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Paul Ricoeur: Elogio de la lectura y de la escritura

Un elogio de la escritura, acompañado por un elogio de la lectura, es sin duda apropiado


para la inauguración de una biblioteca. ¿Qué es una biblioteca, sino el lugar donde no solo
se conservan libros, sino donde los lectores guían la escritura hacia su destino, o más bien,
hacia sus destinatarios, los lectores? Es en esta culminación de la escritura en la lectura en
lo que me gustaría reflexionar junto a ustedes.

Para empezar de manera abrupta, permítanme pedirles que acepten la siguiente definición
de lo que a veces llega a la palabra hablada y a la escritura, y que llamo, con muchos autores,
discurso. En el discurso, alguien le dice algo a alguien sobre algo basado en reglas comunes.
Así que el discurso reúne a un hablante, un interlocutor, un tema considerado significativo,
un referente que se destaca sobre un fondo de mundo y un conjunto de códigos (fonéticos,
léxicos, sintácticos, etc.) que rigen el uso de los lenguajes naturales. Todos estos factores,
todas estas componentes o funciones, el discurso las reúne en un acto complejo: el acto de
decir.

Es este decir del discurso lo que se ve afectado de manera diferente en el habla y en la


escritura, y en sus respectivas réplicas: la escucha y la lectura.

Para resaltar esta diferencia entre los dos destinos del discurso y su decir, comenzaré con
un breve recordatorio de los rasgos del habla viva más susceptibles de ser alterados por el
paso a la escritura. Y para dramatizar los problemas, permitiré que se escuche, antes de mi
elogio de la escritura y la lectura, un cierto alegato contra la escritura que nos obligará a
comprender la magnitud de la crisis que la escritura ha abierto en el corazón del lenguaje
humano.

***

¿Cuáles son, por tanto, los rasgos de la palabra más susceptibles de ser alterados por el
paso a la escritura? Estos rasgos tienen que ver, evidentemente, con la relación del sujeto
con su discurso y la relación del hablante con el interlocutor. Pero quiero mostrar que el
núcleo mismo de “decir algo sobre algo” también se ve afectado por la diferencia en la
realización del discurso.

En la palabra, la relación del sujeto que habla con su discurso está marcada por la voz. En
una hermosa página de su gran obra sobre la Obra-Kawi, Wilhelm von Humboldt habla
con admiración del fenómeno de la voz, como si fuera arrancada por el aliento desde lo
más profundo del cuerpo y producida externamente por la coordinación ordenada de la
laringe, la boca, los labios, los dientes, la lengua, el paladar, etc. Así, la voz en sí misma es
solo una parte del rostro que expresa la verticalidad humana, su elevación física sobre el
suelo y su elevación moral por encima de la naturalidad. También sería necesario
mencionar cómo todo el cuerpo, a través de sus gestos y su postura, está implicado en la
voz.

El segundo rasgo de la palabra, también susceptible de ser alterado por la transición a la


escritura, se refiere a la forma en que se realiza la interlocución cuando el discurso es
llevado por la voz. La interlocución está asegurada por la co-presencia de los sujetos que
hablan en la situación de palabra; cuando el discurso se convierte en voz, se convierte
también en cara a cara. Este segundo rasgo es más que un corolario del anterior; revela una
estructura esencial del discurso, que lo convierte en una conversación en el sentido menos
común de la palabra, una discusión, correspondiente al Gesprach alemán. Hay una
conversación desde el instante en que la lógica de la pregunta y la respuesta, cuya
importancia han demostrado Collingwood y Gadamer, regula de manera visible la
interlocución. La reciprocidad en el intercambio de voces se convierte en una componente
interna en la constitución del significado; el significado se revela de inmediato como una
construcción en común, ya que la discusión e incluso el conflicto se orientan hacia la
búsqueda de un acuerdo, de una homología.

Esto no es todo: en la propia palabra, el núcleo del discurso, “decir algo sobre algo”,
presenta una estructura específica en dos aspectos. En primer lugar, con respecto al “decir
algo”, la palabra opera una coincidencia entre la intención de decir y el significado de lo
dicho; en inglés, what I mean y what it means se superponen en la palabra viva. Esta
superposición permite todos los juegos entre el decir y lo dicho, siendo la ironía la más
notable; la significación de lo dicho niega la intención del decir bajo las apariencias de su
coincidencia. En segundo lugar, el acto de hablar “sobre algo” presenta en la palabra una
estructura notable, a saber, que todos los demostrativos (en el sentido amplio, incluyendo
pronombres personales, adverbios de tiempo y lugar, tiempo del verbo) funcionan de
manera muy concreta como medios para mostrar; aquí señala el lugar donde mi cuerpo se
encuentra, ahora el momento en que hablo; yo, el que se señala a sí mismo diciendo “yo”.
Se puede hablar en este sentido del carácter potencialmente ostensivo de la referencia. Si
se combina este carácter con lo que se ha dicho sobre la interlocución en la palabra viva,
nace entonces del intercambio de voces un carácter ostensivo común: lo que está aquí para
mí, está allí para ti y viceversa. Digo tú y tú entiendes yo, para luego decirme tú; gracias a
esta interconexión entre la interlocución y la referencia ostensiva, el discurso hablado
merece ser llamado una “compartición de las voces”.

Estos son los rasgos más notables de la realización del discurso en la palabra, y son
precisamente estos rasgos a los que la escritura se opone punto por punto.

***

Con la aparición de la escritura, ocurrió un evento cultural de gran alcance, que puede ser
percibido como la pérdida de algo importante. A primera vista, la escritura parece ser
simplemente una extensión de la palabra, gracias a la fijación de la palabra en marcas
exteriores, como piedra, madera, tablillas de arcilla, papiro, pergamino, papel... y disquetes.
Vista como una simple fijación de la palabra, la escritura parece limitarse a un cambio de
medio, donde la voz humana, el rostro y el gesto son reemplazados por marcas materiales
distintas al propio cuerpo del hablante. Sin embargo, si consideramos la magnitud de los
cambios políticos y sociales atribuibles a la invención de la escritura, comenzamos a
sospechar que el fenómeno de la escritura va mucho más allá de la simple fijación material.
Un breve vistazo, más relacionado con la sociología de la comunicación, es suficiente: el
poder de transmitir órdenes a largas distancias sin deformación importante acompaña al
surgimiento de un fuerte poder político que impone sus reglas a largas distancias. La
inscripción del cálculo numérico en las marcas de un objeto-testigo pone en movimiento
las relaciones comerciales con las que se inicia una economía. También debemos
considerar la creación de archivos, de los cuales surgirá la historiografía. De la escritura de
los códigos morales y leyes surgirá la justicia y la posibilidad de decisiones legales
independientes de la opinión del juez ocasional. Esta amplia gama de efectos sugiere que
el discurso oral no solo está a salvo de la destrucción al ser fijado por la escritura, sino que
también se ve profundamente afectado en su función comunicativa.

¿Y si esta invención fuera una invención perversa? Es con esta sospecha que un elogio de
la escritura debe enfrentarse primero. La escritura, de hecho, plantea un problema
específico solo cuando no se limita a fijar, a inscribir, un discurso oral previo, cuando el
pensamiento es llevado directamente a la escritura sin pasar por la mediación de la
oralidad. Entonces, la escritura toma el lugar de la palabra. Se produce una especie de
cortocircuito entre el significado buscado y el medio material. Entonces estamos tratando
con la literatura en el sentido original de la palabra: el destino del discurso se transfiere de
la vox a la littera. Es esta sustitución de las marcas materiales por la voz viva lo que ha
suscitado el alegato contra la escritura que me gustaría exponer para darle más seriedad a
mi elogio de la escritura, que, como se verá más adelante, ya no es posible después de esta
crítica sin un elogio de la lectura, la única capaz de “salvar” la escritura de cierta desgracia.

En un diálogo de Platón, el Fedro, encontramos el ataque contra la escritura que debe


lanzar esta reflexión. La idea general es que la entrega del discurso a la exterioridad de
“marcas” se opone fundamentalmente a la verdadera reminiscencia, es decir, al despertar
de la verdad en el interior del alma. Es notable que la crítica tome la forma de un mito, sin
duda porque el surgimiento de cualquier cosa, institución, habilidad o poder, solo puede
ser atribuido a un tiempo inmemorial, que convencionalmente en la Grecia antigua se
vinculaba con Egipto, cuna de la sabiduría religiosa. Según el mito, el rey de Tebas recibió
en su ciudad al dios Toth, inventor de los números, la geometría, los juegos de azar y... los
grammata, los caracteres de la escritura. Cuando se le preguntó sobre los posibles
beneficios de su invención, Toth declaró que los egipcios serían más sabios y capaces de
preservar el recuerdo de las cosas. El rey responde diciendo que las almas se volverán más
olvidadizas cuando hubieran depositado su confianza en marcas externas en lugar de
confiar en su propio fuero interno. Este “remedio” (pharmakon) no es la verdadera
reminiscencia, sino simplemente la rememoración, podríamos llamarlo pura
mnemotecnia. En cuanto a la educación, lo que esta invención enseña no es la realidad,
sino su semejanza; no es la sabiduría, sino su apariencia. El comentario de Sócrates que
sigue al mito también es interesante. La escritura es como la pintura que genera, en forma
de eikon, iconos, imágenes, meras sombras condenadas además al silencio cuando se las
interroga. Del mismo modo, las escrituras, además de su perpetua repetición cuando se
leen y releen, vagan de un lado a otro en busca de un destinatario. Y si surge una disputa,
e incluso si son despreciadas injustamente, buscan en vano un padre que las ayude. La
escritura, privada de esta manera de toda ayuda, está completamente huérfana. Solo la
sabiduría grabada en el alma de alguien que realmente conoce tiene un defensor, a través
del cual puede callar o hablar según lo requiera el interlocutor. La ironía de la situación es
que Platón, a diferencia de Sócrates, escribió, y mucho, ¡incluyendo este alegato contra la
escritura!

***

Pero Platón no está solo en la lucha contra la escritura. Según Rousseau, mientras el
lenguaje se basaba en la voz, la presencia de uno mismo y de los demás estaba a salvo. El
lenguaje seguía siendo la expresión de las pasiones. Era elocuencia y aún no exégesis. Con
la escritura vino la separación, la tiranía y la desigualdad. La escritura ignora a su
destinatario tanto como oculta a su autor. Separa a los seres humanos, al igual que la
propiedad separa a los propietarios. La tiranía del léxico y la gramática no tiene parangón,
salvo por las leyes de intercambio cristalizadas en el dinero. En lugar de la palabra de Dios,
tenemos la regla de los eruditos y el dominio de los sacerdotes. En resumen, la ruptura de
la comunidad del lenguaje, la división de la tierra, la descomposición del pensamiento en
argumentos, el dogmatismo, nacieron con la escritura. Se puede ver la conexión con el
argumento platónico de la reminiscencia: este se ha refugiado en la nostalgia de la voz sin
pantalla, de la voz como sede de la presencia de uno mismo y como vínculo íntimo de una
comunidad sin distancia.

Por lo tanto, el desvío por la exterioridad debe ser el objetivo principal de cualquier alegato
en favor de la escritura, más allá de la simple evaluación de las ventajas sociales y políticas
de la invención de la escritura. La conexión no fortuita establecida por Sócrates entre la
escritura y la pintura debería orientarnos hacia la respuesta correcta. La cuestión es si las
pinturas ya no son simplemente duplicados pálidos de la realidad, si no son la ocasión y el
instrumento de un ampliación del sentido, lo que François Dagognet en Écriture et
Iconographie llama “aumento icónico”. Del mismo modo, con la escritura, la cuestión es
si no fomenta un cierto aumento del poder de decir, al precio de de la pérdida de la voz,
cuando son precisamente las marcas exteriores las que reemplazan a la voz, los grammata
a la phone, la littera a la vox.

El fenómeno principal en el que me gustaría insistir es lo que llamo la autonomía semántica


del texto, entendiendo por ello la triple liberación que la escritura hace posible. Liberación
en primer lugar en relación con el hablante: lo que el texto significa ya no coincide con lo
que el autor quiso decir; de esta manera, la carrera del texto escapa al control de su autor
y, como diré más adelante, pertenece a la historia de la lectura. Liberación en segundo
lugar con respecto al interlocutor inmediato, presente en el cara a cara: el texto, al estar así
fuera del alcance de su primer destinatario, se ofrece a un público invisible que
virtualmente coincide con la audiencia de cualquier persona que sepa leer. Finalmente, la
tercera liberación, es la más sutil de todas: gracias a la escritura, la referencia del discurso
trasciende infinitamente la situación común de los compañeros del discurso; como dice
Gadamer, el Umwelt, el entorno, es reemplazado por un Welt, un mundo, el referente
último de todos los textos que hemos leído, comprendido y amado.

Que la escritura sea, en un sentido, el destino inevitable del discurso, lo verificaría una
revisión crítica de lo que hemos dicho sobre el discurso bajo el régimen de la voz viva. Para
decirlo de manera muy sucinta, tan pronto como alguien habla, el significado de lo que
dice ya ha comenzado a escapar del evento fugaz de la palabra; es esta virtualidad de lo
dicho en relación al decir –relacionada con lo que en fenomenología se llama la
intencionalidad del decir, del querer-decir–, lo que anuncia la recopilación de lo dicho en
lo escrito. La escritura se anuncia en la palabra por otros rasgos. Agustín, meditando sobre
el tiempo en el libro XI de las Confesiones, se sorprendió de que, en la recitación, un
poema nunca existiera completamente en el presente: en este caso, es la exterioridad de lo
aún-no-dicho y de lo aún-por-decir, lo que, en relación con la vibración del decir en el
presente efímero, hace que el poema sea un todo que la escritura recoge, como si la solidez
de un soporte espacial salvase el tiempo de la palabra de su fragilidad y fugacidad. Es como
decir: verba volant, scripta manent [las palabras vuelan, lo escrito permanece]. Finalmente,
quizás debamos decir que el espaciamiento de los signos salva, al exteriorizarla, la
articulación que convierte al discurso, –como lo sugiere la palabra dis-curso– en un
recorrido articulado.

***
En lugar de centrarme en las raíces de la escritura hasta llegar a la oralidad, me gustaría
enfocarme en algunas de las consecuencias de lo que he llamado la autonomía semántica
del texto, lo que va a requerir la transición del elogio de la escritura al elogio de la lectura.

Primero, quiero destacar los recursos que la escritura ofrece para el desarrollo de géneros
literarios distintos, como la narración, el poema lírico, el himno, el ensayo y muchos otros.
Es cierto que varios de estos géneros tienen una primera articulación en el habla viva: la
epopeya y el poema lírico fueron recitados o cantados de viva voz. Sin embargo, la escritura
permite una codificación mucho más estricta que otorga al término “texto” una
significación concreta que se suma a la de “escritura”: la de textura, composición codificada
que convierte un texto en una obra. En este sentido, se puede hacer hincapié en la inserción
de categorías prácticas, de un hacer artesanal y poético, que permite caracterizar el texto
como escrito y obrado a la vez. Es así como nacen seres discursivos de alto rango gracias a
la codificación de las reglas de composición que rigen su producción.

Esta estructuración interna a la obra planteará de inmediato un problema en relación con


la escritura y la lectura, ya que la clausura de la obra sobre su propia configuración parece
oponerse al trabajo de lectura, que en muchos aspectos parece consistir en la
desestabilización de la obra, si es que no en una ruptura, al menos en una apertura a todo
un trabajo de deconstrucción-reconstrucción.

Este trabajo de lectura es convocado por una segunda implicación de la autonomía


semántica del texto en el triple sentido que mencioné. La escritura permite incorporar a la
misma obra estados de escritura sucesivos que convierten la última versión en la capa
redaccional definitiva bajo la cual se ocultan todas las etapas anteriores de composición.
Esto no ocurre con el habla viva, que se intercambia y corrige, por supuesto, a través del
juego de pregunta y respuesta, pero que no forma, debido a su naturaleza sucesiva, una
estructura estratificada como un texto, el cual incorpora en su estado final toda una historia
de escrituras de alguna manera sedimentadas en él. El problema de la lectura, que
discutiremos en un momento, se suscita por este enriquecimiento que la escritura aporta
al discurso gracias a lo que hemos llamado metafóricamente estratificación y
sedimentación. No es casualidad que estas metáforas sean espaciales: la escritura implica,
como Platón había observado, una especie de espacialización del discurso, no solo lineal,
sino, por así decirlo, en superficie y en volumen; hay un espesor del texto que permite
hablar de estructura superficial y estructuras profundas, de capas textuales, etc. Estas
metáforas se justifican por el fenómeno general de exteriorización, del cual la crítica de la
escritura por parte de Platón nos exigió que defendiéramos. Este fenómeno tendrá su
contrapartida en la lectura.

***

La última implicación de la autonomía del texto que quiero resaltar es lo que se ha llamado
el fenómeno de la intertextualidad. Esto significa, en términos generales, que un texto no
está orientado solo directamente hacia las cosas de las que habla, como la realidad, eventos,
estados de cosas o pensamientos, sino también oblicuamente hacia otros textos, que en
conjunto forman lo que llamamos literatura. La simple yuxtaposición de libros en una
biblioteca es, en un sentido puramente exterior, la primera expresión visible del fenómeno
de la intertextualidad. Más sutil es la cita explícita, como se encuentra en abundancia en el
Nuevo Testamento, donde un texto autoriza de alguna manera su novedad a través de la
antigüedad de una palabra retomada, pero al precio de un desvío innegable. De manera
aún más sutil, un texto, al inscribirse en una serie, corrige, e incluso refuta, un texto de
naturaleza similar, pero sin expresarlo explícitamente. Esto es lo que hace un narrador al
dar una nueva narración del mismo evento mítico, legendario o histórico; y lo mismo hace
un profeta con la profecía de un precursor, o un evangelista con respecto a un Evangelio
anterior. De esta manera, se establece un conflicto latente entre lo que un texto dice
directamente sobre su tema y su propio mundo, y lo que dice indirectamente sobre otros
textos con los que de alguna manera se cruza. En el fondo, el fenómeno anterior de
acumulación de ante-textos bajo la última versión de un texto considerado no difiere
radicalmente del fenómeno de la intertextualidad, donde los textos no están solo uno al
lado del otro, sino que se convierten en una especie de ante-textos con respecto al texto
considerado en su última redacción. Inversamente, el despliegue completo de los ante-
textos a través del método histórico-crítico equivale a crear una situación de
intertextualidad, donde se creía que se trataba de un solo y mismo texto.

No diré más sobre las muchas y asombrosamente diversas implicaciones resultantes de la


autonomía semántica del texto, que finalmente constituye la exteriorización del discurso en
“marcas”. Lo que he intentado mostrar de diversas maneras es cómo esta exteriorización
no es una alienación, sino de alguna manera el cumplimiento mismo del discurso que
aspira del estado oral al estado escrito, a través de esta inscripción en un exterior. Lo he
hecho resaltando de diversas maneras el aumento que la escritura proporciona al discurso
gracias a esta inscripción en un afuera.

***

Pero no habremos completado nuestra defensa de la escritura hasta que respondamos de


manera completa a la tesis platónica de que la escritura desvía el alma del movimiento de
interioridad de uno mismo consigo mismo, que es en lo que consiste la reminiscencia.
Cuando respaldemos la exterioridad de la escritura con la alteridad de la lectura, habremos
completado nuestra respuesta a Platón y nuestro elogio de la escritura. Lo escrito, decía
Platón, es huérfano, ya que su padre ya no está para ayudarlo. Bueno, el que le brinda
“ayuda” es el lector, quien ocupa el lugar del interlocutor en la situación de oralidad.

Lo que se entiende aquí es cómo el texto, al escapar de su autor y su audiencia original,


completa su curso fuera de sí mismo en el acto de la lectura.

Esta articulación de la lectura en relación con la escritura ya había sido anticipada en la


hermenéutica previa a Schleiermacher, que descomponía la interpretación en tres
habilidades: subtilitas comprehendi, subtilitas explicandi, subtilitas applicandi. Con la
aplicación, el mundo de los signos, de alguna manera exiliado en sí mismo, es, según la
palabra precisa de Benveniste, devuelto al universo. Este retorno toma, en algunas
disciplinas de interpretación, la forma muy concreta de un retorno de la escritura a la
palabra, y, a través de la palabra, a un debate con la situación presente. Esto es evidente en
el caso de la sentencia legal, que, aplicada a un caso concreto, marca el regreso de las leyes
y los códigos al orden de la acción, con sus conflictos y procesos. Esto es especialmente
evidente en la predicación, que, en el contexto del culto, interpreta mutuamente el
significado de una perícopa bíblica y el de las situaciones concretas en las que la ecclesia se
encuentra en cada lugar y en cada momento. Pero, si bien la aplicación ilustra de manera
impactante la conjunción entre el mundo del texto y el mundo del lector, entre lo que dice
el texto y lo que hacen los hombres que actúan y sufren, aún no expresa la implicación,
más íntima que esta conjunción que aún es exterior, del acto de lectura en la constitución
misma de lo que llamamos el sentido de un texto.
Esta implicación de la lectura en la realización del sentido del texto es la verdadera
respuesta a Platón. Aquí, el otro toma expresamente el lugar del fuero interior y la
reminiscencia. El texto huérfano de su padre, el autor, se convierte en el hijo adoptivo de
la comunidad de lectores. Incapaz de ayudarse a sí mismo, encuentra su pharmakon en el
acto de la lectura. Pero esto no ocurre sin conflicto, como mencionaré brevemente. La
conjunción entre la escritura y la lectura no es un abrazo tranquilo.

Hemos comenzado a evocar una posible tensión entre la tendencia a la clausura, resultado
de la configuración impuesta a la obra de escritura por los códigos que la estructuran, y la
apertura del texto a interpretaciones que tienden a desestabilizarlo, aprovechando las fallas
y lagunas que atestiguan su inacabamiento. El conflicto, llevado al extremo, entre la lectura
estructuralista y la lectura deconstruccionista, destaca la dialéctica inevitable en la que se
enfrentan la aparente solidez del texto y la especie de fragilidad oculta que la lectura saca a
la luz.

Hemos señalado una segunda vez el lugar vacío de la lectura en la construcción del texto
cuando describimos la estructura estratificada y sedimentada de los textos que acumulan
sus versiones sucesivas en una versión final. Como ustedes saben, esta estructura en capas
del texto da lugar a una competencia entre la exégesis histórico-crítica, cuyo método es
explícitamente genético y se orienta hacia el despliegue de los estados sucesivos del texto,
y la exégesis canónica, para la cual el estado del último texto se convierte en el telos de la
historia de la composición. La lucha puede que sea una lucha sin piedad entre la lectura
diacrónica y la lectura sincrónica, si logramos enriquecer la comprensión del último texto
con la de todos los ante-textos que la lectura arqueológica ha sacado a la luz. En cualquier
caso, es seguro que la historia de la redacción de un texto es parte de su significación, y esta
historia solo se hace manifiesta a través de la actividad de la lectura.

Para concluir, me gustaría mencionar una última implicación de la lectura en la


comprensión de un texto. Existe una historia de la lectura que está marcada por los cambios
en lo que un teórico de la escuela de la recepción, Hans-Robert Jauss, llama “horizonte de
expectativas de los lectores”. En cada época, los lectores individuales o las comunidades
de lectores, como son por ejemplo las iglesias, se acercan a los textos con expectativas
determinadas, moldeadas tanto por lecturas anteriores del mismo texto como por la lectura
de otros textos, lo que permite la intrusión de la intertextualidad en la lectura. Este
horizonte de expectativas está determinado históricamente y, en este sentido, es finito. Por
lo tanto, es inevitable que, en cada época, se lean los mismos textos de manera diferente,
basándose no solo en conocimientos diferentes sobre el mundo y el texto, sino también en
expectativas determinadas. Esto significa que la historia de la lectura se incorpora de tal
manera a la comprensión de los textos que se puede decir que el significado de un texto es
la obra común de la obra, que se resiste a nuestro arbitrio, y de la lectura, que criba el
sentido en función del horizonte finito de nuestras expectativas.

En este sentido, la lectura es similar a la pintura. Y terminaré con esta comparación, ya que
Platón fue el primero en introducirla en su argumento en contra. Cuando menciono las
representaciones pictóricas de la crucifixión, desde Rembrandt hasta Dalí pasando por
Zurbarán, pienso que cada una agrega algo específico y nuevo a la interpretación de la
crucifixión en los Evangelios, que en sí mismos aumentan las interpretaciones anteriores.
El aumento icónico está aquí en obra de manera visible. Bueno, todas nuestras lecturas
añaden a la escritura de la misma manera que ésta ha aumentado la potencia del decir, a
pesar de la retirada de la voz viva.
Permítanme concluir mi elogio de la lectura y la escritura con una pregunta. ¿Debemos
limitarnos a decir que la escritura, al reemplazar a la voz viva, ha puesto fin al reinado de
la palabra? Cuando hemos librado todas esas batallas –las que he ido mencionando– con
el texto escrito, y cuando, olvidando todas las técnicas de la exégesis, hacemos una última
lectura, ¿no llegamos a veces a ese momento precioso en el que podemos decir que el texto
nos habla, que algo o alguien se dirige a nosotros? Esto es indudable en el caso de los textos
narrativos, donde podemos hablar sin temor de una voz narrativa para referirnos al
narrador, que es diferente del autor y nos presenta la narración de eventos de alguna
manera, expresándola con una voz muda. Pero esta noción de voz narrativa podría ser solo
un caso particular de lo que podríamos llamar la voz escrita que reconocemos en la unidad
de estilo de una obra. Y esta unidad de estilo se empieza a discernir cuando, detrás de la
obra aparentemente inerte, reconstruimos la constelación de preguntas, problemas y
dificultades a la que la obra ofrece una respuesta única, en resumen, cuando nos
enfrentamos al problema al que la obra pretendía ser la solución. En términos generales,
comprender una obra en su singularidad es participar en la dialéctica de preguntas y
respuestas incluida en la obra misma. Con esta condición es como podemos decir que la
obra habla. No es una voz vocal, por así decirlo, expulsada del cuerpo por el aliento
viviente; es solo el análogo de la voz escrita, una voz escrita. Una voz sin boca, sin rostro,
sin gesto, una voz sin cuerpo. Y, sin embargo, es una voz que interpela al lector y, de esta
manera, restablece, más allá de la ruptura que la escritura instaura entre el autor y el lector,
el equivalente del vínculo que la voz viva mantiene en el plano de la palabra. En este raro
momento de una lectura feliz, es legítimo decir que leer no es ver, sino escuchar. Esta
palabra de alguna manera escuchada en la escritura, es la réplica exacta de esa escritura que
se deja sorprender en su estado naciente en cada palabra que se expresa.
A c e r c a d e la in t e r p r e t a c ió n *

Para dar una idea de los problemas a los que me dedico desde hace alrededor
de treinta años y de la tradición en la cual se inscribe mi tratamiento de esos
problemas, me pareció que el método más apropiado era partir de mi investi­
gación actual sobre la función narrativa, luego mostrar su similitud con mis
trabajos anteriores sobre la metáfora, el psicoanálisis, la simbólica y sobre
otros problemas conexos, y, por último, remontarme desde estas investigacio­
nes parciales hacia los presupuestos, tanto teóricos como metodológicos, en
los que queda apoyado el conjunto. Esta progresión hacia atrás en mi propia
obra me permite trasladar al final de mi exposición los presupuestos de la tra­
dición fenomenológica y hermenéutica con la que me relaciono, y mostrar
cómo mis análisis continúan, corrigen y a veces cuestionan esta tradición.

/
En primer lugar, me referiré a mis trabajos consagrados a la función narrativa.
Tres preocupaciones importantes se abren paso en esta cuestión. Las in­
vestigaciones acerca del acto de relatar responden en primer lugar a una
preocupación muy general, que expuse hace poco en el primer capítulo de mi
libro De l'interprétation. Essai sur Freud [Freud. Una interpretación de la cul-
tura]: la de preservar la amplitud, la diversidad y la irreductibilidad de los
usos del lenguaje. Desde el principio se ve, pues, que me aproximo a aquellos
filósofos analíticos que se resisten al reduccionismo según el cual las “len­
guas bien hechas” deberían ser la medida de las pretensiones de sentido y
verdad de todos los empleos no “lógicos” del lenguaje.

* La referencia a las publicaciones anteriores de estos textos reunidos se indica al final del volu­
men. Para una bibliografía completa de Paul Ricoeur, véase D. F. Vansina, “Bibliographie de
Paul Ricoeur”, en Revuephilosophique du Louvain, 1984. (N. del editor francés.)

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16 DEL TEXTO A LA ACCIÓN

Una segunda preocupación completa y de alguna manera atenúa la pri­


mera: la de reunir las formas y las modalidades dispersas del juego de relatar.
En efecto, durante el desarrollo de las culturas de las que somos herederos, el
acto de relatar no ha cesado de ramificarse en géneros literarios cada vez más
específicos. Esta fragmentación plantea a los filósofos un problema de mag­
nitud, en razón de la importante dicotomía que divide el campo narrativo y
que opone masivamente, por una parte, los relatos que tienen una pretensión
de verdad comparable a la de los discursos descriptivos que aparecen en las
ciencias -digamos, la historia y los géneros literarios conexos de la biografía
y la autobiografía- y, por otra parte, los relatos de ficción, como la epopeya,
el drama, la novela breve, la novela, para no mencionar las modalidades na­
rrativas que emplean un medio diferente del lenguaje: la cinematografía, por
ejemplo, posiblemente la pintura y otras artes plásticas. Contra esta división
sin fin, planteo la hipótesis de que existe una unidad funcional entre las múl­
tiples modalidades y géneros narrativos. Mi hipótesis esencial es la siguiente:
la cualidad común de la experiencia humana, marcada, articulada y clarifi­
cada por el acto de relatar en todas sus formas, es su carácter temporal. Todo
lo que relatamos ocurre en el tiempo, lleva tiempo, se desarrolla temporal­
mente y, a su vez, todo lo que se desarrolla en el tiempo puede ser relatado.
Hasta es posible que ningún proceso temporal sea reconocido como tal sino
en la medida en que es relatable de una manera u otra. Esta reciprocidad pre­
sunta entre narratividad y temporalidad es el tema de Tiempo y narración. Por
limitado que sea, el problema es, en realidad, inmenso, si tenemos en cuenta la
vasta extensión de los empleos reales y potenciales del lenguaje. Reúne en la
misma denominación problemas habitualmente tratados con rúbricas dife­
rentes: epistemología del conocimiento histórico, crítica literaria aplicada a
las obras de ficción, teorías del tiempo (dispersas también entre la cosmolo­
gía, la física, la biología, la psicología, la sociología). Al tratar la cualidad
temporal de la experiencia como referente común de la historia y de la fic­
ción, constituyo en un problema único ficción, historia y tiempo.
En estas circunstancias aparece una tercera preocupación, que ofrece la
posibilidad de facilitar el tratamiento de la temporalidad y de la narrativi­
dad: poner a prueba la capacidad de selección y de organización del lenguaje
mismo, cuando éste se ordena en unidades discursivas mayores que la ora­
ción, que pueden llamarse textos. En efecto, si la narratividad ha de marcar,
articular y clarificar la experiencia temporal -para retomar los tres verbos
empleados-, es necesario buscar en el uso del lenguaje algún parámetro que

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ACERCA DE LA INTERPRETACIÓN 17

cumpla este requisito de delimitación, ordenamiento y explicitación. La idea


de que el texto constituye la unidad lingüística buscada y el medio apropiado
entre la vivencia temporal y el acto narrativo puede esbozarse brevemente de
la manera siguiente. Como unidad lingüística, un texto es, por un lado, una
expansión de la primera unidad de significado actual que es la oración, o
instancia de discurso en el sentido de Benveniste. Por otro lado, aporta un
principio de organización transracional que es aprovechado por el acto de
relatar en todas sus formas.
Se puede llamar poética -siguiendo a Aristóteles- a la disciplina que trata
de las leyes de composición que se sobreañaden a la instancia de discurso pa­
ra conformar un texto que se considera como relato, poema o ensayo.
Se plantea entonces el problema de identificar la característica principal
del acto de relatar. Sigo todavía a Aristóteles para designar el tipo de compo­
sición verbal que constituye a un texto en relato. Aristóteles designa esta
composición verbal con el término müthos, que se traduce por “fábula” o por
“intriga”: “llamo aquí müthos al ensamblaje [sunthésis o, en otros contextos,
sustasis] de las acciones cumplidas” (1450 a 5 y 15). Aristóteles entiende que
esto es más que una estructura, en el sentido estático de la palabra: es una
operación (como lo indica el sufijo -sis de poíesis, sunthésis, sustasis), es decir,
la estructuración que exige que se hable de puesta-en-intriga más que de in­
triga y ésta consiste principalmente en la selección y combinación de aconte­
cimientos y acciones relatados, que convierten a la fábula en una historia
“completa y entera” (1450 b 25), que tiene comienzo, medio y fin. Entonces
comprendemos que una acción es un comienzo sólo en una historia que ella
inaugura; que se desarrolla cuando provoca en la historia relatada un cambio
de fortuna, un “nudo” por desatar, una “peripecia” sorprendente, una serie de
episodios “lamentables” u “horrorosos”; ninguna acción, en suma, tomada
en sí misma, es un final, sino sólo cuando en la historia relatada concluye un
curso de acción, desata un nudo, compensa la peripecia con el reconoci­
miento, sella el destino del héroe por un acontecimiento último que clarifica
toda la acción y produce en el oyente la catarsis de la piedad y el terror.
Ésta es la idea que tomo como hilo conductor de la investigación, tanto
en el orden de la historia de los historiadores (o historiografía) cuanto en el
orden de la ficción (desde la epopeya y el cuento popular hasta la novela
moderna). Me limitaré aquí a insistir sobre el rasgo que, a mi entender, otor­
ga tanta fecundidad a la noción de intriga: su inteligibilidad. Ese carácter in­
teligible de la intriga se puede mostrar de la siguiente manera: la intriga es el

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18 DEL TEXTO A LA ACCIÓN

conjunto de combinaciones por las cuales los acontecimientos se transfor­


man en historia, o bien -correlativamente- una historia es extraída de acon­
tecimientos. La intriga es la mediadora entre el acontecimiento y la historia,
lo cual significa que no hay acontecimiento que no contribuya a la progre­
sión. Un acontecimiento no es sólo un suceso, algo que ocurre, sino un
componente narrativo. Si se me permite ampliar un poco el campo de la in­
triga, diría que es la unidad inteligible que compone circunstancias, fines y
medios, iniciativas o consecuencias no queridas. Según una expresión que
adopto de Louis Mink, es el acto de “tomar conjuntamente” —de componer—
estos ingredientes de la acción humana que, en la experiencia ordinaria, son
siempre heterogéneos y discordantes. A partir de este carácter inteligible de
la intriga podemos decir que la competencia para seguir la historia constitu­
ye una forma muy elaborada de comprensión.
Aludiré ahora brevemente a los problemas que plantea trasladar la no­
ción aristotélica de intriga a la historiografía. Tomaré tres de ellos. El prime­
ro se refiere a la relación entre la historia clásica y el relato. En efecto, parece
una causa perdida pretender que la historia moderna haya conservado el ca­
rácter narrativo que se encuentra en las antiguas crónicas y que ha persistido
hasta nuestros días en la historia política, diplomática o eclesiástica, que re­
lata batallas, tratados, pactos y, en general, los cambios de fortuna que afec­
tan el ejercicio del poder por parte de individuos determinados.
Mi tesis es que el vínculo de la historia con el relato no podría romperse
sin que la historia pierda su especificidad entre las ciencias humanas. Diría en
primer lugar que el error básico de quienes oponen historia a relato procede
del desconocimiento del carácter inteligible que la intriga confiere al relato,
tal como Aristóteles fue el primero en subrayar. Una noción ingenua del rela­
to, como serie deshilvanada de acontecimientos, se vuelve a encontrar siem­
pre en el trasfondo de la crítica del carácter narrativo de la historia. Sólo se ve
allí el carácter episódico y se olvida la propiedad de configuración, que es la
base de la inteligibilidad. Al mismo tiempo, se desconoce la distancia que el
relato instaura entre él mismo y la experiencia viva. Entre vivir y relatar se
abre un espacio, por ínfimo que sea. La vida es vivida, la historia es relatada.
En segundo lugar, al desconocer esta inteligibilidad básica del relato, nos
privamos de comprender cómo la explicación histórica se incorpora en la
comprensión narrativa, de tal modo que de explicar más se relata mejor. El
error de los exponentes de los modelos nomológicos no es tanto que desco­
nocen la índole de las leyes que el historiador puede adoptar de las otras cien-

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ACERCA DE LA INTERPRETACIÓN 19

cías sociales más avanzadas (demografía, economía, lingüística, sociología, et­


cétera), sino su funcionamiento. No advierten que estas leyes revisten un sig­
nificado histórico al incorporarse a una organización narrativa previa que ya
puso su sello en los acontecimientos como aporte al progreso de una intriga.
En tercer lugar, la historiografía no se ha alejado tanto de la historia narra­
tiva, como pretenden los historiadores, al alejarse de la historia de aconteci­
mientos, principalmente de la historia política. Aunque la historia se convierta
en historia de larga duración al transformarse en historia social, económica,
cultural, aun sigue ligada al tiempo y da cuenta de los cambios que vinculan
una situación final con una inicial. La rapidez del cambio no afecta a la
cuestión. Al quedar ligada al tiempo y al cambio, queda sujeta a la acción de
los hombres que, en palabras de Marx, hacen la historia en circunstancias
que no han hecho. Directa o indirectamente, la historia es historia de hom­
bres que son portadores, agentes y víctimas de fuerzas, instituciones, funcio­
nes, y estructuras en las que están insertos. En última instancia, la historia
no puede romper completamente con el relato, porque no puede desligarse
de la acción que implica agentes, fines, circunstancias, interacciones y resul­
tados queridos y no queridos. Ahora bien, la trama es precisamente la uni­
dad narrativa básica que ordena estos ingredientes heterogéneos en una tota­
lidad inteligible.
Un segundo ciclo de problemas se refiere a la validez de la noción de tra­
ma en el análisis de los relatos de ficción, desde el cuento popular y la epo­
peya hasta la novela moderna. Esta validez está sometida a dos ataques de di­
recciones opuestas, aunque complementarias.
Dejaré de lado el ataque estructuralista contra una interpretación del re­
lato que, según este enfoque, sobreestima excesivamente la cronología apa­
rente. En otros trabajos analicé la pretensión de sustituir la dinámica de su­
perficie a la que pertenece la trama por una lógica acrónica, válida en el nivel
de la gramática profunda del texto narrativo. Prefiero concentrarme ahora
en un ataque de dirección opuesta pero complementaria.
A la inversa del estructuralismo, que logró análisis sumamente precisos
en el ámbito del cuento popular y del relato tradicional, algunos críticos lite­
rarios se apoyan en la evolución de la novela contemporánea para considerar
la escritura como un modo de experimentación que pone en jaque todas las
normas y paradigmas recibidos de la tradición, entre ellos los tipos de trama
heredados de la novela del siglo XIX. Este tipo de cuestionamiento a partir
de la escritura se lleva hasta un punto en el que toda noción de trama parece

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20 DEL TEXTO A LA ACCIÓN

desaparecer y en el que ésta pierde su valor pertinente en la descripción de


los hechos narrativos.
A esta objeción respondo que existe aquí una confusión de las relaciones
entre paradigma -cualquiera que sea- y obra singular. Lo que llamamos p a­
radigmas son tipos de tramas surgidas de la sedimentación de la práctica na­
rrativa misma. Aquí encontramos un fenómeno fundamental: la alternancia
entre innovación y sedimentación —fenómeno constitutivo de lo que se lla­
ma tradición y que está implícito en el carácter histórico del esquematismo
narrativo—. Esta alternancia entre innovación y sedimentación es lo que hace
posible el fenómeno de desvío invocado por la objeción. Pero hay que com­
prender que el propio desvío sólo es posible en el marco de una cultura tra­
dicional que crea en el lector expectativas que el artista se complace en esti­
mular y frustrar. En efecto, esta relación paradójica no podría instaurarse en
un total vacío paradigmático. Confieso que los presupuestos sobre los que me
explayaré ampliamente más adelante no me permiten pensar en una anomia
radical, sino sólo en un juego con reglas. Sólo es pensable una imaginación
regulada.
El tercer problema alude a la referencia común de la historia y de la fic­
ción al fondo temporal de la experiencia humana.
El asunto plantea una dificultad considerable. Por un lado, sólo la historia
parece referirse a lo real, aun si se trata de un real pasado. Sólo ella pretendería
hablar de acontecimientos realmente producidos. El novelista ignora la carga
de la prueba material ligada a la exigencia del documento y los archivos. Una
asimetría irreductible parece oponer lo real histórico y lo irreal ficcional.
No se trata de negar esta asimetría. Por el contrario, es necesario apoyarse
en ella para percibir el entrecruzamiento o el quiasmo entre las dos modali­
dades referenciales de la ficción y de la historia. Por un lado, no es necesario
decir que la ficción no tiene referente. Por el otro, no es necesario decir que
la historia se refiere al pasado histórico de la misma manera que las descrip­
ciones empíricas se refieren a lo real presente.
Decir que la ficción tiene referente es apartarse de una concepción estre­
cha de la referencia que relegaría la ficción a un papel puramente emocional.
De una manera u otra, todos los sistemas de símbolos contribuyen a configu­
rar la realidad. Y más precisamente, las tramas que inventamos nos ayudan a
dar forma a nuestra experiencia temporal confusa, informe y, en el límite,
muda. “¿Qué es el tiempo? -preguntaba San Agustín-. Si nadie me lo pre­
gunta, lo sé. Si me lo preguntan, ya no lo sé.” En esa capacidad que tiene la

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ACERCA DE LA INTERPRETACIÓN 21

ficción para dar forma a esta experiencia temporal casi muda reside la función
referencial de la trama. Volvemos a encontrar aquí el vínculo entre müthos y
mimesis que aparece en la Poética de Aristóteles: “La fábula -dice—es imitación
de la acción” (.Poética, 1450 a 2).
La fábula imita la acción porque construye con los recursos que le provee
la ficción los esquemas de inteligibilidad. El mundo de la ficción es un labo­
ratorio de formas en el cual ensayamos configuraciones posibles de la acción
para poner a prueba su coherencia y plausibilidad. Esta experimentación con
los paradigmas depende de lo que llamamos antes la imaginación productora.
En esta fase, la referencia se mantiene en suspenso: la acción imitada es una
acción sólo imitada, es decir, fingida, fraguada. Ficción es fingere, y fingere es
hacer. El mundo de la ficción, en esta fase de suspenso, no es más que el
mundo del texto, una proyección del texto como mundo.
Pero la suspensión de la referencia sólo puede ser un momento interme­
dio entre la precomprensión del mundo de la acción y la transfiguración de
la realidad cotidiana que lleva a cabo la ficción. El mundo del texto, ser
mundo, entra necesariamente en colisión con el mundo real, para rehacerlo,
sea que lo confirme, sea que lo niegue. Pero aun la relación más paradójica
del arte con la realidad sería incomprensible si el arte no des-compusiera y
no re-compusiera nuestra relación con lo real. Si el mundo del texto no tu­
viera una relación consignable con el mundo real, entonces el lenguaje no
sería peligroso en el sentido en que lo expresaba Hólderlin, antes de Nietzsche
y de Walter Benjamin.
Un procedimiento paralelo se impone del lado de la historia. Del mismo
modo que la ficción narrativa no tiene referente, la referencia propia de la
historia está relacionada con la referencia productora del relato de ficción. No
es que el pasado sea irreal, sino que lo real pasado es, en el sentido propio de
la palabra, inverificable. Como ya no es, el discurso de la historia sólo puede
referirse a él en forma indirecta. Aquí aparece el parentesco con la ficción. La
reconstrucción del pasado, como Collingwood ya lo había dicho con fuerza,
es obra de la imaginación. También el historiador, en virtud de los vínculos
antes mencionados entre la historia y el relato, configura tramas que los do­
cumentos autorizan o prohíben, pero nunca contienen. En este sentido, la
historia combina la coherencia narrativa y la conformidad con los documen­
tos. Este vínculo complejo permite caracterizar el estatuto de la historia como
interpretación. Queda así abierto el camino para una investigación positiva
de todos los entrecruzamientos entre las modalidades referenciales asimétri­

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22 DEL TEXTO A LA ACCIÓN

cas, pero igualmente indirectas o mediatas, de la ficción y de la historia.


Gracias a este juego complejo entre la referencia indirecta al pasado y la refe­
rencia productora de la ficción, la experiencia humana, en su dimensión
temporal profunda, no cesa de ser reconfigurada.

II

Me propongo ahora ubicar la investigación de la función narrativa en el


marco más amplio de mis trabajos anteriores, antes de exponer los presu­
puestos teóricos y epistemológicos que no han cesado de afirmarse y preci­
sarse en el curso del tiempo.
Las relaciones entre los problemas que plantea la función narrativa y los
que analicé en La metáfora viva no son evidentes por sí mismas:
1. Mientras que el relato parece quedar obligadamente clasificado entre
los géneros literarios, la metáfora pertenecería a la clase de los tropos, es decir,
de las figuras del discurso.
2. Mientras que el relato incluye entre sus variedades un subgénero tan
amplio como la historia, que puede pretender ser una ciencia o, en su defec­
to, describir acontecimientos reales del pasado, la metáfora caracterizaría
únicamente a la poesía lírica, cuyas pretensiones descriptivas parecen débiles,
si no nulas.
La búsqueda y el descubrimiento de problemas comunes a los dos ámbi­
tos, a pesar de sus diferencias evidentes, nos conducirá hasta los horizontes
filosóficos más vastos de la última parte de este ensayo.
Dividiré mis observaciones en dos grupos, en función de dos objeciones
que acabo de esbozar. El primero se refiere a la estructura, o mejor al sentido
inmanente en los enunciados propios, sean éstos narrativos o metafóricos. El
segundo se ocupa del referente extralingüístico de los enunciados y, por eso
mismo, de las pretensiones de verdad de ambos.

1. Mantengámonos primero en el nivel del sentido.


a) Entre el género narrativo y el tropo metafórico, el vínculo más elemen­
tal, en el plano del sentido, está constituido por su pertenencia común al dis­
curso, es decir, a usos del lenguaje de dimensión igual o superior a la oración.
Uno de los primeros resultados que parece haber alcanzado la investiga­
ción contemporánea sobre la metáfora es, sin duda, haber llevado el análisis

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ACERCA DE LA INTERPRETACIÓN 23

de la esfera de la palabra a la de la oración. Según las definiciones de la retó­


rica clásica, proveniente de la Poética de Aristóteles, la metáfora es la transfe­
rencia del nombre usual de una cosa a otra, en virtud de su semejanza. Para
comprender la operación generadora de ese traslado, es necesario salir del
marco de la palabra y elevarse al plano de la oración, y hablar de enunciado
metafórico y no de palabra metafórica. Se advierte entonces que la metáfora
es un trabajo con el lenguaje que consiste en atribuir a sujetos lógicos predi­
cados incompatibles con ellos. Entonces, en lugar de ser una denominación
desviada, la metáfora es una predicación extraña, una atribución que destru­
ye la coherencia o, como se ha dicho, la pertinencia semántica de la oración,
instituida por los significados usuales, es decir, lexicalizados, de los términos
en presencia. Si tomamos como hipótesis la idea de que la metáfora es en
primer lugar y principalmente una atribución impertinente, se comprende la
razón de la torsión que las palabras experimentan en el enunciado metafórico.
Se trata del efecto de sentido requerido para salvar la pertinencia semántica de
la oración. Hay entonces metáfora porque percibimos, a través de la nueva
pertinencia semántica -y, de alguna manera, por debajo de ella-, la resisten­
cia de las palabras en su empleo usual y también su incompatibilidad para
una interpretación literal. Esta rivalidad entre la nueva pertinencia metafórica
y la falta de pertinencia literal es lo que caracteriza a los enunciados metafó­
ricos entre todos los usos oracionales del lenguaje.
b) Este análisis de la metáfora en términos de oraciones y no de palabras
o, más exactamente, en términos de predicación extraña y no de denomina­
ción desviada, prepara el camino para una comparación entre la teoría del re­
lato y la teoría de la metáfora. Una y otra, en efecto, tienen que ver con fenó­
menos de innovación semántica. Es cierto que el relato se establece desde el
comienzo en la escala del discurso entendido como una secuencia de oracio­
nes, mientras que la operación metafórica no requiere, estrictamente hablando,
más que el funcionamiento básico de la oración, que es la predicación. Pero
en la realidad del uso, las oraciones metafóricas requieren el contexto de un
poema entero que hilvane las metáforas entre sí. En este sentido, se puede de­
cir, coincidiendo con un crítico literario, que cada metáfora es un poema en
miniatura. Se restablece así el paralelismo entre relato y metáfora, no sólo en el
nivel del discurso/oración, sino en el del discurso/secuencia.
En el marco de este paralelismo puede ser percibido en toda su amplitud
el fenómeno de la innovación semántica, que es el problema fundamental que
comparten la metáfora y el relato en el plano del sentido. En ambos casos

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24 DEL TEXTO A LA ACCIÓN

surge en el lenguaje lo nuevo, lo aún no dicho, lo inédito: en un caso la metá­


fora viva, es decir, una nueva pertinencia en la predicación; en el otro, una tra­
ma fingida, es decir, una nueva congruencia en la puesta-en-trama. Pero, de
una parte y de otra, la creatividad humana se deja discernir y cernir en contor­
nos que la hacen accesible al análisis. La metáfora viva y la puesta-en-trama
son como dos ventanas abiertas sobre el enigma de la creatividad.
c) Si ahora nos preguntamos por las razones de este privilegio de la metá­
fora y de la puesta-en-trama, es necesario ocuparse del funcionamiento de la
imaginación productora y del esquematismo que es su matriz inteligible. En
ambos casos la innovación se produce en el medio del lenguaje y revela algo
de lo que puede ser una imaginación que produce según reglas. En la cons­
trucción de intrigas, esta producción regulada se expresa por un pasaje ince­
sante entre la invención de intrigas singulares y la constitución, por sedi­
mentación, de una tipología narrativa. En la producción de nuevas intrigas
singulares se pone en juego una dialéctica entre la conformidad y el desvío
respecto de las normas inherentes a toda tipología narrativa.
Esta dialéctica tiene su correspondencia en el surgimiento de una nueva
pertinencia semántica en las metáforas nuevas. Aristóteles decía que “metafori-
zar bien es percibir lo semejante” {Poética, 1459 a 4-8). Pero ¿qué es percibir lo
semejante? Si la instauración de una nueva pertinencia semántica es aquello
por lo cual el enunciado produce sentido como un todo, la similitud consiste en
la aproximación creada entre términos que, en principio alejados, súbitamente
aparecen próximos. La similitud consiste pues en un cambio de distancia en el
espacio lógico. No es otra cosa que este surgimiento de un nuevo parentesco
genérico entre ideas heterogéneas.
Aquí entra en juego la imaginación productora como esquematización de
esta operación sintética de acercamiento. La imaginación es esa competencia,
esa capacidad de producir nuevas especies lógicas por asimilación predicativa
y producirlas a pesar de -y gracias a- la diferencia inicial entre los términos
que se resisten a la asimilación.
Ahora bien, la trama nos reveló así mismo algo comparable a esta asimi­
lación predicativa: se presentó también como un tomar conjuntamente, que
integra acontecimientos diversos en una historia y que coordina factores tan
heterogéneos como las circunstancias, o los caracteres con sus proyectos y sus
motivos, interacciones que implican cooperación u hostilidad, ayuda o im­
pedimento, en suma, diversos avatares. Cada intriga es una síntesis de lo he­
terogéneo de este tipo.

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ACERCA DE LA INTERPRETACIÓN 25

d) Si ahora ponemos el acento en el carácter inteligible de la innovación


semántica, se revela un paralelismo nuevo entre el campo del relato y el de la
metáfora. Insistimos antes sobre el modo muy particular de comprensión que
se pone en juego para seguir una historia y hablamos en esa ocasión de inte­
ligencia narrativa. Sostuvimos la tesis de que la explicación histórica por me­
dio de leyes, causas regulares, funciones, estructuras, se inserta en esta com­
prensión narrativa. Y así pudimos comentar que explicar más es comprender
mejor. Sostuvimos la misma tesis en el caso de las explicaciones estructurales
de los relatos de ficción: la explicitación de los códigos narrativos subyacen­
tes, por ejemplo, en el cuento popular se presentó como un trabajo de racio­
nalización de segundo grado aplicado a la comprensión de primer grado que
tenemos de la gramática de superficie de los relatos.
Este mismo vínculo entre comprensión y explicación se observa en el do­
minio poético. Este acto de comprensión que correspondería a la competen­
cia para seguir una historia consiste en retomar el dinamismo semántico que
permite, en un enunciado metafórico, que surja una nueva pertinencia se­
mántica de las ruinas de la falta de pertinencia semántica, tal como aparece
para una lectura literal de la oración. Comprender, pues, es hacer o rehacer
la operación discursiva encargada de la innovación semántica. A esta com­
prensión, mediante la cual el autor o el lector hace la metáfora, se le superpone
una explicación intelectual que toma un punto de partida totalmente distinto
del dinamismo de la oración y rechaza la irreductibilidad de las unidades de
discurso a los signos pertenecientes al sistema de la lengua. Al plantear como
un principio la homología estructural de todos los niveles del lenguaje, del
fonema al texto, la explicación de la metáfora se inscribe en una semiótica ge­
neral que toma al signo como unidad básica. Mi tesis es aquí, como en el caso
de la función narrativa, que la explicación no es primera, sino segunda en rela­
ción con la comprensión. La explicación, concebida como una combinatoria
de signos, por lo tanto como una semiótica, se construye sobre la base de una
comprensión de primer grado que se asienta sobre el discurso como acto indi­
visible y capaz de innovación. Del mismo modo que las estructuras narrativas
identificadas por la explicación presuponen la comprensión del acto de es­
tructuración que hace la intriga, las estructuras identificadas por la semiótica
estructural se construyen sobre la estructuración del discurso cuyo dinamismo
y poder de innovación revela la metáfora.
En la tercera parte de este ensayo se detallará de qué manera este doble
esbozo de la relación entre explicar y comprender contribuye al desarrollo

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26 DEL TEXTO A LA ACCIÓN

contemporáneo de la hermenéutica. Antes de eso se expondrá cómo la teoría


de la metáfora conspira con la del relato para la aclaración del problema de
la referencia.

2. En el análisis precedente, aislamos deliberadamente el sentido del enuncia­


do metafórico, es decir, su estructura predicativa interna de su referencia, es
decir, de sus pretensiones de alcanzar una realidad extralingüística y, por lo
tanto, de su pretensión de decir la verdad.
Ahora bien, el estudio de la función narrativa nos colocó, por primera
vez, frente al problema de la referencia poética cuando nos ocupamos de la
relación entre müthos y mimesis en la Poética de Aristóteles. La ficción narra­
tiva, dijimos, imita la acción humana pues contribuye a remodelar sus es­
tructuras y dimensiones según la configuración imaginaria de la intriga. La
ficción tiene este poder de rehacer la realidad y, más precisamente, en el mar­
co de la ficción narrativa, la realidad práctica, ya que el texto aspira intencio­
nalmente a un horizonte de realidad nueva que hemos llamado mundo. Este
mundo del texto interviene en el mundo de la acción para darle nuevas for­
mas o, si se quiere, para transfigurarlo.
El estudio de la metáfora nos permite penetrar más profundamente en el
mecanismo de esta operación de transfiguración y extenderla al conjunto de
las producciones imaginativas que designamos con el término general de fic­
ción. Hay algo que sólo la metáfora permite percibir, y es la conjunción en­
tre los dos momentos constitutivos de la referencia poética.
El primero de ellos es el más fácil de identificar. El lenguaje asume una fun­
ción poética cada vez que desplaza la atención de la referencia hacia el mensaje
mismo. En palabras de Román Jakobson, la función poética pone el acento en
el mensaje for its own sake (“por sí mismo”) a expensas de la función referencial
que, por el contrario, predomina en el lenguaje descriptivo. Podríamos decir que
un movimiento centrípeto del lenguaje hacia sí mismo sustituye al movi­
miento centrífugo de la función referencial. El lenguaje se celebra a sí mismo
en el juego del sonido y del sentido. El primer momento constitutivo de la
referencia poética es pues esta suspensión de la relación directa del discurso
con lo real constituido, descripto ya con los recursos del lenguaje ordinario o
del lenguaje científico.
Pero la suspensión de la función referencial que trae consigo la acentua­
ción del mensaje por sí mismo sólo es el reverso, o la condición negativa, de
una función referencial del discurso más disimulada, que se libera, de algún

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ACERCA DE LA INTERPRETACIÓN 27

modo, mediante la suspensión del valor descriptivo de los enunciados. Así,


el discurso poético aporta al lenguaje aspectos, cualidades y valores de la rea­
lidad, que no tienen acceso al lenguaje directamente descriptivo y que sólo
pueden decirse gracias al juego complejo del enunciado metafórico y de la
transgresión regulada de los significados usuales de nuestras palabras.
Esta capacidad de redescripción metafórica de la realidad es exactamente
paralela a la función mimética que hemos atribuido antes a la ficción narra­
tiva. Ésta se ejerce preferentemente en el campo de la acción y de sus valores
temporales, mientras que la redescripción metafórica rige más bien en el de
los valores sensoriales, emocionales, estéticos y axiológicos que hacen que el
mundo resulte habitable.
Las implicaciones filosóficas de esta teoría de la referencia indirecta son
tan importantes como las de la dialéctica entre explicar y comprender. Vamos
a incorporarlas de inmediato en el campo de la hermenéutica filosófica. Di­
gamos, provisoriamente, que la función de transfiguración de lo real que re­
conocemos en la ficción poética implica que dejemos de identificar realidad y
realidad empírica o, lo que viene a ser lo mismo, que dejemos de identificar
experiencia y experiencia empírica. El lenguaje poético debe su prestigio a su
capacidad para llevar al lenguaje aspectos de lo que Husserl llamaba Lebenswelt
y Heidegger In-der-Welt-Sein. Por eso exige incluso que reconsideremos nues­
tro concepto convencional de verdad, es decir, que dejemos de limitarla a la
coherencia lógica y a la verificación empírica, para que pueda tomarse en
cuenta la pretensión de verdad vinculada con la acción transfiguradora de la
ficción. No es posible seguir hablando de lo real y de la verdad -y sin duda
alguna tampoco sobre el ser- sin haber intentado previamente hacer explíci­
tos los presupuestos filosóficos de toda la empresa.

III

Quisiera tratar de responder ahora a dos preguntas que los análisis anteriores no
habrán dejado de plantear a los lectores formados en una tradición filosófica di­
ferente de la mía. ¿Cuáles son los supuestos propios de la tradición filosófica a
la que pertenezco? ¿Cómo se insertan los análisis anteriores en esa tradición?

1. Para responder a la primera pregunta, comenzaría por caracterizar la tra­


dición filosófica a la que pertenezco por tres rasgos: corresponde a una filo­

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28 DEL TEXTO A LA ACCIÓN

sofía reflexiva; se encuentra en la esfera de influencia de la fenomenología


husserliana; pretende ser una variante hermenéutica de esa fenomenología.
En líneas generales, una filosofía reflexiva es el modo de pensar procedente
del cogito cartesiano, pasando por Kant y la filosofía poskantiana francesa
poco conocida en el extranjero, y cuyo pensador más destacado ha sido a mi
entender Jean Nabert. Los problemas filosóficos que una filosofía reflexiva
considera más importantes se refieren a la posibilidad de la comprensión de
uno mismo como sujeto de las operaciones cognoscitivas, volitivas, estimati­
vas, etcétera. La reflexión es el acto de volverse sobre sí por el cual un sujeto
vuelve a captar, en la claridad intelectual y la responsabilidad moral, el prin­
cipio unificador de las operaciones en las que se dispersa y se olvida como
sujeto. “El yo pienso’ —dice Kant- debe acompañar todas mis representacio­
nes.” En esta fórmula se reconocen todas las filosofías reflexivas. Pero, ¿cómo
se conoce o se reconoce a sí mismo el “yo pienso”? En este punto, la fenome­
nología -y, es más, la hermenéutica—representa, a la vez, una realización y
una transformación radical del propio programa de la filosofía reflexiva. En
efecto, se vincula con la idea de reflexión el deseo de una transparencia abso­
luta, de una coincidencia perfecta de uno consigo mismo, lo cual transfor­
maría la conciencia de sí en un saber indudable y, por este motivo, más fun­
damental que todos los saberes positivos. La fenomenología primero, y la
hermenéutica después, no dejan de situar esta reivindicación fundamental
en un horizonte cada vez más alejado, a medida que la filosofía adquiere las
herramientas conceptuales capaces de satisfacerla.
Por ejemplo, Husserl, en sus textos teóricos más influidos por un idea­
lismo que recuerda al de Fichte, concibe la fenomenología no sólo como un
método de descripción esencial de las articulaciones fundamentales de la
experiencia (perceptiva, imaginativa, intelectiva, volitiva, axiológica, etcétera),
sino como una autofundamentación radical en la más completa claridad in­
telectual. Ve entonces en la reducción -o epoché- aplicada a la actitud natu­
ral la conquista de un ámbito del sentido donde toda pregunta referida a las
cosas en sí queda excluida, al ponerse entre paréntesis. Este ámbito del sen­
tido, liberado así de toda cuestión fáctica, constituye el campo privilegiado
de la experiencia fenomenológica, el lugar por excelencia de la intuitividad.
Más allá de Kant, y volviendo a Descartes, sostiene que toda aprehensión
de una trascendencia es dudosa, pero que la inmanencia del yo es induda­
ble. Debido a esta afirmación la fenomenología posee el carácter de una fi­
losofía reflexiva.

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ACERCA DE LA INTERPRETACIÓN 29

Y, sin embargo, la fenomenología, en su ejercicio concreto y no en la teo­


rización que aplica a sí misma y a sus pretensiones últimas, señala ya el aleja­
miento en lugar de la realización, del sueño de esa fundamentación radical en
la transparencia del sujeto con respecto a sí mismo. El gran descubrimiento
de la fenomenología, sometida al requisito de la reducción fenomenológica,
es la intencionalidad, es decir, en su sentido menos técnico, la supremacía de
la conciencia de algo sobre la conciencia de sí. Pero esta definición de la in­
tencionalidad es aún trivial. En su sentido riguroso, la intencionalidad signi­
fica que el acto de referirse a algo sólo se logra a través de la unidad identifica-
ble y reidentificable del sentido referido —lo que Husserl llama el noema, o
correlato intencional de la referencia noética-. Además, sobre este noema se
deposita en estratos superpuestos el resultado de las actividades sintéticas que
Husserl denomina constitución (constitución de la cosa, constitución del es­
pacio, constitución del tiempo, etcétera). Ahora bien, la tarea concreta de la
fenomenología -en particular en los estudios dedicados a la constitución de
la cosa- pone de manifiesto, de modo regresivo, estratos cada vez más funda­
mentales donde las síntesis activas remiten continuamente a síntesis pasivas
cada vez más radicales. La fenomenología queda así atrapada en un movi­
miento infinito de interrogación hacia atrás en el que se desvanece su proyecto
de autofundamentación radical. Incluso los últimos trabajos consagrados al
mundo de la vida designan con este término un horizonte de inmediatez que
nunca se alcanza. El Lebenswelt nunca está dado y siempre se presupone. Es
el paraíso perdido de la fenomenología. Por eso decimos que esta teoría ha
subvertido su propia idea conductora al tratar de realizarla. En esto reside la
grandeza trágica de la obra de Husserl.
Si tenemos bien presente este resultado paradójico se comprende cómo
la hermenéutica pudo incorporarse a la fenomenología y mantener con
ella la misma relación doble que mantiene la fenomenología con su ideal
cartesiano y fichteano. Los antecedentes de la hermenéutica parecen en prin­
cipio alejarla de la tradición reflexiva y el proyecto fenomenoiógico. La her­
menéutica nace -o, más bien, resurge- en la época de Schleiermacher a partir
de la fusión entre la exégesis bíblica, la filología clásica y la jurisprudencia.
Esta fusión entre varias disciplinas pudo producirse merced a un giro coper-
nicano que dio primacía a la pregunta ¿qué es comprender? sobre la pregunta
por el sentido de tal o cual texto, o de tal o cual tipo de textos (sagrados o
profanos, poéticos o jurídicos). Esta investigación sobre el Verstehen desem­
bocaría, un siglo más tarde, en el problema fenomenoiógico por excelencia:

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30 DEL TEXTO A LA ACCIÓN

la investigación sobre el sentido intencional de los actos noéticos. Es cierto


que la hermenéutica seguía teniendo preocupaciones diferentes de las de la
fenomenología concreta. Mientras que esta planteaba el problema del sentido
preferentemente en el plano cognitivo y perceptivo, la hermenéutica lo plan­
teaba, desde Dilthey, en el plano de la historia y de las ciencias humanas. Sin
embargo, en ambos casos se trataba del mismo problema fundamental: el de
la relación entre el sentido y el sí mismo, entre la inteligibilidad del primero y la
reflexividad del segundo.
El famoso círculo hermenéutico entre el sentido objetivo de un texto y su
precomprensión por un lector singular se presentaba entonces como un caso
particular de la conexión que Husserl llamaba, por otro lado, correlación
noético/noemática.
El arraigo fenomenológico de la hermenéutica no se limita a esta afinidad
muy general entre la comprensión de textos y la relación intencional de una
conciencia con un sentido que tiene delante. El tema del Lebenswelt, al que la
fenomenología se enfrenta a su pesar, es asumido por la hermenéutica poshei-
deggeriana no ya como un residuo sino como una condición previa. Dado que
primero estamos en un mundo y pertenecemos a él con una pertenencia parti-
cipativa irrecusable, podemos, en un segundo lugar, enfrentarnos a los objetos
que pretendemos constituir y dominar intelectualmente. El Verstehen, para
Heidegger, tiene un significado ontológico. Es la respuesta de un ser arrojado
en el mundo que se orienta en él proyectando sus posibilidades más propias.
La interpretación, en el sentido técnico de interpretación de los textos, sólo es
el desarrollo, la explicitación, de este comprender ontológico, siempre soli­
dario de un previo ser arrojado. De este modo, la relación sujeto-objeto, que
sigue defendiendo Husserl, se subordina a la constatación de un vínculo onto­
lógico más primitivo que cualquier relación cognoscitiva.
Esta subversión de la fenomenología llevada a cabo por la hermenéutica
apela a otra: la conocida reducción, mediante la que Husserl escinde el senti­
do del fondo de existencia en el que la conciencia natural se encuentra en
principio inmersa, ya no puede ser un gesto filosófico primario. En adelante
adquiere un significado epistemológico derivado: es un gesto secundario
consistente en el distanciamiento -y, en este sentido, en el olvido del arraigo
primario del comprender—que requieren todas las operaciones objetivadoras
características tanto del conocimiento vulgar como del conocimiento cientí­
fico. Pero este distanciamiento presupone la pertenencia participante me­
diante la cual estamos en el mundo antes de ser sujetos que se sitúan frente a

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ACERCA DE LA INTERPRETACIÓN 31

objetos para juzgarlos y someterlos a su dominio intelectual y técnico. Así, la


hermenéutica heideggeriana y posheideggeriana, aunque sea la heredera de
la fenomenología husserliana, es en última instancia su inversión, en la me­
dida en que es su realización.
Las consecuencias filosóficas de esta inversión son considerables. No se
perciben, si nos limitamos a subrayar la finitud que hace inaccesible el ideal
de transparencia del sujeto respecto de sí mismo. La idea de finitud es en sí
misma intrascendente, hasta trivial. En el mejor de los casos, sólo expresa en
términos negativos la renuncia de la reflexión a toda húbris, a toda preten­
sión del sujeto de fundamentarse en sí mismo. El descubrimiento de la pre­
cedencia del ser en el mundo respecto de todo proyecto de fundamentación
y de todo intento de justificación última recupera toda su fuerza cuando ex­
traemos de él las consecuencias positivas que tiene para la epistemología la
nueva ontología de la comprensión. Basado en estas consecuencias episte­
mológicas llevaré mi respuesta desde la primera a la segunda pregunta plan­
teada al comienzo de la tercera parte de este ensayo. Resumo esta consecuen­
cia epistemológica en la siguiente fórmula: no hay autocomprensión que no
esté mediatizada por signos, símbolos y textos; la autocomprensión coincide
en última instancia con la interpretación aplicada a estos términos mediado­
res. Al pasar de uno a otro, la hermenéutica se libera progresivamente del
idealismo con el que Husserl había intentado identificar la fenomenología.
Sigamos pues las fases de esta emancipación.
Mediación a través de los signos: se afirma así la condición originariamen­
te lingüística de toda experiencia humana. La percepción se dice, el deseo se
dice. Hegel lo había demostrado ya en la Fenomenología del espíritu. Freud
dedujo de ello otra consecuencia: que no hay experiencia emocional, por
oculta, disimulada o distorsionada que sea, que no pueda ser expuesta a la
claridad del lenguaje y para revelar su sentido propio favoreciendo el acceso
del deseo a la esfera del lenguaje. El psicoanálisis, como talk-cure, sólo se ba­
sa en esta hipótesis de la proximidad primordial entre el deseo y la palabra.
Y como la palabra se escucha antes de ser pronunciada, el camino más corto
entre mí y yo mismo es la palabra del otro, que me hace recorrer el espacio
abierto de los signos.
Mediación a través de los símbolos-, se entienden así las expresiones de do­
ble sentido que las culturas tradicionales han incorporado en la denomina­
ción de los elementos del cosmos (fuego, agua, viento, tierra, etcétera), de sus
dimensiones (altura y profundidad, etcétera), de sus aspectos (luz y tinieblas,

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32 DEL TEXTO A LA ACCIÓN

etcétera). Estas expresiones de doble sentido se añaden a símbolos universa­


les, a los que son propios de una sola cultura, y por último, a los que han sido
creados por un pensador particular, incluso por una obra singular. En este
último caso, el símbolo se confunde con la metáfora viva. Pero, a la inversa,
no hay quizá creación simbólica que no esté arraigada en última instancia en
el acervo simbólico común a toda la humanidad. Hace tiempo yo mismo es­
bocé una Simbólica del mal, basada totalmente en este papel mediador de
ciertas expresiones de doble sentido, tales como la mancha, la caída, la des­
viación, en la reflexión sobre la voluntad malvada. En ese momento, había
reducido la hermenéutica a la interpretación de los símbolos, es decir, a la
explicación del sentido segundo —a menudo oculto- de estas expresiones de
doble sentido.
Esta definición de la hermenéutica como interpretación simbólica me
parece hoy demasiado estrecha. Básicamente por dos razones que nos lleva­
rán de la mediación a través del símbolo a la mediación a través de los textos.
En primer lugar, sostuve que un simbolismo tradicional o privado sólo desa­
rrolla sus recursos de multivocidad en contextos apropiados, por consiguiente,
en el nivel de un texto entero, por ejemplo un poema. Además, el mismo
simbolismo da lugar a interpretaciones rivales, incluso en oposición polar, se­
gún si la interpretación pretende reducir el simbolismo a su base literal, a sus
fuentes inconscientes o a sus motivaciones sociales, o ampliarlo apelando a su
potencialidad máxima de sentidos múltiples. En un caso, la hermenéutica
pretende desmitificar el simbolismo desenmascarando las fuerzas no declara­
das que se ocultan en él; en el otro, el sentido más rico, el más elevado, el más
espiritual. Ahora bien, este conflicto de interpretaciones se produce igual­
mente en el nivel de un texto.
De todo ello resulta que la hermenéutica no puede definirse simplemen­
te como la interpretación de símbolos. Sin embargo, debemos mantener esta
definición como una etapa entre el reconocimiento muy general del carácter
lingüístico de la experiencia y la definición más técnica de la hermenéutica
como interpretación textual. Además, contribuye a disipar la ilusión de un
autoconocimiento intuitivo, al imponer a la autocomprensión el gran rodeo
a través del acervo de símbolos transmitidos por las culturas en cuyo seno
hemos accedido al mismo tiempo, a la existencia y a la palabra.
Por último, mediación a través de los textos. A primera vista, esta media­
ción parece más limitada que la mediación a través de los signos y los símbo­
los, que pueden ser simplemente orales e incluso no verbales. La mediación a

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ACERCA DE LA INTERPRETACIÓN 33

través de los textos parece reducir la esfera de la interpretación a la escritura y a


la literatura en detrimento de las culturas orales. Esto es cierto. Pero, lo que la
definición pierde en extensión, lo gana en intensidad. En efecto, la escritura
otorga recursos originales al discurso, tal como lo hemos definido en las pri­
meras páginas de este ensayo, en primer lugar identificándolo con la oración
(alguien dice algo sobre algo a alguien), luego caracterizándolo mediante la
composición de series de oraciones en forma de relato, poema o ensayo. Gra­
cias a la escritura, el discurso adquiere una triple autonomía semántica: respec­
to de la intención del hablante, de la recepción del público primitivo, y de las
circunstancias económicas, sociales y culturales de su producción. En este sen­
tido, lo escrito se libera de los límites del diálogo cara a cara y se convierte en
la condición del devenir texto del discurso. Corresponde a la hermenéutica in­
dagar las implicaciones que tiene este devenir texto para la tarea interpretativa.
La consecuencia más importante es que se pone definitivamente punto
final al ideal cartesiano, fichteano y, en parte también husserliano, de la
transparencia del sujeto para sí mismo. El rodeo a través de los signos y de
los símbolos se amplía y se altera a la vez en virtud de esta mediación a tra­
vés de los textos que se alejan de la condición intersubjetiva del diálogo. La
intención del autor ya no está inmediatamente dada, como pretende estarlo
la del hablante cuando se expresa en forma sincera y directa. Debe ser re­
construida al mismo tiempo que el significado del propio texto, como el
nombre propio que se da al estilo singular de la obra. Ya no se trata de defi­
nir la hermenéutica mediante la coincidencia entre el espíritu del lector y el
espíritu del autor. La intención del autor, ausente de su texto, se ha converti­
do en sí misma en un problema hermenéutico. En cuanto a la otra subjetivi­
dad, la del lector, es al mismo tiempo el fruto de la lectura y el don del tex­
to, y portadora de las expectativas con las que ese lector aborda y recibe el
texto. Por consiguiente, no se trata tampoco de definir la hermenéutica me­
diante la supremacía de la subjetividad del que lee por sobre el texto, es decir,
mediante una estética de la recepción. No serviría de nada reemplazar una
intentional fallacy (“falacia intencional”) por una affective fallacy (“falacia
afectiva”). Comprenderse es comprenderse ante el texto y recibir de él las
condiciones de un sí mismo distinto del yo que se pone a leer. Ninguna de
las dos subjetividades, ni la del autor, ni la del lector, tiene pues prioridad en
el sentido de una presencia originaria de uno ante sí mismo.
Una vez liberada de la supremacía de la subjetividad, ¿cuál puede ser la
primera tarea de la hermenéutica? A mi juicio, buscar en el texto mismo, por

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34 DEL TEXTO A LA ACCIÓN

una parte, la dinámica interna que rige la estructuración de la obra, y por


otra, la capacidad de la obra para proyectarse fuera de sí misma y engendrar
un mundo que sería verdaderamente la cosa del texto. Dinámica interna y
proyección externa constituyen lo que llamo el trabajo del texto. La tarea de
la hermenéutica consiste en reconstruir ese doble trabajo.
He presentado, entonces, el camino recorrido desde el primer supuesto,
el de la filosofía como reflexión, pasando por el segundo, el de la filosofía
como fenomenología, hasta el tercero, el de la mediación a través de los sig­
nos, luego a través de los símbolos y, por último, a través de los textos.
Una filosofía hermenéutica es una filosofía que asume todas las exigen­
cias de este largo rodeo y que renuncia al sueño de una mediación total, al
final de la cual la reflexión se igualaría de nuevo a la intuición intelectual en
la autotransparencia de un sujeto absoluto.

2. Puedo ahora tratar de responder a la segunda pregunta que antes plantea­


ba. Si estos son los supuestos característicos de la tradición a la que pertene­
cen mis trabajos, ¿cuál es, para mí, su lugar en el desarrollo de esa tradición?
Para responder a esta pregunta, me basta con aplicar la última definición
que acabo de dar de la tarea de la hermenéutica a las conclusiones a las que
llegábamos al final de la segunda parte.
La tarea de la hermenéutica, acabo de decir, es doble: reconstruir la diná­
mica interna del texto, y restituir la capacidad de la obra de proyectarse al
exterior mediante la representación de un mundo habitable.
Creo que a la primera tarea corresponden todos los análisis orientados a
articular entre sí comprensión y explicación en el plano de lo que he llamado
el sentido de la obra. Tanto en mis análisis del relato como en los de la metá­
fora, lucho en dos frentes: por una parte, rechazo el irracionalismo de la
comprensión inmediata, concebida como una extensión al terreno de los
textos de la intropatía mediante la cual un sujeto se introduce en una con­
ciencia extraña en la situación del cara a cara íntimo. Esta extensión indebi­
da alimenta la ilusión romántica de un vínculo inmediato de congenialidad
entre las dos subjetividades presentes en la obra, la del autor y la del lector.
Pero rechazo con idéntica fuerza un racionalismo de la explicación que ex­
tendería al texto el análisis estructural de los sistemas de signos característi­
cos no del discurso sino de la lengua. Esta extensión igualmente indebida
engendra la ilusión positivista de una objetividad textual cerrada en sí mis­
ma e independiente de la subjetividad del autor y del lector. A estas dos acti­

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ACERCA DE LA INTERPRETACIÓN 35

tudes unilaterales, he opuesto la dialéctica de la comprensión y la explicación.


Entiendo por comprensión la capacidad de continuar en uno mismo la labor
de estructuración del texto, y por explicación la operación de segundo grado
incorporada en esta comprensión y que consiste en la actualización de los có­
digos subyacentes en esta labor de estructuración que el lector acompaña. Es­
te combate en dos frentes contra una reducción de la comprensión a la intro-
patía y una reducción de la explicación a una combinatoria abstracta, me
lleva a definir la interpretación mediante esta misma dialéctica de la com­
prensión y la explicación en el plano del sentido inmanente al texto. Esta ma­
nera específica de responder a la primera tarea de la hermenéutica tiene la
gran ventaja, a mi juicio, de preservar el diálogo entre la filosofía y las cien­
cias humanas, diálogo que cortan, cada uno a su manera, los dos modos es­
trechos de la comprensión y la explicación que rechazo. Ésta sería mi primera
contribución a la filosofía hermenéutica de la que provengo.
En los párrafos anteriores, me ocupé de situar mis análisis del sentido de
los enunciados metafóricos y del sentido de las tramas narrativas en el tras-
fondo de la teoría del Verstehen (comprender), limitada a su uso epistemoló­
gico, en la tradición de Dilthey y de Max Weber. La distinción entre sentido
y referencia, aplicada a estos enunciados y a estas tramas, me permite atener­
me provisoriamente a este logro de la filosofía hermenéutica, que no me pa­
rece de ninguna manera que haya quedado abolido por el desarrollo ulterior
de esta filosofía con Heidegger y Gadamer, en el sentido de una subordina­
ción de la teoría epistemológica a la teoría ontológica del Verstehen. No quiero
olvidar la fase epistemológica, cuya apuesta sigue siendo el diálogo de la filo­
sofía con las ciencias humanas, ni descuidar este desplazamiento de la proble­
mática hermenéutica, que desde ahora pone el acento en el ser en el mundo y
en la pertenencia participativa que precede a toda relación de un sujeto con el
objeto que tiene delante.
Quisiera situar mis análisis sobre la referencia de los enunciados metafóri­
cos y de las tramas narrativas en el marco de la nueva ontología hermenéuti­
ca. Confieso gustosamente que estos análisis presuponen continuamente la
convicción de que el discurso no es nunca for its own sake, para su propia glo­
ria, sino que trata, en todos sus usos, de llevar al lenguaje una experiencia, un
modo de vivir y de estar-en-el-mundo que lo precede y pide ser dicho. Esta
convicción de la precedencia de un ser que pide ser dicho respecto de nuestro
decir explica mi obstinación por descubrir en los usos poéticos del lenguaje el
modo referencial apropiado a esos usos, mediante el cual el discurso continúa

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36 DEL TEXTO A LA ACCIÓN

tratando de decir el ser, aun cuando parece haberse replegado en sí, para cele­
brarse a sí mismo. Este empeño por quebrar el cierre del lenguaje sobre sí lo
heredé de Sein und Zeit de Heidegger y de Wahrheit und Methode, de Gada-
mer. Aunque me atrevo a pensar que la descripción que propongo de la refe­
rencia de los enunciados metafóricos y de los enunciados narrativos añade a
esta vehemencia ontológica una precisión analítica que le falta.
En efecto, bajo el signo de lo que acabo de llamar el empeño ontológico
en la teoría del lenguaje, me ocupo de dar un alcance ontológico a la preten­
sión referencial de los enunciados metafóricos: así, me atrevo a decir que ver
algo como es poner de manifiesto el ser-como de la cosa. Pongo el “como” en
posición de exponente del verbo ser, y hago del ser-como el referente último
del enunciado metafórico. Esta tesis tiene indiscutiblemente el sello de la
ontología posheideggeriana. Pero, por otra parte, creo que la constatación
del ser-como no podría separarse de un estudio detallado de los modos refe-
renciales del discurso y requiere un tratamiento propiamente analítico de la
referencia indirecta, sobre la base del concepto de split reference (“referencia
partida”) recibido de Román Jakobson. Mi tesis sobre la mimesis de la obra
narrativa y mi distinción de sus tres estadios —prefiguración, configuración y
transfiguración del mundo de la acción por el poema—expresan el mismo
deseo de unir la precisión del análisis con la constatación ontológica.
Esta preocupación que acabo de expresar se suma a la que expuse antes:
no oponer comprender y explicar en el plano de la dinámica inmanente de
los enunciados poéticos. Tomadas en conjunto, estas dos inquietudes mues­
tran mi deseo de que al trabajar por el progreso de la filosofía hermenéutica
haya contribuido, por poco que sea, a suscitar un interés por ella entre los fi­
lósofos analíticos.

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Respuestas a algunas preguntas
Claude Lévi-Strauss

Paul Ricoeur.— Las preguntas de carácter metodológico que quisiera plantearle son de
tres tipos. Los tres se refieren a la posibilidad de coordinar su método científico, el estruc-
turalismo entendido como ciencia, con otros modos de comprensión que no se tomarían
de un modelo lingüístico generalizado, sino que consistirían en una recuperación del sen-
tido mediante un pensamiento reflexivo o especulativo, en una palabra, mediante lo que
yo mismo he llamado hermenéutica.
La primera pregunta se refiere a la intransigencia del método, a su compatibilidad
o incompatibilidad con otros modos de comprensión. Esta pregunta metodológica mefiíe
sugerida directamente por la meditación de sus propios ejemplos: me he preguntado hasta
qué punto el éxito de su método no se ha vistofizvorecidopor el área geográfica y cultu-
ral en la que sefiínda, a saber, la del antiguo totemismo, la de la «ilusión totémica», que
se caracteriza, precisamente, por la extraordinaria exuberancia de los ordenamientos sin-
tácticos y quizás, en cambio, por la gran pobreza de sus contenidos. ¿No explica este con-
traste el hecho de que el estructuralismo triunfe con una gran facilidad en estas zonas, en
el sentido de que apenas deja un problema sin respuesta?
Mi segunda pregunta, en tal caso, consiste en saber si hay una unidad del pensa-
miento mítico, si no hay otras formas del pensamiento mítico que se acomodarían menos
fácilmente al estructuralismo.
Esta duda me lleva a la tercera pregunta: ¿En qué se convierte, en junción de otros
modelos, la relación estructura-acontecimiento, la relación sincronía-diacronía? En un sis-
tema en el que la sincronía es más inteligible, la diacronía se presenta como una pertur-
bación, como aquello que acentúa lafragilidaddel sistema. Estoy pensando en lafrasede
Boas, que a usted le gusta citar, sobre el desmante¡amiento ík los universos míticos, que se
vienen abajo apenasformados porque su solidez es instantánea y sólo existe, en cierto modo,
en la sincronía. Sucede todo lo contrario si reflexionamos sobre las organizaciones menta-
les que surgen, no de la relación existente entre la diacronía y la sincronía, sino de la exis-
tente entre la tradición y el acontecimiento. Esta tercera pregunta se une a la de la histori-
cidad, que constituye el objeto de su discusión con fean-Paul Sartre al final del libro^.

' C. Lévi-Strauss, La Pernee sauvage, París, Plon, 1962. Trad. cast.: El pensamiento salvaje, México, F.C.E., 1964
(N. del T ) .

437
En nuestro seminario, además, hemos discutido sobre la fibsofia implícita en su
método, aunque sin detenemos mucho en ello, pues pensamos que no era justo respecto a
su obra entrar de lleno en el ámbito de lafilosofía.Por mi parte, creo que no hay por qué
pasar rápidamente a discutir la filosofía estructuralista, con el objeto de detenerse en el
método estructural. Propongo, por tanto, que dejemos para el final de la discusión las
diferentes posibilid¿uiesfilosóficasque usted compagina, a mi juicio, de un modo incier-
to: ya se trate de la renovación de lafilosofia dialéctica o, por el contrario, de una especie
de combinatoria generalizada, o, por último, como usted mismo señala, de un materia-
lismo puro y simple, en el que todas las estructuras son naturales.
Este es el conjunto de preguntas que me permito plantearle, dejando que las consi-
dere según su propio parecer.

Claude Lévi-Strauss.— Me parece que un libro es siempre un niño nacido pre-


maturamente. Tengo la impresión de que se trata de una criatura demasiado repug-
nante en comparación con la que hubiera deseado traer al mundo, y no me siento
muy orgulloso de presentarla a la mirada de los demás. Por eso, no vengo aquí con
una actitud beligerante a defender encarnizadamente posiciones cuya precariedad
soy el primero en constatar, y que el trabajo de Ricoeur pone en evidencia muy acer-
tadamente.
Permitidme una observación inicial. Hay una especie de malentendido, del que
sólo yo soy responsable, acerca del lugar que ocupa este libro en el conjunto de mis
trabajos. De hecho, no se trata —y retomo en este punto las expresiones de Ricoeur-
de «la última etapa de un proceso gradual de generalización», de «una sistematiza-
ción terminal» o de «un estadio terminal». Se puede creer tal cosa, pero de hecho se
trata de algo muy distinto. Del mismo modo en que El totemismo en la actuali-
doíí' es el prefacio de El pensamiento salvaje, como ya he explicado, éste es el prefa-
cio de un libro más importante; pero, como cuando escribía aquél no estaba seguro
de comenzar alguna vez este otro libro, preferí no decirlo para no correr el riesgo
de tener que retractarme. En mi pensamiento, se trata, más bien, de una especie de
pausa, de alto en el camino, de un momento para tomar aliento en el que me aven-
turo a contemplar el paisaje circundante; un paisaje al que no iré, al que no puedo y
al que no quiero ir: ese paisaje filosófico que diviso en la lejanía; pero que apenas pre-
ciso, pues no se encuentra en mi itinerario.
Se trata de hacer una pausa; pero, ¿entre qué momentos.' Entre dos etapas de una
misma empresa, que podría definirse como una especie de inventario de esquemas
mentales, como un intento de reducir lo arbitrario a un orden, de descubrir una nece-
sidad inmanente a la ilusión de la libertad. En Las estructuras elementales del parentes-
co', el^í un ámbito que podía distinguirse, a primera vista, por su carácter incoherente
y contingente, y traté de hacer ver que se podía reducir a un número muy pequeño de
proposiciones significativas. Sin embargo, esta primera experiencia resultaba insufi-
ciente, pues en el ámbito del parentesco los esquemas no son de orden puramente

^ C. Lévi-Strauss, Le totémisme aujourd'hui, París, RU.E, 1962. Hay versión casteüana; El totemismo en la
actualidad, México, F. C E., 1971 (N. d e l T ) .
* C. Lévi-Strauss, Les structures éUmentaires de la párente, París, P.U.F., 1949. Trad. cast.: Las estructuras ele-
mentales del parentesco, México, Paidós, 1983 (N. del T.).

438
interno. Lo que quiero decir es que no es cierto que éstos se originen exclusivamente
en la estructura del espíritu: pueden ser fruto de las exigencias de la vida social y del
modo en que ésta imponga sus propios esquemas al ejercicio del pensamiento.
La segunda etapa, que estará dedicada por completo a la mitología, tratará de
salvar ese obstáculo, pues me parece que es precisamente en el terreno de la mitolo-
gía, en el que el espíritu se abandona, con mayor libertad, a su espontaneidad crea-
dora, donde será interesante comprobar si éste líltimo se somete o no a leyes. Res-
pecto al parentesco y a las reglas del matrimonio podía plantearse el problema de
saber si los esquemas provenían de fuera o de dentro. Esta duda ya no es posible res-
pecto a la mitología: si, en este ámbito, el espíritu se encuentra encadenado y deter-
minado en todas sus operaciones, afortiori, ha de estarlo en todas partes.
También le estoy agradecido a Ricoeur especialmente por haber subrayado la
similitud que puede existir entre mi empresa y la del kantismo. Se trata, en resumi-
das cuentas, de una transposición de la investigación kantiana al ámbito etnológico,
con la diferencia de que, en lugar de emplear la introspección o de reflexionar sobre
el estado de la ciencia en la sociedad concreta en la que el filósofo se encuentra
emplazado, nos dirigimos a los límites: investigamos lo que puede haber en común
entre hombres que nos parecen sumamente alejados, y el modo en que trabaja nues-
tro propio entendimiento; tratando, de ese modo, de poner de relieve las propieda-
des fundamentales y determinantes de todo entendimiento, sea el que sea.
Esto es lo que quería decir en primer lugar. Paso ahora a la primera pregunta
planteada por Ricoeur, que, a mi juicio, domina su estudio, a saber, la de si la mito-
logía tiene una única explicación.
Hay algo en su argumentación que me ha desazonado un poco. A mi juicio,
dicha argumentación, lógicamente, no es propia de alguien que se encuentra en la
situación de Ricoeur, sino de un «ultra», por así decirlo, de El pensamiento salvaje, que
hubiera podido reprocharme no haber incluido en su jurisdicción la Biblia, la tradi-
ción helénica y algunas otras. Pues bien, hay que elegir una de estas opciones: o bien
estas obras pertenecen al pensamiento mítico, y si se está de acuerdo en que el méto-
do sirve para analizar este pensamiento, se ha de concluir que vale también para ellas;
o se considera que, en este caso, el método no se puede aplicar, y, por ello, se las
excluye del reino del pensamiento mítico. Consiguientemente, se tendría que estar
de acuerdo conmigo por haberlas dejado fuera.
De hecho, mi posición es extremadamente prudente y trato continuamente de
matizarla. No postulo de ningún modo que, en todo lo que podemos englobar suma-
riamente con el término de «pensamiento mítico» -incluso la expresión me parece-
ría demasiado limitada—, todo dependa de un único tipo de explicación. He tratado
de señalar aquellas cosas que me daban la impresión de poder ser consideradas desde
el análisis estructural, he estudiado esas cosas y me he abstenido cuidadosamente de
ir más lejos. Mi eminente colega inglés Edmund Leach, de la Universidad de Cam-
bridge, se ha entretenido en aplicar el análisis estructural a la Biblia en un estudio
cuyo título es significativo: «Lévi-Strauss in the Carden of Edén»"*. Se trata de un tra-

"* E. Leach, «Lévi-Strauss in the Carden of Edén: an examination of some recent developments in the analysis of
myth», en Tramactions ofthe New York Academy of Sciences, Serie 2, vol. XXIIL n." 4, 1961, pp. 386-396 (N. del T ) .

439
bajo muy brillante y, sólo en parte, de un juego. Por mi parte, vacilaría mucho antes
de emprender una empresa del mismo género, por escrúpulos similares a los mani-
festados por Ricceur. En primer lugar, porque el Antiguo Testamento, que emplea
evidentemente materiales míticos, los recupera con vistas a un fin distinto al que
tuvieron originalmente. Los redactores, sin duda alguna, los deformaron al interpre-
tarlos. Estos mitos fueron sometidos, por consiguiente, como dice acertadamente
Ricceur, a una operación intelectual. Habría que comenzar realizando un trabajo pre-
liminar, con la intención de encontrar el residuo mitológico y arcaico que subyace
en la literatura bíblica, tarea que sólo puede ser llevada a cabo, evidentemente, por
un especialista. En segundo lugar, me parece que una tarea de este calibre implica
una especie de círculo vicioso vinculado al hecho de que, a mi modo de ver —y qui-
zás sea éste uno de los puntos de desacuerdo con Ricceur-, los símbolos —por recu-
perar un término al que tiene especial cariño— nunca presentan un significado
intrínseco. Su sentido sólo puede ser «posicional», y, por consiguiente, no podemos
acceder a él mediante los mitos, sino haciendo referencia al contexto etnográfico, es
decir, a lo que podemos conocer del tipo de vida, de las técnicas, de los ritos y de
la organización social de las sociedades cuyos mitos queremos analizar. En el caso
del antiguo judaismo, nos enfrentaríamos a una situación paradójica, pues el con-
texto etnográfico ha desaparecido casi por completo, salvo, precisamente, el que
podemos obtener de los textos bíblicos. Todas nuestras hipótesis descansan, por
tanto, sobre una petición de principio. Lo que acabo de decir acerca de la Biblia
puede aplicarse a otras ftientes mitológicas: los grandes textos de la antigua India,
los clásicos de la protohistoria japonesa, Kojiki y Nihongi, y muchas otras cosas.
Hay, por consiguiente, un buen número de materiales que, repito, no he querido
abordar: por una parte, debido a la ausencia de contexto etnográfico, y, por otra,
debido a que necesitarían una exégesis previa, que el etnólogo no está capacitado
para llevar a cabo.
Incluso en la mitología de la que tratará, casi íntegramente, mi próximo libro,
a saber, la de América tropical, aprecio niveles heterogéneos. Además, prefiero dejar
a un lado algunos textos, al menos provisionalmente, debido a que su organización
interna parece depender de otros principios; en América del Sur, existe una literatu-
ra mezclada con los mitos casi en forma de novela que, tal vez, sea susceptible de ser
analizada estructuralmente, pero mediante un análisis estructural transformado y
mucho más preciso que, por el momento, no me atrevo a llevar a cabo.
Consiguientemente, desde este punto de vista, hay que ser prudente: se aborda
aquello que parece posible abordar con éxito en un momento determinado. El resto
se reserva hasta que lleguen tiempos mejores, hasta que el método dé prueba de sus
aptitudes. A mi juicio, esta reserva es característica de toda empresa que quiera ser
científica. Si se hubiera comenzado el estudio de la materia con una teoría de la cris-
talización, muchos físicos hubiesen podido decir: «éstos no son los únicos estados de
la materia, hay otros de los que no sois capaces de dar cuenta». A lo cual, sin duda,
los cristalógrafos arcaicos hubiesen replicado: «Sí, pero se trata de las propiedades
más bellas, o más simples, de las propiedades que nos ofrecen una especie de atajo
hacia la estructura, y, por este motivo, aplazamos, por el momento, el problema de
saber si el estudio de los cristales explica toda la matetia o si hay otras cosas que
hemos de consideran).

440
Por lo que se refiere a las objeciones filosóficas, que comento rápidamente, dado
que RiccEur desea que se las deje a un lado por el momento, él mismo ha subrayado
su aspecto apenas «esbozado», su carácter incierto. Estoy completamente de acuerdo
con él. No pretendía desarrollar una filosofía. Sencillamente, intenté darme cuenta,
en beneficio propio, de las implicaciones filosóficas de algunos aspectos de mi tra-
bajo. Diré, sólo de pasada, que donde Ricceur ve dos filosofías tal vez contradicto-
rias, la que se aproxima al materialismo dialéctico y acepta la primacía de la praxis,
por una parte, y, por otra, la que se inclina al materialismo a secas, yo veo, más bien,
dos etapas de una misma reflexión; pero sólo concedo a todo esto una importancia
secundaria y estoy dispuesto, en este punto, a dejarme reprender por los filósofos.
Asimismo, estoy completamente de acuerdo con Ricoeur cuando define -sin
duda alguna para criticarla- mi posición como «un kantismo sin sujeto trascenden-
tal». Esta deficiencia le lleva a acoger mi propuesta con reserva, mientras que a mí
nada me impide aceptar su expresión.
Atiendo, ahora, a lo que, a mi juicio, es la objeción fundamental; objeción que
RiccEur repite reiteradamente y que yo mismo había anotado en su texto junto a esta
significativa frase: «Encontramos -dice- que una parte de la civilización, precisa-
mente aquella de la que no procede nuestra cultura, se presta mejor que ninguna otra
a la aplicación del método estructural». Se plantea, en este punto, un problema con-
siderable. ¿Se trata de una diferencia intrínseca entre dos tipos de pensamiento y de
civilización o, sencillamente, de la posición relativa del observador, que no puede
adoptar, frente a su propia civilización, la misma perspectiva que le parece normal
ante una civilización diferente? Dicho de otro modo, como miembro de mi civiliza-
ción, que trata de asimilar esa tradición mítica, que se ha alimentado de ella, com-
parto la inquietud de Ricoeur, su convicción de que, si quiero aplicar mi método a
los textos míticos de nuestra propia tradición (lo que, por otra parte, evito con mucho
cuidado), me daré cuenta de que siempre queda un resto, un residuo irreductible que
no podré suprimir; pero me pregunto si, un sabio indígena que leyera El pensamien-
to salvaje y observara el modo en que he tratado sus propios mitos, no me haría, con
razón, exactamente la misma objeción. Cuando Ricceur opone en su texto el tote-
mismo y el kerigmatismo (palabra cuyo sentido entre los filósofos y los teólogos
actuales no conozco bien, pero que, si la considero etimológicamente, conlleva la
idea de una promesa, de un anuncio), siento la necesidad de preguntarle lo siguien-
te: ¿qué resulta más «kerigmático» que los mitos totémicos australianos, que también
se ftindan en acontecimientos como la aparición del antepasado totémico en un
punto concreto del territorio o sus peregrinaciones, que han santificado cada lugar
con un nombre y que definen, para cada indígena, los motivos de un apego perso-
nal que da un significado profundo al territorio, y que conllevan, al mismo tiempo,
con la condición de que se siga siendo fiel a dicho territorio, una promesa de felici-
dad, una garantía de salud y la certeza de la reencarnación? Esas profundas convic-
ciones se encuentran en todos aquéllos que interiorizan sus propios mitos, pero no
pueden ser percibidas y, por ello, han de ser dejadas a un lado por quienes las estu-
dian desde fiíera. De tal modo que, frente a esta especie de trato que se me propo-
ne, y que consiste en cambiar un ámbito donde el análisis estructural regiría por
completo por otro donde su poder se encontraría limitado, me pregunto si, en caso
de aceptarlo, dicho trato no me llevaría, si no a introducir de nuevo la distinción tra-

441
dicional entre mentalidad primitiva y mentalidad civilizada, al menos a hacerlo de
un modo más reducido, en miniatura, por así decirlo, es decir, si no me llevaría a dis-
tinguir dos tipos de pensamiento salvaje: el que compete por completo al análisis
estructural y el que conlleva algo más. No me decido a aceptar el trato porque me
ofrecería más de lo que puedo asumir.
Tal vez no lo he señalado suficientemente en mi libro: lo que he intentado defi-
nir como «pensamiento salvaje» no puede atribuirse en sentido propio a nadie, ya se
trate de una porción o de un tipo de civilización. No tiene carácter predicativo algu-
no. Más bien, digamos que, con el nombre de pensamiento salvaje, designo el siste-
ma de postidados y de axiomas requeridos para fimdar un código que permite tra-
ducir, con el mayor rendimiento posible, «lo otro» en «lo nuestro» y, recíprocamente,
el conjunto de las condiciones en las que podemos comprendernos mejor; natural-
mente, siempre con un residuo de incomprensión. En el fondo, mi intención es con-
siderar al «pensamiento salvaje» el punto de encuentro, el fruto de un esfrierzo de
comprensión, de mí colocándome en su lugar y de ellos colocados por mí mismo en
mi lugar. Los circunloquios más apropiados para examinar su naturaleza harían refe-
rencia a las nociones de lugar geométrico, de denominador común, de máximo
común múltiplo, etc., que excluyen la idea de algo que pertenece intrínsecamente a
parte de la humanidad, o de algo que la definiría absolutamente. De tal modo que,
en el fondo, estoy totalmente de acuerdo con lo que dice Ricceur, excepto en que el
principio de la diferencia que postula no se encuentra, a mi juicio, en los pensa-
mientos en sí mismos, sino en las distintas situaciones en las que el observador se
encuentra frente a esos pensamientos.

Paul Ricoeur.— Ese cambio de observadores no me resulta completamente satisfacto-


rio, especialmente si me remito a su propia obra. Hay diferencias en el propio objeto de
estudio que no podrían horrarse con un cambio de papeles entre el observador y el obser-
vado. Se trata de caracteres objetivos que, en la época del totemismo clásico, garantizaban
las relaciones diacrónicasy sincrónicas óptimas en un conjunto cultural. El punto de vista
del observador no es, por consiguiente, lo que distingue un conjunto mítico de otro; difie-
ren desde el mismo punto de vista. Por ello, todos se prestan a la aproximación estructu-
ralista, aunque con distintos grados de éxito. Al final de mi estudio, he mostrado que no
existe una simbólica rutural, que un simbolismo sólo funciona en una economía de pen-
samiento, en una estructura. Por esa razón, nunca podrá hacerse hermenéutica sin estruc-
turalismo. El problema que me planteo consiste en saber si existen gradas, de éxito si usted
quiere, que corresponden al carácter prioritario de la sincronía sobre la diacroníay que con-
dicionan su tarea como estructuralista. No creo que se trate de un problema observacional:
la temporalidad no tiene en todas partes el mismo significado. A mijuicio, cuando dice, pre-
cisamente, que la sincronía esfuerte y la diacroníafrápl, no creo que su afirmación sea fruto
de la posición del observador, sino de la constitución del conjunto que estudia.

Claude Lévi-Strauss.— Exactamente. La explicación ha de buscarse en el hecho de


que usted asigna al adjetivo «totémico» un significado mucho más amplio que el que
yo le doy. Como etnólogo, empleo el término en un sentido técnico y restringido.
He notado, en efecto, que, a lo largo de su artículo, establece una especie de equiva-
lencia entre «pensamiento totémico» y «pensamiento salvaje». A mi juicio, la relación

442
es diferente: el totemismo surge del pensamiento salvaje -he insistido mucho en
ello—, pero éste último desborda ampliamente el marco del sistema religioso y jurí-
dico que se pretende aislar, falsamente por otra parte, con el nombre de totemismo.
Por tanto, cuando señalo el «vacío totémico» de las grandes civilizaciones de Europa
y de Asia, no quiero decir que no se encuentren, con otras formas, los rasgos distin-
tivos del pensamiento salvaje. Ambos problemas no se plantean en el mismo plano.
Si el fondo de su argumento quiere decir que existe una diferencia objetiva entre
nuestra civilización y las de los pueblos sin escritura, a saber, que la primera acepta
la dimensión histórica y que las otras la rechazan, estaremos de acuerdo, pues he
insistido en ello en numerosas ocasiones. Pero me parece que no hablamos exacta-
mente de la misma historia: esa temporalidad que usted introduce como una pro-
piedad intrínseca de algunas formas de pensamiento mítico no es necesariamente
una función de la historicidad objetiva de nuestras civilizaciones occidentales ni del
modo en que «historizan» su devenir. Conocemos muchos mitos «historizados» en el
mundo. Es sorprendente, por ejemplo, que la mitología de los indios Zuñi del su-
doeste de Estados Unidos haya sido «historizada» (a partir de materiales que, por otra
parte, no son del mismo grado) por teólogos indígenas de un modo comparable a
como otros teólogos lo han hecho a partir de los mitos de los antepasados de Israel.
Me parece, por tanto, que la diferencia, según se presenta en su estudio, no depen-
de tanto de la existencia de una historia en la mitología (pues incluso los mitos aus-
tralianos más «totémicos» cuentan una historia, suceden en el tiempo), cuanto del
hecho de que esa historia existe, ya sea encerrada en sí misma, aherrojada por el mito,
o como una puerta abierta hacia el futuro.

Paul Ricoeur— ¿Cree que es accidental que los estratos prehelénico, indoeuropeo y
semítico, precisamente, hayan posibilitado todas las reinterpretaciones que nos han ofre-
cido losfilósofos,los teólogos, etc.? ¿No depende todo ello, precisamente, de una riqueza
de contenido que requiere una reflexión sobre la semántica antes que sobre la sintaxis? El
hecho de admitir la unidadprofiínda del ámbito mítico conlleva también, retroactiva-
mente, que podamos aplicar al totemismo otros métodos distintos al suyo, que podamos
reflexionar sobre lo que dicen y no simplemente sobre el modo en que lo dicen, pues su
decir está lleno de sentido, cargado defilosofíaslatentes, y, por consiguiente, podríamos
esperar la llegada del Hegel o del Schelling del totemismo.

Claude Lévi-Strauss.- Se ha intentado, pero no ha dado buenos resultados.

Paul Ricasur.— Pero si no me comprendo mejor al comprenderles, ¿puedo seguir


hablando de sentido? Si el sentido no es un segmento de la autocomprensión, no sé en qtié
consiste.

Claude Lévi-Strauss.— Dado que, en este caso, nos encontramos presos de la sub-
jetividad, no podemos, a la vez, tratar de comprender las cosas desde dentro y desde
fuera; sólo podemos comprenderlas desde dentro cuando hemos nacido dentro,
cuando estamos efectivamente dentro. La empresa consistente en intentar trasladar
-si así puede decirse- una interioridad particular a una interioridad general me pare-
ce de antemano bastante comprometida. Hay un punto en el que, a mi juicio, nos

443
distanciamos bastante. Dice usted en su artículo que El pensamiento salvaje opta por
la sintaxis en vez de por la semántica. Para mí, no se da tal elección. No se da por-
que la revolución fonológica, que usted menciona en varias ocasiones, consiste en el
descubrimiento de que el sentido siempre es fruto de la combinación de elementos
que, en sí mismos, no son significativos. Por consiguiente, usted trata de encontrar
-espero no tracionarle en este punto, pues usted mismo lo dice de este modo e inclu-
so lo reivindica— un sentido del sentido, un sentido detrás del sentido, mientras que,
desde mi perspectiva, el sentido nunca es un fenómeno primario: el sentido siempre
puede ser reducido a elementos no-significativos. Dicho de otro modo: detrás de
todo sentido hay un sinsentido, y lo contrario no es verdadero. Para mí, el significa-
do es siempre fenoménico.

Marc Gaboriau— Se ha hablado algo de la historia, de la «diacronta». Quisiera


plantear algunas preguntas sobre este tema, referidas en concreto a los problemas de la
«diacronta». ¿Cómo puede ser que una socieeiad dada se transforme a lo largo del tiem-
po? En algunas partes de su obra —concretamente en Antropología estructural y en su
prefacio a Sociología y antropología de Mauss-^ insiste en el hecho de que hay que bus-
car los factores de transformación, no en los sistemas sociales considerados aisladamente
(sistema de parentesco, mitolo^a, etc.), sino en el modo en que éstos se superponen y arti-
culan. Esto constituye, a su juicio, una serie defactores que hay que estudiar antes de con-
siderar las influencias extemas. Quisiera pedirle que aclarase esta primera serie de facto-
res. Al final de Antropología estructural, introduce el concepto de «estructura de
subordinación»; pero me parece que al emplear este término habla de dos cosas diferentes:
por una parte, de las desigualdades sociales (poligamia, privilegios, etc.), por otra, parece
designar en ocasiones con ese término la superposición de los diferentes sistemas que cons-
tituyen una sociedad. ¿Podría precisar este tema?

Claude Lévi-Strauss.— Me plantea dos preguntas, ¿no es así? En primer lugar, la


pregunta general. Confieso que me siento incapaz de responderle. Creo que la etno-
logía, la sociología y las ciencias humanas en su conjunto no pueden responderle,
pues las sociedades evolucionan por lo general bajo el efecto de factores externos, que
dependen de la historia y no de un análisis estructural. Por tanto, para elaborar una
teoría de la evolución social, habría que haber observado numerosas sociedades que
hubieran permanecido al abrigo de toda influencia de tipo externo (y cuando digo
«externo», no hablo simplemente de la acción de otras sociedades, sino de fenóme-
nos biológicos o de otra clase), lo cual es evidentemente imposible. Digo a menudo
a mis estudiantes que no hubiera habido un Darwin si no hubiese existido antes un
Linneo; no se hubiera podido plantear el problema de la evolución de las especies si
no se hubiese comenzado definiendo lo que entendemos por especie y haciendo una
tipología. Ahora bien, estamos lejos de poseer y quizás nunca poseeremos una taxo-
nomía de las sociedades que sea comparable a las taxonomías prelinneanas, como la

' C. Lévi-Strauss, Anthropolope structuraU, París, Plon, 1974. Trad. cast.: Antropología estntctuml, Buenos Aires,
Eudeba, 1973, 5." ed.; C. Lévi-Strauss, «Introduaion a l'oeuvre de Marcel Mauss», en M. Mauss, Sociolope et anthro-
poiope, París, P.U.F., 1950. Trad. cast.: Sociología y antropología, Madrid, Tecnos, 1991, pp. 13-42 (N. dclT.).

444
de Tournefort. Por consiguiente, creo que sobre estos problemas podemos hacer
especulaciones —lo cual no es inútil-, pero nunca diremos algo realmente serio.
Respecto a la otra pregunta, si hay un equívoco en mi texto -confieso que no lo
tengo muy presente-, me disculpo. Se trata de una traducción del inglés, pues lo
escribí directamente en esa lengua. Me parece, no obstante, que acotaba la expresión
«estructura de subordinación» oponiéndola a las «estructuras de comunicación».
Quería decir de ese modo que existen en la sociedad dos grandes tipos de estructu-
ras: las estructuras de comunicación, que son biunívocas, y las estructuras de subor-
dinación, que son unívocas e irreversibles. Puede ser que haya cierta ambigüedad
entre este sentido en particular y el que usted señala; pero no era esa mi intención.

Marc Gaboriau— Hay una ambigüedad, sobre todo si comparamos ese texto con
otros, especialmente con el prefacio a Mauss, donde usted trata de explicar las transfor-
maciones de las sociedades estudiando la articulación de diversos sistemas. Dice usted,
concretamente, que estos sistemas, debido a su propia naturaleza, nunca se pueden tra-
ducir íntegramente entre si, y que, por ello, una sociedad nunca puede permanecer idén-
tica a sí misma.

Claude Lévi-Strauss.— Sí, tratamos de buscar —dentro de una sociedad reducida


a cierto número de ordenamientos estructurales apilados unos sobre otros o imbri-
cados entre sí— los medios para restablecer especies de desequilibrios que explican por
qué una sociedad, aunque se encontrase al abrigo de influencias externas, «se move-
ría» de todos modos.

Mikel Dufrenne.— Quisiera regresar al problema de las relaciones existentes entre la


sintaxis y la semántica que se mencionaba hace un instante. Me pregunto si lo que acaba
de decir sobre el hecho de que, para usted, el sentido siempre es algo secundario respecto a
un dato premitico y no significativo, no es negado, en buena medida, por sus propios aná-
lisis. Cuando muestra —por ejemplo, en el análisis del mito de Asdiwal llevado a cabo en
la Escuela Práaica de Altos Estudios de París-^ que, en última instancia, al considerar
el comportamiento de los Tsimshian y especialmente de las mujeres ante el pez, el hombre
se identifica con dicho pez, este hecho se convierte en algo repentinamente esclarecedor
para entender el resto del mito. Tenemos la impresión de que el análisis previo, realizado
mediante parejas de opuestos (alto-bajo, este-oeste, mar-montaña, etc.), preparaba, en
cierto modo, esta especie de alumbramiento final del sentido, en el que el sentido se da de
otro modo, mediante una especie de toma de conciencia inmediata en la que dicho sen-
tido no es el resultado de un análisis sintáctico. Aunque es cierto que, en matemáticas,
para un pensamiento verdaderamente formal, la semántica, en cierto modo, se encuentra
siempre en el nivel de la sintaxis, subordinada a ésta última, me pregunto si, por el con-
trario, en un análisis como éste o asimismo en el de Edipo (donde muestra de pronto que

^ Vid. C. Lévi-Strauss, «La Geste d'Asdiwal», en Annuaire de l'Écok pmtique des hautes éttides (Sciences Religieu-
ses), 1958-1959, pp. 3-43. Publicado más tarde en Le Temps Modemes, n.» 179, marzo 1961 y en E. R. Leach, The
StructuralStudy ofMyth andTotemism, Londres, Tavistock, 1968. Trad. cast.: E. R. Leach, Btructuralismo, mitoy tote-
mismo, Buenos Aires, Nueva Visión, 1970 y en Antropología estructural 11, México, Siglo XXI, 1979. Cf. C. Lévi-
Strauss, «Asdiwal visitado de nuevo», en Palabra dada, Madrid, Espasa-Calpe, 1984, pp. 116-122 (N. del T ) .

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Edipo, «pie hinchado», significa algo por si mismo, a saber, un modo de nacimiento que
se opone a otro), no hay una especie de desquite de la semántica respecto a la sintaxis, una
inmediatez de un sentido que no surge o se manifiesta lógicamente.

Claude Lévi-Strauss.— Tengo la impresión de que, en los ejemplos que cita usted,
el sentido no se percibe directamente, sino que se deduce, se reconstruye a partir de
im análisis sintáctico. En ese párrafo de «La Gesta de Asdiwal», si mis recuerdos son
exactos, demuestro que determinada relación sintáctica no es reversible (al contrario de
lo que sucede en la gramática, donde puede decirse tanto «Pedro mata el toro» como
«El toro mata a Pedro»). Debido a que ima proposición sólo es formidable en un sen-
tido, se pueden aventurar algunas hipótesis sobre el método secreto del pensamiento
indígena; pero, a pesar de todo ello, quien aventura dichas hipótesis soy yo. A mi jui-
cio, por tanto, se trata de ima «reconstrucción». Ahora bien, he de añadir, para res-
ponder a Dufrenne y a Ricoeur, que, desde luego, no excluyo en modo alguno —lo que
sería, por otra parte, imposible— esa recuperación del sentido a la que alude Ricoeur. La
diferencia reside quizás en que, para mí, dicha recuperación se presenta como un
medio suplementario del que disponemos para intentar controlar a destiempo la vali-
dez de nuestras operaciones sintácticas. Dado que hacemos «ciencias humanas», dado
que esmdiamos a los hombres, podemos darnos el lujo de tratar de ponernos en su
lugar. Pero se trata de la última oportimidad, de la últíma sadsfacción que nos conce-
demos al plantearnos la pr^imta «¿funciona esto asi?, ¿funciona así si lo experimento
en mí?». Por consiguiente, la recuperación del sentido, desde el pimto de vista del
método, me parece algo secimdario y derivado resf»ecto a la tarea esencial, que consis-
te en desmontar el mecanismo de un pensamiento objetivado. En este punto, lo mejor
que puedo hacer es retomar los propios términos de la crítica de Ricoeur, pues no me
parece que se trate de una crítica, sino, precisamente, de lo que intento hacer.

Paul Ricoeur.— Si el sentida que he recuperado de ese modo no amplia mi autocom-


prensión o la comprensión que tengo de las cosas, no merece ser llamado sentido. Ahora
bien, nada de esto puette suceiler si la investigación sintáctica se emprende en un fondo
de sinsentido, pues ¿no designan las palabras sentido y sinsentido los episodios de una
conciencia de la historia, que no consiste simplemente en la subjetividad de una cultura
mirando a otra, sino ciertamente en una etapa de la reflexión que trata de comprender
cualquier cosa? Dicho de otro modo, no tienen sentido simplemente los ordenamientos sin-
tácticos hechos por un observador extemo, sino los discursos particulares, aquello que se
dice. Comprendo que, para hacer ciencia, hay que limitarse a considerar sólo los ordena-
mientos que uno observa. De ese modo, se evita entrar en lo que he llamado «círculo her-
menéutico»; círculo que me convierte en uno de los segmentos históricos del contenido que
se interpreta a través de mí. Para hacer «ciencias humanas», es preciso que me encuentre
fuera de dicho círculo; pero si ese sentido no es el episodio de una reflexión fundamental
o de una antología fundamental (no quiero escoger aquí entre dos grandes tradiciones, la
de Kanty la de Hegel), ¿se puede seguir hablando de sentido y de sinsentido?

Claude Lévi-Strauss.- Me parece que vincula usted la noción de discurso y la de


persona. Pero, ¿en qué consisten los mitos de una sociedad? Constituyen el discurso de
esa sociedad, im discurso sin un emisor concreto y, por consiguiente, un discurso que

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se obtiene del mismo modo en que un lingüista que va a estudiar una lengua mal cono-
cida intenta elaborar su gramática sin preocuparse de saber quién dijo tal o cual cosa.

Paul Ricceur.— Pero, repito Lz pregunta anterior, si no me comprendo mejor al com-


prenderles, ¿puedo seguir hablando de sentido^ Si el sentido no es un segmento de la auto-
comprensión, no sé en qué consiste.

Claude Lévi-Strauss.- Me parece legítimo que un filósofo que plantea el proble-


ma desde la perspectiva de la persona haga esa objeción, pero no estoy obligado a
hacer lo mismo. ¿Qué es, a mi juicio, el sentido? Un sabor específico percibido por
la conciencia cuando prueba una combinación de elementos que por separado no
tendrían un sabor semejante. En ese caso, al igual que un científico, que trata de rea-
lizar en el laboratorio una combinación química, dispone de muchos medios para
cerciorarse de su éxito —el espectrógrafo y las reacciones, aunque no se contenta gene-
ralmente con esto: prueba la sustancia, reconoce su sabor característico y dice «sí, así
está bien»-, el etnólogo trata de recuperar también el sentido y de completar sus
pruebas objetivas mediante la intuición, pues es un ser dotado de sensibilidad y de
inteligencia, y dispone de ese medio. Intentamos, por consiguiente, reconstruir un
sentido. Lo reconstruimos a través de medios mecánicos, lo fabricamos y le quitamos
la cascara. Y más tarde, en la medida en que somos hombres, lo saboreamos.

Jean-Pierre Faye— Quisiera plantear una pregunta respecto a los mitos contemporá-
neos. Se trata de zonas del lenguaje en las que se mitifica la historia. En lugar de mitos
historizados, habrá en este caso «historias» (interpretaciones históricas) mitificadas. Con-
sideremos el caso de las ideologías nacionalistas alemanas en elperíodo comprendido entre
las dos guerras mundiales. Creo que hay aquí un ámbito al que pueden aplicarse sus cri-
ticas. Nos encontramosfrentea una especie de nimbo lingüístico, con una fuerte carga
biológica, muy próximo a lasformas de la mitología arcaica y en el que la historia se vier-
te por completo en el mito. Si se intenta hacer el mapa de estos diferentes lenguajes, se
obtiene, por una parte, una especie de topología, en la que dichos lenguajes presentan
intersecciones muy precisas. Por otra parte, se los puede tratar, igualmente, como trans-
formaciones de sentido. Al respecto, presentan dos rasgos destacables: cada uno de ellos
admite una transformación inversa. Por otra parte, la combinación o la composición de
dos de ellos da lugar a «algo» (a un significado) que sin duda pertenece, a su vez, a ese
conjunto ideológico, pues se trata de un pensamiento retrógrado que, en consecuencia, se
encierra en sí mismo. No podríamos encontrar ese «axioma del cierre» en otras ideologías
como, por ejemplo, el liberalismo o la izquierda marxista. En el caso de la ideología
nacionalista, que engloba el nacionalsocialismo de la Alemania de Weimary que se desig-
na a sí misma como el «Movimiento nacional», se puede apreciar ciertamente esa especie
de cierre que parece prestarse a un análisis estructural, si se toma la palabra «estructura»
en su sentido algebraico: un conjunto cualquiera tiene una estructura si posee una «ley de
composición» claramente definida.
Ahora, a pesar de todo, parece imponerse el problema del «residuo» que elude, par-
cialmente, esta formalización y que, en algunas ocasiones, resulta sorprendente. Podemos
tomar como ejemplo un simple adjetivo, un término típicamente ideológico, que adqui-
rió, en el ámbito del «Movimiento nacional», un sentido posicional muy determinado,

447
y muy alejado de su primer sentido, de su sentido etimológico; este término, que se politi-
zó por completo entre 1900y 1945, desaparecería más tarde casi totalmente del vocabu-
lario alemán. La palabra es volkisch''. ¿C^iié quiere decir? Deriva de la palabra Volk y
tendría que significar popular. Pero, de hecho, volkisch adquirió un valor posicional
completamente distinto en el ámbito nacionalsocialista (o, mejor dicho, «nacional revo-
lucionario» o «conservador revolucionario»). Digamos que significa algo parecido a lo que
en castellano entendemos por «racista». Pero, a su vez, esta palabra simboliza su propia
raíz, su etimología. Conlleva una especie de alusión a su primer sentido, en la medida en
que, en dicha palabra, se percibe el término subyacente Volk a partir del cual ha sido
creada. Encontramos distinciones que emplean los lingüistas en el terreno de la semánti-
ca: por una parte, se da un nivel lingüístico en el que el principio d£ lo arbitrario del
signo actúa plenamente, donde el signo es una pura moneda de cambio, completamente
convencional, en un circuito donde convenimos darle un valor (posicional); pero, por
otra, el signo se encuentra siempre vinculado a lo que algunos lingüistas llaman su moti-
vación etimológica, al «motivo» inicial que lo creó, aun cuando haya perdido su primer
significado. De este modo, volkisch ya no significa popular, sino racista. Su primer sig-
nificado sólo se percibe a través del último, y existe una especie dejuego entre ambos nive-
les. Ese juego funcionó de un modo muy preciso en el lenguaje político de la Derecha ale-
mana, conllevando un crecimiento de la participación afectiva. Lo cual permitió
bastantes malabarismos políticos, pues el hitlerismo jugaba con esa especie de valor
«izquierdista» de la palabra Volk, que conservaba su sentido etimológico, pero que posi-
bilitaba, al mismo tiempo, el desarrolla del valor ultranacionalista del racismo.
Este ejemplo concreto tal vez nos permita aproximarnos o captar la imbricación de
la participación afectiva con la red estructural. Se trata de un problema que, a mi juicio,
en la metodología del estructuralismo, se ha descartado provisional o definitivamente,
debido sin duda a las ligerezas o alas repeticiones inútiles y pesadas que se introdujeron
en etnología al seguir a Lévy-Bruhl Pero quizás se trate, por el contrario, en un segundo
análisis, en una segunda etapa, de un aspecto muy estimulante. Lo importante, precisa-
mente, en un caso como el del nazismo consiste en saber cómo es posible que una red ideo-
lógica aparentemente arbitraria, aparentemente confusa, no sólo funcione de un modo
muy preciso, desempeñe un papel social en última instancia muy concreto, exprese las con-
tradicciones de la situación histórica y socioeconómica, y traduzca la lógica de los intere-
ses enfrentados, sino que además entrañe un alto grado de participación y levante seme-
jante «ola de entusiasmo».

Claude Lévi-Strauss.— Estaría completamente de acuerdo con usted en pensar


que nada se asemeja más -desde un punto de vistaformal—a los mitos de las socie-
dades que llamamos exóticas o sin escritura que la ideología política de nuestras pro-
pias sociedades. Si intentásemos transponer el método estructural a nuestras socie-
dades, no tendríamos que aplicarlo, en primer lugar, a las tradiciones religiosas, sino
al pensamiento político. Ahora bien, ¿hay que privilegiar un pensamiento político
determinado? Vacilaría mucho en admitir algo así. Me parece, por ejemplo, que la
«mitología» de la Revolución Francesa presentaría ambigüedades similares a las que

' Vid. J. P. Faye, «Heidegger et la revolución», en Médiation, otoño 1961 (N. del T.).

448
usted ha citado. Después de todo, el término «sans-culotte» tuvo bastante éxito, mien-
tras que su sentido primitivo probablemente se perdió. Es probable que su afinidad
con «culot, culotté> desempeñara un importante papel en ese éxito^. Pero una vez
dicho esto volvamos nuevamente al mismo punto. El problema consiste en saber si
lo que intentamos alcanzar es verdadero por y para la conciencia que tenemos de ello,
o si se encuentra fuera de la conciencia. Considero que buscar dentro de la concien-
cia la recuperación del sentido es algo perfectamente legítimo; pero creo que esa
recuperación, esa interpretación que los filósofos o los historiadores dan de su pro-
pia mitología, ha de ser tratada simplemente como una variante de la mitología
misma. Dicha interpretación se convierte, por tanto, en una materia más de mi aná-
lisis, en pensamiento objetivado. Dicho de otro modo: no desprecio en modo algu-
no trabajos que sólo conozco por el resumen de Ricoeur, pero -después de conocer-
los a través de su resumen- si tuviera que dedicarme a ese tipo de problemas —¡Dios
no lo quiera!-, lo consideraría una variante de la mitología bíblica, que habría que
añadir a la otra en lugar de ponerla a continuación.

Paul Ricoeur.— No he dicho que el sentido sea sentido por o para la conciencia. El
sentido es, en primer lugar, aquello que conforma la conciencia. El lenguaje, por su parte,
es el vehículo de un sentido que puede ser recuperado. Pues bien, ese potencial de sentido
no se reduce a mi conciencia. No hay por qué escoger entre el subjetivismo de una con-
ciencia inmediata del sentido y la objetividad de un sentido formalizado. Entre ambos se
encuentra lo que el sentido propone, lo que dice, y este «por decir» y «por pensar» es, a mi
juicio, el otro lado del estructuralismo. Cuando digo «el otro lado del estructuralismo» no
me refiero forzosamente a un subjetivismo del sentido, sino a una dimensión del mismo
que también es objetiva, pero cuya objetividad sólo se muestra a la conciencia que la recu-
pera. Esta recuperación expresa la ampliación de la conciencia mediante el sentido, antes
que el poder de la conciencia sobre el sentido. Por ello, no opondría la subjetividad a la
estructura, sino lo que llamo precisamente el objeto de la hermenéutica, es decir, las
dimensiones de sentido abiertas por estas recuperaciones sucesivas. Se plantea, en ese caso,
el problema siguiente: ¿ofrecen lo mismo todas las culturas a este proceso de recuperación,
están por decir y pensar de igual modo?

Claude Lévi-Strauss.— He estado a punto de hablar hace un momento de ejemplos


privilegiados —y voy a regresar a la proposición de Ricoeur mediante este rodeo—; pero,
¿lo son realmente? El tema es sumamente rico y nos abrumaría con su abundancia. La
situación eminentemente favorable en la que nos encontramos respecto a las socieda-
des exóticas consiste precisamente en que no sabemos casi nada de ellas, y en esa pobre-
za radica, en cierto modo, nuestra ftierza: estamos condenados a lo esencial...

fean-Pierre Faye.- Tal vez ese privilegio se aclare mediante otra pregunta que qui-
siera plantearle. En Saussure, existe, en un momento dado, una distinción entre el signo
puro y el símbolo: en el símbolo hay más que en el signo, pues lo arbitrario del signo no
actúa completamente. Hay una especie de presencia de lo natural, una especie de conte-

' Lévi-Strauss señala la vinculación existente entre los términos «sans-cuhttn (revolucionario francés de 1792.
Litetalmente: «sin pantalón») y «culot» (frescura, descaro) o i'culotté» (caradura, fresco o descarado) (N. del T ) .

449
nido natural que permanece pegado, que lo sobrecarga. A mi juicio, la diferencia entre la
mitología y una ideología de tipo racionalista como la de la Revoluciónfrancesao la del
movimiento obrero del siglo XIK consiste en esto. La palabra «sans-culotte», por ejemplo,
se desvinculó del pantalón de los nobles y, de ese modo, se dejó de pensar al emplearla en
el pantalón de seda. El término adquirió ciertamente una autonomía semiológica y cir-
culaba como una moneda completamente «arbitraria». Se llegan a crear, de ese modo,
como en el caso del pantalón, sentidos derivados, asociaciones derivadas, como usted
mismo dice continuamente.

Claude Lévi-Strauss.— En ese caso, sencillamente, el signo se transformó en sím-


bolo.

Jean-Pierre Faye.— Sí, pero perdió los vínculos que lo ligaban al símbolo inicial

Claude Lévi-Strauss.— ¡Qué va! Era un signo y se convirtió en un símbolo.

Jean-Pierre Faye.— Sí, pero el segundo símbolo es algo artificial, tiene ribetes de ser
algo fabricado, mientras que en las mitologías políticas retrógradas se encontrará tal vez
con mayor facilidad lo que podríamos llamar el recurso al cordón umbilical. Los signos
políticos de la izquierda o del liberalismo son más «semiológicos» y menos «simbólicos».
En cierto modo, se dirigen a un pensamiento de tipo kantiano (o durkheimiano), consi-
derando al pensamiento kantiano, como hecho histórico, un subproducto de la ideología
liberal y, de pleno derecho, el basamentofilosóficode ésta última. Por el contrario, si se
consideran pensamientos políticos en sí mismos «salvajes», ideologías sobre las que la mito-
logía ejerce una influencia mucho más directa, entonces el pensamiento salvaje de éstas
tal vez resulte mucho más salvaje que el suyo, pues contiene en mayor ^ado ese elemento
de participación del que hablábamos antes; entendiendo, en este punto, por «participa-
ción» esa especie de doble juego del signo que, por una parte, opera en un determinado
círculo estructural y que, por otra, se encuentra vinculado a una especie de «naturaleza»
del lenguaje. Evidentemente, esta naturaleza lingüística constituye un problema. Pero el
empeño de Heidegger en volver siempre a la originariedad del lenguaje es, a mi juicio, un
camino completamente distinto al del estructuralismo, y no parece que carezca de funda-
mento, pues, incluso cuando fue engañado por un lenguaje ideológico, descubrió que él
mismo verificaba de algún modo sufilosofíadel lenguaje...

Rostas Axelos.— Quisiera plantear una pregunta qu£ me inquieta bastante, y que me
preocupa mucho más después de leer El pensamiento salvaje. Puede decirse que existen dos
pensamientos genealógicos: un pensamiento genealógico ingenuo, para el que las cosas se
suceden, generación tras generación, en el espacio-tiempo, y un pensamiento genealógico
especulativo, como el de Hegel por ejemplo, para el que existe un desarrollo genealógico,
una fenomenología del Espíritu, que consiste en el desarrollo de la estructura inicial y total
de la Gran Lógica. A mi modesto entender, Hegel es, por así decirlo, el padre del estruc-
turalismo, pues fiíe el primero en valorar el pensamiento genético. Hay que comprender
también la dimensión «lagos» de la genealogía. Al hacer estallar el cuadro limitado de una
mentalidadprimitiva, por urm parte, y de un pensamiento civilizado, por otra, que puede
comenzar donde cada uno quiera, habla usted de un pensamiento salvaje global A la luz

450
de lo dicho, planteo una pregunta ingenua: ¿dónde comienza el pensamiento salvaje en el
espacio-tiempo? ¿A partir de qué momento puede hablarse de «pensamiento»?

Claude Lévi-Strauss.— Es una gran pregunta, pero no sé por qué se espera de mí


que pueda responderla, pues se trata del problema de los orígenes de la humanidad,
de lo que los antropólogos físicos llaman «hominización». ¿A partir de qué momen-
to hubo seres que pensaban? No sé nada al respecto y dudo que nuestros colegas de
la antropología física tengan las ideas claras sobre este tema. Es más: dudo incluso
que podamos captar teóricamente, en el ftituro, un momento en el que el hombre
habría comenzado a pensar, y más bien estaría dispuesto a admitir que el pensa-
miento comienza antes que los hombres.

Jean Lautman— Quisiera retomar una vez más el problema del sentido, pues, en el
fondo, la obra de Lévi-Strauss me inquieta en cierto modo porque nos dice que nos expre-
samos cuando no pensamos hacerlo. Mi pregunta está dividida en tres partes.
En primer lugar, cuando en Antropología estructural muestra que el método del
shaman se asemeja estructuralmente al tratamientopsicoanalítico, he apreciado una espe-
cie de ambigüedad: por una parte, una critica subyacente de dicho tratamiento, como si
no fuese algo nuevo por el hecho de ser el método ¿¿?/shaman, y, por otra, una valoración
que comprendo mucho mejor ahora que ha publicado El pensamiento salvaje, en la
medida en que, para usted, son válidas tanto una como otra de esas expresiones liberado-
ras que ponen de manifiesto al hombre su propia condición. ¿Aceptaría que pensemos que,
en cierto modo, usted intenta llevar a cabo un psicoanálisis colectivo; el cual no estaría
vinculado a las estructuras individuales del señor X, ni siquiera a las estructuras psicoló-
gicas de una sociedad, sino, remontándonos más lejos, al esquema de organización de toda
sociedad? De ser así, puedo comprender el gran interés que concede a la lingüística, simi-
lar al que muestra la escuela psicoanalítica francesa contemporánea por el mismo moti-
vo: la ley de Zinff, por ejemplo, pone de manifiesto que, cuando hablamos y creemos
hacerlo libremente, estamos gobernados de hecho por estructuras anteriores al surgimien-
to del sentido en nuestro propio pensamiento.
La segunda parte de la pregunta se refiere a la historia. Con respecto a la reflexión
crítica sobre la obra deJean-Paul Sartre que propone al final de El pensamiento salva-
je, paso por alto aquello en lo que estoy evidentemente de acuerdo con usted para cen-
trarme en aquello que critica a la historia: el hecho de que emplee un código muy pobre;
lo esencial de su sistema de codificación es la cronología y, en elfondo, se trata de un saber
importante, pero limitado. Sin embargo, usted dice que la historia es importante. Ahora
bien, me parece que para usted la historia consiste muy a menudo en un oscurecimiento
del sentido; un sentido que, en la medida en que es importante, se expresa mucho mejor
en el momento del surgimiento de las estructuras de la sociedad, de su primera cristaliza-
ción, que en el devenir del desarrollo que se les impone.
Para abordar el último punto, he de decir que me sorprendió mucho que, en las últi-
mas páginas de El pensamiento salvaje, afirmara que los caminos modernos de la cien-
cia nos aproximan al mundo de la materia a través de la comunicación. Muestra usted
que ese proceso es, de hecho, el mismo que sigue el pensamiento mágico, que siempre se ha
aproximado a la naturaleza mediante los distintos modos de ser de la interpretación.
Ahora bien, personalmente, me muestro reacio a pensar que los caminos de la ciencia con-

451
temporánea y las prácticas mágicas puedan ser reabsorbidos en el mismo conjunto. Ha
mostrado que, en ambos casos, existe un conjunto estructurado, pero —y no estoy de acuer
do con usted cuando cita a Heiting en este mismo capítulo— los sistemas estructurados que
operan en las sociedades que usted estudia se encuentran totalmente saturados, mientras
que los sistemas axiomáticos del pensamiento contemporáneo son fundamentalmente sis-
temas no saturados. Me parece que esta oposición va a parar más lejos, pero seria muy
aventurado el pedirle que lo hiciese.

Claude Lévi-Strauss.— ¡Plantea grandes problemas! El primero se refiere al psi-


coanálisis. He intentado realizar un análisis del sentido; pero, ¿por qué llamarlo
psicoanálisis? Usted acaba de señalar, me parece, que lo que no es consciente es más
importante que aquello que lo es. Digamos que lo que intento hacer, a mi manera,
como etnógrafo, es participar en una empresa colectiva en la que la colaboración del
etnógrafo ocupa un lugar modesto. A saber: comprender cómo fiínciona el espíritu
humano. Por consiguiente, se trata de algo comparable, probablemente, a parte -y
digo parte— de lo que hacen los psicoanalistas, pues distinguiría dos aspectos en el
psicoanálisis: la teoría del espíritu elaborada por Freud, fundada en una crítica del
sentido (en este punto, tengo la impresión de que el etnólogo hace, al estudiar colec-
tividades, lo mismo que el psicoanalista hace con los individuos), y, por otra parte,
una teoría del tratamiento, que dejo completamente a un lado, pues no creo que el
análisis que el espíritu humano hace de sí mismo conlleve su mejoría. Desde este
punto de vista, por consiguiente, mi enfoque no es psicoanalítico, pues me resulta
completamente indiferente si se mejora o no. Lo que me interesa es saber cómo fun-
ciona, y eso es todo. Hasta aquí el primer punto.
Respecto al segundo, creo que existe un malentendido, y no es la primera vez
que me encuentro con él. En el fondo, no hay en absoluto una crítica de la historia
en el último capítulo, en el sentido de que no soy yo quien ha comenzado. No des-
precio la historia. Siento el mayor respeto por ella. Leo con muchísimo interés e,
incluso, con pasión las obras de los historiadores, y siempre he dicho que no se puede
emprender ningún análisis estructural sin haberle pedido a la historia previamente
todo lo que puede aportarnos para aclarar un punto concreto, lo cual, desgraciada-
mente, no es gran cosa cuando se trata de las sociedades sin escritura. He intentado
sencillamente reaccionar o, al menos, rebelarme contra una tendencia que me pare-
cía muy evidente en la filosofía contemporánea francesa, a saber, el considerar que el
conocimiento histórico era de un tipo superior a los otros. Me he limitado, por
tanto, a afirmar que la historia era un conocimiento como los demás, que no podría
existir un conocimiento de lo continuo, sino únicamente de lo discontinuo, y que la
historia no es algo distinto al respecto. No pretendo defender, pues, que el código de
la historia sea más pobre que otro, lo cual sería evidentemente inexacto. Simple-
mente es un código y, por consiguiente, el conocimiento histórico padece las mismas
enfermedades que cualquier otro tipo de conocimiento, lo cual no quiere decir que
no sea muy importante. Me parece, asimismo, que usted me acusa intencionada-
mente (lo digo sin acritud) de tener cierta tendencia a pensar que los hombres se
expresan mejor mediante sus instituciones cristalizadas que mediante su devenir his-
tórico. Aquí plantea usted un gran problema, que hemos tratado superficialmente en
numerosas ocasiones, que probablemente tendríamos que haber considerado y que

452
ahora podemos abordar gracias a usted: el problema de las estructuras diacrónicas.
Después de todo, no basta con que ios acontecimientos se sitúen en el tiempo para
considerar que eluden todo análisis estructural. Sencillamente, dicho análisis resulta
más complicado. Sin embargo, la posición de los Ungüistas en este punto es clara:
admiten tanto una lingüística diacrónica como una lingüística sincrónica. La prime-
ra plantea más dificultades. La principal consiste en que hay que comenzar por des-
cubrir secuencias recurrentes en un devenir que no siempre permite aislar términos
comparativos. Tal vez la historia, con ayuda de la sociología, de la etnografía y de Dios
sabe qué otra ciencia, lo logre un día de estos, pero ese día aún no ha llegado. Por ello,
más vale dejar a un lado de momento el problema de las estructuras diacrónicas, y
dedicarnos a los aspectos que hasta la fecha hemos considerado con mayor solidez.
Abordemos ahora el tercer punto. Admito (y ya se me ha reprochado esto
mismo por parte de nuestros colegas de las ciencias exactas y naturales) que las últi-
mas páginas de El pensamiento salvaje caen en un lirismo de baja calidad, es decir, me
he dejado llevar y he acabado diciendo algo más de lo preciso. Sin embargo, no creo
haber propuesto, en ningún momento, una equivalencia entre el pensamiento cien-
tífico moderno y el pensamiento mágico. Usted mismo lo dice: uno está saturado y
el otro no. Creo haberlo dicho, casi en los mismos términos, en el primer capítulo
de mi libro, cuando digo que el signo es un operador de la reorganización del con-
junto, mientras que el concepto es un operador de la apertura de dicho conjunto.
Evidentemente, si quisiera establecer una equivalencia entre la ciencia moderna y la
magia, se me reirían en la cara, y tendrían razón. Lo que he querido mostrar es que
la ciencia moderna, al progresar, encuentra, en sí y por sí misma, un buen número
de cosas que le permiten emitir un juicio sobre el pensamiento mágico más toleran-
te que el que daba con anterioridad.

Jean Cuisenier.— Evidentemente, es muy difícil aplicar la lingüistica estructural a la


diacronía. Sin embargo, existe un caso en el que, desde hace mucho tiempo, nos dedica-
mos a aplicar a la diacronía análisis análogos. Se trata de la economía política. En este
ámbito, ha nacido y crecido el interés por el estudio de los tipos de fluctuaciones, la loca-
lización de los grandes períodos y la delimitación de algunas formas de secuencias. Cuan-
do estudiamos el siglo XIX, disponemos, en efecto, de un gran número de informaciones
estadísticas de buena calidad, y hemos intentado separar de ese material, de un modo
empírico, los principales tipos de fluctuaciones. Existe, pues, un caso —probablemente pri-
vilegiado— en el que el análisis estructural tiene por objeto típico las secuencias y en el que,
indiscutiblemente, tiene cierto éxito. La razón de ello, me parece, se debe al hecho de que
los acontecimientos económicos eluden con creces el control consciente y voluntario de los
sujetos humanos a los que afectan. Cuando se compara, por ejemplo, el fenómeno del
parentesco y los fenómenos económicos, nos encontramos ante algo análogo, pues dichos
fenómenos sólo pueden ser captados estudiando largos períodos de tiempo. Asimismo,
tanto su conquista como la intervención voluntaria del hombre en ellos son especialmen-
te difíciles. Ahora bien, los análisis estructurales, tanto en el caso de la sincronía como en
el de la diacronía, han obtenido sus mayores éxitos precisamente en este ámbito. Eviden-
temente, la economía no ha desarrollado el análisis estructural hasta un punto tan ex-
traordinariamente sutil por mero azar, sino mediante técnicas como las del cuadro eco-
nómico, las de la contabilidad nacional y las de las matrices input-output. El éxito y la

453
sutilidad del análisis, cuando se aplica a las estructuras del parentesco y a las de la eco-
nomía, son un dato epistemológico que conlleva en realidad una serie de enseñanzas.

Claude Lévi-Strattss— Sí, creo que conlleva algunas enseñanzas, pero no son del
todo optimistas, pues los fenómenos económicos son un ejemplo excepcionalmente
favorable, en la medida en que observamos, en primer lugar, una sociedad en la que
han desempeñado un papel esencial desde hace mucho tiempo. Por otra parte, el
ritmo y la periodicidad son rápidos. En un siglo o siglo y medio, han sucedido muchas
cosas, en las que es posible apreciar, a su vez, numerosas recurrencias. Por último,
nuestras sociedades capitalistas están construidas de tal modo que todos esos fenóme-
nos se han encontrado inscritos o recogidos en documentos de forma directa o indi-
recta, y, en consecuencia, podemos reconstruirlos. En el caso del lenguaje (aun cuan-
do la lingüística diacrónica tenga en su haber grandes éxitos) comienza a ser más
difícil, pues hay un montón de cosas, en la evolución del lenguaje, que se pierden por
completo, dado que no fueron transcritas cuando se las podía observar, y apenas que-
dan rastros. No siempre tenemos la suerte de encontrar fenómenos favorables.
Fierre Hadot— Ha dedicado su libro a Merleau-Ponty y, por otra parte, hemos podi-
do apreciar que la expresión espíritu salvaje se encuentra en este mismo pensador. ¿Hay
alguna relación entre su pensamiento y el de él? Este año hemos discutido entre nosotros
ese mismo problema.

Claude Lévi-Strauss.— Al respecto, diré que la relación no es evidentemente biu-


nívoca, en la medida en que Merleau-Ponty tiene la impresión, como evidencian sus
escritos y nuestras conversaciones, de que lo que yo hago confirma su filosofía, mien-
tras que yo no creo que esté vinculado a ella; tal vez debido a cierta incompatibili-
dad, probablemente provisional, entre el modo en que el etnólogo y el filósofo plan-
tean los problemas. Ricoeur insiste en ello en varias ocasiones con mucha razón. Hay,
por parte del filósofo, una especie de insistencia —que no critico en modo alguno por
el hecho de señalarla- en el todo o nada. Le preocupa de inmediato ampliar el radio
de acción de una posición concreta, desea que la coherencia se mantenga y cuando
ve un punto en el que ésta falla, plantea una objeción fundamental, mientras que el
etnólogo no se preocupa tanto por el día de mañana. Intenta resolver un problema,
después otro y después un tercero. Si existe una contradicción entre las implicacio-
nes filosóficas de los tres intentos, no se atormentará por ello, pues, para él, la refle-
xión filosófica es un medio, no un fin.

Jean Conilh.— Explica en su libro que el pensamiento occidental siempre se ha sen-


tido atraído por el pensamiento salvaje. Me pregunto, entonces, si el problema que usted
plantea no es el siguiente: cada vez que intentamos llevar a cabo una interpretación de
los salvajes, ¿no se trata, en el fondo, de un modo de ciarles sentida con el objeto de com-
prendemos a nosotros mismos? En el siglo XVflI, los escritores hablaban del buen salvaje
en relación con los problemas que ellos mismos se planteaban. En la época del colonialis-
mo burgués, podemos encontrar una concepción del primitivo en la que éste se presenta
como un ser inferior («prelógico»). Me parece significativo que, en nuestros días, los eco-
nomistas e, incluso, los novelistas hablen también de estructuralismo y coincidan con su
libro. Dicho de otro modo, ¿no ha elaborado usted una filosofía, unafilosofiacaracterís-

454
tica de nuestra época? De ser así, puedo rechazarla y recuperar la mentalidad primitiva
leyéndola desde otro nivel, desde el de los símbolos por ejemplo, y darle otro sentido. En
resumen, ¿nuestro problema consiste en clasificar o en dar sentido?

Claude Lévi-Strauss.— Creo, en efecto, que uno de los motivos de la atracción que
ejerce la etnología, incluso en el caso de los no profesionales, reside en que su inves-
tigación se encuentra profiíndamente arraigada en el corazón de nuestra sociedad e
integra un buen número de sus dramas. Pero ha de hacerse una distinción: después de
todo, ¿qué motivó la constitución de la astronomía? Preocupaciones de carácter teo-
lógico, o el deseo de elaborar horóscopos y de asegurar el éxito de los poderosos en la
guerra o en el amor. Sin embargo, éstas no son las verdaderas razones de su impor-
tancia: los residtados obtenidos hacen que su interés se sitiie en otro plano. No creo,
pues, que exista ninguna contradicción entre ambos aspectos. Podemos asumir tran-
quilamente que hacemos etnología o nos interesamos por ella por razones científica-
mente impuras. Sin embargo, si la etnología merece algún día que se le reconozca un
papel en la constitución de las ciencias del hombre, será por otras razones.

Paul Ricoeur.- Tal vez podamos entendemos, precisamente, respecto al campo en el que
desemboca su propia obra. ¿Forma parte sufilosofia de sus motivaciones personales, pasaje-
ras e impuras? ¿O cree que existe unafilosofíaestructuralista vinculada al método estructu-
ral? En el primer caso, su obra seríafilosóficamenteneutra, y nos dejaría, de ese modo, ante
la responsabilidad de tener que elegir, asumiendo nuestros propios costes y riesgos...

Claude Lévi-Strauss.— No, sería hipócrita por mi parte pretenderlo; pero, en este
caso, no hablo ya como el hombre de ciencia que trato de ser cuando intento resolver
problemas etnológicos, sino como un hombre formado en el ámbito de la filosofía, y
que necesariamente sigue siendo aún algofilósofo.Una vez hecha esta aclaración, con-
fieso que la filosofi'a que implica, a mi modo de ver, mi investigación se encuentra
completamente a flor de tierra. Es la más limitada de las concepciones que usted
mismo esbozó en su estudio cuando se preguntó por la orientación filosófica del
estructuralismo y terminó señalando que podían concebirse varias. No me asustaría si
se me demostrase que el estructuralismo desemboca en la restauración de una especie
de materialismo vulgar. Pero, por otra parte, sé lo suficientemente bien que esa orien-
tación se contrapone al movimiento del pensamiento filosófico contemporáneo como
para no dejar de adoptar con respecto a mi trabajo una actitud de desconfianza: leo la
señalización y me prohibo a mí mismo avanzar por el camino que indica...

Paul Ricceur.- Diría, más bien, que estafilosofíaimplícita forma parte del campo de
su trabajo, el cual me parece una forma extrema del agnostiásmo moderno. Para usted, no
hay «mensaje». No hablo en el sentido de la cibernética, sino en el kerigmático. Parece encon-
trarse en la desesperación del sentido; pero se salva gracias a la idea de que, aunque la gente
no tiene nada que decir, al menos lo dice tan bien que su discurso puede someterse al estruc-
turalismo. Salva usted el sentido; pero se trata del sentido del no-sentido, del admirable orde-
namiento sintáctico de un discurso que no dice nada. Creo que conjuga el agnosticismo con
una hiperintelección de la sintaxis Por ello, resulta a la vez fascinante e inquietante.

Traducción: GabrielAranzueque

455
Hermenéutica y semiótica
Paul Ricceur

Haré dos observaciones previas para encuadrar mi intervención. Quiero decir de


inmediato que hermenéutica y semiótica textual no son dos disciplinas rivales que se
enfrenten en el mismo nivel metodológico. La segunda sólo es una ciencia del texto,
que trata legítimamente de someterse a una axiomática precisa que la inscribe en una
teoría general de los sistemas de signos. La hermenéutica es una disciplina filosófica,
que surge de la pregunta «¿qué es comprender, qué es interpretar?», en relación con
la explicación científica. La hermenéutica invade la semiótica, en la medida en que
implica, como su segmento crítico, una reflexión sobre los supuestos que se consi-
deran obvios en la metodología de las ciencias humanas en general y en la semiótica
en particular. Hablo de «segmento crítico». Por «crítica» entiendo, en sentido kan-
tiano, una reflexión sobre las condiciones de posibilidad de la objetividad de un
saber, por un lado, y, por otro, sobre los límites de las pretensiones que tiene este
saber de agotar su objeto. Al hablar de «segmento crítico», sugiero que el propósito
de la hermenéutica va más allá de la simple crítica epistemológica: tiene una ambi-
ción veritativa que el título de Gadamer Wahrheit undMethode —Verdady método-
subraya. En este punto, estoy aproximadamente en la línea de Gadamer, aunque me
interesa más que a él el diálogo con las ciencias humanas, precisamente, y con las
ciencias semióticas.
Esta primera observación marca la orientación general de este trabajo, donde no
se tratará, en modo alguno, de oponer un método a otro, sino de intentar encuadrar
la discusión metodológica en un cuestionamiento más amplio.
Mi segunda observación previa se refiere a este marco más amplio. Y aquí quiero
decir de inmediato que la hermenéutica no es ya lo que era en tiempos de Schleier-
macher y de Dilthey, los cuales partían de una oposición no dialéctica entre «com-
prender» y «explicar», incluyendo en la comprensión la implicación subjetiva del lec-
tor en el texto, mientras la explicación obtenía su objetividad de las ciencias de la
naturaleza. Este debate ha terminado. En primer lugar, porque ha llevado a un doble
callejón sin salida, debido a la elección de un mal modelo de comprensión, la com-
prensión ajena, consistente en una especie de comunión de un psiquismo con otro:
el callejón sin salida consiste, en primer lugar, en que se identifica el sentido de un
texto con la intención de su autor, es decir, con un fenómeno psicológico. Algunos

91
autores americanos han hablado al respecto de '.ántentional fallacf^, de «sofisma
intencional». El segundo callejón sin salida resulta de la pretensión de oponer entre
sí un método comprensivo a un método explicativo. Ahora bien, la comprensión no
se reduce a un método; sólo una explicación es un método. Con Heidegger y Gada-
mer, se ha producido, pues, un corte decisivo en el movimiento hermenéutico. Per-
sonalmente, me sitúo en esta hermenéutica postheideggeriana, aunque esto no sig-
nifica, por otra parte, jurar fidelidad a Heidegger. ¿En qué consiste este corte en la
historia de la hermenéutica? Dicho corte resulta esencialmente de la crítica a la pro-
blemática subjetividad-objetividad en la que se atascó la filosofía neokantiana, de la
que, bien mirada, la filosofía de Husserl sólo era una variante. Esta crítica a la re-
lación sujeto-objeto sigue estando presente en la hermenéutica contemporánea;
implica que tomamos como referente de toda la discusión una ontología del ser-en-
el-mundo, donde la comprensión aparece como una estructura de este ser-en-el-
mundo.
A partir de aquí, el problema es comprender la inserción de la actividad lin-
güística en los modos de ser-en-el-mundo: en esto consiste el problema hermenéuti-
co. Vamos a ver cómo dicho problema invade -y dónde invade— la metodología y la
ciencia semióticas; cómo nuestro ser-en-el-mundo, siempre previo, se transforma,
transfigura y aumenta en virtud de los sistemas simbólicos, los sistemas semióticos,
que expresan la actividad lingüística. Desde una perspectiva hermenéutica, todos los
sistemas semióticos han de considerarse mediaciones en el corazón de una experien-
cia, en el sentido fiíerte y pleno de la palabra. Al poner así el acento en el papel de
mediación de los sistemas semióticos, la filosofía hermenéutica postheideggeriana se
bate en dos frentes. Por una parte, se opone a todas lasfilosofíasde lo inmediato, de
lo no-mediatizado, ya sea en la tradición del cogito cartesiano o de la intuición hus-
serliana, con el objeto de afirmar el carácter originariamente lingüístico de la expe-
riencia humana y, en consecuencia, el hecho de que toda experiencia humana está
mediatizada por signos. Éste es el primer frente. Pero hay un segundo frente, que
afecta más directamente a la presente discusión: la hermenéutica se opone a toda
hipóstasis de cualquier sistema de signos, que desembocaría en la eliminación de la
ñinción del lenguaje, consistente en decir nuestro ser-en-el-mundo, en elaborarlo
lingüísticamente como un nuevo modo de ser-en-el-mundo. Esta doble implicación
polémica de la amplia definición de hermenéutica que propongo deja ya entrever
que en su segmento crítico, en el sentido que dije antes, a saber, en su reflexión sobre
los supuestos de las ciencias semióticas, lafilosofíahermenéutica puede verse obliga-
da a decir «sí» y «no» a esta ciencia. 5/a la semiótica como método y técnica de aná-
lisis que exige la abstracción del texto, -y una abstracción perfectamente fundada,
como intentaré mostrar-. No a la semiótica cuando se convierte en la ideología del
texto en sí. Por consiguiente: « a la abstracción del texto, no a la hipóstasis del texto.
Una vez hechas estas dos observaciones muy generales, busco una intersección
precisa que permita delimitar las razones de ese «sí» y de ese «no». La encuentro en
el orden de los textos que os son más familiares, y en los que la semiótica ha obteni-
do resultados más convincentes: los textos narrativos. Estos textos me interesan tam-
bién personalmente, pues trabajo, en este momento, sobre la operatividad narrativa
desde el punto de vista de la construcción de la temporalidad humana. Mi proble-
ma es comprender cómo el tiempo humano es «hecho» por los relatos históricos y

92
también por los relatos de ficción, y, por consiguiente, cómo las dos clases de relato
se entrecruzan para «hacer» el tiempo humano.
Además, he escogido como problema crítico el punto más delicado, aquel en el
que tanto la semiótica como la hermenéutica, me atrevería a decir, encuentran un
obstáculo. Este problema se ha designado fi-ecuentemente con el término mimesis. El
término proviene de Aristóteles. Declara, en la Poética, que el tipo narrativo que es
para él el drama (la tragedia, la comedia y la epopeya) constituye una «[iL[j,T|aLS" Tfjs-
TTpá^ecúS"», que se traduce normalmente por «imitación de la acción». Pero, ¿hay que
traducir mimesis por imitación? Este es todo el problema. Precisamente, acaba de
aparecer una traducción de la Poética que han hecho alumnos de Todorov donde se
traduce mimesis ^or «representación»^ De esto se trata justamente. Esta traducción
tiene además un precedente: Erich Auerbach subtitula su gran libro Mimesis «La
representación de la realidad en la literatura occidental»^.
Quisiera, pues, centrarme en un problema tan cargado de paradojas y de apo-
rías como es el problema de la representación literaria de la realidad.
¿Por qué paradoja? La paradoja está ya en Aristóteles, pues la «poiesis», es decir,
la producción, la fabricación de la obra, es una mimesis de la acción. La mimesis no
puede, pues, consistir en un calco, en una réplica, en una re-producción. Sólo imita
en la medida en que es una producción y, más exactamente, la composición de una
trama. Aquí, continúo traduciendo mythos por «trama», mientras que los nuevos tra-
ductoresfi-anceseslo traducen por «historia»; pero la palabra «historia» es demasiado
polisémica. Además, mantengo la palabra «trama» porque el propósito central de
Aristóteles es poner el acento en la labor compositiva, en la disposición de los inci-
dentes en una obra «entera y completa» que tiene un comienzo, un medio y un final.
Ésta es, pues, la paradoja: «poetizar» es construir una trama, pero construirla de
forma que represente el mundo humano de la acción. O recíprocamente: «poetizar»
es representar de manera creadora, original y nueva el campo de la acción humana,
estructurándolo activamente mediante la invención de una trama. La paradoja con-
siste en que la elaboración de la trama es a la vez una poiesis y una mimesis. La com-
posición de una trama es, así, el núcleo de esta paradoja. Dicho de otro modo, la fic-
ción —como elaboración de la trama— es la que realiza la mimesis de la acción.
El problema, entonces, es comprender cómo lo «representado» de esa mimesis o
lo «intentado» de ese discurso, por emplear una expresión de Emile Benveniste en
uno de sus más bellos textos sobre la instancia discursiva, es «devuelto» al universo.
Sí, ¿cómo es devuelto ai universo el discurso narrativo? Éste es para mí el problema
de la representación.
Ésta es, pues, la paradoja. Tiene forma de aporía, en la medida en que la reali-
dad representada es, a la vez, reconocida y construida, descubierta e inventada. Nues-
tras ideas corrientes y, me atrevería a decir, nuestro positivismo no crítico, nos hacen
creer fácilmente que la realidad es lo que se toca, esa cosa dura que está ya ahí. Ahora

' Paul RicoEur se refiere a la traducción llevada a cabo por Roselyne Dupont-Roc y Jean Lallot: La Poétique,
París, Seui!, 1980 (N. del T ) .
^ E. Auerbach, Mimesis: Dargestellte Wirklichkeit in der ahendldndischen Literatur, Berna, Francke, 1946; trad.
(r.: Mimesis: la représentation de la réalité dans la íittératun ocádentale, París, Gallimard, 1968; trad. cast.: Mimesis:
la representación de la realidad en la literatura occidental México, F.C.E., 1950 (N. del X).

93
bien, la mimesis nos revela esa especie de evasiva en la que descubrir e inventar yz^ no
se distinguen, en la que tenemos que vérnoslas con lo que llamaría una referencia
productora.
Esto es lo que, a mi juicio, la ideología del texto-en-sí, lo que he llamado la
hipóstasis del texto por el texto, ignora, ratificando el concepto vulgar y positivista
de realidad dada, marginando la actividad lingüística con respecto a ese dato, por así
decirlo, extralingüístico, o encerrando el mundo en el lenguaje. Denuncio el aire idea-
lista de esta actitud, que elude enteramente la paradoja de un hacer poético que es,
al mismo tiempo y de un plumazo, construcción de una trama y representación de
la realidad.
Para orientarme en esta paradoja, propongo expresar el concepto de mimesis en
tres momentos que llamaré -.^mimesis I», «mimesis II» y i-mimesis III». Con ello, quie-
ro decir que representar la acción -|iL|J.r)aiS' Tfjs" TTpá^eus'- significa sucesivamen-
te tres cosas. En primer lugar, es tener una comprensión previa del mundo de la
acción; segundo, reestructurarlo simbólicamente, semióticamente, y, por último,
volver a simbolizar ese mundo. La hermenéutica de la representación literaria de la
realidad invade, entonces, la semiótica en el estadio II. Su problema no consiste sólo
en encuadrar la mimesis II mediante la mimesis I y la mimesis III, sino en discernir
ciertos aspectos de la mimesis II que ocupan una posición intermedia -una posición
de mediación- entre una comprensión previa y lo que cabría llamar una compren-
sión posterior del mundo a través de los sistemas semióticos. La tarea de la herme-
néutica es reconstruir el conjunto de operaciones mediante las cuales la acción, pri-
mero comprendida previamente, sentido I, luego comprendida como texto, sentido
II, y después resimbolizada, sentido III, constituye un único recorrido, que llamaré
«arco hermenéutico completo».
Diré algunas cosas sobre cada uno de estos tres estadios.
¿Qué entiendo por mimesis I? Sencillamente esto: que la obra literaria no nace
sólo de obras anteriores, sino que la suscita y acompaña una comprensión previa del
mundo de la vida y de la acción que pide ser llevada al lenguaje precisamente a tra-
vés del rodeo de la ficción. Éste es el primer sentido en el que considero la expresión
de Aristóteles: la trama es una imitación de la acción. Subrayo tres rasgos de esta
comprensión previa.
Primer rasgo: por nuestra familiaridad con la acción misma, tenemos una com-
prensión previa común, entre el lector y el autor, de lo que significa el término
acción: sabemos lo que qiúere decir actuar. Y lo sabemos con un saber que está tam-
bién estructurado previamente, que tiene una inteligibilidad propia; de ahí que este-
mos capacitados para distinguir los rasgos de la acción respecto a lo que es un sim-
ple movimiento físico o un comportamiento psicofisiológico. Este primer rasgo ha
sido estudiado directamente sobre todo por la filosofía analítica posrwittgensteinia-
na bajo el titulo de semántica de la acción. Yo mismo he trabajado en este campo, al
mostrar lo que quieren decir palabras como proyecto, motivo, circunstancias, obstácu-
lo, ocasión, agente, interacción, adversidad, ayuda, conflicto, cooperación, mejora,
deterioro, éxito, fracaso, felicidad o desgracia; todos estos términos, globalmente
considerados, constituyen una red de significados. Hablar aquí de comprensión pre-
via no es, en modo alguno, referirse a algo opaco. Al contrario, esta red está suma-
mente estructurada. Entre sus términos se da una especie de intersignificado: si

94
habláis de motivo, entonces habláis de agente; si habláis de agente, entonces habláis
de ocasión, de circunstancias, de ayuda, de obstáculo, etc. Este primer rasgo es, a mi
juicio, precisamente un supuesto de la semiótica narrativa de Greimas cuando intro-
duce las categorías del hacer. «El enunciado narrativo simple», según el cual alguien
hace algo, se basa en esta comprensión previa. Esto es lo que permitirá, como diré
más tarde, enriquecer el modelo inicial de la gramática narrativa, que, sin añadir el
concepto de acción, quedaría reducido a un sistema de exigencias lógicas.
Segundo rasgo de esta comprensión previa: si la acción humana puede contar-
se, narrarse y poetizarse es porque siempre se expresa mediante signos, símbolos,
reglas y normas. Comparto este análisis con etólogos como ClifFord Geertz en su The
interpretation ofcultures'. Toda la sociología cultural americana muestra que la obser-
vación no está nunca enfrente de una praxis humana que no esté ya dotada de sig-
nificado, interpretada, cargada de signos. Peter Winch, en su The idea of a social
sciencé, expresa la misma idea al decir que la acción humana es una vrule-govemed
hehaviour», una conducta regida por reglas. Una actividad poética puede incorpo-
rarse a este terreno práctico porque previamente éste ya está simbolizado. Por consi-
guiente, puede volverse a simbolizar también mediante lo que vamos a decir de
inmediato. Por ejemplo, si asistís a una ceremonia cuyo ritual os es totalmente extra-
ño, cada gesto os resultará incomprensible: comprender el gesto de levantar la mano
supone que comprendéis todo el ritual en virtud del cual ese gesto equivale a una
bendición. En otro contexto, el mismo gesto significará una llamada, como llamar a
un taxi, o la expresión de un voto, etc. El mismo gesto equivale a esto o a aquello en
función del sistema simbólico que lo encuadra. Por esta razón, las obras literarias
pueden penetrar en nuestra vida, pues ésta se halla estructurada simbólicamente.
Tercer rasgo de esta comprensión previa de la acción: tiene caracteres tempora-
les propios. Desgraciadamente, no podré desarrollar este punto, en el que ahora tra-
bajo. Digamos sólo que ya ha empezado a distinguirse el tiempo humano del tiem-
po lineal, de la simple sucesión de «ahoras», mediante estos caracteres temporales
específicos. En este punto, debo mucho al análisis de san Agustín llevado a cabo en
el Libro XI de las Confesiones, concretamente, a su descripción de la distentio animi,
ese estiramiento interno del alma entre el pasado, el presente y el futuro. Esta des-
cripción se refiere directamente al orden de la acción, como muestran los ejemplos
que da Agustín: cuando recito un poema, por ejemplo, anticipo el final del mismo;
me parece que el futuro «disminuye», mientras que el pasado, que va quedando en
sombra tras de mí, parece «aumentar» otro tanto. En este triple presente -presente
del futuro, presente del pasado y presente del presente— se opera esa travesía. Estos
análisis sumamente interesantes muestran claramente que el problema no se reduce
en absoluto —éste sería tal vez uno de nuestros puntos de divergencia- a oponer entre
sí el plano cronológico del relato de superficie y el plano acrónico de los paradigmas
de la gramática profunda. La temporalidad humana escapa a esta alternativa en vir-
tud de sus propias estructuras. Al respecto, los análisis de Heidegger en la segunda
parte de Sein undZeit, que no está traducida alfi-ancés,ofi'ecen recursos inagotables:

' New York, Basic Books, 1973. Hay edición castellana: Z j ¿«íf^pwíaaón ¿f¿»a//«ír<Zí, México, Gedisa, 1988
(N. delT.).
•* Londres, Routledge & Kegan Paul, 1958 (N. del T ) .

95
encontramos que, incluso en el nivel más elemental (que Heidegger llama inautén-
tico para oponerlo al tiempo mortal, al tiempo del ser-para-la-muerte), el tiempo del
Dasein -del hombre como ser-ahí- ya no es el tiempo de las cosas; es el tiempo de
los trabajos y los días, el tiempo propicio, el tiempo que puede ganarse o perderse,
el tiempo del que decimos que hay un tiempo-para -Zeit-zu-, y del que el día es la
señal a la vez cósmica y humana.
Este tercer rasgo me facilita la transición a la mimesis II. Sugiere, en efecto, que
hay una «cualidad narrativa de la experiencia», como muestra, por otra parte, el len-
guaje ordinario: hablamos de «la historia de ima vida» como si la vida que vivimos
pidiera ser contada. Hannah Arendt, en su libro sobre La condición humana', tiene
páginas magníficas sobre la manera como la historia clama, no venganza, sino relato,
«cries ofstory», como ella dice; la historia pide ser contada. Más concretamente, la his-
toria de los vencidos y la historia del sufrimiento son las que piden ser dichas, hacer-
se memorables. Un autor al que también aprecio mucho, Wilhelm Schapp, ha escri-
to un pequeño libro que se llama In Geschichten verstrickt^ -Enredados en historias-:
nos suceden historias, antes de que las contemos. En esas sencillas experiencias, des-
cubrimos lo que hay de estructurado previamente en la experiencia de la acción.
Me dirigiré ahora al otro extremo: a la mimesis III, para terminar en la mime-
sis II, pues en este nivel tiene lugar la intersección entre hermenéutica y semiótica, y
puede entablarse la discusión.
Definiré la mimesis III como la intersección del mundo del texto con el mundo
del lector. Las obras literarias, en efecto, no cesan de hacer y de rehacer nuestro
mundo humano de la acción. Esta incidencia es posible porque ese mundo ha esta-
do siempre dotado de significado, se ha expresado siempre simbólicamente; ha reci-
bido ya, si se me permite decirlo, una legibiUdad mínima, gracias a los intérpretes
que ya están en acción. Sobre esta base, la literatura no deja de hacer añadidos al
texto de la acción. Al fin y al cabo, lo que sabemos y comprendemos de las pasiones
humanas es el resultado de un saber literario que fiíe incorporado a nuestra intelec-
ción primera del mundo de la acción. En mi trabajo anterior sobre La metáfora viva.
Hamo «incremento icónico» a este enriquecimiento incesante de nuestro saber previo
gracias a la ficción. Tomo la expresión de Fran9ois Dagonet: en su Übro Écriture et
iconographie^, muestra que las imágenes no son cosas mentales; son ciertamente
incrementos, que aumentan sin cesar lo real, que hacen que el mundo en el que vivi-
mos signifique más y de otro modo.
Aquí se plantea el problema que es para mí más difícil, a saber, el entrecruza-
miento de los múltiples modos referenciales del relato, pues no todos se refieren a lo
real del mismo modo ni lo estructuran de la misma manera. Tenemos, al menos, la
gran polaridad que constituyen, por una parte, las historias que contamos a modo de
ficción -cuento, drama, novela, etc.- y, por otra, la historiografía, es decir, la histo-
ria de los historiadores, que intenta reconstruir, a través de huellas, documentos y

. \ " • ^"="'^'' V" "T'" 9";f"""^ Chicago, University of Chicago Press, 1958. U versión francesa (Condi-
tu>n cUlhomjnwd^,,., Pans, Callmann-Levy, 1983) ha sido prologada por el prop.o Ricceur. Hay edición caste-
llana: La condición humana, Barcelona, íieix Barra!, 1974 (N. delT)
" B. Wiesbaden, Hevmann, 1976 (N. del T ) .
~ París, Vrin, 1973 (N. del T.).

96
archivos, el pasado humano, que es a la vez un no-ser-ya y un haber-sido. En primer
lugar, diré dos palabras sobre la segunda modalidad narrativa, la historiografía. Se dis-
tingue por su modo de hacer referencia indirectamente al pasado, como si estuviera al
margen de la historia contada. Certeau ha escrito un pequeño Ubro sobre «lo ausente
de la historia»^ que me parece muy importante al respecto. Ahora bien, hay aquí un
problema epistemológico extremadamente difícil: nunca estaremos en presencia del
pasado y, sin embargo, lo damos por bueno como si hubiese tenido lugar; ésta es la fun-
ción de la historia. El problema es insoluble epistemológicamente si no nos remonta-
mos a la situación hermenéutica que Gadamer describe como el hecho de pertenecer a
la eficacia de la historia, a la tarea de la historia, como propone decir un comentarista.
En la medida en que pertenezco a los efectos del pasado, puedo ponerlo a distancia,
objetivarlo, tratarlo como un ámbito teórico, como un campo epistemológico. Pode-
mos atribuir, pues, im sentido positivo a la distancia histórica, como lo que a la vez
separa y une, gracias al fenómeno de la «trans-misión», de la « Über-lieferun§>. Merced
a ella, la tradición viva es el fondo existencia! sobre el que se perfilan las actividades crí-
ticas de la historia-ciencia. Consideremos ahora la otra modalidad narrativa, el relato
de ficción. También tiene él su modo de hacer referencia indirectamente, aimque de
forma todavía más complicada. He intentado, en el capítulo séptimo de La metáfora
viva, tratar el problema, que debo a Román Jakobson, de la referencia desdoblada {split
referencé). Consiste en esto: el lenguaje poético parece que suspende toda relación con
la realidad; pero esto sólo es cierto en ima primera aproximación y con respecto a la
realidad empírica, a la realidad manipulable tecnológicamente. El hecho decisivo es,
más bien, que, gracias a esa suspensión, surge im modo de hacer referencia mucho más
sutil, mucho más oculto, merced al cual se logra expresar aspectos del mundo que no
serían dichos de otro modo, que sólo se dicen metafóricamente. Encontramos el
mismo problema de la referencia desdoblada en los relatos de ficción, en la medida en
que la potesis narrativa vuelve a describir, a simbolizar, a contar im mundo de la acción
ya descrito, simbolizado y contado. Por esta razón, Aristóteles, al final de la Poética, dice
que la poesía es «másfilosófica»que la acción, pues, para él, la historia sólo está hecha
de anécdotas, mientras que la poesía dice la verdad porque va a lo esencial; si llega al
fondo de lo hiunano es precisamente porque lo reconstruye. Su decir es más verdade-
ro que el del empirismo porque va a lo esencial. Hay un modo de ir a lo esencial
mediante la ficción. Este es para mí el problema fiíndamental.
Si negáis este poder que tiene la ficción de decir lo esencial de lo real, entonces
ratificáis el positivismo para el que lo real es sólo lo observable y descriptible cientí-
ficamente, y encerráis, al mismo tiempo, el mundo literario en sí mismo, quebran-
do su acicate agresivo y subversivo respecto al orden social y moral, el cual, como se
dijo hace cuarenta años, no es sino desorden establecido. Precisamente es la ficción
la que hace al lenguaje «peligroso», según el conocido término de Hóiderlin, recogi-
do por Walter Benjamín en un magnífico texto que os recomiendo: Der Erzdhler, «El
narrador», en las Iluminaciones'. Recientemente, además, Jean-Baptiste Metz, el teó-

' üécriture de l'hhtoire, París, Gallimard, 1975 (N. delT).


' «Der Erzahler, Betrachtungcn zum Werk Nicolaj Lesskows», en lUuminationen, Frankfurt, Suhrkamp, 1969;
trad. case: «El narrador. Consideraciones sobre la obra de Nicolai Leskov», en Sobre el programa de la filosofia futu-
ra y otros emayos, Barcelona, Monre Ávila/Planeta-Agostini, 1986, pp. 189-211 (N. del T ) .

97
logo católico, en su teología política y narrativa'", habla de la memoria passionis, de
la memoria de la pasión, como de una memoria «peligrosa». Ahora bien, es eviden-
te que una memoria no sería peligrosa si las ficciones se encerraran en sí mismas, en
su intertextualidad, si no llegasen ciertamente a volver a simbolizar de un modo crí-
tico y subversivo las simbolizaciones que se hallan previamente en el campo real de
la práctica.
Entre esta comprensión previa y, cabría decir, esta coniprensión posterior, se
sitúa la función central de la mimesis sobre la que trabajáis. Este es el segmento del
arco hermenéutico en el que vosotros, semióticos, practicáis la abstracción del texto;
y quisiera insistir tanto en el sí a la abstracción del texto como en el no a la hipósta-
sis del texto.
Pienso que el derecho a proceder de este modo, a tratar un texto como una enti-
dad semiótica que se basta a sí misma está bien fundado en tres aspectos. En primer
lugar, el texto tiene ima autonomía semántica respecto a la intención del autor, ausen-
te de su texto, —respecto al auditorio primitivo, que desapareció como frente a frente
para que el texto estuviera abierto a todo el que sepa leer-, y respecto a la situación que
puede mostrarse señalándola directamente. Me atrevería a decir que lo propio de un
texto es justamente trasladar ima experiencia de su Sitz-im-Lehen a im Sitz-im-Wort.
En esto consiste, en cierto modo, el sentido. Ésta es la primera justificación de la abs-
tracción del texto: resulta de la estructura misma de la textualidad como escritura.
En segundo lugar, refiierza esta autonomía el hecho de que los textos, como ha
demostrado vuestra semiótica, están entre sí en una relación de texto a texto, de
intertextualidad. (Este problema ocupa una posición clave en la obra de Ivan Almei-
da sobre las parábolas", al pasar precisamente de la semiótica a la hermenéutica.)
Mientras que el semiólogo se limita a remitir continuamente un texto a otros, el
momento de la hermenéutica consiste en detenerse, en fijarse en tal texto concreto:
se produce, entonces, la apropiación de este texto en una situación dada, y es el acto
responsable de alguien. En lugar de detenerse en ese momento, el semiólogo reenvía
el texto a otros textos. Pero si ningún texto elegido llegase nunca a afectar a alguien,
para que éste lo insertara de nuevo en una situación existencial, el texto habría per-
dido su función principal. Aunque, justamente, la semiórica se basa en la primacía
concedida a la intertextualidad, en lo que Gadamer llama «aplicación» y yo he lla-
mado a veces «apropiación».
Cabría decir que la tercera justificación básica de esta abstracción es la emer-
gencia de un nuevo modo de leer, el nacimiento de un nuevo lector, a qiúen llama-
ré lector de códigos. En lugar de leer el mensaje narrativo tal como me interpela, de
múltiples modos, me intereso, no precisamente por lo que produce en el mundo, sino
por la manera como él mismo se produce a partir de sus propios códigos inmanentes.
Este lector de códigos introduce ima nueva intelección lectora, que privilegia el códi-
go sobre el mensaje, por emplear el vocabulario de Hjemslev. En el fondo, esto es lo

'" } ^ - ^^": Z»'^*' 7 Proz^^derAujkldrung, Munich, Kaiser, 1970. Hay edición castellana: Ilustraáón y teo-
ría mlópca^U tgUsu. cnU mcrucjaja <k la Uhmad moderna. Aspectos d. una nueva teología política. Salamanca,
Sigúeme, 1973 (N. del T.). * -^
1979 (N i T Í f ' ^'^" "f""*"^'' •""''• ^ " " ' '''^^- " ^ y "^"l- '^'••- Signos y parábolas, Madrid. Cristiandad,

98
que sucede cuando se estudia la gramática de una lengua: en lugar de estudiar algu-
nas de las frases que se dicen en esa lengua, nos preguntamos cuáles son las exigencias
gramaticales que establecen la gramaticalidad del texto. Existen igualmente exigencias
que establecen la narratividad del relato. Esta comparación entre los dos tipos de exi-
gencias está tan fundamentada que la única imaginación que conocemos, la imagina-
ción humana, es una imaginación regulada, una imaginación codificada. Producimos
lo imaginario exactamente igual a como producimos un número indefinido de fi-ases
sobre la base de un número finito de reglas gramaticales.
Dicho esto, mi problema es saber cómo se expresa el segmento semiótico en el
recorrido hermenéutico y, consiguientemente, cómo se lleva a cabo la inserción del
saber semiótico, o, al menos, cómo yo, filósofo, tratando filosóficamente estos pro-
blemas, llevo a cabo la inserción, la soldadura. Os curé de inmediato que no es fácil
no ser ecléctico. Hay que ser dialéctico, no ecléctico.
Propongo tres observaciones, que someto a vuestra discusión.
Primera observación: no me parece que baste con considerar que el nivel de
manifestación es simplemente la exposición de los códigos subyacentes. Creo que
olvidamos la productividad que caracteriza precisamente al nivel de superficie. Si
tuviera que hacer una crítica a la semiótica, sería ésta. No quisiera que el hecho de
privilegiar el código, que no pongo en duda, se hiciese en detrimento de la capaci-
dad generativa que caracteriza al nivel que llamáis nivel de manifestación. ¿Por qué?
Porque es en este nivel, precisamente, donde se produce la soldadura entre la com-
prensión previa del mundo de la acción y su resimbolización. Si puedo servirme de
vuestro trabajo sobre la codificación narrativa es porque la racionalidad codificado-
ra que practicáis está incorporada a la inteligibilidad de las estructuras dinámicas que
se desarrollan, precisamente, en el nivel que llamáis de manifestación; diría que esta
intelección es la intelección de las tramas. Hay una intelección característica de lo
narrativo, que corresponde al nivel de superficie, y cuyo metalenguaje establecéis.
Podéis hacerlo porque antes habéis comprendido lo que es una trama, mediante una
especie de práctica lingüística cotidiana. Cuando Wittgenstein enumera los «juegos
de lenguaje», cita entre ellos el de contar. Siempre hemos entendido lo que es con-
tar. Si uso el término en su forma verbal es para insistir en la actividad de elaborar
una trama, y para subrayar que no se trata tanto de estructuras que estarían ahí como
paradigmas inmóviles, inmutables, sino de una operación que llevamos a cabo. Es
una actividad conjunta del lector y del texto. A mi juicio, la elaboración de una
trama es la operación básica en el nivel de manifestación. Es el acto estructurador
mediante el cual constituimos totalidades temporales singulares, que integran de
forma significativa elementos tan heterogéneos como circunstancias, agentes, con-
flictos, crisis o desenlaces. El historiador francés Paul Veyne, que recurre a esta noción
de trama en su teoría de la historia'^, dice que toda trama pone en relación fines, cau-
sas y azares. La elaboración de una trama los convierte en una totalidad que com-
prendemos. Comprender es «prender-conjuntamente» -prender conjuntamente las
peripecias, el nudo y el desenlace, de modo que se integren finalidad, causalidad y
contingencia en totalidades significativas-. En este acto principal, se expresa nuestra

'- P. Veyne, Comment on écrit l'histoire,V-ixk,Se\xA, 1971. Trad. cast.: Cómo se escribe k historia, Mnááá, Man-
za, 1984 (N. del X).

99
capacidad de seguir una historia. Creo, pues, que hay una intelección primera, una
intelección narrativa que se aprende familiarizándose con la cultura. Pero yo no
situaría esta intelección en un nivel racional, sino en el nivel de la phrónesis de Aris-
tóteles, es decir, el de la inteligencia práctica. O, por emplear otro lenguaje que qui-
zás os sea más familiar, el de Kant: esta inteligencia es la de un esquematismo. La
trama es una esquematización de la acción humana que ensambla agentes, circuns-
tancias, oponentes, ayudas, etc. Lo hace a través de ese acto singular de captar con-
juntamente que la Poética de Aristóteles había llamado acertadamente systasis; térmi-
no que traducimos por organización u ordenación, pero que significa también captar
conjuntamente. Es un acto cohesivo, un acto que lleva a cabo una cohesión.
Partiendo, así, de la elaboración de la trama que se realiza en el nivel de super-
ficie, voy a recorrer al revés el itinerario de Greimas en el admirable texto de Du sens
«Elementos de una gramática narrativa»'^. Este texto procede a partir de exigencias
lógicas, después va añadiendo poco a poco las condiciones de «performatividad», las
categorías del hacer, del querer hacer, del saber hacer, etc., después la de oposición
polémica y, por último, el intercambio de valores-objetos. Pienso que, en realidad, la
inteligibilidad procede en sentido inverso. Si podemos, en efecto, enriquecer así gra-
dualmente el modelo inicial, ello se debe a que sabemos lo que hay que juntar. Lo
que hay que juntar es lo que siempre hemos entendido por intelección narrativa,
cuyas condiciones tratamos luego de reconstruir. Hay una acción teleológica, de
algún tipo, del resultado sobre la búsqueda, que permite poner en movimiento el
modelo estático inicial, a saber, el núcleo taxonómico constituido por la estructura
elemental del significado visualizado a través del cuadro semiótico. Para lograr la ela-
boración de la trama es preciso dinamizar primero el modelo constituyente median-
te operaciones de transformación; después hay que introducir el hacer antropomór-
fico para obtener el enunciado narrativo simple (un agente hace tal cosa); después
hay que introducir la representación polémica, que permite oponer entre sí dos pro-
gramas narrativos; por último, hay que asegurar la transmisión circular de los valo-
res mediante toda una sintaxis topológica. ¿Qué es lo que guía este enriquecimiento
progresivo del modelo inicial? La intención de reunir la intelección narrativa que
hemos adqiúrido culturalmente a base de haber leído historias, seguido historias y
comprendido historias, dentro de tradiciones que se han constituido, a su vez, his-
tóricamente. En efecto, lo característico del esquematismo narrativo es que tiene una
historia propia; no está hecho de modelos intemporales: no estamos aquí en lo acró-
nico, sino en lo tradicional. Como hemos formado nuestra intelección en esas tradi-
ciones narrativas, sabemos lo que es seguir una historia. Desde ese momento, entien-
do la semiótica como el metalenguaje de esa intelección. Procede de una racionalidad
que pertenece a otro orden. Esta racionalidad está emparentada con la que preside la
teoría de sistemas, la teoría de juegos o la teoría de la decisión: es una racionalidad
de segundo orden, que no podría fimcionar si no estuviera ensamblada en la inte-
lección narrativa primera que me capacita para seguir una historia, para comprender
cómo unos personajes que actúan en unas circunstancias producen un curso de

"%^^Í ^ " del T T ' ^^' ' " ' ' " • " ' ' ' ""*• '^'''' ^" '""""'''""--^ Ensayos semióticas. Madrid, Fragua, 1973,
PP

100
acontecimientos que comprendo como una sola historia. Diré que la semiótica es el
metalenguaje de esa intelección narrativa que, a su vez, procede del trato y de la Fami-
liaridad que he adquirido de las operaciones de la elaboración de una trama que
puedo insertar también en la mediación narrativa de mi experiencia humana.
Segunda observación -que plantea también un problema crítico de fronteras para
el que espero vuestra ayuda-: la separación que acabamos de mencionar entre el men-
saje y su código es una separación que varía según los géneros narrativos, y que es
mínima en la clase de textos que os es más familiar. Por ello, la semiódca no se ha preo-
cupado demasiado por ese problema. La semiótica del relato ha tomado siempre como
ejemplo paradigmático, desde Propp y también desde Lévi-Strauss'^, el cuento popu-
lar, es decir, historias en forma de biísqueda, en las que se trata siempre de reparar un
daño o una carencia, de restaurar un orden. En este caso, la vía narrativa constituye
una anilla que se deja ensartar, por así decirlo, en el cuadro semiótico. ¡La cuadratura
del círculo! Si se trata siempre de cerrar el cuadro, ello se debe a que tenemos que vér-
noslas con historias que cierran el círciJo. Pero éste sólo es un ejemplo, el del relato
tradicional, donde el mensaje no hace más que mostrar el código. En este caso favo-
rable, la semiótica puede decir con fundamento que el nivel de superficie manifiesta
el nivel proflmdo. Pero creo que sólo es un caso límite, el caso extremo de una gama
de soluciones narrativas a la elaboración de la trama. En efecto, ¿qué encontramos en
el otro extremo de la gama de posibilidades? Encontramos relatos que están en una
situación de alejamiento respecto a los códigos hasta el punto de romper por comple-
to con todo código. En lugar de aplicar, de poner en movimiento los paradigmas, los
ponen en tela de juicio, los destruyen. Es lo que ha sucedido con la novela moderna
desde Joyce. Hemos de vérnoslas aquí con antirrelatos que guardan una relación iró-
nica con todo paradigma heredado. El punto medio de esta gama de soluciones narra-
tivas (entre estos dos extremos: la aplicación adecuada, que permite tratar el relato de
superficie como la simple manifestación de sus códigos, y la ruptura entre mensaje y
código) consiste en lo que Malraux y, siguiendo a éste, Merleau-Ponty llamaban
«deformación coherente». De este modo, el caso inverso al que resulta más familiar a
los semiólogos, el caso de la rebelión frente a toda regla, sólo es, a su vez, un caso extre-
mo con respecto a este punto medio de la deformación coherente. El antirrelato pre-
supone en nosotros, los lectores, una cultura narrativa que nos ha familiarizado con
ciertas formas de elaboración de la trama. Esta familiaridad crea en nosotros una espe-
ra regulada: esperamos un recorrido determinado que el astuto autor nos niega. Expe-
rimentamos, entonces, el placer de ser decepcionados, engañados. Pero hemos de estar
ya instruidos en los paradigmas y los códigos para poder sacar placer de esa frustra-
ción. Es lo que hace, por ejemplo, todo el arte de Robbe-Grillet.
Este caso extremo prueba que la relación del mensaje con el código consrituye
un problema extremadamente complejo, en la medida en que la mera aplicación sólo

''' K¿¿ V. J. Propp, Morfolopja skazki, Leningrado, Gosudarstvennyi instituí istorii iskusstva, 1928. Ricoeur ha
manejado las ediciones inglesa (Morphology of the FoiktaU, Bloomington, Indiana University Research Center in
Anthropology, Folklore and Linguistics, 1958) y francesa (Morphologie du conU, París, Seuil, 1965). Hay versión cas-
tellana: Morfología del cuento, Madrid, Akal, 1985. Cf. Lévi-Strauss, C , «La structure et la forme, réflexions sur un
ouvrage de Vladimir Propp», en Cahiers de l'Institut de science économique appliquée, serie M, 1960, n." 7, pp. I -36.
Trad. cast.: «La estructura y la forma. Sobre una obra de Vladimir Propp», en C. Lévi-Strauss, Antropología estruc-
tural ¡L México, Siglo XXI, 1979, pp. 113-141 (N. d e l T ) .

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es un caso límite del otro extremo de la gama. Diría que esta relación tan compleja
entre mensaje y código, con su gama de alejamientos, cae también dentro del ámbi-
to de la intelección narrativa. La intelección narrativa previa a la operatividad racio-
nalizadora de la semiótica es, pues, una actividad viva, como la «palabra que habla»
de Merleau-Ponty, pues permite este doble juego de la sedimentación y de la inno-
vación. La tarea de la hermenéutica es recuperar ese juego complejo, ese «juego for-
midable» que el artista «hace con el tiempo», según la frase de Proust, recogida por
Genette en Figuras IP^. Este juego es obra de la imaginación creadora, que extiende
sus variantes entre estos dos extremos: la manifestación pura y simple de los códigos
y la separación por la separación misma. El juego de la imaginación es ese juego de
la separación. En cierto modo, Roland Barthes ha hecho este recorrido. La primera
parte de su obra acentúa el predominio del código sobre los mensajes; la última parte
expresa la rebelión del mensaje contra los códigos, pues llega a decir, en la famosa
lección del College de Franc^^, que la literatura no es ni revolucionaria ni conserva-
dora, sino fascista. Pero al caracterizar así la literatura, ponía el acento en la desvia-
ción, que no es sino lo contrario de la mera manifestación.
Tercera observación: tenemos en Francia una teoría de la escritura muy avanza-
da, pero nuestra teoría de la lectura se ha desarrollado poco en comparación con la
que se practica en otras partes, en particular con la que ha llevado a cabo la escuela
de Constanza, con Hans Robert Jauss y Wolfgang Iser, en su último libro Der Akt
des Lesens, El acto de leer^^. Estos teóricos de la crítica literaria han mostrado que el
acto de lectura no se limita a expresar la subjetividad del lector en detrimento de la
objetividad del texto. En sí misma, la lectura es una operación estructuradora que,
podría decirse, acompaña al texto y, en consecuencia, también a los intercambios
continuos entre código y mensaje; exactamente como, cuando hablamos, elabora-
mos con la misma gramática un número indefinido de frases. Humboidt decía, así,
que el discurso es im uso infinito de medios finitos. Este uso es el que hace el lector.
Diría entonces -aunque no sé si Greimas estará de acuerdo conmigo- que el lector
interviene ya en la mera predicación «A hace x». Por otra parte, he señalado que, en
su anículo de Du sens que cité antes, para hacer que se mueva el cuadro semiótico se
precisan transformaciones, y que para producir estas transformaciones se requiere un
sujeto (cito: «sin embargo, el examen de las condiciones de la captación del sentido
muestra claramente que aunque el significado, en la medida en que buscamos encon-
trarlo en el objeto, se presenta como una expresión de relaciones fiíndamentalmente
estables, al mismo tiempo es susceptible de representarse dinámicamente cuando lo
consideramos como una captación o como la producción del sentido por el sujeto»)'^

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• ' t n ^ . ^ r ' ^ ' ^ c ^ T " , '^'¡""''"••S^ra^f' ^ '^"'^ ^ ^^iolope linératre du College de Frunceprononcée U 7jan-
ver 1977), Pms Seuil, 1978. Trad. asx^Leccwn inaugural de la cátedra de semiología literaria del College de Fran-
ce, en Bplacer del texto, México, Siglo XXI, 1982, pp. 111-150 (N. del T.).
•' W. Iser. Der Akt des Lesens. Theorte aesthetischer Wirkung, Munich,'Wilhelm Flnk, 1976. Ricoeur menciona
en «ra conferencia la rraduccion m^k^-The Act ofReading, Londres, Roudedge & Kegan Paul, 1978. Posterior-
mente, se publicaría la versión francés: ra«r« < ¿ / , # ^
Oí fefr, Madrid, laurus, 1987 (N. del T.). '
'» A. J. Greimas, Du sens. op. cit. p. 164; trad. cast.: En torno al sentida, op. cit, p. 194 (N, del X).

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En este punto, pues, se requiere un sujeto epistemológico, un sujeto operador". Y
no voy a decir que ese sujeto operador seáis vosotros o yo, aunque estoy cualificado
como lector en la medida en que vive en mí la actividad de ese sujeto que estructu-
ra, que hace tramas. Cabe decir que «hacer tramas» es un acto del juicio, en el sen-
tido kantiano de la palabra: captar conjuntamente es, en efecto, el acto fundamental
del juicio. El lector es quien, además de estructurar el texto, es capaz de seguir la his-
toria. La misma actividad estructuradora de la lectura es también la que dirige el
juego de la sedimentación y de la innovación, mediante el cual la elaboración de la
trama juega con las distintas exigencias, experimenta los alejamientos y encuentra
placer en ello: el «placer del texto»^". Por último, es la misma actividad estructura-
dora la que acaba la obra, en la medida en que, como mostrara Román Ingarden en
Vom Erkennen des literarischen Kumtwerk^^, la obra es siempre un esbozo para la lec-
tura, con sus lagunas y sus zonas de indeterminación (sus Unbestimmtheitsstellen
-término que se ha traducido por «gaps of indeterminacy» en la versión inglesa-). En
consecuencia, cabe decir que acabamos el texto al leerlo y, al acabarlo, lo hacemos.
El caso extremo es Joyce, donde es verdaderamente el lector quien lo hace todo. El
libro está hecho precisamente para enredarnos -y es preciso que nos desenredemos—
en esa especie de embrollo sistemático. El acto de lectura ha de suplir lo que la escri-
tura nos ha negado. Este es el triunfo del lector.
Aquí me detengo. Diré sólo que de este triple modo, siguiendo el hilo de mis
tres observaciones, se produce la intelección de la trama. En primer lugar, por su
carácter dinámico y sintético, esta intelección precede al metalenguaje de la semióti-
ca. En segundo lugar, la misma intelección narrativa coopera en el juego que se da
entre código y mensaje, y genera la gama de variaciones imaginativas que van desde
la manifestación a la separación extrema, pasando por la deformación coherente. En
tercer lugar, la intelección narrativa anima el acto de lectura que acompaña a la
estructuración del texto. De este triple modo, asumo la abstracción del texto que con
razón practicáis; pero sin caer en la hipóstasis del texto. Pues el texto sólo se queda
un momento en el suspenso de nuestro ser-en-el-mundo. Hay que devolverle su fun-
ción de mediación entre el mundo de la acción presimbolizado y el mundo de la
acción resimbolizado. La mimesis de la acción es este recorrido completo.

Traducción: Gabriel Aranzueque

" El término «sujeto operador» fue sugerido a Ricoeur por el propio Greimas, que se encontraba en la sala cuan-
do el primero impartió la presente conferencia (N. del T ) .
^^ Ricoeur se refiere evidentemente al libro de Roland Barthes Leplaisir du texte, París, Seuil, 1973. Trad. cast.:
El placer del texto, México, Siglo XXI, 1982 (N. d e l T ) .
^' Tübingen, Niemeyer, 1968. Versión inglesa: A Cognition ofthe Literary Work ofArt, Evanston, Northwestern
University Press, 1974 (N. del T.).

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