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Teoría general de los contratos

El contrato

Nuestro Código regula el contrato en el Libro III (“Derechos personales”), Título II (“Contratos en general”). Además,
establece otros dos títulos: Título III (“Contratos de consumos”) y Título IV (“Contratos en particular”).

El concepto de contrato y la definición en el Código Civil y Comercial

El contrato es una especie de acto jurídico y regla exclusivamente de un modo inmediato o directo las relaciones
jurídicas patrimoniales que son propias del derecho creditorio. El Código Civil y Comercial (de ahora en más, nos
referiremos a él como el “Código”) define al contrato como: “el acto jurídico mediante el cual dos o más partes
manifiestan su consentimiento para crear, regular, modificar, transferir o extinguir relaciones jurídicas
patrimoniales”. Supone, entonces, que debe haber, por lo menos, dos centros de intereses, un acuerdo sobre una
declaración de voluntad común (y no una mera coincidencia de voluntad), que se exteriorice a través de la
manifestación del consentimiento.

El contrato sirve a los contratantes para la obtención de las más variadas finalidades prácticas, y tiene una doble
función: la individual y social.

Naturaleza jurídica. Antecedentes históricos

Para abordar esta cuestión, podrá recurrir al comentario al art. 957 de Rivera (2015). Libro III: Derechos personales,
Título II: Contratos en general, Capítulo

1: Disposiciones generales. En J. Rivera, y G. Medina (Dir.), Código Civil y Comercial de la Nación comentado, Tomo
III (pp. 399-421). Buenos Aires: La Ley.

Convención, contrato y pacto

Si bien en el derecho romano fueron conocidas las figuras de convención, pacto y contrato, los primeros eran
conceptos equivalentes. Y, en la actualidad, la doctrina moderna los distingue del siguiente modo: la convención es
el género aplicable a toda clase de acto o negocio jurídico bilateral, el contrato en nuestro derecho actúa en el
campo de las relaciones jurídicas creditorias u obligacionales, y el pacto alude a cláusulas accesorias que modifican
los efectos naturales del contrato.

Requisitos de existencia y requisitos de validez

Trataremos en este punto los requisitos de existencia y de validez de los contratos, distinguimos la noción de
presupuestos y elementos.

Presupuestos y elementos de los contratos: clasificación clásica y contemporánea

Tradicionalmente, y sin que el Código Civil y Comercial de la Nación los enuncie, se han distinguido los elementos
esenciales, naturales y accidentales de los contratos. Desde una concepción más moderna, se distingue entre
presupuestos, elementos y circunstancias del contrato.

Así, define a los presupuestos del contrato como los requisitos extrínsecos al mismo, pero que determinan su
eficacia y que son valorados antes de él como un prius. En general, estos requisitos son: la voluntad jurídica, la
capacidad, la aptitud del objeto y la legitimación (Alterini, 2012).

En relación a los elementos del contrato, los define como aquellos requisitos intrínsecos, constitutivos del contrato:
sus cláusulas (corresponden con el contenido de la contratación, tema que será desarrollado más adelante).
Las circunstancias del contrato son entendidas como factores externos que tienen trascendencia durante la
formación del contrato, y luego durante la ejecución del mismo.

Esenciales: noción y contenido

Los elementos esenciales son aquellos necesarios para que exista un contrato. Sin ellos, no hay contrato en los
términos en que ya definimos. Así, encontramos como elementos esenciales de los contratos a los sujetos, el objeto,
la causa y la forma.

Asimismo, cada contrato en particular tiene sus elementos esenciales y especiales, que varían de acuerdo con el tipo
de contrato. En el contrato de compraventa “una de las partes se obliga a transferir la propiedad de una cosa, y la
otra a pagar un precio en dinero”. En consecuencia, es necesaria la existencia de cláusulas vinculadas con la cosa y el
precio.

Naturales: noción y contenido

Los elementos naturales son aquellos que ya se encuentran en el contrato porque así están dispuestos por la ley, y
que pueden ser dejados de lado por disposición expresa de los contratantes. Estos dependen del tipo de contrato.
Así, por ejemplo, en los contratos onerosos, quien enajena una cosa está obligado por garantía de evicción y vicios
redhibitorios. Sin embargo, las partes pueden disponer expresamente la liberación del enajenante, puesto que se
trata de un elemento natural que puede ser modificado por los contratantes.

Accidentales: noción y contenido

Los elementos accidentales son aquellos que naturalmente no se encuentran en el contrato, pero que pueden ser
incorporados por disposición expresa de los contratantes. Por ejemplo, las modalidades de un acto jurídico, tales
como el plazo, el cargo o la condición. Incorporar este tipo de cláusulas depende de la decisión de las partes.

La libertad de contratación y efecto vinculante. Evolución del instituto de la autonomía de la voluntad

De conformidad con lo expuesto en los Fundamentos del Anteproyecto de Código Civil y Comercial de la Nación
(2012), se incorporaron algunos principios jurídicos aplicables en la materia, que constituyen la base sobre la cual se
asienta la noción dogmática, y que son los siguientes:

• “La libertad de las partes [énfasis agregado] para celebrar y configurar el contenido del contrato dentro de los
límites impuestos por la ley, el orden público, la moral y las buenas costumbres”.5 Existe, primariamente, la libertad
de conclusión o libertad de contratar, y se trata de la posibilidad ofrecida a cada persona de contratar o no
contratar, y de elegir con quién hacerlo.

• Al establecer la libertad de las partes para determinar el contenido del contrato, la misma norma consagra el
principio de la autonomía de la voluntad, aunque con ciertos límites. López de Zavalía (1997) define a este principio
en términos de poder; afirma que la autonomía privada es el poder que compete a los particulares para crear
normas jurídicas. No es común a los contratos, sino a todos los negocios jurídicos, siendo la expresión autonomía de
la voluntad producto o fruto de una pasajera concepción histórica.

Límites. Facultades de los jueces. El derecho de propiedad

De conformidad con el art. 958 del Código, los límites están “impuestos por la ley, el orden público, la moral y las
buenas costumbres”. El orden público es un concepto que cambiado a través de los tiempos, y se trata de un
conjunto de principios fundamentales en la sociedad, que responde al interés general. Puede decirse que es un
medio o técnica del que se vale el ordenamiento jurídico para garantizar la vigencia de aquellos principios o
intereses por encima del interés particular. También hay un orden público económico y social, ya que,
históricamente, y a partir de la segunda guerra mundial, el Estado interviene para tutelar las políticas económicas.
Las leyes de Locaciones urbanas y de Defensa del consumidor se presentan como ejemplos del orden público social
o de protección.

La buena fe en la celebración, interpretación y ejecución de los contratos, es con la cual los contratos “obligan no
sólo a lo que esté formalmente expresado, sino a todas las consecuencias que puedan considerarse comprendidas
en ellos, con los alcances en que razonablemente se habría obligado un contratante cuidadoso y previsor”.9

De acuerdo con los Fundamentos del Anteproyecto de Código Civil y Comercial de la Nación (2012):

La amplitud que se le reconoce a este principio es consistente con la que le ha dado la doctrina y jurisprudencia
argentinas. En cuanto a la extensión temporal, se incluye la ejecución, con lo cual resulta innecesario crear una
nueva figura denominada “poscontrato” (artículo 1063 del Proyecto de 1998). Estos principios implican la
ponderación de la libertad y la fuerza obligatoria de la autonomía de la voluntad, por un lado, y del orden público,
permitiendo un balance entre principios competitivos adecuado en el caso concreto.

En el capítulo 1 (Disposiciones generales) del Título II del Código, se establecen criterios para resolver la relación
entre la autonomía de la voluntad y las normas legales, conflictos de normas e integración del contrato. Se establece
que “los jueces no tienen facultades para modificar las estipulaciones de los contratos, excepto que sea a pedido de
partes cuando lo autoriza la ley, o de oficio cuando se afecta, de modo manifiesto, el orden público”. Esta norma
estaba presente en el Proyecto de Código Civil para la República Argentina (1998), y sigue la jurisprudencia argentina
en la materia. La regla es que los jueces no pueden modificar un contrato, porque deben respetar la autonomía
privada. La excepción ocurre cuando una ley autoriza a las partes a solicitar la modificación, o bien, cuando se afecta
de modo manifiesto el orden público.

En relación a la integración del contenido del contrato, el Código establece principios a los que debe recurrirse, a
saber:

a) las normas indisponibles, que se aplican en sustitución de las cláusulas incompatibles con ellas;

b) las normas supletorias;

c) los usos y prácticas del lugar de celebración, en cuanto sean aplicables porque hayan sido declarados
obligatorios por las partes, o porque sean ampliamente conocidos y regularmente observados en el ámbito en que
se celebra el contrato, excepto que su aplicación sea irrazonable.

Los derechos resultantes del contrato integran el derecho de propiedad, lo cual ha sido reconocido por la Corte
Suprema de Justicia de la Nación en contextos de emergencia económica (art. 965).

Fundamento de la fuerza obligatoria de los contratos

El efecto vinculante de los contratos, es decir, la fuerza obligatoria mediante la cual el contrato válidamente
celebrado es obligatorio para las partes, sólo puede ser modificado o extinguido conforme con lo que en él se
disponga, por acuerdo de partes o en los supuestos que estén previstos por la ley (art. 959). La fuerza obligatoria del
contrato viene a completar el significado de la autonomía contractual. Así, con el contrato, las partes tienen libertad
para disciplinar sus relaciones jurídicas patrimoniales de un modo vinculante. Las personas son libres de contratar, y
cuando han hecho uso de esa libertad deben atenerse a lo estipulado. Nace, de ese modo, una regla que las vincula
de una manera independiente de la voluntad por obra del ordenamiento jurídico.

En este sentido, el propio Código se encarga de establecer que las normas previstas expresamente en relación a los
contratos son supletorias a la voluntad de las partes, es decir que tiene prevalencia lo dispuesto por las partes,
excepto que ellas asuman el carácter de imperativas, en cuyo caso son indisponibles. El art. 962 del Código lo dice
expresamente cuando establece esta preeminencia: “A menos que de su modo de expresión, o de su contexto,
resulte su carácter indisponible”. A los efectos de zanjar esta discusión, el art. 963 prevé expresamente un orden de
prelación normativa, asignando la siguiente preeminencia: “a) normas indisponibles de la ley especial y de este
Código; b) normas particulares del contrato; c) normas supletorias de la ley especial; d) normas supletorias de este
Código”.
publicacion Resistematización contractual en el Código Civil y Comercial de la Nación

Publicado en: RCCyC 2016 (noviembre), 17/11/2016, 153 – LA LEY 16/02/2017, 16/02/2017, 1

Cita Online: AR/DOC/3187/2016

Sumario: I. Introducción. — II. La autonomía de la voluntad y sus límites. — III. Fuerza obligatoria del contrato. — IV.
El desmoronamiento de la concepción clásica. Dirigismo contractual. — V. El diseño del Código Civil y Comercial de la
Nación.

Abstract: Un contrato puede ser inmoral por su contenido con independencia de los fines que animan a las partes a
celebrarlo, como ocurriría con el pacto que obligue a una persona a no contraer matrimonio, o a valerse de su
influencia ante un funcionario público para agilizar un trámite a cambio de un precio en dinero. Y a la inversa, el
negocio puede presentarse lícito en su contenido u objeto y podría reputarse inmoral por los fines que persiguen las
partes: la locación que concede el uso y goce del inmueble para instalar en él un prostíbulo o depositar allí los bienes
robados, si tales propósitos hubieren sido conocidos por ambas partes y fueren determinantes de la celebración del
acto.

I. Introducción

Una revisión que abarque el último siglo de la teoría general del contrato evidencia que este negocio jurídico ha sido
y aún hoy sigue siendo objeto de una transformación progresiva y profunda.

Se ha dicho con acierto que se está edificando un nuevo orden contractual (1), sustentado en elaboraciones teóricas
de tiempos pasados, respetadas y defendidas entonces, pero frágiles y cuestionadas en la actualidad.

Es un dato irrefutable de la realidad que la noción de contrato como vínculo relacional con proyecciones jurídicas o
como instrumento de intercambio de bienes y servicios ha sufrido y es probable que siga sufriendo mutaciones,
desgajamientos o alteraciones de aquel diseño clásico que pergeñaron los autores racionalistas del siglo XVIII y XIX, y
que hoy resultan irreconocibles en la multifacética realidad negocial y por sus variados requerimientos
operativos.

Ha dicho recientemente Denis Mazeaud (2), analizando la situación francesa a este respecto, que si la reforma del
Code de 1804 se impusiera, —como definitivamente se impuso— ello implicaría aceptar que el Código Napoleón ha
dejado de ser el estuche del derecho común de los contratos, la fuente de sus reglas fundamentales, pues lo esencial
del derecho de los contratos se encuentra hoy fuera del ámbito del Código Civil francés, residiendo en la legislación
de consumo, el Código de Comercio, en el Boletín Civil de los fallos del Tribunal de Casación, etc., presentándose
como un ordenamiento diseminado, fragmentado, difuso y desintegrado.

Es que el paradigma contractual que imaginaron los juristas que abordaron el movimiento codificador en la Europa
del siglo XIX, de donde se desplazó a la América Hispánica, se sustentaba en un vínculo relacional paritario, singular,
de prestaciones equilibradas, fruto de una voluntad interna elaborada sin vicios que la afecten, manifestada sin
restricción alguna por ciudadanos libres, capaces y económicamente autorreferentes, que podían discernir con la
más absoluta libertad las cláusulas de un acuerdo que protegía sus intereses patrimoniales volcados en los moldes
típicos que los códigos preordenaban. Pero el mundo ha cambiado sustancialmente desde aquella concepción
presumiblemente igualitaria y equilibrada. Los cambios socio-económicos obligan hoy a modificar los moldes
jurídicos, imponiendo una urgente adecuación a un orden que se presenta absolutamente distante y distinto de
aquel otrora soñado.

Entre nosotros, Edgardo I. Saux, ha señalado con acierto (3) que tales mutaciones se han debido a tres causas
especiales: la manera de contratar, la inexistencia de una voluntad interna sana y sin vicios, y una profusa legislación
complementaria que ha conmovido los pilares sobre los que se asentaron las estructuras contractuales de nuestro
Código Civil de 1871.

El mundo globalizado permite hoy una más ágil circulación de bienes y servicios, y ha debido abandonar el modelo
de contrato de cambio celebrado entre partes que expresaban libremente su voluntad sin cortapisas, fruto de la
autonomía negocial genuina y perfecta. Actualmente los contratos se celebran por mera adhesión (4), sin tratativas
previas que den tiempo a reflexionar, influidos por regulaciones estatales que le dan un marco inexorable y que
contienen cláusulas generales idénticas para toda una categoría negocial. Con ello la noción de consentimiento como
pauta basilar del instituto, se ha diluido generando una figura predispuesta, pre redactada y ofrecida en bloque a
una categoría indeterminada de personas.

El contrato figura jurídica que ha sentido como ninguna otra los cambios políticos, sociales y económicos de la
civilización, ha visto conmovida la noción clásica de consentimiento, dando paso a nuevas modalidades
contractuales, en las que no se advierte un reparto de riesgos fruto del ejercicio puro y genuino de la autonomía de
la voluntad, sino la propuesta de un negocio diseñado unilateralmente sin negociación de sus cláusulas, desplazando
la custodia del equilibrio contractual al Estado y a sus órganos de control. Hace relativamente poco tiempo
encumbradas voces pronosticaron el crepúsculo del contrato (5) y el mito perimido de la autonomía de la voluntad
(Galgano, Gabrieli, Marchetti), tratando de advertir que la figura perdía los perfiles eminentemente consensualistas
defendidos en el siglo XIX (6).

Sin embrago, en el corsi e ricorsi de la evolución normativa jusprivatista, hay paradojalmente un reverdecimiento de
la autonomía, fenómeno que Federico de Lorenzo (7) ha llamado “el péndulo de la autonomía de la voluntad”
evidenciado en varios de nuestros proyectos de reforma al Código Civil y ahora receptados en el actual Código Civil y
Comercial, manifestado a través de institutos novedosos como el consentimiento informado en prácticas médicas,
los testamentos vitales, las modificaciones al régimen de la incapacidad, las directivas sobre el propio cuerpo, las
disposiciones de trasplantes de órganos tanto entre vivos como para después de la muerte, los pactos de
convivencia en cuestiones de familia, la tendencia a la supresión de la prohibición de los pactos de herencia futura,
el alcance post mortem de disposiciones contractuales por ejemplo en el fideicomiso, el vínculo filiatorio fundado en
la vocación procreacional, etc.

Esta tendencia se advierte incluso en los proyectos de unificación regulatoria del derecho contractual europeo como
los Principios de UNIDROIT, el Proyecto Gandolfi de la Academia de jusprivatitas de Pavía, y el Proyecto del Prof. Ole
Landó tratando de resguardar a los vulnerables del trafico negocial frente a quienes asumen un rol protagónico, para
limitar los abusos y propender a una libertad contractual sustentada por un marco de equidad, justicia y
razonabilidad.

La concepción decimonónica del contrato se asentaba en dos pilares inconmovibles que conferían solidez absoluta al
acuerdo: la autonomía de la voluntad y la fuerza obligatoria del contrato.

II. La autonomía de la voluntad y sus límites

La autonomía consiste en la facultad de los particulares de regir y gobernar sus propios intereses mediante
manifestaciones de la voluntad rectamente expresadas. Desde esa óptica, el contrato es la expresión más sublime,
amplia y genuina de ejercer aquella autonomía, y constituye una categoría ideal para brindar seguridad jurídica a las
transacciones, aportando certeza a las obligaciones asumidas, en la medida que el derecho puede procurarla.
Pero el concepto de autonomía de la voluntad no solo supone la facultad de crear vínculos recíprocos, sino también
la de fijar su contenido dentro de límites razonablemente amplios. El contrato no es solamente la conjunción de
voluntades recíprocas, que exteriorizan un estado anímico de los contratantes, sino también, y aquí radica lo
trascendente, es un reglamento al que las partes deben necesariamente adecuar sus conductas pues el
ordenamiento jurídico las obliga a respetar escrupulosamente el compromiso asumido. El contrato se presenta
entonces con un contenido reglamentario que consiste en la formulación de un precepto de la autonomía privada.
(8)

Como la ley autoriza a los particulares a darse reglas, a las que luego reconoce fuerza vinculante, se ha discutido si
esas declaraciones coincidentes de la voluntad que emergen del acuerdo, constituyen una fuente del derecho.
Cualquiera sea la respuesta que se brinde a este interrogante, queda claro que no es la voluntad privada por si sola
la causa inmediata de las consecuencias jurídicas que el negocio provoca, pues estas necesitan inexorablemente del
reconocimiento del derecho positivo, que dota de eficacia a la voluntad libremente expresada. Sin ese
reconocimiento de la ley, tales efectos no se producirían.
Pero la autonomía privada, principio que sobrevuela todo el campo de acción del acto jurídico, también se proyecta
en otros sectores de actividad de la persona, como el de los derechos reales y el de los derechos no patrimoniales.
Sin embargo, en estas esferas jurídicas las facultades que emanan de la autonomía se ejercitan de manera más
acotada, en comparación con el ámbito privilegiado del Derecho contractual. Tanto en materia de relaciones de
familia (Libro 2º, arts. 401 a 723 del Código Civil y Comercial), como en el campo de los Derechos Reales (Libro 4º,
arts. 1882 a 2276 del Código Civil y Comercial), los vínculos se rigen por el estatuto que establece el propio orden
jurídico, que margina al mínimo la actuación de la voluntad de los particulares; basta leer, a modo de ejemplo, el art.
454 sobre el régimen patrimonial del matrimonio, o el art. 1884 en el título de disposiciones generales sobre los
Derechos Reales, para apreciar cuán recortada está la función de la libertad individual en esos espacios jurídicos. No
hay pues duda ninguna otra donde el principio alcanza su máxima expresión e impacto jurídico en el ámbito de los
contratos.

Allí, se manifiesta en dos libertades esenciales, como las dos caras de una moneda: la libertad de contratar y la
libertad contractual.

La primera supone que las partes son libres de contratar, pueden hacerlo cuando quieran y con quien quieran, pues
en principio, nadie puede ser constreñido a celebrar un contrato determinado o a celebrarlo con persona alguna.
Solo por excepción pueden señalarse los supuestos del contrato de promesa (art. 995 del Código Civil y Comercial),
que impone la obligación de celebrar el contrato definitivo previsto en este preliminar; el deposito necesario (art.
1368 del Código Civil y Comercial) en el que el depositante no puede seleccionar la persona del depositario por un
acontecimiento que lo somete a una necesidad imperiosa, o los efectos introducidos por los viajeros en los hoteles; y
finalmente, algunos supuestos de contratación coactiva de empresas concesionarias de servicios públicos
(transporte, comunicaciones, suministro de energía, servicios de salud, etc.) que les vedan rehusarse a contratar con
usuarios interesados en la provisión de los bienes o servicios que vuelcan al mercado. En estos últimos casos, la
negativa a contratar puede suponer el ejercicio abusivo de un derecho, que la legislación en general no tolera, pues
entrañan siempre actos discriminatorios que infringen derechos y garantías constitucionales.

La libertad contractual se traduce en la posibilidad de las partes de establecer, dentro de amplios límites, la
reglamentación a través del clausulado que estimen más conveniente a sus intereses. Larenz la denominó libertad de
configuración interna (9). Pese a su vasta amplitud esta facultad de configurar el clausulado del negocio no es
omnímoda, y tiene límites: las normas imperativas, el orden público y las buenas costumbres. Lo expresa de modo
categórico el art. 958 del Código Civil y Comercial “Las partes son libres para celebrar un contrato y determinar su
contenido, dentro de los límites impuestos por la ley, el orden público, la moral y las buenas costumbres”.

La referencia a la ley que contiene el art. 958 apunta a las normas de naturaleza indisponible como ocurre cuando
prohíbe la celebración de un contrato de determinado contenido, impone ciertas condiciones o modalidades —por
el ejemplo el plazo máximo de 20 años para la locación habitacional y de 50 para otros destinos (Art. 1197 Código
Civil y Comercial), —lo que significa desproveer de efectos a los negocios que las contravengan—, o establece de
modo imperativo ciertos derechos a favor de la parte más débil que no pueden ser enervados por pacto en
contrario, como ocurre con varias disposiciones de la LDC. Los particulares tampoco pueden enervar la regulación
legal cuando el legislador prescribe disposiciones de carácter coactivo cuya inobservancia acarrea la nulidad del acto,
como aquellas atinentes a la aptitud o capacidad de los otorgantes (arts. 1000 a 1002 del Código Civil y Comercial), al
objeto (arts. 1003 a 1011 del Código Civil y Comercial), a la causa (arts. 1012 a 1014 del Código Civil y Comercial), a la
forma (art. 1015 a 1018 del Código Civil y Comercial), todas referidas a elementos de validez del contrato. Si en
cambio se tratare de normas dispositivas, estas no pueden configurar ningún límite a la autonomía privada porque
no tienen carácter coactivo, sino que son supletorias de la voluntad de las partes (art. 962 del Código Civil y
Comercial). Los particulares pueden regular sus intereses apartándose de ellas o desplazándolas y disponiendo de
manera diferente a su contenido, sean dispositivas o supletorias, denominaciones que para la ley son sinónimas (10).

En ese entendimiento, el segundo párrafo del art. 12 del Código Civil y Comercial establece que “El acto respecto del
cual se invoque el amparo de un texto legal, que persiga un resultado sustancialmente análogo al prohibido por una
norma imperativa, se considera otorgado en fraude a la ley. En este caso, el acto debe someterse a la norma
imperativa que se trata de eludir.
Otro límite lo constituye el orden público; y así la primera parte del referido art. 12 del Código Civil y Comercial
dispone “Las convenciones particulares no pueden dejar sin efecto las leyes en cuya observancia está interesado el
orden público.”

Se trata de una noción imprecisa, de contenido elástico, y variable en el tiempo, elaborada por la dogmática jurídica
de los países de tradición latina, ajena al ordenamiento germánico y utilizado para designar a un conjunto de
principios que por comprometer el interés social y público, no pueden ser derogados por la autonomía privada (11).

El orden público está constituido por un conjunto de principios básicos que sustentan la organización social en sus
más variados campos y que aseguran la realización de valores que se reputan esenciales, fundamentales para la
sociedad civilizada (12). Se vinculan con las instituciones fundamentales del derecho privado: la personalidad, la
capacidad, la familia, el orden sucesorio, el régimen de bienes, etc.

Aunque en muchas ocasiones las normas imperativas son de orden público, no siempre ocurre lo mismo, pues el
orden público entraña un conjunto de principios subyacentes que pueden servir de sustento tanto a normas
imperativas como a otras que no lo son. Por ello no es dable asimilar la imperatividad de una norma con su
vinculación al orden público en una inapropiada equiparación.

Ejemplos de leyes de orden público vinculadas a los contratos son las que se han sancionado en materia de
locaciones, protección de los consumidores, de datos personales (habeas data), de emergencia económica, entre
otras.

Hoy los derechos fundamentales o personalísimos también son un límite infranqueable a la libertad de
autodeterminación, y los contratos que comprometan la dignidad de la persona humana no reciben tutela jurídica
sino bajo ciertas y estrictas condiciones. Al respecto, hay normas precisas que subordinan la libre disponibilidad de
los derechos personalísimos (art. 55 del Código Civil y Comercial), disponen la inexigibilidad de contratos que pongan
en riesgo la vida o la integridad de las personas (art. 54 del Código Civil y Comercial), que prohíben todo acto a título
oneroso de disposición de derechos sobre el propio cuerpo, que puedan significar la “cosificación” de la persona
(arts. 17 y 56 del Código Civil y Comercial) o que afecten negativamente bienes tutelables y no comercializables
como el derecho a la dignidad, uno de los derechos fundamentales de la persona humana (art. 1004 Código Civil y
Comercial).

En un sentido amplio también integran el concepto de orden público las buenas costumbres referidas a principios
que comprometen los valores humanos fundamentales en un tiempo y lugar determinados.

Pero no es exacto asimilar ambos conceptos. El orden público tiene raigambre estrictamente jurídica, abarcando los
principios fundamentales del ordenamiento positivo, político y económico; las buenas costumbres por el contrario,
están más estrecha y específicamente vinculadas con la moral. Son valoraciones éticas predominantes en un medio
social y en una fracción temporal. No se trata de la ética particular, filosófica o religiosa, sino de normas morales
reconocidas en la conciencia social de una época (13). Y si bien es cierto que cabe escindir al derecho de la moral, no
puede desconocerse que este último, se endereza siempre hacia un objetivo moral, que es conseguir una regulación
justa que asegure la convivencia pacífica entre los hombres. El derecho aspira entonces, a armonizar con valores
éticos pero desde una perspectiva estrictamente jurídica. Un contrato puede ser inmoral por su contenido con
independencia de los fines que animan a las partes a celebrarlo, como ocurriría con el pacto que obligue a una
persona a no contraer matrimonio, o a valerse de su influencia ante un funcionario público para agilizar un trámite a
cambio de un precio en dinero. Y a la inversa, el negocio puede presentarse lícito en su contenido u objeto, y podría
reputarse inmoral por los fines que persiguen las partes: la locación que concede el uso y goce del inmueble para
instalar en él un prostíbulo o depositar allí los bienes robados, si tales propósitos hubieren sido conocidos por ambas
partes y fueren determinantes de la celebración del acto.

III. Fuerza obligatoria del contrato

El principio de autonomía negocial completa su significado con el de la fuerza obligatoria del contrato, que entraña la
sujeción de las partes al contenido libremente acordado, al que quedan inexorablemente sujetas hasta su íntegra y
completa ejecución.
Las personas son libres de contratar, pero cuando han hecho uso de esa libertad, deben atenerse escrupulosamente
a lo convenido; con el contrato nace una regla que las vincula de una manera independiente de su voluntad, por
obra del ordenamiento jurídico que

sanciona la máxima pacta sunt servanda, esto es, el deber de cumplir ineluctablemente la palabra empeñada.

Vélez Sarsfield inspirado en Marcadé y en el art. 1134 del Código Napoleón, consagró la regla en el art. 1197 del
Código Civil “Las convenciones hechas en los contratos forman para las partes una regla a la que deben someterse
como si fuera la ley misma”, hoy reproducida con ligeras variantes por el art. 959 del Código Civil y Comercial que
expresa “Todo contrato válidamente celebrado es obligatorio para las partes. Su contenido solo puede ser
modificado o extinguido por acuerdo de partes o en los supuestos en que la ley lo prevé” Si alguna duda quedaba
con el anterior texto de Vélez, el del nuevo ordenamiento va precedido del título “efecto vinculante”, expresión que
despeja toda duda al respecto y reafirma de modo inequívoco la consecuencia más trascendente del clausulado
contractual, cual es, obligar a las partes a su ejecución.

El principio pacta sunt servanda, se constituyó así en un pilar básico del ordenamiento jurídico y de la vida en
sociedad, insuflando estabilidad a las convenciones libremente pactadas en beneficio de la seguridad del tráfico
negocial. El contrato llegó así a concebirse como irrevocable e inmutable en el tiempo, indemne a toda circunstancia
de cualquier naturaleza que amenazare conmoverlo.

Aunque la máxima tuvo origen medieval, fue en el siglo XVIII cuando encontró sus máximos defensores, los cultores
de la escuela económica liberal, para quienes las leyes del mercado y el egoísmo individual constituían los mejores
motores para la felicidad, la prosperidad y el bienestar general de las naciones. Sostuvieron que el Estado no debía
entrometerse en el mercado de bienes y servicios tratando de alterar las leyes de la naturaleza ni las acciones de los
individuos, aun cuando estos fueren egoístas o interesados, pues de la libertad brota espontáneamente todo bien
posible. Lo resumía el repetido aforismo “laissez faire, laissez passer, le monde va de lui
meme…”

Desde esa perspectiva se deducía que para los jueces los contratos son tan obligatorios como las leyes (14).
Guardianes de ambos, la función que les cabía era asegurar su estricto cumplimiento, y así como les estaba
prohibido juzgar el valor intrínseco de la leyes, del mismo modo les estaba vedado rehusarse ordenar la ejecución de
los contratos so pretexto de equidad. (15)

El principio pacta sunt servanda reinó inconmovible durante buena parte del siglo XIX por obra del movimiento
codificador, imponiéndose con particular rigurosidad y vigor, pese a las críticas que se le formularon por desdeñar la
justicia intrínseca de lo convenido, con la que se pretendió muchas veces conmoverlo o enervarlo.

IV. El desmoronamiento de la concepción clásica. Dirigismo contractual

Sin embargo, el tiempo y los inexorables dictados de la realidad comenzaron a socavar los cimientos ideológicos de
la concepción clásica del contrato. Pronto se advirtió que la igualdad jurídica era una noción formal y abstracta, y
que en los hechos existían profundas desigualdades entre los hombres derivadas de la disparidad de las fuerzas
económicas en juego.

Los individuos no eran buenos por naturaleza como candorosamente se había sostenido, pues para satisfacer
intereses personales y egoístas, nadie dudaba en explotar la situación de desventaja de los demás. Se tornó
imposible seguir sosteniendo que lo convencionalmente acordado fuera invariablemente justo, pues la libertad de la
parte más débil constituía en realidad una quimera, pues no estaba en situación de discutir en paridad de
condiciones el clausulado contractual, debiendo admitir dócilmente las que imponía el sujeto más versado, más
experimentado y económicamente mejor posicionado en el mercado.

La primera intervención estatal para corregir los aprovechamientos de los débiles por los fuertes, se practicó en el
derecho laboral, por vía de una legislación voluminosa y compleja, que impuso disposiciones imperativas que
entrañaron un claro límite a la autonomía, intentando proteger la impotencia obrera frente a la prepotencia
absorbente de los poderosos patronos.

Pero esa injerencia del poder público tuvo otras manifestaciones más evidentes, pues las ideas económicas del siglo
XX abandonaron la función policial del Estado, —destinado solo controlar los comportamientos particulares—, y
defendieron una más rectora y efectiva, con poder suficiente para impactar en el mercado de bienes y servicios y
producir importantes restricciones a la libertad de negociar. La aparición de los contratos normados, regulados o
reglamentarios importó un fenómeno de penetración del derecho público en el derecho privado, y
consecuentemente con ello, un impacto fenomenal en el libre y soberano desarrollo de la autonomía negocial (16).

Pese a ello no podría afirmarse con sensatez que el fenómeno implicó el estrangulamiento del derecho privado a
manos del derecho público, más bien y como se ha afirmado con elocuencia (17), se trató de una atenuación del
perfil individualista del derecho civil y un afianzamiento de su carácter social.

Se superó el tinte liberal defendido por las escuelas ius filosóficas de los siglos XVII y XVIII, que presentaban al
contratante como un hombre egoísta y calculador, idealmente aislado, que no dudaba en perjudicar a sus
congéneres para satisfacer sus intereses patrimoniales y en su lugar el nuevo paradigma presentó a un individuo
inserto en un contexto económico muy distante y muy distinto de aquel, sujeto a vínculos sociales, con una
autonomía enderezada a satisfacer además de los propios, los intereses compatibles con el bien común.

El cambio de modelo tuvo una incidencia indiscutible en la concepción del contrato, y supuso una restricción a la
autonomía que obedeció no solo a aportes doctrinarios sino también a poderosas razones de hecho derivadas de la
profunda alteración de la realidad económica en cuyo contexto comenzó a desenvolverse el contrato.

Es que hasta el siglo XIX la industria y el comercio se vinculaban de modo artesanal, lo que presuponía que las
relaciones entre productores artesanos y consumidores tuvieren un carácter esencialmente personal, los contratos
se celebraban directamente entre ellos precedidos de reflexión y negociación. Pero el desarrollo de la industria y el
auge del maquinismo sustituyeron la producción artesanal por la estandarizada para poder volcar al mercado
grandes cantidades de bienes y servicios. Esta nueva realidad productiva, impuso sustituir al contrato individual y
paritario por el contrato de masas, de cláusulas predispuestas sin posibilidad de modificación. Desaparecieron los
tratos precontractuales, la elaboración conjunta del clausulado, y la aceptación mutó a una mera adhesión.

El tipo venerable de contrato que configuró el máximo triunfo de la autonomía como alguna vez expresó Josserand
(18), experimentó un cambio radical y drástico, pues las normas imperativas impusieron enormes restricciones,
recortando la esfera de libertad de las partes y dando paso a un verdadero dirigismo contractual al punto de
desembocar en lo que algunos llamaron la crisis del contrato.

Esta intromisión del estado, hizo pensar a muchos, que advenía un horizonte agorero para el contrato, pues la
intervención del poder público en el ámbito negocial se presentaba como inexorable y progresiva amenazando
ahogar definitivamente a la autonomía privada. La teoría voluntarista se configuró cuando el contrato suponía un
negocio elaborado artesanalmente por la voluntad de las partes que le daban vida, concibiendo un reglamento
hecho a su medida para satisfacer intereses particulares, pero desde el advenimiento de la revolución industrial, la
masificación, estandarización y despersonalización influyeron decisivamente en la formación del consentimiento,
produciendo una verdadera erosión del papel de la voluntad en el negocio y un correlativo enaltecimiento de la
declaración en provecho de la seguridad del tráfico y el amparo de la buena fe.

Hoy muchos contratos se celebran según modalidades muy dispares de aquellas que supuso la doctrina clásica. La
automatización de las conductas y la mecanicidad que ellas trasuntan evidencian que muchas veces la voluntad y
hasta la declaración de las partes permanecen en las sombras: la adquisición de un billete, de un ticket o un vale
contra el pago del precio ya fijado de antemano, son suficientes para consumar un convenio desprovisto de toda
ceremonia, por ejemplo, al subir a un microómnibus, o aparcar el automóvil en una playa de estacionamiento. Estas
relaciones contractuales de hecho (19)

como las llamó la doctrina germana, han superado la idea de contrato como instrumento de la voluntad individual,
como expresión directa de la personalidad de los autores en el ámbito patrimonial y han dado paso a una figura
objetiva e impersonal. Si para la tesis clásica, el contrato era la fusión íntima de voluntades, para la sociedad actual
se presenta muchas veces como el resultado de conductas mecánicas, lindantes con lo inconsciente y

concluidas por personas que en ocasiones, ni siquiera tienen comprensión cabal del acto que celebran.

Sin embargo, estas mutaciones no produjeron —como exageradamente se ha sostenido— una crisis del contrato
como instrumento para facilitar la circulación de bienes y servicios, sino más bien una modificación en el sentido y
alcance asignable a la autonomía de la voluntad, corroborando la enorme ductilidad del contrato para adaptarse a
las nuevas realidades socioeconómicas de los pueblos (20).

Y hasta resulta paradojal, como se ha dicho con acierto (21) hablar de crisis del contrato en una época en que las
relaciones contractuales se han multiplicado alcanzando niveles impensables en tiempos pasados. Lo prueban las
nuevas figuras surgidas de una matriz diferente de negociación, —contratos sujetos a condiciones generales o
contratos de consumo— y la indiscutible pervivencia de los contratos discrecionales, cuyo elenco han incrementado
noveles figuras que otrora solo tenían tipicidad social y que ahora han alcanzado la legal al incorporarse al
ordenamiento positivo (leasing, fideicomiso, contratos bancarios, agencia, franquicia, concesión, etc.). V. El diseño
del Código Civil y Comercial de la Nación

Lejos de confirmarse en los hechos el crepúsculo contractual por desvanecimiento o agotamiento de la figura, se
produjo en cambio una recreación de ella, remozada y adecuada a los tiempos que corren.

Hoy la declaración de voluntad común tiene fuerza obligatoria en la medida que se adecue a nuevos confines:
respeto irrestricto a las normas imperativas —poseedoras de un rango preferente al precepto privado y las normas
supletorias—; una convención individual y socialmente útil; y un negocio que se adecue al principio de máxima
reciprocidad de los intereses en juego.

De allí que la fuerza obligatoria continúe sujeta a los vallados antes aludidos (art. 958 y 961 del Código Civil y
Comercial), confirmando su carácter relativo, pero al mismo tiempo consolidando el principio vinculante, pues
conforme al art. 961 el contrato no solo obliga a lo que está formalmente expresado, sino a todas las consecuencias
que puedan considerase comprendidas en ellos, con los alcances en que razonablemente se habría obligado un
contratante cuidadoso y previsor, repitiendo una fórmula que recuerda en mucho al texto originario del art. 1198 del
C. Civil redactado por Vélez Sarsfield y luego modificado por la ley 17.711.

Los imperativos de previsibilidad y estabilidad que parecían gobernar inconmovibles, deben hoy elastisarse y
adecuarse a las exigencias de equidad, proporcionalidad y respeto a la dignidad de los contratantes. El solidarismo
contractual propone una lectura menos rígida y absolutista de los principios que regulan el derecho de los contratos,
haciéndolo menos descarnado ante injusticias o desequilibrios surgidos del clausulado convenido. Para abordar el
alcance y despliegue que hoy se le reconoce a la autonomía de la voluntad, debe tenerse especialmente en cuenta
que el Código Civil y Comercial ha innovado la teoría general del contrato —entendida como el universo de normas
de carácter general que conforma la base del régimen común aplicable a todo contrato—, y que complementa —en
términos más específicos— las disposiciones sobre los actos jurídicos en general. Analizado el nuevo cuerpo
normativo con detenimiento se advierte que: a) se ha fragmentado el tipo contractual según la intensidad con la que
interviene la autonomía de la voluntad en la formación del consentimiento, b) se han incorporado de modo expreso
principios y deberes liminares derivados del principio cardinal de buena fe; y c) se ha incrementado el elenco de
recaudos de validez al incorporar a la causa como requisito estructural del contrato.

I. La división del tipo generó una escisión bien marcada, diferenciando los contratos discrecionales, negociados o
paritarios, en los que rige plenamente la autonomía privada, de los contratos celebrados por adhesión a condiciones
generales redactados por el proponente sin intervención alguna del adherente. A su vez, aplicable a ambas especies,
se ha incluido un régimen especial para supuestos en los que el negocio concertado fuere un contrato de consumo,
regido entonces por el estatuto especial previsto en el Título III que complementa —y a veces replica en una
inadmisible duplicidad impropia de una buena técnica legislativa—, las disposiciones de la ley 24.240 y sus
modificatorias. Se ha intentado justificar esta excesiva reglamentación (22), sosteniendo que la impone la dinámica
constante de las relaciones de consumo y la sectorialización de la legislación consumerista en materias específicas,
sin advertir que ésta no es la técnica mayoritariamente admitida por la legislación comparada que no ha incorporado
al texto de los códigos de fondo el microsistema de protección de los consumidores, como si aquéllos pudieren
absorber este último. Ni siquiera en Europa se ha impuesto tal extrapolación donde la proliferación de las directivas
comunitarias referidas al consumo y su necesaria incorporación al derecho interno de los estados miembros,
justificaría tal trasvasamiento del derecho del consumidor a los códigos civiles.

Y en nuestro caso el método aparece aún más desaconsejable si se repara que el nuevo Código Civil y Comercial no
ha incorporado en bloque todo el régimen de consumo a su articulado, sino solo una porción que constituye el
núcleo duro de tutela, dejando vigente la normativa específica de la ley 24.240 y sus modificatorias, y creando una
suerte de “doble régimen” que obliga a un pertinaz y permanente cotejo normativo pues muchas de las previsiones
aparecen replicadas en ambos plexos, como si esta redundancia diere mayor fuerza persuasiva a la normativa tuitiva.

1. Cuando el contrato se celebra en paridad de condiciones, porque las partes exhiben una similar posición
para entrar en la negociación, ambas actúan su autonomía por igual, mediante tratativas conducentes a definir el
alcance y envergadura de los derechos y obligaciones mutuas, y a distribuir costos de transacción, ventajas y
sacrificios; en definitiva, ejercitan en plenitud su libertad de contratación (Art. 958 del Código Civil y Comercial). En el
capítulo sobre “Formación del consentimiento” se regula la formación del contrato a partir de la concurrencia de la
oferta y aceptación, y dentro de las disposiciones sobre “Tratativas contractuales”, se reafirma la autonomía privada
al prescribir que Las partes son libres para promover tratativas dirigidas a la formación del contrato, y para
abandonarlas en cualquier momento (art. 990 del Código Civil y Comercial). Tal libertad es ajena a quien adhiere a un
contenido predispuesto, modalidad que por definición excluye las tratativas que se desenvuelven a través del juego
de oferta y aceptación. Quien adhiere está privado de ejercer esta libertad, y es por eso que se le concede una tutela
especial en la interpretación del contenido del negocio.

2. En los contratos por adhesión las partes no ejercen similar poder de negociación, pues el negocio es
celebrado en base a un contenido predispuesto por una de ellas o por un tercero,

y la otra se limita a expresar su adhesión, sin haber participado en la configuración de sus cláusulas (art. 984 del
Código Civil y Comercial) (23).

Estas pautas incluidas en la Sección titulada “Contratos celebrados por adhesión a cláusulas generales
predispuestas” (arts. 984 a 989), no son novedosas, sino que recogen los criterios ya trazados por la doctrina y la
jurisprudencia, y algunos otros incorporados como mandatos normativos en la legislación interna (24). Son un
conjunto de normas que sancionan los requisitos formales que deben reunir las cláusulas generales predispuestas
(art. 985); la prevalencia de las cláusulas particulares negociadas que sean incompatibles con la cláusulas generales
preformuladas (art. 986); el arraigado principio de interpretación contra stipulatorem (art. 987); la inadmisibilidad de
las cláusulas abusivas (art. 988), y el necesario control judicial de las cláusulas generales, aun mediando previa
aprobación administrativa

(art. 989).

La adhesión a condiciones generales preestablecidas importa suprimir la etapa de negociación del contenido
contractual. En ese contexto, el desequilibrio en la posición negocial de las partes impide que se despliegue en
plenitud la autonomía privada, al menos de uno de los protagonistas que se encuentra compelido a aceptar
dócilmente, adhiriendo a las condiciones predispuestas de antemano por el otro.

El predisponente puede ser un proveedor aislado, una empresa, o un grupo de ellas de un determinado sector de
actividad, que establece con antelación una o varias cláusulas redactadas en términos generales y abstractos,
destinadas a uniformar el contenido rígido de un sinnúmero de negocios a celebrarse posteriormente. En esta
modalidad se suprime la etapa precontractual porque no hay espacio para tratativas, para negociar o discutir
condiciones. El adherente está constreñido a aceptar en bloque el conjunto de condiciones previamente redactadas
que se le propone, lo que evidencia que la configuración interna del contrato escapa a su esfera de actuación.

La redacción previa del contenido contractual permite prever aspectos esenciales y secundarios con igual detallismo,
y la minuciosidad del texto posibilita la inclusión de

cláusulas que pueden exceder las previsiones del Derecho dispositivo, y aún derogarlo, disponiendo lo contrario de
la norma supletoria.

Estas disposiciones “supletorias de la voluntad de las partes” (art. 962 del Código Civil y Comercial), ocupan el
segundo rango en la prelación normativa con que se integra el régimen jurídico del contrato en general (art. 964 del
Código Civil y Comercial). Tienen una función ordenadora y manifiestan la regulación que normalmente, conforme a
la buena fe, permite encauzar de la manera más ecuánime los intereses de las partes, o suplir el silencio de los
contratantes según la presunción del legislador. Cuando no hay justificación o razón suficiente para su
desplazamiento, hay entonces motivo para discutir el alcance y la finalidad de la cláusula de reemplazo que pactada
por las partes genere un desequilibrio prestacional.
Otro riesgo cierto en los contratos por adhesión es la posibilidad de incluir cláusulas oscuras, ambiguas, sorpresivas o
no previsibles, o directamente perjudiciales por abusivas, que agravan notoriamente las obligaciones del adherente y
aligeran las del predisponente. Se trata de cláusulas vejatorias, que entrañan una alteración del sinalagma
contractual porque son lesivas de los derechos del adherente al crear una situación ventajosa en exclusivo beneficio
del estipulante. En el Título sobre los contratos de consumo, se define que “es abusiva la cláusula que tiene por
objeto o por efecto provocar un desequilibrio significativo entre los derechos y las obligaciones de las partes en
perjuicio del consumidor” (art. 1119 del Código Civil y Comercial). Este es un concepto que, aunque aparece en
materia de relaciones de consumo, puede aplicarse a cualquier cláusula contractual, sea o no predispuesta (25).

Todas estas previsiones legales tienen sustento en los principios de buena fe, de equidad, de protección de la
confianza y de autorresponsabilidad que, como criterios rectores, presiden la interpretación contractual recogida en
los arts. 1061 a 1068 del Código Civil y Comercial.

3. Finalmente, los contratos de consumo, constituyen “una fragmentación del tipo general de contratos, que influye
sobre los tipos especiales” (26). Esto significa que cualquier contrato, sea paritario o por adhesión, puede ser
calificado como de consumo si encuadra en la previsión art. 1093 del Código Civil y Comercial, cuando la adquisición,
uso o goce de los bienes o servicios son “para su uso privado, familiar o social”. El elemento tipificador es
precisamente el consumo final por los consumidores o usuarios.

Para esta fracción de la contratación se han incorporado disposiciones que recogen algunos principios generales
sobre protección del consumidor, conforman una “protección mínima” que funciona como el núcleo duro de tutela,
que no puede ser modificado por convención de partes o derogado por ley especial.

Así, se destacan el deber de información (art. 1100); la prohibición de publicidad engañosa (art. 1101 inc. a) o
comparativa (art. 1101 inc. b); el reconocimiento a favor de los consumidores de acciones de cesación de publicidad
ilícita, y la publicación a cargo del demandado, de anuncios rectificatorios, y en su caso, de la sentencia condenatoria
(art. 1102); el reconocimiento de la publicidad como fuente heterónoma de obligaciones a cargo del
oferente/proveedor (art. 1103); la reglamentación de los contratos celebrados fuera de los establecimientos
comerciales y a distancia (arts. 1114 a 1116); la incorporación de normas sobre cláusulas abusivas que
complementan el art. 37 de la LDC, aplicables no solo a los contratos de consumo sino también a los celebrados por
adhesión o sujetos condiciones generales (art. 1117 y ss.); y se define y se regulan aspectos relevantes vinculados
con las prácticas abusivas (arts. 1096 a 1099).

El contrato de consumo puede ser celebrado mediando tratativas y negociaciones, o por adhesión a cláusulas
predispuestas. En el primer supuesto, ambas partes habrán ejercitado su autonomía decidiendo en libertad las
condiciones del intercambio, no obstante, el contrato estará regido por el estatuto propio del consumo. Ese
microsistema también será de aplicación si el negocio ha sido concluido por adhesión a condiciones generales
prefijadas por el estipulante si éste diseñó el contenido unilateralmente fijando el alcance y extensión de derechos y
obligaciones de los involucrados. El subsistema del Derecho del consumo orienta su tutela al consumidor o usuario
para neutralizar el desequilibrio negocial en que se encuentra por su mayor vulnerabilidad. Comparativamente, hay
una protección más intensa que la que se presta al adherente de un contrato preformulado que no es de consumo,
pues este puede —como anticipamos— celebrarse entre partes con igual poder de negociación.

La situación de desequilibrio que supone el vínculo entre el proveedor-profesional y el consumidor-profano,


prevalece por sobre la modalidad de celebración, que es indiferente a los fines de que se declare procedente la
aplicación de la tutela especial del régimen de consumo. Tanto es así que “Las cláusulas incorporadas a un contrato
de consumo pueden ser declaradas abusivas aun cuando sean negociadas individualmente o aprobadas
expresamente por el consumidor” (art. 1118 del Código Civil y Comercial). II. Pero el advenimiento de este nuevo
orden contractual no se redujo solo a la fragmentación del tipo negocial, según hemos visto, sino que también
supuso una renovación de principios y deberes liminares receptados por el derecho positivo, y sustentados en el
principio cardinal de buena fe. Anejos a las normas legales, estos informan reglas de comportamiento o conductas
deseables no solo en la etapa de gestación sino también, y principalmente, durante la ejecución del acuerdo.

La buena fe es un arquetipo o modelo de conducta social, que se proyecta al ámbito contractual, imponiendo lealtad
en los tratos y proceder honesto, esmerado y diligente, fidelidad a la palabra dada, respeto a la confianza suscitada
entre contratantes probos. Ése es el sentido que debe otorgársele a la fórmula del art. 1061 del Código Civil y
Comercial que impone interpretar al contrato conforme a la intención común de las partes y al principio de buena fe.

En primer término, el deber general de buena fe tiene la función de colmar las inevitables lagunas legales, cerrando
un sistema legislativo (27). Por muy analítica que fuere la ley, no puede prever todas las situaciones posibles
mediante normas concretas; sólo prevé las situaciones más frecuentes, las vicisitudes más recurrentes. Mediante
este principio general se pueden identificar otras alternativas de la vida del contrato no previstas legalmente,
sirviendo de parámetro sucedáneo para solucionar conflictos entre las partes. Desde esta misma perspectiva la
buena fe, como pauta de interpretación e integración, permite corregir y completar la voluntad privada que ha dado
vida al negocio, superando la limitación natural que tienen los otorgantes para elaborar un contenido capaz de
prever todo el porvenir, incluyendo por ejemplo acontecimientos sobrevinientes capaces de impactar en el cúmulo
de los derechos y obligaciones que genera el contrato. En segundo término, como el principio de buena fe constituye
una regla de conducta cuyo desconocimiento puede derivar en incumplimiento contractual (28), permite verificar si
cada parte honra el deber de “realizar el interés” contractual del otro, si evita causarle daño imponiendo una
contraprestación inicua o inútil, si le informa respecto de circunstancias sobrevenidas que puedan malograr el
propósito básico del convenio, si pretende exigir al deudor una sacrificio desmedido para la satisfacción de la
prestación prometida al acreedor. Violaciones a esas cargas contractuales, rayanas en el abuso del derecho,
aparecen absolutamente inadmisibles y contrarias a la buena fe (29).Así, el parámetro de conducta que impone la
buena fe tiene carácter recíproco, señalando los confines exactos de cuanto resulta exigible a cada una de las partes
en la fase ejecutiva del contrato. La lealtad, la colaboración, el cuidado, la prudencia y la protección del
cocontratante,

naturales derivaciones del principio cardinal de buena fe, tienen hoy indiscutible impacto en la armazón de la
relación contractual.

Así, el nuevo ordenamiento no tolera desproporción entre los derechos, las obligaciones y los poderes del
profesional y del consumidor, máxime cuando crean ventajas significativas para uno en detrimento del otro, o
cuando sustentan actos lesivos (art 332 del Código Civil y Comercial) que habilitan una modificación o reajuste
equitativo de las prestaciones, aunque se trata de contratos discrecionales.

La razonabilidad se impone como directriz según la naturaleza, envergadura y finalidad del contrato: por ejemplo en
los contratos de larga duración (art. 1011 del Código Civil y Comercial) obligando a la parte que rescinde
anticipadamente brindar a la otra oportunidad de renegociar; en la compraventa obligando al comprador a realizar
todo los actos que fueren necesarios para que el vendedor pueda entregar la cosa vendida (art. 1141 inc. b) del
Código Civil y Comercial); en el contrato de suministro que solo habilita a resolver si el incumplimiento es de notable
importancia de modo tal de poner razonablemente en duda la posibilidad del contrario de atender con exactitud los
posteriores vencimientos (art. 1184 del Código Civil y Comercial), etc. También los deberes aparecen especialmente
previstos en la reciente reglamentación contractual.

Así, desde el inicio mismo de las tratativas precontractuales las partes asumen deberes secundarios de conducta,
sustentados en reglas morales, de convivencia y de solidaridad social que en la etapa precontractual tienen medular
relevancia para no frustrar injustificadamente las tratativas encaminadas a la consumación del convenio, pues el
incumplimiento genera el deber de reparar el daño sufrido por el afectado que ha confiado en la celebración del acto
(art 991 y 992 del Código Civil y Comercial). En ese mismo entendimiento, se impone a los tratantes el deber de
confidencialidad si alguna de ellas ha brindado a la otra información que desea preservar, prohibiendo que

quien la recibe la revele a terceros o la use inapropiadamente en su propio interés, so pena de afrontar los daños
que su inconducta genere.

Al formular las reglas de interpretación contractual, el art. 1067 del Código Civil y Comercial protege la confianza y la
lealtad que las relaciones contractuales generan entre las partes involucradas, obligándolas a deferírselas
recíprocamente y aclarando que el derecho positivo argentino no tolera la contradicción con conductas
jurídicamente relevantes previas y propias del sujeto que ha infringido este deber coherencia.

En aras de proteger a la dignidad humana, el art. 1097 del Código de reciente sanción, al referir a las prácticas
abusivas declara que los proveedores deben garantizar condiciones
de protección y trato digno a los consumidores y abstenerse de conductas vergonzantes, vejatorias o intimidatorias.

III. Finalmente, las modificaciones operadas han incrementado el elenco de los requisitos de validez estructurales del
contrato, incorporando a la causa dentro de ellos. El texto del art. 281 del Código Civil y Comercial abraza la tesis
causalista, defendiendo la idea de que la causa es un requisito estructural del acto jurídico en general y no solo del
contrato, y recepta una concepción amplia contenida en las disposiciones de la Sección 2°, Capítulo 5, Título IV del
Libro I —arts. 281 a 283— donde se la define como el fin inmediato autorizado por el ordenamiento jurídico que ha
sido determinante de la voluntad de las partes, integrada por los motivos exteriorizados si son lícitos y han sido
incorporados al acto en forma expresa, o táctica, si fueren esenciales para ambos.

Se ha dicho (30), creemos que con acierto, que esta acentuada y generosa preocupación por definir e incluir a la
causa en el nuevo texto, contradice la tendencia legislativa actual que ha optado por omitir este requisito del
negocio, por ejemplo los códigos de Portugal u Holanda en Europa, o los de Perú, Paraguay o Brasil en América
Latina. Incluso es el temperamento seguido por las propuestas de armonización en materia contractual, por caso, los
Principios del Derecho Europeo de los Contratos elaborados por la comisión legislativa que preside el Prof. Olé
Landó, los Principios sobre Contratos Comerciales Internacionales de UNIDROIT o el Código Europeo de los Contratos
proyectado por la

Academia de Jusprivatistas de Pavía.

Y aunque algunos códigos históricos como los de Italia, Francia, España o Austria mantienen aún vigente a la causa
como requisito de validez del acuerdo, lo cierto es que ninguno ha creído necesario incluir en su texto una definición
del tópico. Desde esa perspectiva, la noción que contiene el art. 281 del Código Civil y Comercial para los actos
jurídicos en general y que resulta aplicable por remisión a los contratos, ve así afectados su estilo y sobriedad,
avanzando sobre ámbitos reservados a las obras doctrinarias.

En estrictez de concepto, la noción que emerge del citado art. 281, recepta una concepción subjetiva de la causa al
entenderla como un fin inmediato autorizado por el ordenamiento jurídico que ha sido determinante de la voluntad.
Desde esa perspectiva, aunque del precepto parezca emerger que se trata de un requisito o recaudo de validez, se lo
presenta como un elemento de existencia del acto jurídico que conforme a la definición del art. 259 —que en este
aspecto respeta al Código Civil de Vélez— es un acto voluntario lícito que tiene por fin inmediato la adquisición,
modificación o extinción de relaciones o situaciones jurídicas. Ello así, porque la voluntad siempre está animada e
impulsada por una inexorable finalidad.

Resulta de especial trascendencia que el art. 281 establezca que la causa se integra también con los motivos
exteriorizados cuando sean lícitos y hayan sido incorporados al acto en forma expresa, o tácitamente si son
esenciales para ambas partes.

Así, los motivos determinantes, adquieren especial relevancia en la frustración del fin, vicisitud que el nuevo cuerpo
legal prevé en el art. 1090, considerándolos un presupuesto que sustenta el negocio y forma parte de su contenido.

Entendida ahora la causa como la razón, el móvil concreto, individual y variable por el que un contratante se vincula
a otro, permitirá apreciar al acto en función de los propósitos que han determinado a las partes a concluirlo, y
admitirá un examen finalistico en punto a su licitud, su moralidad y al equilibrio contractual, todo lo cual
seguramente contribuirá al saneamiento de las relaciones jurídico-patrimoniales. (31)

En definitiva, el nuevo ordenamiento está orientado a la búsqueda del equilibrio contractual, lo que implica adecuar
el valiosísimo instrumento que es el contrato a los requerimientos negociales actuales, a la protección de los
desfavorecidos (32) durante su perfeccionamiento y posterior ejecución, a la consolidación de la seguridad jurídica y
a moralizar los comportamientos particulares dotándolos de ética y juridicidad. Es que como dijo Morello con acierto
“La vida de los contratos —como la de cada ser humano— no es lineal ni inalterable; son biografías históricas
cruzadas por fracturas e interrogaciones, por vectores que hacen perder el rumbo y abrir nuevas huellas; lo dibujado
en aquel ayer, se recorta hoy en un horizonte distinto y entre lo esperado y lo sucedido muchas veces, y con mayor
razón en tiempos de aceleradas mudanzas, las cosas son diferentes y, por ende, las respuestas jurídicas también
deben serlo” (33).
Lectura 2 Clasificación de los contratos

Clasificación en el Código Civil y Comercial

El Código Civil y Comercial de la Nación establece la clasificación de los contratos en el Capítulo II, del Título II, Libro
Tercero.

Contratos unilaterales y bilaterales

Dadas las obligaciones que surgen al momento de celebrar los contratos, se pueden clasificar a estos últimos en
“bilaterales y unilaterales”.

Los contratos son unilaterales cuando se forman con la voluntad de un solo centro de intereses; y son bilaterales
cuando requieren el consentimiento unánime de dos o más centros de intereses. Por lo tanto, los contratos son
siempre negocios bilaterales y no se tienen en cuenta el número de centros, sino los efectos del contrato.

En referencia al contrato bilateral, es menester que concurran dos características: que ambas partes estén
obligadas, y que dichas obligaciones sean recíprocas, es decir, obligaciones principales, interdependientes y que se
expliquen mutuamente. Así, será unilateral aquel contrato en el que una sola de las partes se obliga hacia la otra, sin
que esta otra quede obligada, y cuando, existiendo obligaciones a cargo de ambas partes, faltara la reciprocidad.

Son ejemplos de contratos bilaterales: compraventa, permuta, cesión onerosa, mandato oneroso, locación de cosa,
obra o servicio. Y de contratos unilaterales: donación, fianza, mandato gratuito, mutuo, comodato, depósito.

Contratos a título oneroso y a título gratuito

Según el costo de las ventajas, es decir, si al momento de celebrase traen aparejadas ventajas para una o para las
dos partes, los contratos se clasifican en “onerosos o gratuitos”. A su vez, los contratos onerosos se dividen en
“conmutativos y aleatorios”.

En la vida de relación son más comunes los contratos onerosos. En éstos, cada una de las partes se somete a un
sacrifico, cuyos extremos son equivalentes.

En los contratos gratuitos, una sola de las partes efectúa el sacrificio, y la otra sólo es destinataria de una ventaja.

Son un ejemplo de contrato oneroso la compraventa o locación de cosas. Y de contratos gratuitos: donación,
comodato, etc.

Contratos conmutativos y aleatorios

Según la determinación de las ventajas, los contratos pueden ser conmutativos o aleatorios.

Cuando las ventajas para todos los contratantes son ciertas, entonces el contrato se denomina conmutativo.

Y cuando no es posible apreciar dicha relación inicialmente o ab-initio, dado que las ventajas o las pérdidas para uno
de ellos, o para todos, dependen de un acontecimiento incierto (es decir, cuando no se sabe si acaecerá o se ignora
el momento en el cual se verificará), se dice que el contrato es “aleatorio”.

Ejemplos de contratos conmutativos: la mayoría; compraventa, locación, cesión. Ejemplos de contratos aleatorios:
juego, apuesta de lotería, contrato oneroso de renta vitalicia. Es dable destacar que estos contratos aleatorios
mencionados se encuentran regulados en la ley, pero hay otros que pueden convertirse en aleatorios por voluntad
de las partes, en virtud de cláusulas agregadas.

Contratos formales
Según la exigencia de forma para su validez, los contratos pueden clasificarse en formales o no formales (Art. 969).

Son formales aquellos para los cuales la ley exige una forma para su validez, por lo que son nulos si la solemnidad no
ha sido satisfecha. Cuando la forma es requerida solo para que el contrato produzca sus efectos propios, pero sin
sanción de nulidad, no quedan concluidos como tales mientras no se otorgue el instrumento previsto, pero sí valen
como contratos en los que las partes se obligaron a cumplir con determinada formalidad.

Por el contrario, son no formales cuando la ley no dispone una forma determinada para su celebración, en cuyo caso
la forma asumida sólo constituye un medio de prueba del contrato, pero no afecta su validez.

De conformidad con el artículo número 1.552 del Código, el contrato de donación de cosas inmuebles debe ser
formalizado mediante escritura pública, aunque la mayoría de los contratos no requieren una forma específica,
como el contrato de locación que es un ejemplo de mandato.

Contratos nominados e innominados

Según la reglamentación legal, es decir, según la ley los regule especialmente o no, los contratos se clasifican en
nominados e innominados (Art. 970).

Los contratos innominados están regidos, en el siguiente orden, por:

a) la voluntad de las partes,

b) las normas generales sobre contratos y obligaciones;

c) los usos y prácticas del lugar de celebración, [y]

d) las disposiciones correspondientes a los contratos nominados afines que son compatibles y se adecuan a su
finalidad.

Es de destacar la importancia que reviste la existencia de contratos innominados desde el punto de vista social, ya
que presupone la libertad contractual y de configuración del contenido del contrato reconocida por la ley a las
partes, lo que significa encontrar instrumentos idóneos para la satisfacción de los intereses de ellas en medio de una
realidad totalmente en proceso de cambio y evolución.

Otros criterios clasificatorios

Además del criterio de clasificación contemplado por el Código, es posible añadir otros criterios que, aunque ni han
sido contemplados específicamente, han sido desarrollados por la doctrina largamente.

Contratos de cambio y asociativos

Según la finalidad, los contratos pueden ser de cambio o asociativos. Los contratos de cambio son aquellos que
suponen una atribución de ventajas o prestaciones que hacen las partes entre sí.

Los contratos asociativos son aquellos en los que las partes convergen; unen sus esfuerzos y prestaciones para el
desarrollo de una actividad conjunta en vistas a un fin común. Por ende, cada contratante satisface su interés de
participación en el resultado útil obtenido de esa asociación de prestaciones y actividad común. El Código ha
incorporado este criterio, y regula a los contratos asociativos en el Capítulo 16 del Título II, especificando en el art.
1.442 que las disposiciones de los artículos 1.442 al 1.478 “se aplican a todo contrato de colaboración, de
organización o participativo, con comunidad de fin, que no sea sociedad”.

Se pueden citar variados ejemplos de contratos de cambio, ya que permanentemente estamos ante ellos: cuando
un sujeto paga un alquiler por el uso de una cosa, contrata un servicio por un precio, o paga un precio por la
propiedad de una cosa mueble o inmueble,
etc. Cada parte recibe una prestación de la otra, en recompensa de la propia. En cuanto a contratos asociativos, el
Código regula los negocios en participación, las agrupaciones de colaboración, las uniones transitorias y los
consorcios de cooperación.

Contratos de consumo. Importancias de las normas constitucionales

La incorporación de los contratos de consumo fue uno de los aspectos más discutidos en el marco de la reforma del
Código. Este aspecto será desarrollado con mayor profundidad más adelante, al referirnos detalladamente a los
contratos de consumo y su regulación en el Código.

En los Fundamentos del Anteproyecto de Código Civil y Comercial de la Nación (2012), se sostuvo la necesidad de
considerar el rango constitucional de los derechos del consumidor en nuestro régimen legal, la amplia aplicación de
estas normas en los casos judiciales y la opinión de la mayoría de la doctrina. Siguiendo estos lineamientos, se
incentivó la necesidad de incorporar también a los contratos de consumo en el marco de la regulación del Código
Civil y Comercial. En definitiva, y tal como surge de tales fundamentos, se dispuso la regulación de los contratos de
consumo atendiendo a que no son un tipo especial más, como, por ejemplo, la compraventa, sino una
fragmentación del tipo general de contratos que influye sobre los tipos especiales (por ejemplo, compraventa de
consumo). Y de allí la necesidad de incorporar su regulación en la parte general. Se consideró que esta solución era
consistente con la Constitución Nacional, la cual considera al consumidor como un sujeto de derechos
fundamentales, como así también con la legislación especial y la voluminosa jurisprudencia y doctrina existentes en
la materia. (Sobre este respecto, se recomienda profundizar con la lectura de los fundamentos al anteproyecto).

Concretamente, el Código regula, en el Título III, la relación de consumo (capítulo 1), la formación del
consentimiento (capítulo 2), las modalidades especiales (capítulo 3), y las cláusulas abusivas (Capítulo 4). Tal
regulación está comprendida en los arts. 1.092 al 1.122 del Código. Además, esta regulación se complementa con la
Ley Nº 24.240 (Ley de Defensa del consumidor); esta es una ley especial que continúa vigente con sus
correspondientes modificaciones parciales (leyes número 24.568 , 24.787 , 24.999 y 26.361 ).

Contratos atípicos

El art. 970 del Código diferencia a los contratos nominados de los innominados según si la ley los regule
especialmente o no. La sanción del Código ha venido a incorporar contratos que antes denominábamos atípicos,
fundamentalmente vinculados con los contratos comerciales modernos, tales como la franquicia, el factoraje, la
agencia, la concesión, etc., que en la práctica comercial se utilizaban con mucha frecuencia, pero que no tenían una
regulación legal. Claramente, la realidad negocial es inagotable, por lo que es propio que, con el transcurso del
tiempo y el desarrollo de la tecnología, la gama de contratos atípicos se amplíe. El Código, previendo esto, dispone
pautas específicas sobre las cuales deben regirse los contratos innominados, las que están especificadas en el art.
970.

Autocontrato. Subcontrato y conexidad. Generalidades

Autocontrato

Cuando nos referimos al autocontrato, o contrato “consigo mismo”, aludimos a la posibilidad de que una parte
celebre un contrato actuando por sí y en representación de otra parte, o, según el caso, actuando en representación
de dos o más partes.

Como señala Alterini (2012), en los casos aludidos (cuando hay una parte que celebra un contrato actuando por sí y
en representación de otra parte, o actuando en representación de dos o más partes), la bilateralidad del contrato no
está afectada, por aplicación de la teoría de la representación, según la cual el único celebrante del acto actúa (a) en
nombre de terceros, representándolos, o (b) por sí y representando a un tercero. Por ejemplo, cuando una persona
compra para sí, con autorización de su mandante, una cosa que éste le solicitó vender.

Subcontrato

El Código establece una regulación expresa para el subcontrato, lo cual constituye una novedad. Específicamente, el
art. 1.069 lo define como un nuevo contrato, “a través del cual el subcontratante crea a favor del subcontratado una
nueva posición contractual derivada de la que aquél tiene en el contrato principal [o base]”. Reconocemos,
entonces, la existencia de un contrato principal que sirve de base, pero que es independiente del subcontrato, que
tiene autonomía. Y las partes se denominan: subcontratante y subcontratado.

Pensamos en los contratos base en que existen prestaciones pendientes a cargo de una o de ambas partes. En esos
casos, el art. 1.070 dispone que esas prestaciones pendientes puedan ser subcontratadas, en todo o en parte, dando
lugar a la formación del subcontrato. Lógicamente, esto es posible en la medida en que esas prestaciones no
constituyan obligaciones que deban ser cumplidas personalmente por una de las partes, en cuyo caso la
subcontratación no sería posible.

Acciones del subcontratado. A la parte subcontratada se le conceden:

•“Las acciones emergentes del subcontrato, contra el subcontratante”. Esto es evidente, en tanto el subcontrato
está conformado por esas dos partes.

• Las acciones contra la otra parte del contrato principal, en la medida en que “esté pendiente el cumplimiento de
las obligaciones de éste respecto del subcontratante”.

Acciones de quien no celebró el subcontrato: contratante

• Esta parte mantiene contra el subcontratante (que es la parte con quien contrató en el contrato principal) todas las
acciones derivadas del contrato base (Art. 1.072).

•“Dispone también de las acciones que le corresponden al subcontratante contra el subcontratado, y puede
ejercerlas en nombre e interés propio”.

Conexidad contractual

El nuevo Código, a diferencia del anterior, se encarga de regular la problemática de la conexidad contractual, y lo
hace en el Capítulo 12 del Título II (“Contratos en general”).

En los Fundamentos del Anteproyecto de Código Civil y Comercial de la Nación (2012), y en relación a la redacción
del capítulo 12, se consideró la necesidad de brindar una definición normativa, a saber:

a.- Hay conexidad cuando dos o más contratos autónomos se hallan vinculados entre sí. El primer elemento es que
existan dos o más contratos, es decir, no se trata de un fenómeno que ocurre dentro de cada contrato, sino que es
exterior e involucra a varios.

b.- Una finalidad económica común. La idea de negocio económico hace que se utilicen varios contratos para
concretarlo o para hacerlo más eficaz. Es una finalidad supracontractual.

c.- Previamente establecida. No se trata de cualquier finalidad económica común, sino de un diseño previo. Es muy
habitual que los vínculos queden conectados de múltiples maneras, pero lo que se toma en cuenta es una finalidad
previa.

d.- De modo que uno de ellos ha sido determinante del otro para el logro del resultado perseguido. La decisión de
vincular contratos es decisiva para el logro del resultado; lo importante es el negocio económico y el contrato es un
instrumento.
De esta manera quedan comprendidas las redes contractuales que constituyen un importante sector de la actividad
económica. (Comisión para la elaboración del proyecto de Ley de reforma, actualización y unificación de los Códigos
Civil y Comercial de la Nación, 2012, p. 130).

• Definición: el art. 1.073 del Código nos da una definición de la conexidad contractual al disponer que esta se da
“cuando dos o más contratos autónomos se vinculan entre sí por una finalidad económica común previamente
establecida”. En ese sentido, uno de los contratos, en razón de la conexidad, ha sido determinante del otro para el
logro del resultado buscado. El artículo aclara que esa finalidad común puede ser establecida por la ley, convenida
por las partes, o derivada de la interpretación.

• Regla de interpretación de los contratos conexos: la regla de interpretación de los contratos conexos es
sumamente relevante, y se encuentra fijada por el art. 1.074 del Código. Se dispone que los contratos conexos
deben interpretarse los unos a través de los otros, asignándoles el sentido apropiado que surge del grupo de
contratos, es decir, no considerados individualmente sino en conjunto, de acuerdo con la función económica y con el
resultado perseguido.

• Efectos: el art. 1.075 dispone que, probada la conexidad contractual, “un contratante puede oponer las
excepciones de incumplimiento total, parcial o defectuoso, aún frente a la inejecución de obligaciones ajenas a su
contrato”. Esto es trascendente, pues constituye una excepción al efecto relativo de los contratos previsto como
regla general en el art. 1.021. Igual regla se aplica “cuando la extinción de uno de los contratos produce la frustración
de la finalidad económica común”.

Contratos preliminares

El Código titula “Contratos preliminares” a la sección 4 del título II, del Libro Tercero. Están regulados como un
género de contratos, que tienen diversos supuestos de aplicación.

Concepto

Los contratos preliminares suponen un compromiso entre las partes, en cuanto se obligan a celebrar un contrato
futuro y definitivo. Esto implica una conexión entre esos contratos (el preliminar y el futuro), aunque cada uno de
ellos tiene autonomía.

La celebración de contratos preliminares resulta de utilidad en supuestos tales como:

a) Imposibilidad de celebrar actualmente el contrato (dificultades materiales o jurídicas: no se puede escriturar, la


cosa no está disponible en ese momento).

b) Falta de voluntad exacta (hay una parte que duda, pero quiere asegurarse la posibilidad), gastos, etc.

c) Negocios que se desenvuelven en fases sucesivas.

Además, siguiendo a Alterini (2012), los contratos preliminares deben contener:

a) un acuerdo sobre los elementos esenciales particulares que identifiquen el futuro contrato;

b) un plazo de vigencia de las promesas de contratación (para no ligar indefinidamente a las partes);

c) una obligación irrevocable del oferente. [Esto se ve reflejado en el art. 994 del Código, que establece las
disposiciones generales de los contratos preliminares]. (2012, p. 306).

Como dijimos, deben contener un plazo de vigencia de las promesas. El Código dispone el plazo de un año, excepto
que las partes fijen uno menor. Esto es coherente con la necesidad de que, quienes comienzan a negociar sobre la
posibilidad de llegar a un acuerdo futuro, no permanezcan atados perpetuamente a ello. Pero, aun así, si el plazo de
un año no fuera suficiente, la Ley contempla expresamente la facultad de las partes de renovar el plazo una vez
operado su vencimiento. En cuanto a los efectos, generan una obligación de hacer (contratar), que puede ser
exigida.
La promesa de celebrar un contrato

La promesa de contrato es el contrato preliminar que obliga a las partes a celebrar un contrato futuro y definitivo. La
promesa de contrato sienta las bases del contrato futuro y obliga a colaborar para que este se concrete.

El art. 995 del Código contempla expresamente esta figura, disponiendo que “las partes pueden pactar la obligación
de celebrar un contrato futuro”.

Esta norma puede relacionarse con el art. 1.018 del Código que, en materia de forma, dispone que “el otorgamiento
pendiente de un instrumento constituye una obligación de hacer”. Y, de conformidad con lo establecido en el
artículo que regula la promesa de celebrar un contrato, establece que “el futuro contrato no requiera una forma
bajo sanción de nulidad”.

Es que el art. 995 deja establecidas dos reglas:

a) El contrato futuro sobre el cual versa la promesa no puede consistir en un contrato de aquellos en los que se
exige una forma determinada bajo sanción de nulidad.

b) Se les aplica el régimen previsto para las obligaciones de hacer (sección 2, capítulo 3, Título I del Libro III, arts.
773 a 778 del Código).

Esto implica que el incumplimiento de la promesa de celebración del contrato deja a la otra parte en la situación de
poder, de conformidad con el art. 777 del Código, para exigir el cumplimiento específico y/o reclamar los daños y
perjuicios derivados del incumplimiento (Art. 777).

Contrato de opción

El contrato de opción es un contrato preliminar que obliga a una o ambas partes (unilateral o bilateral,
respectivamente) a celebrar un contrato futuro y definitivo, si lo requiere la otra.

En este contrato se otorga al beneficiario el derecho irrevocable de aceptarlo. Es decir, el beneficiario puede
requerir, a su libre arbitrio, que el contrato definitivo sea concluido. Quien tiene la opción puede ejercerla
libremente, y la otra parte debe mantenerse firme en su declaración.

A diferencia del régimen anterior, el nuevo Código regula al contrato de opción disponiendo que el contrato pueda
ser oneroso o gratuito y que no sea transmisible a terceros, excepto que las partes así lo hayan estipulado. En cuanto
a los efectos del ejercicio de la opción:

a) Se rige por los principios de la aceptación de contrato (arts. 978 y siguientes del Código).

b) La opción puede ser autónoma (no acoplada a una cláusula de un contrato definitivo), en cuyo caso debe
celebrarse el contrato preliminar, pues no queda automáticamente celebrado (Mosset Iturraspe, 1995).

c) Cuando es autónoma, el contrato debe observar la forma exigida para el contrato definitivo.

d) En los casos en que no es autónoma, basta con la sola manifestación de la voluntad del beneficiario de la
opción, para que se forme el contrato definitivo. Como ejemplos, en el caso de contratos financieros, es común la
utilización de cláusulas, establecidas como opciones, denominadas call (opción de compra) y put (opción de venta).
En el primer caso, se le otorga al portador del derecho la posibilidad de adquirir cierta cantidad de activos a un
precio fijado con antelación, dentro de un período determinado. Por el contrario, la opción de venta, o put, es la que
permite al poseedor vender activos financieros dentro de un período determinado.

Pacto de preferencia y contrato sujeto a conformidad

Pacto de preferencia

A través de este instrumento, y para el caso que llegara a decidirse a celebrar un contrato futuro, una de las partes
se obliga frente a la otra a preferirla respecto de otros eventuales interesados en la contratación. El Código lo
establece del siguiente modo: “el pacto de preferencia genera una obligación de hacer a cargo de una de las partes,
quien si decide celebrar un futuro contrato, debe hacerlo con la otra o las otras partes”.

No se genera un derecho perfecto, sino condicionado a que la otra parte decida celebrar el contrato futuro. En este
se diferencia de la opción, por medio de la cual se acuerda a su titular un derecho irrevocable de aceptar un contrato
definitivo.

Cuando se utiliza esta figura, la otra parte tiene libertad para concluir el contrato definitivo, sin condicionamientos.
Pero, si lo hace, entonces tiene a su cargo una obligación de hacer: debe darle prelación al beneficiario en virtud del
pacto de preferencia al que se sujetaron.

Efectos (Art. 777):

a) El art. 998 del Código estipula que el otorgante de la preferencia debe dirigir a su, o sus beneficiarios, una
declaración que contenga los requisitos de la oferta, haciéndoles saber la decisión de celebrar un nuevo contrato. Si
el beneficiario o los beneficiarios aceptan (de conformidad con las reglas de la aceptación previstas en el art. 978 y
siguientes del Código), entonces queda concluido el contrato.

b) El pacto de preferencia genera una obligación de hacer a cargo de una de las partes, por lo que son aplicables, en
lo pertinente, los arts. 773 y siguientes del Código.

c) Los derechos y obligaciones que surjan del pacto de preferencia pueden ser transmitidos a terceros.

En el contrato de compraventa, por ejemplo, el pacto de preferencia está regulado específicamente en el art. 1.165
del Código. Es el caso en el que el vendedor tiene derecho a recuperar la cosa con prelación a cualquier otro
adquirente, aplicándose reglas especiales en función del tipo particular de contrato (el derecho no puede cederse;
hay reglas que habilitan el ejercicio del derecho de preferencia y plazos para su ejercicio). Así lo determina el Código:

Aquel por el cual el vendedor tiene derecho a recuperar la cosa con prelación a cualquier otro adquirente si el
comprador decide enajenarla. El derecho que otorga es personal y no puede cederse ni pasa a los herederos.

El comprador debe comunicar oportunamente al vendedor su decisión de enajenar la cosa y todas las
particularidades de la operación proyectada o, en su caso, el lugar y tiempo en que debe celebrarse la subasta.

Excepto que otro plazo resulte de la convención, los usos o las circunstancias del caso, el vendedor debe ejercer su
derecho de preferencia dentro de los diez días de recibida dicha comunicación.

Se aplican las reglas de la compraventa bajo condición resolutoria.

Contrato sujeto a conformidad

Es el contrato cuya celebración está supeditada a un acontecimiento futuro. Se trata de un contrato incompleto. Al
referirse a este, Alterini (2012) manifiesta que en los casos en que el contrato es sometido a condición, su existencia
depende del acaecimiento de un hecho futuro e incierto (hecho condicionante).

El Código lo define expresamente como “el contrato cuyo perfeccionamiento depende de una conformidad o de una
autorización”. Establece que este contrato queda sujeto a las reglas de la condición suspensiva. La condición, como
una modalidad de los actos jurídicos, está regulada en los arts. 343 y siguientes del Código. La conformidad o
autorización a la que está supeditada la celebración del contrato constituye una condición suspensiva, y, como tal,
no puede tratarse de una condición (a) imposible, (b) contraria a la moral y a las buenas costumbres, (c) prohibida
por el ordenamiento jurídico, (d) meramente potestativa, es decir, que dependa exclusivamente de la voluntad del
obligado, pues esas condiciones invalidan la obligación, de conformidad con el art. 344 del Código.

Efectos
Cumplida la condición, circunscripta en el art. 999 del Código como una autorización o conformidad, el contrato
queda perfeccionado. Esto implica que se producen los efectos correspondientes a la naturaleza del contrato
celebrado, a sus fines y objeto (argumento conf. art. 348 del Código).

Por el contrario, si la condición no se cumple, el contrato entonces no se llega a perfeccionar. Y, en consecuencia, las
reglas previstas y acordadas por las partes no tienen efectos ni generan consecuencias jurídicas para ellas,
resultando aplicable la solución contenida en el art. 349 del Código, para el caso de que las partes hubieran
ejecutado actos vinculados con el contrato, antes del cumplimiento de la condición (esto es, la restitución de las
prestaciones con sus accesorios, pero no los frutos percibidos).

Publicación Se declaró la nulidad de una cláusula compromisoria en un contrato de consumo por aplicación del
Nuevo Código Civil

En una acción por daños derivada del incumplimiento contractual del vendedor de una unidad funcional, la
sentencia admitió la excepción de incompetencia opuesta por este teniendo en cuenta la cláusula compromisoria
pactada en el boleto. Apelado el decisorio, la Cámara declaró la nulidad de esa estipulación y dispuso que las
actuaciones debían seguir su trámite ante el juez que previno.

Sumario

La cláusula compromisoria pactada en un boleto de compraventa de un inmueble es nula, pues, como la pretensión
se engarza en la Ley de Defensa del Consumidor, resulta aplicable, por imperio del art. 7 del Código Civil y Comercial,
el art. 1651 de esta normativa, el cual excluye del contrato de arbitraje a las relaciones de consumo. [1]

[1] SANTARELLI, Fulvio Germán, “El contrato de consumo en el Código Civil y Comercial de la Nación”, Sup. Esp.
Nuevo Código Civil y Comercial de la Nación. Contratos 2015 (febrero), 223, AR/DOC/471/2015.

Poder Judicial de la Nación

CAMARA CIVIL – SALA F

71416/2014

BLANCO RODRIGUEZ, MARIA DE LAS MERCEDES c/ MADERO URBANA SA s/CUMPLIMIENTO DE CONTRATO Buenos
Aires, de noviembre de 2015.- VISTOS Y CONSIDERANDO:

Estos autos para resolver los recursos de apelación interpuestos a fs. 159 y 162 contra la resolución de fs 152/154
mediante la cual se hizo lugar a la excepción de incompetencia imponiéndose las costas por su orden. El memorial de
la actora luce a fs. 170/177 sustanciado a fs. 190 y el de la demandada obra a fs. 169 sustanciado a fs. 179/181. El Sr.
Fiscal General se expidió a fs. 197/198 en el sentido de confirmar la decisión adoptada. Se agravia la actora en
cuanto no receptó la nulidad de la cláusula compromisoria contrariamente a la jurisprudencia y doctrina imperante
en la materia que sostienen que en el ámbito de la Ley de Defensa del Consumidor que estipulan la prórroga de la
jurisdicción. Asimismo señala que contrariamente a lo sostenido en la instancia de grado, la decisión recurrida le
genera un claro perjuicio al haberse sustraído la causa de la “jurisdicción natural”.

También cuestiona que el juez de grado se apartó de la Resolución 53/2003 de la Secretaría de Comercio
Desregulación y la Defensa del Consumidor. Por último alega que no se encuentra controvertida la aplicación de la
LDC y que en estos términos no existió voluntad de su parte de sustraer la competencia civil ordinaria por tratarse de
una relación de consumo con lo cual la cláusula fue impuesta en modo abusivo por la demandada. En autos se
pretende la condena de daños y perjuicios en razón del incumplimiento contractual en el que habría incurrido la
demandada respecto del contrato de compraventa de la unidad

Fecha de firma: 16/12/2015

Firmado por: ZANNONI-POSSE SAGUIER-GALMARINI,

Firmado por: JOSE LUIS GALMARINI, JUEZ DE CAMARA


Firmado por: EDUARDO ANTONIO ZANNONI, JUEZ DE CAMARA Firmado por: FERNANDO POSSE SAGUIER, JUEZ DE
CAMARA funcional N° 1704 del Piso 17 del edificio “B-ESTE” y su cochera pertenecientes al emprendimiento
denominado comercialmente “ArtMaría” ubicado en el inmueble de la calle Elvira Rawson de Dellepiane 450, CABA
en el que se pactó el precio de venta en U$S 400.000.

En este contexto, en la resolución recurrida se dijo que

“en lo concerniente al fundamento normativo, la pretensión se engarza en la ya mencionada Ley de Defensa del
Consumidor”, aspecto que no fuera cuestionado por la demandada.

Sentado ello, se define la cláusula compromisoria como

“un contrato de derecho privado, inserto habitualmente como cláusula en un contrato principal, del mismo género
que el compromiso, por el cual las partes contratantes se obligan a someter las cuestiones litigiosas que puedan
surgir en el futuro en relación con el contrato principal al fallo de árbitros. La configuración del arbitraje como
cláusula, ubicada dentro de otro contrato no implica que pierda su carácter de figura autónoma”. (conf. Alterini
Jorge Horacio, Código Civil y Comercial Comentado, Tomo VII, pág. 965).

En la especie se estipuló en la CLÁUSULA ESPECIAL NOVENA: MEDIACION Y ARBITRAJE: Si surgiere un conflicto


originado en la interpretación o cumplimiento del presente BOLETO, las PARTES acuerdan someterlo a “MEDIACION”
o, en caso de falta de acuerdo, a “ARBITRAJE”, a través del “Centro Institucional de Mediación del Colegio de
Escribanos de la Ciudad de Buenos Aires” o del “Tribunal de Arbitraje General y Mediación del Colegio de

Escribanos de la Ciudad de Buenos Aires…”

Corresponde señalar que el artículo 7 del Código Civil y

Comercial de la Nación prevé que “a partir de su entrada en vigencia, las leyes se aplican a las consecuencias de las
relaciones y situaciones jurídicas existentes. Las leyes no tienen efecto retroactivo, sea o no de orden público,
excepto disposición en contrario. La retroactividad

Fecha de firma: 16/12/2015

Firmado por: ZANNONI-POSSE SAGUIER-GALMARINI,

Firmado por: JOSE LUIS GALMARINI, JUEZ DE CAMARA

Firmado por: EDUARDO ANTONIO ZANNONI, JUEZ DE CAMARA

Firmado por: FERNANDO POSSE SAGUIER, JUEZ DE CAMARA

Poder Judicial de la Nación CAMARA CIVIL – SALA F establecida por la ley no puede afectar derechos amparados por
garantías constitucionales…”

A su vez el art. 1651 prescribe que “quedan excluidas del contrato de arbitraje las siguientes materias: a) las que se
refieren al estado civil o capacidad de las personas; b) las cuestiones de familia; c) las vinculadas a derechos de
usuarios y consumidores; d) los contratos por adhesión cualquiera sea su objeto; e) las derivadas de relaciones
laborales. Las disposiciones de este Código relativas al contrato de arbitraje no son aplicables a las controversias en
que sean parte los Estados nacional o local.”

En estos términos, al vedar el citado artículo a las relaciones de consumo, corresponderá declarar la nulidad de la
cláusula especial novena del boleto de compraventa de fs. 2/13. En cuanto a las costas, en virtud de la forma en que
se resuelve serán impuestas en ambas instancias por su orden (conf. párrafo 1° del art. 68 del C.P.C.C.).

En su mérito y oído el Sr. Fiscal General se RESUELVE: Revocar la resolución de fs. 152/154, declarar la nulidad de la
cláusula especial novena del boleto de compraventa de fs. 2/13 y en consecuencia se dispone que las actuaciones
deberán seguir su trámite ante el Juzgado N° 74. Las costas de ambas instancias se imponen en el orden causado
(conf. primer párrafo del art. 68 del C.P.C.C). Regístrese. Notifíquese y al Sr. Fiscal General en su despacho y
devuélvanse. 17. Eduardo A. Zannoni

18. Fernando Posse Saguier 16. José Luis Galmarini


Fecha de firma: 16/12/2015

Firmado por: ZANNONI-POSSE SAGUIER-GALMARINI,

Firmado por: JOSE LUIS GALMARINI, JUEZ DE CAMARA

Firmado por: EDUARDO ANTONIO ZANNONI, JUEZ DE CAMARA

Firmado por: FERNANDO POSSE SAGUIER, JUEZ DE CAMARA

Publicación Fianza en la locación. Código Civil y Comercial

Se admitió la excepción de inhabilidad de título opuesta por el fiador en una ejecución de alquileres y se tuvo por
finalizado los efectos de la fianza con relación a los períodos reclamados, posteriores a la finalización del contrato. La
Cámara confirmó el decisorio.

Sumarios

La continuación de la locación de conformidad con el art. 1622 del Código Civil debe entenderse entre locador y
locatario y no respecto al fiador, aun cuando este se obligue como principal pagador, ya que esa obligación está
referida siempre al contrato cuyo término de duración está fijado en el mismo instrumento.

Si el locador no promovió la acción de desalojo en un tiempo razonable, su negligencia de mantener al locatario en la


tenencia del inmueble, sin la intervención del fiador, aunque se le hubiera puesto en su conocimiento de la falta de
pago, no puede serle opuesta a este último, en atención a que el fiador no puede subrogarse en los derechos del
locador y pedir la restitución de la cosa.

Carece de significación, ante los claros términos del art. 1582 del Código Civil, receptado en similares términos en el
art. 1225 del Código Civil y Comercial , que se haya pactado que la fianza subsistirá luego de vencido el plazo
contractual y hasta que el locador reciba el inmueble desocupado en la forma estipulada, ya que esa norma se aplica
a los contratos vigentes y en forma automática, es decir “ipso jure”.

Fallo

2ª Instancia.- Buenos Aires, diciembre 20 de 2016.

Considerando: I. Vienen estos autos a los fines de conocer del recurso de apelación interpuesto por la parte actora
contra la resolución de fs. 116/119, en cuanto se hizo lugar a la excepción de inhabilidad de titulo opuesta por la
fiadora y tuvo por finalizado los efectos de la fianza, con relación a los períodos reclamados en la ampliación de la
demanda.

El memorial de fs. 122/125, fue contestado a fs. 130/136. Sostuvo el accionante que la fiadora sabía del
incumplimiento de la locataria que retuvo indebidamente la propiedad y por lo tanto no sufrió indefensión alguna.
Argumentó que no existió demora en su actuación —ya que inició el desalojo un año y unos meses después del
vencimiento del plazo del contrato— y que no puede depender la validez de la fianza del tiempo en que se
promueve el desalojo, ya que la ley no imputa plazo alguno para ello. Sostuvo por último, que la defensa introducida
por la garante es extemporánea, por lo que nunca se debió tratar y mucho menos admitir.

II. En lo que respecta a este último agravio, que por razones metodológicas se tratará en primer término, cabe
señalar que toda vez que la fiadora, con la presentación de fs. 84/86, se notificó personalmente de la intimación de
pago dispuesta a fs. 54, con relación a la ampliación de los períodos reclamados en esta ejecución, la queja con
relación a la temporalidad de la defensa se rechazará.

III. El art. 1582 bis del Cód. Civil, prescribía que la obligación del fiador cesaba automáticamente por el
vencimiento del término de la locación, salvo la que derivaba de la no restitución a su debido tiempo del inmueble
locado. Se exigía el consentimiento expreso del fiador para obligarse en la renovación o prórroga expresa o tácita del
contrato de locación una vez concluido éste, tachándose de nula toda disposición anticipada que extendiera la fianza
—sea simple, solidaria como deudor o principal pagador— del contrato de locación original.
Mediante esa norma se trató de evitar el abuso que se configuraba en infinidad de casos, debido a la renovación o
prórroga del vínculo acordada entre el locador y el locatario sin intervención del fiador, que seguía obligado en los
términos del contrato originario (conf. esta Sala expte n° 485.182).

Ahora bien, respecto de la extensión de la fianza a la luz de las normas vigentes a la fecha de suscripción del
contrato, la jurisprudencia de nuestros tribunales aún con anterioridad a la reforma de la ley 25.628, había
establecido que incluso cuando los fiadores se obligaban a mantener la garantía hasta el momento de la
desocupación del inmueble, debía interpretarse que dicha fianza se extendía hasta el término del contrato
originario, con más el tiempo razonable que necesitaba el locador para obtener el desalojo del inmueble (conf. CN
Civ., Sala B, 09/02/1999, “Fainblum, E.S. y otro c. Rieger, N.S. y otros s/ejec. de alquileres”, sent. nro. C.B259324,
Base LTD Lex Doctor y voto en disidencia del Dr. Kiper en CN Civ., Sala H, 17/10/2001, expte. nro. R.332539 “Cons.
Rodríguez Peña 2067 c. Hopp, Jonny y otro s/ejec. de alquileres”, Base LTD Lex Doctor).

En la actualidad rige el art. 1225 del Cód. Civil y Comercial de la Nación, que receptó en similares términos el art.
1582 bis del Cód. Civil y a cuyo respecto se aplican los mismos criterios jurisprudenciales.

IV. El presente caso se trata de un contrato de locación celebrado el 16 de agosto de 2011, con vencimiento del
plazo el 31 de agosto de 2013. Este proceso ejecutivo se promovió el 09/10/2013 y comprende los períodos que van
desde el mes de agosto de 2013, hasta octubre de 2014 (ver fs. 9/11 y 49).

En autos no existe constancia alguna que demuestre la devolución de la tenencia del bien al locador. Mientras que la
locataria y la fiadora sostuvieron que desocuparon la unidad al vencimiento del contrato, el locador niega tal
circunstancia, iniciando el juicio de desalojo recién con fecha 16 de abril de 2015.

En orden a lo precedentemente dicho, es dable señalar que si —como sostiene el locador—, no se entregó la unidad
locada al término del contrato, se debió intimar a la entrega de la cosa y en su caso promover la acción de desalojo
en un tiempo prudencial, que dista de los 17 meses que reconoce haberse tomado para tal trámite, sin justificar en
modo alguno tal demora.

En tales condiciones, la continuación de la locación de conformidad con el art. 1622 del Cód. Civil, debe entenderse
entre locador y locatario y no respecto del fiador, aún cuando el fiador se obligue como principal pagador, ya que
esa obligación está referida siempre al contrato cuyo término de duración está fijado en el mismo instrumento. Más
allá de ese término, cesa el carácter de principal pagador (conf. CN Civ., Sala F, “David Héctor G.c. Escobar Héctor R.
y otros s/Ejecución de alquileres”, del 25/08/1998).

Es que si el locador no promovió la acción de desalojo en un el tiempo razonable, su negligencia de mantener a los
locatarios en la tenencia del inmueble, sin la intervención del fiador —aunque se le hubiera puesto en su
conocimiento de la falta de pago—, no puede serle opuesta a éste, en atención a que el fiador no puede subrogarse
en los derechos del locador y pedir la restitución de la cosa (conf. esta Sala, exptes n° 260.787, n° 260.832, 461.984).

Este Tribunal tiene establecido que “carece de significación, ante los claros términos de la norma en cuestión, que se
haya pactado que la fianza subsistirá luego de vencido el plazo contractual y hasta que el locador reciba el inmueble
desocupado en la forma estipulada, ya que como se dijo, el artículo 1582 bis se aplica a los contratos vigentes y en
forma automática, es decir “ipso jure” (esta Sala, exptes n° 410.069, n° 449.111 y n° 451.233).

En consecuencia, toda vez que el vencimiento del plazo del contrato que afianzara la Sra. María de los Ángeles
Varela Jorge, se produjo el 31 de agosto de 2013, corresponde rechazar la queja.

V. Por lo expuesto, el Tribunal resuelve: Confirmar la resolución de fs. 116/119, con costas en la Alzada a cargo de la
parte vencida (art. 69 del Cód. Proc. Civ. y Comercial). Regístrese, notifíquese y devuélvase. Se hace saber que
aquellas partes e interesados que no hayan constituido su domicilio electrónico quedarán notificados en los
términos del artículo 133 del Código Procesal (conf. Acordadas n° 31/2011 y 38/2013 y Ac. 3/2015). — Maria I.
Benavente. — Mabel de los Santos. — Elisa M. Díaz de Vivar.

Lectura 3 La voluntad contractual y el consentimiento


Modos de expresión de la voluntad. La formación del consentimiento. Contratos celebrados por adhesión a
cláusulas generales predispuestas. Concepto y requisitos. Cláusulas particulares. Cláusulas abusivas. Control
judicial de las cláusulas abusivas

La voluntad, a la cual la ley le reconoce la virtualidad de configurar relaciones jurídicas, debe ser manifestada para
producir efectos, porque la voluntad considerada en abstracto, como suceso psicológico interno, carece de tal
potencialidad al no ser susceptible de ser conocida.

Para entender este concepto, debemos estudiar la voluntad en la sistemática del Código. Así es que en su Libro
Primero, Parte General, Título IV (“Hechos y actos jurídicos”), Capítulo 1, dispone que el acto jurídico es un acto
voluntario (art. 259). Y, seguidamente, establece los requisitos del acto voluntario: “el acto voluntario es el
ejecutado con discernimiento, intención y libertad, que se manifiesta por un hecho exterior”. Es decir, el acto
jurídico precisa de un hecho exterior, por el cual la voluntad se manifieste.

La voluntad debe exteriorizarse para que la otra parte reciba y acepte la propuesta, pues es una voluntad destinada
a otro, de carácter recepticio (Lorenzetti, 2010). En relación a los modos en que una de las partes puede manifestar
su voluntad, la que una vez que se conjuga con la del otro configura el consentimiento contractual, el Código utiliza
la distinción entre manifestación expresa y tácita.

Las partes quedan obligadas conforme al consentimiento, es decir, a si demuestran la intención de obligarse sobre la
base de términos suficientemente específicos. La definición misma de contrato, establecida en el Código, contiene la
noción de manifestación del consentimiento, al definir al contrato como “el acto jurídico mediante el cual dos o más
partes manifiestan su consentimiento para crear, regular, modificar, transferir o extinguir relaciones jurídicas
patrimoniales”.

El legislador, apoyado en la realidad de los hechos, ha previsto distintas maneras de exteriorizar ese querer interno,
que, en el caso analizado, consiste en la manifestación de la voluntad negocial de dos centros de intereses
contrapuestos, destinada a la formación del contrato. En efecto, al referirse a la formación del consentimiento, el
Código dispone que “los contratos se concluyen con la recepción de la aceptación de una oferta o por una conducta
de las partes que sea suficiente para demostrar la existencia de un acuerdo”.

Al ser el contrato un acto jurídico, bilateral, son plenamente aplicables las disposiciones contenidas en los arts. 259 y
siguientes del Código (disposiciones generales para los actos jurídicos), en concordancia con las específicamente
dispuestas en el capítulo tercero, del Título II, del Libro Tercero (artículos 971 y siguientes).

Son múltiples las formas que pueden utilizar las partes para dar a conocer sus intenciones: “formal o no formal,
positiva o tácita, o inducida por una presunción de la ley” , siempre y cuando “la eficacia del acto no dependa de la
observancia de formalidades previstas previa y específicamente por la ley o por las partes”.

Manifestación expresa y tácita de la voluntad

La manifestación de la voluntad es expresa cuando está destinada a poner en conocimiento la voluntad interna en
forma específica y determinada. Así, puede exteriorizarse (art. 262):

a) oralmente;

b) por escrito;

c) por signos inequívocos; o

d) por la ejecución de un hecho material.

La manifestación de la voluntad es tácita cuando se infiere de ciertas conductas. A diferencia de la manifestación


expresa, éstas no tienen por fin directo la exteriorización de la voluntad, pero resultan incompatibles con una
voluntad diversa. Concretamente, el Código dispone que se da “cuando la voluntad resulta de los actos por los
cuales se la puede conocer con certidumbre”, si esa certidumbre no surge de manifestaciones directas.
Asimismo, dispone que “carece de eficacia cuando la ley o la convención exigen una manifestación expresa”. En
consecuencia, la manifestación tácita de la voluntad requiere, para su admisión, que no se verifiquen las condiciones
establecidas en el art. 264 del Código, a saber:

a) Que la ley no exija una manifestación expresa de la voluntad. Esto ocurre, a modo de ejemplo, en el caso de la
cesión de deuda y de la asunción de deuda (art. 1.632 y 1.633), casos en los que se prevé, de conformidad con el art.
1.634 del Código, que “el deudor solo queda liberado si el acreedor lo admite expresamente”. Asimismo, en el caso
del contrato de franquicia, el Código dispone que “el franquiciante no puede autorizar otra unidad de franquicia en
el mismo territorio, excepto con el consentimiento del franquiciado”.9

b) Cuando hay una convención que exige una manifestación expresa, es decir, cuando son las partes las que
disponen que debe producirse una declaración o manifestación expresa de voluntad.

La declaración de voluntad contractual puede ser directa o indirecta.

Es directa cuando la intención negocial se infiere inmediatamente de un comportamiento, porque las reglas de la
experiencia atribuyen esa interpretación a ese/os acto/s. El carácter directo de esa voluntad surge mediante el
análisis de lo que la otra parte interpretó, ya que estamos en presencia de una voluntad de carácter recepticio y el
estándar aplicable es la recognocibilidad del acto, sobre la base de la expectativa o confianza que el autor del acto
creó en la otra parte (Lorenzetti, 2010).

En cambio, es indirecta cuando dicha intención no se infiere sino mediatamente de una conducta que no tiene
considerada en sí misma virtualidad para traducir ese querer, pero una ilación necesaria y unívoca permite su
conocimiento (Mosset Iturraspe, 1995). Es el caso, por ejemplo, de la transmisión de la cosa legada, que revoca el
legado (art. 2.516).

Consentimiento

Noción y naturaleza: dado que el contrato es un acto jurídico bilateral, el consentimiento se impone como condición
para su existencia, aunque el contrato en cuestión sea unilateral o real. Esto es así porque el hecho de que sólo una
de las partes quede obligada o que se perfeccione con la entrega de su objeto no excluyen, en absoluto, la necesidad
del referido acuerdo.

Etimológicamente, la expresión consentimiento deriva del latín consensus, que proviene, a su vez, de cum y sentire,
es decir, sentir, pensar, opinar en común, lo cual supone el acuerdo de dos o más voluntades sobre un mismo punto.

Vulgarmente, cuando nos referimos al consentimiento, lo hacemos considerando la manifestación de quien acepta
una oferta. Sin embargo, técnicamente, el consentimiento es más complejo porque supone una declaración de
voluntad común , en la que por lo menos dos partes manifiestan su voluntad.

Es que el consentimiento resulta del:

Encuentro, o conjunción, de las voluntades unilaterales de quien oferta y de quien acepta, pero sólo cuando se
produce el encuentro o conjunción unánime de ambas hay consentimiento, pues la voluntad de una persona no es
suficiente a ese efecto. (Alterini, 2012, p. 240).

Finalidad: cualquiera sea la acepción de consentimiento que se considere, éste siempre ha tenido la virtualidad de
dar existencia a un acuerdo de partes, es decir, a la formación del contrato.

El consentimiento en el Código Civil y Comercial de la Nación

La regla general es que los contratos se perfeccionan con la “recepción de la aceptación de una oferta, o por una
conducta de las partes que sea suficiente para demostrar la existencia de un acuerdo”. Y la aceptación supone una
conformidad con la oferta (art. 979). Tal como lo explican los Fundamentos del Anteproyecto de Código Civil y
Comercial de la Nación (2012), la redacción se ajusta a lo establecido por el Instituto Internacional para la Unificación
del Derecho Privado (en adelante, UNIDROIT, que ha elaborado una serie de principios muy difundidos aplicables a
los contratos comerciales internacionales) que receptan la oferta-aceptación como aquellos casos en que hay un
proceso continuo que comienza con tratativas y se concreta gradualmente.

Así lo establece: “El contrato se perfecciona mediante la aceptación de una oferta o por la conducta de las partes
que sea suficiente para manifestar un acuerdo”. En estos casos (contratos celebrados luego de negociaciones
extendidas en el tiempo), la conducta de las partes es esencial para demostrar la existencia del acuerdo, ya que, por
las características particulares de estas contrataciones, la oferta y aceptación no pueden identificarse claramente en
el tiempo, y, en consecuencia, no se puede determinar con precisión cuándo se ha perfeccionado el consentimiento.
En su lugar, la conducta de las partes intervinientes constituye el elemento para identificar si se ha arribado a un
acuerdo, aun cuando no pueda precisarse el momento de su conclusión.

Contratos celebrados por adhesión a cláusulas generales predispuestas

La sección 2º del Código, dentro del Capítulo 3, “Formación del consentimiento”, contempla el caso de los contratos
celebrados por adhesión a cláusulas generales predispuestas. Define a estos contratos como aquellos mediante los
cuales “uno de los contratantes adhiere a cláusulas generales predispuestas unilateralmente, por la otra parte o por
un tercero, sin que el adherente haya participado en su redacción”.

Es decir, nos encontramos ante casos de contratos en que una de las partes no puede intervenir en la redacción y
determinación de las cláusulas que forman el contenido de la contratación. Constituyen una singular manifestación
del consentimiento. Quien contrata se limita a aceptar los términos contractuales dispuestos por el predisponente.
Los contratos por adhesión son utilizados ampliamente en las contrataciones de consumo en masa, en tanto
facilitan los procedimientos de la contratación masiva. Inclusive, son utilizados en contratos entre empresas, en los
que no necesariamente existe una situación de debilidad jurídica de una de las partes.

A los efectos de brindar protección a la parte que no interviene en la redacción de las cláusulas en este tipo de
contratos, el Código establece una serie de normas de carácter tuitivo. A saber:

a) Las clausulas deben ser comprensibles y autosuficientes, y la redacción debe ser clara, completa y fácilmente
legible (art 985).

b) Se tienen por no convenidas las cláusulas que efectúan reenvíos a textos o documentos que no son facilitados a
la otra parte de manera previa o simultánea a la celebración del contrato (art 985).

c) Se brinda preeminencia a las cláusulas particulares, entendidas como aquellas que son negociadas
individualmente, y, por ello, amplían, limitan, suprimen o interpretan una cláusula general (art 986).

d) Establece, como principio, la interpretación contra preferentem. Esto es, que en caso de que existan cláusulas
ambiguas predispuestas por una de las partes, se deben interpretar en sentido contrario a la parte predisponente,
que fue quien la redactó y debería haberlo hecho de manera clara y sin ambigüedades (art 987).

Asimismo, el Código establece una regulación expresa para los casos de cláusulas abusivas, recoge principios
tomados de la Ley de Defensa del consumidor. Considera que se tienen por no escritas, y, por lo tanto, no tienen
efecto las cláusulas (art. 988):

a) Que desnaturalizan las obligaciones del predisponente (es decir, que quitan el carácter de “natural” o “normal” y
limitan o restringen las obligaciones de quien redacta la cláusula, en su propio beneficio).

b) Que implican una renuncia o restricción a los derechos del adherente (en tanto suponen un menoscabo para la
parte que no intervino en la redacción de la cláusula).

c) Sorpresivas, es decir, aquellas que, por su contenido, redacción o por la manera en que están presentadas, no son
razonablemente previsibles.

La sanción para las cláusulas abusivas es que se las tengan por no convenidas, es decir, por no escritas, no
produciendo ninguno de sus efectos (art. 988).
Control judicial de las cláusulas abusivas: el art. 989 del Código dispone expresamente que el control administrativo
de este tipo de cláusulas no impide su control judicial. Esto es relevante, pues existen contratos (como, por ejemplo,
los contratos de seguros que requieren de la conformidad de la Superintendencia de Seguros de la Nación), que,
inclusive contando con dicha conformidad, pueden ser sometidos a control judicial en relación al carácter abusivo
de sus cláusulas. Si el juez declara la nulidad parcial del contrato, simultáneamente debe integrarlo de conformidad
con las reglas previstas en el art. 964 del Código.

Oferta

El consentimiento en los contratos está conformado a través de conceptos tales como la oferta y la aceptación. A
continuación, analizaremos concretamente a la oferta.

Concepto

A diferencia del Código Civil reformado, el actual Código Civil y Comercial de la Nación, define expresamente a la
oferta: “La oferta es la manifestación dirigida a persona determinada o determinable, con la intención de obligarse y
con las precisiones necesarias para establecer los efectos que debe producir de ser aceptada”.

La oferta es una manifestación unilateral de voluntad, comprende aquellos casos en que es expresa o tácita,
recepticia o no, dirigida a persona determinada o indeterminada.

Naturaleza jurídica

Según el Código, la oferta es un acto jurídico unilateral (art. 259). Esto es así porque se configura con la sola voluntad
del oferente. Es recepticio, en tanto tiene un destinatario, pues no puede pensarse a la oferta sino dirigida a otros,
para que esos terceros la conozcan y, en su caso, la acepten. Y, por último, tiene una finalidad esencial, que la
diferencia de las meras tratativas contractuales, y que implica la intención de obligarse por parte del oferente.

Requisitos

La oferta debe estar dirigida a una persona determinada o determinable, debe ser completa y contener la intención
de obligarse. Según el art. 972 del Código, son requisitos de la oferta:

a) Direccionalidad: con respecto al elemento "sujeto", la oferta debe ser recepticia. Esto implica decir que tenga
destinatario, o sea, una o más personas determinadas o determinables que, en su caso, asumirán la condición de
aceptante.

b) Completitividad: supone la autosuficiencia o plenitud de la declaración contractual emitida, que debe contener
las precisiones necesarias vinculadas a los efectos que van a derivarse del contrato, en caso que ella sea aceptada.

El art. 972 sólo exige que contenga las precisiones necesarias para establecer los efectos que debe producir de ser
aceptada, aunque no contenga todos los elementos constitutivos del contrato. Esto implica que la oferta es
completa aun cuando carezca de cuestiones accesorias, lo que puede variar, lógicamente, de acuerdo con las
circunstancias particulares del caso.

En aquel sentido, en los principios UNIDROIT se establece que: “una propuesta para celebrar un contrato constituye
una oferta, si es suficientemente precisa e indica la intención del oferente de quedar obligado en caso de
aceptación”.

c) Vinculante: la oferta debe ser hecha por el oferente con la intención de obligarse, es decir, de quedar obligado
cuando el destinatario la acepte. Esto se relaciona directamente con la finalidad de la oferta. La oferta se hace con la
intención de producir efectos jurídicos, ya sea crear, modificar o extinguir un contrato. Es evidente que no hay
intención de obligarse en los casos de declaraciones que se formulan como bromas, o ejemplos, o enseñanzas, o
cualquier otro tipo de manifestaciones que, por no contar con la intención de obligarse, carecen de trascendencia
jurídica.
Invitación a ofertar

El tema de la direccionalidad de la oferta está relacionado con las ofertas hechas al público, es decir, a personas
indeterminadas. El Código diferencia la invitación a ofertar de la oferta en sí misma.

La invitación a ofertar es una declaración unilateral de voluntad por la que se propone a personas determinadas, o
indeterminadas, a que realicen ofertas (con todas las características propias de ellas) en relación a un posible
negocio.

El Código contempla la invitación a ofertar, y dispone:

La oferta dirigida a personas indeterminadas es considerada como invitación para que hagan ofertas, excepto que de
sus términos o de las circunstancias de su emisión resulte la intención de contratar del oferente. En este caso, se la
entiende emitida por el tiempo y en las condiciones admitidas por los usos.

Es decir, la oferta al público es efectiva cuando de ella surge la clara intención de obligarse. De lo contrario, se la
considera una invitación a ofertar.

Esta declaración no supone en sí misma una oferta, al faltarle la completitividad y la voluntad conclusiva del
oferente, de modo que no puede ser aceptada sin más por las personas a las que se dirige, quienes, de interesarse
en la invitación, deberán elaborar sus propias ofertas de contrato en los términos del art. 972 del Código.

La manera de instrumentación de esta figura puede ser diversa, desde las comunicaciones públicas y generales hasta
las notificaciones particulares y privadas. El llamado a licitación privada participa de estas características.

Asimismo, el Código contiene una regulación especial para las ofertas emitidas en el marco de contratos de
consumo, específicamente, las ofertas por medios electrónicos previstas en el art. 1.108.

Fuerza obligatoria de la oferta

El Código establece expresamente que la oferta obliga al proponente (art. 974). Es decir, la regla es que la oferta
tiene carácter vinculante para quien la propone o emite.

Asimismo, el propio artículo que se refiere a la fuerza obligatoria de la oferta, dispone excepciones a este carácter
vinculante. A saber:

a) Que lo contrario resulte de los propios términos de la oferta.

b) Que ello resulte de la naturaleza del negocio.

c) Que resulte de las circunstancias del caso.

Aquello significa admitir que la oferta tiene autonomía y fuerza vinculante antes de la aceptación por el destinatario,
independientemente de que puedan existir vicisitudes como la retractación o la caducidad de la misma. A diferencia
de lo que se regulaba en el Código Civil anterior, en el que se protegía el interés del oferente y en el que la regla era
que la oferta no causaba obligación respecto de la propuesta de contrato que contenía, el nuevo Código dispone
expresamente la obligación del proponente respecto de los términos de la misma. Tal como señala Alterini (2012):
“En el derecho moderno, el oferente y, en su caso, sus sucesores, están obligados a mantener la oferta durante el
tiempo desu vigencia, a menos que la retracten útilmente” (2012, p. 246).

El oferente queda obligado a cumplir o a indemnizar, y, en ese caso, no se trataría de responsabilidad


precontractual, sino de responsabilidad contractual. Este es el sistema que sigue nuestro actual Código, al establecer
su carácter vinculante (art. 974), la posibilidad de retractación (art. 975), su caducidad por muerte e incapacidad y el
deber de reparar cuando su extinción perjudica al destinatario (art. 976).

Antes dijimos que la oferta es vinculante. Ahora bien, la oferta no obliga indefinidamente a quien la emite. Por lo
contrario, siempre tiene un plazo de vigencia. Puede que el oferente lo haya fijado específicamente o no lo haya
hecho. El Código sólo regula los casos en los que no se ha fijado un plazo para la aceptación de la oferta. Y así
distingue, teniendo en cuenta la no existencia de plazo fijado, entre dos modalidades de contratación: entre
presentes o entre ausentes. Ello de conformidad con los párrafos segundo y tercero del art. 974 del Código.

En el caso de contratos entre presentes, la oferta se efectúa a una persona presente, o bien se formula por un
medio de comunicación instantáneo, sin la fijación de un plazo para la aceptación. La oferta sólo puede ser aceptada
inmediatamente; de lo contrario, pierde su fuerza obligatoria.

En los contratos entre ausentes, en los que no se haya fijado un plazo para la aceptación, es decir, los casos en los
que hay un lapso de tiempo entre la oferta y la aceptación (a diferencia del caso de los contratos entre presentes o
por medios de comunicación instantáneos), el oferente no queda vinculado a su oferta indefinidamente. La solución
que nos da el artículo es que la oferta tiene carácter vinculante hasta el momento en que puede razonablemente
esperarse la recepción de una respuesta, expedida por los medios usuales de comunicación.

Incluso cuando el Código no lo dice expresamente, si el oferente ha fijado un plazo de vigencia de la oferta, la
aceptación solo puede realizarse en ese plazo para que se produzca el perfeccionamiento del contrato.

En relación al momento desde el cual comienza a correr el plazo de vigencia de la oferta, el Código prevé que,
excepto se disponga algo diferente, el plazo corre desde la fecha de su recepción por el destinatario (art. 974). Esta
disposición es contraria a lo que disponía el Proyecto de Código Civil para la República Argentina (1998), en el que se
establecía que los plazos de vigencia de la oferta comenzaban a correr desde la fecha de su emisión. Ha sido
cuestionado pues no considera los casos en que la recepción de la oferta puede dilatarse por motivos extraños a
quien la emite.

Retractación de la oferta. Caducidad

Una vez emitida la declaración contractual de oferta, puede acaecer una serie de circunstancias que modifiquen su
eficacia jurídica, en la medida en que la aceptación no se produzca en forma inmediata.

Retractación

Es una manifestación de voluntad del oferente que tiene por efecto retirar la oferta. El Código permite que el
oferente retire libremente su oferta, en tanto el destinatario tome conocimiento de la retractación antes de haber
conocido la oferta, o en el mismo momento de conocerla .

Este sistema difiere del seguido por el Código Civil Alemán, en el cual la oferta es irrevocable (salvo reserva en
contrario). Y no pierde vigor en caso de muerte o incapacidad del oferente.

Así, nuestro Código establece que “la oferta dirigida a una persona determinada puede ser retractada si la
comunicación de su retiro es recibida por el destinatario antes o al mismo tiempo que la oferta”.De manera similar,
en los principios de UNIDROIT, al referirse al retiro de la oferta, se establece que “cualquier oferta, aun cuando sea
irrevocable, puede ser retirada si la notificación de su retiro llega al destinatario antes o al mismo tiempo que la
oferta”.

Debe entenderse que la retractación no sólo debe haber sido hecha, sino también remitida en tiempo útil, de
manera que sea recibida por el destinatario por lo menos hasta el mismo momento en que llegue la oferta. En esos
casos, la retractación de la oferta no acarreará ninguna consecuencia jurídica para el oferente.

Por aplicación de los principios generales, y del criterio seguido por el Código para el caso de muerte o incapacidad
de las partes, si la retractación de la oferta es posterior y ha perjudicado al destinatario, este podrá reclamar su
reparación (art 976).

En los casos en que el tiempo es indeterminado, y se ha renuciado pura y simplemente a la facultad de revocar, es de
aplicación el párrafo tercero del art.
974, según el cual “el proponente queda obligado hasta el momento en que puede razonablemente esperarse la
recepción de la respuesta, expedida por los medios usuales de comunicación”.

Caducidad

Supone la pérdida de eficacia de la declaración por el acaecimiento de determinados hechos objetivos, tales como el
fallecimiento o incapacitación del proponente o destinatario.

Muerte o incapacidad de las partes

La caducidad de la oferta se produce por muerte o incapacidad de cualquiera de las partes (proponente o
destinatario de la oferta), ocurrida antes de la recepción de la aceptación, es decir, antes del perfeccionamiento del
contrato (art. 976).

Ahora bien, si el destinatario aceptó la oferta ignorando la muerte o la incapacidad del oferente, y, a consecuencia
de la aceptación, hizo gastos o sufrió pérdidas, tiene derecho a reclamar su reparación.

Contrato plurilateral

Oferta hecha por una pluralidad de sujetos o a una pluralidad de sujetos

La oferta puede ser efectuada por varias personas y estar dirigida a uno o varios destinatarios. Estamos ante casos
de contratos plurilaterales, es decir, casos en que la oferta emana de diferentes personas o tiene varios
destinatarios.

En este sentido, el Código plantea que, en esos casos, no hay contrato sin el consentimiento de todos los
interesados. Es decir, para que se perfeccione el contrato se requiere la aceptación de todas las personas que
intervinieron en la oferta (en caso de varios ofertantes) y de todos los destinatarios (en caso de que la oferta esté
dirigida a varias personas). Ello es así porque se infiere que existe la intención de que todos los interesados sean las
partes contratantes.

Ahora bien, la norma contempla la posibilidad de que, por disposición legal, o de las partes, se autorice a la mayoría
a concluirlo en nombre de todos (el contrato sería concluido por todos los ofertantes y/o destinatarios originales), o
bien que se permita su celebración entre todos los que lo consintieran (caso en el que el contrato se perfeccionaría
entre los oferentes y/o destinatarios que aceptaran la celebración en esos términos).

Aceptación

En la doctrina hay coincidencia en cuanto a considerar a la aceptación como una manifestación unilateral de la
voluntad, recepticia, de contenido coincidente con el de la oferta, que está dirigida al oferente y destinada a la
formación del contrato.

Modos de aceptación

a) Direccionalidad: así como la oferta es direccional, la aceptación, lógicamente, debe estar dirigida al ofertante o
proponente de la oferta. Esto marca su carácter de recepticia; el destinatario no puede ser otro que aquel que le
propuso la oferta en cuestión.

Se evidencia aún más en la actual redacción del Código, en donde es clave el hecho de la recepción por el
proponente de la aceptación, lo que delimita el momento en que el contrato queda perfeccionado, en los contratos
entre ausentes (art. 971 y 980).

b) La plena conformidad con la oferta: la oferta supone una declaración unilateral de voluntad realmente encauzada
a concluir el negocio, por lo que debe ser eficaz a tal fin.
Para que el contrato se concluya, la aceptación debe expresar la plena conformidad con la oferta.

La regulación en nuestro Código, mediante el principio de identidad, establece que “para que el contrato se
concluya, la aceptación debe expresar plena conformidad con la oferta”.

La norma no discrimina entre elementos esenciales y secundarios del contrato, por lo que el acuerdo debe ser
absoluto. Para ello, debe existir una total coincidencia con la proposición enviada, tanto en los puntos esenciales,
como en los accidentales. A tenor de ello, cualquier modificación que el destinatario hace a la oferta, al manifestar
su aceptación, se reputa como una propuesta de un nuevo contrato que requiere de aceptación por parte de quien
era el oferente original, para su formalización. Esta es la postura receptada por el art. 978 del Código, que además
contempla la posibilidad de que las modificaciones sean admitidas por el oferente, si lo comunica de inmediato al
aceptante. Es decir, en este caso, el tiempo es relevante a los efectos de determinar si el contrato queda concluido
con las modificaciones formuladas.

Es necesario distinguir el problema tratado de la falta de previsión de determinados aspectos del contrato por las
partes. Una cosa es que las partes contraten, dejando sin resolver diversos aspectos de la convención (plazo,
determinación exacta del objeto, precio, etc.), pero manifestando pleno acuerdo sobre los que sí han tratado. Y otra
muy distinta es que mantengan diferencias sobre el contenido del contrato, plasmadas en la aceptación (que supone
una propuesta de nuevo contrato de conformidad con el art. 978). Es este segundo caso, al que se refiere el artículo
citado, en el que nunca habrá contrato, produciéndose una contrapropuesta que deberá ser considerada por el
oferente original.

La aceptación, entonces, debe consistir en una adhesión lisa y llana a la propuesta efectuada y debe ser oportuna.
La oferta debe subsistir (recordemos que el proponente puede retractarse de conformidad con el art. 975 antes, o
hasta el mismo momento de la recepción de la oferta). Ello implica que, si la oferta llega al destinatario antes que la
comunicación de su retiro, tiene eficacia jurídica y subsiste para el destinatario, quien puede aceptarla.

Perfeccionamiento

Desarrollaremos este tema más adelante, cuando abordemos la formación del contrato entre presentes y ausentes.

Retractación de la aceptación

Habiéndonos referido a las vicisitudes de la oferta, trataremos ahora las vicisitudes de la aceptación. Una de estas es
la retractación.

El Código dispone: “La aceptación puede ser retractada si la comunicación de su retiro es recibida por el destinatario
antes o al mismo tiempo que ella”. Es decir que, formándose el consentimiento con la recepción de la aceptación de
la oferta, se permite el retiro de la aceptación antes de que quede perfeccionado el contrato. De hecho, no ocasiona
ningún perjuicio al ofertante por el retiro de una manifestación de voluntad que aún no ha llegado a conocer.

En definitiva, la retractación es posible hasta el perfeccionamiento del contrato (recepción de la aceptación de la


oferta).

Caducidad

A diferencia del Código Civil, que no contemplaba la posible caducidad de la aceptación, y sí la de la oferta, el nuevo
Código Civil y Comercial de la Nación prevé el caso genérico de muerte o incapacidad de cualquiera de las partes
(proponente o destinatario).

Aun cuando el Código se refiere a la muerte o incapacidad del destinatario de la oferta, como un supuesto de
caducidad de la oferta y no de la aceptación, brinda una solución al caso. Concretamente, dispone la caducidad de la
oferta para el caso de muerte o incapacidad del destinatario de la oferta, producido antes de la recepción de su
aceptación. Es decir, no habiéndose perfeccionado el contrato antes de la recepción de la aceptación, la muerte o
incapacidad del aceptante anterior a ese momento, suponen su caducidad, sin más consecuencias jurídicas. Las
dudas presentes en la codificación anterior, para el mismo caso, quedan disipadas en el nuevo Código al acogerse la
teoría de la recepción y no la de la expedición como relevante para el perfeccionamiento del contrato.

Acuerdo parcial

El Código contiene una disposición específica para el caso de los acuerdos parciales. Dispone textualmente:

Acuerdo parcial. Los acuerdos parciales de las partes concluyen el contrato si todas ellas, con la formalidad que en
su caso corresponda, expresan su consentimiento sobre los elementos esenciales particulares. En tal situación, el
contrato queda integrado conforme a las reglas del Capítulo 1. En la duda, el contrato se tiene por no concluido. No
se considera acuerdo parcial la extensión de una minuta o de un borrador respecto de alguno de los elementos o de
todos ellos.

La noción de acuerdos parciales está relacionada con la etapa de formación del contrato. Las partes comienzan
tratando determinados aspectos del contrato, que van a ser parte de su contenido, y arriban a acuerdos o pactos
parciales. De esta manera, el contenido del contrato se va conformando de manera progresiva, en función de los
graduales acuerdos respecto de determinados puntos del contrato. En el marco de esas negociaciones, es posible
que las partes documenten por escrito esos avances, a través de lo que comúnmente se denomina minutas o
puntualización, donde sirven de prueba los puntos en los que han manifestado su acuerdo, o inclusive su
desacuerdo.

Ahora bien, se considera celebrado el contrato cuando la totalidad de los aspectos sobre los que debía referirse, y
que las partes sometieron a discusión, fueron aprobados por los involucrados. Es por ello que el artículo requiere:

a) Expresión del consentimiento de todas las partes.

b) Acuerdo sobre los elementos esenciales particulares. Inclusive, se ha planteado la hipótesis de que las partes
inicien tratativas respecto a la posibilidad de convenir un determinado proyecto de contrato, cuyas cláusulas deben
ser objeto de análisis y discusión.

Para que se perfeccione el contrato en estos casos, por vía de regla, el acuerdo de los contratantes debe extenderse
a todos los puntos materia de discusión. En principio, los acuerdos fragmentarios o parciales que dejen cuestiones
futuras a resolver no constituyen oferta ni aceptación en sentido técnico, sino meras tratativas inconclusas.

Recepción de la manifestación de la voluntad

Desarrollaremos más adelante, cuando abordemos la formación del contrato entre presentes y ausentes.

Formación del contrato entre presentes y ausentes

Contratos entre presentes

En los contratos celebrados entre presentes, la oferta y la aceptación se producen en forma inmediata, por lo que la
formación del contrato es instantánea. Se recepta el principio de la tempestividad de la aceptación.

Esto comprende la noción de contratos entre presentes como así también aquellos en los que la oferta y aceptación
se formulan a través de medios de comunicación instantáneos. El segundo párrafo del art. 974 del Código prevé que:
“la oferta hecha a una persona presente o la formulada por un medio de comunicación instantáneo, sin fijación de
plazo, solo puede ser aceptada inmediatamente”. Asimismo, el art. 980 del Código dispone que entre presentes se
perfecciona el contrato cuando la aceptación es manifestada.

Al no existir espacio temporal entre la manifestación de la aceptación y la recepción de la misma (teoría receptada
en el Código para la formación del consentimiento), la primera es suficiente para lograr el perfeccionamiento del
contrato. Se aplica en los casos de contratos entre presentes, o en aquellos en los que estén involucrados medios de
comunicación instantáneos.

Contratos entre ausentes

Son contratos entre ausentes aquellos celebrados por sujetos que se encuentran en distinto lugar geográfico.

Los efectos de calificar una convención como contrato entre ausentes recaen en el momento de perfeccionamiento
del contrato.

No obstante, aunque el contrato sea entre ausentes, deberá ser juzgado en cuanto al momento de
perfeccionamiento por las reglas relativas a los contratos entre presentes cuando existe inmediatez en la emisión de
las respectivas declaraciones contractuales y, correlativamente, instantaneidad en la formación del consentimiento.

El Código dispone que, en el caso de contratos entre ausentes, la aceptación perfecciona el contrato “si es recibida
por el proponente durante el plazo de vigencia de la oferta”.

Es posible que la oferta contenga un plazo de vigencia. Cumplido el plazo, si la aceptación no fue recibida por el
proponente, no hay contrato perfeccionado. Ahora bien, la mayoría de las ofertas no incluyen un plazo de duración.
El Código resuelve esta situación y dispone que, en el caso de contratos entre ausentes (entre presentes la
aceptación debe ser inmediata), “el proponente quede obligado en relación a su oferta hasta el momento en que
pueda razonablemente esperarse la recepción de la respuesta, mediante medios usuales de comunicación”. La
aceptación, entonces, debe ser oportuna.

En el siguiente punto analizaremos los sistemas existentes en relación al perfeccionamiento de los contratos entre
ausentes, en los cuales no existe instantaneidad en la formación del consentimiento.

Teorías extremas y teorías intermedias

Veremos, a continuación, los diferentes sistemas de conformidad según el momento de perfeccionamiento de los
contratos celebrados entre ausentes.

a) Sistema de la declaración o de la manifestación: es una teoría extrema que considera concluido el contrato en el
momento en que el aceptante manifiesta aceptar la oferta de cualquier manera. Es rechazada por ser altamente
riesgosa, al no determinar con precisión el momento de la formación contractual y presentar graves problemas en
cuanto a la prueba.

b) Sistema de la expedición o del envío: para que haya contrato exige que la aceptación haya sido enviada al
oferente por parte del aceptante. Es una tesis intermedia, regla aceptada durante la vigencia del Código Civil
reformado.

c) Sistema de la recepción: es otro sistema intermedio, que juzga perfeccionado el contrato en el momento en que
la aceptación es recibida por el oferente, no requiriendo que llegue a conocimiento efectivo de este. Dicho sistema
es el que adopta nuestro Código Civil y Comercial de la Nación (art. 971).

d) Sistema de la información o del conocimiento: es otra posición extrema y rigurosa, que requiere para el
perfeccionamiento del contrato que la aceptación haya llegado efectivamente a conocimiento del oferente.

Solución del Código Civil y Comercial y del derecho comparado

Nuestro Código Civil y Comercial de la Nación, de conformidad con la regla establecida en el art. 971 del Código,
adopta el sistema de la recepción.

¿Cuándo se considera recibida la manifestación de la voluntad? El art. 983 del Código se ocupa de aclararlo,
despejando dudas al respecto. Así, dispone que la recepción se produce cuando la parte, a quien iba dirigida, la
conoce o debió conocerla, ya sea por comunicación verbal, por la recepción en su domicilio de un instrumento
pertinente o por cualquier otro modo útil (art. 983).

Tratativas contractuales

Las tratativas contractuales corresponden al primer estadio de la negociación, en el cual ninguna de las partes queda
obligada respecto a la otra en función de sus declaraciones de voluntad.

En esta instancia, las partes entran en contacto y negocian el contenido del contrato, tanto en sus aspectos centrales
como en las cuestiones accesorias.

Tienen dos características distintivas: “No son idóneas para concluir el contrato, pero tienen por fin llegar a él”
(Alterini, 2012, p. 295).

Libertad de negociación

El Código otorga amplias libertades a las partes para realizar tratativas tendientes a la celebración del contrato.
Concretamente, el art. 990 consagra el principio de libertad de negociación y dispone que “las partes son libres para
promover tratativas dirigidas a la formación del contrato, y para abandonarlas en cualquier momento”. Este artículo
se corresponde con el principio UNIDROIT que establece: “Las partes tienen plena libertad para negociar los
términos de un contrato y no son responsables por el fracaso en alcanzar un acuerdo”. Y es coherente con el
principio de libertad de contratación asentado en el art. 958 del Código.

La etapa precontractual se inicia con los acercamientos serios y direccionados de los tratantes, quienes comienzan a
dialogar con miras a celebrar uno o más contratos.

“El proceso de gestación contractual comienza con el primer contacto, o acercamiento, de quienes en el futuro serán
las partes en el contrato, así como con las tratativas iniciales” (Mosset Iturraspe, 1995, p. 108). Las partes inician los
contactos, precisan los puntos de discusión, fijan elementos y cláusulas que podrían formar parte del futuro
contrato, sin originar por ello vínculo alguno, ya que durante esta etapa el contrato constituye un esquema
meramente hipotético.

Este momento debe evaluarse con amplitud, dadas las dificultades de hecho que importa la prueba de iniciación de
tratativas. Si bien, como dijimos, no son idóneas para concluir el contrato, creemos necesaria la seriedad de los
acercamientos, que deben realizarse con una razonable voluntad de contratar eventualmente (en caso de arribar a
un acuerdo), no siendo suficientes las propuestas ambiguas o consideraciones ligeras.

Puede ocurrir que la etapa precontractual se inicie por la manifestación unilateral de una de las partes de su
voluntad de contratar, o por voluntad de ambos tratantes que se someten al proceso de negociaciones. Pero esas
manifestaciones no constituyen una oferta, pues no llegan a cumplir con las características exigidas por el art. 972
del Código, es decir, una manifestación unilateral de la voluntad que esté dirigida a una persona determinada o
determinable, que sea efectuada con la intención de obligarse y con las precisiones necesarias para establecer sus
efectos en caso de ser aceptada.

Asimismo, existen básicamente dos formas de conclusión de la etapa precontractual:

• La celebración del contrato: aquí se agota la precontractualidad, pues la formalización del contrato da inicio a la
etapa contractual.

Por ello, es relevante conocer en qué momento se encuentra formado el contrato, esta instancia es la que marca el
inicio de la etapa contractual y el fin de la precontractual (art. 971 y 980).

Una vez formado el contrato, las vicisitudes que puedan afectarlo en el futuro deben encuadrarse en la instancia
contractual, y queda al margen de la precontractualidad.
• La frustración de las tratativas: esto ocurre cuando, por cualquier circunstancia, finaliza el proceso de formación
del contrato, y se decide su no celebración.

Puede ocurrir que los tratantes de común acuerdo decidan cerrar la etapa de negociaciones, por no haber arribado a
un resultado satisfactorio.

También puede suceder que una de ellas abandone las negociaciones, aun cuando la otra esté interesada en seguir
con las tratativas. Este caso presenta interés cuando tal abandono resulta intempestivo y vulnera legítimas
expectativas del otro tratante.

Deber de buena fe

a) Principio general

El art. 991 del Código consagra el deber de buena fe que debe seguirse en el marco específico de las tratativas
contractuales. El análisis de esta norma debe realizarse en concordancia con el principio de buena fe en la
celebración del contrato, establecido por el art. 961. Este último supone el cumplimiento de lo estrictamente
pactado, pero también de una serie de deberes secundarios que amplían el espectro de valoración de la conducta de
las partes intervinientes en la contratación. En términos del Código:

Buena Fe: Los contratos deben celebrarse, interpretarse y ejecutarse de buena fe, obligando no solo a lo que está
formalmente expresado sino a todas las consecuencias que puedan considerarse comprendidas en ellos, con los
alcances de lo que razonablemente se habría obligado un contratante cuidadoso y previsor.

El principio de buena fe, tal como lo dice la norma y surge de los fundamentos al anteproyecto del Código Civil y
Comercial de la Nación, está orientado a que las partes actúen en el curso de las negociaciones de manera tal que no
las frustren injustificadamente. Si bien no se impone a las partes la conclusión del contrato, sí debe protegerse la
confianza de la otra parte a través de conductas leales y correctas.

En esta etapa, el deber de buena fe obliga a quienes participan de las tratativas a llevarlas adelante, continuando
lealmente con la negociación, no abandonándola intempestiva o arbitrariamente. No significa que una parte no
pueda apartarse de las tratativas y quede ligado a ellas si lo hace de mala fe, pero en tal caso deberá afrontar las
consecuencias derivadas de tal conducta reñida con la buena fe.

Los principios de UNIDROIT, bajo la denominación “Negociaciones de mala fe”, se refieren concretamente a la mala
fe en las tratativas de la siguiente manera: “En particular, se considera mala fe que una parte entre en o continúe
negociaciones cuando al mismo tiempo tiene la intención de no llegar a un acuerdo”.

El deber de buena fe, en el contexto de las tratativas contractuales, supone conductas tales como:

o Negociar lealmente.

o No realizar negociaciones sin un interés real de llegar a un acuerdo.

o Confianza razonable en la celebración del contrato.

o No abandonar intempestiva o arbitrariamente las negociaciones (interrupción de mala fe). En cuanto a este
punto, la determinación de cuándo el abandono es intempestivo o arbitrario, es una cuestión de hecho, que
dependerá de las circunstancias del caso (el grado de avance en las negociaciones, los puntos sobre los que habían
llegado a un acuerdo, la confianza generada en la otra parte, etc.)

o No generar condiciones imposibles o abusivas para lograr la contratación, que, en definitiva, terminen
frustrándola.

b) Consecuencias de la celebración de mala fe

El Código establece, en la misma norma que regula la buena fe en las tratativas contractuales, las consecuencias que
acarrean las conductas de las partes que, en el marco de la etapa precontractual, se apartan de este principio.
En los Fundamentos del Anteproyecto de Código Civil y Comercial de la Nación (2012) se planteó que en la
ponderación de la libertad de negociación y de la buena fe, se encontraban las soluciones para la responsabilidad en
los casos típicos de negociación entre iguales (se aclara esto dado que la temática de los períodos previos, en las
relaciones de consumo, tiene una regulación especial).

Así, el Código regula las consecuencias del apartamiento del principio de buena fe, determinando la responsabilidad
precontractual y estableciendo la obligación de indemnizar, a cargo del incumplidor.

Indemnización: si durante las tratativas preliminares se obrara de mala fe, y esa conducta generara daños a quien
confió en la celebración del contrato, esos daños deberán ser resarcidos. De manera similar, los Principios de
UNIDROIT plantean que “la parte que negocia o interrumpe las negociaciones de mala fe es responsable por los
daños y perjuicios causados a la otra parte”.

El art. 991 del Código exige:

a) Que una de las partes haya incumplido con el deber de buena fe, en el contexto de las tratativas.

b) Que la otra haya sufrido un daño como consecuencia de esa conducta, por haber confiado en la celebración del
contrato, sin que exista culpa de su parte.

Como dijimos, la consecuencia del incumplimiento genera el deber de reparar. Esto significa que la parte perjudicada
puede recuperar los gastos en que incurrió por las negociaciones, y también podrá ser compensada por cualquier
otro daño derivado de la frustración de mala fe de las negociaciones (de conformidad con el art. 1.740 del Código
que prevé el principio de la reparación plena7).

Deber de confidencialidad

a) Principio general

Al comenzar una negociación, las partes intercambian diferente tipo de información vinculada con el contrato que
pretenden celebrar a futuro (relacionada con características de la operación o de las partes involucradas, etc.). No
existe una regla que impida a las partes revelar esa información, o utilizarla para sus propios fines si el contrato
luego no se perfecciona, teniendo libertad en ese sentido, excepto que se trate de información de tipo confidencial.

Ahora bien, en otros casos, una de las partes puede pretender que la información que suministra no sea difundida ni
utilizada para otros fines que la evaluación respecto al perfeccionamiento del contrato. Por eso, es que si se declara
que a la información se le da el carácter de confidencial, quien la recibe debe cumplir con la reserva que se deriva de
tal condición.

En consonancia con esto, el art. 991 del Código consagra otro deber que deben respetar las partes que se
encuentran celebrando tratativas contractuales: la confidencialidad. Dispone que, cuando en el marco de las
negociaciones una de las partes le proporciona a la otra información asignándole el carácter de confidencial (es
decir, que no se trataría de cualquier información sino de aquella a la que se le otorga esta particularidad), quien la
recibió debe respetar esta condición. Implica que:

1) No debe divulgar a terceros la información suministrada;

2) No debe utilizar esa información en su propio interés; no debe “usarla inapropiadamente en su propio interés”.
Entendemos que ese “uso” se configuraría cuando la parte que recibe la información la utiliza para otros fines que
son ajenos a la evaluación respecto a la celebración del contrato. En definitiva, la violación de la confidencialidad
podría interpretarse, también, como un incumplimiento del deber de buena fe que debe existir en el marco de las
tratativas contractuales, aunque el Código elige darle una regulación específica.

b) Consecuencias del incumplimiento del deber de confidencialidad

Así como en el caso del incumplimiento del deber de buena fe la ley prevé que el incumplidor debe reparar el daño
sufrido por la otra parte, el art. 992, de manera coherente, da la misma solución: la parte que incumple queda
obligada a reparar el daño sufrido por la otra como consecuencia de la revelación o uso inapropiado de la
información confidencial. Asimismo, nos da una pauta adicional: si de la utilización de la información adicional, la
parte incumplidora obtuvo una ventaja (la que es indebida), entonces el parámetro para evaluar el resarcimiento
consistirá en la consideración de la ventaja obtenida. Es que la ley dispone que, en ese caso, quede obligada a
indemnizar a la otra parte en la medida de su propio enriquecimiento. Serán de aplicación, entonces, las normas
vinculadas con el enriquecimiento sin causa (conf.art. 1.794 del Código).

Cartas de intención

El Código define a las cartas de intención como aquellos instrumentos a través de los cuales las partes se ponen de
acuerdo para iniciar la negociación, en función de una futura contratación:

Cartas de intención: Los instrumentos mediante los cuales una parte, o todas ellas, expresan un consentimiento para
negociar sobre ciertas bases, limitado a cuestiones relativas a un futuro contrato, son de interpretación restrictiva.
Sólo tienen fuerza obligatoria de la oferta si cumplen sus requisitos.

Para Alterini (2012), las cartas de intención constituyen “una amplia gama de manifestaciones que las partes,
individual o conjuntamente, realizan por escrito en el curso de las tratativas contractuales” (p. 296).

En principio, las cartas de intención no generan obligaciones ni responsabilidad para las partes involucradas; no
constituye el instrumento de un acuerdo ni obliga a quien la emite, siendo sus efectos similares a los de la invitación
a ofertar contemplada en el art. 973 del Código. El art. 993 dispone expresamente que las cartas de intención sólo
tienen fuerza obligatoria en caso de contener todos los elementos de la oferta (direccional, completa y con intención
de obligarse, de conformidad con el art. 972 del Código). Por último, se aclara expresamente la interpretación
restrictiva que debe hacerse de estos instrumentos (art. 993).

Publicación Responsabilidad bancaria. Daño punitivo

Un banco otorgó en forma errónea un préstamo tramitado con un documento que un cliente había perdido, lo que
permitió que se descontaran dos cuotas de su caja de ahorro, además de un retiro de dinero depositado en concepto
de asignación familiar. A raíz del suceso, se condenó a la entidad a abonar un resarcimiento de daños y una suma en
concepto de daño punitivo. La Cámara confirmó la sentencia.

Sumarios

Un banco que otorgó un préstamo en forma errónea con un documento que un cliente había perdido debe abonar a
este último el daño moral derivado del hecho, en tanto no puede existir ninguna duda que aquel se vio sometido a
consecuencias no deseadas del contrato bancario que fueron más allá de las que lógicamente se pueden esperar,
afectando a su persona, máxime cuando las indebidas retenciones superaron el treinta y cinco por ciento de su
haber mensual.

Un banco que otorgó un préstamo en forma errónea con un documento de identidad que un cliente había perdido y
luego se desentendió del problema de este último debe abonar una multa en concepto de daño punitivo, pues
merced a este tipo de conductas se llega al trato indigno de la persona que no tiene otra posibilidad más que sufrir,
bien una pérdida económica y/o un trato que agrede su condición de consumidor, todo lo cual se ve reiteradamente
en la provisión de servicios.

Fallo

QUINTA CAMARA DE APELACIONES EN LO CIVIL – PRIMERA CIRCUNSCRIPCION DE

MENDOZA

PODER JUDICIAL MENDOZA

foja: 382

CUIJ: 13-00792845-3(010305-52646)
VILLEGAS JUAN ANTONIO

C/BANCO HSC SUCURSAL LUJAN DE CUYO

P/SUMARIO

*10799265*

En la ciudad de Mendoza, a los dieciséis días del mes de febrero del año dos mil diecisiete, se reúnen en la Sala de
Acuerdos de la Excma. Cámara Quinta de Apelaciones en lo Civil, Comercial, Minas, de Paz y Tributario de la Primera
Circunscripción Judicial, los Sres. Jueces titulares de la misma Dres. Adolfo Mariano Rodríguez Saá, Oscar Martinez
Ferreyra y Beatriz Moureu, y trajeron a deliberación para resolver en definitiva la causa Nº 1300792845-3 (010305-
52646)., caratulada “VILLEGAS JUAN ANTONIO C/BANCO HSC SUCURSAL LUJAN DE CUYO P/SUMARIO”, originaria del
Juzgado de Paz Letrado de Lujan de Cuyo, venida a esta instancia en virtud del recurso de apelación interpuesto a
fojas 347 por la parte demandada en contra la sentencia dictada a fojas 341/346.

Llegados los autos al Tribunal, a fojas 371/374 expresa agravios la apelante, contestados por la parte actora a fs. 377.

A fs. 379 toma intervención el señor Fiscal de Cámara a tenor de lo establecido por el Artículo 56 de la Ley de
Defensa del Consumidor.

Practicado el sorteo de ley, quedó establecido el siguiente orden de votación: Martinez Ferreyra, Moureu y
Rodriguez Saa.

En cumplimiento de lo dispuesto por los artículos 160 de la Constitución Provincial y 141 del Código Procesal Civil, se
plantearon las siguientes cuestiones a resolver:

PRIMERA CUESTION: Es justa la sentencia apelada?

SEGUNDA CUESTION: Costas.

SOBRE LA PRIMERA CUESTIÓN EL DR. MARTINEZ FERREYR DIJO:

I.- La sentencia recurrida hace lugar a la acción de indemnización de daños y perjuicios promovida por el señor Juan
Antonio Villegas en contra de HSBC Bank Argentina S.A., condenando a este último al pago de la suma de $ 10.306,
con más intereses.

A fin de llegar a tal conclusión la señora Juez a quo tiene en cuenta que el actor posee una caja de ahorro en la
institución bancaria demandada, mediante la cual su empleadora le abona sus haberes y, conforme lo reconoce la
misma accionada, en forma errónea se admitió que un tercero desconocido, tramitara un préstamo con documento
de identidad del actor que había perdido, de lo cual el banco descontó dos cuotas.

Se suma a ello que el tercero incluso retiró por caja una suma que el Anses había depositado por asignación familiar,
todo ello luego que el actor había hecho la correspondiente denuncia ante el banco accionado.-

En tales condiciones es que el banco, en el trámite por ante la delegación de Defensa al Consumidor, se
comprometió al reintegro de las dos cuotas del préstamo, entendiendo la sentenciante que corresponde, además, el
depósito del Anses.

Entiende la sentenciante que asimismo corresponde resarcir el daño moral que denuncia el actor, en tanto las sumas
de las que fue privado importaban mas del 35% de su sueldo, de lo que puede colegirse que, incluso frente al
nacimiento de un hijo, existió sufrimiento espiritual, otorgando en tal sentido la suma de $ 3.500

Por último, otorga la suma de $ 4.500 en concepto de daño punitivo, previsto por el Artículo 52 bis de la Ley 24.240,
entendiendo que existe una grosera negligencia en el actuar del banco al permitir una violación a sus sistemas
internos de seguridad que afectaron el patrimonio de su cliente.-

II.- Que, al fundar su recurso, la parte demandada se agravia por cuanto se han admitido los rubros indemnizatorios
por daño moral y daño punitivo.-
Sobre el primero, luego de dejar sentado que las partes se encuentran relacionadas por un contrato bancario, dice
que no se ha probado el daño por el que se reclama resarcimiento, siendo que en el ámbito contractual la
procedencia del mismo es de interpretación restrictiva.

Sin perjuicio de ello agrega que el monto otorgado es superior al daño material, siendo que ambos deben guardar
una proporcionalidad en la que el correspondiente al daño moral sea inferior.-

Respecto del daño punitivo dice que en el análisis del elemento subjetivo no resulta suficiente la culpa o negligencia
grave o grosera sino el dolo o mala fe, siendo que nada de esto se da en la descuidada conducta de la empleada del
banco.-

Agrega que su admisión es excepcional y no rutinario, no probándose el actuar doloso del banco, ni que el mismo se
haya enriquecido indebidamente por su actuación.

III.- Que, adelantando opinión y a los fines de ordenar la exposición del presente voto, diré que el recurso en trato
debe ser desestimado, confirmándose el decisorio de Primera Instancia.-

Respecto del agravio formulado por el acogimiento y monto indemnizatorio por el daño moral, debo tener en cuenta
en este aspecto que lejos se encuentra la reforma de la Ley 17.711 la cual, no sólo reformuló la procedencia de esta
indemnización en los daños de origen extracontractual sino que, además y en cuanto al tema que nos interesa,
estableció el mismo en la responsabilidad contractual, dando un nuevo texto al Artículo 522 del Código

Civil.-

No obstante, luego de tal reforma, continuó la postura doctrinaria y jurisprudencial que acotaba la reparación por el
sufrimiento espiritual, exigiendo a la víctima su acreditación concreta, postura que fue superada y ya no se limitó al
“precio del dolor”, sino también a toda modificación disvaliosa del espíritu (cf. LL, 1997-C, 262)

Y es así que también la doctrina evolucionó, pudiéndose citar lo dicho por Lorenzetti, hace ya tiempo, en su trabajo
“Daño moral contractual derivado de la privación de bienes” (LL 1988-E, 389) en tanto “no cualquier inquietud,
molestia, perturbación o desagrado hace procedente la indemnización, no cualquier dolor, humillación, aflicción, no
cualquier desánimo originado en la lesión de bien puramente materiales”. Es decir, “no abarca los estados de ánimo
debidos a riesgos que se corren diariamente en la ciudad, ni los que suceden como consecuencia del mero
incumplimiento contractual, ya que son riesgos habituales de cualquier contingencia negocial, ni las que ocasiona el
simple cumplimiento tardío, aunque sea verosímil que la frustración del contrato haya provocado contrariedades, ni
simple molestia de tener que recurrir a un juicio, ya que las molestias deben exceder el riesgo propio del acto
jurídico y ser consecuencia inmediata y necesaria del incumplimiento”.

Pero tal evolución continuó con la declaración y reconocimiento de los derechos de usuarios y consumidores y que
tal como nos dice Graciela B. Ritto, implicó una modificación sustantiva en la ideología liberal de la Constitución
histórica de 1853 – 1960 y hasta en la concepción social de la Ley Suprema incorporada en 1957 con los derechos
sociales del art. 14 bis., citando a su vez a María Angélica Gelli. (Daño moral contractual y la defensa del consumidor”
AR/DOC/2728/2011)

Desde esta concepción moderna, incluso, el daño moral alcanzó la categoría de un daño autónomo del perjuicio
material o patrimonial, pudiendose ocurrir por ante el poder jurisdiccional en procura sólo del resarcimiento por el
daño al espíritu, siendo que su generalización, tanto en los contratos no paritarios o de consumo, fue la opinión
mayoritaria, aún antes de la reforma que comenzara a regir el 1° de agosto de 2015, tal como lo hace ver Jose María
Galdos, al comentar el Artículo 1741 del CCC (en Código Civil y comercial de la Nación. Comentado”, Dir. Ricardo Luis
Lorenzetti, Tomo VIII, pág. 498)

Conforme lo dicho es que el agravio formulado por la parte accionada no puede ser admitido ya que el mismo
resulta procedente en tanto no puede existir ninguna duda que el actor se vio sometido a consecuencias no
deseadas del contrato bancario, que yendo mas allá de las que lógicamente se pueden esperar, afectan a la persona,
máxime si como lo tiene en cuenta la señora Juez a quo, las indebidas retenciones superaban el 35% del haber
mensual del actor.-
Por otra parte, la autonomía de trato y resarcimiento del perjuicio en trato, permite que el monto que se establezca
no se encuentre necesariamente relacionado con el perjuicio material, siendo que por otra parte la suma otorgada
en este concepto es sumamente prudente, tanto en la petición del actor, como en el otorgamiento jurisdiccional.-

IV.- Que, ahora respecto del denominado “daño punitivo” o “multa civil”, encuadrado en el Artículo 52 bis de la Ley
de Defensa del Consumidor, y conforme la doctrina judicial de la Suprema Corte de Justicia de Mendoza, ambos
citados por la señora Juez a quo y que por ello entiendo debo obviar en honor a la brevedad, tengo en cuenta que el
demandado apelante sólo recurre en su memorial a una de las posturas doctrinaria, ya en franco retroceso, que
exigían para su procedencia, que el condenado hubiera actuado con dolo.

En efecto, la doctrina tiene dicho que “Para la aplicación de la multa civil prevista por el art. 52 bis LDC no basta un
simple daño, sino que debe tratarse de un perjuicio que por su gravedad y trascendencia social exija una sanción
ejemplar a fin de evitar una reiteración de la conducta dañosa. No basta con el mero incumplimiento de las
obligaciones (legales o contractuales) a cargo del proveedor, sino que hace falta algo más: el elemento subjetivo que
consistiría en un menosprecio hacia los derechos de incidencia colectiva y que se traduce en dolo o culpa; aquella
que se presente objetivamente descalificable desde el punto de vista social, disvaliosa por inercia, indiferente hacia
el prójimo, con desidia, con abuso de una posición de privilegio, es decir, “graves inconductas”; lo que la doctrina ha
caracterizado como un “grave menosprecio hacia los derechos del consumidor” (“Aplicación de daños punitivos
frente a la excesiva displicencia del proveedor”, Barocelli, Sergio Sebastián y Faliero, Johanna Caterina, Publicado en:
RCCyC 2016, 255)

Desde esta perspectiva es que no sólo la conducta seguida por el banco demandado, que excede a la simple tarea de
la empleada que atiende a quien se presenta con el documento del actor, sino también la desidia y
desentendimiento del problema del cliente (actor en autos) cuando éste pone en conocimiento del error o fraude,
llevan al convencimiento de la necesidad de mantener esta multa que, en realidad resulta de escasa monta frente a
la entidad bancaria que tiene que hacer frente, pero en la esperanza que, teniendo en cuenta el criterio, se arbitren
los medios necesarios para que, en el futuro, se actúe no sólo para evitar futuras sanciones sino, sobre todo, para
evitar en las personas daños y esperas innecesarias.-

Y es que, como dice Eduardo L. Gregorini Clusellas en “El “ninguneo” al consumidor debe sancionarse, incluso
mediante daño punitivo” (LL 29/08/2016 , 9) la sanción que aquí se trata debe mantenerse cuando el perjuicio al
consumidor “… excedan las normales molestias propias de la falta de prestación y afecten al consumidor en su
dignidad; o le generen graves daños en su persona. Deberán ser en general conductas que corresponde desalentar y
sancionar, y cuya gravedad identificará el juez en cada caso, mediante la evaluación de las circunstancias propias. El
necesario trato digno está estrechamente vinculado a la dignidad de las personas es parte del valor derechos
humanos y su preservación, aunque la comprende, excede el marco de la relación de consumo…”

Es que, merced a este tipo de conducta desarrollada por la institución bancaria demandada, se llega al trato indigno
de la persona, que no tiene otra posibilidad de mas que sufrir, bien una pérdida económica y/o un trato que agrede
su condición de consumidor, todo lo cual se ve reiteradamente en la provisión de servicios públicos o prestaciones
especiales como de telefonía, medicina, y bancaria.-

Y es respecto de esta última, que compete a estos obrados, que se ha dicho “En el caso de los bancos, la casuística
arroja como dato empírico que se ven involucrados a menudo en causas donde se les reclama el incumplimiento a la
LDC o incluso donde se les han fijado daños punitivos. En consecuencia, los daños punitivos resultan ser una
poderosa herramienta en mano de los consumidores bancarios como control de las prácticas bancarias tendientes a
menoscabar gravemente sus derechos. En efecto, ante la incorporación maliciosa de cláusulas abusivas que se
replican por cada uno de los contratos por adhesión que los bancos ofrecen al público en general o la comisión de
prácticas abusivas, la petición por parte del consumidor de daños punitivos debería considerarse como un
mecanismo para disuadir al proveedor de la conducta ilícita que está desplegado. De tal guisa, el daño punitivo o
multa civil que se peticione, tendrá una función social que perfeccionará el concepto de justicia, toda vez que se
beneficiará al resto de la sociedad.” (Ezequiel N. Mendieta en “Los daños punitivos como herramienta de control de
los consumidores bancarios”, LL Online: AR/DOC/817/2016)

En definitiva, la decisión tomada al respecto por la señora Juez a quo, en su sustancia, aparece como ajustada a
derecho y conforme a la doctrina y jurisprudencia imperante, siendo que el monto de pretensión y condena, resulta
excesivamente escaso, no obstante debe esperarse que la accionada lo tome como un punto de inflexión y llamado
de atención.

Así voto.-

Por el mérito del voto que antecede los Dres. Moureu y Rodriguez Saa adhieren al mismo.-

SOBRE LA SEGUNDA CUESTIÓN EL DR. MARTINEZ FERREYRA DIJO:

Que, atento al resultado de la cuestión que antecede y lo normado por el Artículo 36 del CPC, corresponde que las
costas de la Alzada sean soportadas por la parte demandada, apelante vencida.-

El monto base de cálculo de los honorarios profesionales será el monto por el que proceden los rubros
indemnizatorios cuestionados, esto es de $ 8.000.-

Así voto.-

Por el mérito del voto que antecede los Dres. Moureu y Rodriguez Saa adhieren al mismo.-

Con lo que se terminó el acto, procediéndose a dictar la sentencia que a continuación se inserta:

SENTENCIA

Mendoza, 16 de febrero de 2017.-

Y VISTOS

Por el mérito que resulta del acuerdo precedente, el Tribunal

R E S U E L V E:

1°) No hacer lugar al recurso de apelación deducido por la parte demandada a fs. 347, en contra de la sentencia
obrante a fs. 341/346.-

2°) Imponer las costas de la Alzada a la recurrente vencida.-

3°) Regular honorarios profesionales a los Dres. Maria Fernanda Manitta, Martin Genoud y Alfredo Zavala Jurado en
las sumas de Pesos trescientos ochenta y cuatro ($ 384), doscientos sesenta y ocho ($ 268) y ciento siete ($ 107),
respectivamente.- (Arts. 15 y 31 de la Ley 3641)

Notifíquese y bajen.-

Dr. Oscar MARTINEZ FERREYRA Dra. Beatriz MOUREU Dr. Adolfo RODRIGUEZ SAA

Lectura 4 Presupuestos y elementos de los contratos

Presupuestos y elementos.

Clasificación clásica y contemporánea.

Sobre este tema, nos remitimos a lo desarrollado en el punto 1.2.1 de la presente lectura.

Capacidad. Reglas Generales de la capacidad restringida

El régimen de la capacidad está regulado en el Capítulo 2, Título Primero, del Libro Primero del Código Civil y
Comercial.

El Código reconoce a la capacidad de derecho como la aptitud de la que goza toda persona humana para ser “titular
de derechos y deberes jurídicos” , y establece que “la ley puede privar o limitar esta capacidad respecto de hechos,
simples actos, o actos jurídicos determinados”.
Asimismo, distingue a la capacidad de ejercicio como la posibilidad de que “toda persona humana pueda ejercer por
sí misma sus derechos, excepto las limitaciones expresamente previstas en [el] Código y en una sentencia
judicial”.Establece casos específicos de incapacidad de ejercicio, a saber:

a) la persona por nacer;

b) la persona que no cuenta con la edad y grado de madurez suficiente, con el alcance dispuesto en la sección 2ª del
capítulo 2 [es decir, todas las reglas establecidas para la persona menor de edad];

c) la persona declarada incapaz por sentencia judicial, en la extensión dispuesta en esa decisión [conf. art. 24
Código].4

Asimismo, el Código se refiere a la restricción de la capacidad. Nos referimos concretamente a la restricción de la


capacidad jurídica, dispone ciertas reglas:

a) la capacidad general de ejercicio de la persona humana se presume aun cuando se encuentre internada en un
establecimiento asistencial;

b) las limitaciones a la capacidad son de carácter excepcional, y se imponen siempre en beneficio de la persona;

c) la intervención estatal tiene siempre carácter interdisciplinario, tanto en el tratamiento como en el proceso
judicial;

d) la persona tiene derecho a recibir información a través de medios y tecnologías adecuadas para su comprensión;

e) la persona tiene derecho a participar en el proceso judicial con asistencia letrada, la cual debe ser proporcionada
por el Estado si carece de medios;

f) deben priorizarse las alternativas terapéuticas menos restrictivas de los derechos y libertades.

Incapacidad e inhabilidad para contratar

El Código se refiere expresamente a los actos realizados por persona incapaz o con capacidad restringida. Así,
dispone:

• Actos posteriores a la inscripción de la sentencia: “Son nulos los actos de la persona incapaz y con capacidad
restringida que contrarían lo dispuesto en la sentencia realizados con posterioridad a su inscripción en el Registro de
Estado Civil y Capacidad de las Personas”.

• Actos anteriores a la inscripción:

Los actos anteriores a la inscripción de la sentencia pueden ser declarados nulos si perjudican a la persona incapaz
o con capacidad restringida, y si se cumple alguno de los siguientes extremos:

a) la enfermedad mental era ostensible a la época de la celebración del acto;

b) quien contrató con él era de mala fe;

c) el acto es a título gratuito.

• Persona fallecida:

Luego de su fallecimiento, los actos entre vivos anteriores a la inscripción de la sentencia no pueden impugnarse,
excepto que la enfermedad mental resulte del acto mismo, que la muerte haya acontecido después de promovida la
acción para la declaración de incapacidad o capacidad restringida, que el acto sea a título gratuito, o que se pruebe
que quien contrató con ella actuó de mala fe.
Efectos de la invalidez del contrato

“Declarada la nulidad del contrato celebrado por la persona incapaz o con capacidad restringida, la parte capaz no
tiene derecho para exigir la restitución o reembolso de lo que ha pagado o gastado”. Esto se realiza a los efectos de
no perjudicar a la parte contraria. Ahora bien, si el contrato ha enriquecido a la parte incapaz o con capacidad
restringida, entonces la parte capaz (una vez declarada la nulidad del contrato) tiene derecho a reclamarle a aquella
en la medida de ese enriquecimiento.

Inhabilidades para contratar. Inhabilidades especiales. Casos

En términos generales, el Código se refiere a la inhabilidad para contratar. En ese sentido, dispone como regla
general que “no pueden contratar, en interés propio o ajeno, las personas que están impedidas de hacerlo de
acuerdo a disposiciones especiales; tampoco podrían hacerlo por interpósita persona”. Establece casos especiales
de inhabilidades para contratar en interés propio a:

a) los funcionarios públicos, respecto de bienes cuya administración o enajenación estén o hayan estado
encargados;

b) los jueces, funcionarios y auxiliares de la justicia, los árbitros y mediadores y sus auxiliares, respecto de bienes
relacionados con procesos en los que intervienen o han intervenido;

c) los abogados y procuradores, respecto de bienes litigiosos en procesos en los que intervienen o han
intervenido;

d) los cónyuges (…) entre sí [en tanto hayan optado por el régimen de comunidad de bienes];

e) los albaceas, que no son herederos, no pueden celebrar contrato de compraventa sobre los bienes de las
testamentarias a su cargo.

Objeto de los contratos

Se aplican al objeto de los contratos las disposiciones de la Sección 1ª, Capítulo 5, Título IV, del Libro Primero del
Código Civil y Comercial de la Nación.

El objeto de los contratos y la prestación

Tal como sostiene Alterini (2012), “con el sustantivo objeto del contrato se designa a la prestación a propósito de la
cual se produce el acuerdo de voluntades y en torno a la cual se ordena la economía del contrato” (p. 197). Él
distingue entre el objeto inmediato del contrato, que consiste en la obligación que se genera a raíz del contrato, y el
objeto mediato: que a su vez es el objeto de la obligación, vale decir, la cosa o el hecho, positivo o negativo, que
constituye el interés del acreedor. El objeto de la obligación consiste en el bien apetecible para el acreedor sobre el
cual recae su interés implicado en la relación jurídica. (…) Así el objeto de la obligación de entregar la cosa vendida
que tiene a su cargo el vendedor es la cosa misma; esta cosa, precisamente, es lo que pretende el comprador,
acreedor de aquella obligación. El contenido de la obligación es cierta conducta humana, a la que se designa
técnicamente como prestación; se trata del comportamiento del deudor destinado a satisfacer el interés del
acreedor respecto de ese objeto. En el ejemplo dado, el contenido de la obligación del vendedor consiste en su
comportamiento tendiente a entregar al comprador la cosa vendida, que –como vimos- es el objeto, centro de su
interés. (Alterini, 2012, p. 198).

Caracteres. Posibilidad, determinación, licitud y valor patrimonial

De conformidad con lo que dispone el Código, el objeto “debe ser lícito, posible, determinado o determinable,
susceptible de valoración económica y corresponder a un interés de las partes, aun cuando éste no sea patrimonial”.
Objetos prohibidos

El objeto de los contratos no puede ser prohibido. De conformidad con el art. 1.004:

No pueden ser objeto de los contratos los hechos que son imposibles o están prohibidos por las leyes, son contrarios
a la moral, al orden público, a la dignidad de la persona humana, o lesivos de los derechos ajenos; ni los bienes que
por un motivo especial se prohíbe que lo sean. Cuando tengan por objeto derechos sobre el cuerpo humano se
aplican los artículos 17 y 56.

Esta norma se corresponde con el art. 279 que refiere al objeto de los actos jurídicos.

Determinación y determinación por un tercero

Como dijimos anteriormente, el objeto de los contratos debe ser determinado o determinable. Ahora bien, el Código
trata específicamente los casos de determinación del objeto de la siguiente manera:

• Determinación [énfasis agregado]. Cuando el objeto se refiere a bienes, éstos deben estar determinados en su
especie o género según sea el caso, aunque no lo estén en su cantidad, si ésta puede ser determinada. Es
determinable cuando se establecen los criterios suficientes para su individualización.

• Determinación por un tercero [énfasis agregado]. Las partes pueden pactar que la determinación del objeto sea
efectuada por un tercero. En caso de que el tercero no realice la elección, sea imposible o no haya observado los
criterios expresamente establecidos por las partes o por los usos y costumbres, puede recurrirse a la determinación
judicial, petición que debe tramitar por el procedimiento más breve que prevea la legislación procesal.

Bienes existentes y futuros

Los bienes futuros pueden ser objeto de los contratos. Y, en ese caso, el contrato funciona como una promesa de
transmitirlos, lo que está subordinado a la condición de que lleguen a existir, excepto que se trate de contratos
aleatorios (Art. 1.007).

Bienes ajenos, bienes litigiosos, gravados o sujetos a medidas cautelares

Respecto de los bienes ajenos, el Código dispone:

Los bienes ajenos pueden ser objeto de los contratos. Si el que promete transmitirlos no ha garantizado el éxito de la
promesa, sólo está obligado a emplear los medios necesarios para que la prestación se realice y, si por su culpa, el
bien no se transmite, debe reparar los daños causados. Debe también indemnizarlos cuando ha garantizado la
promesa y ésta no se cumple. El que ha contratado sobre bienes ajenos como propios es responsable de los daños si
no hace entrega de ellos.

En relación a los bienes litigiosos, gravados, o sujetos a medidas cautelares, el Código dispone:

Los bienes litigiosos, gravados, o sujetos a medidas cautelares, pueden ser objeto de los contratos, sin perjuicio de
los derechos de terceros. Quien de mala fe contrata sobre esos bienes como si estuviesen libres debe reparar los
daños causados a la otra parte si ésta ha obrado de buena fe.

Herencia futura

Como regla, la herencia futura no puede ser objeto de los contratos ni tampoco pueden serlo los derechos
hereditarios eventuales sobre objetos particulares, a excepción de lo que la propia ley pueda contemplar. El art.
1.010 establece ciertas excepciones, a saber:
Los pactos relativos a una explotación productiva o a participaciones societarias de cualquier tipo, con miras a la
conservación de la unidad de la gestión empresaria o a la prevención o solución de conflictos, pueden incluir
disposiciones referidas a futuros derechos hereditarios y establecer compensaciones en favor de otros legitimarios.
Estos pactos son válidos, sean o no parte el futuro causante y su cónyuge, si no afectan la legítima hereditaria, los
derechos del cónyuge, ni los derechos de terceros.

Contratos de larga duración

El Código destina el artículo 1.011 para el caso de los contratos de larga duración, en los que el tiempo es
trascendente (esencial) para el cumplimiento del objeto del contrato. Están contemplados en el capítulo 5 del Título
II, que se refiere concretamente al objeto de los contratos. De ese modo, dispone:

Contratos de larga duración . En los contratos de larga duración el tiempo es esencial para el cumplimiento del
objeto, de modo que se produzcan los efectos queridos por las partes o se satisfaga la necesidad que las indujo a
contratar. Las partes deben ejercitar sus derechos conforme con un deber de colaboración, respetando la
reciprocidad de las obligaciones del contrato, considerada en relación a la duración total. La parte que decide la
rescisión debe dar a la otra la oportunidad razonable de renegociar de buena fe, sin incurrir en ejercicio abusivo de
los derechos.

Causa, forma y prueba

Causa

A la causa de los contratos se aplican las disposiciones de la Sección 2ª, Capítulo 5, Título IV, del Libro Primero de
este Código. Son disposiciones vinculadas a la causa de los actos jurídicos.

Noción

Cuando en términos generales se ha debatido doctrinariamente el tema de la causa de los contratos, las cuestiones
controvertidas se refieren a la causa fin y no a la causa fuente. Es decir, la causa fuente alude al hecho, acto o
relación jurídica que engendra la obligación.

Lorenzetti (2010) se refiere a las diferentes posiciones doctrinarias en torno al tema de causa. Así, menciona al
causalismo clásico; y, como principal exponente, a Domat, quien la entendía como una razón que se manifestaba en
tres tipos de contratos (los onerosos, los reales y los gratuitos), concluyendo que la causa era un elemento esencial
de la obligación. Por otro lado, están los anticausalistas, quienes niegan la autonomía de la noción de causa como
elemento integrante de los requisitos del acto jurídico. Para esta postura, los elementos esenciales son sólo el
consentimiento, la capacidad y el objeto. Y, finalmente, los neocausalistas, son autores modernos que defienden la
noción de causa, en coincidencia con los clásicos, pero advierten que esta última es un elemento del acto jurídico, no
de la obligación. Esta corriente importa toda una renovación en el tema de la causa, al reconocer los motivos como
incorporados a la noción de la misma. Se configura la noción de causa en un plano objetivo- subjetivo (tomando en
cuenta los móviles determinantes del acto, que inciden en la finalidad; los motivos adquieren relevancia jurídica al
tiempo de regular los efectos de la convención). Esta posición es la que adopta nuestra legislación al definir la
causa del acto jurídico en el art. 281 del Código.

Remisión

De conformidad a lo dispuesto por el art. 1.012 del Código, nos remitimos a dicha sección en la que se establecen
algunas nociones relevantes. A saber:

El artículo 281 dispone que la causa:


es el fin inmediato autorizado por el ordenamiento jurídico que ha sido determinante de la voluntad. También
integran la causa los motivos exteriorizados cuando sean lícitos y hayan sido incorporados al acto en forma expresa,
o tácitamente si son esenciales para ambas partes.

Así, el Código opta por receptar la noción de causa fin, como determinante de la voluntad de celebración del
contrato. Además, incorpora la noción de presunción de causa y de acto abstracto, en los siguientes términos:
“Aunque la causa no esté expresada en el acto se presume que existe mientras no se pruebe lo contrario”.

Es que lo cierto es que las partes en un contrato se obligan por un motivo, por eso se presume la existencia de causa,
ya que difícilmente lo hagan sin un motivo. Ello da validez a las declaraciones y seguridad jurídica (Lorenzetti, 2010).
Luego, el artículo dispone: “El acto es válido, aunque la causa expresada sea falsa si se funda en otra causa
verdadera”. Ello alude a la simulación de la causa manifestada en el acto, la que no es verdadera, y, por lo tanto, es
simulada, pero que es válida en tanto la causa real exista, aunque esté solapada.

Además: “La inexistencia, falsedad o ilicitud de la causa no son discutibles en el acto abstracto mientras no se haya
cumplido, excepto que la ley lo autorice”.

Necesidad

El art. 1.013 del Código recepta el principio de la necesidad de causa, dispone que “la causa debe existir en la
formación del contrato y durante su celebración, y subsistir durante su ejecución. La falta de causa da lugar, según
los casos, a la nulidad, adecuación o extinción del contrato”. Esto es coherente respecto a la presunción de la
existencia de causa en los actos jurídicos.

Causa ilícita. Frustración del fin

Causa ilícita [énfasis agregado]. El contrato es nulo cuando:

a) su causa es contraria a la moral, al orden público o a las buenas costumbres;

b) ambas partes lo han concluido por un motivo ilícito o inmoral común. Si sólo una de ellas ha obrado por un motivo
ilícito o inmoral, no tiene derecho a invocar el contrato frente a la otra, pero ésta puede reclamar lo que ha dado, sin
obligación de cumplir lo que ha ofrecido.

Según Lorenzetti (2010), esta norma es necesaria para el control de la ilicitud de los motivos, ya que se puede
invalidar el acto probando la ilicitud de los motivos.

La frustración del fin será desarrollada más adelante, cuando nos refiramos al Capítulo 13 del Título II del Código, el
cual regula los casos de extinción, modificación y adecuación del contrato. Se regula un caso de resolución del
contrato, por la frustración definitiva de la finalidad del contrato (art. 1090). Esto está vinculado con la causa de los
contratos, pues la frustración del fin es un capítulo inherente a la causa, entendida esta como móvil determinante,
razón de ser o fin individual o subjetivo que las partes han tenido en vista al momento formativo del negocio. Como
dijimos, más adelante estudiaremos los requisitos y sus efectos.

Formas de los contratos

Todo contrato requiere una forma, entendida como un hecho exterior por el que la voluntad se manifiesta.
Seguidamente, nos referiremos a la forma de los contratos en nuestra legislación.

Nociones generales. Sistema de la ley argentina

La forma es el modo de ser del acto, la manera en que se hace reconocible en el medio social. En nuestro derecho
rige el principio de libertad de formas, según el art. 1.015 del Código. Cuando la forma es exigida con mayor
rigorismo y con carácter absoluto, es decir, de manera constitutiva, visceral, si la misma no es observada, acarreará
la nulidad del acto.
Contratos formales y no formales

Como ya explicáramos al referirnos a la clasificación de los contratos, estos pueden ser formales o no formales. El
art. 969 del Código define a los contratos formales como “aquellos para los cuales la ley exige una forma para su
validez, por lo tanto son nulos si la solemnidad no ha sido satisfecha”.

Ahora bien, cuando la forma requerida para los contratos lo es sólo para que estos produzcan sus efectos propios,
sin sanción de nulidad, no quedan concluidos como tales mientras no se haya otorgado el instrumento previsto, pero
valen como contratos en los que las partes se obligaron a cumplir con la expresada formalidad.

Si, por el contrario, la ley o las partes no imponen una forma determinada, esta debe constituir sólo un medio de
prueba de la celebración del contrato.

Libertad de formas

Como regla, el Código consagra el principio de libertad de formas, de conformidad con el cual sólo son formales los
contratos a los cuales la ley les impone una forma determinada (Art. 1.015).

En este sentido, estima Alterini (2012) que “los contratos, en principio, son no formales. Pueden ser celebrados
verbalmente, por escrito, mediante manifestaciones indirectas de la voluntad, siempre que pueda inducirse que ésta
existe” (p. 214).

De igual manera, Mosset Iturraspe (1995): “La regla es la libertad de formas; la libre elección por las partes de los
modos de exteriorizar la voluntad” (p. 258).

Modificaciones al contrato

El art. 1.016 del Código dispone, en relación a la forma y a las modificaciones del contrato, que “la formalidad exigida
para la celebración del contrato rige también para las modificaciones ulteriores que le sean introducidas, excepto
que ellas versen solamente sobre estipulaciones accesorias o secundarias, o que exista disposición legal en
contrario”.

Es que, en principio, si se impone que un contrato lleve una forma determinada, parece lógico que las
modificaciones subsiguientes también respeten la forma dispuesta para el contrato original.

La escritura pública

La escritura pública funciona como un medio de prueba, en tanto es un instrumento en el que interviene un oficial
público en el otorgamiento, quien tiene facultades otorgadas para la intervención en ese acto, y que se caracteriza
por su autenticidad.

Son definidas por el Código como:

el instrumento matriz extendido en el protocolo de un escribano público o de otro funcionario autorizado para
ejercer las mismas funciones, que contienen uno o más actos jurídicos. La copia o testimonio de las escrituras
públicas que expiden los escribanos es instrumento público y hace plena fe como la escritura matriz.

Sobre el valor probatorio de la escritura pública, en tanto instrumento público:

a) Hace plena fe sobre la realización del acto, la fecha, el lugar y los hechos que el oficial público anuncia como
cumplidos ante él o por él, en tanto esto no sea declarado falso en juicio civil o criminal;

b) Hace plena fe sobre el contenido de las declaraciones sobre convenciones, disposiciones, pagos, etc., vinculados
con el acto instrumentado, excepto que se produzca prueba en contrario.
El art. 1.017 del Código enumera los contratos que necesariamente deben ser otorgados por escritura pública,
imponiéndoles esta forma a:

a) los contratos que tienen por objeto la adquisición, modificación o extinción de derechos reales sobre inmuebles.
Quedan exceptuados los casos en que el acto es realizado mediante subasta proveniente de ejecución judicial o
administrativa;

b) los contratos que tienen por objeto derechos dudosos o litigiosos sobre inmuebles;

c) todos los actos que sean accesorios de otros contratos otorgados en escritura pública;

d) los demás contratos que, por acuerdo partes o disposición de la ley, deben ser otorgados en escritura pública.

Otorgamiento pendiente del instrumento

El art. 1.018 del Código regula el caso del otorgamiento pendiente del instrumento:

El otorgamiento pendiente de un instrumento previsto constituye una obligación de hacer, si el futuro contrato no
requiere una forma bajo sanción de nulidad. Si la parte condenada a otorgarlo es remisa, el juez lo hace en su
representación, siempre que las contraprestaciones estén cumplidas, o sea asegurado su cumplimiento.

Es decir que el incumplimiento del otorgamiento del instrumento previsto trae aparejado la conversión del negocio
jurídico en una obligación de hacer. Son aplicables las reglas previstas para estas obligaciones, excepto que se prevea
como sanción la nulidad por la falta de la forma.

Instrumentos privados y la obligación de escriturar

Los instrumentos privados “son instrumentos bajo forma privada para los cuales no hay forma alguna especial”
(Alterini, 2012, p. 436).

La sección 6a del título 4, del Libro I del Código, se encarga de regular los instrumentos privados y particulares.

En cuanto al valor probatorio de los instrumentos particulares, este debe ser apreciado por el Juez, quien deberá
tener en cuenta la coherencia entre lo sucedido y lo relatado, la precisión y claridad técnica del texto, los usos y
prácticas, las relaciones precedentes, la confiabilidad de los soportes y de los procedimientos técnicos usados.

Es muy importante tener en cuenta que, cuando un instrumento privado se presenta en un juicio, la persona contra
quien se presenta ese instrumento (cuya firma se le atribuye) deberá declarar si la firma le pertenece. Si así lo
declara, entonces ello implica un reconocimiento de firma. Esto es sumamente relevante, ya que el reconocimiento
de la firma implica el reconocimiento del cuerpo del instrumento privado, y no puede ser luego impugnado por
quien lo reconoció (excepto que hayan existido vicios en el acto del reconocimiento).

Frente a terceros (no contratantes), los instrumentos privados tienen eficacia probatoria solo desde su fecha cierta,
la que se logra a través de hechos que crean una certeza absoluta respecto a ella. El Código manifiesta: “adquieren
fecha cierta el día que acontece un hecho del que resulta como consecuencia ineludible que el documento ya estaba
firmado o no pudo ser firmado después”. Un ejemplo de adquisición de fecha cierta de un instrumento privado es el
otorgamiento de certificación notarial de las firmas.

El otorgamiento pendiente de un instrumento previsto constituye una obligación de hacer si el futuro contrato no
requiere una forma bajo sanción de nulidad. Si la parte condenada a otorgarlo es remisa, el juez lo hace en su
representación, siempre que las contraprestaciones estén cumplidas, o sea asegurado su cumplimiento.

Este caso implica una conversión del acto, bajo apercibimiento de que el juez lo haga a pedido de la parte
interesada. Esta solución no se aplica en los casos en que la forma está impuesta bajo sanción de nulidad, ya que, en
ese caso, se trataría de contratos solemnes absolutos en los que la conversión no es posible.
Evolución jurisprudencial e interpretaciones doctrinarias

El boleto de compraventa. Generalidades

El Código no define cuál es la naturaleza jurídica del boleto de compraventa, ya sea que se trate de un contrato
preliminar de venta, de un contrato definitivo y perfecto o de otro tipo de contrato. Como señala Mariano Esper
(2015) en el Código Civil y Comercial comentado de Rivera, debemos entender que esto tiene suma relevancia a
partir de la regulación establecida en nuestro Código Civil y Comercial de la Nación. La cuestión será determinar si se
considera al boleto de compraventa como un contrato preliminar, y si, en consecuencia, le es aplicable el régimen
previsto expresamente en el Código para los contratos preliminares (ver arts. 994 a 996), con todas sus
consecuencias (particularmente el plazo de vigencia de un año o menos, el que puede renovarse a su vencimiento),
con lo exiguo que constituye este plazo en función de la realidad negocial actual en materia de inmuebles. El asunto
no tiene incidencia en el caso del asentimiento conyugal, cuando se trata de bienes inmuebles gananciales, ya que
independientemente de que se considere al boleto de compraventa como un contrato preliminar o como uno
definitivo, siempre se exige el asentimiento conyugal conforme al art. 470.

Oponibilidad del boleto a la quiebra o concurso del vendedor

El art. 1.171 regula concretamente el caso de la oponibilidad del boleto en el concurso o quiebra, dispone
expresamente que:

Los boletos de compraventa de inmuebles de fecha cierta otorgados a favor de adquirentes de buena fe son
oponibles al concurso o quiebra del vendedor si se hubiera abonado como mínimo el veinticinco por ciento del
precio. El juez debe disponer que se otorgue la respectiva escritura pública. El comprador puede cumplir sus
obligaciones en el plazo convenido. En caso de que la prestación a cargo del comprador sea a plazo, debe
constituirse hipoteca en primer grado sobre el bien, en garantía del saldo de precio.

Prueba de los contratos

El Código Civil y Comercial de la Nación regula la prueba de los contratos en el Capítulo 8, del Título II, del Libro III
(arts. 1.019 y 1.020).

Nociones generales

Conforme lo señala Alterini (2012), “la forma es el elemento externo del contrato; la prueba es el medio para
demostrar que fue celebrado” (p. 431). Continúa, al respecto:

Al Código Civil (ley de fondo) le incumbe precisar qué medio de prueba es idóneo para cada acto, pues muchas veces
la prueba está íntimamente ligada a la naturaleza del acto; piénsese, por ejemplo, en la prueba del estado de las
personas. Pero incumbe a las Provincias regular, a través de sus leyes de forma, la manera en que se llevará a cabo la
prueba, esto es, la regulación pormenorizada de la producción, y en su caso de la apreciación de la prueba. (Alterini,
2012, p. 434).

Carga de la prueba

La expresión onus probandi alude a quien tiene la carga procesal de demostrar un hecho; en este caso, la existencia
de un contrato y el resto de las vicisitudes que puedan derivarse de una relación contractual. Es un principio propio
del derecho procesal que tiene múltiples derivaciones.

Medios de prueba

El art. 1.019 del Código dispone al respecto:

Los contratos pueden ser probados por todos los medios aptos para llegar a una razonable convicción según las
reglas de la sana crítica, y con arreglo a lo que disponen las leyes procesales, excepto disposición legal que
establezca un medio especial. Los contratos que sean de uso instrumental no pueden ser probados exclusivamente
por testigos.

El Código, a través de esa norma, dispone una regla general que es la amplitud de medios de prueba. No hay una
descripción concreta de los medios de prueba, por lo que todos serán aptos en la medida en que formen una
razonable convicción según las reglas de la sana crítica. La excepción constituye el caso de los contratos que tengan
un medio de prueba específico.

En relación a la sana crítica, como sistema de apreciación judicial de las pruebas, este funciona, siguiendo a Alterini
(2012), de manera que:

el juez tiene libertad para formar un criterio sobre el caso según su convicción, pero requiere que el juzgador exhiba
el proceso de razonamiento que lo ha llevado a su conclusión, que diga por qué tiene probado un hecho, lo que
constituye una garantía para el sujeto de derechos, ya que le permite saber la razón que motivó el pronunciamiento
judicial. (p. 434).

Prueba de los contratos formales

En el caso de los contratos formales en los que se exige una determinada forma para su validez, es claro que la forma
es esencial y debe respetarse. Si una donación de un inmueble se hace por instrumento privado, poco importará que
se pruebe esta circunstancia, ya que la escritura pública es exigida bajo pena de nulidad.

Sin embargo, en otros casos, cuando la forma se aconseja a los efectos de la prueba del contrato, entonces también
se puede lograr ese cometido (probar el contrato) por otros medios.

El art. 1.020 del Código dispone:

Prueba de los contratos formales. Los contratos en los cuales la formalidad es requerida a los fines probatorios
pueden ser probados por otros medios, inclusive por testigos, si hay imposibilidad de obtener la prueba de haber
sido cumplida la formalidad o si existe principio de prueba instrumental, o comienzo de ejecución. Se considera
principio de prueba instrumental cualquier instrumento que emane de la otra parte, de su causante o de parte
interesada en el asunto, que haga verosímil la existencia del contrato.

De conformidad con ese artículo, los contratos a los que la ley les asigna una formalidad específica (a los efectos de
su prueba) pueden ser probados por otros medios de prueba. El artículo se refiere a la imposibilidad de obtener la
prueba designada por ley justamente por no haber cumplido con la forma requerida o por la imposibilidad de
presentarla a los efectos requeridos.

Cobra, en estos casos, especial relevancia la noción de principio de prueba por escrito, entendida como la existencia
de cualquier instrumento que emane de la otra parte, de su causante o de parte interesada en el asunto, que haga
verosímil la existencia del contrato. Como señala Alterini (2012), “el principio de prueba por escrito constituye un
indicio, resultante de un instrumento no firmado por la otra parte que, teniendo relación directa con el contrato,
resulta elemento de juicio útil para tenerlo por probado” (p. 449).

Utilización de los medios electrónicos y el derecho a la información

Aun cuando el Código Civil y Comercial de la Nación no incluye una disposición expresa vinculada a la utilización de
medios electrónicos, la utilización cada vez más difundida de estos medios en la contratación no puede ser negada.
Entendemos que su falta de mención no significa que no se le atribuya valor probatorio. Por lo contrario, las
diferentes modalidades que supone el uso de la tecnología para la celebración de los contratos constituyen medios
de prueba en los términos del art. 1.019 del Código.

Esto está estrictamente vinculado con el valor que se le atribuye a la información en materia de contratos y cobra
mayor relevancia en materia de contratos de consumo. En contratación con consumidores, el Código impone una
obligación muy fuerte a cargo del proveedor en relación a la información (contenido y modo) brindada al
consumidor respecto de todos los elementos y condiciones de la contratación. Lo sumamente novedoso es que esta
obligación comprende el suministro de información respecto del uso de la tecnología para concretar la contratación.
Esto está regulado en la sección 2a del capítulo 2, del título III, del Libro III del Código.

Publicación Doctrina del día: Contratos entre cónyuges. El artículo 1002, inciso d), del Código Civil y Comercial y su
incidencia en el régimen patrimonial matrimonial. Autor: Cristina Silva .

I. Introducción e hipótesis de trabajo

El Código Civil y Comercial, cuya entrada en vigencia está prevista para el primero de agosto de 2015, logra plasmar
en un cuerpo legal unificado los cambios que se han dado gradualmente en las relaciones privadas entre las
personas, tanto en el derecho civil como en el comercial y, que se aceleraron desde la reforma constitucional del año
1994. Muchas de las modificaciones encuentran su fuente en la labor doctrinaria y jurisprudencial que ya venía
recogiendo los reclamos de una sociedad muy distinta a la pensada a fines del 1869 (1) por Vélez Sarsfield, el
redactor del Código Civil.

El art. 459 del Código Civil y Comercial de la Nación dispone expresamente que “Uno de los cónyuges puede dar
poder al otro para representarlo en el ejercicio de las facultades que el régimen matrimonial le atribuye, pero no
para darse a sí mismo el asentimiento en los casos en que se aplica el art. 456. La facultad de revocar el poder no
puede ser objeto de limitaciones. Excepto convención en contrario, el apoderado no está obligado a rendir cuentas
de los frutos y rentas percibidos”. De la redacción se desprende que el mandato es un contrato permitido entre
cónyuges.

Sin embargo, el art. 1002 del mismo cuerpo legal al reglar las inhabilidades especiales para contratar incluye en el
inciso d) a los cónyuges entre sí cuando se hallan bajo el régimen de comunidad. Sin obviar que, se mantiene
incólume la Ley 19.550 —también llamada de Sociedades—, la cual dispone en el art. 27 que “Los esposos pueden
integrar entre sí sociedades por acciones y de responsabilidad limitada. Cuando uno de los cónyuges adquiera por
cualquier título la calidad de socio del otro en sociedades de distinto tipo, la sociedad deberá conformarse en el
plazo de seis [6] meses o cualquiera de los esposos deberá ceder su parte a otro socio o a un tercero en el mismo
plazo”.

¿Cómo juegan estas normas entre ellas?; a los cónyuges a los que se les aplique régimen de comunidad ¿les estaría
permitido efectuar entre sí un contrato de mandato y ciertas sociedades comerciales?

II. La cuestión en el Código Civil

En apretada síntesis el Régimen Patrimonial del Matrimonio que estableció en el Código Civil de Vélez Sarsfield se
refirió a un régimen legal imperativo, forzoso, único, inmodificable e inmutable que correspondía a una comunidad
restringida de gananciales con una gestión separada. La reforma al Código Civil que se plasmó a través de la Ley
17.711, procuró una tendencia hacia la gestión separada y a una necesaria conformidad de ambos cónyuges en
todos los actos de disposición con mayor trascendencia de índole patrimonial. (2)

1. En lo que aquí interesa, el Código Civil proyectado por Vélez Sarsfield no contenía una norma específica que
prohibiera la contratación entre cónyuges y, solo se limitó a establecer algunas prohibiciones para determinados
contratos que implicaban una importancia económica, solución que se mantuvo en posteriores reformas sin alterar
la idea del contenido patrimonialista y de protección a la mujer casada proyectada por el codificador.

Si bien durante más de cien años esto se mantuvo indemne, lo cierto fue que el desarrollo profesional y personal de
la mujer fue evolucionado y, de hecho en la vida cotidiana se fueron presentando situaciones en las cuales los
cónyuges pactaban entre sí, tanto en la esfera personal como en la patrimonial. Pero, subrayamos, en lo referido a
este segundo aspecto, la normativa les vedaba expresamente la realización de determinados contratos. Las
prohibiciones en realidad, se enfocaban a las donaciones o liberalidades, pero luego se extendió a todo contrato
oneroso que involucrara un desplazamiento de bienes, como una medida preventiva que evitara actos que
simuladamente pudieran encubrir una liberalidad o se persiguiera un fraude a terceros.
Respecto a los contratos de los cuales la ley había guardado silencio, la doctrina entendió que en principio debían
considerarse autorizados. Argumentándose que si no existía una prohibición expresa o si el funcionamiento del
contrato no repugnaba los principios legales en que se fundaba el régimen matrimonial, no era posible hacer pesar
sobre los cónyuges una verdadera incapacidad de derecho. (3)

Haciendo una breve síntesis de los contratos que podían o no realizar los cónyuges entre sí en el Código Civil,
efectuaremos la siguiente clasificación:

El art. 1869 del Código Civil expresamente dispone: “El mandato, como contrato, tiene lugar cuando una parte da a
otra poder, que ésta acepta, para representarla, al efecto de ejecutar en su nombre y de su cuenta un acto jurídico o
una serie de actos de esta naturaleza”. De la letra de la norma se desprende que en el régimen del Código Civil el
contrato no podía tener por objeto más que negocios jurídicos, ello acorde a la visión patrimonialista e individualista
del codificador. La redacción hace referencia al “poder”, cuestión que en la práctica generó algunas confusiones
respecto a la figura del mandato con la representación.

Cabe resaltar que, en el Código Civil el codificador no hizo una distinción entre representación, mandato y poder. La
jurisprudencia y la doctrina trabajaron en la distinción de estos conceptos y se entendió que nos encontrábamos
ante la representación legal cuando una persona representaba a otra investida por la ley, y ante la representación
contractual, cuando por un contrato una persona realizaba un acto jurídico por otra, asumiendo ésta todos los
efectos del mismo. Por tanto, los conceptos vertidos denotaban que la representación tenía que ver con el sustrato
subjetivo en la comparecencia a un acto jurídico. El mandato se definía como el contrato por el cual una persona
encomendaba a otra que la represente y en su nombre otorgue actos jurídicos, asumiendo de esta manera todos los
efectos del mismo. El poder se entendió como el acto e instrumento de apoderamiento concreto. La doctrina aceptó
esta distinción relacionando la representación dentro de la subespecie contrato. (4)

A pesar que el Código Civil no era de corte constitucionalista lo cierto es que la norma jurídica del art. 1869 contenía
como principio basal la Libertad de Contratación, derecho que además también se halla consagrado en los arts. 14,
17 y 19 de la Constitución Nacional. Teniendo en cuenta lo anterior, a medida que se suscitaron conflictos la
jurisprudencia y la doctrina sostuvieron que la regla era la libertad contractual y, en una interpretación restrictiva se
prohibieron ciertos contratos con argumentos debidamente fundados para no incurrir en casos de
inconstitucionalidad.

Se esbozaron como argumentos la idea del codificador de proteger a la esposa, que sin lugar a dudas en épocas de la
redacción del Código era la parte contratante más débil. Y, en pos de protegerla y evitar que el marido obtenga
beneficios económicos indebidos en perjuicio de aquella se establecieron las prohibiciones. Otro argumento con
menos rigor jurídico pero realista desde el punto de vista cotidiano tuvo en miras la de evitar conflictos económicos
y de intereses entre los cónyuges, coadyuvando a la paz familiar. Tal vez la explicación más sólida y jurídica se
hallaría respecto a la finalidad que perseguían estas interdicciones, evitando modificaciones o alteraciones al
régimen patrimonial imperativo que indirectamente o directamente provocarían indebidos cambios en la calificación
de bienes y su régimen de administración en desmedro de terceros acreedores efectuando trasmisiones con el fin de
despatrimoniarse el cónyuge deudor o, realizar acciones en perjuicio de alguno de los cónyuges o de los herederos
de alguno de éstos cuando por ejemplo mediante una transmisión de un bien por parte de un cónyuge al otro, se
afectase la porción legítima de los descendientes del mismo matrimonio o sólo del cónyuge disponente. (5)

Del juego de las normas quedaba claro que la figura contractual del mandato era un contrato permitido entre
cónyuges dado que en el art. 1276 párrafo tercero impone que “…Uno de los cónyuges no podrá administrar los
bienes propios o los gananciales cuya administración le está reservada al otro, sin mandato expreso o tácito
conferido por éste. El mandatario no tendrá obligación de rendir cuentas”. Pero el artículo, a pesar de su meridiana
claridad a lo largo de las décadas tuvo sus discusiones tanto doctrinariamente como jurisprudencialmente respecto a
dos cuestiones a) los poderes amplios que podían otorgarse los cónyuges o los poderes especiales con facultades de
disposición sobre todos los bienes y, b) si cabía la posibilidad de obligar al cónyuge mandatario a rendir cuentas.

Respecto a la primera de las cuestiones se fue consolidado la idea que para evitar el fraude a la ley y modificar o
alterar el régimen patrimonial imperativo que indirectamente o directamente podrían perjudicar a terceros el
contrato de mandato de carácter general entre cónyuges era insuficiente para realizar actos de disposición, pues a
los fines de llevar a cabo este tipo de actos se requiere de un poder especial con indicación del bien que será objeto
de disposición. (6) En relación a la segunda cuestión y dado que normalmente la obligación de rendir cuentas es
parte de la relación del mandato el cónyuge mandatario se encontraba eximido de la misma, dada las características
de confianza y comunidad de vida que se presumen entre las partes. Pero la doctrina entendió, que
convencionalmente los esposos podían pactar lo contrario y, al otorgar el mandato, incluir expresamente esa
obligación. (7)

III. La cuestión en el Anteproyecto al Código Civil y Comercial de la Nación y su redacción final en el Código Civil y
Comercial. La diferencia entre ambos textos y su implicancia jurídica En el Anteproyecto del Código Civil y Comercial
originario no existían limitaciones para contratar fundadas en la condición de cónyuges, sino que resultaban
aplicables los principios y normas relativas a la capacidad genérica para la celebración de este tipo de actos jurídicos,
entendiéndose que ello implicaba un avance legislativo de toda limitación para contratar fundada en la condición de
cónyuge.

Cabe resaltar que la redacción del Anteproyecto del Código Civil textualmente preveía en el art. 1001 lo siguiente
“No pueden contratar, en interés propio o ajeno, según sea el caso, los que están impedidos para hacerlo conforme
a disposiciones especiales. Los contratos cuya celebración está prohibida a determinados sujetos tampoco pueden
ser otorgados por interpósita persona”. El art. 1002 regulaba las inhabilidades especiales y al respecto disponía
textualmente: “No pueden contratar en interés propio: a) los funcionarios públicos, respecto de bienes cuya
administración o enajenación están o han estado encargados; b)los jueces, funcionarios y auxiliares de la justicia, los
árbitros y mediadores, y sus auxiliares, respecto de bienes relacionados a procesos en los que intervienen o han
intervenido; c) los abogados y procuradores, respecto a bienes litigiosos en procesos en los que intervienen o han
intervenido”.

Como se desprende claramente, el sistema pensado proyectado en el Anteproyecto bajo la libertad de contratación
de los cónyuges, sufrió una importante modificación en el art. 1002 el cual se agregó como una de inhabilidades
especiales para contratar en interés propio, el inc. d) que textualmente dispone “la prohibición de contratar a los
cónyuges casados bajo el régimen de comunidad”. Este último inciso en nuestra opinión rompería la coherencia
interna del sistema y, por lo tanto resulta de difícil interpretación armónica e integral.

Por su parte, es de destacar que tanto el Anteproyecto del Código Civil y Comercial de la Nación como en su
redacción final se prevé una importante innovación en cuanto permite a los contrayentes antes o en el acto de
celebración del matrimonio la opción por dos Regímenes Patrimoniales: el de Comunidad de ganancias o el de
Separación de bienes. Ante la falta de opción, funcionará por vía supletoria el Régimen de comunidad de ganancias.

La libertad de opción además, puede ser modificada de conformidad al art. 449 después de la celebración del
matrimonio por convención de los cónyuges al año de aplicación del régimen patrimonial, convencional o legal,
mediante escritura pública. Para que el cambio de régimen produzca efectos respecto de terceros, debe anotarse el
cambio de régimen patrimonial marginalmente en el acta de matrimonio.

Atenta esta innovación que puede incluso ser cambiada en varias oportunidades a lo largo de la duración del
matrimonio y en ese contexto, se efectuaron los cuestionamientos al Anteproyecto del Código Civil y Comercial que
derivaron en la redacción final del art. 1002 en el inc. d) que permitía a los matrimonios que optasen por el Régimen
de Comunidad de Ganancias la libertad de contratación, fundamentando que esta liberación podría eventualmente
servir como salvoconducto para defraudar derechos de terceros.

Coincidimos con la postura que avala que si ésa fue la verdadera razón debió establecerse la prohibición por la
calidad de cónyuges, con independencia del régimen al cual se hallan sometidos, pues también los cónyuges
separados de bienes pueden celebrar actos fraudulentos en perjuicio de los acreedores mediante enajenaciones
simuladas del uno al otro o donaciones francas que provoquen la insolvencia del cónyuge donante, entre otros
supuestos. (8)

Para comprender el tema es importante ver estos artículos en todo el contexto del Código Civil y Comercial que si
bien es un cuerpo normativo de carácter académico porque la Comisión redactora tuvo en cuenta la doctrina y
jurisprudencia nacional desarrollada a lo largo de más de cien años, se deprende visiblemente del art. 1° (9) que no
es un Código doctrinario sino que, por el contrario, intenta resolver “casos” entendiendo, que el ordenamiento tiene
un enfoque eminentemente práctico.
Además, es un Código de principios, paradigmas, valores y sobre todo de conceptos jurídicos indeterminables que
requieren de una tarea interpretación por ser cláusulas generales que conforme surge de los Fundamentos del
Código Civil y Comercial “…queda claro y explícito en la norma que la interpretación debe recurrir a todo el sistema
de fuentes. Así se alude a la necesidad de procurar interpretar la ley conforme con la Constitución Nacional y los
tratados en que el país sea parte, que impone la regla de no declarar la invalidez de una disposición legislativa si ésta
puede ser interpretada cuando menos en dos sentidos posibles, siendo uno de ellos conforme con la Constitución.
Constituye acendrado principio cardinal de interpretación, que el juez debe tratar de preservar la ley y no
destruirla…”. (10)

Metodológicamente en el nuevo ordenamiento se ubica en el Libro III, lo referente a los Derechos Personales y en su
Título II se regulan los Contratos en general. En esa estructura, el art. 958 plasma como principios jurídicos aplicables
en la materia de contratos la libertad de contratación, permitiéndoles a las partes celebrar y configurar el contenido
del contrato libremente dentro de los límites impuestos por la ley, el orden público, la moral y las buenas
costumbres. En el art. 959 se sienta el principio de la autonomía de la voluntad, según el cual el contrato
válidamente celebrado será obligatorio entre las partes y, sólo podrá ser modificado o extinguido por ellas o en los
supuestos que la ley prevé, presumiéndose según el art. 961 la buena fe en la celebración, interpretación y ejecución
del contrato.

El art. 459 del Código Civil y Comercial de la Nación faculta a los cónyuges a celebrar contrato de mandato en el
ejercicio de las facultades que el régimen matrimonial le atribuye, aclarando que no podrán darse a sí mismo el
asentimiento en los casos en que se aplica el art. 456. (11) Se desprende, por lo tanto, que el mandato es un
contrato permitido entre cónyuges y, resuelve a diferencia de la regulación anterior, lo atinente a la obligación de
rendir cuentas al apoderado, salvo convención en contrario.

La frase “en el ejercicio de las facultades que el régimen matrimonial le atribuye” resolvería en los casos de cónyuges
que hayan optado por régimen de comunidad, entendiendo que entre ellos no podrían realizarse poderes generales
y/o amplios. Y en todo matrimonio —aun los que eligiesen el régimen de separación— no podrían efectuarse
mandatos que sorteasen los actos en los cuales se requiere el asentimiento y, se refiere específicamente el art. 456
del Código Civil y Comercial.

La línea directriz de la nueva normativa es la constitucionalización del derecho civil con un claro cambio de
paradigmas respecto al Código Civil que contenía una visión patrimonialista y, no se hallaba estrechamente
vinculada a la Constitución Nacional. En contraste, en el Código Civil y Comercial la ley no es la única fuente y lo
relevante no es el espíritu o la voluntad del legislador sino la finalidad de la norma lo que permite un mayor
dinamismo en la interpretación. Efectivamente, el art. 2° (12) propone novedosamente el principio de coherencia en
el sistema, punto decisivo que traerá grandes avances en la jurisprudencia argentina.

Atento lo desarrollado, entendemos que la redacción del 1002, inc. d) colisionaría con el sistema de coherencia que
el Código Civil y Comercial propone en el art. 2º y con los valores de autonomía de la voluntad e igualdad que
sustentan toda su filosofía del nuevo ordenamiento. Implicando, además, un notable retroceso legislativo que
impide realizar aquellos contratos que el Código Civil permitió efectuar a los cónyuges a lo largo de más de cien años
tales como el contrato de depósito, comodato, mutuo, fianza, entre otros. Además, la solución legal es
contradictoria con la reforma en materia societaria, que habilita a los esposos a integrar entre sí sociedades por
acciones y de responsabilidad limitada, en efecto, en el art. 27 de la Ley 19.550 posibilita que “…cada uno de los
cónyuges adquiera por cualquier título la calidad de socio del otro en sociedades de distinto tipo, la sociedad deberá
conformarse en el plazo de seis [6] meses o cualquiera de los esposos deberá ceder su parte a otro socio o a un
tercero en el mismo plazo”.

Como primera salida podría afirmarse que nada les impide a los cónyuges que hicieron la opción por el Régimen de
Comunidad de Ganancias sortear la prohibición acogiéndose al Régimen de Separación de Bienes, en el que sí les
está permitido contratar; pero sin lugar a dudas esta solución los induce a cambiar a un régimen que en la mayoría
de los casos no será elegido libremente.

Consideramos además, que una prohibición total a la contratación entre cónyuges que hayan optado por el Régimen
de Comunidad de Ganancias carece del debido y suficiente fundamento. Lejos de criticar el texto intentamos
efectuar una labor descriptiva y, asentarnos firmemente en la progresividad de los derechos y no en la regresividad
de ellos. Remarcamos, bajo la órbita del Código Civil que sin lugar a dudas era mucho más rígido y hermenéutico que
el ordenamiento recientemente sancionado se permitía a los cónyuges la celebración de contratos que no
resultaban incompatibles con las relaciones que derivaban de la unión matrimonial y, que en definitiva no podrían
alterar el régimen patrimonial de comunidad.

La regla en materia de contratos en la nueva legislación sigue siendo la capacidad y no la incapacidad, por lo tanto si
se establecen restricciones deberían ser de carácter excepcional. Esto estaba establecido en el Código Civil y es
robustecido en el Código Civil y Comercial. Entendemos que para determinar que contratos podrían efectuar los
cónyuges que hubieran optado por el Régimen de Comunidad deberíamos en primer lugar establecer la participación
de cada uno de ellos en el acuerdo y, comprobar cuál es la causa fin del contrato. Si al analizar y pasar por estos dos
“filtros”, el convenio no altera el régimen patrimonial, no perjudica a los cónyuges ni a terceros la prohibición a
nuestro juicio no sería constitucional.

Continuando este orden de ideas, entendemos que existe una relación estrecha entre interpretación e integración,
aunque ambos conceptos son distintos. Mientras la técnica interpretativa trata de descifrar el sentido y alcance dado
en una declaración de voluntad, la integración busca concluir una voluntad incompleta. En este sentido debe decirse
que la interpretación mira siempre al pasado y es siempre necesaria, mientras que la integración trata sobre las
consecuencias futuras del acto jurídico y solo aparece ante el vacío de voluntad. (13)

IV. Consideraciones finales

Las palabras contenidas en la norma jurídica deben ser interpretadas de una manera sistémica, acorde al sentido
general del ordenamiento en un contexto determinado y, de conformidad a la finalidad de la ley de lo contrario no
sería congruente y, se quebraría los principios basales de justicia y equidad.

Estimamos que una prohibición tan categórica como la dispuesta en el art. 1002, inc. d) es extrema porque hay
contratos como el de depósito o el de mutuo que son muy frecuentes entre cónyuges y, cuyo funcionamiento no
viola los principios legales en el que se asienta el Régimen Patrimonial del Comunidad.

Además, el Régimen de Comunidad de ganancias no es extraño a la sociedad argentina y, seguramente seguirá


siendo el más elegido por los matrimonios. En ese contexto, opinamos que coartar la total autonomía de la voluntad
en este tema no es coherente sobre todo si se toma en cuenta que la contratación que pretenden realizar los
cónyuges les ayuda a fortalecer su comunidad de vida y hace a los fines del matrimonio. Por el contrario, si el
objetivo del contrato creara intereses contrapuestos, desnaturalizara el régimen de comunidad o perjudicara a
terceros claramente debería prohibirse.

Seguramente, llegaran a los tribunales cuestionamientos acerca de esta prohibición. Será entonces la ardua y
silenciosa labor de los abogados acomodar el sentido de la norma jurídica “al caso” haciendo vigente hoy más que
nunca la frase acuñada por el maestro Lafaille que afirmaba que “El abogado es el soldado desconocido de la
jurisprudencia”, en efecto, las construcciones jurisprudenciales que representan precedentes novedosos tienen su
origen en la contribución de los escritos de los abogados “del caso” que deriva en una sentencia no solo creativa y
nueva sino que además es correcta y justa desde lo jurídico o lo fáctico.

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