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Gramsci y el esperanto
Jesús Silva-Herzog Márquez
Se p t i e m b r e 1 , 2 0 2 2
El cuerpo fue su primer maestro. Un profesor cruel le torcía los huesos a Antonio
Gramsci para aleccionarlo. No habrá tenido recuerdos de una vida sin sufrimiento. A los
18 meses le detectaron una pequeña bola en la espalda. Los doctores del pueblo, sin saber
bien a bien qué mal lo aquejaba, fueron ensayando torturas para enderezarle la columna.
Experimentaban con inyecciones y frotes. Lo colgaban del techo durante horas. No
servía de mucho. El cuerpo del niño se iba enroscando cada vez más y los suplicios se
volvían insoportables. A los 4 años se desmayó por los dolores que sentía. Imaginando el
desenlace, la madre de Antonio pidió al carpintero que le fueran preparando una
pequeña caja blanca. El ataúd permanecería en una esquina de la casa de los Gramsci
durante años.
Tal vez una de las expresiones que más claramente muestran la necesidad de afinar la
razón política es la defensa que Gramsci hace de la traducción como metáfora de la
actuación histórica. Toda idea general ha de encontrar su traslación al idioma propio. Las
categorías del enfoque gramsciano son eso: escucha del dialecto al que ha de verterse la
filosofía. Es reveladora la polémica de Gramsci con el esperanto: esa fantasía de un
idioma universal que permitiría el entendimiento de todos los seres humanos. La
polémica, naturalmente, estaba cargada de política: la Unión Soviética, en sus primeros
momentos, promovía activamente el esperantismo como instrumento de la revolución
mundial. El idioma, respondió muy pronto Gramsci, no puede ser considerado
simplemente como un instrumento. No es una moneda para trasmitir significados: es el
reflejo de una cultura, un portador de belleza. Y la belleza no puede más que apreciarse
en el tiempo y en la tierra. Las palabras viven: son historia. Para el lingüista era absurdo
imaginar un idioma petrificado, un idioma único que asignara un nombre universal a las
cosas, que no se transformara con el tiempo, que no variara con el clima, que no
estuviera rodeado de una estimulante ambigüedad.
Jesús Silva-Herzog Márquez