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DERECHO CIVIL III

GUIA DE ESTUDIO

UNIDAD II (completa)
BIBLIOGRAFIA:
APARICIO, Juan Manuel. Contratos (Parte general), Edit. Hammurabi, 2ª edic., Buenos Aires, 2016
LORENZETTI, “Tratado de los Contratos – Parte General”, Rubinzal-Culzoni, edic. 2010
LORENZETTI, Ricardo Luis. Fundamentos de Derecho Privado – Código Civil y Comercial de la Nación
Argentina. Edit. La Ley, 2016
“Contratos en el Código Civil y Comercial de la Nación” (Directores: Nicolau – Hernández), Edit. La Ley,
Buenos Aires, 2016
PITA, Enrique Máximo. La formación progresiva del consentimiento. Los acuerdos parciales. Revista de
Derecho Privado y Comunitario, Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, t. 2016-3, p.227 y ss
1. FORMACION DEL CONTRATO
Se ha visto que un requisito de existencia del contrato es el consentimiento, es decir, la
coincidencia de manifestaciones de voluntad de las partes, de idéntico contenido, que persiguen los
mismos efectos jurídicos. Sin embargo, este vocablo fue utilizado para designar no solo al concurso de
voluntades, o sea el acto bilateral, sino también, individualmente, a cada una de las manifestaciones
unilaterales cuya coincidencia da lugar al acuerdo.
A ese acuerdo puede arribarse por diversos procedimientos. El modelo general que sirve de punto
de partida es el de la oferta-aceptación. Supone una secuencia en que una de las partes, asume la iniciativa
y emite una declaración dirigida a la otra, proponiendo la celebración del contrato, y esta última, a su vez,
formula otra declaración aceptando la primera. Este es el modelo que prioritariamente debe analizarse y
es el que adopta el CCC al regular la formación del consentimiento contractual.
El elemento subjetivo del consentimiento.
a) La voluntariedad del acto
Las manifestaciones de voluntad contractual, al par de ser coincidentes, constituyen un vehículo
para exteriorizar la voluntad. De ahí la idea que el consentimiento, como se desprende del significado
etimológico, entraña un encuentro de las voluntades efectivas de las partes.
La concepción tradicional del contrato, como la del acto o negocio jurídico que lo engloba, tiene
como núcleo la existencia de la voluntad, por cuanto se los concibe como un medio de autodeterminación
de los interesados. Por ello, la manifestación exterior debe guardar una relación de correspondencia con la
voluntad interna del sujeto.
Desde este punto de vista, el art. 269 del CCC define al acto voluntario como el ejecutado con
discernimiento, intención y libertad. Empero, esto no significa que la caracterización de un acto voluntario
pueda fundarse en un criterio psicológico puro. La fórmula empleada por el precepto es meramente
teórica: no tiene otro valor que revelar el antecedente de orden psicológico, tenido en cuenta por el
legislador, para el establecimiento de las disposiciones legales pertinentes.
La ley parte de un concepto empírico de la voluntad y establece, como regla, que los actos de las
personas humanas son voluntarios; los involuntarios constituyen la excepción y para determinar sus
diversas especies, es preciso una indagación jurídica y no psicológica. En diversas hipótesis, por razones de
seguridad del tráfico, atribuye plena eficacia a la exteriorización de la voluntad, aunque esa manifestación
discrepe con la voluntad real del sujeto.

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Lo dicho permite sostener que puede haber una voluntad jurídicamente eficaz, aunque no
encuentre sustento en una voluntad real; y a la inversa: puede haber una voluntad psicológica que resulte
irrelevante para el derecho.
De todas maneras, el art. 269 CCC permite ensayar una sistematización de aquellas hipótesis
donde la falta de voluntad del acto, lo torna en involuntario. En relación con el discernimiento y la
intención, configuran los ingredientes de un concepto positivo de voluntad.
Consecuentemente, puede afirmarse que esta se compone de un saber y de un querer: el sujeto
obra voluntariamente, cuando lo hace con conciencia (saber) y con voluntad propiamente dicha (querer).
El saber es el discernimiento; el querer es la intención. El discernimiento es la aptitud del sujeto para
conocer en general y apreciar las consecuencias de sus propias acciones.
El art. 261 del CCC establece en qué casos, excepcionalmente, los actos se consideran realizados
sin discernimiento: se trata del acto de quien, al momento de realizarlo esté privado de razón; del acto
ilícito de la persona que no ha cumplido los diez años; y del acto lícito de la persona menor de edad que no
ha cumplido trece años, salvo disposiciones especiales.
Así como el discernimiento es la aptitud de conocer en general, la intención es ese conocimiento
aplicado a la realización de un acto concreto. El discernimiento importa saber lo que se quiere; la intención
entraña querer lo que se sabe. La falta de discernimiento determina que el acto carezca, en absoluto, de
voluntad. La ausencia de la intención no excluye la voluntad en sí, solo la vicia: el acto tiene voluntad pero
no sana, esto es, no dotada de las calidades para que sea normal e inatacable. El error y el dolo, cuando
reúnen los requisitos que la ley fija (arts. 265 a 275, CCC), configuran los supuestos que excluyen la
intención y vician la voluntad.
A la par de estos elementos positivos determinantes de la voluntad, el discernimiento y la
intención, existe otro elemento de carácter negativo que viene a sumarse para que el acto se repute
voluntario: se trata de la ausencia de coacción externa, de que no medie violencia, para que sea dable
considerar que el sujeto obra con libertad. Esta requiere que el agente haya podido elegir
espontáneamente entre varias determinaciones. La fuerza física irresistible y las amenazas que no se
pueden contrarrestar o evitar en las personas o bienes de la parte o de un tercero, afectan la libertad y
causan la nulidad del acto (art. 276, CCC).
b) Correspondencia entre manifestación y voluntad
La cuestión vinculada con la correspondencia entre la voluntad interna y exteriorización o
declaración, dio lugar a una polémica en la doctrina contractualista. En la actualidad el interés del tema
han declinado, hasta reputarlo superado. El debate de la doctrina se planteaba en los siguientes términos:
i) Doctrina clásica de la voluntad.
La doctrina clásica o de la voluntad, reconoce como su más renombrado expositor a Savigny.
Propugna que la voluntad es el elemento dominante en el negocio jurídico. El querer efectivo de las
personas es lo que el derecho acoge para imprimirle consecuencias jurídicas, en cuanto constituye la
expresión genuina de la autonomía en el campo social.
La declaración solo constituye un medio, un simple vehículo para que esa voluntad asuma un
estado sensible y pueda ser conocida por los demás. Pero esta última siempre mantiene la primacía, como
el alma que da sentido a la manifestación. Por ello, en el conflicto entre la voluntad y la declaración, debe
prevalecer la primera, para que el negocio asuma su verdadero rol de ser un instrumento de
autodeterminación. En caso contrario, se retrogradaría a los sistemas primitivos del derecho, al conceder a
las fórmulas un valor preeminente, con prescindencia del verdadero querer de las personas.
La concepción clásica atribuyó un desmesurado señorío al querer puramente subjetivo, sentando
el dogma de la voluntad, con una concepción exagerada del arbitrio humano, resabio de una marcada
influencia de la doctrina iusnaturalista imperante en el siglo XVII.

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La teoría voluntarista, así expuesta, fue objeto de justas críticas. En el ámbito contractual,
particularmente, se le cuestionó que era insatisfactorio e inadmisible para la seguridad del comercio
jurídico basar la obligatoriedad del negocio exclusivamente en la voluntad real, pues se lo convertía en un
vínculo poco confiable, desde que bastaría un simple error inexcusable para desanudarlo.
ii) Teoría de la declaración.-
La teoría voluntarista se acuñó cuando el contrato configuraba un negocio elaborado
artesanalmente por la voluntad de las partes que le daban vida, concibiendo un reglamento hecho a
medida, para disciplinar sus relaciones recíprocas.
El advenimiento de la revolución industrial significó la difusión del contrato en masa,
estandarizado, cuyas cláusulas son predispuestas por el oferente en vista de la celebración de contratos de
igual contenido, en serie, y donde los destinatarios de la propuesta solo tienen la opción de aceptarlas tal
cual ha sido concebida, sin posibilidad alguna de cambio, o decidir no contratar. A ello se suma la aparición
de un tráfico masivo caracterizado por la despersonalización y, la mayor de las veces en un verdadero
automatismo contractual. Estos cambios de la realidad produjeron la erosión del papel de la voluntad en el
contrato y se tradujeron en un correlativo predominio del momento objetivo de la declaración y de los
valores en que se sustenta: la seguridad del tráfico y el amparo de la buena fe.
Frente a la radicalidad de la postura clásica, la reacción, como suele ocurrir, terminó por ubicarse
en el otro extremo. Surgió la teoría de la declaración que invirtió los términos de la valoración
propugnando que la declaración emitida por una persona capaz, formal y objetivamente válida, es la que
produce efectos jurídicos, con independencia de que corresponda o no al querer efectivo del declarante.
iii) Examen crítico de ambas teorías.
Estas posiciones antagónicas enfrentadas tienen los defectos propios de la unilateralidad y el
dogmatismo. La teoría de la voluntad favorece y protege exclusivamente al declarante, con el exagerado
predominio que atribuye al elemento anímico, subjetivo e interno; no tiene en cuenta la protección que
también merece el destinatario de la declaración, por las expectativas que ella genera.
La teoría de la declaración, tiene el mérito de haber reaccionado contra excesos de la teoría
clásica, pero parcializa también el examen al proteger exclusivamente lo declarado y al destinatario de la
declaración. Piensa tan solo en el tráfico y en el amparo de la buena fe, pero deja en absoluto desamparo
al autor de la declaración, no solo en los casos en que la falta de concordancia de la voluntad con lo
manifestado le es imputable, sino también en los supuestos en que no le cabe un juicio de reproche.
De este modo, la teoría de la voluntad en su versión extrema, no puede justificar la validez del
negocio realizado bajo reserva mental o cuando se ha incurrido en un error inexcusable. A su vez, la teoría
de la declaración, tropieza con el inconveniente de que, dentro de su radicalismo, no encuentra
justificación para que una declaración regular y externamente correcta, sea insuficiente para la validez del
negocio, cuando media un vicio del consentimiento como el error, el dolo o la violencia.
Por ello, se impone conciliar los aspectos rescatables de las dos concepciones enfrentadas. Cuando
se asigna preeminencia a la voluntad como punto de partida, la atemperación de la concepción
voluntarista se encontró en la teoría de la responsabilidad. Según esta doctrina, que intentó corregir la
concepción clásica, cuando la divergencia entre lo manifestado y la voluntad efectiva se deba a dolo o
culpa del declarante, prevalecerá la declaración, la que ligará a su autor como si verdaderamente la
hubiera querido.
Cuando se adopta como principio la declaración y se piensa que ella es la que produce efectos
jurídicos, en cuanto suscita en otros una expectativa que debe ser amparada, la atemperación se
encuentra en la doctrina de la confianza. Si bien se admite que por razones sociales tiene que
reconocérsele efectos a una apariencia de voluntad, ello ocurrirá según una valoración que debe hacerse
de la conducta del destinatario: si este obrando con diligencia, conoció o pudo haber conocido la falta de
voluntad del declarante, deberá soportar las consecuencias de la invalidez del negocio. En caso contrario,

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la confianza y buena fe del destinatario debe ser protegida y el declarante queda vinculado, no obstante la
divergencia entre lo manifestado y su voluntad efectiva.
iv) La cuestión en el derecho argentino
¿Cuáles la situación en nuestro derecho positivo? Es indudable que nuestro derecho, como punto
de partida, comienza atribuyendo preeminencia a la voluntad en cuanto considera al acto jurídico y, por
tanto, al contrato, como una expresión de tal voluntad. El contrato es un acto jurídico, es decir un acto
voluntario lícito. A los actos voluntarios, a su vez, se los caracteriza como los practicados con
discernimiento, intención y libertad. En el núcleo de la definición del contrato se ubica el consentimiento.
El sentido de este término, por sí mismo, entraña una referencia inequívoca al elemento subjetivo interno.
En suma, si bien cabe otorgarle, como regla, preeminencia la voluntad, o sea a lo efectivamente
querido por las partes, deberá en cambio otorga preponderancia a lo declarado sobre lo querido en los
supuestos en que la discordancia es atribuible a dolo o culpa del declarante.
c) El disenso
El disenso constituye una anormalidad que se da en los actos jurídicos bilaterales, en particular, en
el contrato. Consiste en un fallido encuentro de la voluntad de los contratantes, en razón de un diverso
significado que ellos dan a sus manifestaciones y que se traduce en una falta de congruencia de estas.
Entre los ejemplos más característicos de disentimiento cabe mencionar los siguientes:
 "A" promete transferir a "B" la propiedad de una cosa; "B" acepta con la convicción de que se la dona.
 "A" ofrece vender a "B” un bien por la cantidad de diez mil dólares; "B" acepta con la convicción de
que el precio es en euros.
 "A" ofrece a “B" la venta de un inmueble en Pilar, localidad de la provincia de Buenos Aires y "B"
acepta con la convicción de que compra otro inmueble situado en Pilar, localidad de la provincia de
Córdoba.
 "A" conviene con un hotelero la reserva de una habitación para el día 25 de marzo y este último
acepta en la creencia de que se trata del 25 de mayo.
Disenso evidente y disenso oculto.
Corresponde distinguir en esta materia el disenso evidente y manifiesto del disenso oculto.
El disenso es evidente cuando se exterioriza en las manifestaciones de las partes: es decir, cuando
el malentendido conduce a una formulación de la declaración e aceptación cuyo tenor objetivo o literal no
concuerda con el de la oferta.
El disenso oculto, por el contrario, supone una coincidencia exterior entre oferta y aceptación,
aunque esta última es el fruto de una mal interpretación de la voluntad de la declaración de la contraparte,
que ha conducido a prestar la conformidad, la cual cubre esa real divergencia.
Volviendo a la venta de un bien que "A" propone a" B" por un precio de diez mil dólares. Si "B" al
aceptar expresa que acepta la oferta y explicita que compra por una cantidad equivalente de diez mil
euros, del simple cotejo de las dos declaraciones resulta objetivamente el disenso y la falta de
concordancia de ambas. Pero, si en la creencia errónea de que se trata de euros, cuando en la oferta se
dice lo contrario (o sea se indica que se trata de dólares), la otra parte se limita simplemente a aceptar, sin
aditamento alguno, existirá un disenso oculto.
La distinción es importante, porque el disenso manifiesto, determina la falta de consentimiento y
la inexistencia del contrato, desde que este elemento es esencial para que pueda tener vida. En cambio
cuando el disenso es oculto existe un consentimiento viciado por el error de quien malinterpretó la
declaración ajena, el que puede conducir a la nulidad del contrato, si se dan los requisitos suficientes.

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En resumidas cuentas y en relación al disenso: dentro de nuestro derecho en las hipótesis de
disenso manifiesto, esto es, el que se traduce en la diferencia objetiva de las manifestaciones
contractuales, no existe contrato. Cuando el disenso es oculto, es decir cuando objetivamente las
manifestaciones son coincidentes, aunque la concordancia es el fruto de una malinterpretación que una de
las partes ha hecho de la declaración de la otra, se configura un supuesto de error, que será susceptible de
invalidar el contrato, si se dan las exigencias que la ley requiere a tal fin.
EL ELEMENTO OBJETIVO DEL CONSENTIMIENTO: LA MANIFESTACIÓN
La voluntad debe exteriorizarse (art. 260 CCC) para que la otra parte la reciba y acepte la
propuesta o viceversa. Se trata de una voluntad destinada a otro, de carácter recepticio.
Para que la voluntad pueda tener gravitación jurídica, es menester que trascienda del fuero
interno, se traduzca en acto, y se manifieste al mundo exterior. La manifestación es el modo en que se
corporiza la voluntad, expresión de ésta que se agota al exteriorizarse. Con ella el negocio no está más
sujeto a las fluctuaciones y vaivenes de la voluntad del agente: pasa a ser algo ya querido, voluntad
objetivada y plasmada en esa manifestación.
La doctrina ha propuesto un criterio amplio para dar cabida a una variedad de supuestos y por ello
se distingue entre:
a) Manifestación directa: La intención se deduce directamente cuando existe un comportamiento
socialmente reconocible de la intención; es decir que el autor utiliza un medio que la sociedad acepta
como tal para expresar el consentimiento. El carácter directo de la voluntad surge mediante el análisis de
lo que la otra parte interpretó, ya que estamos en presencia de una voluntad de carácter recepticio. El
estándar aplicable es entonces la “recognocibilidad del acto” y este juzgamiento se hace en base a la
expectativa o confianza que el autor del acto voluntario creó en la otra parte.
Puede darse de dos modos:
1) Comportamientos declarativos: Este es el modo normal en que se expresa la voluntad
contractual. Es el que utiliza el lenguaje, sea verbal, escrito, gráfico o por signos, lo que en gran medida
equivale al término “expreso” según la categorización tradicional. Cuando un sujeto dice que quiere
“vender” utilizando el lenguaje, la otra parte lo entiende perfectamente y puede aceptar o no. Se trata de
un comportamiento declarativo que normalmente revela en forma directa una intención de obligarse.
2) Comportamientos no declarativos: En este caso no se usa el lenguaje, sino actos de ejecución de
los cuales se deduce una declaración es una voluntad actuada. El comportamiento no declarativo no
significa que no se exteriorice la voluntad, sino que se usan actos de ejecución en lugar del lenguaje.
Cuando un sujeto ejecuta un contrato, la otra parte también puede entender claramente que quiere
obligarse, porque es una conducta inequívoca. Se trata de un comportamiento no declarativo (en el
sentido de que no usa el lenguaje) del cual se infiere indiscutiblemente la intención directa de obligarse.
Ejemplos de ello son: “la ejecución de un hecho material” (art. 262, CCC), o la norma que
preceptúa que “la ejecución del mandato implica su aceptación aun sin mediar declaración expresa sobre
ello” (art. 1319 CCC). Así si una persona comienza a realizar un trabajo que se la ha ofrecido ello implica
indudablemente que ha aceptado dicho contrato de servicio o de obra. En la misma categoría pueden
encuadrarse actos materiales de ejecución modernos: cajeros automáticos, páginas web, máquinas
expendedoras, etcétera.
b) Manifestación indirecta: La manifestación es indirecta cuando la intención se infiere
mediatamente –o sea en forma indirecta- de un comportamiento que normalmente no tiene esa función.
Hay aquí un comportamiento que constituye una manifestación indirecta de la voluntad de obligarse. Un
ejemplo de ello lo tenemos en el art. 2516 CCC según el cual la enajenación de la cosa legada revela la
intención de revocar el legado.
En este modo de manifestación de la voluntad hay que tener en cuenta los límites que imponen el
legislador o las partes. Por esta razón, no puede haber una manifestación indirecta cuando hay una
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voluntad directa del autor, o cuando la ley o la convención exigen una manifestación expresa, tal como lo
prescribe el art. 264 CCC.

Manifestación expresa y manifestación tácita de voluntad


El CCC, en la regulación del acto jurídico, preceptúa que la manifestación de voluntad puede
exteriorizarse oralmente, por escrito, por signos inequívocos o por la ejecución de un hecho material (art.
262). A su vez la manifestación de voluntad puede ser tácita, cuando resulta de los actos por los cuales se
la puede conocer con certidumbre, salvo que la ley o la convención exijan una manifestación expresa (art.
264).
A propósito de la formación del consentimiento contractual el art. 978 CCC prescribe que “toda
declaración o acto del destinatario que revele conformidad con la oferta constituye aceptación”. Las
previsiones citadas reformulan la distinción receptada en el Código de Vélez entre la manifestación
expresa y tácita.
El Código Civil y Comercial prescribe en el art 264: "La manifestación tácita de la voluntad resulta
de los actos por los cuales se la puede conocer con certidumbre". La manifestación tácita de voluntad se
exterioriza mediante hechos concluyentes que resultan incompatibles con una voluntad contraria a la que
se supone. En estos casos, tales comportamientos entrañan señales que valen como indicios de la voluntad
negocial
El ya citado art. 264 CCC prescribe la ineficacia de la manifestación tácita de voluntad., cuando la
ley o una convención exigen una manifestación expresa. Cuando la ley impone una determinada forma,
exige también una manifestación expresa que observe esa solemnidad, para que el acto quede, de ese
modo, apto a fin de producir sus efectos propios. Vinculado con lo precedentemente expuesto, las partes
no deben haber subordinado la obligatoriedad de su convención al cumplimiento de determinadas
formalidades. Son los casos en que el acto reviste un carácter formal por voluntad de las partes y requiere
una manifestación positiva de voluntad que cumpla con la solemnidad acordada. Por ejemplo: se acuerda
en un contrato de duración –locación, suministro, etc.- que la voluntad de prorrogarlo por determinado
tiempo debe ser comunicado por un medio determinado: carta documento, notificación notarial, mail, etc.
Manifestación de voluntad presunta.
Se dan supuestos en que la ley teniendo en cuenta lo que ordinariamente ocurre, califica ciertos
comportamientos infiriendo de ellos una determinada voluntad negocial. Son las hipótesis de
manifestaciones presuntas que, a su vez, pueden tener un doble significado:
i) En ciertos casos la ley atribuye a un comportamiento una determinada manifestación de
voluntad, pero admite la prueba en contrario y por ello se habla de presunción iuris tantum. En estas
presunciones legales la inferencia la hace el legislador, teniendo en cuenta las máximas de la experiencia y
lo que ordinariamente acaece.
ii) En cambio, cuando no media este tipo de presunciones, de origen legal, la inferencia la hace el
juez sobre la base de hechos que presuponen la voluntad y permiten conocerla con certidumbre.
iii) Existen otras hipótesis en que la ley atribuye a un cierto comportamiento, el valor de una
declaración de voluntad en determinado sentido, sin admitir prueba en contrario. O sea que se trata de
presunciones «iuris et de iure». En estos casos la ley imputa un concreto efecto jurídico a esa conducta,
con entera prescindencia de la voluntad, en cuanto cierra la puerta a la investigación de la intención real
del autor del comportamiento. Ejemplos de esos supuestos están dados en los incs. c) y d) del art. 899
citado: Cuando se extiende un recibo de pago por la prestación principal sin hacer reserva en cuanto a los
accesorios del crédito, estos quedan extinguidos. Asimismo, si se debe daño moratorio y al recibir el pago
el acreedor no hace reserva a este respecto, la deuda por ese daño queda extinguida.

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El silencio como manifestación de voluntad.
En relación con el silencio, el CCC establece, en su art. 263, que “El silencio opuesto a actos o a una
interrogación no es considerado como una manifestación de voluntad conforme al acto o la interrogación,
excepto en los casos en que haya un deber de expedirse que puede resultar de la ley, de la voluntad de las
partes, de los usos y prácticas, o de una relación entre el silencio actual y las declaraciones precedentes”.
Además de la norma contenida en el art. 263 CCC, el Código reitera la regla al regular la formación
del consentimiento contractual y en ese sentido dispone en el art. 979 que “Toda declaración o acto del
destinatario que revela conformidad con la oferta constituye aceptación. El silencio importa aceptación
sólo cuando existe el deber de expedirse, el que puede resultar de la voluntad de las partes, de los usos o
de las prácticas que las partes hayan establecido entre ellas, o de una relación entre el silencio actual y las
declaraciones precedentes”.
La regla es clara: el silencio no es considerado una manifestación de voluntad. El artículo regula la
excepción a esta regla, y exige que haya un deber de expedirse. Es decir, que, para que el silencio tenga un
efecto, debe existir un deber previo. Las innovaciones que trae el Código se refieren a las fuentes de este
deber de expedirse.
i) La primera es la ley. Existe obligación de explicarse por la ley cuando ésta impone al silencio una
determinada consecuencia o efecto. Así, la incomparecencia a la audiencia confesional o la negativa
injustificada a responder autoriza a tener por cierto lo que afirma el ponente (arts. 417 y 411, Código
Procesal Civil y Comercial de la Nación); o bien el silencio del locador, que importa su conformidad con la
sublocación propuesta (art. 1214 CCC); o cuando se cita a una persona en juicio para que reconozca la
firma que se le atribuye en un instrumento privado; si no comparece, se lo tiene por reconocido (art. 314,
CCC).
ii) La segunda es la autonomía de la voluntad, porque las partes en un contrato pueden estipular
que, en caso de no responder en determinado plazo algún requerimiento o interrogación formulada por la
otra, ello importará aceptación o negativa a la formulación efectuada. Por ejemplo se acuerda en un
contrato de locación que si el locatario comunica al locador, antes de vencer el contrato, su voluntad de
continuar el contrato por otro período, y si el locador no se opone en el plazo de 48 horas de recibida la
comunicación, se entenderá que el contrato queda prorrogado.
iii) La tercera es más novedosa, ya que contempla los usos y las prácticas. Estos están mencionados
en el art. 1º como fuentes de derecho. Los usos y costumbres han sido estudiados en el derecho desde
hace mucho tiempo y su consideración no es novedosa. Pero en cambio, la de las prácticas sí lo es, porque
el Código incorpora tanto las prácticas comerciales (p. ej. arts. 319; 372, inc. b; 964 CCC) como las referidas
al derecho de consumo.
iv) La cuarta es la relación entre el silencio y las declaraciones precedentes. En el derecho privado
su aplicación es amplia. Por ejemplo, cuando el comprador que adquiere periódicamente mercaderías
nada dice frente al silencio del vendedor de que ha aumentado el precio y las recibe. La persona que recibe
periódicos o revistas en su domicilio y las abona mensualmente y así lo ha hecho durante varios años, sin
necesidad de, en cada mes, manifestar su voluntad de que seguirá adquiriéndolas está obligada a
comunicar, en forma anticipada, su voluntad de que a partir de determinado momento no seguirá
comprándolas.
2. FASES EN LA FORMACIÓN DEL CONTRATO
Se suelen distinguir tres fases o momentos en la vida de un contrato: su formación, su
perfeccionamiento y la ejecución. El primer período comprende la fase previa de la cual puede derivarse el
consentimiento. La segunda fase representa el nacimiento del contrato, cuando se produce la coincidencia
de las manifestaciones de voluntad de igual contenido que le dan existencia. El tercer período atañe al
cumplimiento del contrato, la faz ejecutiva, que representa la realización de su destino natural. En esta
oportunidad nos detendremos en las dos primeras fases enunciadas.

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a) Fase precontractual.
A veces el consentimiento es el fruto del acuerdo instantáneo de las manifestaciones de voluntad
de las partes. Ello ocurre, frecuentemente, en operaciones de poco monto o en los contratos por adhesión
a condiciones generales. Otras veces, por el contrario, las partes necesitan de un período previo para
deliberar y discutir las condiciones del contrato, amén de conformar mutuamente su proyecto. En el
primer caso, la formación del contrato es instantánea. En la segunda hipótesis, el contrato se forma ex
intervalo temporis. O sea que hay una etapa antecedente, de duración variable, en que las partes
deliberan, discuten y elaboran lo que, en definitiva, será una regla de autonomía privada.
En la etapa de tratativas su ruptura, en principio, constituye algo admisible y natural que no resulta
anormal ni antijurídico. Esta cuestión será específicamente analizada en oportunidad de desarrollar la
problemática de la responsabilidad precontractual y el modo en que ella ha sido contemplada en el nuevo
CCC.
b) Fase conclusiva
La etapa conclusiva del contrato se da cuando existe acuerdo, que es el momento en que el
contrato nace y adquiere existencia. A ese acuerdo puede arribarse por diversos procedimientos. El
modelo genérico, paradigmático de tal acuerdo, es el de la oferta seguida de la aceptación. Supone una
secuencia en que una de las partes asume la iniciativa y emite una declaración dirigida a la otra,
proponiendo la celebración del contrato, y esta última, a su vez, emite otra declaración de voluntad
aceptando la oferta. El encuentro entre la oferta y la aceptación es el modo normal mediante el cual se
genera el acuerdo.
La regla genérica al respecto está establecida en el art. 971 CCC: "Formación del consentimiento.
Los contratos se concluyen con la recepción de la aceptación de una oferta o por una conducta de las
partes que sea suficiente para demostrar la existencia de un acuerdo".
La norma, hace referencia, en primer lugar, al procedimiento genérico de conclusión del contrato,
que según se ha anticipado, consiste en la aceptación de la oferta. En segundo término, menta una
situación específica que puede plantearse en la formación del consentimiento, cuando puedan existir
dudas sobre su perfeccionamiento, que son aclaradas por la conducta posterior de las partes.

LA OFERTA
El art. 972 del CCCN contiene la siguiente definición de la oferta: "La oferta es la manifestación
dirigida a persona determinada o determinable, con la intención de obligarse y con las precisiones
necesarias para establecer los efectos que debe producir de ser aceptada”
i) Requisitos:
La oferta debe ser completa, contener una intención de obligarse y estar dirigida a persona
determinada Tales extremos se encuentran expresamente reconocidos en el citado art. 972 CCC.
La racionalidad que justifica estos requisitos es el fundamento voluntarista de la obligación
contractual: se requiere comprobar la intención, y que ésta sea dirigida a persona determinada y sobre
puntos precisos, ya que de lo contrario quedaría en manos de terceros establecer hacia quién se obliga una
persona y con qué contenidos.
Esta racionalidad cambia cuando, en las relaciones de consumo, se trata de ofertas masivas al
público, que utilizan la publicidad, los prospectos, y muchas veces con contenidos poco específicos. En
estos supuestos, de modo inverso a la regla general, se presume la intención de obligarse y la publicidad
integra la oferta.
Estudiaremos los requisitos.

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1) Intención de obligarse
Según el art. 972 CCC la oferta debe ser realizada “con la intención de obligarse”. Es, como dijimos,
la de producir efectos jurídicos consistentes en crear, modificar, o extinguir un contrato. Existen
declaraciones de voluntad que se realizan en broma (animus jocandi), o con la intención de enseñar
(animus docendi), o tienen una mera finalidad de autoinformación (pedidos de informes sobre la existencia
de mercaderías), que por carecer del elemento indicado no constituyen ofertas.
El efecto de la intención de obligarse es que permite a la otra parte aceptarla y a partir de ello
surgirá la obligación contractual.

2) Completividad (o autosuficiencia)
La oferta debe ser completa o autosuficiente. O sea que debe estar concebida en forma tal que la
sola aceptación signifique que el contrato quede perfeccionado, sin necesidad de ninguna ulterior
declaración del oferente. A este respecto el art. 972 transcripto, expresa que la oferta debe contener las
precisiones necesarias para establecer los efectos que debe producir de ser aceptada. La fórmula utilizada
por el precepto no traduce con fidelidad la idea que se pretende enunciar. Es más apropiado, para
referirse a este carácter de la oferta, centrar la precisión, no tanto en los efectos, sino en el contenido;
este debe incluir los elementos esenciales del contrato que se quiere celebrar, pudiendo omitir toda
referencia a lo que ley disciplina como efectos naturales de dicho contrato.
Sin embargo, este carácter de autosuficiencia de la oferta tiene atenuaciones, en los supuestos en
que la propia ley contiene normas destinadas a suplir la omisión. Tal es lo que ocurre en la hipótesis
prevista por el art. 1143 CCC relacionada con el contrato de compraventa de cosas muebles cuando el
precio no ha sido señalado ni expresa ni tácitamente, ni se ha estipulado un medio para determinarlo se
considera, excepto indicación en contrario, que las partes han hecho referencia al precio generalmente
cobrado en el momento de celebración del contrato para tales mercaderías, vendidas en circunstancias
semejantes, en el tráfico mercantil de que se trate.
En términos similares en el contrato de obra y servicios, el art. 1255 CCC autoriza a que el precio, si
no está determinado por el contrato o por los usos, lo sea por la decisión judicial.
También resulta factible que la determinación de ciertos elementos esenciales de un contrato
pueda realizarse por un tercero. Así ocurre con el precio, en el contrato de compraventa (art. 1134, CCC) o
con la determinación del objeto (art. 1005, CCC)
Cuestión: ¿Puede dejarse librada al aceptante de la oferta, la determinación de un elemento del
contrato? Por ejemplo ofrecer en venta una cosa y dejar librada la determinación de su precio a la decisión
del aceptante. La respuesta a este interrogante exige distinguir las situaciones que concretamente pueden
presentarse.
En principio, no resulta admisible dejar librado a la exclusiva decisión del destinatario de la oferta,
una cuestión esencial o de decisiva trascendencia que quede absolutamente en blanco, en cuanto ello
desproveería a la oferta de su carácter de acto serio y vinculante.
Por el contrario es admisible que pueda tener plena validez una oferta que propone la venta de
una cosa y se fija su precio dentro de ciertos límites, dejándose librada la determinación final a la decisión
del aceptante. Así será válido un contrato en se deja a la determinación del aceptante la fijación del precio
entre una suma y otra (entre $10.000 o $15.000) o entre una cosa y otra (dos automóviles usados de
diferente marca pero de similar valor). No será válido, en cambio, cuando su determinación queda a
absoluta discreción de la otra parte (vendo una cosa por el precio que determine el comprador)
Además, en caso de duda deberá optarse por considerar a las propuestas de este tipo como una
mera invitación a ofertar y no como una oferta propiamente dicha.

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3) Determinación subjetiva
El artículo 972 CCC exige que la oferta sea hecha “a persona determinada o determinable”. Por su
parte, el art. 973 dispone que “la oferta dirigida a personas indeterminadas es considerada como invitación
para que hagan ofertas, excepto que de sus términos o de las circunstancias de su emisión resulte la
intención de contratar del oferente. En este caso, se la entiende emitida por el tiempo y en las condiciones
admitidas por los usos”.
Este requisito de la oferta se vincula con la problemática propia de la oferta al público, que se
analizará más adelante.
ii) Contratos con objeto compuesto y con partes subjetivamente complejas.
El Código Civil derogado contemplaba expresamente la situación de las ofertas alternativas o
conjuntas (art. 1153). La calificación de la oferta compleja como alternativa o conjunta dependerá tanto de
la voluntad de las partes –en particular del oferente- como del modo en que ha sido propuesta. Así, la
oferta de celebración de dos contratos distintos sobre la misma cosa (vg. ofrezco en venta o
arrendamiento determinado inmueble) será siempre alternativa. En cambio si la complejidad pasa por los
bienes ofrecidos y no por la naturaleza del contrato habrá que estar al modo en que la oferta es propuesta
por el oferente (vg. vendo una cosechadora y un tractor, conjunta o separadamente). La cuestión se
complejiza cuando se venden cosas separadas fijándole un precio a cada una, sin aclarar si se lo hace en
forma conjunta o alternativa. Ello constituirá, en definitiva, una cuestión de interpretación de la voluntad,
según las circunstancias.
El CCC nada dice respecto a la cuestión referida a las ofertas de objeto complejo, situación que sin
embargo estaba contemplada en el Proyecto de 1998 (art. 932).
La complejidad de la oferta puede devenir también de los sujetos que intervengan en uno u otro
extremo de la relación negocial (oferente o aceptante). Tal situación no estaba expresamente
contemplada en el Código de Vélez y resulta ahora regulada por el art. 977 CCC. Son los casos de partes
subjetivamente complejas (vg. varios compradores o vendedores en un contrato de compraventa).
Según la norma citada, en el caso de partes subjetivamente complejas la regla será la unanimidad,
excepto que de la ley o la propia convención surja lo contrario, sea que autoricen que la mayoría puede
celebrarlo o que, en definitiva, el contrato quedará perfeccionado sólo con quienes presten su
consentimiento. Los supuestos de origen legal pueden derivar del régimen del condominio o de la
propiedad horizontal donde se prevé la adopción de determinadas decisiones por mayorías que la propia
ley fija.
iii) El cruce de ofertas
Una situación particular se presenta cuando una parte envía una oferta a la otra y ésta, al mismo
tiempo, ha remitido una oferta con el mismo contenido, sin conocer la existencia de la restante oferta. Por
ejemplo, una parte le dice a la otra que va a comprar y la otra también dice lo mismo, por el mismo precio.
Mediando dos ofertas de idéntico contenido, que se cruzan sin el consentimiento de ambos
oferentes, cuadra establecer si ello conduce al perfeccionamiento del contrato o si es preciso que esas
afirmaciones deban entrecruzarse en una secuencia que implique necesariamente una oferta seguida de la
consecuente aceptación.
La doctrina francesa y alemana es proclive a sostener que el cruce de ofertas es suficiente para
perfeccionar el contrato, con independencia que pueda luego controvertirse cuál es el momento en que se
perfecciona un contrato de esas características. En el derecho español los autores se inclinan por negar
eficacia al cruce de ofertas, en tanto la oferta y la aceptación deben ser concebidas como declaraciones de
voluntad recepticias, que han de ser dirigidas y conocidas por un destinatario. En general en la doctrina
prevalece el segundo criterio por ser menos dogmático y privilegia la conservación del contrato.

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LA OFERTA HECHA AL PÚBLICO
i) Introducción. Antecedentes.
El art. 972 CCC prescribe que la oferta es la manifestación dirigida a persona determinada o
determinable. De este modo flexibiliza con acierto la disposición contenida en el derogado art. 1148 del
CC, según la cual para que haya oferta esta debía ser hecha a persona o a personas determinadas.
La disposición que la oferta puede ser hecha a persona determinable, se vincula con la
admisibilidad de la oferta hecha al público. La formulación más estrecha del art. 1148 del derogado CC
condujo a que un sector de la doctrina excluyera la posibilidad de la oferta hecha al público en general,
esto es, in incertam personam. El término “público” hace referencia a una pluralidad inorgánica de
personas a la cual va dirigida la oferta. Se justificaba esta limitación en el hecho de que nadie puede querer
obligarse frente a un número indeterminado de personas. Por ello se sostenía que tal tipo de propuesta
constituía una mera invitación a hacer ofertas y no una oferta con sus atributos de tal.
La fuerza irreversible de los hechos ha determinado que más allá de las discusiones teóricas, en la
realidad actual, sean numerosas, en una multiplicidad creciente, las hipótesis de contratos cuya
celebración se deriva de la aceptación de una oferta hecha al público.
Los aparatos que expenden mercaderías diversas, cigarrillos, chocolates, bebidas gaseosas,
fotografías, mediante la inserción de monedas o cospeles, a los que se suman los teléfonos públicos, los
aparatos en aeródromos o estaciones de ferrocarril que expiden pólizas de seguro a cambio de un precio,
los parquímetros, etcétera, son ejemplos comunes entre los más difundidos que configuran expresiones de
esta modalidad de contratación.
En dichas hipótesis, la instalación del aparato mecánico o electrónico constituye una verdadera
oferta hecha al público, sometida a un modo especial de aceptación, desde que esta solo puede
válidamente manifestarse cumpliendo las instrucciones del oferente.
Por ende, la voluntad de aceptar la oferta, debe traducirse, necesariamente, mediante un
comportamiento idóneo para que el aparato funcione (inserción de la moneda o de un cospel, la
colocación de una tarjeta electrónica, etcétera).
ii) La oferta al público y el Código Civil y Comercial.
El art. 973 del CCC prescribe, en relación con este requisito de la dirección de la oferta: “La oferta
dirigida a personas indeterminadas es considerada como invitación para que hagan ofertas excepto que
de sus términos o de las circunstancias de su emisión resulte la intención de contratar del oferente. En este
caso, se la entiende emitida por el tiempo y en las condiciones admitidas por los usos”.
Ahora no cabe duda que el Código Civil y Comercial, a la par de la oferta individualizada, dirigida a
destinatarios determinados, admite también la posibilidad que la oferta sea dirigida al público esto es, a
una pluralidad indeterminada de sujetos, sin que interese el menor o mayor número de eventuales
destinatarios.
Según se ha anticipado, el oferente puede prevalerse de varios medios a tal fin: revistas, radio,
televisión, exposición de las mercaderías, en un negocio, internet, aparatos mecánicos, etcétera. Cabe
reiterar que dicha oferta, como toda oferta, debe ser autosuficiente, y contener los elementos esenciales
del contrato que propone celebrar.
Asimismo, habida cuenta de las circunstancias que la rodean y las que se desprenden de la
declaración, como de los usos a que se ajusta determinado tráfico, debe revelar la intención de obligarse
del oferente. Como la declaración no tiene un destinario determinado, no reviste un carácter recepticio,
pero sí lo tiene la declaración de aceptación de ella.
iii) La oferta al público en la LDC
La oferta al público en la LDC tiene una regulación específica que será analizada en la Unidad VI.

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LA FUERZA VINCULANTE DE LA OFERTA
Entre los requisitos de la oferta se ha mencionado que el oferente la formula con la intención de
que una vez producida la conformidad del destinatario, se perfeccione el contrato y las partes queden
comprometidas por la reglamentación de intereses que supone dicho negocio bilateral. Empero, ello no
obsta a que mientras tal aceptación no se produzca, se haya admitido que el oferente tiene un pleno
señorío sobre su expresión de voluntad y puede dejar sin efecto la oferta, esto es, retractarse de ella o
revocarla. La retractación o revocación de la oferta son términos que se utilizan indistintamente para
designar a este aniquilamiento de la propuesta, por una manifestación en sentido contrario de quien
formuló la oferta.
i) Sistemas.
En cuanto a la eficacia de la oferta se constatan la existencia de dos sistemas.
a) El clásico, de origen romano, caracterizado como de fragilidad de la oferta que permite el
oferente la retractación de su propuesta, mientras no sea aceptada por el destinatario y con algunas
excepciones que el mismo sistema contempla. A ese régimen adscribía el Código de Vélez, en
correspondencia con el derecho francés. Este sistema privilegiaba la situación del emisor de la oferta cuya
voluntad era decisiva a los fines de la formación del consentimiento. Mientras no había aceptación, no
había contrato y por ello sólo éste resulta vinculante, no la oferta que es un acto unilateral, emanado del
oferente.
b) Por oposición y a partir del Código Civil Alemán, prevalece en el derecho comparado el sistema
que podemos llamar de obligatoriedad de la oferta, que atribuye a ésta eficacia vinculante, obligando a
quien la emite a mantenerla en un tiempo que se determina normativamente. Esa es la doctrina que
inspira el CCC lo que implica pasar de un sistema de no obligatoriedad de la oferta a otro que –con
matices- le reconoce efecto vinculante. Este sistema privilegia la regla de la buena fe y la apariencia. Quien
emite una oferta se supone que lo hace con seriedad y con ello genera una expectativa razonable en el
destinatario. Por ello y salvo que el oferente haya señalado lo contrario –o sea que su oferta es revocable-
deberá respetarla durante el tiempo acordado o el que resulte de las circunstancias.
ii) El Código Civil y Comercial. Regla.
El nuevo CCC adscribe a un sistema que, por vía de principio, reconoce a la oferta fuerza
obligatoria. Por ello, en las situaciones normales, ella no resulta revocable por el oferente. En
consecuencia, tratándose de contratación entre ausentes, la oferta siempre obliga a quien la emite, tenga
o no plazo de duración, sea que se la pacte como irrevocable o no. Ello se infiere claramente del régimen
estatuido por el art. 974 CCC que determina que la oferta, sin fijación de plazo para la aceptación, obliga al
proponente hasta el momento que pueda razonablemente esperarse la recepción de la respuesta,
expedida por los medios usuales de comunicación. Aunque la norma no lo dice en modo expreso,
constituye necesaria derivación del principio de obligatoriedad de la oferta que la situación contraria –o
sea la oferta que tiene fijado plazo- vincula al oferente durante el tiempo acordado.
REVOCACION DE LA OFERTA
Según lo precedentemente señalado, en las situaciones normales y en la contratación entre
ausentes, la oferta tendrá siempre fuerza vinculante. Las únicas excepciones son las que contempla el
primer párrafo del art. 974 CCC: cuando lo contrario resulte de los propios términos de la oferta o sea
inferible de la naturaleza del negocio o de las circunstancias del caso. El supuesto más claro es el
primeramente enunciado –cuando la revocabilidad ha sido establecida por el oferente en la propia oferta-,
los restantes, en cambio, exigen una apreciación del contrato propuesto y sus circunstancias.
La oferta puede no contener plazo, ni ninguna otra declaración sobre su vigencia –las llamadas
ofertas simples- o haber sido pactadas como irrevocables o sujetas a un determinado plazo de duración. El
pacto de irrevocabilidad puede superponerse, o no, con el plazo de vigencia y de tal modo tendríamos
ofertas irrevocables sin plazo de duración, con plazo de duración o sólo con plazo de duración, sin

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declaración expresa de irrevocabilidad. Cada uno de estos supuestos genera situaciones problemáticas
que, además, deben ser analizadas según la regulación dada al tema por el CCC.
En el derecho argentino vigente no es posible sostener la existencia de una oferta simple, o sea
aquella que carece de plazo de duración. En el CCC la cuestión debe ser interpretada en el nuevo contexto
que reconoce –como regla general- la obligatoriedad de la oferta, para luego distinguir entre la oferta con
y sin fijación de plazo (art. 974). Como puede verse el pacto expreso de irrevocabilidad de la oferta no está
previsto y ello es así en razón que la oferta es siempre irrevocable (salvo la situación excepcional
contemplada en el art. 974, primer párrafo).
Pero, sentado lo anterior, cabe interrogarse la situación que se produce, en el marco del CCC,
cuando la oferta ha sido pactada como irrevocable, sin fijarle plazo de duración. Al respecto cabe sostener
que el solo pacto de irrevocabilidad de la oferta –o sea sin fijación de plazo- subsume la situación en la
oferta a persona ausente, sin fijación de plazo para la aceptación, o sea que la oferta obliga “hasta el
momento en que puede razonablemente esperarse la recepción de la respuesta, expedida por los medios
usuales de comunicación” (art. 974, tercer párrafo).
En suma, para el derecho argentino vigente, la oferta –en la contratación entre ausentes- es por
regla vinculante, se le fije o no un plazo a la aceptación, de donde el pacto de irrevocabilidad nada agrega
y, a todo evento, ese sólo pacto –sin plazo de duración- subsume la situación en el supuesto de oferta sin
fijación de plazo para la aceptación.
La oferta hecha a una persona que no se encuentra presente puede no tener plazo pero aun así
resulta obligatoria y el proponente queda obligado hasta el momento en que puede razonablemente
esperarse la recepción de la respuesta, expedida por los medios usuales de comunicación (art. 974 CCC).
Retiro y revocación de la oferta. Diferencias.
En el derecho comparado se distingue entre el retiro de la oferta, que se produce en el período de
tiempo que media entre su emisión y la recepción o llegada al destinatario de la revocación de la oferta,
que es una declaración de voluntad de cancelarla en el período que media entre la recepción de la oferta y
la perfección del contrato. El retiro de la oferta es, lógicamente, libre y está sometido únicamente al
requisito de la tempestividad, o sea que refiere a una declaración que no ha producido todavía ningún tipo
de vinculación y por ello el destinatario de la oferta no puede alegar ningún justo motivo para impedir su
retiro puesto que, toda vez que la oferta no le había llegado, ningún tipo de expectativa o interés atendible
se había podido crear en él.
En relación a este tema el CCC mantiene la terminología clásica y establece que la oferta puede ser
retractada si la comunicación de su retiro es recibida por el destinatario antes o al mismo tiempo que la
oferta (art. 975). Como puede verse, el supuesto allí contemplado se corresponde en sentido estricto al
“retiro de la oferta”. En correspondencia con ello el nuevo ordenamiento civil argentino regula, en el art.
981, la retractación de la aceptación, colocando al aceptante en igual situación que el oferente en cuanto
al derecho de retirar su manifestación de voluntad, antes que haya sido conocida por la otra parte.
CADUCIDAD DE LA OFERTA
En relación a este tema –la caducidad de la oferta- en el derecho comparado y en la doctrina
también se han perfilado dos posturas. Por un lado se sostiene la caducidad de la oferta cuando se
producen esas vicisitudes (muerte o incapacidad); por el otro, se postula su autonomía, lo cual conduce a
su pervivencia en tales supuestos, con la consiguiente posibilidad de aceptación de la oferta y
perfeccionamiento del contrato.
A favor de la caducidad se sostiene que por la sucesión mortis causa se transmiten derechos y
obligaciones que no han llegado a adquirirse si el contrato no ha quedado perfeccionado; que el
perfeccionamiento del contrato requiere la persistencia y coexistencia de la voluntad y, finalmente, que la
subsistencia de la oferta pondría en peligro la posibilidad de la revocación.

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Los que sostienen la tesis de la autonomía afirman que el mantenimiento de la oferta a pesar de la
muerte o incapacidad del oferente está impuesto por la las necesidades del comercio y la seguridad del
tráfico jurídico, correspondiendo, además, equipararla a las declaraciones unilaterales de voluntad.
La solución del Código de Vélez, en la línea de la doctrina clásica y en correspondencia con el
sistema de no obligatoriedad de la oferta allí establecido, fue la de la caducidad de la oferta –y también de
la aceptación- en el caso de la muerte o incapacidad de quienes emiten tales declaraciones de voluntad
(art. 1149).
El CCC en este tema mantiene la tesis de la caducidad y en ese sentido su art. 976 determina que la
oferta caduca cuando el proponente o el destinatario fallecen o se incapacitan antes de la recepción de su
aceptación. Ciertamente, parece que guarda mayor coherencia con un sistema de obligatoriedad de la
oferta –como lo es el receptado por el CCC- el propiciar, al mismo tiempo, su autonomía en los supuestos
de muerte o incapacidad de las partes, tal como lo hacía el Proyecto de 1998.
Esa es en definitiva la tesitura que adopta el Código Civil alemán en ambos temas –obligatoriedad y
caducidad de la oferta- siendo el ordenamiento que primero innovó sustancialmente en la materia,
erigiéndose en modelo de las nuevas regulaciones que privilegian la buena fe y las razonables expectativas
puestas por las partes en declaraciones de voluntad exteriorizadas y dirigidas a formar el consentimiento
contractual.
LA ACEPTACIÓN
i) Aceptación y rechazo de la oferta. Valor del silencio.
La aceptación constituye una declaración del destinatario de la oferta que contiene su
asentimiento con ella. Este es el modo natural de perfeccionamiento del consentimiento, que parte de una
oferta que debe ser completa y autosuficiente y concluye con una manifestación pura y simple del
destinario en el sentido de expedirse afirmativamente a su respecto. También puede actuarse de modo
diferente –o sea por la frustración de la etapa formativa del contrato- lo que acontece con el simple
rechazo de la propuesta realizada. Las otras alternativas que pueden plantearse –el silencio, la aceptación
con modificaciones, la aceptación tardía- conducen a soluciones específicas que ameritan también un
tratamiento particularizado.
La aceptación puede ser expresa o tácita. Esta última situación se configura mediante la ejecución
de actos que indiquen el asentimiento, lo cual deberá evaluarse en cada caso. La aceptación derivada de
actos inequívocos del aceptante –facta concludentia- aparece también receptada en el art. 979 CCC
cuando alude a toda declaración “o acto” del destinatario que revele conformidad con la oferta.
Este modo amplio de valorar los modos de aceptación de la oferta –expresa o tácita, incluso por el
silencio en determinados supuestos- se supedita a que el oferente no haya impuesto expresamente los
medios a través de los cuales el destinatario deberá exclusivamente expedirse (por ejemplo que en la
oferta se haya establecido que ella sólo puede ser aceptada por escrito o por el envío de una carta
documento). Ello constituye una forma convencional según la regla contenida, para los actos jurídicos en
general, por el art. 284 CCC y, para los contratos en particular, en el art. 969.
Respecto al modo que debe valorarse el silencio del destinatario de la oferta el art. 979 CCC
prescribe que “el silencio importa aceptación sólo cuando existe el deber de expedirse, el que puede
resultar de la voluntad de las partes, de los usos o de las prácticas que las partes hayan establecido entre
ellas, o de una relación entre el silencio actual y las declaraciones precedentes”. La norma se encarga de
reproducir la regla ya analizada que, con carácter general, sienta el art. 263 CCC.
ii) La aceptación con modificaciones.
El criterio tradicional exigía la plena identidad entre la oferta y la aceptación y por ello cualquier
modificación que el destinario introduzca en ocasión de aceptarla, importa una nueva oferta
(contraoferta), reiniciándose así el ciclo formativo del contrato, asumiendo el oferente originario la
condición de aceptante. Desde esa óptica, para que la contestación de una oferta constituya aceptación ha
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de coincidir sobre todos los términos de la primera, sin ninguna variación y cualquier modificación –sea por
añadido o por cambio- convierte a la aceptación en una contraoferta. En el mundo del common law esta
concepción recibe el nombre de regla de la imagen en el espejo (mirror image rule) porque la aceptación
debe ser como el reflejo de la oferta en un espejo, o sea exacta. Esa constituyó la regla adoptada por los
códigos clásicos y fue la seguida por el Cód. de Vélez en el art. 1152.
Otras han sido las soluciones adoptadas en el derecho contemporáneo. Si bien se mantiene, como
principio general, la regla de la identidad entre la oferta y la aceptación, se reconocen excepciones cuando
las modificaciones no resultan esenciales o son secundarias o accesorias respecto al núcleo de la propuesta
formulada por el oferente. En ese sentido se expide la Convención de Viena sobre compraventa
internacional de mercaderías, cuyo art. 19, luego de establecer en su inciso 1º) la regla general, que
requiere identidad entre la oferta y la aceptación, enuncia en su apartado 2º) la excepción, consistente en
aquellas respuestas a una oferta que contengan elementos adicionales o diferentes que no alteren
sustancialmente los de la oferta, las que serán reputadas aceptación, salvo que el oferente las rechace, sin
demora injustificada.
En nuestro derecho el Proyecto de 1998 incluyó una norma que parecía inscribirse en la tendencia
flexibilizadora del derecho moderno y así, en su art. 929, inciso a), disponía que “las modificaciones
sustanciales que el aceptante introduce a la oferta importan su rechazo, pero las otras modificaciones
pueden ser admitidas por el oferente si lo comunica de inmediato al aceptante”.
No obstante la aparente vinculación con la solución adoptada al respecto por la Convención de
Viena y las demás propuestas que la siguen, el cambio sustancial está dado por el hecho que, en tales
ordenamientos, la aceptación de las modificaciones no sustanciales se da ante el mero silencio del
oferente, o sea por su falta de rechazo sin demora, mientras que en el Proyecto 1998 se requiere su
aquiescencia expresa, también comunicada de inmediato.
Este modelo resultó finalmente acogido por el art. 978 CCC, salvo que ahora no se distinguen entre
modificaciones sustanciales y secundarias, pues se alude explícitamente a “cualquier modificación”. Tal
cambio resulta comprensible pues, la diferencia entre clausulas sustanciales y las que no lo son tiene
sentido en un sistema como el de la CV, que erige al mero silencio del oferente como aceptación de tales
modificaciones secundarias o accesorias a la oferta. Pero tal distingo deviene irrelevante cuando es
exigible la aceptación explícita de las modificaciones por el oferente, como se dispone en el Proyecto de
1998 y en el art. 978 CCC.
Los mayores problemas hermenéuticos y de compatibilización se dan a la hora de relacionar la
norma del art. 978 CCC con la que contempla los llamados acuerdos parciales (art. 982 CCC), cuestión que
se analizarán luego.
iii) Retiro y revocación de la aceptación.
El rechazo extingue la oferta, aun cuando se haya configurado como irrevocable. A su vez, y
colocando en igual situación al aceptante respecto al oferente, el art. 981 CCC establece que la aceptación
puede ser retractada si la comunicación de su retiro es recibida por el destinatario antes o al mismo
tiempo que ella.
Así como es posible el retiro de la aceptación, debe entenderse también que se puede retirar el
rechazo de la oferta exteriorizado por el aceptante, siempre y cuando se den las misma condiciones
enunciadas en el art. 981 CCC, o sea que la comunicación del retiro del rechazo llegue al oferente antes o
al mismo tiempo que él .
iv) La aceptación tardía.
Resulta obvio que para que una aceptación pueda significar la formación de un contrato debe
realizarse tempestivamente. Ello implica, en el marco de nuestro ordenamiento, que debe ser cumplida en
el plazo que se fije en la oferta o, si tal plazo no ha sido convenido, en el tiempo “razonable” a que alude el
art. 974, tercer párrafo, CCC. Sin embargo, en el derecho comparado se permite al oferente decidir, ante

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una aceptación retrasada y, por tanto, incapaz de surtir los efectos propios de una aceptación temporánea,
perfeccionar el contrato. Lo contrario sería absurdo desde un punto de vista lógico, en atención a que si el
oferente quiere seguir vinculado no se le debe negar esa posibilidad por un mero defecto temporal que él
está dispuesto a soportar.
El CCC no contempla específicamente la situación de la aceptación tardía. Sin embargo, la solución
adoptada en el derecho comparado puede generalizarse toda vez que la consideración de la aceptación
como tardía es un derecho o facultad del oferente al que éste puede renunciar. A esos fines debe tenerse
en cuenta el principio general de buena fe y el hecho que la aceptación tardía ningún perjuicio ocasiona al
aceptante, sino que, por el contrario, es un medio para que satisfaga su expectativa de celebrar el
contrato, que se ha traducido en el hecho de haber enviado la aceptación.
LOS ACUERDOS PARCIALES
Las partes pueden avanzar en sus negociaciones y alcanzar acuerdos sobre el contenido del
contrato que van a realizar.
El contrato requiere de una oferta con todos los elementos constitutivos y de una aceptación sin
modificaciones, lo que no ocurre en este caso; hay coincidencia parcial sobre algunos puntos y sobre los
demás no hay acuerdo o simplemente no fueron tratados.
El objeto de estos acuerdos no es la negociación, como ocurre con los contratos preliminares, sino
el contenido que tendrá el contrato futuro.
Las partes pueden documentar estos acuerdos parciales con una finalidad declarativa y probatoria.
Uno de los problemas que plantean estos documentos es que, si las partes no pueden avanzar, una
de ellas puede solicitar al juez que los complete.
Si se admite esta posibilidad, el juez puede integrar el contrato tomando en cuenta los acuerdos
parciales e integrándolos conforme a la naturaleza del negocio.
Si se la rechaza, el documento reflejará sólo un acuerdo parcial y será la base para demandar por
responsabilidad precontractual en el caso en que hubiere una frustración de la confianza.
i) Antecedentes. La teoría de la punktation
Una de las cuestiones que tradicionalmente se ha planteado la dogmática contractual en la
formación progresiva del consentimiento es la eventual eficacia vinculante que cabe otorgar a los acuerdos
parciales a que han arribado las partes, cuando, por la razón que fuere, no se obtiene el acuerdo final y
definitivo. En esa cuestión se inscribe el añejo debate acerca de la teoría de la punktation y respecto a la
conveniencia de que tal propuesta sea incorporada a los ordenamientos positivos.
Dicha teoría, de origen germánico, fue propuesta en ocasión de la elaboración del Código Civil
alemán (BGB), figurando en algunos de los trabajos preparatorios, no siendo finalmente receptada en el
texto definitivo de ese ordenamiento.
Según la teoría de la punktation, receptada en el Código Suizo de las Obligaciones, los acuerdos
parciales a los que arriben las partes en la formación progresiva del consentimiento, en tanto refieran a los
elementos esenciales del respectivo contrato, permiten tener por concluido el contrato, correspondiendo
al juez o a las partes integrar las cuestiones omitidas.
En esta cuestión cabe señalar que las partes pueden haber arribado a un acuerdo sobre los
elementos esenciales del respectivo contrato, decidiendo al mismo tiempo poner fin a la etapa de
negociaciones. En este caso tenemos un contrato perfeccionado y no es dable recurrir a la teoría de la
punktation y el mismo se integrará en el modo que indica el art. 964 CCC y, si es atípico, el art. 970. O sea
que dicha teoría requiere que por ejemplo en un contrato de compraventa las partes se hayan puesto de
acuerdo en la cosa vendida y en el precio pero luego difieren acerca de donde se entrega la cosa, si en el
domicilio del vendedor o en el del comprador.

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ii) El art. 982 CCC. Correlación con el art. 978.
El art. 982 CCC, bajo el acápite “acuerdo parcial” y reproduciendo igual norma del Proyecto de
1998 (art. 916), dispone que los acuerdos parciales de las partes concluyen el contrato en tanto expresen
el consentimiento sobre los elementos esenciales particulares, correspondiendo su integración de
conformidad a las reglas generales. En general tal previsión legal ha sido entendida como la recepción por
nuestro ordenamiento de la teoría de la punktation.
Ha sido advertida la eventual contradicción entre la norma del art. 978 CCC, que adopta la tesis
clásica y que exige la plena identidad entre la oferta y la aceptación para considerar perfeccionado el
contrato, y la solución seguida en el art. 982 CCC, que legitima los acuerdos parciales y les otorga
obligatoriedad en tanto haya consentimiento sobre los elementos esenciales del respectivo contrato.
La cuestión fue objeto de expreso tratamiento en las XXV Jornadas Nacionales de Derecho Civil
(Bahía Blanca, 2015,) en su Comisión 4, avocada al tema “Formación progresiva del contrato: tratativas y
pactos preliminares”. En la oportunidad se concluyó que “los arts. 978 y 982 regulan situaciones diferentes
en la formación progresiva del consentimiento contractual. En tal sentido el primero atiende a la
aceptación singular de una oferta y al tratamiento que debe darse a las modificaciones que introduzca el
aceptante. El segundo contempla, en cambio, los supuestos de fraccionamiento del iter contractual en
acuerdos sucesivos”.
iii) Los elementos esenciales particulares.
El art. 982 CCC requiere –para tener por perfeccionado el contrato en el marco de los acuerdos
parciales- que se haya arribado al consentimiento sobre sus “elementos esenciales particulares”.
Asimismo, el art. 984 CCC preceptúa que mediando acuerdo –parcial- sobre los elementos esenciales
particulares, el contrato quedará integrado conforme a las reglas contenidas en el art. 964 CCC.
Sólo cabe aclarar que tratándose de un contrato atípico no resultaría operativa la directiva prevista
en el inciso b) de la norma citada, que alude a “las normas supletorias”. Por ello, en tal caso, la integración
ulterior deberá tener en cuenta las pautas del art. 970 CCC, referidas a los contratos atípicos y que deberán
operar de consuno con las demás previstas en el art. 964 CCC.
iv) La minuta o borrador. Las situaciones de duda.
El análisis y valoración de la teoría de la punktation y de sus efectos resulta ineludiblemente
asociada con la idea de minuta o puntualización. Constituye éste un documento que extienden las partes
en aquellos contratos complejos y de tramitación dilatada, donde van volcando los acuerdos parciales
arribados en el devenir de las negociaciones. Cuando el acuerdo incluye los elementos esenciales
particulares –según lo postula esa teoría- podrá considerarse que el contrato se ha perfeccionado y cabrá
proveer a la integración de los elementos secundarios omitidos, según las reglas generales.
Al respecto el art. 982 CCC también dispone que “en la duda, el contrato se tiene por no
perfeccionado” y “no se considera acuerdo parcial la extensión de una minuta o borrador respecto de
alguno de los elementos o de todos ellos”. Ello es así porque el art. 978 sienta la regla según la cual debe
existir una completa correspondencia entre la oferta y la aceptación, ya que el fundamento de la relación
obligatoria es la voluntad y se rechaza –como regla- toda integración judicial; el contrato no es creado por
el juez, sino por las partes (art. 960 CCC).
LAS RELACIONES CONTRACTUALES DE HECHO
Mientras que la oferta se manifiesta normalmente por vía de una declaración y solo
excepcionalmente a través de comportamientos, este último modo de manifestación de la voluntad es
común y frecuente que se dé con respecto a la aceptación.
En Alemania una corriente doctrinal célebre, originada en el jurista HAUPT, escrita en 1941,
distingue un grupo de situaciones jurídicas en las cuales se generan obligaciones a semejanza de lo que
ocurre en materia de contratos, sin que medie el acuerdo de voluntades que es propio de estos negocios.

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A estas situaciones se les dio la equívoca denominación de relaciones contractuales de hecho, en
las que cabe incluir las relaciones derivadas del tráfico en masa, por la utilización inmediata que hacen los
usuarios de bienes o servicios ofrecidos al público, a través de comportamientos no declarativos, como
ocurre, por ejemplo, con la utilización ya sea del transporte público; o de los medios públicos de
comunicación (servicio de correos, teléfonos, cabinas públicas); o de aparatos mecánicos de venta de
mercaderías; o de playas de estacionamiento, etcétera.
Se trata de situaciones que carecen de homogeneidad y que forzadamente se intenta agrupar
dentro de este concepto de relaciones contractuales de hecho. Se trata de las relaciones derivadas del
tráfico de masa, que se constituyen a través de comportamientos que difieren de los moldes tradicionales
en que se perfeccionaba el mutuo consenso.
Según esta teoría las ofertas de hecho y las consecuentes aceptaciones de hecho que configuran
las bases de este tipo de relaciones, no importan declaraciones de voluntad, sino conductas materiales que
por su significado social típico producen los mismos efectos que la actuación negocial.
Lo que confiere trascendencia jurídica a estos comportamientos desprovistos de un contenido
apreciable de subjetividad e individualidad, no es, por tanto, la voluntad negocial, sino la valoración
jurídica que de ellos se hace en el tráfico por suponer una conducta social típica.
La idea en que se basa la teoría de las relaciones contractuales de hecho, en el sentido que tales
relaciones no se constituyen mediante la celebración del contrato, sino a través de contactos sociales, ha
sido también replanteada en Italia en relación a los contratos en masa. Ellos constituirían intercambios sin
acuerdo, porque el acuerdo presupone el diálogo. La creación de un vínculo contractual es el resultado del
hablar y razonar de manera conjunta.
Esta teoría de las relaciones contractuales de hecho, que tuvo inicial acogida en su país de origen,
es hoy objeto de rechazo. Se funda en una visión estrecha de la manifestación de voluntad contractual. Ella
no solo tiene lugar a través de una declaración, medio que, precisamente, tiene por objeto comunicar la
voluntad o, si se quiere, el pensamiento del declarante; sino, asimismo, esa manifestación puede
traducirse en comportamientos que si bien no tienen ese propósito directo, permiten inferir, con suficiente
certidumbre, la existencia de tal voluntad o constituyen la actuación de ella en los hechos.
En estos supuestos de las denominadas relaciones contractuales de hecho o de la mentada
conducta social típica, el contrato se concluye a través de comportamientos no declarativos que no dejan
de constituir una manifestación de voluntad, por esa circunstancia. Pese a la automatización de las
conductas, a la mecánica rutinaria que ellas trasuntan, no es posible perder de vista que tienen un
significado inequívoco. Quien sube a un ómnibus urbano, se ubica en su asiento y hace una dación del
precio del pasaje, no obstante que con la irreflexión propia de la rutina cotidiana realice todos esos actos,
está asumiendo un comportamiento dotado de un sentido indubitable en el medio social donde vive.
Existe un comportamiento no declarativo cuyo valor como manifestación de voluntad ha sido reconocido
desde antiguo. Como con agudeza señaló un autor español (De Castro y Bravo), la persona que en una
taberna toma un vaso de vino o una pinta de cerveza y para repetir la consumición se limita a hacer una
seña, siendo atendido sin intercambio de palabras, celebra, sin mayor ceremonia, un contrato como hoy lo
hace quien asciende a un vehículo de transporte público o estaciona un automóvil en un lugar destinado a
tal fin. La masificación y la prisa habrán multiplicado el número de tales contratos y les habrán dado otro
cariz, pero no les quitan el significado que ellos tienen como negocio jurídico.
MOMENTO EN QUE SE PERFECCIONA EL CONSENTIMIENTO: CONTRATOS ENTRE PRESENTES Y
ENTRE AUSENTES
Los códigos decimonónicos tomaron como presupuesto la contratación entre personas físicamente
presentes o ausentes; en este último caso hay una distancia geográfica que se traduce en un tiempo de
comunicación jurídicamente relevante.

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La importancia del tiempo reside en que existe la posibilidad de la ocurrencia de riesgos que hay
que distribuir, y que pueden ser, entre otros, la muerte, la incapacidad o la quiebra, del oferente o del
aceptante, o la retractación.
Para ello se han ofrecido cuatro teorías, bien conocidas, que resumiremos de la siguiente manera:
i) Teoría de la declaración: considera concluido el contrato con el solo hecho de la aceptación de la
oferta, sin que sea necesario el envío de la misma al oferente. Por lo tanto, el aceptante que redacta una
carta de aceptación perfecciona el contrato, aunque la guarde en su escritorio hasta que pueda enviarla al
oferente.
ii) Teoría de la expedición: el contrato queda concluido con la expedición o envío de la aceptación
por parte del aceptante. No se trata solamente de que se acepte, sino de que se exteriorice ese acto
mediante el envío.
iii) Teoría de la recepción: el contrato queda perfeccionado desde que la aceptación es recibida por
el oferente. De modo que se precisa que el aceptante declare su voluntad interna de aceptar, la exteriorice
mediante el envío y sea recibida por el oferente, de lo cual se desprende que la aceptación es una
declaración de voluntad recepticia. El contrato no queda perfeccionado hasta que el oferente reciba la
aceptación.
iv) Teoría del conocimiento: el consentimiento queda perfeccionado desde que la aceptación es
conocida por el oferente. O sea que, para esta teoría extrema, no basta que la aceptación haya sido
recibida por el oferente, o sea hayan ingresado en su ámbito de control (haya sido dejada en el buzón o
entregada a algún empleado del aceptante). De modo que se requiere el efectivo conocimiento de la
aceptación por el oferente (o sea que haya abierto la carta y se haya interiorizado de su contenido y
consecuente aceptación).
El Código de Vélez adoptó centralmente la teoría de la emisión o envío (art. 1154), con concesiones
a la teoría de la cognición o conocimiento en los casos de caducidad de la oferta y retractación de la
aceptación (arts. 1149 y 1155).
La solución adoptada por el CCC
En el CCC la cuestión está regulada en los arts. 980, inciso b) y art. 983. De la norma primeramente
citada se infiere que el Código adscribe a la teoría de la recepción, pero entendida en sentido amplio, o sea
con las especificaciones que contiene el art. 983. Según esta norma “se considera que la manifestación de
voluntad de una parte es recibida por la otra cuando ésta la conoce o debió conocerla, trátese de
comunicación verbal, de recepción en su domicilio de un instrumento pertinente, o de otro modo útil”. O
sea que solo es necesario que la declaración de voluntad de aceptación sea recibida en el círculo de
intereses del oferente, aun cuando éste no llegue a conocerla efectivamente, porque si el oferente pudo o
debió conocer –actuando diligentemente- la aceptación, la consecuencias deben ser las mismas que si la
hubiera conocido, aunque no haya existido un conocimiento real y efectivo.
En el derecho contractual argentino determinar el momento del perfeccionamiento del contrato
tiene una significación menor en tanto –conforme fuera señalado- la oferta ha sido regulada como
irrevocable (salvo el supuesto excepcional contemplado en el art. 974, primer párrafo, CCC). La cuestión
tendrá igualmente relevancia a los fines de establecer el comienzo de los plazos fijados en el contrato, o de
la prescripción, como asimismo para determinar el derecho aplicable.
Consentimiento entre presentes
El art. 974, segundo párrafo, CCC prescribe que “la oferta hecha a una persona presente o la
formulada por un medio de comunicación instantáneo, sin fijación de plazo, sólo puede ser aceptada
inmediatamente”. De la norma transcripta se pueden extraer las siguientes conclusiones:
i) Del propio texto legal surge que la situación allí prevista incluye no solo los contratos entre
personas presentes, en sentido estricto, sino también cuando se recurre a algún medio de comunicación
que permite el contacto instantáneo entre los tratantes. O sea que el precepto resulta aplicable también a
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las comunicaciones telefónicas y a aquellas otras en que se utilice cualquier sistema que permita la
respuesta inmediata y la comunicación ininterrumpida.
ii) A tenor de lo que dispone el art. 974, segundo párrafo, CCC la única excepción a la
obligatoriedad de expedirse de inmediato en una oferta entre presentes es que la propia oferta fije plazo
para la aceptación. Si así ocurriere –oferta entre presentes con plazo para su aceptación- la situación
deberá regirse por las reglas de la contratación entre ausentes, con la consecuente posibilidad de retiro,
revocación y aceptación según la regulación dada a esa modalidad en el CCC.
3. CONTRATOS PRELIMINARES
Antecedentes. Noción. Clases
El CCC consagra la Sección 4ª del Capítulo 3 del Título II del Libro Tercero a la disciplina de los
"contratos preliminares" e incluye dentro de esta figura a la promesa de celebrar un contrato y al contrato
de opción.
La doctrina nacional había establecido la existencia, como categoría genérica, de los contratos
previos a otro futuro o definitivo y dentro de ella distinguía dos supuestos:
a) Los contratos preliminares que son los que obligan a celebrar el contrato futuro o definitivo.
Dentro de éstos se ubican claramente el contrato de promesa y la opción.
b) Los contratos preparatorios que no obligan a la celebración del contrato futuro pero suministran
las bases para su concertación. O sea que el contrato futuro puede o no celebrarse pero cuando cualquiera
de las partes desea hacerlo deberá someterse obligatoriamente a las pautas señaladas en el contrato
marco o reglamentario. Un ejemplo de ello es el contrato de cuenta corriente bancaria donde el cliente
puede no haber emitido ningún cheque, pues no está obligado a hacerlo (incluso puede vencer el plazo del
contrato sin que se haya utilizado la chequera). Pero si en algún momento decide utilizar dicha cuenta
bancaria deberá atenerse a lo establecido en el contrato reglamentario de cuenta corriente.
El CCC en la Sección 4ª (arts. 994/996) enuncia los contratos preliminares, incluyendo en la
categoría la “promesa de celebrar un contrato” y el “contrato de opción”. Luego en la Sección 5ª (arts.
997/999) se regulan, separadamente, el pacto de preferencia y el contrato sujeto a conformidad. Como
puede verse, la categoría “contratos preliminares” coincide con la caracterización dada precedentemente.
No están regulados –al menos como categoría genérica- los llamados “contratos preparatorios” o
contratos marco.
Los contratos preliminares carecían de regulación en el derogado Código Civil. Su procedencia sin
embargo no estaba discutida en tanto el principio de autonomía contractual habilitaba a las partes, si así lo
decidían y por la razón que fuera, a no celebrar el contrato definitivo y acordar un contrato previo o
preliminar.
Requisitos comunes a los contratos preliminares
El art. 994 CCC enuncia dos requisitos que deben observar los contratos preliminares, tanto el
contrato de opción como la promesa de celebrar un contrato. Son los siguientes:
i) Contener los elementos esenciales del contrato definitivo: O sea que tales contratos preliminares
deben contener el acuerdo definitivo sobre los elementos esenciales particulares que identifiquen al
contrato futuro definitivo. Se trata de una obvia exigencia en lo atinente al contrato de opción. Como en
este contrato una de las partes se obliga convencionalmente a mantener una oferta durante un cierto
tiempo, uno de los requisitos de dicha oferta es su autosuficiencia, esto es, que contenga los elementos
esenciales del contrato que se propone celebrar. En lo que concierne a la promesa de celebrar un contrato,
debe tener en germen el contrato principal con todos sus elementos básicos, en cuanto está destinado a
ser absorbido por él. En el contrato de promesa se sientan las bases del contrato definitivo, de allí que
debe contener los extremos esenciales de dicho contrato.

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ii) El plazo.- El último párrafo del art. 994 CCC prescribe: "El plazo de vigencia de las promesas
previstas en esta Sección es de un año, o el menor que convengan las partes, quienes pueden renovarlo a
su vencimiento".
El señalado límite temporal tiene por fuente el Proyecto de 1998 y este a su vez el Código Civil del
Perú. Sin embargo estas previsiones del Código Civil peruano fueron modificadas en 2001, regulándose
ahora el plazo anual como previsión supletoria, para el caso que las partes no hayan pactado un plazo
diferente, mayor o menor.
A su respecto se discute si la norma reviste carácter imperativo o si es meramente supletoria, si
bien a tenor de las directivas contenidas en el art. 962 CCC pareciera que debe ser calificada como
indisponible en atención a que se alude alternativamente al plazo anual “o el menor que convengan las
partes”.
También debe discernirse si el plazo anual es aplicable tanto a la promesa de celebrar un contrato
como al contrato de opción, en atención que el art. 994 alude a la vigencia “de las promesas previstas en
esta Sección”, teniendo en consideración que por constituir una limitación a la autonomía de la voluntad
debe interpretarse restrictivamente, máxime que el contrato de opción, para cumplir su función
económica, puede estar requerido de plazos mayores.
En relación al boleto de compraventa en general se sostiene que su estatus –en atención a las
previsiones específicas contenidas en los arts. 1170 y 1171 CCC- no es equiparable a la promesa de
contrato de donde tampoco sería aplicable a su respecto el plazo de vigencia que fija el art. 984 CCC.
Las XXV Jornadas Nacionales de Derecho Civil (Bahía Blanca, 2015) se expidieron en el sentido que
el plazo anual del art. 994 es de caducidad, máximo e indisponible. También y por unanimidad se sostuvo
que dicho plazo refiere solo a las promesas del art. 995 y no incluye al contrato de opción ni al boleto de
compraventa inmobiliaria, por no tratarse en sentido estricto de un contrato preliminar.
La promesa de celebrar un contrato.
La expresión paradigmática de lo que se denomina contrato preliminar, es la que el art. 995 del
CCC denomina promesa de celebrar un contrato. En este contrato bilateral, ambas partes contraen una
obligación de hacer y se obligan al perfeccionamiento del contrato futuro. El contrato de promesa está
ahora regulado para cualquier tipo de contratos, incluyendo los contratos atípicos y no referido
exclusivamente a la compraventa. Sin embargo no es válido en los contratos solemnes absolutos (o sean
en los contratos en los cuales se exige una forma bajo sanción de nulidad, como dice el art. 995). Queda
excluida entonces la donación de inmuebles, de cosas muebles registrables y de prestaciones periódicas o
vitalicias.
El contrato de promesa es aquel en que, ambas partes, se obligan a concluir un contrato futuro o a
realizar una actividad de cooperación para perfeccionar tal contrato. Recibe diversas denominaciones:
contrato de promesa, precontrato, antecontrato. Es una construcción dogmática reciente (fines del siglo
19). No estaba prevista en los códigos decimonónicos y tampoco en el Código Civil de Vélez Sarsfield.
Prevista en el Cod. Italiano del 42 y en el Cód. Suizo de las Obligaciones, se discutió tanto su
existencia como su utilidad.
La tesis negativa sostenía que en los contratos consensuales basta el “consensus” para que el
contrato se perfeccione. El querer obligarse, equivale a obligarse. Prometer comprar y vender es lo mismo
que comprar y vender. Además el consentimiento no admite coacción ni suplencia. Por eso esta postura
sostuvo la inutilidad de la figura, lo llamó “circuitus inutilis”.
Fue predominante, en cambio, la tesis afirmativa para la cual es perfectamente posible distinguir
entre obligarse a concluir un contrato futuro que concluirlo inmediatamente. Por ello cuando por diversas
razones se torna dificultosa la conclusión de un contrato con todos los efectos que le son propios, la figura
permite la vinculación directa de las partes, pese a diferirse el perfeccionamiento del contrato definitivo.

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En el derecho argentino la cuestión del contrato de promesa se circunscribió prácticamente al
valor y los efectos del boleto de compraventa inmobiliaria. En realidad –bajo el nuevo CCC y como se verá
en la Unidad respectiva- el boleto ha adquirido autonomía normativa y debe ser calificado como un
verdadero contrato de compraventa. Por ello el boleto de compraventa inmobiliaria representa una
realidad ajena a la hipótesis regulada en el art. 995 CCC.
La promesa de celebrar un contrato aunque no es frecuente en la práctica negocial –pues las
partes celebran ordinariamente en forma directa el contrato definitivo- reviste utilidad en las
contrataciones complejas que refieren a mega emprendimientos (establecimientos fabriles, hipercentros
de consumo, obras públicas de gran envergadura, etc). En tales supuestos a veces las partes no están en
condiciones de celebrar el contrato definitivo pues faltan algunos requisitos o autorizaciones o también
porque deben obtener una financiación bancaria o de otro tipo. Sin embargo están igualmente interesadas
en asegurar de algún modo la contratación y, a esos fines, celebran este tipo de contrato preliminar.
Superadas esas dificultades o cumplidos los recaudos pendientes proceden a otorgar el contrato definitivo.
Admitida la posibilidad de existencia del contrato preliminar, como categoría genérica, se coincide
en que del mismo se deriva una obligación de hacer, de desarrollar la actividad necesaria para el
perfeccionamiento del contrato definitivo. Así lo establece el art. 995 CCC que dispone que es aplicable al
contrato el régimen de las obligaciones de hacer. Ese hacer se lo concibió tradicionalmente, como un
deber de estipular el contrato futuro. Según una postura estricta, se trataría de un quehacer infungible; en
consecuencia si el obligado no cumple, no queda otro camino que el pago de los daños y perjuicios.
Esta tesis restringida ha sido prácticamente abandonada. Aun admitiendo que la obligación que
asumen las partes es un consentir, una volición futura que se promete, es posible la ejecución en forma
específica. No se trata de extraer por la fuerza un consentimiento que dependa de la libre voluntad del
obligado. Por el contrario, este se ha obligado a concluir el futuro contrato y la actividad que debe
desplegar a tal fin, ha dejado de depender de su arbitrio para transformarse en un acto debido.
Por ello si una de las partes se niega a otorgar el contrato definitivo, puede ser compelida a ello y
en su caso su consentimiento ser sustituido por el Juez. Se aplica aquí el criterio adoptado por el art. 1018
CCC para el contrato que debiendo ser otorgado en escritura pública lo ha sido en instrumento privado,
solución que puede generalizarse a todos los contrato preliminares.
El contrato de opción
El art. 996 CCC, enuncia la siguiente noción del contrato de opción: "El contrato que contiene una
opción de concluir un contrato definitivo, otorga al beneficiario el derecho irrevocable de aceptarlo".
Es el contrato en virtud del cual, una de las partes, concedente de la opción, atribuye a la otra,
beneficiaria de la opción, un derecho que permite a esta última decidir, dentro de un determinado período
de tiempo y unilateralmente, la celebración de un determinado contrato (DIEZ PICAZO)
Esta modalidad permite que una parte se mantenga libre de celebrar o no el contrato y la restante
queda en cambio obligada a mantener su oferta por el plazo que se determine. Por ejemplo: una empresa
debe presentarse a una licitación para realizar un plan de viviendas sociales y para ello debe ofrecer,
además de la obra, un terreno con determinadas exigencias que impone el Estado concedente. No puede
ni le es conveniente adquirir directamente el terreno pues si no se le otorga la obra carecería de utilidad
para la empresa quedarse con el terreno. Con un contrato de opción se asegura que el dueño del terreno
mantiene la oferta por el tiempo que dure el trámite de la adjudicación de la obra. Si le es adjudicada,
ejerce la opción y si no le se le adjudica, la deja caer por vencimiento del plazo o por su comunicación al
concedente de la opción.
También la opción puede tener una finalidad especulativa. El beneficiario de la opción desea poder
revender el inmueble adquirido por un precio mayor para lo cual necesita un plazo a los fines de ubicar
posibles interesados. Si en el plazo pactado no consigue un comprador o interesado por un precio mayor
hace caer la opción, en caso contrario ejerce el derecho y adquiere el inmueble para luego revenderlo.

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En ambos ejemplos, como el concedente de la opción no puede disponer del bien durante el
tiempo otorgado al beneficiario, es usual que por otorgar la opción cobre un precio. También podrá
hacerlo gratuitamente.
Diferencia con la oferta irrevocable
La opción nace de un contrato y por consiguiente exige siempre la manifestación de voluntad de
las dos partes, mientras que la oferta irrevocable es un acto jurídico unilateral. Como consecuencia de ello
el contrato de opción puede determinar también obligaciones para el destinatario (pago de prima o
precio), lo que no ocurre en la oferta, aun irrevocable. Además la oferta irrevocable puede caducar por la
muerte o incapacidad del oferente, lo que no ocurre con la opción pues los herederos o el incapaz están
obligados a respetarla pues es un contrato y los efectos propios de éste se transmiten a los herederos o
sucesores universales (art. 1024 CCC).
Modalidades de la opción
i) Opción pura: La opción a que alude el art. 996 es la que se constituye en un contrato que tiene
por específico y único objeto otorgarla respecto a cualquier tipo de contrato, si bien es la compraventa el
contrato donde usualmente se celebra. En la opción pura o propiamente dicha el contrato está dirigido
exclusivamente a contener la opción, como única finalidad del acuerdo de voluntades. Son los ejemplos
que se mencionaron anteriormente y que refieren a diversas modalidades de opción pura.
ii) Opción como clausula accesoria de un contrato distinto. También la opción puede acordarse
como una clausula accesoria de otro contrato distinto al que constituye el objeto de la propia opción. En
esta variante pueden darse, además dos alternativas:
* Que la opción accesoria sea de la misma naturaleza que el contrato principal: así en un contrato
de locación de inmueble puede acordarse que, a la finalización del plazo, el locatario podrá ejercer la
opción a tener por prorrogada la locación por un nuevo período o por un plazo que se determine.
* Que la opción sea por un contrato de distinta naturaleza al contrato principal: así en un contrato
de locación de inmuebles puede pactarse que el locatario puede optar por comprar el inmueble en las
condiciones que allí se estipulan (esto no es usual en los contratos de locación comunes pero si en aquellos
de larga duración -8, 10 o 12 años- donde el locatario ha debido realizar mejoras y tienen un destino
comercial, como supermercado, restaurante, etc.)
Incluso la opción puede corresponderse a la estructura típica del respectivo contrato tal como
ocurre en el leasing y la opción de compra allí prevista (art. 1227 CCC).
El contrato de opción puede ser gratuito u oneroso (art. 996). Es oneroso cuando a cambio de la
concesión del derecho de opción el beneficiario debe pagar una contraprestación o precio de la opción, la
que es recibida por el concedente tanto si el contrato futuro se celebra como si no. La opción es gratuita
cuando el concedente no recibe nada a cambio de la su concesión.
Si se concluye –conforme fuera señalado- que el plazo anual del art. 994 no se aplica a la opción
cabrá establecer cuál es el término de su ejercicio cuando ello no ha sido fijado en el contrato. Las
alternativas en tal caso sería estar al plazo general de prescripción o sea los cinco años previstos en el art.
2560 o fijarlo judicialmente a instancia de las partes (art. 887, inciso b)
Según lo dispone el art. 996 CCC in fine el contrato de opción no es transmisible a un tercero,
excepto que así se lo estipule en el contrato.
Pacto de preferencia
El pacto de preferencia es un acuerdo en que una de las partes (promitente) asegura a la otra
(beneficiario) que si se decide a celebrar un determinado contrato con un tercero lo concluirá con el
beneficiario con el mismo contenido, si así éste lo decidiera.
El art. 997 CCC lo caracteriza como aquel pacto que genera una obligación de hacer a cargo de una
de las partes, quien si decide celebrar un futuro contrato, deberá hacerlo con la otra u las otras partes.
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Puede ocurrir, por ejemplo, que una persona venda a una persona de su conocimiento un departamento
en un edificio que tiene solo dos unidades: la que se vende y la otra que es de propiedad del vendedor y
donde vive con su familia. Como no desea que el inmueble pase en el futuro a manos de terceros que no
conoce pacta que el comprador si luego decide nuevamente vender su propiedad le dará al dueño
originario la posibilidad de readquirirla en las mismas condiciones que pretende del tercero. Este contrato
podrá o no celebrarse (a lo mejor el beneficiario del pacto no tiene dinero para recomprar la propiedad o
ya no le interesa) pero debe igualmente dársele la posibilidad de adquirirlo en los términos del pacto de
preferencia acordado. Igualmente el beneficiario de la preferencia no está obligado a celebrar el nuevo
contrato, pero si decide hacerlo deberá respetar la preferencia otorgada a la otra parte.
Diferencia con el contrato de opción. La diferencia radica en que, en el contrato de opción, el
promitente queda vinculado a una oferta, comprometiéndose a celebrar el contrato si la otra parte la
acepta. En cambio, en el pacto de preferencia el promitente no queda obligado a celebrar un contrato,
sino a preferir inevitablemente al beneficiario si se decide a celebrarlo
El pacto de preferencia, en el Código de Velez, estaba exclusivamente previsto a propósito del
contrato de compraventa (art. 1368). En el CCC se ha incluido una regulación genérica del instituto (arts.
997/998), sin perjuicio que, al tipificar el contrato de compraventa, también se dispone respecto a dicho
pacto, en el marco de ese específico contrato (art. 1165 CCC). Esa doble regulación no es absolutamente
coincidente y así mientras el pacto de preferencia genérico es transmisible a terceros (art. 997) la
preferencia pactada en el contrato de compraventa es personal y no puede cederse ni pasa a los herederos
(art. 1165).
Otra diferencia que se advierte entre la regulación dada al pacto de preferencia en el Código de
Vélez y el CCC radica en que, en el primero, si el comprador vendía la cosa a un tercero sin dar aviso al
vendedor originario, la venta era válida y el vendedor solo tenía derecho a reclamar los daños sufridos. En
el CCC, en cambio, si la cosa es registrable el pacto de preferencia es oponible a los terceros interesados, si
resulta de los documentos inscriptos en el registro o si de algún modo el tercero lo ha conocido
efectivamente (art. 1166).
El pacto de preferencia es también de uso frecuente en las sociedades comerciales. En ese sentido
los contratos de sociedad (SRL, SA) suelen incluir una cláusula en el sentido que si alguno de los socios
decide vender sus participaciones sociales debe otorgarles a los restantes socios el derecho preferente a
adquirirlas en las mismas condiciones que se pretendían del tercero. De ese modo se evite que ingresen a
la sociedad terceros que no son de la confianza de los socios originarios. También puede pactarse del
mismo modo en un condominio para el caso de alguno de los condóminos desee transferir su parte
indivisa a un tercero. Tales alternativas están expresamente mencionadas en el art. 997 CCC, oportunidad
en que se señala que, en tales casos, el pacto puede ser recíproco.
También la preferencia puede ser incorporada a un contrato distinto de la venta y así puede
pactarse en un contrato de locación, otorgando al locatario un derecho preferente para el caso que el
locador decida vender la cosa locada (esto es frecuente en las locaciones sobre inmuebles por plazos
prolongados donde el locatario realiza importantes mejoras). El pacto no da una acción para obligar al
comprador a vender, sino a preferir. En el supuesto en que voluntariamente decida la venta, debe preferir
al vendedor. En esto se diferencia claramente del pacto de retroventa, en virtud del cual el vendedor
puede recuperar la cosa vendida, haciendo funcionar la condición resolutoria pactada aun contra la
voluntad del comprador de desprenderse de la misma.
El art. 1167 CCC establece para los pactos de retroventa, reventa y preferencia un plazo máximo,
perentorio e improrrogable, de cinco años si se trata de inmuebles y de dos años si refieren a cosas
muebles.
Los efectos del pacto de preferencia son los siguientes: la iniciativa corresponde al comprador,
quien, decidido a vender, debe notificar al titular del derecho de preferencia las condiciones en que lo
hará. Esta declaración unilateral de voluntad debe contener el precio y todas las particularidades de la
operación proyectada (art. 1165 CCC).
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Si el titular del derecho lo acepta se celebra el contrato, y si no lo acepta, o vence el plazo para
hacerlo, queda el comprador liberado para vender a un tercero al mismo precio o uno mayor.
Contrato sujeto a conformidad
En el art. 999, el CCC se refiere al contrato sujeto a conformidad: "Contrato sujeto a conformidad.
El contrato cuyo perfeccionamiento depende de una conformidad o de una autorización queda sujeto a las
reglas de la condición suspensiva".
Al respecto, pueden distinguirse dos situaciones: La primera es una oferta sujeta a una condición,
que debe contar con una determinada conformidad para que el contrato pueda perfeccionarse. En dicha
hipótesis, cuando el autor de una oferta la condiciona a la posibilidad de valoraciones ulteriores de
carácter puramente subjetivo, de modo tal que el destinatario no tenga la posibilidad de perfeccionar el
contrato con su sola aceptación, despoja a dicha oferta de uno de sus requisitos, que es la intención
vinculante. En consecuencia, una oferta de esa índole solo puede configurar una invitación a ofrecer.
En segundo término, está el supuesto de una oferta Incondicionada en que se propone la
celebración de un contrato sujeto a una condición suspensiva o resolutoria, en que el acontecimiento
incierto y futuro sea la mentada conformidad. En dicha situación puede tornarse aplicable el art. 999 CCC
ya citado.
Contratos normativos
Como se vio anteriormente, existe otra categoría de convenios que no generan la obligación de
concluir µn contrato definitivo, sino que tienen por objeto establecer la disciplina de contratos que pueden
eventualmente celebrarse en el futuro, ya sea entre las partes o entre alguna de las partes y un tercero.
Vale decir, predisponen las reglas a observarse en la eventualidad de que se celebren determinados
contratos. De ahí que se los denomine contratos normativos o también reglamentarios. Integran la ya
analizada categoría de los “contratos preparatorios” propiamente dichos.
En estos contratos no existe una relación jurídica patrimonial concreta que vincule en el acto a los
interesados. Solo se trata de tornar obligatorio un esquema de cláusulas para relaciones jurídicas
potenciales, que se concretarán si se concluyen los contratos previstos, cuya celebración es tan solo
contingente. Por ejemplo un empresa supermercadista celebra un contrato reglamentario con una marca
determinada de gaseosas en el cual no se obliga a comprarle dicha mercadería pero si en el futuro decide
adquirirla se someterá a las reglas de ese contrato preparatorio (precios de venta, márgenes de ganancia,
modo en que serán exhibidas, posibilidad o no de vender gaseosas de la competencias, oportunidad en
que se liquidarán los pagos por ventas, etc.)
Esta peculiaridad ha ocasionado dudas sobre la eficacia y naturaleza de estos contratos. Empero,
no cabe cuestionar la posibilidad de su existencia, dentro del amplio campo de autonomía que la ley
reconoce a las convenciones de las partes. Si bien los contratos normativos no generan la obligación de
concluir los contratos previstos, sí entrañan la obligación de ajustar su celebración, si llega a verificarse, a
las reglas y condiciones, convenidas de antemano, para que le sirvan de contenido.
Entre las manifestaciones de contratos normativos, cabe mencionar también la cuenta corriente
bancaria, que es un contrato destinado a generar una relación estable y continua con un Banco. Dicha
cuenta es el reflejo aritmético de diversos contratos que pueden vincular al cliente con la institución que, a
más del pacto de cheque, puede consistir también en descuentos de documentos, apertura de crédito,
préstamo, etcétera. Todas estas operaciones subyacentes tendrán su reflejo en esa cuenta corriente, en la
cual se será resumida esa vinculación permanente del cliente con el Banco. Pues bien, ese contrato
contiene un conjunto de reglas destinadas a preestablecer las bases a que deberán sujetarse los negocios
que, eventualmente pueden llevarse a cabo entre las partes, con motivo de esa relación duradera que
presupone su apertura. Desde este punto de vista la cuenta corriente reviste el carácter de un contrato
normativo.

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También es frecuente que revistan el carácter de contratos normativos, los celebrados por las
obras sociales con prestadores de servicios médicos y asistenciales, donde se fijan las reglas a que habrán
de sujetarse los particulares contratos que pueden ser concluidos, con motivo de la prestación efectiva de
tales servicios.
4. RESPONSABILIDAD PRECONTRACTUAL
Antecedentes
La responsabilidad precontractual es aquella que se genera en el período previo de formación del
contrato y con motivo del desenvolvimiento de esa etapa antecedente. Es obvio que la eventual
responsabilidad que se genere en esta etapa supone que el contrato finalmente no se ha concretado.
El primer estudio sistemático en esa materia pertenece a IHERING (1893). El autor centró el
problema de la culpa “in contrahendo” en las hipótesis de nulidad de un contrato, cuando dicha nulidad
era imputable a un comportamiento doloso o culposo de alguna de alguna de las partes. La respuesta
debió encontrarla en el ámbito de un ordenamiento jurídico fundado en el derecho romano. Resultaba
claramente Inaplicable a estos supuestos la falta extracontractual o aquiliana. En la disyuntiva planteada,
lhering le asigna a tal responsabilidad un carácter contractual. Fuera de estas hipótesis de contratos nulos,
en este período antecedente del contrato la responsabilidad solo puede presentarse en hipótesis.
Fija lhering las siguientes conclusiones de su teoría según las siguientes reglas:
* La diligencia contractual es requerida tanto en las relaciones contractuales en vía de formación
como en aquellas que se perfeccionan.
* La inobservancia de esta diligencia da lugar, en una y en otra hipótesis, a una acción de
naturaleza contractual para reclamar daños e intereses.
* La culpa in contrahendo no es otra cosa que la culpa contractual.
La doctrina posterior va a hacer hincapié y asignar mayor trascendencia a las hipótesis de
responsabilidad por quiebra de las negociaciones. El debate giró alrededor de la extensión del ámbito de la
responsabilidad precontractual. Se planteó la duda si se conciliaba con la salvaguarda del principio de
libertad de contratación, la admisión de este tipo de responsabilidad por ruptura de las tratativas.
FAGELLA, en Italia (1905), se pronunció por la tesis afirmativa, en un análisis que significó un
cambio de perspectiva de la construcción de lhering. Sentó Fagella la conclusión de que es ilegítima la
ruptura intempestiva y arbitraria de las tratativas. No se necesita el dolo o la culpa de la parte que incurre
en dicha ruptura, sino que resulta suficiente el hecho puro y simple del receso sin causa. El fundamento de
esta responsabilidad estriba en la violación de un acuerdo precontractual concluido expresa o tácitamente
para entablar o continuar negociaciones.
En el derecho argentino el Código de Velez no contempló, al menos de modo explícito, la
responsabilidad precontractual por ruptura de las tratativas previas. El Código Civil y Comercial de la
Nación trata el tema en los arts. 990/993, bajo el título “tratativas contractuales”. Lo hace de un modo
muy general y, conceptualmente, algo ambiguo. Presenta aciertos pero también baches o vacíos que
inducen a dudas e interrogantes.
El período de las tratativas es el de las negociaciones preliminares a la formulación de una oferta.
Se trata de una etapa de actos previos que tienen el común denominador de carecer de poder vinculante.
En ese sentido, conforme con el principio de la autonomía, pilar básico del ordenamiento contractual, las
partes tienen la libertad de optar, según sus conveniencias e intereses, por celebrar un contrato o
rehusarse a hacerlo. O sea que tienen la facultad de poner punto final a cualquier negociación encaminada
a ese objetivo, o desinteresarse de ella, bien sea a través del rechazo expreso o del simple abandono de las
negociaciones.

26
En ese orden de ideas, el art. 990 del CCC establece la regla central en la materia: "Libertad de
negociación. Las partes son libres para promover tratativas dirigidas a la formación del contrato, y para
abandonar las en cualquier momento".
Sin embargo dicha libertad tiene límites. El verdadero fundamento de la responsabilidad
precontractual reside, entonces, en el criterio que pone límites a dicha autonomía negocial. La libertad de
negociación conlleva una limitación que está señalada en el art. 961 del CCC, cuando prescribe que los
contratos deben celebrarse de buena fe. Ese deber está expresamente ratificado en el art. 991 CCC, que
luego se analizará.
En la etapa previa de formación, cuando los interesados deciden tratar la eventual conclusión de
un contrato se genera un contacto de intereses entre quienes se vinculan socialmente mediante las
tratativas. Se debe asegurar la libertad para negociar y salvaguardar los propios intereses de quienes
intervienen en ellas; pero, al mismo tiempo, corresponde exigir que dicho contacto se lleve a cabo
conforme con pautas de comportamiento leal y correcto, a fin de impedir que cualquiera de las partes
sufra un menoscabo innecesario.
Para que opere la responsabilidad precontractual no es necesario que exista una oferta. En ese
sentido el art. 991 CCC determina que el deber allí impuesto rige “durante las tratativas y aunque no se
haya formulado una oferta”. Esto cierra un debate que se dio en la doctrina clásica sobre la extensión del
periodo contractual entre quienes lo limitaban al período posterior a la oferta o, desde una perspectiva
más amplia, incluían las tratativas previas a la oferta.
En este orden de ideas, el deber general de buena fe se descompone en una serie de deberes a los
que los partícipes de la negociación deben ajustar su comportamiento.
Ruptura de las tratativas.-
El deber de buena fe trata de prevenir situaciones indebidamente dañosas, cuando tal deber es
violado. Una de estas situaciones se vincula con la ruptura de las tratativas. A este respecto el art. 991
prescribe: ''Durante las tratativas preliminares, y aunque no se haya formulado una oferta, las partes
deben obrar de buena fe para no frustrarlas injustificadamente. El incumplimiento de este deber genera la
responsabilidad de resarcir el daño que sufra el afectado por haber confiado, sin su culpa, en la celebración
del contrato".
La ruptura de las tratativas, cabe repetirlo, no es de por sí un hecho ilícito, sino es una
manifestación de la libertad contractual. Para que pueda considerarse que dicha ruptura quebranta la
buena fe, es menester que concurran dos condiciones.
i) Es necesario que a través de las tratativas se haya generado una confianza, sin culpa del
perjudicado, en la celebración del contrato. Tal confianza, de ordinario, puede ser la consecuencia del
elevado grado de avance a que llegaron las tratativas.
II) Se requiere, además, que las tratativas se hayan "frustrado injustificadamente". Es decir, se
hayan roto sin causa justificada, circunstancia que deberá ser acreditada por quien les pone fin, para
liberarse de responsabilidad.
Vinculada con el desenvolvimiento de las tratativas, se considera también un supuesto de
comportamiento contrario a la buena fe cuando la parte que emprende las tratativas o las continúa sin
tener la intención de concluir el contrato. Puede pues, enunciarse como un deber impuesto por la buena
fe, el de no promover inútilmente tratativas de un contrato, cuando falta una seria voluntad negocial; o
bien, abstenerse de prolongarlas innecesariamente cuando una de las partes tiene la convicción que no va
a concluir el contrato.
Deber de confidencialidad.
El art. 992 del CCC prevé el deber de confidencialidad: "Si durante las negociaciones, una de las
partes facilita a la otra una información con carácter confidencial, el que la recibió tiene el deber de no
revelarla y de no usarla inapropiadamente en su propio interés. La parte que incumple este deber queda
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obligada a reparar el daño sufrido por la otra y, si ha obtenido una ventaja indebida de la información
confidencial, queda obligada a indemnizar a la otra parte en la medida de su propio enriquecimiento".
El carácter confidencial de la información de datos o hechos atinentes a la esfera de una de las
partes que es conocida por la otra en ocasión de las tratativas, puede derivarse del carácter que le asigna a
la información la parte que la suministra a la otra, como de una obligación de guardar secreto,
específicamente asumida en el curso de dichas tratativas.
Deber de custodia.
Otro deber es el de custodia para conservar las cosas que se reciben con motivo de las tratativas,
en modo tal, de poder restituirlas tal cual se entregaron, en caso de que no se concluya el contrato.
Deber de información.-
Un tratamiento especial merece el deber de información, que impone a las partes de las tratativas
exponer con claridad el alcance de sus pretensiones y evitar reticencias indebidas. Este deber depende de
la naturaleza y circunstancias del contrato que se tiene en mira, del grado de vinculación y confianza entre
los interesados y del equilibrio o desigualdad de la posición negocial de las partes.
El deber de información encierra dos aspectos: uno positivo, que consiste en transmitir toda la
Información exigible, el otro negativo, se traduce en no suministrar información errónea. Para la
determinación del alcance de este deber, es necesario conciliar las exigencias de la solidaridad y la
colaboración que requieren hablar claro, con la necesidad de respetar la libertad de negociación de las
partes, para procurar la más ventajosa reglamentación de sus intereses. La autonomía es, a la vez, el
campo de la competencia y de la colaboración. Ello significa que debe quedar un margen para que cada
cual se cuide a sí mismo y para que pueda obtener la recompensa de su ingenio y de su empeño.
Así este deber se manifiesta con intensidad en los contratos celebrados por operadores
profesionales, cuando la reticencia en la información atañe a elementos vinculados con dicha
profesionalidad. Puede mencionarse como un ejemplo particular, lo acaecido con los contratos que tienen
por objeto bienes o servicios informáticos. Es común que se dé en ellos una situación de desequilibrio que
no es de tipo económico, sino que se trata de una disparidad técnica y científica, derivada de la
desigualdad de conocimientos entre los profesionales y sus clientes. Consecuentemente, se piensa, pesa
sobre los que poseen esta superioridad técnica, un deber de información con respecto al profano o neófito
que contrata con aquellos, como una derivación del principio cardinal de buena fe.
Dando un paso más adelante, se ha reconocido que también puede existir un deber de consejo de
parte del proveedor profesional. El profesional debe ayudar al cliente a expresar sus necesidades, debe
interpretarlas y, asimismo, debe orientarlo para decidir y escoger la solución adecuada. Además, en
situaciones susceptibles de generar un peligro de daño, el deber de información conlleva la obligación de
advertir sobre dicho riesgo, amén de los recaudos que debe tomarse para conjurarlo.
Cuando no existe una situación de desigualdad informativa, la responsabilidad por la omisión o
falta de información, se atenúa y se torna excepcional, cuando la ignorancia de una de las partes es
atribuible a una falta de diligencia para procurarse el conocimiento.
El deber de claridad y el deber de veracidad de la información.
Un atributo que debe poseer la información es que tiene que ser clara y no obscura ni ambigua, en
especial cuando media el desequilibrio informativo entre las partes. Una expresión de tal deber, como se
ha visto, existe en la redacción de las cláusulas generales predispuestas, en un contrato por adhesión.
Otro atributo de la información es que debe ajustarse a la verdad. Su violación da lugar a
responsabilidad por la información falsa.
La información puede relacionarse con el contenido o significado de las cláusulas del contrato.
También primordialmente concierne a su objeto, para facilitar mejor el aprovechamiento que puede
deparar a una de las partes. Inclusive cuando es factible que dicho aprovechamiento genere un peligro de
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daño, el deber de información conlleva el de advertir sobre dicho riesgo, amén de los recaudos que deben
tomarse para conjurarlo
El daño resarcible
Según una distinción cuya autoría se remonta a lhering, las hipótesis de responsabilidad
precontractual se caracterizan por el tipo del daño resarcible, cuestión que se vincula con la distinción
entre el daño al interés negativo o de confianza, en contraposición al daño al interés positivo o de
cumplimiento, que constituye el objeto de indemnización en los supuestos de responsabilidad contractual.
Este interés positivo tiene por base la validez del contrato y comprende todo lo que una de las
partes obtendría si el contrato se cumple. El interés negativo, por su lado, supone la nulidad o el no
perfeccionamiento de un contrato y consiste en la situación en que una de las partes se encontraría, si esa
negociación fracasada no hubiese acaecido.
El art. 991 CCC no efectúa ninguna aclaración respecto a los daños reparables. Ello refleja que el
nuevo Código se ha apartado del criterio del Proyecto de 1998 que explícitamente limitaba la
responsabilidad al daño al interés negativo.
Deberá pues procurarse la reparación plena del afectado, de toda lesión a un derecho o a un
interés no reprobado por el ordenamiento jurídico (art. 1738 CCC), con un criterio indemnizatorio amplio
(art- 1738 CCC), comprensivo de las consecuencias no patrimoniales derivadas de la frustración de la
confianza padecida por el afectado. Será la evaluación de la relación de causalidad la que limitará ese
resarcimiento a lo que sea adecuado y razonable.
Las cartas de intención
El art. 993 CCC, se refiere a las denominadas cartas de intención. Con este nombre se conoce, en la
práctica de negociación entre operadores profesionales, a instrumentos que se relacionan con la
formación progresiva del contrato y con tratativas en curso. Tienen un contenido muy variado. En verdad,
las diferentes manifestaciones con que se presentan en la praxis estas cartas de intención determinan que
resulte difícil dar una noción precisa y unitaria de ellas. Pueden atener al estado inicial de las tratativas, y
expresar la intención de llevarlas a cabo, con la indicación de los puntos que se deberán discutir, a lo que
se puede agregar el tiempo, el lugar o el modo de llevarlas a cabo. Cuando conciernen a tratativas ya
avanzadas, pueden determinar los puntos sobre los cuales ya se ha logrado acuerdo y aquellos otros
pendientes sobre los que debe continuar las tratativas.
La función que cumplen estos instrumentos es promover un programa de discusión de condiciones
contractuales, sin que exista en ese estadio la voluntad definitiva de vincularse. En tales declaraciones, es
probable que los interesados se esmeren en tornar lo más creíble su proyecto, lo cual puede generar la
duda si llegan o no a constituir una oferta cuya aceptación pueda dar vida al contrato.
El art. 993 CCC se ha referido a este tipo de situaciones y prescribe: "Cartas de intención. Los
instrumentos mediante los cuales una parte, o todas ellas, expresan un consentimiento para negociar
sobre ciertas bases, limitado a cuestiones relativas a un futuro contrato, son de interpretación restrictiva.
Solo tienen la fuerza obligatoria de la oferta si cumplen sus requisitos".
5. CONTRATOS CONEXOS
1) Caracterización. Antecedentes. Diversos supuestos de conexidad.
La conexidad contractual presupone –como base objetiva- la existencia de una pluralidad de
contratos autónomos y, como requisito de índole causal o teleológica, la mediación de un necesario nexo
funcional, un propósito global, una finalidad económica que no se agota ni puede ser cumplida a través de
un vínculo negocial singular, sino que lo trasciende, involucrando uno o más contratos.
La realidad negocial muestra diversos ejemplos de conexidad. Así ocurre que se puede obtener un
préstamo o mutuo para adquirir un determinado producto. Objetivamente encontramos dos contratos
(una compraventa y un mutuo) que formalmente son independientes, e incluso se encuentran
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instrumentados por separado y con partes distintas (la empresa vendedora y el banco prestamista). Sin
embargo tales contratos se encuentran causalmente vinculados en tanto comparten la finalidad: el
préstamo se obtiene para comprar ese determinado producto.
El derecho civil clásico no tenía en cuenta la conexidad y, a la hora de analizar jurídicamente la
situación, aplicaba a cada contrato las reglas respectivas, como si fueran realidades autónomas y aisladas.
La conexidad lo que pretende es que, sin perjuicio de que cada contrato pueda seguir siendo interpretado
individualmente, se tenga también en cuenta –en determinadas cuestiones- el vínculo funcional que existe
entre ellos.
Los principales efectos que produce la conexidad contractual refieren a dos situaciones específicas
que se analizan a continuación:
a) La propagación de la ineficacia.
Una de las principales cuestiones que presentan los contratos conexos es determinar si la ineficacia
que afecta a uno de los contratos conexados debe o no extenderse a los restantes. A esos fines debe
distinguir entre los supuestos de invalidez por falta de requisitos o presupuestos –nulidad- de las
ineficacias sobrevinientes, emanadas de la ley o de la voluntad de las partes (resolución, revocación y
rescisión). Así, la comunidad causal que supone la red de contratos convergentes implica que quienes
ingresan al sistema lo hacen movidos por un conjunto de propósitos comunes cuya subsistencia se erige en
base subjetiva de los negocios coligados y la frustración de tal fin colectivo justifica instar su resolución.
La jurisprudencia ha hecho aplicación de tales directivas a propósito de los vínculos plurales,
estructurados en red, que se corresponden a la relación entre el organizador o promotor de un shopping
center y los titulares de los diversos locales. Como se verá cuando se analice la frustración del fin, en el
caso se trataba de un centro de compras cuyos organizadores y promotores se habían comprometido a
prestar determinados servicios adicionales (seguridad, estacionamiento, patio de comidas, cines, etc). El
emprendimiento tuvo dificultades y en gran medida fracasó como estaba planteado originariamente. Se
produjeron robos, muchos locales fueron abandonados por las firmas que los arrendaban, entre otros
problemas (caso “Shopping Soleil”, 1995). La frustración de la actividad prevista originariamente para el
emprendimiento justificó así la rescisión anticipada del vínculo negocial individual. Examinada sólo la
relación individual –organizador/locatario- se constataría un contrato de cambio, en sustancia de carácter
locativo. Pero lo cierto es que la multiplicidad de relaciones locativas resultan conexas entre sí y ello debe
tener algún efecto, pues alquilar un local para instalar un negocio es un hecho económico distinto si se lo
hace en un shopping o fuera de él y hacerlo en un hipermercado significa participar en una empresa
común, creando un vínculo asociativo que se superpone con la relación de cambio.
b) Contratos conexos y responsabilidad.
Entre los efectos que produce la conexidad contractual debemos ubicar también las eventuales
responsabilidades que se generan entre las partes de los sucesivos vínculos contractuales o entre quienes
participan en la red o sistema contractual. Al respecto y como derivación del principio de relatividad de los
efectos de los contratos y de los derechos creditorios en general, el apartamiento del programa de
prestación o su ejecución defectuosa le son solo imputables al deudor, o sea al cocontratante incumplidor
de la relación singular de que se trate.
Dicha regla general debe ser ajustada a la especificidad de la conexidad contractual. El principio de
relatividad de los efectos de los contratos no presenta la misma contundencia cuando media un ligamen
funcional entre los distintos contratos, circunstancia que eventualmente justificaría ampliar
subjetivamente la imputación y responsabilizar a quien no inviste estrictamente la calidad de deudor en el
vínculo negocial singular donde se ha producido el daño o el incumplimiento. La posibilidad de
responsabilizar a quien no es parte en el vínculo negocial singular sino que integra un contrato conectado
con él o vinculado en red debe encontrar una fundamentación dogmática específica, pues importa un
apartamiento de la regla general que determina que los efectos obligacionales directos sólo alcanzan a las
partes y no benefician ni perjudican a terceros.

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Analizaremos las distintas situaciones que se producen en nuestro sistema jurídico y que refieren a
la extensión de la responsabilidad en casos de conexidad contractual:
i) La responsabilidad en las enajenaciones sucesivas producidas en una cadena de comercialización.
Los sistema de distribución comercial implican una concatenación de vínculos negociales que,
mirados desde un punto de vista económico, pueden ser percibidos como un fenómeno unitario pero que
analizados jurídicamente implican contratos autónomos. Así un producto o un servicio que adquiere un
consumidor es objeto en primer lugar del contrato entre el fabricante y el mayorista o distribuidor, luego
éste lo transmite al comerciante minorista o supermercado y finalmente lo adquiere el consumidor. A esa
cadena de comercialización se le pueden agregar incluso otros sujetos como el importador o el
transportista. La dogmática tradicional da respuesta a los incumplimientos y a las consecuentes
responsabilidades que se producen en el seno de cada relación contractual singular. El problema surge
respecto a la situación en que se encuentran quienes no han contratado entre sí, pero integran la cadena o
red de contratos y fundamentalmente la de quienes están emplazados en los extremos de dicha relación
compleja (vg. el fabricante y al adquirente final del producto). El análisis de la señalada problemática
requiere la distinción de dos supuestos. a) Los daños ocasionados a las partes, o a otros sujetos vinculados
a éstas, por el riesgo o vicio de la cosa transmitida o del servicio prestado; b) El incumplimiento del
régimen de garantías –legal o convencional- por los vicios o defectos de la cosa transmitida.
En el supuesto a) -responsabilidad por daños- la responsabilidad de las partes del contrato inserto
en un sistema de distribución queda comprometida por los daños derivados del producto o servicio
comercializado. No estamos acá frente al incumplimiento de la obligación principal asumida ante el
adquirente –entrega de la cosa con las calidades pactadas- sino de daños a su persona o a otros bienes que
tienen su origen en la cosa transmitida o en la prestación del servicio. El reclamo, en tal caso, se subsume
en la previsión del art. 40 LDC, según la redacción resultante de la Ley 24.999. Se consagra allí una
responsabilidad de naturaleza objetiva y el proveedor sólo puede liberarse acreditando que la causa del
daño le ha sido ajena. La norma menciona al "distribuidor", al "proveedor" y al "vendedor", con lo que se
abarca a toda la cadena de distribución. La responsabilidad es solidaria, "sin perjuicio de las acciones de
repetición que correspondan". La norma adopta un criterio amplio en punto a los legitimados pasivos,
incluyendo a prácticamente todos los que integran la cadena de comercialización. Así la persona que se
intoxica con un producto en mal estado adquirido en un comercio podría demandar tanto al comerciante
que se lo vendió como al mayorista, al distribuidor y al propio fabricante.
El supuesto b) -responsabilidad por la mala calidad o el defecto del producto- encuentra también
solución específica en las normas del estatuto de defensa del consumidor. Opera en tal sentido la garantía
legal "por defectos" que consagra el art. 11 LDC y también la garantía "de provisión" prevista en su art. 12,
que importa "asegurar un servicio técnico adecuado y el suministro de partes y repuestos". A su vez, el art.
13 extiende dichas garantías, con carácter solidario, al "productor, importador, distribuidor y vendedor"
del producto comercializado, norma que resuelve en forma específica el problema de la extensión de la
responsabilidad entre los integrantes de la cadena de comercialización y más allá de la relación entre el
consumidor final y su enajenante inmediato. Por ejemplo la persona que adquiere un automotor 0
kilómetro y luego tiene problemas mecánicos (falla el motor, la caja de cambio, el sistema de climatización,
etc.) podrá demandar tanto a la concesionaria que se lo vendió como a la terminal automotriz que lo
fabricó e incluso al importador, si se trata de un modelo importado.
ii) El turismo y los contratos conexos.
Otra relación negocial usualmente analizada desde la perspectiva de la conexidad contractual es la
que se produce en el ámbito de la actividad turística. En este supuesto encontramos también una
pluralidad de vínculos, causalmente conectados, todos ellos encaminados a una finalidad común. Así, en
un extremo, encontramos al turista o consumidor y en el otro a uno o más prestadores de servicios de
índole variada (transporte, hotelería, gastronomía, etc.) e, intermediando entre ambos, la agencia de
turismo, quien cumple un rol central en esa complejidad de relaciones.

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Si es la propia agencia quien organiza el viaje, siendo ésta a su vez titular de los diversos servicios
que presta, no estamos frente a un contrato de agencia pues no hay intermediación y lo que existe es un
solo vínculo contractual –locación de servicios, de obra o, en su caso, atípico- entre el turista y la agencia.
Acá no se plantea –estrictamente- un supuesto de conexidad sino, en todo caso, de subcontratación.
El problema se suscita, entonces, cuando la “agencia de turismo” asume estrictamente ese rol,
intermediando entre el turista que recurre a sus servicios y las demás empresas que cumplirán las
funciones de prestadoras de los servicios que constituyen el objeto principal del contrato. Acá el problema
se plantea respecto a si es posible imputar responsabilidad a la agencia de turismo por el incumplimiento
incurrido por otros sujetos o empresas que intervienen en los demás servicios (hotelería, excursiones,
transporte, etc). Ello es derivación del especial régimen legal que rige la actividad y de la naturaleza
usualmente representativa del vínculo de agencia, lo cual implica que, como regla, las responsabilidades
recaen sobre las empresas prestatarias de los servicios y no sobre la agencia de turismo.
iii) Las responsabilidades en el contrato de leasing.
El contrato de leasing, en alguna de sus modalidades, configura también un supuesto de conexidad
contractual. Así acontece con la operación conocida como “leasing financiero” que involucra tres sujetos
(proveedor, dador y tomador) y dos contratos (el de provisión del bien –compraventa, cesión o locación de
obra- y el de leasing). La modalidad se encuentra caracterizada en el art. 1231, inciso a), del CCC (bien que
debe “comprarse por el dador a persona indicada por el tomador”). La otra modalidad de leasing (el
operativo) no presenta problemas de conexidad pues la operación es objeto de un único contrato.
iv) El crédito al consumo
Una de las situaciones en las que con mayor frecuencia se ha invocado la conexidad contractual
refiere a los créditos al consumo. O sea establecer si el consumidor a quien se le ha incumplido el contrato
de adquisición de un bien o servicio puede invocar dicho incumplimiento para dejar de pagar el crédito
obtenido a los fines de adquirirlo. Las situaciones que se presentan en la realidad no son todas iguales por
lo cual se hace necesario diferenciarlas:
a) Contrato de financiamiento autónomo, sin conexión con el contrato de consumo (los llamados
“préstamos personales”)
Este supuesto se configura cuando el contrato consiste exclusivamente en un préstamo dinerario
realizado por el financista que no resulta causalmente vinculado –siquiera en forma mediata- con la
adquisición de un bien o servicio en particular. Acá el consumidor obtiene una suma de dinero de un banco
o una financiera y acuerda una forma de pago aplazada sin un destino predeterminado, que luego podrá
afectar a su consumo personal o familiar o a otras finalidades diversas. Incluso, todo o parte del dinero
obtenido puede no consumirlo de inmediato, sino retenerlo –ahorrarlo- para consumos futuros. Estamos
ante una deuda dineraria pura desvinculada de los contratos posteriormente celebrados por el
consumidor. En tal supuesto los problemas derivados de la conexidad contractual no se presentan y
ninguna responsabilidad podrá imputarse al prestamista respecto a eventuales incumplimientos incurridos
por los proveedores singulares. Sería el caso en que una persona obtiene un préstamo personal en un
Banco sin indicar su finalidad y luego, con ese dinero, adquiere un automotor o un electrodoméstico. Si
luego se produce algún problema o incumplimiento al respecto (el automotor o el electrodoméstico no
funcionan o tienen vicios) no por ello podrá dejar de cumplir con la devolución de la suma prestada pues
ese contrato de mutuo no muestra conexidad con el ulterior contrato de adquisición del bien o servicio.
b) Contratos de consumo financiados por el propio proveedor (la venta a plazos).
Es la modalidad más simple –y la primera que surgió históricamente en el ámbito de la
comercialización en masa de bienes y servicios- que se configura cuando el propio proveedor confiere un
diferimiento –usualmente con periodicidad mensual- para el pago de la prestación realizada al
consumidor. Acá no se celebra ningún contrato de crédito propiamente dicho y la relación jurídica es
bilateral y vinculante para las mismas partes de la relación de consumo: proveedor y consumidor. O sea
que no caben dudas en el sentido que frente al incumplimiento del vendedor el proveedor podrá
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legítimamente dejar de pagar las cuotas pues se trata de un incumplimiento producido en el marco del
propio contrato de compraventa. No hay allí específicamente un problema de conexidad.
c) Contrato de consumo y contrato de financiación separados.
Dentro de la específica problemáticas de los créditos al consumo la variante que presenta mayor
complejidad refiere al caso en que, al menos formalmente, se muestran autónomas y separadas las figuras
del financiador y del proveedor. Desde el punto de vista jurídico tenemos dos contratos diferentes que
comparten un solo sujeto –el consumidor- y mediante los cuales se otorga un préstamo dinerario que se
afecta a la adquisición de un bien o servicio. A diferencia del caso enunciado en a), acá el préstamo es
obtenido con la directa y exclusiva finalidad de realizar el acto ulterior de adquisición, constatándose,
además, la mediación de determinados datos fácticos que autorizan a presumir la coligación entre ambos
vínculos, más allá de su aparente y formal autonomía.
Cuando ese vínculo ha sido referenciado de alguna manera en el propio contrato de adquisición, la
relación con la operación de financiación podrá ser acreditada con mayor facilidad. En cambio, si tal
conexión causal se oculta, la prueba será más compleja y deberán aportarse elementos y datos fácticos
que demuestren la mediación de un nexo jurídicamente relevante entre ambos contratos, para así poder
trasladar los efectos de uno a otro. De tal modo, la intervención de una tercera parte financiadora en una
única operación económica –que combina varios contratos distintos- ocasiona una mayor precariedad en
la posición del consumidor y, por ello, constituye el problema característico y más relevante del crédito al
consumo. Es acá donde podrá acudirse a las nuevas normas contenidas en el CCC y que refieren a los
contratos conexos y sus efectos (arts. 1073/1075).
2) Los contratos conexos en el CCC.
El nuevo CCC ha dado una respuesta genérica al problema de la conexidad contractual en los arts.
1073 a 1075. Como vimos, anteriormente –bajo el Código de Velez- tales cuestiones no tenían una solución
de carácter general sin perjuicio de encontrarse respuestas específicas en algunos institutos, como la
obligación de saneamiento, la responsabilidad por ruina de la obra y las demás regulaciones resultantes de
la normativa de defensa del consumidor ya analizadas (arts. 11 y 40 LDC).
EI Código Civil y Comercial de la Nación da la siguiente noción de la conexidad, en el art. 1073:
“Hay conexidad cuando dos o más contratos autónomos se hallan vinculados entre sí por una finalidad
económica común previamente establecida, de modo que uno de ellos ha sido determinante del otro para
el logro del resultado perseguido. Esta finalidad puede ser establecida por la ley, expresamente pactada, o
derivada de la interpretación".
En los Fundamentos del Anteproyecto de CCC se señala que la definición normativa del art. 1073
consta de los siguientes elementos:
a.- Hay conexidad cuando dos o más contratos autónomos se hallan vinculados entre sí. El primer
elemento es que existan dos o más contratos, es decir, no se trata de un fenómeno que ocurre dentro de
cada contrato, sino que es exterior e involucra a varios.
b.- Una finalidad económica común. La idea de negocio económico hace que se utilicen varios
contratos para concretarlo o para hacerlo más eficaz. Es una finalidad supracontractual.
c.- Previamente establecida. No se trata de cualquier finalidad económica común, sino de un
diseño previo. Es muy habitual que los vínculos queden conectados de múltiples maneras, pero lo que se
toma en cuenta es una finalidad previa.
d.- De modo que uno de ellos ha sido determinante del otro para el logro del resultado perseguido.
La decisión de vincular contratos es decisiva para el logro del resultado; lo importante es el negocio
económico y el contrato es un instrumento.
Se trata, pues, de dos o más contratos que tienen una función autónoma, pero que tienden a la
realización de una operación económica global, unitaria y compleja. Suponen intereses económicos
entrelazados. Empero, a más de esta vinculación económica, la conexión reviste un carácter jurídico, en
33
cuanto presupone que un contrato depende de otro y que el tratamiento jurídico de uno está influido por
la existencia y vicisitudes de otro.
La conexión, como se desprende del art. 1073 CCC, puede ser necesaria y típica, cuando está
establecida por la ley (como ocurre en el leasing, en la LDC en la responsabilidad por productos, o en la
accesoriedad que se da en el contrato de fianza respecto al contrato principal garantizado). Pero también
puede ser voluntaria, cuando dos contratos que abstractamente pueden ser concebidos como
independientes, han sido concretamente programados por las partes como elementos de una misma
operación. Esa intención puede ser expresamente declarada por los interesados o bien debe ser inferida
de las circunstancias que permiten inducir que un contrato constituye la razón ser del otro. La conexión
declarada o explícita no presenta mayores problemas. La dificultad se plantea entonces cuando no reviste
el carácter expreso. En tales casos es necesario esclarecer, según las circunstancias que rodean la
negociación, si dos más contratos son conexos y, por tanto, están teleológica y funcionalmente vinculados.
La interpretación de los contratos conexos.
El Código Civil y Comercial de la Nación, fundamentalmente, en relación a la conexión voluntaria,
en el art. 1074, prescribe: "Los contratos conexos deben ser interpretados los unos por medio de los otros,
atribuyéndoles el sentido apropiado que surge del grupo de contratos, su función económica y el resultado
perseguido".
Admitida la conexidad, ella contribuye a aclarar o integrar la verdadera función que cumple cada
uno de los contratos conexos, teniendo en cuenta la mencionada relación de interdependencia en que se
encuentran los negocios vinculados para la consecución al resultado final perseguido, que constituye el
fundamento de la coligación.
La excepción de incumplimiento.
El Código Civil y Comercial de la Nación en cuanto a los efectos de los contratos conexos, se ha
limitado a prever lo concerniente a la excepción de incumplimiento. El art. 1075 prescribe: "Según las
circunstancias, probada la conexidad, un contratante puede oponer las excepciones de incumplimiento
total, parcial o defectuoso, aún frente a la inejecución de obligaciones ajenas a su contrato. Atendiendo al
principio de la conservación, la misma regla se aplica cuando la extinción de uno de los contratos produce
la frustración de la finalidad económica común".
El art. 1075 del CCC, pues, admite que la excepción de incumplimiento pueda ser oponible por uno
de los contratantes, aun cuando se trate de obligaciones ajenas a uno de los contratos coligados. Empero,
aclara el precepto, que ello puede ocurrir "según las circunstancias", lo que significa una limitación que
relativiza la regla. Será menester un análisis de dichas circunstancias que rodean un caso concreto de
conexión voluntaria, el que permitirá concluir si resulta o no procedente la oponibilidad de la excepción.
Será más frecuente la posibilidad de valerse de ella, cuando se trate de contratos conexos celebrados
entre las mismas partes. Y se reducirá la factibilidad cuando los contratos coligados han sido celebrados
entre partes diferentes.
El criterio orientador para admitir o no la procedencia de la excepción, radica en encontrar la
existencia de un nexo sinalagmático que vincule a las obligaciones comprometidas. Como vimos, un caso
claro en que se da tal nexo es el referido supuesto de contratos de préstamo para financiar contratos de
adquisición de un bien, celebrados por un consumidor ya sea con un proveedor, o con este y con quien
efectúa el préstamo, cuando ambos contratos constituyen una unidad económica. Más difícil es cuando tal
unidad económica no se constata como evidente en el caso concreto.
El precepto art. 1075 CCC agrega una hipótesis, en que autoriza la procedencia de la excepción. Se
trata de las hipótesis en que la extinción de uno de los contratos ocasiona la frustración de la finalidad
común. Ese hecho autoriza a la parte de uno de los contratos conexos, a oponer la excepción de
incumplimiento, si se le exige el cumplimiento de la obligación del contrato coligado del que es parte. Tal
excepción, como se verá, es un remedio dilatorio que permite la conservación del contrato, y autoriza a
suspender temporalmente su ejecución, y a paralizar el reclamo de cumplimiento que se formule. El art.
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1075 prescribe que se aplica a este supuesto la misma regla anteriormente prevista. Cabe reiterar, por
ende, lo anteriormente expuesto. La solución definitiva dependerá de las posibilidades que tenga el
contrato conexo de sustraerse a la vicisitud extintiva que puede haber afectado al contrato disuelto. En la
interpretación de esa situación creada, en caso de duda, puede tener gravitación el principio de
conservación del contrato (art.1066, CCC).
6. CONTRATOS DE LARGA DURACIÓN
El art. 1011 del CCC está destinado a la regulación de los que denomina contratos de larga
duración. Prescribe: “En los contratos de larga duración el tiempo es esencial para el cumplimiento del
objeto, de modo que se produzcan los efectos queridos por las partes o se satisfaga la necesidad que las
indujo a contratar. Las partes deben ejercitar sus derechos conforme con un deber de colaboración,
respetando la reciprocidad de las obligaciones del contrato, considerada en relación a la duración total. La
parte que decide la rescisión debe dar a la otra la oportunidad razonable de renegociar de buena fe, sin
incurrir en ejercicio abusivo de los derechos”.
El párr. 1º del precepto contiene una definición de lo que cabe entender por contrato de duración.
Sin embargo, el precepto emplea dicha definición para reducirla a los contratos cuya duración merece el
calificativo de “larga”. El problema radica en que los contratos de duración continuada o periódica pueden
tener una extensión variable. Por ejemplo, el arrendamiento, el depósito, el comodato, el suministro, el
contrato de enseñanza, son contratos de duración, independientemente que el plazo sea mayor o menor.
Es tan contrato de duración el alquiler de un automóvil por una semana, como el arrendamiento de un
inmueble por el término de diez años.
En los Fundamentos del Anteproyecto se indican las razones que determinaron la inclusión del
contrato de duración en el capítulo en que se legisla sobre el objeto del contrato. Se expresa allí que el
artículo se propone una regulación de los contratos de larga duración. Se agrega que "Habitualmente, la
noción de “reciprocidad” o “conmutatividad” es comprendida como una ecuación que surge en el
momento en que el contrato se celebra. Este concepto no puede ser mantenido en un vínculo extenso: los
contratos se reformulan en su contenido en la medida del cambio de tecnología, precios, servicios y sería
insensato obligar a las partes a cumplir puntualmente con lo pactado en el sinalagma original. El objeto del
contrato puede comprender una operación temporalmente extensa que requiere de una comprensión
dinámica. La diferencia con los vínculos no sometidos a un tiempo extenso es que debemos interpretar el
elemento conmutativo del negocio mediante un concepto relacional y dinámico".
En nuestra doctrina, la inquietud por los contratos de larga duración, tuvo su origen en la
gravitación que tenía el tiempo, en los contratos de larga duración, afectados por el drástico cambio de
circunstancias en una época de grave crisis económica.
Los contratos que se denominan como de larga duración, configurarían una categoría de
contratos que se opondría a la de contratos de ejecución instantánea o "de duración breve". Los contratos
de larga duración contendrían un acuerdo provisorio sometido a permanentes mutaciones. La singularidad
de estos contratos no residiría en sus obligaciones, sino en el objeto, en el tipo de operación considerada
por las partes. Estas determinarían el objeto utilizando reglas de contextura abierta y normas
procedimentales, a fin de ser permeables a los cambios externos. En estos contratos, el elemento
conmutativo debería interpretarse, mediante un concepto relacional y dinámico. Dado que el contrato se
reformula en su contenido en la medida de futuros cambios, sería insensato obligar a las partes a cumplir
puntualmente con lo pactado en el sinalagma original.
Serían ejemplos de esta categoría de contratos el contrato de suministro a una empresa durante
cinco años, la prestación de servicios educativos, el pago a un círculo de ahorro para comprar un automóvil
en cuotas, o la contratación de un servicio de medicina prepaga. En tales contratos, el objeto sería una
envoltura, un simple cálculo probabilístico, un sistema de relaciones que se modifica constantemente en
su interior con finalidades adaptativas. Ello es así, porque los bienes a suministrar sufren cambios
tecnológicos, porque los contenidos educativos mudan, y porque habrá nuevos modelos de automóviles
que sustituirán al previsto al suscribir el contrato de ahorro. En la medicina prepaga estas mutaciones
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resultan también patentes: las enfermedades, los tratamientos dirigidos a curarlas, las técnicas y la
aparatología aplicable, cambian permanente y no pueden ser previstas en un contrato celebrado 15 años
atrás.
Los contratos relacionales.
Esta elaboración de los contratos de larga duración configura un intento de darle cabida en
nuestro sistema jurídico a la teoría sobre los contratos relacionales propuesta en el derecho de los Estados
Unidos de América por Ian Roderick Macneil. En dicha doctrina se distinguen los long terms contracts de
los short terms contracts o de trivial duration.
Con respecto a los contratos de larga duración, se señala que son aquellos en los cuales las partes
pueden distribuir, con suficiente precisión, los riesgos de futuras contingencias. Generan una continuada y
estrecha colaboración entre ellas, lo cual dificulta la distribución de futuros riesgos, al tiempo de
celebrarlos. Se piensa que esos contratos necesariamente deben ser incompletos porque las partes no
pueden definir importantes términos de su relación futura ni precisar en forma definitiva sus obligaciones.
No resulta posible individualizar condiciones venideras que resultan intrincadas e inciertas en el
momento de la celebración, ni precisar los términos del acuerdo para adaptarlos a esas contingencias
futuras. Estos son los mentados "contratos relacionales" entre los que se incluyen primordialmente los
contratos de distribución, los joint ventures y los employment contracts, los cuales tienen, amén de su
complejidad, la característica señalada de ser incompletos, por que escapan a la posibilidad de que las
partes puedan prever, por anticipado, la gravitación que pueden tener en su ejecución los cambios de
circunstancias.
Ahora bien, en la tarea de completar tales contratos con inevitables lagunas, se utiliza en la
actualidad las denominadas default rules que no solamente tienen en cuenta imprevisiones de índole
jurídica sino también de carácter económico, relacionadas con los costos de las prestaciones de las partes
y de las ganancias que esperan obtener del contrato. Esta ampliación de la noción de contrato incompleto,
integrada con este enfoque económico, ha conducido a señalar que en un importante grupo de contratos
no resulta suficiente el análisis legal clásico. Requieren, consecuentemente, un análisis económico, el cual
resulta fundamental para suplir términos y completar lagunas que se pueden presentar en la ejecución de
tales contratos.

La rescisión de los contratos de duración y la oportunidad de su renegociación.


El párrafo final del art. 1011, que trata la nueva figura de los denominados contratos de larga
duración, concluye que cuando se rescinden por decisión de una de las partes, esta debe darle a la otra "la
oportunidad razonable de renegociar de buena fe, sin incurrir en ejercicio abusivo de los derechos". No es
dable precisar en qué puede consistir ese deber de renegociar y cuál es su alcance. Tampoco queda claro a
qué rescisión se refiere el precepto, si es la que resulta admisible en los contratos de duración de plazo
indeterminado o si también comprende la prevista convencionalmente.
No debe perderse de vista que el tema más conflictivo se planteó en nuestra jurisprudencia en los
contratos de concentración vertical de empresas (concesión y distribución). Giró especialmente en torno
de la facultad de rescindirlo por cualquiera de las partes sin expresión de causa contenida en un contrato
de concesión de plazo indeterminado. Puede ocurrir que una estipulación de esa índole configure una
cláusula abusiva, en contrato por adhesión a cláusulas generales, al que adhería el concesionario, que
obviamente se encuentra en una situación de dependencia económica con respecto al concedente (art.
988 CCC).

La rescisión de los contratos de duración


El último párrafo del art. 1011 CCC prescribe: "La parte que decide la rescisión debe dar a la otra la
oportunidad razonable de renegociar de buena fe, sin incurrir en ejercicio abusivo de los derechos". El
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precepto pareciera dar por descontado que esos contratos de larga duración son rescindibles por las
partes. La rescisión es un medio de ineficacia sobrevenida de un contrato por obra de la voluntad de las
partes, rescisión bilateral -mutuo disenso o distracto- o bien por la voluntad de una de ellas, rescisión
unilateral. Esta última configura una facultad que solo puede provenir de la ley -rescisión legal- o de una
cláusula del contrato –rescisión convencional-. La rescisión legal ha sido prevista por la ley en ciertas
hipótesis de contratos de duración.
El fundamento del otorgamiento de esa facultad de rescindir, estriba en que una sujeción sine die
(sin plazo final) en ese tipo de contratos entrañaría una limitación inadmisible de la libertad de los
contratantes. De todas maneras, en la consideración de estas hipótesis, no pueden pasarse por alto, los
supuestos en que la ley establece plazos mínimos para ciertos contratos de duración, prescribiendo que los
contratos sin plazo fijado por las partes deben reputarse celebrados por ese término, y los casos en que fija
un plazo máximo que no puede ser ultrapasado. Asimismo, en algunas hipótesis subordina el derecho de
rescindir la fijación de un plazo de preaviso, por lo que el cuadro de soluciones es complejo y ofrece
singularidades que deben ser destacadas.
Por eso se ha propiciado que esta posibilidad de rescindir prevista legalmente, debe considerarse
un principio general aplicable a cualquier contrato típico o atípico de duración por tiempo determinado,
admitiendo la facultad de rescisión, la que debe ejercitarse con .un razonable preaviso.

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