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NOCIONES DE JUSTICIA CONSTITUCIONAL

Hemos señalado que el Derecho Procesal Constitucional se identifica con la regulación


normativa de la jurisdicción constitucional.

A continuación, conviene aludir, entonces, a la distinción que la doctrina ha formulado


entre justicia constitucional y jurisdicción constitucional.

A. La justicia constitucional es un concepto que puede admitir dos acepciones.

1. En sentido amplio, consiste en confrontar normas infraconstitucionales con la


constitución, con independencia del órgano competente, que puede estar constituido por
órganos jurisdiccionales (tribunales ordinarios, tribunales especiales, tribunal
constitucional, etc.), órganos legislativos o incluso administrativos, como asimismo del
procedimiento que no necesariamente es de tipo especializado.

2. En sentido restringido o estricto supone contrastar las normas infraconstitucionales con


la carta fundamental por medio de un órgano jurisdiccional, determinando su conformidad
con ella o su inconstitucionalidad y, en este último caso, su anulación o nulidad.

B. A su turno, la jurisdicción constitucional es "una forma de justicia constitucional


ejercida con la finalidad de actuar el derecho de la Constitución como tal a través de
procedimientos y órganos jurisdiccionales, con independencia de si es un órgano
especializado en la materia".

La jurisdicción constitucional como tutela de la supremacía constitucional y del


Estado de derecho. La existencia de un sistema de jurisdicción constitucional es
consecuencia del principio de supremacía material de la constitución. En efecto, el objetivo
prioritario de la jurisdicción constitucional es la tutela del principio de supremacía
material de la carta fundamental, es decir, de su superioridad normativa sobre el resto de
las disposiciones que conforman el ordenamiento positivo. De ahí que se trate de un
mecanismo de defensa ordinaria de la constitución.

Como señala el profesor argentino Sagüés, la normativa sobre jurisdicción constitucional


cumple un rol instrumental ya que viene a resguardar la vigencia y operatividad de la
constitución,319 es decir, su validez y eficacia jurídica, que a fin de cuentas viene a ser
efectivo el Estado constitucional y democrático de derecho.

En este mismo sentido, y tal como lo ha señalado nuestro Tribunal Constitucional, la


jurisdicción constitucional se proyecta como una de las garantías básicas del Estado
constitucional de derecho.

En efecto, señala dicha magistratura, en su sentencia Rol Nº 591/2007 (¿’), que "... La
jurisdicción constitucional se proyecta así como una de las garantías básicas del Estado
constitucional de Derecho. El poder público en todas sus manifestaciones —Estado
legislador, Estado administrador y Estado juez— debe someter su quehacer a la
Constitución. La jurisdicción constitucional debe asegurar que, efectivamente, todas las
autoridades públicas sujeten sus actos (aquí quedan comprendidos, entre otros, las leyes,
las sentencias y los actos administrativos) a las normas, valores y principios
constitucionales, de modo que cada una de las funciones estatales se desarrolle dentro de
un ámbito correcto y de legítimo ejercicio de la función constitucional que les compete...".

El sistema de jurisdicción constitucional chileno corresponde a un modelo mixto, pero con


marcada preeminencia del sistema concentrado o continental.

Supremacía constitucional. La supremacía constitucional consiste en que la constitución


es una superley, norma normarum o norma de normas, que se ubica en la cúspide del
sistema de fuentes que comprende el Derecho positivo interno, y al cual pertenece. Posee la
máxima jerarquía normativa, y por ello sustenta las demás normas jurídicas, que extraen su
validez a partir de ella.

La supralegalidad o rigidez constitucional es la consecuencia de la supremacía consiste


en que la constitución no puede ser modificada o derogada por normas provenientes de la
potestad legislativa, su alteración solo es factible vía ley de reforma constitucional, norma
que emana de la potestad constituyente derivada y que supone procedimientos de
producción normativa más complejos. La propia supralegalidad formal de la constitución
encuentra su fundamento en el principio de supremacía material de la carta fundamental. La
superlegalidad formal constituye un mecanismo ordinario de defensa de la propia carta
fundamental, que opera como garantía normativa de su vigencia.
La defensa de la Constitución permite que se respeten las competencias de los órganos
trazadas por la Carta Fundamental, como, asimismo, el respeto de los derechos
fundamentales, con el objeto de prevenir y eventualmente reprimir su incumplimiento,
restableciendo la fuerza normativa y la supremacía de la Constitución.

La defensa de la Constitución se realiza a través de la jurisdicción constitucional, lo que


explicita que "el poder del gobierno está limitado por normas constitucionales y que se han
creado procedimientos e instituciones para hacer cumplir esta limitación", como, asimismo,
precisa la existencia de un " nuevo tipo de normas, institucionales y procedimientos
constitucionales en un intento de limitar y controlar con ellos el poder político", como
señala Mauro Cappelleti.

La jurisdicción constitucional orgánica genera instituciones y procedimientos de control de


constitucionalidad de las normas infraconstitucionales y de instituciones e instrumentos
para resolver los conflictos de competencia entre diferentes órganos del Estado.

La jurisdicción constitucional de la libertad protectora de derechos fundamentales o de


derechos humanos establece las instituciones de carácter procesal que protegen los
derechos frente a acciones u omisiones antijurídicas que amenacen, perturben o priven a las
personas del legítimo ejercicio de los derechos.

El desarrollo de la jurisdicción constitucional otorga plena fuerza normativa a la


Constitución, además de transformar, como dice García Pelayo, el Estado Legal de Derecho
en Estado Constitucional de Derecho.

La supremacía de la Constitución no tendría ninguna aplicación real si no existieran


garantías que la efectivicen frente a los conflictos constitucionales que se producen al
interior de cada sociedad política. La jurisdicción constitucional contribuye a la resolución
pacífica de los conflictos dentro del marco constitucional. Esta garantía está dada por la
existencia de diversos sistemas de control de constitucionalidad.

La instauración de un sistema de jurisdicción constitucional y su eficacia frente a órganos


estatales y a particulares determinan la fuerza normativa de la Constitución, lo que es una
de las columnas básicas del Estado Constitucional contemporáneo.
Existirá así jurisdicción constitucional cuando existan tribunales que ejercen la potestad
para conocer y resolver, mediante un procedimiento preestablecido y con efecto de cosa
juzgada, los conflictos constitucionales que se promueven dentro del Estado respecto de las
materias o actos que la Constitución determine, garantizando la fuerza normativa de la
Constitución.

Los órganos que realizan control jurisdiccional de constitucionalidad pueden ser los
tribunales de justicia ordinarios a través de un control difuso o concentrado), o tribunales
especializados como son las Cortes o Tribunales Constitucionales, como asimismo, puede
concretarse a través de modelos mixtos o híbridos que combinan en grados variables
control jurisdiccional ordinario y de tribunales constitucionales o control difuso por
tribunales ordinarios y control concentrado en la Corte Suprema o una Sala especializada
en materia constitucional de ella.

En el modelo de control concentrado de constitucionalidad lo contencioso constitucional se


distingue de lo contencioso ordinario , pudiendo ser un control preventivo o a priori, o un
control represivo o reparador, es competencia de un solo tribunal determinado
constitucionalmente con tal fin, el que resuelve dichas controversias a iniciativa de
determinadas autoridades u órganos estatales, a petición de las jurisdicciones ordinarias o
de particulares, en base a razonamientos jurídicos, produciendo su sentencia efecto de
cosa juzgada.

Este tribunal único puede ser la Corte Suprema de Justicia como ocurre en Uruguay, una
Sala Constitucional de la Corte Suprema, como ocurre en Paraguay y Venezuela, o puede
ser un Tribunal Constitucional como ocurre en Bolivia. En Chile existe un control
concentrado de constitucionalidad en el Tribunal Constitucional y un control relativamente
difuso en las Cortes de Apelaciones y Corte Suprema de Justicia, teniendo estas últimas la
jurisdicción en materia de las acciones de protección (amparo o tutela) y las acciones de
amparo (habeas corpus en el derecho comparado), según disponen directamente los
artículos 20 y 21 de la Constitución Política de la República, como asimismo, la Corte
Suprema de Justicia, a través del recurso de nulidad en materia procesal penal, puede
determinar la nulidad del proceso por violación de derechos fundamentales.
Así, en el caso chileno, son jueces constitucionales los magistrados que integran los
tribunales superiores de justicia (las Cortes de Apelaciones cuando resuelven recursos de
amparo y de protección; la Corte Suprema cuando resuelve apelaciones de recursos de
amparo y protección y cuando resuelve recurso de nulidad en materia procesal penal por
violación de derechos fundamentales); los jueces laborales cuando resuelven amparos
laborales, los jueces de letras cuando resuelven la acción de discriminación arbitraria, como
el Tribunal Constitucional, en el ámbito de sus competencias tasadas.

Así, podemos distinguir los jueces de jurisdicción ordinaria que ejercen, dentro de sus
competencias, jurisdicción constitucional, de los jueces constitucionales especializados que
son los magistrados de los tribunales constitucionales.

Ello nos lleva a diferenciar las cortes y jueces ordinarios que ejercen jurisdicción
constitucional de los tribunales y cortes constitucionales y sus jueces. Ello nos lleva a la
necesidad de conceptualizar los Tribunales Constitucionales y diferenciarlos de los
tribunales ordinarios, aun cuando sean cortes supremas que ejerzan jurisdicción
constitucional.

En tal perspectiva, señalamos que los Tribunales o Cortes Constitucionales son órganos
supremos constitucionales de única instancia, de carácter permanente, independientes e
imparciales, que tienen por función esencial y exclusiva la interpretación y defensa
jurisdiccional de la Constitución, a través de procedimientos contenciosos constitucionales
referentes como núcleo esencial a la constitucionalidad de normas infraconstitucionales y
la distribución vertical y horizontal del poder estatal, agregándose generalmente la
protección extraordinaria de los derechos fundamentales, que actúan en base a
razonamientos jurídicos y cuyas sentencias tienen valor de cosa juzgada, pudiendo
expulsar del ordenamiento jurídico las normas consideradas inconstitucionales.

Los Tribunales Constitucionales son órganos jurisdiccionales y no órganos legislativos


negativos, ya que resuelven como órganos independientes, sólo sometidos a
la Constitución o bloque de constitucionalidad en su caso, conflictos por medio de un
proceso que debe ser justo, aun cuando sea de derecho objetivo, en base a razonamientos
jurídicos y cuyas sentencias tienen valor de cosa juzgada. Así, puede señalarse que cuando
un tribunal resuelve un conflicto con efecto de cosa juzgada está ejerciendo jurisdicción.
Como señaló en su momento Bachof, el carácter político de un acto "no excluye un
conocimiento jurídico del mismo, ni el resultado político de dicho conocimiento le despoja
de su carácter jurídico".

Los Tribunales Constitucionales son Tribunales independientes, ya que ejercen sus


funciones sin que ningún otro órgano constitucional pueda interferir en sus funciones
específicas, ya sea avocándose causas pendientes, revisando los contenidos de los fallos, ni
reviviendo causas resueltas, ni puede darle instrucciones sobre su cometido jurisdiccional.
Consideramos que no es una característica esencial a un Tribunal o Corte Constitucional el
situarse como órgano extra poder, ya que eventualmente puede formar parte del Poder
Judicial, siempre y cuando disponga de independencia orgánica y funcional y no se
encuentre sometido a la superintendencia correccional o disciplinaria de la Corte Suprema
de Justicia, pudiendo hacer respetar sus fallos a la Corte Suprema o las demás salas de la
misma, como ocurre entre otros tribunales constitucionales como los de Alemania en
Europa y de Colombia en América del Sur . En todo caso, un Tribunal o Corte
Constitucional debe estar dotado de un estatuto constitucional que precise su integración,
organización y competencias. Debiendo contar, además, con garantías de independencia
funcional, autonomía estatutaria, administrativa y financiera.

Los tribunales constitucionales tienen la potestad de determinar la ilegitimidad


constitucional de diversas normas infraconstitucionales y actos jurídicos , con un ámbito
de competencia más o menos amplio en la materia dependiendo de cada Tribunal y
ordenamiento constitucional, eliminando las normas que contravienen las respectivas
constituciones, lo que lo diferencia claramente de un órgano legislativo que crea, modifica
o deroga normas legales ateniéndose a criterios de conveniencia y no de legitimidad
jurídica.

Consideramos que un Tribunal Constitucional es un órgano jurisdiccional que tiene como


competencia exclusiva lo contencioso constitucional, por tanto, no tiene competencias
propias de jurisdicción ordinaria en materia civil, criminal o de otro ámbito del derecho
ordinario.

Asimismo, un Tribunal Constitucional no tiene como elemento esencial de su calificación,


un control monopólico de constitucionalidad de las leyes. Este elemento no nos parece
indispensable si el Tribunal ejerce un contencioso constitucional sustantivo sobre la materia
en el respectivo Estado, al determinar sobre la incorporación de los preceptos legales al
ordenamiento jurídico (control preventivo o a priori) o su expulsión del mismo
ordenamiento (control represivo), pudiendo existir otros órganos jurisdiccionales que
realizan control de constitucionalidad de preceptos legales con efectos inter partes o de
inaplicación al caso concreto, como ocurre en América del Sur en países que tienen
Tribunales Constitucionales como es el caso de Colombia, Perú y Ecuador. En todo caso,
hay una excepción generalizada respecto de las leyes preconstitucionales, las cuales sin
perjuicio de estar sujetas al control del Tribunal Constitucional, pueden ser objeto de
control por parte los tribunales ordinarios de justicia determinando su derogación tácita,
como ocurre también en algunas jurisdicciones europeas, entre otras, la española.

Los Tribunales Constitucionales son órganos permanentes, ya que su funcionamiento es de


carácter continuo y estable dentro de los respectivos ordenamientos jurídicos, al igual que
los tribunales ordinarios de justicia, no siendo ejercida su función por tribunales o
comisiones ad hoc o de carácter transitorio.

Los Tribunales Constitucionales resuelven a través de procedimientos contenciosos


constitucionales, que es su competencia especializada, la determinación de la
inconstitucionalidad de normas infraconstitucionales o que provienen del derecho
internacional al incorporarse al derecho interno, resuelven conflictos entre órganos
constitucionales y protegen a través de acciones o recursos extraordinarios, por regla
general, los derechos fundamentales, sin perjuicio de ejercer otras competencias no
esenciales, en todo caso, las materias contenciosas reservadas al Tribunal Constitucional
deben contener como mínimo la constitucionalidad de las leyes, siendo los únicos órganos
que pueden impedir su incorporación o su expulsión del ordenamiento jurídico y la
distribución horizontal y vertical del poder estatal . Además, ellos no ejercen jurisdicción
ordinaria. Este aspecto determina el elemento material de la definición de un Tribunal
Constitucional.

Un Tribunal Constitucional es un órgano jurisdiccional que tiene como competencia


exclusiva lo contencioso constitucional y control de proyectos de normas internas
infraconstitucionales o de reforma constitucional, además de analizar la compatibilidad de
la Constitución con los tratados internacionales que buscan incorporarse al derecho interno,
como asimismo la resolución de contiendas o conflictos de competencia horizontales y
verticales dentro del orden constitucional, como en los constitucionalismos fuertes y
vigorosos el desarrollo del amparo extraordinario de derechos fundamentales y humanos. A
su vez, este núcleo material básico de jurisdicción y procedimiento constitucional, no es
incompatible con otras funciones adicionales que tienen los tribunales constitucionales,
siempre y cuando versen sobre elementos del concepto material de Constitución y de
delimitación del poder político, aunque ellas no sean esenciales, las cuales se denominan
generalmente competencias residuales.

Los Tribunales Constitucionales dictan sentencias que tienen valor de cosa juzgada,
además de ser irrevocables, no pudiendo ser desconocidas por ningún otro órgano estatal o
persona dentro del respectivo Estado.

Los Tribunales Constitucionales los integran jueces letrados nombrados por las
autoridades políticas (gobierno, Congreso Nacional y, eventualmente, la Corte Suprema o
las jurisdicciones superiores del Estado ), no siendo en su mayoría magistrados de carrera,
todo ello refuerza la legitimidad política del Tribunal, sin descuidar la legitimidad jurídica.

En nuestra perspectiva no es una característica esencial a un Tribunal o Corte


Constitucional el situarse como órgano extra poder, ya que eventualmente puede formar
parte del Poder Judicial, siempre y cuando disponga de independencia funcional y no ejerza
competencias de jurisdicción ordinaria, pudiendo hacer respetar sus fallos a la Corte
Suprema o las demás salas de la misma, como ocurre entre otros tribunales
constitucionales como el de Colombia, la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de
Venezuela o la Sala Constitucional de la Corte Suprema de Costa Rica en América Latina o
la Corte Constitucional alemana en Europa.

Consideramos que el conjunto de estos criterios formales y materiales permiten identificar a


un Tribunal Constitucional y diferenciarlo de otros tipos de jurisdicción constitucional
concentrada, como es la que ejercen Cortes Supremas como las de Argentina, México,
Uruguay o Paraguay en el contexto latinoamericano.
No concordamos con aquellas conceptualizaciones de los tribunales constitucionales
puramente formales o puramente materiales, que por su ambigüedad, unilateralidad o
generalidad no dan cuenta de la naturaleza jurídica de los tribunales constitucionales.

La polémica entre Hans Kelsen y Carl Schmitt sobre quién debía ser el defensor de la
Constitución, ha sido superada por el amplio triunfo de la propuesta kelseniana en el
desarrollo histórico de los Estados contemporáneos, quedando relegado el planteamiento de
Schmitt a algunos círculos de análisis académicos.

La legitimidad del control jurisdiccional de la constitucionalidad está determinada por la


legitimidad del Estado Constitucional que determina la fuerza normativa de la Constitución
y la necesidad de la defensa de ella, como asimismo de los derechos fundamentales que ella
asegura, frente a la actuación de los órganos instituidos que pretendan vulnerarla.

Se ha señalado por los críticos de la jurisdicción constitucional que ella vulnera la división
de poderes, al invadir el ámbito del órgano legislativo, que es a quien le corresponde
aprobar, modificar y derogar las leyes. Dicha crítica olvida la existencia de una clara
distinción en el derecho constitucional entre el poder constituyente y los poderes
instituidos, donde la jurisdicción constitucional se desarrolla para proteger la Constitución
de los embates de los órganos constituidos, de cualquiera de ellos, dentro de los cuales se
encuentra el Parlamento. La jurisdicción constitucional asegura la fuerza normativa de la
Constitución, que posibilita entenderla como norma jurídica vinculante y no sólo como una
proclamación político-filosófica como señala Cappelletti. Así, la jurisdicción constitucional
se legitima por el paso del Estado legal al Estado constitucional de derecho y el
reconocimiento de la Constitución como norma jurídica superior y obligatoria para los
poderes instituidos, expresión del poder constituyente originario.

Una segunda crítica de raíz jacobina es que la jurisdicción constitucional no tiene la


legitimidad de la representación popular y no es responsable políticamente frente al cuerpo
político de la sociedad. Frente a este razonamiento es posible sostener que la legitimidad
democrática de la jurisdicción constitucional viene dada por la decisión y legitimidad del
poder constituyente que establece la Constitución, que es el que dota de legitimidad a los
órganos constituidos, determina su forma de integración y sus competencias. A ello debe
agregarse que, en la inmensa mayoría de las constituciones que establecen tribunales
constitucionales, los integrantes de ellos son nombrados por órganos políticos (Parlamento
y Gobierno), lo que determina que la magistratura constitucional tenga una adecuada
representatividad y legitimidad tanto jurídica como política.

A su vez, la legitimidad democrática no se reduce únicamente al procedimiento de


adopción de decisiones por mayoría, ya que significa también el respeto de los derechos
fundamentales de las minorías, el pluralismo, la tolerancia, por lo que, como señala Fix
Zamudio, una justicia constitucional "razonablemente independiente de los caprichos e
intolerancias de las mayorías, puede contribuir en gran medida a la democracia " y su
desarrollo, como lo demuestra la experiencia empírica comparada, como ejemplos de apoyo
de los tribunales constitucionales al desarrollo de la institucionalidad democrática y de los
derechos humanos, como a la protección de los derechos de las minorías, pueden señalarse,
entre otros, los tribunales constitucionales de Italia, Alemania, Portugal, España,
Guatemala, Colombia, Costa Rica, Perú, Bolivia, Israel, Sudáfrica, para señalar sólo
algunos ejemplos.

Por otra parte, las decisiones de las mayorías parlamentarias no siempre representan la
voluntad del cuerpo político de la sociedad, el bien común o respetan y aseguran con sus
decisiones legislativas los derechos fundamentales de las personas y grupos más débiles de
la sociedad, ya que en ocasiones constituyen mayorías "artificiales", producto de sistemas
electorales o métodos de escrutinio que no permiten expresar fidedignamente al cuerpo
político de la sociedad, constituyéndose la jurisdicción constitucional en una institución
destinada a proteger los derechos humanos o fundamentales frente al eventual abuso o
arbitrariedad de los órganos políticos (mayoría parlamentaria o gubernamental), como
asimismo, constituye una defensa del arreglo institucional determinado por el constituyente
respecto de la distribución de potestades y competencias determinados por la Carta
Fundamental, dotando de racionalidad y encuadrando jurídicamente el accionar de los
actores políticos, resolviendo los conflictos, fortaleciendo el funcionamiento del Estado
constitucional democrático, protegiendo los derechos fundamentales de las personas y
grupos sociales, posibilitando una mejor calidad de democracia y una adecuada
gobernabilidad de ella. Como señala el profesor italiano G. Zagrebelsky, la Corte
Constitucional tiene la capacidad de " detener el exceso de ' contractualización ' de las
decisiones políticas, la que puede ella misma ser muy peligrosa para los derechos
fundamentales, sobre todo para los de aquellos que no participan en la
contractualización ", es decir, de aquellos que no participan de la negociación política
parlamentaria o gubernamental, que son generalmente los sectores más débiles y
desprotegidos de la sociedad. En esta realidad pueden conculcarse valores protegidos por el
ordenamiento constitucional y, por tanto, que no se encuentran en la arena de la
negociación de los poderes constituidos.

Las decisiones de la jurisdicción constitucional son, por regla general, a requerimiento de


terceros, de órganos políticos (Presidente de la República y Cámaras del Congreso
Nacional), minorías parlamentarias, organismos de protección de los derechos
fundamentales o las persona s que sienten sus derechos e intereses afectados. En el caso de
los órganos constitucionales, ellos requieren a la jurisdicción constitucional cuando
consideran que otro órgano ha transgredido sus competencias o ha afectado arbitrariamente
sus facultades, invadiendo un campo no autorizado o vulnerando derechos fundamentales
protegidos por la Constitución. En el caso de personas naturales o jurídicas, requieren la
intervención de la jurisdicción constitucional cuando ven sus derechos fundamentales o sus
intereses legítimos afectados antijurídicamente por normas, actos u omisiones de
autoridades u órganos estatales. Por ello ya Hamilton en el Federalista, señalaba que el
órgano jurisdiccional es el menos riesgoso de los poderes.

Por otra parte, las decisiones o sentencias judiciales tienen que justificarse jurídica y
racionalmente, ellas deben ser fundadas y basadas en las fuentes del derecho constitucional
vigentes, lo que posibilita un control de la comunidad jurídica y de la sociedad en su
conjunto, no basta a un juez constitucional la sola voluntad política o decisión discrecional
con la cual actúan los parlamentarios. Además, los magistrados que ejercen jurisdicción
constitucional, especialmente, en los tribunales constitucionales, se seleccionan y nombran
por períodos limitados, de la misma manera que los gobiernos y parlamentos en los
sistemas democráticos y con fuerte participación de estos últimos, generalmente por
mayorías calificadas, los que les transmiten su propia legitimidad.

Una prueba adicional de legitimidad práctica es la aceptación generalizada y creciente de la


jurisdicción constitucional por los constituyentes democráticos de los Estados
Constitucionales en Europa Occidental y Oriental, en América Latina, Asia y África, ya sea
que refundan, actualizan o transitan a regímenes constitucionales democráticos, en la
medida que han constatado que la jurisdicción constitucional cubre necesidades materiales
de dichas sociedades y no sólo necesidades lógicas o teóricas. Incluso puede sostenerse que
en algunos Estados la jurisdicción constitucional constituye un pilar en torno al cual se
desarrolla y consolida la democracia constitucional, que ya no es puramente representativa
sino también deliberativa y continua, donde los jueces constitucionales contribuyen a
expresar la voluntad actual a través de la construcción de la jurisprudencia constitucional.

Es necesario precisar, además, que la palabra de la jurisdicción constitucional no es la


última palabra, ya que el cuerpo político de la sociedad y el poder constituyente instituido si
consideran que los jueces constitucionales han sobrepasado la idea de derecho, válida y
vigente en la sociedad política respectiva, pueden modificar el texto constitucional,
obligando a la jurisdicción constitucional a actuar en la dirección determinada por dicho
cuerpo político de la sociedad.

Otra crítica que se ha formulado a los tribunales y jurisdicciones constitucionales en este


último tiempo es que no existe fundamento en una sociedad democrática para que las
razones o juicios político-morales emitidos por los parlamentarios como representantes del
pueblo, sean desautorizados por otros juicios políticos morales de unos pocos jueces
constitucionales que carecen de mandato popular.

Frente a esta última crítica, es posible sostener que los críticos están en una posición que
consideramos errónea, ya que los jueces constitucionales no emiten juicios político-
morales, sino juicios jurídicos basados en parámetros constituidos por enunciados jurídico-
normativos, resolviendo en derecho, con razonamientos jurídicos los conflictos jurídicos
que se les presentan, aun cuando ellos tengan consecuencias políticas. A diferencia de los
parlamentarios que sí emiten juicios político-morales, los jueces deben hacerlo teniendo
como base el texto constitucional con sus valores, principios y reglas (los críticos de la
jurisdicción constitucional omiten señalar que generalmente el 80% del texto son reglas
jurídicas precisas y no ambiguas, aunque interpretables, como todas las normas jurídicas),
para ello los jueces deben hacer uso de la dogmática y la interpretación constitucional, las
cuales se encuentran en constante perfeccionamiento y evolución, en base a las cuales
presentan y fundamentan sus decisiones jurisdiccionales, las cuales constituyen un límite
fuerte a la discrecionalidad de los jueces, por lo demás, sus decisiones jurisdiccionales son
controladas en su calidad por la comunidad jurídica y por la propia sociedad en su conjunto.
La dogmática jurídica como afirma Calsamiglia, en este caso la dogmática constitucional,
se opone a la inseguridad que genera el lenguaje jurídico, ella " construye criterios
racionales integrados a una teoría para la resolución de casos dudosos. La seguridad que
ofrece la dogmática no es una seguridad literal sino racional ".

Además, la sociedad a través del ordenamiento constitucional y legal establece un estatuto


jurídico en el cual se encuadra la acción de los órganos de jurisdicción constitucional y sus
agentes de ejercicio que son los magistrados constitucionales, ellos constituyen controles
adicionales, además de establecer desincentivos a las actuaciones de ellos fuera de los
parámetros convencionalmente establecidos por la Carta Fundamental.

Si consideramos que la democracia posibilita desarrollar una perspectiva sensata y


razonable para resolver los conflictos al interior de las sociedades políticas en mejor forma
que las sociedades autocráticas, baste señalar que éstas han desarrollado una aceptación
generalizada y creciente de la jurisdicción constitucional por los constituyentes
democráticos, de los Estados Constitucionales, vigentes a inicios del sigl o XXI, en Europa
Occidental y Oriental, en América Latina, Asia y África, ya sea que refundan, actualizan o
pasan de regímenes autocráticos totalitarios o autoritarios a regímenes constitucionales
democráticos, en la medida que han constatado que la jurisdicción constitucional cubre
necesidades materiales de dichas sociedades y no sólo necesidades lógicas o teóricas.
Incluso puede sostenerse que en algunos Estados la jurisdicción constitucional constituye
un pilar en torno al cual se desarrolla y consolida la demo cracia constitucional, que ya no
es puramente representativa sino también deliberativa y continua, donde los jueces
constitucionales contribuyen a expresar la voluntad actual a través de la construcción de la
jurisprudencia constitucional.

La jurisdicción constitucional y los tribunales constitucionales se han considerado


instrumentos idóneos y mejores que otros para preservar la convivencia pacífica, para
mantener a los poderes establecidos dentro del marco constitucional y para proteger los
derechos humanos de todos y en especial de las minorías. Las sociedades democráticas
contemporáneas han considerado conveniente repartir los controles entre controles políticos
y controles jurisdiccionales para preservar el Estado constitucional democrático, siendo esta
la solución, que demuestra en la segunda mitad del siglo XX y en la alborada del siglo XXI
ser la más adecuada y conveniente para el desarrollo de la democracia constitucional.

Uno de los objetivos centrales de las democracias contemporáneas es lograr un freno


efectivo a la opresión gubernamental, especialmente cuando esa opresión se deja caer sobre
los derechos y libertades de los ciudadanos. Ese es el sentido de la denominada Justicia
Constitucional. Se trata que órganos judiciales puedan controlar al poder del Estado para
salvaguardar la libertad de los ciudadanos y el respeto de las reglas del juego democrático
constitucionalmente establecidas.

Los estadounidenses, tempranamente, desde la famosa sentencia de 1803 de la Corte


Suprema en el caso Marbury vs. Madison, conocieron un control judicial del poder para
salvaguardar las libertades de los ciudadanos. Al otro lado del Atlántico, los
revolucionarios franceses idearon la defensa del orden constitucional, pero sin que los
tribunales de justicia pudieran desarrollar tal tarea, ya que fundamentalmente contra ellos
mismos había que defender el orden constitucional.

En Francia, la creencia en la infalibilidad de la voluntad parlamentaria como garante del


orden social y de la libertad de los ciudadanos y la desconfianza histórica a los jueces,
impidieron que se autorizara a éstos a controlar la legitimidad de la ley elaborada por el
Parlamento.

Pero el dogma revolucionario de la soberanía popular y la infalibilidad de la ley no tardó en


ser embestido, dando lugar con el tiempo a una Justicia Constitucional en cabeza de un
órgano denominado Tribunal Constitucional con facultades para controlar la legitimidad de
las leyes que creaba el Parlamento. De este modo, a comienzos del siglo XX muchas
constituciones europeas crearon la figura del Tribunal Constitucional, situación que luego
arribó a varios de nuestros países latinoamericanos.

En los inicios del siglo XX el reconocimiento del sufragio universal había llevado a los
parlamentos europeos a los partidos socialistas, que se unieron a las alternativas
conservadoras y liberales. Todos esos grupos políticos tenían ideas muy distintas respecto
del Estado, generándose una fuerte lucha al interior de los parlamentos y una desconfianza
en que la mayoría política cambiara radicalmente las reglas del juego constitucionalmente
establecidas.

De este modo, las primeras constituciones democráticas que surgieron después de la


Primera Guerra Mundial se hicieron rígidas, a modo de impedir su fácil reforma por las
mayorías gobernantes y, de otro lado, comienza a debatirse sobre la posibilidad de controlar
las leyes aprobadas en el Parlamento. El Tribunal Constitucional viene a ser considerado
como una alternativa posible de una última instancia racional y objetiva de respeto del
juego político según las reglas establecidas en la Constitución. Este modelo judicial de
control de la supremacía constitucional centrado en un Tribunal Constitucional, ideado
fundamentalmente por Kelsen a principios del siglo XX, tuvo por principal opositor a Carl
Schmitt, quien manifestaba la imposibilidad y la inconveniencia de resolver judicialmente
las infracciones constitucionales, por el riesgo de politización de la justicia.

Es quizás la de este autor la primera y más contundente crítica que recibió la propuesta de
un órgano central de tipo judicial para el control de constitucionalidad. Desde Schmitt en
adelante, al igual que un volcán que luego de fases de calma vuelve periódicamente a la
actividad, la polémica en torno a la temida intromisión de los jueces constitucionales en las
opciones políticas del Parlamento o del Gobierno, se ha reproducido cíclicamente. A este
respecto, señalaré que el temor de Schmitt a que jueces pudieran resolver conflictos
constitucionales aparece influenciado por una concepción propia de un positivismo
formalista sobre el sentido de la aplicación judicial del derecho, casi al estilo de un modelo
de juez descrito por Montesquieu como “máquina de hacer silogismos” o “boca que
pronuncia las palabras de la ley”.

Hoy en día es indiscutible que los jueces no realizan una función mecánica de subsunción
lógica de determinados hechos en el supuesto fáctico normativo. La tarea del juez es más
compleja ya que tiene un margen de libertad en la aplicación del derecho; la norma
previamente establecida no determina por completo el acto jurisdiccional. Desde ese punto
de vista, la decisión judicial supone una decisión en algún sentido libre, y tales actos han
sido tradicionalmente considerados como políticos, en contraposición a los jurisdiccionales
que aparecen normativamente predeterminados o programados. De este modo, por este
camino hoy en día es casi imposible distinguir los actos políticos de los jurisdiccionales.

Sin duda que los tribunales constitucionales resuelven cuestiones manifiestamente cargadas
de política, en comparación con lo que resuelven los tribunales ordinarios, pero la crítica
que formula Schmitt a los tribunales constitucionales es también, en alguna medida,
aplicable a todos los tribunales de justicia. De este modo, adoptando decisiones con un
margen de libertad, todo tribunal de justicia, y no sólo el Tribunal Constitucional, viene a
ser considerado en cierto sentido un órgano político, aunque, para no ser injustos con
Schmitt, tal poder discrecional, y por lo tanto político, se ve mucho más acentuado en la
actuación de los tribunales constitucionales, sobre todo cuando ejercen un control abstracto
de constitucionalidad sobre las leyes.

En lo referente a la habitual crítica sobre el supuesto papel antidemocrático que


desarrollarían los tribunales constitucionales, señalaré que, valorando a la democracia como
bien esencial y quizás única vía que permite la convivencia pacífica entre los hombres, sin
embargo, la ley no pasa en ocasiones de ser más que la expresión de la voluntad
gubernamental aprobada por una mayoría solidaria integrada en un Parlamento. De este
modo, asumiendo esa realidad, el sentido de la Justicia Constitucional no hay que centrarlo
como muchas veces hacen los críticos del modelo del Tribunal Constitucional en la idea de
límite al principio democrático de la soberanía popular, sino como límite al criterio
absolutista de la omnipotencia de la mayoría parlamentaria. El Tribunal Constitucional
deberá velar para que los grupos mayoritarios que controlan el Parlamento no opriman a las
minorías ni conculquen las libertades de los ciudadanos. Su fin en ningún caso supone una
vulneración de las decisiones legítimas del Parlamento.

En mi concepto, para que la solución de los conflictos constitucionales, es decir, conflictos


de alto contenido político y axiológico, puedan ser solucionados de un modo jurisdiccional
antes que político, el Tribunal Constitucional deberá estar organizado como un verdadero
tribunal de justicia, garantizándose a su respecto los principios de independencia e
imparcialidad, y actuación conforme a los principios de pasividad, es decir, que sólo
pueden actuar a ruego de parte interesada y jamás de oficio, y por medio del proceso
legalmente establecido que articule un contradictorio que permita una discusión racional de
los conflictos constitucionales. Sólo así los tribunales constitucionales adquieren
legitimidad para resolver irrevocablemente el conflicto constitucional.

Por otra parte, elemento central para alejar el fantasma de la politización de los tribunales
constitucionales, y por el contrario, encontrar su legitimidad, será el hecho que sujeten sus
decisiones a la Constitución y al ordenamiento jurídico vigente, y para ello será esencial
que fundamenten sus fallos y que éstos se hagan públicos. Se requiere de este modo de
jueces sometidos al derecho y que sus decisiones no obedezcan sólo a sus criterios
particulares, sino a reglas generales de aplicación, esto es, a reglas consideradas por la
cultura jurídica como aceptables.

Todo ello debe quedar suficientemente explicitado en sus fallos y dado a conocer a la
comunidad por los medios más idóneos. En definitiva, la decisión de los conflictos
constitucionales por medio del proceso desarrollado ante los tribunales constitucionales
supone depositar la confianza en el diálogo racional y ordenado y creer en la eficacia de la
argumentación jurídica, aún cuando se tenga como parámetro normas jurídicas como las
constitucionales, que a menudo presentan un grado de elasticidad mayor que las legales.

No tengamos miedo en depositar la defensa de la Constitución en el Tribunal


Constitucional, siempre y cuando éste sea un verdadero tribunal de justicia. Para finalizar
esta exposición, quiero referirme brevemente a la evolución de la Justicia Constitucional
chilena, para terminar formulando un nuevo modelo de Justicia Constitucional que no sólo
atañe a los tribunales que ejercen la Justicia Constitucional, sino por necesidad a todo
nuestro sistema judicial. Comenzaré señalando que la Justicia Constitucional chilena ha
caminado siempre observando los ordenamientos jurídicos europeos y lo que sucedía en
Estados Unidos de Norteamérica.

En la Constitución de 1833 y sus reformas posteriores, la defensa de la Constitución no


gravitó en la Corte Suprema, sino que se confió fundamentalmente a los órganos políticos,
es decir al Parlamento con su Comisión Conservadora y a un organismo más o menos
dependiente del Poder Ejecutivo como era el Consejo de Estado. De este modo, se puede
decir que el ordenamiento constitucional de nuestra República en el siglo XIX se
caracteriza por un marcado afrancesamiento, hasta llegar a la Constitución de 1925 donde
hay una revisión importante de nuestro modelo de Justicia Constitucional con una relativa
aproximación al modelo jurisdiccional estadounidense.

En la Constitución de 1925, junto con mantener el Habeas Corpus para amparar la libertad
individual, se crea el Recurso de Inaplicabilidad de las leyes en los casos particulares como
competencia exclusiva de la Corte Suprema. Sin embargo, con la reforma constitucional de
1970 se introduce además un Tribunal Constitucional para que con un carácter abstracto y
generalmente preventivo, realice el control de constitucionalidad de las leyes. Ese modelo
se mantuvo en la Constitución de 1980, agregándose el Recurso de Protección de derechos
fundamentales, que ha sido, sin duda, el instrumento de Justicia Constitucional de mayor
difusión en nuestro país en los últimos 20 años. A ello hay que agregar las competencias
que la Reforma Procesal Penal ha reconocido a los Tribunales de Garantía para dar amparo
al derecho fundamental a la libertad individual de los ciudadanos afectados por privaciones
ilegales de su libertad y el recurso de nulidad de competencia de la Corte Suprema cuando
los tribunales de juicio oral en lo penal hubieren infringido derechos fundamentales de las
partes.

Podemos concluir de este modo que, en términos generales, no existe autoridad o persona
alguna en nuestro Estado de derecho que no pueda ser controlada judicialmente para que
respeten la Constitución y los derechos fundamentales de los ciudadanos, salvo,
obviamente, el Tribunal Constitucional y la Corte Suprema que sólo responden ante la
opinión pública, sin perjuicio de la responsabilidad política que reconoce nuestro texto
constitucional respecto de los magistrados de los Tribunales Superiores de Justicia.

Sin embargo, el modelo chileno de Justicia Constitucional, amén de único en su género,


evidencia algunos problemas y contradicciones. En primer lugar, uno de los objetivos
importantes que debiera cumplir un máximo tribunal de justicia, como lo es el de unificar la
interpretación del derecho por imperativo de la unidad del ordenamiento jurídico y de la
seguridad jurídica, en el caso chileno se ve de difícil logro ya que tenemos dos tribunales –
el Tribunal Constitucional y la Corte Suprema– como máximos intérpretes de la
Constitución. Esta situación no se presenta en los Estados Unidos donde la Corte Suprema
es soberana en la interpretación de la Constitución, y resulta mucho más atenuada en los
países europeos que tienen un Tribunal Constitucional como máximo intérprete de la
Constitución.

En tal sentido, tal defecto de nuestro sistema jurídico se debería subsanar concentrando el
modelo vigente de Justicia Constitucional en un solo órgano, un solo Tribunal Supremo.
Surge así el problema de determinar cuál sería el órgano más idóneo para cumplir la
función de máximo guardián e intérprete de la Constitución: ¿la Corte Suprema o el
Tribunal Constitucional? Contestando a tal pregunta señalaré que, en un plano teórico, daría
prácticamente lo mismo optar por uno u otro tribunal. No obstante, nuestra historia ha
demostrado que, en términos generales, la Corte Suprema no ha desempeñado siempre
acabadamente su rol de juez constitucional por intermedio del Recurso de Inaplicabilidad.

Asimismo, poco alentador ha sido su trabajo en una interpretación sistemática de los


derechos fundamentales, que además de fijar con cierta coherencia su cuerpo material, haya
permitido ponderarlos adecuadamente a fin de lograr la vigencia de todos ellos con el
menor sacrificio de la libertad o igualdad amparada, como tampoco ha cuidado en fijar
límites claros a las posibilidades del poder estatal de limitar razonablemente dichos
derechos en pro del interés general.

Se postula que nuestra sociedad necesita de jueces instruidos en la cultura de los derechos
fundamentales, que sean capaces de interpretar las normas constitucionales en el sentido
más favorable a dichos derechos.

Las experiencias alemana, italiana y española demostraron que jueces constitucionales


imbuidos de tal cultura fueron capaces de dar vuelta la página a la triste experiencia del
nazismo, del fascismo y del franquismo, respectivamente. Nadie puede poner en duda que
los fallos de los jueces de los tribunales constitucionales alemán, italiano y español han
contribuido enormemente a la consolidación de una cultura de las libertades en la Europa
contemporánea.

El Chile de la democracia de hoy necesita de jueces que tutelen las libertades ciudadanas, y
esos jueces pro libertades, en mi concepto, es posible obtenerlos en el seno de un tribunal
del tipo Tribunal Constitucional. No se quiere dar a entender con mis palabras que el actual
Tribunal Constitucional chileno haya desempeñado siempre y en todo lugar una impecable
aplicación de las normas constitucionales, dando coherencia y uniformidad a su
interpretación. Lo que se quiere expresar es que el tipo de juez que podemos incorporar al
Tribunal Constitucional, designado proporcionalmente por cada una de las potestades
estatales, juez que por lo demás debería contar con una formación teórica importante en
Derecho Constitucional y especialmente en una dogmática de los derechos fundamentales,
facilita el logro de ese objetivo.

Se debería inclinar de este modo en constituir a nuestro Tribunal Constitucional como


máximo guardián e intérprete supremo de la Constitución. El Tribunal Constitucional
pasaría a constituirse así en el verdadero Tribunal Supremo del ordenamiento jurídico
chileno. En este sentido, considero razonable el proyecto de reforma constitucional que
actualmente se encuentra en el Congreso Nacional, y que, entre otras cosas, intenta
concentrar en el Tribunal Constitucional gran parte de los temas de la Justicia
Constitucional, con un control ex ante y ex post de la ley.

Pero más allá de lo razonable y de lo hoy en día políticamente posible, quiero proponer
aquí y ahora, en un plano de pura teoría y de ejercicio académico, un nuevo modelo de
Justicia Constitucional para el sistema jurídico chileno, haciendo del Tribunal
Constitucional el Tribunal Supremo de Justicia chileno. Este modelo teórico que propongo
no sólo haría facultativo y no obligatorio el control de constitucionalidad de las leyes
orgánicas constitucionales y de las leyes interpretativas de la Constitución de que conoce
actualmente el Tribunal Constitucional, que a mi modo de ver no se compadece con el
principio de pasividad de los tribunales y por el ejercicio eventual que es esencial en la
actividad jurisdiccional, sino que encomendaría también al Tribunal Constitucional la
declaración de inaplicabilidad de las leyes aplicables a un caso concreto, además de
conocer de un amparo de los derechos fundamentales con el carácter de subsidiario a las
vías procesales ordinarias. Asimismo, además de conservar las demás competencias que
hoy en día se le reconocen, debería el Tribunal Constitucional conocer de un recurso
general de nulidad cuando en un proceso cualquiera se dicten resoluciones judiciales o se
tramite el procedimiento con violación de los derechos fundamentales de los justiciables o
con infracción de ley.
Se debe ser consciente que atribuir estas nuevas competencias al Tribunal Constitucional
significaría un aumento importante de su carga de trabajo, a lo que se debería hacer frente
aumentando el número de sus Ministros, horas de trabajo, funcionarios de apoyo, medios
materiales y económicos, etcétera, así como cuidando de no repetir las experiencias poco
alentadoras de algunos tribunales constitucionales europeos que se rigen por este sistema,
cuyo caso más paradigmático es el español.

Dichas experiencias dicen relación con el tipo de derechos que pueden lograr amparo ante
el Tribunal Constitucional. En este sentido, se debe poner especial énfasis en que el amparo
subsidiario se dará sólo a derechos que puedan ser considerados como fundamentales y no a
derechos patrimoniales. Por otra parte, se debe cuidar de definir materialmente
determinados derechos fundamentales, a fin de que no se conviertan en una especie de
“cajón de sastre” de todo el sistema de tutela de derechos fundamentales, como ha ocurrido
en España con el amparo del derecho a la tutela judicial efectiva. La misma precaución se
deberá poner al conferir este amparo para el derecho a la igualdad ante la ley.

Se hace hincapié en el tema de los derechos a ampararse por el Tribunal Constitucional,


porque considero que los derechos fundamentales son sólo aquellos que son predicables de
todas las personas por el mero hecho de ser tales y su existencia es un dato que ha previsto
el legislador constitucional al reconocerlos en la Norma Fundamental.

Se caracterizan estos derechos fundamentales porque todas las personas son igualmente
titulares de ellos. Los derechos patrimoniales, por el contrario, como el concreto derecho de
propiedad sobre un bien, no son propios de toda persona, sino que se crean expresamente
por actos jurídicos particulares, y nada de fundamentales tienen. Excluyendo del Tribunal
Constitucional el conocimiento de los amparos de derechos patrimoniales, y delimitando
acabadamente derechos como el de tutela judicial, que en ningún caso hay que entenderlo
como un derecho del ciudadano a una sentencia judicial de contenido favorable a la
pretensión, como parece ser que ha sido entendido mayoritariamente en España, además de
precisar si convendría o no conferir amparo constitucional por esta vía procesal al derecho a
la igualdad ante la ley, se puede lograr el objetivo de unificar la interpretación
constitucional en un solo órgano jurisdiccional, esto es, en el Tribunal Constitucional,
conciliando dicho objetivo con el de un trabajo expedito y eficiente del referido tribunal.
¿Qué habría que hacer con la Corte Suprema en este modelo teórico?

Como sabemos, la Corte de Casación nació en Francia con una clara función nomofiláctica,
es decir, como tribunal que debía velar por la defensa o conservación de la ley. Luego, a
dicha función nomofiláctica se sumó –sobre todo por las elaboraciones teóricas de Piero
Calamandrei en Italia– la función uniformadora. Esa función debería ser asumida por el
Tribunal Constitucional chileno a través del recurso de nulidad, entendido no como recurso
de control de legalidad, sino ahora ya de juridicidad, a modo de constituirse en un órgano
garantizador del derecho, pero especialmente no hacia el pasado como lo hacen los
tribunales de la instancia, sino fundamentalmente hacia el futuro, a modo de salvaguardar el
interés del ciudadano en la certidumbre e igualdad en la aplicación e interpretación del
derecho.

Ello implica redefinir también el rol del precedente judicial en nuestra cultura jurídica y la
garantía del ciudadano en la igual aplicación del derecho. Sin embargo, la actual Corte
Suprema tiene atribuida otras competencias, algunas jurisdiccionales como el recurso de
revisión de los fallos injustos y las apelaciones por desafuero y amovilidad, y otras no
propiamente jurisdiccionales. Si suponemos, como lo estamos haciendo ahora en el modelo
propuesto, la supresión de la Corte Suprema, quien debería conocer de los recursos
jurisdiccionales precedentemente enunciados es el Tribunal Constitucional, lo que no
implicaría una especial sobrecarga en su trabajo, ya que éstos son recursos de marginal
utilización en nuestro sistema jurídico. A su vez, las demás competencias no
jurisdiccionales deberían pasar a un nuevo órgano constitucional que denominaría Consejo
General de la Justicia, organismo que debería contribuir a una mayor independencia
judicial. Propongo en definitiva en este modelo una modificación bastante sustancial de
nuestro sistema judicial posicionando al Tribunal Constitucional como el supremo y
exclusivo intérprete de la Constitución y de la ley. Se trata de hacer de nuestro sistema de
Justicia Constitucional más jurisdiccional y más concentrado, todo ello en aras de asegurar
de un modo más igualitario la libertad de los ciudadanos y la organización del poder
constitucionalmente establecido.
Si el Tribunal de Casación francés fue concebido como el Tribunal Supremo del Estado
liberal de derecho, el Tribunal Constitucional diseñado del modo propuesto pasaría a ser el
Tribunal Supremo del Estado Constitucional de derecho. Este tribunal deberá desempeñar
sus labores de modo de asegurar de una mejor manera las libertades de los ciudadanos, y
todo aquello que pueda reforzar la libertad de los ciudadanos, como lo ha expresado Mauro
Cappelletti, con toda seguridad también reforzará a la democracia. Nuestro pueblo se
merece grados más profundos de libertad y de democracia, y un modelo de Justicia
Constitucional como el que he propuesto aquí creo que podría ayudarnos a ello.

JUSTICIA CONSTITUCIONAL EN CHILE

El desarrollo de la jurisdicción constitucional en Chile ha sido un proceso lento, no ausente


de obstáculos.

En efecto, bajo el imperio de la Carta de 1833 hasta 1924, se desarrolla un control político
de constitucionalidad de las leyes por el Congreso Nacional de acuerdo al artículo 164 que
prescribía: "Sólo el Congreso, conforme a los artículos 40 y siguientes, podrá resolver las
dudas sobre la inteligencia de algunos de sus artículos". En este contexto, la Corte
Suprema en dictamen de 27 de junio de 1848, ante una consulta del Intendente de
Concepción sobre constitucionalidad del artículo 65 de la ley, de 2 de febrero de 1837,
rechazaba la posibilidad de ejercer el control de constitucionalidad de los preceptos legales,
sosteniendo que ninguna magistratura tiene atribuida la competencia para pronunciarse
sobre la inconstitucionalidad de los preceptos legales, quitándole sus efectos y su fuerza
obligatoria, agregando que el juicio supremo del legislador, de que la ley que se dicta no es
opuesta a la Constitución, disipa toda duda en el particular, no permitiendo retardos en el
cumplimiento de sus disposiciones. Esta será la posición que sostendrá la Corte Suprema
con apoyo de parte de la doctrina constitucional de la época, como es el caso de Jorge
Huneeus y Carrasco Albano, como regla durante la vigencia de la Carta de 1833 hasta
1925, aun cuando existen dos sentencias, referentes a materias de interés de la propia Corte
Suprema, en las que ella hizo excepción a dicha regla como bien ha analizado el profesor
Raúl Bertelsen.
En Chile, el control jurisdiccional de constitucionalidad de las leyes se incorpora
tardíamente al ordenamiento jurídico, en la Constitución de 1925, en su artículo 86, la que
establec e por primera vez el denominado recurso de inaplicabilidad por
inconstitucionalidad de las leyes, entregando dicho control exclusivamente a la Corte
Suprema de Justicia. Así, en cualquier juicio, la parte que consideraba que se aplicaría a la
resolución del litigio una disposición legal que estimaba inconstitucional, planteaba el
recurso para ante la Corte Suprema de Justicia, la que se pronunciaba sobre la materia con
efectos inter partes.

Tal precepto, no produjo una jurisprudencia de parte de la Corte Suprema de ejercicio


efectivo de la facultad que le otorgó el constituyente, rehusando realizar el control de
constitucional de forma y limitándose al ejercicio del control de constitucionalidad de
fondo de los preceptos legales.

Ello entre otras razones, como es la solución de conflictos entre órganos del Estado en el
proceso legislativo, llevó a que se considerara el establecimiento de un Tribunal
Constitucional, el cual fue incorporado al ordenamiento jurídico en la reforma
constitucional de 23 de enero de 1970 a la Constitución de 1925, rigiendo desde 1971 hasta
el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973, aun cuando formalmente fue disuelto en
noviembre de 1973.

El Tribunal Constitucional surge en Chile de propuestas académicas, en efecto, el profesor


Francisco Cumplido Cereceda lo plantea en 1958, y en 1963, en un conjunto de foros
realizados en la Biblioteca Nacional, dirigidos por el profesor de la Facultad de Derecho de
la Universidad de Chile, don Jorge Guzmán Dinator, don Alejandro Silva Bascuñán
recomienda la creación de un Tribunal Constitucional.

Fue el Presidente de la República, don Eduardo Frei Montalva, el que propuso a través de
una reforma constitucional en 1965 la creación de un Tribunal Constitucional con el objeto
de solucionar los conflictos entre gobierno y el Congreso Nacional y como una forma de
fortalecer la jurisdicción constitucional. El Tribunal Constitucional sólo nació a la vida
jurídica en 1970 con la aprobación de la consiguiente reforma constitucional, entrando en
funciones en 1971, teniendo una fugaz vida, tronchada por el golpe de Estado militar del 11
de septiembre de 1973.
La Carta Fundamental de 1980 mantuvo el control reparador de constitucionalidad de los
preceptos legales en forma concentrada y con efectos inter partes en la Corte Suprema de
Justicia, a través del denominado "recurso de inaplicabilidad por inconstitucionalidad",
establecido en el artículo 80 de la Carta Fundamental hasta la reforma constitucional de
2005. Dicho control de constitucionalidad de los preceptos legales sólo posibilitaba declarar
inaplicable un precepto legal en una gestión judicial, ya no en un "juicio" como había
determinado la Carta de 1925, no dejando duda alguna de que podía declararse inaplicable
un precepto de rango legal en una gestión judicial no contenciosa. El precepto legal
considerado contrario al enunciado normativo constitucional, suspendía su eficacia para ese
caso particular, sin invalidarlo, ya que dicho precepto legal considerado inconstitucional en
dicha gestión judicial continuaba formando parte del ordenamiento jurídico. A ello debía
agregarse que la sentencia de la Corte Suprema que determinaba la inaplicabilidad del
precepto legal no tenía fuerza obligatoria ni efectos persuasivos respecto de los tribunales
inferiores: tribunales de primera instancia y Cortes de Apelaciones. Todo ello muestra que
este control reparador de constitucionalidad con efectos inter partes, constituía una
institución jurídica débil como instrumento para dotar de fuerza normativa a la Constitución
y dar protección efectiva a los derechos esenciales de las personas.

Dicho sistema de control concentrado de constitucionalidad de carácter reparador en manos


de la Corte Suprema, procedía a iniciativa de la parte afectada en la gestión judicial, ya sea
que la gestión se encontrara en otra instancia de los tribunales ordinarios o ante la propia
Corte Suprema, como, asimismo, procede también de oficio cuando el asunto estaba
radicado en la propia Corte Suprema, lo que constituyó una innovación de la Constitución
de 1980.

Cabe consignar que planteado por la parte afectada el recurso de inaplicabilidad por
inconstitucionalidad, si la Corte Suprema de Justicia no decidía la suspensión del
procedimiento, la gestión judicial seguía adelante y podía ser resuelta antes de que se falle
el recurso de inaplicabilidad, por tanto, si había sentencia ejecutoriada, no era posible
continuar con el recurso de inaplicabilidad por no haber " gestión judicial pendiente”.

Esta última situación se había mitigado en parte, por la redacción dada por la última oración
del artículo 80 de la Constitución, la cual señalaba que la Corte Suprema podía ordenar la
suspensión del procedimiento, siendo esta una facultad nueva de la Corte, inexistente bajo
el imperio de la Carta Fundamental de 1925, la que ejerció la Corte Suprema con cierta
discrecionalidad.

Los tribunales de primera instancia y cortes de apelaciones, en el sistema de control de


constitucional establecido en el texto original de la Constitución de 1980 no podían declarar
la inaplicabilidad de preceptos legales contrarios a la Constitución, tampoco tenían
iniciativa para plantear la cuestión de inconstitucionalidad ante la Corte Suprema ni ante el
Tribunal Constitucional, producto de la concepción ya planteada por el constituyente de
1925 de que entregar el control de constitucionalidad de la ley a los tribunales
ordinarios politizaba a los jueces, lo que debía evitarse, entregando dicho control sólo a la
Corte Suprema.

La jurisprudencia de la Corte Suprema en materia del recurso de inaplicabilidad por


inconstitucionalidad durante la vigencia de la Carta Fundamental de 1925 fue errática y
formalista, refugiándose en la doctrina clásica de la separación de poderes se declaraba
incompetente para conocer de la inconstitucionalidad de decretos con fuerza de ley,
negándose a conocer de las inconstitucionalidades formales de los preceptos legales y
rechazando los recursos de inaplicabilidad por cuestiones formales de no mencionarse
expresamente la disposición constitucional afectada, posición que se mantendrá como
práctica jurisprudencial durante la vigencia de la Carta de 1980, siendo un escaso número
de recursos acogidos, careciendo de relevancia jurídica como institución de control de
constitucionalidad45 .

Es necesario señalar que la Corte Suprema mientras mantuvo su competencia de control


reparador de constitucionalidad de preceptos legales hasta 2005, mantuvo como criterio de
mayoría, desde el establecimiento del recurso de inaplicabilidad por inconstitucionalidad en
la Carta de 1925, que la Corte no puede inaplicar un precepto legal por inconstitucionalidad
formal, aunque la minoría de la Corte Suprema que sostiene la competencia para conocer
de la inconstitucionalidad formal en 1995 llegó a empatar a la mayoría existente hasta
entonces. El argumento histórico de la mayoría es que el recurso de inaplicabilidad "es
estrictamente jurídico y tiene por objeto la declaración de inaplicabilidad de una ley o
determinado precepto legal, por ser contrario a lo sustantivo de la Constitución Política "
(Rol Nº 19.776, considerando 17), agregando que el control preventivo de
constitucionalidad de la ley está entregado por la Constitución al Tribunal Constitucional.

En todo caso, debemos señalar que respecto de la legislación preconstitucional, la Corte


Suprema había mantenido una posición vacilante y ambigua, aceptando hasta 1990, la tesis
de la derogación tácita, reconociendo a todos los jueces y tribunales la potestad de
pronunciarse sobre la materia , cambiando de posición dos meses después, donde se
sostuvo que el problema es de constitucionalidad, independientemente de si el precepto
legal es anterior o posterior a la Constitución, debiendo sólo la Corte Suprema conocer de
la materia a través del recurso de inaplicabilidad por inconstitucionalidad , aunque con
posterioridad ha reivindicado su facultad de pronunciarse sobre la inaplicabilidad de leyes
anteriores a la vigencia de la Constitución, siendo "preferible" el fallo de la materia por la
Corte Suprema, o no siendo "obstáculo" el que puedan hacerlo los jueces del fondo, pero
que también puede hacerlo la Corte Suprema de Justicia .

El recurso de inaplicabilidad por inconstitucionalidad tuvo escasa relevancia durante el


imperio de las Cartas Fundamentales de 1925 y 1980, debido al excesivo rigorismo
formalista de la jurisprudencia de la Corte Suprema y su autorrestricción para emplear su
competencia de declarar de oficio la inaplicabilidad por inconstitucionalidad en los casos en
que ella estaba conociendo de la materia, mostrando su escaso interés por el ejercicio de
esta competencia, la que ejerció en muy pocas oportunidades. Ello significó que, por la
reforma constitucional de agosto de 2005, se suprimió dicha competencia de la Corte
Suprema y se haya entrado en vigencia la reforma constitucional de 2005 a partir de fines
de febrero del año 2006, la que introdujo la concentración del control de constitucionalidad
de preceptos legales en el Tribunal Constitucional, estableciendo un control concreto de
carácter incidental con efectos inter partes, de acuerdo al nuevo artículo 93 Nº 6 de la
Constitución, sin perjuicio de que acogida la inaplicabilidad por inconstitucionalidad por el
Tribunal Constitucional, se habilita una acción pública para que cualquier persona pueda
demandar en abstracto la inconstitucionalidad del precepto legal, siempre sin perjuicio de
habilitar al Tribunal Constitucional para que, actuando de oficio, también pueda expulsar
del ordenamiento jurídico el precepto legal declarado inaplicable por inconstitucional, todo
ello de acuerdo con el nuevo artículo 93 Nº 7 de la Constitución.
La Constitución de 1980, surgida en plena vigencia de la dictadura militar, restableció el
Tribunal Constitucional que ya había operado entre 1971 y 1973, que había sido disuelto
luego del golpe de Estado militar del 11 de septiembre de 1973. El Tribunal Constitucional
se constituye como un órgano constitucional independiente, que ejerce jurisdicción
constitucional, situado fuera de los poderes clásicos, tiene un capítulo propio en la Carta
Fundamental de 1980 en su texto original, el séptimo, cuyos artículos 81 a 83 regulan su
integración y competencias, luego de la reforma constitucional de agosto de 2005, se ubica
en el capítulo octavo de la Constitución, artículos 92 a 94.

La integración del Tribunal Constitucional en el texto original de la Constitución de 1980


en su artículo 81 estaba conformado de siete ministros: un magistrado elegido por el
Presidente de la República sin control inter-órgano y lo mismo hace el Senado, eligiendo un
miembro por la mayoría absoluta de los senadores en ejercicio; la Corte Suprema elige tres
magistrados, por mayoría absoluta y en votaciones sucesivas y secretas. A su vez, aparecen
dos integrantes del Tribunal Constitucional nombrados por el Consejo de Seguridad
Nacional, lo que se entiende sólo en la lógica del régimen autoritario militar de tu tela
militar sobre el sistema institucional, apartándose de los criterios comúnmente seguidos por
el constitucionalismo democrático. Los miembros del Tribunal elegidos por la Corte
Suprema cesaban en el cargo si dejaban de ser ministros de la Corte Suprema por cualquier
causa. Dicha integración será sustancialmente modificada en la reforma constitucional de
2005.

Las competencias del Tribunal Constitucional chileno se caracterizan por ser determinadas
constitucionalmente, de carácter taxativo, exclusivas, improrrogables e indelegables y de
ejercicio inexcusable.

Las competencias del Tribunal Constitucional están expresamente señaladas en el texto de


la Carta Fundamental, por lo cual ellas no pueden ser alteradas por el legislador. Dichas
competencias son únicamente las que el texto constitucional señalaba en su artículo 82 54 ,
conforme al texto original de la Constitución, las que serán modificadas también por la
reforma constitucional de 2005, dando lugar al actual artículo 93 de la Carta Fundamental.
La incompetencia por falta de jurisdicción la resuelve el propio Tribunal Constitucional, de
acuerdo al artículo 18 de la Ley Nº 17.997 Orgánica del Tribunal Constitucional en su texto
original.

Las competencias del Tribunal Constitucional en el texto original de 1980 se ampliaron


respecto del texto de la Carta de 1925, el control de constitucionalidad de normas jurídicas
abarca nuevas materias , además de las ya contempladas en el texto de la Constitución de
1925, reformada en 1970, ellas fueron las siguientes: la resolución de las cuestiones de
constitucionalidad que se susciten respecto de un proyecto de reforma
constitucional (artículo 82 Nº 2); el control obligatorio y preventivo de constitucionalidad
de las leyes orgánicas constitucionales antes de su promulgación y de las leyes que
interpretan algún precepto de la Constitución (artículo 82 Nº 1); r esolver las cuestiones
que se susciten sobre la constitucionalidad de un decreto con fuerza de ley (artículo 82
Nº 3 ); resolver los reclamos en caso de que el Presidente de la República dicte un decreto
inconstitucional (artículo 82 Nº 5); resolver sobre la constitucionalidad de un decreto o
resolución del Presidente de la República que la Contraloría haya representado por
estimarlo inconstitucional, cuando sea requerido por el Presidente (artículo 82
Nº 6); resolver sobre la constitucionalidad de los decretos supremos dictados en ejercicio
de la potestad reglamentaria del Presidente de la República, cuando ellos se refieran a
materias que pudieren estar reservadas a la ley por mandato del artículo 60 de la
Constitución (artículo 82 Nº 12).

Se aumentó también el ámbito de las competencias en materia de organización


institucional, ya que además de las contempladas en la Carta de 1925, referentes a las
inhabilidades constitucionales y legales que afectaren a una persona para ser designada
Ministro de Estado, permanecer en dicho cargo o desempeñar simultáneamente otras
funciones, se agregan las de pronunciarse sobre las inhabilidades, incompatibilidades y
causales de cesación en el cargo de los parlamentarios (artículo 82 Nº 11) y la de
informar al Senado en los casos en que éste deba pronunciarse declarando la inhabilidad
del Presidente de la República o del Presidente Electo cuando un impedimento físico o
mental lo inhabilite para el ejercicio de sus funciones o declarar si los motivos en que se
origina la dimisión del Presidente de la República son o no fundados y, en consecuencia,
admitirla o desecharla (artículo 82 Nº 9).

Sin embargo, el constituyente de 1980 restó al Tribunal Constitucional la competencia que


le había otorgado el constituyente derivado de 1970 de resolver las contiendas de
competencias que determinaran las leyes, que es una atribución de la esencia de un
Tribunal Constitucional.

Por último, el constituyente de 1980 le entregó un ámbito competencial nuevo, de carácter


sancionador, como es el de declarar la inconstitucionalidad de las organizaciones y de los
movimientos o partidos políticos, como asimismo, determinar la responsabilidad y sanción
de las personas que hubieren tenido participación en los hechos que motivaron la
declaración de inconstitucionalidad , los cuales, de acuerdo al artículo 19 Nº 15, inciso
sexto, son los actos o conductas que no respetan los principios básicos del régimen
democrático y constitucional, procuran el establecimiento de un sistema totalitario, como
asimismo aquellos que hagan uso de la violencia, la propaguen o inciten a ella como
método de acción política. Si la persona responsable del ilícito constitucional fuere el
Presidente de la República o el Presidente electo, la referida declaración requerirá, además,
el acuerdo del Senado adoptado por la mayoría de sus miembros en ejercicio (artículo 82
Nº 7).

Finalmente, podemos señalar que la reforma constitucional de agosto de 2005, junto con
modificarse la composición del Tribunal Constitucional, materia que analizaremos en otro
acápite del presente texto, amplió nuevamente las competencias del Tribunal
Constitucional, las cuales están contenidas en el nuevo artículo 93 de la Carta Fundamental.

De acuerdo a la modificación constitucional de 2005, el artículo 93 de la Constitución,


otorga al Tribunal Constitucional el carácter de único órgano constitucional que puede
declarar, en control reparador concreto, la inaplicabilidad por inconstitucionalidad de todo
precepto legal en cualquier gestión que se siga ante un tribunal ordinario o especial, fallo
que produce efectos inter partes. Sin perjuicio de ello, la reforma constitucional posibilita
que, declarada la inaplicabilidad por inconstitucionalidad de un precepto legal, se habilite
una acción pública para que cualquier ciudadano pueda solicitar su expulsión del
ordenamiento jurídico, siempre que el Tribunal Constitucional haya declarado previamente
la inaplicabilidad de una norma emanada del enunciado legal respectivo, siempre y cuando
dicha acción pública se concrete por el mismo motivo por el cual se recurrió de
inaplicabilidad; el Tribunal Constitucional también puede declarar de oficio dicha
inconstitucionalidad. Esta última competencia se incorporó como nuevo artículo 93 Nº 7,
con la siguiente redacción: " 7º Resolver por la mayoría de los cuatro quintos de sus
integrantes en ejercicio, la inconstitucionalidad de un precepto legal declarado inaplicable
en conformidad a lo dispuesto en el numeral anterior ".

Por otra parte, se fortalece con la reforma de 2005 , el control preventivo de


constitucionalidad que ya ejercía en materia de tratados internacionales y proyectos de ley,
agregando un control preventivo obligatorio de constitucionalidad de los tratados
internacionales que versen sobre materias de Ley Orgánica Constitucional, quedando la
redacción del artículo 93 Nº 1 en los siguientes términos: "1º Ejercer el control de
constitucionalidad de las leyes que interpreten algún precepto de la Constitución, de las
leyes orgánicas constitucionales y de las normas de un tratado que versen sobre materias
propias de estas últimas, antes de su promulgación ;".

La reforma constitucional de 2005, entrega al Tribunal Constitucional la competencia para


"resolver sobre las cuestiones de constitucionalidad de los autos acordados dictados por la
Corte Suprema, las Cortes de Apelaciones y el Tribunal Calificador de Elecciones;", tal
como lo prevé el artículo 93 Nº 2 del texto constitucional reformado, como la de " resolver
las contiendas de competencia que se susciten entre las autoridades políticas o
administrativas y los tribunales de justicia; " de acuerdo al nuevo artículo 93 Nº 12º.

Puede sostenerse que el Tribunal Constitucional chileno tiene las características propias de
la naturaleza de una Corte o Tribunal Constitucional, señalando, además, que Chile ha
abandonado el doble control concentrado de constitucionalidad que rigió desde 1971 a
1973 y de marzo de 1981 hasta inicios de 2006, acercándose al modelo portugués de
control de constitucionalidad preventivo y represivo de preceptos legales concentrado en el
Tribunal Constitucional, bajo modalidades de control concreto con efectos inter partes, el
cual se complementa con un control abstracto con efectos derogatorios, que posibilita la
expulsión del precepto legal vigente del ordenamiento jurídico.
Así, el Tribunal Constitucional se constituye en un órgano único especializado de
jurisdicción constitucional extra poder, cuyas resoluciones producen cosa juzgada y efectos
generales o inter partes, según sea el caso.

El sistema de control de constitucionalidad existente en Chile a partir de marzo de 2006,


adopta la doble modalidad de un control abstracto que responde a la lógica del interés
objetivo del Estado mediante el control preventivo de proyectos de enunciados normativos
emanados de los poderes constituidos, incluyendo al constituyente derivado, como
asimismo de armonización de la Constitución con los tratados internacionales que el
gobierno y Congreso Nacional desean incorporar al derecho interno, como también un
control reparador de normas infraconstitucionales internas, mediante modalidades de
control abstracto y de control concreto, en su caso. El control concreto reparador de normas
emanadas de enunciados de preceptos legales se concreta a través de la acción de
inaplicabilidad por inconstitucionalidad.

El Tribunal Constitucional chileno es el único Tribunal o Corte Constitucional de América


Latina que no tiene competencia respecto de la protección mediante acción de amparo
extraordinaria de los derechos, tarea que queda entregada exclusivamente a la jurisdicción
ordinaria a través del habeas corpus (amparo chileno) y el denominado recurso de
protección (similar al amparo o tutela, en el derecho latinoamericano), de los cuales
conocen las Cortes de Apelaciones en primera instancia y la Corte Suprema en segunda
instancia. Asimismo, dicha jurisdicción de tutela de derechos la ejercen los tribunales
laborales en su ámbito específico. Por otra parte, la Corte Suprema en el caso de
vulneración de derechos fundamentales en el proceso penal, conoce de la materia a través
de una de las causales del recurso de nulidad penal. Por último, recientemente, los juzgados
de letras tienen competencia para resolver los litigios que se generen en virtud de la
reciente acción de discriminación arbitraria.

LOS ORÍGENES DE LA JUSTICIA CONSTITUCIONAL EN EL DERECHO


COMPARADO

Estados Unidos de Norteamérica


Como es bien sabido, la Constitución Política de los Estados Unidos de América, a
diferencia de lo que ocurriría después con la inmensa mayoría de las Cartas Fundamentales
del siglo XX, no faculta explícitamente a los tribunales para que dejen sin aplicación los
actos legislativos o administrativos que vulneren sus principios o normas.

La falta de una disposición expresa no fue óbice, sin embargo, para que la propia Corte
Suprema norteamericana, en el histórico fallo “Marbury vs. Madison” (1803), se atribuyera
jurisdicción para verificar la conformidad entre las leyes y la Constitución Política y, en
caso de contradicción entre una y otra, para dejar sin efecto la ley (judicial review o
revisión judicial de las leyes).

La importancia de “Marbury vs. Madison” en la génesis y desarrollo de la supremacía


constitucional y la revisión judicial de las leyes es tal que merece una consideración atenta.
En efecto, “Marbury vs. Madison” tiene el doble mérito de ser, a la vez, una afirmación
pionera y un alegato elocuente.

Caso “Marbury vs. Madison” Corte Suprema de los Estados Unidos (1803)

En primer lugar, conviene recordar las circunstancias que dan origen al proceso y a la
sentencia.

En 1800 la joven república norteamericana efectúa su cuarta elección presidencial. En


estrecha definición, el Demócrata-Republicano Thomas Jefferson derrota al Presidente en
ejercicio, John Adams, del Partido Federalista.

En las semanas previas al cambio de mando, que debe verificarse el 4 de marzo de 1801, el
partido derrotado despliega toda su energía para enquistar a sus prosélitos en la
Administración y el Poder Judicial. En ese contexto, el Presidente saliente, Adams, logra,
entre otras cosas, que su Secretario de Estado, John Marshall, sea confirmado como
Presidente de la Corte Suprema. Al mismo tiempo, la legislatura que expira, de mayoría
federalista, aprueba leyes que crean nuevas destinaciones judiciales. Adams se apura en
designar correligionarios para llenar las nuevas plazas.

En medio del desorden y la confusión, tan propios de toda transición con alternancia,
algunos de los nombramientos judiciales de última hora no alcanzan a formalizarse
completamente. Una vez asumido el mando, el nuevo Presidente de la República procede a
negar todo valor a los nombramientos a los que faltare algún trámite.

Uno de los damnificados por el cambio de mando es William Marbury, quien había sido
nombrado juez de paz por el Presidente Adams el 2 de marzo de 1801, obteniendo al día
siguiente, 3 de marzo, su confirmación en el Senado. Para su infortunio, la persona
comisionada por el gobierno saliente para entregarle formalmente el documento en que
constaba el nombramiento, James Marshall, hermano de John Marshall, este último
ejerciendo en ese momento como Secretario de Estado y Presidente de la Corte Suprema,
no tuvo tiempo el 4 de marzo para completar su tarea antes de la hora en que operó la
transmisión del mando.

Perjudicado por la decisión del nuevo gobierno en orden a desconocer su designación,


William Marbury presenta una demanda ante la Corte Suprema, Recurso de Mandamus,
para que ésta ordene al nuevo Secretario de Estado, James Madison, que proceda a remitirle
su nombramiento.

Le tocó, así, al mismísimo John Marshall –correligionario federalista, signatario del


nombramiento de Marbury y hermano del encargado de enviar la designación–, la tarea de
resolver la demanda contra el nuevo gobierno. Lejos de considerarse inhabilitado o
implicado para conocer del asunto, Marshall redacta personalmente la sentencia de la Corte
Suprema.

“Marbury vs. Madison” tiene una estructura extraña. La primera mitad de la sentencia se
aboca a demostrar que Marbury merece recibir su designación y que la negativa
gubernamental a entregarla es contraria a Derecho. A estas alturas del fallo, todo parece
indicar que la Corte Suprema va a acoger el recurso deducido.

En la segunda mitad del fallo, sin embargo, la Corte Suprema procede a denegar la solicitud
de Marbury. La razón: haberse deducido la acción en virtud de una ley contraria a la
Constitución Política. En este caso, la norma inconstitucional sería el Acta Judicial de 1789,
la que, en su sección 13, contemplaba, precisamente, el Recurso de Mandamus esgrimido
por Marbury.
De acuerdo con el razonamiento de “Marbury vs. Madison”, el vicio de
inconstitucionalidad del Acta Judicial de 1789 radica, concretamente, en haber otorgado a
la Corte Suprema una competencia de única instancia, el conocimiento del Mandamus,
distinta a los casos en que la Constitución contempla excepcionalmente tal tipo de
jurisdicción.

Más allá de la inconstitucionalidad invocada, lo importante de “Marbury vs. Madison”, por


supuesto, es que la Corte Suprema de los EE. UU. se haya atrevido a resolver el litigio
sobre la base de recurrir directamente a la Constitución para negar eficacia jurídica a una
ley vigente. Esta aproximación, que hoy puede parecer natural o lógica, resultaba
extraordinariamente audaz en 1803. Más aún, como se ha indicado, si la Constitución
norteamericana no contenía ningún texto positivo que sugiriera siquiera la posibilidad de la
revisión judicial.

Al redactar esta segunda parte del fallo, el juez Marshall intentó presentar su conclusión
como un corolario ineludible de la institucionalidad de los Estados Unidos. Sólo después de
afirmar, y explicar, esta idea, Marshall se permitió citar algunas disposiciones de la
Constitución que, en su opinión, servían como “argumentos adicionales” para probar la
jurisdicción constitucional de la Corte Suprema.

FRANCIA

Desde la Revolución de 1789, la ley ha ocupado un lugar especial en el universo jurídico y


político francés. Identificada con la voluntad general del Pueblo, expresada en la Asamblea
Nacional, se la percibe como el gran instrumento cautelar de la libertad y garante de la
igualdad. Los jueces, en cambio, aparecían históricamente vinculados a la nobleza de toga y
a los intereses estamentales del Ancien Régime.

De esta manera, el Derecho Público francés consideró por mucho tiempo, siguiendo a
Montesquieu, que los jueces debían ser meros instrumentos del derecho positivo, a quienes
no se les puede permitir ninguna función política relevante. No puede extrañar, entonces,
que hasta 1958 Francia no hubiera contado nunca con un órgano jurisdiccional que
cautelara efectivamente la supremacía constitucional. Debe advertirse, sin embargo, que,
por lo menos desde 1900, el tema empieza a ser objeto de debate. Surge, por una parte, una
corriente de académicos e intelectuales que promueven la importación a Francia del
Judicial Review al estilo norteamericano. Frente a ellos, sin embargo, están quienes
advierten que dicha fórmula acarrea el peligro del “gobierno de los jueces”. En lo que la
doctrina parece conteste, sin embargo, es en descartar la alternativa de crear un tribunal
especializado en el ejercicio concentrado de la jurisdicción constitucional.

Es en este contexto que la Constitución de 1958 crea el Consejo Constitucional. Ahora


bien, en la intención original del General Charles de Gaulle y de quienes colaboraron con él
en el diseño de las instituciones de la V República, el Consejo tendría la finalidad
fundamental, si no exclusiva, de velar para que el Parlamento no intente expandir la acotada
esfera competencial que le fija la Carta Fundamental. Más aún, ni en la historiadigna ni en
el texto de la Carta de 1958 se insinúa, siquiera, que el Consejo pueda, o deba, tener alguna
misión protectora de los derechos fundamentales.

Dicho lo anterior, no puede extrañar que la creación del Consejo haya sido recibida con
escepticismo, e incluso sorna, por parte importante de los profesores de Derecho Público.
¿Cómo considerar tribunal a un ente integrado básicamente por políticos oficialistas?
¿Cómo considerar verdadero Tribunal Constitucional a un ente sin jurisdicción para
revisar leyes contrarias a los derechos humanos?

Los primeros doce años de existencia del Consejo, 1959-1971, parecieron darles la razón a
los críticos. En efecto, no es una exageración decir que durante tal período el Consejo, lejos
de responder al modelo de los tribunales constitucionales, más pareció un auxiliar
incondicional de los Presidentes de Gaulle y Pompidou.

Lo interesante del caso francés, y que justifica estos comentarios, es que el Consejo
Constitucional pudo, sin que mediara una Reforma Constitucional profunda o total,
evolucionar desde una desmedrada situación inicial hacia la realidad que se observa hoy, en
que casi nadie discute que el Consejo galo ha devenido en un eficaz y decidido guardián de
la supremacía constitucional y de los derechos y libertades fundamentales.

El hecho que el texto de la Constitución francesa de 1958 sea particularmente escueto en el


reconocimiento de los derechos de las personas volvía, sin duda, aún más improbable que el
Consejo pudiera zafarse de su origen y transformarse en un auténtico Tribunal
Constitucional.

El Consejo, sin embargo, encontraría en el hasta entonces casi ignorado Preámbulo de la


Constitución el puente para conectar la revisión de las leyes con la tutela de los derechos
humanos. El texto del Preámbulo de la Constitución de 1958 es simple y directo: “El
Pueblo francés proclama solemnemente su adhesión a los derechos del hombre y a los
principios de soberanía nacional tal como se les define en la Declaración de 1789,
confirmada y completada por el Preámbulo de la Constitución de 1946”.

El problema, sin embargo, es que, para sus redactores, y buena parte de la doctrina, el
citado Preámbulo constituía una mera declaración política, carente de valor constitucional.
No obstante, algunos autores estaban dispuestos a reconocer fuerza normativa a dicho texto.
Maurice Duverger, por ejemplo, había sido enfático en afirmar, ya durante la IV República,
el pleno valor normativo del Preámbulo de 1946.

Ahora bien, el hecho que la Constitución de 1958 aludiera a dicho Preámbulo, ¿no debe
entenderse, entonces, como una remisión que lo hace directamente aplicable? El
asunto no es baladí. Así como la declaración de 1789 reconoce las más importantes de las
llamadas garantías liberales o de primera generación, el Preámbulo de 1946 tiene un fuerte
componente socialdemócrata, incorporando varios de los llamados derechos sociales o de
segunda generación.

Del Preámbulo de 1946 cabe destacar, además, su elocuente introducción: “En el amanecer
de la victoria conquistada por los Pueblos libres sobre los regímenes que intentaron
esclavizar y degradar la persona humana, el Pueblo francés proclama nuevamente que todo
ser humano, sin distinción de raza, religión o creencia, posee derechos inalienables y
sagrados. También reafirma solemnemente los derechos y libertades consagrados por la
Declaración de Derechos de 1789 y los principios fundamentales reconocidos por las leyes
de la República”.

Sería el último párrafo recién citado, alusivo a “los principios fundamentales reconocidos
por las leyes de la República” el que permitiría al Consejo Constitucional operar en 1971
una verdadera revolución jurisprudencial.
La adopción de esta nueva doctrina se produce con la sentencia “Libertad de Asociación”.
Es tal la importancia de este fallo que algunos han llegado a calificarlo como el “Marbury
vs. Madison” francés. En todo caso, y sin necesidad de suscribir esta entusiasta hipérbole,
no se puede negar que esta resolución abrió una nueva era en la vida del Conseil
Constitutionnel y, por qué no decirlo, del constitucionalismo galo.

Caso “Libertad de Asociación” Consejo Constitucional de Francia, 16 de julio de 1971

En mayo de 1970 el gobierno francés disolvió la pequeña colectividad política “Izquierda


Proletaria”. Para hacerlo, se amparó en una ley de 1936 que prohibía las milicias privadas.
En reacción a la decisión gubernamental, algunos simpatizantes de la entidad disuelta
formaron de inmediato una nueva asociación llamada “Grupo de amigos de la causa del
Pueblo”.

Al intentar la obtención de la personalidad jurídica, sin embargo, la nueva entidad se


encontró con que la autoridad administrativa encargada del registro de asociaciones (en este
caso, la Prefectura de París), se negó a realizar el trámite, argumentando que el grupo en
formación y el anterior ya disuelto eran una misma cosa. Los afectados recurrieron a un
tribunal administrativo, el cual, basado en la jurisprudencia del Consejo de Estado, negó
validez a la conducta del gobierno y permitió la legalización del “Grupo de amigos de la
causa del Pueblo”.

No conforme con la decisión judicial, e intentando evitar situaciones futuras parecidas, el


gobierno presentó en junio de 1971 un proyecto de ley que modificaba la ley de 1901 sobre
Asociaciones, en términos de autorizar expresamente al Prefecto para negar el registro legal
“a toda asociación que parezca tener un objeto inmoral o ilegal, o que sea un intento por
revivir una asociación ilegal”.

El proyecto del gobierno despertó una fuerte polémica. Las voces críticas provinieron no
sólo desde la izquierda opositora, sino que, también, desde círculos cercanos al oficialismo.
Luego de un intenso debate, el proyecto fue finalmente aprobado en la Asamblea Nacional.
En el Senado, sin embargo, la iniciativa tropezaría con un obstáculo inesperado. El
presidente de la Cámara Alta, el político centrista Alain Poher, lleno de dudas sobre la
constitucionalidad del texto, decidió someter el asunto a la decisión del Consejo
Constitucional.

El solo hecho de que el presidente del Senado hubiera presentado un requerimiento


impugnando un proyecto del gobierno ya constituía una novedad. En efecto, los seis
requerimientos habidos entre 1958 y 1970 habían correspondido, todos, a intentos del
Primer Ministro de turno por defender su potestad reglamentaria frente al Parlamento.

La principal sorpresa, sin embargo, estaría en la sentencia del Consejo Constitucional.


Como ya se anticipó más arriba, “Libertad de Asociación” recurrirá al Preámbulo de la
Constitución de 1958, en cuanto remite, a su vez, al Preámbulo de 1946, para afirmar que la
libertad de asociación es uno de los “principios fundamentales reconocidos por las leyes de
la República” y que, como tal, no puede ser vulnerada por el Gobierno o el Parlamento.
Dicho lo anterior, y verificado que el proyecto infringe dicha libertad, el Consejo declara la
inconstitucionalidad.

En 1979, finalmente, el Consejo Constitucional profundiza el proceso de


constitucionalización de los derechos, reconociendo, con fecha 25 de julio, un derecho de
carácter social, en este caso el derecho a huelga.

De esta manera, y en cuestión de apenas ocho años, entre julio de 1971 y julio de 1979, el
Conseil se las había arreglado para consumar un dramático viraje. Lejos había quedado el
Consejo Constitucional dócil e irrelevante de la década anterior. La doctrina no pudo sino
tomar nota de esta verdadera revolución jurisprudencial. Así fue que en febrero de 1980, en
el contexto de la reunión constitutiva de la Asociación Francesa de los Constitucionalistas,
los profesores presentes discutieron ampliamente este proceso de “constitucionalización”
de las distintas ramas del Derecho. El Decano Favoreu, entusiasta partidario de este
fenómeno, publicaría, ese mismo año 1980, dos trabajos alusivos al mismo tema.

Una de las consecuencias de la evolución reseñada es que a principios de 1981 el Consejo


Constitucional gozaba de un importante nivel de respeto y valoración por parte de la
academia, la clase política y la ciudadanía en general. Este capital de legitimidad sería
decisivo en los años siguientes. En efecto, los fuertes cambios políticos de la década de los
80 trasformarían al Conseil en inesperado árbitro de los fuertes choques entre los proyectos
de la izquierda y la derecha.

De esta manera, si entre 1981 y 1984 el Consejo debió controlar la constitucionalidad de


los proyectos que la izquierda gobernante patrocinó sobre Nacionalizaciones,
Descentralización, Congelación de Precios y Salarios, Enseñanza Universitaria y Medios de
Comunicación; después de 1986, el Conseil tuvo que revisar las iniciativas del gobierno de
derecha sobre Seguridad Ciudadana, Privatizaciones y Consejo de la Competencia, entre
otros.

El período 1981-1988 fue, en efecto, una época compleja en la política francesa. Habla bien
de la fortaleza institucional del Consejo Constitucional, y del talento de los jueces que lo
integran, que, en medio de la más aguda polarización política, haya podido aquel ejercer
sus atribuciones de una manera que concitó la aprobación del grueso de la doctrina y el
respeto del pueblo.

Superada con éxito esta verdadera “prueba de fuego”, el Consejo ha podido llegar a sus 50
años de vida gozando de un alto nivel de prestigio y prestancia.

ALEMANIA

La primera Constitución posunificación germana, la Carta del II Reich Alemán (1871), no


reconocía a los jueces la facultad de revisar las decisiones legislativas del Parlamento
(Reichstag).

La Constitución democrática y social aprobada en la pequeña ciudad de Weimar en 1919


tampoco contempla referencias al judicial review. Este silencio, sin embargo, fue el
resultado final de un arduo debate. Frente a quienes proponían instituir un sistema de
control concentrado, prohibiendo expresamente el control difuso; el diputado Hugo Preuss,
profesor de Derecho, diputado del liberal Partido Democrático Alemán, principal redactor
de la Constitución y antiguo defensor del judicial review, se jugó a fondo por omitir un
pronunciamiento sobre este asunto. Y lo logró.

La Constitución de Weimar, entonces, estipuló, por una parte, la existencia de un Poder


Judicial, a cuya cabeza se encontraba el Tribunal del Reich (Reichsgericht), sin que se le
facultara expresamente a controlar las leyes. Por otro lado, se consagraba un Tribunal de
Estado del Reich Alemán (Staatsgerichtshof des deutschen Reiches) encargado de resolver
los conflictos entre los estados miembros de la federación (land) o entre éstos y el Reich.

Conviene apuntar que la Constitución tampoco indicaba si este Tribunal de Estado podía,
en el proceso de resolver un conflicto, declarar la invalidez de una ley federal. De esta
manera, y al igual que había ocurrido en los Estados Unidos 120 años antes, van a tener que
ser los propios jueces alemanes, de ambos tribunales, los que, por la vía de una
interpretación sistemática, resuelvan la interrogante planteada por el silencio del
constituyente.

En el caso del Tribunal del Reich, ya en 1921 insinuará su competencia, y la de los jueces
en general, para controlar la constitucionalidad de las leyes. Será recién en 1925, sin
embargo, que dicho órgano asuma formalmente el judicial review. La sentencia en
cuestión, de fecha 5 de noviembre de 1925, justifica la atribución de examinar las leyes
federales, en este caso concreto la ley de Revaluación del Marco alemán, señalando que
“Puesto que la Constitución del Reich no contiene ningún precepto en virtud del cual la
decisión acerca de la constitucionalidad de las leyes del Reich fuera sustraída a los
tribunales y transferida a otra instancia, hay que reconocer el derecho y el deber del juez de
controlar la constitucionalidad de las leyes del Reich”. Pese a reconocer enfáticamente su
competencia para controlar las leyes, el Reichsgericht se abstuvo, en este caso, de invalidar
la norma bajo examen.

La declaración antedicha, aun cuando reveladora del pensamiento del máximo órgano
judicial germano, no trajo como consecuencia que la práctica de la revisión judicial pudiera
arraigar en el régimen de Weimar. En efecto, durante los seis años siguientes, entre 1926 y
1932, prácticamente no hubo casos en que algún juez desestimara una ley. Después de
1933, una vez instaurado el III Reich, ninguno volvería siquiera a pensarlo.

La situación del Tribunal de Estado era aun más compleja. ¿Debía entenderse que la
función de arbitrar conflictos entre Länder o entre un Land y el Reich conllevaba, si fuera
necesario, el poder invalidar leyes federales? ¿Podía entenderse, por tanto, que el
Staatsgerichtshof des deutschen Reiches era un Tribunal de Control concentrado de la
constitucionalidad, como, por ejemplo, lo eran el austriaco o el checoeslovaco, ambos de
1920?
Hubo quienes respondieron afirmativamente a las interrogantes recién anotadas. En junio
de 1923, y a propósito de un conflicto sobre el tendido de vías férreas, el Tribunal de
Estado no trepidó en examinar la constitucionalidad del artículo 17 de la Ley de
Presupuestos del Reich.

El propio presidente del Tribunal de Estado, Dr. Walter Simons, plantearía en 1924 que
dicho órgano era guardián y custodio (Wächter und Wahrer) de la Constitución.148 Dos
sentencias pronunciadas por el Tribunal de Estado durante 1927 parecen afirmar esta tesis.

No obstante lo anterior, tanto a nivel político como en el plano académico existían voces,
como la de Carl Schmitt, que no aceptaban que bajo el régimen de Weimar pudiera
concebirse al Tribunal de Estado como una Corte Constitucional de amplia competencia o
como un defensor de la Constitución. Hans Kelsen saldría al paso de Schmitt. El tema sería
objeto de fuerte polémica entre 1929 y 1932, alcanzando su clímax con ocasión de un
Recurso deducido por el Land de Prusia ante el Tribunal de Estado en julio de 1932. Dada
la importancia jurídico-política de este litigio y considerando que cristaliza una de las
discusiones más importantes del constitucionalismo moderno, me ha parecido necesario
analizarlo con cierto detalle, examinando pormenorizadamente sus antecedentes. Sólo de
ese modo puede entenderse, realmente, el debate Schmitt-Kelsen sobre el guardián de la
Constitución.

Caso del “Land de Prusia contra el Reich” Tribunal de Estado del Reich, 25 de
octubre de 1932

En “El Guardián de la Constitución” Schmitt despliega un ataque directo a lo que llama la


“solución austriaca”, esto es, a la idea de un Tribunal Constitucional que resuelva los
conflictos de interpretación constitucional que se susciten a nivel de los órganos estatales
entre gobierno y oposición. En su opinión, en efecto, la judicialización de la protección de
la Constitución presenta, en la Alemania de 1931, insuperables problemas teóricos y
prácticos.

El punto, afirma Schmitt, es que “las divergencias de opinión y diferencias entre los
titulares de derechos políticos de carácter decisivo o influyente no pueden resolverse
generalmente en forma judicial, salvo en el caso de que se trate de castigar transgresiones
manifiestas de la Constitución”.

Cuando Schmitt plantea que las discusiones constitucionales “no pueden” resolverse en
forma judicial, está, en verdad, diciendo dos cosas al mismo tiempo: primero, que los
jueces, por ser lo que son, no están en condiciones de proteger realmente la Constitución; y
segundo, que es inconveniente, para los jueces y para la política, que los tribunales intenten
defender la Constitución.

Según Schmitt, los problemas de interpretación constitucional son distintos, en efecto, a los
asuntos que habitualmente ocupan a los jueces. Lo que debe hacerse para defender la
Constitución no es subsumir, desde la neutralidad, un caso concreto a una norma común,
conocida y aceptada de antemano por las partes en conflicto (cuestión que los jueces saben
hacer); sino que, más bien, ha de determinarse el contenido de la norma constitucional para
luego, eventualmente, invalidar leyes o decretos generados por el Gobierno o el Parlamento
(asunto que los jueces no deben hacer, aun en el supuesto improbable que encontraran
criterios neutrales para hacerlo).

La influencia de Kelsen en el proceso constituyente en general, y en la creación del


Tribunal Constitucional en particular, se explica, en buena medida, por el hecho de que la
elaboración de la Carta Austriaca de 1920 fue liderada por profesores.

Kelsen tiene posición clara y definida sobre los temas y problemas que preocupan a los
constitucionalistas alemanes. Está contenida en los libros y artículos que ha venido
publicando incluso desde antes de la Primera Guerra Mundial. Como todos los europeos de
su época, Kelsen tiene aguda conciencia de estar viviendo una época de crisis. Frente al
diagnóstico categórico de quienes constatan la decadencia y al llamamiento entusiasta de
los que anuncian la Revolución, Kelsen se ha propuesto la tarea de contribuir a preservar un
espacio para el conocimiento científico. Se dedicó, entonces, a elaborar un pensamiento
jurídico “puro”, que, libre de intromisiones valorativas y fiel a una lógica rigurosa, pudiera
permanecer al margen de las consideraciones o preferencias ideológicas.

La primera discrepancia de Kelsen con Carl Schmitt tiene que ver, precisamente, con lo que
el austríaco considera la constante confusión de los planos jurídico y político en la obra del
alemán. Así, Kelsen insistirá una y otra vez en “desenmascarar” la forma en que los
objetivos ideológicos le impedirían a Schmitt desarrollar sus argumentos de manera lógica
y sistemática.

El hecho de que Hans Kelsen promueva una teoría jurídica neutral no significa que él no
tenga ideas sobre la situación política. Las tiene. El ciudadano Hans Kelsen nunca ocultó su
adhesión al régimen democrático, su compromiso con los valores del liberalismo político ni
sus simpatías por una vertiente moderada de la socialdemocracia.

El objetivo de los demandantes, recordémoslo, era lograr que el Tribunal declarara que el
Presidente había excedido sus atribuciones al dictar la ordenanza del 20 de julio de 1932.
Declarada esa inconstitucionalidad, quedaba automáticamente reinstalado el gobierno pro
Weimar de Otto Braun.

A continuación, la sentencia examina la constitucionalidad de las medidas contenidas en el


Decreto de Emergencia. La decisión del Tribunal pretende encontrar una interpretación que
concilie el respeto a la discrecionalidad que debe reconocérsele al Presidente, por una parte,
y la existencia de valores y principios constitucionales que fijan límites infranqueables a
dicha latitud. Frente al planteamiento de los demandantes según el cual la intervención
presidencial habría sido desproporcionada o excesiva, pues, para efectos de resguardar el
orden público, habría bastado, por ejemplo, con poner la Policía Prusiana bajo las órdenes
del gobierno nacional; el Tribunal de Estado opta por respetar el criterio del Presidente del
Reich, a quien competería, según la sentencia, evaluar discrecionalmente la intensidad y
extensión de la respuesta federal.

ARGUMENTOS CONTRA LA JUSTICIA CONSTITUCIONAL EN CHILE

En nuestro país desarrollada por el profesor Fernando Atria.

La primera embestida directa del profesor Atria contra el sistema chileno de Justicia
Constitucional se produjo en noviembre de 1993 cuando, a propósito de las XXIV Jornadas
de Derecho Público, celebradas en la Facultad de Derecho de la Pontificia Universidad
Católica de Chile, dio a conocer un trabajo titulado “El Tribunal Constitucional y la
objeción democrática”. En este artículo, Atria destaca lo que él percibe como los grandes
costos democráticos que implica necesariamente la Justicia Constitucional, su verdadero
leitmotiv en esta materia; y critica, además, los dos argumentos con que típicamente, según
él, se defiende la existencia de un Tribunal Constitucional.

Rechaza Atria, en primer lugar, la noción según la cual lo que hace el Tribunal es pura y
simplemente la actualización de las decisiones del constituyente. Para aceptar este
argumento, dice, habría que entender que la tarea de los jueces consiste en develar para
cada caso la respuesta correcta demostrable, tesis que alguna vez sostuvo la Escuela de la
Exégesis, pero que, a principios del siglo XXI, estaría desechada por la Ciencia Jurídica

En segundo término, el profesor Fernando Atria niega que el Tribunal Constitucional


chileno goce del tipo de auctoritas requerida para ofrecer garantías de insularidad política y,
consiguientemente, para velar efectivamente por la supremacía constitucional. En este
punto, Atria combina varios tipos de argumentos. Por una parte, y a partir del análisis de
algunos ejemplos, plantea que la fundamentación de los fallos del Tribunal Constitucional
deja mucho que desear. Por otro lado, sostiene que en Chile no existe una doctrina
constitucional que pueda servir de contexto y guía a la jurisprudencia. Finalmente, sugiere,
aunque todavía no afirma, que las normas constitucionales que reconocen derechos (nuestro
artículo 19 de la Constitución Política) no serían susceptibles de aplicación jurisdiccional.

Tiempo posterior el profesor niega que la revisión judicial de las leyes sea requisito
esencial o consecuencia ineludible del régimen democrático. Advierte que quienes así lo
postulan han incluido como parte de la definición de la democracia el respeto de las
minorías. No existiría, según Atria, ninguna razón a nivel teórico para pensar que los jueces
van a ser protectores de las minorías, o que, en todo caso, van a ser más protectores de lo
que son o han sido las mayorías políticas. En este punto, nuestro autor se hace cargo del
planteamiento de Bruce Ackerman, reputado académico de Yale, que en sus dos volúmenes
de We the people propone una teoría dualista de la democracia, según la cual la tarea de la
Corte Suprema sería darle eficacia a las decisiones que toma el pueblo en los momentos
“fundacionales” o “constitucionales” vis a vis las determinaciones que adoptan los
gobiernos en los momentos de la “política normal”.

El segundo argumento de “La Revisión Judicial…” consiste en develar lo que Atria percibe
como la grave inconsecuencia en la que incurre la comunidad político-constitucional
chilena; la cual, por una parte, despliega una severa crítica hacia el comportamiento
histórico de los tribunales y, por la otra, se empeñaría, sin embargo, en otorgarle más y más
atribuciones, normalmente a costa de los órganos de representación popular.

Según Atria, este traspaso de poder desde el Parlamento a los jueces no traerá como
consecuencia una mejor protección de los derechos. Entre otras cosas, sostiene, porque los
jueces no sabrían cómo hacerlo. Esta debilidad, a su vez, sería, en parte, consecuencia del
“tosco nivel de análisis de la dogmática constitucional fuera de los tribunales”. Agrega
Atria, “En Chile, no hay reflexión profunda sobre lo que las garantías constitucionales
significan y cómo ellas deben ser aplicadas a casos complejos. Mal podría esperarse de
nuestros tribunales que desarrollaran una doctrina que reconozca la ‘influencia
hermenéutica de la totalidad de los derechos constitucionales’ cuando nuestros
constitucionalistas tampoco lo han hecho”.

A estas alturas de la revisión del planteamiento del profesor Atria, es seguro que más de
algún lector avisado habrá intuido ya alguna objeción a las tesis bajo examen. Alguno
podría pensar, por ejemplo, que la desconfianza del profesor Atria debiera alcanzar,
lógicamente, todas las dimensiones de la función judicial, y no solamente la protección de
los derechos fundamentales.

En ese caso, ¿no debiera impugnarse también la legitimidad de las jurisdicciones civil o
penal? ¿Por qué no? Una exposición leal del pensamiento de Atria exige, sin embargo,
señalar que su actitud crítica frente a la Justicia Constitucional no debiera asimilarse, pura y
simplemente, a la de aquellos escépticos que niegan absolutamente la posibilidad de
distinguir el razonamiento jurídico de los juicios políticos. En efecto, el autor analizado ha
dejado en claro que aun cuando sabe de los límites de la autonomía del razonamiento
judicial, no llega a negar completamente su existencia.

Por eso, en última instancia, Atria cree que las decisiones de los jueces sí pueden ser
explicadas, y presentadas, como el resultado de aplicar materiales preexistentes. En este
sentido, Atria no acepta la idea de discreción en el sentido fuerte en que Hart la empleó.
Ahora bien, para él, lo correcto o incorrecto de cada solución jurisprudencial concreta no
puede discernirse sobre la base de hacer comparaciones con alguna respuesta verdadera y
previa que esté por encima o afuera de las discusiones de la comunidad jurídica. Será
correcta, entonces, aquella interpretación que, con base en los textos y la lógica, recoja
mejor el consenso existente sobre su correcta interpretación.

LEGITIMIDAD DE LA JUSTICIA CONSTITUCIONAL

Se considera a la Justicia Constitucional, y a los jueces en general, como una reserva de


sensatez frente lo que se percibe como el peligro de la participación política y, en general,
los riesgos de la política. Se trataría, en el fondo, de reivindicar el alegato que hiciera
Benjamín Constant en el contexto de la tumultuosa Francia de la primera mitad del siglo
XIX, esto es, sostener la necesidad de un “poder neutro que se caracterice por ser un poder
moderador y controlador de los demás poderes y funciones, pero que carece de un poder
activo, el cual está depositado en las funciones ejecutiva, legislativa y judicial”.

Tras la idea de un Tribunal Constitucional dotado de un papel moderador de la política


subyace una fuerte sospecha sobre el régimen democrático. La desconfianza en el pueblo
ciudadano, y en los partidos políticos a través de los cuales aquel actúa, lleva, en este caso,
a buscar mecanismos de protección contra los excesos o abusos de las masas. Frente a la
multitud, a la que se percibe como impredecible, caprichosa, apasionada y fácilmente
manipulable, se levantan, como barreras de protección, ciertos órganos de composición
reducida, ajenos formalmente al control o influencia de los partidos políticos y con una
legitimidad de carácter técnico.

En lo que respecta a Chile, parece correcto afirmar que el antecedente y fundamento de la


propuesta institucional de 1980, denominada formalmente “democracia protegida,
autoritaria, de auténtica participación social, integradora y tecnificada”, fue, precisamente,
un marcado escepticismo sobre la capacidad del pueblo de autogobernarse sensatamente.
En la perspectiva anotada, tanto el Tribunal Constitucional como los senadores designados
y el Consejo de Seguridad Nacional deliberante e integrado por comandantes en Jefe
inamovibles, podían entenderse como expresivas del intento por crear un cuarto Poder,
considerado neutro, llamado a vigilar y corregir a los órganos de representación
democrática. Ahora bien, aun cuando se pensara que tal pudo haber sido la intención del
constituyente, ello no obligaba a leer de esa manera al Tribunal Constitucional. Una
aproximación interpretativa que explicaré latamente en el Capítulo 2 me ha llevado a
descartar siempre la tesis del Tribunal árbitro de la política. Me parece, por lo demás, que,
sobre este punto, las reformas de 2005 han tenido el efecto de quitar varios argumentos a
quienes quieran insistir en tal predicamento.

Lo primero, entonces, es reivindicar, e intentar probar, que la actividad que han de realizar
los jueces puede, y debe, ser distinta a la actividad de los órganos de representación
democrática. No enteramente distinta, como se verá, pero sí lo suficientemente distinta
como para desechar la idea de la duplicidad. ¿Puede afirmarse seriamente, entonces, con
fundamentos, que la actividad llamada “revisión judicial de las leyes” es cualitativamente
distinta de la actividad consistente en formular, desde la ciudadanía, juicios o valoraciones
político-morales sobre el contenido de las leyes? La combinación de una dogmática jurídica
robusta más una institucionalidad bien diseñada puede crear condiciones para que la
interpretación de la Constitución –a la que están llamados los jueces– constituya una
actividad distinta, y distinguible, de la creación político-legislativa.

Si la Constitución se agotara en la recepción de declaraciones de principios, los críticos del


judicial review como Fernando Atria tendrían algo de razón. ¿Cómo pretender que la
aplicación judicial aislada de conceptos tan amplios como “libertad”, “bien común” o
“igualdad” no sea otra cosa que la imposición jurisdiccional de la particular concepción que
sobre tales “libertad” o “igualdad” tienen los miembros del tribunal de turno? Y así, en
efecto, y dependiendo del juez y su filosofía política, lo que se impartirá será, según el caso,
la libertad de Hayek o la libertad de Bobbio, la justicia de Nozik o la justicia de Rawls.
Afortunadamente, como se ha venido señalando, las Cartas Fundamentales son sistemas
normativos complejos que coordinan afirmaciones políticas y fórmulas prácticas.

La Justicia Constitucional irroga un costo en términos de la extensión y la profundidad del


autogobierno. Habrá, en efecto, ciertas cosas que el pueblo no podrá hacer, no al menos en
la forma y en los tiempos en que quisiera. Como se ha anticipado, nuestra justificación del
judicial review no requiere soslayar o ignorar el precio que paga una democracia cuando
acepta que ciertas decisiones mayoritarias queden expuestas al escrutinio potencialmente
invalidante de un grupo reducido de jueces. Lo importante, a mi juicio, es poder identificar
cuáles serían los beneficios sociales que provee un Tribunal Constitucional que sean lo
suficientemente valiosos como para compensar la merma de autonomía política que su
existencia acarrea.

La idea de la revisión judicial de las leyes, tal como otras ideas del constitucionalismo
liberal, se justifica por sí misma, en virtud de su aptitud, históricamente demostrada, para
servir propósitos sociales que para muchos de nosotros parecen nobles y, por eso,
deseables. Concretamente, su valor estribaría en su aptitud para asegurar a las distintas
minorías, y comparativamente mejor que otras alternativas, las condiciones mínimas de
seguridad, libertad e igual consideración a que tienen derecho.

El profesor Zapata señala que el judicial review es, entonces, una opción política cuya
adopción parece abonada por la experiencia histórica del último siglo. No afirma, por tanto,
que la Justicia Constitucional sea necesariamente la única manera de asegurar la libertad.
Con mucho más humildad, pero no con menos convicción, sostiene que ésta ha demostrado
ser –aun cuando con diferentes niveles de éxito, dependiendo del país de que se trate– un
mecanismo generalmente idóneo para proteger los derechos de las minorías.

En el caso de Chile, además, el Tribunal Constitucional probó, en circunstancias difíciles,


su aptitud para contribuir a la recuperación de los derechos de las mayorías. Contra lo que
se ha venido sosteniendo, se levanta la crítica aguda e incisiva del profesor neozelandés
Jeremy Waldron.

Finalmente, cabe examinar la cuarta condición de legitimidad de un sistema de Justicia


Constitucional: que éste haya sido adoptado, o aceptado, por libre decisión del Pueblo y del
hecho que su diseño y su ejercicio respeten, en la mayor medida posible, los espacios de la
deliberación política.

La Justicia Constitucional sólo es legítima si responde a una decisión del Pueblo. En efecto,
y aun cuando “Marbury vs. Madison” –que se examina un poco más abajo– prueba que
históricamente el judicial review ha podido nacer de la iniciativa de la propia Corte
Suprema, el creciente desarrollo de la conciencia política de los pueblos exige que la
adopción de cualquier sistema de revisión judicial de las leyes deba ser materia de una
decisión democrática explícita. Determinación que debiera, además, quedar plasmada en la
Carta Fundamental.

Ahora bien, ¿Por qué habría de querer el Pueblo establecer un sistema de judicial review?
¿Qué razones podría tener para querer autolimitarse? En orden a explicar esta peculiar
determinación, se ha ofrecido la idea del precompromiso (también descrita como tesis del
dualismo democrático).

Ésta postula que los Tribunales Constitucionales son mecanismos de los que se vale la
propia voluntad ciudadana, expresada en momentos fundacionales, para asegurar la
perdurabilidad de sus decisiones más importantes, colocando a estas últimas fuera del
alcance de las mayorías leves y precarias que producen los vaivenes de la política cotidiana.
Estaríamos, entonces, ante un acto colectivo de sabia previsión, por el cual el Pueblo,
conocedor de su propia naturaleza, decide conscientemente autolimitarse hacia el futuro.

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