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Resumen Bibliográfico Zama

1. El ejercicio de la espera: para una lectura de lo grotesco en «Zama» de Antonio Di


Benedetto - Rafael Arce.

Dos problemáticas predominan en la lectura de Zama de Antonio Di Benedetto: la primera,


su relación con la novela histórica; la segunda, su relación con la novela existencialista. Estos
dos tópicos de la crítica comparten, al mismo tiempo, una misma clave de lectura: la de la
negatividad. En relación con la novela histórica, el trabajo de Zama pone en juego los
procedimientos de la parodia, el desmantelamiento genérico, el anacronismo y la
inverosimilitud (Legaz, 1991; Saer, 1997: 44-45; Premat, 1997; Claesson, 2008: 70-71;
Dámaso Martínez, 2008: 183). En relación con la novela existencialista, Zama en particular, y
la obra de Di Benedetto en general, actualiza su negatividad constitutiva: negación del sentido,
de la trascendencia, del orden, de Dios, de la comunicación (Filer, 1982: 32-33; Néspolo, 2004;
248; Saer, 1997: 47; Lespada, 2008: 163-164). Desde el punto de vista de la historia, la
imaginación interfiere y contamina la reconstrucción del pasado que es, como tal, inaccesible.
Al transgredir los procedimientos de verosimilización de la novela histórica, Zama puede tanto
impugnar toda pretensión esencialista respecto de lo americano (y, en este sentido, erigirse
contra el regionalismo y el latinoamericanismo de las novelas que le son contemporáneas)
como caracterizar lo americano precisamente como intemperie, inclemencia telúrica y soledad
teratológica, retomando de modo distanciado tópicos de Martínez Estrada (Premat, 2009: 24).
Se saque una consecuencia o la otra, el trabajo con la novela histórica puede ser siempre
complementario de la relación con la novela existencialista: la consideración histórica, con sus
delimitaciones espacio-temporales (la problemática americana, la contradictoria y violenta
herencia colonial), es trascendida, o desbordada, por la reflexión «metafísica».

Negatividad, transgresión de la novela histórica y preocupaciones propias de la novela


existencialista constituyen, efectivamente, dimensiones de la novela de Di Benedetto que son
difíciles de soslayar. Esta negatividad tiene, además, su correlato formal: el laconismo, o pudor,
del «estilo» Di Benedetto. Limpieza sintáctica, economía verbal, oraciones breves, párrafos
que no exceden las dos o tres oraciones. Este despojamiento se encuentra sin embargo
tensionado por ciertas figuras como el hipérbaton y la proliferación de un léxico arcaizante,
que introducen, en la sencillez gramatical, una complejidad sutil y reticente1. El estilo de Di
Benedetto, cuya «pureza» parece alcanzarse en sus novelas posteriores2 (El silenciero y Los
suicidas), se pone a punto en el proceso mismo de escritura de Zama: si en la primera parte de
la novela, la complejidad sintáctica y la proliferación de arcaísmos producen una resonancia
verbal de un discreto barroquismo, hacia el final esa verbosidad se extenúa hasta la limpidez
de la frase breve, lacónica y levemente marcada por algunas palabras guaraníes. Este proceso
de despojamiento es isomorfo de la historia: la decadencia moral, social, económica y física de
Diego de Zama. El laconismo dibenedettiano es negativo porque asume la falta constitutiva del
lenguaje en relación con lo real: la elipsis, la ambigüedad, la deliberada pobreza, contribuyen
a una extenuación de la lengua que la acerca al silencio, es decir, al vacío de sentido y de
referencia.

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Nuestro punto de vista será otro. Intentaremos, por un lado, desbordar los límites de la
interpretación en clave negativa con el fin de restituir a Zama lo que nos gustaría llamar su
potencia de afirmación: interrogaremos la relación de Zama con el realismo y el fantástico,
tratando de descomponer los términos de la dicotomía en aras de una reconstrucción del
movimiento imaginante del relato. En este sentido, discutiremos la lectura de la filiación
existencialista para situar la búsqueda de Di Benedetto en una vía heterogénea a la filosofía.
Por último, y en relación estrecha con esta potencia afirmativa de la imaginación,
interrogaremos aquello que, entendemos, ha sido menos abordado tanto en la obra de Di
Benedetto en general como en Zama en particular: el carácter risible de la historia y de su
protagonista, un cierto humorismo que sin embargo no puede ser separado del sentimiento
trágico y que, en este sentido, procuraremos ceñir a partir de la categoría de lo grotesco.

Zama toma de la novela existencialista, verbigracia de La Nausée de Jean-Paul Sartre y


de L'Étranger de Albert Camus, el modelo del narrador protagonista en primera persona. En
efecto, la primera persona es la condición de un relato que genera, y que a su vez es generado
por, la reflexión. La novela existencialista postula una articulación entre literatura y filosofía
(articulación que la crítica de Di Benedetto retoma): la primera persona funciona como gozne
en esa articulación, al hacer pasar el discurso del relato al pensamiento y del pensamiento al
relato.

Ahora bien, el uso masivo de la primera persona en las narraciones del siglo XX es uno
de los síntomas de la crisis que sufre la noción de historia después de las vanguardias: la tercera
persona y su correlato, la omnisciencia, eran una condición de la inteligibilidad de la historia
como fundamento del realismo decimonónico. La primera persona implica una intromisión del
sujeto narrador en la materia de su relato: la objetividad supuesta de la historia se ve
transgredida por la subjetividad del discurso. Esto implica, a grandes rasgos, una cierta
consistencia del sujeto narrador: la historia pierde solidez, pero el sujeto gana en atribuciones.
El pasado pierde consistencia, pero gana espesor el presente de su reconstrucción a través de
la memoria. En este sentido, los narradores de La Nausée y de L'Étranger poseen una solidez
de consciencia de la que depende la consistencia de su pensamiento: la historia puede ser oscura
o equívoca, fragmentaria o pueril, pero la «aventura» es la de las conciencias progresivamente
lúcidas.

Por el contrario, la primera persona de Zama se caracteriza más bien por la inadecuación.
En las novelas de Sartre y de Camus, la derrota de los narradores es el reverso del triunfo de
sus conciencias, su arribo a la lucidez. Esta lucidez es la condición indispensable para esa
dimensión «filosófica» de las novelas, sea como fuere que se piense la articulación. En cambio,
en las novelas de Di Benedetto, la derrota del protagonista es un naufragio de la consciencia
misma, una inconsistencia y una imposibilidad del pensamiento. Esta diferencia es decisiva:
los narradores protagonistas de Di Benedetto sufren una «pobreza de experiencia» (Benjamin,
1982) que evoca a los narradores de Onetti, de Rulfo, de Robbe-Grillet. Es cierto que Di
Benedetto, en la década del 50, no podía ignorar la prosapia de palabras como «angustia»,
«soledad», «incomunicación» y «absurdo»: pero, precisamente, ese sentido previo obliga a
pensar que el escritor toma un material tal cual lo halla en el estado de transformación de la

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novela y el pensamiento contemporáneos. El vocabulario existencialista es un material previo
tanto como el género de la novela histórica: uno y otro sufren, entonces, la transgresión formal
que les imprime la búsqueda experimental de Zama. La crítica señala la «coherencia» filosófica
del pensamiento del narrador (Néspolo, 2004: 228), afirmación que habría que demostrar.

Juan José Saer ensaya un argumento que habría que tener en cuenta: «De este hecho
podemos inferir una distinción precisa entre literatura y filosofía: distinción que no se encuentra
en el objetivo de reflexión sino en la fase del proceso de creación o de expresión en que ese
objeto se halla ubicado: anterior en el caso de la filosofía; dentro, en alguna parte, en el caso
de la narración» (2004: 47). Esta frase pretende ser elogiosa de Zama: Di Benedetto da
espontáneamente con la filosofía, mientras que en el caso de La Nausée y L'Étranger, esa
filosofía es previa.

Es también discutible que sea «superior»3 dar con un objeto por espontaneidad a darlo por
sistematización: parece una superstición romántica. Por el contrario, si algo nos han enseñado
los grandes novelistas de la primera mitad del siglo XX (con los que, por otra parte, Saer insiste
tanto en sus ensayos) es que el narrador, habiendo perdido en experiencia, ha ganado sin
embargo en pensamiento. La búsqueda de Di Benedetto es heterogénea a la filosofía: por el
contrario, acusa recibo, más bien, de sus límites, más allá de los cuales la experiencia narrativa
de Zama converge con el mundo de Robbe-Grillet. Más todavía: de un modo paradójico que
habría que desentrañar, la conciencia exacerbada del artista moderno redunda en una restitución
de oscuridad en el objeto. Es una paradoja que se encuentra explícitamente formulada en
Robbe-Grillet, pero que también un pensador como Theodor Adorno ha descrito como propia
del arte moderno: el rigor constructivo del narrador, el dominio altamente controlado de los
materiales, no intenta «volver más claras las cosas», sino más bien restituirles su oscuridad
originaria, esa oscuridad que la saturación de proyección simbólica y antropomorfa ha borrado
del mundo y, por lo tanto, de la experiencia: «La negativa de Beckett a interpretar sus obras,
unida a la consciencia extrema de las técnicas, de las implicaciones de los materiales, del
material lingüístico, no es una aversión meramente subjetiva: con el incremento de la reflexión
y mediante su fuerza incrementada, se oscurece el contenido en sí mismo» (Adorno, 2001: 61).

Habría que considerar, por el contrario, la condición latinoamericana de Zama en términos


de literatura menor (Deleuze-Guattari, 1990: 28-43): es precisamente su carencia (de una
teoría rigurosa, de interlocución adecuada con el pensamiento europeo) lo que la vuelve
potente. Saer insiste con la «superioridad» de Zama, pero habría que, más bien, siguiendo a
Deleuze-Guattari, desmantelar esa valoración en términos de superior e inferior: la literatura
menor propone, por el contrario, una subestimación de la idea de «obra maestra». Opera por
sustracción de rasgos literarios «altos»: es la pobreza del alemán de Kafka. La carencia de
pensamiento riguroso y la extenuación del estilo «literario» son correlativas.

La novela existencialista sería el último refugio del humanismo literario: el retiro de los
dioses, el absurdo de la existencia humana y de la muerte, la angustia, son modos negativos de
una relación que sigue siendo de complicidad metafísica entre el hombre y las cosas. Todo en
Zama sería negativo: la esperanza es defraudada, el deseo no es consumado, la soledad no es

3
compensada, la muerte es anti-épica. Zama fracasa en su empresa, su modo de relación con las
cosas es trágico: pero, en su derrota, triunfa justamente como sujeto de la angustia, como
antihéroe:

La tragedia aparece entonces como la última invención del humanismo para no dejar
escapar nada: puesto que el acuerdo entre el hombre y las cosas ha terminado por ser
denunciado, el humanista salva su dominio instaurando inmediatamente una nueva forma de
solidaridad: el divorcio mismo se convierte en una vía mayor para la redención.

(Robbe-Grillet, 1986: 53-54, traducción propia)

La negatividad funda al sujeto una vez que toda trascendencia y todo sentido han sido
retirados: el sujeto se afirma de modo paradójico en la ruptura del pacto metafísico entre el
hombre y las cosas.

Sin embargo, son las inconsistencias de Zama las que permiten pensar que esas figuras de
la negatividad quizás no se dejen determinar por su contrario y, en este sentido, puedan
trastocarse en figuras de la afirmación. Tomemos la soledad, motivo existencialista.

En Zama, por el contrario, la soledad es originaria. Para volverse aprehensible, se inviste


con presencias que se le niegan: Marta, la esposa, que lo espera en el sur; Luciana, la supuesta
amante, que no se le entrega; Rita, a la que no logra seducir; Emilia, la madre del hijo bastardo,
que lo rechaza. La soledad es determinada como negación de un cuerpo: el de Marta, lejano; el
de Luciana y el de Rita, escamoteados; el de Emilia, simple medio para la paternidad. Ese
cuerpo femenino sufre, en el transcurso de la novela, un proceso de volatilización: los
encuentros carnales de Zama son con cuerpos vislumbrados, solo a medias deseados, en las
sombras, sin experimentar placer o displacer (la mulata en la primera parte, la solterona en la
segunda). Finalmente, ese cuerpo femenino se vuelve fantasmal, abstracto: la mujer que asesina
el fumador en la primera parte (2001: 19-20); la mujer soñada que viene en barco, en el sueño
de Zama (2001: 36); la mujer fantasma de la segunda parte.

Esta transformación del cuerpo femenino de carne en fantasma no se produce siguiendo


el orden temporal de la novela, por más que ese orden sufra saltos, interrupciones,
anticipaciones, compresiones. En general, las lecturas de Zama siguen la lógica narrativa para
detectar sus momentos de alteración. Sobre la consistencia de la historia se ejercería entonces
la agresión de las mutaciones productivas del texto: la linealidad y la inteligibilidad del relato
se verían alteradas por la introducción de lo «imaginario», sea el delirio (el brote psicótico del
fumador, las alucinaciones de Zama), el sueño (la mujer del barco, los sueños de
transformación animal) o la fantasía (en general de humillación). Habría entonces una historia
subyacente «realista» (la del erotismo fracasado del protagonista) en la que se proyecta el nivel
«fantástico» al que corresponden todos los episodios «irreales» de la novela.

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Nuestro punto de vista es, por el contrario, que no hay otra historia más que el itinerario
de la conciencia del narrador: no hay, por lo tanto, «niveles» de realidad o verosímil realista
que se vea alterado por la irrealidad (o verosímil de la novela histórica que se vea «impugnado»
por la novela filosófica), sino yuxtaposición de imágenes que producen la experiencia de Zama
como mundo en el que la distinción entre real e irreal se vuelve irrelevante o, quizás, en la que
de lo que se trata es del acceso mismo a la irrealidad de lo real, a lo que la realidad niega pero
el deseo (forma de la ausencia que no se deja determinar por la presencia) restituye sin
consumar: «Las obras de arte se convierten en apariciones en el sentido pregnante, en
apariciones de otra cosa, cuando el acento cae sobre lo irreal de su propia realidad» (Adorno,
2001: 146). ¿Cómo hacer de la falsa soledad, la que es un término puramente negativo, una
soledad esencial, originaria? Invirtiendo el trayecto que va de la fantasía a la realidad,
desmaterializando el cuerpo femenino en una trayectoria que no es la del tiempo lineal de la
historia, pero tampoco la del tiempo «presente» del discurso, sino la de los anacronismos del
delirio, el ensueño, la fantasía y el sueño: la arquitectura espacial del entramado de imágenes
en el que se produce el vacío de la ausencia, la consistencia de lo imaginario, la realidad del
deseo que permanece deseo.

Como todas las otras decepciones de la novela, la amorosa la atribuye el narrador a fuerzas
exteriores que se oponen a su poder. Esta exterioridad contra la que el narrador nada puede es
imaginada en términos de potencias naturales. Sin embargo, esta naturaleza exterior adversa,
con la que se confunde el medio en el que habita, se experimenta como opuesta más por su
indolencia que por su acción activa y efectiva: «Con ser tan mansa, cuidábame de la naturaleza
de esta tierra, porque es infantil y capaz de arrobarme y en la lasitud semidespierta me ponía
repentinos pensamientos traicioneros de esos que no dan conformidad ni, por momentos,
sosiego» (Di Benedetto, 2001: 15). La mansedumbre de la tierra, como la del gobernador, la
de Luciana, la de Rita o la de Vicuña Porto, dice la resistencia pasiva de lo exterior. Hay una
indolencia del medio que parece expresar la del mismo Zama. En este sentido, todo fracaso, el
amoroso, el social, el económico, el militar, es por lo menos dudoso: como si cada vez que el
narrador fracasara, se actualizara, en verdad, una renuncia previa a actuar sobre las cosas. El
fracaso, motivo narrativo, es cada vez puesto en entredicho por una experiencia del tiempo que
sería la del pretérito compuesto: Zama, una y otra vez, ya ha renunciado a lo que aparecía, en
el horizonte temporal de la historia, como tarea a ser realizada y como objetivo a ser
perseguido: «Algo en mí, en mi interior, anulaba las perspectivas exteriores. Yo veía todo
ordenado, posible, realizado o realizable. Sin embargo, era como si yo, yo mismo, pudiera
generar el fracaso. Y he aquí que al mismo tiempo me juzgaba inculpable de ese probable
fracaso, como si mis culpas fueran heredadas y no me importaba demasiado» (Di Benedetto,
2001: 91).

El romance con Luciana es uno de sus momentos. Cuando, después de aparentes


denodados esfuerzos, Zama accede por fin a la cita nocturna, se encuentra con un presunto
rival. Como en muchas situaciones de la novela, los motivos de su accionar son oscuros,
equívocos: cuando parece desentrañar causas, da al mismo tiempo la impresión de inventar
excusas. Más que motivos para la acción, Zama encuentra cada vez excusas para la inacción:
«Renunciaba a Luciana, en un gesto que era de desprecio hacia ella, no de cejar ante mí. / Yo

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también podía hacerlo. Necesité decírselo al desconocido. Tuve ganas de gritar, llamándolo,
para que fuésemos a beber juntos. No lo hice» (Di Benedetto, 2001: 70). Más arriba decíamos
que el narrador dibenedettiano parece evocar, más que al existencialista, al narrador de
experiencia pobre de Onetti, de Rulfo o de Robbe-Grillet. El lector no sabe en qué medida lo
que sucede (lo que no sucede) está alterado por el delirio, la mentira (Zama se miente a sí
mismo), la coartada psicológica.

Esta escena es ilustrativa de la constante explicación que el narrador se da a sí mismo para


no actuar, para sustraerse a toda situación problemática y a todo conflicto. Zama no es, o no es
solamente, un «soliloquio sobre la espera, la soledad, el desgaste existencial» (Saer, 1997: 52):
es, más bien, un largo encadenamiento de entimemas. Falsos silogismos de los cuales se extraen
conclusiones no digamos erradas, sino más bien no necesarias. Se trata del soliloquio
autojustificativo de una conciencia que ha hecho de la inacción un ejercicio y de la renuncia un
procedimiento. Zama es un abúlico o, mejor, un acidioso: «un contemplador impasible de su
propia ruina» (Lespada, 2008: 164)4: «Nada me importaría mi propia muerte, creí también, y
me acometieron unas ganas fuertes de no ocuparme ya de cosa alguna, de no retornar ni a mi
cuarto ni a la calle ardiente y polvorienta, de echarme allí mismo, aunque fuese en el suelo, y
descansar, descansar» (Di Benedetto, 2001: 43).

Lo que define a Zama es la impasibilidad: eso que Blanchot reprochaba a Mersault haber
abandonado con la final aparición de su rebeldía. De modo que la comparación es pertinente,
pero justamente lo que hace existencialista al narrador de L'Étranger es aquello que la novela
de Di Benedetto rechaza. Zama mantiene su impasibilidad hasta el final. No es, entonces,
posible recuperarlo para el sentido trágico de la vida. No hay rebeldía en Zama, por lo tanto no
hay oposición a lo absurdo de la existencia.

La primera persona es predominante en la obra de Di Benedetto. En Zama, esa primera


persona da, por momentos, la impresión de una inadecuación, una incongruencia, una
incomodidad. Ya vimos que no se trata del narrador consistente de la novela existencialista.
Merece aplicarse a Zama la prueba de la transformación, en el sentido que da a esta palabra la
gramática generativa: ¿qué pasaría si la novela estuviera enteramente narrada en tercera
persona? Quizás la trágica historia del asesor letrado aparecería bajo una luz distinta: la irrisión,
la ridiculez, el humor. Se trata de una perplejidad crítica difícil de asir y de demostrar
argumentativamente, en el sentido en que predomina de modo abrumador una lectura «grave»,
«seria», de la narrativa dibenedettiana. Habría una inadecuación entre el tono del relato y la
historia que se cuenta. Esta inadecuación no es, en modo alguno, un defecto de la novela, sino
por el contrario su prerrogativa experimental, transgresiva: Zama es un ejercicio con la
disonancia. Di Benedetto ya había experimentado con la inadecuación en su primera novela,
El pentágono.

Tratamos de demostrar que Zama cuenta una tragedia irrisoria con un tono de seriedad
deliberadamente inadecuado, disonante. El tono se desprende del uso de la primera persona y
de la proximidad afectiva del narrador con respecto a su relato. Si transformáramos a Zama en
una novela en tercera persona, esa mediación afectiva del sujeto narrador desaparecería y la

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historia volvería visibles sus ribetes grotescos, humorísticos, ridículos. Zama se parecería,
quizás, al Quijote o a Candide de Voltaire.

Nuestra hipótesis sobre el humor en Zama, sobre lo grotesco5 en muchos relatos de Di


Benedetto (Cuentos Claros se había titulado, en su primera edición, Grot; Premat, 2009: 7),
nada tiene que ver con los procedimientos de la ironía o de la parodia. El narrador ironista
(sería el caso del narrador de Saer, por citar uno emparentado con Di Benedetto) es un sujeto
lúcido, siempre colocado en un lugar superior respecto de sus enunciados. En cuanto a la
parodia, si bien es una lectura posible, el humor no tendría aquí que ver con ella, puesto que la
parodia de Zama sería del tipo «parodia seria» (Genette, 1989: 39): por ejemplo, parodia de la
novela histórica. Ironía y parodia contribuyen, también, al trabajo negativo del texto. El humor
es, por el contrario, afirmativo. No implica, sin embargo, convertir a Zama en una comedia,
aquello en lo que podría convertirse si la transformáramos a la tercera persona. Lo humorístico
está aquí más bien en relación con lo grotesco, en el sentido de expresión de lo tragicómico.
Se trata de puntos de vista: la tensión latente entre primera persona y tercera no tiene que ver
con la persona verbal, sino más bien el punto de vista6. Por eso, lo que resultaría cómico
narrado desde afuera se vuelve trágico narrado desde dentro y, en definitiva, la contaminación
de un punto de vista con el otro, la no identificación con el punto de vista del narrador de Zama
(la perplejidad del lector, su desconfianza, su incredulidad), lejos de resolver la tensión, la
vuelve productiva haciendo emerger lo tragicómico: «Grotesco [...] es el contraste pronunciado
entre forma y argumento, la mezcla centrífuga de lo heterogéneo, la fuerza explosiva de lo
paradójico, que son ridículas y al mismo tiempo producen horror» (Kayser, 1964: 60).

La falta de sentido trascendente del mundo puede tener, por lo menos, dos constataciones
distintas: una, lúcida, filosófica, racional; otra, ingenua, infantil, animal. Llamamos absurdo a
la constatación inteligente, pensante, de la falta de sentido trascendente del mundo7. Es el punto
de vista del narrador existencialista. El humor es, por el contrario, la misma constatación sin
su lucidez, sin filosofía y, por lo tanto, sin reducción o, dicho en términos de Robbe-Grillet, sin
recuperación de la distancia. El absurdo sigue siendo un sentido, el sentido de la falta de
sentido. La impasibilidad del mundo, su carácter refractario, su materialidad muda, siguen
siendo recuperados por la razón, que lo aprehende como falto de razón. La experiencia de los
relatos de Di Benedetto es otra: una constatación que no se constata, una evidencia falta de
evidencias (es decir, una evidencia que no puede explicarse por el camino del logos8). El
sinsentido afirmado, un sinsentido que no se deja determinar por su término negativo: la
evidencia de una exterioridad que no se deja violentar por categorías (ni siquiera categorías que
después sean negadas), una evidencia animal, infantil, vegetal, mineral.

Por supuesto, el mundo de Di Benedetto es melancólico. Pero es, también, risible, ridículo,
irrisorio. Grotesco, porque su tragedia implica un humor contradictorio, que no excluye el
dolor: «Constituyó [lo grotesco] un "componente" del "humorismo" tal como Jean Paul intentó
determinarlo. Lo llamó "la idea aniquiladora del humorismo". La realidad, el mundo terrestre
y finito en su totalidad, es aniquilada por el humorismo. [...] La sonrisa del humorismo no está
libre: nace más bien "esa sonrisa en la que se contiene aún… un dolor"» (Kayser, 1964: 62).
Sergio Cueto lo llama humor melancólico y lo lee en la obra de Borges (Cueto, 1999: 7-15).

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La relación de Di Benedetto con Borges no pasaría entonces tanto por el género fantástico
(Néspolo, 2006: 41), vínculo superficial, obvio, que no le hace justicia a ninguno de los dos,
sino más bien por este humor melancólico, esta consideración anti-metafísica del universo, esta
afirmación indiferente de su inmanencia. No es muy distinto de lo que sostiene Robbe-Grillet:
el mundo no es ni significante ni insignificante. Se limita a estar ahí. Lo que no implica, como
a menudo se ha entendido, un presupuesto de objetividad. Por el contrario, el mundo objetivo
solo puede aparecer en su impasibilidad en la medida en que es mediado por el sujeto. Pero
este sujeto no es pleno, no se fundamenta en una interioridad, sino que no es ni más ni menos
que el punto de articulación entre las cosas y su expresión, tal cual la entiende Adorno: «Por
otra parte, la objetivación de la expresión, que coincide con el arte, necesita del sujeto que la
produce y explota [...] sus propias emociones miméticas. El arte es expresivo donde desde él
habla, mediado subjetivamente, algo objetivo: la tristeza, la energía, el anhelo» (Adorno, 2001:
193).

Lo expresivo, que Adorno conecta directamente con lo mimético (concepto que también
hay que entender en el sentido estricto de Adorno y que ilumina mucho de la experiencia
narrativa de Di Benedetto), y que se opone dialécticamente a lo constructivo, no es la
manifestación de una subjetividad, sino más bien la exteriorización mediada de lo objetivo, la
voz, por decirlo de algún modo, de las cosas en tanto que mudas (es decir, en tanto que no
significantes). Por supuesto, lo expresivo en el arte moderno sería, sobre todo, manifestación
del dolor: eso es la disonancia. La inadecuación, que más arriba pensábamos como
procedimiento de la narrativa experimental, es la expresión de una discordancia entre el sujeto
y el mundo que es histórica, es decir, moderna. El narrador de Zama se ha vaciado de toda
interioridad, ha hecho la prueba de la imposibilidad de la experiencia, imposibilidad propia del
sujeto moderno en la reflexión de Benjamin. Zama, como muchos otros personajes
dibenedettianos, constata cada vez el vacío de sus sentimientos, la nada que encuentra dentro
de sí: «Hice un repaso del episodio: en ningún momento sentí emoción alguna, excepto cuando
supuse que el hombre había despertado y lanzaría contra mí una justificada acusación» (Di
Benedetto, 2001: 63).

Los narradores y personajes de Di Benedetto son nada más (nada menos) que puntos de
articulación a través de los cuales las cosas se expresan a sí mismas. Todo lo que decíamos más
arriba en términos de renuncia a actuar, de acedia y de negación a participar de cualquier tipo
de empresa que implique un dominio material del mundo (desde la razón, el concepto que
violenta la cosa, hasta la civilización, que aniquila la naturaleza), está, por supuesto,
relacionado con esta expresión de la cosa a través del sujeto. Esto implica, de modo correlativo,
una des-antropomorfización del mismo: su animalización, su infantilización, su
mineralización, su reificación, incluso su mecanización. El sujeto de Di Benedetto es pasivo:
deja que las cosas vengan a él o de él se apoderen, lo modelen, lo atrapen. Sus devenires son
transformaciones en las cuales se constituye como médium: «Me sirvió un mate, después sorbió
uno ella. Dejábamos que la atmósfera luminosa y posesiva nos convirtiese en calmos objetos»
(Di Benedetto, 2001: 30). «-Señor doctor, es posible que el primer hombre y el primer lagarto
fueran también incomprensibles para todo cuanto los rodeaba» (2001: 99). «El patio llamaba,

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llamaba. [...] Y yo sabía que no estaba tras la puerta, sino en mí, y que cobraría vigencia real
solo cuando yo estuviese en él» (Di Benedetto, 2001: 125).

Podemos volver ahora sobre la cuestión del estilo. El de Di Benedetto, lo dijimos, ha sido
caracterizado como austero, pudoroso, lacónico, reticente9. Pero nos gustaría introducir, en
esta discusión, una segunda perplejidad crítica. Si bien este estilo puede caracterizarse así,
especialmente en la última parte de Zama, y en las novelas El silenciero y Los suicidas, también
pueden señalarse ciertas marcas disonantes cuya relación con el laconismo habría que
desentrañar. Situemos algunos de sus momentos: «El agua, ante el bosque, fue siempre una
invitación al viaje, que él no hizo hasta no ser mono, sino cadáver de mono» (Di Benedetto,
2001: 15). «Era preciso que yo cuidase mi estabilidad, mi puesto, justamente para poder
desembarazarme de él, del puesto» (2001: 19). «Necesitaba saber si Fernández me había
traicionado, en fin de cuentas, traicionado con la verdad» (2001: 107). «Era un desdén, el del
jefe, embozado de respeto» (2001: 148). En las primeras tres citas, hay una repetición de
palabra que parece no tener necesidad gramatical («mono», «puesto», «verdad»). En la cuarta,
al haber hablado del jefe en el párrafo anterior, podría haberse omitido la aclaración entre
comas. Es decir que el laconismo convive con algunos pleonasmos. A estos ejemplos, que
abundan, y que por momentos dotan de una cierta infantilidad a la frase (incluso a veces suenan
a torpezas sintácticas), se pueden agregar los largos períodos en los que la acumulación
descansa en la parataxis: una cierta simplicidad gramatical que bordea lo infantil, porque
reemplaza la complejidad de la subordinación. Pero, entrelazados, abundan los períodos
complejizados por el hipérbaton. Si sumamos esta última figura a la proliferación de arcaísmos
el resultado es una especie de alquimia verbal que, como lo dice Saer (1997: 47), recuerda al
barroco español. En suma: la complejidad y dificultad gramatical se combinan con cierta
sencillez paratáctica y ciertos énfasis que bordean la tautología. Esto, sobre todo en la primera
parte. En la última, la parataxis se transforma en la yuxtaposición de oraciones sintácticamente
límpidas que evitan, en la medida de lo posible, los conectores. El proceso se acentúa porque
los párrafos cada vez se adelgazan más, hasta constituir dos o tres oraciones, y a menudo una
sola. Esta reducción podría evocar a la poesía (porque las oraciones cortas parecen versos),
homologación que consideramos errónea (ya veremos por qué).

En Zama, como en ningún otro espacio de la obra de Di Benedetto, accedemos a una


extenuación del estilo, a un progresivo despojamiento de marcas «literarias». La sobriedad
opera una desterritorizalización de la lengua (Deleuze-Guattari, 1978: 32-33), en este caso el
español. La relación de su estilo con la lengua mayor se asemeja a la que tiene Kafka con el
alemán y Beckett con el francés: un uso intensivo, mínimo, material. El punto de partida es una
paradoja estilística: un discreto barroquismo interferido por parataxis y por pleonasmos. Esa
sinuosidad verbal se va volviendo como rectilínea, va como enderezándose en dirección a la
prosa: se va haciendo menos «musical», en el sentido de armónica o cadenciosa. La
simplificación sintáctica es una generalización de lo disonante, lo que suena seco, cortante,
interfiriendo el barroquismo discreto del comienzo y reemplazándolo hacia el final. Justamente,
desde barroco que remite al Siglo de Oro (el máximo esplendor estilístico, «mayor», del
español) hasta el despojamiento de un español extrañado, minimalista, lacónico.

9
Convencionalmente, este corte en párrafos no parece necesario: todas estas oraciones
podrían formar una unidad. Al desmantelar esa unidad, el narrador fragmenta la de las
secuencias: produce una serie de interrupciones en la continuidad de la historia. Salvo por la
reaparición del niño rubio al final, la tercera parte de la novela, que es la más breve, carece por
completo del elemento marcado «onírico» o «fantástico»: la extrañeza tiñe todo el relato, ya
sin separación posible entre lo real y lo imaginario. El último capítulo es, en verdad, como un
sueño. El corte deja de ser un efecto de la introducción de lo alegórico o simbólico, del sueño
o la fantasía, y pasa directamente a la frase. Al barroquismo de la primera parte corresponde la
confusión onírico-imaginaria: la oscuridad de lo que pasa es isomorfa de cierto hermetismo
gramatical. A la limpidez de la tercera, corresponde la claridad mate de lo prosaico: una
diafanidad que no revela nada, puesto que nada oculta. Esta trasparencia alude al principio anti-
metafísico del mundo dibenedettiano. No hay oscuridad puesto que no hay «más allá» de las
cosas: «Por eso también se puede decir que el mundo de Di Benedetto es un mundo sin secretos,
porque en él todo está al descubierto, evidente en su rareza, iluminado por la revelación del
misterio de que existe porque sí» (Giordano, 2008: 155). Esto parece entrar en contradicción
con lo que dijimos más arriba acerca de la restitución de la oscuridad originaria de las cosas.
Pero esta contradicción es solo aparente. La oscuridad de las cosas figura la experiencia muda
que restituye al sujeto la suspensión de las categorías que las identifiquen, la primera de las
cuales es el nombre11. Ese mundo despojado de su significación, con el que el sujeto
dibenedettiano se encuentra oscuramente (es decir: a-significativamente), es un mundo en el
que las cosas no aparecen o permanecen inaparentes. Porque la «apariencia» presupone que
detrás de ella hay una «esencia» que es posible alcanzar. Por eso «todo está al descubierto»
pero sin que haya habido antes ocultamiento. Ese mundo anterior a su aprehensión
antropomórfica es «claro» en ese sentido: no oculta nada. Pero es, de modo simultáneo, oscuro,
porque tampoco revela nada, ya que no hay nada que revelar12.

La fragmentación infinitesimal de la secuencia vuelve la acción nítida: sensación del


animal, identificación de la culebra, efecto en el cuerpo, etc. Pero esa microscopía hiperrealista
redunda, de modo paradójico, en una extrañeza de la secuencia, en una cierta opacidad de la
acción macro. En parte, esto puede deberse al predominio que gana lo descriptivo en relación
con lo narrativo. En la obra de Di Benedetto, la miniaturización del párrafo, cuyo extremo es
la coincidencia con la oración, o incluso con la palabra, suele coincidir con un reemplazo de lo
narrativo por lo descriptivo: «Un sitio despejado, rico de pastos. / Una vaca y su ternero. /
Ocho, diez perros al acoso de la madre, y los otros a distancia, lengua afuera, ansiosos,
tácticamente contenidos» (Di Benedetto, 2001: 167). Las secuencias descriptivas habilitan, no
obstante, la deducción de la acción: en el ejemplo anterior («Sobre mí, arrastrándose de prisa.
/ La impotencia, el calambre total») se presupone lo narrativo. Caracterizando estados y
yuxtaponiéndolos, es posible reponer nexos causales, núcleos de acción. Pero la secuencia
descriptiva tiende, en última instancia, a desprenderse de su dependencia con respecto a la
narrativa.

La extenuación del estilo es entonces isomorfa de una minimización de lo narrativo. Y


esta, a su vez, responde a un ausentarse de la proyección antropomórfica sobre las cosas. El
laconismo dibenedettiano, lejos de ser un punto de partida, es la consecuencia de un trabajoso

10
proceso de extenuación, cuyo correlato novelesco es el paulatino despojamiento de atributos y
de programas del narrador protagonista. Como si la búsqueda de un lenguaje pre-verbal o de
un habla pre-lingüística (un balbuceo infantil, una voz animal) obedeciera a la necesidad de
deshacer el mundo tal cual se presenta dado por las categorizaciones previas y rehacerlo en su
textura material, inmediata. La prosa, como extremo al que se llega por lo poético (y no como
su contrario), expresa esta inmediatez de las cosas como lo prosaico. La dicción que alcanza
Zama pretende erigirse en eco de la sobriedad de las cosas13.

La crítica ha señalado la importancia de la infancia en la obra de Di Benedetto (Feld, 2008;


Néspolo, 2006). Asimismo, la de lo animal. Naturaleza, animal, niño, constituyen figuras del
despojamiento o, como lo dice Giordano, de la inocencia (2008: 155). Hay en Zama una
vocación de retorno a un estadio pre-humano, pre-cultural14. Pero esta vocación no es la
búsqueda deliberada de un regreso nostálgico en el cual una comunidad futura y mejor
coincidiría con un pasado arcaico idílico. Más bien se trata de que la conciencia de Zama se
disuelve en un mundo infantil, animal, vegetal, inhumano. Su renuncia a actuar sobre las cosas
es, también, una renuncia a participar de la empresa humana civilizadora. Afirmar que en Zama
se trata de la historia de una decadencia es, de nuevo, considerar el término como determinado
por su positivo: ¿qué sería lo contrario de la decadencia? La prosperidad. Como antivalor, la
decadencia es un triunfo del antihéroe. Sin embargo, para que haya decadencia tiene que haber
habido prosperidad. La historia que nos cuenta el narrador, al parecer, la presupone.

Consideremos ese pasado próspero desde el punto de vista político social, que para el
narrador es el horizonte en el que se inscriben todos sus otros ensueños. En el encuentro con
su viejo amigo, el capitán Indalecio, este da de Zama una imagen en la cual el narrador primero
se reconoce: «¡El doctor don Diego de Zama!... El enérgico, el ejecutivo, el pacificador de
indios, el que hizo justicia sin emplear la espada» (Di Benedetto, 2001: 21). Esa experiencia
de desdoblamiento parece ser consecuencia de la distancia entre la imagen épica que Zama
tiene de sí mismo en el pasado y la pobre imagen presente. Indalecio le devuelve una imagen
que el narrador tiene olvidada a causa de su indigencia. Siguen una serie de imágenes
yuxtapuestas en las cuales su nombre aparece revestido de diversos calificativos. Ese montaje
desemboca en una final negación del sentido épico de la primera evocación: «A esta altura del
duelo, Zama el menguado podía sospechar que Zama el bravío quizás no tuvo tanto de
aguerrido y temible: un corregidor de espíritu justiciero puede seducir fácilmente la voluntad
de esclavos estragados por meses de represión más que violenta, cruel» (Di Benedetto, 2001:
22). El uso de la primera persona admite entonces la lectura de la decadencia: en este caso, es
el presente del relato el que modifica la percepción que el sujeto tiene de su historia pasada. Es
la memoria, como mecanismo constructivo, lo que da forma al pasado a partir de la
consideración melancólica del presente. Esta inversión típica de la narración del siglo XX tiene
su correlato en la tensión con el verosímil histórico: la contemporaneidad «filosófica» modifica
la percepción histórica del acontecimiento colonial: «Zama es una novela existencialista
absolutamente moderna. Si bien los móviles de acción del protagonista responden a las
costumbres de una época y a una geografía específica, la cosmovisión del personaje, su
idiosincrasia y conflictiva son las de un sujeto moderno» (Néspolo, 2006: 248-249). Esta
interpretación otorga, sin embargo, un crédito excesivo al tiempo presente como acción

11
constructiva, o deformante, de la memoria: también, una coincidencia perfecta del pensamiento
del autor con la filosofía de su época cuyo correlato sería una certidumbre que más bien la
permanente vacilación y reticencia de su estilo desmienten. La desconfianza respecto del
pasado se ve compensada por un exceso de afirmación del presente en el que se rememora. Por
el contrario, habría que poder sostener a la vez todas esas imágenes que el narrador va
encadenando, incluso (o más bien: sobre todo) aquellas que se contradicen entre sí. De nuevo,
el perfecto compuesto hace aparecer la verdad de esas imágenes contradictorias, una verdad
paradójica, en la cual lo negativo opera como sustractivo, como regreso a un estadio en el que
la negación no sigue a la afirmación y no se opone simplemente a ésta: Zama no es ni un héroe
que triunfa ni, tampoco, un antihéroe que fracasa (es decir: que triunfa en su derrota), sino un
héroe que ya ha actuado, es decir, un héroe que termina antes de empezar, por cuanto su
victoria se ejerce sobre los ya derrotados. No puede ser un antihéroe, puesto que no fracasa (es
el «pacificador de indios»), pero tampoco un héroe, puesto que no actúa (los indios son
«esclavos ya estragados»), sino que se limita a constatar que la tarea ya ha sido hecha.

Se puede llevar esta lectura a la dimensión histórico-política de la novela. Di Benedetto


no se limita a oponer el punto de vista del vencido o del oprimido a una historia colonial narrada
por los vencedores. Zama es un criollo desplazado que pretende tener la dignidad y el prestigio
social de un español: no es, en definitiva, ni una cosa ni la otra. Ventura Prieto, su reverso
exacto, es un español con cierto espíritu de rebeldía americanista. La elección del espacio-
tiempo de la ficción posee determinadas connotaciones que han sido señaladas: por un lado, se
trata de una época sin grandes acontecimientos históricos; pero, también, un momento en el
que las reformas borbónicas de 1872 han desplazado a los criollos de vieja estirpe de la elite
político-administrativa; una época en que la tranquilidad se carga, no obstante, de presagios
que anuncian las revoluciones del siglo siguiente (en este sentido, la última parte es enfática al
situar la acción en 1799). Asunción, como margen del Virreinato, es un espacio de intemperie
pero, también, de desplazamiento en relación con el imaginario decimonónico nacional: el
desierto romántico. La selva paraguaya se opone tanto a la civilización europea como al
desierto argentino: alude a la densidad y espesor de lo real, eludiendo tanto el imaginario
civilizatorio como el romántico metafísico que es su reverso exacto. Pero Paraguay es también
la contradicción latinoamericana, la nación marginada por la propia América, la vergüenza
histórica que comparte Argentina con sus aliados en la guerra que puso fin a sus aspiraciones
de potencia. Es, entonces, un espacio-tiempo también paradójico, que no se opone
americanamente a lo europeo sino que más bien figura la misma contradicción americana, su
pasado violento fratricida.

Volviendo a la cita anterior, la extrañeza que experimenta el narrador no es solo ante la


imagen de sí mismo en el pasado, sino ante esa yuxtaposición de imágenes entre las cuales el
presente des-apropia el pasado y, a su vez, el pasado des-apropia el presente. Correlativamente,
todo el peso ontológico recae en el futuro, en la posibilidad.

El motivo de la espera está determinado por esta carga ontológica puesta en la posibilidad,
que a su vez está estrechamente vinculada a ese deseo cada vez defraudado, a ese deseo que
permanece deseo. El desprendimiento de Zama es la experiencia del futuro que se da solo como

12
posibilidad. En su incumplimiento, la posibilidad, al permanecer como ella misma, mantiene
la experiencia del futuro como futuro. Por eso todas las renuncias y todos los desasimientos
afirman la posibilidad como modo de ser del narrador. La espera es una de sus figuras. Por
supuesto, esta perspectiva temporal está relacionada con el afantasmamiento de la mujer, con
la irrealización del mundo material, con la intemperie esencial que disimula toda civilización.
La imagen de lo posible imprime al mundo una consistencia que la experiencia indigente del
presente socava: «No me hacía mal saberlo, porque permanecía bajo la influencia del sueño y
de la mano blanca, otro sueño. Mal me causaba, eso sí, que lo real me resultase inasible y, si
una mujer venía a mí, lo hiciera en sueños, nada más» (Di Benedetto, 2001: 37).

La primera vez que Zama sueña con la mujer desconocida que viene en barco, a la mañana
siguiente ve la mano de una mujer asomando de la ventana de un carruaje: el estado espiritual
en el que lo dejó el sueño tiñe de una pátina onírica su percepción de lo material. La mujer
imaginada, de la cual solo ve la mano, es afantasmada doblemente, por el estado espiritual y
por el hecho de ver solo una parte del cuerpo. Ahora bien, ese enrarecimiento de la percepción
durante la vigilia, que en este pasaje de la novela se describe como efecto del estado de ánimo,
es constante: el relato de los sueños, que discontinúan la linealidad de la historia, introduciendo
pequeñas alegorías, mise en abyme, simbologías, tiende, en última instancia, a teñirlo todo con
ese nacarado onírico, por el cual toda la realidad se presenta como extrañada.

¿Quién es la mujer soñada, que no es ni Luciana ni Marta, que es una desconocida? Porque
el desconocimiento de Zama se describe con la precisión de lo conocido: «Pude precisar su
rostro, gentil, y un vello rubio que le hacía durazno el cuello y me ponía goloso» (Di Benedetto,
2001: 36). Es esa exactitud de la imagen la que permite a Zama afirmar que la mujer no es ni
Luciana ni Marta. La imagen de la desconocida adquiere consistencia con la imagen vegetal
que hace de su cuello un fruto comestible: la imaginación de Zama restituye a lo humano su
pertenencia a lo natural-material, lo animal, lo vegetal. La desconocida es la mujer posible, el
amor posible, que permanece suspendida en su ser. Yuxtaponiendo este sentido a la clave
histórico-política, Zama afirma que América no es (reivindicación nacionalista) ni ha sido
(reivindicación indigenista): América es solamente su posibilidad. La indigencia del
continente, que es la indigencia del mundo, es el reverso negativo de la afirmación del ser como
posibilidad: «Yo, en medio de toda la tierra de un Continente, que me resultaba invisible,
aunque lo sentía en torno, como un paraíso desolado y excesivamente inmenso para mis
piernas. Para nadie existía América, sino para mí; pero no existía sino en mis necesidades, en
mis deseos y en mis temores» (Di Benedetto, 2001: 37). Para Zama, lo real se experimenta en
términos de ausencia: necesidad (algo que falta), deseo (alguien que falta), temor (algo o
alguien que amenaza). Para la concepción existencialista, el mundo es un infierno. Para el
narrador dibenedettiano, es un «paraíso desolado», es decir una nueva paradoja, el espacio de
inmanencia al que ya se ha llegado, donde están ausentes tanto el sufrimiento terrenal como la
gracia eterna. Más todavía, para Sartre «el infierno son los otros»: la relación es de poderío y
de dominio bajo la mirada del otro, es una relación de vergüenza y de humillación; pero este
paraíso que es la América de Zama es desolado porque no hay relación, ni amistosa ni
problemática, con los otros. La relación con los otros es de extrañeza.

13
Esta extrañeza tiñe de modo sutil todas las relaciones de Zama, en especial con los
hombres, que aparecen cada vez como rivales: el primero de todos, en orden de aparición y
quizás también de importancia, Ventura Prieto, que en la tercera parte retornará como Vicuña
Porto (pero, ¿se trata del mismo personaje?; quizás esta pregunta, fútil como toda identificación
de un elemento narratológico en una novela que los pone en cuestión, no deba plantearse). La
hostilidad de Zama hacia el escribiente carece de toda explicación: parece previa a la historia.
Pero, de nuevo, entraríamos en la lógica narratológica que el relato socava si repusiéramos una
elipsis y colmáramos esa falta en relación con lo que el lector, o el texto, sabe. Deberíamos
decir que, más bien, la ausencia no demanda ser llenada15: la hostilidad es anterior a todo, se
sustrae al verosímil de la historia. Ventura Prieto no es como Bermúdez, Manuel Fernández o
el capitán Parrilla, de los cuales, por más que el juicio del narrador se halle contaminado de
delirio persecutorio, puede esperarse verosímilmente una amenaza: son, efectivamente, rivales,
en el amor y en la misión militar. El escribiente no se erige como enemigo sino por un capricho
de Zama y siempre siguiendo móviles oscuros: «Era demasiado perseguir así a un hombre; sin
embargo, yo debía reconocer que, por mi enojo o precipitación, con fundamento o no, él se
había convertido en mi enemigo, de manera que los dos éramos mucho para una sola ciudad»
(Di Benedetto, 2001: 60). El delirio paranoico es otra de las figuras mediante las cuales el
sujeto reviste de una cierta consistencia lo inasible de lo real. El enfrentamiento con Ventura
Prieto es un efecto de la presunta paranoia de Zama. Sin embargo, la verosimilización de lo
extraño por el recurso a la psicología es cada vez socavada por una vacilación propia del
fantástico. En la primera parte de la novela, la desconfianza de Zama hacia su supuesto rival
carece de toda justificación. La primera vez que aparece el niño rubio, esa imagen que retornará
una y otra vez, hasta el final de la novela, y que es como el borde fantástico de la historia, el
narrador sospecha un intento de robo contra su habitación. Consultando a los esclavos de la
casa que lo hospeda acerca de la identidad del ladrón, uno de ellos opina que debe tratarse de
«un niño muerto», es decir, de un fantasma. Después, vuelve a encontrar al niño rubio en la
casa de una curandera, pero, abordado por Zama, el niño escapa. El fantasma adquiere, en ese
episodio, consistencia carnal, puesto que el niño, según le dice la curandera, se había convertido
desde hacía unos días en asistente, un poco por casualidad: Zama no es, entonces, el único que
lo ve (aunque podría discutirse si se trata del mismo, sino confunde en un niño real al de su
alucinación). Las reapariciones posteriores, y sobre todo la del final, volverán a convertirlo en
un producto de la imaginación. Por lo pronto, la mención aparentemente casual que hace
Ventura Prieto de «la mística del niño rubio» desata la paranoia de Zama, que lo acusa de
haberle mandado al ladrón (Di Benedetto, 2001: 46). En la pelea, Ventura Prieto resulta herido
y, posteriormente, encarcelado y desterrado. El narrador deja entrever remordimientos: el
castigo fue excesivo para algo que no era más que una sospecha. De nuevo, se trata de una
excusa: Zama justifica, trabajosamente, una acción deshonrosa para la que carece de
justificación.

El motivo de la paranoia se ve así interferido por la aparición fantástica (ni real ni


maravillosa, ambivalente, pasible de una explicación razonable y de una insólita): la
proyección en Ventura Prieto del deliro persecutorio de Zama es un efecto de la irrupción de
lo fantástico. A su vez, el destierro de Ventura Prieto lo convertirá, nueve años después y en la
tercera parte de la novela, en Vicuña Porto, líder español de una rebelión aborigen. Aunque hay

14
un momento en el cual se describen las tendencias americanistas y revolucionarias de Ventura,
lo cual dota de verosimilitud a su alzamiento, este parece un efecto, desmesurado, del deshonor
y el destierro y, por lo tanto, de la persecución arbitraria a la que lo sometió Zama.

El remordimiento de Zama le causa la distracción y el olvido: y, a su vez, esa pérdida de


atención tiene como consecuencia la pérdida de la oportunidad de ganar el favor del
gobernador. Los acontecimientos más heterogéneos se encadenan así en un continuo de causas
y consecuencias, desequilibrados y diversos. La historia se teje en un entrelazamiento de causas
nimias que producen efectos excesivos: la pobreza de acontecimientos en un mundo exterior
adusto y desértico (desde todo punto de vista: social, político, metafísico) es compensada por
una febril actividad imaginativa del narrador (sueño, ensueño, proyecto, delirio, fantasía). La
imaginación de Zama es productora de aquello de lo que escapa y de lo que teme y destructora
de aquello que desea y que necesita. Pero, de modo simultáneo, la máquina imaginativo-
destructora de Zama trabaja como por automatismo: engendra lo que se le opone como una
fuerza adversa, pero eso que se le opone, oscuro e inasible, aparece como puramente exterior,
como destino, naturaleza o desgracia.

Entendemos que nuestra lectura nos permite pasar de una consideración restringida de lo
grotesco a una más compleja, plena de matices, que se produce en el mismo libro de Wolfgang
Kayser. Más arriba, una definición acotada nos permitió pensar a Zama como expresión de lo
tragicómico. Esta caracterización permite a Kayser una también acotada, pero al mismo tiempo
más abstracta, definición: grotesco es la fusión de lo incompatible (1964: 140). Esta definición,
entendemos, es convergente con la de transgresión. Puede interpretarse, como lo ha hecho en
general la crítica, a Zama como transgresión de la novela histórica: el pensamiento anacrónico,
por filosófico moderno, de ese narrador en primera persona impugna la pretensión optimista
de la reconstrucción. Es una lectura posible, incluso obvia: pero, justamente, se trata de ir más
allá de lo obvio (o más acá, como quería Barthes, oponiendo a lo obvio no lo profundo sino lo
obtuso). Nosotros hemos tratado de demostrar que esa clave de lectura le da al narrador una
consistencia excesiva, ajena a la incertidumbre radical de Di Benedetto: la precariedad de su
mundo alcanza al sujeto narrador, quizás incluso empieza por él. Hay que considerar, por el
contrario, que los dos tiempos, el presente de la escritura, la contemporaneidad filosófica del
narrador, y el pasado de la historia, la distancia del acontecimiento, se fusionan en Zama como
una mezcla incompatible, esperpéntica. En rigor, la transgresión no es meramente genérica (lo
que tiene su valor pero, a la vez, un alcance limitado, modesto): es una transgresión de las
convenciones mismas de la novela como forma. Como afirma Kayser, lo grotesco no es algo
que puede apoderarse por completo de una forma tan compleja y abarcadora como la novela:
más bien, grotescos son ciertos momentos novelescos. Pero Kayser piensa en la novela
decimonónica y su consideración del siglo XX privilegia el drama, la poesía y la pintura (salvo
el caso de Thomas Mann, cuyas novelas, procedimentalmente, deben todavía mucho al género
estricto consolidado en el siglo XIX). Falta, quizás, una consideración de la vanguardia
novelesca (el surrealismo es abordado por Kayser solamente en la pintura). La fusión de lo
incompatible es una prerrogativa de la novela de vanguardia: aunque no podamos hablar de
novelas grotescas, sus momentos de grotesco son el resultado de transgresiones que implican
no tal o cual género particular (fantástico, realista, etc.), sino la novela misma como forma que,

15
a partir de la experiencia vanguardista, es sobre todo crítica de sí misma. Seguimos situados en
una perspectiva en la que convergen Adorno, Robbe-Grillet y Saer: la novela solamente puede
ser «nueva», como todo arte de vanguardia, cuestionando de modo incesante las categorías
consolidadas por el género en su cristalización formal: el realismo decimonónico. No hay
novela verdaderamente moderna sin crítica de la novela como género, toda novela después de
la vanguardia es un ejercicio experimental de transgresión que atañe a su forma misma y a su
concepto. Por eso, Saer sigue una línea que puede rastrearse en Robbe-Grillet y en Adorno
(europeos que no consideran ni el arte ni la literatura latinoamericana, aunque el primero cite,
no casualmente, a Borges): la narrativa latinoamericana debe inscribirse en la mejor tradición
de la europea y debe situarse, por eso mismo, en la vanguardia más avanzada, sin importar de
qué nacionalidad sea (para Saer, esa vanguardia es el nouveau roman). En este sentido, la obra
de Di Benedetto se sitúa por fuera de la solución esencialista continental: lo real maravilloso y
el realismo mágico. Esto es coherente con su filiación borgiana y con las principales líneas de
la literatura argentina (aunque, también, de cierta tendencia rioplatense): el rechazo del
esencialismo latinoamericanista de Alejo Carpentier y de García Márquez. Su transgresión a
las convenciones genéricas implica este rechazo. Una novela como Zama, que se sitúa en la
perspectiva de la interrogación de lo latinoamericano, y que reflexiona sobre el acontecimiento
colonial, es una respuesta directa al esencialismo de Carpentier y una respuesta anticipada,
impugnatoria, al «latinoamericanismo para europeos» que significará el realismo mágico, con
todas sus implicancias de mercado (el llamado boom):

Yo quiero hacer notar, sin embargo, que si aceptamos por un momento la hueca categoría
de novela de América, abstracta y chauvinista, y adoptamos el punto de vista de quienes la
manejan, entre todas las novelas que pretenden ese título en los últimos treinta años Zama sería
la primera en merecerlo, a pesar del folclore, del anecdotario pasatista y del academicismo
artero que pululan en la actualidad y que se pretende hacer pasar por una nueva novela. Zama
no se rebaja a la demagogia de lo maravilloso ni a la ilustración de tesis sociológicas [...]; no
honra revoluciones ni héroes de extracción dudosa, y sin embargo, a pesar de su austeridad, de
su laconismo, por ser la novela de la espera y de la soledad, no hace sino representar a su modo,
oblicuamente, la condición profunda de América, que titila, frágil, en cada uno de nosotros.
Nada que ver con Zama la exaltación patriotera, la falsa historicidad, el color local.

(Saer, 1997: 50)16

Avanzando un paso más, podemos considerar la novela de Di Benedetto en una


perspectiva más amplia de lo grotesco. Esta perspectiva es convergente con ciertos
señalamientos críticos de los cuales hemos partido para nuestro trabajo y que constituyen
puntos ciegos de las consensuadas lecturas de esta obra (nos referimos, concretamente, al
ensayo de Alberto Giordano). En esta perspectiva, lo grotesco es sobre todo el modo de
manifestación del mundo: este modo de manifestación permitiría comprender dos motivos que
hemos venido señalando. El primero, la percepción que tiene el narrador de lo animal, lo
vegetal, lo infantil, lo viviente, lo inorgánico y lo cósico. El segundo, otro aspecto del

16
cuestionado sentimiento trágico: la idea de un destino aciago que se impone a la subjetividad
del héroe o antihéroe, el «absurdo» de la existencia.

Hemos hecho referencia más arriba a las fantasías de transformación animal. En la primera
parte de la novela, un hombre sueña que le crece un ala de murciélago: se la corta con un
cuchillo y después comprende que ha asesinado a la mujer que amaba (Di Benedetto, 2001: 19-
20). Esto puede interpretarse como el relato de un brote psicótico. También están los sueños o
ensueños de transformación animal del propio Zama.

Como las alegorías o puestas en abismo del comienzo de la novela, la del mono muerto
enredado en los palos del puerto que la corriente se quiere llevar, y la historia de Ventura Prieto
sobre el pez que es expulsado por el río y debe luchar toda su vida para mantenerse en su cauce,
estas fantasías animales pueden ser recuperadas por el sentido. Creemos, no obstante, que lo
animal en Di Benedetto va más allá de lo simbólico, aunque lo incluya. De hecho, en una obra
como Mundo animal, la bestia simbólica, edípica, se incluye de manera deliberada, casi obvia.
Pero, precisamente, la perspectiva de esos cuentos nos abre también un devenir animal del
hombre, una dimensión arcaica de lo humano: como bien ha señalado la crítica, ese mono
muerto es no solo una metáfora de Zama, sino también una alusión al estadio pre-humano del
mismo hombre (Premat, 1993: 290-291). En esa dirección, subrayemos que lo animal
interviene en Zama siempre en momentos de ensoñación: son fantasías, producen
transformaciones, como lo infantil, lo vegetal, lo material inorgánico17. El animal no es tanto
símbolo como imagen: no detiene la interpretación en la verticalidad del sentido metafórico,
sino que disemina y prolifera la yuxtaposición metonímica que dispara la horizontal del
funcionamiento. Este motivo implica el segundo: lo animal, lo vegetal, lo infantil, lo
inorgánico, son las formas de la exterioridad por las cuales la renuncia del sujeto a actuar sobre
las cosas las inviste, por contrapartida, de una iniciativa en la que se vuelven fuerzas
demoníacas o mágicas que lo atrapan. Kayser describe del siguiente modo la concepción del
grotesco del romanticismo alemán:

La nueva concepción nos hace ver que todos nosotros, siempre y sin provocación alguna,
vivimos dentro de un círculo mágico dominado por poderes maliciosos. Resulta que justamente
nuestro mundo de todos los días, esos objetos pequeños y aparentemente muy familiares, con
que tenemos trato cotidiano, demuestran ser extraños, malos y poseídos por demonios hostiles
que pueden sorprendernos en cualquier momento y justamente en el instante en que nos afectan
lo más sensiblemente.

(1964: 133)

Lo mágico es para Zama lo contingente, lo azaroso, lo irracional, el élan de lo exterior, de


la naturaleza, de las cosas y de las criaturas incomprensibles, de los elementos desatados y de
la materia muda. En una palabra, lo mágico es lo demoníaco. Coherente con la lectura
existencialista, se afirma demasiado rápidamente el ateísmo dibenedettiano. En un trabajo muy

17
interesante, Gustavo Lespada afirma de Zama de modo sorprendente: «No hay demiurgo;
ninguna referencia a Dios en este relato que supuestamente transcurre entre 1790 y 1799...»
(163). Error bastante grosero en cuanto la segunda parte de la novela comienza de este modo.

Un dios, entonces, acidioso. Un dios, como el griego, sometido él también a leyes


implacables e incomprensibles. Ni ontología ni teología: demonología. Ni afirmación creyente
del orden del cosmos ni negación atea del sentido de la vida: afirmación humorística (Kayser
actualiza la conexión histórica, medieval, entre la risa y lo demoníaco) de la contingencia,
aceptación no lúcida de la intemperie: «Obedeciendo sumisamente al destino, no oponiéndole
nada, es más, queriéndolo, prolongándolo con un consentimiento que no le deja nada para
destruir, ni siquiera un cuerpo en su apretado presente de causas, la ironía se derrumba, se
descubre ante el humor que nada más asiente, operante pasividad» (Cueto, 1999: 14).

Lo demoníaco es también lo ominoso o lo siniestro, que los románticos alemanes


conectaron con lo grotesco: la extrañeza repentina de lo familiar. Formas de lo siniestro en
Zama: el hermoso rostro de Luciana, entrevisto como «caballuno» en una escena (45) y
contemplado deformado por el párpado caído en otra (82); el modo de hablarle de Luciana
acerca de las indias mbayas, a causa de lo cual Zama siente que le dirige la palabra como si él
fuera una mujer (96); el hijo bastardo de Zama, mezclado con las gallinas, sucio y en cuatro
patas, que el padre contempla con estupor, como si no fuera suyo (102-103); el sentimiento de
estar en un país distinto que se apodera de Zama cuando se muda de alojamiento en la segunda
parte (108): el «horror» que experimenta después de confundir la viuda esperpéntica con la
mujer fantasma en la segunda parte (140). Todas estas imágenes pueden muy bien ser
denominadas grotescas. O, también, grotescas son las escenas, los momentos, mientras que lo
siniestro es la expresión que encarna el narrador como sujeto que se constituye en cada una de
esas escenas: sujeto fascinado, paralizado por la maravilla o por el espanto, sujeto absorbido
por lo innominado.

Pero lo demoníaco es al mismo tiempo el modo de nombrar aquello que aparece cuando
se renuncia a categorizar lo real, a aprehenderlo con los esquemas del sujeto. Los fantasmas de
Zama no son subjetivos: encarnan lo no dominado de la realidad, lo que Adorno llama lo no
idéntico o lo mutilado a la naturaleza (Schwarzböck, 2013: 17-18). Sustraer al mundo las
categorías que lo ordenan habilita la mezcla de los órdenes: la fusión de lo incompatible, la
contaminación de los reinos. Lo grotesco es esa coalescencia que se derrama en el derrumbe
de las separaciones categoriales: el pasaje constante, el movimiento transformador, de lo
humano a lo animal, de lo animal a lo vegetal, de lo vegetal a la materia inorgánica, de lo
inorgánico al objeto construido, humano-inhumano.

2. Ejercicios de Pudor / Quinta parte - Jimena Néspolo.

Introducción

Estilo - obsesión.

18
En la narrativa de Antonio Di Benedetto hay un universo sobre el cual asiduamente se
reflexiona, es sin duda "la" obsesión dibenedittiana, un problema que la narración no logra
resolver y que gira en, torno al enigma de "experiencia erótica" y al modo en que ésta, por
definición asocial, puede y debe ser abordada por el sujeto que la cultura o la civilización
convoca.

En vano sería tentar una enumeración de cómo este problema asume diferentes matices y
ribetes a lo largo de sus escritos. El tema religioso de la culpa, el erotismo tramado como una
forma extrema del absurdo, la fricción entre el hombre y el mundo la cual lo impulsa a dos
respuestas antagónicas, la espera y la inmovilidad, o la abierta transgresión, han sido -en uno u
otro sentido- apuntados por la crítica como tópicos de esta narrativa. Lo que quizá no se ha
suficientemente subrayado, es que el gran motor de estas temáticas es siempre la experiencia
erótica; es el modo particular en que se encadena la trama a partir de las relaciones humanas
eróticamente invocadas, lo que convierte en constante, en "obsesión" dibenettiana, a esta
problemática.

En este sentido, Diego de Zama -de la novela a la cual el personaje da nombre-, y Amaya -del
extenso relato "El cariño de los tontos"-, marcan los límites posibles de esta narrativa. Ambos
personajes definen los puntos extremos de una misma flexión a la cual responden el resto de
las subjetividades que Di Benedetto logra componer. Diego de Zama es con justicia el
personaje que más ha trascendido; Amaya, sin embargo, es apenas recordado aunque sea la
única figura femenina protagónica que el escritor haya enteramente construido. Dos modelos
de erotismo resultan así tramados: por un lado, el erotismo como camino de conocimiento del
sujeto a partir del ejercicio de la transgresión, y por ende, la ratificación de la Ley; y por el
otro, la ensoñación corno repliegue del sujeto pero también como aspiración a un nuevo orden
simbólico-social.

Así, cotejar el papel de la fantasía y de la fuerza constructiva de Eros a partir de los dispositivos
metafóricos desplegados en la escritura implica no sólo señalar el modo en que el lenguaje se
libera del esclavismo de lo real, sino también atender a la capacidad de éste para refigurar
realidades.

A la luz de algunas reflexiones planteadas por Paul Ricoeur en La metáfora viva en lo referente
al fenómeno de innovación semántica llevado a cabo en la metáfora y en la invención de la
trama, intentaremos —finalmente— dar cuenta de las singulares proyecciones que esta
"escritura pudorosa" traza en el proceso de sedimentación y renovación de la "institución
imaginaria de la sociedad".

Capítulo 1: Fábulas místicas

El ciclo se cierra: si el modo fantástico de los primeros relatos de Mundo animal le había
proporcionado a Di Benedetto las herramientas formales necesarias para problematizar al
sujeto y sus relaciones con el Mal, en su último libro de relatos la tradición judeocristiana le
ofrece un molde genérico adecuado para las mismas reflexiones. De esta novedosa conjunción,
se sucede una exegética que lejos de observar al texto bíblico como enmascaramiento de un

19
sentido arcano que aguarda ser reconocido para arrancarle esa verdad que oculta —como
apunta Michel de Certeau a propósito de las "fábulas místicas" tradicionales— se sucede una
hermenéutica en donde la interpretación es asumida como un ejercicio abierto de recuperación
e invención de sentido por parte del sujeto.

Zama, Abailay, Asmodeo: trashumantes sin reposo que deambulan alrededor de una pérdida y
vuelven legible aquella ausencia multiplicando las figuras del deseo. El anacoreta, el místico,
el penitente, el sosia de Don Juan, todos buscan caminos para perderse y ya no regresar. Así,
el nomadismo infatigable de estos sujetos no postula (excluyentemente) una problemática del
espacio; como si el movimiento constante fuera la única posibilidad de visualizar o manifestar
la pérdida del equilibrio, la verdadera "caída", el itinerario que dibujan busca reponer siempre
una carencia: su viaje es hacia el absoluto y esa es quizá la única certeza.

Con todo, este arco que va del erotismo al misticismo que los sujetos dibenedettianos trazan no
es más que un palimpsesto invertido del derrotero del Sujeto Occidental, una copia a pequeña
escala de aquella lenta desmitificación religiosa que a partir del siglo XII desencadenó en
occidente una progresiva mitificación amorosa (Amor cortesano, etc.). Lo único cambia de
escena; ya no es Dios, sino el otro y, en una literatura masculina, la mujer (Marta, Annabella,
o aquel amor de juventud truncado e imposible que el cuento "No" del volumen Grot
ejemplarmente dibuja).

Capítulo II: Erotismo, transgresión y conocimiento

Un mono muerto flotando en un río arremolinado. Un niño rubio que no es ni la sombra de lo


perdido. Un oscuro funcionario de provincias que agobiado de esperas y de muertes cotidianas
ya sólo sufre su sexo y su vida como inevitable degradación moral. Por sorprendente que
parezca, es posible leer a estas imágenes invocadas en Zaina como los tímidos e irrefutables
indicios de una novela rasgada por la búsqueda de un conocimiento de sí. La cuestión, entonces,
radica en saber qué tipo de aprendizaje marcará al protagonista a lo largo de los nueve años
que abarca el relato de sus aspiraciones a ser ascendido de su cargo de asesor letrado en el
Paraguay colonial e improbable de fines del siglo XVIII. El relato "Gracias a Dios" publicado
también en Cuentos del exilio nos señala una posible respuesta: En un aeropuerto un hombre y
una mujer se conocen y traban relación, él le comenta que es escritor, que escribe sobre el amor
"pero —le advierte— de amor dentro de los límites morales."(150) Ella le pregunta qué moral
y él responde: "La cristiana".

Leernos, al respecto, en Zama: "Diego de Zama, o un hombre sin nombre con unas manos
poderosas para capturar la cabeza de una muchacha y morderla hasta hacerle sangre" (43). Es
precisamente esta conjunción que hace dialogar en un mismo sintagma a los términos
"transgresión", "muerte" y "erotismo" la que nos invita a acudir a la filosofía de Georges
Bataille. Por sobre las objeciones que acaso puedan apuntarse a la tesis central que recorre su
estudio sobre el erotismo (esto es: la homologación entre la plétora sexual y la muerte 336 ), es
necesario reconocerle a Bataille el mérito de haber intentado superar la interpretación estática
del universo y de la significación de las "transgresiones" en la cultura occidental, para
sumergirse valientemente de lleno en la posible relación tramada entre la misma prohibición

20
que la funda —la de dar muerte al otro— y el erotismo. El erotismo surge —según especifica
el filósofo— de la dialéctica entre lo continuo y lo discontinuo como aquello que define al
hombre en su singularidad y lo distancia de los animales en la negación de la procreación.
Desde que el hombre "entró en la cultura" (esto es, desde que el hombre de Neandertal comenzó
a enterrar, a sus muertos) su práctica sexual ha sido moldeada por una serie de prohibiciones,
recaudos y límites a lo permitido. En El erotismo337 los capítulos dedicados al cristianismo
demuestran ampliamente que la prohibición se define por su aspecto positivo, al señalizar el
"pecado" se coteja la posibilidad de su realización y en determinados casos hasta se la permite
—en situaciones de guerra, por ejemplo, la prohibición de dar muerte es suspendida—. Si la
prohibición se define entonces por su pasibilidad de ser transgredida, ésta es también
responsable de saturar de valor a aquello que comúnmente no lo tendría asignándole, en este
doble movimiento, a la transgresión y a la violencia que trae aparejada un exceso de goce
inaudito. Dice Bataille en La literatura y el mal: "Lo prohibido es el dominio de lo trágico o,
mejor, el dominio sagrado. En verdad, la humanidad excluye lo sagrado, pero es para
magnificarlo. Lo prohibido diviniza lo que prohíbe. Subordina esta prohibición a la expiación
--a la muerte—, pero lo prohibido es, al mismo tiempo, un incentivo y un obstáculo.

En el estadio pagano de la religión, la transgresión fundaba lo sagrado, cuyos aspectos impuros


no eran menos sagrados que los puros; lo puro y lo impuro componían el conjunto de la esfera
sagrada. El cristianismo expulsó fuera de los límites del mundo sagrado a la impureza, la
mancilla, la transgresión, para cotejarla dentro del universo de la culpa. Ya la transgresión no
era el fundamento de la divinidad, sino el de su caída: el diablo, caído, había perdido el
privilegio divino. 339 Hacia el final de la primera parte de Zoma el asesor letrado percibe la
proximidad del fracaso de sus aspiraciones. Lo único que lo retiene lejos de su familia es su
objetivo de ser ascendido; pero, malogrando cada una de las oportunidades que tiene, persiste
a su vez en ese exilio al que se condena. Su empresa se tiñe —lo sepa cabalmente o no— de
otros ribetes. La búsqueda de la continuidad, de lo "no agotable", será el verdadero motor de
sus acciones.

Frente a una sintaxis, que pretende imponer un orden racional, austero, regido por las
causalidades y las derivaciones, la acción se erige básicamente por el desborde (de sueños, de
pulsiones, de pequeños relatos ajenos a quien habla) e impone en el texto la misma marca que
el erotismo en el sujeto social: el sello del "derroche", del gasto gratuito.

Para Bataille el terreno del erotismo es básicamente el terreno de la violencia, de la violación;


puesto que "sólo la violencia puede ponerlo todo en juego". Sin una violación del ser
constituido —es decir, constituido corno ser discontinuo— no puede el filósofo imaginarse el
pasaje de un estado a otro. Violencia que se haría presente en las tres formas que asume el
erotismo (el "erotismo de los cuerpos", "el de los corazones", y "el sagrado") al lograr sustituir
el aislamiento del ser por un sentimiento de profunda continuidad. Si en la primera parte de la
novela, Diego de Zama aceptando su "disposición pasional" (13) se entrega a la búsqueda de
una "mujer blanca" libre del "mal de la península", dirigiendo principalmente sus intereses
hacia Luciana —esposa de Honorio Piñares de Luenga— y manteniendo a la vez altiva su
carrera política y su prestigio dentro de la gobernación; en la segunda parte del texto, ya lo

21
encontramos "atendido" por Emilia, una española viuda y pobre, deseando un hijo que —por
supuesto— tampoco logra calmar su sed de continuidad y al que no tarda en abandonar para
entregarse a una carrera ciega hacia la muerte.

Las analogías tinta/sangre, suciedad/sexo, son más que explícitas. El texto mismo, en tanto
inaudito despliegue de "tinta/sangre" por parte del Manuel Fernández y del narrador vendría a
materializar esta tensión: si Fernández (verdadero aher ego de Zama) despliega su tinta en la
escritura de su libro 342, el asesor letrado deberá necesariamente poner en circulación otro
fluido para finalmente coincidir con su secretario en una misma búsqueda, la de la permanencia.
Así, mientras uno escribe para guardar "los papeles en una caja de latón. Los nietos de mis
nietos los desenterrarán. Entonces será distinto" (129); el otro elige ser padre e intenta reponer
también esa radical fisura inscripta en el sujeto desde su nacimiento, la certeza de su muerte.
En este sentido, la figura del "niño rubio" 343 y las alucinadas situaciones en que éste aparece
puntean de manera singular al relato. Como veíamos páginas atrás, la primera aparición es por
la noche, en el cuarto del asesor letrado, quien cree ser víctima de un robo. La segunda, es en
casa de una "mística" o curandera; la tercera, acontece cuando muere atropellada una mulatita
encomendada a la tarea de entregar a Zaina unas monedas de oro en singular abono por los
"servicios" prestados a una señora madura. Y finalmente, la cuarta y última acontece cuando
el ex-corregidor se desangra agonizante con los muñones de sus manos enterrados en las
cenizas dejadas por la expedición que comandara. Si despojarnos estos sucesos de lo
anecdótico:y retemos de ellos la escena, lo puramente dramático que los constituye, se arma la
siguiente serie: suefio, misticismo, erotismo, muerte. Frente a la comprobación final de que
"ninguno de los dos han crecido" y que ambos "son niños", se sucede la inmediata refutación
de un supuesto tan central como redundante en la poética dibenettiana: la contemplación de la
niñez corno un universo cándido, ingenuo, y esencialmente "bueno". En el momento de la
agonía Zaina asiste entonces a la aprehensión de una verdad: si ambos son niños alucinados, la
niñez no puede sino oponerse al reino del "Bien" y la "Razón" puesto que lo absorbe a él mismo,
por definición "impuro" y "degradado". Y aquí entramos nuevamente en el territorio de
Bataille. Para el filósofo, el universo de la infancia se caracteriza por el libre juego y (como el
sadismo) por la gratuidad de las acciones realizadas. Oponiéndose así al mundo de la razón y
al del cálculo del interés, "la rebelión del niño contra el mundo del Bien, contra el mundo de
los adultos, ( ... ) está destinada al Mal". 344

A través del erotismo de los cuerpos y del solapado ejercicio de la transgresión Diego de Zama
alcanza un conocimiento de lo sagrado, de la suprema continuidad. A lo largo de este camino
tomará progresiva conciencia de que si bien la aparición de la culpa es inevitable dentro del
sincretismo filosófico que lo constituye, ésta ofrece también el privilegio de proyectar al sujeto
de la acción hacia el futuro, hacia la promesa del perdón y la redención.

Al final de la segunda parte del texto, Zaina es visitado una noche por una mujer espectral cuya
aparición viene celando durante todo el tiempo en que ha estado alojado en la casa de Ignacio
Soledo. Allí se asoma al definitivo corazón de la tormenta.

22
Zama esa noche ha vislumbrado a través de esta mujer vieja el horror del tiempo estragado en
las carnes, ha acariciado y se ha dejado acariciar por la misma muerte, se ha erotizado con ella,
y ha comprendido que aun en él cuerpo de una mujer joven o amada encontrará siempre las
huellas del inminente final. La aprehensión de este saber minará de horror el resto de sus días:
"Eso, justamente, era. El horror, esa noche no revelado aún como horror, ya me había
capturado. Entonces me negué, por negarle poderes sobre mí a esa mujer que tan certeramente
penetraba en mi interior." (187).

Esta es quizá la gran fuente de conocimiento a la que accede el asesor letrado en su apoteótica
empresa. Luego de tal revelación don Diego de Zarna no puede sino emprender aquella absurda
expedición a la caza del bandido. Vicuña Porto sabiendo a ciencia cierta que va hacia la muerte:
"Pensé que no puede gozarse de la muerte, aunque sí de ir a la muerte, como un acto querido,
un acto de la voluntad, de mi voluntad. No esperarla, ya. Acosarla, intimidarla."(236) Así,
emprendida una vez más la marcha Zama se encarnina hacia la misma luctuosa muerte que ha
conocido de cerca en la alucinación de un suefio febril, en la voluptuosidad de un encuentro
erótico que ha desquiciado los límites de su subjetividad.

Capítulo III: Mujeres bovarytas: la preservación de la pureza

Quizá resulte productivo oponer a este pensamiento las reflexiones de Lou Andreas-Salomé
respecto a la denominada "pureza" de la mujer: "(ésta) siempre ha sido entendida falsamente
como algo negativo y por ende para los hombres libres a menudo ha tenido el resabio de puras
quimeras artísticas, de clausura o perjuicio. Y en realidad tiene su lado positivo: es la feliz
unidad que la mujer posee todavía mientras que en el varón las diversas pasiones del alma y
los sentidos siempre lo disgregan y dispersan (•)357 Enfrentándose a los movimientos
feministas de su tiempo, Andreas-Salomé define a la mujer a través de su capacidad de acceder
a la experien.ciá de la maternidad. Cerrada, completa, y perfecta en sí misma, la mujer, desde
esta. perspectiva, alberga en su interior la autosatisfacción y el autodominio. Este es el modelo
de erotismo que Amaya defiende y que se encuentra"en las antípodas de la empresa zamaniana.
Amaya es la ensoñación de la transgresión. De la misma forma que también lo es Luciana, la
blanca y bella española que Diego de Zama acecha durante toda la primera parte de la novela,
sin poder sacarle más que unos "jugosos besos" y una promesa de intercesión e influencia
favorable a sus propósitos ante la corte española.

Sigmund Freud señala a la fantasía como la única actividad mental que conserva un alto grado
de libertad con respecto al "principio de realidad", inclusive en la esfera del consciente
desarrollado. La fantasía, como un proceso mental separado, nace y al mismo tiempo es dejada
atrás por la organización del ego de la realidad dentro del ego del placer 358 . La razón
prevalece; llega a ser poco agradable,pero útil y correcta; mientras que la fantasía permanece
como algo agradable, pero llega a ser inútil y falsa. Como tal sigue hablando el lenguaje del
placer, de la libertad de la represión, del deseo y la gratificación no inhibidos. En cuanto a su
relación con el Eros original, la fantasía va aún más lejos, aspira a una "realidad erótica" donde
la vida de los instintos llegue en una realización sin represión. Según Herbert Marcuse, en la
configuración de pensamiento de Freud, la posibilidad de acceder por medio de las imágenes

23
brindadas por la fantasía a un mundo futuro libre de represión, es, a lo más, una agradable
utopía. 359

Fueron los surrealistas quienes reconocieron las implicaciones revolucionarias del pensamiento
de Freud e intentaron ir más allá al exigir que el sueiio se convirtiera en realidad sin
comprometer su contenido. El arte se unió a la revolución: "La imaginación está cerca de
reclamar sus derechos" —decía André Breton en el Manifiesto Surrealista.

Denunciando el "estatismo" que supone la teoría freudiana (en el cual Bataille al fin de cuentas
también cae), Marcuse percibe en el proceso de la imaginación que se conserva libre del
proceso de actuación, la aspiración y el germen de un nuevo principio de realidad. La dialéctica
de la civilización avanza hacia un cambio histórico a través la abolición gradual de todo lo que
constriña las tendencias instintivas del hombre, del fortalecimiento de sus instintos vitales y de
la liberación del poder constructivo de Eros. En Eros y civilización, Marcuse realiza una crítica
radical de la cultura contemporánea, desde la perspectiva del psicoanálisis freudiano, corregido
"históricamente" con Marx, y ampliado a la utopía del Estado estético que Schiller establece
en las Cartas sobre la educación estética. Marcuse reformula así la teoría cultural de Freud (Cfr.
El malestar en la cultura), desde la perspectiva "materialista" de un. contenido sociohistórico
que el psicoanálisis no tiene en cuenta:, la naturaleza de los instintos tiene, al igual que las
necesidades humanas, una causa histórica que como tal puede ser alterada. El "principio de
realidad" freudiano no es un principio invariable, sino que está determinado históricamente; el
"principio de actuación", en cambio, está condicionado por una "represión añadida" impuesta
por el principio de realidad que es posible superar, como Freud intuye, a través del Eros (esto
es: el principio del placer y el elemento lúdico del jüego). La cultura podría, entonces, ser
considerada desde esta perspectiva no como sublimación (sublimación represiva) sino como
libre autorrealización del Eros por medio de la única capacidad humana que vence al "principio
de realidad": la fantasía. Es acá donde Marcuse trae a colación la teoría de la educación estética
de Schiller, con su reivindicación de la imaginación, de la belleza y del principio lúdico del
juego, como festejo extremo de la totalidad del carácter humano apresado en lo heterogéneo.

Aunque se condene al estatismo, a la inmovilidad, "(...).se negaba a ser carne y vencía. [dice
Diego de Zama a propósito de Luciana] Era más libre que yo." (118) Quizá estas mujeres en la
alucinación de aquel sueño accedan al vaporoso vestigio de sus anhelos.

Capítulo IV: El poder refigurador de la metáfora

Paul Ricoeur señala, en La metáfora viva 360, que el discurso metafórico-poético transforma
en lenguaje aspectos, cualidades y valores de la realidad que no tienen acceso al lenguaje
directamente descriptivo y que sólo pueden decirse gracias al juego complejo entre la
enunciación metafórica y la transgresión regulada de las significaciones corrientes de nuestras
palabras. Es decir, el enunciado metafórico tiene el poder de re-describir una realidad
inaccesible a la descripción directa. Así, la suspensión de la función referencial directa y
descriptiva del lenguaje no es más que la condiciófl negativa de una función referencial más
disimulada del discurso que resulta finalmente liberada.

24
Con todo, reivindicar el papel de la fantasía y de la fuerza constRuctiva de Eros - como
señalábamos páginas atrás— implica también liberar al lenguaje del esclavismo de lo real, de
la servidumbre tramada en los enunciados referenciales y desplegar, como un motor terrible y
eficaz, la fuerza metafórica que anida en su interior.

Atendiendo, entonces, al claro y luminosos momento en que la metáfora "está viva", es decir,
antes de que ésta se fosilice o se convierta en "moneda de uso corriente", Paul Ricoeur observa
el poder "refigurador" que posee el lenguaje. Según él mismo ha manifestado, La metáfora viva
y Tiempo y narración fueron concebidas juntas y frente "al mismo fenómeno central de
innovación semántica". En la metáfora, la innovación consiste en la producción de una nueva
pertinencia semántica mediante una atribución impertinente, así la metáfora permanece viva
mientras percibimos, por medio de esta nueva pertinencia la resistencia de las palabras en su
uso corriente y, por lo tanto, su incompatibilidad en el plano de la interpretación literal de la
frase. En la narración, por su parte, la innovación semántica consiste en la invención de una
trama, que también es obra de la síntesis, en tanto que fines, causas y azares se reúnen en la
unidad temporal de una acción total y completa. Y esta síntesis de lo heterogéneo es la que
acerca la narración a la metáfora. Pero el paralelismo entre metáfora y narración, y esto es lo
significativo, no se limita a la exaltación del lenguaje por sí mismo a expensas de la función
referencial, tal como predomina en el lenguaje descriptivo. Para Ricoeur, la función mimética
de la narración plantea un problema exactamente paralelo al de la referencia metafórica.
Mientras que la redescripción metafórica predomina en el campo de los valores sensoriales,
pasivos, estéticos y axiológicos, que hacen del mundo una realidad "habitable", la función
mimética de las narraciones se manifiesta preferentemente en el campo de la acción y de sus
valores "temporales". De este modo, redescripción metafórica y mímesis narrativa se
entrelazan estrechamente, hasta tal punto de que se pueden intercambiar los vocablos y hablar
del valor mimético del discurso poético y del poder redescnptivo de la ficción narrativa.

Se puede —entonces— leer en este relato la vuelta completa que realiza la poética de Antonio
Di Benedetto, luego de haber apostado desde el comienzo de su proyecto estético a una
narración fantástica altamente subversiva toma distancia de lo puramente anecdótico del género
para centrarse en la tensión del sujeto, innombrado, escindido de sí y del mundo, que se
relaciona de manera problemática con la escritura. El relato, de este modo, se construye a partir
del conflicto identitario que desencadena la imposibilidad de escribir extrañando, a su vez, los
mecanismos referenciales y nominativos del lenguaje para explotar —en cambio— su
capacidad refiguradora.

Al comienzo del fragmento anteriormente citado leíamos las palabras "aljibe" y "brocal". En
esas pocas líneas la aparición de tales vocablos ajenos a nuestro 'Uso habitual pero no ajenos a
este futuro imaginado, ponen de manifiesto un hecho para nada insustancial: tomar conciencia
del espesor temporal de la lengua en la que estamos sumergidos implica no sólo aceptar el peso
gozoso del pasado sino también la posibilidad de su transformación futura. También leíamos
en el mismo fragmento "ella se recoge luego de la cena"; si bien es de uso corriente utilizar el
verbo transitivo "recoger" de manera cuasirefleja ("se recoge"), no lo es tanto en otros casos.
Encontramos en Absurdos: "se ganó al rancho"(72), "preocupé la mente"(101); leemos en

25
Zaina: "me devolví al mate"(171), "me remontaba a la idea de un dios creador" (123), "se
sustrajo a la tabema"(169), o aquella frase magistral con la que termina esta novela: "Despegué
los párpados tan pausadamente como si elaborara el alba. "(240) Ganar, preocupar, devolver,
remontar, sustraer son verbos transitivos que exijen un complemento régimen; utilizarlos de
manera cuasirefleja implica no sólo volcarlos hacia el sujeto sino también transitivizar a éste.
Es decir, la torsión es doble: por un lado la acción se internaliza en el sujeto y por el otro, el
sujeto se transitiviza hacia el objeto, hacia el afuera, hacia el mundo. Pero, con todo, estos
rasgos formales que en páginas precedentes hemos intentado precisar (marcado escandido de
la sintaxis, utilización deliberada de arcaísmos Y. localismos, uso anormal del verbo transitivo)
no están desplegados anárquicamente en la escritura sino dispuestos en función de los
dispositivos metafóricos que la sustentan. Así por ejemplo —comj anteriormente
analizábamos— el relato "El abandono y la pasividad" se construye a partir del despliegue de
imágenes metafóricas preponderanternente ópticas ("la puerta selló con ruido", "el despertador
mantuvo la guardia", "el vaso está aterido", "el agua... se hace nido", "la castidad del vidrio")
que delatan el drama de una separación-amorosa. Como bien lo presintió Shelley, el lenguaje
es "vitalmente metafórico", sin la metáfora no podríamos lograr ninguna relación original entre
las cosas, lejos de ser un desvío en relación con las operaciones ordinarias del lenguaje es "el
principio omnipresente de toda acción. libre" 361 . "El abandono y la pasividad" instaura en
esta poética un modo de narrar que explo ta con rigor la capacidad metafórica del lenguaje para
llevarlo al límite de lo decible, al umbral tensó que instaura y defiende la gramática. Pero
detengámonos en otro ejemplo sesgado también —como "El abandono y la pasividad"— por
la luz: "(...) las nubes que en instantes ahogan la luz diurna y se filtran al interior de los edificios.
Una nube estaba rellenando, presurosa y blandamente, el comedor, ponía todo gris y difuso.
Miré mis manos: una hermosa irrealidad las transformaba. "(29) Si desconociendo su contexto,
nos encontrarnos directamente con esta secuencia la entenderemos al instante como una
metáfora que —sin demoras— nos señala su sentido figurado: la presencia de la nube remite
por metonimia a un día nublado, quizá con excesiva niebla, que toma grisacea la luz del sol y
todos los ambientes de la casa que ésta inunda. Ahora bien, como metáfora es sin dudas efectiva
en la creación de un clima. Pero ¿qué pasa si —reponiendo todo el enunciado en el que aparece
la secuencia— observamos que no existe tal sentido figurado, que su sentido surge de la pura
literalidad y que por lo tanto no hay metáfora, que esa literalidad (la de la presencia de la nube
en los ambientes de la casa) es —vale decir—: "verdadera"? Asistimos entonces al prodigio
del lenguaje. Nos enfrentamos al fortuito momento en el cual una "metáfora viva" da cuenta y
transforma la percepción de una realidad (es decir la misma realidad) y comienza a su vez a
desgastarse, a convertirse en "una moneda que ha perdido su imagen", en una metáfora muerta.
"Las verdades son ilusiones de las cuales se ha olvidado que son tales —decía Nietzsche—,
metáforas que se han desgastado por el uso y han quedado sin fuerza sensible."

Capítulo V: Torsiones y transfiguraciones del yo y la memoria.

No es fortuito que sus personajes más significativos —especialmente los de las novelas Zaina,
El silenciero, y Los suicidas— sean periodistas, escritores frustrados, o funcionarios letrados
que se relacionan con la palabra escrita de una manera tortuosa o desesperada. Es necesario,
entonces, reponer aunque más no sea brevemente algunos aspectos del debate crítico-filosofico

26
contemporáneo que discute el estatuto ontológico del sujeto en el discurso a fin de establecer
claros posicionamientos. El ensayo de Michael Sprinker "Ficciones del yo: el final de la
autobiografía"368(con su título marcadamente apocalíptico) es un buen ejemplo de los nuevos
aires inyectados desde los 70 en la teoría y práctica de la autobiografia por los críticos
estructuralistas, luego postestructuralistas y finalmente deconstructivistas al haber conseguido
—en palabras de James Olney 369_: "disolver el.yo en un texto y luego el texto en aire diáfano,
reduciendo el discurso de la autobiografía a un 'mero tartamudeo' y el discurso de la crítica
dedicada a ella a un balbuceo sobre el tartamudo". Sprinker sostiene en dicho artículo la tesis
de que "la metamorfosis gradual de un individuo con clara identidad personal hacia una cifra,
una imagen ya no identificable clara y positivamente como 'esta misma persona' es una
característica perturbadora y omnipresente en la cultura moderna." Así, resulta altamente
coherente la lectura que hace Sprinker de Lacan, Foucault, Kierkegaard, Nietzsche y Freud;
todas ponen en evidencia una misma conclusión sobre el sujeto: "el yo ya no puede ser durante
más tiempo el autor de su propio discurso más de lo que al productor de un texto se le puede
denominar autor —esto es, el generador— de su escrito." En esta línea, el crítico Paul De Man
37°plantea un ataque frontal a la autobiografia basado en la presunción de que ella pertenece
"a un modo más simple de referencialidad" que la hace depender de los hechos reales y
verificables de una manera menos ambivalente que la ficción. La autobiografia, para De Man,
no será un género sino una figura de la lectura basada no sólo en una identidad representacional
o cognitiva, sino también en una identidad contractural asentada principalmente en actos de
habla. Examinando el Essays upon Epitaphs de Wordsworth, De Man señala a la figura de la
prosopopeya como el tropo dominante tanto en el epitafio como en la autobiografia: "mediante
ella el nombre de uno se hace tan inteligible y memorable como una cara". Así la aspiración de
la autobiografia de moverse más allá de su propio texto hacia un conocimiento del yo y su
mundo, en la epistemología de Paul De Man se fundamenta sobre una ilusión, ya que "el autor
se declara a sí mismo el sujeto de su propio entendimiento", no es ante todo una situación o un
hecho que pueda localizarse en una historia, sino la manifestación al nivel del referente de una
estructura lingüística. Dice De Man: "La muerte es el nombre cambiado de un predicamento
lingüístico, y la restauración de la mortalidad en la autobiografía (la prosopopeya de la voz y
del nombre) priva y desfigura hasta el punto preciso en que restaura." Lo que se desprende,
entonces, de la austera teoría del lenguaje de De Man es la creencia de que "nosotros estamos
privados de la forma y el sentido de un mundo accesible solo en la foniia privativa del
entendimiento." Frente a este posicionamiento, James Olney en Mataphors of Self despliega
una perspectiva radicalmente diferente al proponer a la metáfora corno tropo dominante para
pensar la autobiografía. Sugerentemente próximo al proyecto filosófico de Paul Ricoeur, para
Olney el lenguaje no es un modo de privación sino un instrumento de posibilidad para ser
puesto al servicio de la autodefinición: "El yo se expresa a sí mismo mediante las metáforas
que él crea y proyecta, y lo conocemos a través de estas metáforas; pero no existió como existe
ahora antes de crear sus metáforas. No vemos ni tocamos el yo, pero vemos y tocamos sus
metáforas: y así nosotros 'conocemos' el yo, actividad o agente, representado en la metáfora y
la metaforización."

A semejanza del resto de las novelas de Antonio Di Benedetto, el texto tiene una estructura
tripartita, presenta dos largas secciones, la 1 y la 111 de más de cien páginas, y la 11 funciona

27
como apartado bisagra (similar al "Interludio" de El Pentágono o de Los suicidas) que
desencadena la crisis moral y social del protagonista.

Como le ocurría al funcionario Diego de Zarna con el escriba (en Zaina), al personaje asediado
por los ruidos con Besarión (en El silenciero), o al periodista suicida con Marcela (en Los
suicidas), Emanuel soporta ahora a su lado la presencia de Maldoror, el escritor joven e
incorrupto a quien el protagonista quiere proteger como última posibilidad de recuperación
moral. La multiplicación desordenada y confusa de las aventuras eróticas del protagonista no
sólo inevitablemente conllevan a su desintegración moral y psíquica, y al suicidio expiatorio
de Maldoror, sino también - y esto es altamente interesante— a la desintegración formal del
sentido en el relato.

Conclusiones

La novela Zama, publicada en el año 1956, es el punto de máxima tensión y complejidad


estética de toda la narrativa de Antonio Di Benedetto y, por ende, su mito fundante de escritura.
La temprana aparición del texto, la pluralidad de lecturas que concita y su altísima originalidad
formal definen tanto la excepcionalidad de esta obra, en el mapa de la literatura argentina e
hispanoamericana del siglo XX, como su incomprensión dentro del aparato crítico vernáculo.
La excepcionalidad estética de Zaina no radica sólo en haber logrado desmontar el modelo de
"novela histórica", aun habiendo realizado una profunda investigación historiográfica previa
escritura del relato; o también, en haber actualizado el pensamiento existencialista en un ámbito
latinoamericano a través de una reflexión sobre el sujeto y la escritura absolutamente coherente
dentro de toda su narrativa. La fuerza fundante de Zaina consiste, precisamente, en que al
pretender crear un cierto "verosímil de lengua" acorde a la trama, Di Benedetto sienta las bases
constitutivas que habrán de definir toda su poética.

Una sintaxis marcadamente escandida, la utilización deliberada de arcaísmos y localismos, el


uso anormal del verbo transitivo y de la metáfora en la conformación de imágenes de alta
densidad simbólica son los rasgos formales distintivos de esta narrativa ansiosamente
interesada —desde sus comienzos— en renovar cualquier molde, género o categoría textual
rígidamente instituida. Con todo, la densidad vital y problemática que adquiere la escritura en
este proyecto estético-intelectual excede el vacuo ejercicio formal en tanto se asienta sobre una
rotunda problematización del sujeto. Razón por la cual, a lo largo de estas páginas, hemos
considerado pertinente abordar esta obra a partir de dos ejes de análisis, sujeto y escritura,
puesto que —creemos— ambos articulan su profunda coherencia estética-filosófica y a la vez
delatan su originalidad.

En este sentido, es necesario subrayar que sus tres primeras novelas (Zaina, El silenciero y Los
suicidas) trazan un diálogo intertextual con el pensamiento y la literatura existencialista. Esta
trilogía se constituye a partir de la actualización ficcional de los tres grandes temas del ensayo
El milo de SIsfb de Albert Camus (la esperanza, el absurdo y el suicidio), y en una específica
conjunción que amaigama al problema filosófico centrado en la opacidad del sujeto el tema
literario del ejercicio de la escritura. Dicha conjunción, encuentra en esta narrativa dos caminos
resolutivos: Por un lado, el sujeto percibe en la escritura el gran camino de conocimiento, de

28
autoconquista o de apropiación de la subjetividad. Pero, en tanto esta opacidad es negada, el
sujeto ha de negarse también a la experiencia de la escritura; ya sea porque ésta suponga una
experiencia altamente traumática o porque se declare absolutamente imposibilitado de producir
o asumir cualquier fenómeno de innovación semántica en el lenguaje. Acepte o no su opacidad,
y este es el segundo camino, el sujeto tiende a refugiarse en la imaginación como única
estrategia compensatoria. Colapsada la posibilidad de que los procesos imaginativos
desemboquen en una creación estética concreta, éstos se constituyen en una especie de
compensación de los desajustes producidos entre el sujeto y su realidad.

Antonio Di Benedetto ingresa al campo literario argentino a través de la brecha abierta en los
años 40 por la literatura fantástica propugnada por el grupo. Sur. Renegando de las pautas
estéticas defendidas por el realismo costumbrista de la generación intelectual que definía el
horizonte cultural de Mendoza por aquellos años, y con una sólida tradición literaria forjada
principalmente en la lectura de la revista Leoplán —en donde conoció a Kafka, Dostoievski y
Pirandello—, el escritor se lanza así en su búsqueda de "nuevas formas de narrar" (según
explica en la segunda edición de El Pentágono) tentando, desde sus primeros relatos (Mundo
animal), todas las modalidades de lo fantástico.

Fuertemente interesada por renovar los mecanismos formales sobre los que se sustenta, la
escritura de Di Benedetto establece también una profunda relación con el cine al percibir en
ese arte una nueva manera de narrar o "representar" la realidad. La influencia de la estética
cinematográfica en esta poética, a la vez que ha dado lugar al despliegue de una polémica estéril
ante la imperiosa necesidad de valorizarla.

Si la ficción fantástica al cuestionar la visión unitaria y monológica propia de la narración


realista se le ofrecía a Di Benedetto,' desde el comienzo de su proyecto estético, como la más
radical vía de conocimiento y problematización de la subjetividad, a lo largo de toda su
producción narrativa esta matriz genérica habrá de pervivir a través de la actualización ficcional
de los sueños, deseos y fantasias del sujeto. De este modo, el sujeto dibenettiano,
continuamente atento a las modulaciones del erotismo y del Mal, se enfrenta en la escena de la
escritura a su propia opacidad, a su misma escisión. En este sentido, los personajes quizá más
significativos de esta narrativa son Diego de Zama (Zoma) y Amaya ("El cariño, de los tontos")
puesto que ambos convocan dos modelos de erotismo ciertamente antagónicos: por un lado, el
erotismo como camino de conocimiento del sujeto a partir del ejercicio de la transgresión, y
por ende, la ratificación de la Ley; y por el otro, la ensoñación como repliegue del sujeto pero
también como aspiración a un nuevo orden simbólico-social.

La literatura fantástica representa, para Antonio Di Benedetto, un género de riesgo puesto que
obliga al sujeto a abandonar cualquier tipo de certeza (realista) y enfrentarse en un juego
dramático, terrible y desesperado, a sus más recónditas opacidades. El lenguaje, en esta
empresa, será el vehículo privilegiado de conocimiento. Con todo, el festejo de la fantasía y de
la fuerza constructiva de Eros es propiciado a través de una escritura que intenta en todo
momento liberar al lenguaje del esclavismo de lo real, de la servidumbre tramada en los
enunciados referenciales al desplegar, como un motor terrible y eficaz, la fuerza metafórica

29
que anida en su interior. Atendiendo, entonces, al claro y luminosos momento en que la
metáfora "está viva", es decir, antes de que ésta se fosilice o se convierta en "moneda de uso
corriente", la escritura pudorosa de Antonio Di Benedetto explota el poder refigurador del
lenguaje en la creación de nuevos universos discursivos.

3. Reflexiones sobre el proceso creador en Antonio di Benedetto - Fabiana Inés Varela

Resumen

Este trabajo se propone iluminar, a partir de los datos aportados en diversas entrevistas, algunos
aspectos del proceso creador de Antonio Di Benedetto para contribuir a un mayor conocimiento
de su poética, especialmente de las reflexiones sobre la creación. Se parte del núcleo
autobiográfico para ahondar en los inicios de su actividad de escritor: los años de aprendizaje,
la imitación de su madre, una innata narradora, y las influencias de las lecturas de los grandes
maestros narradores. A continuación se profundiza en la importancia del silencio en la obra de
Di Benedetto, tanto en su función temática como estilística, ya que éste es el núcleo de un decir
riguroso, esencial, donde lo no dicho adquiere valor y peso en sí mismo. Finalmente se estudia
la estrecha vinculación de sus obras con el particular momento vital, así como su insistente
búsqueda de perfección, que lo llevan a explorar las posibilidades expresivas y comunicativas
de las diversas modalidades de la ficción, como la narrativa experimental y la fantástica.

Introducción

“La prosa narrativa de Antonio Di Benedetto es sin duda la más original del siglo”, afirma
categórico Juan José Saer, quien ya antes había dicho: “En la literatura argentina, Di Benedetto
es uno de los pocos escritores que ha sabido elaborar un estilo propio”2. Estilo originalísimo,
lacónico y despojado pero de gran eficacia comunicativa y estética, que surge de un intenso y
continuo trabajo de depuración estilística. Es nuestra intención tratar de iluminar -a partir de
datos que el mismo autor aporta en diversas entrevistas- algunos aspectos del proceso creativo
de Antonio Di Benedetto a fin de profundizar en su trabajo de orfebre de la prosa. Este
internarnos en el taller del artista pretende ser un aporte que contribuya a un mejor
conocimiento de los resortes que operan en la consecución del peculiar estilo de Di Benedetto,
además de brindar material que permita profundizar en su poética, en aquellas reflexiones sobre
la creación, en este caso particular, sobre el momento preciso de la escritura, desperdigadas en
múltiples entrevistas periodísticas.

Los años de aprendizaje

Antonio Di Benedetto llega a la escritura por la convergencia de tres factores biográficos. En


primer lugar la temprana muerte de su padre, cuando tenía diez años, que envolvió su casa en
una atmósfera de muerte3 , y lo llevó a intentar clarificar por escrito lo que estaba sucediendo
a su alrededor. Este aprendizaje condensará años después en un primer escrito deliberadamente
literario: “se llamaba El conventillo, incluía cuentos de diversos estilos y no tenía que ver con
ningún conventillo”4 .

30
El segundo factor es la imitación de su madre, una innata narradora oral que entretenía a todos
en el hogar con los relatos de las aventuras trágicas y dramáticas de su familia de inmigrantes.
El autor recuerda que en un primer momento predominaba el interés por la historia, “por
conocer, por descubrir que lo que ella contaba eran verdaderas aventuras familiares, dramas o
historias pintorescas; caracterizaciones de tipos que constituían verdaderos personajes para mi
visión”5 . Pero más adelante la atención se centrará en los peculiares resortes que mantenían el
interés de esas relaciones familiares.

El tercer elemento de su aprendizaje literario es la lectura atenta de los maestros del género
narrativo, hecho también teñido de biografía. En primer lugar, la nutrida biblioteca paterna
donde leyó principalmente ensayos de corte reflexivo y posiblemente existencialistas: “Pero
mi padre me dejó algo más: sus libros. Leía cosas que muestran inclinación hacia un sentido
dramático y profundo -quizás angustioso- de la existencia”7 . Luego, cuando muere su
progenitor, un providencial viaje a Buenos Aires le permitió conocer la revista Leoplan8 y con
ella a los grandes narradores de fines del siglo XIX y principios del XX9 .

Las influencias y los maestros literarios

Para Antonio Di Benedetto dos son las fuentes de las que emana su propia escritura (libros y
autores de lo que se siente discípulo).

En primer lugar reconoce a Pirandello como su gran maestro, porque observa que sus obras
plantean una realidad similar a la que él mismo vivió en su casa, en el seno de una familia de
inmigrantes italianos.

Junto a la figura del autor italiano aparece Horacio Quiroga, el infaltable Dostoievsky, Albert
Camus -cuyas ideas se observan en muchas de sus obras- y otros nombres quizás menos
sospechados como Pär Lagerkvist y Günter Grass12. En otra extensa entrevista, desmenuza
con claridad cuáles son los autores que de un modo u otro han tenido influencia en su escritura
y cuál ha sido el modo en que ellos han gravitado en su obra.

Años después, reconoce también la importancia de Ionesco entre sus lecturas a quien atribuye
mayor autoridad en su propia creación que al nouveau roman, escuela con la que se lo suele
relacionar, aunque el mismo Di Benedetto haya marcado explícitamente las diferencias que lo
separan.

Comunicación y silencio

“Prefiero la noche. Prefiero el silencio”, afirma Di Benedetto en una suerte de breve escrito
autobiográfico15. Por ello, la lectura de los maestros y la vida intensamente vivida precisan
decantarse por medio del silencio, a través de un espacio de soledad y aislamiento en el que el
trajinar cotidiano pueda acrisolarse en palabra creativa hecha prosa, en el que la intensidad de
la vida logre concentrarse y gestar la palabra poética. En este proceso, la noche es el núcleo
privilegiado, el momento augural previo a la creación, especie de “purga” -así la llama el autor-

31
en la que las múltiples vivencias del día, ideas, imágenes, sonidos propios y ajenos, puedan
purificarse, depurarse para dar paso a la creación.

Esta necesidad de aislamiento y silencio que lo alejen de las distracciones, y que le permitan
crear el ámbito más propicio para la creación, es una constante en su vida que permanece a
través del tiempo y del exilio.

En esta actitud se encuentra también la raíz de su rechazo hacia los grandes centros urbanos,
su decisión de escribir en Mendoza, lejos de la urbe porteña, llena de intereses que dispersan
al escritor de su tarea. Si bien las grandes ciudades presentan aspectos positivos, como la
interacción de las artes, el contacto con el buen cine, la buena literatura y un sinnúmero de
espectáculos, Di Benedetto precisa una gran concentración para escribir, razón por la cual
decide quedarse en un ámbito provincial, al que -a su juicio- lamentablemente también llega la
dispersión.

Este gusto por el aislamiento no siempre ha sido bien comprendido y ello ha motivado que, en
alguna ocasión, se lo acusara de una actitud proclive a la “torre de marfil”. Sin embargo, Di
Benedetto no lo recibió como crítica o reproche sino que reconoció explícitamente los aspectos
positivos de esta actitud de alejamiento, al reivindicar el carácter estético de su literatura y la
necesidad del aislamiento como condición necesaria para la producción poética: “Lo de torre
de marfil se admite si hablamos de una extrema concentración para trabajar, ya que estamos
hablando de literatura. Claro que en la redacción de un periódico hay que compartir, hay que
dialogar permanentemente. Por eso para hacer literatura siempre precisé estar metido en mí
mismo” 20. A partir de lo expuesto, la escritura se plantea como una tensión entre
comunicación y silencio, una tensión creativa de la que surge la obra. En torno al silencio surge
una compleja trama de temas y actitudes que caracterizan la escritura dibedenettiana. Por una
parte, su interés específico por el tema lo llevó a desarrollarlo en una novela, El silenciero
(1964), que plantea la imposibilidad de la creación por la presencia obsesiva del ruido en la
urbe moderna.

Por otra parte, Di Benedetto delineó una poética basada en el silencio que implica una actitud
de gran rigor estilístico en la que se busca pulir la prosa hasta llegar a un decir esencial, sin
ornamentos ni barroquismos. Una prosa donde lo no dicho adquiere valor y peso en sí mismo.

El proceso de creación

El silencio nocturno es, en Di Benedetto, palabra poética en la mañana. Antes del exilio su
trabajo sobre la escritura tenía una rutina precisa, un ritmo impuesto por sus propias
características personales y por las actividades de su trabajo periodístico. Así la mañana se
define como la hora más fecunda para la creación: “Prefiero la noche, pero la mañana es mi
hora de creación. Temprano siento que la mente está muy clara. Me levanto y hablo en mí con
las personas que quiero. Me imagino lo que me responden...”22. Especialmente la mañana de
los días domingos, en las que el tiempo del ocio se dedica a la escritura. A pesar de esta rutina,
el método de trabajo se define también de modo diferente para cada uno de sus libros y cuentos,
debido, en parte, a que la materia original de cada uno requiere de una forma diferente.

32
Zama surgió a partir de la imagen final del Niño Rubio y su elaboración fue muy documentada.
Gracias al auxilio bibliográfico de la Universidad de Córdoba pudo impregnarse de la historia,
geografía, sociedad, costumbres, fiestas del Paraguay colonial24 para luego, en el momento de
la escritura olvidar todo: “Impregnado, saturado de conocimientos, hice lo que Luis Alberto
Sánchez recomienda al novelista: tiré la información por la borda y me puse a escribir”25.
Después de su prisión y del exilio, su capacidad creadora -en especial su memoria- se vio
resentida y por ello se volcó, dada su brevedad, al género cuento. De esta época datan
numerosos testimonios periodísticos en los que el autor precisa su método de trabajo: “Primero
estudio, cavilo, llevo conmigo al personaje. Por lo común, tengo listas las ideas y hasta las
frases antes de escribir. El único tropiezo es que a veces lo pienso tanto y, como tengo mala
memoria, me olvido en el momento de escribir”26. Sin embargo, y a pesar de las dificultades
en la creación, continúa distinguiéndose su trabajo obsesivo sobre el párrafo, el interés por
aspectos estilísticos y eufónicos que lo llevan a cincelar la frase de manera perfecta.

Las inquietudes experimentales

La estrecha vinculación de sus obras con el particular momento vital, así como su insistente
búsqueda de perfección, lo lleva a investigar las posibilidades expresivas que le brindan las
diversas modalidades de la ficción, como la narrativa experimental y la fantástica.

Esta variedad de modalidades responde a una profunda necesidad de experimentación, de


variación y de búsqueda formal y refleja, a la vez, un yo cambiante que muta a lo largo del
tiempo: “La literatura [...] debe cambiar ante todo. Y luego yo también debo cambiar de libro
en libro”32.

Las inquietudes experimentales se observan prácticamente desde sus inicios como narrador: su
segunda obra, El pentágono, es una novela construida a partir de cuentos autónomos que van
desgranando una serie de triángulos amorosos. Desde otro ángulo, el cuento “El abandono y la
pasividad” y la novela corta Declinación y Ángel constituyen su acercamiento, no exento de
polémica, a una escritura objetivista que la crítica suele relacionar con el nouvea roman.

La literatura fantástica es una de sus aficiones más profundas y persistentes a través del
tiempo33, no sólo cultivada con asiduidad sino también estudiada para desentrañar sus resortes
ocultos. Ella responde a su peculiar concepción del mundo en la que realidad e irrealidad
conviven complementariamente de diversas maneras 34.

Según una conferencia de 1958, dictada en la Biblioteca Nacional35, la literatura fantástica es


producto de la asimilación y trascendencia de tres factores: la fe, el miedo y los deseos. En ella
se amalgaman la fe religiosa, las supersticiones, las devociones angélicas y satánicas, por una
parte; el miedo a la muerte, a lo oscuro, al daño y a las propias culpas, por otro; y finalmente,
el deseo de una sociedad más justa y más perfecta, del goce de placeres derivados de la
imaginación y el anhelo de superación de las limitaciones mentales y materiales del hombre36.
Distingue además tres variantes elementales de la literatura fantástica: “las obras en que lo
fantástico aparece en la vida cotidiana; las que representan al ser real envuelto en lo

33
sobrenatural; y aquellas en las que la acción se desarrolla en planos de irrealidad que terminan
superando lo sobrenatural”37.

Siguiendo los postulados de Todorov sobre la literatura fantástica38, en Di Benedetto se


observa el cultivo de modalidades diversas que van desde lo maravilloso, como por ejemplo en
algunas fabulaciones de Mundo animal39; a lo extraño, observable en algunos relatos de
Cuentos claros 40, pasando por lo fantástico propiamente dicho, comprendido como la
presencia de un hecho fuera de lo común que provoca vacilación en el personaje y en el lector.
Estas diversas modalidades se ilustran con maestría en el cuento “Falta de vocación”41. La
trama principal del cuento podría definirse como fantástica al plantear la vacilación del
personaje -y del lector- ante la lectura de un hecho que puede ser interpretado como una
metamorfosis o bien como alucinación, sin que ningún indicio textual permita inclinarse por
una u otra lectura. A ella se suman una serie de microcuentos interpolados en los que se
experimenta con diversas modalidades: lo extraño se presenta en la historia de una niña que
silenciosa llora junto a su padre muerto súbitamente en un tren y lo maravilloso se encuentra
en el relato de dos mujeres que intercambian sus voces.

Conclusiones

El recorrido hasta aquí realizado ha permitido ahondar en torno al proceso creador de Antonio
Di Benedetto y confirmar la veracidad de sus palabras, en relación a que su obra surge de la
síntesis entre la vida intensamente vivida y la lectura gozosa de una serie de modelos narrativos
que influyen de modo diverso en su propia creación. Por ello se reconoce la importancia del
núcleo autobiográfico del cual surge el inicio de su obra literaria pero que también da sentido
a toda su obra. En él se destaca la influencia de su madre como modelo de narradora oral que,
a través de sus relatos, lo puso en contacto con una forma primitiva y perfecta de la narración.

La estrecha vinculación de sus obras con el particular momento vital, así como su insistente
búsqueda de perfección, lo llevan a explorar las posibilidades expresivas y comunicativas de
las diversas modalidades de la ficción, como la narrativa experimental y la fantástica,
maravillosa y extraña.

La obra surge como fruto de la tensión existente entre la necesidad de comunicar y el silencio.
Es una síntesis perfecta entre el fárrago de la vida que brinda material para los relatos, una
profunda necesidad de comunicar que surge del interior del autor y el silencio imprescindible
para decantar, acrisolar y elaborar el material del que se nutrido. La palabra se conforma dando
lugar a una prosa en la que ese mismo silencio es parte constitutiva de un estilo escueto y
lacónico pero siempre bello y con gran poder de sugerencia.

4. Capítulo 5: Realismo subjetivo, experimentación y lo filosófico en la escritura de


Antonio di Benedetto. Herencias y diferencias con Juan José Saer - Bracamonte J.

Época experimental según el mismo autor de su poética, entendiendo a la misma como aquella
práctica escritural que busca romper para construir nuevas continuidades y discontinuidades
con las convenciones y tradiciones narrativas establecidas. Así, Di Benedetto señala su

34
operación de ruptura como cuestionamiento al “balzacianismo” que observa imperante aún en
las décadas de 1940 y 1950. Todo esto alcanza un logro paradojal en Zama (1956). Es paradojal
porque, si bien es una novela histórica por el material proveniente del siglo XVIII que
reelabora, a la vez nos hace reflexionar sobre su integración dinámica en aquella poética
experimental, manifiesta sobre todo en la novedad de los puntos de vista y perspectivas
narrativas utilizadas y las apelaciones y las apelaciones activas en claves extremadamente
contemporáneas a los lectores - las cuestiones filosóficas de la angustia y el absurdo de la
existencia signan el subtexto del relato -. Zama indica nuevas posibilidades de hibridez y de
géneros y escrituras artísticas ahondadas en décadas posteriores.

Por una parte, el género narrativa histórica es una de las modalidades de mayor tradición
consolidada, inclusive ya cuando Di Benedetto escribe y publica Zama. Hay una tradición
importante hacia 1956, un género cuyas leyes y convenciones están establecidas y que prevén
ciertos tipos de lectores y expectativas por dichas convenciones genéricas.

Distintos estilos. Por una parte, está su interés por ciertas literaturas regionales de las provincias
argentinas en una etapa temprana de su formación, y desde aquí su mirada muy atenta a la vida
pasada y presente desde ese interior argentino. Y vinculado con eso, y con su sensibilidad
simultánea de periodista, su percepción atenta a los registros de las crónicas de diferentes
épocas, a los vestigios documentales de las mismas. Luego, está también su aprendizaje de las
posibilidades y limitaciones de diversas y ricas tradiciones realistas (realismo subjetivista:
Dostoievski, Pirandello, Cervantes). Y finalmente, está cómo a partir de lo anterior, de las
limitaciones que observa, desemboca en la búsqueda abierta de lo que él denomina una
literatura experimental.

Lo experimental, en su caso, es como una perspectiva de su poética, no un rasgo que


necesariamente la condiciona, y está definida por las combinatorias formales - a nivel del relato
- y del lenguaje, que actúan transformando los materiales provenientes de lo real. Trabajo
tensionante con el lenguaje, que genera el efecto paradojal de desrealizar lo real y presentarlo
de otro modo novedoso, como visto por primera vez (de ahí la importancia dibenedettiana de
la mirada, del ver, las perspectivas del relato).

En Zama es la mirada de y con Diego de Zama de su propia situación y crisis en ese tiempo y
lugar (el siempre quiere escapar de este, por eso los constantes anacronismos) lo que hace
diferente a la narración, desde donde percibimos lo histórico y escenográfico, aquí
inevitablemente metonímico.

Esa mirada, que atraviesa las dos primeras partes de la novela, lo histórico se vuelve patente
en lo microhistórico y lo podemos percibir no desde lo monumental, sino sobre todo desde lo
sentimental y lo pasional. Porque no otra cosa es el examen constante, obsesivo, de
sentimientos de atracción y rechazo que va experimentando Zama: Marta o Luciana, lo lejano
y lo posible o lo cercano y lo imposible, el miedo a mezclar su sangre indiana con las negras e
indias, las disputas por el honor que allí simboliza el poder con sus superiores y subalternos
(muestran su relativismo). Si la novela, como fue señalado por el escritor y la crítica, se basa
en parte en documentaciones y rasgos biográficos de un real Doctor Miguel Gregorio de

35
Zamalloa (1er Rector revolucionario de la Universidad Nacional de Córdoba), su construcción
hace a la transformación de lo genérico, sin dejar a la vez de ser genérico.

Lo experimental se articula desde estos rasgos con las utilizaciones y matizaciones de las
convenciones de la narrativa histórica operadas por el autor. De lo biográfico (frecuentemente
en la anterior narrativa histórica) pasa a ser, en Zama, autobiográfico, pero desde aquí deviene
también en la novela ontobiográfico. Simbólico remite a ciertos tipos psicoanalíticos y
filosóficos (la recurrente figura del niño como espejo será quizás el más evidente). Y al ser una
narración en primera persona pero dialógica percibimos lo histórico desde las modulaciones
del habla, que es a la vez arcaica y contemporánea al momento de enunciación de la novela,
obteniendo por eso un efecto de extrañeza en su conformación. Así, si la novela histórica
anterior trata de familiarizar inequívocamente al lector con aquel referente al que remite, esta
novela lo familiariza de inmediato y a la vez lo extraña intensamente, por cómo se mira y como
se cuenta en consecuencia.

Así Di Benedetto utiliza las convenciones del género y las sublime y transgrede desde su
programa experimental, que provoca y apela a un lector que exija algo nuevo en el pacto de
releer narrado lo histórico. La narración entonces se abre en dos direcciones muy intensas y
contrastantes.

Con Zama la percepción de lo histórico desde los tropismos de la subjetividad alcanza un logro
innovador que hasta ese momento no había aparecido en Argentina. Esto muestra que es el
carácter programático de lo experimental lo principal en Di Benedetto y es a partir de allí que
se exploran las posibilidades que un género en su propia conformación de excederse por el
propio trabajo de escritura.

Zama se ubica y revaloriza, como precursora, en las discusiones centrales sobre la


reconstitución genérica de la narrativa histórica, sobre todo con las recomposiciones de la
mirada sobre el género que adquirimos tras los 70 y 80, cuando se constata y disemina el
cambio radical de las conversaciones de género y las cuestiones de lo escritural y el problema
del lenguaje se vuelven cada vez más centrales en la denominada Nueva Narrativa Histórica.

Si en Zama ya no había héroe como novela histórica clásica … Texto (Zama) implica un
relevante giro en la narrativa histórica que el escritor sí practica frecuentemente como parte de
su poética, y a la vez un texto significativo para contextualizar los 60 y 70. Se podría decir que
Zama pone el enfoque en un antihéroe y perdedor ante la Historia.

Zama precursora, primera en el marco de una innovación respecto a la tradición anterior.

Nexos entre Di Benedetto y Saer

Rasgos experimentales de las configuraciones del mundo que interrogan.

36

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