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El profeta y el estadista
Jesús Silva-Herzog Márquez
Noviembre 1, 2022

La política es malabarismo de alto riesgo. En el centro de la


escena un temerario que juega con una estrella de cuchillos. El
malabarista hace girar las navajas en el aire mientras brinca de
un terremoto a otro. Maquiavelo retrataba al príncipe como el
personaje que tenía un ojo puesto en el peligro futuro y otro en
la amenaza presente. Resolvía la emergencia de la mañana
preparándose para la improbable desgracia de la noche.
Anatomía extraordinaria, la del príncipe maquiaveliano: fuerza
y determinación de guerrero, agilidad de gimnasta, mirada
nutrida de memoria y anticipación; inteligencia fría y
percepción sensible.
Ilustración: José María Martínez
Maquiavelo sabía que con esa materia no podía hacerse ciencia.
No había técnica que aprender. Apenas lecciones vagas de
precedentes irrepetibles. Los estudios de liderazgo tienden a la
hagiografía. A unos meses de cumplir los 100 años, Henry
Kissinger ha publicado un libro sobre la naturaleza del
liderazgo que es, de algún modo, santificación de estadistas.
Historia de políticos que anclaron su poder en un diagnóstico
de la circunstancia, que levantaron inventario realista de
recursos y debilidades, que hicieron una convocatoria
persuasiva y que lograron, en cierta medida, su propósito. No
se ha remontado a la historia antigua. Ha compuesto una
galería compacta de líderes del siglo XX que pudo conocer en
su intensa, polémica, pero no tan larga, carrera diplomática.
Seis arquitectos del mundo de la posguerra. En cada uno de
ellos, el diplomático que Christopher Hitchens quiso ver en la
cárcel encuentra un ancla estratégica. Konrad Adenauer se
planta en la humildad tras la derrota alemana. Charles de
Gaulle ejemplifica la reciedumbre de la voluntad. Anwar Sadat
fue movido por un impulso de la trascendencia. Lee Kuan Yew,
el fundador de Singapur, por una ambición rigurosa de
excelencia; Margaret Thatcher, por la llama de sus
convicciones. Aparece también en la galería el antiguo jefe de
Kissinger, Richard Nixon, en quien detecta una estrategia de
equilibrio.

Ninguno de ellos fue gerente de la cosa pública. A ninguno se le


reconoce como administrador eficiente que cuida atentamente
ingresos e inversiones, que aceita la maquinaria de la
burocracia para cumplir con sus rutinas, que cuida
honestamente una herencia para trasmitirla al sucesor. Cada
uno de ellos fue, a su modo, un agente de transformaciones
profundas y, por ello, un innovador. Obligados a encarar la
crisis, los personajes que Kissinger retrata no pretendieron
moderación. Para ninguno de ellos el consenso fue el valor
fundamental. Cosecharon por eso, como si fuera un trofeo, el
antagonismo.

Kissinger ofrece dos tipos ideales para retratar el liderazgo del


cambio: el estadista y el profeta. El estadista busca el arraigo de
la innovación. Percibe la política como un espacio cargado de
riesgos y por ello se esmera en la edificación de instituciones
perdurables. Su voluntad busca cauce. Sabe bien que sus
proyectos pueden descarrilarse si no encuentran rieles firmes.
Hay en el estadista una sospecha en el personalismo que lo
incluye a sí mismo. El único gobernante confiable, decía Burke,
es el que reconoce su falibilidad. El estadista cree en su causa y
en su ruta, pero se atreve a dudar. A la duda está negado, por el
contrario, el profeta. Invoca la trascendencia de su misión como
prueba de justicia absoluta. Su enorme mérito es que logra
redefinir, en una comunidad, lo que se considera posible. La
política deja de ser el reino de lo conocido para ser el espacio
de lo imaginable. Por eso empeña sus esfuerzos en borrar el
libro del pasado y se celebra en la conquista de los símbolos.
No pierde el tiempo administrando. Lo suyo es la
escenificación de la trascendencia.

Jesús Silva-Herzog Márquez


Profesor de la Escuela de Gobierno del Tecnológico de
Monterrey. Su más reciente libro es La casa de la contradicción.

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