Hegel comienza su texto indicando que el objeto de la estética es el reino de lo
bello, mientras que su campo es el arte. El término estética está referido a “ciencia del sentido”, de la sensación y excluye todo lo bello natural. Tal exclusión se fundamenta en la consideración de que la belleza artística es superior a la naturaleza. Lo bello del arte es aquello producido por el carácter creador y transformador del hombre. Esta superioridad se cifra, pues, en la primacía del espíritu sobre la existencia natural, pues ésta no es libre en sí ni conciente en sí, más aún, dado que tiene una conexión necesaria con otras naturalezas no puede ser considerada para sí. El espíritu es lo verdadero y omniabarcante, de modo que la belleza es tal sólo porque es engendrada por él; lo bello natural sería solamente un reflejo de lo bello espiritual. En este momento surge la pregunta acerca de aquello que hace digno al arte de ser tratado científicamente. La teoría estética de Schiller que señala al arte como mediador entre razón y sensibilidad, implica una denigración de éste, al ser considerado como medio y no fin en sí mismo. Por otra parte, vemos que el vehículo del arte es el engaño, de lo cual resultaría que, aunque el arte tendiera a fines más altos, sería incongruente que lo ficticio y falaz pudiesen ser vías para la consecución de éstos. Aún más, debido a que el arte tiene su impacto en los sentidos, su forma de captación no es el pensamiento, sino la sensación. En este sentido, la fuente de producción de la obra artística es la actividad libre de la fantasía, mientras que el objeto más propicio para la consideración científica es lo necesario y regular que se encuentra en los fenómenos naturales. Por lo tanto, se podría concluir que el arte no es apropiado para el esfuerzo científico, pues se resiste a la regulación del pensamiento. Hegel se opone a todas estas afirmaciones: si el arte logra independizarse de su carácter servil, cifrado en la consideración de éste sólo como medio, será verdaderamente arte, logrando su cometido más alto en la expresión de lo divino, de las verdades más universales del espíritu. En la realización de esta acción, el arte se situará en un círculo común con la religión y la filosofía, teniendo como peculiaridad la representación de lo supremo en formas sensibles. El espíritu crea la obra de arte para reconciliar pensamiento y sensibilidad, lo externo y lo interno; realidad finita y necesaria de la naturaleza y verdad infinita y libre del pensamiento. Ahora bien, el planteamiento de la apariencia en el arte queda suprimido en la consideración de que el engaño más patente y mortal a que el hombre puede estar sujeto es la percepción del mundo exterior como lo real, siendo que la única realidad auténtica se encuentra más allá de la inmediatez de la sensación, es la realidad del espíritu que existe en sí y para sí. Esto último es lo que el arte intenta expresar y por ello, el fenómeno artístico posee una realidad superior al hecho histórico, que se empeña en afirmar como verdadero lo inmediatamente sensible. Existe una demanda de vitalidad para con la producción artística: se le exige que lo general no esté dado como ley, sino que esté unido con el ánimo y la sensación; el hombre entonces, al contemplar la obra de arte busca un instante de sentimiento absoluto, que brinde al hombre un camino hacia la realidad del espíritu, que propicie la comunicación entre éste y la divinidad. En este mismo sentido, Hegel indica la existencia de una visión reflexiva sobre el arte de su tiempo, pues lo que anhela el hombre de su época es el conocimiento de los contenidos y su adecuación o inadecuación respecto a sus medios de representación. Esta visión reflexiva es precisamente la que propicia un acercamiento científico al arte. Si bien, las obras de arte no son pensamiento o concepto, sino una alienación hacia lo meramente sensible, ahí en lo artístico el espíritu se puede aprehender a sí mismo pues se reconoce a través de su exteriorización, toma forma mediante la sensibilidad; el pensamiento penetra en lo alienado, en la mera sensación y con ello, el espíritu vuelve a sí. Existen dos vías por medio de las cuales la ciencia del arte pretende definir lo bello: por una parte, intenta acercarse a las obras artísticas rodeándolas desde fuera, contextualizándolas, mientras que por otra, desarrolla una idea de lo bello, que se aleja de la obra de arte en su singularidad. En relación al primer punto (el acercamiento empírico), debemos tener en consideración que la obra artística pertenece a un tiempo, a un pueblo y a fines históricos determinados. Con ello, se plantea la noción de una naturaleza individual de la obra de arte, cifrada en su singularidad. Este carácter histórico (circunstancial) implica la necesidad del establecimiento de criterios generales, es decir, de teorías del arte en las cuales los rasgos comunes, generalizados, puedan servir como prescripciones para regular la actividad artística. Atendiendo a esta afirmación, el arte sería considerado solamente en su universalidad y nunca en su particularidad, además de que, el acercamiento a la obra de arte se llevaría a cabo en un plano meramente sensible y por lo tanto exterior, imposibilitando la aprehensión de lo interno. Hegel hace un recuento histórico sobre el tratamiento dado a la belleza artística; sobre aquel criterio en el cual debemos fundamentar el juicio de gusto. El primer autor de que hace mención es Hirt; éste propone el concepto de lo característico como esencial para la comprensión de la obra de arte. Lo característico se refiere a las cualidades individuales como constituyentes esenciales de la obra artística. Hirt apuesta al carácter como ley, la cual está referida a una forma de representación del contenido de la obra. Así, no sólo el contenido es importante sino que es fundamental la manera en cómo lo representamos. Goethe, por su parte, señala que el principio supremo de los antiguos era lo significativo mientras que la mejor manera de tratarlo era lo bello. Por lo anterior, deberemos tener en consideración no solamente la forma de representación, sino también el contenido. Cuando nos acercamos a una obra de arte, esta nos impacta inmediatamente en la sensibilidad, sin embargo, se despierta en nosotros una pregunta acerca de su significación. Lo externo pierde validez ahí donde suponemos la existencia de algo oculto, de un alma interna. Se da entonces, una búsqueda del sentido por medio de la inmediatez de la percepción estética. Lo que se concluye de estas concepciones del arte, es que éste tiene un ámbito interior (que es el espíritu, el contenido) y uno exterior (que es la forma sensible), siendo que el primero se expresa a través del segundo. La ponderación del contenido del arte como manifestación del espíritu, despierta la motivación a analizar aquellas producciones artísticas que habían sido descartadas por la visión occidental. Lo anterior aunado al hecho de que el espíritu se encuentra en un nivel más alto de conciencia de sí, provoca que el hombre valore las obras de arte en su individualidad y su circunstancialidad histórica, en otras palabras, en la autoconciencia del espíritu surge la necesidad de éste, de conocer su propio desarrollo histórico y por ello, dar validez al arte de otros tiempos y lugares. En relación al segundo punto, a saber, la reflexión teórica de lo bello, éste fundamenta sus esfuerzos en el intento de establecer una idea de lo bello. Para disertar acerca de ello, Hegel recoge la noción platónica de que lo bello verdaderamente sólo puede ser conocido mediante el pensamiento, en el cual, el objeto es considerado en su universalidad y no en su particularidad. Hegel objeta que la verdadera naturaleza de lo bello debe radicar en una unificación de lo universal (abstracción) y lo particular (sensación), teniendo en cuenta que los momentos particulares tienen un contenido de universalidad. Hegel considera ahora las representaciones comunes del arte, lo cual produce tres reflexiones. La primera de ellas se cifra en la afirmación de que la obra artística es producto de una actividad humana, lo cual genera la noción de que será posible establecer reglas para esta actividad práctica. Sin embargo, aquello que se pudiese crear atendiendo solamente al cumplimiento de estas reglas carecería de todo carácter concreto, puesto que para producir de esta manera, es suficiente una habilidad vacía. La producción artística empero, no es mera actividad formal, ni cumplimiento de preceptos dados, sino actividad espiritual, forma individualizada del contenido. El espíritu debe ser reflejado y esto precisamente es lo concreto, contrariamente a lo abstracto que es mera formalidad vacía. Como consecuencia de lo anterior, se piensa que la obra artística es producto de un espíritu singularizado, de talento y de genio naturales que lleva en sí el artista. Lo que deviene de esta postura, es la noción de una conciencia nociva que no puede incidir en la creación libre y apasionada del autor. El estado en el cual se desarrolla esta creación es el entusiasmo. Sin embargo, debemos tener e cuenta que si bien, el talento y el genio son meramente naturales y no adquiridos, la forma en cómo se manifiestan éstos dones, es decir, la producción artística, requiere del aprendizaje de una técnica y por lo tanto de la reflexión guiada hacia la consecución de un conocimiento. Ahora bien, en tanto que la obra de arte es producto de la actividad humana, ésta se opone al fenómeno natural, con lo cual, se renueva la polémica acerca de la superioridad del arte respecto a la naturaleza. Se piensa que la naturaleza es superior en tanto que está viva, mientras la obra artística está muerta. Empero, nada hay más vivo que la realidad del espíritu expresada en el arte; la vitalidad de éste se cifra en el reflejo que hace de la vida del espíritu. Bajo una existencia exterior, éste otorga una duración a lo expresado en la obra, mantiene viva la imagen a través del tiempo, mientras que la naturaleza es contingente y fugaz. Finalmente, la obra artística se ve vivificada por la divinidad, en cuanto que el hombre es actividad autoconciente y autofundadora, que se eleva por sobre lo inconsciente y necesario de la naturaleza. Existe una necesidad en el hombre, la cual le impele a la creación artística. Esta necesidad se fundamenta en que el hombre, en una conciencia por sí y para sí, es espíritu que se duplica. En un primer plano es como las cosas de la naturaleza, pero en un segundo, se convierte en un ser activo para sí, en un ser fundante. El hombre logra la conciencia de sí a partir de la conciencia de sus propios impulsos y en el conocimiento, tanto de lo producido por él como de aquello que recibimos del exterior. El hombre es para sí, mediante una actividad práctica, es decir, en cuanto él transforma las cosas exteriores imprimiéndoles su sello personal, manifestando su interioridad, viendo en ellas una extensión de sí mismo. Hombre es libre espiritualmente a partir de que se hace interiormente lo que es y a la vez, exterioriza el ser para sí. Una segunda reflexión acerca de las representaciones del arte es la que trata al arte como sacado de lo sensible. Bajo este aspecto, la indagación sobre el arte es mera investigación de sensaciones, las cuales pueden variar de uno a otro sujeto, y no son cualidades de la cosa misma. Esta postura se reafirmará en la institución de la sensación como sentido de la belleza, en donde el juicio de gusto está enfocado solamente en la superficie externa. Por ello, la posición del crítico de gusto ha sido tomada por el experto, quien atendiendo solamente a los conocimientos técnicos (forma externa) e históricos (singularidad circunstancial) deja de lado el valor más alto, el contenido. Teniendo en mente lo anterior, Hegel señala que la peor forma de aprehensión del espíritu es la sensible. Si el hombre se inclina hacia el mundo de manera sensible, su relación con éste será meramente apetitiva, fundado en el interés personal. El apetito, entonces, suprime la libertad y autonomía del objeto, pues lo convierte en simple medio de satisfacción, y con ello, también limita al hombre, en tanto que falsea su percepción estética del mundo. El hombre debe dejar existir libremente a la obra de arte. Ahora bien, la consideración teórica no tiene el interés de consumir los objetos para lograr su satisfacción, sino que busca conocerlos en su universalidad; la inteligencia abandona lo particular sensible para arribar al mundo del pensamiento y hacer abstracción de ello. Sin embargo, el arte nunca abandona por completo este carácter de objetividad inmediata y sensible, teniendo siempre en cuenta la existencia singular del objeto. Así, la obra de arte se ubica en un plano mediático entre sensibilidad inmediata y pensamiento ideal. Lo sensible del arte es, asimismo, algo ideal; es el reflejo del espíritu en formas materiales. De ahí que lo sensible del arte esté espiritualizado y que en la producción artística ambos caracteres (espiritualidad y sensibilidad) estén unificados. Hegel pasa ahora a la consideración de la finalidad del arte: en primer lugar, retoma el objetivo de imitación de la naturaleza. Esta reproducción sistemática de la naturaleza (de lo sensible inmediato) ha sido considerada como fin del arte. Sin embargo, podemos advertir en esta duplicación de la naturaleza, un esfuerzo superfluo u ocioso, que nunca alcanzará la vivacidad del original en cuanto que sólo puede producir una realidad en la apariencia. Aquí se evidencia el desprecio de Hegel por la imitación que, en tiempos anteriores, se había ponderado como finalidad máxima del arte. El fracaso inminente ante la reproducción siempre deficiente de lo natural queda superada por la satisfacción de la creación libre y auténtica del hombre. De ello la imposibilidad de que la naturalidad pueda ser regla, ni la mera imitación se convierta en fin del arte. Una segunda consideración acerca de la finalidad del arte es la que se cifra en la noción de que la obra artística está destinada a despertar múltiples inclinaciones y pasiones en el hombre, es decir, hacerle experimentar todo aquello que puede llegar a sentir, para entonces, aumentar nuestra receptividad ante los fenómenos tanto externos como internos. El arte suaviza las pasiones, ya que el hombre que contempla su propia inclinación pasional se hace conciente de aquello que normalmente se da de forma inmediata y que no deja tiempo al análisis; así, el sujeto considera sus impulsos, se separa de ellos y puede contemplarlos fuera de sí mismo, como algo objetivo. En este mismo sentido, otra finalidad adjudicada al arte es la de la purificación de las pasiones que lleva al perfeccionamiento moral; en esta concepción se circunscribe, asimismo, la noción del arte como medio de instrucción; el arte hace conciente el contenido espiritual. Sin embargo, la objeción de Hegel radica en la cuestión fundamental de que el arte es también forma singularizada y no solamente expresión abstracta de contenido. Si el cometido fundamental del arte es dar a conocer una doctrina moral, entonces lo sensible y la forma pasan a ser un mero adorno y los dos aspectos fundamentales de la obra artística quedan escindidos. Ahora bien, la forma del arte romántico esta determinado por el concepto interno del contenido; éste aparece ahora como una nueva concepción del mundo. En el estadio inicial del arte existe la aspiración de unificar lo natural con lo espiritual. Sin embargo, el espíritu no otorgaba todavía contenido al arte y sólo podía darle forma a lo exterior natural. Ya en el arte clásico, lo espiritual sí es el contenido y lo meramente natural y sensible forman lo exterior. Empero, en este estadio del arte, lo sensible no solamente permaneció en lo superficial y vacío, sino que fue permeado por su contenido, lo espiritual se derramó en lo exterior. En virtud de tal unificación o síntesis, el ideal se disuelve y descompone en una doble totalidad: de lo subjetivo que es en sí mismo y de lo subjetivo de la aparición exterior, con la finalidad de que el espíritu alcance la reconciliación consigo mismo, puesto que al ser conciente de tener su otro yo, se reconoce a sí mismo y se da cuenta de su infinitud y libertad. Esto provoca una elevación del espíritu a sí mismo, logrando con ello su objetividad, ya no en lo sensible y exterior, sino en él mismo. Se da cuenta que su realidad no puede ser nunca corporal, sino interior. La belleza se erige como belleza espiritual. Asimismo, para que el espíritu llegue a su infinitud, debe alejarse de su forma finita y elevarse a lo absoluto; éste es el verdadero contenido de lo romántico: la interioridad absoluta. Por ello, los diversos dioses del arte clásico desaparecieron, ahora sólo se reconoce un Dios, un espíritu y una autonomía absoluta; éste permanece libre y en unidad indisoluble. La existencia de Dios es lo sensible llevado a lo no sensible, a la subjetividad espiritual, que mediante el reconocerse en lo exterior consigue certeza de sí mismo. Siendo que el sujeto humano real es aparición o manifestación de Dios, el arte tiene el derecho de utilizar la figura humana y las formas de la exterioridad, para expresar lo absoluto, y tiene como finalidad la conciencia espiritual de Dios en el mismo sujeto. A diferencia del arte clásico, en cuyas obras no se manifiesta una mirada interior del individuo que manifieste la conciencia de su propia interioridad y enlace con lo absoluto, en el arte romántico el Dios aparece sabiéndose como interioridad subjetiva; el espíritu se recoge en sí mismo y evita así, el desvanecimiento en lo corporal. El hombre aparece en el arte romántico como conocedor de que en él porta al absoluto, no está limitado por pasiones o inclinaciones, tampoco tiene una mera conciencia de Dios, sino que se presenta como Dios único que se sabe a sí mismo, en cuya progresión a la muerte se revela el espíritu. La reconciliación de lo divino, como libertad e infinitud espiritual, no se da en la realidad mundana, sino en la elevación del espíritu de su existencia finita. Así, el hombre debe matar su realidad inmediata, el dolor de la pérdida y la muerte alcanzan en lo romántico su auténtica necesidad. En el arte romántico, la muerte es un morir del alma natural, de la existencia finita, algo que suprime todo aquello negativo liberando al espíritu de su inmediatez. Mientras que, para los griegos, la muerte es afirmativa, es decir, es realmente punto final de la existencia (natural). El contenido del arte romántico queda restringido, reducido, pues toda la naturaleza queda despojada de lo divino, y se concentra en la realidad del espíritu, en su interioridad. Empero, dado que el espíritu se encuentra con lo absoluto se abre una multiplicidad hacia lo existente, alberga a la naturaleza como medio y lugar del espíritu. Lo absoluto, que se hace conciente de sí en el hombre, constituye el contenido del arte romántico. Pero este contenido está dado fuera ya del ámbito meramente artístico, volcándose a la religión.