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Desde siempre, el presidente López Obrador tuvo en poca estima a la administración pública,
que le generaba una enorme desconfianza. Era una burocracia dorada que acumulaba altos
salarios e innumerables privilegios; un “elefante reumático”, difícil de mover; opuesta al
cambio y saturada de corrupción. Además, era un impedimento para hacer las cosas “bien y
rápido”. Un contrapeso ilegítimo a las decisiones que le correspondía tomar a un presidente a
quien la mayoría de la población le había otorgado su confianza. Una mayoría que, en su
concepción, le otorgó un cheque en blanco.
Para el presidente López Obrador “gobernar no tiene mucha ciencia”. Por ello, las recetas para
resolver todos estos males eran de una simplicidad extraordinaria. Para acabar con la
burocracia dorada había que eliminar los altos sueldos y los privilegios acumulados. Para el
resto de los servidores públicos, era hacer más con menos. Para erradicar la corrupción, dar
ejemplo de honestidad, en palabras del propio presidente: “Barrer las escaleras de arriba para
abajo”.
Estas tres recetas tenían un sustento moral: la idea juarista de la “justa medianía”, el mantra de
servir al pueblo y la internalización del valor de la honestidad.
Detrás de esta concepción moral, se fue revelando la verdadera visión política. Una visión
fundada en la convicción de que para alcanzar la transformación del país hacía falta un
gobierno de funcionarios leales más que competentes; un gobierno fuerte, disciplinado, sin
fisuras en el interior y con amplias atribuciones discrecionales. Un gobierno capaz de
responder sin chistar a las decisiones del presidente que ejercía legítimamente su poder.
El diagnóstico partía de la idea de que el modelo neoliberal habría traído una forma de
organizar la administración, donde los organismos se desagregaron en unidades de tipo
empresarial “dedicadas a la gestión de asuntos particulares del sector público, con misión,
planes de negocios y autonomía gerencial propias”2 en detrimento de las secretarías de Estado
bajo el mando presidencial.
Nadie en su sano juicio puede objetar los objetivos planteados. Nadie en su sano juicio puede
sostener que se alcanzaron o que se está en vías de alcanzarlos.
La evidencia que existe muestra que los problemas de seguridad, salud o educación persisten
y que se han agravado. Existen también numerosos indicios de que la calidad de los servicios
públicos se ha deteriorado y que tenemos una administración que ejerce sus funciones en
condiciones precarias. Por otro lado, existe evidencia contundente de que la corrupción
persiste, el clientelismo resurge y las malas prácticas, como las adjudicaciones directas o los
sobreprecios en las obras públicas, lejos de erradicarse se han normalizado.
Lo que sí hubo fue una reorganización interna de la administración en la cual hay sectores y
secretarías que ganan y otros que pierden. Casualmente, una de las secretarías más
beneficiadas en la creación de plazas fue la Secretaría de Bienestar que sumó 20 000
servidores de la nación a su nómina.
Una tercera dimensión es asegurar que la administración pueda hacer prevalecer el “interés
general”, el “interés público”, el “interés social” y la “seguridad nacional” sobre los intereses
privados. Para ello, se deben poder usar sin recato y con menoscabo del Estado de derecho las
herramientas que permitan cumplir esa función: los decretos ejecutivos, la expropiación, la
extinción de dominio, la nulidad de los actos administrativos y el aprovechamiento de los
bienes nacionales que fueron privatizados. Se trata de asegurar que la administración pública
pueda “revisar, modificar, nulificar y revocar actos administrativos que no respondan al
interés general o que quebranten las leyes en beneficio de intereses privados”.6 Asimismo,
debe “tener atribuciones para llevar a cabo actos que corrijan las desviaciones que puedan
darse tanto por infracciones a la ley como por la existencia de acontecimientos que
modifiquen las condiciones iniciales en que se emitieron los actos administrativos” y que
resulten perjudiciales al interés general.7
El problema es que, con base en conceptos amplios e indeterminados como “interés público”
o “interés social”, en realidad se amplían las facultades discrecionales de la administración —
en especial las del presidente, que ya no encuentra contrapesos en los procedimientos
administrativos— y se reducen la transparencia, la rendición de cuentas y los espacios de
defensa de los ciudadanos.
La verdadera ambición en estos cinco años ha sido contar con una administración dúctil a las
decisiones presidenciales más que a la racionalidad del diseño de las políticas públicas, sin
contrapesos internos y donde el juicio del líder prevalece sobre las consideraciones técnicas y
legales. Se trata de una administración austera en la intención, pero discrecional en la acción;
donde el uso de los recursos está orientado por las prioridades del líder y en la que el
voluntarismo guía las decisiones.
La apuesta de este gobierno no ha sido por el fortalecimiento del Estado, sino del poder
presidencial a costa de la democracia y de la eficacia.
4
Op. cit supra nota 2, p. 2.
5 Véase: Exposición de Motivos del Proyecto de Decreto por el que se reforman, adicionan y
derogan diversas disposiciones en materia administrativa del 24 de marzo de 2023, p. 1.
6 Idem, p. 16.
7 Ibidem.