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DERECHO CIVIL III

GUIA DE ESTUDIO

UNIDAD III (completa)


BIBLIOGRAFÍA:
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LORENZETTI, “Tratado de los Contratos – Parte General”, Rubinzal-Culzoni, edic. 2010
LORENZETTI, Ricardo Luis. Fundamentos de Derecho Privado – Código Civil y Comercial de la Nación
Argentina. Edit. La Ley, 2016
“Contratos en el Código Civil y Comercial de la Nación” (Directores: Nicolau – Hernández), Edit. La Ley,
Buenos Aires, 2016
RIVERA, Julio Cesar - CROVI, Luis Daniel – DI CHIAZZA, Iván. “Contratos – Parte General”, Abeledo Perrot, 2017
RIVERA, Julio César – CROVI, Luis Daniel. Derecho Civil – Parte General. Edit. Abeledo Perrot, 2016
PITA, Enrique Máximo. Forma y prueba del contrato. En Aplicación notarial del Código Civil y Comercial de
la Nación. Vol. 1, p.427 y ss. 2015, Edit. Rubinzal – Culzoni
1. CAPACIDAD
La capacidad es el grado de aptitud que el ordenamiento jurídico reconoce a las personas para ser
titulares de derecho y deberes jurídicos, para el ejercicio de facultades que emanan de esos derechos y
para el cumplimiento de las obligaciones que implican los mencionados deberes.
Las principales reglas sobre la capacidad de las personas humanas están fijadas, en general, en los
arts. 22 a 140 del CCC. La parte general de contratos tiene muy pocas normas al respecto. En Derecho Civil
III trataremos específicamente la capacidad para contratar sin perjuicio del necesario análisis que debe
hacerse del régimen general de capacidad en el nuevo CCC, cuyo estudio específico se realiza en la
asignatura Derecho Civil Parte General (Civil I).
La capacidad se puede abordar de dos modos: como la capacidad de derecho o de goce y como
capacidad de ejercicio o de hecho. Dichas especies de capacidad se analizan a continuación.
a) Capacidad de derecho
Se entiende por capacidad jurídica o de derecho la aptitud que tiene una persona para ser titular
de derechos y deberes. Es un atributo inseparable de la noción de persona, sea física o jurídica, pues
configura el rasgo esencial que sirve para definirla. Su falta absoluta importa, necesariamente, la negación
de la calidad de persona (lo que se llamaba “muerte civil”), situación que resultó abolida por los Códigos
civiles dictados por influjo de los principios de la Ilustración y del Código Napoleón. La capacidad jurídica
representa la posición que ocupa el sujeto de derecho para ser destinatario de efectos jurídicos.
Tal aptitud se reconoce a las personas humanas en igual grado y sin discriminación por razones de
raza, nacionalidad, religión, sexo, etcétera. Es la regla que sentaban los arts. 51 y 53 del derogado CC:
todos los hombres, sin distinción de cualidades o accidentes e independientemente de su calidad de
ciudadanos y de su capacidad política, son capaces para todos los actos no prohibidos. Esta preceptiva
tiene una base constitucional que le sirve de sostén. El Código Civil y Comercial, en esta misma línea de
pensamiento, dispone en el art. 22 que toda persona humana goza de la aptitud para ser titular de
derechos y deberes jurídicos.
Esta aptitud, que se reconoce igualitariamente a las personas humanas, existe dentro de los
alcances que fija la ley. Por consideraciones de orden superior, el derecho la limita en casos concretos
previstos expresamente. Prescribe, así, que determinadas categorías o clases de personas -sean padres,

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tutores, curadores, esposos, albaceas, empleados y funcionarios públicos, jueces, fiscales, abogados,
escribanos, etcétera-, en ciertas situaciones, no pueden ser titulares de específicos derechos.
Estas prohibiciones particulares para la realización de determinados actos, configuran lo que
tradicionalmente se denominó como incapacidades de derecho, que refieren a la ausencia de capacidad
en los supuestos particulares en que se dan. Es, sin embargo, una denominación técnicamente incorrecta,
pues no existen en realidad “incapaces de derecho” sino “incapacidades de derecho”, en cuanto tan solo se
trata de restricciones a la capacidad genérica, a esa aptitud que no puede faltar, porque configura un
presupuesto esencial de la personalidad. El párrafo 2° del art. 22 del CCC, hace la salvedad que la ley puede
privar o limitar la capacidad de derecho respecto de hechos, simples actos o actos jurídicos determinados.
A las restricciones que se establecen en materia contractual, el Código Civil y Comercial les asigna la
denominación de inhabilidades (art. 1001, CCCN).
b) Capacidad de ejercicio
La capacidad de ejercicio o capacidad de hecho, por su parte, es la aptitud de las personas
humanas para actuar por sí mismas en la vida civil. Tal aptitud supone la existencia de la persona, es decir,
de la capacidad de derecho, a la que se le suma un grado de madurez suficiente y un estado físico-mental
que permita dicho obrar.
La capacidad de ejercicio es, por ende, una aptitud que puede darse en forma plena e intacta,
faltar de modo amplio, existir para determinados actos o verse restringida en ciertos supuestos, sin que la
capacidad de derecho, es decir, la aptitud para ser titular de las relaciones jurídicas de que se trate, sufra
menoscabo alguno.
Distinción entre inhabilidades (o incapacidades de derecho) e incapacidad de ejercicio (o
incapacidad de hecho)
Las diferencias entre ambas categorías se patentizan cuando se examinan los rasgos que exhiben
sus restricciones. Las inhabilidades se traducen en la falta de aptitud para ser titular de determinadas
relaciones jurídicas. La incapacidad de ejercicio o de hecho consiste en la falta de aptitud del sujeto para
ejercer por sí mismo actos de la vida civil.
Las inhabilidades encuentran su fundamento en razones de índole predominantemente moral e
impiden que ciertas categorías de personas puedan celebrar determinados actos en precisas situaciones
(así los jueces no pueden contratar sobre bienes relacionados con procesos en los que intervienen). Se
instituyen para impedir las incorrecciones en la vida de relación que pueden derivarse de la realización del
acto prohibido. Tales inhabilidades son, por tanto, insubsanables, en cuanto el impedimento no es
susceptible de eludirse.
La incapacidad de ejercicio o de hecho, en cambio, se da razón de una insuficiencia psicofísica del
sujeto sobre el que recae, con el fin de ampararlo e impedir la realización de actos susceptibles de
perjudicarlo. Se trata entonces de una incapacidad remediable. Supone que el incapaz no puede actuar
obrando por sí mismo en la vida de relación. Empero, puede ser titular de los efectos jurídicos de tales
actos por medio del instituto jurídico de la representación, que suple el defecto de capacidad, mediante la
interposición de otra persona que actúa en lugar del incapaz, en su nombre y representación. En otros
supuestos, la incapacidad se subsana con la simple cooperación de otra persona que actúa conjuntamente
en apoyo del incapaz, como ocurre con las hipótesis de capacidad restringida, en especial la inhabilitación
(arts. 43 y 48, CCC).
La diferencia también se muestra respecto a la sanción aplicable cuando se infringe una u otra
incapacidad, cuestión que se analizará luego al desarrollar la nulidad de los actos realizados por incapaces.
INCAPACES DE EJERCICIO
El art. 24 CCC enuncia la nómina de incapaces de ejercicio. Prescribe que son incapaces de
ejercicio: a) la persona por nacer; b) la persona que no cuenta con la edad y grado de madurez suficiente,

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con el alcance dispuesto en la Sección 2ª de este Capítulo; e) la persona declarada incapaz por sentencia
judicial, en la extensión dispuesta en esa decisión".
Personas por nacer
El art. 19 CCC establece que la existencia de la persona humana comienza desde el momento de la
concepción. Le reconoce capacidad a la persona por nacer y, asimismo, dispone que los derechos y
obligaciones del concebido o implantado en la mujer quedan irrevocablemente adquiridos si nace con
vida. Si no nace con vida se considera que la persona nunca existió. Finalmente, establece que el
nacimiento con vida se presume (art. 21 CCC).
De este modo, la persona por nacer puede adquirir bienes, fundamentalmente por vía de donación
o de sucesión mortis causa. En este orden de ideas, el art. 2279 CCC establece que pueden suceder al
causante las personas concebidas en el momento de la muerte del causante que nazcan con vida y las
personas nacidas después de su muerte mediante técnicas de reproducción humana asistida, con los
requisitos previstos en el art. 561 (inc. e). Tales requisitos conciernen a la forma y contenido que debe
reunir el consentimiento que tiene que darse ante el centro de salud interviniente.
Menores.
La razón fundamental de la incapacidad de ejercicio reside en la falta de aptitud del sujeto para
proveer directamente al cuidado de sus propios intereses, debido, ante todo, a una insuficiencia de orden
psicofísico, que no le permite tener clara conciencia del alcance de sus propias acciones.
Es así como la edad desempeña un importante papel en materia de capacidad en el ámbito
patrimonial. La ley, valiéndose de reglas de la experiencia que pueden ser contradichas por la realidad,
prescribe que las personas que no han alcanzado cierta edad carecen de capacidad de ejercicio. Empero,
no se trata de una simple presunción sino de una prescripción que no admite prueba en contrario
i) Capacidad en el ámbito patrimonial
En el ámbito patrimonial, el régimen de capacidad que establecía el Código de Vélez y sus
reformas, ha sido sustancialmente mantenido en el Código Civil y Comercial en sus lineamientos básicos,
que tienen como eje la efectiva protección del menor. En este orden de ideas, el art. 25 del CCC prescribe
que es menor de edad la persona que no ha cumplido dieciocho años. El art. 26 a su vez, dispone que la
persona menor de edad, dada su estatus de incapacidad de ejercicio, ejerce sus derechos a través de sus
representantes legales.
Si bien la regla tiene excepciones, estas se circunscriben a los actos que pueden ejercer por sí los
menores, permitidos por el ordenamiento jurídico, a los cuales se hará mención. Consecuentemente, son
nulos los contratos celebrados directamente por estos incapaces, sin la intervención de sus
representantes, salvo las excepciones expresamente establecidas en la ley.
Entre las excepciones referidas, el Código Civil y Comercial prescribe que, en la representación
voluntaria, el contrato de mandato puede ser conferido a una persona incapaz (art. 1323). Cabe aclarar
que, en estas hipótesis, si bien el mandato obliga frente a los terceros con los que contrató el mandatario
incapaz los menores pueden oponer la nulidad cuando son demandados por inejecución de las
obligaciones o por rendición de cuentas y solo están obligados a la restitución de lo que han convertido en
provecho propio (art. 1323).
ii) Contratos por servicios.
En una reglamentación que no deja de ser confusa, el art.681 del CCC establece lo siguiente: “El
hijo menor de dieciséis años no puede ejercer oficio, profesión o industria, ni obligar a su persona de otra
manera sin autorización de sus progenitores; en todo caso debe cumplirse con las disposiciones de este
Código y de leyes especiales".
El art. 682, a su vez, con el equivocado título de "Contratos por servicios del hijo mayor de dieciséis
años", dispone que "los progenitores no pueden hacer contratos por servicios a prestar por su hijo
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adolescente, para que aprenda algún oficio sin su consentimiento y de conformidad con los requisitos
previstos en leyes especiales”. Cabe señalar que el hijo adolescente es el que tiene entre trece y dieciocho
años, lo que se contradice con el título del precepto.
Finalmente, el art. 683 dispone que: "Se presume que el hijo mayor de dieciséis años que ejerce
algún empleo, profesión o industria, está autorizado por sus progenitores para todos los actos y contratos
concernientes al empleo, profesión o industria. En todo caso debe cumplirse con las disposiciones de este
Código y con la normativa especial referida al trabajo infantil. Los derechos y obligaciones que nacen de
estos actos recaen únicamente sobre los bienes cuya administración está a cargo del propio hijo".
En resumidas cuentas, cabe concluir que los padres no pueden celebrar contratos de servicios a
prestar por sus hijos adolescentes (entre trece y dieciocho años) sin el consentimiento de estos y
observando los requisitos establecidos por las leyes especiales que rigen tales servicios. Si las leyes
especiales así lo permiten, los menores pueden ejercer un empleo, profesión o industria, conforme con lo
que establezca la normativa especial, pues sí así lo hacen, se presume que están autorizados por sus
padres. En tal caso, los hijos tienen la administración de los bienes adquiridos por su trabajo, industria,
profesión o empleo (arts. 683 y 686, inc. a) y los derechos y obligaciones derivados del ejercicio de esos
servicios, recaen exclusivamente sobre tales bienes.
iii) Los contratos de escasa cuantía de la vida cotidiana.
Tales contratos en su mayoría se vinculan con el tráfico en masa y son corrientes en la vida diaria,
como el contrato de transporte, el envío de correspondencia, el acceso a un espectáculo público o la
compra de mercaderías al contado, como golosinas, artículos escolares, revistas, alimentos, etcétera, el
alquiler de una película en un videoclub.
Bajo el Código de Velez se sostuvo que debía reconocérseles capacidad a los menores impúberes
para realizar estos contratos, dada su escasa entidad económica; ellos serían válidos por obra de la
costumbre que los legitima, aunque no exista una norma expresa que los autorice. Se afirmaba que estos
contratos no constituyen actos nulos sino actos perfectamente válidos y legítimos, porque responden a
una necesidad tan ineludible que, aunque el legislador los prohibiera, seguirían cumpliéndose.
Otra postura sostenía en que tales contratos se han multiplicado, responden a necesidades de la
vida diaria y se han impuesto pacíficamente en el tráfico, en cuanto no provocan controversias judiciales
concretas relativas a su validez. Empero, ese hecho no permite atribuirles a los menores impúberes una
capacidad negocial de la que carecen legalmente. Tan solo es dable afirmar que tales negocios,
susceptibles de ser realizados válidamente en forma directa por los representantes de los menores, se
concretan de un modo peculiar en el actual tráfico en masa despersonalizado, con la intervención del
menor en circunstancias que importan una autorización tácita de tales representantes. Cuando estos les
proveen del dinero necesario para que los menores aborden un vehículo del servicio público de transporte
de pasajeros para ir a la escueta o a visitar a un amigo o a un pariente o cuando les proporcionan el
importe suficiente para adquirir una golosina, un artículo escolar o una entrada para una sala de cine a fin
de ver una película propia de la edad, debe reputarse que han autorizado a estos menores para celebrar
tales contratos.
El Código Civil y Comercial, en el art. 684, se refiere a este supuesto de contratos de escasa cuantía
de la vida cotidiana celebrados por los hijos menores. Prescribe que se presumen realizados con la
conformidad de los progenitores, solución que coincide con el temperamento de esta última postura
expuesta, o sea la que afirmaba que la tenencia del dinero por el menor implicaba una autorización tácita
del representante legal del menor.
iv) Menor que ha obtenido un título habilitante.
El Código Civil y Comercial prescribe que "la persona menor de edad que ha obtenido título
habilitante para el ejercicio de una profesión puede ejercerla por cuenta propia sin necesidad de previa
autorizaci6n. Tiene la administración y disposición de los bienes que adquiere con el producto de su
profesión y puede estar en juicio civil o penal por cuestiones vinculadas a ella" (art. 30).
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Se pueden dar así situaciones de menores de 18 años que cuentan con un título secundario
habilitante (vg. Maestro Mayor de Obra) y en función de lo dispuesto por la norma citada tanto podrán
ejercer esa actividad (o sea celebrar contratos de servicios o de obra), como también disponer libremente
de los bienes que adquieran con el producto de su profesión.
Ello implica que en el menor en esa situación coexistirá su patrimonio general –el que deberá ser
administrado por sus padres- y el patrimonio separado que se formará con el producido de su profesión
(que en el derecho romano se llamaba “peculio”), del cual podrán disponer por sí y sin necesidad de
autorización paterna.
v) Los emancipados
En el CCC se prevé una sola forma de emancipación, la que se adquiere por matrimonio, cuando
éste se celebra antes de los dieciocho años (art. 27 CCC). En el Código derogado se admitían dos formas de
emancipación: por matrimonio y por autorización paterna (o dativa).
El emancipado goza de plena capacidad de ejercicio con las limitaciones que la propia norma
estipula. En el CCC se reproducen las restricciones que contenía el régimen derogado y por ello cabe
distinguir entre:
* Limitaciones absolutas, o sea actos que no pueden ser otorgados ni aun con autorización judicial
que son: a) aprobar las cuentas de la tutela y darles finiquito; b) donar bienes recibidos a título gratuito y,
c) afianzar obligaciones.
* Otros actos podrán ser otorgados por el menor emancipado pero deberá solicitar autorización
judicial: disponer a título oneroso de bienes recibidos a título gratuito. En esto el único cambio es que
ahora no se permite suplir la autorización judicial por la del otro cónyuge si fuera menor de edad, situación
que antes contemplaba expresamente el Código derogado.
PERSONAS INCAPACES Y CON RESTRICCIONES A LA CAPACIDAD
Las reglas de la capacidad jurídica se diseñaron para proteger al sujeto por su minoridad, falta de
discernimiento, o por otras situaciones especiales. La regla expansiva en este campo es peligrosa, toda vez
que puede neutralizar al individuo. Los tratados sobre derechos humanos obligaron a repensar el tema, a
utilizar otros instrumentos protectorios diferentes de la incapacidad, y a priorizar la libertad. De tal modo
asistimos a una interpretación cada vez más restrictiva de las limitaciones basadas en la capacidad, y a un
enfoque pro libertatis en todos estos temas.
Este cambio de paradigma recibe ahora, en el CCC, una recepción expresa y amplia en función de
los nuevos principios que se reconocen, a favor de la capacidad y la autonomía y donde las restricciones –
excepcionales- van acompañadas por medidas encaminadas a ayudar o superar esas limitaciones.
Es por ello que las restricciones a la capacidad en general ha tenido en el nuevo CCC un cambio
ciertamente copernicano. Es por ello que corresponde analizar genéricamente las nuevas reglas sobre las
cuales se regula la situación en el nuevo Código, que serán aplicables en materia contractual,
fundamentalmente las que refieren a la actuación en el ámbito patrimonial.
Durante mucho tiempo, el sujeto que era “normal” era considerado “capaz”, y el que se apartaba
de esos criterios, era incapaz. A ese incapaz se le nombraba un representante y se lo neutralizaba en sus
decisiones más importantes. Todo ello apoyado en un lenguaje que cumplía la función de apoyar esos
distingos.
El CCC produce una profunda transformación en la regulación de la persona y, consecuentemente,
en el régimen de capacidad. En ese sentido se aparta totalmente del paradigma tradicional y construye
otro, basado en la existencia de una esfera de la individualidad personal en la que hay derechos
fundamentales y decisiones insustituibles.
Esta mudanza es copernicana, en el sentido de que invierte la carga argumentativa:
• Toda persona se presume capaz y quien argumenta lo contrario debe probarlo;
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• Si hay alguien que tiene restricciones, siempre se refiere a hechos o actos concretos y no es
general;
• Las medidas deben ser encaminadas a ayudarlo a superar esas limitaciones y no a excluirlo.
• Hay una graduación que va desde la capacidad, pasa por la capacidad restringida, y llega —
excepcionalmente— a la incapacidad. El tránsito de un procedimiento al otro está regulado por
parámetros estrictos para garantizar la preservación de los derechos de la persona.
La mayoría de los supuestos que, antes eran de incapacidad, ahora serán de capacidad restringida
y enfocados en la recuperación de la autonomía; si ello no se lograra o no fuera posible, cabe la
declaración de incapacidad.
La incapacidad absoluta se encuentra prevista exclusivamente para el caso de las personas por
nacer (cfr. art. 24, inc. a), por lo que, en los demás casos, se trata siempre de la incapacidad relativa.
La incapacidad solo procederá cuando “la persona se encuentre absolutamente imposibilitada de
interaccionar con su entorno y expresar su voluntad por cualquier modo, medio o formato adecuado y el
sistema de apoyos resulte ineficaz” (art. 32, último párrafo). O sea que la incapacidad constituye una
situación ciertamente excepcional y apunta fundamentalmente a aquellas personas en estado vegetativo,
sin posibilidad alguna de comunicarse. Todos los supuestos que en el Código derogado autorizaban a la
declaración de insania (esquizofrenia, síndrome de Down, Alzheimer, etc) configuran ahora restricciones a
la capacidad y no son incapaces.
Para determinar que la persona está imposibilitada de relacionarse con su entorno, es necesario
identificar obstáculos que puedan ser eliminados y que no tienen que ver con su incapacidad. Por eso se
exige que el juez entreviste personalmente al interesado y asegure la accesibilidad y los ajustes razonables
(art. 35), lo que implica que a la persona se le hayan facilitado la comprensión o la interacción.
Es importante señalar que, aun en estos supuestos excepcionales en los que la incapacidad es
declarada, el propósito no es sustituir indefinidamente a la persona, para lo cual resultan relevantes tres
aspectos:
• La sentencia debe determinar la extensión y el alcance de la restricción y especificar las
funciones y los actos que se limitan (art. 28).
• Deben designarse personas de apoyo o, en última instancia, para la declaración de incapacidad,
curadores (art. 38).
• La sentencia es revisable en cualquier momento (art. 40).
En el ámbito de la capacidad para contratar, o sea actos de naturaleza patrimonial, el nuevo
régimen se ordena del siguiente modo:
a) La persona con capacidad restringida es capaz de hecho y puede ejercer por sí misma sus
derechos, con las limitaciones que le fije la sentencia judicial (art. 23 CCC). Por ello si el respectivo
pronunciamiento ha establecido que el acto (contrato) de que se trate se encuentra sujeto a restricción,
señalando las personas que deben intervenir y su modo de actuación, el mismo no podrá ser válidamente
celebrado sin el cumplimiento de los señalados recaudos (art. 44 CCC)
b) Si se trata del supuesto excepcional de una persona declarada incapaz – que como vimos será
imposibilitada absolutamente de interaccionar con su entorno y expresar su voluntad de cualquier modo,
medio o formato adecuado- no podrá celebrar los actos que el juez ha determinado en la sentencia, lo
cuales solo podrán ser otorgados a través de su curador.
Los inhabilitados
La Ley 17.711 incorporó al Código Civil la categoría de los inhabilitados (art. 152 bis, Cód. Civ.). Los
supuestos previstos aludían a la embriaguez habitual, al uso de estupefacientes, a los disminuidos en sus
facultades mentales y a los pródigos. No eran incapaces, sino personas limitadas en sus poderes de
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disposición. Podían realizar actos de administración, salvo una limitación expresa surgida de la sentencia
de inhabilitación. En cuanto a los actos de disposición, necesitaban de la conformidad del curador, la que
podía ser suplida judicialmente en caso de que hubiere una negativa injustificada. El acto sin autorización
era nulo de nulidad relativa.
El CCC –art. 48- redujo los supuestos de inhabilitación al pródigo. Las otras categorías quedarían
comprendidas dentro de las personas con capacidad restringida y sujetas al respectivo régimen legal. La
situación prevista –prodigalidad- alude a quienes, en la gestión de sus bienes, expongan a su cónyuge,
conviviente, o a sus hijos menores de edad o con discapacidad, a la pérdida de su patrimonio. Uno de los
supuestos habituales de prodigalidad se da en la llamada “ludopatía” o sea personas cuya adicción al juego
las lleva a poner en peligro el patrimonio familiar.
En el pródigo la declaración de inhabilitación importa la designación de un apoyo que debe asistir al
inhabilitado en el otorgamiento de actos de disposición entre vivos y los demás actos que el juez fije en la
sentencia (art. 49). O sea que el inhabilitado tiene plena capacidad para realizar actos de administración
(salvo que el juez se los prohíba en la sentencia de inhabilitación) y actos mortis causa (vg. testamento).
Para los actos de disposición entre vivos deberá contar con el asentimiento del apoyo designado.
Aunque la norma no lo dice en modo expreso si hay controversia entre el inhabilitado y el apoyo
respecto a la conveniencia de realizar un acto determinado, la cuestión debe ser dirimida por el Juez.
NULIDAD DE LOS ACTOS REALIZADOS POR INCAPACES DE EJERCICIO
Naturaleza de la nulidad.
La sanción de los actos realizados por los incapaces de ejercicio es la nulidad. Dicha nulidad tiene los
rasgos inequívocos de la nulidad relativa, pues la ley impone esta sanción en protección del interés de los
incapaces (art. 386, CCC). El carácter relativo de la nulidad implica que deba considerarse confirmable,
prescriptible y debe ser declarada a pedido de la parte en cuyo beneficio fue establecida.
Legitimados para alegar la nulidad.
Esta nulidad solo puede ser solicitada, ante todo, por las personas en cuyo beneficio se establece (art.
388, CCC) esto es, por el incapaz -cuando tenga capacidad para promover este reclamo- o por sus
representantes o sucesores.
Cabe agregar que, conforme con lo dispuesto por el art. 388 CCC, en los supuestos de la nulidad
relativa, no solo está legitimada para alegarla la persona en cuyo beneficio se establece, sino, excepcional
mente, también puede ser invocada por la otra parte, cuando es de buena fe y ha experimentado un
perjuicio importante. En el caso anteriormente expuesto, por consiguiente, dándose estas condiciones la
contraparte del incapaz, podría optar por solicitar la nulidad deI contrato, amén, en su caso, del derecho
de oponer la excepción de dolo, conforme se señalará a continuación.
Excepción de dolo
El Código Civil y Comercial reitera la regla que contenía el derogado art. 1166 del CC, en el sentido
que la parte que obró con incapacidad de ejercicio para el acto, no puede alegar la nulidad si obró con dolo
(art. 388, in fine, CCC). Se prevé, pues, una causa excepcional de exclusión de la nulidad cuando el incapaz
se ha valido de un comportamiento doloso para inducir a la otra parte a celebrar el contrato.
El dolo al que se refiere el artículo, es el caracterizado como vicio de la voluntad por el art. 271 del
CCC. Consiste, pues, en maniobras del incapaz tendientes a engañar y ocultar la verdad, provocando un
error en la contraparte, precisamente, sobre la situación de incapacidad que afecta al autor de la actividad
dolosa (por ejemplo exhibe un DNI adulterado para pasar por mayor de edad).
Ese dolo con el cual se genera en la parte capaz una confianza fundada acerca de la regularidad del
contrato, constituye un acto ilícito del incapaz, al cual la ley impone como sanción la exclusión de la
procedencia de la nulidad y, consecuentemente, la validez del contrato celebrado por el incapaz.

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Ahora bien, esta excepción tiene como primera condición, ante todo, que el acto ilícito configurado
por la actividad dolosa pueda ser imputado al incapaz; ello presupone que este tenga discernimiento, pues
en caso contrario resultaría contradictorio atribuirle dolo alguno. Cuando se trata de menores, si se
advierte que se trata de un proceder ilícito, carecen de discernimiento los menores de diez años (art 261,
inc. b, CCC).
Además, el dolo debe reunir los requisitos establecidos en el art. 272 del CCC. Por tanto, debe ser
esencial, esto es grave, determinante de la voluntad, causar un daño importante y no haber dolo de ambas
partes. No es grave cuando no resulta apto para engañar a quien lo padece. Por esa razón, el derogado
art.1166 del CC excluía cuando el dolo pudiera consistir en la "ocultación de la incapacidad". Debía
entenderse por tal la simple ocultación, que se traduce en mera aserción de tener capacidad o en silenciar
la incapacidad, sin que se emplee ningún artificio o engaño destinado a aparentar la condición de que se
carece.
Efectos de la nulidad por incapacidad
La nulidad tiene por regla un efecto retroactivo: vuelve las cosas al mismo o igual estado en que se
hallaban antes del acto anulado y las partes deben restituirse mutuamente todo lo que hayan percibido o
recibido en virtud o por consecuencia del acto anulado (art. 390, CCC).
Esta regla tiene una limitación en los supuestos de nulidad de un contrato celebrado por un
incapaz de ejercicio, consignada en el art. 1000 del CCC: "Declarada la nulidad del contrato celebrado por
la persona incapaz o con capacidad restringida, la parte capaz no tiene derecho para exigir la restitución o
el reembolso de lo que ha pagado o gastado, excepto sí el contrato enriqueció a la parte incapaz o con
capacidad restringida y en cuanto se haya enriquecido".
LAS INHABILIDADES PARA CONTRATAR
Se ha aclarado que la capacidad de derecho puede tener restricciones y el sentido que ellas tienen.
Dichas restricciones reciben el nombre de inhabilidades en el Código Civil y Comercial. Tales restricciones
están establecidas de manera general en el art. 1002 CCC, en el sentido que se aplican a cualquier tipo de
contratos, típicos o atípicos. Ese es el sentido del citado art. 1002 –o sea establecer inhabilidades
genéricas- aun cuando el título de la norma aluda incorrectamente a “Inhabilidades especiales”. Las
inhabilidades especiales en sentido estricto son aquellas que están previstas en las disposiciones especiales
de los diferentes contratos, tal como lo dispone el art. 1001 CCC.
Las inhabilidades para contratar impiden hacerlo en interés propio y ajeno. Además, los contratos
cuya celebración esté prohibida a determinados sujetos, tampoco pueden ser concluidos por interpósita
persona, agrega el citado art. 1001, o sea simulando su transmisión a un testaferro del sujeto a quien
alcanza la prohibición legal.
Inhabilidades especiales
Como ejemplos de inhabilidades especiales tenemos el art. 689 del CCC: "Los progenitores no
pueden hacer contrato alguno con el hijo que está bajo su responsabilidad, excepto lo dispuesto para las
donaciones sin cargo previstas en el art. 1549". Asimismo conforme prescribe el precepto, dichos
progenitores "no pueden, ni aun con autorización judicial, comprar por si ni por persona interpuesta,
bienes de su hijo ni constituirse en cesionarios de créditos, derechos o acciones contra su hijo; ni hacer
partición privada con su hijo de la herencia del progenitor prefallecido, ni de la herencia en que sean con él
coherederos o colegatarios; ni obligar a su hijo como fiadores de ellos o de terceros". En el contrato de
donación, el art.1550 del CCC prescribe que los tutores y curadores no pueden recibir donaciones de
quienes han estado bajo su tutela o curatela antes de la rendición de cuentas y pago de cualquier suma
que les adeuden.
Inhabilidades generales
Acorde ya se señalara el art. 1002 del CCCN enuncia una serie de inhabilidades generales. Prescribe
que: "No pueden contratar en interés propio:
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a) los funcionarios públicos, respecto de bienes de cuya administración o enajenación están o han
estado encargados;
b) los jueces, funcionarios y auxiliares de la justicia, los árbitros y mediadores, y sus auxiliares,
respecto de bienes relacionados con procesos en los que intervienen o han intervenido;
c) los abogados y procuradores, respecto de bienes litigiosos en procesos en los que intervienen o
han intervenido;
d) los cónyuges, bajo el régimen de comunidad, entre sí".
Los albaceas, que no son herederos, tampoco pueden celebrar contratos de compraventa sobre los
bienes de las testamentarías que estén a su cargo".
Naturaleza de la nulidad.
Las inhabilidades plantean la cuestión de determinar la naturaleza de la nulidad cuando se
quebrantan las prohibiciones.
En las que incluyen a los funcionarios públicos, o sea la hipótesis del inc. a) del art. 1102, o a los
jueces, auxiliares y funcionarios de la justicia -inc. b) del art. 1102-, corresponde sostener que la violación
de la prohibición, origina su nulidad absoluta, porque fundamentalmente está comprometida en la sanción
la tutela de valores que conciernen directamente al orden público. En el primer caso, se trata de la
protección de los bienes estatales y de la necesidad de asegurar la honestidad, rectitud y conducta ética de
los agentes y funcionarios públicos. En el segundo supuesto, la prohibición se vincula con el interés de
garantizar la recta administración de justicia y de preservar el decoro y la imagen de quienes participan en
tal cometido, evitando las desviaciones susceptibles de desvirtuarlo.
En las demás hipótesis expuestas, corresponde inclinarse a considerar que la nulidad es relativa.
Con la prohibición de los contratos entre representantes legales e incapaces, se persigue,
primordialmente, resguardar los intereses de estos últimos. En el caso de abogados y procuradores
respecto de los bienes litigiosos en procesos en que intervienen o han intervenido, las razones de orden
público ceden terreno para adquirir prevalencia la protección delos intereses de las personas que deben
defender. Respecto de los albaceas, el interés protegido principalmente es el de los herederos y legatarios
a quienes se pretende poner a cubierto del riesgo de conflicto de intereses, cuando es el propio ejecutor
testamentario quien adquiere los bienes que debe salvaguardar.
Esto implica que en los supuestos enunciados en último término, la nulidad al ser relativa permitirá
la confirmación del acto por el afectado y no podrá ser declarada de oficio por los jueces. También será
prescriptible.
2. EL OBJETO DEL CONTRATO
El contrato es un acto jurídico y constituye un instrumento de autodeterminación mediante el cual
las partes disciplinan sus relaciones recíprocas y se dan a sí mismas reglas que constituyen un precepto de
autonomía privada. En ese ámbito debe ubicarse el tema del objeto del contrato.
El contenido del contrato, intrínsecamente considerado, es esa reglamentación de intereses que
las partes entienden actuar en el complejo de sus relaciones negociales. El contrato tiene un contenido
reglamentario consistente en la voluntaria formulación de un precepto de autonomía privada.
La voluntad contractual se articula en una serie de determinaciones que constituyen las
mencionadas reglas y que reciben el nombre de cláusulas, pactos o condiciones.
Antecedentes. Diversas teorías sobre el objeto del contrato
i) Teorías que niegan que el contrato tenga objeto.
Ha predominado en Francia la tesis según la cual, habida cuenta la concepción del contrato como
una convención que solo crea obligaciones, el mismo no cuenta con objeto propio, sino que tan solo
produce efectos. Son esas obligaciones, consecuencia del contrato, las que tienen un objeto. Por ello el
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objeto de cada una de dichas obligaciones, la prestación prometida, es lo que debe considerarse, en
definitiva, objeto del contrato.
ii) Las cosas y los servicios como objeto del contrato:
Según esta teoría las cosas (bienes) o hechos (servicios) a que el contrato refiere constituyen el
objeto del contrato. En la doctrina nacional se sostuvo esta postura con fundamento en el derogado art.
953 del Código de Vélez, aplicable a los contratos en función de la remisión dispuesta por el art. 1167.
Desde esa óptica el objeto de un contrato de compraventa sería la cosa vendida y el precio pagado. En un
contrato de locación, la cosa sobre la que recae el uso y goce y el alquiler pagado por ello. En los contratos
de depósito, mutuo y comodato, las cosas que se depositan o prestan. En el mandato, el servicio que el
mandatario debe prestar.
En suma, para esta teoría el objeto de los contratos está constituido por su materia, es decir por
los hechos (positivos o negativos) y los bienes (cosas y derechos)
La crítica que se realiza a esta teoría es que no puede explicar cuál es el objeto de determinados
contratos donde no refieren a cosas o hechos sino a derechos subjetivos a la trasmisión de un poder
jurídico. Entonces, en una cesión de créditos, ¿cuál sería el objeto si el contenido del acuerdo refiere al
derecho subjetivo materia del crédito cedido? Lo mismo ocurre con los contratos preliminares, donde su
contenido refiere al poder jurídico o derecho subjetivo a obtener el otorgamiento del contrato definitivo.
iii) La prestación como objeto del contrato:
Esta tesis es sostenida en el derecho italiano en atención a que las disposiciones del Código Civil de
1942 autorizan a suponer que fue la adoptada por ese ordenamiento. Según ella el objeto del contrato
serían las prestaciones a que el mismo refiere, o sea la conducta o comportamiento a observar por el
deudor en vista de un interés del acreedor.
O sea que en una compraventa o arrendamiento el objeto no es ya la cosa y el precio –como lo
sostenía la teoría analizada en el punto i)- sino el comportamiento del vendedor o del locador destinado a
entregar la cosa y el comportamiento del comprador o locatario dirigido de pagar el precio.
Se ha criticado esta teoría pues termina por confundir el objeto de la obligación con el objeto del
contrato. La prestación es objeto de la obligación pero no puede ser convertida en objeto del contrato que
constituye una realidad diferente.
iv) El objeto como contenido del contrato:
Mosset Iturraspe, en el contexto del Código de Vélez, sostuvo que el objeto del contrato estaba
constituido por el contenido concreto e integral del acuerdo, variable hasta el infinito en función del
principio consensualista. Esta postura, que identifica el objeto del contrato con su contenido, ha sido
también desarrollada por la doctrina española. Propugna que el objeto es la materia sobre la que incide el
contrato, la realidad social acotada, programada y moldeada por las partes contratantes. Esa materia, que
constituye un quid externo al contrato, es multiforme y admite las más diversas variaciones. Para englobar
esa compleja realidad en un concepto unitario se piensa que dicha materia que involucra los intereses de
las partes representa un bien, expresión que designa aquella realidad susceptible de utilidad y valor.
Según esta teoría, desarrollada en España por Diez Picazo y De Castro, el objeto del contrato sería
la unidad pasiva de referencia, la realidad sobre la que el contrato incide. En suma, la materia social
afectada, la realidad social acotada como base.
Su tratamiento en el Código Civil y Comercial
Al legislar sobre el objeto de los actos jurídicos, el Código Civil y Comercial, en el art. 279,
prescribe: “El objeto del acto jurídico no debe ser un hecho imposible o prohibido por la ley, contrario a la
moral, a las buenas costumbres, al orden público o lesivo de los derechos ajenos o de la dignidad humana.
Tampoco puede ser un bien que por un motivo especial se haya prohibido que lo sea”. A su vez, al
momento de regular sobre el objeto del contrato, en el Capítulo 5, del Título ll, del Libro Tercero, el art.
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1003 CCC también declara aplicable lo dispuesto al tratar el objeto del acto jurídico. El art. 1004, no
obstante, reproduce lo establecido por el art.279 transcripto, con el agregado en el sentido que cuando el
objeto incluya derechos sobre el cuerpo humano, se aplican los arts. 17 y 56.
Para cerrar este enfoque, el art. 1003 enuncia los caracteres que debe reunir el objeto del
contrato: '' Debe ser lícito, posible, determinado o determinable, susceptible de valoración económica”.
Se ha señalado (HERNANDEZ) que el CCC adopta un conjunto de reglas que brindan ahora una
mayor claridad y que despejan las dudas existentes en el régimen anterior, por cuanto:
i) La remisión expresa efectuada por el art. 1003 permite aplicar a los contratos lo dispuesto en el
art. 279 CCC. Este último, aunque carece de una definición del objeto de los actos jurídicos, solo refiere a
“hechos” y “bienes”, y de modo concordante las normas del Capítulo 5, dan cuenta de diferentes
situaciones relativas a ellos. Aparecen expurgadas todas las referencias a las “obligaciones” y las
“prestaciones” presentes en el Código de Vélez. Por tanto, el CCC busca despojarse de los debates que
signaron al objeto, adoptando una postura práctica y cómoda al lenguaje.
ii) El CCC no desconoce que la materia sobre la cual reposa el consentimiento refiere a una
operación económica, para cuya regulación consagra un conjunto de reglas convencionales, que tienen un
innegable valor.
iii) Diferencia el objeto del contrato del interés patrimonial de los contratantes. La parte final del
art. 1003 afirma que el objeto “debe corresponder a un interés de las partes, aun cuando éste no sea
patrimonial”.
REQUISITOS DEL OBJETO
Según lo preceptuado por el art. 1003 CCC el objeto del contrato debe ser lícito, posible,
determinado o determinable y susceptible de valoración económica. Analizaremos separadamente los
mencionados requisitos.
A) POSIBILIDAD.
El objeto debe ser posible tanto desde un punto de vista material como desde una perspectiva
jurídica.
Posibilidad material
La primera posibilidad es de orden físico y se excluye por causas imputables a las leyes de la
naturaleza o a las limitaciones de las aptitudes humanas.
En las prestaciones de dar la posibilidad material se vincula con la existencia de ellos; no se da, ya
sea porque las cosas no tienen existencia actual o porque no se concibe su existencia futura. En este orden
de ideas, el derogado art. 1172 del CC prescribía que ''son nulos los contratos que tuviesen por objeto la
entrega de cosas como existentes, cuando estas aún no existan, o hubieren dejado de existir''.
El Código Civil y Comercial, si bien prevé como una de las características del objeto su posibilidad,
no contiene una norma general al respecto, como el art. 1172 del C.C. Sin embargo, no cabe duda que la
solución es la misma. Lo dicho se demuestra con la aplicación especial de la regla prevista en el art. 1130
CCC, con relación al contrato de compraventa: "Si la venta es de cosa cierta que ha dejado de existir al
tiempo de perfeccionarse el contrato, este no produce efecto alguno ''. No pueden prometerse, por tanto,
como existentes, bienes que aún no existen o que hubieren dejado de existir como un animal muerto o
una cosa que está destruida al momento de la celebración del contrato o que ha desaparecido porque ha
sido robada. El contrato en este caso será nulo.
En los casos en que el bien haya dejado de existir parcialmente, debe generalizarse la solución
contenida para la compraventa en el párr. 2º del art. 1130: el adquirente puede demandar la parte
existente con reducción del precio.

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Cuando las prestaciones consisten en un hacer, los hechos también deben ser posibles desde el
punto de vista material. Los ejemplos clásicos, tocar el cielo con las manos, desagotar el agua del mar,
cruzar el océano a nado, estar en dos lugares al mismo tiempo, solamente sirven a los fines puramente
didácticos, en cuanto la aceptación de promesas de esas características no podría servir de sustento a la
existencia de un contrato, porque, de por sí, no revelan la intención seria de obligarse. Un ejemplo de un
supuesto de imposibilidad de este tipo es prometer un resultado que ya se ha producido, como obligarse a
desencallar un buque, cuando ya ha desencallado por causas naturales.
Bienes futuros. Respecto a las prestaciones que tienen por objeto bienes, no es imprescindible que
estos tengan una existencia actual. Es suficiente, por vía de regla, que tengan posibilidad de existencia. El
art. 1007 del CCC, dispone que los bienes futuros pueden ser objeto de los contratos. Las prestaciones de
bienes futuros pueden ser objeto de contrato, en la medida en que se prometen como tales.
Un bien es futuro, cuando su existencia posible depende ya sea del desenvolvimiento propio de
causas naturales -se vende una cosecha o la cría de animales, por ejemplo-, o bien depende de la actividad
humana, identificándose como un resultado de ella.
La promesa de transmitir bienes futuros está subordinada a la condición de que lleguen a existir,
salvo que se trate de contratos aleatorios (art. 1007 CCC).
Posibilidad jurídica
Las prestaciones referidas a cosas no solo requieren la existencia material de estas o su posibilidad
de existir, sino también que quien promete tales prestaciones tenga la titularidad jurídica, esto es, la
facultad de transferir derechos sobre ellas. Tal posibilidad jurídica configura una hipótesis de legitimación.
En este orden de ideas, quien no es propietario de una cosa puede ser titular de un derecho que le
permita darla en locación; así ocurre con el usufructuario, con el locatario o con el tomador de un leasing.
A su vez, el dador de un leasing puede no ser el propietario de la cosa o del derecho que constituye su
objeto, cuando tenga la facultad jurídica de hacerlo o esté investido de un título jurídico que lo habilite a
celebrar el contrato.
i) Bienes ajenos
Sin embargo, más allá de estos supuestos, es admisible que los bienes ajenos sean objeto de los
contratos. El art. 1008 del CCC prescribe: "Los bienes ajenos pueden ser objeto de los contratos. Si el que
promete transmitirlos no ha garantizado el éxito de la promesa, solo está obligado a emplear los medios
necesarios para que la prestación se realice y, si por su culpa, el bien no se transmite, debe reparar los
daños causados".
La norma prevé el supuesto de que dichos bienes ajenos sean contratados como tales. En tal
supuesto la obligación asumida por el promitente puede ser de medio o de resultado. Ordinariamente se
reputa de medios, salvo que el promitente garantice el éxito de la promesa. En el primer caso el
promitente estará obligado a emplear los medios necesarios para realizar la prestación y solo responde si
la no entrega es imputable a su culpa. En la segunda hipótesis, cuando garantiza el éxito de la promesa,
responde de los daños y perjuicios cuando dicha promesa no se cumple.
Sin embargo no es legítimo contratar sobre los bienes ajenos como propios. De allí que el art.
1008, in fine, agregue que el que ha contratado sobre bienes ajenos como propios, es responsable por los
daños si no hace entrega de ellos.
ii) Bienes litigiosos, gravados o sujetos a medidas cautelares
El art.1009 del CCCN dispone: "Los bienes litigiosos, gravados, o sujetos a medidas cautelares,
pueden ser objeto de los contratos, sin perjuicio de los derechos de terceros".
Estos bienes están dentro del comercio y pueden ser objeto de contrato. Empero, dada la situación
en que se encuentran, la parte que pretenda adquirir derechos sobre estas cosas puede quedar expuesta a
sufrir las consecuencias de la situación o de los gravámenes o embargos que las afectan. Por ende, pueden
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ser objeto de los contratos en tanto y en cuanto el promitente no oculte la condición en que se
encuentran. En caso contrario, cuando el promitente contrata de mala fe sobre esos bienes, como si
estuviesen libres, debe reparar los daños causados a la otra parte, si esta ha obrado de buena fe (art. 1009,
segundo párrafo, CCC).
iii) Idoneidad
A la par de ser posible materialmente, el objeto debe también serlo desde un punto de visto
jurídico, exigencia cuyo deslinde del requisito de la licitud no es siempre nítido ni aceptado, existiendo la
tesis de que se encuentra absorbida por este y se confunde con él.
En mérito a ello, en la mayoría de los supuestos la inidoneidad jurídica y la ilicitud confluyen para
determinar lo que genéricamente configura la ilicitud.
vi) La herencia futura
Otro supuesto de imposibilidad jurídica es el que se vincula con la herencia futura, la que no puede
constituir objeto de un contrato. Como ya ha sido aclarado, dentro del Código Civil el contrato no es un
negocio idóneo para disciplinar aspectos vinculados con la sucesión mortis causa. A esos fines el acto
jurídicamente previsto es el testamento, o sea un acto jurídico unilateral y mortis causa.
El Código Civil y Comercial sienta la regla general en el art. 1010, primer párrafo: “La herencia
futura no puede ser objeto de los contratos ni tampoco pueden serlo los derechos hereditarios eventuales
sobre objetos particulares, excepto lo dispuesto en el párrafo siguiente u otra disposición legal expresa”.
A su vez, la norma citada en su párr. 2° establece la siguiente excepción: "Los pactos relativos a una
explotación productiva o a participaciones societarias de cualquier tipo, con miras a la conservación de la
unidad de la gestión empresarial o a la prevención o solución de conflictos, pueden incluir disposiciones
referidas a futuros derechos hereditarios y establecer compensaciones en favor de otros legitimarios. Estos
pactos son válidos, sean o no parte el futuro causante y su cónyuge, si no afectan la legítima hereditaria,
los derechos del cónyuge, ni los derechos de terceros".
Esta excepción no estaba contenida en el Código de Vélez y responde a las nuevas orientaciones
tendientes a proteger la empresa familiar. El fallecimiento del titular de una empresa industrial, comercial
o agropecuaria y la sucesión posterior entres sus varios herederos forzosos (cónyuge e hijos) genera
muchas veces su disolución o la imposibilidad de continuarla. Por ello el nuevo CCC admite los pactos
dirigidos a preservar ese emprendimiento empresarial y que no estarían alcanzados por la nulidad que
afecta a los contratos sobre herencia futura. La nueva norma se encarga de dejar a salvo la legítima
hereditaria, los derechos del cónyuge supérstite y eventualmente de los terceros.
v) Elementos constitutivos del ser de las personas
No pueden constituir materia contractual los elementos constitutivos del ser de las personas, que
se encuentran excluidos del tráfico jurídico, por encima de sus convenciones, como son la paternidad, la
filiación, el estado, la libertad, el honor, el propio cuerpo. Todo ello no se vende, no se regala ni se presta.
vi) Actos de disposición del propio cuerpo
La persona humana tiene sobre su propio cuerpo un derecho a la personalidad que se deriva del
derecho a la vida y a la integridad física. Este derecho tiene una manifestación en los denominados actos
de disposición sobre el propio cuerpo. En este orden de ideas, el art. 17 CCC, establece:" Los derechos
sobre el cuerpo humano o sus partes no tienen un valor comercial, sino afectivo, terapéutico, científico,
humanitario o social y solo pueden ser disponibles por su titular siempre que se respete alguno de esos
valores y según lo dispongan las leyes especiales".
Ante todo, es de señalar que el cuerpo no constituye una cosa en sentido jurídico y, por tanto, no
puede constituir objeto de un contrato, aun cuando se trate de partes renovables como la leche, la sangre
o los cabellos. Mientras estas partes no estén separadas, el negocio jurídico que pueda tenerlas por objeto
carece de eficacia y es esencialmente revocable.
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Partes renovables. La sangre. Los gametos. Maternidad subrogada. Una vez separadas, las partes
renovables pueden transformarse en cosas que están en el comercio, de modo que se las habilita para ser
objeto de un negocio jurídico eficaz y exigible, siempre que no exista una reglamentación legal que
disponga lo contrario.
Este tratamiento legal se da con respecto a la sangre, cuya dación está regulada por la ley 22.990,
que prevé su gratuidad (arts. 15 y 43), salvo casos excepcionales de grave emergencia, supuestos en los
cuales podrá fijarse una retribución uniforme, en todo el país, por un plazo no mayor de treinta días. El
receptor no deberá efectuar pago alguno (art. 52) y la extracción debe ser realizada en bancos de sangre
legalmente autorizados (art. 15).
Tratamiento especial merecen los elementos renovables que configuran los gametos: el óvulo o el
esperma humanos. Existe la tendencia afianzada a considerar los bienes extrapatrimoniales, una
prolongación de los derechos de la personalidad se vinculan con el ser y no con el tener, que están fuera
del comercio y no son susceptibles de constituir objeto de un contrato. Las cuestiones a que pueden dar
lugar su dación o su utilización, si procedieren, son enteramente extrañas al ámbito contractual, y deben
ser regidas por leyes especiales.
Igualmente acaece con el acto de disposición del propio cuerpo denominado "alquiler de útero'',
para que en él sea implantado un embrión, es decir, el supuesto de maternidad subrogada. Tampoco
constituye un contrato, porque el cuerpo humano está fuera del comercio y no es susceptible de que
importe el objeto de un negocio de esta índole.
Partes no renovables. Ablación y trasplantes de órganos. Con respecto a las partes no renovables,
el art. 56 del CCC, prescribe: “Están prohibidos los actos de disposición del propio cuerpo que ocasionen
una disminución permanente de su integridad o resulten contrarios a la ley, la moral o las buenas
costumbres, excepto que sean requeridos para el mejoramiento dela salud de la persona, y
excepcionalmente de otra persona, de conformidad a lo dispuesto en el ordenamiento jurídico. La ablación
de órganos para ser implantados en otras personas se rige por la legislación especial. El consentimiento
para los actos no comprendidos en la prohibición establecida en el primer párrafo no puede ser suplido, y
es libremente revocable”.
La legislación vigente prevé la posibilidad de la ablación de órganos y material anatómico humano
para su implantación. Sobre el particular, la ley 24.193 dispone que puede hacerse, excepcionalmente, en
vida del dador, quien podrá autorizarla, si es capaz mayor de dieciocho años y el receptor es pariente o
cónyuge en los grados que la ley determina. También se prevé la ablación después de la muerte del dador.
En todos los casos esta esta autorización puede ser revocada libremente y está prohibido todo tipo de
contraprestación. Como se ve toda esta regulación es ajena al ámbito contractual pero referir, en
definitiva, de derecho extrapatrimoniales como lo son los derechos personalísimos o de la personalidad.
B) DETERMINACIÓN
Así como la posibilidad se relaciona con la existencia del objeto, la determinación refiere a la
individualización de este, lo que supone que pueda ser precisado tanto en su calidad como en su cantidad.
Bienes ciertos.
El requisito se observa, primordialmente, en función de las cosas objeto de las prestaciones.
Cuando se trata de una cosa cierta, tal cuadro, tal caballo, tal inmueble, tal automóvil, la determinación se
concreta entonces con la mera designación de la cosa, en cuanto tales cosas ciertas se caracterizan por su
individualidad.
Bienes de especie o de género.
Cuando el objeto se refiere a bienes de especie o de género, dispone el art. 1005 del CCC que estos
deben estar determinados en su especie o género, aunque no esté determinada su cantidad, si esta es
determinable. Como corolario del precepto, existe indeterminación, por ejemplo, si se vende “un animal”
o una cantidad “de cereal”, pero mediará determinación si se vende un caballo o una cierta cantidad de
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trigo. En este supuesto, la elección del bien (por ejemplo, cual caballo de entre los varios que posee el
vendedor) corresponde al de deudor, excepto que lo contrario resulte de la convención de las partes; dicha
individualización puede ser hecha sobre un bien de calidad media y puede ser hecha mediante
manifestación de voluntad expresa o tácita (art. 762 CCC).
Determinabilidad del objeto.
El objeto debe ser determinado o determinable. Es determinable cuando las partes indican los
elementos en base a los cuales debe verificarse la determinación. Cuando dichos elementos consisten en
datos o factores extrínsecos al contrato, se habla en la doctrina de determinación per relationem. Por
ejemplo, se obliga a pagar por la adquisición de un toro de raza el mismo precio que se obtenga por el toro
de raza premiado en una determinada exposición rural, o un precio fijado según la cotización de la bolsa en
una determinada fecha.
La determinación del objeto por un tercero.
Un particular supuesto de determinación es cuando las partes pactan que la determinación del
objeto sea hecha por un tercero. El art. 1006 CCC prescribe al respecto que en caso de que el tercero no
realice la determinación, esta resulte imposible o el tercero no haya observado los criterios expresamente
establecidos por las partes o por los usos y costumbres, puede recurrirse a la determinación judicial,
petición que debe tramitar por el procedimiento más breve que prevea la legislación procesal.
Determinación legal.
También existen normas dispositivas destinadas a completar la determinación del objeto de un
contrato, supliendo, de este modo, la omisión en que incurren los interesados. Así en el contrato de
compraventa de muebles, cuando el precio no ha sido señalado ni expresa ni tácitamente, ni se ha
estipulado un medio para determinarlo, se considera que las partes han hecho referencia al precio
generalmente cobrado en el momento de la celebración del contrato para tales mercaderías, vendidas en
circunstancias semejantes, en el tráfico mercantil de que se trate (art. 1143, CCC). En el contrato de
locación de obra, cuando el precio no está determinado por el contrato, la ley o los usos, corresponde que
sea determinado por decisión judicial (art. 1255 CCC).
Con las salvedades expuestas, la falta de determinación del objeto lleva a la nulidad del contrato.
C) LICITUD
Otro requisito del objeto es la licitud, exigido explícitamente por los arts. 279 y 1004 CCC. Se
establece que no pueden ser objeto del contrato los hechos que están prohibidos por las leyes, son
contrarios a la moral, al orden público, a la dignidad de la persona humana, o lesivos de los derechos
ajenos. Ya se señaló que en general se identifica la ilicitud del objeto del contrato con su inidoneidad
jurídica.
El contrato tiene como objeto un hecho ilícito cuando la conducta que constituye su materia o
realidad está prohibida por la ley.
De allí que constituyen supuestos de negocios de objeto ilícito aquellos en que se prometen
servicios profesionales para los cuales se carece de título habilitante (ejercicio ilegal de la medicina, de la
abogacía o de cualquier profesión que requiera alguna habilitación), el contrato en el que se compromete
a realizar una tesis o monografía para ser presentada como propia en un concurso o posgrado.
D) PATRIMONIALIDAD
Otro requisito del objeto del contrato es su patrimonialidad. Este carácter es consecuencia de la
función que le incumbe al contrato como negocio jurídico y que se desprende de su contenido. El contrato,
según se ha visto, es un acto jurídico destinado a disciplinar relaciones jurídicas patrimoniales de los
interesados (art. 957 CCC).
Las prestaciones, ventajas y bienes que conforman el objeto del negocio deben ser susceptibles de
valoración económica. El contrato es un instrumento técnico jurídico de colaboración económica entre los
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sujetos; representa, por ende la vestimenta jurídica de operaciones económicas. En este orden de ideas el
art. 1003 CCC prescribe que el objeto del contrato debe ser susceptible de una valoración económica y
corresponder a un interés de las partes, aunque no sea patrimonial.
Respecto al requisito de la patrimonialidad del objeto puede distinguirse entre la “patrimonialidad
de la prestación” y la “patrimonialidad del interés”. Normalmente coinciden ambos modos de entender el
requisito en cuestión. Sin embargo a veces puede estar presente el valor patrimonial en la prestación pero
el interés del acreedor ser de otra naturaleza (moral, afectivo, de cortesía, etc.).
LÓPEZ DE ZAVALÍA proporciona un ejemplo que ilustra adecuadamente sobre el tema: una
orquesta es contratada por un empresario teatral para la realización de una función paga, de carácter
público. Esa misma orquesta también es contratada por el padre de una novia para que actúen en la fiesta
de su casamiento. En ambos caso no puede discutirse la patrimonialidad de la prestación pues la orquesta
actúa profesionalmente y cobra de sus actuaciones pues sus integrantes viven de ese ingreso. Sin embargo
en el primer caso (contrato por empresario teatral) existe patrimonialidad tanto en la prestación como en
el interés del acreedor, pues el empresario lo hace para lucrar con la actuación de dicha orquesta. En el
segundo caso (orquesta contratada para fiesta casamiento) existe patrimonialidad en la prestación pero no
en el interés del acreedor, pues el padre de la novia no tiene un interés lucrativo, sino solo afectivo y de
cortesía.
La cuestión se vincula con un viejo debate de la doctrina que entre nosotros se reprodujo en el
Cogido de Velez y a propósito del derogado art. 1169. Al respecto se señalaron dos posturas:
i) Teoría clásica: Sostenida por Savigny y que fuera adoptada por Velez Sarsfield en su nota al art.
1169 del CC. Para esta posición se requiere ineludiblemente que tanto la prestación como el interés del
acreedor deben tener naturaleza patrimonial. Esta postura extrema llevaría a que, en el ejemplo de la
orquesta, sus integrantes no tendrían acción para reclamar el precio de la prestación en el caso del
casamiento pues en ese supuesto el interés del acreedor es de naturaleza moral o afectiva.
ii) Teoría moderna. Sostenida por Ihering y que receptaran códigos modernos a partir del Cod.
Italiano de 1942 (Código Civil de Portugal). Para esta postura el requisito de la patrimonialidad se aplica
sólo respecto a la prestación, la cual debe ser susceptible apreciación económica, pero el interés del
acreedor en el cumplimiento puede ser extrapatrimonial, moral, afectivo.
Ihering expuso sus difundidos ejemplos y en ese sentido señaló el supuesto en que un inquilino o
pensionista estipula con el propietario poder utilizar y gozar del jardín o una persona enferma que alquila
una habitación pero impone no ejecutar música. Dice Ihering que tales clausulas –de carácter
extrapatrimonial- se reflejan en el contrato y tienen contenido patrimonial pues en el primer caso deberá
pagar un mayor alquiler y en el segundo recibirá un menor alquiler.
El Código Civil y Comercial de la Nación. El Código Civil y Comercial ha receptado la tesis que
puede juzgarse dotada de mayor acierto y equilibrio, o sea la que identificamos como teoría moderna. Si
bien el objeto del contrato debe ser susceptible de valoración económica, puede corresponder a un interés
de las partes que no tiene que ser necesariamente patrimonial (art. 1003 CCC).
3. LA CAUSA DEL CONTRATO
El tema de la causa es uno de los más controvertidos de la literatura jurídica. El problema se
plantea pues bajo la denominación de "causa", se alude a diversas situaciones, las que se buscan integrar
en el reducido ámbito de un concepto único, un común denominador que simplifique la heterogeneidad
de ellas y las englobe a todas.
Como una aproximación al concepto podemos decir que la causa es la razón justificadora del
contrato, el motivo determinante. Así, mientras el objeto es la materia principal sobre la que versa el acto,
la causa es la finalidad buscada por las partes, la razón de ser del acto.
Las partes al contratar lo hacen por alguna motivación o con una determinada finalidad. El que
compra una casa puede hacerlo para vivir en ella, para hacer una inversión y luego obtener una renta, para
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que allí vivan sus hijos o sus padres o también para una actividad ilícita e ilegal, como lo es ocultar o
reducir mercadería robada o para que allí funcione un laboratorio para la elaboración de drogas
prohibidas. En todos los supuestos enunciados el negocio, objetivamente considerado, parece idéntico (la
adquisición de un inmueble por un precio en dinero) pero la causa difiere de un caso a otro y ello –en
determinadas circunstancias- puede tener por consecuencia invalidar el contrato u otra ineficacia
vinculada también con el elemento causal.
En general se sostiene que la causa, en el ámbito jurídico, admite dos acepciones:
* Causa fuente (o eficiente): que es el origen o antecedente de la obligación y que se vincula con
las fuentes de las obligaciones: el delito, el cuasidelito, el contrato, los cuasi contratos, la ley. Por eso,
cuando se habla de causa de las obligaciones se alude al concepto de “causa fuente”. Por ello los hechos
ilícitos pueden ser causa fuente del deber de responder y así ocurre en la responsabilidad por delitos y
cuasidelitos. En cambio, en los actos jurídicos, la licitud es un requisito de su reconocimiento, caso
contrario serán nulos.
* Causa fin: Es la razón o motivo determinante del acto. Este es el concepto que interesa en
relación a los actos jurídicos y, por necesaria inferencia, en los contratos. Acá sí podremos requerir que ese
motivo o causa fin sea lícito en tanto así lo exige la propia conceptualización del acto jurídico contenida en
el art. 259 CCC (“acto voluntario lícito”). Por ello la misma noción de causa que se utiliza para el acto
jurídico es aplicable a su especie más relevante, el contrato. Habrá matices que se derivan del hecho de
tratarse de un acto jurídico bilateral y en ese sentido los motivos –como se verá luego- pueden ser
comunes (bilateralizados) o distintos para una y otra parte.
Antecedentes
i) El Derecho romano
En el derecho romano no existió una construcción general sobre la causa. Como ya viéramos en la
Unidad I, las obligaciones y los contratos estaban dominados por el principio de la tipicidad. Se partía de la
máxima «nuda pactio obligationem non parit». Vale decir, el mero convenio carecía, por sí mismo, de
eficacia jurídica si no iba acompañado de una vestimenta adecuada, capaz de engendrar la obligación. El
sistema contractual romano estaba fundado en una rigurosa tipicidad. No se conoció una noción general
de contratos, sino figuras singulares de contrato, caracterizadas por su función o por la forma.
Si bien en la evolución del propio derecho romano se admitieron relaciones obligatorias
innominadas esta apertura no impidió que el sistema contractual romano continuara asentado en la
tipicidad. Existía un número limitado y prefijado de causas susceptibles de originar obligaciones ex
contractu.
Por eso se puede concluir que el derecho romano no tenía ni una noción genérica de contrato, ni
consideraba a la causa un elemento de los contratos.
ii) El causalismo clásico (DOMAT)
Antes del Código Civil francés, en el Siglo 17, el jurista francés DOMAT elabora la primera
construcción dogmática sobre la causa. Se ha señalado que, en realidad, más que creador de la teoría es su
sistematizador, tomando elementos del derecho romano y medioeval. Téngase presente que al momento
en que Domat construye la teoría ya se admitía el principio consensualista (el solus consensus obligat) y
por ello no subsistían las limitaciones y el formalismo del derecho romano clásico.
Domat clasificaba los contratos en tres categorías y a cada una de ellas les asignaba una causa. Así:
* En los contratos onerosos la causa de una obligación radicaba en la obligación asumida por la
parte contraria.
* En los contratos reales la causa de la obligación del único deudor radicaba en la entrega de la
cosa.

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* En los contratos gratuitos la causa radicaba en el ánimo de realizar una liberalidad (el animus
donandi).
Como puede verse, la concepción de Domat implicaba una suerte de causalismo objetivo (si bien,
como se señalará luego, esa calificación fue luego utilizada para individualizar a una de las variantes
neocausalistas). Es “objetivo” pues en los contratos de la misma categoría (los bilaterales, los reales y los
gratuitos) la causa es siempre idéntica. Ha sido apuntado, sin embargo, que al individualizar la causa en los
contratos gratuitos (el animus donandi) aparece allí un ingrediente subjetivo, vinculado con la finalidad.
La tesis clásica y el pensamiento de Domat influyeron en el Código Napoleón y, a través de éste, en
la mayoría de los ordenamientos dictados en el contexto de la codificación del Siglo 19.
iii) El anticausalismo
El causalismo clásico recibió fuertes críticas en la etapa de la codificación. Se consolidó así una
corriente negatoria de la causa como elemento del contrato, todo ello con la mira puesta en la particular
versión de la causa que desarrollara Domat. Esa corriente doctrinaria –llamada “anticausalismo”- se
desarrolló centralmente en Bélgica, país donde regía el Código Napoleón. Su primera elaboración fue
realizada por ERNST en una célebre monografía publicada en 1926. También en Francia, Planiol adhirió a la
postura anticausalista.
Para estos autores la causa era un elemento innecesario, supernumerario (era la quinta rueda del
carro, decían). Los anticausalistas negaron que la causa pudiera considerarse un elemento autónomo del
contrato, en cuanto se confunde ya sea con el consentimiento, ya sea con el objeto. Planiol le reprochaba a
la doctrina clásica de la causa el defecto de resultar, a la vez, falsa e inútil.
Es falsa, debido a que en los contratos sinalagmáticos una obligación no puede ser causa de la otra
porque la causa, naturalmente, precede al efecto, lo que no sucede en estas hipótesis, desde que ambas
obligaciones nacen simultáneamente. Ello impide reputar a una como causa de la otra.
Además, en los contratos reales la entrega de la cosa no constituye la causa final de la obligación
de restituir, sino la causa eficiente que la genera. En los contratos a título gratuito, la intención liberal no
puede separarse de los motivos y no es verdad que constituya, en sí misma considerada, una condición
exterior de la existencia de estos contratos. No se puede separar el sentimiento que anima al benefactor
de la voluntad que él expresa, para hacer de aquel un elemento específico del contrato.
La causa se confunde, así, con el consentimiento.
La concepción tradicional es además inútil, por cuanto en los contratos reales de nada sirve afirmar
que si la cosa no se entrega la obligación carece de causa, puesto que dicha tradición es un requisito para
la formación del contrato; si la tradición no se verifica, más que ausencia de causa final; se dará la
inexistencia del contrato.
En los contratos a título gratuito, la intención de realizar una liberalidad -como se ha visto
anteriormente- se confunde con el consentimiento y esta razón basta y sobra para explicar el no
perfeccionamiento del contrato cuando tal intención falta.
Finalmente, en los contratos onerosos, si la causa dela obligación de cada una de las partes es lo
que la otra le debe, es decir, la obligación de la otra, se confunde con el objeto de la convención y de nada
sirve hacer de una sola cosa dos elementos separados.
La tesis anticausalista es predominante en el Derecho Civil a fines del Siglo 19 y principios del Siglo
20. Fue adoptada por el Código Civil Alemán (BGB) de 1900. La falta del concepto de causa en el BGB se
evidencia en el mayor desarrollo dado en ese ordenamiento al enriquecimiento sin causa.
vi) El neocausalismo.
La crítica anticausalista sirvió para profundizar el elemento finalista y reformular este
controvertido elemento del acto jurídico.

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Las distintas variantes neocausalistas presentan los siguientes elementos comunes:
* La causa es entendida en sentido teleológico, como finalidad o razón de ser
* Se pretende superar la teoría clásica de DOMAT, a la que se reputa insuficiente y a esos fines se
tienen particularmente en cuenta las críticas realizadas por el anticausalismo.
* Hay una especial preocupación en distinguir la causa de los otros elementos del contrato
Dentro de la corriente neocausalista se distinguen, a su vez, tres variantes:
a) Neocausalismo subjetivo:
La teoría se origina en la jurisprudencia francesa de principios del siglo 20 y se inspira básicamente
en la obra de CAPITANT (“La causa de las obligaciones”, 1923), luego seguida por JOSSERAND (1928). Como
vimos, el Código Napoleón adoptó centralmente la teoría de Domat, la cual resultaba insuficiente para
proteger la moralidad de las relaciones jurídicas. Ante esa limitación, la jurisprudencia francesa adoptó
entonces –primeras décadas del Siglo 20- el neocausalismo subjetivo en casos que, analizados según la
cosmovisión de nuestros días, resultarían absurdos y anacrónicos. Incluso, alguno de ellos serían lícitos
para los nuevos ordenamientos civiles, incluido el CCC argentino de 2015. Tales pronunciamientos
judiciales invalidaron –por considerar que la causa era inmoral o ilícita- donaciones entre concubinos,
donaciones a hijos adulterinos o incestuosos, préstamo realizado a mujer casada para permitirle fugarse
con amante, compraventas o arrendamientos para casa de tolerancias.
Para esta doctrina la causa se ubica en el campo de la voluntad. O sea que la voluntad en las
convenciones aparece en dos aspectos distintos y complementarios: el consentimiento y la consideración
del fin. Además los neocausalistas subjetivos diferencia la causa de los motivos (estos sólo son causas
cuando ambas partes los han tomado en cuenta)
En CAPITANT hay resabios del causalismo clásico: la causa no es la prestación asumida por la otra
parte sino la voluntad de obtener la ejecución de esa obligación asumida (así considera a la excepción de
incumplimiento y al pacto comisorio como manifestaciones de la causa).
JOSSERAND adopta una concepción acentuadamente subjetiva. La causa radica en los motivos o
móviles individuales, cambiantes.
La crítica a este teoría, fundamentalmente la expresada por su fórmula extrema de Josserand, es
que compromete la seguridad jurídica. Los móviles individuales, no conocidos por la otra parte y no
expresados en el contrato, no pueden invalidar un contrato, o sea un acto jurídico bilateral que requiere la
concurrencia de dos voluntades.
b) Neocausalismo objetivo
El neocausalismo objetivo está inspirado en la doctrina de juristas italianos, principalmente
comercialistas. Su iniciador es BETTI (“Teoría general del negocio jurídico”, 1959)
Esta postura advierte el inconveniente de la tesis subjetiva porque los fines y determinaciones
propias de cada parte al contratar y obligar son diferentes. Por tanto, en un acto jurídico bilateral como es
el contrato, si se hace residir la causa en la determinación de los otorgantes para asumir sus respectivos
compromisos, se termina por admitir que el contrato sinalagmático tiene más de una causa, para ser
precisos, por los menos dos. Si se quiere evitar este problema, debe buscarse la causa en alguna
circunstancia que pertenezca objetivamente al negocio y no a la determinación personal de cada
contratante.
La novedad de esta teoría es que la causa se sostiene no sólo respecto del contrato sino de los
actos jurídicos en general. Para su noción se prescinde del propósito negocial concreto. Se desvincula a la
causa de la intención que puede animar a los otorgantes de un negocio dado y se lo hace radicar en la
función práctica, típica, constante, que toma en cuenta la norma jurídica, para asignar protección y brindar
eficacia a una determinada categoría de negocio.

19
Causa representa un fin típico y constante que cabe atribuir a los negocios de un determinado tipo
concebido en abstracta. En los contratos atípicos se considera su “tipicidad social”.
Las críticas que se han formulado al neocausalismo objetivo se centran en que confunde la causa
con la función del contrato. Además se priva a la causa de su función moralizadora pues debe tenerse por
cumplido el requisito de la causa con la mera comprobación de que se ha adoptado un contrato típico o un
contrato atípico dotado de tipicidad social, prescindiendo de la real intención y motivación de las partes.
c) El neocausalismo dualista
Esta postura busca superar los inconvenientes de las anteriores variantes del neocausalismo.
Pretende armonizar la voluntad específica y concreta de los sujetos y el esquema preestablecido en la
norma. Se la ha llamado “sincretismo causal” pues combina los aspectos subjetivos y objetivos.
Armonizando las dos teorías anteriores -objetiva y subjetiva- se sostiene que no se agota el tema
de la causa del negocio con la determinación y descripción de su función, que es sólo la premisa de la
indagación o el primer momento de ésta, sino que es necesario, además, confrontar la voluntad concreta
de los sujetos y los fines que persiguen con la función jurídica del negocio, para ver si existe aquella
coincidencia esencial que pueda justipreciar el nacimiento y normal existencia del negocio. El problema de
la causa radica en la armonía entre la voluntad específica y concreta de los sujetos y el esquema
preestablecido en la norma.
Esta teoría ha tenido gran predicamento en nuestro país. Fue sostenida, entre otros, por Borda,
Brebbia, Cifuentes, Gastaldi, Mosset Iturraspe, Nicolau, Videla Escalada, y ha sido en lo sustancial
receptada por el nuevo CCC.
La cuestión en el common law (la “consideration”)
El Derecho anglosajón siguió la tradición romana más antigua, en la que estuvo ausente el
consensualismo puro. Las primeras acciones se fundaron en la responsabilidad extracontractual: hay que
resarcir a quien confió en una promesa incumplida o cumplida negligentemente. Posteriormente, y luego
de una larga evolución , se admite la “action of debt” que se basa en una relación existente entre
las partes, en virtud de la cual una de ellas estaba obligada a una prestación cierta porque había
recibido algo de otra con el acuerdo o promesa de restituirlo o de dar alguna cosa a cambio. Se otorga
acción para demandar el cumplimiento de algunas clases de promesas: a) las extendidas bajo sello (under
seal); b) las de pagar una suma cierta de dinero (debt), siempre que la causa de la deuda fuera un
préstamo, un servicio ya prestado, o la venta de una mercadería ya entregada.
El desarrollo posterior llevó a adoptar la noción de que, en principio, la promesa no obliga si no
hay consideration, entendida ésta como algo que se da o que se promete como contraprestación de
una promesa, o cualquier derecho, interés o beneficio atribuido a una de las partes o algún detrimento o
pérdida sufrida o asumida por la otra. Conforme a esta concepción, las promesas gratuitas no son
obligatorias, salvo que se realicen bajo una forma estricta fundada en la ley.
Hay situaciones en las que resulta difícil apreciar la existencia de una promesa como, por ejemplo,
cuando una persona compra algo en un supermercado, en que la compra es instantánea, sin declaraciones
de voluntad. En estos casos se ha dicho que no es la mera promesa, sino el intercambio lo que causa la
obligación; las soluciones buscadas en estos casos es encontrar una promesa mediante la imputación ex
post facto, afirmando que hubo promesas implícitas.
No obstante la opinión mayoritaria volcada hacia la existencia de consideration, existen
importantes debates sobre este aspecto, los que ponen el acento en el concepto de promesa, o en el de
intercambio, o en el consentimiento. La denominada concepción objetiva del contrato no lo considera
solamente como una expresión de la voluntad, sino como un instrumento económico, al que la voluntad
contribuye pero en vistas a un interés que se debe satisfacer.
Según el sentido que se le da actualmente, el contrato es un acuerdo obligatorio, que puede surgir
de una promesa (expresa, implícita, o construida ex post facto), y esa promesa constituye un contrato
20
cuando se otorga como contrapartida de la ejecución de un acto, o de otra promesa, o una razonable
expectativa, o bien se basa en una forma exigida por la ley (contratos gratuitos).
La causa en el Código de Vélez Sarsfield
El Código Civil derogado contenía disposiciones sobre la causa en la regulación de las obligaciones,
en particular en los arts. 499 a 502. El análisis de dichas normas por la doctrina nacional evidencia que en
ellas se han contemplado, sin discriminarlas, a las dos acepciones de la causa, ya analizadas. Así el art. 499
referiría a la noción de causa fuente (o eficiente), o sea al origen o antecedente de la obligación. En
cambio, los arts. 500/502 parecen referir a la noción de causa fin o motivo determinante.
Esta doble regulación ha sido explicada teniendo en cuenta las fuentes de las mencionadas
disposiciones. Así los arts. 500/502 fueron tomados por Vélez del Código Civil Francés, allí tratados en los
contratos y que en el código civil argentino código son llevados a las obligaciones (recuérdese que el
Código civil francés no distinguía obligaciones de contratos). Además, como ya fuera analizado, el Código
Napoleón adscribía a la noción clásica de la causa, o sea la propuesta por Domat, que tenía –como se viera-
un contenido básicamente objetivo. El art. 499 fue tomado, en cambio, de FREITAS, el cual por ser
anticausalista no refiere en manera alguna a la causa final.
Bajo la vigencia del Código de Vélez, en principio, no se plantearon los problemas que dieron
origen en Francia a la teoría neocausalista subjetiva. Ello fue así pues el codificador argentino incorporó –a
propósito del acto jurídico- el art. 953 que establecía los requisitos que éste debía reunir, en particular su
licitud y su no contradicción con la moral, el orden público y las buenas costumbres. Esta norma –
inexistente en el Código Napoleón- fue tomada de FREITAS y fue aplicada reiteradamente por la
jurisprudencia nacional para invalidar contratos que tuvieran una finalidad ilícita o inmoral.
La solución del Código Civil y Comercial 2015
El Código Civil y Comercial prevé la causa como un requisito el acto jurídico y enuncia su noción en
el at. 281: "la causa es el fin inmediato autorizado por el ordenamiento jurídico que ha sido determinante
de la voluntad. También integran la causa los motivos exteriorizados cuando sean lícitos y hayan ido
incorporados al acto en forma expresa, o tácitamente si son esenciales para ambas partes". A su vez, el art.
1012 del CCC prescribe que son aplicables a la causa de los contratos, las disposiciones de la Sección 2ª,
Titulo 1V, Libro Primero del Código (arts. 281 a 283).
El art. 281 CCC tiene una redacción adecuada, que da cuenta de la corriente "neocausalista
sincrética o dualista" y encuentra su fuente en el Proyecto de la Comisión Federal.
En consecuencia, los desarrollos teóricos del "neocausalismo subjetivo" y del "neocausalismo
objetivo" -a los que se pasara revista en el punto anterior-, resultan de utilidad para interpretar el derecho
vigente.
Sólo se advierten algunos matices sobre los cuales vale la pena efectuar algunas consideraciones
particulares, a saber:
a) Se alude inicialmente a la causa fin objetiva, a la que entiende como la finalidad abstracta del
negocio, autorizada por el ordenamiento, y que resulta del tipo. Este perfil de la causa, de índole objetiva,
resulta contenido en el primer párrafo del art. 281 CCC cuando alude “al fin inmediato autorizado por el
ordenamiento jurídico que ha sido determinante de la voluntad”.
b) En lo terminológico, para aludir a la causa fin subjetiva, se ha preferido mantener la tradición
nacional, y por tanto, el CCC, en el segundo párrafo del citado art. 281 CCC, refiere a los " motivos” de los
contratantes. A ese respecto se formula en la norma un distingo relevante:
* Los motivos exteriorizados, lícitos e incorporados al contrato en forma expresa, integran la
causa.
* Los motivos exteriorizados, lícitos e incorporados en forma tácita al contrato integran la causa
solo sin son esenciales para ambas partes.
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Esto está explicado en los Fundamentos del Anteproyecto del CCC. Se señala en tal sentido que la
causa fin abarca tres posibilidades: a) fin inmediato determinante de la voluntad; b) motivos exteriorizados
e incorporados expresamente; c) motivos esenciales para ambas partes, supuesto en el cual, aunque no
sean expresos, pueden ser tácitamente deducidos.
Las normas que refieren a la causa fin en la teoría general del contrato se encuentran presentes en
las diferentes etapas del iter contractual.
En ese sentido, el art. 1013 CCC señala que "la causa debe existir en la formación del contrato y
durante su celebración y subsistir durante su ejecución. La falta de causa da lugar, según los casos, a la
nulidad, adecuación o extinción del contrato". Se trata de una norma que adapta el concepto de la causa-
fin a la naturaleza dinámica del contrato, apuntando a las diferentes etapas del iter contractual; de modo
que, la causa no sólo debe existir al tiempo del perfeccionamiento del contrato, sino también en ocasión
de su ejecución.
Ello explica los efectos que derivan de la falta de causa, que de conformidad al momento en que se
produce, podrán provocar diferentes ineficacias, sean las propias de la nulidad (arts. 382 CCC y ss.), o las
que resultan de la resolución (arts. 1077 CCC y ss.). Especialmente pensados para estos últimos supuestos,
el CCC también admite la adecuación aunque ello dependerá de las circunstancias del caso. La cuestión no
deja de tensionar con algunas soluciones especiales, como la "frustración del fin el contrato" y en donde la
adecuación no aparece explicitada (art. 1090).
Necesidad de la causa
El art. 1013 CCC se refiere a la necesidad de la causa. Establece que la causa debe existir en la
formación del contrato y durante su celebración y subsistir durante su ejecución. La falta de causa da lugar,
según los casos, a la nulidad, adecuación o extinción del contrato.
Presunción de la existencia de causa
La existencia de la causa puede verse afectada por vicios genéticos o por eventos sucesivos a la
celebración del contrato. En lo concerniente a la formación del contrato, prescribe el art. 1013 CCC que la
causa debe existir al celebrarse el contrato. Debe pues establecerse cuándo es dable reputar que un
contrato carece de causa. El primer supuesto que cabe analizar a este respecto es la factibilidad de
celebrar un contrato sin indicar la causa. Puede ocurrir ese supuesto cuando en un acuerdo de partes, una
se compromete a ejecutar a favor de la otra una determinada atribución, por ejemplo, pagarle una suma
de dinero o transferirle la propiedad de un bien sin indicar la razón de ser de dicho compromiso.
El art. 282 CCC establece que aunque la causa no esté expresada en el acto, se presume que ella
existe mientras no se pruebe lo contrario. Ese acuerdo, ese acto en que una de la partes asume una
obligación y se compromete a llevar a cabo una atribución patrimonial en favor de la otra, no expresa la
causa. Sin embargo, ese acto que no expresa la causa, es idóneo para servir de causa a la obligación,
mientras que no se pruebe que carece de causa. Ahora bien, como el acto o la declaración son in -
completos, por la falta de expresión de la causa, son, al mismo tiempo, impugnables y el deudor tiene el
recurso de acreditar que no tienen razón de ser, que no responden a ningún fin práctico que pueda servir
de fundamento a la atribución. De prosperar esa impugnación, de producirse dicha prueba,
correlativamente, la obligación quedará desprovista de todo antecedente legítimo en que pueda
válidamente sustentarse.
Actos abstractos
Sin perjuicio de la señalada presunción de existencia de causa a que se hiciera mención
precedentemente, existen hipótesis en las cuales una atribución patrimonial opera a través de un negocio
jurídico que se independiza de su causa, es decir de la relación que le sirve de antecedente y que contiene
la razón que la justifica. O sea que se acepta que esa atribución patrimonial se erija en una entidad
autónoma, separada y desvinculada de la causa en que se sustenta.

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Ese acto desvinculado de la causa se denomina “abstracto”. Al respecto el art. 283 CCC establece
que la inexistencia, falsedad o ilicitud de la causa no son discutibles en el acto abstracto mientras no se
haya cumplido, excepto que la ley lo autorice.
Los negocios abstractos no carecen de causa, sino que su antecedente causal, no se expresa;
asimismo, a ello se suma que se independizan de dicha causa. Esa desvinculación de la relación jurídica
fundamental de la cual se derivan, importa que la falta o deficiencia del sustento causal no excluya que el
negocio produzca los efectos que le son propios.
La abstracción en sentido propio se da, fundamentalmente, en materia de títulos valores, con
alcances que pueden ser restringidos. Dichos títulos se dividen en causales y abstractos. Los primeros,
están subordinados a la causa que los genera. Los segundos, como un ejemplo prototípico puede
mencionarse al pagaré o al cheque, se desvinculan de la relación fundamental que les da origen. Se trata
de asegurar la circulación del título y del derecho a él incorporado, con el objetivo primordial de tutelar a
terceros adquirentes de buena. Como es obvio la entrega del pagaré o del cheque tendrá una causa (pagar
la parte del precio de una compra, instrumentar el pago en cuotas de un préstamo, etc.) pero a la hora de
cobrar y ejecutar dichos títulos esa causa no podrá ser alegada, pues ha sido instrumentada en un título
abstracto. Ello sin perjuicio que a través de otras acciones (juicio ordinario posterior, acción de
enriquecimiento) el deudor de esos títulos podrá obtener luego la restitución de lo pagado indebidamente,
ahora si con invocación de la causa subyacente.
En el CCC se ha tipificado una de las especies de actos abstractos más significativa –fuera de los
títulos valores- que es la llamada “garantías de cumplimiento a primera demanda”, o sea una variante de
los negocios de garantía, tipificado como unilateral, diferenciado del contrato de fianza que es de carácter
bilateral y causado. El tema se analizará específicamente en la Unidad respectiva (Fianza y garantías).
La causa falsa
El art. 282 del CCC, aplicable al ámbito contractual, se refiere a otra hipótesis tradicional en
materia de causa. “El acto es válido aunque la causa expresada sea falsa si se funda en otra causa
verdadera".
El precepto regula un supuesto de simulación. El art. 333 del CCC enuncia una noción descriptiva
de esta figura. La simulación consiste en la creación consentida de una apariencia negocial, que no coincide
con la intención real de las partes. Una tradición que se remonta a los pandectistas germanos concibe a la
simulación como una discordancia querida entre voluntad y declaración. Esa divergencia entre lo
realmente querido y lo manifestado es el fruto de un acuerdo de las partes dirigido a producir, con fines de
engaño a los terceros, la apariencia de un acto que no existe o que es distinto del que las partes
verdaderamente llevan a cabo.
En la estructura de la simulación confluyen dos elementos: uno es el acto simulado a través del
cual conscientemente las partes crean una apariencia, una ficción, un simulacro. Otro es el acto disimulado
en el cual las partes convienen los efectos que realmente persiguen. Cuando bajo la ficción o simulacro las
partes en el acto disimulado tan solo quieren producir el mero simulacro, sin que se genere ninguna
situación distinta que la reemplace, la simulación es absoluta (por ejemplo simular vender un inmueble a
un testaferro para evitar que lo embarguen los acreedores). En cambio, cuando la apariencia encubre un
acto verdadero oculto, cuyo real carácter se esconde, la simulación es relativa (por ejemplo, hacer figurar
como una venta cuando en realidad se trata de una donación).
La causa ilícita y los motivos ilícitos.
El CCC también consagra una norma sobre el contrato con causa ilícita. El art. 1014 establece que
"el contrato es nulo cuando:
a) su causa es contraria a la moral, al orden público o a las buenas costumbres;

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b) ambas partes lo han concluido por un motivo ilícito o inmoral común. Si sólo una de ellas ha
obrado por un motivo ilícito o inmoral, no tiene derecho a invocar el contrato frente a la otra, pero ésta
puede reclamar lo que ha dado, sin obligación de cumplir lo que ha ofrecido".
El inc. a) se ocupa de coordinar el régimen de la causa con el que resulta del objeto, desde que en
ambos casos, del negocio ilícito, inmoral, contrario a las buenas costumbres o al orden público, deriva la
nulidad absoluta.
A su vez, el inc. b), en búsqueda de moralizar aún más el contrato, consagra efectos al simple
''motivo individual", en tanto sea ilícito o inmoral. En este caso, a diferencia del anterior, el motivo no fue
compartido o bilateralizado -expresa o tácitamente-.
Sin embargo, el legislador quiso asignarle efectos sancionatorios a tal proceder, y en consecuencia,
dispuso que el contratante que obra con dicho propósito, no tiene derecho a invocar el contrato frente a la
otra, pero ésta puede reclamar lo que le ha dado, sin obligación de cumplir con aquello que ha ofrecido.
Cabe admitir, también, la reparación de los daños y perjuicios, en la medida que se configuren sus
presupuestos de procedencia. La solución proviene del Proyecto de Código Civil elaborado por la Comisión
designada por el PEN (1992).
Así ocurriría, por ejemplo, si una persona alquila un galpón o depósito para guardar mercadería
robada. El alquiler es abonado anticipadamente. Si el propietario o locador no conocía ese móvil ilícito,
cuando es advertido de ello –por ejemplo al producirse un allanamiento y ser detenidos los locatarios-
puede reclamar la restitución del inmueble –alegando su nulidad por causa ilícita- sin que los locatarios
puedan exigirle que devuelva los alquileres pagados anticipadamente.
Fraude a la ley
La expresión más clara de ilicitud se da cuando el contenido de un contrato contraviene, de
manera evidente y abierta, una norma imperativa. La figura del fraude a la ley, que ha tenido recepción
legislativa en el derecho comparado, y en el art. 12 del CCC, comprende los supuestos en que tal violación
de una norma imperativa se produce de manera indirecta, pues, si bien se respeta la letra de la ley, se viola
y vulnera su espíritu.
Dispone el párr. 2º del art. 12 del CCC: El acto respecto del cual se invoque el amparo de un texto
legal, que persiga un resultado sustancialmente análogo al prohibido por una norma imperativa, se
considera otorgado en fraude a la ley. En ese caso, el acto debe someterse a la norma imperativa que se
trata de eludir.
Entre los ejemplos de fraude a la ley se menciona un contrato de mandato por el cual se confiere
poder al mandatario para administrar una farmacia, con el fin de eludir la aplicación de las disposiciones
que prohíben explotar ese tipo de establecimiento a quien no tiene título habilitante. Otro ejemplo es el
de la venta de un inmueble con pacto de retroventa, a los fines de garantizar un préstamo; de este modo
se intenta eludirlas normas que regirían de constituirse efectivamente una garantía hipotecaria (en este
último supuesto, dado el incumplimiento, corresponde proceder a la subasta del bien y no resulta factible
que el acreedor se apropie directamente del inmueble hipotecado, como ocurre en la venta con pacto de
retroventa).
El fraude a la ley no debe confundirse con la simulación. El contrato en fraude a la ley no es
simulado porque es realmente querido por las partes: ellas quieren sus efectos como un medio para eludir
el resultado que se derivaría de la normal aplicación de una norma imperativa.
Las hipótesis de fraude a la ley configuran, en verdad, supuestos de reprobación de móviles ilícitos.
Cualquiera que sea el caso que se plantee en la materia, no se puede despojar al fraude a la ley de su
connotación ni de su fundamento subjetivo, en cuanto recurso que emplean las partes para eludir la
vigencia de normas imperativas que debieron normalmente resultar aplicables. Existe un abuso deliberado
de la función instrumental de un negocio determinado, con la finalidad reprobable de evadir la aplicación
de la ley y conseguir un resultado que esta prohíbe.

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Los contratos de fideicomiso constituyen un campo fértil para manifestaciones de ese tipo, cuando
se emplea la figura con móviles ilícitos o inmorales, por ejemplo, para evadir las normas que resguardan la
legítima de los herederos forzosos o perjudicar al cónyuge en la división de los bienes en un futuro
divorcio. De esta manera se abusa de la función propia de este contrato, al utilizarlo con un propósito que
entraña la desvirtuación de la tutela que imperativamente consagra.
En definitiva cabe considerar al fraude a la ley como una manifestación de la regla que reprueba la
causa ilícita.
4. FORMA DEL CONTRATO
Antecedentes históricos. Finalidad. Inconvenientes y ventajas.
La imposición de determinadas formalidades, simbolismos o solemnidades para el otorgamiento
de un acto jurídico ha tenido un diverso tratamiento por la legislación y el derecho según los sucesivos
estadios de la evolución jurídica, en necesaria correspondencia con el reconocimiento de la autonomía de
la voluntad como principio central del derecho y como justificación de la transmisión y desplazamiento de
bienes entre las personas.
En ese sentido, los ordenamientos primitivos se caracterizaban por un riguroso formalismo, que
alcanzaba a la casi totalidad de los actos jurídicos. En esa instancia de la evolución cultural y jurídica no se
había obtenido una plena comprensión de la fuerza obligatoria de la voluntad y, por ello, la creación de
especiales obligaciones o vínculos contractuales se ligaba con fórmulas mágicas o rituales. Este esquema –
aplicado en derecho romano primitivo- evolucionó hacia formas más espiritualizadas, llegándose a admitir
la categoría del contrato consensual y dotando de cierta eficacia a los pactos. Sin embargo, el formalismo
primitivo no llegó a desaparecer del todo y las formalidades orales fueron poco a poco sustituidas por
formas escritas, lo que implicó que, a la postre, el formalismo que al principio tuvo un carácter constitutivo
fue lentamente evolucionando a un formalismo con valor probatorio.
El generalizado reconocimiento del principio consensualista se reflejó no solo en la sustancia y
contenido de la reglamentación contractual sino también en la forma aplicable. En ese sentido –acorde se
profundizará luego- las normas nacidas bajo la influencia de la codificación decimonónica –a partir de su
versión modélica contenida en el Código Civil francés de 1804- se encargaron de replicar –en materia de
forma- el principio de libertad contractual, denominado ahora como libertad de formas.
En la señala evolución debe destacarse, no obstante, que el reconocimiento de dicho principio no
se sostuvo en términos absolutos sino que, por el contrario y por las razones que luego se explicitan, los
diversos ordenamientos –aun los más modernos- destinaron normas específicas dirigidas a establecer
exigencias formales, en particular a propósito de la contratación sobre determinados bienes, donde
resultaba razonable y aconsejable imponerlas para garantizar certidumbre en las relaciones jurídicas
establecidas sobre ellos. El parámetro generalmente tenido en cuenta era la índole de los bienes
implicados –en particular, los inmuebles- pero también se atendían otras circunstancias que concurrían a
establecer la necesidad de imponer mayores cargas formales.
Modernamente, la cuestión ha merecido una reformulación en tanto las nuevas exigencias
formales se dirigen no solo a las partes contratantes sino, también y primordialmente, a los terceros. Así
acontece con la publicidad adicional impuesta a determinados actos, por conducto de su anotación en
registros públicos. En esa línea se inscribe la reforma realizada al art. 2505 del Código de Vélez por la Ley
17.711 que impone la registración, para la oponibilidad a terceros de la adquisición o transmisión de
derechos reales sobre inmuebles, previsión legal reproducida por el art. 1893 del CCC 2015. Mayor
relevancia adquiere la registración en aquellos casos donde se le reconoce carácter constitutivo, tal como
acontece con los automotores según la regulación dada en nuestro país a dichos bienes por el Decreto-Ley
6582/58 y sus modificaciones.
Las exigencias formales resultan también resignificadas en el marco de las normas protectorias del
consumidor y en esa dirección se inscriben las previsiones de los arts. 10, 14, 15, 21 y 36 de la L.D.C., que
imponen especiales recaudos referidos tanto al aspecto instrumental como al contenido, todas ellas
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dirigidas a prestar información completa y veraz al usuario o consumidor y dar claridad y precisión a las
obligaciones asumidas por el proveedor.
Se ha encargado la doctrina de señalar las ventajas y los inconvenientes que se derivan de la
imposición por el legislador de mayores exigencias formales en los actos jurídicos, fundamentalmente los
contratos. Del lado de los inconvenientes se ha destacado que las formas imprimen pesadez a los negocios,
resienten el principio de buena fe pues el hombre honrado se siente ligado a la palabra empeñada, con
independencia del modo en que su voluntad ha sido expresada y, en definitiva, se muestran
contradictorias con la plena admisión del principio consensualista. Pero también han sido advertidas sus
ventajas, entre ellas el constituirse en un dique contra la precipitación, facilitar la prueba y dotar de mayor
visibilidad al acto para su conocimiento por los terceros, disminuyendo la litigiosidad.
Resulta innegable que el balance de las circunstancias mencionadas, que obran a favor y en contra
de la imposición de mayores solemnidades, se inclina por el reconocimiento, como regla, de la libertad de
formas y la imposición de recaudos de esa índole en aquellos actos donde se advierta la necesidad y
conveniencia de establecerlos a los fines de evitar la precipitación –fundamentalmente en los actos
gratuitos- y fijar el contenido y alcances de las obligaciones asumidas, en aquellos contratos de mayor
significación económica.
Acepciones de la palabra forma.
Ha sido tradicional sostener que la forma admite una apreciación genérica, considerándola una
manera de exteriorización de la manifestación de voluntad, y otra específica, que alude a los particulares
modos fijados por el legislador –o por las partes- para la celebración de determinados actos jurídicos. En el
primer sentido –genérico- la forma es un elemento que no puede faltar en ningún acto jurídico, pues la
voluntad es un hecho interior que necesita inevitablemente tener una existencia y expresión exterior, en
tanto todo acto debe traducirse en un aspecto sensible que permita identificarlo en la realidad. Ese
recaudo vinculado a la exteriorización de la voluntad es parte de la concepción general del acto jurídico,
tiene expresión legislativa en el art. 913 del Código de Vélez y aparece ratificado por el art. 260 CCC 2014.
Pero, en sentido estricto y con pretensión de ser rigurosamente técnico, el concepto de forma
hace referencia a un medio concreto y determinado, que la ley o la voluntad de los particulares imponen
para exteriorizar la voluntad contractual. Por ello cuando utilicemos la idea de “forma del contrato”
estaremos haciendo referencia a la segunda de las acepciones esbozadas, o sea al conjunto de
solemnidades exteriores que son consideradas como un necesario vehículo de expresión de la voluntad
contractual, la cual debe quedar exteriormente revestida con ellas con el fin de que alcance la plena
validez y eficacia jurídica .

La metodología seguida por el CCC 2015 en materia de forma de los contratos.


El nuevo Código Civil y Comercial adopta como metodología regulatoria de la forma de los
contratos una estructura similar a la seguida al respecto por el Código de Vélez, aunque con variantes que
es conveniente destacar.
Desde el punto de vista metodológico, en el nuevo CCC existen un triple orden de normas
vinculadas a la forma:
a) Las establecidas a propósito del acto jurídico en general, en la Sección destinada a su forma y
prueba (arts. 284/288);
b) Las contenidas en la regulación general del contrato, en los Capítulos que versan sobre su forma
y prueba (arts. 1015/1020), incluyendo la clasificación de los contratos según la forma a que refiere el art.
969;
c) Las exigidas en ocasión de la reglamentación típica de determinados contratos.

26
Las formas convencionales.
En materia de forma el principio de autonomía de la voluntad se manifiesta –según ya fuera visto-
en la regla según la cual, en tanto no medie previsión legal al respecto, las partes son libres de celebrar el
acto o el contrato con la forma que estimen conveniente. El mismo principio conduce a sostener que las
partes pueden imponer exigencias formales en los contratos no formales e incluso se encuentran
habilitadas para agravar las que resulten de la ley. Así, respecto de un contrato que no requiere más que
forma escrita (ej. locación de inmuebles), las partes pueden acordar que el acto sólo valdrá al ser
instrumentado por escritura pública.
O sea que no existe ninguna limitación a que los interesados puedan de común acuerdo convenir la
exigencia de determinadas formas, cuando la ley no las requiera, o acentuar el rigorismo formal. En
definitiva, pueden las partes convertir en formales actos que por la ley son no formales pero no pueden
acordar a la inversa, o sea que no pueden convertir en no formales actos que por la ley son formales. Así,
por ejemplo, no podrán acordar que alguno de los contratos que por el art. 1017 CCC deben ser celebrados
por escritura pública sean celebrados por instrumento privado.
Las formas convencionales encuentran recepción en el CCC tanto en al regular el acto jurídico (art.
284, in fine) como en la regulación general del contrato (art. 1017, inciso d). La norma primeramente
citada establece claramente que las partes pueden convenir una forma “más exigente que la impuesta por
la ley” y la segunda refiere específicamente a la exigencia de escritura pública que deriva del “acuerdo de
partes”.
Clasificación de los contratos según la forma
El criterio clasificatorio adoptado por el CCC 2015.
El nuevo código incorpora ahora –al clasificar los contratos- la categoría de los contratos formales
(art. 969). En dicha norma se dispone: “Los contratos para los cuales la ley exige una forma para su validez,
son nulos sin la solemnidad no ha sido satisfecha. Cuanto la forma es requerida para los contratos, lo es
solo para que éstos produzcan sus efectos propios, sin sanción de nulidad, no quedando concluido como
tales mientras no se haya otorgado el instrumento previsto, pero valen como contratos en los que las
partes se obligaron a cumplir la expresada formalidad. Cuando la ley o las partes no imponen una forma
determinada, ésta debe constituir solo un medio de prueba de la celebración del contrato”.
Los Fundamentos del Anteproyecto al referirse a la regulación dada a la forma de los actos
jurídicos señalan que, al respecto, se han clasificado las formas distinguiendo entre formas absolutas, las
relativas y formalidades para la prueba, en lugar de la clásica bipartición entre formas ad solemnitatem y
ad probationem, que resultaba insuficiente, sobre todo a la vista de diversos negocios con forma exigida
legalmente, cuya no observancia no hace a la validez sino solo a la producción de los efectos propios.
A tenor de los fundamentos transcriptos las únicas formas impuestas para la validez del acto serían
las formas absolutas, en tanto la inobservancia de las formas relativas solo impide que produzca sus
efectos propios. O sea que mientras en un caso media una total aniquilación de efectos del acto celebrado
en transgresión del requisito formal, en el otro, se produce una transformación de los efectos por mandato
legal.
En definitiva, en el marco de la nueva regulación resultante del CCC 2015 la clasificación adoptada
permite distinguir entre contratos formales y no formales, subclasificando los primeros en formales
absolutos y formales relativos. Los restantes supuestos deben resolverse de acuerdo a las reglas sobre la
prueba de los contratos.
Los contratos formales absolutos.
El CCC innova sustancialmente en la regulación de los contratos formales absolutos pues ahora se
requiere, para que sean calificados como tales, que la ley establezca expresamente la forma bajo sanción
de nulidad. O sea que ahora la sanción de nulidad adquiere relevancia superlativa en tanto constituirá el
único dato normativo del cual deberá inferirse si el incumplimiento de la forma legalmente impuesta
27
constituye una solemnidad absoluta –o sea que lo priva totalmente de efectos- o relativa –que lo convierte
en la obligación de otorgar la forma omitida-.
Lo expresado surge, en primer lugar, del art. 285 CCC que determina que el acto cumplido en
apartamiento de la exigencia legal de forma no queda concluido como tal pero vale como acto en el
comprometen a otorgarla, “excepto que ella se exija bajo sanción de nulidad”. En términos similares el art.
969, al clasificar los contratos formales, reitera el distingo entre formas exigidas para la validez –o sea con
sanción de nulidad- de aquellas otras requeridas sólo para el contrato produzca sus efectos propios. A su
vez el art. 1018 CCC determina que la obligación de hacer derivada del pendiente otorgamiento de un
instrumento previsto, lo es en tanto el futuro contrato “no requiera una forma bajo sanción de nulidad”.
De tal manera, en el ámbito de los contratos y en el nuevo CCC, el único supuesto de forma de
carácter absoluto –o sea con nulidad plena y privación de todo efecto- es la donación de cosas inmuebles,
de cosas muebles registrables y de prestaciones periódicas y vitalicias, según la previsión del art. 1552, en
tanto allí se consigna, de modo expreso, la sanción de nulidad.
De señalarse, además, que bajo la vigencia del Código de Vélez se sostenía que el supuesto de una
forma impuesta con carácter solemne absoluto –así, con la establecida en el art. 1810- impedía demandar
civilmente el otorgamiento de la forma omitida, pero subsistía como obligación natural en los términos del
derogado art. 515, inciso 3º, que aludía a las obligaciones que proceden de actos jurídicos a los cuales les
falta las solemnidades que exige la ley para que produzcan efectos civiles. Sin embargo el CCC suprime la
categoría de las obligaciones naturales.
Los contratos formales relativos.
Según se viera, el CCC 2014 ha seguido el criterio de distinguir las formas impuestas para la validez
–entendida ésta como nulidad plena del negocio jurídico- de aquellas otras “cuya observancia no hace a la
validez sino solo a la producción de sus efectos propios”, acorde se señala en los Fundamentos del nuevo
ordenamiento. Los contratos con formalidad relativa constituyen la mayoría de los supuestos
contemplados en el Código pues –según fuera señalado- la formalidad de carácter absoluto queda limitada
al art. 1552.
Las formas relativas pueden referir a los contratos donde se exige escritura pública como también
a los variados supuestos donde se impone la forma escrita. En el primer caso se tratará de un contrato que
debiendo ser hecho por escritura pública se celebra por instrumento privado y en el segundo de aquellos
que, debiendo otorgarse por escrito, se conciertan verbalmente.
En ambos casos el contrato “no queda concluido como tal” pero vale como contrato en que las
partes se obligan a otorgar la forma omitida. Así surge, por un lado, de las normas generales contenidas en
los arts. 285 y 969, que determinan los efectos de la omisión de la forma exigida sin sanción de nulidad y,
por el otro, el art. 1018, que califica y precisa la obligación de otorgar la formalidad omitida.
Las formas para la prueba
Según el citado art. 969 CCC “cuando la ley o las partes no imponen una forma determinada, ésta
debe constituir sólo un medio de prueba de la celebración del contrato”.
La categoría de los contratos formales para la prueba (o “ad probationem” en la terminología
propuesta bajo el Código derogado) tiene una limitada operatividad en el nuevo régimen. En puridad sólo
los contratos que sea de uso instrumentar –en los términos indicados por el art. 1019 CCC- constituirán
supuestos de formas para la prueba, en sentido estricto.
En este nuevo contexto normativo no puede sostenerse ahora que los casos donde se impone la
forma escrita (locación, fianza, mutuo, etc.) puedan ser considerados como contratos formales ad
probationem en tanto ésta modalidad presupone que la ley o las partes “no impongan una forma
determinada”, acorde lo prescribe el art. 969 último párrafo y ello no acontece en los supuestos
enunciados, según se desprende de las respectivas normas, ya citadas, que –sin otro aditamento-
establecen una determinada forma en cada caso.
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Contratos que deben celebrarse por escritura pública.
El art. 1017 del CCC contiene la enunciación de los contratos que deben ser otorgados por
escritura pública. Los supuestos previstos son los siguientes:
a) Contratos que tengan por objeto regular derechos reales sobre inmuebles. La subasta judicial y
administrativa.
La exigencia aparece enunciada en forma amplia, lo cual permite abarcar a todos los contratos y/o
actos jurídicos con proyecciones sobre el derecho real de dominio. En términos parecidos se había
expedido la doctrina en relación al derogado art. 1184, inciso 1º, considerando que el mismo aludía al
título de toda mutación inmobiliaria y no solo a la compraventa.
La exigencia resultará entonces aplicable a toda constitución de derechos reales sobre inmuebles,
ya sea que en la regulación respectiva se lo establezca expresamente –tal como acontece con la hipoteca
(art. 2208)- o se lo omita –así, en la constitución de servidumbre, el usufructo o el derecho real de
superficie, en cuyas regulaciones no hay referencia a la exigencia formal.
El art. 1017, inciso 1º, CCC exceptúa de la exigencia de escritura pública a las transmisiones
inmobiliarias resultantes de “subasta proveniente de ejecución judicial o administrativa”. Por un lado la
excepción aparece emplazada exclusivamente con referencia a los contratos que versan sobre inmuebles y
no en forma general, para todos los supuestos donde se impone la escritura pública, como ocurría en el
código derogado.
Otra diferencia radica en que ahora resulta especificado que debe tratarse de subasta resultante
de una ejecución judicial o administrativa, siendo que la norma anterior aludía genéricamente a actos
“celebrados en subasta pública”. Al respecto, la regulación anterior permitió interpretar que la excepción
incluía no solo a las subastas ordenadas judicialmente en cumplimiento de una sentencia de condena, a fin
de hacer efectiva una ejecución procesal forzosa, sino también a aquellas otras, de carácter voluntario,
tendientes a dividir un condominio o realizar la partición de una herencia. La norma ahora ha circunscripto
la excepción a la subasta pública realizada como consecuencia de una ejecución judicial. No incluiría,
entonces, las producidas en el marco de una división de bienes, aun judicial, pero que no resulta
estrictamente de una ejecución procesal forzada promovida por un acreedor.
La referencia contenida en la norma a la subasta proveniente de ejecución “administrativa” debe
entenderse aplicable a aquellos supuestos excepcionales en que el ordenamiento autoriza al Estado a
subastar por sí determinados bienes, conferidas fundamentalmente en las cartas orgánicas de Bancos
públicos. También lo será respecto a la subasta prevista en el régimen especial de ejecución hipotecaria
contenido en los arts. 52 y siguientes de la Ley 24.441.

b) Los contratos que refieren a derechos dudosos o litigiosos sobre inmuebles.


La nueva previsión legal viene a reemplazar el anterior art. 1184, inciso 8, que aludía
genéricamente a las “transacciones sobre bienes inmuebles”. Ello constituye, en definitiva, aplicación de la
regla general contenida en el inciso 1º del art. 1017 que alcanza a todo contrato que regule derechos en
relación a un inmueble.
La transacción –ahora tratada como contrato y no como medio extintivo de las obligaciones- debe,
en general, ser celebrada por escrito, acorde lo dispone el art. 1643. Sin embargo, si la transacción recae
sobre bienes inmuebles, debe otorgarse por escritura pública en los términos impuestos por la norma bajo
análisis.
Respecto a la cesión de derechos litigiosos el nuevo art. 1618 impone la forma escritura pública,
instrumento que puede ser reemplazado por acta judicial, siempre que no involucren derechos reales
sobre inmuebles.

29
c) Actos que sean accesorios de otros otorgados en escritura pública. Modificaciones al contrato.
El principio de accesoriedad formal se expresa de dos maneras. Por un lado, según lo previsto en el
inciso c), del art. 1017 CCC, al momento de celebración del contrato –o sea cuando se otorgan otros actos
accesorios al mismo- o con posterioridad, cuando se trata de modificaciones al contrato originario,
situación regulada en el art. 1016 CCC.
Respecto a los actos accesorios de un contrato celebrado por escritura pública se puede
ejemplificar con la fianza o el acto de apoderamiento, si bien respecto a este último la regla aparece
expresamente enunciada en el art. 363 CCC.
La imposición de escritura pública para las modificaciones y los actos accesorios rige incluso para
las formas convencionales. De tal modo que si un contrato que legalmente no tiene impuesta una
formalidad –o se establece una de menor rigor (vg. instrumento privado)- y las partes acuerdan que sea
otorgado por escritura pública, esa formalidad debe ser cumplida también para los actos accesorios y sus
modificaciones, en este último caso con la salvedad contenida en el art. 1016 CCC.
d) Los demás contratos que por acuerdo de partes o por disposición de la ley deben ser otorgados
por escritura pública.
El inciso d) refiere, en primer lugar, a las formas convencionales, aspecto que ya fuera analizado.
En lo demás remite a los diversos supuestos en que, a propósito de la regulación especial de un contrato u
otro instituto, se establece que ellos deberán otorgarse por escritura pública.
Los supuestos que cabe mencionar en ese sentido son los siguientes: el leasing, en los casos
enunciados en el art. 1234, primer párrafo; las donaciones, en los supuestos previstos en el art. 1552; la
renta vitalicia (art. 1601); la cesión de derechos hereditarios (art. 1618); la renuncia a la herencia (art.
2299) y el contrato de fideicomiso en los supuestos enunciados en el art. 1669.
Consecuencias derivadas del incumplimiento de la forma escritura pública. La conversión del
negocio jurídico.
La conversión del acto jurídico nulo es aquel medio jurídico en virtud del cual un contrato o, en
general, un negocio jurídico nulo, que contiene sin embargo los requisitos sustanciales y de forma de otro
contrato o negocio jurídico válido, puede salvarse de la nulidad quedando transformado en aquel contrato
o negocio cuyos requisitos reúne .
La conversión del acto jurídico nulo se sustenta en la buena fe y también en el principio de
conservación del negocio jurídico, que exige preferir aquella solución que –sin violar reglas imperativas y
respetando la voluntad implícita de las partes- mantenga la vigencia del vínculo obligacional, aun cuando
se modifique su contenido.
La doctrina distingue entre conversión sustancial y conversión formal. La conversión formal recibe
aplicación cuando puede utilizarse para determinados negocios jurídicos formas diversas. En tal caso, si se
adopta una forma más rigurosa no exigida por la ley y esta resulta viciada, el negocio jurídico es válido
siempre que concurran los requisitos de la forma menos rigurosa. En la conversión sustancial o conversión
en sentido propio, una vez verificados los presupuestos legalmente requeridos, se reconoce al acto nulo la
producción de los efectos de un negocio diferente.
En el código de Vélez existían normas que hacían aplicación en diversos supuestos del instituto de
la conversión del negocio jurídico. Esas normas aparecen en general reproducidas, con otra formulación,
en el nuevo Código. Así, la conversión en instrumento privado de la escritura pública nula por defectos de
forma o de incompetencia del oficial público interviniente resulta contemplada en el art. 294, segundo
párrafo, del CCC. Este supuesto encuadra dentro de la llamada “conversión formal” o sea cuando se utiliza
un instrumento o forma inidóneos pero a los cuales la ley les otorga igualmente el valor de otro
instrumento de menores exigencias. También se encuentra reproducida en el CCC la disposición del CC
derogado según la cual el mandato destinado a ser cumplido después de la muerte del mandante es nulo
como mandato pero puede valer como testamento (art. 1330 CCC).
30
Sin embargo la novedad destacable del CCC está constituida por el reconocimiento, en su art. 384,
de la figura genérica de la conversión del acto jurídico nulo, o sea la llamada “conversión sustancial”. Dicho
artículo preceptúa que “el acto nulo puede convertirse en otro diferente válido cuyos requisitos esenciales
satisfaga, si el fin práctico perseguido por las partes permite suponer que ellas lo habrían querido si
hubiesen previsto la nulidad”.
O sea que ahora tenemos una norma que regula el instituto de la conversión del acto jurídico nulo
de manera general y que podrá ser aplicada en todos aquellos supuestos donde no existe una previsión
legal expresa. Se trata entonces de una conversión sustancial o propiamente dicha, que exigirá apreciar en
cada supuesto de nulidad si se configuran los presupuestos allí enunciados, que permiten conferir validez
al negocio sustitutivo.
Otro supuesto que merece en el nuevo código CCC una amplia regulación es la conversión derivada
de la omisión de la forma legalmente impuesta a determinado acto jurídico, el que “no queda concluido
como tal” mientras no sea cumplida y se convierte en un acto donde las partes se obligan a otorgar la
formalidad omitida. Esa regla aparece enunciada en el nuevo Código en tres oportunidades: en el art. 285,
en ocasión de regular la forma del acto jurídico; en el art. 969, al caracterizar los contratos formales y en el
art. 1018, al determinar los efectos que se derivan de la falta de otorgamiento del instrumento legalmente
previsto.
Si se analizan las normas citadas se advierte que, en términos generales, contienen una reiteración
de los recaudos exigidos para que opere la conversión por omisión de la exigida por la ley, cuando se ha
recurrido a una formalidad de menor rigor. En todos los casos se requiere que se trate de una forma “sin
sanción de nulidad”, o sea que no consista en una solemnidad impuesta con carácter absoluto.
5. LA PRUEBA DEL CONTRATO
Noción.
Las normas jurídicas constan de un tipo legal en el que se prevé una situación o supuesto de hecho
y de una consecuencia jurídica que debe aplicarse a esa hipótesis de hecho. Por consiguiente, toda
pretensión que aspire al reconocimiento de determinados efectos jurídicos, debe ser planteada en base a
la afirmación de hechos que se consideren coincidentes con el supuesto previsto en tal norma de derecho.
Probar, significa una actividad dirigida a la verificación de tales hechos.
Cuando se habla en sentido estricto de la prueba judicial, el elemento distintivo que sirve para
identificarla, es su aspiración de influir en la convicción del juez, el que debe ser informado por las partes
sobre la existencia o no de los hechos con trascendencia en el proceso, y del modo en que estos pueden
haberse desarrollado.
Ubicados en este ámbito procesal, el término prueba importa una actividad que se lleva a cabo en
el proceso por obra de las partes y de la autoridad judicial. En esa actividad se utilizan instrumentos, los
medios de pruebas previstos y autorizados por el orden jurídico. Y todo ello enderezado a un resultado:
inducir en el juzgador la convicción sobre la existencia o inexistencia de los hechos afirmados por las partes
en sus alegaciones.
La forma y prueba de los actos jurídicos está en general regulada en los arts. 284 y sigts. del CCC. A
su vez en los arts. 1019 y 1020 se sientan reglas específicas sobre la prueba de los contratos, sin perjuicio
de las previsiones contenidas en la regulación de los contratos en particular, atinentes tanto a la forma –ya
analizadas- como a la prueba.
La doctrina, tradicionalmente, ha distinguido entre los medios y los modos probatorios. En ese
sentido el art. 1019 CCC determina que “los contratos pueden ser probados por todos los medios aptos
para llegar a una razonable convicción según las reglas de la sana crítica, y con arreglo a lo que disponen
las leyes procesales, excepto disposición legal que establezca un medio especial”. En consecuencia, el CCC
precisa qué medio de prueba es idóneo para cada acto jurídico, mientras que el ordenamiento procesal se
ocupa del modo en que se produce cada prueba y las facultades del juez en su apreciación. El tema relativo

31
a la distribución de la carga probatoria está regulado por ambas fuentes (el Código Civil y los códigos
procesales).
Carga de la prueba.
Corresponde, asimismo, tener en cuenta la noción de carga de la prueba, que entraña una regla
para las partes respecto de los hechos que deben ser acreditados a fin de que sean admitidas sus
pretensiones; y, asimismo, una regla que indica al juez como debe fallar en la hipótesis de ausencia o
insuficiencia de elementos probatorios que brinden certeza sobre los hechos en que debe fundar su
decisión.
La carga de la prueba adquiere trascendencia concreta cuando la actividad probatoria producida
en una determinada causa, no ha sido suficiente para generar un grado de convicción aceptable sobre la
existencia o inexistencia de los hechos alegados. Pese a ello el juez debe resolver el conflicto, y las reglas
de la carga de la prueba determinan qué parte debe soportar las consecuencias de la omisión probatoria.
El CCC regula aspectos sustantivos de la carga de la prueba, lo que no significa una invasión de las
áreas procesales. Se trata de reglas sustantivas dirigidas al juez como parte del juicio de concretización de
la norma. En este sentido, se dispone:
Art. 894. — Carga de la prueba. La carga de la prueba incumbe:
a) en las obligaciones de dar y de hacer, sobre quien invoca el pago;
b) en las obligaciones de no hacer, sobre el acreedor que invoca el incumplimiento.
Art. 1734. — Prueba de los factores de atribución y de las eximentes. Excepto disposición legal, la
carga de la prueba de los factores de atribución y de las circunstancias eximentes corresponde a quien los
alega.
Art. 1736. — Prueba de la relación de causalidad. La carga de la prueba de la relación de causalidad
corresponde a quien la alega, excepto que la ley la impute o la presuma. La carga de la prueba de la causa
ajena, o de la imposibilidad de cumplimiento, recae sobre quien la invoca.
Art. 1744. — Prueba del daño. El daño debe ser acreditado por quien lo invoca, excepto que la ley
lo impute o presuma, o que surja notorio de los propios hechos.
Hay también normas específicas en materia de responsabilidad por el hecho de las cosas y
actividades riesgosas (arts. 1757 y 1758); colectiva y anónima (arts. 1760, 1761 y 1762).
La carga dinámica de la prueba.
Sin perjuicio de las reglas enunciadas en el CCC y las contenidas en los Códigos procesales,
modernamente, se sostiene que las reglas relativas a la carga de la prueba se han fijado atendiendo a
criterios estáticos, demasiado rígidos, sin reparar en que los fenómenos a los que deben aplicarse
requieren una consideración dinámica, que tenga en cuenta las circunstancias del caso, las cuales pueden
aconsejar una u otra solución. Se habla así dela carga dinámica de la prueba, con la que se intenta dotar de
flexibilidad a las reglas enunciadas.
En ese sentido se sostiene que en la distribución de la carga de la prueba no puede perderse de
vista la parte que está en mejores condiciones técnicas, profesionales o fácticas para producirlas. Este
criterio se ha aplicado en materia de obligaciones de medios, con un factor de atribución subjetivo de la
responsabilidad, en lo relativo a la prueba de la culpa del obligado, en especial, cuando se trata de culpa
médica. La carga de la prueba de la culpa en esos casos, por vía de regla, pesa sobre el paciente. Empero,
dicha prueba tropieza con graves dificultades derivadas de que el contrato celebrado entre el médico y el
paciente presupone la relación de un experto con un profano, con la falta de conocimientos que dicha
situación importa para este último. A ello se suma que la mayoría de la pruebas está en manos y en el
ámbito del profesional que las confecciona. Tamaños obstáculos han dado lugar a la tendencia dirigida a
brindar protección al paciente, víctima del daño, mediante el alivio de una carga probatoria tan gravosa
por las dificultades señaladas.
32
Está regla de las cargas probatorias dinámicas ha sido incorporada al CCC en su art. 1735 según el
cual “el juez puede distribuir la carga de la prueba de la culpa o de haber actuado con la diligencia debida,
ponderando cuál de las partes se halla en mejor situación para aportarla. Si el juez lo considera pertinente,
durante el proceso debe comunicar a las partes que aplicará este criterio, de modo de permitir a los
litigantes ofrecer y producir los elementos de convicción que hagan a su defensa”.
Medios de prueba
En las normas citadas –y en las demás contenidas al regular en general la forma y prueba de los
actos jurídicos- el CCC hace referencia a medios probatorios, cuestión que es básicamente procesal. El
Cód. Civil, en su art. 1190 enunciaba los medios de prueba admisibles en materia contractual, enumeración
que era reputada no taxativa. Por ello ahora el art. 1019 CCC adopta una fórmula amplia que remite a
“todos los medios aptos para llegar a una razonable convicción según las reglas de la sana crítica”.
Haremos especial referencia al tema en su relación con los contratos.
i) Instrumentos públicos
El instrumento público está caracterizado porque existe una norma jurídica que le da fuerza
probatoria auténtica. Ésta deriva, en la mayoría de los casos, de la intervención del escribano, aunque hay
supuestos en que se trata de instrumentos extendidos por los funcionarios públicos o de los títulos
emitidos por el Estado nacional o provincial, todo ello de acuerdo y con los requisitos que establecen las
leyes (art. 289, incisos b y c, CCC).
En materia contractual es importante el caso de la escritura pública, o sea el instrumento matriz
extendido en el protocolo de un escribano público o de otro funcionario autorizado para ejercer las
mismas funciones, que contiene uno o más actos jurídicos, incluyendo las copias o testimonios que
expiden los escribanos (art. 299 CCC). Para la validez del acto se requiere que el oficial público obre dentro
de los límites de sus atribuciones respecto de la naturaleza del acto y dentro de su competencia territorial
y que se encuentre firmado por el oficial público, las partes y, en su caso, sus representantes (art. 290
CCC).
El instrumento público goza de autenticidad, sin necesidad de otros elementos externos, tanto
para las partes y como a los terceros. A esos fines debe distinguirse:
a) En cuanto a que se ha realizado el acto, la fecha, el lugar y los hechos que el oficial público
enuncia como cumplidos por él o ante él, el documento hace plena fe hasta que se declare falso en juicio
civil o criminal (art. 296, inciso a, CCC)
b) En cuanto al contenido de las declaraciones sobre convenciones, disposiciones, pagos,
reconocimientos y enunciaciones de hechos directamente relacionados con el objeto principal del acto
instrumentado, el instrumento público hacen plena fe pero solo hasta que se produzca prueba en contrario
(art. 296, inciso b, CCC).
Por ejemplo una escritura donde se diga que, en la ciudad de Santa Fe, el 1 de agosto de 2015,
comparecen Juan López como vendedor y Alberto Rodríguez como comprador y el primero dice vender el
inmueble sito en calle San Martín 120 por el cual se convino un precio de $200.000, de los cuales $100.000
se pagan en este acto, frente al escribano autorizante y, además, el vendedor declara haber recibido la
suma restante ($100.000) el 1 de marzo de 2015, o sea con anterioridad a la escritura-. Esa escritura hace
plena fe de lo siguiente: el lugar en que se otorgó, la fecha en que se otorgó y que comparecieron López y
Rodríguez, que dijeron comprar y vender y que se pagaron $100.000. Todos esos hechos solo pueden ser
controvertidos mediante un juicio civil o criminal de falsedad. También hace plena fe que López y
Rodríguez “dijeron” que parte del precio había sido pagado antes, pero el hecho del pago en sí no fue
comprobado por el escribano, por lo que ese hecho puede ser desvirtuado mediante prueba en contrario.
En cambio, el instrumento público no hace fe respecto de las simples enunciaciones indirectas, que
son las que realiza el escribano o una parte sobre hechos o circunstancias que no tienen relación con el
acto. Tales manifestaciones son consideradas como principio de prueba por escrito contra quien las
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formuló, pero éste no puede prevalerse de ellas. Por ejemplo, la manifestación hecha por el escribano de
que no se adeudan impuestos no hace plena fe.
ii) Instrumentos privados
En la actualidad se admiten, dentro del género de los documentos, los que llevan firma y los no
firmados, también denominados “instrumentos particulares no firmados”.
Ese es el criterio clasificatorio que adopta el CCC. En tal sentido, según lo que disponen sus arts.
286/287, los instrumentos se clasifican en públicos y particulares y estos últimos en particulares no
firmados e instrumentos privados, que son los particulares firmados. A su vez, se actualiza y expande
notablemente la posibilidad de utilización de soportes y en ese sentido en la categoría “instrumentos
particulares no firmados” se comprenden los impresos, los registros visuales o auditivos de cosas o hechos
y, cualquiera que sea el medio empleado, los registros de palabra y de información
La noción de instrumento privado se basa en una relación entre el documento, la escritura y la
firma ológrafa. El documento es el soporte de la declaración, que puede ser un papel o un medio
electrónico.
La firma es el modo de asignar la autoría al documento. En un sentido amplio, es cualquier método
o símbolo utilizado por una parte con la intención de vincularse o autenticar un documento. Las técnicas
pueden ser muy diferentes: la mano (ológrafa), un sello, un signo digital (criptografía), una clave numérica
utilizada en una tarjeta de crédito, y otros que van surgiendo a medida que se desarrolla la tecnología.
Las relaciones que se generan entre firma y documento son las siguientes:
Firma ológrafa del autor: Habitualmente se usa la firma de mano del autor del documento. Según
el art. 288 CCC la firma prueba la autoría de la declaración de voluntad expresada en el texto al cual
corresponde. Debe consistir en el nombre del firmante o en un signo.
Firma digital: En los documentos electrónicos se usa la firma digital, regulada por la ley 25.506. En
ese sentido, el art. 288, segundo párrafo, CCC se expresa que “en los instrumentos generados por medios
electrónicos, el requisito de la firma de una persona queda satisfecho si se utiliza una firma digital, que
asegure indubitablemente la autoría e integridad del instrumento”.
Instrumento particular no firmado: Actualmente hay muchas variantes a los fines de acreditar la
autoría de un documento: las claves, los códigos, el estampillado, el perforado, la firma mecanografiada, el
membrete, que han sido considerados suficientes para satisfacer el requisito de la firma en supuestos
especiales. En la contratación de consumo se ha hecho habitual el documento no firmado, en ese sentido
los vínculos que celebran los consumidores con los supermercados, estaciones de servicios, bares,
espectáculos, playas de estacionamiento, medios de transporte, tratamientos médicos, y muchos otros se
hacen sin firma alguna, y con la sola entrega de un ticket.
Como se anticipara, el CCC reconoce la categoría de los instrumentos particulares no firmados,
como un supuesto distinto a los que están firmados, que se los caracteriza como “instrumento privado”
(art. 287 CCC). La norma establece, además, que en la categoría “instrumento particular no firmado” se
comprende los impresos, los registros visuales o auditivos de cosas o de hechos y, cualquiera que sea el
medio empleado, los registros de palabra y de información.
Asimismo, para el caso de los instrumentos privados el art. 313, in fine, prescribe que si alguno de
los firmantes no sabe o no puede firmar, puede dejarse constancia de la impresión digital o mediante la
presencia de dos testigos que deben suscribir también el instrumento.
Validez probatoria del instrumento privado firmado
La firma prueba la autoría de la declaración de voluntad expresada en el texto al cual corresponde
y debe consistir en el nombre del firmante o en un signo (art. 288 CCC). Según el CCC la firma es condición
para que un documento particular sea considerado en sentido estricto instrumento privado: faltando ella

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se trataría de un “instrumento particular no firmado” (arts. 287 y 313). La eficacia probatoria del
instrumento privado firmado se basa en un sistema de reglas:
* Carga de afirmar o negar la firma: Todo aquel contra quien se presente un documento cuya firma
se le atribuye debe manifestar si ésta le pertenece. Si el que suscribió el documento falleció, sus herederos
pueden limitarse a manifestar que ignoran si la firma es o no de su causante. La autenticidad de la firma
puede probarse por cualquier medio (art. 314 CCC). De modo que la firma puede ser reconocida
expresamente o de modo ficto, por el no comparendo e incumplimiento de la carga. Se trata, como vimos,
de un supuesto donde el silencio vale como manifestación de voluntad.
* El reconocimiento de la firma importa admitir el contenido: El reconocimiento de la firma
importa el reconocimiento del cuerpo del cuerpo del instrumento privado (art. 314, segundo párrafo, CCC).
Se trata de una presunción iuris tantum, que admite prueba en contrario.
* El reconocimiento otorga valor probatorio: El instrumento privado reconocido no puede ser
impugnado por quienes lo hayan reconocido, excepto por vicios en el acto de reconocimiento” (art. 314,
segundo párrafo, CCC).
Documento con firma certificada: el instrumento privado con firma certificada por escribano tiene
la misma eficacia probatoria que el reconocido o declarado reconocido (art. 314, segundo párrafo, CCC).
Efectos respecto de terceros. Fecha cierta: La eficacia probatoria de los instrumentos privados
reconocidos se extiende a los terceros desde su fecha cierta. Adquieren fecha cierta el día en que acontece
un hecho del que resulta como consecuencia ineludible que el documento ya estaba firmado o no pudo ser
firmado después. La prueba puede producirse por cualquier medio, y debe ser apreciada rigurosamente
por el juez” (art. 317 CCC) La razón de esta regla es la inseguridad jurídica que acarrearía admitir la
posibilidad de que dos partes elaboren un documento antedatado, afectando derechos de terceros que
quedarían indefensos.
Los supuestos que enunciaba el art. 1035 del Cód. Civil –a cuyo respecto la doctrina discutía acerca
de su carácter taxativo o no- han sido sustituidos por una caracterización genérica, aun cuando también se
indica que su apreciación debe ser realizada con sentido estricto.
Instrumentos particulares no firmados: fax, tickets
Hemos mencionado supuestos en que los instrumentos privados no llevan firma, y están
consagrados por los usos y costumbres: el ticket que se entrega en un guardarropas o en un
estacionamiento vehicular, el que se da como comprobante de un pasaje, etcétera.
En el marco del Código Civil fueron considerados como principios de prueba por escrito, con los
alcances previstos en el derogado art. 1192. Sin embargo la tendencia se orientaba a darle efectos
probatorios, los que podían ser admitidos en base a los usos y costumbres. El comportamiento de las
partes tiene efectos probatorios y si se demuestra que el emisor le da un valor a un ticket o a otro
instrumento no firmado para casos anteriores o concomitantes, no puede luego negárselo para un caso
específico.
La categoría del documento particular no firmado aparece ahora expresamente reconocida en el
art. 287 CCC. Su valor probatorio debe ser apreciado por el juez ponderando, entre otras pautas, la
congruencia entre lo sucedido y narrado, la precisión y claridad del técnica del texto, los usos y prácticas
del tráfico, las relaciones precedentes y la confiabilidad de los soportes utilizados y de los procedimiento
técnicos que se apliquen (art. 319 CCC).
Prueba testimonial. Restricción probatoria y excepciones.
Testigo es toda persona extraña al juicio que depone bajo juramento o promesa de decir verdad
sobre hechos que pasaron bajo sus sentidos.
El Código Civil (art. 1193) y el Código de Comercio (art. 209) ponían límites a la admisibilidad de la
prueba de testigos para probar el contrato. A esos fines se establecía que si el valor comprometido en el
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contrato superaba una determinada suma de dinero ($10.000 del año 1978) debía celebrarse por escrito y
no podía ser probado por testigos.
En el nuevo CCC, la regla que sustituye el derogado art. 1193, es el actual art. 1019, segundo
apartado, que tiene una diferente formulación que lo distingue claramente del anterior. Así:
a) por un lado se omite toda referencia a una suma determinada y se prefiere una fórmula más
flexible (“contratos que sea de uso instrumentar”);
b) no se establece una forma determinada (“deben hacerse por escrito”, decía el art. 1193) y ahora
sólo se indica que “no pueden ser probados exclusivamente por testigos”, lo cual implica que más que la
imposición de una forma para la prueba se determina una restricción probatoria.
Los contratos que sea de uso instrumentar.
Según se señalara, el art. 1019 ha abandonado la “tasa legal” del anterior artículo 1193 –que
generara dificultades interpretativas, a la par de su notoria desactualización- para utilizar una fórmula
–“que sea de uso instrumentar”- que la dota de mayor flexibilidad pero que también resulta problemática
en razón de su propia vaguedad y de la necesidad de apreciación –caso por caso- acerca de si se configura
o no el supuesto allí enunciado.
En el CCC, respecto a los contratos, encontramos dos previsiones que refieren a la costumbre. Por
un lado, el art. 964, inciso c), que fija la reglas de integración, en general, del contrato y en ese sentido
remite a “los usos y costumbres del lugar de celebración, en cuanto sean aplicables porque hayan sido
declarados obligatorios por las partes o porque sean ampliamente conocidos y regularmente observados
en el ámbito en que se celebra el contrato, excepto que su aplicación sea irrazonable”. Por el otro, el art.
964, inciso c), que determina el modo en que debe integrarse un contrato atípico, señalándose que, a esos
fines, debe tenerse en cuenta los usos y prácticas del lugar de celebración.
De lo expuesto se sigue que la determinación de si el contrato de que se trate sea de uso
instrumentar exige ponderar un conjunto de variantes: a) El uso vigente en el lugar de celebración del
contrato, que tiene prioridad si es distinto al de lugar de cumplimiento; b) La naturaleza y significación
económica del contrato; c) Las condiciones que invisten las partes, en particular el carácter profesional de
la actividad, donde es usualmente exigible la instrumentación.
Debe tenerse también en cuenta que, tratándose de contratos de consumo, la instrumentación
deriva de normas expresas, como las contenidas en los arts. 10, 14, 15, 21 y 36 de la L.D.C. y en tales
supuestos –por tratarse de exigencias protectorias e imperativas- la forma deviene obligatoria y no puede
alegarse a su respecto que, en el caso concreto, se trataba de un vínculo que no fuera de uso instrumentar.
Las excepciones a la limitación probatoria del art. 1019, segundo apartado.
El art. 1020 CCC individualiza los supuestos en los cuales la restricción probatoria contenida en el
art. 1019 CCC no resulta aplicable y donde las partes pueden recurrir para probar el contrato a otros
medios probatorios, inclusive por testigos. Analizaremos, separadamente, los supuestos enunciados:
a) Imposibilidad de obtener la prueba de haber sido cumplida la formalidad:
En este punto el art. 1020 CCC presenta una redacción diferente respecto al art. 1192 del Código
de Vélez, que aludía a la imposibilidad de obtener o presentar prueba escrita del contrato. La norma
anterior permitía, entonces, diferenciar dos supuestos: la acreditación de las circunstancias que impidieron
“celebrar” el contrato por escrito y la prueba de la imposibilidad de “presentar” la prueba escrita. En este
último caso, el contrato se celebró debidamente (por escrito) pero acontecimientos posteriores impiden la
exhibición del documento, porque determinaron su destrucción, extravío o sustracción.
La nueva previsión legal alude ahora, no a la imposibilidad de obtener la prueba designada por la
ley, sino específicamente a la imposibilidad de “obtener la prueba de haber sido cumplida la formalidad”.
En tales condiciones se da por supuesto que el contrato fue celebrado en la forma requerida (usualmente,
por escrito) pero no es posible acreditar su existencia. O sea que coincide con el segundo supuesto
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contemplado por el anterior art. 1192, cuando hacía referencia a la imposibilidad de “presentar” la prueba
escrita. En su mérito, la imposibilidad de “celebrar” el contrato por escrito, no constituye ahora una
eximente autónoma, sin perjuicio de los casos específicamente contemplados, tal como acontece con el
depósito necesario de los arts. 1368/1375.
b) Principio de prueba instrumental.
El art. 1020 incluye también al supuesto a que aludía el derogado art. 1192 como “principio de
prueba por escrito”. El segundo párrafo de la nueva norma procede también, al igual de lo que disponía el
anterior art. 1192, a delimitar la excepción, fijando sus requisitos.
Se alude ahora al principio de prueba “instrumental” lo cual debe ser interpretado en
correspondencia con la configuración dada a la instrumentación del acto jurídico en los arts. 284 y sigts.
del Código. Cabe considerar, entonces, que se incluyen los instrumentos privados y particulares, firmados
o no, tal como resultan enunciados en el art. 287 CCC. O sea que puede considerarse principio de prueba
instrumental a “todo escrito no firmado, entre otros, los impresos, los registros visuales o auditivos de
cosas o hechos y, cualquiera sea el medio empleado, los registros de la palabra y de información”, tal como
lo enuncia la norma citada.
Al igual que en el Código de Vélez el documento debe emanar de la otra parte, de su causante o de
parte interesada en el asunto y hacer verosímil la existencia del contrato. Ello importa que puedan tenerse
en cuenta instrumentos emanados de un codeudor o de una persona que haya actuado con la autorización
del adversario. Además, basta que el instrumento haga verosímil la existencia del contrato pues si se diera
la certeza no se trataría de un “principio de prueba”, sino directamente de prueba escrita.
c) Comienzo de ejecución del contrato.
Alude también el art. 1020 al comienzo de ejecución del contrato, como supuesto excepcional que
habilita a superar la restricción probatoria del art. 1019. Se ha optado por una fórmula amplia y por ello
incluye todas las hipótesis donde la conducta de la partes demuestra que, de alguna manera, se han
comenzado a realizar actos dirigidos a la ejecución del contrato celebrado. La norma tuvo una amplia
recepción jurisprudencial, bajo el código derogado, con preponderante aplicación en los contratos de
locación de cosas, obra y servicios.

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