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Mucha política, poca administración


Ma. Amparo Casar • Sergio López Ayllón
Octubre 1, 2023

El sexenio empezó con una promesa de cambio: la Cuarta Transformación le modificaría el


rostro al poder. Para ello, el aparato administrativo responsable de desplegar las políticas
públicas también tenía que cambiar. No sólo había que purificar la política, sino también la
administración.

Desde siempre, el presidente López Obrador tuvo en poca estima a la administración pública,
que le generaba una enorme desconfianza. Era una burocracia dorada que acumulaba altos
salarios e innumerables privilegios; un “elefante reumático”, difícil de mover; opuesta al
cambio y saturada de corrupción. Además, era un impedimento para hacer las cosas “bien y
rápido”. Un contrapeso ilegítimo a las decisiones que le correspondía tomar a un presidente a
quien la mayoría de la población le había otorgado su confianza. Una mayoría que, en su
concepción, le otorgó un cheque en blanco.

Para el presidente López Obrador “gobernar no tiene mucha ciencia”. Por ello, las recetas para
resolver todos estos males eran de una simplicidad extraordinaria. Para acabar con la
burocracia dorada había que eliminar los altos sueldos y los privilegios acumulados. Para el
resto de los servidores públicos, era hacer más con menos. Para erradicar la corrupción, dar
ejemplo de honestidad, en palabras del propio presidente: “Barrer las escaleras de arriba para
abajo”.

Estas tres recetas tenían un sustento moral: la idea juarista de la “justa medianía”, el mantra de
servir al pueblo y la internalización del valor de la honestidad.
Detrás de esta concepción moral, se fue revelando la verdadera visión política. Una visión
fundada en la convicción de que para alcanzar la transformación del país hacía falta un
gobierno de funcionarios leales más que competentes; un gobierno fuerte, disciplinado, sin
fisuras en el interior y con amplias atribuciones discrecionales. Un gobierno capaz de
responder sin chistar a las decisiones del presidente que ejercía legítimamente su poder.

La llamada Cuarta Transformación planteó un diagnóstico del estado que guardaba la


administración pública federal que heredaban. Una visión con fuerte contenido ideológico,
ferozmente crítica de las reformas del “periodo neoliberal”, llena de prejuicios sin soporte
empírico, pero útil para justificar las acciones de transformación.1

El diagnóstico partía de la idea de que el modelo neoliberal habría traído una forma de
organizar la administración, donde los organismos se desagregaron en unidades de tipo
empresarial “dedicadas a la gestión de asuntos particulares del sector público, con misión,
planes de negocios y autonomía gerencial propias”2 en detrimento de las secretarías de Estado
bajo el mando presidencial.

El neoliberalismo habría reducido el aparato administrativo para fomentar inversiones y


crecimiento. Una vez conseguido este objetivo, principalmente por la venta de empresas
paraestatales, comenzó un proceso de creación de nuevos organismos imaginados como
agencias especializadas enfocadas en resolver problemas específicos. Además, siguiendo
recomendaciones de organismos internacionales para descentralizar la administración, se
crearon órganos desconcentrados, organismos descentralizados y órganos constitucionales
con autonomía técnica y fuera de las cadenas de mando secretarial. El resultado neto fue la
creación de “instituciones redundantes, con duplicidad de funciones y de oficinas y partidas
presupuestales sin propósito o resultados”.3
Ilustración: Víctor Solís

Este modelo de administración pública habría tenido varias consecuencias negativas. En


primer lugar, menor eficiencia en la prestación de servicios públicos y escasa transparencia y
rendición de cuentas. En segundo lugar, dispersión de recursos y objetivos que dificultaba la
planeación, la toma de decisiones y la coordinación orgánica de las instituciones. En tercer
lugar, que los actores privados obtuvieron mayor poder de influencia, lo que dificultaba
garantizar el interés general.

Según el diagnóstico, aunque los organismos descentralizados, los órganos desconcentrados y


las instituciones autónomas fueron establecidos como entidades técnicas e imparciales, en
realidad su creación atendió a un objetivo clientelar. Fue la entrega de instituciones públicas al
sector privado mediante un sistema de cuotas a intereses académicos, políticos y económicos.
En suma: un escenario de clientelismo y corrupción.

En la narrativa del presidente López Obrador, el diagnóstico anterior obligaría a racionalizar


la estructura orgánica de la administración pública y a desmantelar a los organismos
“innecesarios, superfluos y que duplican funciones”. Esto permitiría usar eficientemente los
recursos, agilizar los procesos administrativos y aprovechar los bienes nacionales
adecuadamente. La idea era lograr una “regeneración ética de las instituciones”, necesaria para
tener un “gobierno austero, transparente, incluyente, apegado a derecho, capaz de responder
al interés superior de la sociedad y generar la confianza de las personas” (Plan Nacional de
Desarrollo 2019-2024).

Todo esto se haría mediante dos estrategias.

La primera consistía en la fusión, integración o extinción de órganos desconcentrados,


organismos descentralizados, fideicomisos o unidades administrativas y la transferencia de
sus funciones a las secretarías de Estado. El objetivo de compactar la administración pública
federal permitiría “políticas públicas alineadas, coherentes y capaces de advertir las demandas
y necesidades de la sociedad mexicana”.4 Junto con lo anterior, se pusieron en marcha diversas
acciones para reducir el número de mandos medios y superiores de las dependencias y
entidades, así como de los salarios y, sobre todo, de las prestaciones adicionales. Esta
estrategia encontró sustento jurídico en la Ley Federal de Remuneraciones de los Servidores
Públicos, la Ley Federal de Austeridad Republicana y diversas normas de carácter
administrativo emitidas por las secretarías de Hacienda y de la Función Pública.

La segunda estrategia fue reforzar las facultades jurídicas de la administración para


salvaguardar el interés general frente al privado; corregir los actos administrativos producto
de la corrupción; y fortalecer la rectoría económica del Estado y su función como garante de
derechos.5 Un buen ejemplo de ello fue el decreto que declaró de utilidad pública la
prestación del servicio público de diversos tramos concesionados a Ferrosur y la orden de
ocupación temporal inmediata en favor de Ferrocarril del Istmo de Tehuantepec, entidad
sectorizada en la Secretaría de Marina.
Ilustración: Víctor Solís

De acuerdo con la narrativa oficial, la nueva forma de racionalizar la administración pública


federal permitiría alcanzar varios objetivos. En primer lugar, que el nuevo aparato burocrático
garantice derechos fundamentales como la seguridad, la salud, la educación, la vivienda y la
cultura. En segundo lugar, alcanzar el derecho a una buena administración. En tercer lugar,
combatir la corrupción y el clientelismo propios del periodo neoliberal. En cuarto, revertir los
“robos monumentales de recursos que fueron acompañados por el dispendio, la suntuosidad y
la frivolidad a expensas del erario”. Finalmente, eliminar la dispersión de recursos públicos y
dirigirlos a la satisfacción de las necesidades sociales de la población.

Nadie en su sano juicio puede objetar los objetivos planteados. Nadie en su sano juicio puede
sostener que se alcanzaron o que se está en vías de alcanzarlos.

La evidencia que existe muestra que los problemas de seguridad, salud o educación persisten
y que se han agravado. Existen también numerosos indicios de que la calidad de los servicios
públicos se ha deteriorado y que tenemos una administración que ejerce sus funciones en
condiciones precarias. Por otro lado, existe evidencia contundente de que la corrupción
persiste, el clientelismo resurge y las malas prácticas, como las adjudicaciones directas o los
sobreprecios en las obras públicas, lejos de erradicarse se han normalizado.

La purificación de la administración pública y la austeridad republicana no se encuentran por


ninguna parte. No ha habido ahorros presupuestales ni reducciones de plazas en la
administración pública.

Lo que sí hubo fue una reorganización interna de la administración en la cual hay sectores y
secretarías que ganan y otros que pierden. Casualmente, una de las secretarías más
beneficiadas en la creación de plazas fue la Secretaría de Bienestar que sumó 20 000
servidores de la nación a su nómina.

De todo esto, quizá lo más preocupante sea la desprofesionalización de la administración


pública, pues la proporción de mandos medios y superiores respecto a las plazas operativas y
enlaces disminuyó notablemente. En 2018 el porcentaje de mandos medios en la
administración pública federal era de 15 %. Para 2021 (última cifra disponible) fue de 8 %.

La disminución en los porcentajes de personal calificado, la decisión de privilegiar la lealtad


sobre la capacidad y la reducción de niveles salariales nada tiene que ver con el logro de los
objetivos planteados. Por el contrario, estas políticas bien podrían ir en menoscabo de una
administración más eficaz y menos corrupta.

Con independencia de lo acertado o no del diagnóstico sobre la administración pública de los


“tiempos neoliberales”, en el fondo, ¿qué se esconde detrás de esta retórica? Un análisis
somero permite destacar varias dimensiones.

La primera consiste en regresar a un modelo administrativo donde las facultades y las


decisiones estén concentradas en las secretarías de Estado y a través de ellas en el titular del
Ejecutivo. Con ello se reducen las líneas de mando y se incrementa el control. Por ello resulta
necesario eliminar los organismos descentralizados o desconcentrados que gozan de
autonomía técnica bajo el argumento de eliminar duplicidades y gastos innecesarios. El
siguiente paso, hecho explícito por el presidente e intentado, pero hasta el momento no
logrado, es la desaparición de los órganos constitucionales autónomos y el regreso de sus
funciones al ámbito administrativo del Poder Ejecutivo. Por eso, el presidente ha dicho que
“vemos organismos autónomos creados por ley, cuántos hay y cuánto nos cuestan, y si
podemos trasladar las funciones, esos organismos a las dependencias existentes”.

La segunda dimensión es una vuelta al Estado interventor, capaz de conducir el desarrollo


nacional. Pero a diferencia del pasado, la administración responsable de esta conducción debe
ser pequeña, concentrada, con pocos funcionarios y salarios modestos: un conjunto de
servidores públicos que deben privilegiar la lealtad sobre la técnica; una lealtad entendida
como la renuncia de la capacidad de cuestionar al jefe máximo. Este principio se expresa bajo
el sofisma de que “lo importante no es el cargo, sino el encargo”.

Una tercera dimensión es asegurar que la administración pueda hacer prevalecer el “interés
general”, el “interés público”, el “interés social” y la “seguridad nacional” sobre los intereses
privados. Para ello, se deben poder usar sin recato y con menoscabo del Estado de derecho las
herramientas que permitan cumplir esa función: los decretos ejecutivos, la expropiación, la
extinción de dominio, la nulidad de los actos administrativos y el aprovechamiento de los
bienes nacionales que fueron privatizados. Se trata de asegurar que la administración pública
pueda “revisar, modificar, nulificar y revocar actos administrativos que no respondan al
interés general o que quebranten las leyes en beneficio de intereses privados”.6 Asimismo,
debe “tener atribuciones para llevar a cabo actos que corrijan las desviaciones que puedan
darse tanto por infracciones a la ley como por la existencia de acontecimientos que
modifiquen las condiciones iniciales en que se emitieron los actos administrativos” y que
resulten perjudiciales al interés general.7

El problema es que, con base en conceptos amplios e indeterminados como “interés público”
o “interés social”, en realidad se amplían las facultades discrecionales de la administración —
en especial las del presidente, que ya no encuentra contrapesos en los procedimientos
administrativos— y se reducen la transparencia, la rendición de cuentas y los espacios de
defensa de los ciudadanos.

Una administración demasiado poderosa y dominada por una voluntad política


incuestionable desde dentro—en razón de la lealtad— y desde fuera —en razón de la
exclusión— es no sólo antidemocrática sino ineficaz.

La verdadera ambición en estos cinco años ha sido contar con una administración dúctil a las
decisiones presidenciales más que a la racionalidad del diseño de las políticas públicas, sin
contrapesos internos y donde el juicio del líder prevalece sobre las consideraciones técnicas y
legales. Se trata de una administración austera en la intención, pero discrecional en la acción;
donde el uso de los recursos está orientado por las prioridades del líder y en la que el
voluntarismo guía las decisiones.

La apuesta de este gobierno no ha sido por el fortalecimiento del Estado, sino del poder
presidencial a costa de la democracia y de la eficacia.

Una regresión por donde se le mire.


Ma. Amparo Casar
Analista política y presidenta de MCCI

Sergio López Ayllón


Investigador visitante del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM

1 Curiosamente este diagnóstico no se plasmó en un documento programático ni en reformas


legislativas durante los primeros cuatro años del gobierno de López Obrador (salvo el Plan
Nacional de Desarrollo, que fue ignorado). Tampoco hubo un programa sectorial para la
Secretaría de la Función Pública (más allá de un programa de transparencia que no tuvo
aplicación). Se hizo explícito en dos iniciativas de reforma administrativa presentadas por el
Ejecutivo a la Cámara de Diputados el 24 de marzo y el 13 de abril de 2023. Su intención era
reestructurar a la administración pública federal, dotarla de nuevas facultades administrativas
y de mayor discrecionalidad. Al momento de escribir este ensayo esas iniciativas no han sido
aún dictaminadas.

2 Exposición de motivos del Proyecto de Decreto que modifica diversos ordenamientos en


materia de simplificación orgánica, publicado en el Anexo II de la Gaceta Parlamentaria de la
Cámara de Diputados del 18 de abril de 2023, p. 5.

3 Plan Nacional de Desarrollo 2019-2024, publicado en el DOF el 12/07/19, p. 14.

4
Op. cit supra nota 2, p. 2.

5 Véase: Exposición de Motivos del Proyecto de Decreto por el que se reforman, adicionan y
derogan diversas disposiciones en materia administrativa del 24 de marzo de 2023, p. 1.

6 Idem, p. 16.

7 Ibidem.

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