El Tratado de Libre Comercio de América del Norte cumplió
el objetivo para el que fue diseñado, pero no logró mucho de lo que sus defensores prometieron. Treinta años después, esta contradicción explica gran parte de la divergencia al interpretar el tratado y la idea más amplia de América del Norte. Y aunque el TLCAN lleva ya tres años sepultado, esta misma ofuscación continúa tiñendo las promesas, los peligros y los posibles futuros de la región.
En el fondo, el TLCAN fue diseñado como un contrato
económico que crearía un contexto legal para expandir el comercio y la inversión. En este sentido, no cabe duda de que el TLCAN tuvo éxito. El comercio entre Canadá, México y Estados Unidos se disparó en los años transcurridos entre la puesta en marcha del tratado y el doble impacto ocurrido en 2001: los ataques del 11 de septiembre y el ingreso de China a la Organización Mundial del Comercio debilitaron el impulso económico del TLCAN. A pesar de esos frenos, las relaciones económicas regionales se han mantenido profundas y resistentes, aunque nunca hayan recuperado su dinamismo inicial.
Pero en los años de su gestación, los proponentes del tratado lo
vendieron no sólo como un contrato, sino como una visión utópica: la firma del TLCAN, afirmaron sus creadores, llevaría a México al mundo desarrollado y lo democratizaría, pondría fin a la migración indocumentada hacia Estados Unidos y revitalizaría la economía canadiense; anunciaría una nueva era de cooperación y comunidad entre un Estados Unidos a menudo obstinado y sus cautelosos vecinos; y elevaría a América del Norte en un mundo posterior a la Guerra Fría, donde los bloques económicos regionales ocuparían el lugar de una competencia bipolar en materia de seguridad, dentro de la cual el intercambio económico y la formulación de normas eran territorio casi exclusivo del Atlántico Norte. Con el TLCAN, México ascendería a las grandes ligas; se le concedería un sitio en la mesa.
Pero ¿qué provoca una reacción más fuerte que la idea de
utopía de alguien más? Para algunos, la visión más amplia del TLCAN hizo del tratado un mal presagio de un nuevo globalismo que amenazaba con poner fin a la soberanía nacional, aunque esos temores atribuyeron una importancia desproporcionada a un tratado bastante limitado. Aun así, el elitismo corporativo del TLCAN (evidente incluso durante las negociaciones en las constantes consultas del Representante Comercial de Estados Unidos con las principales empresas estadunidenses, la omnipresencia de los grandes industriales mexicanos en el “cuarto de al lado”, y el intenso cabildeo de todos ellos en el Congreso) proporcionó material suficiente para que las interpretaciones conspirativas y a veces fantásticas parecieran creíbles. Resonaron no sólo en los rincones del entonces naciente internet, sino también en programas de televisión estadunidenses con millones de espectadores: primero en CNN y luego en Fox, Lou Dobbs arremetió contra el TLCAN y los inmigrantes mexicanos, advirtiendo incluso que “sólo un tonto se negaría a ver” las pruebas de una próxima “superautopista del TLCAN” que abriría fronteras y allanaría el camino para una Unión Norteamericana supranacional.
Sin embargo, los teóricos de la conspiración no eran los únicos
preocupados por el TLCAN. Para muchas organizaciones progresistas de la sociedad civil, líderes sindicales, académicos preocupados e industrias en aprietos, el tratado se convirtió en el chivo expiatorio de una serie de cambios sociales y económicos de mayor envergadura. El pacto fue señalado como la causa del aumento de la obesidad en México, la evaporación de empleos en la industria estadunidense y canadiense, el creciente comercio ilícito y más. De Chiapas a Quebec, el TLCAN adquirió una potencia simbólica. Aunque las preocupaciones eran dispares, había un hilo recurrente: América del Norte (al igual que la Organización Mundial del Comercio, en protestas a menudo coincidentes) sugería un desplazamiento en la agencia de los gobiernos locales a actores lejanos y por lo general desconocidos. Tras varias décadas en las que la Guerra Fría se había centrado en el Estado nación como lugar de las amenazas, la seguridad y la identidad, la máxima autoridad parecía ahora desvanecerse en una niebla distante, ya fuera en Washington, Ginebra o los caprichos de una economía global sin rostro. Irónicamente, para los defensores del TLCAN, el tratado ofrecía certidumbre en forma de reglas más claras y acceso constante al mercado; para los críticos, era la incertidumbre lo que hacía que el TLCAN fuera tan preocupante. Ilustración: Adrián Pérez
Yo tenía sólo 10 años cuando el TLCAN entró en vigor, pero
algunos años más tarde fui testigo directo de los virulentos desacuerdos que surgieron a raíz de visiones divergentes del pacto. Tuve la fortuna de tener a Robert A. Pastor como supervisor y mentor de mi doctorado durante los últimos años de su vida. Pastor, politólogo de formación, tenía una carrera política que se remontaba a la administración Carter y fue un conocido estudioso y profesional de las relaciones entre Estados Unidos y América Latina; su interés por mejorar los vínculos con México —y sus esperanzas en la democratización mexicana— lo llevaron a abogar por la aprobación del TLCAN. Fue como resultado de sus escritos sobre una “comunidad norteamericana”, y más tarde sobre La idea norteamericana, que Pastor fue apodado “el padre de la Unión Norteamericana”. Era un sobrenombre que rechazaba y al mismo tiempo disfrutaba.
Las intervenciones de Pastor en el debate sobre la integración
norteamericana fueron relativamente tecnocráticas y académicas, pero aun así generaron conspiraciones y mensajes de odio de la izquierda y la derecha. Pastor fue objeto de una crítica antiglobalista por el mismo autor que introdujo el término “lancharapidear” (swiftboated) en el léxico político estadunidense con sus falsas —pero influyentes— acusaciones de que el candidato presidencial estadunidense John Kerry había mentido acerca de su servicio militar en la guerra de Vietnam. Éste y otros ataques similares suponían que mi profesor ejercía una influencia incalculable en consejos secretos, aunque la verdad es que Pastor había tenido que luchar solo para conseguir una audiencia con políticos canadienses, mexicanos y estadunidenses. Su programa distaba mucho de ser una “unión” que absorbiera a las tres naciones y, en cambio, imaginaba una “comunidad” de tres Estados soberanos. En realidad, su visión era mucho más modesta de lo que sospechaban sus conspiradores acosadores: Pastor simplemente creía que una apreciación más profunda de los puntos comunes de América del Norte y una dedicación a soluciones cooperativas complementarían los intereses económicos que los tres países ya compartían.
Las visiones utópicas y las protestas contrautópicas que giraron
en torno al TLCAN fueron a menudo exageradas, pero no del todo fuera de lugar. El tratado comercial promovía una visión particular de la modernidad, una que tendría implicaciones mucho mayores para México que para los otros dos países. Por ese motivo, el TLCAN fue aceptado con mayor entusiasmo por las élites mexicanas, inicialmente los economistas tecnócratas del PRI y más tarde un sector empresarial cuya riqueza y poder crecieron como consecuencia del tratado. El objetivo del TLCAN era afianzar esa visión liberal y atar las manos de gobiernos posteriores (quizás izquierdistas, populistas o nacionalistas) que pudieran intentar cambiar las estructuras económicas de México. En efecto, trajo consigo esa visión de modernidad, pero sólo para ciertos segmentos de la fragmentada economía del país. Los sectores informales en expansión del mercado laboral y los sectores ilícitos de la economía —como gran parte del sur de México— se vieron afectados por el TLCAN, pero operaron al margen de la gobernanza económica norteamericana.
En un sentido más estricto, partes de la visión de modernidad
del TLCAN se han cumplido en gran medida, hasta el punto de que se dan por sentadas. Si la modernidad significa precios más bajos y mayores opciones en bienes de consumo, entonces el tratado marcó un hito en la modernización mexicana. En la efervescencia del momento unipolar —los pocos años transcurridos entre la caída de la Unión Soviética y los atentados del 11 de septiembre y la adhesión simultánea de China a la OMC— muchos creyeron que esta libertad de mercado iría acompañada de prosperidad, democracia, paz y cosmopolitismo. Todo lo bueno iría de la mano en América del Norte. Entonces, otros elementos de la visión más amplia
obviamente quedaron muy por debajo de estas expectativas.
Una vez más, el TLCAN era un contrato económico, y además cerrado. No fue diseñado como una herramienta para resolver problemas transnacionales más allá de reducidos conflictos comerciales y de inversión. América del Norte evitó los mecanismos de creación de instituciones que en aquel momento estaban de moda, de diferentes maneras, tanto en Europa como en América del Sur. La lógica geoeconómica de una América del Norte cohesionada y competitiva perdió coherencia cuando China se convirtió, en palabras del profesor de la UNAM Enrique Dussel Peters, en “el huésped no invitado del TLCAN”.
A nivel interno, el TLCAN no consiguió elevar los ingresos
mexicanos a los niveles estadunidenses. Estuvo acompañado de una mayor —y a menudo indocumentada— migración. Al igual que un sector manufacturero superior de exportación se convirtió en una característica destacada de la economía mexicana, también fue un enorme y arraigado mercado laboral informal. El limitado potencial del TLCAN como mecanismo para la cooperación regional en otros asuntos espinosos — como extender la libertad de circulación legal a los trabajadores mexicanos, en lugar de reservarla sólo para capitales y materias primas— fue una cualidad y no un error: los negociadores del tratado mantuvieron fuera de la mesa temas políticamente explosivos como la migración o las instituciones supranacionales, para no descarrilar los esfuerzos por integrar el comercio y los mercados de inversión.
El tratado cambió profundamente las tres economías, pero la
transformación fue más evidente en México. Desde la perspectiva económica mexicana, quizá lo mejor que se pueda decir del TLCAN es que México evitó seguir el rumbo de Brasil y otros países de América del Sur, donde una dependencia cada vez mayor de la exportación de materias primas ha socavado la industrialización nacional y regional. En el caso de México, la industrialización no ha sido la panacea que alguna vez esperaron sus promotores, pero la mayoría de los países seguramente preferirían ser la sede de un sector manufacturero diverso y dinámico que un Estado petrolero en decadencia en la era del cambio climático (la fijación del actual presidente mexicano por las refinerías de petróleo es una desconcertante excepción).
México es la única gran economía latinoamericana que está
profundamente inserta en las cadenas de valor mundiales, con posibilidades reales a corto plazo de aumentar el valor agregado de esos vínculos, con muchas empresas y el gobierno estadunidense intentando reducir la dependencia de China en la producción estratégica. Canadá también se ha vinculado aún más a esas cadenas y, gradualmente, también a México, aunque en algunos aspectos ha luchado más que México por desprenderse de su propio papel de productor de materias primas. Para la gigantesca economía estadunidense, el efecto del TLCAN fue menos notable, aunque con frecuencia se fusionó con la rápida expansión de las tecnologías de ahorro de mano de obra en la industria manufacturera y los efectos más amplios de la desviación del comercio y la inversión hacia China. Entonces, en términos de la percepción pública, el TLCAN probablemente fue sobrevalorado y poco preciso. A menudo se tomó como una gran visión de la modernidad: utópica o distópica, según se mire. Pero por parte de Estados Unidos, fue el proyecto económico de George H. W. Bush, un presidente famoso por desestimar la importancia de “la cuestión de la visión”. El TLCAN nació como un tratado comercial, no como una vía para la construcción de una región. Tenía una visión de cooperación, pero basada en la ventaja comparativa intrarregional, más que en la “comunidad norteamericana” que imaginaba mi exsupervisor.
Este origen tuvo todo tipo de consecuencias; la más obvia es la
falta de una organización regional norteamericana y la ausencia de figuras públicas —sobre todo en Estados Unidos y Canadá— que hablen con orgullo de “América del Norte”. Hace una década, el académico de Relaciones Internacionales de Oxford, Andrew Hurrell, calificó a América del Norte como “una región que no se atreve a pronunciar su nombre”; el cambio del TLCAN al T-MEC eliminó esas dos palabras de la carta regional, añadiendo presciencia y conmoción a la observación de Hurrell. Después de sobrevivir al shock de la administración Trump, “América del Norte” ahora casi provoca nostalgia por un momento en el que las utopías regionales eran al menos imaginables.
Pero los efectos también han sido más prosaicos. A modo de
ilustración, piense en el símbolo “CE” que señala que los productos cumplen con las regulaciones europeas. Este año también cumple tres décadas de existencia; tiene tanta presencia en el mundo que pasa desapercibido. América del Norte, en cambio, no tiene ese símbolo ni el marco normativo común que lo requeriría, a pesar de que comercia casi tanto como Europa. El equivalente por defecto es un sello “FCC”, una designación otorgada de manera unilateral por una agencia estadunidense.
Pero posiblemente —a pesar de sí mismo y del continuo
unilateralismo estadunidense— el TLCAN sí catalizó bastante la construcción regional. Esta integración comenzó en gran medida de abajo hacia arriba, en el frágil contexto institucional que había creado el TLCAN. Además de las conexiones del sector empresarial en materia de comercio, producción e inversión, los vínculos sociales y políticos entre los tres países se han fortalecido mucho en las décadas transcurridas desde la firma del tratado. La migración de todo tipo ha construido sociedades estrechamente interconectadas; las autoridades de los estados fronterizos han encontrado formas de gestionar la realidad de las profundas interdependencias; los grupos de la sociedad civil comparten financiación y conocimientos; y los funcionarios de diversos organismos nacionales mantienen relaciones de larga data. Ésa es la paradoja funcionalista del TLCAN: una profunda y multifacética interdependencia que en gran medida no ha logrado estimular la creación de instituciones o defensores influyentes que puedan aportar una visión real y renovada para América del Norte.
Sin embargo, el veredicto sobre el TLCAN sigue siendo
ambiguo. El comercio y la inversión han experimentado un auge, pero ¿con qué efectos sociales y políticos? El TLCAN solidificó una realineación de intereses y colocó a los países en un camino que incluso a los políticos que saltaron a la fama al oponerse al tratado —Donald Trump y Andrés Manuel López Obrador, desde distintas direcciones— les resultó difícil abandonar. Ante la amenaza de ruptura tras el ascenso del populismo nacionalista en Estados Unidos y, en menor medida, en México, muchos antiguos críticos del TLCAN decidieron que preferían vivir con él que sin él. Después del alarde y el daño real causado a las relaciones regionales por la retórica y las políticas de Trump, la negociación del T-MEC —y su eventual respaldo por líderes tan radicalmente diferentes como Trump, López Obrador y Justin Trudeau— eliminó parte de la crítica de los debates sobre el legado del TLCAN. Al parecer, el libre comercio llegó para quedarse. Ilustración: Adrián Pérez
Entonces, ¿hacia dónde se dirige América del Norte tres
décadas después del TLCAN y tres años después del T-MEC? El texto del tratado comercial y las estructuras de las instituciones regionales no han cambiado mucho. Las relaciones trinacionales han evolucionado y se han profundizado, aunque siguen definidas por la asimetría, la centralidad estadunidense y el frecuente bilateralismo, como ocurría antes del TLCAN. Lo que ha cambiado, profunda e inequívocamente, es el contexto global. Las relativas continuidades de América del Norte contrastan con un mundo de cambios: a diferencia de lo que ha sucedido en la Unión Europea, es difícil imaginar un “Méxit”.
Cualquier consideración sobre la pregunta “¿hacia dónde va
América del Norte a partir de ahora?” debe comenzar con un interrogante sobre cómo encajará América del Norte en un mundo que ya no se parece al “momento unipolar” del nacimiento del TLCAN. A pesar de medidas alentadoras como la revitalización de la Cumbre de Líderes de América del Norte y la cooperación intergubernamental asociada, el T-MEC no augura una nueva era de regionalismo. Una razón es que abundan diferentes visiones sobre el lugar de América del Norte en el mundo. En medio de una falta de consenso, cada país persigue intereses de maneras que a veces producen discordia. Para Estados Unidos, América del Norte funciona como una reserva estratégica y económica en una era de creciente tensión entre grandes potencias. La visión de competitividad regional, el apuntalamiento cercano o “amigo” y las formas de integración más excluyentes responden a la suposición de un “otro”. La competitividad implica competencia contra alguien; el friendshoring sugiere un enemigo compartido.
Para Canadá, en cambio, América del Norte fue y sigue siendo
un instrumento para gestionar las relaciones económicas, sociales y fronterizas con Estados Unidos; en su mejor expresión diplomática, la región proporcionaría una base económica segura para la deseada proyección de Canadá de “potencia media”.
Por el contrario, para México, el papel de América del Norte es
más complejo. Era una visión de la modernidad y una herramienta para un determinado camino hacia el desarrollo económico; ese camino ha sido rentable para algunos, pero difícilmente un billete de ida a la tierra prometida. Para México, América del Norte es un mecanismo para vincular a Estados Unidos con un conjunto de instituciones e intereses, un proyecto que ha tenido cierto éxito a pesar de las amenazas de Trump de amurallar a México y penalizar a ambos vecinos con aranceles en nombre de la “seguridad nacional”. México rara vez ha utilizado a América del Norte como una herramienta para mejorar su estatura diplomática global, con la excepción parcial de convertir a México en un centro para su red de acuerdos de libre comercio. Esto a pesar de la importancia del contexto mundial de 1990 —es decir, la caída del Muro de Berlín y el avance de la integración europea— para impulsar las ambiciones norteamericanas de México.
Una mayor aceptación del TLCAN 2.0 tampoco ha mejorado
las numerosas tensiones no comerciales de América del Norte. La negociación del tratado original estuvo a punto de descarrilarse por el secuestro de Humberto Álvarez Machaín, apoyado por Estados Unidos, por su presunta participación en la muerte del agente de la DEA, Kiki Camarena. Más recientemente, la integración norteamericana podría verse afectada por amenazas desquiciadas de acción militar contra México, una respuesta totalmente fuera de lugar al problema real del mercado trasnacional de fentanilo y las muertes por sobredosis en Estados Unidos. Otra amenaza, más banal, pero también más probable, es que la “cláusula de extinción” incluida en el T-MEC se utilice para buscar concesiones en lugar de cooperación. Si Canadá y México se enfrentan a interminables rondas de negociaciones de “empobrecer al vecino” (beggar-thy- neighbor) con Estados Unidos, este país podría descubrir que sus vecinos consideran que el juego no vale la pena.
Incluso frente a estas amenazas, es comprensible que las
grandes visiones de la “idea norteamericana” sigan siendo atractivas para académicos y diplomáticos, incluso para figuras como Pastor y estudiantes de relaciones internacionales como yo. A menudo asignamos un valor intrínseco a las instituciones internacionales. Aunque somos muy conscientes de las limitaciones de las organizaciones internacionales y del derecho internacional, tendemos a ver su expansión como preferible a su ausencia o erosión. ¿No debería ser este el caso en América del Norte, donde las conexiones son tan profundas y se comparten tantos intereses y valores? ¿No podría una visión más audaz ayudar a gestionar las inevitables irritaciones y ayudar a todos a ver el valor de la cooperación a largo plazo? Estados Unidos debería darse cuenta de que ahora tiene más en juego. Para que América del Norte ocupe un lugar más destacado como escenario de la acción colectiva mundial requeriría un mayor compromiso con una visión compartida del lugar de la región en el mundo.
Pero el camino creado por el TLCAN hace tres décadas hizo
menos probables tales salidas audaces; en ese sentido, los mecanismos creados para “fijar” una determinada visión de la región lograron exactamente aquello para lo que fueron diseñados: crear un nuevo statu quo definido por el pensamiento económico de principios de los años noventa y luego preservar esos intereses comerciales y de inversión. Quienes comparten alguna versión de la “idea norteamericana” harían bien en desviar la mirada de la región del comercio y la inversión, pero también de las utopías y distopías. Gran parte de la verdadera América del Norte se ha construido desde abajo, y es ahí donde debemos centrar nuestra atención. Si América del Norte quiere encontrar un lugar en un mundo más diverso, debe hacerlo demostrando su valor para el bienestar de los norteamericanos, que hasta ahora han visto la región con ambivalencia. Tom Long Profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad de Warwick y profesor afiliado del Centro de Investigación y Docencia Económicas. Es autor de dos libros: Latin America Confronts the United States: Asymmetry and Influence (Cambridge University Press, 2015) y A Small State’s Guide to Influence in World Politics (Oxford University Press, 2022).
Introducción al derecho internacional privado: Tomo III: Conflictos de jurisdicciones, arbitraje internacional y sujetos de las relaciones privadas internacionales