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El mito de la austeridad
Guillermo M. Cejudo
Octubre 1, 2023

Los presidentes cuentan con una Administración Pública Federal para ejecutar las leyes y
aplicar las políticas públicas. Más allá de la legitimidad de un gobierno o la popularidad de un
político, es la capacidad de la administración pública la que permite cumplir los programas,
garantizar los servicios públicos y resolver los problemas sociales.

Todos los presidentes han buscado moldear la administración con reformas, reorganizaciones
o decretos de austeridad. También desde el Congreso se han dado reglas para orientar el
desempeño de la administración pública, disminuir la discrecionalidad y facilitar la rendición
de cuentas. Los resultados no han sido particularmente exitosos: México no ha logrado
profesionalizar el servicio público, las estructuras se mantienen desarticuladas, los procesos
siguen siendo innecesariamente complejos, continúa habiendo pendientes en transparencia y
combate a la corrupción. Por todo ello, las personas que tratan con el gobierno suelen
encontrar trámites engorrosos, lentitud y opacidad.

Incluso en el apogeo de la visión privatizadora y desreguladora de los años ochenta, se


entendía a la administración pública como un vehículo para ejecutar las políticas de gobierno
y hacer realidad los planes. Desde 2018, con la llegada de López Obrador a la presidencia, ha
habido un cambio en la visión de la administración pública. El presidente dejó en claro que,
para él, la burocracia es “un obstáculo”, “un aparato oneroso e ineficiente”, “un elefante
reumático” que se usa para cometer actos de corrupción y enriquecerse. Todo esto
acompañado de la popular idea de que no puede haber “gobierno rico con pueblo pobre”.
Esta retórica fue eficaz para capitalizar políticamente los excesos de gastos de gobiernos
anteriores —el avión presidencial, las pensiones de los expresidentes, la Estela de Luz— y los
escándalos de innegable corrupción, como la Estafa Maestra, los gobernadores Duarte en
Veracruz y Chihuahua, la Casa Blanca o el caso Lozoya. Frente a ello, en lugar de imaginar los
ajustes necesarios en las leyes y los procedimientos para que estas situaciones no volvieran a
ocurrir, se adoptaron dos ideas rectoras: la austeridad republicana y la erradicación de la
corrupción.

La austeridad se lograría con la reducción del gasto y del tamaño de la burocracia. La


disminución de la corrupción con un dicho: “La corrupción se barre como las escaleras, de
arriba para abajo”. Bastaría con que el presidente fuera honesto para que el resto de la
pirámide también lo fuera.1 La idea de que la honestidad en la cúpula garantizaría lo demás
estuvo acompañada de otra similar: “Gobernar no tiene ciencia”, los funcionarios públicos
debían poseer “90 % de honestidad y 10 % de capacidad”. Supuestamente esto llevaría a
ahorrar más de 500 000 millones de pesos extras en los recursos públicos sin aumentar los
impuestos.

A cinco años de gobierno, los resultados están claros. Pese al discurso de austeridad, la
reconfiguración de la administración pública no logró mayor eficiencia, menor corrupción, ni
redujo el gasto gubernamental ni disminuyó el tamaño de la burocracia. El discurso de
“austeridad republicana” sirvió para legitimar ajustes en los presupuestos y las plazas de la
administración, y centralizar las decisiones. Lo que también se obtuvo fue la oportunidad de
reasignar recursos provenientes de los recortes a algunas dependencias favoritas del
presidente. Todo por fuera del control legislativo ordenado por la Constitución.
Ilustración: Víctor Solís
Hay muchas razones por las cuales los gobiernos no logran desarrollar administraciones
eficaces. La falta de recursos para invertir y atraer personal con talento; los incentivos que
hacen que la burocracia sea considerada como un botín político o la ausencia de decisiones
que trasciendan a una sola administración para ir fortaleciendo las capacidades de los
gobiernos. Pero hay también ocasiones en que esas capacidades son mermadas
deliberadamente: desmontando instituciones, reduciendo los recursos disponibles o
deslegitimando a los cuerpos burocráticos. Esto último es lo que ha ocurrido durante esta
administración.

En el mundo ha habido, desde los años ochenta, reformas administrativas justificadas por el
propósito de reducir el gasto público. Por presiones fiscales o por agendas ideológicas, se fue
impulsando la idea de que el gobierno era muy grande. Los ataques de Margaret Thatcher y
Ronald Reagan al sector público en los años ochenta estuvieron anclados en una retórica que
privilegiaba al sector privado y acusaba al sector público de ser parte del problema, no de la
solución. La crisis fiscal del Estado llevó a países a desmontar estructuras burocráticas,
privatizar empresas y servicios, reducir el personal estatal y disminuir la inversión pública.

Esta retórica tomó nuevo aire después de la crisis de 2008. Más recientemente, gobiernos de
extrema derecha en Brasil, Estados Unidos o Turquía, por ejemplo, han emprendido una
batalla contra el sector público, acusándolo de defender sus propios intereses. Trump buscó
centralizar el control de la burocracia desde la Casa Blanca. La retórica de que iba a “drenar el
pantano” de Washington D. C. sirvió para despedir u hostigar a funcionarios y agencias
enteras, para hacer recortes indiscriminados de presupuesto y para convertir miles de puestos
de funcionarios de carrera en nombramientos políticos.

Para la ciudadanía, la pérdida de capacidades administrativas del Estado suele convertirse en


políticas más deficientes y en servicios públicos de menor calidad. Los gobiernos que han
impulsado políticas de austeridad suelen toparse con nuevas dificultades derivadas de esas
mismas medidas: ahorros que nunca suman las cantidades previstas, pero que entorpecen la
operación regular de las oficinas públicas; nuevos controles que vuelven más rígida la toma de
decisiones y desmotivación de los servidores públicos.

Paradójicamente, las reformas administrativas de López Obrador se parecen mucho más a


las de una Thatcher, un Reagan o un Trump, que a las de la socialdemocracia o los gobiernos
de izquierda en América Latina. Tras la elección de 2018, el equipo del entonces presidente
electo anunció los “50 lineamientos generales para el combate a la corrupción y la aplicación
de una política de austeridad republicana”, que adelantaron las decisiones del nuevo gobierno:
reducción de las remuneraciones, consolidación de compras gubernamentales, eliminación de
plazas (se pretendía reducir en 70 % el personal de confianza), reducción de salarios de los
altos funcionarios, desaparición de las pensiones de expresidentes, prohibición de contratar
seguros médicos privados, suspensión de viajes al extranjero, eliminación de las delegaciones
federales.

La ruta de recortes no siguió una secuencia ordenada. Las leyes de remuneraciones y de


austeridad republicana se emitieron cuando algunas de sus principales decisiones ya habían
sido tomadas. A ambas leyes siguieron decretos presidenciales y circulares de las secretarías
de Hacienda (SHCP) y de la Función Pública (SFP) que imponían nuevas restricciones para
eliminar órganos desconcentrados y fideicomisos, contratar funcionarios, congelar el gasto
operativo o anunciar recortes a medio ejercicio presupuestario. Las leyes fueron impugnadas,
los decretos disputados y muchas decisiones tuvieron que ser corregidas en el camino, cuando
los efectos se iban haciendo evidentes. Con todo, es innegable que sectores enteros de la
Administración Pública Federal se enfrentaron, como no ocurría desde los años ochenta, a
recortes y restricciones formidables, al tiempo que otras gozaban de ampliaciones sin
precedentes.
Dada la centralidad de la “austeridad republicana” —que en algún momento amenazó con
convertirse en “pobreza franciscana”—, cualquier balance que se haga sobre los cambios en la
administración pública durante este gobierno debería dar cuenta de los ahorros y la reducción
de personal logrados. Pero los datos oficiales más actualizados son contundentes: la austeridad
no se ha traducido en ahorros generales ni en la disminución del tamaño de la burocracia.

Los presupuestos totales ejercidos no han tenido reducciones significativas. Incluso han ido en
aumento. El presupuesto ejercido en 2022 fue de 6.9 billones de pesos, 13 % por encima del
ejercido en 2018, que fue de 6.1 billones.2 No hay reducciones en los montos totales del
presupuesto, pero las leyes de remuneraciones de los servidores públicos y de austeridad
republicana han impuesto topes a los salarios, han eliminado prestaciones y han establecido
restricciones a la contratación de personal. Se esperaría ver una disminución importante en el
capítulo relativo a los Servicios Personales (capítulo 1000), que incluye todas las
remuneraciones a personal en la Administración Pública Federal. No ha sido así. En los
primeros cuatro años del sexenio de López Obrador, el promedio de presupuesto asignado a
este capítulo ha sido apenas 0.4 % menor que el promedio de los tres últimos años del
gobierno de Enrique Peña Nieto.

Si la austeridad no generó ahorros ni disminución de presupuesto dedicado a la burocracia,


¿qué ocurrió? La respuesta es relativamente simple: la austeridad sirvió como mecanismo
para redirigir los recursos de sectores que el gobierno no considera prioritarios (Turismo,
Economía, Medioambiente, Regulación de Energía) a las megaobras —Aeropuerto Felipe
Ángeles, Tren Maya, Refinería de Dos Bocas—, a los programas sociales o a la Guardia
Nacional. En la gráfica 1 se pueden observar los incrementos y decrementos del presupuesto:
los mayores incrementos ocurrieron en los ramos de Turismo (por la construcción del Tren
Maya), Trabajo y Previsión Social (desde donde se ejecutó el programa Jóvenes
Construyendo el Futuro), Bienestar (que duplicó su presupuesto y se encarga de programas
insignia del gobierno, como la pensión de adultos mayores, y de la operación de los servidores
de la nación) y Defensa Nacional (desde donde se ejecutó el presupuesto para el nuevo
aeropuerto en Santa Lucía).

Dentro de los propios ramos hay historias contrastantes. Turismo aparece como el sector más
favorecido, pero la Secretaría de Turismo ha sido prácticamente desarticulada (tiene menos
de la tercera parte de lo que tuvo en 2018, y el 97.5 % de su presupuesto se usa en sueldos),
mientras Fonatur, el agente ejecutor del Tren Maya, ha tenido incrementos espectaculares,
ejerciendo en 2023 un monto hasta 74 veces mayor al que tenía a inicios del sexenio (ver
gráfica 2).
Un hallazgo equivalente se obtiene al comparar la evolución del número de funcionarios en
la Administración Pública Federal. La desaparición de instituciones y plazas, la congelación
de vacantes y la suspensión de contrataciones tendría que verse reflejada en una disminución
del número de burócratas. Los datos sugieren lo contrario. En 2018, la Administración Pública
Federal contó con 1 409 101 plazas. Para 2021 habían aumentado a 1 429 183.3

No obstante, detrás de este incremento marginal en el número total de plazas hay una
redistribución entre sectores y niveles de mando. Fiel a la pretensión de “reducir la burocracia
dorada”, las plazas de mandos medios, que constituyen los cuadros técnicos, disminuyeron
dramáticamente; en cambio, se incrementaron las plazas de operativos, sobre todo en sectores
como la Secretaría de Bienestar (más de 20 000 nuevas plazas para los servidores de la
nación) o en el IMSS. En general, durante el periodo 2018-2021, las plazas de mandos medios
se redujeron 44 % (de 207 912 a 116 259) y las de mandos superiores 40 % (de 5197 a 3119);
mientras que las de operativos aumentaron 50 % (de 792 710 a 1 188 778).
Como resultado, los mandos medios han pasado de representar el 15 % de la Administración
Pública Federal, en 2018, a sólo el 8 %, en 2021. Si a ello se le añade el incremento de plazas
operativas, la consecuencia directa es un desajuste organizacional entre el personal de
mandos medios y los operativos. En 2018 los mandos medios tenían a su cargo un promedio
de seis plazas de operativos y enlaces, en 2020 y 2021 tienen once. La decisión de reducir las
plazas de mandos medios e incrementar los operativos tiene un impacto directo en los tramos
de control: afecta el desempeño general de las organizaciones públicas al aumentar la carga de
trabajo de los mandos medios.

Los efectos son distintos en las diversas secretarías. Las más beneficiadas fueron la Secretaría
de Bienestar, la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana (SSPC) y la Secretaría de
Salud. La primera tuvo un incremento de 30 130 plazas (+250.3 %). La SSPC no existía en
2018 pero se le asignaron 2056 plazas. Y a la Secretaría de Salud le sumaron 1517 (+10 %).
Por su parte, las secretarías más afectadas, en términos absolutos, fueron las de
Comunicaciones y Transportes, con una disminución de 3042 plazas (-19.3 %); Gobernación,
con 2599 (-41.5 %); y Educación Pública, con 2207 (-1.8 %). Esto también pasa en otras
secretarías que no forman parte de las prioridades presidenciales, como la de Economía que
pasó de 3190 plazas en 2018 a 3072 en 2021 o Semarnat, de 4333 a 3828.

En la gráfica 3 se pueden ver las trayectorias contrastantes: si tomamos 2018 como el punto
de partida, tenemos áreas donde los incrementos fueron enormes, otros donde, tras
reducciones en 2019, recuperaron el número de plazas para 2020 y unas cuantas solamente
con decrementos mayúsculos.
Además de servir para reasignar presupuestos y plazas, el discurso de austeridad y combate a
la corrupción sirvió como justificación para cuatro cambios que modificaron las estructuras
de mando de todas las dependencias: a) La desaparición de las oficialías mayores y la creación
de las Unidades de Administración y Finanzas, cuyos titulares fueron designados inicialmente
por la SHCP y desde 2023 por la SFP; b) La nueva facultad del Consejero Jurídico del
Ejecutivo de designar a los titulares de las unidades de apoyo jurídico en todo el gobierno
federal; c) La readscripción funcional, jerárquica y presupuestal de los Órganos Internos de
Control a la SFP; y d) La creación de las Delegaciones de Programas de Desarrollo
(superdelegados) en los estados. En todos los casos, las modificaciones respondieron a la
misma lógica: asegurar el control centralizado de las dependencias y entidades del Ejecutivo.
Centralizar el mando de áreas específicas en unidades administrativas de “confianza”, que le
permitieran al presidente una discrecionalidad ilimitada y el control absoluto de las decisiones
prioritarias aun en detrimento de las capacidades y facultades de cada secretaría de Estado.
El efecto neto de las reformas dictadas por la mayoría oficialista en el Congreso o por las
circulares administrativas y decretos dictados por el Ejecutivo han dado como resultado una
administración desbalanceada: áreas que aumentan dramáticamente su presupuesto y
personal, y otras que fueron severamente disminuidas, así como una desproporción entre
mandos medios y operativos y entre las responsabilidades de los puestos y las
remuneraciones.

Lo que se logró fue una operación más compleja de la administración pública. Cada decreto
de austeridad, cada restricción en el gasto, cada congelamiento de plazas, cada disminución de
recursos, ha significado que los funcionarios tengan que sortear nuevos obstáculos en su
desempeño cotidiano. Se ha vuelto complicado, cuando no imposible, comprar software,
llenar una vacante, dar mantenimiento a un edificio, cumplir a tiempo la entrega de bienes,
mantener la calidad de un servicio público, asegurar la atención y oportunidad de trámites y
vigilar el uso correcto de los recursos públicos.

Acabamos en el peor de los mundos posibles. Los ahorros han sido muy modestos, cuando no
inexistentes. Los costos han sido enormes: pérdida de capital humano por la disminución de
plazas, dificultad para atraer y retener talento por la reducción de salarios, obstaculización de
la operación regular por falta de presupuestos para el gasto operativo.

Pero debe notarse que los efectos son claramente diferenciados, pues si bien la mayor parte de
las dependencias y entidades han experimentado la reducción de plazas y presupuestos, otros
han tenido incrementos notables: aquellas áreas vinculadas con los proyectos prioritarios
para esta administración.

En todo este proceso de pérdida de capacidades hay un sello de discrecionalidad: en la


fijación de los montos tope de los salarios, en las decisiones sobre reasignaciones de plazas, en
los recortes extraordinarios a medio año, en las reasignaciones presupuestales para los
proyectos prioritarios, en la contratación de personal que no cumple perfiles, en la
eliminación de estructuras y en el uso de personal militar para funciones administrativas.
Uno de los errores más grandes de la presente administración, y de mayores consecuencias
para un buen desempeño gubernamental, ha sido el desprecio de las capacidades
administrativas. Sin esas capacidades, las intenciones tienen pocas posibilidades de
concretarse. Si el gobierno buscaba disminuir la corrupción, incrementar la cantidad y calidad
de los servicios básicos, brindar seguridad a la población, aminorar la desigualdad social o
mejorar las perspectivas de crecimiento, no podía prescindir del conocimiento técnico para el
diseño de las políticas ni tampoco del brazo administrativo para operarlas.

La concentración del poder aunada a la pérdida de capacidades y la mala administración no


son asuntos menores. Sus consecuencias se reflejan en distintos ámbitos. Su efecto más grave
lo padece la población: trámites más lentos, servicios más precarios y mayores oportunidades
para la corrupción.

El saldo neto de la pretendida austeridad ha sido una pérdida de capacidades de las


organizaciones públicas para cumplir sus mandatos: comprar y distribuir medicinas, elaborar
libros de texto de calidad, dar mantenimiento a las obras públicas, garantizar la seguridad de
las comunidades, proteger a las personas migrantes, cuidar el medioambiente.

Más allá de las preferencias políticas, la conclusión es inevitable. Hoy el Estado mexicano es
más débil por la ausencia de una política de recursos humanos en el sector público y menos
democrático por la pérdida de control parlamentario sobre el presupuesto.

Resolver los problemas públicos del país requerirá reconstruir esas capacidades.

Guillermo M. Cejudo
Profesor de la División de Administración Pública del CIDE

Colaboraron en este ensayo: Diana L. Ramírez Pacheco, Juvenal Campos Ferreira y Damián
Lugo Gutiérrez.
1 Véase el texto de Claudio Lomnitz: “La corrupción no se barre como una escalera
(https://www.nexos.com.mx/?p=52103)”, nexos , enero de 2021.

2 Precios constantes de 2023, con datos provenientes de la cuenta pública disponible en el


sitio de Transparencia Presupuestaria de la Secretaría de Hacienda. Se utiliza el presupuesto
ejercido de los ramos administrativos (no incluye los órganos autónomos, los poderes
Ejecutivo y Judicial ni las transferencias a estados y municipios).

3 Los datos provienen del Censo Nacional de Gobierno Federal 2018 y 2022 del Inegi.

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