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EN BUSCA DE LA PERSONALIDAD

AARÓN GURIÉVICH
MARÍA PORRAS AVILA

La Edad Media es un tema que constantemente despierta dudas y suscita polémicas. Es


incuestionable que se trata de una etapa en donde se relega al hombre a un sitio inferior y se le veda el
desarrollo de la capacidad de construirse a sí mismo. Por ello la historia ha tratado de olvidarla. Sin embargo,
considero que este intento por ignorarla es erróneo. La edad media posee un significado y un lugar importantes
dentro de la evolución histórica, no podemos restarle importancia a los acontecimientos acaecidos en ella, muy
por el contrario, debemos estudiarlos a fondo. Precisamente uno de los estudios que profundiza más en la
visión del hombre medieval es el que ha llevado acabo Guriévich, quien afirma que el conocimiento del pasado
de nuestra cultura es el fundamento para comprendernos a nosotros mismos; a través de la historia el hombre
se recrea a sí mismo.
Este autor establece, como condición necesaria para poder llegar a una mejor comprensión de
esta etapa, la indagación sistemática acerca de los conceptos y valores del hombre medieval reflejados en su
actividad cotidiana, en su quehacer diario. A partir del modo de conducta del individuo, podemos reconocer la
visión que éste se ha formado del mundo, o más bien (utilizando un concepto del propio Guriévich), su
“modelo del mundo”.
En la Conclusión del texto “Las Categorías de la Edad Media”, podemos ver un ejemplo de la
convicción de Guriévich acerca de que el fundamento de una mejor interpretación de la vida medieval, es
siempre el intento de comprender la cotidianeidad de ésta época, los detalles del contexto, es decir, aquello que
parecería insignificante e inútil para la construcción de una teoría es precisamente aquello en lo que debemos
fijar nuestra atención.
Guriévich comienza afirmando que todo lo existente en la Edad Media remitía a un único
principio que regulaba toda la creación y que dotaba a ésta de armonía. Todo se percibía como una unidad,
nada estaba exento de ella y por ende, las distintas categorías no se pueden analizar por separado, sino
estableciendo lazos que las unan y relacionen. La totalidad de los actos y objetos del mundo tenía una función
en el conflicto del bien y el mal, todo ello participaba en la historia universal de la redención.
Por ello, el tiempo y el espacio tienen un carácter sagrado: las historias universales medievales
(tanto en el arte como en la literatura) anhelan abarcar la historia completa del género humano; desde la
creación hasta el día del juicio final. El espacio se unifica y en un mismo “momento” aparecen todas las escenas
de la existencia humana; pensemos en las Iglesias que debían de ser la imagen del universo divino, la
encarnación visual del mismo. Relacionado con lo anterior, está la concepción atemporal del propio tiempo, es
decir, la simultaneidad del pasado, el presente y el futuro; todo queda resumido en un presente eterno que se
extiende hacia todos lados pero que de ninguna forma se divide. Esta idea, proveniente de Boecio, pero
retratada con mayor sensibilidad por Agustín, influyó de manera decisiva tanto en la construcción de Catedrales
como en las pinturas de los retablos.
La actitud hacia la aprehensión del conocimiento era exactamente la misma: el conocimiento,
en cuanto medio de aproximación a la verdad divina, requería de una gran sistematización que pusiera de
relieve su relación directa con la fe que llevaba al hombre por el camino de la redención, ésta precisamente era
su finalidad más alta. Los tratados teológico - filosóficos debían ser compendios, verdaderas summas del saber,
fundamentadas tanto en las Escrituras, Padres de la Iglesia y distintos filósofos. Para el hombre medieval, el
recuerdo del pasado equivalía al renacimiento de éste, pues el presente y el pasado (debido a la atemporalidad)
se encontraban prácticamente, a la par.
La tesis acerca de la triple división de la sociedad entre los que rezan, los que guerrean y los que
trabajan se basaba en el argumento de que la plegaria que realizaba el monje podía ayudar a la salvación de las
almas de los hombres mundanos (los guerreros y los campesinos), y a la misma vez, éstos podían recompensar
la actividad del monje por medio del servicio que podían rendir a éste. Siendo de esta forma, estos tres niveles
se unifican para construir la integridad y la estabilidad de la sociedad. No es posible que ninguno de ellos se
separe; no puede negar su posición y deberes.
La creencia, por un lado, de que, cuando se pronunciaba el nombre de un difunto en las
plegarias, este acto podía tener injerencia en lo que ocurriría con su alma en el más allá y por otro, de que
borrar el nombre de un pecador del necrologio conducía a la condena de su alma, denotan la importancia del
nombre como parte intrínseca e inalienable del hombre. Algo que le confería una cierta individualidad.
La numerología sagrada religiosa, expresada de por sí, en el misterio de la Trinidad, en las
Escrituras, y con más evidencia en la Comedia de Dante, expresan el sentido de los números como
pensamientos divinos que conducían a la comprensión de la verdad trascendental. Así como se tendía a la
interpretación de los números, se daba en igual interés la investigación del significado oculto de las palabras, lo
cual se reflejaba en el estudio de las oraciones contenidas en la Biblia; tarea representada sobre todo por
Agustín, quien intenta encontrar la verdad detrás de la enunciación bíblica.
Al igual que el número y la palabra, el símbolo tenía una gran importancia y un profundísimo
sentido, no sólo es convención sino representación, imagen y semejanza de lo que existe realmente, la
encarnación del mundo de arriba, es expresión directa de la realidad que era imposible aprehender por medio
de la razón. El camino del conocimiento pasa necesariamente por la comprensión de éste, de llegar a su
significado oculto.
La categoría determinante de la conciencia medieval es la eternidad al contrario de la
temporalidad. En la eternidad todo permanece sin cambio, a diferencia de la temporalidad en que todo se
transforma y mueve. Por ello, la universalidad que unifica y que es inmutable precede en la realidad a sus
componentes individuales (especie de accidentes que se derivan de un todo perfecto); los teóricos medievales
parten siempre del todo y no de la parte: ven en lo individual el símbolo del todo. Derivado de lo anterior está
la problemática del yo enfrentado al grupo; el individuo solo toma importancia mientras pertenece al grupo que
le asigna determinadas características y le exige cierto comportamiento. El hombre no puede construirse a sí
mismo mientras se encuentre solo, es imposible pues el colectivo es quien le imprime los valores adecuados
para su desarrollo, tanto espiritual como social. Así como nos indica el autor, el aspecto único de la
personalidad no se encuentra todavía: el hombre no se veía a sí mismo como una personalidad autónoma;
pertenecía a un conjunto, en cuyo marco se debía de cumplir el papel que le había sido asignado.
Sin embargo, como el mismo autor afirma casi al final del capítulo, quizá no debamos
pretender imponer parámetros actuales a la construcción de una posible personalidad medieval. Querer
establecer un modelo arquetípico con el cual comparar las concepciones surgidas en distintas épocas, sería casi
un intento por unificar autoritariamente algo tan diverso como la propia humanidad. Tal vez la construcción de
la personalidad medieval no se fundamentó en el intento por ser radicalmente opuesto a los otros.
Probablemente la finalidad del hombre medieval no era apartarse de lo típico, de lo generalizado, es decir,
había una coincidencia entre lo que era la tendencia del colectivo y la intencionalidad propia: el anhelo de
salvación. No es preciso entender esto como una imposición de ideales, finalmente la convicción de un Dios, la
esperanza de una alternativa mejor de vida (aunque fuese intangible y a veces inimaginable) estaba presente en
la profundidad del alma como la certeza de la Providencia en el espíritu estóico.
Lo que podía llegar a diferir eran los medios para alcanzar este objetivo. Guriévich, en otro de
sus libros, Los orígenes del Individualismo Europeo, habla acerca de los diversos caminos que llevan a algunos
místicos y teólogos, al encuentro con Dios. Cada uno de ellos tiende una vía trascendental que los lleva al
alcance de la divinidad; esta vía, parte del mismo interior del hombre, es una construcción interna que, si bien,
lleva a algo totalmente externo y extraño al hombre, empieza en la individualidad.
Agustín lo hace desde la indagación del alma a través de la memoria, Guibert de Nogent (1053
– 1125) desde el conflicto entre el hombre interior y su propia persona pecadora, Abelardo desde la conciencia
de la propia intencionalidad. En especial, el caso de un monje llamado Opicinus de Canistris (siglo XIV) quien
para llegar a la conciliación con Dios pasa por una especie de “desahogo” de la carga psicológica del pecado y la
corrupción mundana, que lo hace ser él mismo una especie de demonio. El monje escribe: “así soy en mi
interior, la revelación de mis motivos, conocida por el Señor”.
El anhelo es el mismo, pero la conciencia del propio ser es lo que lleva a estos pensadores a
buscar la vía por diferentes medios. Si bien, la imposición de modelos para la confesión hace que todos estos
autores se remitan a la autoridad, al arrepentimiento, a la autohumillación, esto no significa que se despojaran
de una visión particular, de una voluntad propia; precisamente esta voluntad es la que los lleva a construir un
“modelo del mundo” en donde impera la propia conciencia.

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