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DERECHO CIVIL III

GUIA DE ESTUDIO

UNIDAD I (completa)
APARICIO, Juan Manuel. Contratos (Parte general), Edit. Hammurabi, 2ª edic., Buenos Aires, 2016
LORENZETTI, “Tratado de los Contratos – Parte General”, Rubinzal-Culzoni, edic. 2010
LORENZETTI, Ricardo Luis. Fundamentos de Derecho Privado – Código Civil y Comercial de la Nación
Argentina. Edit. La Ley, 2016
“Contratos en el Código Civil y Comercial de la Nación” (Directores: Nicolau – Hernández), Edit. La Ley,
Buenos Aires, 2016
GIANFELICI, Florencia. “Smart contracts”, revista La Ley 07/01/2020

1. UBICACIÓN DEL CONTRATO.


a) El método del Código de Vélez
El Código Civil argentino de Vélez Sarsfield –al igual que la mayoría de la codificación del siglo 19-
tuvo como modelo el Código Civil francés de 1804, el llamado Código Napoleón. Sin embargo, desde el
punto de vista de su metodología dicho Código presentaba notorias falencias alguna de las cuales fueron
enmendadas por el codificador argentino. A esos fines influyó en Vélez el Esboco de Freitas que a su vez
había adoptado ideas de la pandectística alemana, luego receptadas por el CC alemán de 1900 (el BGB).
Por ello el Código de Vélez exhibe las siguientes mejoras notorias respecto a la metodología adoptada por
el Código Napoleón:
 Se da un tratamiento unificado al acto jurídico o sea que se adopta un supraconcepto aplicable a una
variedad de actos voluntarios, lícitos destinado a producir efectos jurídicos. Sin duda el contrato
constituye la especie más relevante y difundida de esa especie de actos y por ende se le aplican las
reglas generales establecidas a su respecto.
 Se distinguieron las obligaciones de los contratos (tratadas unificadamente en el Código civil francés) y
de ese modo se realiza una regulación genérica de las obligaciones, cualquiera sea su fuente.
 Se reconoce, en el Código de Vélez, la naturaleza contractual de la donación, que en el Código civil
francés es tratada en los actos de última voluntad.
Sin perjuicio de las señaladas ventajas exhibidas por el Código Civil argentino también le fueron
puntualizadas objeciones metodológicas en los siguientes aspectos (la mayoría de ellas superadas en el
nuevo CCC):
 Tratamiento de la sociedad conyugal junto con la regulación de los contratos
 Regulación de la responsabilidad por evicción y vicios redhibitorios, intercalada con los contratos
típicos y no en la teoría general del contrato, como hubiera correspondido
 Reglamentación en el ámbito contractual de la gestión de negocios y el empleo útil siendo que no
revestían la naturaleza de contratos.
b) El método del Código Civil y Comercial 2015
El CCC se estructura de la siguiente forma:
 Un Título Preliminar y seis Libros
 El Libro Primero es una Parte General que incluye cinco títulos:
 Persona humana
1
 Persona jurídica
 Bienes
 Hechos y actos jurídicos
 Transmisión de los derechos
 El Libro Segundo legisla sobre las relaciones de familia
 El Libro Tercero refiere a los Derechos Personales e incluye 5 títulos:
 Obligaciones en general
 Contratos en general
 Contratos de consumo
 Contratos en particular
 Otras fuentes de las obligaciones
 El Libro Cuarto refiere a los Derechos Reales
 El Libro Quinto a la transmisión de los derechos por causa de muerte
 El Libro Sexto sobre las disposiciones comunes a los derechos reales y personales (prescripción,
caducidad, privilegios, derecho de retención y disposiciones sobre derecho internacional privado)
En general, el CCC mejora notoriamente la metodología regulatoria de la materia civil y comercial.
En ese sentido, además de avances en lo atinente a la simplicidad, evitar el casuismo y la redundancia, que
se traduce en la notoria reducción de las normas (de 4041 artículos que contenía el Código de Vélez
tenemos ahora un código de 2671 artículos, a pesar de que incluyó la materia comercial, antes codificadas
en forma separada), en la materia contractual en se constatan las siguientes particularidades:
 Simplificación de los tipos contractuales (menos casuismo y prevalencia de reglas generales)
 Necesidad de integrar la regulación típica con la teoría general del contrato y la teoría general del
acto jurídico.
 Además de las mencionadas reglas generales, contenidas en la regulación del acto jurídico y en la
teoría general del contrato, se incorporan reglas generales aplicables a un conjunto de contratos
típicos que tienen similar función económica. Así encontramos reglas generales aplicables a las
obras y los servicios (arts. 1251/1261), a los contratos bancarios (arts. 1378/1389) y a los contratos
asociativos (arts. 1442/1447). Esto es una novedad del nuevo código e implica una simplificación de
la regulación ulterior de los respectivos contratos típicos.
 Supresión de las incapacidades de derecho en cada contrato típico y remisión a las reglas generales
sobre capacidad establecidas al regular la persona humana
 Unificación de los contratos comerciales y civiles (en esto se ha seguido la solución que ya adoptaran
los anteriores proyectos de reforma al código civil)
 Antes, por leyes especiales, se habían tipificado los contratos de leasing (Ley 25.248), fideicomiso
(Ley 24.441) y tarjeta de crédito Ley 25.065). Los dos primeros –leasing y fideicomiso- han sido ahora
incorporados al CCC.
 El CCC reformula, en general, la regulación típica, tanto la originaria del Código de Vélez como la
introducida por legislación posterior.
 Se reconocen nuevos contratos comerciales que antes eran atípicos, como la distribución, concesión
y franquicia.

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 También se regulan supuestos de contratos transmisivos que antes eran atípicos como la cesión de
deuda y la cesión de la posición contractual. También nuevas formas de garantías como las garantías
unilaterales o a primera demanda.
 Se han superado las críticas que se habían formulada a la metodología del Código de Vélez y así la
responsabilidad por saneamiento (vicios redhibitorios y evicción) se regula a propósito del contrato
en general, como efecto de los contratos onerosos y el régimen patrimonial del matrimonio se
reglamenta en el ámbito de las relaciones de familia. La gestión de negocios, el empleo útil, el
enriquecimiento sin causa y la declaración unilateral de voluntad tienen su ubicación correcta, en el
Título V del Libro Tercero, cuando se legisla sobre “otras fuentes de las obligaciones”.
DEFINICION DEL CONTRATO
Se discute en la doctrina si es conveniente definir en un Código Civil los diversos institutos y en
particular los contratos. Velez Sarsfield había señalado, en una nota, que las definiciones no son propias de
los códigos de leyes y deben ser, en todo caso, materia de tratamiento por la doctrina. Sin embargo
abundó en definiciones, incluyendo al contrato, caracterizado en el derogado art. 1137.
En el derecho moderno se aceptan las definiciones en los códigos y leyes en tanto tenga contenido
normativo, o sea que no se trate de una mera descripción del instituto a que refieran sino que la
caracterización legal delimite normativamente el fenómeno que se describe.
El código derogado contenía una definición del contrato en su art. 1137. La definición fue criticada
por la doctrina en tanto caracterizaba al instituto en una forma excesivamente genérica, definiendo más
bien la convención que al contrato en sentido estricto. Ello así en tanto la norma derogada aludía al acto
jurídico bilateral destinado a “reglar sus derechos” (de las partes), sin establecer el ámbito de los derechos
subjetivos que podían ser materia de un contrato (solo los derechos patrimoniales).
La definición de contrato del artículo 957 del CCC.
El art. 957 CCC define al contrato como “el acto jurídico mediante el cual dos o más partes mani-
fiestan su consentimiento para crear, regular, modificar, transferir o extinguir relaciones jurídicas patrimo-
niales”.
Como puede verse, la definición legal comienza por caracterizar el contrato como una especie del
género acto jurídico. O sea que no es un mero hecho jurídico, un acontecimiento, un suceso de la
naturaleza o un realizar del hombre que tiene efectos jurídicos (art. 257 CCC). El acto jurídico, en cambio,
es una especie dentro de la categoría “hecho jurídico”. Se trata de un hecho humano que se caracteriza
por ser voluntario, lícito y sobre todo porque tiene por fin inmediato la adquisición, modificación o
extinción de relaciones o situaciones jurídicas (art. 259 CCC)
En cuanto a los caracteres del acto jurídico contractual, en primer lugar, se lo califica como un acto
jurídico bilateral porque se exige que el acuerdo se perfecciones entre dos o más partes. En esto no hay
que confundir la categorización del contrato como acto jurídico bilateral de la ulterior clasificación de los
contratos en bilaterales y unilaterales. Como se verá luego, en esta última clasificación no se atiende al
número de partes intervinientes sino al hecho que los contratos originen obligaciones para ambas partes o
para solo una de ellas. Así el contrato de donación será un contrato unilateral (pues solo surgen
obligaciones para el donante) pero siempre será un acto jurídico bilateral, por tratarse precisamente de un
contrato.
Además el contrato es un acto jurídico entre vivos, a diferencia de los actos de última voluntad,
porque produce sus efectos sin estar condicionado a la muerte de alguna persona. Esto se vincula la
prohibición de contratar sobre herencia futura que establece el art. 1010 CCC y que se analizará en su
oportunidad. En el sistema de derecho civil argentino el único modo en que se dispone para después de la
muerte es a través del testamento, que es –precisamente- un acto jurídico unilateral y mortis causa, o sea
un acto emplazado en las antípodas del contrato.

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Como otros elementos constitutivos de la definición legal del art. 957 CCC podemos señalar los
siguientes:
a) Pluralidad de partes.
Como vimos, el contrato es un acto jurídico bilateral o sea que requiere la intervención de dos o
más partes. El art. 957, correctamente, utiliza el término “parte” y no “persona” como lo hacía el derogado
art. 1137 del CC. “Parte” es un centro de interés que puede estar constituida por una sola persona (que es
lo habitual) pero también por dos o más personas (lo que se llama “parte subjetivamente compleja”). Esto
último se configura cuando varias personas, en un acto jurídico, tienden a un mismo interés, actúan en
igual dirección y se mueven en un mismo plano. Así, si tres condóminos deciden vender un inmueble y el
mismo es adquirido por dos personas, habrá siempre dos partes (vendedor y comprador) aun cuando se
verifique la participación de cinco personas.
Inversamente pueden constatarse determinados supuestos (así en el llamado “contrato consigo
mismo” o “autocontrato”) donde encontremos una sola persona, pero dos partes. Por ejemplo, si una
persona recibe un poder de otra para vender un inmueble y al mismo tiempo le ha sido otorgado un poder
de una tercera para comprar un inmueble, puede –en representación de ambas partes y si no media
conflicto de intereses- celebrar el contrato, el cual se perfecciona, en definitiva, con una sola persona (el
apoderado) pero en representación de dos partes (vendedor y comprador poderdantes).
Los actos unilaterales plurisubjetivos (o sea aquellos donde hay partes subjetivamente complejas)
se clasifican en tres categorías:
i) Complejidad igual: en este caso una parte es subjetivamente compleja pero las diferentes
personas que la componen se encuentran en igualdad jurídica. Así ocurre en el régimen del condominio. Si
los condóminos deciden vender la totalidad de la cosa indivisa requieren el consentimiento de todos ellos.
Basta que uno se oponga –así sea titular de solo el 20% de la cosa- para que la venta no pueda realizarse.
Su voluntad –aun minoritaria- no puede ser suplantada.
ii) Complejidad desigual: en este caso, para celebrar el contrato y emitir la voluntad de una de las
partes, se requiere la conformidad de otra persona, pero ésta no se encuentra en situación de igualdad
como en el supuesto anterior sino en una posición subordinada. O sea que la voluntad debe provenir, en
primer lugar, del titular del derecho y debe ser complementada por la de esta segunda persona. Además,
la oposición de esa voluntad concurrente puede ser eventualmente suplida por una decisión judicial.
Valgan como ejemplos los siguientes: a) los inhabilitados (en nuestro derecho el único caso es el de los
pródigos) que quieren disponer de sus bienes requieren del asentimiento del apoyo que se les designe, y si
éste no le otorgar el asentimiento el juez debe decidir (art. 49 CCC); b) El cónyuge titular de un inmueble
que decide venderlo requiere del asentimiento del otro cónyuge y si este no se lo otorga puede someter la
cuestión al juez para que decida si hay o no justa causa de oposición (art. 470 y 458 CCC)
iii) Actos colectivos (también llamados actos colegiales): Acá el acto proviene de una pluralidad
organizada de sujetos que representa una declaración de voluntad colectiva, caracterizada, en su
formación, por el sistema deliberativo y en su eficacia por el principio de la mayoría. Así las resoluciones
adoptadas por una Asamblea de una sociedad comercial que autoriza la enajenación de un inmueble o la
decisión que adopte un consorcio de propiedad horizontal para aprobar un contrato determinado.
b) La reglamentación de intereses
El contenido del contrato consiste en disciplinar, de modo vinculante, relaciones jurídicas
patrimoniales. La declaración de voluntad común a que refiere la definición del art. 957 CCC tiene un
carácter vinculante y traduce la reglamentación de intereses que las partes llevan a cabo en el complejo de
sus determinaciones negociales. Es la voluntad traducida en reglas que se dan los interesados.
La noción clásica del contrato –tal como aparece definida en el Código Civil francés- lo entiende
como el acto jurídico que crea obligaciones, o sea que el contrato reduce su rol a ser fuente de

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obligaciones. La concepción moderna –según el criterio que en su momento adoptara el Código Civil
italiano de 1942- le otorga un ámbito de actuación más amplio y en ese sentido el contrato no solo crea
obligaciones, sino que las relaciones jurídicas que regulan por el contrato pueden también modificarlas,
transmitirlas e incluso extinguirlas.
Esa concepción amplia es la que adopta el CCC y así el art. 957, al definir el contrato, señala que
éste puede tener por fin “crear, regular, modificar, transferir o extinguir relaciones jurídicas
patrimoniales”. De ese modo ahora no puede desconocerse la naturaleza contractual de una rescisión
bilateral (o sea el acuerdo dirigido a dejar sin efecto un contrato anterior), de un acuerdo dirigido a
modificar un contrato anterior (por ejemplo reducir el precio del alquiler durante el plazo de vigencia del
contrato de locación) o los actos transmisivos, como la cesión de deuda o de la posición contractual.
Las relaciones jurídicas sobre las que versa el contrato deben ser patrimoniales. Así lo establece en
modo expreso el art. 957 CCC cuando alude a la regulación de “relaciones jurídicas patrimoniales”. Según
se analizará en oportunidad de estudiar el objeto del contrato, éste debe referir a prestaciones de carácter
patrimonial, aun cuando el interés de las partes no tenga contenido patrimonial (art. 1003 CCC).
Como consecuencia de lo expuesto se excluye del ámbito contractual todo tipo de acto jurídico
bilateral que no tenga contenido patrimonial, como ocurre en la esfera del derecho de familia, con el
matrimonio y la adopción. Tampoco podrán ser objeto de los contratos los actos que refieran a derechos
personalísimos como los vinculados a los elementos constitutivos del ser de las personas o los actos de
disposición del propio cuerpo. La mal llamada “donación” de órganos o el también incorrectamente
denominado “alquiler” de vientres, en caso de ser autorizados por el ordenamiento, serán actos jurídicos
lícitos e incluso bilaterales pero no estrictamente contratos. Ello es así pues, en general, los derechos
personalísimos se caracterizan por ser “relativamente indisponibles” o sea que, en ese ámbito, la
autonomía de la voluntad está severamente restringida.
Además el contrato es inidóneo para disciplinar aspectos vinculados con la sucesión mortis causa.
En nuestro ordenamiento, como ocurre en general con los sistemas de derecho continental, está prohibido
el contrato sobre herencia futura, previsión reputada de orden público (art. 1010). O sea que la disposición
de derechos patrimoniales para después de la muerte sólo podrá realizarse a través del testamento, que
por oposición al contrato es un acto jurídico unilateral y mortis causa.
Tradicionalmente se distingue el “contrato” de la “convención simple”. El contrato, por ser un acto
jurídico, debe tener por fin inmediato regular relaciones jurídicas (art. 259 CCC). Existen, en cambio, otros
tipos de relaciones sociales, como las de cortesía, que aunque resulten de un acuerdo y tengan aspecto
exterior de un contrato, no invisten tal carácter porque el incumplimiento de tales acuerdos no genera
consecuencias jurídicas y no cabe a su respecto la ejecución forzada ni el resarcimiento del daño. La única
sanción posible es la reprobación social, regida por los convencionalismos sociales y desprovistos de
naturaleza jurídica. Así ocurre, por ejemplo, con una invitación aceptada para ir al teatro o a almorzar; con
los padres que convienen llevar alternativamente a sus hijos al colegio. Son ejemplos de simples acuerdos
amigables de cortesía, de camaradería, que no son vinculantes desde un punto de vista jurídico, sino en el
plano de la mera cortesía.

ELEMENTOS Y REQUISITOS DEL CONTRATO


Normalmente los Códigos no precisan los elementos del contrato. Se señala como excepción al
respecto el Código italiano de 1942 que enuncia los elementos esenciales del contrato para ese
ordenamiento. Ni el Código de Vélez ni el CCC han precisado los elementos del contrato. Sin embargo la
doctrina clásica distinguió tres tipos de elementos:
i) Elementos esenciales o estructurales: Son aquellos sin los cuales el contrato no puede existir. O
sea que un acuerdo no puede ser calificado como contrato si carece de alguno de sus elementos
esenciales. En esa categoría se incluyen al consentimiento, el objeto y la causa. Aun cuando la causa podría
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no ser considerado un elemento esencial si se adopta una tesis anticausalista, pareciera que en el nuevo
CCC tal postura no se compadece con la regulación dada allí a la causa, conforme se verá al estudiar
específicamente el tema.
Los señalados elementos (consentimiento, objeto y causa) han sido reputados como “elementos
esenciales generales”, para distinguirlos de los llamados “elementos esenciales particulares” que son los
que se requieren para que un determinado contrato pueda ser subsumido en un tipo especial. Estos
elementos particulares permiten caracterizar un contrato y diferenciar uno de otros. Por ejemplo, para que
exista compraventa –además de los elementos estructurales generales- se requiere que una parte se
obligue a transferir el dominio de una cosa y la otra a pagar un precio en dinero y si no se dan esos dos
componentes puede haber otro contrato, pero no será compraventa.
ii) Elementos naturales: Son aquellas consecuencias que se derivan de la naturaleza jurídica de un
determinado contrato, de modo que se dan de pleno derecho, sin necesidad de una manifestación expresa
de las partes, siendo necesaria tal voluntad solo para excluirlas o modificarlas. Así ocurre en los contratos
onerosos con la responsabilidad por evicción y vicios redhibitorios. Al respecto las partes no están
obligadas a pactarla; si pueden acordar, en cambio, excluir esa responsabilidad o limitarla (dentro de los
límites que la ley impone y que se analizarán en la Unidad respectiva). En el contrato de compraventa de
cosas muebles también constituye un elemento natural del contrato el lugar donde la cosa debe ser
entregada por el vendedor (según el art. 1148 CCC, donde la cosa se encontraba al momento de celebrarse
el contrato), sin embargo, las partes pueden acordar de modo diferente –por ejemplo, que la cosa se
entregue en el domicilio del comprador- modificando el elemento natural e incorporando de tal manera un
elemento accidental.
Los llamados elementos o efectos naturales del contrato han sido revalorizados en el contexto de
los contratos de consumo y sometidos a condiciones generales, sosteniéndose que puede ser reputada
como abusiva una cláusula que “desnaturalice” el contrato o las obligaciones (art. 988, inciso a) CCC). Se
dice que, en los contratos típicos, cuando son predispuestos o de consumo, no es legítimo apartarse, sin
motivo justificado, de los “modelos de razonabilidad” que el legislador construye e incluye en las normas
dispositivas.
iii) Elementos accidentales. Son los que las partes incorporan de común acuerdo al contrato y por
tanto no se dan regularmente y en forma automática (como ocurre con los elementos naturales) sino que
dependen exclusivamente de la voluntad de los contratantes. Son ejemplo de ello el plazo, el cargo y la
condición y los diversos pactos regulados a propósito de determinados contratos (pacto de retroventa,
pacto de preferencia en la compraventa).
La doctrina moderna, sin desconocer el valor didáctico de la clasificación tradicional, prefiere
sistematizar los llamados elementos o requisitos del contrato de la siguiente forma:
i) Presupuestos: son los que se emplazan antes de los elementos propiamente dichos y en
particular se constituyen en presupuesto del consentimiento. Ellos son la capacidad y la forma.
ii) Elementos: serían los que la doctrina clásica denominaba elementos esenciales o estructurales.
O sea que desde esta perspectiva contemporánea los elementos del contrato propiamente dichos o en
sentido estrictos serían el consentimiento, el objeto y la causa.
iii) Efectos: Lo que la doctrina clásica llamaba elementos naturales o accidentales, desde esta nueva
perspectiva, serían solo efectos que la ley adscribe regularmente a determinado tipo de contratos, con
respecto a los cuales las partes tienen un poder dispositivo, en cuanto pueden suprimir o modificar tales
consecuencias por mutuo consentimiento.

2. LA REGULACIÓN DEL TIPO GENERAL DE CONTRATO EN EL CCC

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El tipo general de contrato y el tipo referido a los contratos especiales. La fragmentación del tipo
general
Una de las modificaciones más importantes del CCC en la teoría general del contrato es la fractura
del tipo general de contrato, lo que constituye una propuesta original en el derecho comparado. Se dedica
un título a los contratos paritarios o discrecionales (civiles y comerciales) y otro a los contratos de
consumo, con igual jerarquía, de manera que, luego, cada tipo contractual específico puede ser subsumido
en una u otra. Se regulan, además, los contratos celebrados por adhesión.
El esquema metodológico del Código es el siguiente:
A) Contratos en general
El Título II contiene reglas propias de contratos celebrados por dos o más partes y constituye una
regla general. Son los llamados contratos paritarios o discrecionales, siendo un ejemplo de ellos los
contratos que se celebran entre empresas. No se toman en cuenta condicionamientos en el
consentimiento (contratos por adhesión, arts. 984 y ss.), ni la vulnerabilidad (consumidores, arts. 1092 y
ss.). Es decir, que, excepto que se pruebe uno de los presupuestos aludidos, se aplican las normas
generales de este Título.
Este Título II se aplica, principalmente a los contratos civiles y comerciales celebrados por partes
que negocian el acuerdo, y por eso prevalecen las normas de la autonomía privada. No obstante, la
autonomía de los derechos individuales tiene el límite de la buena fe y la prohibición del abuso (principio
de sociabilidad, arts. 9º y ss.).
B) Contratos celebrados por adhesión
El Código regula los contratos celebrados por adhesión como un problema del consentimiento
dentro del capítulo general del contrato, o sea el Título II.
Puede ocurrir que un contrato entre partes iguales, entre empresas, se celebre por adhesión a
condiciones generales de la contratación. Ello es muy frecuente en relaciones comerciales como los
contratos de distribución, franquicia, transmisión de conocimiento tecnológico, etc.
En estos casos, se aplican las reglas especiales sobre interpretación y sobre cláusulas vejatorias que
prevén los artículos citados (arts. 984/989 CCC).
También puede suceder que esos vínculos sean de larga duración, como ocurre en los contratos de
concesión, o conexos, y por ello se prevén esas normas dentro de este capítulo.
C) Contratos de consumo
Cuando una relación jurídica puede ser calificada como de consumo (arts. 1092 y ss.), se aplican las
normas del Título III (arts. 1092/1122)
D) Contratos especiales
La existencia de dos títulos implica que los contratos especiales, pueden ser regulados por el Título
general (II) o de consumo (III).
Por ejemplo, la compraventa puede ser civil y comercial (Título II) o de consumo (Título III).
Este esquema general de los títulos no impide que existan normas específicas que se aplican en
uno y otro caso.
Así: Los contratos de consumo (Título III) pueden ser celebrados por adhesión (Título II). Por
ejemplo, la compraventa de un televisor efectuada por una persona para su consumo final tiene como
base la adhesión a condiciones generales de la contratación. O sea que es un contrato tanto de consumo
como de adhesión. Se aplica primero la protección del consumidor y, en subsidio, las normas de adhesión.

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Los contratos de consumo pueden ser conexos. Es lo que ocurre con la compraventa de un
vehículo más un seguro más un crédito.
Para determinar si existe la conexidad se aplican las normas que los regulan (arts. 1073, 1074,
1075) en el Título II. También puede ocurrir que sea una “situación jurídica abusiva”, supuesto en el que se
aplican las normas del propio Título II.
Las diferencias entre el Título II (contratos en general) y el Título III (contratos de consumo) son
muy importantes, porque en uno predominan la igualdad y, por lo tanto, la libertad y la autonomía
privada, mientras que en el otro hay un principio protectorio.
El Título II regula los contratos subsidiariamente, dando primacía a la libertad, respetando la
autonomía privada, ayudándola mediante el derecho supletorio y recortándola a través del orden público
imperativo (arts. 958 y 959, 960, 962). El derecho del consumidor, siendo de naturaleza protectoria, da
preeminencia a la igualdad, y por eso es intervencionista.
En materia de cláusulas, el Título II (contratos paritarios) en resguardo de la libertad y la
autonomía, protege lo pactado por las partes. El Título III (contratos de consumo), en búsqueda de la
igualdad, ejerce un control de las cláusulas, tanto en la incorporación como en el contenido, cuyo efecto es
la ineficacia parcial por abusividad de la cláusula.
El Título II establece que las partes son libres de negociar y de apartarse (art. 990) y que sólo hay
responsabilidad en casos excepcionales (art. 991). En el derecho del consumidor hay una regulación del
marketing, la publicidad y las prácticas comerciales precontractuales, lo que introduce una responsabilidad
precontractual muy acentuada.
El Título II protege la confianza creada en la otra parte durante las negociaciones (art. 991). El
derecho del consumidor, en cambio, facilita el apartamiento del consumidor mediante el ejercicio del
derecho de receso, aunque se haya creado confianza.
En las negociaciones entre las partes se protege la confidencialidad (art. 992), lo que no sucede
habitualmente en las relaciones de consumo.
La interpretación del negocio jurídico contractual en contratos paritarios desentraña la intención
común; en el derecho del consumidor, en caso de duda, se interpreta a favor del consumidor. En fin, las
diferencias justifican la separación de ambos títulos de manera clara.
Respecto a la metodología adoptada por el CCC, en los Fundamentos del Anteproyecto se dice:
a) Una posibilidad consiste en regular el contrato discrecional y dedicar algunos artículos relativos
a los efectos que consideren la temática de los vínculos de consumo. Esta perspectiva fue adoptada en el
Proyecto de 1998, pero la evolución que ha experimentado la materia desde entonces impide este
abordaje, ya que la amplitud de la definición de la relación de consumo existente hace que los contratos de
consumo constituyan un ejemplo de la fragmentación del tipo general.
b) La alternativa contraria consiste en establecer una regla que aplique el principio protectorio de
modo general, como si todos los contratos fueran de consumo. También es inconveniente, porque se
distorsiona gravemente el sistema y sería inadecuado aplicar este régimen a la contratación entre
empresas para la construcción de un puente o el desarrollo de tecnología, o el aprovisionamiento, o
cualquier otro vínculo semejante. En todos estos casos subsiste la necesidad de preservar la autonomía
privada, como es consenso mayoritario en el país y en todo el derecho comparado. Tampoco puede
seguirse un criterio cuantitativo que lleve a la conclusión de que, si se celebran más contratos de consumo,
éstos constituyen la regla general, porque ello no es así en ningún sistema de derecho comparado ni
podría serlo. La diferenciación es argumentativa, valorativa y basada en principios, pero no en cantidades
que pueden variar sensiblemente.

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En la jurisprudencia, el principal problema es que se terminan aplicando principios protectorios
propios de la tutela del consumidor a los contratos de empresas, con deterioro de la seguridad jurídica. En
la doctrina, hay muchos debates derivados de la falta de una división clara en la legislación. Los autores
más proclives al principio protectorio hacen críticas teniendo en mente al contrato de consumo que
pretenden generalizar, mientras que aquellos inclinados a la autonomía de la voluntad, principalmente en
materia comercial, ven una afectación de la seguridad jurídica. El problema es que hablan de objetos
diferentes.
Por ello en el CCC se ha adoptado una postura diferente de la señalada bajo a) y b). En ese sentido
se propone regular los contratos de consumo atendiendo a que no son un tipo especial más (ejemplo: la
compraventa), sino una fragmentación del tipo general de contratos, que influye sobre los tipos especiales
(ejemplo: compraventa de consumo), y de allí la necesidad de incorporar su regulación en la parte general.
Esta solución es consistente con la Constitución Nacional que considera al consumidor como un sujeto de
derechos fundamentales, así como con la legislación especial y la voluminosa jurisprudencia y doctrina
existentes en la materia.
Es necesario, entonces, regular tanto los contratos civiles, como los comerciales y de consumo,
distinguiendo el tipo general del contrato de consumo.
Esta decisión legislativa importa distinguir claramente entre las normas de los contratos paritarios
y los de consumo.
El derecho del consumidor presenta las características de un microsistema con principios propios y
hasta derogatorios del derecho privado tradicional. Este crecimiento del derecho del consumidor como
microsistema, influyó en el Derecho Privado, confiriéndole una tonalidad especial en cuanto al principio
protectorio, de lo que es un claro ejemplo el derecho alemán y el italiano, que incorporaron normas
consumeristas al Código Civil.
Otra categoría que corresponde tener en cuenta en este tema de la fragmentación del tipo general
de contrato refiere a los llamados “contratos celebrados por adhesión a cláusulas generales”. Es definido
en el art. 984 como “aquél mediante el cual uno de los contratantes adhiere a cláusulas generales
predispuestas unilateralmente por la otra parte, sin que el adherente haya participado o influido en su
redacción”
El supuesto que se regula no es un tipo general del contrato, sino una modalidad del
consentimiento. En este caso hay una gradación menor de la aplicación de la autonomía de la voluntad y
de la libertad de fijación del contenido en atención a la desigualdad de quien no tiene otra posibilidad de
adherir a condiciones generales. Se diferencia de la regla general, pero no se trata de contratos de
consumo.
El campo de aplicación, además de la contratación de consumo, es aquel que presenta situaciones
de adhesión, como ocurre entre las pequeñas y medianas empresas y los grandes operadores del mercado.
Se ha preferido una solución simple, regulando el contrato celebrado por adhesión a cláusulas
generales y, dentro de la Sección, fijando algunas reglas para la redacción de cláusulas predispuestas.
El contrato se celebra por adhesión cuando las partes no negocian sus cláusulas, ya que una de
ellas, fundada en su mayor poder de negociación, predispone el contenido y la otra adhiere.
La predisposición, en cambio, es una técnica de redacción que nada dice sobre los efectos. El
contenido predispuesto unilateralmente puede ser utilizado para celebrar un contrato paritario, o uno por
adhesión o uno de consumo.
La razón de ello es que hay muchos contratos en los que la predisposición de las cláusulas no es un
indicio de la debilidad de una de las partes: esto puede ocurrir porque los contratantes disminuyen los
costos de transacción aceptando un modelo de contrato predispuesto por una de ellas o por un tercero.

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La adhesión es una característica de un acto del aceptante, y no una calidad del contenido, como
ocurre en la predisposición. El primer elemento activa el principio protectorio, mientras que el segundo es
neutro, ya que puede o no existir abuso.
En conclusión, el sistema queda ordenado entonces de la siguiente manera:
a.- Contratos discrecionales: en ellos hay plena autonomía privada.
b.- Contratos celebrados por adhesión: cuando se demuestra que hay una adhesión a cláusulas
generales redactadas previamente por una de las partes, hay una tutela basada en la aplicación de este
régimen.
c.- Contratos de consumo: cuando se prueba que hay un contrato de consumo, se aplica el Título
III, sea o no celebrado por adhesión, ya que este último es un elemento no tipificante.
3. ANTECEDENTES HISTÓRICOS Y EVOLUCION DEL CONTRATO
a) El derecho romano.
En el derecho romano clásico la idea prevaleciente era que una obligación era válida y exigible sólo
si se observaban determinadas formalidades típicas, con la intención de obtener alguna de las finalidades
contractuales concretas reconocidas por el ordenamiento jurídico.
Para crear una obligación en el derecho romano primitivo era necesaria la realización de
determinados actos solemnes y rituales. Como resabio de ese formalismo antiguo se acuñó una regla que
subsistió aun en tiempos de Justiniano en el sentido que el simple acuerdo, el pacto desnudo, no bastaba
para crear una obligación civil (nuda pactio obligationem non parit).
No obstante, el círculo de fuentes de obligaciones reconocidas se fue ampliando constantemente
en un proceso de evolución que se iba adaptando a las exigencias sociales. Así, junto a los contratos
solemnes primitivos se admitió que, en determinados casos concretos, el hecho de la entrega de una cosa
generaba, para el que la había recibido, la obligación de restituirla. Surge así la categoría de los contratos
reales, incluyendo el depósito, el mutuo, el comodato y la prenda.
También en una etapa posterior –en el derecho romano posclásico- se comenzaron a admitir
algunas figuras genéricas, en cierto modo innominadas. Ello se hizo a través de diversas combinaciones de
las prestaciones: do ut des (cambio de una cosa por otra), do ut facias (cambio de una cosa por un
servicio), facio ut des (cambio de un servicio por una cosa) y facio ut facias (cambio de servicios)
De cualquier modo debe concluirse que el sistema romano estuvo siempre fundado en la tipicidad.
No se reconoció la categoría general del contrato, con la libre determinación de su contenido. Solo se
tuvieron en cuenta singulares tipos de contratos.
b) La concepción moderna del contrato
Coadyuvaron tres factores para la formación histórica del moderno concepto de contrato,
superador de la concepción restrictiva del derecho romano:
i) La doctrina de los canonistas que exaltaron el valor ético y religioso del acuerdo y el necesario
respeto de la palabra empeñada. Existe la obligación de observar los pactos aunque sean nuda pacta, o sea
aunque no estén revestidos de determinadas solemnidades ni sean reconocidos por el ordenamiento. El
faltar a una promesa es un engaño, una mentira y, por tanto, desde la óptica religiosa, un pecado.
ii) Las necesidades del tráfico mercantil exigieron liberar a los contratos comerciales del peso de las
formas civiles. Es así como la noción atípica del contrato se fue afirmando en la realidad con el nacimiento
del derecho comercial en la Edad Media como un derecho profesional que se aplicó a la clase de los
comerciantes, fundado en el sentido práctico de los operadores económicos, que para adaptarse al
dinamismo propio del tráfico fue un factor de renovación de las instituciones del derecho privado.

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iii) El tercer factor está representado por el aporte de la Escuela del Derecho Natural Racionalista
que significó un nuevo enfoque conceptual y una radical renovación de la teoría del contrato. La
preocupación de esta Escuela –a diferencia de lo expresado por la doctrina de los canonistas- fue buscar
una justificación asentada exclusivamente en la razón natural. Se trató de elaborar un sistema de derecho
derivado de la razón pura. Los máximos exponentes de esta Escuela son Altusio, Grocio, Tomasio,
Puffendorf. Los representantes de esta corriente, con un criterio individualista, exaltaron el papel de la
voluntad individual. Fue así como esta Escuela, desligada de los principios jurídicos tradicionales y de los
ordenamientos positivos vigentes, por obra del referido racionalismo ahistórico, llegó a sostener que el
fundamento racional de las obligaciones se encontraba en la voluntad de los contratantes. Enunció, de
este modo, por primera vez, la regla abstracta “solus consensus obligat” como un principio dogmático del
derecho natural.
O sea que mientras en el derecho romano solo se conocían figuras singulares de contrato, se llegó
en el derecho moderno a configurar la concepción general, unitaria y atípica del contrato como
convención, con abstracción de su particular contenido.
La concepción moderna del contrato se apoyó en una serie de principios y presupuestos
ideológicos, que se traducen en las siguientes ideas:
i) La libertad de los contratantes. Los hombres, de una manera abstracta, son considerados libres e
iguales y la única manera en que pueden quedar obligados uno respecto de otros es, en principio, cuando
asumen voluntariamente esa obligación. Queda exclusivamente sometido aI juicio y elección de cada uno
decidir si estipulan un contrato determinado; hacerlo con la parte que a su arbitrio escojan; determinar
con plena autonomía la composición de sus términos; y elegir el tipo que mejor se acomode a sus
conveniencias, esté previsto expresamente en la ley o sea creado por los interesados.
ii) La igualdad contractual. Por ser los hombres libres e iguales, el contrato voluntariamente
celebrado es necesariamente equitativo. En un sistema así concebido, no existe margen para controvertir
la intrínseca equidad de lo convenido bajo la forma de contrato. La justicia del acuerdo está
automáticamente asegurada por la libre voluntad de las partes contratantes que, conscientemente, lo han
perfeccionado en un plano de recíproca igualdad jurídica. La sociedad liberal había abolido los privilegios y
las discriminaciones legales que sancionaban los ordenamientos feudales del antiguo régimen, afirmando
la igualdad de todos los individuos ante la ley. Libertad de contrato e igualdad formal de las partes, eran así
los ejes de un sistema estructurado en torno a la enfática creencia de que hablar de lo contractual, era
sinónimo de hablar de lo justo.
iii) La fuerza obligatoria del contrato: Como corolario de lo expresado, con especial rigurosidad y
vigor, se consagra el principio de la fuerza obligatoria del contrato. Cada uno es libre para obligarse; pero,
cuando, en ejercicio de esa libertad, se decide a celebrar un contrato, queda encadenado a la palabra
empeñada, la que debe honrar escrupulosamente. Para los jueces los contratos son tan obligatorios como
las leyes.
iv) El equilibrio espontáneo de las fuerzas económico-sociales. Según los postulados de la escuela
económica liberal expuestos en la célebre obra de Adam Smith –“La riqueza de las naciones”- el mundo
está poblado de egoístas. Pero ello, lejos de ser un inconveniente, constituye, en verdad, un hecho
afortunado, en cuanto, si se los deja en libertad, una suerte de mano invisible se encarga de eliminar las
fricciones y los choques, de establecer el equilibrio y de conducir al resultado más ventajoso para el interés
general. Las leyes del mercado y el egoísmo individual son los mejores motores para la felicidad, la
prosperidad y el bienestar de las naciones.
c) Los cambios en la concepción clásica
i) La igualdad jurídica y la igualdad real
El paso del tiempo y los insalvables requerimientos de la realidad produjeron la crisis de los
cimientos ideológicos de esta concepción clásica del contrato.
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La igualdad jurídica que, a no dudarlo, constituía una conquista de la sociedad occidental, era una
noción formal y abstracta. En la realidad de los hechos, existían profundas desigualdades sustanciales
entre los individuos derivadas de la disparidad de fuerzas económicas sociales.
Los individuos no eran buenos por naturaleza, como candorosamente se había creído; cuando se
daba libre curso a sus instintos egoístas, no vacilaban, para satisfacerlos, en explotar a los demás. El
contrato libremente convenido no siempre era justo; precisamente, no lo era, cuando quienes lo
celebraban se encontraban en esa situación de desigualdad real, a pesar de la igualdad jurídica meramente
formal. En esos supuestos, la libertad de la parte más débil configuraba una ilusión, en cuanto no estaba en
condiciones de discutir las cláusulas contractuales y debía, dócilmente, avenirse a las que se les
impusieran.
El liberalismo del siglo XIX, que penetró en los códigos de raíz napoleónica, condujo a una situación
de real explotación del más débil por el más fuerte, el cual se manifestó con caracteres más intensos y
dramáticos en las relaciones laborales.
Para poner fin a este estado de cosas, se consideró necesario no dejar librado a la exclusiva
libertad de las partes la determinación de las condiciones del contrato de trabajo. De ese modo, una
legislación voluminosa y compleja vino a reglamentar y precisar las condiciones mínimas de ese contrato
mediante disposiciones imperativas que entrañaban un claro límite de la autonomía de la voluntad.
ii) El dirigismo contractual
La injerencia del poder público en materia contractual tuvo otras manifestaciones. Un cambio en
las ideas económicas predominantes determinó que la concepción liberal del estado mínimo fuera
sustituida por la de un Estado que asume una intervención rectora y efectiva en ese ámbito.
Las variadas expresiones de la economía dirigida repercuten en el contrato, en cuanto constituyen
una fuente de importantes restricciones de la autonomía en la esfera contractual. Surgen nuevas figuras
como la contratación coactiva; se multiplican las normas imperativas, que importa un fenómeno de
penetración del derecho público en el derecho privado. A estas normas de origen público que restringen la
libertad contractual, se las engloba bajo la denominación de derecho económico o bien se habla de
derecho social como una suerte de puente entre el derecho público y el derecho privado.
Esta restricción de la autonomía, este avance del derecho imperativo en materia contractual que
recorta la esfera de libertad de las partes, dio lugar a lo que suele denominarse dirigismo contractual, el
que, a su vez, constituye la causa de lo que se llama crisis del contrato.
iii) El derecho público y el derecho privado
Derecho público y derecho privado constituyen dos categorías a priori del pensamiento jurídico,
por lo que, frente a cualquier expresión jurídica, conceptualmente, es factible situarla en uno u otro de
esos dos planos. Sin embargo, ello no significa que estas dos categorías de normas estén separadas por
límites tajantes. Más que un desplazamiento del derecho privado por el derecho público, lo que se ha
producido es una transformación en el derecho contractual. Se trata, sin abandonar los principios
tradicionales, de adecuar sus normas a un sentido social.
El derecho de contratos ha atenuado su carácter individualista para acentuar su carácter social. Se
busca resolver equilibradamente la antinomia existente entre los valores que atienen a la libertad del
individuo y los que conciernen a la sociedad.
iv) La protección del consumidor
El consumo es el fundamento básico de la actividad económica y el fin último de la producción.
Hasta la revolución industrial la gran mayoría de los alimentos, bienes y servicios eran consumidos por los
propios productores, sus familias o una pequeña elite que recogía los excedentes para su propio uso.

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Existía el comercio, desde luego, pero en escala reducida. Es decir, el sector que producía para el consumo
propio, era notablemente superior a aquel que producía para el comercio o intercambio.
La revolución industrial vino a modificar drásticamente esa situación al separar esos dos pilares de
la actividad económica y a dividir el productor del consumidor En lugar de personas y comunidades
preponderantemente autosuficientes en que se producía para el cambio, prácticamente, todos los
integrantes de la población son dependientes de los bienes y servicios producidos por otro.
El sistema de racionalización en que se asentaba este tipo de contratación a que se hizo
referencia, el contrato por adhesión a condiciones generales, unido al progreso técnico Y científico,
determinaron que se multiplicara el número de individuos en condiciones de acceder al mercado de
consumo de bienes y servicios y al mismo tiempo se ensanchó la esfera de bienes que se volvieron
indispensables para sectores crecientes de la población.
El consumo se identifica con la vida cotidiana. Las condiciones económicas en que se desenvuelve
este fenómeno en el actual sistema de mercado evidencian que el consumidor se encuentra en una
situación de vulnerabilidad que reclama una particular tutela. Así se genera el denominado derecho del
consumidor, que es el conjunto de normas e instituciones que protegen a! consumidor en las relaciones
jurídicas de consumo.
v) La voluntad y la declaración
Todos estos cambios significaron, además, una reducción progresiva de la trascendencia que se le
asignó a la voluntad dentro de la concepción tradicional. Por tal razón, las consecuencias del contrato
debían ser conformes a las representaciones mentales que habían hecho los contratantes. La
disconformidad entre lo querido y lo declarado era causa, por tanto, de la invalidez del acuerdo. O sea que
se privilegió la voluntad interna por sobre la declarada.
Una concepción de este tipo se manejó sin problemas en una realidad de escaso dinamismo,
donde los cambios operados por medio del contrato asumían un carácter personal. Empero, cuando se
incrementó el volumen de esos intercambios con la producción, distribución y consumo en masa, es obvio
que se planteó el imperativo de garantizar la seguridad de la contratación y la seguridad del tráfico. Ello
condujo a tutelar al destinatario de la declaración para que no se viera frustrada la confianza que en él,
aquella había generado.
En esta disputa sobre el predominio de la voluntad o la declaración, esta última gana progresivo
terreno, al ponerse el acento en los elementos exteriores o cognoscibles del negocio jurídico. Este proceso
en el que se sobrepone a la disminuida importancia del elemento subjetivo de la voluntad, el momento
objetivo de la declaración, es el que se denomina como comercialización o mercantilización del derecho
contractual; también se le asigna el rótulo de objetivación del contrato.
Cabe sumar a estas hipótesis, lo que la doctrina germánica designa con el nombre de relaciones
contractuales de hecho: la utilización que hace el usuario de un servicio que se ofrece al público, como el
servido de transporte de pasajeros o el del correo; el estacionamiento de un vehículo en un lugar
reservado con ese objeto; el accionamiento de un aparato mecánico para celebrar diversos contratos, de
compraventa, fotografía, teléfono, seguro, etcétera.
En todos estos supuestos hay un verdadero automatismo contractual. No resulta fácil reconducir
estos comportamientos al concepto tradicional de declaración contractual, ni percibir en ellos un
contenido apreciable de subjetividad o individualidad. Por eso, hasta se ha llegado a pensar que estos
comportamientos adquieren significación jurídica no por obra de la voluntad negocial, sino por la
valoración jurídica que obtienen en el tráfico por suponer una conducta social típica.
Además, el progreso técnico provocó la difusión de la contratación electrónica, la que se realiza
por el empleo de medios digitales. Estas formas de contratación también acentúan el fenómeno de
despersonalización referido. Al mismo tiempo, supone un proceso de desmaterialización de los actos

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jurídicos que consiste en su desvinculación del soporte papel, el cual, sumado a la firma manuscrita, se ha
identificado la noción clásica de documento.
En la actualidad el documento electrónico pugna por equipararse al clásico instrumento privado.
En un soporte material, discos y cintas magnéticas, memorias, se enuncia el contenido del documento
mediante el empleo de signos, el lenguaje de los bits, que después pueden leerse, aunque requieran el
auxilio de la máquina. El desarrollo de la criptografía posibilita el uso de la denominada firma digital que
permite rodear de las necesarias condiciones de autenticidad a dichos documentos para asegurar su
autoría.
vi) Los contratos inteligentes (“smart contracts”)
Una nueva categoría o modalidad contractual ha irrumpido actualmente en el ámbito de los
contratos, de la mano de la contratación en masa, de las nuevas tecnologías de la información (TIC) y de la
generalización del uso de las llamadas criptomonedas (bitcoin). Se trata de los llamados contratos
inteligentes o “smart contracts” consistentes en un código informático que contiene un conjunto de reglas
aptas para verificar y ejecutar el cumplimiento de un acuerdo preestablecido entre las partes. De manera
tal que, de configurarse el supuesto de hecho contemplado en el contrato, se dispara una instrucción
preprogramada que, sin sujetarla a ningún tipo de valoración humana, ejecuta una consecuencia
contractual prevista en la cláusula contractual correlativa (GIANFELICI).
O sea que un Contrato Inteligente o smart contract es un programa informático que se programa
para que ejecute de forma automática acuerdos que hayan determinado dos o más partes. El contrato
queda ajustado a la consecución de un término (la llegada de un día exacto) o una condición (que suceda
determinado hecho), en el caso de que alguno de ellos se presenta, el contrato se ejecuta sin necesidad de
que un juez o una autoridad exija su cumplimiento.
Los contratos inteligentes se corresponden a productos o servicios también inteligentes
(automotores, electrodomésticos) en los cuales su funcionamiento y aplicaciones se encuentran
computarizados, pudiendo ser operados y programados a distancia (vg. con un teléfono celular). De ese
modo el fabricante o vendedor podrá acordar con el comprador o usuario que la falta de pago de una
determinada cantidad de cuotas activará una señal que deje inoperativo al producto. En Japón la
empresa Toyota está probando la utilización de Smart Contracts para la compra de vehículos en cuotas. De
modo tal que mes a mes el Smart Contract verificará el pago de la cuota y ante la falta de ingreso del
dinero en el plazo pactado, inmediatamente, en tiempo real, enviará una orden satelital al vehículo objeto
del contrato produciendo su inmediata detención, sin posibilidad de utilizarse hasta tanto se salde la
deuda. La modalidad es también utilizada en los alquileres temporarios de modo que vencido el plazo
acordado o no pagado el alquiler convenido, automáticamente se produce el bloqueo de la cerradura
electrónica.
Los ejemplos indicados refieren a aplicación de los Smart Contract en perjuicio del usuario o
consumidor, pero también puede ocurrir a la inversa y así establecer efectos automáticos en beneficio de
éstos y a cargo del proveedor. Así en España el retraso en la hora de salida del avión estipulada en el
boleto hace acreedor al pasajero de un rembolso del 7% del valor de su pasaje, lo cual se acredita
automáticamente -sin necesidad de hacer ninguna gestión o reclamo- en la tarjeta o cuenta del
consumidor. El sistema también podría aplicarse a las compras por internet y así si el vendedor entrega un
producto diferente o defectuoso ante el reclamo del comprador el precio abonado queda en suspenso -
encriptado- y solo será transferido a la criptobilletera del vendedor si se verifica el cumplimiento de las
condiciones contractuales.
Hay que diferenciar a los contratos inteligentes de los electrónicos. El contrato electrónico es aquel
donde las partes contratan electrónica o digitalmente pero no se ejecuta solo el contrato; siempre será
necesario que una de las partes impulse su ejecución. En los contratos inteligentes no hay intermediarios,
estos se ejecutan solos. Además, en los contratos electrónicos cuando se produce el incumplimiento de
alguna de las partes debe reclamarse en forma extrajudicial o judicialmente su cumplimiento o resolución.
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En los Smart Contract en cambio el incumplimiento genera automáticamente ese efecto, sin necesidad de
formular reclamo o demanda algunos.
Al respecto se ha señalado que esa modalidad contractual, ligada en gran medida a la tecnología
emergente de la cadena de bloques, signadas por la automatización y despersonalización, hace temer que
agraven las condiciones de vulnerabilidad de los consumidores. Entre muchos problemas jurídicos que
suscitan, emerge el de su rigidez frente a los cambios sobrevenidos debido a que, si lo pactado se ejecuta
de forma automática y sin intervención de partes, bajo una secuencia informática programada, podría
llegar a afirmarse la inaplicación de la imprevisión (HERNANDEZ). Se ha dicho, sin embargo, que existen
mecanismos para sortear esos obstáculos, mediante las smart terms o "cláusulas inteligentes" que
operarían a favor del consumidor y que impedirían las consecuencias inmediatas de un incumplimiento del
consumidor que puede resultar justificado o motivarse en un incumplimiento correlativo del proveedor.
El CCC no contempló está modalidad y solo reguló la contratación por medios electrónicos (art.
1106 y conc.), lo cual constituye -según fuera señalado- una realidad distinta a los contratos inteligentes
(aunque éstos últimos se celebren usualmente por medios electrónicos). En la doctrina nacional y en el
derecho comparado constituyen una modalidad que es analizada con atención en tanto otorgan una
prerrogativa al proveedor de bienes o servicios que puede eventualmente ser ejercida en forma abusiva,
sin permitir al consumidor alegar defensas o circunstancias que justifiquen el incumplimiento (fuerza
mayor, excepción de incumplimiento, etc.). En suma, se trata de una nueva modalidad contractual que se
ha impuesto en el contexto de los cambios tecnológicos y por ello no puede ser desconocida, sin perjuicio
de establecer los remedios que impidan su uso abusivo. También debe tenerse en cuenta que
normalmente se trata de contratos internacionales, lo cual exige recurrir a las previsiones del Derecho
Internacional Privado aplicables en cada caso.
4. LA AUTONOMÍA CONTRACTUAL
1. Libertad de contratar y libertad contractual
Tradicionalmente se ha distinguido entre la “libertad de contratar” y la “libertad contractual o de
configuración”. La primera –libertad de contratar- refiera a que las partes son libres para contratar o no, o
sea que pueden hacerlo cuando quieran y con quien quieran. En principio, nadie puede ser constreñido a
concluir un contrato determinado o a celebrarlo con una determinada persona. En este sentido, el art. 958
CCC prescribe que las partes “son libres para celebrar un contrato”.
Pero, a más de esta libertad de contratar, la autonomía se traduce en la libertad que tienen las
partes para establecer, dentro de amplios límites, la reglamentación contractual, a través de los pactos o
cláusulas que consideren más convenientes. El art. 958 CCC, tras prescribir, como se ha señalado, que las
partes son libres para celebrar un contrato, dispone que también lo son “para determinar su contenido
dentro de los límites impuestos por la ley, el orden público, la moral y las buenas costumbres”. Este
segundo aspecto constituye el más destacado y tradicional de la autonomía contractual, el que cabe
designar como la libertad contractual o, como también se lo ha denominado, libertad de configuración.
Dentro de esta segunda acepción de la libertad contractual se incluye la posibilidad de celebrar contratos
atípicos.
Dejando de lado las situaciones en que existe un deber de contratar que puede haber sido
asumido convencionalmente, como ocurre en materia de contrato preliminar o contrato de promesa, en el
derecho contemporáneo pueden darse situaciones en las cuales determinados sujetos tienen la obligación
de contratar, lo que da lugar a la denominada contratación coactiva o el fenómeno que también recibe el
nombre de contrato impuesto. Tales hipótesis suelen producirse en relación con las empresas
concesionarias de servicios públicos (transporte, comunicaciones, servicio de agua, provisión de energía
eléctrica, gas, etcétera). En dichos supuestos, suele ocurrir que los actos constitutivos de la concesión no le
permitan al concesionario rehusarse a contratar con los interesados, sin causa justificada (la empresa que
provee la luz o el agua está obligada a prestar el servicio a quien se lo solicite, de acuerdo a la respectiva
reglamentación). Son hipótesis en que se entrelaza el derecho privado con el derecho público.
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2. Limitaciones a la libertad de contratar
Según el art. 958 CCC “Las partes son libres para celebrar un contrato y determinar su contenido,
dentro de los límites impuestos por la ley, el orden público, la moral y las buenas costumbres”.
a) El orden público
Se trata de una noción imprecisa, de contenido elástico, variable en el tiempo que designa los
principios que comprometen el interés social y público.
Se habla de orden público económico y social, para englobar normas que el Estado dicta cuando
interviene activamente en el curso de la actividad económica, inspiradas en la tutela del interés general o
que tienden a garantizar el correcto desenvolvimiento de la competencia, frente al riesgo de las
distorsiones que pueden afectarla, por la acción de prácticas monopólicas.
También se menciona el orden público social o de protección, como comprensivo de normas
imperativas que tienden a velar por la efectiva igualdad de los contratantes cuando existe una posición de
desequilibrio entre las partes, a cuyo fin se dictan normas que tutelan a la parte más débil del contrato.
Este ordenamiento tuitivo se ha manifestado particularmente en materia de contrato de trabajo; con
mayor o menor intensidad, en diversas épocas se ha brindado protección al locatario en los contratos de
locación de inmuebles urbanos o en el contrato de arrendamiento de inmuebles rurales. Cabe mencionar
hoy, como manifestaciones salientes de esta tutela, la protección del adherente, en los contratos por
adhesión a condiciones generales; o la del consumidor, en los contratos de consumo. Indudablemente, en
lo que concierne a este último grupo de preceptos, en cuanto tienden a tutelar predominantemente a
intereses individuales en relación con el interés social, cabe concluir dichas reglamentaciones configuran
normas imperativas.
b) Las normas imperativas
En materia contractual las normas que prevalecen son las denominadas dispositivas o supletorias.
Estas tienen por fin salvar las omisiones en que pueden haber incurrido en la regulación que se han dado
las partes. Es lo que analizamos oportunamente como elementos naturales del contrato. En cambio, las
normas imperativas o indisponibles vedan o se imponen de una manera necesaria e ineludible, sin que las
partes puedan sustraerse a la observancia de tales prohibiciones o exigencias. En ese sentido el art. 962
CCC prescribe: “Las normas legales relativas a los contratos son supletorias de la voluntad de las partes, a
menos que de su modo de expresión, de su contenido, o de su contexto, resulte su carácter indisponible”
Las normas imperativas constituyen un límite a la autonomía de las partes, en el sentido de que
estas no pueden transgredirlas en sus convenciones; en caso contrario, la sanción, por vía de regla, es la
nulidad de lo acordado en contravención de tales normas.
No resulta fácil distinguir el orden público de las normas imperativas. Sin duda, muchas de las
normas imperativas pueden inspirarse en razones de orden público pero no sucede inevitablemente
siempre. Más que un grupo de normas imperativas, el orden público está constituido por un conjunto de
principios básicos que sustentan la organización en sus más variados campos y aseguran la realización de
valores que caben reputar fundamentales.
c) Las buenas costumbres
Como límite a la autonomía no se autorizan actos contrarios a las buenas costumbres. Éstas se
identifican con la moral. El Código Civil y Comercial de la Nación, como lo hacía el Código de Vélez, utiliza
ambos términos como sinónimos en los arts. 1004 y 1014, inc. a). Se trata de impedir que la autonomía, en
especial, la libertad contractual, sea puesta al servicio de lo inmoral.
Deben entenderse por moral, aquellas valoraciones éticas predominantes en el medio social en un
momento determinado. No se trata de una ética particular, religiosa o filosófica, sino de las normas
morales reconocidas en la conciencia social de la época.

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Si bien cabe distinguir el derecho de la moral, ello no significa que aquel esté vaciado de
orientación ética. Por el contrario, el fin del derecho se endereza hacia una meta moral en cuanto persigue
lograr la regulación justa de la convivencia social. Por lo tanto, el derecho aspira armonizar la ética, pero
desde una perspectiva con especial sentido jurídico.
Un contrato puede ser inmoral por su mismo contenido, con independencia de los fines que
puedan perseguir las partes, cuando en la reglamentación de intereses que constituye su sustancia, revela
inmediatamente esa inmoralidad. Tales serían las hipótesis de contratos en que una de las partes se obliga
a no casarse, o a interponer su influencia como funcionario público, a cambio de un precio. Pero un
contrato que es lícito por su contenido u objeto, puede también reputarse inmoral por los fines que
persiguen las partes, por ejemplo un contrato de locación en que se concede el uso y goce de un inmueble
para asignarle el destino, conocido por ambas partes, de instalar en él una casa de tolerancia o de juegos
prohibidos, en la medida que tal circunstancia haya constituido un motivo determinante de las partes,
aunque no forme parte del contenido del contrato. Estas hipótesis constituyen lo que se ha denominado
tradicionalmente la causa ilícita o inmoral del contrato, o la doctrina de los motivos determinantes, según
se analizará en la Unidad respectiva.
3. La fuerza obligatoria del contrato
a) La regla general
El principio de la fuerza obligatoria del contrato, viene a completar el significado que reviste la
autonomía contractual. Con el contrato las partes tienen libertad para disciplinar sus relaciones jurídicas
patrimoniales de modo vinculante. Como se indicó, las personas son libres para contratar, pero cuando
han hecho uso de esa libertad, deben atenerse a lo estipulado. Nace una regla que las vincula de una
manera independiente de la voluntad, por obra del ordenamiento jurídico que sanciona el principio básico
del pacta sunt servanda, el deber de cumplir la palabra empeñada.
Es lo que tradicionalmente se ha intentado explicar con la máxima: "Las convenciones tienen entre
las partes lugar de ley", difundida universalmente desde la sanción del Código de Napoleón. El Código de
Vélez expresaba que las convenciones hechas en los contratos forman para las partes una regla que obliga
como la ley misma. A su vez el CCC en su art. 959 prescribe: "Todo contrato válidamente celebrado es
obligatorio para las partes. Su contenido solo puede ser modificado o extinguido por acuerdo de partes o
en los supuestos en que la ley lo prevé".
b) Facultades de los jueces.
Como consecuencia de esta fuerza vinculante del contrato, el art. 960 CCC, prescribe: "Los jueces
no tienen facultades para modificar las estipulaciones de los contratos, excepto que sea a pedido de una
de las partes cuando lo autoriza la ley o de oficio cuando se afecta, de modo manifiesto, el orden público".
Como ejemplo de la primera excepción a la regla, que la ley autorice la modificación a pedido de
una de las partes, pueden señalarse los supuestos de remedios sinalagmáticos, como la lesión y la
imprevisión en que se corrigen desequilibrios contractuales. Queda claro, según la disposición legal
transcripta, que la posibilidad de modificar las estipulaciones de un contrato “a pedido de una de las
partes” está supeditada a que ello se encuentre autorizado por la ley. Así ocurre con los supuestos citados:
en la lesión la parte lesionada puede demandar la nulidad del contrato o su adecuación, en la excesiva
onerosidad sobreviniente también la parte afectada puede demandar la resolución del contrato o su
revisión equitativa. Otro supuesto se configura en la cláusula penal abusiva o en los intereses punitorios
abusivos en los cuales el deudor puede pedir su reducción, sin perjuicio de que el juez podrá hacerlo de
igualmente de oficio.
La otra excepción se genera cuando se afecta de modo manifiesto el orden público. En tal caso el
contenido del contrato se torna ilícito, lo cual puede conducir ya sea a la nulidad total del contrato o bien a
la nulidad parcial de la cláusula que conculca dicho orden público. Como lo indica la norma, la afectación

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del orden público debe revestir carácter “manifiesto” o sea que en la situación de duda o cuando la
señalada afectación no es evidente, no corresponde revisar el contenido contractual.
4. La constitucionalización del derecho privado.
Al considerar las fuentes de la reglamentación contractual debe necesariamente recordarse la
necesaria vinculación que tiene el tema con la Constitución Nacional. Es lo que se ha dado en denominar
derecho civil constitucional o la constitucionalización del derecho privado.
Este tema ha surgido en Europa con motivo de los procesos de reforma constitucional que tuvieron
lugar en la posguerra, en los cuales, se incorporaron a las constituciones materias que interesan
directamente al derecho privado y que pasaron a revestir jerarquía constitucional. Se persiguió el
afianzamiento de un sistema institucional de raigambre democrática. Después de la reforma de nuestra
Constitución del año 1994, que incorporó a la Carta Magna principios con gravitación en el derecho
privado, estos antecedentes europeos tuvieron influencia en nuestro país, en donde se empezó a abordar
temas referidos a lo que designa como un proceso de constitucionalización del derecho privado.
Sin embargo cabe destacar, que este enfoque no entraña una novedad en nuestro derecho. Hace
más de una centuria y media nuestra Constitución de 1853, inspirada en el constitucionalismo moderno,
además de una parte orgánica, contiene una parte dogmática en la que se enuncian derechos individuales
que conforman lo que recibe el nombre de derecho constitucional de la libertad.
Tales derechos tienen una palmaria trascendencia en el campo del derecho privado, y en ese
sentido pueden mencionarse el derecho a trabajar o ejercer toda industria licita, el de navegar o
comerciar, la libertad de asociación y la libertad ambulatoria (art.18) y los derechos civiles de los
extranjeros a ejercer industria, comercio y profesión; a poseer bienes raíces; a la navegación; atestar y
casarse conforme con nuestras leyes (art. 20), el derecho de propiedad (art. 17), el derecho a la intimidad y
el principio de la legalidad que consagra el art. 19 y el derecho básico de igualdad ante la ley (art. 16).
Nuestra Constitución es del tipo de constitución escrita y rígida, que consagra expresamente el
principio de supremacía constitucional (art. 31). La norma constitucional está ubicada en la cúspide o en el
vértice del orden jurídico. A ningún acto o norma que infrinja la Constitución se les puede reconocer valor,
en cuanto son inconstitucionales. Vale decir que el texto de la Constitución de 1853 ya contenía los
ingredientes básicos en virtud de los cuales se habla de un Derecho Constitucional Privado en las
constituciones europeas. La reforma del año 1994 ha venido a ampliar el ámbito de normas
constitucionales que guardan relación directa con instituciones del derecho privado.
El derecho de libertad de contratar no está contenido en modo expreso en el ordenamiento
constitucional. Sin embargo, se reputa un derecho implícito protegido por la Constitución Nacional como
un necesario corolario de la existencia explícita de los derechos de trabajar, ejercer toda industria lícita y
comerciar y el de la libertad de contratar, que se integra con la doble manifestación que conforma el
principio de autonomía: la libertad de decidir la celebración de un contrato y elegir la persona con quien
celebrarlo, amén de la libertad de determinar su contenido.
En ese sentido, la Corte Suprema de Justicia ha entendido que la noción de propiedad protegida
por la Constitución es comprensiva de todos los intereses apreciables que un hombre puede poseer fuera
de sí mismo, de su vida y de su libertad, por lo que abarca todos los derechos patrimoniales sobre bienes
de interés económico. Por ende, los derechos y obligaciones derivados de un contrato, integran el
contenido del derecho de propiedad amparados por la inviolabilidad que el precepto constitucional
consagra. En este sentido, el Código Civil y Comercial ha considerado oportuno reiterar este principio en el
art. 965 que prescribe: “Los derechos resultantes de los contratos integran el derecho de propiedad del
contratante".
La reforma constitucional del año 1994 ha venido a reforzar y ampliar el ámbito de disposiciones
constitucionales que tienen relación directa con el derecho privado. Resulta claro, ante todo la
Constitución tiende a garantizar al hombre una esfera de libertad lo suficientemente amplia como para
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que pueda desarrollar su personalidad. En el ordenamiento de cuño liberal y democrático la dignidad del
hombre es el valor superior. Ello supone que el ser humano debe gozar del status de persona en el ámbito
jurídico. Se trata de una particular concepción del ser humano al cual le es connatural la calidad de
persona por un elemental sentido ético, en cuanto lo considera un valor en sí mismo y no un medio para
los fines de otro. Este es un punto de partida ineludible para conferir al hombre esa peculiar dignidad. Tal
principio estaba consagrado de modo categórico en los arts. 51 y 53 del Código de Velez. Está, asimismo,
contenido en el art. 22 del CCC. A nivel constitucional, a su vez, está explícitamente enunciado en el Pacto
de San José de Costa Rica (arts. 1° y 3°), en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (art.16) y
en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (art. 3º), al prescribirse que todo
ser humano, en todas partes, tiene derecho al reconocimiento de su personalidad jurídica. Ser humano y
personalidad jurídica, por ende, son nociones inseparables.
Además, los derechos personalísimos del ser humano integran un elenco que se suele denominar
derecho de la dignidad. La Constitución parte de este reconocimiento de la dignidad de la persona
humana, como fundamento del ordenamiento de todo el sistema institucional, pudiendo sostenerse que
nuestra Ley Suprema está imbuida de un sustrato filosófico iuspersonalista. Se mantiene intacta la
declaración de derechos prevista en la Constitución de 1853. Fue ampliada en la reforma de 1957 que
incorporó algunas manifestaciones del denominado constitucionalismo social (el art. 14 bis). Finalmente
esa parte dogmática se ha visto enriquecida por la reforma de 1994.
Entre los derechos fundamentales reconocidos por la Constitución Nacional –según la reforma de
1994- se encuentran los derechos de los consumidores y usuarios (art. 42). Por tanto, la relación y el
contrato de consumo deben ser analizados, en todos los casos, desde la perspectiva de su protección
constitucional. Debe destacarse el acierto y la importancia que adquiere la constitucionalización del
derecho del consumidor porque, entre otras ventajas, implica que esos derechos constitucionales servirán
como base y marco de referencia a las actuaciones de los poderes públicos y a las decisiones judiciales.
La complementariedad sustancial implica que ambos cuerpos legales –la Constitución y el Código
Civil y Comercial- se integran mutuamente en su estructura básica. Esto permite que los derechos y
garantías constitucionales se tornen operativos mediante las normas inferiores y, a su vez, estas normas se
nutren de estabilidad y certeza en la norma superior.
Esta conexidad y complementación han quedado patentizadas en el Título Preliminar del CCC, pues
desde allí se emite una consigna global. Los casos, comienza el art. 1º, es decir, la realidad que está
regulada en este Código, debe ser resuelta teniendo en cuenta la Constitución Nacional y los Tratados de
derechos humanos. Todo el Código gira en torno a la protección de la persona, en clave de garantías
constitucionales, incluyendo, por supuesto, el Derecho de los Contratos.
5. CLASIFICACION DE LOS CONTRATOS
Bien se ha señalado (Genaro Carrió) que no se puede afirmar que las clasificaciones sean correctas
o incorrectas; tan solo pueden ser serviciales o inútiles en la medida en que, desde un punto de vista
dogmático, sean herramientas idóneas para hacer más comprensible el conocimiento de una institución
jurídica o permitan distinguir situaciones con consecuencias jurídicas diferentes, que resulte conveniente
diferenciar.
Incluso se discute si es correcto que un Código contenga clasificaciones –incluyendo a los
contratos- pues se piensa que ello es propio de la doctrina. En ese sentido algunos códigos modernos no
contienen la clasificación de los contratos. Sin embargo, tanto el Código de Vélez como el nuevo CCC
siguen el criterio de clasificar los contratos, al menos en sus categorías más importantes.
El Código de Vélez contenía la mayoría de las clasificaciones que el nuevo CCC prevé. En ese
sentido la novedad está dada por la supresión de la categoría del contrato real, lo cual implica la no
inclusión de la clasificación de los contratos en reales y consensuales (que si contenía el Código de Vélez).

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También se incorpora ahora la clasificación de los contratos aleatorios/conmutativos que en el Código
derogado no estaba expresamente establecida.
Según lo señalado, debe subrayarse que lo importante en el estudio de la clasificación de los
contratos es establecer las diferencias de regulación normativa que implica emplazar a un contrato en una
u otra categoría. Resulta entonces necesario, al estudiar cada clasificación, determinar los diferentes
efectos jurídicos que se derivan según cada categoría.
UNILATERALES Y BILATERALES
El art. 966 del CCC, reproduciendo sustancialmente el art. 1138 del CC, establece que los contratos
pueden ser unilaterales o bilaterales. Los contratos son unilaterales cuando una las partes se obliga hacia
la otra sin que esta quede obligada. Son bilaterales cuando las partes se obligan recíprocamente la una
hacia la otra.
El criterio que sirve de base a esta clasificación estriba, pues, en las obligaciones que nacen como
consecuencia de la formación del contrato. Por lo tanto, se impone una primera aclaración para evitar
confusiones: también los actos jurídicos se clasifica en unilaterales y bilaterales en atención a las partes
que intervienen en su formación; si se trata solo de una parte, el acto jurídico es unilateral; cuando
interviene en su celebración dos o más partes, el acto jurídico es bilateral. El contrato, por definición, es
siempre un acto jurídico bilateral, en cuanto es requisito para su existencia, que en su formación
intervengan dos o más partes. Por eso la clasificación de unilateral y bilateral a que alude el art. 966 CCC,
no puede referirse a la génesis sino a los efectos del contrato, a las obligaciones que de él nacen: si solo
crea obligaciones para una de las partes, el contrato es unilateral; si las partes se obliga recíprocamente, el
contrato es bilateral.
A fin de evitar las dificultades derivadas de la ambigüedad de la utilización de un mismo vocablo
con diferentes significados, se ha propuesto emplear otra expresión para distinguir los términos de esta
clasificación y se habla de contratos sinalagmáticos o no sinalagmáticos. El Código Civil italiano ha
preferido utilizar la expresión contratos con prestaciones recíprocas y contratos con prestaciones cargo de
una sola de las partes. De ese modo se reserva la clasificación bilateral/unilateral para el acto jurídico.
Para que un contrato sea bilateral ambas partes deben quedar obligadas, y además, esas
obligaciones deben ser recíprocas. Es lo que recibe el nombra de sinalagma o de correspectividad. Ese lazo
de interdependencia entre las obligaciones se da a partir del nacimiento mismo del contrato y se
denomina sinalagma genético. Pero tal vínculo se mantiene durante el período de ejecución, por ello se
habla también de sinalagma funcional, en el sentido que el equilibrio de las prestaciones debe subsistir
durante todo el tiempo de duración del contrato
La donación con cargo. Una hipótesis que requiere el análisis, es la donación con cargo, que es
fuente de obligaciones para ambas partes: el donante se obliga a cumplir con su obligación de entregar y
transferir el dominio de la cosa donada; por su parte, el donatario se obliga a través de un cargo, que
puede consistir en el cumplimiento de una o más prestaciones a favor del donante o de un tercero o ser
relativo al empleo o al destino de la cosa donada (art. 1562 CCC). El cargo no está directamente
relacionado con la obligación que asume el donante, a manera de configurar una contrapartida de esta
sino que más bien se vincula con el derecho adquirido por el donatario y configura un accesorio de esta
adquisición, en cuanto entraña una restricción o limitación de la ventaja que recibe el beneficiario. Habida
cuenta de su carácter accesorio y excepcional, no reviste el cargo el rango de obligación principal, como la
que pesa sobre el beneficiario del cargo. Ello determina que no exista entre el cargo y la obligación del
donante, el nexo de reciprocidad e interdependencia, presupuesto de la noción de contrato bilateral. Por
tanto la donación con cargo es un contrato unilateral, aunque el cargo impregne al contrato de un tinte
oneroso, en medida variable, según la proporción en que el valor del cargo cubra el valor de la cosa
donada (art. 1564 CCC).

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Consecuencias prácticas de la clasificación unilateral/bilateral.
i) El efecto más destacable de la distinción, se vincula con la reciprocidad de las obligaciones que
suponen los contratos bilaterales. Tal nexo de interdependencia determina que en este tipo de contratos,
una de las partes no pueda exigir el cumplimiento de la obligación de la otra, si aquella, a su vez, no
cumple con su compromiso. Es el instituto que se denomina suspensión de cumplimiento, previsto en los
arts. 1031 y 1032 del CCC y que en el Cód. de Vélez se llamaba “excepción de incumplimiento contractual”.
ii) Asimismo, en los casos en que una de las obligaciones de un contrato bilateral se extingue por
imposibilidad de cumplimiento no imputable al deudor, queda desprovista de sustento la otra obligación
correlativa. Ello acarrea la disolución del contrato, como consecuencia de la irremediable frustración del
sinalagma funcional. En consecuencia, el Código de Vélez establecía expresamente en el art. 895, que el
deudor de la obligación devenida imposible, no puede exigir la contraprestación y debe volver al acreedor
lo que “hubiese recibido por motivo de la obligación extinguida". A pesar de que el CCC no reitera la
norma, la solución no puede ser otra pues en ese supuesto se quiebra de modo irreversible el nexo de
interdependencia entre las prestaciones. Se frustra la función que sirve de razón justificativa al contrato. La
situación planteada se conecta con el art. 1013 del CCC, al prescribir que: "la causa debe existir en la
formación del contrato y durante su celebración y subsistir durante su ejecución. La falta de causa da lugar,
según los casos, a la nulidad, adecuación o extinción del contrato".
iii) El pacto comisorio implícito opera solo en los contratos bilaterales. El CCC reemplaza así la
referencia a los contratos con prestaciones recíprocas contenida en el CC derogado. Ahora queda claro que
en los contratos bilaterales donde no se hubiera pactado la resolución debe considerarse una cláusula
implícita –un elemento natural- la posibilidad de demandar la resolución del contrato (art. 1087 CCC)
CONTRATOS ONEROSOS Y GRATUITOS
Otra clasificación distingue a los contratos a título gratuito de los contratos a título oneroso (art.
967 CCC). Los contratos son onerosos, cuando cada una de las partes se somete a un sacrificio para
conseguir una ventaja. En cambio, el contrato es gratuito, cuando una de las partes efectúa el sacrificio y la
otra únicamente es destinataria de una ventaja o atribución patrimonial, sin que le corresponda ningún
equivalente o contrapartida.
En la vida de relación los contratos más comunes, con mayor frecuencia celebrados, son los a título
oneroso. Los prototipos de los contratos a título gratuito son la donación y el comodato, aunque también
pueden revestir este carácter, el depósito, el mandato, el mutuo, la fianza, contratos estos últimos, que
según las circunstancias pueden ser gratuitos u onerosos.
Debe aclararse que a los fines de la onerosidad, es indiferente que el beneficio dado como
contraprestación del sacrificio, tenga como destinatario a la otra parte o, de común acuerdo entre los
contratantes, deba aprovechar a un tercero, como ocurre, precisamente, en los contratos a favor de
terceros (art. 1027 CCC).
Las donaciones remuneratorias y o con cargo.
Frente a esta clasificación de los contratos en gratuitos y onerosos, aparecen figuras contractuales
en las que se combinan ingrediente de los dos términos del distingo. Tal ocurre con la donación, cuando
ella es remuneratoria o con cargo. En estos casos, prescribe el art. 1564 del CCC que “las donaciones
remuneratorias o con cargo se consideran como actos a título oneroso en la medida en que se limiten a
una equitativa retribución de los servicios recibidos o en que exista equivalencia de valores entre la cosa
donada y los cargos impuestos. Por el excedente se les aplican las normas de las donaciones".
Resulta claro, pues, que esta clasificación entre onerosos y gratuitos, admite una categoría
intermedia de aquellos contratos que participan del doble carácter, porque su reglamentación permite la
concurrencia de las reglas relativas a ambas categorías contractuales.

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Diferencia con la clasificación de contratos unilaterales y bilaterales.
Cabe distinguir esta clasificación de contratos onerosos y gratuitos, de la anteriormente enunciada,
que contrapone a los contratos unilaterales y bilaterales. El criterio en que se basan ambas clasificaciones
es diferente. En materia de contratos unilaterales y bilaterales se tienen en cuenta las obligaciones que se
generan a la formación del contrato: si a raíz de su concertación, una sola de las partes queda obligada, el
contrato es unilateral; en cambio, si en virtud de su celebración, ambas partes quedan recíprocamente
obligadas, el contrato es bilateral. En cambio, el criterio de distinción entre contratos onerosos y gratuitos
reside en el grado de ventaja y sacrificio que el contrato importa para las partes.
A su vez, la clasificación entre contratos bilaterales o unilaterales tiene su ámbito de aplicación en
materia de contratos obligatorios, esto es, los que engendran obligaciones. Por su parte la distinción entre
contratos a título oneroso o a título gratuito, se extiende a todos los contratos. De este modo, pueden ser
gratuitos u onerosos los contratos extintivos, con independencia de que escapan a la clasificación de
unilaterales o bilaterales.
Consecuencias prácticas de la clasificación.
La diferencia examinada es fuente de importantes consecuencias prácticas en cuanto al régimen
jurídico que cabe aplicar a una u otra categoría de contrato. En ese sentido el título de quien adquiere
onerosamente, goza de mayor protección legal, que el de quien adquiere gratuitamente. En razón de ello
se constatan las siguientes consecuencias:
i) En materia de acción revocatoria, los requisitos para revocar el acto del deudor insolvente, son
más rigurosos cuando el acto esa título oneroso; se requiere que el adquirente a título oneroso haya
conocido o podido conocer que el acto provocaba o agrava su insolvencia (art 339, inc. c). Cuando el acto
es a título gratuito, no se necesita acreditar el conocimiento del adquirente que el acto provocaba o
agravaba su insolvencia. Con respecto a los subadquirentes de los derechos obtenidos por el acto
impugnado, la acción del acreedor solo procede si dichos subadquirentes son cómplices en el fraude o
adquirieron a título gratuito (art. 340, CCC).
ii) Los institutos de la lesión y la imprevisión se aplican solo en los contratos onerosos
iii) El título gratuito expone a los adquirentes al riesgo de las acciones de colación y reducción
iv) La gratuidad obliga a deberes de gratitud: así la obligación de alimentos y la facultad de revocar
por ingratitud que se establece en el contrato de donación
v) La obligación de saneamiento es un elemento natural de los contratos onerosos.
LA SUPRESIÓN DE LA DISTINCIÓN ENTRE CONTRATOS CONSENSUALES Y REALES.
El Código Civil y Comercial ha suprimido la distinción entre contratos consensuales y reales que
contenía el Código de Velez en los arts. 1140 a 1142, porque desaparece, en principio, la categoría de
contratos reales. Se sigue el temperamento del Proyecto de 1998
Desde un punto de vista técnico, esta categoría constituye un resabio histórico de filiación romana,
mantenida viva por la tradición, no obstante la drástica transformación que experimentó el sistema en que
encontraba su razón de ser con el abandono del formalismo y la afirmación del principio consensualista.
Como se viera en el análisis de la evolución histórica del concepto de contrato, en el derecho romano
clásico la admisión de la categoría de los contratos reales implicó una forma de otorgar exigibilidad a
convenciones que antes no lo eran. Sin embargo, el mantenimiento de la categoría del contrato real en la
etapa de la admisión del pleno consensualismo tenía un efecto contrario, cual era limitar, en determinados
contratos, su eficacia obligacional al someterlos al requisito de la entrega de la cosa como elemento
constitutivo del contrato, y no como mera obligación que surgía de él.
No obstante que el CCC suprime la categoría del contrato real, de manera excepcional subsisten
dos supuestos en donde pareciera que se exige la entrega la cosa como requisito de validez del contrato:
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i) Depósito bancario.
Según el art. 1390 del CCC "Hay depósito de dinero cuando el depositante transfiere la propiedad
al banco depositario”. Como puede verse de la norma se infiere que el contrato de depósito dinerario solo
se configura cuando el depositante “transfiere” la propiedad al banco depositario. Esto implica que si una
persona se compromete a depositar un suma de dinero en un banco y no ha efectivizado la transferencia
el contrato no se ha concluido ni puede serle exigido el cumplimiento de dicha transferencia.
ii) Donación manual. La segunda excepción se vincula con la donación de cosas muebles no
registrables. Con respecto al Código de Vélez Sarsfield, existió un opinión que propiciaba la incorporación
del contrato de donación manual a la nómina de con tratos reales (Mosset Iturraspe). Empero,
predominaba la idea de que en este tipo de donación, la entrega de la cosa representaba tan solo un modo
de exteriorización de la voluntad que suplía la instrumentación por escrito
El CCC en el art. 1554 parece haberse plegado a esta tesis respecto a las donaciones de cosas
muebles no registrables. En efecto, después de establecer en el art. 1552 que deben hacerse por escritura
pública, bajo pena de nulidad, las donaciones de cosas inmuebles, de cosas muebles, o de prestaciones
periódicas o vitalicias, en el art.1554 prescribe: "Donación manual. Las donaciones de cosas muebles no
registrables y de títulos al portador deben hacerse por la tradición del objeto donado".
El art. 1554 del CCC no contrae expresamente el supuesto a la donación verbal, sino que de modo
genérico hace referencia, en general, a la donación de cosas muebles no registrables. Téngase en cuenta
que pueden existir cosas muebles no registrables de un considerable valor, como, por ejemplo, una joya o
un cuadro de un pintor famoso. Puede incluso convenirse una donación de ellas, por un instrumento
privado o, inclusive por escritura pública, obligándose el donante a su entrega. ¿Qué valor cabrá asignarles
a estos convenios de donación? Si se admite que ellos son contratos reales, en el sentido que requieren
para concluirse inexorablemente la tradición del objeto donado, dicha entrega de la cosa donada,
constituiría, en todos los casos, un requisito esencial para el perfeccionamiento del contrato. Tal
conclusión presupone, a la par del requisito común del consentimiento, un plus, que debe darse en el
mismo momento desde un punto de vista cronológico: la entrega de la cosa sobre la que versa el contrato.
En consecuencia, si se difiere dicha entrega a un plazo, el solo consentimiento de las partes, aunque esté
debidamente documentado, sería insuficiente para reputar que el contrato está concluido.
Piénsese en la situación que puede plantearse. Si "A" celebra un contrato de donación en favor de
"B" por escritura pública que tiene por objeto un valioso campo de su propiedad, comprometiéndose a
entregarlo en un plazo de cuatro meses, el contrato de donación se perfecciona y el donatario tiene una
acción para exigir el cumplimiento. Por el contrario, cuando "A" dona a "B" por escritura pública un valioso
cuadro de un pintor famoso y se obliga a entregarlo en un plazo de cuatro meses, si se reputa que dicho
contrato es de naturaleza real, no habría sido concluido, aI no haberse acompañado el consentimiento con
la tradición de la cosa. No existe ninguna razón de peso que permita justificar este diferente tratamiento
de las dos situaciones mencionadas a título de ejemplo. Menos explicable aún resulta hacerlo, si se tiene
en cuenta que, paradójicamente, se llega a este resultado pese a que el Código Civil y Comercial se
propone suprimir esta distinción entre contratos consensuales y reales.
Por las razones expuestas, la solución del art. 1554 CCC debe conciliarse con los antecedentes de la
figura por ineludibles requerimientos de coherencia. Por consiguiente, tiene que relacionarse con la forma
de la donación. La regla es que para un amplio espectro de las donaciones, comprensivo de la donación de
cosas inmuebles, muebles registrables o prestaciones periódicas o vitalicias, se exige la escritura pública
como una formalidad de solemnidad absoluta. El saldo restante, que engloba a las cosas muebles no
registrables, si el contrato se ha formalizado por escrito, debe ajustarse a la regla que el contrato es
consensual. Solo en las hipótesis en que el contrato ha sido celebrado verbalmente, se exige la entrega de
la cosa, como una elemental formalidad para el perfeccionamiento del contrato, transformándose en real.
O sea que la entrega de la cosa a que alude el art. 1554 CCC debe circunscribirse a la donación manual, o

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sea donde se exterioriza la voluntad de donar con la simple entrega (así la limosna, la entrega de ropa a
Caritas o a una persona indigente, etc.)
CONTRATOS CONMUTATIVOS Y ALEATORIOS
Los contratos onerosos, como se ha visto, son aquellos en que cada una de las partes asume un
sacrificio, para conseguir una ventaja. Pero cuando la entidad de la relación entre el sacrificio y la ventaja
que se deriva directamente del negocio, es susceptible de ser apreciada en forma inmediata y cierta en el
momento de su celebración, el contrato, siguiendo una terminología tradicional, recibe la denominación
de conmutativo.
Por el contrario, cuando esa relación entre sacrificio y ventaja, no es factible de tal apreciación,
porque depende de un acontecimiento incierto, el contrato recibe entonces el nombre de aleatorio.
La subdivisión de los contratos onerosos entre contratos conmutativos y aleatorios está prevista en
el art. 968 del CCC: “Los contratos a título oneroso son conmutativos cuando las ventajas para todos los
contratantes son ciertas. Son aleatorios, cuando las ventajas o las pérdidas, para uno de ellos o para todos,
dependen de un acontecimiento incierto".
El CCC tipifica como aleatorios los contratos de renta vitalicia y de juego y apuesta. Las diferencias
con otras categorías y otras cuestiones generales que plantean los contratos aleatorios se analizarán en la
Unidad respectiva.
Consecuencias de la clasificación: En los contratos aleatorios puede ocurrir que den por resultado
una desproporción entre las prestaciones, que encuentra su razón de ser, precisamente, en el alea
compartida que supone chances de ganancias o peligros de pérdidas por igual para ambos contratantes.
Así el que gana el premio de una rifa (vg. un auto 0 km) recibe un bien por un valor de 400.000 siendo que
pagó 1.000 por el número adquirido. A la inversa, si no obtiene premio alguno pagó 1.000 y recibió 0.
Por tal razón en los contratos aleatorios no operan, como regla, los institutos de la imprevisión y la
lesión. En la imprevisión excepcionalmente se admite “si la prestación se torna excesivamente onerosa por
causas extrañas a su alea propia”, como dice el art. 1091 CCC (la cuestión se analizará con detenimiento al
estudiar la imprevisión contractual)
CONTRATOS NOMINADOS E INNOMINADOS
Para facilitar el tráfico negocial y cumplir con su función ordenadora en auxilio de los particulares,
la ley regula los contratos que responden a los tipos más frecuentes e importantes que se conciertan en la
realidad social admite. Sin embargo, al reconocerse y generalizarse el principio consensualista se admitió la
posibilidad de que los interesados celebren otras variedades que no están disciplinadas específicamente.
Ello es consecuencia de que en la esfera contractual rige el sistema del “numerus apertus”, en
contraposición con lo que ocurre en el ámbito de los derechos reales, en el que prevalece el sistema del
“numerus clausus”, según el cual el ejercicio de la autonomía se desenvuelve de conformidad con los tipos
previamente definidos por la ley, o sea que las partes no pueden crear otros derechos reales fuera de los
que reconoce expresamente el ordenamiento.
En este orden de ideas, el art. 970 del CCC distingue los contratos nominados de los innominados:
“Los contratos son nominados e innominados según que la ley los regule especialmente o no". El art. 1143
del Código derogado, al distinguir entre ambas clases de contrato, tenía en cuenta el hecho de que la ley
los designara o no bajo una denominación especial. Fue generalmente criticada la estrechez de criterio de
esa fórmula legal pues la diferencia entre ambas categorías de contratos debía radicar en la circunstancia
de que exista o no una disciplina particular propia establecida por la ley, independientemente de que tales
contratos tengan o no un nombre. Por ello cabe reputar como más acertado el criterio empleado por el
art. 970 el CCC, para fundar el distingo en tanto alude a los contratos que la ley regule especialmente o no.
Pero, al margen de este acierto, corresponde observar que resultaba más apropiada la utilización de los
vocablos típico y atípico, como lo hace el Proyecto de 1998, para mentar los términos de la diferencia,

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reemplazando las denominaciones de filiación romana, que no traducen fielmente la idea en que se funda.
Puede así decirse que los contratos atípicos son aquellos que carecen de una concreta reglamentación
legislativa, aun cuando la ley pueda a otorgarles un nombre.
La importancia que reviste la atipicidad en materia de contratos, es indudable desde un punto de
vista social. Presupone la libertad contractual y la fuerza creadora que en el campo jurídico la ley reconoce
a la voluntad de los particulares. Significa abrir un cauce idóneo a los fines de que la iniciativa privada
pueda encontrar instrumentos aptos para la satisfacción de los intereses recíprocos, en una realidad
cambiante y en permanente evolución.
La noción del contrato atípico, con este alcance, solo fue posible acuñarla, cuando se rompieron
definitivamente las amarras con un formalismo primitivo y se admitió, por vía de regla, la amplia libertad
de los particulares para la creación de los moldes contractuales.
Es posible que las partes, en el ejercicio de su libertad contractual, creen figuras contractuales
enteramente nuevas, que el legislador no haya previsto, así como también pueden dar vida a contratos
que entrañen una mezcla de elementos propios de los tipos legislados. En esos supuestos los contratos
atípicos resultan de la combinación de dos o más tipos contractuales o bien del esquema de un tipo
previsto al cual se le aportan sustanciales modificaciones.
Desde esa óptica se distingue entre los contratos atípicos que tienen un contenido extraño a los
tipos reglamentados de los que se integran por elementos que pertenecen a tipos previstos, en diferentes
combinaciones Estos últimos se denominan contratos mixtos, son los de mayor importancia y más
frecuentes.
Por otro lado, las partes también pueden prever cláusulas que signifiquen modificar los efectos
normales de los tipos legislados y aun introducirle variantes al régimen de prestaciones que ellos suponen.
Se plantea, así, el problema de determinar cuándo tales modificaciones constituyen cláusulas o
prestaciones subordinadas que no varían la naturaleza del contrato típico y solo configuran un subtipo del
contrato legislado, sin dar lugar a la constitución de un contrato atípico. Es un cuestión de hecho que debe
ser resuelta en cada caso singular, en el que habrá de decidirse si se produce un desborde del tipo
contractual; o bien, si la modificación no altera sustancialmente la función que es propia del contrato
típico, ni produce una desviación esencial de los efectos que cabe atribuirle.
Un hecho que contribuye a identificar los contratos atípicos, es la denominada tipicidad social, que
se contrapone a la tipicidad legislativa. Se habla de tipicidad social para hacer referencia a aquellos
contratos que, si bien no tienen una disciplina normativa establecida en la ley, poseen una manifestación
frecuente en el tráfico, como fenómeno social, de modo tal que esa continuidad los dota de un “ nomen
iuris” por el cual son conocidos y de una disciplina que por su reiteración pasa a ser propia y suele ser
consagrada por vía doctrinaria y jurisprudencial. Antes de ser legalmente tipificados muchos contratos,
formalmente atípicos, estuvieron dotados de tipicidad social. Así ocurre con la franquicia, la concesión y la
agencia que recién fueron tipificados en el nuevo CCC.
Régimen jurídico de los contratos atípicos.
El problema fundamental de los contratos atípicos, es el de su régimen jurídico, habida cuenta de
que carecen de una específica disciplina legislativa. No hay dudas que a estos negocios le son aplicables las
normas generales en materia contractual, como corresponde a la naturaleza de contratos que ellos
revisten. Resulta claro, además, que siendo los contratos atípicos una manifestación de la facultad que
tienen las partes para gobernar sus intereses, la autodisciplina que en ellas se hayan dado, constituirá, en
principio, la reglamentación a que deberá someterse el contrato.
La cuestión se plantea, pues, en defecto de una manifestación expresa de las partes, y consiste en
precisar cuál es la disciplina específica que deberá aplicarse para integrar y aclarar el régimen del contrato
innominado.

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El tema ha dado origen a tres teorías que han pretendido dar respuesta a cuál es la disciplina
jurídica aplicable a los contratos atípicos:
i) Teoría de la absorción.
Según esta teoría debe buscarse en cada contrato innominado, el elemento preponderante que
corresponda al de un contrato típico, para, en definitiva, aplicar prevalentemente el régimen de este al
contrato innominado.
Las críticas que se formulan a esta posición se centran en que no siempre es posible distinguir en
un contrato atípico, cuál de las prestaciones tiene carácter principal o preponderante, en modo tal que las
restantes tengan un carácter secundario y puedan ser absorbidas por la regulación de la primera. Por otro
lado, la idea de la prevalencia significa relegar a un cono de sombras aquellos elementos que se estimen
secundarios, con el riesgo de que no lo sean, y de que se desvirtúe la impronta característica del contrato.
ii) Teoría de la combinación.
La teoría de la combinación propugna que como en el contrato innominado coexisten prestaciones
y elementos pertenecientes a diversos contratos típicos, la disciplina normativa aplicable resultará de la
combinación de las normas correspondientes a cada uno de esos tipos.
Se objeta a esta posición que los contratos no constituyen una mera yuxtaposición o simple suma
de elementos que puedan ser aisladamente considerados. Por el contrario entrañan una síntesis de ellos,
que se fusionan y compenetran orgánicamente en un complejo unitario. La disciplina del contrato debe
concernir al negocio todo entero y, desde esa perspectiva conformarse su régimen.
iii) Teoría de la analogía.
La teoría o criterio de la analogía permite interpretar e integrar el contrato atípico con las reglas
del contrato típico con el cual guarde mayor similitud y correspondencia.
Pero aun admitiendo este procedimiento de la analogía queda en pie la cuestión de seleccionar las
normas análogas que deben aplicarse. Al respecto, no es posible enunciar, a priori, ningún criterio rígido y
unitario. El contrato es un instrumento al servicio de la realización de los fines prácticos que se proponen
las partes. Deben tomarse en consideración esos resultados perseguidos y la función concreta que tiene el
negocio, para construir el régimen del contrato atípico.
Amén de lo dicho, en los supuestos de tipicidad social, la frecuencia de manifestación del
correspondiente contrato atípico, conduce a que tenga ordinariamente asignada una disciplina que lo
caracteriza y que termina por afirmarse con una raíz consuetudinaria. Ante la insuficiencia de la expresión
de voluntad de las partes, pues, constituyen los usos y costumbres una fuente de innegable vigencia para
suplir la voluntad omisa y aclarar las situaciones no previstas.
La integración de los contratos atípicos en el CCC
El CCC, en su art. 970, enuncia los criterios que deben tenerse en cuenta pata determinar el
régimen de estos contratos, estableciendo un orden de prelación. Prescribe: "Los contratos innominados
están regidos, en el siguiente orden, por:
a) la voluntad de las partes;
b) las normas generales sobre contratos y obligaciones;
e) los usos y prácticas del lugar de celebración;
d) las disposiciones correspondientes a los contratos nominadas afines que son compatibles y se
adecuan a su finalidad.

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Como puede verse la norma establece un orden de prelación respecto a las reglas de
interpretación de los contratos atípicos. O sea que los cuatro incisos se aplican en el orden en que
aparecen consignados, dando prioridad a los primeros sobre los últimos.
La primera regla es tener en cuenta la voluntad de los contratantes expresada en el contrato
atípico, o sea que las demás reglas hermenéuticas sólo operan en aquello que las partes no hayan previsto
expresamente en el respectivo contrato atípico.
En segundo lugar se aplican las normas generales sobre contratos y obligaciones. En cuanto a las
reglas generales de los contratos alude a la llamada Parte General de contratos, que en el CCC está
regulada en los arts. 957 a 1091. O sea todo lo allí dispuesto en relación a la capacidad, la forma, la
formación del consentimiento, el objeto, la causa, la obligación de saneamiento y las ineficacias
sobrevinientes se aplican tanto a los contratos típicos como atípicos.
Debe tenerse en cuenta, en tercer lugar, los usos y prácticas del lugar de celebración, regla que
antes era prioritaria en los contratos comerciales pero que en un esquema unificado como el que propone
el nuevo Código se aplica en cualquier clase de contratos.
Finalmente, la cuarta regla está determinada por la analogía o sea recurrir al contrato análogo
pero teniendo en cuenta que sea “compatible” y, además, que se adecuen a la finalidad económica del
contrato. O sea que no se aplican irrestrictamente las reglas del contrato típico parecido o análogo sino
que debe verificarse la concurrencia de esos requisitos (compatibilidad y mismo fin).
CONTRATOS FORMALES Y NO FORMALES
Sin perjuicio de que en la Unidad respectiva se ha de considerar lo concerniente a la forma de los
contratos, corresponde ahora analizar, sucintamente, la clasificación de los contratos en formales y no
formales.
Cabe entender por forma, el modo como la voluntad se manifiesta, esto es, como el negocio se
presenta frente a los demás en la vida de relación. Desde este punto de vista no existe ningún acto jurídico
que pueda prescindir de la forma. O sea que todos los actos jurídicos serán formales en cuanto no cabe
hablar de acto voluntario si no existe una exteriorización de la voluntad a través de algún medio por el cual
se torne cognoscible a los demás (art. 260 CCC).
Frente a esta noción de forma en sentido amplio, existe un concepto más estricto que es el de
forma legal o impuesta, como conjunto de solemnidades impuestas por la ley que deben observarse al
tiempo de la celebración de un negocio jurídico. Corresponde sumar a este supuesto, las hipótesis en que
por común acuerdo de partes se conviene la exigencia de determinadas formalidades, ya sea para los
contratos que legalmente están libres de ellas, o para aumentar o reforzar los requisitos de forma exigidos
por la ley. Son los casos de solemnidad voluntaria.
Según el art. 284 in fine CCC las partes pueden convertir en formal un contrato que es no formal
pero no a la inversa, o sea que no pueden convertir en no formal un contrato que por la ley es formal.
También las partes pueden aumentar la forma requerida por la ley y así un contrato que según el Código
puede celebrarse por instrumento privado puede pactarse que lo sea por escritura pública (por ejemplo la
locación de un inmueble muy valioso y por un tiempo prolongado que es suficiente que sea celebrada por
instrumento privado según el art. 1188 CCC pero que se decide hacerlo por escritura pública).
Clasificación de los contratos según la forma.
La primera clasificación que debe hacerse es entre contratos formales y no formales. La regla es
que los contratos son no formales como derivación del principio de libertad de formas, salvo que la ley o la
convención les impongan una forma determinada (art. 284 CCC)
A su vez en los contratos formales se pueden distinguir dos categorías:

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i) Contratos formales de solemnidad absoluta: El CCC en relación con los contratos a los cuales la
ley le impone una determinada forma, establece en el art.969 la siguiente distinción: si dicha forma está
impuesta para su validez, los contratos son nulos si la solemnidad no ha sido satisfecha. Diversamente,
cuando la forma requerida para los contratos, lo es sólo para que estos produzcan sus efectos propios, sin
sanción de nulidad, no quedan concluidos como tales mientras no se ha otorgado el instrumento previsto,
pero valen como contratos en los que las partes se obligaron a cumplir con la expresada formalidad.
Bajo el Código de Velez se discutía cuándo un contrato debía ser considerado como solemne
absoluto: si cuando se establecía la forma “bajo pena de nulidad” o si debía declararse expresamente
inaplicable el instituto de la conversión del negocio jurídico. La cuestión aparece ahora resuelta en el
nuevo CCC en forma más clara y categórica: para que la forma de un contrato deba ser considerada de
carácter absoluto –o sea que el acto carece de todo efecto- la norma debe consignar expresamente que la
forma es exigida “bajo sanción de nulidad” (arts. 285 y 969 CCC). Bajo el Código de Vélez se sostenía que
los contratos solemnes absolutos eran nulos pero subsistían como obligaciones naturales. Ahora ello no es
sostenible en tanto el nuevo Código suprimió la categoría de las obligaciones naturales.
El único caso de contratos con forma impuesta bajo pena de nulidad, o sea de carácter solemnes
absolutos, es la donación de inmuebles, muebles registrables y de prestaciones periódicas o vitalicias (art.
1552)
ii) Contratos formales de solemnidad relativa: En la segunda especie de contratos formales
llamados “ad substantiam” o formales solemnes relativos, la ley reconoce particulares efectos a lo hecho
en inobservancia de la forma. No se trata de los efectos propios del negocio formal, puesto que éste no se
reputa concluido mientras no se cumpla con la forma y no se haya otorgado el instrumento previsto. Son
efectos diferentes, en virtud de un fenómeno de conversión: se considera que el negocio desprovisto de la
forma exigida, genera una obligación de hacer, de cumplir con la expresada formalidad a fin de que el
contrato propuesto quede concluido como tal, idóneo para producir los efectos que le son privativos.
Dentro de los contratos con solemnidad relativa tenemos los enumerados en el art. 1017 CCC que
imponen, en esos casos, la escritura pública, pero produciéndose el fenómeno de la conversión a que
refiere el art. 1018 CCC.
iii) Contrato formales para la prueba (o “ad probationem”): Dispone el último párrafo del art. 969:
"Cuando la ley o las partes no imponen una forma determinada, esta debe constituir solo un medio de
prueba de la celebración del contrato". La prueba de los contratos en los cuales la formalidad es requerida
a los fines probatorios se rige por lo dispuesto en el art. 1020 CCC, norma que establece excepciones a la
restricción probatoria allí establecida. La cuestión se analizará con detenimiento en la Unidad respectiva.
CONTRATOS DE EJECUCIÓN INMEDIATA Y DIFERIDA
Los contratos pueden ser de ejecución inmediata o bien de ejecución diferida. El criterio de esta
distinción radica en la existencia o no de un plazo inicial para la ejecución de cualquiera de sus
prestaciones.
Los contratos de ejecución inmediata, son aquellos en que no existe tal plazo y, por lo tanto, la
ejecución de sus correspondientes prestaciones debe realizarse o comenzar el cumplimiento, en el
momento mismo de su celebración, sin solución de continuidad. En los contratos de ejecución diferida
existe dicho plazo inicial y, por tanto, hay un espacio de tiempo entre su celebración y la ejecución o el
comienzo del cumplimiento de cualquiera de sus prestaciones.
CONTRATOS DE EJECUCIÓN INSTANTÁNEA Y DE EJECUCIÓN CONTINUADA O PERIÓDICA
Otra clasificación, diferente de la anterior, es la de contratos de ejecución instantánea, por un lado,
o contratos de ejecución periódica o continuada por el otro, también denominados contratos de duración.
Los contratos de ejecución instantánea, son aquellos en los cuales el cumplimiento de sus
prestaciones es susceptible de realizarse en un solo momento, en virtud del cual quedan agotados, se
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verifique o no en forma contemporánea con la celebración del contrato. O sea que, combinando esta
clasificación con la anterior, puede haber contratos de ejecución instantánea pero diferida (se compromete
a prestar una suma de dinero dentro de 90 días) o de ejecución instantánea e inmediata (se compromete a
prestar una suma de dinero, pero sin fijar plazo, o sea que debe ser entregada en el acto de celebrar el
contrato)
Los contratos de ejecución continuada o periódica, o de duración, por el contrario, son aquellos
que tienen por contenido una prestación o prestaciones cuya ejecución necesita prolongarse en el tiempo.
En estos contratos, el tiempo no importa una mera modalidad de ejecución, sino que es una
condición para que el contrato produzca los efectos queridos por las partes. Las prestaciones se miden en
función del tiempo y este elemento es indispensable para que sea dable satisfacer el interés continuado o
durable que el contrato presupone.
Por tal razón, no debe confundirse esta categoría de contratos (contratos de duración) con
aquellos contratos de ejecución instantánea en los cuales, por decisión de las partes, se acuerda un
cumplimiento diferido o periódico. Por ejemplo una persona puede comprar un inmueble o un auto de
contado o en forma diferida (así puede pactarse que se paga el 50% del precio y el saldo se paga a los 90
días). O también acordar su pago en forma periódica (vg. pagar el precio en 60 cuotas mensuales y
consecutivas).
La diferencia entre estos supuestos y los contratos de duración en sentido estricto radica en que
en estos últimos (vg. la locación) el tiempo es esencial para el cumplimiento y no accesorio como en los de
ejecución diferida. Así en un contrato de locación de un inmueble se podrá convenir –aunque no es lo
usual- que los alquileres se paguen de una sola vez al comienzo del contrato pero lo que no podrá
acordarse es que el uso y goce del inmueble se concrete en forma instantánea. En estos contratos la
duración no es tolerada sino querida por las partes. El interés del acreedor no se satisface sino a través de
una prestación continua o reiterada en el tiempo.
También la categoría de los contratos de duración puede ser combinada con la de los contratos de
ejecución inmediata o de ejecución diferida. Así, por ejemplo, se puede acordar que el contrato de
locación entre en vigencia y se otorgue el uso y goce desde el momento de celebración del contrato o que
el inquilino recién comenzará la locación dentro de un plazo de cuatro meses.
Tampoco constituyen contratos de duración los contratos que tienen por obligación típica la
prestación de un resultado. Así ocurre en el contrato de obra y en el contrato de transporte. En este tipo
de contrato debe mediar un intervalo de tiempo entre la conclusión y la ejecución: el que es necesario
para que se desarrolle la actividad idónea para producir el resultado (hacer la obra o transportar la cosa o
la persona). Sin embargo, esa actividad se encuentra en una relación de subordinación funcional con
respecto a dicho resultado, que es el objeto primario de la prestación debida. El hacer preparatorio del
opus no es debido en cuanto tal, sino como un medio a los fines de la consecución del resultado
prometido. El interés del acreedor solo se satisface en el momento en que el resultado se produce y en
caso contrario se frustra. Por ello, la ejecución siempre es instantánea y se produce con la consecución del
resultado y su puesta a disposición del acreedor.
Por ello en los contratos de duración, cada acto de ejecución tiene la virtualidad de satisfacer
parcialmente el interés del acreedor (así cada periodo de alquiler). En cambio, en los contratos de
resultado, el interés del acreedor no se ve satisfecho mientras aquel no se consiga (vg. una obra hecha solo
en el 40% o una cosa o persona transportada solo en la mitad del recorrido previsto), porque los singulares
actos de ejecución solo son instrumentales y lo que interesa es el cumplimiento final unitario, con la
consecución del opus o resultado perseguido.
Consecuencias prácticas de la clasificación.
El instituto de la imprevisión tiene como ámbito de aplicación los contratos de ejecución diferida o
bien de ejecución continuada o periódica (art. 1091 CCC)
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Otra particularidad de los contratos de duración reside en los efectos que se derivan de su
extinción anticipada, en los supuestos de ineficacia sobrevenida, sea por rescisión o resolución. En la
medida en el que el contrato se desenvuelve normalmente, de manera progresiva va satisfaciendo
parcialmente el interés duradero de las partes. En la etapa en que el reciproco cumplimiento se ha
producido, opera el regular funcionamiento del sinalagma y las prestaciones hechas encuentran una
justificación que las dota de una autonomía suficiente para no ser afectadas por la extinción anticipada del
contrato. Esta extinción, pues, por vía de regla no tiene efectos retroactivos, sino solo tiene una eficacia ex
nunc. Además en los contratos de duración las prestaciones recíprocamente cumplidas quedan firmen y no
hay obligación de restitución (art. 1081, inc. b, CCC).
CONTRATOS PLURILATERALES
Según se ha visto, el primero de los requisitos de existencia del contrato, es la pluralidad de
partes, en cuanto en su formación deben intervenir dos o más partes contratantes. En la hipótesis de que
las partes del contrato sean más de dos, el contrato se denomina plurilateral. En esta categoría deben
distinguirse dos supuestos:
Los denominados contratos de cambio, en los que tradicionalmente se ha visto la expresión por
antonomasia del contrato, esto es, aquellos que suponen un trueque de prestaciones o ventajas que se
hacen recíprocamente entre sí los contratantes, se perfeccionan, por vía de regla, entre dos partes.
La expresión más paradigmática del contrato plurilateral se encuentra en los contratos asociativos.
Como en este tipo de contratos las partes unen sus esfuerzos y prestaciones para la consecución de un fin
común, el contrato encierra, en su misma naturaleza, la posibilidad inmanente de ser celebrado por más
de dos partes, o un número indeterminado de ellas. O sea que aún una sociedad de dos socios será un
contrato plurilateral pues siempre existe la posibilidad que, sin afectar su estructura y naturaleza, puedan
incorporarse más socios.
El contrato plurilateral debe ser distinguido de los contratos celebrados por partes subjetivamente
complejas, en que una de ellas está constituida por dos o más personas, como la venta que celebran los
condóminos de un inmueble con dos o más compradores. Esa pluralidad de personas de los vendedores y
compradores no impide que cada grupo de ellas responda a un mismo interés y que, por tanto, cada uno
de los integrantes no sea un centro distinto e independiente de intereses, por lo cual representa una sola
parte. O sea que, en definitiva, se trata de un contrato bilateral, con un comprador y un vendedor, aun
cuando alguna de las partes esté compuesta por varias personas.
El art. 977 del CCC contiene una regla referida a la formación del contrato plurilateral y dispone en
tal sentido: "Si el contrato ha de ser celebrado por varias partes, y la oferta emana de distintas personas o
es dirigida a varios destinatarios, no hay contrato sin el consentimiento de todos los interesados, excepto
que convención o la ley autoricen a la mayoría de ellos para celebrarlos en nombre de todos o permitan su
conclusión solo entre quienes lo han consentido".
Esta norma, a pesar de que lleva como título “contrato plurilateral”, no alude específicamente a
este instituto sino al supuesto en que, en un contrato bilateral, una o ambas partes son subjetivamente
complejas, indicándose allí como se expide el consentimiento de cada parte compleja (por eso la norma
está incluida al regular la formación del consentimiento y no en la clasificación de los contratos).
CONTRATOS DE CAMBIO Y CONTRATOS ASOCIATIVOS
Aun cuando estas categorías no están expresamente previstas en la clasificación de los contratos
que contiene el nuevo CCC revisten igualmente indudable trascendencia. Se distingue entre contratos de
cambio y contratos asociativos, poniendo la atención en el distinto carácter funcional de las dos hipótesis,
el que obviamente repercute en claras diferencias atinentes a la estructura de ambas categorías
contractuales.

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Los contratos de cambio suponen un trueque o una atribución de ventajas o prestaciones que hace
entre si las partes. En los contratos asociativos las partes unen sus esfuerzos y prestaciones para el
desarrollo de una actividad conjunta en vistas de un fin común.
Tales contratos asociativos como contrapuestos a los contratos de cambio, presentan una serie de
características distintivas dentro de las cuales pueden mencionarse las siguientes:
i) En los contratos de cambio, cada parte recibe una prestación de la otra parte en recompensa de
la propia: la prestación que corresponde a una, constituye la contraprestación de la otra. En el contrato
asociativo, en cambio, las partes unen sus prestaciones para la consecución de un fin común mediante el
desarrollo de una actividad conjunta. Por ende, cada contratante satisface su interés, no en la prestación
de la otra u otras partes, sino en la participación en el resultado útil obtenido de esa asociación de
prestaciones y de la consecuente actividad común.
ii) En los contratos de cambio las prestaciones tienen un contenido típico invariable (en la
compraventa siempre es la obligación de transferir la propiedad de una cosa contra el pago de un precio
en dinero). Mientras en los contratos asociativos son atípicas y pueden tener el más diverso contenido
(aportes de dar, de hacer, de no hacer, de uso y goce, en propiedad)
iii) En los contratos de cambio las prestaciones de las partes deben guardar una relación de
equivalencia, mientras en los contratos asociativos, particularmente en-la sociedad, pueden ser de diverso
valor y no se da tal relación (así un socio puede aportar el 90% del capital y el otro solo el 10%).
iv) Los contratos asociativos pueden ser celebrados por más de dos partes, por un número
indeterminado de ellas. Asimismo son contratos abiertos, en el sentido de que el negocio no queda
necesariamente restringido a los que intervinieron en la negociación primitiva en el momento de su
celebración sino que existe la posibilidad jurídica de que con posterioridad, entren a participar en el
acuerdo otros interesados.
v) En los contratos asociativos cada una de las partes asume obligaciones no hacia una parte
determinada, sino con respecto a todas las otras e, igualmente, adquiere derechos con respecto a todas
ellas. Haciendo uso de una imagen geométrica, puede decirse que en los contratos asociativos las partes se
encuentran como dispuestas en círculo. En los contratos de cambio, se ubican como si cada una de las dos
partes estuviese en el extremo de una línea.
vi) En los contratos asociativos no se aplica la excepción de incumplimiento contractual ni la
resolución por incumplimiento. Si uno de los socios no cumple con el aporte a que se comprometió los
restantes socios no pueden invocar ello como razón para negarse a cumplir con sus aportes. El régimen
societario tiene otros remedios que pasan por rescindir parcialmente el contrato del socio incumplidor o
que la sociedad le ejecute el aporte, con más los daños moratorios. Tampoco el incumplimiento de un
socio autoriza a los restantes a resolver el contrato –pacto comisorio- sino que se aplican los señalados
remedios específicos.
Las reglas propias de los contratos asociativos están específicamente contenidas en la Ley General
de Sociedades (Ley 19.550 y sus modificaciones). Sin embargo el CCC contiene reglas generales para los
contratos –de colaboración, de organización y participativos- que no sean sociedad (arts. 1442/1447) para
luego regular los negocios en participación, las agrupaciones de colaboración, las uniones transitorias de
empresas y los consorcios de cooperación.
Respecto a la nulidad de los contratos asociativos el art. 1443 CCC prevé un efecto que es
característico de esta categoría de contratos: “Si las partes son más de dos la nulidad del contrato respecto
de una de las partes no produce la nulidad entre las demás y el incumplimiento de una no excusa el de las
otras, excepto que la prestación de aquella que ha incumplido o respecto de la cual el contrato es nulo sea
necesaria para la realización del objeto del contrato".

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Esta es –según ya se señalara- una particularidad del contrato plurilateral que implica que las
vicisitudes que hacen al vínculo de un socio o partícipe no afecten al contrato y no puedan ser alegadas por
los restantes para no cumplir o extinguir el contrato. Todo ello salvo que, como lo indica la norma, la
prestación incumplida deba ser reputada necesaria para la realización del objeto del contrato (por ejemplo
si el socio incumplidor debía aportar una maquinaria que iba a constituir un elemento esencial para la
actividad prevista)

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