaridad, la
propia Constitución crea un instrumento cuya finalidad básica es hacer efectivo dicho
principio en una dimensión básica como es la económica. En efecto, el art. 150.2 de la
CE establece: «Con el fin de corregir desequilibrios económicos interterritoriales y
hacer efectivo el principio de solidaridad, se constituirá un Fondo de Compensación…».
Este fondo, formalmente diversificado, se regula en la Ley 22/2001, de los Fondos de
Compensación Territorial, que, como se verá en su momento (Lección 34), son un
instrumento básico de la organización económica del Estado, sirviendo para hacer
realidad la idea de solidaridad, elemento estructural de la organización del Estado.

Principios generales de la organización territorial del Estado del Estado

b) Igualdad de las Comunidades Autónomas El segundo principio de articulación del


Estado es el de igualdad de las Comunidades Autónomas, consagrado en el art. 138.2 de
la CE. Mediante esta idea de igualdad no se está haciendo referencia a que todas las
Comunidades Autónomas deban poseer una absoluta uniformidad en todos los aspectos:
económicos, competenciales, organizativos, etc… Ello chocaría abiertamente con la
propia idea de autonomía, que en sí misma presupone la diversidad. El principio de
igualdad entre Comunidades Autónomas, en su dimensión activa, implica la existencia
de una idéntica consideración político-institucional de las Comunidades Autónomas, lo
que se manifiesta, por ejemplo, en la forma de constituir determinados órganos del
Estado (Senado, Comisiones Mixtas Estado-Comunidades Autónomas, etc…). Donde
alcanza el principio una mayor importancia es, sin embargo, y como pone de manifiesto
el tenor del propio art. 138.2 de la CE, en su dimensión pasiva, de no discriminación; la
igualdad supone, pues, que la autonomía no puede justificar el trato discriminatorio de
unas Comunidades Autónomas respecto de otras, que la autonomía no puede servir para
ocultar situaciones de privilegio entre las Comunidades Autónomas, «beneficios que
otras Comunidades Autónomas, en las mismas circunstancia, no podrían obtener» (STC
31/2010, caso Estatuto de Autonomía de Cataluña).

c) Igualdad de derechos y obligaciones de los ciudadanos El tercer principio estructural


del Estado de las Autonomías es el de igualdad de derechos y obligaciones de los
ciudadanos, reconocido expresamente por el art. 139.1 de la CE. Este principio resulta
plenamente coherente con lo que es el Estado social y democrático de Derecho, que, tal
como se desprende el art. 1.1 de la CE, tiene uno de sus pilares en la idea de igualdad.
La unidad que el Estado representa tiene que traducirse, necesariamente, en la igualdad
de derechos y obligaciones de todos los ciudadanos, cualquiera que sea la zona del
territorio nacional de donde proceda o donde se encuentre; el art. 139.1, en definitiva, es
una manifestación más, junto con las de los arts. 9.2 y 14, del valor igualdad. De forma
similar a lo que sucede con el principio de igualdad de las Comunidades Autónomas, la
igualdad predicada de los ciudadanos tiene una doble dimensión. En su faceta activa, se
traduce en que el status jurídico de todos los ciudadanos es el mismo; por ello,
corresponde al Estado regular las condiciones básicas que garantizan la igualdad de
todos los españoles en el ejercicio de los derechos y en el cumplimiento de los deberes
constitucionales (art. 149.1.1 CE). En su faceta pasiva, este principio implica que nunca
la autonomía de nacionalidades y regiones puede servir de cobertura para justificar
tratos discriminatorios entre los ciudadanos.

Pablo Pérez Tremps

Ahora bien, también aquí debe indicarse que igualdad y uniformidad absoluta son dos
ideas distintas y que en un Estado descentralizado pretender garantizar una total
uniformidad entre los individuos sería tanto como negar la autonomía. Una cosa es que
la posición jurídica de los individuos deba ser igual y que no puedan sufrir
discriminación alguna, y otra distinta es que el régimen concreto de ejercicio de todos y
cada uno de sus derechos haya de ser idéntico, idea que choca con el principio de
autonomía. Ciertamente, la barrera entre la posición jurídica del individuo y el régimen
concreto de ejercicio de sus derechos no es fácil de trazar en ocasiones; de ahí que ésta
sea una de las materias cuya interpretación por el Tribunal Constitucional resulta más
compleja, como pone de manifiesto su abundante jurisprudencia al respecto (STC
14/98, caso Ley extremeña de caza, por ejemplo).

d) Unidad económica El último de los principios básicos que estructuran el Estado de


las Autonomías es el principio de unidad económica. Ningún precepto constitucional
formula este principio como tal, si bien su existencia se deduce de varios, y, en especial,
del art. 139.2, que dispone que «ninguna autoridad podrá adoptar medidas que directa o
indirectamente obstaculicen la libertad de circulación y establecimiento de las personas
y la libre circulación de bienes en todo el territorio nacional». Este principio se ha
concretado por la Ley 20/2013, de 9 de diciembre, de garantía de la unidad de mercado.
La unidad del Estado tiene, desde los orígenes de esta forma de organización política,
una de sus manifestaciones básicas en la existencia de una unidad económica, tanto en
su dimensión interna (eliminación de fronteras interiores), como externa (existencia de
fronteras económicas únicas, acción económica internacional unitaria, etc…). En la
actualidad, incluso, la tendencia a la superación de las unidades económicas estatales
lleva aparejada la propia superación de la tradicional concepción del Estado y la
búsqueda de nuevas formas de organización política, en especial, y por lo que a España
respecta, a través de la Unión Europea (v. lección 5). Desde el punto de vista interno no
es concebible, pues, la existencia de un Estado sin que en él funcione un único sistema
económico global. Este principio implica, a su vez, la existencias de un único mercado
dentro del Estado, cuyo contenido ha sido caracterizado así por el Tribunal
Constitucional: «… supone, por lo menos, la libertad de circulación sin traba por todo el
territorio nacional de bienes capitales, servicios y mano de obra y la igualdad de las
condiciones básicas de ejercicio de la actividad económica» (STC 88/86, caso Ley
catalana de rebajas). El principio de unidad económica se proyecta sobre el reparto de
competencias en materia económica, distribuyendo éstas entre el Estado y las
Comunidades

Principios generales de la organización territorial del Estado del Estado

Autónomas, y dejando en manos del primero aquellos instrumentos necesarios para


mantener esa unidad, tal como se verá en lecciones posteriores. Pero, a la vez, además
de presidir el reparto de competencias, el principio actúa como un límite al ejercicio de
las competencias tanto del Estado como de las Comunidades Autónomas, evitando así
que pueda quedar desvirtuado o anulado. Ahora bien, la existencia del principio de
unidad económica no significa que las Comunidades Autónomas carezcan de
competencias en materia económica o que éstas puedan quedar desvirtuadas mediante la
simple invocación de la unidad económica por parte de los poderes centrales; antes al
contrario, muchos de los títulos competenciales de las Comunidades Autónomas poseen
contenido económico. Unidad económica y política económica de las Comunidades
Autónomas no son, pues, conceptos contrapuestos entre sí; lo que el Estado de las
Autonomías exige a través del principio de unidad económica es que la acción
económica de Estado y Comunidades Autónomas se encuentre articulada para evitar la
ruptura de esa unidad, pero permitiendo políticas propias en su seno.

6. LOS ESTATUTOS DE AUTONOMÍA Como ya se ha señalado, la Constitución no


reconoce de manera directa autonomía alguna a las nacionalidades y regiones, sino
solamente un derecho a acceder a esa autonomía. Junto a ese reconocimiento, y como
instrumentos básico para hacerlo efectivo, la Constitución prevé la existencia de un tipo
de normas muy particulares: los Estatutos de Autonomía. Estas normas son definidas
por el art. 147 de la CE como «la norma institucional básica de cada Comunidad
Autónoma».

a) Contenido Tal y como se desprende de la definición del Estatuto de Autonomía que


hace el art. 147 de la CE, recién transcrito, aquél tiene como objetivo servir de sustento
fundamental a la creación, organización y atribución de competencias para la
Comunidad Autónoma, y en esta triple dimensión se mueve su contenido mínimo o
necesario, según se desprende del art. 147.2 de la CE (SSTC 89/84, caso León o
31/2010, caso Estatuto de Autonomía de Cataluña). a) Creación. Las Comunidades
Autónomas, en efecto, alcanzan su existencia jurídico-política mediante la aprobación
de su correspondiente Estatuto de Autonomía. La existencia de una entidad histórica,
cultural o, incluso, organizativa previa es la base para el ejercicio del derecho de acceso
a la autonomía, pero no supone la existencia de la Comunidad Autónoma en cuanto tal:
ésta nace con su

Pablo Pérez Tremps

Estatuto. Así lo ha señalado el Tribunal Constitucional incluso en relación con aquellas


Comunidades Autónomas fundadas a partir de Territorios Históricos, cuya existencia
está reconocida por la propia Constitución en su Disposición Adicional Primera (STC
76/1988, caso Territorios Históricos). Como manifestación de este carácter de carta de
nacimiento de la Comunidad Autónoma que posee el Estatuto de Autonomía, el art.
147.2 de la CE exige que en el mismo se establezca lo siguiente: – Su denominación, de
acuerdo con lo que mejor se corresponda a su identidad histórica; y – La delimitación
del territorio. b) Organización. El segundo contenido básico que poseen los Estatutos de
Autonomía es el relativo a las líneas maestras de la organización de la Comunidad
Autónoma. En este sentido, el ya citado art. 147.2 de la CE establece que el Estatuto
deberá contener «la denominación, organización y sede de las instituciones autónomas
propias». En principio, existe una absoluta libertad para determinar en cada Estatuto
estos extremos básicos de la organización de la Comunidad Autónoma ya que
autonomía supone, entre otras cosas y fundamentalmente, «autoorganización». Ahora
bien, el art. 152.1 de la CE impone a las Comunidades Autónomas de vía rápida unas
mínimas exigencias, que, por otra parte, han sido seguidas también por las denominadas
Comunidades Autónomas de vía lenta; estas exigencias mínimas son trasunto, en gran
medida, de la propia organización estatal, y serán estudiadas en la lección
correspondiente (Lección 34). En todo caso, la denominación de las instituciones es
libre para el legislador estatutario, siendo el art. 152.1 de la CE en este punto meramente
descriptivo. Por lo que respecta a la sede de las instituciones, ésta debe fijarse en los
Estatutos de Autonomía; no obstante, algunos Estatutos sólo han concretado la manera
en que ha de determinarse, práctica que ha sido considerada por el Tribunal
Constitucional plenamente acorde con el art. 147.2.c) de la CE (STC 89/84, caso León)
Junto a la organización de las instituciones básicas de la Comunidad Autónoma, los
Estatutos a menudo incluyen también normas relativas a otros aspectos organizativos de
tipo territorial, económico, administrativo, etc…; sobre el tema se volverá más adelante
(Lección 34), debiendo recordarse aquí que, en todo caso, el legislador estatuyente
cuenta con límites constitucionales como son, por ejemplo, la garantía institucional que
supone el reconocimiento de provincias y municipios o los principios estructurales de
las Administraciones Públicas. c) Asunción de competencias. El tercer contenido
fundamental de los Estatutos de Autonomía es, según el apartado d) del art. 147.2 de la
CE, contener

Principios generales de la organización territorial del Estado del Estado


«las competencias asumidas dentro del marco establecido en la Constitución y las bases
para el traspaso de los servicios correspondientes a las mismas». Como se ha señalado,
el principio dispositivo de la autonomía de nacionalidades y regiones conduce, entre
otras cosas, a que no se reconozcan competencias a éstas por la Constitución, de manera
que deben asumirlas. En páginas posteriores (Lección 33) se estudiará la forma en que
se realiza esa asunción; baste, pues, señalar aquí que el Estatuto de Autonomía es el
instrumento fundamental (aunque no único) para llevar a cabo esa asunción de
competencias, y de esa forma «perfilar…el ámbito de formación y poder propio del
Estado», aunque no de atribuir competencias a éste ((STC 31/2010, caso Estatuto de
Autonomía de Cataluña). d) Otros contenidos de los Estatutos de Autonomía. Hasta
aquí se ha visto cuál es el contenido mínimo y necesario de los Estatutos de Autonomía
en cuanto norma institucional básica de la Comunidad Autónoma. Ahora bien, todos los
Estatutos han superado ese contenido mínimo incorporando preceptos sobre distintas
materias de diversa naturaleza que se han considerado de especial importancia.
Piénsese, por ejemplo, en normas relativas a símbolos, al pluralismo lingüístico de
determinadas Comunidades Autónomas, hacienda y economía, etc… También se han
incorporado normas de naturaleza finalista o programática sobre la acción de los
poderes públicos autonómicos, muchas veces reiteración, más o menos expresa, de
mandatos constitucionales. A este respecto el Tribunal Constitucional ha señalado que
«En definitiva, el contenido constitucionalmente lícito de los Estatutos de Autonomía
incluye tanto el que la Constitución prevé de forma expresa (y que, a su vez, se integra
por el contenido mínimo o necesario previsto en el art. 147.2 CE y el adicional, al que
se refieren las restantes remisiones expresas que la Constitución realiza a los Estatutos),
como el contenido que, aun no estando expresamente señalado por la Constitución, es
complemento adecuado por su conexión con las aludidas previsiones constitucionales,
adecuación que ha de entenderse referida a la función que en sentido estricto la
Constitución encomienda a los Estatutos, en cuanto norma institucional básica que ha de
llevar a cabo la regulación funcional, institucional y competencial de cada Comunidad
Autónoma». (STC 247/2007, caso Estatuto de Autonomía de Valencia). En todo caso
conviene destacar que, a pesar del carácter dispositivo del principio de autonomía, la
estructura de todos los Estatutos de Autonomía es bastante similar.

b) Naturaleza del Estatuto de Autonomía Analizado el contenido básico de los Estatutos


de Autonomía, procede ahora detenerse en la naturaleza jurídica de los mismos. El
Estatuto de Autonomía es una norma jurídica sui generis puesto que posee una doble
dimensión. Por una

Pablo Pérez Tremps

parte, es, como establece el art. 147.1 de la CE, «norma institucional básica de cada
Comunidad Autónoma»; ello supone que constituye la base y fundamento del
correspondiente ordenamiento jurídico autonómico, del que forma parte. Pero, a la vez,
el Estatuto de Autonomía forma parte también del ordenamiento jurídico estatal; así lo
establece expresamente el art. 147.1 in fine al señalar respecto de los Estatutos de
Autonomía que «el Estado los reconocerá y amparará como parte integrante de su
ordenamiento jurídico». Esta idea se ve aún corroborada por el hecho de que los
Estatutos de Autonomía se aprueben por las Cortes Generales mediante ley orgánica
(arts. 146 y 147.3, en relación con el art. 81.1 CE). De esta doble naturaleza,
autonómica y estatal, de los Estatutos de Autonomía se deducen las siguientes
consecuencias (SSTC 247/2007, caso Estatuto de Autonomía de Valencia y 31/2010,
caso Estatuto de Autonomía de Cataluña). En primer lugar, resulta claro que los
Estatutos de Autonomía están sometidos a la Constitución, de la que deriva su
legitimidad jurídica, tal como reiteradamente ha recordado el Tribunal Constitucional
(STC 99/86 —caso Condado de Treviño—, por ejemplo). Por tanto, el Estatuto de
Autonomía no puede vulnerar la Constitución, estando, pues, sometido a los
instrumentos ordinarios de control de constitucionalidad (art. 27.2.a LOTC). En
segundo lugar, el hecho de que los Estatutos de Autonomía se aprueben mediante ley
orgánica no significa que se trate de una norma como otra cualquiera con esta
naturaleza; si así fuera, cualquier ley orgánica podría modificar los Estatutos. Esta
particular naturaleza ha sido reconocida por el Tribunal Constitucional, rechazándose
expresamente que normas estatales puedan modificar los Estatutos de Autonomía en las
materias que éstos deben regular (STC 31/2010, caso Estatuto de Autonomía de
Cataluña). En tercer lugar, los Estatutos de Autonomía, en cuanto norma básica que son
de sus respectivos ordenamientos territoriales, se imponen sobre el resto de las normas
que de éstos forman parte, tanto en los aspectos formales y organizativos, como
sustanciales. Las leyes y demás normas y actos autonómicos deben, pues, respetar el
correspondiente Estatuto, que fija las grandes líneas estructurales del ordenamiento
jurídico de cada Comunidad Autónoma. Por último, la especial posición de los Estatutos
de Autonomía en el sistema de fuentes hace que sirvan como parámetro de la
constitucionalidad de otras normas del Estado y de las Comunidades Autónomas (art.
28.1 y 2 LOTC).

Principios generales de la organización territorial del Estado del Estado

7. ELABORACIÓN Y REFORMA DE LOS ESTATUTOS DE AUTONOMÍA La


doble naturaleza de normas estatales y autonómicas que los Estatutos poseen se refleja
tanto en los procedimientos para su elaboración como en los de reforma; ello explica, al
menos en parte, que estos procedimientos sean de una cierta complejidad. Antes,
incluso, de la existencia como tales de las Comunidades Autónomas, se apreció la doble
naturaleza que habían de poseer los Estatutos de Autonomía, lo que se reflejó en la
participación tanto de órganos del Estado, como de entes insertos en lo que debía ser
cada Comunidad en el proceso de elaboración de esos Estatutos, de manera que éstos
tienen un claro componente de normas pactadas. La duplicidad de instancias estatales y
autonómicas, y el consiguiente carácter de pacto de los Estatutos de Autonomía están
también presentes en su reforma.
a) Elaboración de los Estatutos de Autonomía La previsión constitucional de la
autonomía como un derecho suponía que, en cuanto tal, podía ejercitarse o no (principio
dispositivo). Por otra parte, la Norma Fundamental no definió un mapa de las posibles
Comunidades Autónomas; ello hizo aún más necesario el que la propia Constitución
tuviera que regular el procedimiento de elaboración de los Estatutos como medio de
acceso a la autonomía. Como ya se ha señalado, en el momento de elaborarse la
Constitución se previeron dos tipos básicos de regímenes autonómicos según pudiera
accederse o no al máximo de autonomía de forma inmediata («vía rápida» y «vía
lenta»). Ello trajo como una de sus consecuencias el que se establecieran también dos
tipos básicos de procedimientos para ejercer el derecho a la autonomía; el sistema que
podría denominarse ordinario, para quienes accedieran a la autonomía por la
denominada «vía lenta», y el extraordinario para los que lo hicieran a través de la
llamada «vía rápida». Pero, a su vez, dentro de cada uno de esos procedimientos se
introdujeron ciertas reglas especiales atendiendo a particularidades de algunos
territorios o en previsión de posibles disfunciones que pudieran producirse en el proceso
de descentralización. a) El acceso a la autonomía de «vía lenta». El art. 143 de la CE
establece la vía ordinaria a la autonomía que debieron seguir quienes optaron por la
autonomía de vía lenta o no plena. Este procedimiento fue seguido por doce
Comunidades Autónomas: Asturias, Cantabria, La Rioja, Murcia, Comunidad
Valenciana, Aragón, Castilla-La Mancha, Canarias, Extremadura, Islas Baleares,
Madrid y, Castilla y León. Esta última Comunidad tuvo que acudir al mecanismo de
cierre previsto por el art. 144 c) de la CE ante las reticencias de ciertos sectores a
incorporar en su seno a la provincia de Segovia. En el caso de Madrid, de acuerdo con

Pablo Pérez Tremps

lo previsto en el art. 144 a) de la CE, a pesar de considerar que no poseía identidad


regional histórica, las Cortes Generales autorizaron su constitución como Comunidad
Autónoma dadas sus particularidades, en especial albergar la capital del Estado. b) El
acceso a la autonomía de la «vía rápida». Como ya se ha señalado, la Constitución
regula un procedimiento con carácter general para acceder a la autonomía de «vía
rápida» en el art. 151 de la CE, procedimiento especialmente complejo que fue seguido
por Andalucía. Este procedimiento se encuentra simplificado para «los territorios que en
el pasado hubiesen plebiscitado afirmativamente proyectos de Estatuto de Autonomía»
(Disposición Transitoria 2ª CE); eso había sucedido durante la Segunda República en lo
que hoy son las Comunidades Autónomas «históricas», Cataluña, Galicia y País Vasco,
que, en consecuencia vieron facilitado su acceso a la autonomía. Por lo que se refiere a
la elaboración de todos los Estatutos de Autonomía de la «vía rápida», baste con
destacar que éstos debieron ser ratificados mediante referéndum por los ciudadanos de
los respectivos ámbitos territoriales. c) El procedimiento especial de Navarra. Una
fórmula particular de acceso a la autonomía ha sido la seguida por Navarra. Esta
Comunidad Autónoma, en cuanto territorio foral, se acogió a la Disposición Adicional
Primera de la CE, y, en lugar de elaborar un Estatuto de Autonomía, procedió a
actualizar su régimen foral mediante la aprobación de la LO 13/82, de Reintegración y
Amejoramiento del Régimen Foral de Navarra (LORAFNA); dicha Ley Orgánica es
producto de la negociación entre la Diputación Foral de Navarra y los poderes centrales
del Estado, y, como ley que es, fue aprobada por las Cortes Generales. A pesar de su
modo de elaboración y de su denominación, la función de la LORAFNA es la misma
que la que poseen los Estatutos de Autonomía, y, en consecuencia, Navarra es
considerada Comunidad Autónoma. d) El caso de Ceuta y Melilla. Como ya se ha visto,
las LLOO 1 y 2/95 han aprobado, respectivamente, los Estatutos de Autonomía para
Ceuta y Melilla. Estos Estatutos han tenido su fundamento en el art. 144 b) de la CE,
que prevé la posibilidad de dotar de autonomía a territorios que no estén integrados en
la organización provincial. En todo caso, hay que señalar que la autonomía reconocida a
estas ciudades es cualitativamente distinta de la que poseen las Comunidades
Autónomas, situándose a caballo entre éstas y la autonomía de los entes locales. A este
respecto resulta significativo, por ejemplo, que no se reconozca potestad legislativa a
estas ciudades. El Tribunal Constitucional ha confirmado que Ceuta y Melilla no son
Comunidades Autónomas (STC 240/06, caso Suelo de Ceuta). El resultado final del
proceso de construcción del Estado de las Autonomías ha sido que todo el territorio
español se ha organizado en 17 Comunidades Au-

Principios generales de la organización territorial del Estado del Estado

tónomas, completándose con los regímenes particulares de Ceuta y Melilla como


ciudades autónomas.

b) La reforma de los Estatutos de Autonomía La Constitución realiza una remisión


genérica a los Estatutos de Autonomía en relación con el procedimiento que debe
seguirse para la reforma de éstos. La Norma Fundamental añade a este respecto que las
reformas de los Estatutos de Autonomía se remitan a las Cortes Generales para su
aprobación mediante ley orgánica (art. 147.3 CE). Ello resulta congruente con la
naturaleza de normas estatales con forma de ley orgánica que poseen los Estatutos de
Autonomía. La doble dimensión autonómica y estatal del Estatuto de Autonomía se
proyecta también en la iniciativa de reforma, puesto que parte de los Estatutos
reconocen esa iniciativa tanto a órganos autonómicos (Consejo de Gobierno y Asamblea
Legislativa, en general) como estatales (Cortes Generales y, en ocasiones, Gobierno de
la Nación). En relación con los Estatutos de Autonomía aprobados mediante el
procedimiento del art. 151, la Constitución, en su art. 152.2, establece un requisito
adicional para su reforma: la aprobación de ésta por referéndum en el correspondiente
ámbito territorial. Con ello se establece un cierto paralelismo entre procedimiento de
aprobación y de modificación, puesto que, como se ha visto, son sólo los Estatutos que
han seguido el art. 151 de la CE los que han sido aprobados con la intervención directa
del electorado. No es éste el lugar para extenderse sobre los sistemas de reforma
incorporados por los distintos Estatutos de Autonomía. Baste señalar que,
congruentemente con la posición privilegiada que ocupan en los ordenamientos
autonómicos, todos los sistemas de reforma han introducido elementos que dotan a los
Estatutos de una cierta rigidez. La última consideración global que procede hacer es
relativa al contenido y alcance de las reformas estatutarias. En general, el problema de
la reforma de los Estatutos de Autonomía se conecta con la ampliación de las
competencias de las Comunidades Autónomas. Sin embargo, ni el problema de la
asunción de competencias se limita a la reforma de los Estatutos, ni éste se limita al
aspecto competencial. En efecto, como se verá en lecciones posteriores, es posible para
las Comunidades Autónomas ejercer competencias sin necesidad de asumir su
titularidad mediante la reforma de los Estatutos. No obstante, el asentamiento del
sistema autonómico parece conducir a que, antes o después, una Comunidad Autónoma
posea la titularidad de las competencias que ejerce, y así conste en su Estatuto, lo que
explica buena parte de las reformas estatutarias realizadas.

Pablo Pérez Tremps

Por otro lado, hay que tener también presente que la reforma de los Estatutos puede ir
más allá de los aspectos competenciales, afectando a cualquier otro de sus contenidos.
De hecho, las primeras reformas estatutarias que se realizaron no afectaron a las
competencias sino a aspectos institucionales: en 1991 se llevó a cabo un proceso
tendente a unificar la fecha de las elecciones autonómicas de las Comunidades de vía
lenta; para ello fue preciso modificar algunos Estatutos de Autonomía puesto que era
necesario permitir la disolución anticipada de las correspondientes Asambleas
Legislativas. Entre 1996 y 1999 se llevó a cabo un proceso de reforma de Estatutos de
Autonomía que, fundamentalmente, trató de mejorar aspectos institucionales de
distintas Comunidades Autónomas. Mayor intensidad, por último, tienen las reformas
de los Estatutos iniciadas a partir de 2006, que han modificado profundamente parte de
éstos tanto en aspectos competenciales como en otros contenidos, derogando y
sustituyendo, incluso, alguno de los Estatutos de Autonomía originarios.

8. BIBLIOGRAFÍA, LEGISLACIÓN Y JURISPRUDENCIA A) BIBLIOGRAFÍA La


bibliografía sobre los distintos aspectos de la organización territorial del Estado es muy
amplia; entre las obras más generales dedicadas a la autonomía de nacionalidades y
regiones: AJA, E., El Estado Autonómico. Federalismo y hechos diferenciales, Madrid
2014. Para el seguimiento del Estado de las Autonomías: J. TORNOS, Informe
Comunidades Autónomas, Barcelona (anual). Sobre la forma de Estado: CRUZ
VILLALÓN, P., «La estructura del Estado o la curiosidad del jurista persa», Revista de
la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense 4 mon. (1982) y VARELA
DÍAZ, S., «La fórmula española de ’Autonomía de nacionalidades y regiones’», en la
misma publicación. Para un planteamiento jurisprudencial de la construcción de los
grandes principios de ordenación territorial del Estado: TOMAS Y VALIENTE, F., El
reparto competencial en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, Madrid 1988.
Con carácter más exhaustivo puede verse G. FERNÁNDEZ FARRERES, La
contribución del Tribunal Constitucional al Estado Autonómico, Madrid 2005. Sobre el
principio de colaboración: TAJADURA TEJADA, J., El principio de cooperación en el
estado autonómico, Granada 1998. En relación con el concepto de «hechos
diferenciales»: VV.AA., Uniformidad o diversidad de las Comunidades Autónomas,
Barcelona 1995. Sobre el proceso de configuración de las Comunidades Autónomas:
RUIPÉREZ ALAMILLO, J., Formación y determinación de las Comunidades
Autónomas en el ordenamiento constitucional español, Madrid 1991. Por lo que se
refiere a los Estatutos de Autonomía: AGUADO RENEDO, C., El estatuto de
autonomía y su posición en el ordenamiento jurídico, Madrid 1996, algunos de los
trabajos de LEGUINA VILLA, J., recogidos en sus Escritos sobre autonomías
territoriales, Madrid 1984 y TORRES MURO, I., Los Estatutos de Autonomía, Madrid
2000.

Principios generales de la organización territorial del Estado del Estado Sobre los
principios de ordenación del sistema autonómico: ALBERTÍ ROVIRA, E., Autonomía
política y unidad económica, Madrid 1995. Por lo que respecta a la autonomía local:
FANLO LORAS, A., Fundamentos constitucionales de la autonomía local, Madrid
1990; GARCÍA MORILLO, J., La configuración constitucional de la autonomía local,
Madrid 1998; GÓMEZ-FERRER MORANT, R. (dir.), La provincia en el sistema
constitucional, Madrid 1991; o SÁNCHEZ MORÓN, M., La autonomía local, Madrid
1990; VV.AA., Manual de Derecho Local, Madrid 2010. Resulta de gran interés la
publicación dirigida por FONT, T., Anuario del gobierno local, Barcelona (anual)

B) LEGISLACIÓN El Título VIII de la CE encuentra desarrollo en numerosas normas,


tanto del Estado como de las Comunidades Autónomas. Por lo que respecta a la
autonomía de nacionalidades y regiones deben destacarse, especialmente, los Estatutos
de Autonomía (v. Tabla de Disposiciones) y algunas normas que, por su carácter
general o por su incidencia en la configuración del Estado de las Autonomías, resultan
de especial importancia: LO 8/80, de 22 de septiembre, de Financiación de las
Comunidades Autónomas; LO 13/80, de 16 de diciembre, de sustitución en la Provincia
de Almería de la Iniciativa Autonómica; LO 6/82, de 7 de julio, por la que se autoriza la
constitución de la Comunidad Autónoma de Madrid; LO 5/83, de 1 de marzo, sobre la
incorporación de Segovia a Castilla y León; Ley 12/83, de 14 de octubre, del Proceso
Autonómico; Ley 22/01, de 27 de diciembre, reguladora de los Fondos de
Compensación Territorial; Ley 20/2013, de 9 de diciembre, de garantía de la unidad del
mercado. En relación con la autonomía local: Ley 7/85, de 2 de abril, reguladora de las
Bases del Régimen Local, desarrollada por el R.D.Leg. 781/86, de 18 de abril, por el
que se aprueba el Texto Refundido de las Disposiciones Legales en Materia de Régimen
Local, y Ley 39/88, de 28 de diciembre, reguladora de las Haciendas Locales. La Carta
Europea de la Autonomía Local fue firmada el 15 de octubre de 1985 (I.R. de 20 de
enero de 1988). Los mecanismos de resolución de conflictos territoriales se encuentran
regulados en el Título IV de la LOTC, en su capítulo II los relativos a las Comunidades
Autónomas y en el capítulo IV los que se refieren a los entes locales.
C) JURISPRUDENCIA La jurisprudencia en materia de Comunidades Autónomas es
amplísima ya que, no en balde, la resolución de los conflictos entre el Estado y las
Comunidades Autónomas es una de las competencias centrales del Tribunal
Constitucional. Esta abundancia de decisiones hace que a continuación sólo se recoja la
referencia de las sentencias citadas en el texto de la lección, añadiendo alguna de
especial importancia y destacando por su carácter general la STC 247/07, caso Estatuto
de Autonomía de Valencia y la STC 31/2010, caso Estatuto de Autonomía de Cataluña.
Sobre la forma territorial del Estado y principios de articulación del Estado de las
Autonomía: SSTC 4/81, caso Ley de Bases de Régimen Local; 25/81, caso Legislación
antiterrorista I; 32/81, caso Diputaciones Catalanas; 37/81, caso Centros de contratación
de cargas; 18/82, caso Registro de Convenios Colectivos; 35/82, caso Consejo Vasco de
Relaciones Laborales; 76/83, caso LOAPA; 16/84, caso Presidente de la Diputación
Foral de Navarra; 29/86, caso ZUR; 88/86, caso Ley catalana de rebajas; 52/88, caso
Ley catalana del juego; 76/88, caso Territorios Históricos; 17/90, caso Ley de Aguas de
Canarias; 56/90, caso LOPJ III; 64/90, caso Traslado de industrias a Galicia; 13/92, caso
Presupuestos Generales del Estado para 1988 y 1989; 135/92, caso Ley de
intermediarios financieros; 14/98, caso Ley extremeña de caza; STC 42/2014, caso
Declaración de soberanía y del derecho a decidir.

Pablo Pérez Tremps En relación con los Estatutos de Autonomía las ya citadas SSTC
247/07, caso Estatuto de Autonomía de Valencia, y 31/2010, caso Estatuto de
Autonomía de Cataluña, y para aspectos concretos SSTC 89/84, caso León;100/84, caso
Segovia, 99/86, caso Condado de Treviño. 225/98, caso Sistema electoral canario;
15/00, caso Nombramiento del Presidente de Navarra. Sobre la autonomía de las
Ciudades Autónomas de Ceuta y Melilla: STC 240/06, caso Suelo de Ceuta. Por lo que
respecta a la autonomía local: SSTC 4/81, caso Ley de Bases de Régimen Local; 32/81,
caso Diputaciones Catalanas; 84/82, caso Presupuestos Generales del Estado para 1982 ;
179/85, caso Haciendas locales; 27/87, caso Diputaciones Valencianas; 259/88, caso
Ordenación urbanística de Cataluña; 24/89, caso Diputados provinciales de Salamanca;
170/89, caso Cuenca Alta del Manzanares; 214/89, caso Ley de Bases de Régimen
Local II; 96/90, caso Presupuestos Generales del Estado para 1985; 150/90, caso
Recargo del tres por ciento; 174/91, caso Diputados provinciales de Almería; 221/92,
caso Arts. 4 y 355.5 TRRL; 331/93, caso Ley catalana municipal y de régimen local;
109/98, caso Plan Único de Obras y Servicios de Cataluña; 233/99, caso Ley de
Haciendas Locales; 159/01, Ordenación urbanística de Cataluña; 240/06, caso Suelo de
Ceuta; 132/12, caso Consejos insulares; 103/2013, Concejales no electos y STC
132/2014 caso Torremontalbo y Uruñuela. Sobre la diferencia entre autonomía y
soberanía, y el monopolio de ésta por el pueblo español en su conjunto SSTC 42/2014,
caso Declaración de soberanía y del derecho a decidir y 259/2015, caso Declaración
sobre proceso de creación de un Estado catalán.

Lección 33
La distribución de competencias entre Estado y Comunidades Autónomas 1. 2. 3. 4. 5.
6. 7. 8. 9.

INTRODUCCIÓN. LAS LÍNEAS GENERALES DEL REPARTO COMPETENCIAL.


EL REPARTO COMPETENCIAL: COMPETENCIAS EXCLUSIVAS Y
COMPARTIDAS. LAS COMPETENCIAS EXCLUSIVAS DEL ESTADO:
CARACTERISTICAS. LAS COMPETENCIAS ASUMIDAS POR LAS
COMUNIDADES AUTÓNOMAS: COMPETENCIAS LEGISLATIVAS Y
EJECUTIVAS. LAS COMPETENCIAS COMPARTIDAS (I): LEGISLACION Y
EJECUCION. LAS COMPETENCIAS COMPARTIDAS (II) BASES Y
DESARROLLO. LAS COMPETENCIAS COMPARTIDAS (III). OTROS
SUPUESTOS. EL DESARROLLO DEL PROCESO AUTONÓMICO POR LOS
ESTATUTOS. BIBLIOGRAFÍA, LEGISLACIÓN Y JURISPRUDENCIA.

1. INTRODUCCIÓN. LAS LÍNEAS GENERALES DEL REPARTO


COMPETENCIAL El Estado de las Autonomías no aparece, según ya se ha señalado,
como fruto del arbitrismo de los constituyentes de 1978, o como una mera entelequia
jurídica, sino como el resultado del reconocimiento de la variedad de los pueblos de
España, y de la voluntad, proclamada en el preámbulo de la Constitución, de proteger
«sus culturas y tradiciones, lenguas e instituciones». Por ello, y partiendo de esa
variedad, la Constitución establece, como principio general (art. 143) la presencia de
«características históricas, culturales y económicas comunes», y la «entidad regional
histórica» como fundamento y justificación de la autonomía política. Y si bien la
Constitución, en su artículo 144 admite alguna excepción a ese principio, autorizando la
creación de Comunidades Autónomas que no reúnan esos requisitos, tal excepción se
configura como rigurosamente extraordinaria y sólo justificada por motivos de «interés
nacional». Las Comunidades Autónomas no son, pues, meras creaciones del Derecho o
divisiones artificiales del territorio, sino entidades históricas y culturales con entidad
propia. Pero la garantía de esa entidad requiere la habilitación de una serie de técnicas
jurídicas, imprescindibles para que la voluntad constitucional no quede en una mera
expresión de buenas intenciones. Esas técnicas han venido a incluirse en el Título VIII
de la Constitución, y son esencialmente de dos tipos. Por una parte, la asunción por las
Comunidades Autónomas de un conjunto de poderes o competencias para la protección
y defensa de sus intereses propios (reparto competencial); por otro lado, y
complementariamente, el establecimiento de un

Luis López Guerra

sistema institucional propio, encargado de ejercer esos poderes y competencias


(organización de los poderes autonómicos). La delimitación del reparto competencial,
esto es, de las funciones que van a corresponder a las Comunidades Autónomas, y las
que van a quedar en manos de las instituciones centrales del Estado aparece así como
elemento esencial para la definición del Estado de las Autonomías. La instrumentación
jurídica de ese reparto competencial ha sido, sin duda, uno de los mayores problemas a
resolver, tanto durante el proceso constituyente, como en la fase de desarrollo y puesta
en ejecución de las previsiones constitucionales. Por ello, no es de extrañar que el
modelo del Estado de las Autonomías sea considerablemente complejo y no pueda
contenerse en una o unas pocas normas; por el contrario, su regulación y estructura es
resultado de una amplia variedad de normas tanto constitucionales como legislativas y
reglamentarias, de decisiones jurisdiccionales, e incluso de convenciones o costumbres
constitucionales ya arraigadas. Como elementos de este conjunto regulador, pueden
destacarse, en primer lugar, las mismas normas constitucionales relativas al reparto de
competencias; las normas de los Estatutos de Autonomía; las leyes estatales relativas a
la delegación y transferencia competencial, y a la fijación de bases; las Sentencias del
Tribunal Constitucional en la resolución de conflictos competenciales, y los Reales
Decretos de transferencias de funciones y servicios. Como se ve, incluso de una
enumeración parcial se desprende la complejidad del tratamiento de esta materia.
Conviene a este respecto, considerar en líneas generales cómo se lleva a cabo el reparto
competencial entre el Estado y las Comunidades Autónomas: a) Como ya se señaló en
la lección anterior, este reparto responde al principio dispositivo. Es decir, no viene
fijado de una vez y por todas en la Constitución (como sí ocurre, usualmente en las
Constituciones de tipo federal, en las que se establece una distribución permanente de
poderes entre el Estado Federal y los Estados federados) sino que se deja que cada
Comunidad Autónoma, en su Estatuto de Autonomía, asuma las competencias de que va
a disponer. Ello en principio supone, como también se señaló, la posible existencia de
diferencias competenciales, entre Comunidades Autónomas: valga indicar ya que tales
diferencias se ven cada vez más reducidas. b) Las competencias que corresponden en
todo caso al Estado vienen enumeradas en la Constitución, mediante fórmulas diversas a
las que se hará referencia más adelante. c) Las competencias de las Comunidades
Autónomas serán las que cada una de ellas asuma en su correspondiente Estatuto (art.
172.2 d) CE). d) Mediante leyes específicas, previstas en el artículo 150 CE, podrán
transferirse a las Comunidades Autónomas competencias adicionales; y

La distribución de competencias entre Estado y Comunidades Autónomas

e) Aquellas competencias que no hayan sido asumidas por las Comunidades Autónomas
en sus Estatutos, o no les hayan sido transferidas, seguirán incluidas dentro del ámbito
competencial estatal (art. 149.1.3 CE: «La competencia sobre las materias que no se
hayan asumido por los Estatutos de Autonomía corresponderá al Estado»). La cláusula
residual juega así a favor del Estado: éste será competente en todo aquello no asumido
por los Estatutos de las Comunidades Autónomas. Las competencias de éstas serán pues
competencias de atribución, esto es, las específica y explícitamente enumeradas en los
Estatutos o en las leyes de transferencia.
2. EL REPARTO COMPETENCIAL: COMPETENCIAS EXCLUSIVAS Y
COMPARTIDAS En el sistema federal «clásico» que se manifiesta en la Constitución
norteamericana de 1787, la división competencial resulta netamente definida:
determinadas materias se reservan en su integridad al poder central (Federación) y el
resto, también en su integridad, corresponden a los Estados federados. Éstos, en el
ámbito material que se les atribuye, ejercen todas las funciones del Estado, legislativa,
ejecutiva y judicial. De esta manera, la realidad social queda dividida claramente, por
así decirlo, en «sectores competenciales» y unos pertenecerán íntegramente a la
competencia de la Unión, mientras que otros se atribuirán, también íntegramente, a la
competencia de los Estados federados. El sistema español, sin embargo, siguiendo en
esto al modelo «europeo» (presente, por ejemplo, en la Constitución alemana de 1919 ó
en la Constitución austríaca de 1920) procede, en muchas materias, a un reparto de
atribuciones entre Estado y Comunidades Autónomas de tipo eminentemente funcional.
Quiere ello decir que en la gran mayoría de las materias que integran la realidad social
objeto de tratamiento jurídico, ostentarán competencias, y ejercerán funciones públicas
tanto el Estado como las Comunidades Autónomas. Para comenzar, hay que recordar
que en el modelo constitucional español —a diferencia de los sistemas federales
«clásicos»— hay una función pública que, respecto de cualquier materia sobre la que
verse, queda reservada al Estado: se trata de la función jurisdiccional. Sólo el Estado
posee pues competencias jurisdiccionales (art. 149.1.5 CE) sin que quepa, respecto de
esta función, reparto alguno entre Estado y Comunidades Autónomas; ello sin perjuicio,
como se verá, de que éstas últimas sí puedan asumir competencias en relación con
aspectos administrativos de la organización de los servicios judiciales. Por ello, las
funciones públicas que se reparten las instancias centrales y las autonómicas son las de
tipo legislativo y ejecutivo. En consecuencia, y en términos genéricos, el reparto
competencial entre Estado y Comunidades Autónomas

Luis López Guerra

versa sobre qué órganos (estatales o autonómicos) elaboran las normas legislativas
sobre una materia, y qué órganos, estatales o autonómicos, llevan a cabo su ejecución.
Dejando de lado, pues, todo lo que se refiere a la potestad jurisdiccional, pueden
distinguirse, a efectos de reparto competencial, varias posibilidades: a) Competencias
exclusivas del Estado. Versan sobre aquellas materias reservadas íntegramente a la
competencia estatal. Se trata de materias sobre las que el Estado tiene la competencia
para ejercer todas las funciones públicas referentes a ellas, tanto de naturaleza
legislativa como administrativa. b) Competencias exclusivas de las Comunidades
Autónomas. Versan sobre aquellas materias que los Estatutos de Autonomía reservan
íntegramente (con la excepción, hay que repetir, de la función jurisdiccional) a la
competencia de las respectivas Comunidades Autónomas. En estos supuestos se
atribuyen con carácter de exclusividad las funciones legislativas y ejecutivas a las
correspondientes autoridades autonómicas. En la doctrina y en la práctica constitucional
y administrativa ello se expresa mediante dos tipos de afirmaciones que tienen el mismo
significado. Desde una perspectiva material, se establece que se trata de materias
reservadas en exclusiva a la Comunidad Autónoma; desde el punto de vista funcional
puede decirse que la Comunidad tiene competencias exclusivas en la materia. c)
Competencias compartidas. Finalmente, hay un amplísimo elenco de materias en que,
en virtud de la Constitución y los Estatutos de Autonomía, tanto el Estado como las
Comunidades Autónomas ostentan funciones y competencias, interviniendo en distintos
niveles. Se trata de materias, no sólo muy numerosas, sino, además, de considerable
relevancia: valgan como ejemplo la sanidad, o la educación. En gran parte, la
complejidad del sistema resulta de esta compartición, que puede asumir formas muy
diversas: bien traduciéndose en un reparto de funciones (legislativa al Estado, ejecutiva
a las Comunidades Autónomas) bien en una división de atribuciones incluso dentro de
la misma función (legislación básica al Estado, legislación de desarrollo a las
Comunidades Autónomas). De nuevo, desde una perspectiva material puede hablarse de
unas materias compartidas; desde la perspectiva funcional se habla de competencias
compartidas, como concepto opuesto al de competencias exclusivas.

3. LAS COMPETENCIAS EXCLUSIVAS DEL ESTADO: CARACTERÍSTICAS La


Constitución no precisa cuántas y cuáles han de ser las Comunidades Autónomas;
tampoco establece sus límites territoriales ni sus competencias. Lo que

La distribución de competencias entre Estado y Comunidades Autónomas

hace es remitirse, en estos últimos aspectos, a los Estatutos de Autonomía. Éstos


deberán contener «las competencias asumidas dentro del marco establecido en la
Constitución» (art. 147.1.d). Se parte así del principio de disponibilidad en favor de las
Comunidades Autónomas, para que cada una de ellas decida sobre su nivel
competencial. Ahora bien, esta disponibilidad no es absoluta. En efecto, la Constitución
establece un sistema para garantizar que un conjunto de poderes y funciones quedará, en
todo caso, atribuido a las instituciones centrales del Estado, para asegurar la unidad
imprescindible del mismo. Ello se consigue mediante la previsión de una reserva en
favor del Estado. Por ello, es pieza esencial de todo el sistema el establecimiento de una
lista de competencias estatales fuera del ámbito de disponibilidad de las Comunidades
Autónomas. Esta lista se establece mediante diversos mandatos de la Constitución: a)
En primer lugar, se contiene una amplia enumeración de competencias exclusivas
estatales en el artículo 149.1 CE, que en sus 32 apartados establece lo que podría
denominarse el límite intocable para la asunción estatutaria de competencias por parte
de las Comunidades Autónomas. Lo que quede fuera de ese listado está a disposición de
las Comunidades Autónomas, para su integración, mediante sus Estatutos, en su ámbito
competencial; lo que se incluye en él queda excluido de apropiación autonómica. El
artículo 149.1 de la Constitución se configura por tanto como el eje del Estado de las
Autonomías, y como límite, en principio, a su desarrollo. Debe tenerse en cuenta así y
todo (y aún cuando el artículo 149.1 califica como exclusivas del Estado las
competencias a que se refiere) que la intensidad de la reserva estatal sobre las materias
que en ese artículo se enumeran varía notablemente. En algunas de ellas, ciertamente, la
reserva estatal es total o completa, sin que quepa intervención alguna de los poderes de
las Comunidades Autónomas; pero en la mayoría de los casos, la atribución de
competencias al Estado deja, como se verá en el apartado 5 de esta misma lección, un
amplio margen de actuación a las Comunidades Autónomas. En todo caso, y teniendo
esto en cuenta, de entre las materias enumeradas en el artículo 149.1, hay una serie de
ellas que se atribuyen, sin matización alguna a la «competencia exclusiva» estatal: así
«Nacionalidad, inmigración, emigración, extranjería y derecho de asilo» (149.1.2),
«Relaciones internacionales» (149.1.3), «Defensa y Fuerzas Armadas» (149.1.4) o
«Administración de Justicia» (149.1.5) entre otras. Evidentemente, resulta esencial, para
determinar el alcance de la competencia exclusiva del Estado en estas materias,
establecer el significado de los términos contenidos en los correspondientes apartados.
En este sentido, la jurisprudencia del Tribunal Constitucional ha podido precisar el
contenido de muchas de estas reservas «en exclusiva», en ocasiones prohibiendo que se
interpreten en forma extensiva, para evitar que la reserva al Estado se amplíe
indebidamente. Como ejemplo, el Tribunal Constitucional ha considerado que la
competencia del

Luis López Guerra

Estado sobre la materia «relaciones internacionales» no puede interpretarse en el sentido


de que quede íntegramente reservada al Estado cualquier actividad que tenga alguna
proyección fuera de las fronteras de España, sino sólo aquellas que son protagonizadas
por sujetos internacionales (Estados y organizaciones internacionales) y sometidas al
Derecho internacional, como pueden ser las relativas a la celebración de tratados o a la
representación exterior del Estado (STC 165/94, caso Agencia Vasca en Bruselas). En
esta misma línea, la reserva en exclusiva al Estado de la Administración de justicia ha
de entenderse, según la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, reducida a los
aspectos referentes directamente a la función jurisdiccional del Estado, esto es, la
selección, status y actuación de jueces y tribunales, pero sin que incluya forzosamente
los aspectos de tipo administrativo referentes a actividades auxiliares, esto es, lo que se
ha llamado «administración de la Administración de justicia» (SSTC 56/90 y 104/00,
casos LOPJ III y LOPJ IV). b) Por otro lado, junto a la lista de competencias del
artículo 149.1 CE, hay una serie de materias que, sin estar incluidas en esa lista, quedan,
no obstante, fuera de la disponibilidad autonómica, en virtud de otros mandatos
constitucionales. Así ocurre, por ejemplo, respecto de aquellas materias reservadas a ley
orgánica, norma ésta que solamente pueden dictar las Cortes Generales (art. 81 CE). Tal
sería el caso del régimen electoral general, reservado a ley orgánica por el artículo 81
CE, o del estatuto de jueces, magistrados y personal de la Administración de justicia,
para el que el artículo 122.1 CE establece también una reserva de ley orgánica. Por otra
parte, la Constitución encomienda determinadas tareas específicas a las leyes estatales,
aún cuando ya no se trate de leyes orgánicas: tal sería el caso de las leyes de
«planificación económica general» (art. 131.1 CE) o, forzosamente, las referentes al
Patrimonio del Estado y al Patrimonio Nacional (art. 132 CE). Igualmente, la
Constitución atribuye en exclusiva al Estado «la potestad originaria para establecer los
tributos mediante ley» (art. 137.1 CE) aún cuando las Comunidades Autónomas y las
corporaciones locales puedan, de acuerdo con las leyes, establecer sus propios tributos
(art. 137.2 CE).

4. LAS COMPETENCIAS ASUMIDAS POR LAS COMUNIDADES AUTÓNOMAS:


COMPETENCIAS LEGISLATIVAS Y EJECUTIVAS De acuerdo con el sistema
diseñado en el Título VIII de la Constitución, las competencias correspondientes a cada
Comunidad Autónoma serán las incluidas en los respectivos Estatutos de Autonomía.
Se trata pues de competencias de atribución, en cuanto que las funciones no asumidas
expresamente por el Estatuto de Autonomía se entenderán que siguen incluidas en el
ámbito competencial estatal; de acuerdo con la cláusula de «cierre» del artículo 149.3
«la competencia sobre

La distribución de competencias entre Estado y Comunidades Autónomas

las materias que no se hayan asumido por los Estatutos de Autonomía corresponderá al
Estado». El Tribunal Constitucional ha podido precisar escuetamente el sistema
descrito: «Para determinar si una materia es de la competencia del Estado o de la
Comunidad Autónoma, o si existe un régimen de concurrencia, resulta en principio
decisorio el texto del Estatuto de Autonomía de la Comunidad Autónoma, a través del
cual se produce la asunción de competencias. Si el examen del Estatuto correspondiente
revela que la materia de que se trate no está incluida en el mismo no cabe duda que la
competencia será estatal, pues así lo dice expresamente el artículo 149.3 de la
Constitución» (STC 18/82, caso Registro de Convenios, FJ 1). Como resultado, y para
ampliar al máximo el ámbito competencial de cada Comunidad Autónoma, los Estatutos
de Autonomía han tendido a configurarse como «imágenes invertidas» del artículo
149.1 de la CE, incluyendo en su texto todas las competencias no reservadas
expresamente al Estado por ese artículo. Esta tendencia (presente ya en los Estatutos
aprobados en las Comunidades Autónomas «de autonomía amplia») se ha reflejado
claramente en las sucesivas reformas de los Estatutos de Autonomía, reformas que han
ampliado notablemente el nivel competencial de las Comunidades «de régimen común»,
acercándose al nivel de las Comunidades «históricas». En forma equivalente a las
competencias estatales, los Estatutos de Autonomía asumen listas de competencias que
definen como exclusivas. Para esta definición es también decisivo el texto del Estatuto
de Autonomía, si bien debe tenerse en cuenta que el Estatuto debe interpretarse a la luz
de la Constitución, de modo que la calificación estatutaria de alguna competencia como
«exclusiva» ha de leerse en consonancia con las previsiones constitucionales. En
palabras del Tribunal Constitucional, «el Estatuto de Autonomía, igual que el resto del
ordenamiento jurídico, debe ser interpretado siempre de conformidad con la
Constitución, y por ello las marcas competenciales que la Constitución establece no
agotan su virtualidad en el momento de aprobación de los Estatutos de Autonomía, sino
que continuarán siendo preceptos operativos en el momento de realizar la interpretación
de los preceptos de éstos» (STC 18/82, caso Registro de Convenios). Competencias
legislativas. Estas competencias exclusivas suponen la asunción por las Comunidades
Autónomas de todas las funciones (legislativa, reglamentaria, ejecutiva) sobre una
materia determinada. De acuerdo con el principio dispositivo que inspira el Estado de
las Autonomías, las diversas Comunidades Autónomas, a la hora de asumir
competencias en sus Estatutos, podían haberse limitado a asumir competencias
ejecutivas o administrativas. Sin embargo no ha sido así. Pese a las dudas que surgieron
en los momentos iniciales del proceso autonómico, todas las Comunidades Autónomas
han asumido competencias no sólo de tipo administrativo, sino también para dictar
normas con rango de ley: incluso se ha admitido generalmente que la potestad
legislativa es el exponente por excelencia

Luis López Guerra

de la autonomía. Y la asunción de competencia exclusiva en cuanto a la legislación se


ve acompañada de una competencia similar en cuanto a la ejecución, que corresponderá
íntegramente a la Administración autonómica. Esta decisión en favor de la asunción de
competencias legislativas, común a todos los Estatutos tiene al menos dos
consecuencias de interés. Primeramente, que las Comunidades Autónomas pueden
dictar normas de igual rango que las leyes estatales, de manera que no quedarán
jerárquicamente sometidas a éstas: las normas de las Comunidades Autónomas con
rango legislativo no constituyen, pues, un mero desarrollo reglamentario de las normas
estatales, sino que estarán sometidas únicamente a la Constitución y a los Estatutos de
Autonomía. Una segunda consecuencia es que esas normas, por su carácter legislativo
no quedarán sometidas —como las normas reglamentarias— a la jurisdicción
contenciosoadministrativa, sino únicamente a la jurisdicción constitucional.
Competencias ejecutivas. Cabe que en determinadas materias los Estatutos establezcan
únicamente la asunción de competencias ejecutivas. Hay que destacar que, si bien la
asunción de la competencia legislativa supone una efectiva autonomía política (pues la
norma legal autonómica no se encuentra jerárquicamente subordinada a las normas
estatales) las competencias de orden ejecutivo revisten igualmente notoria importancia,
al ser la expresión cotidiana, y en relación directa con el ciudadano, de la acción de los
poderes públicos. En este sentido, la nueva ordenación territorial del Estado ha venido a
crear un nuevo nivel ejecutivo: la Administración autonómica, distinta de las ya
existentes, estatal y local. En efecto, en el ámbito autonómico coinciden, por una parte,
la Administración estatal, dirigida, según el artículo 154 de la Constitución, por un
Delegado nombrado por el Gobierno; por otra, la Administración autonómica, dirigida
por el ejecutivo de la Comunidad Autónoma; finalmente, las Administraciones locales
(provincial, insular, o municipal) a que se hizo referencia en la lección 32. No es
exagerado afirmar que ésta es la dimensión en que más se han visto afectados, al menos
cuantitativamente, los poderes públicos, al haberse producido una redistribución radical
de las tareas administrativas. No obstante, ha de tenerse en cuenta que también en este
ámbito, la regulación constitucional y estatutaria del Estado de las Autonomías presenta
una notable complejidad, y no puede reducirse a uno o unos pocos principios generales,
a diferencia de otros ordenamientos (como el federal alemán) en que, en principio, se
asigna la ejecución a los entes territoriales federales (Länder) en lo que se ha podido
llamar «federalismo de ejecución». En nuestro país, y a la luz de las previsiones
constitucionales y estatutarias, es necesario diferenciar diversas situaciones. Cabe, en
efecto, que corresponda en exclusiva toda la actividad ejecutiva en una materia
determinada a la competencia autonómica; pero cabe también, como se vio más arriba,
que en las funciones ejecutivas exista una compartición de tareas entre Estado y
Comunidades Autónomas, de forma que, en el mismo ámbito territorial,

La distribución de competencias entre Estado y Comunidades Autónomas

existan órganos administrativos autonómicos y estatales con competencias sobre la


misma materia. Para evitar las diferencias y conflictos que pueden derivarse de esa
situación, se ha preconizado (incluso en Exposiciones de Motivos de textos legales,
como en la ya derogada ley 6/97, de Organización y Funcionamiento de la
Administración General del Estado) el establecimiento en las materias de competencias
compartidas de una Administración única, encomendada a la competencia autonómica,
y encargada de la ejecución, tanto de la normativa autonómica como de la estatal.
Finalmente, hay que recordar que, aparte de las competencias reservadas a las
Comunidades Autónomas en sus Estatutos, el Estado, mediante los procedimientos
previstos en el artículo 150 CE, en sus apartados 1 y 2, puede atribuir a las
Comunidades Autónomas competencias adicionales.

5. LAS COMPETENCIAS COMPARTIDAS: (I). LEGISLACIÓN Y EJECUCIÓN


Como se ha indicado, en muchas materias resultan competentes tanto las autoridades
estatales como las autonómicas, al distribuirse las diversas funciones públicas sobre esas
materias (legislativa, reglamentaria, administrativa) entre Estado y Comunidades
Autónomas. Ello es consecuencia de que la Constitución y los Estatutos de Autonomía
no reservan a los poderes estatales o autonómicos la totalidad de las funciones públicas
sobre esas materias, sino solamente alguna o algunas de ellas. Se habla así de la
existencia de materias o competencias compartidas, que dan lugar a las mayores
dificultades y conflictos a la hora de determinar la distribución competencial. Los tipos
de competencias compartidas son muy diversos. El supuesto más frecuente de
competencias conmpartidas es el resultante de la atribución al Estado de la función
legislativa sobre una materia, dejando la posibilidad a las Comunidades Autónomas de
asumir en sus Estatutos otras competencias distintas de la legislativa, como la
reglamentaria o la ejecutiva. Tal sería el caso del apartado a) del artículo 149.1 CE, que
reserva al Estado la legislación sobre propiedad industrial e intelectual, o el 149.1.12
CE, que efectúa tal reserva respecto de la legislación sobre pesos y medidas. Otros
ejemplos de reserva sólo de legislación serían los apartados 6, 7, 8 y 22 del artículo
149.1. Este tipo de supuestos ha planteado una dificultad: ¿qué significa exactamente
«legislación»? Más concretamente, se han producido diversos conflictos
constitucionales sobre si la normativa reglamentaria debe considerarse «ejecución» (en
cuyo caso correspondería a las Comunidades Autónomas desarrollar
reglamentariamente las normas estatales) o «legislación» (en cuyo caso la potestad
reglamen-

Luis López Guerra

taria correspondería al Estado). La respuesta del Tribunal Constitucional (STC 18/82,


caso Registro de Convenios) ha sido la de distinguir entre diversos tipos de
reglamentos. Aquéllos referidos a la organización de los servicios administrativos
(reglamentos de autoorganización) y los relativos al funcionamiento de los mismos son
parte de la función ejecutiva, y corresponderán a las Comunidades Autónomas que
hubieran asumido, en sus Estatutos de Autonomía, la correspondiente competencia;
mientras que los reglamentos que desarrollan y complementan normativamente los
mandatos legales han de considerarse parte de la función legislativa.

6. LAS COMPETENCIAS COMPARTIDAS (II). BASES Y DESARROLLO En


determinados supuestos, la reserva en favor del Estado por los apartados del artículo
149.1 CE es aún más reducida; no se refiere a toda la función legislativa, sino sólo a
parte de ella, la denominada legislación básica. Por ejemplo, tal sería el caso del
apartado 23 del artículo 149.1 CE, que atribuye al Estado la emisión de la legislación
básica sobre protección del medio ambiente, o del apartado 27 del mismo artículo, que
reserva al estado las normas básicas del régimen de prensa, radio y televisión. Una
variante de este tipo sería la reserva en favor del Estado de «las bases» de un sector (en
lugar de la «legislación básica»). Ejemplos pueden ser la reserva al Estado de las «bases
de la ordenación del crédito» (art. 149.1.11 CE) de las «bases y coordinación general de
la sanidad» (art. 149.1.16 CE) o las «bases y coordinación de la planificación general de
la actividad económica» (art. 149.1.13 CE). La jurisprudencia constitucional ha venido
a identificar, en cuanto a sus efectos, la reserva de «las bases» con la de «la legislación
básica». En estas ocasiones, la compartición competencial se produce en cuanto,
correspondiendo al Estado la competencia para dictar normas básicas, las Comunidades
Autónomas han asumido la competencia para dictar normas legales de desarrollo. Debe
tenerse en cuenta en todo caso que, como ha señalado la jurisprudencia constitucional,
esta técnica de compartición nada tiene que ver, a pesar de la similitud terminológica,
con las «leyes de bases» de los artículos 82 y 83 CE, mediante las cuales las Cortes
pueden delegar en el Gobierno la potestad de dictar normas con rango de ley
(legislación delegada). La compartición competencial entre leyes básicas, cuya emisión
corresponde al Estado, y legislación de desarrollo, asumida por las Comunidades
Autónomas, ha representado una notable dificultad interpretativa, ya que ni en la
Constitución ni en los Estatutos de Autonomía se define qué es «lo básico», ni mediante
qué vías formales han de dictarse las normas básicas. No es por ello extraño que la
jurisprudencia constitucional haya centrado su atención en gran parte en precisar qué
debe entenderse por «bases» y por «desarrollo legislativo».
La distribución de competencias entre Estado y Comunidades Autónomas

En forma forzosamente genérica, el régimen de la compartición entre bases estatales y


desarrollo autonómico que resulta de las previsiones constitucionales, a la vista de la
jurisprudencia del Tribunal Constitucional pudiera describirse como sigue: a) Las bases
integran un común denominador normativo. Cuando la Constitución atribuye al Estado
la fijación de «las bases» o la «legislación básica» no deja absoluta libertad a las
instancias estatales para establecer como básica cualquier regulación que estimen
oportuna (STC 1/82, caso Coeficientes de Cajas de Ahorro). La reserva en favor del
Estado de la legislación básica deriva de la exigencia de un tratamiento normativo
común, por existir un interés general superior al interés de cada Comunidad Autónoma,
por el que debe velar el Estado. En todo caso, las leyes básicas estatales deberán dejar
un ámbito suficiente para que las Comunidades Autónomas puedan elaborar su propia
normativa de desarrollo. Debe pues conjugarse, en estos casos, una política normativa
estatal, mediante leyes básicas, con una pluralidad de políticas normativas autonómicas,
mediante leyes de desarrollo. b) La extensión de la reserva de lo básico a competencias
ejecutivas. La existencia de materias que exigen un tratamiento jurídico uniforme en
todo el territorio español supone que las autoridades estatales deben ser competentes, no
sólo para establecer un mínimo denominador común normativo, sino también para
ejercer funciones de tipo ejecutivo, que deben permanecer también centralizadas y que
resultan por ello «básicas»: tal sería el caso, por ejemplo, de la autorización estatal del
empleo de sustancias aditivas (colorantes, conservantes, etc) en productos destinados al
consumo humano, ya que estos productos han de consumirse en todo el territorio
español (STC 32/83, caso Registro Sanitario), o de la autorización del funcionamiento
de determinadas compañías de seguros de ámbito nacional (STC 86/89, caso Ley del
Seguro Privado). c) El concepto de bases como competencia horizontal del Estado. La
reserva al Estado de las «bases» de una materia puede por tanto extenderse tanto a
funciones legislativas como ejecutivas respecto de una materia determinada. Ello tiene
especial importancia en aquellos casos en que el artículo 149.1 formula este tipo de
reserva competencial en tales términos, que representan una amplísima habilitación en
favor de la competencia estatal. Como ejemplo, el artículo 149.1.13 de la CE reserva al
Estado las «bases y coordinación de la planificación general de la actividad
económica», lo que la jurisprudencia constitucional ha interpretado como competencia
para la «ordenación general» de la economía. Como es evidente, es difícil encontrar
ámbitos que no tengan, o puedan tener, relevancia económica, por lo que el artículo
149.1.13 de la CE permite al Estado una intervención legislativa o ejecutiva en sectores
que han sido asumidos como «competencia exclusiva» de las Comunidades Autónomas:
así en materias como vivienda (STC 152/88 caso Subvenciones a la vivienda), turismo
(STC 75/89 caso Turismo

Luis López Guerra


rural), agricultura (STC 14/89 caso Homologación de carne porcina) o cultivos marinos
(STC 103/89 caso Ley de Cultivos Marinos). Otro ejemplo de atribución amplísima de
competencias podría ser la del artículo 149.1.16 de la CE, que concede al Estado
competencia exclusiva sobre las «bases y coordinación general de la sanidad». Se
configuran así las que se han denominado competencias «horizontales» o
«transversales» del Estado, que afectan a una pluralidad de materias d) Las bases deben
tener rango de ley. La importancia que reviste en el ordenamiento español la
competencia estatal para dictar bases o normas básicas ha dado lugar a una amplia
jurisprudencia constitucional destinada a precisar las formas y requisitos con que las
autoridades estatales deben dictar esa normativa. La trascendencia de este tipo de
normas, que enmarcan en muchos aspectos la actividad legislativa y ejecutiva de las
Comunidades Autónomas, y las consiguientes exigencias de certeza y seguridad en su
contenido han llevado a que el Tribunal Constitucional —tras una fase inicial en que
puso el acento en el «carácter material» de las bases (STC 32/81, caso Diputaciones
Catalanas, y 1/82, caso Coeficientes de Cajas de Ahorros)— haya elaborado unos
requisitos formales que deben reunir las normas básicas estatales. La propia ley básica
ha de definirse como tal: esto es, ella misma ha de declarar expresamente el alcance
básico de todas o parte de sus normas, o al menos ha de permitir inferir esta condición
de las mismas sin especial dificultad (STC 69/88, caso Etiquetaje). La ley ha de
definirse, parcial o totalmente, como básica. Se trata, en palabras del Tribunal
Constitucional en la Sentencia Etiquetaje, de permitir a las Comunidades Autónomas
«conocer con la mayor exactitud posible cuál es el marco normativo al que deben
sujetarse en el ejercicio de sus competencias de desarrollo de la legislación estatal
básica». En principio, serán las Cortes Generales, mediante ley, las que deberán
establecer lo que haya de entenderse por básico. Sólo excepcionalmente será posible
que el Gobierno pueda regular por Decreto aspectos básicos de una materia cuando esa
regulación resulte completamente indispensable para garantizar el fin perseguido por la
reserva competencial al Estado.

7. LAS COMPETENCIAS COMPARTIDAS (III) OTROS SUPUESTOS Junto a la


compartición de potestades normativas mediante la distribución de aspectos básicos
(reservados al Estado) y de desarrollo, asumidos por las Comunidades Autónomas, la
Constitución y los Estatutos de Autonomía prevén otros supuestos de compartición de
esas potestades que no obedecen a esa técnica. Se trata de aquellos casos en los que la
potestad normativa de las Comunidades Autónomas se hace depender de los términos
que establezca una ley estatal, sin

La distribución de competencias entre Estado y Comunidades Autónomas

relacionar esa dependencia con el carácter «básico» de la ley del Estado. Como
ejemplos de esa fórmula pueden citarse: – El previsto en el apartado 29 del art. 149.1 de
la CE, que se refiere a la posibilidad de creación de policías por las Comunidades
Autónomas «en la forma en que se establezca en los respectivos Estatutos en el marco
de lo que disponga una ley orgánica». Esta posibilidad ha sido recogida estatutariamente
(así, art. 13 del EAC), y ha cobrado virtualidad al aprobarse la correspondiente
normativa estatal (LO 2/1986, de 13 de marzo, de Fuerzas y Cuerpos de Seguridad). –
El contenido en el art. 152.1 de la CE, que establece que las Comunidades Autónomas
podrán ostentar la competencia para participar en la organización de las demarcaciones
judiciales de su territorio «de conformidad con lo previsto en la Ley Orgánica del Poder
Judicial». Esta competencia ha sido asumida por la totalidad de los Estatutos de
Autonomía. – El que resulta del art. 157.3 de la CE, que establece que mediante ley
orgánica podrá regularse el ejercicio de las competencias financieras de las
Comunidades Autónomas, las normas para resolver los conflictos que pudieran surgir, y
las posibles formas de colaboración financieras entre las Comunidades Autónomas y el
Estado. La actividad normativa de las Comunidades Autónomas relativa a sus
competencias financieras deberá pues ajustarse a los términos de la ley orgánica de que
se trata (en la actualidad, LO 8/1980, de 22 de septiembre, de Financiación de las
Comunidades Autónomas). Los ejemplos aducidos no agotan la casuística resultante de
la Constitución, que prevé este tipo de compartición normativa en otras materias (así, en
materia electoral). Además, los Estatutos pueden introducir nuevos supuestos de empleo
de esta fórmula, al remitirse, como condicionante del ejercicio de su competencia, a lo
dispuesto en una ley estatal: tal sería el caso del art. 34 del Estatuto de Autonomía de
Galicia, que atribuye a la Comunidad Autónoma competencias en materia de
radiodifusión y televisión «en los términos y casos establecidos en la ley que regule el
Estatuto Jurídico de la Radio y la Televisión».

8. EL DESARROLLO DEL PROCESO AUTONÓMICO POR LOS ESTATUTOS La


práctica seguida en el desarrollo del proceso autonómico previsto en la Constitución
podría sintetizarse afirmando que las Comunidades Autónomas, en sus respectivos
Estatutos, han procurado maximizar su nivel de competencias. Y ello tanto las
Comunidades «de autonomía plena» como las de autonomía reducida (art. 148.1 CE).

Luis López Guerra

a) En las materias en que, según la Constitución, cabía una asunción total de


competencias, tal ha sido el tenor seguido por los Estatutos, que han procurado, en
general, llevar a cabo una asunción exhaustiva de las mismas. b) En las materias
compartidas (esto es, en las que caben competencias tanto estatales como de las
Comunidades Autónomas) los Estatutos han tratado de llenar todos los huecos
competenciales disponibles, bien enumerando expresamente las competencias que, al no
estar reservadas al Estado, podían asumir, bien utilizando las que se han podido
denominar cláusulas sweeping o «de barrido» consistentes en prever que la Comunidad
asume competencia plena en todo aquello que no corresponda al Estado (cláusulas «sin
perjuicio», por ejemplo). Las diversas ampliaciones competenciales han supuesto una
considerable reducción de las diferencias entre Comunidades «de autonomía plena» y
«de autonomía limitada». No obstante, es aún discernible una amplia diversidad en
cuanto a los niveles competenciales: incluso, y a la vista de los mismos mandatos de la
Constitución, es dudoso que se llegue alguna vez a una completa homogeneidad
competencial. Por el momento cabe destacar varios motivos que explican las diferencias
que subsisten entre Comunidades Autónomas en cuanto a las competencias asumidas: –
Primeramente, permanecen fuera de las competencias de varias Comunidades
Autónomas «de autonomía limitada» algunas materias que han sido asumidas por otras
Comunidades, posiblemente por la complejidad y coste que suponen. Como ejemplo,
valga citar la referente a policía autonómica, o competencias en materia de crédito y
banca, excluidas aún del ámbito de la mayoría de las Comunidades. – Ha de tenerse en
cuenta que la Constitución prevé determinadas competencias como asumibles sólo por
aquellas Comunidades que cumplan ciertas condiciones históricas. Tal es el caso de las
competencias en materia de Derecho civil (art. 149.1.8). Las Comunidades Autónomas
podrán tener competencias en materia de «conservación, modificación y desarrollo de
los derechos civiles, forales o especiales allí donde existan». La posibilidad, pues, de
asumir competencias al respecto queda restringida a las Comunidades Autónomas en
que ya existiese un Derecho civil histórico. – La Disposición Adicional Primera implica
también la existencia de una diferenciación competencial, en cuanto se garantizan los
«derechos históricos» de los territorios forales, actualizados en el marco de la
Constitución y de los Estatutos de Autonomía. Ello, como se verá más abajo (Lección
34,10) supone una peculiaridad, constitucionalmente establecida, de la Comunidad
Autónoma del País Vasco, y de la Comunidad Foral de Navarra, en materias de su
régimen jurídico-público.

La distribución de competencias entre Estado y Comunidades Autónomas

– Finalmente, cabe recordar aquí la existencia de un hecho diferencial lingüístico con


profundas repercusiones en el reparto competencial. El artículo 3 de la Constitución,
tras establecer el carácter del castellano como lengua oficial del Estado, prevé que «las
demás lenguas españolas serán también oficiales en las respectivas Comunidades
Autónomas de acuerdo con sus Estatutos». Ello supone una posibilidad de asunción
competencial, obviamente sólo abierta a Comunidades con lengua propia distinta del
castellano, que incide en materias tan importantes como educación, o medios de
comunicación y que da lugar a una diferenciación adicional en cuanto a las
competencias atribuidas a las Comunidades Autónomas.

9. BIBLIOGRAFÍA, LEGISLACIÓN Y JURISPRUDENCIA A) BIBLIOGRAFÍA


Como se señaló en la bibliografía correspondiente a la lección 32, las obras sobre
reparto competencial entre Estados y Comunidades Autónomas son muy numerosas. A
las citadas en esa lección cabe añadir, sobre los temas específicamente tratados en ésta,
RUIZ ROBLEDO, A., El Estado Autonómico, Granada, 1989; VIVER I PI-SUNYER,
C., Materias Competenciales y Tribunal Constitucional, Barcelona, 1989; CARRILLO,
M., «La noción de materia y el reparto competencial en la jurisprudencia del Tribunal
Constitucional» en Revista Vasca de Administración Pública, 36, II (1993); JIMÉNEZ
ASENSIO, R., Las competencias autonómicas de ejecución de la legislación del Estado,
Madrid, 1993, y DONAIRE VILLA, F.J. «Ampliación competencial y reforma
estatutaria: una perspectiva general» en RUIZ-RICO, G. (Coord.), La reforma de los
Estatutos de Autonomía, Valencia, 2006, y ORTEGA, L. “El debate competencial entre
el Estado y las Comunidades Autónomas” Revista de Estudios Políticos, 151, 2011.
Para las competencias legislativas, TRUJILLO RINCÓN, M.A., Las competencias
legislativas de las Comunidades Autónomas, Mérida, 1996. En lo relativo a la justicia,
JIMÉNEZ ASENSIO, R. Dos estudios sobre Administración de justicia y Comunidades
Autónomas, Madrid, 1998.

B) LEGISLACIÓN Se han dictado numerosas normas estatales que se autodefinen, total


o parcialmente, como básicas: usualmente, y sobre todo, tras la STC 69/88 en el caso
Etiquetaje, las leyes y reglamentos estatales proceden a precisar cuáles de sus artículos
han de considerarse como básicos. Otras leyes que delimitan competencias de las
CCAA, mediante técnicas distintas de la separación entre base y desarrollo, son, por
ejemplo, la LO 2/86, de 13 de marzo, de Fuerzas y Cuerpos de Seguridad y la LO 4/85,
de 1 de julio, del Poder Judicial, entre otras.

C) JURISPRUDENCIA La jurisprudencia del Tribunal Constitucional sobre


competencias de las CCAA es muy amplia. Una selección inicial, comentada, puede
encontrarse en AJA, E., ALBERTI, E., CARRILLO, M., Lecturas de jurisprudencia
constitucional, Barcelona, 1989; vol. 2 «El Estado Autonómico». También, para esta
materia, ver FERNÁNDEZ FARRERES, G. La contribución del Tribunal
Constitucional al Estado Autonómico, Madrid, 2005.

Luis López Guerra Como hitos en la jurisprudencia del Tribunal, STC 4/1981, caso Ley
de Bases de Régimen Local, I, en que se define el principio de autonomía y STC 76/83,
caso LOAPA. En cuanto a la diferenciación bases/desarrollo, STC 32/81, caso
Diputaciones Catalanas; 1/82, caso Coeficientes de Cajas de Ahorros, y 69/88, caso
Etiquetaje. Para la inclusión de competencias ejecutivas dentro del concepto de bases,
ver la citada STC 1/82, así como, entre muchas otras, STC 208/1999, caso Ley de
Defensa de la Competencia. La previsión del concepto de competencia de ejecución
puede encontrarse en STC 18/82, caso Registro de Convenios. Una recapitulación de la
doctrina del Tribunal Constitucional puede encontrarse en las SSTC 247 y 249/2007,
casos Estatuto de Valencia, I y II y más ampliamente en la STC 31/2010, caso Estatuto
de Autonomía de Cataluña.

Lección 34

La organización de las Comunidades Autónomas 1. INTRODUCCIÓN: SIMILITUDES


Y DIFERENCIAS RESPECTO DEL MODELO ESTATAL. 2. EL PODER
LEGISLATIVO. LAS ASAMBLEAS DE LAS COMUNIDADES AUTÓNOMAS:
SISTEMA ELECTORAL. 3. COMPOSICIÓN Y FUNCIONAMIENTO DE LAS
ASAMBLEAS LEGISLATIVAS DE LAS COMUNIDADES AUTÓNOMAS. 4. LOS
ÓRGANOS EJECUTIVOS DE LAS COMUNIDADES AUTÓNOMAS: RÉGIMEN
DE NOMBRAMIENTO. 5. COMPOSICIÓN Y ESTRUCTURA DE LOS
EJECUTIVOS DE LAS COMUNIDADES AUTÓNOMAS Y ESTATUTO DE SUS
MIEMBROS. 6. RELACIONES DEL EJECUTIVO CON LA ASAMBLEA. 7. LA
ADMINISTRACIÓN DE JUSTICIA EN LAS COMUNIDADES AUTÓNOMAS. 8.
LA ORGANIZACIÓN TERRITORIAL INTERNA DE LAS COMUNIDADES
AUTÓNOMAS. 9. COMPETENCIAS AUTONÓMICAS EN MATERIA DE
ORGANIZACIÓN TERRITORIAL. 10. ORGANIZACIÓN TERRITORIAL Y
TERRITORIOS FORALES. 11. LA AUTONOMÍA FINANCIERA DE LAS
COMUNIDADES AUTÓNOMAS. 12. EL SISTEMA GENERAL DE
FINANCIACIÓN DE LAS COMUNIDADES AUTÓNOMAS. 13. BIBLIOGRAFÍA,
LEGISLACIÓN Y JURISPRUDENCIA.

1. INTRODUCCIÓN: SIMILITUDES Y DIFERENCIAS RESPECTO DEL MODELO


ESTATAL La capacidad de autoorganización de las propias instituciones aparece como
elemento fundamental de la autonomía garantizada por la Constitución. Así, el art.
147.2.c) de la CE prevé como contenido imprescindible de los Estatutos «la
denominación, organización y sede de las instituciones autónomas propias», y el art.
148 sitúa entre las competencias asumibles por todas las Comunidades Autónomas «la
organización de sus instituciones de autogobierno» (art. 148.1.1). Esta capacidad de
autoorganización se extiende también a la organización territorial interna de las
Comunidades Autónomas (art. 148.1.2 y 152.3) y a la financiación de su actividad (art.
156.1). Los Estatutos de Autonomía han hecho, sin excepción, uso de las habilitaciones
constitucionales para establecer, en general, sistemas institucionales muy similares entre
sí, y directamente inspirados, en la mayoría de los casos, en las instituciones estatales.
Esta homogeneidad se hace particularmente evidente en los Estatutos aprobados tras los
Acuerdos Autonómicos de 30 de julio de 1981, formalizados entre las fuerzas políticas
más relevantes del momento, que trataron de encauzar dentro de unas líneas comunes
compartidas el proceso autonómico.

Luis López Guerra

La Constitución se ocupa de la organización institucional de las Comunidades


Autónomas con cierto detalle únicamente en relación con aquellas Comunidades «de
autonomía plena» o «de primer grado» (es decir, como se vió, aquéllas que pudieron
asumir desde el primer momento el nivel competencial más alto, al amparo de lo
previsto en el art. 151 CE). En efecto, el artículo 152 de la CE regula los órganos
legislativos y ejecutivos de este tipo de Comunidades, mientras que los correspondientes
órganos de aquellas Comunidades «de autonomía reducida» o de segundo grado carecen
de una previsión constitucional específica. No obstante, y pese a esta restricción inicial,
el modelo institucional previsto en el artículo 152 de la CE ha sido adoptado por la
totalidad de los Estatutos de las Comunidades Autónomas. Puede afirmarse, por tanto,
que el modelo organizativo es prácticamente idéntico en todas ellas. Sus elementos
fundamentales son: una Asamblea Legislativa; un Consejo de Gobierno encabezado por
un Presidente que asume la representación de la respectiva Comunidad; y, finalmente,
un Tribunal Superior de Justicia, que culmina la organización judicial en el ámbito
territorial de cada Comunidad. En forma resumida, puede afirmarse que el modelo
adoptado por las Comunidades Autónomas, representa «una variante del sistema
parlamentario nacional» (STC 16/84, caso Presidente de la Diputación Foral de
Navarra) y resulta similar en todas las Comunidades Autónomas. Esta similitud de los
textos estatutarios, que permite sin excesivas dificultades un estudio conjunto de la
organización de las Comunidades Autónomas, se ve acentuada si se tiene en cuenta que
es también muy similar la forma en que cada Comunidad ha regulado mediante normas
de nivel legal o reglamentario cada una de sus instituciones propias. Partiendo como
marco de las disposiciones de los Estatutos de Autonomía, las diversas Comunidades
han especificado su régimen institucional mediante los correspondientes reglamentos
parlamentarios (en cuanto a la Asamblea Legislativa) leyes del Gobierno y la
Administración, y leyes electorales; disposiciones todas ellas que, salvo aspectos
particulares, siguen pautas comunes a todas las Comunidades Autónomas. Las mayores
diferencias institucionales entre Comunidades Autónomas se refieren a la organización
territorial propia. Ello se debe a un conjunto de factores. Primeramente, desde luego, al
carácter uni- o pluriprovincial que reviste cada Comunidad. Pero, además, otras
consideraciones inciden sobre la estructura territorial: el carácter insular, que determina
instituciones peculiares; la tradición histórica, que ha dado lugar a la aparición de
entidades locales nuevas (comarcas); y, finalmente, las peculiaridades derivadas de los
regímenes forales, que aparecen garantizadas institucionalmente por la Disposición
Adicional Primera de la Constitución, y que han dado lugar a la previsión de
características propias en el Estatuto de Autonomía del País Vasco y en la Ley Orgánica
de Amejoramiento del Fuero de Navarra (LORAFNA).

La organización de las Comunidades Autónomas

2. EL PODER LEGISLATIVO. LAS ASAMBLEAS DE LAS COMUNIDADES


AUTÓNOMAS: SISTEMA ELECTORAL Como se ha indicado, y pese a la libertad
que la Constitución deja a los Estatutos de Autonomía para la organización institucional
de las Comunidades Autónomas, todas ellas han preferido seguir el modelo previsto en
el art. 152 de la CE, dotándose en consecuencia de Asambleas legislativas de
configuración muy similar, y, en gran parte estructuradas de acuerdo con las pautas
seguidas por el Congreso de los Diputados. En cuanto a los sistemas electorales de las
Comunidades Autónomas mediante los cuales se eligen sus respectivas Asambleas, la
Constitución establece, de partida, la necesidad de una base común. En efecto, el
artículo 81.1 de la CE reserva a la ley orgánica (esto es, forzosamente estatal) la
regulación del «régimen electoral general». Éste ha sido interpretado por el Tribunal
Constitucional como «las normas electorales válidas para la generalidad de las
instituciones representativas del Estado en su conjunto y en el de las entidades
territoriales en que se organiza, a tenor del artículo 137 de la Constitución Española,
salvo las excepciones que se hallan establecidas en la Constitución y los Estatutos»
(STC 58/83, caso Ley de Elecciones Locales, F.J. 3). Ello significa que determinadas
características del proceso electoral deberán, por su carácter general o común, ser
reguladas por la legislación estatal, mientras que las normas autonómicas podrán
completar esa legislación, introduciendo peculiaridades propias. Como consecuencia, la
Ley Orgánica de Régimen Electoral General (LOREG) de 1985 ha establecido una serie
de elementos comunes a todos los procedimientos electorales; y a partir de la
promulgación de la LOREG, las Comunidades Autónomas han procedido a dotarse de
leyes electorales, que complementan los preceptos de la LOREG con normas propias,
referentes a administración electoral, fijación de circunscripciones, fórmula electoral y
financiación de partidos y candidatos, entre otros aspectos. El sistema electoral de cada
Comunidad Autónoma, reflejando la complejidad del Estado de las Autonomías, viene
así a estar regulado por dos normativas, la estatal y la autonómica. Las leyes electorales
de las Comunidades Autónomas, en todo caso, han adoptado fórmulas muy similares.
La administración electoral se basa en un sistema de Juntas electorales; en todas las
leyes electorales se prevé un sistema de financiación pública de los candidatos; se prevé
igualmente, en todas ellas, la prestación de espacios de propaganda electoral en los
medios de comunicación de titularidad pública (radio, televisión, especialmente); todas
las Comunidades Autónomas han adoptado la fórmula D’Hondt, empleada en las
elecciones al Congreso de los Diputados. No obstante, es posible señalar algunas
peculiaridades de los sistemas electorales autonómicos:
a) Aun cuando, en general, la circunscripción electoral sea la provincia, según el modelo
nacional, en algunos casos se prevén circunscripciones infraprovinciales: tal es el caso
de las Comunidades Autónomas de Asturias, Murcia, Baleares y Canarias.
b) Algunas legislaciones electorales han reforzado la cláusula, prevista en la legislación
estatal, referente a la exigencia de un número mínimo de votos para acceder a la
representación parlamentaria (cláusula barrera). Por ejemplo, tal sería el caso de la
Comunidad de Murcia, cuya ley electoral exige, para que una candidatura pueda
conseguir representación en la Asamblea, haber obtenido al menos el 5% de los votos
emitidos en toda la Comunidad, pese a estar ésta dividida en cinco circunscripciones
infra-provinciales.
c) En general se pretende adaptar el número de representantes por circunscripción a la
población de hecho de ésta, con algunos matices, siguiendo el modelo nacional. No
obstante, una excepción es la que representa el Parlamento Vasco: en éste, cada
circunscripción (provincia o territorio histórico) tiene el mismo número de
representantes en el Parlamento, independientemente de su población.

3. COMPOSICIÓN Y FUNCIONAMIENTO DE LAS ASAMBLEAS


LEGISLATIVAS DE LAS COMUNIDADES AUTÓNOMAS
En su organización y funcionamiento, las Asambleas autonómicas se ajustan con
bastante fidelidad a las pautas sentadas por el Reglamento del Congreso de los
Diputados. Así y todo, es posible señalar algunas peculiaridades, relativas, tanto a la
composición y estructura, como al funcionamiento de las Asambleas de las
Comunidades Autónomas:

a) Composición El número de miembros de las Asambleas regionales oscila


notablemente, entre los treinta y cinco de Rioja, y los ciento cincuenta previstos como
máximo en el Estatuto de Autonomía de Cataluña (art. 56); ahora bien, sólo tres
Asambleas (las de Andalucía, Cataluña y Madrid) superan el centenar de miembros.

b) Status de los representantes Aún cuando el status de los parlamentarios autonómicos


reproduce en gran parte el de los miembros de las Cortes Generales, conviene tener en
cuenta algunos matices diferenciadores. Por una parte, si bien todos los reglamentos
parlamentarios prevén la inviolabilidad de los representantes autonómicos, ello no
ocurre con respecto a otra prerrogativa parlamentaria como es la inmunidad, en cuanto
supone la exigencia de suplicatorio para su encausamiento. Tal prerrogativa no viene
contemplada en los Estatutos, y como consecuencia, el Tribunal Constitucional (STC
36/81, caso Inmunidad de Parlamentarios Vascos) consideró inconstitucional su
concesión por ley autonómica. Lo que sí viene previsto en Estatutos y reglamentos
parlamentarios autonómicos es un fuero especial de los parlamentarios, esto es, la
reserva a determinados órganos jurisdiccionales del conocimiento de las causas frente a
ellos: así como la prohibición de detención o retención salvo en caso de flagrante delito.
En segundo lugar, valga recordar que, a consecuencia de los Pactos Autonómicos de
1981, los Estatutos de Autonomía aprobados a partir de ese año dispusieron que los
parlamentarios autonómicos podrían percibir, por sus servicios como tales, dietas, pero
no consignaciones o sueldos fijos o periódicos. Se establecía una cierta
desprofesionalización de los representantes autonómicos, cuya actuación se consideraba
así como a tiempo parcial. Estas previsiones han ido desapareciendo de los respectivos
Estatutos, en las sucesivas reformas de los mismos; en su lugar, se remite a los
reglamentos de las Asambleas legislativas la fijación del régimen de retribuciones de los
parlamentarios, que podrán, así, serlo también a tiempo completo.

c) Duración del mandato Los Estatutos de Autonomía prevén, como norma general, la
duración del mandato de los representantes, que se establece en cuatro años; ahora bien,
apartándose de las normas de lo que podría denominarse «modelo parlamentario
clásico», en una fase inicial no admitían la posibilidad de una disolución discrecional de
las Asambleas por el Ejecutivo. Sin embargo, tal posibilidad se ha ido introduciendo,
bien mediante normas legislativas, bien, y en forma generalizada, mediante la reforma
de los Estatutos de Autonomía. No obstante, y a diferencia del sistema estatal, en varios
Estatutos (así Madrid, art. 21.3; Castilla-La Mancha, art. 22) se prevé que en el supuesto
de elecciones anticipadas la Asamblea nuevamente elegida deberá durar solamente hasta
el término en que hubiera debido producirse el final «natural» de la Asamblea disuelta.
Por otro lado en concordancia con lo dispuesto en el artículo 42.3 de la LOREG, y para
evitar una continua sucesión de elecciones autonómicas, varios Estatutos de
Autonomía(por ejemplo, Extremadura, art. 34.1; Madrid, art. 10.7; Castilla-La Mancha,
art. 22) han sido reformados para que las correspondientes elecciones autonómicas se
celebren simultáneamente en «el cuarto domingo de mayo cada cuatro años»,
independientemente, como se ha señalado, de que se hubiera o no producido una
disolución anticipada de la Asamblea, y como consecuencia, unas elecciones, también
anticipadas, de la misma.

d) Procedimiento legislativo En lo que se refiere al procedimiento legislativo, diversos


reglamentos parlamentarios autonómicos introducen una novedad en comparación con
el procedimiento en el Congreso, novedad consistente en la extensión de la iniciativa
legislativa a entidades locales: Ayuntamientos (así Andalucía, Asturias, Murcia,
Castilla-La Mancha, y Madrid), Cabildos Insulares (Canarias), Consejos Insulares
(Baleares), territorios históricos (País Vasco), y comarcas (Cataluña y Murcia).
También en relación con el procedimiento legislativo, conviene tener en cuenta que las
leyes autonómicas son sancionadas, con carácter general, por el Presidente de la
Comunidad Autónoma en nombre del Rey, y publicadas en el Boletín Oficial de la
Comunidad Autónoma, así como en el Boletín Oficial del Estado.

e) Órganos de control vinculados a las Asambleas Ha de señalarse que en muchas


Comunidades Autónomas se han creado instituciones de control cuyos titulares son
designados por el Parlamento autonómico, si bien no pueden considerarse órganos
dependientes de éste, sino encargados de desarrollar, con total independencia,
determinadas funciones. Tales instituciones son, por un lado, los Defensores del Pueblo
autonómicos, que cumplen funciones similares al órgano estatal equivalente; por otro,
Tribunales de Cuentas autonómicos (con diversas denominaciones) que reproducen, con
las necesarias salvedades, el modelo del Tribunal de Cuentas estatal (ver lección 28).

4. LOS ÓRGANOS EJECUTIVOS DE LAS COMUNIDADES AUTÓNOMAS:


RÉGIMEN DE NOMBRAMIENTO También en lo que se refiere a la estructuración de
sus órganos ejecutivos, las Comunidades Autónomas han seguido pautas muy similares
entre sí. Esta similitud se debe, por un lado, a que todos los Estatutos han adoptado el
modelo previsto en el artículo 152 CE, independientemente de que se tratase de
Comunidades de «autonomía plena» (para las que ese modelo estaba específicamente
previsto en la Constitución) o de autonomía inicialmente reducida; por otro lado, a que,
con respecto a estas últimas, además, los Acuerdos Autonómicos de 1981 establecieron
ciertos criterios comunes seguidos por la normativa estatutaria. El modelo parlamentario
previsto en el art. 152.1 de la Constitución, y seguido por todos los Estatutos de
Autonomía, establece, como poder ejecutivo de las Comunidades Autónomas «un
Consejo de Gobierno con funciones ejecutivas y administrativas y un Presidente,
elegido por la Asamblea de entre sus miembros y nombrado por el Rey». El desarrollo
estatutario de esta previsión se ha traducido, sin excepción, en un sistema en que la
Asamblea elige a un Presidente, que procede a designar los miembros del Consejo de
Gobierno, es decir, según líneas similares al modelo estatal. La regulación del
nombramiento de los miembros del ejecutivo, su estatuto, funciones y relaciones con el
poder legislativo vienen recogidos tanto en las disposiciones estatutarias como en leyes
autonómicas específicas de desarrollo de sus previsiones; la totalidad de las
Comunidades Autónomas se ha dotado de «leyes de Gobierno» (con ésta o similar
denominación) que han completado las previsiones de sus Estatutos. Aun cuando el
régimen de nombramiento sea, como se ha apuntado, similar al previsto
constitucionalmente para el Gobierno de la Nación, conviene tener en cuenta
determinadas peculiaridades de la regulación autonómica de la materia. a)
Primeramente, y a diferencia de la regulación referente al Presidente del Gobierno, la
Constitución y los Estatutos exigen que el Presidente de la Comunidad Autónoma sea
elegido por la Asamblea de entre sus miembros: esto es, se requiere que los candidatos a
la Presidencia sean parlamentarios autonómicos. El procedimiento de elección difiere
también, respecto del nacional, en que la propuesta de candidatos se efectúa por el
Presidente de las respectivas Asambleas. El régimen de votaciones y mayorías para la
elección del Presidente es, también, similar al nacional en todos los casos; si bien debe
destacarse que se ha adoptado una solución, distinta a la prevista en la Constitución en
su artículo 99, para el supuesto de que, en el plazo de dos meses, no hubiera podido
lograrse la elección de un Presidente por mayoría simple o absoluta. Efectivamente, si
bien la mayor parte de los Estatutos de las Comunidades Autónomas disponen que, en
tal supuesto, se procederá a la disolución de la Asamblea y la convocatoria de nuevas
elecciones, el Estatuto de Autonomía de Castilla-La Mancha (art. 14.1 E.A.C-M.)
dispone que, si en el plazo de dos meses ningún candidato hubiera obtenido la mayoría
simple, quedará designado («automáticamente», dice el Estatuto de Castilla-La Mancha)
como Presidente el candidato del partido que tenga mayor número de escaños. Esta
solución (similar a la seguida en el proceso de elección de alcaldes, según la Ley
Electoral, en su art. 196, con la salvedad de que en este caso es determinante el número
de votos, y no de escaños, obtenido) representa un reconocimiento del papel de los
partidos en la selección del ejecutivo dentro de un sistema parlamentario: el Tribunal
Constitucional ha tenido oportunidad de precisar los requisitos que deben concurrir en
este sistema de selección del Presidente de la Comunidad. (Sentencia 16/1984, caso
Presidente de la Diputación Foral de Navarra). b) Otra peculiaridad —ésta común a
todas las Comunidades Autónomas— del proceso de nombramiento del Presidente, es la
que resulta de la acción conjunta de los preceptos estatutarios y del art. 69.1 CE. Los
primeros prevén, sin excepción, que el nombramiento del Presidente del Consejo de
Gobierno será efectuado por el Rey: el segundo, que los actos de éste serán (con las
excepciones que dispone el art. 99 CE) refrendados por el Presidente del Gobierno o los
Ministros competentes. Ello ha conducido a que (en forma que puede parecer
incongruente) sea el Presidente del Gobierno de la Nación el que refrende el
nombramiento real de los Presidentes de las Comunidades Autónomas. El Tribunal
Constitucional se ha pronunciado sobre esta materia, declarando inconstitucional el art.
4.2 de la Ley de Gobierno vasca, que disponía que el refrendo del nombramiento del
Lehendakari debía llevarlo a cabo el Presidente del Parlamento autonómico (STC 5/87,
caso Lehendakari I).
5. COMPOSICIÓN Y ESTRUCTURA DEL EJECUTIVO DE LAS COMUNIDADES
AUTÓNOMAS Y ESTATUTO PERSONAL DE SUS MIEMBROS
Los Acuerdos Autonómicos de 1981 también previeron la limitación del número de
miembros de los ejecutivos autonómicos, limitación que se tradujo inicialmente en el
establecimiento, en los Estatutos de Autonomía que se aprobaron con posterioridad, de
un número máximo de Consejeros; tal limitación ha ido desapareciendo, en las
sucesivas reformas de los Estatutos. También —siguiendo en esto el modelo del art. 152
CE— se vienen a establecer dos niveles, dentro del ejecutivo autonómico, representados
por el Presidente y los Consejeros, respectivamente, previéndose la posibilidad de
nombramiento de Vicepresidente y en el caso de Cataluña (art. 69 EAC), de un
«consejero primero». Esta dualidad entre Presidente y Consejeros refleja —como es
también el caso del Gobierno nacional— un marcado predominio presidencial, que
viene ya anunciado en el art. 152 CE (al Presidente le corresponde «la dirección del
Consejo de Gobierno, la suprema representación de la respectiva comunidad y la
ordinaria del Estado en aquélla») que se proyecta en las disposiciones de los Estatutos
de Autonomía y en las leyes de Gobierno de las Comunidades Autónomas. Y ello en
dos vertientes: en las relaciones con otros órganos de la Comunidad o del Estado, y en
las relaciones intragubernamentales.
a) Con respecto a los demás órganos del Estado, el Presidente ostenta «la suprema
representación de la respectiva Comunidad» (fórmula empleada por el art. 152 CE, y
aplicable a todas las Comunidades Autónomas en virtud de sus Estatutos);
complementariamente, ostenta la representación del Estado en la Comunidad
Autónoma. En cuando a las relaciones con la Asamblea autonómica, ha de tenerse en
cuenta que (en forma similar a lo que ocurre en el ámbito estatal) sólo el Presidente, de
entre los miembros del ejecutivo, dispone, en virtud de su elección, de legitimidad
parlamentaria directa. Como peculiaridad debe señalarse que el Estatuto de Castilla-La
Mancha (art. 13.2) prevé que, por ley, se establezca «la limitación de los mandatos del
Presidente».
b) En los casos en que se prevé la posibilidad de disolución de la Asamblea, ésta le
corresponde al Presidente de la Comunidad, que aparece también, y con escasas
excepciones, que se verán en el siguiente apartado, como el único sujeto a la
responsabilidad parlamentaria, responsabilidad que, de exigirse con éxito, implica el
cese de los miembros del Consejo junto con el de su Presidente.
c) Con respecto al órgano ejecutivo, corresponde, en las normas estatutarias, y leyes de
Gobierno, al Presidente del Gobierno de la Comunidad, la dirección y coordinación del
Gobierno, la definición de su programa y la designación y separación de consejeros.
Pero, además, las leyes de Gobierno añaden otras prerrogativas y competencias que
vienen a colocar al Presidente en una posición superior a la de un primus inter pares:
también en este supuesto habría que estimar que existe un «gobierno de canciller», más
que un ejecutivo colegiado. Se ha podido así estimar que la forma de gobierno de las
Comunidades Autónomas es semipresidencialista.
d) Por lo que se refiere al estatuto personal de los miembros de los ejecutivos
autonómicos, la mayoría de los Estatutos de Autonomía se remiten a las respectivas
leyes de Gobierno que establecen el régimen personal y de incompatibilidades de
Presidente y consejeros. Debe indicarse, no obstante que son numerosos los Estatutos
que regulan el aforamiento penal de los miembros del ejecutivo: como regla general,
sólo podrán ser detenidos (por actos presuntamente delictivos realizados dentro de la
Comunidad Autónoma) caso de flagrante delito, y corresponde al Tribunal Superior de
Justicia, en su caso, el procesamiento y juicio. Fuera de la Comunidad Autónoma,
corresponde el conocimiento de estos extremos al Tribunal Supremo. Ha de tenerse en
cuenta, en todo caso, que la no previsión de estos particulares en un Estatuto de
Autonomía, impide, según la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, la regulación
del aforamiento de los miembros del ejecutivo mediante una ley autonómica, pues ello
supondría una reforma irregular del Estatuto (STC 159/91, caso Gobierno del
Principado de Asturias).
Para finalizar, en este apartado, valga señalar que la mayoría de las Comunidades
Autónomas han procedido a crear, bajo la denominación de «Consejos Consultivos»
órganos de asesoramiento y consulta del poder ejecutivo, siguiendo el modelo del
Consejo de Estado (ver lección 28).

6. RELACIONES DEL EJECUTIVO CON LA ASAMBLEA


El modelo parlamentario adoptado por las Comunidades Autónomas determina el
régimen de relaciones entre poder ejecutivo y legislativo, que refleja, también en este
aspecto, el adoptado en el nivel nacional. Las funciones del Gobierno en relación con el
Parlamento —singularmente la iniciativa legislativa— responden así en todas las
Comunidades Autónomas al modelo fijado en la Constitución para las relaciones entre
el Gobierno de la Nación y las Cortes Generales (Título V CE). Y lo mismo puede
afirmarse en relación con la actividad de control y exigencia de responsabilidad por
parte del Parlamento frente a los Gobiernos autonómicos. Con respecto a este último
punto, se sigue el modelo estatal en cuanto a la presentación de la cuestión de confianza,
y la moción de censura. Esta se configura, bien directamente en los estatutos de
autonomía, bien en las Leyes de Gobierno, como moción de censura constructiva, esto
es, requiriendo la presentación de un candidato alternativo. Las variaciones más
importantes con respecto al sistema nacional de relaciones entre Gobierno y legislativo
pueden encontrarse, como ya se dijo, en las peculiaridades que reviste la disolución por
el ejecutivo de las Asambleas autonómicas antes del término «natural» de su mandato
(vid. el epígrafe relativo a las Asambleas de las Comunidades Autónomas). En un nivel
más individualizado, se producen algunas desviaciones del modelo general en la Ley
Vasca de Gobierno y en los Estatutos de Valencia y Castilla-La Mancha. En la primera
se prevé la posibilidad de exigencia de responsabilidad política individual a los
Vicepresidentes y consejeros individualmente considerados (art. 49 LVG) mediante la
adopción de una moción de censura, que no requerirá la propuesta de un candidato
alternativo, y que deberá obtener, para prosperar, la mayoría absoluta de la Cámara. En
los Estatutos de Valencia y Castilla-La Mancha se prevé que la cuestión de confianza
podrá plantearse, no solo sobre el programa o una decisión política del Presidente, sino
también sobre un proyecto de ley (art. 30 EAV; 20.2 EACLM). Este se entenderá
aprobado si recibe la mayoría simple de los votos, en el caso de la Comunidad
Autónoma de Valencia, requiriendo sin embargo el EACLM la mayoría absoluta (art.
20.2 EACLM).

7. LA ADMINISTRACIÓN DE JUSTICIA EN LAS COMUNIDADES


AUTÓNOMAS Con respecto al reflejo del Estado Autonómico en la organización de la
Administración de justicia, debe recordarse ahora, sumariamente, que si bien la
regulación constitucional del Estado de las Autonomías permite a las Comunidades
Autónomas dotarse de instituciones ejecutivas y legislativas (como efectivamente han
hecho, en su totalidad), deja sin embargo al poder judicial al margen de la
reestructuración competencial. La Constitución, en efecto, prevé una organización de
los tribunales basada en el principio de unidad jurisdiccional (art. 117.5) lo que excluye
la posibilidad (que se da en algunas Estados federales) de una dualidad de órdenes
jurisdiccionales, el central o federal y el estatal. Este principio de unidad se traduce en
la reserva en exclusiva al Estado de la Administración de justicia (art. 149.1.5); y, más
concretamente, el art. 122.1 de la Constitución establece que ha de ser una ley orgánica
(reservada a la competencia estatal) la que determine «la constitución, funcionamiento y
gobierno de los juzgados y tribunales, así como el estatuto jurídico de los jueces y
magistrados (…) y del personal al servicio de la Administración de Justicia». En este
sentido, pues, no cabe hablar de Administración de justicia de las Comunidades
Autónomas, sino en las Comunidades Autónomas. Esta unidad jurisdiccional (en el
sentido expresado) sometida a la competencia estatal no implica sin embargo que las
Comunidades Autónomas carezcan absolutamente de competencias en el ámbito de la
organización de los tribunales. Ciertamente, en virtud de la reserva del art. 149.1.5
queda fuera del círculo de competencias asumibles por las Comunidades Autónomas en
sus estatutos el núcleo definitorio de la Administración de justicia, esto es, todo lo
referente al ejercicio de la potestad jurisdiccional. Pero esta reserva ha de completarse
con lo dispuesto en otros preceptos constitucionales, que dejan un campo competencial
abierto a las Comunidades Autónomas en tres materias: a) el personal al servicio de la
Administración de justicia (lo que se ha podido llamar «Administración de la
Administración de justicia» o también «administración judicial»); b) la delimitación de
las demarcaciones judiciales; y c) aquellas referentes al Tribunal Superior de Justicia.

a) Personal al servicio de la Administración de justicia En lo que se refiere al «personal


al servicio de la Administración de justicia» (art. 122.1 CE) se configura como un sector
específico, esto es como una organización administrativa (secretarios, oficiales, etc.)
distinta del estricto personal jurisdiccional (jueces y magistrados). Con respecto a ese
sector, la Constitución reserva al Estado explícitamente la regulación legislativa de su
estatuto (art. 122.1), al encomendar esa regulación a una ley orgánica. No obstante, en
los aspectos reglamentarios y ejecutivos referentes a ese personal, la Ley Orgánica del
Poder Judicial ha asignado competencias, tanto a la Administración del Estado, como al
Consejo General del Poder Judicial, como, finalmente, a las Comunidades Autónomas.
En forma correspondiente, las Comunidades Autónomas han asumido progresivamente
competencias, en sus Estatutos, en materia de personal de la Administración de Justicia.
b) Organización de demarcaciones judiciales Un segundo ámbito competencial de que
pueden disponer las Comunidades Autónomas en esta materia es el referente a la
participación en la organización de las demarcaciones judiciales de su territorio: tal
posibilidad viene prevista con el art. 152 de la CE, y se refiere a todas las Comunidades
Autónomas. De hecho, todas las Comunidades Autónomas han asumido, en sus
Estatutos, competencias al respecto. No se trata, en cualquier caso, de competencias
exclusivas para la organización de las demarcaciones judiciales, sino de una
competencia para participar en esa organización. Consecuentemente, la Ley Orgánica
del Poder Judicial ha previsto las vías para que las Comunidades Autónomas participen
en el procedimiento de fijación y delimitación de demarcaciones, que implica, pues, una
colaboración entre Estado y Comunidades.

c) Competencias respecto del Tribunal Superior de Justicia En tercer lugar, la


Constitución prevé que la organización jurisdiccional habrá de adaptarse a la nueva
organización territorial del Estado, por cuanto que, de acuerdo con el art. 152, «un
Tribunal Superior de Justicia (…) culminará la organización judicial en el ámbito
territorial de la Comunidad Autónoma». El establecimiento de estos Tribunales
Superiores de Justicia de cada Comunidad Autónoma deberá llevarse a cabo «de
conformidad con lo previsto en la Ley Orgánica del Poder Judicial» (art. 152 CE).
Sobre la base de esta disposición, tanto los Estatutos de Autonomía, como la Ley
Orgánica del Poder Judicial de 1985, han procedido a regular tales tribunales, viniendo
los mandatos estatutarios a precisar y completar la regulación al respecto de la LOPJ.
Hoy, esos tribunales están establecidos en todas las Comunidades Autónomas.

8. LA ORGANIZACIÓN TERRITORIAL INTERNA DE LAS COMUNIDADES


AUTÓNOMAS: ALCANCE Y LÍMITES El sistema constitucional de distribución
competencial permite a las Comunidades Autónomas asumir diversas potestades en
relación con su organización territorial interna, esto es, en relación con la estructuración
de su territorio en entidades locales de ámbito infrautonómico, en la delimitación de las
mismas, disposiciones relativas a su organización, y atribución de competencias. En
otras palabras, el campo de la Administración local queda también abierto a la actuación
de las Comunidades Autónomas. De hecho, todos los Estatutos de Autonomía han
asumido competencias en este respecto. No obstante, también en esta materia se
produce una confluencia de competencias y normas que dan lugar a un complejo
ordenamiento jurídico. Se trata de una materia compartida, en la que no sólo
corresponden competencias al Estado y Comunidades Autónomas, sino también a las
propias entidades locales, a las que la Constitución garantiza un margen propio de
autonomía. Como consecuencia, los poderes de las Comunidades Autónomas en este
campo se encuentran sometidos a dos tipos de límites. Las Comunidades Autónomas se
ven limitadas por un lado, por las garantías constitucionales en favor de un ámbito
competencial propio de la Administración local (arts. 140, 141 y 142 CE), y por otro,
por las competencias que en esta materia se reserva el Estado.
a) Las garantías constitucionales en favor de la Administración local como límite Como
se indicó más arriba (ver lección 32) la Constitución prevé una doble serie de garantías
respecto de las entidades locales, que se engloban, genéricamente bajo el título de
garantía institucional, y que comprenden, por un lado, la protección constitucional de la
misma existencia de los entes locales mencionados en la Constitución, y por otro, la
protección de un ámbito propio de autonomía, tanto organizativo como funcional. Estas
garantías son válidas tanto frente al Estado como a las Comunidades Autónomas, que
encuentran así un límite a su actuación. La Constitución extiende esta garantía a los
municipios (art. 147) y también a las provincias (art. 141). Ha de tenerse en cuenta que
la provincia es una división territorial que se proyecta no sólo sobre la actuación de las
Comunidades Autónomas, sino también sobre la actuación estatal: el art. 141.1
considera a la provincia como «división territorial para el cumplimiento de las
actividades del Estado». Como consecuencia, no cabría eliminar la división provincial
de los servicios del Estado (por ejemplo, reestructurando el territorio sobre otras bases)
ni tampoco suprimir los órganos propios de la autonomía provincial: en este sentido, el
Tribunal Constitucional ha tenido oportunidad de pronunciarse reafirmando la garantía
constitucional de las Diputaciones provinciales (STC 32/81, caso Diputaciones
Catalanas). Esta última garantía debe entenderse teniendo en cuenta la existencia de
Comunidades Autónomas uniprovinciales; en éstas, diversos aspectos de la
organización provincial se han visto forzosamente sustituidos por las instituciones
autonómicas que han absorbido sus funciones. Tal sería el caso de las mismas
Diputaciones provinciales en las Comunidades Autónomas uniprovinciales. También ha
de entenderse que la garantía constitucional se extiende, en las Comunidades
Autónomas de Canarias y Baleares, a las islas: «En los archipiélagos, las islas tendrán
además su administración propia en forma de Cabildos o Consejos» (art. 141.4 CE).

b) Competencias reservadas al Estado Junto a estos límites constitucionales a la acción


de las Comunidades Autónomas en el ámbito local, existe una segunda serie de barreras
a las competencias autonómicas: la atribución expresa al Estado de una reserva
competencial, la referida a «las bases del régimen jurídico de las Administraciones
públicas y del régimen estatutario de sus funcionarios», que prevé el art. 149.1.18 de la
CE, y que ha sido interpretada por la jurisprudencia constitucional como relativa a la
fijación estatal de unos principios, criterios y disposiciones comunes relativas a la
estructura de las Administraciones públicas, incluyendo a la Administración local. El
Tribunal Constitucional, en efecto, ha considerado a la Administración local como una
materia con un régimen bifronte. Por un lado, estaría sometida a una normativa estatal
encargada de fijar unas bases, organizativas y competenciales, que garantizasen la
autonomía de las entidades locales, y una regulación unitaria mínima común; por otro,
estaría abierta a las Comunidades Autónomas que hubieran asumido competencias al
respecto en sus estatutos, y ello dentro de las bases estatales. (STC 214/89, caso Ley de
Bases de Régimen Local, II).

9. COMPETENCIAS AUTONÓMICAS EN MATERIA DE ORGANIZACIÓN


TERRITORIAL Dentro de estos límites, la Constitución permite a las Comunidades
Autónomas asumir competencias en materia de organización territorial. El art. 149.1.18,
como se ha dicho, reserva al Estado, únicamente la fijación de las bases relativas a la
Administración local, de forma que las Comunidades Autónomas, dentro de las
previsiones de los Estatutos, podrán ejercer sus competencias dentro de esas bases.
Estas competencias dependerán del nivel de autonomía asumido: pero, así y todo, se dan
una serie de características comunes. a) El artículo 152 permite a las Comunidades
Autónomas, sin excepción, «establecer circunscripciones territoriales propias» mediante
la agrupación de territorios limítrofes. Los Estatutos de Autonomía, en consecuencia,
han previsto la asunción competencial relativa a la creación de divisiones comarcales,
que en varios casos se han traducido ya en leyes autonómicas al respecto (así, la Ley
catalana 6/87, de Organización Comarcal). b) El art. 148.1.2 deja abierta a la
competencia de las Comunidades Autónomas un ámbito de actuación en materia local,
relativo a la alteración de los términos municipales, y la asunción de funciones en esta
materia según la legislación estatal al respecto. Todas las Comunidades Autónomas han
asumido competencias dentro de estos términos, y desde la perspectiva estatal, la Ley
Reguladora de Bases del Régimen Local, de 2 de abril de 1985 ha establecido el marco
de actuación de las competencias autonómicas. Ha de tenerse en cuenta que la
competencia relativa a la delimitación del ámbito territorial de las entidades locales no
se extiende a la provincia: la Constitución, en su art. 141 reserva al Estado laalteración
de los límites provinciales que «habrá de ser aprobada por las Cortes Generales
mediante ley orgánica» (141.1 CE). c) Por otro lado, cabe indicar que las Comunidades
Autónomas han asumido competencias sobre un conjunto de materias específicas
(salud, transportes, etc.) respecto de las cuales cabe tanto que la Comunidad Autónoma
actúe directamente mediante sus propios órganos administrativos como que prefiera dar
participación a los entes locales (provincias, municipios, islas, comarcas), llevando a
cabo así una descentralización de segundo grado. Queda, pues, dentro del ámbito
competencial de las Comunidades Autónomas encomendar la gestión de estas materias
a entidades locales, como técnica de distribución interna de competencia, delegando en
la Administración local —Ayuntamientos o Diputaciones— la gestión de competencias
autonómicas, como vía más ágil que la creación de una Administración autonómica
propia. Tales técnicas están previstas, bien en los propios estatutos, bien en leyes
propias de las Comunidades Autónomas. En todo caso, esta redistribución interna de
funciones ha de respetar la autonomía local; la LRBRL establece, como base estatal, un
mínimo de competencias propias de los entes locales, como garantía de su autonomía.

10. ORGANIZACIÓN TERRITORIAL Y TERRITORIOS FORALES


La Disposición Adicional Primera de la Constitución establece que «la Constitución
ampara y respeta los derechos históricos de los territorios forales». Esta disposición
viene a afectar a dos Comunidades Autónomas, País Vasco y Navarra, por cuanto
incorporan esos territorios. Se trata de territorios que históricamente han disfrutado de
un régimen jurídico-público propio —las tres provincias vascas y Navarra— que se ha
traducido en peculiaridades en su organización y competencias. Al aprobarse la
Constitución, el respeto de esos derechos históricos ha supuesto alterar las previsiones
generales de reparto competencial en dos aspectos: a) En forma positiva —ampliación
de competencias— por cuanto que los Estatutos de Autonomía pueden actualizar el
régimen foral, esto es, incorporar a las competencias abiertas por la Constitución a las
Comunidades Autónomas competencias adicionales, ejercidas históricamente. Ello
quiere decir que la Comunidad Foral de Navarra podrá asumir competencias
históricamente propias del Reino de Navarra, y confirmadas por el peculiar régimen
foral de la provincia; y que la Comunidad Autónoma del País Vasco podrá proceder
igualmente respecto de las competencias históricas de los territorios forales (provincias)
de Guipúzcoa, Vizcaya y Álava. La «foralidad» supone así un plus competencial frente
al resto de las Comunidades Autónomas.
b) Pero esta Disposición Adicional Primera supone también una limitación a los poderes
autonómicos en el caso del País Vasco. En efecto, los territorios forales se han
identificado con provincias concretas (Navarra, Guipúzcoa, Álava, Vizcaya) de manera
que la garantía constitucional se proyecta también en favor de esos territorios (territorios
históricos) y no sólo en favor de la Comunidad Autónoma. Por eso, en el caso del País
Vasco, si bien corresponde al Estatuto de Autonomía actualizar el régimen foral (esto
es, trasladar a competencias reconocidas y garantizadas la foralidad histórica) ello ha de
hacerse respetando un ámbito competencial propio de cada territorio histórico. Ello ha
dado lugar a la peculiar estructura, de tipo semi-confederal, de la Comunidad Autónoma
del País Vasco: la Comunidad tiene un ámbito competencial protegido frente al Estado,
pero a su vez, los territorios históricos tienen su ámbito competencial propio, protegido
constitucionalmente frente a la misma Comunidad Autónoma. Tal compleja estructura
se refleja en la organización interna de los territorios históricos, sus competencias
propias, y su forma de financiación, y viene regulada, tanto por las disposiciones del
Estatuto Vasco, como por la Ley vasca de territorios históricos.

11. LA AUTONOMÍA FINANCIERA DE LAS COMUNIDADES AUTÓNOMAS


La Constitución, en su artículo 156.1, reconoce la autonomía financiera de las
Comunidades Autónomas «para el desarrollo y ejecución de sus competencias», lo que
implica un poder de autodisposición sobre los recursos necesarios para una efectiva
asunción de las competencias previstas en sus Estatutos. En principio, y con las
matizaciones que luego se verán, «autonomía financiera» debe entenderse, de acuerdo
con el significado usual de los conceptos, al menos en dos vertientes: capacidad de
disposición con respecto a las fuentes de ingresos (esencialmente, autonomía tributaria)
por una parte, y capacidad de disposición en relación con el gasto (autonomía
presupuestaria). La Constitución prevé, en el mismo artículo 156.1, que la autonomía
financiera de las Comunidades Autónomas deberá realizarse «con arreglo a los
principios de coordinación con la Hacienda estatal y de solidaridad entre todos los
españoles». Esta previsión aparece evidentemente justificada, tanto por razones de
coordinación económica (pues la política financiera es parte esencial de la política
económica) como para evitar que se produzcan diferencias profundas entre la calidad y
cantidad de los servicios públicos de las distintas Comunidades Autónomas,
dependiendo de su nivel de riqueza, así como entre la carga tributaria que los
ciudadanos deben soportar. Como consecuencia, se establece en la Constitución un
mecanismo para asegurar la coordinación y solidaridad, tanto desde la perspectiva de la
regulación de los ingresos de las Comunidades Autónomas, y su autonomía tributaria,
como en la regulación del gasto (autonomía presupuestaria). En efecto, la Constitución,
en su artículo 157, prevé un instrumento para la coordinación de las competencias
financieras desde la perspectiva de los ingresos. Tras enumerar el apartado 1 del mismo
artículo las fuentes de recursos de las Comunidades Autónomas, el apartado 3 dispone
que el ejercicio de las correspondientes competencias financieras podrá regularse
mediante ley orgánica. Se introduce así una notable corrección al principio de
autonomía financiera. El Estado, mediante ley orgánica, podrá establecer las líneas
directivas del modelo de financiación de las Comunidades Autónomas, en un aspecto
tan decisivo como sus fuentes de ingresos, y las competencias financieras conexas.
Estas líneas directivas se establecieron, como era de esperar, muy tempranamente
dentro del proceso de desarrollo del Estado de las Autonomías, mediante la Ley
Orgánica de Financiación de las Comunidades Autónomas (LO 8/80, de 22 de
septiembre, LOFCA). Esta ley, que contiene normas referentes a la capacidad tributaria
de las CCAA, a su coordinación con la correspondiente actividad estatal, y también
respecto de la ordenación de la potestad de gasto autonómica, representa, por tanto, un
elemento constitutivo del bloque de la constitucionalidad en materia financiera, y es una
de las leyes a que se refiere el art. 28.1 de la LOTC como canon de constitucionalidad,
al «delimitar las competencias del Estado y de las diferentes Comunidades Autónomas».
Se ha podido, así, hablar de un sistema LOFCA «de financiación de las Comunidades
Autónomas», sistema completado por los Acuerdos entre los principales actores
políticos (Gobierno y oposición) de 31 de julio de 1981, así como por diversos acuerdos
posteriores, relativos a los criterios de financiación de las Comunidades Autónomas.

12. EL SISTEMA GENERAL DE FINANCIACIÓN DE LAS COMUNIDADES


AUTÓNOMAS
Las disposiciones constitucionales, estatutarias, y de las leyes de desarrollo de la
Constitución (LOFCA, y Ley del Fondo de Compensación Interterritorial) han dado
lugar a un sistema, aún en evolución, de ordenación de las potestades autonómicas de
ingreso y gasto, común a todas las Comunidades Autónomas, con la excepción de las
Comunidades del País Vasco y Navarra, que se rigen por un sistema propio a que se
hará referencia más abajo.

a) Ingresos de las Comunidades Autónomas El art. 157.1 de la Constitución enumera un


conjunto de fuentes de ingresos de las Comunidades Autónomas que incluye los
instrumentos usuales de financiación de las organizaciones públicas. Ahora bien, ello no
significa que cada Comunidad Autónoma se constituya en un sistema tributario
separado. Al contrario, de acuerdo con la LOFCA, y la práctica autonómica, algunas
fuentes han cobrado una importancia destacada, mientras que otras apenas se han
utilizado; y consecuencia de ello ha sido un sistema que acentúa la vinculación o
dependencia financiera de las Comunidades Autónomas con respecto al Estado. Ha
podido, por ello, afirmarse que son más importantes los elementos de unión que los de
separación financiera. Las Comunidades Autónomas no han venido a crear «sistemas
tributarios» propios, sino, esencialmente, a integrarse en el sistema tributario estatal.
Ello se debe a que, en la práctica, las vías relevantes para la obtención de ingresos por
parte de las Comunidades Autónomas han sido aquéllas que suponen una participación
en los ingresos del Estado, acentuándose así el elemento de unión en el sistema. Tales
vías pueden enumerarse como sigue: – Impuestos cedidos total o parcialmente por el
Estado. Debe destacarse la importancia creciente de la cesión de tributos estatales (art.
157.1.a), es decir, de aquellos tributos que, habiendo sido establecidos por una ley
estatal, se destinan, sin embargo, a las Comunidades Autónomas, que incluso disponen,
respecto de ellos, de determinadas competencias normativas que pueden afectar a su
régimen. El significado económico de esta fuente de ingresos ha ido creciendo,
mediante sucesivas leyes de reforma de la LOFCA, y de posteriores leyes de cesión de
tributos a las Comunidades Autónomas. Como resultado, se han cedido a las
Comunidades Autónomas, total o parcialmente, el rendimiento, y en ocasiones la
regulación, de un conjunto de impuestos, como, entre otros, el Impuesto sobre el
Patrimonio, sobre Sucesiones y Donaciones, el Impuesto sobre el Valor Añadido, sobre
Hidrocarburos, Electricidad, etc.; y sobre todo, se destaca la cesión de un porcentaje
(con continua tendencia a aumentar) de la recaudación del Impuesto sobre la Renta de
las Personas Físicas, auténtico eje del sistema tributario español. Esta cesión incluye la
posibilidad de que —con determinados límites— las Comunidades Autónomas puedan
fijar una propia tarifa autonómica del Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas.
Se pretende por tanto aumentar en el futuro la autonomía y la corresponsabilidad fiscal
de las Comunidades, dándoles la posibilidad de contar con recursos propios. Este
procedimiento ha permitido que en determinadas Comunidades Autónomas los
rendimientos procedentes de la cesión de tributos estatales representen la mayor parte de
los ingresos necesarios, para cubrir sus necesidades presupuestarias, quedando en un
lugar secundario las transferencias estatales, como las que se examinan a continuación.
– Participación en los ingresos del Estado (art. 157.1.c). Para la gran mayoría de las
Comunidades Autónomas, un porcentaje destacado de sus ingresos viene constituido
por la participación en los ingresos del Estado que suponen las transferencias efectuadas
por éste en sus Presupuestos Generales. Uno de los puntos más discutidos y de más
difícil resolución en el sistema de financiación consiste en determinar los criterios según
los cuales se fijarán los porcentajes de participación de cada Comunidad Autónoma en
los fondos destinados a la financiación de éstas. Mediante diversos acuerdos, y según
las prescripciones de la LOFCA, en una primera fase se empleó esencialmente un
criterio basado en el coste efectivo de los servicios transferidos a cada Comunidad
Autónoma. A partir de 1986, este criterio se ha visto sustituido por parámetros más
realistas, basados en las necesidades económicas de las Comunidades Autónomas para
satisfacer los servicios públicos de su competencia, medidas que se miden (en fórmulas
que han ido variando) según diversos factores (población, etc.). Debe señalarse que, en
cualquier caso, la Constitución, en su artículo 158, prevé que la asignación a las
Comunidades Autónomas deberá cubrir y garantizar un nivel mínimo en la prestación
de los servicios públicos fundamentales en todo el territorio español. Este nivel mínimo
se configura así como una base irrenunciable, a partir de la cual podrán construirse
sistemas de características muy dispares. – Fondo de Compensación Interterritorial. Se
ha destacado en la práctica como una fuente relevante de ingresos la prevista en el art.
157.1, apartado c): las transferencias del Fondo de Compensación Interterritorial. Este
fondo viene más ampliamente descrito en el art. 158.2, como un conjunto específico de
recursos, con entidad propia, destinado a corregir desequilibrios económicos
territoriales y a hacer efectivo el principio de solidaridad. La LOFCA regula las líneas
fundamentales del fondo, que vienen desarrolladas por la normativa propia del mismo,
esto es, la Ley 22/01, de 27 de diciembre, reguladora de los Fondos de Compensación
Interterritorial, ley que fija los criterios de reparto de los recursos asignados al fondo. –
Otras fuentes de financiación. Frente a la importancia de estas fuentes de financiación,
resultan menos relevantes las posibilidades ofrecidas por la Constitución a las
Comunidades Autónomas para que obtengan recursos propios: Primeramente, las
fuentes de financiación consistentes en los rendimientos procedentes del patrimonio de
las Comunidades Autónomas así como los ingresos de Derecho privado (157.1.d) y los
procedentes de las operaciones de crédito (157.1, e) juegan, por su propia naturaleza, un
papel menor; y, además, los últimos, como garantía de coordinación con la Hacienda
estatal, están sometidos a especiales requisitos, y deben, en determinados supuestos, ser
autorizados por el Estado (art. 14 LOFCA).
Finalmente, otros dos apartados del artículo 157.1 se refieren a fuentes de financiación
que se han revelado de escasa o nula utilidad, posiblemente por los costes políticos que
suponen: el apartado b) que permite la creación por la Comunidad Autónoma de «sus
propios impuestos, tasas y contribuciones especiales»; y el apartado a), segundo inciso,
que posibilita que las Comunidades Autónomas establezcan recargos sobre impuestos
estatales. Se trata, como puede entenderse, de vías para que las CCAA aumenten la
presión impositiva, creando fuentes de ingresos añadidas a los tributos del Estado. El
coste de estos mecanismos ha supuesto que en escasos supuestos se haya acudido a
ellos: un ejemplo pudiera ser la ley 15/84, de 19 de diciembre, de la Comunidad
Autónoma de Madrid, que estableció un recargo del 3 por ciento sobre la cuota líquida
del impuesto sobre la renta de las personas físicas, y que no se llegó a aplicar.

b) Potestad de gasto Por lo que se refiere a los gastos de las Comunidades Autónomas,
la Ley Orgánica de Financiación contiene también las previsiones básicas de su régimen
presupuestario: los presupuestos han de tener carácter anual, e incluir todos los gastos e
ingresos de la correspondiente Comunidad Autónoma. Establece también que habrían
de elaborarse con criterios homogéneos, para permitir su consolidación con los
Presupuestos del Estado: finalmente, y de acuerdo con el art. 153 d) de la Constitución,
los Presupuestos de las Comunidades Autónomas quedarán bajo el control del Tribunal
de Cuentas.

c) El sistema de convenios La garantía institucional de los regímenes forales históricos,


recogida en la Disposición Adicional Primera afecta también al régimen fiscal de las
Comunidades del País Vasco y Navarra. Recogiendo la práctica seguida con respecto a
Navarra y las provincias vascas, desde el siglo pasado, los correspondientes Estatutos
han venido a consolidar un sistema financiero propio, denominado sistema de concierto
en el caso vasco (ley 12/81) y sistema de convenio en el caso navarro (ley 28/90). La
base del sistema reside en la formalización de un acuerdo con el Estado, aprobado por
ley estatal, acuerdo que permite que los antiguos territorios forales (Navarra, provincias
vascas) establezcan un sistema tributario propio, distinto del vigente en el resto del
Estado, contribuyendo con un cupo prefijado y renovable, a los cargos comunes del
Estado. Ha de destacarse que son los territorios forales (esto es, las provincias) los
sujetos de la obligación de aportar un cupo al Estado; la Ley del Concierto con el País
Vasco especifica (art. 47) que la aportación del País Vasco al Estado «consistirá en un
cupo global, integrado por los correspondientes a cada uno de sus territorios históricos».

13. BIBLIOGRAFÍA, LEGISLACIÓN, JURISPRUDENCIA


A) BIBLIOGRAFÍA Sobre la organización de las CCAA, para una visión general,
ARAGON, M. ”La organización institucional de las Comunidades Autónomas” en
Revista Española de Derecho Constitucional, 79 (2007); con carácter anual, el Informe
Comunidades Autónomas, publicado por el Instituto de Derecho Público, dirigido por
E. AJA y J. TORNOS. Sobre el sistema electoral y las Asambleas de las Comunidades
Autónomas, EMBID IRUJO, A., Los parlamentos territoriales. Madrid, 1987; RALLO
LOMBARTE, A., La iniciativa legislativa en el Derecho Autonómico, Castellón, 1993.
OLIVER ARAUJO, J. Los sistemas electorales de las Comunidades Autónomas,
Barcelona 2011. Sobre los Gobiernos de las Comunidades Autónomas, ver el volumen
El Gobierno en la Constitución y los Estatutos de Autonomía. Barcelona, 1987, con
trabajos de SOLE, J., PÉREZ ROYO, J., BAR CENDON, A., LÓPEZ GUERRA, L., y
otros. También M. GARCÍA CANALES, «Los gobiernos autonómicos: grandes
definiciones y competencias», Revista de Estudios Políticos, 132 (2006). Para los
órganos auxiliares de las Comunidades Autónomas, BELDA PÉREZ-PEDRERO, E.,
Instituciones de apoyo a gobiernos y parlamentos (Consejos, Defensorías y Cámaras de
cuentas), Valencia, 2009. En relación con la Administración de Justicia, LÓPEZ
AGUILAR, J.F., Justicia y Estado Autonómico, Madrid, 1994. JIMÉNEZ ASENSIO,
R., Dos estudios sobre Administración de Justicia y Comunidades Autónomas, Madrid,
1998. LÓPEZ GUERRA, L. «El Poder Judicial en el Estado de las Autonomías», en
VVAA, Constitución y Poder Judicial, Madrid, 2003; VALLESPIN, D., El papel de los
Tribunales Superiores de las Comunidades Autónomas” en el Informe Comunidades
Autónomas, 2012. Con respecto a la Administración territorial, ver la bibliografía citada
en la lección 32 sobre autonomía local. También: MORELL OCAÑA, L., El Régimen
Local español. Madrid, 1988, JIMÉNEZ BLANCO, A., Doctrina constitucional sobre
régimen Local. Madrid, 1990; VVAA, Las provincias en el Estado de las Autonomías,
Barcelona, 1995, FONT LLOVET, T., «La articulación entre la Administración
Autonómicas y la local en el ejercicio de las funciones ejecutivas» en VVAA, Función
Ejecutiva y Administración Territorial, Barcelona, 1997. Para los territorios históricos,
LAPORTA. F.J Y SAIZ ARNAIZ, A, Los derechos históricos en la Constitución,
Madrid, 2006, y LOJENDIO IRURE, J. M., La disposición adicional primera de la
Constitución española. Oñati, 1988. Sobre la Hacienda de las Comunidades Autónomas,
GIRÓN REGUERA, E., La financiación autonómica en el sistema constitucional
español, Cádiz, 2003. RUIZ-ALMENDRAL, V., Impuestos cedidos y
corresponsabilidad fiscal, Valencia, 2004. F. PAU Y VALLS (coord.) La financiación
autonómica, Madrid, 2010. ESCRIBANO LOPEZ, F. “La autonomía financiera de las
Comunidades Autónomas”, Revista Española de Derecho Financiero, 156 (2012).
B) LEGISLACIÓN Para la Administración de Justicia, Ley Orgánica del Poder Judicial,
LO 6/85, de 1 de julio. Ley sobre Planta y Demarcación Judicial, L. 38/88, de 28 de
diciembre. Sobre la Administración territorial, Ley 7/85, reguladora de las bases de
Régimen Local. En relación con los territorios históricos, Ley vasca 27/83, de 25 de
noviembre, de relaciones entre las instituciones comunes de la Comunidad Autónoma y
los órganos forales de los territorios históricos. Sobre la Hacienda de las CCAA, Ley
Orgánica de Financiación de las CCAA (LOFCA), LO 8/80, de 22 de septiembre:
modificada posteriormente en varias ocasiones; Ley 12/81, de 13 de mayo, por la que se
aprueba el concierto económico con la Comunidad Autónoma del País Vas co; Ley
28/90, de 26 de diciembre, por la que se aprueba el convenio económico entre el Estado
y la Comunidad Foral de Navarra; Ley 21/2001, de 27 de diciembre, por la que se
regulan las medidas fiscales y administrativas de financiación de las Comunidades
Autónomas de régimen común y ciudades con Estatuto de Autonomía; Ley 22/01, de 27
de diciembre, reguladora de los Fondos de Compensación Interterritoriales; Ley
Orgánica 2/2012, de 27 de abril, de Estabilidad Presupuestaria y Sostenibilidad
Financiera.

C) JURISPRUDENCIA Sobre las Asambleas autonómicas, La STC 36/81, caso


Inmunidad de parlamentarios vascos, se pronunció sobre la inconstitucionalidad de la
inmunidad parlamentaria de los representantes autonómicos. Para la inviolabilidad de
los parlamentarios autonómicos, STC 30/97, caso Rodríguez Ibarra. Para el régimen de
incompatibilidades de los parlamentarios autonómicos, STC 155/14, caso
Incompatibilidades de parlamentarios. La STC 38/83, caso Elecciones Locales, se
refiere al significado de la expresión «régimen electoral general». La STC 193/89, caso
Ley Electoral de Murcia, admite la constitucionalidad de barrera electoral del 5%. Sobre
los Gobiernos autonómicos, La STC 15/2000, caso Nombramiento del Presidente de
Navarra, versa sobre la proclamación «automática» del candidato con más escaños. Las
SSTC 5/87, y 8/87 (casos Lehendakari I y II), disponen la necesidad de refrendo por el
Presidente del Gobierno del nombramiento del Presidente del Gobierno Vasco. Para las
relaciones entre Gobiernos y Parlamentos autonómicos STC 223/2006, caso Veto
presupuestario. Sobre la Administración de Justicia en las Comunidades Autónomas,
STC 56/90, caso LOPJ (III); STC 62/90, caso Ley de Demarcación; STC 105/2000,
caso LOPJ (IV). La STC 31/2010, caso Estatuto de Cataluña se refiere extensamente a
la Administración de Justicia en las CCAA, así como a la Hacienda de éstas. Sobre la
Administración Territorial, STC 214/89, caso Ley de Bases de Régimen Local II. Sobre
Territorios Históricos, STC 76/88, caso Territorios Históricos. Sobre Hacienda de las
Comunidades autónomas, STC 183/88, sobre Ley del Fondo de Compensación
Interterritorial; STC 13/92, caso Leyes de Presupuestos 1988 y 1989. Para el régimen de
los tributos cedidos, ver STC 16/2003, caso Impuestos especiales.
Lección 35

Las relaciones entre el ordenamiento estatal y los ordenamientos autonómicos


1. DIVERSOS TIPOS DE RELACIONES ENTRE LOS ORDENAMIENTOS
ESTATAL Y AUTONÓMICOS. 2. AMPLIACIÓN COMPETENCIAL: EL
SUPUESTO DEL ART. 150.1 Y LA ATRIBUCIÓN EXTRAESTATUTARIA DE
POTESTADES LEGISLATIVAS. 3. AMPLIACIÓN COMPETENCIAL MEDIANTE
DELEGACIÓN O TRANSFERENCIA: EL SUPUESTO DEL ART. 150.2 DE LA CE.
4. LEYES DE ARMONIZACIÓN: EL ART. 150.3 DE LA CE. 5. LAS
COMPETENCIAS DE COORDINACIÓN. 6. RELACIONES DE COOPERACIÓN
ENTRE ESTADO Y COMUNIDADES AUTÓNOMAS. 7. LAS RELACIONES DE
CONFLICTO: VÍAS DE SOLUCIÓN ORDINARIAS Y ESPECÍFICAS. 8.
BIBLIOGRAFÍA, LEGISLACIÓN Y JURISPRUDENCIA.

1. DIVERSOS TIPOS DE RELACIONES ENTRE LOS ORDENAMIENTOS


ESTATAL Y AUTONÓMICOS En los orígenes de los modernos Estados
territorialmente compuestos —sobre todo en el caso del federalismo norteamericano—
pudo partirse de que las esferas propias del poder central y de los poderes territoriales
eran totalmente independientes, y separadas unas de otras, a modo de compartimentos
estancos, de manera que, en el sistema o concepción denominada de dual federalism, los
diversos poderes podrían ejercer sus diversas potestades sin interferencia alguna de
otras instancias territoriales. Tal concepción, sin embargo, posible en épocas de
organización económica y social relativamente simple, no ha podido mantenerse ni
teórica ni prácticamente, en las circunstancias de los modernos Estados compuestos, ni,
más específicamente en el Estado de las Autonomías previsto en la Constitución
española, y ello por varias causas. Primeramente, la creación de Comunidades
Autónomas ha dado lugar a la aparición de ordenamientos autonómicos, que versan
sobre las materias sobre las que los respectivos Estatutos han asumido competencias;
pero esos ordenamientos se han ido creando de forma gradual, de manera que mientras
se completan son necesarias normas supletorias que eviten vacíos e incertidumbres. Se
establece así una relación de supletoriedad entre los ordenamientos autonómicos y el
ordenamiento estatal, consagrada en el art. 149.3 de la CE. Por otra parte, la
interconexión entre todos los aspectos de la vida social trae como consecuencia que
prácticamente cualquier actividad pública de alguna importancia incida en una amplia
diversidad de ámbitos sociales y económicos, y trascienda las fronteras territoriales de
las Comunidades Autónomas: son, pues, necesarias, la integración y coordinación entre
las normativas estatal y autonómica. Ello da lugar a una compleja red de relaciones
entre esos ordenamientos, relaciones que se ven inspiradas esencialmente por tres
principios: el de supletoriedad, el de competencia, y el de la posición preeminente de los
poderes estatales.
a) Principio de supletoriedad El principio de supletoriedad previsto en el art. 149.3 de la
CE viene a resolver el problema de las lagunas normativas en los ordenamientos
autonómicos: «el Derecho estatal será, en todo caso, supletorio del Derecho de las
Comunidades Autónomas» (149.3, in fine). Ahora bien, como ha manifestado
repetidamente el Tribunal Constitucional (STC 147/91, caso Pesca de cerco, 118/96,
caso Transportes terrestres, 61/97, caso Ley del Suelo) esta cláusula no supone una
habilitación ilimitada para que el legislador estatal pueda emitir normas sobre materias
ajenas a su competencia, aduciendo que se dictan a efectos meramente supletorios: la
supletoriedad no es un título competencial. En el supuesto de que se produzcan lagunas
jurídicas en una materia, el encargado de aplicar la ley (administrador o juez) debe
actuar según las reglas comunes de interpretación. Si existe Derecho estatal sobre la
materia, sus normas tendrán (agotadas otras vías de integración del Derecho) eficacia
supletoria: pero eso no quiere decir que el Estado, aún carente de títulos competenciales,
pueda emitir normas exclusivamente supletorias. En otras palabras, el Estado podrá
dictar normas en las materias sobre las que ostenta competencias, y esas normas podrán
tener, en defecto de normas autonómicas aplicables, carácter supletorio: pero no podrá
dictar normas exclusivamente para llenar supuestos vacíos del Derecho autonómico, en
materias de competencia exclusiva de las Comunidades Autónomas.

b) Principio de competencia: problemas En lo que se refiere a las relaciones entre las


normaciones estatal y autonómica, se ha acudido en ocasiones a explicarlas en virtud del
«principio de competencia». A diferencia del Estado centralizado, se dice, en el que las
relaciones entre las normas se fundaban en el principio de jerarquía, de forma que en
cualquier caso era aplicable un modelo piramidal-jerárquico, que tenía su cumbre en la
ley estatal, en el Estado autonómico ese principio desaparece en las relaciones entre
normas autonómicas y normas estatales. La ley estatal no sería superior jerárquicamente
a la ley autonómica; cada una de ellas sería el vértice de su propia pirámide jerárquica
normativa en su ámbito de competencia. Las relaciones entre ordenamientos se
perfilarían así como relaciones de coexistencia paralela, en «mundos» competenciales
distintos, definidos por la Constitución y los Estatutos de Autonomía.
Este modelo, aun cuando efectivamente aplicable en muchos casos —al menos en
cuanto que no existe una relación general de jerarquía entre norma autonómica y norma
estatal— no refleja exactamente toda la realidad. La existencia fáctica de una
comunidad de intereses —económicos, sociales, políticos, etc.— que trasciende los
límites de cada Comunidad Autónoma hace necesario dar una especial preferencia a la
garantía de esos intereses globales, y por tanto, a los órganos encargados de actuar tal
garantía. La presencia de intereses suprautonómicos viene a unirse a la necesidad de
llevar a cabo una coordinación e integración de la acción de las diversas Comunidades
Autónomas, dada la inevitable influencia que la acción de cada ente territorial tiene
sobre los demás. Obviamente, son los poderes centrales estatales los apropiados para
tales tareas —vigilancia de intereses comunes, coordinación e integración— y ello les
coloca en una situación específica, que no puede explicarse desde la perspectiva del
dual federalismo, sino que supone, en muchos aspectos, una posición de supremacía
respecto de los ordenamientos autonómicos. Habría pues, en muchos casos, una
posición preeminente de los poderes del Estado.
c) Posición preeminente de los poderes estatales: la «cláusula de prevalencia» Esa
posición de los «poderes centrales» del Estado se traduce claramente en la distribución
constitucional de competencias. Como se indicó, en muchas materias existe una
compartición competencial, en el sentido de que se atribuyen, a Estado y Comunidades
Autónomas, funciones diversas sobre un mismo sector de la realidad social. Ello da
lugar al establecimiento de complejas relaciones del tipo, ya examinado, de
bases/desarrollo, o de potestad legislativa/potestad ejecutiva, junto con otras derivadas
de títulos estatales como la coordinación o la alta inspección prevista en algunos
Estatutos. Y esas relaciones se basan en una posición de preeminencia de los poderes
estatales en cuanto a la fijación de directrices o marcos globales, y en la verificación de
su cumplimiento. Pero, además, la Constitución prevé la prevalencia, en casos
específicos, del Derecho estatal sobre el autonómico: el art. 149.3 establece que las
normas del Estado «prevalecerán en caso de conflicto sobre las de las Comunidades
Autónomas, en todo lo que no esté atribuido a la exclusiva competencia de éstas». A
pesar de la existencia de una amplia jurisprudencia constitucional en materia
autonómica, el Tribunal Constitucional sólo se ha pronunciado marginalmente sobre la
cláusula de prevalencia (por ejemplo en su Sentencia 187/2012) por lo que, ante las
diversas interpretaciones posibles de la misma, su último significado está aún por
precisar. En todo caso, y como contenido mínimo se desprende de ella que, en los
supuestos en que la normativa estatal y autonómica conduzcan a una dualidad
competencial, la normativa estatal, si responde a una efectiva atribución constitucional
(esto es, si es legítima) «desplazará» a la normativa autonómica. Como se verá más
adelante, tal supuesto se produce cuando el Estado hace uso de sus competencias
«horizontales» o «transversales», en materias como economía, sanidad, etc.; en este
caso, la norma autonómica, aún válida competencialmente, debe ceder ante las normas
estatales. La posición preeminente de los poderes centrales no es incompatible con la
garantía constitucional de la autonomía, pues esa posición preeminente no se produce en
forma indiferenciada en todas las materias, sino en supuestos específicamente
expresados en la Constitución. Ya se ha hecho referencia a las potestades del Estado
para establecer «bases» o «legislación básica» a que deben ajustarse las competencias
autonómicas. Pero, además, la Constitución confiere potestades a los órganos centrales
del Estado para, en determinados supuestos, redefinir el mismo reparto competencial,
bien ampliando las competencias de las Comunidades Autónomas (caso de los
apartados 1 y 2 del artículo 150 CE) bien reduciéndolas o «armonizándolas» (caso del
art. 150.3 CE). Aparte de ello, y como ya se vio en el capítulo relativo al Tribunal
Constitucional, las autoridades centrales disponen de una posición procesal privilegiada
en los procedimientos ante el Tribunal, ya que pueden obtener, en forma inmediata, la
suspensión temporal de la aplicación de las disposiciones autonómicas que impugnen. A
la vista de lo indicado, cabe señalar tres tipos de relaciones entre los ordenamientos
estatal y autonómico: – Relaciones basadas en la posición preeminente de los poderes
estatales, que pueden ampliar o reducir el ámbito competencial autonómico. – Junto a
estas relaciones, reflejo del principio de supremacía de los intereses nacionales, existen
otras, ajenas a tal principio, y que reposan, por el contrario, en unas perspectivas de
paridad o igualdad de status: se trata de aquellas relaciones voluntariamente asumidas,
de cooperación o colaboración. – Finalmente, cabe que las relaciones
interordinamentales se planteen como discrepancias abiertas en cuanto a la extensión y
modo de ejercicio de las respectivas competencias. Nos hallamos, en este caso, ante
relaciones conflictuales, que pueden hallar una solución jurisdiccional o
extrajurisdiccional.

2. AMPLIACIÓN COMPETENCIAL: EL SUPUESTO DEL ART. 150.1 Y LA


ATRIBUCIÓN EXTRAESTATUTARIA DE POTESTADES LEGISLATIVAS
La posición constitucional preeminente de los órganos centrales del Estado les permite
alterar el reparto competencial estatutario, en los supuestos constitucionalmente
previstos, ampliando el ámbito competencial de las Comunidades Autónomas, en forma
(al menos teóricamente) unilateral, mediante dos procedimientos:
a) la atribución a las Comunidades Autónomas de potestades legislativas, al
margen de los Estatutos, dentro del marco de la ley estatal; y
b) b) la transferencia o delegación de funciones estatales.
Ambos supuestos se encuentran regulados en los apartados 1 y 2 del art. 150 de la CE.
Por lo que se refiere al apartado 1 del art. 150 de la CE, prevé que la atribución
competencial resultante de los Estatutos de Autonomía puede verse alterada
unilateralmente por el Estado, en beneficio de las Comunidades Autónomas mediante la
atribución a éstas (a una, varias o todas) de competencias legislativas en materias
pertenecientes a la titularidad estatal, esto es, no asumidas por los respectivos Estatutos
de Autonomía. Ahora bien, esta atribución no se configura como total o incondicionada:
se efectuará «en el marco de los principios, bases y directrices fijados por una ley
estatal». La amplitud del precepto deja margen a una variedad de técnicas de fijación de
ese marco, que podría ser meramente principial (principios o directrices generales) o
bien responder a la fórmula bases/ desarrollo. A la vista del mandato constitucional, es
posible señalar varias características de este tipo de normas o leyes-marco: – La
atribución habrá de realizarse por las Cortes Generales mediante ley ordinaria. – La
referencia a «normas legislativas» no excluye la correspondiente competencia
reglamentaria, dada la interpretación del concepto «legislación» mantenido por el
Tribunal Constitucional, incluyendo los reglamentos ejecutivos (STC 18/82, caso
Registro de Convenios). – Corresponde a las Cortes fijar los principios, bases y
directrices de la ley marco. – Les corresponde también fijar una modalidad de control de
las mismas Cortes sobre la legislación autonómica en cuestión. A este respecto, el art.
167 del Reglamento del Congreso de los Diputados prevé ya una fórmula de control,
mediante remisión al sistema seguido para el control de la legislación delegada (art. 153
RC). – Este control será «sin perjuicio de la competencia de los Tribunales». Como los
tribunales ordinarios no tienen competencia para revisar normas legislativas, y en este
supuesto, no se trata de legislación delegada (como ha señalado el Tribunal
Constitucional, en su STC 1/82, caso Coeficientes de Cajas de Ahorros, F.J. 1) habría
que entender que esa competencia se refiere, bien a la del Tribunal Constitucional, bien
a la de los tribunales ordinarios para controlar la normativa reglamentaria, o para
plantear, en su caso, la cuestión de inconstitucionalidad. Como ejemplo de leyes marco
pueden citarse las leyes de cesión de tributos a las Comunidades Autónomas, que
confieren a éstas la posibilidad de regular su régimen total o parcialmente, dentro de las
líneas establecidas por la norma estatal, y de acuerdo con los criterios arriba
mencionados.

3. AMPLIACIÓN COMPETENCIAL MEDIANTE DELEGACIÓN O


TRANSFERENCIA: EL SUPUESTO DEL ART. 150.2 DE LA CE
Distinto del ahora estudiado resulta el supuesto del apartado 2 del artículo 150 de la CE,
que permite la transferencia o delegación mediante Ley Orgánica de «facultades
correspondientes a materia de titularidad estatal que por su propia naturaleza sean
susceptibles de transferencia o delegación». Esta previsión, por su mayor amplitud, ha
sido considerada, en ocasiones, como la fórmula idónea para desarrollar y ampliar el
Estado de las Autonomías, sin recurrir a la complicada reforma estatutaria. Comparada
con la atribución posibilitada por el art. 150.1, la «transferencia o delegación» del
apartado 2 del mismo artículo se caracteriza porque se refiere a cualquier tipo de
facultades estatales «susceptibles de transferencia o delegación». Y no sólo a facultades
legislativas: se incluyen pues, tanto facultades legislativas como ejecutivas. Además, tal
transferencia se efectúa sin la limitación que supone una ley marco estatal; se trata pues,
de una transferencia plena, que, además, deberá ser acompañada, como prevé el mismo
artículo y apartado, por la «correspondiente transferencia de medios financieros».
Finalmente, la cláusula del art. 150.2 ofrece la posibilidad de ampliar las competencias
de las Comunidades Autónomas más allá incluso de las previsiones contenidas en los
artículos 148 y 149 CE, puesto que el único condicionante para esa ampliación será que
las competencias en cuestión sean susceptibles de transferencia o delegación, aun
cuando se trate de competencias reservadas al Estado por el art. 149 de la CE. La vía
formal diseñada por la Constitución para esta transferencia es la ley orgánica, que, como
es lógico, es revisable o alterable por una ley posterior. Como consecuencia, la
«transferencia o delegación» no puede llevarse a cabo directamente en un Estatuto de
Autonomía, como a veces se ha pretendido. Si así fuese, se impediría la reforma o
revocación de esa transferencia o delegación mediante ley orgánica «normal», ya que
los Estatutos de Autonomía han de reformarse mediante un procedimiento especial, más
complicado que el de las leyes orgánicas. La ampliación de competencias mediante la
vía del art. 150.2 requiere, pues, una ley orgánica ad hoc.
Diversos Estatutos de Autonomía hacen referencia a estas leyes orgánicas como
eventual vía para la ampliación competencial, y, hasta el momento, se han utilizado en
varias ocasiones, entre ellas la Ley Orgánica 9/92, de 23 de diciembre, que supuso en su
momento un considerable aumento competencial de varias Comunidades. La
Constitución prevé que la ley orgánica determinará las formas de control que se reserva
el Estado (art. 150.2) así como que corresponde al Gobierno el control (previo dictamen
del Consejo de Estado) «del ejercicio de funciones delegadas a que se refiere el apartado
2 del artículo 150» (art. 153.b). Ello ha conducido a distinguir, en teoría, las funciones
objeto de «delegación» (controlables por el Gobierno), de aquéllas objeto de
«transferencias» (que no serían controlables por el ejecutivo estatal). No obstante, en la
práctica adoptada hasta el momento, tal distinción no se ha seguido. En los casos en que
se ha empleado esta posibilidad, se ha reservado expresamente al Gobierno la
posibilidad de suspender la transferencia o delegación efectuada. Ahora bien, el
Gobierno deberá dar cuenta de ello a las Cortes Generales, quienes resolverán sobre si
debe revocarse o no definitivamente la ampliación competencial acordada. Estas leyes
orgánicas prevén también en forma general la obligación de las Comunidades
Autónomas de suministrar información a la Administración del Estado sobre la gestión
de los servicios transferidos. La Ley Orgánica del Consejo de Estado prevé, por su
parte, la necesidad de consulta previa de la Comisión Permanente del Consejo para el
«control del ejercicio de funciones delegadas por el Estado a las Comunidades
Autónomas» (art. 22.5 LOCE).

4. LEYES DE ARMONIZACIÓN: EL ART. 150.3 DE LA CE


Dentro de las posibilidades de alteración unilateral por parte del Estado del reparto
competencial cabe incluir también las previsiones —éstas de carácter restrictivo de las
competencias autonómicas— del párrafo tercero del artículo 150. Se establece aquí la
facultad estatal de armonizar las disposiciones normativas de las Comunidades
Autónomas, aun en el caso de materias atribuidas a la competencia de éstas, cuando así
lo exija el interés general. Esta previsión estuvo a punto de verse realizada en la
práctica, al aprobar las Cortes, en 1982, un Proyecto de Ley Orgánica de Armonización
del Proceso Autonómico, que fue sometido al entonces existente recurso previo de
inconstitucionalidad, y que dio lugar a la sentencia del Tribunal Constitucional 76/83,
caso LOAPA. Esta sentencia contenía diversos pronunciamientos sobre la naturaleza de
las leyes de armonización previstas en el art. 150.3 CE, que vienen a aclarar y precisar
las previsiones constitucionales. De éstas, y de la doctrina constitucional pueden
inferirse diversas características de este tipo de leyes; debe añadirse que éstas son aún
inéditas en nuestro ordenamiento, ya que el Tribunal Constitucional declaró que el
proyecto de LOAPA no tenía carácter armonizador. Las características más importantes
a considerar son las siguientes: – Las leyes en cuestión vienen a establecer principios
que armonicen disposiciones normativas de las Comunidades Autónomas. No
modifican, pues, los Estatutos de éstas, sino que establecen un marco forzoso en que
determinadas disposiciones autonómicas deben integrarse. En otras palabras, no privan
a las Comunidades Autónomas de sus competencias, sino que modulan u ordenan su
ejercicio, sometiéndolas a unos principios o directrices comunes («armonizándolas»). –
Este tipo de leyes viene legitimado por exigencias del interés general. Ahora bien, tal
interés general ya está contemplado por las disposiciones constitucionales y estatutarias
relativas al reparto competencial, que, por así decirlo, «traducen» el interés general. Por
ello, sólo procederá el empleo de la técnica de armonización cuando no sea posible
proteger al interés general mediante las fórmulas ya presentes en los Estatutos y la
Constitución. La armonización se configura, por tanto, como una vía excepcional, sólo
justificada cuando no existen vías alternativas (así, las competencias estatales relativas a
la emisión de bases, o la coordinación). – La Constitución establece un sistema
sumamente rígido para la aprobación de las leyes de armonización, exigiendo la
apreciación de su necesidad por la mayoría absoluta de ambas Cámaras; con ello,
pretende introducir un nivel de dificultad superior al exigido para la aprobación de leyes
orgánicas. Por otra parte, la Ley 12/83, del Proceso Autonómico, art. 1, exige que, antes
de la aprobación por el Gobierno de un proyecto de ley de armonización, deberá oirse a
las Comunidades Autónomas. – Finalmente, la armonización podrá referirse tanto a
normas ya emitidas, como a normas eventualmente por emitir (armonización previa).
Aún cuando tal circunstancia no aparece expresamente prevista en la Constitución, ni en
la sentencia LOAPA, resulta deducible de la misma pluralidad de Comunidades
Autónomas: no tendría sentido armonizar disposiciones de algunas Comunidades
Autónomas sin prever que otras Comunidades Autónomas pudieran dictar disposiciones
del mismo tipo, que quedarían, así, fuera de las técnicas habilitadas para proteger el
interés general.

5. LAS COMPETENCIAS DE COORDINACIÓN


La mutua relación y actuación conjunta del Estado y las Comunidades Autónomas no se
plantea, obviamente, como una circunstancia excepcional, necesitada de una alteración
del reparto competencial: por el contrario, la práctica ha mostrado que constituye una
exigencia cotidiana, para el buen funcionamiento de los poderes públicos. Por este
motivo, y junto a las fórmulas ya estudiadas, de alteración del reparto de competencias,
la Constitución y los Estatutos prevén sistemas, dentro del mapa competencial
ordinario, para que se produzca una relación integrada entre las diversas instancias
territoriales. Algunas de esas fórmulas se configuran como atribuidas, en forma
unilateral, a los poderes centrales: tal sería el caso de la potestad de coordinación. En
otros supuestos, las fórmulas de relación sólo serán posibles mediante acuerdo de los
afectados: tales serían diversas fórmulas de colaboración, como los convenios
«horizontales» (entre Comunidades Autónomas) o «verticales» (entre Estado y
Comunidades Autónomas). En realidad, la práctica es mucho más compleja, de manera
que se combinan, a veces de forma difícil de diferenciar, fórmulas uni- y multilaterales.
Incluso el mismo órgano puede actuar como instrumento de coordinación fijado por el
Estado (emitiendo directrices vinculantes), y como medio de colaboración al preverse la
participación de los afectados en la adopción de sus decisiones. No es infrecuente, por
tanto, que a veces los términos coordinación, colaboración y cooperación se empleen
indistintamente. Por lo que se refiere a la coordinación, se configura, en la Constitución,
en dos formas distintas. Por un lado, como un principio que debe inspirar la
organización y funcionamiento de todas las Administraciones públicas: tal sería el
sentido con que se emplea el término en el art. 103.1 de la CE, cuando especifica que la
Administración pública actúa de acuerdo con el principio de coordinación. Pero, en
relación con las competencias de las Comunidades Autónomas, el sentido constitucional
del término es distinto: se configura como una competencia que se atribuye al Estado, y
que incide en las correspondientes competencias asumidas por los Estatutos. Así, el
apartado 13 del art. 149.1 atribuye al Estado la «coordinación de la planificación
general de la actividad económica»; el apartado 15 la «coordinación general de la
investigación científica y técnica» el 16, la «coordinación general de la sanidad». El
término «coordinación» ha sido objeto de análisis por la jurisprudencia constitucional,
sobre todo en la STC 32/83 (caso Registro Sanitario), y definido como una fórmula de
fijación de mecanismos para la integración en un sistema nacional de los múltiples
subsistemas autonómicos. El establecimiento de mecanismos de integración significa la
determinación unilateral por el Estado (cuando la Constitución lo prevé) de técnicas que
hagan posible una homogeneidad mínima, pese a la existencia de diversas competencias
sobre una misma materia (sanidad, investigación, economía, hacienda). En la práctica,
tales técnicas han sido muy diversas: exigencias de información por parte de las
Comunidades Autónomas, establecimiento de foros de intercambio de opiniones y
establecimiento de acuerdos (señaladamente el Consejo de Política Fiscal y Financiera)
fijación de criterios para la homologación de técnicas a seguir por las Comunidades
Autónomas en materia de sanidad, establecimiento de áreas de actuación conjunta en
materia económica, creación de Registros estatales, etc. Ahora bien, a pesar de esa
variedad, pueden señalarse algunas características comunes: – Se trata de una
competencia estatal, ejercitable sin necesidad de acuerdo o convenio con las
Comunidades Autónomas. – Al incidir sobre las competencias de éstas, debe venir
prevista constitucionalmente. La previsión, en principio, debe ser expresa: pero el
Tribunal Constitucional ha admitido que la coordinación pueda verse atribuida
implícitamente al Estado, si éste dispone de competencias legislativas plenas en una
materia, disponiendo las Comunidades Autónomas únicamente de competencias de
ejecución. La legislación, pues, incluye la coordinación (STC 104/88, caso
Coordinación de Administraciones Penitenciarias). – La coordinación incide en las
competencias de las Comunidades Autónomas, que deberán sujetarse a las directrices
coordinadoras estatales. Pero si se coordina es porque hay una diversidad que coordinar:
en otras palabras, la coordinación supone el ejercicio de unas competencias
autonómicas, y no puede implicar su supresión o su innecesaria reducción. La potestad
de coordinación no es un cheque en blanco en favor del Estado, sino un poder
encaminado exclusivamente a la «integración de los subsistemas» y no a la desaparición
de éstos.

6. RELACIONES DE COOPERACIÓN ENTRE ESTADO Y COMUNIDADES


AUTÓNOMAS
Junto a la coordinación como tarea estatal específica «desde arriba», se ha venido
configurando —sin apoyo constitucional expreso— un tipo de relaciones entre Estado y
Comunidades Autónomas en que ambos entes aparecen situados en posición paritaria,
de forma que no existe una acción unilateral, sino una efectiva colaboración entre
partes, sin que resulte afectado el respectivo ámbito competencial. Ello responde a una
necesidad, apreciada en otros ordenamientos de tipo compuesto, de intercambio de
información y conjunción de esfuerzos, derivada, no de la ley o la Constitución, sino de
«la fuerza de las cosas». El Tribunal Constitucional ha reconocido (así, STC 18/82, caso
Registro de Convenios y 96/86, caso Agricultores Jóvenes) la existencia de un deber de
«recíproco apoyo y mutua lealtad» entre Estado y Comunidades Autónomas, que
justifica, sin necesidad de apoyo constitucional expreso, la creación por el Estado de
foros de encuentro e intercambio de información, que hagan posible la mutua
colaboración. De hecho, se encuentran previstos en nuestro ordenamiento multitud de
organismos de este tipo, cuya tarea no es (como en el caso de los órganos de
coordinación, fundados en la correspondiente competencia estatal) emitir directrices o
normas vinculantes u obligatorias, sino más bien la formulación, de mutuo acuerdo, de
pautas de actuación común, de intercambio de información y de preparación de
convenios. Como puede suponerse, no es siempre fácil separar las tareas de
coordinación (vinculante) y de colaboración (voluntaria). En cuanto a éstas últimas,
cobran un papel relevante las conferencias sectoriales, previstas en la Ley del Proceso
Autonómico. Se trata de órganos que, sin poder sustituir la capacidad de decisión de las
Comunidades Autónomas, ni tomar decisiones que anulen las facultades de éstas, sí
pueden servir tanto para elaborar políticas comunes como para facilitar una posterior
labor coordinadora por parte de instancias estatales pudiendo así calificarse como
órganos tanto de colaboración como de coordinación. Instrumentos similares —
fundamentalmente de intercambio de información— se encuentran en todas las áreas del
ordenamiento (Conferencia de Consejeros Titulares de Educación, Consejo del
Patrimonio Histórico, Comisión de Agricultura de Montaña, etc.). Por otra parte, se ha
generalizado la creación de órganos o comisiones bilaterales de cooperación, entre el
Estado y cada una de las Comunidades Autónomas. Finalmente, debe hacerse mención
de la progresiva consolidación de un órgano de colaboración a nivel superior, la
Conferencia de Presidentes de las Comunidades Autónomas, de actuación más
esporádica, hasta el momento, que los demás órganos de este tipo mencionados. Más
allá de este nivel de colaboración genérica, cabe que se empleen otras formas de
cooperación bi- o multilateral, mediante la formulación de acuerdos o convenios, en que
se prevén acciones conjuntas, aportando cada parte (Estado y Comunidad Autónoma)
sus propios medios y recursos para obtener un fin común. Estos convenios, de amplitud
y duración muy variable, son hoy una característica generalizada de la práctica del
Estado de las Autonomías. Ha de tenerse en cuenta que, al hablar de cooperación, nos
referimos estrictamente al marco ejecutivo o administrativo, y no al plano legislativo.

7. LAS RELACIONES DE CONFLICTO: VÍAS DE SOLUCIÓN ORDINARIAS Y


ESPECÍFICAS Las discrepancias respecto a la distribución de competencias entre
instancias centrales y territoriales aparecen como elemento inevitable en los
ordenamientos compuestos, como también lo son aquellos conflictos derivados, no tanto
de la interpretación del reparto competencial como de la diversa apreciación del resto de
las normas del ordenamiento jurídico. Las controversias, pues, entre Estado y
Comunidades Autónomas pueden versar sobre puntos competenciales, pero también
sobre otras materias, dando lugar a conflictos jurídicamente formalizados. Precisamente,
la conflictividad entre Estado y Comunidades Autónomas ha sido un elemento sin duda
definidor del Estado de las Autonomías: o, al menos, la expresión jurídica de esos
conflictos (traducidos en procesos ante el Tribunal Constitucional) ha sido
cuantitativamente muy superior a la que se ha producido en otros ordenamientos
europeos, como la República Federal de Alemania o Italia. Ello ha llevado a que cobre
una considerable importancia, para la definición del Estado de las Autonomías, la
jurisprudencia dimanada de estos conflictos, hasta el punto de que haya podido hablarse
de un Estado jurisprudencial autonómico.

a) Vías ordinarias La resolución de los conflictos jurídicos (esto es, referentes a la


interpretación de normas constitucionales y estatutarias) aparece, por una parte,
sometida a las vías ordinarias jurisdiccionales, aplicables, en todos los sectores del
ordenamiento. Así, las actuaciones administrativas aparecen sometidas a la jurisdicción
contencioso-administrativa, ante la que podrán residenciarse los conflictos entre Estado
y Comunidades Autónomas, en materias competenciales y de otra índole. No hay que
olvidar que tanto la Administración del Estado (art. 106 CE) como las Administraciones
autonómicas (art. 106 CE, y, específicamente, 153 c) CE) están sometidas al control
contencioso-administrativo de los tribunales. En lo que se refiere a la actividad
legislativa, la vía para resolver los contenciosos entre Estado y Comunidades
Autónomas, tanto en materias competenciales, como en otros aspectos es, como ya se
vio, la del recurso directo de inconstitucionalidad, que ofrece la posibilidad, tanto al
Estado, como a las Comunidades Autónomas (en las materias afectas a su ámbito de
competencias, arts. 162.a) CE y art. 32.2 LOTC) de impugnar las normas legales que se
estime vulneren los mandatos constitucionales. Ha de recordarse que en este aspecto, la
legitimación estatal para recurrir se extiende a todo tipo de leyes, mientras que la
legitimación autonómica alcanza únicamente a «leyes, disposiciones o actos con fuerza
de ley del Estado que puedan afectar a su propio ámbito de autonomía» (32.2 LOTC).
No obstante, la jurisprudencia del Tribunal Constitucional ha interpretado muy
extensivamente esta legitimación.

b) Conflictos de competencia Junto a estas vías normales o generales de resolución de


conflictos, la Constitución y la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional han habilitado
diversos cauces para resolver discrepancias entre Estado y Comunidades Autónomas,
tanto de índole jurisdiccional, como de otro tipo. Las primeras consisten en los
procedimientos, ya estudiados de planteamiento de conflictos de competencia (positivos
y negativos) entre Estado y Comunidades Autónomas ó de éstas entre sí, así como el
procedimiento de impugnación de disposiciones autonómicas previsto en el art. 76
LOTC y 161.2 de la CE. El segundo es el mecanismo regulado en el art. 155 de la CE,
que configura una técnica similar a la «intervención federal» de otros ordenamientos,
cuya actuación corresponde al Gobierno de la Nación. El procedimiento de los
conflictos de competencia ya ha sido estudiado en relación con las funciones del
Tribunal Constitucional. Baste indicar aquí que en el procedimiento son distinguibles
dos fases: una previa, en la que se pretende una composición de tipo administrativo
(requerimiento) y una fase posterior, de índole jurisdiccional, ante el Tribunal
Constitucional. La primera fase se ve facilitada, en algunos casos, por la creación de un
órgano paritario, ad hoc, para tratar de evitar el paso a un conflicto formalizado ante
instancias jurisdiccionales. Como ejemplo, el art. 67 de la LORAFNA crea una «Junta
de Cooperación» a la que se encarga conocer de (y en su caso resolver) «todas las
discrepancias que se susciten entre la Administración del Estado y la de la Comunidad
de Navarra, respecto de la aplicación e interpretación de la presente ley orgánica» sin
perjuicio de la legislación propia del Tribunal Constitucional y la Administración de
justicia. El Gobierno de la Nación dispone de un instrumento para impugnar ante el
Tribunal Constitucional cualquier resolución (sin fuerza de ley) o disposición de las
Comunidades Autónomas, sin que tal impugnación haya de basarse en motivos
competenciales (arts. 76 y 77 LOTC). Las Comunidades Autónomas no disponen de esa
posibilidad: las impugnaciones que pretendan llevar a cabo respecto de disposiciones
estatales (sin fuerza de ley) por motivos diversos de discrepancias competencial habrán
de formalizarse ante la jurisdicción contencioso-administrativa.
c) El art. 155 de la CE Fuera del ámbito jurisdiccional, se configura, en fin, un
procedimiento, previsto en el art. 155 de la CE, para resolver las diferencias que puedan
surgir entre Estado y Comunidades Autónomas cuando se vea afectado gravemente el
interés general de España. La Constitución concede al Gobierno la posibilidad de
«adoptar las medidas necesarias» para obligar a una Comunidad Autónoma al
cumplimiento forzoso de dichas obligaciones. Para ello es necesario, primeramente, que
la Comunidad «no cumpliese las obligaciones que la Constitución u otras leyes le
impongan, o actuase de forma que atentase gravemente al interés general de España»
(art. 155.1); en segundo lugar, que el Presidente de la Comunidad Autónoma en
cuestión desatendiese el requerimiento del Gobierno de la Nación; finalmente, el
Gobierno necesitará, para su intervención, la aprobación de la mayoría absoluta del
Senado (en uno de los pocos casos en que éste cumple una función de Cámara
territorial). Pese a los intentos de desdramatizar esta figura (aún no aplicada) parece
evidente que se trata de una última ratio, que supone un efectivo incumplimiento por
parte de una Comunidad Autónoma de sus obligaciones, y la puesta en peligro de
intereses supraautonómicos. Aun cuando las medidas que el Gobierno está en tal caso
habilitado para tomar no llegan al extremo (previsto, por ejemplo, en la Constitución
republicana de 1931) de hacer desaparecer temporalmente la estructura autonómica
territorial de la Comunidad (pues el Gobierno podrá obligar a la autoridad autonómica a
llevar a cabo una determinada conducta, pero no podrá suprimir tal autoridad) sí que
implican una suspensión de la autonomía funcional, al introducir una relación jerárquica
entre autoridad central (Gobierno) y autoridad autonómica.

8. BIBLIOGRAFÍA, LEGISLACIÓN, JURISPRUDENCIA A) BIBLIOGRAFÍA


PÉREZ CALVO, A., «Actuaciones de cooperación y coordinación entre el Estado y las
Comunidades Autónomas», en: Revista de Estudios de la Administración Local y
Autonómica, 235-236 (1987).GÓMEZ FERRER, R., «Relaciones entre leyes:
competencia jerarquía y función constitucional», en: Revista de Administración Pública.
Mayo-agosto, 113 (1987). GARCÍA ROCA, J., Los conflictos de competencia entre el
Estado y las Comunidades Autónomas, Madrid, 1993. MONTILLA MARTOS, J.A.,
Las leyes orgánicas de transferencia: configuración constitucional y práctica política.
Madrid, 1998. TAJADURA TEJADA, J., La cláusula de supletoriedad del Derecho
estatal respecto del Derecho autonómico, Madrid, 2000.–GARCÍA MORALES, M.J.,
MONTILLA MARTOS, J.A. y ARBOS MARÍN, X., Las relaciones
intergubernamentales en el Estado Autonómico, Madrid, 2006. CALAFELL FERRÁ,
V.J., Los convenios entre Comunidades Autónomas, Madrid, 2006. RIDAURA
MARTÍNEZ, M. J., Relaciones intergubernamentales: Estado-Comunidades
Autónomas, Valencia, 2009. MENENDEZ REXACH, A. y SOLOZABAL, J.J., El
principio de colaboración en el Estado Autonómico, Zaragoza, 2011. RUIZ LÓPEZ, M.,
“La cláusula de prevalencia del Derecho estatal y la colisión entre jurisdicciones”,
Revista de Administración Pública, 192(2013).

B) LEGISLACIÓN La Ley del Proceso Autonómico, 12/83, de 14 de octubre, regula


diversos aspectos referentes a Conferencias Sectoriales (art. 4) información de
Comunidades Autónomas (art. 2) y requisitos para leyes de armonización (art. 1). Una
posterior reglamentación de las conferencias sectoriales y de la Conferencia de
Presidentes se encuentra en la Ley 40/2015 de Régimen Jurídico del Sector Público. La
Orden TER/349/2009, de 18 de diciembre, contiene el reglamento interno de la
Conferencia de Presidentes. El Reglamento del Congreso de los Diputados, de 10 de
febrero de 1982, regula el procedimiento para el control parlamentario de las
transferencias del art. 150 C.E. (arts. 153, 167). La Ley Orgánica del Consejo de Estado,
3/80, de 22 de abril, establece la intervención de este órgano en los supuestos del art.
150 C.E. (art. 22.5 LOCE).

C) JURISPRUDENCIA La STC 76/83, de 6 de agosto, sobre el proyecto de Ley


Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico (LOAPA) establece una serie de
principios sobre la función y requisitos de estas

Las relaciones entre el ordenamiento estatal y los ordenamientos autonómicos leyes, así
como sobre el principio de cooperación. La STC 32/83, de 28 de abril (Registro
Sanitario de alimentos) define el concepto constitucional de coordinación, como
competencia estatal. La STC 15/89, caso Ley de Consumidores, precisa el carácter
supletorio del Derecho estatal, en relación con la normativa autonómica. Precisiones
adicionales pueden encontrarse en la STC 147/91, caso Pesca de cerco, y sobre todo, en
las SSTC 118/96, caso Transportes terrestres, y 61/97, caso Ley del Suelo. La STC
56/90, caso Ley Orgánica del Poder Judicial, II, declara que los estatutos de autonomía
no son vía adecuada para las transferencias del art. 150 C.E. La STC 18/82, caso
Registro de Convenios, establece el «deber general de auxilio recíproco» y colaboración
entre Estado y Comunidades Autónomas. La STC 104/88, caso Coordinación de
Administraciones penitenciarias, estima que la potestad estatal normativa plena incluye
la potestad coordinadora. En la STC 178/2004 y el voto particular que la acompaña, así
como en la STC 187/2012, pueden encontrarse referencias marginales al principio de
prevalencia del Derecho estatal.

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