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En efecto, señala dicha magistratura, en su sentencia Rol Nº 591/2007 (¿’), que "... La
jurisdicción constitucional se proyecta así como una de las garantías básicas del Estado
constitucional de Derecho. El poder público en todas sus manifestaciones —Estado
legislador, Estado administrador y Estado juez— debe someter su quehacer a la
Constitución. La jurisdicción constitucional debe asegurar que, efectivamente, todas las
autoridades públicas sujeten sus actos (aquí quedan comprendidos, entre otros, las leyes,
las sentencias y los actos administrativos) a las normas, valores y principios
constitucionales, de modo que cada una de las funciones estatales se desarrolle dentro de
un ámbito correcto y de legítimo ejercicio de la función constitucional que les compete...".
Los órganos que realizan control jurisdiccional de constitucionalidad pueden ser los
tribunales de justicia ordinarios a través de un control difuso o concentrado), o tribunales
especializados como son las Cortes o Tribunales Constitucionales, como asimismo, puede
concretarse a través de modelos mixtos o híbridos que combinan en grados variables
control jurisdiccional ordinario y de tribunales constitucionales o control difuso por
tribunales ordinarios y control concentrado en la Corte Suprema o una Sala especializada
en materia constitucional de ella.
Este tribunal único puede ser la Corte Suprema de Justicia como ocurre en Uruguay, una
Sala Constitucional de la Corte Suprema, como ocurre en Paraguay y Venezuela, o puede
ser un Tribunal Constitucional como ocurre en Bolivia. En Chile existe un control
concentrado de constitucionalidad en el Tribunal Constitucional y un control relativamente
difuso en las Cortes de Apelaciones y Corte Suprema de Justicia, teniendo estas últimas la
jurisdicción en materia de las acciones de protección (amparo o tutela) y las acciones de
amparo (habeas corpus en el derecho comparado), según disponen directamente los
artículos 20 y 21 de la Constitución Política de la República, como asimismo, la Corte
Suprema de Justicia, a través del recurso de nulidad en materia procesal penal, puede
determinar la nulidad del proceso por violación de derechos fundamentales.
Así, en el caso chileno, son jueces constitucionales los magistrados que integran los
tribunales superiores de justicia (las Cortes de Apelaciones cuando resuelven recursos de
amparo y de protección; la Corte Suprema cuando resuelve apelaciones de recursos de
amparo y protección y cuando resuelve recurso de nulidad en materia procesal penal por
violación de derechos fundamentales); los jueces laborales cuando resuelven amparos
laborales, los jueces de letras cuando resuelven la acción de discriminación arbitraria, como
el Tribunal Constitucional, en el ámbito de sus competencias tasadas.
Así, podemos distinguir los jueces de jurisdicción ordinaria que ejercen, dentro de sus
competencias, jurisdicción constitucional, de los jueces constitucionales especializados que
son los magistrados de los tribunales constitucionales.
Ello nos lleva a diferenciar las cortes y jueces ordinarios que ejercen jurisdicción
constitucional de los tribunales y cortes constitucionales y sus jueces. Ello nos lleva a la
necesidad de conceptualizar los Tribunales Constitucionales y diferenciarlos de los
tribunales ordinarios, aun cuando sean cortes supremas que ejerzan jurisdicción
constitucional.
En tal perspectiva, señalamos que los Tribunales o Cortes Constitucionales son órganos
supremos constitucionales de única instancia, de carácter permanente, independientes e
imparciales, que tienen por función esencial y exclusiva la interpretación y defensa
jurisdiccional de la Constitución, a través de procedimientos contenciosos constitucionales
referentes como núcleo esencial a la constitucionalidad de normas infraconstitucionales y
la distribución vertical y horizontal del poder estatal, agregándose generalmente la
protección extraordinaria de los derechos fundamentales, que actúan en base a
razonamientos jurídicos y cuyas sentencias tienen valor de cosa juzgada, pudiendo
expulsar del ordenamiento jurídico las normas consideradas inconstitucionales.
Los Tribunales Constitucionales dictan sentencias que tienen valor de cosa juzgada,
además de ser irrevocables, no pudiendo ser desconocidas por ningún otro órgano estatal o
persona dentro del respectivo Estado.
Los Tribunales Constitucionales los integran jueces letrados nombrados por las
autoridades políticas (gobierno, Congreso Nacional y, eventualmente, la Corte Suprema o
las jurisdicciones superiores del Estado ), no siendo en su mayoría magistrados de carrera,
todo ello refuerza la legitimidad política del Tribunal, sin descuidar la legitimidad jurídica.
La polémica entre Hans Kelsen y Carl Schmitt sobre quién debía ser el defensor de la
Constitución, ha sido superada por el amplio triunfo de la propuesta kelseniana en el
desarrollo histórico de los Estados contemporáneos, quedando relegado el planteamiento de
Schmitt a algunos círculos de análisis académicos.
Se ha señalado por los críticos de la jurisdicción constitucional que ella vulnera la división
de poderes, al invadir el ámbito del órgano legislativo, que es a quien le corresponde
aprobar, modificar y derogar las leyes. Dicha crítica olvida la existencia de una clara
distinción en el derecho constitucional entre el poder constituyente y los poderes
instituidos, donde la jurisdicción constitucional se desarrolla para proteger la Constitución
de los embates de los órganos constituidos, de cualquiera de ellos, dentro de los cuales se
encuentra el Parlamento. La jurisdicción constitucional asegura la fuerza normativa de la
Constitución, que posibilita entenderla como norma jurídica vinculante y no sólo como una
proclamación político-filosófica como señala Cappelletti. Así, la jurisdicción constitucional
se legitima por el paso del Estado legal al Estado constitucional de derecho y el
reconocimiento de la Constitución como norma jurídica superior y obligatoria para los
poderes instituidos, expresión del poder constituyente originario.
Por otra parte, las decisiones de las mayorías parlamentarias no siempre representan la
voluntad del cuerpo político de la sociedad, el bien común o respetan y aseguran con sus
decisiones legislativas los derechos fundamentales de las personas y grupos más débiles de
la sociedad, ya que en ocasiones constituyen mayorías "artificiales", producto de sistemas
electorales o métodos de escrutinio que no permiten expresar fidedignamente al cuerpo
político de la sociedad, constituyéndose la jurisdicción constitucional en una institución
destinada a proteger los derechos humanos o fundamentales frente al eventual abuso o
arbitrariedad de los órganos políticos (mayoría parlamentaria o gubernamental), como
asimismo, constituye una defensa del arreglo institucional determinado por el constituyente
respecto de la distribución de potestades y competencias determinados por la Carta
Fundamental, dotando de racionalidad y encuadrando jurídicamente el accionar de los
actores políticos, resolviendo los conflictos, fortaleciendo el funcionamiento del Estado
constitucional democrático, protegiendo los derechos fundamentales de las personas y
grupos sociales, posibilitando una mejor calidad de democracia y una adecuada
gobernabilidad de ella. Como señala el profesor italiano G. Zagrebelsky, la Corte
Constitucional tiene la capacidad de " detener el exceso de ' contractualización ' de las
decisiones políticas, la que puede ella misma ser muy peligrosa para los derechos
fundamentales, sobre todo para los de aquellos que no participan en la
contractualización ", es decir, de aquellos que no participan de la negociación política
parlamentaria o gubernamental, que son generalmente los sectores más débiles y
desprotegidos de la sociedad. En esta realidad pueden conculcarse valores protegidos por el
ordenamiento constitucional y, por tanto, que no se encuentran en la arena de la
negociación de los poderes constituidos.
Por otra parte, las decisiones o sentencias judiciales tienen que justificarse jurídica y
racionalmente, ellas deben ser fundadas y basadas en las fuentes del derecho constitucional
vigentes, lo que posibilita un control de la comunidad jurídica y de la sociedad en su
conjunto, no basta a un juez constitucional la sola voluntad política o decisión discrecional
con la cual actúan los parlamentarios. Además, los magistrados que ejercen jurisdicción
constitucional, especialmente, en los tribunales constitucionales, se seleccionan y nombran
por períodos limitados, de la misma manera que los gobiernos y parlamentos en los
sistemas democráticos y con fuerte participación de estos últimos, generalmente por
mayorías calificadas, los que les transmiten su propia legitimidad.
Frente a esta última crítica, es posible sostener que los críticos están en una posición que
consideramos errónea, ya que los jueces constitucionales no emiten juicios político-
morales, sino juicios jurídicos basados en parámetros constituidos por enunciados jurídico-
normativos, resolviendo en derecho, con razonamientos jurídicos los conflictos jurídicos
que se les presentan, aun cuando ellos tengan consecuencias políticas. A diferencia de los
parlamentarios que sí emiten juicios político-morales, los jueces deben hacerlo teniendo
como base el texto constitucional con sus valores, principios y reglas (los críticos de la
jurisdicción constitucional omiten señalar que generalmente el 80% del texto son reglas
jurídicas precisas y no ambiguas, aunque interpretables, como todas las normas jurídicas),
para ello los jueces deben hacer uso de la dogmática y la interpretación constitucional, las
cuales se encuentran en constante perfeccionamiento y evolución, en base a las cuales
presentan y fundamentan sus decisiones jurisdiccionales, las cuales constituyen un límite
fuerte a la discrecionalidad de los jueces, por lo demás, sus decisiones jurisdiccionales son
controladas en su calidad por la comunidad jurídica y por la propia sociedad en su conjunto.
La dogmática jurídica como afirma Calsamiglia, en este caso la dogmática constitucional,
se opone a la inseguridad que genera el lenguaje jurídico, ella " construye criterios
racionales integrados a una teoría para la resolución de casos dudosos. La seguridad que
ofrece la dogmática no es una seguridad literal sino racional ".
En los inicios del siglo XX el reconocimiento del sufragio universal había llevado a los
parlamentos europeos a los partidos socialistas, que se unieron a las alternativas
conservadoras y liberales. Todos esos grupos políticos tenían ideas muy distintas respecto
del Estado, generándose una fuerte lucha al interior de los parlamentos y una desconfianza
en que la mayoría política cambiara radicalmente las reglas del juego constitucionalmente
establecidas.
Es quizás la de este autor la primera y más contundente crítica que recibió la propuesta de
un órgano central de tipo judicial para el control de constitucionalidad. Desde Schmitt en
adelante, al igual que un volcán que luego de fases de calma vuelve periódicamente a la
actividad, la polémica en torno a la temida intromisión de los jueces constitucionales en las
opciones políticas del Parlamento o del Gobierno, se ha reproducido cíclicamente. A este
respecto, señalaré que el temor de Schmitt a que jueces pudieran resolver conflictos
constitucionales aparece influenciado por una concepción propia de un positivismo
formalista sobre el sentido de la aplicación judicial del derecho, casi al estilo de un modelo
de juez descrito por Montesquieu como “máquina de hacer silogismos” o “boca que
pronuncia las palabras de la ley”.
Hoy en día es indiscutible que los jueces no realizan una función mecánica de subsunción
lógica de determinados hechos en el supuesto fáctico normativo. La tarea del juez es más
compleja ya que tiene un margen de libertad en la aplicación del derecho; la norma
previamente establecida no determina por completo el acto jurisdiccional. Desde ese punto
de vista, la decisión judicial supone una decisión en algún sentido libre, y tales actos han
sido tradicionalmente considerados como políticos, en contraposición a los jurisdiccionales
que aparecen normativamente predeterminados o programados. De este modo, por este
camino hoy en día es casi imposible distinguir los actos políticos de los jurisdiccionales.
Sin duda que los tribunales constitucionales resuelven cuestiones manifiestamente cargadas
de política, en comparación con lo que resuelven los tribunales ordinarios, pero la crítica
que formula Schmitt a los tribunales constitucionales es también, en alguna medida,
aplicable a todos los tribunales de justicia. De este modo, adoptando decisiones con un
margen de libertad, todo tribunal de justicia, y no sólo el Tribunal Constitucional, viene a
ser considerado en cierto sentido un órgano político, aunque, para no ser injustos con
Schmitt, tal poder discrecional, y por lo tanto político, se ve mucho más acentuado en la
actuación de los tribunales constitucionales, sobre todo cuando ejercen un control abstracto
de constitucionalidad sobre las leyes.
Por otra parte, elemento central para alejar el fantasma de la politización de los tribunales
constitucionales, y por el contrario, encontrar su legitimidad, será el hecho que sujeten sus
decisiones a la Constitución y al ordenamiento jurídico vigente, y para ello será esencial
que fundamenten sus fallos y que éstos se hagan públicos. Se requiere de este modo de
jueces sometidos al derecho y que sus decisiones no obedezcan sólo a sus criterios
particulares, sino a reglas generales de aplicación, esto es, a reglas consideradas por la
cultura jurídica como aceptables.
Todo ello debe quedar suficientemente explicitado en sus fallos y dado a conocer a la
comunidad por los medios más idóneos. En definitiva, la decisión de los conflictos
constitucionales por medio del proceso desarrollado ante los tribunales constitucionales
supone depositar la confianza en el diálogo racional y ordenado y creer en la eficacia de la
argumentación jurídica, aún cuando se tenga como parámetro normas jurídicas como las
constitucionales, que a menudo presentan un grado de elasticidad mayor que las legales.
En la Constitución de 1925, junto con mantener el Habeas Corpus para amparar la libertad
individual, se crea el Recurso de Inaplicabilidad de las leyes en los casos particulares como
competencia exclusiva de la Corte Suprema. Sin embargo, con la reforma constitucional de
1970 se introduce además un Tribunal Constitucional para que con un carácter abstracto y
generalmente preventivo, realice el control de constitucionalidad de las leyes. Ese modelo
se mantuvo en la Constitución de 1980, agregándose el Recurso de Protección de derechos
fundamentales, que ha sido, sin duda, el instrumento de Justicia Constitucional de mayor
difusión en nuestro país en los últimos 20 años. A ello hay que agregar las competencias
que la Reforma Procesal Penal ha reconocido a los Tribunales de Garantía para dar amparo
al derecho fundamental a la libertad individual de los ciudadanos afectados por privaciones
ilegales de su libertad y el recurso de nulidad de competencia de la Corte Suprema cuando
los tribunales de juicio oral en lo penal hubieren infringido derechos fundamentales de las
partes.
Podemos concluir de este modo que, en términos generales, no existe autoridad o persona
alguna en nuestro Estado de derecho que no pueda ser controlada judicialmente para que
respeten la Constitución y los derechos fundamentales de los ciudadanos, salvo,
obviamente, el Tribunal Constitucional y la Corte Suprema que sólo responden ante la
opinión pública, sin perjuicio de la responsabilidad política que reconoce nuestro texto
constitucional respecto de los magistrados de los Tribunales Superiores de Justicia.
En tal sentido, tal defecto de nuestro sistema jurídico se debería subsanar concentrando el
modelo vigente de Justicia Constitucional en un solo órgano, un solo Tribunal Supremo.
Surge así el problema de determinar cuál sería el órgano más idóneo para cumplir la
función de máximo guardián e intérprete de la Constitución: ¿la Corte Suprema o el
Tribunal Constitucional? Contestando a tal pregunta señalaré que, en un plano teórico, daría
prácticamente lo mismo optar por uno u otro tribunal. No obstante, nuestra historia ha
demostrado que, en términos generales, la Corte Suprema no ha desempeñado siempre
acabadamente su rol de juez constitucional por intermedio del Recurso de Inaplicabilidad.
Se postula que nuestra sociedad necesita de jueces instruidos en la cultura de los derechos
fundamentales, que sean capaces de interpretar las normas constitucionales en el sentido
más favorable a dichos derechos.
El Chile de la democracia de hoy necesita de jueces que tutelen las libertades ciudadanas, y
esos jueces pro libertades, en mi concepto, es posible obtenerlos en el seno de un tribunal
del tipo Tribunal Constitucional. No se quiere dar a entender con mis palabras que el actual
Tribunal Constitucional chileno haya desempeñado siempre y en todo lugar una impecable
aplicación de las normas constitucionales, dando coherencia y uniformidad a su
interpretación. Lo que se quiere expresar es que el tipo de juez que podemos incorporar al
Tribunal Constitucional, designado proporcionalmente por cada una de las potestades
estatales, juez que por lo demás debería contar con una formación teórica importante en
Derecho Constitucional y especialmente en una dogmática de los derechos fundamentales,
facilita el logro de ese objetivo.
Pero más allá de lo razonable y de lo hoy en día políticamente posible, quiero proponer
aquí y ahora, en un plano de pura teoría y de ejercicio académico, un nuevo modelo de
Justicia Constitucional para el sistema jurídico chileno, haciendo del Tribunal
Constitucional el Tribunal Supremo de Justicia chileno. Este modelo teórico que propongo
no sólo haría facultativo y no obligatorio el control de constitucionalidad de las leyes
orgánicas constitucionales y de las leyes interpretativas de la Constitución de que conoce
actualmente el Tribunal Constitucional, que a mi modo de ver no se compadece con el
principio de pasividad de los tribunales y por el ejercicio eventual que es esencial en la
actividad jurisdiccional, sino que encomendaría también al Tribunal Constitucional la
declaración de inaplicabilidad de las leyes aplicables a un caso concreto, además de
conocer de un amparo de los derechos fundamentales con el carácter de subsidiario a las
vías procesales ordinarias. Asimismo, además de conservar las demás competencias que
hoy en día se le reconocen, debería el Tribunal Constitucional conocer de un recurso
general de nulidad cuando en un proceso cualquiera se dicten resoluciones judiciales o se
tramite el procedimiento con violación de los derechos fundamentales de los justiciables o
con infracción de ley.
Se debe ser consciente que atribuir estas nuevas competencias al Tribunal Constitucional
significaría un aumento importante de su carga de trabajo, a lo que se debería hacer frente
aumentando el número de sus Ministros, horas de trabajo, funcionarios de apoyo, medios
materiales y económicos, etcétera, así como cuidando de no repetir las experiencias poco
alentadoras de algunos tribunales constitucionales europeos que se rigen por este sistema,
cuyo caso más paradigmático es el español.
Dichas experiencias dicen relación con el tipo de derechos que pueden lograr amparo ante
el Tribunal Constitucional. En este sentido, se debe poner especial énfasis en que el amparo
subsidiario se dará sólo a derechos que puedan ser considerados como fundamentales y no a
derechos patrimoniales. Por otra parte, se debe cuidar de definir materialmente
determinados derechos fundamentales, a fin de que no se conviertan en una especie de
“cajón de sastre” de todo el sistema de tutela de derechos fundamentales, como ha ocurrido
en España con el amparo del derecho a la tutela judicial efectiva. La misma precaución se
deberá poner al conferir este amparo para el derecho a la igualdad ante la ley.
Se caracterizan estos derechos fundamentales porque todas las personas son igualmente
titulares de ellos. Los derechos patrimoniales, por el contrario, como el concreto derecho de
propiedad sobre un bien, no son propios de toda persona, sino que se crean expresamente
por actos jurídicos particulares, y nada de fundamentales tienen. Excluyendo del Tribunal
Constitucional el conocimiento de los amparos de derechos patrimoniales, y delimitando
acabadamente derechos como el de tutela judicial, que en ningún caso hay que entenderlo
como un derecho del ciudadano a una sentencia judicial de contenido favorable a la
pretensión, como parece ser que ha sido entendido mayoritariamente en España, además de
precisar si convendría o no conferir amparo constitucional por esta vía procesal al derecho a
la igualdad ante la ley, se puede lograr el objetivo de unificar la interpretación
constitucional en un solo órgano jurisdiccional, esto es, en el Tribunal Constitucional,
conciliando dicho objetivo con el de un trabajo expedito y eficiente del referido tribunal.
¿Qué habría que hacer con la Corte Suprema en este modelo teórico?
Como sabemos, la Corte de Casación nació en Francia con una clara función nomofiláctica,
es decir, como tribunal que debía velar por la defensa o conservación de la ley. Luego, a
dicha función nomofiláctica se sumó –sobre todo por las elaboraciones teóricas de Piero
Calamandrei en Italia– la función uniformadora. Esa función debería ser asumida por el
Tribunal Constitucional chileno a través del recurso de nulidad, entendido no como recurso
de control de legalidad, sino ahora ya de juridicidad, a modo de constituirse en un órgano
garantizador del derecho, pero especialmente no hacia el pasado como lo hacen los
tribunales de la instancia, sino fundamentalmente hacia el futuro, a modo de salvaguardar el
interés del ciudadano en la certidumbre e igualdad en la aplicación e interpretación del
derecho.
Ello implica redefinir también el rol del precedente judicial en nuestra cultura jurídica y la
garantía del ciudadano en la igual aplicación del derecho. Sin embargo, la actual Corte
Suprema tiene atribuida otras competencias, algunas jurisdiccionales como el recurso de
revisión de los fallos injustos y las apelaciones por desafuero y amovilidad, y otras no
propiamente jurisdiccionales. Si suponemos, como lo estamos haciendo ahora en el modelo
propuesto, la supresión de la Corte Suprema, quien debería conocer de los recursos
jurisdiccionales precedentemente enunciados es el Tribunal Constitucional, lo que no
implicaría una especial sobrecarga en su trabajo, ya que éstos son recursos de marginal
utilización en nuestro sistema jurídico. A su vez, las demás competencias no
jurisdiccionales deberían pasar a un nuevo órgano constitucional que denominaría Consejo
General de la Justicia, organismo que debería contribuir a una mayor independencia
judicial. Propongo en definitiva en este modelo una modificación bastante sustancial de
nuestro sistema judicial posicionando al Tribunal Constitucional como el supremo y
exclusivo intérprete de la Constitución y de la ley. Se trata de hacer de nuestro sistema de
Justicia Constitucional más jurisdiccional y más concentrado, todo ello en aras de asegurar
de un modo más igualitario la libertad de los ciudadanos y la organización del poder
constitucionalmente establecido.
Si el Tribunal de Casación francés fue concebido como el Tribunal Supremo del Estado
liberal de derecho, el Tribunal Constitucional diseñado del modo propuesto pasaría a ser el
Tribunal Supremo del Estado Constitucional de derecho. Este tribunal deberá desempeñar
sus labores de modo de asegurar de una mejor manera las libertades de los ciudadanos, y
todo aquello que pueda reforzar la libertad de los ciudadanos, como lo ha expresado Mauro
Cappelletti, con toda seguridad también reforzará a la democracia. Nuestro pueblo se
merece grados más profundos de libertad y de democracia, y un modelo de Justicia
Constitucional como el que he propuesto aquí creo que podría ayudarnos a ello.
En efecto, bajo el imperio de la Carta de 1833 hasta 1924, se desarrolla un control político
de constitucionalidad de las leyes por el Congreso Nacional de acuerdo al artículo 164 que
prescribía: "Sólo el Congreso, conforme a los artículos 40 y siguientes, podrá resolver las
dudas sobre la inteligencia de algunos de sus artículos". En este contexto, la Corte
Suprema en dictamen de 27 de junio de 1848, ante una consulta del Intendente de
Concepción sobre constitucionalidad del artículo 65 de la ley, de 2 de febrero de 1837,
rechazaba la posibilidad de ejercer el control de constitucionalidad de los preceptos legales,
sosteniendo que ninguna magistratura tiene atribuida la competencia para pronunciarse
sobre la inconstitucionalidad de los preceptos legales, quitándole sus efectos y su fuerza
obligatoria, agregando que el juicio supremo del legislador, de que la ley que se dicta no es
opuesta a la Constitución, disipa toda duda en el particular, no permitiendo retardos en el
cumplimiento de sus disposiciones. Esta será la posición que sostendrá la Corte Suprema
con apoyo de parte de la doctrina constitucional de la época, como es el caso de Jorge
Huneeus y Carrasco Albano, como regla durante la vigencia de la Carta de 1833 hasta
1925, aun cuando existen dos sentencias, referentes a materias de interés de la propia Corte
Suprema, en las que ella hizo excepción a dicha regla como bien ha analizado el profesor
Raúl Bertelsen.
En Chile, el control jurisdiccional de constitucionalidad de las leyes se incorpora
tardíamente al ordenamiento jurídico, en la Constitución de 1925, en su artículo 86, la que
establec e por primera vez el denominado recurso de inaplicabilidad por
inconstitucionalidad de las leyes, entregando dicho control exclusivamente a la Corte
Suprema de Justicia. Así, en cualquier juicio, la parte que consideraba que se aplicaría a la
resolución del litigio una disposición legal que estimaba inconstitucional, planteaba el
recurso para ante la Corte Suprema de Justicia, la que se pronunciaba sobre la materia con
efectos inter partes.
Ello entre otras razones, como es la solución de conflictos entre órganos del Estado en el
proceso legislativo, llevó a que se considerara el establecimiento de un Tribunal
Constitucional, el cual fue incorporado al ordenamiento jurídico en la reforma
constitucional de 23 de enero de 1970 a la Constitución de 1925, rigiendo desde 1971 hasta
el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973, aun cuando formalmente fue disuelto en
noviembre de 1973.
Fue el Presidente de la República, don Eduardo Frei Montalva, el que propuso a través de
una reforma constitucional en 1965 la creación de un Tribunal Constitucional con el objeto
de solucionar los conflictos entre gobierno y el Congreso Nacional y como una forma de
fortalecer la jurisdicción constitucional. El Tribunal Constitucional sólo nació a la vida
jurídica en 1970 con la aprobación de la consiguiente reforma constitucional, entrando en
funciones en 1971, teniendo una fugaz vida, tronchada por el golpe de Estado militar del 11
de septiembre de 1973.
La Carta Fundamental de 1980 mantuvo el control reparador de constitucionalidad de los
preceptos legales en forma concentrada y con efectos inter partes en la Corte Suprema de
Justicia, a través del denominado "recurso de inaplicabilidad por inconstitucionalidad",
establecido en el artículo 80 de la Carta Fundamental hasta la reforma constitucional de
2005. Dicho control de constitucionalidad de los preceptos legales sólo posibilitaba declarar
inaplicable un precepto legal en una gestión judicial, ya no en un "juicio" como había
determinado la Carta de 1925, no dejando duda alguna de que podía declararse inaplicable
un precepto de rango legal en una gestión judicial no contenciosa. El precepto legal
considerado contrario al enunciado normativo constitucional, suspendía su eficacia para ese
caso particular, sin invalidarlo, ya que dicho precepto legal considerado inconstitucional en
dicha gestión judicial continuaba formando parte del ordenamiento jurídico. A ello debía
agregarse que la sentencia de la Corte Suprema que determinaba la inaplicabilidad del
precepto legal no tenía fuerza obligatoria ni efectos persuasivos respecto de los tribunales
inferiores: tribunales de primera instancia y Cortes de Apelaciones. Todo ello muestra que
este control reparador de constitucionalidad con efectos inter partes, constituía una
institución jurídica débil como instrumento para dotar de fuerza normativa a la Constitución
y dar protección efectiva a los derechos esenciales de las personas.
Cabe consignar que planteado por la parte afectada el recurso de inaplicabilidad por
inconstitucionalidad, si la Corte Suprema de Justicia no decidía la suspensión del
procedimiento, la gestión judicial seguía adelante y podía ser resuelta antes de que se falle
el recurso de inaplicabilidad, por tanto, si había sentencia ejecutoriada, no era posible
continuar con el recurso de inaplicabilidad por no haber " gestión judicial pendiente”.
Esta última situación se había mitigado en parte, por la redacción dada por la última oración
del artículo 80 de la Constitución, la cual señalaba que la Corte Suprema podía ordenar la
suspensión del procedimiento, siendo esta una facultad nueva de la Corte, inexistente bajo
el imperio de la Carta Fundamental de 1925, la que ejerció la Corte Suprema con cierta
discrecionalidad.
Las competencias del Tribunal Constitucional chileno se caracterizan por ser determinadas
constitucionalmente, de carácter taxativo, exclusivas, improrrogables e indelegables y de
ejercicio inexcusable.
Finalmente, podemos señalar que la reforma constitucional de agosto de 2005, junto con
modificarse la composición del Tribunal Constitucional, materia que analizaremos en otro
acápite del presente texto, amplió nuevamente las competencias del Tribunal
Constitucional, las cuales están contenidas en el nuevo artículo 93 de la Carta Fundamental.
Puede sostenerse que el Tribunal Constitucional chileno tiene las características propias de
la naturaleza de una Corte o Tribunal Constitucional, señalando, además, que Chile ha
abandonado el doble control concentrado de constitucionalidad que rigió desde 1971 a
1973 y de marzo de 1981 hasta inicios de 2006, acercándose al modelo portugués de
control de constitucionalidad preventivo y represivo de preceptos legales concentrado en el
Tribunal Constitucional, bajo modalidades de control concreto con efectos inter partes, el
cual se complementa con un control abstracto con efectos derogatorios, que posibilita la
expulsión del precepto legal vigente del ordenamiento jurídico.
Así, el Tribunal Constitucional se constituye en un órgano único especializado de
jurisdicción constitucional extra poder, cuyas resoluciones producen cosa juzgada y efectos
generales o inter partes, según sea el caso.
La falta de una disposición expresa no fue óbice, sin embargo, para que la propia Corte
Suprema norteamericana, en el histórico fallo “Marbury vs. Madison” (1803), se atribuyera
jurisdicción para verificar la conformidad entre las leyes y la Constitución Política y, en
caso de contradicción entre una y otra, para dejar sin efecto la ley (judicial review o
revisión judicial de las leyes).
Caso “Marbury vs. Madison” Corte Suprema de los Estados Unidos (1803)
En primer lugar, conviene recordar las circunstancias que dan origen al proceso y a la
sentencia.
En las semanas previas al cambio de mando, que debe verificarse el 4 de marzo de 1801, el
partido derrotado despliega toda su energía para enquistar a sus prosélitos en la
Administración y el Poder Judicial. En ese contexto, el Presidente saliente, Adams, logra,
entre otras cosas, que su Secretario de Estado, John Marshall, sea confirmado como
Presidente de la Corte Suprema. Al mismo tiempo, la legislatura que expira, de mayoría
federalista, aprueba leyes que crean nuevas destinaciones judiciales. Adams se apura en
designar correligionarios para llenar las nuevas plazas.
En medio del desorden y la confusión, tan propios de toda transición con alternancia,
algunos de los nombramientos judiciales de última hora no alcanzan a formalizarse
completamente. Una vez asumido el mando, el nuevo Presidente de la República procede a
negar todo valor a los nombramientos a los que faltare algún trámite.
Uno de los damnificados por el cambio de mando es William Marbury, quien había sido
nombrado juez de paz por el Presidente Adams el 2 de marzo de 1801, obteniendo al día
siguiente, 3 de marzo, su confirmación en el Senado. Para su infortunio, la persona
comisionada por el gobierno saliente para entregarle formalmente el documento en que
constaba el nombramiento, James Marshall, hermano de John Marshall, este último
ejerciendo en ese momento como Secretario de Estado y Presidente de la Corte Suprema,
no tuvo tiempo el 4 de marzo para completar su tarea antes de la hora en que operó la
transmisión del mando.
“Marbury vs. Madison” tiene una estructura extraña. La primera mitad de la sentencia se
aboca a demostrar que Marbury merece recibir su designación y que la negativa
gubernamental a entregarla es contraria a Derecho. A estas alturas del fallo, todo parece
indicar que la Corte Suprema va a acoger el recurso deducido.
En la segunda mitad del fallo, sin embargo, la Corte Suprema procede a denegar la solicitud
de Marbury. La razón: haberse deducido la acción en virtud de una ley contraria a la
Constitución Política. En este caso, la norma inconstitucional sería el Acta Judicial de 1789,
la que, en su sección 13, contemplaba, precisamente, el Recurso de Mandamus esgrimido
por Marbury.
De acuerdo con el razonamiento de “Marbury vs. Madison”, el vicio de
inconstitucionalidad del Acta Judicial de 1789 radica, concretamente, en haber otorgado a
la Corte Suprema una competencia de única instancia, el conocimiento del Mandamus,
distinta a los casos en que la Constitución contempla excepcionalmente tal tipo de
jurisdicción.
Al redactar esta segunda parte del fallo, el juez Marshall intentó presentar su conclusión
como un corolario ineludible de la institucionalidad de los Estados Unidos. Sólo después de
afirmar, y explicar, esta idea, Marshall se permitió citar algunas disposiciones de la
Constitución que, en su opinión, servían como “argumentos adicionales” para probar la
jurisdicción constitucional de la Corte Suprema.
FRANCIA
De esta manera, el Derecho Público francés consideró por mucho tiempo, siguiendo a
Montesquieu, que los jueces debían ser meros instrumentos del derecho positivo, a quienes
no se les puede permitir ninguna función política relevante. No puede extrañar, entonces,
que hasta 1958 Francia no hubiera contado nunca con un órgano jurisdiccional que
cautelara efectivamente la supremacía constitucional. Debe advertirse, sin embargo, que,
por lo menos desde 1900, el tema empieza a ser objeto de debate. Surge, por una parte, una
corriente de académicos e intelectuales que promueven la importación a Francia del
Judicial Review al estilo norteamericano. Frente a ellos, sin embargo, están quienes
advierten que dicha fórmula acarrea el peligro del “gobierno de los jueces”. En lo que la
doctrina parece conteste, sin embargo, es en descartar la alternativa de crear un tribunal
especializado en el ejercicio concentrado de la jurisdicción constitucional.
Dicho lo anterior, no puede extrañar que la creación del Consejo haya sido recibida con
escepticismo, e incluso sorna, por parte importante de los profesores de Derecho Público.
¿Cómo considerar tribunal a un ente integrado básicamente por políticos oficialistas?
¿Cómo considerar verdadero Tribunal Constitucional a un ente sin jurisdicción para
revisar leyes contrarias a los derechos humanos?
Los primeros doce años de existencia del Consejo, 1959-1971, parecieron darles la razón a
los críticos. En efecto, no es una exageración decir que durante tal período el Consejo, lejos
de responder al modelo de los tribunales constitucionales, más pareció un auxiliar
incondicional de los Presidentes de Gaulle y Pompidou.
Lo interesante del caso francés, y que justifica estos comentarios, es que el Consejo
Constitucional pudo, sin que mediara una Reforma Constitucional profunda o total,
evolucionar desde una desmedrada situación inicial hacia la realidad que se observa hoy, en
que casi nadie discute que el Consejo galo ha devenido en un eficaz y decidido guardián de
la supremacía constitucional y de los derechos y libertades fundamentales.
El problema, sin embargo, es que, para sus redactores, y buena parte de la doctrina, el
citado Preámbulo constituía una mera declaración política, carente de valor constitucional.
No obstante, algunos autores estaban dispuestos a reconocer fuerza normativa a dicho texto.
Maurice Duverger, por ejemplo, había sido enfático en afirmar, ya durante la IV República,
el pleno valor normativo del Preámbulo de 1946.
Ahora bien, el hecho que la Constitución de 1958 aludiera a dicho Preámbulo, ¿no debe
entenderse, entonces, como una remisión que lo hace directamente aplicable? El
asunto no es baladí. Así como la declaración de 1789 reconoce las más importantes de las
llamadas garantías liberales o de primera generación, el Preámbulo de 1946 tiene un fuerte
componente socialdemócrata, incorporando varios de los llamados derechos sociales o de
segunda generación.
Del Preámbulo de 1946 cabe destacar, además, su elocuente introducción: “En el amanecer
de la victoria conquistada por los Pueblos libres sobre los regímenes que intentaron
esclavizar y degradar la persona humana, el Pueblo francés proclama nuevamente que todo
ser humano, sin distinción de raza, religión o creencia, posee derechos inalienables y
sagrados. También reafirma solemnemente los derechos y libertades consagrados por la
Declaración de Derechos de 1789 y los principios fundamentales reconocidos por las leyes
de la República”.
Sería el último párrafo recién citado, alusivo a “los principios fundamentales reconocidos
por las leyes de la República” el que permitiría al Consejo Constitucional operar en 1971
una verdadera revolución jurisprudencial.
La adopción de esta nueva doctrina se produce con la sentencia “Libertad de Asociación”.
Es tal la importancia de este fallo que algunos han llegado a calificarlo como el “Marbury
vs. Madison” francés. En todo caso, y sin necesidad de suscribir esta entusiasta hipérbole,
no se puede negar que esta resolución abrió una nueva era en la vida del Conseil
Constitutionnel y, por qué no decirlo, del constitucionalismo galo.
El proyecto del gobierno despertó una fuerte polémica. Las voces críticas provinieron no
sólo desde la izquierda opositora, sino que, también, desde círculos cercanos al oficialismo.
Luego de un intenso debate, el proyecto fue finalmente aprobado en la Asamblea Nacional.
En el Senado, sin embargo, la iniciativa tropezaría con un obstáculo inesperado. El
presidente de la Cámara Alta, el político centrista Alain Poher, lleno de dudas sobre la
constitucionalidad del texto, decidió someter el asunto a la decisión del Consejo
Constitucional.
De esta manera, y en cuestión de apenas ocho años, entre julio de 1971 y julio de 1979, el
Conseil se las había arreglado para consumar un dramático viraje. Lejos había quedado el
Consejo Constitucional dócil e irrelevante de la década anterior. La doctrina no pudo sino
tomar nota de esta verdadera revolución jurisprudencial. Así fue que en febrero de 1980, en
el contexto de la reunión constitutiva de la Asociación Francesa de los Constitucionalistas,
los profesores presentes discutieron ampliamente este proceso de “constitucionalización”
de las distintas ramas del Derecho. El Decano Favoreu, entusiasta partidario de este
fenómeno, publicaría, ese mismo año 1980, dos trabajos alusivos al mismo tema.
El período 1981-1988 fue, en efecto, una época compleja en la política francesa. Habla bien
de la fortaleza institucional del Consejo Constitucional, y del talento de los jueces que lo
integran, que, en medio de la más aguda polarización política, haya podido aquel ejercer
sus atribuciones de una manera que concitó la aprobación del grueso de la doctrina y el
respeto del pueblo.
Superada con éxito esta verdadera “prueba de fuego”, el Consejo ha podido llegar a sus 50
años de vida gozando de un alto nivel de prestigio y prestancia.
ALEMANIA
Conviene apuntar que la Constitución tampoco indicaba si este Tribunal de Estado podía,
en el proceso de resolver un conflicto, declarar la invalidez de una ley federal. De esta
manera, y al igual que había ocurrido en los Estados Unidos 120 años antes, van a tener que
ser los propios jueces alemanes, de ambos tribunales, los que, por la vía de una
interpretación sistemática, resuelvan la interrogante planteada por el silencio del
constituyente.
En el caso del Tribunal del Reich, ya en 1921 insinuará su competencia, y la de los jueces
en general, para controlar la constitucionalidad de las leyes. Será recién en 1925, sin
embargo, que dicho órgano asuma formalmente el judicial review. La sentencia en
cuestión, de fecha 5 de noviembre de 1925, justifica la atribución de examinar las leyes
federales, en este caso concreto la ley de Revaluación del Marco alemán, señalando que
“Puesto que la Constitución del Reich no contiene ningún precepto en virtud del cual la
decisión acerca de la constitucionalidad de las leyes del Reich fuera sustraída a los
tribunales y transferida a otra instancia, hay que reconocer el derecho y el deber del juez de
controlar la constitucionalidad de las leyes del Reich”. Pese a reconocer enfáticamente su
competencia para controlar las leyes, el Reichsgericht se abstuvo, en este caso, de invalidar
la norma bajo examen.
La declaración antedicha, aun cuando reveladora del pensamiento del máximo órgano
judicial germano, no trajo como consecuencia que la práctica de la revisión judicial pudiera
arraigar en el régimen de Weimar. En efecto, durante los seis años siguientes, entre 1926 y
1932, prácticamente no hubo casos en que algún juez desestimara una ley. Después de
1933, una vez instaurado el III Reich, ninguno volvería siquiera a pensarlo.
La situación del Tribunal de Estado era aun más compleja. ¿Debía entenderse que la
función de arbitrar conflictos entre Länder o entre un Land y el Reich conllevaba, si fuera
necesario, el poder invalidar leyes federales? ¿Podía entenderse, por tanto, que el
Staatsgerichtshof des deutschen Reiches era un Tribunal de Control concentrado de la
constitucionalidad, como, por ejemplo, lo eran el austriaco o el checoeslovaco, ambos de
1920?
Hubo quienes respondieron afirmativamente a las interrogantes recién anotadas. En junio
de 1923, y a propósito de un conflicto sobre el tendido de vías férreas, el Tribunal de
Estado no trepidó en examinar la constitucionalidad del artículo 17 de la Ley de
Presupuestos del Reich.
El propio presidente del Tribunal de Estado, Dr. Walter Simons, plantearía en 1924 que
dicho órgano era guardián y custodio (Wächter und Wahrer) de la Constitución.148 Dos
sentencias pronunciadas por el Tribunal de Estado durante 1927 parecen afirmar esta tesis.
No obstante lo anterior, tanto a nivel político como en el plano académico existían voces,
como la de Carl Schmitt, que no aceptaban que bajo el régimen de Weimar pudiera
concebirse al Tribunal de Estado como una Corte Constitucional de amplia competencia o
como un defensor de la Constitución. Hans Kelsen saldría al paso de Schmitt. El tema sería
objeto de fuerte polémica entre 1929 y 1932, alcanzando su clímax con ocasión de un
Recurso deducido por el Land de Prusia ante el Tribunal de Estado en julio de 1932. Dada
la importancia jurídico-política de este litigio y considerando que cristaliza una de las
discusiones más importantes del constitucionalismo moderno, me ha parecido necesario
analizarlo con cierto detalle, examinando pormenorizadamente sus antecedentes. Sólo de
ese modo puede entenderse, realmente, el debate Schmitt-Kelsen sobre el guardián de la
Constitución.
Caso del “Land de Prusia contra el Reich” Tribunal de Estado del Reich, 25 de
octubre de 1932
El punto, afirma Schmitt, es que “las divergencias de opinión y diferencias entre los
titulares de derechos políticos de carácter decisivo o influyente no pueden resolverse
generalmente en forma judicial, salvo en el caso de que se trate de castigar transgresiones
manifiestas de la Constitución”.
Cuando Schmitt plantea que las discusiones constitucionales “no pueden” resolverse en
forma judicial, está, en verdad, diciendo dos cosas al mismo tiempo: primero, que los
jueces, por ser lo que son, no están en condiciones de proteger realmente la Constitución; y
segundo, que es inconveniente, para los jueces y para la política, que los tribunales intenten
defender la Constitución.
Según Schmitt, los problemas de interpretación constitucional son distintos, en efecto, a los
asuntos que habitualmente ocupan a los jueces. Lo que debe hacerse para defender la
Constitución no es subsumir, desde la neutralidad, un caso concreto a una norma común,
conocida y aceptada de antemano por las partes en conflicto (cuestión que los jueces saben
hacer); sino que, más bien, ha de determinarse el contenido de la norma constitucional para
luego, eventualmente, invalidar leyes o decretos generados por el Gobierno o el Parlamento
(asunto que los jueces no deben hacer, aun en el supuesto improbable que encontraran
criterios neutrales para hacerlo).
Kelsen tiene posición clara y definida sobre los temas y problemas que preocupan a los
constitucionalistas alemanes. Está contenida en los libros y artículos que ha venido
publicando incluso desde antes de la Primera Guerra Mundial. Como todos los europeos de
su época, Kelsen tiene aguda conciencia de estar viviendo una época de crisis. Frente al
diagnóstico categórico de quienes constatan la decadencia y al llamamiento entusiasta de
los que anuncian la Revolución, Kelsen se ha propuesto la tarea de contribuir a preservar un
espacio para el conocimiento científico. Se dedicó, entonces, a elaborar un pensamiento
jurídico “puro”, que, libre de intromisiones valorativas y fiel a una lógica rigurosa, pudiera
permanecer al margen de las consideraciones o preferencias ideológicas.
La primera discrepancia de Kelsen con Carl Schmitt tiene que ver, precisamente, con lo que
el austríaco considera la constante confusión de los planos jurídico y político en la obra del
alemán. Así, Kelsen insistirá una y otra vez en “desenmascarar” la forma en que los
objetivos ideológicos le impedirían a Schmitt desarrollar sus argumentos de manera lógica
y sistemática.
El hecho de que Hans Kelsen promueva una teoría jurídica neutral no significa que él no
tenga ideas sobre la situación política. Las tiene. El ciudadano Hans Kelsen nunca ocultó su
adhesión al régimen democrático, su compromiso con los valores del liberalismo político ni
sus simpatías por una vertiente moderada de la socialdemocracia.
El objetivo de los demandantes, recordémoslo, era lograr que el Tribunal declarara que el
Presidente había excedido sus atribuciones al dictar la ordenanza del 20 de julio de 1932.
Declarada esa inconstitucionalidad, quedaba automáticamente reinstalado el gobierno pro
Weimar de Otto Braun.
La primera embestida directa del profesor Atria contra el sistema chileno de Justicia
Constitucional se produjo en noviembre de 1993 cuando, a propósito de las XXIV Jornadas
de Derecho Público, celebradas en la Facultad de Derecho de la Pontificia Universidad
Católica de Chile, dio a conocer un trabajo titulado “El Tribunal Constitucional y la
objeción democrática”. En este artículo, Atria destaca lo que él percibe como los grandes
costos democráticos que implica necesariamente la Justicia Constitucional, su verdadero
leitmotiv en esta materia; y critica, además, los dos argumentos con que típicamente, según
él, se defiende la existencia de un Tribunal Constitucional.
Rechaza Atria, en primer lugar, la noción según la cual lo que hace el Tribunal es pura y
simplemente la actualización de las decisiones del constituyente. Para aceptar este
argumento, dice, habría que entender que la tarea de los jueces consiste en develar para
cada caso la respuesta correcta demostrable, tesis que alguna vez sostuvo la Escuela de la
Exégesis, pero que, a principios del siglo XXI, estaría desechada por la Ciencia Jurídica
Tiempo posterior el profesor niega que la revisión judicial de las leyes sea requisito
esencial o consecuencia ineludible del régimen democrático. Advierte que quienes así lo
postulan han incluido como parte de la definición de la democracia el respeto de las
minorías. No existiría, según Atria, ninguna razón a nivel teórico para pensar que los jueces
van a ser protectores de las minorías, o que, en todo caso, van a ser más protectores de lo
que son o han sido las mayorías políticas. En este punto, nuestro autor se hace cargo del
planteamiento de Bruce Ackerman, reputado académico de Yale, que en sus dos volúmenes
de We the people propone una teoría dualista de la democracia, según la cual la tarea de la
Corte Suprema sería darle eficacia a las decisiones que toma el pueblo en los momentos
“fundacionales” o “constitucionales” vis a vis las determinaciones que adoptan los
gobiernos en los momentos de la “política normal”.
El segundo argumento de “La Revisión Judicial…” consiste en develar lo que Atria percibe
como la grave inconsecuencia en la que incurre la comunidad político-constitucional
chilena; la cual, por una parte, despliega una severa crítica hacia el comportamiento
histórico de los tribunales y, por la otra, se empeñaría, sin embargo, en otorgarle más y más
atribuciones, normalmente a costa de los órganos de representación popular.
Según Atria, este traspaso de poder desde el Parlamento a los jueces no traerá como
consecuencia una mejor protección de los derechos. Entre otras cosas, sostiene, porque los
jueces no sabrían cómo hacerlo. Esta debilidad, a su vez, sería, en parte, consecuencia del
“tosco nivel de análisis de la dogmática constitucional fuera de los tribunales”. Agrega
Atria, “En Chile, no hay reflexión profunda sobre lo que las garantías constitucionales
significan y cómo ellas deben ser aplicadas a casos complejos. Mal podría esperarse de
nuestros tribunales que desarrollaran una doctrina que reconozca la ‘influencia
hermenéutica de la totalidad de los derechos constitucionales’ cuando nuestros
constitucionalistas tampoco lo han hecho”.
A estas alturas de la revisión del planteamiento del profesor Atria, es seguro que más de
algún lector avisado habrá intuido ya alguna objeción a las tesis bajo examen. Alguno
podría pensar, por ejemplo, que la desconfianza del profesor Atria debiera alcanzar,
lógicamente, todas las dimensiones de la función judicial, y no solamente la protección de
los derechos fundamentales.
En ese caso, ¿no debiera impugnarse también la legitimidad de las jurisdicciones civil o
penal? ¿Por qué no? Una exposición leal del pensamiento de Atria exige, sin embargo,
señalar que su actitud crítica frente a la Justicia Constitucional no debiera asimilarse, pura y
simplemente, a la de aquellos escépticos que niegan absolutamente la posibilidad de
distinguir el razonamiento jurídico de los juicios políticos. En efecto, el autor analizado ha
dejado en claro que aun cuando sabe de los límites de la autonomía del razonamiento
judicial, no llega a negar completamente su existencia.
Por eso, en última instancia, Atria cree que las decisiones de los jueces sí pueden ser
explicadas, y presentadas, como el resultado de aplicar materiales preexistentes. En este
sentido, Atria no acepta la idea de discreción en el sentido fuerte en que Hart la empleó.
Ahora bien, para él, lo correcto o incorrecto de cada solución jurisprudencial concreta no
puede discernirse sobre la base de hacer comparaciones con alguna respuesta verdadera y
previa que esté por encima o afuera de las discusiones de la comunidad jurídica. Será
correcta, entonces, aquella interpretación que, con base en los textos y la lógica, recoja
mejor el consenso existente sobre su correcta interpretación.
Lo primero, entonces, es reivindicar, e intentar probar, que la actividad que han de realizar
los jueces puede, y debe, ser distinta a la actividad de los órganos de representación
democrática. No enteramente distinta, como se verá, pero sí lo suficientemente distinta
como para desechar la idea de la duplicidad. ¿Puede afirmarse seriamente, entonces, con
fundamentos, que la actividad llamada “revisión judicial de las leyes” es cualitativamente
distinta de la actividad consistente en formular, desde la ciudadanía, juicios o valoraciones
político-morales sobre el contenido de las leyes? La combinación de una dogmática jurídica
robusta más una institucionalidad bien diseñada puede crear condiciones para que la
interpretación de la Constitución –a la que están llamados los jueces– constituya una
actividad distinta, y distinguible, de la creación político-legislativa.
La idea de la revisión judicial de las leyes, tal como otras ideas del constitucionalismo
liberal, se justifica por sí misma, en virtud de su aptitud, históricamente demostrada, para
servir propósitos sociales que para muchos de nosotros parecen nobles y, por eso,
deseables. Concretamente, su valor estribaría en su aptitud para asegurar a las distintas
minorías, y comparativamente mejor que otras alternativas, las condiciones mínimas de
seguridad, libertad e igual consideración a que tienen derecho.
El profesor Zapata señala que el judicial review es, entonces, una opción política cuya
adopción parece abonada por la experiencia histórica del último siglo. No afirma, por tanto,
que la Justicia Constitucional sea necesariamente la única manera de asegurar la libertad.
Con mucho más humildad, pero no con menos convicción, sostiene que ésta ha demostrado
ser –aun cuando con diferentes niveles de éxito, dependiendo del país de que se trate– un
mecanismo generalmente idóneo para proteger los derechos de las minorías.
La Justicia Constitucional sólo es legítima si responde a una decisión del Pueblo. En efecto,
y aun cuando “Marbury vs. Madison” –que se examina un poco más abajo– prueba que
históricamente el judicial review ha podido nacer de la iniciativa de la propia Corte
Suprema, el creciente desarrollo de la conciencia política de los pueblos exige que la
adopción de cualquier sistema de revisión judicial de las leyes deba ser materia de una
decisión democrática explícita. Determinación que debiera, además, quedar plasmada en la
Carta Fundamental.
Ahora bien, ¿Por qué habría de querer el Pueblo establecer un sistema de judicial review?
¿Qué razones podría tener para querer autolimitarse? En orden a explicar esta peculiar
determinación, se ha ofrecido la idea del precompromiso (también descrita como tesis del
dualismo democrático).
Ésta postula que los Tribunales Constitucionales son mecanismos de los que se vale la
propia voluntad ciudadana, expresada en momentos fundacionales, para asegurar la
perdurabilidad de sus decisiones más importantes, colocando a estas últimas fuera del
alcance de las mayorías leves y precarias que producen los vaivenes de la política cotidiana.
Estaríamos, entonces, ante un acto colectivo de sabia previsión, por el cual el Pueblo,
conocedor de su propia naturaleza, decide conscientemente autolimitarse hacia el futuro.