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2023
Introducción
Podemos entender tradición como un conjunto arraigado de normas e ideas sobre el rol del
Derecho, el Gobierno y las personas.
La tradición más poderosa y que más influencia ha tenido hasta 1973 es la democrática
liberal.
Esta noción de democracia liberal tiene que ver con dos nociones fundamentales del
liberalismo:
Desde este punto de vista podemos diferenciar esta tradición democrática constitucional
liberal, de otras formas legítimas y actuales, como la pontificia en sus vertientes más o
menos democráticas o la socialista/socialdemócrata.
Una de las tesis que se sostienen en este curso es que la constitución chilena vigente es un
producto de una transacción ideológica de tres tradiciones, la iusnaturalista pontificia, la
liberal y la socialista; expresada en el plebiscito que reformó el proyecto de 1980 el año
1989. Por esto, en este curso se prescinde del originalismo constitucional, es decir, ver la
constitución por los ojos de la Comisión Ortúzar y como su fuera un producto ex nihilo de
sus miembros.
Van Caengen en “La Tradición Occidental de Derecho Constitucional” sostiene que esta
tradición es bastante reciente, propia del movimiento del Constitucionalismo. Las
constituciones como las entendemos ahora aparecen en Estados Unidos de Norteamérica en
1776. Se trata de textos que limitan el poder señalando todo aquello que el poder político
puede hacer, es decir, tienen un carácter positivo. En otras palabras, el Gobierno no puede
hacer más de lo que dice la Constitución. No se puede hablar entonces de una cátedra de
Derecho Constitucional antes del s. XVIII. Por eso se dice que el Derecho Constitucional es
una técnica particular de comprender el Derecho Público.
Las universidades medievales contemplaban el estudio del Derecho Público a partir del
Corpus Iuris y el Derecho Canónico.
La cátedra de Derecho Público surge en 1733 influida por los ideales de la ilustración. Se
proponía explicar racionalmente el ejercicio del poder político, bajo el influjo de las ideas
ilustradas, pero la creación de las primeras cátedras de Derecho Constitucional propiamente
tal ocurre en Alemania a fines del s. XX.
Favoreau comparte la explicación de Van Caengen, pero cree que la cátedra se inicia en
Francia. La cátedra de Derecho Público evoluciona allá hacia una cátedra de Derecho
Constitucional propiamente tal.
Esta misma evolución que tiene Europa la tiene América, y más rápidamente en EE.UU.
Los primeros profesores chilenos los tiene el Liceo de Chile y fueron José Joaquín de Mora
y José Victorino Lastarria.
Todavía no está claro la enseñanza bajo el prisma del Derecho Constitucional, aún se
mantiene bajo la modorra del Derecho Público-Administrativo. Pero tenemos la suerte de
que Europa pasó hace poco por los mismos procesos de democratización que Chile está
viviendo ahora y podemos aprender de eso.
En las disciplinas políticas el vocablo alude a los caracteres de la unidad política (polis,
imperium, estado); a su modo de ser y a las normas o reglas que le dan su fisonomía. En
síntesis, se comprende por constitución del Estado el conjunto de normas y reglas —
escritas o no escritas, codificadas o dispersas— que forman y rigen su oída política.
Es éste el alcance que Aristóteles atribuía a la locución politeía, cuando expresaba que es
“el principio según el cual están ordenadas las autoridades públicas”.
Ahora bien, “como no se concibe ninguna unidad política, ningún Estado, sin alguna
manera de organización en su ser y en su gobierno, se deduce fácilmente que toda unidad
política tiene su constitución y que, bajo ese aspecto, todo Estado es constitucional”. Gomo
dice Bidart, “toda formación política, por precaria que haya sido, ha tenido alguna
estructura constitucional, y en su medida, alguna constitución como norma básica y como
realidad”. El constitucionalismo es tan viejo como la humanidad, porque creemos que,
desde su origen, el hombre actualizó, necesariamente, su apetito de vida política; y todas
esas organizaciones, aun rudimentarias, han tenido “su” constitución, su orden y su modo
de ser.
En el mismo sentido, anota Carró, “los grupos sociales no pueden vivir sin que sus
miembros mantengan un mínimo de relaciones; pero desde el momento en que estas
relaciones entre las personas que constituyen el grupo se repiten a través del tiempo y con
la misma intensidad, estas relaciones dan lugar a la aparición de los órganos e instituciones
que también mantienen vinculaciones entre sí”. Todo este entramado de relaciones viene a
ser la constitución de ese grupo político. La constitución, pues, es la organización
fundamental de las relaciones de poder del Estado.
Este concepto amplio de constitución, al cual, como ya hemos dicho, los griegos
denominaban con el vocablo “politeía”, pasó a Roma con la expresión “Rem publican
constituere”, o sea, constitución de la “Respública”. En la Edad Media, el término
constitución se reserva para el ámbito de la Iglesia: constituciones monacales,
constituciones pontificias. En terreno temporal, son otras las expresiones utilizadas: Cartas,
Fueros, Leyes fundamentales.
Partíase, a los comienzos, de la idea que la soberanía, aunque fraccionada entre grupos
sociales y señores, radicaba, como en su supremo grado y en última instancia, en el Rey. Y
fueron los grandes señores (eclesiásticos y seculares) y el Rey quienes, al impulso de las
circunstancias y de conveniencias propias, concedían a los pueblos y ciudades Cartas de
fundación, Fueros y privilegios por los que se gobernaban; especies que, en términos
modernos, llamaríamos Cartas otorgadas. Y esas Cartas y Fueros iban adquiriendo cierta
estabilidad jurídica e inviolabilidad, garantizados como estaban por el juramento del
Príncipe que los concedía, y por la persuasión que se fortificaba en los pueblos mismos,
considerándolos como propios.
Llegó el tiempo en que no sólo la nobleza y el clero, sino también el estado llano de
pueblos y ciudades tomaba asiento en las Cortes y participaba —como el Rey— en la
elaboración de las leyes o de todas o de algunas que se refiriesen a asuntos graves de la
nación: nuevos impuestos, guerra, juramento de Príncipes, etc.
Con ello, Leyes, Fueros y Cartas formaban un cuerpo legal de categoría especial, cuerpo
que se imponía al respeto de reyes, señores y ciudadanos y en cuya observancia se cifraban
la estabilidad de la vida ciudadana y la paz del reino: eran las Leyes fundamentales.
Así nacía la dualidad del Rey y del Reino, ligados por una especie de contrato —cuyas
condiciones constaban en las leyes fundamentales— que no podía modificarse sin mutuo
consentimiento.
Así se modelaba y perfeccionaba la figura del contrato entre el Rey y el Reino, entre el Rey
y los brazos sociales que, reunidos en Cortes, elaboraban las leyes a las que todos debían
acatamiento.
Pocos años antes, y al otro lado del Atlántico, los nuevos Estados norteamericanos, al
constituirse como naciones independientes y al redactar su Constitución, introducen, junto a
la organización de los poderes, una tabla de Derechos Humanos como base de su gobierno.
Con esto están ya configurados todos los elementos para formular el concepto y tipo
especial de Constitución, característico de la época constitucionalista que, comenzando a
fines del siglo XVIII, aún perdura en nuestros días.
Esto significa que, en el orden jurídico establecido por la Constitución, las normas tienen
distinto valor y jerarquía: la Constitución misma, las leyes ordinarias, los decretos, etc., de
donde nacen una graduación jerárquica y el principio que se denomina “supremacía de la
Constitución”.
Por la otra vía, la Constitución determina el contenido a través de su fin. La unificación del
jurídico, concretada por la primera vía, carece de sentido si no se le da un contenido
concreto y material. “A la jerarquía formal se suma una jerarquía material de fines y valores
que determinan la definición, interpretación y aplicación del ordenamiento jurídico; esto es,
que realizan la unidad estática y dinámica sobre la base de la Constitución”.
En tal sentido, una de las primeras medidas de protección, se encuentra en los propios
textos constitucionales, ya que la generalidad de ellos, en forma explícita o implícita, hacen
referencia a la superlegalidad y, como corolario, se manifiesta que ninguna norma o
precepto legal, decreto o tratado, puede prevalecer frente a las disposiciones expresas de la
Constitución.
Inglaterra posee una ordenación constitucional propiamente flexible. Sobre la base del
“derecho consuetudinario” (common law), que no es escrito, descansa en una pequeña
sección escrita llamada “leyes estatutarias” (statute law), y que puede ser reformada en
cualquier momento por el Parlamento, sin llenar formalidad complementaria alguna. Por
tanto, desde un punto de vista meramente formal, la legalidad constitucional y la ordinaria
se encuentran en un mismo nivel.
Cabe puntualizar que la exigencia de la rigidez no implica que las constituciones sean
irreformables o pétreas. Este punto de vista, sostenido por el racionalismo (una
Constitución válida para todo Estado y para todos los tiempos), se encuentra desde hace
mucho tiempo superado, ya que es un punto pacífico en doctrina, que las disposiciones del
texto constitucional deben adaptarse —como toda institución— a los requerimientos de las
necesidades originadas en el seno social donde ella se aplica. El desfase que puede
originarse entre el ordenamiento fundamental y la realidad social puede, sin duda, precipitar
un quiebre constitucional.
3. La intervención del pueblo por la vía del referéndum. En este caso se estima que el
cuerpo electoral tiene algo que decir antes de decidir si una enmienda debe o no efectuarse.
Este procedimiento se establece, por ejemplo, en las constituciones de Irlanda, Dinamarca,
Australia y en la Constitución de cada uno de los cincuenta estados norteamericanos.
La idea de la Constitución escrita codificada es típica de los pensadores del siglo XVIII, ya
que, a través de ella, se pretendía plasmar por escrito las limitaciones a que habría de estar
sometido el Rey, que hasta entonces había sido absoluto.
En nuestros días la gran excepción está representada por Gran Bretaña, que carece de un
texto fundamental único y donde las convenciones, costumbres y tradiciones desempeñan el
rol más importante de su organización política.
Control de constitucionalidad de las leyes. Bajo esta locución se engloba a diversos
mecanismos ideados a través del tiempo para salvaguardar la supremacía constitucional
frente a posibles vulneraciones emanadas por parte del órgano legislativo.
Según la naturaleza del órgano llamado a ejercer la tutela, se distingue entre control
político, control jurisdiccional y control mixto.
Control político. En este caso es el órgano legislativo el que tiene a su cargo un verdadero
autocontrol de su actividad normativa. Su fundamento doctrinario radica en que, “siendo las
cámaras legislativas la representación más acabada del pueblo, son ellas las que tienen
mayor autoridad, por ejercer la función de control”. Adopción de este sistema la
encontramos en las constituciones de Bélgica, Holanda, Suecia, Dinamarca. En cierta forma
era ése también el sistema que seguía nuestra Constitución de 1833.
También se incluye dentro de este sistema el control operado por un órgano político
diferente de las asambleas legislativas. Se cita como ejemplo el caso de los senados
guardianes de la Constitución, durante los dos períodos napoleónicos: Constituciones del
año VIII y de 1852. “En realidad, estos cuerpos nunca han controlado seriamente la
constitucionalidad de las leyes. Pero es cierto que habían sido domesticados por el
Gobierno y, que, bajo un régimen de tipo dictatorial, ningún sistema de control de la
Constitucionalidad puede dar buenos resultados”, comenta André Hauriou.
Pero no faltan los autores que expresen reticencias al sistema: se estimula la ambición
política de los jueces. Por otra parte, se agrega, los tribunales son eminentemente
conservadores y, por lo general, no están capacitados para comprender los diferentes
aspectos de la realidad política. Habitualmente la eficacia de este control se circunscribe al
caso de inconstitucionalidad planteada.
Como se ha enunciado, éste es el sistema adoptado en Estados Unidos y, con diversas
variantes, por la mayoría de las constituciones sudamericanas. El artículo 86, inciso 2º de
nuestra Constitución de 1925 lo consagra expresamente.
Control mixto. A fin de obviar los inconvenientes de los controles políticos y los
jurisdiccionales, en algunos textos constitucionales se opta por crear un órgano mixto de
control. Se trata de los comúnmente denominados “tribunales constitucionales”.
Estos tribunales especiales tienen su origen en 1920 con la Constitución austríaca que creó
un tribunal de garantías constitucionales. Un tribunal similar aparece en la Constitución
checoslovaca del mismo año. La Constitución española de 1931 y la mayor parte de las
Constituciones de la postguerra consultan tribunales especiales constitucionales. Ejemplos:
la Constitución italiana de 1947 reconoce la Corte Constitucional compuesta por quince
jueces. En Alemania Federal existe, aparte del Tribunal de Garantías Constitucionales de
los respectivos “Laender”, el Tribunal de la Federación. En Francia, la Constitución de
1958 consulta el Comité nacional o Consejo constitucional. Los tres miembros son
nombrados por el Presidente de la República, tres por la Asamblea y tres por el Presidente
del Senado. En Chile, la Reforma Constitucional de 1970 creó un tribunal constitucional,
que también ejercía control preventivo, y la de 1980 lo mantiene, aunque con otra
integración y atribuciones.
En virtud de las facultades que le otorga el Nº 7 del señalado precepto, el Tribunal puede,
bajo ciertos supuestos, declarar la “inconstitucionalidad” de un precepto legal, lo que
implica su eliminación del ordenamiento jurídico nacional, pero sin efecto retroactivo.
Con frecuencia los autores e incluso los mismos textos positivos de rango constitucional,
emplean en forma bastante confusa y ligera los vocablos “declaraciones”, “derechos” y
“garantías”. Anotemos, sucintamente, que la significación técnica de estos términos es
diferente. Las “declaraciones” representan la proclamación de principios superiores sobre
organización y fines del Estado. Los “derechos” son las facultades morales e inviolables
que competen al hombre para realizar ciertos actos. Las “garantías” son los medios para
proteger estos derechos.
Aun cuando en los textos de las constituciones que inician la era del constitucionalismo
clásico, no aparecen incorporadas las declaraciones de derechos, posteriormente, tanto el
reconocimiento como la protección de los derechos fundamentales, pasan a formar un
capítulo importante de los textos modernos. En efecto, se acostumbra a designar esta
sección como parte “dogmática” de la Constitución.
Sobre el origen doctrinario de las declaraciones, se sostienen diversos puntos de vista. Para
Esmein, por ejemplo. Son un producto directo de la filosofía del siglo XVIII y del
movimiento espiritual que produjo. Son los principales axiomas deducidos por los filósofos
y publicistas de una organización política justa y racional, que proclamaron solemnemente
los autores de las nuevas constituciones destinadas a aplicarlas.
Jellinek, en cambio, estima que la raíz de las declaraciones es religiosa. Ese fundamento es
el de la libertad religiosa que algunos grupos colonizadores ingleses de Norteamérica
(perseguidos por ideas religiosas dentro de la escisión protestante) llevaron consigo en su
huida de Europa. Existiría, por lo tanto, un origen protestante y calvinista de las
Declaraciones de Derechos.
Izaga acepta este punto de vista, pero puntualiza que este origen cristiano es mucho más
lejano y profundo: en toda la Edad Media se encuentra la idea de que el individuo tiene
derechos innatos e indestructibles.
Anotemos que, para otros autores, al margen de lo que las declaraciones postulen, es el
Estado la única fuente de los derechos del hombre. El hombre no tiene más derechos que
los que el Estado le adjudica, ni ha tenido nunca otros, ni los tendrá, pese a todas las
filosofías del Derecho y a todas las bibliotecas del Derecho natural.
Estas observaciones toman todo su valor cuando se reflexiona al propio tiempo sobre el
contenido de la idea de igualdad, tal como fue proclamada a fines del siglo XVIII. Es
una igualdad de derecho, es decir, una igualdad política y jurídica. Pero la igualdad de
derecho está ampliamente condicionada por la igualdad de hecho.
Entre otras garantías consultadas casi universalmente por los ordenamientos positivos de
rango constitucional, podemos mencionar: juicio legal previo (nadie puede ser penado sin
este requisito); irretroactividad de la ley penal (la figura delictiva debe estar contenida en
ley anterior al hecho del proceso); tribunales establecidos por ley (se excluyen las
“comisiones especiales”); libertad bajo fianza (derecho que asiste al sujeto a prisión
preventiva no condenado); inviolabilidad de la defensa en juicio (comprende la persona y
sus derechos); nadie puede ser obligado a declarar contra sí mismo y se prohíbe toda
coacción física o psíquica.
Junto a estas garantías fundamentales procesales, hay que mencionar otras que sin revestir
este carácter contribuyen también a reforzar la seguridad personal: la inviolabilidad del
domicilio y de la correspondencia. Obviamente esta garantía tiene igualmente relación con
el reconocimiento del derecho de propiedad en sus diversas formas.
Suelen omitirse, al señalar las garantías que protegen los derechos fundamentales, los
recursos y acciones que contemplan los ordenamientos fundamentales, para velar por la
constitucionalidad de las leyes. Sin embargo, son ellos instrumentos valiosos para la
defensa de los derechos, por cuanto permiten invalidar o declarar inaplicables aquellos
preceptos legales que en alguna forma los vulneren.
Al terminar este esquemático análisis de los derechos fundamentales y sus garantías, parece
imprescindible puntualizar que, al margen del antecedente doctrinario que les sirve de
fundamento, es un hecho incontestable que ellos no pueden ser caracterizados como
“derechos absolutos”. En efecto, como bien dice Izaga, “ello equivaldría a decir que son
ilimitados e incapaces de normas que, de alguna manera, regulen o coacten su ejercicio. Y
eso es totalmente falso. Porque todo lo creado es limitado en su ser, en sus fines, en sus
aplicaciones y tendencias. Además, toda actividad que se desarrolla y vive en sociedad ha
de ser susceptible de regulación. Porque sin ella no sería posible la actuación simultánea y
armónica de los derechos y libertades similares de los demás miembros de la sociedad,
entrelazándose en una mutua y común cooperación de todos. Eso no es posible sin que cada
uno sacrifique, en el ejercicio de su derecho, aquella parte que sea necesaria para lograr esa
armónica y mutua cooperación, como es evidente”.
En síntesis, aun cuando se considere que los derechos del hombre son inalienables e
innatos, ellos son legislables en su ejercicio, y deben ser regulados por la ley que,
respetándolos en su esencia y garantizándolos en su ejercicio normal, acomode su
desarrollo práctico a las exigencias de la vida social, variadísima en circunstancias. Nada
hay de arbitrario en su regulación, que está dirigida, no por la voluntad libre del legislador,
sino por la exigencia natural del derecho y por la realidad social en que debe aplicarse.
Separación de funciones
Esta exigencia es otro de los postulados del constitucionalismo clásico y, junto a la garantía
de los derechos individuales, fue elevada a la categoría de verdadero dogma político: “toda
sociedad en la cual la garantía de los derechos no esté asegurada, ni la separación de los
poderes determinada, carece de constitución”, expresa el artículo 16 de la Declaración de
los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789.
El Poder constituyente se define como aquel que tiene capacidad o facultad para establecer
o dictar la Constitución.
Ahora bien, existen dos casos principales en que procede el establecimiento de una nueva
Constitución: Cuando nace un nuevo Estado y cuando cae un régimen político como
consecuencia de un quiebre institucional.
A partir del Renacimiento, la titularidad del poder constituyente queda radicada en el Rey.
Las Constituciones de esta época son la emanación directa de la voluntad del Monarca
absoluto. “El Estado soy yo”, llegan a decir aquellos monarcas. Por lo tanto, la Constitución
del Estado se identifica con la voluntad del Monarca, y no existe otro poder constituyente
que el que se radica en su persona. Doctrinariamente, esta posición del poder constituyente
fue defendida por Rodino y, más acabadamente, por Hobbes. Cierto es que este poder
absoluto, soberano, este poder constituyente, titularizado en el Rey, tuvo algunas
limitaciones ultratemporales, que se pusieron de manifiesto a través de las guerras de
religión; y algunas limitaciones procedentes del mundo político, como eran las llamadas
leyes fundamentales, a las que Montesquieu denominaba “cuerpos intermedios”.
El pueblo como nuevo titular del poder constituyente aparecerá en Inglaterra a fines del
siglo XVII y con caracteres aún más nítidos en la Declaración de Virginia de 1776 y en la
Constitución norteamericana de 1787.
En Francia la doctrina de la titularidad popular del poder constituyente fue formulada por el
abate Sieyès (“¿Qué es el tercer Estado?”), a quien corresponde por lo demás haber
divulgado la expresión “poder constituyente”. En el período de la Revolución, los
documentos consagran explícitamente el principio.
Ahora bien, partiendo del supuesto que el poder constituyente reside en el pueblo o en la
Nación, ¿cómo se manifiesta o expresa su ejercicio en el momento de establecer una nueva
Constitución? Una de las técnicas que tiene mayor aceptación en doctrina es la que propone
la función constituyente a una Asamblea o Convención integrada por representantes
elegidos por la ciudadanía especialmente para tal efecto. Este cuerpo colegiado desaparece
una vez que cumple su objetivo.
Otra fórmula propuesta consiste en someter a consulta popular un proyecto elaborado por el
detentador del poder. Para muchos autores, en este caso, quien ejerce realmente el poder
constituyente es el gobernante que prepara el texto fundamental.
Por ser el poder constituyente el que establece o dicta la Constitución, se sigue de ello que
él debe ser anterior, distinto y superior a los órganos que en el código fundamental se
establecen y a los cuales se los faculta generalmente para modificar o reformar la
Constitución.
Desde los tiempos de Sieyès se denomina al poder que establece la Constitución “poder
constituyente originario” y a los órganos a los cuales el ordenamiento faculta para efectuar
la revisión constitucional se los denomina “poder constituyente derivado o constituido”.
Cronológicamente el originario precede a los poderes constituidos, pero una vez que ha
elaborado la Constitución desaparece del escenario jurídico —aun cuando permanece
latente— para ser substituido por los órganos creados. Desde el punto de vista de las
funciones, la diferencia es igualmente clara: el poder constituyente originario no gobierna,
sino sólo expide la normatividad fundamental de los órganos constituidos; éstos, por su
parte, deben actuar en los términos y límites señalados por la ley emanada del constituyente
y sólo podrán modificar la Constitución cumpliendo y ateniéndose al procedimiento
previsto por el mismo texto fundamental.
El poder constituyente derivativo, en cambio, trae sus causas de las relaciones u orden
político existente con anterioridad; se suele manifestar a través de alguno de los
procedimientos de reforma constitucional que se regulan dentro de las constituciones. De
todas formas, el poder constituyente esencial, el poder constituyente tal y como suele ser
reconocido por la doctrina, es el poder constituyente originario. Este es el poder
constituyente que verdaderamente se contrapone a los poderes constituidos dentro del
Estado. El poder constituyente es el que crea el orden bajo el que va a vivir el Estado. Todo
ejercicio del poder ulterior va a ser a través de los poderes constituidos por este poder
constituyente”.
¿Tiene límites el ejercicio del poder constituyente? Nuevamente hay que distinguir entre
el poder originario y el derivado o constituido. En relación con el primero, la doctrina
coincide en que en principio él carece de limitaciones y de actividad. Sin embargo, con
mayor análisis se admiten ciertas limitaciones: a) debe reconocer los derechos
fundamentales; b) debe admitir límites impuestos por el orden o convivencia internacional,
y c) no puede negar su propia titularidad (no podría por ej., traspasarlo a un grupo o a un
hombre).
En lo que atañe al poder derivado o constituido, las limitaciones son más netas:
Cabe puntualizar, finalmente, que las constituciones, junto con señalar a los órganos
capacitados para efectuar su reforma, indican el procedimiento a que éstos deben ceñirse.
Como viéramos al estudiar el principio de rigidez constitucional, los sistemas ideados son
diversos y complejos. En algunos debe elegirse una convención o asamblea para que se
aboque a la tarea (caso de la Constitución chilena de 1828); en otras, debe existir una
ratificación ciudadana (p. ej., Suiza); o bien se encomienda la reforma al mismo órgano
legislativo, pero exigiendo quórum y procedimientos especiales (ver Cap. XV, arts. 127 y
ss. de la Constitución de 1980).
Neoconstitucionalismo
Bajo esta locución se engloban las tendencias doctrinarias que se manifiestan en el aludido
período histórico, las cuales, más que rectificar en su esencia los principios y técnicas del
constitucionalismo clásico, vienen a complementar y a dar adecuación histórica a los
mismos. En este orden de ideas cabe hacer mención a los siguientes aportes de esta nueva
tendencia:
a) Vigorización del ejecutivo. Varios son los factores que provocan la preeminencia del
órgano ejecutivo sobre el legislativo. Destacamos dos de ellos.
Por otra parte, la sociedad de masa, típica expresión del mundo contemporáneo busca
líderes carismáticos a los cuales entregar su apoyo emocional. Los ocupantes de los órganos
unipersonales, presidentes, primeros ministros, resultan más atractivos que un órgano
colegiado, para cumplir ese rol.
Las nuevas tendencias constitucionales propician, más que una separación de poderes, una
coordinación de estos. En tal sentido la mayoría de los países europeos adopta el tipo de
gobierno parlamentario, más acorde con ese propósito que el tipo presidencial.
Tendencias constitucionales en la actualidad
Nuevamente podemos tomar como referencia para percibir estas manifestaciones un hecho
bélico: la Segunda Guerra Mundial. Obviamente, un fenómeno de tanta trascendencia
histórica necesariamente trastrueca el orden preexistente en forma manifiesta. El mundo del
constitucionalismo es permeable a tales estímulos y ello se deja traslucir en las nuevas
constituciones.
Ello deja de manifiesto que, al margen de lo que pueden sostener las diversas doctrinas
políticas, el Estado asume cada día mayores funciones en la vida contemporánea.
Descritos los principios que informan la escuela del constitucionalismo clásico, estamos en
condiciones de comprender la distinción entre Constitución material y Constitución formal.
Crear y estructurar los órganos supremos del poder estatal, dotándolos de competencia, es,
por lo tanto, el contenido mínimo y esencial de toda Constitución. En tal sentido, todo
Estado está constituido de una manera determinada, específica y concreta; tiene una manera
de ser, un modo de disposición de sus elementos, una estructura en cuanto todo. La
Constitución en sentido material coincide con el concepto genérico o amplio de
Constitución enunciado al iniciar esta Sección.
Planteada en estos términos la distinción, se puede concluir que todo Estado tiene
Constitución en sentido material, pero no todos la tienen en sentido formal.
Inglaterra tiene una Constitución material, porque se rige por leyes y convenciones
constitucionales que se refieren a la organización fundamental del Estado, como la ley que
mutiló atribuciones de la Cámara de los Lores (1911) y la que Meció el sufragio universal
(1918), y varias convenciones constitucionales que dan a su sistema político el carácter de
parlamentario. En cambio, no tiene Constitución formal, porque al carecer de un poder
constituyente no existe diferencia entre esas leyes constitucionales y las ordinarias. Por otra
parte, no existe un texto escrito único y de naturaleza orgánica.
La Constitución norteamericana, en cambio, presenta los caracteres de Constitución tanto
en sentido material como formal. En efecto, la Constitución de 1778-89, con las diez
primeras enmiendas, contiene el fondo de la Constitución con su tabla de derechos
humanos y la reglamentación de los poderes. El artículo V de la misma Constitución
propone los trámites necesarios para su reforma, trámites complejos que no son necesarios
para la formación ni modificación de las leyes ordinarias. Consta, además, en un
documento escrito, solemnemente promulgada por el pueblo y es la base de todo el
ordenamiento jurídico norteamericano.
Otras clasificaciones que habitualmente aparecen en los textos —y a las cuales nos hemos
referido incidentalmente en esta Sección— carecen, a nuestro entender, de relevancia. En
efecto, para el constitucionalismo la Constitución debe ser necesariamente escrita, rígida y
establecida por el poder constituyente, cuya titularidad de ejercicio reside en el pueblo o
nación. Las constituciones no escritas, flexibles y otorgadas sólo podrán ser consideradas
como tales desde el punto de vista material.
Las causas que pueden provocar este desfase entre lo que dice el texto constitucional y la
realidad son complejas y, para su adecuada comprensión, es preciso conocer el rol que en la
vida estatal desempeñan las fuerzas políticas. Intertanto, debemos adelantar que la vida
política se nos presenta como un constante fluir que no puede quedar paralizado por un
texto constitucional. De ahí que surja la idea de régimen como un continuo fluir vital de las
situaciones concretas del poder. Se trata, en síntesis, de visualizar el proceso dialéctico que
se origina entre vida y organización, devenir y estructura.
Desde esta perspectiva, Jiménez de Parga define la Constitución como “un sistema de
normas jurídicas, escritas o no, que pretende regular los aspectos fundamentales de la vida
política de un pueblo”.
El régimen político —según, el mismo autor— es “la solución que se da de hecho a los
problemas políticos de un pueblo”. Como tal solución es efectiva, el régimen puede o no
coincidir con el sistema de soluciones establecido por la Constitución. Lamentablemente la
mayoría de las veces esta coincidencia está muy lejos de producirse.
b) Concepto histórico tradicional: surge esta corriente en el siglo XIX, como reacción a la
posición anterior. Conforme a ella la Constitución es el resultado de una lenta
transformación histórica. En cada comunidad concurren especiales circunstancias, no todas
dependientes de la voluntad humana ni de la razón. Frente a la indigencia de la norma
jurídica, ganan importancia los usos y prácticas políticos. Por eso debe decirse con
propiedad la Constitución de un pueblo, no de constitución a secas, como estructura de
orden válida para cualquier lugar. Una constitución consuetudinaria tiene mayor vigor que
una escrita.
CASOS CRÍTICOS
El Estado, como cuerpo político, está expuesto, lo mismo que el hombre, a enfrentarse con
diversas enfermedades. A lo largo de su vida, el Estado sufre contratiempos, vive
momentos excepcionales y crisis de diversa índole.
Los ordenamientos fundamentales de los diversos Estados no han estado ajenos a estas
situaciones y, en consecuencia, la mayoría de las constituciones prevén algunas
enfermedades del cuerpo político y prescriben diversos remedios.
Estas situaciones de anormalidad, que permiten declarar los estados de emergencia, pueden
originarse por factores externos (guerra o invasión), por causas internas (conmoción o
graves alteraciones del orden público) o por fenómenos de la naturaleza (sismos,
inundaciones, etc.).
Declarado el estado de excepción por la autoridad correspondiente y con los requisitos que
el ordenamiento constitucional señale, la autoridad ejecutiva puede suspender o restringir el
ejercicio de determinados derechos (libertad personal, derecho de reunión, de asociación,
de opinión y otros).
En general, los estados de emergencia tienen por finalidad restablecer la normalidad y son
de duración limitada.
Como podemos apreciar, frente a cada alteración o enfermedad del cuerpo político se
contempla una institución como remedio adecuado a la circunstancia.
Sin embargo, suele darse el caso de alteraciones de mayor gravedad que constituyen
verdaderos estados patológicos dentro del orden político y que, por su misma naturaleza, no
pueden estar previstos en la Constitución Política. Esto último resulta evidente, ya que toda
Constitución tiende a asegurar la estabilidad institucional y la continuidad jurídica y, en
consecuencia, no puede institucionalizar actos contra las normas jurídicas establecidas o al
margen de ellas (golpes de Estado, revoluciones, etc.) y que significan abrir una brecha en
el orden jurídico. La revolución no es un acto jurídico susceptible de ser
constitucionalizado. Los instrumentos constitucionales no prevén las revoluciones como
actos jurídicos lícitos ni los efectos que los hechos de esa clase pueden producir luego.
Desde el punto de vista jurídico son consideradas como crisis del derecho o como rupturas
de la legalidad. “La Constitución que establece el derecho a ser violada no sería en rigor
una Constitución”, dice Schmitt.
Carré de Malberg, representativo expositor de esta tendencia expresa: “No hay sitio en la
ciencia del Derecho Público para un capítulo sobre la teoría jurídica de los golpes de
Estado, de las revoluciones y de sus efectos”. Sin embargo, esta postura en el Derecho
Político ha ido cambiando. Con Jean Blondell nos encontramos ante una nueva tendencia
para enfrentar estos fenómenos: “Pese a la supremacía de las constituciones, los juristas
siempre han reconocido, con un claro concepto de la realidad, que una revolución que
consigue triunfar significa el final de la Constitución antes vigente y que los nuevos
gobernantes pueden empezar a trabajar en una tabla rasa”. Se aceptan las perturbaciones del
orden político como una realidad susceptible de estudio y análisis, ya que las más de las
veces supone un quiebre constitucional y la generación de un nuevo orden.
Aunque en estricto rigor no se puede decir que los griegos conocieron el moderno concepto
de revolución, es de suma importancia hacer notar cómo ellos distinguieron entre lo que
hoy en día denominamos “revolución” y “golpe de Estado”. “Unas veces los ciudadanos se
alzan contra el gobierno —dice Aristóteles en La Política—para imponer un cambio de
Constitución, para cambiar la que exista, sea cual fuere, es decir, para trocar la democracia
en oligarquía o la oligarquía en democracia, o ésta en república y en aristocracia o
viceversa. Otras veces el alzamiento no va contra la forma de gobierno establecida, sino
que se consiente en dejar que subsista, pues lo que quieren los descontentos es gobernar
ellos mismos”.
La clasificación aristotélica hizo fortuna y hasta el presente los autores siguen repitiendo
que existe revolución cuando los insurrectos con su acción pretenden cambiar el orden
jurídico-institucional; por el contrario, se está en presencia de un golpe de Estado cuando el
propósito se circunscribe a un simple cambio de gobernantes.
Sobre el particular, estimamos que debe necesariamente hacerse una puntualización. Tanto
en el caso de la revolución como en el caso del golpe de Estado, se produce una ruptura del
ordenamiento constitucional, ya que los nuevos gobernantes acceden al poder por vía
diferente que la señalada en el ordenamiento preexistente. La caducidad de la Constitución,
desde un punto de vista jurídico, resulta inevitable.
Partiendo del supuesto que el hecho revolucionario se produzca en un Estado regido por
una Constitución de corte constitucionalista, ella queda abrogada en forma orgánica, sea
cual fuere la justificación ética y la legitimidad del movimiento triunfante. La razón de que
ello ocurra así, es simple: la respuesta que el ordenamiento fundamental daba a la
interrogante ¿quién ejerce el poder? ya no es válida, no corresponde a la realidad. La
generación del gobierno ha sido otra, que no se compadece con la fórmula que establecía el
ordenamiento normativo —aun cuando cuente con la aprobación tácita o expresa de los
gobernados—. Y, siendo la Constitución, ante todo “organización fundamental de las
relaciones de poder del Estado”, mal podría sobrevivir si ha sido vulnerada, precisamente,
en ese aspecto de su esencia —no obstante que ello pueda aparecer impuesto por las
circunstancias—.
El hecho revolucionario puede ser moral, si encuadra con las leyes éticas; puede ser
legítimo si descansa en la juridicidad; pero no es nunca legal por discordar con el derecho
positivo.
Ahora bien, ¿qué sucede cuando el propio gobernante revolucionario atribuye vigencia a la
Constitución preexistente? Se trata, por cierto, de un hecho de extraordinaria significación,
por cuanto revela la decisión del detentador de hecho para gobernar conforme a derecho.
Sin embargo, ello no hace revivir el estatuto fundamental abrogado; solamente el contenido
de sus disposiciones puede cobrar eficacia; pero no ha cambiado el fundamento de su
validez. La fuerza normativa ya no arranca de una manifestación del poder constituyente,
sino de la decisión del gobernante. La Constitución formal ha muerto; emerge la
Constitución material: reglas y prácticas para el ejercicio del poder.
Obviamente, ese mismo Estado podrá volver a regularse por una Constitución formal —en
los términos del constitucionalismo— cuando en su establecimiento se respeten los
principios que ya recordáramos. Cabe reiterar, igualmente, que para que ello ocurra basta
un apego nominal a los principios clásicos. Es preciso que el nuevo estatuto sea reflejo del
pensamiento y el querer políticos comunes.
Admitido que la consolidación del triunfo de los insurrectos produce como
efecto inmediato la abrogación del ordenamiento constitucional, es posible entrar a
distinguir en cuanto a sus efectos mediatos.
Es dentro de este ámbito cuando tiene aplicación la tipología de Aristóteles, pero referida
no tan sólo a los aspectos meramente jurídicos, sino que principalmente a la configuración
global de la sociedad.
Cuando como consecuencia de la acción de los gobernantes “de tacto” se produce una
transformación radical y profunda en el ordenamiento jurídico y en las estructuras
económico-sociales, estamos en presencia de una revolución. Cuando, por el contrario, los
cambios sólo se circunscriben a lo político-institucional, sin tocar las estructuras
económico-sociales, o sólo lo hacen tangencialmente, estamos en presencia de un golpe de
Estado.
Los distintos actos que hemos descrito son, por lo general, producto —como lo
señaláramos en su oportunidad— de una reacción de los gobernados en contra de la
comisión de ciertos “abusos” o mantenimiento de ciertos “usos” por parte de los
gobernantes. Se producen en el cuerpo político ciertas “enfermedades” que no tienen
remedio jurídico y por ende se recurre a remedios extrajurídicos (revolución, golpe de
Estado, etc.). El problema, entonces, consiste en acordar a esos actos la justificación que
jurídicamente no tienen; en legitimarlos sobre la base de justificaciones extrajurídicas. El
derecho de resistencia a la opresión cumple la función de justificar ciertos actos de los
gobernados frente a determinadas situaciones que implican arbitrariedad por parte de los
gobernantes.
También denominado derecho de rebelión, “es el derecho que tiene toda sociedad de
hombres dignos y libres para defenderse contra el despotismo e incluso destruirlo”. La
concepción de este derecho es de antigua data y su desarrollo ofrece diversas variantes a lo
largo de la historia del pensamiento político y en los diferentes regímenes políticos.
Aun cuando no faltan antecedentes tanto en los griegos —que manifestaban un acentuado
aborrecimiento por el gobierno ilegítimo (“impuro”)— como en la Patrística, podemos
afirmar que las primeras exposiciones orgánicas relativas al derecho de insistencia a la
opresión comenzaron a tener lugar a partir del siglo XII con Juan de Salisbury, quien en su
obra Polycraticus presenta la primera defensa explícita del tiranicidio que se encuentra en la
literatura política medieval. “Quien usurpa la espada merece morir por la espada”.
Un siglo más tarde, Santo Tomás de Aquino en su obra Del régimen de los príncipes,
repudia el tiranicidio, pero sienta las bases de la resistencia a la opresión, como acto
público de todo un pueblo. Justifica la resistencia a la tiranía siempre y cuando quienes
resistan se aseguren que su acción será menos nociva para el bien común que el mal o
abuso que tratan de eliminar. Posteriormente, Marsilio de Padua en su obra Defensor
pacis (1324) expone el derecho de resistencia a la opresión enlazándolo con el principio de
la soberanía del pueblo.
Al iniciarse la Edad Moderna (siglo XVI) cobran relieve las defensas que de este derecho
hicieron los teólogos españoles Suárez, en el Tratado de las Leyes, y Mariana, en Del rey y
de la institución real.
Sin embargo, el verdadero realce del derecho de resistencia a la opresión tiene lugar con
John Locke en su Segundo ensayo sobre el gobierno civil, obra publicada en 1690. No sin
razón se ha definido a Locke como el teórico de la revolución inglesa de 1688. En efecto,
en el prefacio del Ensayo justifica a los ingleses que, a su juicio, obraron en defensa de sus
legítimos derechos, los que les habían sido arrebatados por el usurpador Jacobo II.
“Siempre que los legisladores intentan arrebatar o suprimir la propiedad del pueblo o
reducir a los miembros de éste a la esclavitud de un poder arbitrario, se colocan en estado
de guerra con el pueblo, y éste queda libre dse seguir obedeciéndole, no quedándole
entonces a ese pueblo sino el recurso común que Dios otorgó a todos los hombres contra la
fuerza y la violencia… Este pueblo tiene derecho a readquirir su libertad primitiva y ante el
establecimiento de un nuevo poder legislativo (el que crea más conveniente) provea a su
propia salvaguardia y seguridad, es decir, a la finalidad para cuya consecución están en
sociedad”.
Gobierno de facto
Por esta razón ha surgido la doctrina del gobierno de facto o de hecho en oposición al
gobierno de jure o de derecho. Se caracteriza, porque “el acceso a los cargos o roles de
gobierno por parte de los nuevos ocupantes se efectúa contrariando normas jurídicas, o por
lo menos, al margen de ellas”. Así el gobierno será de facto hasta que se produzca la
instauración de un nuevo orden constitucional mediante el ejercicio del poder constituyente,
y el gobierno se convierte en de jure, ya que estará encuadrado dentro del nuevo
ordenamiento jurídico.
Según este criterio se puede distinguir entre los gobiernos que nacen de facto y aquellos
que nacen de jure, pero que devienen de facto por actos posteriores.
Todo gobierno de facto pretende legitimarse, ser aceptado y reconocido no sólo en el plano
interno, sino también internacionalmente.
I NOCIÓN DE FUENTE
Néstor Pedro Sagüés habla de fuentes materiales, indirectas o mediatas, para referirse a
hechos económicos, políticos, sociales, religiosos o históricos que dieron lugar al
nacimiento de los preceptos constitucionales. Por su parte, habla de fuentes de constancia o
directas para referirse a las distintas formas de expresión de las normas constitucionales,
distinguiendo las formales (por ejemplo, el texto constitucional) de las informales (como la
costumbre constitucional).
Las fuentes materiales pueden tener especial importancia, por ejemplo, al momento de
interpretar la fuente de constancia o norma constitucional o, incluso, en el evento de tener
que buscarse una solución para un caso no resuelto expresamente. Así, por ejemplo, en el
caso chileno el temor a que el legislador regulara aspectos de detalle o alcance particular y
se entorpeciera su labor –como en cierta forma ocurrió durante la vigencia de la
Constitución de 1925- llevó a que la Constitución de 1980 estableciera el denominado
“dominio máximo legal” donde la ley sólo puede referirse a materias señaladas, más o
menos taxativamente, en la propia Constitución. Indudablemente este antecedente material
es relevante al momento de interpretar las normas constitucionales sobre repartición de la
competencia entre el poder legislativo y la potestad reglamentaria.
Desde el punto de vista de la fuente como origen, Pereira Meanut pone énfasis en el hecho
que, en materia constitucional, más que en derecho privado, existen ciertos elementos
extrajurídicos de mucha relevancia como fuente del derecho (guerras, revoluciones, golpes,
etc.). El autor divide el tema entre las fuentes primarias, tales como el constituyente
originario luego de una revolución o la costumbre fuera de ley, y las fuentes secundarias o
aquellas que dependen de la existencia de otras normas, tal como el constituyente derivado,
el que se expresa según se regula en el sistema de reforma de la constitución.
Algunos autores tratan en las “fuentes” lo relativo al poder constituyente, sea originario o
derivado, centrándose en su noción como origen. En nuestro caso, analizaremos la idea de
fuente centrados en la expresión formal y en el fundamento de validez.
3. Leyes Complementarias:
1. Costumbre.
2. Jurisprudencia.
3. Opinión de tratadistas.
Dentro de las fuentes de constancia, según Sagüés, se debe distinguir las formales (que
nosotros llamaremos directas o inmediatas) de las informales (la costumbre, por ejemplo).
Dentro de las fuentes directas o inmediatas, algunos autores distinguen entre las primarias
(o la Constitución propiamente tal, más los tratados de rango constitucional que la
complementan) de las secundarias (leyes, demás tratados, reglamentos, etc.). En estricto
rigor, sólo las primarias son propiamente constitucionales en cuanto al rango y el resto son
normas subordinadas que pueden regular aspectos propios de materias constitucionales
(forma del Estado, sistema de gobierno, derechos, etc.), razón por la que tradicionalmente
se las estudia en este punto relativo a las fuentes del derecho constitucional.
En este punto se suele hablar de “bloque de constitucionalidad” de manera no unívoca. En
términos generales, el mismo comprende el conjunto de normas constitucionales primarias
y secundarias.
En sistemas como el inglés no existe formalmente una Constitución escrita orgánica y, por
lo mismo, las normas constitucionales se encuentran dispersas en distintas expresiones
formales, algunas de ellas escritas como la Carta Magna, el Habeas Corpus o la Petición de
Derechos, entre otras. En tales casos, es más difícil diferenciar entre fuentes primarias y
secundarias, aunque existe cierta diferenciación en cuanto a que, si bien el Parlamento
puede modificar cualquier norma, existen procedimientos más complejos para modificar
documentos como la Carta Magna, la Petición de Derechos y otras, otorgándoles a ellas
cierta supremacía formal.
Las constituciones pueden ser clasificadas desde distintos puntos de vista. Por ejemplo,
según su rigidez frente a modificaciones (rígidas, semi-flexibles y flexibles); según si son
otorgadas por el soberano, pactadas con el pueblo o impuestas por éste (otorgadas, pactadas
o impuestas); en la misma línea, según su origen acordado en procesos de convenciones
representativas o impuestas (democráticas o autocráticas); según su contenido en cuanto al
poder del soberano (totalitarias, autocráticas y democráticas); según su organicidad en unos
o varios documentos (codificadas o no codificadas); según su extensión; según su
pretensión de vigencia (definitivas o de transición); según si reflejan o no el sentir colectivo
(válidas o no válidas); etc.
En cuanto a los vicios que puede tener una Constitución Política de la República, Sagüés
propone las siguientes categorías: utopismo cuanto se establecen normas y derechos que se
saben inalcanzables (nominalismo es la expresión que utiliza Lowenstein); gatopardismo,
cuando una norma busca que todo cambie para seguir en la misma situación; detallismo,
cuando una norma entra a regular aspectos de detalle rigidizándolos; obsolescencia, plagio,
etc., son otros vicios. Los vicios pueden ser propios de la Constitución, subsecuentes a su
modificación o al transcurso del tiempo.
En nuestra opinión, creemos que un vicio propio de una Constitución es exceder el marco
de las normas mínimas de los derechos individuales y de la estructura de poder, para entrar
a regular aspectos que deben quedar bajo la voluntad del legislador, rigidizando los
mismos. De ocurrir ello, la Constitución empieza a ser percibida más como un estorbo que
como la fuente de protección de los derechos esenciales. Por su parte, creemos que una
Constitución en constante modificación no logra su objetivo de seguridad y estabilidad pues
sólo da cuenta de ser un documento que representa limitadamente la voluntad
constituyente, careciendo de supremacía.
Dentro de las normas que componen una Constitución se distinguen las permanentes de las
transitorias, y; las orgánicas (que regulan la estructura y ejercicio del poder) de las
dogmáticas, que establecen los principios generales y los derechos fundamentales.
Asimismo, pueden existir normas aplicables para una situación de normalidad institucional
y aquellas propias de situaciones de emergencia, como de hecho ocurre en la Constitución
Política de la República chilena.
Dentro de dichos especiales requisitos de forma, más complejos que los de modificación de
una ley, se contemplan quórums especiales, autoridades diferentes, plazos de permanencia
o maduración de la decisión, trámites, etc. Cuando hablamos de la superioridad formal de la
Constitución nos aproximamos a la materia relativa a la forma de expresión del llamado
poder constituyente derivado, esto es, aquel que se expresa de la forma prevista en la propia
Constitución, al momento de modificarla.
En este punto hacemos presente que, hasta la reforma constitucional del año 2005, luego de
aprobado el texto por las cámaras existía, transcurrido un plazo de semanas, una
ratificación por parte del Congreso Pleno, en la idea de permitir una nueva reflexión por
parte de los parlamentarios.
Existe, por su parte, una segunda fase de la superioridad constitucional. Se trata del llamado
“principio de la supremacía constitucional” o superioridad de fondo del texto
constitucional. Al respecto podemos hacer ciertas las siguientes citas:
- “Carácter supremo y vinculante de los preceptos de la CPR para todos los entes o
personas que se encuentren dentro su área soberana, de cualquiera naturaleza que
ellos sean, en virtud del cual se encuentren directamente sujetos a su vigencia en el
desarrollo de toda su actividad jurídica, sean normativa, jurisdiccional,
reglamentaria o de otro orden”. (definición propia)
No basta con la consagración teórica del principio de la supremacía constitucional, sino que
es necesario por su parte entregar los mecanismos procesales para asegurarla. Existen
sistemas concentrados de control de la supremacía constitucional, como los que señalan un
órgano único que vela por la misma, y otros más bien difusos o con múltiple concurrencia
de órganos en dicha tarea. Para velar por la supremacía constitucional en el derecho
comparado existen, en términos generales, tres diferentes sistemas, a saber:
i) Sistema de EE. UU. o “judicial review”, el que indica que todo juez tiene que velar
por la aplicación directa de la Constitución, pudiendo dejar de aplicar la ley para dar
aplicación a ella. Las decisiones de la Corte Suprema son especialmente relevantes
a este respecto. Se critica este sistema pues da primacía, por ejemplo, al juez por
sobre el legislador, lo que puede atentar contra la seguridad jurídica, en el entendido
que las sentencias tienen alcances menos generales que las leyes;
iii) Sistemas mixtos como el sistema chileno hasta el año 2005 o control difuso por
jueces de fondo, Corte Suprema y Tribunal Constitucional. Sólo el último de estos
órganos podía declarar, de manera preventiva y general, por ejemplo, que un
proyecto de ley no se ajustaba a la Constitución (legislador negativo). Por su parte,
el artículo 80 de la Constitución Política de la República, hasta antes de la reforma
de 2005, entregaba a la Corte Suprema la facultad de declarar de oficio o a petición
de parte que una ley no se ajustaba a la Constitución Política de la República, lo que
sólo tendría alcance relativo, esto es, para el juicio concreto en que se declare.
B. Leyes interpretativas:
Un importante sector de la doctrina considera que por sobre estos tratados sólo puede
conceptuarse la propia Constitución Política de la República y sus leyes interpretativas,
mientras otros autores entienden que en cuanto declaran derechos esenciales de las personas
limitan incluso al constituyente. La duda es si estos tratados tienen rango
supraconstitucional, constitucional o infraconstitucional.
El tribunal constitucional, en el fallo sobre el Tribunal Penal Internacional (rol 346 del año
2002), reiteró su doctrina y posición en el sentido de que el tratado internacional en materia
de derechos humanos no puede primar sobre la Constitución fundado en: i) el texto de la
Constitución Política de la República no lo indica; ii) se perdería la superioridad formal de
la Constitución Política de la República, en la medida que podría ser modificada por los
quórum de aprobación de un tratado, los que son menores al propio de una reforma
constitucional según se indica en el Capítulo XV.
Dentro de las normas con rango legal debe tenerse presente también, además de las leyes
comunes, los decretos con fuerza de ley, esto es leyes dictadas por el Presidente de la
República en virtud de una delegación de facultades legislativas de conformidad al artículo
64 de la Constitución Política de la República, y los decretos leyes, o leyes dictadas en
períodos de anormalidad constitucional. En el caso de los decretos con fuerza de ley el
Presidente recibe una delegación del Congreso y, en el caso de los decretos leyes,
simplemente o no hay Congreso o se usurpan sus funciones. En todo caso, ambas normas
son de rango legal y no deben confundirse, pese a su denominación, con los decretos que se
dictan en ejercicio de la potestad simplemente reglamentaria.
En cuanto a las materias que la ley entrega al legislador, debe tenerse presente que sólo son
materias de ley las que señala la Constitución Política de la República, principalmente en
los artículos 63 y 65. Existe en la constitución de 1980 un sistema llamado de “ dominio
máximo legal”, de manera que más allá de dichas materias rige la potestad reglamentaria
autónoma del Presidente de la República, de conformidad a lo dispuesto en el número 6 del
artículo 32 de la carta fundamental. En otros términos, sólo es materia de ley aquello que en
tal calidad lo disponga la Constitución Política de la República, quedando todo el resto de
las materias entregadas a la potestad reglamentaria del Presidente de la República, según
dispone el número 6 del artículo 32 de la Constitución Política de la República, sin que
puedan ser tratadas por el legislador. De esta forma, las leyes sólo se pueden referir a
determinadas materias, sin excederlas. El fundamento último de esta opción ha sido,
posiblemente, el convencimiento de que el Congreso resulta lento y carente de capacidad
técnica, al momento de regular en detalle materias cambiantes. Este es un tema más que
discutible.
Más allá de las materias reservadas al legislador, las que se complementan con la potestad
reglamentaria de ejecución, rige plenamente la potestad reglamentaria autónoma del
Presidente de la República. Así vemos que el legislador tiene reservadas sólo determinadas
materias, siendo el Presidente de la República quien tiene la responsabilidad de regular el
resto mediante normas reglamentarias.
El sistema era inverso en la Constitución de 1925, de manera que el legislador dictaba leyes
sobre cualquier materia -incluso muchas de alcance particular, como pensiones- por lo que
al tomar rango de ley una materia no podía ser regulada luego por el Presidente de la
República, quien veía complicada su facultad de gobernar por la “legalización de muchas
materias”. En la Constitución de 1925 la “norma de clausura” era la ley, pues una vez que
la materia era regulada por una norma de rango legal (“legalizada”) impedía que la norma
reglamentaria entrare a regular la misma materia. En la Constitución Política de la
República de 1980 el sistema es inverso y acorde con el amplio poder del ejecutivo, pues es
la potestad reglamentaria autónoma del Presidente de la República la que podría decirse
que opera como “norma de clausura”. Dicha conclusión, bastante poco discutida o
controvertida, en nuestra opinión no es del todo tajante pues se neutraliza en parte por el
número final del artículo 63 de la Constitución Política de la República, el que deja abierto
las materias de ley a las normas generales sobre bases esenciales de una determinada área.
Las LOC no son parte de la Constitución pues se dictan por poder el legislativo y no por el
poder constituyente. Pueden existir normas de rango orgánico constitucional dentro una de
ley ordinaria, debiendo cumplirse con los requisitos antes señalados en relación con dichos
preceptos, y el problema que se da en estos casos es que algunas veces no se envían tales
preceptos al control de constitucionalidad del Tribunal Constitucional, lo que deja abierta la
posibilidad de que se discuta su constitucionalidad de forma.
ii) Leyes de quórum calificado (“LQC”): Estas leyes requieren de la mayoría absoluta
de los senadores y diputados en ejercicio, es decir, de más del 50% de los votos.
Estas leyes, a diferencia de las LOC, no pasan por el control previo de
constitucionalidad que ejerce el Tribunal Constitucional. Al igual que el caso de las
LOC, es la propia Constitución Política de la República la que señala las materias a
las que las mismas han de referirse.
A modo de ejemplo, el artículo 9 señala que tendrá este carácter la norma que señale las
conductas terroristas (Ley 18.314). Existe también la ley de abusos de publicidad,
contemplada en el número 12 artículo 19, la ley control de armas del artículo 103, las leyes
que autoricen al Estado a desarrollar actividades empresariales, como señala el número 21
del artículo 19, etc.
iv) Leyes que conceder indultos generales y amnistías: El indulto particular lo concede
el Presidente de la República por decreto. Por el contrario, los indultos generales y
amnistías requieren de ley. La reforma constitucional de 1989 creó una categoría
especial, pues siempre se requiere quórum calificado para una amnistía o indulto
general, salvo si es por conductas terroristas, donde se exige 2/3 partes de los
senadores y diputados en ejercicio. Se trata de un quórum excepcionalmente alto,
similar al necesario para modificar la Constitución en sus capítulos más relevantes.
Es importante en este punto detenerse a analizar la siguiente clasificación dentro de lo que
debemos entender por normas legales; i) las leyes propiamente tales; ii) los decretos leyes,
y; iii) los decretos con fuerza de ley. Estas tres categorías no son más que especies del
género que hemos denominado “normas legales”. Dentro de las denominadas “leyes
propiamente tales” debemos incorporar las leyes ordinarias, las de indultos generales o
amnistías de cualquier tipo, las LOC, las LQC, etc.
Por su parte, los “decretos leyes” son también normas de rango legal, pero se dictan por el
ejecutivo, es decir sin participación del Congreso, en períodos de anormalidad
constitucional no prevista o regulada por la Carta Fundamental. Operan sea que se usurpen
las facultades legislativas del Congreso o cuando el mismo las delega. A modo de ejemplo,
en el período 1973 a 1990 se legisló principalmente en base a decretos leyes. Si bien la
constitucionalidad de estas fuentes normativas podría ser puesta en duda por los tribunales
de justicia, especialmente luego de recuperada la plena vigencia de la Constitución, en la
práctica se siguen aplicando y se validan como normas legales.
Finalmente, los decretos con fuerza de ley (“DFL”) son normas de rango legal dictadas por
el Presidente de la República en virtud de una expresa delegación de facultades legislativas
por parte del Congreso Nacional mediante una ley delegatoria. Este mecanismo recién fue
incorporado a nuestro sistema constitucional de manera expresa el año 1970 mediante
modificación constitucional, sin perjuicio de lo cual antes de tal año ya se había dictado
este tipo de disposiciones siguiendo la corriente constitucional de la época. El fundamento
de este tipo de delegaciones, práctica constitucional bastante extendida, es que el Presidente
de la República suele ser tan o más representativo que el propio Congreso Nacional (pues
no se trata del monarca de las monarquías parlamentarias) y, por su parte, el ejecutivo suele
contar con un respaldo técnico adecuado para regular materias complejas, por ejemplo, de
tipo económico, dentro del breve plazo que pueden exigir las circunstancias determinadas.
- Debe tratarse de materias propias del dominio legal, de manera que por esta vía no
puede el Congreso Nacional intentar limitar al ejecutivo y su potestad reglamentaria.
- Si bien se trata de actos legislativos, los DFL deben pasar por el control preventivo
de la Contraloría General de la República, la que vela por que el DFL respete el
marco de la ley delegatoria, debiendo rechazar su toma de razón si lo excede.
- En cuanto a su publicación, vigencia y efectos, se aplican las mismas normas que
para las leyes ordinarias. Por ello, se publican en el Diario Oficial, etc.
E. Potestad Reglamentaria:
Se trata de los denominados genéricamente “decretos”, los que más específicamente pueden
ser decretos propiamente tales, reglamentos, instrucciones y circulares, dictados sea por el
Presidente de la República o por determinados órganos con potestad normativa autónoma
entregada por ley, tales como el Banco Central, el Servicio de Impuestos Internos, etc. Este
tipo de regulaciones es muy relevante en materia económica.
Son acuerdos de cada corporación que regulan su funcionamiento interno y, debido a ello,
presentan importancia para el derecho constitucional al referirse al mecanismo de
generación de la ley. Se mencionan tangencialmente estos reglamentos en el inciso 2 del
artículo 56, con relación a la clausura del debate por simple mayoría.
Un tema interesante que se ha presentado en la práctica, atendido la cada vez más estricta
procedencia del recurso de protección, es la posibilidad de que la Corte Suprema por la vía
de un autoacordado limite la amplitud del recurso de protección, al menos como se
encuentra recogido y establecido en el artículo 20 de la Constitución Política de la
República. Por ejemplo, la norma constitucional no establece plazo para el ejercicio de este
recurso, sin embargo, el autoacordado lo limita a 30 días. Esta materia ha sido ampliamente
criticada y a la fecha se han presentado varios proyectos de ley tendientes a regular el
proceso asociado al recurso de protección por una norma de rango legal.
A. Costumbre.
Por su parte, debe tenerse presente que en los sistemas con constituciones escritas el valor
de la costumbre como fuente de derecho es limitado. Al contrario, en sistemas como el
inglés de constitución no escrita, la costumbre es altamente importante.
Hay cierta distinción dentro de la costumbre entre las convenciones, como acuerdos tácitos
o expresos de los cuales la repetición es la prueba, y los usos o prácticas habituales sin
convicción de obedecer a un acuerdo tácito o norma vinculante de derecho. Solamente el
primero de este tipo de conductas es relevante como fuente del derecho.
B. Jurisprudencia.
Es la repetición de una forma de tratar los hechos a la luz del derecho, según ha sido
reflejada en resoluciones de los tribunales de justicia. A diferencia del sistema anglosajón,
en el nuestro su alcance es meramente referencial, relativo o ilustrativo. De caso contrario,
sería una fuente directa como la propia norma constitucional.
Relacionado con esta materia, existen también las sentencias exhortativas del Tribunal
Constitucional. Las mismas, formulan un llamado al legislador para que regule una
determinada materia o la complemente. Con relación a este tipo de sentencias del Tribunal
Constitucional se ha presentado una discusión análoga a la propia de las sentencias
interpretativas.
C. Opinión de tratadistas.
Su influencia depende del peso del autor y es innegable en lo relativo a la aplicación de las
normas y los fenómenos de modificación. Dependiendo la tesis a la que se adscriba al
momento de interpretar la Constitución podrá darse más o menos valor a la opinión de los
tratadistas. Mientras para quienes son originalistas la opinión de los tratadistas tiene un
valor relativo, dicha situación cambia para quienes siguen tendencias más finalistas o
progresistas de interpretación.
Con especial importancia en nuestro medio suele acudirse, al momento de interpretar una
norma constitucional, a las actas de la CENC, donde se expresa el debate de las personas
que redactaron el primer borrador del texto constitucional. En nuestra opinión, la
importancia de dicho medio es muy relativa y, en todo caso, no es la opinión del
constituyente ni es unívoca en su valor como historia fidedigna de la norma constitucional.
A este tema nos referimos en extenso al analizar la forma de interpretación de una norma
constitucional.
PRESIDENCIALISMOS LATINOAMERICANOS
Previo al análisis del capítulo de nuestra Constitución que regula el gobierno, es necesario
establecer el marco jurídico institucional, contextual y político, como, asimismo, la
evolución institucional de nuestro régimen democrático constitucional y el tipo de gobierno
presidencialista vigente, que es común con todos los países latinoamericanos.
1
independencia, realizándose una traslación de un régimen monárquico a un régimen
republicano, con ejecutivos monistas.
Sagüés, recuerda la perspectiva de Alberdi del siglo XIX, en el capítulo XXV de sus Bases
donde puntualizaba "tres ideas-fuerza sobre el gobierno en América Latina: a) de su
formación depende la suerte de los Estados Unidos de la América del Sur; b) resulta
necesario un presidente constitucional que pueda asumir las facultades de un rey en el
instante que la anarquía lo desobedece como presidente republicano, y c) dad al Poder
Ejecutivo todo el poder posible, pero dádselo por medio de una Constitución".
Cualquiera sea el peso en los diferentes países latinoamericanos de cada uno de los factores
señalados, al menos hay un hecho objetivo de carácter normativo constitucional, que se
hace presente siempre, la amplitud de los poderes presidenciales por encima de los que
posee el Presidente de los Estados Unidos de América, lo que permite diferenciar desde el
punto de vista jurídico los presidencialismos latinoamericanos en sus distintas variantes del
tipo de gobierno presidencial propio de los Estados Unidos de Norteamérica.
A ello, debe agregarse las facultades que le son asignadas por los Estados de excepción o
poderes de crisis. Éstos permiten al Presidente de la República suspender garantías
constitucionales, adoptar medidas que se juzguen necesarias a la continuación de la política
gubernamental y obtener competencias ejercidas por el Congreso actuando en tanto que
órgano legislativo. Como dice Wyrwa, los poderes de crisis permiten al presidente disponer
de prerrogativas que como aquéllas que le delegan el poder de legislar, permiten resolver
numerosas cuestiones de la vida nacional. A su vez, como lo señala Roy, "la definición de
las circunstancias excepcionales es generalmente bastante vaga y autoriza interpretaciones
extensivas".
Como señala Lambert, los latinoamericanos luego de entregar amplias facultades al Jefe de
Estado, buscan evitar su transformación en dictadores o tiranos, a través de la limitación en
su duración un poder preponderante pero efímero.
Ello se realiza a menudo por medio de tres técnicas: a) el mandato de duración limitada y
fija; b) la acusación constitucional, y c) por la prohibición de reelección inmediata del
Presidente de la República, aun cuando una cantidad de países significativo ha establecido
la reelección inmediata del Presidente de la República, como son los casos de Argentina,
Bolivia, Brasil, Colombia, Ecuador y Venezuela.
Sin embargo, aun cuando las elecciones parlamentarias sean simultáneas con las
presidenciales, en las primeras la competencia es mayor, se busca medir nivel de
representatividad y de fuerza en el Congreso, para mejorar las capacidades de negociación
política, lo que no siempre opera con la lógica presidencial.
Esta situación tiene trascendencia, toda vez que las mayorías parlamentarias condicionan la
realización del programa de gobierno que requiere desarrollo legislativo, o simplemente lo
bloquean. Este es el problema central de los presidencialismos por su falta de flexibilidad y
de armonización de mayorías parlamentarias y Presidente de la República.
A partir de la última década del siglo XX y en la primera década del siglo XXI se ha
desarrollado una tendencia a establecer en los sistemas constitucionales latinoamericanos la
reelección presidencial inmediata, vale decir, que el presidente en ejercicio pueda
presentarse inmediatamente para un segundo período presidencial como ocurre en
Argentina (1994), Bolivia (2009), Brasil (1997), Colombia (2004), Ecuador (2008),
Nicaragua y en Venezuela, que se pasó de la posibilidad de reelección inmediata (1999) a la
reelección indefinida (2009), posibilitando la reelección por tercer período consecutivo del
Presidente Chávez en 2012, el cual fallece a pocos días de asumir su tercer mandato a
inicios de 2013, eligiéndose como sucesor a Nicolás Maduro el 14 de abril de 2013, con
50.66% de los votos en estrecha disputa con el candidato de la oposición Henrique Capriles
que obtuvo el 49.07 % de los votos.
En cuanto al tema mismo de la reelección presidencial, a través del tiempo, partiendo desde
fines del siglo XVIII en los Estados Unidos de Norteamérica hasta el presente, se han
presentado diversos argumentos a favor y en contra de la reelección presidencial en nuestro
continente.
Consideramos que los argumentos a favor y en contra de la reelección deben ser analizados
en el contexto de cada país, teniendo presente su cultura política, su desarrollo institucional
y su realidad política. No hay una receta común para todos los Estados latinoamericanos en
la materia, aun cuando nos inclinamos a sostener como regla general la conveniencia de
la no reelección inmediata del Presidente de la República, regla que ha prestado buenos
servicios a la institucionalidad democrática de los países que la consagran, entre los que
podemos destacar, entre otros, a Chile, Costa Rica, México y Uruguay.
Otro aspecto que debe considerarse en el análisis son las variables de si las modificaciones
contribuyen a la legitimación, a la eficacia del sistema político, o a ninguno de ellos, o a
ambos conjuntamente. Como señala Lipset, la legitimidad y eficacia son dos dimensiones o
atributos básicos que todo sistema institucional político debe considerar. Es necesario
señalar que estas dos dimensiones esenciales interactúan entre sí, pudiendo dar lugar a un
círculo virtuoso o vicioso, ya que el logro de los objetivos trazados puede aumentar o
disminuir la legitimidad, como, a su vez, una mayor legitimidad facilita la obtención de
resultados satisfactorios de las políticas públicas, mientras que una menor legitimidad
puede poner más obstáculos a la toma de decisiones e implementación de políticas públicas.
Hay casos en que se busca solucionar problemas de legitimidad adoptando una determinada
reforma, la que puede generar problemas en la variable eficacia, o viceversa. En el ámbito
político las reformas constitucionales en materia electoral presidencial, generalmente, son
materia de compromiso político donde cada actor que negocia busca conseguir un interés
específico que lo beneficie, ya sea de corto o largo plazo.
Cada reforma depende de un diagnóstico del respectivo país en su realidad social, política,
económica y cultural, que llevan a los actores a impulsar o a rechazar las reformas
planeadas que buscan solucionar problemas de déficit de legitimidad o de eficacia de corto
o largo plazo22, o de un cambio de preferencia de los ciudadanos, en un contexto
democrático, donde las apreciaciones de las fuerzas políticas son disímiles, e incluso al
interior de una misma fuerza política pueden haber apreciaciones diferentes.
Daniel Bouquet, explicita que las reformas electorales presidenciales pueden ser obra de
gobiernos en declinación que buscan disminuir o minimizar las futuras pérdidas de poder
con un esfuerzo de mayor legitimidad e integración, o el caso de coaliciones ascendentes
cuya reforma está destinada a mejorar la eficacia del gobierno y maximizar la mantención
de las fuerzas ascendentes en el poder, aunque generalmente las reformas reales no se dan
bajo la modalidad de formas puras.
Uno de los principios fundamentales del constitucionalismo democrático establece que toda
persona que dispone de un mandato que le da la calidad de órgano de los poderes públicos
debe rendir cuenta de sus actos y asumir sus consecuencias. Los gobernantes son así
responsables y ello dice relación con el ejercicio y la limitación de los poderes de éstos.
Por nuestra parte, consideramos necesario hacer una tipología que clasifica a los tipos de
gobierno latinoamericanos, debiendo distinguir los regímenes autoritarios con fórmulas
presidencialistas y los presidencialismos democráticos. Dentro de éstos últimos, era posible
distinguir durante la segunda mitad del siglo XX, los presidencialismos puros, los
presidencialismos atenuados o parlamentarizados y los presidencialismos dirigidos, sin
perjuicio de la singular y corta experiencia de un tipo de gobierno directorial o colegiado en
Uruguay en dos períodos, de 1918 a 1933 y de 1952 a 1966, para luego transformarse con
la Constitución de 1967 en un presidencialismo parlamentarizado hasta el presente.
Ya iniciada la segunda década del siglo XXI, el presidencialismo autoritario del cual eran
ejemplo la Constitución chilena de 1980 en su texto original y la Constitución Paraguaya
bajo el régimen de Strossner, ya no existen. La primera ha sido objeto de dos grandes
reformas constitucionales en 1989 y 2005, eliminando de su texto los enclaves autoritarios,
aun cuando el sistema electoral parlamentario se ha desplazado desde la Constitución a una
Ley Orgánica Constitucional con quórum de Reforma Constitucional de los tres quintos de
los diputados y senadores en ejercicio. La segunda ya fue superada por la nueva
Constitución de 1992 que establece un gobierno presidencialista democrático. Asimismo, el
presidencialismo dirigido del cual era ejemplo la Constitución mexicana bajo la hegemonía
del Partido Revolucionario Institucionalizado (PRI), también fue superado en la última
década del siglo XX, por la vigencia de una democracia constitucional competitiva y
pluralista, con un sistema tripartidista; por otra parte, el original pacto bipartidista operado
bajo la anterior Constitución colombiana durante el período 1958-1974, con el objeto de
superar el enfrentamiento violento entre liberales y conservadores de mediados del siglo
XX, fue superado por elecciones competitivas, para luego aprobar en asamblea
constituyente, la nueva Constitución de 1991. Sin embargo, pareciera instaurarse un nuevo
presidencialismo dirigido, con partido hegemónico, reelección presidencial permanente y
signo ideológico denominado "socialismo del siglo XXI", en el caso de la Constitución de
1999 en Venezuela, bajo el liderazgo del Presidente Chávez, que gobernó
ininterrumpidamente desde 1998 habiendo gobernado por dos períodos consecutivos y
habiendo sido elegido para un tercero, hasta que su muerte en marzo de 2013, producto de
un cáncer le impidió desarrollar su tercer período consecutivo, debiendo desarrollarse
nuevas elecciones que dieron una apretada victoria a su continuador y heredero político
Nicolás Maduro que vence en las elecciones del 14 de abril de 2013 con el 50.66% de los
votos a su contendor Henrique Capriles que obtuvo el 49.07% de los votos.
A su vez, los tipos de gobiernos democráticos con fórmulas más o menos presidencialistas
podemos clasificarlos actualmente en presidencialismos puros y presidencialismo
atenuados o parlamentarizados. Jesús Orozco agrega un presidencialismo con matices
parlamentarios, donde ubica a Costa Rica, El Salvador, Nicaragua, Panamá y Paraguay. Por
otra parte, esta clasificación, si bien es válida para la inmensa mayoría de los países
latinoamericanos, ella debe ser matizada por el surgimiento de un nuevo constitucionalismo
con distintos matices, como son los regímenes constitucionales de la Constitución
Bolivariana de Venezuela (1999); la Constitución de Ecuador (2008), y la Constitución
Plurinacional Boliviana de 2009, que recoge en su estructura de poder a los pueblos
originarios y campesinos y establecen modalidades específicas en el arreglo institucional
del poder.
Los presidencialismos puros son aquellos en que, además de los rasgos característicos del
presidencialismo en términos genéricos, se identifican por la ausencia de instituciones que
pongan en juego la estabilidad de los ministros en manos del parlamento por razones de
confianza política, pudiendo ser revocados sólo por decisión presidencial. Ejemplos típicos
de este tipo de presidencialismos ha sido el caso de Chile bajo la Carta de 1925 y bajo la
Constitución de 1980 reformada en su texto vigente; los casos de Brasil en su Constitución
vigente de 1988; la Constitución de Honduras; la Constitución de México de 1917 y sus
reformas; la Constitución de Paraguay de 1992. La Constitución de Ecuador de 2008; la
Constitución de la República Dominicana de 2010. No entraremos en mayor profundidad
en ellos en este capítulo, ya que el presidencialismo puro lo estudiaremos con detenimiento
en esta obra al analizar el tipo de gobierno y la relación de éste con el parlamento en el
ordenamiento jurídico chileno en los capítulos siguientes.
Frente a tales aspectos, debe ponerse en la balanza del juicio histórico las debilidades
estructurales del presidencialismo latinoamericano y chileno en especial. La primera de
ellas es la rigidez del sistema, que posibilita el bloqueo de poderes, cuando el Presidente
tiene una orientación divergente de la mayoría parlamentaria, generando un "impasse"
institucional sin la existencia de mecanismos políticos de arbitraje ciudadano que
desbloqueen la situación. Tal perspectiva lleva inexorablemente en sociedades
heterogéneas como las nuestras desde el punto de vista social, cultural, político e
ideológico, a generar conflictos que erosionan el sistema político y su legitimidad,
facilitando aventuras extraconstitucionales y golpes de Estado.
Una segunda debilidad del presidencialismo es el jugar a una persona, a sus virtudes y
vicios, a su habilidad o torpeza, la continuidad del sistema, su estabilidad y
eficacia, otorgando todo el poder al ganador y llevando al juego de suma cero, con todo su
potencial conflictual.
Una cuarta debilidad del régimen presidencial está en hacer asumir a una sola persona una
doble función; por una parte, el rol del Jefe de Estado, símbolo de la integración nacional
y de la estabilidad institucional, y por otra parte, el de jefe de gobierno y conductor de la
política contingente que representa sólo a un sector o parcialidad. Es imposible cumplir
bien ambas funciones, algunos harán prevalecer su rol del jefe de Estado con el
consiguiente perjuicio para la conducción de la política contingente o darán primacía a esta
segunda, deteriorando su rol de Jefe de Estado integrador y símbolo de la unidad y
continuidad nacional.
Una quinta debilidad del sistema presidencialista, esta vez de carácter funcional, es
que facilita las conductas de rigidez y de irresponsabilidad de los actores políticos, no
generando un medio adecuado para las tendencias al compromiso, la negociación y a la
responsabilidad. En efecto, el Presidente es elegido por un período fijo y determinado de
tiempo, el cual no necesita, por tanto, una vez elegido, preocuparse por mantener y alcanzar
una mayoría parlamentaria de apoyo, la cual es indiferente para su posición institucional.
Su rol institucional de gobierno no puede ser cuestionado mientras dure su mandato. Por
otra parte, los partidos políticos que apoyaron al candidato presidencial se van distanciando
del Presidente para evitar el desgaste político de la acción gubernamental a medida que se
acerca la próxima elección parlamentaria. Finalmente, la oposición política puede extremar
su polarización y desarrollar una acción demagógica, teniendo claro que nada hará cambiar
su situación institucional durante el mandato presidencial en curso; tendiendo a una acción
obstruccionista en el parlamento, que muchas veces produce un juego de suma cero. No se
favorece las relaciones de cooperación entre el Gobierno y el Parlamento, especialmente
cuando existen partidos organizados y disciplinados.
El Poder Ejecutivo en Uruguay se ejerce así por el Presidente actuando en acuerdo con el
Consejo de Ministros, el ministro o ministros respectivos. Los ministros son responsables
de los decretos que refrendan (artículo 149, 175 y 179); sin la firma de los ministros no hay
obligación de obedecer las resoluciones del Presidente (artículo 168).
Los ministros necesitan para mantenerse en su cargo, del respaldo de las Cámaras (artículo
174), ya que ellos pueden ser objeto de interpelaciones que pueden concluir en
declaraciones políticas de las Cámaras (artículo 118 a 121); pueden, además, ser censurados
y obligados a renunciar por la Asamblea General (artículo 148). Así, el Parlamento puede
hacer efectiva la responsabilidad política de los ministros, al igual que en Venezuela, sin
perjuicio de la acusación constitucional en caso de ilícitos constitucionales (artículo 93).
En el mismo sentido, Cassinelli señala que para que el gobierno sea la expresión de la
orientación política reflejando la mayoría parlamentaria la Constitución establece tres
instituciones: "La obligación para el Jefe de Estado de designar ministros salidos de la
mayoría parlamentaria, la moción de censura y la cuestión de confianza. La posibilidad
para el Poder Ejecutivo de ser asumido en todos los casos en Consejo de Ministros, de tal
manera que el Presidente de la República pueda actuar como jefe de gobierno si tiene la
mayoría en la Asamblea General o que pueda dejar la dirección política al Consejo de
Ministros en el caso contrario, asumiendo un rol moderador, admitiendo incluso que pueda
surgir entre los ministros un líder del gobierno". La Reforma Constitucional de 1997,
agregó al artículo 174 que establecía "El Presidente de la República adjudicará los
Ministerios entre ciudadanos que, por contar con apoyo parlamentario, aseguren su
permanencia en el cargo", un inciso 4º que determina: "El Presidente de la República podrá
requerir a la Asamblea Nacional un voto de confianza expreso para el Consejo de
Ministros". A su vez, la reforma de 1997, en el artículo 175 precisa: "El Presidente de la
República podrá declarar, si así lo entendiere, que el Consejo de Ministros carece de
respaldo parlamentario".
Esto implica que se otorga una facultad al Presidente de la República que puede o no
ejercer en forma discrecional y prudencialmente, es el Jefe de Estado el que evalúa el apoyo
parlamentario de los ministros y decide su nombramiento. A su vez, el sometimiento al
voto de confianza parlamentaria del Consejo de Ministros, el cual no lo otorga no genera
consecuencias jurídicas para dicho Consejo que puede seguir en funciones, asimismo, el
Presidente de la República puede decidir no presentar el Consejo de ministros al voto de
Confianza parlamentario, sin que se produzca consecuencia jurídica ninguna para el
desarrollo de las funciones gubernamentales.
Por otra parte, los parlamentarios rápidamente aprenden que la censura ministerial acarrea
como riesgo inminente el término de sus funciones parlamentarias, por la atribución
concedida al Presidente de la República de disolver el parlamento, lo que hace que los
parlamentaruios se autolimiten en sus atribuciones de censura ministerial si no quieren
afrontar la situación incierta de una relección y los costos de la campaña electoral, lo que
nuevamente fortalece la lógica del poder presidencial.
La enmienda de 1994 buscaba, dentro del marco del tipo de gobierno presidencialista,
lograr una atenuación de las facultades del Presidente de la República, desagregándole la
jefatura administrativa cuyo ejercicio se entregaba al jede de gabinete de ministros, además
de ser el puente entre el Presidente y el Congreso.
Por otra parte, el jefe de gabinete de ministros es susceptible de juicio político, de acuerdo
al artículo 53 de la Constitución, requiriéndose los dos tercios de votos de los miembros
presentes de la Cámara para acusar ante el Senado, y este último requiere de los dos tercios
de los votos de los parlamentarios presentes para destituir al jefe de gabinete, de acuerdo
con el artículo 59 de la Constitución Nacional.
El jefe de gabinete de ministros, además de su función de administración general del país,
conforme al art. 100, inciso 1º de la Constitución, tiene la potestad para dictar actos y
reglamentos, que se denominan resoluciones administrativas, de conformidad con el
artículo 7º del Decreto Nº 977 de 1995, como, asimismo, la atribución de dictar
"resoluciones" respecto de asuntos internos de su jefatura, que no requieren de refrendo
ministerial, de acuerdo al artículo 8º del Decreto Nº 977/95 antes señalado. El jefe de
gabinete desarrolla un conjunto de atribuciones relacionas con los proyectos de ley,
enviando al Congreso los proyectos de ley de ministerios y de presupuesto, previo
tratamiento y acuerdo con el gabinete, como, asimismo, con la aprobación del Presidente de
la República, conforme al artículo 100, inciso 6º, de la Constitución.
El Congreso Argentino tiene diversos mecanismos de control político del gobierno, como
hemos adelantado, fuera de las atribuciones clásicas de fiscalización de la administración.
Dispone de la atribución de formular interpelaciones que pueden ser planteados en
cualquiera de ambas Cámaras (art. 71), como, asimismo, de la institución de censura del
jefe de gabinete, debiendo aprobarse dicha censura por la mayoría absoluta de las dos
ramas del Congreso (artículo 101).
El Vicepresidente Ejecutivo puede ser censurado por la Asamblea Nacional, por una
votación no inferior a dos terceras partes de sus integrantes lo que determina su remoción y
la imposibilidad de ser miembro del ministerio o Vicepresidente Ejecutivo durante el resto
del período presidencial (artículo 240). A su vez, el Presidente de la República puede
disolver la Asamblea Nacional, como consecuencia de la aprobación de mociones de
censura (artículos 240 y 236 Nº 21).
Los Ministros son responsables de sus actos de acuerdo con la Constitución y la ley,
debiendo presentar ante la Asamblea Nacional, anualmente, una memoria razonada sobre la
gestión del despacho en el año inmediatamente anterior (artículo 244). Los ministros
pueden hacer uso de la palabra en las Cámaras y sus comisiones (artículo 245). Los
Ministros pueden ser destituidos por una moción de censura votada por las tres quintas
partes de los miembros de la Asamblea Nacional, lo que determina su remoción, sin poder
volver a optar al cargo de Ministro o Vicepresidente Ejecutivo el resto del período
presidencial.
El presidencialismo venezolano, producto de las particularidades del proceso político
conducido por el Presidente Chávez, tiene un control completo del sistema político, en que
su partido oficial controla incontrastablemente la Asamblea Nacional, ya que la oposición
no presentó candidatos argumentando falta de garantías, en el período parlamentario
anterior; teniendo el Presidente de la República el control casi completo del parlamento
unicameral, modificó los distritos del sistema electoral, a través de una nueva ley ,aprobada
por la Asamblea Nacional en 2009, redistribuyéndolos en forma de potenciar los sectores
en que tenía mayor votación, de modo que en la elección parlamentaria de 26 de septiembre
de 2010, el Partido Socialista Unido de Venezuela del Presidente Chávez, obtuvo 98
escaños con 5.423.324 votos y la oposición unida en la Mesa de la Unidad Democrática,
obtuvo 65 escaños con 5.320.364 votos, vale decir, con menos de un 1% de votos de
diferencia. A los dos importantes conglomerados políticos debe considerarse la agrupación
independiente Patria para Todos que logró dos escaños, con un total de 353.979 votos,
cuyos dos votos son importantes ya que si votan en conjunto con el bloque oficialista
permiten a éste tener mayoría de 3/5 que posibilita la obtención de leyes habilitantes, vale
decir, 99 votos. El Presidente Chávez mantiene así una mayoría parlamentaria, perdiendo la
mayoría calificada de 2/3 que tenía de 2005 a 2010.
El uso de estos mecanismos puede potenciar aún más el conflicto y la crisis del sistema
institucional democrático, ya que, si luego de censurar el gobierno, el Presidente disuelve el
Congreso y convoca a nuevas elecciones, si de esas nuevas elecciones se ratifica a la
mayoría parlamentaria opositora al Presidente, el conflicto queda instalado en su máxima
potencialidad, ya que el Presidente es inamovible hasta el término de su mandato,
agudizándose así la parálisis del sistema político el que queda completamente bloqueado.
Esta hipótesis abre paso a la potencialización de la crisis y el eventual rompimiento del
orden constitucional y a los golpes de Estado recurrentes en nuestra América Latina.
América Latina presenta, sin duda, un clima menos propicio para el desarrollo del régimen
presidencial que los Estados Unidos. Habiendo múltiples razones para sostener dicha tesis.
Como señalaba en la década de los setenta del siglo XX, Sánchez Agesta, la consecuencia
paradojal del presidencialismo "ha sido frecuentes situaciones de dictadura de hecho y una
dolorosa inestabilidad institucional".
Dicho diagnóstico fue una experiencia dura para muchos países de América Latina en la
década de los setenta y ochenta del siglo recién pasado, etapa superada por el renacimiento
de los regímenes democráticos que se han mantenido en la última década del siglo XX y las
dos primeras del siglo XXI hasta el presente.
Asimismo, en el caso que el Presidente no cuente con mayoría parlamentaria, lo que ocurre
frecuentemente en sistemas políticos con multipartidismo, pese a todos sus poderes sólo se
convierte en un administrador del sistema sin poder procesar y cumplir su programa de
gobierno, salvo que desarrolle una negociación proyecto a proyecto en el Congreso
Nacional. Si la oposición mayoritaria en el parlamento no está disponible para negociar con
el gobierno producto de su distinta concepción de la tarea del gobierno o desarrolla una
oposición obstruccionista de desgaste para sumir la alternancia, el sistema político se
bloquea y paraliza, con el consiguiente peligro de crisis del sistema político institucional,
como ocurrió en Chile en 1973 y en diversas otras experiencias latinoamericanas.
Así un Presidente que concreta una fuerte concentración de poder de gobierno con apoyo
electoral minoritario o con pérdida de apoyo electoral durante el mandato, por tanto, con
una situación política de ser minoría en el electorado y en el parlamento, genera una crisis y
una confrontación polarizada que frecuentemente ha derivado en América Latina en crisis
del sistema democrático y potenciado formas de autocracias autoritarias en diversas
modalidades.
Por otra parte, el sistema de partidos en el presidencialismo tiene una clara orientación
hacia partidos electorales y clientelísticos, pragmáticos y populistas, sin desarrollo
programático, ya que ellos no están destinados a asumir una función responsable de
gobierno en forma institucionalizada.
Frente a esta realidad, la academia se divide en una línea que propone mantener el tipo de
gobierno presidencial, despojándolo de los elementos que hegemonizan el poder en manos
del Presidente de la República, reequilibrándolo 68,
quienes buscan el reemplazo por el régimen parlamentario 69 o quienes rescatando
instituciones arraigadas en la cultura política latinoamericana como la figura del Presidente
de la República, la mantienen en el marco del tipo de gobierno semipresidencial 70.
Una alternativa posible es aquella que, estableciendo mayor dosis de flexibilidad en el tipo
de gobierno, se apoye en ciertas instituciones tradicionales de nuestra cultura política e
innove en los aspectos negativos y disfuncionales reiteradamente comprobados en nuestra
experiencia institucional, compatibilizando flexibilidad, eficacia y representatividad.
Sin embargo, no se trata de hacer constructivismo partiendo de cero, sino que debe partirse
de la realidad de una democracia en marcha, con su propia realidad social y política, que
debe ser ajustada a las nuevas necesidades, corrigiendo las instituciones del régimen
político que son inconsistentes con el régimen democrático, de acuerdo con su propio
sistema de partidos y su propia cultura.
La reflexión académica y política sobre este tema y sus implicancias sobre la eficacia,
estabilidad y legitimidad del sistema político, es un elemento que no puede estar ajeno al
estudiar la gobernabilidad y las relaciones de ésta con el sistema electoral y el sistema de
partidos.
PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA
Para poder entender la regulación constitucional sobre esta materia, es necesario precisar
los términos “Jefatura de Estado” y “Jefatura de Gobierno”.
Según el inciso primero del art. 24 de la CPR, “[e]l gobierno y la administración del Estado
corresponden al Presidente de la República, quien es el Jefe de Estado”. Por lo tanto, el
Presidente de la República asume, paralelamente ambas calidades: Jefe de Gobierno y Jefe
de Estado.
Como Jefe de Estado (entendámoslo como “Jefe del Estado”) el Presidente de la República
viene en simbolizar la unidad nacional. Por este motivo, representa al Estado
internacionalmente (y como consecuencia de esto, negocia, firma y ratifica los tratados
internacionales; y acredita a los agentes diplomáticos y consulares); nombra a los
Magistrados de los Tribunales de Justicia; otorga indultos particulares; decreta los estados
de excepción constitucional: declara la guerra; y asume la jefatura suprema de las Fuerzas
Armadas en tiempo de guerra. Es en estricto rigor, la máxima autoridad del país, y decide
en gran medida las cuestiones más importantes del Estado.
Por su parte, como Jefe de Gobierno, la autoridad del Presidente de la República involucra
fijar la orientación política fundamental del Estado. Es el jefe máximo de la Administración
del Estado, y dirige la burocracia. Puede impartir las órdenes directas a los funcionarios
subalternos que pertenecen a los servicios públicos y a los Ministerios. Para desarrollar esta
función, el Presidente se somete a un “programa de gobierno”, que ejecuta con la debida
colaboración de los Ministros de Estado.
Si bien es el Presidente quien desarrollará ambas funciones, debe tener muy presente en el
ejercicio de ellas, que en rigor son diferentes, y que las decisiones que adopte en cada uno
de esos roles ameritan un procedimiento diferente. Cuando el Presidente actúa simplemente
como Jefe de Gobierno, la decisión la adoptará seguramente con el consejo de sus
ministros, sus asesores directos y con los partidos políticos que conforman la coalición “de
gobierno”. Sin embargo, lo ideal sería que las decisiones que se adopten en su rol de Jefe
del Estado, se realice en conexión con los diferentes sectores del país, con el oficialismo y
la oposición, por cuanto son resoluciones que no son meras “Asuntos de Gobierno”, sino
que más bien se trata de “Asuntos de Estado”.
La función Política, el Jefe del Ejecutivo tiene mayor rango de libertad de acción. Es decir;
entre distintas alternativas, puede decidir aquella que resulta, a su juicio, más conveniente,
se trata que frente a situaciones únicas y nuevas se pueda decidir sobre cualquiera de ellas.
La función Administrativa, en cambio, tiene por objeto intereses públicos, es aquella cuya
acción le corresponde a la Administración del Estado, es una actividad de grado inferior a
la de Gobierno. Esta función concretiza la de gobierno, la lleva a la práctica. Jurídicamente,
la forma normal de actuar de la Administración es a través de decreto, esto es un orden de
carácter general o individual dictado por la autoridad administrativa, con las formalidades
previstas en el ordenamiento constitucional. Jerárquicamente, posee una subordinación a la
Constitución y a la ley.
(b) que puedan ser hijos de padre o madre chilenos que hayan nacido en el extranjero, pero
en este caso se requiere que alguno de sus ascendientes haya adquirido la nacionalidad
chilena en virtud del número 1, 3 o 4 del artículo 10. Se exige, adicionalmente,
avecindamiento en el país al menos de 1 año.
De la nacionalidad
La nacionalidad no es un mero “vínculo”, sino que mucho más que ello, constituye un
derecho fundamental, protegido entre otros documentos, por la Convención Americana de
Derechos Humanos (o Pacto de San José de Costa Rica), la cual, en su artículo 20, dispone
que “1º Toda persona tiene derecho a una nacionalidad; 2º Toda persona tiene derecho a
la nacionalidad del Estado en cuyo territorio nació si no tiene derecho a otra; 3º A nadie
se le privará arbitrariamente de su nacionalidad, ni del derecho a cambiarla”.
Por lo mismo, se puede decir que la Nacionalidad cuenta con las siguientes
características:
Las Fuentes de la Nacionalidad son aquellos hechos de la naturaleza o actos jurídicos que
generan o dan origen a la nacionalidad. Estas fuentes, a su vez, pueden clasificar en Fuentes
Originarias o Derivadas. Las primeras, a su vez, pueden ser originarias “por nacimiento en
el territorio” (ius solis) o “por filiación” (“ius sanguinis”).
Fuentes Originarias. También se denominan “fuentes biológicas” o “naturales”, y son
aquellas que confieren la nacionalidad a una persona, desde y debido a su nacimiento,
teniendo en consideración, ya sea el territorio en el que tuvo lugar el alumbramiento, o la
nacionalidad de sus progenitores. Por lo mismo, las fuentes originarias de la nacionalidad
pueden obedecer a dos reglas:
Fuentes Derivadas. Son conocidas también como “fuentes jurídicas” o “adquiridas”. Son
aquellas que otorgan la nacionalidad a una persona, mediante un acto de un órgano estatal,
y por lo mismo, no tienen efecto retroactivo, sino que son declarativas, operando sólo para
el futuro.
Regla General. La Constitución Política opta, especialmente a partir de la reforma del año
2005, por un sistema de ius solis, vale decir, por regla general, son chilenos, todos los
nacidos en territorio chileno (art. 10 Nº 1, primera parte, CPR).
Excepciones. Sin embargo, esta regla reconoce dos tipos de excepciones, en las cuales,
primará la regla de ius sanguinis:
1. Casos de nacidos en territorio nacional, pero que, sin embargo, no serán chilenos (art. 10
Nº 1, segunda parte, CPR):
A pesar de ello, en ambos casos, estas personas podrán optar por la nacionalidad chilena.
El procedimiento para hacer uso de esta opción se encuentra regulado por el DS N º 5.142
del Ministerio del Interior de 1960, modificado por la ley Nº 18.005 de 1981. Según éste, la
solicitud debe presentarse dentro del plazo de un año contado desde que el interesado
hubiere cumplido veintiún años, ante el Departamento de Extranjería del Ministerio del
Interior –en regiones, esta oficina se ubica en las Gobernaciones Provinciales–, o ante
agente diplomático o consular chileno si estuviese en el extranjero; y en ella deberá
acreditar que el peticionario nació en Chile y, además, que en esa fecha sus padres eran
extranjeros transeúntes o que se encontraban al servicio de su Gobierno (en las Partidas de
Nacimiento debiera hacerse mención del hecho de ser el inscrito, el hijo de extranjero
transeúnte).
No obstante, para aplicar esta regla excepcional, es necesario que alguno de los
ascendientes en línea recta de primer o segundo grado, haya adquirido la nacionalidad
chilena en virtud de lo establecido en los números 1º, 3º ó 4º del artículo 10º, o sea, que la
hayan adquirido por haber nacido en territorio chileno, o por opción, o por carta de
nacionalización, o por nacionalización por gracia.
Según el texto original de la Constitución, para que un extranjero pudiera obtener la carta
de nacionalización, debía renunciar expresamente a su nacionalidad anterior. No se exigía
esta renuncia a los nacidos en país extranjero que, en virtud de un tratado internacional,
hubiera concedido el mismo beneficio a los chilenos (situación que sólo ocurría con
España, DS Nº 569 del Ministerio de Relaciones Exteriores de 1958). Además, se
establecía que los nacionalizados sólo podían optar a cargos de elección popular después de
estar cinco años en posesión de sus respectivas cartas de nacionalización.
Según veremos más adelante, este principio también se expresa al eliminar como causal de
pérdida de nacionalidad chilena, la nacionalización pura y simple en país extranjero.
Que tengan más de cinco años de residencia continua en el territorio nacional. Será
el Ministerio del Interior quien calificará atendidas las circunstancias, si algún viaje
accidental al extranjero ha interrumpido o no la residencia continua.
No haber sido condenado ni estar actualmente procesado por crimen o simple delito.
Como primer punto a destacar, es que este numeral viene en reemplazar al antiguo artículo
11 Nº 1 CPR el que establecía que:
Tal como se aprecia, en el antiguo texto, la sola nacionalización en país extranjero era
causal de pérdida de nacionalidad.
Con la reforma del año 2005, lo que produce la pérdida de nacionalidad es la renuncia de
ella ante autoridad competente, y no la mera nacionalización.
A la luz de esta norma, por lo tanto, para que una persona pierda la nacionalidad chilena
por aplicación del art. 11 Nº 1, se requiere:
a. que exista renuncia a la nacionalidad chilena, la que, como todo acto jurídico,
entendemos que deberá estar exenta de todo vicio;
b. que esta renuncia se haga “ante autoridad chilena competente”, asunto que a la
fecha no ha sido resuelto legislativamente; y
Para que opere la causal del art. 11 Nº 2 de la CPR, deben cumplirse los siguientes
requisitos:
a. Que exista guerra exterior entre el Estado de Chile y un Estado extranjero. Por lo
tanto, no bastan enfrentamientos con algún enemigo interno o paramilitar rebelde.
Si bien se discute este punto, creemos que debe existir formalmente una
declaración de guerra en los términos de los arts. 32 Nº19 y 63 Nº 15 CPR.
b. Que, el chileno preste servicios durante dicha guerra a enemigos de Chile o de sus
aliados. Tampoco lo indica claramente la norma, pero es razonable asumir que
dichos servicios se relacionen con las acciones bélicas, aunque ello no ha sido
resuelto aún.
c. Que se dicte de un Decreto Supremo fundado y firmado por todos los ministros,
donde se deja constancia de los motivos de la decisión.
En haber sido concedida con infracción al art 3. del Decreto Nº 5142, y sus
modificaciones posteriores,
Recordemos que la nacionalidad por gracia se concede en virtud de una ley. Por lo
tanto, para que opere la revocación de ella, es necesario que:
La actual acción del art. 12 de nuestra Constitución, tiene una mayor amplitud; ya que no
sólo procede por la cancelación de la carta de nacionalización, sino que también, por el
desconocimiento de la nacionalidad, en virtud de acto o resolución de autoridad
administrativa.
Características:
6. La acción se deduce para ante la Corte Suprema, quien conocerá en pleno y como
jurado, esto es fallará en conciencia.
7. Desde el momento en que se interpone la acción se suspenden los efectos del acto
privativo o de desconocimiento de la nacionalidad.
Respecto a este requisito se hace hincapié, que, para efectos de ser elegido como Presidente
de la República, se debe haber obtenido la nacionalidad por medio de una vía natural u
original.
De la simple lectura de este segundo requisito para ser Presidente de la República pareciera
que no habría nada que aclarar. Pero tal como hemos visto en clases, cabe preguntarnos si
el “requisito edad” debe ser (1) al momento de inscribirse como candidato; (2) al momento
de la elección mismo; o (3) al momento de ser proclamado como Presidente de la
República electo.
3.- Poseer las demás calidades necesarias para ser ciudadano con derecho a sufragio.
Cuando la Constitución habla de poseer estas condiciones a lo que hace referencia es
que se deben tener en “ese” momento (el momento de la elección). (Relacionar con los
artículos 13, 14, 15, 16 y 17 de la Constitución Política de la República)
De la ciudadanía
Tanto bajo la Carta de 1980, como bajo la de 1925, el constituyente distingue de un modo
categórico entre nacionalidad y ciudadanía.
Parte de la Doctrina, incluye también dentro de los “derechos políticos”, la facultad de las
personas para otorgarse su propio estatuto jurídico, y para accionar ante los Tribunales de
Justicia, cuando vean conculcado el ejercicio de estos mismos derechos.
derecho a sufragio,
Como veremos más adelante, a quienes se les reconozca estos derechos, podrán ser
catalogados como “ciudadanos”.
Por este motivo, cuando en aquellas ocasiones en que la Constitución acepta, por ejemplo,
el sufragio de extranjeros no significa que se les reconozca calidad de ciudadanos, puesto
que en verdad, no contarán con los demás derechos propios de la ciudadanía.
Es el artículo 13, en su inciso primero, el que indica quiénes son ciudadanos: “los chilenos
que hayan cumplido dieciocho años de edad y que no hayan sido condenados a pena
aflictiva”.
no haber sido condenado a pena aflictiva (el art. 37 del Código Penal establece que
pena aflictiva es aquella pena privativa de libertad igual o superior a tres años y un
día).
A su vez, los nacionalizados chilenos sólo podrán optar a cargos de elección popular luego
de estar en posesión de sus cartas de nacionalización, al menos durante cinco años (art. 14
inciso segundo CPR).
2º Por hallarse la persona, acusada por delito que merezca pena aflictiva o por delito que la
ley califique como conducta terrorista. Para que opere esta causal, deben darse tres
requisitos:
Que exista acusación. La acusación es una declaración que formula el fiscal del
Ministerio Público, al cierre de la investigación, cuando estimare que ésta
proporciona fundamento serio para el enjuiciamiento del imputado contra quien se
hubiere formalizado investigación (art. 248 del Código Procesal);
Que el delito por el cual sea acusado se trate de delito que merezca pena aflictiva o
que la ley califique como conducta terrorista.
Cabe hacer notar que la reforma constitucional del año 2005 modificó este punto, por
cuanto según el texto original, el derecho a sufragio se suspendía “por hallarse la persona
procesada” por delito que mereciera pena aflictiva o que la ley calificara como conducta
terrorista. El objetivo de la reforma, en este aspecto, fue adecuar el precepto constitucional,
respecto de la reforma procesal penal. A pesar de esta modificación, sin embargo, “también
se suspenderá el derecho de sufragio de las personas procesadas por hechos anteriores al
16 de junio de 2005” por los mismos delitos señalados, según lo establecido en la
decimonovena disposición transitoria de la Constitución.
Por su parte, el artículo 17 de la CPR establece las causales por las cuales, se pierde la
ciudadanía chilena. Estas causales son:
1º Por pérdida de la nacionalidad. Al respecto, puede operar cualquiera de las causales del
artículo 11 de la CPR.
2º Por condena a pena aflictiva. Sin embargo, una vez extinguida la responsabilidad penal,
recuperará su derecho a sufragio.
3º Por condena por delitos que la ley califique como conducta terrorista y los relativos al
tráfico de estupefacientes y que hubieren merecido, además, pena aflictiva. Estas personas
podrán solicitar su rehabilitación al Senado, una vez cumplidas sus condenas.
DURACIÓN DEL MANDATO DEL PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA. (Artículo
25, inciso segundo, de la Constitución Política de la República)
Por su parte, el texto original de la Constitución de 1980 (art. 25) establecía un período
presidencial de 8 años, sin reelección inmediata.
Esta situación, sin embargo, sufre su última modificación el año 2005 de la forma como se
indicará en las próximas líneas: De conformidad al actual artículo 25 de la Constitución Política
de la República, inciso segundo (reformado por la Ley Nº 20.050), el Presidente de la República
durará en el ejercicio de sus funciones por el término de cuatro años, y no podrá ser reelegido
para el período siguiente.
Para eliminar toda sombra de dudas respecto de la situación del entonces Primer
Mandatario, don Ricardo Lagos E., la duodécima disposición transitoria, estableció que su
mandato sería de seis años, no pudiendo ser reelegido para el período siguiente.
Desde antaño, incluso cuando este profesor tomaba sus primeras clases de Derecho
Constitucional en la entonces Escuela de Derecho de la Universidad Arturo Prat, el profesor
Hans Mundaca Assmussen nos traía un caso propio de nuestra historia institucional. Dicho
profesor nos planteaba la idea de que la Constitución no dice es que el periodo siguiente
deba ser efectivamente completo o de 4 años, de manera que el estándar constitucional en
esta materia se cumple de momento que haya habido un periodo intermedio.
Si se presentan más de dos candidatos y ninguno de ellos tiene la mitad o más de la mitad
de los sufragios válidamente emitidos se hace una segunda votación, la que estará
circunscrita a los candidatos que hayan obtenido las dos más altas mayorías. Tal como
señala el profesor Hans Mundaca Assumussen, aquí la Constitución no dice que tenga que
ser con los dos candidatos que tuvieron las dos más altas mayorías por lo cual uno podría
pensar que teóricamente si hay un empate podríamos tener una segunda vuelta con tres o
cuatro candidatos, esto solo desde el punto de vista teórico. La Constitución se modificó y
se perfeccionó el término por cuanto con anterioridad hablaba de que se haría una segunda
elección, pero en realidad es una segunda votación, lo que fue corregido posteriormente (es
el mismo proceso, pero solo llegan aquellas personas candidatas que tuvieran las votaciones
más altas).
En efecto, realizada que sea esta se debe comunicar “de inmediato” al Presidente del
Senado. Esta atribución del Tribunal Calificador de Elecciones es reafirmada en la letra c)
del artículo 9 de la Ley 18.460, con ocasión de establecer las materias de las que es
competente el Tribunal Calificador de Elecciones. Esta comunicación será conocida por el
Congreso Pleno el día en que deba cesar en su cargo el Presidente en funciones y con los
miembros que asistan.
Así, Presidente Electo, es aquel que ha sido proclamado por el Tribunal Calificador de
Elecciones, y que aún no ha asumido su cargo en la forma prevista por la Constitución.
Hasta antes de esto sigue siendo candidato.
Para asumir como Presidente República, el Presidente Electo, en el mismo acto en que el
Senado toma conocimiento de la Resolución del Tribunal Calificador de Elecciones que lo
proclama, debe prestar juramento o promesa de: “desempeñar fielmente el cargo de
Presidente de la República, conservar la Independencia de la Nación, guardar y hacer
guardar la Constitución y las leyes”, ello hecho, de inmediato asume sus funciones. La
posibilidad de jurar o prometer es introducida por la Constitución de 1925, la de 1833
establecía un sistema de juramente católico. La posibilidad de jurar o prometer es la
consecuencia de la separación entre el Estado y la Iglesia, y representa una forma de
salvaguardar la libertad de conciencia.
Para el estudio de este acápite debemos distinguir tres estadios temporales a saber:
Si, entre la primera y la segunda votación presidencial, falleciere uno o ambos candidatos a
los que les correspondía participar del ballotage, el Presidente de la República, dentro de
los treinta días siguientes al deceso, convocará a una nueva elección, la que “se celebrará
el domingo más cercano al nonagésimo día posterior a la convocatoria”.
Cabe acotar que el artículo 20 inciso primero de la LOC Nº 18.700 sobre Votaciones
Populares y Escrutinios, regula la situación que se produciría si el fallecimiento se
produjera antes de la primera votación. En lo pertinente, dispone:
Cabe indicar que el orden de precedencia a la que alude la norma citada se encuentra
establecido en el DFL Nº 5802 de 1942 y en el DFL Nº 3612 de 1930. En la actualidad, el
orden de precedencia es el siguiente:
Ministerio de Hacienda
Ministerio de Planificación
Ministerio de Educación
Ministerio de Justicia
Ministerio de Salud
Ministerio de Agricultura
Ministerio de Minería
Por muerte.
Por inhabilidad declarada por el Senado, para lo cual deberá oir previamente al
Tribunal Constitucional (art. 53 Nº 7 CPR)
El Presidente elegido por vacancia durará en su cargo hasta que finalice el período de quien
reemplaza y no podrá postular como candidato a la elección presidencial siguiente.
1. Muerte.
2. Renuncia.
3. Acusación constitucional.
El caso más polémico es el caso de Allende donde no se produjo una vacancia por muerte,
sino que en la mañana del 11 de septiembre la junta militar lo depone y previo a su suicidio
o asesinato se considera esta pérdida del cargo que operó vía decreto ley.
“Los órganos del Estado actúan válidamente previa investidura regular de sus integrantes,
dentro de su competencia y en la forma que prescriba la ley.
De manera que el análisis de las atribuciones supone identificar textos expresos y las
interpretaciones que se han dado sobre esos textos para definir las atribuciones de cada
órgano. Nos encontraremos, además, con órganos que funcionan al margen de una
normativa expresa.
1. Generales
Si bien las facultades genéricas parecen ser amplias (“a todo cuanto tiene por objeto la
conservación del orden público en el interior y la seguridad externa de la República”), se
establece inmediatamente como límite para la acción del Ejecutivo, el respeto “a la
Constitución y las leyes”, lo que implica una confirmación a los principios de supremacía
constitucional y de legalidad (arts. 6º y 7º de la CPR). Además, no debemos olvidar, como
segundo límite, el necesario respeto por los derechos esenciales que emanan de la
naturaleza humana, según lo establecido en el art. 5º inciso 2º CPR.
“Su autoridad se extiende a todo cuanto tiene por objeto la conservación del orden público
en el interior y la seguridad externa de la República, de acuerdo con la Constitución y las
leyes.”
2. Especiales.
Son aquellas que constituyen una consecuencia específica de las atribuciones generales
antes señaladas, las que, a su vez, se encuentran establecidas en el artículo 32 CPR y que
pueden ser subclasificadas (Mario Verdugo y Emilio Pfeffer) en:
STC 591/2008 determina la política nacional y lleva el ritmo del debate político y
de las definiciones políticas del país. Si hay alguna atribución, función o tema que
no es asumido o no es asignado por las constituciones a algún órgano constitucional,
quien debe asumirlo es el presidente de la Republica.
Claramente de la lectura de esto, se trataría de una función más proactiva que reactiva como
veíamos anteriormente y eso lo caracteriza el Tribunal Constitucional. Al punto de que las
atribuciones son indelegables por parte del presidente. En algún momento se le quería dar a
los ministros de estado la posibilidad de presentar ciertas indicaciones para corregir
proyectos de ley lo que fue declarado inconstitucional por el TC por violar la constitución
por pretender ejercer por ley atribuciones que son asignadas por el texto constitucional al
presidente.
Una manera de atenuar este órgano del estado, son los órganos autónomos. La STC
78/1989 señala que:
“Los órganos constitucionales gozan autonomía constitucional y no están sujetos al
presidente.”
Esto es una tensión que está siempre presente en la conversación de los órganos
constitucionales porque, pese a que se le da atribuciones al presidente para regular a los
órganos constitucionales, siempre se vela por la autonomía de los órganos para el ejercicio
de sus funciones específicas.
2. Por otra parte, el presupuesto que es la gran ley que se discute año a año, toda esta
regulación y articulación de cómo se opera este proceso de compensación que de
alguna manera disciplina todo el quehacer del estado, no se encuentra en el artículo
32°.
Art. 32 Nº 4: “Convocar a plebiscito en los casos del artículo 128”. Vale decir, en los
procesos de Reforma Constitucional, cuando tiene lugar la hipótesis que establece el citado
art. 128 de la Constitución.
Art. 32 Nº 3: “Dictar, previa delegación de facultades del Congreso, decretos con fuerza
de ley sobre las materias que señala la Constitución”. Esta facultad se encuentra regulada
en el artículo 64 de la CPR, estableciendo la figura de los que en doctrina se denomina
“delegación legislativa”.
A su vez, esta autorización está sujeta a dos tipos de limitaciones: una de carácter temporal
y otra de carácter material.
La limitación temporal se refiere a que el plazo para dictar un DFL no puede ser superior a
un año.
Además, la autorización legislativa deberá señalar las materias precisas sobre las cuales
recae la delegación y podrá establecer las limitaciones, restricciones y formalidades que
estime convenientes.
Si bien, los DFL no se encuentran sujetos a control de constitucionalidad obligatorio ante el
Tribunal Constitucional, a la Contraloría General de la República le corresponderá efectuar
la revisión, mediante el trámite de “toma de razón” tanto de la constitucionalidad como de
la sujeción de estas normas a la ley habilitante.
Los decretos con fuerza de ley estarán sometidos a las mismas normas que rigen para las
leyes, respecto de su publicación, vigencia y efectos.
Según los autores de los cuales se extrae la clasificación que se estudia (Verdugo
Marinkovic y Pfeffer Urquiaga), estas funciones son “aquellas atribuciones del Presidente
de la República que se ejercen con el fin de tomar decisiones ante situaciones nuevas y
únicas, no subsumibles en normas o precedentes”.
Vale decir, tienen por objeto fijarlas grandes directivas en la orientación política,
dirigiendo a la Nación por un camino determinado; y pueden ser de naturaleza política,
internacional, militar o financiera.
Art. 32 Nº 4: “Convocar a plebiscito en los casos del artículo 128”. Según Verdugo y
Pfeffer, esta atribución no sólo es de carácter constituyente, sino que además implica una
decisión política relevante y por este motivo, también se le incluye dentro de estas
categorías.
Art. 32 Nº 5: “Declarar los estados de excepción constitucional en los casos y formas que
se señalan en esta Constitución”
Estas son funciones que se conectan directamente con la calidad del Presidente de la
República como “Jefe de Estado” y como tal, el representante internacional del Estado de
Chile.
Art. 32 Nº 8: “Designar a los embajadores y ministros diplomáticos, y los representantes
ante organismos internacionales”. Todos estos funcionarios serán de exclusiva confianza
del Presidente de la República y se mantendrán en sus puestos mientras cuenten con ella.
firmar y ratificar los tratados internacionales que estime convenientes para el país,
establecer que las discusiones y deliberaciones sobre estos objetos sean secretos.
Art. 32 Nº 17: “Disponer de las fuerzas de aire, mar y tierra, organizarlas y distribuirlas
de acuerdo con las necesidades de la seguridad nacional”.
Art. 32 Nº 18: “Asumir, en caso de guerra, la jefatura suprema de las Fuerzas Armadas”.
Art. 32 Nº 19: “Declarar la guerra, previa autorización por ley, debiendo dejar
constancia de haber oído al Consejo de Seguridad Nacional”.
Decretar su inversión con arreglo a la ley (principio de “la legalidad del gasto”,
también presente en lo dispuesto en el artículo 100 CPR).
A través de ellas, según Verdugo y Pfeffer, permiten satisfacer los intereses del público,
proveer a las necesidades corrientes y desarrollar coordinada y eficientemente los
programas y políticas gubernamentales.
Si bien no lo señalan expresamente estos autores, y sólo para fines didácticos, podemos
subclasificar estas atribuciones en: ejercicio de la potestad reglamentaria, potestad de
nombramiento y remoción, y potestad de vigilancia.
Los Decretos son mandatos u órdenes dictadas por una autoridad dentro de su
competencia.
Respecto de los Decretos Supremos (que son los que nos interesan en este capítulo), ellos
deben cumplir con requisitos de fondo y forma.
Los requisitos de fondo de los DS son: (1) el Presidente debe actuar dentro de su
competencia; y (2) debe acatarse la Constitución y las leyes. Ambas circunstancias son
revisadas previa a la entrada en vigor de los mismos, por la Contraloría General de la
República mediante el trámite denominado “Toma de Razón”: si el Decreto Supremo está
en orden, se tomará de razón de ellos; en caso contrario, la Contraloría “lo representará”.
Los requisitos de forma de los DS son: (1) deben constar por escrito; y (2) debe estar
firmado por el Presidente de la República y el Ministro respectivo (art. 35 CPR).
Los Decretos, y dentro de ellos también los Supremos, constituyen normas de carácter
particular, y se agotan por su sola aplicación.
Las instrucciones, por su parte, pueden ser facultativas o imperativas. Son facultativas
aquellas que son meras recomendaciones del superior; en cambio, son imperativas cuando
se expresan en órdenes obligatorias que deben ser cumplidas por los funcionarios a quienes
se dirija.
Art. 32 Nº 10: “Nombrar y remover a los funcionarios que la ley denomina como de su
exclusiva confianza y proveer los demás empleos civiles en conformidad a la ley”.
La misma norma agrega que la remoción de los demás funcionarios, se hará de acuerdo a
las disposiciones que la ley establezca.
Art. 32 Nº 13: “Velar por la conducta ministerial de los jueces y demás empleados del
Poder Judicial y requerir, con tal objeto, a la Corte Suprema para que, si procede, declare
su mal comportamiento, o al ministerio público, para que reclame medidas disciplinarias
del tribunal competente, o para que, si hubiere mérito bastante, entable la correspondiente
acusación”.
Las jubilaciones (DL 338 de 1960) son “un beneficio concedido al funcionario que se
aleja de su cargo, para que perciba una remuneración sobre la base de los servicios
prestados, años de servicios, cargo desempeñado y causal de jubilación a la cual se
acogió”, siendo estas causales: la edad, la incapacidad física o mental sobreviniente, o el
término obligatorio de funciones.
El montepío es la pensión que corresponde a los parientes más próximos del funcionario
que fallece, según las condiciones que establezca la ley.
Por último, la pensión de gracia es un beneficio que se otorga cuando, a juicio del
Presidente de la República, una persona se encuentra en una situación de injusticia social y
que la priva de los medios necesarios para su mantención. A partir de la Constitución de
1980, esta facultad ha quedado radicada en el Presidente de la República, puesto que bajo la
Carta del ’25, se fijaba por ley.
Art. 32 Nº 14: “Otorgar indultos particulares en los casos y formas que determine la ley”.
El Indulto es un beneficio que tiene por objeto eximir a una persona del cumplimiento de la
pena, ya sea en forma total (no cumple pena alguna) o parcial (se rebaja o se conmuta por
otra pena).
cuando la persona haya sido condenada por delito terrorista (art. 9º inciso final);
salvo que se trate de delitos cometidos antes del 11 de marzo de 1990 (disposición
séptima transitoria de la Constitución).
MINISTROS DE ESTADO
El término “ministro” proviene del verbo ministrar que significa servir o ejercer un oficio,
empleo o ministerio. La verdad es que en nuestra historia constitucional también se usó el
término “secretario”. Así, el reglamento constitucional de 1812 habla del Secretario de
Asuntos del Reino y de Afuera.
En 1823 se comienza a utilizar el término “ministros” y se empieza a regular mediante
leyes distintos ministerios: ministerio de hacienda, de guerra y marina, del interior, de
justicia e instrucción pública.
Con las Constitución de 1833 y de 1925 este nombramiento pasa a ser un tema legal y no
constitucional, y con la Constitución de 1980 nos encontramos con un título dentro de la
Constitución que los trata y regula.
La primera ley que justamente marca esta tendencia de tratar a los ministros fuera de la
Constitución y tratarlos propiamente en la ley, es la Ley de Ministerios de 1837.
Posteriormente, se fueron dictando leyes específicas referidas a cada uno de los
Ministerios.
Hay una novedad en la constitución de 1980 que es justamente que no solamente se regula
a los ministros, sino que también se crea un título dedicado a los ministros de estados en el
Capítulo IV, Título II, artículo 33 – 37.
Los Ministros de Estado son los “colaboradores directos e inmediatos del Presidente de la
República en el gobierno y administración del Estado” (art. 33 inc. Primero CPR).
A su vez, los Ministros asumen un carácter dual. Por una parte, son colaboradores directos
del Presidente de la República; pero a su vez, son los jefes de un departamento
administrativo, como es el Ministerio.
1º Ser chileno;
a. Ser ciudadano,
Entendemos por inhabilidades, “las limitaciones que tienen quienes desempeñan las
funciones de Ministros para postular al desempeño de otras funciones” (H. Nogueira).
De acuerdo con el art. 35 inciso primero de la Constitución, los reglamentos y decretos del
Presidente deberán firmarse por el Ministro respectivo. A este trámite o firma se
denomina “refrendo ministerial”. Este requisito es esencial, y su falta conduce a que dichos
instrumentos no serán obedecidos.
Se ha entendido que este requisito opera como un verdadero “control intraorgánico”, vale
decir como un control que se verifica al interior del propio Ejecutivo, correspondiéndole al
Ministro confirmar lo regular de la actuación del Mandatario.
Sin embargo, no debe olvidarse que, finalmente, los Ministros de Estado son cargos de
exclusiva confianza del Presidente de la República, por lo que la negativa de alguno de
ellos a refrendar un acto presidencial puede provocar su remoción.
Esto según José Luis Cea tiene una justificación que es básicamente que al describir muy
concretamente cual es la labor que ejercen los ministros cumplimiento a la designación del
presidente, facilita la labor del presidente de la república, distingue los actos personales del
ministro (de los que ejerce como acto público) y establece la responsabilidad y las causales
objetivas de responsabilidad administrativa.
Vale decir, se refiere a las conductas que realizan los Ministros como cualquier particular,
“fuera” de sus labores ministeriales.
En estos casos, los Ministros responden por sus hechos particulares como cualquier otro
ciudadano, debiendo hacer al respecto las siguientes menciones:
Causas Civiles: las causas civiles en que sea parte o tenga interés un Ministro de Estado,
serán conocidas por un ministro de la Corte de Apelaciones respectiva (fuero establecido en
el art. 50 del Código Orgánico de Tribunales).
Causas Penales: a partir de la reforma procesal penal, los Ministros de Estado carecen de
fuero en materia penal. Sólo se mantiene este fuero para senadores y diputados (arts. 61
inciso segundo a cuarto CPR, y 416 y siguientes del Código Procesal Penal)
2. Responsabilidad por actuación individual o solidaria, en el desempeño del cargo
ministerial: En esta actuación individual es por los actos que firmen (regla general)
y la responsabilidad solidaria tiene que ver con aquellas actuaciones que por su
naturaleza requieren de la firma de más de un ministro.
Se entiende que las responsabilidades a las que alude esta norma son de carácter civil, sin
perjuicio de las responsabilidades penales o administrativas que también pudieren hacerse
efectivas.
En el sistema parlamentario, los ministros son miembros del parlamento entonces ellos se
integran al debate muchas veces como un parlamentario más y hacen valer sus opiniones en
el proceso de discusión.
Llama la atención que el Tribunal Constitucional, a propósito del proyecto que presentó el
presidente Frei Montalva que pretendía permitir que los ministros puedan dictar
indicaciones a los proyectos y que no tengan que recurrir al presidente, señaló que las
atribuciones de los ministros en el congreso solamente pueden ser las que estrictamente
menciona el art. 37° y no se pueden extender vía ley a otras materias como lo pretendía
hacer este proyecto, por lo que fue considerado inconstitucional.
1. Citaciones.
Los Ministros deberán concurrir personalmente a las sesiones especiales que la Cámara de
Diputados o el Senado convoquen para informarse sobre asuntos que perteneciendo al
ámbito de atribuciones de las correspondientes Secretarías de Estado, acuerden tratar (art.
37 inciso segundo CPR).
2. Respuestas
3. Interpelaciones
Su asistencia será obligatoria y deberá responder a las preguntas y consultas que motiven su
citación. Con todo, un Ministro no podrá ser citado más de tres veces para este efecto
dentro de un año calendario, sin previo acuerdo de la mayoría absoluta de los diputados en
ejercicio.
Son incompatibles entre sí con todo empleo o comisión retribuidos con fondos del Fisco, de
las municipalidades, de las entidades fiscales autónomas, semifiscales o de las empresas del
Estado o en las que el Fisco tenga intervención por aportes de capital, y con toda otra
función o comisión de la misma naturaleza. Se exceptúan los empleos docentes y las
funciones o comisiones de igual carácter de la enseñanza superior, media y especial.
De manera que por el solo hecho de aceptar el nombramiento, el ministro debe cesar en
todo cargo, empleo, función o comisión incompatible que se desempeñe.
Así también, durante el ejercicio de su cargo, los ministros estarán sujetos a la prohibición
de celebrar o caucionar contratos con el Estado, actuar como abogados o mandatarios en
cualquier clase de juicio o como procurador o agente en gestiones particulares de carácter
administrativo, ser director de bancos o de alguna sociedad anónima y ejercer cargos de
similar importancia en estas actividades.