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El Banquete de Platón:

La naturaleza del amor humano.

El pensamiento humano es siempre fatuo, cíclico y metamórfico; se ocupa de nociones


cuya complejidad radica en la inexistencia de una respuesta sempiterna y efectiva que
perdure a través del tiempo, del espacio y de la individualidad que nos diferencia del
prójimo. En otras palabras, nuestra acción reflexiva puede definirse como aquella
actividad infructífera que es presa de la misma arrogancia que le gesta; sin importar quién
emita un pensamiento, analizará siempre las condiciones primarias del hombre solo para
condenarse al fracaso y la eventual insatisfacción

Este párrafo, pese a tener una irónica aura de arrogancia, me parece encapsula
perfectamente la obra “El Banquete”, pues el texto en sí mismo se basa en la viva
discusión de las ideas y perspectivas irreconciliables que existen sobre un tema tan
nuclear como el amor.
Para analizar en real dimensión lo que (creemos que) nos buscaba transmitir Platón,
necesitamos situarnos en lo que se nos narra: Un simposio Ateniense, que no es más
que una reunión de pretensiosos pensadores en la que se permitían dar rienda suelta a
sus discursos, valiéndose de la música, la comida y la bebida como elementos que les
eximían de las convenciones sociales de la época. Así, el simposio forjaba un círculo de
ávida discusión sobre un tema en concreto, siendo el que nos atañe el día de hoy, el
amor.
Reunidos para rememorar y festejar la victoria de Agatón en las fiestas Leneas, los
invitados empiezan una serie de disertaciones respecto al dios Eros, proyectando cada
uno su visión de lo que es o debe ser el amor, el primer hombre en emitir su discurso,
sería Fedro, un aristócrata allegado a Sócrates que haría particular hincapié en la
condición primigenia del amor, diciendo que es tan viejo que ni los prosistas ni los poetas
habían sido capaces de definir su nacimiento; dicta Fedro que es gracias al Eros que el
hombre entendía su vida en el sentido valeroso, pues enaltece al amante a actuar bajo
una estricta brújula moral, dice, por ejemplo, que el hombre que ama se avergonzaría
más de cometer un error si fuese visto por su amado que por cualquier otra persona.
Liga aquí conceptos fundamentales para la época, como lo son la belleza y la virtud,
entendiendo al amor como motor de los dos anteriores para que impacten en todos los
aspectos de la vida, citándole burdamente, “si existiera un ejército compuesto de
amantes y amados, serían invencibles, debido a que el amante preferiría morir mil veces
antes que abandonar a la persona amada viéndola en peligro y sin ofrecerle ayuda”.
Así, la visión del aristócrata delimita al amor más allá de las condiciones de sensualidad,
para explicarlo como la vertiente necesaria en la vida del hombre que le hace alcanzar
la munificencia, la plenitud y el valor.

Prontamente, Pausanias toma control del diálogo, presentando al resto de los filósofos
una determinación distinta de Eros; para el amante de Agatón sugiere que el amor no es
un concepto unificado y que yace en dos ideas complementarias, el eros divino y el eros
popular, prudente es partir por el primero, pues Pausanias lo condena ampliamente por
considerarlo impuro, el amor popular es aquel que basa el lazo entre individuos por
razones meramente carnales y viscerales, al no considerar realmente al alma de las
personas, es una malformación del amor puro y consciente que se cimenta en la
adoración al intelecto y la psique del varón opuesto (una aclaración pertinente para todo
lector contemporáneo, es que, dentro de la cosmovisión ateniense del erotismo, existían
relaciones de varones hacia mujeres y niños en la misma medida que de varones
mayores a jóvenes).
La antítesis del amor impúdico es el amor divino, que sostiene ante todo, la honestidad
y pureza de los amantes, quienes han de entender que la belleza de su relación radica
en la afinidad intelectual y el compromiso con su par; naturalmente condena a los
amantes populares, les objeta que el placer que puede otorgar la piel es temporal e
irracional.
El discurso defiende la “longevidad” del lazo, entendiendo que, entre más tiempo pase,
serán capaces de reconocer en el otro todas las partes que le conformen, adentrándose
así en su alma, reforzando el compromiso, la honestidad, el respeto y la esfera
retroalimentativa de su intelecto.

El primer confrontamiento realmente radical entre los invitados del banquete se suscita
cuando Erixímaco, un respetado médico de la Grecia Antigua, muestra su inconformidad
con la norma de Pausanias de no relacionarse con el Eros Popular; toma la vertiente de
la dualidad como núcleo de su ponencia, con la particularidad de trascenderlo hasta
escalas universales, nos explica, desde su visión “científica” que la plenitud del mundo
que nos rodea es alcanzada gracias a las ambivalencias, “para la existencia de una
temperatura dulce y regulada, es necesaria la interacción del frío con el calor, de la
humedad con la sequedad”.
Así, trasciende el amor a una serie de disciplinas que distan del cuerpo humano, dice
que hay amor en la música gracias a que tiene agudos y graves que se complementan
en una fina armonía, hay amor en la poesía porque hay sílabas cortas y largas, hay amor
en la religión pues hay quien obra bien y quien obra mal; concluye, que el amor es posible
únicamente cuando se conjugan dos opuestos en la justa medida en que la fuerza de
ninguno comprometa el equilibrio sagrado que rige al mundo.
Entra en escena el dramaturgo, Aristófanes, quien advierte al resto de comensales que
su elogio al eros tiene una tendencia al absurdo, previene que puede encontrarse como
una postura cómica que sostendrá por tesis la tragedia del amor; narra entonces el
insólito mito de los seres andróginos, criaturas compuestas por cuatro brazos, cuatro
piernas, torsos con una morfología que tiende a la esfera, y dos semblantes situados en
los puntos opuestos de una misma cabeza. El dramaturgo cuenta cómo éstas peculiares
creaciones vivían en grata devoción a sus contrapartes, es decir, uno de los seres que
habitaba el cuerpo se enamoraba perdidamente de su opuesto, y viceversa. Ahora, este
hermetismo erótico les condujo a una arrogancia tal que sembró en ellos la idea de
derrotar a los dioses del Olimpo, notando su carácter obstinado, Zeus resolvió separar
éstas aberraciones en dos seres independientes, dejándoles desolados, pues perderían
su complemento, se les privaría de la plenitud que trae el ser amado.
Pese a la aparente incongruencia del mito, la raíz que encuentra Aristófanes en el amor,
es la misma que tiene Erixímaco, el amor nace de la unidad, de la capacidad de
conjugarse con un ente opuesto, distante, y de funcionar a tal punto de enaltecer las
mejores características del otro individuo; el mito de los andróginos refleja la facultad
fortalecedora del amor.
Agatón, quien fuese el epicentro del Banquete y el Simposio, ofrece un discurso
mesurado que radica en traer a tela de juicio aquellas obviedades físicas de Eros que el
resto de oradores habían pasado por alto; contradice a Fedro al señalar que Eros no
podía ser el dios más antiguo, por el contrario, tendría que ser el más joven, bello y
virtuoso que yaciera en el Monte Olimpo. A su gusto, Eros era el único que podía eclipsar
a la razón y la lógica que la adultez entregaba al ser humano, sus acciones se vertían
siempre a los menores, pues solo ellos podrían entregarse al amor sin mesuras ni
preocupaciones.
Justifica su noción de pureza y virtud sobre el dios argumentando que es gracias a él
que existe paz en el mundo, Eros era el único capaz de disipar los remordimientos con
uno mismo, las inconformidades entre hermanos, y el odio entre hombres y mujeres;
responde además a la deprimente simbología de Aristófanes diciendo que no es Eros
quien nos condena al sufrimiento del desamor, es el humano, imperfecto por definición,
quien se somete a la condición de desdicha por el ser amado.
En un nivel extradimensional, me parece prudente referirme al filósofo al que se le
atribuye el diálogo del banquete, Platón, pues de manera audaz e irónica, coloca la
departición de Agatón previa a la de Sócrates, enfatizando así el discurso de su maestro,
quien tiene la reflexión más transgresora y trascendente de toda la obra.
El gran maestro empieza por cuestionar todos aquellos aspectos que le resultan ilógicos
sobre lo que el resto de convocados han dicho, parte por discernir con Agatón al decir
que el amor no es algo que se obtiene, por el contrario, es algo de lo que se carece;
señala Sócrates que el error primario de todos los discursos anteriores, es que habían
emitido su canto al Eros desde una postura plenamente retórica, cuando éste debía ser
dialéctico. Así, su postura tiende más al hacer poético que al filosófico, por lo mismo,
condena aquellas valoraciones que dictan al hacer erótico como un conjunto de rasgos
y estados positivos (el orden, la paz, la victoria, etc.); el ateniense emplea una serie de
silogismos no para anteponer su postura, sino para que cada uno de sus predecesores
empiece a flaquear en su pensamiento, disputándose internamente enunciados tan
complejos e irresolutos como “¿Está en la naturaleza del amor ser amor por algo o por
nada?”.
Las cuestiones fundamentales que proceden refieren a la incompletitud del amor, a sus
fallos, a los errores humanos a los que se somete este particular estado del ser; así, el
filósofo nos dice que, al amar, uno no desea lo que tiene, sino lo que no tiene, por ello
es fundamental cuestionarse de qué se carece, para ir en su búsqueda.
En el mismo sentido, el hombre es incapaz de amar lo feo, este pasaje, entre muchas
otras cosas, implica que si el amante pretende adueñarse de la belleza porque carece
de la misma, el amor no es bello.
Pese a que el argumento es, actualmente, rebatible, yace su genialidad en que
contrapone los ideales de la presencia, la completitud, la satisfacción y el valor con el
amor, dicta, de alguna manera, que es gracias a la insatisfacción, a la carencia, a la
incertidumbre y la incompletitud que existe el amor.
El amor jamás queda plenamente saciado, porque, si fuese así, el amor mismo dejaría
de existir.
Se vale Sócrates del mito de Diotima para presentar una nueva interpretación de Eros, y
por tanto, del amor; dice el sabio, que en un banquete homólogo al que celebraba con
Agatón y el resto de hombres, encontró a una sacerdotisa de nombre Diotima, quien
explica a Eros como el paso intermedio entre lo mundano y lo divino, un demonio que no
es lo suficientemente sabio para poseer la sabiduría, ni tan ignorante para creer que la
tiene.
Esta condición es legada de su nacimiento, al ser hijo de Poros, dios de la abundancia,
y de Penia, diosa de la pobreza, es siempre un ente ambiguo, el amor supone la
imperfección del amante; si lo poseyera todo, no habría interés en entregarse al amado,
si nada tuviese, no tendría qué ofertar.
Contrario a lo que pudiera deducirse, ésta efímera condición no ha de ser vista como una
pérdida total, al contrario, es una renovación constante, un desafío a la naturaleza
humana misma.
Me gusta pensar que el diálogo simbiótico de Platón y Sócrates tiene por fin señalar al
amor como el escalón intermedio que, aún viéndote atado a tus flaquezas mortales,
pretende acercarte al cielo, es entender la condición mortal y luchar por disiparlo aún
sabiéndose perdedor. El deseo final es la dicha, cuya lucha solo vale la pena cuando uno
es obstinado en el amor mismo; Platón añade, en una de las pocas relaciones idrectas
que podemos establecer con la Arquitectura, “la belleza de la forma es inmutable, única,
real, eterna y de la que todas las demás son solo un reflejo”.

Ésta compleja tesis es coartada por la presencia de Alcíbiades, quien, en una


intervención sencilla, proclama el amor como una melodía engañosa, que encuentra en
la desdicha un peligroso icor que promueve la permanencia en este estado; su objeción
es atribuida a Sócrates, hombre que nunca pudo enamorar, y que, por esta misma razón,
amó siempre con locura.

Esencialmente, la diversidad de discursos funge como reflejo mismo del pensamiento


humano, además, es prudente aclarar que Platón toma por técnica narrar todos estos
acontecimientos dentro de un nivel impersonal, pues lo que se ha proclamado es tan solo
lo que unos amigos se cuentan en su camino a Atenas. Creo yo que este hecho no ha
de despreciarse, pues es una manera de escudarse, de protegerse del juicio destructivo
de otros pensadores, proyecta así que el amor es polimórfico, que responde a un
momento concreto, y que, si uno decide discernir de lo que él toma por verdad absoluta,
es tan solo por insensatez.

Fin.
Equipo:
Martínez Rangel Nancy Jazmín
Mejía Martínez Paulina
Romero Nava Miguel
Tapia Peralta Karyme Dharian
Torales Mayo Vanessa Paola

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