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Valencia, 2016
V. LA CORONA
Lección 21
La Corona 1. 2. 3. 4. 5. 6.
Pero si la crisis fuera de tal naturaleza que impidiera el funcionamiento de los órganos
constitucionales que pueden poner en marcha esos procedimientos, entonces
corresponderá al Rey dictar las órdenes necesarias a las Fuerzas Armadas para el
cumplimiento de su misión. Esas órdenes, además, pueden prescindir del refrendo, si el
Gobierno estuviera incomunicado o secuestrado, como ocurrió el 23 de febrero de 1981,
lo que se justifica no sólo porque la necesidad sea fuente del Derecho, sino también por
la especial naturaleza del mando supremo sobre las Fuerzas Armadas que corresponde
al Rey. Se trata de un mando que merece los calificativos de eminente (lo que no
significa que sea meramente honorífico, sino que sobresale o descuella sobre los demás)
e indirecto, porque se ejerce a través de los otros órganos de mando de las Fuerzas
Armadas. Estos órganos son, en primer lugar, el Gobierno, a quien corresponde el
mando político sobre estas Fuerzas, es decir, el poder de disponer el uso de las mismas,
como lo exige la lógica del régimen parlamentario y lo establece claramente el art. 97 de
la CE, al encomendarle la dirección de la defensa del Estado. En segundo lugar, se trata
del mando técnico militar, que se ejerce por profesionales, jerárquicamente organizados
en una cadena de mandos subordinada al Gobierno. La Jefatura del Rey es de distinta
naturaleza y no se confunde con ninguno de estos dos mandos, aunque se ejerza a través
de ellos. Se trata de una jefatura institucional, que tiene, por un lado carácter civil,
porque corresponde al Rey como Jefe del Estado, y su ejercicio está regulado por las
normas constitucionales, que exigen a estos efectos el refrendo ministerial. Pero al
mismo tiempo se trata de una Jefatura que el Rey ejerce —por lo menos en el caso del
actual Monarca y de su antecesor— con rango o empleo militar: es el máximo oficial de
las Fuerzas Armadas, y aunque esta faceta del mando supremo sea sólo accesoria de la
primera, viene a representar una garantía de aquella, porque si el Rey no puede mandar
con el concurso del Gobierno, por estar aquél impedido, puede hacerlo directamente
como primer militar, cuyas órdenes para el establecimiento de la disciplina son
inmediatamente obligatorias para todos los componentes de las Fuerzas Armadas,
conforme al entendimiento que de la disciplina militar proporcionan las Reales
Ordenanzas. Esa fue la naturaleza jurídica de las órdenes del Rey en la noche del 23 de
febrero de 1981 y de ahí su indiscutible validez.
3. EL REFRENDO
a) La necesidad de que los actos del Rey sean siempre refrendados, es decir autorizados
o confirmados por otro órgano constitucional, normalmente el Presidente del Gobierno
o los Ministros, es una regla tradicional del constitucionalismo, que trae causa de la
exención de responsabilidad del Jefe del Estado en las Monarquías. Dicha exención
significaría en realidad un privilegio incongruente con la naturaleza del
constitucionalismo, que exige una forma de gobierno limitada y responsable, si no
estuviera compensada por la regla que imputa la responsabilidad de lo actuado a los
sujetos que cooperan con el Rey. «De los actos del Rey serán responsables las personas
que lo refrenden», afirma, en efecto, el art. 64.2 de la CE. La responsabilidad del
refrendante se extiende tanto a la regularidad formal del acto, como a su contenido. En
otras palabras el refrendo acredita la legalidad de la actuación del Jefe del Estado y
también su oportunidad. Sin embargo, la responsabilidad del refrendante no puede
extenderse a este último aspecto, en aquellos casos en que el acto del Rey culmina un
procedimiento en el cual el refrendante no ha participado, como ocurre por ejemplo, con
los nombramientos de aquellos vocales del Consejo General del Poder Judicial o
Magistrados del Tribunal Constitucional que corresponde proponer a las Cámaras. En
estos casos el refrendo por el Presidente del Gobierno sólo certifica la legalidad del
nombramiento, pero no la justificación de la elección realizada.
b) Objeto del refrendo son los actos que el Rey realiza como titular de la Jefatura del
Estado, exceptuándose por consiguiente los correspondientes a su vida privada, como
son, por ejemplo, los actos relativos a la administración de su propio patrimonio. Fuera
de ese ámbito privado, el refrendo es siempre exigible, sin más salvedad que los actos
que el Rey realice para la distribución de la cantidad global que anualmente recibe de
los Presupuestos del Estado para el sostenimiento de su Familia y Casa (art. 65.1 CE) y
para el nombramiento de los miembros civiles y militares de su Casa (art. 56.3 y 65.2
CE). Existe una opinión doctrinal favorable a considerar que están también exentos de
refrendo los actos personalísimos del Rey, aunque tengan relevancia constitucional,
como es su consentimiento matrimonial, y se discute si esta exención alcanza también a
la designación testamentaria del tutor del Rey menor de edad. No parece, en todo caso,
que la prohibición por el Rey del matrimonio de una persona situada en la línea de
sucesión en el trono, conforme a las previsiones del art. 57.4 de la CE, pueda
considerarse excluida de este requisito, porque ciertamente no pertenece a la categoría
de los actos personalísimos.
c) La forma típica del refrendo es la contrafirma de los actos del Jefe del Estado por
parte del refrendante, pero ésta no es la única forma posible, sino que hay también otras,
como el refrendo tácito y el refrendo presunto. El primero consiste en la presencia de los
Ministros junto al Jefe de Estado en sus actividades oficiales (ceremonias, discursos,
viajes y entrevistas), que implica la correspondiente asunción de responsabilidad. Lo
segundo es una presunción general de que el Gobierno cubre con su responsabilidad la
actuación del Jefe del Estado, a no ser que dimita en discrepancia con ella.
d) Por lo que se refiere a la titularidad del poder de refrendo, hay que tener en cuenta
que el art. 64.1 de la CE se la atribuye al Presidente del Gobierno, a los ministros y al
Presidente del Congreso de los Diputados. El poder de los Ministros viene limitado por
su respectiva competencia, de tal manera que les corresponderá refrendar los reales
decretos que cada uno haya propuesto al Consejo de Ministros. El refrendo del
Presidente del Congreso sólo es posible en los casos expresamente previstos en el art.
99 de la CE, es decir, la propuesta de candidato y el nombramiento del Presidente del
Gobierno y la disolución de las Cortes Generales si ningún candidato hubiera sido
investido, pasados dos meses desde la primera votación de investidura. Sin embargo, en
1982, se admitió también su competencia para refrendar el cese del Presidente del
Gobierno, criterio que la práctica posterior no ha confirmado. En todo caso hay que
interpretar que la enumeración del art. 64.1 de la CE es exhaustiva y, por consiguiente,
ni cabe la delegación del refrendo en otros órganos, ni pueden otras normas de inferior
rango añadir nuevos titulares de esta potestad. Así lo interpretó el Tribunal
Constitucional en dos Sentencias (STC 5/87 y STC 8/87), sobre el nombramiento del
Presidente del Gobierno Vasco, mediante las cuales declaró que era inconstitucional el
precepto de una Ley autonómica que atribuía al Presidente del Parlamento Vasco la
facultad de refrendar el nombramiento del Lehendakari, y confirmó que dicha
competencia correspondía al Presidente del Gobierno. e) La naturaleza jurídica del
refrendo resulta claramente definida en el art. 56.3 de la CE. Se trata de una condición
para la validez de los actos del Rey y su ausencia determina, por consiguiente, la
nulidad de dichos actos. La doctrina, sin embargo, nunca se ha conformado con esta
escueta configuración constitucional del refrendo, y ha centrado su interés en la eficacia
política de esta institución. Así, por ejemplo, la mayoría de los autores señalan que el
refrendo es una técnica que desplaza la decisión hacia el refrendante, vaciando de
contenido decisorio a las competencias del Rey. Sin embargo, otro sector doctrinal
minoritario interpreta el acto refrendado como acto complejo, integrado por dos
voluntades concurrentes, igualmente necesarias, aunque no igualmente discrecionales.
En consecuencia, se proponen clasificaciones de los actos del Rey en función de su
estructura simétrica o asimétrica, es decir, de que predomine en ellos la voluntad del
Rey o la del sujeto refrendante. Pero este tipo de interpretaciones, que parecen
responder, sobre todo, a concepciones apriorísticas, no tienen suficientemente en cuenta
la especificidad de la forma de gobierno diseñada por la Constitución de 1978. No hay
que olvidar, a propósito de esta cuestión, que el refrendo es una institución histórica,
que tenía un doble significado. Por un lado, representaba una limitación del poder del
Rey, al prohibirle actuar sólo, y además, era una técnica de traslación de responsabilidad
a los ministros (aunque en la Monarquía Constitucional se trataba de una
responsabilidad solamente de carácter jurídico). Sin embargo, en la Constitución de
1978, el refrendo tiene otro sentido, no sólo porque la responsabilidad del refrendante
sea también política, sino porque el refrendo ha perdido, en buena medida, su función
limitadora de las potestades regias. Este cambio se debe a que el refrendo ya no es un
control operante dentro del ámbito del poder ejecutivo, sino que se ha convertido en un
control entre el Gobierno y el titular de una Jefatura del Estado neutral y separada, tanto
del poder ejecutivo, como del legislativo. Un control, cuya función primordial es
compensar la inviolabilidad del Rey, y no tanto limitar sus poderes, que ya vienen
circunscritos por la propia definición que de los mismos realiza la Constitución. Por
consiguiente, la interpretación del acto refrendado como acto complejo, o como acto
sólo formalmente atribuido al Rey pero materialmente del Ministro refrendante, parece
improcedente dentro del sistema de la Constitución, siempre que el acto del Rey venga
definido en ella como la culminación de un procedimiento, en el curso del cual el
contenido de dicho acto haya sido previamente aprobado, acordado o autorizado por
otro órgano constitucional, titular de la correspondiente potestad estatal. En esas
circunstancias el acto del Rey quedará configurado como el acto final exigido para que
el procedimiento produzca sus efectos, y no será un acto voluntario, sino obligatorio.
Esto es lo que ocurre, por ejemplo, en el caso de la sanción, y promulgación de las leyes
o de la expedición de los reglamentos, que son normas completas y acabadas antes de la
intervención del Rey, que corresponde, como se ha dicho anteriormente, a su función
simbólica, y que tiene la exclusiva finalidad de integrar la eficacia de esas normas. En
consecuencia, la sanción y promulgación de las leyes o la expedición de los reglamentos
no son actos simples ni actos complejos, sino actos necesarios, porque no hay margen
de discrecionalidad ni para el Rey ni para el sujeto refrendante. Aprobada la ley por las
Cortes, o acordado el reglamento por el Consejo de Ministros, su sanción o expedición
es tan obligatoria para el Rey, como obligatorio es el refrendo de tales actos para el
Presidente del Gobierno o para el ministro competente. Otro tanto puede decirse
también de otros actos, como el nombramiento del Presidente de Gobierno, conforme al
art. 99. de la CE, o la convocatoria del referendum, según el art. 92. de la CE, o la
prestación del consentimiento del Estado respecto de tratados previamente autorizados
por las Cortes, de acuerdo con lo previsto en el art. 94 de la CE, que también vienen
configurados como actos finales y necesarios de un procedimiento constitucional.
Aunque sea una cuestión de interés casi exclusivamente académico, cabe interrogarse
por las consecuencias de una hipotética inacción del Rey o del órgano competente para
el refrendo, en los casos examinados. Vaya por delante que dicha inacción estaría
justificada, como anteriormente se dijo, en garantía de la Constitución, si el
procedimiento previo hubiera sido frontalmente vulnerado. Pero, fuera de ese supuesto
justificado, el problema planteado tendría difícil solución, porque en general no hay
técnicas en el ordenamiento para corregir la pasividad de los órganos constitucionales.
Baste pensar que no están admitidos en la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional
(art. 73) los conflictos negativos entre órganos constitucionales, esto es, los planteados
para subsanar una omisión en el ejercicio de sus competencias. Por esa razón, y porque
el Rey carece de legitimación activa o pasiva en los conflictos entre órganos
constitucionales, hay que concluir que su inacción tendría que resolverse en el plano
político: podría desembocar en la dimisión del Gobierno e incluso en la reforma de la
Constitución. Volviendo a las funciones del refrendo y a la naturaleza de los actos del
Rey, hay que reconocer que no todos vienen configurados en la Constitución como
actos finales de un procedimiento, y que muchos pueden analizarse desde la perspectiva
de la voluntariedad, o mejor dicho del concurso de voluntades que se integran en el acto
refrendado. En estos supuestos la función limitadora del refrendo sigue vigente. Se trata
de actos en cuya elaboración participan exclusivamente el Rey y el sujeto refrendante, y
que se pueden agrupar en dos categorías básicas, aunque no exhaustivas. Por un lado, se
trata de actos que el Jefe del Estado sólo puede realizar con la propuesta formal del
Presidente de Gobierno, como son: el nombramiento de los ministros, o la disolución de
la Cortes Generales o de alguna de sus Cámaras, según el art. 115 de la CE, o la
presidencia por el Rey de las sesiones del Consejo de Ministros. Por otro lado, hay que
referirse a un conjunto heterogéneo de actos: algunos consisten en una iniciativa formal
del Jefe del Estado, como la propuesta del candidato a Presidente del Gobierno o
determinados actos relativos a la sucesión en la Corona (por ejemplo, la abdicación),
otros también proceden típicamente de la iniciativa del Rey, como son sus mensajes o la
concesión de honores (en particular, los de naturaleza nobiliaria) y, finalmente, otros
actos que sólo excepcionalmente procederán de su iniciativa, como los correspondientes
al ejercicio del alto mando de las Fuerzas Armadas. En estos casos el acto refrendado
tiene la estructura de un acto complejo, que exige la concurrencia de dos voluntades, de
manera que, en principio, las iniciativas del Presidente del Gobierno podrían resultar
limitadas por el poder del Rey (de no obrar) y las iniciativas del Jefe del Estado, por el
poder del refrendante (de no refrendar). El control constitucional articulado mediante
ese doble poder de impedir sólo puede producir resultados positivos mediante la
cooperación de ambos órganos constitucionales, que es políticamente necesaria para el
funcionamiento regular de la Monarquía parlamentaria. Por consiguiente, hay que
considerar implícitas unas normas de corrección que exigen, por ejemplo, que el
Monarca normalmente siga y dé curso a las propuestas del Presidente de Gobierno; pero
también es cierto, que en circunstancias políticas especiales puede estar justificado,
ejerciendo su función moderadora y arbitral. Por ejemplo: que no acepte la presidencia
de una sesión del Consejo de Ministros o que rechace una propuesta de disolución, en el
supuesto excepcional de disolución preventiva o de combate que se analizó más arriba.
Así mismo, es cierto que las iniciativas del Rey, en los supuestos antes mencionados, en
principio deben prosperar y en algunos casos parece prácticamente imposible que no
prosperen (por ejemplo, la abdicación), pero el órgano competente para refrendar esas
iniciativas no está obligado, en sentido jurídico, a hacerlo y por consiguiente puede
haber valoraciones políticas que justifiquen su negativa a prestar, el refrendo
(conclusión ineludible, pero que paradójicamente a veces rehúyen quienes consideran
que el acto refrendado es siempre un acto complejo).
4. LA SUCESIÓN EN LA CORONA
a) La Constitución ha establecido una forma de gobierno monárquica y hereditaria, pero
no ha instaurado una nueva dinastía, sino que ha reconocido como Rey al «legítimo
heredero de la dinastía histórica» (art. 57.1). El Rey Don Juan Carlos I, es en efecto
titular de los derechos dinásticos, por renuncia de su padre, Don Juan de Borbón y
Battenberg, realizada el 14 de Mayo de 1977. De esta forma, a la legitimidad
democrática de la Monarquía, dimanante de la Constitución, se ha añadido su
legitimidad dinástica, fruto de la historia. Las reglas para la sucesión en la Corona,
establecidas en el propio art. 57.1, son reproducción, prácticamente literal, de las que
han existido en las anteriores Constituciones, desde la de 1812 hasta la de 1876, y tienen
su origen último en 1265, en la Ley de Partidas (II,15,2) de Alfonso X. Se basa este
orden sucesorio en los principios de primogenitura y representación, que definen la
preferencia del primer nacido de los descendientes del Rey y, subsidiariamente, de los
descendientes del primogénito, si éste hubiera fallecido. Estos principios se completan y
se matizan con las siguientes reglas: – La preferencia de las líneas anteriores sobre las
posteriores. Debe interpretarse según el Código Civil, que especifica que las personas de
diferentes generaciones forman una línea directa, si descienden unas de otras, y colateral
si no descienden unas de otras, pero proceden de un tronco común (art. 916). En este
caso, serán directas las líneas que desciendan del Rey Juan Carlos I, y colaterales las
que desciendan de sus parientes colaterales, que formen parte de la dinastía (esto es, que
no hayan renunciado o perdido sus derechos sucesorios). La posibilidad de la sucesión
colateral debe admitirse porque la Constitución no establece que la Corona sea
hereditaria en los descendientes del Rey Juan Carlos I, sino en sus «sucesores». Por
consiguiente, la preferencia de las líneas anteriores sobre las posteriores implica, en
primer término, la prioridad de las líneas directas sobre las colaterales y, dentro de cada
uno de estos dos conjuntos, la de aquella línea que proceda del descendiente o, en su
caso, del pariente del Rey, más próximo en el orden de suceder. – La preferencia, dentro
de la misma línea, del grado más próximo sobre el más remoto, significa la prioridad de
las generaciones (o grados, en la terminología del art. 915 del Código civil) anteriores
sobre las más jóvenes. – La preferencia en el mismo grado del varón sobre la mujer, es
una excepción al principio de igualdad jurídica de los sexos, del art. 14 de la CE, sin
más justificación que la que se deriva de la tradición. Hay que tener en cuenta, en todo
caso, que esta regla no impide reinar a mujeres, como lo había hecho la Ley de Sucesión
en la Jefatura del Estado, del 26 de julio de 1946. – La preferencia, en el mismo sexo, de
la persona de más edad sobre la de menos, es una concreción del principio de
primogenitura. Sin embargo, no todos los familiares del Rey que puedan estar incluidos,
de manera más o menos próxima, en el orden de sucesión, en virtud de las reglas
anteriores, forman parte de la Familia Real, en sentido estricto, tal y como resulta
definida por el RD 2917/81, de 27 de noviembre. Esta norma, que regula el Registro
Civil de la Familia Real, dispone que en él deben inscribirse los nacimientos,
matrimonios, defunciones y cualquier otro hecho inscribible relativo «al Rey de España,
su Augusta Consorte, sus ascendientes de primer grado, sus descendientes y el Príncipe
heredero de la Corona» (art. 1). Las personas inscritas en este Registro Civil especial
incurren en causa de inelegibilidad, conforme a lo establecido en la LOREG (art. 6.1.a).
Parece existir consenso entre los principales partidos nacionales para reformar las reglas
sobre la sucesión en la Corona, a fin de suprimir la preferencia, dentro el mismo grado,
del varón sobre la mujer. A solicitud del Gobierno, el Consejo de Estado propuso a tal
efecto una posible redacción del art. 57 1 CE (Informe sobre modificaciones de la
Constitución Española, de 16 de febrero de 2006). En todo caso, hay que tener en cuenta
que la reforma de este precepto constitucional debería tramitarse según el procedimiento
agravado previsto en el art. 168 CE. b) La sucesión en la Corona se produce
automáticamente, en virtud de las reglas antes mencionadas. No obstante, el art. 61 de la
CE se refiere a la proclamación del Rey ante las Cortes Generales y a su juramento de
«desempeñar fielmente sus funciones, guardar y hacer guardar la Constitución y las
leyes y respetar los derechos de los ciudadanos y de las Comunidades Autónomas».
Desde el punto de vista jurídico, el valor de estos actos de proclamación y juramento no
es desde luego constitutivo, porque el Rey lo es, antes de jurar. Pero puede considerarse
que son actos de integración, para la efectividad de la Magistratura. También, cabe
interpretar que el juramento, que expresa la adhesión del Rey al orden de valores de la
Constitución, es condición de la proclamación, que por lo demás debe entenderse como
un acto debido. La proclamación del Rey no es la única intervención de las Cortes en la
sucesión de la Corona. La Constitución prevé así mismo que las Cortes deben resolver
mediante una ley orgánica «las abdicaciones, las renuncias y cualquier duda de hecho o
de derecho que ocurra en el orden de sucesión a la Corona» (art. 57.5 CE). A este
respecto se han confrontado dos líneas interpretativas de «lege ferenda». Por un lado, se
ha defendido por algunos autores la necesidad de una ley orgánica de carácter general,
para desarrollar la regulación del Título II sobre el orden sucesorio. Frente a esta tesis,
ha prevalecido la interpretación, más apegada a los precedentes históricos de la
Monarquía constitucional española desde 1812, que consiste en reconocer una reserva
en favor de las Cortes para solucionar mediante leyes singulares cuantas situaciones
críticas se planteen en la sucesión a la Corona. Concretamente este ha sido el
planteamiento de la Ley Orgánica 3/2014, de 18 de junio, por la que se hizo efectiva la
abdicación de Su Majestad el Rey Don Juan Carlos I de Borbón. Además, se puede
interpretar que esta clase de leyes orgánicas singulares, en la medida en que resuelvan
«dudas de derecho», desplazarían y excluirían a la jurisdicción ordinaria (e incluso a la
jurisdicción constitucional) de la aplicación de las reglas sobre la sucesión. Así mismo,
hay que tener en cuenta otras facultades de las Cortes en este campo, como la de
prohibir, junto con el Rey, el matrimonio de aquellas personas que tengan derecho a la
sucesión en el trono, quedando éstas excluidas de la sucesión, si contravinieran dicha
prohibición (art. 57.4 CE); o la de proveer a la sucesión en la Corona, en la forma que
más convenga a los intereses de España, una vez extinguidas todas las líneas llamadas
en Derecho. (art. 57.3 CE), precepto que posibilita la instauración de una nueva dinastía.
Las competencias de las Cortes relativas a la sucesión en la Corona, así como las que
más abajo se mencionan, en relación con la Regencia y la tutela del Rey menor, se
ejercen en sesión conjunta de ambas Cámaras, salvo que tuvieran carácter legislativo,
según lo dispone el art. 74.1 de la CE.
Lección 22
1. INTRODUCCIÓN
Las Cortes Generales son el órgano central y más definitorio de la forma de gobierno
definida por la Constitución, que es precisamente una forma de gobierno parlamentaria.
También son el componente más esencial de la propia forma de Estado, definida en el
art. 1.2 de la CE, porque el parlamento es indispensable e insustituible en la democracia,
hasta el punto de que no hay Estado democrático sin parlamento. La propiedad
específica de este órgano constitucional, es su naturaleza representativa, que deriva de la
elección de sus miembros por sufragio universal. Por eso conviene analizar ante todo el
régimen jurídico de dicha elección. Desde un punto de vista formal nuestro Derecho
electoral se caracteriza, en primer lugar, por su extensa «constitucionalización», es
decir, por el hecho de que muchos de sus principios y contenidos básicos están
recogidos en el propio texto de la Constitución. Por consiguiente, el núcleo central del
ordenamiento electoral goza de las garantías de estabilidad y supremacía propias de
aquélla. Integran dicho núcleo central no sólo el art. 23 de la CE, al que ya se ha hecho
referencia en la Lección 13, sino también los arts. 68, 69 y 70, relativos a las elecciones
al Congreso de los Diputados y al Senado, el art. 140, sobre las elecciones municipales,
y el art. 152, que se refiere a las elecciones de las Asambleas de las Comunidades
Autónomas de primer grado. Esta solución de «constitucionalizar» la materia electoral
responde, sin duda, a las lecciones de la historia. Hay que tener en cuenta, en efecto, que
con la excepción de la Constitución de 1812, que llevó a cabo una prolija regulación de
las elecciones a Cortes, las demás Constituciones españolas tomaron la opción de
remitir, casi por completo, el tratamiento de esta materia a la ley.
De hecho, hasta 1936, se sucedieron once leyes electorales (1837, 1846, 1865, 1870,
1873, 1876, 1877, 1878, 1890, 1907, 1933), sin contar los Decretos aprobados en los
momentos de transición o de cambio de régimen (1836, 1868, 1931), que introdujeron
muchas de las principales innovaciones en este sector. Este balance indica que nuestro
Derecho electoral ha sido todavía más inestable que nuestro Derecho Constitucional, y
que ha estado sometido a constantes manipulaciones. Por consiguiente, no sorprende
que el constituyente de 1978 procurara salvaguardar la neutralidad y la estabilidad del
Derecho electoral, regulando él mismo sus principios estructurales. Unos principios que
procedían, básicamente, de la legislación electoral que había sido negociada entre el
Gobierno y la oposición democrática, en la época de la transición (RDL de 18 de marzo
de 1977). Además, la Constitución ha reservado a la ley orgánica la aprobación del
«régimen electoral general» (art. 81.1 CE), y hay que destacar que el Tribunal
Constitucional (STC 38/83, caso Ley de elecciones locales) ha proporcionado una
interpretación extensiva de esta reserva. En efecto, ha precisado que no cubre solamente
el régimen de las elecciones generales, sino que comprende, tanto «las normas
electorales válidas para la generalidad de las instituciones representativas del Estado en
su conjunto», como las correspondientes a «las entidades territoriales en que se
organiza, a tenor del art. 133 de la CE, salvo las excepciones establecidas en la
Constitución y los Estatutos». A este planteamiento responde la LO 5/85, de 19 de
junio, del Régimen Electoral General (LOREG) que realiza un tratamiento sistemático
de la materia, al establecer unas disposiciones comunes para toda clase de elecciones
por sufragio universal (Título I) y otras especiales para las elecciones de Diputados y
Senadores (Título II), las municipales (Título III), las de los Cabildos Insulares (Título
IV), las de las Diputaciones Provinciales (Título V) y las del Parlamento Europeo
(Título VI). Sin olvidar, además, que su Disposición Adicional 1ª declara aplicables a
las elecciones autonómicas numerosos preceptos del Título I de esta ley orgánica. Por
otro lado, en la misma Sentencia antes citada, el Tribunal Constitucional ha declarado
que el contenido de esta reserva no se ciñe al desarrollo del art. 23.1 de la CE (que
exige, desde luego, ley orgánica por su ubicación en la Sección Primera del Capítulo II
del Título I), sino que es más amplio, «comprendiendo todo lo que es primario y nuclear
en el régimen electoral». De hecho, la LOREG realiza un tratamiento muy extenso de
esta materia que incluye reglas, como las relativas a los gastos electorales o al control de
la contabilidad electoral, que sólo indirectamente se relacionan con el derecho de
sufragio en cualquiera de sus dos vertientes.
2. EL SISTEMA ELECTORAL Se alude con este término a los elementos del Derecho
electoral que condicionan el comportamiento electoral y sus resultados, en otras
palabras, las normas que estructuran la opción de los electores y la conversión de los
votos en escaños. Por su importancia política, estas normas se distinguen de las
restantes partes del ordenamiento electoral, que tienen predominantemente un carácter
administrativo o procesal. Existe un consenso doctrinal bastante amplio en considerar
que el sistema electoral está definido por las normas relativas a: 1) los instrumentos de
expresión del voto, es decir, las papeletas de votación, 2) la fórmula electoral, esto es, el
método de asignación de los escaños entre los partidos en función de sus respectivos
resultados electorales, y 3) las circunscripciones, esto es, las unidades geográficas para
el cómputo de los votos y la asignación de los escaños. a) La Constitución no se
pronuncia sobre las características de las papeletas electorales. Lo que implica que el
legislador tiene un poder de configuración absoluto en este campo. Haciendo uso de él,
la LOREG ha optado por el llamado voto categórico o de partido, mediante listas
cerradas y bloqueadas que los electores no pueden alterar y que se aplica tanto para las
elecciones al Congreso de los Diputados, como para las municipales. Por su parte, las
leyes electorales territoriales han extendido también esta modalidad de votación a las
elecciones de las Asambleas de las Comunidades Autónomas. En las elecciones al
Senado, sin embargo, la modalidad del voto es individual, a cada candidato. Pero se
trata de una excepción que no equilibra la importancia del voto categórico o de partido,
que es —como se ha visto— el común en nuestro ordenamiento. Esta solución presenta
la ventaja de favorecer la cohesión partidista. Sin embargo, las listas cerradas y
bloqueadas sacrifican la posibilidad de personalizar la representación política y de
exigir la responsabilidad política individual de cada Diputado (lo que resulta
incoherente con la concepción liberal de la representación política, que la Constitución
ha acogido, y que se manifiesta en la prohibición del mandato imperativo del art. 67.2
de la CE). Por ello no es de extrañar que existan opiniones favorables a la apertura de
las listas electorales. Sin embargo, hay razones para dudar de la efectividad de esta
solución. De hecho, la experiencia ha demostrado que el comportamiento electoral para
el Senado, a pesar de las diferencias en cuanto a las papeletas de votación, sigue
generalmente las mismas pautas partidistas prevalecientes en la elección del Congreso.
Por otro lado, habría que ponderar las ventajas teóricas de la apertura de las listas con
sus posibles consecuencias desfavorables, entre ellas, el fomento de la división
faccional de los partidos y el posible favorecimiento de un comportamiento de los
votantes de tipo clientelar.
La formación del censo electoral está coordinada y supervisada por la Oficina del Censo
Electoral, que es un órgano encuadrado en la Administración Central (concretamente en
el Instituto Nacional de Estadística) pero que funcionalmente está situado bajo la
dirección de la Junta Electoral Central (art. 29 LOREG). b) El procedimiento electoral
alude al conjunto de actos que deben realizar una pluralidad de sujetos, concretamente:
el Gobierno, los Ayuntamientos, la Administración electoral, los ciudadanos, los
candidatos y los partidos, para que las elecciones se lleven a cabo, para controlar su
desarrollo, y para verificar sus resultados. El acto inicial de este procedimiento es la
convocatoria de elecciones y su acto final, cuyos resultados son los del propio
procedimiento, es el escrutinio y la proclamación de los electos, es decir, la designación
de los representantes parlamentarios del pueblo. Las principales fases intermedias de
este procedimiento son: el nombramiento de los representantes y administradores de los
partidos y de las candidaturas, la presentación y proclamación de candidatos, la
campaña electoral y la votación. Quedan, por consiguiente, fuera del procedimiento
electoral las actividades preparatorias de las elecciones (como la formación del censo
electoral) y también las posteriores a las mismas (como el contencioso electoral —por
mucho que la LOREG lo regule en su Capítulo VI— o el control de la contabilidad
electoral de los partidos o la adjudicación de las subvenciones por gastos electorales).
Así mismo, hay que considerar ajenas a este procedimiento las actividades que tienen un
carácter adjetivo respecto de la elección, como es la sanción de los delitos o de las
infracciones electorales por la jurisdicción penal o por la Administración electoral, en el
ámbito de sus respectivas competencias. c) La Administración electoral es una
administración especial por su posición jurídica, que es completamente independiente
del Gobierno, y por su finalidad, que es garantizar la transparencia y la objetividad de
las elecciones y, sobre todo, el principio de igualdad en el desarrollo del procedimiento
electoral (art. 8.1 LOREG). Esta Administración está compuesta por una red de órganos
colegiados: las Juntas Electorales, Central, Provinciales y de Zona y, en su caso, de
Comunidad Autónoma, así como las Mesas Electorales (art. 8.2 LOREG); y su
estructura responde a las siguientes características distintivas: – Independencia respecto
de los poderes ejecutivo y legislativo: tanto en lo que se refiere a su actividad, que está
completamente exenta de cualquier género de control por parte de ellos, como en lo
relativo a su composición. En el caso de las Juntas Electorales, sus miembros son: a)
magistrados o jueces designados por sorteo por los órganos de gobierno del poder
judicial, o b) profesores universitarios, juristas o licenciados de otras profesiones,
nombrados mediante propuesta conjunta de los partidos políticos. Por otra parte, los
componentes de las Mesas electorales son designados por sorteo, entre los electores que
sepan leer y escribir y sean menores de setenta años. Por contra, la Administración
electoral no dispone de recursos personales y materiales propios. En este sentido,
depende para su funcionamiento de los demás poderes del Estado. Las Cortes Generales
deben proporcionar estos recursos a la Junta Electoral Central, y el Gobierno a las
Juntas Provinciales y de Zona (arts. 9, 10, 11, 13 y 26 LOREG). – Judicialización: la
incorporación de jueces y magistrados a las tareas de la Administración electoral tiene
en España una larga tradición, que se remonta a la época de la Restauración. La LOREG
ha apostado claramente por esta solución, al garantizar que la mayoría de los vocales de
las Juntas Electorales y en todo caso sus presidentes sean de origen judicial. La
participación del personal judicial en estas tareas administrativas tiene cobertura
constitucional en el art. 117.4 de la CE, que prevé que los jueces puedan ejercer, además
de las propias, otras funciones «que expresamente les sean atribuidas por ley en garantía
de cualquier derecho». Circunstancia que desde luego concurre en el caso de la
Administración electoral. – Temporalidad: con la excepción de la Junta Electoral
Central, que es un órgano permanente, los órganos de la Administración electoral sólo
existen durante períodos limitados de tiempo. Los vocales de la Junta Central son
designados al principio de cada legislatura del Congreso de los Diputados y permanecen
en funciones hasta la siguiente legislatura (art. 9 LOREG). Por el contrario, las Juntas
Provinciales y de Zona y las Mesas Electorales se forman para cada elección,
procediéndose a la designación de sus miembros, una vez publicado el correspondiente
Decreto de convocatoria. El mandato de las Juntas Provinciales y de Zona se prolonga
hasta cien días después de la elección (arts. 9,14,15 y 26 LOREG). – Jerarquía: como
todas las Administraciones, la electoral es también una estructura jerárquica, en la que
los órganos superiores pueden dirigir mediante instrucciones la actividad de los
inferiores, y resolver las consultas que éstos les planteen o los recursos de alzada
interpuestos contra sus acuerdos. Sin embargo, el principio de jerarquía encuentra en
este ámbito una serie de limitaciones. Por ejemplo, los órganos superiores de esta
Administración no pueden nombrar a los titulares de los órganos inferiores, salvo en
determinados casos, y como solución subsidiaria (arts. 10.1.b, 11.1.b, y 27.4), y además
tampoco pueden destituirlos, puesto que gozan de la garantía de la inamovilidad (art.
16). La reforma de la LOREG de 1991 reforzó el control jerárquico en este ámbito, al
ampliar la competencia de las Juntas superiores para revisar de oficio las decisiones de
las Juntas inferiores (art. 19.1.e y 3.c). Sin embargo, los acuerdos de las Mesas
Electorales sólo pueden ser revisados por las Juntas en los dos supuestos excepcionales
previstos en el art. 105.4 de la LOREG.
2. COMPOSICIÓN: EL BICAMERALISMO
La primera característica de las Cortes Generales es la de ser bicamerales. En efecto, la
Constitución dispone que las Cortes están compuestas por el Congreso de los Diputados
y el Senado (art. 66. CE). De acuerdo con la organización descentralizada del Estado,
que la Constitución ha posibilitado, el bicameralismo podría ser entendido como una
consecuencia, en el ámbito de la forma de gobierno del Estado, del reconocimiento
constitucional —art. 2 CE— del derecho a la autonomía de las nacionalidades y
regiones que integran España. Es significativo, a ese respecto, que, el art. 69.1 de la CE
señale que «el Senado es la Cámara de representación territorial». De conformidad con
el tenor de ese enunciado, el Congreso sería, pues, una Cámara de representación
popular, y el Senado una Cámara, al uso de las que se dan en los sistemas federales, de
representación territorial. Sin embargo, esta interpretación del Senado no acaba de
reflejar adecuadamente las peculiaridades de la composición y las funciones de esta
Cámara, que solo en parte responden al modelo teórico de la representación territorial.
En realidad, la definición del Senado como Cámara de representación territorial solo
tiene una traducción, que además es hasta cierto punto contradictoria, en dos aspectos
de su organización. Por un lado, se plasma en la elección por las Asambleas Legislativas
de las Comunidades Autónomas de una parte —minoritaria— de los Senadores.
Conforme al art. 69 CE, cada una de las Comunidades Autónomas designa un Senador y
otro más por cada millón de habitantes de su respectivo territorio. En total, hay 58
Senadores designados por las Asambleas de las Comunidades Autónomas, frente a 208
Senadores electos, en la XI legislatura, elegida en 2015. Por otra parte, puede
entenderse que la idea de representación territorial se refleja también, como se ha dicho
en la Lección 21, en las reglas constitucionales sobre la elección de los Senadores,
porque la distribución provincial de los escaños se hace ignorando por completo el
criterio poblacional, de forma que todas las Provincias —salvo las insulares— eligen
cuatro Senadores, con independencia de su número de habitantes. Tenemos por lo tanto
dos expresiones contrapuestas de la idea de representación territorial en la composición
del Senado: una minoritaria, de representación de las Comunidades Autónomas, y otra
mayoritaria, de representación de las Provincias. Y esta contraposición refleja las
indecisiones o la carencia de una visión acabada sobre la organización territorial del
Estado por parte del constituyente. En todo caso, se ha pretendido reforzar, desde un
punto de vista funcional, la idea de representación territorial, mediante reformas del
Reglamento del Senado que han contemplado la existencia de «grupos territoriales» que
se añaden a los grupos parlamentarios en esta Cámara (véase epígrafe 7 c de esta
Lección) y, a partir de 1994, con la creación de una Comisión General de las
Comunidades Autónomas, que tiene una variedad de competencias específicas en esa
materia y en cuyos debates pueden intervenir los Presidentes de las Comunidades
Autónomas, personalmente o representados por un miembro de su respectivo Gobierno.
Además, el Reglamento del Senado ha establecido que en los debates en esa Comisión
General, se pueden utilizar las lenguas cooficiales de las Comunidades Autónomas. Por
otro lado, analizando sus potestades, el Senado puede considerarse también, por lo
menos en cuanto al procedimiento legislativo se refiere, como una Cámara de «segunda
lectura»: su facultad de introducir enmiendas a los proyectos de ley aprobados por el
Congreso, e incluso de vetarlos (art. 90 CE), insta a pensar en el Senado como una
Cámara, en la que pueden mejorarse técnicamente los textos aprobados por el Congreso.
Pero debe advertirse enseguida que el bicameralismo plasmado en la Constitución
española no es perfecto. Por el contrario, es asimétrico y desigual. Es asimétrico porque
las dos Cámaras tienen atribuidas distintas funciones o, dicho de otra forma, cada una de
las Cámaras tiene asignadas competencias que ejerce en exclusiva y en las que la otra
Cámara no encuentra participación alguna. Así, el Congreso inviste al Presidente del
Gobierno (art. 99 CE) y le retira, en su caso, la confianza mediante la denegación de la
cuestión de confianza (art. 112 CE) o la aprobación de una moción de censura (art. 113
CE). Igualmente, el Congreso, y solo él, convalida los Decretos-leyes (art. 86 CE), y
ejerce las funciones relativas a los estados de alarma, excepción y sitio (art. 116 CE). El
Senado, por su parte, debe autorizar las medidas adoptadas por el Gobierno para obligar
a una Comunidad Autónoma a cumplir sus obligaciones constitucionales o legales, sin
intervención alguna del Congreso a este respecto (art. 155.1 CE). Así pues, y aun
cuando en muchas —e importantes— funciones es precisa la concurrencia de ambas
Cámaras, bien actuando en Sesión conjunta —p.e. para ejercer sus competencias
relativas a la Corona (art. 74.1 CE)— bien separadamente —p.e., y señaladamente, en el
proceso legislativo—, existen no pocas competencias privativas de una de las dos
Cámaras y a las que es por completo ajena la otra. Y hay que añadir enseguida que
nuestro bicameralismo, además de asimétrico, es desigual: basta repasar las funciones
arriba mencionadas para advertir que la posición constitucional del Congreso y del
Senado no son, en modo alguno, equivalentes, ni siquiera semejantes. El Congreso se
encuentra en una clara situación de superioridad sobre el Senado. Ello sucede, incluso,
en el ejercicio de funciones compartidas, como puede ser la legislativa, porque en
realidad el Congreso es quien tiene la facultad de decidir en ese ámbito, aceptando o
rechazando las enmiendas o el veto del Senado. Se trata, pues, de un bicameralismo
claramente desequilibrado en favor del Congreso, auténtico eje central de las Cortes
Generales. En comparación con el del Congreso, el papel del Senado se configura como
secundario, tanto en el desarrollo de las funciones típicas de las Cámaras —
presupuestaria, legislativa y de control— cuanto en su contenido político. Incluso en lo
relativo a la configuración autonómica del Estado, la posición del Congreso es
prevalente sobre la del Senado en algunas materias de singular importancia, por
ejemplo, el examen de los Proyectos de Estatuto de Autonomía, cuya tramitación se
inicia en el Congreso y no en el Senado. Por todo ello, el papel que desempeña el
Senado en nuestra forma de gobierno parlamentaria parece claramente mejorable y
existe un consenso bastante amplio sobre la necesidad de reformar esta institución. La
experiencia ha acreditado que, para ser suficiente, la reforma no puede limitarse al
Reglamento interno de la Cámara, sino que ha de afectar a los propios preceptos de la
Constitución. En ese sentido, hay que reseñar que El Gobierno pidió un informe al
Consejo de Estado en 2005, sobre una posible reforma constitucional que, entre otros
aspectos, afectaría a la composición y funciones del Senado. El informe correspondiente
—que sigue optando por un bicameralismo con clara predominancia del Congreso de
los Diputados— sugiere sin embargo mejoras muy importantes en la forma de elegir los
senadores y en las funciones de la Cámara Alta (Informe sobre Modificaciones de la
Constitución Española, de 16 de febrero de 2006).
d) El fuero especial Por último, los parlamentarios gozan de otra prerrogativa, el fuero
especial. Esta institución consiste en que el órgano competente para conocer las causas
penales que se sigan contra Diputados y Senadores es el Tribunal Supremo (art. 71.3
CE). Se pretende, con ello, asegurar que el órgano que enjuicia los procesos contra
Diputados y Senadores goce de las más altas cotas de independencia, imparcialidad y
cualificación jurídica que el ordenamiento puede otorgar, otorgando así una garantía
adicional a los parlamentarios. Ciertamente, ello impide al encausado ejercer, en su
caso, el posible derecho a la revisión de la Sentencia por otro Tribunal, pero se trata de
una garantía establecida en la Constitución con el propósito de otorgar una especial
protección (STC 51/85, caso Castells).
b) La Mesa Junto con el Presidente, la Mesa y la Junta de Portavoces son los órganos de
gobierno de las Cámaras. La primera, presidida por el Presidente de la Cámara, está
integrada, además, por varios Vicepresidentes (4 en el Congreso y 2 en el Senado) y los
Secretarios (art. 30.2 RC y 5.1 RS). Se elige también en la sesión constitutiva de las
Cámaras por el sistema de papeletas en las que cada parlamentario sólo puede escribir
un nombre para cada cargo, siendo designados por orden sucesivo los que obtengan
mayor número de votos. Este sistema de voto limitado implica que la Mesa sea,
necesariamente, una representación plural de la Cámara, de forma que, cualquiera que
sea la mayoría, las minorías estarán siempre presentes en ella. Esta plural representación
impide que la mayoría, a través de la Mesa, imponga necesariamente su criterio en la
organización de los trabajos de las Cámaras. Con independencia de las funciones
individuales de sus integrantes, lo relevante de la Mesa es su función colectiva: es el
órgano rector de la Cámara (arts. 30.1 RC y 35.1 RS) y, por ende, el que organiza el
trabajo parlamentario, goza de amplias atribuciones y, en suma, ejerce realmente la
dirección del trabajo parlamentario. Ahora bien, esta función directiva se concreta,
sobre todo, en las vertientes administrativa y gestora de la Cámara, más bien que en el
terreno político, en el que el protagonismo se ha desplazado a la Junta de Portavoces.
Así, la función más política que corresponde a la Mesa es fijar el calendario de trabajos
de la Cámara; las demás son funciones referentes a la organización del trabajo y al
régimen interior, a la tramitación administrativa de los expedientes y a la provisión de
los medios materiales precisos para el funcionamiento de la Cámara (arts. 31.1 RC y 36
RS).En fin una cláusula residual asigna a la Mesa las funciones que no estén
expresamente atribuidas a otro órgano (art. 31.1.7 RC).
d) La Diputación Permanente Existen periodos durante los cuales las Cámaras no están
en sesiones; igualmente, es forzoso que entre la disolución de las Cámaras y la
constitución de sus sucesoras medie un tiempo constitucionalmente previsto (art. 68.6
CE). En este tiempo, las Cortes Generales no podrían, en principio, actuar. Pues bien,
para estos periodos las Cámaras cuentan con un órgano de funcionamiento de
características singulares: la Diputación Permanente. Su singularidad viene dada por el
hecho de que asume sus funciones precisamente durante el tiempo en que las Cámaras,
por haberse extinguido su mandato, haber sido disueltas o no estar en periodo de
sesiones, no ejercen las suyas. En efecto, la Diputación Permanente es un órgano de la
Cámara previsto para cubrir los vacíos que se producen en las vacaciones
parlamentarias —esto es, entre dos periodos de sesiones— y en el tramo que media
entre la disolución de las Cámaras o la expiración de su mandato y la constitución de las
nuevas Cámaras electas. En este último caso se da la característica de que, disuelta la
Cámara, su mandato y el de los miembros que la componen ha decaído. Para evitar, sin
embargo, que se produzca un largo periodo de tiempo sin órganos parlamentarios, se
acude a la técnica de la «prorrogatio», una ficción jurídica en cuya virtud el mandato
decaído se considera persistente hasta que surja un nuevo mandato, de forma que ambos
enlacen entre sí sin solución de continuidad. La Diputación Permanente es, pues, una
Comisión de miembros de cada Cámara que ejerce sus funciones en los periodos
vacacionales y, una vez disuelta la Cámara, hasta la constitución de una nueva, a cuyos
efectos ven prolongado su mandato. Está recogida en la propia Constitución y regulada
con detalle en los Reglamentos de Congreso y Senado. De acuerdo con aquélla, las
Diputaciones Permanentes habrán de contar, al menos, con veintiún miembros, que
representarán a los grupos parlamentarios en proporción a su importancia numérica y
son designados por ellos (arts. 78.1 CE, 56.2 RC y 45.1 RS). Están presididas por el
Presidente de la Cámara y, en términos generales, se rigen por las mismas normas de
funcionamiento que el resto de las Comisiones Permanentes. Las funciones de la
Diputación Permanente son notablemente distintas según las ejerza en periodo de
vacaciones o ya disuelta la Cámara correspondiente. Igualmente, existen grandes
distinciones según se trate de Congreso o Senado. Ello se debe a que, en síntesis, las
funciones de las Diputaciones Permanentes se corresponden con las Cámaras de las que
emanan y, como es sabido, las funciones de Congreso y Senado revisten notables
diferencias. Durante las vacaciones parlamentarias, la principal función es la de
convocar los Plenos extraordinarios de la Cámara correspondiente. Tal cosa puede
hacerse siempre que la Diputación lo estime pertinente, pero es obligada para la
Diputación del Congreso en los supuestos previstos en los artículos 86.2 —
convalidación de Decretos-leyes— y 116 —estados de alarma, excepción y sitio— de la
Constitución. Además de esta función de convocatoria de los Plenos, incumbe a las
Diputaciones Permanentes «velar por los poderes de la Cámara» (art. 78.2 CE). La
amplitud de la expresión, unida a la práctica registrada hasta el momento, que incluye
debates relevantes en la Diputación Permanente e, incluso, la comparecencia ante la
misma de miembros del Gobierno para explicar la posición de éste ante asuntos
concretos, permiten afirmar que la Diputación permanente opera, en los periodos de
vacaciones parlamentarias, como una auténtica Cámara de composición reducida. En los
supuestos de disolución de las Cámaras las Diputaciones Permanentes siguen ejerciendo
sus funciones —art. 78.3 de la CE— hasta la constitución de las nuevas Cámaras. En
tales casos, y puesto que el mandato de la Cámara ya ha expirado, la Diputación del
Congreso suple a ésta en circunstancias que están expresamente previstas en el texto
constitucional. Así, asume las funciones del Congreso en relación con los estados de
alarma, excepción y sitio —art. 78.2 C.E., en relación con el 116— y, por tanto,
concede la autorización precisa para prorrogar el estado de alarma, autoriza la
declaración del estado de excepción y, por mayoría absoluta, declara el estado de sitio.
Igualmente, asume las competencias de la Cámara baja relativas a la convalidación de
los Decretos-leyes (art. 78.2 CE, en relación con el 86). Aunque no está expresamente
previsto en ninguna norma, del carácter funcional y no personal de las prerrogativas se
deduce que los miembros de las Diputaciones Permanentes, cuando éstas actúan
disueltas las Cámaras, continúan ostentando sus prerrogativas hasta la constitución de
las nuevas Cámaras. Cuando tal constitución tenga lugar, las Diputaciones Permanentes
deben rendirles cuentas de su actuación (art. 59 RC).
b) Requisitos de validez Para que las reuniones de las Cámaras sean válidas deben, en
primer lugar, haber sido convocadas reglamentariamente (art. 79.1 CE); las reuniones
que se
celebren sin tal convocatoria, ni serán válidas, ni estarán amparadas por las
prerrogativas parlamentarias (art. 67.3 CE). En segundo lugar, deben contar, para
adoptar acuerdos, con el preceptivo quórum, que en ambas Cámaras es la mayoría —
esto es, la mitad más uno— de los miembros de la misma (arts. 79.1 CE, 78.1 RC y 93.1
RS). El objeto del quórum es evitar que un pequeño grupo de parlamentarios aproveche
la ausencia de la mayoría para adoptar acuerdos, y su existencia se presume, salvo que
alguien solicite el recuento o que, realizada una votación, se constate su inexistencia
(arts. 93.2 RS y 78.2 RC). Las convocatorias de las Cámaras deben incluir un «orden
del día», o relación de materias a tratar en la sesión. Ningún punto no incluido en él
puede ser tratado. El orden del día es fijado por el Presidente de acuerdo con la Junta de
Portavoces (arts. 67.1 RC y 71.1 RS, donde la Junta de Portavoces es solo oída y el
acuerdo preciso es el de la Mesa), esto es, se supedita su elaboración a la concurrencia
de las voluntades de quien representa a la Cámara y de la representación política de la
misma. Una vez iniciada la sesión, el orden del día sólo puede ser modificado por
acuerdo del Pleno de la Cámara, a propuesta de su Presidente o de los demás sujetos
legitimados, según el respectivo Reglamento (arts. 68 RC y 71.4 RS). El Gobierno, por
su parte, puede exigir que un asunto se incluya en una sesión con carácter prioritario,
siempre que haya cumplido los trámites reglamentarios (art. 67.3 RC). En fin, tanto la
Constitución como los reglamentos imponen límites a la libertad de fijación del orden
del día: la primera exige (art. 111 CE) que se guarde un tiempo mínimo semanal para
evacuar las interpelaciones y preguntas que los Diputados y Senadores presenten al
Gobierno, y el Reglamento del Congreso reserva dos horas semanales como mínimo a
este fin (art. 191 RC). Las sesiones vespertinas de los miércoles en el Congreso y de los
martes en el Senado se destinan a tal menester. Igualmente, la Constitución (art. 89.1)
otorga prioridad a los proyectos de ley en relación con las proposiciones de ley.
d) Ordenación de los debates Por lo que se refiere al transcurso de los debates, éste es,
sin duda, uno de los extremos en los que más fácilmente se percibe la racionalización
del parlamentarismo, hasta el punto de que puede decirse que ha sido superada,
configurándose una verdadera estructuración de la actividad parlamentaria. En efecto,
hoy en día resulta poco concebible que, con carácter general y salvo incidentes aislados,
un parlamentario quiera hacer uso de la palabra por decisión individual: normalmente
los turnos de los debates se entienden asignados a los grupos parlamentarios, y estos
designan a su portavoz para cada debate. Las intervenciones en los debates pueden tener
lugar por diversos conceptos. Así, puede intervenirse para fijar posiciones (art. 74.2
RC), para replicar (art. 73.1 RC), por alusiones (art. 71.1 RC) o para una cuestión de
orden (art. 72.2 RC). El Gobierno puede intervenir en cualquier momento del debate
(art. 70.5 RC). La estructuración se proyecta sobre el curso del debate, pues los
Reglamentos disciplinan su orden y la duración de las intervenciones, de suerte que
aquél, salvo que se rija por reglas específicas, se realiza en dos turnos, uno a favor y
otro en contra, cada uno de los cuales dura un máximo de diez minutos; si el debate es
de totalidad, estos turnos son de quince minutos y, tras ellos, los demás grupos
parlamentarios fijan sus posiciones en diez minutos (art. 74 RC). En todo caso, la
Presidencia siempre puede, de acuerdo con la Mesa, poner fin a una discusión por
entender que la cuestión está suficientemente debatida (art. 76 RC). Todas estas
disposiciones pretenden ordenar el debate y evitar las prácticas conocidas como
«obstruccionismo» o «filibusterismo». Estas prácticas consisten en intentar evitar que
una iniciativa llegue a ser aprobada mediante un uso inmoderado de las facultades
reglamentarias —p.e. con sucesivas intervenciones de larga duración— o a través de
una utilización torticera de las mismas.
e) Los votos Los votos requeridos para que las Cámaras adopten sus acuerdos varían
según los casos. La regla general es la mayoría simple de los presentes, esto es, más
votos a favor que en contra, siempre, claro es, que se alcance el quorum requerido (arts.
79.1 RC y 93.1 RS). En otros casos, la Constitución, las leyes o el propio Reglamento
exigen mayorías cualificadas, como la absoluta, es decir, el voto de la mitad más uno de
los miembros de la Cámara, por ejemplo, para investir al Presidente del Gobierno en la
primera votación, u otras aún superiores, como puede ser la de 3/5 de los miembros de
la Cámara para elegir los Magistrados del Tribunal Constitucional. El mayor rigor de las
mayorías absolutas no deriva sólo del más elevado número de votos exigido, sino
también de que la base del cómputo no son los presentes, sino los miembros de la
Cámara. La votación se lleva a cabo generalmente mediante el procedimiento ordinario,
que puede realizarse electrónicamente, como es habitual, o bien levantándose
sucesivamente unos y otros parlamentarios, según el sentido de su voto; pero puede
también tener lugar por asentimiento, o ser pública por llamamiento, o secreta. Esta
última tiene preferencia en caso de que haya solicitudes contrapuestas. La forma de las
votaciones es por lo general irrelevante, pero cobra importancia en supuestos en los que
resulta de interés público conocer la posición del parlamentario, como sucede en el
procedimiento legislativo, en la investidura del Presidente del Gobierno o en las
mociones de censura o cuestiones de confianza. De ahí que en estos casos esté excluida
la votación secreta, y que en los tres últimos supuestos la votación deba ser pública por
llamamiento, a fin de individualizar el voto de cada Diputado. (arts. 82 a 85 RC).
Lección 24
Eduardo Espín
Eduardo Espín
500.000 ciudadanos y las materias de las que está excluida, remitiéndose para las
formas de ejercicio y requisitos a una ley orgánica. La LO 3/1984, de 26 de marzo,
sobre la Iniciativa Popular (LORIP, modificada en 2006), regula esta institución con el
mismo espíritu restrictivo que la propia Constitución, a la vez que muestra un evidente
objetivo de economía procedimental. La ley prevé que la iniciativa debe ser impulsada
por una comisión promotora, la cual debe encargarse de presentar a la Mesa del
Congreso de los Diputados un texto articulado, que ha de ser objeto de examen de
admisibilidad por parte de la Mesa de la Cámara. Dicho examen se proyecta tanto sobre
el cumplimiento de los requisitos formales como sobre los de carácter sustantivo. Entre
éstos se cuenta el que la proposición no verse sobre las materias excluidas de la
iniciativa popular por la Constitución y la propia ley orgánica: el art. 87.3 de la CE
excluye expresamente las materias propias de ley orgánica, las tributarias, las de
carácter internacional y la relativa a la prerrogativa de gracia; la ley añade otras
materias, resultantes de la reserva constitucional en favor del Gobierno de la iniciativa
legislativa en las mismas: la iniciativa popular no podrá versar sobre proyectos de
planificación económica (reservados al Gobierno por el art. 131 de la CE) ni sobre los
Presupuestos generales del Estado (encomendados a la iniciativa gubernamental por el
art. 134.1 de la CE). Asimismo, la iniciativa puede ser rechazada si se encuentra en
tramitación un proyecto o proposición de ley sobre el mismo objeto, si es reproducción
de otra iniciativa popular de contenido análogo presentada durante la misma legislatura,
o si la proposición versa sobre materias manifiestamente distintasy carentes de
homogeneidad entre sí (art. 5 LORIP). Contra la resolución de la Mesa del Congreso
cabe recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional, expresamente previsto en la
propia Ley Orgánica de Iniciativa Popular. Una vez admitida la proposición, la
comisión promotora dispone de un plazo de nueve meses, prorrogable por tres más, para
proceder a la recogida de las quinientas mil firmas exigidas por la ley, que deberán ser
autenticadas por notarios, secretarios judiciales, secretarios de los Ayuntamientos
correspondientes o por fedatarios especialmente designados al efecto. Los gastos
ocasionados por la difusión de la proposición y la recogida de firmas son resarcidos por
el Estado si aquélla alcanza la fase de tramitación parlamentaria (art. 15 LORIP), lo que
habría de entenderse en un sentido favorable a los promotores, esto es, en el sentido de
que basta que se haya completado la recogida de un número suficiente de firmas y la
proposición llegue a ser sometida a la toma en consideración del Congreso de los
Diputados, cualquiera que sea el sentido de esta decisión. Cabe señalar que, en puridad,
la toma en consideración por la Cámara supone que es a ésta a quien corresponde la fase
esencial de la iniciativa, mientras que los electores actúan como sujetos proponentes de
la misma, ya que sólo tras la toma en consideración comienza la elaboración de un texto
legal.
Eduardo Espín
Eduardo Espín
b) Discusión en el Senado Una vez aprobado el texto del proyecto o proposición de ley
por el Congreso, su Presidente lo remite al del Senado. Esta Cámara dispone de un
plazo de dos meses —veinte días en los declarados urgentes por el Gobierno o el propio
Congreso— para oponer su veto o para proponer enmiendas. En ambos casos y al igual
que en el Congreso, primero tiene lugar una lectura en comisión (de la que se prescinde
cuando no se han presentado enmiendas, art. 107.3 RS) y luego otra en Pleno, debiendo
desarrollarse ambas en el citado plazo constitucional de dos meses. En la definitiva
lectura de Pleno, la aprobación del veto necesita la mayoría absoluta de la Cámara (art.
90.2 CE). Si el Senado no veta ni modifica el texto enviado por el Congreso, el mismo
queda ya preparado para su sometimiento a la sanción real.
Eduardo Espín
91, precepto que determina el deber constitucional del Rey de sancionar las leyes
aprobadas por las Cortes Generales en un plazo de quince días. En efecto, aparte de
otras consideraciones sistemáticas sobre el sistema de soberanía popular consagrado en
la Constitución española, del tenor del precepto se deriva que la sanción es un acto
debido que no permite discrecionalidad alguna al Monarca. Este vaciamiento de todo
contenido sustantivo de la sanción real hace que, pese a su específica mención
constitucional, venga a constituir normalmente —con los matices que vemos después—
un requisito formal y obligado, prácticamente equivalente a la promulgación. b) La
promulgación consiste en el acto de comprobación y proclamación de que la ley cumple
con todos los requisitos constitucionalmente exigidos, con el consiguiente mandato de
que se cumpla y sea obedecida. De acuerdo con el art. 91 CE, tras la obligada sanción el
Rey debe proceder a la promulgación, a la vez que ordena su inmediata publicación.
Aunque lejos de configurarse la sanción y la promulgación como actos de control
sustantivo, tampoco cabe reducirlos en términos absolutos a actos formalmente
obligados en todo caso, ya que ambas potestades de sancionar y promulgar las leyes
permiten al Rey un mínimo control formal y externo de las leyes. Así, podría negarse a
sancionar y promulgar leyes a las que les faltasen elementos esenciales externos
constitucionalmente requeridos y perceptibles prima facie, como su aprobación por
ambas Cámaras de las Cortes. De hecho no cabe olvidar que la Constitución le ordena
sancionar y promulgar las leyes «aprobadas por las Cortes Generales». Es evidente que
ello no faculta al Monarca para ejercer un control de la corrección del procedimiento
legislativo —que sólo corresponde al Tribunal Constitucional—, pero sí debe
reconocérsele la capacidad para negar su concurso al menos en aquéllos casos en los
que pudiera hablarse de una omisión manifiesta, flagrante e incuestionable del
procedimiento constitucional. Por lo demás, los actos de sanción y promulgación deben
ser refrendados, en aplicación de la cláusula general sobre los actos del Rey prevista en
el art. 64 de la Constitución. c) La promulgación lleva aparejada la orden de
publicación, aunque la Constitución española menciona a ésta de forma autónoma en el
propio art. 91. De esta manera, el Rey ejerce simultáneamente sus facultades de sanción
y promulgación de las leyes, y ordena su publicación. La inserción del texto de la ley en
una publicación oficial, concretamente en el Boletín Oficial del Estado, determina el
cumplimiento del principio constitucional, propio de todo Estado de Derecho, de la
publicidad de las normas (art. 9.3 CE), fijando el momento de su incorporación al
ordenamiento jurídico. La entrada en vigor se inicia en la fecha establecida en la propia
norma por el legislador, quien puede prever una vacatio legis, esto es,
Eduardo Espín
texto que haya sido declarado urgente por dicha Cámara, pese a la utilización del
término «proyecto» por la Constitución, término reiterado por el Reglamento del
Senado (art. 133.1). No tendría sentido, en efecto, que el Congreso pudiera forzar la
tramitación urgente en el Senado de los proyectos del Gobierno y no de sus propias
proposiciones de ley, sobre todo teniendo en cuenta que el Gobierno tiene ya capacidad
para imponer la tramitación urgente de sus proyectos. El propio Senado también puede,
como es lógico, decidir la aplicación del procedimiento de urgencia para la tramitación
de cualquier proyecto o proposición de ley por acuerdo de la Mesa, de oficio o a
propuesta de un grupo parlamentario o de veinticinco Senadores (art. 133.2 RS). La
tramitación en tan breve período de tiempo ha forzado al Reglamento de la Cámara alta
a establecer plazos de tramitación sumamente breves (arts. 133 y ss. RS).
Eduardo Espín
Ambos factores, garantía de la propiedad de los ciudadanos y lucha por el control del
poder ejecutivo, confluyeron históricamente en la exigencia de que el Parlamento
aprobase anualmente tributos y gastos, lo que comportaba, además, la necesidad de
convocar al Parlamento al menos con esa periodicidad. Así pues, a diferencia de lo que
sucede hoy día, en las primeras etapas del constitucionalismo los tributos se aprobaban
también con carácter anual, comprendidos en la propia ley de presupuestos. La
adquisición de la capacidad para decidir sobre los fondos de los que podía disponer el
poder ejecutivo y el control de sus gastos determinó la definitiva supremacía del
Parlamento como representante del titular de la soberanía. La evolución condujo más
adelante a desglosar la potestad tributaria de la presupuestaria, en la medida en que
exigencias técnicas y de seguridad jurídica requerían la estabilidad de los impuestos a
que quedaban sometidos los ciudadanos, mientras que razones políticas seguían
abonando por la anualidad del control del gasto de los poderes públicos, dependiente
básicamente del ejecutivo. En septiembre de 2011 y en el marco de la profunda crisis
económica en la que estaba inmersa de la Unión Europea se planteó como una
necesidad la de asegurar la estabilidad presupuestaria y evitar así los elevados déficits
financieros de muchos países de la Unión. No es este el lugar para debatir sobre la
naturaleza de la crisis que se había ido agravando a partir de 2008 ni de lo acertado o no
de las políticas de austeridad impuestas desde la propia Unión Europea, con el impulso
de la economía más poderosa, la de Alemania. El hecho es que esta preocupación por el
equilibrio presupuestario condujo a la segunda reforma de la Constitución de 1978,
modificando substancialmente el artículo 135 a fin de asegurar dicha estabilidad
presupuestaria, no entendida como un equilibrio riguroso entre ingresos y gastos pero si
como una perspectiva financiera estable y con déficit controlado y reducido. El nuevo
texto del artículo 135 impone ahora a todas las Administraciones Públicas el respeto al
principio de «estabilidad presupuestaria» (apartado 1), lo que lleva a imponer la
prohibición de que el Estado y las Comunidades Autónomas incurran en un «déficit
estructural que supere los márgenes establecidos, en su caso, por la Unión Europea para
sus Estados miembros» (apartado 2). Asimismo se establece que por medio de ley
orgánica se ha de fijar el déficit estructural máximo al Estado y a las Comunidades
Autónomas en relación con su producto interior bruto. A las Administraciones locales
se les impone, con más rigor, un equilibrio presupuestario. Aun antes de dicha reforma,
el Tribunal Constitucional se había pronunciado ya sobre la capacidad del Estado para
imponer a las restantes Administraciones públicas objetivos de estabilidad
presupuestaria, como consecuencia, por lo demás, de obligaciones comunitarias sobre la
materia (STC 134/2011, caso Leyes de 2.001 sobre Estabilidad Presupuestaria).
Eduardo Espín
que queda sometida a limitaciones muy estrictas. La discusión del Presupuesto versa
precisamente sobre los gastos e ingresos anuales y, consiguientemente, cualquier
ejercicio del poder de enmienda por parte de las Cámaras se encuentra severamente
restringido: toda minoración de ingresos o incremento del gasto debe llevar aparejada
una contrapartida presupuestaria que compense dicha alteración; por consiguiente,
cualquier enmienda origina normalmente la necesidad de buscar una compensación a la
alteración del equilibrio presupuestario. Existe, sin embargo, una importante excepción
a la reserva gubernamental de iniciativa presupuestaria en beneficio de determinados
órganos e instituciones constitucionales dotados de autonomía presupuestaria. Éstos
tienen la facultad de elaborar sus propios presupuestos, aunque se remiten a las Cortes
englobados en el proyecto de Presupuestos Generales del Estado elaborado por el
Gobierno y, ciertamente, constituyen partidas que deben ser tramitadas en forma
ordinaria por las Cámaras. En tal situación se encuentran la Familia y la Casa del Rey,
las propias Cortes Generales, el Consejo General del Poder Judicial, el Tribunal
Constitucional y el Tribunal de Cuentas. Las previsiones constitucionales sobre la
tramitación parlamentaria de los Presupuestos Generales del Estado han sido
desarrolladas por los reglamentos parlamentarios. El Reglamento del Congreso
establece que en el debate de totalidad, que ha de tener lugar en el Pleno de la Cámara,
quedan ya fijadas las cuantías globales de los estados de los presupuestos (art. 134.1
RC). En cualquier caso, las enmiendas que supongan un aumento de créditos en algún
concepto sólo son admitidas a trámite si proponen una baja de cualquier cuantía en la
misma sección (art. 133.3 RC y 149.2 RS), y aquéllas que suponen minoración de
ingresos, requieren la conformidad del Gobierno para su tramitación (art. 133.4 RC). El
Reglamento del Senado también prevé que si una enmienda implica la impugnación
completa de una sección, se ha de tramitar como una propuesta de veto (149.1 RS).
Finalmente, al igual que en el caso de la potestad tributaria, la Constitución contiene
principios materiales a los que debe ajustarse el ejercicio de la potestad presupuestaria,
al determinar que el gasto público debe realizar una asignación equitativa de los
recursos públicos y que su programación y ejecución han de responder a los criterios de
eficiencia y economía (art. 31.2 CE). Los Presupuestos deben ser completos, y contener
la totalidad de los ingresos y gastos del Estado y del sector público estatal (art. 134.2
CE). Asimismo, el art. 135.2 de la Constitución prevé que los créditos para satisfacer el
pago de intereses y capital de la deuda pública del Estado se entenderán siempre
incluídos en los gastos de los Presupuestos, sin que puedan ser objeto de enmienda o
modificación mientras se ajusten a las condiciones de la ley de emisión. El principio de
legalidad presupuestaria también alcanza a la emisión de deuda pública o al
endeudamiento
Eduardo Espín
del Estado. Así, la Constitución requiere autorización por ley para que el Gobierno
emita deuda pública o contraiga crédito (art. 135.1 CE). En los últimos años, los
Presupuestos del Estado han incluido frecuentemente disposiciones de modificación de
leyes sustantivas con pretensión de vigencia indeterminada, no anual. El Tribunal
Constitucional ha admitido la constitucionalidad de dicho procedimiento siempre que
tales disposiciones estén directamente relacionadas con las previsiones de ingresos y
habilitaciones de gastos, esto es, con el contenido propio y específico de los
presupuestos (SSTC 63/86, caso Presupuestos Generales del Estado 1982, 1983 y 1984
y 65/87, caso Presupuestos Generales del Estado, 1984). No deja de ser por ello un
procedimiento excepcional, dado el carácter anual del presupuesto y la determinación
constitucional de su contenido material. Debe señalarse, por otro lado. que el legislador
ha reaccionado a esta decisión de la jurisprudencia constitucional aprobando todos los
años, al tiempo que la Ley de Presupuestos, una Ley ordinaria (habitualmente
denominada «de medidas económicas, fiscales, administrativas y del orden social» o de
manera semejante), en la que incorpora diversas modificaciones de leyes sustantivas de
muy distintas materias.
Lección 25*
**
c) Las interpelaciones Las interpelaciones, a su vez, coinciden con las preguntas en ser
evacuadas oralmente en el Pleno de la Cámara, pero se distinguen de ellas por el nivel
de concreción: en tanto que las preguntas tienen un objeto concreto y específico, las
interpelaciones versan «sobre los motivos o propósitos de la política del Ejecutivo en
cuestiones de política general» (art. 181.1 RC). En consonancia con su mayor
globalidad, el tiempo disponible para las intervenciones es notablemente mayor —diez
minutos— su control más laxo y la viveza del debate menor. Además, mientras que en
la pregunta el debate se circunscribe a preguntante y preguntado, en la interpelación los
Grupos parlamentarios distintos al interpelante pueden fijar posiciones. En fin, la
interpelación puede concluir en una moción que se presenta, para su aprobación, al
Pleno de la Cámara (arts. 180 a 184 RC). Así pues, puede muy bien decirse que las
preguntas orales en Pleno son los instrumentos de control idóneos para cuestiones de
gran actualidad o de interés local pero con un alcance muy concreto, en tanto que las
interpelaciones son el medio adecuado para debatir sobre algún aspecto más general de
la política del Ejecutivo y son, por ello, más atemporales. La racionalización del sistema
parlamentario que se plasma en las Constituciones solo se ha traducido en los
reglamentos parlamentarios, generalmente, de forma muy primitiva. Así, para la
atribución de preguntas orales en Pleno e interpelaciones —esto es, para la utilización
de los dos medios de control practicables en el Pleno de las Cámaras y, por tanto, más
eficaces— se sigue un sistema de cupos de acuerdo con la entidad numérica de cada
grupo parlamentario ignorando, en favor de la formalidad numérica, la realidad
consistente en que la función de control se ejerce básicamente por las minorías. De esta
suerte, el grupo mayoritario es el que cuenta con más ocasiones para formular preguntas
al Gobierno. Ello redunda en el absoluto contrasentido de que la mayoría parlamentaria
es la que goza de más facilidades para debatir con el Gobierno al que apoya.
cho o, incluso, por la actuación de un tercero, aún cuando la actuación subjetiva del
responsable —esto es, su honestidad, celo o diligencia— no esté directamente vinculada
al hecho generador de la responsabilidad. La responsabilidad política no excluye la
concurrencia de otras responsabilidades jurídicas, pero es ajena a ella. Sólo puede ser
exigida por quien designó a la persona para un determinado cargo, y se circunscribe a
una valoración de la gestión política del designado que concluye en la pérdida de la
confianza que se había depositado en él cuando se le encargó dicha gestión. Es, en
suma, la pérdida del vínculo de confianza que ha de existir entre quienes tienen
asignadas determinadas funciones. Por ello, su pertinencia es absolutamente subjetiva, y
el criterio para su exigencia se limita a la oportunidad y es completamente ajeno a la
legalidad. De ahí que sea posible exigir la responsabilidad política de alguien sin poner
en duda la legalidad de su actuación, puesto que la exigencia de la responsabilidad
política no es la imputación de un ilícito jurídico, sino la expresión de una discrepancia
política. En el marco concreto de la relación fiduciaria entre el Parlamento y el
Gobierno, la exigencia de la responsabilidad política se reconduce a que no se
comparten los objetivos políticos del ejecutivo o los medios utilizados para
conseguirlos, o a que no se confía en la capacidad política de los miembros del
Gobierno para alcanzarlos. La Constitución señala —art. 108— que el Gobierno
responde solidariamente de su gestión política ante el Congreso de los Diputados. Con
ello expresa varias cosas. En primer lugar, que la responsabilidad política es solidaria,
esto es, colectiva, del conjunto del Gobierno. No existe, pues, una responsabilidad
política de uno o varios miembros del Gobierno aisladamente. Por tanto, no tienen
encaje constitucional los intentos encaminados a exigir la responsabilidad singular de
uno o varios Ministros. El carácter solidario de la responsabilidad política deriva del
hecho de que, en realidad, a quien el Congreso otorga la confianza parlamentaria en la
investidura es sólo al Presidente del Gobierno, y no al Gobierno en su conjunto; así
pues, sólo al Presidente del Gobierno puede retirársele la confianza otorgada. La
relación de confianza que vincula a los Ministros no se establece con el Congreso, sino
con el Presidente del Gobierno, que los nombra y remueve libremente. La solidaridad
implica, pues, la concreción de la exigencia de la responsabilidad política en el
Presidente del Gobierno y la imposibilidad de exigirla a un Ministro individualmente.
Ello supone, también, que no cabe que un miembro del Gobierno se autoexcluya de esa
responsabilidad, salvo presentando la dimisión. El carácter solidario de la
responsabilidad gubernamental acarrea, por tanto, que las decisiones del Ejecutivo
comprometen políticamente a todos y cada uno de los miembros del Gobierno, y que no
cabe otra forma de exclusión o rechazo de esa responsabilidad que la de abandonar
voluntariamente el Gobierno. Por último, el tenor del art. 108 de la CE anticipa ya que
la formalización de la relación de confianza entre Parlamento y Gobierno se localiza en
el Congreso de
Por otro lado, el carácter constructivo de la moción de censura, y su faceta, más que de
remoción del Gobierno, de sustitución de un Gobierno por otro, se ponen claramente de
manifiesto en la regulación del debate previo a la decisión parlamentaria. En efecto, las
líneas de fuerza de ese debate se concentran no en la exigencia de la responsabilidad
política del Presidente del Gobierno en ejercicio, sino, más bien, en la investidura de
quien aspira a sustituirle en el puesto. En realidad, el protagonista del debate es el
candidato a Presidente, y lo es no en su calidad de crítico con el Gobierno en ejercicio,
sino en su condición de aspirante al cargo. Esto es así porque el Reglamento del
Congreso prevé —art. 177.1— que, tras la defensa de la moción de censura por uno de
sus firmantes, intervenga el candidato a Presidente exponiendo su programa. Con ello,
la defensa de la moción de censura se relega a un lugar secundario, desplazándose la
atención del debate hacia la personalidad y el programa del candidato. Esta doble
intervención obedece, en primer lugar, a que el carácter constructivo de la moción exige
que la eventual aprobación por el Congreso de la moción de censura, que lleva
aparejado el otorgamiento de la confianza parlamentaria, se realice sobre la base de un
programa; en segundo lugar, responde a la posibilidad de que el candidato no sea
Diputado, como ya ha sucedido en alguna ocasión. En conclusión, todo este esquema
relega al Gobierno censurado y a su Presidente a una posición absolutamente
secundaria, que puede llegar, incluso, a su absoluta abstención de la participación en el
debate, hasta el punto que el Reglamento del Congreso no hace referencia directa alguna
al Presidente del Gobierno censurado. De esta suerte, el diálogo no se establece
realmente, como podría pensarse, entre el Presidente del Gobierno y quien le censura y
aspira a sucederle, sino entre este candidato y los grupos parlamentarios. Todo ello hace
de la moción de censura, en cierta forma, además de una vía de exigencia de la
responsabilidad política, un instrumento más, el más espectacular, del control
parlamentario del gobierno. Desde esta perspectiva, la moción de censura puede saberse
de antemano derrotada, y no dirigirse tanto, en realidad, a exigir la responsabilidad
política del Ejecutivo y a sustituirlo por otro como a denunciar y criticar la gestión del
Gobierno en ejercicio ofreciendo una alternativa al mismo, todo ello con la máxima
repercusión pública posible. Una vez realizado el debate, se produce la votación, que,
como se ha visto, no puede tener lugar sino transcurridos al menos cinco días desde la
presentación de la moción. Si concurren varias mociones de censura, se votarán
separadamente — art. 177.3 RC— por orden de presentación. Sin embargo, si alguna de
ellas resultara aprobada, las restantes no se someterían a votación, puesto que se
entiende que el Congreso ya ha decidido a que candidato otorga su confianza. La
votación es —art. 85.2 RC— pública por llamamiento. Ello se debe a que se entiende
que los ciudadanos tienen derecho a saber a quién otorgan sus representantes la
confianza parlamentaria, además de que así se refuerza el compromiso del
parlamentario. Para que la moción de censura prospere debe obtener la mayoría absoluta
Joaquín García Morillo
del Congreso de los Diputados, esto es, el voto de la mitad más uno de los que forman
la Cámara. (arts. 113.1 y 177.5 RC). Este es otro de los elementos claramente
progubernamentales del diseño constitucional, pues puede muy bien suceder que un
Gobierno que esté en minoría —o que, dicho con otras palabras, no cuente con el
respaldo de la mayoría del Congreso— siga en ejercicio, siempre y cuando esa mayoría
parlamentaria que se le opone, además de haber llegado a un acuerdo sobre un
candidato alternativo, no alcance la mitad más uno de los miembros de la Cámara. De
esta forma, es perfectamente posible que un Gobierno que quede en minoría en la
votación de la moción de censura pueda, sin embargo, continuar en ejercicio.
rige por las normas reglamentarias previstas para la moción de censura, sin más cambios
que los derivados de la distinta estructura de ambas figuras: mientras, como se vio, en la
moción de censura el diálogo parlamentario real se establece ante el Congreso y el
candidato a Presidente, en la cuestión de confianza dicho debate tiene lugar entre la
Cámara y el Presidente en ejercicio. Como también aquí se expresa la confianza que al
Congreso merece el Gobierno, la votación es, igual que en el caso de la moción de
censura, pública por llamamiento (art. 85.2 RC).En este caso, es el Reglamento el que
prevé —art. 174.4— un periodo de reflexión, al disponer que la cuestión de confianza
no prevé ser votada sino transcurridas, al menos, veinticuatro horas desde su
presentación. El rasgo progubernamental de la regulación constitucional de la confianza
parlamentaria al Gobierno se manifiesta en la votación requerida: el Gobierno gana la
votación de la cuestión de confianza por mayoría simple de los Diputados presentes (art.
112 CE).Ello significa que, mientras que para cambiar el Gobierno es menester obtener
la mayoría absoluta de los miembros de la Cámara, para revalidar la confianza al
Gobierno basta con que, de entre los Diputados que asistan a la votación, voten más a
favor del Gobierno que en contra de él o, dicho en otras palabras, que haya más «síes»
que «noes». Por tanto, el Congreso puede revalidar su confianza al Gobierno con una
minoría de sus votos, pues puede suceder que los votos negativos, las abstenciones y las
ausencias superen, en conjunto, a los votos positivos, pero sin que ello se traduzca en la
retirada de la confianza parlamentaria al Gobierno. De esta suerte, tanto en la moción de
censura como en la cuestión de confianza las abstenciones, ausencias o votos nulos o en
blanco favorecen al Gobierno, contabilizándose en realidad como si de votos en su favor
se tratase: sólo los votos realmente emitidos y expresamente contrarios al Gobierno
surten su efecto negativo. Por lo demás, la posibilidad de revalidar la confianza
parlamentaria al Gobierno por mayoría simple es congruente con la eventualidad,
también admitida constitucionalmente —art. 99.3 CE—, de que la investidura tenga
lugar por mayoría simple. Todo ello configura un sistema encaminado a asegurar la
estabilidad gubernamental, y en el que se entiende que el Gobierno goza de la confianza
parlamentaria salvo que la mayoría del Congreso manifieste expresamente su
desconfianza. La exigencia de la mayoría simple es coherente, por tanto, con la
pretensión constitucional de facilitar la formación del Gobierno y, sobre todo, la
permanencia de éste.
Lección 26
El Gobierno 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10.
lación tuvo escasa o nula trascendencia constitucional. Los textos constitucionales rara
vez se refieren al Gobierno como órgano con entidad propia, a pesar de su importancia
en la práctica política. Cuando las Constituciones se referían al poder ejecutivo,
utilizaban como epígrafe de los correspondientes títulos la expresión «Del Rey», «De
los Ministros», o, en algún caso, «Del Rey y sus Ministros» (Constitución de 1876) sin
referencia al órgano gubernamental. Éste se configuraba así como un órgano de
innegable trascendencia en la realidad, pero carente de expresión constitucional: era
pues, formalmente, una extensión o apéndice del poder del Rey, titular del poder
ejecutivo. En ese sentido, podía correctamente designarse como «Gobierno del Rey» o
«Gobierno de Su Majestad». La Constitución de la Segunda República sí confirió al
Gobierno un reconocimiento constitucional expreso, regulando la institución como
órgano distinto de la Jefatura del Estado (Presidencia de la República) en su título XI,
integrado por ocho artículos, en que se establecía la composición del Gobierno y sus
funciones, así como los elementos básicos del estatuto de sus miembros, incluyendo su
responsabilidad, civil y criminal (arts. 86 a 93). La actual regulación constitucional, al
incidir directamente en la estructura y funciones del Gobierno, viene a seguir el
precedente de la Constitución de 1931, y no el fijado por las Constituciones
monárquicas del siglo XIX. La Constitución refleja la realidad política y jurídica del
momento de su elaboración, al delimitar claramente la figura y funciones propias del
Rey, por un lado, y del Gobierno por otro, como órganos constitucionales distintos y
separados. El Rey no forma parte del Gobierno, al no estar incluido entre los miembros
de éste que recoge el art. 98 de la CE. Tampoco es el titular de la función ejecutiva,
atribuida al Gobierno por el artículo 97 del texto constitucional. No cabe ya, por tanto,
hablar del «Gobierno del Rey» o de «Ministros de la Corona», sino, en término
frecuentemente empleado por la jurisprudencia constitucional, del «Gobierno de la
Nación». Gobierno y Rey se configuran pues como órganos constitucionales distintos,
sin perjuicio de sus especiales relaciones, que suponen una estrecha colaboración entre
ellos. Esta regulación constitucional, referida tanto a los aspectos estructurales del
Gobierno —composición, formación y cese, estatuto de sus miembros— como a sus
funciones, es muy reducida, y se centra esencialmente en los artículos 97 a 102 de la
CE. El carácter forzosamente esquemático de esta normativa puede considerarse
ciertamente conveniente, pues al referirse únicamente a cuestiones y elementos básicos
de la institución, permite una mayor flexibilidad y elasticidad a la hora de adaptarla a las
necesidades de cada momento. Por otro lado, exige el complemento de otras normas que
llenen los vacíos dejados por los mandatos constitucionales: la misma Constitución se
remite a leyes que completen sus preceptos en lo que se refiere a la composición del
Gobierno (art. 98.1) y al estatuto e incompatibilidades de sus miembros (art. 98.4). Y,
aparte de estas remisiones
El Gobierno
expresas del texto constitucional, es evidente la necesidad de una regulación
pormenorizada de otras materias referentes a la composición y funcionamiento del
Gobierno. En Europa Occidental (así en Italia, o la República Federal de Alemania) esa
regulación se ha efectuado, en forma unitaria y coordinada mediante leyes reguladoras
del Gobierno (leyes del Gobierno). Tal es el caso también en todas las Comunidades
Autónomas, que se ocupan en sus leyes del Gobierno de sistematizar los elementos
esenciales de la institución en un texto único. Esta sistematización se ha producido más
tardíamente en el nivel estatal. En 1997 se aprobó la Ley del Gobierno (L. 50/1997, de
27 de noviembre) pero hay que tener en cuenta que, dadas las complejas funciones de
este órgano, difícilmente puede ser regulado por un solo texto normativo: disposiciones
de innegable relevancia al respecto se hallan en normas relativas a la Administración
(como la Ley de Régimen Jurídico del Sector Público), así como en normas penales y
procesales.
como los ministros) hayan de ser creados o regidos por la ley, lo que implicaría una
reserva absoluta de ley, sino de acuerdo con la ley. Ello supone una relativización del
papel de la ley en este aspecto: en términos de la STC 60/86 (caso R.D.- ley de medidas
urgentes de reforma administrativa) la fórmula «de acuerdo con la ley» «no es otra que
la de la llamada reserva relativa de ley, que permite compartir la regulación de una
materia entre la ley —o norma con fuerza y valor de ley— y el reglamento» (F.J. 2). La
norma legal podrá, por tanto, limitarse a establecer prescripciones básicas, de manera
que la normativa reglamentaria, respetando esas prescripciones, pueda determinar,
según las necesidades de cada momento, cuántos y cuáles han de ser los departamentos
ministeriales (y vicepresidencias, si así conviniera). Este sistema, que remite a
disposiciones reglamentarias la determinación del número total y denominación de los
departamentos ministeriales, y que resulta plenamente acorde con los mandatos
constitucionales, ha sido el adoptado en la práctica a partir de 1985. A partir de esta
fecha, diversas disposiciones legales han venido a autorizar a la Presidencia del
Gobierno para, mediante Real Decreto, determinar el número, la denominación y el
ámbito de competencias respectivas de los ministerios y las secretarías de Estado. Tal
autorización se contiene actualmente en el art. 2, 2,f) de la Ley del Gobierno. Este
sistema presenta indudables ventajas, ya que es más flexible que la fijación por ley del
número y denominación de ministerios; la fijación por Real Decreto posibilita adaptar
en breve plazo la composición del Gobierno a las necesidades derivadas de la
distribución de tareas gubernamentales, así como a las derivadas del reparto de poder
entre partidos o tendencias políticas inter o intrapartidistas. No obstante, tal flexibilidad
no será aplicable a la creación de categorías de miembros del Gobierno distintas de
Presidente, vicepresidente o ministros. Como se vio, la Constitución admite la
posibilidad de esas categorías (art. 98.1 CE) pero exige que sean establecidas por ley.
Hasta el momento no se ha producido ninguna añadidura de este tipo a las categorías
«tradicionales» de miembros del Gobierno: pero, interpretando conjuntamente los
artículos 98.1 in fine y 103.2 de la CE, debe concluirse que sólo la ley puede crear
nuevas categorías de miembros del Gobierno, si bien, una vez establecidas por ley sus
características básicas, podrán fijarse, de acuerdo con la ley, reglamentariamente
aspectos como el número de entes dentro de cada categoría, su denominación, etc. En
todo caso, se trata de supuestos aún no verificados en la práctica. Aunque, como se verá
más abajo (apartado 5) se hayan creado en ocasiones categorías diferenciadas de
ministerios.
El Gobierno
se le atribuyen específicamente, sino que además debe realizar una función general de
estímulo, orientación e impulso de la acción de otros órganos. Ahora bien, el Gobierno
se estructura, por definición, como un órgano pluripersonal, pero con una destacada
característica: junto a las funciones del Gobierno como collegium, sus miembros tienen
también funciones propias, que se les atribuyen constitucionalmente. Resulta por tanto
necesario diferenciar, como órganos constitucionales, por un lado el Gobierno en cuanto
colectivo —que, como se verá, en el caso español se identifica, tradicional y
positivamente, con el Consejo de Ministros— y por otro los órganos unipersonales, con
entidad propia que en él se integran: el Presidente, el o los vicepresidentes, los ministros
y los no definidos «demás miembros» a los que genéricamente se refiere el artículo 98.1
CE. Además, no ha de olvidarse que la legislación ordinaria ha venido a aumentar aún
más la complejidad de la estructura gubernamental, introduciendo órganos o instancias
no recogidas o previstas en la Constitución (así, las Comisiones Delegadas del
Gobierno, de origen preconstitucional). Igualmente, y como requisito para la
comprensión de la acción gubernamental, ha de precisarse cuál sea la relación —
jerárquica o paritaria— de esos órganos, Consejo de Ministros, Presidente,
vicepresidentes, ministros (y «demás miembros») entre sí, y particularmente las
relaciones de los ministros con la figura que aparece notablemente potenciada en la
Constitución, esto es, el Presidente del Gobierno. En cualquier caso, ha de tenerse en
cuenta que, más allá de la normación jurídica, cobran especial relevancia en esta materia
circunstancias de índole política (relaciones entre partidos, e intrapartidistas), por lo que
la referencia a la práctica política se hace insoslayable, a efectos de precisar hasta qué
punto nos encontramos ante auténticas regulaciones normativas y vinculantes, o ante
meras situaciones de hecho, sin valor de precedente. Cuando la Constitución se refiere a
actuaciones o decisiones del Gobierno en cuanto órgano pluripersonal, emplea las
expresiones «Consejo de Ministros» (así, arts. 62.g), 88, 112, 115, 116.2 y 3) y
«Gobierno» (arts. 86, 87.1, 92.2, 97, etc.). Incluso, en algún caso, emplea ambos
términos dentro del mismo artículo y apartado: el art. 116.2, dispone que «El estado de
alarma será declarado por el Gobierno mediante decreto acordado en Consejo de
Ministros». Ello ha conducido a estimar, en ocasiones, que «Gobierno» y «Consejo de
Ministros» podrían no coincidir, de manera que el Consejo de Ministros fuera sólo una
de las formas en que se produjera la acción gubernamental. Se consideraba así posible,
bien que determinadas actuaciones del Gobierno las realizara un «Consejo de Gabinete»
al estilo británico, más restringido que el Consejo de Ministros, bien, al contrario, un
órgano más amplio que éste último, y que comprendiera, no sólo a los ministros, sino
también a otros órganos, como los secretarios de Estado. Estas hipótesis, no obstante, no
han encontrado aún traducción en la normativa legal ni en la práctica política. En la
actual realidad española, los términos «Gobierno» y «Consejo de Ministros» siguen
siendo equivalentes e intercambia-
El Gobierno
La Ley del Gobierno contiene una regulación básica para su funcionamiento, contenida
en sus artículos 17 a 19, pero se remite, para una normación más precisa, a las
disposiciones organizativas internas de funcionamiento y actuación que sean dictadas
por el Presidente del Gobierno o el Consejo de Ministros. Usualmente, esas
disposiciones de detalle se contienen en unas «Instrucciones» aprobadas en Consejo de
Ministros. Pero hay que recordar que éste se rige, no sólo por normas escritas, sino
también por usos y convenciones derivadas de la práctica, como —por ejemplo— la de
que los Consejos de Ministros se celebren con periodicidad semanal. Muchas de estas
convenciones han ido convirtiéndose en preceptos legales o reglamentarios. Así, el
secreto de las reuniones, o la necesidad de levantar acta después de cada sesión, acta en
que deberán incluirse los acuerdos adoptados, han pasado a ser contenido de mandatos
expresos, reglamentarios o legales. La actuación del Consejo de Ministros, como órgano
plenario del Gobierno, se ve facilitada por los que pudiéramos denominar órganos de
apoyo del Consejo: el Secretariado del Gobierno y la Comisión General de Secretarios
de Estado y Subsecretarios. El primero es el encargado de proporcionar la
infraestructura administrativa del Consejo y de sus Comisiones Delegadas, y se integra
en el Ministerio de la Presidencia. En cuanto a la Comisión General de Secretarios de
Estado y Subsecretarios, su función consiste en preparar las sesiones del Consejo de
Ministros, informando sobre las materias a tratar por éste.
El Gobierno
b) Órganos de apoyo del Presidente La especificidad de las funciones del Presidente del
Gobierno hace necesaria la existencia de órganos de apoyo capaces de llevar a cabo las
tareas de preparación de decisiones y seguimiento de su ejecución. En la actual
situación, pueden distinguirse varios tipos de órganos de esta naturaleza. Por una parte,
aquéllos que constituyen en realidad órganos de apoyo del Consejo de Ministros, como
es el Secretariado del Gobierno, integrado en un ministerio específico, el Ministerio de
la Presidencia. Por otra, y cobrando en la práctica una importancia creciente, las
unidades de apoyo sin carácter de departamento ministerial, que se integran dentro de la
estructura orgánica de la Presidencia del Gobierno: así, la Secretaría General de la
Presidencia, la Oficina Económica del Presidente del Gobierno y el Gabinete de la
Presidencia del Gobierno como órgano de asistencia política y técnica, que se
configuran como organizaciones instrumentales, directamente dependientes del
Presidente, y encaminadas a hacer posible la actividad de dirección política de éste.
Pese a la progresiva relevancia de estos órganos de apoyo, su relativa novedad en la
estructura gubernamental se traduce en que se encuentran regulados por normas de nivel
reglamentario. Finalmente, y como órgano de apoyo previsto en la Constitución, ha de
considerarse la figura del vicepresidente o vicepresidentes. La Constitución, al enumerar
los componentes del Gobierno se refiere (art. 98) a «los Vicepresidentes, en su caso».
La práctica política española post-constitucional ha supuesto la presencia de al menos
un vicepresidente en el Gobierno, y hasta tres en alguna ocasión. Por lo que se refiere a
sus funciones, no vienen enumeradas en la Constitución, por lo que han sido la
normativa legal y la práctica política las que han venido a precisarlas. En la práctica,
aparte de las funciones de sustitución del Presidente por ausencia en el extranjero o
enfermedad, la función del vicepresidente (y en su caso, del vicepresidente o
vicepresidenta primera) se ha centrado fundamentalmente en la coordinación
gubernamental y en la programación de las tareas del Gobierno, presidiendo a estos
efectos, como prevé la Ley del Gobierno, las sesiones de la Comisión General de
Secretarios de Estado y Subsecretarios. En varias ocasiones, y evidentemente para
lograr una mayor coordinación, la vicepresidencia primera y el Ministerio de la
Presidencia han recaído en el mismo titular.
– Cabe que haya ministros que, aún dirigiendo unidades administrativas, no sean jefes
de un departamento ministerial: tal sería el caso de los denominados «ministros sin
cartera». Se trata de una técnica empleada en otros ordenamientos, bien para lograr el
adecuado equilibrio numérico en caso de Gobiernos de coalición, bien para encomendar
tareas coyunturales a especialistas que se incluyen, por la transcendencia de su función,
en el Consejo de Ministros. – Aún cuando designados formalmente como departamentos
ministeriales, no es infrecuente en la práctica española que, con ocasión de
remodelaciones ministeriales, se creen ministerios con características peculiares que los
diferencian de las áreas tradicionales de la Administración: tal sería el caso de la Oficina
del Portavoz del Gobierno (que a veces ostenta rango ministerial, en otros casos de
Secretaría de Estado, o se combina con otro departamento), o del Ministerio de
Relaciones con las Cortes (órgano que en ocasiones se estructura como Secretaría de
Estado, combinado o no, según los casos, con la Secretaría del Gobierno). Sus titulares
se configuran, más que como cabezas de divisiones administrativas, como jefes de
departamentos reducidos, con finalidades casi exclusivamente de apoyo. – Los ministros
ostentan al mismo tiempo dos tipos de posiciones. Su condición de jefe de departamento
ministerial, como posición administrativa, se simultanea con la del miembro del
Gobierno, como posición política. Ambas posiciones implican funciones distintas y
complementarias: por una parte, la dirección de una división administrativa, por otra, la
colaboración en la dirección política del país. El ministro, así, actúa como auténtico
puente entre la política y la Administración. Ahora bien, el status de ministro no es un
status funcionarial, sino que presenta peculiaridades propias: el ministro constituye en
efecto una categoría englobable en la de «altos cargos del Estado», con una regulación
específica. En la práctica española, a partir de 1982, no se han establecido diferencias de
denominación o tratamiento jurídico entre los ministros. No se ha recurrido a la figura
de los «ministros sin cartera» (todos los ministros son titulares de sus respectivos
departamentos ministeriales) y ha desaparecido la figura de «ministro de Estado»,
introducida pasajeramente en 1980. También ha desaparecido la innovación singular
que representó la «consideración personal de ministro» del Delegado del Gobierno en el
País Vasco (R.D. 2042/1980). En consecuencia, no cabe hablar hoy de categorías o
subtipos ministeriales. El nombramiento de los ministros corresponde al Rey, a
propuesta exclusiva del Presidente del Gobierno, y se efectúa formalmente por Real
Decreto, refrendado por el Presidente; evidentemente, no se trata de uno de los Reales
Decretos «acordados en Consejo de Ministros» a que se refiere el art. 62 C.E., sino de
El Gobierno
tros puedan ser también miembros de las Cámaras Legislativas) ni cualquier otra
función pública que no derive de su cargo, ni actividad profesional o mercantil alguna.
Ahora bien, este núcleo se ha visto ampliado legislativamente por la Ley reguladora del
ejercicio de alto cargo de la Administración General del Estado (L. 3/2015, de 30 de
marzo) que extiende el régimen de incompatibilidades, que afectará incluso a los años
inmediatamente posteriores a su cese. Desde la perspectiva penal, los miembros del
Gobierno gozan de una especial protección. En cuanto se refiere a su actuación conjunta
en Consejo de Ministros, el Código Penal tipifica como delito toda coerción u
obstaculización de la libertad de los ministros reunidos en Consejo, así como las injurias
y amenazas al Gobierno. La protección penal se extiende también a los ministros
individualmente considerados, al tipificar como delito específico el atentar contra un
ministro en el ejercicio de sus funciones. El status de los miembros del Gobierno tiene
también una dimensión procesal, ya que la Constitución establece un fuero especial para
ellos en materia penal. El art. 102 CE prevé que la responsabilidad criminal del
Presidente y los demás miembros del Gobierno habrá de exigirse ante la Sala de lo
Penal del Tribunal Supremo (102.1). Esta peculiar situación procesal se ve reforzada por
la exigencia de que la acusación por «traición o por cualquier otro delito contra la
seguridad del Estado en el ejercicio de sus funciones» necesitará un específico acuerdo
parlamentario. Sólo podrá ser planteada por iniciativa de la cuarta parte de los miembros
del Congreso, y habrá de contar con la aprobación del mismo por mayoría absoluta
(102.2). Por otro lado, este status procesal tiene una dimensión negativa: la prerrogativa
real de gracia no será aplicable a supuestos de responsabilidad penal de miembros del
Gobierno (102.3). La especial situación procesal de los miembros del Gobierno resulta
tradicionalmente acentuada además por la legislación ordinaria. La Ley de
Enjuiciamiento Criminal, en efecto, establece que (entre otros) los miembros del
Gobierno dispondrán de un régimen peculiar para prestar declaración ante órganos
judiciales, ya que podrán, bien informar por escrito, bien prestar declaración en su
domicilio o despacho oficial, con lo que se les dispensa de su comparecencia personal a
declarar (arts. 412 y ssgs. LECr). Finalmente, resulta conveniente hacer referencia a una
dimensión del status procesal de los miembros del Gobierno, común también a otros
funcionarios: su derecho y obligación de guardar secreto (incluso en procedimientos
judiciales) sobre materias cuya divulgación pudiera resultar en grave perjuicio de la
seguridad interna o externa del Estado, o de otros bienes públicos. Sobre todas ellas
tienen los funcionarios (y también los ministros) obligación de guardar secreto, y, en
consecuencia, la Ley de Enjuiciamiento Criminal protege genéricamente tal reserva, al
determinar que «no podrán ser obligados a declarar como testigos los funcionarios
públicos, de cualquier clase que sean, cuando no pudiesen declarar
El Gobierno
sin violar el secreto que, por razón de sus cargos, estuviesen obligados a guardar» (art.
417.2). La Ley de Secretos Oficiales, por su parte, prevé la posibilidad de que se
declaren determinadas materias como «materias clasificadas», bien como materias
secretas, bien como materias reservadas En el caso de los miembros del Gobierno, el
deber de secreto se extiende a las deliberaciones del Consejo de Ministros, según
práctica arraigada en el ordenamiento español, y confirmada en el art. 5.3 de la Ley del
Gobierno.
El Gobierno
el candidato, ya que ha de contar con la voluntad concorde (en cuanto responsable) del
Presidente de la Cámara. En la práctica, ello se traduce en la pregunta de si el Presidente
puede negar su refrendo al Rey, si estima que éste no refleja, en su propuesta, la
voluntad expresada en las urnas. La pregunta, hasta el momento, y previsiblemente en el
futuro, se revela como meramente académica. Ciertamente, si el Presidente niega su
refrendo, la propuesta real no puede tramitarse en el Parlamento. Ello supondría un
bloqueo en el funcionamiento de las instituciones previsto en la Constitución, como
también lo supondría que el Rey no efectuase propuesta alguna o que se negase a firmar
los Decretos expedidos en Consejo de Ministros (art. 62.f) o a sancionar las leyes
elaboradas en las Cortes (art. 62.a). Se trata de situaciones dudosamente posibles que
implican una crisis constitucional, y cuya resolución no puede preverse mediante un
mecanismo específico.
El Gobierno
c) Nombramiento de los miembros del Gobierno Una vez realizada con éxito la
investidura del candidato a la Presidencia del Gobierno corresponde al Rey su
nombramiento formal (art. 99.3). En este caso, y de acuerdo con el art. 64 de la CE, se
atribuye al Presidente del Congreso el refrendo del nombramiento. En lo que se refiere
al resto de los miembros del Gobierno, la Constitución atribuye también su
nombramiento al Rey (art. 100). Ahora bien, en este caso, el nombramiento se realiza a
propuesta del Presidente del Gobierno, y, dentro de la norma general del art. 64 de la
CE, es refrendado por este último. Los nombramientos del Presidente y demás
miembros del Gobierno se llevan a cabo mediante Real Decreto. De acuerdo con la
práctica seguida hasta el momento, se emite primeramente el Real Decreto de
nombramiento del Presidente (refrendado por el Presidente del Congreso) y el
correlativo de cese del Presidente saliente (refrendado, en 1981, por el Ministro de
Justicia de su Gobierno; en 1982 por el Presidente del Congreso, y a partir de esa fecha,
por el mismo Presidente saliente). Los nombramientos de los integrantes del nuevo
Gobierno se realizan también mediante Reales Decretos refrendados por el Presidente
del Gobierno.
8. CESE DE LOS MIEMBROS DEL GOBIERNO La Constitución prevé varios
supuestos de cese colectivo del Gobierno, afectando a todos sus miembros. Dos de ellos
derivan de situaciones, por así decirlo, externas al Gobierno: la celebración de
elecciones generales, y la pérdida de la confianza parlamentaria (art. 101 CE). Pero la
Constitución especifica igualmente otros dos supuestos, vinculados a la posición del
Presidente: su dimisión o fallecimiento. En todos estos casos, el cese del Presidente trae
consigo el cese de los demás miembros del Gobierno. Se ha señalado en ocasiones que,
aparte de los supuestos expresamente mencionados en la Constitución, son previsibles
otros eventos que condicionan el cese del Presidente (y, con él, de todo el Gobierno)
como pudieran ser la declaración de incapacidad del Presidente, o su acusación por
traición, de acuerdo con el art. 102.2 de la CE, que, al requerir la aprobación por
mayoría absoluta del Congreso, debería implicar la pérdida de la confianza
parlamentaria; pero parece que en tales casos, sería la fórmula de dimisión la
procedente. De la regulación se desprende que los supuestos de cese gubernamental son
tasados. No cabe, pues, que pueda exigirse la responsabilidad del Gobierno por otros
órganos que el Congreso de los Diputados, mediante la moción de censura o la derrota
de la cuestión de confianza, y únicamente mediante estos concretos procedimientos.
Debe destacarse que el cese del Gobierno no supone un vacío institucional. El mismo
artículo 101 establece que «el Gobierno cesante continuará en funciones
hasta la toma de posesión del nuevo Gobierno». Se produce en tal caso la situación del
«Gobierno en funciones», que debe suponer, lógicamente —como se prevé
expresamente en la Ley del Gobierno, en su art. 21— una alteración y disminución de
las facultades gubernamentales, en cuanto que es misión del Gobierno en funciones
«estar al cuidado» de los asuntos públicos, en tanto no se nombre un nuevo Gobierno,
sin dificultar o comprometer la actividad de éste en su momento. Por otro lado, la
dimisión o fallecimiento del Presidente del Gobierno, o la derrota de éste en el
planteamiento de una cuestión de confianza suponen que se rompe el vínculo de
confianza que unía al Gobierno y al Congreso, y que debe iniciarse un nuevo
procedimiento de nombramiento de Presidente. Ello implica que el Gobierno, entre
tanto en funciones, no podrá disolver las Cámaras, ni interrumpir ese procedimiento.
Como ya se apuntó, se ha planteado en ocasiones si, con relación a los miembros del
Gobierno otros que el Presidente (vicepresidentes y ministros) puede producirse otra
causa de cese: la exigencia de responsabilidad individual por las Cámaras, o, como se ha
denominado, la «reprobación» por las Cortes (Congreso o Senado). De hecho, y en la
práctica, se han presentado —y admitido a trámite— en diversas ocasiones «mociones
de reprobación» individual de uno o varios ministros, proponiéndose un
pronunciamiento negativo de la Cámara respecto del ministro o ministros en cuestión,
por un aspecto determinado de su gestión. Ahora bien, e independientemente del
resultado de tales mociones, lo cierto es que la Constitución atribuye exclusivamente al
Presidente la propuesta de separación o cese de los miembros del Gobierno (art. 100).
En consecuencia, el eventual pronunciamiento reprobatorio parlamentario no supone,
desde una perspectiva estrictamente constitucional, el cese del ministro afectado: los
ministros son ciertamente responsables (el art. 98.2 CE se refiere a la «responsabilidad
directa de éstos en su gestión») pero tal responsabilidad, sea civil, penal o política, no
implica que el Parlamento tenga potestad para cesarles, ni que el Presidente del
Gobierno deba efectuar su cese como consecuencia de una reprobación parlamentaria,
sin perjuicio de que el Presidente así lo decida por razones de conveniencia política.
El Gobierno
e influencia a la hora de adoptar decisiones. Ello se hace evidente, sobre todo, en lo que
se refiere al Presidente del Gobierno, que se encuentra constitucionalmente en una
posición predominante respecto a los demás integrantes del órgano gubernamental,
debido a las tareas que específicamente se le encomiendan (arts. 92.2, 112, 115.1,
162.1.a) CE) entre ellas, la de «dirigir la acción del Gobierno y coordinar las funciones
de los demás miembros del mismo» (art. 98.2). Ello supone unas competencias
inherentes de la mayor importancia, como son las de establecer las concretas decisiones
a debatir y a adoptar, y, en consecuencia, la de determinar el ritmo y régimen de
celebración de las reuniones del Gobierno, y la fijación del orden del día de las mismas.
Pero sobre todo, ha de tenerse en cuenta que la investidura parlamentaria recae sobre el
Presidente, y no sobre el Gobierno en su conjunto (art. 99 CE); y que,
consecuentemente, es el Presidente quien tiene la competencia para nombrar y cesar,
libremente, a los miembros del Gobierno (art. 100 CE). Estos, pues, son nombrados en
virtud de la confianza del Presidente, y son responsables políticamente ante él. Se
produce por tanto, una relación entre Presidente y demás miembros del Gobierno que no
puede estimarse igualitaria, y que, como consecuencia, excluye un procedimiento
igualitario de toma de decisiones, similar al previsto para los órganos administrativos
colegiados. En cualquier caso, ello no implica una relación puramente jerárquica entre
Presidente y ministros. En primer lugar, porque la misma Constitución reserva a éstos,
en cuanto titulares de su departamento, un área propia de gestión: el art. 99.2 se refiere a
la función del Presidente respecto de los ministros «sin perjuicio de la competencia y
responsabilidad directa de éstos en su gestión». Se reconoce así un ámbito de
competencia ministerial, en el que no cabe una injerencia externa. La estructura
jerárquica del departamento ministerial (pues, como dispone el art. 103.1 de la CE, la
Administración responde al principio de jerarquía) termina en el ministro, de modo que
la dirección política del Presidente del Gobierno ha de llevarse a cabo a través de los
ministros, y no prescindiendo de ellos. Por otro lado, no puede olvidarse, como eventual
condicionamiento de hecho, la posibilidad de la existencia de Gobiernos de coalición,
en los que la función directiva del Presidente habrá de acomodarse al acuerdo o pacto de
coalición, y a la presencia de ministros derivada de dicho pacto. Se trata aún, en todo
caso, de una situación inédita en la etapa constitucional actual.
Luis López Guerra Madrid, 2005. PÉREZ FRANCESCH, J.L. El Gobierno, Madrid,
1993. Sobre el Gobierno en funciones, ver AGUIAR DE LUQUE, L., «La posición del
gobierno cesante o en funciones en el ordenamiento español» en GARRORENA, A., El
Parlamento y sus transformaciones actuales, Madrid, 1990, y REVIRIEGO, F., El
gobierno cesante o en funciones en el ordenamiento constitucional español, Madrid,
2003. Con referencias a las Comunidades Autónomas, SOLE TURA, J. y AJA, E.,
coords. El Gobierno en la Constitución y en los Estatutos de Autonomía, Barcelona,
1985. Sobre el Presidente del Gobierno, MATEOS Y DE CABO, O. El Presidente del
Gobierno en España: status y funciones, Madrid, 2006. Para la formación del Gobierno,
REVENGA SÁNCHEZ, M., La formación del Gobierno en la Constitución española de
1978. Madrid, 1981, y VINTRO CASTELLS, J., La investidura parlamentaria del
Gobierno: perspectiva comparada y Constitución española, Madrid, 2007. GARCÍA
MAHAMUT, R. La responsabilidad penal de los miembros del Gobierno en la
Constitución, Madrid, 2000.
Lección 27
siendo muy escasas las que tienen otro origen. Manifestación también de esta potestad
de iniciativa es la posibilidad de dictar decretos-leyes en situaciones de urgencia y
necesidad (art. 86), si bien, como se vio, sometida a revisión por el Congreso de los
Diputados. Dispone además el Gobierno del monopolio de la iniciativa del
procedimiento parlamentario en un tema trascendental: el referente a los Presupuestos
del Estado. En este aspecto, el artículo 134 de la Constitución encomienda al Gobierno
«la elaboración de los Presupuestos Generales del Estado», reservando a las Cortes
Generales su «examen, enmienda y aprobación». Nos hallamos aquí ante un supuesto en
que la iniciativa política se reserva en exclusiva al Gobierno, único órgano que podrá
elaborar el proyecto de Presupuestos. b) En relación con otros poderes y órganos. La
manifestación de la función directiva gubernamental se encuentra en otros muchos
lugares de la Constitución. Podemos así señalar: – El Gobierno puede dirigirse
directamente al electorado mediante la propuesta de convocatoria de referéndum (art. 92
CE). En efecto, junto a las diversas modalidades de referéndum que prevé la
Constitución, y que son analizadas en otras partes de la presente obra (referéndum de
reforma constitucional y de aprobación y reforma de Estatutos, ver lecciones 2 y 32,
respectivamente) que han sido desarrolladas por la LO 12/80, de Regulación de las
Distintas Modalidades de Referéndum, el art. 92 CE introduce la figura del referéndum
consultivo sobre «decisiones políticas de especial trascendencia». Se configura,
constitucional y legalmente, como la posibilidad (referéndum potestativo, no
preceptivo) de que el Presidente del Gobierno recabe un pronunciamiento de los
ciudadanos sobre una decisión política. Ello implica que se trata, no de que los
ciudadanos, mediante referéndum, adopten una decisión (de índole normativa, o de
cualquier otro tipo) sino de que se pronuncien sobre una decisión que corresponde
adoptar a un órgano constitucional. El referéndum es pues consultivo, pero ello no
puede ocultar la trascendencia del pronunciamiento popular, en cuanto puede suponer la
adhesión o la desautorización de una resolución o propuesta del Gobierno. El
procedimiento del referéndum consultivo del art. 92 de la CE, tal como lo desarrolla la
LO 2/80, comprende la iniciativa del Presidente del Gobierno (sin que se exija
deliberación del Consejo de Ministros, si bien ésta aparece como elemento natural en el
proceso) y la autorización del Congreso de los Diputados. Para ello, el Presidente del
Gobierno habrá de enviar al Congreso la solicitud de autorización, conteniendo «los
términos exactos en que haya de formularse la consulta» (art. 6 LOR). Tal autorización
deberá aprobarse por mayoría absoluta. Obtenida la autorización del Congreso,
corresponde al Rey la convocatoria mediante Real Decreto acordado en Consejo
supuestos expresamente enumerados en la Constitución, esto es, los tratados por los que
se cedan competencias constitucionales (art. 93) los que impliquen una reforma
constitucional (art. 95) y la lista enumerada en el art. 94. En los demás casos, «el
Congreso y el Senado serán inmediatamente informados de la conclusión de los
restantes tratados o convenios»: el papel del Parlamento queda por tanto limitado, en
estos supuestos, a «ser informado» (art. 94.2 CE). Esta restricción de la intervención de
las Cortes en relación con determinados tratados supone la necesidad de una calificación
previa de los acuerdos internacionales, para determinar si entran o no en las categorías
que precisan una autorización parlamentaria. Ello implica, primeramente, decidir sobre
si el acuerdo en cuestión constituye o no un acuerdo normativo y no otro tipo de
relación (por ejemplo, una promesa, una declaración de intenciones, una declaración
paralela a otra de otro país); y, en segundo lugar, precisar si requiere o no autorización
de las Cortes. El ordenamiento español prevé la emisión, en determinados casos, de un
dictamen de Consejo de Estado (Ley Orgánica del Consejo de Estado, art. 22.1) sobre si
esa autorización es necesaria. Por otra parte, cabe que la Mesa de las Cortes rectifique la
tramitación propuesta por el Gobierno, decidiendo que su tramitación se realice por la
vía de la autorización, y no de la simple información (o viceversa). Finalmente, se ha
extendido la práctica de que los tratados sean convalidados (no autorizados) por el
Parlamento, subsanándose así posibles extralimitaciones gubernamentales.
mediante la figura del ministro, titular del departamento ministerial, y miembro del
Consejo de Ministros. El Gobierno dirige, la Administración administra, y el ministro es
el lazo de unión o conexión entre ambos. Ha de tenerse en cuenta, en todo caso, que esta
dirección de la Administración no puede suponer menoscabo de los criterios que la
Constitución, en sus artículos 14, 103 y 106 predica de la actuación administrativa:
igualdad, objetividad de la Administración e imparcialidad de los funcionarios (ver al
respecto la lección siguiente). La dirección de la Administración lo que supone, pues, es
una tarea de fijación de objetivos, de establecimiento de un orden de prioridades entre
las actividades administrativas, la previsión de los medios necesarios para llevar a cabo
esas actividades, y la distribución de recursos para su consecución. Esta labor de
orientación y dirección se configura pues como una labor previa y necesaria para la
eficaz actuación de la Administración, pero que en ningún caso podrá lesionar el
principio de la objetividad e imparcialidad funcionarial. Una de las técnicas usualmente
empleadas para asegurar esta dirección de la Administración es la existencia de un
«escalón político» en la maquinaria administrativa, que transmita las directrices
gubernamentales y vele por su cumplimiento. El primer «nivel político» lo constituyen,
obviamente, los ministros, miembros del Gobierno y al mismo tiempo, jefes de los
respectivos departamentos ministeriales, en que se estructura la Administración del
Estado. Pero, además, dentro de cada ministerio, la normativa legal y reglamentaria
prevé la existencia de cargos de dirección y confianza política, que permitan orientar la
acción administrativa. Esta «zona alta» de la Administración se compone de cargos de
designación estrictamente política (que pueden proveerse libremente, sin que se exijan
requisitos específicos para ello) o bien de cargos «de libre designación», esto es,
nombrados discrecionalmente por el Gobierno, pero de entre miembros del aparato
administrativo, es decir, entre funcionarios. Los límites entre la «zona política» y la
«zona estrictamente funcionarial» de la Administración son variables, no determinados
por la Constitución, sino por la legislación ordinaria, cuyos elementos básicos se
encuentran en la Ley de Organización y Funcionamiento de la Administración General
del Estado (LOFAGE).
Lección 28
La Administración pública 1. 2. 3. 4. 5. 6.
en los Principios Rectores de la Política Social y Económica (Cap. III del Título I), que
exigen la acción de los poderes públicos para hacerlos efectivos, o en muchas de las
previsiones del Título VII relativo a Economía y Hacienda, donde, por ejemplo, se
establece que «los poderes públicos atenderán a la modernización y desarrollo de todos
los sectores económicos…» (art. 130.1 CE). En consecuencia, el Estado social y
democrático de Derecho precisa de una Administración Pública compleja y desarrollada
para llevar a cabo las funciones que tiene encomendadas. En segundo lugar, como ya se
ha señalado, la Administración es el instrumento fundamental de acción del Poder
Ejecutivo. Ahora bien, no existe una absoluta equivalencia entre la acción de los
poderes públicos y la acción administrativa. Ello es así porque, en ocasiones, el Estado
encomienda el cumplimiento de ciertas acciones públicas a los particulares a través de
diversas técnicas jurídicas; un ejemplo típico es la figura de la concesión para la
prestación de servicios públicos. Pero, junto a ello, puede ocurrir también lo contrario:
la Administración, aunque normalmente desarrolle funciones públicas, con carácter
excepcional, puede también llevar a cabo acciones típicas de personas jurídico-privadas
como exigencia y complemento de su acción central. Por último, hay que señalar que la
complejidad de objetivos que los poderes públicos deben perseguir hace que los
instrumentos que se utilizan para ello sean múltiples. En efecto, el régimen jurídico de
la Administración Pública, a veces, resulta excesivamente rígido o, sencillamente,
inadecuado para cumplir con una determinada tarea; en consecuencia, el ordenamiento
prevé la posibilidad de crear instrumentos especiales en los que pueden mezclarse
elementos públicos y privados.
2. TIPOS DE ADMINISTRACIONES PÚBLICAS En el anterior epígrafe se ha hecho
referencia al ente abstracto Administración Pública como una unidad, como un todo,
vinculado al Estado, caracterizado también como unidad. Ahora bien, la estructura
compleja del Estado, por una parte, junto con las particularidades que impone el
ejercicio de algunas funciones del Estado, por otra, hacen que el concepto de
Administración Pública sea abstracto y que, en la realidad, exista una pluralidad de
Administraciones Públicas.
La Administración pública
Junto a ésta, cada una de las Comunidades Autónomas cuenta con su propia
organización administrativa para el desarrollo de las competencias que les corresponden
(Administraciones Autonómicas). Pero, además, la Constitución reconoce la autonomía
de otros entes territoriales para la gestión de sus intereses (art. 137 CE; v. Lección 32);
pues, bien, cada uno de esos entes provinciales, municipales, insulares, etc… cuenta,
también, con sus respectivos aparatos administrativos (Administraciones Locales). La
organización territorial adoptada por el Estado no sólo determina en buena medida la
existencia de distintas Administraciones Públicas; junto a ello sirve, asimismo, de
estructura para la actuación de esas mismas Administraciones, en especial de la
Administración General del Estado. En efecto, la división territorial en Comunidades
Autónomas y Provincias repercute en la propia organización y funcionamiento de la
Administración del Estado, que toma esas divisiones como base de su actuación. La
organización de la Administración General del Estado en las unidades territoriales
provinciales y autonómicas da lugar a la Administración Periférica del Estado, dirigida
por los Delgados del Gobierno, en las Comunidades Autónomas, y por los
Subdelegados del Gobierno, en las Provincias (arts. 69 y ss. LRJSP). Esta
Administración Periférica no es, en consecuencia, una Administración autónoma, sino
el conjunto de los servicios de la Administración General del Estado que desarrollan su
actuación en ámbitos territoriales infraestatales y, en consecuencia, es parte de esa
Administración General del Estado.
públicos empresariales) (art. 43 LOFAGE). Muchos son los ejemplos de este tipo de
administraciones públicas; puede destacarse el de los entes encargados de la
administración sanitaria (Instituto Nacional de la Salud —INSALUD—), o de la
seguridad social (Instituto Nacional de la Seguridad Social —INSS—), o de gran parte
de la actividad económico-empresarial que el Estado desarrolla de forma directa
(Correos y Telégrafos). Tanto las Administraciones corporativas como institucionales
dependen, de una u otra manera, de alguna de las Administraciones territoriales, aunque
posean personalidad jurídica propia. En consecuencia, existen entes corporativos e
institucionales de naturaleza pública de ámbito estatal, de ámbito autonómico y de
ámbito local. Ahora bien la forma y técnicas con las que las Administraciones
corporativas e institucionales se vinculan y relacionan con las Administraciones
territoriales varían mucho en función de múltiples elementos, en especial, de las tareas
que cumplen. Así, por ejemplo, existen determinadas Administraciones sometidas a
pocos instrumentos de tutela y control de Administraciones territoriales y que gozan de
una amplia autonomía; es el caso, por ejemplo, el del Banco de España, el de la
Comisión Nacional del Mercado de Valores, o el del ente público Radio Televisión
Española.
La Administración pública
dependiente que se justifica por el fin que debe cumplir: «garantizar… la transparencia
y objetividad del proceso electoral» (art. 8.1 LOREG) (v. Lección 22ª). Lo que sucede
en al ámbito estatal también ocurre, salvando todas las diferencias, en el ámbito
autonómico; las Asambleas Legislativas de las Comunidades Autónomas o los órganos
de fiscalización similares al Defensor del Pueblo o al Tribunal de Cuentas, asimismo
poseen sus estructuras administrativas propias.
La Administración pública
La Administración pública
cos del Estado de Derecho, de forma que nunca puede justificar actuaciones que
prescindan de los límites formales, procesales y materiales marcados por el
ordenamiento jurídico a la Administración. – Principio de participación del ciudadano.
Como manifestación de la configuración democrática del Estado, la Norma
Fundamental establece en su art. 105 una serie de reglas que pueden resumirse en la
idea general de la participación del ciudadano en la Administración; principios como el
de audiencia a los ciudadanos en la elaboración de normas de carácter general que les
afecte [art. 105.a)], el de acceso a los archivos y registros [art. 105.b)] o el de audiencia
del interesado en el procedimiento administrativo [art. 105.c)] son la concreción de esa
idea general de participación, que ha de verse completada por un deber general de
información de la Administración a los ciudadanos. Sin necesidad de entrar en el
alcance concreto de cada una de las manifestaciones del principio de publicidad, hay
que señalar que esta exigencia de publicidad no es absoluta, puesto que, en ocasiones,
otros bienes constitucionales pueden justificar el establecimiento de algunos límites. –
Principio de responsabilidad de la Administración. El último de los principios
constitucionales relativos a la acción de la Administración es el de responsabilidad de
ésta (art. 106.2 CE). También este principio es consecuencia del sometimiento de la
Administración al ordenamiento jurídico como exigencia del Estado de Derecho. La
actuación administrativa, en ocasiones, puede generar daños en los bienes y derechos de
los ciudadanos, lo que obliga a que dichos daños sean debidamente indemnizados por la
propia Administración, con independencia de la responsabilidad personal en que, en su
caso, hubieran podido incurrir sus funcionarios o agentes.
La Administración pública
de ese control. Esta idea, sin embargo, debe ser matizada en algunos de sus extremos.
En primer lugar, el hecho de que todos los actos de las Administraciones sean
susceptibles de ser controlados jurisdiccionalmente no significa que esos actos se
adopten de manera totalmente reglada. Dicho de otra manera, aunque el ordenamiento
jurídico delimita profundamente la actuación administrativa, no puede pretenderse
predeterminar mediante normas todos sus elementos; la Administración debe contar con
un margen de apreciación o discrecionalidad para ser realmente eficaz y para cumplir
con las obligaciones que constitucionalmente le corresponden. Esa discrecionalidad,
como es lógico, no es fiscalizable judicialmente, salvo que se prescinda del marco legal
que determina cómo se debe actuar o se abuse de la discrecionalidad apartándose de los
fines que debe perseguir (desviación de poder). En segundo lugar, y en conexión con lo
anterior, existe un viejo debate sobre si el control de los tribunales debe extenderse
también a determinados actos del Gobierno conocidos como «actos políticos». En
principio, toda la actuación de los poderes públicos, incluido el Gobierno, está sometida
a la Constitución y al ordenamiento (art. 9.1 CE), tal y como recuerda el art. 29 de la
Ley del Gobierno; ahora bien, si la Administración debe contar con un margen de
discrecionalidad más o menos amplio según los casos para desarrollar su tarea, ese
margen es aún mayor cuando quien actúa es el Gobierno en el ejercicio de competencias
que van más allá de la mera función ejecutiva y administrativa. Es el caso, en general,
de los actos que se inscriben en las relaciones entre órganos constitucionales o de las
actuaciones encuadrables en la política exterior y las relaciones internacionales. En
estos supuestos, puede haber, y hay en general, elementos reglados que sí pueden ser
controlados judicialmente; pero, junto a ello, existen elementos que no son controlables
por los tribunales ya que corresponden a la libertad de acción del Gobierno, y así lo ha
señalado el Tribunal Constitucional (STC 45/90, caso Administración de Justicia de
Euskadi, o STC 196/90, caso Denegación de información). Un ejemplo puede ayudar a
comprender la cuestión: la decisión de disolver las Cámaras, que constitucionalmente
corresponde al Presidente del Gobierno, no es en sí misma controlable, aunque sí puede
serlo el que dicha decisión se adopte mediante Real Decreto. Es cierto que no siempre
resulta fácil delimitar correctamente qué elementos de la actuación del Gobierno están
reglados, y hasta dónde, y cuáles no. En todo caso, el Estado social y democrático de
Derecho tiene que hacer posible que conviva la sujeción al ordenamiento jurídico con la
libertad de acción con que el Gobierno debe contar para el correcto desarrollo de sus
funciones. Por otro lado no debe olvidarse que estas actuaciones gubernamentales están
siempre sujetas al posible control político de las Cortes Generales. Como se ha
indicado, son normalmente los órganos del orden jurisdiccional contencioso-
administrativo los encargados de controlar la acción de las Administraciones Públicas.
Este control se desarrolla a través de los recursos contencioso-administrativos. Sin
embargo, existen algunas actuaciones concretas de las
La Administración pública
La Administración pública
efectúa la propia Administración. Este control deberá ejercerlo en el plazo de seis meses
desde que dicha cuenta se haya rendido. El Tribunal hace público su examen mediante
informes y memorias, que han de publicarse en el Boletín Oficial del Estado (art. 12
LOTCu). Además, debe presentar anualmente a las Cortes un informe o memoria de
toda su labor de fiscalización contable del Estado y del sector público, con indicación de
cuantas infracciones o responsabilidades haya detectado y en el que se deben incluir las
actuaciones jurisdiccionales desarrolladas por el Tribunal. Debe remitir un informe
análogo a las Asambleas Legislativas de las Comunidades Autónomas respecto de sus
Presupuestos. b) En cuanto a su jurisdicción propia de carácter contable, se ejerce
respecto de las cuentas que debe rendir todo aquél que tenga alguna participación en el
manejo de bienes, caudales o efectos públicos (art. 15 LOTCu). El principal problema
que plantea la jurisdicción contable que la Constitución atribuye al Tribunal de Cuentas
es el de sus límites y relaciones con la jurisdicción ordinaria penal y contencioso-
administrativa. Pues bien, su alcance, de acuerdo con la LOTCu, es el estrictamente
contable, y cesa allí donde comienzan la competencia de los Tribunales ordinarios en
cualquiera de sus órdenes jurisdiccionales. Por ello, hay que concluir que el Tribunal de
Cuentas no puede conocer de los ilícitos penales ni de cuestiones cuyo conocimiento
corresponda a la jurisdicción contencioso-administrativa. La responsabilidad que puede
exigir, paralelamente, es exclusivamente contable, y esa exigencia es compatible,
respecto de unos mismos hechos, con el ejercicio de la potestad disciplinaria y con la
actuación de la jurisdicción penal (arts. 17 y 18 LOTCu). La ley define por
responsabilidad contable el perjuicio sobre los caudales o efectos públicos que puedan
causar quienes los manejan por acción u omisión contraria a la ley. En la medida en que
esta función del Tribunal de Cuentas es de naturaleza jurisdiccional, los órganos
equivalentes de las Comunidades Autónomas no pueden asumir competencias de este
género por ser una materia exclusiva del Estado, limitándose, pues, a ejercer sólo
competencias de control contable (STC 187/88, caso Sindicatura de Cuentas de
Cataluña).
a) Las Fuerzas Armadas Las peculiaridades del régimen jurídico de las Fuerzas
Armadas vienen impuestas, sobre todo, por la estructura fuertemente jerarquizada que el
cumplimiento de sus funciones exige (STC 14/99, caso Brey, por ejemplo). No
obstante, esta exigencia no excluye a las Fuerzas Armadas del sometimiento general al
ordenamiento jurídico y al orden constitucional que ellas mismas deben defender (art. 8
CE); en este sentido, el art. 34 de las Reales Ordenanzas de las Fuerzas Armadas
establece que «cuando las órdenes entrañen la ejecución de actos que manifiestamente
sean contrarios a las leyes y usos de la guerra o constituyan delito, en particular contra
la Constitución, ningún militar estará obligado a obedecerlas; en todo caso asumirá la
grave responsabilidad de su acción u omisión». La particular organización que poseen
las Fuerzas Armadas se traduce en una serie de rasgos de su régimen jurídico y del de
sus miembros. Así, la Constitución establece la existencia de una jurisdicción militar,
situada fuera del Poder Judicial, que extiende su competencia al ámbito estrictamente
castrense (art. 117.5) (v. lección 29). Hay que tener presente, además, que los miembros
de las Fuerzas Armadas se encuentran sometidos en el ejercicio de sus funciones a un
régimen penal especial regulado en el Código Penal Militar. En el ámbito meramente
sancionador, en el seno de las Fuerzas Armadas existe también un régimen disciplinario
particular, que incluye, por ejemplo, sanciones consistentes en la privación de libertad,
frente a la prohibición impuesta en este sentido a la Administración Civil (art. 25.3 CE).
La Administración pública
Pablo Pérez Tremps independientes, Madrid 2002; los tratados y manuales de Derecho
Administrativo desarrollan el estudio de este tema. Sobre los principios constitucionales
de las Administraciones: PAREJO ALFONSO, L., Estado social y Administración
Pública, Madrid 1983, o DIRECCIÓN GENERAL DEL SERVICIO JURÍDICO DEL
ESTADO, El Gobierno y la Administración, 2 vols., Madrid 1989. Un análisis de la
LOFAGE puede verse en VV.AA., Estudios sobre la Ley de Organización y
Funcionamiento de la Administración General del Estado, Madrid 1999. Sobre el
control de los actos de gobierno: GARRIDO CUENCA, N., El acto de gobierno,
Barcelona 1998. En materia de funcionarios: PALOMAR OLMEDA, A., Derecho de la
función pública: régimen jurídico de los funcionarios públicos, Madrid 2013 y
SÁNCHEZ MORÓN, M., Derecho de la función pública, Madrid 2016. En relación con
las Fuerzas Armadas: BLANCO VALDÉS, R., El ordenamiento constitucional de la
defensa, Madrid 1990; y LÓPEZ RAMÓN, F., «Principios de la ordenación
constitucional de las Fuerzas Armadas», en MARTÍN-RETORTILLO BAQUER, S.
(Coord.), Estudios sobre la Constitución Española. Homenaje al profesor Eduardo
García de Enterría, tomo III, Madrid 1991. Por lo que respecta a las Fuerzas y Cuerpos
de Seguridad del Estado: BARCELONA LLOP, J., «Sobre las funciones y organización
de las Fuerzas de Seguridad: presupuestos constitucionales. Problemática jurídica y
soluciones normativas», Revista Vasca de Administración Pública 29 (1991). Sobre el
Consejo de Estado: VV.AA., «El Consejo de Estado», Documentación Administrativa
244-245, 1996 (monográfico). Sobre el Tribunal de Cuentas: VV.AA., El Tribunal de
Cuentas, 2 vols., Madrid 1982.
La Administración pública
Lección 29*
en consecuencia, por aquellos órganos que, de acuerdo con la Constitución y las leyes,
tienen atribuida la función jurisdiccional. Lo primero que se pone de relieve al analizar
el poder judicial es su composición diferenciada respecto de la de los otros dos poderes
del Estado. En efecto, la función legislativa se atribuye a un solo órgano, las Cortes
Generales, aunque éstas sean compuestas; y la función ejecutiva, aunque puede
entenderse atribuida a todos los órganos administrativos, se identifica fácilmente en otro
órgano, el Gobierno, al que la totalidad de la Administración central está vinculada por
una relación de jerarquía. El poder judicial, sin embargo, es un poder difuso, predicable
de todos y cada uno de los órganos judiciales del país cuando ejercen función
jurisdiccional, función que, como más adelante se verá, ejercen sin relación alguna de
sujeción jerárquica. Ello quiere decir que el ejercicio de esta función es particularmente
complejo, debido a esa diversidad de órganos.
Los medios materiales, por su parte, son todos aquellos precisos para el recto
cumplimiento de las funciones judiciales, y su provisión corresponde al Gobierno o a las
Comunidades Autónomas en aquellos casos en que así lo prevea su Estatuto de
Autonomía (art. 37 LOPJ). Todos estos medios, personales o materiales, configuran lo
que gráficamente ha dado en llamarse «administración de la Administración de
justicia». La utilización de este término viene dada por el hecho de que la expresión
«Administración de justicia» es empleada por la Constitución en diversos apartados con
distinto significado. Así, en los arts. 125 y, según ha resuelto el Tribunal Constitucional,
149.1,5a, de la CE, la expresión se emplea como sinónimo de «poder judicial»; en los
arts. 121 y 122.1, sin embargo, la locución parece comprender a la globalidad del
conjunto orgánico, jurisdiccional o no, ordenado al funcionamiento de los órganos
judiciales. La diversidad de términos y significados no oscurece, sin embargo, la nítida
distinción entre el poder judicial independiente, integrado exclusivamente por jueces y
magistrados que ejercen la función jurisdiccional, y el conjunto de medios de todo
género, personales y materiales que se disponen a su servicio y que configuran la
Administración de justicia. La distinción entre poder judicial y Administración de
justicia responde, por otro lado, a la doble naturaleza de la tarea de impartir justicia. En
efecto, el poder judicial es, por una parte, y sin duda alguna, un poder del Estado; pero
la función de administrar justicia es, también, una actividad prestacional del Estado, un
servicio público, derivado del monopolio estatal del poder jurisdiccional entendido
como el poder de declarar y hacer efectivo el Derecho. En tanto que el poder judicial es
plenamente independiente de los otros dos poderes, la Administración de justicia, como
actividad prestacional, se incardina en la responsabilidad que corresponde al ejecutivo
por el funcionamiento de los servicios públicos en general. Esta faceta de servicio
público es, además, la que justifica la referencia constitucional —art. 119 de la CE— a
la gratuidad de la justicia para cuantos acrediten insuficiencia de medios para litigar, lo
que tiene su reflejo en las diferentes disposiciones procesales al respecto y en la
existencia de un servicio de abogados sostenido con fondos públicos —el conocido
como «turno de oficio»— y destinado a ese menester. Igualmente, es este doble carácter
de poder del Estado y servicio público el que está en la base de la referencia
constitucional de que los daños causados por error judicial y los que sean consecuencia
del funcionamiento anormal de la Administración de justicia darán lugar a una
indemnización por parte del Estado. Esta previsión se plasma actualmente en unos
supuestos genéricos —arts. 292 y 293 LOPJ— y otros específicos para el caso de que el
error judicial se hubiese traducido en un periodo de prisión preventiva, siempre que
quien hubiese sufrido la prisión hubiese sido posteriormente absuelto por inexistencia
del hecho imputado, o que se hubiese dictado auto de sobreseimiento por esa misma
causa (art. 294 LOPJ).
nión o huelga. Así, tienen prohibido dirigir críticas, felicitaciones o censuras a los
poderes públicos, no pueden concurrir, como tales miembros del poder judicial, a
reuniones públicas que no tengan carácter judicial, y no pueden, en las elecciones, tomar
más parte que la de emitir su voto (art. 395 LOPJ). La propia Constitución, en fin,
completa su prohibición de que jueces o magistrados se afilien a partidos o sindicatos
con la previsión de un régimen asociativo específico (art. 127.1 CE) que ha sido
desarrollado por el legislador orgánico (art. 401 LOPJ). La preservación de la
imparcialidad del juzgador mueve también al constituyente a prever para los miembros
del poder judicial una completa relación de incompatibilidades y prohibiciones que
«deberá asegurar la total independencia de los mismos» (art. 127.2 CE). Así, se
establece que no podrán desempeñar, mientras se hallen en activo, otros cargos públicos
(art. 127.1 CE). Y el legislador orgánico ha desarrollado el precepto constitucional
vetando a jueces y magistrados prácticamente todas las actividades ajenas a la propia
función jurisdiccional: los miembros del poder judicial no pueden desempeñar cargo
alguno, por designación o por elección, en ningún órgano estatal ni en las empresas,
entidades y organismos de ellos dependientes; tampoco pueden aceptar ningún empleo o
profesión retribuidos, ni ejercer actividades mercantiles, ni de asesoramiento. Solo la
docencia e investigación jurídicas y la producción literaria, artística, científica y técnica
les están abiertas (art. 389 LOPJ). Son, además, destinatarios de numerosas
prohibiciones personales, como las relativas al ejercicio de las profesiones jurídicas por
parte de sus cónyuges o parientes hasta el segundo grado de afinidad (arts. 391 a 394
LOPJ). La competencia para determinar la concurrencia de la incompatibilidad o la
infracción de las prohibiciones corresponde, también, al Consejo General del Poder
Judicial (art. 397 LOPJ).
modificar dichas situaciones podría, también, influir en las decisiones de los jueces y
magistrados. Esto es especialmente aplicable en dos supuestos concretos, la potestad
disciplinaria y el régimen de ascensos: mediante el ejercicio torticero de la primera se
podría amenazar o, en su caso, sancionar a los jueces y magistrados no dúctiles al deseo
del poder; mediante el control de los segundos podría obtenerse que quienes
legítimamente ambicionan prosperar profesionalmente adoptasen, para conseguirlo,
resoluciones no perjudiciales para el poder.
a) El Consejo General del Poder Judicial. Composición A fin de evitar este problema, la
Constitución diseña un órgano específico, el Consejo General del Poder Judicial, al que
otorga la función de gobernar este poder. Se trata de una solución inspirada en otros
países, especialmente Italia y Francia. La LOPJ, además, como se verá, atribuye
competencias de gobierno del poder judicial a distintos órganos de éste. De esta suerte,
el gobierno del poder judicial queda sustraído a toda posible influencia de los otros dos
poderes, pues reside o en el propio poder judicial o en un órgano específico rodeado, a
su vez, de notables garantías. La Constitución (art. 122) encomienda a la Ley Orgánica
del Poder Judicial la regulación del estatuto y funciones del Consejo; queda por tanto
excluida esa regulación por cualquier otro tipo de normas (STC 31/2010, caso Estatuto
de Autonomía de Cataluña). Por lo que se refiere a su composición, la Constitución
señala que el CGPJ tendrá veintiún miembros, y prescribe que doce de ellos deben ser
elegidos «entre jueces y magistrados de todas las categorías en los términos que
establezca una Ley Orgánica». Esta expresión constitucional ha sido, sin duda, una de
las más polémicas hasta que el Tribunal Constitucional determinó (STC 108/86, caso
Ley Orgánica del Poder Judicial II) que la dicción constitucional no obliga a que los
citados doce vocales sean elegidos por jueces y magistrados, sino entre ellos. Por tanto,
el legislador orgánico puede establecer la fórmula de elección que considere más
adecuada. De hecho, varias fórmulas se han sucedido. En la actualmente vigente, a
partir de la L.O. 4/2013, de 28 de junio, de los veinte vocales del CGPJ, que son
elegidos a partes iguales por las dos Cámaras del legislativo, doce vocales han de
elegirse entre jueces y magistrados, de entre candidatos propuestos por las Asociaciones
judiciales, o por veinticinco jueces o magistrados que se encuentren en servicio activo.
Además, la designación de estos doce vocales de origen judicial deberá respetar una
determinada proporción entre Magistrados del Tribunal Supremo y otros Magistrados
con diversos niveles de antigüedad establecidos en la LOPJ (art. 578.3). Los otros ocho
deben ser designados entre juristas de reconocida competencia con más de quince años
de ejercicio de su profesión (arts. 122.3 CE y 567 LOPJ). La imposibilidad de remover
a los miembros del CGPJ antes de la conclusión de su mandato, que dura cinco años, y
la prohibición de
que sean reelegidos persiguen eliminar toda posible influencia sobre ellos, con
independencia de su extracción parlamentaria, lógicamente condicionada por la
existencia de mayorías y minorías; por lo demás, la capacidad de actuación de la
mayoría parlamentaria al respecto está considerablemente reducida por el requisito —en
parte exigido por la Constitución, en parte impuesto por la LOPJ— de que sean elegidos
por tres quintos de las Cámaras lo que, verosímilmente, impedirá la imposición de la
voluntad de un solo partido. En fin, el hecho de que el mandato de los miembros del
CGPJ sea de cinco años evita su coincidencia con la legislatura, lo que relativiza la
trascendencia de la fuente parlamentaria de la elección, toda vez que el CGPJ tendrá que
coincidir, en todo caso, con al menos una legislatura distinta de la que le eligió. Debe
destacarse que, a partir del año 2013, de los veinte vocales del Consejo, sólo cinco (los
miembros de la Comisión Disciplinaria) lo son a tiempo completo y con dedicación
exclusiva: los demás vocales compatibilizarán sus funciones con el ejercicio de su
actividad judicial o profesional de otro tipo. Una vez nombrados, los veinte vocales del
CGPJ eligen por mayoría de tres quintos —esto es, por un mínimo de 12 votos— al
Presidente del Tribunal Supremo. La Constitución remite a la ley los requisitos que éste
debe reunir (art. 123.2 CE) y la LOPJ exige que sea elegido entre miembros de la
carrera judicial con la categoría de Magistrados del Tribunal Supremo, y que reúnan las
condiciones exigidas para ser Presidente de Sala del mismo, o entre juristas de
reconocida competencia con más de veinticinco años de antigüedad en la carrera o en el
ejercicio de la profesión (art. 586 LOPJ). El Presidente del Tribunal Supremo preside, a
su vez, el CGPJ, y es el único miembro de éste que puede ser reelegido por una sola vez
(art. 123 LOPJ). La Constitución señala que el CGPJ es el «órgano de gobierno» del
poder judicial; de gobierno, no de autogobierno. La Constitución no reconoce, pues, al
poder judicial una facultad de autogobernarse, esto es, de elegir a sus propios
gobernantes y al órgano que elabore las disposiciones que les afectan. Lo que si hace es
atribuir el gobierno del poder judicial a un órgano ajeno al legislativo y al ejecutivo y
caracterizado por una fuerte presencia judicial. Consecuentemente con esta opción, la
Constitución misma reserva para el órgano de gobierno que crea aquellas funciones
cuyo ejercicio puede repercutir en la independencia judicial.
b) Funciones Las funciones del CGPJ son de muy diversa índole. Así, participa en la
designación de miembros de otros órganos constitucionales, como el Tribunal
Constitucional, designando dos de sus miembros —arts. 159.1 de la CE—, evacua
informes sobre otros nombramientos, como el del Fiscal General del Estado, aprueba
una memoria anual y emite informes sobre determinados anteproyectos de leyes
o de disposiciones generales (arts. 560, 561 y 563 LOPJ). Pero el núcleo funcional que
justifica la existencia del CGPJ y que, por tanto, constituye el grueso de sus
competencias, comprende aquellas funciones que pueden influir en la independencia
judicial, y está reservado el CGPJ por la propia Constitución. Esta define al CGPJ como
órgano de gobierno. Pero esta atribución de funciones de gobierno se ve complementada
con una composición que es más propia de un órgano deliberante que de uno ejecutivo,
puesto que no tiende a la configuración de un órgano de dirección política —
caracterizado, por tanto, por la unidad de dirección y la responsabilidad solidaria de sus
miembros— sino a la de un órgano de representación, en el que conviven mayoría y
minorías. Además, la definición de la expresión «gobierno» en el ámbito judicial
presenta alguna singularidad. Por una parte, el «gobierno» no puede referirse a las
actuaciones de carácter jurisdiccional, pues ya se vio que en este ámbito está excluida
toda instrucción general o particular; por otro lado, la LOPJ atribuye al Gobierno de la
Nación las competencias relativas a los medios personales en cuanto a quienes no son
jueces y magistrados, así como todas las referentes a los medios materiales,
competencias que pueden ser transferidas a las Comunidades Autónomas. Por tanto, el
«gobierno del CGPJ» queda constreñido, en el terreno personal, a las actuaciones de
carácter no jurisdiccional —esto es, puramente administrativas— respecto de los
órganos judiciales y a las situaciones personales de los titulares de los mismos; y, en el
ámbito de los medios materiales, a la elaboración de una relación circunstanciada de
necesidades que se ha de elevar anualmente al Gobierno a través del Ministerio de
Justicia —art. 37.2 LOPJ—. Ambas cosas, y especialmente esta última, suponen una
disposición de medios limitados y una selección entre distintas opciones posibles y, por
lo tanto, una asignación de prioridades. El ámbito competencial básico del CGPJ, el
núcleo de sus funciones, tiene sus contornos, pues, delimitados por aquellas facultades
que, por implicar el ejercicio de la potestad sancionadora, o por incidir en la situación
administrativa del juez o influir sobre sus expectativas profesionales, pueden envolver
una represalia o un condicionamiento de su actitud en el ejercicio de la función
jurisdiccional, repercutiendo, por tanto, sobre la independencia judicial. De ahí que la
Constitución atribuya al CGPJ las funciones relacionadas con el poder judicial «en
materia de nombramientos, ascensos, inspección y régimen disciplinario.»Como
consecuencia de ello, y del desarrollo llevado a cabo por la Ley Orgánica del Poder
Judicial, el CGPJ ostenta, respecto de jueces y magistrados, la competencia exclusiva en
relación con: – Selección, formación y perfeccionamiento de jueces y magistrados. –
Nombramientos de jueces y magistrados. – Ascensos de los mismos. De acuerdo con el
diseño de la LOPJ, el régimen de ascensos es estrictamente reglado —esto es, carente de
intervención de
c) Otros órganos de gobierno Además del CGPJ, el poder judicial cuenta con otros
órganos de gobierno, uniy pluripersonales, que, en las materias propiamente
gubernativas, están subordinados al mismo. La diferencia es que mientras el CGPJ es un
órgano de gobierno ajeno a los órganos judiciales gobernados —puesto que, en puridad,
el CGPJ no es poder judicial, toda vez que no ejerce función jurisdiccional alguna— los
otros órganos mencionados pertenecen a cada uno de los correspondientes órganos
judiciales. Son, por ende, órganos de gobierno interno, integrados por componentes
elegidos por los jueces y magistrados, y que ostentan competencias de distinta índole,
encaminadas a garantizar el mejor funcionamiento de los órganos judiciales que
corresponden. Como órganos pluripersonales, se configuran las Salas de Gobierno del
Tribunal Supremo, de la Audiencia Nacional y de los Tribunales Superiores de Justicia.
Tienen competencias organizativas —como aprobar las normas de reparto de los
asuntos y fijar los turnos de composición de los órganos colegiados— inspectoras —
pueden proponer que se giren inspecciones—, y administrativas y gestoras —promover
los expedientes de jubilación, instar la adopción de medidas que mejoren la
administración de justicia, impulsar y colaborar en la gestión económica— (art. 152
LOPJ). Tienen también, potestad disciplinaria, siendo los órganos competentes para
imponer a los jueces y magistrados de ellos dependientes las sanciones correspondientes
a determinadas faltas (art. 421.2 LOPJ). Todo ello, en resumen, instituye a las Salas de
Gobierno como los órganos de gobierno del poder judicial para los asuntos ordinarios.
Por último, la estructura de gobierno del poder judicial se completa, también, con
órganos unipersonales, que son los Presidentes de los Tribunales y Audiencias y los
jueces decanos. Tanto unos como otros ostentan la representación de los
correspondientes órganos judiciales —arts. 161, 164 y 169— y desempeñan en ellos
funciones que, dada la especificidad del Poder Judicial, más que de dirección pueden
denominarse de coordinación (arts. 160 a 170 LOPJ), además de ejercer la potestad
sancionadora —en el caso de los Presidentes— para las faltas leves.
b) Funciones La función del Ministerio Fiscal es, como se vio, promover la acción de la
justicia en defensa de la legalidad, de los derechos de los ciudadanos y del interés
público tutelado por la ley. La forma ordinaria de desarrollar esta función es el ejercicio
de la acusación en el proceso penal. Ciertamente, el Ministerio Fiscal tiene, en la
actualidad, atribuciones para intervenir en otros muchos ámbitos, pero es su actuación
en el proceso penal la que constituye, cuantitativa y cualitativamente, el núcleo de su
función. Ello no implica sin embargo, y a diferencia de lo que sucede en otros países,
que el Ministerio Fiscal ostente el monopolio de la acción penal: en España ésta puede
ser instada también por el ofendido por el delito e, incluso, por un tercero por completo
ajeno al mismo, gracias al mecanismo de la acción popular recogido en el artículo 125
de la Constitución. La referencia constitucional a la imparcialidad pone de manifiesto
que, aunque el Ministerio Fiscal actúe en un proceso, no es una parte más. No es una
parte más, en primer lugar, porque no defiende un derecho o interés particular, por muy
legítimo que
sea, sino la legalidad y el interés público tutelado por la ley; no lo es, tampoco, porque
precisamente por lo anterior y por su sujeción al principio de imparcialidad, no asume
una posición de parte, esto es, de defensa argumental de un interés particular
previamente determinado, sino una posición de defensa imparcial del interés general. La
estructura organizativa del Ministerio Fiscal es, como se ha dicho, de carácter
jerárquico, y es relativamente paralela a la del poder judicial. Está coronada por el
Fiscal General del Estado, nombrado —una vez oído el Consejo General del Poder
Judicial— por el Gobierno. El Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal añade que el
nombramiento debe recaer en un jurista de reconocido prestigio con más de quince años
de ejercicio efectivo de la profesión, y el Tribunal Supremo ha interpretado que esta
expresión se refiere al ejercicio de profesiones jurídicas (STS de 28 de junio de 1994,
caso APF contra Hernández). Los «órganos propios» a través de los cuales actúa el
Ministerio Fiscal son las fiscalías de los distintos ámbitos geográficos y las fiscalías
creadas con criterios funcionales para la actuación ante órganos específicos, como, entre
otras, la Fiscalía ante el Tribunal Constitucional o las Fiscalías Especiales. El Ministerio
Fiscal cuenta también con otros tres órganos que tienen rasgos específicos: el Consejo
Fiscal, la Junta de Fiscales de Sala y la Junta de Fiscales Superiores de las Comunidades
Autónomas (art. 12 EOMF). El primero está integrado por algunos miembros natos y
otros elegidos por los propios fiscales, y tiene atribuidas importantes funciones, de entre
las que destaca informar preceptivamente los ascensos de los miembros de la carrera
fiscal (art. 14.1 EOMF). Se trata, por lo tanto, de un órgano de carácter político por sus
funciones, y cuasi-corporativo por su forma de elección. La Junta de Fiscales de Sala,
por su parte, está compuesta por los puestos superiores de la carrera fiscal. Sus
funciones son de carácter predominantemente técnico y están orientadas a la
elaboración de criterios jurídicos de interpretación de las normas y de elaboración de
memorias y circulares (art. 15 EOMF). Finalmente, la Junta de Fiscales Superiores de
las Comunidades Autónomas refleja, en el ámbito del Ministerio Fiscal, la ordenación
territorial del Estado.
Lección 30
Poder Judicial, órganos que designan al resto de los Magistrados. No obstante, ello no
es así. Por una parte, como el propio art. 159 CE establece, los ocho Magistrados
propuestos por las Cortes han de serlo con una amplia mayoría cualificada: tres quintos
de los miembros de la respectiva Cámara. En el caso de los procedentes del Senado,
además, éste debe elegir de entre candidatos propuestos por las Asambleas de las
Comunidades Autónomas como cámara de representación territorial que es (art. 16.1
LOTC y STC 49/2008, caso Reforma de la LOTC). Por otra parte, el mandato de los
Magistrados del Tribunal Constitucional es de nueve años; ello supone que su elección
no coincida con las legislaturas, de manera que no cabe establecer una relación
automática entre mayoría parlamentaria y composición del Tribunal Constitucional.
Esta falta de relación se ve aún acentuada por un tercer correctivo introducido por la
Constitución en aras de la independencia de la jurisdicción constitucional: el Tribunal
Constitucional no se renueva de manera global. Por el contrario, aunque el mandato de
todos los Magistrados es de nueve años, el órgano se renueva por terceras partes; dicho
de otra manera, cada tres años cuatro miembros del Tribunal deberían ser renovados,
buscando, además la continuidad en el trabajo de la institución. A estos efectos se
considera que los Magistrados designados por el Congreso forman un tercio, los cuatro
designados por el Senado otro tercio, y los dos designados por el Gobierno, junto con
los dos propuestos por el Consejo General del Poder Judicial, constituyen el último
tercio. Sin embargo, resulta ya habitual que las renovaciones que corresponde realizar al
Congreso y al Senado se retrasen en exceso, lo que desfigura el modelo constitucional
de renovación periódica por tercios. El art. 16.5 LOTC, en su última redacción, para
hacer frente a los retrasos prevé que deberá restarse de los nueve años de mandato el
tiempo que se demorara el nombramiento respecto del momento en el que debiera
haberse producido, pero dicha previsión resulta difícilmente conciliable con la previsión
expresa del art. 159.3 CE, que no establece excepción alguna a la previsión de los nueve
años de mandato. Toda la configuración del Tribunal Constitucional conduce a intentar
que sus miembros sean designados con un amplio margen de consenso entre las fuerzas
políticas más representativas de cara a una mayor legitimidad democrática y a un
fortalecimiento de la institución. La Constitución, además de intentar garantizar la
independencia del Tribunal Constitucional mediante el sistema de designación de sus
Magistrados, y reforzando esa finalidad, no deja absoluta libertad a los órganos
constitucionales a la hora de seleccionar a quienes han de ocupar esos puestos. Acorde
con la naturaleza de su función, la Constitución exige para ser Magistrado del Tribunal
Constitucional el cumplimiento de tres requisitos.
minado el plazo de nueve años, no pueden ser designados de nuevo para el cargo. El
motivo de esta prohibición es evitar posibles «compromisos» tendentes a asegurar una
reelección; dicho de otra forma, el Magistrado, una vez designado, queda totalmente
desligado de vínculos previos que pudieran existir ya que ni su permanencia ni su
reelección, por imposibles, dependen de nada ni de nadie. No obstante, el plazo máximo
de nueve años de permanencia en el cargo puede excepcionalmente prolongarse hasta
un máximo de tres años más; ello porque la reelección inmediata sí es posible para
quienes cesen antes de haber estado tres años por haber entrado a ocupar la vacante de
algún Magistrado que, por fallecimiento, por dimisión personal o por otra causa
legalmente prevista, no agotó su mandato. En cuarto y último lugar, hay que señalar que
los Magistrados del Tribunal Constitucional, como corolario de su independencia, no
pueden ser perseguidos por las opiniones expresadas en el ejercicio de sus funciones.
Por otro lado, cuentan con fuero especial para la exigencia de responsabilidad penal ya
que sólo la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo puede enjuiciarlos.
– Defensa de la jurisdicción del propio Tribunal (art. 4.3 LOTC). – Control de las
normas forales fiscales de los Territorios Históricos que configuran el País Vasco (Disp.
Adc. 5ª LOTC). No está muy claro si este último control se trata de una competencia
procesal nueva o de la ampliación del objeto de competencias ya existentes. En todo
caso se trata de una ampliación de la jurisdicción del Tribunal. Este es el elenco de las
competencias jurisdiccionales del Tribunal Constitucional, que, en todo caso, puede
ampliarse legalmente ya que el art. 161.1.d) CE deja abierta esta puerta, a través de la
cual se introdujeron varias competencias señaladas: los conflictos de atribuciones, los
conflictos en defensa de la autonomía local y la anulación de actos o resoluciones que
menoscaben su jurisdicción, así como el control previo de Estatutos de Autonomía y de
sus reformas. Por otra parte, la LO 15/2015 ha otorgado al Tribunal nuevas y amplias
competencias en los incidentes que puedan surgir en la ejecución de sus resoluciones
(art. 92 LOTC), pero con ello no se está dando una nueva competencias jurisdiccional al
Tribunal Constitucional sino sólo reformando sus potestades en la ejecución de todas
sus resoluciones, sea cual sea el procedimiento en el que puedan plantearse las
incidencias. Pero, además de estas competencias jurisdiccionales, y dado el carácter de
órgano constitucional e independiente que posee el Tribunal, éste cuenta con un amplio
margen de autonomía organizativa, lo que le otorga competencias de gobierno interno.
Por destacar sólo las más significativas, el Tribunal elabora y aprueba sus reglamentos
de funcionamiento interno [art. 10.1.m) LOTC], prepara su presupuesto que debe ser
aprobado por las Cortes en el seno de los Presupuestos Generales del Estado (art. 10.3
LOTC), y posee gran discrecionalidad en su organización interna.
tituir al Presidente en caso de vacante, ausencia u otro motivo legal, además de presidir
una Sala del Tribunal, como enseguida se verá. Para el ejercicio de sus competencias, el
Tribunal Constitucional actúa de tres formas: en Secciones, en Salas o en Pleno. Al
Pleno le corresponde resolver todos los asuntos que son competencia del Tribunal, con
excepción de los recursos de amparo. No obstante, incluso éstos pueden ser resueltos
por el Pleno, que tiene la posibilidad de recabar para su conocimiento asuntos de las
Salas, bien a iniciativa propia o de éstas [art. 10.1.n) LOTC]. Las Salas resuelven los
recursos de amparo y las cuestiones de inconstitucionalidad que no reserve para sí el
Pleno. Existen dos Salas, compuestas cada una por seis Magistrados. La Sala Primera la
preside el Presidente del Tribunal; la Segunda lo hace el Vicepresidente. No existe
especialización de las Salas por razón de la materia, sino simple reparto alternativo de
asuntos. Hay, por fin, cuatro Secciones, cada una compuesta por tres Magistrados, cuya
función es básicamente la decisión sobre la admisibilidad de los asuntos. Además de la
posibilidad de avocación de asuntos de las Secciones a las Salas y de éstas al Pleno,
también es posible el fenómeno contrario de deferir determinados asuntos del Pleno a
las Salas y de éstas a las Secciones; esto sucede con aquellos asuntos que puedan
resolverse mediante aplicación de doctrina ya consolidada. Para la adopción de acuerdos
en cada uno de los órganos del Tribunal se exige la presencia, al menos, de dos terceras
partes de sus miembros. Las decisiones se adoptan, a partir de la propuesta del
Magistrado ponente, por mayoría, contando el Presidente, en caso de empate, con voto
de calidad (art. 90.1 LOTC). Los Magistrados pueden, si lo estiman conveniente,
manifestar sus discrepancias con la mayoría mediante la formulación de un voto
particular. El Tribunal Constitucional, para el desarrollo de sus funciones, ha de contar
con una infraestructura material y personal suficiente. Dentro de esta última hay que
señalar que, al igual que el resto de los órganos jurisdiccionales, el Tribunal posee
Secretarías de Justicia —en el Pleno y en las dos Salas—, ocupadas por Secretarios de
Justicia (hoy Letrados de la Administración de Justicia) ayudados del correspondiente
personal. Por otra parte, los Magistrados cuentan con el apoyo de Letrados que les
asisten en su trabajo, bajo la jefatura del Secretario General, que dirige, asimismo, los
distintos servicios del Tribunal.
Lección 31
ello, el art. 161.1.a) de la CE, al hablar del control de constitucionalidad, extiende éste a
las «leyes y disposiciones normativas con fuerza de ley». Como ya se señaló en la
lección anterior, mediante reforma de la LOTC se introdujo la Disp. Adc. 5ª que ha
dotado el Tribunal Constitucional de competencia para controlar las normas fiscales de
los Territorios Históricos vascos. Aunque no está claro que se trate de una nueva
competencia o ante la ampliación del objeto de las ya existentes, en la medida que los
procedimientos establecidos para el control de constitucionalidad de las normas con
fuerza de ley, es aquí donde se desarrolla el estudio de aquel control. El primer
problema que plantea el control de constitucionalidad es determinar cuáles son las
normas que deben incluirse en esa categoría. El art. 27.2 de la LOTC da la respuesta a
esta pregunta, incluyendo las siguientes normas: – Estatutos de Autonomía. – Leyes
orgánicas. – Leyes ordinarias. – Decretos-leyes. – Decretos Legislativos. – Tratados
internacionales. – Reglamentos de las Cámaras y de las Cortes Generales. – Normas
equivalentes a las anteriores categorías que puedan dictarse por las Comunidades
Autónomas: leyes, decretos-ley, decretos legislativos y reglamentos de sus Asambleas
Legislativas. – Las normas que declaran o prorrogan los estados excepcionales. –
Normas fiscales dictadas por los Territorios de Álava, Vizcaya y Guipúzcoa, éstas en
virtud de la Disposición Adicional Quinta LOTC. A pesar del detallado elenco del art.
27.2 de la LOTC, en la práctica han surgido algunos problemas a la hora de determinar
cuál es el alcance objetivo del control de constitucionalidad de las normas con fuerza de
ley. Siguiendo el orden señalado, hay que destacar que se ha descartado, en primer
lugar, que el hecho de que el Estatuto de Autonomía haya sido aprobado en referendum
lo excluya del control de constitucionalidad (ATC 67/2010, caso Estatuto de Autonomía
de Cataluña). En segundo lugar, aunque no existe duda alguna sobre la posibilidad de
control de los decretos-leyes, desde el punto de vista práctico, dicho control es en
ocasiones difícil de llevar a cabo por razones procesales. Ello porque el art. 86.2 de la
CE exige que, en el plazo de treinta días desde su promulgación, los decretosleyes se
convaliden, se deroguen o se tramiten como proyectos de ley. En estos dos últimos
casos, formalmente el decreto-ley desaparece como tal, siendo difícil por razones
temporales que previamente pueda controlarse su constitucionalidad; no
obstante, el Tribunal Constitucional ha entendido que «el velar por el recto ejercicio de
la potestad de emitir Decretos-leyes dentro del marco constitucional, es algo que no
puede eludirse» (STC 111/1983, caso RUMASA I). En consecuencia, se aceptó la
posibilidad del control de un decreto-ley ya inexistente; otra cosa es la repercusión que
esa inexistencia tiene a la hora de enjuiciar los distintos vicios de inconstitucionalidad
que se denuncien. En relación con los decretos legislativos, también existen problemas
de control de su constitucionalidad. Dichos problemas surgen como consecuencia de la
construcción doctrinal, aceptada por la jurisprudencia, según la cual cuando un decreto
legislativo incurre en ultra vires o exceso de delegación pierde su rango legal,
degradándose a nivel reglamentario (v. Lección 3). Desde la perspectiva de su control,
esta construcción, acogida por los arts. 85.6 de la CE y 27.2.b de la LOTC, supone la
posibilidad de fiscalización por los órganos del Poder Judicial. No obstante, y tal como
el último precepto citado deja puesto de manifiesto, no resulta entonces claro cuándo
existe control de constitucionalidad encomendado al Tribunal Constitucional, y cuándo
el control del exceso en la delegación, correspondiente a los tribunales ordinarios. El
Tribunal Constitucional, por una parte, ha confirmado la posibilidad de que los
tribunales ordinarios controlen los excesos de delegación; a la vez, por otra parte,
siempre que se ha cuestionado la regularidad de un decreto legislativo ante el Tribunal
Constitucional, éste ha entrado a conocer del asunto. Por ello, existe una zona de
concurrencia en la que tanto el Tribunal Constitucional como los tribunales ordinarios
pueden actuar (STC 166/07, caso Ley de propiedad intelectual). Sí ha entendido
claramente el Tribunal que son normas con valor de ley a efectos de su impugnación los
acuerdos parlamentarios en virtud de los cuales se declaran los estados de alarma y de
excepción dada su capacidad de incidir en regulaciones hechas con normas legales
(ATC 7/2012, caso Huelga de controladores). Por otro lado, el Tribunal Constitucional
ha rechazado expresamente que posea competencia para controlar normas de Derecho
Europeo (STC 64/91, caso APESCO). Aunque sean normas directamente aplicables en
España, que desplazan, incluso, a la ley interna, su parámetro de control está en el
propio Derecho Comunitario, y es el Tribunal de Justicia de la Unión Europea el que, en
última instancia, debe efectuar ese control. No obstante, el Tribunal Constitucional, en
la DTC 1/2004 —caso Constitución Europea—, se ha reservado la posibilidad de
controlar de manera muy excepcional la constitucionalidad del Derecho de la Unión
sólo en el caso de que normas de éste pudieran contravenir elementos básicos del
sistema constitucional español (v. lección 5). Para concluir el apartado correspondiente
al objeto del control de constitucionalidad de las normas con fuerza de ley, conviene
realizar una breve referencia respecto del control de aquéllas que son anteriores a la
Constitución. La supre-
macía constitucional despliega sus efectos no sólo sobre las normas posteriores a la
Constitución sino también sobre las normas preconstitucionales, de manera que sus
contenidos no pueden ir contra lo dispuesto en la Norma Fundamental. El problema
surge a la hora de determinar la naturaleza del conflicto entre Constitución y norma
anterior; de acuerdo con los tradicionales criterios de resolución de antinomias, ese
conflicto puede resolverse por dos vías. Por un lado, el carácter posterior en el tiempo
de la Constitución hace imponerse a ésta sobre las normas anteriores que sean contrarias
a ella (criterio temporal); por otro, la superioridad jerárquica de la Constitución le hace
imponerse sobre las normas inferiores, incluidas las preconstitucionales (criterio
jerárquico). Aunque el resultado en ambos casos es el mismo (supremacía de la
Constitución), procesalmente la distinción tiene su importancia. Así, la aplicación del
criterio temporal haría catalogar el conflicto entre Constitución y ley anterior como de
vigencia, obligando a determinar si la ley está o no derogada; en cuanto tal juicio de
vigencia, cualquier juez o tribunal puede realizarlo. Por el contrario, la aplicación del
criterio jerárquico hace que el conflicto sea de validez; ello determinaría que sólo el
Tribunal Constitucional pudiera enjuiciar la adecuación o no del Derecho
preconstitucional a la Norma Fundamental. El Tribunal Constitucional, ante tal
disyuntiva, optó por una posición intermedia haciendo coexistir ambas posibilidades. En
una de los primeros asuntos resueltos por el Tribunal, éste afirmó lo siguiente: «Así
como frente a las leyes posconstitucionales el Tribunal ostenta un monopolio para
enjuiciar su conformidad con la Constitución, en relación a las preconstitucionales los
Jueces y tribunales deben inaplicarlas si entienden que han quedado derogadas por la
Constitución, al oponerse a la misma; o pueden, en caso de duda, someter este tema al
Tribunal Constitucional por la vía de la cuestión de inconstitucionalidad» (STC 4/81,
caso Ley de Bases de Régimen Local).
d) Efectos El art. 164 CE regula los efectos de las sentencias del Tribunal
Constitucional, en general, y de las que declaran la inconstitucionalidad de las normas
con fuerza de ley en concreto. Este precepto se encuentra desarrollado en los arts. 38 y
ss. LOTC. De la compleja regulación sobre la materia, cabe destacar lo siguiente. Desde
el punto de vista temporal, las sentencias del Tribunal Constitucional despliegan sus
efectos a partir del día siguiente de su publicación en el Boletín Oficial del Estado (art.
164 CE). En segundo lugar, y por lo que se refiere a su contenido, la declaración de
inconstitucionalidad supone, según el art. 39.1 de la LOTC, la «nulidad» de los
preceptos afectados. Esto indica, en primer lugar, que no toda la norma debe verse
a) Requisitos Como se desprende el art. 163 de la CE, cualquier órgano judicial puede
plantear la cuestión de inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional. No
obstante, ese planteamiento no depende de la simple voluntad del titular o titulares del
órgano judicial, sino que deben cumplirse determinados requisitos. En primer lugar, la
duda sobre la constitucionalidad de la norma con fuerza de ley ha de surgir en el seno de
un procedimiento del que conozca el órgano judicial, bien planteada por éste, bien por
alguna de las partes en ese procedimiento (art. 35.1 LOTC). Además, ese procedimiento
debe ser de naturaleza jurisdiccional, sin que sea posible que el juez plantee cuestiones
de inconstitucionalidad como
a) Objeto El recurso de amparo, según lo establecido por el art. 53.2 CE, protege de
cualquier acto de los poderes públicos que atente contra los derechos consagrados en los
preceptos siguientes: – Art. 14 de la CE: principio de igualdad. – Sección Primera del
Capítulo II del Título Primero de la CE, es decir, derechos fundamentales y libertades
públicas de los arts. 15 a 29 de la CE. – Derecho a la objeción de conciencia (art. 30.2
CE). En consecuencia, ningún derecho no reconocido en los arts. 14 a 30 de la CE
puede fundamentar un recurso de amparo. Como se ha visto, la lesión que pretende
repararse por medio del recurso de amparo ha de proceder de los poderes públicos ya
que las «disposiciones, actos jurídicos, omisiones o simple vía de hecho de los poderes
públicos del Estado, las Comunidades Autónomas y demás entes públicos de carácter
territorial, corporativo o institucional, así como de sus funcionarios o agentes» pueden
dar lugar a un recurso de amparo (art. 41.2 LOTC). Varias son las cuestiones que este
precepto plantea. En primer lugar, hay que señalar que el concepto de «poder público»
ha sido interpretado por el Tribunal Constitucional de manera flexible, incluyendo en el
mismo a entes de naturaleza mixta pública y privada, según actúe o no con «imperio».
En segundo lugar, sólo existe un tipo de actuación de los poderes públicos exento, en
principio, de control a través del recurso de amparo. Se trata de las leyes, que, como se
indicó previamente, han de ser controladas a través de los recursos y cuestiones de
inconstitucionalidad. Ahora bien, nada impide que mediante la impugnación de actos de
aplicación de las normas con fuerza de ley se pueda llegar a declarar la
inconstitucionalidad de éstas; con este fin, como también se
(art. 54 CE). No obstante, el carácter concreto y personal que en la mayoría de los casos
poseen las vulneraciones de derechos hace que las legitimaciones del Ministerio Fiscal y
del Defensor del Pueblo resulten sólo excepcionalmente utilizadas.
d) Plazo Los arts. 42 y ss. de la LOTC establecen tres supuestos procesales de amparos
según la naturaleza del órgano al que se imputa la lesión. Por otra parte, otras normas
han introducido regulaciones específicas de ciertos casos de recursos de amparo.
Aunque el procedimiento a seguir, en esencia, es el ordinario, existen algunas
particularidades en cada uno de ellos, en especial por lo que al plazo para interposición
se refiere, particularidades que aconsejan su exposición separada. – Recurso de amparo
contra actos sin valor de ley procedentes de órganos parlamentarios del Estado o de las
Comunidades Autónomas (art. 42 LOTC). El plazo para recurrir es de tres meses desde
que el acto es firme según las normas internas de funcionamiento del órgano legislativo
correspondiente. Ello supone, con carácter general, que los actos son directamente
recurribles, salvo que reglamentariamente se establezca una reclamación previa ante el
propio órgano legislativo. La razón de ser de esa posibilidad de recurrir directamente se
encuentra en que los actos de los órganos legislativos se encuadran en las funciones
típicas de ellos, tradicionalmente exentas de control judicial. No obstante, los actos de
administración interna sí son susceptibles de impugnación ante los órganos judiciales
(contratos de abastecimiento, nombramiento de personal auxiliar,… por ejemplo) [arts.
58.1 y 74.1.c) LOPJ]. En estos casos debe acudirse ante los tribunales ordinarios antes
de interponer recurso de amparo. – Recurso de amparo contra actos del Gobierno,
órganos ejecutivos de las Comunidades Autónomas, o de las distintas Administraciones
Públicas, sus agentes o funcionarios (art. 43 LOTC). En este segundo supuesto, el plazo
para recurrir es de veinte días a partir de la notificación de la resolución judicial recaída
en el proceso judicial previo. – Recurso de amparo contra actos u omisiones de órganos
judiciales. El art. 44.2 de la LOTC establece un plazo de treinta días para recurrir en
amparo
– «con claridad y concisión los hechos» que fundamentan la demanda; – Los preceptos
constitucionales que se estiman infringidos. – El amparo que se solicita para preservar o
restablecer el derecho o libertad que se estima vulnerado. Por otra parte, deben
acompañarse una serie de documentos necesarios para la resolución del recurso: –
Acreditación de la representación del recurrente por el correspondiente Procurador. –
Copia o certificación de la resolución recurrida, con tantas copias de todos los
documentos como partes hubo en la vía judicial previa más otra para el Ministerio
Fiscal (art. 49.2 LOTC). Asimismo, y en tercer lugar, en la demanda o con ella debe
acreditarse el cumplimiento de los demás requisitos procesales legalmente exigibles, a
buena parte de los cuales ya se ha hecho referencia: – Respeto del plazo de interposición
de la demanda. – Haber invocado en la vía judicial previa el derecho lesionado tan
pronto como hubo ocasión para ello. – Haber agotado dicha vía judicial previa. –
Justificar «la especial trascendencia constitucional del recurso» (art. 49.1 LOTC). El
procedimiento que se sigue ante el Tribunal Constitucional para la resolución del
recurso de amparo consta de dos fases. La primera fase —fase de admisión— tiene
como finalidad asegurarse de que la demanda de amparo cumple todos los requisitos
legalmente exigidos. Al mismo tiempo, y sobre todo tras la reforma de 2007 de la
LOTC, la fase de admisión sirve también para valorar la trascendencia constitucional
del recurso de amparo, de forma que la intervención del Tribunal Constitucional se
reserva para los casos importantes. Ello no implica la desprotección de los derechos en
aquellos supuestos que no se consideren importantes; lo que sucede es que la
protección, como se ha visto, la habrán dispensado los jueces y tribunales ordinarios,
respecto de los cuales, hay que recordarlo una vez más, la intervención del Tribunal
Constitucional es subsidiaria. Cumplidas las exigencias legales y valorada la
trascendencia del recurso, la demanda es admitida a trámite, entrando en la segunda
fase; en caso contrario, la demanda se inadmite. Las causas de inadmisión que permiten
rechazar la demanda en esta primera fase las resume el art. 50 de la LOTC en dos
grupos:
En primer lugar [art. 50.1.a) LOTC] que no se cumplan algunos de los requisitos
exigidos en los arts. 41 a 46 y 49 LOTC, a los que se acaba de hacer referencia: que el
derecho respecto del que se pretende el amparo sea susceptible de obtener éste por estar
dentro de los que son objeto de protección, legitimación, agotamiento de la vía judicial
previa, invocación del derecho en esa vía judicial, plazo, representación de Procurador,
asistencia de Abogado, justificación de la trascendencia constitucional del recurso,
etc… En el caso de que los defectos de que adolece la demanda sean subsanables, el
Tribunal Constitucional abre un plazo para esa subsanación (arts. 49.4 y 50.4 LOTC). El
art. 50.1 b) LOTC establece la segunda causa de inadmisión, más de naturaleza
sustancial que procesal: la «especial trascendencia constitucional» del recurso, concepto
al que ya se ha hecho referencia. Por esta vía, el Tribunal puede rechazar a limine
aquellas demandas que se consideren sin importancia constitucional, con la finalidad, en
la línea de lo que sucede en el Derecho Comparado, de que, ante la cantidad excesiva de
recursos de amparo, el Tribunal Constitucional se ocupe sólo de aquéllos que tengan
mayor importancia. La LOTC no concreta demasiado cuáles son los criterios para
valorar esa trascendencia señalando a este respecto el art. 50.1 b) LOTC como criterios
generales, «la importancia para la interpretación de la Constitución, para su aplicación o
para su general eficacia, y para la determinación del contenido y alcance de los derechos
fundamentales». El Tribunal Constitucional ha ido concretando el alcance formal y
material de este requisito. Por un lado, el Tribunal ha entendido que es una exigencia
para el demandante, impuesta legalmente, que la demanda acredite, la que demuestre
que concurre la especial trascendencia constitucional. En segundo lugar, y sobre la
naturaleza del requisito, el Tribunal ha señalado, asimismo, que resulta insubsanable. En
tercer lugar, afirmada la obligación de justificar la especial trascendencia constitucional,
y proclamada la insubsanabilidad del defecto de no justificación, corresponde al
Tribunal valorar la concurrencia de la trascendencia constitucional. Para determinar el
alcance del concepto tal y como se define por la LOTC, la primera aproximación ha
sido en negativo, al descartar que la especial trascendencia constitucional pueda
confundirse, sin más, con la existencia de lesión del derecho. A la hora de concretar en
positivo del concepto de «trascendencia constitucional», el Tribunal, aunque de manera
no cerrada, ha identificado siete supuestos significativos de su concurrencia. Así se ha
sintetizado el contenido de este concepto: «Este Tribunal… considera que cabe apreciar
que el contenido del recurso de amparo justifica una decisión sobre el fondo en razón de
su especial trascendencia constitucional en los casos que a continuación se refieren, sin
que la relación que se efectúa pueda ser entendida como un elenco definitivamente
cerrado de casos en los que un recurso de amparo tiene especial trascendencia
constitucional, pues a tal entendimiento se opone, lógicamente, el carácter dinámico del
ejercicio de nuestra jurisdicción, en cuyo desempeño no puede descartarse a partir
puede recurrirse, salvo en súplica por el Ministerio Fiscal, recurso que se resuelve
mediante Auto (art. 50.3 LOTC). Una vez admitida a trámite la demanda es el momento
a partir del cual empieza el proceso constitucional propiamente dicho. En éste
comparece necesariamente el Ministerio Fiscal, quien hubiera sido parte en la vía
judicial previa, si lo estima conveniente, y quien se viera favorecido por la resolución
impugnada. Examinados los antecedentes del asunto o actuaciones, las partes
personadas realizan sus alegaciones, después de lo cual, la Sala del Tribunal
Constitucional que entienda del caso dicta sentencia. La admisión del recurso de amparo
no comporta la suspensión del acto recurrido; no obstante, dicha suspensión puede
decretarse «cuando la ejecución… produzca un perjuicio al recurrente que pudiera hacer
perder al amparo su finalidad», perjuicio que hay que ponderar con la posibilidad de que
de la suspensión «ocasione perturbación grave de un interés constitucionalmente
protegido» o de «los derechos fundamentales o libertades de otra persona» (art. 56
LOTC).
f) Las sentencias de amparo Las sentencias de amparo pueden tener, como es natural, un
doble contenido: de desestimación de la demanda (denegación del amparo) o de
estimación, total o parcial (otorgamiento del amparo) (art. 53 LOTC). Desde el punto de
vista del caso concreto, el art. 55 de la LOTC prevé un posible triple efecto de la
estimación del amparo. Este triple efecto no es necesariamente alternativo; por el
contrario, es habitual que el fallo de la sentencia incluya más de uno de los efectos
previstos. Estos son: – Declaración de nulidad del acto o resolución impugnado. –
Reconocimiento del derecho o libertad vulnerado. – Restablecimiento del recurrente en
la integridad del derecho, debiéndose adoptar las medidas que sean necesarias para ello.
Al margen de los efectos que para el caso concreto poseen las sentencias de amparo, la
doctrina que en ellas se contiene en relación con los derechos y libertades tiene la
dimensión general que corresponde a la función de intérprete supremo de la
Constitución que posee el Tribunal Constitucional.
acto o norma estatal, decidiendo éste libremente a la vista de los perjuicios que puedan
generarse en cada supuesto (art. 64.3 LOTC). La LOTC, frente a lo que prevé en otros
procedimientos, no establece expresamente la posibilidad de inadmitir conflictos
positivos de competencia cuando éstos no cumplan los requisitos legalmente
establecidos. A pesar de ese silencio, ha habido casos en los que no se ha admitido a
trámite conflictos de competencia por incumplir manifiestamente los citados requisitos.
Tras formalizar el conflicto, y comparecidas las partes afectadas, el Gobierno de la
Nación y/o el órgano u órganos ejecutivos superiores de las Comunidades Autónomas,
se presentan las alegaciones que se estimen convenientes. Examinadas dichas
alegaciones, el Tribunal Constitucional dicta sentencia.
d) Contenido y efectos de las sentencias Las sentencias que resuelven conflictos de
competencia han de determinar a quién corresponde ejercer la competencia
controvertida de acuerdo con lo dispuesto por el bloque de la constitucionalidad.
Asimismo, el art. 66 de la LOTC dispone que la sentencia podrá anular la disposición,
resolución o acto que dio lugar al conflicto si estuviere viciado de incompetencia. En
cada caso el Tribunal puede modular, pues, los efectos que la decisión haya de tener
sobre las situaciones creadas a partir del acto o disposición anulado.
población existente en dicho ámbito territorial. Respecto de las provincias, los criterios
son similares, debiendo plantearse el conflicto al menos por la mitad de las provincias
afectadas que representen, a su vez, a la mitad de la población. Las Disposiciones
Adicionales 3ª, 4ª y 5ª.3 de la LOTC establecen una serie de reglas especiales para los
Cabildos y Consejos insulares, y para las instituciones de los Territorios Históricos del
País Vasco. Los acuerdos de interposición del conflicto deberán adoptarse por mayoría
absoluta de los miembros del Pleno del correspondiente órgano de cada corporación
local.
a) Objeto Como se deriva del propio tenor del art. 10.c) LOTC, el objeto de estos
conflictos es resolver las controversias que, dentro de los poderes del Estado, surgen
sobre el reparto de atribuciones entre ellos. Se trata, pues, de una competencia que
escapa de la organización territorial, centrándose exclusivamente en los poderes del
Estado central y, más en concreto, en los órganos constitucionales que presiden la
organización de esos poderes. El conflicto de atribuciones surge, pues, sólo cuando
alguno de esos órganos constitucionales entiende que otro de ellos ha invadido su esfera
de actuación; no obstante, la STC 234/00 (caso Declaración de urgencia) ha interpretado
que su finalidad no es sólo reivindicar una potestad concreta sino, más genéricamente,
proteger la esfera de actuación de un órgano constitucional frente a la acción de otro.
Para enjuiciar los actos impugnados, el Tribunal Constitucional debe tener presente la
Constitución y las leyes orgánicas atributivas de competencias (art. 73.1 LOTC).
c) Procedimiento Cualquiera de los órganos previamente citados que considere que otro
de ellos ha adoptado decisiones asumiendo atribuciones que constitucionalmente le
corresponde, mediante acuerdo de su Pleno, se lo hará saber al órgano presuntamente
invasor, solicitado que revoque la decisión o decisiones correspondientes. Si éste último
afirmare de manera expresa o tácita que ha actuado dentro de sus atribuciones, quedará
abierta la vía al planteamiento del conflicto ante el Tribunal Constitucional. Éste, oídos
el órgano requerido y el requirente, y, si lo estima oportuno, el resto de los órganos
constitucionales legitimados para suscitar conflictos de atribuciones, dicta sentencia
determinando a qué órgano corresponde la atribución constitucional controvertida;
asimismo declara la nulidad de los actos viciados de incompetencia.
entes, como ya se ha visto, son los municipios (art. 137 CE), las provincias (art. 141
CE) y las islas (art. 141.4. CE). La segunda dimensión de la garantía institucional,
íntimamente ligada a la primera, se concreta en la exigencia constitucional de que,
cualquiera que sea la regulación que se haga de los entes locales, debe respetarse un
ámbito propio de autonomía, tanto en su dimensión organizativa como funcional; dicho
de otra manera, existe un núcleo mínimo de capacidad de autoorganización y de
potestades que tiene que asegurarse para poder reconocer a los entes locales como
autónomos, tal como ordena la Constitución.
efectiva de las entidades locales de ordenar y gestionar una parte importante de los
asuntos públicos, en el marco de la ley, bajo su propia responsabilidad y en beneficio de
sus habitantes”. …. Más allá de este límite de contenido mínimo que protege la garantía
institucional la autonomía local “es un concepto jurídico de contenido legal, que permite
configuraciones legales diversas, válidas en cuanto respeten aquella garantía
institucional. Por tanto en relación con el juicio de constitucionalidad sólo cabe
comprobar si el legislador ha respetado esa garantía institucional”. (STC 240/2006, de
20 de julio, FJ 8, con cita, entre otras, de la STC 170/1989, de 19 de octubre, FJ 9)».
lidades y regiones españolas han ejercitado ese derecho a través de la aprobación de los
respectivos Estatutos de Autonomía en los términos que más adelante se verán. Es
importante, sin embargo, destacar esta «generalización» del fenómeno autonómico, que
ha alcanzado a todo el territorio nacional, configurado hoy por diecisiete Comunidades
Autónomas y dos Ciudades Autónomas. Otra de las particularidades del reconocimiento
del derecho a la autonomía es la relativa a la titularidad de ese derecho; la Constitución
se refiere a un doble tipo de titular del derecho: nacionalidades y regiones. Con esta
dualidad lo que se pretende es dejar constancia de la existencia de determinadas zonas
del territorio cuya autonomía encuentra sus fundamentos en una exigencia de
autogobierno vinculada a las particularidades culturales, históricas, geográficas, etc…
que se han concretado, incluso, en la existencia de una cierta conciencia nacional. El
uso del concepto, impreciso jurídicamente, de «nacionalidades» sirvió para poner de
manifiesto esas situaciones sin abrir el debate sobre la existencia de una o más naciones
dentro de España. Con posterioridad, no obstante, la apelación estatutaria al concepto de
«nación» ha sido entendida por el Tribunal Constitucional en el sentido de no
confundirse con su uso en el art. 2 de la CE, aceptándose en «sentido ideológico,
histórico o cultural» (STC 31/2010, caso Estatuto de Autonomía de Cataluña). La
concreción de cuáles eran los límites de las distintas nacionalidades y, sobre todo,
regiones, era otro de los problemas con los que se enfrentaba el constituyente. Éste optó
por dejar la cuestión abierta. Dicho de otra manera, la Constitución tampoco dibujó el
mapa autonómico de España; se limitó a ofrecer en el art. 143.1 de la CE una serie de
criterios para determinar cuáles eran esas nacionalidades y regiones: «provincias
limítrofes con características históricas, culturales y económicas comunes, los territorios
insulares y las provincias con entidad regional histórica».
unidad, deben ser respetados por todas las instancias de poder a la hora de ejercer las
potestades con que cuentan. Entre estos principios cabe destacar los siguientes:
solidaridad (art. 2 CE), igualdad entre las Comunidades Autónomas (art. 138.2 CE),
igualdad de derechos y obligaciones de los ciudadanos (art. 139.1 CE) y unidad
económica (art. 139.2 CE).
Ahora bien, también aquí debe indicarse que igualdad y uniformidad absoluta son dos
ideas distintas y que en un Estado descentralizado pretender garantizar una total
uniformidad entre los individuos sería tanto como negar la autonomía. Una cosa es que
la posición jurídica de los individuos deba ser igual y que no puedan sufrir
discriminación alguna, y otra distinta es que el régimen concreto de ejercicio de todos y
cada uno de sus derechos haya de ser idéntico, idea que choca con el principio de
autonomía. Ciertamente, la barrera entre la posición jurídica del individuo y el régimen
concreto de ejercicio de sus derechos no es fácil de trazar en ocasiones; de ahí que ésta
sea una de las materias cuya interpretación por el Tribunal Constitucional resulta más
compleja, como pone de manifiesto su abundante jurisprudencia al respecto (STC
14/98, caso Ley extremeña de caza, por ejemplo).
parte, es, como establece el art. 147.1 de la CE, «norma institucional básica de cada
Comunidad Autónoma»; ello supone que constituye la base y fundamento del
correspondiente ordenamiento jurídico autonómico, del que forma parte. Pero, a la vez,
el Estatuto de Autonomía forma parte también del ordenamiento jurídico estatal; así lo
establece expresamente el art. 147.1 in fine al señalar respecto de los Estatutos de
Autonomía que «el Estado los reconocerá y amparará como parte integrante de su
ordenamiento jurídico». Esta idea se ve aún corroborada por el hecho de que los
Estatutos de Autonomía se aprueben por las Cortes Generales mediante ley orgánica
(arts. 146 y 147.3, en relación con el art. 81.1 CE). De esta doble naturaleza,
autonómica y estatal, de los Estatutos de Autonomía se deducen las siguientes
consecuencias (SSTC 247/2007, caso Estatuto de Autonomía de Valencia y 31/2010,
caso Estatuto de Autonomía de Cataluña). En primer lugar, resulta claro que los
Estatutos de Autonomía están sometidos a la Constitución, de la que deriva su
legitimidad jurídica, tal como reiteradamente ha recordado el Tribunal Constitucional
(STC 99/86 —caso Condado de Treviño—, por ejemplo). Por tanto, el Estatuto de
Autonomía no puede vulnerar la Constitución, estando, pues, sometido a los
instrumentos ordinarios de control de constitucionalidad (art. 27.2.a LOTC). En
segundo lugar, el hecho de que los Estatutos de Autonomía se aprueben mediante ley
orgánica no significa que se trate de una norma como otra cualquiera con esta
naturaleza; si así fuera, cualquier ley orgánica podría modificar los Estatutos. Esta
particular naturaleza ha sido reconocida por el Tribunal Constitucional, rechazándose
expresamente que normas estatales puedan modificar los Estatutos de Autonomía en las
materias que éstos deben regular (STC 31/2010, caso Estatuto de Autonomía de
Cataluña). En tercer lugar, los Estatutos de Autonomía, en cuanto norma básica que son
de sus respectivos ordenamientos territoriales, se imponen sobre el resto de las normas
que de éstos forman parte, tanto en los aspectos formales y organizativos, como
sustanciales. Las leyes y demás normas y actos autonómicos deben, pues, respetar el
correspondiente Estatuto, que fija las grandes líneas estructurales del ordenamiento
jurídico de cada Comunidad Autónoma. Por último, la especial posición de los Estatutos
de Autonomía en el sistema de fuentes hace que sirvan como parámetro de la
constitucionalidad de otras normas del Estado y de las Comunidades Autónomas (art.
28.1 y 2 LOTC).
Por otro lado, hay que tener también presente que la reforma de los Estatutos puede ir
más allá de los aspectos competenciales, afectando a cualquier otro de sus contenidos.
De hecho, las primeras reformas estatutarias que se realizaron no afectaron a las
competencias sino a aspectos institucionales: en 1991 se llevó a cabo un proceso
tendente a unificar la fecha de las elecciones autonómicas de las Comunidades de vía
lenta; para ello fue preciso modificar algunos Estatutos de Autonomía puesto que era
necesario permitir la disolución anticipada de las correspondientes Asambleas
Legislativas. Entre 1996 y 1999 se llevó a cabo un proceso de reforma de Estatutos de
Autonomía que, fundamentalmente, trató de mejorar aspectos institucionales de
distintas Comunidades Autónomas. Mayor intensidad, por último, tienen las reformas
de los Estatutos iniciadas a partir de 2006, que han modificado profundamente parte de
éstos tanto en aspectos competenciales como en otros contenidos, derogando y
sustituyendo, incluso, alguno de los Estatutos de Autonomía originarios.
Principios generales de la organización territorial del Estado del Estado Sobre los
principios de ordenación del sistema autonómico: ALBERTÍ ROVIRA, E., Autonomía
política y unidad económica, Madrid 1995. Por lo que respecta a la autonomía local:
FANLO LORAS, A., Fundamentos constitucionales de la autonomía local, Madrid
1990; GARCÍA MORILLO, J., La configuración constitucional de la autonomía local,
Madrid 1998; GÓMEZ-FERRER MORANT, R. (dir.), La provincia en el sistema
constitucional, Madrid 1991; o SÁNCHEZ MORÓN, M., La autonomía local, Madrid
1990; VV.AA., Manual de Derecho Local, Madrid 2010. Resulta de gran interés la
publicación dirigida por FONT, T., Anuario del gobierno local, Barcelona (anual)
Pablo Pérez Tremps En relación con los Estatutos de Autonomía las ya citadas SSTC
247/07, caso Estatuto de Autonomía de Valencia, y 31/2010, caso Estatuto de
Autonomía de Cataluña, y para aspectos concretos SSTC 89/84, caso León;100/84, caso
Segovia, 99/86, caso Condado de Treviño. 225/98, caso Sistema electoral canario;
15/00, caso Nombramiento del Presidente de Navarra. Sobre la autonomía de las
Ciudades Autónomas de Ceuta y Melilla: STC 240/06, caso Suelo de Ceuta. Por lo que
respecta a la autonomía local: SSTC 4/81, caso Ley de Bases de Régimen Local; 32/81,
caso Diputaciones Catalanas; 84/82, caso Presupuestos Generales del Estado para 1982 ;
179/85, caso Haciendas locales; 27/87, caso Diputaciones Valencianas; 259/88, caso
Ordenación urbanística de Cataluña; 24/89, caso Diputados provinciales de Salamanca;
170/89, caso Cuenca Alta del Manzanares; 214/89, caso Ley de Bases de Régimen
Local II; 96/90, caso Presupuestos Generales del Estado para 1985; 150/90, caso
Recargo del tres por ciento; 174/91, caso Diputados provinciales de Almería; 221/92,
caso Arts. 4 y 355.5 TRRL; 331/93, caso Ley catalana municipal y de régimen local;
109/98, caso Plan Único de Obras y Servicios de Cataluña; 233/99, caso Ley de
Haciendas Locales; 159/01, Ordenación urbanística de Cataluña; 240/06, caso Suelo de
Ceuta; 132/12, caso Consejos insulares; 103/2013, Concejales no electos y STC
132/2014 caso Torremontalbo y Uruñuela. Sobre la diferencia entre autonomía y
soberanía, y el monopolio de ésta por el pueblo español en su conjunto SSTC 42/2014,
caso Declaración de soberanía y del derecho a decidir y 259/2015, caso Declaración
sobre proceso de creación de un Estado catalán.
Lección 33
La distribución de competencias entre Estado y Comunidades Autónomas 1. 2. 3. 4. 5.
6. 7. 8. 9.
e) Aquellas competencias que no hayan sido asumidas por las Comunidades Autónomas
en sus Estatutos, o no les hayan sido transferidas, seguirán incluidas dentro del ámbito
competencial estatal (art. 149.1.3 CE: «La competencia sobre las materias que no se
hayan asumido por los Estatutos de Autonomía corresponderá al Estado»). La cláusula
residual juega así a favor del Estado: éste será competente en todo aquello no asumido
por los Estatutos de las Comunidades Autónomas. Las competencias de éstas serán pues
competencias de atribución, esto es, las específica y explícitamente enumeradas en los
Estatutos o en las leyes de transferencia.
2. EL REPARTO COMPETENCIAL: COMPETENCIAS EXCLUSIVAS Y
COMPARTIDAS En el sistema federal «clásico» que se manifiesta en la Constitución
norteamericana de 1787, la división competencial resulta netamente definida:
determinadas materias se reservan en su integridad al poder central (Federación) y el
resto, también en su integridad, corresponden a los Estados federados. Éstos, en el
ámbito material que se les atribuye, ejercen todas las funciones del Estado, legislativa,
ejecutiva y judicial. De esta manera, la realidad social queda dividida claramente, por
así decirlo, en «sectores competenciales» y unos pertenecerán íntegramente a la
competencia de la Unión, mientras que otros se atribuirán, también íntegramente, a la
competencia de los Estados federados. El sistema español, sin embargo, siguiendo en
esto al modelo «europeo» (presente, por ejemplo, en la Constitución alemana de 1919 ó
en la Constitución austríaca de 1920) procede, en muchas materias, a un reparto de
atribuciones entre Estado y Comunidades Autónomas de tipo eminentemente funcional.
Quiere ello decir que en la gran mayoría de las materias que integran la realidad social
objeto de tratamiento jurídico, ostentarán competencias, y ejercerán funciones públicas
tanto el Estado como las Comunidades Autónomas. Para comenzar, hay que recordar
que en el modelo constitucional español —a diferencia de los sistemas federales
«clásicos»— hay una función pública que, respecto de cualquier materia sobre la que
verse, queda reservada al Estado: se trata de la función jurisdiccional. Sólo el Estado
posee pues competencias jurisdiccionales (art. 149.1.5 CE) sin que quepa, respecto de
esta función, reparto alguno entre Estado y Comunidades Autónomas; ello sin perjuicio,
como se verá, de que éstas últimas sí puedan asumir competencias en relación con
aspectos administrativos de la organización de los servicios judiciales. Por ello, las
funciones públicas que se reparten las instancias centrales y las autonómicas son las de
tipo legislativo y ejecutivo. En consecuencia, y en términos genéricos, el reparto
competencial entre Estado y Comunidades Autónomas
versa sobre qué órganos (estatales o autonómicos) elaboran las normas legislativas
sobre una materia, y qué órganos, estatales o autonómicos, llevan a cabo su ejecución.
Dejando de lado, pues, todo lo que se refiere a la potestad jurisdiccional, pueden
distinguirse, a efectos de reparto competencial, varias posibilidades: a) Competencias
exclusivas del Estado. Versan sobre aquellas materias reservadas íntegramente a la
competencia estatal. Se trata de materias sobre las que el Estado tiene la competencia
para ejercer todas las funciones públicas referentes a ellas, tanto de naturaleza
legislativa como administrativa. b) Competencias exclusivas de las Comunidades
Autónomas. Versan sobre aquellas materias que los Estatutos de Autonomía reservan
íntegramente (con la excepción, hay que repetir, de la función jurisdiccional) a la
competencia de las respectivas Comunidades Autónomas. En estos supuestos se
atribuyen con carácter de exclusividad las funciones legislativas y ejecutivas a las
correspondientes autoridades autonómicas. En la doctrina y en la práctica constitucional
y administrativa ello se expresa mediante dos tipos de afirmaciones que tienen el mismo
significado. Desde una perspectiva material, se establece que se trata de materias
reservadas en exclusiva a la Comunidad Autónoma; desde el punto de vista funcional
puede decirse que la Comunidad tiene competencias exclusivas en la materia. c)
Competencias compartidas. Finalmente, hay un amplísimo elenco de materias en que,
en virtud de la Constitución y los Estatutos de Autonomía, tanto el Estado como las
Comunidades Autónomas ostentan funciones y competencias, interviniendo en distintos
niveles. Se trata de materias, no sólo muy numerosas, sino, además, de considerable
relevancia: valgan como ejemplo la sanidad, o la educación. En gran parte, la
complejidad del sistema resulta de esta compartición, que puede asumir formas muy
diversas: bien traduciéndose en un reparto de funciones (legislativa al Estado, ejecutiva
a las Comunidades Autónomas) bien en una división de atribuciones incluso dentro de
la misma función (legislación básica al Estado, legislación de desarrollo a las
Comunidades Autónomas). De nuevo, desde una perspectiva material puede hablarse de
unas materias compartidas; desde la perspectiva funcional se habla de competencias
compartidas, como concepto opuesto al de competencias exclusivas.
las materias que no se hayan asumido por los Estatutos de Autonomía corresponderá al
Estado». El Tribunal Constitucional ha podido precisar escuetamente el sistema
descrito: «Para determinar si una materia es de la competencia del Estado o de la
Comunidad Autónoma, o si existe un régimen de concurrencia, resulta en principio
decisorio el texto del Estatuto de Autonomía de la Comunidad Autónoma, a través del
cual se produce la asunción de competencias. Si el examen del Estatuto correspondiente
revela que la materia de que se trate no está incluida en el mismo no cabe duda que la
competencia será estatal, pues así lo dice expresamente el artículo 149.3 de la
Constitución» (STC 18/82, caso Registro de Convenios, FJ 1). Como resultado, y para
ampliar al máximo el ámbito competencial de cada Comunidad Autónoma, los Estatutos
de Autonomía han tendido a configurarse como «imágenes invertidas» del artículo
149.1 de la CE, incluyendo en su texto todas las competencias no reservadas
expresamente al Estado por ese artículo. Esta tendencia (presente ya en los Estatutos
aprobados en las Comunidades Autónomas «de autonomía amplia») se ha reflejado
claramente en las sucesivas reformas de los Estatutos de Autonomía, reformas que han
ampliado notablemente el nivel competencial de las Comunidades «de régimen común»,
acercándose al nivel de las Comunidades «históricas». En forma equivalente a las
competencias estatales, los Estatutos de Autonomía asumen listas de competencias que
definen como exclusivas. Para esta definición es también decisivo el texto del Estatuto
de Autonomía, si bien debe tenerse en cuenta que el Estatuto debe interpretarse a la luz
de la Constitución, de modo que la calificación estatutaria de alguna competencia como
«exclusiva» ha de leerse en consonancia con las previsiones constitucionales. En
palabras del Tribunal Constitucional, «el Estatuto de Autonomía, igual que el resto del
ordenamiento jurídico, debe ser interpretado siempre de conformidad con la
Constitución, y por ello las marcas competenciales que la Constitución establece no
agotan su virtualidad en el momento de aprobación de los Estatutos de Autonomía, sino
que continuarán siendo preceptos operativos en el momento de realizar la interpretación
de los preceptos de éstos» (STC 18/82, caso Registro de Convenios). Competencias
legislativas. Estas competencias exclusivas suponen la asunción por las Comunidades
Autónomas de todas las funciones (legislativa, reglamentaria, ejecutiva) sobre una
materia determinada. De acuerdo con el principio dispositivo que inspira el Estado de
las Autonomías, las diversas Comunidades Autónomas, a la hora de asumir
competencias en sus Estatutos, podían haberse limitado a asumir competencias
ejecutivas o administrativas. Sin embargo no ha sido así. Pese a las dudas que surgieron
en los momentos iniciales del proceso autonómico, todas las Comunidades Autónomas
han asumido competencias no sólo de tipo administrativo, sino también para dictar
normas con rango de ley: incluso se ha admitido generalmente que la potestad
legislativa es el exponente por excelencia
relacionar esa dependencia con el carácter «básico» de la ley del Estado. Como
ejemplos de esa fórmula pueden citarse: – El previsto en el apartado 29 del art. 149.1 de
la CE, que se refiere a la posibilidad de creación de policías por las Comunidades
Autónomas «en la forma en que se establezca en los respectivos Estatutos en el marco
de lo que disponga una ley orgánica». Esta posibilidad ha sido recogida estatutariamente
(así, art. 13 del EAC), y ha cobrado virtualidad al aprobarse la correspondiente
normativa estatal (LO 2/1986, de 13 de marzo, de Fuerzas y Cuerpos de Seguridad). –
El contenido en el art. 152.1 de la CE, que establece que las Comunidades Autónomas
podrán ostentar la competencia para participar en la organización de las demarcaciones
judiciales de su territorio «de conformidad con lo previsto en la Ley Orgánica del Poder
Judicial». Esta competencia ha sido asumida por la totalidad de los Estatutos de
Autonomía. – El que resulta del art. 157.3 de la CE, que establece que mediante ley
orgánica podrá regularse el ejercicio de las competencias financieras de las
Comunidades Autónomas, las normas para resolver los conflictos que pudieran surgir, y
las posibles formas de colaboración financieras entre las Comunidades Autónomas y el
Estado. La actividad normativa de las Comunidades Autónomas relativa a sus
competencias financieras deberá pues ajustarse a los términos de la ley orgánica de que
se trata (en la actualidad, LO 8/1980, de 22 de septiembre, de Financiación de las
Comunidades Autónomas). Los ejemplos aducidos no agotan la casuística resultante de
la Constitución, que prevé este tipo de compartición normativa en otras materias (así, en
materia electoral). Además, los Estatutos pueden introducir nuevos supuestos de empleo
de esta fórmula, al remitirse, como condicionante del ejercicio de su competencia, a lo
dispuesto en una ley estatal: tal sería el caso del art. 34 del Estatuto de Autonomía de
Galicia, que atribuye a la Comunidad Autónoma competencias en materia de
radiodifusión y televisión «en los términos y casos establecidos en la ley que regule el
Estatuto Jurídico de la Radio y la Televisión».
Luis López Guerra Como hitos en la jurisprudencia del Tribunal, STC 4/1981, caso Ley
de Bases de Régimen Local, I, en que se define el principio de autonomía y STC 76/83,
caso LOAPA. En cuanto a la diferenciación bases/desarrollo, STC 32/81, caso
Diputaciones Catalanas; 1/82, caso Coeficientes de Cajas de Ahorros, y 69/88, caso
Etiquetaje. Para la inclusión de competencias ejecutivas dentro del concepto de bases,
ver la citada STC 1/82, así como, entre muchas otras, STC 208/1999, caso Ley de
Defensa de la Competencia. La previsión del concepto de competencia de ejecución
puede encontrarse en STC 18/82, caso Registro de Convenios. Una recapitulación de la
doctrina del Tribunal Constitucional puede encontrarse en las SSTC 247 y 249/2007,
casos Estatuto de Valencia, I y II y más ampliamente en la STC 31/2010, caso Estatuto
de Autonomía de Cataluña.
Lección 34
c) Duración del mandato Los Estatutos de Autonomía prevén, como norma general, la
duración del mandato de los representantes, que se establece en cuatro años; ahora bien,
apartándose de las normas de lo que podría denominarse «modelo parlamentario
clásico», en una fase inicial no admitían la posibilidad de una disolución discrecional de
las Asambleas por el Ejecutivo. Sin embargo, tal posibilidad se ha ido introduciendo,
bien mediante normas legislativas, bien, y en forma generalizada, mediante la reforma
de los Estatutos de Autonomía. No obstante, y a diferencia del sistema estatal, en varios
Estatutos (así Madrid, art. 21.3; Castilla-La Mancha, art. 22) se prevé que en el supuesto
de elecciones anticipadas la Asamblea nuevamente elegida deberá durar solamente hasta
el término en que hubiera debido producirse el final «natural» de la Asamblea disuelta.
Por otro lado en concordancia con lo dispuesto en el artículo 42.3 de la LOREG, y para
evitar una continua sucesión de elecciones autonómicas, varios Estatutos de
Autonomía(por ejemplo, Extremadura, art. 34.1; Madrid, art. 10.7; Castilla-La Mancha,
art. 22) han sido reformados para que las correspondientes elecciones autonómicas se
celebren simultáneamente en «el cuarto domingo de mayo cada cuatro años»,
independientemente, como se ha señalado, de que se hubiera o no producido una
disolución anticipada de la Asamblea, y como consecuencia, unas elecciones, también
anticipadas, de la misma.
b) Potestad de gasto Por lo que se refiere a los gastos de las Comunidades Autónomas,
la Ley Orgánica de Financiación contiene también las previsiones básicas de su régimen
presupuestario: los presupuestos han de tener carácter anual, e incluir todos los gastos e
ingresos de la correspondiente Comunidad Autónoma. Establece también que habrían
de elaborarse con criterios homogéneos, para permitir su consolidación con los
Presupuestos del Estado: finalmente, y de acuerdo con el art. 153 d) de la Constitución,
los Presupuestos de las Comunidades Autónomas quedarán bajo el control del Tribunal
de Cuentas.
Las relaciones entre el ordenamiento estatal y los ordenamientos autonómicos leyes, así
como sobre el principio de cooperación. La STC 32/83, de 28 de abril (Registro
Sanitario de alimentos) define el concepto constitucional de coordinación, como
competencia estatal. La STC 15/89, caso Ley de Consumidores, precisa el carácter
supletorio del Derecho estatal, en relación con la normativa autonómica. Precisiones
adicionales pueden encontrarse en la STC 147/91, caso Pesca de cerco, y sobre todo, en
las SSTC 118/96, caso Transportes terrestres, y 61/97, caso Ley del Suelo. La STC
56/90, caso Ley Orgánica del Poder Judicial, II, declara que los estatutos de autonomía
no son vía adecuada para las transferencias del art. 150 C.E. La STC 18/82, caso
Registro de Convenios, establece el «deber general de auxilio recíproco» y colaboración
entre Estado y Comunidades Autónomas. La STC 104/88, caso Coordinación de
Administraciones penitenciarias, estima que la potestad estatal normativa plena incluye
la potestad coordinadora. En la STC 178/2004 y el voto particular que la acompaña, así
como en la STC 187/2012, pueden encontrarse referencias marginales al principio de
prevalencia del Derecho estatal.