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Índice

Portada
Sinopsis
Portadilla
Dedicatoria
PRÓLOGO
I. ¿QUÉ ES LA ANSIEDAD?
1. ¿POR QUÉ ES IMPORTANTE QUE HABLEMOS DE
ANSIEDAD?
2. LA ANSIEDAD Y YO
3. ¿ES CIERTO TODO LO QUE SE DICE SOBRE LA
ANSIEDAD?
II. ¿CÓMO SE EXPRESA LA ANSIEDAD EN MÍ?
4. LA ANSIEDAD Y LO QUE PIENSO
5. LA ANSIEDAD Y LO QUE SIENTO
6. LA ANSIEDAD Y LO QUE HAGO
III. ¿POR QUÉ VIVO CON ANSIEDAD?
7. ¿CUÁL ES LA CAUSA DE LA ANSIEDAD?
8. ¿QUÉ PENSAMIENTOS PUEDEN PROVOCARME
ANSIEDAD?
9. ¿CÓMO ME PROTEJO DE LA ANSIEDAD?
10. ¿EN QUÉ TIPO DE SITUACIONES PUEDO SUFRIR
ANSIEDAD?
IV. ¿CÓMO ME AFECTA LA ANSIEDAD?
11. ¿CÓMO IMPACTA LA ANSIEDAD EN MI VIDA?
12. ¿CUÁNDO SE CONVIERTE LA ANSIEDAD EN UN
PROBLEMA?
V. MI CAJA DE HERRAMIENTAS PARA LIDIAR CON LA
ANSIEDAD
13. ¿CÓMO PUEDO LIDIAR CON LA ANSIEDAD?
14. LA RESPIRACIÓN DIAFRAGMÁTICA:
CONTROLANDO EL NERVIOSISMO
15. LA RELAJACIÓN MUSCULAR PROGRESIVA:
LIBERANDO TENSIONES
16. MINDFULNESS: VIVIENDO EL MOMENTO
PRESENTE
17. LA IMAGINACIÓN GUIADA: EVOCANDO ESCENAS
AGRADABLES
18. EL DEBATE RACIONAL: CONOCIENDO Y
CUESTIONANDO MIS PENSAMIENTOS NEGATIVOS
19. LA DESCATASTROFIZACIÓN: AJUSTANDO MIS
EXPECTATIVAS PERSONALES
20. LA SOLUCIÓN DE PROBLEMAS: TOMANDO LAS
MEJORES DECISIONES
21. LA HORA DE PREOCUPARSE: CONTROLANDO EL
MOMENTO
22. LA ESCRITURA EMOCIONAL: CONVERSANDO CON
MIS SENTIMIENTOS
23. LA ACEPTACIÓN INCONDICIONAL: AMÁNDOME
TAL Y COMO SOY
24. LA LÍNEA DE LA VIDA: ENTENDIENDO EL CAMINO
QUE HE RECORRIDO
EPÍLOGO
BIBLIOGRAFÍA
Créditos
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Sinopsis

Cómo aprender a gestionar la ansiedad paso a paso.


La ansiedad es uno de los grandes problemas de nuestra
época y, sin embargo, la gran mayoría de las personas,
pese a sufrirla, sabemos poco de ella y de qué función tiene.
En Volver a ser tú, el doctor en psicología clínica Joaquín
Mateu-Mollá nos ayuda a comprender de dónde procede y
cómo lidiar con la experiencia de sentirla, ahondando en el
significado que tiene para cada uno según nuestra
particular experiencia vital. Con esta lectura aprenderemos
sobre sus aspectos más positivos: cómo vivirla como una
fortaleza y ser conscientes de muchos de los mitos que la
rodean para desmontarlos.
Mateu-Mollá también nos enseña paso a paso, y a través
de valiosos y detallados ejercicios de mindfulness con útiles
ilustraciones, cómo desarrollar estrategias que nos ayuden
a vivir una vida mejor y a enfrentarnos a las situaciones de
ansiedad que puedan sobrevenirnos en el futuro.
VOLVER A SER TÚ
Claves para entender y superar la
ansiedad

Joaquín Mateu-Mollá
A todas las personas que me confiaron su
tiempo y de las que tanto pude aprender
PRÓLOGO
Empieza el viaje

Imaginemos por un momento un paraje glaciar de la última


edad de hielo, viajando 45.000 años atrás en el
interminable fluir del tiempo. En aquellos días pretéritos,
en los que la supervivencia era la mayor de las
preocupaciones para nuestros ancestros, el planeta entero
quedó sepultado bajo una atmósfera gélida y sofocante. Las
amplias estepas y los frondosos bosques dieron paso a
paisajes desolados y yermos, alterando profundamente el
perfil de la vida en la Tierra. Muchos animales (incluyendo
el ser humano) se vieron obligados a peregrinar distancias
extraordinarias para hallar un lugar en el que sobrevivir,
huyendo tanto de las temperaturas intempestivas como del
hambre.
Intentemos visualizar con todo lujo de detalles a ese
pequeño grupo de cazadores y recolectores asentados
sobre una montaña de lo que hoy sería Etiopía,
contemplando desde las alturas cómo su antiguo hogar
quedaba sepultado bajo un horizonte gris y blanco. Las
elevaciones naturales del terreno salvaguardaron el
ecosistema y ofrecieron la oportunidad para la continuidad
de la especie, a cambio de uno de los mayores sacrificios
adaptativos de su larga y pedregosa existencia. Ya en aquel
momento, nuestros antepasados experimentaron en su
propia piel el miedo y la ansiedad ante la amenaza más
atávica: la muerte. Y abanderando a la propia muerte
acabarían llegando otros peligros, como los depredadores,
los accidentes naturales o la incertidumbre sobre el
desarrollo y el crecimiento de las cosechas en los nuevos
asentamientos.
¿Qué habría pasado si, durante esta compleja transición,
los seres humanos no hubieran tenido la virtud de sentir
miedo? ¿Acaso quedaría hoy alguien capaz de escribir, o de
leer, estas líneas? Con mucha probabilidad, hubiéramos
permanecido impasibles ante el incesante arreciar de la
naturaleza, forzando un fin precipitado para la historia de
nuestra curiosa especie. ¿Podemos concluir entonces que
esta emoción básica, a veces difícil de tolerar e
injustamente etiquetada como negativa, fue un aliado
inestimable para la supervivencia? La respuesta es,
siguiendo esta lógica, evidente. Y lo cierto es que seguiría
ayudándonos en muchos otros momentos que sucederían
más adelante: al atisbar movimientos inesperados en la
maleza o al descubrir cómo la tierra temblaba bajo
nuestros pies.
Sigamos con nuestro periplo histórico, observando cómo
se despliega frente a nuestros atónitos ojos la historia del
género humano, desde la prehistoria hasta la actualidad.
Podremos ver cómo los grandes hitos de nuestra evolución
están jalonados por momentos de gran dificultad: guerras o
hambrunas, pandemias y desastres naturales. Advertiremos
también que ha habido prolongados periodos de paz,
aunque habitualmente interrumpidos por disputas o
tragedias, y que son estas últimas las que constan en los
libros como referencias temporales mediante las que
entendernos a nosotros mismos. No ha sido un viaje
sencillo: la transición de los bosques a las ciudades supuso
un camino repleto de sacrificios, en los que prácticamente
nunca pudimos dar otro día más por sentado... El miedo
que emergió en las vidas extremas de nuestros ancestros se
mantuvo durante los milenios subsiguientes, esculpiendo
nuestro sistema nervioso y definiendo la forma en que
interactuamos con las amenazas del entorno. La ansiedad,
como verás a lo largo de este libro, tiene mucho que ver
con todo ello.
Por el momento quizá sea suficiente con alzar la vista de
estas líneas y asomarnos a la ventana más cercana: la
mayoría nos daremos de bruces con alguna pared de
hormigón garabateada, y quizá unos pocos afortunados
podrán contemplar sin obstáculos la línea del horizonte,
como el testigo inalcanzable de un tiempo remoto. Con la
industrialización, las junglas inhóspitas pasaron a ser
laberintos de cemento, y, consecuentemente, las amenazas
también se transformaron: hoy ya no tememos que algún
dientes de sable aceche nuestro dormitorio en la oscuridad
de la noche, ni tampoco que el cielo se desplome sobre
nuestras cabezas. El miedo es más sutil y ni siquiera suele
responder a una situación presente ni objetiva. Lo
proyectamos hacia un momento del futuro, lo dotamos de
significados complejos y lo transformamos en un monstruo
diseñado a medida. Y es precisamente en el momento
presente, tras tan evidente transformación, cuando el
miedo adquiere otro nombre y rostro: la ansiedad.
El lector que decida adentrarse en las próximas páginas
descubrirá qué es la ansiedad y por qué puede poseer un
valor adaptativo. Comprenderá los mecanismos que la
explican y llegará a tener un conocimiento más preciso
sobre las diversas formas en las que puede expresarse.
Será capaz de identificar las situaciones concretas que
puedan desencadenarla en su caso particular, y
desarrollará una serie de destrezas para lidiar con sus
efectos más perjudiciales e invalidantes. También podrá
reconocer cuándo la ansiedad se convierte en algo
patológico, y quizá tomar la decisión de consultar a un
profesional sanitario si lo considera necesario. El propósito
de estas líneas no es otro que ofrecer unas coordenadas
precisas mediante las que identificar la ansiedad, para que
entiendas un poco mejor qué te sucede y por qué.
Te doy la bienvenida a este apasionante viaje.
I
¿QUÉ ES LA ANSIEDAD?
1

¿POR QUÉ ES IMPORTANTE QUE


HABLEMOS DE ANSIEDAD?

Aunque la ansiedad es una experiencia que ha acompañado


al ser humano desde los albores de su existencia, en los
últimos años se ha revelado como una auténtica epidemia
que afecta a personas de todas las edades, circunstancias y
orígenes. Cada día son más las que se aventuran a
reconocer que viven sumidas en una ansiedad persistente,
y que la identifican como un problema que limita sus vidas
y sus posibilidades de emprender actividades gratificantes.
Quizá tú, que te adentras ahora en este libro, la hayas
podido sentir en el pasado o estés viviéndola ahora. No
sería nada raro: créeme, muchas de las personas con las
que te cruzas cada día están pasando por esto desde hace
tiempo. El porqué de este incremento tan extraordinario
nos es esquivo, aunque podría tener que ver con los
grandes retos a los que nos estamos enfrentando:
incertidumbre sobre el futuro, crisis económicas,
dificultades para concretar un plan de vida que nos permita
ser felices... La amenaza hoy en día no es un depredador
con garras afiladas y gigantescos dientes, sino una mucho
más sutil, escondida en los vericuetos mismos de la
cotidianidad.
La ansiedad se proyecta hacia el futuro y responde a lo
que valoras como una potencial amenaza para ti o para las
personas a las que más quieres. Por tanto, no surge frente
a una situación inmediata ante la que debas actuar
rápidamente, sino que lo hace ante un peligro subjetivo que
moldeas a partir de tus íntimas inseguridades. Quizá la has
notado en situaciones tan variopintas como una entrevista
de trabajo, una cita con alguien que te gusta o una
exposición ante un auditorio, lo que te impide disfrutar de
experiencias tan enriquecedoras como estas u otras
muchas. Además, debes tener en cuenta que la ansiedad se
expresa de forma diferente en cada uno de nosotros y que
puede extenderse durante mucho tiempo: días, semanas o
meses antes o después de que ocurra lo que te angustia.
Quizá en tu caso sea muy diferente a la ansiedad de alguien
que conoces bien y que te ha hablado muchísimas veces
acerca de cómo se siente. Conocer cómo es tu ansiedad
será uno de los objetivos más importantes que deberás
asumir, pues a partir de este primer paso podrás escoger
qué estrategias son más apropiadas en tu caso para
convivir con ella o para suavizar su impacto.
Más allá de la profunda subjetividad que caracteriza a la
ansiedad, existen ciertas situaciones en las que la mayoría
la experimentaremos irremediablemente. Hablamos aquí de
las transiciones existenciales, que suponen el cierre de un
capítulo y el comienzo de otro en la obra de nuestras vidas:
la muerte de nuestros seres queridos, las rupturas
sentimentales, los inicios en el mundo del trabajo, la
llegada de la jubilación, la enfermedad... Todas, incluso las
que en apariencia puedan parecerte positivas, implican la
necesidad de adaptarse a cambios e imponen un revés en
las dinámicas de lo que fue tu existencia hasta ese preciso
instante. La incertidumbre y la duda son ingredientes
fundamentales en estos casos, como podrás imaginar. Por
decirlo en palabras sencillas, son situaciones inexploradas
ante las que deberás abrirte camino como si fueras un
aventurero atravesando una selva frondosa e inhóspita.
¿Sientes que a veces el futuro te resulta abrumador?
¿Notas una sensación constante de angustia y no sabes
bien qué la puede causar? ¿A veces te sacude una súbita e
irresistible hiperactivación que te impide ser y estar como
querrías? Todos son posibles rostros que la ansiedad puede
mostrarte.
Una pequeña advertencia antes de proseguir: no debes
olvidar que la ansiedad también tiene propiedades
adaptativas. Son muchas las situaciones que requieren un
proceso previo de reflexión o la elaboración de un plan, y
que por tanto no pueden resolverse si solo las atiendes
cuando sus consecuencias son irreversibles: tienes que
anticiparte y preocuparte. En este sentido, la ansiedad
puede ayudarte, pues si sabes gestionarla permitirá que te
adelantes a los acontecimientos con un margen prudente y
que selecciones las mejores vías de acción. Por este motivo
no tiene sentido erradicarla, como quien se desprende de
algo inútil o perjudicial, sino que será más provechoso
reflexionar sobre en qué momento empezó a convertirse en
un problema para ti y qué puedes hacer con ella ahora
mismo. Lo que voy a contarte puede hacerte arquear las
cejas: es mejor una ansiedad moderada bien gestionada
que una total ausencia de ansiedad. Entender esto es uno
de los objetivos clave de este libro: aunque no le veas
demasiado sentido a la ansiedad, cuando aprendas a
cabalgar sus bravas aguas podrá ser una fantástica aliada.
Suele decirse que la ansiedad solo es problemática si nos
limita a la hora de realizar aquello que es relevante para
nuestro plan de vida, y también si nos resulta tan intensa
que nos bloquea o abruma; es decir, cuando te impide
hacer las cosas que te gustan o que te hacen feliz. Es
entonces cuando una herramienta potencialmente útil se
transforma en un impedimento para vivir con plenitud, que
además puede agravarse si pasa el tiempo e invade todo lo
que eres. Por ejemplo, no es raro que con los años la
ansiedad bascule hacia la tristeza o hacia el agotamiento
emocional, e incluso que conviva con episodios puramente
depresivos. Y es que la ansiedad patológica puede
enmarañarse hasta convertirse en un auténtico quebradero
de cabeza para quien la sufre, un puzle aparentemente
irresoluble que te obliga a desandar parte del camino
recorrido para entenderte a ti mismo.
Conocer bien la ansiedad es la mejor forma de afrontarla
y uno de los propósitos fundamentales del libro que te
dispones a leer. Si convives con la ansiedad, probablemente
podrás sentirte identificado o identificada a lo largo de las
próximas páginas, las cuales espero sinceramente que te
brinden la oportunidad de reflexionar sobre tu experiencia
particular. También encontrarás muchas breves historias
inspiradas en casos reales, pero que podrían sucedernos a
cualquiera de nosotros ahora o en el futuro. Al hablar sobre
un tema tan importante como este pretendo darte
herramientas que te sean útiles para hacer frente a las
dificultades que la ansiedad te haya impuesto, sea en el
ámbito personal, académico, social o laboral, sea en
cualquier otro. Permíteme que aproveche la ocasión para
recomendarte que, en el caso de que estimes que necesitas
ayuda de un profesional de la salud mental, des un valiente
paso adelante y contactes con uno que merezca tu
confianza. Aunque muchas personas crecen bajo la errónea
premisa de que pedir ayuda sugiere debilidad, lo
verdaderamente cierto es que identificar la necesidad de
recibirla y tomar la decisión de buscarla es una señal de
compromiso con el autocuidado y con la búsqueda de la
felicidad. Es, por tanto, un gesto de responsabilidad.

¿QUÉ PUEDES ESPERAR DE ESTE LIBRO?

Verás que el libro se divide en varias partes y capítulos.


Cada uno de ellos visita lugares distintos —aunque
estrechamente conectados— e irán mostrándote paisajes
que forman parte de toda vida humana. Están concebidos
para leerse en el orden en que te los presento, pero puedes
revisitar las diferentes secciones según creas que se
adaptan a lo que puedas necesitar en cada momento de tu
viaje. Así, encontrarás palabras que apelen a lo que estás
viviendo ahora y otras que podrían servirte más adelante o
que te ayudarán a entender a quienes te rodean y sus
circunstancias. Mi objetivo es compartir contigo muchas de
las cosas que aprendí acompañando a tantas y tantas
personas que me confiaron sus inquietudes en los
momentos más difíciles. A ellas, por supuesto, quisiera
enviarles mi agradecimiento y respeto.
En los capítulos de la primera parte te explicaré qué es la
ansiedad y las diferencias que existen entre esta y otras
emociones que a veces puedes experimentar, incluso
simultáneamente, fundiéndose en un sentimiento cuyos
matices no son fáciles de identificar. También me detendré
en los mitos y equívocos que continúan presentes en
nuestra sociedad, y sobre cómo estos pueden limitar la vida
de quienes padecen ansiedad. Tratar este asunto es crucial,
pues probablemente has tomado la decisión de leer este
libro tras librar muchas y muy duras batallas contra tus
síntomas y ahora albergas la sensación de que nada
funcionará. Mi objetivo es mostrarte un enfoque diferente,
una mirada menos punitiva para todo lo que estás viviendo.
En la segunda parte te enseñaré a reconocer la ansiedad,
dado que no siempre es fácil ni es algo que todos vivamos
de la misma forma. Te contaré cómo son sus tres caras
(cognitiva, fisiológica y motora) y te ofreceré claves para
que sepas cómo se expresa en tu caso concreto. Con ello
expandirás tu conocimiento sobre la ansiedad, lo cual posee
en sí mismo gran valor, y además tendrás una referencia
para escoger (llegado el momento) las técnicas que te sean
más útiles. Y es que no es lo mismo permanecer todo el
tiempo preocupado que sufrir ataques de pánico
repentinos, o incluso que ocurran ambas cosas a la vez.
Aquí aprenderás cómo interactúan tus pensamientos, tus
sensaciones, tus emociones y tus conductas cuando vives
con ansiedad. Tendrás, por tanto, una visión privilegiada de
qué ocurre dentro de ti y de cómo encajan las piezas del
puzle que tratas de resolver.
Una vez que hayas concretado los conceptos clave y
reflexionado sobre cuál es tu perfil de ansiedad, en la
tercera parte llegará el momento de explorar una de las
muchas preguntas que quizá ya te hayas hecho: ¿cuál es el
motivo de que me sienta así? En estos capítulos descubrirás
cosas interesantes y a veces inesperadas. La primera será
que la ansiedad no tiene una única causa, sino muchas, y la
segunda es que tu forma de interpretar las experiencias
puede estar en los cimientos del problema. Aprenderás
sobre los orígenes de la ansiedad y entenderás por qué
todos, sin excepción, podemos pensar de manera irracional
algunas veces. Además, también descubrirás situaciones en
las que puedes sentir ansiedad, ahondaré en sus
características más concretas y te proporcionaré ejemplos
con los que puedas identificarte. Por último, repasaré
contigo todo lo que puede ayudarte a minimizar el riesgo
de que tus síntomas degeneren en un trastorno
propiamente dicho.
En la cuarta parte caminaremos juntos por los parajes
más áridos de la ansiedad. Primero veremos cuáles pueden
ser sus consecuencias, esto es, las piedras en el camino que
más frecuentemente tendrás que sortear. Te hablaré de
tristeza, de soledad, de incomprensión, de tensión física, de
insomnio, de problemas sexuales, de desesperanza e
incluso del cuestionamiento del sentido de la propia vida.
Después te contaré cuáles son los trastornos ansiosos que
podemos padecer, de forma que tengas capacidad para
reconocerlos en caso de que estuvieras atravesando uno de
ellos. Aunque puedes aprender a conversar de manera
constructiva con tu ansiedad, también puede complicarse y
hacértelo pasar realmente mal. Aquí entenderás los
mecanismos por los que esto puede ocurrirte y
desarrollarás un conocimiento más profundo para leer, con
perspectiva abierta y esperanzadora, el último de los
bloques.
Tanto si padeces un trastorno de ansiedad como si
percibes que esta empieza a condicionar de alguna forma
tu vida, conocer cuáles son las técnicas más útiles para
combatirla te abrirá las puertas a un nuevo universo de
posibilidades. Y este es, precisamente, el contenido de la
última parte del libro. Primero te hablaré de la naturaleza
benigna de la ansiedad cuando su intensidad está dentro de
los límites tolerables, y de los psicofármacos que se recetan
para el tratamiento de los trastornos ansiosos; después nos
adentraremos en las técnicas de relajación, la atención
plena, el debate de los pensamientos irracionales que te
provocan ansiedad, la descatastrofización, las estrategias
para solucionar los problemas, la gestión eficiente del
tiempo que dedicas a preocuparte, la escritura emocional,
la aceptación incondicional de quién eres y la revisión de tu
trayectoria vital. Todos estos procedimientos cuentan con
amplia evidencia científica y complementan lo que habrás
aprendido en las páginas anteriores. Estoy seguro de que te
resultarán muy interesantes y de que te ayudarán
muchísimo.
¡Empezamos!
2

LA ANSIEDAD Y YO

¿QUÉ ES LA ANSIEDAD?

Todavía lo recuerdo claramente. Por aquel entonces estaba


estudiando la licenciatura en Psicología. Como muchas
otras mañanas antes que aquella, me vestí con cierta prisa
y salí escopetado hasta la estación de trenes de mi pueblo.
Era tan pronto que ni siquiera había salido el sol, pero aún
me esperaba un largo trecho hasta llegar a la facultad, que
estaba en la capital: más de una hora sumando metro y
tren. Aproveché el tiempo para repasar los últimos detalles
de una charla que tenía que ofrecer a mis compañeros de
clase, pues con los años me había acostumbrado a leer con
el vaivén del vagón sin marearme demasiado. Por fin llegué
hasta la facultad y enfilé las escaleras hasta el segundo
piso, esperé a que llegara mi turno de intervención y me
preparé para hablar sobre el libro El señor de las moscas.
Todo transcurría como de costumbre, con normalidad, aún
no era consciente de que me esperaba una pequeña
sorpresa, algo que seguiría recordando años después y de
lo que pude aprender mucho, por muy desagradable que
fuera en aquel momento.
Me planté frente a mis compañeros y, no sé bien por qué,
me quedé observando cómo me miraban. Parecía que
esperaban palabras interesantes, con sus ojos expectantes,
pero de repente no estaba seguro de que pudiera
ofrecérselas... ¿Y si me quedaba en blanco?, ¿y si no
encontraba la forma de transmitir ideas con coherencia? La
luz fluorescente zumbaba sobre mi cabeza y confería a la
habitación un aspecto lúgubre... Era como si toda ella me
resultara completamente ajena, pese a haber estado allí
cientos de veces. Mi estómago (todavía en ayunas) empezó
a rugir. Me invadió la certeza de que trastabillaría al
hablarles, de que haría el ridículo, de que no satisfaría su
curiosidad... Cuando pronuncié mi primera palabra apenas
brotó un hilillo de voz, como si miles de manos invisibles
me aferraran del cuello. Mi corazón empezó a latir con
fuerza, retumbando contra las sienes y oscureciéndome la
visión. Algunos cuchicheos afloraron en el aire. ¿Por qué
estaba viviendo algo tan desagradable así, tan de repente?
La verdad es que me asusté tanto que la exposición acabó
siendo un desastre y me sentí mal por ello durante
bastantes días. O quizá semanas. No sería hasta muchos
años más tarde cuando pude valorar la experiencia de una
manera constructiva y aprender de ella, sin caer en la
tentación de erradicarla de mis recuerdos.
Pese a ser una experiencia común en la vida de cualquier
ser humano, la ansiedad puede resultar tremendamente
desagradable si alcanza una intensidad muy elevada o si
invade situaciones relevantes para ti. Las personas que
tienen ansiedad se mantienen en constante alerta, como si
una amenaza incierta se cerniera todo el tiempo sobre su
cabeza. Probablemente tú también lo has vivido, o has
conocido a alguien a quien le ha pasado, y por tanto sabes
perfectamente a qué me refiero. En caso contrario, quizá
pueda servirte la conocida anécdota moral de la espada de
Damocles, que pese a carecer de rigor histórico, resulta
ilustrativa cuando se habla del miedo particular que
acompaña a la ansiedad.

LA ESPADA DE DAMOCLES: UNA ANSIEDAD OCULTA EN LAS

APARIENCIAS

Damocles era un cortesano del rey Dionisio I de Siracusa


que solía adular al monarca con el fin de ganarse su favor.
Hastiado de su actitud y de la hipocresía que rezumaban
sus intenciones, el rey decidió ofrecerle un trato en
apariencia ventajoso: intercambiarían sus vidas por un día,
de forma que Damocles pudiera disfrutar durante ese breve
tiempo de lo que tanto parecía desear y Dionisio, a su vez,
de la existencia tranquila de quien vive sin la necesidad de
guiar al reino y a sus gentes. Damocles aceptó la
proposición sin dudar y efectivamente gozó de privilegios
inimaginables para el común de los mortales: desfilaron
frente a sus atónitos ojos danzas de los rincones más
remotos del reino y su piel acarició sedas que no podría
haber pagado ni con cien jornadas de durísimo trabajo.
Todo parecía perfecto, como siempre había imaginado que
sería, pero... ¿era realmente así? ¿Era una perfección
ilusoria? Algo oculto acechaba al pobre Damocles, pero él
todavía no lo sabía.
En mitad de una copiosa comilona, y de forma totalmente
casual, Damocles advirtió que sobre su cabeza (encima del
trono) pendía una afiladísima espada. Aquella hoja se
sustentaba tan solo por un pelo de crin de caballo, y se
balanceaba ligeramente hacia uno y otro lado al son de la
brisa que se colaba por los ventanales. Era una
representación elocuente de las tramas que se urdían en
las estancias del palacio, de los susurros y rumores que se
disolvían tras sus gruesos muros de piedra, presagiando
todo tipo de desastres... Acabó dándose cuenta de que por
mucho que intentara disfrutar de la abundancia que lo
rodeaba, su mirada rehuía una y otra vez todos los lujos
para clavarse en el plateado filo que temblaba cerca de él.
Entendió que, en esas circunstancias, era totalmente
imposible gozar de los privilegios extraordinarios que se le
concedían.
Obviamente, nuestro angustiado protagonista decidió
volver rápidamente a su lugar en la corte y a la existencia
anodina que hasta entonces había repudiado. ¿Acaso tú no
habrías hecho lo mismo en su situación? ¿Cuánto vale para
ti la tranquilidad de sentirte seguro en tu día a día? Pues
precisamente esto es lo que puede arrebatarnos la
ansiedad, y el motivo por el que podemos acabar
aborreciéndola si no sabemos comunicarnos de manera
adecuada con ella.
La ansiedad se expresa como una sensación de
desasosiego flotante, que suele describirse como la
angustiosa certeza de que algo no va como debería. Por
este motivo, tus recursos emocionales y fisiológicos se
encuentran activados de forma continuada si la padeces,
como si el peligro invisible ante el que responde estuviera
presente durante días, semanas, meses o incluso años. Esta
forma de vivir implica una experiencia estresante que va
más allá de la situación que pueda estar preocupándote,
pues pese a que todavía no haya ocurrido, su anticipación
te hace vivirla de algún modo en el presente. Dicho con
otras palabras: tu cuerpo se mantiene expectante ante la
caída de la espada y se prepara todo el tiempo para un
golpe que quizá nunca vaya a suceder. Esta es sin duda una
de las peores cualidades de la ansiedad, pues el organismo
no está diseñado para someterse a tanto estrés sin pagar
las consecuencias.
En situaciones cotidianas, el estrés se activa ante un
hecho que te impone una exigencia que debes atender con
rapidez. En el caso de nuestros ancestros más remotos se
trataba de imprevistos ubicados en el presente que
requerían soluciones inmediatas, tras las cuales todo volvía
a la normalidad y se recuperaba el equilibrio. En caso de
que no pudieran ofrecer una respuesta rápida y eficaz, las
consecuencias solían ser realmente dramáticas, e incluso
implicaban la muerte (o lesiones graves, en el mejor de los
casos). Dado que nuestro organismo sigue siendo
prácticamente idéntico al de aquellos seres prehistóricos...
¿cómo podría responder hoy en día ante los problemas
cotidianos, que además son más ambiguos y suelen durar
mucho tiempo? ¿Acaso la experiencia de estrés o ansiedad
puede acabar perjudicándote? Seguramente, mientras vas
andando por la calle no encontrarás tigres, leones ni
mamuts, aunque sí peligros sutiles. Pues ante estos, tu
cuerpo reacciona de manera parecida a la de tus parientes
lejanos cuando se topaban con una bestia de trescientos
kilos.
La mayoría de las personas que sufre ansiedad vive con
ella mucho tiempo antes de buscar la ayuda de un
profesional. Se trata de una situación que se perpetúa por
un montón de motivos diferentes: desde la reticencia a
parecer vulnerable hasta el recelo ante lo que podrían
pensar de ti al desvelarlo. También hay quienes creen que
la ansiedad es una parte irrenunciable de la propia
personalidad, pues han permanecido junto a ella tantos
años que la sienten como una forma de vida de la que no
pueden desligarse.
Por otra parte, la ansiedad puede hacer que te
embarques en el periplo de intentar solucionarla sin ayuda,
muchas veces sin éxito, lo que no hace más que agravar la
frustración. Si alguna vez te has sentido así, debes saber
que siempre es posible actuar para cuidarte, y que puede
que tu ansiedad no sea más que una inercia a la que te has
acabado acostumbrando, pero no una parte inseparable de
ti.

¿QUÉ EXPERIENCIAS SE PARECEN A LA ANSIEDAD, PERO NO LO SON?

Hay algunas experiencias que a menudo se confunden con


la ansiedad, pese a que no se expresan del mismo modo ni
se desencadenan ante las mismas situaciones. Es
importante aprender a identificarlas y darles nombre, pues
así podrás entender mejor qué te está sucediendo y por
qué. Todas las vivencias que describiré aquí suelen
percibirse como molestas o indeseables, y la mayoría
luchamos por huir de ellas o evitarlas, pese a que ello
implique renunciar a actividades que considerábamos
valiosas. Lo primero que debes tener en cuenta es que
todas forman parte del repertorio de experiencias humanas
y que por tanto tienen un propósito claro, pese a que a
veces no sepas cuál es. Cuando aprendas más sobre ellas,
probablemente descubras que hasta este momento las
habías vivido y confundido con la ansiedad.

El miedo: una emoción legítima

Las emociones son fundamentales para nuestras relaciones


sociales, para solucionar problemas y para dar sentido a los
episodios que atravesamos a lo largo de nuestra vida.
Durante la evolución de nuestra especie, las emociones nos
permitieron trascender los rigores de la naturaleza hostil
que nos rodeaba y seguir adelante, al menos un día más. La
alegría, el asco, la ira, la tristeza, la sorpresa y el miedo son
las más básicas, y en conjunto representan experiencias
familiares para casi todos los seres humanos en cualquier
lugar del planeta.
El miedo es quizá una de las más estudiadas, pues puede
dejar huellas profundas en tu memoria. Su función es
evidente: al igual que la ansiedad, te avisa de una amenaza
para tu integridad con el fin de que orquestes una
respuesta de lucha o de huida (fight or flight). Por ejemplo:
imagina por un momento que levantas la mirada de estas
líneas y atisbas un león agazapado detrás de la puerta...
¡Más te valdría sentir pavor y salir corriendo para ponerte
a salvo de él! He aquí la principal diferencia entre el miedo
y la ansiedad: el primero se desencadena ante un peligro
inminente y tangible, mientras que la segunda surge en
situaciones abstractas ubicadas en el futuro. La ansiedad
siempre nos plantea escenarios hipotéticos e imaginados,
por lo que la construimos mediante frases condicionales
como «y si...». Eso sí, la vivimos muy claramente en el aquí
y ahora.
En prácticamente todo lo demás, el miedo y la ansiedad
se parecen muchísimo. Las sensaciones físicas son casi las
mismas, e incluso el modo en que responde el cerebro.
Quien tiene miedo orienta su atención a lo que cree que lo
ha provocado, abstrayéndose de lo que ocurre a su
alrededor mientras su cuerpo se prepara para reaccionar:
las pupilas se dilatan, los músculos se tensan y el corazón
late con fuerza para nutrir de sangre a todas las
extremidades. Incluso el modo en que percibimos el paso
del tiempo cambia, hasta parecernos que de repente todo
discurre más despacio (es probable que lo hayas vivido más
de una vez). Estos cambios físicos y subjetivos tienen como
finalidad que actúes de forma que puedas mejorar tus
opciones de sobrevivir en una situación de emergencia, lo
que requiere actos poco reflexivos pero inusitadamente
rápidos. En el caso del león, por ejemplo, lo más probable
es que trates de escapar por la puerta o la ventana más
cercana, sin detenerte a pensar en los detalles (como que
vives en un quinto piso, por ejemplo). En este proceso
queda excluido el lóbulo frontal, una parte del cerebro
fundamental para razonar (pararse, pensar y actuar), pues
sería más importante hacer las cosas con urgencia que
hacerlas bien. Precisamente por ello las decisiones que
tomas en situaciones de miedo extremo pueden tener
efectos indeseados o hacerte sentir avergonzado cuando las
recuerdas más adelante. Todos tenemos más de una en
nuestro pasado, párate a pensar un momento y seguro que
la encuentras.
A veces, cuando estamos inmersos en una situación
horrorosa, podemos reaccionar con una parálisis total de
nuestro cuerpo (freeze). No son pocas las personas que
dicen haberse quedado completamente inmóviles en
momentos en los que su vida corría grave peligro, incluso
con tintes traumáticos, que recuerdan después con
confusión y pavor. El saber que esta reacción es normal
puede ayudarnos a comprender mejor lo vivido y a
reinterpretar por qué actuamos de esa forma en particular,
ya que la culpa es un sentimiento desgraciadamente común
en estos casos («¿por qué no salí corriendo?», «¿por qué
tuve que quedarme tan paralizado?»...). Más adelante te
hablaré de este tema con más detalle.

El estrés: lidiando con la vida

La palabra estrés es una de las más comunes para definir


de alguna manera los tiempos que vivimos. El mundo se
mueve de forma incesante y nuestras responsabilidades se
acumulan, lo que hace difícil desconectar y relajarse. A
pesar de eso, el estrés no debe entenderse como negativo
en sí mismo, pues ya sabes que nuestro cuerpo está
preparado para superar sus embestidas.
Si una situación te desborda o te hace sentir desprotegido, existe el
riesgo de padecer trastornos ansiosos y del estado de ánimo en
algún momento. Es entonces cuando hablamos de distrés, no de
estrés.

Para entender el estrés es esencial saber que, al


enfrentarte a cualquier situación demandante, en tu cabeza
ocurrirán dos procesos casi al mismo tiempo: una
valoración primaria y una valoración secundaria. Así lo
señalaron Lazarus y Folkman, los dos investigadores más
importantes en esto del estrés. La primera te sirve para
identificar lo más objetivamente posible las características
de la situación a la que te enfrentas y para sopesar si estás
o no personalmente implicado en ella, esto es, si para ti es
conveniente actuar o si es preferible no hacer nada. La
segunda te sirve para analizar los recursos de los que crees
disponer para salir airoso. Cuando ambas valoraciones se
armonizan (el problema es relevante para ti y crees tener lo
necesario para lidiar con él) sientes la necesidad de actuar
y pones en marcha conductas con las que restablecer el
equilibrio que habías perdido con la llegada del problema.
La verdadera dificultad surge cuando percibes que
absolutamente nada de lo que hagas servirá para aliviar la
situación en la que estás inmerso. Hablamos entonces de la
sensación de desesperanza, fundamental para entender la
depresión y la ansiedad.
Otro detalle que has de tener en cuenta es que la
mayoría de las personas piensa que el estrés solo depende
de las características de la situación a la que se están
enfrentando. Por ejemplo, si algo resulta muy novedoso,
requiere tiempo o tiene resultados imprevisibles, la
mayoría no dudará en catalogarlo como estresante. Lo
cierto es que esto no es realmente así: para hablar de
estrés debemos considerar siempre a la persona que se
enfrenta al hecho, pues la situación tendrá que ser
analizada desde el filtro de su propia experiencia. Si tu
autoestima no es demasiado sólida o has pasado por
muchos tropiezos en el pasado ante situaciones semejantes
a la que ahora se te presenta, es más probable que te veas
súbitamente sacudido por el distrés. Aunque te parezca
mentira, esto esconde una buena noticia: si fortaleces la
manera en que te percibes como individuo, reflexionando
sobre el camino que has recorrido y las experiencias que
han moldeado tus miedos más íntimos, hallarás una nueva
forma de relacionarte con la adversidad. Y esto podrás
lograrlo en cualquier momento de la vida, no importa lo
joven o mayor que creas ser.

La angustia: el vacío y la incertidumbre

La angustia es un sentimiento complejísimo. Los seres


humanos hemos intentado comprenderla desde hace
tiempo, pero su significado se nos escapa. Se trata de un
rincón profundo de la experiencia que a menudo
describimos como desesperación o sobrecogimiento. Quizá
uno de los referentes artísticos más reconocidos sobre la
angustia lo encontramos en El grito, de Edvard Munch. Se
dice de este autor que vivió una vida difícil, pues cuando
apenas estaba adentrándose en la cuarta década de su vida
ya había perdido a la mayoría de las personas a las que
había amado. Afligido por una soledad terrible,
acompañada de ideas suicidas e incluso alucinaciones, dio
forma a una pintura que hoy se alza como un icono del
sufrimiento psicológico y que expresa como ninguna otra el
horror de asomarse a una realidad que nos sobrepasa y
oprime. Todos podemos evocar su mirada desorbitada, su
boca desencajada, atónita sobre un paisaje extraño que se
retuerce en sí mismo. Las pinceladas de Munch sobre el
lienzo ilustran a la perfección la desesperación de quien se
descubre desprovisto de significado o trascendencia, en
una soledad infinitamente más densa que la de aquel que
tan solo carece de compañía.
La angustia tiene matices físicos, psíquicos y filosóficos.
De hecho, son muchas las personas que utilizan esta
palabra para describir la sensación que florece en su pecho
cuando se enfrentan a pérdidas extraordinarias o cuando se
están planteando cuál es el propósito de su vida. Esta
forma de definirla conecta con la visión de otro gran
pensador: Sören Kierkegaard. Él entendía la angustia como
una experiencia que surge en nosotros al reconocer nuestra
propia finitud en comparación con la perpetuidad del
tiempo y del inabarcable universo que nos rodea, algo que
acabamos descubriendo cuando pensamos detenidamente
acerca de nosotros mismos y de nuestra importancia en
términos cósmicos. Implica la conciencia de la propia
irrelevancia frente a la abrumadora magnitud de las cosas
imperecederas, y suele brotar al exponernos a una
transición importante, como tener un hijo, perder a un ser
querido o romper con la monotonía en la que una vez nos
instauramos.
La angustia supone un cuestionamiento de la posición que ocupas en
el mundo, de las tareas a las que dedicas el tiempo y del uso que
haces de tu libertad. Pese a que estos asuntos pueden generarte
también ansiedad a veces, debes diferenciarlos de la desnudez
existencial que supone la propia angustia.

La indefensión: ausencia de control

La indefensión, o desesperanza, es esencial para entender


por qué sufrimos trastornos del estado de ánimo y de
ansiedad. Se trata de una experiencia dolorosa y difícil de
gestionar, que aparece cuando sientes que no dispones de
los recursos necesarios para cambiar una situación vital
que deteriora tu bienestar o el de tus seres más queridos.
La indefensión se vive como desamparo y frustración, y es
una advertencia clara de que necesitas la ayuda de un
profesional de la salud mental. Si has sufrido ansiedad
durante mucho tiempo, puedes estar sintiéndote indefenso
en este momento.
Los primeros estudios sobre la indefensión se hicieron en
el siglo pasado y utilizaron métodos que hoy en día serían,
como mínimo, controvertidos. Viajemos brevemente en el
espacio y el tiempo para conocerlos. Ocurrió a finales de
los sesenta. Martin Seligman, un reputado psicólogo
estadounidense que más tarde fue pionero de la Psicología
Positiva, empezaba en aquel tiempo a estudiar el fenómeno
que posteriormente se conocería como desesperanza
aprendida. Su objetivo era entender los motivos por los que
un ser humano podía sufrir depresión mayor; esto es,
desentrañar por qué a veces la tristeza rebasaba el umbral
de lo que consideramos tolerable. Para ello diseñó una
investigación en la que se utilizaron perros, encerrados en
jaulas, como sujetos experimentales.
Las jaulas tenían como base dos plataformas
independientes conectadas a un aparato que emitía
descargas eléctricas fuertes, aunque no letales, que
forzaban a los pobres animales a buscar una salida en el
momento en que las sentían. Además, planeó dos
situaciones de laboratorio: en la primera solo se
electrificaba una de las plataformas, mientras que en la
segunda se aplicaban descargas a ambas, por lo que no
había lugar al que escapar. Seligman y su equipo
descubrieron que en la primera condición experimental el
animal se limitaba solo a moverse: se desplazaba a la mitad
de la jaula donde no había electricidad y lo repetía tantas
veces como fuese necesario. En la segunda esto cambiaba:
el perro (que ya había aprendido cómo resolver el
problema) intentaba cambiar de plataforma, pero no
lograba librarse del dolor. Al poco tiempo acababa
desplomándose en el metal electrificado y perdiendo todo
interés por mejorar su estado. Esta respuesta de apatía se
comparó con la depresión de los seres humanos y sirvió
para entender un poco mejor cómo las situaciones de
sufrimiento persistentes e irresolubles podían generar este
tipo de trastornos en nuestra especie.
Este experimento (afortunadamente inviable en nuestro
tiempo) puede extrapolarse a los seres humanos en
situaciones distintas a las del laboratorio de Seligman,
aplicándose a aquellas adversidades de la vida ante las que
nos sentimos incapaces o impotentes. Si construyes la
creencia de que todos tus posibles esfuerzos resultarán
insuficientes, se desencadenará una miríada de respuestas
fisiológicas y emocionales que contribuirán a que
desarrolles algún trastorno mental. En esta ecuación es
importante tener en cuenta que tu percepción tiene un
papel clave, pues basta con considerar que no puedes
afrontar el hecho para que se desencadene la indefensión y
las consecuencias asociadas, con independencia de que en
realidad sí dispongas de apoyos y destrezas para salir
adelante.
El concepto con el que podría resumirse todo esto es el
de control: si juzgas que el hecho negativo es inevitable, o
que su efecto rebasará tus recursos y capacidades, surgirá
en ti una sensación de vulnerabilidad que abonará el
terreno para la ansiedad y la depresión. Antes de que tales
problemas se presenten, no obstante, atravesarás por un
periodo más o menos largo en el que predominarán
sensaciones de estar atrapado, de impotencia y frustración.
Ser sensible a lo que ocurre dentro de ti te permitirá
identificarlo a tiempo para romper los eslabones de la
cadena y proteger tu salud mental.
3

¿ES CIERTO TODO LO QUE SE DICE


SOBRE LA ANSIEDAD?

Ahora que ya sabes más sobre qué es la ansiedad, y


también sobre otras emociones y sentimientos que se le
parecen, llega el momento de que revisemos los mitos que
recaen en ella. Los mitos son una de las consecuencias del
pobre conocimiento que la sociedad tiene aún sobre salud
mental, así como del desgraciado estigma que padecen
quienes pasan por dificultades psicológicas. Vale la pena
detenerse a reflexionar y debatir estos mitos,
especialmente si los has acogido como propios o si estás
pasando por un mal momento. Este ejercicio te ayudará a
comprender mejor a quienes te rodean y a proporcionarles
un apoyo emocional de calidad cuando lo necesiten. Dicho
esto, te voy a contar un poco más sobre qué hay realmente
tras estas percepciones erróneas.

Mito 1: Tener ansiedad es algo malo e indeseable


¿Alguna vez has sentido vergüenza o recelo cuando has
intentado contarle a otra persona que tienes ansiedad? ¿Te
has topado con un muro de incredulidad o de rechazo al
expresarlo? Pues ambas cosas son consecuencia de este
mito.
Como probablemente sabrás, la ansiedad es una
experiencia eminentemente humana y absolutamente
normal, el resultado de habitar un mundo complejo e
impredecible. Esto no ha evitado que muchas personas
tengan una idea errónea de ella, una visión que contribuye
a mantener ciertos estigmas. Por ejemplo, la creencia de
que la ansiedad es algo indeseable puede conducirte a
ocultarla ante los demás, a entenderla como un reverso
tenebroso de tu identidad y a fingir que te encuentras
perfectamente cuando en realidad tu cuerpo está sumido
en una agitación extrema. De tanto disimularla, la soledad
se acaba convirtiendo en el último reducto donde puedes
ser quien eres, sin imposturas.
En definitiva, estas creencias olvidan que cualquier
persona puede padecer ansiedad, sin importar sus
cualidades o experiencias acumuladas.

El temor a revelar la ansiedad

Tras mucho tiempo dándole vueltas, Julia había tomado la decisión de


contarle a su mejor amiga que vivía sumida en una ansiedad que la
sobrepasaba. Ya estaba harta de fingir ser otra persona cuando salían
juntas; de simular divertirse en una discoteca cuando en realidad solo
tenía ganas de volver a casa y alejarse de toda aquella gente, ruido y
miradas. Le envió un mensaje por teléfono para decirle que necesitaba
hablar con ella de algo, y que la esperaría en el café de siempre. No
volvió a mirar el móvil, pero sabía que su amiga estaría preocupada y
que le habría insistido en que le adelantase algo, lo que fuera. No
obstante, prefería hacerlo cara a cara, de amiga a amiga, sin la
tecnología como intermediaria. Para ella era algo esencial, como una
especie de catarsis. Ya sentada en el lugar acordado, oteaba la calle
intranquila, esperando verla doblar la esquina en cualquier momento...
¿Cómo reaccionaría?, ¿se burlaría de ella o intentaría restarle
importancia?, ¿la entendería o usaría una de esas manidas frases de
autoayuda («solo tienes que relajarte», «la ansiedad está solamente en
tu cabeza»...) que no hacen más que empeorar las cosas? Fuera como
fuese, pronto iba a descubrirlo. Tragó saliva y tomó un sorbito de café.

Mito 2: Lo mejor es evitar las situaciones que provocan


ansiedad

¿Alguna vez has dejado de hacer cosas que te gustaban


solo porque te sentías abatido o porque tenías miedo de
que pudiera pasarte algo como consecuencia de intentarlo?
¿Esto te ha permitido reducir tus niveles de ansiedad o tus
reticencias? La mayoría de las personas que se alejan de lo
que les apasionó para evadir la ansiedad acaban
sintiéndose todavía más tristes.
Es evidente que la ansiedad nos provoca sensaciones que
percibimos como difíciles, incómodas e incluso
perturbadoras, por lo que la reacción que surge
espontáneamente es evitarlas o escapar de ellas. No
obstante, a veces es imposible dejar de lado las situaciones
que te generan ansiedad sin erradicar de tu vida otras
cosas que son importantes para que siga siendo
gratificante, divertida o estimulante, como ocurre al
renunciar a comunicarnos con los demás por temor a ser
rechazados. Es muy posible que a medida que vayas
evitando situaciones que juzgas como potencialmente
problemáticas acabes distanciándote más y más de lo que
es importante para ti, corriendo entonces el riesgo de sufrir
problemas emocionales como resultado de las pérdidas
acumulativas (unas más pequeñas y otras más grandes).
Otra cuestión que debes considerar es que cada vez que
evitas o escapas de alguna situación de este tipo aumentas
el riesgo de seguir haciéndolo en el futuro, cuando vuelvas
a enfrentarte a otras parecidas. Esto se debe a que el
resultado de la evitación es un alivio inmediato del
malestar, algo que en psicología se conoce como refuerzo
negativo (el placer al quitarnos de encima lo que nos
desagrada o nos disgusta). Además, evitando estas
situaciones te niegas la posibilidad de aprender a
afrontarlas, esto es, vas socavando la confianza que puedas
tener en ti para lograrlo.

Cuando decides dejar de evitar lo que temes puedes descubrir que el


monstruo no era tan fiero como lo pintabas, y que probablemente le
habías atribuido uñas y dientes mucho más afilados que los que
realmente posee.

La decisión de aislarse

Era casi medianoche. Había decidido quedarse en casa, igual que la


semana anterior. Todas sus amigas iban a salir a celebrar por todo lo
alto el cumpleaños de dos de ellas, que nacieron el mismo día y año. No
se trataba solo de bailar, era un momento en el que compartían la
amistad que las unía y en el que estrechaban lazos que se remontaban
a los primeros años de universidad, donde se conocieron por algo tan
trivial como un trabajo grupal de una asignatura que ni recordaban. El
tictac del reloj le resultaba sofocante en medio de aquella soledad,
aunque ella misma la hubiera elegido. Recordaba con claridad cómo
algunos meses atrás esta soledad autoimpuesta le proporcionaba
calma y alivio: la idea de evitar las aglomeraciones le resultaba
tranquilizadora, pues tenía miedo a que en mitad de una pudiera
empezar a sentirse mal y no tuviera ocasión de escapar. No obstante,
aquel alivio empezaba a dejar paso a la pena y la preocupación.
Cuando se hiciera de día... ¿qué cosas se habría perdido?, ¿a cuántas
experiencias habría renunciado por temor a lo que pudiera sucederle
con su ansiedad? A medida que el tiempo pasaba iba sintiéndose más
incapaz de revertir una situación que empezaba a pesarle demasiado.

Mito 3: La ansiedad implica algún defecto o debilidad

¿Alguna vez te has preguntado si el hecho de sufrir


ansiedad significa que eres débil o que tienes una forma
equivocada de sentir? Pues bien: la respuesta es,
radicalmente, no.
Experimentar ansiedad sugiere precisamente lo opuesto
a debilidad o error: significa que tu sistema nervioso
funciona de manera adecuada y que se activa ante lo que
percibes como una amenaza para tu integridad o bienestar.
Muchas personas sufren, han sufrido o sufrirán ansiedad en
algún momento de la vida. Todos somos susceptibles de
padecerla si las circunstancias se alinean (estrés, ausencia
de recursos para afrontarla, malas rachas...), por lo que no
tiene sentido ocultarla por miedo a que alguien nos juzgue
como inapropiados.

Tu organismo funciona como un engranaje en el que deben


armonizarse pensamientos, palabras y acciones, por tanto, fingir lo
que sientes implica una contradicción que agrava la situación y que
te puede llevar a pensar que estás siendo deshonesto contigo
mismo.
Puede suceder, a veces, que si creciste padeciendo
ansiedad en los primeros años de vida acabes percibiéndola
como una parte más de aquello que eres. En estos casos es
probable que, si mantienes al mismo tiempo la absurda
creencia de que la ansiedad sugiere debilidad o
inadecuación, tengas también la dolorosa certeza de que tú
mismo eres inherentemente débil o inadecuado. No es raro
que estas ideas arraigadas tengan sus orígenes en la
educación que recibiste en casa o en la escuela, en
contextos clave de la infancia donde la expresión de los
sentimientos o inseguridades se pudo considerar negativa.
Replantearte estas cuestiones implica revisar tus
aprendizajes más antiguos, algo que requiere
conocimientos y sensibilidad. Este libro pretende ofrecerte
ambos.

El cuestionamiento de la invulnerabilidad

Manuel se puso frente al espejo, como cada mañana, y ajustó el nudo


de su corbata. Siempre se preocupaba por lucir un aspecto impecable,
ya que su trabajo lo requería, y desde hacía mucho tiempo se había
convertido en el chico de moda de la oficina. Todos admiraban sus
logros y lo consideraban un ejemplo, alguien tan competente que no se
le podía reprochar nada. La situación llegó hasta el punto de que ya era
el confidente de más de uno de sus compañeros y compañeras, que
recurrían a él para exponerle todo tipo de incertidumbres sobre cómo
sería el futuro de una empresa como la suya, que estaba
constantemente en la cuerda floja. Lo veían tan fuerte que no
reparaban en la posibilidad de que él mismo albergara miedos sobre el
futuro. No sabían que desde hacía casi medio año no pegaba ojo: las
preocupaciones sobre todo tipo de asuntos relacionados con el trabajo
parecían acecharle en el momento en que apagaba las luces y no lo
abandonaban hasta que, con los primeros rayos del sol, lo acunaba un
sopor irresistible... ¿Con quién iba a contar si desde siempre había sido
el irrompible? El silencio y sus miedos, ocultos tras un traje bien
planchado, empezaban a devorarlo poco a poco.

Mito 4: La ansiedad se expresa de forma idéntica en todas las


personas

¿Alguna vez te has parado a pensar en cómo es tu ansiedad


exactamente? ¿Crees que todas las personas la sienten de
la misma manera? ¿Piensas que lo que a otra persona le
funcionó también deberá funcionarte a ti?
La ansiedad tiene muchas aristas. En los próximos
capítulos te contaré con detalle cómo afecta a tu mente
(rumiación, preocupación...), a tu cuerpo (aceleración del
ritmo cardíaco, sudoración...) y a tu forma de hacer las
cosas (evitación, escape...), y verás que todas pueden estar
presentes en diferentes grados en cualquiera de nosotros.
Así pues, la ansiedad puede combinar distintos tipos de
síntomas, y no es posible afirmar que la forma concreta en
que alguien la vive vaya a ser idéntica a la tuya, ni tampoco
que la fórmula que le resultó eficaz lo sea también para ti.
Por ejemplo, hay quienes se preocupan excesivamente por
el futuro pero no sufren molestias físicas de ningún tipo,
mientras que otros sienten su cuerpo constantemente
acelerado y evitan todas las situaciones en las que creen
que las cosas podrían empeorar. Para saber cómo es tu
ansiedad es fundamental detenerte a escucharla con
atención y paciencia. Así también será más sencillo atajar
su impacto sobre tu vida.
Si detectas un predominio de síntomas físicos, deberías enfatizar el
uso de técnicas como la relajación, mientras que si destacan los
cognitivos, el debate o la solución de problemas será más eficaz.

¿Esto es ansiedad?

Tras preguntar a muchas otras personas que decían sentir ansiedad,


Julián no acababa de estar convencido de que su problema fuera
precisamente ese... Llevaba mucho tiempo muy preocupado por un
montón de cosas del día a día, algunas totalmente rutinarias y otras
que no dependían de él en absoluto, por lo que empezó a sospechar
que su salud mental no estaba tan bien como solía estar. Cuando se
interesaba por saber algo más acababa buscando en internet y leyendo
una retahíla de síntomas fisiológicos, como los temblores y las
taquicardias, que nunca había sentido en su propia piel. Lo de los
ataques de pánico le resultaba totalmente ajeno, pero un par de
amigas le insistían en que para ellas eran experiencias casi cotidianas y
que acudir a un psicólogo las había ayudado mucho a asumir otra vez
el control. ¿Cómo podía ser que tanto ellas como él padecieran
ansiedad si lo que sentían no se parecía en nada? ¿Acaso estaba
teniendo otro tipo de problema distinto, uno más grave? Obviamente,
esta posibilidad hizo que se preocupara todavía más... y es que a veces
se sorprendía a sí mismo preocupándose por estar preocupado, perdido
en un ciclo infinito de incertidumbre.

Mito 5: La ansiedad es incurable

¿Has convivido tanto tiempo con la ansiedad que has


llegado a pensar que, simplemente, forma parte de ti? ¿Has
dedicado mucho tiempo y esfuerzo a erradicarla de tu vida
sin éxito, y piensas que nada podrá funcionarte? ¿Crees
que la ansiedad es una enfermedad y que tiene que tratarse
como tal?
Para hablar de si la ansiedad tiene o no cura, primero
deberíamos reflexionar sobre si se trata o no de una
enfermedad. Como podrás deducir de lo que te he dicho
hasta ahora, la ansiedad no se puede considerar mala en
esencia, sino que más bien se trata de una respuesta
compleja para la que tu cuerpo está preparado y que puede
incluso ayudarte en ciertos momentos. Aun centrándote en
el caso de que tus síntomas cumplan los criterios
diagnósticos para algún trastorno, tampoco podríamos
decir que sea una enfermedad, en el sentido en que esta
palabra suele usarse. Aunque se ha intentado encontrar
causas orgánicas, la realidad es que no existe evidencia
científica suficiente para afirmar que el funcionamiento del
cerebro o la actividad de un neurotransmisor pueda ser la
razón absoluta de todo lo que implica. La ansiedad surge
como consecuencia de las interacciones que despliegas en
el medio en que vives; depende, por tanto, del contexto.
Entender qué pensamientos se asocian a tu malestar, los
mecanismos a través de los cuales tratas de solucionar los
problemas, los hábitos que forman parte de tu cotidianidad
o las dinámicas de tu respiración son aspectos cruciales
para definir su origen. El concepto de cura se aplica
solamente al ámbito de la medicina, y por tanto no puede
extrapolarse a muchos problemas asociados a la salud
mental.

Los cambios que hagas en tu vida y las experiencias que puedas


proporcionarte te permitirán convivir plácidamente con niveles
saludables y adaptativos de ansiedad.
La ansiedad es parte de mí

Ni siquiera recuerda cuándo empezó. Probablemente fue poco a poco,


de forma tan discreta que cuando quiso darse cuenta se había
acomodado por completo en su vida interior. Le habían comentado sus
amigos y familiares que quizá algún profesional podría ayudarla a
sentirse mejor, aunque Esther se negaba en rotundo a invertir su dinero
en algo que era incurable. Para ella era tan suyo como los dedos de sus
manos, como el cabello que poblaba su cabeza o como la nariz que
observaba al otro lado del espejo. Su ansiedad era una parte
inseparable de sí misma, por lo que cualquier pequeño cambio que
hubiera en ella pondría en riesgo el equilibrio de su personalidad al
completo. Sería como mover una carta ubicada en la base de una
pirámide de naipes, o como quitar un engranaje del mecanismo de un
reloj. Tras mucho tiempo pensando que aquello era para siempre, se
veía ahora frente a una psicóloga de rostro amable, a la que había
decidido ir a ver por la insistencia de su familia. La escuchaba con
genuino interés y le trasladaba una realidad que nunca antes había
notado: que tras el estrépito incesante de su mente había algo más,
una Esther con posibilidades de ser más feliz. Quizá era posible vivir de
forma distinta a como lo había hecho desde que tenía memoria. Solo
necesitaba reconocerse a sí misma en el barullo, en el ruido atronador,
y confiar en su capacidad para aprender cosas nuevas. No era cuestión
de curar, sino de buscar un equilibrio diferente.

Mito 6: No existen tratamientos eficaces para la ansiedad

¿Alguna vez has pensado que la terapia psicológica no es


para ti? ¿Crees que te costaría mucho abrirte ante alguien
a quien no conoces y consideras que hacerlo no te
ayudaría? ¿Te sueles sentir indefenso ante los síntomas de
ansiedad?
Aunque he insistido en que la palabra cura no es la más
apropiada para describir qué podemos hacer con la
ansiedad, eso no significa que estemos indefensos ante ella.
No es una enfermedad que pueda erradicarse con una
cirugía, por ejemplo, sino algo que has ido construyendo a
lo largo de la vida y que requiere desandar el camino.
Cuando llega a perturbar profundamente el día a día, y por
tanto a alzarse como un problema que requiere una
solución, puedes aprender muchos procedimientos y
técnicas eficaces para controlarla. En el último capítulo de
este libro te explico con detalle algunos de los más
importantes, y te ofrezco una guía sobre cómo se aplican y
por qué funcionan. A veces puede ocurrir que requieran el
acompañamiento de un profesional de la salud mental que
te guíe durante este proceso. Si crees que ese es tu caso,
no lo dudes: hay siempre un camino para mejorar tu
calidad de vida si la ansiedad ha hecho mella en ella. En
caso de que necesites el uso complementario de fármacos,
el médico valorará la dosis mínima eficaz y el tiempo
necesario que debes mantenerla. ¡No olvides esto último!
El proceso terapéutico es siempre compartido, y debe
avanzar a partir de los consensos. Es esencial una relación
fluida entre tú y el profesional en la que se ensalce la
honestidad y en la que se habilite un espacio seguro para
compartir la intimidad.

Descubriendo que sí se puede

Lo había intentado de muchas maneras. Había probado casi todo lo que


se suele recomendar, y hasta aquel momento seguía sin obtener
resultados. ¿Cómo era posible que cada vez que tenía que conocer a
alguien nuevo, exponerse en público o acudir a alguna entrevista de
trabajo la abrumara exactamente la misma sensación? Lo de
imaginarse a todo el auditorio completamente desnudo parecía más
una patraña que otra cosa. Incluso hacía que se sintiera todavía más
incómoda. Con el devenir del tiempo, Ana había llegado a pensar que
simplemente era así, que no le gustaba relacionarse con otras personas
y que forjar amistades no estaba hecho para ella. Como iba
acumulando un «fracaso» tras otro en sus esfuerzos por sentirse mejor,
también había ido aumentando la dolorosa sensación de que era
incapaz de solucionar sus problemas. Aquella tarde, no obstante, algo
había cambiado: acababa de leer un libro en cuyas páginas descubrió
que ciertas formas de interpretar las situaciones y de actuar podían
estar tras un malestar que mantenía ya durante demasiados años. ¿Se
abría para ella una nueva oportunidad? Con la ilusión de quien se
embarca en proyectos nuevos, en un viaje trepidante de
autodescubrimiento, atisbó un camino fascinante por explorar.

Mito 7: El origen de la ansiedad es siempre un suceso


traumático

¿Crees que la ansiedad siempre es el resultado de algo muy


abrumador? ¿Piensas que no es razonable sentir ansiedad
ante las cosas pequeñas del día a día, que se van
acumulando?
Es cierto que los problemas de ansiedad pueden hundir
sus raíces en una situación dura que en algún momento
tuvimos que vivir, como las fobias específicas o el trastorno
por estrés postraumático, pero existe todo un universo de
motivos que pueden estar tras ellos. Desde la estructura de
tu personalidad hasta el modo en que piensas sobre quién
eres y la realidad que te rodea, pasando por el sentimiento
de estar desbordado por la exigencia de una situación a la
que te enfrentas o ante la acumulación de problemas en
apariencia más pequeños. El análisis de los orígenes de tu
ansiedad requiere estudiar qué ha podido contribuir en tu
caso, pues así tendrás un esquema claro de los botones que
puedes pulsar para recuperar tu sentido de autoeficacia y
sentirte mejor con tu vida. El concepto de autoeficacia fue
desarrollado por Albert Bandura a finales de los años
setenta y tiene que ver directamente con la percepción que
tienes sobre tu capacidad de hacer cosas con éxito. Puede
aplicarse a la ansiedad si la atribuyes exclusivamente a un
hecho traumático vivido en el pasado, pues entonces
estarás ubicando el resorte para cambiar la situación en un
punto fuera de ti y en coordenadas espaciotemporales ya
inaccesibles. Lo mejor es pensar: ¿qué puedo hacer hoy por
mí mismo?

Si localizas lo que hoy en día puedes cambiar y avanzas día a día en


el proceso de lograrlo, progresivamente desarrollarás una mayor
confianza en tus posibilidades y se afianzará una autoeficacia fuerte
y constructiva. Este es el punto de partida para trazar expectativas
más optimistas respecto a lo que te depara el futuro, lo que tendrá
un impacto emocional extraordinario.

Decir que no para cuidarse uno mismo

Se sentó a la mesa de la cocina en plena noche. Se había ido a la cama


con intención de dormir, pero un montón de pensamientos sobre todo
cuanto tendría que hacer al día siguiente la atenazaron hasta el punto
de que le resultaba imposible pegar ojo. De alguna forma tenía que
organizar sus ideas, escribirlas en un papel para apresarlas por un
momento, como si fueran bandoleros que aprovechaban la penumbra y
el silencio para hacer de las suyas y desbaratar su tranquilidad. Su
mano se movía muy rápido, pues estaba tan inmersa en sus reflexiones
que en cierto punto se había acabado aislando del mundo exterior.
Tenía que hacer esto, encargarse de lo otro y ayudar después a unos
amigos en algo que le habían pedido días atrás y para lo que todavía no
había tenido tiempo. ¿Cómo iba a hacer todo aquello sin desfallecer en
el intento? Necesitaba días de cuarenta y ocho horas... Su corazón
empezó a acelerarse. Ya estábamos otra vez... Aquel frenesí la había
puesto aún más nerviosa: puso en orden todas sus tareas pendientes,
pero eran tantas que se abrumó. ¿Por qué no podía negarse nunca a
nada de lo que le pedían? ¿Qué clase de magia le impedía pronunciar
un «no»? Completamente desbordada, entregada a largas horas en
vela, se dijo a sí misma que algo debía cambiar.

Mito 8: El tratamiento psicológico para la ansiedad es largo y

costoso

Muchas personas con ansiedad, especialmente las que


tratan de evitarla o las que la interpretan como algo
absolutamente catastrófico, programan su vida con el fin
último de eludir su presencia. Piénsalo por un momento: ¿a
cuántas cosas has tenido que renunciar por tu ansiedad? Si
tu respuesta es que «a muchas», podría tratarse también
de tu caso. Esta forma de actuar hace que se instalen
cambios dramáticos en tu cotidianidad y que afloren
consecuencias que van moldeando tu autoestima y
provocando trastornos en tu estado de ánimo. Llegados a
este punto, el tratamiento deberá empezar por una cálida
acogida y por una desescalada sensible de todos aquellos
pasos en falso que fuiste dando en el pasado. Esto requiere
bastante tiempo y es uno de los objetivos terapéuticos que
supone más esfuerzo por parte del profesional de la salud
mental y de nosotros mismos cuando buscamos ayuda. Y es
que no se centra solo en el abordaje de los síntomas
ansiosos, lo que puede ser algo relativamente sencillo
muchas veces, sino que requiere un acompañamiento
atento al proceso de redefinición de uno mismo, para que
puedas volver a ser tú.
II
¿CÓMO SE EXPRESA LA ANSIEDAD EN
MÍ?
4

LA ANSIEDAD Y LO QUE PIENSO

Hasta este momento te he hablado de algunos sentimientos


que se parecen mucho a la ansiedad pero que no lo son,
como el miedo, el estrés, la angustia y la indefensión.
También he dado las primeras pinceladas para entender lo
básico de la ansiedad, tratándola como una experiencia
universal y legítima que a veces puede desbordarte, y
hemos reflexionado juntos sobre los principales mitos que
lamentablemente todavía la rodean... Ahora me gustaría
profundizar un poco más contigo en la forma en que la
ansiedad puede expresarse, para que puedas reconocerla
en ti e identificar cada una de estas sensaciones con su
propio nombre. Este paso es importante, porque te ayudará
a traducir en palabras cosas que no son sencillas de
expresar (a otros o a ti mismo). Al fin y al cabo, hablar
sobre lo que te preocupa o te duele tiene un efecto
terapéutico, sea con un psicólogo, sea con cualquier otra
persona que merezca tu confianza y esté dispuesta a
escuchar de forma sincera.
A menudo pensamos en la ansiedad como sensaciones
corporales molestas o difíciles de tolerar. Y es verdad que
pueden ocurrirte, claro que sí, pero también suele ser algo
más que eso. Podría decirte sin temor a equivocarme que
hay tantas ansiedades como personas que viven con ella, y
que si somos capaces de observarla con cierta serenidad
podremos entender cuál es la nuestra. Las hay que se
preocupan por su futuro, mientras que otras sienten en sus
cuerpos taquicardias o dificultades para respirar. En las
páginas siguientes intentaré que sepas más sobre ello.
¡Estoy seguro de que su lectura te va a ayudar a entenderte
un poco mejor!

ANSIEDAD COGNITIVA: QUÉ PIENSO

El ser humano es un animal cognitivo. Pasamos la mayor


parte del tiempo tratando de encontrar el significado de lo
que nos ocurre, yendo más allá de la superficie o de las
apariencias con el propósito de comprender el mundo que
nos rodea. Esto puede explicar muchos de los problemas
emocionales con los que podemos encontrarnos a lo largo
de nuestra vida: la realidad que habitamos es tan
inabarcable que, para apresarla, debemos reducirla a
términos sencillos pero manejables. Es la única forma de
que el sistema de procesamiento (nuestro cerebro) pueda
forjar una explicación para los hechos y anticiparse a ellos.
A esta forma de gestionar la información la conocemos
como heurístico; esto es, una simplificación o atajo
mediante el que reinterpretamos la infinitud para hacerla
digerible (a expensas de perder precisión durante el
proceso). Se trata de un recurso imprescindible para lidiar
con el día a día: si no fuera por los heurísticos, no podrías
vivir sin zozobrar en el tenso océano de la
sobreinformación. Si te detienes a pensarlo por un
momento, uno de los atributos que más nos ha beneficiado
como especie, que nos ha permitido transformar el mundo
para adaptarlo a nuestras necesidades, es también uno de
los que puede generarnos más problemas emocionales:
nuestra capacidad para crear símbolos. ¿Las palabras que
empleas para nombrar las cosas son equivalentes a las
cosas en sí mismas? Efectivamente: no. Son solo símbolos,
letras y sonidos que hemos aprendido a lo largo de la vida
como resultado del contacto con nuestros padres y otras
personas, a los que además hemos añadido connotaciones
según la experiencia que tuvimos con ellos. Así, la palabra
perro tendrá un significado distinto para quien trabaja en
una protectora de animales que para quien experimentó el
ataque de uno en su niñez.
Cuando tratas de entender una situación, de manera
inconsciente la condimentas con tus vivencias pasadas y
con tus expectativas de futuro, por lo que le acabas
añadiendo matices subjetivos que van más allá de lo que
era originalmente. Es parecido a lo que una persona que
confecciona prendas de ropa hace con ellas: las transforma
para adaptarlas a tus medidas exactas. Esto se expresa en
el caso de la ansiedad con discursos internos incesantes y
persistentes («pensar, repensar y requetepensar») que
pueden ajustarse o no a la realidad, y que hacen que para
cada uno de nosotros una situación idéntica tenga
significados radicalmente diferentes. Quizá puedas evocar
ahora mismo una situación en la que suelan acudirte
pensamientos como «no puedo hacer nada para
solucionarlo» o incluso «lo hago todo mal», especialmente
comunes si tu autoestima está dañada o si albergas
grandes dudas sobre tus capacidades. Con esta forma de
pensar, lo más probable es que sientas emociones difíciles
de gestionar y evites enfrentarte a lo que sea que
desencadenó los pensamientos, pues todos priorizamos lo
que nos hace sentir cómodos o nos proporciona placer.

Tomando como referencia errores pasados o interpretaciones


desactualizadas de quiénes somos, moldeamos negativamente
nuestra conducta para boicotear nuestras oportunidades.

Lo peor es que esta forma de pensar puede llegar a


servirte como una guía, lo que haría que sin querer
acabaras actuando de forma que las cosas discurrieran de
la peor de las maneras, lo que a su vez te serviría para
confirmar (erróneamente) lo que ya venías temiendo sobre
tu valía. Este ciclo envenenado te puede arrastrar a un
abismo de desesperación en cascada: me percibo de
manera pesimista, actúo en consonancia con ello, obtengo
resultados desfavorables, confirmo la visión negativa de mí
mismo, me siento todavía peor, y vuelta a empezar.
A continuación te cuento algunas de las formas que
puede adoptar esta ansiedad de tipo cognitivo. Al mismo
tiempo que lees sobre ellas, trata de comprobar si te
resultan o no familiares. Es la mejor forma de que te
conozcas a ti mismo.
LAS PREOCUPACIONES: ADELANTARNOS (EXCESIVAMENTE) A LOS

ACONTECIMIENTOS

La preocupación es, sin duda, una de las características


más reconocibles de la ansiedad. Quien se siente
preocupado anticipa una situación problemática mucho
antes de que esta haya tenido lugar, lo que le genera
malestar durante días, semanas, meses o años. Repasa por
un momento la relación que hasta ahora has tenido con la
ansiedad: ¿en algún momento te ha parecido que
preocupándote estabas encargándote de las cosas más
importantes y te ha costado mucho dejar de hacerlo,
incluso cuando estabas pasando días en los que podías
permitirte descansar?, ¿te ha costado conservar la calma
pese a que todavía faltaba mucho tiempo para que algo
sucediera? Si tu respuesta es positiva a cualquiera de estas
preguntas, es posible que debas replantearte el rol que
tienen en tu vida las preocupaciones y si están
consumiendo en exceso tu energía y tu salud.
Y es que, aunque parezca paradójico, puedes llegar a
vivir el ruido mental de las preocupaciones como positivo, a
valorarlas como algo útil para anticiparte a las desgracias
temidas..., aunque la probabilidad de que sucedan sea casi
nula o directamente nula. Cuando finalmente nada ocurre,
es común que pienses algo como: «¡Qué oportuno fue que
me preocupara a tiempo! ¡Si no lo hubiera hecho, ahora
mismo estaría enfrentándome a un problema terrible!».

Es comprensible que quienes tienden a preocuparse mucho en su día


a día se resistan a dejar de hacerlo, puesto que sería como abrir la
puerta a un mundo incontrolable y lleno de peligros.
Cuando analices el contenido de las preocupaciones
ansiosas, verás que tienen un evidente matiz negativo: te
planteas qué podría ocurrir si cierta situación tuviera lugar
(«y si...»), elaborando expectativas de las supuestas
consecuencias negativas que desbordan toda previsión
razonable. Además, estas preocupaciones tienden a
encadenarse las unas con las otras, de manera que los
últimos eslabones de la cadena poco o nada tienen que ver
con los primeros, desde un punto de vista lógico. Por
ejemplo, imagina a una mujer muy preocupada ante la
posibilidad de quedarse en blanco durante una exposición
en público. La concatenación de ideas podría ser, en su
caso, parecida a esta: «Me preocupa quedarme en blanco.
Si me quedo en blanco pareceré tonta. Si parezco tonta
nadie querrá estar conmigo. Si nadie quiere estar conmigo
es porque soy indeseable. Si soy indeseable mi vida
definitivamente carece de sentido». Estas ideas y su forma
de relacionarse tienen una conexión evidente para ella,
pero no son objetivas. Piénsalo: ¿hay una relación lógica
entre quedarse en blanco al hablar y que la vida carezca de
sentido? Seguro que podrás responder que no. No
obstante, algo que nos parece tan claro ahora mismo no es
fácil de razonar en mitad del frenesí de emociones que nos
desbordan.

El miedo nos impide sopesar la realidad mediante la razón. Y esto es


algo que no debería preocuparte, pues forma parte de la naturaleza
de esta emoción, aunque sí resulta importante ser consciente de
ello.
LA RUMIACIÓN: LA MENTE QUE NO SE DETIENE

Muchos de los pensamientos relacionados con la ansiedad


son automáticos: aparecen e impactan en la vida emocional
tan rápido que suelen pasar inadvertidos. Llegan, provocan
la emoción y desaparecen de nuestro punto de mira. Es el
motivo de que a veces te resulte difícil saber qué estabas
pensando antes de que te atenazara un sentimiento
doloroso. Esta propiedad fugaz de los pensamientos
automáticos dificulta que los conozcas bien, y también que
puedas saber cuánto contribuyen a lo que sientes en cada
momento. La consecuencia evidente de su velocidad es que
atribuyas las emociones al suceso vivido —que es algo
mucho más tangible—, pese a que en realidad sea posible
que tu forma de interpretarlo fuera la verdadera «culpable»
(destaco aquí la importancia de las comillas).

Si la situación en sí misma fuera la causa, ¿acaso no nos sentiríamos


todos de la misma manera ante hechos idénticos o parecidos?
Nuestra experiencia personal nos dice que no, que cada cual
reacciona de manera diferente en función de sus experiencias vitales
e incluso de su personalidad, por lo que es una idea que podemos
empezar a desterrar.

Estos pensamientos negativos, cuando además son


insistentes e inflexibles, reciben la etiqueta general de
rumiación. No es extraño, por ejemplo, que una persona
con ansiedad social dedique mucho tiempo a revisar
mentalmente una conversación que acabó hace semanas,
en una búsqueda extenuante de posibles meteduras de
pata, y que precisamente encuentre cada vez que lo hace
nuevos detalles que la hagan sentir avergonzada o insegura
de cara a su futuro. Lo más probable es que el interlocutor
ni siquiera reparara en lo que para esta persona es ahora
tan bochornoso, pero la bola de nieve va haciéndose cada
vez más grande y pesada. Al final es algo parecido a un
sesgo de confirmación: si crees que hay algo en ti que no es
correcto, que no eres válido, acabarás encontrando los
motivos que respalden esa idea y que la mantengan en el
tiempo.

Una de las formas más comunes que adopta la rumiación es que te


cuestionas la propia valía y tu capacidad para solucionar las
situaciones que se avecinan, lo cual cristaliza en afirmaciones duras
como «algo no funciona en mí como debería» o «soy absolutamente
incapaz de hacerlo bien».

La rumiación también se dispara cuando quieres hacer


algo importante pero acabas retrasándolo por cualquier
motivo, y entonces se transforma en un pensamiento
incómodo que te recuerda sin parar que deberías estar
haciendo algo distinto a lo que ocupa tu tiempo en este
momento. Es algo bastante molesto, pero casi seguro que
te resulta familiar. Para entender la rumiación siempre me
ha parecido oportuna la metáfora de un ordenador: sería
como si mantuvieras abiertos un montón de programas en
segundo plano mientras intentas utilizar una aplicación que
cada vez funciona más lenta y torpemente. No estás
manejando todos los programas en ese preciso momento ni
son en absoluto útiles para lo que pretendes hacer, y puede
que ni siquiera seas consciente de que están activos, pero
siguen consumiendo tus recursos y haciendo que nada
funcione tan bien como podría hacerlo.
Sabemos que la rumiación suele retozar en hechos que
quedaron atrás. Cuando una persona con ansiedad anticipa
el futuro, decimos que se preocupa (pre-ocupa), pero lo que
ocurre justo después de que el futuro se convierta en
presente pertenece al reino de la rumiación. Con toda
seguridad podrás recordar alguna experiencia de tu vida en
la que, después de que tuviera lugar un hecho importante
para ti, te quedaste mucho tiempo dándole vueltas sin
poder centrarte en nada más (qué te dijeron, en qué tono o
con qué intención, cuáles fueron tus palabras, si resultaron
oportunas o si no...). Incluso es posible que, mientras
seguías enfrascado en esos pensamientos, otras personas
se comunicaran contigo y ni siquiera te dieras cuenta de lo
que te decían o de lo que les decías. Es como si de repente
la rumiación sobre algo que ya pasó absorbiera todos tus
recursos atencionales, sumergiéndote en un pozo profundo
desde el cual es difícil ver o escuchar lo que ocurre en el
exterior.

LA INTERPRETACIÓN CATASTRÓFICA: ANTICIPANDO LO PEOR

La interpretación catastrófica es, sin duda, una de las


compañeras inseparables de la preocupación. Se expresa
como una visión exageradamente negativa de las
consecuencias que una situación podría tener para ti o para
los demás; esto es, ponerse siempre «en lo peor». Esta
forma de anticipar las cosas se encuentra cercana al
pesimismo, pero solo en las situaciones críticas para ti. Por
ejemplo, imagina que padeces ansiedad social y que tienes
que exponerte a un acto donde otros juzgarán tu
desempeño. Es probable que anticiparas el fracaso y unas
consecuencias mucho peores de las que realmente habría
incluso en el más oscuro de los escenarios posibles. Así,
sobredimensionarías la relevancia de titubear ante una
pregunta o de vacilar al hablar, pensando que tanto una
cosa como la otra serían pruebas de que eres incompetente
o estúpido. En el caso de que tengas una visión muy
negativa de ti mismo, nutrida por pensamientos como los
que te detallaré más adelante, cualquier señal de aparente
desaprobación (el bostezo de un espectador, una mirada
especialmente inquisitiva...) servirá para alimentar tu
miedo.
Ten en cuenta también que la interpretación catastrófica
resuena en las expectativas que depositas sobre ti mismo.
Cuando tiendes a pensar en estos términos, desconfías de
tu capacidad de afrontamiento, lo que te hace actuar de
manera que aumentas la probabilidad de que las cosas
pasen de forma contraria a tus intereses. Este fenómeno se
conoce como profecía autocumplida y puede sabotearnos
con mucha más frecuencia de lo que creemos.

LA INTOLERANCIA A LA INCERTIDUMBRE: EL VÉRTIGO DE NO SABER

Si vives con ansiedad puedes tener dificultades para hacer


frente a problemas ambiguos, o que no tienen una forma
inequívoca de resolverse, por lo que ves agravados sus
síntomas cuando intentas controlarlos como si fuera
posible. Si te sientes identificado con esta forma de luchar
contra los imprevistos, también estarás familiarizado con el
concepto de reaseguración, que consiste en preguntar con
insistencia a los demás qué piensan sobre cierto asunto que
te preocupa o comprobar muchas veces si has actuado
correctamente. Esta intolerancia a lo incierto también hace
difícil tomar decisiones importantes, pues en los problemas
del día a día nunca hay soluciones perfectas: tendrás que
conformarte con aquellas que proporcionen más beneficios
y menos inconvenientes. Y es que los entuertos cotidianos
tienen características angustiantes para quien padece un
trastorno de ansiedad, como puedan ser su novedad y la
falta de instrucciones cuando irrumpen en nuestra vida.

Mientras que en el enunciado de un problema matemático nos dan


todo lo necesario para emitir una respuesta, en los del día a día
tenemos que buscar nosotros mismos las claves y confiar en que
cierta forma de actuar tendrá éxito, mientras hacemos malabares
con otras situaciones que van surgiendo y entrelazándose con
aquellas de las que ya nos estábamos ocupando.

Algunos ejemplos de estas situaciones son los conflictos


con otras personas, las decisiones sobre tu futuro laboral o
académico y los dilemas en los que una alternativa impide
que puedas escoger otras que también te parecen
atractivas. ¡Y es que incluso cuando tienes que elegir entre
dos opciones aparentemente buenas debes enfrentarte a la
incertidumbre!
Al fin y al cabo, muchas veces decidir implica no solo que
te decantes por algo, sino también que renuncies a otra
cosa por ser incompatible. Además, todos tomamos
decisiones fijándonos más en los riesgos que en los
beneficios, por lo que si esta actitud se vuelve muy rígida
podemos acabar convirtiéndonos en personas demasiado
conservadoras. La capacidad de arriesgar, de entregarnos
a lo incierto, es crucial en determinados momentos.

Alcanzar el equilibrio al sopesar los pros y los contras es una de las


grandes tareas para quienes buscan alcanzar el bienestar emocional.
Implica asumir pérdidas y peligros como una parte más de la vida.
Obviamente, esto puede ser una tarea todavía más ardua para las
personas que conviven con trastornos de ansiedad.

Cuando hablamos de fricciones sociales, de decisiones


laborales o académicas importantes o de otros imprevistos
con los que puede sorprendernos la vida, raramente
podemos tomar decisiones con la seguridad con la que
aplicamos una fórmula o las premisas de un silogismo. Las
aristas son tan diversas, y existen tantas variables
implicadas directa o indirectamente, que en nuestras
acciones siempre deberemos dejar un resquicio razonable
para la duda. La duda apela a los aspectos de la situación
que son ajenos a nuestro control o que dependen por
completo del azar. Así, es posible que tomes una decisión y
en el camino acabes descubriendo que desde el principio
no había ninguna posibilidad de resolver el problema. Vivir
implica cierta disposición a adentrarse en parajes
impredecibles, y esto incluye la posibilidad de errar.

Aceptar la incertidumbre frente a las situaciones que nos depara la


vida puede convertirse en una tarea titánica, hasta el punto de
preferir una existencia extremadamente monótona para sentirnos
seguros a cambio de renunciar a la riqueza que podría aguardarnos.
LA PERCEPCIÓN DE IRREALIDAD: UN MUNDO EXTRAÑO

Una de las sensaciones más perturbadoras que acompañan


a la ansiedad, especialmente común si estás en mitad de un
ataque de pánico, es la percepción de que el mundo se ha
vuelto irreal. Se trata de un síntoma que puede expresarse
de dos formas diferentes: sintiéndote distanciado de tus
propios pensamientos y emociones (despersonalización) o
distorsionando la impresión que el entorno provoca en ti,
ya que de repente se vuelve muy extraño (desrealización).
En este último caso suele decirse que se parece al de
siempre, pero que tiene un matiz diferente que no resulta
sencillo descifrar.
Lo que hace aún más difícil esta experiencia es la
creencia de que estas percepciones podrían llevarte a
perder la cordura o el control de tu cuerpo o tu mente.
Afortunadamente, en el caso de que alguna vez te suceda
algo así, debes tener en cuenta que lo más probable es que
acabe rápidamente y no llegue a tener mayor trascendencia
que el susto. Eso sí, si se mantiene durante demasiado
tiempo o te provoca malestar excesivo, deberás buscar la
ayuda de un profesional.

Hoy en día sabemos que el estrés mantenido durante la infancia


aumenta la probabilidad de atravesar esta experiencia de percepción
de irrealidad: si tuviste que vivir situaciones muy desagradables
durante la niñez, existe un riesgo mayor de que te ocurra.
5

LA ANSIEDAD Y LO QUE SIENTO

Al hablar de ansiedad, la mayoría de las personas dedica


muchísimas palabras a describir lo que sucede en su
cuerpo. Y es que las sensaciones que se le asocian pueden
llegar a ser verdaderamente molestas, lo que hace que
intentes por todos los medios que no vuelvan a ocurrir. Lo
más frecuente es que te asusten tantísimo que pasen a un
primer plano de tu atención, pues incluso se llegan a
confundir con problemas médicos graves. Si en algún
momento del pasado experimentaste un ataque de pánico,
sabrás que es algo profundamente desagradable.
Todas las sensaciones corporales propias de la ansiedad
están relacionadas con el sistema nervioso autónomo, una
parte del sistema nervioso que se ocupa de todas las
acciones involuntarias del cuerpo, como los latidos del
corazón o la sudoración de la piel. Se divide a su vez en dos
partes, con funciones que se oponen entre sí: la simpática y
la parasimpática. La primera tiene que ver con la activación
del cuerpo durante los episodios agudos de ansiedad,
mientras que la segunda se asocia a estados de relajación y
descanso. Si aprendes técnicas para estimular la rama
parasimpática, como las de respiración controlada, lograrás
aliviar la ansiedad (al menos la física). De hecho, solo
respirando de manera consciente puedes lograr efectos
más o menos rápidos.

Absolutamente todas las sensaciones de ansiedad son normales y no


entrañan peligro alguno para la vida, pues el organismo está
preparado para soportarlas. Desde hace miles de años los seres
humanos experimentamos ansiedad, y así seguirá siendo en los
próximos miles que estén por venir. Solo en el caso de que suframos
una condición grave de salud habremos de preocuparnos
razonablemente.

Dicho esto, voy a contarte detalladamente qué cosas


pueden ocurrir en tu cuerpo como resultado de la ansiedad
y los motivos exactos por los que ocurren. Si conoces estas
sensaciones y las entiendes bien podrás arrebatarles los
matices catastróficos que les hayas atribuido a partir de tus
propias vivencias. ¡Vamos allá!

VISIÓN BORROSA: EL HORIZONTE EN BRUMAS

Son muchas las personas que, en los momentos en que la


ansiedad se torna demasiado intensa, notan que su visión
se nubla o pierde agudeza. También las hay que sienten
muchas molestias al estar en espacios intensamente
iluminados, sobre todo si la luz procede de fuentes
artificiales como bombillas o tubos fluorescentes. La
tendencia a fruncir el ceño en este caso, por ejemplo,
también puede contribuir a las cefaleas que a menudo
acompañan a la ansiedad. Estos dolores de cabeza suelen
ser de tipo tensional y puedes sufrirlos cuando tus
músculos (espalda, mandíbula, frente...) están contraídos
durante demasiado tiempo, como ocurre si te mantienes
expectante ante un peligro (real o imaginado) durante casi
todo el día.
La causa de la visión borrosa es la dilatación de las
pupilas, una parte de nuestro ojo cuya función es regular la
entrada de luz, y que debe ajustarse siempre a las
condiciones ambientales en que te encuentres. Así, si estás
en un lugar oscuro, las pupilas tendrán que aumentar su
tamaño para apresar la poca luz que haya alrededor. Por
este motivo, si te acostumbras a la oscuridad te resultará
desagradable que se enciendan las luces de tu habitación
súbitamente y tardarás un rato en adaptarte. Pues bien, la
ansiedad hace que tus pupilas se abran de par en par, con
independencia de si es de día o de noche, haciendo que
entre mucha más luz de la que necesitas. ¿Puedes imaginar
ahora por qué es tan molesto?
La ansiedad, recuerda, se asemeja mucho al miedo. La
diferencia fundamental radica en que en la primera la
amenaza se localiza en algún punto distante del futuro,
mientras que en el segundo responde a un peligro
inminente y objetivo. Tanto en un caso como en otro
percibes vulnerabilidad ante una situación que crees que
puede provocarte un daño físico o psicológico, hasta el
punto de verte arrastrado por la imperiosa necesidad de
explorar el entorno en busca de un indicio o evidencia de
amenaza.
La dilatación pupilar, conocida también como midriasis, persigue el
propósito de rastrear el entorno, pues expande el campo visual para
captar un rango más amplio de estímulos y que no se nos escape
nada. El resultado es algo así como una fotografía panorámica, pero
con la resolución de una videocámara antigua.

Recuérdalo: si en algún momento sufres una crisis de


ansiedad y empiezas a ver borroso, no se trata de un
problema que deba preocuparte demasiado (a no ser que se
mantenga durante mucho tiempo). Lo más probable es que
todo mejore cuando las sensaciones fisiológicas vayan
aliviándose.

BOCA SECA: UN DESIERTO EN LA GARGANTA

La salivación es necesaria para la digestión, en concreto


para la primera parte del proceso, en la que debes
masticar, desmenuzar y tragar la comida. Las glándulas
salivares son las responsables de producir saliva, un líquido
con consistencia ligeramente espesa e ideal para preparar
el bolo alimenticio. Sin ella, el procesado de los alimentos
sería costoso y tu organismo se vería obligado a hacer
esfuerzos importantísimos para extraer los nutrientes
necesarios para la vida. ¿Sabías que un hábito tan sencillo
como el de cocinar (y usar el fuego) pudo ser uno de los
responsables de que nuestro cerebro se desarrollara hasta
lo que es hoy, al permitir que invirtiéramos parte de la
energía necesaria para la digestión de alimentos crudos en
otros procesos fundamentales? Es algo fascinante que
seguimos intentando descifrar.
Si observas con curiosidad a los animales que viven en
libertad en la naturaleza, te darás cuenta de que solo
comen o se acicalan si se sienten completamente seguros.
A los humanos nos ocurre algo parecido. Al fin y al cabo,
son conductas que requieren mucho tiempo, y mientras las
hacemos podríamos quedar desprotegidos en caso de
vernos obligados a enfrentar peligros que exigieran actuar
rápidamente. Si juzgamos lo que percibimos como una
amenaza, la alimentación y otras conductas de cuidado
pasan a un segundo plano, pues no son compatibles con la
lucha o con la huida que deberíamos desplegar para salir
airosos si irrumpiera súbitamente la necesidad de escapar.
Recuerda que la ansiedad es una característica puramente
humana, mediante la que reelaboras la emoción de miedo
para proyectarla hacia un futuro más o menos distante.
Cuando estás inmerso en ella, se activa tu fisiología de
forma similar a como lo haría ante una amenaza real, por lo
que solo se pondrán en marcha procesos necesarios para
sobrevivir en el aquí y ahora. Comer, a corto plazo, no es
uno de ellos.

Prácticamente todo lo que te hace feliz (jugar, practicar un deporte,


charlar con tus seres queridos...) no es esencial para la
supervivencia inmediata, por lo que cuando estás sometido a un
miedo intenso y persistente queda relegado a un segundo plano,
haciendo tu vida más anodina e irrelevante.

Como la ansiedad implica un estado de alerta


persistente, es normal que haya una reducción en la
producción de saliva, que se te quede la boca seca. De esta
manera, y sobre todo si te expones a menudo a una intensa
activación, es normal que la notes espesa. Muchas
personas se quejan de que esta repentina sequedad les
hace difícil hablar correctamente, lo que resulta peliagudo
en los casos de ansiedad social, donde las interacciones con
los demás son motivo de preocupación. A largo plazo,
además, también puede provocar la aparición de halitosis
(mal olor en el aliento).

HIPERVENTILACIÓN: LA ASFIXIA PARADÓJICA

La aceleración de la respiración es común durante un


episodio de ansiedad aguda, como los que ocurren durante
un ataque de pánico. Como resultado, consumes más
oxígeno del que tu cuerpo necesita para funcionar con
normalidad, lo que puede provocarte un desequilibrio en el
intercambio gaseoso. Para muchas personas, este síntoma,
también conocido como taquipnea, es un indicio de que
están sufriendo una crisis ansiosa, así como el aumento del
ritmo cardíaco (taquicardia), por lo que se asustan
muchísimo cuando los sienten. Por decirlo de forma más
sencilla: les advierte de que algo podría estar ocurriendo
en su cuerpo y dispara la preocupación más extrema y la
necesidad de escapar. Hay que tener en cuenta que el
miedo puede hacer que desarrollemos una gran
sensibilidad hacia las sensaciones internas y que acabemos
percibiéndolas como peligrosas, cuando en realidad son
totalmente inocuas. Esto último es importante y puede ser
uno de los puntos en los que debas trabajar para mejorar
tus síntomas físicos de ansiedad. El debate racional, que
veremos más adelante, te ayudará a lograrlo.
Al hiperventilar, la cadencia de nuestras inhalaciones y
exhalaciones aumenta más allá de lo que suele ser habitual.
Esto puede hacer que tengas la angustiante y paradójica
sensación de que te estás asfixiando. No obstante, lo que
precipita este malestar no es la carencia de oxígeno
precisamente, sino algo distinto: la reducción de los niveles
de dióxido de carbono. Esto es lo que en última instancia
provoca las sensaciones que te resultan desagradables al
atravesar una crisis de ansiedad, como las perturbaciones
de la vista, la pérdida de sensibilidad en las extremidades,
el temblor... y la sofocación o necesidad de tomar grandes
bocanadas de aire. Es esencial que recuerdes siempre que
estas sensaciones son normales y que tu cuerpo está
preparado para soportarlas, por lo que jamás entrañarán
riesgo para ti si tu estado de salud es bueno. Si intentas
respirar más rápidamente para contrarrestar este síntoma,
lo más probable es que la sensación de asfixia se acentúe, y
entonces te adentrarás en un bucle difícil de parar.
Moderar conscientemente el ritmo de tu respiración es
clave. También es útil la archiconocida estrategia de
respirar dentro de una bolsa, puesto que hacerlo ayuda a
mantener estables los niveles de dióxido de carbono.

ACELERACIÓN DEL RITMO CARDÍACO: EL LATIDO TREPIDANTE

Las palpitaciones son uno de los síntomas de ansiedad más


conocidos y temidos por las personas que conviven con ella.
La mayoría de las veces se localizan en el pecho, pero hay
quienes las notan en prácticamente todo el cuerpo,
especialmente al dedicar tiempo a relajarse y a adentrarse
en un estado de quietud. Lo peor de todo es que suele
funcionar como un resorte: siento los latidos, interpreto
que son una señal de que está pasando algo malo dentro de
mí, me pongo nervioso, mis latidos aumentan de ritmo,
confirmo que algo terrible está a punto de suceder y se
desencadena una crisis aguda de ansiedad.

Reconocer esta cadena de sucesos y ser capaz de detenerla


(modificando los pensamientos negativos que la sustentan, por
ejemplo) es fundamental para minimizar el riesgo de que se
produzca la escalada. Una forma más ajustada de interpretar las
palpitaciones sería, simplemente, pensar que son necesarias para
que nuestro organismo pueda funcionar de manera correcta.

Lo cierto es que existen algunas diferencias entre los


síntomas de un infarto agudo de miocardio y los de un
episodio agudo de ansiedad, y conocerlas puede ayudarte a
entender qué está sucediendo en realidad en tu cuerpo. La
primera tiene que ver con la localización del dolor, pues
mientras que en la crisis de pánico suele ubicarse en el
pecho, en un episodio cardíaco se desplaza a otros lugares
muy diferentes, como la mandíbula, la espalda o los brazos.
Además, suele haber matices distintos en la sensación:
punzante para la ansiedad y opresiva para el infarto. Por
otra parte, los ataques de pánico tienen una duración más
bien limitada (empiezan a suavizarse a partir de los siete u
ocho minutos, aunque a veces pueden extenderse más allá),
mientras que los infartos son más duraderos y su
intensidad tiende a aumentar progresivamente. La
respiración, la relajación u otras formas de abordar los
síntomas de ansiedad no son efectivos para el dolor que
surge en los infartos de miocardio, que se muestra
persistente y cada vez más incapacitante. De hecho, si no
se atiende a tiempo, el infarto puede generar lesiones
cardíacas irreversibles (algo que no ocurre con la
ansiedad).

Hay que tener siempre en cuenta que la ansiedad persistente puede


provocar molestias difusas y difíciles de describir, sobre todo cefalea
y dolores de espalda, que muchas veces nos obligan a visitar al
médico de cabecera o a los especialistas (traumatólogo, neurólogo,
reumatólogo...).

La valoración de posibles causas orgánicas es


importantísima en estos casos, por supuesto, pero en el
momento en que se descarte cualquier problema de este
tipo es crucial que el tratamiento se oriente hacia los
aspectos psicológicos que podrían estar detrás
(especialmente los trastornos de ansiedad).

SUDORACIÓN: UN MAR EN TU PIEL

La sudoración es una respuesta natural del organismo cuya


función es refrigerarlo por completo cuando se expone a un
calor intenso. También puede ocurrir como resultado de
estar ansiosos, de tener miedo o vivir sometidos a mucho
estrés, porque en todos los casos se estimula el sistema
nervioso simpático. Si bien todo el cuerpo suda, es más
evidente en zonas como la frente, las manos o los pies,
donde la piel es lampiña (carece de pelo). Para las personas
con ansiedad, el sudor puede ser uno de los síntomas más
preocupantes, porque facilita que los demás puedan
advertir el nerviosismo que intentamos ocultar. Otras
posibles consecuencias, como el olor o la sensación de
estar desaliñado, también son perturbadoras para quienes
transpiran al estar nerviosos. Sea como fuere, no debes
olvidar que sudar es una respuesta fisiológica
completamente adaptativa, pues en el fragor de toda lucha
o huida la temperatura corporal asciende y se necesitan
mecanismos eficaces para regularla.

MAREOS: EL MUNDO QUE DA VUELTAS

La sensación de mareo es uno de los síntomas más


frecuentes de entre todos los que pueden acompañar a la
ansiedad, aunque aparece también cuando estás demasiado
estresado. Suele vivirse como una sensación de movimiento
que procede del interior o del exterior, y que produce la
impresión de que todo alrededor da vueltas o de que el
cuerpo se balancea de una forma extremadamente
desagradable. En alguna ocasión puede acompañarse de
problemas visuales, como la pérdida de agudeza o el
oscurecimiento de la visión periférica (alrededor del campo
visual), así como presentarse junto a latidos inusualmente
intensos que retumban en las sienes o entre los ojos. En la
mayoría de las ocasiones buscamos un punto de apoyo
firme, como una pared en la que sostenerse o una silla en la
que sentarse, pues tememos que la conciencia pueda
diluirse en cualquier momento. Los sudores gélidos y los
escalofríos también hacen aquí acto de presencia, y con
frecuencia puede llegarse al vómito o a un intenso malestar
digestivo.
Hay que tener en cuenta que un porcentaje elevado de
las personas que atraviesan periodos prolongados de
ansiedad aprenden a identificar que los mareos son un
indicio de que podrían sufrir inmediatamente un ataque de
pánico, por lo que los interpretan de manera catastrófica
aun siendo inocuos. Esto sucede, por ejemplo, en quienes
tienen la tensión arterial baja y sufren episodios de
inestabilidad al cambiar rápidamente de postura
(hipotensión ortostática) o en quienes sufren una
afectación del oído interno. En ninguno de estos casos los
mareos están vinculados a la ansiedad directamente, pero
podrían actuar como un resorte para la misma si se
perciben como peligrosos.
6

LA ANSIEDAD Y LO QUE HAGO

Ahora que ya conoces los matices fisiológicos y cognitivos


de la ansiedad, el paso natural con el que seguiremos será
entender qué hacemos con ella cuando su presencia nos
abruma. Ya te he contado que tanto los pensamientos como
las emociones propias de la ansiedad pueden considerarse
desagradables, y que las personas tenemos una tendencia
natural a alejarnos de lo que creemos que podría dañarnos.
Esto hace que muy a menudo decidamos escapar o que
tratemos de evitar dichos pensamientos o emociones, aun
cuando esta forma de proceder suponga renunciar a
muchas de las actividades que nos llenaban en el pasado.
La tendencia a evitar los síntomas de ansiedad
contribuye a que el problema se prolongue en el tiempo
mediante el mecanismo que se conoce como refuerzo
negativo: al alejarnos de la situación en la que anticipamos
que podrían brotar los síntomas ansiosos (visitar un lugar
concurrido, utilizar un ascensor, hablar con
desconocidos...) experimentamos una rápida sensación de
alivio, lo que aumenta dramáticamente la probabilidad de
que decidamos repetirlo en el futuro cuando nos
encontremos ante retos parecidos. No obstante, este efecto
aparentemente beneficioso afecta solo al corto plazo, pues
a largo plazo tiene consecuencias muy negativas. Por
ejemplo, imagina que padeces ansiedad social y te invitan a
una fiesta en la que prácticamente no conoces a nadie.
Sería una oportunidad fantástica para entablar nuevas
amistades..., probablemente con personas que podrían
aportarte mucho. Aun sabiéndolo, la tentación de elucubrar
excusas para quedarse en casa sería grande, pues
empezarías a visualizarte titubeando al hablar y quedando
mal, desde tu punto de vista, ante los demás. En el
momento en que cedas y decidas no acudir te sentirás
inmediatamente mejor, pues te quitarás de encima esa
sensación de desasosiego, pero también habrás perdido la
ocasión de practicar tus habilidades sociales y ganar
confianza para revertir la imagen negativa que puedas
tener de ti mismo. A medida que el tiempo vaya pasando y
repitas la estrategia, se irá consolidando y te resultará más
difícil romper con esta dinámica.
Como ves, este asunto es importante y vale la pena que
nos detengamos en él. Es el momento de revisar qué es lo
que a veces hacemos al vivir con ansiedad y cómo influye
negativamente en cómo la sentimos y en cómo nos
relacionamos con ella.

LA EVITACIÓN Y EL ESCAPE: ALEJÁNDOME DE LO QUE TEMO

La evitación es una forma de actuar muy común en la


ansiedad. De hecho, seguro que si en algún momento la has
padecido o si estás atravesando ahora mismo una época en
la que está muy presente, podrás recordar cómo en algún
momento preferiste no hacer ciertas cosas solo para eludir
una situación cuya expectativa te provocaba miedo o
inseguridad. Al final son decisiones voluntarias dirigidas a
no enfrentarte a situaciones que juzgas como
potencialmente generadoras de ansiedad (ansiógenas es la
palabra más técnica), incluyendo por supuesto aquellas en
las que se podría presentar un estímulo temido (una
reunión con personas a las que conoces poco, una
presentación oral, un animal o un lugar que te genera
rechazo...).
La evitación puede empeorar la vida de las personas con
ansiedad de muchas formas diferentes. No obstante, puede
ocurrir que lo temido se presente con una probabilidad tan
baja que apenas sea necesaria modificación alguna en las
rutinas si te empeñas en evitarlo, por lo que no llegarás a
sentir su peso en el día a día. Imagina a una persona que
tiene un pánico atroz a los tiburones, pero vive a cientos de
kilómetros del océano o del mar; para ella sería suficiente
con no viajar a la playa, o, en el caso de hacerlo, quedarse
tomando el sol sin meter los pies en el agua o nadar solo
hasta donde no le cubra. Seguramente nunca tomará la
decisión de consultar con un profesional ni tendrá que
alterar de forma sustancial su estilo de vida, simplemente
le bastará con hacer una discreta renuncia sin mayores
consecuencias (a no ser que sueñe con hacer surf, pues
entonces sería un sacrificio más grande...).
Pero ¿qué ocurriría si, por ejemplo, esta misma persona
tuviera miedo al color rojo? Obviamente tendría que
planificar bien qué hace y adónde va, y ni siquiera así
lograría evitarlo siempre. Otro caso común es la fobia a las
cucarachas. Quienes la padecen suelen sentirse bien
prácticamente todo el año, pero su miedo se agudiza al
llegar el verano y en especial por la noche, o cuando andan
por calles sucias y húmedas. A veces incluso prefieren
quedarse en casa y cerrar las ventanas a cal y canto para
evitar que uno de estos insectos se cuele en el espacio
seguro de su hogar, aunque tengan que soportar el calor y
la escasa ventilación. Como se puede ver, las fobias son
más o menos invalidantes según lo frecuente o infrecuente
que sea aquello que tememos, pues a partir de esta
premisa tendremos que hacer más o menos cambios para
poder vivir una vida en la que nos sintamos seguros.
Algo en lo que pocas veces reparamos es que aquello que
puede provocarnos miedo no siempre está en el exterior,
sino que a veces puede proceder de dentro. Sería el caso de
los pensamientos recurrentes, esos que te perturban
mucho y parecen dispararse en el momento en que te
enfrentas a ciertas situaciones críticas. El problema es que,
al intentar eliminar el pensamiento, este se hace más fuerte
e insistente, como si súbita y paradójicamente se activara
la red que lo nutre en tu cerebro: si trato de evitar el
pensamiento me siento peor porque se hace más presente,
pero lo mismo ocurre si lo dejo fluir libremente como un
elefante en una cacharrería.

Algunos trastornos, como la ansiedad generalizada o el obsesivo-


compulsivo, nos exponen a este dilema: ¿cómo puedo huir de algo
que no está fuera, sino dentro de mí? Es un matiz que puede hacer
que estos problemas de salud mental se vivan de un modo más
invasivo que otros.

En esencia, la huida es similar a la evitación. La única


diferencia es que aquí ya estás sumergido de lleno en la
situación que te genera malestar. Lo que suele pasar es que
la ansiedad aumenta de forma progresiva hasta que sientes
el deseo irresistible de abandonar el lugar en que te
encuentras, pese a que esto te pueda perjudicar de alguna
forma. Puedes ver un ejemplo en quien decide bajar del
autobús mientras intenta superar la tensión que siente al
viajar en él o en quien abandona inesperadamente una
ponencia que estaba impartiendo, para sorpresa de su
audiencia. La huida también puede darse en personas que
están recibiendo un tratamiento de exposición, una forma
de psicoterapia fundamental para superar fobias de todo
tipo, pero que puede ser un poco dura si no se organiza de
manera cabal por parte del terapeuta.
La decisión de escapar puede hacerte sentir frustrado e
incluso decepcionado contigo mismo, pero en realidad
debes entenderlo como parte del proceso y no rendirte. Un
detalle que vale la pena conocer: a veces el miedo a
exponerte a lo temido puede disuadirte de acudir a un
especialista que te ayude a superarlo. Pues bien, tienes que
saber que existe la posibilidad de empezar estos ejercicios
primero en tu imaginación (evocando escenas que te
generan ansiedad de manera progresiva mientras usas
técnicas de relajación), de forma que en el instante en que
tomes la decisión de enfrentarte cara a cara a lo que temes
puedas hacerlo sintiéndote más seguro.
Al final del proceso de evitación o huida la realidad se acaba
desvirtuado tanto que ni siquiera adviertes que has creado un
monstruo donde nunca lo hubo. Hasta que no seas capaz de abrirte
a la incertidumbre y enfrentarte a él, seguirá acechándote en
silencio cada día.

LA PARÁLISIS O FREEZING: EL HORROR Y LA INMOVILIDAD

Ante una situación de miedo intenso algunas personas


reaccionan quedándose totalmente paralizadas, hasta el
punto de parecer que su cuerpo no responde a las
instrucciones que se le dan o a su voluntad de huir. Se trata
de una conducta aparentemente paradójica, porque... ¿qué
sentido tiene que dejemos de movernos precisamente
cuando nos estamos enfrentando a una situación que se
percibe como peligrosa y que podría hacernos daño? La
respuesta a la pregunta, como a tantas otras cuestiones
relativas a la ansiedad, la encontramos en la evolución de
nuestra especie, revisando aquellos días en que no éramos
más que primates bípedos organizados en pequeños
grupos, muy distintos a los de hoy en día. En aquel pasado
remoto la naturaleza albergaba para nosotros un abanico
interminable de lugares en los que podíamos ocultar
nuestra presencia. Los riscos escarpados y los bosques
frondosos eran nuestro hábitat natural, aunque en ellos
moraban también otros animales capaces de devorarnos en
un abrir y cerrar de ojos. Ante la presencia de estos, y más
si estábamos completamente solos o sumidos en la
oscuridad de la noche, tanto la lucha como la huida podían
ser actos imprudentes y con desenlaces catastróficos: si
confrontábamos físicamente la amenaza, solíamos sucumbir
al equipamiento más contundente de nuestros rivales
(garras, colmillos...), y si salíamos corriendo podíamos ser
cazados en el acto o acabar despeñándonos por cualquier
acantilado. Ante esta tesitura, por fortuna, existía una
tercera vía: la parálisis (o freezing).
Imagina por un momento a ese ser humano pretérito,
desnudo y pertrechado solo de una frágil lanza con una
punta de piedra o de hueso, de pie frente a un enorme oso
que olisquea el terreno en busca de algo para desayunar. Al
calcular sus opciones de sobrevivir barajaría que un
enfrentamiento físico resultaría fatal, y recordaría quizá
experiencias previas sobre cómo bestias similares a aquella
perseguían y daban caza fácilmente a cualquier individuo
como él. El miedo sería tan profundamente intenso que
quizá quedarse inmóvil sería la opción realista, pues ese
monstruo peludo podría confundirlo con otros elementos
del entorno o, en el peor de los casos, creer que solo se
trataba de un cadáver que no convenía mordisquear. Pero
esto no solo ocurría en aquel entonces. Si nos desplazamos
a otro tipo de jungla, a las ciudades actuales, también
podremos hallar ejemplos de parálisis ante el peligro.

¿Nunca te ha ocurrido que has intentado cruzar una carretera


completamente despistado y tras un frenazo o el sonido de un
claxon te has quedado paralizado, sin poder moverte hacia delante o
hacia atrás? Pues aunque parezca extraño, se trata de una respuesta
programada en tus genes para lidiar con amenazas inminentes.

Hasta este momento hemos profundizado en las


dimensiones de la ansiedad, de forma que ya sabes que no
es algo tan sencillo como sensaciones en el cuerpo o
pensamientos que van y vienen. Has aprendido que se trata
de una sensación natural, similar a otras que también
puedes experimentar en la vida, como el miedo o la
angustia. En la próxima parte te explicaré las causas de la
ansiedad, en especial para que reflexiones sobre ellas si
has podido vivirlas en el pasado o si están ocurriéndote
ahora mismo.
III
¿POR QUÉ VIVO CON ANSIEDAD?
7

¿CUÁL ES LA CAUSA DE LA ANSIEDAD?

La ansiedad puede ocurrirte por muchos motivos: unos


tienen que ver con la manera en que percibes las cosas que
ocurren en tu cuerpo, otros con las situaciones que hayas
podido vivir o estés viviendo, y otros con el modo en que
afrontas los problemas. También la forma en que procesas
la realidad puede tener un papel muy importante, por
supuesto.

No podemos trazar una causa exacta por la que sucede o se agrava


la ansiedad, sino que existe una serie de factores de riesgo que
aportan su granito de arena. Cuantos más factores de riesgo
presentes, mayor será la probabilidad de que en algún momento la
intensidad de tu ansiedad aumente y condicione tu vida.

A continuación voy a hablarte de todos aquellos factores


que pueden hacer que se dispare tu ansiedad. El propósito
es que aprendas sobre experiencias que hayas vivido en el
pasado o que te resulte más fácil ponerte en la piel de
alguien que la sufre. En definitiva, para que seas menos
punitivo contigo mismo o más comprensivo con los demás.
LA PERSONALIDAD: NUESTRA FORMA DE SER EN EL MUNDO

La personalidad define tu forma de ser y de estar en este


mundo, esto es, el modo en que sueles pensar y actuar.
Aunque a menudo usamos peyorativamente la expresión
«carece de personalidad» para describir a quien no tiene
las cosas claras, lo cierto es que todos tenemos una que se
va construyendo durante la niñez y que se consolida en la
adolescencia o los primeros años de la adultez, cuando el
cerebro madura completamente (lo que ocurre alrededor
de los veinticinco años). También pueden darse cambios
importantes más tarde, por supuesto, ya que ciertos rasgos
tienden a suavizarse un poco a medida que transcurren los
años como una parte natural del desarrollo. Una cosa es
innegable: se trata de una joya que todos atesoramos,
fraguada tanto al fuego de las experiencias como de la
genética. La personalidad es clave para entender cómo te
sientes ante las situaciones difíciles, el tiempo que tardas
en recuperar tu estado emocional tras un revés, tu
tendencia a comunicarte con los demás, el grado de
responsabilidad que asumes en tus tareas e incluso lo
amable que eres en tus relaciones.
Han sido muchos los investigadores que se han esforzado
por determinar cuáles son los rasgos básicos que
conforman la personalidad humana, una suerte de paleta
de colores con la que cada uno esboza el lienzo de su forma
de ser. Obviamente, cada combinación será diferente a la
de los demás, y la gama cromática asumirá un espectro
infinitamente amplio de matices o formas. El resultado
final, pese a estar compuesto por una serie más o menos
identificable de pigmentos, será completamente único e
irrepetible. ¡Ahí está la clave de la diversidad humana!
Pese a que te puedas parecer a alguien de tu familia o tus
amigos, en realidad hay algo dentro de ti que te hace
diferente a todos ellos.

En función de la intensidad con la que los rasgos de personalidad


estén presentes implicarán (o no) efectos importantes sobre cómo te
sientes y actúas. Algunos rasgos se asocian directamente con
experiencias que vivirás como positivas, mientras que otros
amplifican las que valoras como negativas.

Por ejemplo, el neuroticismo es un rasgo que describe


una tendencia a sentir emociones difíciles a menudo, las
cuales además durarán mucho más de lo razonable y se
dispararán por situaciones que en apariencia no son
demasiado importantes. Quienes poseen un alto
neuroticismo también tienen más probabilidad de padecer
un problema de ansiedad, por el modo en que procesan sus
experiencias íntimas. Lo contrario ocurre con la
extraversión, que describe cómo nos relacionamos con los
demás (acercándonos, alejándonos...) y conecta con las
emociones que nos resultan más agradables. Quizá ya
hayas oído hablar de ambas, pues son bastante conocidas y
las usamos en el lenguaje coloquial. ¿Alguna vez te has
preguntado cómo serán en tu caso? ¿Sabías que la
combinación de un alto neuroticismo y de una baja
extraversión es la que se asocia a más problemas de salud
mental?
Además de estas dos, que son las más importantes,
también hay otras dimensiones de la personalidad que
todos tenemos en mayor o menor medida. El modelo Big
Five (cinco grandes), que idearon Costa y McCrae, destaca
estas:

La responsabilidad: sentido del deber y voluntad de


ajustarnos a las normas en nuestro día a día.
La apertura a la experiencia: deseo de ir más allá de lo
ordinario y de abrazar la novedad sobre la rutina.
La amabilidad: cordialidad en el trato.

Como te he comentado, todos albergamos los cinco


factores en mayor o menor medida, pero en combinaciones
virtualmente infinitas que nos hacen ser quienes somos y
sentir como sentimos. Por supuesto todo esto puede
moldearse con los aprendizajes que vayas cosechando,
pues si sientes un genuino interés por construir un futuro
mejor irás recabando estrategias mediante las que
gestionar emociones, conocer tus distorsiones cognitivas,
resolver tus problemas o proveerte de momentos de
disfrute que alegren tu día a día. Aunque la personalidad se
mantiene más o menos estable a lo largo del tiempo, con
sutiles cambios, siempre puedes aprender cosas para vivir
una buena vida aprovechando en tu beneficio los rasgos
que puedas tener.

Las experiencias tempranas y la genética son las responsables de


moldear tu personalidad, pero no debes entenderla como una
pesada carga en el caso de que tu patrón no sea el mejor posible.
Siempre hay margen para aprender, templar su expresión y construir
un día a día que te haga sentir realizado.
EL APRENDIZAJE FAMILIAR: QUÉ APRENDÍ DE QUIENES ME RODEAN

Aunque pudiera parecerte sorprendente, uno de los


factores de riesgo más relevantes para sufrir trastornos
ansiosos o del estado de ánimo es que tus padres también
los padecieran, especialmente durante tu infancia. Esto ha
intentado comprenderse desde muchos ángulos: hay
quienes proponen un bagaje genético a partir del que se
transmite una vulnerabilidad, mientras que otros subrayan
el aprendizaje social como un mecanismo a través del cual
los niños observan y repiten las conductas o las actitudes
adquiridas en casa. Obviamente no son raíces excluyentes,
sino puramente complementarias.

La influencia de la genética o del ambiente dependerá del trastorno


del que se hable. Así, por ejemplo, la carga genética será mayor en
la esquizofrenia que en cualquiera de los trastornos de ansiedad.

Es innegable que la familia ejerce una influencia crucial


en el desarrollo, pues durante los primeros años de tu vida
se alza como el ejemplo de cómo sería correcto que
actuaras y sintieras. En función de las experiencias que
pudiste vivir, tanto amorosas como todo lo contrario, irás
fraguando una visión del mundo que afectará a tus
relaciones futuras con los demás y contigo mismo. Esta
circunstancia es una pura cuestión de suerte, pues no
elegiste la familia en que nacer ni muchos otros aspectos
que condicionan tu futuro. No lo determinan, por supuesto,
pero pueden plantearte un reto al que deberás enfrentarte
si las condiciones en que creciste no fueron las mejores.
En ocasiones acabamos repitiendo todo lo vivido entre las paredes
de nuestra casa, mientras que otras veces desarrollamos la
capacidad de analizar críticamente lo aprendido para desecharlo y
sustituirlo por lo que entendemos correcto en nuestro fuero interno.
Son muchos los factores que pueden contribuir a que ocurra esto
último, pero los más relevantes son el entorno social que
construyamos como adultos y la capacidad de regulación emocional
que poseamos.

En ocasiones, las estrategias que los padres emplean


para resolver sus problemas (preocuparse todo el tiempo,
encerrarse en una habitación a cal y canto ante las
dificultades, adoptar una posición cabal y sopesada...), o el
modo en que actúan para afrontar lo que les provoca miedo
(escapar, encararlo...), pueden aprenderlas los hijos
mediante un proceso conocido como aprendizaje vicario.
Los niños entenderían aquí que la forma que tienen sus
padres de hacer las cosas es un ejemplo adecuado para
resolver los problemas que podrían ocurrirles en el futuro o
que ya están presentes en sus vidas, y se convertirán en un
hábito que sumarán a su repertorio y que mantendrán
muchas veces hasta la adultez. Saber esto puede ayudarte
a entender mejor por qué se repiten patrones entre
generaciones: se pueden aprender ciertas conductas sin la
necesidad de haberlas practicado nosotros mismos, solo a
través de la observación de qué hacen los demás y de las
consecuencias que sus actos tienen para ellos. Por ejemplo,
en las familias donde se recurre a la violencia como forma
de coacción existe la posibilidad de que los más pequeños
de la casa la interioricen como normal y recurran a ella a
las primeras de cambio.
Si fuiste víctima de abuso infantil, pudo ocurrir que se
alteraran los circuitos cerebrales que conectan las regiones
más profundas del cerebro (allá donde se procesa la
experiencia emocional) y las superficiales, como la corteza
prefrontal, donde residen muchas de las capacidades que
nos caracterizan como seres humanos (razonamiento,
simbolización...). Como resultado de esto puede aparecer
cierta tendencia a ser impulsivos, algo que tiene sus
consecuencias en el contexto académico, familiar y social.
De hecho, la impulsividad se ha propuesto como un rasgo
que predice el fracaso de los niños en los primeros retos a
los que habrán de enfrentarse en sus vidas, además de ser
el resorte que conecta la frustración y la agresión. Estas
conexiones, no obstante, se pueden restablecer a través de
experiencias cotidianas y de relaciones saludables, tanto
durante los primeros años de vida como más allá de estos.
Si fuiste hijo de personas que utilizaban la violencia y la
amenaza constantemente, puede recaer sobre ti la
responsabilidad de reinterpretarlas y darles un significado
diferente de ahora en adelante, pues de lo contrario
podrías acabar perpetuándolas en tu día a día. Como
padres, por otra parte, debemos ser conscientes de qué
enseñamos a nuestros hijos, pues en su más tierna niñez
albergan una irrepetible capacidad para aprender. Así,
seremos el primer ejemplo de qué es vivir en sociedad, de
qué es comunicarse y de qué es amar.

Ni una pizca de amor en la infancia

Cuando apenas era un niño, Juan estaba acostumbrado a las malas


palabras en casa. Sus padres lo castigaban por prácticamente cualquier
cosa y nunca le explicaban demasiado bien el motivo. Se limitaban a
decirle que debía obedecer a los mayores cuando le hablaban. Llegó un
momento en que pensó que simplemente era la forma que tenían de
deshacerse de él, que molestaba y que no lo querían en absoluto. Estas
experiencias lo llevaron a ver la vida como algo bastante impredecible,
y a no saber qué hacer para poder salir con los amigos un rato o ver la
televisión. También pensó de sí mismo que era malo y que simplemente
no merecía nada bueno de lo que pudiera pasarle.
Se fue de casa tan pronto como pudo. Tomó la decisión de no
estudiar para encontrar un trabajo que lo mantuviera y alquilar una
casa en la que vivir. Quería hacer de aquel lugar un espacio en el que
sentirse seguro, en el que construir un día una familia y en el que sanar
las heridas de su pasado. La verdad es que el camino no fue fácil: en el
instante en que puso un pie fuera de donde vivían sus padres
empezaron con sus reproches. Lo acusaban de ser mal hijo, de no
preocuparse por ellos, de no llamarlos y de no visitarlos ni siquiera en
los días más señalados del año. Lo cierto es que cada vez que iba a
verlos lo hacía por mera obligación, y encima tenía que tragarse todas
sus acusaciones, indirectas y agravios. ¡Incluso de vez en cuando lo
extorsionaban echándole en cara todo lo que habían hecho por él
cuando era un niño! Le permitieron sobrevivir, por supuesto, pero no
recibió jamás ni una pizca de amor.
Esa mañana, al despertar, encontró a su hijo a los pies de la cama.
Parecía preocupado. Era uno de los primeros días del invierno y a
aquellas horas el frío se clavaba como una aguja. Temblaba mucho, no
sabía si de miedo o de nerviosismo..., o quizá por la temperatura. Se
incorporó y lo miró a los ojos con la ternura de un padre. Le preguntó
qué había pasado, por qué estaba allí, tan acongojado, a esas horas.
Entre titubeos, el niño le dijo que se acababa de hacer pipí en la cama.
Ya hacía algunos meses que lo controlaba bastante bien, pero con la
reciente noticia del embarazo de mamá estaba pasándole otra vez.
Papá sonrió en un gesto que inmediatamente lo reconfortó. Se levantó
y le dio un abrazo. «No pasa nada, cariño, ¿ayudas a papá a limpiarlo?»

LA EVITACIÓN EXPERIENCIAL: EL MIEDO A TENER MIEDO


Ya te hablé en algún momento de que todas las emociones
son útiles, de que tienen una función que facilitó nuestra
supervivencia en tiempos pretéritos y de que hoy en día nos
sirven de guía en muchos momentos de la vida. La mayoría
de las personas es capaz de reconocer esto cuando se le
pregunta directamente, pero en el uso coloquial que
hacemos del lenguaje seguimos definiendo como positivas o
negativas las emociones a las que nos enfrentamos a tenor
de lo fácil o de lo difícil que nos resulte transitar por ellas.
Y puesto que en la naturaleza de todo ser vivo reside la
premisa de que es preferible acercarnos a lo placentero y
alejarnos de lo incómodo, es normal que tengas la tentación
de evitar las experiencias internas que te provoquen
sufrimiento psicológico.
De hecho, encontramos esta idea en las frases
absurdamente sencillas de autoayuda con las que se nos
bombardea a diario, y que incluso nos animan a lucir una
sonrisa cuando en nuestro fuero interno no hay más que
una marejada embravecida. Quizá también pueda residir en
el uso creciente de psicofármacos, que prometen cambios
en cómo nos sentimos sin pasar por el trance de revisar el
abismo de nuestros malestares. Es importante que
descubras qué es para ti la felicidad y que la persigas con
sosiego, día a día, paso a paso, a tu ritmo. No caigas en la
tiranía de la felicidad que muchas veces intentan
imponernos, pues, paradójicamente, es una fuente
inagotable de frustración emocional y te empuja a rechazar
todo lo que no sea «placentero».

Aunque la medicación es a veces necesaria, sobre todo en ciertos


trastornos, no olvides que la psicoterapia es el recurso más valioso si
pretendes profundizar en quién eres y por qué te ocurre lo que te
ocurre. Es aquí donde se abre la oportunidad de adquirir o de
potenciar tus fortalezas individuales. El tratamiento psicológico
puede ser difícil, pues invita a mirar hacia dentro cuando
probablemente te asuste hacerlo, pero te ayudará a seguir
avanzando.

Cuando evitas tus experiencias internas, como los


pensamientos y las emociones, puede ocurrir algo curioso:
que acaben aumentando, paradójica y sorprendentemente.
Es algo similar a lo que ocurre si insistes en aquello de «no
pienses en gambas bailando una jota» y de repente tu
mente se llena de estos simpáticos (y exóticos) crustáceos:
cuanto más intentas alejar algo, más fuerte parece hacerse.
Y es que puede ser mucho más costoso tolerar una emoción
que valoras como inapropiada que simplemente abrazarla
tal y como es, pues además de su propio peso te verías
obligado a cargar con la apariencia de actuar de una
manera completamente diferente a la que verdaderamente
sientes y necesitas. Por ejemplo, si sientes tristeza pero
intentas ocultarla para que pase inadvertida ante los ojos
de los demás, por considerarla inapropiada o por no causar
preocupación, lo que ocurrirá es que se te hará más difícil
de soportar.

Por si no fuera suficientemente duro el hecho mismo de estar triste,


la autocensura emocional te hace cargar con algo todavía peor que
el sentimiento en sí mismo.

Puede decirse que si vives desde la evitación experiencial


dejas de estar abierto a experimentar la paleta entera de
emociones para las que tu cuerpo y mente están
preparados, fundamentalmente como resultado de la
presión (autoimpuesta o procedente del entorno social) que
relaciona este tipo de vivencias con debilidad o
vulnerabilidad. Se trata de una tendencia habitual en
trastornos mentales como los de ansiedad, y que supone un
rechazo hacia aspectos legítimos de tu vida. A veces esto se
extiende desde nosotros hacia las personas del entorno,
hasta acabar pretendiendo que no sientan o expresen sus
emociones incluso en los momentos más difíciles («no estés
triste», «no llores»...). No sería justo tachar esta actitud de
egoísta, pero sí denota cierta dificultad para reconocer que
los sentimientos son parte de nosotros y que puede ser
constructivo simplemente dejarlos fluir. Además, con el
paso del tiempo esta forma de relacionarnos hace que los
demás no se sientan totalmente libres de actuar frente a
nosotros de la forma en que se sienten, con el fin de evitar
una situación que pueda importunar.
Por otro lado, frente a la evitación experiencial también
puede darse la aceptación, que con frecuencia se ha
malinterpretado y confundido con la resignación. La
resignación aflora cuando concluyes que no hay nada que
puedas hacer para resolver alguna situación indeseada que
querrías cambiar, por lo que tiene bastante que ver con la
desesperanza aprendida de la que te hablé en un capítulo
anterior. Cuando te resignas te sientes también
emocionalmente abatido y puedes dejar de esforzarte por lo
que estabas persiguiendo, y terminar conformándote con
vivir de forma francamente insatisfactoria. La aceptación es
algo distinto, un acto mucho más sosegado y comprensivo
contigo mismo y con el momento en el que estás, pero sin
cerrar la puerta a que las cosas puedan ser diferentes en el
futuro.

La aceptación surge de la convicción de que tu experiencia dolorosa


merece acomodarse entre las demás que has vivido, y permitirte el
espacio necesario para sacar de ella todo cuanto pueda ser
constructivo. La aceptación supone dejar de luchar contra lo que
sientes en un momento dado, y poder convivir con ello sin que te
resulte perturbador o insoportablemente doloroso.

EL POBRE AUTOCONCEPTO: QUERIENDO QUERERME

El autoconcepto es, básicamente, la impresión que tienes


de ti mismo. Es la manera en que te valoras como ser
humano, con tus cualidades y tus defectos, por lo que
influye de manera decisiva en tu autoestima y en el modo
en que te relacionas con los demás y con el mundo.
También impacta en la percepción que tienes respecto a tu
capacidad para hacer las cosas. A menudo va fraguando a
través de tu historia de aciertos y de errores, de encuentros
y desencuentros, pero también a partir de lo que los demás
piensan de ti.

Durante la niñez, cuando carecías de recursos necesarios para


comprenderte a ti mismo, ciertas frases proferidas por las personas
relevantes de tu entorno podían inmiscuirse en lo más hondo de tu
autoconcepto, cristalizando con los años y mezclándose con los
atributos que elegiste para describirte. Una parte importante de
quién eres es el resultado de cómo te trataron, para bien o para mal,
lo que hace difícil discriminar aquello que genuinamente te
pertenece de lo que otros te asignaron.
Uno de los aspectos más importantes del autoconcepto
es que no es unitario, sino que depende de los roles que
adoptas respecto a los demás. Así, puedes tener una visión
más o menos positiva de quién eres como padre, madre,
hermano, hijo, pareja, amigo... Esta percepción que
mantienes de ti mismo te sirve como una brújula para
orientarte en el extenso océano de las relaciones
personales, por lo que no solo te permite reflexionar sobre
quién eres, sino también sobre quién eres para los demás.
Por ello el duelo por la pérdida de un ser querido es un
proceso en el que llegas a cuestionarte a ti mismo,
buscando un sentido nuevo para las partes del
autoconcepto en las que la persona ausente tenía un papel
clave. Puede ser algo tan profundo que muchas personas
reconocen que tras despedirse del ser querido no volvieron
a ser las mismas.

Eres un ser en perpetuo cambio, que no puede ser juzgado a partir


de una imagen estática, del error que cometiste en algún momento
del pasado o de la decisión que finalmente no te atreviste a asumir.

Cuando la autoestima duele

Cogió su violín y se sentó en la primera fila, donde correspondía a los


instrumentos de cuerda. A menudo se preguntaba por qué no tuvo que
gustarle alguno de los de percusión, y así quedarse escondida atrás del
todo, donde menos ojos pudieran posarse sobre ella. El telón seguía
cerrado, pero a través de su tejido escarlata escuchaba a su inminente
audiencia tomando asiento y charlando sobre asuntos triviales. En
secreto había deseado decenas de veces antes de aquel momento que
no hubiera nadie al otro lado, aunque careciera de sentido para alguien
que quería vivir de la música. A Carolina le apasionaba, pero odiaba ser
el centro de atención allá donde pudiera estar. Miró por un momento
alrededor: todos parecían seguros de lo que estaban haciendo.
Ordenaban las partituras sobre sus atriles con un gesto acostumbrado,
en apariencia concentrados en lo que estaba a punto de ocurrir.
¿Estarían fingiendo que todo iba bien o es que simplemente habían
alcanzado una serenidad que para ella era imposible?
Todos tenían muchísimo más talento que ella, habían nacido para
estar allí; lo suyo solo había sido suerte y sobreesfuerzo. Agarró el arco
con tantísima fuerza que, de haber acariciado el violín en aquel preciso
instante, hubiera sonado como un gato rabioso. Iba a hacerlo fatal, ya
lo sabía. Las horas y horas de ensayo estaban a punto de estrellarse
contra la realidad de su mediocridad. Seguía escuchando en su cabeza
muchas palabras hirientes que otros le habían dedicado con los años y
que había creído a pies juntillas: su profesora de solfeo subrayando
cualquier error en sus ritmos, su madre recriminándole que no se
esforzaba lo suficiente...
La luz cambió y adquirió un tono suave. Después, un par de focos se
encendieron a ambos lados y el silencio empezó a extenderse por el
auditorio, como un velo invisible. El telón se abrió de par en par: allí no
quedaba ni un solo asiento libre, al menos hasta allá donde alcanzaba
su vista. El paréntesis acústico entre aquel momento y los primeros
movimientos del director se le hacían siempre eternos. La batuta sonó
tres veces (tac, tac, tac) y empezaron a vibrar notas suaves. Relajó los
dedos y acomodó el instrumento en su cuello: ojalá tuviera la misma
suerte que había tenido muchas veces antes de aquella y el mal trago,
afortunadamente, pasara sin percances.

¿QUIÉN SOY YO REALMENTE? COMPARACIÓN CONSTANTE CON LOS

DEMÁS Y EL VALOR DE LOS OTROS

Vivimos en una sociedad hipercompetitiva. A medida que


vamos desarrollándonos aprendemos a compararnos con
las personas cercanas a nosotros, como nuestros hermanos
o los compañeros del colegio, y más tarde serán otros los
que ocuparán su lugar. Buscamos en ellos un espejo, una
referencia para juzgar lo que somos. En el peor de los
casos, sobre todo durante la adolescencia, perdemos de
vista nuestras metas y asumimos como propias las que
otros fijaron para sí mismos y proyectaron en nosotros. Por
ejemplo, puede haberte ocurrido que tus propios padres
(bienintencionadamente) te orientaran a un trabajo o a
unos estudios concretos y que estos acabaran
convirtiéndose en tu máxima aspiración, sin haber pensado
antes qué te proporcionaba felicidad a ti. Por este motivo a
menudo descubrimos tarde que invertimos tiempo en una
carrera profesional que jamás llegó a satisfacernos, pese a
haber logrado todo tipo de reconocimientos y méritos a
través de ella.

Puede ser difícil darse cuenta, pero a menudo asumimos grandes


decisiones en un momento en el que aún no éramos plenamente
capaces de sopesar su alcance, lo que más tarde nos obligará a
replantearnos todo lo que habíamos creído. Lograrlo, eso sí, puede
ser un punto de inflexión y transformarnos en lo más íntimo.

Como te decía, compararte con los demás puede hacerte


tomar decisiones que no corresponden a tus principios o
valores. Lo más conveniente es asumir que la principal
referencia no puede ser otra que tú mismo en un momento
previo de tu vida. ¿En cuántas ocasiones has ido
desmereciendo progresivamente un logro importante a
medida que se iba acercando el día de alcanzarlo? ¿Acaso
cuando se llega a este tramo final se pierde la capacidad de
juzgar con perspectiva el pedregoso camino que tuvimos
que recorrer? Es como si de repente no quisieras valorarte
o carecieras de tiempo para regocijarte o para sentir
satisfacción, pues lo que un día fue una meta significativa
para ti pasó a no ser más que un trámite para seguir
avanzando hacia lo nuevo. Pero lo cierto es que también
ese algo nuevo pasará pronto a perder su valor y se verá
sustituido por otra cosa diferente cuando estés a punto de
conquistarlo. Como ves, corres el riesgo de aventurarte en
una carrera sin fin en la que nunca nada será suficiente,
una fuente de constante frustración.

Ser capaz de detenerte a observarte es un hábito poco arraigado en


general, pues tendemos a pensar en los demás como ejemplo a
seguir y en el futuro como lo único que realmente importa. Sentirte
orgulloso no tiene nada que ver con la vanidad, solo es un principio
de justicia emocional.

Lo primero y más importante para valorarte a ti mismo


como el ejemplo a seguir es disponer de un plan de vida
coherente con tus deseos y aspiraciones, algo así como
unas líneas maestras que te sirvan de «referencia
existencial». La ansiedad que surge cuando careces de este
tipo de propósito es parecida a la angustia de la que te
hablé en el primer capítulo, y a menudo se descubre ante
tus ojos como el dilema entre explorar un nuevo horizonte o
la seguridad de mantener los logros alcanzados sin
replantearte nada más. Será tu capacidad de renunciar, y
la disposición a afrontar el riesgo y la incertidumbre, lo que
acabará decantando esta balanza.

LA ADVERSIDAD DESBORDANTE: ROMPER NUESTRA SEGURIDAD


La palabra trauma procede del griego clásico y se traduce
como herida. No obstante, en este caso no te hablo de
lesiones que afectan al cuerpo, sino de brechas en la salud
mental, de situaciones que son sentidas como una amenaza
tan grande que acaban provocando una ruptura en el tejido
de tu propia existencia y de la forma en que entendías el
mundo hasta el preciso instante en que tuvieron lugar.

En cuanto a los traumas, lo primero que debes tener claro es que es


posible superar sus consecuencias. Aunque te sientas
profundamente hundido y tengas la sensación de que el mundo se
ha detenido completamente, la capacidad de todo ser humano para
trascender el dolor es extraordinaria.

Todas las personas podemos vivir situaciones


traumáticas, con independencia de nuestro origen o de
otras circunstancias de nuestra vida, y sus resonancias
pueden ser importantes en cualquier periodo en que nos
encontremos. Aun así, sabemos que las situaciones difíciles
que tienen lugar en la infancia pueden dejar huellas
duraderas, pues es el momento en que construimos
nuestras primeras expectativas sobre el mundo y sobre
quienes nos rodean. También es un periodo en el que el
cerebro está sumido en cambios trepidantes, configurando
decenas de millones de redes neurales mediante procesos
de enorme complejidad que pueden verse entorpecidos
como resultado de experiencias tempranas de estrés. Por
ejemplo, estas vivencias pueden comprometer las
conexiones entre la amígdala, el hipocampo y la corteza
prefrontal, lo que daría lugar a problemas para gestionar
los impulsos en la vida adulta. Cuando un niño ve
amenazada su integridad física y no hay nadie alrededor
que pueda protegerlo, suele construir una visión funesta
del mundo y de las personas, en especial si la sensación de
vulnerabilidad prevalece demasiado tiempo. Por ello hay
que ser particularmente cuidadosos en la protección de la
infancia.
Como ya te he comentado, una situación traumática
siempre se percibe de manera amenazante: puede que
sientas en peligro tu integridad física, pero también la
psicológica. A veces el miedo traumático no surge porque
viviste en primera persona los hechos, sino porque fuiste
testigo de ellos en alguien querido o porque escuchaste
relatos especialmente truculentos que hicieron volar tu
imaginación. Sea como fuere, el trauma abre una grieta en
la fachada de seguridad con la que vivimos la mayoría de
las personas, inmersas en la sensación de que nada terrible
puede ocurrir en nuestras vidas.

Cuando la situación traumática llega, resulta tan abominable que no


puede ser integrada dentro de la autobiografía, como la pieza de un
puzle que no encaja en ningún lugar. Una que no llegará a ser
ubicada coherentemente en el conjunto de la vida, al menos a corto
plazo, pero cuya presencia provoca un intenso desasosiego.

No todos los sucesos traumáticos son iguales ni nos


afectan de la misma forma. Por ejemplo, existen traumas
limitados en el tiempo, como los accidentes de tráfico o los
robos con violencia, y otros que se extienden años y que
van corroyendo progresivamente nuestros cimientos.
También los hay perpetrados por la voluntad de otro ser
humano y otros que obedecen a circunstancias ajenas a él,
como las catástrofes naturales. No obstante, sabemos que
si el trauma se mantiene meses (o años), y además fue
provocado deliberadamente por alguien, las consecuencias
serán peores y más duraderas. Un ejemplo sería, por
supuesto, los abusos sexuales o el maltrato en el entorno
familiar. A esto habría que sumar el tristemente común
encubrimiento de estos hechos desgraciados, que
revictimiza a quienes los sufrieron y siembra una semilla
destructiva de culpabilidad, lo que puede precipitar
trastornos mentales importantes.
Algo que debes tener en cuenta es la posibilidad de
sentirte indefenso ante aquello que te ocurrió o que te está
ocurriendo. Si te sientes sometido, despojado de control,
las consecuencias serán mucho peores que si crees tener la
posibilidad de enfrentarte con éxito a tus circunstancias.
Por este motivo las violaciones o los secuestros acarrean un
riesgo adicional para la salud mental, que se ve
multiplicado exponencialmente por la incertidumbre con la
que ambos actos se suelen vivir. Además, si quien está
implicado es un familiar o una pareja, algo que resulta
demasiado habitual, el impacto es más extraordinario si
cabe. Una de las evidencias más difíciles de soportar que
arrojan las estadísticas es que, en casos de abuso sexual
infantil, el perpetrador suele ser alguien muy cercano a la
víctima.
Los traumas pueden revivirse meses o incluso años
después de que llegaran a tu vida, en forma de sueños o
recuerdos tan realistas que prácticamente te trasladan en
el tiempo. Tampoco es infrecuente sufrir pesadillas
recurrentes en las que vuelves a adentrarte en aquella
experiencia tan dolorosa, lo que hace que puedas temer el
momento de irte a dormir o incluso que padezcas insomnio.

El principal problema que se asocia a la reexperimentación de un


trauma es que te puede hacer sentir de forma parecida a como te
sentiste en aquel momento, mientras estabas inmerso en lo que
fuera que lo provocó, por lo que, cada vez que te ocurre, el cuerpo
se ve abruptamente sometido a niveles de estrés que no son en
absoluto saludables.

Algunos especialistas buscan que evoquemos estos


recuerdos en un espacio seguro, como el de la propia
consulta, para despojarlos de sus matices dolorosos y
resolverlos poco a poco. Con este tipo de técnicas parece
que el sistema nervioso va integrando lo vivido mucho
mejor, hasta encajarlo de alguna manera. Eso sí, para que
todo fluya con naturalidad necesitamos forjar una alianza
fuerte con nuestro psicólogo o psiquiatra, algo que suele
requerir paciencia y tiempo.

Un trauma en el paraíso

Tras muchos años ahorrando, por fin habían podido hacer el viaje de
sus sueños. Allí estaban los dos, una pareja de recién casados
disfrutando de un domingo especialmente soleado. Pedro miró el cielo
completamente despejado de la mañana y la línea del mar, que, allá a
lo lejos, dibujaba filigranas con la espuma. La vida no podía ser mejor
de lo que era en aquel momento... La paz había llegado por fin a su
existencia.
De repente, un montón de gritos lo arrancaron de sus sueños. La
gente corría desesperada tierra adentro y un rugido profundo llenaba el
aire. Miró delante de él y se extrañó por lo distante que parecía la orilla.
Pero fue entonces cuando lo vio y entendió lo que pasaba: el horizonte
estaba retorciéndose como una serpiente, desdibujando su perfecta
línea horizontal. El mar parecía reptar hacia sus entrañas, dejando
centenares de pececillos chapoteando a pocos metros de donde
estaban. Miró alrededor y encontró a Mireia aún tumbada, ajena a lo
que estaba ocurriendo delante de sus narices: una ola imposible
amenazaba a lo lejos con engullir todo cuanto se pusiera frente a ella
mientras avanzaba desaforadamente hasta donde se encontraban.
Gritó tan fuerte que despertó a su mujer, que se revolvió en un
sobresalto sobre la toalla y se giró para descubrir una pesadilla muy
real.
Los acontecimientos se precipitaron: un grupo de nadadores
rezagados braceaba intentando escapar de una garganta oscura que
los arrastraba hacia lo desconocido, la gente gritando y apiñándose a
las puertas de prácticamente todos los edificios, los coches haciendo
sonar sus cláxones en un intento desesperado por escapar de allí... En
cierto momento el cielo empezó a oscurecerse como si de repente se
hubiera hecho de noche, y una lengua líquida se estrelló en la primera
línea de hoteles. El estallido fue tan fuerte que centenares de alarmas
saltaron al mismo tiempo en una cacofonía. El caos era absoluto y
empezaron a sucederse escenas inenarrables, el resultado inevitable de
la desesperación humana en su lucha por sobrevivir.

POBRE ASERTIVIDAD: APRENDIENDO A RESPETARME Y A RESPETAR

La asertividad es un estilo de comunicación a través del


que logras trasladar tus ideas a los demás de forma
adecuada y respetuosa, asumiendo la responsabilidad de
tus propias necesidades y velando también por las de
quienes te rodean. Al expresarte asertivamente consigues
que los componentes verbales (palabras) y los no verbales
(gestos) de tu discurso sean coherentes (que digan lo
mismo), lo que te hace muchísimo más convincente y
reduce el riesgo de malentendidos.

En general, si la ansiedad procede de conflictos interpersonales que


no pudiste resolver, la asertividad te permite dar pasos adelante en
una dirección común en la que nadie queda atrás ni se siente
infravalorado.

Dicho esto, la asertividad no debe limitarse a recitar


automáticamente frases de cortesía más o menos educadas,
sino que requiere profundizar sensiblemente en las grietas
y desperfectos que han ido afeando con los años la fachada
(o incluso los interiores) de tus relaciones sociales.
Tampoco tiene absolutamente nada que ver con arrojar a la
cara de los demás todo lo negativo que piensas sobre ellos,
profiriendo opiniones que nadie te pidió, con la excusa de
una supuesta sinceridad. Requiere un equilibrio en el que
tanto los acuerdos como los desacuerdos son importantes y
se respetan para armonizar la relación. La asertividad se
encuentra en el punto intermedio de una línea cuyos
extremos son la pasividad y la agresividad.

La comunicación pasiva se expresa en forma de


silencios autoimpuestos cuando en realidad querrías
dejar patente que no estás de acuerdo o que algo te ha
dolido o molestado, sobre todo por la necesidad de
evitar conflictos. A esta negación de tus propias
necesidades se une un patrón de gestos en los que
destacan la mirada huidiza, la posición defensiva del
cuerpo (ligeramente orientado hacia la puerta por la
que podrías escapar de la habitación, por ejemplo) y un
empleo del espacio que te hace sentir frágil o
indefenso. Estoy seguro de que puedes evocar decenas
de ejemplos de personas a las que, cuando no les
parece bien alguna cosa, prefieren callarse a
manifestar el porqué de su desacuerdo.
El estilo agresivo pretende imponer la propia
perspectiva de las cosas desde la manipulación, el
chantaje o la amenaza. Las personas que lo usan elevan
el volumen de su voz al hablar y mantienen una mirada
incisiva en los ojos del otro, desafiante y autoritaria. El
propósito es convencer aludiendo al miedo más
irracional. Seguramente puedan acudir a tu mente
personas que reaccionan abruptamente a cualquier
contrariedad, como si se sintieran ofendidas todo el
tiempo, optando por gritar para defender su postura y
por no escuchar en ningún momento lo que los demás
tienen que decir. Por supuesto, estas actitudes acaban
haciendo que quienes están más cerca no les lleven
jamás la contraria, pero no porque confíen en ellas o
comulguen con sus palabras, sino porque las temen o
no quieren invertir tiempo y esfuerzo en quienes
podrían faltarles al respeto.

Tanto la comunicación pasiva como la agresiva interrumpen el


intercambio entre las personas y dificultan que las necesidades
puedan revelarse, por lo que deterioran poco a poco la calidad de
nuestros vínculos.

Además de estos dos estilos, existe un tercero que los


combina: el pasivo-agresivo. Sin duda, se trata del más
difícil de soportar. Quienes hacen uso de él emplean
amenazas veladas, chantajes disimulados, silencios
milimétricamente calculados y acusaciones que apelan al
sentimiento de culpa, por lo que acaba resultando una
actitud perturbadora para quienes la reciben. Buscan que
el otro se atribuya de forma exclusiva toda la
responsabilidad en un conflicto que realmente no depende
de él, al menos no por completo, y todo sin hacer uso de
palabras mediante las que dejar claro el motivo real del
enfado o de la aparente disconformidad. Si padeces
actitudes pasivo-agresivas puedes acabar dedicando mucho
tiempo a descifrar por qué la otra persona se comporta
como lo hace.

Tanto los estilos pasivos como los agresivos y los pasivo-agresivos


son contrarios a la asertividad y conducen a conflictos en tus
relaciones, así como a vivir con más ansiedad. Afortunadamente, la
asertividad se compone de destrezas y actitudes que pueden
aprenderse en cualquier momento de la vida.

PROBLEMAS AL AFRONTAR EL ESTRÉS: CUANDO LA TENSIÓN ME

SOBREPASA

Dado que todos vivimos al menos un poco de estrés en


nuestra vida, aprender estrategias para afrontarlo con éxito
es esencial para capear los temporales con los que te
puedas encontrar al navegar en ella. Cuando te expones a
una situación difícil, todo tu cuerpo despliega una reacción
de alarma en la que se ve de algún modo alterado. Este
esfuerzo requiere tanto del cuerpo como de la mente, claro
está, y más en concreto que seas capaz de poner en marcha
conductas dirigidas a solucionar el problema desde sus
cimientos o a mitigar la manera en que este impacta en tus
emociones. Aprenderlas o fortalecerlas es primordial para
que el estrés no se descontrole y te provoque problemas
importantes de salud mental, algo que esconde también un
reverso optimista: tienes la capacidad de cambiar la
situación si dispones de las herramientas apropiadas; no
eres un títere en manos del azar.
Tienes que tener en cuenta, por supuesto, que raramente
existe un camino que sea totalmente perfecto, por lo que en
el mejor de los casos solo podrás decantarte por aquel que
maximice los beneficios y minimice los inconvenientes. A lo
largo de este proceso de toma de decisiones debes estar
dispuesto a renunciar a cosas que consideres deseables en
pos de un beneficio mayor, aunque muchas veces no tan
inmediato como te gustaría.
Para aprender a afrontar el estrés deberás prestar
atención tanto a ti mismo (como persona que lidia con el
estrés) como a las características de la situación a la que te
enfrentas, pues de la interacción entre ambos dependerá la
forma en que actúes y pienses. Todos tenemos un bagaje de
experiencias y de aprendizajes, un repertorio de destrezas
y de habilidades que nos hace únicos, como viste cuando te
hablé de la personalidad. A partir de ello puedes evaluar la
situación, sopesar qué demanda de ti y valorar si tienes (o
no) los recursos apropiados para solucionarla. Uno de estos
recursos es el que te permite discriminar qué cosas puedes
cambiar y cuáles no, pues en función de ello tendrás que
incidir en el problema o más bien en las emociones que te
provoca. Las personas que tienen dificultades para
identificar este matiz en apariencia tan sencillo se pueden
ver inmersas en un esfuerzo extenuante que no les dará el
resultado anhelado, o incluso acabar asumiendo una
actitud pasiva ante algo que podría resolverse fácilmente
con esfuerzo y planificación.

Tratar de cambiar lo que no depende de ti, o abandonarlo cuando en


realidad sí podrías hacer algo al respecto, es uno de los errores más
comunes que te pueden conducir a la ansiedad.

En lógica con todo esto, se pueden distinguir dos


estrategias distintas al afrontar una dificultad: las
centradas en el problema y las orientadas a la emoción.
Ninguna de ellas es mejor que la otra; podrían entenderse
como los colores de los que dispone un pintor cuando
asume el reto de dotar de vida un lienzo en blanco. Elegir
entre ellas requiere de sabiduría y experiencia, por lo que
suele ser normal que te equivoques de vez en cuando,
sobre todo si el problema es ambiguo o nuevo para ti. No
obstante, cada vez que superas una situación difícil
adquieres competencias de las que no disponías antes, lo
que te fortalece ante otras dificultades que se presentarán
con seguridad en el futuro. Ahí reside, de hecho, una de las
grandes ventajas de la psicoterapia en comparación con el
uso exclusivo de psicofármacos: la capacidad de crear en la
propia consulta experiencias significativas y eventualmente
transformadoras que se mantendrán con los años.

Desbordada por el estrés


Se decía a sí misma que era solo una época. Que todo pasaría pronto y
que tendría el tiempo que tan urgentemente necesitaba para ella. A
veces se sorprendía fantaseando en un día totalmente despreocupada:
iría al spa nuevo del centro comercial, se reuniría con todas las amigas
a las que hacía mucho que no veía y al caer la noche haría una ruta
desde el primero hasta el último de los garitos de la ciudad. La alarma
sonó con su soniquete habitual. Programaba una cada sesenta minutos
para descansar diez, pues alguien le había dicho que así gestionaría
mejor sus recursos atencionales. Y es que, francamente, era demasiada
información... Frente a ella se apilaba una columna de medio metro
formada por dosieres, carpetas, archivadores y papeles grapados, tan
bien ensamblada como una muralla medieval. Las oposiciones eran
durísimas y este era el tercer año consecutivo que intentaba sacarlas
adelante. En el primero quedó lejos de conseguir la plaza y en el
segundo se acercó bastante, pero tampoco pudo ser. Estuvo a punto de
tirar la toalla por aquel entonces, pero sacó fuerzas de flaqueza y
decidió volver a intentarlo una última vez.
Si por ella fuera se hubiera apuntado a una academia, como hacían
muchas otras personas en su situación, pero era inviable. Y es que no
podía dejar de trabajar mientras estudiaba. Y además era madre
soltera, por lo que no era una opción conformarse con media jornada.
Entraba a trabajar a las ocho de la mañana y solía estar en casa más o
menos a las seis, a las seis y media si había mucho tráfico. Comía
cualquier cosa en lo que había tenido a bien llamar «despacho» (que no
era más que un rincón improvisado para tener el máximo silencio
posible) y dejaba de leer cuando, en algún momento, acababa
desmoronándose sobre la Constitución española. Sus ojos empezaban a
pesar tanto que parecía tener dos yunques pegados a los párpados. Y
entonces, para su sorpresa, Lidia entró en la habitación. Abrió la puerta
tan despacito que no se enteró de que estaba allí hasta que llegó a su
lado. «Mamá, ¿qué haces?»
Sabía que cuando le hacía esa pregunta simplemente necesitaba un
poco de su madre. Un gesto cariñoso, contarle una anécdota del cole o
quejarse de que estaba un poco sola. No tenía tiempo para nada, pero
era su hija y tenía que dedicárselo. Era la prioridad. Miró su reloj de
pared, que marcaba las 22.39. No le importaba pasar otra noche
despierta, pero era suficiente con querer hacerlo para que la invadiera
una somnolencia irresistible a los tres minutos de sentarse a estudiar.
Curioso, porque cuando su intención era dormir le pasaba todo lo
contrario: acababa con la mirada clavada en la pared. «Es que tengo
mucha hambre», dijo. ¿Cómo? De repente todo su cuerpo se quedó
congelado. ¡Con el trabajo acumulado se le había olvidado preparar la
cena!
8

¿QUÉ PENSAMIENTOS PUEDEN


PROVOCARME ANSIEDAD?

El mundo en que vivimos es complejo y virtualmente


inabarcable. Es tan extenso que incluso a una máquina tan
potente como tu cerebro le resulta imposible apresar todos
sus matices, comprender las causas y consecuencias de
todo cuanto sucede para predecir qué sucederá más
adelante. Esto no significa que seas poco inteligente ni
nada parecido: se trata de una dificultad común a todos los
seres humanos, con independencia de su experiencia y
aprendizajes. La incertidumbre, por tanto, es una parte
más de la vida con la que habrás de convivir. Así que, lo
primero de todo: no te sientas culpable por el hecho de que
puedas tener pensamientos que no te gustan, esto es
completamente natural. Lo importante es ser comprensivo
contigo mismo y entender que ciertas cosas que te ocurren
no tienen nada de malo. A partir de esto, todo lo demás
adquiere otro color.
Esta barrera cognitiva contrasta con nuestra tendencia
natural a buscar constantemente el significado de las cosas
que suceden. No en vano, las grandes preguntas que nos
planteamos como especie giran alrededor de una incógnita
fundamental: ¿por qué? Por qué esto, por qué lo otro, por
qué lo de más allá... Y cuando hallamos una respuesta que
nos satisface, enseguida llegan nuevas preguntas que
reinician el ciclo. Al final, pasamos mucho tiempo tratando
de no perder el rumbo en el oleaje de nuestra vida. Aunque
no te des cuenta mientras ocurre, la infinidad del mundo te
obliga a usar atajos para interpretarlo, simplificando las
cosas para hacerlas digeribles y permitiendo que las
emociones influyan en procesos que creías totalmente
racionales.

Este proceso de reducción de la información puede llevarte a caer


con frecuencia en lo que llamamos «distorsiones cognitivas». Y estas
distorsiones son, a su vez, una de las principales fuentes de
ansiedad.

Las distorsiones cognitivas son pensamientos que surgen


en ciertas situaciones y que se relacionan con el malestar
que estas pueden provocarte. Son la materia prima del
sufrimiento emocional, por lo que muchos psicólogos se
esfuerzan por detectarlas junto a sus pacientes y
hacérselas conscientes para que elaboren explicaciones
alternativas ante lo que les ha correspondido vivir. Lo más
característico de estos pensamientos es que acaban
haciéndose automáticos y silenciosos, como una especie de
rutina mental. Dado que no nos damos cuenta de su
presencia, la tristeza o la ira que los acompañan suelen
atribuirse de forma equívoca al hecho, pero no a lo que
pensamos sobre él. Esto hace que olvidemos que la forma
en que percibimos la realidad tiene mucho que ver con los
sentimientos que afloran en nuestro interior. A veces más
que la cosa en sí misma.
Estas distorsiones cognitivas tienen cuatro rasgos que
pueden ayudarte a diferenciarlas de otros pensamientos:

Son poco objetivas, no se ajustan a la realidad de los


hechos con precisión suficiente.
Son inútiles de cara a resolver los problemas de tu vida
cotidiana.
Precipitan emociones que te desbordan.
Están hilvanadas con palabras rígidas o inflexibles,
incluso crueles.

A veces solo poseen una de estas cualidades, pero otras


veces las acumulan y te conducen a vivir en un estado
constante de preocupación o de zozobra. A menudo, las
distorsiones o pensamientos irracionales adoptan la forma
de un «debería» absolutista, por lo que actúan más como
imposiciones que como deseos legítimos que contribuyan a
nuestra felicidad. Ya sabes, convierten las cosas buenas en
cosas necesarias, las preferencias en obligaciones, los
deseos en imposiciones. Además, pueden implicarte tanto a
ti mismo (desvalorizas tus capacidades) como al entorno en
que vives (lo juzgas injusto o malvado), e incluso al futuro
que te espera (trazas expectativas oscuras sobre cómo
discurrirá todo). Las distorsiones cognitivas son
especialmente comunes en los trastornos de ansiedad, por
lo que reconocerlas es clave para abordar el problema. Voy
a mostrarte las más importantes, con ejemplos para
hacerlas más comprensibles.
PERSONALIZACIÓN: «LA CULPA ES MÍA»

La personalización es un sesgo cognitivo común en las


personas que padecen depresión mayor o trastornos de
ansiedad. Consiste en la autoatribución de responsabilidad
al explicar las causas de hechos adversos en los que
objetivamente no tuviste participación directa, o en los que
esta fue discreta o irrelevante. El sesgo ignora muchos de
los elementos que sí pudieron contribuir a que el
acontecimiento ocurriera, para obcecarse de manera
excesiva (o exclusiva) en lo que hiciste. Esta forma de
entender el porqué de las cosas suele asociarse a una
visión pesimista de ti mismo y a la creencia de que sueles
actuar inapropiadamente, por lo que tras ella hay con
frecuencia una autoestima dañada. Si se mantiene
demasiado tiempo, abre la puerta a sentimientos de culpa
sin ninguna base, los cuales condicionarán tus relaciones
con los demás y contigo mismo. También, por cierto, impide
que expreses tu desacuerdo ante situaciones que te
desagradan.
Una persona puede caer en la personalización si, por
ejemplo, ha sufrido durante mucho tiempo situaciones de
abuso. En estos casos suele sentirse responsable del enfado
de los demás, incluso cuando es evidente que no ha tenido
nada que ver, y se pregunta constantemente qué ha podido
hacer para provocarlo, hasta el punto de comportarse
servilmente para compensar.

RAZONAMIENTO EMOCIONAL: «SI LO PIENSO ASÍ ES PORQUE ES ASÍ»


El razonamiento emocional es un sesgo también muy
frecuente. Consiste en la creencia de que si algo te resulta
ofensivo o difícil de tolerar, y por tanto provoca emociones
que te cuesta gestionar, seguramente sea porque es
repudiable y quien lo ha dicho o hecho habrá de ser
censurado o atacado sin miramiento. Si bien es cierto que
todas las sensibilidades deben ser respetadas, también
debemos ser conscientes de que nuestra historia de vida
puede hacernos particularmente sensibles a ciertos temas o
situaciones que no tienen por qué ser perversos o
reprochables por sí mismos. Y también, por supuesto,
habremos de distinguir entre los argumentos y la persona
que los usa, la cual puede seguir aprendiendo y cambiando
a lo largo de toda su vida en el caso de estar equivocada en
un momento dado.
Al dejarnos llevar por las emociones de ira o indignación,
o cuando lo hace la otra persona, reaccionamos
airadamente y hacemos más difícil que la conversación
discurra por el cauce del mutuo entendimiento. Y lo cierto
es que no es sencillo detener esta dinámica, pues solemos
pensar que quien actúa relajadamente está dando su brazo
a torcer y cediendo la razón a su adversario en el debate,
como si reconociera estar errado. Lo cierto es que nada
más lejos de la realidad. Solo de esta manera podremos
entender cómo es el mundo interior de quienes abanderan
ideas que aborrecemos. La dificultad está en templar las
emociones hasta que podamos dar el primer paso adelante,
hablando con calma y escuchando lo que tengan que
decirnos con plena apertura. No es una destreza fácil de
conquistar, pero puede ser tremendamente valiosa.
Además de lo que acabo de comentarte, el razonamiento
emocional también es un sesgo a partir del cual puedes
llegar a interpretar la realidad basándote solo en aquello
que sientes. Por ejemplo, hay quienes por el hecho de
sentir tristeza en un momento concreto interpretan que
todo cuanto les ha pasado en la vida ha sido desgraciado. Y
es que al sentirnos así es más fácil recordar lo negativo y
anticipar que todo cuanto nos ocurrirá será también malo.

LOS «DEBERÍA» ABSOLUTOS: «TENDRÍA QUE SER DIFERENTE»

Los «debería» absolutos son uno de los sesgos cognitivos


más invalidantes de todos los que hoy en día se conocen. Se
basan en la difuminación de la línea imaginaria que separa
el deseo de la necesidad, por lo que ambos se confunden y
acabamos considerando obligatorio algo que solo es
preferible. Si te dejas llevar por tus «debería» absolutos
sueles imponerte rígidamente formas concretas de actuar,
por lo que también esperarás que los resultados se den de
la forma prevista sin tolerar demasiado los imprevistos.
Como podrás imaginar, acabas perdiendo la capacidad de
improvisar y te vuelves tan perfeccionista que acabas
frustrándote fácilmente.
Los «debería» pueden aplicarse tanto a uno mismo como
a los demás o al mundo que nos rodea. Cuando te impones
un «debería» absoluto trazas para ti mismo un código
férreo de conducta o pensamiento que no puede vulnerarse
bajo ninguna circunstancia, por lo que tus más que posibles
deslices se vivirán con desasosiego y desesperación. Por
ejemplo, «debo ser siempre amable con todos o me
despreciarán», «no debo sentirme tenso en situaciones
como esta» o «debo obtener siempre la mejor calificación
de la clase o de lo contrario seré un fracasado». Como
puedes ver, en todos estos casos se actúa de forma injusta
con las propias necesidades y con nuestra tendencia a la
imperfección, llegándonos a plantear exigencias imposibles
de satisfacer que socavan nuestra autoimagen poco a poco.
Es más que evidente que no todas las personas van a
agradarte siempre o que habrá días en que sentirás
nerviosismo y algo no saldrá tan bien como esperas, y no
pasa absolutamente nada por ello. Relájate y disfruta de
poder equivocarte.
Cuando los «debería» se imponen a otras personas se
pasa a exigir que actúen siempre de la forma exacta a como
esperaríamos de ellas. En el caso de que alguien hiciera
algo distinto a lo previsto se desencadenarían
pensamientos sobre la injusticia o la maldad, y
probablemente se le juzgaría con una dureza extrema.
Algunos ejemplos los encontramos en pensamientos como
«todas las personas deberían ser buenas conmigo» o «es
terrible que alguien pueda opinar como tú lo haces».

Los «debería» proyectados a los demás resultan especialmente


controvertidos, porque traen consigo conflictos en nuestras
relaciones sociales y demandan a quienes nos rodean que se
adecúen a formas de vivir que no decidieron por sí mismos, lo que
puede aumentar la distancia emocional y hacerles sentir poco
aceptados.

ETIQUETADO: «SOY ANSIOSO»


El etiquetado puede llegar a ser algo realmente injusto.
Implica que te asignes a ti mismo o a los demás una
cualidad que contamina todo cuanto eres o son, a menudo
empleando una palabra que tiene connotaciones negativas
y que se ensancha hasta definirlos (o definirte) por
completo. Por ejemplo, ante cualquiera de los desaciertos
en los que todos incurriremos a lo largo de nuestra vida,
podríamos decir de nosotros que somos «estúpidos»,
«incapaces» o «fracasados», incluyéndonos en una
categoría permanente por haber cometido un error
puntual. Supone confundir el ser con el estar, entendiendo
que una equivocación debe ser necesariamente la
consecuencia de que somos perversos, débiles o algo peor,
cuando realmente pudo deberse a circunstancias ajenas a
nuestra voluntad o nuestro control. Es algo parecido al
conocido efecto halo, que consiste en partir de un atributo
arbitrario para hacer una generalización de qué o cómo es
la persona. Por ejemplo, pensar que quienes son
físicamente agraciados también son necesariamente
mejores personas (o al revés), una idea sorprendentemente
extendida entre la gente.
Más allá de que el etiquetado se adentra de manera muy
profunda en tu autoestima, desdibujando lo que realmente
eres, también tiene la capacidad de condicionar el modo en
que actuarás en el futuro. Tras haberte impuesto la
etiqueta, esta te servirá para explicar todo cuanto pudiera
ocurrirte. Por ejemplo, si te dices que eres estúpido y
suspendes un examen, la etiqueta será suficiente para
interpretar que el motivo de esta mala calificación fue la
pobreza de tu intelecto (obviando la dificultad de la prueba,
el tiempo que dedicaste a su estudio...). Además, la
etiqueta también puede actuar proactivamente: si
consideras que eres estúpido, puedes renunciar a tus
aspiraciones de cursar una determinada titulación o lograr
cierto empleo, pues tendrás tan presente el fracaso que
carecerá de sentido ni siquiera intentarlo. Al renunciar a
tus deseos reduces la probabilidad de que se cumplan, pues
dejas de actuar para hacerlos posibles. Esto no tiene nada
que ver con el karma ni otras energías misteriosas; tiene
que ver solo con el hecho de que toda conducta nace, en
primer lugar, de un pensamiento que le da forma.
Debes tener en cuenta que siempre buscamos la
coherencia entre lo que pensamos de nosotros mismos y lo
que hacemos en nuestro día a día, de manera que si nos
percibimos negativamente facilitaremos experiencias que
así lo corroboren. Es, pues, un sesgo de confirmación.

Piénsalo un momento: no solo actúas según cómo te sientes, sino


que te sientes de cierta manera por el modo en que actúas.

CATASTROFISMO: «VA A OCURRIR UN DESASTRE»

El catastrofismo es un sesgo cognitivo que se da si prevés


constantemente que todo lo que ocurrirá será terrible e
insoportable, exagerando dramáticamente las
consecuencias que tendría en ti o en los demás. Por
ejemplo, se da en el caso de una estudiante que siempre
está anticipando que suspenderá sus exámenes y que será
algo catastrófico, pues como consecuencia de ello no podrá
tener el trabajo de sus sueños y acabará siendo una
desgraciada. También puede habitar tras la decisión de
mantener relaciones insatisfactorias por el miedo a la
soledad que supuestamente nos embriagaría si las
abandonáramos. Esta distorsión puede forzarnos a actuar
de modo distinto al que legítimamente querríamos por el
hecho de pensar que, de lo contrario, sería un auténtico
desastre. El miedo, como ves, nos empujaría a actuar solo
para evitar lo malo y nunca para buscar lo bueno.
Este sesgo convierte amenazas pequeñas o inexistentes
en monstruos, ante los que percibimos que no podremos
luchar. Por ello es común en la ansiedad, sobre todo
cuando magnificamos las consecuencias de un ataque de
pánico o de las sensaciones naturales del cuerpo, de la
exposición al estímulo temido o a cualquier situación que
nos preocupe.

FALACIA DE CONTROL: «NECESITO SABER QUÉ VA A PASAR»

La falacia de control es una de las distorsiones cognitivas


clave para entender la ansiedad y cómo esta puede alterar
tus expectativas y emociones. Quien la sufre cree que debe
tener absoluto control de las cosas que suceden a su
alrededor, para así anticiparse con precisión milimétrica a
lo que le depare el futuro. Lo cierto es que, como sabes, la
vida cotidiana está influida por tantas variables que es
imposible tenerlas todas en cuenta, pues no eres un
ordenador que hace cálculos exclusivamente sobre
premisas lógicas. Así, la falacia de control puede conducir
al desasosiego y la indefensión, como si estuvieras siempre
expuesto a los vaivenes de un azar insoportable. Esta
distorsión está en la base de trastornos como la ansiedad
generalizada y se asocia a la pérdida de espontaneidad en
tus relaciones. Algunos ejercicios, como los que verás
cuando te hable del mindfulness, persiguen que te
replantees esta férrea necesidad de saber qué hacer y
cómo actuar.
Otro problema relacionado directamente con la falacia
de control es la dificultad para tolerar lo imprevisto o lo
novedoso, y la necesidad de mantener una regularidad total
en la forma en que actúas, creyendo que así impedirás
aquello que temes (o facilitarás lo que anhelas).

La falacia de control es, al final, una forma de interpretar la realidad


que resulta incoherente con la naturaleza de la vida y del mundo, ya
que estos están siempre en constante movimiento.

MAXIMIZACIÓN Y MINIMIZACIÓN: «ESTO NO TIENE NADA DE BUENO»

La maximización y la minimización son sesgos cognitivos


que distorsionan la forma en que juzgas las cualidades de
una persona o de una situación. Si observas objetivamente
la realidad te darás cuenta de que necesariamente tendrá
tanto cualidades positivas como negativas, aspectos que
consideras deseables y otros que quizá podrían mejorar.
Quienes hacen uso de estos sesgos al procesar la
información sobreestiman los primeros e infravaloran los
segundos, para acabar formándose una opinión limitada y
parcial. El enamoramiento lo demuestra con meridiana
claridad: se trata de una etapa fugaz al inicio de las
relaciones de pareja en la que eres consciente de las
virtudes del otro, mientras que no reparas en igual medida
en aspectos que no son tan brillantes como te gustaría. Por
supuesto, tarde o temprano esta ilusión se desmorona,
descubriéndose el ser amado frente a tus ojos (y tú ante los
suyos) tal y como es. El peligro aquí está en sentirte
decepcionado por haber creado expectativas irreales.
Además de esto, algunas personas creen que lo que sienten
mientras están enamoradas es el verdadero amor, y se
desilusionan cuando su relación se adentra en aguas más
mansas.

Algo que debes saber sobre los sesgos de maximización y


minimización es que pueden provocar inconvenientes muy graves
cuando afectan a las grandes decisiones de tu vida, como la elección
de consolidar una relación o la de optar a un puesto de trabajo. Así,
podrías escoger una opción sin sopesar los pros y contras con
claridad, y equivocarte y verte obligado a afrontar problemas nuevos
e imprevistos.

LECTURA DEL PENSAMIENTO: «NO HACE FALTA QUE ME LO DIGAS»

La lectura del pensamiento afecta a las relaciones


interpersonales y tiene mucho que ver con la dificultad
para comunicarte en las distancias cortas, como la que
pudieras tener con tu pareja o un buen amigo. Implica la
creencia de que sabes con certeza lo que el otro piensa sin
necesidad de preguntarle por ello, lo que puede conducir a
malentendidos. Por ejemplo, puede ocurrir que interpretes
una mala cara como el indicio de que esa persona está
enfadada por algo que hiciste, infiriendo su pensamiento
sin más fundamentos que tu percepción de las cosas. En
cambio, es posible que en realidad solo tuviera un mal día o
que esté molesta por algo que no tiene nada que ver
contigo.
Recuerdo ahora un ejemplo muy gracioso que tuve la
ocasión de vivir en mi propia piel hace algunos años. Nos
reunimos en casa con una pareja de buenos amigos que
acababan de regresar de sus vacaciones de verano. Ambos
parecían entusiasmados y tenían muchas cosas que
compartir con nosotros: nos esperaba una de esas tardes
viendo fotos entre risas y anécdotas... Al acabar, cuando
tuve la oportunidad de reunirme a solas con él, me confesó
que realmente no le apetecía nada viajar al lugar que
finalmente fue su destino, pero que se conformaba porque
sabía que a ella le hacía ilusión conocerlo desde hacía
mucho tiempo. Lo que no sabíamos ni él ni yo en aquel
entonces es que también ella le comentó exactamente lo
mismo a mi pareja: jamás hubiera visitado un sitio como
ese de no ser porque a él le encantaba. ¡Al final los dos
pasaron sus días de descanso donde ninguno quería ir, solo
por satisfacer el deseo que creían que tenía el otro!

La solución radica, por supuesto, en buscar los espacios propicios


para una conversación equilibrada, abierta y sincera. Para ello es
necesario desarrollar tu escucha activa, esto es, mostrar apertura a
lo que el otro tenga que decirte, evitando juicios y comprendiendo su
marco de referencia.
SOBREGENERALIZACIÓN: «SI ME PASÓ UNA VEZ, ME VOLVERÁ A PASAR»

La sobregeneralización hunde sus raíces en algo de lo que


ya te hablé unas páginas antes: nuestro sistema cognitivo,
con el que procesamos información del mundo, es limitado.
Por eso a veces confiamos demasiado en la experiencia
pasada para entender cómo será la actual, ahorrando la
energía que precisa comprender el presente tal y como es
en este preciso instante. Esta forma de anticipar las cosas
esconde el peligro de incurrir en sesgos con consecuencias
más o menos graves, pues cada momento es (en esencia)
único. Es posible que una persona cometiera un error en el
pasado y hubiera aprendido lo suficiente para no repetirlo
más, por lo que sería injusto torturarla constantemente con
lo contrario. Si tiendes a sobregeneralizar, mantienes vivos
los sentimientos de culpa por haber hecho algo mal y
sientes que volverás a repetirlo si la ocasión se asemeja lo
suficiente a la que viviste. Además, también puede
ocurrirte si tus relaciones acabaron decepcionándote en
algún momento y te quedaste atascado en la creencia de
que volverán a hacerlo una y otra vez.
Puedes incurrir en este sesgo fácilmente en el caso de
que sufrieras una infidelidad o una traición, y a partir de
ese instante empezaras a desconfiar de las personas con las
que inicias nuevas relaciones. Por lo tanto, la
sobregeneralización es un sesgo que conduce a formas
injustas de valorar las situaciones y a las personas, a las
que se añadirían etiquetas que muy probablemente no les
corresponden.
PENSAMIENTO DICOTÓMICO: «O CONMIGO O CONTRA MÍ»

El pensamiento dicotómico es increíblemente común, tanto


que con mucha frecuencia se acaba extendiendo a otros de
los sesgos que hemos visto hasta ahora. Alude a la
importancia de cómo usas el lenguaje al describir las cosas
que te suceden, pues según las palabras que elijas al narrar
una historia podrás dotarla de un matiz u otro. En el caso
de esta distorsión, se optará por incluir términos extremos
para describir la frecuencia con la que te pasa algo o tu
capacidad para hacerle frente («todo», «nada», «siempre»,
«nunca»...). A veces, si ocurre un inconveniente, tendemos
a lamentarnos con frases como «siempre me pasa a mí» o
«no valgo para nada». Tales afirmaciones hacen que un
suceso casual, o poco frecuente en el marco de tu vida, se
perciba como algo que depende enteramente de ti y que
nunca podrá cambiar, por lo que te afectará de forma más
profunda que si lo ves con ojos más justos.
El pensamiento dicotómico es muy frecuente en personas
que padecen depresión, por dos motivos diferentes: el
primero porque su autoestima está habitualmente dañada
(haciendo que se atribuyan responsabilidad sobre los
hechos de un modo desproporcionado) y el segundo porque
su percepción de las cosas está condicionada
negativamente por el estado de ánimo. Dado que cada vez
que revisan el pasado tienen facilidad para evocar los
fracasos, y cuando analizan el presente prestan una
atención especial a todo lo adverso, resulta más sencillo
extraer conclusiones absolutas sobre uno mismo y el
camino recorrido hasta ahora.
Más adelante, cuando trate el debate racional (en el
capítulo 5 del libro), podrás usar lo que has aprendido en
este capítulo para poner en duda los pensamientos
irracionales que puedas tener y buscar alternativas para
ellos, con todo lo positivo que esto implicará para tu salud
mental.
9

¿CÓMO ME PROTEJO DE LA ANSIEDAD?

En los dos capítulos anteriores te he descrito qué


situaciones y pensamientos se relacionan con la ansiedad, y
probablemente te hayas sentido identificado en algún
punto. Ha llegado el momento de prestar atención a la otra
cara de la moneda: a las cosas que te ayudan con la
ansiedad que puedas estar sufriendo ahora mismo o
prevenir que degenere en un problema de salud mental.
Eso sí, ya sabes que todos somos imperfectos y que no es
razonable pensar que debes cumplir a rajatabla todas las
indicaciones que verás aquí. Lo importante es saber que
todas pueden de algún modo aprenderse o reforzarse,
especialmente mediante la práctica de ejercicios como los
que encontrarás en la última parte del libro. No te
angusties por pensar que todavía te queda camino por
recorrer, es parte de la aventura. Mientras todo va llegando
como resultado natural de tu desarrollo como persona en
constante cambio, te propongo algunos recursos que
pueden protegerte del malestar emocional.
LA PERSONALIDAD RESISTENTE (HARDINESS): LAS RAÍCES FUERTES

La personalidad resistente es un concepto que se acuñó a


finales de los años setenta y que también se conoce como
hardiness. La personalidad resistente se construye con
rasgos que te permiten mantener una buena salud
psicológica pese a la inevitabilidad del estrés, pues nace de
la idea de que más allá de la adversidad reside una
oportunidad para el descubrimiento individual. Las
características principales de este recurso protector son el
desafío, el control y el compromiso, y todas pueden
adquirirse como resultado de tus experiencias personales.
El desafío alude a tu capacidad para reinterpretar el
significado de una situación que te provoca estrés. Ante
circunstancias difíciles podrías sentir que te estás
enfrentando a una amenaza que socavará tu felicidad o, por
el contrario, contemplar la posibilidad de aprender algo
valioso como resultado de haberlas vivido. Pensar de una u
otra forma afectará a cómo te acercas al problema (con
esperanza, con resignación, con miedo...) e incluso a cómo
vives las consecuencias de fracasar al acometerlo. Algo
muy relacionado con esto explicó Viktor Frankl cuando
afirmó que toda adversidad es más fácilmente tolerable si
somos capaces de otorgarle un sentido.

El optimismo realista, no el desproporcionado, es una cualidad que


ilustra excelentemente bien el significado del desafío desde este
punto de vista: una perspectiva de vida en la que se afronta la
dificultad con la apertura necesaria para aceptarla y aprender de sus
rigores.
Esta actitud facilita que te pertreches de conocimientos
prácticos y destrezas emocionales a lo largo del camino,
que serán el resultado de abrazar las experiencias
plenamente, tal y como son. En definitiva, irás
convirtiéndote en un experto en vivir con el paso de los
años, y adquirirás la capacidad de ayudarte a ti mismo y a
los demás en caso de necesidad.
La segunda característica de este recurso protector es el
control. Sobre el control tienes que saber que, al igual que
sucede con muchas otras cosas, en el término medio está la
virtud. Si convives con una ansiedad persistente puedes
llegar a pensar que todo se te escapa de las manos, por lo
que también tenderás a sentir desprotección ante los
imprevisibles vaivenes del azar. Como respuesta defensiva
surgiría la necesidad de fiscalizar la propia vida, de forzarla
a discurrir por el imposible sendero de lo predecible,
invirtiendo mucha energía en no ceder ni un centímetro a
la suerte u otras influencias que siempre van a estar ahí.
La última característica es el compromiso, entendido
como la capacidad de asumir la porción justa de
responsabilidad que te corresponde en los conflictos a los
que te enfrentes, distinguiéndola con claridad de las que
puedan tener quienes te rodean. Implica mantener vivo el
esfuerzo por resolver un entuerto o lidiar con obstáculos
sobrevenidos, pese a todo lo que se oponga. Es crucial
hacer un apunte importante aquí: la responsabilidad es una
palabra que se suele confundir con la culpa, cuando en
realidad no se parecen en nada. La primera implica
reconocer qué papel tuviste en situaciones actuales o
pasadas que te hacen o te hicieron daño, mientras que la
segunda posee connotaciones negativas que torpedean la
línea de flotación de tu autoestima («he hecho algo horrible
y merezco lo que me ha pasado»). La culpa puede ser un
sentimiento válido si has provocado un daño profundo a
otro ser vivo, pero es invalidante cuando aflora ante
prácticamente cualquier desencuentro. De hecho, en este
caso raramente responde a criterios objetivos o racionales
y omite el hecho de que, detrás de la mayoría de los
conflictos, suele haber más de una persona implicada.
Asumiendo responsabilidad te dotas a ti mismo de la
capacidad para mediar en las situaciones que juzgas
importantes, pues te convences de que al menos cierta
parte de los resultados depende de tus esfuerzos y tu
voluntad.

La personalidad resistente reúne armónicamente el desafío, el


control y el compromiso. Aunque esté acuñada con el término
personalidad, que para muchos representa lo inamovible y
constante, lo cierto es que sus tres componentes pueden
desarrollarse si se propician las experiencias adecuadas.

LA RESILIENCIA: LA FIRMEZA ANTE EL ESTRÉS

La resiliencia es un concepto que procede de la física y que


se aplica a la resistencia de algunos materiales, como
metales o plásticos, cuando son sometidos a una fuerza
externa. En concreto describe la capacidad de doblarse y
cambiar su forma original sin llegar a romperse, para
volver a su estado original cuando cede la presión. En
psicología se usa metafóricamente como la cualidad de
atravesar las grandes dificultades de la vida sin sufrir
consecuencias emociones irreparables, o incluso
cosechando aprendizajes valiosos con los que sortear
nuevas situaciones estresantes que pudieran llegar en el
futuro. Es una de las capacidades que más atención está
recibiendo en el panorama científico actual, aunque a veces
no se entiende qué es en realidad y se distorsiona su
alcance, hasta el punto de haberse ganado injustamente la
etiqueta de «acientífica». Se ha usado también para
explicar cómo la mayoría de las personas que viven un
hecho difícil acaban superándolo con la ayuda necesaria, e
incluso de forma aparentemente espontánea.
La resiliencia requiere que, primero, seas consciente de
cuáles son tus potencialidades y cuáles tus puntos débiles,
y que comprendas que tanto unas como otros son parte de
ti. En ese sentido, implica también confiar en tus propias
cualidades y sentir que podrás afrontar lo que surja, o de
que, como mínimo, tendrás herramientas potentes
mediante las que intentarlo. Así, cuando finalmente llegue
un momento difícil podrás aprender de él y desarrollar
nuevas fortalezas que contribuyan a reducir el riesgo de
padecer problemas de salud. Ser resiliente no significa ser
una persona austera o espartana, una máquina que no
reacciona emocionalmente ante el dolor: quienes lo son se
permiten llorar tanto como sea necesario y no dudan en
buscar ayuda en su entorno. De hecho, como suelen
priorizar las amistades equilibradamente optimistas,
reciben un apoyo social muy valioso.

La flexibilidad, la creatividad y el humor también son cualidades que


suelen vincularse a menudo con la resiliencia: todas ellas son
estrategias a través de las cuales procesas la información de manera
constructiva. Aunque ahora percibas ajenas estas cualidades,
siempre existe margen para mejorar.

EL APOYO SOCIAL: EL VALOR DE UNA MANO AMIGA

El apoyo social es, sin duda, uno de los recursos más


relevantes para protegerte ante el sufrimiento emocional.
Puede aliviar el estrés de tu vida, al permitirte redistribuir
la carga que llevas sobre los hombros entre aquellas
personas que te quieren y a las que quieres, y que hará más
ligeros los avatares y desencantos. Es fundamental
entender que el apoyo social no se reduce al número de
personas que te rodean, pues puedes sentirte
profundamente solo entre la multitud o íntimamente
acompañado con un solo amigo al lado. La soledad es en
realidad una percepción que parte de la subjetividad, y que
por tanto no puede ser cuantificada como si tuviera peso o
longitud propias. Podemos definirla como la sensación de
no estar conectado con otros seres humanos, como si
fueras una isla solitaria en la inmensidad del océano, y
puede sufrirla cualquier persona que decida callar siempre
lo que piensa y siente. Cuando te sumerges en la soledad,
las heridas afectivas resultan más profundas y estás en
especial riesgo de sufrir problemas de salud mental,
incluyendo los trastornos ansiosos y los del estado de
ánimo.

Forjar relaciones auténticas y de calidad, que te permitan compartir


objetivos e inquietudes desde la recíproca aceptación, es algo muy
terapéutico.

El apoyo social no es genérico o simple, sino que tiene


muchas formas de expresarse que pueden ser valiosas en
determinados momentos de tu vida:

Por un lado tenemos el apoyo instrumental, que


consiste en ofrecer o recibir los medios necesarios
(económicos, materiales...) para solucionar algún
problema, como cuando estás apurado de dinero y lo
precisas para algo urgente.
También existe un apoyo informativo, con el que se
ofrecen o reciben consejos y opiniones basados en la
experiencia para reducir la ambigüedad de la situación.
Eso sí, si eres tú quien lo presta, solo debes hacerlo si
te lo solicitan expresamente, pues de lo contrario se
suele percibir como una intromisión en la intimidad.
La última forma de apoyo, y quizá también la más
importante, es la emocional.

En su forma más pura, el apoyo emocional consiste en


ofrecer, o recibir, tiempo y escucha activa a otra persona:
te conviertes en un vehículo para que pueda expresar las
inquietudes que la aquejan. También puede ser más
elocuente: abrazos, besos, caricias u otras formas de
proximidad. El apoyo emocional transmite a los demás la
idea de que no están solos en su sufrimiento y que pueden
contar con el espacio propicio para encontrar comprensión.
Esta forma de ayuda requiere de la capacidad de aceptar al
otro como es, sin intención de cambiarlo para que se ajuste
a lo que te gustaría.
Han sido muchos los investigadores que han dedicado su
vida a descifrar los misterios del apoyo social, tratando de
averiguar por qué resulta tan importante para nuestra
salud mental. Y es que si nos remontamos a nuestro pasado
remoto, comprobarás que ya las primeras comunidades y
grupos de individuos se proporcionaban cuidados y se
intercambiaban bienes, lo que acababa fraguando
sentimientos de pertenencia y familiaridad y, en
consecuencia, una sociedad. Así aumentaban las opciones
de sobrevivir, pues las personas que se perciben
interconectadas suelen ayudarse mutuamente. Un concepto
interesante para entender esto es el de endogrupo. El
endogrupo abraza a todas aquellas personas con las que te
sientes identificado por compartir un rasgo común: el
haber nacido en la misma familia, el ser aficionado al
mismo equipo de fútbol o incluso el haber estudiado en el
mismo colegio o universidad. El término es esencial para
entender por qué y cómo te relacionas con los demás, para
comprender el sentido de la amistad y de la familia, pero
también puede ser un eje sobre el que orbitan problemas
como el racismo u otras formas de discriminación: las
personas solemos creer que nuestros conocidos son más
distintos entre sí que las personas a las que no conocemos,
que pasan a ser una masa homogénea de desconocidos. Es
más fácil deshumanizar a quienes son distintos a nosotros
atendiendo a criterios tan peregrinos como su color de piel
o su país de origen, pese a que quizá en el fondo se nos
asemejen más en lo importante que aquellos a quienes nos
vinculamos por costumbre.
Las conductas prosociales y altruistas son más frecuentes dentro de
la familia y de las amistades que fuera de ella, tanto para bien como
para mal.

También puede suceder que dispongas de un entorno


rico y encantado de proporcionarte apoyo, pero que por
cualquier motivo te sientas incapaz de demandarlo cuando
lo necesitas. El orgullo, la autosuficiencia, la creencia de
que has de sacrificarte «por no molestar» pueden estar
detrás de todo, y te impedirían disfrutar de la calidez
emocional de las personas a las que quieres. Un paso
ineludible es reconocer tu vulnerabilidad y entonces asumir
(aunque te cueste) el rol de receptor en el intercambio
emocional y material que tiene lugar a tu alrededor, y no
limitarte únicamente a dar hasta quedarte vacío o
romperte. Esta posición te permitirá equilibrar la balanza
entre lo que ofreces y lo que recibes, por lo que minimizará
el riesgo de sentirte quemado en tus relaciones.
Debes tener en cuenta que a medida que transcurren los
años y tu actitud sacrificada se mantiene, las personas que
te rodean construyen expectativas de que así será siempre.
Por lo tanto, cuando tomes la decisión de buscar ayuda tras
mucho tiempo sin hacerlo, encontrarás resistencias y
obstáculos. Al fin y al cabo, todos los grupos (familia,
amistad...) funcionan como sistemas en los que cada una de
sus piezas está indivisiblemente engranada con las demás
por la costumbre y por los hábitos, por lo que cuando una
sola de ellas cambia deberán hacerlo también todas las
demás de una forma u otra (por incómodo que les resulte).
Son estas mismas resistencias las que pueden hacer difícil
la transición de un estado que nos está perjudicando a otro
que anhelamos. Es fundamental aceptar tu necesidad de
ser ayudado de vez en cuando y desarrollar una forma de
comunicación que fomente la confianza.

Cuando una situación se puede modificar, debes priorizar la


búsqueda de apoyo material para facilitar las cosas, mientras que
cuando no puede cambiarse resultará más apropiado el apoyo
emocional. Así pues, ninguno de los dos es mejor que el otro: su
utilidad depende de las características del problema al que te estés
enfrentando.

LA REGULACIÓN EMOCIONAL: EL EQUILIBRIO PSICOLÓGICO

Los problemas para regular lo que sientes, esto es, para


cuidar tus emociones cuando se están transformando en
algo que te perjudica, son comunes a los trastornos de
ansiedad y del estado de ánimo: hacen que la tristeza haga
mella en ti o que el enfado te haga estallar violentamente
contra ti mismo o contra quienes están más cerca. Esto
ocurre sobre todo si consideras intolerable sentir ciertas
cosas y prefieres renunciar a escucharte cuando te ves
abrumado por ellas. Al dejar de mirar hacia dentro en los
momentos críticos acabas siendo incapaz de saber qué
estás sintiendo exactamente, de diferenciar unas
emociones de otras parecidas y de verlas con la claridad
suficiente para aprender de ellas. En definitiva, pierdes de
vista una parte fundamental de quién eres y de tus
potencialidades psicológicas.
Veámoslo con un ejemplo: como ya sabes, la tristeza es
una emoción legítima y no se parece en nada a lo que
sentimos durante una depresión. No obstante, uno de los
síntomas fundamentales de esta última es (junto a la
dificultad para experimentar placer) una tristeza
desbordante y que te impide hacer las cosas que te
importan. Pues bien, la transición de esta tristeza
adaptativa a la propia del trastorno del estado de ánimo
depende en parte de tu capacidad para regular emociones.
Así, si tienes dificultad para hacerlo puedes ceder al
aislamiento que promueve la tristeza y renunciar a las
cosas que siempre te proporcionaron placer, lo que te
impedirá realizar actividades agradables que te servirían
para amortiguar el efecto psicológicamente perjudicial de
las pérdidas que se van sumando con cada uno de estos
abandonos. Dado que la tristeza te abrumaría, te resultaría
más fácil ignorarla que hacer algo al respecto (pese a que
esta continúe erosionando tu felicidad poco a poco).

Si convives con un trastorno ansioso puede ocurrir que una emoción,


como el miedo o la tristeza, te resulte difícil de soportar. Esto hace
que cada vez que intentes aproximarte a ella te sientas abrumado,
para al final optar por arrinconarlas en una esquina por la que
transites lo menos posible.

Para entender cómo elaboras tu experiencia emocional


debes conocer, primero, cómo se organiza tu cerebro. En
su interior hay estructuras que tienen como objetivo
principal procesar emociones y otras que te permiten
conducirte bajo los principios de la lógica. Una de las más
importantes es la amígdala, conocida por su asociación con
el miedo, aunque no es ni mucho menos el único afecto en
el que participa. La amígdala tiene como peculiaridad que
madura pronto, para hacer que desde tu más tierna
infancia puedas sentir muchas cosas e incluso almacenarlas
en un sustrato profundo de tu autobiografía. Esto propicia
un fenómeno curioso cuyos mecanismos todavía no
conocemos bien: a lo largo de la niñez podemos vivir
situaciones difíciles que dejan improntas emocionales que
se prolongan durante años, aunque seamos incapaces de
recordar qué fue lo que pasó exactamente cuando de
adultos tratamos de evocarlo. Por ejemplo, imagina que
uno de tus familiares tuviera la costumbre de darte sustos
como forma de divertirse contigo. Ya sabes, cosas como
ponerse una máscara para acecharte por las esquinas o
perseguirte impostando una voz monstruosa. Los niños
(sobre todo los pequeños) son sensibles a los cambios
súbitos en el ambiente, por lo que lo más probable es que
esa supuesta diversión acabara transformándose en
sobresaltos y miedo. Pues bien, algo tan inocente como esto
podría hacer que años después sintieras antipatía hacia el
adulto que te lo hizo, pese a que no pudieras recordar por
qué. Este fenómeno tan sorprendente también ocurre en
situaciones graves: abuso físico, psicológico, sexual...
Aunque las emociones que dependen de la amígdala son
esenciales para tomar buenas decisiones, no siempre debes
dejarte llevar por ellas sin meditar antes tus acciones, pues
podrías actuar de forma impulsiva en situaciones donde
sientes miedo o ira. Para este fin existe un mecanismo
cerebral de contención, que permite bloquear tus
respuestas precipitadas en momentos en los que el enfado
podría jugarte una mala pasada. Este mecanismo se halla
en la corteza prefrontal, y cuando se daña (por lesión o
enfermedad) nos hace actuar de manera errática,
desorganizada e imprudente. Además, hay que tener en
cuenta que cuando estás muy enfadado puede
desconectarse temporalmente, en cuyo caso lo mejor es
retirarte durante algún tiempo y esperar a que la
tempestad amaine. Existe un síndrome grave que surge a
consecuencia de una mala gestión de la impotencia o de la
ira en los padres de bebés: el síndrome del niño
zarandeado. Al sentirse desbordados por el llanto de su
hijo, y ante la falta de recursos para aliviarlo, en cierto
momento sus padres o cuidadores optan por cogerlo y
agitarlo violentamente entre sus brazos. Al hacer esto,
desplazan su cerebro en el interior de la bóveda craneal, lo
que produce sangrado e inflamación como consecuencia de
los microimpactos. No se necesita mucho tiempo: apenas
unos cinco o seis segundos. En uno de cada diez niños que
han pasado por esto se produce una muerte prácticamente
instantánea. En los otros nueve se generan lesiones
irreversibles que van desde la discapacidad intelectual
hasta la epilepsia. Y todo ello, desgraciadamente, por
problemas para regular la emoción...
Para acabar, quisiera destacar que la amígdala y la
corteza prefrontal son esenciales para entender el
engranaje de la regulación emocional. La primera te
permite procesar las emociones para convertirlas en
experiencias con sentido, mientras que la segunda facilita
su identificación, diferenciación, transformación y
contención. Uno de los objetivos del mindfulness es
precisamente conquistar este equilibrio de fuerzas, como
verás más adelante en el libro. De hecho, muchos estudios
científicos muestran que la práctica de esta forma de
meditación puede cambiar tu cerebro de manera profunda,
¡tanto en su estructura como en su función!

LA AUTOCOMPASIÓN: COMPRENDIENDO NUESTRA IMPERFECCIÓN

La autocompasión es una palabra que a menudo se asocia a


concepciones erróneas, prejuicios e imprecisiones,
probablemente incluso te ha ocurrido a ti ahora, tras
acabar de leerla. Al escucharla puedes pensar que no es
más que mera condescendencia hacia tu persona o tus
circunstancias, como si estuvieras compadeciéndote por
errores que cometiste o por la forma en que crees ser. Lo
cierto es que incluso si vives en entornos profundamente
hostiles (o quizá todavía más en este caso) no suele haber
crítico más cruel que tú mismo: asignamos a nuestras
acciones reprobables etiquetas horribles que no osaríamos
atribuir ni al peor de nuestros enemigos, anticipamos de
manera pesimista los resultados de nuestro esfuerzo y nos
tratamos sin miramiento alguno cuando actuamos de una
manera que consideramos injusta. Esto acaba
convirtiéndose en un discurso interno (lo que te dices sobre
ti mismo) constante y destructivo, en un juicio inflexible
sobre tu forma de ser y de actuar que moldea poco a poco
cómo te autopercibes. Al final, puedes forjar una imagen
tan oscura de ti mismo que acabas sintiéndote indigno de
cariño o de aprecio. Esto es, precisamente, lo opuesto a la
autocompasión.
La autocompasión es un concepto arraigado en la
tradición budista más ancestral, y que ha sido recuperado
recientemente. Y es que vivimos en una sociedad tan
lastrada por la competitividad, tan acelerada y exigente
que a veces nos asaltan dudas sobre nosotros mismos y
nuestra capacidad para sobrevivir en ella. Se nos
bombardea con modelos de conducta heroicos, físicos
espectaculares (a veces directamente imposibles) y logros
estratosféricos, los cuales se promocionan y divulgan a
través de las nuevas tecnologías forjando expectativas
implacables sobre cómo deberías ser. Son referencias
inalcanzables que se convierten dolorosamente en metas.
Así pues, si tu cuerpo no encaja al completo en el
estereotipo de belleza dominante, si cometes actos que
otros consideran negativos o si simplemente tropiezas en tu
esfuerzo por lograr un objetivo significativo, surgen de
inmediato pensamientos de fracaso e inadecuación
desproporcionados que conducen a la desesperación.

En el océano social de la apariencia resulta sencillo naufragar, flotar


a la deriva y sentir insatisfacción, así como olvidar del todo cuáles
eran tus motivaciones cuando emprendiste el viaje de vivir.

Es entonces cuando entra en juego la autocompasión.


Con ella no pretendemos mirar hacia otro lado con nuestras
imperfecciones para simplemente hacerlas desaparecer,
sino que las tratamos como una parte más de la naturaleza
humana y de nosotros mismos. Todos los seres humanos
estamos formados por un abanico tan variado de cualidades
que es imposible que todas puedan considerarse perfectas,
y más cuando el propio concepto de perfección está sujeto
a una importante subjetividad (lo que para algunos lo es,
para otros no). La búsqueda de esta supuesta perfección
implica someternos al tamiz de la norma, a lo que los otros
consideran bueno o deseable, sin plantearnos ni siquiera
nuestra posición al respecto. Solo si eres capaz de
aceptarte plenamente, de tener una visión integrada y
amable de tus puntos fuertes y de los débiles, te posicionas
en el punto idóneo para cambiar lo que genuinamente no te
agrada (si acaso lo consideras justo).
Uno de los principios básicos que dan forma a la
autocompasión es la amabilidad hacia nosotros mismos.
Esto no significa otra cosa que tratarte como si fueras tu
mejor amigo: ser capaz de proporcionarte auxilio y buenas
palabras incluso si cometes errores a menudo. Es una
forma de dirigir el discurso interno a pensamientos
constructivos, desprovistos del tono nocivo con el que
solemos castigarnos al ser víctimas de las distorsiones
cognitivas que vimos en capítulos previos. Uno de los
ejemplos más claros lo encontramos en quienes sufren de
depresión mayor y atribuyen cualquier desliz a factores
internos y permanentes («soy así y nunca podré hacer nada
para mejorar») y sus aciertos a variables externas y
fluctuantes («lo conseguí porque en realidad era fácil»).
Estas conversaciones contigo mismo, que se debaten en tu
fuero interno al enfrentarte a ciertas situaciones, pueden
mantener en el tiempo los problemas de salud mental e
incluso hacerlos más graves. Por ello, la amabilidad actúa
como un resorte para convertirlos en interpretaciones
ajustadas a los hechos y emocionalmente más saludables.
Otra dimensión importante de la autocompasión es la de
la humanidad compartida. En ocasiones, cuando te sientes
abatido por un error que cometiste o por no haber logrado
las metas que pretendías, puedes tener la sensación de que
la decepción es tan grande que ni siquiera puedes
compartirla con los demás. Es como si lo que sintieras
tuviera matices enrevesados que impidieran traducirlo a
palabras sencillas. La primera consecuencia es que decides
callar y simplemente seguir adelante. La segunda es el
aislamiento, el vacío interior y la soledad indeseada, los
cuales llegarán a medida que pase el tiempo. La humanidad
compartida te da una visión distinta de los sucesos
cotidianos: te permite aceptar que todos sufrimos por el
hecho de existir y que habrás de aceptarlo para que tu
experiencia sea plena. También te hace entender que el
error es necesario para aprender y construir habilidades
con las que afrontar la adversidad. Dicho con otras
palabras: te permite reinterpretar lo que sucede en tu
interior para despojarte del sentimiento de culpa y para
poder percibirte entonces como parte de una especie que
naturalmente sufre, lucha, llora... y que todo eso está,
sencillamente, bien. Cuando se interioriza la idea de la
humanidad compartida, rápidamente irradia a los demás en
nuestra forma de relacionarnos, volviéndonos más
pacientes y comprensivos.
La última característica de la autocompasión es la
atención plena, o la capacidad de apreciar el mundo y todo
lo que en él sucede sin limitarlo a adjetivos valorativos, tan
solo observándolo tal y como es. No es raro que al
asomarte dentro de ti descubras emociones que no solo te
duelen, sino con las que sueles identificarte: si te sientes
triste puedes llegar a pensar que eres depresivo, sin
reparar en la posibilidad de que una emoción así sea
coherente con aquello a lo que te enfrentas y que por tanto
se trate de un estado pasajero (como todas las emociones).
Esta atención plena permite dar nombre a lo que sientes,
rastrear su origen y comprender su causa. Te ubica en una
posición privilegiada desde la que entender que las
emociones forman parte de ti, pero que no son tú.

La autocompasión no tiene nada que ver con lamentarte por lo que


eres ni se conecta en modo alguno con una supuesta debilidad, sino
que te proporciona estrategias para un mejor cuidado de tu propia
vida.
10

¿EN QUÉ TIPO DE SITUACIONES


PUEDO SUFRIR ANSIEDAD?

Al llegar a este punto del libro ya sabes mucho sobre la


ansiedad. No solo sobre cómo se expresa, sino también
sobre qué puede protegerte de ella y qué puede aumentar
la probabilidad de que te abrume. Ahora quisiera dedicar
este capítulo a otro aspecto fundamental en tu camino de
autoconocimiento: conocer situaciones vitales
especialmente críticas, en las que de manera natural puede
florecer la ansiedad en ti o en las personas que quieres. A
lo largo de estas páginas haremos un viaje por algunos de
los rincones más difíciles que depara la existencia, pues
conocerlos te dará herramientas importantes para lidiar
con ellos en el caso de que tengas que vivirlos. En el último
de los bloques de este libro también aprenderás técnicas
concretas que pueden aplicarse a estas y otras
adversidades.
Todo lo que leerás a continuación son experiencias
íntimamente humanas. Es posible que no estés viviendo
ninguna de ellas, pero me encantaría que recordaras o
retomaras lo que aquí te cuento si la vida te lleva por estos
derroteros alguna vez. En todo caso, espero sinceramente
que te ayuden y te sirvan de consuelo.

LA DESPROTECCIÓN: LA DESNUDEZ FRENTE A UN MUNDO HOSTIL

El ser humano es un animal extraordinario. Tenemos


destrezas sin parangón en el universo conocido y hemos
logrado avances inimaginables gracias a un sistema
nervioso con el potencial de imaginar y crear como ningún
otro. Aunque muchas de nuestras decisiones como sociedad
están lejos de la perfección, albergamos el potencial de
generar cambios positivos y duraderos para el devenir del
planeta. Paradójicamente, todos llegamos al mundo en
situación de extrema vulnerabilidad, mayor a la de otros
seres vivos, que empiezan a caminar o trepar pocos
minutos después de haber nacido. Es por ello que al
principio necesitamos ayuda para sobrevivir, y serán
nuestros padres u otros cuidadores quienes habrán de
ofrecérnosla. Sin el afecto de los allegados en esos
primeros compases, sin su cariño y sin su calor, es
imposible adentrarnos en el mundo sin miedo.
La curiosidad, que batalla con el miedo, es uno de
nuestros rasgos distintivos. Tan pronto como alcanzamos la
más mínima autonomía nos sentimos embriagados por el
deseo de explorar todo el entorno, lo que implica participar
en actividades de juego simbólico con otros niños. Este ocio
inofensivo es esencial para el desarrollo saludable del
cerebro y supone un primer acercamiento a lo que más
adelante serán las responsabilidades adultas. También es el
contexto idóneo para nutrir la imaginación, la generosidad,
la creatividad y las normas del intercambio social. A
menudo los más pequeños actúan imitando lo que
aprendieron de los adultos con los que conviven,
desplegando con naturalidad su visión del mundo y de las
relaciones. Si te detienes a observar con atención cómo
juegan, serás testigo de actos de solidaridad, egoísmo,
violencia, compañerismo y respeto, en un escenario donde
podrán comprobar de primera mano la reacción que los
demás tienen ante sus actos.
¿Qué suelen hacer los niños cuando se sienten desvalidos
al jugar o cuando, por ejemplo, se dan un golpe o sufren
otro percance parecido? Por supuesto, cuando sucede algo
así corren entre llantos hacia las figuras sobre las que
depositan mayor confianza, con la expectativa de que les
proporcionen el apoyo o la ayuda que requieren para volver
a sentirse bien. Al menos esto es así si han llegado a forjar
un vínculo seguro, algo que tristemente no siempre ocurre.
En el momento en el que se aferran a los brazos de la
persona con la que se sienten cómodos su sufrimiento suele
aliviarse, y con ello fortalecen el vínculo y aprenden la
importancia del apoyo social. ¡Incluso existen estudios
sólidos que nos cuentan cómo las caricias y los abrazos
liberan oxitocina!, una hormona estrechamente relacionada
con la experiencia de placer y bienestar.
Lamentablemente, no todas las personas han tenido la
oportunidad de crecer en un entorno de amor y
comprensión. Las hay que han tenido que enfrentarse a
situaciones muy injustas desde los inicios mismos de su
vida, a circunstancias de negligencia o abuso que
contribuyeron a formar una visión sombría de sí mismas y
del mundo que las rodeaba. Esta sensación se experimenta
como una profunda indefensión y afecta al modo en que se
conforman los vínculos con los demás o a cómo nos
valoramos. Si has sido víctima de este tipo de maltrato, es
muy posible que abraces la vida con congoja, anticipando
situaciones ominosas cuando te asomas a la natural
incertidumbre del mundo. Por suerte, estas dinámicas
suelen cambiar si van llegando otras relaciones a tu vida y
te aportan cimientos sólidos con los que construir una
mayor confianza en tus opciones y en el apoyo que los
demás puedan genuinamente ofrecerte. Un buen amigo, tu
pareja, un hijo... Aunque durante mucho tiempo pudiste
vivir con la sensación de que te rodeaban miles de peligros,
conocer a las personas adecuadas en el momento oportuno
puede devolverte la seguridad que no pudiste recibir
durante los primeros años.
La sensación de desprotección puede ser muy
invalidante, porque altera incluso la forma en que valoras
el futuro. Quienes se sienten desprotegidos no solo tendrán
más dificultades para transitar por las experiencias difíciles
actuales, sino que también evitarán las que les depare el
futuro por un temor cerval a no tener las herramientas
suficientes para lidiar con ella o a tropezar y no tener a
nadie en quien confiar. Por este motivo viven en una
amenaza constante y su cuerpo permanece siempre activo
y reactivo ante la expectativa de que algo catastrófico
pueda suceder en un momento inesperado, como un niño
que se asoma con vértigo a la pendiente pronunciada de un
tobogán interminable y destartalado. Obviamente, este es
un terreno abonado para la aparición de problemas graves
de ansiedad.

La inseguridad de quien se siente desprotegido

Su infancia no fue nada fácil. Marina pasó gran parte de sus primeros
años viviendo en casas de acogida y orfanatos. Cuando apenas era un
bebé la encontraron a las puertas de una iglesia con una nota escrita a
mano donde su madre biológica explicaba que no podía hacerse cargo
de ella, por lo que fue cuidada por muchas personas diferentes hasta
que un día cumplió la mayoría de edad. Esto no hubiera sido problema
de no ser porque tuvo la mala suerte de que nunca coincidió con nadie
que le diera el cariño que necesitaba y anhelaba, a veces tras la
apariencia de chiquilla malhumorada. Percibía que sus vínculos siempre
habían sido frágiles y que jamás llegaba a construir una imagen segura
del mundo ni de sí misma. Había aprendido que el amor era condicional
y que, si se «portaba mal» o no cumplía las expectativas de quienes la
rodeaban, la abandonarían de nuevo. «Otra vez», pensaba, y su
corazón se llenaba de tristeza.
Aquella tarde había salido antes del trabajo: era Nochebuena, y
podría disponer de unas horas más para cenar junto a su familia. Había
logrado construir una familia pequeña pero acogedora con sus propias
manos y con las de su mujer, habían adoptado dos niños y les había
podido dar todo el afecto del que ella careció tantos años... No
obstante, a veces, cuando veía a otras madres junto a sus hijos, no
podía dejar de sentir cierta envidia. No estaba segura de que fuera la
palabra que mejor describía ese sentimiento, pero era la que había
decidido usar a falta de otra que se ajustara más. Tenía a quien querer
y se sentía querida, pero le faltaba una pieza para completar el puzle:
cuando el mundo era un páramo hostil, no hubo nadie que la abrazara
con la sinceridad de quien ama desinteresadamente a otra persona, y
sentía que ese vacío profundo no podía llenarse con nada.
Estaba segura de que muchas de las dificultades por las que había
tenido que atravesar se explicaban precisamente por esta carencia. Por
ejemplo, nunca tuvo demasiada seguridad cuando se tenía que
decantar por un camino si la línea de su vida se bifurcaba, pues sentía
que todo el peso de una equivocación recaería solo sobre ella. Era
cauta, quizá demasiado, y tenía mucho miedo a perder todo lo que
había construido. A menudo prefería callarlo, no decir nada, incluso a su
pareja y a sus mejores amigos. Era como si el mundo entero se
tambaleara bajo sus pies, a pesar de que sabía bien que estaba
rodeada de personas que la querían y que le prestarían toda la ayuda
del mundo. También eso le costaba mucho, precisamente: pedir que
alguien le echara una mano.

EL RECHAZO SOCIAL: EL DOLOR DE LA SOLEDAD INDESEADA

El temor al rechazo es universal: todos lo sufrimos en algún


grado. Prácticamente sin excepción, nos sentimos bien
cuando alguien nos expresa su aprecio o si nos hacen saber
que les parecemos agradables. No en vano, este es el
mecanismo que usan todas las redes sociales para
afianzarse como herramientas de comunicación y uno de
los motivos por los que tantas personas se acaban
enganchando a ellas. Hay quienes se empeñan en agradar a
los demás a toda costa, lo que dificulta que se expresen tal
y como son. Al fin y al cabo, si haces cosas solo para ser
aprobado por personas que habitualmente tienen puntos de
vista y expectativas incompatibles acabarás siendo
incoherente o viviendo una tensión insoportable, y lo que es
todavía peor, traicionándote a ti mismo como ser único y
con derecho a sentir como estimes oportuno. ¿Cómo vas a
quedar bien con absolutamente todos si cada una de las
personas que hay a tu alrededor tiene expectativas
absolutamente diferentes respecto a ti? Decepcionar no es
solamente lo normal, sino también algo necesario si quieres
ser fiel a ti mismo.
El rechazo puede generar cicatrices duraderas en la
autoestima, pues atenta contra una de nuestras
necesidades más básicas. En su jerarquía de las
necesidades humanas, el psicólogo estadounidense
Abraham Maslow llegó a describir las que corresponden a
la socialización por encima de las fisiológicas (alimentarse,
dormir...) o las de seguridad (vivir con la certeza de que la
vida no corre peligro), y justo por debajo de las más
complejas (reconocimiento y autorrealización). Así, si una
persona está desprovista del apoyo social que precisa, no
solo se siente sola y sufre una profunda ansiedad, sino que
también puede tener problemas para disfrutar de una vida
plena y significativa. Aunque hoy en día muchos psicólogos
cuestionan la validez científica de esta archiconocida
pirámide de necesidades, la mayoría reconoce que la ayuda
del entorno es uno de los principales engranajes en el
complejo mecanismo del bienestar.
Si te rechazaron, es fácil que germinara en tu interior la
idea de que no eres válido, de que algo en ti es inaceptable
y que debería provocarte vergüenza. Esta sensación afecta
profundamente a tu capacidad de relacionarte, pues puedes
preferir ocultar lo que consideras reprobable a exponerte
tal y como en realidad eres. Sin embargo, esta ficción de ti
mismo acabará derrumbándose más pronto que tarde, pues
las máscaras sociales son una pesada carga emocional. Las
auténticas amistades siempre parten del reconocimiento de
la mutua imperfección y del compromiso de acompañarse
pese a que en ocasiones no seamos exactamente lo que el
otro querría que fuéramos. Solo así se podrá consolidar la
auténtica intimidad. Obviamente, sigue siendo importante
reconocer que los vínculos pueden transformarse
inesperadamente y acabar resultando perjudiciales, ante lo
que hay que estar afectivamente preparados para exponer
lo que sentimos o incluso para romper la relación.

LA SOBRECARGA EN EL TRABAJO Y EL ABUSO LABORAL

El trabajo es importante en la vida de cualquier adulto,


pues ocupa una parte grande de nuestro tiempo y nos
permite desarrollar inquietudes e intereses cuando lo
vivimos como algo más que una rutina para ganar dinero.
Supone un espacio privilegiado para iniciar o mantener
relaciones de amistad duraderas y en ocasiones aporta
mucho a nuestro proyecto de vida. Otras veces, por
supuesto, el empleo no satisface las expectativas que
depositamos en él y acaba suponiendo solo un esfuerzo
titánico que no compensa para nada. Es más, se va
convirtiendo en un recordatorio constante de nuestra
frustración y de nuestro fracaso. Si este último es tu caso,
que espero sinceramente que no, levantarte de la cama
cada mañana puede ser una auténtica tortura.
Además de esto, existen situaciones relacionadas con el
trabajo que pueden desencadenar sentimientos difíciles.
Una de ellas es la sobrecarga, que sucede si percibes que
las demandas de tu puesto (o las que te asignan) exceden
tus recursos para resolverlas, o cuando hay barreras de
algún tipo que te impiden satisfacerlas en buenas
condiciones (cortocircuitos en la comunicación, tareas
incompatibles, procedimientos ambiguos o cambiantes...).
Si te expones continuamente a esto, es natural que surja
ansiedad y desasosiego, por supuesto, así como que poco a
poco vayas desconectando de todo. En el mismo sentido, el
burnout es otro concepto que define el problema
nítidamente: describe las consecuencias emocionales más
nefastas que puedes sufrir por mantenerte en un trabajo
insatisfactorio.
Para identificar si padeces burnout, lo primero que debes
preguntarte es si sigues de algún modo motivado por
continuar trabajando donde lo haces y como lo haces.
Puedes llegar a descubrir que madrugas para acudir
puntualmente a tu puesto sin deseo de hacerlo, arrastrado
solo por la necesidad de satisfacer deudas u obligaciones.
En este caso tu motivación sería extrínseca, pues estaría
alimentada solo por la recompensa económica que obtienes
a final de mes. Esta forma de motivación, opuesta a la
intrínseca (que depende del placer que aporta el simple
hecho de hacer una tarea), no persiste mucho tiempo y
puede hacerte vivir desapasionadamente. No es de
extrañar que en algún momento te asalten sensaciones de
fracaso personal que vayan dañando tu autoestima, pues lo
que haces en el trabajo puede ser importante para
describirte como persona.
Los trabajadores que atraviesan por situaciones de
burnout también pueden sentir despersonalización. La
despersonalización se expresa en forma de trato indiferente
hacia los demás, como si de repente no nos importara que
se sintieran cómodos trabajando con nosotros, lo que
degenera en situaciones profundamente desagradables
para todos. Puede afectar a la manera en la que nos
relacionamos con los compañeros, los clientes, los jefes o
los proveedores. Al final, las necesidades ajenas se
descuidan hasta el extremo y se pierde el interés por
satisfacerlas: únicamente se busca acabar la jornada tan
rápido como sea posible y volver a casa para olvidarse de
todo. Aunque pueda parecer que no, las personas que
trabajan en estas circunstancias viven sumidas en una
ansiedad y un nerviosismo profundos, a veces incluso en la
tristeza. La situación suele requerir cambios radicales en la
vida laboral o incluso la búsqueda de nuevos horizontes,
por lo que resulta fundamental que te detengas a pensar si
algo así podría estar sucediéndote.
Otra circunstancia que suele provocar ansiedad en el
contexto laboral es el mobbing, concepto que resume las
situaciones abusivas que todos podemos vivir mientras
trabajamos (o de las que podemos participar, a veces sin
darnos cuenta). Llega a adoptar expresiones muy
diferentes: en algunos casos como un vacío deliberado por
parte de los compañeros y en otros como conductas
hostiles, tanto física como emocionalmente. El mobbing es
siempre tremendamente perturbador para quien lo vive,
pues genera tanta confusión respecto a su porqué que la
víctima puede acabar atribuyéndose la culpa de todo: «Algo
habré hecho, sin darme cuenta, para que me traten así...».
Todo se agrava si los compañeros que no están implicados
directamente se limitan a observar con indiferencia lo que
ocurre, aceptándolo implícitamente con sus silencios
cómplices o incluso aportando su granito de arena para
legitimarlo. También empeora si se forman grupos en los
que se urden todo tipo de agresiones, fuera y dentro del
horario laboral.

La culpabilidad del trabajador que sufre mobbing acaba


convirtiéndose en distorsiones cognitivas que impactan
profundamente en la emoción y que pueden adoptar formas dañinas:
erosión del autoconcepto, culpabilización irracional...

La pesada losa del trabajo

Le costó mucho lograrlo, pero Paula se sentía orgullosa de sí misma.


Algunos años atrás su jefa le hizo la vida imposible, y tras bregar
mucho con sus emociones, ahora ya se sentía mejor, más fuerte.
Empezó siendo algo sutil, pero poco a poco se fue volviendo más grave.
Ambas trabajaban como profesoras con niños de preescolar, un oficio
que requiere de mucho conocimiento y sensibilidad, aunque llegó un
momento en el que Yolanda, su jefa, incluso se atrevía a cuestionar su
buen hacer (sin motivo aparente) frente a padres y madres. También
delegaba en ella las tareas menos gratificantes y se esforzaba tanto
como podía por hacer que se sintiera mal, negándole sistemáticamente
todas sus peticiones e iniciativas con el argumento de que eran
ridículas o estrambóticas, antes de ni siquiera contemplarlas. Lo cierto
es que no entendía por qué estaba ocurriendo todo aquello y se
preguntaba si estaba haciendo algo mal, pues empezaba a afectarle.
Una vez se armó de valor y llegó a tratar el tema con ella en una de las
pausas para el café, pero no le respondió más que con improperios y
evasivas. Afortunadamente, llegó un día en el que (con la ayuda de un
buen psicólogo) entendió que la situación nada tenía que ver con ella.
A veces, simplemente, estas cosas podían pasar. E incluso era común
que las sufrieran personas especialmente competentes y preparadas.
Un día, por necesidades de la empresa, aquella mujer fue trasladada
a otro centro en una ciudad distinta. Con la nueva situación todo
mejoró de manera evidente: las compañeras de toda la vida, que en el
pasado le hicieron el vacío por miedo a que la inquina de la exjefa
acabara afectándoles también, estaban mucho más cerca de ella en
todos los sentidos, proponía ideas brillantes que acababan siendo
aceptadas por el claustro (y aplaudidas por la dirección) e incluso tenía
el respeto de los padres y las madres. Parecía que aquello estaba ya
olvidado, como si hubiera sido solo una pesadilla, por lo que la
ansiedad y la depresión que antaño la consumían empezaban a
disolverse como un azucarillo en el café. No podía decir que no las
sintiera, pues algo aún quedaba después de toda la experiencia vivida,
pero al menos acudía a la escuela con ilusión. Ya no tenía miedo y había
recuperado la confianza en sí misma.
Esa mañana, no obstante, recibió una noticia terrible. La peor de
todas. Al parecer, su exjefa iba a reincorporarse otra vez a su anterior
puesto. Las cosas no estaban yéndole bien en el nuevo y la dirección
había tomado una decisión drástica respecto a ella: volvería a asumir
las funciones que antaño le correspondieron y otra persona tendría que
encargarse del proyecto al que la habían destinado. Cuando se enteró a
través de una de sus compañeras, que se lo contó sabiendo lo duro que
podía ser para ella, sintió que algo se removía en su interior. ¿Cómo iba
a afrontar de nuevo ese tipo de situaciones injustas?, ¿volvería a
sentirse sola y humillada?, ¿cómo responderían sus compañeras, que
ahora valoraba como amigas, ante el regreso de quien la acosó?

LOS GRANDES CAMBIOS EXISTENCIALES: EL OCÉANO EMBRAVECIDO

El concepto de transición existencial engloba aquellas


situaciones que irrumpen en tu cotidianidad para sacudirla
desde los cimientos, obligándote a afrontar una etapa más
o menos larga de crisis personal tras la que acaba llegando
una nueva estabilidad. Pese a que el vendaval amaine, se
trata de momentos tan complejos que pueden cambiarte
para siempre o transformar de una manera extraordinaria
tus prioridades vitales. A priori no te hacen ni mejor ni
peor, solo te cambian. Te obligan a hacer cosas a las que no
estabas en absoluto acostumbrado, a poner en marcha tu
creatividad, a desarrollar habilidades nuevas y a entender
la existencia de otra forma. En definitiva: a romper tus
costumbres de manera drástica. Y por supuesto esto no es
nada fácil: tendemos a aferrarnos con fuerza a la
familiaridad, por lo que los golpes de timón suelen estar
motivados por la inevitabilidad más que por la voluntad.
Y así es como generalmente discurre la existencia de
cualquier persona: en busca de estabilidad, pero
eventualmente azotada por marejadas indómitas durante
las cuales deberá agarrarse con todas sus fuerzas a una
frágil sensación de seguridad para poder seguir a flote,
esperando que el sol luzca de nuevo y pueda proseguir su
rumbo en aguas mansas. No existe ningún viaje de vida sin
tormentas, sin bruma opaca en el horizonte, sin el embate
de las olas contra la orilla. Es quizá esta la naturaleza
misma de existir: el cambio y la necesidad de adaptarse.
Los grandes cambios de la vida generan estrés, pues
ejercen presión sobre nuestros recursos de afrontamiento.
Y cuando hablamos de todos, son efectivamente todos. No
solo los que podamos juzgar de forma negativa, sino
también los que parecen afortunados cuando llegan. Por
ejemplo, afianzar una relación o tener hijos son
transiciones porque implican dar forma a una nueva familia
y asumir responsabilidades que hasta el momento no
habían formado parte de tu vida, por lo que hay que
aprender y equivocarse muchas veces. Lo mismo se puede
decir del logro de un empleo o de la ganancia súbita de una
fortuna que nos libera de estrecheces. Son periodos que te
obligan a redefinirte, a encajar nuevos roles de manera
coherente con el propio autoconcepto sin que este se
resquebraje. ¿Cómo puede sentirse quien pasa de estar
soltero a casado, de no tener descendencia a concebir
mellizos o de la pobreza a la riqueza? Es cierto que el
adagio dice que somos lo que hacemos, pero estas
situaciones implican hacer tantas cosas en periodos tan
cortos que no es sencillo seguir siendo quien alguna vez
fuimos.
LA SENSACIÓN DE FRACASO: HUNDIÉNDONOS EN EL ERROR

La sensación de fracaso surge cuando piensas que no has


alcanzado las metas más importantes de tu vida, pero
también si inviertes tu tiempo en actividades que no te
hacen sentir satisfecho, y muy en especial cuando no las
elegiste tú. Cuando estás enfrascado en un trabajo poco
gratificante o mantienes un vínculo con alguien a quien no
amas ni aprecias, también puedes acabar sintiéndote así.
De hecho, el fracaso tiene muy poco que ver con los
méritos objetivos que hayas conquistado durante tu vida,
sino que es el resultado de una ecuación entre lo que
finalmente hiciste y lo que hubieras querido hacer. Y esta
confrontación, esta mirada crítica en el espejo de tus
propias decisiones, es algo a lo que tarde o temprano
deberás enfrentarte. Por ello se suele decir que la principal
causa de arrepentimiento al final de la vida es no haber
perseguido nuestros auténticos propósitos, no habernos
mostrado ante los demás como somos, no haber elegido el
camino que queríamos recorrer.
A medida que vamos desarrollándonos como seres
humanos forjamos una imagen ideal de nosotros mismos,
un modelo al que aspiramos y que sirve de estímulo para
todos nuestros esfuerzos en el día a día. Esta versión
idealizada con que nos medimos adopta distintas formas,
algunas realistas y accesibles, otras distorsionadas e
inabarcables. En gran medida dependerá de la presión que
ejerzas sobre ti mismo (o la que ejerzan otros) y de tu
rigidez al valorar el resultado de tus acciones. Cuando este
modelo toma como referencia un ideal imposible (lucir
cuerpo perfecto, alcanzar el estatus social de una estrella
del rock...) es frecuente que acabes sintiendo insatisfacción
o que te veas obligado a ajustar tus expectativas para
mantener una autoimagen saludable. La atmósfera de éxito
que se transmite desde los medios de comunicación y las
redes sociales contribuye a la creación de modelos
desproporcionados que no se ajustan a la realidad, pues en
estos espacios las personas tienden a mostrar de sí mismas
exclusivamente los aspectos que consideran socialmente
deseables o que levantarán la admiración del público, pero
no los aburridos, rutinarios o incluso desgraciados. Esto
puede tener consecuencias dramáticas para quienes se
exponen a ello sin una visión objetiva, en especial si todavía
no han definido claramente quiénes son y hacia dónde
avanzar. ¿Por qué a los demás siempre les ocurren cosas
buenas y yo, en cambio, tengo una vida tan poco excitante?
Para hacerte una idea aproximada de cómo funciona este
tipo de fracaso, ten en cuenta que todos hacemos
comparaciones constantes. Lo común es que sean otros los
que se alcen como criterio para sondear nuestro éxito; es
decir, nos guiamos por los logros ajenos para valorar los
propios. Este patrón hace que equipares tus circunstancias
individuales con las de personas cuyo origen y condiciones
no tienen por qué parecerse a los tuyos, y llegues a sacar
conclusiones equivocadas sobre quién eres o sobre qué has
logrado realmente. Otras veces el criterio de comparación
eres tú mismo, pero a partir de un ideal hipertrofiado por la
asimilación que hiciste de metas desproporcionadas.
Reconocer cuáles son tus verdaderas metas requiere que desandes
parte del camino recorrido y analices con honestidad tu vida, lo que
implica cierto sufrimiento y la posibilidad de que debas afrontar la
incertidumbre de un nuevo cambio.

Un ejemplo ilustrativo de esto puedes verlo en el


archiconocido síndrome del impostor, común en personas
muy competentes que alcanzan lo que socialmente se
considera la cima del éxito académico, profesional o
familiar. Si lo sufres, puedes sentirte atenazado
constantemente por el temor a que otros acaben
descubriendo que todo lo positivo que perciben en ti es
solamente una fachada, pensando para tus adentros que si
te conocieran en profundidad se sentirían decepcionados.
Esta visión oscura de lo que eres contrasta con la que
tienen la familia, los amigos y los compañeros, hasta el
punto de convertirse en una disonancia difícil de resolver:
«¿Acaso no se dan cuenta de que soy un fracaso? ¿Seguirán
apreciándome cuando lo descubran?». Al final acabas
sobreesforzándote en tus responsabilidades cotidianas (o
asumiendo algunas que no te corresponden) para alcanzar
las supuestas expectativas de tus allegados, lo que a su vez
hace que te sientas progresivamente más desbordado. Con
el paso de los años lo común es que brote una sensación de
fracaso paradójico: habrás conquistado muchas metas
exclusivamente para no decepcionar, pero no porque
realmente te apasionaran.
La sensación de fracaso, que no siempre tiene que ver
con el fracaso real (si es que existe alguna definición que
se pueda ajustar a todas las personas), puede generar
ansiedad. Cuando comparas tu yo ideal (formado por
proyectos, expectativas...) con tu yo real (tal y como lo
percibes en un momento dado) puede haber una
discrepancia más o menos grande. Cuanto más grande sea
la distancia entre ambos, peores serán tu autoestima y tu
autoeficacia, entendiendo esta última como el conjunto de
expectativas que albergas sobre tu capacidad de llevar a
cabo una tarea de forma correcta. Así pues, la sensación de
fracaso se puede desencadenar tanto si eres excesivamente
perfeccionista como si te autopercibes de forma muy
pesimista, por lo que tendrás que explorar cuál de estas
dos es la que está perjudicando tu salud mental. En
ocasiones, puede que incluso las dos. No obstante, si
alcanzas una saludable autocompasión contribuirás a que
tus errores naturales se perciban como una oportunidad,
un acicate para aspirar a la coherencia entre lo que quieres
ser y lo que crees que eres.

EL ABUSO Y EL MALTRATO: LA INJUSTICIA A FLOR DE PIEL

Las situaciones de abuso o maltrato pueden ocurrir en


prácticamente cualquiera de los lugares en los que haces tu
día a día, como la escuela o el trabajo, e incluso el propio
hogar (un espacio en el que esperarías estar a salvo). Son
experiencias difíciles en las que se produce un daño sobre
tu cuerpo, un ataque a tus valores, una intromisión
ilegítima en tu intimidad, una humillación o una
transgresión de tus libertades individuales. Se suelen vivir
con terror, desasosiego e indefensión, y todo empeora si se
mantienen en el tiempo, cuando acaban derivando en
hechos tan normalizados que ni siquiera te planteas que la
situación podría ser diferente. En este caso hablamos de
estresores crónicos, y pueden tener efectos sobre tu
organismo y tu salud psicológica incluso mucho tiempo
después de que en apariencia cesen. Las consecuencias a
veces resultan atroces, y dependen en gran medida de los
recursos emocionales y sociales de los que dispongas.

En el peor de los casos, las situaciones de abuso o maltrato


perjudican gravemente tu estado de ánimo, lo que propicia
trastornos (como el estrés postraumático) que deben tratarse en la
consulta de un profesional.

El maltrato puede ser doloroso en cualquier momento de


nuestra vida, pero lo es especialmente cuando ocurre en los
primeros años, en los que el sistema nervioso central está
en efervescente maduración y requiere de cuidados por
parte de quienes están cerca. En este punto, la violencia
tiene efectos persistentes que van más allá de lo emocional
y que comprometen incluso las funciones cognitivas. Esto
último parece relacionarse con las conexiones cerebrales
entre las regiones límbicas y las prefrontales, que
quedarían afectadas y que son necesarias para regular
emociones, para planificar y para organizarse. Así pues,
aumenta el riesgo de vivir acuciados por la impulsividad y
por la dificultad para gestionar las tendencias a la agresión
(física-verbal), con el consiguiente lastre para muchas
relaciones. Es importante que observes si algo así puede
haberte ocurrido también a ti, en cuyo caso debes saber
que se trata de aprendizajes reversibles y que siempre
existe la opción de mejorar.
Otra forma de abuso, que lamentablemente pasa
inadvertida muchas veces, es el psicológico o emocional.
Sus consecuencias no son evidentes sobre el cuerpo, como
los moretones o los cardenales, pero puede dañar la
autoestima y la capacidad de confiar en los demás. Tanto es
así que suele precipitar diferentes trastornos mentales,
sobre todo los del estado de ánimo y los de ansiedad. El
maltrato psicológico tiene como particularidad que se va
instalando poco a poco en la vida, entremezclándose con
las situaciones cotidianas. No se limita a los insultos o los
desprecios genéricos, sino que el que lo comete hace un
uso perverso de su conocimiento sobre la persona de la que
abusa para elaborar mensajes confeccionados a medida y
sabotear así su autoconcepto. Por ejemplo, puede explotar
vulnerabilidades para pervertir la confianza y beneficiarse
de ella hasta extraer todo lo que pueda para sus intereses.
Lo más común es que la víctima no se dé cuenta de qué
está pasando hasta que es ya demasiado tarde, pues va
construyendo pretextos para explicarse a sí misma las
situaciones que está viviendo («me lo merezco», «si fuera
diferente a como soy no me trataría así de mal»...).
En el caso de que hayas sufrido este tipo de situaciones,
debes saber que el principal peligro es que las palabras
hirientes que te dedicaron acaben calando en la definición
que tienes de ti mismo, hasta el punto de confundirse con
los atributos que un día te asignaste a partir de un
autoconocimiento honesto. Lo peor de la violencia
psicológica es que resulta extraordinariamente sutil y tiene
efectos acumulativos, por lo que cuando la víctima acaba
estallando pueden acusarla de exagerada o irracional.
El maltrato físico también puede empezar siendo leve,
progresando hasta agresiones que ponen en riesgo la vida.
Cuando ocurre en el propio hogar y el agresor es alguien
en quien la víctima deposita su confianza, lo más común es
que los episodios de violencia se vayan intercalando con los
de perdón y redención, lo que puede hacer que esta se
sienta realmente confundida: la misma persona que unos
minutos antes me golpeaba encolerizada empieza ahora a
sollozar apelando a mi comprensión y prometiendo que
jamás volverá a repetirse en el futuro. Lo cierto es que
todos estos intentos de reconciliación no conducen a
ninguna parte, pues se van haciendo más breves y vacíos
de contenido, mientras que la violencia deviene más y más
severa. Otro fenómeno frecuente es la aparición de
sentimientos de culpa, pues quien sufre la violencia puede
acabar atribuyéndose responsabilidad sin evidencia alguna:
«¿Acaso he hecho algo para que actúe así conmigo? ¿Es
culpa mía?». Con el paso del tiempo, el miedo anida como
la emoción dominante, desencadenada ante estímulos tan
aparentemente inocuos como la voz del agresor, el tintineo
de sus llaves cuando llega a casa o su sola presencia.

Hay que tener en cuenta también que la violencia física puede


expresarse de muchas formas, sin que se manifieste necesariamente
el ciclo de agresión-perdón-luna de miel-agresión. Lo importante aquí
es saber reconocerla con rapidez para actuar antes de que dañe
gravemente tu visión del mundo.

El escalofriante sonido de las llaves en la puerta


Tenía la tarde libre y estaba solo en casa, por lo que decidió que jugar
con videojuegos era la mejor forma de pasar su tiempo. A Mateo le
encantaban, porque de alguna manera le ayudaban a no pensar
demasiado en los problemas que tenía en su vida. Lo entretenían tanto
como un buen libro de aventuras, pues leer era su otra gran afición.
Prefería divertirse en casa solo que salir a la calle con sus amigos del
colegio, que últimamente empezaban a pensar más en las chicas o los
chicos que en aquello que siempre los había unido. Suponía que era
tímido, pero tampoco le importaba mucho devanarse los sesos con esa
cuestión. Con los mandos en sus manos las horas pasaban volando,
hasta el punto de que se había quedado a oscuras en el comedor sin
notarlo siquiera.
En un momento especialmente intenso en que se encontraba
luchando contra uno de los enemigos principales, escuchó el sonido de
las llaves en la puerta. Pausó la partida y vio que sí, que su padre
estaba llegando a casa. En realidad salía de trabajar mucho antes, pero
siempre se pasaba por uno de los muchos bares de la ciudad a beber el
último trago antes de volver. O el penúltimo: siempre había tiempo y
espacio para otro más. La forma en que le costaba encontrar la
cerradura no presagiaba nada bueno: se había pasado otra vez. El ruido
de las explosiones y de la música electrónica había dado paso a un
paréntesis silencioso, roto solo por aquel tintineo metálico. Cuando por
fin logró abrir, el olor a alcohol llegó a su nariz en pocos segundos. Era
un hedor nauseabundo que se mezclaba con sudor, y que ya distinguía
muy bien. Tras unos instantes la puerta se cerró tras él.
Nunca le había puesto la mano encima, pero Mateo le tenía
verdadero miedo. Cuando llegaba a casa en estas condiciones su
actitud era siempre hostil, como si todo le molestara, y acababan
discutiendo por alguna tontería. Lo vio andar vacilante hasta el baño y
notó que apenas lograba atinar a coger el pomo. A veces se preguntaba
por qué sentía ese temor si nunca le había hecho daño físico, y se
cuestionaba si era o no razonable que lo embargara una sensación tan
desagradable. Allí, expectante ante lo que pudiera pasar a
continuación, intentó hacerse el dormido.

LA ENFERMEDAD Y EL DOLOR: LOS MOMENTOS MÁS DIFÍCILES


El diagnóstico de una enfermedad grave o crónica es un
motivo habitual de ansiedad, y también de depresión, lo
que ejemplifica bien la relación estrecha que existe entre la
salud física y la psicológica. El camino no es sencillo: desde
que aparecen los primeros síntomas hasta que recibimos la
noticia por parte de los médicos, pasando por los tiempos
de espera para recibir los resultados de las distintas
pruebas que habrán de realizarnos..., todo acaba
convirtiéndose en una auténtica odisea. Sufrir un problema
de salud importante implica un cambio extremo en el modo
en que estábamos viviendo nuestra vida, no solo porque se
hace muy evidente una finitud en la que no solemos pensar
demasiado, sino también por la sensación de vulnerabilidad
y de incertidumbre que la acompaña. En el fondo es una
experiencia de duelo en la que lo perdido es el bienestar o
la capacidad para desarrollar actividades diarias con
autonomía, y por lo tanto requerirá un gran esfuerzo de
adaptación. Este esfuerzo no está exento de momentos de
dolor y sufrimiento, que a veces parecen mudar en enfado
hacia los demás o hacia nosotros mismos, y que tendremos
que sobrellevar de la mejor manera posible. Al fin y al cabo,
es en estos momentos de especial necesidad cuando uno se
da cuenta de que el mundo que lo rodea parece estar
diseñado solamente para quienes se encuentran
perfectamente. Incluso puede ocurrir que, sobre todo en los
primeros compases de la enfermedad, los consejos que te
proporcione gente completamente sana te resulten
frustrantes y artificiales. Por este motivo suele ser
beneficioso acudir a un grupo de ayuda en el que compartir
experiencias con quienes están viviendo lo mismo que tú.
El impacto de una enfermedad tampoco se limita a la
persona que la sufre, sino que se extiende a toda la familia
y las amistades. De hecho, los allegados pueden sentir
ansiedad como resultado de que un ser querido esté
atravesando un momento delicado de salud, y aún peor si
se prevé un desenlace fatal. Esto es todavía más importante
en el caso de los niños, pues muy a menudo los adultos
piensan que no serían capaces de comprender la situación
y optan por ocultarles su gravedad o edulcorarla con
detalles que no se ajustan a la realidad. Este es el resultado
de creencias obsoletas sobre que los niños son incapaces
de gestionar las emociones o que estas pueden perturbar
su normal desarrollo, algo que paradójicamente los deja sin
el apoyo que necesitan y a la deriva en un mar de
incertidumbre.
Ante momentos de sufrimiento familiar, los pequeños de
la casa pueden volverse especialmente sensibles a todos los
indicios de que se les oculta algo, imaginando
consecuencias todavía peores a las objetivamente
esperables. Además, su periodo evolutivo tiene una
peculiaridad que atañe a cómo procesan la información: el
pensamiento mágico. El pensamiento mágico es similar a
las distorsiones cognitivas que expliqué unos capítulos
atrás, pero tiene sus raíces en la incompleta maduración
del cerebro y en la escasa experiencia con la vida. Implica
una formulación de causas y efectos que no se adhiere a los
principios lógicos del adulto y que bajo ciertas condiciones
puede tener un impacto negativo, como sucede cuando se
forjan sentimientos de culpa respecto al sufrimiento de los
padres, los abuelos, las mascotas... («esto tan malo les está
pasando porque me porto muy mal» o «porque el otro día
me enfadé con ellos y les dije que ya no los quería»).
Se necesita una comunicación sincera y adaptada al nivel
de comprensión para que puedan ser partícipes de la
situación y no se sientan aislados de las dinámicas
familiares. Lo importante es mantener el equilibrio,
evitando también una comunicación excesivamente
compleja o la atribución de roles y de responsabilidades
que exceden aquellos que corresponden a su nivel
madurativo (como que deban priorizar las tareas del hogar
sobre las responsabilidades académicas). Así pues, si en tu
familia estáis viviendo un momento delicado por un asunto
de salud, también los niños habrán de saber (en la medida
de sus posibilidades) qué está pasando, y se les deberá
explicar todo con el cariño y con la paciencia que
necesiten.
Lo mismo puede decirse respecto a las personas
mayores. Un principio esencial de la comunicación de
malas noticias es que estas deben ajustarse no solo a las
capacidades cognitivas de quien va a recibirlas (en estos
casos pueden estar perfectamente conservadas), sino
también a su voluntad de conocer. Es esencial sondear las
inquietudes de la persona mayor enferma y si desea tener
referencias detalladas de su estado de salud: siempre
habremos de respetarla y proporcionar una explicación de
lo que quiera saber. Mantenerla al margen de sus propios
problemas puede motivar una suspicacia emocionalmente
dolorosa e implicará con seguridad una búsqueda en
solitario de aclaraciones. Además, ocultárselo también es
una forma de edadismo, al infantilizar al adulto mayor por
creerlo incapaz de entender lo que está ocurriendo.

Conocer cuál es su estado de salud, su gravedad, su pronóstico o el


tratamiento que tendrá que recibir permite a la persona mayor
zanjar asuntos inconclusos, priorizar las tareas que considera
pendientes y organizar su futuro, lo que dará calma y la dotará de
mayor sensación de control.

EL DUELO Y LA MUERTE: EL PESO DE LAS DESPEDIDAS

Las situaciones de duelo son, sin duda, de las más difíciles


que debemos atravesar a lo largo del ciclo vital. Se suele
pensar que el duelo solo se vive al morir una persona a la
que queremos, un familiar o un amigo, pero lo cierto es que
puede darse ante todo tipo de pérdidas significativas para
nosotros. Por ejemplo, cuando nuestra salud está
amenazada por una enfermedad grave, cuando se ha
deteriorado una función básica del cuerpo, cuando
perdemos un trabajo, cuando dejamos de participar en una
actividad gratificante o cuando una relación de pareja
acaba. En definitiva, son situaciones en las que debes
buscar un nuevo significado antes de proseguir con la vida
en ausencia de algo que en gran parte la definía. También
fuerza una reinterpretación de quién eres, en la medida en
que vas construyendo tu identidad a partir de lo que haces
día a día y las relaciones que forjas con quienes te rodean.
Si estás viviendo ahora mismo cualquiera de estos duelos,
tienes que saber que nadie tiene derecho a decirte cómo
deberías sentirte y cuándo deberías dejar de sentirte como
te sientes.
La psiquiatra Elisabeth Kübler-Ross dedicó una parte
muy importante de su vida a describir el proceso a través
del cual nos adaptamos a la pérdida, enfatizando la de la
propia vida o la de las personas queridas. En su anatomía
de estos momentos, que todos habremos de visitar en un
momento u otro, diferenció varias fases por las que
transitamos mientras avanzamos hacia la aceptación. Se
desencadena primero un shock, prácticamente inmediato
tras tener conocimiento de la situación. En este punto
nuestros recursos atencionales quedarían desbordados por
emociones de una intensidad tal que entorpecerían el
procesamiento de la información y dificultarían el
entendimiento de la magnitud del problema. Por ello, si vas
a dar una mala noticia, debes hacerlo con extraordinaria
sensibilidad, respetando los ritmos de asimilación y siendo
paciente al hablar con la persona o personas implicadas.
Por mi trabajo, a lo largo de los últimos años he conversado
con mucha gente que por desgracia se enfrentaba a
situaciones difíciles, y todavía me queda mucho por
aprender sobre cómo hacerlo del mejor modo posible. Es
un arte realmente difícil de conquistar y que requiere de
toda nuestra humanidad.
En el momento en que la información accede al sistema
de procesamiento, y por tanto empieza a ser integrada,
puede surgir lo que conocemos como negación. Es aquí
donde se dan las primeras resistencias a aceptar la realidad
y donde pueden elaborarse explicaciones alternativas para
ella («debe de ser un error», «esto no puede estar
ocurriéndome»...). La negación tiene mala prensa, pues
retrasa el que nos pongamos en marcha para solucionar un
problema cuando todavía existen opciones de revertirlo o
mejorarlo, pero también nos ayuda a asimilar poco a poco
algo que de otra forma sería emocionalmente indigesto. Es
como acercarse paso a paso, con calma, a un abismo que se
abre frente a nosotros y cuya presencia no nos queda otra
que aceptar. Eso sí, si seguimos negando la realidad
durante mucho tiempo tendremos que hacer un esfuerzo
por reorientarnos amablemente hacia el hecho y desplegar
las estrategias más adecuadas, pues de lo contrario las
cosas se pondrán más difíciles. Quizá el ejemplo más claro
sea el de postergar una visita con el médico por temor a
que pueda diagnosticarnos una enfermedad grave y acabar
yendo más tarde, cuando los síntomas son insoportables y
el avance de la misma mucho mayor.
Tras la negación, surge la negociación. La negociación es
una etapa en la que nos apoyamos en creencias espirituales
o en la credibilidad que nos merecen los profesionales de la
salud con el objetivo de trazar un propósito de enmienda y
revertir la situación. Algunas personas religiosas rezan y
hacen pactos con Dios para seguir viviendo hasta cierto
momento que entienden como muy importante, mientras
que las que no creen en seres superiores hacen algo
parecido con el equipo médico que las intenta curar. Se
trata de un punto en el que cobran relevancia las creencias
íntimas y que estimula la búsqueda de un sentido
metafísico de la propia existencia, lo que al mismo tiempo
arroja luz frente a lo desconocido que se pueda avecinar.
Y es que parece que albergar un sentido de trascendencia
para la vida tiene efectos positivos cuando poco a poco se
acerca el final, sea por la creencia en un Dios o por la
confianza en que todo cuanto se hace tiene un sentido
allende los límites materiales del tiempo durante el que
habitamos el mundo. Por este motivo muchas personas
desarrollan algún interés en este tipo de asuntos al final de
su vida o cuando parte alguien a quien quieren.
Cuando la realidad de la situación se impone, y empieza
a agravarse de un modo aparentemente inevitable, puede
surgir una fase en la que la ira se expresa con gran
vehemencia. Esta emoción es el resultado de la frustración,
entendida como la respuesta que brota al desear algo que
cada vez parece más distante y esquivo. Es habitual que en
este punto del proceso estemos irritables, que decidamos
comunicarnos menos con el entorno e incluso que nos
aislemos del todo. Es un momento doloroso tanto para
quienes pasan por el proceso como para la familia, pues
plantea muchas dudas sobre qué hacer para ayudar de la
mejor manera. Aquí se suelen manifestar también síntomas
de ansiedad intensos, más densos que los que del shock
inicial, y que lindan con los sentimientos de angustia de los
que te hablé al principio del libro. Debemos considerar que
la ira también se puede dirigir hacia uno mismo,
expresándose como desprecio o reproches.

Son muchos los dolientes que se culpan a sí mismos de todo lo


sucedido, aun cuando no existen indicios que sustenten esta
atribución de responsabilidad.

A medida que la ira evoluciona acaba convirtiéndose en


abatimiento o tristeza, como si nos fuera dejando agotados,
hasta llegar a lo que se conoce como fase depresiva. En
esta empiezan a aflorar sentimientos de pena o desasosiego
y puede acentuarse la necesidad de aislarse del mundo;
como resultado, se abandonan muchas de las actividades
gratificantes y se percibe un progresivo distanciamiento de
todo. Esta no es en sí misma una respuesta patológica,
pues el duelo es un proceso de adaptación que no tiene
nada de malo, pero sí puede desembocar en trastornos
adaptativos y del estado de ánimo si se mantiene
demasiado tiempo o si la situación se complica por otros
motivos. Es el tramo final de un proceso arduo.
Solo cuando finalmente la experiencia se procesa
completamente, y se integra en la vida como un episodio
más de la propia narrativa, se puede abrir paso la
aceptación. Esta aceptación no equivale al olvido ni
tampoco consiste en desprenderse de lo que se perdió, sino
que es un acto en el que podemos volver a recordar sin
sentirnos abrumados por la tristeza o la ira. No obstante,
son muchas las personas que boicotean esta parte del
proceso por entender que es una falta de respeto hacia
quien ya no está o por temor a la separación definitiva, y se
sabotean para volver a sentir un dolor, paradójicamente,
reconfortante.

Es clave tener en cuenta que cuando se pierde a una persona los


vínculos no se disuelven: siguen transformándose de forma
constante y adquiriendo matices de todo tipo, incluso cuando hace
décadas que partió.

El proceso que acabamos de describir, que comienza en


la negación y avanza poco a poco hasta la aceptación, no es
en absoluto lineal ni requiere que todos sus puntos ocurran
en una secuencia exacta. Muchos no llegamos a atravesar
por alguno de ellos o volvemos a fases que ya creíamos
superadas, por lo que tampoco debes tomarlo como una
guía rígida sobre lo que pasará. También hay personas que
necesitan más tiempo que otras para adaptarse a la
pérdida. Esto hace que puedan sentirse presionadas a
sobreesforzarse y pasar página para encajar en un
supuesto modelo normal, lo que a menudo las lleva a
ocultar a los demás sus verdaderos sentimientos y fingir
que están mejor. Lo único cierto es que el duelo es único
para cada uno de nosotros, y cada cual deberá vivirlo a su
propio ritmo.

Los duelos son momentos clave en los que deberemos respetar las
emociones propias y las de los demás, simplemente permitiendo que
sean tal y como son, sin forzar en tiempo ni en forma.

Decir adiós: el abismo de la muerte

Vanessa había dedicado los últimos seis años a cuidar de su madre.


Pese a que tenía dos hermanas y un hermano, ninguno se había
mostrado demasiado interesado en pasar tiempo con ella en el tramo
final de su vida. Solo iban de vez en cuando a comer y pasar la tarde,
contarle un par de batallitas y despedirse para no volver por allí en
semanas. Ella aguantó los peores momentos: las noches en las que el
dolor no la dejaba dormir, los ingresos urgentes en el hospital, las
recaídas físicas y emocionales y una infinidad de situaciones dolorosas.
De hecho, tuvo que dejar su trabajo y había olvidado la mayoría de sus
aficiones, algo que hacía sentir culpable a su madre y triste a ella. No
fueron buenos años, pues el cáncer puede ser una enfermedad terrible
cuando nos muestra el peor de sus rostros, pero no se arrepentía para
nada. Había tenido con ella largas conversaciones en las que pudo
saber más de quién era la mujer que la había traído al mundo y
estrecharon el vínculo que las unía hasta hacerlo indisoluble.
Una noche, mientras todos dormían, su madre abandonó este
mundo. La ingresaron porque se sentía sofocada y acabaron
diagnosticándole una neumonía resistente a los antibióticos. Todo fue
muy rápido. Los días previos al desenlace fueron una montaña rusa,
con esperanzadoras mejorías seguidas de abruptos empeoramientos,
por lo que Vanessa había acabado psicológicamente devastada. Lo que
llegaría después, como informar al seguro o avisar a los familiares
lejanos, le pareció extrañamente frívolo. No podía creerse que el mundo
continuara girando en ausencia de la que fue la persona más
importante de su vida. Recuerda que se quedó sola por la noche en el
velatorio, pues todos acabaron marchándose a casa para descansar
hasta el entierro del día siguiente, y que pudo hablar con el cuerpo de
su madre entre lágrimas. Le contó todo cuanto quiso contarle, las
intimidades que jamás se había atrevido a revelar, y sintió que algo se
le había roto por dentro.
Hoy, dos años después, sigue acordándose de ella a diario. Cuando
se aproxima el aniversario, todo se vuelve especialmente difícil. A
medida que va acercándose el día la recorre una sensación de vértigo
difícil de trasladar a palabras, como si resbalara por un tobogán que se
hunde en un lugar oscuro y terrible. Son muchos quienes le dicen que
tiene que mirar ya hacia delante, que aún es joven y le quedan muchas
cosas por hacer, pero todavía le cuesta mucho recordarla sin sentirse
tan triste; solo le apetece volver a casa y quedarse a solas. Alberga en
su corazón la intención y la esperanza de evocar las experiencias
vividas de manera diferente algún día, pero siente que todavía va a
necesitar mucho tiempo para lograrlo.

LA PÉRDIDA DE SENTIDO: LA RUPTURA DE NUESTRA BRÚJULA

Los seres humanos somos animales sedientos de


significado: no podemos vivir una vida carente de él.
Nuestro cerebro está concebido para interpretar las
situaciones presentes a las que nos enfrentamos, cotejarlas
con las pasadas y predecir las futuras, pues de lo contrario
la existencia no sería más que un montón de escenas
inconexas y sin valor personal. Para lograrlo tienes que
desarrollar expectativas sobre cómo querrías que fueran
las cosas, esforzarte para aumentar la probabilidad de que
sucedan y construir metas personales para evitar el vacío.
Con el paso de los años otras personas se irán sumando a
tus proyectos y acabarás asumiendo roles tan dispares
como el de hermano, hija, padre, madre, pareja... Cada uno
de ellos te dota de un significado respecto a quienes te
rodean, de forma que progresivamente irás tejiendo una
red invisible que entrelaza tus propósitos y los suyos. El
sentido de tu vida no es nunca independiente, sino que en
él también se incluye a quienes más quieres y te
acompañan.

Tanto el sentido que forjamos para nosotros mismos como el que


asumimos respecto a otros son potentes estímulos para vivir y nos
motivan a seguir haciéndolo a pesar de las adversidades.

Eso sí, en ocasiones pueden suceder contratiempos que


alteran profundamente nuestros planes de futuro. Ocurre
cuando pierdes un rol clave (acabas una relación de pareja,
pierdes el empleo, abandonas forzosamente algo que te
gusta hacer...), cuando logras un objetivo al que dedicaste
mucho tiempo o cuando se rompe un vínculo por causas
ajenas a tu voluntad (muerte, mudanza que te separa de los
allegados...). Estas situaciones representan una tempestad
en lo cotidiano, de forma que cuando irrumpen quedas a la
deriva y desorientado. Es en este contexto cuando surge la
incertidumbre, una sensación desconcertante ante la
pérdida de rumbo. Si ahora estás en una situación de este
tipo, seguro que podrás encontrar en estas páginas
palabras de aliento y más de una técnica que te ayudará a
reencontrarte con el sentido de tu vida.
IV
¿CÓMO ME AFECTA LA ANSIEDAD?
11

¿CÓMO IMPACTA LA ANSIEDAD EN MI


VIDA?

Ahora que ya conoces las principales situaciones en que


puedes sentir ansiedad, quisiera hacer un alto en el camino
que estamos recorriendo para hablar de las consecuencias
que puede tener en tu vida. En este caso no se trata de
trastornos mentales, pero sí de retos importantes con los
que podrías encontrarte y que desencadenarán dudas,
inquietudes e incluso tristeza. Te invito a que leas las
próximas líneas mientras reflexionas sobre tu vida y sobre
cómo te sientes ahora mismo.

LA INCOMPRENSIÓN Y LA CULPA: EL DEDO ACUSADOR

La ansiedad, si te desborda por su intensidad o por lo


inoportuno del momento en que se dispara, puede ser un
problema de salud mental que limite tu capacidad para ser
feliz. En este caso es posible que las cosas importantes del
día a día se te hagan cuesta arriba o que simplemente
decidas evitarlas por sentirte indispuesto para afrontarlas.
Esto se puede hacer más complicado por el hecho de que
mucha gente sigue pensando que el miedo, la preocupación
u otras circunstancias que te puede imponer la ansiedad
son en el fondo una cuestión de debilidad de carácter, sin
detenerse a reflexionar sobre las dificultades por las que
has podido atravesar para que te estén sucediendo. Esta
forma de distorsionar el sufrimiento ajeno es muy dolorosa
para quienes conviven con un trastorno de ansiedad y no
solo agrava su ya de por sí profunda sensación de soledad,
sino que también precipita sentimientos de culpa que no les
corresponden ni merecen. También puede impedir que
reciban la ayuda que necesitan.
Por desgracia, en muchos países hay todavía una
pobrísima educación en salud mental. De hecho, es
tristemente común que se traten estos problemas tan
importantes desde el desconocimiento más abrumador,
incluso en los medios de comunicación, y que en el mejor
de los casos se hable con condescendencia de quienes
sufren un trastorno ansioso. La efervescencia de mensajes
desproporcionadamente positivos en la televisión y las
redes sociales, que mercantilizan e imponen la felicidad
como la única forma digna de vivir, impide que
reconozcamos serenamente el sufrimiento y la búsqueda
individual de una existencia plena. El aislamiento del
entorno, o la secreta creencia de que la ansiedad es
inadecuada y peligrosa son consecuencias más comunes de
lo que pensamos.

Sufrir de ansiedad mientras mantienes la idea de que solo la viven


personas débiles o que carecen de valor es la receta perfecta para
que se desmorone tu autoestima, una complicación que convierte la
experiencia en algo todavía más difícil de sobrellevar.

Lo cierto es que las emociones que entiendes como


difíciles, entre ellas la tristeza o el miedo, son facetas de la
vida que no sugieren debilidad ni nada semejante. Forman
parte del repertorio de experiencias que todos podemos
legítimamente sentir en distintos momentos. Comprender
esto es fundamental, pues te permitirá desarrollar una
saludable autocompasión hacia ti mismo y confrontar la
adversidad desde una mejor posición.

LA TRISTEZA: UNA LÁGRIMA EN LA AGITACIÓN

A medida que el tiempo conviviendo con un trastorno de


ansiedad va pasando, y especialmente si no encuentras la
ayuda necesaria para lidiar con él, corres el riesgo de que
irrumpa una sensación de tristeza. Esta puede tener
muchos motivos, aunque el principal sería el abandono de
actividades que en otro momento fueron importantes para
ti, especialmente las que compartías con personas a las que
aprecias y te aprecian. No olvides que muchos trastornos
de ansiedad implican evitar lo que te hace sentir mal y se
extienden a situaciones diversas, incluyendo las de
esparcimiento o que te permitían conquistar metas
relevantes de tu vida. Sea como fuere, todos estos
abandonos acaban ejerciendo un efecto acumulativo sobre
la vida emocional y pueden ser experiencias de duelo
importantes en sí mismas, por lo que sería razonable que
desembocaran en sentimientos de zozobra o desesperanza.
En definitiva, sin darte cuenta acabas desprendiéndote de
todo cuanto te hacía feliz y la consecuencia lógica de esto,
por supuesto, es la tristeza. Encontrar el momento para
hacer actividades agradables es, por cierto, una estrategia
tremendamente útil para ir saliendo poco a poco de estas
dinámicas.
La tristeza es una emoción que suele valorarse como
negativa, aunque sabemos que más allá de sus apariencias
tiene numerosas utilidades. Por ejemplo, cuando te sientes
triste puedes asumir una actitud introspectiva, como una
retirada de todo cuanto te rodea con el propósito de
redescubrir el sentido que tu vida parece haber perdido
temporalmente. También puede suceder que, como
consecuencia de la expresión de tu rostro al estar triste, se
estimule la empatía de quienes te observan para que te
presten su ayuda. En resumidas cuentas: las personas
decimos con la cara lo que intentamos callar de otras
formas.

Decirle a alguien «no llores» revela más la inseguridad de quien


habla que la inadecuación de quien escucha. Si obedeces cuando
percibes la necesidad de derramar algunas lágrimas, solo
conseguirás que tus emociones empeoren todavía más.

La tristeza no tiene nada de malo: como el resto de las


emociones, advierte de que algo importante ha ocurrido y
requiere que le prestes atención. Hay personas que se
sienten más tristes al llegar ciertas estaciones y otras
incluso notan cambios en su estado de ánimo en diferentes
momentos del día sin saber ni siquiera por qué. Y es que no
somos seres que viven impasiblemente: nuestro interior
está siempre bajo la influencia de multitud de estímulos.
A no ser que fluctúes hacia los extremos de la euforia y la
tristeza, o que tus vaivenes emocionales supongan
obstáculos que te impidan vivir bien, es mejor entenderlos
como una parte más del cambio que te rodea y que habita
también en ti.
Dicho esto, queda por señalar un aspecto fundamental:
aun siendo la tristeza una emoción totalmente saludable,
debes ser consciente de que si cedes ante ella con
frecuencia correrás el riesgo de que avance
progresivamente a estados mucho más dolorosos para tu
vida emocional. Así pues, debes valorarla como una buena
consejera y dejarle su espacio, pero sin permitir que se
expanda sin control a cada segundo de cada día. En el
último bloque del libro te mostraré estrategias útiles para
lograrlo.
Habiendo aclarado qué es exactamente la tristeza,
debemos diferenciarla de los trastornos del estado de
ánimo, tales como la depresión mayor. Mientras que
aquella es una reacción natural y coherente en momentos
de pérdida, esta última es un problema de salud con
enorme capacidad para limitar tu calidad de vida. Además,
está asociada a la anhedonia, una palabra técnica que
describe la incapacidad para sentir placer. La depresión
también puede expresarse como un enlentecimiento
generalizado del pensamiento y los movimientos, y causar
tanto problemas para dormir y comer como ideas suicidas y
aislamiento.

La tristeza en la gran ciudad


Magdalena llevaba mucho tiempo lidiando con demasiadas cosas. Para
empezar, se estaba mudando a una nueva ciudad, y dejaba atrás a
todos los amigos que tenía. Además, también estaba dando sus
primeros pasos en la universidad y desconfiaba un poco de su
capacidad para adaptarse. Algunos días los pasaba completamente
sola, viajando en metro de aquí para allá y llegando a casa tan tarde
que el estómago le rugía de hambre. Otros, prefería no salir de casa
para nada. Echaba de menos la vida junto a su familia y esperaba con
ansia los fines de semana en que podía volver al pueblo. Parecía que
últimamente se presentaba un problema tras otro, hasta el punto de
que llevaba como mínimo un par de años sintiendo un vértigo
existencial muy grande. Pensaba que la vida estaba exigiendo de ella
mucho más de lo que en ese momento podía ofrecer.
Aquella mañana llovía. Se había levantado más tarde que de
costumbre y sentía la cabeza embotada. Se sentó en el borde de la
cama, agotada de casi todo, mirando el cielo claro del mediodía. Se
sorprendió sintiendo pena de sí misma, ¿acaso algún día las cosas
cambiarían o tendría que seguir así para siempre, saltando de
preocupación en preocupación? Añoraba tiempos lejanos en los que
todo parecía fácil, en los que jugar era su máxima prioridad. ¿No era
eso la auténtica vida?, ¿por qué tras esa época feliz todo se acababa
torciendo y se hacía insoportable?, ¿por qué nadie avisaba de que eso
ocurría, como una ley inevitable a la que todos obedecemos sin darnos
cuenta? Había sufrido estrés durante tanto tiempo que ahora solo le
apetecía quedarse allí, iluminada por la claridad de la ventana,
pensando en aquellas cosas. Descolgó el teléfono y marcó el número de
su madre, se lo sabía de memoria desde hacía años. Los segundos que
tardó en responder le parecieron eternos, pero al escuchar su voz se
sintió infinitamente reconfortada.
Tan pronto como empezó a pronunciar palabras, su madre (que tenía
la sabiduría de todas las madres) notó que algo no iba bien. Que su hija
quizá estaba pasando por un momento difícil, allí en la ciudad, y que, al
igual que había hecho siempre, prefería guardárselo para ella misma.
Así pues, cortó la conversación, que discurría por senderos demasiado
rutinarios, e hizo la pregunta más importante de todas: «¿Cómo
estás?».
LA ACTIVACIÓN PERSISTENTE: UN CUERPO QUE NO PARA

Como expliqué en capítulos previos, la ansiedad puede


hacer que te mantengas constantemente activado, como si
estuvieras siempre atento a un peligro inminente. La
mayoría de quienes tienen ansiedad dicen sentirse mal en
situaciones que implican un juicio por parte de terceros o
en las que podría aparecer algo que temen profundamente.
No obstante, otras veces también pueden estar en tensión
física y emocional aun cuando no hay nada que temer,
incluso sobresaltarse por cambios sutiles a su alrededor. Y
es que las personas con trastornos ansiosos con frecuencia
ven alterada la respuesta de su cuerpo al sorprenderse por
hechos inesperados, que en lugar de resultar agradables se
convierten en un angustioso espanto.
La hiperactivación autónoma continuada es un problema
importante, puesto que tu cuerpo solo está preparado para
soportar brevemente la cascada de reacciones fisiológicas
que tienen lugar al estresarte. Una de las consecuencias
más comunes de esta tensión persistente son las molestias
físicas difusas, sobre todo las musculares y las digestivas,
que pueden llegan a hacerte dudar de si tienes un
problema físico que requiera acudir al médico. Al ser
síntomas comunes a muchas enfermedades y al haberte
acostumbrado a la ansiedad hasta el punto de
prácticamente ni percibirla, puedes acabar buscando una
causa orgánica que nunca llegará a concretarse. Esta
incertidumbre («¿me estará pasando algo malo y nadie
sabe decirme qué es?») suele ser otra causa adicional de
preocupación, que se suma a todas las que ya pudieras
haber padecido antes. Como podrás imaginar, el ciclo se
fortalece y los problemas se agravan.
También se sabe que esta activación constante es el
caldo de cultivo perfecto para sufrir episodios de ansiedad
en un momento inesperado, como son los ataques de
pánico. Sabemos que la mayoría de las personas que
experimentan esta forma abrumadora de ansiedad por
primera vez no pueden predecir cuándo volverá a
ocurrirles ni tampoco identificar por qué sucedió, pero sí
reconocer que cuando todo empezó atravesaban momentos
de dificultad (duelos, separaciones o divorcios, situaciones
de desempleo...). Esto podría recordarte la historia de
Damocles que vimos al principio del libro, la incertidumbre
y el desasosiego de quien se siente amenazado por un
enemigo invisible e inestable. Por tanto, es realmente
importante que cuando estés en un mal momento seas
especialmente cariñoso contigo mismo, que te dediques
instantes de paz en la medida de lo posible y que intentes
hacer cosas divertidas o que te gusten. Aunque te parezca
difícil, estos tiempos intempestivos suelen ser propicios
para recuperar esas aficiones que dejaste sepultadas bajo
el peso de las responsabilidades.
La activación continuada también puede hacer que te
cueste memorizar o prestar atención a aquello que te pasa,
lo que vuelve penoso estudiar o trabajar. Esta experiencia
tan desagradable tiene que ver con la dificultad para
regular los niveles de cortisol que segrega la glándula
suprarrenal, una hormona asociada al estrés y entre cuyas
funciones se encuentra la de gestionar los recursos (físicos,
sociales...) para adecuarlos a las demandas ambientales.
Las situaciones de estrés prolongado alteran los
mecanismos naturales para equilibrar el cortisol y hacen
que todo el cuerpo quede inundado, desplegando entonces
sus efectos nocivos sobre distintos tejidos. Uno de los más
conocidos sucede en las neuronas del hipocampo, una
estructura cerebral que participa en la consolidación de la
información en la memoria a largo plazo y sin la cual no
podemos construir recuerdos. Cuando tales neuronas se
dañan, o no funcionan como deberían, puede resultar difícil
recordar o almacenar nuevos datos sobre lo que sucede
cada día (aprender). Afortunadamente, si la situación se
aborda a tiempo y de forma oportuna, estas nefastas
consecuencias suelen mitigarse con éxito y se recuperan
las capacidades que antaño tuviste. La clave está en
reconocer cuándo el estrés está haciendo mella en tu salud
y tomarlo muy en serio, pues siempre solemos aplazar estas
decisiones para otros momentos que raramente llegan.

Recordemos que cierto nivel de estrés es inevitable e incluso


positivo, pero que si te sobrepasa puede ser peligroso. Como todo en
esta vida, en el punto medio está la virtud.

EL INSOMNIO: LA NOCHE EN VELA

La calidad del sueño es un indicador preciso de tu salud


física y mental, por lo que dormir bien es una de las
mejores cosas que puedes hacer por tu bienestar. Cuando
el sueño se altera durante mucho tiempo (tardas más en
dormirte, te despiertas varias veces en mitad de la noche,
cambias radicalmente tus horarios...) puede que quizá
detrás haya un problema emocional, como la ansiedad o la
depresión, que son los sospechosos habituales. Además, el
no dormir también afecta a tu estado de ánimo, por lo que
la relación entre los dos es bidireccional. Un ejemplo lo
encontramos en quien dice algo como «estoy pasando por
una etapa en la que me siento emocionalmente abatido y
esto me está causando problemas para dormir». Además, el
insomnio agrava todavía más el malestar que en principio
lo provoca, lo que acaba alimentándolo con el paso del
tiempo.
Más allá de todo esto, ya suficientemente importante en
sí mismo, las personas con problemas del sueño sufren
agotamiento mental, y la memoria y la atención se ven
afectadas negativamente. Uno de los ejemplos más
evidentes lo vemos en quienes deciden pasar una o más
noches en vela para estudiar ante un examen que se
aproxima... Haciendo esto solo consiguen lo contrario, ¡que
su rendimiento se desplome irremediablemente!

No olvides que, al dormir, el cerebro descarta lo más irrelevante y


consolida lo importante que hayas aprendido durante el día, como si
ordenara una habitación abarrotada y caótica. También ayuda a
eliminar los productos de desecho derivados de tu actividad
cerebral, lo que te protege de problemas tan graves como las
demencias.

Existen muchas formas de insomnio. Algunas personas


tienen dificultades para dormirse, por lo que permanecen
mucho tiempo en la cama hasta que finalmente lo logran,
mientras que otras se desvelan más temprano de lo que
desearían. También hay algunos casos en los que el proceso
natural de sueño se interrumpe constantemente, con
molestísimos desvelos a lo largo de la noche que alteran los
ciclos que naturalmente se suceden mientras descansamos.
Un detalle que debes tener en cuenta es que estos ciclos de
sueño requieren aproximadamente noventa minutos para
completarse, a lo largo de los cuales se pasa por distintas
etapas en las que las ondas cerebrales transitan desde las
propias de la vigilia hasta las del sueño profundo, con
momentos en los que la actividad cerebral se asemeja a la
de cuando se está despierto (fase REM). Si interrumpes
este delicado equilibrio impidiendo que se complete (en
condiciones normales puedes pasar por cuatro o cinco
ciclos completos en una noche) te despertarás agotado por
la mañana, pese a que aparentemente hayas estado muchas
horas en la cama. Por si te preguntas qué puede haber tras
estas interrupciones tan fastidiosas, las preocupaciones y la
rumiación son dos de las causas habituales.

En los momentos de estrés parece que los asuntos que nos


acongojan llaman con mayor insistencia a la puerta de nuestra vida
mental, y hasta pueden echarla abajo como una manada de
bisontes.

¿Te ha pasado alguna vez que, justo al meterte en la


cama, se dispara la ansiedad y se inflaman los problemas?
El silencio y la oscuridad de la habitación conforman un
espacio en el que apenas hay estímulos que atender, por lo
que la mente se permite divagar en el vasto océano de
nuestra vida interior. Es en ese preciso momento cuando te
puedes ver desagradablemente sorprendido por
pensamientos molestos, insistentes y negativos, que versan
sobre cosas que ya pasaron o preocupaciones respecto al
futuro y que se abigarran hasta hacerse insoportables.
Estos contenidos mentales (imágenes, palabras...) a
menudo se encadenan los unos con los otros, igual que
cuando sacas una cereza de un cesto repleto de ellas,
formando eslabones en una cadena que carece de final y
que no conduce a ninguna parte realmente productiva. A
medida que te vas sumergiendo en su discurso
interminable y repetitivo, el sistema nervioso autónomo se
va activando y tu estado fisiológico se acelera hasta hacerte
imposible dormir. Como imaginarás, resulta extenuante y
no ayuda en absoluto a solucionar el problema que lo
motiva.
La situación empeora con el tiempo, cuando desarrollas
la convicción de que no podrás dormir y anticipas el
momento de meterte en la cama con angustia y
desasosiego. Esto puede suceder especialmente si has
tenido problemas para lograrlo varias noches consecutivas,
y suele acompañarse de la imposición acuciante de que las
cosas no pueden continuar así. Esta forma de forzar el
sueño hace que permanezcas atento al reloj mientras te
lamentas de seguir despierto, y que te preocupes por el
cansancio que sentirás al salir de la cama cuando sea de
día. En estos casos lo mejor es salir del dormitorio y
dedicar tiempo a una actividad relajada hasta que la
somnolencia llegue de manera natural. Recuerda que
también es clave seguir las normas básicas de higiene del
sueño, entre las cuales están no cenar demasiado tarde, no
exponerte a luces intensas en las horas previas a acostarte
(esto incluye móviles y tabletas), no practicar ejercicio
intenso al final del día, hacer siestas breves, evitar el
consumo de alimentos excitantes y garantizar la comodidad
de la habitación. Por cierto, aprovecho para contarte una
curiosidad: en psicología existe una técnica conocida como
intención paradójica, y que en este caso consistiría en
comportarnos como si realmente no quisiéramos
dormirnos. Puede que te parezca extraño... ¡pero a muchas
personas les funciona!

El uso de sustancias como el alcohol o el cannabis para inducir el


sueño no es sano y puede estar sugiriendo un uso abusivo. Dormir es
un proceso fisiológicamente natural y debe desplegarse sin la
necesidad de ayudas externas. Esto es aplicable también al consumo
de ansiolíticos, pues si se toman durante demasiado tiempo se
acaba desarrollando tolerancia a sus efectos hipnóticos.

Otra noche en vela

Abrió los ojos, solo un poquito, para no desvelarse demasiado. Sobre la


mesita de noche el reloj seguía su curso inexorable. Marcaba las 03.17,
una hora en la que ya todo el mundo debía de dormir a pierna suelta.
La calle estaba completamente silenciosa, con la excepción de algún
tren lejano que se dirigía a un lugar desconocido, seguramente
transportando mercancías. Aquel sonido solía relajarle: empezaba como
un zumbido, y en cierto punto llegaba a su máxima intensidad para
luego disolverse en la nada. Le gustaba imaginar a las personas que lo
conducían mientras descansaba en su cama mullida, cálida, guarecida
del frío y las inclemencias. No obstante, esa noche todo era distinto:
tenía que dormirse ya, cuanto antes, pues de lo contrario acumularía
dos noches en vela. Volvió a abrir los ojos: ya eran las 03.19.
Decidió darse la vuelta y quedarse mirando la pared, algo mucho
más aburrido que el reloj de la mesita. Intentó imaginar algo relajante.
Se visualizó andando descalza en un lugar precioso, bajo la sombra de
un roble y cerca de un riachuelo. En su mente se acercó al agua clara
que discurría por él y hundió ambos pies hasta tocar los guijarros con
los dedos. Se concentró en todas las sensaciones y, de repente, regresó
un pensamiento: «¿Qué haces? A ver si vas a dormirte más tarde de lo
que deberías y mañana no te despiertas a tiempo para la cita... A lo
mejor vale la pena que te pongas a hacer otras cosas y ya lo intentarás
en otro momento». Se revolvió, respiró bastante molesta y se quedó
mirando el techo. Vio las sombras proyectándose en él... «Cierto, ¿qué
hago? Son las 03.27.» La abrumó una sensación horrible al darse
cuenta de que no había dormido nada en muchas horas, y se preguntó
si eso podría perjudicarla de alguna forma. Ya había leído mucho sobre
lo que ocurre en el cerebro en estos casos, sobre todo un artículo
reciente en el que se afirmaba que dormir reducía los productos de
desecho de la actividad cerebral y servía para prevenir las demencias.
Ahora que lo pensaba un momento, últimamente le costaba
concentrarse y la memoria le fallaba...
«¡Deja de pensar, tienes que dormir!» Se sentó de un brinco en el
borde de la cama y se agarró la cabeza entre las manos. Inspiró y
espiró, pero no de manera relajada. Estaba irritada, enfadada y harta.
También tenía hambre, pero sabía que comer a esa hora no le serviría
de ayuda. Lo intentó una vez más, tapándose hasta la cabeza. «Uf..., no
puedo respirar.» Lo que quedaba de noche pasó como una estampida:
cientos de pensamientos contradictorios bombardearon su mente y se
estamparon frenéticamente unos con otros, estallando en frases
repetitivas sobre sus preocupaciones cotidianas. Al final, a través del
velo de sus párpados, adivinó los primeros rayos del sol.

LA DESESPERANZA: EL FUTURO OSCURO

La desesperanza ocurre cuando llegas a la absoluta


convicción de que nada de lo que hagas solucionará un
problema que para ti es relevante y que está afectando a tu
vida. Se trata de un estado de ánimo que puede
encontrarse tras problemas de salud tan profundos como la
depresión mayor, aunque sobreviene con frecuencia
también en los trastornos ansiosos. A menudo las personas
que viven con ansiedad tratan por todos los medios de
aliviar su malestar informándose sobre cómo hacerlo,
aunque lamentablemente no siempre lo consiguen. A
medida que el tiempo transcurre se va acumulando una
sucesión de fracasos que enturbian la percepción que
tienen de sí mismas y de sus capacidades, así como de las
expectativas sobre la ansiedad, que se vuelven más
oscuras. No es infrecuente que la primera visita a un
profesional de la salud mental se desarrolle con pesimismo,
pues, tras no avanzar prácticamente nada durante mucho
tiempo con la intuición como única guía (o por lo que
encuentran en internet), acaban pensando erróneamente
que no tienen solución. En estos casos pueden ser
necesarias varias sesiones para desenredar la madeja y
recuperar una visión más optimista de quiénes son y de lo
que pueden lograr.
Cuando surge la desesperanza hay un riesgo importante
de que tu autoestima se vea también perjudicada. Esto es
así porque, ante la evidencia de que nada te ha funcionado,
es fácil acabar atribuyendo el origen de tu situación a
factores internos y permanentes («soy totalmente incapaz»,
«siempre me quejo por todo»...). Si esto sucede, creerás
inevitablemente que hay algo en ti que no está bien, por lo
que concluirás que en tus manos nada servirá (ni siquiera
aquello que a otros les resultó útil). Una puntualización
aquí: a veces puedes adoptar como propias ciertas formas
de actuar solo porque a otros les fueron bien, cuando en
realidad lo mejor sería descubrir tus necesidades y tus
particularidades para elegir las que se ajusten a tus
cualidades y tus circunstancias. Si este es tu caso, mi
recomendación es que busques la ayuda de un profesional
de la salud mental con el que puedas desarrollar un vínculo
de confianza. Se trata de encontrar a la persona con la que
sientas comodidad y seguridad, en cuya presencia tengas la
libertad de expresar con palabras los rincones más áridos
de tu experiencia. A veces los consejos que leemos en
internet o las palabras que llegan a nuestros oídos a través
de ciertos gurús de la felicidad resultan más perjudiciales
que provechosos, por lo que deberá ser un profesional con
los conocimientos y con la actitud necesarios quien te
ofrezca las herramientas que, quizá, todavía no habías
contemplado.
De todas las secuelas que pueden asociarse a la
desesperanza, la peor es con mucho la pérdida de
significado. El significado es el resultado de orquestar un
plan para tu vida en el cual te sientes protagonista de los
acontecimientos, de modo que tu esfuerzo y tus decisiones
estén alineadas con tus valores y metas. Con frecuencia,
estos planes precisan de muchos años para concluirse, pero
te proporcionan coherencia entre lo que haces y lo que
anhelas. Cuando el sentimiento de desesperanza se
extiende y se generaliza, algo que ocurre habitualmente,
invade por completo tus expectativas de futuro y destruye
el significado de tu plan de vida. Esta situación es
profundamente dolorosa y explica por qué muchas
personas que mantienen la ansiedad en el tiempo se
sienten abatidas o desisten en su esfuerzo, lo que trae
consecuencias nefastas sobre su salud mental.

ALTERACIONES DE LA SEXUALIDAD: LA CAMA FRÍA


Al igual que el sueño, la sexualidad es una faceta de la vida
que requiere la armonía de tu salud física y emocional. El
sexo es una vía privilegiada de comunicación que
trasciende las palabras: los cuerpos establecen un diálogo
de hondo calado emocional inspirado en los gestos y el
contacto piel a piel. Sucede, además, algo interesante:
cuando dos personas se atraen sienten la necesidad de una
cercanía cuyo máximo exponente es la intimidad del sexo,
mientras que el propio sexo aumenta también el bienestar
en la relación y el deseo de mantenerse juntos. Esto es así
porque las caricias, los besos, los abrazos y los orgasmos
liberan oxitocina, una hormona que contribuye a construir
vínculos de amor en toda su expresión (no solo los
románticos). Cuando los problemas de ansiedad dificultan
que el sexo se despliegue de manera natural puede
embriagarte la frustración, que además se agrava en el
caso de que te fuerces a que todo cambie abruptamente. La
hipervigilancia de tu propio rendimiento es uno de los
motivos más comunes por los que puedes sufrir problemas
en la erección, la lubricación o el tiempo que te demoras en
alcanzar el cénit del placer.
Para hablar de sexualidad primero es importante conocer
el complejísimo proceso fisiológico y afectivo que hay
detrás de ella, que puede dividirse en cinco etapas: deseo,
excitación, meseta, orgasmo y resolución. El deseo es la
primera parada en este viaje, aunque curiosamente fue la
última que despertó el interés de los científicos, por lo que
no sabíamos casi nada de ella hasta hace relativamente
poco tiempo. Es la más subjetiva e incluye la atracción
física y la emocional, de las que surge la voluntad de buscar
proximidad (abrazar, besar...) con el otro. El deseo es un
pilar de cualquier relación de pareja y depende mucho de
la calidad del vínculo, por lo que puede quedar dañado si
existen conflictos sin resolver o insatisfacción. Este
momento es perfecto para subrayar algo importante:
cuando estás enamorado puedes distorsionar el modo en
que valoras a la persona amada, ensalzando sus atributos
positivos y prácticamente ignorando los negativos (siempre
hay de los dos). Eso sí, con el paso del tiempo esta venda
tenderá a deslizarse de tus ojos para dejar al descubierto a
quien te acompaña tal y como realmente es. Es entonces
cuando surge un amor más sosegado, o cuando te das
cuenta de que quizá no estás con la persona más apropiada
para ti.
Los problemas sexuales asociados a la ansiedad pueden
ser muchos y variados. En algunos casos su origen radica
en la exageración de un defecto físico que impacta
directamente en la intimidad (tamaño del pene o de los
pechos, proporción de las caderas, estrías, asimetrías...)
que nos hace sentir avergonzados de nosotros mismos y
temer cómo reaccionará el otro frente a nuestra desnudez.
La dismorfofobia, conocida a veces como trastorno
dismórfico corporal, es con seguridad el caso más extremo.
Implica una sobrevaloración de pequeñas imperfecciones, a
veces del todo inexistentes, lo que provoca una angustia
extrema ante la mera expectativa de mantener relaciones
sexuales o incluso de conocer a personas. Quien la sufre
revisa su reflejo constantemente en el espejo y advierte
desviaciones extremas respecto al ideal de belleza que
tiene interiorizado y le sirve de referencia, hasta
convertirse en una de sus mayores preocupaciones. La
situación puede llegar a ser angustiante, e incluso forzar
una soledad sentimental indeseada.
Otro caso particularmente común se da en los hombres y
mujeres que depositan unas expectativas irreales sobre
cómo habrían de actuar durante el sexo. Forjan una
perspectiva rígida sobre la forma en que deben
proporcionar placer a su pareja, hasta el punto de que se
imponen prácticas que no disfrutan plenamente. Es
entonces cuando surge la frustración y la creencia de que
uno es incapaz de satisfacer al otro, lo que tiene
resonancias profundas en la autoestima. En tal caso puede
ser importante la consulta con un profesional de la salud
mental que ayude a explorar las creencias tras el problema
y a resolverlas mediante un saludable cuestionamiento de
las convicciones que las mantienen. Por último, cabe
señalar que determinados contenidos pornográficos no
representan lo que el sexo realmente es, e incluso
muestran escenas que pueden resultar degradantes o
humillantes a los ojos de algunas personas, lo que también
fomentaría ideas distorsionadas sobre la cuestión. Recurrir
a estos contenidos (en solitario o acompañados) no tiene
nada de malo, pero no olvides que al final se trata de una
película: busca satisfacer la curiosidad, alimentar las
fantasías privadas, pero no enseñar cómo hacer las cosas.
¿O es que acaso empezarías a saltar por los tejados o a
iniciar una persecución en coche tras ver una película de
acción? Pues algo parecido ocurre también aquí.

Imponernos una forma restrictiva de hacer el amor, especialmente


por priorizar la satisfacción del otro, restringe gravemente la calidad
de nuestras experiencias.

Un monstruo al otro lado del espejo

Era un chico guapísimo, tanto tanto que Mireia no podía creer que
tuviera algún interés en ella. En realidad todavía no se habían conocido
en persona, pero eso era algo que se solucionaría esa misma noche.
¡Qué nervios! Llevaban ya bastante tiempo insistiendo en que sería
fantástico verse, en especial porque ambos vivían en la misma ciudad y
en las muchas horas de conversación telefónica que habían compartido
había quedado muy claro que tenían un montón de cosas en común. Se
gustaban mucho. A los dos les encantaban los bailes de salón y los
animales, habían trabajado como voluntarios en refugios diferentes y
tenían mascotas que estarían encantadísimas de ser buenas amigas.
Todo parecía perfecto, como si un guionista de cine hubiera escrito
cómo sus vidas se hallaban a punto de colisionar..., pero aun así se
sentía intranquila. Había pasado la mañana con tanta angustia que no
había salido más de cinco minutos del baño, y empezaba a preguntarse
si sería buena idea enviarle un mensaje de texto y fingir que se
encontraba mal. Seguramente lo entendería, pues era alguien
comprensivo, pero sería una forma pésima de empezar la relación. Si es
que... ¡ya estaba construyendo castillos en el aire pensando en «una
relación»!
Se miró en el espejo. De cerca, de lejos. De frente, de perfil. Hacía
apenas un par de días que un grano inoportuno había aparecido en la
punta de su nariz y todavía podía verse la sombra oscura que había
dejado. Era un tema especialmente peliagudo. Para Mireia su nariz era,
con seguridad, la parte que menos le gustaba de sí misma. Había
ideado todo un sistema de espejos y ángulos con los que verse de lado
y siempre que lo hacía sentía un repentino horror. Lo que veía allí no le
gustaba. Solía consolarse pensando en lo que algunos decían: que
todos solemos vernos raros en el espejo. Pero ella no se veía rara, qué
va: se veía francamente horrible. El puente era demasiado pronunciado
para su gusto y formaba un ángulo un tanto exótico, seguramente
resultado de un accidente que sufrió hace un montón de años con el
columpio de un parque. Además, el grano, ese maldito grano... era
como un puntero láser que gritaba: «¡Eh, estoy aquí, mírame bien!».
Este defecto físico ya le había jugado malas pasadas antes, hasta el
punto de impedirle salir con amigas a más de un lugar, pues en secreto
pensaba que era la acompañante fea que debe haber en todos los
grupos para darles una razón de ser. Ahora, incluso era un monstruo
peor.
Miró el teléfono, lo cogió y lo volvió a dejar en el sitio. Ni el mejor
maquillaje del mundo disimularía aquello. Vaciló un poco. Al final buscó
el nombre de aquel chico y le envió un mensaje corto: «¿Estás?». Pocos
segundos después vio que estaba conectado, que leyó lo que le había
escrito y que le respondió junto a varios emojis: «Sí, y con muchísimas
ganas de verte».

LAS IDEAS Y LA CONDUCTA SUICIDA: EL VALOR DE VIVIR

El suicidio es uno de los problemas más trágicos a los que


nos enfrentamos como sociedad. Se aborda muy poco en
los medios de comunicación, amparándose en la creencia
obsoleta de que hablar sobre él aumenta el riesgo de que
suceda. La mayoría de las veces la conducta suicida no
ocurre como un acto aislado, impulsivo e imprevisible, sino
que se va fraguando sibilinamente mediante ideas
pesimistas sobre la falta de sentido que acaban por
dominar cada segundo de cada día. Y aunque lo más
habitual es que quien las vive advierta a los más allegados
de sus emociones y de su intención, desgraciadamente
puede no ser creído o incluso ser señalado como un
manipulador.
Las personas que finalmente deciden quitarse la vida
suelen enfrentarse primero a dificultades ante las que no
pueden responder del modo que querrían. En ningún
momento esto es un indicio de debilidad ni mucho menos
de cobardía, pues las circunstancias que conducen a este
punto son tan profundamente únicas que no hay lugar para
opiniones genéricas ni reduccionistas. Entender por qué
una persona llega a este punto requiere una extraordinaria
empatía y un enorme autocontrol emocional, algo que en
los últimos años ha venido a llamarse ecpatía (sí, con «c»).
Recuerda que sin ese autocontrol todas las ventajas de ser
empático pueden irse al traste, e incluso volverse
directamente un rasgo contraproducente para ti, pues
acabarías contagiándote de los sentimientos difíciles de los
demás.
Lo más habitual es que al final de este sinuoso sendero
las experiencias internas difíciles se extiendan hasta
apoderarse de todo. Empiezan siendo pequeñas, casi
indetectables y en apariencia poco preocupantes, pero en
algún momento se convierten en una pesada losa de la que
no es sencillo desprenderse.

Al contrario de lo que se suele creer, estas ideas no versan solo


sobre la voluntad de «quitarse de en medio», sino que esconden el
deseo íntimo de una forma diferente de estar en el mundo, una sin
tanto sufrimiento y dolor.

Los pensamientos suicidas pueden emerger en muchos


trastornos de ansiedad, sobre todo si se cronifican y limitan
durante demasiado tiempo la capacidad para vivir la vida.
También son comunes en otros problemas de salud mental
en los que se da sintomatología ansiosa, como la depresión
mayor o el estrés postraumático, junto a ciertos trastornos
de personalidad y conductas adictivas. Lo peor es que a
veces permanecen silenciosos, velados por miedo a que nos
tachen de exagerados o a ser rechazados por el entorno,
minimizados, ridiculizados o frivolizados. No en vano sigue
siendo frecuente la creencia infundada de que las
verdaderas intenciones suicidas nunca se expresan, y que
si en algún momento son verbalizadas es porque se trata de
una simple llamada de atención que no debería ser
escuchada o atendida. Lo cierto es que la gran mayoría de
las personas que deciden dejar de vivir informan primero a
su círculo cercano sobre lo que sienten y pretenden, en una
búsqueda desesperada de consuelo o de afecto. El rechazo
que pudiera suscitar la negación deliberada de ayuda no
hace más que alimentar la idea de ser una persona no
válida, así como aumentar una expectativa más oscura
sobre su futuro. Imagínalo por un momento: buscamos a
alguien para compartir algo tan profundamente íntimo y
nos encontramos un muro de silencio. ¿Cómo te sentirías tú
en una situación así?

Algo fundamental que siempre debes tener en cuenta: si alguna vez


te sientes tan mal que acabas pensando en poner fin a todo, lo
mejor será encontrar a alguien que pueda prestarte tiempo para
escucharte.

Para conocer bien estas ideas es prioritario detenerse en


la evolución que siguen y en su forma de encadenarse las
unas con las otras en eslabones de creciente complejidad.
Al brotar por primera vez no suelen ser demasiado
llamativas, y de hecho se confunden con otras ya
establecidas sobre nuestra pobre valía. Aunque no resultan
evidentes para quien las vive, suponen un primer
cuestionamiento sobre el sentido de permanecer vivos ante
una situación difícil que se ha alargado demasiado, que se
percibe como desbordante o que no tiene visos de cesar en
algún momento del futuro. Con frecuencia, las personas
que se sienten así no pueden traducir este cúmulo de
sensaciones en palabras que abarquen su magnitud, e
incluso temen que si encuentran los términos adecuados
estos resulten demasiado dolorosos para quien habrá de
recibirlos. Así es como se acaba perdiendo un tiempo
valiosísimo entre que aparecen los primeros pensamientos
y el punto en que adoptan una forma más nítida, cuando
este último implica un riesgo mayor de concretarse en
actos suicidas. Por esta razón, los profesionales de la salud
deben dejar sus miedos atrás y preguntar, con sensibilidad,
sobre su existencia. También tú, si conoces a alguna
persona cercana que está en esta situación, puedes
ofrecerle tu escucha sincera. En la mayoría de las
ocasiones no es necesario que descubras algo así como las
palabras secretas que vayan a solucionar su problema, es
más que suficiente con permanecer cerca y hacerle saber
que te importa lo que siente.
Cuando se analiza la forma y el contenido de los
primeros pensamientos suicidas, se puede apreciar que son
difusos, muy poco claros, como una idea pasajera que ha
llegado para acabar yéndose más pronto que tarde. No
reflejan un método ni un momento, sino que describen la
vaga intención de morir. Se trata de ideas que muchas
personas han tenido en algún momento del ciclo vital, pero
que afortunadamente no evolucionan hasta convertirse en
algo complejo ni profundo. El peligro está cuando, con el
paso del tiempo, germinan y extienden sus raíces. Llega
entonces el momento en que se alzan firmes sobre el suelo
y se hacen invasivas, trazando el porqué, el cómo y el
cuándo del instante de la propia muerte. Al tratarse de una
decisión obviamente definitiva, a menudo compite con el
deseo de continuar viviendo y genera una disonancia
cognitiva importante (un choque entre dos ideas que se
oponen), lo que se traduce en sentimientos de ansiedad y
de angustia. Y es que las personas que viven abrumadas
por ideas suicidas no tienen la voluntad inequívoca de
morir, sino que oscilan entre esta y el deseo de vivir de una
forma diferente, sin el dolor con el que cohabitan
cotidianamente. Cuando este anhelo abraza la indefensión
aprendida, el riesgo aumenta.
La ansiedad que presenta una persona con ideas suicidas
es realmente angustiosa y evoca una sensación de vacío
que no es fácil de describir. No obstante, al resolverse la
contradicción entre vivir y morir se produce un alivio
súbito, tanto para bien como para mal... Muchas personas
que finalmente se quitaron la vida mostraron una actitud
alegre en los días previos al acto sin que pasara nada
bueno que pudiera explicarlo, o como mínimo recuperaron
la vitalidad que sus familiares y amigos no veían en ellas
desde hacía mucho tiempo. Es el resultado de conciliar las
intenciones opuestas entre el vivir y el morir, que se puede
decantar en un sentido u otro. Por ello, la resolución de
esta duda es el periodo en el que debería agudizarse la
atención que le dedicamos a la persona, y también el más
idóneo para habilitar espacios donde tratar con sensibilidad
qué está ocurriendo en su fuero interno. Tenlo en cuenta
siempre, pues puede ayudarte a identificar en qué
momento es más importante que pidas ayuda o que la
proporciones.
Mención aparte merecen las personas que se enfrentan a
un proceso de duelo por la muerte de su ser querido si este
decidió quitarse voluntariamente la vida. Se trata de uno de
los factores de riesgo más conocidos para el duelo
complicado, esto es, para que el proceso acabe llevándonos
a la depresión mayor o a los trastornos ansiosos (o a
ambos). En este contexto, es frecuente que la familia se
culpe por no haber sido suficientemente sensible o no
haber estado lo suficientemente atenta a las necesidades
de la persona fallecida, o incluso por haber dicho o hecho
algo determinante para que el acto se precipitara. Tal
sensación de culpa acaba convirtiéndose en pensamientos
invasivos, recurrentes e intensamente dolorosos, que se
deslizan en la cotidianidad como ávidas serpientes en la
maleza. Si el ser querido fallecido dejó una carta de
despedida, algo que sucede a menudo, esta acaba
convirtiéndose en una especie de enigma que contiene sus
últimas palabras y que puede interpretarse de formas
diversas y en ocasiones sesgadas. Al final construyen con
sus propias manos un laberinto imposible, del que salir
puede ser realmente costoso y prolongarse durante años.
Así pues, la ansiedad es importante en el ámbito del
suicidio, tanto para la persona que barrunta sobre el hecho
de quitarse la vida como para quienes están
emocionalmente próximos a ella. La principal misión de los
familiares consiste en abrir espacios propicios para
conversar sobre asuntos que pueden perturbarles, y para
los cuales necesitarán desarrollar toda una serie de
destrezas interpersonales.
Es esencial comunicar con un profesional de la salud mental y no
menospreciar las advertencias sobre la muerte o la vida que alguien
nos confíe, pues estas suponen una ocasión privilegiada (y a veces
única) para proporcionar apoyo y comprensión.

Cuestionándose el sentido de vivir

Todo había ocurrido demasiado rápido. Su mujer siempre tuvo una


salud envidiable. Era una de esas señoras que en apariencia parecía
más joven de lo que en realidad era, vital y con infinitos proyectos por
hacer. Él, una persona que la amaba con tanta profundidad que no
podía imaginar un futuro sin ella.
Ahora miraba el vacío que había dejado al otro lado de su cama
como si fuera un abismo insalvable. Su enfermedad se detectó cuando
era demasiado tarde, y pese a que los médicos hicieron por ella todo lo
que estuvo en sus manos, ni siquiera pudieron mantenerla con vida lo
suficiente para ver nacer a su tercer nieto. Nunca imaginó que tuviera
que despedirse así del verdadero amor de su vida, e incluso diría que
siempre tuvo el egoísta consuelo de que por la edad de ambos se
marcharía antes que ella y no tendría que enfrentarse a este momento.
Lamentablemente, las cosas a veces suceden de manera imprevisible,
y así fue en su caso.
Todavía recuerda el momento en que le dieron la noticia. Él estaba
sentado en la sala de espera de la unidad de cirugía con el corazón en
un puño, aguardando a que los médicos le informaran sobre cómo
había discurrido una operación que entrañaba grandes riesgos y que ya
se alargaba demasiado. Pese a que las palabras que le dedicaron para
trasladarle que no había conseguido superar la intervención fueron
cálidas, cayeron sobre él como una losa de cemento. Una de las cosas
que más siguen doliéndole es que no quiso dedicar tiempo a despedirse
de ella justo cuando pasaba a quirófano: intentó hacer de ese momento
una especie de trámite, convertirlo en algo rutinario como si fueran a
verse en pocos minutos. Ahora daría lo que fuera por poder abrazarla
un rato más en ese instante.
Durante algún tiempo estuvo pensando en que la vida carecía de
sentido e incluso se planteó la posibilidad de quitársela. Al principio era
solamente una idea pasajera, pero poco a poco se fue haciendo más
presente y ocupando más tiempo de su día a día. Soñaba muchas
noches que daba ese paso y se reunía con ella, y se despertaba con
una tristeza tan profunda que apenas la podía soportar. Un domingo de
primavera por la tarde decidió contárselo a su hija, pese al miedo que
tenía a cómo pudiera reaccionar. En aquella conversación algo muy
poderoso ocurrió: tuvo la oportunidad de relatarle todo cuanto había en
su mente y, pese a que al principio estaba con una actitud cautelosa, la
aceptación absoluta con la que recibía sus palabras lo animó a decir
todo cuanto tenía que decir. Por un momento pudo adivinar, tras el
brillo de los ojos atentos de su hija, a la mujer que tanto amó.
12

¿CUÁNDO SE CONVIERTE LA
ANSIEDAD EN UN PROBLEMA?

Llegó el momento de adentrarnos en el rincón más oscuro


de la ansiedad, aquel en el que efectivamente esta deviene
un auténtico problema para nuestra salud mental.
Hablamos de los trastornos de ansiedad, que tienen en
común su capacidad de limitar la vida de muchas formas
diferentes. Debes saber que estos trastornos son los más
comunes de todos los que alguna vez ha descrito la
psicología, y que son muchas las personas que los padecen
sin saberlo. Este capítulo representa, por tanto, la
excepción al mensaje que te he trasladado desde que
empezaste a leer, puesto que he estado insistiéndote todo
el tiempo en que la ansiedad no es algo negativo ni
problemático en sí mismo. Aquí es cuando me veo obligado
a añadir un pero, como todos los peros que habitan tras las
grandes verdades.
Veamos con calma ejemplos de estos trastornos y sus
características principales.
LAS FOBIAS ESPECÍFICAS: EL MIEDO INCONTROLADO

El nacimiento del primer pavor

Apenas tenía siete años. Como muchas otras tardes antes de aquella,
Marta había salido a jugar a un parque cercano bajo la atenta mirada
de su abuela, que la vigilaba con disimulo mientras charlaba con una
vecina. Le tranquilizaba escuchar su voz, pues significaba que la
distancia que las separaba no era insalvable en el caso de que
tropezara o cayera, y que podría recibir su ayuda si la necesitaba. Quizá
por ello se aventuraba sin dudar en todas las atracciones, trepando
como un mono o arrastrándose como una serpiente, impulsada por la
aparentemente infinita energía de la infancia. De vez en cuando corría
hacia su abuela y tiraba de su falda para hacerla testigo de alguna
hazaña: del descenso por la pendiente del tobogán o de cómo ascendía
con su columpio hasta rozar el cielo con la punta de los pies.
Marta brincó dentro del cajón de arena y hundió sus diminutos
dedos en el interior, sintiendo la calidez de un verano inminente. Allí
jugaban otros niños de edad similar a la suya, horadando la tierra y
construyendo una compleja red de túneles que comunicaban los unos
con los otros. Le recordó por un breve instante aquel libro de cuentos
que solían leerle justo antes de dormir, que hablaba de historias de
enanos y su destreza para construir ciudades enormes en las entrañas
del mundo. Casi podía escuchar el sonido de las mazas retronando
contra los yunques en cuevas repletas de riquezas imposibles. Pese a
que siempre la vencía el cansancio antes de escuchar el final, su
imaginación le permitía concluirlas en el inhóspito territorio de los
sueños.
Se agachó frente a uno de aquellos agujeros y escrutó su interior,
preguntándose cómo sus bóvedas podían soportar tantísimo peso sin
derrumbarse. Si se empeñaba, alcanzaba a escuchar el rumor de las
corrientes subterráneas y el rugido de un dragón confundiéndose entre
ellas, oculto en una caverna de aquel improvisado laberinto. El túnel
que se descubría frente a ella era larguísimo, pues surcaba de extremo
a extremo la montaña de arena y quedaba atravesado por otros mucho
más pequeños, como si fuera una avenida principal de la que irradiasen
discretas callejuelas. Reparó por un momento en la luz que se filtraba
desde el otro lado, en cómo destellaba al acariciar las piedrecitas rojas
que salpicaban sus paredes aquí y allá. Su curiosidad hizo que se
acercara tanto a aquel agujero que, para cuando quiso darse cuenta, el
mundo exterior había desaparecido. Se visualizó a sí misma danzando
en galerías grabadas con martillo y cincel, mientras sus pasos
reverberaban en la oscuridad. Estaba ensimismada, como si se hubiera
colado de repente en alguna de sus ensoñaciones. La algarabía de los
niños y los coches cercanos era como un eco sordo e irreal. Y entonces
sucedió todo, rápida e imprevisiblemente.
Marta no sabría precisar cuánto tiempo transcurrió, pero llegado
cierto momento notó un dolor insoportable en una de sus piernecitas, y
pensó: «¡Es el dragón! ¡Me ha encontrado!». Se revolvió como un gato
acorralado mientras una fuerza salvaje tiraba de ella hacia atrás, más
allá de la caverna de los enanos, hacia la noche oscura. El silencio mutó
en un escándalo súbito, una tormenta de voces alarmadas que se
atropellaban de forma desordenada, caótica: «¡Me va a engullir!». Su
frágil cuerpecito se arrastró por la arena y sintió cómo se rasgaba la
piel de sus codos y de sus rodillas. Gritó: «¡Abuela!». Pero todo se
fundió, la realidad se desplomó tras el telón de la conciencia y tras ella
se descubrió un escenario impenetrable.
Más adelante le contarían que su dragón carecía de escamas y alas.
Que en su lugar tenía pelo y un par de colmillos agudamente afilados:
los de un perro cegado por una imprevista e intensísima rabia. Desde
aquel momento la mayoría de sus sueños se veían interrumpidos por su
silueta negra, agazapada y silenciosa, desdibujando así lo que hasta
entonces fue su reino de fantasía. Su rugido se convirtió en el leitmotiv
de su miedo, y desde aquel día no pudo acercarse sin sentir ansiedad a
otros animales que se asemejaran mínimamente a aquel. Aunque a
menudo otros le reprochaban que su temor era exagerado, y que
incluso su propia razón le sugería esto mismo, no podía evitar sentirse
abrumada por él. Todavía hoy, mientras rememora aquella escena, una
lágrima se desliza por sus mejillas. Señala la cicatriz que prueba la
realidad de aquel hecho perdido en la garganta del tiempo, como una
huella indeleble en su pie izquierdo y en su historia.

Las personas con fobias específicas experimentan un


miedo intenso ante situaciones concretas, o si se topan con
determinados animales, objetos o lugares en su vida real. A
menudo el miedo es tan invalidante que resulta difícil de
soportar, pues despierta una serie de sensaciones muy
semejantes a las que pueden ocurrir durante un ataque de
pánico. Existen distintos tipos de fobia según sea lo que
provoca el miedo, hasta el punto de que se han acuñado
cientos de palabras con las que designarlas. Me centraré
aquí en las más importantes.
Las personas con fobia específica de tipo situacional
experimentan un miedo atroz cuando están expuestas a
situaciones tan variadas como conducir un vehículo o ir de
acompañante (amaxofobia), subir en avión (aerofobia) o
hablar en público (glosofobia). Se trata de contextos que
promueven una sensación de inseguridad, así como la
expectativa de que ocurra algún peligro para la propia
seguridad o para la de otros, como quedarse atascado entre
dos plantas de un edificio o estrellarse contra el suelo
desde las alturas. Por otra parte, la fobia ambiental implica
un temor cerval a estar en espacios elevados (acrofobia) o
estrechos y cerrados (claustrofobia), así como a ciertos
fenómenos naturales, entre otros las tormentas (astrafobia)
y la oscuridad (nictofobia). Por último, existe también una
fobia específica subtipo animal: aquella que emerge en
presencia de seres vivos, como perros, gatos, aves o
insectos. ¡Estoy seguro de que habrás conocido más de un
caso de cada uno de estos tipos en tu círculo cercano!
Una modalidad de fobia especialmente llamativa es la de
sangre-inyección-daño (¡vaya nombre tan largo!), que surge
en situaciones como la administración de una vacuna o una
extracción de sangre para una analítica, y también en el
caso de tener o ver una herida abierta. Al contrario que en
el resto de las fobias, en esta se produce una reducción de
la tensión arterial, llegando al punto de marearse o perder
el conocimiento. Si la padeces, habrás comprobado de
primera mano que puede ser una experiencia
tremendamente desagradable, que quizá también conozcas
como síncope vasovagal.
Cuando se revisa la historia de vida de las personas que
sufren alguna fobia, a menudo es posible detectar un
episodio concreto en el que probablemente se adquirió. Se
trata de momentos vividos con profunda angustia o
desasosiego, que suscitaron emociones difíciles de soportar
y la necesidad de escapar. También hay algunos casos en
los que no se experimentaron estos hechos en propia piel,
sino que otros los describieron como testigos o relataron
historias en las que lo temido representaba una amenaza
para los protagonistas principales o los secundarios, como
ocurre en ciertos cuentos clásicos o en las fábulas
moralizantes que se transmiten a los niños cuando se
«portan mal». ¡Algunos pueden ser realmente aterradores,
incluso las versiones que adaptaron para que pudiéramos
verlas y disfrutarlas en nuestra infancia! Cuando el
problema empieza a instalarse definitivamente, serán los
esfuerzos por evitar las sensaciones que lo acompañan los
que acabarán manteniéndolo a largo plazo. De hecho, sin el
tratamiento adecuado, las fobias tienden a persistir de
forma crónica, lo que condiciona el modo en que vivimos y
nos relacionamos con los demás.
Muchas personas creen que las fobias son exclusivas de
los niños, pero no es cierto. A lo largo de la evolución del
ser humano existieron temores que demostraron ser útiles
para la supervivencia, y que por tanto pueden considerarse
adaptativos. Según la teoría de la preparación, propuesta
por Seligman, podemos desarrollar miedos más fácilmente
hacia ciertos estímulos por las experiencias que hemos
compartido como especie. Por citarte un ejemplo
ilustrativo: es más probable tener miedo a los rayos que a
los enchufes de pared, pese a que las consecuencias de
exponernos a unos u otros son semejantes (descargas
eléctricas). En este sentido, en los primeros meses es
normal que un bebé llore desconsoladamente ante sonidos
fuertes o tormentas, ya que en tiempos remotos ambos
anticipaban calamidades. Con los años estos temores van
atenuándose y sustituyéndose por otros, como las personas
desconocidas o los seres imaginarios, que requieren un
procesamiento cognitivo más sofisticado. En última
instancia, ya en la adolescencia, los miedos se orientan
hacia el fracaso o el rechazo. Este proceso puede
entenderse como algo razonable, por lo que no se considera
fóbico salvo en los casos en los que se mantenga más allá
de lo previsible o limite la capacidad para vivir una buena
vida. Es un ejercicio interesante que puedas detenerte un
momento a analizar los miedos que alguna vez tuviste y
cómo, de forma natural, lograste superarlos con el paso del
tiempo. ¡Y es que todo lo que una vez aprendimos, incluso
los propios miedos, puede desaprenderse si nos
procuramos las experiencias adecuadas!

Las fobias raramente motivan la consulta con el especialista en salud


mental, pues aprendemos a evitar lo temido sin mayor dificultad. A
menudo se acaban descubriendo al buscar ayuda por otros
problemas diferentes o cuando la evitación se convierte en una tarea
imposible, y es entonces cuando pueden recibir la atención que
merecen.
EL TRASTORNO DE PÁNICO

Quedarse sin aliento

Abrió el libro por la página 37, tal y como la profesora acababa de


señalar. No era una asignatura que le gustara demasiado, por lo que las
clases transcurrían lentamente, como si reptaran en un lodazal. A veces
dejaba la mirada clavada en el reloj de la pared y se evadía observando
cómo sus manecillas se movían en pequeñísimos saltos, con la
cadencia de segundos que se antojaban una eternidad. Cada vuelta
completa era una victoria contra el hastío que lo consumía. En otras
ocasiones miraba por la ventana, fascinado ante las idas y las venidas
de quienes paseaban por la calle, ajenos a la libertad de la que podían
disfrutar. A aquella hora la ciudad estaba vetada para adolescentes
como él, que debían permanecer en el instituto incluso en contra de su
voluntad. Se le hacía raro pensar que el mundo continuaba girando allá
fuera. Recordó alguna ocasión en la que tuvo que ausentarse del
colegio por citas con el médico u otros compromisos parecidos. Cuando
ocurría, andaba por las calles como si fuera un astronauta
deambulando por un planeta inhóspito.
Lo cierto es que, desde hacía semanas, se sentía abrumado. No le
apetecía hacer las tareas que le exigían en el instituto y tampoco sabía
demasiado bien hacia dónde encaminaría sus pasos cuando todo
aquello acabara. Sus padres esperaban de él que fuera a la
universidad, pues no en vano había obtenido calificaciones excelentes
toda su vida y consideraban equivocadamente que cualquier otra
opción sería un desperdicio de su talento. Pero los últimos boletines de
notas amenazaban con un suspenso inminente, lo que lo acercaba
peligrosamente a su primer fracaso. Mentiría si dijera que no le
preocupaba cómo reaccionarían sus padres al enterarse de que su hijo
no era tan brillante como creían, de que últimamente pensaba más en
los amigos que en las ecuaciones o en las conjugaciones de verbos. Los
imaginaba con un gesto grave, negando con la cabeza mientras sus
ojos se desplazaban incrédulos sobre el papel que certificaba la caída
en desgracia de su hijo perfecto. Y a veces, en los momentos en que se
distraía como lo hacía en aquel instante, acababa sintiéndose culpable
y con una sensación de pesadez que le oprimía el pecho. ¿Por qué no
podía centrarse en lo realmente importante? Debía encontrar la manera
de aterrizar en la realidad, ponerse a estudiar y olvidarse de las
fantasías que nublaban su juicio.
Tomó aire y el zumbido en que se habían transformado las palabras
de la profesora adoptó una forma reconocible para sus oídos. Hablaban
de la Revolución francesa y sobre su impacto en el mundo actual. El
silencio, por lo demás, era absoluto... Observó al resto de sus
compañeros, en apariencia concentrados en la lección, y se preguntó
por qué era incapaz de actuar como ellos. Imaginó el instante en que
empezaran a repartir los exámenes y el titubeo de la profesora antes
de dejar caer el suyo con un perfecto cero en el margen superior
derecho del folio. También ella, que ya le había impartido otras
asignaturas en el pasado, alucinaría con su declive. Pero ¿cómo podría
arreglar las cosas? Su mente tiraba de él hacia una dirección, pero su
corazón lo hacía en la contraria.
Mientras permanecía inmerso en aquellos pensamientos, advirtió
que su corazón se aceleraba y retumbaba contra las sienes con tanto
vigor que parecía latir en el interior de su cabeza. Con cada palpitación
su visión parecía nublarse más y más, hasta el punto de que la luz
temprana que entraba por la ventana se le hizo insoportable. Parecía
que alguien estuviera proyectando un foco potentísimo desde el otro
lado, inundando el aula de blanco radiante. Apoyó las temblorosas
manos sobre la mesa y notó cómo su humedad las mantenía
ligeramente pegadas a la madera. Todo ocurrió de repente y parecía
agravarse por momentos. ¿Estaba sufriendo un ataque o perdiendo la
cabeza? El terror que brotó ante esta idea aceleró su respiración, y en
un arrebato desesperado se puso en pie, como quien reacciona ante el
peligro de asfixiarse. Todo su cuerpo oscilaba, como si estuviera en un
barco a la deriva. O quizá fuera el aula, que no paraba de dar vueltas.
De repente se hizo el silencio.
«¿Julián? ¿Qué ocurre?», preguntó la profesora. Escuchó el sonido de
las sillas moviéndose alrededor, pero apenas podía distinguir nada. El
mundo y él mismo parecían contaminados de irrealidad, una sensación
perturbadora que nunca había experimentado. Se vio invadido por un
horror profundo, por un dolor punzante que se clavaba en su pecho
como un puñal. Y sintió el vértigo de caer a un abismo sin fondo.

El trastorno de pánico es, sin duda, uno de los problemas


de ansiedad más difíciles de soportar. Provoca sensaciones
corporales muy intensas y un temor incontrolable a que se
repitan en cualquier momento, algo que además resulta
prácticamente imposible de predecir... ¿Recuerdas un
capítulo anterior en el que describí los síntomas fisiológicos
de la ansiedad? Pues todos ellos pueden ocurrir durante los
episodios agudos de un trastorno de pánico. Además,
padecer este trastorno hace que prestes especial atención a
todo lo que pasa en tu cuerpo, como si estuvieras siempre a
la espera de sufrir un ataque o de que te ocurriera algo
terrible. Esta hipervigilancia se acaba convirtiendo en un
quebradero de cabeza y te roba el tiempo que deberías
dedicar a otras actividades.
El matiz que vuelve realmente angustiosa la situación es
la valoración catastrófica que a veces hacemos de las
sensaciones, motivo por el cual debemos conocerlas bien y
atribuirles el significado que realmente tienen. Una de las
interpretaciones más comunes es que la aceleración del
ritmo cardíaco o la sensación que se concentra en el pecho
te está advirtiendo de un infarto, o que las distorsiones en
el modo en que percibes el entorno son una señal de estar
perdiendo la cordura. En ambos casos se produce una
avalancha de pensamientos negativos que te sume en un
estado de terror y desencadena una escalada en la
intensidad de los síntomas. Al final puedes acabar
desbordado, con dificultades para respirar y desesperado.
Si tienes experiencias de este tipo sabrás con toda
seguridad lo agobiante que puede ser.
Otra cosa que debes tener en cuenta es que estos
episodios se prolongan durante como mucho treinta
minutos, y que alcanzan su cénit aproximadamente a los
diez. No obstante, en algunos casos se pueden alargar. Por
último, un porcentaje alto de quienes pasan por un
trastorno de pánico acaban desarrollando también
agorafobia, lo que plantea nuevas dificultades.
Precisamente sobre la agorafobia voy a hablarte ahora.

LA AGORAFOBIA

El horror de salir al mundo

Se sentó en el borde de la cama y apoyó los pies en el suelo, sintiendo


su frialdad en la piel. La brisa de los estertores de la primavera inundó
súbitamente la habitación, anunciando la próxima llegada del verano.
Era temprano, por lo que las calles permanecían en un silencio
absoluto, apenas quebrado por el trino de unos pajarillos jóvenes más
allá de la ventana. Desde hacía tiempo ese orificio rectangular en la
pared se había convertido en su única vía de acceso al mundo. Pasaba
horas contemplando las idas y las venidas de gente anónima, inmersa
en sus responsabilidades o simplemente paseando, hasta que la
llegada de la noche devolvía al mundo su silencio natural.
Inexorablemente, como al margen de todas las cosas, el tiempo
transcurría. Los días eran semanas y las semanas, meses. Nada parecía
detenerse en su forzosa ausencia.
Desde que sufrió el primer episodio de pánico, nada había sido igual.
Al principio tenía dificultad para ir al instituto, temeroso de que pudiera
volver a ocurrirle durante una clase. Al poco tiempo decidió que no
quería reunirse con sus amigos por las tardes por si acaso le sorprendía
una crisis de ansiedad. Al final, el simple asomarse a la puerta de la
calle implicaba para él un esfuerzo sobrehumano. La ciudad que antaño
le resultaba tan familiar escondía ahora amenazas secretas en todas
sus esquinas. Invisibles, pero reales. Aquellos lugares en los que se
concentraban muchas personas eran especialmente críticos, sobre todo
las salas de cine y las colas de los conciertos, por lo que había dejado
de ver películas que esperaba desde hacía años y no había acudido a
ningún festival el verano anterior. Tampoco iría a los nuevos, temía.
Tenía miedo de que aquello tan desagradable pudiera volver a
ocurrirle en cualquier lugar: que su corazón se acelerara, sus manos
temblaran y el mundo se viera cubierto por un velo de irrealidad. Era
una sensación tan desagradable que prefería mantenerse seguro entre
sus cuatro paredes, que si bien cercenaban su libertad con cadenas
inmateriales, le proporcionaban el alivio que no hallaba en ningún otro
sitio. Las llamadas de teléfono de sus amigos y sus amigas se habían
vuelto cada vez más infrecuentes, como si el olvido mismo lo hubiera
engullido y digerido. Aquella soledad era lo peor, pero tampoco sabía
qué hacer para que desapareciera. Se resignaba a aceptarla.
La noche, no obstante, tenía el poder de dotarlo de una enorme
valentía. En las horas más profundas de la que dejaba atrás, cuando no
lograba conciliar el sueño por mucho que lo intentara (o quizá por
intentarlo demasiado), se vio sorprendido por un súbito arrojo para
enfrentarse a la situación de una vez por todas. De pisar con firmeza la
acera y adentrarse nuevamente en el mundo. Así pues, arengado por la
misteriosa fuerza de los insomnes, envió un mensaje de texto a su
mejor amigo y le pidió que lo acompañara en su gesta. Fue con los
primeros rayos de luz cuando recibió un escueto «OK» como respuesta.
Desde entonces se había quedado inmóvil en la cama, albergando la
esperanza de que los bostezos de la mañana no destruyeran su plan.
Cuando su habitación pasó de caoba a dorado, se puso en pie.
Se vistió rápidamente y enfiló las escaleras hasta la puerta de
entrada. Sin pensarlo demasiado, se calzó las zapatillas de deporte. «El
momento es ahora», pensó. Y abrió la puerta. Una gélida sensación
trepó por su espalda, como si mil inviernos lo hubieran atravesado.
Tragó saliva y, con el entusiasmo de quien se despoja de una carga
imposible, echó a andar.

La agorafobia es común entre las personas que padecen


un trastorno de pánico, y solo raramente aparece de forma
aislada. Es el resultado de crear una expectativa de que
podría ocurrirles una crisis ansiosa en situaciones
cotidianas donde sería peligrosa o podría avergonzarlos.
Los lugares más frecuentes son los transportes públicos,
las aglomeraciones, los espacios cerrados u otros en los
que no estén seguras de que podrían huir en caso de
necesidad. Pese a que se suele creer que la agorafobia
consiste en un miedo intenso a los espacios abiertos, lo
cierto es que, como ves, se trata de algo más complejo.
El mayor riesgo asociado a la agorafobia es el
aislamiento que puedes imponerte a ti mismo si la sufres,
sobre todo cuando el tiempo va pasando sin encontrar
soluciones efectivas y van aumentando progresivamente las
situaciones potenciales que temes. Es muy importante
tener en cuenta que la mayoría de las personas con
agorafobia son capaces de enfrentarse a su temor siempre
y cuando lo hagan en compañía de un ser querido o de
alguien de confianza, aunque a expensas de soportar
mucho sufrimiento en el proceso. Una vez que se
familiarizan con la exposición, pueden empezar a afrontarlo
con autonomía. No obstante, si te encuentras en esta
situación debes valorar los avances que vayas haciendo
(con o sin ayuda), por pequeños que estos puedan
parecerte. Solo de esta manera podrás ir logrando otros
más grandes.

LA ANSIEDAD SOCIAL

El miedo a la mirada de los demás

Ya llevaba varios días dándole vueltas. Se imaginaba a sí misma


abriendo la puerta de un gran despacho con muebles de madera
oscura, de ébano, tan amplio como los salones del mismísimo Odín.
Sobre su cabeza flotaría el sonido insistente de un viejo reloj de cuco,
marcando cada segundo como una advertencia. Podía visualizar
nítidamente los amplios ventanales a cada lado y la enorme mesa al
fondo, tras la cual se parapetarían tres hombres vestidos de impecable
franela. Sentía sus miradas analizando cada movimiento, cada gesto,
atentos al más insignificante error para abalanzarse sobre ella y
clavarle los dientes hasta dar con los huesos de sus inseguridades. Se
acercaría presa de un pavor inenarrable, hasta ocupar el centro mismo
de aquel espacio infernal. Al llegar allí, las tres figuras se estirarían
como sombras proyectadas por el fuego, atravesándola y
extendiéndose más allá de donde alcanzaba la vista.
Se sentiría pequeña, vulnerable y frágil. Se mirarían entre ellos
preguntándose con incredulidad qué diablos hacía una chica tan joven
pretendiendo trabajar en su empresa. Con algo de suerte, quizá
simplemente la tomarían como un chiste y la despedirían entre
carcajadas. Ni su currículum ni sus muchos años de experiencia
bastarían para convencerlos de que podía ser un buen fichaje, pues se
limitarían a ojear superficialmente su contenido y a mirar por encima
de las gafas trazando una mueca cruel. Cuando le hicieran la pregunta
de rigor, sabía que su voz se atascaría, que empezaría a sudar a mares
y que su piel blanca se teñiría de escarlata. Sin duda pensarían que su
cabeza no aportaba demasiado, y el rechazo llegaría en forma de un
portazo en las narices. ¡Bum! Que pase el siguiente.
Cada mañana, mientras desayunaba, ojeaba el calendario que
colgaba de la pared de su nevera. Un día menos. Y otro. Y es que
aquello no era nuevo para Julia. Siempre que exponía algún trabajo en
clase pasaba semanas sufriendo solo por la expectativa, imaginándose
a sí misma bajo la mirada silenciosa de sus compañeros. Como en la
película Los pájaros de Alfred Hitchcock, escrutando con sus ojos
brillantes el ridículo que tenían ante sí. Y cuando por fin el momento
llegaba y todo acababa, no podía dejar de sentirse fatal, repasando
mentalmente cada segundo de vacilación y el instante exacto en que
se hacía evidente que no tenía ni idea de lo que hablaba.
Y le sorprendía porque, sin excepción, siempre la felicitaban tanto
sus amigos como los docentes. Según ella, en un esfuerzo
condescendiente por amortiguar su fracaso. Un gesto de cortesía de
quien solo siente pena.
«¿Julia García?», dijo alguien a su espalda. Cuando se giró vio a una
mujer de expresión cálida y agradable, que sujetaba una carpeta entre
las manos: era la persona encargada de entrevistarla... No se la había
imaginado así, desde luego. Llevaba una blusa muy sencilla, de un
color tan azul como el del cielo del verano, y un pantalón vaquero
ajustado. «Pasa conmigo, hablamos dentro.» Y entonces señaló la
puerta, esbozando la sonrisa más bonita que había visto en su vida.
Las personas con ansiedad social temen sobre todo
aquellas situaciones en las que podrían ser juzgadas. Más
allá de lo que suele pensar mucha gente, la ansiedad social
no tiene nada que ver con la incompetencia social, ya que
un porcentaje muy importante de quienes la sufren dispone
de las habilidades necesarias para comunicarse con éxito.
Lo que realmente importa en estos casos son los
pensamientos sobre la propia inadecuación, cuyas raíces
pueden ser distintas a la experiencia individual de fracaso
social. Los mensajes negativos de la familia o de los
profesores, las experiencias de errores aislados o la
inseguridad respecto a quiénes somos pueden estar en la
base. En el caso de que padezcas esta forma de ansiedad es
muy importante que sepas que probablemente tienes todo
lo necesario para poder relacionarte de la forma en que te
gustaría hacerlo, pero que por algún motivo existe un
obstáculo emocional más o menos grande que de momento
te lo impide.
En la ansiedad social también es frecuente una
anticipación aprensiva, que adquiere la forma de
expectativas pesimistas sobre cómo actuamos ante los
demás («van a darse cuenta de que estoy nerviosa», «voy a
hacer el ridículo y todos se darán cuenta» o «me quedaré
totalmente en blanco y pareceré tonto») y que se
acompañan de emociones difíciles. Estas predicciones
pueden extenderse días, semanas o meses antes de que
llegue el momento temido, lo que acaba siendo un periodo
muy angustioso en el que pueden vivirse imágenes
recurrentes de cómo se cree que serán las cosas.
Si padeces ansiedad social y te encuentras inmerso en la
situación temida, orientas la atención en exceso hacia cómo
te sientes, lo que amplifica las sensaciones fisiológicas
propias de la ansiedad. Las más temidas son el rubor, el
sudor y el temblor (los tres «ores»), pues son difíciles de
ocultar a la mirada ajena y hacen más que evidente que
estás pasando un mal trago. Esto se suma al hecho de que
a menudo juzgas tu rendimiento con dureza, mucho más de
lo que lo hacen los demás cuando te ven pasarlo realmente
mal. Además, algo curioso es que si tienes la oportunidad
de verte a ti mismo con posterioridad (porque alguien te
grabó en vídeo o porque tu terapeuta utilizó esta técnica)
eres capaz de valorarte de una manera más equilibrada, y
darte cuenta de que quizá habías interpretado mal algún
detalle y que en realidad no fue tan catastrófico como
parecía. Esto puede ser especialmente útil en la
psicoterapia y ayuda muchísimo a contrastar los
pensamientos distorsionados sobre las situaciones con la
realidad de los hechos.
No olvides que todos sentimos algo de ansiedad al
exponernos a situaciones donde se nos está juzgando, pues
durante la evolución de nuestra especie el rechazo social
podía implicar una fatal pérdida de apoyos en momentos de
necesidad. Es, por tanto, un miedo adaptativo. También es
cierto que las propias experiencias vividas, y el énfasis que
nuestra actual sociedad pone en las apariencias, también
contribuyen de forma relevante a esta forma de ansiedad.

LA ANSIEDAD GENERALIZADA
De preocupación en preocupación

Se dejó caer sobre la cama, abrumada. Había sido un día largo, ya que
había tenido que hacerse cargo de muchísimas tareas que tenía
pendientes desde hacía tiempo y no parecía que la situación fuera a
mejorar a corto plazo. Su agenda estaba repleta de pósits y papelitos
entremezclados con las páginas, con anotaciones aquí y allá,
recordatorios de todo tipo de responsabilidades que iban acumulándose
irremisiblemente. Cuando acababa una brotaban, como setas, tres más.
Sabía que únicamente ella se anticipaba lo suficiente a los problemas
para resolverlos antes de que sus consecuencias fueran irreversibles. Si
hubiera tenido tiempo para pensar en ello habría sentido sobre sus
hombros una responsabilidad extrema, un lastre que cada día le pesaba
más pero que no se atrevía a soltar. Con el transcurso del tiempo había
aprendido que solo cuando se concentraba en sus problemas era capaz
de resolverlos, y cuando intentaba relajarse (yéndose de vacaciones) le
invadía la sensación de que cualquier desgracia podía sobrevenirle a
ella o a sus seres queridos.
A primera hora de la mañana empezaba su retahíla de actividades.
Las tenía todas bien anotadas para no olvidar nada importante, si es
que acaso había algo que no lo fuera... A mediodía todavía permanecía
vigilante, comprobando concienzudamente que la lista se había
completado con éxito. Solo cuando el sol empezaba a declinar en el
horizonte podía dedicar su tiempo a preocuparse por lo que tendría que
hacer a la mañana siguiente. Sea como fuere, siempre había algo que
requería su atención.
Desde hacía algunas semanas le rondaba la cabeza que sus dolores
podrían ser importantes, ya que empezaban a extenderse desde las
cervicales hasta la zona lumbar y en cierto punto parecían invadirla por
completo, desde la cabeza hasta los dedos de los pies. Tampoco sabría
bien cómo describirlos ni creía disponer del tiempo suficiente para
acudir a su médico y someterse a pruebas diagnósticas. Los problemas
digestivos persistentes y el cansancio con el que llegaba al final del día
también eran un recordatorio constante de que quizá debía cuidarse un
poco más. Pero ¿quién se haría cargo de todo si no lo hacía ella?, ¿no se
desmoronaría su mundo tan pronto como apartara la vista? Aprendió
que debía siempre anticiparse, mantener la mente ocupada en lo que
pudiera ocurrir a medio y a largo plazo, pues solo así dispondría de
algún margen para solucionarlo en caso de necesidad.
Entornó los ojos y observó el techo blanco de la habitación,
inmaculado, como un lienzo por el que desfilaban pensamientos tan
invasivos como familiares. ¿Cuánto tiempo podría seguir de esa
manera, viviendo una vida imposible? Suspiró y se acomodó en el
colchón. Cinco minutos nada más. El tictac del reloj, que llegaba a sus
oídos desde la cocina, se le antojó una amenaza silenciosa.

La ansiedad generalizada es uno de los problemas de


salud emocional más comunes, aunque no fue hasta hace
relativamente poco tiempo cuando empezó a ser
considerado como una circunstancia que requería atención
por parte de los psicólogos. En sus inicios era una especie
de etiqueta con la que se describían las formas de ansiedad
que no tenían cabida en ningún otro lugar, como un cajón
de sastre. De hecho, durante mucho tiempo se consideró un
rasgo de personalidad con difícil tratamiento y ante el cual
poco podía hacerse, más allá de resignarse.
Afortunadamente hoy en día se valora de modo diferente y
existen multitud de tratamientos eficaces.
Las personas con ansiedad generalizada están
preocupadas todo el tiempo por un sinfín de situaciones
cotidianas. Además, a menudo tienen dificultades para
tolerar la incertidumbre y se sienten forzadas a tener todo
bajo control, pese a que los problemas del día a día se
caracterizan precisamente por ser difíciles de predecir e
incluso de describir. Todo ello acaba traduciéndose en una
sensación constante de desazón, así como en una pérdida
de la capacidad para relajarse y disfrutar de las cosas. Las
preocupaciones laborales, académicas, familiares... ocupan
casi todo el día, y lo más curioso es que al principio se
suelen considerar útiles, pues se piensa que a través de
ellas se minimiza la probabilidad de que suceda algo
desgraciado. Este último fenómeno es uno de los que más
interfiere en el tratamiento, pues tan pronto como estas
personas empiezan a dejarse llevar por los vaivenes de la
existencia sufren un miedo intensísimo a naufragar y a
ahogarse en ella. ¿Te sientes identificado con estos
síntomas?
La actitud con la que se encaran los problemas es
ambivalente, pues si padeces este trastorno lo harás con
preocupación, mientras que, al mismo tiempo, hacerlo
también te desbordará. Puede apreciarse aquí una
inflamación del sentido de la responsabilidad, de tal modo
que podrías tener dificultades para delegar tareas en otros
por la posibilidad de que no las resuelvan de la forma que
tú consideras más apropiada. Así, acabarías sintiendo
ansiedad tanto si te enfrentas a los problemas como si
decides alejarte de ellos deliberadamente, hasta quedar en
el centro de dos fuerzas poderosas que tiran de ti en
direcciones opuestas.
Un fenómeno muy curioso, que suele suceder cuando han
transcurrido muchos años entre tanta preocupación, es que
empiezas a preocuparte por el hecho mismo de estar
preocupado. Es decir, ya no te preocuparían tanto los
problemas de la vida diaria como el hecho mismo de
permanecer siempre encadenado a ellos. Es en este punto
precisamente cuando empieza a cuestionarse la utilidad de
las rumiaciones y de las preocupaciones, y también cuando
se suele dar el paso de pedir ayuda a un profesional de la
salud mental.
EL ESTRÉS POSTRAUMÁTICO

Un miedo que deja huella

Como cada mañana, Silvia recorría el camino desde su casa hasta la


oficina absorta en todo tipo de pensamientos. Habían sido días difíciles
para la empresa en la que trabajaba, y sobre la mesa de su despacho
empezaba a acumularse un sinfín de expedientes que debía revisar con
urgencia. A su alrededor la ciudad rugía en el estrépito incesante de lo
cotidiano: el ruido de los cláxones se estrellaba contra las aceras y
cientos de personas deambulaban mecidas por la rutina. Parecía que
unos raíles invisibles, hechos de responsabilidades y obligaciones,
guiaban a los transeúntes hasta sus inevitables destinos.
Se detuvo justo al llegar al borde de la acera, levantó la cabeza y
miró a derecha e izquierda. Los coches empezaban a enlentecer su
ritmo ante la luz ámbar del semáforo, como una manada de
rinocerontes de metal. Junto a Silvia, una docena de peatones avanzó
por el paso de cebra.
Lo cierto es que fue todo demasiado rápido. Al principio el sonido
parecía proceder de algún lugar lejano, quizá del otro extremo de la
ciudad, pero en pocos segundos la alcanzó con una violencia extrema.
Un golpe seco, el sonido de cristales esparciéndose en el asfalto y un
grito anónimo. Inmediatamente después, el silencio. Uno lúgubre y
ominoso. No sabría calcular cuánto rato había transcurrido ni tampoco
recordaría con demasiado detalle lo sucedido algún tiempo después. A
partir de ese momento el mundo se instaló en una bruma de pesadillas,
entre el ruido de sirenas y metal.
En el momento en que volvió en sí, notó que a su alrededor se
arremolinaban rostros sin nombre, que la observaban con una mezcla
de curiosidad y pánico. Aunque en un principio pensó que su alma
estaba desprendiéndose del cuerpo, enseguida comprobó que en
realidad un par de sanitarios la estaban llevando en camilla hasta una
ambulancia cercana. En aquel doloroso trayecto pudo ver que otros no
habían tenido tanta suerte como ella: una hilera de sábanas blancas
ocupaba el margen de la calzada.
Abrió los ojos y dejó escapar un grito ahogado. Estaba muy confusa,
tanto que ni siquiera sabía con seguridad dónde se encontraba. Tardó
algún tiempo en reconocer su habitación, que se hallaba a salvo,
guarecida por sábanas calientes en una fría noche de invierno. De
nuevo, aquel recuerdo horrible se había colado en sus sueños. Aunque
todo su cuerpo temblaba, intentó dormirse otra vez, hipnotizada por la
lluvia que se deslizaba tras el cristal de su ventana.

El estrés postraumático es un trastorno mental


importante. Originalmente su diagnóstico se reservaba a
combatientes de guerra que hubiesen sobrevivido a
situaciones en las que su vida había corrido un riesgo
extremo (bombardeos, asedios, secuestros...). Con los años
se fue extendiendo también a un abanico más amplio de
población y amparando situaciones percibidas
subjetivamente como traumáticas, más allá de las
puramente bélicas, las cuales podían ser tan dispares como
un accidente de tráfico o un intento de robo con amenaza.
Por tanto, hoy en día se aplica a personas que han vivido
experiencias adversas durante las que sintieron que su
cuerpo o sus emociones estaban en peligro, o también a las
que fueron testigos de cómo le ocurría a un tercero (en
especial si era alguien bien conocido). También existe la
posibilidad de padecer estrés postraumático tras escuchar
relatos o testimonios en los que se describen
explícitamente escenas de profundo sufrimiento, vejación y
muerte, aunque es algo mucho más infrecuente.
Las experiencias traumáticas suponen una ruptura súbita
con la continuidad de nuestra historia de vida. La mayor
parte de la gente vive con la sensación de que nada malo
puede suceder; si bien es una visión bastante cándida de la
realidad, también es la mejor para sentirnos a gusto. Piensa
en ello: ¿vives tus días teniendo presente todo el tiempo
que algún día morirás, o más bien este es un asunto que
tienes permanentemente en segundo plano? Casi con toda
seguridad tu respuesta será la segunda de estas opciones.
Y es que se trata de un sesgo cognitivo que nos permite
vivir con tranquilidad pese a lo incierto de existir, sin temor
a que en cualquier momento nuestros cimientos se
tambaleen y se desmoronen. Cuando por desgracia llega a
ocurrirnos algo terrible se produce un desgarro en el tejido
de nuestras convicciones más profundas, como un bofetón
de realidad, un capítulo difícil de integrar sin generar un
daño.
En líneas generales, las personas que padecen un
trastorno de estrés postraumático experimentan tres
síntomas muy importantes e invalidantes: la
reexperimentación, la hiperactivación y la evitación.
También es frecuente que aparezcan problemas para
dormir y alteraciones del estado de ánimo. Todo se puede
agudizar cuando la situación traumática estuvo provocada
por la voluntad humana y se prolongó durante largos
periodos de tiempo (abusos físicos y sexuales,
asesinatos...), así como cuando concluyó con la muerte de
un ser querido. Veamos los síntomas con más detenimiento.
La reexperimentación implica la vivencia reiterada e
involuntaria del suceso traumático, el cual se manifiesta en
forma de sueños, recuerdos intrusivos o flashback
profundamente vívidos en los que puedes sentirte casi
como te sentías cuando los hechos ocurrieron. Se trata de
experiencias complejas y difíciles de gestionar, pues
irrumpen en los momentos menos esperados y acaban
degenerando en una pérdida de control sobre tu emoción y
tu memoria. Al parecer, puede tratarse de un intento del
sistema nervioso por reintegrar algo que no se ha
almacenado debidamente en la autobiografía, como si la
mente mostrara una pieza de puzle suelta que no encaja en
ningún lugar.
La hiperactivación es otro de los síntomas principales del
estrés postraumático. Se trata de una sensación constante
de alerta, una hipervigilancia incesante del entorno en
busca de indicios de peligro ante los que actuar
rápidamente. En caso de que te haya sucedido, sabrás que
tu cuerpo permanece siempre en un estado de tensión
durante el cual pueden aparecer episodios de ansiedad
aguda, como ataques de pánico. Esta hiperactivación
también tiene un impacto sobre las funciones fisiológicas
que favorecen el sueño o permiten la respuesta sexual, de
modo que pueden presentarse dificultades concretas en
ambas áreas.
La evitación es el último de los síntomas del estrés
postraumático. En este caso se observa una tendencia a
eludir todas las situaciones que pudieran recordarte los
hechos vividos. Esto incluye tanto a las personas como los
espacios físicos, y con frecuencia supone una pérdida de
oportunidades para culminar con normalidad tus planes de
vida. Todo empeora si tienes la sensación de que tu futuro
se está acortando. Cuando ocurre, parece que el pasado
gana terreno al futuro y que se diluyen las expectativas de
que el destino pueda deparar algo bueno. Llegados a este
punto, la consulta con un profesional sanitario es crucial.
Afortunadamente, la enorme mayoría de las personas
que experimentan un suceso traumático no llegan a sufrir
un trastorno como este. Existen diversos factores
protectores que contribuyen a que esto sea así, como la
calidad de nuestras relaciones sociales, la estructura de la
personalidad, el apoyo del cual podamos disponer (sobre
todo de carácter emocional) y la resiliencia, sobre los
cuales ya aprendiste algunos capítulos atrás.

EL TRASTORNO OBSESIVO-COMPULSIVO

La necesidad de comprobar que todo está bien

Uno, dos, tres. Julián abrió y cerró la puerta de su casa tres veces, como
cada mañana, hasta que el último de los portazos resonó en el aire con
un estruendo convincente. Como de bien cerrado. Se alejó andando
casi de espaldas hasta el ascensor tratando de retener en su memoria
aquella imagen, a la que podría acudir durante el día si se le planteaba
la peregrina idea de que hubiera podido dejar la puerta entornada o
simplemente abierta de par en par. Alguna vez pensó incluso en hacer
una fotografía de la escena, pues el teléfono la almacenaba con el día y
hora en que se había tomado. Sería una prueba convincente,
irrefutable, que asfixiaría sus temores y lo dejaría vivir en paz.
Era una mañana tranquila, con un cielo límpido que anunciaba la
llegada de la primavera. Como tenía un trayecto largo hasta el trabajo,
solía aprovechar aquellos minutos para organizar todas las tareas que
debía enfrentar a lo largo del día: informes pendientes, clientes a los
que llamar o nuevas oportunidades de negocio. Cuando hubo andado
un par de manzanas, se vio atropellado por un pensamiento
automático, una de aquellas obsesiones que solían enturbiar su mente:
¿habré dejado los fogones encendidos? Justo después, como eslabones
de una cadena pesada e irrompible, se sucedieron un montón de
imágenes horribles y perturbadoras: la casa ardiendo, los vecinos
observando las llamas desde la acera con cara de asombro y los
bomberos derribando la puerta y sofocando el fuego. Trató de recuperar
la imagen de los mandos apuntando a las doce en punto, y lo logró. No
obstante, ¿y si aquella imagen de su fogón no era realmente reciente?,
¿y si quizá se escondía en algún rincón sórdido de su memoria y había
asomado a la conciencia solo para tranquilizarlo?
Se detuvo en seco. Su cabeza era un torbellino de dudas y
desesperación, incluso notaba el sonido de la sangre aplastándole las
sienes. Quizá aún podría deshacer la distancia recorrida, abrir y cerrar
la puerta (un, dos, tres), comprobar que todo estaba como debía estar
en la cocina, abrir y cerrar la puerta (un, dos, tres) y rehacer sus pasos
hasta volver al punto en el que se encontraba. Echó un vistazo rápido al
reloj: las 9.17. Con el ritmo acelerado y el aliento entrecortado
emprendió el camino de vuelta a casa, resignado, preguntándose qué
pensarían los vecinos si lo encontraban yendo y viniendo por las calles
como un pollo sin cabeza. Con el corazón en un puño, oteando el
horizonte en busca de alguna columna de humo que corroborara sus
temores, alcanzó nuevamente el punto de partida. Abrió la puerta (un,
dos, tres) y corrió por el pasillo hasta llegar a la cocina.
Prefirió quedarse en el umbral, para no tocar nada en caso de que
todo estuviera bien. No podía arriesgarse a dejar la llave del gas abierta
por descuido. Desde allí aguzó la vista para comprobar que no había
ningún problema, al menos en apariencia. Todos los mandos marcaban
las doce en punto. Suspiró profundamente y la tensión abandonó su
cuerpo. Se trataba de un alivio familiar por tantas otras ocasiones en
las que, como aquella, había salvado su hogar de una destrucción
inminente. Consciente de que iba apurado de tiempo, enfiló otra vez el
camino hacia la oficina, cerrando la puerta de casa (un, dos, tres) y
preparándose para afrontar sus responsabilidades cotidianas.
Al llegar al trabajo la jefa lo reprendió con un gesto desde la
distancia, golpeteando con el dedo índice la esfera de cristal de su reloj
de muñeca. Julián se disculpó tímidamente, con una mueca y una sutil
elevación de hombros. Se sentó frente a su ordenador y comprobó los
papeles que se apilaban, ordenadamente, sobre la mesa. Y justo en
aquel instante, mientras organizaba unos documentos importantes, lo
asaltó de nuevo otro pensamiento. Parecía que había estado agazapado
en la maleza de sus distracciones mentales, preparado para lanzarse
sobre él en el momento más inoportuno: «¿Habré cerrado la puerta de
casa (un, dos, tres)?». Trató de recuperar la imagen de la puerta
cerrada, del sonido convincente del portazo, de sus pasos hacia el
ascensor. Y lo logró, por supuesto que lo hizo. Pero... ¿y si todo aquello
solo era una recreación de su primera salida de casa, pero no de la
segunda?, ¿y si con el alivio de los fogones apagados y las prisas se
había descuidado? Aquel pensamiento dio paso a muchos otros: unos
encapuchados hurgando entre sus pertenencias, la desolación de su
salón completamente vacío. De nuevo su corazón se aceleró, presa de
una ansiedad intensa y desbordante.
El trastorno obsesivo-compulsivo es un problema
importante de salud mental que tiene consecuencias graves
para la calidad de vida de quienes lo padecen. Esta
afirmación contrasta radicalmente con muchas obras de
ficción (películas, novelas...) que suelen exagerarlo o
caricaturizarlo hasta el extremo, haciendo que parezca
gracioso o cómico cuando en realidad puede imponer
muchas dificultades. En líneas generales, puede expresarse
en quienes lo padecen como pensamientos intrusivos que
generan inquietud o malestar y que solo se apaciguan
cuando se lleva a cabo una conducta concreta
(compulsión). Se han descrito muchas formas de TOC (son
las siglas por las que solemos conocer el problema), como
la de la limpieza, el orden o la comprobación, entre otras.
Muchas veces se combinan entre sí, lo cual complica
bastante la vida a la persona que lo sufre y a su familia.
El pensamiento obsesivo surge súbita e
inesperadamente. Puede saltar como un resorte cuando se
toca un objeto que se considera contaminado, cuando se
hace algo que se juzga inapropiado o cuando se observan
objetos alrededor que no están dispuestos en un
determinado orden. Inmediatamente la persona se siente
abrumada por una procesión de ideas insistentes, con
contenido amenazante y que contribuye al repunte de la
ansiedad. Puede tener la certeza de que si no reproduce
cierta conducta inmediatamente podría suceder algo
terrible. Así, construye poco a poco un vínculo
supersticioso entre la obsesión y la compulsión, una lógica
carente de objetividad y que la encadena a rituales que
consumen muchísimo tiempo y esfuerzo. De hecho, la
mayoría de las personas con este problema de salud mental
pueden reconocer que no existe conexión alguna entre dar
una palmada y evitar que su hogar se queme, por ejemplo,
pero también afirman que les es difícil romper esa
dinámica. Todo esfuerzo dirigido a lograrlo causa mucha
tensión emocional, y por eso suele requerir la ayuda de
profesionales bien formados.
Algunas personas con TOC comprobarán de manera
recurrente que algo se encuentra tal y como creen que
debería estar, otras ordenarán meticulosamente los objetos
de una habitación y otras limpiarán con pulcritud ciertas
partes de su anatomía o de su hogar hasta erradicar la
sensación de estar sucias o contaminadas. También las hay
que rezan insistentemente, que se enzarzan en cálculos
mentales (sumas, restas, multiplicaciones...) o que repiten
un mantra en voz alta o mentalmente. Tanto las conductas
manifiestas (que pueden observarse) como las encubiertas
(que no pueden observarse) pueden actuar como
compulsiones y pretenden reducir el nivel creciente de
tensión que surge en estas personas cuando se sienten
acechadas por ideas obsesivas. Una vez hechas / cumplidas
/ comprobadas, sienten un alivio que aumenta la
probabilidad de repetirlas en el futuro. De hecho, a medida
que pasa el tiempo la relación entre la obsesión y la
compulsión se fortalece, lo que dificulta el reto de desandar
el camino.
Muchas de las compulsiones que se llevan a cabo en el
contexto del trastorno obsesivo-compulsivo tienen una
naturaleza ritual, esto es, deben ejecutarse de un modo
muy concreto para que las consideren correctas y
experimenten una reducción de la tensión. Esto conduce a
que muchas veces surja la duda, pues se trata de actos tan
cotidianos y automáticos que no se suelen registrar en la
memoria (lavarse las manos, apagar los fogones...), lo que
obliga a repetirlos hasta tener la certeza de que
efectivamente se han hecho (y que además se han hecho
«bien»).
Es importante tener en cuenta que un porcentaje muy
alto de personas se pueden llegar a sentir identificadas con
las características básicas del trastorno obsesivo-
compulsivo, pero lo cierto es que afortunadamente solo una
pequeña proporción lo padecen o lo padecerán. Solo se
considera que la situación es problemática si interfiere en
la vida cotidiana o si produce un intenso malestar subjetivo,
en cuyo caso es esencial consultar con un profesional de la
salud mental.

Debes contemplar también la posibilidad de que los periodos de alto


estrés acentúen los síntomas propios del trastorno obsesivo-
compulsivo, por lo que aprender a gestionarlo tendrá un efecto muy
positivo sobre tu vida.

LA ANSIEDAD DE SEPARACIÓN

El vértigo de cuando no estás

A su alrededor correteaban un montón de niños. Todavía no conocía a


ninguno, aunque su mamá le había explicado que allí podría hacer
muchos amigos nuevos. En realidad, había desconfiado de ello desde el
primer momento, pues tanto ella como papá parecían más preocupados
que de costumbre y alguna vez los había descubierto cuchicheando a
escondidas. Entre susurros apenas audibles le había parecido distinguir
palabras como «pobrecito» o «nuevo colegio», y todavía no entendía
bien qué era lo que se avecinaba. Eso sí, era evidente que algo iba a
cambiar, y que probablemente no iba a ser nada bueno. Mamá, que
estaba muy cerca, le apretó la mano con fuerza. Como si alguien fuera
a llevárselo de un momento a otro.
De repente sonó una musiquilla alegre desde la megafonía y, con
cierto desorden, todos aquellos niños empezaron a alinearse uno tras
otro. Enseguida comenzaron a entrar en las clases, algunos llorando y
otros riendo, pero montando un escándalo que iba sofocándose poco a
poco a medida que el patio se quedaba desierto. Cuando no hubo
nadie, una señora desconocida saludó a mamá desde la distancia y ella
le devolvió el saludo con la mano. La mujer se acercó con paso rápido,
mostrando una sonrisa amplia en el rostro, y tan pronto como llegó
delante de Samuel se arrodilló para recibirlo. «¡Bienvenido, Samu! Tu
mamá me ha dicho que eres muy bueno... ¡Tus nuevos amigos están
deseando conocerte!» Samuel la observó de arriba abajo, como si en
cualquier momento fuera a transformarse en un ser horrible y
devoraniños.
De lo que vino inmediatamente después prácticamente no podría
acordarse en los días siguientes. Mamá y aquella señora hablaron
distendidamente, pero sus palabras se arremolinaban de una forma que
le revolvió las tripas. Notó los latidos de su corazón en la cabeza,
palpitando justo detrás de sus sienes, y el mundo entero pareció
sumirse en una oscuridad tremenda. Estaba todo claro: iba a quedarse
solo. Mamá se marcharía, y quizá no volvería nunca más. Sintió muchas
ganas de vomitar y notó que se estaba poniendo cada vez más pálido.
El beso de mamá lo trajo de vuelta a la realidad, así como su fuerte
abrazo. Como si de un dique de contención se tratara, sus fuerzas se
quebraron y un caudal embravecido de lágrimas asomó a su rostro.
«¡No te vayas, mamá! ¡No me dejes solo!»

La ansiedad de separación es un problema bastante


común en la infancia, aunque puede ocurrir también en la
adultez. Es esencial diferenciarlo de los miedos naturales
que surgen ante la ruptura o distanciamiento de las figuras
de apego, y que da forma a algunas preocupaciones
pasajeras en niños y niñas durante su normal desarrollo
cognitivo. En el caso de este trastorno, si los padres se
ausentan, los pequeños se adentran en un estado de
malestar que puede entorpecer su participación en la
escuela o incluso condicionar las actividades de juego con
los iguales.
Una de las señales más claras de que un niño está
sufriendo ansiedad de separación es el llanto inconsolable
cuando las figuras de apego se alejan, y también la
negativa extrema a que pudiera suceder en el futuro o la
preocupación ante la expectativa de un distanciamiento
inevitable. Con frecuencia los papás también se sienten
abrumados por estas reacciones emocionales de sus hijos,
lo que eventualmente puede conducirlos a una
sobreprotección que empeora la situación a largo plazo.
También hay algunos casos en que los niños simulan
problemas físicos con el propósito de quedarse en casa y
permanecer cerca de sus seres queridos. Si eres papá o
mamá tienes que saber que es muy importante aprender a
regular tu propia ansiedad cuando tu hijo se enfrenta a este
miedo, pues de lo contrario puedes contribuir a hacerlo
más grande.
Las quejas más comunes son las digestivas (dolor de
tripa) y las cefaleas, que se agravan o inician a medida que
se acerca el momento de la separación. Se trata de
síntomas que hacen sospechar procesos infecciosos, pero
cuya evolución no es la prevista para esos casos. Los
profesores también suelen informar de que el niño muestra
una actitud de retraimiento respecto a sus compañeros, y
que prefiere mantenerse al margen de todo tipo de juegos,
incluso mostrando evidencias de sentirse físicamente
indispuesto. A menudo la visita al psicólogo infantil acaba
esclareciendo la situación, incluyendo los factores que
actúan como mecanismos de mantenimiento. Será este
profesional el que estudiará con detalle los aspectos
funcionales del problema, es decir, aquellas situaciones que
actúan como causas y aquellas que se erigen como
consecuencias dentro o fuera del hogar.

Es fundamental hacer cambios en las dinámicas del día a día que


atajen y que te permitan resolver la situación, lo que suele suponer
adaptaciones en el estilo de crianza y en la forma en la que emites
refuerzos para la conducta del menor.

La ansiedad de separación se ha relacionado


estrechamente con las teorías del apego que formuló John
Bowlby en el siglo XX, y que describen cómo los niños
despliegan sus potencialidades (biológicamente
programadas) para crear vínculos fuertes con quienes
cuidan de ellos. Grosso modo, estos lazos pueden ser
seguros o inseguros, dependiendo de cómo se desarrollen
las interacciones y de cuánto se satisfagan sus necesidades
físicas y afectivas. En el supuesto de que las figuras de
referencia (madre, padre...) se muestren insensibles a su
dolor, contradictorias en sus formas de proceder o
abiertamente hostiles, se asentarán estructuras inseguras
que limitarán su vida en muchísimos sentidos (con efectos
que pueden extenderse hasta la edad adulta). La mayoría
de los niños y las niñas muestra un patrón de apego seguro,
por lo que se pueden distanciar con total entereza de sus
padres cuando la situación lo requiere, e imaginar el futuro
reencuentro con alegría y con todo tipo de muestras de
cariño. No obstante, la ansiedad de separación es más
común en niños con un apego inseguro (ansioso,
evitativo...).
Además de en los niños y las niñas, también algunas
personas adultas pueden tener problemas para separarse
de sus más allegados, y experimentar intensas
preocupaciones anticipatorias y sensaciones
desagradables. Puede ocurrir en el contexto de ciertos
trastornos de personalidad, como el dependiente, aunque
también se presenta aisladamente en muchas ocasiones. En
cualquier caso, puede resultar muy importante su
detección y abordaje terapéutico, pues se trata de una
situación que conecta directamente con otros problemas de
ansiedad, como el trastorno de pánico o la presencia de
preocupaciones insistentes. Además, suele promover
relaciones poco saludables en las que se debe invertir un
saldo emocional extraordinario, con el consiguiente
agotamiento para las dos partes implicadas. Si percibes
que te cuesta mucho separarte de las personas a las que
quieres, tienes que saber que existen soluciones eficaces, y
que aplicándolas podrás construir relaciones más
saludables no inspiradas en el miedo.
V
MI CAJA DE HERRAMIENTAS PARA
LIDIAR CON LA ANSIEDAD
13

¿CÓMO PUEDO LIDIAR CON LA


ANSIEDAD?

Ahora que ya sabes todo lo necesario sobre la ansiedad,


llega el momento que quizá esperabas, el que te dará una
respuesta para la pregunta principal que te ha traído hasta
aquí: ¿qué puedo hacer para lidiar con los síntomas de la
ansiedad? A ello dedicaremos el último de los bloques de
este libro.
A lo largo de las próximas páginas descubrirás varias
técnicas que cuentan con eficacia más que contrastada y te
explicaré cómo y por qué funcionan, usando ejemplos
prácticos y explicaciones sencillas. También puedes
repasar este contenido si estás recibiendo tratamiento
ahora mismo y quieres reforzar lo que ya aprendiste con la
persona en quien depositaste tu confianza. El propósito que
persigo aquí no es otro que el de mostrarte que siempre
hay un camino para mejorar tu vida, aunque lleves mucho
tiempo conviviendo con tu ansiedad.
Dicho esto, quisiera empezar con unas consideraciones
antes de ponernos manos a la obra. Las expondré como
ideas generales que debes tener en cuenta durante los
próximos pasos. A ellas dedicaré este breve capítulo
introductorio.

LA ANSIEDAD NO ES TU ENEMIGA

Una de las ideas cruciales que debes entender antes de


enfrentarte a la ansiedad es que no es, en absoluto, tu
enemiga. Se trata de una respuesta natural al exponerte a
situaciones inciertas, al anticipar que algo malo pueda
ocurrirte en el futuro o al sentirte desbordado por un
problema o un cúmulo de problemas, y como tal es una
experiencia legítima que te dejaría desprovisto de algo
fundamental en el caso de que la desterraras de tu vida. La
ansiedad solo se debe valorar como un trastorno cuando
socava tu calidad de vida o cuando coarta tu libertad o tu
capacidad para implicarte en actividades personalmente
significativas. En tal caso, deberás buscar ayuda para vivir
armónicamente con ella. En cualquier otra circunstancia, la
mejor opción es abrazarla como una más de tus vivencias,
cediéndole el espacio que le corresponda entre aquellas
que entiendes como legítimas.
Algunas personas son muy sensibles a la ansiedad, y
juzgan como insoportable cualquier atisbo de ella, por
pequeño que sea. Así, experimentan las sensaciones que la
acompañan como dramáticas e indicativas de que algo
peligroso está ocurriéndoles, sin detenerse a
reinterpretarlas o a indagar en su posible causa y
significado. Esto motiva una lucha constante por escapar,
que redunda en una hipervigilancia hacia el propio cuerpo
y hacia toda situación que se crea que pueda disparar los
síntomas.

Muchas personas consideran la ansiedad como un enemigo


silencioso que puede abalanzarse inesperadamente, y ante el que
habrán de mantener una guerra sin descanso. No es infrecuente que
este miedo conecte con otras ideas equivocadas, como que la
ansiedad puede tener consecuencias irreversibles para el cuerpo y
para la mente, provocar accidentes cerebrovasculares o incluso
empujarnos a la locura.

Es precisamente esta actitud la que conecta más


estrechamente con los trastornos de ansiedad propiamente
dichos, pues puede ser más perjudicial la forma en que nos
comportamos ante sus sensaciones que estas en sí mismas.
Piénsalo por un momento: ¿a qué has tenido que renunciar
en tu lucha por evitar la ansiedad a toda costa?

LA ANSIEDAD PARADÓJICA

La ansiedad paradójica es un fenómeno curioso que suele


sorprender a la gente cuando lo descubre, aunque seguro
que si estás familiarizado con la ansiedad no te resultará
ajeno. Tiene que ver con la forma en que parece hacerse
más intensa cuando más te esfuerzas por apartarla, como si
fuera un búmeran: cuanto más lejos la lanzas, con más
fuerza vuelve a ti. Y es que hay quienes no solo sufren
ansiedad, sino que también se sienten angustiados ante el
hecho de compartir el espacio con ella. Es uno de los
principales motivos por los que podemos tropezar una y
otra vez cuando tratamos de derrotarla, destruirla o
machacarla. Al ser una parte más de nosotros mismos,
debemos aprender a acercarnos a ella con la intención de
comprender por qué está presente y de qué forma podemos
gestionarla.
Quizá lo mejor es convencerte de que tendrás que
convivir con la ansiedad como un compañero más de viaje,
aprendiendo a conocerla y a aceptarla como es. Para ello
has de comprender cuál es su lenguaje y su propósito, de
modo que puedas establecer unas pautas de comunicación.
Con ello quiero decirte que, mientras leas los distintos
ejercicios que te plantearé en esta parte del libro, no
imagines la ansiedad como algo horrible de lo que debes
deshacerte. Trata de ser lo más comprensivo posible con
ella, pues de esta forma estarás siendo también más
comprensivo contigo mismo.

LOS FÁRMACOS PARA LA ANSIEDAD

La salud de nuestras sociedades ha avanzado mucho


gracias al desarrollo de fármacos que atajan un buen
número de enfermedades que, hasta hace poco tiempo,
eran una amenaza para la vida. La salud mental no es una
excepción: son muchísimos los medicamentos de los que
actualmente disponemos para paliar la tristeza o para
aliviar los síntomas de ansiedad. Esta situación, en
apariencia positiva, también plantea inconvenientes: a
veces, ante la expectativa de hacer frente al sufrimiento
psicológico, preferimos suprimirlo o anestesiarlo mediante
una simple pastilla. Así, la prescripción de psicofármacos
ha alcanzado cifras sin parangón en la última década y se
prevé que esta tendencia continuará a lo largo de los
próximos años. Pero... ¿tiene esto sentido?, ¿podemos
superar los avatares emocionales sin ahondar en ellos?, ¿a
qué se debe este uso masivo de antidepresivos y
ansiolíticos?
Para explicarlo tendríamos que fijarnos en el modo en
que vivimos, en el estrépito en que se ha convertido el día a
día para la mayoría de nosotros y en la errónea creencia de
que la vida debe reducirse a momentos de paz y bienestar.
No solemos estar dispuestos a transitar paisajes
emocionalmente yermos, pero lo cierto es que al hablar de
salud mental no existen remedios rápidos o que puedan
alcanzarse sin invertir tiempo y empeño. También es
crucial plantear una cuestión más: los sistemas sanitarios
están tan colapsados que tienen problemas para cubrir la
demanda de apoyo psicológico, hasta el punto de que
podemos vernos obligados a recurrir a profesionales
privados cuyos honorarios exceden nuestras posibilidades
económicas. Ante este panorama, la prescripción
farmacológica parece una solución viable, pese a que no
aborde en su totalidad la magnitud del problema.
En el caso de los trastornos de ansiedad, los fármacos
que con mayor frecuencia se recetan son los ansiolíticos y
los antidepresivos, dependiendo de los síntomas que la
persona tenga. Cuando predominan las sensaciones físicas
molestas se opta por los primeros, mientras que si destacan
los pensamientos intrusos o las preocupaciones se suelen
elegir los segundos (o una combinación de ambos). En
general, todos los ansiolíticos inciden sobre un
neurotransmisor: el ácido gamma-aminobutírico (GABA).
Este GABA es una sustancia que se encuentra en el sistema
nervioso central y que es común a muchos animales,
incluido por supuesto el ser humano. Tiene propiedades
inhibitorias, por lo que cuando sus receptores se activan se
reducen los impulsos nerviosos. Al actuar químicamente
sobre él a través del medicamento se produce una calma
casi inmediata que aligera los síntomas de los ataques de
pánico u otros trastornos de ansiedad. La mayoría de las
ocasiones solo se usa el fármaco si se percibe que los
síntomas escapan a todo control, pero también puede
ocurrir que se programe una posología concreta. En el
momento en que un facultativo concluya (junto a la persona
o su familia) la idoneidad de usar estos compuestos, será
absolutamente necesario seguir las indicaciones sin
alterarlas en modo alguno.
Los ansiolíticos generan tres efectos diferentes. En
primer lugar, tienen propiedades puramente relajantes, a
través de las que se abordan síntomas como la taquicardia
o el temblor, que como sabes dependen de la activación del
sistema nervioso simpático. Además, generan efectos
miorrelajantes, lo que ayuda si la ansiedad propicia dolores
difusos asociados a la tensión muscular. Por último,
también poseen efectos hipnóticos, por lo que inducen el
sueño ante los problemas para dormir. Estos beneficios
suponen una ventaja evidente, pero debemos tener en
cuenta que a medida que transcurre el tiempo aparece
tolerancia a todos ellos. Si seguimos usándolos más tiempo
del razonable, los problemas empiezan a surgir.

Si mantienes el uso del medicamento durante mucho tiempo, los


efectos que notabas al principio se diluirán poco a poco hasta
desaparecer, y deberás aumentar la dosis para obtener el mismo
resultado o incluso cambiar a otro compuesto con una vida media
distinta.

Este es uno de los motivos por los que jamás debería


usarse un ansiolítico más allá del tiempo prudencial, y que
en cualquier caso su prescripción debería combinarse con
otras estrategias de intervención, fundamentalmente la
psicoterapia.
Otro problema que hay que tener en cuenta cuando se
consumen estos medicamentos es la probabilidad de que
puedan provocar dependencia, la cual se expresa como una
necesidad de recurrir al fármaco para vivir con normalidad
o como la aparición de malestar cuando se está algo de
tiempo sin usarlos. Al igual que ocurría con la tolerancia, la
dependencia es mucho más probable si se mantiene el
medicamento durante muchos meses o incluso años.
En definitiva, el uso de los ansiolíticos debe acogerse a
una serie de normas muy estrictas: tomarlo solo cuando es
totalmente necesario y durante un tiempo prudencial, optar
por la mínima dosis eficaz y retirarlo progresivamente.
Además, jamás ha de combinarse con bebidas alcohólicas,
pues podría ser muy peligroso (sus efectos se suman y
aumenta el riesgo de sobredosis). En el caso de personas
mayores puede haber complicaciones por cómo sus cuerpos
metabolizan el compuesto (mareos, pérdida de equilibrio,
caídas...), y son necesarias, por tanto, precauciones
excepcionales.
Dicho esto, te invito a conocer algunas de las técnicas
más útiles para controlar tu ansiedad.
14

LA RESPIRACIÓN DIAFRAGMÁTICA:
CONTROLANDO EL NERVIOSISMO

LA (OBVIA) IMPORTANCIA DE RESPIRAR

Todas las personas que tienen experiencia con la ansiedad,


y sobre todo con las crisis de pánico, coinciden en que la
respiración acelerada es uno de sus síntomas más comunes
y molestos. Otra cuestión importante es que, con mucha
frecuencia, las personas que padecen trastornos ansiosos
respiran de forma superficial en su día a día. Si te fijas en
la anatomía de los pulmones te darás cuenta rápidamente
de dos de sus peculiaridades: la primera es que en su
interior cabe más aire del que habitualmente introducimos
al inspirar, y la segunda es que la distribución de los
capilares está más concentrada en su parte baja. Quienes
respiran superficialmente suelen hacer inspiraciones
ligeras, rápidas e incompletas, por lo que su sistema
respiratorio no explota al máximo el propósito fisiológico
para el que fue concebido: introducir oxígeno y expulsar
dióxido de carbono. Este patrón de respiración hace que
nos encontremos en una situación de vulnerabilidad ante la
aparición de episodios agudos de ansiedad, como los
ataques de pánico, pues estos suelen ocurrir en momentos
especialmente estresantes en los que el cuerpo se halla en
tensión. Además, debes tener en cuenta que el hábito que
adquiriste en torno a cómo inspiras y espiras puede ser un
obstáculo en el proceso de aprender a relajarse. Si estás
habituado a respirar mal, al hacerlo correctamente puede
que al principio te marees o que percibas sensaciones
molestas en las extremidades. Si esto te ocurriera, lo
recomendable sería interrumpir temporalmente el ejercicio
y recuperarlo, con paciencia y plena disposición, en otro
momento. Si el impedimento perdura, lo mejor es, por
supuesto, que consultes a un profesional de la salud mental
que pueda orientarte.
También puede ocurrir que en el momento en el que te
inicies en la práctica de la respiración profunda, o
diafragmática, notes un empeoramiento de las sensaciones
de ansiedad que te solían preocupar. Suele ser algo
bastante inesperado, pues al fin y al cabo estás relajándote,
pero tiene una explicación sencilla: es posible que durante
los años conviviendo con la ansiedad acabes relacionando
ciertas sensaciones corporales inofensivas con la inminente
aparición de un ataque de pánico, de forma que cuando las
notes se dispare enseguida una interpretación catastrófica
que aumente tu nerviosismo y nutra el ciclo hasta sus
últimas consecuencias. Dado que la práctica de la
relajación puede hacerte súbitamente consciente de cómo
funciona tu cuerpo, si tienes una concepción equivocada de
su lenguaje acabarás poniéndote nervioso y con más
problemas de los que tenías antes de empezar.

Es esencial que te adentres primero en un aprendizaje que te


permita comprender el significado de todas las sensaciones que
pueden emanar de tu cuerpo para así poder juzgarlas de forma
ajustada a la realidad.

Si consigues separar las interpretaciones negativas y


sesgadas de las propias sensaciones no solo habrás
avanzado mucho en el camino de aprender a respirar, sino
que también habrás conquistado una meta fundamental
para lidiar con la ansiedad.
Las personas que padecen ansiedad generalizada
también pueden ver agravadas sus preocupaciones cuando
simplemente dedican una pequeña porción de su tiempo a
respirar y a relajarse. Esto es algo que puede sucederte con
muchísima frecuencia cuando eliminas distracciones
cotidianas y tu mente fluye allá donde las inercias la llevan,
como en el momento de irte a dormir o en los ratos de
quietud. En estos casos, esos momentos de placer se
acaban convirtiendo en algo muy diferente, en experiencias
desagradables para tu cuerpo y tu mente.

QUÉ HACER ANTES DE EMPEZAR

Cuando empiezas a practicar esta respiración debes


procurar una serie de medidas sencillas para sentirte más
cómodo. Durante la primera semana reserva un momento
en el que tengas la certeza de que no te interrumpirán,
como cuando te metas en la cama. Podrás ser bastante más
flexible con el momento y las circunstancias a medida que
vayas familiarizándote con el procedimiento. También es
recomendable minimizar distracciones o interferencias,
como sonidos molestos o fuentes de luz demasiado
intensas. La ropa tendrá que ser lo más cómoda posible,
por lo que optarás por prendas holgadas y evitarás
complementos que pudieran provocar presión o molestias:
pendientes, cinturones, relojes de pulsera... La temperatura
ambiental deberá fijarse en un punto que sientas adecuado,
sin frío ni calor, a tu gusto. En definitiva, la relajación
requiere que veles por el máximo confort en todos los
sentidos.
La respiración diafragmática requiere también la
adopción de una postura corporal concreta, ya que es algo
que servirá para prestar atención al cuerpo durante la
práctica, especialmente a los movimientos naturales del
diafragma al inspirar y al espirar profundamente. Lo más
habitual es hacerlo tumbado o cómodamente sentado, con
la espalda lo más erguida posible y sin cruzar las piernas.
En el caso de decantarte por esta última postura, los pies
deberán mantenerse en contacto con el suelo. También
puede ser de ayuda cerrar los ojos, al menos mientras se
afianza el hábito de respirar, pues así eliminarás
distracciones. En el momento en que te sientas cómodo,
colocarás la mano no dominante sobre el pecho y la
dominante sobre el abdomen, lo que facilitará que prestes
atención a los pequeños cambios que se dan en tu cuerpo
mientras practicas (como la elevación sutil de la tripa al
inspirar y su descenso al espirar). Mientras tanto, la mano
colocada sobre el pecho se mantendrá lo más estable
posible. Lo ideal es que las inspiraciones se realicen a
través de la nariz y las espiraciones a través de la boca,
hábito que previene la aparición de infecciones agudas en
las vías aéreas superiores. Esta dinámica es la más correcta
desde un punto de vista fisiológico, aunque acostumbrarse
a ella requiere tiempo. Como el objetivo que se persigue es
también disfrutar la experiencia, puedes dejarlo para más
adelante en caso de que así lo decidas.
Los cambios corporales que ocurren en la relajación
pueden provocarte sensaciones como ingravidez en brazos
y piernas, bostezos y lagrimeo. En algún caso puedes
sentirte somnoliento o incluso dormirte. Todas ellas son
absolutamente normales e indican que el cuerpo está
liberándose de tensiones gracias a la activación del sistema
nervioso parasimpático. Si notas molestias importantes
tendrás que interrumpir el ejercicio o posponerlo, y
reintroducirlo de forma progresiva. Recuerda que la
práctica diaria es fundamental para que los beneficios se
extiendan a la vida cotidiana, por lo que no es razonable
esperar que se noten inmediatamente. Disfrutar del camino
es lo más importante.

PRACTICANDO LA RESPIRACIÓN DIAFRAGMÁTICA

El diafragma es un músculo grande, con forma de


paracaídas, ubicado debajo de los pulmones. Tiene una
participación crucial en la respiración, junto a la
musculatura intercostal y abdominal. Se contrae al inspirar
profundamente, lo que genera un vacío que hincha la caja
torácica, mientras que al espirar se relaja completamente
con el fin de expulsar el aire del organismo. Se trata de un
ciclo rítmico que puede verse afectado por las emociones
que sientas en cada momento, pero que está automatizado
hasta el punto de no requerir atención de tu parte. Durante
la respiración diafragmática, no obstante, tratarás de
respirar de manera controlada, atenta y deliberada, para
que puedas templar los síntomas fisiológicos propios de la
ansiedad. Al plantearte el objetivo de respirar debes tener
en cuenta que solo buscas un momento en el que sentir
calma dentro de la vorágine general en la que suele
desarrollarse la vida, así como dedicar tu tiempo al
autocuidado.

No pretendas conquistar avances rápidamente: a medida que vayas


haciéndote cargo de tu salud mental con pequeños gestos
cotidianos, irás alcanzando mayores niveles de bienestar. Esta forma
de proceder reducirá el riesgo de que te frustres y de que acabes
abandonando, sobre todo al empezar, cuando es más probable.

Cuando prestes atención a la respiración, lo principal es


abrazar las sensaciones que la acompañan tal y como son,
sin cambiarlas por otras distintas. Uno de los muchos
matices hacia los que puedes orientar tu atención es la
temperatura del aire cuando entra y sale de ti: lo percibirás
frío y seco en la nariz mientras inspiras, pero cálido y
húmedo al escapar de tus labios. También es muy posible
que notes discretísimos cambios posturales durante el ciclo
de inspiración-espiración, como la elevación de los hombros
o el vaivén en la región abdominal. Ambos merecen ser
observados y enfatizan la sensación de estar presente. Por
eso, si en algún momento percibes que divagas o que te
irrumpen preocupaciones indeseadas, usarás estas
sensaciones y movimientos como puntos de anclaje
mediante los que resistir esta tendencia natural de la
mente. Teniendo todas estas ideas en cuenta, puedes
empezar con el ejercicio de respiración. ¡Lo más
importante es disfrutarlo!

Primera parte

Tumbado sobre una superficie firme o una silla cómoda, coloca tus manos en la
posición que he comentado unas líneas atrás: la dominante sobre el abdomen y
la no dominante sobre el pecho. Deberás reducir la luz y el ruido al mínimo
posible, y puede ser interesante que dediques al menos unos minutos a tareas
tranquilas que te resulten agradables. Si aprovechas la noche para relajarte,
algo muy común, lo mejor será que durante las últimas horas solo hayas
utilizado una iluminación indirecta y que hayan pasado como mínimo dos horas
desde que cenaste. Como puedes comprobar, son recomendaciones parecidas a
las que se ofrecen para cuidar la higiene del sueño, el principal método para
combatir el insomnio (por encima de los fármacos con propiedades hipnóticas).

Empezarás inspirando y espirando al ritmo natural, sin modificarlo,


simplemente prestando atención consciente al fluir incesante del aire dentro y
fuera de tu cuerpo. Puede ser un momento adecuado para asumir conciencia de
tu corporalidad, del espacio que ocupas en la habitación y de la posición que
has adoptado allá donde te encuentras. Dedica algunos segundos a observarte
mentalmente, sin más pretensión, diferenciándote a ti mismo de todo lo que te
rodea. Puede que algunos días con esto sea suficiente para aligerar la tensión
emocional, que empezará a disolverse como un azucarillo en el café. Si prestas
atención podrás sentir el recorrido del aire en tu interior, como si viajara a
través de los recodos y de los meandros de tu anatomía, y quizá incluso puedas
advertir que no aprovechas la capacidad de los pulmones en su totalidad. Seguir
por dónde fluye el aire es tremendamente agradable para muchas personas,
pues las hace conscientes de que están vivas. Parece algo absurdo, pero se
trata de una quietud que de algún modo nos reubica.

Segunda parte

Cuando te sientas preparado y cómodo, empezarás con el ejercicio propiamente


dicho. Todos sabemos que en situaciones cotidianas existen dos fases al
respirar, la inspiración y la espiración, pero llegados a este punto añadiremos
otras dos: las breves pausas que aparecen justo en el momento en que acaba
una y empieza la otra. Son tan sutiles que apenas se aprecian, pero si las
observas con interés genuino notarás cómo el aire queda contenido por un
instante en tus pulmones. El esquema de cuatro fases debe estar presente
durante todo el tiempo en que practiques, pues tendrás que dedicar una
cantidad específica de segundos a introducir el aire en el cuerpo y a expulsarlo.
Lo habitual es inspirar a través de la nariz durante aproximadamente tres-
cinco segundos y retener el aire brevemente en los pulmones. Es muy
importante que no te llenes hasta forzar la caja torácica, pues resulta muy
incómodo, sino hacerlo solamente hasta el límite que percibas agradable. Con el
aire ya retenido te dirás mentalmente algo reconfortante, como por ejemplo
«estoy totalmente relajado» o «estoy en paz», aunque también puedes usar una
sola palabra, como «calma» o «tranquilidad». Esto resulta particularmente útil,
porque con el paso del tiempo la palabra escogida quedará asociada a la
práctica y adquirirá propiedades positivas que te ayudarán a profundizar más
rápidamente en el estado de relajación: bastará con que la uses como una llave
en tu práctica posterior. Al expulsar el aire lo harás de manera lenta y pausada,
dedicando aproximadamente el doble del tiempo que requirió la inspiración. Al
vaciarte volverás a quedarte suspendido durante unos instantes, pero sin dejar
que te invada una desagradable sensación de asfixia.
Tus manos, que estarán sobre el pecho y el abdomen, te servirán
como guía en todo el proceso: al inspirar tu tripa subirá y al espirar
bajará. El pecho permanecerá tan inmóvil como sea posible. Es
suficiente con repetir esta rutina cinco o seis veces en situaciones
diferentes a lo largo del día.

Tercera parte (voluntaria)

Algunas personas se sienten cómodas imaginando escenas relajantes mientras


respiran, o al finalizar la práctica. Una de las más habituales consiste en
visualizar un barco en la línea del horizonte en un mar amplio y despejado, que
asciende y desciende sobre las olas según el ritmo de la respiración. Puedes
incluir los detalles que estimes más convenientes, desde la apariencia del cielo
hasta las dimensiones de la embarcación, según cómo te sientas o te apetezca.
Esta imagen puede servir para ilustrar mentalmente las sensaciones físicas, y
también puede ayudarte a reorientar la atención cuando aparezcan
pensamientos que te distraigan. Hay que tener en cuenta que, en determinadas
situaciones (especialmente si estás nervioso por algo que acaba de suceder), la
práctica de la respiración ofrece una evasión valiosa, aunque debes estar
dispuesto a afrontar los acontecimientos tan pronto como puedas. Respirar no
debe convertirse jamás en una estrategia evitativa mediante la que huir de tus
problemas, sino ser una herramienta útil para aprender a regular las
dimensiones fisiológicas de los trastornos ansiosos. Además, por supuesto,
también te aportará quietud mental.
Una de las mayores críticas que suele recibir la respiración diafragmática es
que impone una excesiva presión sobre un proceso —respirar— que debe fluir
de manera natural. Por este motivo, algunos especialistas piensan que una
alternativa todavía mejor sería centrar simplemente la atención en la
respiración, a la forma en que nutre el cuerpo, pero sin modificar su ritmo. Sea
como fuere, lo mejor siempre será que tú mismo pruebes una y otra posibilidad,
de modo que elijas la que se ajuste mejor a tus características y necesidades.
15

LA RELAJACIÓN MUSCULAR
PROGRESIVA: LIBERANDO TENSIONES

LA TENSIÓN QUE SE ACUMULA EN NUESTRO CUERPO

La relajación muscular es un procedimiento muy sencillo


cuyo objetivo es hacerte consciente de la tensión que a
menudo se acumula en tu cuerpo, pues, como ya sabes,
puede pasar inadvertida si te habitúas a su presencia
recurrente. Recordemos que uno de los síntomas más
comunes en quienes sufren ansiedad de larga duración es
el dolor en regiones como el cuello o la espalda, e incluso
las cefaleas. Los dolores de cabeza suelen ubicarse en
zonas como la frente, las sienes o los espacios alrededor de
las orejas, además de la parte trasera del cuello e incluso
las mandíbulas. Por otro lado, ciertos hábitos, como el
consumo de alcohol o tabaco, pueden aumentar su
intensidad notablemente.
A veces el dolor de cabeza empieza justo al despertar,
algo que puede ocurrir si apretamos los dientes durante la
noche, un problema que se conoce como bruxismo. Puede
llegar a ser tan intenso que si alguien duerme con nosotros
escuchará el rechinar de madrugada. El bruxismo es común
en personas con ansiedad y puede acarrear problemas
importantes en las encías y los dientes, incluyendo su
rotura. En los casos más graves puede ocurrir mientras
estamos despiertos y enfrascados en alguna tarea que nos
genera cierta aprensión emocional, como podrían ser los
exámenes, las entrevistas laborales o cualquier otro
momento en que estemos exponiéndonos a aquello que
tememos. En estos casos, la musculatura de las mandíbulas
puede acabar doliendo mucho, e irradiar desde esta zona
hasta los ojos, la frente y la nuca. El bruxismo, obviamente,
se acentúa durante los periodos de estrés intenso y cuando
estamos pasando por una época de preocupación.

Con el paso del tiempo es posible que te acostumbres a vivir en un


estado en el que te domina una tensión emocional extraordinaria y
que redunda en dolores intermitentes y fluctuantes.

Las contracturas, los desgarros y la tendencia a padecer


calambres deberían disuadirte de practicar la relajación
muscular progresiva, al igual que las enfermedades que
impliquen una alteración en el funcionamiento o en la
estructura de los músculos, ligamentos, tendones o nervios,
al menos hasta que el problema de salud que los provoca se
resuelva. Como norma general, debes tener en cuenta la
opinión de tu médico sobre la práctica de esta técnica, y
animarte a probarla cuando tengas plenas garantías de que
no te perjudicará. En caso de que surja dolor o
incomodidad durante la práctica tendrás que parar
inmediatamente, pues el objetivo que se persigue no es
otro que disfrutar la experiencia, y estas molestias pueden
ser más importantes de lo que a priori pudiera parecer.
Como el procedimiento es largo, puede ser útil grabar tu
propia voz leyendo los distintos puntos y reservar para más
adelante la posibilidad de hacerlo sin esta guía.
A lo largo de la explicación de este procedimiento
distinguiremos entre fases de tensión (donde los músculos
se contraerán) y fases de relajación (donde se distenderán),
las cuales deberás coordinar con la respiración de la
siguiente forma: inspirar profundamente al tensar y espirar
suavemente al relajar. Esta coordinación es totalmente
necesaria y una de las piezas clave para diferenciar
correctamente entre ambos estados —la tensión y la
relajación—, por lo que deberás practicar hasta que surja
espontáneamente. Asimismo, es también esencial entender
que no debes apretar los músculos con todas tus fuerzas: es
suficiente con hacerlo ligeramente, de manera que puedas
identificar los cambios que se producen durante la
transición tensión-relajación. En el momento en que relajes
los músculos (al espirar el aire) tendrás que soltarlos de
golpe, nunca poco a poco, pues en ese caso te resultaría
más difícil notar el efecto que estás buscando. Para acabar,
ten en cuenta que es posible que tengas sensación de calor
o de frío en las extremidades, de ingravidez o de cosquilleo;
en principio todas son inocuas e inherentes a la relajación,
y solo deben preocuparte si causan incomodidad o
molestias tan intensas que entorpezcan tu disfrute. Los
bostezos o el lagrimeo también pueden aparecer, pues
resultan de la activación del sistema nervioso
parasimpático.
La práctica de la relajación muscular

Empezarás cerrando los ojos. Busca un lugar cómodo, sentado o tumbado,


dejando que tu cuerpo se relaje lo máximo posible. A continuación iniciarás una
serie de rutinas que repetirás dos o tres veces en cada caso, dejando un
descanso de diez a quince segundos entre ellas. Dividiremos las rutinas en
cuatro grupos, según la zona implicada: cara /cuello / hombros, brazos, piernas y
tórax / abdomen / espalda. Al principio lo aplicaremos a un total de dieciséis
grupos musculares, pero a medida que vayas teniendo más experiencia podrás
ir reduciéndolos hasta cuatro, lo que te permitirá hacerlo en situaciones
variopintas sin la necesidad de dedicarle demasiado tiempo. Es algo que
primero requiere práctica, por supuesto, así que empezaremos con la versión
completa. ¡Vamos allá!

Empieza arrugando la frente, sintiendo cómo se frunce el ceño en un gesto


forzado parecido al que adoptarías al preocuparte. Esta zona concreta del
rostro suele cargar con mucha tensión a lo largo del día, lo que contribuye
decisivamente a los dolores de cabeza, así que ahora vas a liberarla de su
carga. Inspira al tensar los músculos y espira al relajarlos, soltando de
golpe (nunca poco a poco). Repite dos-tres veces, esperando unos
segundos entre cada una de ellas para notar la diferencia entre estos
estados. Es una experiencia agradable, en la que debes enfatizar la
sensación de laxitud en la musculatura. Al acabar, notarás la frente
totalmente lisa, desprovista de tensión.
Seguiremos ahora con los ojos. Para relajarlos, inspira profundamente y
ciérralos con fuerza moderada, sin apretarlos mucho, pues podría
provocarte daño o molestias. Mantén la tensión durante algunos segundos
y libérala súbitamente mientras expulsas el aire, dejando que ambos
párpados se asienten grácilmente. Los puedes imaginar como un par de
cortinas que simplemente reposan sobre los globos oculares, totalmente
distendidas. Repítelo una o dos veces más.
Continuamos con la nariz. Para tensarla, inspira y al mismo tiempo
arrúgala, adoptando un gesto similar al de cuando olfateas algo
desagradable. Concéntrate en la sensación de tensión, que puede
extenderse hasta el labio superior, y libera el aire dejando que los
músculos de la zona se relajen y recuperen su posición original. Fíjate,
como siempre, en qué te hace sentir la diferencia entre los estados de
tensión y relajación. Repítelo una o dos veces más.
Pasamos ahora a la boca. Esta zona se tensa de manera fácil e incluso
divertida: simplemente fuerza una sonrisa y siente cómo los labios tiran
hacia los extremos. Mantén la tensión durante unos segundos y expulsa el
aire, relajándolos por completo. Notarás cómo se separan levemente y
cómo languidecen. Puede que durante este ejercicio se vean implicados
otros músculos faciales, dado que la sonrisa requiere una coordinación
compleja. Repítelo una o dos veces más.
Siguiendo la lógica que hemos usado hasta este momento, le toca el turno
a la lengua. Para tensarla empuja la punta contra el paladar, enfatizando
las sensaciones que emergen. Como de costumbre, es importante hacerlo
con suavidad para no provocar molestias. Después deja que el músculo,
uno de los más duros del cuerpo, repose en la base de la boca. Recuerda
que habrás de repetirlo dos o tres veces, como el resto de las rutinas.
El desarrollo del ejercicio nos lleva ahora hasta la mandíbula, una de las
zonas más problemáticas para quienes sufren trastornos de ansiedad,
especialmente si conviven con episodios de bruxismo. Para trabajar la zona
tienes dos alternativas: o bien abrir la boca tanto como te resulte posible, o
bien apretar los dientes para sentir la tensión acumulada, por lo que
tendrás que ser cuidadoso tanto en un caso como en el otro; nunca
aprietes o fuerces más allá de lo razonable. Tras aplicar la que consideres
más cómoda, expulsa el aire y deja que la atención se centre en la
distensión. Puedes, por ejemplo, fijarte en cómo la boca se te queda
entreabierta al librarse de la tensión. Repítelo una o dos veces más,
notando sobre todo los cambios que se dan al transitar entre los estados.
Ahora abandonarás la zona del rostro para centrarte en otras que se
encuentran próximas a él y que actúan de puente con el resto de tu
cuerpo. El cuello será la primera. Es una parte de tu anatomía compleja y
extremadamente frágil, por lo que es totalmente necesario realizar los
movimientos con mucha cautela. Así, inclina la cabeza hacia delante, como
si quisieras tocar el pecho con la barbilla, y nota la suave presión que
surgirá en la nuca. Mantén la tensión unos segundos y expulsa el aire de
forma abrupta, como de costumbre, dejando que la cabeza recupere la
posición de equilibrio. Repítelo una o dos veces más.
La siguiente parada será la parte superior de la espalda y los hombros. Al
igual que la mandíbula y la frente, esta parte del cuerpo tolera un nivel
importante de tensión en quienes viven con ansiedad desde hace mucho
tiempo, por lo que precisa una atención minuciosa. Para trabajar en ella
debes inspirar y elevar los hombros, como si quisieras cubrir con ellos los
oídos o como si reprodujeras el clásico gesto de duda. Mantén la posición
unos segundos y libérala mientras expulsas el aire de los pulmones. Deja
que la espalda se acomode nuevamente sobre el respaldo tras repetir el
ejercicio una o dos veces más.

Cuando llegues hasta este punto revisa mentalmente, una por una, todas las
zonas con las que has estado trabajando hasta el momento. Se trata de un
recorrido mental cuyo propósito es hacerte consciente de cómo tu cuerpo se ha
relajado completamente, y cómo ahora parece que simplemente descansa sin
atisbo de molestias. Tras este breve viaje, al cual podrás dedicar el tiempo que
consideres conveniente (pueden ser dos o tres minutos, por ejemplo),
pasaremos a la siguiente sección del ejercicio. Concretamente, a relajar los
brazos y las piernas.

Orienta la atención a los brazos y las manos, a ambos lados del cuerpo.
Según la posición en que estés se hallarán en contacto con los muslos o
con las rodillas (sentado), o con la cama (tumbado), extendidos
paralelamente respecto al tronco. Ahora es cuando llega el momento de
relajarlos. Sin moverlos de donde estén, aprieta los puños y ténsalos,
sintiendo cómo la sensación se extiende por las manos, los antebrazos y
los bíceps. Mantén esta tensión unos segundos y justo entonces expulsa
todo el aire mientras dejas que los músculos reposen libres de toda carga
(recuerda: siempre debes soltar de golpe los músculos, no poco a poco). Lo
más importante, como ya sabes, es deleitarte en cómo varían las
sensaciones al transitar de un estado a otro, aprender a identificar las
diferencias y a disfrutar de lo que espontáneamente pueda ocurrir. Repite
el movimiento una o dos veces más, dedicándole tanto tiempo como
necesites.
Vamos acercándonos al final del ejercicio. Llega el momento de relajar
tanto las piernas como los pies, extremidades que soportan el peso de
nuestro cuerpo a lo largo de todo el día y que requieren de nuestro
cuidado. Al igual que ocurría con los brazos, el ejercicio variará en función
de si estás sentado o tumbado. En el supuesto de que estés sentado, los
pies deberán reposar planos sobre el suelo y con las piernas sin cruzar, por
lo que solo habrás de mantener el talón exactamente donde está mientras
levantas las puntas de los dedos hacia arriba, como si quisieras acariciarte
las espinillas con ellos. Si estás tumbado, deberás levantar los dedos de los
pies como si apuntaras hacia donde está tu cabeza. Sea como fuere, debes
percibir la tensión acumulándose en las pantorrillas y los muslos sin forzar
demasiado, pues de lo contrario podrías tener calambres u otras molestias
similares. Al acabar, simplemente expulsarás el aire y dejarás las piernas
completamente relajadas. Puedes repetir una o dos veces más.

De nuevo, nos detendremos un momento para repasar mentalmente todas


las partes de la cara, los brazos y las piernas, que se encontrarán ahora
plenamente relajadas y despojadas de tensión o malestar. Dedica unos minutos
a simplemente disfrutar de estas sensaciones y a respirar de un modo tranquilo
y relajado, combinando las técnicas de respiración que ya has aprendido.
Entonces, cuando lo consideres oportuno, podrás continuar con la última de las
fases.

Por último, vas a relajar la espalda. Se trata de una estructura compleja


desde un punto de vista anatómico, y también susceptible de padecer
dolor en circunstancias diversas, sobre todo como resultado de hábitos
posturales inadecuados o de lesiones. De hecho, se trata de una de las
molestias físicas que más habitualmente padece la población en general, y
también quienes sufren de ansiedad. Por supuesto, es una parte del cuerpo
particularmente sensible, por lo que deberás tener cuidado al hacer el
ejercicio. Primero inspira profundamente a través de la nariz mientras
empujas con ambos codos el respaldo de tu asiento o el colchón, curvando
ligeramente la espalda hacia el interior (el pecho se extenderá sutilmente
hacia fuera), y mantén la tensión durante unos segundos sin forzar la
postura. Tras esto, expulsa el aire por la boca y deja que los brazos y la
espalda vuelvan a su posición original, permitiendo que esta última pueda
relajarse. Disfruta de la calma y quietud que se extiende ahora por tu
espalda, y repite una o dos veces más.

El ejercicio finaliza haciendo un repaso mental de todo el cuerpo,


percibiéndolo completamente relajado. Si adviertes alguna señal de tensión,
aflójala deliberadamente. En caso de que dispongas de tiempo, puedes
aprovechar la ocasión para combinar otras técnicas, como las de visualización,
que veremos más adelante. Antes de incorporarte tendrás que mover las manos
y los pies trazando pequeños círculos, y levantarte sin prisa para evitar los
mareos asociados a cambios bruscos de posición. A medida que vayas
practicando te darás cuenta de que cada vez necesitas menos tiempo para
relajarte con la técnica, e incluso podría ser suficiente con hacer pequeñas
tensiones y relajaciones de los músculos para sentirte mucho mejor en todo tipo
de situaciones.
16

MINDFULNESS: VIVIENDO EL
MOMENTO PRESENTE

LOS ORÍGENES DEL MINDFULNESS

El mindfulness ha ido ganando popularidad en los últimos


años, hasta el punto de que la mayoría de la gente ha
escuchado hablar alguna vez sobre él o sobre sus
beneficios psicológicos y físicos. Se trata de una práctica
que procede de tradiciones con más de dos mil años de
antigüedad y que nos retrotrae a la búsqueda de la
iluminación a la que muchos budistas aspiraron y aspiran
como meta espiritual última. Si ahondas en el origen de
esta palabra descubrirás que su significado proviene de
sati, un término del dialecto indio pali que alude al
presente, a la realidad tal y como se despliega frente a ti.
El nombre inglés puede traducirse al español como
«conciencia plena» o «atención plena», algo bastante
elocuente si tenemos en cuenta su propósito y su esencia.
Lo cierto es que el mindfulness cada día gana más
seguidores en el mundo, pero... ¿tiene sentido?, ¿es útil
para alcanzar la quietud interior? Vamos a conocerlo un
poco mejor repasando los principios que lo fundamentan.

LOS PRINCIPIOS BÁSICOS DEL MINDFULNESS

Principio 1: La conciencia fluctuante

Si te paras un momento a pensarlo, te darás cuenta de que


son muy pocos los momentos de la vida en que estás
plenamente atento a lo que está ocurriendo. Pese a que
todos estamos hechos de recuerdos, avanzamos con la
mirada fija hacia delante (sobre todo en nuestra juventud)
o atrapada en lo que no tiene solución. Tenemos la
capacidad de evocar recuerdos remotos y de
reinterpretarlos, como ya sabes, así como de imaginar un
futuro que querríamos habitar. En ocasiones usamos esta
capacidad para hallar consuelo si las cosas se vuelven
difíciles, esbozando días mejores o deleitándonos en una
experiencia que alguna vez nos hizo sentir felices. Otras
veces, las peores, tanto el pasado como el futuro parecen
amenazas que ahogan la vida e impiden disfrutar
plenamente de un ahora que tarde o temprano acabará
siendo nuestro pasado.

Si te fijas en los problemas relacionados con la ansiedad


comprobarás que trastornos como el estrés postraumático implican
un exceso de pasado (reexperimentación) y un acortamiento del
futuro, mientras que la ansiedad generalizada se orienta de forma
inflexible hacia aquello que todavía está por suceder.
La capacidad de evocar el pasado e imaginar el futuro es
puramente humana, y nos ha permitido confeccionar
nuestra historia como la de una especie que trasciende (por
testimonios y legados) los límites temporales de una vida
individual. También nos ha facilitado crear símbolos,
consensuar sonidos o letras que sirven para comunicarnos
y establecer un proyecto compartido como individuos
pertenecientes a grupos más amplios (como la familia).
Esta herramienta tan útil deviene ocasionalmente un arma
de doble filo, pues también es uno de los resortes
fundamentales de los trastornos de ansiedad y de otros
malestares que pueden azotarnos. Por ello es necesario que
conozcas cómo tu mente puede contribuir a ese dolor con
el que quizá convives, y desarrollar destrezas que te
permitan aprovecharla en beneficio de tu salud psicológica.
Precisamente esto es lo que pretende el mindfulness:
hacerte consciente no solo de aquello que te rodea, sino
también de lo que sucede dentro mientras vives. En
definitiva, sentir la vida vibrando cada segundo sin dejar
que la mente te dirija con su flujo incesante de
pensamientos.
Lo cierto es que el parloteo de nuestra mente no es fácil
de dominar. Hacemos interpretaciones de todo cuanto
sucede, tamizando lo real con el matiz de nuestras
expectativas y miedos, lo que hace que poco a poco la
naturaleza de las cosas quede diluida por lo que pensamos
de ellas. ¿Cuánto tiempo hace que no te detienes a
saborear alguna comida que te encanta, o a escuchar una
canción prestando auténtica atención a sus acordes o a su
ritmo? Es tristemente común que muchas de las cosas que
nos apasionaron acaben convirtiéndose en actividades que
sirven para distraernos de otras más tediosas, haciendo
que perdamos de vista el motivo por el que decidimos
adentrarnos en ellas tiempo atrás: la pasión. Vivir con
pasión implica una capacidad para el abandono, no
absoluto ni errático, pero sí valiente y decidido: el
abandono de quien se dispone a aceptar las cosas tal y
como llegan, sin forzarlas a ser diferentes y sin rechazarlas
por no ser como queremos que sean.
La práctica del mindfulness nos ubica frente al mundo
con ojos nuevos, atónitos, sin la urgencia de entenderlo. La
supresión del juicio es una de las premisas que guían esta
forma de entender la vida, o lo que es lo mismo: dejar de
valorar todo el tiempo lo que te sucede o sientes, dejando
de lado lo que en esencia es. En el contexto de los
trastornos de ansiedad, estas valoraciones hunden sus
raíces en bases crueles, rígidamente perfeccionistas o
insensibles a las necesidades propias. Por ejemplo, si
experimentamos sensaciones desagradables en alguna
región del cuerpo tendemos a atribuirles etiquetas, como
dolor o picazón, que sirven para comunicarlas a los demás,
pero que no las representan en absoluto.

Con el mindfulness no solo percibes mejor lo que está pasando, sino


que también puedes aprender a identificar con más precisión los
componentes de tu experiencia para valorarla de un modo mucho
más ajustado, manteniéndote siempre próximo a la realidad.

Principio 2: Fluir y dejar ir


Uno de los principios fundamentales del mindfulness
consiste en dejarse llevar por las experiencias de modo
natural. Muchas personas tienen problemas para
simplemente soltar y seguir adelante en los momentos
difíciles, de modo que permanecen mucho tiempo
atrapadas en los recuerdos y la rumiación. Los barrotes de
esta cárcel mental están compuestos de culpabilidad, de
orgullo o de odio, entre muchos otros posibles
sentimientos. Lo que finalmente pueden provocar es que el
dolor se extienda mucho más allá de los límites razonables,
y prolonguen emociones como el miedo o la ira, que están
diseñadas para resonar solo unos breves momentos. El fluir
y el dejar ir suponen la apertura hacia todo tipo de
experiencias que en la vida pueden sucederte, con
aceptación plena y respetando su naturaleza cambiante y
fugaz. En definitiva, ubicar los hechos solo en las
coordenadas que les corresponden, aprendiendo a
abandonarlos tan pronto como acaban. Quizá de este modo,
cuando eventualmente recurramos a ellos (pues la
experiencia es siempre una maestra), podamos hacerlo con
la serenidad necesaria para reflexionar sobre los
aprendizajes que nos reportaron y no tanto para seguir
sufriendo sus consecuencias.

Es importante que no confundas esta forma de vivir con la negación


de sentimientos, pues es precisamente lo contrario: supone
respetarlos y abrazarlos tal y como son de modo compasivo,
ubicándolos en el lugar adecuado mientras la vida continúa
discurriendo en su caudal incesante.
Principio 3: La aceptación

La aceptación es otra actitud central en el mindfulness,


aunque no deberías confundirla con la resignación. Como
sabes, la resignación surge al asumir que algo doloroso
nunca podrá ser diferente ni hacerte sentir mejor, lo que
hace que abandones todo esfuerzo por cambiarlo y que
aparezcan emociones con un profundo calado negativo que
limitan tu capacidad para ser feliz. No obstante, cuando
aceptas honestamente te muestras dispuesto a vivir las
situaciones que se te presentan tal y como son, y también a
entender a las personas que te rodean. No es para nada
infrecuente, por ejemplo, que permanezcamos junto a
alguien únicamente por las expectativas de que tarde o
temprano cambiará y se asemejará a quien realmente
quisiéramos que fuera. Esta actitud implica un amor
frustrado y construido sobre ideales que no existen más
allá de nuestra mente, y que más pronto que tarde nos
harán sentir mal. Algunos psicólogos, como Carl Rogers,
describieron a la perfección el significado genuino de la
aceptación al afirmar que «la curiosa paradoja es que
cuando me acepto tal y como soy, justo entonces, puedo
cambiar».

Principio 4: La mente testigo

Los seres humanos tendemos a identificarnos


frecuentemente con aquello que pensamos sobre nosotros
mismos, pero lo cierto es que somos algo más que nuestros
pensamientos. Por ejemplo, cuando nos sentimos tristes
podemos interpretar que somos personas tristes, haciendo
que un estado realmente pasajero se convierta en uno de
los rasgos que nos definen. En el mismo sentido, es
habitual confundir la realidad con aquello que pensamos
sobre ella, aunque nuestras impresiones siempre estén
condicionadas por el bagaje de experiencias que
carguemos a la espalda.
La mente testigo pretende posicionarte en una
perspectiva desde la que seas capaz de observar qué
ocurre dentro mientras vives la vida, y de sentir cada
emoción tal y como es, sin la interferencia de ideas
preconcebidas y expectativas. Esta forma de concebir las
cosas requiere la humildad de relegarte a ti mismo a un
segundo plano en la ecuación, como si fueras un
espectador que aprecia el mundo con fascinación.

Uno de los principios que guía el mindfulness es asumir que la


realidad continúa desplegándose a nuestro alrededor incluso cuando
la despojamos de pensamientos con los que etiquetarla, como algo
en continuo movimiento y transformación. En este contexto, los
seres humanos somos los testigos privilegiados de algo frágil y
efímero: el momento presente.

Principio 5: La paciencia y la no resistencia

La paciencia es, también, una actitud fundamental en el


mindfulness. A menudo vivimos nuestra vida buscando
resultados inmediatos para nuestros esfuerzos, lo que nos
conduce a una carrera infinita por acumular logros sin
detenernos a apreciar el camino que nos conduce hasta
ellos. Y es que parece que el mundo está diseñado para
trasladarnos la acuciante sensación de que se nos agota el
tiempo, haciendo de él un recurso que no puede
despreciarse con cosas inocuas. Son muchas las personas
que transitan por la vida con esta actitud acelerada,
haciendo del día a día una fuente de estrés inagotable. ¿La
percibes también en ti?

En la meditación no debemos ansiar conquistas inmediatas, sino que


debe ser en sí misma la única meta a la que aspirar. Solo el hecho de
detenerte a pensar, de apearte (aunque sea brevemente) de la
algarabía cotidiana, te concede el privilegio de cuidarte a ti mismo.

Este autocuidado es valioso sin la necesidad de que


reporte beneficios espontáneos ante nuestros ojos o ante
los de los demás. De hecho, el apremio por conseguir
avanzar es contraproducente mientras aprendes a observar
el mundo desde la conciencia plena, pues te ubica en un
futuro al que llegar cuanto antes, obviando lo que te sucede
en el momento presente.
Podemos pensar en la mente como en una máquina con
motor. Requiere energía para funcionar y, al hacerlo, no se
detiene inmediatamente con solo pulsar el botón de
apagado. Lo más habitual es que continúe dando vueltas
algún tiempo, lastrada por su costumbre de perpetuo
movimiento. La quietud solo llega cuando se agota esta
inercia y adquiere un tono distinto al que hasta entonces le
era natural, mucho más relajado. Es posible que tengas la
tentación de creer que el mindfulness es estático o se
reduce a simplemente no hacer nada (dejar la mente en
blanco, permanecer tumbados e inmóviles...), pero lo cierto
es que mantener una atención orientada al presente
requiere esfuerzo, habida cuenta de que nuestra mente
oscila con frecuencia entre lo que ocurrió y lo que ocurrirá.
Si durante la práctica observas que acabas distrayéndote y
pensando en cualquier otro asunto cotidiano, solo tendrás
que adoptar una mirada comprensiva y reconducir
amablemente tu conciencia hasta el aquí y ahora.

Puede parecer paradójico, pero la actitud propia del mindfulness se


instaura más fácilmente en el momento en que dejes de esforzarte.

Es algo similar a lo que sucede cuando, por la presión del


tiempo, nos forzamos a dormir una noche en la que el
sueño se nos resiste. Esta imposición acabará
traduciéndose probablemente en una nueva noche en vela,
pese a que permanecer sin dormir pueda tener un impacto
extraordinario sobre lo que habremos de hacer cuando
despunte el sol.

Principio 6: la actitud del principiante

A medida que transcurren los años, todos vamos


acumulando experiencia sobre la vida. Cuantas más cosas
suceden, más extenso es el libro que vamos escribiendo.
Obviamente esto es positivo, pues en ello se fundamenta la
sabiduría, pero podemos caer en el error de llevarlo al
extremo y convertirnos en personas inflexibles que optan
por un futuro que se asemeje tanto como sea posible al
pasado. Nos transformamos en algo así como expertos que
saben mucho pero perciben lo diferente con reticencia,
sobre todo motivados por permanecer en un contexto
familiar que minimice la incertidumbre frente a lo novedoso
o lo inesperado. La peor consecuencia es la aparición de
estereotipos sobre las cosas y las personas, y también de
prejuicios, los cuales se hallan en la base de muchos de los
males que azotan nuestra sociedad.

El desarrollo de la mente de principiante supone, precisamente,


cuestionar los fundamentos que nos han guiado hasta el momento,
abriéndonos a la posibilidad de adentrarnos en terrenos inhóspitos,
pero potencialmente gratificantes.

La mente de principiante se puede traducir, también,


como la humildad de quienes son capaces de cuestionarse a
sí mismos y lo que creen saber. Y es que a menudo
aprender cosas nuevas nos resulta difícil no porque sean
complejas, sino por todos los aprendizajes previos que
hemos ido acumulando y que son incompatibles con las
nuevas ideas que llegan hasta nuestra vida, por muy
positivas que pudieran ser para nosotros. El principiante
asume la posibilidad de trastabillar de forma natural, deja
de vestirse de arrogancia para aparentar dominio y se
entrega apasionadamente a lo desconocido. Aunque a priori
pueda parecer ingenuo, la visión del principiante alberga la
certeza cálida de la propia incertidumbre y nos posiciona
en el lugar idóneo para resolverla.

Sirva como ejemplo el fenómeno conocido como Dunning-Kruger: las


personas incompetentes en cualquier área suelen sobrevalorarse a sí
mismas cuando se comparan con las demás, mientras que las más
capaces son comedidas al juzgarse. La mente de principiante no
tiene nada que ver con la ignorancia, sino probablemente con todo lo
contrario.
Principio 7: La bondad

Otro de los principios fundamentales del mindfulness alude


al término metta, que procede del pali y que puede
traducirse como «bondad amorosa». La práctica de estas
formas de meditación no puede reducirse simplemente a
una serie de ejercicios más o menos organizados, pues
tiene sus raíces en filosofías ancestrales que velan por el
respeto a la naturaleza y toda forma de vida que participe
de ella. El practicante de mindfulness debería sentirse
cómodo con estos fundamentos y albergar en su fuero
interno la intención de contribuir al bienestar ajeno.
Muchas veces, el ser humano tiende a sentirse como una
parte separada de todo cuanto lo rodea, precisamente por
el hecho de que sus destrezas cognitivas le han hecho
creerse distinto a otras especies animales y explotar
insaciablemente los recursos del planeta.

Más allá de las diferencias entre quienes habitamos la Tierra, todos


tenemos el mismo derecho a disfrutar de lo que pueda ofrecernos.
Esta visión, que vela por proteger el equilibrio entre seres vivos (y en
particular entre humanos), es el eje central alrededor del cual orbita
el principio de bondad.

PRÁCTICA DE LOS EJERCICIOS MÁS IMPORTANTES DEL MINDFULNESS

Práctica 1: La respiración consciente


La respiración es fundamental en el mindfulness, pues es
un vehículo que nos permite reorientar la atención al
momento presente. La mayoría de estas meditaciones, que
pueden ser variadas y desplegarse en todo tipo de
situaciones cotidianas, requiere tomar consciencia de cómo
el flujo del aire penetra en el cuerpo y es expulsado de él.
Recuerda que una de las premisas del mindfulness es que
debemos aceptar las cosas tal y como son en el instante
que habitamos, lo que significa que no deberemos
modificar en modo alguno el ritmo en que respiramos (esto
lo diferencia de ejercicios como la respiración
diafragmática).

Nuestro objetivo es simplemente detenernos un momento a observar


qué ocurre con esta función tan esencial para la vida, así como con
los pequeños cambios que se dan en el cuerpo durante el proceso en
un momento dado. Lo más importante es disfrutar del instante,
apeándonos brevemente del ajetreo del día a día.

Empieza buscando un lugar que te sea agradable en todos los sentidos y


adoptando una postura cómoda. Las piernas no deben cruzarse en ningún
momento, y en el caso en que optes por hacerlo sentado (que es lo más
frecuente), deberás plantar firmemente los pies en el suelo. Las rodillas son el
mejor lugar en el que reposar las manos, con las palmas hacia abajo y en
contacto directo con la ropa o la piel. La espalda debe permanecer recta pero no
forzada, evitando curvaturas incómodas e innecesarias, y la cabeza se
sostendrá con firmeza sobre los hombros (en una posición que te transmita
dignidad). Recuerda que es necesario retirar las prendas de vestir que pudieran
incomodarte, como los cinturones o el calzado, si es que acaso oprimen tu
abdomen o tus pies. Si notas la necesidad de acudir al baño es conveniente
hacerlo antes de iniciar el ejercicio. Ahora sí: con todo preparado, cierra los ojos
y practica uno de los ejercicios meditativos centrales del mindfulness.
En primer lugar atenderás al fluir de la respiración tal y como es ahora
mismo, sin reparar en si es demasiado lenta, rápida, profunda o superficial.
Simplemente te limitarás a observarla con curioso detenimiento, rompiendo el
automatismo inconsciente en que suele discurrir. Aprecia el ritmo y la cadencia
con mirada compasiva, y déjate llevar por todas las sensaciones que te invadan
al inspirar y al espirar. Por ejemplo, dirige tu atención a la temperatura y
humedad del aire cuando entra y sale de tu cuerpo, notando las diferencias y
matices entre ambos momentos. Quizá te des cuenta de algo realmente curioso,
que pocas veces advertimos en el día a día: justo en el instante en que la
inspiración cesa y comienza la espiración, se produce una breve pausa, como un
paréntesis. Es sutil y requiere atención. De la misma forma, podrás también
profundizar en cómo tu cuerpo cambia levemente de postura cada vez que lo
llenas y vacías: los hombros se elevan de forma casi inapreciable y el abdomen
o el tórax se expanden y contraen. Observa todo, consciente ahora de ser un
organismo vibrantemente vivo.
Otro aspecto más hacia el que debes orientar tu atención son las
sensaciones que emergen en el cuerpo como resultado de su contacto con los
elementos del entorno. Así, por ejemplo, podrás notar la textura de la ropa o de
la piel en la superficie de tus manos y detenerte a explorar los matices que seas
capaz de captar: ¿es una textura suave o más bien áspera?, ¿su temperatura es
cálida o fría? Con preguntas como estas y otras parecidas irás autoguiándote
poco a poco en este proceso, como si fueran pequeños apeaderos en un viaje
confortable hacia un lugar largamente anhelado. Seguramente las palmas de
tus manos estarán más calientes que el dorso, pues este se encuentra expuesto
al exterior, mientras que aquellas están en íntima conexión con tu cuerpo.
Puedes tratar de sentir las discrepancias entre las temperaturas e incluso la
caricia de la brisa allá donde la piel queda al descubierto. En algunos casos,
sobre todo si convivimos con dolor o con otros síntomas molestos, nos veremos
tentados a elaborar juicios negativos sobre estos tan pronto como los sintamos.
Esta sería una ocasión privilegiada para desligarlos de los términos pesimistas
que usamos para describirlos, experimentándolos tal y como son sin ponerles
una etiqueta que permita entenderlos. Esta forma de despojar a las sensaciones
de sus connotaciones negativas es increíblemente valiosa, pero requiere tiempo
y esfuerzo.
Para acabar, vale la pena tener en cuenta una última cuestión: en caso de
que un sonido abrupto irrumpa mientras estás concentrado, o de que surjan
otras distracciones alrededor, evita nuevamente evaluarlas y vuelve
pacientemente a centrar tu atención en la perpetua respiración que nutre cada
una de tus células. Esta forma de gestionar lo que sucede estimula también tu
flexibilidad cognitiva, una función que te permite reorientar la atención a los
distintos estímulos del entorno según lo que se necesite en cada momento, y
que puede encontrarse a veces alterada en quienes padecen un trastorno
ansioso.
La respiración consciente que estimula el mindfulness no persigue generar
un cambio repentino; de hecho, ni siquiera deberíamos pretender relajarnos a
través de ella. Las expectativas suelen jugar un papel contraproducente, y aquí
lo único importante es entrar en contacto contigo mismo e incrementar la
conciencia de tu corporalidad. Por ello no buscamos cambiar lo que sucede, sino
simplemente observarlo para ser testigos de los detalles de nuestra vida que a
menudo transcurren inadvertidamente. Son muchas las personas que logran
liberarse de la tensión acumulada con estos ejercicios sencillos, en especial
porque por sí mismos suponen una forma saludable de autocuidado. El tiempo
que decidas dedicarles dependerá de tu juicio y del tiempo del que dispongas.

A continuación te plantearé otros ejercicios de


mindfulness. Es frecuente que todos empiecen con una
respiración similar a la que acabas de ver, por lo que no la
detallaré nuevamente. Tan solo mencionaré la importancia
de dedicar unos minutos previos a realizarla, para después
proceder con el resto de la experiencia. Vamos allá.

Práctica 2: La meditación de la uva pasa


La meditación de la pasa es un ejercicio clásico de
mindfulness que está diseñado para estimular todos los
sentidos, orientándolos hacia algo pequeño que puedas
apresar entre tus manos con intención y atención plena.
Aunque tradicionalmente se utiliza una pasa, lo cierto es
que puedes practicarlo con cualquier objeto o alimento que
te sea agradable, como una cereza, una fresa... Así pues,
aunque lo ejemplifiquemos aquí con la uva pasa, siéntete
libre de adaptar la descripción de cada uno de los pasos a
lo que finalmente hayas escogido. En cualquier caso, sería
interesante que se tratase de un elemento comestible, pues
te permitirá ahondar mucho más en los matices sensoriales
(gusto, olfato...) y aprovechar al máximo la experiencia.
Algunas personas con trastorno obsesivo-compulsivo (o
simplemente muy escrupulosas) temen la contaminación
que pueda haber en sus manos al iniciar una práctica como
esta, por lo que sería básico que las limpiaran antes de
empezar si con ello se sienten más cómodas; al final
manipularemos intensamente el objeto o alimento con el
que vayamos a experimentar, por lo que (al menos al
principio) es recomendable que se tomen las medidas
oportunas para que la práctica discurra con las mínimas
interferencias posibles. Dicho esto, lo único que necesitarás
serán un par de pasas y un vaso de agua. ¡Pongámonos
manos a la obra!

Empezaremos el ejercicio, como de costumbre, prestando atención consciente a


la respiración. Dedícale tanto tiempo como necesites, hasta que te sientas
arrullado por la calma. Una vez estés ya en armonía, abre los ojos y mantenlos
abiertos durante todo el ejercicio, pues es importante dejar que todas las
sensaciones (incluso visuales) participen. El primer paso consistirá en sostener
con los dedos pulgar e índice una de las uvas y acercarla lo suficiente a tus ojos
para verla bien. Fíjate en la forma general que tiene, para lo que podrás
apoyarte también en la sensibilidad de tus dedos. Ubícala en posiciones
diferentes, de modo que aprecies todos sus matices y la forma en que la luz
incide sobre ellos. Distinguirás que su color es próximo al marrón oscuro, pero
que también hay algunas secciones donde adquiere tonalidades suaves que
lindan con el dorado y con el rojo. Detente también a observar las líneas sutiles
que trazan las irregularidades de su piel, así como a detectar cualquier
transparencia que pudiera presentar al colocarla a contraluz. Seguramente te
percates de que al ahondar en ella eres consciente de tantos detalles que sería
imposible señalar una única gama cromática que la represente totalmente, algo
que pasa inadvertido ante un objeto tan aparentemente sencillo.
Sigue ahora tanteando con las yemas de los dedos cada uno de sus
recovecos, al ser estas partes de tu cuerpo especialmente sensibles. Muévela en
tantas posiciones como desees, palpando aquellos rincones que hasta el
momento solo habías distinguido con la vista. Podrás sentir su temperatura, las
sensaciones que brotan al acariciar sus surcos y sus protuberancias. Prueba
también a rotarla y apretarla ligeramente, notando cómo su superficie cede
ligeramente sin resquebrajarse. Incluso sería buena idea acercarla a tu nariz y
discernir los aromas sutiles que se desprenden de ella, tenues por la delgada
piel que la recubre. Repara en todos los matices y déjate llevar por la posibilidad
de que su fragancia te traslade a un rincón remoto del pasado. En ocasiones,
estos estímulos olfativos tienen precisamente esta propiedad: nos hacen viajar a
momentos perdidos en los albores de nuestra vida para evocar experiencias
cargadas de contenido emocional. Sea como fuere, no rechaces ninguna
sensación ni vivencia, sino que trata de aceptarlas tal y como son sin emitir
juicios. En última instancia, podrás también intentar escuchar la uva pasa. Por
supuesto, si la acercas al oído descubrirás un atronador silencio, pero si
presionas ligeramente el fruto es posible que oigas cómo su interior se agita de
algún modo o cómo su estructura parece cambiar. Acepta la posibilidad de que
suceda y, cuando estés satisfecho, avanza al siguiente paso.
Y es que ahora corresponde, precisamente, probar el sabor de la uva. Esta
parte es, sin duda, la que ofrece un espectro más rico de sensaciones. Hazlo con
mucha paciencia y con la intención de no tragarla muy rápido, pues lo prioritario
será disfrutar la experiencia. Una buena forma de empezar es mantenerla entre
los labios, una zona extremadamente sensible del cuerpo, y juguetear con ella.
Te dará una perspectiva distinta de su dureza, y probablemente sentirás el
deseo de introducirla rápidamente en la boca y masticarla. Al hacerlo, algo que
ocurrirá cuando estimes oportuno, dedicarás un rato a desplazarla con la lengua
por toda la cavidad bucal. Podrás moverla a las regiones más rígidas, como la
encía o el paladar, aplastándola contra ellas. En todo momento habrás de
dejarte llevar por la experiencia, con apertura a posibles explosiones de sabor.
Es probable que debas vencer el impulso de morderla completamente, dado que
la mecánica de comer se rige por automatismos, por lo que cuando decidas
masticarla habrás de hacerlo poco a poco, aprovechando los incisivos y los
caninos. Cuando haya transcurrido el tiempo suficiente, usa los molares para
romperla del todo, haciendo que su sabor se expanda con más intensidad que
nunca. Es el punto de la práctica en que la presencia del fruto se vuelve más
clara para la conciencia, más nítida, pero también sujeta a vaivenes en su
intensidad que podrás captar si prestas la suficiente atención. Finalmente la
tragarás, tras lo que notarás cómo va diluyéndose todo rastro de lo que en
algún momento fue. Observa cómo se extingue poco a poco, lo que puede
requerir algunos minutos. En cierto momento, ya no quedará nada.

Llegados hasta aquí, será el momento de repetir el ejercicio con la segunda


de las pasas, para lo que beberás primeramente el vaso de agua que habías
preparado antes de empezar. Deja que tu atención se centre también en las
sensaciones que te proporciona este líquido al beberlo, con énfasis en cómo
disuelve cualquier atisbo de sabor que pudiera quedar en tu boca. Podrás
entonces volver a centrarte en la respiración, como hiciste al principio, y
dedicarle tanto tiempo como quieras.
En esta ocasión no solo deberás centrarte en las sensaciones inmediatas,
como hiciste con la primera de las uvas, sino que paralelamente deberás
cuestionarte el origen del fruto desde que fuera concebido hasta este momento.
En esencia, el proceso sigue siendo el mismo que antes, pero incorporando
reflexiones sobre el lugar del que proviene y todo lo que ha tenido que atravesar
hasta llegar al presente. Se trata de preguntas que te formulas a ti mismo para
desentrañar la complejidad que reside tras la sencillez aparente de un objeto
nimio, aludiendo al cuidado que debió precisar durante su cultivo, a la luz y a la
tierra que requirió para germinar o incluso a los tratamientos que necesitó para
su secado. El propósito no es otro que dejar de lado todos los automatismos que
impulsan a comer sin reparos y apreciar no solo los sabores y las sensaciones,
sino también aquellos aspectos que conforman la naturaleza más profunda de la
experiencia y que quedan ocultos tras las prisas de cada día.

Práctica 3: Body scan

El body scan, al igual que la meditación orientada a la


respiración o la de la uva pasa que acabas de ver, es uno de
los ejercicios fundamentales en el mindfulness. Con él se
asume conciencia del cuerpo, de las sensaciones y
emociones que emanan de él en el presente, de forma que
puedas ser partícipe de tu existencia más intensamente.
Antes de empezar con esta práctica debes haber aprendido
a interpretar cómo el organismo se comunica contigo a
través de las sensaciones, pues sabes que las personas que
sufren ansiedad pueden percibir como una amenaza
algunas de ellas. Las más comunes son las palpitaciones, el
calor en la piel o la respiración, así como la sudoración o el
temblor. Todas pueden enfatizarse durante la práctica del
body scan, por lo que habrás de desposeerlas de la
capacidad que alguna vez les atribuiste para provocar
episodios de pánico o malestar emocional.

El body scan empieza con un ejercicio de respiración consciente cuyo propósito


es ubicarte en el escenario adecuado para tomar conciencia plena del cuerpo.
Una vez hayas concluido, adoptarás una posición cómoda (preferiblemente
sentado, pero también se puede hacer tumbado), aprovechando una silla, un
sillón o incluso la cama. Al hacerlo, lo más importante es que te sientas en
sintonía con el espacio en que te encuentras, por lo que al principio habrá de ser
lo más familiar y seguro posible. En este momento, muchas personas disfrutan
agradeciendo mentalmente al cuerpo por su existencia y por permitirles vivir las
experiencias del día a día. Mantén la espalda recta, pero nunca rígida, y toma el
punto en el que estás como el centro de equilibrio sobre el cual pendula todo
cuanto eres. Comienza balanceándote suavemente adelante y atrás, una sola
vez en cada ocasión, con la mayor lentitud posible y sintiendo cómo tu cuerpo
atraviesa gentilmente la posición central de la que acabo de hablarte. Hazlo otra
vez, pero oscilando en el plano horizontal (de izquierda a derecha) y finalizando
de nuevo en la posición original, justo en tu centro de equilibrio. Aprecia cómo
tus hombros y tu cabeza simplemente se acomodan, libres de tensión y con
entrega para el resto de la práctica.
Ahora céntrate de nuevo en la respiración y aprecia los cambios que se dan
en tu cuerpo: cómo el abdomen sube y baja, cómo tu caja torácica se expande y
se contrae, o cualquier otro detalle que te llame la atención. Al ser un ejercicio
de atención consciente, pueden ser muchos los que la reclamen en este
momento...; simplemente, déjate llevar. Fíjate en el aire saliendo y entrando de
tu cuerpo hasta que consigas rebajar la tensión. Justo entonces, cuando te
sientas preparado, seguirás adelante.
Empieza con los pies y las piernas. Orienta hacia allí tu atención y fíjate,
primero, en todo cuanto ocurre en los dedos. Toda sensación merecerá ser
amparada y escuchada: ¿notas frío o calor?, ¿percibes algún cosquilleo o más
bien parece que no hay ninguna sensación especial?, ¿notas acaso el contacto
de tus dedos con los calcetines o con el suelo? Si apuras un poco más, ¿llegas a
percibir cómo alguno de ellos contacta también con los que están a su lado?
Una vez que te hayas adentrado lo suficiente en estas partes de tu cuerpo,
asciende (como si se tratara de una ola marina) por el resto de tus piernas.
Primero por las espinillas y las pantorrillas hasta alcanzar la articulación de
ambas rodillas, y justo después por los muslos y su parte posterior, que
probablemente estén en contacto con la silla o la cama (al igual que los
glúteos). Algo útil puede ser que cambies mentalmente de zona aprovechando
las exhalaciones, como si el aire que espiras desplazara el foco ligeramente. A lo
largo del proceso fíjate en todas las sensaciones que pueda haber: el contacto
del cuerpo con los elementos exteriores, el ángulo de la rodilla..., y recuerda: si
aparece algún pensamiento que te distraiga, no te preocupes por él. Reorienta
amablemente tu atención hacia aquella parte de tu cuerpo que lo requiera en
cada momento.
Una vez que hayas asumido plena conciencia de tus pies y piernas, desplaza
la atención hacia el pubis y la parte baja del abdomen. Nota las sensaciones que
haya allí y poco a poco ve ascendiendo a la tripa, el pecho y la región anterior
del cuello. En este punto lo fundamental es fijarse en cómo tu respiración influye
en cómo te sientes. Ábrete a la experiencia notando cómo la musculatura de tus
costillas se tensa y se relaja al ritmo en que inspiras y espiras, de forma sutil y
agradable. Déjate mecer por todo ello y recuerda que si surge alguna sensación
relacionada con la ansiedad, esta no tiene la capacidad de hacerte ningún daño.
Déjala ser, sin más. Cuando sientas que acabaste con esta zona, mueve tu
atención amablemente hasta la parte baja de la espalda (donde a menudo se
concentran muchas tensiones) y asciende, tan despacio como necesites, hasta
la región cervical (parte posterior del cuello). Observa cómo tu espalda en su
conjunto se apoya en el respaldo de la silla o la superficie de la cama, e
interioriza cómo tu peso te hace consciente del hecho de ocupar un espacio en
el mundo. ¿Qué cosas ocurren en la amplia extensión de tu espalda?, ¿cuál es la
temperatura que irradia desde ella?, ¿es exactamente igual en la parte alta y en
la baja, o existen discrepancias?, ¿hay alguna sensación que requiera que la
ampares brevemente en este instante de calma que estás dedicándote? Disfruta
de sentirte plenamente vivo en el momento presente.
Al acabar, fíjate en tus brazos y en tus manos. Ambos deben estar
suspendidos sin ninguna tensión o cómodamente apoyados sobre la superficie
de la cama. Primero proyecta la atención hacia los dedos. ¿Qué sensaciones hay
ahí?, ¿notas la diferencia de temperatura entre la parte que está en contacto
con la ropa o el suelo y la descubierta hacia el exterior? Las yemas de los dedos
son particularmente sensibles, por lo que seguro que habitan en ellas
experiencias que merecen ser atendidas amablemente. Continúa desplazándote
lentamente por los dorsos y por las palmas, por la articulación de la muñeca, los
antebrazos, los codos, los bíceps y los hombros. Es un viaje largo, pero estoy
seguro de que en cada una de sus paradas encontrarás algo que valga la pena y
que probablemente no habías notado hasta ahora. Recuerda que en el caso de
que surjan sensaciones molestas puedes tratar de experimentarlas tal y como
son, despojándolas de las palabras que usas para describirlas. Prueba a llevar la
respiración hasta esos puntos mientras los relajas, como si les enviaras una
energía misteriosa que los reconforta. También puedes aprovechar este
momento o cualquiera de los anteriores o posteriores para decirte algo como
«estoy completamente tranquilo» o «estoy presente y atento a la vida tal y
como es en este momento».
Ahora que todo tu cuerpo está en calma, invierte tiempo en tu rostro y tu
cabeza. Nota las sensaciones que hay en ambos, en especial en cómo el aire
entra en tu cuerpo por la nariz y sale de él, preferiblemente por la boca.
Experimenta la caricia que este ejerce sobre la piel de tus labios, que estarán
levemente separados entre sí, y las diferencias de temperatura entre la
inspiración y la espiración. ¿Cómo están tus ojos?, ¿qué sensaciones te
trasladan los párpados?, ¿notas cómo alguna brisa suave acaricia la piel
expuesta de la frente o de las mejillas?, ¿qué sensaciones tienes en el cuello
como resultado de mantener firme la cabeza?, ¿cómo es este equilibrio? Guíate
con preguntas como estas o cualquier otra que te surja y sirva para explorar
estas regiones, y date el capricho de dedicarles palabras amables que estimulen
tu estado de ánimo. El agradecimiento es una parte esencial del autocuidado, y
quizá este sea un momento privilegiado para ello.
En cierto momento, verás que todo tu cuerpo y tu rostro han recibido ya la
atención que merecen. Libera cualquier tensión aprovechando el instante en
que expulsas el aire y dedica algunos minutos a contemplarte como un todo en
plena armonía con lo que te rodea y con lo que habita dentro de ti. La ausencia
de sonido será un fantástico aliado, pues te ayudará a centrarte en esta
experiencia introspectiva y agradable. No obstante, si surgen ruidos a tu
alrededor habría que aceptarlos tal y como son, en consonancia con las
premisas fundamentales de las que debe partir todo practicante de la atención
plena. Invierte tanto tiempo como consideres conveniente en observarte, y
cuando estés listo vuelve a centrarte de nuevo en la respiración. Esta será como
un ancla para transitar desde el alboroto de lo cotidiano hasta la relajación de la
que ahora mismo te estás proveyendo, tanto para la entrada (al empezar) como
para la salida (al acabar). Nota el aire entrando y saliendo, nutriéndote, y poco a
poco deja que tu atención vaya desplazándose al exterior.
En cierto momento podrás abrir los ojos y recuperar la conciencia del
instante presente y del lugar en el que estás. Puedes desperezarte, girar las
muñecas o incluso caminar un poco por el espacio en el que te encuentras antes
de prepararte para el resto de las actividades de tu día.
17

LA IMAGINACIÓN GUIADA: EVOCANDO


ESCENAS AGRADABLES

LA IMPORTANCIA DE LA IMAGINACIÓN PARA LA SALUD MENTAL

La imaginación guiada nos sirve para identificar los


ejercicios que nos permiten traer a la mente escenas
plácidas y sentir emociones agradables en los momentos en
que estamos desasosegados. El objetivo que se persigue
con su práctica no es el de erradicar una vivencia difícil
que te esté abrumando, sino que se puede recurrir a ella
con el simple propósito de proporcionarte un espacio para
disfrutar y relajarte.

Recuerda que para superar un problema de ansiedad no debes


obcecarte en extirparlo de tu vida, sino que debes adquirir destrezas
para promover experiencias significativas y valiosas por sí mismas.
Este tipo de ejercicios te lo puede permitir.

En el contexto de los tratamientos para la ansiedad, la


imaginación se ha usado de muchas formas. Uno de los
ejemplos más conocidos lo encontramos en el abordaje de
las fobias específicas, donde la exposición (en imaginación)
puede utilizarse antes de dar el paso de afrontar
directamente aquello que se teme, con el acompañamiento
(al menos al principio) del terapeuta o de una persona en la
que se confíe plenamente. La imaginación se ha adaptado
también como entrenamiento en personas que padecen
ansiedad social, para poner en práctica las estrategias
comunicativas aprendidas o fortalecidas durante la terapia.
En general, estas técnicas requieren que seamos capaces
de visualizar, esto es, de generar mentalmente sensaciones
(visuales, táctiles, sonoras...) suficientemente vívidas.
Existen grandes diferencias individuales en esta capacidad,
por lo que quizá debas dedicar tiempo a fortalecerla si
sientes que te cuesta demasiado. En el caso de que tengas
experiencia con relajaciones que impliquen la recreación
de sensaciones corporales, tendrás mucho avanzado. En
cualquier caso, el autocuidado que te propongo no debe
percibirse como una carrera ni como una competición, sino
como un camino valioso cuyos beneficios acabarán llegando
en algún momento. Sin prisa.

La mayoría de las técnicas de relajación que emplean la imaginación


requieren respirar de una forma tranquila, por lo que es
recomendable que te familiarices con la respiración diafragmática
antes de comenzar a practicarlas.

La meditación de la montaña

Para llevar a cabo este ejercicio lo primero será buscar un lugar familiar en el
que sepas que no te van a interrumpir durante, como mínimo, quince minutos.
Es preferible llevar ropa y calzado cómodos e incluso descalzarte si así estás
más a gusto. Adopta una postura sentada, con la espalda firme (sin forzar) y con
los pies apoyados en el suelo. No debes cruzar las piernas. Las manos se
apoyarán en los muslos o rodillas, mientras que la cabeza permanecerá
equilibrada sobre los hombros. Puede ser interesante que alces sutilmente la
barbilla, siempre y cuando hacerlo te resulte sencillo y agradable, asumiendo
una posición que evoque dignidad o solemnidad.
Empezaremos, como de costumbre, respirando. Primero céntrate en cómo
surge la respiración de manera espontánea, y tras algunos minutos realiza tres
inspiraciones y espiraciones profundas (aprovechando tu capacidad pulmonar
natural). Mientras lo haces, proyecta tu atención a las sensaciones que surgen
en las fosas nasales y los labios (la temperatura del aire, su humedad...) y en los
discretos cambios de postura de tu cuerpo (elevación de los hombros, vaivén del
abdomen...). Como siempre, el objetivo es proporcionarte un momento de
tranquilidad sencillo, sin la pretensión de que sea de un modo concreto. Dedica
algunos minutos, tantos como consideres oportunos, a simplemente observar
cómo te nutres del aire que te rodea. Si en algún momento surge algún
pensamiento indeseado que te distrae, entiéndelo como algo totalmente normal
y reconduce la atención al ritmo de tu respiración. Por ejemplo, podrías
visualizar esos pensamientos indeseados como aves migratorias que atraviesan
el horizonte marino hasta desaparecer a lo lejos, fundiéndose en sus
profundidades.
Cuando te sientas preparado, te visualizarás a ti mismo sentado en una roca
o sobre el suelo de un lugar completamente salvaje. Deléitate en tantos detalles
como puedas, estimulando la totalidad de los sentidos mediante la imaginación.
No es necesario que se trate de un lugar conocido: puedes recrear uno
completamente nuevo y fantástico, siempre que reúna las condiciones que te
proporcionan paz. Repara en cómo los árboles se distribuyen a tu alrededor,
dejando filtrar la luz del sol entre sus ramas y hojas. Aprecia también el color del
cielo y el momento específico del día en que estás: puede ser un firmamento
estrellado en plena noche, uno límpido del mediodía u otro que anuncie una
tormenta inminente. Muchas personas se sienten cómodas imaginando el
escenario en las horas de transición entre el día y la noche, donde se mezclan
tonos caoba y malva, lo que enriquece mucho el conjunto. Si acaso adviertes
una nube, céntrate en su densidad y en el modo en que la luz incide en ella,
formando jirones de colores variados. Como puedes apreciar, lo realmente
importante es que enriquezcas la escena tanto como sea posible, incorporando
muchos detalles visuales, colores y formas.
Además de lo visual, por supuesto, debes complementar la escena con otros
detalles auditivos. El sonido de un riachuelo cercano, el trinar de las aves o el
murmullo de la hierba al ser acariciada por el viento. Captar los matices del
sonido contribuye a aumentar la inmersión. En el caso de escenas nocturnas
puedes acompañar el silencio con una brisa suave o el canto de los grillos, o
incluso con el crepitar de una hoguera próxima a donde te encuentras. Los
olores también tienen su importancia, pues la naturaleza emite un abanico
infinito de fragancias que puedes evocar en la memoria: el olor fresco de los
pinos u otros árboles, de las rosas o del agua al fundirse con la tierra. El sentido
del olfato tiene un vínculo potente con las emociones, por lo que puedes
aprovecharlo para traer al presente los recuerdos más entrañables por los que
transitaste a lo largo de tu vida.

Tales recuerdos te permiten guarecerte en los momentos de mayor


turbulencia existencial y son recursos de enorme valor para afrontar
las dificultades inherentes al hecho de existir.

En este proceso de recrear una escena relajante, el tacto también tiene un


papel clave. Puedes evocar la temperatura del aire que roza tu piel o la manera
invisible en que la acaricia antes de desaparecer. Es también reconfortante
cuestionarte su procedencia, dejarte mecer por el vértigo de imaginar qué
colinas habrá peinado hasta abrazar el espacio que ahora ocupas. Por otra
parte, estarás en contacto también con otras superficies, como el suelo o la roca
sobre la que te sientas, por lo que te ofrecerán sensaciones adicionales en las
que concentrarte (dureza, humedad...). Con las manos podrás palpar objetos
cercanos, reproduciendo su textura y otros detalles: ¿hay alguna hoja a tu
alcance? En caso afirmativo, ¿puedes deslizar los dedos por su superficie? Si se
trata de la hoja de un árbol caduco y has optado por representar una tarde de
otoño, quizá incluso cruja si la presionas suavemente. Aquí las opciones son
virtualmente infinitas. Cierto es que estimular el sabor puede resultar un poco
más difícil, pero... ¿y si pruebas alguna baya o cualquier otro de los frutos que te
rodean? Al fin y al cabo, estamos hablando de la imaginación, una parcela de
nuestra experiencia en la que absolutamente cualquier cosa es posible.
Tras algunos minutos de relajada visualización, atisbarás que frente a tus
ojos se descubre una enorme montaña. Puede tener los atributos que
libremente desees otorgarle, pero será fundamental que su apariencia resulte
imponente. Quizá esté nevada y solo muestre calvas rocosas en sus laderas, o
puede que esté poblada por una exuberante vegetación. Tanto una como otra
son opciones válidas, así como cualquiera que se te pudiera ocurrir, por lo que
dependerá de ti darle forma. En el momento que aparezca habrá de reclamar
por completo tu atención, por lo que la enriquecerás con tanto detalle como sea
posible: su perfil recortado, sus irregularidades, las oquedades oscuras que se
observan en su superficie o el modo en que se asienta en la tierra. Sea como
fuere, la dotarás de una serie de características que le confieran majestuosidad
(no es difícil sentirse así ante semejante espectáculo natural): permanencia,
fortaleza, solemnidad... Lo importante es que la observes con fascinación, y
también con la quietud del agua de una laguna. En cierto momento permitirás
que las estaciones del año se proyecten sobre la escena e incidan directamente
en la montaña, generando en ella cambios sutiles (pérdida de vegetación,
aparición de nieve en las zonas menos escarpadas, árboles con ramas
raquíticas...), pese a los cuales logra mantenerse siempre íntegra y completa.
Aun transcurriendo miles de años, sobrevive impertérrita a todas las
inclemencias que la acechan, erigiéndose sobre el paisaje con la fuerza y el
vigor de antaño. Este es el modo en que representamos su fuerza.
Tras algún tiempo deleitándote en la escena, pasarás a asumir el rol de la
propia montaña, visualizándote como si fueras ella. Esta transición debe ser
suave y requiere imaginación e inventiva, pues supone observar el mundo con
una perspectiva nueva. Desde las alturas contemplarás el entorno vibrante que
te rodea, dejando que fluyan con naturalidad todas las emociones que pudieran
hacer acto de presencia. Fundamentalmente debes aceptar como propias las
cualidades y atributos de la montaña, de manera que puedas apropiarte de su
fortaleza para asumir los grandes retos a los que habrás de enfrentarte en el
curso de la existencia. A este objetivo podrás dedicar los minutos que necesites,
hasta que te sientas satisfecho.
Para acabar, abre los ojos despacio y prepárate para el resto del día. A veces
puede ser útil mover ligeramente las manos y los pies trazando pequeños
círculos, de forma que recuperen más cómodamente su estabilidad. En los
momentos más difíciles de la jornada, siempre podrás recordar por un instante
lo que sentiste al contemplar el mundo desde tan alto que cualquiera de tus
problemas parecía insignificante.
La meditación del niño interior

La meditación del niño interior es una de las técnicas de


visualización más conocidas y profundas. Puede ser
emocionalmente intensa, por lo que debes estar dispuesto a
asumir que en algunos casos, sobre todo si arrastras
heridas de la infancia o conflictos sin resolver, te puede
resultar complicado ponerla en práctica de una forma que
te reconforte. Así, no es recomendable ensayarla hasta
sentirte preparado para ello, lo que probablemente llegue a
medida que vayas practicando otros de los ejercicios que te
planteo en este libro. También es adecuada cuando ya has
atravesado un proceso terapéutico con un especialista y
estás en mejor disposición para proporcionar cariño al niño
o a la niña que fuiste alguna vez, y que puede haber
quedado sepultado tras un tsunami de responsabilidades
adultas. Esta recomendación es clave, pues adentrarte en
la práctica puede ser contraproducente si no es el momento
apropiado para ti. Dicho esto, y teniendo la precaución en
mente, voy a describirla paso a paso.
Lo primero que debes hacer, como de costumbre, es buscar un lugar cómodo y
tranquilo en el que sentarte plácidamente y respirar con los ojos cerrados.
Concéntrate en cómo el aire entra y sale de tu cuerpo naturalmente, con
algunas inspiraciones profundas si lo deseas. Cuando estés sosegado, relajado a
partir de una sencilla respiración atenta, darás inicio a la visualización
propiamente dicha.
Para ello habrás de trasladarte mentalmente a la que fue tu habitación en la
infancia. En el caso de que te mudaras muchas veces y tengas varias a las que
recurrir, elegirás la que te resulte más representativa. Debes imaginar todos los
detalles posibles: la cama y la colcha que la cubría, el armario, la mesita de
noche, las lámparas y cualquier otra decoración que seas capaz de recordar. No
has de escatimar esfuerzos, todo debe ser tan vívido como si estuvieras allí
realmente: los colores, las proporciones, los juguetes que te divirtieron... Eso sí,
en el supuesto de que no logres recordar cómo era algo, habrás de mantener la
calma y no frustrarte innecesariamente. Simplemente seguirás adelante con el
resto de los pasos, con comprensión y con delicadeza. En cierto momento
tendrás que imaginarte a ti mismo ocupando ese espacio, jugando o haciendo
cualquier otra actividad con la que solías invertir el tiempo en aquel entonces.
Te visualizarás tal y como te recuerdas, algo que no siempre es sencillo.

El niño interior representa un periodo de tu vida muy relevante que


sigue latiendo dentro, aunque frecuentemente relegado a un
segundo plano, como si hubiera dejado de existir. En él sigue
atesorándose la curiosidad y la sencillez con la que vivíamos nuestra
experiencia en los primeros años, repletos de fascinación.

Ya como personas adultas, podemos acercarnos al niño que fuimos cargados


de aprendizajes y conocimientos de los que carecíamos en aquel periodo, con
intención reparadora y comprensiva. Reconocerás en el niño las dudas,
inquietudes y miedos que te atenazaban, y los ampararás para reconfortarte.
Dedica tanto tiempo como desees a su cuidado, abrazándote y
proporcionándote palabras de apoyo que sirvan para enfrentar los desafíos que
hoy sabes que llegarán. Mediante esta actitud validarás las emociones que en
aquel momento sentías, y te darás el apoyo suficiente para hacer de la vida un
espacio seguro en el que estar. Tu sensibilidad es clave, por lo que habrás de
elegir la interacción que puedas soportar: las palabras y los gestos que
selecciones deben ser coherentes con tus necesidades, sin excederte más allá
de lo que consideres apropiado.
La técnica del niño interior puede ser dolorosa si existen
circunstancias que no has superado todavía (situaciones de abuso,
negligencia...), en cuyo caso la mejor alternativa es dejar este
procedimiento en manos de un profesional cualificado.
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EL DEBATE RACIONAL: CONOCIENDO Y


CUESTIONANDO MIS PENSAMIENTOS
NEGATIVOS

SOBRE EL DEBATE RACIONAL Y SOBRE POR QUÉ TODOS PENSAMOS

IRRACIONALMENTE A VECES

Cuando hablamos de debate racional nos referimos a un


proceso a través del cual reflexionamos de manera consciente
sobre ciertos pensamientos negativos, muchos de ellos
automatizados en nuestras vidas, que irrumpen en nuestra
mente condicionando la forma en la que nos sentimos y
actuamos. El debate racional parte de las aportaciones del
psicólogo Albert Ellis, que ofreció al mundo una guía para
entender cómo nuestras interpretaciones de la realidad
afectan a la salud mental. Es probable que concibas el adjetivo
racional como una imposición que implica desprenderte de las
emociones, pero en realidad no tiene nada que ver con eso: se
trata de una forma de introspección que te permite adoptar el
papel de un intrépido explorador que se cuela en su vida
interior para descubrir los recovecos profundos y misteriosos
que allí habitan. Quien desarrolla la costumbre de debatir sus
pensamientos irracionales alcanza un conocimiento profundo
de cómo se despliega su vida mental, como si fuera un
topógrafo describiendo la orografía de un lugar inhóspito.
Desde la perspectiva de Ellis, los acontecimientos vitales
carecen por sí mismos de la capacidad para hacernos daño. La
mayoría de las personas, cuando se les pregunta, responde
que la causa de su malestar es algún hecho concreto que les
ha ocurrido (una discusión familiar, un suspenso, un
despido...) y conecta directamente la situación vivida con sus
emociones y su conducta (sentirse triste, aislarse...). No
obstante, si esta relación fuera cierta tendríamos dos
consecuencias inmediatas: todas las personas actuarían de la
misma manera ante circunstancias semejantes y nuestros
sentimientos estarían sujetos irremediablemente a la
arbitrariedad de un mundo imposible de controlar.

Si lo piensas, te darás cuenta enseguida de que cada persona se siente y


se comporta de una forma muy diferente al afrontar una dificultad, y
también que siempre existe un margen de maniobra para actuar de
manera distinta al dar respuesta a un problema. Todo depende de la
experiencia previa y de cómo vivimos el presente.

La explicación es sencilla y cuenta con muchísima evidencia


científica: los pensamientos irracionales (según Ellis, ideas o
creencias poco objetivas, inútiles y radicales) son tan fugaces
que resultan prácticamente inapreciables, hasta el punto de
que es habitual ignorarlos y creer que lo que sentiste se debe
tan solo a lo que pasó fuera de ti. Al fin y al cabo, lo que ocurre
en el mundo exterior es más evidente que lo que ocurre en el
mundo interior, especialmente si durante mucho tiempo
decidiste vivir sin reparar demasiado en lo que pensabas y
sentías.
Cuando descubres que una parte importante de la tristeza, de la ira o del
miedo depende de ti mismo, el mundo se vuelve un lugar un poco menos
amenazante. Así pues, este debe ser el primer aprendizaje que deberás
interiorizar de este debate racional.

La dinámica de las emociones es mucho más compleja de lo


que pudiera parecer a priori, y suele ser más o menos así: te
enfrentas a una situación que actúa como detonante del
pensamiento, mientras que es este, nutrido por experiencias
previas, es el que precipita las emociones y orquesta el modo
en que actúas. La relación entre pensamiento y emoción te
ofrece la oportunidad de descubrir cómo interpretas la
realidad y de qué forma esto te afecta en la vida diaria.
Discernirlo es algo fundamental y ubica el foco de la
experiencia interna en algo que sí puedes cambiar con cierto
esfuerzo: las distorsiones cognitivas en las que sueles caer y lo
que haces para lidiar con ellas. Probablemente acabarás
dándote cuenta de que tiendes a maximizar o a minimizar, a
alcanzar conclusiones precipitadas, a emplear términos
extremos para juzgarte a ti mismo, a razonar en exceso tu vida
afectiva o a incurrir constantemente en un perfeccionismo
imposible de satisfacer. Cada uno de nosotros, sin excepción,
tendrá una particular forma de procesar la información y de
relacionarse con el mundo.
Es probable que en este momento te estés preguntando si
esto de pensar de un modo irracional es algo extraño, o si
quizá implica que eres emocionalmente débil. La respuesta a
esta pregunta es sencilla: no. Todos, con independencia de
nuestro nivel intelectual o de nuestras experiencias vitales,
podemos pensar de manera irracional en ciertas situaciones,
sobre todo cuando son personalmente relevantes, pues
sabemos que el cerebro está diseñado para elaborar
interpretaciones rápidas y económicas de los hechos que
importan. Recuerda que las capacidades humanas son
limitadas en relación con el abrumador entorno en el que
vives, por lo que debes recurrir a atajos para tener la
impresión de que lo comprendes, de que puedes predecirlo y
de que existe la posibilidad de controlarlo. Por este motivo
solemos dejarnos información en el tintero, para guiarnos a
menudo por las emociones que sentimos o por los aprendizajes
que hemos ido adquiriendo con los años. El resultado es que
caemos irremediablemente en las distorsiones cognitivas, de
las cuales ya te hablé en un capítulo anterior de este libro.
Quizá ahora es importante releerlas, pues es probable que
identifiques cuáles son las más comunes en ti y comprendas
mejor cómo han limitado tu vida y tus relaciones con los
demás. Además dispondrás de una guía con la que empezar a
trabajar en los distintos pasos que dan forma a este ejercicio.
Para entender por qué sueles pensar irracionalmente o por
qué en determinadas situaciones te sientes emocionalmente
vulnerable, debes revisar el camino recorrido desde que
naciste hasta que tus ojos se posaron en estas líneas. Con toda
seguridad, algunas de las ideas que hoy mantienes y te
generan problemas tenían sentido cuando fueron forjadas
tiempo atrás, pues en aquellas circunstancias suponían una
forma razonable de adaptarte a las dificultades que te tocó
vivir. En definitiva, conservas una forma de pensar que
funcionó en su momento pese a que ahora ya no sirva en
absoluto, porque la expectativa de abandonarla te provoca
vértigo. Por este motivo es injusto ser cruel contigo mismo por
pensar de cierta forma, o fustigarte cuando alguien te expresa
su desacuerdo con lo que sientes o haces.
Tu tarea consiste en analizar con sensibilidad aquellas facetas de tu vida
en las que consideres que vale la pena realizar cambios y asumir el
tiempo que necesitas para comprometerte con ellos.

Romper estas dinámicas tan consolidadas requiere tiempo y


esfuerzo. Lo principal es comenzar la tarea con la certeza de
que no todo será perfecto desde el principio, pero que poco a
poco podrás conquistar avances que redundarán
positivamente en las áreas vitales que consideras relevantes.
Hay que tener en cuenta que el mantenimiento de los
trastornos ansiosos gira, junto a la evitación de lo temido, en
torno a distorsiones cognitivas como el catastrofismo o la
sobregeneralización. Incidiendo en ellas apaciguarás la
rumiación, las preocupaciones, la anticipación ansiosa y la
visión negativa de tu forma de actuar ante los demás. No se
trata de algo que puedas lograr en pocos días, sino de un
hábito nuevo que te permitirá ser más consciente de cómo
algunos de tus pensamientos están esculpiendo lo que sientes,
de manera que puedas ir desarrollándolo con el tiempo hasta
que se instaure en ti de forma prácticamente inconsciente.

¿CÓMO SON LOS PENSAMIENTOS IRRACIONALES?

Como ya sabes, no es fácil identificar los pensamientos


irracionales, puesto que son automáticos y fugaces. Por ello no
es raro que te sientas emocionalmente abrumado en
situaciones concretas sin saber qué ha podido pasar por tu
cabeza para provocarlo. Lo más común en este caso es que
acabes pensando que tienes miedo o estás triste solo por lo
que acabas de vivir, cuando también la manera en que
interpretaste el hecho pudo haber tenido algún papel. Esta
conclusión no tendría mayor trascendencia si no fuera porque
muchas de las cosas que nos ocurren escapan por completo a
nuestro control. Si logras desentrañar el papel del
pensamiento en tus emociones se desplegará ante ti un
universo de oportunidades para el autocuidado psicológico,
pues conociendo bien tus sesgos habituales podrás debatirlos
y ponerlos a prueba en el escenario de la cotidianidad. Esto es,
tendrás la capacidad de gestionar mejor lo que sientes.
Así pues, cada vez que surja una emoción que te abrume o
te paralice, tendrás una oportunidad para conocerte un poco
mejor. Al menos eso será así si tomas la decisión de
mantenerte firme y no corres en una dirección opuesta a lo
que estás sintiendo, lo que sería un ejemplo perfecto de la
evitación experiencial de la que te hablé en otros capítulos. El
autoconocimiento de tu vida emocional ha de partir de
preguntas que te formulas a ti mismo con curiosidad genuina,
como si estuvieras manteniendo una conversación con un
amigo para entender qué le está sucediendo. Así, ante un
pensamiento que te provoque emociones muy difíciles de
soportar podrás cuestionarte cosas como:

¿Lo que me estoy diciendo tiene una base objetiva?


¿Qué pruebas tengo de que realmente sea cierto?
¿Esta forma de entender las cosas me está ayudando a
afrontar la situación?

Veamos cómo hacerlo.

¿CÓMO PUEDO SABER CUÁLES SON MIS PENSAMIENTOS IRRACIONALES MÁS

COMUNES?

El debate racional es un proceso que requiere bastante práctica, así que no deberías
tener prisa cuando empiezas a conocerlo. Vamos a aprenderlo con un ejercicio en
apariencia sencillo, pero que puede ayudarte a entender tus pensamientos en
momentos de dificultad. Al principio podrías necesitar un papel para hacerlo más
fácil, pero a medida que el tiempo transcurra interiorizarás los pasos y se convertirá
en un hábito saludable y espontáneo. Por decirlo en otras palabras: acabará
transformándose en un recurso que no exigirá atención ni tampoco esfuerzo, pero
que te aportará muchas cosas positivas. El proceso se inicia cuando identificas una
emoción intensa que te bloquea, momento en el cual deberás detenerte y observar
dentro de ti...

¿Cómo he interpretado los hechos para acabar sintiéndome así?


¿Existe alguna forma más adecuada de entender qué ha sucedido?
¿Qué es exactamente lo que ha pasado?
¿Qué es lo que he pensado al respecto?

Todas las respuestas a estas preguntas pueden anotarse, cuando dispongas de un


momento de calma para ello, en una matriz parecida a esta (con tantas filas como
quieras):

Fecha y ¿Qué ha ¿Qué he pensado en ese ¿Cómo me he sentido y qu


hora ocurrido? momento? he hecho?

Muchas personas la preparan por las mañanas y se la


guardan en un bolsillo u otro lugar accesible para hacer uso de
ella cuando les venga mejor, convirtiéndola en una especie de
diario abreviado de sus emociones que las acompaña allá
donde van. Otras pueden dedicarle un rato solo al finalizar el
día, cuando están tranquilas y disponen de tiempo,
recapitulando lo vivido en las últimas horas. Puedes elegir lo
que te resulte más cómodo. Cada fila se dedicará a una
situación, pensamiento y emoción concretos. Veamos cómo
completar cada una de sus partes:
Fecha y hora: en esta primera columna únicamente deberemos hacer constar la
fecha y la hora aproximadas en que ocurrió el suceso que quieres estudiar.
A veces es posible que no tengas la ocasión de completar
el registro en el momento exacto en que pasó, bien porque
estés demasiado ocupado, bien porque te estás sintiendo
emocionalmente indispuesto. En este caso, busca la
ocasión para hacerlo tan pronto como sea posible, pues a
medida que transcurren las horas o incluso los días resulta
más difícil evocar los detalles concretos. Además, debes
tener en cuenta que la memoria tiene propiedades
reconstructivas, por lo que al recordar un pasado muy lejano
puedes (sin quererlo) incorporar matices que no estaban en
la situación original, contaminando definitivamente la
escena y haciéndola más difícil de analizar.
¿Qué ha ocurrido?: en esta segunda columna debes dejar constancia del suceso
que has vivido de la manera más objetiva posible, como si hicieras una
fotografía con palabras.
Puedes centrarte en la persona o las personas que
estaban implicadas, o simplemente describir los hechos. Un
ejemplo sería: «He coincidido por la calle con un
compañero del instituto y no me ha devuelto el saludo».
Como puedes ver, se trata de una frase sencilla en la que
no se incluyen pensamientos o sentimientos, solamente
algo que viviste en un determinado momento, separándolo
muy claramente de lo que puedas pensar o sentir al
respecto. Este paso, aparentemente fácil, te permitirá
seguir avanzando en todos los demás.
¿Qué he pensado en ese momento?: esta parte del proceso suele ser la más
difícil para la mayoría de las personas, al menos al principio, cuando se están
familiarizando con la práctica.
En esta columna reflejarás lo que has interpretado de la
situación que viviste, esto es, qué pensamiento surgió
mientras estabas sumergido en la experiencia. Tal y como
vimos al hablar del mindfulness, los hechos en sí mismos son
diferentes a lo que pensamos sobre ellos, aunque a
menudo tendamos a identificarlos erróneamente con la
opinión que nos merecen. En cualquier caso, la frase que
escribas deberá expresar aquello que surcó tu mente en el
momento mismo, o inmediatamente después, de que te
enfrentaras al hecho que describiste en la columna de la
izquierda. Siguiendo el ejemplo, en el que un antiguo amigo
no intercambió palabra alguna contigo tras mucho tiempo
sin coincidir con él, existiría la posibilidad de que pensaras
«me ha ignorado» o «soy una persona indigna de ser
recordada». Estas interpretaciones tan dolorosas son más
comunes de lo que podamos pensar y tienen un evidente
impacto emocional. Además, puedes creer a pies juntillas
su contenido, sobre todo si tu autoestima ya se encontraba
muy dañada por otras circunstancias que viviste en el
pasado. En el caso de que las detectes, estas u otras
parecidas, tendrás que trasladarlas con precisión a este
espacio de la matriz.
¿Cómo me he sentido?: en esta columna del registro debes dejar constancia de
las emociones o sentimientos que han surgido como resultado ya no de la
situación, sino de la forma particular en que la interpretaste.
Puedes acogerte a las emociones fundamentales que
todo ser humano es capaz de sentir (tristeza, enfado,
miedo, asco, alegría y sorpresa) o describir sentimientos
más complejos (como la vergüenza, la envidia, la
desconfianza...). Sea como sea, debes tener en cuenta que
es posible experimentar una combinación amplia de
emociones o sentimientos al mismo tiempo, incluso aunque
pudieran parecer incompatibles. Se trata de una cualidad
posible gracias a la complejidad de nuestro sistema
nervioso central, pero que hace todavía más difícil saber
con claridad qué estás sintiendo en cada momento. Un
ejemplo lo encontramos en la nostalgia, que florece al
recordar experiencias distantes en la narrativa de nuestra
vida y que aúna armónicamente la alegría y la tristeza. Una
vez identificadas las emociones o los sentimientos, podrás
asignarles una puntuación de 0 a 10 atendiendo a su
intensidad o a cómo alteran tu equilibrio afectivo. Así, una
valoración de 0 significaría que su efecto sobre ti es
prácticamente inapreciable o que te resulta perfectamente
tolerable, mientras que una de 10 sugeriría que te sientes
desbordado. Puede ser útil incorporar las conductas que
llevas a cabo (escape, aislamiento, evitación, discusión...),
pues también se relacionan con lo que sientes y tienen
consecuencias sobre los demás y sobre ti mismo. En el
caso del ejemplo anterior, podrías manifestar tristeza,
indignación o voluntad de apartarte de todo, algo que sería
totalmente razonable si interpretaras que no eres digno de
ser recordado o que te han ignorado por completo.

Este sencillo ejercicio tiene la utilidad de que conozcas con


mayor detalle cómo sueles responder a determinadas
situaciones de la vida: primero, qué es lo que piensas con más
frecuencia sobre ellas (cuáles son tus distorsiones cognitivas),
y segundo, qué sentimientos o emociones son más habituales
en ti. Puedes entenderlo como una herramienta para el
autodescubrimiento personal, la guía con la que bucear en el
océano de tu vida interior. Conocer la relación que hay entre
los hechos, los pensamientos y las emociones es el aprendizaje
más valioso de la primera parte del debate racional. Cuando
esté más o menos dominado, podrás seguir adelante con la
segunda parte, en la que aprenderás qué puedes hacer con los
pensamientos que identificaste.

¿QUÉ PUEDO HACER CON MIS PENSAMIENTOS IRRACIONALES?

Una vez que hayas estado practicando algún tiempo con la primera parte del debate
racional (un par de semanas aproximadamente, o algo más si así lo consideras),
empezarás con la segunda. En este punto ya deberías ser capaz de identificar más
rápidamente lo que sucede y los eslabones que existen en la cadena de tus
experiencias (suceso-pensamiento-emoción / conducta), por lo que habrás
desarrollado un conocimiento útil con el que cuestionar activamente tus
pensamientos irracionales. Imagínate a ti mismo como un periodista o un científico
en busca de una verdad latente, oculta a las apariencias, a la que te aproximas paso
a paso mediante preguntas (al estilo socrático). Estas incógnitas deben formularse
directamente al pensamiento que te genera malestar, como si fuera un testigo al
que estás interrogando, y persiguen el propósito de poner a prueba la certeza de sus
argumentos o testimonios. En concreto, son cuatro las preguntas que deberás
hacerte:

¿Tengo pruebas objetivas que confirmen que tal interpretación de los hechos es
inequívocamente cierta?
¿Está generándome el pensamiento alguna emoción demasiado intensa o que
me desborda?
¿Aferrándome a esta visión del problema, mejoro mis opciones de resolverlo?
¿Estoy empleando palabras demasiado categóricas para definir qué ha
ocurrido?

Veámoslas en detalle:

Pruebas objetivas: imagina que estás frente a un juez,


dirimiendo si una persona es inocente o culpable de un
hecho del que se la acusa. En el contexto del debate
racional actuarás como un fiscal para demostrar sin
ninguna duda razonable que el imputado, el pensamiento
que te ha atenazado, es responsable de cometer el delito
de ser falso (distorsionado). Como es obvio le asisten todos
los derechos y disfruta de la presunción de inocencia, por
lo que te corresponde a ti probar si está diciendo la
verdad. Para este fin tendrás que recabar todas las
evidencias posibles y hacer un análisis profundo de ellas,
recurriendo tanto al pasado como al presente. Puede que
el pensamiento te reproche que actúas siempre con
desacierto o te acuse de ser incapaz de hacer las cosas
bien, en cuyo caso tendrás que revisar tus pasos para
comprobar si tiene las pruebas suficientes para hacer esas
afirmaciones. Recuerda que prácticamente nunca tenemos
toda la información necesaria para emitir juicios perfectos
sobre las cosas y que una de nuestras tendencias es llenar
los vacíos de información con nuestras incertidumbres e
inseguridades, por lo que es probable que esté equivocado
o que sea impreciso. Por ello es necesario que seas cauto
en el proceso, y que aceptes la posibilidad de algún sesgo
negativo que te haga evaluar con pesimismo las distintas
situaciones y que se exprese en esos pensamientos. Al
final, tu función será reconstruir argumentos lógicos con
los que cuestionar la automática certeza que acompaña a
los pensamientos distorsionados.
Emociones desbordantes: las distorsiones cognitivas
tienen la capacidad de generar un estado emocional tan
intenso que puede llegar a percibirse como insoportable.
No obstante, los pensamientos ajustados a la realidad
motivan sentimientos más sosegados y gestionables. Esto
no significa que cambiando tu forma de pensar vayas a
pasar de sentirte profundamente triste a eufórico o
radiante, sino que hallarás un equilibrio desde el que será
más sencillo regular la emoción antes de que esta te
inunde por completo. No olvides que determinadas cosas
que hacemos cuando sufrimos ansiedad, y que a la postre
mantienen el problema a lo largo del tiempo, tienen que
ver con las dificultades para tolerar las sensaciones que
juzgamos como asfixiantes o intolerables. Buscando
alternativas racionales puedes mediar en la escalada de
tus emociones, lo que al mismo tiempo aumentará tu
sensación de control y tendrá un eco positivo en tu
autoestima.
Utilidad: la forma en que piensas sobre una situación
difícil debe servirte de guía para resolverla, pues de lo
contrario no te permitirá desplegar los recursos necesarios
para hacerle frente y aprender de ella. Las distorsiones
cognitivas no aportan nada significativo a tu capacidad de
afrontamiento y, de hecho, conducen muchas veces a la
parálisis o al retraimiento. Así pues, en el caso de que
llegues a la conclusión de que cierta forma de pensar
respecto a algo que te ha ocurrido no es útil ni relevante,
que solo te conduce a un océano de más dudas e
incertidumbre, deberás pensar en la posibilidad de
reinterpretarlo de forma diferente. La reinterpretación
positiva de las situaciones que te generan estrés, por
ejemplo a través del uso razonable del humor, puede
ayudarte a desposeerlas de sus matices dolorosos y a
plantarles cara de mejor forma. No se trata de
autoengañarte o ceder a una actitud ilusa, sino de buscar
un punto de partida más favorable.
Uso de palabras absolutas: cuando construyes un
pensamiento, palabras como todo o nada y siempre o
nunca esconden una trampa invisible y muy peligrosa,
pues ya sabes que todas las personas hacemos
simplificaciones para entender lo que nos rodea y
tendemos a caer en generalizaciones excesivas. Esta forma
de hablarte a ti mismo irrumpe en el contexto de
intensísimos estados de frustración y está completamente
alejada de la realidad. Y es que todos nos equivocamos
alguna vez, ya que es una parte inevitable de cualquier
proceso de aprendizaje, pero también acertamos y vamos
cosechando pequeños o grandes éxitos. Aun así, puede
ocurrir que al recordar tus errores caigas en la trampa de
atribuirlos a factores internos y estables, como a tu forma
de ser, ignorando las circunstancias que te rodeaban y que
pudieron contribuir de algún modo. Es entonces cuando el
verbo estar muta en ser, destrozando tu esperanza de
hacer las cosas mejor algún día. Muchas personas que
padecen trastornos del estado de ánimo o de ansiedad
emiten estos mismos juicios sobre sí mismas, desvirtuando
su propia realidad y tratándose de manera injusta.
Una vez desplegadas estas preguntas, dispondrás de la materia prima necesaria
para responder a preguntas como:

¿Es mi pensamiento original una distorsión cognitiva?


¿Sería posible plantearlo en otros términos diferentes, más ajustados a la
realidad o que me permitan afrontar mejor las cosas?

En caso de concluir que la interpretación que hiciste estaba sesgada, debes


recordar que absolutamente todos cometemos estos errores a menudo. No hay,
pues, espacio aquí para la culpa... Al contrario: estás aprendiendo los mecanismos
explicativos de las emociones y cómo aprovecharlas para vivir mejor. Se trata de un
paso muy valiente que supone el reconocimiento tácito de tu derecho a cometer una
equivocación, lo que es en sí mismo un indicio inequívoco de madurez.

¿CÓMO PUEDO ELABORAR UN PENSAMIENTO ALTERNATIVO?

Al llegar aquí debes postular una interpretación alternativa para el hecho, en la que
seas sensible al extraer conclusiones. Tendrás que velar por que en contraste con el
pensamiento irracional sea más objetiva (tengas pruebas que la apoyen), más útil
(te facilite las bases para actuar eficazmente respecto a la situación), más sosegada
(te genere emociones más fáciles de gestionar) y que no esté elaborada con
palabras extremas. Cuando por fin la hayas encontrado, podrás ponerla a prueba
formulando otra vez las preguntas socráticas que vimos en un punto anterior, las
cuales te darán las pistas que necesitas para aceptarla o rechazarla. Esto es,
incidirás deliberadamente en tus dinámicas de pensamiento para identificar qué
procesos internos afectan negativamente a tu vida emocional y actuarás sobre ellas
de forma consciente. Es posible que la práctica del mindfulness ayude también, pues
te proporcionará claridad y permitirá adoptar una visión amplia de lo que ocurre
dentro de ti mientras vives situaciones cotidianas. En definitiva, son dos estrategias
complementarias que permiten avanzar en la misma dirección: asumir conciencia de
la vida interior y de cómo esta influye en tus emociones y conductas.
Ahora ya puedes enriquecer el registro con dos columnas adicionales, que
resumen todo el proceso llevado a cabo en este punto. Se trata de las reservadas a
la interpretación alternativa que hayas logrado formular y a los nuevos sentimientos
o acciones que se desprendan de ella. Veamos cómo queda entonces:

Fecha ¿Qué ha ¿Qué he ¿Cómo me he Interpretación Nuevos


y ocurrido? pensado en ese sentido y qué he alternativa sentimien
hora momento? hecho? y acciones

Interpretación alternativa: en esta nueva columna debes incluir la


interpretación a la que hayas llegado tras debatir la distorsión cognitiva
detectada.
Esta habrá de tener una serie de características: adecuarse objetivamente a la
situación (disponer de pruebas que nos sirvan como sustento), generar
emociones cuya intensidad sea proporcional, resultar útil para resolver el
problema y emplear palabras ajustadas (no polarizadas ni absolutas). El
proceso para encontrarla puede requerir tiempo y esfuerzo, pero también te
permitirá conocer más sobre ti mismo y hará las cosas más fáciles para el
futuro. En el ejemplo que hemos estado viendo hasta ahora cabría la
posibilidad de elaborar un pensamiento diametralmente distinto al de «me ha
ignorado» o «soy indigno de ser recordado», como «no se ha dado cuenta de
que pasaba por allí», «estaba enfrascado en sus propios pensamientos» o «no
me ha reconocido». Los tres son, como puedes observar, potencialmente
viables. La sustitución de la interpretación anterior por cualquiera de estas
puede tener una profunda repercusión afectiva y conductual, extremo que
reflejarás debidamente en la última de las columnas, que vamos a ver ahora.
Nuevos sentimientos y acciones: se trata de la última columna del debate y el
final del proceso. Tiene como objetivo valorar el modo en que resuena el
pensamiento alternativo al que has llegado, esto es, el pensamiento racional
que sustituye a las distorsiones cognitivas que debatiste. Esta forma de
reevaluarlas, que supera los filtros del análisis socrático, tendrá consecuencias
importantes para ti a diferentes niveles. Lo primero que debes reflejar es la
emoción que aflora como resultado de este nuevo pensamiento, que puede ser
parecida a la que se desprendía del pensamiento original (tristeza, miedo...) o
no asemejarse en absoluto (esto es más infrecuente), pero que en todo caso
será mucho más sencilla de gestionar. Puede que sigas manteniendo la tristeza,
claro, pero que su intensidad no alcance el umbral desbordante que tuvo antes.

Es posible que al leer esta técnica todo te parezca


excesivamente obvio, o que concluyas que no vale la pena
intentarlo por lo evidente que parece. No obstante, te diré
algo: son pocas las personas que se detienen a analizar lo que
pasa por sus cabezas y que sin saberlo viven acongojadas o
ansiosas por ideas preestablecidas que podrían transformarse
en otras más productivas. Espero que la práctica de este
procedimiento te traiga muchos descubrimientos y que te
permita conocerte mejor. ¡No desistas en el esfuerzo!
19

LA DESCATASTROFIZACIÓN:
AJUSTANDO MIS EXPECTATIVAS
PERSONALES

LA ACTITUD CATASTROFISTA

Son muchos los trastornos de ansiedad en los que


anticipamos el futuro de una manera poco optimista, e
incluso catastrofista. En este sentido, puedes llegar a
pensar que los acontecimientos devendrán por senderos
terribles y que tendrán consecuencias dramáticas para ti o
para los demás. Esta perspectiva pesimista suele
mantenerse a menudo por la premisa de que así «evitamos
las decepciones», pero lo cierto es que únicamente aporta
estrés. Recuerda que para nuestro cerebro es difícil
distinguir entre los sucesos adversos que están ocurriendo
en el momento presente y los que simplemente
imaginamos. También hay personas que consideran el
optimismo como una perspectiva ingenua de la realidad,
evitando acogerse a él a toda costa y prefiriendo una
expectativa oscura disfrazada de objetividad. Si bien es
cierto que cuando nos forzamos a ser optimistas de una
forma inflexible e irracional podemos acabar empeorando
la situación, pues no nos preparamos correctamente ante la
posibilidad de un escenario negativo, tampoco es
emocionalmente saludable caer justo en el extremo
opuesto. Y es que el pesimismo puede conducirnos a
abandonar rápidamente nuestros esfuerzos, por lo que
acaba siendo contraproducente si nos enfrentamos a
situaciones realmente cruciales, como el diagnóstico de
una enfermedad grave o la pérdida de un ser querido. Esto
último es lo que conocemos como actitud catastrofista: una
inflamación de las expectativas negativas que nos impide
advertir un mínimo atisbo de luz.

UN EJEMPLO DE LA VIDA COTIDIANA

El pánico a mostrarse ante los demás

María es una chica que teme intensamente hablar en público. Estudió


Derecho, pero durante su formación evitó todas aquellas asignaturas en
las que sabía que debería defender algún caso en el aula, frente a sus
compañeros y docentes. En muchas ocasiones se trataba de materias
que despertaban en ella mucho interés, pero a la hora de tomar la
decisión pesaba mucho más el miedo que la atenazaba. Se acercaba al
final de su formación y empezaba a asomar una amenaza terrible que
hasta aquel momento había permanecido latente, agazapada en su
conciencia: debía defender su trabajo de fin de grado ante un tribunal
académico. Llevaba ya semanas con pesadillas horribles, en las que el
auditorio de la facultad se elevaba como una enorme boca desdentada,
dispuesto a devorarla. Esta escena tan desagradable se acompañaba
del eco de las risas de sus compañeros y de las expresiones ojipláticas
de los profesores, que se desternillaban ante su fracaso y su
humillación. Se despertaba empapada en sudor, con el corazón
galopando en el pecho.
Si María se hubiera detenido un solo momento a pensar, habría
comprobado que sus temores se hallaban conectados entre sí bajo
premisas concretas, a las que podría haber llegado formulando en
cadena una pregunta: «¿Qué pasaría si...?». No es sencillo darse cuenta
de esto enseguida, pues lo cierto es que los miedos se imbrican unos
con otros de forma bastante abstracta. Veamos estas conexiones y si
encajan con la realidad en el caso de María.
Podríamos preguntar a nuestra hipotética María algo como: «¿Qué
pasaría si hablaras en público ese día y las cosas no salieran tan bien
como quieres?». Probablemente respondería algo que mostraría a sus
compañeros que está haciendo el ridículo y no sabe de lo que habla.
Dada esta respuesta, podríamos insistir con: «Y ¿qué pasaría si hicieras
el ridículo?», y esperar su réplica. Lo más habitual es que esta
encadenara ideas como que no la aceptarían, que suspendería, que se
quedaría sola o que se deprimiría mucho. Ante esta nueva conclusión
formularíamos otra pregunta similar a la anterior, como: «Y ¿qué
pasaría si suspendieras?» o «¿qué pasaría si no te aceptaran?». A
medida que fuéramos indagando en el proceso cíclico de
cuestionamiento, explorando las consecuencias que María atribuye a
cada eslabón de la cadena, descubriríamos algo importante: que existe
un abismo entre la situación original que le generó ansiedad y los
temores profundos que la conectan, enlazados todos ellos por una
sucesión de razonamientos irracionales. Al final, podríamos encontrar
una posición idónea para preguntarle si existe una relación de causa y
efecto entre que las cosas no salieran tan bien como desearía
(situación original) y el acabar sufriendo depresión o quedarse sola
(últimos niveles de la cadena). Esto es, le plantearíamos si existe una
conexión objetiva entre exponer un trabajo con desacierto y que los
demás la rechacen, que fracase en la vida, que se quede sola o se
deprima. Este procedimiento, conocido también como flecha
descendente, se puede aplicar a una variedad virtualmente infinita de
situaciones que generan ansiedad.

Cuando haces una interpretación catastrófica de algo es porque,


probablemente, has ido elaborando una abstracción compleja similar
a la de María. Para conocerla puedes hacerte una serie de preguntas,
de manera que vaya descubriéndose poco a poco el origen de tu
temor. Es algo así como desandar el camino que recorriste a lo largo
de los años a medida que fuiste confeccionando (como un sastre)
aquello a lo que tienes miedo.
20

LA SOLUCIÓN DE PROBLEMAS:
TOMANDO LAS MEJORES DECISIONES

LA IMPORTANCIA EMOCIONAL DE RESOLVER PROBLEMAS

Uno de los motivos más frecuentes por los que podemos sufrir
ansiedad es la dificultad para resolver situaciones que nos
generan estrés o que percibimos como muy adversas. Pueden
ser conflictos en nuestras relaciones importantes (pareja,
allegados o amigos) o dilemas ante los que debemos
decantarnos obligatoriamente por una alternativa renunciando
a todas las demás, así como la pérdida de algo que era
realmente sustancial para nosotros o para nuestro bienestar.
Todas estas circunstancias requieren un esfuerzo de
afrontamiento y ponen a prueba nuestra capacidad para
soportar el estrés. Si crees que no tienes los recursos
necesarios para lidiar con lo que te está afectando, el estrés se
convierte en distrés e invade tu vida emocional, alzándose
como un factor de riesgo para los trastornos de ansiedad y
para la depresión.

La solución de problemas es útil para que aprendas a gestionar todos tus


recursos, sopesando tanto las exigencias de la situación como las
herramientas de las que dispones y las potencialidades que albergas, de
forma tal que puedas orquestar una solución eficaz.

Al igual que viste en otras técnicas antes de esta, una de las


ventajas de la solución de problemas (también llamada
«entrenamiento en toma de decisiones») es que puede facilitar
que vivas experiencias de éxito, las cuales contribuirán a
mejorar tu autoestima y a cuestionar la posible creencia de
que no eres capaz de resolver tus conflictos. Pese a que se
trate de un ejercicio que está orientado principalmente a la
acción, hallar y poner en práctica una estrategia dirigida a
mejorar las cosas puede mejorar también sustancialmente la
visión que tienes de quién eres en realidad.

¿QUÉ SUELEN HACER LAS PERSONAS ANTE LAS DIFICULTADES DE LA VIDA?

En líneas generales podríamos decir que existen tres formas


de afrontar los hechos, que pueden tener su origen en la
estructura misma de nuestra personalidad y en el cúmulo de
aprendizajes que hemos adquirido a lo largo del tiempo. Se
trata de los estilos impulsivos, evitativos y racionales, y
leyendo sobre ellos probablemente puedas sentirte
identificado con alguno. Pese a que sientas que tal forma de
actuar está irreversiblemente asentada en tu forma de ser en
el mundo, lo cierto es que siempre puedes mejorar, que es el
objetivo principal de la técnica que ahora nos ocupa.

Las personas impulsivas actúan precipitadamente, tan


pronto como notan que existe un problema, sin detenerse
demasiado a pensar en su causa o en sus posibles
consecuencias. En el caso de la ansiedad, esta forma de
actuar puede ser el resultado de dificultades para tolerar
cómo nos hace sentir o perseguir el fin de reducir la
incertidumbre sobre cómo evolucionará una situación que
nos preocupa. Con frecuencia se mantiene la costumbre de
actuar como lo hicimos en ocasiones parecidas del pasado,
lo que hace que obtengamos resultados idénticos a los de
aquel entonces. Este estilo puede ser eficaz si se trata de
problemas ante los que has acabado desarrollando cierta
maestría a través del hábito, pero generalmente resulta
contraproducente cuando te encuentras ante una situación
novedosa o ambigua. Por ejemplo, las personas que en un
momento de tensión con un amigo o familiar le dedican
palabras dolorosas de las que poco después se acaban
retractando y arrepintiéndose. En estos casos, la escala del
enfado se hace tan insostenible que olvidamos las buenas
formas, el diálogo y la actitud con la que llegaríamos a un
consenso.
El estilo evitativo es propio de quienes prefieren demorar
el momento en que se ponen en marcha para solucionar
sus problemas, con el fin de no afrontar el malestar que se
precipita cuando lo intentan. En ocasiones albergan la
esperanza de que el simple paso del tiempo mejore la
situación o incluso la resuelva, aunque lo más común es
que tienda a complicarse aún más. El resultado es que
acabamos poniéndonos en marcha cuando las
consecuencias del problema son demasiado evidentes o
incluso cuando ya es tarde para hacer algo al respecto.
Cuando hablamos de salud física o mental, esta actitud
resulta todavía más peligrosa, pues cuanto más tiempo
tardamos en hacer algo más difícil es después todo el
proceso que habremos de seguir. Para evitar patrones
evitativos es clave proporcionar el sustento emocional
suficiente para tener confianza en nuestras posibilidades y
en los recursos de los que disponemos, pues a veces la
inseguridad también es un obstáculo que debemos vencer.
Un ejemplo de este estilo de afrontamiento lo podemos
encontrar en quienes notan un síntoma preocupante pero
deciden no acudir al médico por miedo a que descubra
alguna enfermedad grave, retrasando con ello el
diagnóstico y poniendo en riesgo su propia vida.
El estilo racional describe los procesos cognitivos que
guían a quienes son especialmente eficientes al resolver
sus problemas. Implica la capacidad de detenerse y pensar
en momentos de tensión psicológica, con el objetivo de
identificar claramente qué está sucediendo y cómo se
puede afrontar. También requiere una flexibilidad
cognitiva suficiente para contemplar un abanico amplio de
posibles alternativas de acción ante una situación que se
quiere modificar, así como para sopesar sus beneficios y
sus inconvenientes. Muchas personas desarrollan
naturalmente este patrón como resultado de su
experiencia a lo largo de la vida, o incluso por su carácter
más prudente o sosegado, pero la parte positiva es que
también puede enseñarse con relativa facilidad en
cualquier momento (con independencia de que con
anterioridad hayamos sido impulsivos o procrastinadores).
Lo cierto es que si lo aprendemos nos resultará muy útil
cuando nos sintamos desbordados por la adversidad, y esto
es algo fundamental para aliviar la ansiedad.

En las próximas páginas hablaremos sobre un


procedimiento sencillo y estructurado para adquirir esta
importante destreza. Al principio requiere tiempo y parece
demasiado simple, pero con la práctica descubrirás su
potencial y acabará consolidándose como una herramienta
para solucionar tus problemas más complejos. ¡Veámoslo!

¿QUÉ ES EL ENTRENAMIENTO EN TOMA DE DECISIONES?

Existen muchas técnicas dirigidas a estimular la capacidad de


la persona para tomar decisiones, una función compleja que
puede entorpecerse si sufrimos trastornos depresivos o
ansiosos. Todas se centran en mejorar la capacidad de inhibir
los impulsos, de razonar e incluso de ser creativos, cosas que
desde luego son importantísimas en el día a día. Cuando
nuestra capacidad de solucionar problemas fracasa, nos
hallamos indefensos en una realidad que nos presiona cada día
para que nos posicionemos en una inabarcable variedad de
asuntos, algunos importantes y otros no tanto. De hecho,
aunque no te des cuenta, en un solo día tomas tantas
decisiones (relevantes o irrelevantes) que si te parases un
instante a pensar en ello acabarías con un buen dolor de
cabeza. Dado que sabemos que la dificultad para resolver
problemas es una de las principales causas de sufrimiento,
diferentes autores han propuesto terapias dirigidas a atajarla.
En las siguientes líneas te ofreceré claves inspiradas en la de
Arthur M. Nezu y Thomas J. D’Zurilla, que tiene la ventaja de
ser aplicable a prácticamente toda situación a la que puedas
enfrentarte. Se trata de un programa estructurado y dividido
en cinco etapas:

Orientación al problema.
Definición de la situación.
Generación de alternativas.
Valoración de las opciones.
Puesta en marcha.
La primera de las fases es la que suele requerir más tiempo,
pues precisa un análisis minucioso de la situación a la que te
enfrentas, y en ese sentido es algo diferente a las demás. Para
empezar, solo se necesita un bolígrafo y una hoja de papel. ¿Ya
los tienes? ¡Pues vamos a ello!

Paso 1: Orientación al problema

Como he comentado, ante una situación difícil muchas personas optan por huir o por
actuar de una forma precipitada. Ambos estilos son comunes en el contexto de la
ansiedad y raramente producen resultados favorables, sobre todo porque el simple
transcurso del tiempo no es suficiente para resolver el problema y porque con las
prisas dejamos en el tintero opciones que hubieran podido ser útiles (algo
totalmente previsible si actuamos desde la inercia de la costumbre). La orientación
al problema es una fase reflexiva en la que te dedicas a observar el hecho
estresante en el que estás inmerso, tratando de entender cuáles son sus causas y
cómo sus consecuencias resuenan en tu vida. Debes plantearte si se trata de una
situación en la que estás implicado directa o indirectamente (la valoración primaria
que ahora ya conoces), y si por tanto requiere tu esfuerzo activo o no. Es un
momento valioso para sondear los recursos que tienes a tu alrededor en términos
humanos, materiales y temporales (valoración secundaria), por lo que te puedes
plantear interrogantes como: ¿tengo suficiente apoyo de quienes me rodean?,
¿cuánto tiempo debo invertir para mejorar las cosas?, ¿me siento motivado para
seguir, pese a los obstáculos? Todas estas preguntas tienen su importancia. Algo útil
para la mayoría de las personas es dedicar tiempo a escribir sobre todo esto en un
diario, donde puedes dejar fluir lo que sientes y todo lo que te preocupa. Al finalizar
el proceso, que puede prolongarse tanto como necesites, habrás avanzado varios
pasos en dos direcciones: evitarás la impulsividad y recabarás información detallada
sobre las coordenadas del problema. Algo fundamental será ahondar en cuestiones
como:
¿El problema puede ser modificado con mi esfuerzo?
¿Es importante para mí solucionar esta situación? ¿Por qué?
¿Con qué ventajas parto?
¿Cuáles pueden ser los obstáculos más importantes con los que podría
encontrarme?
A menudo esta etapa se combina con algunos de los ejercicios que hemos visto
anteriormente de reestructuración cognitiva, puesto que puede existir la creencia de
que los problemas no son en absoluto deseables, con la consiguiente tendencia a
evitarlos a toda costa. Es, por tanto, uno de los momentos más oportunos para
revisar tu forma concreta de afrontar el estrés, puesto que los pensamientos
irracionales te pueden abrumar emocionalmente y conducirte a un auténtico
bloqueo psicológico. Debatir sus contenidos, buscando alternativas realistas y
factibles que los pongan en tela de juicio, te ayudará a observar la situación desde
un prisma optimista (aunque sin perder la perspectiva) y a desarrollar una mejor
disposición de afrontamiento. El debate te permite ubicar tu responsabilidad en un
punto de equilibrio, sin culparte ni desentenderte y sin caer en la desesperación o en
el catastrofismo. Además, con el análisis previo también esclarecerás si la situación
es potencialmente modificable o si realmente no lo es, algo básico para elegir
alternativas de acción.
En el supuesto de que la situación sea modificable, deberás realizar el esfuerzo
que consideres oportuno para hacer algo al respecto, e intervenir directamente para
cambiar el curso de los acontecimientos (hablando con las personas implicadas,
matizando la forma en que estabas actuando...). En cambio, cuando no sea
modificable deberás centrarte en las emociones que el hecho te evoca (o en lo que
piensas sobre él).

Si te equivocas en la estrategia, tratando de cambiar algo inamovible o


limitándote a reinterpretar situaciones que podrían ser mejores si les
dedicases el tiempo y esfuerzo que merecen, acabarás frustrado y
abandonando prácticamente antes de empezar.

Paso 2: Definición del problema

Cuando hayas reflexionado con detalle sobre el problema,


estarás en una posición privilegiada para definirlo de manera
sencilla y clara. La mayoría de las situaciones difíciles de la
vida se caracterizan por ser complejas, por estar muy
pobremente definidas y por tener unas raíces profundas que
implican a otras personas de alrededor. No se parecen al
enunciado de un ejercicio de matemáticas, donde disponemos
de toda la información necesaria y solo existe un resultado:
aciertas o te equivocas. En este caso nos enfrentamos a
hechos ambiguos en los que las consecuencias de la acción son
inciertas y difíciles de prever. Nunca sabrás qué es lo que va a
suceder inmediatamente después de que decidas hacer algo, y
esto es uno de los motivos principales por los que muchas
personas con ansiedad se sienten completamente paralizadas
frente a las situaciones que inciden directamente en sus
inseguridades. El objetivo de esta parada en el proceso de
resolución de problemas no es otro que esclarecer y dotar de
orden a las cosas, para convertir la incertidumbre inicial en un
paisaje donde puedas moverte con soltura y seguridad.
El objetivo es formular una única frase, sintácticamente
sencilla, que sirva de síntesis o resumen del problema al que
nos enfrentamos. La idea es convertir este hecho en algo más
tangible, fácil de identificar, evitando que se disuelva en el
vasto océano de otras situaciones que pueden estar
sucediendo al mismo tiempo en tu vida. Sería como hacer una
fotografía en alta resolución, una en la que se aprecien las
aristas del problema de la forma más nítida posible. Esta fase
puede parecer absurdamente intuitiva, aunque lo cierto es que
muchísimas personas la obvian al hacer frente a aquello que
les preocupa. Este ejercicio supone un pequeño esfuerzo
cognitivo y puede ser complejo si ha transcurrido mucho
tiempo desde que la situación empezara o se han sumado
dificultades imprevistas, por lo que debes ser paciente y tratar
de iniciarlo en un momento temprano. Además, si tu estado de
ánimo no es el mejor posible tendrás otro hándicap, pues los
síntomas depresivos entorpecen la capacidad de anticipar,
planificar y resolver problemas. En estos casos la paciencia es
una virtud todavía más importante.
Para definir el problema solo necesitas una hoja de papel y
un bolígrafo o lápiz. Tras haber profundizado en sus
características fundamentales en la fase previa, habrás de
hacer ahora un esfuerzo de síntesis y escribir una frase que
capte (en tan pocas palabras como te sea posible) la
complejidad del hecho que se te plantea. Es importante evitar
construcciones gramaticales genéricas; mejor recurre al
detalle, pero sin excederte.

Imagina, por ejemplo, el caso de una mujer que dedicó toda su vida al trabajo y que
ahora se enfrenta a la jubilación. En sus años laborales priorizó las responsabilidades
de su puesto por encima de todo, excluyendo prácticamente a la familia, las
amistades y el ocio. Como resultado se encuentra en un momento en el que carece
de personas cercanas en las que confiar de verdad, y le preocupa muchísimo que
este forzoso cambio de roles la relegue a una soledad indeseada. A nivel humano es
fácil prever que puede experimentar ansiedad ante la expectativa de un horizonte
totalmente nuevo y diferente, pero también es evidente que podría trazar un
abanico amplio de alternativas para convertir esta etapa de su vida en una fase
repleta de oportunidades.
Dispuesta a encontrar una solución, Marta (este será su nombre ficticio) se sienta
y piensa en una frase que pudiera servirle para moldear en palabras la situación que
está viviendo. Encuentra estas tres alternativas:

Opción 1: «Me voy a jubilar».


¿Es una definición adecuada? Debido a su brevedad, y a
lo indefinida que resulta, no se trataría de una opción
correcta. Quedan muchos matices que incorporar, como las
emociones que la invaden o las consecuencias más
inmediatas de su jubilación. Es conveniente buscar una
fórmula más completa, con la cual pueda sentirse
identificada rápidamente. Esta, en particular, es demasiado
genérica e impersonal.
Opción 2: «Me voy a jubilar y me quedaré sola».
¿Es una opción adecuada? Tampoco sería una alternativa
perfecta. Es cierto que aborda una de las consecuencias
más temidas por Marta, pero garantizando que va a ocurrir
y sin prestar atención a que se trata de una inquietud
personal. En realidad desconocemos qué va a suceder, y
precisamente nos embarcamos en este proceso para que
los sucesos se desarrollen de manera favorable. Habrá que
buscar algo más objetivo, orientado al presente y a cómo
son las cosas en el momento actual.
Opción 3: «Me voy a jubilar y me preocupa la idea de estar sola».
¿Es una opción adecuada? Sin duda se trata de una
mucho mejor que las dos anteriores, pues contempla la
situación inminente y esboza los sentimientos que nuestra
imaginaria amiga está experimentando en este momento,
planteando las consecuencias más temidas en términos de
probabilidad. La extensión de la frase también es correcta y
permite visualizar el problema con una perspectiva amplia
sobre la que poder trabajar. Así pues, es un lienzo
fantástico. Debes tener en cuenta, eso sí, que podría no
existir una forma exacta de escribir un problema concreto,
pues algunos de ellos entrañan una complejidad enorme.
Será suficiente con que te sientas satisfecho con cómo
quedó finalmente y que se cumplan las normas que hemos
ido indicando hasta ahora.

Es esencial que te asegures de que la frase que has elegido tiene una capacidad
descriptiva suficiente del problema y de su impacto sobre ti, que resuma el proceso
de reflexión que realizaste en la etapa de orientación al problema. Tómate el tiempo
que necesites y cuando ya te sientas satisfecho con el resultado, sigue adelante con
la siguiente fase.

Paso 3: Búsqueda de alternativas

Como sabes, ante un mismo problema las personas podemos


actuar de formas muy dispares, y es precisamente nuestra
conducta la que hará que podamos resolverlo de manera más o
menos eficaz. Lo vimos cuando hablamos del debate racional,
al abordar la forma en que nuestra percepción de las cosas
define lo que sentimos y hacemos, y sigue siendo aplicable
ahora. Una vez que hayas definido el problema con una frase
sencilla pero descriptiva, es necesario empezar a pensar en las
alternativas que están a tu disposición para darle solución,
para lo que deberás guiarte por tres criterios claros: la
cantidad, la variedad y la demora del juicio. Veamos qué
significan.
Cuando te detienes a pensar en posibles vías de acción, lo
más probable es que desde el inicio vayas descartando las que
por intuición te parecen inapropiadas, sin darles la
oportunidad de ser evaluadas. Esto puede suceder por
distintos motivos: porque realmente son absurdas (aunque
esta palabra tiene connotaciones más que cuestionables...) o
porque tomas decisiones dejándote llevar por la costumbre o
por lo que en el pasado te funcionó más o menos bien. Para
evitar que esto último te impida desarrollar correctamente el
ejercicio, en esta etapa de exploración habrás de incluir todo
aquello que acuda a tu mente sin someterlo todavía a un
análisis concienzudo. Como en el mindfulness: lo aceptaremos
tal y como viene, sin juzgar.

Lo más probable es que finalmente obtengas una lista con ideas de lo


más variopinto, algunas de las cuales podrán parecerte hilarantes a
priori. Sea como fuere, las mantendrás por ahora y las analizarás con
detalle más adelante. Esta forma de aceptar todas las ideas al principio
es el fundamento de la demora del juicio.

Los principios de cantidad y variedad aluden al número de alternativas que puedes


imaginar y a su diversidad, respectivamente. Esta tormenta de ideas no solo habrá
de fundamentarse en la aceptación incondicional de todo lo que acuda a tu cabeza,
como ya has visto, sino que tendrás que generar alternativas que se orienten tanto
al problema en sí mismo como a las emociones que despierta en ti. Una vez inmerso
en este proceso acabarás llegando tarde o temprano hasta un punto de saturación,
en el que te habrás quedado vacío de ideas nuevas. Es en ese preciso instante, y no
antes, cuando tomarás la decisión de finalizar esta parte del ejercicio. Por fácil que
pudiera parecer, habrás puesto en marcha una de las funciones ejecutivas más
importantes en todo ser humano: la planificación y la creatividad. Solo te quedaría
hacer una lectura general del listado que has escrito y devanarte un poco más los
sesos, por si acaso acabas encontrando una última idea agazapada en algún rincón
de tu imaginación.
Volviendo al ejemplo de Marta, se le podrían ocurrir muchas cosas diferentes,
como:

Adoptar una mascota que me haga compañía.


Apuntarme al gimnasio o a otras actividades de interés.
No hacer nada, simplemente quedarme como estoy.
Invitar a mis antiguos compañeros a un viaje.
Hacer voluntariado.

Paso 4: Valoración de las alternativas

En este momento lo más probable es que tengas frente a ti una


lista muy extensa de alternativas de afrontamiento para el
problema y la tentación de empezar a descartarlas sin darle
demasiadas vueltas. No te abrumes. Lo mejor es no
precipitarse, ya que ha llegado el momento de sopesar qué es
lo que puede ofrecerte cada una y escoger las más adecuadas
para ti en este momento. Para lograrlo lo más útil es echar
mano de un folio y dividirlo en cuatro segmentos más o menos
del mismo tamaño, cruzando para ello dos líneas por su
centro: una en horizontal y otra en vertical. La horizontal
representa el tiempo en que la alternativa tendrá sus
consecuencias: a corto plazo (parte izquierda) y a largo plazo
(parte derecha), mientras que la vertical se centra en el
impacto de cada alternativa: los aspectos positivos (arriba) y
los negativos (abajo). Dicho de otra manera, dispondrás de
cuatro espacios bien diferenciados para escribir las ventajas a
corto plazo (arriba a la izquierda), las desventajas a corto
plazo (abajo a la izquierda), las ventajas a largo plazo (arriba a
la derecha) y las desventajas a largo plazo (abajo a la
derecha), y así deberás hacerlo con todas las alternativas que
hayas redactado en el paso anterior. Es probable que tengas
que invertir tiempo para completar la lista, pues deberás
pensar en las resonancias de cada decisión sobre tu propia
vida y sobre la de los demás, teniendo en cuenta además si
dispones de recursos suficientes para cada una de ellas
(materiales, sociales...).

Veamos como ejemplo una de las alternativas de Marta: «Adoptar una mascota que
me haga compañía». Probablemente se te ocurran otros puntos fuertes y débiles
también a ti, por lo que puedes usarlos para practicar antes de centrarte en alguno
de tus problemas. El resultado sería lo que puedes ver.

Me hace salir a la calle. No estaré sola en casa.


Me da algo de lo que ocuparme. Lo veré crecer, eso me hace feliz.
Recibo un cariño incondicional.
Gasto de dinero en el veterinario. Es una responsabilidad muy grande.
Podría molestar a los vecinos.
No puedo conversar de mis problemas.

Tendrás que hacer exactamente esto con todas las alternativas que surgieran,
hasta que se agoten. Algo que debes tener en cuenta también es que, aunque dos
alternativas tengan el mismo número de puntos fuertes y débiles (en el ejemplo
vemos cinco ventajas y tres inconvenientes), es posible que una te resulte más
convincente que otra por el hecho de que sus ventajas inciden con mayor fuerza en
tus necesidades o valores. Con este proceso probablemente acabarás descubriendo
que una alternativa que ni siquiera habrías contemplado puede reportarte más
beneficios de los que hubieras creído, o que algo que solías hacer por simple
costumbre tendría pocos resultados positivos en tu vida tal y como es ahora. En
cualquier caso, habrás dedicado un tiempo valioso a considerar tanto el problema
como sus potenciales vías de acción, y tendrás a tu disposición información
detallada sobre tus opciones y sobre lo que quieres conseguir: habrás aprendido
más. También evitarás las consecuencias negativas derivadas tanto de la
impulsividad («ojalá lo hubiera pensado antes») como de la evitación («debería
haber hecho algo cuando aún estaba a tiempo»). Además, es posible que se te
ocurra una forma de combinar dos o más de las alternativas mejor valoradas,
siempre y cuando no sean incompatibles.
Dicho esto, llegó el momento crítico: poner en marcha la
solución. Es el instante exacto en que las cosas dejan de existir
solo en tu cabeza, o sobre el papel, para materializarse en la
vida real. Aunque no puedes garantizar que la solución elegida
sea perfecta, pues ninguna lo es completamente, sí tendrás
una mayor seguridad en que te aportará más cosas positivas
que negativas. En esta parte final es fundamental trabajar con
dos factores que pueden interferir: la intolerancia a la
frustración y la necesidad de percibir recompensas
inmediatas. Así, deberás estar dispuesto a mantener tu
esfuerzo tanto tiempo como sea necesario hasta resolver el
problema, mientras lidias con las emociones que
necesariamente surgirán en los momentos de dificultad.

No olvides que el cambio en las dinámicas más consolidadas de tu vida


está siempre acompañado de algunas resistencias, procedentes tanto de
ti mismo como de los demás, y que debes estar preparado para hacerles
frente.

Paso 5: Puesta en marcha

Es evidente que entre lo que pensamos sobre las cosas y lo


que estas realmente acaban siendo puede existir a veces un
abismo enorme. En el camino que te ha traído hasta aquí
habrás estado pensando profundamente sobre la situación
problemática a la que te enfrentas, habrás sintetizado toda su
complejidad en una frase sencilla, habrás diseñado una lista
amplia de opciones y habrás sopesado cabalmente qué te
puede ofrecer cada una. Queda solamente poner en práctica la
que sea más provechosa.
Debemos tener en cuenta que la mayoría de las personas
somos capaces de actuar de formas muy variadas, pues
disponemos de todo tipo de herramientas para cambiar lo que
ocurre alrededor. No obstante, vamos limitando poco a poco
nuestro repertorio a aquello que en apariencia nos ha
funcionado en el pasado, haciéndonos cada vez más rígidos.
Incluso puede llegar el momento en que obviemos
automáticamente alternativas y forjemos una zona de confort
en la que resulta sencillo navegar, pero que implica una
restricción de nuestra libertad y creatividad. Al final, todo
cuanto va más allá de este horizonte acaba convirtiéndose en
un territorio indómito en los márgenes difusos del mapa de
nuestra experiencia, un peligro potencial al que decidimos no
acercarnos. Esta posibilidad hace que en ocasiones tengamos
que conocer y trabajar en primer lugar nuestras distorsiones
cognitivas, pues de lo contrario el miedo a determinadas
situaciones o nuestras inseguridades individuales podrían
entorpecerlo todo. Debemos asumir el proceso con calma.
La aplicación de una solución, o de alguna combinación de
soluciones compatibles, debe acompañarse de una evaluación
de resultados mientras está teniendo lugar. Recuerda que al
principio del proceso dejamos claros los objetivos importantes
que pretendimos satisfacer, por lo que nos preguntaremos:
«¿Lo que estoy haciendo ahora me permite acercarme poco a
poco a lo que deseo conseguir?» o «¿las consecuencias de
aplicar la solución están siendo las que esperaba?». A veces
sucede que la práctica de una alternativa nos lleva por
senderos que no habíamos previsto en los momentos iniciales,
y que además acaban siendo perjudiciales para nosotros o
para los demás. En este caso conviene ser flexibles y no
mantenerla más tiempo del que la prudencia te dicte. En
resumen, pueden ocurrir cuatro cosas:
Tu primera solución no funciona: tras llegar a la solución
supuestamente ideal, te pones manos a la obra y
descubres que las consecuencias de aplicarla no son las
que esperabas. Tampoco parece que algo vaya a cambiar
pronto e incluso se podría decir que está empeorando las
cosas. En estos casos podrías elegir otra de las soluciones
consideradas adecuadas y aplicarla (la segunda o la
tercera del listado, por ejemplo), analizando otra vez los
resultados tras un tiempo.
Tu segunda alternativa (o sucesivas) no funciona: puede
ocurrir a veces que nada mejore las cosas, que vayas
probando opciones de tu listado y ninguna ofrezca
resultados positivos. Aunque pueda ser frustrante, no
desesperes. Es muy posible que durante el proceso de
generación de alternativas no contemplaras una que ahora
podría ser interesante, y que por tanto la lista original no
fuera todo lo completa o profunda que debería haber sido.
Así pues, con el conocimiento acumulado que tendrás en
este instante (conocerás mucho mejor las características
del problema por haberlo tocado con tus propias manos),
repetirás esta parte del proceso. En definitiva, volverás a
devanarte los sesos escribiendo alternativas y evaluando
su utilidad. ¡Es posible que con esto logres un arsenal
totalmente nuevo de opciones de afrontamiento!
Tu segundo listado no te ofrece soluciones viables: tras
generar un nuevo listado y aplicar las alternativas más
apropiadas, descubres que tampoco funciona. Parece que
se van agotando las opciones y que la situación es
irresoluble... No obstante, todavía hay algo que podría
explicar este aparente fracaso: cuando definiste el
problema por primera vez, desconocías tanto de él que
quizá no describiste con precisión sus características...
¿Es posible que en este momento, tras haber adquirido una
valiosa experiencia lidiando con la situación, puedas verla
desde un punto de vista nuevo?

Si crees que esto puede ser así, lo mejor es empezar el


procedimiento desde el principio con la certeza de que con
ello no estarás desechando los logros que hayas
conquistado hasta ahora. En cada una de tus experiencias
vas acumulando conocimientos y aprendiendo qué formas
de acercarse a la situación son más útiles, lo que te
permitirá aumentar los recursos de afrontamiento y
convertirte en una persona más hábil. Además, también te
permitirá reinterpretar el término fracaso, pues con
frecuencia lo usamos para etiquetar los pequeños
tropiezos que necesariamente ocurrirán en el camino. Al
final, todo esfuerzo por enfrentarse a los problemas será
dinámico y cambiante, por lo que deberás estar dispuesto
a adaptarte a lo inesperado.
La solución funciona: si ves que los resultados de tus
acciones son como esperabas, o incluso mejores, deberás
persistir el tiempo necesario hasta llegar a solventar del
todo la situación problemática. Lo más importante es
mantenerse firme ante las presiones externas,
especialmente ante el estrés subjetivo que representa todo
gran cambio que puedas llevar a cabo en tu vida y las
pequeñas (o grandes) resistencias que el entorno pueda
plantearte.

Es esencial que tus acciones se desarrollen bajo un sentido empático de


la justicia y que no priorices tus pequeños beneficios a cambio de los
grandes perjuicios de quienes te rodean. El equilibrio es siempre lo
primero.
21

LA HORA DE PREOCUPARSE:
CONTROLANDO EL MOMENTO

EL PAPEL DE LA PREOCUPACIÓN EN LA ANSIEDAD

Uno de los rasgos característicos de la ansiedad es que


implica la aparición de pensamientos que te atenazan y
acuden a tu mente en los momentos más inesperados. Así,
es posible que te sorprendan al dormir o cuando
simplemente dispones de un poco de tiempo para pensar en
lo que se avecina. Estos pensamientos negativos tienen la
propiedad de atraer otros similares, lo que te atrapa en una
espiral de la que no es fácil salir. Cuando parece que has
dado con la solución definitiva para el problema más
inmediato, enseguida surge otro o se complica el que ya
creías superado, haciéndote mantener un esfuerzo mental
durante todo el día (o incluso más allá). Esta experiencia
puede resultar familiar para quienes sufren ansiedad
generalizada, pues en su caso la preocupación deviene un
síntoma invalidante que impregna un abanico amplio de
situaciones cotidianas y del que resulta muy difícil
desembarazarse. Son muchas las personas con ansiedad
generalizada que juzgan sus preocupaciones como un
mecanismo válido de afrontamiento, pues creen que si
dejan de preocuparse ocurrirá lo que tan profundamente
temen. Existe, por tanto, una percepción contradictoria de
la situación: por un lado, se anhela más quietud mental,
pero por otro se recela ante la posibilidad de que al
relajarnos un instante nos abrume una estampida de
desgracias.
Trabajar estas ideas mediante un debate racional es un
paso clave antes de iniciar el ejercicio que describiré ahora,
pues requiere que seas capaz de aparcar temporalmente
este tipo de pensamientos. Así, puedes plantearte
preguntas como: ¿realmente todo sería tan horrible si fuera
capaz de dejar un solo momento de preocuparme? Con toda
seguridad acabarás concluyendo que no solo no pasaría
absolutamente nada, sino que además tendrías más tiempo
para tu autocuidado emocional. Pero ¿cómo puedes
lograrlo? Veamos un ejercicio que resulta útil a muchas
personas: la «hora de preocuparse».
Los ejercicios que se engloban en la hora de preocuparse
persiguen algo que podría considerarse antiintuitivo, sobre
todo teniendo en cuenta algunos de los recursos que hemos
visto en páginas anteriores. Concretamente buscan que
interrumpas temporal y voluntariamente tus rumiaciones, y
que reserves un momento más adelante para dejarte llevar
por su corriente. Supone el aprendizaje y despliegue de
habilidades para orientar la atención a tareas presentes
que requieren de tu energía, priorizándolas sobre las que
podrían presentarse en un hipotético futuro o sobre las que
jamás llegarán a ocurrir. Con ello refuerzas los recursos
cognitivos, emocionales y psicológicos de los que dispones
para regular tu emoción, sorteando la fatiga mental que
pueda abrumarte cuando no puedes dejar de dar vueltas a
un mismo tema. También facilita la gestión de este tipo de
intrusiones si irrumpen en momentos donde podrían ser
contraproducentes, como aquellos en los que debes
estudiar o trabajar, o cuando solamente deseas disfrutar
junto a los demás de un rato tranquilo. Al principio puede
ser difícil de llevar a cabo, pues las preocupaciones tienen
connotaciones positivas y proporcionan una sensación
ilusoria de control y de seguridad, por lo que al permanecer
alejado de ellas sentirás cierta desazón. Esto es
completamente natural y con el tiempo verás que irá
reduciéndose poco a poco. Dicho esto, veamos cómo hacer
el ejercicio.

UN EJEMPLO PRÁCTICO

Lo primero que debes decidir es el momento exacto del día en que permitirás
que la preocupación te embriague. Habría de ser uno en el que tuvieras tiempo
suficiente, en el que no te vieras obligado a embarcarte en otros proyectos
personales importantes, por la mañana o por la tarde (aunque los síntomas
ansiosos tienden a acentuarse en las últimas horas del día). Sí es recomendable
evitar hacerlo cuando falte poco tiempo para irte a dormir, pues esto te activaría
fisiológicamente y podrías tener dificultades para conciliar el sueño. En cuanto
al tiempo que habrás de dedicarle a la preocupación, dependerá de tu criterio,
aunque no habría de exceder los treinta minutos.
Con esto definido, intentaremos relegar las preocupaciones para más tarde
cuando ocurran durante las horas no previstas («ahora no tengo tiempo para
esto, luego ya le daré un par de vueltas...»), permitiéndoles existir, pero en un
momento concreto y definido de antemano. Así pues, no buscarás erradicarlas
como si fueran el enemigo a batir, sino dejarles su lugar amablemente. Puede
parecer un ejercicio simple en su propuesta, pero conocemos los principios
básicos que explican por qué funciona en muchas personas: el encapsulamiento,
la habituación y la saciedad. Veámoslos.

El encapsulamiento te permite minimizar una de las características clave


de la preocupación: su capacidad para acaparar la vida mental durante
muchas horas, a veces todo el día. Con la hora de preocuparse orientas la
atención hacia estímulos importantes para ti en el momento en que surgen
pensamientos ansiosos, desarrollando mayor control sobre lo que ocurre en
tu vida y fortaleciendo una función ejecutiva esencial: la flexibilidad
cognitiva. Una de sus ventajas más llamativas (con la que evitarás que la
preocupación se magnifique) es que no pretendes erradicarla, sino
solamente relegarla a un momento oportuno en el que no entorpezca tus
actividades importantes. El objetivo es reservar un espacio para que siga
existiendo, mientras que al mismo tiempo desarrollas la habilidad de
inhibir pensamientos indeseados exitosamente. Y es que la preocupación
solo es perjudicial cuando interfiere en las actividades que valoras como
importantes o cuando satura tus recursos cognitivos. Si le confías una
parcela de tiempo podrás aprovechar las ventajas que te brinda, como
anticiparte a hechos objetivamente probables antes de que sucedan o
gestionar el esfuerzo con margen suficiente para que no te pille
desprevenido. Por supuesto, sin que otras facetas de tu vida queden
afectadas.
La habituación describe cómo la intensidad de tus reacciones ante una
situación, como sería el hecho de preocuparse, acaba suavizándose poco a
poco si te mantienes expuesto a ella durante el tiempo suficiente. Es un
efecto que los psicólogos aprovechan para tratar fobias específicas, al
exponer a las personas a aquello que temen para que puedan acabar
sintiéndose mejor incluso teniéndolo cerca. A veces la preocupación nos
hace sentir angustiados, tristes o enfadados, por lo que el mecanismo de
habituación permite que las emociones asociadas a ella vayan
debilitándose por la exposición continuada y cabalmente programada a los
pensamientos insistentes. Esto además minimiza sus propiedades
intrusivas, lo que también les resta potencial amenazante.
La saciedad, para finalizar, describe cómo algo que te resulta agradable
puede dejar de serlo si lo haces demasiado tiempo o si lo repites
muchísimas veces en un periodo corto. Es lo que ocurriría si, por ejemplo,
todos los días de tu vida comieras solo tu plato preferido: probablemente
acabarías aborreciéndolo en menos de una semana. La hora de
preocuparse tiene el objetivo de atajar el problema partiendo de la base de
que la exposición masiva a los pensamientos en el momento previsto para
ello hará que vayan despojándose de sus connotaciones deseables, pues
ya sabes que las personas con ansiedad creen que esto las ayuda a vivir
sin sobresaltos. De hecho, las preocupaciones no se suelen juzgar como
negativas hasta que nos preocupamos por el hecho de preocuparnos,
momento en el que su presencia deja de compensarnos y buscamos
desesperadamente cortarlas de raíz. Una particularidad de la técnica es
que, como al final del día habremos conseguido mantenernos libres de
preocupación en algún momento, descubriremos que la idea de que
debemos estar siempre dando vueltas a las cosas para evitar que ocurra
algo malo es realmente desproporcionada y merece ser desechada.

Otra de las ventajas evidentes que tiene la hora de preocuparse es que


rompe nuestra tendencia a darle vueltas a las cosas en el momento en que
sucede algo que pudiera precipitarlo, esto es, cuando nuestro estado emocional
se encuentra perturbado (miedo, ira, tristeza...) como consecuencia de lo que
nos suscita un hecho concreto. Y es que al obcecarte en pensamientos
repetitivos como respuesta a situaciones adversas acabas asociando ambas
cosas rápidamente, por lo que se desencadena una avalancha de ideas
improductivas tan pronto como surjan dificultades a tu alrededor.

Reservar un único momento del día para la preocupación es una


forma sencilla de regular las emociones. También te permite romper
asociaciones que has ido forjando a lo largo del tiempo y asumir un
mayor control sobre cómo discurren tus propios pensamientos,
dejando de sentirte impotente o frustrado.
22

LA ESCRITURA EMOCIONAL:
CONVERSANDO CON MIS
SENTIMIENTOS

EL DIARIO EMOCIONAL

Son muchas las personas que en algún momento de su vida


han dedicado tiempo a escribir sobre su día a día y sobre
las experiencias emocionales que las acompañaban. Y es
que es una actividad que espontáneamente nos reconforta,
nos da tranquilidad y nos permite plasmar en palabras
aquello que tenemos problemas para expresar de otra
manera. Si haces un esfuerzo quizá recuerdes una libreta o
un diario que se acabó convirtiendo en tu más fiel
confidente durante la niñez o la adolescencia, e incluso el
modo en que lo ocultabas lejos de la mirada no autorizada
de tus padres o tus hermanos. En estos diarios había
páginas repletas de secretos inconfesables que versaban
sobre lo que era relevante en tu mundo: el primer amor, las
discusiones con los amigos, las expectativas de futuro, los
deseos, las inquietudes familiares... El acto de escribir, que
surgía como catarsis ante la turbulencia de las emociones,
podía a veces llegar a la vida adulta y convertirse en un
fantástico hábito para conocernos mejor.
Por desgracia, no son pocos quienes toman la decisión de
dejarlo a medida que transcurren los años, al sentirse
demasiado ocupados para dedicar tiempo a algo que en
apariencia no resuelve sus problemas objetivos del día a
día. No obstante, hay que tener algo claro: no todas las
situaciones requieren que nos enfundemos nuestro atuendo
de «solucionadores de conflictos», sino que a veces puede
ser suficiente con mantener un diálogo interno en el que
amparemos nuestra emoción, sobre todo si el hecho en sí
mismo es imposible de cambiar. Esta sensibilidad nos pone
en contacto con nuestra parcela más vulnerable e íntima,
con aquella que solemos enterrar bajo una montaña de
apariencias de fortaleza y que querríamos ocultar ante
miradas indiscretas. Por supuesto también estimula nuestra
capacidad de identificar, discriminar, describir y expresar
los estados afectivos, una serie de fortalezas que se
resumen en el concepto general de inteligencia emocional.

Puede que te preguntes: «Y ¿por qué es tan importante entender


estas etapas?». Pues precisamente porque muchos de nuestros
sufrimientos psicológicos se relacionan con la dificultad para
gestionar las emociones, y es un elemento común a muchos de los
trastornos mentales que conocemos. ¡Si lográsemos aprenderlo
reduciríamos el riesgo de sufrir depresión mayor o ansiedad!

LA ATENCIÓN A LAS EMOCIONES


Un factor básico para la regulación emocional es la
atención que dedicas a lo que sientes. Muchos deciden
ignorar sus experiencias internas por considerarlas un
sinónimo de debilidad, en consonancia con aprendizajes
preestablecidos sobre lo inútil del llanto o lo inapropiado
del miedo. No es extraño que los adultos inculquen a sus
hijos (aun con buenas intenciones...) la creencia de que no
se debe llorar ni siquiera en los momentos de intensa
angustia existencial, algo que acabará cristalizando en la
represión de emociones como la tristeza o la angustia. Tal
conexión arbitraria entre la emoción y la inadecuación
conduce a que, durante la adultez o incluso antes,
decidamos desatender lo que ocurre en el interior.
Reconocer su simple existencia implica sentirnos seres
fallidos, equivocados o indignos de respeto, por lo que
simplemente optamos por desoír el mensaje que la emoción
debería comunicarnos. Esta evitación, a medida que los
años pasan, se va transformando en un absoluto
desconocimiento de nuestras necesidades y en una
ausencia de autocuidado, que quedaría supeditado al deseo
de ser aceptados como personas estables y productivas.

Existe la tendencia a pensar que las emociones introducen un factor


de error en la ecuación que nos sirve para tomar decisiones, como si
fueran un vestigio del pasado salvaje. En realidad, sabemos que son
necesarias para afrontar la adversidad eficientemente.

En oposición a esto, también hay quienes prestan una


atención desproporcionada a lo que sienten, como si
permanecieran todo el tiempo esperando a que se
expresara un indicio mínimo de malestar. En este caso
puede haber una sensibilidad extrema a los cambios
emocionales, por lo que cuando surgen naturalmente se
magnifican hasta convertirse en experiencias insoportables.
El resultado es que toda situación difícil rebasará el umbral
de la tolerancia y preferirán evitarla solo para seguir
sintiéndose más o menos bien. Uno de los fines de la
escritura emocional consiste precisamente en prestar una
atención equilibrada a lo que ocurre dentro, sin excederte
ni quedarte a medias, facilitando una aproximación sensible
a todo lo bueno y lo menos bueno que habita en tu
memoria. A medida que vayas dedicando tiempo a reflejar
en papel lo que sientes en los momentos importantes, irás
trazando lazos entre experiencias pasadas y presentes e
integrando el significado de tu historia personal. Estas
conexiones suelen surgir de forma espontánea y dotan de
coherencia a lo que piensas, sientes y haces, lo cual tiene
una extraordinaria importancia en sí mismo.

LA CLARIFICACIÓN DE LAS EMOCIONES

Otro matiz fundamental de la regulación emocional es el de


la clarificación. Como comentamos en un capítulo previo,
los seres humanos somos capaces de experimentar
muchísimas emociones al mismo tiempo, lo que hace más
difícil distinguir unas de otras. Además, cuando tomamos
conciencia de ellas, y por lo tanto las interpretamos desde
una perspectiva intelectual, devienen sentimientos de
mayor duración y profundidad. Es de esta forma como
pueden surgir reacciones tan complejas como la envidia, el
orgullo o el odio, cuya presencia define cómo nos
relacionamos con nosotros mismos y con los demás. Esta
clarificación apela a la capacidad de detectar con
honestidad la existencia de un estado emocional, aceptarlo
y separarlo de otros que pudieran ocurrir a la vez. También
sirve para discernir sus orígenes, trazando causas y
consecuencias o incluso comparaciones con episodios
previos de nuestra autobiografía en los que pudimos
experimentar algo similar. En resumen, mediante la
clarificación alcanzamos una suerte de sabiduría sobre las
respuestas emocionales y construimos un conocimiento
esencial para afrontar los hechos que inciden directamente
sobre ellas.
Además, la clarificación enlaza con algunas de las
modalidades clásicas de las inteligencias múltiples, como la
inteligencia intrapersonal y la inteligencia interpersonal. La
primera alude al conocimiento sobre qué ocurre en tu
interior y la segunda a la capacidad de reconocer
emociones en los demás, dos funciones imprescindibles
para comunicarte con otras personas en el contexto de una
intimidad compartida. Es curioso que, aunque hablamos de
destrezas innegablemente útiles para vivir, ni siquiera
disponemos todavía de una definición consensuada sobre
qué es exactamente la inteligencia. Y es que no podemos
reducirla a la habilidad para resolver problemas complejos
o para usar un lenguaje rico, sino que las emociones y el
modo en que las procesamos desempeñan un papel clave.

Puede que, entre las dimensiones que estoy planteando,


precisamente sea la clarificación la que te aporte una brújula para
guiarte en el enfurecido oleaje de la tristeza, la ira o el miedo.
LA REPARACIÓN DE LAS EMOCIONES

Para finalizar, la última dimensión de la regulación


emocional sería la reparación. Las emociones adaptativas
se caracterizan por resultar útiles y por expresarse con la
intensidad adecuada para procesarse sin que nos
sobrepase. En el momento en que te desbordan y son causa
de que no vivas una vida satisfactoria pueden erigir los
cimientos de un trastorno mental que irá construyéndose
silenciosamente con el paso del tiempo. La reparación
implica la capacidad de reinterpretar las emociones para
sacar de ellas alguna consecuencia positiva para ti, incluso
cuando pudieran etiquetarse como negativas. Para una
adecuada reparación emocional debes ser capaz, en primer
lugar, de amparar lo que sientes en cada momento, sin
juzgarte por el hecho de sentirlo. Ya sabes que nos
bombardean continuamente con la absoluta necesidad de
ser felices todo el tiempo, por lo que puede ser un paso más
difícil de lo que imaginas. A partir de este punto, en el que
actúas honestamente contigo, deberás aprovechar todo el
potencial de la emoción para transformarlo en actos
coherentes que permitan resolverla: desde pedir perdón
hasta dar las gracias, o incluso tomar la difícil decisión de
separar tu camino del de otra persona que te hace un daño
deliberado o cuyos pasos se han alejado demasiado de los
tuyos.

La reparación es, en definitiva, el conjunto de actos a través del cual


puedes dar una adecuada respuesta a lo que sientes, para que
puedas evitar que ese sentimiento se enquiste y te perjudique
psicológicamente.
La escritura emocional implica plasmar tus inquietudes
de manera que seas capaz de reconocer el sentido
autobiográfico del texto que has volcado sobre el papel,
evitando al mismo tiempo la autocensura y siendo lo más
sincero posible contigo mismo. El relato debe hacer énfasis
en lo que sientes sin usar etiquetas para sintetizarlo,
ilustrando con ejemplos del día a día tus vivencias y sin la
necesidad de compartirlas con nadie más. A medida que se
instaura el hábito podrás hacerte consciente del cambio
que nos atraviesa a todos cuando vamos sumando capítulos
en la obra de nuestras vidas, apreciando que ningún
sentimiento vibra para siempre y que absolutamente todos
están sujetos a una inevitable transitoriedad. Incluso
podrás revisar pasajes que dejaste atrás y darte cuenta de
que el sufrimiento o la alegría que en ellos había eran en
realidad pasajeros, aunque en el momento no lo pareciera
en absoluto, y de cómo tu posición de espectador en el
presente te permite conectar puntos para hallar
significados que entonces se te escaparon.

Debes evitar la búsqueda de un sentido estético para tus palabras, o


la introducción de moralejas forzosas que pretendan dotar a la
experiencia de un valor aleccionador: el fin es únicamente traducir la
complejidad del mundo interno sin el filtro del convencionalismo ni
de las apariencias.

En resumen: es una experiencia tan profundamente


individual que para cada cual será distinta, pero en todos
los casos orgánica y libre. Solo podrás conocerla
experimentando con ella, ¡mucho ánimo!
23

LA ACEPTACIÓN INCONDICIONAL:
AMÁNDOME TAL Y COMO SOY

LA IMPORTANCIA DE ABRAZARSE

Es oportuno que, llegados a estos últimos capítulos del


libro, revises uno de los principios básicos que hay que
tener presente si vives con ansiedad. Es, sin duda, de las
cosas más importantes que puedes aprender con él: la
ansiedad tiene una función, no es en absoluto algo que
debas desdeñar automáticamente y apartar de tu vida. Al
igual que el miedo, la ira, la tristeza u otras emociones, la
ansiedad correctamente gestionada puede ser una aliada
valiosa. Si la erradicaras por completo, tu capacidad para
afrontar los retos cotidianos se vería seriamente
perjudicada, pues serías incapaz de anticiparte a ellos, de
atribuirles la importancia que merecen o de dedicar un
tiempo a reflexionar sobre sus características y sobre la
oportunidad que representan. Vivir con cierto grado de
ansiedad es totalmente natural y no significa que seas débil
o inseguro, y ni mucho menos que algo esté mal en ti. El
único posible problema reside en los trastornos ansiosos, a
los que dedicamos bastante espacio en un capítulo previo.
Se trata de casos en los que sí se aprecia que las
sensaciones ansiosas se agravan hasta niveles altísimos,
que te desbordan e impiden desarrollar facetas
importantes. Será en estas circunstancias cuando se habrá
de optar por acudir a un especialista.
No obstante, durante mucho tiempo ha predominado una
perspectiva puramente médica para la ansiedad y para
otras experiencias inseparables de la realidad humana.
Como si de peligrosas patologías se tratara, se ha esparcido
como un reguero de pólvora la absurda idea de que deben
ser evitadas a toda costa, y que tan pronto como aparecen
hemos de desplegar toda la artillería para hacerlas
desaparecer, con énfasis en el uso de fármacos. A lo largo
de la vida experimentarás una impresionante variedad de
sentimientos y de emociones, para los cuales estás
fisiológicamente preparado. No debes renunciar a ellos
bajo ningún concepto, pues tanto los «positivos» como los
«negativos» (nótense las comillas) son relevantes y dignos
de ser abrazados. Creer que existen emociones
inherentemente buenas o malas es un maniqueísmo irreal:
todas brotan ante circunstancias concretas y debes
valorarlas en términos de sus consecuencias para tu vida,
no solo por lo que en apariencia parezcan ser. La lucha
denodada por dejar de experimentarlas solo conduce a dos
posibles consecuencias: o bien que evites todas aquellas
situaciones en las que eres consciente de que podrían
irrumpir, o bien que trates de soterrarlas en los momentos
en que hacen acto de presencia. Tanto la una como la otra,
nutridas por ideas ingenuamente optimistas que proliferan
en los medios de comunicación, conducen a la frustración y
a la pérdida de espontaneidad. Son decididamente injustas,
crueles con tus necesidades y ajenas a toda la evidencia
científica conocida sobre la emoción.

EL DOLOR POR OCULTAR LO QUE SIENTES

Un ejemplo evidente lo hallamos en quien se empeña en


detener tu llanto ante una situación que lo desborda
emocionalmente. Llorar es un mecanismo que sirve para
aliviar el estrés y que surge cuando estás sometido a un
enorme pesar (también si te encuentras en una situación
hilarante, aunque esa es otra historia...), por lo que los
esfuerzos por frenarlo se traducen en un aumento
paradójico del sufrimiento. Quizá la persona que te ha
sugerido que dejes de llorar (a veces con buena intención)
pueda sentir algún alivio momentáneo cuando
efectivamente le haces caso, pero la factura que habrás de
abonar será desproporcionadamente mayor a su
comodidad. Y es que es urgente empezar a aceptar que el
malestar que puedas vivir en distintos momentos de la vida
es totalmente válido, natural, y una parte más de las
muchas experiencias que te deparará el hecho de existir.

Al fin y al cabo, ¿qué es vivir sino una sucesión de encuentros y


desencuentros? ¿Debes asumir que la vida será sencilla y previsible,
que siempre discurrirá por terrenos conocidos y que nunca hará
tambalear tus cimientos? Fortaleciendo la salud mental no solo te
recuperas de un problema que limita tu calidad de vida en este
momento, sino que también desarrollas fortalezas que te protegerán
ante las inclemencias futuras.

Muchas veces, cuando analizas con detalle la ansiedad,


te das cuenta de que resulta más invalidante el esfuerzo
que haces por evitarla que los síntomas en sí. Por ejemplo,
en la ansiedad social es frecuente que evites muchas
interacciones, lo que acaba traduciéndose en una pérdida
de oportunidades en muchos ámbitos (laboral, amistad...) o
incluso en que se deterioren tus destrezas interpersonales
por ausencia de ocasiones en las que practicarlas, lo que
acaba haciendo más grande el problema. Por su parte, en el
trastorno de pánico puedes luchar por no exponerte a
situaciones en las que crees que podrías sufrir algún
episodio agudo de ansiedad, reduciendo con ello tu
participación en actividades que anteriormente resultaron
gratificantes, lo que minimiza tus incentivos para vivir y
acrecienta la tristeza. Por ello, todo cuanto haces con la
ansiedad es crucial para entender cómo se mantiene e
incluso cómo se asocia con otros problemas de salud
mental, pues ya sabes que los síntomas depresivos son
comunes a medida que el tiempo pasa sin una solución
clara para ellos. También cabría mencionar el estigma que
aún afecta a la salud mental, que nos impide expresar
sinceramente qué nos atenaza o preocupa por miedo a que
los demás puedan considerarnos inapropiados. Al final,
todo esto se traduce en actos que empeoran nuestro estado
psicológico, como renunciar a beneficiarnos del apoyo
social que naturalmente podría proporcionarnos nuestro
entorno más cercano.
Una de las terapias más importantes en la actualidad,
que se incluye dentro de los procedimientos de tercera
generación, es la terapia de aceptación y compromiso. En
este contexto existe un concepto particularmente
ilustrativo: la evitación experiencial. Esta forma de
evitación describe precisamente lo que acabamos de
mencionar, y sería uno de los resortes fundamentales a
abordar durante las sesiones con el especialista en salud
mental. Ya hablamos de ella antes, en otros capítulos del
libro, por lo que valdría la pena revisitarla.
24

LA LÍNEA DE LA VIDA: ENTENDIENDO


EL CAMINO QUE HE RECORRIDO

ECHAR LA VISTA ATRÁS

La mayoría de las personas vive su vida como si fuera un


río: discurre entre valles, mecida en un caudal continuo,
impasible a los rigores de la orografía. Lo cierto, no
obstante, es que la existencia está sometida a vaivenes que
alteran su curso de forma imprevisible. Existen meandros,
pequeñas cataratas y zonas estancadas en las que el agua
se vuelve turbia, así como tramos en los que fluye cristalina
y otros en los que se estrella, iracunda, contra las rocas.
Pese a que nuestra tendencia es flotar a la deriva, a veces
puede ser provechoso hacer un esfuerzo y remar a
contracorriente para recordar el camino que nos trajo
hasta aquí. Precisamente en esto podría resumirse el
propósito de la tarea que nos ocupa: recapitular las
experiencias más importantes, desde donde nace la
memoria hasta la actualidad, o simplemente centrarnos en
puntos concretos de la autobiografía para comprenderlos
mejor y cerrarlos definitivamente. Los capítulos de la vida
que permanecen abiertos pueden generar sufrimiento. Por
supuesto, se trata de una tarea que precisa mucha reflexión
y tiempo.

ENTENDIENDO NUESTRA VIDA

El primer paso es localizar los grandes momentos que


alguna vez viviste, las conocidas transiciones
experienciales, y escribirlos en una lista. Puede tratarse de
tu propio nacimiento (suceso con el que empieza la
aventura), pero también de una gran pérdida o de un logro
extraordinario. Al recabarlos, te darás cuenta
inmediatamente de que eres el resultado de un cúmulo de
vivencias, de un bagaje existencial que te acompaña allá
donde vas y que has de acomodar. Incluso podrás brindarte
la oportunidad de entender que muchas cosas que hoy
haces, por mucho que te preocupen o que te resulten
confusas, fueron útiles para adaptarte a situaciones del
pasado realmente difíciles. Realizando el ejercicio podrás
observarte a ti mismo con un entendimiento privilegiado,
algo imprescindible si deseas tratarte compasiva y
amablemente. Veamos paso por paso cómo hacerlo:

Empieza reflexionando sobre los sucesos relevantes que marcaron tu vida:


los capítulos de la obra. Siéntate de la forma más cómoda posible y escribe
en un papel las situaciones que has vivido a lo largo de los años y que
estimas relevantes para entender quién eres hoy. No es una tarea fácil,
pero vale la pena. Ni siquiera debes organizar las experiencias por orden
de relevancia ni tampoco cronológicamente. Lo único que importa es que
percibas estos hechos como intersecciones en tu camino, desvíos a partir
de los que se definió un nuevo horizonte. Pueden ser cambios familiares
(divorcios, enlaces, fallecimientos...), de salud (diagnóstico de una
condición grave, pérdida de una función de tu cuerpo...), académicos
(inicio de estudios universitarios, cambios de centro, obtención de un
título...), laborales (primer trabajo, ascensos, despidos...) o de cualquier
otro tipo.
Traza una línea horizontal en una hoja de papel en disposición apaisada. Tal
línea representará el paso del tiempo desde algún momento vivido hasta la
actualidad. El lado izquierdo se reserva para el pasado, de manera que en
su extremo pueda ubicarse tanto el nacimiento como cualquier otro punto
de la propia narrativa que consideres como el comienzo de una etapa (en
caso de que no desees remontarte al inicio de todo). A medida que vayas
desplazándote hacia la derecha te irás acercando al momento presente, o
hasta el instante en el que concluyó el periodo que intentas comprender.
Obviamente, cuanto más extenso sea el rango temporal que uses, más
complejo será el análisis, pero también más profundo y significativo.
Cuando exploras la vida desde sus inicios hasta la actualidad adquieres
una perspectiva mucho más rica del camino recorrido y del porqué de tus
circunstancias. No obstante, quizá la primera práctica puede ser más
accesible si te limitas solo a un pasaje reciente y breve, para
posteriormente extenderlo tanto como desees. Deberás ir poco a poco,
como en todas las cosas que has ido aprendiendo a lo largo de este libro.
Llegados hasta este punto dispondrás de dos elementos: una línea
horizontal con límites temporales claramente definidos y una lista de
sucesos relevantes que ocurrieron entre ellos. Lo que debes hacer ahora es
ubicar estos momentos en el segmento de la línea que les corresponda,
guardando la proporcionalidad (distancias entre todos ellos) de la mejor
manera posible. Así, si tienes actualmente treinta años y vas a enmarcar
un acontecimiento que sucedió a los quince (la ruptura de una relación
sentimental, por ejemplo) sobre una línea que representa toda la
existencia, tendrás que ubicarlo aproximadamente a la mitad (de forma
que divida el plano en dos partes de igual longitud). Esta proporción es
importante, porque muestra con claridad la posición relativa de los sucesos
(antes, después...) y la evolución que has experimentado. Así podrás tener
una visión nítida de cómo ciertas cosas que te sucedieron en tiempos
remotos pueden estar generando su efecto en el presente, e incluso la
posibilidad de que exista una relación de causa y efecto más o menos
definida. Esta forma de ordenar la propia vida facilita la comprensión de
todo el conjunto, pues, al igual que la solución de problemas, ilustra de
manera visual algo extraordinariamente complejo.
Al finalizar, tendrás una ordenación gráfica de tu vida y de sus transiciones
relevantes. Ahora podrás enriquecer cada una de ellas con un breve texto,
en el que detalles cómo te hizo sentir y qué significado tuvo para ti a nivel
íntimo. Por ejemplo:

Pérdida de mamá (16 años): «El fallecimiento de mi madre fue la


experiencia más dolorosa que tuve que vivir hasta ese momento de
mi vida. Además de este sufrimiento, tuve que asumir nuevas
responsabilidades familiares para las que no estaba completamente
preparado».
Logro del primer contrato de trabajo (21 años): «Momento de gran
felicidad que me permitió desarrollar una mayor autonomía y
realización personal. Estas nuevas circunstancias me permitieron
adquirir mi casa y, con el tiempo, formar una familia».
Primera ruptura sentimental (27 años): «Después de una relación de
cinco años, todo finaliza de una manera demasiado abrupta. Siento
soledad, pero también me sirve para reorganizar mis prioridades».

Veámoslo en esta línea, que pertenece a una persona que


tenía treinta años al empezar su ejercicio:

La inclusión de estos textos hace necesario organizar la información de la


línea de forma óptima. Una buena estrategia para lograrlo consiste en alternar
cada escrito en la mitad superior e inferior de la misma, siempre vinculados (con
una línea, por ejemplo) al acontecimiento correspondiente. Algunas personas
añaden toques creativos a este ejercicio, usando colores diferentes para escribir
ciertos segmentos, siguiendo una lógica completamente subjetiva (reseñando
en color verde los momentos felices y en rojo los difíciles, por ejemplo) o
añadiendo dibujos y fotografías allá donde lo consideran pertinente. La idea es
que la línea de vida sea valiosa y significativa para quien la realiza, con
independencia de su grado de ajuste a criterios técnicos. Debe tener valor
personal y hacer que te sientas identificado con aquello que cuenta. Algo que
puede ser tremendamente útil es trazar una segunda línea por encima de la
horizontal que represente el modo en que te sentías en cada momento, lo que
también te da una visión nítida de la evolución de tu vida emocional. Podría ser
parecido a esto:

Una vez que la termines, podrás usarla como una brújula


en la marejada de la existencia, como un recurso íntimo y
valioso que podrás consultar cuando te sientas perdido
(algo que no significa en esencia nada negativo), e incluso
complementar con detalles adicionales.

La línea de la vida no es un mecanismo a partir del cual emitir un


juicio valorativo sobre quién eres o por qué. La idea es
fundamentalmente comprenderte dentro del marco de tus
experiencias, y poder comprometerte en decisiones de futuro mucho
más coherentes y personalmente relevantes. Esto es, construir un
plan que tenga en cuenta tu punto de partida y que te permita ser
consciente de hacia dónde te diriges.
EPÍLOGO
El camino por delante

Quienes saben de estas cosas dicen que lo mejor de


coronar el Everest no es el esfuerzo que has tenido que
invertir escalando sus paredes escarpadas, superando sus
innumerables peligros, sobreponiéndote a la fatiga o
sorteando las tormentas imprevistas. Tampoco el haber
llegado hasta donde solo unos pocos lo hicieron, el
vanagloriarse por la conquista o el tener una anécdota más
de la que alardear... Parece que lo mejor está en la sencilla
pero abrumadora sensación que te inunda al contemplar
desde las alturas el camino que recorriste hasta llegar allí.
Desde arriba todo tiene un matiz distinto: el sendero
tortuoso en que tus pasos vacilaron parece despejado, y los
vientos huracanados que arreciaban, infinitamente mansos.
Es como una serenidad que ruge desde las entrañas de ese
coloso de piedra y nieve, que se siente tan auténtica como
pocas otras cosas en la vida. Y es que todo viaje adquiere
un significado especial si puedes detenerte a pensar en los
momentos que te proporcionó, tanto los alegres como los
más duros, y no solo en el destino al que inevitablemente te
estaba conduciendo.
Podría decirse que el camino de lidiar con la ansiedad es
similar al de hacer cima en una montaña. Empiezas
observándola desde su falda y te sientes pequeño. Los
primeros pasos no son en absoluto fáciles, pues en poco
tiempo acumulas tropiezos y heridas que te hacen dudar de
todas y cada una de las fibras de tu ser. Si en algún
momento miras hacia abajo (y observas que todavía no te
alejaste demasiado del punto desde el cual partiste),
resulta extraordinariamente tentador deslizarse hasta que
los pies se posen sobre la anhelada tierra firme, recoger
todos los bártulos y volver allá donde te sientes más seguro
(pese a que sea un lugar del que querrías alejarte cuanto
antes). Pero si te resistes a esa idea y sigues intentándolo,
tarde o temprano atesorarás logros: quizá empezarán
siendo cosas en apariencia irrelevantes, pero te
proporcionarán la certeza de que en algún lugar dentro de
ti habita un escalador avezado. Sin prisas, irás aprendiendo
dónde y cómo colocar las manos para agarrarte a los riscos,
cómo ajustar correctamente la cuerda de seguridad y
cuáles son los lugares más propicios en los que
simplemente descansar.
A cada paso irás familiarizándote con los peligros que
comporta, superarás las temperaturas bajo cero y
conquistarás un metro tras otro. Pasarás allí más de una
noche, contemplando la belleza del cielo estrellado en el
más absoluto silencio, pensando durante largas horas cómo
seguir adelante. Y el día menos pensado habrás alcanzado
la cima y tendrás a tus pies un montón de recuerdos. Por
supuesto, la experiencia acumulada te hará sentir mucho
más preparado para otros retos que podrían presentarse y
te darán la seguridad de que siempre fue posible.
En las últimas páginas de este libro albergo la ilusión de
que la experiencia que hemos compartido te haya hecho
aprender mucho sobre tus miedos, sobre sus orígenes y
sobre las herramientas de las que dispones para alzarte
hasta la cima de tus propósitos. En lo referente al dolor
humano, recuerda que el abandono solo nos trae la
desesperanza. Persiste, aprende y sé feliz.
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Volver a ser tú
Joaquín Mateu-Mollá

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