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Bitácora Marxista-Leninista

Sobre la nueva corriente maoísta de moda: los «reconstitucionalistas»

1 de enero de 2022

Equipo de Bitácora (M-L)


EDITORES

Equipo de Bitácora Marxista-Leninista

Editado el 30 de junio de 2017


Reeditado el 1 de enero de 2022

La presente edición, sin ánimo de lucro, no tiene más que un objetivo,


promover la comprensión de los fundamentos elementales del marxismo-
leninismo como fuente de las más avanzadas teorías de emancipación
proletaria:

«Henos aquí, construyendo los pilares de lo que ha de venir»


Contenido

Equipo de Bitácora (M-L) --------------------------------------------------------------- 7

Sobre la nueva corriente maoísta de moda: los «reconstitucionalistas» ---------- 7

Preámbulo ------------------------------------------------------------------------ 7

I ------------------------------------------------------------------------------------------- 12

Las disparatadas recetas de la filosofía de la «reconstitución» para «superar al


marxismo» ------------------------------------------------------------------------------- 12

¿Fueron Marx y Engels dos «críticos contemplativos»? ------------------- 13

¿Existe una ideología revolucionaria identificable o esto es una búsqueda


estéril? --------------------------------------------------------------------------- 26

La pedantería en el lenguaje para aparentar sapiencia, el vicio incurable de


los intelectualoides ------------------------------------------------------------ 58

¿El marxismo debe utilizar categorías «no marxistas» o esto es un


imposible? ---------------------------------------------------------------------- 66

La terrible disociación entre la teoría y la práctica y sus consecuencias 79

¿Es cierto que el marxismo menosprecia o cercena el papel del hombre en


la historia? --------------------------------------------------------------------- 104

II -----------------------------------------------------------------------------------------131

Ciencia y progreso, conocimiento y perfeccionamiento ---------------------------131

¿Bajo qué argumentos se niega el carácter científico del marxismo? --- 132

Ciencia y filosofía, ¿enemigos o aliados? ----------------------------------- 163

Javier Santaolalla como representante del idealismo en la física


contemporánea ---------------------------------------------------------------- 174

El avance de la ciencia en la época capitalista ----------------------------- 186

¿No se ha valido el marxismo de la «ciencia burguesa»? --------------- 200

Métodos y pretensiones del marxismo y el positivismo, ¿similares o


antagónicos? -------------------------------------------------------------------208

Entonces, ¿nunca ha coqueteado el marxismo-leninismo con nociones


mecanicistas, místicas o evolucionistas? ----------------------------------- 261
¿Podemos aprender algo del posmodernismo para superar los «dogmas
del pasado»? ------------------------------------------------------------------- 312

¿Por qué para el revolucionario es imprescindible el estudio de las leyes


naturales y sociales? ---------------------------------------------------------- 321

III --------------------------------------------------------------------------------------- 343

Los fabulosísimos descubrimientos de la «Línea de Reconstitución» para el


«partido de nuevo tipo» -------------------------------------------------------------- 343

Sobrestimar las facilidades de los antecesores e infravalorar las ventajas de


tu tiempo, el rasgo de todo filisteo ------------------------------------------ 343

Ni los «reconstitucionalistas» ni sus competidores han logrado tener


jamás un «órgano de expresión» a la altura de las circunstancias ------ 354

El culto a la organización y el practicismo tampoco son la panacea para


solucionar las insuficiencias ------------------------------------------------- 374

¿Las «escisiones» que produce la «lucha de dos líneas» son un «avance»?


---------------------------------------------------------------------------------- 387

Señores, los grandes discursos no ocultan una realidad patética ------- 395

La intelectualidad y el movimiento revolucionario ----------------------- 401

El neomaoísmo decreta la supresión de las jerarquías ------------------- 429

IV --------------------------------------------------------------------------------------- 436

El curioso «método revolucionario» de la LR para analizar la historia -------- 436

«No somos maoístas», pero reconocemos al «maoísmo como la corriente


más avanzada del Ciclo de Octubre» --------------------------------------- 436

¿Por qué cayeron los regímenes marxistas del siglo XX? ---------------- 441

La Guerra Civil Española (1936-39) y su reinterpretación en clave anarco-


trotskista ----------------------------------------------------------------------- 478

¿Debió el PCE adoptar la «Nueva Democracia» y la «GPP» para ganar la


Guerra Civil Española (1936-39)?------------------------------------------- 501

Resulta que Marx, Engels, Lenin y Hoxha también eran maoístas y nadie
nos lo había dicho ------------------------------------------------------------- 508

¿Fue Jesús el representante del «comunismo primitivo» o del «esclavismo


primitivo»? -------------------------------------------------------------------- 518

La «Revolución Espartaquista» y Rosa Luxemburgo--------------------- 533

¿Abolición de la familia? ¿Nunca ha existido patriarcado? -------------- 536


V----------------------------------------------------------------------------------------- 540

Cómo «La Forja» y «Línea Proletaria» trataron de recuperar figuras e ideas de


dudoso valor --------------------------------------------------------------------------- 540

¿De dónde provienen las esperpénticas propuestas ideológicas de la LR?


---------------------------------------------------------------------------------- 541

La recuperación del Che y la cuestión de Cuba ---------------------------- 543

La influencia peruana: Mariátegui y Gonzalo ----------------------------- 546

El Partido de los Trabajadores del Kurdistán de Öcallah y el PCR de los


EE.UU. de Bob Akavian ------------------------------------------------------ 549

¿Es la ruinosa «Revolución Cultural» maoísta la solución a la falta de


organización e ideología? ---------------------------------------------------- 550

En la ciencia militar, la «alternativa» que nos proponen es la llamada


Guerra Popular Prolongada (GPP) ------------------------------------------ 553

¡El viejo tercermundismo como política exterior! ------------------------ 558

VI --------------------------------------------------------------------------------------- 563

La «Línea de la Reconstitución» y su recuperación de los viejos dogmas del


revisionismo --------------------------------------------------------------------------- 563

¿No hay diferencias entre fascismo y democracia burguesa? ¿Todo es


«socialfascismo»? ------------------------------------------------------------- 563

La abstención electoral como dogma anarquista-------------------------- 573

¿Trabajo sindical? ¡Eso es muy del siglo XX! ------------------------------ 577

Profetas que auguran la cercanía del día del «Juicio Final» ------------- 580

El sentimiento nacional en la era de la globalización --------------------- 583

La idealización del lumpenismo y el espontaneísmo --------------------- 598

El «trap» y las «vanguardias artísticas» como canon cultural ----------606


Equipo de Bitácora (M-L)

Sobre la nueva corriente maoísta de moda: los


«reconstitucionalistas»

Preámbulo

«En estos apuntes me he propuesto como tarea indagar qué es lo que ha hecho
desvariar a esas gentes que predican, bajo el nombre de marxismo, algo
increíblemente caótico, confuso y reaccionario». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin;
Materialismo y empiriocriticismo, 1909)

Esta tendencia, que llamamos «reconstitucionalista», quizás sea la más


caricaturesca del maoísmo. Se podría decir que son algo así como la
personificación real de aquellos jóvenes ficticios que protagonizaban la
película de Jean-Luc Godard: «La Chinoise» (1967), quienes causaban la mofa a
diestro y siniestro achacando a sus adversarios los mismos defectos que ellos
profesaban. Estos creían ciegamente en Mao Zedong sin pararse a analizar nada
en lo más mínimo, dedicaban sus tardes a aprenderse y recitar las poéticas citas
arregladas del Libro Rojo de Mao como si de profetisas del Oráculo de Delfos se
tratasen. Insistían sobre la necesidad de «superar el dogmatismo de la época de
Stalin», sentencia a la cual habían llegado no en base a material de primera mano
y estudios propios, sino a través de repetir mecánicamente la propaganda de
la «Revolución Cultural» y los intelectuales del «Mayo del 68». Hablamos de
unos muchachos acomodados que a menudo charlaban entre ellos sobre la idea
de cometer atentados terroristas contra los representantes de la universidad o
contra los dirigentes del imperialismo, que se comunicaban en un lenguaje
indescifrable para las masas… como si todo esto fuera el súmmum de ser
revolucionario. Para desgracia nuestra, los maoístas modernos de esta rama
llamada «reconstitucionalista» no son personajes ficticios, sino gente de carne y
hueso.

Nos resulta especialmente graciosa esta nueva moda neomaoísta. ¿Qué es este
movimiento que se presentó en su día como superador de los errores del Partido
Comunista de España (reconstituido)? Una unión de diferentes grupos con
inclinaciones maoístas que emergió desde varios afluentes: desde la disidencia
maoísta dentro del prorruso Partido Comunista de los Pueblos de España (PCPE)
hasta pasar por la escisión que sufrió el propio PCE (r) en los años 90 (La Forja,
Nº21, 2001). Varias de estas tendencias descontentas se agruparon entre 1994-
06 en el Partido Comunista Revolucionario (PCR) y su órgano de expresión «La
Forja». Aunque su proyecto de «reconstitución del partido» fracasó
estrepitosamente, desafortunadamente no desaparecieron de la escena. Aunque
más fragmentada, esta tendencia se empezó a reagrupar y volvió a publicar bajo
expresiones varias: Nueva Praxis (NP), Revolución o Barbarie (RyB), y el
Movimiento Anti-Imperialista (MAI). Más tarde, decidieron repetir la historia
fundiéndose en un órgano teórico de expresión, «Línea Proletaria» (LR),
formando en conjunto el órgano político «Comité por la Reconstitución» (CxR).
Pero parece que la «lucha de dos líneas» maoísta no tardó en hacer efecto y hubo
varias escisiones como la de Unión Proletaria (UP), cuya notoriedad ha sido y es,
también, nula. ¿Qué sorpresa, verdad?

El lector no debe aterrorizarse si generalmente se pierde con las teorías y


expresiones de esta gente, le garantizamos que durante el presente documento
recordaremos una y otra vez lo que supone esta sopa de siglas y aclararemos las
expresiones barrocas que acostumbran a utilizar para marear la perdiz.
Comenzando por el plato fuerte: ¿qué proponen para revertir la deplorable
situación en la que estamos? De forma idealista achacan toda equivocación o mal
resultado histórico al «agotamiento del Ciclo de Octubre» −coletilla que usarán
hasta en la sopa, a modo de cabeza de turco−. A decir verdad, estos señores han
venido sufriendo una miopía severa durante décadas a causa de empecinarse en
portar unas lentes filosóficas mal graduadas, lo que a la hora de analizar los
procesos históricos se ha visto reflejado en un estudio confuso, borroso,
deviniendo, por lo tanto, en especulaciones sobre lo que se tiene delante. Esta y
no otra es la razón por la que siempre tratan de salvar la situación trayendo a
colación machaconamente este eslogan sobre las «limitaciones» del «Ciclo de
Octubre», su «Deus ex maquina» preferido, como si con ello se explicasen los
interrogantes o equivocaciones de las experiencias desde 1917 hasta hoy; como si
esto bastase para sustituir el estudio pormenorizado a base de datos, argumentos
y pruebas factuales. Para ellos, en realidad, todo grupo político estuvo y está
«poco maoizado», y junto a esto, ninguno ha comprendido ni sabido aplicar los
«grandes aportes» del gran «Presidente Gonzalo»; de esta forma dan carpetazo
al asunto, prometiendo, eso sí, «futuros estudios» sobre el tema particular,
estudios que, como es obvio, jamás llegan.

En cierto modo, se consideran por encima del bien y del mal, creen de forma
idealista que hay que superar los «falsos debates y denominaciones» tales como
«marxismo-leninismo» y «maoísmo» −como si esto no fuese producto de una
larga y necesaria lucha histórica entre ideologías con metodologías y objetivos
diametralmente opuestos−. Esta es una estrategia pobre pero eficaz para tratar
de cazar a los más incautos. A ratos tratan de simular que es hora de desechar el
ropaje maoísta, mostrándose muy «críticos» con su herencia, pero solo para a
continuación considerarse como sus mejores y más inmediatos discípulos, por lo
que dejan entrever que no han roto el cordón umbilical. En resumidas cuentas,
todo esto es un viejo truco de ilusionismo, pues siguen siendo en lo fundamental
los mismos fanáticos de siempre, y en esto no hace falta ser un genio para darse
cuenta: siguen agarrándose a los mismos artículos de fe. Basta ver cómo todas sus
experiencias y figuras de máxima referencia en cuanto a su desviada idea de la
«revolución» proceden de esa fosa séptica donde se juntan y procesan todos los
residuos ideológicos, el llamado «Pensamiento Mao Zedong».

El problema clave en formaciones como el PCE (r) −y otros que los


«reconstitucionalistas» acostumbran a criticar, como el PCTE− reside no en
reproducir los límites del «Ciclo de Octubre abierto en 1917 hasta hoy», como
tanto argumentan, sino en que estos grupos han ignorado deliberadamente todas
y cada una de las leyes sociales que brindan las experiencias históricas −y sea esto
motivado de forma consciente o no, para el caso nos es indiferente−. Esta es la
causa principal por la que estas personas y grupos políticos zigzaguean hacia el
anarquismo o el reformismo, hacia el sectarismo o hacia el liberalismo, de la
misma forma que ocurre con ellos, los «reconstitucionalistas». Pero el lector se
puede preguntar, muy justamente, «¿Cómo es que surgieron estos extraños seres,
como los «reconstitucionalistas» y compañía?». Resumiéndolo mucho, son fruto
del estancamiento y desmoralización en los 80 de ciertas estructuras políticas
oportunistas. De ellas partieron los mismos personajes que un tiempo después se
aprovecharon de las debilidades objetivas de sus agrupaciones −que, no
olvidemos, conocían de primera mano− para tratar de arrancar a sus viejos
camaradas un poco de influencia, ¿de qué forma? Valiéndose de obviedades
argumentales tipo: «Las limitaciones del PCE (r) se encuentran en su
economicismo, espontaneísmo, terrorismo y falta de ligazón con las masas». Y,
efectivamente, aquí no les faltaba ni un ápice de razón, pero fracasaron en su
diagnóstico sobre el origen de estas graves desviaciones. ¿A qué nos referimos? A
que, entre otros motivos, un factor fundamental fue el maoísmo de los años 70
exportado a tierras hispanas −eso sí, con un toque aún más quijotesco−. Pero la
mayoría de estos elementos no llegaron nunca a estar en frente de tal evidencia;
otros, aun estando muy cerca, tenían un pavor a realizar una crítica sistemática
que a su vez le pusiera contra la espalda y la pared por sus actos recientes, por lo
que mejor miraron hacia otro lado y continuaron con la farsa. Véase la obra:
«Estudio histórico sobre los bandazos oportunistas del PCE (r) y las prácticas
terroristas de los GRAPO» (2017).

Entonces, ¿qué es lo que propone esta corriente para romper con los «viejos
esquemas», fallos y limitaciones, reales o ficticios, que señalan con tanto clamor
al resto? Nada nuevo, un poco de Mao, otro poco de Gonzalo y un pelín de Lukács
y Korsch sin que se note. Es más, esto nos recuerda a una escisión en Rusia del
grupo de los eseristas, sobre los que Lenin bromeó por prometer al público ruso
una notable «revisión de los desatinos del movimiento revolucionario», aunque
al final estos simpáticos seres estuvieran repitiéndolos uno a uno desde sus
inicios:

«En realidad, no se trata, ni puede tratarse, de ninguna revisión de la teoría,


pues el nuevo periódico no muestra concepción teórica alguna. Lo único que
hace es repetir en mil tonos distintos las exhortaciones al terrorismo y adaptar
de una manera torpe, inhábil e ingenua sus opiniones sobre la revolución, sobre
el movimiento de masas, sobre la significación de los partidos en general, etc.; a
este método, supuestamente nuevo, pero en realidad viejo, viejísimo. La
sorprendente pobreza de ese bagaje «teórico» salta a la vista cuando se lo
compara con las grandilocuentes promesas de revisión, crítica y creación».
(Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Algunos rasgos de la disgregación actual, 1908)

Entonces, ¿cuál es la razón para que el Equipo de Bitácora (M-L) dedique una
obra tan extensa de más de 350 págs. hacia una corriente a priori tan marginal y
anecdótica como la «Línea de la Reconstitución» (LR)? En primer lugar, porque
sus teorías condensan muy bien las desviaciones del marxismo más típicas de
nuestro tiempo, y porque en no pocas ocasiones, estas se remontan hasta varios
siglos atrás, lo que demuestra que aún no han sido superadas. En segundo lugar,
porque el adversario contra el que vamos a polemizar y nuestros ataques a sus
desatinos y especulaciones solo son una buena excusa para aclarar y exponer
desde una óptica correcta varios temas mucho más transcendentes. Ambas,
labores no muy agradables pero necesarias, suponen una situación análoga a la
que Engels tuvo que enfrentarse con la problemática de Dühring y sus ruidosas
teorías:

«El sistema del señor Dühring aquí criticado abarca un campo teorético muy
amplio; esto me obligó a seguirle por todas partes y a contraponer en cada
punto mis concepciones a las suyas. Con ello la crítica negativa se hizo positiva;
la polémica se convirtió en una exposición más o menos coherente y sistemática
del método dialéctico y de la concepción comunista del mundo sostenidas por
Marx y por mí». (Friedrich Engels; Anti-Dühring, 1878)

Dicho todo esto, ¿qué temas se abordarán, en esta obra?

1) ¿Fueron Marx y Engels «filósofos contemplativos»? ¿Existe una base


ideológica identificable, se puede mantener una «pureza» absoluta en su
aplicación? ¿Es el marxismo un sistema «dogmático» y «desfasado» que ha
fracasado? ¿Con qué lenguaje debemos expresarnos hacia el resto de personas
politizadas y no politizadas? ¿Pueden explicarse las bases del materialismo
histórico y dialéctico sin el uso de sus palabras específicas? ¿Por qué se ha
generalizado tanto la división artificial entre teoría y praxis? ¿Existen panaceas
para garantizar el carácter marxista-leninista de los partidos y gobiernos
revolucionarios?;

2) ¿Puede avanzar la ciencia bajo égida burguesa? ¿Cuál es la relación entre


filosofía y ciencia, son aliadas o enemigas? ¿Es el marxismo una variante del
«positivismo»? ¿Cuál es la teoría del conocimiento del materialismo histórico-
dialéctico? ¿Cuál es el criterio para conocer la verdad objetiva, es el progreso
relativo o absoluto? ¿Son las leyes sociales y naturales algo eterno? ¿Ha
coqueteado el marxismo con el positivismo u otra corriente similar? ¿Ha venido
el posmodernismo para salvarnos de las falsas promesas de las anteriores
filosofías?

3) ¿Cuál es la estructura partidista que se necesita hoy, qué funciones y


obligaciones tiene que tener su órgano de expresión? ¿En qué consiste el
«obrerismo» como desviación, y su contraparte el «intelectualismo»? ¿Se pueden
«suprimir las jerarquías», surgen éstas naturalmente y son todas «legítimas»?
¿Por qué el espontaneísmo es una de las mejores formas de no salir nunca del
atolladero?;

4) ¿No es la «lucha de dos líneas» en el partido garantía de riñas, fraccionalismo


y escisiones constantes? ¿Cuáles son los mitos y las limitaciones que esconde la
famosa «Guerra Popular Prolongada»? ¿Qué postura adopta el revisionismo
moderno en la cuestión sindical y electoral? ¿Por qué el tercermundismo es la
marca y seña del oportunismo en la política exterior? ¿Qué diferencias hay entre
fascismo y democracia burguesa? ¿Por qué es importante derrumbar las teorías
fatalistas sobre el «colapso inminente del capitalismo»? ¿Estamos ante un
proceso de «disolución de las naciones»? ¿Le debe importar al marxismo la
patria, o es cosmopolita? ¿Puede existir «opresión nacional» en el capitalismo
tardío? ¿Por qué hay una idealización hacia los saqueos, el argot y la estética
lumpen? Estas y muchas más incógnitas deben ser aclaradas. Esta obra, por
tanto, no es tanto un ataque gratuito a los «reconstitucionalistas», sino el pretexto
perfecto para aclarar muchas nociones totalmente erradas que, ciertamente, esta
gente arrastra.

Advertimos de la posibilidad de que, en ocasiones, no nos extenderemos en


refutar cada una de las nociones originarias del maoísmo, pues otras veces las
hemos venido desgranando en detalle, pero sí mostraremos que más allá de
habladurías, estos «reconstitucionalistas» mantienen las mismas posturas. En
otros casos sí será obligatorio volver a ello para desglosar el tema concreto que
sea pertinente. Como sabemos que no todo lector está familiarizado con los
rasgos básicos del revisionismo chino, para aquel que vaya a hincarle el diente a
este documento sin tener ningún conocimiento sobre él, le adjuntaremos dos
enlaces más que suficientes para comenzar.

Véase la obra: «Comparativas entre el marxismo-leninismo y el revisionismo


chino sobre cuestiones fundamentales» (2016).

Véase la obra: «Las luchas de los marxista-leninistas contra el maoísmo: el


caballo de Troya del revisionismo» (2016).
I
Las disparatadas recetas de la filosofía de la
«reconstitución» para «superar al marxismo»

«El Pensamiento Mao Zedong es el marxismo-leninismo de la era en que el


imperialismo se dirige a un colapso total y el socialismo avanza a todo el mundo
la victoria. (...) El camarada Mao Zedong ha integrado la verdad universal del
marxismo-leninismo con la práctica concreta de la revolución, ha heredado,
defendido y desarrollado el marxismo-leninismo y la ha llevado a una etapa
superior y completamente nueva». (Partido Comunista de China; Estatutos del
Partido Comunista de China; Adoptados en el IXº Congreso Nacional del
Partido Comunista de China, 1969)

Ninguna de las maniobras que veremos a continuación por parte de este


neomaoísmo «reconstitucionalista» nos son nuevas. Varias veces hemos podido
refutar esta forma de proceder que tiene un fin muy claro: suplantar poco a poco
el marxismo-leninismo por la doctrina revisionista X, sea la que sea. Los pasos a
seguir son sencillos de corroborar:

«Podría decirse que los revisionistas utilizaban, pues, dos tácticas, una
defensiva y otra ofensiva, para lograr una mínima aceptación y así luego el
posterior acuñamiento de su doctrina entre las masas de cara al interior en
primer lugar, y al exterior ulteriormente. La primera táctica defensiva era
intentar implantar cuidadosamente las bases de su doctrina dentro del partido
y en medida de lo posible lograr una aceptación en el exterior, como decíamos,
estos revisionistas clamaban que su ideología, pese a sus componentes
claramente heterodoxos, no debía ser criticada, pues «pese a todo seguía siendo
marxismo-leninismo», los revisionistas ponían como consecuencia de la no
aceptación de esta premisa, que quien no aceptase su «marxismo-leninismo
específico», estaría adoleciendo de dogmatismo, de izquierdismo, de sectarismo.
La segunda táctica, ofensiva, perseguía que una vez consolidada su ideología
dentro del propio partido, una vez seducida la mayoría del partido con los
sofismas necesarios y logrado reunir una cierta simpatía en el exterior,
implantar tanto dentro como fuera la idea de que la nueva doctrina era superior
a toda doctrina humana precedente, incluyendo el marxismo-leninismo… la
consecuencia, según estos revisionistas, de no acatar esta premisa, sería que
quien se opusiera caería en el derechismo, en el conservadurismo, ya que la
nueva doctrina era la «síntesis del pensamiento humano», y el marxismo-
leninismo algo obsoleto, y el apegarse a las ideas de este último, una muestra de
dogmatismo. Esta ha sido la estrategia de muchos revisionismos». (Equipo de
Bitácora (M-L); El revisionismo coreano: desde sus raíces maoístas hasta la
institucionalización del «pensamiento Juche», 2015)

En este caso observaremos que la «Línea de Reconstitución» (LR) parte de un


esquema similar. Alegando ser «heredera del «marxismo-leninismo» quebranta
hasta sus lineamientos más básicos y lejos de ofrecer una crítica constructiva de
sus experiencias, propone una vuelta a los esquemas del premarxismo.

¿Fueron Marx y Engels dos «críticos contemplativos»?

«En la noche de densa oscuridad que envuelve a la más remota antigüedad tan
distante de nosotros, brilla la luz eterna, infalible de una verdad más allá de
toda duda: el mundo de la sociedad civil ciertamente ha sido hecho por los
hombres, por lo que se puede y se debe encontrar sus principios dentro de las
modificaciones de nuestra propia mente humana». (Giambattista Vico; La
ciencia nueva, 1744)

En esta sección comprobaremos cómo si bien los periodistas burgueses acusan a


Marx y Engels de ser unos «revolucionarios de pacotilla», la «Línea de la
Reconstitución» (LR) no es menos y se suma a este coro de la calumnia para
lanzar infamias muy parecidas, solo que, eso sí, asegurando que lo hacen desde
lo más hondo de su «camaradería» y en pro del progreso de la humanidad.
Lamentan comunicarnos que la pareja nunca sobrepasó la «crítica
contemplativa», que ambos sufrieron de una falta de consecuencia típica de la
vieja filosofía; en definitiva, que no tuvieron un compromiso real con la causa
emancipadora. Esto, como bien iremos comprobando en los siguientes capítulos,
tiene una relación directa con la estrechez de mente de la LR sobre lo que es la
teoría y la práctica −y su íntima conexión−. Por nuestra parte, esta apología de
Marx y Engels no significa que nosotros mismos no pongamos en la picota las
meteduras de pata o las inexactitudes del dúo alemán, como ya hemos hecho en
otras ocasiones. Esto, como se podrá comprobar también más adelante, es
totalmente imprescindible si deseamos romper con ese halo de Marx y Engels
como figuras inmaculadas, para desvelar ese manto de misticismo creado donde
«siempre estuvieron en lo cierto», donde nunca se equivocaron o si lo hicieron
fue «por causas ajenas a sus genios». Pero ser autocríticos y poner las cosas en
orden no significa darle un cheque en blanco al enemigo para distorsionar la
historia arbitrariamente. He ahí porque decidimos realizar la labor que a
continuación presentamos.

¿Eran los trabajos de Marx de 1844-45 idealistas, una «crítica


contemplativa»?

Para empezar, comenzaremos señalando como los miembros de la «Línea de la


Reconstitución» (LR) se creyeron la división artificial de Louis Althusser entre el
«joven Marx» y el «Marx maduro»:

«[Las ideas de su obra] Manuscritos que pretendía sustituir el trabajo


alienado por el trabajo libre es, pues, absurda, idealista». (Partido Comunista
Revolucionario (Estado Español); La Forja, Nº33, 2005)
¿De qué propuesta de «trabajo libre» habla Marx, acaso el «amor
feuerbachiano»? No sabemos si tienen mala comprensión lectora o quizás
leyeron alguna edición extraña de Pekín que les ha hecho llegar el mensaje
original de Marx distorsionado, pero esto no es lo que proponía el autor ni por
asomo, y salvo alguna licencia conceptual de Feuerbach, no se halla nada de lo
que ellos denuncian. Ya en 1844 se subrayaba que no podía haber emancipación
religiosa sin emancipación económica, la cual pasaba inevitablemente por:

«La superación de la propiedad privada es por ello, la emancipación plena de


todos los sentidos y cualidades humanos; pero es esta emancipación
precisamente porque todos estos sentidos y cualidades se han hecho humanos,
tanto en sentido objetivo como subjetivo. El ojo se ha hecho un ojo humano, así
como su objeto se ha hecho un objeto social, humano, creado por el hombre para
el hombre. Los sentidos se han hecho así inmediatamente teóricos en su
práctica. (…) Del mismo modo que el ateísmo, en cuanto superación de Dios, es
el devenir del humanismo teórico, el comunismo, en cuanto superación de la
propiedad privada, es la reivindicación de la vida humana real como propiedad
de sí misma, es el devenir del humanismo práctico, o dicho de otra forma, el
ateísmo es el humanismo conciliado consigo mismo mediante la superación de
la religión; el comunismo es el humanismo conciliado consigo mismo mediante
la superación de la propiedad privada». (Karl Marx; Manuscritos económicos
y filosóficos, 1844)

Aquí Marx tan solo expone en profundidad los mismos conceptos que también
andaba teorizando aún en su etapa de redactor para la literatura de los «Anales
franco-alemanes» −los corchetes son nuestros−:

«La crítica [de la religión] ha deshojado las flores imaginarias de la cadena, no


para que el hombre arrastre la cadena que no consuela más, que no está
embellecida por la fantasía, sino para que arroje de sí esa esclavitud y recoja la
flor viviente». (Karl Marx; Critica de la filosofía del derecho de Hegel, 1844)

Pedimos disculpas por adelantado por tener que atormentar al lector con
infinidad de textos enormemente largos que seguro ya conocerá, pero entiéndase
que esto será algo necesario para desmontar las especulaciones que la LR
reproduce a cada paso. Sigamos con las falsificaciones históricas de estos
aspirantes a «superadores del marxismo»:

«En los Manuscritos de 1844, el trabajo es considerado ya como el vínculo


fundamental entre el hombre y la naturaleza y la base del carácter social de
aquél, pero todavía domina un concepto sustancialista del hombre y una
estimación abstracta de aquella relación −idealismo−». (Partido Comunista
Revolucionario (Estado Español); La Forja, Nº33, 2005)
¿Hay algo de cierto en esto? En absoluto, Marx da en el clavo para superar los
debates entre empirismo y racionalismo que se llevaban arrastrando siglos. Para
ello se da una radiografía excelente sobre las relaciones entre la psicología y las
condiciones sociales, sobre los nexos y dificultades entre filósofos y científicos:

«Se ve, pues, cómo solamente en el estado social subjetivismo y objetivismo,


espiritualismo y materialismo, actividad y pasividad, dejan de ser contrarios y
pierden con ello su existencia como tales contrarios; se ve cómo la solución de
las mismas oposiciones teóricas sólo es posible de modo práctico sólo es posible
mediante la energía práctica del hombre y que, por ello, esta solución no es, en
modo alguno, tarea exclusiva del conocimiento, sino una verdadera tarea vital
que la Filosofía no pudo resolver precisamente porque la entendía únicamente
como tarea teórica. (…) Se ve cómo la historia de la industria y la existencia, que
se ha hecho objetiva, de la industria, son el libro abierto de las fuerzas humanas
esenciales, la psicología humana abierta a los sentidos, que no había sido
concebida hasta ahora en su conexión con la esencia del hombre, sino sólo en
una relación externa de utilidad, porque, moviéndose dentro del extrañamiento,
sólo se sabía captar como realidad de las fuerzas humanas esenciales y
como acción humana genérica la existencia general del hombre, la Religión o la
Historia en su esencia general y abstracta, como Política, Arte, Literatura, etc.
(...) Este extenso caudal del obrar humano no le dice otra cosa que lo que puede,
si acaso, decirse en una sola palabra: «necesidad». (...) Las ciencias
naturales han desarrollado una enorme actividad y se han adueñado de un
material que aumenta sin cesar. La filosofía, sin embargo, ha permanecido tan
extraña para ellas como ellas para la filosofía. Existía la voluntad, pero
faltaban los medios. (…) La Historia misma es una parte real de la Historia
Natural, de la conversión de la naturaleza en hombre. Algún día la Ciencia
natural se incorporará la Ciencia del hombre, del mismo modo que la Ciencia
del hombre se incorporará la Ciencia natural; habrá una sola Ciencia». (Karl
Marx; Manuscritos económicos y filosóficos, 1844)

Las comunes y erróneas interpretaciones de las «Tesis sobre


Feuerbach»

En las «Tesis sobre Feuerbach» (1845) Marx no haría sino continuar con este
camino ya trazado. Antes que nada, debemos comentar algunas confusiones que
a veces hay sobre ellas. Esto ocurre en parte porque no dejaban de ser apuntes
personales del autor, cuya formulación y significado como notas rápidas podrían
estar sumamente claras para él, pero no para alguien que no estuviese al tanto de
lo que corría por su cabeza en esos momentos, razón de más si tenemos en cuenta
que, como comentó Engels, ese texto no tenía intención de ser publicado tal cual
estaba escrito, por lo que no precisaba de la misma claridad que otros trabajos.
Engels solo pudo darle a este documento una pincelada antes de publicarlo en
1886. En todo caso, creemos que esas tesis tienen una claridad suficiente:
«(I) El defecto fundamental de todo el materialismo anterior −incluyendo el de
Feuerbach− es que sólo enfoca el objeto, la realidad, la sensoriedad, bajo la
forma de objeto o de intuición, pero no como actividad sensorial humana, como
práctica, no de un modo subjetivo. De aquí que el lado activo fuese desarrollado
por el idealismo, por oposición al materialismo, pero sólo de un modo abstracto,
ya que el idealismo, naturalmente, no conoce la actividad real, sensorial, de por
sí. Feuerbach quiere captar objetos sensibles, realmente distintos de los objetos
conceptuales; pero tampoco él enfoca la actividad humana como una actividad
objetiva. Por eso, en «La esencia del cristianismo» sólo considera la actitud
teórica como la auténticamente humana, mientras que sólo concibe y plasma la
práctica en su forma suciamente judaica de manifestarse. Por tanto, no
comprende la importancia de la actuación «revolucionaria», práctico-crítica.
(…) (II) El problema de si al pensamiento humano se le puede atribuir una
verdad objetiva, no es un problema teórico, sino un problema práctico. Es en la
práctica donde el hombre tiene que demostrar la verdad, es decir, la realidad y
el poderío, la terrenalidad de su pensamiento. El litigio sobre la realidad o
irrealidad de un pensamiento que se aísla de la práctica, es un problema
puramente escolástico. (...) (VIII) La vida social es, en esencia, práctica. Todos
los misterios que descarrían la teoría hacia el misticismo, encuentran su
solución racional en la práctica humana y en la comprensión de esa práctica.
(…) (XI) Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el
mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo». (Karl Marx; Tesis sobre
Feuerbach, 1845)

La tesis número I, II y VIII son implacables, y servirán luego para defenestrar el


criterio maoísta de la verdad y el conocimiento, pero ¿qué quería decir Marx con
la tesis número XI que a veces ha causado tanta polémica? ¿Acaso los filósofos no
han intentado siempre «interpretar el mundo» con objetivos «prácticos»? Sí,
siempre con fines muy claros: obtener prestigio, obtener una cátedra en la
universidad, cambiar el modelo político, reafirmar el existente, etc. ¿Pero acaso,
aunque con herramientas no siempre válidas, algunos no deseaban también
transformarlo? De nuevo nos vemos obligados a responder afirmativamente. Por
ejemplo, Aristóteles, Cicerón, Rousseau, Condorcert, Diderot, Nietzsche, Hegel,
Owen o Fourier… todos ellos trataron de imponer una transformación de lo social
en torno a sus propios valores. Asimismo, es cierto que algunos realizaron en la
práctica todo lo contrario a lo que escribían, pero en algunos casos sí trataron de
ponerlo en marcha a través de movimientos y asociaciones políticas. Mismos
ejemplos podríamos poner en España con Espronceda o Larra. Véase el capítulo:
«El romanticismo y su influencia mística e irracionalista en la «izquierda»
(2021).

Estudiando la biografía del filósofo más conocido del idealismo griego, Platón,
encontramos que este fundó la Academia para un fin práctico e incluso acabó
siendo vendido como esclavo por intentar aplicar sus tesis políticas entre los
tiranos de Siracusa. Que Platón pensase que existía un «mundo de las ideas»
donde estaban contenidos eternamente los valores de «ética», «justicia» o
«perfección», no significa que no pretendiese aplicar estas ideas «con rigor» en
su mundo terrenal, con todas las consecuencias políticas que de ello se deriva.
Más bien todo lo contrario, estaba totalmente convencido de que debía luchar por
alcanzar tales nociones −siguió intentándolo un par de veces más, con los mismos
o peores resultados−. En el caso de todos estos personajes, sus nociones y
metodología eran profundamente incorrectas en muchos aspectos en cuanto al
conocimiento, en otros resultaban inaplicables o poco atractivas para los políticos
y las masas contemporáneas de su sociedad, pero nada de esto les detuvo en la
mayoría de casos para intentar ponerlas en práctica, por lo tanto, no habría nada
más necio que afirmar sin más que fueron filósofos «contemplativos», pues en
muchos casos fueron hasta hiperactivos en ese sentido, «voluntaristas».

La filosofía de Aristóteles tampoco deja lugar a dudas, no se trata de querer ser


sino de hacer para llegar a ser. Así pues, en una visión dialéctica de las cosas
advertía en relación a la teoría y la práctica:

«El presente tratado no es una pura teoría como pueden serlo otros muchos. (…)
Es por lo tanto necesario, que consideremos todo lo que se refiere a las acciones,
para aprender a realizarlas, porque ellas son las que deciden soberanamente de
nuestro carácter, y de ellas depende la adquisición de nuestras cualidades, como
acabamos de decir. (…) Las acciones y los intereses de los hombres no pueden
someterse a ninguna prescripción inmutable y precisa, como no puede hacerse
tampoco con las condiciones diversas de la salud. Y si el estudio general de las
acciones humanas presenta estos inconvenientes, con mucha más razón el
estudio especial de cada una de ellas en particular presentará mucha menos
precisión aún; porque no cae en el dominio de un arte regular, ni, lo que es más,
en el de ningún precepto formal. Pero cuando se obra, es una necesidad
constante guiarse en vista de las circunstancias en que uno se encuentra,
absolutamente del mismo modo que se practica en el arte de la medicina y en el
de la navegación. (…) No adquirimos las virtudes sino después de haberlas
previamente practicado. Con ellas sucede lo que con todas las demás artes;
porque en las cosas que no se pueden hacer sino después de haberlas aprendido,
no las aprendemos sino practicándolas; y así uno se hace arquitecto,
construyendo; se hace músico, componiendo música. De igual modo se hace uno
justo, practicando la justicia; sabio, cultivando la sabiduría; valiente,
ejercitando el valor. (...) Tocando la cítara, hemos dicho, se forman los buenos
y malos artistas; mediante trabajos análogos se forman los arquitectos, y sin
excepción todos los que ejercen un arte cualquiera. Si el arquitecto construye
bien, es un buen arquitecto; es malo, si construye mal. Si no fuese así, nunca
habría necesidad de maestro que enseñara a obrar bien, y todos los artistas
serian siempre y de primer golpe buenos o malos. Lo mismo absolutamente
sucede respecto a las virtudes. (...) La primera condición es que sepa lo que hace;
la segunda, que lo quiera así mediante una elección reflexiva y que quiera los
actos que produce a causa de los actos mismos. (...) Pero el común de las gentes
no practican estas acciones; y pagándose de vanas palabras, creen crear una
filosofía y se imaginan que por este método adquieren una verdadera virtud.
Esto es poco más o menos lo mismo que hacen los enfermos que escuchan muy
atentos a los médicos, pero que no hacen nada de lo que los mismos les ordenan;
y así como los unos no pueden tener el cuerpo sano, cuidándose de esta manera;
lo mismo los otros no tendrán jamás muy sana su alma, filosofando de esta
suerte». (Aristóteles; Ética a Nicómaco, siglo IV a. C.)

Aunque cuando hay una fascinación por algo se puede llegar al punto de incurrir
en un fanatismo, también se puede lograr una mesura y análisis cabal respecto a
los maestros que admiramos. El humanista italiano Petrarca insistía una y otra
vez en la necesidad de estudiar la teoría para acometer en la práctica una «obra
virtuosa» −en el sentido más aristotélico y ciceroniano del término−. Esta
corriente de Petrarca no solo pretendía recuperar los clásicos de la literatura
greco-romana, sino también comentarlos de forma crítica y tratar de aplicar sus
conclusiones a las condiciones de entonces.

Tampoco podemos ignorar el papel de la filosofía de la Ilustración y la Revolución


Francesa (1789). ¿Acaso podemos obviar el rol que tuvo Baruch de Spinoza,
partidario de la democracia burguesa, en la formación de dicho movimiento un
siglo antes? ¿Estaba el culto que Kant, el fundador del idealismo trascendental,
tenía por Rousseau desligado de sus ideas políticas? No, Kant tenía un gran
aprecio y compromiso por las ideas de Rousseau, y, consecuentemente, con las de
la Ilustración, convirtiéndose pues en su mayor representante histórico.

Hasta el propio Feuerbach, criticado por Marx y Engels precisamente por su


filosofía contemplativa, decide en 1870 afiliarse al Partido Socialdemócrata
Alemán, aunque es difícil saber hasta qué punto esto fue por «fervor
revolucionario» y si le sirvió para rectificar realmente sus antiguas posturas. Lo
que queda claro es que su incorporación tuvo un beneficio mutuo −al menos en
lo formal−: por un lado, sirvió para que el partido tuviera entre sus filas una figura
reconocida, y por el otro, para que él pudiera «validar» compromiso con la causa
política. De igual modo he ahí un ejemplo de hasta qué punto la realidad obliga
al hombre a salir de su «filosofía pura» para «descender al barro a mancharse las
manos» para intentar transformar el mundo.

Para algunos, los que suelen regodearse en una verdad simplona, el «anotar la
diferencia que puede haber entre que tu filosofía sea práctica y luego no seas un
filósofo que lo aplique», es un hallazgo importantísimo sobre el cual reflexionar
una y otra vez, pero en verdad a nosotros no nos parece la gran cosa, porque es
un fenómeno que ocurre a diario. De hecho, esta es una cuestión comprensible
para todo hijo de vecino, por ello en el refranero popular existen expresiones
como «Del dicho al hecho hay un trecho» o «La práctica hace al maestro». Lo
cierto es que también podemos esgrimir lo contrario y también sería justo. ¿A qué
nos referimos? Nos explicaremos mejor. Hay filósofos cuya doctrina es esencia
eminentemente pasiva, sujetos que se alejaron de la praxis social −por voluntad
propia o a instancias de la sociedad−, a veces sin deseo alguno de querer volver a
esta. Estos acabaron por erigir una obra teórica sin demasiado propósito practico
el mundo terrenal −creyendo dirimir sus problemas en los mundos espirituales,
extrasensibles e imaginarios−. Eso no quita que a posteriori se haya dado la
paradoja de que uno o varios individuos se valiesen de dicha obra para emprender
o sugerir un cambio real en el mundo, dándole en retrospectiva un propósito
mucho más practico a dicha «filosofía de la pasividad». Así ocurrió con las
reflexiones de Schopenhauer una vez estas fueron recuperadas por Nietzsche,
quien pese a ser tan excéntrico y solitario como él, construyó una filosofía con un
hilo conductor basado mucho más en el vitalismo ciego que en el espiritualismo
místico. Y no nos engañemos, lo mismo podríamos decir de las ideas y arengas de
este, retomadas por infinidad de movimientos políticos −como el fascismo
italiano y el nazismo alemán− que se tomaron muy en serio sus recetas de
«martillear la realidad» con la «moral de los señores», llevando a término lo que
el «maestro» no pudo ver cumplido en vida. O dicho de otro modo, hasta los
autores reaccionarios se ven obligados por la necesidad de tener que partir y
actuar en este mundo para poder mantener el orden explotador o para desatar
una contrarrevolución que les haga recuperar sus privilegios. Véase la obra de
Mehmet Ice: «AntiNietzsche, antiHeidegger» (2015).

Por esta misma razón llamamos la atención a no confundir lo que se dice en este
aforismo de la XI tesis sobre Feuerbach y recomendamos echar un ojo a lo que
Marx explica en «La ideología alemana» (1846), donde se expone que más allá de
las excelentes críticas o ideas de cada personaje en cada momento histórico... lo
más importante a tener en cuenta son las circunstancias que le rodean para ver si
aquellas tienen sentido o condiciones para poder cumplirse:

«Todas las formas y todos los productos de la conciencia no brotan por obra de
la crítica espiritual. (...) Sino que sólo pueden disolverse por el derrocamiento
práctico de las relaciones sociales reales. (…) La fuerza propulsora de la
historia, incluso la de la religión, la filosofía, y toda otra teoría, no es la crítica,
sino la revolución. (...) Estas condiciones de vida con que las diferentes
generaciones se encuentran al nacer deciden también si las conmociones
revolucionarias que periódicamente se repiten en la historia serán o no lo
suficientemente fuertes para derrocar la base de todo lo existente. Si no se dan
estos elementos materiales de una conmoción total, o sea, de una parte, las
fuerzas productivas existentes y, de otra, la formación de una masa
revolucionaria que se levante, no sólo en contra de ciertas condiciones de la
sociedad anterior, sino en contra de la misma «producción de la vida» vigente
hasta ahora, contra la «actividad de conjunto» sobre que descansa, en nada
contribuirá a hacer cambiar la marcha práctica de las cosas el que la idea de
esta conmoción haya sido proclamada ya cien veces, como comunismo». (Karl
Marx y Friedrich Engels; La ideología alemana, 1846)
Aquí, pese al tremendo golpe dirigido hacia el idealismo filosófico no significa que
Marx y Engels infravaloren la crítica teórica como tal, sino que los autores
subrayan que esta debe conseguir comprender y apuntar contra el orden
existente, aunque esto no bastará: el crítico debe asegurarse de que la teoría
penetre y movilice a una masa viva, ya que la crítica sin más no tiene el poder
mágico de derribar a los sistemas de producción, ¿sencillo de entender, no?

Esto, por si aún no lo ha entendido el lector, es similar a cuando el de Barmen


comentó en 1893 que la crítica a los misticismos de la historiografía del país no
es un requisito absoluto para acabar con el sistema monárquico −porque habrá
otros fenómenos mucho más cotidianos que puedan causar el hastío y
concienciación de las masas para deshacerse de él−, pero aun con todo es una
«crítica» que abre una grieta en el sistema de creencias:

«La destrucción de las leyendas monárquico-patrióticas no es una condición


absolutamente indispensable para derrocar esa misma monarquía que sirve
para encubrir la dominación de clase −pues, en Alemania, la república pura o
burguesa es una etapa que ha caducado sin haber tenido tiempo de nacer−, pero
es, a pesar de todo, uno de los resortes más eficaces para lograr ese
derrocamiento». (Friedrich Engels; Carta a Franz Mehring, 14 de julio de 1893)

¿A qué se refiere? A que precisamente tales ideas se inoculan en el pueblo


trabajador a fin de tenerlo sujeto a la «tradición nacional», para que no levante
la mano contra la «ley nacional», para que no levante acusación hacia los «héroes
de la nación»; en definitiva, es un mecanismo ideológico para mantener el status
quo. Entonces, se comprende fácilmente que romper con esto es un buen
catalizador que acelera que se den las condiciones para el estallido de la
revolución.

En 1886 Engels señalaría de forma similar los límites del materialismo de


Feuerbach:

«De lo que se trata en realidad y para el materialista práctico, es decir, para el


comunista, es de revolucionar el mundo existente. (...) No nos ofrece crítica
alguna de las condiciones de vida actuales, no consigue nunca, por tanto,
concebir el mundo sensorial como la actividad sensorial y viva total de los
individuos que lo forman. (…) Es decir, a reincidir en el idealismo precisamente
allí donde el materialista comunista ve la necesidad y, al mismo tiempo, la
condición de una transformación radical tanto de la industria como del régimen
social». (Friedrich Engels; Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica
alemana, 1886)

¡Pero es que este espíritu combativo de pluma y fusil ya había sido enunciado por
Marx en 1844!

«Es cierto que el arma de la crítica no puede sustituir a la crítica de las armas,
que el poder material tiene que derrocarse por medio del poder material, pero
también la teoría se convierte en poder material tan pronto como se apodera de
las masas. Y la teoría es capaz de apoderarse de las masas cuando argumenta
y demuestra ad hominem, y argumenta y demuestra ad hominem cuando se
hace radical. Ser radical es atacar el problema por la raíz. Y la raíz, para el
hombre, es el hombre mismo». (Karl Marx; Crítica de la filosofía del derecho de
Hegel, 1844)

Por esto es plenamente absurdo intentar aplicarle un estricto «marco


contemplativo» a la vida del propio Marx, como hacen estos infames seres
«reconstitucionalistas»:

«El límite con el que se encuentra el pensamiento de Marx implica la no


realización práctica de la praxis revolucionaria, que queda relegada a mera
formulación teórica. La consecuencia es un nuevo repliegue teórico-conceptual
de la conciencia hasta las posiciones de la crítica revolucionaria. La praxis
revolucionaria exige una concreción material, encarnarse como movimiento
político práctico, porque ella es revolución in actu». (Partido Comunista
Revolucionario (Estado Español); La Forja, Nº33, 2005)

¿Podemos hablar de transcendencia de Marx y Engels si no vieron


coronadas sus ideas en una revolución exitosa?

Como estamos comprobando sobradamente, toda esta acusación de la LR va


cobrando forma como una mentira de proposiciones gigantescas. La «crítica
revolucionaria» de Marx y Engels en ocasiones sí pudo materializarse en
«movimiento político», como demuestra varios eventos que ahora citaremos. En
primer lugar, parece olvidarse la decisiva participación de ambos en la Liga de los
Justos, más tarde rebautizada como la Liga de los Comunistas, lo cual permitió
que esta estructura abandonase progresivamente el socialismo utópico en pro de
unas nociones socialistas acotadas a lo científico. En segundo lugar, ambos
financiaron, asistieron, o tomaron partido en algunos de los movimientos
revolucionarios de su tiempo, como el de 1848 o el de 1871, cosa que continuarían
haciendo siempre desde el exilio belga, francés o inglés. En tercer lugar, fueron
personajes clave en la fundación de la I Internacional (1864), el primer intento de
coordinar a los partidos proletarios a nivel internacional. En cuarto lugar, cuando
esta se diluyó −con motivos bastante discutibles o mal calculados, eso sí−,
continuaron con sus investigaciones para proveer a los movimientos de Francia,
España, Estados Unidos, Alemania, Dinamarca −y muchos otros países− los
recursos intelectuales necesarios. En quinto lugar, el contacto permanente con
los Lafargue, Guesde, Labriola, Plejánov, Liebknecht, Bebel y tantos otros,
permitió a la postre que −si bien no sin extremas dificultades− los análisis,
consejos y críticas de Marx y Engels plantasen la semilla del afianzamiento del
marxismo en el movimiento proletario de estos países, con la consiguiente
creación de la II Internacional (1889). En sexto lugar, aun cuando la crítica sin
filtros no siempre augurase beneficios ni en su reputación ni en sus amistades
personales, cada vez que lo consideraron preciso Marx y Engels instaron a que se
criticase o expulsase del movimiento a todos aquellos que se consideraban
aduladores, arribistas o elementos extraños, tal y como ocurrió con los Heinze,
Kriege, Proudhon, Weitling, Höchberg, Dühring y tantos otros. Véase la obra de
Franz Mehring: «Karl Marx: Historia de su vida» (1918).

Resulta que, además, por si todo esto fuera poco, la transcendencia del trabajo de
Marx y Engels fue tal que, en Rusia, los mismos que llegaron a realizar la
Revolución Bolchevique (1917) declararon que estos dos habían sido sus
principales ejes políticos de referencia. ¡Casi nada! Para los
«reconstitucionalistas», algunos de estos «detalles» son reconocidos con la boca
pequeña, razón por la cual no les impide concluir de forma vergonzosa que:

«A pesar de que Marx y Engels sí se esforzaron por encontrar cauces para su


realización material, como demuestran sus actividades en la Liga de los
Comunistas y en la AIT y su estrecha relación con el movimiento obrero
europeo, en general, y con el movimiento socialista alemán, en particular. Pero
su fracaso supuso el destierro de la praxis revolucionaria de los territorios de la
actividad material y su relegamiento a la esfera de la conciencia teórica como
crítica revolucionaria, la cual, por su parte, como es exponente de la no
realización material de la fusión teorético-praxeológica en el seno del
proletariado que es la praxis revolucionaria, pone de manifiesto un modo de
relación externa entre teoría y práctica, y, por tanto, un modo criticista,
burgués, de estado de la conciencia. Como crítica revolucionaria, la conciencia
adopta una posición gnoseológica de corte burgués, porque es una forma más
de la crítica objetiva; pero también es su forma más elevada». (Partido
Comunista Revolucionario (Estado Español); La Forja, Nº33, 2005)

Esta es una de las mayores provocaciones que nadie ha escrito contra Marx y
Engels. Incluso, en el surrealista caso de que esta acusación contra Marx y Engels
hubiera sido verdad, concluir que en todo sitio donde el marxismo no encuentra
encauzamiento práctico esto se debe a que se opera bajo una «doctrina del
conocimiento burgués», es un disparate, es razonar bajos lineamientos del
pensamiento metafísico −que deja fuera los factores condicionantes y sus
conexiones múltiples−.

Tal barbaridad es como asegurar que un proyecto ingenieril es «pseudociencia»


porque no encuentra la financiación pertinente para materializarse, pero aquí la
cuestión sería más bien analizar si −dejando a un lado esta carencia− sus tesis
eran correctas en lo fundamental: si había tenido en cuenta las necesidades de su
proyecto, si había sacado lecciones de los prototipos y modelos anteriores, si
había seleccionado a una plantilla acorde para desarrollarlo, etc. ¿Acaso no es
cierto que muchos de los inventos y teorías de la historia no pudieron ser
comprobados plenamente hasta muchos años después −dado que fallaba alguno
o varios de los puntos anteriores−? Es completamente cierto, pero alguno
anotará: «Pero las ideas de este proyecto «X» estaban mal calculadas desde un
principio porque, si no, hubiera tenido en cuenta el «factor de la financiación»
para poder echar a andar». Bien, entonces concluiremos −tras comprobar si esto
fue sobrestimado realmente y no dándolo por hecho− que se falló en ese sentido,
¡pero no que toda su obra estaba basada en una «gnoseología burguesa» y que
por eso «fracasó»! Recordemos que la holgazanería analítica y el uso de
reduccionismos son los aspectos que más fácilmente se detectan en un
oportunista.

En la política ocurre igual: para analizar por qué un movimiento no pudo


materializarse −o solo recorrió un breve camino− hay que analizar no solo si sus
tesis de raíz eran correctas en su momento −donde la mayoría falla−, sino
también el resto de puntos ya comentados: ¿adolecían estos individuos de una
falta de conocimientos en materia organizativa? ¿No pudieron superar los vicios
de la fuerte tradición imperante en el movimiento político −reformismo o
anarquismo−? En caso de tener análisis correctos, ¿hasta qué punto influyó el no
poder competir de tú a tú con la competencia que disponía de mayor organización
y financiación? ¿Faltaban cuadros especializados para las enormes tareas que se
proponían? ¿Cuánto influyó la represión en la no estabilización del nuevo
proyecto emancipador? He aquí resumido algunos −que no todos− los factores
que estos pseudomarxistas tienden a olvidar.

«En la historia de la sociedad, los agentes son todos hombres dotados de


conciencia, que actúan movidos por la reflexión o la pasión, persiguiendo
determinados fines; aquí, nada acaece sin una intención consciente, sin un fin
deseado. Pero esta distinción, por muy importante que ella sea para la
investigación histórica, sobre todo la de épocas y acontecimientos aislados, no
altera para nada el hecho de que el curso de la historia se rige por leyes
generales de carácter interno. También aquí reina, en la superficie y en
conjunto, pese a los fines conscientemente deseados de los individuos, un
aparente azar; rara vez acaece lo que se desea, y en la mayoría de los casos los
muchos fines perseguidos se entrecruzan unos con otros y se contradicen,
cuando no son de suyo irrealizables o insuficientes los medios de que se dispone
para llevarlos a cabo. Las colisiones entre las innumerables voluntades y actos
individuales crean en el campo de la historia un estado de cosas muy análogo al
que impera en la naturaleza inconsciente. Los fines que se persiguen con los
actos son obra de la voluntad, pero los resultados que en la realidad se derivan
de ellos no lo son, y aun cuando parezcan ajustarse de momento al fin
perseguido, a la postre encierran consecuencias muy distintas a las apetecidas.
Por eso, en conjunto, los acontecimientos históricos también parecen estar
presididos por el azar. Pero allí donde en la superficie de las cosas parece reinar
la casualidad, ésta se halla siempre gobernada por leyes internas ocultas, y de
lo que se trata es de descubrir estas leyes». (Friedrich Engels; Ludwig
Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, 1886)
No es momento de realizar aquí un repaso biográfico aún más extenso sobre Marx
y Engels, pero todo el mundo debería saber que fueron los responsables de crear
las obras teóricas del «socialismo científico» −siendo estas, a su vez, la columna
vertebral de los históricos y futuros partidos revolucionarios que seguirían su
estela hasta hoy−. Esto ya refutaría la vacuidad de acusar a sus obras de «crítica
contemplativa». ¿Por qué tantos movimientos «prácticos» políticos iban a
adoptar como «teoría» las ideas de dos filósofos que se supone estarían «alejados
de la acción política»? ¿Por qué a la larga no transcendieron sobre ellos otros
filósofos más «pragmáticos», hombres de «mayor acción», como Blanqui o
Bakunin? Quizás porque, más allá de su influencia momentánea o de la fortaleza
de sus organizaciones políticas, las conclusiones de Marx y Engels estaban más
apegadas a la realidad social y sus necesidades de lo que sus enemigos creían,
estaban más adelantadas a su tiempo y por eso envejecieron tan bien en muchos
campos:

«El Sr. Heinzen se imagina que el comunismo es una doctrina que procede de
un principio teórico central y saca conclusiones a partir de aquí. El Sr. Heinzen
está muy equivocado. El comunismo no es una doctrina, sino un movimiento;
no procede de principios, sino de hechos. Los comunistas no parten de tal o cual
filosofía, sino de todo el curso de la historia anterior y particularmente de los
resultados reales a los que se ha llegado actualmente. (...) El comunismo, como
teoría, es la expresión teórica de la posición del proletariado en esta lucha y la
síntesis teórica de las condiciones para la liberación del proletariado».
(Friedrich Engels; Los comunistas y Karl Heinzen, 1847)

¡Vaya! Resulta, además, que el comunismo no es fruto de las ideas de dos cabezas
pensantes, sino que brota de los propios «hechos». ¡No es solo una teoría a secas,
sino un «movimiento» y «posición» de una clase social! He aquí Engels refutando
las acusaciones de Heinzen en 1847 y adelantándose a las montañas de basura
que la LR vertería sobre su tumba dos siglos después. Para más inri, en 1886
añadió que, para los intereses emancipatorios de la clase obrera, cuanto más
avancen las ciencias mejor:

«Cuanto más audaces e intrépidos son los avances de la ciencia, mejor se


armonizan con los intereses y las aspiraciones de los obreros». (Friedrich
Engels; Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, 1886)

¡Qué árido «positivismo» debe resultarle a un «reconstitucionalista» este


fragmento! El trabajo de creación teórica de Marx y Engels fue realizado
consultando bibliotecas, leyendo las obras de los enemigos, como también
visitando los lugares más recónditos de la clase obrera, incluyendo sindicatos y
barrios, actos que cuando no podían ser realizados en persona contaban con los
contactos suficientes para suplir esa falta de disposición.
Aquí surgen preguntas obligadas, pues si con todo eso resulta que ambos
pensadores adoptaron un pensamiento y actuar «aburguesado», ¿qué sentido
tendría confiar en sus obras como base formativa para analizar el mundo? ¿No
sería esto instruirnos en algo desfasado para hacer ciencia? ¿No deberíamos
reconocer, como hizo Karl Korsch en sus «Diez tesis para el marxismo» (1950),
que los estudios de Marx fueron fruto de una época y estos son ya cosa del pasado?
Nuestros neomaoístas guardan silencio sobre estas incoherencias que sostienen.
Por un lado, como buenos maoístas, promueven a Marx y Engels porque «son
populares», pero por el otro, también como buenos maoístas, los calumnian
intentando poner por encima su «pensamiento de reconstitución», fase superior
del maoísmo-gonzalismo. Pasen y vean:

«El llamamiento a revolucionar el mundo sin poder hacerlo significa que el


pensamiento proletario, hasta el punto que lo desarrollaron Marx y Engels,
mantiene todavía un pie en el terreno político de la burguesía y en el terreno de
las formas del pensamiento burgués». (Partido Comunista Revolucionario
(Estado Español); La Forja, Nº33, 2005)

Pero hay más, si este «currículum» de Marx y Engels es «insuficiente» para una
«praxis revolucionaria» o «crítico-práctica», ¿en qué lugar deja este baremo a los
seguidores de la «Línea de Reconstitución» (LR)?

A ver, repasemos… ¿cuál será el gran triunfo y superación de la LR en


comparación con las biografías de Marx y Engels? ¿Sus estudios teóricos y su
enorme difusión? Difícilmente. En más de treinta años ni siquiera han logrado
sacar adelante una producción teórica con calidad y regularidad −he ahí «La
Forja» y «Línea Proletaria», ambas gemelas en el estrepitoso fracaso que
suponen−. ¿Y acaso esto no es según los cánones del marxismo-leninismo el
prerrequisito fundamental para agrupar a los revolucionarios y estructurar un
partido? En efecto.

¿Será la enorme influencia de su corriente? No. ¿Su estrecho contacto con las
masas más avanzadas? Tampoco. Hasta ahora, los jefecillos de la LR no han
estado en contacto ni han instruido a una porción relevante de los trabajadores;
a lo sumo han maniatado la pálida conciencia de un puñado de muchachos
bohemios o lumpenizados cuyas debilidades confluyen muy bien a la hora de
actuar como actores de reparto en esta comedia neomaoísta. Unas mentes débiles
cuyos directores deben tratar de engañar a diario para poder seguir camuflando
el hecho de que la LR vaga década tras década sin reflexionar sobre la ristra de
aplastantes derrotas y contradicciones lógicas que ha encadenado.

En todo caso, viendo la doble vara de medir que los «reconstitucionalistas»


establecen entre ellos y Marx y Engels, siendo igual de duros concluiremos que
todo esto les convierte ipso facto en los mejores parlanchines y en los más aptos
profesionales de la calumnia, pero nada más. Con todo, nosotros no somos
rencorosos en lo político. Por cuestiones de mero raciocinio hemos de intentar
apiadarnos de quienes han huido de este círculo vicioso de palabras vacías que es
la «LR»; por lo que siempre comprenderemos que alguien con dos dedos de
frente decida un buen día que no quiere seguir viviendo ni un minuto más en esa
distopía de discursos grandilocuentes y lenguaje pretencioso al margen de la
realidad. Ahora, eso no significa que le vayamos a aceptar con los brazos abiertos,
sino que tendrá que demostrarse a sí mismo y al resto que no arrastra esta
tendencia bastarda de pasarse el día hablando del sexo de los ángeles mientras en
la «praxis» no aporta nada de valor.

¿Existe una ideología revolucionaria identificable o esto es una


búsqueda estéril?

Los conservadores, liberales, socialdemócratas y tantos otros llevan repitiendo


durante siglos la misma retahíla sobre el «fiasco objetivo del marxismo»,
argumentos que a todos nos resultan muy familiares. Suelen recurrir a dos
variantes: a) «Dado que su movimiento político no está en su mejor momento...
habríamos de reflexionar sobre si esto es fruto de unas bases doctrinales ya de
por sí utópicas»; b) «Dado que el marxismo se ha equivocado en ciertas cosas,
¿no habría que desconfiar de todo y dejar en suspenso sus supuestos axiomas?».
¿Qué contestar a esto? Pues que incluso en el caso de partir de premisas concretas
y ciertas −cosa que estos acusadores no siempre pueden comprobar, y cuando lo
intentan, suele ser a través de reduccionismos que nada ayudan a hallar o aclarar
el fallo−, ambas sugerencias tienen muchas lagunas. Nos explicamos. Toda esta
forma de proceder equivaldría en el mundo de la arquitectura a que cuando haya
una grieta, una gotera o una columna se muestre débil, los «expertos» decretasen
automáticamente que hay que tirar abajo todo el edificio «por el bien de la
seguridad de sus habitantes» −sin más estudio de si esta estructura estaba mal
diseñada desde un principio o si sus elementos se han resentido con el paso de
los años−, ¿y qué puede ocurrir? Que quizás este edificio no solo sea habitable,
sino que aun con todo sigue siendo el más seguro de la manzana gracias al resto
de sus mecanismos inteligentes que se usaron para distribuir correctamente el
peso.

Entiéndase, que para refutar de forma inmediata este infantilismo acusatorio, lo


mejor sería preguntarse: ¿qué movimiento nace, crece y se desarrolla sin incurrir
en falsos pronósticos, teorías inexactas o fracasos políticos? En honor a la verdad,
nosotros no conocemos a ninguno que bajo este mundo terrenal no se haya visto
obligado −tarde o temprano− a rectificar o matizar sus planteamientos, que no
haya cosechado derrotas y que no se haya visto necesitado de estudiarlas para
reformularse y fortalecerse. Ahora, nada de esto significa que dicho movimiento
deba abjurar de los aciertos de su pasado, ni que todas sus creencias sean
automáticamente falsas, ni mucho menos que no se pueda distinguir una
«ortodoxia» reconocible −que es ya el colmo de la palabrería intelectual−.
Los revisionistas y sus antecedentes históricos para intentar revisar
la «ortodoxia»

En realidad, estos debates son tan antiguos como el marxismo mismo, y existen
multitud de ejemplos históricos que vale la pena rescatar.

En España el movimiento revolucionario cometió el lamentable error de aceptar


sin más a un intelectual como Miguel de Unamuno, quien para 1894 celebró su
adhesión declarando al marxismo como «la religión de la humanidad» (sic). Y
cuando a este señor se le dejó claro que esta cosmovisión del mundo no podía ser
más que una terrible equivocación, fruto seguramente de su enorme
desconocimiento, no tuvo otra que desertar, no sin antes dejarnos una colección
de todo tipo de jeremiadas:

«Yo también tengo mis tendencias místicas, pero éstas van encarnando en el
ideal socialista, tal cual lo abrigo. Sueño con que el socialismo sea una
verdadera reforma religiosa cuando se marchite el dogmatismo marxiano y se
vea algo más que lo puramente económico». (Miguel de Unamuno; Carta a
Clarín, 31 de mayo de 1895)

¿A dónde condujo su visión «no dogmática» de las cosas? Dos años después, en
1896 ya proclamaba la unión de:

«Socialistas colectivistas; libertarios, socialistas anarquistas; socialistas


cristianos; evangélicos; católicos, sindicalistas; societarios etc., etc. Cuantos
más, mejor». (Miguel de Unamuno; Signo de vida, 1896)

Para entender el destino de un intelectual tan inestable como Unamuno el lector


bien puede repasar las obras de Pablo Iglesias Posse «Programa socialista»
(1886) o «Falsos revolucionarios» (1889), en donde se anticipaban el
comportamiento de estos breves compañeros de viaje que siempre van surgiendo.
El resto es conocido por todos: Unamuno acabaría en las filas de la reacción y sus
ideas serían clave en lo sucesivo para inspirar al fascismo español. Véase la obra:
«El fascismo español, ¿una «tercera vía» entre capitalismo y comunismo?»
(2014).

Pero, sin duda, la figura que más dio que hablar en esos días fue Eduard
Bernstein. Aunque hubo multitud de precedentes, este bien se merece ser
llamado el «padre del revisionismo» ya que, como veremos en capítulos
siguientes, sentó las bases ideológicas de lo que todos los revisores del marxismo
harían en lo sucesivo. Lo característico de Bernstein es que adoptó una
estratagema que se haría muy común: en primer lugar, partiendo de las propias
filas marxistas, lanzó teorías de dudosa credibilidad que siempre justificó
reivindicándose como un «ortodoxo», solo que, a diferencia de otros, él creía
contar con la capacidad para interpretar mejor que nadie los textos de los
«maestros», incluso corregir sus errores; sin embargo, tiempo después, cuando
abandonó ya sin disimulos los fundamentos del marxismo, pasó a considerar que
todos los «ortodoxos» que continuaban defendiendo el marxismo eran seres
«utópicos» y «dogmáticos».

Ante la pregunta: «¿Es posible el socialismo científico?», Bernstein llegó a la


conclusión en sus investigaciones de que no, pues, según él, ningún «ismo» puede
ser una «ciencia». En cualquier caso, leamos al protagonista para tratar de
entenderle:

«Ismo denota una visión del mundo, una tendencia, un sistema de pensamientos
o requisitos, y no ciencia en absoluto. La base de cualquier ciencia verdadera es
la experiencia; construye su edificio sobre el conocimiento acumulado. El
socialismo, en cambio, es la doctrina del orden social futuro, y precisamente por
eso su rasgo más característico no puede establecerse científicamente». (Eduard
Bernstein; Conferencia pronunciada para la Unión de Estudiantes de Berlín
para el Estudio de las Ciencias Sociales, 1901)

Esto de calificar al marxismo como una «ideología», «visión del mundo» o


«sistema de pensamiento» incompatible con los lineamientos científicos ha sido
muy común. Este ha sido y sigue siendo uno de los argumentos más utilizados
por los antimarxistas de cualquier signo, quienes presentándose como «hombres
de ciencia» se enredan en sus propios galimatías lingüísticos, creando problemas
donde no los hay. Desde Rusia, el marxista «ortodoxo» Plejánov contestó muy
correctamente a todo este tipo de especulaciones y ataques hacia el marxismo,
explicando que cualquier aporte científico indiscutible −como el darwinismo− no
deja de ser tampoco un «sistema de pensamiento» mediatizado y comprobado a
través de una «experiencia» acumulada por varias generaciones.

Por tanto, si Bernstein hubiera reflexionado vería que el debate sobre «la
imposibilidad de la existencia del socialismo científico» sólo puede probarse si
«la imposibilidad de la previsión científica de los fenómenos sociales se hace
evidente». Es decir, que antes de resolver la cuestión de la posibilidad del
socialismo científico, debe resolverse primero la cuestión de la posibilidad de la
ciencia social en general:

«En primer lugar, hablemos de la relación entre «ismos» y ciencia. Si el Sr.


Bernstein tenía razón al decir que ningún «ismo» puede ser una ciencia,
entonces está claro que, por ejemplo, el darwinismo tampoco es una «ciencia».
Pero entonces, ¿qué es el darwinismo? Si queremos permanecer fieles a la teoría
de Bernstein, entonces tendremos que clasificar esta enseñanza como un
«sistema de pensamiento». Pero acaso el sistema de los pensamientos no puede
ser ciencia, y ¿no es la ciencia un sistema de pensamientos? El Sr. Bernstein
obviamente piensa que no. Pero él piensa tan simplemente por un malentendido,
simplemente porque un terrible lío reina en su propio «sistema de
pensamientos». Que la ciencia construye su edificio sobre la base de la
experiencia es ahora conocido por todo escolar sensato. Pero ese no es el punto
en absoluto. Consiste en: ¿qué construye exactamente la ciencia a partir de la
experiencia? Y solo una respuesta es posible a esto: sobre la base de la
experiencia, la ciencia construye ciertas generalizaciones −«sistemas de
pensamiento»−, que a su vez forman la base de una cierta previsión de los
fenómenos. Pero la previsión se refiere al tiempo futuro. Por lo tanto, no toda
consideración sobre el futuro está desprovista de base científica. Si la vieja idea
de que el presente está preñado de futuro es cierta, entonces el estudio científico
del presente debería permitirnos juzgar el futuro no sobre la base de algunas
profecías misteriosas o algún razonamiento arbitrario y abstracto, sino
precisamente sobre la base de la «experiencia», sobre la base del conocimiento
acumulado por la ciencia». (Gueorgui Plejánov; Prefacio a la traducción de la
obra de Friedrich Engels «Del socialismo científico al socialismo científico»
(1880), 1901)

Como demostró aquí Plejánov, tratar de refutar el carácter científico del


marxismo porque este propone «un orden social futuro» es negar lo elemental de
las ciencias sociales. Sí, el marxismo usa la experiencia pasada para entender la
evolución a futuro de las sociedades e impulsar cambios en ellas, y es que el
interés de toda ciencia no solo es entender el pasado, sino también modificar el
orden futuro con la implementación de sus avances y descubrimientos. Y sí, toda
ciencia se nutre de un sistema de pensamientos que la vuelven operativa. Negar
todo esto, es negar la posibilidad de generar y aprovechar cualquier conocimiento
científico en las ciencias sociales. De hecho, es negar la posibilidad de cualquier
cambio social sobre premisas objetivas, científicas. Un disparate que, por
desgracia, caló hondo −y sigue haciéndolo hoy en día− en la mente de diversas
personalidades influyentes en el campo del socialismo, y por las cuales se tuvieron
que dedicar más esfuerzos de la cuenta para contrarrestar su pésima influencia.
Véase el subcapítulo: «Eduard Bernstein y la polémica sobre el revisionismo
(1896-1899)».

En la Rusia de 1899, los «marxistas legalistas» como Peter Struve se habían


agrupado para recibir y estudiar las últimas «innovaciones ideológicas» de
Alemania, donde el revisionista Eduard Bernstein y los suyos llevaban unos años
azotando esta polémica desde 1896. El resultado fueron obras de Struve como
«La teoría marxista del desarrollo social. Experiencia crítica» (1899). Pero,
¿aportaban algo nuevo estas «investigaciones»? En absoluto, como ahora
veremos, no solo eran una repetición de lo ya dicho por Bernstein, sino que lo que
no cubrían con esto era salvado pidiendo actos de fe y una promesa de futuras
investigaciones que, por supuesto, nunca llegaban −¿les resulta familiar?−:

«Struve lleva mucho tiempo practicando la «crítica» de Marx. Pero hasta hace
poco, sus ejercicios «críticos» no eran sistemáticos: se limitaba, en su mayor
parte, a breves declaraciones orgullosas de que él, el señor Struve, no estaba
infectado de «ortodoxia» y estaba bajo el signo de «crítica», o comentarios
lacónicos sobre el tema de que en tal o cual cuestión los seguidores «ortodoxos»
de Marx se equivocan, mientras que los marxistas «críticos» dicen la verdad.
Pero tales breves comentarios y declaraciones lacónicas no explicaron
exactamente en qué estaban arraigados los errores de los marxistas
«ortodoxos» y cómo exactamente los señores «críticos» iban a superarlos. Uno
solo podría especular sobre esto. Lo más probable de ello parecía ser que Marx
y sus seguidores «ortodoxos» estaban equivocados porque no fueron eclipsados
por la gracia de la llamada filosofía crítica, que trae una luz brillante a la visión
del mundo del Sr. P. Struve y su gente «crítica» de ideas afines». (Gueorgui
Plejánov; El señor Struve como crítico de la teoría del desarrollo social de Marx,
1901)

En resumen, los «marxistas legales» de Struve señalaron con el dedo acusatorio


a los «marxistas ortodoxos» de Plejánov o Lenin como unos «dogmáticos»
cegados por la «tradición». En cambio, el señor Struve declaró orgulloso que él y
los suyos estaban ya explorando «nuevos horizontes» −el neokantismo− y
cultivando los futuros éxitos −aunque lo único que en verdad preparaban era su
deserción al campo de los liberales−:

«Hablando de la literatura marxista, Struve formula la siguiente observación


general: «Las paráfrasis ortodoxas continúan dominando, pero no pueden
ahogar la nueva corriente crítica, porque en los problemas científicos la
verdadera fuerza está siempre de parte de la crítica, y no de la fe». De acuerdo
con lo expuesto, nos hemos convencido de que «la nueva corriente crítica» no
nos asegura contra la repetición de viejos errores. (...) No creamos que la
ortodoxia significa aceptar todo como artículo de fe, excluir las metamorfosis
críticas y el desarrollo ulterior, que la ortodoxia permite encubrir los problemas
históricos con esquemas abstractos. Si existen discípulos ortodoxos incursos en
estos pecados de verdadera gravedad, la culpa recae totalmente sobre ellos, y
no sobre la ortodoxia, que se distingue por cualidades diametralmente
opuestas». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Algo más sobre la teoría de la
realización, 1899)

En 1900, el pensador y activista francés George Sorel propuso la idea de que


habrían sido Engels, Bebel y otros los que, según él, habrían distorsionado a Marx
convirtiendo sus trabajos en verdades cerradas e incontestables, y que este era el
motivo real por el cual los partidos socialdemócratas como el francés o el alemán
habían comenzado a entrar en barrena:

«En el fondo, ¿el materialismo histórico no sería un capricho de Engels? Marx


habría indicado un camino, y Engels habría pretendido transformar esta
indicación en teoría, y lo ha hecho con el dogmatismo pedante y a veces burlesco
del escolar: luego ha venido Bebel, el cual ha elevado la pedantería a la altura
de un principio». (Georges Sorel; Carta a Benedetto Croce, 19 de octubre de
1900)

Poco después, en 1907-08, también se propuso liberar a la humanidad de las


«utopías» de Marx con su «sindicalismo revolucionario», que básicamente era no
solo volver a Proudhon y abrazar a Bergson, sino caer en su noción mística del
«mito» que elevaba la «huelga general» como la «fuerza motriz más poderosa».
Véase el capítulo: «¿Revitalizó Sorel el marxismo como proclamó Mariátegui?»
(2021).

Hay que entender todo esto en el contexto europeo de aquel entonces: en algunos
casos el notable incremento de membresía entre los partidos revolucionarios
condujo a un espíritu de autosatisfacción que invadió a las direcciones. Esto
redujo la vigilancia y aumentó el desdén por las cuestiones teóricas, primando el
practicismo y el aumento de prestigio y filas a cualquier coste. En otras ocasiones
las derrotas aplastantes del movimiento, las bajas, la censura y la clandestinidad
agudizaban el pesimismo y el arribismo entre los militantes, lo que era
aprovechado por elementos ajenos.

En el caso de este último caso, en medio de un reflujo de la revolución, Lenin


denunció a los «empiriocriticistas», a los «constructores de Dios» y a todo tipo
de corrientes similares decadentes que empezaron a proliferar. Ellos también se
las daban de «marxistas» a la par que sus «superadores»:

«La dialéctica de Engels es un «misticismo», dice Berman. Las ideas de Engels


se han quedado «anticuadas», exclama Basárov de pasada, como algo que no
necesita demostración; el materialismo se da por refutado por nuestros
valientes paladines, quienes se remiten orgullosamente a la «moderna teoría
del conocimiento», a la «novísima filosofía» −o al «novísimo positivismo»−, a
la «filosofía de las modernas ciencias naturales» e incluso a la «filosofía de las
ciencias naturales del siglo XX». (...) Todos estos individuos, unidos −a pesar de
las profundas diferencias que hay entre sus ideas políticas− por su hostilidad al
materialismo dialéctico, pretenden, al mismo tiempo, hacerse pasar en filosofía
¡por marxistas!». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Materialismo y
empiriocriticismo, 1909)

Por su parte, Karl Korsch, apostaba por un «marxismo revolucionario» y fue un


pensador clave de lo que luego se llamaría «marxismo occidental». Él sostuvo que
la debacle de la II Internacional (1889-1916) fue a causa de que Karl Kautsky y los
suyos habían «despojado a la teoría de Marx y Engels de su carácter
esencialmente revolucionario» y habían creado unos dogmas artificiales. Según
él, la III Internacional (1919-1943) fundada por Lenin nunca llegó a rechazar
estos mecanismos:
«Se confirma la completa solidaridad teórica de la nueva ortodoxia marxista
comunista y la antigua ortodoxia marxista socialdemócrata. (...) No encubre
otra cosa que el intento de defender dogmáticamente este «marxismo de la
Segunda Internacional» cuya herencia espiritual, en el fondo, jamás han
rechazado Lenin y los suyos, a pesar de alguna que otra palabra pronunciada
al calor de la lucha». (Karl Korsch; El estado actual del problema «marxismo y
filosofía», 1930)

Unas cuantas décadas después, en 1977, salió al paso el famoso pensador Louis
Althusser para aclarar que la crisis política que estaba sufriendo el eurocomunista
Partido Comunista Francés (PCF) era culpa del mismísimo Stalin y su herencia
(sic):

«Una crisis «bloqueada» bajo el manto de la ortodoxia de parte de un


impresionante aparato político e ideológico. A excepción de los breves años de
los Frentes Populares y la Resistencia, puede decirse, muy esquemáticamente,
que para nosotros la crisis del marxismo se ha condensado y fue
contemporáneamente sofocada, en los años treinta. Es en esos años cuando la
línea y las prácticas que habían sido impuestas por la dirección histórica del
marxismo, fueron bloqueadas y fijadas por fórmulas «teóricas», del
stalinismo». (Louis Althusser; Dos o tres palabras −brutales− sobre Marx y
Lenin, 1977)

A esto mismo se dedicaron la mayoría de maoístas galos de la época, como


Charles Bettelheim, a plantear que era hora de revisar de arriba abajo los axiomas
del marxismo-leninismo −los mismos que en su mayoría habían ignorado o
habían entendido a su manera−, incluso pasaron a discutir si existía una
«ortodoxia marxista identificable» −esto nos sonará más adelante−:

«Althusser nos habla de: «renovar el marxismo, dar nueva fuerza a su teoría,
modificar su ideología, sus organizaciones y sus prácticas, para abrir un futuro
real de liberación social, política y cultural a la clase obrera y a todos los
trabajadores». El otro apóstol de la «crisis del marxismo», Bettelheim, se
levanta contra la idea de que debe fundarse un «nuevo marxismo». (...) ¿Es esto
una divergencia con Althusser? Para nada. Es simplemente que, para
Bettelheim, el marxismo no existe como doctrina, ni con Marx ni con sus
sucesores. Por lo tanto, este no puede ser «renovado». El objetivo de la «crisis
del marxismo» es, apoyarse en la obra de Marx −y tomando en cuenta las
«contradicciones» inherentes a esta obra, como ya dijo Bernstein−, para
«reconstruir una problemática revolucionaria abierta», etc. En cuanto al fondo,
Althusser y Bettelheim dicen exactamente lo mismo». (L' Emancipation; «Crisis
del marxismo» y revisionismo, 1982)

Estas ideas no fueron exclusivas de los pensadores franceses. En la España de los


años 90, la filósofa Montserrat Galceran Huguet era partidaria de una «izquierda
alternativa» y más tarde llegó a ser en el nuevo siglo concejala por el grupo Más
Madrid. Esta llegó a puntos tan delirantes como calificar que el marxismo estaba
contaminado de positivismo por realizar una «sistematización» de sus
conocimientos −¡como si el marxismo plantease que la adquisición de tales
conocimientos sea de modo apriorístico, a lo Dühring!−, así como por tratar de
«codificar» cuáles eran los saberes adquiridos hasta ahora −¡como si eso
implicase que estos fuesen verdades reveladas, no verificables y por ende no
susceptibles de ser revisables!−:

«En el del año 1885 [Engels] añadía: «...la crítica se hizo positiva; la polémica
[a Dühring] se convirtió en una exposición más o menos coherente y sistemática
del método dialéctico y de la concepción comunista del mundo» (pp. 4 y 6). El
proceso de positivización del marxismo no había hecho más que empezar. (...)
Todo parece indicar que Engels, absorbido por las tareas de publicación de «El
Capital» [tomos II y III publicados en 1885 y 1894] desde la muerte de Marx y
pendiente de los problemas estratégicos, no fue consciente del asunto hasta los
años 90, en que los problemas de una estrategia revolucionaria tras la caída del
estado de excepción, pasaron a primer plano. Pero para esa época el partido se
había consolidado y el marxismo codificado. Era muy difícil volver atrás».
(Montserrat Galceran Huguet; La invención del marxismo; Estudio sobre la
formación del marxismo en la socialdemocracia alemana de finales del siglo
XIX, 1997)

¡Vaya! Al parecer a nuestra sabia se le olvidó mencionar un «detallito» que fue


advertido por Engels y que echa abajo toda su palabrería escéptica:

«Un sistema universal y definitivamente plasmado del conocimiento de la


naturaleza y de la historia es incompatible con las leyes fundamentales del
pensamiento dialéctico; lo cual no excluye, sino que, lejos de ello, implica que el
conocimiento sistemático del mundo exterior en su totalidad pueda progresar
gigantescamente de generación en generación». (Friedrich Engels; Del
socialismo utópico al socialismo científico, 1880)

Llegando ya a nuestros días, ¿qué han aportado los «reconstitucionalistas», qué


nos traen de novedoso que no hayamos visto aquí con estos «críticos»? Pues,
aunque parezca una broma de mal gusto, se dedican a repetir lo que desde hace
más de cien años se viene repitiendo con revisionistas como Bernstein, Struve,
Sorel, Korsch, Althusser, Bettelheim y Montserrat:

«La ortodoxia nos presta esa apariencia de seriedad y fundamentación


ideológicas y, además, nos exime de todo interrogante incómodo acerca de la
validez de sus contenidos, pues, por definición, la ortodoxia es axiomática y no
contrastable. (...) Stalin en «Fundamentos del leninismo» (1924) y Zinoviev [en]
«El leninismo» (1925) fueron los primeros en presentar el pensamiento de Lenin
como un bloque homogéneo y acabado de tesis teóricas y tácticas. Puesto que
esos elementos son doctrinales y están formulados y muy definidos, es el punto
de partida sobre el que mejor puede instalarse una dogmática y una
escolástica». (Partido Comunista Revolucionario (Estado Español); La Forja;
Nº32, 2005)

Dejando a un lado la equiparación arbitraria entre Zinoviev y Stalin −la cual no


se resiste, como demostró este último polemizando con el primero en su obra:
«Cuestiones del leninismo» (1926) y «Sobre la desviación socialdemócrata en
nuestro partido» (1926)−, desgranemos esta sartenada de tópicos. Resulta que
como los «reconstitucionalistas» desde sus atalayas de la pretenciosidad lo ven
todo a vista de pájaro, han decidido −por nuestro bien− que el corpus del
marxismo-leninismo no es ya tan fiable como se creía antaño, ¿la razón? Porque,
según se inventan sin ningún atisbo de remordimiento, los bolcheviques, al
cometer el «pecado dogmático» y «escolástico» de tratar de sintetizar su
experiencia y la de otros, estaban automáticamente condenándose a mutilar su
futura «creatividad» (?).

¿Existe eso que se le llama «ortodoxia» o es un mito?

Según la RAE por «ortodoxo» debemos entender en su segunda acepción:


«Conforme con la doctrina fundamental de un sistema político, filosófico». ¿Y
bien? No hace falta mencionar que quienes bajo el relativismo y el escepticismo
aseguran que el marxismo-leninismo −con la andadura que tiene a estas alturas−
no tiene paradigma a seguir, que no puede saber qué le es inherente y qué no, qué
tesis están dentro de sus patrones y cuáles no, son unos charlatanes redomados.
El pensamiento y actuar de este tipo de sujetos jamás será consecuente, por la
sencilla razón de que no estudian y toman esta doctrina bajo lineamientos
constatables, en consecuencia, su sistematización de los conocimientos siempre
será arbitraria: creen estar por encima de las sentencias de la historia, de la
realidad objetiva, que pueden coger lo que les guste de esta y aquella experiencia.
Los portadores de ese «marxismo creador y heterodoxo» no están sino
confesando que su teoría y práctica opera bajo coordenadas bastante alejadas de
los cánones que se le presuponen; es más, si realmente fuesen hombres de ciencia
habrían comprendido ya que, para que esta no se estanque, debe siempre de ser
«creadora» ante los retos que enfrenta cada día, a cada hora, pero jamás en el
sentido que le dan estos caballeros. Para cualquier corrección o derribo de los
axiomas, las hipótesis planteadas deben comprobarse. No basta con articular
deseos e implementar voluntarismos de todo tipo, como acostumbran estos seres,
quienes hacen caso omiso de todo esto. De no cumplirse con estos requisitos
básicos para tener un criterio riguroso de «estudio» y «actualización», la
ideología que se portará será un dogma, entendiéndose este como un
planteamiento indiscutible que se acepta exclusivamente por actos de fe. Por esta
razón el revisionismo suele ser sinónimo de laxitud, ambigüedad y eclecticismo,
dado que se abandonan las razones científicas, no existen límites para especular
y decorar a gusto de uno la ideología que se sigue.
Por este motivo, si uno quiere ser consecuente a la hora de «revolucionar»
cualquier doctrina o cualquier estructura partidista no puede eludir
responsabilidades intelectuales, no puede darle la espalda a la historia ni jugar a
dejar para otro día los análisis que hoy son más que urgentes. Esta actitud que
venimos comentando, y que rechaza todo esto, llega a extremos surrealistas,
como querer reunir a figuras con un desempeño tan dispar como Marx y
Proudhon, Engels y Bakunin, Lenin y Luxemburgo, Stalin y Trotski, o Hoxha y
Mao. Y es que ponerlos a todos sobre la misma base alegando que «todos eran
grandes revolucionarios» de los que «se pueden extraer cosas buenas», es
infantil, ridículo. Por supuesto, toda figura, famosa o no, está condicionada por
unas limitaciones históricas del conocimiento que se manifiestan en su tiempo y
que hicieron imposible que acertase en todo y haya previsto todo de forma
impecable. Pero no se puede partir de medias verdades, de falacias como que
«todos tuvieron errores» para acabar equiparando los presuntos fallos cometidos
por los primeros con los de los segundos; ya que mientras en el primer bloque
podemos hablar de equivocaciones −incluso algunas de ellas muy severas y no
corregidas en vida−, en el segundo caso los tropiezos no fueron casuales ni
esporádicos, sino continuos y sumamente graves, hasta el punto de violar de
forma reiterada y con alevosía los fundamentos más elementales del socialismo
científico. ¿Se entiende la enorme diferencia? En unos los errores fueron el
accidente, en otros fueron la voz cantante de su actuar político.

Esto no quiere, decir, faltaría más, que el materialismo histórico abogue por una
idolatría hacia sus «figuras inmaculadas», por un desapego hacia la investigación
porque «todo está dado» o un reduccionismo de los fenómenos históricos para
«ir tirando», y ni mucho menos pretende vulgarizar la exposición de sus sólidas
conclusiones. En este sentido hay infinidad de autores marxistas que fueron muy
explícitos respecto a estos problemas y peligros. Si hubo un pensador
especialmente preocupado porque la doctrina de Marx y Engels no cayera en una
dolorosa esclerosis a causa de la simple devoción y canonización de todo lo que
dijesen ellos −por ser ellos−, ese fue sin duda el ya mencionado Antonio Labriola,
que fustigaba a todo aquel que operase así. ¿Por qué? Porque, en realidad, esto
significaba que estos «marxistas» de pacotilla no habían comprendido lo más
básico del espíritu y esencia que rodeó toda la actividad de estos dos
representantes. ¿Qué contestó a los clichés, incomprensiones y obstáculos que
encontró a su paso?

En primer lugar, aclaró que nadie en su sano juicio consideraría que todos los
descubrimientos o méritos del materialismo histórico, generalmente
condensados en su literatura referencial, son una colección de libros sapienciales
acabados, que contienen todas las verdades de la humanidad de ayer, hoy y
mañana:

«El socialismo no es ni una iglesia ni una secta a la que falta un dogma y una
fórmula fija. (…) No hay expresión más insípida y más ridícula que llamar a «El
Capital» (1867) la Biblia del socialismo. Por otra parte, la Biblia, que es un
conjunto de libros religiosos y de obras teológicas, ha sido hecha por los siglos.
Y de ser aquel una Biblia, ¡el socialismo solo no daría a los socialistas toda la
ciencia! (…) Son los fragmentos de una ciencia y de una política que están en
perpetuo devenir, y que otros −no digo que esto sea el trabajo de cualquiera−
deben y pueden continuar. Luego, para comprenderlos completamente es
necesario relacionarlos a la vida misma de sus autores; y en esta biografía está
como el rasgo y el surco, y a veces el índice y el reflejo, de la génesis del
socialismo moderno. (…) Aquellos que no siguen esta génesis buscarán en estos
fragmentos lo que no se encuentra y lo que no debe encontrarse, por ejemplo:
respuesta a todos los problemas que la ciencia histórica y la ciencia social
pueden ofrecer en su desenvolvimiento y en su variedad empírica, o una
solución sumaria de los problemas prácticos de todos los tiempos y de todos los
lugares». (Antonio Labriola; Filosofía y socialismo, 1897)

En segundo lugar, recomendó que para corregir o ampliar la gama de saberes


positivos lo primero era tener un conocimiento riguroso de sus fuentes
−responsabilidad que antaño se enfrentaba a colosales dificultades, pero que hoy
día están más que superadas por los avances tecnológicos, la abundancia de
traducciones y las grandes recopilaciones existentes−:

«Para que aquellos que en este primer comienzo deseen ocuparse de la doctrina
en cuestión con pleno conocimiento de causa puedan hacerlo con la menor
dificultad posible y en posesión de las fuentes, me parece que sería el deber del
partido alemán darnos una edición completa y crítica de todos los escritos de
Marx y de Engels; −espero una edición acompañada de prefacios explicativos,
de referencias, de notas y de indicaciones−. Esto sería ya una obra tan meritoria
como la de evitar a los viejos libreros la posibilidad de hacer especulaciones
indecentes −de esto sé algunas cosas−. (…) Es así solamente que los escritores
de otros países podrán tener a su disposición todas las fuentes que, conocidas en
otras condiciones, por reproducciones dudosas o por vagos recuerdos, han
producido este extraño fenómeno: que no había sobre marxismo, hasta hace
poco tiempo, casi ningún trabajo en otra lengua que en alemán que fuera el
resultado de una crítica documentada, sobre todo si salían de la pluma de
escritores de otros partidos revolucionarios o de otras escuelas socialistas».
(Antonio Labriola; Filosofía y socialismo, 1897)

En tercer lugar, recordó que aun con la mayor difusión de los textos conocidos
−tarea necesaria−, tal labor nunca es suficiente para despertar y poner en marcha
a un movimiento que sea consciente de su situación y sus objetivos −a lo sumo
sirve para prepararlo, para desperezarse−. Por tal motivo, este debe aprender a
producir sus propias reflexiones para atender a los problemas particulares −que
surgen en relación a un tiempo y espacio determinados−, algo en lo que por
ejemplo los italianos iban muy a la zaga en comparación con sus homólogos. Por
todo esto y mucho más, los revolucionarios y sus agrupaciones deben buscar el
tiempo y la manera de organizarse para trabajar, máxime teniendo en cuenta sus
particularidades, ya que jamás van a contar con la protección y financiación de
sus enemigos:

«Pensar es producir. Aprender es producir reproduciendo. (...) Hay, pues,


dificultades más íntimas, de más grande alcance y de mayor peso. Aún si
sucediera que los editores y libreros, hábiles y diligentes, se dieran por tarea
propalar, no solamente en Francia, sino por todo país civilizado, las
traducciones de todas las obras escritas sobre materialismo histórico, esto
serviría solamente para estimular, pero no para formar y constituir en cada
una de esas naciones las energías activas que producen y tienen despierta una
corriente de pensamiento. Nosotros no sabemos bien y ciertamente qué es lo que
somos nosotros mismos capaces de producir, pensando, trabajando, ensayando
y experimentando, siempre en medio de las fuerzas que nos pertenecen como
propias, sobre el terreno social y en el ángulo visual en el que nos hallamos. (...)
En nuestras filas son muy raras las fuerzas intelectuales. (…) En el conjunto de
lo que ha sido escrito en serio y correcto sobre este particular, no hay aún una
teoría que haya salido del estado de primera formación. (...) Los socialistas, por
las razones ya expuestas y por otras muchas aún, no han podido dedicar el
tiempo, los cuidados y los estudios necesarios para que tal tendencia mental
adquiera la amplitud de desenvolvimiento y la madurez de escuela, como la que
alcanzan las disciplinas que, protegidas o al menos no combatidas por el mundo
oficial, crecen y prosperan por la cooperación constante de numerosos
colaboradores. ¿El diagnóstico del mal no es casi un consuelo?». (Antonio
Labriola; Filosofía y socialismo, 1897)

En cuarto lugar, advirtió al público −y recurriendo a Engels para ello− de la


insuficiencia en cuanto a los esfuerzos teóricos del movimiento revolucionario, de
que la doctrina, en comparación a otras de la época como el darwinismo, iba a la
zaga en cuanto a «desarrollo intensivo y extensivo», a «la cantidad de
materiales», a «la multiplicidad de los agregados con otros estudios», a las
«diversas correcciones metódicas» y a la «interminable crítica que le ha sido
hecha por partidarios y adversarios». En cambio:

«Es necesario tener en cuenta todavía una circunstancia grave. En todas partes
de la Europa civilizada, los talentos −verdaderos o falsos− tienen muchas
posibilidades de ser ocupados en los servicios del Estado y en lo que puede
ofrecerles de ventajoso y prominente la burguesía, cuya muerte no está tan
cercana, como creen algunos amables fabricantes de extravagantes profecías.
No es necesario asombrarse si Engels [Prefacio al tercer volumen de «El
Capital» (1894)] escribía: «Como en el siglo XVI, lo mismo en nuestra época tan
agitada, no hay, en el dominio de los intereses públicos, teóricos puros más que
del lado de la reacción». Estas palabras tan claras como graves bastan por sí
solas para tapar la boca a los que gritan que toda inteligencia ha pasado a
nuestro lado, y que la burguesía baja actualmente las armas». (Antonio
Labriola; Filosofía y socialismo, 1897)

En quinto lugar, ¿cuál era una de las diferencias decisivas entre el nuevo
socialismo científico y el viejo socialismo utópico? Pues que en el socialismo
científico ya no se estilan las discusiones bizarras entre sus miembros a partir de
las meras preferencias y apetencias personales de cada uno, sino que los debates
de interés deben emerger a partir de fórmulas bien estudiadas y extraídas
directamente de la práctica viva. Respecto a esto, no cabe duda que mantenerse
apartado de la palabrería estéril y el practicismo ciego es una virtud que muy
pocos han logrado a lo largo de la historia. Pero, ¿con aspiración a qué se debate?
No para satisfacer la vanidad personal o para cumplir con una «misión divina»,
sino para intentar que el movimiento emancipador supere las formas
anquilosadas que sus miembros han detectado, o, en su defecto, para que se
perfeccionen las que aún son válidas. A esto último, el italiano lo calificó como
«divergencias útiles», porque estimulaban una competencia sana en pro de la
mejora. Además, enfatizó el hecho de que el movimiento de cada país tiene que
tener tareas que, por inercia de la época, muchas veces serán semejantes a las de
sus vecinos, por lo que, en muchas cuestiones programáticas, los revolucionarios
de los diferentes países tomaran poco a poco una «tendencia común». Todo esto
cerraba el paso a la libre especulación −o mejor dicho lo acotaba notablemente−:

«Ante esta experiencia intuitiva de la política del socialismo, lo que es lo mismo


decir de la política del proletariado, han caído las viejas divergencias de escuela,
de las cuales algunas eran en verdad variedades y mescolanzas de vanidad
literaria, para dar lugar a las divergencias útiles que nacen espontáneamente
de las diferentes maneras por las que se tratan los problemas prácticos. (...)
Significa que en adelante nadie puede ser socialista si no se pregunta a cada
instante: ¿qué es necesario pensar, decir o hacer en interés del proletariado? Ya
no hay más lugar para los «dialécticos», que en realidad son sofistas, como lo
fue Proudhon, ni para los inventores de sistemas sociales subjetivos, ni para los
fabricantes de revoluciones privadas. La indicación práctica de lo que es factible
es dado por la condición del proletariado, y esta condición puede ser apreciada
y medida precisamente porque está la medida del marxismo −hablo aquí de la
cosa real y no del símbolo− como doctrina progresiva. (...) Mientras los
contornos del socialismo como acción práctica se van precisando, todas las
ideologías y todas las «poesías» antiguas se evaporan, no dejando tras de sí más
que un simple recuerdo de palabrerías. (...) Como en materia de actividad
intelectual no hay sugestión posible, y como el pensamiento no va
mecánicamente de un cerebro a otro, los grandes sistemas no se expanden más
que a consecuencia de la similitud de las condiciones sociales de que disponen,
arrastrando consigo muchos espíritus al mismo tiempo. El materialismo
histórico se expandirá, se precisará y tendrá también una historia. Según los
países, será su «colorido» y modalidad diversas. Esto no acarreará ningún mal
siempre que no se desvirtúe el núcleo filosófico, por así decir, que hay en el
fondo». (Antonio Labriola; Filosofía y socialismo, 1897)

En último lugar, estas palabras eran un claro ataque hacia las tendencias de
escuelas como la «historicista» y similares. Estas, basándose en «condiciones
concretas muy específicas» e «irrepetibles», aún mantienen hoy que
determinados procesos no pueden ser englobados ni equiparados a ninguna otra
experiencia y, por tanto, no son susceptibles de ser verificables; simplemente
estos fenómenos históricos «suceden» y hay que «entenderlos a su manera».
Huelga decir que, bajo tal relativismo a cuestas, la cuestión de conocer las causas
y evaluar las posibles equivocaciones son imposibles, lo que a su vez impide todo
avance para implementar posibles correcciones:

«Todos esos trabajos tienen un fondo común, el materialismo histórico,


entendido en el triple sentido: de tendencia filosófica, en la concepción general
de la vida y del mundo; de crítica de la economía, que por su esencia no puede
ser reducida a leyes sino en tanto representen una fase histórica determinada;
y de interpretación política, sobre todo de la que es necesaria y sirve para la
dirección del movimiento obrero hacia el socialismo. (...) Como esta doctrina es
en sí la crítica, no puede ser continuada, aplicada y corregida si no lo es
críticamente. (...) De ahí que este libro [«El capital» (1867)], que nunca es
dogmático, precisamente porque es crítico, y crítico no en el sentido subjetivo de
la palabra, sino porque presenta la crítica en su forma antitética y, por lo tanto,
mostrando la contradicción de las cosas mismas, no se extravía jamás, ni aún
en la descripción histórica, en el «historicismo vulgaris», cuyo secreto consiste
en renunciar a la investigación de las leyes de los cambios y en pegar, sobre
estos cambios simplemente enumerados y descritos, la etiqueta de procesos
históricos, de desenvolvimiento y de evolución». (Antonio Labriola; Filosofía y
socialismo, 1897)

Los «reconstitucionalistas» proponen derribar la «ortodoxia


marxista-leninista» para introducir la suya

Lo visto hasta aquí es muy diferente, y no tiene que ver, con las barrabasadas a
las que llegaron los «reconstitucionalistas», quienes resulta que un buen día de
2005 llegaron directamente a la conclusión de que no existe una «ortodoxia»
como tal para orientar la línea política del movimiento revolucionario:

«Tras el fracaso del Ciclo de Octubre no ha quedado en pie nada que pueda
servir de base teórica a la formulación de una línea política revolucionaria
acabada de inmediata aplicación. (…) No existe ortodoxia posible cuando la
doctrina debe ser reconstituida». (Partido Comunista Revolucionario (Estado
Español); La Forja; Nº32, 2005)
¡Esto sin duda constituye el mayor hito de la «Línea de Reconstitución» (LR)
dentro de su competición por entrar de cabeza en los anales de la majadería! ¿Y
qué deducen de tal conclusión revelada por sus sabios? Que... lamentablemente,
hoy por hoy, no podemos identificar una «ortodoxia», y por tanto, no hemos
logrado condensar aún una guía con suficientes garantías como para poder
iluminar nuestra actividad con paso seguro. ¡Vaya! Sí, aunque el lector se quede
perplejo, al parecer este es el «gran servicio» de la LR tras casi tres décadas de
existencia... ¡introducirnos en la ciénaga del relativismo para luego intentar que
andemos sobre las arenas movedizas del eclecticismo! Y, bajo tales preceptos,
¿quién se negaría a seguirles en esta aventura de la «incógnita perpetua»? Al
parecer, estamos condenados a vagar sin rumbo, al menos hasta que nuestros
eruditos «reconstitucionalistas» vengan a revelarnos las tablas de los «diez
mandamientos» de la LR y nos obliguen a renegar de «adorar» a ese «becerro de
oro» llamado marxismo-leninismo.

«Lo que está en el origen de la crisis del marxismo no es su incapacidad para


conocer el mundo, sino el grado de impotencia, debido al desgaste sufrido
durante el desarrollo del Ciclo revolucionario, a que se ha visto reducido para
transformarlo». (Movimiento Anti-Imperialista; Alrededor de la ciencia y la
praxis revolucionaria, 2013)

Para hablarnos de «la caducidad del marxismo» los «reconstitucionalistas»


siempre traen a colación, cómo no, los fracasos de las experiencias del «Ciclo de
Octubre», abierto en 1917. Inexplicablemente, miran a los «vulgares marxistas»
por encima del hombro, como si ellos hubieran inaugurado un «nuevo ciclo»
coronado con aportaciones teóricas de interés, constataciones prácticas
irrefutables, épicas victorias políticas y una amplia influencia fruto de todo lo
anterior… Pero resulta que, por el momento, no hay rastro de todo esto. Si el
marxismo-leninismo está «anticuado», si no ha resistido la prueba del tiempo
porque ha sufrido severos «fracasos», ¿qué abríamos de decir entonces sobre el
movimiento «reconstitucionalista», que se hundió estrepitosamente en 2006 sin
haber cogido impulso? Ellos contestarán: «¡Pero no seáis mezquinos, ahora
hemos logrado reagruparnos!». Ya… han resurgido como el Ave Fénix, estamos
asistiendo a la segunda era del movimiento de la «reconstitución» −¡sintámonos
afortunados!−, pero sus protagonistas no deben haber aprendido mucho, ya que
igualmente no han superado la misma barrera de la primera etapa. Como ya les
pasó con «La Forja» en los años 90, hoy tampoco son capaces de cumplir con sus
humildes proyectos: apenas pueden sacar adelante su nueva revista política
«Línea Proletaria», con una media de una publicación anual −¡cuidado!−. Donde,
para más inri, repiten lo mismo proclamado ya mil veces por los clásicos del
revisionismo, incluso tienen que valerse de artículos de terceros para rellenar
hueco. ¿Dónde está entonces su autoridad para proclamar esto y aquello si no
cumplen ni una mínima producción regular y original? ¿Cómo van a pretender
que nos creamos que ellos van a «separar el grano de la paja» si aún siguen en
pañales, teniendo que recurrir a Mao, Gonzalo, Korsch, Lukács y Bob Avakian
como sus tutores?

No sabemos si los libros de historia hablarán mañana de un «nuevo ciclo»


revolucionario; pero si así es, desde luego será por otras razones de índole
cronológica, política y demás. Llamadnos escépticos, pero no tenemos mucha
confianza en que este «nuevo ciclo» se abra ante nosotros gracias a las «cruciales
aportaciones» de los «reconstitucionalistas», cuya carta de presentación ha sido
recuperar los trapos de la vieja filosofía idealista −como ese bochorno de la
«filosofía de la «autoconciencia», el cual promete superar la «gnoseológica
marxista» de «corte burgués» (La Forja, Nº33, 2005), a base de impresiones
subjetivistas, como veremos en los siguientes capítulos−.

¿Qué es eso de que «el marxismo-leninismo está podrido de


revisionismo»?

Continuemos, esta vez con lo que un simpatizante de la LR nos dedicaba en redes


sociales, palabras que, pensamos, resumen la neblina mental de esta pobre gente:

«@akira_rec: Primero, negarse a reconocer que el marxismo-leninismo está


podrido de ideología revisionista parte del idealismo objetivo: concebir la teoría
revolucionaria como una luminaria que «está ahí», es pura por sí misma, y si
uno quiere ser revolucionario «sólo tiene que abanderarla». (Akira; Twitter, 7
de mayo de 2021)

Aunque no deje de ser burdo, para el idealista es normal tender a confundir las
etiquetas de los movimientos políticos con su doctrina real −la que practican sus
protagonistas y, por tanto, de la que parten realmente, sean conscientes o no−;
¡sentimos tener que ser nosotros los que le revelen al señor Akira que los hombres
no son lo que dicen ser sino lo que hacen! Proclamar que el «marxismo-leninismo
está podrido de ideología revisionista» es un absurdo en sí mismo. Si hablamos,
no de simples conatos, sino de un movimiento, doctrina y sujetos que rezuman
revisionismo por los cuatro costados, entonces, este movimiento, sus
protagonistas y la doctrina que portan, no es ya marxismo-leninismo −por mucho
que se mantenga su simbología o fraseología− sino revisionismo
institucionalizado; y este no es sino una vuelta a otras corrientes, sean a través de
propuestas más «filosóficas» −hegelianismo, kantismo, positivismo,
posmodernismo−; «económicas» −fisiocracia, escuela clásica, keynesianismo− o
«políticas» −reformismo, anarquismo, liberalismo, fascismo o X−. Entiéndase
que esta forma de pensar de los «reconstitucionalistas» se vuelve aún más
insostenible, sobre todo, cuando se tienen las pretensiones de lanzar a los cuatro
vientos la conclusión fatalista de que: «¡No existe ortodoxia!» −lo cual siempre
oculta que en verdad al sujeto no le gusta la «ortodoxia» que tiene delante, y le
gustaría remplazarla con un poco de esto y otro poco de aquello−.
Párrafos como el que sigue son un ejemplo perfecto de la distorsión de la realidad
a la que tienen que recurrir para sostener su cuento:

«[Althusser] recoge una larga tradición ortodoxa del marxismo, que es la de la


comprensión cientifista-positivista. (…) Enlaza a su vez con las modas
académicas de la Francia del momento, marcadas por el auge del
estructuralismo. (…) Al mismo tiempo, permanecía encuadrado en la corriente
prosoviética mayoritaria del [Movimiento Comunista Internacional] MCI, no
abandonando el [Partido Comunista Francés] PCF, y, aún como «enfant
terrible», asumiendo la mayoría de sus posiciones. Todo este posicionamiento
ambiguo, en la intersección de varias corrientes ideológicas y políticas, es lo que
le catapultó a ser durante un cierto tiempo el filósofo de moda del marxismo,
seguido a la vez por corrientes enfrentadas entre sí. (…) En definitiva, el
Althusser militante comunista de los 60 y 70 del siglo pasado sólo representa el
último intento ortodoxo −en el sentido señalado de imbricación en la corriente
positivista dominante en el marxismo desde la II Internacional− de rescatar el
marxismo de su crisis. (…) El francés no era más que la última y más estirada
expresión, quedó en bancarrota con los estertores del Ciclo de Octubre. (…) El
rígido objetivismo althusseriano mutó, de modo lógico y necesario, en su
perfecto opuesto: un subjetivismo desenfrenado, pues no otra cosa es ese
materialismo aleatorio que el francés enarboló en sus últimos años. (…) Se
adaptó perfectamente a los nuevos tiempos intelectuales de la posmodernidad».
(Movimiento Anti-Imperialista; Alrededor de la ciencia y la praxis
revolucionaria, 2013)

Dejemos por ahora a un lado la tesis «reconstitucionalista» de que el marxismo,


ya desde sus comienzos, fue poco menos que una variante del positivismo −algo
que repetirían en su «Línea Proletaria Nº3» (2018)−, una aberración que será
pulverizada en siguientes capítulos sin demasiado esfuerzo. En cualquier caso,
¿quién en su sano juicio tomaría hoy al señor Althusser como un «representante
ortodoxo del marxismo» o como «filósofo marxista de moda» −salvo uno de sus
discípulos o un académico burgués sin remota idea de estos temas de «rojos»−?
Pues por lo visto un «reconstitucionalista» igualmente ignorante. Estos
caballeros se han olvidado de un par de «detalles» biográficos, ya que si por algo
destacó el señor Althusser no fue solo con su fuerte impronta estructuralista, por
todos conocida; sino que, como él mismo confesó en 1980, desde que comenzó
sus andanzas siempre estuvo influenciado por su mentor, el filósofo católico Jean
Guitton. De hecho, Althusser comentó haberse «convertido al comunismo» del
PCF sin dejar por ello sus creencias católicas (sic). Llegó hasta el punto de
pronunciar, según Guitton, que la humanidad «está atravesando una de las
mayores crisis de su historia y que existe un solo hombre actualmente capaz de
salvarla: Juan Pablo II». En los años 60, el señor Althusser también fue conocido
por adherirse −como Jean-Paul Sartre y tantos otros intelectuales veletas− a la
moda maoísta. Véase su artículo: «Sobre la Revolución Cultural» (Cahiers
Marxistes-Léninistes, n°14, 1966).
En los setenta, como deja patente en su «Para una crítica de la práctica teórica»
(1973), Althusser no había salido de esa moda estructuralista que presentaba los
conocimientos científicos como: «Resultado histórico de un proceso dialéctico,
sin sujeto ni fines», como indicaba el MAI. Pero a su vez, este declaraba en su
artículo de 2013 que esto es: «Algo que hemos visto elocuentemente expresado
por Althusser, y que domina mayoritariamente al movimiento comunista, siendo
la expresión más evidente de su derrota e impotencia» (sic). Pero, ¿acaso el
movimiento comunista no había criticado esto antes? ¡Por supuesto! Era
justamente de lo que Engels se quejaba cuando repasaba las ideas de Dühring en
su carta «Respuesta a Mr. Paul Ernst» (1 de octubre de 1890), cuando este le
intentaba persuadir de seguir tal camino −por lo que acabaría expulsado del
partido alemán−. Es decir, de la noción de que: «La historia se realiza de manera
bastante automática, sin la cooperación de los seres humanos −¡que después de
todo la están haciendo!−» y como si estos seres humanos «fueran movidos como
simples piezas ajedrez por las condiciones económicas −¡que son la obra de los
hombres mismos!−». Incluso Labriola ya había descrito en «Filosofía y
socialismo» (1897) cual era el «desliz» en el que incurrían los pensadores tipo
Althusser, los cuales caían: «En las vulgarizaciones de la sociología marxista, las
condiciones, las relaciones, las correlatividades de coexistencia económica se
transforman −quizá a veces por pobreza de expresión− en alguna cosa existiendo
imaginariamente por encima de nosotros». Pero, insistimos, según el MAI,
hemos de ver en el señor Althusser a un representante de la «ortodoxia
marxista», y tomar la crítica que le dedican a sus postulados infantiles como una
«ruptura con las antiguas limitaciones del marxismo». Sobran los comentarios.

Hasta el historiador francés Pierre Vilar, que estaba libre de toda sospecha de
tener alguna animadversión hacia Louis Althusser, no pudo evitar polemizar con
él en artículos como «Althusser, método histórico e historicismo» (1972) o
«Historia marxista, historia en construcción» (1973). Si bien estos artículos de
Vilar cuentan también con varias lagunas y puntos ciegos, una vez más por
motivos de extensión dejaremos para otra ocasión el análisis y exposición de
cómo estos son fruto de la influencia directa de la Escuela de los Annales en la
que se formó −entre cuyos vicios está aquella forma de tomarse la polémica de
manera «diplomática» y «corporativista»−. En todo caso, por si al lector le
interesa esto, le recomendamos echar un ojo a la obra de Claire Pascal «Un
pasado al que suscribirse: rol y métodos de la historia» (1990), donde se analizan
las debilidades de dicha corriente histórica que tuvo una transcendencia mundial,
sobre todo a través de los autores de las primeras generaciones como Lucien
Febvre y Marc Bloch.

En todo caso, vale rescatar algunos puntos de dicha polémica, donde el


historiador francés de la Escuela de los Annales, bastante más cercano al
marxismo que el estructuralista, dio una buena docena de varapalos hacia los
conceptos históricos althusserianos. En primer lugar, Althusser veía de forma
metafísica a un Marx: «alabado como primer descubridor de los principios
científicos de estas disciplinas», refiriéndose a la ciencia económica y a la ciencia
histórica, mientras para Vilar, más en la línea de lo expresado por Marx en su
«Contribución a la Crítica de la Economía Política» (1859), consideraba que el
originario de Tréveris «buscaba apasionadamente, en lo más lejano del pasado,
los menores gérmenes de su propio descubrimiento» y «no subordinaba a sus
propios descubrimientos la posibilidad de desarrollos científicos preparatorios o
parciales». Esto demostraba, una vez más, que el ser un gran simpatizante,
traductor o estudioso de la obra de X autor −en este caso Marx−, no te garantiza
respetar su espíritu, entenderla, ni que tus conclusiones «originales» no sean
igualmente antagónicas al autor en cuestión −siendo también David Riazánov o
Manuel Sacristán un ejemplo de perfecto de esto mismo−. Esto debió haberlo
tenido en cuenta el mismo Vilar antes de regalarle según que piropos a Althusser,
ya que él mismo escribió en las primeras páginas de su obra:

«El comercio de la historia tiene en común con el comercio de los detergentes el


empeño en hacer pasar la novedad por la innovación. La diferencia estriba en
que sus marcas están muy mal protegidas. Todo el mundo puede llamarse
historiador. Todo el mundo puede añadir «marxista». Todo el mundo puede
calificar de «marxista» a cualquier cosa. Sin embargo, nada es más difícil y más
raro que ser historiador, por no decir historiador marxista, ya que esta palabra
debería implicar la estricta aplicación de un modo de análisis teóricamente
elaborado a la más compleja de las materias de la ciencia: las relaciones
sociales entre los hombres y las modalidades de sus cambios». (Pierre Vilar;
Historia marxista, historia en construcción, 1973)

En segundo lugar, Vilar se atenía a la siguiente noción de Marx y Engels


desarrollada en «La ideología alemana» (1846): «Reconocemos solamente una
ciencia, la ciencia de la historia. La historia, considerada desde dos puntos de
vista, puede dividirse en la historia de la naturaleza y la historia de los hombres.
Ambos aspectos, con todo, no son separables: mientras existan hombres, la
historia de la naturaleza y la historia de los hombres se condicionarán
recíprocamente». Por ello, confesaba estar estupefacto por la pretensión de
Althusser de: «Regresar a la división de la historia en «diversas» historias»,
donde los especialistas «cada uno a su nivel» volverían al peligroso «para ti la
economía, para ti la política, para ti la filosofía». Queja que también se expresaría
en su obra «Iniciación al vocabulario del análisis histórico» (1980). Esto, como
veremos ahora, será el primer paso de la filosofía althusseriana para declarar su
absoluto desprecio al estudio e investigación histórica, dejándolo a merced de las
especulaciones y las paparruchas de iluminados como el propio Althusser. Un
ejemplo de a dónde condujo a los althusserianos sus experimentos y
especulaciones, fueron las increíbles declaraciones de B. Hindess y P. Q. Hirst:

«El marxismo, como práctica teórica y política, no gana nada asociándose con
la literatura histórica y la investigación histórica. El estudio de la historia no
sólo carece de sentido desde el punto de vista científico, sino también desde el
político». (B. Hindess y P. Q. Hirst; Modos de producción precapitalistas, 1975)

También, hemos de advertir, que en los próximos capítulos indagaremos sobre


una cuestión anexa: el hecho inequívoco de que, en cualquier época, el filósofo
nunca ha podido abstraerse de la opinión y mitos religiosos imperantes; el artista
igualmente ha dependido del nivel de desarrollo de las fuerzas productivas; el
militar nunca ha podido evadirse de la gestión de los recursos y todo lo que
implica la logística; mientras el tecnócrata tampoco ha podido saltar por encima
de la educación y la costumbre recibida o de los intereses políticos partidistas que
había de satisfacer.

En tercer lugar, y no por ello menos importante, nos gustaría rescatar un


concepto clave que tira abajo toda conexión entre el trabajo de Marx y el de su
devoto fan Althusser:

«En este sentido, Vilar manifestaba su disconformidad con el inmovilismo


implícito que presentaba la concepción estructuralista de los modos de
producción de acuerdo con la perspectiva althusseriana, puesto que, al afirmar
que no podían contenerse en ellos a un mismo tiempo tanto sus mecanismos de
reproducción como sus factores de no reproducción obturaba la posibilidad de
pensar la transición entre un modo de producción y otro. La explicitación de
este bloqueo detectado por Vilar en la concepción del estructuralismo marxista
puede hallarse en la contribución realizada por Étienne Balibar en «Para leer
«El Capital», donde se afirma la necesidad de elaborar el concepto de un modo
de producción específicamente transicional para comprender el cambio
histórico». (Federico Martín Miliddi Conicet; Pierre Vilar y la construcción de
una historia marxista. Notas del debate con Louis Althusser, 2007)

Esta última crítica a los historiadores althusserianos ha de tomarse como un


ejemplo de lo que ya abordamos en otras ocasiones. Nos referimos a la tendencia
metafísica de aquellos analistas que no saben hallar, o no aceptan, que en una
determinada etapa histórica coexisten no solo el sistema de producción
dominante y sus distintas formas, sino que este suele arrastrar formas de
producción de sistemas pretéritos y a la vez pueden intuirse ya los gérmenes de
los siguientes. En este sentido, como contraposición a esta labor estéril, fueron
muy interesantes las investigaciones, exposiciones y debates de Pierre Vilar,
Charles Parain y otros historiadores franceses recogidos en la recopilación «El
feudalismo» (1985). Véase el subcapítulo: «La tendencia «igualatoria» y la
tendencia «particularista» a la hora de abordar la historia» (2021).

Volviendo estrictamente a las declaraciones y travesuras del extravagante


Althusser, algunos de sus defensores pensarán que no debemos hacer demasiado
caso a algunas de sus últimas producciones, ya que puede que este acabase
«perdiendo la cordura», justamente como también señalan muchos
nietzscheanos respecto a su ídolo de barro. Mítica fue la confesión de Althusser
de que cuando en los años 60 escribió su obra más conocida −donde se dividía al
«joven Marx» y al «Marx maduro»−, ni siquiera había leído en profundidad al
autor para conocer de lo que hablaba. Esto causó la indignación hasta de las filas
de los gaullistas, reconocidos antimarxistas, quienes sí conocían más que él a
Marx como para concluir que su trabajo era totalmente arbitrario:

«[Me sentía como] un filósofo que casi no conocía nada de la historia de la


filosofía y casi nada de Marx −del que ciertamente había estudiado de cerca las
obras de juventud, pero del que sólo había estudiado seriamente el Libro I de
«El Capital» (1867), en el año 1964, en que dirigí aquel seminario que
desembocaría en «Para leer El Capital» (1964)−. Me sentía un «filósofo»
lanzado a una construcción arbitraria, muy extraña incluso al propio Marx.
Raymond Aron no se equivocó totalmente al hablar a propósito de mí y de
Sartre de «marxismo imaginario». (...) En pocas palabras, temía exponerme a
un desmentido público catastrófico. En mi temor a la catástrofe −o en su deseo:
temor y deseo van insidiosamente siempre juntos−, me precipité en la
catástrofe, y «caí» en una impresionante depresión. Esta vez fue bastante seria,
por lo menos para mí, porque la enfermedad no engañaba a mi analista».
(Louis Althusser; El porvenir es largo, 1995)

Para nosotros, más allá de las crisis mentales que sufrió Althusser durante toda
su vida, está claro que este no es el detonante más importante, sino que, como
tantos otros pensadores «cuerdos», con tal de ser «cool» se limitaba a reproducir
las chorradas más recurrentes que pululaban por las aulas y cafeterías del mundo
intelectual. Por lo que, en todo caso, sus problemas personales agudizaron lo que
ya era un vicio entre el mundo intelectual que él gustosamente adoptó. Un
ejemplo de esto son las declaraciones que plasmó en su entrevista «La crisis del
marxismo» (1980), con clásicos del tipo: «Marx no entendió nada de la
concepción del Estado», «la revolución de hoy será fruto de los comunistas y los
católicos» o «la prepotencia de Marx le hizo ser terriblemente injusto con
Bakunin». La conjunción de estas viejas y nuevas tendencias −como el
psicoanálisis, el existencialismo, el estructuralismo, o el maoísmo− se dieron cita
en ese movimiento amorfo e ineficaz que fue el «Mayo del 68». Todas estas
formas de pensar y actuar, como era de esperar, causaron el júbilo de las agencias
de información imperialistas, basta ojear el informe de la CIA: «Francia: la
defección de los intelectuales de izquierda» (1985). Allí, la CIA declaró muy
contenta que estos actores, aun cuando partieron inicialmente del marxismo, en
realidad renegaron de él y jugaban por aquel entonces un valioso servicio,
enfocado a la «demolición de la influencia marxista en las ciencias sociales».

Entonces, ¿hemos de sorprendernos por los «patinazos» antimarxistas de


Althusser? Para nada. Esto sería como frustrarnos porque el «marxismo» de
Herbert Marcuse está «podrido de freudismo» −¿no me digas?−, clamar porque
el «marxismo» de Lukács está «contaminado de hegelianismo» −¡imposible!− o
llevarse las manos a la cabeza porque el «marxismo» de Sartre está amalgamado
con el existencialismo heideggeriano −¡menuda sorpresa!−. En todo caso, cuando
en todos estos casos se analiza con lupa lo que sus versiones −o, más bien, habría
que decir revisiones particulares del marxismo− demuestran, es que ellos
desviaban, vulgarizaban y falsificaban el tronco central de dicha doctrina −aun
cuando tenían sobrados conocimientos sobre sus fundamentos básicos, lo que
agrava más si cabe su culpabilidad−. Visto lo visto, ¿se puede afirmar que la
«crisis del marxismo» era consecuencia del «desgaste» de las bases
fundamentales del marxismo? ¿O más bien de su abandono y trivialización −es
decir, de que los intelectuales como el señor Althusser y sus discípulos jugasen a
mezclar a Marx con Juan Pablo II, Lévi-Strauss y Mao−?

Entonces, ¿por qué hay elementos vacilantes que adoptan el


marxismo por bandera, por qué otros degeneran?

«Se proclaman discípulos de las teorías marxistas, pero tomando por auténtico
el marxismo más o menos inventado por los adversarios. (...) El caso más
paradójico de todo este equívoco es que los que van a las conclusiones fáciles,
como sucede aún hoy con los nuevos llegados. (...) [Hay] un gran número de
escritores, sobre todo entre los publicistas, haya tenido la tentación de extraer
de las críticas de los adversarios, de las citas hechas por otros, o de las
deducciones apresuradas, sacadas de ciertos pasajes o de recuerdos vagos,
elementos que les permiten construir un marxismo de su cosecha y a su gusto.
(...) Usted sabe bien que hoy por hoy el materialismo histórico es considerado
en Francia, por algunos escritores que pertenecen al ala izquierda de los
partidos revolucionarios, no como un producto del espíritu científico, sobre el
que la ciencia tiene en verdad incontrastable derecho de crítica, sino como las
tesis personales de dos escritores, que por grandes y notables que hayan sido,
¡no son nunca más que dos entre todos los otros jefes de escuela del socialismo,
por ejemplo, entre los X del universo! (…) Las teorías de Marx y de Engels eran
consideradas como opiniones de compañeros de lucha, y apreciados, por lo
tanto, de acuerdo a los sentimientos de simpatía o antipatía que despertaran
estos compañeros. (…) ¿Por qué siendo imperfecto el conocimiento y la
elaboración del marxismo, tanta gente se ha preocupado en completarlo, ya con
Spencer, ya con el positivismo en general, ya con Darwin, ya con no importa
qué otro ingrediente, mostrando así que quieren, o bien italianizar, o bien
afrancesar o bien rusificar el materialismo histórico? Es decir, mostrando que
olvidan dos cosas: que esta doctrina lleva en sí misma las condiciones y los
modos de su propia filosofía, y que ella es, en su origen como en su substancia,
esencialmente internacional». (Antonio Labriola; Filosofía y socialismo, 1897)

Entonces, ¿por qué hay elementos vacilantes que adoptan el marxismo por
bandera, por qué otros degeneran? Los propios Marx y Engels comprendieron
perfectamente las posibles motivaciones de estas maniobras dudosas, modismos
y destinos variopintos: cuando una corriente de pensamiento y/o movimiento
político cogen gran fuerza, −y pocas doctrinas y movimientos como el marxismo
ha habido que hayan tenido tanto impacto en la historia, economía, política, y
filosofía moderna−, es natural que a mucha gente le produzca una atracción casi
irresistible. El problema es que a veces, llevados por la euforia del momento, se
pierde de vista que mucha gente lo asume profesando una ingenua y torpe
comprensión, siendo más sentimentalismo, idolatría o conveniencia que otra
cosa. Del mismo modo, siempre aparecen tarde o temprano todo tipo de
demagogos que por practicismo intentan abanderar el proceso para concentrar
en sí mismos la atención y el prestigio que se ha generado en torno a esta etiqueta.
Otras personas, ciertamente, fueron en un momento determinado sus mejores
valedores, pero pasados los años −por comodidad o derrotismo− dejaron de
defender por más tiempo la «validez del marxismo», colaborando ahora en
suprimir arbitrariamente sus valores y propósitos por todos los medios posibles.
En todos estos supuestos anteriormente citados, los sujetos tienen que intervenir
para poner orden y claridad so pena de perder a los elementos salvables para la
causa −y puede que a riesgo de dejar extraviar también a la propia organización
colectiva donde operan−.

Si este panorama desolador no fuese posible salvo en la imaginación de los más


catastróficos, ¿por qué Kautsky se vio obligador a lanzarse a polemizar contra su
amigo Bernstein cuando este, siendo ya reincidente, volvió a tratar de revisar el
marxismo arbitrariamente? ¿Por qué unos cuantos años después Lenin acusó
−con razón− a Kautsky de haberse convertido en lo que juró destruir? Dudar que
estos episodios pueden producirse dentro o fuera de una estructura partidista es
perderse en imágenes idílicas de «armonías entre compañeros» y tener fe en que
el «triunfo de la causa» será un proceso totalmente lineal e indoloro; un mundo
ideal de fantasías que jamás ha existido ni existirá. Negar que estos complejos
conflictos pueden darse, y seguramente se darán −los intentos de destruir una
ideología desde sus propias filas−, es enterrar la dialéctica y la lucha de
contrarios, es ignorar lo que ha sido la propia historia del movimiento y sus otrora
protagonistas. Compréndase por qué esto reafirma que, aunque la ideología sea
recogida y moldeada por las personas, siempre tendrá una importancia superior
a las vicisitudes temporales de unas cuantas personalidades de renombre, que lo
mismo hoy pueden ser de lo más valiosas con sus aportaciones, que mañana
pueden hundir el movimiento por un capricho repentino, amiguismos,
arribismos, corruptelas o líos de faldas.

Para quien no lo crea, ahí están los ejemplos históricos de los «representantes del
marxismo» a principios del siglo XX: los Guesde, Sorel, Lafargue, Vandervelde,
Labriola, Turati, Pablo Iglesias Posse, Jaime Vera, Plejánov, Vera Zasúlich, Lenin,
Mehring, Liebknecht, Bebel, Luxemburgo, Kautsky, Bernstein, Volmar, Schmidt,
Adler y muchos otros. Efectivamente, en algún momento de la historia todos
fueron, para bien o para mal, escritores, secretarios, oradores o sindicalistas de
grandes responsabilidades, unos más conocidos y respetados, otros apenas
conocidos, que participaron por poco tiempo, aunque muy activamente. Por
tanto, sí, todos en mayor o menor medida formaron parte de la difusión y
organización del movimiento revolucionario después de Marx y Engels, en unos
casos porque eran lo mejor que había y en otros porque no había nada mejor. La
mayoría empezaron realizando labores de compilación y educación en un
contexto muy determinado de atraso cultural y desconocimiento político en sus
respectivas zonas −lo que sin duda les honraba−; los más valientes se lanzaron a
la tarea de traer nuevas investigaciones de valor para la causa −y muchas veces lo
lograron−; pero en otras ocasiones sus acciones sembraron un mal precedente
−volviendo a nociones ya superadas−; y también los hubo, cómo no, que
intentaron salir de las dudas y dificultades con un pragmatismo y eclecticismo
repugnante −del cual ya nunca pudieron escapar−. Hoy, como ayer, podemos
evaluar cuales fueron las verdaderas luces y sombras de estos personajes clave, y
hasta qué punto su creatividad se ceñía a la ortodoxia −que debe ser siempre un
reflejo de la realidad−. Pero definir cada personaje −y cada acierto o error en cada
tema concreto− es una tarea que solo se puede resolver a través del estudio
pormenorizado de los posicionamientos y metodologías de los implicados. No
vale exculparlos por las «circunstancias del momento» ni meter a todos en el
mismo saco como parte de la «prehistoria» o «distorsión» del marxismo. Aunque
hoy sepamos que en muchos casos estas figuras acabaron degenerando, y que solo
en muy pocas excepciones acabaron manteniéndose firmes ante la adversidad −e
incluimos aquí, la terrible tesitura que supone enfrentarse a la traición manifiesta
de tus mentores y compañeros−, este análisis no haría justicia.

Como dijo Antonio Labriola en una de sus cartas de «Filosofía y socialismo»


(1897): «La tradición es la que nos ata a la historia», es decir, aquella es la que
nos sirve de espejo para calibrar si estamos mejor o peor que ayer, la que nos hace
conscientes no solo de los avances alcanzados hasta ahora, sino también la que
nos sirve para ver «qué es lo que nos sujeta a las condiciones penosamente
adquiridas», por eso jamás podemos dejar que sea un lastre para superarnos, ni
mucho menos hemos de caer en un «objeto de culto» y «veneración estúpida»
hacia ella. El problema es que este trabajo −deber más bien− de verificación ha
sido abandonado o postergado «ad infinitum» por los «marxistas» de pacotilla,
quienes creen que pueden encarar el futuro y sus retos sin analizar y comprender
las lecciones del pasado, o peor, proponiendo como «evaluación histórica» sus
filias y fobias personales.

¿Acaso se puede achacar el fracaso del eurocomunismo al marxismo-


leninismo?

En su artículo: «Alrededor de la ciencia y la praxis revolucionaria» (2013),


después de separar mecánicamente la «vanguardia teórica» y la «vanguardia
práctica», los miembros del MAI llegaban a otra serie de conclusiones confusas:

«La vanguardia teórica, esto es, aquellos sectores que cuestionan el capitalismo
y que buscan una salida a su crisis histórica, y que se plantean los requisitos e
implicaciones de esta salida. Es este sector el que elabora las ideas y
concepciones que alimentan los movimientos de masas. Este campo lo compone
el revisionismo, así como toda una serie de teorías pequeñoburguesas que van
del anarquismo al neoizquierdismo, pasando por todo el espectro de teorías
posmodernas radicales. (...) La vanguardia práctica, que es, justamente, el
sector más avanzado de las masas; los que, aún sin plantearse el cambio global
del sistema, más consecuentes son en la lucha de resistencia de las masas, más
críticos se muestran con los mecanismos institucionales de resolución de
conflictos, y cuya honestidad hace que sean los dirigentes naturales de las
grandes masas, en quienes éstas depositan su confianza». (Movimiento Anti-
Imperialista; Alrededor de la ciencia y la praxis revolucionaria, 2013)

Absolutamente ridículo. Es decir, si se lleva esta consideración populista y


pragmática hasta sus últimas consecuencias, se podría considerar lo siguiente:
tanto los jefes de la Confederación Nacional del Trabajo (CNT) de los años 30,
como los cabecillas del Partido Comunista de España (PCE) en los años 60,
habrían sido por aquellos entonces la verdadera «vanguardia teórica» y la
«vanguardia práctica» del mundo comunista, ¿la razón? Ya lo han leído: sus
«ideas y concepciones alimentaban los movimientos de masas», mientras a su vez
eran «los que, aún sin plantearse el cambio global del sistema», podían ser los
«más consecuentes en la lucha de resistencia de las masas», los que «más críticos
se muestran con los mecanismos institucionales de resolución de conflictos».

Reconocemos que esta es una forma rebuscada, aunque igualmente efectiva para
llevar agua al molino del enemigo. Esta idea falsa y deshonesta de cargar los
pecados del revisionismo sobre el marxismo, tiene conexión directa con la broma
relativista de proclamar que «el PCE de 1977 estaba podrido de eurocomunismo»,
pero aun con todo «guardaba muchos puntos en común con el marxismo», como
todavía hoy sostienen algunos que tienen la cándida esperanza de «reconducir»
el PCE «desde dentro». Cuando hablamos de un proceso de degeneración
completado en todos los campos, no de un oportunismo esporádico −cosa que
aquí no fue el caso−, esto jamás puede ser así. Muy por el contrario, lo que hemos
de sentenciar es que el PCE fue en esencia eurocomunista, con todo lo que eso
implica. Ni siquiera el hecho de utilizar categorías marxistas significa que uno las
esté aplicando correctamente, pues como siempre, la práctica es la prueba de
algodón. De hecho, si uno rastrea la historia de esta organización verá que el PCE
no era marxista en sus axiomas obligatoriamente requeridos desde muchísimos
años antes, por lo tanto, no es que el PCE de Carillo nos ofreciera en 1977
constancia del «fracaso del marxismo», sino la bancarrota propia de cuando se
abandona este, ni más ni menos. Véase el capítulo: «¿Rescate de las figuras
progresistas o la rehabilitación de traidores?» (2019).

Centrémonos en un representante histórico del revisionismo castizo, Santiago


Carrillo, para explicarlo mejor. Uno puede constatar cómo en sus inicios, como
jefe de las juventudes socialistas, tuvo un déficit de comprensión ideológica del
marxismo −él mismo reconocería su larga simpatía hacia el trotskismo en los
primeros años−. Más tarde, una vez asumido en 1936 −por convicción o
arribismo− que en su tiempo los comunistas eran los verdaderos representantes
del marxismo y habiendo conseguido un puesto de responsabilidad política en
sus filas, no dejaría nunca de cosechar patinazos con desviaciones «izquierdistas»
y especialmente «derechistas» durante los años 40 y 50. ¿Y acaso estos tropiezos
le sirvieron para avanzar, para superarse? No, todo esto fue el trampolín perfecto
para más tarde encabezar la adhesión del PCE al jruschovismo en los 60. Luego,
el eurocomunismo de Carrillo en los 70 solo es el coronario de una vida
«revolucionaria» más que cuestionable, donde su «marxismo» está más presente
en la simbología y fraseología que en sus análisis y prácticas generales. Esto es:
mucha forma, pero poco contenido; mucha lógica formal para justificar los
bandazos, pero poca lógica dialéctica para presentar una alternativa seria y
coherente. Dicho lo cual, sería un tanto sorprendente pretender que estos poetas,
escritores y políticos de primera fila, habiendo estado tanto tiempo dentro de
estas estructuras, no hubieran aprendido a realizar enunciados que sonasen
mínimamente marxistas, ¡faltaría más! Sin mencionar ya, que han existido otros
personajes con casos mucho más extremos, cuyas biografías demuestran que
apenas habían decidido acercarse al movimiento y metodología marxista y ya
estaban desertando y tomando camino a otro totalmente antagónico: como
ocurrió con los André Gide, Karl Hofer o Michael Foucault.

Aunque esto a los «reconstitucionalistas» les haga estallar la cabeza, las


desviaciones del marxismo-leninismo no son el marxismo-leninismo. Como
resulta que Marx y Engels normalmente no son los culpables de las teorizaciones
y andanzas posteriores de Bernstein y Jaurés, más bien todo lo contrario,
advirtieron contra tales tendencias aun estando en muchas ocasiones en un
estado embrionario. Coger oportunamente a tipejos como Marcuse, Lukács,
Sartre o Althusser, quienes ni siquiera en sus etapas más «radicales» pasaban de
reproducir un par de conceptos y clichés de la literatura y actividad marxista, para
después presentarlos como paradigmas de la «ortodoxia» y de su «fracaso» o
«inoperancia», es lo mismo que haría cualquier profesor de universidad sin
conocimiento sobre la materia. Esto es confundir de lleno apariencia con esencia.

Dicho en otras palabras: los principios objetivos del mundo no «caducan» o


«dejan de operar» porque existan manipuladores que descaradamente los toman
y retuercen, ya que los principios no son dogmas, sino verdades conquistadas por
la práctica, y deben de reconquistarse una y otra vez.

Esto es algo que a los seguidores de la «Línea de la Reconstitución» (LR) les


cuesta aplicar, por mucho que la palabra «balance» sea para ellos un mantra. Por
tanto, y continuando con el ejemplo anterior, tomar a X personaje dudoso como
«referente del marxismo» −justo como hace el academicismo burgués−, para a
continuación acusar o calificar al marxismo de tal o cual cosa, es de lo más zafio
que se puede hacer. Implica dejar de lado el análisis preciso de una figura o
partido, observando si acaso en sus comienzos habían ensamblado bien las bases
de la doctrina que decían reivindicar −o comprobando, por el contrario, si su
adhesión fue una pantomima−. Y aquí habría que añadir que todavía en el
hipotético caso de que lo primero fuese cierto, quedaría cotejar cómo su
pensamiento fue evolucionando con el tiempo −y constatar si llegados a cierto
punto se desvió hacia un camino antimarxista de no retorno−. Pero esto, al
parecer, resulta un trabajo muy fatigoso para algunos, ¿no?

A los «reconstitucionalistas» como el señor Dietzgen todo esto les da igual. Ellos
se empeñan en realizar conexiones forzosas para cuadrar su relato, ¿cómo? Fácil.
Relacionando el chasco electoral de 2021 del Partido Comunista Obrero Español
(PCOE) o del Partido Comunista de los Trabajadores de España (PCTE) como
prueba inequívoca de que el marxismo-leninismo ya «no es operativo» (sic).

«@_Dietzgen: El comunismo lleva décadas en crisis y es evidente que las viejas


certezas −ir detrás del sindicato y de todo movimiento espontáneo, «darse a
conocer» en las elecciones− han caducado hace mucho. El marxismo-leninismo,
tal y como ha llegado a nuestros días, no es operativo». (Comunista; Twitter, 7
de mayo de 2021)

¡Ojo a las vueltas que dan y a las tretas que utilizan para no reconocer
abiertamente que niegan una doctrina! ¿¡Qué tienen que ver todos estos grupos
con la teoría y práctica del «trabajo parlamentario» o «labor sindical» según los
cánones tradicionales de la doctrina comunista −también llamado a veces
socialismo científico o marxismo-leninismo−!? Poco o nada, como ellos mismos
denuncian. En conclusión, lo que aquí hace este jefecillo «reconstitucionalista»
es la clásica falacia del hombre de paja: se inventa algo que no existe para luego
atacarlo, creyendo haber desmontando o evidenciado algo. Aquí, la LR y Jiménez
Losantos, al parecer, coinciden. ¡El fracaso de Unidas Podemos y Pablo Iglesias
es debido a su comunismo, el cual es un sueño que está totalmente
desfasado! Véase el capítulo: «Los grupos semianarquistas y el nulo
aprovechamiento de las luchas electorales y sindicales» (2017).

¿Podemos achacar el fracaso de la Rumanía de Ceaușescu al


marxismo-leninismo?

En una carta de 1897, el señor Labriola se preguntaba retóricamente si los


reclamos de los sociólogos antimarxistas de Italia tenían su razón de ser, ya que
estos parecía que no se habían parado a comprobar tal cosa. Molestia que, por
otra parte, sabemos que la mayoría no se suele tomar cuando se lanza
eufóricamente a criticar al enemigo:

«En uno de los últimos números de la «Critica Sociale» apareció una especie de
mensaje que el señor Antonio De Bella, sociólogo calabrés, dirige contra los
socialistas exclusivistas, quienes por toda cuestión y a propósito de cada
problema se atienen, según él, a la letra de Marx. El señor De Bella olvida
indicarnos si el Marx al que recurren aquellos a los que maltrata es el verdadero
Marx, o un Marx, por así decir, desfigurado o completamente inventado, un
Marx rubio o qué sé yo». (Antonio Labriola; Filosofía y socialismo, 1897)

Evidentemente, uno puede proclamar libremente −y no ha habido pocos intentos


de ello− que el concepto del «Superhombre» de Nietzsche significa que toda la
humanidad debe dejar de lado sus diferencias, abrazarse e ir de la mano hacia el
camino de la concordia y la paz... pero huelga decir que esto implicaría dos
opciones: a) o bien el autor no ha leído «Así habló Zaratustra» (1885); b) o
manipula con algún fin determinado el pensamiento mezquino, supremacista,
misógino y racista que se contiene en la literatura de su querido Nietzsche. Ergo,
si no queremos actuar como esa caricatura que fue Althusser −inventándonos lo
que desconocemos y decorando lo que sabemos−, para poder examinar con total
fidelidad cualquier tendencia filosófica, económica, política o de cualquier tipo,
no quedará otra que conocer su letra y las acciones que desarrollaron sus
principales protagonistas −más allá de que nos guste o nos horrorice−.

En lo relativo a los regímenes políticos de pasadas experiencias históricas, ¿existe


alguna diferencia? En absoluto, aquí nos enfrentamos al mismo problema. El
mezclar churras con merinas es otra baza que acostumbran a utilizar los
reaccionarios. ¿Por qué? Pues para crear una prueba acusatoria que sostenga su
relato sobre el «carácter perenne» de su sistema. Nos explicamos. Todos ellos
traen a colación el «fatal destino» de todos los movimientos, ideologías y
gobiernos que se presentaron como «alternativas al capitalismo». Aquí incluyen
experiencias no solo como el anarquismo, sino también otras pseudomarxistas
como el mal llamado «socialismo real» de los años 80. Aunque pueda resultar
surrealista, se valen justamente del colapso de la Rumania de Ceaușescu o la
URSS de Gorbachov para intentar refutar a Marx o Lenin. Una vez más, parten
de una falacia, es decir, de una media verdad, ocultan comentar que estos
regímenes, más allá de la propaganda, ya habían renunciado de facto a estudiar y
aplicar las leyes de transición al comunismo. Muy por el contrario, la cúpula
dirigente admiraba y se inspiraba en las teorías y metodologías de los
economistas, filósofos y artistas capitalistas de los EE.UU., Gran Bretaña, RFA o
Francia, como uno puede comprobar leyendo las revistas y libros de sus
«expertos». En muchos casos, la actitud de rendir pleitesía a los padres del
marxismo era más una tradición que otra cosa, una que en mitad de la Guerra
Fría debía de mantenerse como una pantalla para obtener simpatías, acuerdos o
favores tanto dentro como fuera del país; a su vez, cuando era conveniente
proponían «superar el dogmatismo de Marx y Lenin», presentándose como
«marxistas, pero modernos, flexibles e innovadores». Esto último derivó, por
ejemplo, en fijar reformas a imagen y semejanza de los países occidentales y en el
endeudamiento de la URSS y Rumanía y tantos otros países del bloque soviético
con los organismos occidentales como el FMI. ¿Qué significa esto? Que más allá
de toda la simbología y fraseología «revolucionaria», «antiimperialista» y
«anticapitalista» de estos regímenes y sus dirigentes −que es la misma que
podríamos encontrar en la Argentina de Perón o en la Italia de Mussolini en según
qué etapas−, solo desarrollaron una de tantas variantes de la sociedad capitalista.
Esto no es una exageración nuestra, sino algo que hasta el propio magnate del
petróleo David Rockefeller reconoció tras visitar países como China, Zimbabue o
Angola a principio de los años 70. Véase el capítulo: «El fallecimiento de
Rockefeller y la «desmemoria» de los jruschovistas y maoístas» (2017).

Pero ni siquiera haría falta retrotraerse a regímenes tan lejanos en el tiempo o


que desaparecieron… bastaría con citar a todo aquel sistema que hoy, de alguna
forma u otra, se reivindica como de herencia, influencia o simpatía «marxista-
leninista». Así ocurre con China, Vietnam, Cuba o Corea del Corte, que ponen en
primer plano sus doctrinales nacionalistas, pero tratando de aderezarlos con unos
ligeros toques «marxistoides». ¿Acaso podemos utilizar los fenómenos de estos
sistemas para comprobar la validez de las ideas de Marx o Lenin para superar el
capitalismo y acercarse a una sociedad comunista? Desde luego que no, ya que
basta con realizar una ojeada rápida a sus discursos, datos económicos y
manifestaciones sociales para observar cómo en dichos países la religión, el
chovinismo, el nepotismo, la creciente desigualdad social, etcétera son síntomas
muy presentes. Esto denota que no se han movido ni un ápice de su viejo eje, y
que tales manifestaciones se pueden encontrar de forma calcada o pareja en
sistemas vecinos. En resumidas cuentas, no, caballeros, estos procesos lo único
que avalan es que el socialismo científico no fracasa, en todo caso se le traiciona,
así como los filósofos arriba citados traicionaron los principios más básicos, si es
que alguna vez estuvieron cerca de comulgar con ellos.

¿Por qué es importante que esto quede claro de una vez? Porque, precisamente,
de esta misma manera han razonado los ideólogos del capital, haciéndonos cargar
con unas culpas que no siempre eran las nuestras, máxime cuando no aspiramos
a los modelos que ellos consideran marxistas. Además de esto, ellos acostumbran
a parlotear sobre los «románticos seguidores de Marx» y su «impotencia
constatada» a nivel histórico para llevar a cabo sus planes, lo que, según ellos, nos
enseña de la «imposibilidad» categórica de que las clases sociales desaparezcan
un buen día −y con esto todos los problemas que de ello se derivan−. Huelga
comentar que si los antepasados de los burgueses hubiesen pensado así tras sus
primeras derrotas contra la nobleza −donde fueron aplastados y ni siquiera
llegaron a tomar el poder−, hubieran tardado muchísimos más siglos en librarse
de rendir pleitesía y vasallaje a los señores feudales, pero no se amilanaron ni se
desmoralizaron, o si lo hicieron fue temporalmente, hasta lanzarse de nuevo a la
batalla.

Entonces, el lector pudiera preguntarse: «¿por qué los burgueses de hoy hablan
así, si esto es un pensamiento prejuicioso y metafísico que congela y decreta que
ya está escrito el porvenir histórico?». La respuesta es sencilla: como guerra
psicológica, para desmoralizar toda alternativa seria y razonada. De nuevo,
nuestro lector continuará: «Ya, ¿pero por qué infravaloran a los proletarios y sus
movimientos aun cuando hace no mucho temblaban con la propagación del
«fantasma rojo»? ¿Acaso en el siglo XX el comunismo no ha dado pruebas de
gestas y logros encomiables frente al mundo burgués? ¿No puede reponerse en
un futuro de los golpes recibidos?». Las clases dominantes tienen muchos
defectos, pero no son idiotas, son conscientes de esa posibilidad −aunque ahora
se vea remota−, simplemente no quieren dejar ningún atisbo de esperanza para
los desposeídos, y para ello utilizan el mayor número de estratagemas posibles,
entre las cuales se encuentra achacar al marxismo todo tipo de males y
responsabilidades que no tiene −como si este no tuviera suficiente con
autoevaluarse en lo que sí le corresponde−.

La «teoría» necesita de un factor humano que la tramite y actualice

Lejos de lo que nos acusaba el señor Akira, nosotros no concebimos la teoría


científica como una «luminaria pura» con vida propia a la cual seguir y adorar,
como declaraba nuestro detractor. ¿Por qué no? Por la sencilla razón de que esta
se enfrenta cada día a nuevas tesituras en cada lugar. Por lo que, de no
actualizarse debidamente, queda a la zaga de sus necesidades. ¿Se logra siempre
esta actualización? No, ojalá fuese tan sencillo. Esta es la razón por la que muchas
veces el movimiento revolucionario ha hecho acopio de una guía teórica conocida
como arma y brújula, pero no le ha sido suficiente para triunfar. ¿Por qué? Por el
estado en que la ha recogido, empleándola mecánicamente y dedicando poco
trabajo a adaptarla y revigorizarla. Satisfaciendo, de este modo, solo una parte de
las necesidades del movimiento, pero no todos sus anhelos y necesidades. Un
ejemplo de esto, que vendría como anillo al dedo, sería el caso del viejo Partido
Comunista de España (marxista-leninista), el cual retomó parte de los axiomas
abandonados por el PCE y se dedicó a sacar en claro algunas conclusiones
importantes sobre el peligro del revisionismo moderno, aunque eso no le impidió
conciliar inicialmente con todo tipo de expresiones políticas que de alguna
manera u otra eran la expresión de un tercermundismo ideológico −castrismo,
guevarismo y maoísmo−. Poco más tarde, cuando el PCE (m-l) intentó deshacerse
de estas desviaciones, resultó que su dirección política tampoco tuvo la capacidad
de atender a los cambios y evidencias de su tiempo, y acabó proclamando dogmas
metafísicos como aquel que afirmaba que «la burguesía no puede abandonar el
fascismo como método de gobierno», pese a que la historia dictaminara varios
ejemplos de lo contrario. Véase la obra: «Ensayo sobre el auge y caída del Partido
Comunista de España (marxista-leninista)» (2020).

La historia no utiliza a los hombres para cumplir su designio, sino que los
hombres hacen la historia, y esta no es otra cosa que el hombre persiguiendo sus
objetivos. Llegados a cierto punto, para poder cumplir tales propósitos el hombre
necesita guiarse, y ahí aparece la teoría, que no es otra cosa que el recoger los
frutos de su actividad −la práctica−, de la experiencia acumulada. La teoría,
obviamente, necesita de un factor humano que la «tramite» y «actualice» para
los suyos, de nuevo: no basta con que los hechos se den y su transcendencia
aparezca ante nosotros instigándonos a que nos fijemos en ellos por su evidente
importancia. Dicho de otra manera: la historia no va a descender y darnos sus
conclusiones, debemos sacarlas nosotros. Pero yendo a lo importante, ¿acaso los
cambios importantes siempre han sido tan «evidentes» para el hombre? No. Y
mejor aún, ¿ha estado el hombre en posesión de sacar las pertinentes
conclusiones una vez se da cuenta de cómo va mutando el mundo a su alrededor?
A veces tampoco, dado que su tiempo es limitado, sus técnicas son rudimentarias,
o sus conocimientos son aún tan unilaterales que no hacen posible que esta tarea
pueda ser resuelta correctamente.

En resumen, claro que la «teoría revolucionaria» existe, pero existe como


generalización de las experiencias de los seres humanos, en tanto que es social,
en un espacio y un tiempo dado, por eso va cambiando históricamente, por eso
solo es progresista aquella teoría que apunta hacia la superación de las
circunstancias presentes a partir de las bases reales de la experiencia. No es ni
puede ser ningún ente autónomo, separado de la propia esencia humana. Desde
luego si el planeta fuese arrasado y junto a él la vida humana, no habría quien se
adhiriera a tal o cual doctrina, ni asistiríamos a una pugna en el campo político o
filosófico por clarificar quién se acerca a la verdad objetiva y quién es un charlatán
del tres al cuarto con ínfulas de sabio.

Quizás como consecuencia del gris engranaje de la sociedad capitalista y todos


sus métodos de alienación, no son pocos los que mantienen por costumbre un
carácter derrotista, creyendo que entre tanta confusión siempre resultará casi
«imposible» distinguir entre ideología revolucionaria y contrarrevolucionaria.
Por eso, entre reflexión improductiva y sollozos estériles, acostumbramos a
encontrarlos identificando con demasiada regularidad a nuestros referentes con
los del enemigo, confundiendo la bancarrota del revisionismo con «la bancarrota
del marxismo-leninismo». Por ello, no es extraño que acaben abrazándose a sus
enemigos para «superar el marxismo y sus limitaciones», como le ocurría al señor
Althusser:

«No existe un «modelo único» para el socialismo. Se trata de una comprobación


y no de una respuesta a la pregunta de las masas. En realidad, ya no se puede
pensar la situación actual contentándose con decir que «hay diversas vías hacia
el socialismo». Pues en últimas, es imposible evadir este interrogante: ¿quién
garantiza que «el socialismo de las otras vías» no conduzca al mismo resultado?
Una circunstancia particular hace todavía más grave la crisis que vivimos».
(Louis Althusser; Dos o tres palabras −brutales− sobre Marx y Lenin, 1977)

¿Qué hacer con estos especímenes? Estos seres tienen mucho trabajo que hacer,
pues antes de ponerse a «reconstituir» nada, deberían empezar por construir algo
en el inmenso vacío de sus cabezas huecas. No podemos hacernos cargo del
estadio retardatario del pensamiento que arrastran unos, ni comulgar con el
franco pesimismo de otros. Solo podemos recordarles lo obvio −lo que se
presupone que deberían saber como «reconstituyentes» que dicen ser de la
ideología−: que el marxismo-leninismo no equivale al revisionismo, como la
ciencia no equivale a la religión, ¡y puede que ni aun así lográsemos nada! Pero
quién sabe, ¡quizás algún día cederán a la tozuda realidad!

Todo lo dicho hasta aquí, no excusa la clásica frase «la historia está por
construirse» que los historiadores mediocres −y también brillantes− tienden a
repetir una y otra vez hasta la extenuación para disculpar su pobre rendimiento.
Esta tautología debe de ser superada porque es una obviedad tal como soltar «la
materia está en movimiento», y muchas veces este tipo de declaraciones solo
esconden la debilidad metodológica y los miedos de aquel que le teme a
equivocarse y al escarnio público. La ciencia histórica puede y debe sistematizar
sus conocimientos siendo rigurosa, siendo consciente de sus limitaciones y del
papel que cumple cada sujeto en un proceso tan amplio de procesamiento y
refinación del conocimiento:

«[Nuestra actividad] No es más que una pequeña cosa en el engranaje


complicado de los mecanismos sociales, por lo que debemos llegar a esta
convicción: que las resoluciones y los esfuerzos subjetivos de cada uno de
nosotros chocan casi siempre con la resistencia de la red enmarañada de la vida,
de suerte que, o bien no dejan ningún rastro de su paso, o bien dejan uno muy
diferente del fin originario, porque éste es alterado y transformado por las
condiciones concomitantes; mas, debemos reconocer la verdad de esta fórmula:
que nosotros somos vividos por la historia, y que nuestra contribución personal
a ella, bien que indispensable, es siempre un hato minúsculo en el
entrecruzamiento de las fuerzas que se combinan, se completan y se destruyen
recíprocamente; no obstante, ¡todas estas maneras de ver son verdaderamente
inoportunas para todos aquellos que tienen necesidad de confinar el universo
entero al campo de su visión individual!». (Antonio Labriola; Filosofía y
socialismo, 1897)

Esto, la imperiosa necesidad de sistematizar los conocimientos, no solo fue


comprendido a la perfección por autores marxistas como Labriola, sino que fue
una máxima de cualquiera de los discípulos de Marx y Engels. En su momento,
Joseph Dietzgen, otro alumno aventajado de la pareja, también insistió una y otra
vez sobre este aspecto en su famosa obra: «La esencia del trabajo intelectual del
hombre» (1869), llegando a afirmar que: «La forma absolutamente relativa y
fugaz del mundo de los sentidos sirve a nuestra actividad cerebral como material
destinado a ser sistematizado, ordenado o reglamentado por nuestra conciencia,
por abstracción, según el criterio de lo idéntico o de lo general». A lo que añadiría
muy correctamente: «La ciencia no se propone otra cosa que ordenar y
sistematizar para nuestro cerebro los objetos del mundo». De hecho, por si a
alguien le quedan dudas, en su «Carta a Karl Marx» (7 de noviembre de 1867), le
dijo a su admirado mentor: «Mi objeto fue desde muy tempranamente una
filosofía sistemática; Ludwig Feuerbach me mostró el camino a tal efecto». Ante
lo cual comentaría también en su «Carta a Karl Marx» (20 de mayo de 1868): «En
mis horas libres me ocupo ahora con la exposición de que el conocimiento del
intelecto humano, el conocimiento y el pensamiento en general consisten en
desarrollar a partir del dato sensible, de lo particular, lo general; que esta ciencia
contiene el manantial de la concepción sistemática del universo buscada en vano
desde hace tanto tiempo por la filosofía especulativa». Por ende, queda claro que
no hay nada más ridículo o sospechoso que un pretendido «marxista» con alergia
a los intentos de sistematización.

Dicho esto, pasemos al siguiente capítulo para observar los delirios de la LR en


materia lingüística.

La pedantería en el lenguaje para aparentar sapiencia, el vicio


incurable de los intelectualoides

«La filosofía alemana, en su aspecto más diluido pasó a ser patrimonio común
de los «instruidos», y cuanto más se convertía en patrimonio común, tanto más
desleídas, incoherentes e insípidas se hacían las opiniones de los filósofos y tanto
mayor era el prestigio que esta confusión insipidez les creaban entre el público
«instruido». (…) La confusión de las formas y del contenido, la vulgaridad
altanera y el absurdo grandilocuente, la trivialidad indescriptible y la miseria
dialéctica, peculiares de esta filosofía alemana en su última fase, superan todo
lo aparecido en cualquier momento en este terreno. Sólo puede compararse con
ello la credulidad de la gente que toma en serio todo eso y lo considera la última
novedad, «algo nunca visto». (Friedrich Engels; La consigna de abolición del
estado y los «amigos de la anarquía» alemanes, 1850)

En su momento, también Karl Marx denunció a cada pájaro que de tanto en tanto
asomaba la cabeza dándose a conocer como reformador social y filósofo
inigualable. Hoy esto aún nos suena… son aquellos tipejos caracterizados por
anunciar fórmulas milagrosas en un lenguaje rimbombante con la intención de
aparentar distinguida sapiencia. A la hora de la verdad lo que ocurre es que, a lo
sumo, solo logran meterse en el bolsillo al público más impresionable, valiéndose
además −para más motivo de vergüenza− de los mismos trucos y teorías
peregrinas que han podido copiar en otros estafadores anteriores:

«Quiero denunciar al señor Grün, de París. Pretende haber aclarado los


axiomas más importantes de la ciencia alemana. (…) Este hombre más que un
caballero de la industria literaria, es una especie de charlatán que quiere hacer
comercio con las ideas modernas. Pretende ocultar su ignorancia con frases
pomposas y arrogantes, pero no ha conseguido más que ponerse en ridículo con
su galimatías». (Karl Marx; Carta a Proudhon, 5 de mayo de 1846)
«Su literatura teórica sólo puede ser entendida por quienes se hallen iniciados
en los misterios del «espíritu pensante». (Karl Marx y Friedrich Engels; La
ideología alemana, 1846)

Cualquiera que haya ojeado alguna vez ese lenguaje estrafalario y endogámico
que se hallaba en «La Forja» y se halla hoy en «Línea Proletaria», no podrá sino
estar de acuerdo con nosotros que, aunque la historia no se repite exactamente
dos veces, estos paralelismos y paradojas de la historia resultan extremadamente
cómicos e instructivos. El desarrollo de los «reconstitucionalistas» es análogo al
de muchos personajes históricos, aquellos que mediante sus palabras tan vacías
como grandilocuentes no solo no triunfaron, sino que acabaron pasando a mejor
vida −políticamente hablando−:

«Weitling se trasladó a Bruselas a comienzos del año 1846. Cuando su campaña


de agitación en Suiza se paralizó, por efecto de sus contradicciones internas y
de la brutal represión de la que luego fue objeto, buscó refugio en Londres, donde
no pudo llegar a entenderse con los integrantes de la Liga de los Justicieros. Fue
presa de su cruel destino precisamente por querer huir de él acogiéndose a un
antojo de profeta. En vez de lanzarse de lleno al movimiento obrero inglés, en
una época en la que la agitación cartista alcanzaba una gran altura, se puso a
trabajar en la construcción de una gramática y una lógica fantásticas,
preocupado por crear una lengua universal, que en lo sucesivo habría de ser su
quimera preferida. Se arrojó precipitadamente a empresas para las que no
poseía capacidad ni conocimientos de ninguna especie, y así fue cayendo en un
aislamiento espiritual que lo separaba cada vez más de la verdadera fuente y
raíz de su fuerza: la vida de su clase. (…) El tribuno del pueblo, semanario
publicado por Kriege en Nueva York, promovía, en términos infantiles y
pomposos, un fanatismo fantástico y sentimental que nada tenía que ver con los
principios comunistas y que solo podía contribuir a desmoralizar en el más alto
grado a la clase obrera». (Franz Mehring; Karl Marx. La historia de su vida,
1918)

Y, aun así, ubicándolo en su contexto concreto, es una afrenta para la memoria


de gente como Wilhelm Weitling el que lo compararemos con estos
revolucionarios de poca monta; este personaje, al menos durante sus inicios, se
prodigó en un abnegado trabajo de masas y propagó escritos de interés e
importancia para la incipiente concienciación del proletariado de su tiempo. En
todo caso, lo que queda claro es que estos maoístas modernos comparten los
mismos pecados del utópico Weitling, entre los que sobresalen: a) Principalmente
la incapacidad de extraer las lecciones de la historia, lo que siempre deriva en
acabar rezagado de las necesidades reales. b) A partir de ahí, empecinarse en sus
opiniones subjetivas sin sentido, perdiendo todo rédito político que alguna vez se
hubiera cosechado. Eso sí, hemos de ser justos una vez más: ser Weitling en el
siglo XIX es algo hasta comprensible; ser maoísta en el siglo XXI es un atentado
contra toda lógica.
De igual forma, démosles una oportunidad a nuestros «reconstitucionalistas»
que llevan décadas autoproclamándose como los mejores redentores de los
«errores del movimiento marxista-leninista», a ver qué novísimos postulados nos
pueden ofrecer. Comencemos con lo que comentaba uno de ellos en respuesta a
nuestras publicaciones:

«Bhomaterialist1: Parecen desear que el obrero se mueva, pero sin ser


conocedor de la profundidad que hay en ese movimiento y en sus razones, sin
que sea verdaderamente consciente del por qué, para qué, y la dirección en que
y hacia la que se mueve. Vaya, me suena un tanto a espontaneismo».
(Búhomaterialista; Twitter, 8 de enero de 2021)

¿Pero cómo te va a seguir un obrero que no te entiende al hablar señor zoquete?


Aunque no lo quieran reconocer, la exposición teórica de los «marxistas» e
«intelectuales del pueblo» como ellos guarda muchas similitudes con aquella
gama de autores como Juan Ramón Jiménez, Heidegger o Deleuze, muy famosos
por su lenguaje «propio» inventado, solo asequible para la flor y nata de la
«aristocracia intelectual». Este lenguaje acrobático, recargado e incomprensible
es un clamor entre los maoístas de tipo «reconstitucionalista», los cuales son una
especie de literatos «impresionistas», poniendo más atención a la forma barroca
en la que hablan que al contenido en sí de lo que están diciendo. Cual catedrático
de filosofía que no puede resistirse utilizar palabras en griego, latín o alemán para
brillar ante sus alumnos, llenan sus panfletos de expresiones inaprensibles para
los pobres mortales como nosotros, quienes no somos expertos políglotos y que a
sus ojos apenas hablamos bien nuestro idioma nativo:

«En alemán, existe un verbo que expresa a la perfección el sentido que queremos
otorgar a esta acción: aufheben, que significa, al mismo tiempo, elevar,
suprimir y conservar. Entonces, las contradicciones entre el marxismo-
leninismo y las demás corrientes teóricas irán resolviéndose sucesivamente
como síntesis −Aufhebung, o, para decirlo en lenguaje marxista, negación de la
negación−». (Partido Comunista Revolucionario (Estado Español); La Forja;
Nº31, 2005)

Para decir que hay que separar el grano de la paja, el pensamiento científico y
progresista del que no lo es, deben atormentar al lector con párrafos como este.
Advertimos que podríamos citar muchos extractos más de este texto, pero
pasaremos a otro, ya que esto ni de lejos es lo más dantesco que tienen. Vean y
disfruten de un espectáculo que difícilmente podrían experimentar en otro lado.
En su artículo: «Ciencia, positivismo y marxismo: notas sobre la historia de la
conciencia moderna», escribían:
«Ex nihilo nihil fit: lo nuevo nace de lo viejo y sólo en la creciente ruptura con
sus puntos de partida puede desarrollarse. He aquí gran parte del meollo de la
cuestión, pues el marxismo es la única concepción del mundo cuyos
presupuestos ontológicos −es decir, su dimensión praxeológica− permiten su
revolucionarización». (Comité por la Reconstitución; Línea Proletaria, Nº3,
2018)

Básicamente vienen a «iluminarnos» con que todas las bases teóricas del
marxismo se configuran a través de la práctica, que nada viene dado sin más, si
no que viene dado por la actividad social humana. Algo tan sencillo es elevado a
esta frase solemnizada que no aporta más que una pérdida de tiempo para
descifrarla. Sea como sea, estamos seguros de que tras mirar la cita de más arriba
sobre «ontología», la «praxeología» y el «ex nihilo nihil fit», los trabajadores de
Amazon, Zara, Repsol o Glovo, se mirarán entre sí y se encogerán de hombros al
leer este tipo de textos. También estamos seguros de que una persona graduada
en una o varias carreras −siempre que, claro, esta no sea filosofía y quizás ni
siquiera así− encontrará dificultades para comprender qué se quiere decir.
Exclamará indignada: «¿¡Pero qué demonios quieren que entendamos con esta
forma de expresarse!? ¿qué pretenden estos payasos?». En efecto, utilizar
palabras en desuso, tecnicismos o palabrejas inventadas no hace a uno más
inteligente, sino más estúpido. En ese contexto, la capacidad que el receptor
puede tener para comprender este mensaje es nula −o escasa−, y esto ocurre no
porque el lector medio sea idiota, sino por el «palurdismo» del emisor, que se
expresa de forma innecesariamente retorcida:

«No es dar pruebas de inteligencia emplear palabras altisonantes para cosas


sencillas». (Friedrich Engels; Anti-Dühring, 1878)

Algunos otros defienden que expresarse en este lenguaje imposible «eleva a las
masas» y que no se puede «rebajar la forma hasta distorsionar su esencia». Pero,
señores, hasta lo más complejo se puede expresar de forma sencilla sin caer en la
vulgarización, lo didáctico tampoco está reñido con una forma y lenguaje
elegante. Es aquí donde reside la verdadera eficiencia, la verdadera inteligencia,
en saber adaptar hábilmente el mensaje al registro adecuado sin socavar su
contenido, por extenso o complejo que este pueda resultar. Y, en caso de que no
exista mayor forma de hacerlo, qué menos que intentar hacer entender el mensaje
mediante la explicación de los conceptos y fórmulas empleadas. Pero eso no es
una posibilidad para ellos.

Aun así, han de saber ellos −y todos los que tienen tal vicio− que tales fórmulas
literarias obtusas no enaltecen el mensaje, sino que lo aguan, pues no son más
que una mascarada que distrae al lector del deficiente contenido de sus textos o
discursos. De esta forma caen en la mediocridad tan copada por la intelectualidad
burguesa aparentemente radicalizada, la de valerse del lenguaje oscuro con el fin
de pasar de tapadillo un contenido desconcertante y caprichoso. Dicho lo cual,
caballeros, os daremos un pequeño consejo… ¡puesto que os empeñáis en vender
una mercancía reaccionaria, al menos esmeraros para hacer que esta sea
comprensible para vuestros compradores!

«Debemos tener en cuenta que es imposible que las amplias masas comprendan
nuestras resoluciones si no aprendemos a hablar su propio lenguaje. No
siempre, ni mucho menos, sabemos hablar de un modo sencillo, concreto, con
conceptos familiares y comprensibles para ellas. Todavía no sabemos renunciar
a las fórmulas abstractas, aprendidas de memoria. En efecto, fíjense en nuestros
manifiestos, periódicos, resoluciones y tesis; y verán que están escritos muy a
menudo en un lenguaje y en una redacción tan pesados, que su comprensión
resulta inclusive difícil para los militantes responsables de nuestros partidos, y
no digamos para nuestros militantes de fila. Si pensamos, camaradas, que en
los países fascistas los obreros que difunden y leen estas hojas, se juegan la vida,
salta a la vista con toda claridad la necesidad de escribir para las masas en un
lenguaje comprensible para ellas, a fin de que también los sacrificios que se
realicen no sean estériles. (...) ¡Cuando escribas o hables, piensa siempre en el
obrero sencillo que tiene que entenderte, creer tus llamamientos y estar
dispuesto a seguirte! ¡Piensa en aquellos para quienes escribes o a quienes
hablas!». (Georgi Dimitrov, Por la unidad de la clase obrera contra el fascismo;
Discurso de resumen en el VIIº Congreso de la Internacional Comunista, 13 de
agosto de 1935)

Pero el espécimen «reconstitucionalista» promedio es terco por naturaleza y se


resiste a aceptar esta verdad tan básica. En un acto desesperado estos señores
defendieron a capa y espada que esto es un error de consideración nuestra, donde
solo caben dos opciones para que cometamos tan lamentable equivocación: o bien
no les comprendemos y confundimos nuestra inutilidad intelectual con la de las
masas −que sí podrían entender el mensaje perfectamente−, ¡o resulta que somos
tan paternalistas que creemos que las masas nunca llegarán a comprender lo que
nosotros!

«@aranguizmr: No solo eso, sino tratar al proletariado como si solo fuera «blue
collar worker», inepto paternalismo hacia el obrero». (G. Aránguiz; Twitter, 8
de enero de 2021)

«@Bhomaterialist1: Hombre, lo de tratar al obrero como si fuera un analfabeto


funcional incapaz de ser formado intelectualmente para comprender cosas
complejas, es ya casi tradicional entre los economicistas, asiduos
despreciadores de la teoría». (Búhomaterialista; Twitter, 8 de enero de 2021)

Pero ya hemos demostrado que no es que no os comprendamos, señores


petulantes, sino que habiéndoos comprendido a la perfección nos parece
abominable tanto vuestra expresión como vuestro contenido, ¡pero dudamos que
la mayoría lo haga y os exponemos como el ejemplo palpable de lo que jamás
deberá hacerse! ¿Qué culpa tenemos si sois una caricatura tan pedagógica para
todo el mundo? Esta «intelectualitis» fue registrada por más de un observador
como Perry Anderson, el cual, pese a estar lejos de ser santo de nuestra devoción,
tipificó correctamente cómo muchas de las corrientes «neomarxistas» de
mediados del siglo XX no habían superado aun esta enfermedad:

«Por el contrario, la extrema dificultad del lenguaje característica de gran parte


del marxismo occidental en el siglo XX nunca estuvo controlada por la tensión
de una relación directa o activa con una audiencia proletaria. Por el contrario,
su excedente por encima del cociente mínimo necesario de complejidad verbal
era el signo de su divorcio de cualquier práctica popular». (Perry Anderson;
Consideraciones sobre el marxismo occidental, 1970)

Las fórmulas de agitación y propaganda del revisionismo, sean los maoístas de


ayer, de hoy, u otros «neomarxismos», no tienen absolutamente nada que ver con
la esencia de las labores que llevaron a cabo los grandes partidos marxista-
leninistas que alguna vez llegaron a transcender notablemente. El propio Lenin,
ya desde su primera militancia en el Grupo de Emancipación del Trabajo,
comprendía a la perfección cuánto había que evitar de cara a la clase obrera el
levantar estas barreras de elitismo pretencioso en la redacción y difusión de
textos políticos. De hecho, recomendaba lo diametralmente opuesto, es decir,
tratar de hacer el mensaje lo más accesible y preciso posible para lograr
verdaderamente un buen alcance del mensaje y una elevación ideológica de las
masas. Así lo rememoraba su esposa, la conocida revolucionaria Nadezhda
Krúpskaya:

«Lenin tomó este trabajo lo más en serio posible. «No hay nada que me gustaría
más que aprender a escribir para los trabajadores», escribió desde el enlace a
Plejánov y Axelrod». (Nadezhda Krúpskaya; Aprendamos a trabajar con Lenin,
1932)

A día de hoy, esta mentalidad de ser comprensible para la gente llana sigue siendo
tan necesaria como hace un siglo, y ha de ser la línea a seguir en la redacción del
«órgano de expresión» de cualquier estructura política que pretenda dirigirse a
esa gran cantidad de trabajadores de las distintas ramas de la producción, esa
masa que seguramente está a años luz del bagaje cultural, hábitos de lectura,
familiarización del lenguaje y conocimientos políticos de quien escribe o habla.
Los «reconstitucionalistas», sin embargo, tratando de aparentar ser más
intelectuales de lo que son en realidad, con su estilo solo se acercan más a los
antiguos manuales burgueses de filosofía, donde con ese lenguaje enrevesado
pareciera limitar su lectura y comprensión a unos pocos iniciados, reservando sus
contenidos a las esferas más cultas y educadas de la alta sociedad, nada que ver
con lo que en su día fue la «Iskra» o «Rabótnik».
¿Acaso cambió Lenin su forma de ser ya bajo el liderazgo de los bolcheviques?
Pues tampoco:

«[Los marxistas] deben hablar de forma sencilla y clara, en un lenguaje


asequible a las masas, desechando sin reservas la artillería pesada de los
términos eruditos, las palabras extranjeras, las consignas, definiciones y
conclusiones aprendidas de memoria, preparadas como recetas, pero que las
masas todavía no conocen ni entienden. Hay que saber explicar los problemas
del socialismo y los problemas de la actual revolución rusa sin fraseología, sin
retórica, sino con hechos y cifras». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; La
socialdemocracia y los acuerdos electorales, 1906)

En otra ocasión, otra persona que le conoció en todas sus facetas, Clara Zetkin,
recordó como en una ocasión confesó al propio Lenin cual había sido el rasgo que
más le impresionó al conocerle:

«−¿Sabe usted, Lenin, que en nuestros países ningún jefe de una asamblea,
revestido de pontifical, se atrevería a hablar con la sencillez y la naturalidad
con que usted habla? Temería que no se le considerase «bastante culto», Yo sólo
conozco algo comparable a su modo de hablar: el formidable arte de Tolstoi.
Tienen ustedes de común la gran línea armónica, cerrada, el inexorable amor a
la verdad. Eso sí que es belleza. ¿Se trata, acaso, de una característica
específicamente eslava?

−No lo sé −dijo Lenin−. Sólo sé que yo cuando «me hice orador» hablaba
siempre mentalmente para los obreros y los campesinos. Mi única preocupación
era que ellos me entendiesen. Y donde quiera que habla un comunista, debe
pensar en las masas, hablar para ellas». (Clara Zetkin; Recuerdos sobre Lenin,
1925)

Esto vendría a ser lo que ajedrez; jaque mate, o en tenis; set y partido.

¿Qué resultados dio la adopción de un «lenguaje obrero»? Muchos que rechazan


este vocabulario más sencillo, el cual ni sabrían adoptarlo, se llevan las manos a
la cabeza con esto. Hay gente que cree seriamente en que adecuarse a las masas
provocara inevitablemente que simplifiques el marxismo, que lo vulgarices, lo
dogmatices, etc. Por último, repasemos los resultados que obtuvo Lenin
partiendo de una anécdota recogida en las memorias de un veterano bolchevique:

«En viaje hacia Siberia me refirieron una conversación entre Lenin y uno de los
marxistas franceses más destacados de la época, Paul Lafargue. La transcribo
con las mismas palabras con que me la refirió Y. O. Mártov:
«Cuando Lafargue oyó de boca de Lenin que en Rusia no existía aún un partido
al modo europeo y sí sólo círculos de obreros, preguntó:

—¿Y a qué se dedican vuestros círculos?

—Damos conferencias de divulgación para iniciar a los obreros; luego, los más
capaces estudian a Marx.

—¿Leen los obreros a Marx?

—Sí.

—¿Y lo entienden?

—Naturalmente.

—Sin duda se equivoca usted —observó el malicioso francés—. Los obreros no


comprenden una palabra. Nuestro movimiento socialista tiene una historia de
veinte años, y nadie, entre nosotros, entiende a Marx».

Ya desde los comienzos del movimiento acudíamos los obreros rusos a la fuente
originaria, esto es, a «El capital» (1867), y éste fue, a no dudar, uno de los
factores del éxito. El mismo Lenin tenía por muy acertado el que los obreros
estudiasen a Marx por su cuenta, y ayudaba con todas sus fuerzas estos estudios
individuales». (Aleksandr Shapovalov; Mi camino al marxismo, Memorias de
un obrero revolucionario, 1925)

El simplificar las cosas, centrarse en lo importante, introducir unas nociones


básicas, explicar el significado de los términos a usar, explicar los fenómenos de
los que se hablará y leerán, ilustrar los ejemplos de la época con otros más
cotidianos, etcétera. Todo esto de manera breve, clara, concisa, directa y popular
no causa una tergiversación de la doctrina.

En principio, todos los matices que uno no pueda desarrollar en las exposiciones
de este tipo serán un problema menor, puesto a que al haber cumplido las
condiciones básicas para que luego los sujetos puedan leer a Marx sin demasiados
problemas, este peligro de distorsión o desánimo se reducirá drásticamente. Es
más, al haberles introducido debidamente a la doctrina y a las dudas recurrentes
en que suelen incurrir los iniciados, estos podrán profundizar por cuenta propia
en su estudio individual −el cual es la clave−. Sin olvidar que el feedback es una
cuestión ineludible.

Por tanto, esto no tiene por qué provocar en el que está aprendiendo una
debilidad o confusión respecto a los aspectos fundamentales de la doctrina a
estudiar, y lejos de hacer que aquellos que te escuchen solo salgan con nociones
mecánicas mal asimiladas, para lo que sirve este ejercicio −si se realiza
correctamente− es para que las masas no familiarizadas con el materialismo
histórico se acostumbren a sus herramientas. De hecho, cuando los sujetos
entienden de que se está hablando, una vez que se estimula su autonomía en el
razonar, lo que ocurre es que fenómenos negativos como la propagación de
nociones erradas, la manipulación de la doctrina y demás... acaban siendo
problemas que ellos mismos −con lo que han podido aprender− son capaces de
resolver y evitar sin tutelaje.

Todo esto, que ahora mismo parece una cuestión sencilla, en su día fue uno de los
factores que lograron que Lenin y los suyos hicieran del movimiento obrero ruso
el más fuerte que había en todo el mundo. Pudiendo superar, en condiciones
francamente difíciles, el resultado de secciones −como la francesa o alemana−
que habían sido fundadas ya en época de Marx y Engels y que contaban con
décadas de tradición y experiencia.

¿El marxismo debe utilizar categorías «no marxistas» o esto es un


imposible?

«El hombre tiene también «conciencia», pero, tampoco esta es desde un


principio una conciencia «pura», el «espíritu» nace ya tratado con la maldición
de estar «preñado» de materia, que aquí se manifiesta bajo la forma de capas
de aire en movimiento, de sonidos, en una palabra, bajo la forma del lenguaje.
El lenguaje es tan viejo como la conciencia: el lenguaje es la conciencia práctica,
la conciencia real, que existe también para los otros hombres y que, por tanto,
comienza a existir también para mí mismo; y el lenguaje nace, como la
conciencia, de la necesidad, de los apremios de relación con los demás hombres.
(...) La conciencia es, en principio, naturalmente, conciencia del mundo
inmediato y sensorio que nos rodea y conciencia de los nexos limitados con otras
personas y cosas, fuera del individuo consciente de sí mismo; y es, al mismo
tiempo, conciencia de la naturaleza, que al principio se enfrenta al hombre como
un poder absolutamente extraño, omnipotente e inexpugnable». (Karl Marx y
Friedrich Engels; La ideología alemana, 1846)

En esta pequeña sección analizaremos cómo los seguidores de la «Línea de


Reconstitución» (LR) suelen enredarse con el vocabulario y cómo en este campo
vuelven a destilar todo su idealismo filosófico en torno a la cuestión de las
palabras con comentarios que a priori pudieran parecer nimiedades. Aquí, una
vez más, lo importante no será lo que diga esta gente, sino indagar en toda una
cadena de equivocaciones que han sido comunes a la hora de lidiar con
cotidianidades, como es en este caso el lenguaje y sus implicaciones. Dicho de
otro modo, el valernos de los ejemplos de estos señores será una excusa para
plantear otras cuestiones de mayor índole.
Antes que nada, deberíamos aclarar la terminología que vamos a utilizar de cara
a los lectores noveles. Mark Rosental y Pavel Yudin en su obra «Diccionario
filosófico» (1940), definieron a las «categorías» como: «Los conceptos lógicos
fundamentales que reflejan los vínculos y las conexiones más generales y
sustanciales de la realidad»; por ende, «las categorías −por ejemplo: la
causalidad, la necesidad, el contenido, la forma, etcétera− se formaron en el
proceso del desarrollo histórico del conocimiento apoyándose en la práctica
productora material y social de los hombres». Por otro lado, por «conceptos»
hemos de entender: «La forma del raciocinio humano, mediante la cual se
expresan los caracteres generales de las cosas», es «el resultado de la síntesis de
la masa de fenómenos singulares», por lo que «en el proceso de esta síntesis
abstraemos las propiedades y momentos casuales y no esenciales de los
fenómenos, y formamos conceptos que reflejan las conexiones y las propiedades
esenciales, fundamentales, decisivas, de los fenómenos y de las cosas». ¿Cuál es
el problema aquí? Muy sencillo: «En el proceso de la formulación de los conceptos
se crea el peligro de su alejamiento de la realidad. Por ejemplo, el concepto de
número nació mediante la abstracción de los números singulares, particulares,
que señalan tal o cual cantidad de cosas concretas. Sin embargo, los idealistas
siguen considerando hasta hoy que el concepto de número, como los demás
conceptos matemáticos, son apriorísticos, que existen antes e
independientemente de toda experiencia del hombre. La lógica formal, idealista,
enseña que el concepto, como lo general, está completamente abstraído de todo
lo particular y concreto».

Lenin ya dejó claro que las «categorías» podían usarse siempre que tuvieran
relación con el continuo conocer, es decir, «el pensamiento que avanza de lo
concreto a lo abstracto siempre que sea correcto no se aleja de la verdad, sino que
se acerca a ella»:

«Es injusto olvidar que estas categorías «tienen su lugar y validez en la


cognición», pero como «formas indiferentes» pueden ser «instrumentos del
error y de la sofistería», no de la verdad». (...) De la percepción viva al
pensamiento abstracto, y de éste a la práctica: tal es el camino dialéctico del
conocimiento de la verdad». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Resumen del libro
de Hegel «Ciencia de la lógica», 1914)

Mientras, volvió a dejar claro que tanto los «conceptos» como las «categorías»
tienen su base en la realidad, pero estas no existen como «entes invisibles» ni de
forma «eterna», ni significa que su esencia resida en «otra dimensión», sino que
son una herramienta fruto del vocabulario que crea el ser humano para acercarse,
reflejar y operar con el mundo exterior que tiene delante, el cual siempre está en
continuo devenir:

«Si todo se desarrolla, ¿no rige eso también para los conceptos y categorías más
generales del pensamiento? Si no es así, significa que el pensamiento no está
vinculado con el ser. Si lo es, significa que hay una dialéctica de los conceptos y
una dialéctica del conocer que tiene significación objetiva». (Vladimir Ilich
Uliánov, Lenin; Resumen del libro de Hegel «Lecciones de la filosofía», 1915)

En otra ocasión, Antonio Labriola, siendo aún más tajante, declaró en su obra
«Del materialismo histórico» (1896), que había que terminar con el llamado:
«Mito y el culto de las palabras», porque «las cuestiones terminológicas no tienen
ya más valor que el subordinado de una mera convención», ¿a qué se refería? A
que había que superar el obstáculo de: «Las vicisitudes humanas, las pasiones y
los intereses y los prejuicios de escuela, de secta, de clase, de religión, y después
el abuso literario de los medios tradicionales de representación del pensamiento,
y la escolástica, nunca vencida». A ese molesto «verbalismo» tendiente a
encerrarse en definiciones puramente formales, el cual «lleva la mente hacia el
error de creer que es cosa fácil reducir a términos y expresiones simples y
palpables la intrincada y cruel complicación de la naturaleza de la historia». O
para decirlo de otro modo, ese pensamiento simplón que «anula el sentido del
problema porque no ve más que denominaciones».

En cuanto el tema lingüístico, Lenin anotó cómo se forman los conceptos en una
forma que, aun hoy, sigue dejando mudos a los críticos del materialismo histórico
cuando estos le acusan previamente de ser «árido», «sin vida» y «mecánico»:

«La aproximación del espíritu −humano− a una cosa particular, −el sacar una
copia = un concepto de ella− no es un acto simple, inmediato, un reflejo muerto
en un espejo, sino un acto complejo, dividido en dos, zigzagueante, que incluye
en sí la posibilidad del vuelo de la fantasía fuera de la vida; más aún que eso: la
posibilidad de la trasformación −además, una trasformación imperceptible, de
la cual el hombre no es consciente− del concepto abstracto, de la idea, en una
fantasía −en última instancia = Dios−. Porque incluso en la generalización más
sencilla, en la idea general más elemental −«mesa» en general−, hay cierta
partícula de fantasía. Y viceversa: sería estúpido negar el papel de la fantasía,
incluso en la ciencia más estricta −ejemplo: Písarev sobre los sueños útiles, como
un impulso para el trabajo, y sobre los ensueños vacíos−». (Vladimir Ilich
Uliánov, Lenin; Resumen del libro Aristóteles «Metafísica», 1914)

En este caso, se deja claro que no hay una separación absoluta entre lo «material»
e «ideal», que dicha diferencia se vuelve casi imperceptible en varios momentos.
Entiéndase que cuando una persona aprende un concepto, a veces dicho foco de
estudio no interactúa directamente con él −póngase aquí el concepto «tiburón» o
«quimera», el cual un niño puede aprenderlo sin ver, degustar, oler o tocar jamás
a ninguno de ellos; sino tan solo oyendo y tramitando en su mente lo que un tutor
le describe que es dicho animal −real o mitológico−, el cual más tarde lo verá
representado en dibujos o lo escuchará fugazmente en las narraciones de los
cuentos−. Ergo, a priori basta con que a sus sentidos lleguen las «huellas» de tal
objeto de estudio −real o ficticio, pasado o presente, folclórico o científico− que
le ha legado la humanidad. El problema es que tal concepción no es muy fiable y
con el tiempo debe de ser revisada. Centrándonos en los adultos, cada persona se
ve forzada a reconstruir sus concepciones de forma continua. ¿Cómo? A partir de
toda una serie de abstracciones, las cuales serán cada vez más refinadas si
reconstruye todo críticamente, partiendo, o mejor dicho, acercándose a la fuente
de su estudio; y solo entonces, el niño que pasa a adolescente verificará por qué
un «tiburón» es real y la «quimera» solo lo es en tanto existe el concepto del
monstruo de la mitología griega, un híbrido mitad león, cabra y serpiente
−además, con el tiempo descubrirá muy seguramente que la riqueza del lenguaje
es tal, que también existen otras concepciones de «quimera» como sinónimo de
«utopía» o «imposible»−. Dicho lo cual, entendiendo que todo está en
movimiento −no solo los organismos vivos, sino también todo el lenguaje con el
que operamos−, es muy posible que tal idea inicial que uno se ha hecho en su
cabeza sobre X cuestión no sea muy aproximada −auténtica−. Tampoco es
descartable que en su día no lo fuese porque operásemos bajo un soporte
defectuoso para su estudio −o que ese objeto o cualidad haya cambiado
sustancialmente−. Esto ocurre en todos los eventos de la vida: cuando los
descubrimientos de la ciencia nos enseñan mejor cómo opera un concepto de
física; cuando notamos que una persona ha cambiado tanto que su personalidad
ha pasado de ser por norma «apacible» a fácilmente «irascible»; o cuando una
nueva regla gramatical nos obliga a habituarnos a una nueva forma de escritura.
En todos estos casos, deberemos reformular nuestras pretensiones sobre aquello
que caracterizaba a dicho concepto −aun hasta cuando fuese bastante
aproximado y correcto−.

¿Debemos suprimir los conceptos «producción», «civilización» o


«dialéctica», señores reconstitucionalistas?

Ahora los «reconstitucionalistas», continuando con su empecinamiento en torno


a su pedantería lingüística, han decidido atacar el vocabulario básico usado por
la mayoría de la población para debatir, estudiar, o reflexionar sobre diversos
temas de amplia relevancia. En su delirio pretenden dictar que la gente deje de
utilizar categorías como «patriarcado» o «género», ¡porque «no son marxistas»
y «no explican la opresión de las mujeres»!

«@_Dietzgen: «Afirmo que esas categorías ni son marxistas ni sirven para


explicar científicamente la opresión que sufren las mujeres». (Comunista;
Twitter, 3 de marzo de 2021)

Es cuanto menos hipócrita y cómico que el «no se puede utilizar categorías no


marxistas» proceda de los mismos labios que día y noche nos dan la tabarra con
la «Lucha de Dos líneas», la «Guerra Popular Prolongada» y otras monsergas
maoístas. Siendo benévolos, y entendiendo aquí «categorías» por «conceptos», a
esto contestaremos que bajo tal lógica deberíamos reprochar a Engels utilizar
conceptos como «salvajismo», «barbarie» y «civilización» de Morgan, que no era
comunista. También nos hubiera gustado ver si el pobre Marx hubiera podido
describir el significado de expresiones como «plusvalía» solamente utilizando un
«categorías propias», ¿se imaginan tal espectáculo? Muy seguramente, el
pensador originario de Tréveris hubiera tenido no solo que inventar centenares
de palabras para su lenguaje, sino que hubiera acabado creando directamente un
idioma propio para satisfacer los requisitos de estos caballeros. ¿Acaso hizo esto?
En absoluto, no era necesario. En el desarrollo o perfeccionamiento de todo
campo científico el sujeto se ve obligado a recurrir, matizar o crear ciertas
nociones acordes al lenguaje de su campo específico o de otros anexos, pero nada
más. El propio Engels, en su «Prefacio a la primera edición alemana de la obra
«Miseria de la filosofía» (1847)» (1884), reclamaba a Rodbertus el uso de las
categorías económicas de su época, pero por un motivo muy simple, porque lo
hacía de forma escolástica: «Sin someterlas a crítica, en la forma burda en que
fueron transmitidas en herencia por los economistas, en una forma que resbala
por la superficie de los fenómenos sin investigar el contenido de estas categorías».

¿No se «apropiaron» Marx y Engels de mucha de la terminología política,


económica y filosófica ya estudiada por sus predecesores, y no se vieron obligados
muchas veces a puntualizar su significado común para aproximarse a la realidad?
«Dialéctica», «materialismo», «átomo», «producción», «ciencia»,
«comunismo», «proletariado», «esencia», «fuerzas productivas», «fruto íntegro
del trabajo», «trabajo útil», «tiempo de trabajo social necesario», y muchos otros
términos aparecen en las obras de estos dos autores, unos eran propios y otros
no, y sirven perfectamente para ilustrar lo que comentamos. Pero la mejor parte
de todo esto es cuando nos damos cuenta de que, si de usar términos no marxistas
se trata, ni siquiera Marx debería haber teorizado, promovido, y haberse
autodefinido de comunista, puesto que el comunismo previo a él era una serie de
doctrinas utópicas de las tantas por aquel entonces. Esto ya demuestra que uno
no puede «elevarse» por encima de la terminología de su tiempo:

«Los materialistas anteriores a Marx comprendieron que el contenido de los


conceptos no está determinado por la pura actividad del pensamiento,
desvinculado del mundo real; que el concepto no es el resultado de la
arbitrariedad subjetiva de los pensadores, sino el reflejo de la realidad en el
pensamiento del hombre. (…) Los clásicos del marxismo-leninismo demostraron
que la cognición, al ser un proceso complejo y contradictorio de reflejar la
realidad, no se reduce a un simple reflejo de la misma como un espejo. Por lo
tanto, al resolver la cuestión de la esencia y el papel de los conceptos, debemos
tener en cuenta no sólo la naturaleza objetiva del contenido de los conceptos,
sino también cómo se forma y luego cambia y se desarrolla el contenido de un
concepto dado, que refleja las relaciones y relaciones objetivas, las propiedades
y cualidades de las cosas, los fenómenos. (…) Se sabe que el concepto de átomo
ha evolucionado desde la antigüedad. Hasta mediados del siglo XIX, el átomo
se definía como una partícula de materia absoluta, indivisible e inmutable.
Nuevas investigaciones científicas y descubrimientos de físicos a finales del siglo
XIX y principios del XX entraron en conflicto con esta definición del átomo y
provocaron la necesidad de revisar esta definición establecida y dar otra,
correspondiente a los últimos descubrimientos científicos. Nuevos datos
científicos han establecido que el átomo es indivisible solo químicamente. Esto
significa que no hay una fracción más pequeña de un elemento químico que un
átomo. Pero un átomo es un sistema material complejo que se descompone en
un núcleo y electrones. Un átomo cambia sus propiedades dependiendo de las
condiciones físicas, dependiendo del sistema en el que ingrese». (V. I.
Stempkovskaya; Sobre flexibilidad y precisión de conceptos, 1952)

Pero, según el reflexionar de los «reconstitucionalistas», esto no importa: no


deberíamos utilizar palabras como «átomo», «género» o «patriarcado», porque
si bien por algún «lamentable error» han sido usadas históricamente por los
«marxistas», ¡no fueron ellos quienes las inventaron y no deberían correr el
riesgo de contaminarse de sus posibles inexactitudes! Lo cierto es que a la hora
de hablar es plausible y casi obligado utilizar constantemente términos de origen
«no marxista» para referirse a la economía política y a la filosofía, dado que los
conceptos no dejan de ser la herencia lingüística que arrastra la humanidad,
siendo el uso de estos y su continua perfección la única forma de elevar el
pensamiento hacia formulaciones más certeras:

«En la famosa «Introducción general a la Crítica de la Economía Política»


(1857), Karl Marx señaló que el pensamiento de una persona, partiendo de lo
concreto, abre el camino hacia abstracciones, que en un principio abarcan sólo
las más generales, expresadas en las definiciones más simples. Sin embargo, el
pensamiento no puede detenerse en las definiciones más simples, sino que vuelve
una y otra vez a la realidad concreta, a un objeto real para revelar en él rasgos
más profundos y específicos, sus diversos rasgos, lados y relaciones. Es sólo en
el proceso de tal actividad mental que la «idea caótica del todo» es reemplazada
por «un conjunto rico con numerosas definiciones y relaciones». (V. I.
Stempkovskaya; Sobre flexibilidad y precisión de conceptos, 1952)

Ha de entenderse que «género» −y cualquier otro calificativo, noción o concepto


«popular» o «académico»−, nos puede ayudar a sentar las bases del debate para
que el lector primerizo y promedio entienda sobre lo que queremos hablar. Nos
puede servir para centrar la atención del público general sobre el tema del que
versa nuestra investigación, para, por decirlo así, empezar a indagar o exponer la
cuestión con más comodidad. No sería igual lanzar un título rimbombante como
«Síntesis de las relaciones de producción en el decenio decimonónico» que uno
más «popular» como «Resumen de la economía del siglo XIX», puesto que en el
primero caso gran parte del pueblo llano ni siquiera comprendería el título, y si
cuando comienza a leer se encuentra con problemas iguales o mayores, ¿quién le
juzgaría por ignorar automáticamente la obra del autor porque este tiene tales
ínfulas de sabihondo? Pues así ocurre con todo lo demás. Esto debe de quedar
claro porque en muchos casos tenemos un sector de lectores que estarían
encantados de leer una opinión crítica diferente a la bazofia que acostumbran a
encontrarse en los medios de comunicación «oficiales», pero apenas se despegan
de estos porque cada vez que han probado leer algo de los «medios alternativos»
resulta una experiencia sumamente amarga, ¿la razón? Se encuentran
continuamente con textos completamente tediosos, petulantes y mal ordenados.
Si ya de por sí gran parte de la población no tiene interés en muchas de las
temáticas históricas, económicas o políticas del marxismo, resulta que otra parte
que sí lo tiene no conoce las acepciones más técnicas, profundas y correctas sobre
los temas que abordamos, por ende, ¿cómo vamos a presentar nuestros artículos
como si fueran un tratado técnico-científico legible solo para los más
especializados? Invariablemente, nuestro deber va a ser siempre el mismo:
aclarar, matizar y corregir el significado que las palabras tienen en el ideario
colectivo, las cuales no es extraño que tengan un significado totalmente
distorsionado dependiendo de quien las utilice, puesto que «ciencia», «libertad»
o «progreso» nunca tendrán la misma acepción para un conservador que un
liberal, para un posmoderno que un neopositivista, ¿se entiende, no?

Entonces, sí, claro que la mayoría de «términos» que se usan en nuestro tiempo
pueden estar «contaminados» por usos interesados: el feminismo es un gran
ejemplo de un uso interesado y distorsionado sobre lo que es verdaderamente un
«patriarcado», mientras el revisionismo hace lo propio cuando habla de
«socialismo». Ahora, usar un término que es común y popular nos ahorra mucho
tiempo a la hora de comunicarnos −y, a lo sumo, si es estrictamente necesario,
podemos añadir una pertinente aclaración en cuanto al significado real del
mismo−. Con esto no queremos decir, claro está, que debamos aceptar una
terminología acompañada de su significación liberal −como acostumbran a
realizar los oportunistas con palabras como «libertad», «humanismo» o
«socialismo»−; ni transigir con la distorsión de lo que han sido y son términos
como «feminismo» −para así tratar de ganarnos la simpatía de los pseudo o
antimarxistas−. ¿Acaso podemos decir que vivimos en un «patriarcado» como
aseguran las feministas? No. ¿Puede decirse que el «feminismo» ha sido alguna
vez compatible con el marxismo en su metodología o aspiraciones ulteriores?
Tampoco. ¿Podemos aceptar el concepto de «partido revolucionario»,
«antiimperialismo» o «dictadura del proletariado» del que hacen gala los
revisionistas? Nunca. Ahora, ¿por ello tendríamos que erradicar el uso cotidiano
de estos términos por su constante manipulación? Ni de broma. Es tan simple
como usarlos y popularizarlos con su correcto significado. Si no, la única
alternativa sería crear y popularizar un lenguaje completamente nuevo −una
aventura quijotesca−, y de lograrlo lo más seguro es que pronto sería
contaminado por toda una serie de distorsiones, por lo que tendríamos que crear
otro nuevo −y así cíclicamente−, ¡sería el cuento de nunca acabar! Llegados a este
punto, huelga decir que tampoco estamos de acuerdo con aquellos que desean
inventar un término nuevo para cada chaladura que se les pasa por la cabeza,
aislándose con el clásico lenguaje endogámico de secta de iluminados.
Unas notas para la correcta utilización de los conceptos en el contexto
adecuado

En resumen, si intentásemos no usar términos «contaminados» en su uso común


o académico, en realidad no podríamos mencionar movimientos políticos y
escuelas filosóficas como «fascismo», «maoísmo», «posmodernismo» o
«estructuralismo» −y ni hablar ya de sus múltiples tesis−, puesto que, siempre
según esta lógica de la LR, ¡la tergiversación diaria realizada tanto por parte de
detractores como de sectores afines ha terminado por calar demasiado hondo en
el tejido social! Continuando con este pensamiento hilarante, tampoco sería
«correcto» hablar de «materialismo» puesto que sobre esta palabra la acepción
dominante nada tiene que ver con la tendencia filosófica de concebir el mundo,
sino que popularmente por «materialista» uno se suele referir a alguien que
prefiere el dinero y los lujos sobre los principios morales, ¡incluso existe una
escuela filosófica idealista que se denomina «materialismo filosófico»,
capitaneada por las viudas de ese nacionalista que fue Gustavo Bueno! ¿Qué se
puede concluir aquí? Que ha de ser en la polémica donde se exponga, ya no tanto
el «significado original» de estos términos −que es útil, pero la mayoría de veces
es un ejercicio que no viene al caso porque tal acepción se ha vuelto secundaria o
ha caído en desuso−, ni siquiera «decretar» cuales son correctos de «usar» o no,
sino que lo verdaderamente importante y en relación a nuestros propósitos es
claramente otra cosa: hay que saber introducir dichos términos en su debido
contexto y en su acepción más científica, aclarando cualquier posible
malinterpretación al espectador. Ligar el lenguaje −usado lo más precisamente
posible− a objetivos transformadores del mundo y no perderse en debates
lingüísticos sobre nimiedades, punto.

«¡A dónde se llegaría si se quisiera deducir la significación y el contenido de la


química, por ejemplo, de la etimología de la palabra! ¡Nos remontaríamos hasta
el antiquísimo Egipto para encontrarnos con la palabra que designaba la tierra
amarilla que se extiende desde los bordes del Nilo hasta las montañas!».
(Antonio Labriola; Filosofía y socialismo, 1897)

Resulta harto clarividente para cualquiera que no necesitamos ni la totalidad de


«El capital» (1867) de Marx, ni limitarnos a las palabras y ejemplos de Lenin en
«Imperialismo fase superior del capitalismo» (1916), para explicar de manera
científica a un obrero de hoy que es la «plusvalía» o la «enajenación del trabajo»,
por qué se producen la formación de «monopolios» o por qué explotan las
«guerras». Y si bien esto es cierto, al mismo tiempo tampoco podemos
abstraernos completamente de los descubrimientos y confirmaciones que ambos
pensadores realizaron sobre todos estos campos, ¿por…? Porque estaríamos
yendo contra la realidad misma, contra la esencia de estos fenómenos que ellos
subrayaron y que hoy mantienen absoluta vigencia. Ahora, dicho lo cual, no hay
mayor idealismo que pensar que sin la existencia de un concepto concreto el ser
humano se perdería en las tinieblas, que dejaría de estar en capacidad de dominar
todo lo que rodea a dicho fenómeno o de explicarlo racionalmente, como si en el
estadio que hemos alcanzado lingüísticamente no existieran cien sinónimos o
como si acaso hubiera algo que nos impidiese dar las pertinentes explicaciones
que le podemos otorgar a una manifestación.

El marxismo −si así quisiese− podría «eliminar» mecánicamente del vocabulario


que utiliza algunos conceptos «propios» y «ajenos», pero seguiría pudiendo
referirse y explicar los fenómenos naturales y sociales perfectamente. Esto es así
porque en todo momento nos podemos valer de las variadas herramientas y
utensilios que nos ha legado el rico y largo desarrollo del lenguaje. Lo que no
podríamos hacer es seguir suprimiendo palabras arbitrariamente hasta
quedarnos sin vocabulario y así acabar en el mero balbuceo para comunicarnos.
De ahí la importancia del lenguaje histórico, que se ha ido acumulado y
perfeccionando en cada etapa. Huelga aclarar que cuanta mayor riqueza haya en
cuanto a vocabulario, sintaxis y gramática, mayores herramientas tendrá esa
comunidad humana para comunicarse con sus homólogos y producir toda una
gama de conquistas en campos tan variados como la biología, la mecánica, la
música, la literatura, el teatro, o la poesía.

Para entender, de una vez, que se debe emplear el lenguaje considerando su


evolución histórica, veamos cómo Friedrich Engels reprendía a Conrad Schmidt
por no entender la relación entre «concepto» y «fenómeno» en lo relativo a la ley
del valor, por su «método ecléctico de filosofar» neokantiano, tendiente a
«perderse en detalles». Y en efecto, no iba desencaminado, porque Schmidt fue,
junto a Bernstein, uno de los responsables de la «vuelta a Kant» en las filas del
movimiento. Para explicar el equívoco, Engels recurrió a una doble
argumentación, por un lado, tratando el concepto de «feudalismo», su
surgimiento, su desarrollo y las variantes de los regímenes feudales; por el otro,
con el ejemplo de la evolución, corrigiendo las cuestiones terminológicas de
conceptos como «pez» o «mamífero» a lo largo del tiempo:

«En otras palabras, la unidad de concepto y apariencia se manifiesta como un


proceso esencialmente infinito, y esto es lo que es, tanto en este caso como en los
demás. ¿Acaso correspondió el feudalismo a su concepto? Fundado en el reino
de los francos occidentales, perfeccionado en Normandía por los conquistadores
noruegos, continuada su formación por los normandos franceses en Inglaterra
y en Italia meridional, se aproximó más a su concepto en... Jerusalén, en el reino
de un día, que en las Assises de Jerusalén dejó la más clásica expresión del orden
feudal. ¿Fue entonces este orden una ficción porque sólo alcanzó una existencia
efímera, en su completa forma clásica, en Palestina y aun esto casi
exclusivamente sobre el papel? O los conceptos que prevalecen en las ciencias
naturales, ¿son ficciones porque en modo alguno coinciden siempre con la
realidad? Desde el momento en que aceptamos la teoría evolucionista, todos
nuestros conceptos sobre la vida orgánica corresponden sólo aproximadamente
a la realidad. De lo contrario no habría cambio: el día que los conceptos
coincidan por completo con la realidad en el mundo orgánico, termina el
desarrollo. El concepto de pez incluye vida en el agua y respiración por agallas;
¿cómo haría usted para pasar del pez al anfibio sin quebrar este concepto? Y
este ha sido quebrado y conocemos toda una serie de peces cuyas vejigas
natatorias se han transformado en pulmones, pudiendo respirar en el aire.
¿Cómo, si no es poniendo en conflicto con la realidad uno o ambos conceptos,
podrá usted pasar del reptil ovíparo al mamífero, que pare sus hijos ya con
vida?». (Friedrich Engels; Carta a Conrad Schmidt, 12 de marzo de 1895)

Puestos a ser quisquillosos con el lenguaje, si en algo debemos ser precisos no es


en esto que reclaman los «reconstitucionalistas». Nos explicaremos. Hay
palabras que son de uso común y sin una significación antimarxista predilecta; y
existen otras que directamente desde su raíz, parten de postulados y
cosmovisiones antimarxistas. Ejemplo de esto último es gran parte de la
terminología y significación maoísta que, como ellos mismos confiesan, nace para
oponerse abiertamente al marxismo-leninismo. Entonces, claro que no
necesitamos de un concepto como «género» ni de muchos otros para explicar la
realidad material, en este caso, bien se podría prescindir de él y aun así entender
la interrelación entre la biología y la sociedad, o sus derivados, como los roles y
estereotipos de género. Pero, si estos inquisidores del lenguaje quieren implantar
su «dictadura lingüística», que comiencen fustigándose por la cantidad de
nociones antimarxistas del maoísmo que acostumbran a repetir en «Línea
Proletaria». Véase el capítulo: «La «izquierda» retrógrada y la «izquierda»
posmoderna frente al colectivo LGTB» (2021).

Ahora, como el maoísmo es la filosofía de la charlatanería y la especulación,


resulta que al final este debate da un poco igual caballeros, pues como dijo el
señor Dietzgen:

«@_Dietzgen: Yo no afirmo nada categóricamente. Será la lucha de clases


teóricas, la lucha de dos líneas, la que demuestre a los marxistas si el concepto
de «género» es necesario para comprender científicamente la realidad».
(Comunista; Twitter, 16 de junio de 2020)

Para cubrirse las espaldas, este patético ser finalizó con que no hay una certeza ni
de una cosa ni de la otra sobre el debate que él mismo insistió en iniciar. Es decir,
se llenan el pecho de etiquetar a todo de vulgar «positivismo» que rebaja la
capacidad de conocer de las ciencias, pero con su agnosticismo maoísta acaban
postulando lo mismo. Las mismas posturas que reproduce el posmodernismo, el
cual reza que «todo es relativo», que las «ataduras del lenguaje» nunca nos
permitirán dilucidar quién tendrá razón, ¿pero qué vamos a esperar de esta
indigencia intelectual que es la LR? El mismísimo MAI, como si fuera un vulgar
profesor de ciencias sociales sin formación filosófica que sigue el itinerario del
manual recomendado por el Ministerio de Educación, declaró, en referencia al
posmodernismo, que hemos de «incorporar lo que tiene ciertamente de positivo»
(sic); mientras el señor Dietzgen nos ilustró en 2020 con aquella reflexión
igualmente sorprendente de que el posmodernismo «nos enseña algo», ya que
«encumbra al sujeto humano como único productor de la historia» (sic). Véase el
capítulo: «Instituciones, ciencia y posmodernismo» (2021).

La ligera diferencia es que aquí el maoísmo es más optimista: lo deja todo en


manos de la «Lucha de Dos Líneas» y el siempre pendiente «Balance del Ciclo de
Octubre» −una esperanza de redención futura que los «reconstitucionalistas»
toman como los judíos tomaban las historias de los profetas que anunciaban la
venida del Mesías−. Esto, adaptado al siglo XXI y a la política, vendría a ser el
milenarismo del Profeta Dietzgen, que poco menos que le falta anunciar la
segunda venida de Jesús-Mao a la Tierra; este −no se sabe cuándo− vendrá a
castigar a los impíos y a salvar a los fieles hasta elevarlos al «Reino de los Cielos»,
donde no habrá sed ni dolor, y todos practicarán una lingüística perfecta para
descanso mental del señor Dietzgen. ¿Y qué podemos hacer nosotros, pobres
mortales, entre tanto? ¡Tener fe en esas cábalas esotéricas que son los textos LR
y que solo los «iniciados» en la secta pueden enseñarnos!
La LR y su pretenciosa «ontología» que nada aporta

Como somos conscientes una vez más que ciertos términos filosóficos pueden ser
difíciles para el lector no acostumbrado a esta jerga, comenzaremos con volver al
diccionario filosófico soviético para entender mejor qué ha venido significando la
llamada «ontología». Gracias a esto demostraremos que los seguidores de la
«Línea de la Reconstitución» (LR) llegan más de setenta años tarde a la
comprensión de algo tan simple:

«Ontología es un término que en la filosofía burguesa sirve para señalar la


teoría del ser, de la existencia, a diferencia de la gnoseología, que es la teoría del
conocimiento. El rasgo característico de la filosofía burguesa y de la lógica
formal es el de oponer la teoría de la existencia a la del conocimiento y la
tentativa de construir la teoría sobre las formas del pensar, fuera e
independientemente de la existencia, de la realidad objetiva que es reflejada en
ellas. Ya en Cristián Wolf (1679-1754), autor del término «ontología», la teoría
de la existencia aparece separada de la del conocimiento. La ontología es una
parte de la metafísica, autónoma, independiente y no relacionada con la lógica,
con la filosofía práctica, con las ciencias naturales. Su objeto, según se ocupa de
las categorías filosóficas abstractas y generales: sobre el ser, sobre la sustancia,
causa, efecto, fenómeno, etc. En el desarrollo ulterior de la filosofía burguesa,
esta diferencia entre la ontología y la gnoseología se convirtió en una antítesis,
alimentando diversas corrientes escépticas y agnósticas en la filosofía y
echando los cimientos para el examen tradicional en lógica formal de las
categorías y formas del pensar, desligadamente de la existencia. (…) El
marxismo refuta incondicionalmente la separación entre la teoría del ser y la
del conocimiento. La teoría marxista del conocimiento, la lógica, es, según
palabras de Lenin, «la teoría no de las «formas externas» del pensar, sino de
las leyes del desarrollo «de todas las cosas materiales, naturales y espirituales»,
es decir, del desarrollo de todo el contenido concreto del mundo y de su
conocimiento, o sea, el resumen, la suma, la deducción de la historia del
conocimiento del mundo». (Mark Rosental y Pavel Yudin; Diccionario filosófico,
1940)

De hecho, cualquier filósofo con algo de lucidez, esté a favor de la ontología o la


rechace categóricamente, se verá obligado a reconocer que esta ha sido un tema
recurrente de la metafísica desde su más tierna infancia. El pensador ruso V. I.
Krasikov describió magníficamente sus orígenes y el sentido que dieron a sus
categorías sus creadores y máximos exponentes:

«En los albores de la filosofía, cuando recién se estaban descubriendo las


milagrosas capacidades de la mente para abrazar la realidad y su
generalización, se sacralizaba el concepto de «ser». Se fijó no sólo como el
«límite» del pensamiento, sino también como un «secreto», una verdad no
evidente para los sentidos y la opinión de masas, buscada por la especulación
de los especialmente dotados y transmitida como conocimiento secreto. Tal
sacralización fue una condición necesaria para la autoidentificación ideológica
de las comunidades intelectuales −filósofos, matemáticos, médicos, etcétera−,
quienes crearon sus propias subculturas en marcado contraste con la vida
cotidiana. (…) Es cierto que el «pecado de la dogmatización» permaneció,
muchos filósofos todavía se inclinan a sustancializar sus estructuras mentales:
la voluntad, el inconsciente, el impulso vital, las experiencias se declaran como
el verdadero ser». (Vladimir Ivanovich Krasikov; Ontologías, 2013)

Pero esto a los «reconstitucionalistas» parece importarles poco, pues para «no
usar términos marxistas» acostumbran a usar la ontología en sus disertaciones
con mucha «maestría». ¿Qué podemos decir? Es una de las tantas incongruencias
en las que incurren. En este caso, ya va siendo hora que alguien les pase la factura
por utilizar palabrejas que nada aportan. Imitando a su idolatrado Georg Lukács
y su característico lenguaje pretencioso, lanzaban a los cuatro vientos este
barroco mensaje de que su doctrina:

«Es la única concepción del mundo cuyos presupuestos ontológicos −es decir, su
dimensión praxeológica− permiten su revolucionarización». (Comité por la
Reconstitución; Línea Proletaria, Nº3, 2018)

Chorradas aparte, ¿de dónde proviene tal predilección por la «ontología», un


término que parece ser el mantra favorito de los filósofos académicos más
pedantescos? En su obra más famosa, Georg Lukács confesaba que el propósito
de apropiarse de este término de la metafísica clásica:

«Se trata de aquella vía que conduce desde el estudio de Hegel y más allá del
proyecto de una obra sobre la economía y la dialéctica, hasta mi intento actual
de una ontología del ser social». (Georg Lukács; Historia y conciencia de clase,
1923)

Entendido, entonces, ¿cuál era la pretensión de la filosofía lukacsiana con este


término extraño al marxismo? Veamos lo que dice un admirador de Lukács:

«La ontología de Marx fue un tema que pasó a ser estudiado desde las obras de
Lukács «La ontología del ser social» (Lukács, 2012 y 2013) y «Prolegómenos
para una ontología del ser social» (Lukács, 2010). Lukács desde su obra
«Historia y conciencia de clase» había hecho un intento de volver a las raíces
hegelianas de la obra marxiana, con otros pensadores como Karl Korsch. (…) La
preocupación mayor de Lukács a mi parecer fue desarrollar una teoría del ser
en Marx, ya que una teoría del ser habría tenido muy buena recepción en la
filosofía de esa época, filosofías «irracionalistas» como él las llamaba; la
ontología fundamental de Heidegger se había tornado muy importante, tanto
así que había llegado a influenciar a autores marxistas como lo fue el caso
temprano de Marcuse que hizo su tesis doctoral bajo la tutela de Heidegger
«Ontología de Hegel» y quiso unir la ontología fundamental con el
materialismo histórico para después hacer un distanciamiento respecto de
Heidegger. (…) En Marx su ontología no tendría el ser de Heidegger y la
ontología tradicional, no es cualquier tipo de ser, es el ser social. Marx sería el
primer pensador en crear una ontología del ser social sin ser totalmente
consciente de ello. La teoría de Marx se sustenta en tres pilares, su teoría del
Valor-trabajo, la dialéctica materialista y su teoría de la revolución». (Rossel
Montes; Marx y la ontología del ser social, 2019)

¿Se dan cuenta del desbarajuste lingüístico y filosófico en que se enredaban estos
autores? Si la «ontología» de X está basada en el «ser social» no tiene ningún
sentido llamarla así porque en el momento en que es social deja de ser ontología
propiamente. Como aquí mismo se reconocía, la llamada «ontología marxista»
fue un invento creado por Lukács para contraponerla a la «ontología» de
Heidegger y otros metafísicos, lo que podría comparase a cuando Feuerbach
derribó racionalmente los mitos de la teología cristiana y su ética para acabar
proponiendo que su «nueva religión» estaba basada en el «amor sexual, amistad
y sacrificio». Solo caben dos posibilidades: o bien estos filósofos no entendían la
contradicción de lo que estaban aseverando o era un triste intento de competir
con el rival en los mismos términos místicos.

De nuevo utilicemos la prueba del algodón, los «clásicos» −no porque sean la
«palabra revelada», sino por la coherencia de sus planteamientos−, esta vez nos
bastará con Lenin. Criticando las ínfulas de los «empiriocriticistas» dijo en una
ocasión:

«Bien. La «teoría general del ser» es descubierta una vez más por S. Suvórov
después que numerosos representantes de la escolástica filosófica la han
descubierto numerosas veces bajo las más variadas formas ¡Felicitemos a los
machistas rusos con ocasión del descubrimiento de una nueva «teoría general
del ser»! ¡Esperamos que su próxima obra colectiva sea consagrada por entero
a la fundamentación y al desarrollo de este gran descubrimiento!». (Vladimir
Ilich Uliánov, Lenin; Materialismo y empiriocriticismo, 1909)

Y si esta cuestión es tan básica que se puede desmontar con echar una ojeada a
uno de los mayores clásicos de la filosofía marxista como es «Materialismo y
empiriocriticismo» (1909), ¿cómo es que los sabihondos «reconstitucionalistas»
siguen anquilosados en Lukács, Korsch y Cía? ¿Cómo es que repiten los errores
de los «empiriocriticistas»?

La terrible disociación entre la teoría y la práctica y sus consecuencias

«Se ve cómo la solución de las mismas oposiciones teóricas sólo es posible de


modo práctico sólo es posible mediante la energía práctica del hombre y que,
por ello, esta solución no es, en modo alguno, tarea exclusiva del conocimiento,
sino una verdadera tarea vital que la filosofía no pudo resolver precisamente
porque la entendía únicamente como tarea teórica». (Karl Marx; Manuscritos
económicos y filosóficos, 1844)

Por cuestiones obvias, consideramos este capítulo uno de los más importantes de
nuestro documento. En él, abordaremos cuáles han sido las confusiones más
típicas entre la unidad de la teoría y la práctica, cómo se interrelacionan y qué
consecuencias ha tenido esto en el actuar de los grupos revolucionarios y demás.
Entre medias, nos veremos obligados a clarificar conceptos variopintos como:
«teoría», «abstracción», «práctica» o «praxis», entre otros; confirmándose,
como vimos en entregas anteriores, que no se puede hacer un culto a las palabras.
Esto demostrará que los sujetos, aun estando separados por otras épocas,
distintas lenguas y diferentes culturas filosóficas, y aunque no manejen
exactamente los mismos términos, esto muchas veces no les ha impedido
entender y actuar de forma análoga. También nos centraremos en indagar por
qué el revisionismo tiene tanto interés en rebajar o ignorar la necesidad de un
estudio científico de la teoría, insistiendo una y otra vez en «el peligro de caer en
la desviación contemplativa» −cuando, desde sus inicios, de lo que más ha
adolecido el movimiento emancipador es de un «practicismo ciego»−. Por último,
daremos una serie de ejemplos para liquidar ese pensamiento idealista que
considera como «práctica» solo las cosas más básicas instaladas en el imaginario
colectivo, cuando esta recorre toda actividad humana, haciendo entender que el
problema no es la «teoría» o la «práctica», sino de qué tipo se trata, de si es
efectiva o no, de si se sostiene sobre bases sólidas, de si parte de la realidad.

La «Línea de Reconstitución» y sus sofismas lukacsianos sobre la


«praxis»

Aquí de nuevo tomaremos a la «Línea de Reconstitución» (LR) por ser un buen


representante de una o varias desviaciones típicas, lo cual nos servirá una vez más
como hilo conductor para explicar las cosas. Ahora, el lector ha de tener en cuenta
que, si se fija con detenimiento, sus concepciones nunca son originales, sino
reproducciones de las que muchos grupos de la «izquierda» ya cometían antes de
su misma existencia −se presentasen estos como más «radicales» y
«revolucionarios», o más «moderados» y «académicos», que lo mismo da−; unos
planteamientos que, por otra parte, también heredan hoy muchos de los
competidores de la LR, lo que certifica que comparten raíces.

Sin ir más lejos, en sus escritos, la LR advierte que hay que saber bien lo que es la
«praxis» −o más bien, la versión lukacsiana que ellos entienden de este
concepto−, una rehabilitación de Lukács en la que «casualmente» también
vinieron insistiendo décadas atrás los carrillistas del Partido Comunista de
España (PCE) y los codovillistas del Partido Comunista Argentino (PCA) −si el
lector no nos cree, hoy tiene disponible las publicaciones de «Nuestra Bandera»
o «Utopía» en el caso ibérico, y las revistas «Cuadernos de la Cultura» y «Pasado
y presente» en el rioplatense−. Al parecer su percepción sobre esta le atribuye
una transcendencia que «lo habría cambiado todo». Genial. ¡Afortunados somos
de teneros entonces! Veamos en qué se basa:

«Esta praxis revolucionaria, como decimos, es la fusión ente la teoría


revolucionaria y la práctica revolucionaria». (Comité por la Reconstitución;
Línea Proletaria, Nº3, 2018)

¿Y qué hay aquí de novedoso? Nada, todo lo contrario. Pero antes de continuar,
nos vemos obligados −aunque no sea muy agradable ni para el lector, ni para
nosotros− a detenernos en la etimología del término para observar los errores y
malinterpretaciones que se suelen dar −y que acaban en un subjetivismo atroz
como veremos más adelante−.

Primero que todo, se puede entender por «teoría», según la primera acepción de
la RAE, y no sin una connotación peyorativa, a lo que llamamos: «Conocimiento
especulativo considerado con independencia de toda aplicación». Otra variante
recogida por la RAE, más benévola e incluso positiva, es su segunda acepción:
«Serie de leyes que sirven para relacionar determinado orden de fenómenos». Y,
por último, en su tercera acepción: «Hipótesis cuyas consecuencias se aplican a
toda una ciencia o a parte muy importante de ella». Evidentemente, esto no nos
satisface demasiado, aunque las últimas podrían servirnos si añadiésemos
explicaciones adicionales.
En cambio, por «praxis» se entiende, según la misma fuente: «Práctica, en
oposición a la teoría»; sin embargo, como sabemos gracias a la dialéctica
materialista, no son términos diametralmente opuestos, sino que están en
estrecha relación, pues sin práctica no habría teoría. En alemán «práctica» se
escribe «trainieren» o «praxis» y, ambas palabras, se utilizan de forma
intercambiable, al igual que en castellano. Esta última palabra, por ejemplo, fue
utilizada por Marx en sus «Tesis sobre Feuerbach» (1845).

Si nos vamos al origen etimológico de «práctica» vemos que viene del latín tardío
«practĭce», y este del griego «πρακτικη» [praktikē]. Mientras que «praxis»
procede de «πρᾶξις», «πρᾶξεως» [praksis, prakseos]. Se compone del sufijo «-
σις» [-sis] que señala la acción sobre la raíz del verbo «πράσσειν» [prássein] cuyo
significado es «hacer», «llevar a cabo», «tratar», «realizar», «efectuar». A este
verbo se lo asocia con la raíz indoeuropea «-per» [llevar, traer].

Con esto basta. Poca duda queda sobre lo que significan estos términos según las
concepciones generales. Ahora bien, al lector le deben seguir chirriando estas
definiciones dadas por los lingüistas oficiales, donde no se ve por ningún lado, la
ligazón que pueda haber entre «teoría» y «práctica», algo sin lo cual no se puede
entender el desarrollo humano como tal. En el «Diccionario filosófico» (1946) de
la URSS no se consideraba necesario definir por separado estos conceptos, sino
que bajo el título «teoría y práctica», se afirmaba:

«El materialismo filosófico marxista considera que la práctica social, y ante


todo la práctica material, productiva, de los hombres, es la base, la fuente de la
teoría. Por eso, «el punto de vista de la vida, de la práctica, debe ser el
primordial y fundamental de la teoría del conocimiento» (Lenin). Los datos de
la ciencia se comprueban siempre por la práctica, por la experiencia. La
práctica es el criterio de la verdad más profundo y decisivo en el conocimiento.
La teoría, siendo la síntesis de la experiencia y de la práctica, proporciona a los
hombres una perspectiva en su actividad práctica. (…) La teoría deja de tener
objeto cuando no se halla vinculada a la práctica revolucionaria, y la práctica
es ciega si la teoría revolucionaria no alumbra su camino». (Mark Rosental y
Pavel Yudin; Diccionario filosófico, 1940)

Por su parte, desde los altavoces de la LR siempre han confesado que el concepto
de «praxis» no fue acuñado ni desarrollado por Marx:

«El concepto de praxis. Este término no fue acuñado por Marx, sino
póstumamente por algunos estudiosos de su pensamiento con el fin de describir
la concepción que llegó a elaborar sobre la práctica, o, más en concreto, sobre
la relación teoría-práctica. A diferencia del vocablo práctica, que se define por
oposición a la teoría, la praxis es la práctica fusionada con la teoría, como
unidad de contrarios donde la práctica representa el aspecto principal».
(Partido Comunista Revolucionario (Estado Español); La Forja, Nº33, 2005)
Aunque aseguran haber elaborado esta concepción en base a lo expuesto por
Marx en las «Tesis sobre Feuerbach» (1845), reconocen que él que nunca
desarrolló esta noción en profundidad. De hecho, como vimos en otro capítulo,
consideran que Marx y Engels no pasaron de ser «críticos contemplativos».
¡Entendido! ¿Entonces a quiénes se refieren cuando hablan de «otros estudiosos
de su pensamiento»? ¿Quiénes desarrollaron esta idea especial de la «praxis» que
ellos abanderan hoy?

Podríamos ayudarles en este laberinto en el cual se han metido y señalar a


Antonio Labriola, un marxista italiano del siglo XIX, como una de las figuras que
sí utilizó el término «praxis». Pero él, muy correctamente, se limitó a subrayar
que la «filosofía de la praxis» era el «materialismo histórico»:

«La filosofía de la praxis, que es la esencia del materialismo histórico. Esa es la


filosofía inmanente a las cosas sobre las cuales ella filosofa. De la vida al
pensamiento y no del pensamiento a la vida: es este el proceso realista. (…) Del
desenvolvimiento de la actividad, y al par que es la teoría del hombre que
trabaja, considera la ciencia misma como un trabajo». (Antonio Labriola;
Filosofía y socialismo, 1897)

Aquí no hay ninguna ruptura o disonancia de Labriola respecto a Marx y Engels.


En la otra punta del mundo, su homólogo ruso, Gueorgui Plejánov, muy
influenciado por sus escritos, también hablaba de su doctrina como una «filosofía
práctica». Por eso, no podía evitar reírse de sus compatriotas cuando algunos
intelectuales rusos acusaban al marxismo «de quietismo, de la tendencia a hacer
la paz con el medio circundante, casi de engatusarse con este último». Muy por el
contrario, Plejánov replicaba que desde sus comienzos el marxismo había
considerado a «la razón, no como un juguete impotente de la casualidad, sino
como una grandiosa fuerza invencible». Veamos −los corchetes son nuestros−:

«[Los populistas y los sociólogos subjetivistas] alegan, que mis concepciones


predisponen a sus partidarios a la pasividad y al «quietismo». Es muy poco
probable que alguien se decida a repetir este reproche último en la actualidad».
(Gueorgui Plejánov; La concepción monista de la historia, 1895)

De hecho, siempre consideró importante aclarar la diferencia entre los


materialistas de diferentes épocas y escuelas. Pues no era justo, como pretendían
los enemigos de Marx y Engels, equiparar el viejo materialismo metafísico del
siglo XVIII −de los enciclopedistas franceses− o el materialismo vulgar de los
naturalistas alemanes del siglo XIX −como Ludwig Büchner o Karl Vogt− que el
materialismo histórico de Marx y Engels, que como tal era histórico y dialéctico,
y no solo no se suscribía a las limitaciones de estos, sino que los criticaba
ampliamente, como se recogió en «Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica
alemana» (1886) o «Dialéctica de la naturaleza» (1883), entre otras. Atentos a
cómo lo explica Plejánov, quien de paso lanza un dardo a aquellos naturalistas y
biologicistas que pretenden comparar ridículamente el comportamiento del
hombre moderno con el de los animales:

«Circunscribirse a examinar al hombre, en tanto que miembro del reino animal,


equivale limitarse a examinarlo como «objeto», dejar de vista su evolución
histórica, su «práctica» social, la actividad humana concreta. (…) Más aún,
significa volverlo −y ya lo hemos mostrado anteriormente− fatalista, que
condena al hombre a la plena sumisión de la materia ciega. Marx notó el defecto
del materialismo francés. E incluso del feuerbachiano, y se propuso la tarea de
enmendarlo. (…) El materialismo dialéctico, no sólo tiende −como lo atribuyen
los adversarios− a persuadir al hombre del absurdo que es el sublevarse contra
la necesidad económica, sino que también, y por primera vez, le señala como
componérselas con ella. Queda eliminado, así, el inevitable carácter fatalista,
característico del materialismo metafísico». (Gueorgui Plejánov; La concepción
monista de la historia, 1895)

De igual modo, se criticaba el fatalismo histórico y/o decadentismo que


irradiaban los pensadores idealistas, quienes, como ocurría con el dramaturgo
Georg Büchner:

«La personalidad individual no es sino una espuma sobre la superficie de una


ola; los hombres están sometidos a una ley de hierro, de la que solamente
pueden tener conciencia, pero a la que no pueden subordinar a la voluntad
humana, dijo Georg Büchner. No −responde Marx−, una vez que hayamos
adquirido conciencia de esta ley depende de nosotros el derrocamiento de su
yugo, depende de nosotros el hacer de la necesidad un esclavo obediente de la
razón. (...) La acción −la actividad, sujeta a leyes, de los hombres en el proceso
social de la producción− es la que explica el materialista-dialéctico el desarrollo
histórico de la razón del hombre social. Es a la acción, también a la que se reduce
toda su filosofía práctica. El materialismo dialéctico es la filosofía de la acción».
(Gueorgui Plejánov; La concepción monista de la historia, 1895)

Vayamos ahora con uno de los discípulos de Plejánov, el meritorio alumno que
con el tiempo llegó a superar a su maestro, hablamos de un tal Lenin. Este
resumió en sus notas filosóficas sobre Hegel cuál era la verdadera postura del
materialismo frente al idealismo:

«La razón −el entendimiento−, el pensamiento, la conciencia, sin naturaleza, sin


correspondencia con la naturaleza es falsedad = ¡materialismo!». (Vladimir
Ilich Uliánov, Lenin; Resumen del libro de Hegel: «Lecciones de historia de la
filosofía», 1915)

Una vez aclarado esto, nos situamos ahora «fuera de las coordenadas de la
ortodoxia». Otro autor que usó la palabra «praxis» fue Georg Lukács en su
famosísima obra «Conciencia de clase» (1923). Este fue un conocido filósofo
húngaro que revisó el marxismo a su parecer, y ante el cual, toda la «nueva
izquierda» se ha arrodillado siempre en señal de gran respeto. ¿La razón? Todos
los pseudo y anti marxistas consideran que Lukács consiguió marcar «un gran
hito» durante un periodo de «gran dogmatismo». Años después, él mismo
reconocería el exceso de idealismo en su particular noción de «praxis»:

«Se reduce así y se deforma también el concepto de praxis, que es fundamental


para este libro. También en relación con este problema quise partir de Marx y
traté de liberar sus conceptos de todas las deformaciones burguesas tardías,
para hacerlos aptos a las necesidades del gran salto revolucionario en el
presente. Ante todo, en aquel tiempo no me cabía la menor duda de que era
necesario superar de forma radical el carácter meramente contemplativo del
pensamiento burgués. (…) Era totalmente incorrecto afirmar [contra Engels]
que «precisamente el experimento implica un comportamiento contemplativo
por excelencia». Mi propia descripción refuta esta argumentación. (…)
Igualmente es incorrecto negar la praxis en la industria y ver en ella «en sentido
histórico dialéctico, sólo el objeto y no el sujeto de las leyes sociales. (…) Este
libro es algo excesiva, lo que estaba de acuerdo con el utopismo mesiánico del
comunismo de izquierda de entonces, pero no con la auténtica- teoría de Marx.
(…) Sólo que no tuve en cuenta que sin una base en la praxis real, en el trabajo
como su forma originaria y su modelo, la exaltación del concepto de praxis se
convierte necesariamente en la exaltación de una contemplación idealista.».
(Georg Lukács; Prefacio a la obra «Conciencia y clase» (1923), 1967)

¡Ahora sabemos de dónde sacan los «reconstitucionalistas» eso de que Marx y


Engels eran unos «contemplativos»! Del omnipresente Lukács, el cual siempre
aparece de una forma u otra en sus «lecturas recomendadas». Pero de la
concepción que el mismo autor descartó como un idealista fruto de su etapa más
infantil. ¡Genial! Dentro de todo este parloteo académico sobre la «praxis»
lukacsiana y su supuesta «central importancia» para la «autoconciencia» del
sujeto y su «papel trasformador», hubo muchísimos de los seguidores de Lukács,
como Adolfo Sánchez Vázquez, que también reclamaron a Lenin por, según él,
haber incurrido en una «involución» por culpa de la «filosofía engelsiana»:

«¿Cómo se puede explicar esta fidelidad de Lenin al materialismo criticado por


Marx y, en consecuencia, su omisión de la praxis como horizonte filosófico
fundamental? (...) Planteado por Marx en las «Tesis sobre Feuerbach», o sea, la
necesidad de concebir el mundo como praxis. (...) Korsch fue de los primeros en
advertir la involución leniniana a una concepción no dialéctica y premarxiana
de las relaciones entre el pensamiento y el ser, y entre la teoría y la práctica, en
«Materialismo y empiriocriticismo». (…) La razón fundamental del olvido en
que Lenin −genial revolucionario práctico− tiene a la práctica en el plano
teórico, está en su inserción en la tradición filosófica marxista que arranca del
Engels del Anti-Dühring». (Adolfo Sánchez Vázquez; El concepto de praxis en
Lenin, 2015)
¡Vaya! ¿Será cierto? Ni de lejos. Pese a que Lenin no usó la palabrita «praxis», no
se olvidó de la unidad teórico-práctica, ni de la unión entre el método inductivo y
deductivo:

«El mundo no satisface al hombre y éste decide cambiarlo por medio de su


actividad. (…) Las leyes del mundo exterior, de la naturaleza, que se dividen en
mecánicas y químicas −esto es muy importante−, son las bases de la actividad
del hombre, dirigida a un fin. En su actividad práctica, el hombre se enfrenta
con el mundo objetivo, depende de él y determina su actividad de acuerdo con
él. (…) El pensamiento que avanza de lo concreto a lo abstracto −siempre que
sea correcto− no se aleja de la verdad, sino que se acerca a ella. La abstracción
de la materia, de una ley de la naturaleza, la abstracción del valor, etc.; en una
palabra, todas las abstracciones científicas −correctas, serias, no absurdas
reflejan la naturaleza en forma más profunda, veraz y completa. De la
percepción viva al pensamiento abstracto, y de éste a la práctica: tal es el
camino dialéctico del conocimiento de la verdad. (…) La actividad práctica del
hombre tiene que llevar su conciencia a la repetición de las distintas figuras
lógicas, miles de millones de veces, a fin de que esas figuras puedan obtener la
significación de axiomas». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Resumen del libro de
Hegel «Ciencia de la lógica», 1914)

Y si nos vamos a Stalin, considerado como un «gran zote» intelectual según


«grandes pensadores» como Lukács, Trotski, Sacristán y Mao Zedong −nótese la
ironía−, resulta que el georgiano resumió a la perfección, y sin artificios de ningún
tipo, la correspondencia entre teoría y práctica:

«La teoría puede convertirse en una formidable fuerza del movimiento obrero
si se elabora en indisoluble ligazón con la práctica revolucionaria, porque ella,
y sólo ella, puede dar al movimiento seguridad, capacidad para orientarse y la
comprensión de los vínculos internos entre los acontecimiento que se producen
en torno nuestro; porque ella, y sólo ella, puede ayudar a la práctica a
comprender, no sólo cómo se mueve y hacia dónde marchan las clases en el
momento actual, sino también cómo deben moverse y hacia dónde deben
marchar en un futuro próximo». (Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, Stalin;
Fundamentos del leninismo, 1924)

¿Y cómo les fue a los bolcheviques rusos con esta filosofía que para algunos, como
el MAI, sería «arcaica»? Pues desde luego mucho mejor que a los
luxemburguistas, a los lukacsianos y demás tendencias de aquella época. En el
siglo XX, Lenin se convirtió en la figura central del marxismo mundial en cuanto
a «interpretación» y «transformación» del mundo, con lo que su popularidad
solo rivalizó con la de sus maestros, Marx y Engels, mientras que en época de
Stalin el comunismo alcanzó su época de mayor apogeo. Si en la «Tesis sobre
Feuerbach» (1845) Marx retó a los idealistas y charlatanes de todo tipo a
«demostrar la verdad con la práctica, lo terrenal de su pensamiento», ¡pues he
aquí refutada la validez de estas discusiones escolásticas! El jefe de los
bolcheviques demostró en la práctica que la noción de «praxis» de Labriola
operaba ya entre los revolucionarios rusos, aunque ellos no empleasen este
término.

Además, ¿qué lección extra nos otorga esto? Que los hechos desmontan por sí
mismos toda la palabrería de los lingüistas y filósofos idealistas como los
«posmodernos», «hermenéuticos», «convencionalistas» o «analíticos». No
pocos de ellos llegaron a afirmar que las palabras tienen «una entidad propia»,
que se valen «por sí mismas»; que el sujeto «podía interpretar mejor que el autor
del texto la intención y significación del mismo»; que «no es la naturaleza quien
nos proporciona los conceptos»; o que «todos los problemas del mundo se
reducen a un entendimiento equivocado de las palabras», siendo sumamente
importante utilizar la «precisión» so pena de no poder cumplir nuestros
propósitos y deseos:

«Dado que el lenguaje es una forma de pensamiento, la transformación del


pensamiento por los idealistas en el principio creativo primario condujo
inevitablemente a la mistificación del lenguaje, a la afirmación de su
omnipotencia, a la admiración por él. Liberada como resultado del proceso de
abstracción de la conexión inseparable con imágenes visuales de cosas
concretas, la palabra comenzó a ser elevada por los idealistas a una entidad
ideal independiente que determina la naturaleza de las cosas que denota». (L.
O. Reznikov; Sobre la cuestión de la relación entre lenguaje y pensamiento,
1947)

En realidad, como ya demostrar capítulos atrás (**), el individuo puede operar en


el día a día y cumplir sus objetivos sin necesidad de rendir culto a palabras
fetiches para aparentar sabiduría. Algunos se comportan con temor, como si
creyesen en que la «realidad contenida de esa palabra», una especie de ente
espiritual, fuese a castigarnos por no rendirle pleitesía−. Otros actúan como si el
lenguaje fuese una «realidad paralela», cuyas «compuertas» para entrar a ellas
estarían cerradas hasta que no descifremos sus «palabras calve». Nada de eso. De
lo que depende el buen desempeño es de la comprensión correcta −a través de
sinónimos o explicaciones profundas− de la noción que se tiene delante, el resto
es pura palabrería, nunca mejor dicho.

Joseph Dietzgen siempre intentó aclarar cualquier posible equívoco por no


«ajustarse» a «términos exactos», priorizando la explicación de sus palabras. De
ahí que comentase: «Suplico al lector no dirigir sus silenciosas o ruidosas
objeciones contra los defectos de forma, contra el modo de decir lo que digo, sino
contra lo que quiero decir; pido que no se malentienda intencionalmente mi
escrito, sino que se quiera buscar la comprensión en el espíritu, en lo general».
Entiéndase también que varias palabras y sus acepciones también varían según
la escuela y la tradición, aunque a veces se hable de lo mismo −o casi−, mientras
en otras ocasiones un «desliz» puede cambiar todo el significado de la oración.
Esto, se reflejó en la dificultad que tuvo Dietzgen en cuanto a explicar lo que
denominó la «facultar del pensar». Irónicamente tuvo que dar hasta dos o tres
aclaraciones para contentar o contener a los futuros lectores, quienes podrían
reclamarle, como, por ejemplo, el mismísimo Lenin haría luego en su
«Materialismo y empiriocriticismo» (1909), por haberse «excedido» y relacionar
con suma ligereza ciertos términos polémicos:

«Hacemos una distinción entre el pensamiento y el ser. Distinguimos el objeto


sensible de su concepto espiritual. Sin embargo, esto no impide que incluso la
representación no sensible sea sensible, material, es decir, real. Percibo mi
pensamiento del escritorio tan materialmente como al escritorio mismo. Por
supuesto, si se le llama material únicamente a lo que se puede asir, entonces el
pensamiento es inmaterial. De hecho, el olor de la rosa y el calor de la estufa son
igualmente inmateriales. Llamamos sensible, quizá con mayor fortuna, al
pensamiento. O incluso, si se nos objeta que allí se trata de un empleo abusivo
de la palabra, pues la lengua distingue estrictamente las cosas sensibles y las
cosas espirituales, entonces renunciemos también a esa palabra y llamemos real
al pensamiento. (…) Aunque el pensamiento se distingue evidentemente de esas
cosas, sin embargo tiene en común con ellas el hecho de que es real como las
demás cosas. (…) No negamos la diferencia, sólo afirmamos la naturaleza
común de esas cosas diferentes. Al menos en adelante el lector no me
malinterpretará cuando llame a la facultad de pensar una facultad material, un
fenómeno sensible». (Joseph Dietzgen; La esencia del trabajo intelectual del
hombre, 1869)

No nos explayaremos más en esto, ya que ya vimos más atrás los posibles
problemas −y soluciones− que puede presentar el lenguaje en la exposición y
transmisión de un mensaje. En todo caso, sí volvemos a resaltar que el
comunicador mantiene una tensión permanente entre él: a) que tiene que realizar
una precisión y una adecuación al contexto lo bastante correcta como para que la
creación sea lo suficientemente clara; b) y sus receptores −tanto como
simpatizantes como detractores−. Es decir, tiene que esforzarse en que estos no
tengan la posibilidad de malinterpretar el mensaje ni manipular su esencia −sea
este correcto o no−.

Volviendo a la cuestión de la «praxis», en Rusia, Lenin, recomendó a las nuevas


generaciones formarse con los clásicos de la literatura, pero aprendiendo siempre
a distinguir la letra de la esencia, lo que demuestra que el marxismo siempre ha
sido un movimiento crítico, aun con sus propios referentes; vivo, tendiente a
adaptar la esencia a sus momentos y particularidades históricas:

«Sería una gran equivocación limitarse a aprender el comunismo simplemente


de lo que dicen los libros. Nuestros discursos y artículos de ahora no son simple
repetición de lo que antes se ha dicho sobre el comunismo, porque están ligados
a nuestro trabajo cotidiano en todos los terrenos. Sin trabajo, sin lucha, el
conocimiento libresco del comunismo, adquirido en folletos y obras comunistas,
no tiene absolutamente ningún valor, porque no haría más que continuar el
antiguo divorcio entre la teoría y la práctica, que era el más nocivo rasgo de la
vieja sociedad burguesa». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Tareas de las
juventudes comunistas, 1920)

¿Y de dónde sacó Lenin esta noción del marxismo? ¡Del señor Engels! Autor que,
para algunos, como Adolfo Sánchez Vázquez, habría causado la «involución» de
Lenin. Pero, muy por el contrario, Engels nunca se caracterizó por promover la
fosilización de la teoría. Siempre insistió en que, si esta no se actualizaba o
adaptaba con la comprobación práctica, se convertiría en un dogma, en un credo
religioso. En una ocasión, criticando las actuaciones de sus compatriotas
emigrados a los EE.UU., escribió:

«Los alemanes no han aprendido a usar su teoría como palanca que podría
poner en movimiento a las masas norteamericanas; en su mayor parte no
entienden la teoría y la tratan en forma abstracta y dogmática, como algo que
debe aprenderse de memoria y que proveerá entonces sin más a todas las
necesidades. Para ellos es un credo y no una guía para la acción». (Friedrich
Engels; Carta a Adolph Sorge, 29 de noviembre de 1886)

En su famosa obra «Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana»


(1886) Engels resumió de forma magnífica la relación entre la verdad, el
conocimiento, y su relatividad espacio-temporal:

«La historia, al igual que el conocimiento, no puede encontrar jamás su remate


definitivo en un estado ideal perfecto de la humanidad; una sociedad perfecta,
un «Estado» perfecto, son cosas que sólo pueden existir en la imaginación; por
el contrario: todos los estadios históricos que se suceden no son más que otras
tantas fases transitorias en el proceso infinito de desarrollo de la sociedad
humana, desde lo inferior a lo superior. Todas las fases son necesarias, y por
tanto, legítimas para la época y para las condiciones que las engendran; pero
todas caducan y pierden su razón de ser, al surgir condiciones nuevas y
superiores, que van madurando poco a poco en su propio seno; tienen que ceder
el paso a otra fase más alta, a la que también le llegará, en su día, la hora de
caducar y perecer. (...) Cierto es que tiene también un lado conservador, en
cuanto que reconoce la legitimidad de determinadas fases sociales y de
conocimiento, para su época y bajo sus circunstancias; pero nada más. El
conservadurismo de este modo de concebir es relativo; su carácter
revolucionario es absoluto, es lo único absoluto que deja en pie». (Friedrich
Engels; Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, 1886)

Del mismo modo, en Lenin el tratamiento del marxismo como una «guía para la
acción» fue la condición más importante para que la doctrina pudiera ser viva,
veraz, emancipadora:

«Nuestra doctrina −dijo Engels en su nombre y en el de su ilustre amigo− no es


un dogma, sino una guía para la acción. Esta tesis clásica subraya con notable
vigor y fuerza de expresión un aspecto del marxismo que se pierde de vista con
mucha frecuencia. Y al perderlo de vista, hacemos del marxismo algo unilateral,
deforme, muerto, le arrancamos su alma viva, socavamos sus bases teóricas
cardinales: la dialéctica, la doctrina del desarrollo histórico multilateral y pleno
de contradicciones; quebrantamos su ligazón con las tareas prácticas
determinadas de la época, que pueden cambiar con cada nuevo viraje de la
historia». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Algunas particularidades del
desarrollo histórico del marxismo, 1910)

Nosotros tampoco hacemos actos de fe con el marxismo, no lo creemos por


imposición, ni por meros argumentos de autoridad, ante todo procesamos la
información y actuamos en consecuencia. Es fundamental que tengamos un
espíritu crítico a la hora de enfrentarnos a los textos de los autores clásicos, que
estudiemos sus escritos y sus conclusiones; que analicemos si siguen vigentes en
la actualidad, que observemos si sus estrategias y tácticas son aplicables al
contexto de nuestro país y al de otros. A veces cuando estemos estudiando el
pasado pensaremos que existe este o aquel error o matiz, y no será negativo
preguntar o debatir con otros camaradas, pues de esta forma se enriquece el
conocimiento por ambas partes. Solo así puede existir una asimilación real y
científica. No se trata de revisar a gusto del lector lo que a uno le apetezca
reivindicar, ni de basarse en argumentos subjetivos para rechazar los axiomas
fundamentales de la teoría, por tanto, toda «revisión» que no sea argumentada
estará invalidada automáticamente.

La LR propone superar el eslogan «¡Estudiar, hacer propaganda,


organizar!»

Llegados a este punto, tal vez al lector no le habrá quedado claro un detalle
sumamente importante, ¿entonces en qué se diferencia la «Línea de
Reconstitución» (LR) de todo el «marxismo anterior» y sus presuntos «límites»?
Atentos a lo que afirman sus protagonistas, esta vez sí, desde sus medios oficiales:

«La reconstitución ideológica del comunismo, por tanto, no es un ejercicio


académico, y por eso mismo es algo que no se realiza desde la teoría para la
teoría. (...) Al contrario, la reconstitución ideológica se realiza desde la teoría
para la práctica, es decir, en función de los intereses concretos y reales del
movimiento de Reconstitución política, en función de los problemas reales que
la vanguardia necesita resolver para dar continuidad a ese movimiento y para
ampliarlo en su base». (Partido Comunista Revolucionario (Estado Español);
La Forja, Nº31, 2005)

¡La teoría debe servir para satisfacer las necesidades de la práctica revolucionaria!
¡Más de una década de existencia del «glorioso» PCR (1994-2006) para
revelarnos tan «novedosa» conclusión! ¡Vaya! Adelantándose varios miles de
años a las «grandísimas revelaciones» de la LR, Aristóteles, el famoso pensador
de Estagira nos ilustraba en su «Ética a Nicómaco» (siglo IV a. C.): «La primera
condición es que sepa lo que hace; la segunda, que lo quiera así mediante una
elección reflexiva y que quiera los actos que produce a causa de los actos
mismos». En otro de sus escritos «iluminadores», la LR declaraba:

«Ya no es suficiente la consigna de K. Liebknecht, vigente durante todo el


periodo preparatorio del Ciclo de Octubre: ¡Estudiar, organizar, hacer
propaganda! (…) Resultará imprescindible abordar la cuestión del factor
consciente, la cuestión de la relación del sujeto revolucionario con el objetivo
revolucionario, la cuestión de la construcción de lo nuevo desde la conciencia
−algo resuelto con demasiada espontaneidad e improvisación durante el Ciclo
de Octubre−. Durante el Primer Ciclo se pensó, sobre todo, en cómo ganar la
dirección de las masas. Tal vez, la dura competencia que imponía la lucha de
clases absorbió toda la atención en este cometido; el caso es que se olvidó con
demasiada frecuencia pensar en el adónde dirigir a esas masas». (Partido
Comunista Revolucionario (Estado Español); La Forja; Nº31, 2005)

¿Qué podemos sacar en claro? Sí, hay que «estudiar, hacer propaganda,
organizar», a lo que la LR añade: «Pero muchachos… ¡siendo conscientes en todo
momento de lo que se hace!». ¿Se dan cuenta? Son este tipo de «reflexiones
banales» y «matices sutilísimos» de nula importancia lo que la LR nos ofrece
como «elemento diferenciador» para seguirles en su proyecto. Ahora resultaría
que la máxima que Lenin mismo firmó en su obra «Nuestras tareas inmediatas»
(1899): «¡Estudiar, hacer propaganda, organizar!» ya no es apta para las luchas
de hoy, porque habría que añadirle el componente de la «conciencia». ¡Que
bobadas con aires de «importante descubrimiento» tiene que leer uno! ¿Acaso
los cuadros que estudian no reflexionan sobre el «cómo» −método− y el
«adónde» −fin−? Las personas con dos dedos de frente saben que, cuando el
sujeto o el colectivo echa a andar, el nivel de espontaneidad que imprime en sus
tareas no depende de repetir mecánicamente palabrejas −como pudiera ser
«praxis», «Ciclo de Octubre», «conciencia» o «dialéctica»−, como los
«reconstitucionalistas» hacen siempre. En el caso de estos «ilusionistas
políticos», no podemos pedir a sus jefes que superen de una vez este «ritual
mágico», sería como pedir a los gurús místicos que abandonen su característica
repetición de mantras, ¿cómo va a ser eso posible sin romper con toda la engañifa
con la que deslumbran a sus ignorantes seguidores?

En realidad, todas estas tesis de la LR no solo tienen un barniz sospechosamente


parecido a las de Lukács, Manuel de Sacristán o Adolfo Sánchez Vázquez. Los
«reconstitucionalistas» no se cubren a la hora de promocionar las obras de toda
una serie de filósofos y eruditos de la «praxis» igualmente despreciables y
charlatanes. Este también es el caso de José Manuel Bermudo, otro «marxista»
−entre infinitas comillas− que deja mucho que desear como para ser tomado en
serio. Sin embargo, los seguidores de la LR, se declaran embelesados por su
pluma al leer a:
«@T_Rejected: J. M. Bermudo Ávila [y su] «El concepto de praxis en el joven
Marx». (Totally Rejected, 11 de abril de 2022)

Si alguien se toma la molestia de leer la obra de J. M. Bermudo «Temática del


marxismo» (1979), comprobará que este autor no solo reivindicaba los trabajos
de Lukács y Korsch sobre la «praxis» −¡qué casualidad!−, sino que además
resaltaba cómo, según él, el trotskismo «ha tenido una importante presencia en
el marxismo europeo» (sic). En otro tramo destacaba la irrupción del
eurocomunismo con un «apoyo teórico-ideológico muy renovado», siendo para
él «un importante momento de la historia del marxismo», una «recuperación
crítica» muy «centrada en el socialismo italiano» de aquel entonces (sic). En el
mismo sentido, este «filósofo de la praxis» también reclamaba que el
«empirismo» encontraba en Lenin y su «Materialismo y empiriocriticismo»
(1909) su «apoyo y legitimación», pero, por fortuna, «pronto fue sometida a
crítica por un «empirismo» más sofisticado, el de la praxis», que «afirmaba el
surgimiento de la consciencia en el proceso práctico». Por si esto fuera poco, el
señor Bermudo consideraba que: «Lo que demarcaba ambas posiciones era, sin
duda, el desigual concepto de práctica: para la primera línea [leninista], la
práctica se entendía como experiencia y experimentación, es decir, como un
proceso diferenciado del pensamiento, que se apoyaba en la distinción objeto-
sujeto, en el reconocimiento de la primacía de aquel y de la pasividad de este».
En el próximo capítulo, abordaremos como todo revisionista no puede evitar
dedicar unas palabras a dicha obra de Lenin y en especial a la teoría del reflejo,
por lo tanto, dejaremos esta cuestión en suspenso por el momento.

«¡Pero las idioteces o salidas de tono de este o aquel «reconstitucionalista» en sus


redes sociales no representan a la LR!», dirá el necio de turno. ¡Por supuesto! ¡No
reflejan nada! ¡Claro! ¡A la vista está! Pero que no se preocupen los señores
«reconstitucionalistas», ya hemos demostrado que no necesitamos documentar
nuestras críticas hacia ellos exclusivamente con las meteduras de pata de ciertos
individuos aislados o con materiales «extraoficiales». En cualquier caso, lo visto
atrás solo era la guinda al pastel. Una muestra como para que nuestros lectores
se convenzan de que, cuando en su día la LR hablaba de la importantísima tarea
de revisar y estudiar con otros ojos las fuentes externas al marxismo (La Forja;
Nº31, 2005), desde luego no fue para tener un mayor horizonte y capacidad
crítica, sino para tragarse dobladas las chorradas de cualquier «marxiólogo» de
la Universidad de Barcelona −y adaptarlas en sus escritos sin molestarse
demasiado en disimularlo−.

Desafortunadamente, los «reconstitucionalistas» son solo unos pocos de tantos


aquellos que se creyeron esta «profecía autocumplida» sobre la «transcendencia»
que ha tenido −al menos en sus mentes− esa «nueva noción» sobre la «praxis»
que han llegado a desarrollar −extraída, sean conscientes o no, del «marxismo
occidental» de Lukács y Korsch−. Esto recuerda a lo que Lenin dijo en su
«Materialismo y empiriocriticismo» (1909) respecto al espíritu tan sumamente
ignorante o cándido del que hacían gala muchos de sus contrincantes, cuya
desgracia consistió en que: «Se proponían «conciliar» la doctrina de Mach con el
marxismo», en «haberse fiado de los profesores reaccionarios de filosofía». Es
decir: «Leían a Mach, creían a Mach, parafraseaban a Mach y decían: esto es
marxismo; leían a Poincaré, creían a Poincaré, parafraseaban a Poincaré y decían:
¡esto es marxismo!». Aplíquese lo mismo, en este caso, con los Lukács, Korsch,
Mao o Mariátegui, autores que siempre acostumbran a manejar y encumbrar
«reconstitucionalistas» y otros «marxistas heterodoxos».

Como conclusión, a nosotros los «reconstitucionalistas» nos recuerdan a ciertos


personajes de la Antigua Grecia que eran considerados por el platonismo como
«sofistas». Por lo que nos concierne, algunos de estos llamados sofistas eran
hábiles retóricos que por un «módico precio» enseñaban a los ciudadanos de las
polis griegas a «tener razón» durante un debate, ya fuese en un juicio o en una
mera discusión en el ágora. Algunas veces se valían de la lógica formal, pero
pertrechándose con múltiples estratagemas con las que aparentaban «revelar la
verdad», engañando al público para tal o cual fin. Una de las características de
estos «mercenarios de la verdad» era crear rivales ficticios para derribarlos con
facilidad frente a un público impresionable, lo que hoy se conoce como «hombres
de paja». Otras veces, se presentaban como grandes «dialécticos», penetrando
mejor que nadie en la esencia de las cosas; si bien, lo único que hacían era buscar
argumentos a favor y en contra del tema en cuestión, escabulléndose de
posicionarse claramente y cayendo en un relativismo que les permitía cambiar de
bando según les interesase en cada momento. Entiéndase que, en palabras de
Lenin, para «la dialéctica objetiva hay un absoluto dentro de lo relativo», pero
«para el subjetivismo y la sofística, lo relativo es sólo relativo y excluye lo
absoluto». Como el lector podrá imaginar, estas «escuelas de la sofistería» nunca
se eliminaron, sino que se fueron adaptando a cada época. En el siglo XIX, la
sofistería fue recapitulada por el místico y reaccionario Schopenhauer bajo el
nombre de «dialéctica erística», y en nuestros días, parece que hay quienes
reclaman su legado a gritos.

¿Por qué el revisionismo siempre termina infravalorando y


despreciando la «teoría»?

«Lo que caracteriza a este período no es el desprecio olímpico de algún


admirador de «lo absoluto» por la labor práctica, sino precisamente la unión
de un practicismo mezquino con la más completa despreocupación por la teoría.
Más que negar abiertamente las «grandes palabras», lo que hacían los héroes
de este período era envilecerlas: el socialismo científico dejó de ser una teoría
revolucionaria integral, convirtiéndose en una mezcolanza a la que se añadían
«libremente» líquidos procedentes de cualquier manual». (Vladimir Ilich
Uliánov, Lenin; ¿Qué hacer?, 1902)

Durante estas últimas décadas lo que más se ha extendido como insulto o


connotación despectiva entre los presuntos «marxistas» ha sido el término
«teoricista», «doctrinario» o «dogmático» −siempre, claro, distorsionando la
esencia de estos términos o acuñándolos a un contexto no adecuado−. El
marxismo ha sufrido una derrota y retroceso mundial −entre otros factores− por
la falta de claridad ideológica, y, como consecuencia, desde entonces casi siempre
solo hayamos asistido a una caricaturización de la doctrina; por lo que este tipo
de acusaciones son el efecto, no la causa. Así, encontramos que la mayoría de
militantes que lanzan estos epítetos están totalmente carcomidos por los métodos
y rutinas de sus amos revisionistas, volviendo a demostrar que son un obstáculo,
no la solución.

Llegados a este punto es de suma importancia recapitular y hablar de nuevo, un


poco más, sobre una acepción totalmente equivocada sobre lo que es «teoría» y
«práctica» y, peor aún, sobre su interrelación directa. Nos referimos a quienes
ponen el foco en la «práctica», pero no tienen ni la más mínima idea de qué es
esto. Entre ellos prolifera el eslogan de que: «Sin un trabajo práctico directo, el
trabajo teórico cae en especulaciones», lo cual es correcto, pero detengámonos en
unas cuantas cosas antes para no debatir a base de eslóganes que nada pueden
aclarar en profundidad.

El trabajo teórico de un hombre que desea transformar el mundo consiste en


recopilar y tramitar los análisis de la realidad objetiva, las pruebas vivas, como ya
hemos dicho tantas veces a lo largo del presente documento. Sin embargo, esto
no tiene por qué ser una actividad realizada por él mismo en su totalidad. Quien
propague lo contrario cae en un empirismo vulgar y atroz que impide el avance
del ser humano. Uno no necesita haber militado en los partidos conservadores,
anarquistas o feministas para conocer la esencia de su funcionamiento interno.
No se necesita vivir en el país vecino para tener un cuadro bastante aproximado
de las cosas que allí suceden. No todo enunciado teórico debe de pasar por una
revisión de una práctica vivida in situ, esto es absurdo. Con una correcta selección
de fuentes y un correcto método de investigación, cualquiera puede realizar un
análisis lúcido que aporte valor. Por tanto, para criticar; por ejemplo, las
actividades político-ideológicas de la «izquierda» o la «derecha» no hace falta
mucho, pues existe abundante material histórico y contemporáneo −como
documentación interna, testimonios, actos− que son la «prueba viva» de su
esencia objetiva.

Claro que otra cosa muy distinta es que una organización tenga que trazar un
estudio acorde a problemas o desafíos de mayor importancia −como sería
establecer un programa de acción a nivel nacional, regional o municipal−, donde
se torna tan difícil como peligroso el dejar esto en manos de una o pocas personas,
¿por qué? Porque a mayor complejidad, mayor exigencia colectiva, algo que
también ocurre en otras situaciones de la vida, como a la hora de crear una obra
de arte o filosófica. ¿O es que alguien piensa que Rafael o Da Vinci pintaron
íntegramente todos sus cuadros, o que Platón y Aristóteles escribieron todo lo que
salió de sus escuelas? Esto se llama división del trabajo y, en según qué grados de
desarrollo de la sociedad, es sumamente normal, ya que la capacidad de una
persona o incluso de un «comité de expertos», es limitada. Correspondería pues,
a un trabajo grupal de personas más formadas que la media común, en
cooperación con expertos en materias concretas, estando todos ellos conectados
con la realidad cotidiana.

En resumen, el grado de conocimiento es proporcional al método, cercanía y


verosimilitud de la información utilizada para el análisis. Hoy existe una grave
disociación entre «teoría y práctica», se confunde o tergiversa qué es cada cosa.
El anti o falso marxista siempre pensará que sus teorías son certeras, dado que
así lo asegura su líder, partido o doctrina referente; y aunque este no se esfuerce
demasiado en argumentar el porqué de las cosas, él seguirá en sus trece,
inclinando su apología en una cuestión de fe, donde el rigor y la comprobación
práctica poco o nada tienen que decir. El verdadero marxista no concluye sus
escritos solo con meras «hipótesis» y «posibilidades» bien sonantes, sino que
plasma en sus palabras una realidad manifiesta que ha estudiado a fondo y que
sabe explicar al detalle, y deja, eso sí, lo que no puede completar por el momento.

Lo que es irracional siempre es complejo de exponer con fines de convicción a


gente con un mínimo juicio crítico. Por eso, la polémica suele ser la piedra de
toque que distingue a unos de otros, donde incluso el marxista que a priori tiene
peor oratoria o dotes de escritura tendrá más posibilidades de erigirse vencedor,
pues camina sobre senderos mucho más seguros. Mientras que aquel que solo
tiene como escudo su carisma y como espada el partir de especulaciones,
verdades de terceros no comprobadas y falacias, solo convencerá al público más
impresionable e infantil. El marxista es un científico; el revisionista, un sofista.

«¡La ignorancia nunca ha ayudado a nadie!»

Muchos son los que han creído estar argumentando de forma incontestable al
afirmar que «las luchas ideológicas contra el revisionismo no sirven de nada»,
que «aburren a la población, que solo ve luchas fratricidas entre la izquierda» −y
eso cuando con fortuna tiene noticia de ellas−; que «realizar un análisis sin tener
un partido de por medio no es más que una propuesta, exposición o crítica
contemplativa, carente de capacidad transformadora». Cuando oímos cosas por
el estilo, más allá de la buena intención del autor, oímos el sollozo de un
menchevique, pues no hay actitud más antimarxista que la laxitud o el espíritu de
conciliación ante las deformaciones más grotescas de la realidad. Como una vez
gritó un exasperado Marx a Weitling por su retahíla de clichés y frases populistas:
«¡La ignorancia nunca ha ayudado a nadie!». No creemos que sea casualidad que
muchos de estos señores sean los que también repiten que somos nosotros los
que no entienden la unidad entre «teoría y práctica» y, a la par, abrigan ingenuas
ilusiones por superar la «ridícula» lucha entre tendencias marxistas a base de la
buena voluntad −esa ingenua política de tender puentes−, sin crítica ni
esclarecimiento ideológico.
Es evidente que a Lenin y los suyos no les agradaba tener que ponerse a rebatir
las ideas de los populistas, marxistas legales, economicistas, mencheviques,
empiriocriticistas, oztovistas, trotskistas, eseristas y tantas otras corrientes a las
que el bolchevismo se enfrentó. Algunas ni siquiera tenían un arraigo serio entre
la mayoría de la población del siglo XX, pero sí tuvieron cierto eco entre los
pensadores y pretendidos grupos «revolucionarios» de aquel entonces; en
consecuencia, sí que tenían cierta influencia entre algunos trabajadores
politizados que seguían a estos líderes. Esta era la razón por la que desenmascarar
estas desviaciones era un trabajo necesario para los bolcheviques, sin el cual no
habrían podido encabezar una revolución. Esto, claro está, no significa
abandonar la labor de incorporar al partido o a la influencia de este a todas esas
vastas masas despolitizadas y desilusionadas.

Otros murmurarán que, pese a todo, al obrero promedio, a la mayoría del


campesinado y empleados varios, les importaba bien poco las «riñas ideológicas»
de los grupos antizaristas. Seguramente así fuese. ¿Y qué esperan? Esto es del
todo normal cuando la mayor parte de la sociedad está alienada y forzada a
trabajar de manera prolongada y muy precaria. Por eso, el objetivo del colectivo
revolucionario empieza por conquistar ese puesto de avanzadilla entre los
elementos conscientes, aquellos que están mínimamente formados −con respecto
a cuestiones ideológicas− y muestran mayores aptitudes para la disciplina que se
les exige −dado que muchos no llegan a cumplir su palabra−. Tras esta tarea
indispensable, y conforme nuestras fuerzas internas estén en crecimiento, el nivel
de influencia del partido entre el resto de los trabajadores será mayor; de manera
que más se interesará el pueblo por esos debates que antes le sonaban a chino. Y
es que los «antiteóricos» olvidan también el hecho de que muchas de estas
discusiones siempre guardan una conexión, más o menos directa, con las
aspiraciones populares y la forma de hacerlas realidad −y si no fuese así, si sus
protagonistas no saben argumentar tal justificación de su trabajo general,
entonces sí estaríamos ante un pasatiempo, ante la cruda realidad de que estamos
fallando en lo más urgente−.

El partido tiene la tarea de saber explicar por qué son necesarios estos y otros
debates; recae sobre sus hombros la tarea de dar a entender que no son una
discusión artificiosa, totalmente estéril, que no se trata de debatir sobre el sexo
de los ángeles o la santísima trinidad. Debemos revelar el hilo que conecta dicho
debate con los intereses de clase, tanto los más próximos como los más lejanos.
Así, el hecho de que esa estructura todavía no haya podido ganarse a la mayoría
del pueblo, no significa que los debates sobre organización, economía, filosofía,
alianzas, religión o, por supuesto, revisionismo, sean poco importantes, más bien
al contrario. Adoptar esa postura no es solo negar la importancia de la teoría, sino
que es ir a la zaga de las capas más atrasadas; ¡es dejar que los elementos más
desorientados y demagogos marquen el paso, con sus prejuicios e ignorancia
ideológica, en las tareas que se deben realizar!
Una estructura seria y decidida, en cualquiera de sus estadios de desarrollo, debe
guardar un equilibrio coherente entre recoger el sentir del pueblo −más bien solo
sus inclinaciones más revolucionarias− y guiarle en el camino hacia la
emancipación, ya que es quien tiene la capacidad de hacerlo −si no, no sería
necesaria esa «vanguardia»; el «pueblo» y el «partido» serían un todo, pero por
desgracia no funciona así−. Jamás podrá ser el «pueblo»; es decir, «las masas» en
abstracto, quien clarifique cuáles son las tareas urgentes del movimiento
emancipador, ni cuáles son sus propósitos posteriores −esta respuesta vendrá de
su ala consciente, pues para eso están los revolucionarios dedicados a ello−.

No nos angustia si a los «reconstitucionalistas» les parece algo «elitista» y


«paternalista», como le ocurría al señor Althusser, esto es y ha sido siempre así,
salvo que nuestra fantasía populista e idealista nos haga pensar que Marx
comprendió la necesidad de refutar el «hegelianismo de izquierda» o el
«socialismo verdadero», basándose en discusiones con los millones de
taberneros y mineros alemanes que brindaban por Bismark. O quizás alguien
piense que Lenin escribió «Materialismo y empiriocriticismo» (1909), o Stalin
«El marxismo y la cuestión nacional» (1913), intercambiando impresiones con la
ingente masa de campesinos rusos y sus prejuicios, que nada querían saber de
esos temas o, que en su mayoría, mantenían opiniones francamente reaccionarias
−de lo contrario, ya estarían dentro o cerca de los círculos del partido−. En esta
lista podríamos añadir también a la legión de intelectuales reaccionarios que,
además de estar muy ocupados lavándole la cara al régimen existente, eran
fuertemente hostiles al materialismo como para aportar algo de valor a todos
estos debates.

De todo lo dicho hasta aquí, también hay que tener en cuenta que, como ya
dijimos en otra ocasión:

«El triunfo −o no− de la popularización de un eslogan, una línea ideológica, así


como un programa, dependerá de la capacidad del colectivo de explicar su
contenido en el lenguaje de las masas y de saber exponer la conexión existente
entre sus reivindicaciones más inmediatas y sus deseos ulteriores de
emancipación futura. Pero lejos de lo que creen los oportunistas, el grado de
hostilidad o aceptación de las masas al partido revolucionario, su programa y
sus eslóganes será alto o bajo no solo por la adecuación de una línea política
plasmada a base de tener en cuenta la realidad −algo en lo que ya fallan la
mayoría−, sino también dependiendo del trabajo que se haga entre las masas
para explicar detenidamente por qué no debe temer a ciertos anatemas como el
«marxismo», la «socialización de los medios de producción» o la necesidad de
la «dictadura del proletariado». Hacerles comprender que estas palabras, en
realidad, son acordes a sus aspiraciones actuales. En otros casos, el marxista
deberá trabajar para que, en un futuro, estos conceptos sean aceptados por las
capas más atrasadas. Esto no significa que estos términos deban repetirse
mecánicamente sin explicar jamás su contenido de forma detallada, tal y como
hacen la mayoría de grupos, sino que más vale que las masas sepan identificar
en lo fundamental su significado y su necesidad, a que el partido los repita en
abstracto hasta hacerlos parecer una entelequia o un mantra. (…) Esto se
traduce en situaciones como las que hablamos, en observar si el programa
político trazado de la organización se ajusta a la realidad circundante, a las
necesidades de las masas, viendo cómo es recibido por ellas, qué apoyo le
profesa, si tras años de popularización cala o no entre ellas, si ha supuesto una
elevación del nivel de concienciación y combatividad entre las capas más
avanzadas, si sus ideas han ayudado a combatir las teorías burguesas asumidas
anteriormente por el pueblo. Por supuesto, en el triunfo de tal cuestión influyen
otros factores anexos como la capacidad del partido para emanar de él y poner
a trabajar a grandes agitadores y propagandistas o la rápida pauperización
del nivel de vida de las masas, factores objetivos y subjetivos que obviamente
ayudan a acelerar que las masas comprendan, simpaticen y hagan suyo el
programa revolucionario, pero lo que es seguro, es que, sin una línea correcta,
por grandes oradores o escritores que tenga el partido, por mucha crisis general
del sistema, no se avanzará lo suficiente, las masas serán indiferentes a la
propaganda del partido o directamente se volcarán sobre otra organización».
(Equipo de Bitácora (M-L): Fundamentos y propósitos, 2022)

La interrelación entre teoría y práctica según el socialismo científico

En todos estos casos históricos, las masas no partidistas −e incluso los miembros
del partido menos preparados− no «pedían a voces» hablar sobre estos temas,
sino volver una y otra vez hacia otros y de una forma totalmente incorrecta. Ahora
bien, nadie en sus cabales dirá que, por ejemplo, este trabajo acometido por los
bolcheviques fue un «trabajo estéril» o de «intelectualoides de salón». ¿Se
elaboraron tales debates y decisiones entre «intelectuales»? Sí, en muchas
ocasiones fue así y no podía ser de otro modo, como veremos más adelante en el
capítulo donde hablaremos sobre la intelectualidad y su relación con la
organización emancipadora. Ellos solían ser en un principio los más preparados
culturalmente, lo que no implica que no hubiese obreros participando de dicho
proceso, a veces estando incluso por delante de intelectuales «muy formados».
Sea como fuere, lo que queda claro es que esta labor ideológica tenía como fin
rebatir a la intelectualidad al servicio de la reacción, la cual tiene la producción
ideológica de la sociedad, marca los mitos de cada época y enmascara la realidad.
A su vez, estas polémicas servían como táctica para agrupar en el partido a los
mejores elementos del pueblo, fuesen obreros, intelectuales, u otros.

Entremos a otra afirmación «jerárquica» que quizás haga perder los estribos a
muchos: no es lo mismo el partido revolucionario que el conjunto de la población
trabajadora simpatizante con la causa, del mismo modo que no son lo mismo los
altos cargos que todo el partido en sí. ¿A qué viene esto último? A que no hay
equivalencia política entre un joven militante que ha demostrado su capacidad
teórica u organizativa −y en consecuencia tiene o puede tener un puesto de
responsabilidad− que un hombre que, ya en su vejez, está interesándose en la
política; no es igual un sindicalista veterano, que sabe moverse en ciertos
ámbitos, que un chaval que apenas está aprendiendo las primeras «nociones del
oficio».

Esperamos habernos explicado lo suficientemente bien para que todo esto se


comprenda con facilidad, pero no creemos que esta cuestión presente demasiadas
dificultades de entendimiento:

«Sería una maniloviada y «seguidismo» creer que casi toda o toda la clase
puede estar nunca, bajo el capitalismo, en condiciones de elevarse al grado de
conciencia y de actividad de su destacamento de vanguardia, de su partido. (…)
Ninguno que esté aún en su sano juicio ha puesto nunca en duda que, bajo el
capitalismo, ni aun la organización sindical −más primitiva y más asequible al
grado de conciencia de las capas menos desarrolladas− está en condiciones de
abarcar a toda o a casi toda la clase obrera. Olvidar la diferencia que existe
entre el destacamento de vanguardia y toda la masa que marcha detrás de él,
olvidar el deber constante que tiene el destacamento de vanguardia de elevar a
capas cada vez más amplias a su propio nivel avanzado, sólo significa
engañarse a sí mismo, cerrar los ojos a la inmensidad de nuestras tareas y
empequeñecer éstas». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Un paso adelante, dos
pasos atrás, 1904)

En este sentido, revisando el crecimiento exponencial de los revolucionarios


alemanes en 1890, Engels advirtió que esta buena noticia debía ser seguida de
una rigurosa verificación de las cualidades y aptitudes de los nuevos integrantes;
de su familiarización y acatamiento de las normas del colectivo; que de forma
progresiva se les debía dar la oportunidad de probar si podían adaptarse a la
dinámica general de los más veteranos:

«Durante los últimos 3 años, su partido ha visto un aumento masivo de un


millón. La existencia de la Ley Antisocialista ha significado que estos nuevos
reclutas no han tenido suficientes oportunidades de lectura o agitación para
colocarlos a la par con los más antiguos miembros del partido. Muchos de ellos
tienen sólo la buena voluntad y las buenas intenciones con las que notoriamente
está pavimentado el camino al infierno». (Friedrich Engels; Carta a Wilhelm
Liebknecht, 10 de agosto de 1890)

Se entiende que el «órgano de expresión», que es el que sirve de «marco de


referencia» para organizar y formar a los cuadros, es la vez −y no es nada
sorpresivo− el principal antídoto contra la disgregación y el abatimiento que
produce verse en una situación de desventaja frente a las fuerzas del capital y ante
el letargo generalizado de la población. No es ningún secreto que, cuanta más
conciencia de la realidad tiene el sujeto, más frustración puede sentir; ya que
comprende mejor el grado de adversidad al que se enfrenta. No incidiremos más
sobre esto aquí, pues está desarrollado íntegramente en obras de Lenin como:
«Carta a un camarada acerca de nuestras tareas de organización» (1902), «¿Qué
hacer?» (1902) o «Un paso hacia adelante, dos hacia atrás (1904).

A continuación, por si no ha quedado aún claro, pasaremos a resumir por qué la


«teoría» no es un «opuesto a la práctica» como nos dice la RAE, así como por qué
tampoco es necesario elaborar nociones como la de «praxis» a modo de
«conjunción» de «teoría y práctica». Generalmente, en el marxismo se da por
hecho que para tener una práctica correcta esta debe ser alumbrada por la teoría;
fin del misterio. Si se quiere una mayor comprensión de cómo se da esta
interrelación necesitaríamos explayarnos, pero en modo alguno rechazar la
histórica concepción leninista de «teoría y práctica».

«Todas las ideas se derivan de la experiencia, son reflejos de la realidad,


verdadera o distorsionada». (Friedrich Engels; Materiales preparatorios para
el «Anti-Dühring», 1876)

Ergo, la teoría no es sino una acumulación de conocimientos, una síntesis de la


experiencia práctica; es decir, de la actividad del ser humano; por lo que, en toda
esa cadena de desarrollo, la teoría puede acumular conocimientos absolutamente
falsos o distorsionados en torno a la realidad. Esto hace que la metodología a
emplear sea decisiva, entre otros muchos condicionantes como la disponibilidad
de información, medios técnicos, inspiración o motivación del sujeto. En este
sentido dijo Antonio Labriola en su «Filosofía y socialismo» (1897): «Todo acto
de pensamiento es un esfuerzo, esto es, un trabajo nuevo; para hacerlo es
necesario, ante todo, poseer los materiales de una experiencia madura y, luego,
que los instrumentos metódicos sean familiares y manejables por un largo uso».
En vista de todo esto, no existe mayor tontería que jurar, como hacen los
«reconstitucionalistas» y otros, que uno no realiza un trabajo «desde la teoría»
para «seguir teorizando», esto es lo que en filosofía se denomina comúnmente
como «tautología»: dar vueltas sobre explicaciones que no aclaran nada, como
decir que un círculo es redondo.

En cuanto a la visión sobre la «teoría» de quiénes siguen la «Línea de


Reconstitución» (LR), e incluso de muchos de sus enemigos igualmente
desorientados, no queda mucho que añadir. Salvo que seamos platónicos o
cualquiera de sus sucedáneos idealistas, sabemos que la teoría no brota sin más
de la cabeza ni del «mundo de las ideas», sino que procede de la práctica,
individual y social. Hasta los «académicos» −de los que hablan con tanto
desprecio los bakuninistas, sorelistas o maoístas− para poder realizar un «trabajo
teórico» serio, además de tener en cuenta las teorías previas ya constatadas,
deben pasar sus hipótesis ante un trabajo práctico mínimo −la puesta en marcha
de esas ideas, su experimentación en la realidad− para comprobar la validez de
su «teoría» −salvo que quieran dar rienda suelta al «potro de la especulación»,
en cuyo caso estaríamos ante charlatanes−. Si ninguno de ellos hubiera realizado
este proceso de forma más o menos correcta −pues siempre hay ciertos límites
del conocimiento, como comentábamos antes−, ninguna de las ciencias habría
sido capaz de lograr el desarrollo que han llegado a alcanzar hoy. Luego, una vez
estos intelectuales lanzan dicha «teoría» al mundo, no esperan que el lector lea
estas ideas para seguir cavilando más «teorizaciones», sino que confían en que
sirvan de eje para el desarrollo práctico diario. Según la especialización que hayan
abordado, este nuevo conocimiento servirá al obrero, al campesino, al físico, al
historiador, al arquitecto, al profesor o al veterinario para comprender el
funcionamiento de esta maquinaria o de aquel organismo vivo, de esta o aquella
relación entre los fenómenos naturales o sociales, para que sepan cómo deben
investigar las fuentes pasadas, cómo organizar sus clases y la disciplina de los
escolares, cómo construir edificios sin que el techo se venga abajo, cómo
desparasitar a los animales, etc. Labores, todas ellas, que implican
necesariamente una práctica y donde, en muchos casos, se tendrán que repensar
formas adaptadas a situaciones concretas ante las que se tope quien reciba esta
«teoría». A esto cabe añadir que es posible, y hasta normal, que en el proceso de
elaboración de la teoría se inoculen concepciones falsas o conclusiones erróneas.
Al igual que también puede ocurrir, que sus ejecutores no sepan aplicar al cien
por cien una teoría científica o parte de ella; sin embargo, nada de esto pone en
duda lo expuesto en este párrafo. El error −y su correspondiente rectificación− es
parte inevitable del proceso de conocimiento de la realidad y su posterior
aplicación práctica.

Pues bien, la política no es diferente a esto. No existe mayor obviedad que


asegurar que una organización no pretende limitarse a «teorizar», dado que
teorizar, aunque sea para objetivos humildes y mínimos, es algo que se hace para
alumbrar una práctica a seguir, es algo que todo el mundo hace, aunque sea en
formas totalmente rudimentarias y alejadas de los cánones científicos
actualizados. De ahí que precisamente ni «teorizar» ni «filosofar» sean siempre
equivalentes a teorizaciones o filosofías veraces, de carácter científico. En
cualquier caso, la actividad práctica continuará siempre, la historia seguirá su
curso, y el revolucionario tiene la posibilidad de incidir en el resultado si decide
bajo qué lineamientos teóricos se amparará la práctica concreta a desarrollar; si
no, serán las fuerzas de las ideas dominantes, la intuición o la costumbre, las que
tomarán el mando. Pretender que existe un «desarrollo de la praxis» importante
sin una teoría y visión del mundo detrás, es tan absurdo como pretender que
existe un arte o una metodología pedagógica sin una filosofía detrás, sin una
ideología «artística», «jurídica», «política» o «económica» de por medio −o
insértese aquí la forma de conciencia social que el lector prefiera−. Es algo que
consciente o inconscientemente sucede más allá de la voluntad de los sujetos por
su educación y ambiente.

Aclaraciones finales sobre la unidad entre teoría y práctica

La noción infantil de la «práctica» −impulsada, como ya hemos mencionado, por


quienes nos consideran «contemplativos» o «teoricistas»− toma fuerza entre
aquellos que solo tienen en mente por «práctica» la imagen de un sujeto
realizando labores de agitación y propaganda en un sindicato obrero o acudiendo
a grandes manifestaciones. En el lado opuesto, como ocurre con los
«reconstitucionalistas», están los que opinan que debemos esperar a que un
oráculo o un profeta nos certifique que nuestra «práctica» es lo suficientemente
«consciente» como para no fracasar o avergonzarnos de ella −incurriendo en la
famosa parálisis por análisis−.

No obstante, como bien sabemos, un «partido» −con mayúsculas− exige en su


cotidianidad una rigurosa división del trabajo que posibilite su mantenimiento y
crecimiento, por ende, siempre existirá una demanda latente de múltiples
actividades que no pueden desarrollarse cargando con este tipo de tonterías −que
demuestran una profunda inmadurez política−. Podemos estar hablando de
llevar a cabo una labor pedagógica frente a tus compañeros −detectando sus
virtudes y defectos−, evaluar y distribuir a los simpatizantes −comprendiendo su
situación particular y asignándole funciones−, trazar planes más eficientes y
rápidos −en materia de organización o financiación−, «detalles» como escoltar a
compañeros; y, por qué no, desplazarse a innumerables centros de información
para poder adquirir documentación −que, supongamos, otro compañero
economista necesite para escribir un artículo que la organización considera
necesario−. Todo esto también son −o contienen− «labores prácticas» que el
individuo y el colectivo tienen que asumir. Incluso acciones como tomar un
manual y aplicar lo que pone en él, adaptándolo a las circunstancias y al lugar
concreto, lo son.

¿Por qué hemos dado varios ejemplos de algunas situaciones en donde, lejos de
lo que se suele creer, hay «práctica»; o, mejor dicho, la práctica predomina por
delante del esfuerzo teórico? Pues para romper con la falsa idea de que, para
concluir procesos sociales de gran envergadura, las tareas pueden dividirse
artificialmente en aquellas en las que se necesita «solo práctica» o «solo teoría».
Es decir, queremos ir más allá de la unilateralidad que predomina hoy, por eso
apostamos por verlo todo en su íntima conexión, destruyendo la rígida aplicación
mecánica y la ilusoria metafísica que sobrevuela en las mentes de algunos.

Recojamos el último ejemplo propuesto: aquella persona que se desplaza a


«innumerables centros de información para adquirir documentación». Si el
«sujeto A» va a pedir unos determinados libros a una biblioteca nacional, los lleva
bajo el brazo y se los entrega al «sujeto B»; el economista. Desde luego esto no
puede ser otra cosa que una «actividad práctica», por muy singular o simplona
que pueda parecernos. Luego, será este segundo el que tendrá que hacer la mayor
parte de trabajo de «abstracción» para su estudio −«teórico»− de economía. A
riesgo de ser cargantes con la terminología −reclamación que aceptamos con
gusto, si con ello nuestros lectores no nadan en la confusión−, recordemos la
definición de «abstracción científica» que dieron los soviéticos, para que todos
estemos en las mismas coordenadas:
«Operación mental que consiste en abstraer los caracteres no esenciales y
secundarios, propios de uno u otro grupo de fenómenos, para destacar y
sintetizar racionalmente sus peculiaridades sustanciales. (…) La abstracción
científica nos da una idea más completa y profunda de la realidad que las
sensaciones inmediatas». (Mark Rosental y Pavel Yudin; Diccionario filosófico,
1940)

Esto significa que hasta para crear y plasmar un libro, algo que a priori a algunos
les pueden parecer unas pretensiones muy «teóricas», también necesitamos de la
«práctica», aunque sea por medio de acciones mecánicas y sencillas. ¿Alguien
tendrá que escribir el libro, verdad? ¿O acaso la mente va a mover el bolígrafo o
el teclado del ordenador? Ha de anotarse que este tipo de habilidades, como el
escribir, cocinar, resolver una ecuación o caminar en bici, son a nuestros ojos
sencillas, porque hemos adecuado a nuestro cuerpo y mente para ello a base de la
repetición y perfección progresiva, por lo que cada vez están más automatizadas
y requieren de menor esfuerzo mental y físico. En este sentido el lector puede
observar los experimentos realizados que se recogen en la obra de los psicólogos
Eduardo Vidal-Abarca, Rafael García Ros y Francisco Pérez González
«Aprendizaje y desarrollo de la personalidad» (2010). Sin embargo, cuando la
mente no está adecuada a tales demandas:

«Nos es necesario aún un esfuerzo apropiado para pasar de los estados más
elementales de la vida psíquica a ese estado superior, derivado y complejo, que
es el pensamiento, en el cual no nos podemos mantener más que gracias a una
atención voluntaria, que tiene una intensidad y una duración especiales que no
pueden ser sobrepasados». (Antonio Labriola; Filosofía y socialismo, 1897)

En cualquier caso, estas labores mencionadas son similares a cuando Engels


explicó en su obra «Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana»
(1886) lo que ocurre durante el proceso de comer o beber; funciones que para
satisfacerlas también deben ser pensadas previamente para poder ser ejecutadas
−¡cómo no!−. Entiéndase que el pensamiento de «sed» o «hambre» nace de una
necesidad fisiológica, y que a su vez cuando uno trata de satisfacerlo se ve
obligado a maniobrar con otra serie de operaciones mentales básicas o complejas:
desde qué bebida o alimento o seleccionará −en un ambiente seguro y sencillo−,
hasta cómo podría obtenerlos −en un ambiente hostil y peligroso−. Y cuando se
logra tal cosa, cuando el organismo logra calmar la sensación de sed o hambre,
también obtenemos en nuestra cabeza una «certificación» sobre tal cosa.

Muy bien, entonces, ¿qué demuestra todo esto? Que existe toda una cadena de
procedimientos que bien podrían llamarse bajo las denominaciones que el
académico guste: «pensativos», «contemplativos», «abstractos»,
«especulativos» −de índole «teórica»−; y otros procesos −«prácticos»−
relacionados con «actuar», «accionar», «llevar a cabo», «experimentales»… que
se conjugan mutuamente. ¿Qué es lo interesante aquí? El «sujeto B», el
compañero «encargado del trabajo teórico», también necesita valerse de la
«práctica» −aunque sea de la más básica− para poder realizar esa ordenación de
pensamientos, análisis de datos y conclusiones de valor. Necesita de ambos:
sentarse, levantarse o cambiar de posición para aprovechar la luz solar o
descansar la vista, mover las páginas de estos libros desgastados, tramitar sus
pensamientos escribiendo a máquina, consultar dudas a sus compañeros sobre la
validez de lo que tiene delante mediante el pensamiento y el lenguaje; y sin entrar
ya en las funciones fisiológicas −empezando por el cerebro− que posibilitan el
discurrir del pensamiento mental en estos «debates» o «charlas». En este caso,
una vez acabado lo fundamental de su objetivo general −que era crear el núcleo
escrito de este libro− habrá un proceso posterior de revisión, maquetado y
divulgación de esa obra finalizada, en la cual el «teórico» y sus compañeros
participarán de nuevo −y volverán a intervenir fenómenos «teórico-prácticos» de
diversa índole−. Por eso, en este sentido, Labriola dijo que él en particular al estar
hablando de «praxis» plasmaba:

«Este aspecto de totalidad se quiere eliminar la oposición vulgar entre práctica


y teoría, porque, en otros términos, la historia es la historia del trabajo, y como,
por un lado, en el trabajo así integralmente comprendido está comprendido el
desenvolvimiento respectivamente proporcionado y proporcional de las
aptitudes mentales y de las aptitudes activas, lo mismo, por otra parte, en el
concepto de la historia del trabajo está comprendida siempre la forma social del
trabajo mismo, y las variaciones de esta forma». (Antonio Labriola; Filosofía y
socialismo, 1897)

¿Se dan cuenta? Por eso aseveramos que disociar «teoría y práctica» en un
proceso así es como separar por un muro infranqueable la unidad entre el «ser y
el pensar», o lo «absoluto y relativo». ¿Decimos que son lo mismo? No. Si se
repasa el ejemplo anterior se entenderá que esto ya se ha explicado. Pero, por si
a alguien le quedan dudas, lo resumiremos con esta otra cita del filósofo soviético
M. Shirokov:

«Al igual que un doctor debe unir un conocimiento sólido de la anatomía y


patología del hombre con su experiencia práctica y puede no saber mucho como
para ser un buen médico, también un político debe entender sobre todo en lo que
a leyes del cambio social y la estructura de la sociedad se refiere si su liderazgo
pretende llevar a la clase cuyos intereses representa a cualquier lado que no sea
para el traste. La verdad es que si forma y contenido, que en este caso son teoría
y práctica, pueden dividirse tanto como para llegar a tener apenas relación son
de poca relevancia. La filosofía y práctica que caen bajo una cierta categoría
pueden ser expuestos de la siguiente manera; más allá de esta categoría, teoría
y práctica no están opuestas, ni vagamente relacionadas; son un todo. Hay más
que una conexión: hay una unión y una fusión». (M. Shirokov; Un manual de
filosofía marxista, 1937)

El lector habrá sido testigo alguna vez de la típica expresión de un profesor


después de terminar una lección a sus alumnos: «¡Ahora toca ponerlo en
práctica!», es decir, el tutor espera ver como sus pupilos implementan las
orientaciones teóricas que él ha dado, comprobar hasta qué punto han asimilado
los conceptos y procedimientos, y si ellos pueden aplicar estos a situaciones
similares o diferentes. Esto no es nuevo, pues como leímos atrás (*), hasta en la
Antigua Grecia, varios filósofos ya explicaban que no se trata de «querer ser»,
sino de «hacer para llegar a ser». En su «Ética a Nicómaco» (siglo IV a. C.),
Aristóteles advirtió en relación a la interrelación entre teoría y práctica: «Es por
lo tanto necesario, que consideremos todo lo que se refiere a las acciones, para
aprender a realizarlas»; es decir, extraer la teoría de la realidad viva. Mientras
que: «No adquirimos las virtudes sino después de haberlas previamente
practicado», lo que implica constatar en la práctica si hemos adquirido −o no−
los conocimientos teóricos. Este tipo de concepciones dialécticas fueron las que
llevaron a que Marx calificase a este pensador como: «El pensador más grande de
la antigüedad», mientras Engels apuntó cómo Aristóteles: «Había llegado ya a
estudiar las formas más esenciales del pensar dialéctico». Actualmente, resulta
vergonzoso que algo que ya manejaban −en mayor o menor medida− pensadores
de diversas épocas sea presentado aquí por la LR y otros «praxiólogos» como una
«vuelta de tuerca» que «lo ha cambiado todo».

¿Es cierto que el marxismo menosprecia o cercena el papel del


hombre en la historia?

En este apartado abordaremos las clásicas polémicas contra el marxismo, como


acusarle de «infravalorar o limitar la actividad trasformadora del hombre»; de
plantear que no tiene sentido aquello de que «el ser social determina la conciencia
social»; o que «aquello de base y superestructura» es «mecanicista» y «no puede
explicar nada», como en su día mantuvieron diversos pensadores, tanto famosos
como poco conocidos −Barth, Bernstein, Jaurès, Thompson, Sacristán, Astrada o
Montserrat, entre otros−. Aprovechando la ocasión, esto nos servirá para indagar
en cómo los discípulos de Marx y Engels se enfrentaron a este tipo de desafíos
que sus adversarios lanzaban una y otra vez, por lo que rescataremos los textos
clásicos de los Kautsky, Mehring, Labriola, Lafargue, Plejánov o Lenin contra sus
adversarios y falsos aliados. Esto será propicio para comprobar que el
revisionismo no tiene nada que ofrecer salvo una cabezonería que consiste en la
repetición de las viejas habladurías y deseos febriles en donde se toma a la
realidad no como es, sino como le gustaría que fuese −lo que les impide aceptarla,
conocerla y transformarla−. Una vez repasemos los fundamentos −y no los
supuestos− del materialismo histórico, abordaremos esos intentos de sustituir lo
que es un conocimiento sosegado de la realidad −a fin de actuar sobre ella− por
esa baldía filosofía que se «autoconoce» y «traspasa» todos los límites, algo que
bien podría ser firmado por el mismísimo Schopenhauer o Nietzsche.

Paul Barth y su crítica al «economicismo» de Marx y Engels


«Según la concepción materialista de la historia, el factor que en última
instancia determina la historia es la producción y la reproducción de la vida
real. (…) Si alguien lo tergiversa diciendo que el factor económico es el único
determinante, convertirá aquella tesis en una frase vacua, abstracta, absurda.
La situación económica es la base, pero los diversos factores de la
superestructura que sobre ella se levanta −las formas políticas de la lucha de
clases y sus resultados, las constituciones que, después de ganada una batalla,
redacta la clase triunfante, etc., las formas jurídicas, e incluso los reflejos de
todas estas luchas reales en el cerebro de los participantes, las teorías políticas,
jurídicas, filosóficas, las ideas religiosas y el desarrollo ulterior de éstas hasta
convertirlas en un sistema de dogmas− ejercen también su influencia sobre el
curso de las luchas históricas y determinan, predominantemente en muchos
casos, su forma. Es un juego mutuo de acciones y reacciones entre todos estos
factores. (…) De otro modo, aplicar la teoría a una época histórica cualquiera
sería más fácil que resolver una simple ecuación de primer grado». (Friedrich
Engels; Carta a J. Bolch, 22 de septiembre de 1890)

Este comentario ya valdría para cerrar todo el debate sobre si el materialismo


histórico de Marx y Engels es un «determinismo económico extremo», de si
«reduce la voluntad de los hombres a cero», y otras chorradas que tanto se han
repetido cíclicamente. Solamente por el interés supremo del lector, y para
constatar la poca originalidad de nuestros críticos, seguiremos con la exposición.

En 1890, en una conocida emisiva, Friedrich Engels respondió a Konrad Schmidt


en torno a las diversas opiniones que últimamente venían vertiéndose sobre el
materialismo histórico, especialmente aquella acusación que aseguraba que este
método «ignoraba el papel que ejercía en las sociedades la política, la moral, la
legislación, la psicología y demás», pues «solo tenía en cuenta la economía». En
virtud de esto, contestó a su allegado que si este tipo de críticos, como Paul Barth,
deseaban comprobar si tal cosa era verdad, podían empezar por revisar de
primera mano su literatura. Ahora, otra cosa muy diferente era que estas
afirmaciones no fuesen un lamentable malentendido, sino una campaña de
difamación calculada con premeditación y alevosía:

«Por tanto, si Barth cree que nosotros negamos todas y cada una de las
repercusiones de los reflejos políticos, etc., del movimiento económico sobre este
mismo movimiento económico, lucha contra molinos de viento. Le bastará con
leer «El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte» (1852), de Marx, obra que
trata casi exclusivamente del papel especial que desempeñan las luchas y los
acontecimientos políticos, claro está que dentro de su supeditación general a las
condiciones económicas. O «El Capital» (1867), por ejemplo, el capítulo que
trata de la jornada de trabajo, donde la legislación, que es, desde luego, un acto
político, ejerce una influencia tan tajante. O el capítulo dedicado a la historia de
la burguesía. Si el poder político es económicamente impotente, ¿por qué
entonces luchamos por la dictadura política del proletariado?». (Friedrich
Engels; Carta a Konrad Schmidt, 27 de octubre de 1890)

Franz Mehring, en su conocida obra «Sobre el materialismo histórico» (1893),


recogió las quejas de Paul Barth, filósofo, sociólogo e historiador que ejerció como
docente en la universidad de Leipzig. Él continuó insistiendo en que el método de
Marx era «muy indeterminado» y que «solo ocasionalmente explica y
fundamenta con algunos pocos ejemplos en sus escritos». Pero su reticencia
principal residía en que, a su parecer, no existía «tal primacía de la economía
sobre la política». Engels consideró muy positivamente este trabajo de su amigo
Mehring, pues destruía las ridículas nociones del señor Barth, quien aún se
encontraba anclado en los relatos idealistas que trataban de explicar las cruzadas
en Oriente Medio (S. XI-XIII), o las cruzadas bálticas (S. XII-XIII), por meras
motivaciones ideológicas como el «fervor religioso»:

«Las verdaderas fuerzas propulsoras que lo mueven, permanecen ignoradas


para él; de otro modo, no sería tal proceso ideológico. Se imaginan, pues,
fuerzas propulsoras falsas o aparentes. Como se trata de un proceso discursivo,
deduce su contenido y su forma del pensar puro, sea el suyo propio o el de sus
predecesores. Trabaja exclusivamente con material discursivo, que acepta sin
mirarlo, como creación, sin buscar otra fuente más alejada e independiente del
pensamiento; para él, esto es la evidencia misma, puesto que para él todos los
actos, en cuanto les sirva de mediador el pensamiento, tienen también en éste su
fundamento último». (Friedrich Engels; Carta a Franz Mehring, 14 de julio de
1893)

De hecho, el trabajo de investigación histórica de Mehring fue tan fructífero en


esos años que también tuvo tiempo de analizar otros conflictos, como la famosa
Guerra de los Treinta Años (1618-1648). En su obra «Gustavo Adolfo II de Suecia
la Guerra de los Treinta Años y la construcción del Estado alemán» (1894),
expuso una vez más cómo musulmanes, calvinistas, católicos y protestantes se
aliaron y se traicionaron mutuamente, siendo el «fervor religioso» un motivo
secundario para que los emperadores y príncipes declarasen la guerra o tejiesen
alianzas, y la prueba está en que muchos de ellos no tenían problema en cambiar
de fe si con eso aseguraban sus posesiones y privilegios. Esto no quiere decir,
como algunos han malinterpretado, que toda ideología −política, filosófica,
religiosa u otra− sea «falsa» y que no debemos preocuparnos lo más mínimo por
estudiar su origen o combatir su influencia. Nada que ver. La ideología, como
forma de conciencia social, es el reflejo de unos intereses materiales, y sin hallar
estos condicionantes, no podemos comprender las propias ideas y su propia
idiosincrasia, especialmente cuando más nos alejamos en el tiempo. Qué cercanas
o lejanas estén dichas ideas de la realidad −y a quién representen−, es otro tema,
como luego veremos.
El libro de Mehring mostró a la perfección cuán lejos estaban los profesores
alemanes −como Paul Barth− de entender lo más básico sobre la historia y sus
móviles reales. En última instancia, estas explicaciones y reduccionismos tenían
su razón en el concepto metafísico con el que operaban estos pensadores
burgueses:

«Con esto se halla relacionado también el necio modo de ver los ideólogos: como
negamos un desarrollo histórico independiente a las distintas esferas
ideológicas, que desempeñan un papel en la historia, les negamos también todo
efecto histórico. Este modo de ver se basa en una representación vulgar
antidialéctica de la causa y el efecto de acciones y reacciones. Que un factor
histórico, una vez alumbrado por otros hechos, que son en última instancia
hechos económicos, repercute a su vez sobre lo que le rodea e incluso sobre sus
propias causas, es cosa que olvidan, a veces muy intencionadamente, esos
caballeros, como, por ejemplo, Barth al hablar del estamento sacerdotal y la
religión, pág. 475 de su obra de usted. Me ha gustado mucho su manera de
ajustarle las cuentas a ese sujeto, cuya banalidad supera todo lo imaginable».
(Friedrich Engels; Carta a Franz Mehring, 14 de julio de 1893)

Hubo otro marxista, Antonio Labriola, que siempre mantuvo especial interés por
aclarar este tipo de equívocos:

«Se engañan los que creen que con invocar la interpretación económica de la
historia lo explican todo. Y al decir esto nos referimos principal y casi
exclusivamente a ciertas tentativas analíticas que, separando unas de otras las
formas y categorías económicas y las diferentes manifestaciones del derecho, la
legislación, la política, las costumbres, etc., investigan cada fenómeno de por sí
y estudian luego las mutuas influencias de estos diferentes aspectos de la vida,
enfocados en abstracto. Nuestra posición es totalmente distinta. Nosotros
abrazamos una concepción orgánica de la historia. Ante nuestro espíritu se alza
la unidad íntegra de la vida social. La propia economía se diluye a lo largo de
un proceso para presentarse en otras tantas fases morfológicas, en cada una de
las cuales sirve de cimiento a todo lo demás. No se trata, en suma, de extender
el llamado factor económico, aislado, en abstracto, al resto de la vida social,
como nuestros adversarios se imaginan, sino que se trata, ante todo, de
comprender históricamente la economía y de explicar por sus cambios los
demás. He ahí nuestra respuesta a cuantas críticas se nos hacen desde todos los
terrenos de la sabia ignorancia». (Antonio Labriola; En memoria del Manifiesto
de los comunistas, 1895)

Además, este marxista italiano resolvió otro punto anexo de forma brillante. Él
subrayó que, ciertamente, tanto los sistemas teológicos de la antigüedad, como
los sistemas filosóficos más modernos, han adolecido de muchas y variadas
deficiencias: explicaciones fantásticas, predicaciones inverosímiles y soluciones
aún más utópicas. Pero… aun siendo idealistas en sus relatos, y por ende,
incompletos, ridículos y profundamente equivocados, muchas veces sí contenían
parte de verdad, simplemente albergaban una parte de razón que debía de
hallarse debajo de ese halo místico. En todo caso, estas explicaciones eran y
reflejaban el producto de su tiempo, por lo que, fuesen más acertados o menos,
siempre acababan pasando a formar parte de todos los poros de la sociedad; razón
de peso por la que examinarlas se vuelve algo sumamente necesario para el
historiador si de verdad desea comprender estas épocas pretéritas:

«Se refleja una no pequeña parte del proceso humano, y por esto no deben
considerarse como invenciones gratuitas ni como producto de momentánea
ilusión. Son partes y momentos de esto que llamemos espíritu humano. Y si se
da el caso de que semejantes conceptos e ideaciones se mezclen y confunden con
la comnmnis opinio de las personas cultas, o de aquellas que pasan por tales
acaban constituyendo una masa de prejuicios y forman la impedimenta que la
ignorancia opone a la visión clara y plena de las cosas efectivas. Estos prejuicios
corren como derivados fraseológicos en boca de los políticos de oficio, de los
llamados escritores y periodistas de toda clase y color, y ofrecen el fulgor de la
retórica a la llamada opinión pública». (Antonio Labriola; Del materialismo
histórico, 1896)

Continuando con estas aclaraciones de cara a adversarios y competidores, Engels


envió la siguiente respuesta al economista y representante del anarquismo W.
Borgius, quien estaba interesado acerca de cómo consideraba el amigo y
compañero de armas de Marx aquello de las «condiciones económicas»:

«No es, pues, como de vez en cuando, por razones de comodidad, se quiere
imaginar, que la situación económica ejerza un efecto automático; no, son los
mismos hombres los que hacen la historia, aunque dentro de un medio dado que
los condiciona, y a base de las relaciones efectivas con que se encuentran, entre
las cuales las decisivas, en última instancia, y las que nos dan el único hilo de
engarce que puede servirnos para entender los acontecimientos son las
económicas, por mucho que en ellas puedan influir, a su vez, las demás, las
políticas e ideológicas. (…) Y cuanto más alejado esté de lo económico el campo
concreto que investigamos y más se acerque a lo ideológico puramente
abstracto, más casualidades advertiremos en su desarrollo, más zigzagueos
presentará la curva». (Friedrich Engels; Carta a Walter Borgius, 25 de enero
de 1894)

Jean Jaurès, Eduard Bernstein y otros intentos de «actualizar el


marxismo»

En su «Carta a Laura Lafargue» (11 de abril de 1894), Engels advertía a los


franceses de la precipitada inclusión de los viejos políticos del radicalismo, como
Jean Jaurès, en las filas socialistas: «No puedo dejar de observar, deberían
realmente con un poco más detención las propuestas de sus ex radicales aliados,
antes de aceptarlas con los ojos vendados. Unas cuantas escapadas más y su
reputación como economistas políticos estará en gran peligro». También en su
«Carta a Paul Lafargue» (6 de marzo de 1894) describió al propio Jaurès, nuevo
ideólogo del reformismo, como un: «Profesor doctrinario, ignorante sobre todo
respecto de economía política y de talentos esencialmente superficiales, hace un
mal uso de su don de la palabra para ponerse a sí mismo en el centro y posar como
portavoz del socialismo, del cual no entiende mucho». Del mismo modo, Paul
Lafargue, representante del marxismo francés, fue uno de tantos que se vio
obligado a desarrollar un combate muy destacado contra los intentos de «refinar»
y «mejorar» el marxismo en obras como «Idealismo y materialismo en la
concepción de la historia» (1895), dirigida a Jean Jaurès. Durante principios del
siglo XX varios autores marxistas se hicieron eco de las acusaciones,
malinterpretaciones y distorsiones más comunes hacia su doctrina. En su obra
«El método histórico de Karl Marx» (1903), Lafargue recogió el sentir de muchos
de los detractores y falsos seguidores de su doctrina, quienes pensaban que: «El
método histórico desconoce el ideal y su acción; animaliza las verdades y
principios eternos; no tiene en cuenta al individuo y su papel; conduce a un
fatalismo económico que dispensa al hombre de todo esfuerzo, etcétera». ¿Les
resulta familiar esta cantinela?

Karl Kautsky, en su famosa obra «Bernstein y el programa socialdemócrata. Una


anticrítica» (1899), puso sobre la mesa «la cuestión del papel de las ideas en el
proceso histórico». Según proponía Eduard Bernstein, otro antiguo discípulo de
Marx y Engels, este consideraba ahora que: «El desarrollo de la concepción
marxista de la historia consistió sobre todo en limitar el papel que Marx y Engels
atribuían al factor económico en la historia», y, para nuestra fortuna, él nos
advirtió de la importancia de «tener presentes» factores como «las nociones de
derecho y de moral, las tradiciones históricas y religiosas de cada época, las
influencias geográficas y otras influencias naturales». «¿Puede darse una
expresión menos precisa?», contestó Kautsky, a lo que añadió que «cualquiera
que aplique la concepción materialista de la historia y, por consiguiente, estudie
la historia desde el punto de vista material, debe naturalmente tener presentes
todos esos factores». Eso sí, apuntaba: «Las relaciones entre estos, su acción
recíproca, su función pasiva o activa, todo esto es precisamente lo que se debe
estudiar y explicar».

En el caso de Bernstein, como le ocurriría más tarde a Thompson y tantos otros


después que él, su idealismo filosófico le llevaría a plantear un proyecto político
reformista muy evidente, considerando que: «Teóricamente, la sociedad se
encuentra, respecto de la fuerza de impulsión económica, más libre que nunca»,
donde «el interés colectivo domina cada vez más al interés particular, y
proporcionalmente y en todas las partes en que esto ocurre, la acción inconsciente
de los factores económicos disminuye» y «su evolución se efectúa más fácilmente
cada vez». Kautsky contestó furioso: «Todos [los grandes y pequeños
propietarios] reclaman privilegios a costa de la colectividad y tratan de saquear
al estado y al consumidor». Por último, centrando el debate y dejando sin
escapatoria a su contrincante, comentó: «La cuestión consiste en saber si los
problemas que se propone la humanidad, y su solución, están determinados por
las condiciones naturales en medio de las cuales vive, o si la humanidad puede
proponerse problemas y resolverlos impelida por algún instinto misterioso».

¿A dónde condujo a Edward Palmer Thompson su búsqueda de un


«marxismo humanista»?

Estos debates fueron una constante. Al igual que en el siglo anterior, fueron las
respetadísimas «eminencias» −entre infinitas comillas− de las escuelas y
universidades las que levantaron el dedo acusatorio hacia el marxismo por su
presunto pensamiento fanático y limitante. Entre ellas también abundaban los
presuntos «marxistas» por moda, quienes poco después acabaron estando de
acuerdo con conservadores, liberales, socialdemócratas, positivistas,
existencialistas, estructuralistas y otros. Este fue el caso del famoso historiador
británico Edward Palmer Thompson, quien evolucionó de un marxismo mal
asimilado hacia un vertiginoso revisionismo, y de ahí pegó un salto mortal hacia
el «giro lingüístico» y el «posmodernismo», no sin antes dar algunos rodeos. Ya
en su obra «Humanismo socialista» (1957), condenó al «stalinismo como un
«dogmatismo» y una «falsa conciencia». Hizo lo propio con Lenin por introducir
una «serie de falacias» en su obra «Materialismo y empiriocriticismo» (1909).
Este tratado filosófico, a ojos de Thompson suponía ignorar el papel creador del
sujeto. ¿Pero qué se dijo en ella que tanto molestó a Thompson? Lenin, como era
de esperar, comentó que: «La conciencia en general refleja el ser», esto es, «el
reflejo puede ser una copia aproximadamente exacta de lo reflejado», pero siendo
«absurdo hablar aquí de identidad» −como igualmente erróneo es plantear que
«la antítesis materia y espíritu, entre lo físico y lo psíquico» es «una antítesis
absoluta»−. Y añadía que por ello «la tarea más alta de la humanidad es
comprender la lógica objetiva de la evolución económica» con «objeto de adaptar
a ella, tan clara y netamente como le sea posible y con el mayor espíritu crítico,
su conciencia social».

¿Y bien? ¿Lo que sostuvieron Marx y Engels era parecido o diferente a lo que
posteriormente mantuvo Lenin? Veámoslo. En «Ideología alemana» (1846),
ambos dejaron claro que su noción del materialismo histórico: «No parte de lo
que los hombres dicen, se representan o se imaginan, ni tampoco del hombre
predicado, pensado, representado o imaginado, para llegar, arrancando de aquí,
al hombre de carne y hueso; se parte del hombre que realmente actúa y,
arrancando de su proceso de vida real, se expone también el desarrollo de los
reflejos ideológicos y de los ecos de este proceso de vida». ¡Vaya! Por esta razón,
Engels concluyó con sorna en su reseña a la obra de K. Marx «Contribución a la
crítica de la economía política» (1859): «Es una tesis tan sencilla, que por fuerza
tenía que ser la evidencia misma, para todo el que no se hallase empantanado en
las engañifas idealistas». Y Engels en «Anti-Dühring» (1878) −publicado bajo
supervisión de su compañero Marx−, volvería a repetir para horror del señor
Thompson: «La conexión entre la distribución de cada caso con las condiciones
materiales de existencia de la sociedad correspondiente se encuentra tan
arraigada en la naturaleza de la cosa que se refleja normalmente en el instinto
popular».

Quizás el problema es que el señor Thompson tampoco llegó a superar su


ignorancia, o simplemente se dejó vencer por las influencias de su ambiente
académico. En su «Agenda para una historia radical» (2000), instó a sus
compañeros a que abandonasen de inmediato: «El concepto rigurosamente
estático» de «base y superestructura», señalando que esta visión conducía
irremediablemente al «reduccionismo» o al «determinismo económico vulgar».
En Latinoamérica esto sería repetido años después por el trotskista y lukácsiano
Néstor Kohan en su obra «Nuestro Marx» (2013), como ya vimos en otras
ocasiones. Finalmente, el señor Thompson apuntó que aquello de que «el ser
social determina la conciencia social» debía ser «llevado a un nuevo examen». En
última instancia, Thompson acabó igual que su predecesor Bernstein;
proclamando que el mérito de los «nuevos marxistas» era limar el «excesivo
papel que Marx y Engels» habían otorgado a las «fuerzas económicas». ¿Acaso la
mayoría de académicos modernos se han molestado en leer las cartas aclaratorias
privadas y públicas de Engels sobre esta cuestión, recogidas en obras como la
«Respuesta a Mr. Paul Ernst» (1890), la «Carta a J. Bloch» (22 de setiembre de
1890), la «Carta a Franz Mehring» (14 de julio de 1893) 0 la «Carta a W. Borgius»
(25 de enero de 1894)?

Lenin, por su parte, ya en sus escritos de juventud, aclaró este tipo de debates en
un famoso escrito de 1894 contra los populistas. En aquella época ya había toda
una camada de pensadores subjetivistas, como el señor Thompson, muy
preocupados por los posibles estragos que podía causar el «sobredeterminismo»
marxista. También vale la pena recuperar estos párrafos para que el lector
observe que son debates muy viejos:

«Marx considera el movimiento social como un proceso histórico natural, sujeto


a leyes que no sólo no dependen de la voluntad, la conciencia y los propósitos de
los hombres, sino que, por el contrario, determinan su voluntad, su conciencia
y sus propósitos. Tomen nota los señores subjetivistas, que separan la evolución
social de la evolución histórico−natural, porque el hombre se fija «objetivos»
conscientes y se guía por determinados ideales. (…) La idea del determinismo
que establece la necesidad de los actos del hombre y rechaza la absurda leyenda
del libre albedrío, no niega en un ápice la inteligencia ni la conciencia del
hombre, como tampoco la valoración de sus acciones. Muy por el contrario, sólo
la concepción determinista permite hacer una valoración rigurosa y acertada,
sin imputar todo lo imaginable al libre albedrío. Del mismo modo, tampoco la
idea de la necesidad histórica menoscaba en nada el papel del individuo en la
historia: toda la historia se compone precisamente de acciones de individuos
que son indudablemente personalidades. El verdadero problema que surge al
valorar la actuación social del individuo consiste en saber qué condiciones
aseguran el éxito de esta actividad, qué garantiza que esa actividad no resultará
un acto aislado que se pierda en el mar de los actos opuestos». (Vladimir Ilich
Uliánov, Lenin; ¿Quiénes son los «amigos del pueblo» y cómo luchan contra los
socialdemócratas?, 1894)

¿También era Lenin un «filósofo pasivo», un «criptopositivista», porque


afirmaba «conocer las leyes» para «poder incidir en el resultado»? En su
«Resumen del libro de Hegel «Ciencia de la lógica» (1914), lanzándole un dardo
a los voluntaristas de su tiempo, sentenció: «El conocimiento se encuentra frente
a lo que verdaderamente es como realidad presente, independientemente de las
opiniones −proposiciones− subjetivas». Es decir: «La voluntad del hombre, su
práctica, bloquea la consecución de su fin… separa del conocimiento y no
reconoce la realidad exterior como lo que verdaderamente es −verdad objetiva−».
Por tanto, la conclusión lógica es que: «Lo necesario es la unión del conocimiento
y la práctica».

¿Entonces quizás el problema fue del «stalinismo» y su distorsión del marxismo,


reduciéndolo todo a la «técnica» y a la «producción»? Tampoco. Recomendamos
al lector que consulte los manuales de filosofía soviética de aquella época para
disipar ese mito, tan reproducido por trotskistas, jruschovistas, maoístas y otros.
Véase, por ejemplo, la obra de M. Shirokov «Un manual de filosofía marxista»
(1937). Lo mismo podremos encontrar en el capítulo de P. T. Belov «Sobre la
primacía de la materia y la naturaleza secundaria de la conciencia» de la obra
«Materialismo dialéctico» (1953). Es más, vayamos a la tan despreciada obra
«Historia del Partido Comunista (bolchevique) de la URSS» (1938):

«De las palabras de Marx no se desprende que las ideas y teorías sociales, las
concepciones e instituciones políticas no tengan importancia alguna en la vida
de la sociedad, que no ejerzan de rechazo una influencia sobre el ser social.
Hasta ahora, nos hemos venido refiriendo únicamente al origen, a su
nacimiento, al hecho de que la vida espiritual de la sociedad es el reflejo de las
condiciones de su vida material. En lo tocante a la importancia, en lo tocante al
papel que desempeñan en la historia, el materialismo histórico no solo no niega,
sino que, por el contrario, subraya la importancia del papel y significación que
le corresponde. (…) El fracaso de los «economistas» y de los mencheviques, se
explica, entre otras razones, por el hecho de que no reconocían la importancia
movilizadora, organizadora y transformadora de la teoría de vanguardia, de
la idea de vanguardia, y cayendo en un materialismo vulgar, reducían su papel
casi a la nada, y consiguientemente, condenaban al partido a la pasividad, a
vivir vegetando». (Partido Comunista (bolchevique) de la URSS; Historia del
PC (b) de la URSS, 1938)

Tal vez si Thompson y compañía hubieran leído estas fuentes −que siempre
estuvieron a disposición de todos− se habrían ahorrado decir algunas sandeces.
Esto significa que, o bien esta documentación fue ignorada adrede, o bien no se
realizó un esfuerzo serio por estudiar lo que criticaron. Visto lo visto, en cualquier
caso, sea una cosa o ambas, parece que su deshonestidad alcanzó cuotas
inusitadas.

Manuel Sacristán y su mito como «gran filósofo» y «renovador del


marxismo»

En la actualidad toda esta ponzoña antimarxista tiene sus fieles y representantes


en España. Un muy buen paradigma de todo esto ha sido la figura del filósofo del
siglo XX Manuel Sacristán. Para quien no lo sepa, durante sus primeros periplos
en la revista «Laye» este profesó un falangismo a medio camino entre Heidegger
y Ortega y Gasset, como bien documentó María Francisca Fernández «Una
lectura de Heidegger en la España franquista. El caso de Manuel Sacristán»
(2013). A partir de entonces, viró hacia posiciones donde acabó simpatizando
cada vez más con el marxismo −aun si tener remota idea de sus fundamentos−, y
para sorpresa de muchos en 1956 este filósofo de dudoso valor acabó ingresando
en el Partido Comunista de España (PCE), lo que ya daba a entender en qué
posición se encontraba este. Poco a poco se fue haciendo notar, y desde el púlpito
intelectual que le otorgaba ser un «ideólogo de prestigio» dentro de sus filas, se
sintió cada vez más seguro para soltar una barbaridad tras otra con el beneplácito
y aplauso de la «izquierda antifranquista», algo que siguió realizando aun cuando
se terminó distanciando del PCE en 1970, pues ya había logrado granjearse a su
legión de «marxistas heterodoxos».

¿Cómo fue esto posible? Bien, lo primero de todo, hemos de entender que gracias
a sus conocimientos del idioma alemán y otros, Sacristán se destacó por ser un
prolífico traductor, algo que le otorgó un gran halo de prestigio, como le ocurrió
en su día a Wenceslao Roces. ¿Qué implicaba esto a efectos prácticos? En primer
lugar, tener el privilegio para acceder a consultar y difundir según qué
documentos −de Hegel, Kant o Marx− muy poco difundidos en España. En
segundo lugar, que, al contar con la suficiente influencia en la órbita del
movimiento antifranquista y sus editoriales, se aseguró el elaborar la
introducción y notas a las ediciones en castellano de las obras más importantes
de la época −bien fueran marxistas o de sus detractores−. En ellas pudo añadir
todo tipo de malentendidos, invenciones y manipulaciones −entre las que destaca
especialmente las dedicadas a Engels, Lenin y Stalin−, lo que a la postre causó
enormes estragos en la formación de miles de militantes −con toda serie de mitos
que aún hoy son apreciables incluso en gente aparentemente alejadas de sus
posiciones, como ocurre en nuestros «reconstitucionalistas»−. Entiéndase que
esto fue posible porque en aquellos días el militante promedio no tenía muchas
posibilidades de detectar el fraude: o bien daba por válidas las opiniones de este
gurú bajo el argumento de autoridad −hundiéndose en un modelo educativo
borreguil−; o, como mucho, podía dudar de lo que le sonaba arriesgado o falso
−pero en ningún caso disponía de tiempo ni del material requerido para
comprobar y poner en la picota las abominaciones que se lanzaban−.

Si en «Por qué leer a Labriola» (1968), dejó a todos perplejos criticando el


presunto: «Discurso laxo [del italiano], hasta gárrulo, frecuente entre los
compadres académicos de finales del siglo XIX», esto sería la estupidez más suave
que podemos encontrar de lo que, según sus viudas, son sus «grandes aportes»
filosóficos. Dos años después en su obra «Lenin y la filosofía» (1970), consideró
que: «La insuficiencia técnica o profesional de los escritos filosóficos de Lenin
salta a la vista de lector. Para ignorarla hacen falta la premeditación del demagogo
o la oscuridad del devoto». En primer lugar, consideraba que Lenin había
infravalorado el trabajo de los empiriocriticistas, pues: «No ha visto la novedad
de estos problemas, en gran parte formales, de la estructura y del funcionamiento
del lenguaje científico», por lo que no habría sabido apreciar «la fecundidad del
trabajo de Mach, o de Duhem», en sus «conceptos que permita conocer los modos
como estos se organizan en hipótesis, teorías, técnicas de contrastación, etcétera»
−¡seguro!−. ¿A qué se refería? A ese vicio escolástico en el que suelen incurrir los
filósofos, sociólogos y físicos. Ese que Lenin expresó en «Materialismo y
empiriocriticismo» (1909) con total indignación como: «El cretinismo del filisteo,
satisfecho de sí mismo por mostrar, al abrigo de la «nueva» sistematización y de
la «nueva» terminología las más absurdas antiguallas»; todo, bajo una
«pretenciosa indumentaria de subterfugios verbales, torpes sutilezas silogísticas,
escolástica refinada; en una palabra, nos es ofrecido el mismo contenido
reaccionario bajo la misma enseña abigarrada, tanto en gnoseología como en
sociología».

Esto a su vez iba conectado con otra reclamación que le hizo Sacristán, quien dijo
que Lenin no sabría apreciar las ligeras sutilezas entre unas corrientes y otras.
Pero el autor ruso sí conocía lo suficiente tales diferencias y se detiene en ellas
−explicando, por ejemplo, la evolución y contraposición entre Bogdánov y su
admirado Ostwald−, pero la cuestión no era esa, sino que: «Los inmanentistas,
los empiriocriticistas y el empiriomonista discuten sobre particularidades, sobre
detalles, sobre la formulación del idealismo». La cuestión es que Lenin prefirió
esforzarse en subrayar que estas grandes o pequeñas divergencias entre Poincare,
Pearson, Mach o Duhem no eran decisivas: «Nosotros repudiamos desde el
primer momento todas las bases de su filosofía comunes a esta trinidad». Esto
significa que a la postre tales diferencias nunca deben apartarnos de lo
fundamental, pues: «Millares de matices son posibles en este caso entre las
variedades del idealismo filosófico y siempre se puede crear el matiz mil y uno, y
al autor de este minúsculo sistema mil y uno −por ejemplo, el empiriomonismo−
la diferencia entre el suyo y los demás puede parecerle importante», en cambio
«desde el punto de vista del materialismo, esas diferencias no tienen ninguna
importancia esencial».

Como el lector puede imaginar, estas recriminaciones hacia Lenin eran lanzadas
al mismo tiempo que Sacristán etiquetaba −sin sonrojarse− a tipejos como
Schopenhauer o Nietzsche como «grandes filósofos», mientras que a Heidegger
literalmente le colmó como «quizás el filósofo más genial del siglo XX». Para ser
considerado por sus lectores y defensores actuales un pensador muy «racional»,
parece que el señor Sacristán coqueteaba en exceso con los representantes
clásicos del irracionalismo, ¿no creen? ¿Cómo fue esto posible, damas y
caballeros? ¿Por la «premeditación del demagogo» o por «la oscuridad del
devoto», como él acostumbraba a decir? En verdad, Sacristán, como otros tantos
intelectuales «reconvertidos» a la militancia política de la izquierda, y que debían
de disimular bajo la honda presión de un ambiente de lucha antifascista, siempre
trató de matizar, relativizar o criticar con la boca chica el reaccionarismo de sus
autores fetiche.

En el caso de Martin Heidegger, es muy llamativo que aún existan ignorantes o


cínicos que relativizan la conexión que este tuvo con las teorías antisemitas,
racistas, místicas, existencialistas y belicistas de su época, considerando que su
rectorado en la Universidad de Friburgo y su exaltación de las ideas más
demenciales del Führer fueron aspectos «anecdóticos», «accidentales» o
«pasajeros» dentro su filosofía metafísica e idealista. Otro aspecto cuanto menos
gracioso es que su obra, tan soporífera como insustancial, fue la cantera de la que
se nutrieron autores tipo como Sartre o Gadamer o Derrida para construir sus
sistemas filosóficos, algo que algunos subrayan, como si esto fuera un punto a
favor de Heidegger, cuando en verdad nos indica el origen de los desatinos y
bochornos de estos otros. En realidad, toda esta noción ridícula sobre la supuesta
«enorme transcendencia y valor de la obra de Heidegger por encima de sus
vinculaciones políticas», ya fue derruida por varios investigadores que sí se
tomaron la molestia de analizar no solo sus obras principales, sino también las
que permanecieron inéditas de cara al público no alemán durante décadas, así
como su correspondencia privada, muy poco conocida. Véase la obra de
Emmanuel Faye: «Heidegger, la introducción del nazismo en la filosofía. En
torno a los seminarios inéditos de 1933-1935» (2009).

Ya lo dice el refranero castellano: «¿Dónde va Vicente? Donde va la gente». Este


blanqueamiento de ciertos autores y la ocultación de su vergonzosa vinculación
con los regímenes políticos que defendían con uñas y dientes, no se da solo entre
aquellos pensadores de renombre o las editoriales ligadas de una manera u otra
al poder, en absoluto. El esperpéntico culto a las figuras fetiche de la reacción
puede verse a diario en los quehaceres de cualquier titulado de filosofía, bien sea
en sus labores académicas o triviales. ¿A quiénes nos referimos? Pues
especialmente a esos charlatanes y pretenciosos que, aunque se hinchen el pecho
y se consideren así mismos «los mejores destructores de los esquemas de la más
negra tradición», a la hora de la verdad rinden pleitesía a todo aquello que sus
compañeros y maestros de profesión han canonizado como «superior» e
«incuestionable». Un buen paradigma de esto es, por ejemplo, el señor Fernando
Valko, del cual hemos hablado en otras ocasiones, un filósofo poco conocido, pero
que por su perfil exfalangista y exRC-FO, encaja muy bien en este prototipo. Este
caballero se dedica nada más y nada menos que a conjugar sus lloriqueos
existencialistas con sus monsergas sobre la «filosofía de la praxis» lukacsiana, ¿y
a dónde llega su enorme sapiencia? Pues, para asombro de todos, termina en las
mismas conclusiones a las que ya en su día el señor Sacristán había llegado. Es
decir, por un lado, nos advierte de que: «A Heidegger también hay que salvarle
de los heideggerianos, leer su obra posee un oscuro encanto difícil de igualar»
(Twitter; Fernando Valko, 17 de mayo de 2022); y por otro, que: «El peso de la
crítica a Heidegger tiene su peso en el propio Heidegger, que es un antes y un
después en la filosofía del siglo XX». (Twitter; Fernando Valko, 6 de abril de
2022). ¡Qué novedoso! ¡Este es el prodigioso nivel de los nuevos «filósofos
marxistas»!

Volviendo a Manuel Sacristán, en otra ocasión, en «Sobre el «marxismo


ortodoxo» de Georg Lukács» (1971), este dijo reivindicar a quienes intentaron:
«Recuperar su Marx revolucionario frente al Marx empírico y mero teorizador de
los autores de la II Internacional» −¿les suena?−, es decir, a quienes se olvidaron
de la «dialéctica», ajá, perfecto, ¿y cómo lo hizo? ¿Por la vía leninista o lukasiana?
Indudablemente, por la segunda, recuperando al «joven Togliatti» o el «joven
Lukács» −sobran los comentarios−. Y, finalmente, en su obra «Sobre el uso de las
nociones de razón e irracionalismo por G. Lukács» (1983), quiso subrayar: «La
epistemología excesivamente simple [de Lenin] en «Materialismo y
empiriocriticismo» (1909), y del mecanicismo del período de Stalin». Visto estos
comentarios hoy, quizás se entiende mejor la patética deriva del PCE, ya que este
tipo de bazofia con aires de sapiencia fue la que se elevó en su momento como el
súmmum del «pensamiento filosófico marxista».

Los filósofos burgueses y su incapacidad para refutar la teoría del


reflejo

En Argentina también hubo varios «praxiólogos» de corte heideggeriano y


nietzscheanos, como Carlos Astrada, quienes consideraron que el leninismo
había falseado o vulgarizado el marxismo. Este hombre, quien llegó a ser el
director del Instituto de Filosofía de la Universidad de Buenos Aires, entre 1948
y 1956, en su momento causó una honda polémica con su libro «La revolución
existencialista» (1952), donde realizó una apología del «nihilismo» para
encontrar un «verdadero humanismo» volviendo al «ser». Otra obra en donde
expresó su aversión personal contra el marxismo fue en «Hegel y la dialéctica»
(1957). En ella consideró que la filosofía soviética heredó: «Los falsos supuestos
naturalistas y los provenientes del realismo ingenuo que, lastrándola en su
marcha, le impedían la ceñida aprehensión de su objeto, es decir de lo real como
proceso integral que transcurre históricamente». En suma, concluía −los
corchetes son nuestros−: «He tomado simplemente como ejemplo la teoría del
reflejo en el Diamat [se refiere a la filosofía soviética, como abreviatura de
materialismo dialéctico] señalando su falsedad si se la concibe como copia
mecánica, y el riesgo, si se la aplica al conocimiento del objeto histórico, de
cosificar lo que es proceso y devenir» porque se infravalora la «unidad sujeto-
objeto, una de las ideas claves de la dialéctica». (Estrategia Nº 2, 1957)

Al parecer, estos caballeros, pese a echar pestes sobre los manuales «leninistas»
y «stalinistas», jamás han leído con detenimiento ninguno de ellos, pues el
materialismo de estos no realiza una separación artificial y exagerada entre el
objeto y el sujeto en el acto de conocer:

«Cuando Marx habla de encontrar un criterio de verdad mediante la práctica


subjetiva, no quiere decir por subjetivo lo que Berkeley o Mach querría decir,
quiere decir que el sujeto sólo alcanza la verdad en la medida en que, y de la
manera en que realiza una actividad en relación con el mundo exterior, en el
curso de la cual cambia ese mundo. El punto de vista práctico es el punto de vista
subjetivo en el sentido de que procede de la actividad concreta del hombre social.
La verdadera subjetividad es la ruptura de la separación de idea y objeto, y es
obviamente una y la misma cosa que la práctica. El mundo objetivo −verdad
objetiva− es a través de la práctica reflejada en el conocimiento y deja de ser un
mundo extraño separado del conocimiento humano». (M. Shirokov; Un manual
de filosofía marxista, 1937)

Pero, aunque suene increíble, décadas más tarde, la supuesta «izquierda


revolucionaria» de Argentina, como Néstor Kohan o Claudio Katz, apuntillaron
exactamente lo mismo que estos plumíferos de la burguesía como el señor
Astrada −¡lo que ya deja bien claro el «marxismo» que siempre han profesado
estos dos!−. Ambos insistieron en que con esta «teoría de la copia» de Engels y
Lenin se caía en una «ingenuidad» que incapacitaba a los sujetos para su
«autotransformación» −exactamente como los «reconstitucionalistas» nos
insisten cada vez que pueden con su filosofía de la «autoconciencia», algo que
más tarde veremos−. No nos detendremos en esto, ya que existen infinidad de
personas que, a través de recopilaciones breves, pero muy efectivas, han refutado
tales insinuaciones [*].
Sin embargo, nada de esto ha sido estudiado por estos «eruditos». Este tono de
desprecio hacia Engels y Lenin también fue adoptado por el pensador hispano-
mexicano de la «praxis», Adolfo Sánchez Vázquez:
«La razón fundamental del olvido en que Lenin −genial revolucionario
práctico− tiene a la práctica en el plano teórico, está en su inserción en la
tradición filosófica marxista que arranca del Engels del «Anti-Dühring»,
empeñado en elaborar una concepción filosófica general en la que se pierde el
papel cardinal que a la praxis asignaba Marx». (Adolfo Sánchez Vázquez; El
concepto de praxis en Lenin, 2015)

Este, a través de su atalaya filosófica, también oteó el horizonte y acusó a Lenin


de no haber podido entender que el conocer es un «proceso», una «actividad»,
no una simple copia «pasiva» que se obtiene de una vez para siempre. Atentos a
lo que dice este caballero, el cual es sin duda uno de los filósofos favoritos del
revisionismo moderno:

«El conocimiento no sólo se inscribe en un proceso de esencias, sino que él mismo


como reflejo es también un proceso; es decir, no sólo es dinámico sino activo. El
conocimiento es actividad, lo que echa por tierra la idea del reflejo pasivo o
reflejo en el espejo, de inspiración sensualista o empirista, que podía
encontrarse todavía en «Materialismo y empiriocriticismo» (1909) −recuérdese
su idea del conocimiento como «calco», «copia» o «imagen» del mundo
exterior−. El conocimiento es una actividad, un proceso en el curso del cual se
recurre a una serie de operaciones y procedimientos para transformar los datos
iniciales −nivel empírico− en un sistema de conceptos −nivel teórico−». (Adolfo
Sánchez Vázquez; El concepto de praxis en Lenin, 2015)

¡Acabáramos! Lenin, el autor de la famosa frase: «No hay movimiento


revolucionario sin teoría revolucionaria», ¡ahora resulta que habría sido un
«empirista» y nadie se había dado cuenta! ¿Qué es lo que ha considerado siempre
el materialismo histórico como una «desviación empirista» −o mejor dicho, un
empirismo unilateral−? Para saberlo nos vale mismamente la crítica que Engels
dedica a los naturalistas en «Dialéctica de la naturaleza» (1883), a quienes acusa
de hacer: «Hincapié en la simple experiencia», pero desdeñando al «pensamiento
con soberano desprecio»; es decir, ese empirismo «que procura pararse a pensar
lo menos posible, y que, por tanto, no solo piensa de un modo falso, sino que ni
siquiera es capaz de seguir fielmente el hilo de los hechos o de reseñarlos con
exactitud». ¿Alguien en su sano juicio puede asegurar que Lenin incurrió en esto?

Algunos «reconstitucionalistas», los más acostumbrados a seguir todo lo que han


escuchado de estos falsos eruditos −se llamen Lukács, Korsch, Bermudo,
Sacristán, Vázquez u otros−, también se empecinan en repetir como papagayos
que en el Lenin previo a 1909 se manifiesta una «gran deficiencia» filosófica.
Según ellos, el autor ruso no habría comprendido, como presuntamente sí logró
más tarde en 1914, que:
«@SergeiStepniak: «El reflejo de la naturaleza en el pensamiento del hombre
debe de ser entendido no de forma inerte, sino en el eterno proceso de
conocimiento, en el surgimiento de contradicciones». [Cita de Lenin de la obra
«Resumen del libro de Hegel «Ciencia de la lógica» (1914)]». (Deux Lignes;
Twitter, 28 de febrero de 2021)

He aquí repetido a pies juntillas lo que dice Sacristán en su «El filosofar de Lenin»
(1970). Copiando a los filósofos reaccionarios ya mencionados, incluso
murmuran sobre una supuesta «autocrítica» de Lenin con respecto a su teoría del
reflejo previa. ¿Será cierto? Digámoslo con claridad: esto no tiene fundamento.

a) En primer lugar, citando al propio Engels, Lenin ya aclaró en 1909 que no debe
entenderse por «imagen» como una «copia» sin más, es decir, se matizó que esa
«foto», «imagen» −o llámese como quiera uno− es siempre «aproximada»:

«En [la obra de Engels] «Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica


alemana» (1886), leemos igualmente que «las leyes generales del movimiento,
tanto del mundo exterior como del pensamiento humano son esencialmente
idénticas en cuanto a la cosa, pero distintas en cuanto a la expresión, en el
sentido de que el cerebro humano puede aplicarlas conscientemente mientras
que en la naturaleza, y hasta hoy también, en gran parte, en la historia humana,
estas leyes se abren paso de un modo inconsciente, bajo la forma de una
necesidad exterior, en medio de una serie infinita de aparentes casualidades»
(pág. 38). Y Engels acusa a la antigua filosofía de la naturaleza de haber
suplantado las «concatenaciones reales [de los fenómenos de la naturaleza], que
aún no se habían descubierto, por otras ideales, imaginarias» (pág. 42). El
reconocimiento de las leyes objetivas, el reconocimiento de la causalidad y de la
necesidad en la naturaleza, está expresado muy claramente por Engels, que al
mismo tiempo subraya el carácter relativo de nuestros reflejos, es decir, de los
reflejos humanos, aproximativos, de esas leyes en tales o cuales conceptos».
(Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Materialismo y empiriocriticismo, 1909)

b) En segundo lugar, explicó por qué el proceso del conocimiento se parece más
a una imagen reflejada que a un «símbolo» o «jeroglífico» −teoría a la cual se
adhirió Plejánov−, dado que los autores de estas últimas nociones daban por
hecho −bien fuesen inmanentistas o neokantianos− lo siguiente: o bien las
sensaciones son fantasías de nuestra mente; o bien reflejan la realidad del mundo
exterior, pero a través de un lenguaje sumamente complejo de descifrar:

«Está fuera de duda que la imagen nunca puede igualar enteramente al modelo;
pero una cosa es la imagen y otra el símbolo, el signo convencional. La imagen
supone necesaria e inevitablemente la realidad objetiva de lo que «se refleja».
El «signo convencional», el símbolo, el jeroglífico son nociones que introducen
un elemento completamente innecesario de agnosticismo. (...) Todos los límites
en la naturaleza son convencionales, relativos, movibles, expresan la
aproximación de nuestra inteligencia al conocimiento de la materia, pero esto
no demuestra en modo alguno que la naturaleza, la materia, sea en sí un
símbolo, un signo convencional, es decir, un producto de nuestra inteligencia».
(Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Materialismo y empiriocriticismo, 1909)

c) En último lugar, en relación a los avances o retrocesos en el campo de la física,


concluyó:

«La «esencia» de las cosas o la «sustancia» también son relativas; no expresan


más que la profundización del conocimiento que el hombre tiene de los objetos,
y si esta profundización no fue ayer más allá del átomo y hoy no pasa del
electrón o del éter, el materialismo dialéctico insiste empero en el carácter
temporal, relativo, aproximado, de todos esos jalones del conocimiento de la
naturaleza por la ciencia humana en progreso. (...) El reflejo puede ser una
copia aproximadamente exacta de lo reflejado, pero es absurdo hablar aquí de
identidad». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Materialismo y empiriocriticismo,
1909)

Esto demuestra que no existe, como han insistidos todos estos charlatanes, «un
Lenin que hasta 1909 fue filosóficamente muy vulgar», con «una teoría del reflejo
mecanicista»; y otro «renacido y completamente dialéctico tras leer a Hegel en
profundidad», donde, al parecer «ya entendería que el conocer es un proceso
continuo» y «aproximado». Esto es una invención. Nadie negará los vaivenes y
limitaciones iniciales de Lenin en cuanto a cuestiones filosóficas, con una
formación básica y un cierto desdén en torno a la importancia de sus debates, algo
que él mismo reconoció luego como erróneo y a lo cual trata de poner remedio,
como muy bien se refleja en sus cartas de 1908-09. Pero nada de esto justifica las
insinuaciones y acusaciones que hemos visto aquí. Vistas en perspectiva, las citas
anteriores de Lenin de su obra «Materialismo y empiriocriticismo» (1909) tienen
una absoluta coincidencia con las que uno podría extractar de trabajos
posteriores. De hecho, en muchas ocasiones, la famosa recopilación «Cuadernos
filosóficos» (1916) recogen explicaciones iguales o mucho más escuetas, ya que
las más de las veces fueron notas y reflexiones breves:

«No es un reflejo simple, inmediato, completo, sino el proceso de una serie de


abstracciones, la formación y el desarrollo de conceptos, leyes, etc., y estos
conceptos, leyes, etc. −pensamiento; ciencia = «la idea lógica»− abarcan
condicionalmente, aproximadamente, el carácter universal, regido por leyes, de
la naturaleza en eterno desarrollo y movimiento». (Vladimir Ilich Uliánov,
Lenin; Resumen del libro de Hegel «Ciencia de la lógica», 1914)

En todo caso, queda claro −y he aquí lo importante− que la crítica y vilipendio a


la obra de Lenin «Materialismo y empiriocriticismo» (1909), ha sido una
máxima, una prueba de fe entre todos los anti y pseudo marxistas. No nos
cansaremos de ver como repiten que en ella Lenin desarrolla un «materialismo
tosco, vulgar, mecanicista, más propio del siglo XVIII». Aun con el libre acceso a
la documentación −y a riesgo de hacer el ridículo−, hemos seguido asistiendo a
este tipo de mitos y manipulaciones sobre los fundamentos marxista-leninistas,
especialmente entre los ambientes académicos.

¿Qué ha aportado de novedoso la «praxeología brasileña» a la crítica


contra Engels?

En Brasil también podemos hallar a diversos sujetos que se hacen pasar por
«expertos en marxismo», aunque solo repiten lo que ya hemos visto en Bernstein,
Lukács, Astrada o Sacristán.

En primer lugar, contamos con Adelmo Genro Filho, otro ideólogo brasileño muy
afín a los postulados de la praxis» y los autores del «marxismo occidental»,
increpaba a Engels en un sentido similar, reclamándole por haber ignorado
presuntamente:

«La dimensión creativa y subjetiva de la praxis, absolutización así el concepto


de necesidad −que se convierte en inevitable−». (Adelmo Genro Filho;
Introducción a la crítica del dogmatismo, 1980)

Estamos seguro que el lector se habrá fijado en el título de su libro, donde


pretende llevar a cabo una honorable cruzada contra el «dogmatismo». En honor
a la verdad, esto tampoco nos pilla descolocados. Ya en su momento Lenin
comentó en su «Materialismo y empiriocriticismo» (1909) que: «El término
«dogmático» tiene un característico sabor filosófico especial: es la palabreja
preferida de los idealistas y agnósticos contra los materialistas». ¿Y quién negaría
esto visto lo visto hasta aquí?

Por su parte, el señor Netto, no solo echa a la hoguera a Lenin y Stalin, sino
también, por supuesto, al propio Engels:

«Después de la problemática reflexión del último Engels −el del «Anti-Dühring,


de la «Dialéctica de la Naturaleza y del «Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía
clásica alemana−, y al repetir las disputables afirmaciones de Lenin en
«Materialismo y Empiriocriticismo», Stalin piensa en la dialéctica de una
manera simple y aproximada». (J. P. Netto; Introducción a «J. V. Stalin. Stalin:
política», 1982)

A estas alturas del documento, cuando ya hemos refutado tales insinuaciones, no


sería necesario molestaremos en volver a desmontar estas falsedades. Pero
aclararemos por última vez, donde Engels explica que la existencia de una
necesidad no corrobora que dicho sujeto o colectivo pueda satisfacerse
automáticamente:

«El desarrollo político, jurídico, filosófico, religioso, literario, artístico, etc.,


descansa en el desarrollo económico. Pero todos ellos repercuten también los
unos sobre los otros y sobre su base económica. No es que la situación económica
sea la causa, lo único activo, y todo lo demás efectos puramente pasivos. Hay
un juego de acciones y reacciones, sobre la base de la necesidad económica, que
se impone siempre, en última instancia. (...) Los hombres hacen ellos mismos su
historia, pero hasta ahora no con una voluntad colectiva y con arreglo a un plan
colectivo, ni siquiera dentro de una sociedad dada y circunscrita. Sus
aspiraciones se entrecruzan; por eso en todas estas sociedades impera la
necesidad, cuyo complemento y forma de manifestarse es la casualidad».
(Friedrich Engels; Carta a Walter Borgius, 25 de enero de 1894)

¿Qué quería decir con esto último de que la historia de los hombres no se ha
llevado a cabo acorde a una «voluntad colectiva» y un único plan»? ¿Significa eso
que, efectivamente, el materialismo histórico, reduce los esfuerzos de la actividad
del hombre a cero? En absoluto. Lean con detenimiento:

«La historia se hace de tal modo, que el resultado final siempre deriva de los
conflictos entre muchas voluntades individuales, cada una de las cuales, a su
vez, es lo que es por efecto de una multitud de condiciones especiales de vida;
son, pues, innumerables fuerzas que se entrecruzan las unas con las otras, un
grupo infinito de paralelogramos de fuerzas, de las que surge una resultante −el
acontecimiento histórico−, que a su vez, puede considerarse producto de una
fuerza única, que, como un todo, actúa sin conciencia y sin voluntad. Pues lo que
uno quiere tropieza con la resistencia que le opone otro, y lo que resulta de todo
ello es algo que nadie ha querido. (...) Del hecho de que las distintas voluntades
individuales −cada una de las cuales aparece aquello a que le impulsa su
constitución física y una serie de circunstancias externas, que son, en última
instancia, circunstancias económicas −o las suyas propias personales o las
generales de la sociedad− no alcancen lo que desean, sino que se fundan todas
en una media total, en una resultante común, no debe inferirse que estas
voluntades sean =0. Por el contrario, todas contribuyen a la resultante y se
hallan, por tanto, incluidas en ella». (Friedrich Engels; Carta a Joseph Bloch,
22 de setiembre de 1890)

De hecho, Engels anotó que era característico del materialismo vulgar el no llegar
a comprender −o terminar vulgarizando− el concepto de «necesidad», así como
este relaciona con lo «accidental» en cada contexto y sujeto histórico:

«Lo gracioso del caso es que el mecanicismo −incluyendo al materialismo del


siglo XVIII− no se desprende de la necesidad abstracta ni tampoco, por tanto,
de la casualidad. El que la materia desarrolle de su seno el cerebro pensante del
hombre constituye, para él, un puro azar, a pesar de que, allí donde esto ocurre,
se halla, paso a paso, condicionado por la necesidad. En realidad, es la
naturaleza de la materia la que lleva consigo el progreso hacia el desarrollo de
seres pensantes, razón por la cual sucede necesariamente siempre que se dan
las condiciones necesarias para ello −las cuales no son, necesariamente,
siempre y dondequiera las mismas−». (Friedrich Engels; Dialéctica de la
naturaleza, 1883)

Montserrat Galcerán Huguet, otra filósofa de dudoso valor


recomendada por los «reconstitucionalistas»

En el mismo sentido tenemos a la filósofa Montserrat Galcerán Huguet. Ella, en


trabajos como «La invención del marxismo» (1997) o «Marxismo, Materialismo
Histórico, Materialismo Dialéctico» (2002), insiste paso a paso en las mismas
tesis que Thompson, Sacristán o Astrada, considerando que: «La teoría del reflejo
de Lenin es muy pobre», destacando que el «marxismo occidental» de Georg
Lukács y Walter Benjamin supuso una «enorme renovación» y subrayando el
«potencial subversivo» del «posmodernismo» (sic) al cual ve en Nietzsche como
su iniciador. Sorprendentemente, o quizás no tanto, para algunos
«reconstitucionalistas» como el «Camarada Luca», las piezas de esta autora le
resultaron una «lectura muy recomendable», a la cual daba coba en sus redes
sociales (*) junto a libros de Deutscher, Lukács, Luxemburgo o Bettelheim.
¡Ahora entendemos muchas cosas!

Si todos los diversos personajes, como Thompson, Sacristán o Montserrat, se


hubieran tomado la pequeña molestia de leer los «Cuadernos filosóficos» (1916),
de Lenin, y en particular el «Resumen del libro de Hegel «Ciencia de la lógica»
(1914), hubieran conocido la importancia que el autor otorgó, frente a todo
materialismo vulgar, al matizar que: «La conciencia humana no solo refleja el
mundo objetivo, sino que también lo crea». ¡Evidentemente! Si esto no fuera así,
el ser humano sería capaz solo de reproducir un mundo existente, pero nada más.
Esto sería eliminar de un plumazo toda la evolución del Homo Sapiens, toda su
interacción con los objetos, su trabajo, la creación de herramientas y sus
consecuencias para la transformación del entorno −y a sí mismo−; en suma, todo
aquello que Engels resumió con especial brillantez en su obra clásica «El papel
del trabajo en la transformación del mono» (1876), la cual parece que esta gente
nunca leyó. Volviendo a Lenin, otras veces el pensador ruso anotó que,
efectivamente: «El pensamiento de lo ideal que se convierte en lo real es muy
profundo: muy importante para la historia». Anotando que: «También en la vida
personal del hombre es evidente cuanta verdad hay en esto». El autor subrayó
que esto es clave para refutar el llamado «materialismo vulgar», ya que: «La
diferencia entre lo ideal y lo material es también no incondicional, no excesiva».
Es decir, lo ideal y lo material se condicionan, no están irremediablemente
separados, las ideas del hombre son fruto de su vida, y con ellas toma parte activa
en esta.

Por su parte, Plejánov, maestro de Lenin, explicó de forma genial esta cuestión
relacionada con el intentar «reproducir lo ideal» y «acercarse a ello» en la vida
real, pero, eso sí, comprendiendo en todo momento el impacto de la necesidad
sobre los hombres, sin caer tampoco en un «materialismo vulgar». Y lo hizo,
precisamente, al exponer y refutar las especulaciones de los filósofos idealistas
del «pensamiento puro» que hablaban sobre su sistema jurídico «ajenos a toda
clase de necesidades». Estos últimos pretendían defender su legislación no como
fruto de unas condiciones materiales, sino de la «justicia» de una «idea», por otra
parte, presentada como «racionalidad eterna»:

«El origen del derecho en la «necesidad», excluye el fundamento «ideal» del


derecho, sólo en las representaciones de los hombres que están habituados a
englobar las necesidades en el terreno de la materia grosera, y que oponen dicho
terreno al «espíritu puro», ajeno a toda clase de necesidades. En realidad, lo
«ideal» es sólo lo que es útil a los hombres y toda sociedad, al elaborar sus
ideales, se guía solamente por sus necesidades. (…) El hecho de que un conjunto
dado de instituciones jurídicas sea útil o nocivo para la sociedad, no puede, en
manera alguna, depender de las peculiaridades de cualquier «idea», no importa
quién sea el que la sustentara: depende, como hemos visto, de los modos de
producción y de las relaciones recíprocas que existen entre los hombres,
relaciones que son creadas por dichos modos de producción. En este sentido, el
derecho no tiene, ni puede tener una base ideal, puesto que su base es siempre
real. Pero la base real de todo sistema dado, no excluye una actitud ideal ante
él, de parte de los miembros de una sociedad dada. La sociedad, tomada en su
conjunto, no puede sino ganar de tal actitud de sus miembros. Por el contrario,
en sus épocas transitorias, cuando el sistema de derecho existente en la sociedad
ya no satisface sus necesidades, −brotadas del ulterior desarrollo de sus fuerzas
productivas− la parte de avanzada de la población puede y debe idealizar un
nuevo sistema de instituciones, que corresponda más al «espíritu del tiempo».
(Gueorgui Plejánov; La concepción monista de la historia, 1895)

En definitiva, los señoritos «reconstitucionalistas» harían bien si antes de


recomendarnos estos pastiches burgueses de la filosofía de universidad,
corroborasen las obras sobre las que se debaten, de otro modo, se acaba en un
espectáculo tan dantesco como el de Althusser: hablando de libros que uno no
conoce más que de oídas. Un poco más adelante el lector se dará cuenta que su
«novedosa» y «transcendente» filosofía, solo se limita a recoger estos despojos
de los «praxiólogos».

La LR y sus intentos de institucionalizar una filosofía voluntarista y


teoricista
«El punto de vista de la vida, de la práctica debe ser el punto de vista primero y
fundamental de la teoría del conocimiento. Y conduce infaliblemente al
materialismo, apartando desde el comienzo mismo las elucubraciones
interminables de la escolástica profesoral». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin;
Materialismo y empiriocriticismo, 1909)

En realidad, lo de estos pobres «reconstitucionalistas» es un quiero y no puedo.


Aunque afirman reconocer que existen «leyes objetivas», no prestan la más
mínima atención al estudio de ellas. A su vez, estos soñadores creen que con su
«praxis revolucionaria» pueden derribarlas o crear otras nuevas si no son de su
agrado, exactamente como así lo aseguraban los populistas rusos del siglo XIX o
los vitalistas en el siglo XX. En una ocasión, hablando contra la teoría del reflejo,
uno de ellos dijo lo siguiente:

«@SergeiStepniak: Si hablamos del conocimiento como «copia», «imagen» o


«reflejo» está claro que nos movemos en un terreno no activo en sí, y todo lo que
no es activo, es pasivo −dialéctica−». (Deux Lignes; Twitter, 28 de febrero de
2021)

Esto no se trata de un «comentario aislado» contra Lenin, como aullarán los


pusilánimes que acostumbran a justificar todas las demencias que estas gentes
lanzan. En 2018, la «Línea de Reconstitución» (LR) consideró oficialmente al
materialismo histórico de Marx y Engels como un «momento teórico anterior en
la construcción cosmológica», y que, por lo tanto, «su actividad crítica no tiene
por qué estar relacionada con la actividad revolucionaria de transformación del
objeto de su crítica». (Línea Proletaria, Nº3, 2018)

¡Vaya! ¿Qué haremos entonces! ¿Quién nos salvará de tal infortunio? No sufráis,
queridos lectores, que la LR acudió rauda y veloz al rescate. En 2003 nuestros
«superhéroes» −o mejor dicho «superhombres»− anunciaron al mundo entero
que gracias a su «praxis revolucionaria» habían descubierto, nada más y nada
menos, que la mejor forma de «revolucionar las consciencias», la forma de lograr
por fin «la materia autoconsciente». ¿Quién no desearía poseer tal tesoro, tal
superpoder? El lector detectará rápidamente que todo esto que a priori suena
muy complejo y novedoso acaba siendo puro humo:

«Se trata de lograr, mediante ella, la revolución de las conciencias, la


superación de la alienación a que las somete la sociedad de clases, su
emancipación. La práctica de cambiar las relaciones sociales es sólo un medio
para liberar la creatividad de los espíritus, para completar la humanización del
hombre, para alcanzar el estadio de la materia autoconsciente. (…) El proceso
histórico-lógico se realiza en este orden: conciencia-materia-conciencia o, desde
el punto de vista de la actividad: teoría−práctica-teoría». (Partido Comunista
Revolucionario (Estado Español); La Forja; Nº27, 2003)
Aunque resulte triste y cómico, nuestros «reconstitucionalistas» sufren de un
mecanismo de defensa que en psicología se conoce como «proyección»: es decir,
acusan al resto de lo que ellos mismos cometen. Si, como vimos anteriormente,
tienden a acusar a Marx y Engels de ser unos terribles «teoricistas», de «batallar
estrictamente bajo abstracciones mentales» y de no haber superado el vago
«humanismo feuerbachiano»… en verdad estos epítetos son adecuados para
describir sus peores vicios. Sin embargo, como veremos ahora, también acusarán
al marxismo de lo contrario: de acuñar un «pragmatismo» que pronto acabó por
empantanarse en el lodazal del oportunismo. Según ellos, el recoger de la práctica
los principios teóricos es algo «pragmático», «instrumentalista», un defecto muy
común durante el viejo «Ciclo de Octubre». Al parecer es mucho mejor empezar
por construir castillos en el aire, es decir, extraer la teoría de nuestras
elucubraciones y deseos mentales, aun cuando no tengan mucho −o nada− que
ver con las condiciones materiales en las cuales nos movemos:

«[En el viejo «Ciclo de Octubre»] Entienden aquel proceso como «práctica-


teoría-práctica», subordinando todo lo teórico, lo consciente, lo intelectual, a los
fines prácticos. Ésta es la base última de todo el economicismo, el pragmatismo
y el instrumentalismo que acabaron por echar a perder el movimiento
revolucionario anterior. (…) Es cierto que nuestra teoría rompe con la
impotencia de sus predecesoras utópicas». (Partido Comunista Revolucionario
(Estado Español); La Forja; Nº27, 2003)

Esto, como ellos mismos reconocen, choca frontalmente con los axiomas del
materialismo histórico. Como Lenin indicó en «Resumen del libro de Hegel
«Ciencia de la lógica» (1914): «La práctica es superior al conocimiento −teórico−,
porque posee, no sólo la dignidad de la universalidad, sino también la de la
realidad inmediata», pero por lo visto, para los «reconstitucionalistas» esto, o
bien nunca ha sido verdad, o ha dejado de serlo. ¡Estupendo! ¡Así como que no
quiere la cosa han vuelto por los senderos ya recorridos por los empiriocriticistas!
Es decir, los «reconstitucionalistas», adalides del antipositivismo, han caído
rendidos en sus redes. ¿Qué decir? ¿Cómo contrarrestar esta opinión que desafía
toda lógica? En verdad, no haría falta «presentar batalla», porque ellos son los
que deberían demostrar que miles de años de conocimiento humano están
equivocados, pero como sabemos que esto nunca será realizado, seguiremos
explicándole a nuestros lectores −que es lo que realmente nos interesa− a través
de ejemplos el motivo por el cual lo contrario a lo que sostienen los
«reconstitucionalistas» es lo cierto.

¿Por qué Lenin consideraba que la «práctica» es superior a la «teoría»? Porque


entiéndase que, como respondió el filósofo soviético M. Shirokov en su obra «Un
manual de filosofía marxista» (1937): «Un desarrollo lógico de las ideas es posible
porque la mente se dedica a la tarea de interpretar y trabajar sobre el proceso
histórico que refleja»; pero «todo ese pensamiento, incluso cuando usa las
generalizaciones de la práctica precedente, debe ser probado instantáneamente
por el experimento científico y la práctica social». En verdad, cualquiera que sepa
cómo se pasó del pensamiento precientífico al pensamiento científico −y cómo se
operó entre tanto− estará de acuerdo en que la posición de la LR es una
aberración vergonzante. Fue Friedrich Engels quien en su obra «Del socialismo
utópico al socialismo científico» (1880), se manifestó con sorna ante los
agnósticos que jugaban a hablarnos de sus especulaciones y juegos de palabras
en torno a la teoría del conocimiento: «Los hombres, antes de argumentar,
habían actuado», por ende, «la acción humana había resuelto la dificultad mucho
antes de que las cavilaciones humanas la inventasen». Entonces, en los primeros
seres humanos, todo aquello que hoy podríamos denominar como «cavilaciones
teóricas», no pasaban de ser −dando por hecho que ya existía lengua y un mínimo
de capacidad de abstracción−, en el mejor de los casos, reflexiones y discusiones
en torno a temáticas básicas sobre cómo resguardarse mejor del frío, cómo cazar
sin correr tantos riesgos, cómo controlar el curso del río, etcétera. Cuestiones que
pronto fueron siendo cada vez más complejas y no provenían tanto de la brillantez
mental de los hombres, de la «teoría-práctica-teoría», sino de la realidad material
del mundo exterior, de los obstáculos y dificultades que estos experimentaban en
su actividad práctica cotidiana, es decir, de la «práctica-teoría-práctica».

Dicho de otro modo, lo que propició que los sujetos fuesen «dándole vueltas» a
estos temas con cada vez más destreza fue la influencia del medio exterior en el
que se desenvolvían y su interacción con él, sumado a las nuevas capacidades que
por la lenta evolución la especie había ido adquiriendo. Joseph Dietzgen, en su
«Carta a Karl Marx» (17 de noviembre de 1867), lo expresó tal que así: «Pensar
significa desarrollar a partir de lo dado en forma sensible, a partir de lo particular,
lo general», por tanto, no queda, sino que concluir que «el fenómeno constituye
el material necesario del pensar». Mientras en una de sus obras fundamentales
«La esencia del trabajo intelectual del hombre» (1869), declaró: «A la inversa, el
filósofo especulativo busca en el interior de sí mismo, en las profundidades de su
espíritu, el verdadero concepto de la filosofía, patrón a partir del cual decreta
luego que los ejemplares dados en la realidad sensible son auténticos o
inauténticos». ¿En qué posición deja eso a la frágil LR? Fácil. Está visto que
algunos utilizan pseudónimos con nombres y apellidos de marxistas fallecidos,
¿verdad señor «Dietzgen»?, pero no porque quieran conocer y reivindicar su
obra, sino simplemente por mero «esnobismo», el vicio de los más mediocres, es
decir, para fardar ante el resto de una cultura que no tienen.

Cuando algunos idealistas preguntaron a los marxistas de finales del siglo XIX:
«¿Cómo sabéis que la economía constituye la base del desarrollo histórico, y no
más bien la filosofía?», Franz Mehring, uno de sus discípulos, respondió lo
siguiente: «Pues lo sabemos simplemente por esto, que los hombres tienen que
comer, beber, construir sus viviendas y vestirse, antes de estar en condiciones de
pensar y de hacer poesía, que el hombre solo logra tener conciencia a través de la
convivencia social con otros hombres, y que por consiguiente su conciencia se
halla determinada por su existencia social, y, no a la inversa, su existencia social
por su conciencia». Por tal razón, Engels en «Dialéctica de la naturaleza» (1883),
comentó el gran papel que tuvo en las primeras civilizaciones agrícolas la
irrupción de las matemáticas, la mecánica o la astronomía, las cuales fueron
estimuladas y desarrolladas no por las «geniales conclusiones de las cabezas
pensantes» −filósofos, comerciantes, escribas o gobernantes−, sino que estos, a
lo sumo, resumieron −y no pocas veces con muchas inexactitudes y mística de por
medio− las necesidades de la producción de la comunidad −y siempre, cómo no,
intentando poner por delante sus intereses particulares−. En palabras de Engels:
«La base más esencial e inmediata del pensamiento humano es precisamente el
cambio de naturaleza por parte del hombre, y no una naturaleza como tal», lo
cual descarta la idiotez de que las ciencias practicadas por el ser humano «no
tienen capacidad transformadora, solo observadora, pasiva» −¡que se lo digan al
Amazonas o a Nicolás II!−:

«Mientras adiestremos y empleemos bien nuestros sentidos y ajustemos nuestro


modo de proceder a los límites que trazan las observaciones bien hechas y bien
utilizadas, veremos que los resultados de nuestros actos suministran la prueba
de la conformidad de nuestras percepciones con la naturaleza objetiva de las
cosas percibidas». Sin embargo, si eso no fuese así, «no tardamos generalmente
mucho tiempo en descubrir las causas de nuestro error; llegamos a la conclusión
de que la percepción en que se basaba nuestra acción era incompleta y
superficial». (Friedrich Engels; Del socialismo utópico al socialismo científico,
1880)

Marx y Engels contra los filósofos «neohegelianos» y su teoría de la


«autoconciencia»

En realidad, ya en una obra tan precoz como la «Sagrada familia (1845), Marx y
Engels criticaron estos postulados basándose en la discusión entre Otto Bauer y
Strauss en torno a la «autoconciencia infinita», siendo la misma calificada de una
«especulación hegeliana». En ella, el primero, imitando a Hegel, «reemplazaba
al hombre por el conocimiento», hallado fuera del «mundo objetivo, real y
sensible». Esto implicaba negar «las bases materiales, sensibles, objetivas de las
diferentes y diversas formas del conocimiento humano». Los
«reconstitucionalistas», más allá de que no califiquen a su «autoconciencia» de
infinita, si parten de los mismos supuestos donde dan primacía a esa «guerra» en
el terreno del «pensamiento puro», donde retuercen los hechos o los silencian
para intentar sostener la fortaleza de sus «fastuosas» teorías rocambolescas.

Volviendo a Marx, esta no fue la única dedicatoria contra estos filósofos


hegelianos de la «autoconciencia»:
«Hegel cayó en la ilusión de concebir lo real como resultado del pensamiento
que, partiendo de sí mismo, se concentra en sí mismo, profundiza en sí mismo y
se mueve por sí mismo». (Karl Marx; Elementos fundamentales para la crítica
de la economía política, 1858)

Prestemos atención ahora a este tramo que bien podría titularse «Marx contra los
discípulos de la autoconciencia de la LR»:

«No se trata de buscar una categoría en cada período, como hace la concepción
idealista de la historia, sino de mantenerse siempre sobre el terreno histórico
real, de no explicar la práctica partiendo de la idea, de explicar las formaciones
ideológicas sobre la base de la práctica material, por donde se llega,
consecuentemente, al resultado de que todas las formas y todos los productos de
la conciencia no brotan por obra de la crítica espiritual, mediante la reducción
a la «autoconciencia» o la transformación en «fantasmas», «espectros»,
«visiones», etc., sino que sólo pueden disolverse por el derrocamiento práctico
de las relaciones sociales reales, de que emanan estas quimeras idealistas. (…)
Y estas condiciones de vida con que las diferentes generaciones se encuentran al
nacer deciden también si las conmociones revolucionarias que periódicamente
se repiten en la historia serán o no lo suficientemente fuertes para derrocar la
base de todo lo existente. Y si no se dan estos elementos materiales de una
conmoción total, o sea, de una parte, las fuerzas productivas existentes y, de
otra, la formación de una masa revolucionaria que se levante, no sólo en contra
de ciertas condiciones de la sociedad anterior, sino en contra de la misma
«producción de la vida» vigente hasta ahora, contra la «actividad de conjunto»
sobre que descansa, en nada contribuirá a hacer cambiar la marcha práctica de
las cosas el que la idea de esta conmoción haya sido proclamada ya una o cien
veces, como lo demuestra la historia del comunismo. (…) Un fundamento real
que no se ve menoscabado en lo más mínimo en cuanto a su acción y a sus
influencias sobre el desarrollo de los hombres por el hecho de que estos filósofos
se rebelen contra él como «autoconciencia». (Karl Marx y Friedrich Engels; La
ideología alemana, 1846)

¿Estaba siendo Marx un «objetivista dogmático», un «determinista


intransigente», totalmente «pasivo» por la «situación circunstanciada» de las
«condiciones materiales» de su alrededor? Que el lector juzgue. Mientras tanto
podemos seguir con la incontable cantidad de ejemplos que posicionan a nuestros
«reconstitucionalistas» dentro de la trinchera de los pensadores idealistas. En
una de sus obras más conocidas, Engels se burló del positivista Dühring, ya que,
si bien este infravaloraba y odiaba a Hegel, él mismo reproducía su predilección
por «construir artificialmente el mundo real partiendo del pensamiento». Es
decir, Engels le echaba en cara a Dühring su método de conocimiento, donde en
vez de ceñirse a los principios que rigen el mundo objetivo, este se guiaba en base
a sus apetencias personales, prejuicios, especulaciones e ideas bienaventuradas:
«Los principios no son el punto de partida de la investigación, sino su resultado
final, y no se aplican a la naturaleza y a la historia humana, sino que se obtienen
de ellas; no es la naturaleza ni el reino del hombre los que se rigen según los
principios, sino que éstos son correctos en la medida en que concuerdan con la
naturaleza y con la historia. Esta es la única concepción materialista del asunto,
y la opuesta concepción del señor Dühring es idealista, invierte completamente
la situación y construye artificialmente el mundo real partiendo del
pensamiento, de ciertos esquematismos, esquemas o categorías que existen en
algún lugar antes que el mundo». (Friedrich Engels; Anti-Dühring, 1878)

Los seguidores de la «Línea de Reconstitución» (LR), pese a acumular cantidades


ingentes de libros, jamás ha estudiado en profundidad estos textos
fundamentales del marxismo-leninismo, por eso cuando alguien les señala sus
salidas de tono acusa al resto de «talmudista», «doctrinario» o «exegeta»
−¡creyendo que con una etiqueta logra un efecto intimidatorio o liquida la crítica
del oponente!−. Sea como sea, cuando pretenden ir a contracorriente de estas
verdades tan elementales, lo hacen soltando un par de frases lapidarias, pero
jamás han podido elaborar una contrarréplica «oficial» o «extraoficial» que
pueda ser tomada en serio, pues sus balbuceos son motivo de sorna o indiferencia,
ya que no plantean nada nuevo.
II
Ciencia y progreso, conocimiento y perfeccionamiento

«Por lo que se refiere a las esferas ideológicas que flotan aún más alto en el aire:
la religión, la filosofía, etc., éstas tienen un fondo prehistórico de lo que hoy
llamaríamos necedades, con que la historia se encuentra y acepta. Estas
diversas ideas falsas acerca de la naturaleza, el carácter del hombre mismo, los
espíritus, las fuerzas mágicas, etc., se basan siempre en factores económicos de
aspecto negativo; el incipiente desarrollo económico del período prehistórico
tiene, por complemento, y también en parte por condición, e incluso por causa,
las falsas ideas acerca de la naturaleza. Y aunque las necesidades económicas
habían sido, y lo siguieron siendo cada vez más, el acicate principal del
conocimiento progresivo de la naturaleza, sería, no obstante, una pedantería
querer buscar a todas estas necedades primitivas una explicación económica.
La historia de las ciencias es la historia de la gradual superación de estas
necedades, o bien de su sustitución por otras nuevas, aunque menos absurdas.
Los hombres que se cuidan de esto pertenecen, a su vez, a órbitas especiales de
la división del trabajo y creen laborar en un campo independiente. Y en cuanto
forman un grupo independiente dentro de la división social del trabajo, sus
producciones, sin exceptuar sus errores, influyen de rechazo sobre todo el
desarrollo social». (Friedrich Engels; Carta a Konrad Schmidt, 27 de agosto de
1890)

En este tramo analizaremos que la «Línea de Reconstitución» (LR) tiene una idea
muy equivocada sobre lo que es la ciencia y todos sus límites inherentes a su
propio y determinado momento histórico. Como todo grupo subjetivista, declara
que su filosofía está por encima de las «sentencias de la ciencia» y que poco tiene
que decir de su desarrollo actual porque aún dominan las clases explotadoras.
Durante nuestra exposición nos veremos forzados una vez más a utilizar varias
veces largas citas extraídas de nuestros referentes en torno a diferentes temas,
¿por gusto? No, por razones muy sencillas:

«Ante tal situación, ante la inaudita difusión de las tergiversaciones del


marxismo, nuestra misión consiste, sobre todo, en restaurar la verdadera
doctrina de Marx acerca del Estado. Para ello es necesario citar toda una serie
de pasajes largos de las obras mismas de Marx y Engels. Naturalmente, las citas
largas hacen la exposición pesada y en nada contribuyen a darle un carácter
popular. Pero es de todo punto imposible prescindir de ellas. No hay más
remedio que citar del modo más completo posible todos los pasajes, o, por lo
menos, todos los pasajes decisivos de las obras de Marx y Engels sobre la
cuestión del Estado [y otras], para que el lector pueda formarse por su cuenta
una noción del conjunto de ideas de los fundadores del socialismo científico y del
desarrollo de estas ideas, así como para probar documentalmente y patentizar
con toda claridad la tergiversación de estas ideas». (Vladimir Ilich Uliánov,
Lenin; El Estado y la revolución, 1917)
¿Bajo qué argumentos se niega el carácter científico del marxismo?

«Nuestros objetivos no son racionales porque se apoyen en los fundamentos de


la razón discursiva, sino porque se desprenden del estudio objetivo de las cosas,
o lo que tanto vale, de la comprensión de su desarrollo, que no es ni puede ser
fruto o resultado de nuestra elección, sino, por el contrario, algo que triunfa de
nuestra voluntad individual y se la somete». (Antonio Labriola; En memoria del
Manifiesto de los comunistas, 1895)

Cuando se afirma que «el marxismo-leninismo es ciencia», muchos entran en


pánico, otros se atragantan, y otros sonríen malévolamente. A nosotros también
nos divierte escuchar los argumentarios que existen para desechar tal obviedad
confirmada diariamente. En realidad, como cada uno da su definición de
«marxismo-leninismo» y «ciencia», esto resulta algo así como cuando Yahvé
castigó a los trabajadores de la Torre de Babel haciendo que cada uno hablase en
un idioma diferente. Por esto, antes de continuar con un debate así de estéril, lo
primero es aclarar conceptos para saber de qué hablamos en cada momento.
Veamos una de las definiciones de «ciencia» que nos otorgaron los filósofos
soviéticos en época de Stalin:

«Ciencia: La suma, el conjunto de los conocimientos sobre la naturaleza, la


sociedad y el pensamiento, acumulados en el curso de la vida histórico-social.
«…el objetivo de la ciencia consiste en dar un exacto... cuadro del mundo»
(Lenin). La ciencia tiende a describir el mundo, no en la variedad
aparentemente caótica de sus diversas partes, sino en las leyes, que trata de
hallar, con arreglo a las cuales se rigen los fenómenos: tiene por objeto
explicarlos. En todos los dominios del conocimiento, la ciencia nos revela las
leyes fundamentales que rigen dentro del aparente caos de los fenómenos. La
ciencia se desarrolla y avanza con la evolución de la sociedad; su progreso
consiste en que llega a reflejar la realidad cada vez más profunda y
exactamente. Como una de las formas de la actividad ideológica, la ciencia nace
sobre la base de la actividad práctica productiva de los hombres. En cada etapa
de la historia, representa el grado alcanzado hasta entonces en cuanto al
conocimiento de las leyes de la realidad y está orientada hacia el cambio del
mundo, es decir, hacia el dominio y utilización de las fuerzas de la naturaleza y
hacia el cambio de las relaciones sociales». (Mark Rosental y Pavel Yudin;
Diccionario filosófico, 1940)

A su vez, por «marxismo-leninismo», estos entendían «la teoría del movimiento


de emancipación del proletariado». Dicha teoría estaría formada por «la filosofía
del marxismo» como herramienta para conocer el mundo y transformarlo. Por
esto mismo, entendían que por «filosofía» hemos de comprender simplemente
«la ciencia sobre las leyes más generales que rigen el desarrollo de la naturaleza,
de la sociedad humana y del pensamiento». ¿Y qué se entendía por «ley»? Pues
«La expresión de los aspectos y conexiones más generales, más sustanciales de la
realidad material», y por eso, «las leyes científicas expresan con mayor
profundidad y plenitud que las percepciones sensoriales directas, el cuadro del
mundo objetivo».

Esta filosofía está dividida en dos grandes bloques generales: a) el «materialismo


dialéctico» que «es la ciencia filosófica sobre las leyes más generales del
desarrollo de la naturaleza, de la sociedad humana y del pensamiento, la
concepción filosófica del partido»; y b) el «materialismo histórico», que «es la
aplicación consecuente de los principios del materialismo dialéctico al estudio de
los fenómenos sociales». Concluían, pues, que a fin de cuentas «el marxismo es
una ciencia creadora», siendo «una teoría revolucionaria, como guía para la
acción». (Mark Rosental y Pavel Yudin; Diccionario filosófico, 1940)

Aquí se exponía nítidamente la interrelación entre «filosofía» −o «ciencia del


pensamiento», como la denominó Engels en su «Dialéctica de la naturaleza»
(1883)− y el concepto de «ciencia» a nivel genérico, es decir, «el conjunto de los
conocimientos sobre la naturaleza, la sociedad y el pensamiento, acumulados en
el curso de la vida histórico-social». Y, por ende, si por las necesidades de la vida
cada ciencia tiene «su tema de investigación particular», es normal que a su vez
existan dos grandes bifurcaciones generales −«materialismo histórico» y
«materialismo dialéctico»−, como así también toda una serie de ramificaciones
concretas −«química», «historia», «biología», «sociología», etcétera−. Esta
división se basa en las famosas palabras de Marx y Engels en «Ideología alemana»
(1846) sobre la ciencia, donde habría que estudiar la historia del hombre y la
historia de la naturaleza. Por tanto, hablamos de que el marxismo-leninismo es
un movimiento político con una teoría para alumbrar la práctica, y que esta se
vale de diversas ciencias generales y particulares como palancas, tanto para
enfocar de forma concreta y precisa los distintos fenómenos, como también para
sistematizar sus resultados. Es decir, se organizan distintas graduaciones del
saber no por capricho, sino por la misma «diversidad» −grados o estratos− de la
materia. De esta manera, por poner un ejemplo, el «materialismo histórico»
estudia, como ciencia más general de lo social, los aspectos globales, abstractos,
sus leyes fundamentales, mientras que la «historia», como ciencia más concreta,
más determinada en lo cronológico, está mucho más limitada al acontecer de la
sucesión de los hechos y cuenta con leyes más acotadas a esa esfera que explican
dicha causalidad.

Aclaraciones y notas sobre el materialismo histórico

A continuación, expondremos un ejemplo básico de la vida diaria para comprobar


cómo se manejan estos conceptos, y qué relación establecen entre sí. La
«economía», la «prehistoria», la «arqueología» o la «historia», como ciencias
sociales, nos permiten descubrir cómo y en qué época la moneda llegó a la
Península Ibérica, con las colonias de Emporion y Rode, así como su impacto en
las poblaciones indígenas de alrededor. Por otro lado, el «materialismo
histórico», con todo su conocimiento acumulado más genérico, nos ayuda a
detectar que, al igual que ocurrió en otras sociedades análogas, la introducción
de la moneda contribuyó enormemente a cambiar la fisonomía de la sociedad,
siendo, en este caso, una fuerza motriz en el cambio socioeconómico radical que
sufrieron estos pueblos ibéricos, influenciando a su vez en otras formas
psicológicas, nuevos modelos artísticos, diferentes comportamientos y
convenciones sociales, etcétera.

¿Esto qué significa? Que sin tener una formación correcta en el «materialismo
histórico», sin su visión global y su conocimiento de las «leyes sociales
generales», no estaremos en disposición de detectar rápidamente la importancia
que guarda este evento, el cual podría pasar como uno más −o directamente no
se podría equiparar a ningún otro por no contar con más referencias previas−. ¿A
dónde nos conduciría esto? A que, por ende, nunca tendría sentido real registrar
qué semejanzas y diferencias nos reporta el fenómeno concreto que tenemos
delante. Por esta misma razón, el marxista italiano Antonio Labriola, en su obra
«Filosofía y socialismo» (1897), diferenciaba nítidamente su doctrina de otras
corrientes como el «historicismo» en lo que sigue: «[El método de Marx] nunca
es dogmático, precisamente porque es crítico, y crítico no en el sentido subjetivo
de la palabra, sino porque presenta la crítica en su forma antitética y, por lo tanto,
mostrando la contradicción de las cosas mismas, no se extravía jamás, ni aún en
la descripción histórica en el «historicismo vulgaris», cuyo secreto consiste en
renunciar a la investigación de las leyes de los cambios y pegar, sobre estos
cambios simplemente enumerados y descritos, la etiqueta de procesos históricos,
de desenvolvimiento y de evolución».

Por otro lado, si en nuestra hipotética investigación sobre la moneda en la


Península Ibérica no contamos con los conocimientos fundamentales de las
ciencias sociales más relacionadas con nuestro evento −en este caso, de
«numismática», «historia», «arqueología» o «economía»−, muy posiblemente
no podremos entrar a ponernos manos a la obra para investigar. De esta forma,
las más de las veces estaremos tan empantanados e imposibilitados para avanzar
en la tarea de conocer los hechos más básicos, que estaremos muy tentados de
atajar con fórmulas reduccionistas. Ahora bien, lo más seguro es que estos
«caminos fáciles» nos terminen conduciendo a senderos sinuosamente
problemáticos y nos pierdan en una serie de laberintos muy poco fructíferos, por
lo que tampoco resolveremos nada. Esto prueba que, irremediablemente, para
cumplir con nuestro propósito inicial no queda otra que familiarizarnos con estas
ramas, pues solo estas posibilitan extraer de dicha cuestión unos conocimientos
que certifiquen toda la serie de tendencias, regularidades y leyes específicas de
cada esfera –numismática, historia, arqueología o economía−, además de
confirmar, corroborar, matizar o desmentir dichas «leyes generales» con más
ejemplos e información de calidad. ¿Por qué esto último es importante? Porque
como se ha dicho, sin los datos y conclusiones actualizadas de cada ciencia social
no podemos observar «in situ» cómo se manifiestan concretamente dichas «leyes
generales» del «materialismo histórico», es decir, a qué escala y de qué manera
se muestran. En otras palabras, no podríamos conocer el «contenido real» de
actuación de estas «leyes generales». Esto demuestra que hay una permanente
conexión y verificación entre lo macrohistórico y microhistórico.

Una vez resumido esto, y ya que nuestra intención no es hacer un repaso


etimológico profundo, ni un mero repaso escolástico de quién dijo qué,
recomendamos al lector que profundice en las obras fundamentales de la
literatura revolucionaria sobre esta ordenación de las ciencias −que, como tal,
siempre será orientativa y relativa−. En cualquier caso, instamos a que, por
encima de todo, nuestro amado lector sea coherente en base a su propio estudio,
analizando lo aquí contenido y compruebe si esto se aplica a la situación actual,
si posee utilidad para comprenderla, o si debe reordenarse en consecuencia. Del
mismo modo, para comprender mucho mejor la aplicación de todo esto en un
ejemplo concreto y real, aconsejamos encarecidamente que eche un vistazo a
nuestras obras para entender cómo se da esta continua interrelación, y cómo se
aplica al análisis de un «tema económico», «histórico» o «artístico» −aunque,
como acabamos de comprobar, nunca ningún tema es estrictamente solo
«económico», «artístico» o «histórico»−.

En resumidas cuentas, para nosotros es claro que, a través de su propia


experiencia, toda mente inteligente se dará cuenta −más pronto que tarde− de
que ninguna ciencia está aislada de otra. Aunque haya un tema
preeminentemente «histórico» este tiene que estar −se quiera o no−
condicionado por toda una serie de fenómenos políticos, culturales, económicos
y demás; por esto mismo todo historiador que se precie no ignorará estas esferas
y se valdrá de un conocimiento −aunque sea extra− de otras ciencias auxiliares o
relacionadas con su campo. En este sentido, huelga comentar a estas alturas qué
grato favor han hecho a la propia «historia» otras ciencias mayores y menores,
ramas y subramas como el «materialismo histórico», la «geografía», la
«demografía», la «paleografía», la «carpología», la «geología», «semiología», o
la «arqueología», y qué sería de su estado actual si hubiera ignorado tales
herramientas para sus «análisis históricos».

Sin ir más lejos, la gente menos familiarizada y los falsos eruditos suelen
considerar que la obra de Marx «El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte»
(1852) es eminentemente histórica, mientras que «El capital» (1867) es un
inabarcable mamotreto de índole económico. Sin embargo, si observamos con
detenimiento ambas piezas, nos daremos cuenta de que detrás de estos estigmas
o reduccionismos hay mucha más riqueza de contenido de la que se cree. En la
primera obra no solo se analiza un hecho reciente, el golpe de Estado de Napoleón
III, sino que el autor se retrotrae a los hechos precedentes, al cotejo de las ideas
de la época, a las últimas crisis económicas, a la jurisprudencia y el
funcionamiento real de las instituciones de Francia, al carácter y pretensiones de
cada facción política, a la tradición y sentir del ejército. Del mismo modo, la
segunda obra es una síntesis de una labor de análisis a nivel histórico, de derecho,
de economía, de filosofía, y muchos otros campos, donde muchas veces uno no
sabría delimitar exactamente dónde acaba uno y comienza otro −pues a ratos
están colindando y tomando prestado cosas unos de otros−. En cualquier caso, lo
que queda claro es su íntima conexión entre estos «campos» o «factores». De esto
se deriva, sin ningún género de dudas, que todo intento de explicar de forma
unilateral un acontecimiento histórico apelando a un solo «factor causal» se
torna ridículo. Por ejemplo, si tuviéramos delante de nosotros un retrato de una
noble toscana del siglo XV, ¿quién en su sano juicio trataría de explicar lo que
evoca o el estilo de dicha pieza focalizándose solamente en la economía de la
ciudad de Siena, o en el status económico del mecenas que encargó dicha obra de
arte? Acometer tal esperpéntica tarea sería convertir en realidad las peores
fantasías procedentes de los enemigos y vulgarizadores del marxismo. Es más,
centrémonos en un episodio más reciente y volteemos la pregunta, ¿cómo vamos
a entender por completo las particularidades por las que está pasando la
economía de Ucrania o Rusia sin estudiar el conflicto militar activo y, a su vez,
hallar las pistas que lo originaron? ¿Cómo vamos a entender la guerra
propagandística que mantienen cada bando sin estar familiarizados con la
idiosincrasia y objetivos políticos de cada gobierno y sus aliados, sin conocer los
precedentes históricos de cada pueblo, etcétera?

Si el lector se acuerda de nuestro trabajo reciente sobre la llamada «música


urbana», a priori podría parecer un análisis de interés estrictamente musical o
como mucho, artístico −y solo a nivel contemporáneo−, pero esto tampoco es
exacto. Aquí, una vez más, tal deducción sería un error fruto de reducir todo el
contenido de sus capítulos a un trabajo crítico sobre arte. Y, en efecto, hay un
análisis sustancial, desde el punto de vista instrumental y lírico, pero subyace
mucho más: también existe una indagación y comparativa sobre el antiquísimo
origen filosófico de los planteamientos −de nuestros protagonistas modernos−;
un sosegado análisis sociológico sobre el origen de clase y nivel de vida de los
traperos −o del público que consume esta música−; datos económicos sobre la
industria musical −y su evolución en los últimos años−; exposición sobre los
críticos musicales −y sus míticas meteduras de pata a lo largo de la historia−;
reflexiones y perspectivas sobre la interrelación que ha de darse entre los
revolucionarios y el arte, y como esto un infinito etcétera. Véase la obra: «La
«música urbana», ¿reflejo de una decadencia social?» (2021).

Por esto mismo, el marxista italiano Antonio Labriola insistió reiteradamente en


sus diferentes obras, como «En memoria del Manifiesto de los comunistas»
(1895) o «Del materialismo histórico» (1896), en la imperiosa necesidad de
entender el entrelazamiento, la multicausalidad que hay detrás de cada gran
episodio histórico. Los denominados «factores» son divididos −unas veces de
forma natural, y otras artificial− para que el investigador comience su labor
ordenando nuestras ideas, o para hacer más clara su exposición, pero, al fin y al
cabo, conforman un todo unitario que no podemos ignorar. De ahí la advertencia
en cuanto al método del materialismo histórico, el cual: «Sólo analiza y separa los
elementos para volver a encontrar en ellos la necesidad objetiva de su
cooperación hacia un resultado final». Esto no puede ser de otro modo, pues
quien no lo tenga en cuenta ni logre hallar ese hilo conductor solo podrá ofrecer
una parte muy recóndita del fenómeno a investigar.

Esto echa abajo una vez más la estúpida y recurridísima calumnia que ha
sobrevolado al marxismo-leninismo desde sus inicios, aquella que aseguraba que
esta doctrina: «Nunca ha tenido en cuenta los aspectos ideológicos, psicológicos,
artísticos y religiosos», siendo, según sus adversarios, «un método de
investigación reducido estrictamente a lo económico», y por ende
«tremendamente unilateral, inservible para comprender la profundidad de los
hechos sociales»; nos referimos, cómo no, a la vieja e infundada acusación de
«economicismo» hacia Marx, Engels y Cía. Si uno quiere un ejemplo de tales
bulos puede revisar cualquiera de las obras del «respetadísimo» y «elogiadísimo»
historiador E. P. Thompson, una eminencia dentro del «marxismo humanista»,
tan idealista como inofensivo, y que por ello tanto se ha estilado en las
universidades del mundo anglosajón. Véase el capítulo: «¿Es cierto que el
marxismo menosprecia o cercena el papel del hombre en la historia?» (2022).

Los «reconstitucionalistas» también niegan que el marxismo sea


ciencia

En cuanto a las pequeñas sectas que conforman la «Línea de Reconstitución»


(LR), unas veces unidas y a veces contrapuestas, también han llegado al punto de
contraponer ciencia y marxismo de maneras tan arbitrarias como la que sigue:

«Si hemos insistido en la crítica del cientifismo es porque fue la desviación


dominante en el MCI durante el Ciclo y, por ello, la que más persiste entre sus
fragmentados y confusos herederos. (…) La diferencia entre la ciencia,
comprendida como crítica objetiva −esa posición de observador externo de un
proceso objetivo− es que la vanguardia, en el contenido de su desarrollo teórico,
sí vincula este proceso con un fin». (Movimiento Anti-Imperialista; Alrededor
de la ciencia y la praxis revolucionaria; Debate con la Unión de Comunistas
para la Construcción del Partido, 2013)

¿Por dónde empezar? Aquí, como se dice popularmente, «se mezclan churras con
merinas». El MAI no se percató de un «detalle» muy tonto: por lo general, tanto
el sujeto marxista, pseudomarxista o antimarxista, vinculan en su actividad el uso
de la ciencia hacia un fin, por lo tanto, su crítica al llamado «cientificismo» es
estéril. ¿Qué ocurriría si no fuese así, si no buscásemos un «fin» con la práctica?
Se estaría dando por hecho, por ejemplo, que todo «profesional de las ciencias»
basa su modo de trabajo en «registrar datos, procesar y concluir» de forma
«neutra», como si en todo este proceso no operasen otras formas de conciencia
social, como si la política, la religión o la filosofía no entrasen de oficio, como si
la opinión personal, la presión familiar, del círculo social o de la empresa tampoco
influyesen lo más mínimo. ¿Y quién se cree eso hoy día? Nadie, y si el lector no
nos cree puede revisar los últimos libros de texto y manuales de universidad,
donde se critica tal visión que elimina estos factores. ¿Por qué el MAI dijo
entonces tal bufonada? En verdad, no son los primeros ni serán los últimos. Este
es un famoso absurdo derivado, primero, de no entender la relación entre teoría
y práctica −como ya comprobamos−, y segundo, de no entender qué es «ciencia»
y qué relación tiene con el movimiento político, tanto del oficialismo como del
subversivo. En este caso, si en vez de usar palabrejas cliché como «cientificismo»
−etiqueta que, como tantas otras, ya se usa arbitrariamente−, los autores del MAI
hubieran comenzado por saber comprender tal concepto, de seguro no hubieran
quedado en evidencia tan fácilmente. Véase el capítulo: «La terrible disociación
entre la teoría y la práctica y sus consecuencias» (2022).

Ser tan patán como un jefe «reconstitucionalista», y declarar que «la ciencia no
tiene capacidad transformadora» −al nivel que sea− es estar a la altura de un
terraplanista. Este fetiche de repetir una y mil veces que ellos no «conocen» ni
«interpretan», sino que directamente «transforman», tras haber llegado a un
saber filosófico «autoconsciente», se vuelve totalmente caricaturesco, máxime
cuando luego sabemos cómo llevan a cabo esa «praxis transformadora», donde
más bien solo consiguen darse de bruces con la realidad, recordando al pobre
abejorro atrapado que quiere traspasar la ventana una y otra vez, no dándose
cuenta de que ha quedado arrinconado en su despiste y tiene que buscar otra vía
si desea salir de ahí. Si el lector lo desea, podemos dar una analogía más
antropomórfica: esto vendría a ser como aquel noble cruzado que, tras haber
recorrido miles de kilómetros para presentarse frente a las murallas de Jerusalén,
advierte a sus vasallos y a otros nobles que él no ha venido a «Tierra Santa» para
preocuparse de esas «minucias» que son a sus ojos la logística o la mecánica, sino
a «actuar» y «matar herejes» (!). No le importa demasiado obtener el plano de la
plaza enemiga a conquistar, ni saber de formaciones ofensivas o de cómo operan
las torres de asedio, las escalas y los arietes. Promete que él no necesita detenerse
en minucias como «dominar el arte de la guerra», porque ha sido «iluminado por
la providencia» y sabe que su causa es «justa», simplemente reúne a sus fieles,
toca a rebato, y declara convencido: «¡Dios proveerá!».

Emulando a figuras de la talla y fama de Alberto Garzón o Santiago Armesilla, la


LR también pone peros a eso de colocarle al marxismo un estatus de ciencia:

«La historia demuestra que el marxismo no puede reducirse al estatuto de


simple ciencia; pero, igualmente, tampoco puede prescindir de ella. (…) El
marxismo, la más moderna concepción del mundo, supera la ciencia al modo
dialéctico: la conserva como parte −momento− de la nueva concepción del
mundo; la eleva al romper todas las costuras, moldes y restricciones que los
intereses y prejuicios de clase de la burguesía le imponían; y la cancela como
forma de conciencia más avanzada, al subordinar el conocimiento positivo del
mundo al nuevo imperativo práctico de su transformación». (Comité por la
Reconstitución; Línea Proletaria, Nº3, 2018)

Al menos en esto son honestos, ya que, en efecto, estas líneas están en las
antípodas de lo planteado por Marx y Engels, así como sus más legítimos
sucesores. Este no es un comentario aislado, pues, efectivamente, los
«reconstitucionalistas», como tantos otros revisionistas, no hacen otra cosa que
no sea darnos el sermón día y noche con que el «marxismo no se puede considerar
ciencia». En esto no son muy originales. En Twitter, encontramos a mansalva
usuarios que, aun sin ser seguidores oficiales de la LR −e incluso declararse
opuestos a ella−, casualmente promocionan sus mismos autores fetiche −Lukács,
Lifschitz o Iliénkov− y sus mismas conclusiones. Por poner un ejemplo, aquí uno
de ellos, afín al PCE (r), promocionando a uno de estos «mártires del
antidogmatismo», ¡el señor Korsch!:

«@VasilievichML: [Prólogo de 1972 de Paul Mattick al libro de Karl Korsch


«¿Qué es la socialización?»]: Korsch no podía admitir que el marxismo fuese o
pudiera llegar a ser una «ciencia». (…) «El capital» [de Marx], por ejemplo, no
es la economía política, sino la «crítica de la economía política». (Vasilievich(r);
Twitter, 31 de marzo de 2020)

¿Pero qué hay de cierto en esto? Si observamos las referencias clásicas de la


literatura del llamado «socialismo científico», sus autores no dejan ápice de
dudas. En la tradición marxista siempre se ha sostenido que los antiguos y nuevos
campos de la ciencia, como la llamada «economía política» o la «sociología», no
adquirieron un estatus tan refinado como el actual hasta que Marx y Engels
completaron, matizaron, corrigieron o descubrieron lo que los autores burgueses
solo habían dejado a medias, lo que solo habían llegado a intuir. Véanse las obras
de Antonio Labriola «Materialismo histórico» (1893) y Lenin «¿Quiénes son los
amigos del pueblo?» (1894).

¿Y qué opinaban los protagonistas en cuestión, Marx y Engels? El primero, ya


desde sus inicios dejó claro en su «Carta a Lecke» (1 de agosto de 1846) que sus
esfuerzos iban en pro de: «Preparar al público para comprender el punto de vista
de mi Economía Política que se opone diametralmente a la ciencia alemana
dominan te basta hoy». Incluso en una obra tan temprana como «Miseria de la
filosofía» (1847), no solo hablaba de «ciencia económica», sino que, criticando a
los utópicos, argumentaba que la ciencia jamás puede salir de la cabeza −como
Minerva de Júpiter−; esta solo puede provenir de los hechos −los mismos que
estos utópicos tenían en frente de sus narices, pero no eran capaces de captar por
las limitaciones, tanto de la época como del intelecto personal−. Por ende, el
sujeto, una vez es consciente, lo que hace es adoptar una «ciencia revolucionaria»,
abandonando las «especulaciones doctrinales», o si se quiere así −para contentar
a los más picajosos−, se apega una doctrina −en el sentido de conciencia social−
bajo estrictos lineamientos científicos:

«A medida que la historia avanza, y con ella empieza a destacarse, con trazos
cada vez más claros, la lucha del proletariado, aquellos no tienen ya necesidad
de buscar la ciencia en sus cabezas: les basta con darse cuenta de lo que se
desarrolla ante sus ojos y convertirse en portavoces de esa realidad. Mientras
se limitan a buscar la ciencia y a construir sistemas, mientras se encuentran en
los umbrales de la lucha, no ven en la miseria más que la miseria, sin advertir
su aspecto revolucionario, destructor, que terminará por derrocar a la vieja
sociedad. Una vez advertido este aspecto, la ciencia, producto del movimiento
histórico, en el que participa ya con pleno conocimiento de causa, deja de ser
doctrinaria para convertirse en revolucionaria». (Karl Marx; Miseria de la
filosofía, 1847)

También en su «Carta a Danielson» (7 de octubre de 1868) advertía que: «Solo


sustituyendo los hechos en conflicto y los antagonismos reales que constituyen su
fundamento se puede transformar la economía política en una ciencia positiva».

¿Y qué pensaba el segundo, Friedrich Engels, difería o coincidía con su


compañero? Un buen ejemplo de esto es la reflexión sobre la «economía política»
en su: «Carta a Albert Lange» (29 de marzo de 1865), donde declaraba que esta
no se encarga de «unas leyes eternas de la naturaleza, sino unas leyes históricas,
que nacen y desaparecen», por ello «el código de la economía política moderna,
en la medida en que la economía lo establece verdaderamente de manera objetiva,
sólo es para nosotros el resumen del conjunto de leyes y de condiciones que
permiten que la sociedad burguesa moderna siga existiendo». Por tanto,
«ninguna de estas leyes, en la medida en que expresan unas relaciones sociales
puramente burguesas, es más antigua que la moderna sociedad; aquellas que,
más o menos válidamente, han servido para explicar toda la historia anterior no
hacen más que expresar las relaciones sociales comunes a todas las situaciones
sociales que se basan en una dominación y una explotación de clase». ¿A qué se
refería? A, por ejemplo, «la ley de Ricardo, que no es válida para la servidumbre
ni para la esclavitud antigua». Más claro, imposible.

Este tipo de apología fue repetida por Engels en sus siete artículos escritos de
forma no oficial para difundir «El capital (1867)» de Karl Marx. Allí destacaba
cómo: «El autor compara con indignación esa economía aguada ahora en boga y
que él, muy acertadamente, llama «economía vulgar», con los que fueron sus
precursores clásicos, hasta Ricardo y Sismondi, y adopta también frente a éstos
una actitud crítica, pero procurando no desviarse jamás de una línea de rigurosa
investigación crítica». También tuvo tiempo de ajustar cuentas con los
«profesionales» y «eruditos» de la economía política. En primer lugar, reprendía
a sus compatriotas por el escaso interés mostrado en el estudio concienzudo de la
ciencia económica: «En Alemania la economía es una materia que a nadie
interesa como ciencia; los que estudian economía, lo hacen para ganarse la vida,
como materia de examen para ingresar en la administración pública o para
pertrecharse con las armas más superficiales que pueda imaginarse con vistas a
la agitación política». En segundo lugar, les echaba en cara no haber apreciado
suficientemente los anteriores tratados económicos de este autor: «Los anteriores
escritos de Marx, sobre todo el publicado en 1859 por la editorial Duncker, de
Berlín, sobre la naturaleza del dinero, se caracterizaban ya por su espíritu
rigurosamente científico, a la par que por su crítica despiadada; hasta hoy, que
nosotros sepamos, la economía oficial alemana no ha podido oponer nada a estas
investigaciones». En otro de estos comentarios se es igual o más categórico:
«Independientemente de las conclusiones finales de la obra, queremos insistir de
un modo especial en que a lo largo de ella, se estudia toda una serie de problemas
fundamentales de la economía desde puntos de vista totalmente nuevos y se llega,
con un planteamiento rigurosamente científico de esos problemas, a conclusiones
que difieren notablemente de las mantenidas hasta por la economía en boga y que
los economistas profesionales tendrán que analizar en un plano crítico serio y
refutarlas científicamente, sí no quieren que se vengan a tierra todas sus doctrinas
anteriores». Finalizaba con la esperanza de que habría que: «Desear, en interés
de la ciencia, que en la literatura especializada se abra debate sin pérdida de
momento sobre los puntos aquí tratados». Pero, entendemos que esto quizás no
satisfaga a nuestros afables «marxiólogos» y «lukacsianos», aquellos que siempre
ven en los movimientos de Engels un intento de distorsionar la obra de Marx y
hablar en su nombre sin merecimiento, así que continuemos con la vigésima
prueba de que están equivocados de arriba a abajo.

Ni siquiera debemos irnos a las cartas privadas, artículos escritos con


pseudónimos y obras inacabadas. Nos basta repasar el «Anti-Dühring» (1878),
una de las publicaciones de Engels más famosas, que contó con la supervisión
directa de Marx y además sirvió durante décadas como referencia para la
formación de generaciones enteras de revolucionarios. Hoy, por desgracia, el
revisionismo suele abandonar dicha obra en el estante de los libros «dogmáticos»
y «superados». Allí se dijo sin tapujos que la «economía política» era «la ciencia
de las leyes que rigen la producción y el intercambio de los medios materiales de
vida en la sociedad humana». ¿Y qué relación guardaba esta con el socialismo?

«Ante todo, el socialismo moderno es por su contenido el producto de la


percepción del antagonismo de clase entre poseedores y desposeídos,
asalariados y burgueses, por una parte; y de la anarquía reinante en la
producción, por otra. Pero, por su forma teórica, se presenta inicialmente como
una continuación, en apariencia más consecuente, de los principios establecidos
por los grandes ilustrados franceses del siglo XVIII. Como toda nueva teoría, el
socialismo moderno tuvo que enlazar con el pensamiento que existía
previamente, por más que sus raíces estuvieran en los hechos económicos. (…)
Para hacer del socialismo una ciencia había que empezar por situarlo en el
terreno de la realidad». (Friedrich Engels; Anti-Dühring, 1878)

Una vez logrado esto, no era extraño vislumbrar que:

«Tal parece como si nuestra economía política ortodoxa se empeñase en


empujar hacia el campo socialista a cuantos toman en serio la ciencia
económica». (Die Zukunft. 6 Berlín 30 octubre 1867; núm. 254, suplemento)

Bogdánov y Lenin sobre la «ciencia económica»

¿Qué hay de los autores soviéticos? ¿Dijeron ellos algo al respecto que
contradijera a Marx y Engels respecto a la economía política? Durante los
primeros años de difusión del marxismo en Rusia, se publicó el «Curso breve de
la ciencia económica» (1897), de Aleksándr Bogdánov. Ya al comienzo de este
libro se nos dice que «el sujeto del que se encarga nuestra ciencia económica o
economía política, es el de la esfera de las relaciones sociales y de trabajo entre
los hombres». Relaciones que empiezan con la cooperación entre hombres y la
división del trabajo, que siempre han existido, pero que se vuelven infinitamente
más complejas conforme evolucionan y se llega a un grado avanzado de desarrollo
de la producción. Sobre estas nos dice «las relaciones sociales no representan
nada que sea permanente o inmutable», sin embargo, esto no nos impide dar una
definición de qué es la economía política. Al contrario, si podemos discernir que
esta tiene un cambio, podemos discernir también los elementos que definen a
esta en sus distintas etapas y a raíz de dicha observación concluir no solo qué
cambio ha tenido sino por qué.

Más en concreto, Bogdánov explica que cuando una sociedad ha desarrollado su


mercado plenamente «la complejidad y amplitud de las relaciones productivas se
presentan con claridad». Siendo esta la razón por la que, aun existiendo desde el
albor de los tiempos, la economía política como rama especializada de
investigación solo empezara a surgir a partir del siglo XVII, no alcanzando su
pleno desarrollo hasta el siglo XIX con las obras de Marx y Engels.

Con esta base, se concluye que la economía política es ciencia por las siguientes
razones:

«Cada ciencia representa un entendimiento sistemático de los fenómenos de una


esfera definida de la experiencia humana. Entender dichos fenómenos implica
entender sus conexiones comunes, establecer sus relaciones internas, en tal
manera que sea posible usarlas en los intereses del hombre. El mismo esfuerzo
surge en la actividad económica de la humanidad. (…) Desde el punto de vista
de estas ideas que forman la esencia de la teoría del materialismo histórico, las
relaciones económicas son vitalmente necesarias; se forman inevitablemente en
acuerdo al grado de desarrollo de las fuerzas productivas, y por ende forman la
estructura básica de la sociedad. (…) La economía política entonces puede que
se pueda definir correctamente como la ciencia de la estructura básica de la
sociedad». (Aleksándr Bogdánov; Curso breve de la ciencia económica, 1897)

Los lectores que más atención hayan prestado, verán que en nada se distancia
Bogdánov de lo que Marx expresó, tanto en «El Capital» (1867), como en las
cartas de su correspondencia donde expresaba sus consideraciones sobre la
economía como ciencia.

El libro, por supuesto, no tardaría en caer en manos de un joven Lenin, el cual


escribiría en una reseña sobre este que «no es una guía más [sobre economía]»,
que «no estará de más» −como «lo espera» el autor, según el prefacio− entre
otras, sino que es la mejor». Estos halagos no eran meros elogios entre
camaradas, sino una apreciación honesta de Lenin en un panorama donde la
literatura sobre economía era escasa, insuficiente o censurada por el régimen
zarista. Donde lo único que imperaba era la obra de los profesores oficiales de
economía que «se desvían de las «relaciones sociales de la producción» hacia la
producción en general, y que llenan voluminosos cursos con un montón de
trivialidades y ejemplos hueros y enteramente extraños a la ciencia social».
Frente a estos, Ilich describe que los méritos de Bogdánov consisten en que:

«El autor no tiene nada de común con esa escolástica que muchas veces lleva a
los redactores de manuales a ingeniarse en las «definiciones» y en el análisis de
algunos aspectos de cada definición; y, al mismo tiempo, su exposición, lejos de
perder, gana claridad, y el lector, por ejemplo, obtiene nociones precisas de una
categoría como la de capital, en su significado social e histórico. Esa concepción
de la economía política como ciencia de los sistemas de producción social en su
desarrollo histórico es, en el Curso del señor Bogdánov, la piedra angular a lo
largo de toda su exposición». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Reseña del libro de
A. Bogdánov «Curso breve de la ciencia económica» de 1897, 1898)

Aun con todo, no podemos decir que el señor Bogdánov se mantuviera


consecuente con las posturas científicas expresadas al principio de la obra. Pues
como bien se sabe, en los siguientes años empezaría a virar a posiciones
filosóficas oscurantistas, místicas, donde eclécticamente intentaría combinar la
filosofía de Ernst Mach con la de Marx de una manera desastrosa. Entrando en
polémica con los jefes del partido, primero con Plejánov y luego con Lenin, este
último se vería obligado a recuperar −de manera crítica− las excelentes nociones
de ciencia de Dietzgen, las cuales se asemejan bastante a lo que Bogdánov escribió
en el 1897 y bastante poco a lo que escribiría más tarde. En materia de partido
también resultaría alguien poco fiable puesto a que encabezaría la futura escisión
de 1908 entre los bolcheviques de los «otzovistas», arrastrando al partido a volver
a debatir asuntos ya tratados en los años previos. Por último, en cuestiones
artísticas encabezaría entre 1918 y 1920 ese snobismo que tanto caracterizó a
Proletkult.

Como dato al lector, este ha de saber que Bogdánov nunca se desprendió del
misticismo que le influyo el «empiriomonismo» y el «machismo». Esto haría que
este dedicara sus últimos años de vida a la búsqueda de la «juventud eterna», la
cual estaba convencido de que se hallaba en la sangre joven −aclaramos: él lo creía
de verdad, esto no es ninguna broma nuestra−. Este razonamiento le llevo a
dedicar los últimos años de su vida a conducir experimentos sanguíneos que
acabarían con su vida en 1928, pues recibió una transfusión de un individuo
afligido de malaria y tuberculosis con el que tenía incompatibilidad sanguínea,
dicho fenómeno siendo aun relativamente desconocido en aquella época.

Sea como fuere, la mala fama que se ganó no conllevó un desprestigio de sus
pasados méritos. Según Lenin, tanto la estructura como la exposición de dicha
obra debía ser el modelo sobre «cómo se debe exponer la economía política».
Fueron estas consideraciones de Lenin las que produjeron que: a) la obra se
reeditara en 1919, en plena guerra civil. b) se realizase una traducción al inglés
para beneficio de los partidos de la Internacional Comunista; c) durante las
discusiones sobre la redacción de los manuales de economía política soviéticos,
en 1937, el Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética emitiese
unas resoluciones donde explícitamente se declaraba: «El manual ha de
inspirarse en el «Curso breve» de Bogdánov». Véase la obra de Vijay Singh:
«Stalin y la creación de la economía política del socialismo» (1998).

En definitiva, ¿por qué los «reconstitucionalistas» hacen una separación artificial


entre «marxismo» y «ciencia»? Sencillo. Como ya vimos atrás, la ciencia es, según
ellos, un saber «práctico» e «instrumental», pero «no consciente», digamos que
«no está a la altura» de su grandísima «filosofía revolucionaria» que se
«autoconoce en sus propósitos finales» (La Forja; Nº27, 2003). Por eso
consideran a la «ciencia» como «la forma de conciencia que mejor responde a la
naturaleza [burguesa]» (Línea Proletaria, Nº3, 2018). Esto significa que da lo
mismo cuantas imágenes, frases o citas compartan sobre la «ciencia», en lo
decisivo la niegan tajantemente, y como veremos, no se diferencian de los peores
agnósticos y subjetivistas. En cualquier caso, estamos siendo testigos de cómo
estos cabezas de chorlito desean arrastrarnos varios pasos atrás en el
conocimiento ya conquistado por la humanidad.

Santiago Armesilla y sus ciencias «categorialmente cerradas»

¿Pueden sorprendernos los «reconstitucionalistas» con tales declaraciones? No


cuando uno no espera milagros de la estulticia humana. Mismamente, Santiago
Armesilla, discípulo de Gustavo Bueno y su «materialismo filosófico», también
niega la categoría de ciencia al marxismo porque, según él:

«Si el marxismo fuese una ciencia en el sentido de categorialmente cerrada, que


es la que permite afirmar que la física, la geometría o la biología son ciencias;
y no solo como sinónimo de sabiduría, porque entendiendo a la ciencia como
sabiduría cualquier saber técnico sería «ciencia» −artesanía, bricolaje, cocina,
etc.−, ¿no habrían explicado sus fundadores, Marx y Engels, el método?».
(Santiago Armesilla; Facebook, 28 de agosto de 2021)

Que en pleno siglo XXI se diga que existen ciencias «categorialmente cerradas»
es un sin sentido, más allá de delimitar el tema de estudio y formas de abordarlos
−pues nadie dirá que la sociología y la química se ocupan de lo mismo y emplean
los mismos métodos−. ¿A qué nos podemos referir por una ciencia
«categorialmente cerrada»? Cuando una ciencia comparte métodos con otras
cercanas, como ocurre entre la historia y la sociología, ¿a qué asistimos, a una
«brecha»? Y cuándo una ciencia nace de otra, como la paleografía de la historia,
¿qué acontece aquí, el derrumbe de ese «cerrojo»? Más bien lo que tenemos aquí
es la «brecha» y «derrumbe» del mal llamado «materialismo filosófico» de
Gustavo Bueno y la desacreditación de sus subvencionados palmeros. Engels
expresó de forma correctísima tal interdependencia, lo que hoy se ha llamado
como el «carácter interdisciplinar de las ciencias», ya mencionado en capítulos
anteriores:

«Al llamar a la física la mecánica de las moléculas, a la química la física de los


átomos, a la biología la química de las albúminas, deseo expresar la transición
de cada una de estas ciencias a la otra y por lo tanto la conexión, la continuidad
y también la distinción, la ruptura entre los dos campos. La biología no equivale
así a la química y, al mismo tiempo, no es algo absolutamente separado de ella.
En nuestro análisis de la vida encontramos procesos químicos definidos. Pero
estos últimos ahora no son químicos en el sentido propio de la palabra; para
comprenderlos debe haber una transición de la acción química ordinaria a la
química de álbumes, que llamamos vida». (Friedrich Engels; Anti-Dühring,
1878)

Volviendo al señor Armesilla, este adopta una posición donde el marxismo sí bebe
de las ciencias, pero no es ciencia, otro absurdo que nada aclara, y que recuerda
a la sentencia de la LR vista atrás:

«El materialismo histórico, que es el verdadero marxismo, no puede


implantarse políticamente si su metodología no parte de saberes científicos.
Pero esto no lo convierte en una ciencia». (Santiago Armesilla; Facebook, 28 de
agosto de 2021)
Así pues, parece que estábamos equivocados… la filosofía marxista, es decir, el
materialismo histórico y dialéctico, estaría así en tierra de nadie, pues ni sería una
ciencia ni dejaría de serlo, en tanto que, según él, no es una ciencia pese a que se
valga de esta (?). Esta es una posición muy parecida a la que mantuvo un famoso
pensador británico, Bertrand Russell, quien, anótese de pasó, en los años 20
sufrió una vertiginosa transformación, pasando de ser un fervoroso simpatizante
del «experimento bolchevique» a uno de los intelectuales más anticomunistas del
momento. En este caso, la «filosofía analítica» de Russell consideraba a la
filosofía a medio camino entre teología y ciencia:

«La filosofía, tal como yo la concibo ocupa un lugar intermedio entre la teología
y la ciencia. De una parte, coincidiendo con la teología, cavila en torno a
problemas acerca de los cuales no ha sido posible adquirir hasta hoy un
conocimiento exacto; de otra, al igual que la ciencia, apela a la razón humana
más que a la autoridad, arraigada en la tradición o en la revelación». (Bertrand
Russell; Historia de la filosofía occidental, 1945)

Fruto de esta mente caótica, Armesilla escribía lo siguiente dejando perplejo a los
licenciados en psicología, pues habría llegado a la conclusión de que:

«@armesillaconde: La psicología no es una ciencia». (Santiago Armesilla;


Twitter, 5 de febrero de 2020)

Como bien define la RAE, la «psicología» se puede definir como la: «Ciencia o
estudio de la mente y de la conducta en personas o animales». Nada que objetar
aquí. Al parecer, como es muy común, se confunde el bajo nivel de desarrollo, el
lastre filosófico que arrastra dicha esfera o su periodo de estancamiento reciente,
con su esencia y aspiraciones. Esto es «entendible» si observamos que en los
libros obras del campo que han formado a miles de profesionales de salud como
la obra del señor David G. Myers «Psicología» (1986), todavía se consideraba al
«psicoanálisis» de Freud como una corriente «opcional» entre muchas tantas
para tratar de interpretar los problemas psicológicos del sujeto. Todo esto,
insistimos, en un «prestigioso manual» para psicólogos en el cual estos podían
elegir cual corriente deseaba utilizar para encarar los problemas del paciente,
como si uno estuviera leyendo un cuento para niños de «elige tu propia
aventura». Ahora, una cosa es esa y otra es declarar que la psicología no es
científica en base a tales pretextos, pues sería como decir que la geología no es
como tal una ciencia porque estaba mucho más atrasada en el siglo XIX que la
mecánica, o porque existía un puñado de geólogos que aseguraban con toda
firmeza que la formación y sucesión de capas respondía a las decisiones y
designios del «Altísimo». Traer como pruebas estos hechos no aclaran nada, y, en
definitiva, son sumamente falsarios. En resumidas, es no entender que, como dijo
Marx en el prólogo a su obra «El capital» (1867): «En todas las ciencias la
iniciación resulta siempre difícil».
Huelga decir cómo los principales pedagogos, psicólogos y filósofos marxistas
han fustigado el psicoanálisis desde sus inicios aun cuando estaba de moda y era
oficializada, véase para ello las obras de Politzer, Vygotsky o Luria. En cualquier
caso, si la psicología fuese una pseudociencia en su totalidad, habría que tirar por
la borda manuales como el del psicólogo Rafael García-Ros «Aprendizaje y
desarrollo de la personalidad» (2010), el cual recoge los principales estudios y
experimentos recientes que, más allá de sus limitaciones −que no negamos−, han
corroborado una y otra vez cómo se producen todo tipo de hitos cognitivos en
cuestiones de memorística, capacidad espacial, asociativa, etcétera, así como todo
tipo de técnicas de aprendizaje que presentan mayor o menor validez. De forma
indirecta, esto implicaría reconocer también que la pedagogía, la didáctica y otras
tantas ramas se fundan en la libre apetencia del autor, y que son la imaginación y
la capacidad de improvisación del sujeto lo más importante, sino lo único.

De hecho, lo mismo podríamos afirmar en torno a la economía, ¿acaso habría que


declararla como «una gran estafa», como otra «pseudociencia», solo porque en
gran parte de los manuales del mundo capitalista aparezcan como referentes las
figuras y teorías de los economistas burgueses? Aplíquese exactamente lo mismo
para las ciencias naturales, donde físicos, químicos y biólogos introducen de tanto
en tanto de contrabando todo tipo de especulaciones y delirios. Donde, como
anotó Engels en «Dialéctica de la naturaleza» (1883), los más grandes científicos
de su época mezclaban importantes descubrimientos con teorías y creencias
espiritistas. Y así podríamos seguir repasando una larga lista de campos. A
colación de esto podríamos repasar unas curiosas palabras del historiador Pierre
Vilar cuando se enfrentó frente a la incomprensión de algunas personas no muy
familiarizadas con su campo:

«¿Cree usted que la historia es una ciencia?» Respondí, molesto, «Si no lo


creyese no me dedicaría a enseñarla». No es que quisiera liquidar un gran
problema epistemológico mediante una humorada. Lo que quería era afirmar
que no habría elegido el oficio de historiador si hubiera creído que tan sólo iba
a parar a unas verdades dudosas, o inútiles. En cambio, si este oficio me ayuda
a definir y a penetrar una materia aún mal explorada, la materia social, ¿por
qué no puedo llamarlo «ciencia», como si las otras «ciencias», sobre otras
materias, procedieran de modo diverso? (…) Comprender el pasado es dedicarse
a definir los factores sociales, descubrir sus interacciones, sus relaciones de
fuerza, y a descubrir, tras los textos, los impulsos −conscientes, inconscientes−
que dictan los actos. Conocer el presente equivale, mediante la aplicación de los
mismos métodos de observación, de análisis y de crítica que exige la historia, a
someter a reflexión la información deformante que nos llega a través de los
«mass media». «Comprender» es imposible sin «conocer». La historia debe
enseñarnos, en primer lugar, a leer un periódico». (Pierre Vilar; Introducción
al vocabulario histórico, 1980)
Los desvaríos de los profesionales de Historia y Geografía como
reflejo del paupérrimo estado de las ciencias sociales

¿A qué se refería exactamente Pierre Vilar con la última cita? ¿Estaba dando por
hecho que las «ciencias» son una «ficción» de los historiadores, un «relato entre
tantos» del «poder», una «forma más de conocimiento tan valida como cualquier
otra», como diría el historiógrafo posmoderno Keith Jenkins, que luego veremos?
En absoluto, no van por ahí los tiros:

«Merece la pena recordar que todas las ciencias se han elaborado a partir de
interrogantes dispares, a los que se fue dando sucesivamente respuestas cada
vez más científicas, con puntos de partida, saltos hacia adelante y retrocesos,
pero nunca, como se dice hoy en día con demasiada frecuencia bajo la influencia
difusa de Bachelard y Foucault, con «cortes» absolutos entre las respuestas no
científicas y las respuestas científicas. (…) Es cierto que las ciencias humanas,
precisamente porque tratan del hombre, de sus intereses, de sus instituciones,
de sus grupos, y porque dependen de la conciencia −tan a menudo falsa− que
los hombres tienen de ellos mismos, llevan un retraso respecto a las ciencias de
la naturaleza. Es una banalidad recordarlo. Pero limitémonos a evocar la física
del siglo XVIII con sus falsos conceptos y sus curiosidades pueriles, y el retraso
de la historia nos parecerá menos cruel. Intentemos, pues, ver de qué forma el
modo de conocimiento histórico ha progresado, progresa y puede progresar
hacia la categoría de ciencia». (Pierre Vilar; Introducción al vocabulario
histórico, 1980)

En efecto, en el campo de la docencia e investigación existen multitud de


profesores e historiadores que no consideran a la historia una ciencia. ¿Será esto
posible en pleno siglo XXI? Por desgracia es el pan de cada día. Mismamente, el
hecho de que Santiago Armesilla, una caricatura andante, haya logrado ser
nombrado Doctor de Economía Política y Social por la Universidad Complutense
de Madrid, ya indica qué bajo está el nivel educativo y cuan poco cuesta conseguir
un título académico hoy día. En el caso de los historiadores y geógrafos esto es
todavía peor, pues al rechazar tratar a sus respectivas disciplinas con el debido
respeto a sus fundamentos científicos conocidos, están poco menos que
pegándose un tiro en el pie, reduciendo la calidad de sus producciones y poniendo
la primera piedra para que sus disciplinas sean diluidas o eliminadas de las aulas.
En el caso de la historia, se ha ido reduciendo a una disciplina basada en la
erudición de anécdotas y memorística, o en su defecto, a una mezcolanza de
metodologías e interpretaciones tan variopintas que invitan al relativismo, a que
el espectador cuestione su utilidad real −y no le culpamos por ello−.

Cuando decimos que la ciencia histórica o geográfica está en un estado


paupérrimo, no nos referimos a los conocimientos que, por fortuna, la
humanidad ya ha hallado y acumulado, y que en muchas ocasiones es negado,
relativizado o silenciado, en absoluto. Hacemos hincapié, más bien, en el gran
caudal de información disponible y en las nuevas fuentes de investigación
modernas que son desperdiciadas; a los pocos trabajos de interés que se efectúan
−que o bien repiten lo mismo que ya se sabe, o son tan defectuosos que el
resultado es verdaderamente lastimoso para lo que se intuye que se podría haber
alcanzado−; y también, cómo no, estamos haciendo mención a la poca seriedad a
nivel filosófico y político que nuclean todas las producciones de historiadores y
geógrafos. ¿Pero para qué hablar en abstracto si podemos concretar con
paradigmas que pueden llegar a ser muy ilustrativos? Pongamos unos breves
ejemplos para que el lector sepa mejor a qué nos referimos.

El respetadísimo Joaquín Prats, catedrático en la Universidad de Barcelona y


Doctor en Historia Moderna, declaró lo siguiente en su «¿Qué son las ciencias
sociales?» (2011) en relación a la definición de «ciencia»: «El único consenso que
hemos logrado es el ser considerado una de las formas privilegiadas de obtener
conocimiento, aunque no la única»; pues «se puede llegar a las mismas
conclusiones explicativas tanto mediante un proceso científico como por otros
caminos». De hecho, si el señor Armesilla excluye a la psicología como ciencia, el
señor Prats hace lo propio con el contenido de la «didáctica», la cual considera
que se ha construido por caminos ajenos a la ciencia −¡la suya sin ninguna
duda!−. También subrayó que hay quienes «han planteado la dificultad de
alcanzar resultados científicos en el campo social», citando como «referencia
obligada» a las presuntas «contribuciones» de Popper, Kuhn, Feyerabend,
Marcuse y Foucault contra la «razón instrumental» y el fantasma del
«positivismo» −¿se dan cuenta, una vez más, cómo el discurso no se diferencia ni
un ápice del que sostienen los «reconstitucionalistas»?−. Como prueba de la
ruptura del hechizo del «cientificismo», el señor Prats comentó que en las
ciencias sociales, a diferencia de las ciencias naturales, el objeto de estudio es
mucho más activo y complejo, incluso se conoce así mismo, dificultando el acceso
al conocimiento −¡vaya descubrimiento!−.

Esto coincide grosso modo con lo que espetó su colega de profesión, Francisco
García Pascual, Doctorado en Geografía y docente de la Universidad de
Extremadura. Pues en su artículo «Geografía, una ciencia de desinterés» (2011)
afirmó que: «No existe una definición de geografía que esté ampliamente
aceptada por la comunidad de geógrafos, ni y ello es importante, tampoco están
nítidamente delimitados sus límites», considerándose una «ciencia ecléctica»;
pero ahí no acaba todo, pues, según él, «lo que es indudable es que, hoy en día,
transcurrida la etapa posmoderna e incubándose la reacción múltiple a esta», al
parecer hay que enorgullecernos porque «coexisten diferentes paradigmas en la
ciencia geográfica, y una pléyade de enfoques en el seno de estos paradigmas».

Isidoro González Gallego, catedrático de Didáctica de las Ciencias Sociales en la


Universidad de Valladolid, escribió lo siguiente en su artículo «El currículum de
ciencias sociales en Geografía e Historia» (2011): «La mayoría de ciencias son
predictoras, su estudio presupone que va a pasar», pero, según él, esto «tampoco
ocurre con la geografía y la historia», pues «solo estudiamos situaciones finales».
Insistimos, esta tendencia no solo se observa en historiadores y geógrafos.
Margarita Limón Luque, profesora de la Facultad de Psicología de la Universidad
Autónoma de Madrid, comentaba lo siguiente en su texto: «El fin de la historia
en la educación obligatoria» (2008): «La historia es una disciplina en la que
coexisten diferentes epistemologías», en donde «esa coexistencia de enfoques»
no sería «una característica exclusiva de la historia», pues «ocurre también, por
ejemplo, en la psicología». En fin… ¡tantos títulos y condecoraciones para acabar
diciendo las mismas sandeces que toda la ralea del mundo intelectual!

Nos gustaría preguntarles a estos caballeros un par de cosas. En primer lugar, si


tras su epifanía personal con el «posmodernismo», consideran que la «historia»
es solo un cúmulo de hechos −ya «finalizados»− muy problemáticos, que pueden
ser libremente tramitados e interpretados de mil maneras −no solo con los
principios científicos−, y que tampoco guardan demasiada conexión con el
presente y futuro −salvo por lo que quiera decir la «convención del momento»,
fabricada desde las «instancias del poder»−, ¿en qué se diferenciarían el trabajo
de un historiador para con los hechos históricos de la labor de un escritor de una
novela de ambientación histórica −inspirada tanto con presuntos elementos de
«verdad», como otros de especulación y fantasía−? ¿No debería decretarse sin
más que la historia ha fracasado y que ha de disolverse dentro de la literatura,
siendo considerada como un «relato de ficción» más? En segundo lugar, si estos
hombres «progresistas» están tan preocupados por el destino del planeta y sus
amenazas, ¿cómo se tomará cartas en el asunto, si, según ellos, la «geografía» −y
dentro de ella la «climatología»− «no puede predecir» nada? ¿Cómo se cotejará
el avance de los hielos, la lluvia ácida, la desertificación o la contaminación de las
aguas, si no es con la «geografía física»? ¿Qué debemos concluir entonces, que el
cambio climático es solo un invento o negocio, como difunden los grupos
neoconservadores y conspiranoicos? ¿Cómo combatir la gentrificación, como se
desarrollará la futura planificación urbana, la explotación o no de nuevos
yacimientos, si no es a través de la rama de la «geografía humana»? Como se
acaba de comprobar, las ideas de estos «expertos» en «ciencias sociales» no solo
no resiste el menor análisis, sino que son profundamente incoherentes, hasta el
punto que cualquier transeúnte las tomaría por meras estupideces.

Esto para nada es nuevo ni original. En 1888 Engels reportó que ya existían
tipejos de este estilo, quienes, dado que se había demostrado las insuficiencias de
los economistas de la escuela clásica, ahora pregonaban que lo mejor era
prescindir en general de toda «ciencia» o terminaban abrazados a cualquier
nueva moda:
«Quiere usted conocer la razón de por qué la economía política se encuentra en
un estado tan lamentable en Inglaterra. En todas partes sucede lo mismo; hasta
la economía clásica, hasta los mercachifles más vulgares del librecambio, son
tratados con desdén por la trivial «mentalidad superior» que puebla las
cátedras universitarias. Esto se debe en gran parte a nuestro autor; él mostró
las peligrosas consecuencias de la economía clásica, y ahora la gente descubre
que, al menos en este terreno, se marcha con mayor seguridad cuando se
renuncia a toda ciencia. Esta gente ha deslumbrado con tanta eficacia al filisteo
común que en Londres actualmente pueden aparecer muchos individuos −se
llaman «socialistas»− que afirmen haber refutado completamente a nuestro
autor oponiendo a su teoría la de Stanley Jevons». (Friedrich Engels; Carta a
Danielson, 15 de octubre de 1888)

¿Por qué ocurre esto? Porque, tanto ayer como hoy existe una profunda falta de
formación y de escrúpulos entre estos profesionales de las ciencias sociales. A
poco que uno revise todos estos artículos modernos verá que todo se reduce a
exposiciones descriptivas −y a veces muy inexactas− de autores tan contrapuestos
como Comte, Marx, Weber, Russell, Vilar, Derrida o Sokal, donde deja al lector
más confuso aún que al comienzo. Todo esto refleja muy bien aquel proceso de
degradación que Friedrich Engels comentó en su «Ludwig Feuerbach y el fin de
la filosofía clásica alemana» (1886): «En el campo de las ciencias históricas,
incluyendo la filosofía, con la filosofía clásica ha desaparecido de raíz aquel
antiguo espíritu teórico indomable, viniendo a ocupar su puesto un vacuo
eclecticismo y una angustiosa preocupación por la carrera y los ingresos, rayana
en el más vulgar arribismo». Fenómenos que ya hemos analizado en otras
ocasiones. Véase la obra: «La cuestión educativa y el liberalismo de la «izquierda»
(2021).

Para Alberto Garzón el marxismo ni siquiera tiene un método

Por su parte, el honorabilísimo Ministro de Consumo, Alberto Garzón, a su vez


duras penas jefe en Izquierda Unida (IU) y segundón en Unidas Podemos (UP),
también intentaba advertirnos de la sobrestimación del marxismo con las mismas
paparruchas que usan sus supuestos antagonistas, los posmodernos. En primer
lugar, aseguraba que el marxismo no tiene un método definido (sic), coincidiendo
con el señor Armesilla:

«No existe, en consecuencia, tal cosa como un método marxista único. Mucho
menos Marx o Engels elaboraron una guía epistemológica para que se
trabajara dentro de un corpus ortodoxo». (Alberto Garzón; ¿Es el marxismo un
método científico?, 2018)

Al que conozca las lecturas que acostumbra a recomendar el señor Garzón, nada
de esto le será nuevo. Él mismo no esconde su afinidad y «aprendizaje» por la
obra de Francisco Fernández Buey, antiguo discípulo de Manuel Sacristán,
ideólogo clave del eurocomunismo. ¿No nos creen? Compruébenlo:

«Él [Marx], que no pretendió construir una filosofía de la historia, y que así lo
escribió en 1874, tuvo que ver cómo la forma y la contundencia que había dado
a sus afirmaciones sobre la historia de los hombres hicieron que, ya en vida,
fuera considerado por sus seguidores sobre todo como un filósofo de la
historia». (Francisco Fernández Buey; Marx sin ismos, 1998)

Por lo visto, el señor Garzón desconoce que literalmente ese «método científico»
es explicado pormenorizadamente por Marx en obras como «Elementos
fundamentales para la crítica de la economía política» (1858), donde tras aclarar
los errores de la economía política clásica concluyó: «Este último es,
manifiestamente, el método científico correcto». ¡Vaya! Qué inesperada sorpresa.
Además, en la introducción de 1873 a su obra «El capital» (1867), en donde un
autor describió su forma de crear la obra con bastante acierto, Marx respondió
sorprendido: «Pues bien, al exponer lo que él llama mi verdadero método de una
manera tan acertada», y además se preguntaba retóricamente, «¿y qué hace el
autor sino describir el método dialéctico?». Es, por esto que, Engels, en relación
a la obra maestra de Marx, dijo lo siguiente en esa serie de artículos de promoción
de «El capital» (1867):

«Pero lo que esta obra de que hablamos nos presenta es una teoría sistemática,
científica, frente a la cual no es la prensa diaria, sino la ciencia, la que tiene que
decir la última palabra». («Elberfelder Zeitung», 2 noviembre 1867, núm. 302)

¡Vaya! Al parecer también el señor Fernández Buey desconoce que literalmente


Marx sí pretendía crear una «filosofía de la historia». ¿Afirmamos esto tan solo
apoyándonos en lo que expresa al respecto Engels, ya sea en el «Anti-Dühring»
(1878), o en sus diversas cartas y prólogos al respecto? Pues no, lo afirmamos
basándonos también en el capítulo: «Feuerbach. Contraposición entre la
concepción materialista y la concepción idealista», de su obra «La ideología
alemana» (1846), donde es el propio Marx −junto a Engels− el que expone su
concepción materialista de la historia. ¿Han leído ustedes, señor Armesilla, señor
Garzón, señor Fernández, señor Sacristán… estos documentos primarios, y más
aún, han hecho el esfuerzo por comprenderlos? No lo parece. Visto lo visto,
Alberto Garzón es de aquellos que quieren todo machacado, y que le lleven de la
mano en cada página, por eso se asusta cuando en algún momento el autor no le
advierte que al analizar esto y lo otro de esta misma forma está «revelando un
método». ¡Necesita que se lo digan abiertamente una y otra vez!

Finalmente, el señor Garzón, al igual que los «reconstitucionalistas» y los


«armesillistas», acaba enredándose en su propio relato ficticio. Si bien no
considera al marxismo como una ciencia, sí considera que ha «resistido bien el
paso del tiempo», pues sus teorías fundamentales tienen total actualidad, como
fiel reflejo de la realidad:

«Una de esas cosas que explica muy bien la tradición marxista es la evolución a
largo plazo de un sistema económico como el capitalismo. (…) Es posible que no
podamos afirmar, como Engels, que el marxismo sea socialismo científico o
ciencia. Pero sí podemos decir, con más humildad, que Marx «sencillamente,
identificó ciertas características del capitalismo muy resistentes al cambio que,
por supuesto, no excluyen cualquier otro rasgo complementario». (Alberto
Garzón; ¿Es el marxismo un método científico?, 2018)

El señor Garzón incurre en lo mismo que todos los revisionistas: en ningún


momento explica cómo el marxismo logró esa «identificación» de «ciertas
características del capitalismo», como predijo esa «evolución a largo plazo» de su
sistema. ¿Cómo fue posible tal cosa? ¿Estudio metodológico, especulación,
intuición, plagio, fortuna? ¿Acaso se sentaron Marx y Engels a jugar al
«pachinko» del azar económico y simplemente tuvieron «mucha suerte»? Pues
eso parece porque, según su maestro Fernández Buey, el bueno de Marx solo
pretendía criticar por la crítica en sí, como si fuera un acto que no tuviera un fin
superior alguno más allá de ajustar cuentas y polemizar con alguien:

«Él, que despreciaba todo dogmatismo, que tenía por máxima aquello de que
hay que dudar de todo y que presentaba la crítica precisamente como forma de
hacer entrar en razón a los dogmáticos, todavía tuvo tiempo de ver cómo, en su
nombre, se construía un sistema filosófico para los que no tienen duda de nada
y se exaltaba su método como llave maestra para abrir las puertas de la
explicación de todo». (Francisco Fernández Buey; Marx sin ismos, 1998)

Entendido queda que, según este caballero, Marx, en su crítica a los jóvenes
hegelianos, no estaba construyendo su sistema propio en base a superar los
defectos de la filosofía predecesora… ¿resultó que solo estaba intentando hacerles
«entrar en razón»? Esto debe ser el equivalente filosófico a una joven que
mediante el diálogo intenta convencer a su expareja para que reflexione sobre sus
malos actos, advirtiéndole que esta es la única forma para que vuelvan a estar
juntos algún día. Es más, siguiendo con el símil amoroso, esta situación
surrealista en la que aquí se asocia a Marx −como un hombre que no sistematiza
nada al aprender de sus errores−, sería como proponer que uno, tras salir de una
«relación tóxica», se deshace de sus viejas concepciones equivocadas −su relación
con el hegelianismo−, pero no para crear una base sólida y sana para una futura
relación, sino simplemente para conformarse con ser una «hoja movida por el
viento», un individuo sin «ataduras» que va improvisando su próximo escarceo
amoroso, porque ha llegado a la conclusión que eso es lo que «le hace libre». No
obstante, como bien sabemos, tanto en la filosofía como en el amor, la
indefinición nunca trae nada nuevo ni beneficioso para el sujeto. Esto bien lo
supieron los Eduard Bernstein, Conrad Schmidt, Georges Sorel y compañía,
quienes a causa de su «incontinencia» o «ingenuidad» no se pudieron resistir a
acabar seducidos por los «encantos» de Kant, Spencer, Bergson, etcétera, para
vergüenza de ellos.

Todos estos filósofos de pacotilla se han valido de palabras fetiche como


«dogmatismo», «ortodoxia», «burocracia», «esquematismo», «jerarquía»,
«ideología», «sistema», «doctrina», «autoridad», etc., en un sentido peyorativo
y subjetivo para amenazar y amedrentar a quienes no aceptasen someterse a su
dictadura de la hipocresía. Se ha llegado a un punto en que ni siquiera sus
seguidores saben exactamente qué quieren decir con tales palabros, o
cotidianamente le han dado un uso tan retorcido y arbitrario que han perdido su
significado original, siendo parte de un «neolenguaje» solo revelado para una
casta intelectual de elegidos. En todo caso, entre sus círculos lo aceptan, porque
son como mantras que repiten entre los miembros de su selecta comunidad para
aparentar que son más «sabios» y «libres» que nadie, que son los únicos que se
elevan por encima de los convencionalismos, ya que pueden utilizar conceptos y
categorías con los que analizar el mundo desde «otra perspectiva» muy superior.
La mayoría de veces, lo que esconde este uso interesado de las palabras es causar
una impresión psicológica de respeto y pavor, un intento rápido y barato de dar
carpetazo a la cuestión sin demasiado esfuerzo, algo ante lo cual solo capitularán
las mentes pusilánimes. Muchos gurús denominan continuamente que tal o cual
ordenación es sumamente «reduccionista», pero no ofrecen pruebas de las aristas
que dicho autor debería limar para acotar y precisar sin vulgarizarlo todo; se
califica a otra explicación de totalmente «esquemática», pero tampoco se ofrecen
alternativas para indagar qué aspectos importantes se han dejado en el tintero.
Son como el famoso perro del hortelano, «ni comen ni dejan comer». La otra
alternativa, a la que acuden con premura y frecuencia, es aquella de presentar
como «original», «rupturista» y «superador» los mismos desechos filosóficos de
siempre; ante lo cual esperan la genuflexión de todo el mundo del saber.

Retomemos con el señor Garzón, el cual, al no ser capaz él ni de buscarse sus


propias metáforas, continúa donde su admirado maestro Fernández lo dejó. Cual
sociólogo ecléctico, solo propone salvar del marxismo tradicional la parte «no
dogmática», la cual, por supuesto, él gustosamente nos seleccionará sin
justificación ninguna, conjugándola con un poco de esto y un poco de aquello:

«Recuperar el materialismo histórico, en una versión suavizada, como


instrumento útil para la ciencia social. (…) El marxismo no es, en suma, la llave
que abre todas las puertas. El marxismo es, más bien, una humilde herramienta
para el análisis social y también para la práctica política». (Alberto Garzón;
¿Es el marxismo un método científico?, 2018)
Entonces ¿a qué queda reducida la utilidad del marxismo según el señor Garzón?
A elogios ambiguos y vacíos para así, tras marear la perdiz, renegar de él. Esta es
como la vieja táctica centenaria de declararse «marxista» para añadir un
«heterodoxo» al final, como hizo el señor Karl Korsch, el cual tras una vida repleta
de charlatanería renunció al marxismo de arriba abajo en su «Diez tesis sobre el
marxismo hoy» (1950). Este fenómeno, tan típico entre los «pensadores», es
realmente dantesco, a cada cual intentando ser menos «dogmático» que el
anterior. Ellos pretenden ser así no vaya a ser que, por aceptar mínimamente
algún axioma, se caiga en el «escolasticismo», se resucite sin querer el espíritu
del «autoritarismo stalinista» y este vuelva a infundir terror y agonía en el alma
de los «hombres libres». Según este cuadro idílico, hoy la ciudadanía española
disfrutaría muy tranquila de las mieles de su flamante democracia con Unidas
Podemos y el «gobierno del cambio» al frente de la gobernanza, aunque, eso sí,
sin que los trabajadores puedan pagar la factura de la luz, al igual que sus
familiares desempleados con los ERTE y sus hijos perdidos en la ludopatía de las
casas de apuestas. Pero, ya se sabe, como dijo el último gurú de la
socialdemocracia, Pablo Iglesias, no nos queda otra, porque: «¡En política las
contradicciones no se superan, se cabalgan!».

Volviendo al tema… aquí habría que apuntar varias cosas más de sumo interés.
Evidentemente, el hombre desde que es hombre no comienza a conocer la
realidad solamente desde el instante en que el marxismo hace su aparición, varios
miles de años después. Sin embargo, al igual que no comparamos la capacidad
productiva o la inteligencia de un «Homo Australopithecus» con un «Homo
Sapiens», lo lógico es que a la hora de conocer la realidad tampoco vayamos a
comparar el sistema del marxismo con el que ofrecen otras corrientes previas,
como el kantismo o el hegelianismo. A esto añádase que, por supuesto, si aún
estamos cuerdos, mucho menos lo haremos con otras «desagradables
mutaciones» muy posteriores que se pierden en los «albores irracionales de
nuestra especie», como el vitalismo o el propio posmodernismo, que, de tratar de
adaptarlas a todas nuestras necesidades de forma absoluta −cosa que nadie hace
por motivos lógicos−, supondría volver casi al estado de bestialidad, a la época de
las cavernas. Cuando el señor Garzón habla del marxismo como una «humilde
llave» para el análisis social, nos gustaría preguntarle algo, puesto que en su
artículo este portero chismoso desea probar a abrir las puertas del conocimiento
con todo su juego de llaves: Kant, Popper, Kuhn, etcétera. ¿Acaso considera usted
a todas estas llaves como «iguales» o están por encima de la «llave maestra» del
marxismo? Bien pues eso parece:

«Lo que se cuestiona es la vigencia de una suerte de modelo canónico que toda
disciplina debería asumir». (Alberto Garzón; ¿Por qué soy comunista?, 2017)

Es posible que se nos mencione la típica perorata: «¡Pero es que es cierto! ¡El
marxismo no es capaz de captar todos los ángulos de la realidad!», razón por la
que inmediatamente recomiendan unirlo a la perspectiva de este o aquel
movimiento político, corriente filosófica o moda sociocultural. Pero hemos de
preguntarnos de nuevo, ¿la realidad, cuál realidad? Si es la realidad en general, la
única cosmovisión que ofrece una interpretación fiel de la misma es el
«materialismo dialéctico». ¿De la realidad social? El «materialismo histórico», y
punto, no hay otra alternativa, el resto de «lentes» han demostrado tener miopías
severas como para que nos acompañen en caminos tan empedrados como los que
deseamos recorrer. Y si el señor Garzón responde: «Ya, pero es que el marxismo
no tiene en cuenta este aspecto específico, que mi propuesta concreta sí
contempla», pues entonces enhorabuena, céntrese usted en ese aspecto
extremadamente puntual de la realidad social y desde una óptica tan corta de
miras y ya nos dará cuenta de qué frutos obtiene con las «gafas transversales» del
psicoanálisis, del estructuralismo, del existencialismo, del ecosocialismo, del
feminismo, del keynesianismo, y un infinito etcétera.

En todo caso, el comunismo es el movimiento que tiene como fin la abolición de


las clases sociales. En este sentido, el lector habrá de saber que, en lo referido a
Alberto Garzón, eso es a lo que él dice aspirar mientras forma parte del
bochornoso Gobierno de Pedro Sánchez desde 2020. Desafortunadamente para
él, ni Marx, ni Engels, ni sus discípulos han promovido jamás un movimiento
condescendiente con el eclecticismo doctrinal. Muy por el contrario, la laxitud de
pensamiento y acción siempre se ha identificado como un obstáculo para poder
lograr un conocimiento real del estado de las cosas, para guiar al pueblo hacia ese
objetivo final:

«El eclecticismo no desaparecerá pronto, ya que no es solo el efecto de la


confusión intelectual, sino la expresión de una determinada situación. (…)
Cuando unos pocos intelectuales más o menos socialistas se dirigen a un
proletariado ignorante, descortés, en buena parte reaccionario, es casi
inevitable que razonen teóricamente como utópicos y operen prácticamente
como demagogos». (Antonio Labriola; Carta a Friedrich Engels, 2 de octubre
de 1892)

Nosotros ni siquiera deberíamos dar un voto de confianza a este tipo de


elementos, ya que la hipocresía de esta gente clama al cielo. En el caso de este
individuo sale a relucir por sí sola: si bien Alberto Garzón ha declarado una
«cruzada contra el posmodernismo», por otro lado, hace décadas que se ha
echado a los brazos del feminismo. ¡Sí! Justamente cuando uno y otro,
posmodernismo y feminismo, son hoy uña y carne. Su pálida figura política queda
aún más en evidencia cuando desde 2016 ha venido trazando una coalición
electoral con Podemos, partido liderado por todo tipo de apologetas de la teoría
del «precariado» y otras monsergas posmodernas, con lo cual no puede haber
mayor nivel de cinismo e inconsistencia en tal discurso «antiposmoderno». Véase
nuestro capítulo: «La teoría del «precariado» y el «rol revolucionario» del
«lumpen» según Podemos» de 2020.
En la Rusia del siglo XIX los «populistas» como el señor Mijailovski también se
mofaban de las ideas de Marx, reclamándole que pese a sus supuestas
«pretensiones totalizadoras» sobre la historia, en verdad no había logrado
«resolverlo todo». ¡Qué inesperado! ¿Qué contestaba Plejánov ante insinuaciones
tan estúpidas?

«Pero, en el «El Capital», según lo hace notar el señor Mijailovski, «se trata
únicamente un solo período histórico, y aun dentro de esos marcos, el tema, ni
aproximadamente está exhausto». Esto es cierto. Pero, una vez más volvemos a
recordarle al señor Mijailovski, que el primer signo de un intelecto culto reside
en saber cuáles son las exigencias que se pueden presentar a los hombres de
ciencia. Marx, decididamente, no pudo haber abarcado, en su investigación,
todos los períodos históricos, exactamente igual que Darwin no pudo haber
escrito la historia de todas las especies animales y vegetales». (Gueorgui
Plejánov; La concepción monista de la historia, 1895)

Todo esto recuerda en demasía a las reflexiones del intelectual italiano Enzo
Traverso, en su obra «Marx, la historia y los historiadores. Una relación para
reinventar» (2018), quien rechazaba los aspectos del marxismo que, según él,
claro, lo han convertido en «una corriente con concepciones teleológicas y
totalizadoras de la historia». Especial mención para comentarios como el de
señalar con el dedo acusatorio a ese Marx del «célebre «Prólogo» de 1859 a la
«Contribución a la crítica de la economía política», el cual para el señor Traverso
«fue canonizado por la historiografía positivista −con la ayuda de Engels y Karl
Kautsky− y cuyo pensamiento fue transformado en escolástica» −¡vaya! ¡otro
comentario que bien podría haberlo firmado la LR!−. En cambio, casualmente
−nótese la ironía− valoraba muy elogiosamente a los autores posteriores como
«Georg Lukács, León Trotski, Antonio Gramsci o José Carlos Mariátegui», que
en su mentalidad fantasiosa serían los verdaderos «revitalizadores del
marxismo». ¡Claro que sí! Por no desviarnos del propósito analítico inicial,
simplemente recomendaremos al lector que si tiene interés real indague sobre
esta última figura; de esta manera podrá comprobar cómo sus tesis irracionales y
místicas se parecían tanto a las del marxismo, como de semejanza puede haber
entre un camello y un caballo. Véase la obra: «Mariátegui, el ídolo del «marxismo
heterodoxo» (2021).

En resumidas cuentas, estos peros para reconocer el estatus científico del


materialismo histórico y el materialismo dialéctico son, en esencia, el mismo
camino que recorren −aunque por otro sendero− los «reconstitucionalistas»,
que, si bien no niegan al marxismo-leninismo, declaran que: «En su totalidad»,
hace tiempo que decidieron «adoptar una posición crítica» desde el punto de vista
de «su validez universal y actual». (La Forja; Nº31, 2005).

Thomas Kuhn y los «paradigmas científicos»


Tanto los «reconstitucionalistas» como el señor Garzón consideran «muy
relevantes» los presuntos «descubrimientos» del pensador estadounidense
Thomas Kuhn (1922-1996), un famoso «filósofo de la ciencia» de influencia
popperiana. Según los primeros:

«Kuhn incluso nos señala, y eso es tremendamente interesante para un


marxista, que en la historia de la ciencia la norma ha sido la represión en un
primer momento sobre los avances científicos que podían poner en cuestión el
edificio cosmológico establecido». (Movimiento Anti-Imperialista; Alrededor de
la ciencia y la praxis revolucionaria, 2013)

Para el segundo de nuestros protagonistas:

«La obra de Kuhn se considera como el punto de inflexión de la concepción


positivista, es decir, el principio de su deslegitimación. Para Kuhn los
investigadores son personas de su tiempo, con una mochila de creencias que
afecta a su investigación y, como consecuencia, no existe un criterio único y
preciso para comparar entre las diferentes teorías científicas. (...) Entre los
cuestionamientos de Kuhn a la concepción positivista se encuentra también su
visión acumulativa y lineal del avance de la ciencia». (Alberto Garzón; ¿Es el
marxismo el método científico?, 2018)

Ya ven, ahora resulta que para cuestiones como: a) criticar las carencias del
positivismo −como esa noción de progreso lineal y automático de la historia−; b)
seguir los debates y señalar la falta de orientación de la que a veces hace gala la
comunidad científica; c) u observar cómo en cada descubrimiento influye el
contexto y opinión política… hemos de recurrir a uno de los precursores del
posmodernismo, como Thomas Kuhn. ¡Pues vaya! ¿No sería en este caso «peor el
remedio que la enfermedad»? Ahora el lector nos entenderá. Para el marxista
italiano Antonio Labriola el devenir, la ciencia y su progreso es definido de la
siguiente manera:

«Saber es para nosotros una necesidad que empíricamente se origina, se pule,


se perfecciona y se sirve de medios y de una técnica, como toda otra necesidad.
Nosotros conocemos poco a poco lo que nos es necesario conocer. Experimentar
es crecer, y lo que llamamos «progreso del espíritu» no es otra cosa que la
acumulación de energías de trabajo. (…) Podemos escribir sobre los datos
abstractos de una experiencia determinada, trabajos, por ejemplo, de ética y
política, y podemos dar a nuestro trabajo de elaboración la nitidez y rigidez de
un sistema, siempre que no tengamos presente que las premisas se relacionan
genéticamente con otra cosa, siempre que no caigamos en la ilusión
−metafísica− de considerar los principios como esquemas ab aeterno». (Antonio
Labriola; Filosofía y socialismo 1897)
En cambio, para el señor Kuhn este desarrollo de la ciencia no es tanto una
acumulación de logros y superaciones en el campo del conocimiento mediatizada
por la necesidad, sino una simple «sucesión de paradigmas» arbitrarios de unos
señores de bata blanca, como bien deja claro su admirador, el señor Garzón:

«La ciencia normal sería el paradigma científico que emplea una determina
comunidad científica en un momento histórico dado hasta que, eventualmente,
surgen suficientes fenómenos inexplicables mediante el paradigma que
provocan que pierda su legitimidad. En ese momento emergerá otro paradigma
que amenazará con disputarle la posición y que proporciona una mejor
explicación de las anomalías. Si el nuevo paradigma se termina imponiendo, se
convertirá con el tiempo en ciencia normal». (Alberto Garzón; ¿Es el marxismo
el método científico?, 2018)

Pero... ¿qué entendía Kuhn aquí por «paradigma científico»? En su «La


estructura de las revoluciones científicas» (1962), obra que muchos ponen por las
nubes, pero que ni han ojeado, definía este concepto como: «El conjunto de
ilustraciones recurrentes y casi normales de diversas teorías en sus aplicaciones
conceptuales, instrumentales y de observación». A su vez, estos «paradigmas» se
revelarían en el mundo de los científicos «en sus libros de texto, sus conferencias
y sus ejercicios de laboratorio».

Toda esta palabrería ha resultado muy «sorprendente» y «reveladora» entre


profesores de universidad posmodernos, los estudiantes de inclinaciones
libertarias y demás ralea que el lector puede imaginar, pero a poco que se
examine, las teorías de Thomas Kuhn tienen profundas lagunas como para ser
tomadas en serio. Para explicar su concepto particular sobre la «sucesión de
paradigmas» el señor Kuhn se vio obligado a ridículos tan extremos como el que
sigue:

«No se puede pasar de lo viejo a lo nuevo mediante una simple adición a lo que
ya era conocido. (...) [Ni tampoco] se puede describir completamente lo nuevo
en el vocabulario de lo viejo o viceversa. (...) Las conversiones se producirán
poco a poco hasta cuando, después de que los últimos en oponer resistencia
mueran, toda la profesión se encuentre nuevamente practicando de acuerdo con
un solo paradigma, aunque diferente. (...) Cuando una comunidad científica
repudia un paradigma anterior, renuncia, al mismo tiempo, como tema propio
para el escrutinio profesional, a la mayoría de los libros y artículos en que se
incluye dicho paradigma». (Thomas Kuhn; La estructura de las revoluciones
científicas, 1962)

Con esto ya vemos lo desencaminado que estaba este hombre. Todos los filósofos,
biólogos, economistas o físicos que se mantienen bajo coordenadas científicas se
ven obligados −por tradición, predilección personal u obligación laboral− no solo
a operar con «paradigmas antiguos», sino también a «explorar nuevas vías» −que
destruyen la oficialidad−, sean conscientes de ello en ese momento, o lo
desconozcan por completo. A su vez, otros tantos «miembros del gremio»
seguirán en sus trece, empecinados con teorías, metodologías y conceptos ya
superados −y negando los oficiales−, por lo que en muchas ocasiones los
resultados de sus trabajos se malograrán notablemente −mientras que, en otros
casos, aunque puede que minoritarios, será un acierto−.

Por si esto no fuera poco, para el señor Kuhn, la «sucesión de paradigmas» se


reduce a un viraje donde el nuevo modelo «parece mejor» que el anterior, pero
sin obligación de presentar una superación ni explicar realmente nada, ni siquiera
de ceñirse a una metodología:

«Para ser aceptada como paradigma, una teoría debe parecer mejor que sus
competidoras: pero no necesita explicar y, en efecto, nunca lo hace, todos los
hechos que se pueden confrontar con ella. (...) Para cumplir con su función, no
necesitan proporcionar informes auténticos sobre el modo en que dichas bases
fueron reconocidas por primera vez y más tarde adoptadas por la profesión.
(...) En realidad, la existencia de un paradigma ni siquiera debe implicar la
existencia de algún conjunto completo de reglas. (...) El hecho de que los
científicos no pregunten o discutan habitualmente lo que hace que un problema
particular o una solución sean aceptables». (Thomas Kuhn; La estructura de las
revoluciones científicas, 1962)

Esta teoría tan pesimista como relativista no da respuesta a lo más básico de la


relación entre el progreso humano y las ciencias. Si todo fuese una lucha por ver
quién engaña mejor o quien se gana el favor de los políticos, los propios fans del
señor Kuhn no podrían explicar por qué hoy casi todos ellos pueden ver, escuchar
y leer sus estupideces a través de diversos aparatos electrónicos audiovisuales. De
hecho, hasta sus obras son descargables en un par de clics, cuando esto no era
posible hace cincuenta años. ¿Cómo es esto posible? ¿Cuestión de magia? ¿Fe?
¿Sacarán a relucir la teoría de los cerebros de Boltzmann? ¿Cuál será el último
bastión del idealismo para no reconocer la objetividad del mundo externo?

Evidentemente, cuando la ciencia se halla en pañales, pasar de un modelo a otro


porque «simplemente parece mejor», es posible y hasta recurrente; pero una vez
se sientan las bases y cada propuesta es cada vez más susceptible de una
verificación mayor, esto se reduce notablemente. Basta con observar cuánto se
han acotado las especulaciones que antaño se realizaban sobre cuestiones que hoy
parecen tan básicas, como la época y el origen de los fósiles de dinosaurio o
diversos homínidos hallados, donde muchas de las más importantes figuras
precursoras de la arqueología, prehistoria o antropología recurrían a la Biblia o a
explicaciones inverosímiles −con explicaciones sobre razas de gigantes, una
degeneración espiritual del ser humano que afectaba a su fisionomía y demás−.
Aun siendo siempre posible un retroceso de la comunidad científica, nadie con
dos dedos de frente pretendería hoy volver a las formas pretéritas de hacer
historia, como la de Leopold Von Ranke o la física de Newton, las cuales solo
tienen una aplicación limitada o son válidas para campos muy específicos.
Gracias al primero la historia retomó el estudio de las fuentes primarias y cotejó
la falsificación de varios documentos históricos, con el segundo se calculó y
predijo hechos como el advenimiento del cometa Halley o el descubrimiento de
Neptuno; pero cuesta imaginar a alguien que quiera volver a la noción romántica
de la naturaleza del historiador alemán o que pase a reconsiderar el espacio como
el «órgano sensorial de Dios», como hizo el físico inglés. Desde luego el sujeto
que pretenda tal cosa no encontrará −salvo excepciones− mucho eco entre sus
compañeros de profesión. Ni siquiera necesitamos ser veteranos marxistas para
darnos cuenta del equívoco que supondría tal cosa.

En cuanto a la llamada «oficialidad de las ciencias», mismamente el


posmodernismo ha dominado varios círculos de las ciencias sociales, y una
«resistencia» a tal tendencia es, no solo progresista, sino un deber para todo
hombre de ciencia. Aun así, no debemos olvidar que, como comentamos otras
veces, a la hora de la verdad el posmodernismo −o corrientes similares, pues este
no hace sino recoger los desperdicios de otras escuelas filosóficas−, si bien puede
parecer −y son− muy útiles para el poder, no siempre sirven metodológicamente
para desarrollar y satisfacer las demandas de cada ciencia. Esta es la razón por la
que las instituciones capitalistas se ven obligadas a recurrir o combinar «X» o
«Y» escuela contemporánea con otras pasadas, a fin de refinar o inventarse una
para escapar de los productos existentes −cuando estos se vuelve
insatisfactorios−. Curiosamente, muchos denuncian la «dogmática» pretensión
«totalizadora» del marxismo, pero no se dan cuenta de que si el poder dominante
debe recurrir desesperadamente a un zafio eclecticismo es porque, aunque les
duela, no cuenta con una «doctrina totalizadora» que imprima suficiente
seguridad para remedar o justificar su mundo, su existencia, su actuación. Véase
el capítulo: «Instituciones, ciencia y posmodernismo» (2020)

En resumidas cuentas, la idea kuhniana del progreso es metafísica, porque,


aunque promete explicar el cambio en las ciencias, en verdad cierra el paso para
que el científico tenga la posibilidad de salir de esos «periodos de ciencia
normal», de subvertir ese «paradigma clásico». ¿Por qué? Si seguimos su teoría
hasta las últimas consecuencias, según él, entre un periodo y otro, los individuos
no podrían utilizar, estar influenciados o reconciliarse con escuelas previas ni con
nociones futuras que no son aceptadas por la oficialidad. Da por hecho que las
innovaciones en cuanto a metodología o vocabulario de la comunidad científica
solo se dan cuando estos científicos se encuentran ante «fenómenos
inexplicables» −que denomina «anomalías»−, como si factores como la pasión
del sujeto, la rivalidad entre compañeros o la presión de la instancia superior para
la que trabajan dichos profesionales no entrasen en juego.

Sin ir más lejos, en la mente de Kuhn existen periodos de «ciencia normal»,


donde toda la comunidad marcha al unísono. Esto ya es muy matizable. En la vida
real nunca hay respuestas para todo, siempre surgen dudas, nuevos problemas y
líneas de investigación, y además siempre se pueden mejorar los métodos de
calibración y exactitud. Más allá de todo esto, para la visión kuhniana la mayoría
de programas de investigación actuales serían modelos de «ciencia normal», es
decir, un sistema estable en el que los investigadores no cuestionan determinados
posicionamientos ni reglas, sino que tratan por todos los medios de adaptar
hipótesis auxiliares o falsificar datos para que el programa pueda seguir teniendo
validez aparente. ¿Por qué esto no tiene sentido? Porque a la mayoría de
directores e inversores de dichos proyectos le trae sin cuidado «mantener el
prestigio de X teoría científica», ya que lo que exigen son resultados inmediatos
y al menor coste posible. A su vez, claro está, hay muchos científicos que sí
cuentan con cobertura y protección del poder, y las instituciones preferirán
mentir y cobrar por falsos «avances», pero ni siquiera todos aceptan someterse a
tal cosa. En cambio, en otras ocasiones cuando estos «científicos vividores» son
presionados −pongamos, por ejemplo, para desarrollar una nueva forma de
eludir los radares, conocer el comportamiento social de los ciudadanos, desviar
el curso de los ríos o aumentar la producción agrícola−, ya no hay fingimiento que
valga, ya que si sus propuestas −bien sean presentadas como «ciencia normal» o
«ciencia revolucionaria»− no obtienen constatación empírica, tendrán que ser
relevados y su prestigio habrá quedado notablemente en entredicho −y no se
preocupen, otras empresas y otros científicos rivales se encargarán de publicitar
tal estrepitoso fracaso−; incluso rodarán cabezas en el campo político por apoyar
o financiar tales proyectos ruinosos. Esto tiene conexión íntima −como veremos
en próximos capítulos− con las necesidades −y contradicciones− que guarda el
propio sistema capitalista:

«Si es cierto que la técnica, como usted dice, depende en parte considerable del
estado de la ciencia, aún más depende ésta del estado y las necesidades de la
técnica. El hecho de que la sociedad sienta una necesidad técnica, estimula más
a la ciencia que diez universidades. Toda la hidrostática −Torricelli, etcétera−
surgió de la necesidad de regular el curso de los ríos de las montañas de Italia,
en los siglos XVI y XVII. Acerca de la electricidad, hemos comenzado a saber
algo racional desde que se descubrió la posibilidad de su aplicación técnica.
Pero, por desgracia, en Alemania la gente se ha acostumbrado a escribir la
historia de las ciencias como si éstas hubiesen caído del cielo». (Friedrich
Engels; Carta a Walter Borgius, 25 de enero de 1894)

Las razones por las cuales un científico puede adherirse a una teoría son
múltiples. Ya en su momento varios autores −que ni siquiera eran marxistas−,
refutaron sin demasiados apuros estas ambigüedades y especulaciones tan típicas
y constantes en toda la obra de Kuhn. Vean:

«En un caso extremo, se podría incluso haber producido un cambio acertado de


paradigma como resultado de una afortunada casualidad, o por motivos
estrictamente irracionales. Sin embargo, eso no cambiaría en absoluto el hecho
de que la teoría a la que se hubiese llegado por motivos erróneos estuviera
actualmente confirmada empíricamente más allá de cualquier duda razonable.
Por otro lado, los cambios de paradigma, al menos en la mayor parte de los
casos desde el nacimiento de la ciencia moderna, no han tenido lugar por
motivaciones completamente irracionales. Los escritos de Galileo o de Harvey,
por ejemplo, contienen numerosos argumentos empíricos y distan muchísimo
de ser todos falsos. Por supuesto, existe una mezcla compleja de buenas y malas
razones que presiden la aparición de una nueva teoría, y la adhesión de los
científicos al nuevo paradigma se puede producir antes de que las pruebas
empíricas resulten convincentes. Lo que tampoco es de extrañar, ya que los
científicos intentan adivinar, bien que mal, cuál es la mejor vía que se debe
seguir −la vida es breve− y, a menudo, estas decisiones provisionales se deben
tomar cuando todavía no se dispone de un número suficiente de pruebas
empíricas. Pero eso no va en detrimento de la racionalidad de la actividad
científica, si bien constituye una de las razones por las que resulta tan fascinante
la historia de la ciencia». (Alan Sokal y Jean Bricmont; Imposturas
intelectuales, 1997)

En resumidas cuentas, creemos que ha quedado más que demostrado a estas


alturas del documento que, como dijo Lenin en «Materialismo y
empiriocriticismo» (1909): «El fideísmo moderno», es decir, el clericalismo
filosófico más o menos solapado, «no rechaza, ni mucho menos, la ciencia; lo
único que rechaza son las «pretensiones desmesuradas» de la ciencia, y
concretamente, sus pretensiones de verdad objetiva», la necesidad real de
estudiarlas y tenerlas en cuenta a cada paso. ¿A dónde nos conduce eso? Es
sencillo de intuir:

«Lo que intentan los maestros de la reacción política cuando exigen una
inversión de la ciencia es, pues, un retorno a la fe. El contenido de la fe constituye
una adquisición obtenida sin pena. La fe conoce a priori. La ciencia es un
trabajo, un conocimiento conquistado a posteriori». (Joseph Dietzgen; La
esencia del trabajo intelectual del hombre, 1869)

Ciencia y filosofía, ¿enemigos o aliados?

«La concepción materialista de la historia también tiene ahora muchos amigos


de ésos, para los cuales no es más que un pretexto para no estudiar la historia.
(...) Nuestra concepción de la historia es, sobre todo, una guía para el estudio y
no una palanca para levantar construcciones a la manera del hegelianismo.
Hay que estudiar de nuevo toda la historia, investigar en detalle las condiciones
de vida de las diversas formaciones sociales, antes de ponerse a derivar de ellas
las ideas políticas, del derecho privado, estéticas, filosóficas, religiosas, etc., que
a ellas corresponden». (Friedrich Engels; Carta a Konrad Schmidt, 5 de agosto
de 1890)

Según la RAE, por «filosofía» se define: «Conjunto de saberes que busca


establecer, de manera racional, los principios más generales que organizan y
orientan el conocimiento de la realidad, así como el sentido del obrar humano».
Y, por «ciencia»: «Conjunto de conocimientos obtenidos mediante la observación
y el razonamiento, sistemáticamente estructurados y de los que se deducen
principios y leyes generales con capacidad predictiva y comprobables
experimentalmente». Estas acepciones no son incorrectas, pero sí algo inexactas
ya que se omite el hecho de que las ciencias necesitan de la filosofía −que, como
afirmó Engels, solo es la «ciencia del pensamiento»− y viceversa. Esto no es muy
complejo de entender:

a) El filósofo que trate de «filosofar» sin apoyarse en las demás ciencias


−economía, historia, derecho, biología, etcétera− se encontrará en un laberinto
sin salida, pronunciándose categóricamente y valiéndose de dudosas
abstracciones que jamás ha podido comprobar, salvo de oídas.

b) Mientras que el científico que pretenda hacer «ciencia específica» sin una
visión filosófica, le ocurrirá más de lo mismo; cometerá uno y mil desatinos con
extremada facilidad, no podrá ni operar ni sintetizar sus conclusiones de la mejor
forma posible, en sus explicaciones carecerá de un marco teórico capaz y
convincente.

¿Por qué? Porque, aunque sea conocedor de una realidad científica como −por
ejemplo− la existencia de la ley gravitatoria, si filosóficamente la interpreta como
una percepción que tenemos los humanos y no como una ley que ocurre
independientemente del hombre, hallará sus causas −si es que las busca− en la
vida imaginaria, no en la vida real, pues estará negando directamente esta última.

Sin embargo, aún hoy existen filósofos de viejo cuño, como los
«reconstitucionalistas», que se oponen frontalmente a la antes expuesta
consideración, es decir, a analizar la filosofía y el resto de ciencias bajo una
unidad donde ambas partes poseen su debida importancia y su campo predilecto
de estudio. En cambio, ellos conciben una extraña relación entre filosofía y el
resto de ciencias donde se contempla que la primera sobrepasa y domina a las
segundas sin discusión, como acostumbraban los antiguos filósofos. Recordemos
que, para la «Línea de la Reconstitución» (LR), esto ha tenido que ser así porque,
según ellos: a) el marxismo «no puede reducirse al estatuto de simple ciencia»
(Línea Proletaria, Nº3, 2018); b) el marxismo «no ha sobrepasado del todo el
marco del pensamiento y de la práctica burgueses» (La Forja, Nº33, 2005); c) de
hecho, para la LR más bien hubo una «constricción positivista del marxismo» (La
Forja, Nº35, 2006); d) habiendo pecado de «economicismo, pragmatismo e
instrumentalismo» (La Forja, Nº27, 2003); e) concibiendo a la humanidad como
«entidad cognoscente separada, pasiva, ajena al devenir del mundo objetivo»
(Línea Proletaria, Nº3, 2018).

Por todo esto y mucho más, concluyen que su nueva «filosofía de la praxis», con
su «teoría-práctica-teoría» y «autoconciencia», ha de ser la nueva punta de lanza
para superar al viejo marxismo. ¡Clarísimo! Véase el subcapítulo: «La «Línea de
Reconstitución» y sus intentos de institucionalizar una filosofía voluntarista y
teoricista» (2022).

Para dar réplica a esta sarta de improperios que ha recibido el materialismo


histórico-dialéctico, lo mejor será que nos remitamos a uno de los teóricos
marxistas de «segunda generación», Antonio Labriola, licenciado y experto en
filosofía. Una vez las veces, en una de sus cartas personales recogidas en
«Filosofía y socialismo» (1897), se refirió a la propia filosofía simplemente como
la «concepción general de la vida y del mundo»; mientras que en «Del
materialismo histórico» (1896) añadiría que la filosofía suele ser «anticipo
genérico de problemas que la ciencia tiene que elaborar aun específicamente» o
«resumen y elaboración conceptual de los resultados a que la ciencia llegó ya».

Esto no significa, como vimos anteriormente, que el marxista italiano no se


mofase de aquellos que consideraban el corpus doctrinal del materialismo
histórico de Marx y Engels «no como un producto del espíritu científico, sobre el
que la ciencia tiene en verdad incontrastable derecho de crítica, sino como las
tesis personales de dos escritores», como simples «opiniones de compañeros de
lucha». Para él, esto era consecuencia de «espíritus demasiado simples» que no
habían hecho el esfuerzo de aprender las bases de esta filosofía, personajes
«demasiado inclinados a las conclusiones fáciles, a disparatar lindamente».
Véase el capítulo: «¿Existe una doctrina revolucionaria identificable o esto es una
búsqueda estéril?» (2022).

¿Qué significa esto, traducido a un lenguaje llano? Que para muchos la adhesión
a las doctrinas es cuestión de simples filias y fobias. ¿Y qué contestaba él ante
tales despropósitos más propios de pensadores utópicos que de hombres
modernos y científicos?

«La completa identificación de la filosofía, es decir, del pensamiento


críticamente consciente, con la materia de lo conocido, es decir, la completa
eliminación de la tradicional separación de ciencia y filosofía, es una tendencia
de nuestro tiempo: tendencia que, sin embargo, permanece siendo muy a
menudo un simple desiderátum. Es precisamente a esta aptitud que se refieren
algunos cuando afirman que la metafísica −en todo sentido− es superada,
mientras que otros, más exactos, suponen que la ciencia llegada a su perfección
es ya la filosofía absorbida. La misma tendencia justifica la expresión de
filosofía científica, que, sin eso, sería ridícula. Si esta expresión puede ser
justificada, lo será precisamente por el materialismo histórico, tal como lo ha
sido en el espíritu y en los escritos de Marx. En estos trabajos la filosofía está de
tal manera en la cosa misma, está tan fundida en ella y con ella que el lector
siente su efecto; es como si la filosofía no fuera más que la función misma del
estudio científico». (Antonio Labriola; Filosofía y socialismo, 1897)

¿Se dan cuenta? Aquí Labriola nos habla de un pensamiento «críticamente


consciente», por lo que mata dos pájaros de un tiro, contestando también sobre
la presunta «inconsciencia» y «pasividad» de la crítica marxista, ya que enfatiza
no solo su consciencia, sino su relación con la actividad práctica. Además de esto,
el señor Labriola acertó a desgranar la relación entre la filosofía y lasciencia, que,
resumiéndola mucho, sería tal que así:

«Si debo contentarme con escribir aforismos, como conviene a las confesiones,
diría: a) el ideal del saber debe ser: terminar con la oposición entre ciencia y
filosofía; b) pero, así como la ciencia −empírica− está en perpetuo devenir y se
multiplica en su materia como en sus grados, diferenciando al mismo tiempo los
espíritus que cultivan sus diferentes ramas, por otra parte, es acumulada y se
acumula continuamente bajo el nombre de filosofía la suma de los
conocimientos metódicos y formales; c) igualmente, la oposición entre la ciencia
y la filosofía se mantiene y se mantendrá, como término y momento siempre
provisorio, para indicar, precisamente, que la ciencia está en devenir continuo
y que, en este devenir, la autocrítica es una parte importante». (Antonio
Labriola; Filosofía y socialismo, 1897)

Para poder explicar esto con la profundidad que requiere, nos veremos obligados
a justificar toda una serie de cuestiones complejas a lo largo del texto. Estas irán
desde aclarar cómo funciona el proceso de pensamiento del hombre, hasta
exponer por qué Marx, Engels, Lenin y demás consideraban la ciencia como un
«arma revolucionaria» para los desposeídos en su lucha por el porvenir. En este
caso nos centraremos en dos desviaciones típicas sobre el tema: a) quienes
consideran que «la filosofía es la ciencia de las ciencias»; b) quienes piensan que
«las ciencias no necesitan de la filosofía».

«¡La filosofía es la ciencia de las ciencias!»

Comencemos con la primera desviación que, si bien no es la mayoritaria, no por


ello debemos ignorarla. Para ello, hemos de dar unos elementos introductorios.
¿Alguien del siglo XXI puede creer que la filosofía actual −que no deja de ser una
forma de conciencia social− puede pretender ser dueña y señora de las demás
ciencias como antaño, pasando por delante de estas, sin rendir cuentas de lo que
afirma o deja de afirmar? Pues, aunque parezca increíble, hay gente que así lo
piensa. Este propósito quizás tuvo algo de sentido en los prolegómenos de la
historia del hombre, donde la observación y experimentación eran sumamente
rudimentarias, por lo que la especulación, la intuición y las suposiciones tomaban
la cabecera para resolver según qué cosas, pero, ¿en la actualidad? ¿Cómo puede
alguien, pretendidamente marxista, haberse estancado en la Grecia Antigua? Hoy
día, la única «filosofía» útil es la científica; toda proposición filosófica que se
precie se tiene que basar en las ciencias y sus conclusiones porque, si no,
volveríamos a una «filosofía» o «ideología» de tipo especulativa −en el sentido
más peyorativo del término−. En otras palabras, ¿cómo va a conocer la filosofía
el carácter objetivo de las leyes y el desarrollo de los fenómenos si no se vale de la
ciencia para desentrañarlos en primer lugar?

«Ni siquiera es ya este nuevo materialismo una filosofía, sino una simple
concepción del mundo que tiene que confirmarse y realizarse no en una selecta
ciencia de la ciencia, sino en las ciencias reales. La filosofía es, pues, aquí
«superada», es decir, «tanto superada como conservada»; superada en cuanto
a su forma, conservada en cuanto a su contenido real». (Friedrich Engels; Anti-
Dühring, 1878)

Por esta misma razón, Engels esgrimió en sus obras que, desde ese mismo
momento en adelante, la «nueva filosofía» −que solo podía ser materialista y
dialéctica− tomaría un camino diferente al que habían seguido las viejas escuelas
de filosofía, como el «hegelianismo» o el «positivismo». Véanlo por ustedes
mismos:

«La filosofía de la historia, del derecho, de la religión, etc., consistía en sustituir


la trabazón real acusada en los hechos mismos por otra inventada por la cabeza
del filósofo, y la historia era concebida, en conjunto y en sus diversas partes,
como la realización gradual de ciertas ideas, que eran siempre, naturalmente,
las ideas favoritas del propio filósofo. Aquí, al igual que en el campo de la
naturaleza, había que acabar con estas concatenaciones inventadas y
artificiales, descubriendo las reales y verdaderas; misión ésta que, en última
instancia, suponía descubrir las leyes generales del movimiento que se imponen
como dominantes en la historia de la sociedad humana». (Friedrich Engels;
Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, 1886)

Entonces, ¿qué amarga verdad nos reveló la propia historia de la filosofía? ¿De
dónde procedían los avances brillantes que lograron desbrozar algunos de estos
filósofos? ¿De su simple ingenio, de su gran astucia, de su enorme capacidad de
fantasía? No exactamente:

«Durante este largo período, desde descartes hasta Hegel y desde Hobbes hasta
Feuerbach, los filósofos no avanzaban impulsados solamente, como ellos creían,
por la fuerza del pensamiento puro. Al contrario. Lo que en la realidad les
impulsaba eran, precisamente, los progresos formidables y cada vez más
raudos de las ciencias naturales y de la industria». (Friedrich Engels; Ludwig
Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, 1886)

En el caso de la doctrina de Marx y Engels, se pretende mantener una íntima


conexión con los descubrimientos de todas las ciencias, realizando sus
formulaciones en base a estos, tomando en consideración su despliegue histórico
y realizando un análisis crítico del mismo. Por ende, aquí no hay un
«pensamiento metafísico» que se apoye sobre castillos en el aire, así como
tampoco hay una «filosofía» que se erija como «verdad eterna» −al contrario de
autores como Dühring, quienes siguieron repitiendo tales vicios de la filosofía
antigua−. De hecho, con filósofos anteriores como Feuerbach, por ejemplo, tal
visión no tenía sentido, porque él insistió en que la filosofía no perdía su «carácter
independiente» al fundirse con las disciplinas empíricas; seguía conformando
una categoría distinta a la ciencia. Se trataba de la «filosofía del futuro»,
distinguida de la filosofía especulativa o idealista, sin embargo, sería igualmente
reticente a las ciencias. Esto, a su vez, permitía a muchos como él mantenerse
seguros en ese «pensamiento puro», aislados en su nebulosa del descubrimiento
de los «principios que rigen el mundo» únicamente a través de los análisis
críticos, y no en base a los datos brindados por las ciencias mismas, cosa que hoy
reproducen nuestros «reconstitucionalistas», quienes miran con escepticismo
toda ciencia que provenga de las instituciones burguesas, pero tampoco saben
corregir sus desatinos −reales o supuestos−.

Una vez hemos desvelado los equívocos y limitaciones de los sistemas filosóficos
anteriores, ¿qué función tenía asignada la «nueva filosofía», el materialismo
moderno? Es fácil de intuir:

«Esta inversión ideológica era la que había que eliminar. Nosotros retornamos
a las posiciones materialistas y volvimos a ver en los conceptos de nuestro
cerebro las imágenes de los objetos reales, en vez de considerar a éstos como
imágenes de tal o cual fase del concepto absoluto. Con esto, la dialéctica quedaba
reducida a la ciencia de las leyes generales del movimiento, tanto el del mundo
exterior como el del pensamiento humano: dos series de leyes idénticas en
cuanto a la esencia, pero distintas en cuanto a la expresión, en el sentido de que
el cerebro humano puede aplicarlas conscientemente, mientras que en la
naturaleza, y hasta hoy también, en gran parte, en la historia humana, estas
leyes se abren paso de un modo inconsciente, bajo la forma de una necesidad
exterior, en medio de una serie infinita de aparentes casualidades. (…) Ahora,
ya no se trata de sacar de la cabeza las concatenaciones de las cosas, sino de
descubrirlas en los mismos hechos. A la filosofía desahuciada de la naturaleza y
de la historia no le queda más refugio que el reino del pensamiento puro, en lo
que aún queda en pie de él: la teoría de las leyes del mismo proceso de pensar,
la lógica y la dialéctica». (Friedrich Engels; Ludwig Feuerbach y el fin de la
filosofía clásica alemana, 1886)
Esto, lejos de lo que muchos puedan pensar, no es una «infravaloración del papel
de la filosofía», creerlo así sería como afirmar que delimitar aproximadamente
los campos de actuación específicos de la paleografía es una afrenta para los
paleógrafos y su disciplina. ¿Y por qué no, de paso, reactivamos otros debates
superados? ¿No alzarían también sus dedos acusadores los historiadores para
señalar a los propios paleógrafos, que con su «empecinamiento en segregarse»,
han ido progresivamente restándole protagonismo y recursos a la «Madre
Historia»? Más bien habría que preguntarse otra cosa, ¿acaso la creación de la
paleografía, arqueología, epigrafía y numismática restó terreno a la historia en
cuanto a temas a estudiar? No, muy por el contrario; la ciencia histórica encontró
en estas nuevas ramificaciones unas aliadas, un apoyo con el cual, de ahora en
adelante, los profesionales podían abordar mucho mejor −de lo que se había
hecho hasta entonces− ciertos aspectos muy concretos y amplios de sus
respectivas investigaciones. Por último, en cuanto a la clasificación de las ciencias
y su razón, Engels escribió:

«Cada una de las cuales analiza una forma específica de movimiento o una serie
de formas de movimiento coherentes y que se truecan las unas en las otras, es,
por tanto, la clasificación, la ordenación en su sucesión inherente, de estas
mismas formas de movimiento, y en ello reside su importancia». (Friedrich
Engels; Dialéctica de la naturaleza, 1883)

Si para algunos estas citas marxistas de más arriba son puro «positivismo», solo
diremos que tenemos fortuna de ser «positivistas» y no «reconstitucionalistas»,
«marxistas heterodoxos» o «posmodernos».

«¡La ciencia no necesita de la filosofía!»

Pasemos a la segunda desviación que, aunque no corresponda con lo que


expresan los «reconstitucionalistas», también ha de ser abordada, ya que suele
ser la mayoritaria entre los científicos. Esta proclama que las ciencias no
necesitan de eso que llaman «filosofía».

En «El Capital» (1867), Marx llamó la atención varias veces contra lo que
consideraba: «Las fallas del materialismo abstracto de las ciencias naturales, un
materialismo que hace caso omiso del proceso histórico»; aquellas que «se ponen
de manifiesto en las representaciones abstractas e ideológicas de sus corifeos tan
pronto como se aventuran fuera de los límites de su especialidad». En estrecha
relación con esto, merece la pena recordar el consejo que Engels lanzó a los
profesionales de las ciencias en su «Dialéctica de la naturaleza» (1883), ¿a qué
nos referimos? A las típicas y recurrentes ensoñaciones, a las explicaciones que
coqueteaban con el idealismo clásico y a los patinazos teóricos de los que hacían
gala a la hora de tratar de sistematizar las cosas. Para él, estas deficiencias tenían
un claro origen: la falta de sensibilidad y conocimiento filosófico. Para solventar
sus carencias estos profesionales de las ciencias podían optar por dos vías: o bien
atender a los descubrimientos de su campo específico −dándose cuenta de que
para poder operar correctamente debían abandonar el pensamiento metafísico y,
por ende, hacer suyas las herramientas del pensamiento dialéctico−; o, en su
defecto, podían acortar dicho camino de «rectificación» y empezar a estudiar de
una vez la historia de la filosofía. Por estas razones y tantas otras, nosotros
respondemos que las ciencias sí que necesitan de la filosofía:

«La ciencia del pensamiento es, por consiguiente, como todas las ciencias, una
ciencia histórica, la ciencia del desarrollo histórico del pensamiento humano. Y
esto tiene también su importancia, en lo que afecta a la aplicación práctica del
pensamiento a los campos empíricos. (…) La investigación empírica de la
naturaleza ha acumulado una masa tan gigantesca de conocimientos de orden
positivo, que la necesidad de ordenarlos sistemáticamente y ateniéndose a sus
nexos internos, dentro de cada campo de investigación, constituye una
exigencia sencillamente imperativa e irrefutable. Y no menos lo es la necesidad
de establecer la debida conexión entre los diversos campos de conocimiento.
Pero, al tratar de hacer esto, las ciencias naturales se desplazan al campo
teórico, donde fracasan los métodos empíricos y donde sólo el pensamiento
teórico puede conducir a algo. Ahora bien, el pensamiento teórico sólo es un don
natural en lo que a la capacidad se refiere. Esta capacidad tiene que ser
cultivada y desarrollada; y, hasta hoy, no existe otro medio para su cultivo y
desarrollo que el estudio de la historia de la filosofía. (…) En realidad, nadie
puede despreciar impunemente a la dialéctica. Por mucho desdén que se sienta
por todo lo que sea pensamiento teórico, no es posible, sin recurrir a él,
relacionar entre sí dos hechos naturales o penetrar en la relación que entre ellos
existe. Lo único que cabe preguntarse es si se piensa acertadamente o no».
(Friedrich Engels; Dialéctica de la naturaleza, 1883)

Volviendo al ejemplo del capítulo anterior, si uno estudia la introducción de la


moneda en las sociedades de la Península Ibérica a través de colonias griegas y
fenicias, ¿en qué consistiría fundamentalmente este trabajo? ¿«En meras labores
de «numismática»? Puede, pero quizás el profesional −o el conjunto de
profesionales− deseen darle un enfoque más «económico» −sobre el impacto
monetario para las sociedades que no conocían la moneda−, o bien que otros
propongan centrar la investigación en una visión más general, más «histórica»;
sea como sea, lo que queda claro es que estos profesionales, después de deliberar,
se habrán dado cuenta que deberán introducir «algo» de numismática, economía,
historia y filosofía, eso por descontado −o el resultado final correrá el riesgo de
ser mucho más pobre−. Esto no significa que la filosofía esté «sobrepasando» sus
competencias; es que la filosofía en sí está presente en todo. Ocurre, como dijo
Labriola en «Filosofía y socialismo» (1897) sobre los trabajos de Marx, que: «La
filosofía está de tal manera en la cosa misma, está tan fundida en ella y con ella
que el lector siente su efecto; es como si la filosofía no fuera más que la función
misma del estudio científico».
Otra cosa es que este despliegue se haga notar más en cuestiones mucho más
«específicas» o «propias» de la filosofía a secas. Esto solo puede desconcertar a
quienes no haya entendido nada del marxismo. Recordemos que como expresó
Gueorgui Plejánov en su obra «La concepción monista de la historia» (1895), en
la Rusia del siglo XIX era notorio el desconcierto de los «sociólogos subjetivistas»
porque el «materialismo económico» de Marx y sus discípulos se dedicase en sus
análisis a cuestiones no «estrictamente económicas» como la religión, la política,
la moral, la filosofía, etc. De hecho, como vimos anteriormente, algunos se
sorprenden de las investigaciones que diversos marxistas llevaron en estos
campos «no económicos». Véase el capítulo: «¿Es cierto que el marxismo
menosprecia o cercena el papel del hombre en la historia?» (2022).

Viejos problemas y nuevos retos en las ciencias contemporáneas

Cuando afirmarnos que una ciencia tiene como objeto fundamental o predilecto
«X», lo decimos en base a su labor histórica o presente, pero, como bien sabemos,
tal foco va evolucionando y puede variar conforme se desarrolla. En unas
ocasiones este foco se estrecha −por la aparición de nuevas ciencias− y en otros
se amplía −por el surgimiento de nuevos problemas−. Por tanto, no puede haber
mayor tozudez que una discusión bizantina −como tantas se han dado− de este
tipo, pretendiendo que el marxismo «niegue» su puesto a la filosofía, a la historia,
a la economía o a la psicología.

Hoy por hoy, el carácter interdisciplinar del estudio de los fenómenos es algo
aceptado por casi todos, esto supone obligatoriamente que las ciencias tengan que
estar en contacto permanente unas con otras, aprendiendo mutuamente. Los
«peros» surgen en cuanto a qué visión y qué metodología se adoptan en las
distintas tendencias de cada campo; aquí no solo entra la «filosofía general», sino
también las modulaciones específicas de cada ciencia particular. Ha de saberse
que cuanto más se profundice en el conocimiento y mayor sea la cantidad de
información, más se tiende a un distanciamiento entre las ciencias, incluso entre
las que a priori parecen más cercanas entre sí. Esto también tiene relación con
que, bajo el capitalismo y la división del trabajo, se les exige tal cosa para
prosperar porque, entre otras cosas, el cúmulo de conocimientos ha rebasado los
mejores pronósticos de antaño. ¿Y qué conlleva eso? Cualquiera que eche un
vistazo, percibirá que lo que en su momento fue positivo −la especialización− hoy
se presenta como algo negativo −el aislacionismo entre estas ramas creadas−.
Dando lugar a que, como dijo Plejánov, los especialistas tiendan a «labrar su
pequeñita parcelita del campo científico, sin interesarles ninguna teoría
histórico-filosófica», justificando además toda crítica externa en base al
argumento clásico: «¡Eh, caballeros, esta es mi especialidad y no la vuestra,
guarden silencio! ¡Dejen trabajar a los que saben!». Por fortuna, también
encontramos que la propia producción demanda del profesional cada vez más un
mayor conocimiento de las diversas materias, una mayor colaboración entre
especialistas, derribando ese primitivo gremialismo, ese espíritu de círculo
cerrado. Una vez más, cualquier fenómeno de la vida social lleva aparejada mil y
una contradicciones coronadas por otras tantas paradojas.

En todo caso, más allá de esta constante de «expansión de las ciencias», quizás el
mayor peligro que puede acontecer se da, precisamente, durante esta consulta y
formación mutua entre los sujetos de las distintas ramas, la cual se puede volver
altamente problemática si no se toman las debidas precauciones. Pongamos un
ejemplo hipotético pero factible, imaginemos que somos un prehistoriador de los
70 que desea documentarse en arte prehistórico. Hasta aquí todo bien. El
problema no es que el sujeto quiera instruirse en esta rama, algo totalmente
normal si anhelamos comprender mejor a las comunidades del Paleolítico sobre
las que estamos indagando. El problema es que, si tenemos una endeble
formación filosófica para abordar las cosas, si elegimos mal las fuentes y nos
dejamos impresionar por las «eminencias» que nos recomiendan nuestros
colegas de profesión −en este caso, los del campo de historia del arte−, es
relativamente sencillo acabar adoptando concepciones y técnicas más que
cuestionables, las cuales, si bien puede que no echen abajo todo nuestro trabajo,
sí pueden como mínimo malograrlo notablemente. En el peor escenario, si uno
no ha hecho bien sus deberes buscando y purgando las fuentes de información,
sentimos advertir que puede acabar siendo víctima de una broma pesada,
creyendo que la única «interpretación correcta» para las pinturas de Altamira es
el modelo estructuralista −por aquellos años, muy en auge−, donde cada trazo,
hasta el más accidental debe agruparse a través de un sistema maniqueo de dos
bloques, símbolos masculinos o símbolos femeninos, que representan, según los
creadores de esta interpretación, lo que nuestros ancestros habrían identificado
como objetos y principios «activos» o «pasivos». Véase la obra de José Luis
Sanchidrían: «Manual de arte prehistórico» (2001).

Este sistema atroz es una posibilidad que seguramente sería aprobada por
muchas universidades, pero, si lo que anhelamos es acabar rápido nuestra
investigación fuera de nuestra zona de confort y para pasar a otra cosa, también
podemos recuperar el existencialismo, hacer caso al último grito del psicoanálisis
o el posmodernismo… ¿y qué obtendremos? Pues muy seguramente, para
mancha y vergüenza perpetua de nuestro historial académico, acabaremos
concluyendo que es mejor no preocuparse por las incógnitas que presenta el Arte
Franco-Cantábrico o sus diferencias respecto a otros momentos artísticos, pues
al igual que el «arte bohemio», estaríamos simple y llanamente ante «arte por el
arte»; o si se quiere «huellas» más o menos llamativas que en todo caso «marcan
un hilo conductor sobre cómo es la naturaleza humana»; una «expresión libre del
inconsciente que revolotea sin ataduras en el arte»; porque como todos sabemos:
«el hombre está condenado a ser libre» −e insértese aquí todo tipo de
paparruchas que uno quiera para continuar con la autoinmolación de nuestra
reputación−.
Por esto mismo, la lucha entre materialismo e idealismo; metafísica y dialéctica,
es innegable y se da objetivamente en las ciencias. Si tú, como «profesional de la
ciencia», estas en un laboratorio de universidad moviendo cerebros en cubetas
intentando hallar «X», lo más probable es que en primer lugar para poder estar
ahí tengas que saber cómo funciona el cuerpo; tanto a nivel anatómico como a
nivel fisiológico: cómo influye su masa, su funcionamiento neuronal, su
funcionamiento cardiovascular, su composición orgánica, etc. De ahí que te hayas
visto forzado a aprender cómo funciona el cuerpo en el entorno y, si sabes de qué
está compuesto un cuerpo, vas a saber qué necesita para autoabastecerse y
funcionar, cómo le afecta estar en este u otro ambiente y conocerás a la perfección
que el lugar y situación donde esté condiciona e influye en su desarrollo. Dicho lo
cual, aunque tú como científico «no filosófico» −e incluso opuesto a todo lo que
huela a «filosofía»− no sepas formalmente de eso que denominas como
«zarandajas», solamente por cómo has estado trabajando has estado muy
próximo a lo que son los lineamientos materialistas y dialécticos. Te rindes a la
evidencia de tener que abordar el estudio de tus cerebros en cubetas dando por
verdadero que hay una conexión entre todos los elementos previamente
mencionados, en que es necesario sistematizar bien sus relaciones, por lo que lo
más probable es que tus descubrimientos finales que puedes demostrar que son
certeros, lo sean −aunque tú no puedas saberlo o no quieras reconocerlo− en
parte por esa forma de enfocarlo, y esta a su vez no es sino la influencia filosófica
de tu época −tu preferida, la que te han inculcado o mezcla de ambas−. Esto no
cambiará objetivamente, por mucho que incluso te empeñes en negarlo, cuando
te toque racionalizar los motivos que te han llevado a tal hallazgo, a lo mejor hasta
jurarás a los periodistas y compañeros de profesión lo contrario −contradiciendo
la esencia del estilo de tu obra−, pero el proceso por el cual has llegado a tales
«descubrimientos científicos» es claramente deudor tanto de la «filosofía en
general» como de la metodología particular de tu campo científico:

«En todo caso, la ciencia de la naturaleza ha llegado ya al punto en el cual no


puede seguir sustrayéndose a la concepción dialéctica de conjunto. Y facilitará
dicho proceso si no olvida que los resultados en los que sintetiza sus experiencias
son conceptos, y que el arte de operar con conceptos no es ni innato, ni dado sin
más en la conciencia habitual de la que se hace uso cotidianamente, sino que
exige verdadero pensamiento, el cual tiene a su vez una larga historia
experimental, ni más ni menos que la investigación empírica de la naturaleza.
Apropiándose, precisamente, de los resultados de tres mil años de desarrollo de
la filosofía, conseguirá, por una parte, liberarse de toda filosofía de la
naturaleza que pretenda situarse fuera y por encima de ella y, por otra, rebasar
ese método limitado de pensamiento que le es propio y que ha heredado del
empirismo inglés». (Friedrich Engels; Prólogo a la segunda edición del: «Anti-
Dühring» (1878), 1885)

¿No demuestra ya todo esto que el «enfoque filosófico» lejos de estar liquidado
está presente en todo lo que analizamos, que lo «único» que borraron Marx y
Engels fue la vieja pretensión de construir las explicaciones científicas desde el
«pensamiento puro» y no desde la práctica social? Bien, ¿y no es dicha ejecución
de la práctica social y las necesidades humanas las que dan lugar inevitablemente
a las distintas ramas de la ciencia? Como se ve, el idealista subjetivista está atado
de pies y manos, elija un camino u otro siempre vuelve a la casilla de salida, y
tiene que acabar reconociendo la unidad entre «filosofía» y «ciencia». De igual
forma, también ocurre que en muchas ocasiones los descubrimientos, técnicas o
logros no son explicados ni enfocados de forma lo suficientemente correcta por
sus autores, como tantas veces ha confirmado la historia:

«Es suficiente pensar en Darwin para comprender cuan necesario es ser


prudente cuando se afirma que la ciencia de nuestro tiempo es por sí misma el
fin de la filosofía. Darwin, ciertamente, ha revolucionado el dominio de las
ciencias del organismo, y con ello toda la concepción de la naturaleza. Pero
Darwin no ha tenido plena conciencia del alcance de sus descubrimientos: él no
fue el filósofo de su ciencia». (Antonio Labriola; Filosofía y socialismo, 1897)

En esa misma obra de Engels ya mencionada, «Dialéctica de la naturaleza»


(1883), nos advirtió de que el público debía de cuidarse de algunos aspectos de
los científicos naturalistas, por muy reputados que estos fuesen. Él mismo había
conocido personalmente a personajes que realizaron notables aportes o
descubrimientos a las ciencias de su campo, pero que a su vez flaqueaban y se
dejaban llevar por cualquier moda o engañifa. Puso de ejemplo a los biólogos y
antropólogos Alfred Russel Wallace y Thomas Henry Huxley, famosos defensores
y divulgadores de la teoría de Darwin. Estos, aunque resulte paradójico, tampoco
tenían demasiados problemas en difundir las teorías espiritistas e incluso ser
estafados por cualquier médium de tres al cuarto, como Spencer Hall o los
hermanos Davenport.

Para finalizar, si el lector aún duda de la interrelación entre la filosofía y el resto


de ciencias, puede ojear cómo el físico austriaco Schrödinger extraía en 1952 gran
parte de sus reflexiones sociales y barrabasadas políticas del filósofo español José
Ortega y Gasset, recomendando específicamente su obra «La rebelión de las
masas» (1927), un libro que para quien no lo sepa estaba fuertemente inspirado
en el ascenso del fascismo de Mussolini y sus valores nietzscheanos,
construyendo a los futuros «aristócratas del espíritu». El físico austriaco no solo
admiraba los planes malthusianos de reducción de la población, sino que
abiertamente proclamaba que, contra la muchedumbre: «Debemos hacer todo lo
posible para difundir el idealismo». Véase la obra de E. Kolman: «Hacia dónde
lleva el subjetivismo a los físicos» (1953).

Javier Santaolalla como representante del idealismo en la física


contemporánea

«Los naturalistas creen liberarse de la filosofía simplemente por ignorarla o


hablar mal de ella. Pero, como no pueden lograr nada sin pensar y para pensar
hace falta recurrir a las determinaciones del pensamiento y toman estas
categorías, sin darse cuenta de ello, de la conciencia usual de las llamadas
gentes cultas, dominada por los residuos de filosofías desde hace largo tiempo
olvidadas, del poquito de filosofía obligatoriamente aprendido en la
universidad −y que, además de ser puramente fragmentario, constituye un
revoltijo de ideas de gentes de las más diversas escuelas y, además, en la
mayoría de los casos, de las más malas−, o de la lectura, ayuna de todo crítica
y de todo plan sistemático, de obra filosófica de todas clases, resulta que no por
ello dejan de hallarse bajo el vasallaje de la filosofía, pero, desgraciadamente,
en la mayor parte de los casos, de la peor de todas, y quienes más insultan a la
filosofía son esclavos precisamente de los peores residuos vulgarizados de la
peor de las filosofías». (Friedrich Engels; Dialéctica de la naturaleza, 1883)

Si nos permite el lector un inciso, nos gustaría hacer una pausa y repasar
rápidamente cómo gran parte de las teorías de los físicos actuales no tienen nada
que envidiar a las peores especulaciones y afirmaciones rocambolescas de las de
sus predecesores.

Ligándolo con este último punto, el de las desventuras y especulaciones de los


científicos naturalistas, hay que aclarar que estas no han sido ni son tan extrañas
pese al manto de «rigurosidad» con el que se cubren. Sin ir más lejos, en la
comunidad científica muchas veces se ha coqueteado con algunas teorías
idealistas y metafísicas en un desesperado intento de encontrarle explicación a
un fenómeno aún desconocido. Frecuentemente los descubrimientos científicos
más trascendentales no consisten en encontrarle explicación a «X» o «Y»
fenómeno, sino en descubrirlo en primer lugar, quedando el carácter de este y
todas las preguntas que le rodean como una incógnita −que más tarde serán
resueltas por el protagonista o sus discípulos−. Ante esta situación, algunas
personalidades, con tal de llamar rápido la atención y atribuirse el mérito de
falsos descubrimientos científicos que requerirían de una investigación más seria
y objetiva, han sacado del cajón de los trastos viejos de la filosofía diversas
tonterías sin base científica real alguna, las cuales suelen provenir de figuras de
renombre con tal de, supuestamente, zanjar precipitadamente esas incógnitas
formadas.

Cómo los físicos contemporáneos plantean la posibilidad de los


multiversos

El lector cuenta hoy de varios ejemplos contemporáneos respecto a esta falta del
sentido del ridículo entre los profesionales de las ciencias naturales. Para ello
puede seguir las publicaciones de dos físicos muy conocidos, Javier Santaolalla y
José Luis Crespo −este último más conocido por su apodo,
«QuantumFracture»−. Los dos se presentan abiertamente ante el mundo como
«divulgadores científicos», y gracias a su estilo «millennial» −es decir, un
reduccionismo extremo del conocimiento combinado con una infantilización en
las formas de la comunicación− han logrado captar el interés de la prensa,
televisión, radio y otros medios alternativos. Prueba de su éxito reciente son
también sus canales personales de YouTube, en donde ya alcanzan cifras de 2,38
y 2,93 millones de subscriptores respectivamente. Y bien, ¿a qué se dedican
exactamente? Estos caballeros no tienen problemas en refutar a los canales de
ufología, reptilianos, homeopatía y conspiranoicos varios, como «Mundo
desconocido» −y otros fraudes tan comunes hoy día en la era digital−, que ponen
en tela de juicio la ciencia y su utilidad. Pero… ¿qué nos ofrecen ellos como
material científico «riguroso» y de «calidad»? Cualquiera que se haya revisado
sus vídeos entrevistas a medios oficiales −RTVE− o extraoficiales −«The Wild
Project»− será consciente de la cantidad de especulaciones por minuto que
rescatan −bien sea por inocencia o para arañar seguidores, quien sabe−.

Javier Santaolalla en su vídeo «Hoy sí que vas a entender el multiverso» (2021)


asegura que la existencia de siete multiversos «no es ninguna locura» y que «de
hecho, según los datos actuales apuntan» que vivimos en «un multiverso». Nos
habla de una realidad física «más amplia» fuera de nuestro universo, de «nuestro
espacio y tiempo donde vivimos». Sin embargo, a continuación, se desdice
aclarando que «sigue sin entenderse bien qué es el multiverso»; pero «podría ser
real» y plantea la existencia de «otros yo en el universo» (sic), donde, atentos,
podríamos ser «cantantes» o «sí habríamos conocido por fin el amor de nuestra
vida» (!). ¿Sabe el lector por qué no se puede verificar esta teoría tan propia de
un cómic de ciencia ficción? Porque su propio seguidor sostiene que dichos
multiversos «no interactúan entre sí», por lo que nunca tendríamos constancia
de si nuestro otro «yo» alcanzó el estrellato en su carrera musical o encontró a su
Julieta −¡qué pena!−.

Entiéndase que estos desatinos no son tan novedosos como pudiera parecer y
responden a una tradición en la forma de pensar y expresarse de los científicos
naturalistas. Véase, por ejemplo, cómo en el siglo XIX el señor Draper, conocido
por su amplia gama de conocimiento como físico, químico, fotógrafo e
historiador, planteó lo siguiente:

«La pluralidad de los mundos dentro del espacio infinito lleva a la concepción
de una sucesión de mundos en el espacio infinito. Este universo existente, con
todos sus esplendores, tuvo un principio, y tendrá un fin; tuvo sus predecesores
y tendrá sus sucesores; pero su marcha a través de todas sus transformaciones
está bajo el control de leyes tan inmutables como el destino». (John William
Draper; Historia del desarrollo intelectual de Europa, 1861)

Todo esto, si bien no era reconocer la existencia de los famosos «multiversos» tal
y como se conciben hoy, si parecía describir el discurrir de todo bajo un corte
teológico donde se esconde algún «fin» o «destino» oculto para el entendimiento
humano, justo la misma carta que utilizan hoy los físicos actuales para que se
acepten sus arriesgadas proposiciones.
De hecho, en su «Dialéctica de la naturaleza» (1883), Engels anotaría dos
aspectos muy importantes: a) el primero, era cómo: «Los naturalistas consideran
siempre el movimiento como algo evidentemente igual al movimiento
mecánico»; b) el segundo: «La forma de la universalidad en la naturaleza es la
ley, y nadie habla tanto como los naturalistas del carácter eterno de las leyes
naturales», sin embargo, «las leves naturales eternas van convirtiéndose cada vez
más en leyes históricas» debido a que «toda nuestra física, nuestra química y
nuestra biología oficiales son exclusivamente geocéntricas, sólo están calculadas
para la tierra» y sus condiciones específicas −de oxígeno, nitrógeno, inclinación
del eje terráqueo respecto al Sol, etcétera−.

En resumidas cuentas, este caballero, J. W. Draper, autor de grandes hitos en la


ciencia −como la primera fotografía detallada de la luna en 1840−, no cesó nunca
de sazonar a la ciencia de un contenido claramente místico, especulativo y
religioso. Ahora verá el lector a qué nos referimos. En cualquier caso, ha de
aceptarse que muchos de sus comentarios y formas de expresarse puedan parecer
altamente discordantes con el pensamiento científico actual, algo que responde a
que esta y otras obras se escribieron en un contexto de creencias muy
determinadas. Esto se refleja mismamente en su pensamiento sobre el recorrido
histórico de las naciones, el cual, según él, no podían degenerar, puesto que «su
curso absoluto nunca puede ser retrógrado; siempre está hacia adelante». Incluso
arengaba a sus lectores a que se replanteasen su ética en base a religiones
foráneas, ya que, según él, en: «El Corán abundan excelentes sugerencias y
preceptos morales». Y así podríamos seguir con citas que desconcertarían al
lector contemporáneo.

Las matemáticas como herramienta para la especulación y la


negación de la realidad espacio-tiempo

En otro vídeo de Javier Santaolalla llamado «Hay un 50% de que vivamos en una
simulación» (2020), arrastrando por el fango toda la poca credibilidad que aún
le quedaba, nos aseguraba que según los cálculos de David Kipping, astrónomo
de la Universidad de Columbia, este habría llegado a la conclusión de que las
posibilidades de que vivamos en una simulación están cerca del 50%. ¡Fastuosa
noticia! −si fuera verdad−. Sin embargo, el señor Santaolalla, como buen físico
nacido y criado en el más puro idealismo filosófico, no pudo resistirse a esa manía
de secundar este tipo de especulaciones. ¿Cuál es el gran argumento aquí? Ya en
2003 el filósofo sueco Nick Bostrom planteó para la respetadísima Universidad
de Oxford que:

«Debido a que sus computadoras serían tan poderosas, podrían ejecutar


muchas de estas simulaciones. Supongamos que estas personas simuladas son
conscientes −como lo serían si las simulaciones fueran lo suficientemente finas
y si cierta posición ampliamente aceptada en la filosofía de la mente fuera
correcta−. Entonces podría darse el caso de que la gran mayoría de mentes
como la nuestra no pertenezcan a la raza original sino a personas simuladas
por los descendientes avanzados de una raza original». (Nick Bostrom;
¿Estamos viviendo en una simulación de computadora?, 2003)

¿Cuál es el argumentario continuo de todas estas teorías, más allá de «complejos


cálculos» que nadie entiende? «¡Es una hipótesis!» ¡Ah, bueno! Entonces,
adelante.

En una entrevista dada en el canal de un famoso youtuber «The Wild Project #11
feat. Javier Santaolalla» (2020), este físico desgranó su particular visión del
mundo: «No existe el ahora», pues «cada uno tiene su ahora», hay «muchas
formas de interpretar el ahora», por tanto, para encajar esto solo queda concluir
que el «tiempo es una ilusión» y una «creación de la mente» −¡curiosa y novedosa
interpretación!−. En sus palabras, «todo ya existe, todo lo que ha pasado» es
porque «estamos viviendo una película». En uno de los momentos más graciosos
que se recuerdan en mucho tiempo, su pobre entrevistador, el cual intentaba
constantemente racionalizar, reformular y matizar las palabras del físico para
intentar entenderle, cansado de tanta confusión le acabó preguntando: «Si todo
ha pasado… ¿entonces estoy muerto?», a lo que este titulado en ciencias físicas
por la Universidad Complutense de Madrid (UCM) confirmó: «Sí, estás muerto».
Y como colofón final concluyó de nuevo: «No se sabe qué es el tiempo, pero la
mejor aproximación es que es una ilusión». ¡Y hasta ahí puede hablar el sabio!

Todo este enfoque del mundo tiene un origen y se puede rastrear fácilmente y es
más viejo de lo que uno podría sospechar. Ya Lenin en su obra «Materialismo y
Empiriocritiscismo» (1909) explicaba cómo el obispo Berkeley −un antiguo
filósofo idealista del siglo XVIII− «trata de ligar la noción de lo real a la
percepción de sensaciones idénticas por numerosas personas a la vez». Para
nuestro caso, estos caballeros piensan que si el tiempo no se percibe de manera
idéntica debe ser porque es una ilusión, una creación de nuestro pensamiento.

Mismos comentarios encontramos en el ya mencionado J. W. Draper. Este físico


estadounidense del siglo XIX también se caracterizó por un lenguaje académico
y/o que inducen a la confusión del lector de a pie. Atentos:

«El tiempo tanto para la nación como para el individuo, no es nada absoluto;
su duración depende del ritmo del pensamiento y del sentimiento». (John
William Draper; Historia del desarrollo intelectual de Europa, 1861)

Entiéndase que, más allá del objeto o unidad de medición que cada civilización
haya utilizado a lo largo de la historia, es obvio que el tiempo transcurre
objetivamente de igual forma para todos. También huelga aclarar que ha sido
gracias a la inmensa acumulación de conocimientos que la ciencia pudo saber −de
forma aproximada− cuanto tiempo puede llegar a sobrevivir sin comer ni beber
un individuo de un peso y altura determinada. Por tanto, aquí los «sentimientos»
o las «creencias religiosas» de cada tribu o nación importan más bien poco. Lenin
lo explicaba de la siguiente manera:

«Si las sensaciones de tiempo y espacio pueden dar al hombre una orientación
biológicamente adecuada, es exclusivamente a condición de que estas
sensaciones reflejen la realidad objetiva exterior al hombre: el hombre no
podría adaptarse biológicamente al medio, si sus sensaciones no le diesen una
idea de él objetivamente exacta». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Materialismo
y empiriocriticismo, 1909)

Podríamos poner otro ejemplo más afín a las inclinaciones y preocupaciones del
hombre moderno. ¿Acaso la ciencia no ha demostrado la importancia de una
disminución o aumento de un ingrediente o mineral, la exactitud y variabilidad
del resultado? P. T. Belov en su artículo «Sobre la primacía de la materia y la
naturaleza secundaria de la conciencia» (1953) comentaba:

«Tomemos, por ejemplo, la tecnología de aviación moderna. Cada gramo de


metal en un avión es a la vez una ventaja, que aumenta la resistencia de la
estructura, y una desventaja, que agrava la carga del dispositivo y reduce su
maniobrabilidad. ¡Con qué grado de precisión es necesario conocer las
propiedades aerodinámicas de los materiales, los motores utilizados en la
construcción de aeronaves, las propiedades del aire para calcular
correctamente la maniobrabilidad de los vehículos con sus velocidades del
orden de la velocidad del sonido! Y si la tecnología de la aviación avanza con
pasos tan rápidos, entonces nuestro conocimiento de las cosas es confiable. Esto
significa que las sensaciones no aíslan la conciencia del mundo exterior, sino
que la conectan con él». (Partido Comunista de la Unión Soviética; Sobre el
materialismo dialéctico, 1953)

El filósofo soviético M. E. Omelyanovsky escribió un artículo, «La lucha del


materialismo contra el idealismo en la física moderna» (1951), en donde resumió
que estas nociones eran la consecuencia lógica de la no superación del idealismo
filosófico entre los científicos de las ciencias naturales, lo que termina
redundando en no reconocer aún que: «El espacio y el tiempo existen
objetivamente, fuera e independientemente de la conciencia humana».

Por desgracia, este tipo de comentarios descabellados también han sido muy
comunes entre los orgullosos «prácticos» −los empiristas−, aquellos hombres de
las ciencias que de vez en cuando se prestan a teorizar este tipo de estupideces:

«Primero, se reducen las cosas sensibles a abstracciones, y luego se las quiere


conocer por medio de los sentidos, ver el tiempo y oler el espacio. El empírico se
entrega tan de lleno al hábito de la experiencia empírica, que hasta cuando
maneja abstracciones cree moverse en el campo de la experiencia sensible.
¡Sabemos lo que es una hora o un metro, pero no lo que es el tiempo o el espacio!
¡Como si el tiempo fuese otra cosa que una serie de horas, o el espacio otra cosa
que una serie de metros cúbicos! Las dos formas de existencia de la materia no
son, naturalmente, nada sin la materia, solamente ideas vacuas, abstracciones
que sólo existen en nuestra cabeza. ¡Y se dice que no sabemos tampoco qué son
la materia y el movimiento! ¡Naturalmente que no, pues hasta ahora nadie ha
visto o percibido de cualquier otro modo la materia en cuanto tal o el
movimiento en cuanto tal, sino solamente las diferentes materias y formas de
movimiento que realmente existen! (…) Sólo podemos conocer la materia y el
movimiento investigando las diferentes materias y formas de movimiento que
existen, y a medida que las conocemos vamos conociendo también, por tanto [en
la misma medida], la materia y el movimiento en cuanto tales». (Friedrich
Engels; Dialéctica de la naturaleza, 1883)

La paradoja del cerebro de Boltzmann

En otra entrevista en el mismo canal, «The Wild Project #50 ft Javi Santaolalla &
QuantumFracture» (2021), este último físico aseguraba que Boltzmann ya
adelantó que existe la posibilidad de que «Hace un segundo esto era espacio vacío
lleno de partículas vacías» y «nos ha formado a todos nosotros, nos ha colocado
el cerebro de modo de que tenemos recuerdo, tenemos familia, tenemos pasado»,
pero «no es real», es una «ilusión» −¡wow!−. Otra variante sería que hubo un
cerebro primigenio que se creó en el universo y está «engarzado de tal forma
correcta tal que cree que vive una realidad física», una curiosa simulación creada
por una feliz o desgraciada «coincidencia» −¡vaya!−. Venga caballeros, ¿alguien
da más? ¿Reencarnaciones, viajes astrales, horóscopo, psicoanálisis, alquimia?
¿Quizás nos van a hablar del poder de cristales mágicos… o qué tontería será la
próxima?

Es decir, con todas las posibilidades que tienen estos dos físicos españoles de
popularizar ante el público no versado los descubrimientos de la física moderna,
resulta que estos dos «divulgadores científicos», que recordemos son invitados a
programas y canales de máxima audiencia −como la televisión pública y canales
de YouTube que adoran los más jóvenes−, prefieren dedicarse a rescatar una gran
bobada de un físico del siglo XIX: la paradoja del cerebro de Boltzmann. Esta
«hipótesis» del físico austriaco Ludwig Boltzmann reducía toda la realidad a una
«simulación». ¿Cuántas teorías no habremos visto ya de que, en verdad, aquello
que llamamos «realidad» es, según los idealistas, algo segregado o formulado
mágicamente por nuestra mente, y todo para hacernos el favor de no volvernos
locos, para no corroborar que solo existimos nosotros… y otras tonterías del
estilo? No pocos físicos han intentado rescatar esta hipótesis; ¿comprobándola?
¡No! Sobrescribiendo sobre la hipótesis inicial de que esta quizás hipotéticamente
sea cierta. ¡Gracias por el aporte, chicos!

Por si el lector no lo sabe, Ludwig Boltzmann fue descrito por Lenin en su


«Materialismo y empiriocriticismo» (1909) como un científico naturalista que
profesaba un materialismo «vergonzante», es decir, alguien que temía
reconocerse como tal dentro del materialismo filosófico, y que, si bien había
combatido las nociones físicas y pretensiones filosóficas idealistas, tampoco
declaraba estar en contra de la existencia de Dios, entre otras contradicciones. En
concreto, es especialmente resaltable la importancia que tuvo Boltzmann en la
física estadística al defender la existencia de los átomos frente a los negacionistas
como Mach, Ostwald y otros; así como en su interpretación de la entropía. Sin
embargo, Wilhelm Ostwald, tiempo después del suicidio del físico austríaco,
reconoció el trabajo de Boltzmann:

«A todos nosotros nos ha sobrepasado con su ciencia en perspicacia y claridad».


(Wilhelm Ostwald; Grosse Manner, 1909)

Aun con todo, algunas de sus hipótesis de 1896, como la de la famosa paradoja
del cerebro de Boltzmann, no se distanciaban demasiado de la de sus adversarios
idealistas, quienes negaban la realidad o la importancia de cómo verificar esta.
En primer lugar, para el «empiriocriticista» Ernst Mach:

«No tiene sentido alguno desde el punto de vista científico la cuestión


frecuentemente discutida de si existe realmente el mundo o no es más que un
sueño nuestro». (Ernst Mach; Análisis de las sensaciones, 1886)

Ante lo cual Lenin anotó que: «Este autor, como el último de los sofistas,
confunde el estudio histórico-científico y psicológico de los errores humanos, de
toda clase de «sueños absurdos» de la humanidad, tales como la creencia en
duendes, fantasmas, etc., con la distinción gnoseológica de lo verdadero y de lo
«absurdo». ¿Por qué estas teorías hacen aguas por todos lados? Porque, como ya
se ha dicho, las más de las veces sus progenitores no tienen pretensión de probar
nada, sino de vivir del cuento y presumir de «revisiones» y «descubrimientos»
−y arrastrando a una legión de crédulos a su paso−: «Para Mach la práctica es
una cosa y la teoría del conocimiento es otra completamente distinta; se las puede
colocar una al lado de la otra sin que la primera condicione a la segunda».

Por otro lado, el físico alemán Hermann von Helmholtz, descrito por Lenin como
un «kantiano inconsecuente», habló todavía en un sentido aún más pragmático
en torno a la teoría del conocimiento:

«Yo creo, pues, que no tiene ningún sentido hablar de la veracidad de nuestras
representaciones de otra forma que no sea en el sentido de una verdad práctica.
¡Las representaciones que nos formamos de las cosas no pueden ser más que
símbolos, signos naturales dados a los objetos, signos de los que aprendemos a
servirnos para regular nuestros movimientos y nuestras acciones!». (Víctor
Heyfelder; La noción de la experiencia según Helmholtz, 1897)

Ante esto, el revolucionario ruso concluyó, como no podía ser de otra forma:
«Helmholtz resbala aquí hacia el subjetivismo, hacia la negación de la realidad
objetiva y de la verdad objetiva. Y llega a un flagrante error cuando termina el
párrafo con estas palabras: «La idea y el objeto representado por ella son dos
cosas que pertenecen, evidentemente, a dos mundos diferentes por completo».
Tan sólo los kantianos separan así la idea y la realidad, la conciencia y la
naturaleza».

Tampoco hay que olvidar que, desde este enfoque fanáticamente pragmático,
algunos físicos idealistas, como el austriaco Erwin Schrödinger, llegaron al punto
de sostener −como hizo él en sus conferencias en la Universidad de Cambridge
de 1952−, que la arqueología o la historia de la música eran para él «inútiles para
la práctica». ¿Cuál es la posición del marxismo aquí? El soviético E. Kolman
protestó en su obra «Hacia dónde lleva el subjetivismo a los físicos» (1953),
considerando tales comentarios de Schrödinger como profundamente
ignorantes, y resaltando que todo hombre progresista debe de considerar, que si
bien «estamos en contra del empirismo vulgar, que quiere convertir la ciencia en
un almacén de hechos desnudos, sin generalizar teorías», tampoco podemos
aceptar el «pragmatismo, que reemplaza la proposición correcta «el
conocimiento de la verdad es útil» por el principio reaccionario y subjetivista de
«sólo lo que es útil es verdadero». Por tanto, este autor se esforzaba por subrayar
que: «Una teoría verdaderamente científica que no encuentra aplicación práctica
hoy puede resultar extremadamente importante para la práctica en el futuro,
como ha sucedido repetidamente en la historia de la ciencia».

En resumidas cuentas, todo esto que hoy Javi Santaolalla y Cía. rescatan viene a
confirmar que, como adelantó Engels, los científicos naturalistas gustan de
recoger debates y concepciones que hace largo tiempo vienen presentándose en
el campo de la filosofía, en este caso, de la peor estirpe:

«No pocas veces, vemos a los naturalistas teoretizantes sostener como


flamantes teorías, que incluso llegan a imponerse como teorías de moda durante
algún tiempo, doctrinas que la filosofía viene profesando desde hace siglos y
que, en no pocos casos, han sido ya filosóficamente desechadas». (Friedrich
Engels; Dialéctica de la naturaleza, 1883)

¿De dónde proceden estas ideas tan descabelladas entre los científicos
naturalistas?

En la URSS de los años 40 el político Andréi Zhdánov realizó una crítica muy
contundente y directa en este sentido, advirtiendo a los profesionales de las
ciencias en torno a los desvaríos y especulaciones, fruto de una formación
filosófica profundamente idealista:

«Pero la experiencia de nuestra victoria sobre el fascismo ha mostrado ya a qué


callejones sin salida pueden conducir a los pueblos las filosofías idealistas. Hoy,
esas filosofías se presentan bajo una forma nueva, particularmente repugnante,
reflejando toda la profundidad, toda la bajeza, toda la villanía de la decadencia
burguesa. (…) La ciencia burguesa contemporánea suministra al clericalismo,
al fideísmo, una nueva argumentación que es preciso desenmascarar
despiadadamente. Ved, aunque sólo sea, la teoría del astrónomo inglés
Eddington sobre las constantes físicas del mundo que conduce directamente a
la mística pitagórica de los números y que, de fórmulas matemáticas, deduce
«constantes esenciales» del mundo, tales como el número apocalíptico 666, etc.
(…) El astrónomo Milne ha «calculado» ya que el mundo ha sido creado hace
dos mil millones de años. A estos sabios ingleses se les podría aplicar la frase de
su gran compatriota el filósofo Bacon, diciendo que emplean la impotencia de
su ciencia a calumniar la naturaleza. Del mismo modo, los subterfugios
kantianos de los físicos atómicos contemporáneos los llevan a deducciones sobre
la «libre voluntad» del electrón, a ensayos para no representar la materia más
que como un conjunto de ondas y a otras brujerías». (Andréi Zhdánov; Sobre la
historia de la Filosofía, 1947)

Con esto Zhdánov no estaba realizando una crítica a los ensayos con partículas
que se realizaran desde finales del siglo XIX hasta ya entrados los años 40, sino
que está atacando todas aquellas teorías donde, en base a no conocer un sujeto ni
sus relaciones, los científicos especulan con mundos enteros paralelos con tal de
explicar dicho sujeto o suceso. Dicha crítica es por tanto aplicable a todas aquellas
teorías que causaron cierta agitación y discusión en su momento, pero que cada
día quedan más limitadas al campo de la pura fantasía, como la teoría de cuerdas
−con sus correspondientes 10 dimensiones−, la teoría de cuerdas bosónicas −con
unas 26 dimensiones− o los famosos agujeros de gusano −con sus avances y
retrocesos en el tiempo−; todos ellos sin evidencia empírica alguna. En este
mismo bloque estarían también las teorías más recientes como las del físico
italiano Carlo Rovelli, teoría en donde, según postuló él, la realidad
verdaderamente correspondería a ser un juego de espejos cuánticos:

«En particular, es posible que los objetos, como ese libro favorito, solo tengan
sus propiedades en relación con otros objetos, incluido el que lo hojea.
Afortunadamente, eso también incluye todos los demás objetos, como el sillón.
Entonces, cuando va a trabajar, su libro favorito sigue apareciendo como
cuando lo tenía en la mano. Aun así, este es un replanteamiento dramático de
la naturaleza de la realidad. Desde este punto de vista, el mundo es una
intrincada red de interrelaciones, de modo que los objetos no tienen su propia
existencia individual independiente de otros objetos, como un juego sin fin de
espejos cuánticos. (…) Como dice Rovelli: No somos más que imágenes de
imágenes. La realidad, incluyéndonos a nosotros mismos, no es más que un velo
fino y frágil, más allá del cual no hay nada». (Cambio 16; La realidad, ¿un juego
de espejos cuánticos?, 7 de julio de 2021)

Aquí el asunto es que se parte de un hecho bien conocido −que las propiedades
que exhiben los objetos de la teoría cuántica, como los fotones, dependen de su
relación con otros objetos− para concluir que estas propiedades son todo lo que
hay en el objeto que no hay una sustancia individual subyacente que «tenga»
propiedades; dicho de otra forma, cómo la forma de organización de la materia
determina sus propiedades sensibles y, en el caso de los objetos cuánticos, dicha
materia al tener muy poca masa se ve todavía más condicionada por su entorno
−hasta el punto de determinar sus propiedades−. Partiendo de esto, el señor
Rovelli acaba concluyendo que sólo existen las propiedades sensibles que
observamos, que la realidad está formada por «elementos» que son «complejos
de sensaciones» que se le presentan al «YO-dado» en una «coordinación de
principio» cómo dirían los empiriocriticistas de principios del siglo XX.

¿Acaso alguien puede sorprenderse de que el señor Santaolalla se haya instruido


en estas demencias de la mano de la universidad pública, o por defecto, que haya
caído progresivamente en ellas por la ausencia de una formación y prevención
contra ellas? En absoluto, ¿qué esperar del sistema educativo? Mismamente,
desde la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED), se promociona
estafas como el método ASIRI −una mezcla de masoterapia y reiki−, donde
gracias al «aura azul» de los niños estos charlatanes aseguran poder detectar y
potenciar sus capacidades telépatas, e incluso hablan de seres especiales que
provienen de otros planetas. ¿Quizás el señor Santaolalla asistió a algún
seminario de este estilo, o simplemente se enamoró de las enajenaciones de algún
físico que le marcó en su juventud? ¡No lo sabemos! Pero, ¿qué más da, si vivimos
en una simulación, cual videojuego? ¿Qué importa quién tenga razón? Nótese la
ironía.

Curiosamente, en una charla con el filósofo Eric H. Gel, el señor Santaolalla nos
confesó cómo ha llegado a mantener tales creencias pseudocientíficas, aunque en
ese mismo video aseguró que la ciencia no es conjugable con el perspectivismo,
porque la primera implica parámetros «demostrables». Parámetros que por otra
parte no resultan de utilidad para concluir la no existencia de Dios, ya que
«estamos hablando de un elemento que tiene un peso suficiente en la realidad
como para que nos preocupe» y, por tanto, «la posición atea es muy arrogante y
no científica, porque no estas dudando» (sic) «The Wild Project #135 ft Javi
Santaolalla» (2022). En dicha charla con el filósofo Eric H. Gel, Javier se quejó
amargamente de que en la facultad no le enseñaron nada sobre filosofía, ni
siquiera sobre filosofía de la ciencia, considerándolo esto como un grave
problema para los estudiantes, algo en lo que estamos plenamente de acuerdo. Su
desgracia fue que, en palabras suyas, pasó de proclamar que la «ciencia es
perfecta» y que «solo lo perceptible es real», a valorar y adoptar gran parte de los
patrones relativistas de Thomas Kuhn «La estructura de las revoluciones
científica» (1962) y Paul Feyerabend «Contra el método» (1975). Es decir, el
problema es que ha dado un paso del neopositivismo al posmodernismo, del
«cientificismo» −como él dice− al «anarquismo epistemológico». No deja claro si
habría que impartir en las escuelas la brujería, la magia y la astrología, como
propusieron Feyerabend y sus seguidores. El bueno de Javier reconoce que
empezó a tener una «mentalidad más abierta» −para con las pseudociencias−
cuando observó que sus principales referentes, Einstein y Schrödinger, tenían
tramos teóricos muchos más místicos que los que él mismo se permitía hasta
entonces. Es decir, este físico empezó a dar cancha a las especulaciones, simple y
llanamente por argumentos de autoridad de sus figuras fetiche. Y, en efecto,
existen tales párrafos entre los físicos. Véase un ejemplo con Albert Einstein
dándole una mano al físico y filósofo subjetivista Ernst Mach:

«La física consiste en un sistema lógico de pensamiento que está en estado de


evolución y cuyos fundamentos no pueden obtenerse por destilación, por
método inductivo a partir de experiencias, sino que sólo pueden obtenerse por
libre invención. La justificación −la verdad del contenido− del sistema consiste
en probar la utilidad de los teoremas resultantes sobre la base de experiencias
sensoriales, mientras que la relación de estos últimos con los primeros sólo
puede entenderse intuitivamente. La evolución tiene lugar en la dirección de una
creciente simplicidad de la base lógica». (Albert Einstein; Física y Realidad,
1950)

Pero, ¿por qué surgen estas ideuchas en el campo de la física y se repiten tan
continuamente, como si de una maldición se tratase? E. Kolman trató de dar
respuesta a esto explicando la diferencia y condicionamiento del «físico eco-
experimental» y el «físico teórico», una reflexión que vale la pena rescatar. En el
caso del primero:

«Trata con instrumentos, a menudo con aparatos extremadamente complejos.


Cuando establece sus experimentos, debe concentrarse en una suma de detalles.
Jamás se le pasa por la cabeza dudar de que todos esos motores, condensadores,
tubos de vacío, etc., así como las descargas que observa, las lecturas de
contadores, etcétera, que anota en tablas o que se presentan en forma de curvas
propias o los dispositivos de grabación que registran, que todo esto existe en la
realidad objetiva. Así, el físico experimental, mientras trabaja en el laboratorio,
no puede sino ser un materialista elemental. Pero cuando se compromete a
extraer conclusiones generalizadoras, e incluso más epistemológicas, de los
resultados experimentales obtenidos por él, aquí viene la formación ideológica
que recibió en la escuela, que bajo el capitalismo es casi siempre ecléctica e
idealista. No es menos evidente la presión de toda la ideología social de la
burguesía como ideología de la clase dominante, con la que los científicos
burgueses están conectados por innumerables hilos». (E. Kolman; Hacia dónde
lleva el subjetivismo a los físicos, 1953)

En cambio, la situación es diferente con el físico teórico. Este:

«Recibe datos experimentales preparados de un físico experimental y su tarea


es generalizarlos en nuevos conceptos. El único objeto material con el que
maneja directamente es una pluma estilográfica; con su ayuda, dibuja fórmulas
en papel. Su trabajo no es muy diferente del trabajo de un matemático. La física
teórica moderna está extremadamente matematizada. Pero las matemáticas
son, como saben, la ciencia más abstracta, sus conceptos reflejan la realidad de
una manera extremadamente unilateral, solo desde el lado de las relaciones
cuantitativas y las formas espaciales, mientras que están conectados con la
realidad no directamente, sino por una larga cadena de eslabones intermedios.
Por eso un matemático −así como un físico teórico− separa tan fácilmente sus
abstracciones de la realidad, olvidando que se derivan de ella, y que sólo
aplicados a la realidad pueden justificarse. Comienza a imaginar que estas
abstracciones son «creaciones libres» de su mente o que, de hecho, solo hay
fórmulas que están escritas ante él en papel». (E. Kolman; Hacia dónde lleva el
subjetivismo a los físicos, 1953)

El avance de la ciencia en la época capitalista

En esta sección diseccionaremos algunos aspectos clave para entender la ciencia


dentro de una sociedad de clases: a) repasaremos cual ha sido el concepto de
progreso del marxismo, y si coincide o no con el del resto de corrientes clásicas;
b) observaremos si es cierto o no que el avance de la ciencia queda petrificada una
vez la burguesía llega al poder; c) estudiaremos el papel de los profesionales de
las ciencias en el desempeño de su trabajo, así como sus condicionantes; d) ¿acaso
el marxismo ha negado que el campo del conocimiento sea un terreno neutro de
la lucha de clases?

El progreso en la sociedad de clases siempre es condicionado

«La sociedad industrial se generó bajo los auspicios de la ciencia y el optimismo:


se entraba en una época de progreso sin límites. (…) Se creía haber encontrado
un proceso seguro, el científico, que iba a resolver todos los problemas de la
humanidad. Este optimismo se vio reflejado en todas las grandes concepciones
filosóficas y sociológicas del siglo de las luces y sus herederos del siglo XIX,
desde el pensamiento conservador de Comte hasta el revolucionario de Marx».
(Josep María Rotger Cerdà; Escuela y comunidad, 2003)

Lamentablemente, si repasamos cualquier manual de sociología promedio, no es


extraño encontrarnos con el famoso mantra −una y mil veces repetido− de que
tanto Comte como Marx creían que la humanidad había entrado en una época de
«progreso ilimitado», considerando el conocer de la ciencia de su tiempo como
«infalible». Ha habido, desde hace siglos, un especial interés por intentar
equiparar gratuitamente positivismo y marxismo, como ya comprobamos
capítulos atrás. Este Doctor por la Universidad de Barcelona realiza tal analogía
amparándose en la presunta y equiparable «candidez» de Comte y Marx, siendo
ambos autores meros «productos de aquella mentalidad moderna» y, por tanto,
corrientes ideológicas totalmente «anticuadas» como para ser tomadas hoy en
serio. Pero, ¿qué hay de cierto en esto? En lo que respecta a ese «pensamiento
revolucionario del siglo XIX» del que hablaba Rotger Cerdà sobre Karl Marx,
hubiera bastado que repasase −aunque solo fuese por encima− sus opiniones y
las de sus discípulos respecto al largo −y a veces dificultoso− periplo del hombre
−tanto a la hora de conocer como de actuar−:

«Sucede lo mismo con el «progreso». A pesar de las pretensiones del «progreso»


[de Bruno Bauer], hay regresiones continuas y reemplazos. Lejos de presentir
que la categoría del «progreso» carece de substancia y es puramente abstracta,
la crítica absoluta [de Bruno Bauer] es bastante juiciosa para reconocer al
«progreso» como absoluto». (Karl Marx y Friedrich Engels; La sagrada
familia, 1845)

Entonces, ¿cuál es la diferencia a nivel filosófico del materialismo moderno


respecto al antiguo, del marxista respecto al premarxista −como podría ser el que
profesaban las figuras de la Ilustración del siglo XVIII−? Primero que todo, su
diferente noción en cuanto al progreso personal o impersonal, condicionado e
incondicionado; el uno es dinámico y el otro estático. ¿Por qué se afirma que el
primero dio solución a las taras y limitaciones del segundo? Recurramos una vez
más al marxista italiano, Antonio Labriola, para aclarar la cuestión:

«Otra cosa se necesitaba para penetrar las razones efectivas de la relatividad


del progreso. Se necesitaba ante todo renunciar a aquellos prejuicios implícitos
en la creencia de que los obstáculos a la uniformidad del devenir humano
descansan exclusivamente sobre causas naturales e inmediatas [geografía]. (…)
Los consecutivos impedimentos a la uniformidad del progreso han de buscarse
en las condiciones propias e intrínsecas de la misma estructura social. (…) Es
siempre, por diferentes que sean sus formas y modos, la oposición de la ciudad
y del campo, del artesano y del campesino del proletario y del patrono, del
capitalista y del trabajador, y así hasta lo infinito, y va siempre a parar en una
jerarquía, tanto si es el privilegio fijo de la Edad Media, como si con las distintas
formas del derecho presunto igual para todos se revela en la acción automática
de la competencia económica. (…) A esta jerarquía económica corresponde de
modo vario en los diferentes países, tiempos y lugares, una: estoy por decir,
jerarquía de los ánimos, de los intelectos, de los espíritus. Esto equivale a decir
que la cultura, en la cual precisamente los idealistas sitúan la suma del
progreso, estuvo y está por necesidad de hecho bastante desigualmente
distribuida. La mayor parte de los hombres, por la cualidad de sus ocupaciones,
son así como individuos desintegrados, incapaces de un desarrollo completo y
normal. A la económica de las clases y a la jerarquía de las situaciones,
corresponde la psicología de las clases. La relatividad del progreso es, pues,
para nosotros, la consecuencia inevitable de las antítesis de clase. (...) El
progreso fue y es aún parcial y unilateral. Las minorías que salen beneficiadas
sostienen que esto es el progreso humano, y los soberbiosos evolucionistas
llaman a esto naturaleza humana que se desarrolla. Todo este progreso parcial,
que basta el presente se ha desarrollado en la presión de hombres sobre los
hombres, tiene su fundamento en las condiciones de oposición por la cual las
antítesis económicas han engendrado todas las antítesis sociales, y de la
relativa libertad de algunos ha nacido la servidumbre de muchísimos, y el
derecho ha sido protector de la injusticia». (Antonio Labriola; Del materialismo
histórico, 1896)

En cuanto a los perfeccionamientos tecnológicos, al igual que pueden facilitarnos


la vida −electrodomésticos, transportes, medicamentos, contabilidad−, también
pueden volverse en contra −o ser creados con este propósito− de los explotados
que sufren el yugo del capital −métodos de vigilancia, control laboral, armas de
destrucción masivas, pesticidas contaminantes, adulterantes en los alimentos−.
En realidad, son este tipo de contradicciones y paradojas que emergen bajo el
capitalismo, las que hacen del famoso «progreso» algo condicionado, como
ocurre en cualquier sociedad dividida en clases sociales. Por esta razón, Engels
nos habló de que en nuestra época la burguesía se esfuerza por «arrojar un velo
de amor sobre los fenómenos negativos inevitablemente generados por ella»,
cuando no directamente «negarlos», lo cual no invalida todo lo anterior.

Por ejemplo, en lo relativo a la expansión de las fuerzas productivas y la cuestión


ecológica es claro que bajo el poder burgués se han desarrollado ya alternativas a
las fuentes no renovables. Entonces, ¿por qué no se implementan y se sigue
demorando este tránsito? Porque a nivel macroeconómico no es, ni puede ser, un
sistema altamente planificado; porque a nivel microeconómico no hay que
menospreciar las irresolubles pugnas interburguesas entre distintos sectores que,
además, actúan como impedimento complementario. El problema no es nunca el
desarrollo de las fuerzas productivas, que precisamente el capitalismo hereda y
desarrolla a partir de los mejores conocimientos y esfuerzos de la humanidad −en
algunos casos bajo sudor y lágrimas−, sino que la clave está en las relaciones de
producción que rigen el entramado económico y social, la distribución ligada a
ella, donde encontramos un exacerbado y descontrolado crecimiento sin
raciocinio alguno, todo lo demás es palabrería en manos de un ignorante o un
cínico. Véase el capítulo: «Sobre el llamado ecologismo y ecosocialismo» (2017).

Así mismo, Marx en sus manuscritos sobre la producción capitalista, anotó


párrafos muy parecidos respecto a la ciencia y su relación con el capital.
Sintetizando, lo que deseaba explicar es que, aunque el capitalismo haya logrado
alcanzar una capacidad científica que hubiera sido totalmente inimaginable en el
Medievo o la Antigüedad, no todo son cosas a celebrar. Como mencionamos a
principios del capítulo, el vasto grado de desarrollo de las ciencias en el
capitalismo acaba parcelando los campos del saber −y, por mucho que la propia
producción cree contratendencias para compensar esto, como el mayor acceso a
la información o la comunicación−, a veces esto deriva en un problema serio de
coordinación, pues toda extensión requiere de un nuevo y adecuado ensamblaje
−véase la necesidad de una nueva planificación del mapa urbano ante un gran
auge demográfico−. Pero, además, el capitalismo también hace que estos
profesionales de las diferentes ciencias compitan −espoleados por el amo− para
obtener patentes, siendo luego obligados a «guardar los secretos del gremio», por
lo que se siguen arrastrando muchas de las problemáticas de la sociedad de clases
de eras anteriores, incluyendo en este bloque la represión intelectual de las
opiniones revolucionarias y el uso de la ciencia para el mero enriquecimiento
privado:

«Los hombres de ciencia, en la medida que las ciencias son utilizadas por el
capital como medio de enriquecimiento, y por lo tanto se convierten ellas
mismas en medio de enriquecimiento incluso para los hombres que se ocupan
del desarrollo de la ciencia, se hacen recíproca competencia en los intentos por
encontrar una aplicación práctica de la ciencia. Por otra parte, el intento
deviene en una especie de artesanía. (…) La ciencia interviene como fuerza
extraña, hostil al trabajo, que lo domina, y su aplicación es, por una parte,
acumulación y, por otra, desarrollo, en ciencia, de testimonios, de
observaciones, de secretos de la artesanía, adquiridos por vías experimentales
para el análisis del proceso productivo y aplicación de las ciencias naturales en
el proceso material productivo; y como tal se basa del mismo modo en la
separación de las fuerzas espirituales del proceso del conocimiento, testimonios
y capacidades del obrero individual, como la acumulación y el desarrollo de las
condiciones de producción y su transformación en capital se basan en las
privaciones del obrero de estas condiciones, en la separación del obrero de las
mismas. (…) Junto a la producción capitalista, el factor científico se desarrolla
conscientemente por primera vez a un determinado nivel, se emplea y
constituye en dimensiones tales que en las épocas precedentes no podían
concebirse. (…) Pero sometiendo el trabajo al capitalismo y reprimiendo el
desarrollo intelectual y profesional. (…) La ciencia obtiene el reconocimiento de
ser un medio para producir riqueza». (Karl Marx; Manuscritos (1861-63),
Cuadernos XX, 1863)

Años después, encontramos a Engels escribiendo sus famosos siete artículos para
promocionar y defender la obra de su amigo Marx, «El Capital» (1867). Allí,
destacó lo siguiente en torno al concepto de «progreso», reconociendo que ni
siquiera habían sido los autores socialistas los primeros en exponer su aspecto
contradictorio. En uno de aquellos artículos comentó que:

«La teoría liberal del progreso entraña también la idea del progreso en materia
social, y el hecho de que quienes se llaman socialistas quieren arrogarse el
monopolio del progreso social no es más que una de esas paradojas arrogantes
en que ellos suelen incurrir. Marx se distingue de los socialistas al uso –y no
puede disputársele este mérito− en el hecho de que reconoce la existencia de un
progreso aun allí donde las instituciones actuales, llevadas al extremo y
desarrollándose de un modo unilateral, conducen a consecuencias repelentes.
Tal ocurre, por ejemplo, con el sistema fabril en gran escala, con su séquito de
riqueza y miseria, etc». (Friedrich Engels; Publicado en «Der Beobachter, Ein
Volksblatt aus Schwaben», 27 diciembre 1867)
No queda, por tanto, ningún género de duda sobre cuál ha sido siempre la noción
clásica del materialismo histórico respecto al concepto de «progreso». Otra cosa
es, por supuesto, que siempre haya habido un interés en inventar y difundir todo
tipo de equívocos.

¿Acaso la ciencia queda petrificada una vez la burguesía llega al


poder?

Cuando uno se detiene a leer los órganos de expresión de los señores


«reconstitucionalistas» comprende fácilmente que, para ellos, la ciencia tiene
poco recorrido. Al parecer, una vez la burguesía llega al poder y se consolida, esta
hace todo lo posible por suprimir sus avances, su corrección o matización. Dicho
de otra forma, no es fiable salvo para la misma clase burguesa, por ende, la ciencia
está diseñada para proteger el orden existente (sic):

«La burguesía europea abandona sus veleidades revolucionarias en cuanto


hace acto de presencia el proletariado como clase moderna independiente. (…)
La ciencia −la forma de conciencia que mejor responde a la naturaleza y las
necesidades de la burguesía− madura, se cierra y petrifica precisamente
cuando va tomando forma definida «el germen genial de la nueva concepción
del mundo». (Comité por la Reconstitución; Línea Proletaria, Nº3, 2018)

Este tipo de declaraciones son análogas a las realizadas en otros artículos suyos
que ya hemos citado. Ante este reduccionismo, tan típico como vulgar, debemos
preguntarnos: en nuestra época, ¿la ciencia juega a favor de la burguesía o del
proletariado? O, mejor dicho, ¿a quién beneficia más a largo plazo?
Argumentemos la debida respuesta a este gran interrogante, una polémica aún
en liza a la cual ya respondieron los líderes marxistas en 1907, como el alemán
Karl Kautsky, quien, enfrentando a escépticos y nihilistas, pronunció lo siguiente:

«En la crítica del conocimiento encontramos otra oposición entre la ciencia


burguesa y la ciencia proletaria o, si se prefiere, conservadora y revolucionaria.
Una clase revolucionaria, que se siente con la talla para conquistar la sociedad,
está también inclinada a no admitir límites a sus conquistas científicas y a
considerarse capaz de resolver todos los problemas de su tiempo. Una clase
conservadora, por el contrario, teme instintivamente a todo progreso no
solamente en el dominio político y social sino, también, en el terreno científico,
porque siente que toda ciencia profunda no puede ya serle de gran utilidad, sino
que, por el contrario, puede perjudicarle infinitamente. Está inclinada a
renegar de su confianza en la ciencia. La ingenua seguridad que animaba a los
pensadores revolucionarios del siglo XVIII, como si tuviesen en el bolsillo la
solución para todos los enigmas del mundo, como si hablasen en nombre de la
«razón absoluta», ya no puede ser compartida hoy en día por el más audaz
revolucionario». (Karl Kautsky; Las tres fuentes del marxismo. La obra
histórica de Marx, 1907)
Ahora, esto dista mucho de lo que aseguran algunos, como ocurre con nuestros
caricaturescos «reconstitucionalistas», donde parecería que la ciencia
simplemente juega un papel terrorífico en contra de los trabajadores, y cuya
solución para sus anhelos emancipatorios parecería ser dejar definitivamente de
lado la ciencia y depositar nuestras esperanzas en un nuevo y purificado
fanatismo, en unos propósitos, metodología y lenguaje que solo podrían pasar
como «revolucionarios» si fuésemos místicos de la Edad Media, o a lo sumo
aquellas sociedades secretas, como fueron los carbonarios del siglo XIX.
Entiéndase que este razonamiento de los «reconstitucionalistas» es tan lúcido
como afirmar que el trabajo es per se negativo porque hoy existe el trabajo
asalariado con el fin de engrandecer la hucha personal del capitalista. Nos
explicaremos.

Marx no ahorró descripciones para exponer la penosa situación del trabajador


dentro del entramado capitalista. En uno de los párrafos más conocidos lo hizo
de la siguiente forma:

«Lo rebajan a la categoría de apéndice de la máquina, lo destruyen con la


tortura de su trabajo el contenido de éste, lo enajenan las potencias espirituales
del proceso del trabajo en la medida en que a este se incorpora la ciencia como
potencia independiente; corrompen las condiciones bajo las cuales trabaja; le
someten, durante la ejecución de su trabajo, al despotismo más odioso y más
mezquino; convierten todas las horas de su vida en horas de trabajo; lanzan a
sus mujeres y sus hijos bajo la rueda trituradora del capital». (Karl Marx; El
Capital, Tomo I, 1867)

Ahora, al mismo tiempo también se encargó de aclarar que difícilmente se puede


cargar de responsabilidades a la ciencia por el uso particular que sus usuarios dan
a esta, puesto que:

«El capital se apropia la ciencia «ajena», ni más ni menos que se apropia el


trabajo de los demás». (Karl Marx; El Capital, Tomo I, 1867)

Para ilustrar esto también podríamos optar por repasar los borradores para esta
famosa obra −nos referimos a los «Manuscritos económicos (1863)−, donde el
autor reflexiona, entre otras, sobre la relación entre ciencia y producción
capitalista, entre naturaleza y economía o entre trabajo manual e intelectual. El
siguiente extracto, aunque algo extenso, creemos que es necesario para que el
lector entienda a lo que nos referimos:

«La utilización de estas fuerzas de la naturaleza en vasta escala es posible sólo


donde pueden emplearse las máquinas en gran escala y donde, en consecuencia,
se usa también una masa de obreros correspondientes a ellas y la cooperación
de estos obreros subordinados al capital.
El empleo de los agentes naturales −en una cierta medida su incorporación en
el capital− coincide con el desarrollo de la ciencia como factor autónomo del
proceso productivo. Si el proceso productivo deviene esfera de aplicación de la
ciencia, entonces, por el contrario, la ciencia deviene un factor, una función, del
proceso productivo. Cada descubrimiento se convierte en la base de nuevos
inventos o de un nuevo perfeccionamiento de los modos de producción. El modo
capitalista de producción coloca primero las ciencias naturales al servicio
inmediato del proceso de producción, cuando el desarrollo de la producción
suministra, en cambio, los instrumentos para la conquista teórica de la
naturaleza. La ciencia obtiene el reconocimiento de ser un medio para producir
riqueza, un medio de enriquecimiento.

De este modo los procesos productivos se presentan por primera vez como
problemas prácticos, que sólo se pueden resolver científicamente. La
experiencia y la observación −y las necesidades del mismo proceso productivo−
alcanzan ahora por primera vez un nivel que permite y hace indispensable el
empleo de la ciencia.

El capital no crea la ciencia, sino que la explota apropiándose de ella en el


proceso productivo. Con esto se produce simultáneamente la separación de la
ciencia, en cuanto ciencia aplicable a la producción; del trabajo inmediato,
mientras que en las precedentes fases de la producción la experiencia y el
intercambio limitado de los conocimientos estaban inmediatamente vinculados
al trabajo mismo; no se desarrollaban como fuerza separada e
independientemente de ella y por lo tanto en su conjunto no habían ido nunca
más allá de los límites de la tradicional colección de recetas existentes desde
hacía mucho tiempo y que sólo desarrollaban muy lentamente y en forma
gradual −estudio empírico de los secretos de cada artesanía−». (Karl Marx;
Manuscritos (1861-63), Cuadernos XX, 1863)

Una vez aclarado esto, ¿acaso podemos sostener, por ejemplo, que el dominio en
el siglo XIX del temido positivismo impidió todo avance en las ciencias naturales
y sociales? No. ¿Y el de las cien escuelas y variantes que vinieron después sí lo
consiguió? Tampoco. ¿Se acabaron ahí los descubrimientos y sistematizaciones
científicas en los países capitalistas? Ni mucho menos. De hecho, durante el
desarrollo de ambos siglos tenemos el descubrimiento y el perfeccionamiento de
la penicilina, los sistemas de refrigeración, la fisión nuclear, el teléfono, la
fotografía, la informática, la anestesia, el automóvil, el ferrocarril, los rayos X, la
vacunación, los sistemas de saneamiento y un larguísimo etcétera. Es más, ni
siquiera en la Edad Media, bajo control feudal, las ciencias −aún en pañales− se
detuvieron, ni siquiera en la Edad Antigua, con sus limitantes posibilidades y
conocimientos, «petrificó» por completo la producción de la técnica y sabiduría
fundamental:
«Solo el conocimiento científico de las leyes de la naturaleza abre la posibilidad
de que las personas las utilicen en sus actividades prácticas. Por supuesto, el
conocimiento práctico y el uso por parte de la gente de algunas leyes de la
naturaleza es posible en un grado u otro y mucho antes de su descubrimiento
científico. Se sabe que durante muchos milenios antes de Galileo y Newton, las
personas en su actividad práctica utilizaban algunos aspectos de la ley de
gravedad y caída de los cuerpos, aunque todavía estaban lejos de su
comprensión científica. Engels señaló que incluso en la antigüedad, los pueblos
prehistóricos sabían en la práctica que la fricción genera calor, prácticamente
recibía fuego por fricción. Pero pasaron muchos milenios antes del
descubrimiento de que la fricción es una fuente de calor, y más aún antes del
descubrimiento de la ley de conservación y transformación de la
energía. Seguro, estas posibilidades de uso práctico de ciertas leyes de la
naturaleza antes de su descubrimiento y conocimiento científico eran muy
limitadas. Por lo tanto, para el pleno uso práctico de estas o aquellas leyes de la
naturaleza, se requiere el descubrimiento y el conocimiento científico de su
acción. (…) Se sabe que los fundamentos de la geometría de Euclides, la
mecánica clásica, la electrodinámica, la química, que son verdades objetivas,
son reconocidas por todas las clases y utilizadas por ellas en la práctica. Sin
embargo, estos fundamentos fundamentales de las ciencias, que son verdades
objetivas, están revestidos de cierta cosmovisión, formas ideológicas que tienen
un carácter de clase, de partido. (…) Es sabido que el uso práctico por parte de
las clases explotadoras de ciertas leyes económicas siempre ha estado limitado
por sus estrechos intereses de clase. Usaron ciertas leyes económicas cuando y
en la medida en que no contradecían sus intereses de clase. Mientras la
burguesía fue una clase progresista y luchó contra el feudalismo, utilizó la ley
de la correspondencia obligatoria de las relaciones de producción con la
naturaleza de las fuerzas productivas. Derrocó las viejas relaciones feudales de
producción, creó nuevas relaciones burguesas y las alineó con las fuerzas
productivas que habían crecido en las entrañas del feudalismo». (Y. G.
Gaydukov; Conocimiento del mundo y sus regularidades, 1953)

La utilización, a nivel histórico, de la ciencia por parte de la clase explotadora


−como hace la clase burguesa en la actualidad− está mediatizada por su ideología
e intereses −¡faltaría más!−, pero de ahí no se puede concluir una estimación
fatalista de que, bajo su égida, el desarrollo de la ciencia esté «cerrado» y
«petrificado». Esta idea compite por ser una de las mayores absurdeces jamás
vistas, y es producto, por supuesto, de una forma de pensar metafísica, a la cual
se le escapan varios puntos. ¿Acaso la burguesía no se ve obligada a mejorar la
técnica y poner en marcha servicios públicos útiles para los trabajadores? Sí. ¿Se
hace a fin de mantener o mejorar su entramado económico diario, obtener o
recuperar la atención política de la ciudadanía? Sin duda, pero esto no sería
posible sin las innovaciones de la ciencia. ¿Acaso no ha desarrollado, no ha
favorecido, −en palabras de Marx y Engels−, el crecimiento de los medios de
comunicación creados por la gran industria y que ponen en contacto a los obreros
de diferentes localidades o países, algo impensable en época medieval?
Absolutamente cierto. El capital debe elevar las fuerzas productivas innovando y
esto es algo que puede parecer nacer del interés del burgués que trata de priorizar
su bolsillo y la máxima rentabilidad, pero en verdad es consecuencia del sistema
en sí. Por esta misma razón, durante las crisis, los capitalistas aceptan malgastar
o destruir sus fuerzas productivas si así la situación lo requiere. El sistema
capitalista queda en evidencia, pareciéndose «al mago que ya no es capaz de
dominar las potencias infernales que ha desencadenado con sus conjuros», como
se describe en el famoso «Manifiesto del Partido Comunista» (1848). Y, como
bien sabemos, mientras tanto: «Lo único que le interesa [a la burguesía] no es si
es justo o no tal teorema», sino «si es útil o perjudicial para el capital, si es
cómodo o incómodo, si coincide o no con los razonamientos de la policía», como
muy correctamente dejó anotado Marx en sus «Palabras finales a la segunda
edición de «El Capital» de 1867» (1872). Queda, por tanto, muy claro que: «La
investigación desinteresada cede lugar al pugilato pagado, las investigaciones
científicas imparciales son sustituidas por las de mala fe y la apologética servil».
¿Y quién negaría esto? Nadie. Sin embargo, pese a todo, ¿no se han desarrollado
valiosos conocimientos respecto a cómo funciona el mundo y la sociedad durante
los siglos XX-XXI? ¿En qué cabeza cabe afirmar que el desarrollo de la robótica,
la aviación, la mecánica o la electrónica son «minucias»? O quizás es que los
«reconstitucionalistas» consideran que todas y cada una de las investigaciones y
teorías que salen de sus «centros de saber» son una «ficción del poder», al igual
que «el control del tiempo» como aseguran los posmodernos que abusan de los
psicotrópicos.

Los profesionales de las ciencias y su rol

El propio Karl Kautsky en su famoso libro «Bernstein y el programa


socialdemócrata. Una anticrítica» (1899), traducido en España por Pablo Iglesias
y Julián A. Meliá, realizó un gran repaso a nivel histórico sobre el origen de las
ciencias y el papel de los intelectuales en épocas pretéritas. Lejos de lo que suelen
argumentar hoy algunos que no conocen mucho la obra de Kautsky, a diferencia
de lo que sostenía por entonces Bernstein, este no albergaba muchas esperanzas
en la capa de la intelectualidad, incluso aprovechó este ensayo para dedicarle
unas críticas muy severas, aunque bien argumentadas, demostrando que incluso
a veces son los propios intelectuales los mayores opositores del progreso en las
ciencias.

En primer lugar, explicó cómo todos estos fenómenos tan paradójicos fueron
producto de la división del trabajo, y que el estatus privilegiado de los
intelectuales se había basado siempre en la educación −y en ocasiones en el
secreto de su oficio−. Resaltó que la intelectualidad: «Ha sido siempre el
patrimonio de las clases directoras y posesoras» donde «o bien los elementos
inteligentes formaban la única clase directora, como sucede siempre al principio
de la división de la sociedad en clases», o bien «constituían, al lado de la casta
guerrera, una casta particular, la casta religiosa»; y sobre todo a partir de aquí, la
intelectualidad forma claramente «un grupo de individuos que tienen los
intereses más diversos». No es de extrañar que, tanto en la Edad Antigua, como
en la Edad Contemporánea, el intelectual suele tener: «Mucho interés en que la
cultura de la masa del pueblo sea suficiente para que se penetre de la importancia
de la ciencia y se incline ante ella y ante sus representantes; pero su interés les
recomienda también que se opongan a todos los esfuerzos que tiendan a
aumentar el número de los que disfrutan de una buena educación profesional».
Sin embargo, conforme las propias necesidades de la producción requieren de la
extensión masiva de la educación, este privilegio se va corroyendo cada vez más;
y esto, en el capitalismo, alcanza unas cuotas nunca antes vistas. Esto obliga al
sistema: «A mejorar y extender no tan sólo la enseñanza elemental, sino también
la enseñanza superior».

El pensador alemán describió cómo además parecía existir una «capa media de
la clase intelectual», autoerigida como «aristocracia intelectual», que en parte
recordaba a la pequeña burguesía, pues lo mismo se atreve a criticar «la avaricia
del capital», que «mañana se indignará ante las malas formas del proletariado».
La diferencia es que mientras esta capa es más instruida en conocimientos que la
burguesía clásica, a razón de su propia profesión, por defecto mantiene una
pasividad mucho más marcada que el ataño espíritu combativo que otrora había
mantenido la pequeña burguesía, y como esta, la intelectualidad nunca logra nada
sustancial a nivel político si no va acompañada y es guiada por el proletariado.
Por último, Kautsky señala que, lejos de lo que pensaba Bernstein, dejándose
engañar tan fácilmente por los «socialistas de cátedra» y diversos filántropos
burgueses, no era cierto aquello de que no existe «ni un solo hombre culto,
honrado y que piense con libertad, que no afirme que debe hacerse algo en favor
del obrero»; más bien lo que ocurría es que estos rogaban porque la lucha de
clases se «cese», o «por lo menos se dulcifique». En resumen, Kautsky aconsejaba
al proletariado que si bien: «No cabe duda que el proletariado tiene amigos fieles
aún entre los intelectuales», no menos cierto era que «hay muy pocos que se
atrevan a romper y que puedan romper».

Si hoy tomamos cualquier manual o libro de texto de educación capitalista −del


ámbito escolar o universitario− corroboraremos que, en su mayoría, tienen
amplias carencias, limitaciones, cuando no, abiertas manipulaciones respecto a
las ciencias naturales y sociales −especialmente en estas últimas−. En la creación
de todo este caudal educativo median las instituciones gubernamentales y,
finalmente, es un selectivo gabinete educativo −lleno de burgueses o servidores a
ellos− el encargado de elaborar los temas y el punto de vista a tratar. El objetivo
es crear un material educativo desde sus particulares intereses de clase, por y para
cubrir las necesidades de la producción de bienes y servicios. Hasta los propios
educadores llevan décadas advirtiéndonos de como la escuela es una
«reproductora de desigualdades sociales» y sus libros de texto «no han avanzado
demasiado» recogiendo muy tardíamente los nuevos conocimientos. Pero, ¿por
esto debemos concluir que estos libros y apuntes solamente revisten nociones
falsas sobre la realidad del mundo? ¿Son inservibles de principio a fin? ¿Debemos
boicotear los estudios superiores y salirnos de las universidades como proponía
Bakunin? El siquiera preguntárselo es absurdo.

Los autores y obras que nos recomendaron −u obligaron− a estudiar algunos


profesores, ayudaron en su momento a nuestra formación sobre diversos temas y
campos donde, seguramente, sin esta influencia nunca lo habríamos hecho y, si
bien esta formación no profundiza en lo que debería ser nuestro conocimiento y
estudio al respecto, sí cumple con varias funciones positivas. En primer lugar, a
poco que prestemos algo de atención, estas situaciones nos permiten detectar la
manipulación y el cinismo de la ideología dominante; bien sea del autor de la obra
propiamente o de los referentes del campo en cuestión que se citan como
verdaderas eminencias. Y, aunque escaseen, tampoco es imposible que en nuestra
formación académica nos acabemos encontrando con profesores y eruditos de
estos campos que, aunque no son marxistas o están lejos de serlo, pueden ser una
fuente muy útil de información, personas que incluso con el tiempo podrían ser
atraídos a nuestra área de influencia.

En todo caso, al ojear estos manuales básicos que han sido producidos en masa
para solventar los problemas de la vida social, podemos encontrar nociones
aberrantes −misticismo, relativismo, agnosticismo, subjetivismo−, pero también
conclusiones o aforismos que nos resultan interesantes −nociones materialistas
sobre el discurrir del mundo, trazos de dialéctica sobre las ramas de la sociedad y
su interrelación, concepciones históricas del hombre y su desempeño social−. De
la misma forma, gracias al torrente de información actual, con los artículos de las
revistas oficiales como con los escritos y la divulgación de los «outsiders»,
podemos ponernos al día en cuanto a ciencia actual, investigaciones o últimos
descubrimientos en tiempo récord. Así comprobaremos que, las nociones del
segundo bloque −las «interesantes y a priori correctas»− suelen ser, una vez
verificadas, las únicas científicas. Para nada casualidad que sean estas las
compatibles con el materialismo histórico-dialéctico, aunque frecuentemente
esta última expresión ni se sugiera.

Subrayar que con el derrumbamiento del sistema capitalista la humanidad podrá


poner en conocimiento común no solo todos los avances que hoy son privados,
sino dar un impulso inimaginable a la ciencia, es una obviedad que no merece ser
comentada ni desde luego hecha pasar como novedosa. El propio Engels se
explayó sobre esto en obras tan famosas como su «Anti-Dühring» (1878), por lo
que los «reconstitucionalistas», incluso en sus declaraciones más «acertadas», no
vienen a descubrir nada nuevo. Esto se verá mejor en el próximo capítulo, cuando
entendamos lo que significa aquello de que todo progreso es condicionado y
cuando veamos cómo los marxistas han estimado a los científicos burgueses sin
dejar de señalar sus debilidades.

¿Cuándo el marxismo ha dejado de considerar a la ciencia como otro


campo más de batalla?

«[Criticamos] La comprensión de la ciencia como elemento neutro e


independiente del resto de esferas de la sociedad, y particularmente de la lucha
de clases. (…) Su reducción de elemento de transformación a herramienta de
conocimiento». (Movimiento Antiimperialista; Alrededor de la ciencia y la
praxis revolucionaria, 2013)

Los «reconstitucionalistas» del siglo XXI creen haber descubierto la pólvora por
«revelarnos» que la ciencia ha nacido y se ha desarrollado bajo el ambiente de un
sistema de clases, cuyos protagonistas chocan entre sí y, por ende, donde las
investigaciones científicas pueden llevar a cuestas diversas formas de conciencia
que represente a estas y sus intereses. ¡Vaya! ¡Primera noticia!

Pero resulta que esto tiene precedentes muy lejanos en el tiempo. El socialista
utópico Saint-Simon ya en sus «Cartas de un habitante de Ginebra a sus
contemporáneos» (1803) dejó constancia de cómo los ricos intentaban comprar
a los artistas, músicos, filósofos, economistas, arquitectos y «sabios», en general,
con todo tipo de gratificaciones −honor, prestigio, dinero, puestos−. Muchos de
ellos no tenían otra opción que agachar la cabeza y adaptar su trabajo a las
peticiones del poder si deseaban mantener su estatus. ¿Va a hacernos creer la LR
que ha hecho un descubrimiento transcendente? ¿O bien que lo hizo el
posmodernismo al advertirnos de «los intereses y manipulaciones» que se dan a
veces en el «campo de las ciencias»? En lo que se refiere al orden actual, ¿acaso
se conoce un campo de la actividad social donde la palabrería o el misticismo no
se cuelen o estén al orden del día? ¿O donde no se retroceda una y otra vez a
nociones que parecían superadas? Si esto no es así, ¿a quién intentan convencer
de que sus revelaciones son novedosas y marcan una ruptura importantísima con
«el viejo Ciclo de Octubre»?

De hecho, ya hemos citado en capítulos anteriores la obra de Kautsky «Bernstein


y el programa socialdemócrata. Una anticrítica» (1899), en donde se critica
severamente a Bernstein por sostener la estúpida idea de que en aquel entonces
se vivía en una sociedad moderna: «No determinada por la economía y por la
naturaleza obrando como factor económico», en donde «las ciencias, las artes, la
mayor parte de las relaciones sociales son hoy mucho más independientes de la
economía que en cualquier época pasada», una civilización que deja que «los
factores ideológicos, y sobre todo a los éticos, el campo más libre que antes para
una actividad independiente» (sic). ¿Acaso los soviéticos cayeron en esa trampa?
En absoluto. En el famoso «Diccionario filosófico» (1940) Mark Rosental y Pavel
Yudin escribieron, muy correctamente, cómo: «El condicionamiento de la ciencia
por el desarrollo de la producción en una sociedad dividida en clases, se evidencia
siempre en la dependencia de la ciencia respecto de los intereses económicos y
políticos de las clases dominantes». En efecto, cualquier que haya repasado los
materiales de la época sabrá que los autores marxistas no eran ajenos a estas
interpretaciones liberales, como las de Bernstein, muy comunes entre los
revisionistas de su época, pero siempre se opusieron a ellas y combatieron tal
concepción irreal, muy típicas del positivismo. Véase, por ejemplo, materiales
como la obra de M. E. Omelyanovsky «La lucha del materialismo contra el
idealismo en la física moderna» (1951), o la obra de V. P. Tugarinov «Sobre las
leyes del mundo objetivo y las leyes de la ciencia» (1952), entre otros. Véase el
capítulo: «Marxismo y positivismo» (2022).

En suma, la noción de los «reconstitucionalistas», que nos insta a tomar


prescripciones como no ser tan cándidos y pensar que todo pretendido avance
científico se reduce a descubrir una «forma de conciencia neutra», aun
presentándose como una advertencia «innovadora», también es una soberana
obviedad que hoy reconocen casi todos.

En todo caso, si deseamos evaluar sinceramente las ventajas y desventajadas del


periodo en el que vivimos, parece que aquí más de uno debería echar un vistazo a
una obra llamada «Dialéctica de la naturaleza» (1883), a ver si refresca ciertos
conceptos que ya deberían estar más que claros a estas alturas:

«Vemos, pues, que la concepción materialista de la naturaleza descansa hoy


sobre fundamentos mucho más firmes que en el siglo pasado. Entonces, sólo se
conocía de un modo más o menos completo el movimiento de los cuerpos celestes
y el de los cuerpos terrestres sólidos, bajo la acción de la gravedad; casi todo el
campo de la química y toda la naturaleza orgánica eran, en aquel tiempo,
misterios no descifrados. Hoy, toda la naturaleza se extiende ante nosotros, por
lo menos en sus lineamientos fundamentales, como un sistema aclarado y
comprendido de procesos y concatenaciones. Cierto es que concebir
materialistamente la naturaleza no es sino concebirla pura y simplemente tal y
como se nos presenta, sin aditamentos extraños, y esto hizo que en los filósofos
griegos se comprendiera, originariamente, por sí misma. Pero entre aquellos
primitivos griegos y nosotros median más de dos milenios de concepción del
mundo esencialmente idealista, y, en estas condiciones, incluso el retorno a lo
evidente por sí mismo resulta más difícil de lo que a primera vista parece. En
efecto, no se trata, ni mucho menos, simplemente de rechazar todo el contenido
de pensamientos de aquellos dos mil años, sino de criticarlo, de desentrañar por
debajo de esta forma caduca los resultados obtenidos bajo una forma idealista
falsa, pero inevitable para su tiempo y para la misma trayectoria del desarrollo.
Cosa harto difícil, ciertamente, como lo demuestran los numerosos
investigadores que, inexorables materialistas dentro de los límites de su ciencia,
son, fuera de ella, no ya solamente idealista, sino incluso devotos cristianos y
hasta cristianos ortodoxos». (Friedrich Engels; Dialéctica de la naturaleza,
1883)

Algunos, temerosos, de ser engañados por el poder, preguntarán de nuevo:


«Pero… pese a todo, ¿no es cierto que nos enfrentamos a manipulaciones por
doquier por parte de la clase dominante en torno a las cuestiones del saber? ¿No
hay infortunios e inexactitudes por las propias condiciones de trabajo de los
profesionales de las ciencias?». Sí, por enésima vez responderemos que, en efecto,
así es. Faltaría más. Por eso mismo Marx dijo aquello de que: «Descartes, al
definir a los animales como meras máquinas, veía con los ojos del período
manufacturero». Ahora, ¿en serio alguien va a mantener que estos
condicionantes −conscientes o fortuitos− puedan ser peores hoy que hace miles
de años durante las sociedades esclavistas o medievales? Recordemos que en
aquellos tiempos ni siquiera muchas de las ciencias naturales y sociales estaban
desarrolladas salvo vagos conatos. ¿De verdad alguien va a sostener que el acceso
al conocimiento es igual en la era de los pergaminos que en la de la imprenta o el
internet? ¿Qué les queda a algunos para justificar «escepticismo pesimista»
respecto a las posibilidades de la ciencia? Tal vez recurrir a la carta de la «Escuela
de Frankfurt» sobre la «omnipotencia de los medios de alienación» y la
predominancia de la «razón instrumental» del hombre para manipular a sus
congéneres. En cuanto a conocimientos estrictos de índole científica, ¿estamos en
una situación más complicada que hace cien años o, por el contrario, sus
descubrimientos han ayudado a poner al desnudo gran parte del hipócrita ideario
burgués y la desfachatez de su sistema político-económico que rezuma
arbitrariedad por los cuatro costados? Por ejemplo, ¿no ha corroborado el
marxismo −valiéndose de datos y fuentes burguesas− gran parte de sus teorías
sobre el monopolismo o las crisis cíclicas de sobreproducción en el capitalismo?
Entonces, no hagamos complejo lo que es bien sencillo. Todo esto recuerda a los
típicos activistas ecologistas opuestos a la energía nuclear −de las menos
contaminantes para el medio ambiente− que alegan su rechazo porque los
imperialistas estadounidenses usaron dicha energía para masacrar dos ciudades
japonesas el siglo pasado; esto es confundir la velocidad con el tocino.

Claro que muchos profesionales de estas ramas de la ciencia han utilizado


diversas evidencias para concluir cosas deshonestas, coronando a su país o a su
escuela como la predilecta, como la que mayores aportes ha hecho y, por ende, la
única que tiene voz real para decretar qué es válido y lo qué no. Aquí el
nacionalismo burgués se puso las botas intentando explotar cualquier éxito real
o ficticio. En todo caso, con el descrédito del antiguo positivismo y la irrupción a
partir de los años 60 de la «nueva historia», la «nueva arqueología» o «el
posmodernismo filosófico», lo difícil es encontrar ya un manual de historia,
arqueología o filosofía donde no se nos advierta que históricamente ha habido
muchos descubrimientos, investigaciones y conclusiones en las que se
cometieron todo tipo de manipulaciones en nombre de la «ciencia», pero en casi
todas las épocas, incluso en las de mayor dogmatismo religioso, el ser humano ha
sido consciente, lo reflejase o no, de las dudas y falibilidad que contiene su
humilde obra. Véase la obra de Víctor M. Fernández Martínez: «Teoría y método
de la arqueología» (1989).

Esto tampoco significa, como ya se ha comprobado atrás, que estas escuelas tan
proclives al relativismo y el agnosticismo traigan mejores soluciones. Una cosa
debe quedar clara: una vez descubierta una «grieta en el sistema» no significa que
todo lo «descubierto» por la llamada ciencia sea una «ficción», sino que toca
calibrar si en esa rama, esa corriente o en ese investigador hubo exageraciones
extremas o conclusiones precipitadas. En última instancia, toca observar si estas
fueron fruto de una desafortunada equivocación o si estuvieron totalmente
motivadas por intereses políticos, propagandísticos, etc. Véase el capítulo:
«Instituciones, ciencia y posmodernismo» (2021).

En definitiva, a nadie le sorprende lo difícil que es para el ser humano desligarse


de sus ideas preconcebidas, mitos y favoritismos. Y de esto, los revisionistas
modernos como los «reconstitucionalistas» saben bastante, ya que siguen
repitiendo las mismas idioteces que los «guardias rojos» de los años 60 y los
estudiantes senderistas de los 80. Pero poco más hay que comentar sobre esto.

¿No se ha valido el marxismo de la «ciencia burguesa»?

«La economía política clásica tocó casi a la verdadera realidad, pero sin llegar
a formularla de un modo consciente. Para esto, hubiera tenido que desprenderse
de su piel burguesa». (Karl Marx; El Capital, Tomo I, 1867)

En este apartado asaltaremos dos cuestiones básicas: a) ¿Es cierto que no se


puede considerar la ciencia como la «forma superior del saber», como afirman
los «reconstitucionalistas»? b) ¿Ha declarado el marxismo alguna vez que la
esfera de los desarrollos científicos y sus profesionales es un campo «neutral»?

Seremos muy claros y sinceros en esto, leyendo a los «reconstitucionalistas», no


habíamos, hasta el momento, leído alegatos anticientíficos tan sumamente
colosales desde que ese grotesco ser, apodado el «Presidente Gonzalo», decretó
el «dato» como un «concepto burgués» (sic):

«El dato es un concepto burgués, creer que cuantos más datos tengo, más
interpretador soy, más comprensión de la situación nacional tengo, es absurdo,
es mentira. Ahí no está el problema, todo el problema no está en la acumulación
de datos, no somos máquinas registradoras simplemente; el problema está en
la interpretación». (Abimael Guzmán; Para entender a Mariátegui, 1968)

¿Se dan cuenta? ¡El dato es un «concepto burgués»! Lo que, extrapolado a hoy,
bien podría ser el grito de guerra de la filosofía posmoderna que también reza:
«¡La lógica es patriarcal y colonialista! Es patético. Evidentemente, ningún
marxista apelaría a la cliometría estadounidense. Esta es una escuela basada en
los métodos cuantitativos que influyó decisivamente en la sociología, economía y
arqueología: su estrategia partía de aprovechar las nuevas tecnologías para el
procesamiento de gigantescas montañas de datos, algo que a priori pintaba muy
bien, pero como se hacía sin ningún criterio serio de selección −más bien tratando
de datar todo lo cuantificable− en no pocas veces resultaba una enorme pérdida
de tiempo y dinero, si bien pudiera existir alguna conclusión interesante. Sin
embargo, este ejemplo es muy diferente de lo que veíamos en la cita anterior.
Negar que cuantos más datos tengamos a nuestra disposición, mejor, es rechazar
la lógica formal, precisamente cuanta más información tengamos mejor
elegiremos en qué centrarnos y finalizaremos con conclusiones de más alto valor.
Pero el Sr. Guzmán no parecía saber sumar dos y dos, no entendía que para
procesar los datos hay que estar en posesión de ellos, es decir, que para
interpretar la realidad hacen falta datos sobre ella, un «pequeño detalle» que
olvidaba el «genio» senderista. Nos gustaría saber cómo prescindiendo de datos,
o ignorando gran parte de ellos, se hubieran establecido los planes económicos
en la sociedad «gonzalista», sin duda una verdadera incógnita que por fortuna
jamás veremos. El maoísmo sesentero parecía no haber aprendido de los cálculos
fantasiosos del «Gran Salto Adelante» (1958-61) que, más bien, deberíamos
llamarlo el «Gran Salto Al Precipicio». Esto se repitió hasta puntos hilarantes
durante la famosa «Revolución Cultural» (1966-76), donde el caos y las teorías
voluntaristas hicieron que los datos oficiales de los planes económicos
desaparecieran de las estadísticas oficiales. Véase el capítulo: «El desenlace del
Presidente Gonzalo y de Sendero Luminoso; otro mito maoísta que toca fondo»
(2018).

Por esto mismo, Lenin describía en su «Resumen del libro de Hegel «Ciencia de
la lógica» (1914) la barrera que se forma en el hombre cuando este adquiere un
conocimiento falso y eso le conlleva inevitablemente a no conseguir sus fines. Por
esto mismo, el recomendaba encarecidamente el estudio de la historia primigenia
y evolución de las ciencias naturales, de la filosofía, de la técnica, a fin de indagar
y comprender correctamente los fenómenos y corregir −en caso de ser
necesarios− sus conceptos equívocos:

«Por una parte, el conocimiento de la materia debe ser profundizado hasta el


conocimiento −hasta el concepto− de la sustancia a fin de encontrar las causas
de los fenómenos. Por otra parte, el conocimiento real de la causa es la
profundización del conocimiento, desde la exterioridad de los fenómenos hasta
la sustancia. Dos tipos de ejemplos deberían explicar esto: 1) de la historia de
las ciencias naturales, y 2) de la historia de la filosofía. Con más exactitud: no
es «ejemplos» lo que debería haber aquí −comparación no es prueba−, sino la
quintaesencia de la historia de la una y la otra + la historia de la técnica».
(Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Resumen del libro de Hegel «Ciencia de la
lógica», 1914)

No obstante, en el reino de las fantasías de los maoístas «esto no funciona así».


Los «reconstitucionalistas», una vez inmersos en esa labor suya de
«profundización de otras fuentes» ajenas a «las fuentes clásicas del marxismo-
leninismo» (La Forja; Nº31, 2005), como constituiría el señor Gonzalo, han
acabado borrachos de escepticismo en torno a las posibilidades y fines de la
ciencia. Sospechamos, analizando sus lecturas, que muy posiblemente a través de
la influencia del «marxismo occidental», la «escuela de Frankfurt» y autores del
«posmodernismo». De tal reticencia, ninguneo y rechazo hacia la ciencia solo
cabía una «opción lógica»: volver al reino de la «filosofía pura». Así, en su «Carta
de respuesta a la Asociación José María Laso Prieto», afirmaban:

«A los paladines de la cientificidad del marxismo les pasa desapercibido que la


ciencia es también un producto histórico, que es una forma de conciencia que se
extiende coincidiendo con el ascenso de una nueva clase social, la burguesía, a
partir del siglo XVII, y que, en general, refleja la concepción del mundo de esta
clase −su forma más pura, acabada y consecuente−. Absolutizar la ciencia como
forma superior del saber o como forma de conciencia neutra significa atentar
contra los fundamentos del materialismo histórico, tanto como subordinar la
teoría proletaria a la ideología burguesa. Y ésta ha sido, precisamente, la nota
dominante en nuestro movimiento durante todo el ciclo histórico pasado. Por
consiguiente, el predominio de problemáticas del tipo de la falsa conciencia
supuso la constricción positivista del marxismo y terminó descomponiendo su
unidad y coherencia internas. Intentos legítimos de regeneración, como el del
joven Lukács». (Partido Comunista Revolucionario (Estado Español); La Forja,
Nº35, 2006)

Para ellos no se debe «absolutizar la ciencia como forma superior del saber».
Perfecto, ¿qué transcendencia hay en estas palabras? Si se analiza fríamente,
ninguna. Esta noción es, como ya demostramos atrás, una vuelta a la noción
antigua y premarxista de la filosofía, donde su «filosofía de la autoconciencia»
está por encima de los resultados de la ciencia, donde su filosofía se alza como
«ciencia de las ciencias», donde todas y cada una de las ramas de la ciencia se
deben adaptar a sus cavilaciones especulativas. En definitiva, se recupera el
dogma maoísta de «poner la política al mando», lo que en China vino a suponer
tener que derribar las evidencias científicas recogidas por la humanidad si estas
no cuadraban con el «Pensamiento Mao Zedong».

Esto no es nada novedoso, el anarquismo batalló muy fuertemente en tierras


hispanas contra el marxismo, calificando sus esfuerzos, en el mismo sentido que
los maoístas, de afinidad a la «ciencia burguesa»:
«Cuando Anselmo Lorenzo, patriarca del anarquismo español, visita a Marx en
Londres, en 1870, reacciona como autodidacta admirativo e intimidado;
prefiere poner su confianza, mejor que en la ciencia «burguesa» de Marx, en el
instinto del movimiento obrero y las doctrinas sentimentales o pasionales. Y
Lorenzo organiza, con el concurso de Francisco Ferrer, una verdadera obra de
educación, tanto más influyente cuanto que la escuela oficial abandona a gran
número de los jóvenes al analfabetismo». (Pierre Vilar; Historia de España,
1978)

Hoy, de nuevo, los sucesores de esta perspectiva claman contra aquellos que
«absolutizan la ciencia» como «forma superior del saber», porque esto es, según
ellos, «ir en contra del materialismo histórico». Ah, ¿sí? «¡Claro!», responden
ellos, «porque la ciencia es un producto histórico que refleja el ascenso de una
nueva clase social, la burguesía». ¡¿Y?! ¿Acaso esta afirmación tiene sentido? Ni
por asomo. Es, más bien, al contrario: la filosofía que aspire a emancipar a la
humanidad mediante la abolición de las clases sociales tiene que ser científica con
mayúsculas. ¿Por qué? Para no acabar emitiendo especulaciones vacuas,
imaginaciones sin fundamento o intuiciones sin verificación. En este caso, si la
filosofía marxista-leninista de nuestros días es científica o, mejor dicho, −y para
no enojar a los quisquillosos−, si es lo más científica posible para su tiempo, es
porque se apoya precisamente en los resultados de las ciencias como la economía,
la política, la biológica, la física, la sociología, etc. En definitiva, en la verificación
que da la práctica social, no en la mera enunciación de problemas abstractos y
lógicos producto de un puñado de filósofos que desatienden la realidad:

«Marx y Engels señalaron que, en el desarrollo de la ciencia, lo determinante no


es el desarrollo autónomo puramente lógico de los problemas y conceptos, sino,
ante todo, los intereses de la técnica, de la producción y de la política, que
plantean inicialmente estos problemas, y que en el desarrollo ulterior de la
ciencia conservan el valor decisivo en última instancia». (Mark Rosental y Pavel
Yudin; Diccionario filosófico, 1940)

Estos soñadores se enredan en su círculo cerrado de estupideces. Cuando


reconocen, como hacen Alberto Garzón o Santiago Armesilla, «X» o «Y» aportes
objetivos de Marx y Engels a la ciencia, solo existen dos opciones: a) o reconocen
que fue gracias al estudio y corroboración científica de su época −un esfuerzo no
solo en el sentido «filosófico», sino también atendiendo a los últimos
descubrimientos de las distintas ramas de la ciencia−; b) o consideran que sus
teorías y conclusiones científicas tuvieron razón de ser, pero fueron producto
íntegro del ingenio de dos «cabezas pensantes», unas que se «elevaron por
encima de las ciencias de su época sin apenas tocarla», dado que las ciencias de
su época eran una «manifestación de la conciencia burguesa, nada que hoy no
esté superado».
Si por remota casualidad se decantan más por esta segunda opción, no estarían
teniendo en cuenta que la obra de Marx y Engels estuvo en gran parte basada en
el estudio, matización o superación de las nociones antropológicas de Darwin, los
estudios sociológicos de Saint-Simon, las teorías económicas de Smith, las
explicaciones históricas de Guizot, en los descubrimientos sociológicos de
Bachofen, etc. Gran parte del esfuerzo de ambos supuso la lectura crítica de los
últimos trabajos de Kindlinger, Maurer, Pasteur, Haeckel, Liebig, Lyell o
Helmholtz; autores que repugnaban, admiraban o simpatizaban. Si alguien no
nos cree suponemos que estas frases dejarán patidifusos a nuestros queridos
ignorantes:

«El trabajo de Darwin es muy significativo, me conviene como base de las


ciencias naturales para comprender la lucha de clases histórica. Por supuesto,
uno tiene que aguantar la forma grosera de presentación inglesa. A pesar de
todas las deficiencias, aquí por primera vez no solo se asesta el golpe mortal de
la «teleología» en las ciencias naturales, sino que también se explica
empíricamente su significado racional». (Karl Marx; Carta a F. Lassalle, 16 de
enero de 1861)

«Recientemente me encontré con una muy importante en el libro de ciencias


naturales: «La correlación de las fuerzas físicas» de Grove. Demuestra que la
fuerza del movimiento mecánico, el calor, la luz, la electricidad, el magnetismo
y las propiedades químicas son, de hecho, solo modificaciones de la misma
fuerza, se generan mutuamente, se reemplazan, se transforman unas en otras,
etc. Elimina muy hábilmente las repugnantes sinsentidos físicos y metafísicos».
(Karl Marx; Carta a L. Phillips, 17 de agosto de 1864)

«Este materialismo esencialmente dialéctico no necesita filosofía alguna que


esté por encima de las demás ciencias. Desde el momento en que se pide a cada
ciencia que se dé cuenta de su posición en la conexión de todas las cosas y del
conocimiento de las cosas, se hace superflua toda ciencia de la conexión total. Al
final, de toda la filosofía anterior no subsiste independientemente más que la
doctrina del pensamiento y de sus leyes, la lógica formal y la dialéctica. Todo lo
demás queda absorbido por la ciencia positiva de la naturaleza y de la historia».
(Friedrich Engels; Anti-Dühring, 1878)

Esta documentación, muy estudiada por Lenin en su momento, le llevaron a


concluir:

«La aplicación de la dialéctica materialista a la revisión de toda la economía


política desde sus fundamentos, su aplicación a la historia, a las ciencias
naturales, a la filosofía y a la política y táctica de la clase obrera: eso era lo que
interesaba más que nada a Marx y Engels, en eso aportaron lo más esencial y
nuevo, y eso constituyó el avance magistral que produjeron en la historia del
pensamiento revolucionario». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Correspondencia
entre Marx y Engels, 1913)

¡Qué chasco se deben haber llevado nuestros «estudiosos» del Ciclo de Octubre!
Sin embargo, ver a Marx y Engels basándose en las ciencias de su tiempo para
corroborar los pensamientos materialistas y dialécticos del mundo, no puede ser
motivo de sorpresa para nadie. Ambos estudiaron todas las ramas y subramas de
las ciencias naturales y sociales a fondo; fisiología, matemáticas, antropología,
zoología, geología, paleontología, electricidad, anatomía, etc. Véase la
recopilación de la Editorial Anagrama: «Carta sobre las ciencias de la naturaleza
y las matemáticas» (1973).

Y ni siquiera necesitamos irnos a colecciones especiales, pues es algo que se deja


claro en cualquier obra clásica del socialismo científico:

«La naturaleza es la piedra de toque de la dialéctica, y tenemos que reconocer


que la ciencia moderna ha suministrado para esa prueba un material
sumamente rico y en constante acumulación, mostrando así que, en última
instancia, la naturaleza procede dialéctica y no metafísicamente». (Friedrich
Engels; Anti-Dühring, 1878)

En cambio, para los «reconstitucionalistas», la ciencia es el guardián sempiterno


del orden burgués:

«La ciencia tal y como está configurada es un producto netamente burgués, es


el producto de una sociedad de clases, la última y más desarrollada, e incluye
su articulación como elemento de la concepción burguesa del mundo, su
carácter como reproductor de la sociedad que la ha alumbrado y que ha
ayudado a conformar». (Movimiento Anti-Imperialista; Alrededor de la ciencia
y la praxis revolucionaria, 2013)

«¡Bah, en los autores premarxistas había muchas inexactitudes, demasiadas,


respondían a las limitaciones de la ciencia burguesa, sus investigaciones eran
insuficientes para erigir nada a partir de ahí!». Sí, en efecto, estos autores
premarxistas tenían «graves limitaciones», como las han tenido en ocasiones las
propias figuras marxistas por motivos mil, pero si el «reconstitucionalista» o el
«althusseriano» de turno todavía siguen infravalorando o despreciando los
aportes de la «ciencia burguesa», esto significaría que pretenden vendernos que
Marx y Engels −o ellos mismos, ya que descartan a los dos anteriores y se creen
los «liquidadores» de su «cientificismo»− han podido hallar de la noche a la
mañana la «verdad radical», como diría ese aventurero que fue Dühring. La
humanidad habría pasado del «desconocimiento absoluto» al «verdadero
conocimiento», de la nada al todo, es decir, un guion de fantasía que solo un niño
podría creerse, donde; de repente, los cromañones un buen día salieron de sus
cuevas sabiendo mágicamente cómo construir rascacielos.
La cuestión que aquí se tiene que resolver es mucho más sencilla de lo que parece.
Para todo aquel que desee subvertir el orden existente, solo existen dos opciones
respecto a la ciencia: a) debido a su desconfianza hacia todas las estadísticas y
estudios que provengan de las «fuentes burguesas», puede proclamar que el
«hombre honesto» y «revolucionario» debe evitar toda consulta a estas para no
caer en la «trampa burguesa» y contribuir a la confusión del pueblo −muy a lo
Louis Althusser−; b) o, como alternativa, puede −aceptando las cartas que le han
tocado− valerse de algunas de estas fuentes de forma inteligente, pero siempre
con un ojo crítico, consciente de sus posibles limitaciones, restricciones o
manipulaciones interesadas, sabiendo que estas pueden ser tramitadas por
nosotros tanto en forma de crítica hacia la hipocresía burguesa, como en forma
de análisis y confirmación de la realidad −o al menos un acercamiento
significativo a ella−.

Todo hombre de ciencia sabrá que, dado que no elegimos en qué época histórica
nos toca vivir, no hay otro camino que el segundo, más farragoso, sí, pero también
más provechoso con la línea del progreso y triunfo de nuestra causa. Es más,
cualquiera que sepa cómo escribió Marx «El capital» (1867) o Engels «El Anti-
Dühring» (1878), entenderá lo infantil que es adoptar el primer camino
«echándole el cerrojo a todo lo que provenga de las instituciones y profesionales
oficiales»; como si estos últimos fueran diez de cada diez veces mercenarios del
capital, autómatas sin voluntad, sin posibilidad ni amor por su trabajo ni la
verdad; como si no tuvieran nada que aportar al conocimiento humano. De
hecho, los trabajos de los economistas, no marxistas, suelen sernos muy útiles,
aun cuando ni ellos son totalmente conscientes de lo que registran o lo que puede
acarrear para las «fuerzas subversivas» sus estudios:

«Diré, por último, dos palabras acerca del modo, poco comprendido, como hace
sus citas Marx. Tratándose de datos y descripciones puramente materiales, las
citas, tomadas v. gr. de los Libros azules ingleses, tienen como es lógico el papel
de simples referencias documentales. La cosa cambia cuando se trata de citar
opiniones teóricas de otros economistas. Aquí, la finalidad de la cita es,
sencillamente, señalar dónde, cuándo y por quién ha sido claramente formulado
por vez primera, a lo largo de la historia, un pensamiento económico. Para ello,
basta con que la idea económica de que se trata tenga alguna importancia para
la historia de la ciencia, con que sea la expresión teórica más o menos adecuada
de la situación económica reinante en su tiempo. No interesa en lo más mínimo
que esta idea tenga un valor absoluto o relativo desde el punto de vista del autor
o se haya incorporado definitivamente a la historia. Estas citas forman, pues,
simplemente, un comentario que acompaña paso a paso al texto, comentario
tomado de la historia de la ciencia de la economía, en el que aparecen reseñados,
por fechas y autores, los progresos más importantes de la teoría económica.
Esto era muy importante, en una ciencia como ésta, cuyos historiadores sólo se
han distinguido hasta hoy por su ignorancia tendenciosa y casi advenediza».
(Friedrich Engels; Prólogo a la tercera edición alemana de «El Capital», 1884)
Este es el mismo sendero que siguió Lenin para la crítica filosófica realizada en
«Materialismo y empiriocriticismo» (1909), llegando a estudiar, matizar y
denunciar los comentarios de los mayores pensadores, tanto antiguos como de su
época, de enemigos como de pretendidos «amigos» y «camaradas»; tarea que,
por cierto, luego continuó en «Cuadernos filosóficos» (1916). ¿A qué conclusión
llegó, sobre los «especialistas» de los diversos campos de las ciencias? Véanos,
por ejemplo, lo que escribió sobre los naturalistas tipo Rücker, Haeckel, Huxley;
a los cuales, Lenin se dedicó a criticar en sus memorables pasajes, junto a otros
con los que difería mucho más:

«La misión de los marxistas, tanto aquí como allá, es la de saber asimilar y
reelaborar las adquisiciones de esos «recaderos» −no daréis, por ejemplo, ni un
paso en el estudio de los nuevos fenómenos económicos sin tener que recurrir a
los trabajos de estos recaderos− y saber rechazar de plano su tendencia
reaccionaria, saber seguir una línea propia y luchar contra toda la línea de las
fuerzas y clases que nos son enemigas. Eso es lo que no han sabido hacer
nuestros machistas, que siguen servilmente la filosofía profesoral
reaccionaria». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Materialismo y
empiriocriticismo, 1909)

Del mismo modo, el autor ruso no edificó su teoría del imperialismo sobre una
lectura superficial de Marx y Engels. Además de estudiar sus obras con suma
profundidad, también hizo un gran trabajo de recopilación de información que
filtraría críticamente para poder llegar a sus certeras conclusiones. ¿Cómo hizo
esto último? Consultando los cientos de noticias y libros de expertos, periodistas,
economistas y analistas que estudiaron los fenómenos del monopolismo, el
colonialismo y demás −véase sus «Cuadernos sobre el imperialismo» (1914-16)−.
Fue así, y no de otra forma, que Lenin pudo plasmar luego sus excelentes
conclusiones, tan rigurosas y precisas en «Imperialismo, fase superior del
capitalismo» (1916). En cambio, si defendemos el primero de los caminos citados
más atrás, el erróneo sendero del nihilismo, necesitaríamos el milagro de que
todo gran experto en toda materia −todo publicista, todo cronista, etcétera−
fuese, no sólo simpatizante de nuestra causa, sino experto al mismo tiempo de las
diversas ciencias para confiarles nuestra absoluta confianza. Y nosotros, como
bien establecieron los máximos representantes del marxismo-leninismo,
organizamos la revolución con los medios disponibles y no con los medios
soñados.

Por esta misma razón, Pierre Vilar, historiador francés de la Escuela de los
Annales, muy influenciado por el marxismo, llegó a la acertada de que:

«Esta constatación no permite liquidar con desprecio −cosa absurda− la teoría


económica no marxista». (Pierre Vilar; Historia marxista, historia en
construcción, 1973)
¿Y acaso esto no se demostró cierto? Absolutamente, por varias razones. En lo
estrictamente relativo a esta «economía no marxista» y su utilidad para usarse
contra el propio sistema, véase, sin ir más lejos, cómo los marxistas elaboraron
las críticas al imperialismo después de Lenin. Si observamos las obras de Joan
Comorera «La nación en la nueva etapa histórica» (1944) y Enver Hoxha
«Imperialismo y revolución» (1978), de nuevo los revolucionarios tuvieron que
pasar por el «amargo trago» de estudiar las fuentes burguesas, contrastar sus
teorías en boga y traer datos actualizados para exponer la verdadera naturaleza
el capitalismo moderno.

En este sentido, pongamos un último ejemplo que quitará las telarañas del
cerebro al lector más desconfiado y escéptico, acostumbrado a operar como los
viejos metafísicos de toda la vida. Esta vez expongamos un tema controvertido,
¿puede un científico haber aportado descubrimientos y avances para la
humanidad pese a sus creencias religiosas? Por supuesto. ¿Significa esto que
«ciencia y religión» son «perfectamente compatibles», como han asegurado
diferentes autores, desde Comte, Bogdánov, Althusser hasta Togliatti? No, de
hecho, esto no tiene ningún sentido:

«Hay en el mundo ignorantes y reaccionarios que pretenden que nosotros, los


comunistas, queremos atribuir al marxismo-leninismo también las obras de
aquellos científicos viejos y nuevos que no sabían ni saben qué es el marxismo-
leninismo, que no son marxistas, siendo algunos de ellos hasta adversarios de
esta ideología. Eso no es en absoluto verdad. No se trata de apropiarse de las
obras de este o de aquél científico, nacido en tal o cual país, hijo de este o de
aquel pueblo. Pero es un hecho que ni Descartes ni Pavlov, ni el jansenista Pascal
ni el científico Bogomoletz, ni otros miles y miles de científicos renombrados de
todos los tiempos, son conocidos por la humanidad porque iban a la iglesia o
porque hubieran rezado alguna vez a dios, sino por sus obras racionales,
progresistas, materialistas, anticlericales, antimísticas. Su método en general,
en ciertos aspectos, ha sido dialéctico, mas, sin embargo, no tan perfecto como
nos lo proporciona el marxismo-leninismo. La doctrina marxista-leninista es el
súmmum de la ciencia materialista y del desarrollo de la sociedad humana; es
la síntesis de todo el desarrollo anterior de la filosofía y de manera general, del
pensamiento creador de la humanidad; es la síntesis de todo lo racional y
progresista que en todas las épocas y en diversas formas ha luchado contra las
supersticiones, la magia, el misticismo, la ignorancia, la opresión moral y
material de los hombres». (Enver Hoxha; Nuestra intelectualidad crece y se
desarrolla en el seno del pueblo; Extractos del discurso pronunciado en el
encuentro con los representantes de la intelectualidad de la capital, 25 de
octubre de 1962)

Métodos y pretensiones del marxismo y el positivismo, ¿similares o


antagónicos?
Este capítulo, el cual lo consideramos como uno de los más importantes, servirá
para abordar y fulminar de una vez por todas la típica acusación hacia el
marxismo de que este no ha dejado de ser, en lo fundamental, sino una variante
del positivismo; o como mínimo que siempre ha estado íntimamente
contaminado por él. Para tal tarea hemos considerado imprescindible indagar
debidamente sobre los orígenes del polémico «positivismo» y reflexionar en
torno a principios fundacionales. Pero no solo nos quedaremos ahí, sino que será
menester realizar también una comparación con las propuestas y pensamientos
de los marxistas, así como conocer qué opinión les merecía este dichoso
movimiento.

Los temas a abordar serán los siguientes: 1) orígenes y antecedentes del


positivismo; 2) la ley de los «tres estadios» de Comte y su concepto de
«progresión»; 3) el método inductivo y el método deductivo; 4) el enfoque
metafísico en la teoría del conocimiento; 5) el intento mecánico de trasplantar los
métodos de las ciencias naturales a las ciencias sociales; 6) la sociología
positivista y sus recetas reaccionarias; 7) las nociones y métodos de la
historiografía positivista; 8) el lema «orden y progreso» como eje para la
economía política; 9) los intentos de conciliar ciencia y religión; 10) los
revisionistas del siglo XIX y los intentos de reconciliar el positivismo y el
marxismo; y por último, en los apartados 11) y 12), daremos unas notas finales
sobre la nada novedosa acusación de los «reconstitucionalistas» de que el
marxismo nunca superó el positivismo.

Orígenes y desarrollos del positivismo

«En este momento estudio a Comte, visto que franceses e ingleses organizan
tanto ruido en torno al tipo. Lo que les deslumbra es su aspecto enciclopédico, la
síntesis. Pero es lamentable comparado con Hegel −aunque Comte, en tanto que
matemático y físico resulta superior por su profesión, quiero decir superior en
el detalle, Hegel, incluso en eso, es infinitamente más importante en su
conjunto−. ¡Y toda esta mierda del positivismo apareció en 1832!». (Karl Marx;
Carta a Friedrich Engels, 7 de julio de 1866)

En cuanto al polémico «positivismo», creado por Auguste Comte (1798-1857), se


puede decir que fue el clásico movimiento filosófico que en su día tuvo grandes
pretensiones de «superar el idealismo y el materialismo», como luego intentarían
el «raciovitalismo» de Ortega y Gasset y otros, aunque con el mismo poco éxito.
Sus preceptos penetraron hasta el tuétano en ámbitos como historia, geografía,
sociología, física, biología, arqueología y demás, lo que causó una exasperación
entre las escuelas tradicionales y entre los grupos no conformes con el nuevo statu
quo que este estableció. Y aunque hoy parezca estar de capa caída, lo cierto es que
en su momento el positivismo llegó a ser hegemónico en la mayoría de países
capitalistas occidentales, aunque, en honor a la verdad, hay que reconocer que,
en buena parte, el positivismo original se entremezcló con derivaciones y
sucedáneos, como lo fueron el «evolucionismo» de Spencer o el «pragmatismo»
de James. Esto significó que a veces ha resultado verdaderamente complejo
analizar cuál fue la principal fuente deudora de ese pensamiento imperante. Si el
lector desea ejemplos concretos de la epidemia que ha sido el positivismo,
recomendamos echar un vistazo a nuestros documentos críticos en torno a las
instituciones oficiales, especialmente aquellas relacionadas con el ámbito
educacional. Véase el capítulo: «¿Buscamos adoctrinar, debemos ser
tendenciosos en nuestra educación?» (2021).

Los marxistas de mediados del siglo XX no solo no simpatizaban con el


positivismo, sino que se esforzaban en aclarar que este no tenía mucho que ver
con el materialismo filosófico, ya que por su agnosticismo y falta de contundencia
debía ser calificado como una especie de «idealismo vergonzante»:
«El positivismo no fue un materialismo. La identificación del positivismo con el
materialismo es un desorden desencadenado por la Iglesia y los filósofos
idealistas, que buscaron desacreditar el materialismo a través del positivismo».
(Georges Politzer; Después de la muerte de Bergson, 1941)

Los filósofos soviéticos enfatizaban cómo los académicos de las universidades de


Oxford y Cambridge habían perpetuado y matizado el viejo positivismo para
prolongar su vida:

«Este positivismo científico ha sido popularizado en los últimos años por


Eddington, Bertrand Russell y otros en ciencia, y por Durkheim y Levy Bruhl en
sociología. Como bien discernió Lenin, abre de par en par la puerta al solipsismo
y la superstición y los teólogos la han aprovechado con entusiasmo para
apuntalar el irracionalismo y el sobrenaturalismo». (M. Shirokov; Un manual
de filosofía marxista, 1937)

Esto es entendible, en las postrimerías del siglo XIX y XX el pensamiento


positivista iba como anillo al dedo a los gobernantes. Lo mismo servía para apoyar
las carnicerías coloniales que los programas eugenésicos, todo bajo el halo de
estar operando estrictamente bajo las evidencias de la «ciencia»; o en su defecto
relativizando los aspectos negativos y enormes sacrificios que causaban estos
proyectos en pro del presunto «progreso general». Para que el lector nos
entienda, si el «posmodernismo» del siglo XX fue una filosofía irracional con la
que se pretendía «transgredir lo establecido» pero sin trastocar nada, el
«positivismo», fue, más bien al contrario, era una fórmula pretendidamente
«racional» para justificar o relativizar el sistema político imperante, para
«reformarlo lógicamente», sin demasiadas conmociones. Ambas se presentaron,
en mayor o menor medida como «transformadoras». Por esta razón ambas
siguen siendo a su manera herramientas útiles, engañabobos de los que se valen
los poderosos.
Si bien esto valdría para dar por finalizada la discusión y considerar derrotados a
nuestros «reconstitucionalistas», uno podría argumentar algo como que:
«Aunque Marx y Engels se opusieran en apariencia al positivismo, estos podrían
haber tomado prestadas sus concepciones bajo otro disfraz sin que lo supieran.
¿Acaso no creía Feuerbach con su materialismo haber superado al idealismo
mientras que en sus concepciones caía en él múltiples veces?». ¡En efecto! Por tal
motivo vayamos más allá… analicemos y contrapongamos sin miedo el
positivismo y sus fundamentos, a ver hasta qué punto son compatibles con el
marxismo. ¿Nos acompañan?

¿De dónde sacó Comte la ley de los «tres estadios» y su concepto de


«progresión»?

¿Qué pensaba Engels del famoso Comte, que tanto alboroto causaba en su época?
Esto será interesante ya que el pensador alemán siempre ha sido señalado por
muchos de ser «más positivista que marxista», mientras otros han insinuado que
Engels contagió a Marx su visión «positivista» del mundo. En verdad, a Engels
no le merecía gran respeto el trabajo de Comte, de hecho, aun con todas sus
limitaciones, guardaba muchas más simpatías y mejores palabras para el viejo
Saint-Simon (1760-1825), como dejó claro en obras como «Del socialismo
utópico al socialismo científico» (1880). De hecho, le indignó de sobremanera
que Comte hubiera copiado sin disimulo a su maestro Saint-Simon su teoría sobre
los «tres estadios»:

«En lo que respecta a este «filósofo», en mi opinión, todavía queda mucho


trabajo por hacer. Comte fue durante cinco años secretario de Saint-Simon y su
íntimo amigo. Este último sufrió positivamente de plenitud de pensamiento. Era
un genio y místico en uno. Establecer claridad, orden, sistema no era su fuerte.
De modo que Comte fue un hombre que reclutó y que, después de la muerte de
su maestro, tal vez presentaría estas ideas desbordantes al mundo de manera
ordenada. La educación matemática y el método de pensamiento de Comte
parecían hacerlo particularmente apto para esto, en contraste con otros
alumnos, que eran soñadores. De repente, Comte rompió con su «maestro» y se
retiró de la escuela. Luego, después de un período de tiempo bastante largo,
salió con su «filosofía positiva». En este sistema hay tres elementos
característicos: 1) una serie de pensamientos brillantes, que sin embargo casi
siempre se echan a perder en cierta medida porque se enuncian de manera
incompetente de la misma manera; 2) una forma de pensar estrecha y filistea
que contrasta marcadamente con esa mente brillante; 3) una constitución
religiosa jerárquicamente organizada, cuya fuente es definitivamente saint-
simoniana, pero despojada de todo misticismo y convertida en algo sumamente
sobrio, con un Papa regular a la cabeza, de modo que Huxley podría decir del
comtismo que era catolicismo sin cristianismo». (Friedrich Engels; Carta a
Ferdinand Tönnies, 24 de enero de 1895)
En los albores del positivismo se puede observar un eco infantil y totalmente
idealista respecto a la política, infravalorando el papel de las instituciones y otro
tipo de estructuras −que son los vehículos sociales que posibilitan que esa moral
se pueda materializar más allá del plano de las ideas−:

«Por una parte, en efecto, demuestra que las principales dificultades sociales no
son hoy políticas, sino sobre todo morales, de manera que su solución posible
depende realmente de las opiniones y de las costumbres mucho más que de las
instituciones». (Auguste Comte; Discurso sobre el método positivo, 1844)

Esto, como bien señalaría el marxista ruso Gueorgui Plejánov, no tenía nada de
original, era un resabio que Comte mantuvo de su mentor Saint-Simon, pero que
viene de mucho más atrás:

«La «física social» [comtismo] considera, por consiguiente, la evolución del


género humano desde el punto de vista del desarrollo de los conocimientos, y,
en general, de la «Ilustración». Este es ya el criterio netamente idealista del
siglo XVIII; las opiniones gobiernan el mundo. Habiendo «vinculado
íntimamente»; según aconseja Comte, este criterio idealista con el criterio
netamente materialista de la fisiología individual, nos convertimos en dualistas
de la más pura cepa». (Gueorgui Plejánov; La concepción monista de la historia,
1895)

Los utópicos a su vez se inspiraban en los ilustrados, y estos en los racionalistas.


Ejemplo de ello es la visión histórica del italiano Giambattista Vico (1668-1744),
con sus tres etapas: «edad de los dioses», «edad de los héroes» y «edad
humanista». El lector imaginará que esto tiene varios precedentes. En Saint-
Simon y sus «Cartas de un habitante de Ginebra a sus contemporáneos» (1803),
la idea del «genio» como «creador de la historia» se refleja en puntos delirantes
como el que sigue: «Si se examinan las ideas que guían a los gobiernos, podrá
verse que todas esas ideas provienen de hombres de genio», que «ilustran tanto
a gobernantes como a gobernados», esto quiere decir, por si al lector no le ha
quedado claro, que «los sabios son superiores a todos los demás hombres». Este
pensamiento, típico del que se cree iluminado por la razón por encima de sus
contemporáneos, le llevaría en sus últimos años de vida a intentar poner en
práctica un proyecto de «nuevo cristianismo», justo como le ocurrió a su
discípulo Comte. De tal palo tal astilla.

El positivismo, como toda filosofía, no es sino un producto de su tiempo, y eso


condicionó los intereses y preocupaciones de Comte. En concreto, su doctrina
resalta por ser un intento fallido de oponerse a la filosofía más especulativa −que
en su época fue una completa plaga−. ¿Y cómo intentó superar esto? Con los
famosos «estadios de evolución» de la humanidad. A través de ello trató de
argumentar cómo primero el «sistema teológico» −«religioso»− y luego el
«sistema metafísico» −«ontológico»− habían causado verdaderos estragos en el
avance de las ciencias −cosa indudable−, aunque a su vez los consideraba como
estadios «inevitables». La forma tan mecánica y mística en que configuraba y
sazonaba esta progresión hizo que para Antonio Labriola, un famoso marxista
italiano, calificara en 1895 a Comte como un «escolástico trasnochado», es decir
un pensador de reflexiones teológicas −religiosas−. Más tarde veremos el por qué.

Desde Rusia esta noción de la evolución de los hombres fue contestada


debidamente por varios marxistas como el ya mencionado Plejánov:

«Pero, ¿por qué el desarrollo de los conocimientos atraviesa por estas tres fases?
«Tal es ya la naturaleza del ser humano» replica Comte. Por su naturaleza el
intelecto humano atraviesa por doquier por donde actúa, tres diversos estados
teóricos. Excelente; y bien, para estudiar una «naturaleza» tenemos que
dirigirnos a la fisiología individual, y si esta última no nos proporciona una
explicación suficiente, tendremos que referirnos otra vez más, a las
«generaciones», y estas nos remitirán a la «naturaleza». Esto se llama ciencia,
pero aquí no hay ni rastro de ciencia; lo que hay aquí es solamente un
movimiento infinito dentro de un círculo cerrado». (Gueorgui Plejánov; La
concepción monista de la historia, 1895)

Entonces, ¿cuál era la concepción de «progresión» de este autor marxista en


contraposición del positivismo y similares? Precisamente echaba en cara que este
tipo de caballeros, al igual que ocurría con los «sociólogos subjetivistas» en Rusia,
no comprendían que la historia del ser humano no es un viaje plácido de victorias
inexorables, sino que hay interrupciones y desvíos. Ahora, «el principio de la
contradicción» en la historia, es decir, los reflujos y retrocesos, «no anulan la
verdad objetiva, sino que sólo nos conduce hacia ella». ¿Por qué? Sencillo:

«En el terreno de las ideas sociales, el genio se anticipa a sus coetáneos en el


sentido de que antes que ellos perciben el sentido de las nuevas relaciones
sociales que se están abriendo camino. Por lo tanto, aquí no se puede hablar de
una independencia del genio con respecto al medio ambiente. (…) Las relaciones
sociales varían, y, con ellas, también las teorías científicas. Como resultado de
estas variaciones aparece, finalmente, el examen omnilateral de la realidad, por
consiguiente, la verdad objetiva. (…) Ciertamente, la senda por la cual obliga a
la humanidad a marchar, no es, ni mucho menos, una senda rectilínea. Pero en
la mecánica se conocen casos en que lo que se pierde en distancia, se gana en
velocidad: un cuerpo que se mueve en cicloide, llega a veces antes de un punto a
otro, estando debajo de éste, que si se hubiera movido en línea recta. La
«contradicción» aparece solamente allí donde hay lucha, donde hay
movimiento; y allí, donde hay movimiento, el pensamiento va avanzando, aun
cuando haciendo rodeos». (Gueorgui Plejánov; La concepción monista de la
historia, 1895)

Pero mejor vayamos de nuevo a la «fuente primaria» del marxismo, es decir, el


propio Marx. Compárese ahora los «estadios» de Comte con −digámoslo así− los
«estadios» de Marx sobre las relaciones de producción −comunismo primitivo,
esclavismo, feudalismo, capitalismo, comunismo−, donde a diferencia del
primero, el segundo no hacía de estas «etapas absolutamente inevitables».
Contra aquellos seguidores que trataban de vulgarizar su método en relación al
desarrollo que iba o podía adoptar Rusia, dijo:

«Ahora bien, ¿qué aplicación a Rusia puede hacer mi crítico de este bosquejo
histórico? Únicamente esta: si Rusia tiende a transformarse en una nación
capitalista a ejemplo de los países de la Europa Occidental −y por cierto que en
los últimos años ha estado muy agitada por seguir esta dirección− no lo logrará
sin transformar primero en proletarios a una buena parte de sus campesinos;
y en consecuencia, una vez llegada al corazón del régimen capitalista,
experimentará sus despiadadas leyes, como las experimentaron otros pueblos
profanos. Eso es todo. Pero no lo es para mi crítico. Se siente obligado a
metamorfosear mi esbozo histórico de la génesis del capitalismo en el Occidente
europeo en una teoría histórico-filosófica de la marcha general que el destino le
impone a todo pueblo, cualesquiera sean las circunstancias históricas en que se
encuentre, a fin de que pueda terminar por llegar a la forma de la economía que
le asegure, junto con la mayor expansión de las potencias productivas del
trabajo social, el desarrollo más completo del hombre. Pero le pido a mi crítico
que me dispense. Me honra y me avergüenza a la vez demasiado». (Karl Marx;
Al director de Otiechéstvennie Zapiski, 1877)

Curioso, ¿no? ¿Y por qué le «avergonzaba» a Marx tal exposición de su método


de análisis y sus conclusiones? ¿Dónde residía el error de apreciación? En que
esta valoración era profundamente antihistórica, o mejor dicho, se presentaba a
la historia como un guion donde todo estaba preparado, donde todo caminaba
hacia un «destino ya sellado»:

«En diversos pasajes de «El capital» (1867) aludo al destino que les cupo a los
plebeyos de la antigua Roma. En su origen habían sido campesinos libres,
cultivando cada cual su propia fracción de tierra. En el curso de la historia
romana fueron expropiados. El mismo movimiento que los divorció de sus
medios de producción y subsistencia trajo consigo la formación, no sólo de la
gran propiedad fundiaria, sino también del gran capital financiero. Y así fue
que una linda mañana se encontraron con que, por una parte, había hombres
libres despojados de todo a excepción de su fuerza de trabajo, y por la otra, para
que explotasen este trabajo, quienes poseían toda la riqueza adquirida. ¿Qué
ocurrió? Los proletarios romanos se transformaron, no en trabajadores
asalariados, sino en una chusma de desocupados más abyectos que los «pobres
blancos» que hubo en el Sur de los Estados Unidos, y junto con ello se desarrolló
un modo de producción que no era capitalista, sino que dependía de la
esclavitud. Así, pues, sucesos notablemente análogos pero que tienen lugar en
medios históricos diferentes conducen a resultados totalmente distintos.
Estudiando por separado cada una de estas formas de evolución y
comparándolas luego, se puede encontrar fácilmente la clave de este fenómeno,
pero nunca se llegará a ello mediante el pasaporte universal de una teoría
histórico-filosófica general cuya suprema virtud consiste en ser
suprahistórica». (Karl Marx; Al director de Otiechéstvennie Zapiski, 1877)

Cuando en la Alemania de 1890 apareció en escena Paul Ernst y su descarada


labor de vulgarización de las ideas de Marx, fue Engels quien le pidió
públicamente que se abstuviera de caricaturizar «el método materialista», ya que
«este se convierte en su contrario si, en un estudio histórico, no se utiliza como
guía sino más bien como un patrón confeccionado de acuerdo con el cual uno
adapta los hechos históricos». ¿Por qué razón dijo tal cosa? Para él, el señor Ernst
había llevado al absurdo las ideas marxistas, ¿de qué modo? Recuperando las
interpretaciones de un semipositivista como Dühring:

«Un hombre que es capaz de confundir la distorsión de la teoría marxista por


un oponente como Dühring. (…) [Que] se apropia sin vacilar de la extraña
afirmación del metafísico Dühring que supone que, según Marx, la historia se
realiza de manera bastante automática, sin la cooperación de los seres humanos
−¡que después de todo la están haciendo!−, y como si estos seres humanos fueran
movidos como simples piezas ajedrez por las condiciones económicas −¡que son
la obra de los hombres mismos!−». (Friedrich Engels; Respuesta a Mr. Paul
Ernst, 1 de octubre de 1890)

En verdad ya en 1845 Marx y Engels respondían a la clásica: ¿el hombre hace la


historia o es esta la que se vale de él para cumplir su fin?

«Una vez que el hombre ha sido reconocido como la esencia, como la base de
toda actividad humana y de toda relación humana, únicamente la crítica puede
inventar todavía nuevas categorías y retransformar, así como lo hace
precisamente, al hombre en una categoría y hasta en el principio de toda una
serie de categorías, recurriendo de esta manera a la única escapatoria que le
queda aún a la «inhumanidad» teológica, acosada y perseguida. ¡La historia no
hace nada, «no posee una riqueza inmensa», «no libra combates»! Ante todo, es
el hombre, el hombre real y vivo quien hace todo eso y realiza combates; estemos
seguros que no es la historia la que se sirve del hombre como de un medio para
realizar −como si ella fuera un personaje particular− sus propios fines; no es
más que la actividad del hombre que persigue sus objetivos». (Karl Marx y
Friedrich Engels; La sagrada familia, 1845)
Un poco más tarde, en 1897, Antonio Labriola se preguntaba de forma retórica:
¿está asegurado el triunfo del progreso por el devenir histórico o es algo que debe
de ser luchado? Esta era una clara referencia a muchos de los dogmas del
positivismo y corrientes similares:

«Es más que verdad que en todo el socialismo contemporáneo hay latente un no
sé qué de neoutopismo; es lo que sucede a los que, repitiendo constantemente el
dogma de la evolución necesaria, llegan casi a confundirla con un cierto derecho
a un estado mejor, y dicen que la futura sociedad del colectivismo de la
producción económica, con todas las consecuencias técnicas, éticas y
pedagógicas que resultarían del colectivismo, será porque debe ser, olvidando
que este futuro debe ser producto de los hombres mismos, por exigencia del
estado que los rodea y por el desenvolvimiento de sus aptitudes. ¡Dichosos
aquellos que miden el acontecer de la historia y el derecho al progreso con la
medida de una póliza de seguro de vida!». (Antonio Labriola; Filosofía y
socialismo, 1897)

El método inductivo y el método deductivo

Si el lector desconoce el significado de estos términos diremos rápidamente que


la «inducción» es «la forma de razonar de lo particular a lo general», mientras
por «deducción» entendemos «la forma de razonar de lo general a lo particular».
La inducción se relaciona con «análisis», palabra proveniente del griego que
significa «descomponer» de «un objeto o de un fenómeno en sus elementos
integrantes simples»; mientras que la deducción se relaciona con «síntesis», que
significa «componer», es decir, «la reunión de las partes integrantes de un objeto
o de un fenómeno en un todo, el examen del objeto en su unidad». Así lo
explicaban en 1940 los filósofos soviéticos:

«Inducción es el modo de razonar desde lo particular a lo general, desde los


hechos a las síntesis. Deducción es el modo de razonar desde lo general a lo
particular, desde las tesis generales a las conclusiones particulares. Los filósofos
empíricos −Bacon y otros− atribuían una importancia exclusiva a la inducción,
subordinándole la deducción. Las filósofos racionalistas −Spinoza, Leibnitz,
Descartes−, por el contrario, colocaban en primer plano la deducción. En la
concepción metafísica, la inducción y la deducción, como modos de indagación,
están mutuamente contrapuestas y se excluyen una a otra. En cambio, la
dialéctica materialista sólo las considera como formas particulares, pero no
autónomas, no aisladas, de investigación, siendo imposible la una sin la otra.
Toda deducción científica es el resultado del previo estudio inductivo del
material y se basa en este estudio. A su vez, la inducción es auténticamente
científica sólo cuando el estudio de los fenómenos singulares, particulares, se
basa en el conocimiento de las leyes generales que rigen el proceso del
desarrollo». (Mark Rosental y Pavel Yudin; Diccionario filosófico marxista,
1940)
Y bien, ¿cuál era la posición aquí del positivismo? Pues sin duda tenía un eco muy
dieciochesco, en el sentido de confianza ciega en la inducción al estilo de Newton,
quien llegó a pronunciar las palabras «no cavilo ninguna clase de hipótesis»:

«El positivismo considera su mérito en haber acabado, según él, con la filosofía
y en basar sus teorías exclusivamente sobre los hechos «positivos»,
«afirmativos», y no sobre «deducciones abstractas», afirmando, además, que
se eleva tanto por encima del materialismo como del idealismo, sin ser ni lo uno
ni lo otro. Sin embargo, el positivismo representa en realidad una de las
variantes más superficiales y vulgares de la metafísica idealista. El rasgo
característico del positivismo es la interpretación idealista simplista del papel
de la experiencia y de la ciencia; la experiencia es para él un conjunto de
sensaciones o representaciones subjetivas, y el papel de la ciencia queda
reducido a la descripción −y no a la explicación− de los hechos». (Mark Rosental
y Pavel Yudin; Diccionario filosófico marxista, 1940)

Si bien para el Comte de 1844 la deducción era, al fin y al cabo, necesaria para
ordenar los conocimientos inductivos, −de hecho, criticaba «la vana erudición
que acumula hechos maquinalmente sin aspirar a deducirlos unos de otros»−,
aun así, se guardaba y mucho de lo que él consideraba un «aventurado» y «falso»
«conocimiento». Para él, era fundamentalmente a partir del método inductivo
que el ser humano podía aspirar al verdadero saber, a establecer las «leyes
positivas». Su intención era, precisamente, rebajar las pretensiones de quienes
«exageraban las conexiones» entre los fenómenos, algo que comprobaremos
mejor en la siguiente sección cuando revisemos su teoría del conocimiento:

«En su ciego instinto de relación, nuestra inteligencia aspira casi a poder


enlazar entre sí dos fenómenos cualesquiera, simultáneos o sucesivos; pero el
estudio del mundo exterior demuestra, por el contrario, que muchas de estas
aproximaciones serían puramente quiméricas, y que multitud de
acontecimientos se realizan de continuo sin verdadera dependencia mutua. (…)
Una exploración juiciosa del mundo exterior lo ha representado como con
muchos menos vínculos que lo supone o lo desea nuestro entendimiento. (…) En
cuanto al destino exterior de nuestras teorías, como representación exacta del
mundo real, nuestra ciencia no es ciertamente susceptible de una
sistematización plenaria, a causa de una inevitable diversidad entre los
fenómenos fundamentales». (Auguste Comte; Discurso sobre el método
positivo, 1844)

Esto, como veremos, tendrá un desempeño fatal para sus discípulos. En esto
coincidió temporalmente con John Stuart Mill, el creador de la corriente filosófica
del utilitarismo, la cual se puede considerar una subrama o variante del
positivismo, donde si bien tampoco negaba el método deductivo sí lo consideraba
inferior al inductivo. Es más, el mismo Comte se desvivía por señalar a su público
los «grandes aportes» de su «íntimo amigo» respecto a su «lógica inductiva»,
amistad y coincidencia de ideas que duró aproximadamente hasta 1847:

«[J. St. Mill está] Tan plenamente asociado desde ahora a la fundación directa
de la nueva filosofía. Los siete últimos capítulos del tomo primero [de su obra
«Un sistema de lógica inductiva y deductiva» (1843)] contienen una admirable
exposición dogmática, tan profunda como luminosa, de la lógica inductiva, que
no podrá nunca, me atrevo a asegurarlo, ser concebida ni caracterizada mejor,
permaneciendo en el punto de vista en que el autor se ha puesto». (Auguste
Comte; Discurso sobre el método positivo, 1844)

Esto se proyectaba en esa obra de J. St. Mill en expresiones como que: «Ningún
razonamiento de lo general a lo particular puede, como tal, probar nada»... lo cual
es un gran absurdo, pues es gracias a esos conocimientos, previamente
sintetizados por la deducción, que luego podemos corroborar cómo en un
fenómeno particular tras otro se confirman sucesivamente la plena prevalencia
de una ley, o en su defecto, que averiguamos y podemos replantearnos porqué se
da una anomalía. Friedrich Engels ya advirtió de los riesgos que implicaban la
predilección excesiva por la inducción, muy dada a «post hoc, ergo propter hoc»
−«después de esto y, por tanto, en virtud de esto»−, lo que «significa una
conclusión infundada partiendo de la conexión causal entre dos fenómenos,
conclusión basada exclusivamente en que el uno se presenta a continuación del
otro». Esto es, precisamente, lo que se esforzó por demostrar Engels en
«Dialéctica de la naturaleza» (1883), recurriendo a varios conocimientos ya
confirmados sobre los animales y la termodinámica de su época para persuadir a
los «omniinduccionistas» de su visión limitante:

«Por inducción se descubrió, hace unos cien años, que los cangrejos y las arañas
eran insectos y todos los animales inferiores gusanos. Por inducción también se
descubre ahora que esto es absurdo y que existen x clases. (…) Las mamas eran
antes signos del mamífero. Pero los ornitorrincos carecen de glándulas
mamarias. (…) Si la inducción fuese realmente tan infalible como se dice, ¿cómo
podrían producirse esos desplazamientos radicales de clasificaciones, tan
violentos y tan frecuentes en el mundo orgánico? (…) El empirismo de la
observación, por sí solo, no puede nunca ser una prueba suficiente de la
necesidad. (…) Según los induccionistas, la inducción es un método infalible.
Pero no hay nada de eso, hasta tal punto es esto cierto, que del constante
espectáculo de la salida, del sol, en la aurora, no se deriva el que necesariamente
vuelva a alumbrar al día siguiente, y ya hoy sabemos, en realidad, que llegará
el momento en que el sol, un día, no saldrá». (Friedrich Engels; Dialéctica de la
naturaleza, 1883)

¿Qué consecuencias tuvo esto en los positivistas, utilitaristas y similares en sus


tratados económicos? Como apuntó Marx en 1858, esta forma de proceder llevó
a J. St. Mill a varios equívocos en la economía política. Empezando porque
tomaba «la producción, a diferencia de la distribución, etcétera, como regida por
leyes eternas de la naturaleza, independientes de la historia, ocasión esta que
sirve para introducir subrepticiamente las relaciones burguesas como leyes
naturales inmutables de la sociedad». Esto no era cierto, pues «la historia nos
muestra más bien que la forma primigenia es la propiedad común −por ejemplo,
entre los hindúes, los eslavos, los antiguos celtas, etcétera−, forma que, como
propiedad comunal, desempeña durante largo tiempo un papel importante».

¿Qué fue entonces lo que no llegaron a comprender gente tan dispar como Smith
y Ricardo, Bastiat, Carey, Proudhon o Mill? Se escorasen más hacia un método u
otro, no supieron separar los «aspectos generales» de los «aspectos particulares»
de todos los sistemas económicos hasta la fecha. El pensador alemán le reclamaba
a este último que, este, siguiendo la moda de los economistas burgueses, tuviera
por correcto realizar una «introducción» donde se exponía «las condiciones
generales de toda producción» y «las condiciones que la hacen avanzar en mayor
o en menor medida», ¿cuál era el problema? Que esta no pasaba de ser
«determinaciones muy simples» y «tautologías». Como nota, recordar que una
«determinación» es una negación. Por ejemplo, al «determinar» qué objetos son
de madera, excluyo a los que no lo son, quedándome con los que sí lo son, una
fórmula que se puede repetir varias veces para ir cribando según diferentes
criterios. Mientras que, por otro lado, por «tautologías» entendemos dar vueltas
sobre lo mismo sin aclarar nada, razonamientos estériles. Marx consideraba que
para que este estudio genérico de la producción tuviese un «significado
científico», previamente debían realizarse unas «investigaciones sobre los grados
de la productividad en diferentes períodos» y en «el desarrollo de pueblos
dados», lo cual «excederían de los límites propios del tema», pero aun así era algo
que «tendría que ser encarado» cuando se traten temas como la «acumulación»
o «concurrencia». Esto ya nos muestra la interconexión entre un fenómeno y
otros análogos, así como de la necesidad de análisis y síntesis.

En particular, y esto es muy importante, la crítica marxista apuntaba hacia esta


unilateralidad de creer que por empezar por lo aparentemente «más simple» se
halla un mágico «punto de partida», no comprendiendo que este «eslabón»
también estaba relacionado con el todo, y no siempre era, ni mucho menos, el
«punto de partida»:

«Parece justo comenzar por lo real y lo concreto, por el supuesto efectivo; así,
por ej., en la economía, por la población que es la base y el sujeto del acto social
de la producción en su conjunto. Sin embargo, si se examina con mayor
atención, esto se revela como falso. La población es una abstracción si dejo de
lado, p. ej., las clases de que se compone. Estas clases son, a su vez, una palabra
huera si desconozco los elementos sobre los cuales reposan, p. ej., el trabajo
asalariado, el capital, etc. (…) La producción tampoco es sólo particular. Por el
contrario, es siempre un organismo social determinado, un sujeto social que
actúa en un conjunto más o menos grande, más o menos pobre, de ramas de
producción». (Karl Marx; Elementos fundamentales para la crítica de la
economía política, 1858)

Esto también se refleja en el estudio y perfeccionamiento de las categorías,


incluidas las más simples, que no dejan de tener conexión y necesidad unas de
otras, por lo tanto, cuando se parte de lo «más concreto», uno también se está
posando sobre lo «más general»:

«Por ejemplo, la categoría económica más simple, como p. ej. el valor de cambio,
supone la población, una población que produce en determinadas condiciones,
y también un cierto tipo de sistema familiar o comunitario o político, etc. Dicho
valor no puede existir jamás de otro modo que bajo la forma de relación
unilateral y abstracta de un todo concreto y viviente ya dado». (Karl Marx;
Elementos fundamentales para la crítica de la economía política, 1858)

Ahora, ¿significa esto que Marx apostase por un enfoque exclusivamente


deductivo y despreciase el análisis inductivo? Para nada. Si hemos dicho que para
hallar lo singular de cada época es necesario estudiar cada modo de producción
−comunismo primitivo, esclavismo, feudalismo, capitalismo−, por esta razón
también se necesitará de la inducción. ¿De qué modo? Pasando a desglosar y
examinar de forma minuciosa cada periodo de la historia, y dentro de cada época
sus categorías, sus leyes y, en definitiva, sus características particulares:

«Todos los estadios de la producción tienen caracteres comunes que el


pensamiento fija como determinaciones generales, pero las llamadas
condiciones generales de toda producción no son más que esos momentos
abstractos que no permiten comprender ningún nivel histórico concreto de la
producción. (…) [Por ejemplo] ninguna producción es posible sin un
instrumento de producción, aunque este instrumento sea solo la mano. Ninguna
es posible sin trabajo pasado, acumulado, aunque este trabajo sea solamente la
destreza que el ejercicio repetido ha desarrollado y concentrado en la mano del
salvaje. (…) Sin embargo, lo general o lo común, extraído por comparación, es
a su vez algo completamente articulado y que se despliega en distintas
determinaciones. Algunas de éstas pertenecen a todas las épocas; otras son
comunes solo a algunas. [Ciertas] determinaciones serán comunes a la época
más moderna y a la más antigua. Sin ellas no podría concebirse ninguna
producción, pues si los idiomas más evolucionados tienen leyes y
determinaciones que son comunes a los menos desarrollados, lo que constituye
su desarrollo es precisamente aquello que los diferencia de estos elementos
generales y comunes». (Karl Marx; Elementos fundamentales para la crítica de
la economía política, 1858)

«Entonces…», exclamará el lector, «¡qué completo embrollo! ¿Cuál de los dos


métodos debería usarse para las investigaciones? ¿Ninguno porque ambos son
unilaterales, insuficientes?» No. Este «enredo» tiene fácil solución: utilizando
ambos correctamente para acercarnos a la verdad objetiva. Por un lado, «el
pensamiento consiste tanto en descomponer en sus elementos los objetos
representados en la conciencia» [inducción]; como a su vez busca «la unificación
de elementos homogéneos en una unidad» [deducción]. En palabras de Engels,
esto hace que no haya «síntesis sin análisis» puesto que hay una estrecha relación
dialéctica entre estos dos métodos de razonamiento:

«Inducción y deducción forman necesariamente un todo, ni más ni menos que


la síntesis y el análisis. En vez de exaltar unilateralmente la una a costa de la
otra, hay que procurar poner a cada una en el lugar que le corresponde, lo que
sólo puede hacerse si no se pierde de vista que ambas forman una unidad y se
complementan mutuamente». (Friedrich Engels; Dialéctica de la naturaleza,
1883)

Vamos más allá, pues, en verdad, ningún ser que adquiere conocimientos puede
pasar −de alguna manera u otra− sin haber recibido ambos métodos en su
educación, ¿a qué nos referimos? Nadie puede prescindir de ellos para sus labores
pedagógicas, ya que todo educador parte de labores de síntesis y análisis −suyas
o de sus predecesores−; mientras que el alumno digiere estos saberes a partir de
asumir estos mismos lineamientos. Debe concluirse, pues, que el método
inductivo y deductivo no son contrapuestos ni están desnivelados como insistían
algunos positivistas, sino que deben estar en armonía. También recomendamos
encarecidamente repasar los escritos de Karl Marx ya citados como «Elementos
fundamentales para la crítica de la economía» (1858), «Teorías sobre la
plusvalía» (1863), sin olvidarnos, por supuesto, de «El capital» (1867), donde el
autor utiliza constantemente ambos métodos −deductivo e inductivo− para
examinar y compilar la información de su tiempo.

¿Y qué ocurre en las investigaciones en torno a fenómenos nuevos y originales, se


diferencia de las investigaciones sobre eventos muy lejanos en el tiempo y ya más
o menos clarificados? Aquí la cosa a priori parece que cambia un poco, pero nada
más lejos de la realidad. En palabras de Engels, todo investigador moderno «se
ve empujado», quiéralo o no, a la «experimentación» ante «obstáculos no
conocidos» y «a establecer deducciones teóricas generales». Detengámonos en
unos breves ejemplos ficticios pero que son perfectamente plausibles. Pongamos
que a alguien de hoy pretenda realizar un estudio sobre la reciente crisis
socioeconómica que sufre X zona del mundo. Si este sujeto se empecina por partir
de un método inductivo: para ello, tomará la última crisis acaecida, registrará sus
datos y a partir de ahí extraerá las conclusiones pertinentes, ¿pero no estaría ya
realizando una «síntesis», una deducción de ese material «concreto»? En efecto,
y si hace esto relativamente bien, podrá establecer conclusiones certeras sobre
qué ha pasado. ¿Cuál es el problema? Por su empecinamiento y desconfianza
hacia el dichoso «método deductivo» −que implica tener en cuenta las
conclusiones generales de las crisis anteriores ya corroboradas por la historia
económica− seguramente esté obstaculizando el acceso a mucha información ya
resumida y esté dando muchas vueltas para llegar finalmente a gran parte de lo
mismo; incluso es posible que se le escapen ciertos datos que debería tener en
cuenta −en torno a los fenómenos anteriores del mismo patrón− para que sus
conclusiones sean mucho más ricas, precisas y en definitiva, cercanas a la
realidad. Otro ejemplo podría ser el estudio de la Guerra de los Balcanes (1991-
2001). Emprender tal tarea sin haber realizado un trabajo previo de
familiarización con los conflictos políticos y guerras étnicas, sin conocer las
diferencias lingüísticas o religiosas de estos pueblos a estudiar, se puede volver
un ejercicio tan aventurero como poco profesional. Al proceder de tal modo, al
investigador se le escaparán de nuevo muchos de los matices de importancia para
su cuadro general. Es más, para tener «cuantas más piezas del puzle disponibles»,
para saber «cuales son más importantes que otras» y «ordenarlas debidamente»,
la deducción se vuelve aquí tarde o temprano en algo clave.

Por el contrario, si uno analiza exclusivamente una crisis económica a través de


un único «método deductivo», incurrirá, como dijo Marx, en una «representación
caótica de un conjunto», porque simple y llanamente no se está tomando en la
debida consideración la particularidad del fenómeno −y que bien puede suponer
una expresión típica, un cambio muy pequeño o uno sumamente grande−.
Mismamente, nadie en su sano juicio compararía como «completamente igual»
la actual crisis económica causada por la pandemia de 2020 con las anteriores
−ya que todos los condicionantes no son los mismos exactamente, por ende, los
gobiernos tendrán que tener en cuenta el panorama atípico y las nuevas
perspectivas que se presentan−. Aunque con el discurrir del tiempo siempre
existe un grado más alto o más bajo de singularidad en cada fenómeno, es
menester aclarar hasta qué punto este es −o se podría volver− diferencial.
Tomemos las crisis económicas de superproducción. Este es un fenómeno que se
viene detectando especialmente desde los procesos de monopolización en el
capitalismo desarrollado, en cambio en el siglo XIV esto no era para nada común
pues las razones de las crisis eran otras totalmente diferentes −como la baja
capacidad de producción y la consiguiente desigual distribución, las hambrunas
de forma cíclica, altos niveles de mortalidad, escasos conocimientos médicos o la
incapacidad logística para contener las epidemias, etcétera−. Siendo serios, no se
pueden comparar −como acostumbran los más ignorantes− las crisis monetarias
actuales con las crisis económicas de muchos de los pueblos de la antigüedad
−que apenas conocían la moneda y donde esta no tenía un impacto significativo−.
Por ende, se entenderá sin demasiadas dificultades que tratar de comparar una
crisis de una sociedad esclavista o feudal con una de una sociedad capitalista no
tendría el más mínimo sentido en muchos de sus aspectos analizables. Esta
manera de proceder −trazando analogías históricas forzosas sin percibir las
notables diferencias− es olvidar, precisamente, el constante discurrir de las
fuerzas productivas y las relaciones de producción, las cuales, al fin y al cabo, son
lo que hace que a cada nueva etapa histórica se formen y se destruyan unas leyes
económicas. Véase la carta de Friedrich Engels «Carta a Albert Lange» (29 de
marzo de 1865). Véase el subcapítulo de nuestro artículo sobre Armesilla y el
imperialismo: «La tendencia «igualatoria» y la tendencia «particularista» a la
hora de abordar la historia» (2022).

El positivismo y su enfoque metafísico en la teoría del conocimiento

Estos apartados vistos anteriormente no podrían entenderse sin la propia teoría


del conocimiento que nuclea a todo el positivismo. Con el pretexto de vetar ciertos
temas, de «no hablar de lo que no se debe» −precediendo a Ludwig
Wittgenstein−, Comte negaba la necesidad de refutar la falsedad sobre lo que
enunciaba tal o cual doctrina −esto, insistimos, se entenderá mejor cuando
lleguemos a la postura del positivismo respecto a la religión−:

«La sana filosofía rechaza radicalmente, es cierto, todas las cuestiones


necesariamente insolubles: pero, al justificar por qué las desecha, evita el negar
nada respecto a ellas, lo que sería contradictorio con aquel desuso sistemático,
por el cual solamente deben extinguirse todas las opiniones verdaderamente
indiscutibles. Más imparcial y más tolerante para con cada una de ellas, en vista
de su común indiferencia, que pueden serlo sus partidarios opuestos, se aplica a
apreciar históricamente su influencia respectiva, las condiciones de su duración
y los motivos de su decadencia, sin pronunciar nunca ninguna negación
absoluta, ni siquiera cuando se trata de las doctrinas más antipáticas».
(Auguste Comte; Discurso sobre el método positivo, 1844)

Sobra decir que el marxismo dista de observar a la historia de la filosofía de


«manera imparcial», en el sentido de no pronunciarse y tomar partido sobre sus
pugnas. Los teóricos más consecuentes no han titubeado nunca en realizar una
crítica contundente hacia aquello que le precedía o le era contemporáneo −como
hizo Aristóteles con Platón, o Marx con Hegel−. ¿Esto qué significa? Mostrar sin
trampa ni cartón la lucha entre materialismo e idealismo como algo inherente a
todo desarrollo de la filosofía y sus corrientes. ¿Qué se busca, entonces?
Identificar el contenido idealista y desterrarlo, mientras que se contextualiza el
materialista, haciendo la misma purga con las nociones mecanicistas o vulgares
que este arrastre −de herencia metafísica−, encaminando al entendimiento por
los senderos dialécticos:

«Abordar la historia de la filosofía como si se tuviese que hablar de sus


desarrollos de forma «neutral», de manera meramente descriptiva, cuando no
simpatizando en la exposición con casi todas las corrientes, no solo es algo
antimarxista, sino que obviamente no redunda en una conclusión científica de
valor. El deber de toda persona racional es analizar los desarrollos de la
filosofía tomando partido, aunque nunca desde el «objetivismo burgués» que
utiliza la táctica de describir hechos, pero sin concluir opinión sobre el tema −o
haciéndolo y fingiendo que no se posiciona−, esto tiene más que ver con el viejo
positivismo del siglo XIX y sus evidentes límites agnósticos y relativistas. Esta
errada forma de pensar, lejos de ayudar, contribuye a confundir más a la gente
que no comprende la filosofía; y en no pocas ocasiones, es un muy agudo disfraz
de ingenuidad que los oportunistas utilizan conscientemente para presentar sus
intereses personales, a sus ídolos». (…) En realidad, aunque la historiografía
burguesa se vista de «objetiva», la mayoría de sus corrientes sí toman partido
y justifican la historia de su clase, de hecho, tuercen los sucesos y presentan una
información sesgada, simpatizan con las «grandes figuras» que «hacen la
historia» y rinden pleitesía a los historiadores clásicos hasta el punto de no
atreverse a contradecir nada. Este método del «objetivismo» es solo una forma
de tantas que ayuda a que nada cambie en el campo histórico, una forma de
actuación velada para que los relatos idealistas sobre historia sigan teniendo
validez pese a sus enormes déficits en cuanto a credibilidad. En especial todo
nacionalista −se vista de azul o de rojo− realiza por lo general el mismo trabajo,
y como fieles guardianes del orden existente, repiten como papagayos todos los
mitos que en su día construyó su burguesía nacional». (Equipo de Bitácora (M-
L); La cuestión educativa y el liberalismo de la «izquierda», 2021)

Para el señor Comte su obsesión fue derribar al llamado «segundo estadio» de


pensamiento de la humanidad, pues consideraba que la «metafísica u ontología»
había dominado la vida social humana como «una enfermedad» que había
dominado los cinco últimos siglos. Pero se da la paradoja −tantas veces vista en
este tipo de autores− de que cuando leemos y comprendemos el concepto de
«metafísica» del autor, resulta que él mismo pecaba una y otra vez de todo aquello
contra lo que no paraba de advertirnos:

«Como la teología, en efecto, la metafísica intenta sobre todo explicar la íntima


naturaleza de los seres, el origen y el destino de todas las cosas, el modo esencial
de producirse todos los fenómenos; pero en lugar de emplear para ello los
agentes sobrenaturales propiamente dichos, los reemplaza, cada vez más, por
aquellas entidades o abstracciones personificadas, cuyo uso, en verdad
característico, ha permitido a menudo designarla con el nombre de ontología.
(…) Ya no es entonces la pura imaginación la que domina, y todavía no es la
verdadera observación: pero el razonamiento adquiere aquí mucha extensión y
se prepara confusamente al ejercicio verdaderamente científico. Se debe hacer
notar, por otra parte, que su parte especulativa se encuentra primero muy
exagerada, a causa de aquella pertinaz tendencia a argumentar en vez de
observar que, en todos los géneros, caracteriza habitualmente al espíritu
metafísico, incluso en sus órganos más eminentes». (Auguste Comte; Discurso
sobre el método positivo, 1844)

Aun con todo, se da la paradoja −tantas veces vista en este tipo de autores− de
que cuando leemos y comprendemos el concepto de «metafísica» del autor,
resulta que él mismo pecaba una y otra vez de todo aquello contra lo que no
paraba de advertirnos. De hecho, el lector detectará que en los escritos de Comte
es una constante sus ataques a la tendencia materialista de la filosofía como
sinónimo de «especulación metafísica», justo como pudieran hacer luego los
«empiriocriticistas» y otros muchas décadas después:

«Hay que decir que muchos idealistas y todos los agnósticos −comprendiendo
entre ellos a los adeptos de Kant y de Hume− califican a los materialistas de
metafísicos; porque reconocer la existencia del mundo exterior, independiente
de la conciencia del hombre, es sobrepasar, a su parecer, los límites de la
experiencia. (...) En 1908 se ven entre nosotros graciosos que creen seriamente
en las afirmaciones de Avenarius, Petzoldt, Mach y Cía., de que sólo el «novísimo
positivismo» y las «novísimas ciencias naturales» han logrado eliminar estos
conceptos «metafísicos». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Materialismo y
empiriocriticismo, 1909)

Finalmente, Comte identificaba el «positivismo» como aquello que «designa lo


real por oposición a lo quimérico», erigiéndolo como la ciencia que mostraba la
realidad de las cosas, el «tercer estadio» de la humanidad, el cual iba a «recordar
con energía las máximas fundamentales» de la ciencia» y «dirigir sabiamente».
En Rusia, el filósofo Nikolái Chernyshevski calificó las ideas de Comte como un
eco de la «crítica de la razón pura», es decir, como una versión tardía de Kant y
su agnosticismo, ¿será cierto?

«La revolución fundamental que caracteriza a la virilidad de nuestra


inteligencia consiste esencialmente en sustituir en todo, a la inaccesible
determinación de las causas propiamente dichas, la mera investigación de las
leyes, es decir, de las relaciones constantes que existen entre los fenómenos
observados. Trátese de los efectos mínimos o de los más sublimes, de choque y
gravedad como de pensamiento y moralidad, no podemos verdaderamente
conocer sino las diversas conexiones naturales aptas para su cumplimiento, sin
penetrar nunca el misterio de su producción. (…) No sólo nuestras
investigaciones positivas deben reducirse esencialmente, en todos los géneros, a
la apreciación sistemática de lo que es, renunciando a descubrir su primer
origen y su destino final, sino que importa, además, advertir que este estudio de
los fenómenos, en lugar de poder llegar a ser, en modo alguno, absoluto, debe
permanecer siempre relativo a nuestra organización y a nuestra situación».
(Auguste Comte; Discurso sobre el método positivo, 1844)

¿Qué podemos concluir? Que la historia de las ciencias no distingue entre si los
hombres tuvieron buenas intenciones o no, con el tiempo solo quedan sus aportes
significativos, y en el caso de Comte, por mucho que los sociólogos burgueses se
hayan empeñado en elevarle al «Olimpo de la Sociología», sus teorías idealistas
fueron un completo fiasco para explicar el desarrollo humano, para hacer avanzar
el conocimiento científico. El caso es que este método «positivista» de
conocimiento y su cosmovisión sobre la sociedad abrían las puertas de par en par
a una auténtica «metafísica», entendida esta como una visión que rechaza
«entender el mundo como un proceso, como un asunto en continuo desarrollo
histórico». Nos explicaremos mejor. En su obra «Sobre el materialismo histórico
y el materialismo dialéctico» (1938), Stalin definía por «metafísica» a aquella
filosofía que observa todo como un «conglomerado casual de objetos y
fenómenos, desligados y aislados unos de otros y sin ninguna relación de
dependencia entre sí»; que «considera la naturaleza como algo quieto e inmóvil,
estancado e inmutable»; y por ende, razonando metafísicamente, siempre se
corre el peligro de llegar a conclusiones inverosímiles, pues «todo fenómeno
tomado de cualquier campo de la naturaleza, puede convertirse en un absurdo si
se le examina sin conexión con las condiciones que le rodean». Exactamente lo
que venimos observando atrás con un Comte seducido por la inducción como la
«Diosa del conocimiento». ¿Qué podemos sacar en claro?

«El hombre que trata de partir de una cosmovisión científica estudia el punto
de partida y la dirección de los fenómenos vivos, pues sabe que sin intentar
acercarse al todo no puede realizar una radiografía fiable del cuadro que tiene
delante −todo lo contario al positivismo que registra los hechos y los toma como
algo congelado que debe volverse a producir de forma mecánica−. En qué
medida lo logre le permite ser un vector transformador −revolucionario− del
estado de las cosas existentes. En cambio, el que actúa antes de reflexionar y
afirma antes de confirmar es preso de una suerte de casualidades y tesis falsas
que giran a su alrededor y que, en el supuesto más afortunado, pueden
conducirle a emitir conclusiones acertadas, aunque sin saber explicar bien cómo
ha llegado a ellas. Esto es normal, pues las más de las veces tal posición ha sido
reproducida en base a la repetición mecánica de argumentos tradicionales,
cuando no a una casualidad o favoritismo especial. En consecuencia, este
segundo sujeto jamás podrá ser transformador de nada porque parte de una
forma de conocer endeble. Ante los próximos fenómenos que se sucedan no será,
ni mucho menos, garantía de nada, ya que actúa por impulsos, sentimentalismo
o mitos». (Equipo de Bitácora (M-L): Fundamentos y propósitos, 2022)

Sigamos con la epistemología de Comte, la cual se mire por donde se mire siempre
guarda reticencias muy grandes sobre el conocer:

«La astronomía ha hecho nacer, respecto a esto, esperanzas demasiado


empíricas, que no podrían realizarse nunca para los fenómenos más complejos.
(…) Se aprecian mal las ventajas reales que presenta la transformación de las
inducciones en deducciones. Sin embargo, hay que reconocer francamente esta
imposibilidad directa de referir todo a una sola ley positiva como una grave
imperfección, consecuencia inevitable de la condición humana, que nos fuerza a
aplicar una inteligencia muy flaca a un universo complejísimo». (Auguste
Comte; Discurso sobre el método positivo, 1844)
August Comte llegaba a la conclusión de que el científico no debería recoger toda
esa información disponible trazando de antemano una teoría, una hipótesis que
lo sustente. El peligro de este método deductivo, según Comte, es que el autor
puede tratar de «encajar» a la fuerza las conclusiones en base a los datos
disponibles por mero empecinamiento, por lo que el científico caería justamente
en algo parecido al mito del lecho de Procusto. En esto no hay nada reprochable,
a fin de cuentas, este pensamiento y temor permanente del positivismo recuerda
al racionalismo de Descartes, quien exige hacer tabla rasa de nuestros
conocimientos proponiendo que dudemos de todo, no solo de lo que es
sospechoso, sino también de aquello que hemos aprendido socio-culturalmente
como lo aceptado, incluso dentro del mundo de la ciencia.

En la ciencia actual esto puede ser válido con matices que deben explicarse a
continuación. La única posibilidad en la era contemporánea de ampliar con
nuevos descubrimientos muchos campos de las ciencias muy avanzados es
partiendo del conocimiento y la experiencia de las generaciones precedentes. Esto
lo explicó Joseph Dietzgen en el prólogo de su obra con el ejemplo de la física,
pero es aplicable a todos los campos:

«Para conocer los productos de la física y agregarles una producción nueva, no


es necesario que previamente se estudie la historia de esa ciencia y que luego se
beba en las fuentes las leyes descubiertas hasta hoy. Por el contrario, la
investigación histórica sólo podría constituir un obstáculo para la solución de
un problema científico, teniendo en cuenta que la concentración de las fuerzas
necesariamente produce más que su división». (Joseph Dietzgen; La esencia del
trabajo intelectual del hombre, 1869)

En efecto, si hoy un científico intentase revaluar absolutamente todos los


conocimientos recogidos por la humanidad, nunca llegaría si quiera a comenzar
una investigación novedosa −ni qué decir ya de conclusiones de provecho−,
literalmente estaría repasando uno a uno todos los conocimientos legados por la
humanidad sin poder abordar nada nuevo, moriría antes de lograr nada.
Entonces esta revisión será válida −y obligada− cuando no podamos certificar que
nuestro paso es seguro, es decir, siempre que el individuo detecte o intuya un
error en una parte del sistema, pero no como fórmula que derive y excuse un
escepticismo continuo, o peor, un agnosticismo sobre la capacidad real de
conocer las cosas. Dicho de otro modo, es correcto revaluar constantemente todo,
pero no para acabar en un relativismo sin rumbo, sino en aras de marchar con
certeza y ampliar los horizontes, sobre todo, en aquello que se estudia y donde
uno pretende centrarse. Una especialización que, por otra parte, no es decisión
nuestra, sino consecuencia del alto grado de desarrollo científico en nuestra
época, motivo por el cual la labor y el contacto interdisciplinar se vuelven algo
indispensable para todo buen profesional, como también se verá en los siguientes
capítulos sobre las ciencias.
A su vez Antonio Labriola criticaría a Herbert Spencer por no hacer otra cosa que
tocar arrebato para «volver a Kant», con sus categorías a priori o sus intentos de
conciliar religión y ciencia:

«La doctrina de la evolución que allí se enuncia es esquemática y no empírica,


que esta evolución es fenoménica y no real, y que lleva detrás de sí el espectro
de la cosa en sí de Kant, venerado primero en todas partes con el nombre de
Dios o de Divinidad». (Antonio Labriola; Filosofía y socialismo, 1897)

El neopositivismo y sus trucos lógico-formales

Por su parte, el señor Mill, directamente negaba explícitamente que existiesen


leyes sociales que condicionasen la actuación humana:

«No se puede decir que los fenómenos sociales dependan, en lo que tienen de
esencial, de algún factor o ley de la naturaleza, humana». (John Stuart Mill; Un
sistema de lógica inductiva y deductiva, 1843)

¿¡Qué tiene que ver este escepticismo con el pensamiento marxista sobre el
conocer!? Por el contrario, Engels escribía con un abierto optimismo:

«Cierto es que la comprobación empírica de este ciclo no aparece todavía, ni


mucho menos, libre de lagunas, pero éstas resultan insignificantes si se las
compara con los resultados ya conseguidos y, además, se las va llenando poco
a poco. ¡Cómo podía no presentar toda una serie de lagunas la comprobación
en cuanto al detalle, si se piensa que las ramas más esenciales de la ciencia −la
astronomía interplanetaria, la química, la geología− apenas cuentan con un
siglo de existencia, que la fisiología comparada sólo data, científicamente, de
cincuenta años atrás, que la forma fundamental de casi toda la evolución
biológica, la célula, no hace aún cuarenta años que fue descubierta!». (Friedrich
Engels; Dialéctica de la naturaleza, 1883)

En una de sus obras más ilustres, el alemán Friedrich Albert Lange (1828-1875),
uno de los filósofos y sociólogos más reconocidos de su tiempo, llegó a espetar lo
siguiente respecto al conocimiento:
«La esencia de la materia es sencillamente incomprensible. (...) No estamos en
condiciones de comprender los átomos ni podemos explicar, a partir de los
átomos y su movimiento siquiera el fenómeno más insignificante de la
conciencia». (Friedrich Albert Lange; Historia del materialismo y crítica de su
significado en la actualidad, 1866)

Debido a que Lange siempre estuvo coqueteando con los movimientos socialistas,
al marxista alemán Joseph Dietzgen le pareció menester no pasarle por alto este
comentario y contestarle lo siguiente:
«En contra de esto afirmamos: aquello que se deja posiblemente comprender no
es incomprensible. (...) El objeto de la filosofía, lo incomprensible, es un pájaro
al que, con nuestro intelecto, bien podemos de vez en cuando arrancarle una
plumita, pero al que nunca lograremos desplumar del todo, sino que habrá de
seguir siendo eternamente incomprensible». (Joseph Dietzgen; La esencia del
trabajo intelectual del hombre, 1869)

Y en contra de las especulaciones teológicas de muchos autores finalizaba:

«Para nosotros se trata en esto de algo serio: no conocemos conocimiento


superior alguno aparte del conocimiento humano corriente». (Joseph Dietzgen;
La esencia del trabajo intelectual del hombre, 1869)

En el neopositivismo del siglo XX, por el contrario, fue muy recurrente el uso de
trucos lógico-abstractos extraídos de los lingüistas o de los matemáticos a fin de
crear sus dogmas «científicos» −y lo describimos así ya que no alcanzaron nunca
a comprobar si el mundo exterior reflejaba estas fórmulas−. Esto derivó en los
consiguientes enredos cómicos en los que tropezaron sus principales
representantes. No era extraño verlos asegurar cosas como que un fenómeno no
existía si una formulación sintáctica no era correcta −como si este objeto y su
existencia dependiese de las cualidades de los filósofos para formular sus
premisas en uno de los miles de lenguajes humanos existentes−:

«Los juicios de valor (...) en la medida en que no son científicos, no son,


literalmente hablando, significativos, sino que son, simples expresiones de
emoción que no pueden ser verdaderas ni falsas». (Alfred Jules Ayer; Sobre los
análisis de los juicios morales, 1958)

Este era un manto de escepticismo recuperado del positivismo más clásico a fin
de negar la objetividad del mundo exterior. No comprendían que los «juicios de
valor» que no son creados conscientemente bajo un prisma científico, pueden,
aun así, ser algo más allá de «expresiones de emoción», como aseguraba este
autor. Una «sentencia popular» sobre cualquier tema, por muy desinteresada o
sentimental que sea por parte del sujeto, bien puede que sea cierta… luego ya, el
cómo ha llegado a emitir una verdad es otro tema: por oídas, tradición,
especulación, imitación, etc. ¿Si no cómo se las hubieran apañado en la
antigüedad para conservar los alimentos, orientarse en alta mar y demás? ¿No
vienen usando los beduinos desde tiempos remotos las telas negras −por su
enorme potencial de ventilación−? ¿No es cierto que los persas ya usaron
sistemas naturales de refrigeración para producir hielo −como el «yakhchal»− o
de riego −como el «qanat»−? ¿Y este es el único ejemplo? No. Como sabemos, el
cerdo es un animal carroñero, que no transpira y que para más inri se revuelca en
sus heces para refrescarse, por lo que su consumo causaba todo tipo de
enfermedades parasitarias en la Edad Antigua y la Edad Media, razón por la que
los teólogos y médicos judíos, cristianos y árabes recomendaron dejar de comerlo
por «impuro» −como reflejan sus libros sagrados−. ¿Cómo cree esta gente que en
todos estos casos los seres humanos llegaron a esos hallazgos, si no es por la vida
cotidiana, el azar, la necesidad y la práctica? Tampoco es extraño que la gente
haya repetido a lo largo de la historia las teorías científicas en boga, aunque
aquellas se demostraran como falsas o matizables años más tarde. El mismo
hecho de que los hombres no hayan sabido explicar lo más básico sobre el
funcionamiento de su organismo no significaba que este fuese obra divina, y
podríamos poner mil ejemplos más. Hoy en día muchas personas repiten todo
tipo de teorías −extraídas del mundo de la ciencia, la política o la religión− en
forma de dogma, sin ningún tipo de consciencia real ni explicación del porqué las
apoyan o dejan de hacerlo. ¿Acaso todavía esto puede causar asombro? Ahora
repetir algo como un papagayo no significa que tal repetición mecánica no sea
cierta, solo que tal sujeto no tiene consciencia alguna ni manera de comprobar lo
que afirma. He ahí la cuestión. Se confunde consciencia o pulcritud sintáctica con
la existencia de las cosas tal y como son, con la objetividad, con la realidad.

Pondremos un último ejemplo con el caso de la enigmática figura de Joseph


Dietzgen. Este obrero, de formación autodidacta, confesaba:

«La historia de la filosofía se ha repetido en mi persona en la medida en que,


desde mi primera juventud, he intentado especular por necesidad de una
concepción del mundo coherente, sistemática, y en la medida en que, al fin de
cuentas, presumo de haber encontrado, satisfacción en el conocimiento
inductivo de la facultad de pensar». (Joseph Dietzgen; La esencia del trabajo
intelectual del hombre, 1869)

¿Y fue acaso esta indagación un acto de necedad? En absoluto. Marx no solo


felicitó a Dietzgen por sus tratados y le pidió que siguiese popularizando su
doctrina, sino que Engels también declaró abiertamente que Dietzgen, aun no
habiendo leído a Hegel, solo a Feuerbach, había llegado al materialismo histórico
como ellos, aun cometiendo algunos fallos. Este apunte es necesario para derribar
el clásico cliché de que el materialismo histórico es un conocimiento que solo
pueden alcanzar una casta de elegidos, generalmente eruditos, lo cual solo es una
declaración saint-simoniana o comtiana, pero jamás marxista.

El intento mecánico de trasplantar los métodos de las ciencias


naturales a las ciencias sociales

Saint-Simon en su «Memoria sobre la enciclopedia» (1810) sorprendió a propios


y extraños declarando que los descubrimientos de Newton sobre la gravedad
universal: «Se debe emplear para la explicación del mundo existente; en su
calidad de idea general puede servir para la organización del mundo imaginario».
En cuanto a su discípulo Comte, su intención siempre fue trasplantar los métodos
de investigación de la astronomía a las ciencias sociales:
«El conjunto de la astronomía, bastarán aquí para hacer presentir cuánto debe
extenderse una apreciación semejante, con nueva energía filosófica, a todas las
demás partes esenciales de la ciencia real. (…) Esta preponderancia necesaria
de la ciencia astronómica en la primera propagación sistemática de la
iniciación positiva está del todo conforme con la influencia histórica de tal
estudio, principal motor hasta ahora de las grandes revoluciones intelectuales.
El sentimiento fundamental de la invariabilidad de las leyes naturales debía, en
efecto, desarrollarse». (Auguste Comte; Discurso sobre el método positivo,
1844)

Marx apuntaba que las ciencias sociales no pueden utilizar siempre la misma
metodología que las ciencias naturales. Basta ver su comparativa entre la
investigación del economista y la que lleva a cabo el químico:

«Por ejemplo, Marx se refiere tanto a la química como a la física en el «Prefacio»


de «El Capital» de la primera edición. Marx afirma que la física utiliza la
observación y la experimentación; pero la observación tiene una utilidad
limitada para el análisis económico de Marx. Observar una mercancía −el
ejemplo de Marx es un abrigo− no ayuda a ver el valor de cambio de una
mercancía; uno puede examinar una mercancía todo lo que quiera, llevarla
hasta que esté raída y aun así no podrá ver su valor: «el abrigo es un depósito
de valor, pero, aunque desgastado, no deja traslucir este hecho». Mientras que
la química usa «microscopios y reactivos químicos», Marx debe usar la «fuerza
de abstracción» y, por ejemplo, en su examen de la capa, abstraer sus
propiedades físicas de su condición de valor de cambio cuyo valor está
determinado por el tiempo de trabajo humano: «Hasta hoy, ningún químico ha
logrado descubrir valor de cambio en el diamante o en la perla». (Peter G
Stillman; El mito del determinismo económico en Marx, 2005)

Comte, por su parte, designó a su nueva doctrina como «física social», la cual
vendría a ser la filosofía natural aplicada al estudio de la sociedad humana (sic):

«Pienso que debo utilizar, de aquí en adelante, este nuevo término, exactamente
equivalente a mi expresión de física social, ya introducida antes con el fin de
designar con un solo nombre esta parte complementaria de la filosofía natural
relativa al estudio positivo de las leyes fundamentales propias de los fenómenos
sociales». (August Comte; Curso de filosofía positiva, 1859)

En resumidas cuentas, el positivismo clásico eludió en todo momento poner al


descubierto las conexiones reales y profundas de la naturaleza y la sociedad,
sustituyéndolas por «leyes» basadas en mecanicismos arcaicos tomados de la
vieja astronomía −y considerando a la naturaleza y sus leyes «invariables»−.

Incluso los autores que intentaron mezclar positivismo y marxismo tampoco


podían encubrir que eran más proclives a inclinarse hacia el primero que hacia el
segundo, obteniendo el rechazo de los representantes como Marx y Engels. Esto
le ocurrió en no pocas ocasiones a Friedrich Albert Lange, famoso pensador y
reconocido por sus nociones neonkantianas, que ya fue criticado por el
mismísimo Marx en su «Carta a Ludwig Kugelmann» (27 de junio de 1870) por
sus particulares conclusiones malthusianas de la llamada «lucha por la
existencia» de Darwin y el mundo animal, algo que él también intentaba aplicar
al mundo civilizado. Años más tarde, cuando Ferri intentó hacer lo propio, fue
Karl Kautsky quien aclaró lo siguiente desde las tribunas del «Die Neue Zeit» de
febrero de 1895: «Querer demostrar que el socialismo es necesario no por
determinadas condiciones históricas sino por una ley natural, significa todo
menos pensar de manera marxista».

Por si todo esto fuera poco, Comte no solo negaba la unidad entre teoría y
práctica, sino que directamente instaba a los profesionales de las ciencias a que
teorizasen sin ninguna perspectiva práctica:

«El conjunto de nuestros conocimientos sobre la naturaleza, y el de los


procedimientos que de ellos deducimos para modificarla en nuestro provecho,
constituyen dos sistemas esencialmente distintos en sí mismos que hay que
concebir y elaborar por separado. (…) El espíritu humano debe proceder a los
trabajos teóricos haciendo absoluta abstracción de cualquier consideración
práctica». (Auguste Comte; Curso de filosofía positivista, Tomo IV, 1839)

De ahora en adelante observaremos qué consecuencias tuvo esto en las llamadas


ciencias sociales.

La sociología positivista y su interpretación idealista de la evolución


histórica

En cada ocasión que tuvo Marx dejó claro que la doctrina de Comte era filosofía
destinada a defender la explotación del hombre por el hombre:
«August Comte y su escuela han intentado demostrar la eterna necesidad de los
señores del capital; igualmente, y con las mismas razones, habrían podido
demostrar la de los señores feudales. Analizando más de cerca la «filosofía
positivista», se descubre que, a pesar de todas sus apariencias de
«librepensamiento» está profundamente enraizada en su origen católico».
(Karl Marx; El capital, Tomo I, 1867)

Y lo mismo ocurriría con sus discípulos:

«Los sociólogos burgueses como Herbert Spencer afirman, como se sabe, con
toda seriedad que el hombre es, de hecho, una criatura aislada de la naturaleza;
ellos hablan de sus «actos aislados en su estado primitivo». Pero en este caso no
se trata de otra cosa que de una nueva versión darwinista, adornada, de la
teoría del contrato social que los ideólogos de la burguesía en ascenso de los
siglos XVI y XVII». (Franz Mehring; Sobre el materialismo histórico, 1893)

Herbert Spencer (1825-1903) no solo se fijó en estas nociones de Comte, Hobbes


o Rousseau, como mencionaba Mehring, sino que además también recuperó las
teorías del liberalismo conservador de figuras como Edmund Burke (1729- 1797):

«Para Burke, en efecto, la sociedad es un «organismo» pero carente de


coordinación perfecta; para poder mantener en armonía sus partes, es
necesario introducir reformas, pero, de ninguna manera, revoluciones. La
sociedad no es una máquina que se le pueden quitar las partes anticuadas para
reemplazarlas por nuevas, sino que es una cadena interminable de
generaciones que heredan sus tradiciones; unos cuantos filósofos no pueden
destruir tradiciones e instituciones pertenecientes a generaciones pasadas y
futuras. Para Burke, la sociedad, el estado y la nación, son organismos y no
meros contratos hechos por individuos para el logro de sus fines limitados, los
cuales una vez obtenidos, pueden disolverse; sino el producto de un largo
crecimiento evolutivo y orgánico que los hace indispensables e indestructibles».
(Orlando Jaramillo Gómez; Del liberalismo al positivismo en la ciencia social,
1983)

Friedrich Engels en su «Carta a Piotr Lavrov» (17 de noviembre de 1875) confesó


aceptar la «teoría de la evolución de las especies» como una «expresión temporal
e imperfecta, de un hecho que acaba de descubrirse». En cambio, discernía de
otros puntos, ya que, por ejemplo: «Toda la doctrina darwinista de la lucha por la
existencia», no veía más que «la transposición pura y simple de la doctrina de
Hobbes sobre el «la guerra de todos contra todos». ¿Qué quería decir? Que
muchos trataron de «Transpone[r] esas mismas teorías de la naturaleza orgánica
a la historia y se pretende luego haber probado su validez como leyes eternas de
la sociedad humana». ¿En qué error se incurría? En que: «La diferencia esencial
entre las sociedades humanas y las de animales consiste en que estos, en el mejor
de los casos, recogen, mientras que los hombres producen», por lo que «basta ya
esta diferencia, única, pero clave, para hacer imposible la transposición sin más
reservas de las leyes válidas para las sociedades animales a las sociedades
humanas». Ahí no acababa todo, sino que el pensador alemán añadió otro
argumentario que terminaría de hacer trizas estas nociones del darwinismo
social: «La producción humana alcanza, por consiguiente, en cierta fase, tal nivel
que no sólo se pueden producir los objetos para satisfacer las necesidades
indispensables, sino, además, artículos de lujo, incluso cuando, para comenzar,
sólo basten para una minoría». El absurdo era evidente, pues la aquí cacareada:
«La lucha por la existencia» se convierte «en lucha por los placeres», por lo que
«las categorías tomadas del reino animal no son ya aplicables». Además, esto
tiene menos sentido, cuando en la sociedad capitalista: «Cada diez años, tiene
que destruir, no ya sólo una gran cantidad de productos, sino también las fuerzas
productivas, ¿qué sentido tiene aquí la charlatanería acerca de la «lucha por la
existencia»? Antonio Labriola, en el mismo sentido, replicó en su obra «Del
materialismo histórico» (1896): «El darwinismo político y social ha invadido,
como una epidemia, por no breve curso de años, las mentes de varios
investigadores, y algo más las de los abogados y declamadores de la sociología, y
ha venido a reflejarse, como un vestido de moda y como una corriente
fraseológica, hasta en el lenguaje diario de los politicantes».

El marxista francés Paul Lafargue dedicó no pocas líneas a combatir las ideas
históricas, económicas y políticas del evolucionista Herbert Spencer.
Contraponiendo el método del materialismo histórico con esta variante del
positivismo, demostró de qué modo Spencer cometía todo tipo de atropellos
analíticos, como insinuar que el trabajo asalariado de la sociedad burguesa, a
diferencia de la esclavitud en las sociedades esclavistas, no era un «trabajo
obligado», sino puramente «libre», por lo que «concluye triunfalmente que la
esclavitud está abolida» y que ningún obrero inglés «está obligado a trabajar para
otro beneficio que el suyo propio»:

«Este método de conectar los fenómenos sociales con sus causas económicas no
puede recomendarse a la mente metafísica del Sr. Spencer, quien prefiere volar
por encima de las nubes, abalanzándose sobre cualquier hecho aleatorio que se
encuentre dentro de su rango de visión. Su método tiene grandes ventajas
propias; es fácil, no requiere mucho pensamiento y permite a un filósofo probar
todo lo que le plazca. Así, el Sr. Spencer después de haber demostrado, a su
propia satisfacción, que la esclavitud, caracterizada por el trabajo forzoso, no
existe en nuestra sociedad capitalista, demuestra con igual facilidad que existirá
en la sociedad comunista del futuro. (…) Los capitalistas hacen bien en hacer un
gran filósofo del Sr. Herbert Spencer, porque él está listo en cualquier momento
para demostrar con razonamientos eruditos científicos y profundamente
filosóficos, que si los patrones condenan a hombres, mujeres y niños a trabajos
forzados en minas y fábricas, lo hacen no para extorsionar el trabajo forzoso,
sino por mera filantropía; es evitar que los pobres estén ociosos». (Paul
Lafargue; Unas palabras con el Sr. Herbert Spencer, 1884)

No obstante, este no fue el único revolucionario que se sintió ofendido por los
intentos de sincretizar marxismo y positivismo. El mencionado Antonio Labriola
describió así la estupidez que era y es el tratar de equiparar los métodos y
pretensiones de personajes tan dispares como Marx y Comte:

«El «papado científico» de Comte reconciliado con la progresividad indefinida


del materialismo histórico, que resuelve el problema del conocimiento
oponiéndose a todas las otras filosofías y que declara: que no hay ninguna
limitación fija, ni a priori ni a posteriori, al conocimiento, ya que en el proceso
indefinido del trabajo, que es experiencia, y de la experiencia que es el trabajo,
los hombres conocen todo lo que tienen necesidad y todo lo que les es útil
conocer. ¡El Comte que proclamaba que el ciclo de la física y de la astronomía
estaba cerrado para siempre, en el momento mismo en que se descubre el
equivalente mecánico del calor y algunos años antes del sorprendente
descubrimiento del análisis espectral! ¡El señor Comte que, en 1845, declaraba
absurda la investigación del origen de las especies!». (Antonio Labriola;
Filosofía y socialismo, 1897)

En cambio, respondiendo a la creciente moda de Spencer, el pensador italiano


replicaba sobre este en un tono aún más mordaz, declarando que, si Marx se
hubiera dejado sus quehaceres para atender las tonterías tan poco originales de
Spencer, hubiera pronunciado más o menos lo siguiente:

«He aquí el último resto ideal del deísmo inglés del siglo XVIII; he aquí el último
esfuerzo de la hipocresía inglesa para combatir la filosofía de Hobbes y Spinoza;
he aquí la última proyección de lo trascendente sobre el dominio de la ciencia
positiva. (…) He aquí la última tentativa de la inteligencia burguesa para
salvar, con la libre investigación y la libre concurrencia en el más acá, un
enigmático rastro de fe para el más allá; sólo el triunfo del proletariado puede
asegurar al espíritu científico las amplias y perfectas condiciones de su propia
existencia, porque no es más que en la transparencia de la acción que la
inteligencia puede ser perfectamente transparente. He aquí lo que escribiría
Marx, es decir, lo que hubiera podido escribir; pero debía ocuparse de la
Internacional, lo que Spencer no tuvo tiempo de darse cuenta». (Antonio
Labriola; Filosofía y socialismo, 1897)

Las nociones y métodos de la historiografía positivista

Aun hoy merece la pena repasar el prólogo de una de las obras del famoso erudito
alemán Leopold von Ranke (1795-1886), ya que si bien se le suele identificar con
la corriente historicista estuvo muy influenciado por el positivismo. Basta con
observar una brizna de las explicaciones e intenciones que nos dejó, para cual es
la queja sistemática de muchos de los historiadores contemporáneos,
especialmente cuando hoy algunos de sus sucesores pretenden retrotraernos
hacia estos caminos rankeanos:

«Se ha dicho que la historia tiene por misión enjuiciar el pasado e instruir el
presente en beneficio del futuro. Misión ambiciosa, en verdad, que este ensayo
nuestro no se arroga. (…) Nuestra pretensión es más modesta: tratamos,
simplemente, de exponer cómo ocurrieron, en realidad, las cosas». (Leopold von
Ranke; Historia de los Pueblos Latinos y Germánicos. De 1494 a 1535, 1824)

En este prólogo de 1826 nos dejó muy claro que su pretensión no era «enjuiciar
el pasado e instruir el presente en beneficio del futuro», sino «exponer cómo
ocurrieron, en realidad, las cosas». Esto último ha sido motivo de mofa, y con
razón, puesto que: a) la «historia» jamás va a poseer el cuerpo del historiador y
mover su mano para hacer su trabajo; b) y tampoco ocurrirá que los hechos vayan
a desfilar delante del investigador para colocarse de forma ordenada y darle la
explicación última de las causas, ya que, de otro modo, esto sería tan fácil que no
se requeriría ninguna habilidad especial para ser historiador.

Esto no es ninguna exageración. Vale la pena rescatar la impresión que dejó esta
cosmovisión en alumnos como Pierre Vilar, quien recibió clases de historia entre
1925 y 1929 en la famosa y prestigiosa Universidad de Sorbona de París. En su
obra «Pensar históricamente: reflexiones y recuerdos» (1997), el hispanista
francés reconoció que: «Más de una vez, hacia las dos de la tarde, me dormí
durante alguna clase aburrida». También confesó que sus maestros positivistas,
como Charles Seignobos, consiguieron irritarle con comentarios como el que
sigue: «Jóvenes estudiantes cuando elijan un tema de investigación, no elijan
nunca un tema que les interese, porque si les interesa es que ya tienen una idea
preconcebida y, si es así, no serán historiadores positivos».

El objetivo y obsesión del positivismo ha sido siempre, en palabras de Ranke,


analizar las «memorias, diarios, cartas, memoriales de embajadores y relatos
directos de testigos presenciales de los hechos historiados». A esto súmese que
sólo aceptaba «otra clase de escritos en los casos en que estos aparecían basados
directamente en aquellos testimonios o acreditaban, en una medida más o menos
grande, un conocimiento original de los mismos», es decir, en verdad estas
fuentes extra de información solo se aceptaban para corroborar y reforzar lo que
ya habían hecho las primeras. ¿Entiende el lector que implicaciones ha tenido el
aceptar esto? En primer lugar, esto es como dar a entender que lo que no ha
quedado registrado oficialmente nunca ha sucedido realmente −algo que los
positivistas más extremistas han aceptado como un artículo de fe−. En segundo
lugar, alguien no familiarizado con la diplomática, paleografía o numismática no
sería un testigo del todo válido cuando se atreva a contradecir −por las razones
que sea− las lagunas que se atisban en la versión oficial. Y así podríamos seguir.

Por mucho que algunos matizaran estos postulados, la noción rankeana de cómo
abordar el pasado tuvo una influencia innegable en las siguientes generaciones
de historiadores. Sin ir más lejos, esto se refleja en los trabajos y metodologías de
dos de los más famosos e influyentes historiadores franceses como fueron
Charles-Victor Langlois (1863-1929) y Charles Seignobos (1854-1942). Estos,
dejaron muy claro sus posturas en obras como «Introducción a los estudios
históricos» (1898) o «El método histórico aplicado a las ciencias sociales» (1901),
donde, por ejemplo, declararon abiertamente que: «La historia se hace con
documentos»; se «toma por punto de partida el documento observado
directamente, y desde ahí se remonta, por una serie de razonamientos
complicados, hasta el hecho pasado que se trata de conocer». Ante lo cual se
concluía, para asombro de muchos: «Los documentos son irreemplazables; sin
ellos, no hay historia».
Antes que nada, habría que aclarar qué se entiende aquí por «documento». En
este caso, ambos historiadores aclararon que: «Cabe distinguir dos tipos de
documentos», el que «ha dejado una huella material» −como los «monumentos»
o cualquier otro tipo de «objeto»−; y «la huella de orden psicológico» −una
«descripción, un relato por escrito»−. Y apuntillaron: «La inmensa mayoría de
los documentos que sirven al historiador como punto de partida para sus
razonamientos no son, en resumen, sino huellas de procesos mentales», es decir,
las fuentes escritas eran su predilección para el estudio. Esto no es siempre así,
ni de lejos. Imaginemos ahora en qué posición quedaría la labor de muchos
profesionales si se llegase a aplicar a rajatabla este precepto. Por ejemplo,
sabemos que los jeroglíficos egipcios fueron un tipo de escritura antigua que se
plasmó en diferentes tipos de soportes −piedra, madera o papiro−, ¿a qué se
tendrían que haber dedicado los egiptólogos al no disponer de documentos
escritos, o en su defecto no poder descifrarlos −como ocurrió durante mucho
tiempo con los jeroglíficos hasta el descubrimiento de la Piedra de Rosetta−?
Hubieran quedado ociosos mano sobre mano. Tomemos la arqueología o la
epigrafía, de las cuales los propios Langlois y Seignobos se hicieron eco por su
gran importancia, ¿acaso no han desmentido los «relatos históricos» escritos de
los poemas, libros sagrados y demás?

Un ejemplo de esto lo tenemos en la coexistencia entre los neandertales y los


homo sapiens. Durante mucho tiempo se pensó que los neandertales se
extinguieron hace unos 40.000 años, poco después de que el homo sapiens
llegara al continente europeo. Según esta teoría el proceso de hominización
habría seguido una cronología en donde se daba a entender que la aparición de
una especie era correlativa a la extinción de la anterior. Los estudios
arqueológicos, no obstante, han demostrado que sapiens y neandertales no solo
coincidieron en el tiempo y en el espacio, si no que se mezclaron y convivieron.
Esta nueva información nos permite entender que el proceso de hominización no
fue simultaneo en todo el planeta, sino que su desarrollo y expansión dependerá
siempre de la zona analizada.

En ese afán rankeano de tomar a la oficialidad siempre como sinónimo de mayor


verosimilitud, Langlois y Seignobos reflejaban ese rechazo hacia el testimonio
oral, ya que: «Por su propia naturaleza, la tradición oral es una continua
modificación, razón por la cual en las ciencias constituidas únicamente se
considera aceptable la comunicación escrita». ¿Pero acaso nos parecen hoy que
las crónicas medievales sobre sobre las batallas con dragones, ángeles y milagros
son más fidedignas? ¿No es cierto que muchas de las fuentes escritas, antiguas o
modernas, han sido también reformuladas y matizadas? ¿No es este formato
también susceptible de ser manipulado en el momento de su creación o a lo largo
del tiempo? Como observamos, estos argumentos no resistían el menor análisis
en frío. La cuestión pertinente no es si la fuente es oral o escrita, sino la forma en
que se coteja y se compara con otras fuentes que corroboran o desmienten lo
afirmado.
Ahora, esto no debe llevarnos a equívocos. La crítica a esta noción tan sumamente
cándida, herencia del positivismo, no implica −faltaría más−, despreciar el
trabajo de búsqueda y verificación llevado a cabo por estos historiadores −labor
que por otra parte no era nueva, ya que fue adelantada, por ejemplo, por los
autores renacentistas y otros tantos predecesores−. Tampoco se trata de justificar
el desinterés o banalización de las fuentes que han llevado a cabo otras corrientes
posteriores, las cuales han acabado considerando a todo tipo de huellas y
registros del paso del ser humano −cartas, decretos, novelas, manuales, catastros,
bautismos, censos, vasijas, pulseras, arquitecturas, esculturas o pinturas− como
«ficciones», es decir, como simples objetos que son creados para poder emitir lo
que «el sujeto deseaba plasmar de cara al exterior en ese momento».

En todo caso, visto lo visto, ¿se entiende por qué hubo tanta animadversión por
parte de los marxistas hacia los positivistas? Es más, ¿qué ha predominado
precisamente en las «prestigiosas universidades» con sus «reputados
especialistas»? Pues, aunque hoy algunos traten de ocultarlo, durante largo
tiempo asistimos a un claro dominio, pugna o síntesis entre el positivismo y el
historicismo −entre otras tantas escuelas, claro está−. ¿Y en qué coincidían grosso
modo estas dos tendencias, aparentemente contrapuestas?:

«Esas influencias teóricas eran a) el objetivismo y la aparente ingenuidad


epistemológica de Ranke −«las cosas tal como sucedieron»− que enlaza con el
Positivismo comtiano, b) el legado historicista que prima la fugacidad e
irrepetibilidad del objeto histórico, el estudio de los personajes y las élites
gobernantes, y c) el Nacionalismo que se sirve de la teoría del «Volkgeist» de
Herder, según la cual el espíritu distintivo de cada pueblo impregna todas sus
manifestaciones culturales y su evolución política. Una conjunción pues del
Historicismo clásico alemán, encarnado por Ranke, el Idealismo hegeliano y el
Positivismo comtiano». (Fernando Sánchez Marcos; Tendencias
historiográficas actuales, 2009)

En resumidas cuentas, un discurso nacionalista-místico, de carácter conservador


y muy rígido tanto en sus metodologías como en sus pretensiones. El propio
Pierre Vilar, como historiador, explicó muy correctamente la diferencia básica
entre el marxismo y el positivismo:

«El objetivo de la historia no es «hacer revivir el pasado», sino comprenderlo.


Para esto hay que desconfiar de los documentos brutos, de las supuestas
experiencias vividas, de los juicios probables y relativos. Para hacer un trabajo
de historiador no basta con hacer revivir una realidad política, sino que debe
someterse un momento y una sociedad a un análisis de tipo científico. (…) El
sentido esencial de la investigación causal del historiador consiste en dibujar los
grandes rasgos del relieve histórico, gracias a los cuales la incertidumbre
aparente de los acontecimientos particulares se desvanece ante la información
global de la que carecían sus contemporáneos, y que nosotros podemos tener.
(…) Para unos [Raymond Aron], la historia-conocimiento es la explicación del
hecho por el hecho; para otros, es la explicación del mayor número posible de
hechos a través del estudio del juego recíproco de las relaciones entre los hechos
de todo tipo». (Pierre Vilar; Iniciación al vocabulario del análisis histórico,
1980)

Ergo, ¿qué prima entonces hoy a causa de los defectos inducidos por el progresivo
y hegemónico aburguesamiento de los historiadores? Aún hoy los textos oficiales
reducen la historia a una descripción de fenómenos de un modo enciclopédico,
con sucesos importantes y decorados, cual cronista medieval; es decir, sin
criticismo alguno, dando indirectamente la razón a la interpretación tradicional,
aquella que exalta figuras icónicas y exagera su papel, lo que tampoco ayuda a
considerar la historia como una ciencia social que pueda ser tomada en serio. Es
bien sabido que todo esto es contrario al rigor científico, pues la mera
acumulación y enunciación de datos sin procesar −previa aceptación de un relato
hegemónico preexistente−, sin llegar jamás a unas conclusiones propias
argumentadas, solo contribuye a la formación de dogmas, a la esterilización del
conocimiento, como bien hemos apuntado otras veces.

Llegados a este punto nos parece necesario recordar unas palabras de otro
documento nuestro que vienen como anillo al dedo:

«Ha de saberse que, al echar la vista atrás hacia la evaluación de las figuras
revolucionarias de siglos anteriores, existe un peligro de perder la noción de la
realidad histórico-presente. Claro que existieron figuras que luchaban contra
una reacción en una lucha justa y del todo progresista por aquel entonces, pero
quizás hoy muchos de los planteamientos de base de esos mismos
revolucionarios progresistas se convierten, al ser actualizados al contexto
presente, en postulados ideológicamente retrógrados, que bien pueden pasar a
ser la bandera de la reacción y la contrarrevolución. Pasar por alto esto es una
fosilización metafísica del tiempo y sus protagonistas. Algo apto para
charlatanes y adoradores de mitos, como Vaquero o Armesilla, pero no para
quien aspira a extirpar el cáncer del nacionalismo en el movimiento proletario.
Téngase en cuenta que, cuanto más nos retrotraigamos en el pasado, más
posibilidades habrá de que esas figuras hayan «envejecido» mal. De ahí la
absurdez de querer ver referentes hasta en el Pleistoceno». (Equipo de Bitácora
(M-L); Epítome histórico sobre la cuestión nacional en España y sus
consecuencias en el movimiento obrero, 2020)

Propagar estas ideas hacia el gran público supone propiciar la caída del sujeto
iletrado en un marasmo de confusión aún mayor que pasa por aceptar el hipócrita
discurso sobre que hay que contar la historia de «forma neutra», sin posicionarse
en lo que se expone, sin tratar de desbrozar las leyes sociales históricas que
subyacen en cada episodio importante. Todo esto ya fue criticado en su día por
Plejánov, quien argumentaba de la siguiente manera:
«Veraz es la descripción histórica que presenta fielmente las relaciones sociales
que existieron en la época que está describiendo. Allí donde al historiador le toca
exponer la lucha de las fuerzas sociales opuestas, ineluctablemente habrá de
simpatizar con ésta o con la otra fuerza, si es que no se haya vuelto un pedante
frío. En este aspecto, será subjetivo, independientemente de su simpatía por la
mayoría o por la minoría. Pero el subjetivismo de este género no le impedirá ser
un historiador completamente objetivo, únicamente si no empieza a desfigurar
las relaciones económicas reales, de cuyo suelo brotaron las fuerzas sociales
contendientes. En cambio, el partidario del método «subjetivo» echa en el olvido
estas relaciones reales, motivo por el cual no puede ofrecer nada fuera de su
preciosísima simpatía o su tremenda antipatía, y por esta razón arma un gran
ruido, reprochando a sus adversarios por ultrajar la moral toda vez que le dicen
que esto está mal». (Gueorgui Plejánov; La concepción monista de la historia,
1895)

En realidad, aunque la historiografía burguesa se vista de «objetiva», la mayoría


de sus corrientes sí toman partido y justifican la historia de su clase. De hecho,
tuercen los sucesos y presentan una información sesgada, simpatizan con las
«grandes figuras» que «hacen la historia de la nación» y rinden pleitesía a los
historiadores clásicos, hasta el punto de no atreverse a contradecir los mayores
atentados contra la lógica. Este método del «objetivismo» es solo una forma de
tantas que ayuda a que nada cambie en el campo histórico; una forma de
actuación velada para que los relatos idealistas y los razonamientos metafísicos
sigan teniendo validez pese a su enorme déficit en cuanto a credibilidad. En
especial, todo nacionalista −se vista de azul o de rojo− realiza por lo general el
mismo trabajo y, como fieles guardianes del orden existente, repiten como
papagayos todos los mitos que en su día construyó su burguesía nacional. Véase
el capítulo: «¿Qué pretenden los nacionalistas al reivindicar o manipular ciertos
personajes históricos?» (2021).

En lo relativo a los autores positivistas existe una paradoja que merece ser
comentada. Aunque empezaron siendo muy optimistas porque «los documentos
de otras épocas» se hallaban ya «hoy reunidos y conservados, en principio, en
organismos» como «museos» y «bibliotecas» con «inventarios» mucho más
rigurosos y actualizados; y pese a su obcecación en la «búsqueda y crítica de
fuentes fiables», cuando se dieron cuenta de que la versión rankiana era, ingenua,
y sobre todo muy problemática en la práctica, muchos acabaron experimentando
sentimientos inesperados: esto es, hubo en ellos una mezcla desilusión y
desmoralización. ¿Y qué caminos tomaron? Algunos, como Charles Seignobos,
acabaron en un escepticismo tan absurdo como peligroso. Para 1901 este autor ya
se atrevía a lanzar epítetos como el que sigue: «En ciencia social se trabaja, no
con cosas verdaderas, sino con las representaciones que de ellas nos formamos»,
donde, presuntamente, «hay que imaginarse los hombres, las cosas, los actos, los
motivos que se estudian». ¿Les suena? Por si esto fuera poco, en un alegato que
bien podría firmar años después un convencionalista o posmoderno, se añadió:
«Toda construcción histórica o social es forzosamente obra imaginativa, puesto
que la observación no nos proporciona jamás el conocimiento directo más que de
individuos o de condiciones materiales». También en su discurso polémico contra
Simiand titulado «Las condiciones prácticas de la búsqueda de las causas en el
trabajo histórico» (1907), el señor Seignobos no solo ponderó una vez más que la
sociología era la única que debía guiar la historia −a la cual, prácticamente
liquidaba−, sino que además declaró que esta última: «No puede descubrir una
ley válida de sucesión de los fenómenos»; mientras también afirmó que para
«saber la causa próxima de los hechos» el «sentido común» nos conduce a
atribuir «los actos o bien a motivos, que son fenómenos psicológicos
necesariamente conscientes, o bien a impulsos, que son fenómenos
inconscientes». Así, pues, la impotencia del positivismo, derivado de su fuerte
idealismo filosófico, terminó cavando su propia tumba.

En la actualidad, algunos historiadores contemporáneos, como Carlos Barrios y


su estudio «Oficio de historiador, ¿positivismo o nuevo paradigma» (2014), han
registrado que todas estas formas de proceder han ido resurgiendo hoy día con
una fuerza inusitada, especialmente entre aquellos que han abandonado los
postulados marxistas y de la Escuela de los Annales para abrazar lo peor del
positivismo y el posmodernismo. Sin embargo, resulta curioso que este criticismo
del señor Barrios se conjugue después con un lamento sobre el hecho de que los
historiadores «no quieran saber nada» de los «aportes» de Popper, Lakatos y
Kuhn. Esto ya indica el nivel de coherencia de este tipo de especialistas.

En realidad, el eclecticismo y la falta de miras de todos los historiadores


contemporáneos se refleja en soporíferos comunicados conjuntos como el
«Manifiesto de historia a debate» (2001). Este documento fue firmado por Carlos
Barrios junto a historiadores mexicanos, estadounidenses, venezolanos,
franceses y un largo etcétera. El mismo fue elaborado por varios autores durante
«ocho años de contactos, reflexiones y debates, a través de congresos, encuestas
y últimamente Internet», en donde estos esgrimieron párrafos tan confusos como
el que sigue:

«El reciente retorno de la historia del siglo XIX hace útil y conveniente
rememorar la crítica de que fue objeto por parte de Annales, el marxismo y el
neopositivismo, aunque justo es reconocer también que dicho «gran retorno»
pone en evidencia el fracaso parcial de la revolución historiográfica del siglo XX
que dichas tendencias protagonizaron». (Manifiesto de historia a debate, 2001)

Visto lo visto en capítulos anteriores, no hace falta detenernos ahora sobre cuáles
son esas «críticas» de estas corrientes que señalan las «limitaciones» del
marxismo. En cualquier caso, ¿todo este mar de confusión puede extrañarnos?
En absoluto. No son pocos los pensadores e investigadores que, por haber
adoptado metodologías pseudocientíficas, quedan atrapados en toda una serie de
incoherencias creadas por ellos mismos de las cuales no pueden salir sin hacer el
ridículo. Esta es una de las razones por la que muchos de los historiadores
terminan renunciando a considerar la historia como una ciencia social, y no pocos
de ellos acaban mirándola como una simple literatura, como «narrativa
histórica» mezclada con anécdotas y todo tipo de erudición más o menos
«deslumbrante». Esto conlleva que, una vez derrotados, decepcionados y
confusos, estos historiadores empiezan a ser seducidos por los cantos de sirena
de todo tipo de teorías estrafalarias que no solucionan sus dudas, sino que las
eliminan de un plumazo sin resolver nada de valor. Hablamos de todas aquellas
corrientes agnósticas y relativistas del siglo XX, desde el convencionalismo al
Círculo de Viena, pasando por la Escuela de Frankfurt, hasta acabar en el temido
posmodernismo. Estas son las mismas escuelas y tendencias que concluyeron
patéticamente que «todos los problemas de la historia derivan de una mala
comprensión del lenguaje», son los mismos autores que vinieron a proclamar que
en historia «no existen hechos objetivos verificables», que nuestras andanzas son
poco menos que una serie de episodios de ciencia ficción a los que cada cual les
puede añadir libremente sus notas para enriquecer este «relato de la mentira».
Su rezo dice así «Si nadie está en posesión de la verdad sobre nada, ¿qué más da?
¡Aporta tu opinión y simplemente diviértete!». Véase el capítulo: «Instituciones,
ciencia y posmodernismo» (2021).

El lema «orden y progreso» como eje para la política positivista

En cuanto a su idea política de «orden» y «progresión», Saint-Simon dejó patente


en «Cartas de un habitante de Ginebra a sus contemporáneos» (1803) su
empecinamiento con que: «El éxito depende de la acción más o menos viva que
las personas con gran influencia sobre la humanidad se proponen ejercer», de ahí
se entiende su férreo apoyo y exaltación de la figura imperial de Napoleón
Bonaparte. El «sabio» también instó a los gobiernos de Italia, Inglaterra y
Alemania a «tomar a tiempo preocupaciones» a través del «proyecto que yo
propongo» que «les evitará» de la «anarquía» y «flagelos» por los que
recientemente pasó Francia con la experiencia revolucionaria. ¿Cuál era su
objetivo final a la hora de restructurar la sociedad?: «El poder espiritual en manos
de los sabios; el poder temporal, en manos de los propietarios; el poder de
nombrar a los llamados a desempeñar las funciones de los grandes jefes de la
humanidad en manos de todo el mundo».

Pero ojo, aún no hemos visto lo peor. Al igual que los hombres que le precedieron,
el señor Comte era tendiente a coquetear con los «dos extremos» de la sociedad,
e imitando a los utópicos franceses, como Fourier o Saint-Simon, intentaba
ganarse a todos: los monárquicos o a los republicanos, a los místicos o a los
científicos, a los «burócratas» o a los «hombres de acción»:

«Los utopistas se figuraban ser hombres extraordinariamente prácticos.


Odiaban a los «doctrinarios», y a todos sus principios más resonantes,
sacrificaban, sin reflexionar, en holocausto de sus «ideas fijas». (…) Estaban
dispuestos a marchar, tanto con liberales, como con conservadores, tanto con
monárquicos, como con republicanos con tal de ver realizados sus «planes
prácticos» y, según se les parecía, extraordinariamente viables. (…) Fue Fourier
el más particularmente notable a este respecto. (…) Se esforzaba por utilizar
para la causa a cuanto ruin encontraba por el camino. Ya seducía a los usureros
con la perspectiva de los inmensos intereses que sus capitales habrían de
reportarles en la sociedad futura; ya apelaba a los aficionados de melones y
alcachofas, tentándoles con los formidables melones y alcachofas del futuro; ya
aseveraba a Luis Felipe que las princesas de la Casa Orleans, a las que
actualmente menosprecian los príncipes de sangre, no podrán dar abasto a los
pretendientes que tendrían bajo el nuevo régimen social». (Gueorgui Plejánov;
La concepción monista de la historia, 1895)

En el caso de Comte, este intentó atraer a su proyecto a todo tipo de personajes:


desde a Blanqui o Proudhon hasta pasando por el conde de Chambord. Pero esta
farsa nunca puede durar mucho, puesto que en la lucha de clases no se puede
apostar al rojo y al negro. En 1844, el señor Comte confesaba que para su «nueva
filosofía, el orden constituye siempre la condición fundamental del progreso»,
¿cómo se traducía eso en política? En que el jefe del positivismo otorgase en 1852
públicamente un apoyo al golpe bonapartista de Napoleón III del año anterior.
Esto le valió la deserción de varios discípulos como Charles Robin y Émile Littré
que denunciaron un giro conservador que quedaría patente en la obra de Comte
«Apelación a los conservadores» (1855). Así pues, el positivismo no tenía reparos
en reconocer que en lo relativo a sus ideas de «revolución» y «regeneración
social», estas, aplicadas a las condiciones de Francia, significaban nada más y
nada menos que una dictadura burguesa con mano de hierro, aunque, eso sí, ¡con
Comte y los suyos en puestos de privilegio!:

«Nuestra última crisis, así me parece, ha hecho pasar irrevocablemente la


república francesa de la fase parlamentaria, que no podía convenir sino a una
revolución negativa, a la fase dictatorial, la única adaptada a la revolución
positiva, de donde resultará la terminación gradual de la enfermedad
occidental, de acuerdo con una conciliación decisiva entre el orden y el
progreso». (Auguste Comte; Prefacio a la obra «Sistema de política positiva»,
1852)

Como pudimos comprobar más atrás, a Marx no le caía en especial gracia la figura
de Comte. De hecho, el comtismo era visto en sus inicios como una nueva secta
derivada del saint-simonismo, es decir, como un remanente del socialismo
utópico que aún coleaba entre la población, solo que en este caso en una versión
mucho más degradada y demagógica. En 1871 Marx reflexionaba sobre por qué la
I Internacional no había de ser indulgente con este tipo de corrientes populistas,
las cuales a ratos se presentaban con toques «socializantes», mientras que otras
veces eran estos mismos jefes sectarios de otras regiones o países quienes
luchaban contra tales propuestas −un confusionismo ideológico, que bien se
podría comparar a las diferentes secciones que en su día pugnaron por
hegemonizar el peronismo−:

«Si los trabajadores han superado la era del socialismo sectario, no debe ser
olvidado que nunca han estado dirigidos por los títeres del comtismo. Esta secta
nunca se ha permitido en la internacional sino tan solo media docena de
hombres, y cuyo programa fue rechazado por el consejo general. Comte es
conocido entre los trabajadores parisinos como el profeta del imperialismo en
la política −de la dictadura personal−, del dominio capitalista en la economía
política, de la jerarquía en todos los campos de la acción humana, incluso en el
campo de la ciencia, y como el autor de un nuevo catecismo con un papa nuevo
y santos nuevos reemplazando a los viejos. Si sus seguidores en Inglaterra
tienen un papel más popular que los de Francia, no es por predicar sus doctrinas
sectarias, sino por su valor personal, y por la aceptación por su parte de las
formas de lucha de clases obrera creada sin ellos, como por ejemplo los
sindicatos y huelgas en Inglaterra que por cierto son denunciadas como herejía
por sus correligionarios en París». (Karl Marx; Borradores para la obra «La
guerra civil en Francia», 1871)

Podríamos seguir hasta mañana respecto a las «grandes labores» del positivismo
y otros simpatizantes en pro del «progreso». Mismamente, el sociólogo francés
René Worms, uno de los discípulos de Helbert Spencer, llegó a celebrar en clave
malthusiana las guerras porque limpiaban las «enfermedades sociales»:

«A menudo, después de batallas que le costaron al país mucha gente y riqueza,


el número de nacimientos aumenta considerablemente y la producción agrícola
e industrial asume grandes proporciones para compensar las pérdidas
recientes». (René Worms; Organismo y sociedad, 1896)

En España, los historiadores están de acuerdo en que, como todo en el país ibérico
en ese siglo, el positivismo parecía llegar con «décadas de retraso» respecto al
resto de Europa. Finalmente, este no solo logró introducirse en las esferas de
pensamiento, sino que llegó incluso convencer a sus más enconados detractores,
como los krausistas −véase la reconversión ideológica del jurista Gumersindo de
Azcárate−. Como grandes defensores de este «positivismo hispano» −mezclado,
eso sí, con el evolucionismo y el neokantismo− encontramos a todo tipo de
abogados, periodistas y políticos de importancia, incluyendo a republicanos como
el «posibilista» Emilio Castelar y el «centrista» Nicolás Salmerón. Véase la obra
de Ángel Bahamonde Magro y Jesús A. Martínez: «Historia de España siglo XIX»
(1994).
Al otro lado del Atlántico, observamos que el triunfo también fue sonoro. Como
anécdota, podemos anotar mismamente que el famoso eslogan de la bandera de
Brasil «Orden y progreso» −hoy aún vigente− proviene de la influencia de Comte
en el país latinoamericano. Y, como acabamos de comprobar, este lema resume
muy bien el espíritu burgués de aquella época. Este fue introducido a instancias
del filósofo Raimundo Teixeira Mendes y el militar Benjamín Constant en 1889,
ambos positivistas.

En Alemania, la influencia del positivismo se puede notar en parte de los


«socialistas de cátedra», es decir, aquellos pensadores y reformadores sociales
que rechazaban el «liberalismo», pero también el «socialismo revolucionario» de
Marx y Engels. Estos eran conocidos por sus vicisitudes y planes de control social,
como fue el caso del sociólogo Albert Scháffle (1831-1903):

«Su polémica con los marxistas surgió a raíz de que en un libro suyo, titulado
«Estructura y vida del cuerpo social» (1875-8), que se puede situar en la línea
de un positivismo evolucionista, deducía la posibilidad teórica del socialismo del
carácter orgánico del cuerpo social. Esto le llevó a defender desde un punto de
vista teórico posiciones cercanas al socialismo, que combinaba con un violento
rechazo de los objetivos políticos [marxistas], debido a su carácter destructivo».
(Montserrat Galceran Huguet; La invención del marxismo; Estudio sobre la
formación del marxismo en la socialdemocracia alemana de finales del siglo
XIX, 1997)

Esta versión «light» y reformista, de índole «ético» y en muchas ocasiones


«neokantiano», sería el germen de lo que hoy se conoce como
«socialdemocracia» −no confundir el significado presente con el de aquel
entonces, el cual estaba relacionado, sobre todo en Alemania, con el movimiento
revolucionario, de tipo marxista−. Después tenemos al propio economista alemán
Adolph Wagner (1835-1917), a quien Karl Marx le dedicó una polémica en «Notas
marginales al «Tratado de economía política» de Wagner» (1881). Este también
mantuvo vínculos con Bismarck, sus ideólogos y sus patéticos intentos de
establecer conjuntamente un «socialismo de Estado» con el cual embaucar a los
trabajadores con esa especie de bonapartismo a la prusiana. Estas nociones
también fueron duramente criticadas por Engels en su obra «El socialismo del
señor Bismarck» (1880), y su esencia puede resumirse tal que así:

«Según [Adolph Wagner], «socialismo de Estado era el sinónimo de una política


estatal positiva, consciente de su objetivo, que ejerciera una función reguladora
sobre la vida económica. Se trata de una política que impulse la realización del
socialismo en la medida en que es conveniente y posible por medio del Estado
existente, es decir, por medio de la legislación, la administración, las finanzas y
una específica política de impuestos. (…) Muy amigo de Th. Lohmann, que fue
ministro prusiano de comercio en los años 70, se le considera uno de los
inspiradores de la política social de Bismarck que, sin citarlo, se hizo eco de sus
expectativas en el Estado, tal como las había expuesto en su famoso «Discurso
sobre la cuestión social», pronunciado en Berlin en 1871. (…) La base de una
política reformista en un proyecto que, siendo político, intenta manifestarse
como estrictamente teórico −«neutral»−, no dudando en colaborar con unos y
con otros, mayormente con los organismos estatales, pero también en ocasiones
con el movimiento obrero». (Montserrat Galceran Huguet; La invención del
marxismo; Estudio sobre la formación del marxismo en la socialdemocracia
alemana de finales del siglo XIX, 1997)

Esto demostraba, por mucho que se empeñe la propia Montserrat en lo contrario,


que el positivismo y sus variantes, fuese en su versión más «izquierdista» o
«derechista», siempre estuvo en liza permanente con los representantes del
marxismo, como no podía ser de otra forma.

Ciencia y religión, ¿conjugables?

Había otro punto cardinal donde el pensamiento positivista chocaba


frontalmente con la mentalidad científica:

«La ciencia y la teología no están, en primer término, en abierta oposición,


puesto que no se proponen los mismos problemas». (Auguste Comte; Discurso
sobre el método positivo, 1844)

Aunque bien es cierto que el mismo Comte planteó que las ciencias deben ser
libres de cualquier influjo religioso −«fetichista», «politeísta» o «monoteísta»−,
él hizo una concesión de suma importancia cuando consideró que la ciencia −que
por supuesto él identifica con el positivismo− no era ni es antagónica a la religión,
porque no se ocupa de los mismos campos. Herbert Spencer tampoco difería
mucho de lo que su maestro manifestaba sobre este tema:

«Si el conocimiento no puede monopolizar nuestra facultad de pensar, si ésta


puede siempre dirigir su atención hacia lo que excede los límites del
conocimiento, habrá siempre pensamientos religiosos, puesto que la religión,
bajo todas sus formas, se distingue de las demás creencias en que sus objetos
están fuera de la esfera del conocimiento. (…) Es verosímil que creencias
cualesquiera, extendidas ampliamente, tengan un fundamento; y esa
verosimilitud es muy grande para creencias universales, como las religiosas.
(…) Comprender cómo una y otra expresan los lados opuestos del mismo hecho,
la Ciencia el lado próximo o visible, la Religión el lado lejano o invisible».
(Herbert Spencer; Primeros principios, 1862)

No es de extrañar que sus discípulos, como el señor Spencer, que tampoco


superaron esa «adoración a lo misterioso» a lo «desconocido», acabasen
exactamente en las mismas posiciones que pensadores tan irracionales y místicos
como Eduard von Hartmann:

«¿Cómo hace usted, von Hartmann, para frecuentar desde hace tantos años en
lo Inconsciente, que ve obrar de una manera tan consciente, y usted, Spencer,
para manejar constantemente el conocimiento de lo Incognoscible, que en el
fondo conoce usted de alguna manera, ya que hace de él el límite de lo
cognoscible? En el fondo de toda la fraseología de Spencer se esconde el dios del
catecismo; hay, en una palabra, el residuo de una hiperfilosofía que se parece,
como la religión, al culto de ese desconocido que se afirma al mismo tiempo
desconocer afirmando que se lo conoce en cierta medida desde que se lo hace
objeto de veneración». (Antonio Labriola; Filosofía y socialismo, 1897)

No nos extenderemos demasiado en demostrar esta incompatibilidad,


simplemente señalaremos que en realidad la ciencia sí se ocupa y pugna por los
mismos campos que la religión, como también lo ha hecho la filosofía −que suele
acompañar y guiar a las ciencias−. Si no fuera así, evidentemente no habría
habido clérigos científicos −Copérnico− ni filósofos −Tomas de Aquino−. De
hecho, la práctica totalidad de los hombres de los tiempos en que detona la
revolución científica eran religiosos o creyentes en algún sentido, y en territorios
donde la separación entre Estado e Iglesia era menor, se hacía notar mucho más.

El problema aquí es que Comte consideraba que la ciencia arranca con el estudio
de las matemáticas, pero se olvidaba, que, en palabras suyas, la observación es la
base de la ciencia, así como la experimentación. Y es obvio que los hombres de fe
han estado más o menos cerca de estas observaciones, experimentaciones y
conclusiones de las ciencias como la física, por mucho que a veces sus jefes de la
Iglesia hayan intentado retrasar la aceptación de ideas que rompían los moldes
de la época −como ocurrió con la teoría sobre el universo de Giordano Bruno, la
teoría heliocéntrica de Galileo o la teoría de la evolución de Darwin−. Por contra,
hasta tal punto los fervorosos creyentes han estado atentos a la filosofía
secularizada, que hemos tenido hasta cristianos que siguieron la moda
«existencialista», como Gabriel Marcel o Jacques Maritain. El afirmar que
religión y ciencia no se encargan de temas análogos, es una forma indirecta de
contribuir a la supervivencia de esos «métodos metafísicos» que el pensamiento
religioso predica. Comte, pues, intentaba dar la impresión de que no chocan
porque cada uno tiene su nicho, pero realmente nunca ha sido así, tanto la ciencia
como la religión abordan el mundo, el hombre, la sociedad, la moral, la psicología
y demás, por lo tanto, sí tocan los mismos «campos», solo que con metodologías
y conclusiones diametralmente opuestas. Tiempo después, sus sucesores, los
«empiriocriticistas», como el físico Mach, reproducirían esta gravísima
equivocación:

«El curtidor J. Dietzgen veía en la teoría científica, es decir, materialista del


conocimiento «un arma universal contra la fe religiosa». (…) ¡Pero para el
profesor titular Ernst Mach, «desde el punto de vista científico no tiene sentido»
la distinción entre la teoría materialista del conocimiento y la teoría subjetivo-
idealista! La ciencia no toma partido alguno en la lucha del materialismo con el
idealismo y la religión: tal es la idea preferida, no sólo de Mach, sino de todos
los profesores burgueses contemporáneos». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin;
Materialismo y empiriocriticismo, 1909)

Ferri, Loria, Justo y otros intentos de «positivizar» el marxismo

¿Hubo intentos de conjugar marxismo y positivismo? ¡Claro! Esto es algo que


ocurre con todos los movimientos y doctrinas. Especialmente los nuevos adeptos
intentaron −por desconocimiento u otras razones− arrejuntar marxismo con
positivismo, bakuninismo, darwinismo social, neokantismo, neohegelianismo, y
más tarde con el sorelismo, el fascismo y demás.

¿Hubo casos donde triunfó esa «positivización» o esa «darwinización social» del
marxismo? Sí. Por ejemplo, en Argentina, el fundador del socialismo argentino,
Juan B. Justo, reconoció no tener un nivel de conocimiento del materialismo
histórico, y además confesó ser más seguidor de las ideas de Spencer que de Marx.
Mismamente, su secretario e íntimo colaborador, José Ingenieros, también
estuvo muy influenciado por las ideas del darwinismo social, llegando a postular
no pocas teorías racistas. Roberto J. Payró, también fue un gran promotor de ese
intento llevado a cabo por Ferri o Loria, en Italia, de mezclar positivismo y
marxismo, como ahora veremos. Véase la obra: «La responsabilidad del Partido
Comunista de Argentina en el ascenso del peronismo» (2021).

He aquí un ejemplo de las ridiculeces que se escribían en sus órganos de


expresión:

«Cuando la ciencia haya trazado la ley de la evolución necesaria de las


modernas relaciones económicas y demostrado la fatalidad irrevocable de su
disolución, la reforma social se impone al interés bien entendido de las mismas
clases privilegiadas, las cuales deben ya comprender que es inútil todo esfuerzo
tendente a salvar un sistema que se derrumba, y que es más prudente anticipar
con medidas resueltas la necesaria transformación económica, atenuando al
menos los sacudimientos que produciría ésta si se hallase abandonada a sí
misma, y las tremendas desgracias que ocasionaría a las mismas clases
dominantes». (La Vanguardia, 28 de diciembre de 1895)

Estos postulados no se diferenciaban mucho del «socialismo de cátedra» en


Alemania; con la diferencia de que, si bien este se había mostrado muy hostil al
marxismo, aquí este «socialismo de cátedra» rioplatense no tenía problema en
abrazar a Marx y Engels con gusto. Esto causó la queja de algunos emigrados
alemanes, como Lallemant, algo más familiarizados con la doctrina, aunque a
diferencia de lo que ocurrió en otros países, no se logró frenar esta tendencia.
Podemos hallar casos análogos en otras partes del mundo, como en España,
donde hallamos el caso, José Verde-Montenegro, quien pese a pasar a la historia
en 1915 como uno de los pocos que se negó a defender la patética resolución del
Partido Socialista Obrero Español (PSOE) favorable al bando del imperialismo
ruso, francés y británico, por contra, también se hizo famoso por acostumbrar a
citar a Spencer, uno de los máximos defensores del individualismo.

Esta confusión −con o sin malicia− también ha de entenderse que fue facilitada
por las paupérrimas condiciones culturales que documentó el investigador Carlos
Kohn. En la propia Italia, que era el centro desde donde los «marxistas»
argentinos importaban su literatura de referencia, las obras clásicas de Marx y
Engels no eran muy conocidas. Sin ir más lejos, «El Capital» (1867), fue traducido
por primera vez en el año 1879, mientras otras, como el «Manifiesto del partido
comunista» (1848), tan solo en 1893. ¿Esto qué quiere decir? Que, exceptuando
a un puñado de personas con contactos privilegiados en el exterior y esforzados
estudiosos, como el señor Labriola, a nivel general lo normal no era tanto
desconocer la doctrina −que también− como sufrir una escasez de material
literario. Esto hizo que muchos cayeran en la tentación de aceptar como
verdadero las habladurías de terceros antes de comprobar cada cosa. Por
supuesto, la dejadez, el empecinamiento y la falta de autocrítica de los sujetos en
cuestión hizo el resto para que este estado tan lamentable se prolongase en el
tiempo. Y esto, como era de esperar, reprodujo escenas cómicas como las del
profesor de derecho, Enrico Ferri, quien en su reciente adhesión al movimiento
intentó conjugar las ideas de Marx y Spencer:

«[Ferri]. Este prestigioso dirigente del «marxismo» italiano podía declarar casi
al final del siglo, que su conversión al marxismo se produjo tras haber leído
detenidamente los escritos de Achille Loria. El significado de esta afirmación
queda claro si se recuerda que Loria sólo obtuvo un lugar en la historia del
marxismo gracias a la implacable crítica realizada por Labriola, Croce y el
mismo Engels a sus diletantes producciones. Según Ferri, el marxismo no es más
que «el hermano gemelo de la doctrina de la evolución de Spencer»: no es de
extrañar, entonces, que conciba la revolución social como «el último paso de un
desarrollo que discurre gradualmente y en ningún caso puede ser equivalente a
una «revolución tempestuosa y violenta» como tan a menudo se supone
erróneamente, pues la insurrección y la violencia no son sino «fenómenos
patológicos». (Carlos Kohn; Antonio Labriola: Orígenes de la perspectiva
teórico-metódica del marxismo en Italia, 1986)

Aun con todo, ahora veremos cómo las figuras clave del movimiento marxista de
aquel entonces se negaron a tales proyectos de sincretismo que, de tanto en tanto,
eran sugeridos por diferentes caballeros que andaban despistados o eran
francamente malintencionados. Sin ir más lejos, Antonio Labriola rechazó con
sumo desprecio las insinuaciones filosóficas «evolucionistas» de gente como
Ferri, Lange, De Bella o Turati, cuyo objetivo, como la historia demostraría a no
mucho tardar, era introducir el famoso gradualismo reformista en la política:

«Nosotros conocemos muchos bravos representantes de este deporte,


adoradores de la Madona Evolución, que se refugian, como de la peste, de la
palabra revolución». (Antonio Labriola; Al filo de la navaja, 1894)

Hasta el mismísimo Karl Kautsky, considerado hoy por muchos como el


exponente máximo de ese «positivismo marxista» que se fue fraguando poco a
poco en la II Internacional, comentó lo siguiente en las páginas de «Die Neue
Zeit» de febrero de ese año 1895: «El escrito de Ferri es ciertamente algo más que
una manifestación aislada», era producto de un «eclecticismo» típico de aquellos
«intelectuales burgueses que en modo alguno querían desprenderse
completamente de la cáscara de la ciencia burguesa», pero que «no ha podido
superar en todas partes con tanta rapidez las viejas formas de pensamiento».
Consideraba que esto era algo que a veces ocurre cuando: «Las ideas nuevas que
corresponden a la nueva praxis se injertan a las viejas formas de pensamiento y
así se forma el eclecticismo, que solo poco a poco cede a una visión homogénea».

¿Y qué hay de su mentor, Engels? Sus comentarios tampoco pudieron ser más
explícitos:

«Los italianos empiezan a llenarme de pavor. Ayer ese charlatán Enrico Ferri
me envió todos sus escritos recientes junto con una carta demasiado cordial que
sólo sirvió para que me sintiera menos cordial que nunca con él. ¡Y, sin embargo,
se espera que uno envíe al tipo una respuesta cortés! Su libro sobre Darwin-
Spencer-Marx es una mezcolanza atroz de basura insípida». (Friedrich Engels;
Carta a Filippo Turati, 28 de junio de 1895)

Engels ya en su «Carta a Friedrich Adolph Sorge» (23 de febrero de 1894) había


detectado, por este tipo de personajes, que el Partido Socialista Italiano, con
apenas dos años de edad, era: «Todavía muy débil y muy confuso, aun cuando
hay en él marxistas realmente muy activos». También existen infinidad de cartas
de 1894-95 donde calificó al sociólogo y economista italiano, Achille Loria, como
otro «charlatán» que no solo «plagia con una insolencia increíble», sino que
escribía con una «superficialidad sin igual». Sin embargo, en su «Carta a
Friedrich Adolph Sorge» (30 de diciembre de 1893) sí consideraba a Antonio
Labriola como un «marxista estricto»; razón por la que le apoyaba en sus
polémicas contra Loria y otros. Dos años después, en su ya mencionada «Carta a
Filippo Turati» (28 de junio de 1895), volvería a darle la razón al originario de
Cassino: «Por lo que se refiere a Labriola, es posible que esté bastante justificada
la mala lengua que usted [Turati] le atribuye en un país como Italia en el que el
Partido Socialista, al igual que todos los demás partidos, sufre, como si de una
plaga de langostas se tratase, la invasión de esa «juventud burguesa desclasada»
de la que tan orgulloso estaba Bakunin». Añadía que: «Usted [Turati] está sujeto
a este entorno, como todos los demás», donde con frecuencia se desataba un
«diletantismo literario» que mezclaba churras con merinas, cayendo en el
«sensacionalismo», y lo peor de todo es que esto se permitía por un pretendido
«espíritu de camaradería» en la prensa. Dicho lo cual, esto no significa que el
propio Labriola estuviera exento de ser partícipe de varias equivocaciones, o de
recoger lo peor de los primeros pasos del movimiento marxista. Un ejemplo de
esto fue la absolutización del papel de las fuerzas productivas que llevaría a los
socialistas italianos a apoyar el colonialismo de su burguesía aún mucho antes de
la Primera Guerra Mundial (1914-1918), entre otros.

En Rusia, el hombre que lideraba el movimiento socialdemócrata, Gueorgui


Plejánov, alabó la obra crítica de su contemporáneo italiano. Con el fin de
difundirla entre los marxistas rusos, Plejánov le dedicó un escrito entero llamado
«La concepción materialista de la historia» (1895). Ya en sus primeras páginas
leemos:

«Reconocemos que cogimos el libro del profesor de la Universidad de Roma, con


no poca prevención: estábamos amedrentados por las obras de algunos
compatriotas suyos. (…) Nos embargó el deseo de hablar de él con el lector ruso.
Confiamos en que éste no se quejara de nosotros por esto. ¡Son tan raros los
libros buenos!». (Gueorgui Plejánov; La concepción materialista de la historia,
1895)

En este escrito, el cual tiene más o menos la mitad de extensión que el propio
libro de Labriola en sí, hay espacio de sobra para criticar a Comte, Spencer, Mill
y al intento de difundir el «socialismo y la ciencia positiva» de Ferri.

También hallamos que incluso un jovencísimo Lenin en el exilio siberiano se hizo


eco de todas estas polémicas con sumo interés. En una ocasión, escribió a su
hermana «Carta a A. I. Uliánova-Elizárova» (10 de diciembre de 1897): «Ahora
estoy leyendo Labriola «Ensayo sobre la concepción materialista de la historia»
(1896). Es un libro excepcionalmente sensato e interesante. Se me ocurre: ¿por
qué no lo traduces?». Ergo, si Engels, Kautsky y Labriola, en aquellos momentos
tres de las figuras más respetadas de la II Internacional, lo mismo que un por
entonces desconocido Lenin, estaban rechazando de facto esta «positivización del
marxismo» que intentaban llevar a cabo los Ferri, Loria, Masaryk y compañía, se
entiende que la acusación anterior de nuestros «reconstitucionalistas» de que
marxismo=positivismo no puede ser considerada sino como una inventiva, fruto,
muy seguramente, de haberla recogido de otros, como ahora veremos.

La LR acusa al marxismo de no superar el positivismo, ¿no nos suena


esta película?

Lo primero que habría que aclarar es que entrar a realizar comparativas a la ligera
como que el «modelo aristotélico» o las «ideas saint-simonianas» son similares
a los «principios marxistas» es como no decir nada; lo contrario, igual. Toca
concretar y demostrar en qué puntos y hasta dónde ocurre esa presunta similitud
o divergencia, pues no olvidemos que hablamos de sistemas o visiones filosóficas
del mundo que surgieron por y para satisfacer las inquietudes humanas. ¿Qué
significa esto? Que no es sorpresivo que se arrastren valores parecidos entre dos
sistemas con miles de años de diferencia; o que encontremos puntos insalvables
entre modelos coetáneos. La «Línea de Reconstitución» (LR) ha entrado de lleno
en esta penosa empresa, pero no para aportar alguna reevaluación de valor, sino
para lanzar verdaderos atentados contra la lógica más elemental a la hora de
entender esta cuestión.

En el caso concreto de la LR, estos revisionistas siempre han calificado al


marxismo-leninismo como un movimiento político con una «cosmovisión
burguesa» del mundo. Era razonable, pues, que desde su característico
pensamiento subjetivista llegasen −tarde o temprano− a la burricie de que «no
hay diferencias sustanciales entre positivismo y marxismo», a balbucear con
superioridad cómo «ambos son igualmente inservibles hoy»:

«Además, haciendo referencia al Balance del Ciclo de Octubre, nos ha servido


para situar a Althusser, justo en el momento en que explota la crisis largamente
larvada en el seno del MCI, como la manifestación, estirada hasta la caricatura,
de esa concepción positivista que ha dominado el marxismo desde la II
Internacional y de cómo −más allá de intencionalidades personales, atendiendo
precisamente al impacto e influencia, ciertamente grande, de su obra en todo un
sector del MCI de la época−». (Movimiento Anti-Imperialista; Alrededor de la
ciencia y la praxis revolucionaria, 2013)

¿Qué esperar cuando uno tiene como referentes a Karl Korsch o «el joven
Lukács», como acostumbraban los pensadores eurocomunistas de los 70? No
sabemos si el lector ha ignorado una trampa sencillísima de detectar: para
justificar el presunto «positivismo» del «marxismo» el MAI utilizó a Althusser,
lo cual es como si para demostrar el «utopismo» y «charlatanería» de los
«leninistas» se trajese a colación los mil y uno pronósticos fallidos de Trotski. Un
ridículo vaya. Esta cuestión de Althusser ya fue abordada capítulos atrás, por lo
que no nos detendremos aquí. Véase el capítulo: «¿Existe una doctrina
revolucionaria identificable o esto es una búsqueda estéril?» (2022).

En 2018, volviendo a la carga con su artículo «Ciencia, positivismo y marxismo:


notas sobre la historia de la conciencia moderna», nos «aleccionaban» con que la
«epistemología» −estudio del conocimiento− del marxismo es un «dualismo»
entre el «sujeto y el objeto estudiado», donde el primero no podría incidir en el
segundo sino de forma pasiva −afirmación que no sabemos si han copiado del
primer manual posmoderno que tuvieron a mano−:
«La premisa epistemológica fundamental del quehacer científico es la
separación ontológica entre el sujeto observador y el objeto estudiado. (…) En
la medida en que el primer terreno de la ciencia son las leyes del mundo natural,
y dado que en su determinación la humanidad no ha jugado ningún papel, el
sujeto aquí sólo puede aparecer como entidad cognoscente separada, pasiva,
ajena al devenir del mundo objetivo. Todo lo que puede hacer es aprender sus
leyes internas mediante la observación y el registro de los fenómenos para,
después, reproducirlos racional y sistemáticamente mediante la
experimentación en orden de crear instrumentos y herramientas. He aquí la
tecnología. (…) Lamentablemente, durante el pasado Ciclo de la RPM, la
vanguardia comunista heredó, inconsciente y acríticamente, estas concepciones
de fondo. Sólo hay que pensar, por ejemplo, en cómo se concibió el Partido
Comunista». (Comité por la Reconstitución; Línea Proletaria, Nº3, 2018)

En el pasado este tipo de afirmaciones, insinuaciones o acusaciones en el sentido


de que Marx solo era la continuación −más o menos sofisticada− de Comte o
Spencer fueron tan absurdas como recurrentes. Los filósofos soviéticos se
quedaban perplejos de que el libro del reverendo jesuita austriaco Gustav Wetter
«Materialismo dialéctico. Su historia y su sistema en la Unión Soviética» (1952)
volviera con esa afirmación que poco tenía de original:

«Hablando sobre el surgimiento del marxismo y sus predecesores, Wetter toca


brevemente la filosofía de Hegel y Feuerbach y se detiene en detalle en las
características del positivismo, que declara ser la principal fuente filosófica del
materialismo dialéctico. El jesuita austro-italiano no es original: solo repite las
conjeturas del positivista checo Masaryk, quien hizo este «descubrimiento». (…)
La revista marxista italiana «Rinashita» señala que «el origen positivista del
marxismo, como afirma Vetter, es pura invención». Solo podemos agregar que
tales invenciones simplemente se llaman fraude». (Problemas de Filosofía; No.
6, 1952)

Por su parte, el ya mencionado Manuel Sacristán, ideólogo santo y seña del


Partido Comunista de España (PCE) de los 70, dedicó buena parte de su tiempo
a «reflexionar» sobre el «dogmatismo» y «escolástica» de tipo «positivista» que,
según él, escondió siempre el «marxismo soviético» de tipo «stalinista-
zhdanovista». En su empeño por engañar e incomodar al lector a partes iguales,
en sus introducciones a los libros de Labriola este ser nos aseguró lo siguiente:

«Se suele achacar [el positivismo] al viejo Engels, cuando en realidad se


encuentra en las marxianas y aun juveniles «Tesis sobre Feuerbach» (1845), así
como en «Ideología alemana» (1846). (…) Se trata de una reacusación de la
alienada autosatisfacción que ha permitido a generaciones de filósofos la
confianza de un superior saber sustantivo sustraído al pensamiento del
conocimiento real». (Manuel Sacristán; Introducción a la obra de Labriola:
«Filosofía y socialismo» (1897), 1968)
Para Albrecht Wellmer, un filósofo, ayudante y colaborador de Habermas en la
universidad de Frankfurt, no había ningún género de dudas, el marxismo era
positivismo, y eso, al igual que ha pensado siempre la LR, coartó toda «voluntad
revolucionaria» (sic):

«Albrecht Wellmer considera que el positivismo de Marx, que se observaría,


entre otras partes, en «El Capital», es completo y que este positivismo es,
probablemente, el obstáculo más importante a la coherencia lógica de las
pretensiones revolucionarias del marxismo; la contradicción entre voluntad
revolucionaria y estatuto científico de las apreciaciones en materia de evolución
de la sociedad, sería insoluble». (R. G. Cotarelo; La crisis del marxismo, 1978)

Dos décadas después, el filósofo argentino H. C. F. Mansilla, muy influenciado


por la Escuela de Frankfurt, nos dejaba los mismos «aportes» que ya habían
repetido hasta la náusea todos los autores que hemos ido citando: a) Engels cayó
en el «vicio contemplativo» del «positivismo» −¡lo cual teniendo como referentes
a Lukács, Adorno y Horkheimer, es cuanto menos paradójico!−; b) Engels
«confundió las ciencias naturales con las ciencias sociales» −¡lo cual indica que o
no han leído sus obras fundamentales o no han querido entenderlas!−:

«En el mismo libro «Historia y consciencia de clase» (1923) Lukács llevó a cabo
otra hazaña teórica. Fue el primer marxista en criticar al padre fundador
Friedrich Engels y la progresiva positivización del marxismo. (…) Lukács
demostró que Engels confundió la praxis socio-política con las actividades de la
industria, el laboratorio y el experimento, las que carecerían de la interrelación
mutua entre sujeto y objeto y de la unidad entre teoría y praxis. (…) Lukács
anticipó la crítica del positivismo realizada posteriormente por la Escuela de
Frankfurt y otras corrientes humanistas al censurar la separación entre hechos
y valores». (Hugo Celso Felipe Mansilla; Las insuficiencias del Marxismo
Crítico y los problemas del mundo contemporáneo, 1997)

¡Vaya por dios! Al parecer este reputado filósofo se «olvidó», como mencionamos
en capítulos anteriores, que hasta su querido Lukács ya había echado por tierra
esta acusación contra el «padre del marxismo» en su prólogo de 1967 a su obra
«Historia y consciencia de clase» (1923), calificándola como poco menos que una
forma infantil de «idealismo». Y cualquiera que haya leído obras de Engels como
«El Anti-Dühring» (1878) o «Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica
alemana» (1886), sabrá que, efectivamente, esto de acusar a Engels de
«contemplativo» fue una estupidez del señor Lukács −una más para la
colección−. Entonces, se preguntará el lector: «¿Por qué Mansilla recuperó tal
idea?». Porque ya lo dice el refrán: «Cuando un tonto coge un camino y el camino
se acaba, el tonto sigue».

También la filósofa catalana Montserrat Galceran Huguet continuó con el intento


de equiparar marxismo y positivismo −pese a mostrar en sus obras infinidad de
ejemplos donde el primero se oponía muy agresivamente al segundo tanto de
forma directa como indirecta−. Ella no pudo dejar de rumiar esas clásicas
especulaciones y suposiciones de que seguramente «por motivos de época» el
marxismo no pudo escapar de la influencia del positivismo −como si la
posibilidad se tornase automáticamente en realidad−:

«El marxismo de la socialdemocracia, que ha sido históricamente el primer


modelo de marxismo existente, ignoró esta contradictoriedad de su propia
situación, que le resultaba imposible de pensar. Sólo pudo conceptualizarla en
el marco de una filosofía positivista de la evolución, que era la filosofía
dominante en la segunda mitad de siglo. (…) Es cierto que en Marx, y a pesar de
sus críticas constantes contra los positivistas, en el momento en que se pone a
hacer ciencia, puede encontrarse un enfoque cercano al de aquéllos, y que en
Engels, la interpretación positivista, mediada por Hegel, es relativamente
fácil». (Montserrat Galceran Huguet; La invención del marxismo; Estudio
sobre la formación del marxismo en la socialdemocracia alemana de finales del
siglo XIX, 1997)

A esto nosotros bien podríamos replicar que, como les ocurrió a los
«reconstitucionalistas», lo que aquí aparece más bien es que ella sí que demostró
no poder abstraerse de la «fuerza de arrastre del ambiente de la época», más
concretamente de la cantidad ingente de chorradas que por aquel entonces
prodigó el posmodernismo en las universidades en torno a «La cuestión de Marx
y la revisión de los dogmas de la modernidad».

Por su parte, el periodista francés Marc Saint-Upéry, también declaraba por todo
lo alto haber descubierto el germen de los presuntos «desatinos de Marx»,
¿adivinan qué conclusiones obtuvo?

«La raíz de esta posible mutación dogmática se puede identificar en la


concepción de la «ciencia» de Marx, mezcla de Wissenschaft especulativa
hegeliana y evolucionismo positivista típico del siglo XIX. (…) [Una] cuasi
religión mesiánica de la misión histórica de la clase obrera representada por un
clérigo seglar ultracentralizado, cuasi militarizado y colectivamente infalible».
(Marc Saint-Upéry; Tres derroteros del marxismo: pseudociencia, historia,
ontología, 2015)

En el caso de Alberto Matías González y Antonio Hernández Alegría, tras


recomendarnos a Derrida y Foucault para superar el «pensamiento dogmático»,
concluyeron:

«También, el marxismo-leninismo asume el enfoque positivista en el uso del


método científico y en la producción de conocimientos, en especial la dicotomía
cartesiana del sujeto y el objeto, su noción de objetividad y la sobrevaloración
del papel en la ciencia de los métodos cuantitativos». (Alberto Matías González
y Antonio Hernández Alegría; Positivismo, dialéctica materialista y
fenomenología: tres enfoques filosóficos del método científico y la investigación
educativa, 2014)

En resumidas cuentas, las tesis de la LR tampoco se diferencian ni un ápice de lo


que piensan los simpatizantes del posmodernismo sobre el marxismo, lo cual es
simplemente patético, pero no por ello sorprendente.

¿Cómo que el «materialismo histórico» es un «momento teórico


anterior en la construcción cosmológica marxista»?

Una de las extrañas bazas que usa la «Línea de Reconstitución» (LR) para atacar
al marxismo y su herramienta filosófica, el materialismo histórico-dialéctico, ha
sido la de achacarle no haber superado la gnoseología del positivismo. Para quien
se despiste con todos estos términos −que puede ser normal−, por «materialismo
dialéctico» entiéndase, según los cánones, «el estudio de las leyes generales que
rigen el mundo»; por «materialismo histórico» el «estudio de las leyes generales
del desarrollo social», es decir, la «aplicación del materialismo dialéctico a la
sociedad humana». Por último, en cuanto a «gnoseología», entiéndase, según la
RAE, como «parte de la filosofía que estudia los principios, fundamentos,
extensión y métodos del conocimiento humano».

Lamentablemente, hoy entre la «izquierda» radicalizada más neorromántica,


como es el caso de los «reconstitucionalistas», abunda la idea de que el
positivismo ha sido una de las mayores calamidades que habría sufrido la
humanidad, de cuyas consecuencias aun nos estamos recuperando, un análisis
que no difiere de revisionistas como Sorel o Mariátegui, y una opinión que
también compartían desde fascistas como Mussolini hasta posmodernos como
Derrida. Pero, al igual que todos estos, en vez de demostrar sus falsedades y
superarlas con una alternativa correcta, tratan de volver a la época de las
catacumbas, sacando del baúl de los recuerdos, nociones subjetivistas, místicas y
voluntaristas. Véase el capítulo: «El romanticismo y su influencia mística e
irracionalista en la «izquierda» (2021).

Sigamos con la importantísima «argumentación reveladora» que dieron los


«reconstitucionalistas» para defenestrar al marxismo, el cual habría sido ya
superado por su novísima filosofía. Atentos porque no tiene pérdida:

«La crítica revolucionaria es la posición crítica de la conciencia cuando ésta


reconoce y ha asimilado completamente la necesidad de la praxis
revolucionaria como momento teórico para su actividad intelectual subjetiva;
al contrario que el materialismo histórico, que es un momento teórico anterior
en la construcción cosmológica marxista, y que, por lo tanto, su actividad crítica
no tiene por qué estar relacionada con la actividad revolucionaria de
transformación del objeto de su crítica. En lo concreto, la crítica revolucionaria
es la actividad teórica del sujeto consciente que demuestra, de manera
sistemática, por todos los medios y desde todas las perspectivas, la necesidad de
la revolución como solución de las contradicciones sociales, la necesidad de que
el proceso social objetivo desemboque en la praxis revolucionaria como su única
y verdadera solución». (Comité por la Reconstitución; Línea Proletaria, Nº3,
2018)

En una palabra: para esta gente el materialismo histórico ha sido una mera
herramienta «contemplativa»; crítica, sí, pero a la vez fútil para llevar a término
la transformación de la realidad −¡no sabemos si son conscientes de en qué lugar
les deja a ellos este listón sobre lo que es o no es «útil» y «transformador»!−.
¿Cuál es el pecado capital que la «Iglesia de la Reconstitución» no perdona? Pues,
al igual que los viejos Papas del Medievo, a causa de su creciente desacreditación,
se ven acorralados y se ven abocados a reaccionar y tomar medidas. Por tanto, a
fin de continuar con su relato de ficción y eliminar a la molesta competencia,
acusan a otros grupos de «herejía» y de haber cometido acciones «impías» y
«demoníacas», prácticas que en ningún momento son capaces de demostrar,
salvo, eso sí, por chismes o revelación divina.

Según ellos, en los programas de los partidos de la I (1864-1872), II (1889-1915),


y III Internacional (1919-1943), no hubo una cristalización de «la necesidad de la
revolución como solución de las contradicciones sociales» (sic), sus análisis y
arengas no concluían en «la necesidad de que el proceso social objetivo
desemboque en la praxis revolucionaria» (sic). Nos preguntamos, ¿habrán leído
estos «pulverizadores del marxismo» los documentos primarios de dichos
organismos? De forma reduccionista se igualan todos los periodos de estas tres
organizaciones y todas ellas habrían sido una etapa infantil, la prehistoria, casi
un error a olvidar para el movimiento proletario en comparación con la historia
de la LR. Huelga si quiera molestarse en comentar esto, pero sí hacemos recordar
al lector cuánto daño ha hecho la propaganda maoísta de la «Revolución
Cultural» (1966-76), la cual, con tal de no realizar una investigación trataba de
reducir los fallos y deficiencias de las experiencias anteriores o coetáneas de un
plumazo, a base de suposiciones y reduccionismos.

El marxista ruso Lenin aclaraba a los enemigos de este movimiento la


interrelación entre las condiciones objetivas y las condiciones subjetivas:

«El marxismo se diferencia de todas las demás teorías socialistas por la


magnífica forma en que combina una completa serenidad científica en el
análisis de la situación objetiva y del curso objetivo de la evolución, con el
reconocimiento más decidido de la importancia que tienen la energía
revolucionaria, la creación revolucionaria y la iniciativa revolucionaria de las
masas, así como, naturalmente, de los individuos, de los grupos, organizaciones
y partidos que saben hallar y establecer su conexión con tales o cuales clases».
(Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Contra el boicot, 1907)

Para mala fortuna de nuestros enemigos, las mentiras tienen las patas muy
cortas. Centrándonos en el caso soviético, ¿en qué momento la URSS de época de
Stalin o Lenin adoptó esta noción «pasiva» del conocimiento? No lo sabemos
porque en realidad sus textos fundamentales dictan lo contrario:

«El materialismo dialéctico reconoce al mismo tiempo que el sujeto, el hombre,


no contempla pasivamente el mundo objetivo, sino que actúa conscientemente
sobre él, modificándolo y a la vez modificándose él mismo. El materialismo
dialéctico comprueba la conexión y la acción recíproca existentes entre el sujeto
y el objeto, siendo este último la base de esta acción mutua». (Mark Rosental y
Pavel Yudin; Diccionario filosófico, 1940)

Pero esto no es todo, hay más. Hay una desternillante y reiterada acusación hacia
el marxismo de ser prácticamente una evolución más sofisticada del positivismo.
Léase cómo sin ponerse rojos de vergüenza los «reconstitucionalistas»
declararon que la herramienta filosófica de Marx y Engels, el materialismo
histórico, fue solo un «momento teórico» anterior a la aparición de la «crítica
revolucionaria» de la LR (sic):

«A diferencia de la posición crítico-objetiva representada por el materialismo


histórico, posición de la conciencia que todavía permitía el ejercicio académico
burgués de interpretación de la historia como una ciencia social más, la posición
crítico-objetiva expresada como crítica revolucionaria cierra completamente
esa posibilidad, y cualquier otra que pretenda romper la unidad existente entre
el proceso social y la revolución social, que quiera desvincular el desarrollo
histórico como escenario de la lucha de clases de su solución en el comunismo,
que persiga romper los lazos entre el pasado y el futuro de la humanidad».
(Comité por la Reconstitución; Línea Proletaria, Nº3, 2018)

Con este extraño y oscuro lenguaje «dünhringiano» la LR vendría a derrocar el


materialismo histórico de Marx y Engels que, según ellos, «no pasó la prueba».
Al parecer esta herramienta que antaño portaban los revolucionarios nunca dejó
de ser una «espada de madera», o a lo sumo un arma poco afilada y bastante
inofensiva como para asestarle la estocada definitiva al corazón del sistema
burgués. ¡Vaya cosas! Ellos, en cambio, que aún no han presentado batalla, siguen
contentándose con parlotear en cafeterías y parques sobre lo que van a conseguir,
y emulando a los Heinzen o Bakunin, se deleitan calculando sus planes
imaginarios y finalmente decretan desde sus mentes febriles que han destruido a
sus enemigos, pero estos siguen de una pieza sin un rasguño. Ciertamente, a los
más fanáticos, estos mundos de fantasía creados por sus tótems les causa una
gran fascinación; son tan perezosos, tan ignorantes o están tan sugestionados que
nos predican como si con la LR hubiéramos pasado de la «era de los metales» a
la «era nuclear». Para tales gentes el marxismo-leninismo fue y es hoy un
«método prehistórico» y «contemplativo» del ser social, por tanto, quien se
atenga aún a él no puede tener una capacidad transformadora, como sí tendrían
nuestros senderistas ibéricos. ¡He aquí presentada al mundo la «crítica
revolucionaria» de la LR, fase superior del «maoísmo-gonzalista»!

Como si esto fuera poco, en su anexo: «La nueva orientación en el camino de la


Reconstitución del Partido Comunista» (2005), ahora le toca recibir de nuevo al
pobre Marx:

«Como toda realidad material, el marxismo se desarrolla desde sus


contradicciones internas. Y la contradicción fundamental, de fondo, entre el
imperativo categórico marxista y su concepción revolucionaria del mundo, esa
contradicción que se presenta todavía en el pensamiento de Marx como una
expresión peculiar de la vieja oposición entre el ser −movimiento social− y el
deber ser −revolución social− dualidad que, ciertamente, es testigo de que aún
no se ha sobrepasado del todo el marco del pensamiento y de la práctica
burgueses». (Partido Comunista Revolucionario (Estado Español); La Forja,
Nº33, 2005)

¡Majestuoso análisis sin precedentes! ¡Por favor! ¡Procuren darnos más pepitas
de oro de vuestra inagotable cantera del saber! Ya ven otra vez, por lo visto Marx
no superó su contradicción entre ser −un filósofo contemplativo− y deber ser
−coronar la revolución sin peros que valgan−. Dicho en otras palabras: los
«reconstitucionalistas» pese a jurar una y otra vez que tienen en «gran respeto y
estima» hacia el potencial de las obras de Marx, consideran que este era poco
menos que un revolucionario de pacotilla, algo que unas veces lo expresan sin
paños calientes y otras con enigmas y sutilezas. ¿Pero todo esto es cierto? ¿Es
nuestra doctrina una «filosofía de la contemplación»? Ahora no nos detendremos
en esta patochada que ya contestamos más atrás. Véase el capítulo: «¿Fueron
Marx y Engels dos «críticos contemplativos»?» (2022).

Como todo el mundo debería saber, para el marxismo, ni el hegealismo idealista


−con sus juegos especulativos− ni el empirismo lockeiano −con su sensualismo
estrecho− eran metodologías lo suficientemente científicas, al menos no llegados
al siglo XIX y sus nuevas posibilidades:

«[Para el materialismo histórico] sus premisas son los hombres, pero no


tomados en un aislamiento y rigidez fantástica, sino en su proceso de desarrollo
real y empíricamente registrable, bajo la acción de determinadas condiciones.
En cuanto se expone este proceso activo de vida, la historia deja de ser una
colección de hechos muertos, como lo es para los empíricos, todavía abstractos,
o una acción imaginaria de sujetos imaginarios, como lo es para los idealistas.
Allí donde termina la especulación, en la vida real, comienza también la ciencia
real y positiva, la exposición de la acción práctica, del proceso práctico de
desarrollo de los hombres. Terminan allí las frases sobre la conciencia y pasa a
ocupar su sitio el saber real». (Friedrich Engels; Ludwig Feuerbach y el fin de
la filosofía clásica alemana, 1886)

Si esto ocurría con estas dos corrientes −el racionalismo y el empirismo−, en


misma consecuencia tampoco podía considerarse enteramente científico las
propuestas y conclusiones del positivismo, como se esforzó en demostrar
Gueorgui Plejánov en su famoso libro «Concepción monista de la historia»
(1895), donde el autor ruso dedica buena parte de su trabajo a desmontar las ideas
de Comte. Por su parte, Engels señalaba que, aunque era cierto que el ser humano
había avanzado en el control de su propia historia, la sociedad de clases y la
propiedad privada seguían mediando como obstáculos que se interponían en el
camino de una consciencia y planificación de toda la vida social:

«Los hombres, a medida que se alejan más y más del animal en sentido estricto,
hacen su historia en grado cada vez mayor por sí mismos, con conciencia de lo
que hacen, siendo cada vez menor la influencia que sobre esta historia ejercen
los efectos imprevistos y las fuerzas incontroladas y respondiendo el resultado
histórico cada vez con mayor precisión a fines preestablecidos. Pero, si
aplicamos esta pauta a la historia humana, incluso a la de los pueblos más
desarrollados de nuestro tiempo, vemos la gigantesca desproporción que
todavía media aquí entre los fines preestablecidos y los resultados alcanzados.
(…) Y no puede ser de otro modo, mientras la actividad histórica más esencial
de los hombres, la que ha elevado al hombre de la animalidad a la humanidad
y que constituye la base material de todas sus demás actividades, la producción
para satisfacer sus necesidades de vida, que es hoy la producción social, se halle
cabalmente sometida al juego mutuo de la acción ciega de fuerzas
incontroladas, de tal modo que sólo en casos excepcionales se alcanzan los fines
propuestos, realizándose en la mayoría de los casos precisamente lo contrario
de lo que se ha querido». (Friedrich Engels; Dialéctica de la naturaleza, 1883)

No hace falta subrayar que este es otro aspecto clave que diferencia el idealismo
positivismo del materialismo marxista. En varias ocasiones Engels se explayaría
sobre la incompatibilidad del capital y una planificación racional científica al
servicio de los trabajadores, como se puede observar en su obra «Anti-Dühring»
(1878), no por casualidad el señor Dühring fue un conocido positivista que
lanzaba todo tipo de especulaciones sobre la «sociedad futura», motivo por el cual
los allegados de Engels le presionaron para que iniciara una polémica contra él
para dejar claras las diferencias entre ambos proyectos, tarea que finalmente
aceptó por la reiterada insistencia de sus compañeros y por los estragos que
estaba causando entre los más iletrados. Uno de los aspectos más memorables
fue la ocasión en que acabaría mofándose con virulencia en torno a las
cavilaciones estériles de todos aquellos científicos que se sentían orgullosos por
su desdén hacia la filosofía, pues, aunque no lo quisieran, tampoco ellos podían
librarse de ella, muy por el contrario, solían ser ellos quienes a veces enunciaban
las peores aberraciones teóricas producto de haber bebido de las peores escuelas
filosóficas:

«Los naturalistas creen liberarse de la filosofía simplemente por ignorarla o


hablar mal de ella. Pero, como no pueden lograr nada sin pensar y para pensar
hace falta recurrir a las determinaciones del pensamiento y toman estas
categorías, sin darse cuenta de ello, de la conciencia usual de las llamadas
gentes cultas, dominada por los residuos de filosofías desde hace largo tiempo
olvidadas, del poquito de filosofía obligatoriamente aprendido en la
universidad −y que, además de ser puramente fragmentario, constituye un
revoltijo de ideas de gentes de las más diversas escuelas y, además, en la
mayoría de los casos, de las más malas−, o de la lectura, ayuna de todo crítica
y de todo plan sistemático, de obra filosófica de todas clases, resulta que no por
ello dejan de hallarse bajo el vasallaje de la filosofía, pero, desgraciadamente,
en la mayor parte de los casos, de la peor de todas, y quienes más insultan a la
filosofía son esclavos precisamente de los peores residuos vulgarizados de la
peor de las filosofías. (...) Pónganse como quieran, los naturalistas se hallan
siempre bajo el influjo de la filosofía. Lo que se trata de saber es si quieren
dejarse influir por una filosofía mala y en boga o por una forma del
pensamiento teórico basada en el conocimiento de la historia del pensamiento y
de sus conquistas. ¡Física, guárdate de la metafísica!: pensamiento muy certero,
pero en otro sentido. Los naturalistas conceden a la filosofía una vida aparente,
al contentarse con los despojos de la vieja metafísica. Solamente cuando la
ciencia de la naturaleza y de la historia hayan asimilado la dialéctica, saldrá
sobrando y desaparecerá, absorbida por la ciencia positiva, toda la quincalla
filosófica, con la excepción de la pura teoría del pensamiento». (Friedrich
Engels; Anti-Dühring, 1878)

¿Cabe imaginar una declaración más antipositivista, una defensa más clara de la
relación entre «filosofía» y «ciencias»? ¡Pero da lo mismo! La «Iglesia
Reconstitucionalista» ya ha lanzado su anatema y sus fieles deben obedecer:
marxismo=positivismo.

Entonces, ¿nunca ha coqueteado el marxismo-leninismo con


nociones mecanicistas, místicas o evolucionistas?

Si bien hemos demostrado que entre marxismo y positivismo median kilómetros


de distancia, ¿tiene sentido preguntarnos si el marxismo ha flirteado con esos
pronósticos o algunos otros muy parecidos? ¿Ha pregonado alguna vez el «triunfo
inevitable de su causa» por la «razón de sus valores, consignas o cálculos»? ¿Ha
acabado en un «determinismo histórico», donde todo parecía sellado y destinado
a que se consumase un plan o discurrir histórico ya descubierto? ¿Se han
barnizado las tradiciones y mitos nacionalistas bajo ropajes rojos y hasta
revolucionarios? ¿Se han justificado todo tipo de aberraciones, incluido el
paternalismo con los pueblos coloniales, con la excusa de «favorecer el
«desarrollo de las fuerzas productivas»? Pues claro. Lejos de lo que proclamaba
un enfervorecido Plejánov, los padres del socialismo científico no estaban exentos
de meteduras de pata, especulaciones y contradicciones:

«Pórtense seriamente, reflexionen atentamente acerca del sentido de nuestras


palabras, no nos atribuyan sus propias invenciones y no se apresuren a
descubrir contradicciones, ni en nosotros, ni en nuestros maestros, que no las
hay ni las hubo jamás». (Gueorgui Plejánov; La concepción monista de la
historia, 1895)

Les daremos una triste noticia: los padres del socialismo científico no estaban
exentos de meteduras de pata, especulaciones y contradicciones. Ni Marx ni
Engels ni ningún pensador de renombre ha nacido sabiendo, errar es inherente
al desarrollo intelectual de un hombre, aun cuando este es generalmente
brillante. Así que pasemos a repasar los mejores patinazos de los representantes
del marxismo-leninismo, tengan que ver o no con conceptos «positivistas». Esto
implicará que para deshacer este hechizo hemos de rescatar algunos de los libros
y comentarios, tanto conocidos como desconocidos, de Marx y Engels, así como
de sus más conocidos discípulos: Kautsky, Labriola, Bebel o Lenin.

Dicho esto, el presente capítulo no pretende ser una recopilación de todos y cada
uno de los errores, desatinos o falsos pronósticos de los autores marxistas, algo
que no solo sería una tarea hercúlea que daría pie, como es normal, a un
documento entero aparte, sino que simplemente nos limitaremos a recoger
algunos puntos que coincidan con el tema principal que deseamos demostrar.

Friedrich Engels (1820-1895)

Los propios «reconstitucionalistas» criticaban −en este caso de forma acertada−


una entrevista de Engels:

«El de Barmen contestaba que «si el crecimiento de nuestro partido continúa en


su tasa normal, tendremos una mayoría entre los años 1900 y 1910». (Friedrich
Engels; Entrevista de Frederick Engels por el corresponsal del Daily Chronicle
a finales de junio, 1893)

Y hemos de recalcar que este extraño «cálculo matemático» se repitió en otras


ocasiones −los corchetes son de Lenin−:

«El ejército está lleno de oficiales descontentos que conspiran. [Engels se hallaba
entonces impresionado por la lucha revolucionaria de los de Naródnaia Volia y
cifraba esperanzas en los oficiales, sin poder ver todavía el espíritu
revolucionario de los soldados y marineros rusos, que se reveló con tanto brillo
18 años más tarde]. No creo que el estado actual de cosas perdure ni siquiera un
año. Y cuando en Rusia estalle la revolución, entonces ¡hurra!». (Friedrich
Engels; Carta a F. Sorge, 9 de abril de 1887)

Esto era poco realista como se comprobó en Rusia con la Revuelta decembrista
(1825). Esta fue una intentona de un grupo clandestino de oficiales progresistas,
quienes, estando muy influenciados por las ideas y revoluciones liberales de
España, Francia, Portugal, Noruega y otros lugares, intentaron derrocar el
régimen autocrático del zar. Evidentemente, la principal debilidad de este
movimiento residía en una desconfianza hacia los trabajadores, su falta de
programa común en cada región, así como su falta de determinación militar en
los momentos decisivos. Este aislacionismo e idealización de los héroes fue
heredado en parte por los grupos de anarquistas rusos, es decir, los populistas y
otros. Véase la obra de M. V. Nechkina: «Los decembristas en el proceso histórico
mundial −hacia una metodología de estudio del decembrismo−» (1975).

Esto indica que, si bien Engels se caracterizó en general por combatir el


espontaneísmo, en ocasiones también cayó seducido ante una presunta
«especificidad» o «excepcionalidad» que le hacía olvidar por un momento las
leyes sociales.

En otros escenarios, Engels esgrimió una noción sobre el desarrollo de los


acontecimientos bastante apriorístico. En Francia, deseaba la victoria del
gobierno burgués más a la «izquierda» posible porque en su cabeza eso supondría
que la burguesía tendría que hacer concesiones al movimiento proletario y, a su
vez, también acabaría desacreditándose ante los trabajadores al no poder
satisfacerlos por completo, siendo esta una «amarga experiencia para las masas»
que serviría para terminar con sus ilusiones y romper con la tutela de los políticos
radicales:

«Como siempre, el curso de la lucha política ha asumido una forma clásica. Los
sucesivos gobiernos se están moviendo cada vez más hacia la izquierda, y un
gobierno de Clemenceau ya está a la vista; no será el gobierno burgués más
extremo. Con cada giro hacia la izquierda, las concesiones a los obreros
aumentan. (…) Y lo que es más importante aún, el campo se está despejando
cada vez más para la batalla decisiva, mientras que la posición de los partidos
se vuelve más clara y bien definida. Este lento pero inexorable progreso de la
República Francesa hacia su conclusión lógica −la confrontación entre los
radicales burgueses pretendidamente «socialistas» y los obreros genuinamente
revolucionarios− me parece una manifestación de la mayor importancia, y
espero que nada pueda detenerla». (Friedrich Engels; Carta a August Bebel, 6
de junio de 1884)

Es verdad que la clásica república democrático-burguesa permite al proletariado


mayor grado de libertad para desarrollar su agitación y propaganda. Esto
significa que, en relación a otro régimen −digámoslo así− más autoritario −se
presente este como bonapartista, militarista, fascista o como sea−, este beneficia
enormemente a los revolucionarios a la hora de poder desempeñar sus
actividades. Pero, más allá de esto, que todos deberíamos saber, la historia
también ha demostrado con creces que la revolución depende de que exista
objetivamente una crisis institucional entre las élites políticas; una aguda crisis
económica que atraviese los poros de la sociedad, así como un alto grado de
concienciación, organización y movilización entre los explotados. Por tanto, la
forma de dominación política en ese momento es una cuestión secundaria ante
todo lo enumerado con anterioridad. Es más, si el lector se ha dado cuenta, ha
habido movimientos que llegaron a coronar la toma de poder −y realizar un
proceso revolucionario− forjándose y adquiriendo experiencia, tanto dentro de
los regímenes más liberales del momento como de los más autoritarios. Del
mismo modo, todas las «garantías democráticas» de los gobiernos burgueses son
suspendidas cuando el poder se siente amenazado; no por casualidad en las
propias cartas magnas existen artículos que tipifican esta excepcionalidad. Solo
un jovenzuelo «haselista» no habría comprendido tal cosa a estas alturas de la
película. Véase la obra: «Estudio histórico sobre los bandazos oportunistas del
PCE (r) y las prácticas terroristas de los GRAPO» (2017).

Habría que comentar que Engels en su «Carta a Laura Lafargue» (27 de agosto
de 1889) se alegraba del fin de la «amenaza bonapartista» de Boulanger porque,
según él, esto servía para suprimir la excusa de los radicales de presentarse como
«los defensores de la república» y «sus conquistas». ¿Pero hasta qué punto eso
era cierto? En verdad, los republicanos −o los socialistas reformistas en el nuevo
siglo− utilizarían en su prensa ese pretexto, una y mil veces más, para cerrar filas
en torno a ellos y, dado que tenían la hegemonía política, la mayoría de
trabajadores no discutían si tal amenaza de un «golpe reaccionario» era real o no.
Tampoco ningún otro movimiento tenía el suficiente peso como para poner en
tela de juicio si la mejor forma de «defender esas conquistas» era a través de
métodos de colaboración o de lucha de clases.

Volviendo al tema, las ilusiones de Engels en este sentido iban tan lejos como para
proclamar que:

«Una vez que el curso de las cosas en Francia permita a los socialistas
convertirse en una oposición política, cuando Clemenceau finalmente llegue al
timón, obtendremos instantáneamente millones de votos». (Friedrich Engels;
Carta a Eduard Bernstein, 8 de agosto de 1885)

En la misma carta del 27 de agosto de 1889 también proclamó que, con Boulanger
fuera de juego, la revolución francesa «seguía su curso» y «los radicales, en su
nueva encarnación Millerand, se desacreditarían gradualmente tanto como en la
encarnación Clemenceau, y los mejores elementos entre ellos pasarán a
nosotros». Esta predicción contaba con varias lagunas.
En muchos de sus textos Engels parece que tuvo en cuenta, muy correctamente,
que para que el movimiento marxista recoja los frutos de una crisis política y
aumente su influencia, debe convertirse en una «oposición política» de peso. De
no ser así, el camino común es que los trabajadores viren de un partido burgués
tradicional que los decepciona a otro que ya les ha decepcionado y, quizás, si eso
sale mal, prueban con otro nuevo que les promete lo mismo, pero con distintas
palabras. Véase la obra: «Unas reflexiones sobre la huelga de los trabajadores de
LM Windpower en El Bierzo» (2021).

Hasta ahí todo bien. El problema llega, en el caso del movimiento revolucionario
francés, cuando observamos lo que realmente era el Partido Obrero Francés
(POF), fundado en 1882. Este no estaba ni siquiera cerca de tener la capacidad de
capitalizar ese descontento, por lo que en breve ocurriría lo esperado: las
diferentes crisis de gobierno de los gabinetes radicales fueron aprovechadas por
los conservadores u otro bando de los radicales. Aquí, Engels perdió de vista que
mientras al POF le faltasen tablas para ser una «oposición política», no iba a
conseguir hacer la competencia con eficacia a los partidos tradicionales y no iba
a desplazarlos por muchas crisis que se dieran. Para ello se necesitaba de una
estructura con alta influencia y disciplina que hubiera popularizado su programa
alternativo, que fuera reconocido por su alta capacidad para realizar campañas
de agitación y propaganda, que supiera organizar y dirigir a las masas, etcétera.
En cambio, la dirección francesa de Guesde y Cía. demostró que, en algunos
momentos, estaba más preocupado de pactar, readmitir y fusionarse con los
posibilistas, blanquistas y otras tendencias para intentar «asentar su influencia»,
algo que finalmente ocurrió entre 1902 y 1905 con la unión de todo tipo de grupos
contrapuestos en una amalgama inaceptable. Esto iba en contra de la máxima
manifestada por Engels cuando en su «Carta a August Bebel» (28 de octubre de
1882), proclamó: «El punto en cuestión es puramente de principio: ¿debe la lucha
del proletariado contra la burguesía librarse como una lucha de clases o debe
reconocerse que, bajo buena moda oportunista −o a la manera posibilista, como
la traducción socialista lo pone−, es necesario dejar de lado el programa y el
carácter de clase del movimiento dondequiera que sea que esto permita que más
votos o más «partidarios» sean ganados?». Véase el subcapítulo: «¿En qué se
basaba el incipiente marxismo francés del siglo XIX?» (2021).

En otra ocasión, en 1870, Engels daba a entender que conforme crecía la


burguesía proliferaba de forma similar el proletariado, ergo a mayor poder
político-económico de la primera mayor del segundo, realizando así una
estimación mecánica −que además no se correspondía ni por asomo con los
movimientos proletarios de su tiempo−:

«En la medida en que la burguesía desarrolla su industria, su comercio y sus


medios de comunicación, en la misma medida engendra al proletariado. Y al
llegar a un determinado momento, que no es el mismo en todas partes ni
tampoco es obligatorio para una determinada fase de desarrollo, la burguesía
comienza a darse cuenta de que su inseparable acompañante, el proletariado,
empieza a sobrepasarla. Desde ese momento pierde la capacidad de ejercer la
dominación política exclusiva, y busca en torno suyo aliados, con quienes
comparte su dominación, o a quienes, según las circunstancias, se la cede por
completo». (Friedrich Engels; Prefacio a la segunda edición de la obra «La
guerra campesina en Alemania» (1850), 1870)

Sería plausible argumentar que, de dicha desviación economicista, los líderes


socialistas de la II Internacional (1889-1914) dedujeron su famosa «transición
pacífica hacia el socialismo». El mismo Engels en el citado prefacio declaró que:
«En Inglaterra, la burguesía no ha podido llevar a su verdadero representante
Bright al Gobierno más que ampliando el derecho electoral, medida que por sus
consecuencias debe poner fin a toda la dominación burguesa». Aquí vemos cómo
pronosticó que el sufragio universal iba a traer consigo amplias mayorías a los
partidos proletarios y que, con ellas, se podría conseguir el anhelado tránsito
pacífico al nuevo sistema. Resulta obvio que sus discípulos, como Bebel o
Kautsky, también manifestaron desde sus más tempranos inicios un exceso de fe
en las instituciones burguesas, siendo el parlamentarismo la desviación más
reconocible de la socialdemocracia alemana.

Sin duda, Engels ignoraba en este texto «detalles» como la alienación que, si bien
no son insuperables, condicionan en buena medida que eso suceda con tanta
facilidad. Las propias críticas de Engels hacia el movimiento proletario en
Inglaterra, Francia o Alemania −algunas de las cuales luego veremos−, lo
atestiguan suficientemente como para detenernos en esta cuestión. Por otro lado,
que una clase dominante o un nuevo régimen se apoye en lo que acaba de
derrocar, valiéndose de sus leyes, de su burocracia o de sus tradiciones, tampoco
tiene nada de novedoso −como hemos documentado varias veces−. De hecho,
esto es algo que tanto Marx como Engels reconocieron en varios de sus análisis
históricos −y de ahí que cualquiera que estudie estas épocas necesite valerse de
sus estudios−, por lo que esto tampoco debería de extrañarnos. Véase el capítulo:
«La creencia de que si un Estado conserva figuras, instituciones o leyes de una
etapa fascista es demostrativo de que el fascismo aún persiste» (2017).

Por otra parte, y como se verá a continuación, las enseñanzas que tan
magistralmente extrajeron Marx y Engels de los hechos históricos ya acaecidos,
sus propias rectificaciones, producto de la evolución de su pensamiento, no
siempre fueron aplicadas de manera consecuente por sus sucesores. Tomemos el
análisis de la experiencia revolucionaria de la Comuna de París, en el que se
sostiene la tesis de que el proletariado no puede tomar en sus manos la máquina
del Estado, sino que tiene que destruirla y formar sus propios órganos de poder
para reprimir a los contrarrevolucionarios. Dicha conclusión no siempre se
sostuvo con coherencia en la II Internacional (1889-1914), dando pie a todo tipo
de especulaciones, y la prueba de ello es que medio siglo más tarde Lenin escribió
«El Estado y la revolución» (1917), una de sus obras más conocidas, dedicada a
corregir todas las tergiversaciones de los oportunistas con respecto a esta
cuestión.

No podemos continuar sin subrayar que en Engels también se detecta ese clásico
«exceso de optimismo» en torno al verdadero poder de las fuerzas
revolucionarias −el mismo que quedaría registrado también en otras obras−. En
ocasiones se llegó hasta el punto de afirmar, cual bakuninista, que la disolución
de la I Internacional (1864-1876) y su sección alemana no era un problema, sino
algo a celebrar por ser un «lastre», ¡y que con o sin organización la revolución
triunfaría por la «solidaridad»! (sic):

«El movimiento internacional del proletariado europeo y americano es hoy tan


fuerte, que no sólo su primera forma estrecha −la de la Liga secreta−, sino su
segunda forma, infinitamente más amplia −la pública de la Asociación
Internacional de los Trabajadores−, se ha convertido en una traba para él, pues
hoy basta con el simple sentimiento de solidaridad, nacido de la conciencia de
la identidad de su situación de clase, para crear y mantener unido entre los
obreros de todos los países y lenguas un solo y único partido: el gran partido
del proletariado. Las doctrinas sostenidas por la Liga desde 1847 hasta 1852 y
que entonces podían ser tratadas despectivamente por los sabios filisteos, como
quimeras salidas de unas cuantas cabezas locas y exaltadas, como doctrinas
misteriosas de algunos sectarios sueltos, cuentan hoy con innumerables
partidarios en todos los países civilizados del mundo desde los condenados de
las minas de Siberia». (Friedrich Engels; Contribución a la Historia de la Liga
de los Comunistas, 1885)

En un tono muy similar, ese mismo optimismo, más digno de un ingenuo que de
un sabio y viejo revolucionario como él, también le llevaó ese año a declarar la
inevitabilidad de la revolución, con lo cual parecía retomar sus viejas desviaciones
anteriores a 1850, es decir, aquellas que él mismo había denunciado como
fantasías infantiles:

«En tales momentos tendrá que escucharse, sin duda, la voz de un hombre
[Marx] cuya teoría íntegra es el resultado del estudio, efectuado durante toda
una vida, de la historia y situación económicas de Inglaterra, y al que ese
estudio lo indujo a la conclusión de que, cuando menos en Europa, Inglaterra es
el único país en el que la inevitable revolución social podrá llevarse a cabo
enteramente por medios pacíficos y legales. No se olvidaba de añadir,
ciertamente, que consideraba muy improbable que las clases dominantes
inglesas se sometieran, sin una «rebelión a favor de la esclavitud», a esa
revolución pacífica y legal». (Friedrich Engels; Prologo a la edición inglesa de
«El capital» (1867), 1885)

Huelga decir que dicha «inevitable revolución social» nunca se dio. Aquí, Engels
no solo estaba predicando la posibilidad de una revolución pacífica en Inglaterra
−aun admitiendo la irreconciliable contradicción que resultaba el hecho de que
la burguesía no cedería su poder de manera voluntaria−, sino que además
buscaba dicha «revolución» en un país que estaba muy lejos de contar siquiera
con un partido único del proletariado sobre el cual organizarse. Todo esto en un
contexto en el que, como él reconoció tanto en años previos como posteriores, el
proletariado inglés se alejaba cada vez más de la lucha política y adoptaba una
actitud conformista:

«Aquí no hay partido obrero, no hay más que el partido conservador y el


partido liberal-radical, y los obreros se benefician tranquilamente con ellos del
monopolio colonial de Inglaterra y del monopolio de ésta en el mercado
mundial». (Friedrich Engels; Carta a Karl Kautsky, 12 de septiembre de 1882)

Evidentemente, el bueno de Engels rectificó y, como había hecho siempre,


predicó en su «Carta a Gerson Trier» (18 de diciembre de 1889), la necesidad de
«un partido consciente de sí mismo». Además, dejó de fantasear con la «tradición
democrática de los Estados Unidos e Inglaterra» y su capacidad de otorgar una
transición pacífica hacia el socialismo, retomando su antigua doctrina de que el
proletariado solo podría hacerse con el poder mediante «una revolución
violenta».

Encontramos algo similar en su «Carta a Karl Kautsky» (29 de junio de 1891),


donde Engels comentó cómo: «Al principio pretendí intentar reescribir el
preámbulo» de su obra «La situación de la clase obrera en Inglaterra» (1845) en
«un modo más resumido, pero la falta de tiempo me impidió hacerlo»; además
de que «pensaba que sería más importante señalar las debilidades, algunas
evitables, otras no, de la parte política, ya que esto me otorgaría de una
oportunidad para fustigar al oportunismo conciliatorio del «Vorwärts» y al
limpio-devoto-gozoso «crecimiento» de las viejas llagas «en la sociedad
socialista».

Esto significaba que, para el último Engels, lo prioritario era combatir la creciente
tendencia en el órgano oficial de la socialdemocracia alemana, la cual daba luz
verde a los artículos que propagaban la integración y transición gradual del
capitalismo en el socialismo. Por último, en su «Carta a Paul Lafargue» (3 de abril
de 1895), Engels denunció cómo algunos dirigentes alemanes, como Wilhelm
Liebknecht, censuraban fragmentos de sus textos para aparentar que él apoyaba
la «táctica de la paz a cualquier precio y de oposición a la fuerza y la violencia».

En todo caso, y como estamos observando, no podemos cargar sobre los hombros
de sus discípulos todos y cada uno de los desatinos y distorsiones que luego se
cometerían en la II o III Internacional, dado que ya hubo precedentes muy
alarmantes, dudas, confusiones y defectos no superados del todo.

Karl Marx (1818-1883)


Algún listillo espetará: «En todo caso, ¡estas son las clásicas distorsiones
«engelsianas» de lo que fue el materialismo histórico de Marx!». Pero no, Marx
también soltó ingenuidades gigantescas. No podemos olvidarnos de que ambos,
Marx y Engels, firmaron estimaciones tan metafísicas como que la revolución o
sería simultánea en todos los países o no sería −algo que, pese al empecinamiento
de los trotskistas, todas las revoluciones del siglo XX se encargaron de
desmentir−:

«¿Es posible esta revolución en un solo país? No. La gran industria, al crear el
mercado mundial, ha unido ya tan estrechamente todos los pueblos del globo
terrestre, sobre todo los pueblos civilizados, que cada uno depende de lo que
ocurre en la tierra del otro. Además, ha nivelado en todos los países civilizados
el desarrollo social a tal punto que en todos estos países la burguesía y el
proletariado se han erigido en las dos clases decisivas de la sociedad, y la lucha
entre ellas se ha convertido en la principal lucha de nuestros días. Por
consecuencia, la revolución comunista no será una revolución puramente
nacional, sino que se producirá simultáneamente en todos los países
civilizados». (Karl Marx y Friedrich Engels; Principios del comunismo, 1847)

Incluso Stalin sobreestimó este posicionamiento, afirmando que era correcto


para su tiempo:

«Todos los marxistas, comenzando por Marx y Engels, entendíamos que el


socialismo no podría triunfar en un solo país; que, para que triunfara el
socialismo, sería necesaria una revolución simultánea en diversos países, por lo
menos en varios de los países más desarrollados, de los países civilizados. Y esta
opinión era acertada entonces. (…) ¿Era acertado lo dicho aquí, en esta cita, en
la época del capitalismo premonopolista?, ¿era acertado en el período en que lo
escribió Engels? Sí, lo era. ¿Es acertado este planteamiento ahora, en la nueva
época, en la época del capitalismo monopolista y de la revolución proletaria?
No, ya no lo es». (Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, Stalin; La desviación
socialdemócrata en nuestro partido. Informe en la XV Conferencia del Partido
Comunista (bolchevique) de la Unión Soviética, 1926)

Marx, que había estudiado de sobra las carencias de la Comuna de París (1871), a
ratos reducía su caída a que no se había producido un levantamiento en los
grandes centros de Europa (sic):

«La revolución debe ser solidaria, y encontramos un gran ejemplo de ello en la


Comuna de París, que ha caído porque en todos los grandes centros, en Berlín,
Madrid, etc., no se ha levantado simultáneamente un gran movimiento
revolucionario a tono con el nivel superior de la lucha del proletariado
parisino». (Karl Marx; Discurso en el Congreso de la Haya, 1872)
Evidentemente el revolucionario debe ser solidario, pero sin prometer dar lo que
no se tiene, pues eso es engañar a los compañeros. Nos explicaremos mejor. La
mayor garantía de que una revolución triunfe es que, más allá de las ayudas
externas, esta sea autosuficiente como demostró serlo la Revolución Bolchevique
(1917). En este caso, aunque el enemigo acabó recibiendo mucha más ayuda
externa de la que los revolucionarios pudieron recibir de sus aliados y
simpatizantes, eso no impidió el aplastamiento de la contrarrevolución. Y si bien
hubo un gran eco de solidaridad internacional entre los trabajadores de todo el
mundo, este tampoco fue suficiente para abortar totalmente la participación de
las potencias imperialistas en Rusia, a lo sumo sirvió para sabotear el envío de
tropas, víveres y presionar a los gobiernos para que decidiesen reducir o finalizar
dicha intervención, que aun así no es poco.

De hecho, es fácil comprobar que el proletariado de la mayoría de países, pese al


despertar político que iba logrando, aún no tenía un gran nivel de conciencia ni
capacidad de combate. La prueba está en que a nivel nacional no pudo eludir las
consecuencias de la posguerra, donde la burguesía cargó sobre sus hombros el
principal peso de la crisis, sufriendo severas derrotas y desmoralización por
doquier, apuntalándose la socialdemocracia y fraguándose el inmediato auge del
fascismo.

Queda claro, pues, que pedir o prometer en abstracto que los revolucionarios del
mundo se «levanten en solidaridad» con una revolución en la otra punta del
mundo no solo es irreal, sino que, de realizarse mecánicamente, acabaría las más
de las veces en un salto al vacío, puesto que, en muchos lugares por existir, a
veces, no existen ni organizaciones políticas que agrupen y coordinen a los
trabajadores para luchas menores. No comprender esto es no comprender que el
capitalismo tiene un desarrollo desigual, y no nos referimos solo al aspecto
económico, sino a la madurez y capacidad del proletariado de cada país.

Dicho esto, esto no excluye que el proletariado pueda y deba −en la medida de sus
posibilidades reales− ayudar y colaborar −bajo todas las formas posibles− a
cualquier proceso revolucionario que vaya en pro de sus intereses, sea donde sea,
pero de ahí a lo ya dicho hay un abismo; el mismo que separa la utopía de la
ciencia. De hecho, tan estúpido es clamar de forma mecánica por una «revolución
conjunta» como no hacer la revolución en suelo nacional porque se espera que
«las condiciones de todos los países maduren para un golpe final».

Posteriormente, en 1890, el propio Engels expresaría algo antagónico a todo lo


visto antes, dando a entender que Alemania no necesitaba de una «revolución
internacional» como condición para que el socialismo echase a andar, sino que
este podría comenzar en un solo país donde el proletariado estuviera lo
suficientemente concienciado en términos políticos:
«La llamada «sociedad socialista», según creo yo, no es una cosa hecha de una
vez y para siempre, sino que cabe considerarla, como todos los demás regímenes
históricos, una sociedad en constante cambio y transformación. Su diferencia
crítica respecto del régimen actual consiste, naturalmente, en la organización
de la producción sobre la base de la propiedad común, inicialmente por una sola
nación, de todos los medios de producción. No veo absolutamente ninguna
dificultad para realizar −se trata de realizarla gradualmente− esta revolución
mañana mismo. El que nuestros obreros son capaces de ello, lo demuestran sus
numerosas asociaciones de producción y distribución, que, cuando la policía no
las arruinaba intencionadamente, se administraban con la misma eficacia y
mucho más honradamente que las sociedades anónimas burguesas. No llego a
comprender cómo puede usted hablar de la ignorancia de las masas en
Alemania después de la brillante demostración de la madurez política de que
han dado prueba». (Friedrich Engels; Carta a Otto Von Boenigk, 21 de agosto
de 1890)

En Rusia, el jefe de los bolcheviques, Lenin, estudiaría ese tipo de documentación


y comentaría años después:

«Sí, Marx y Engels se equivocaron mucho y con frecuencia en cuanto a la


proximidad de la revolución, en cuanto a las esperanzas cifradas en la victoria
de la revolución −por ejemplo, en 1848 en Alemania−, en la confianza de que la
«república» alemana estaba próxima −«morir por la república», escribía
Engels sobre aquella época, recordando su estado de ánimo como participante
en la campaña militar a favor de la Constitución del imperio en 1848-1849−.
También se equivocaron en 1871, cuando se ocupaban de «alzar el sur de
Francia, para lo cual ellos −Becker escribe «nosotros», refiriéndose a su
persona y a sus amigos más próximos, en la carta núm. 14 del 21 de julio de
1871− sacrificaban y arriesgaban todo lo que les era humanamente posible». Y
en la misma carta: «Si en los meses de marzo y abril hubiéramos tenido más
dinero, habríamos podido levantar todo el sur de Francia y salvar la Comuna
de París». Pero semejantes errores de los gigantes del pensamiento
revolucionario que trataban de elevar y supieron elevar al proletariado del
mundo entero por encima de las tareas pequeñas, habituales, minúsculas, son
mil veces más nobles, más majestuosos e históricamente más valiosos y
auténticos que la vil sabiduría del liberalismo oficial, que canta, evoca, clama y
proclama la vanidad de las vanidades revolucionarias, la esterilidad de la lucha
revolucionaria y la magnificencia de los delirios «constitucionales»
contrarrevolucionarios». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Prefacio a la
traducción rusa del libro correspondencia de J. F. Becker, J. Dietzgen, F. Engels,
K. Marx y otros con A. Sorge y otros, 1907)

A diferencia de otros autores que se declaran hipócritamente «marxistas» y «en


contra del culto a la personalidad» −pero que luego solo les falta colocar un par
de velas a Marx y Engels y sacar sus bustos de procesión en Semana Santa−,
nosotros no ocultamos estos aspectos negativos. Podemos detectar consejos,
estimaciones e incluso periodos importantes de la vida política de estos autores
donde se da la constante de ciertos patrones equivocados. A su vez, no negamos
que esto supuso andar a cuestas −durante demasiado tiempo− con posiciones
pseudocientíficas en temas de importancia. En resumidas cuentas, no les
eximimos de golpe y plumazo de su responsabilidad solo porque «esta barbaridad
más tarde fue superada», o porque «en esta obra ya se encuentra el germen de
superación completado en las siguientes». Y afirmamos esto no porque
pensemos, como los ignorantes, que uno nace y muere con el mismo ideario, o
que la superación de contradicciones es una línea recta, un proceso donde no
quedan y se reflejan resabios antiguos. Nada de eso.

Simple y llanamente, recalcamos esto porque se puede constatar de forma


objetiva que, al darse todo tipo de vicios o inexactitudes ideológicas entre dos
figuras de tanto renombre −como fueron Marx y Engels−, ambos acabaron
influenciando −como era de esperar− a gran parte de los acompañantes de su
tiempo, lo que retrasó y, en algunos casos, malacostumbró a sus discípulos bajo
unas fórmulas que, lamentablemente, se quedarían impregnadas en el
movimiento político, incluso aunque nuestros protagonistas las superasen
sobradamente a posteriori. Solo hay que ver el juego que dieron algunas palabras
sobre el «tránsito pacífico» o la «defensa de los espacios vitales de la patria
alemana» a los Bebel o Kautsky, aun cuando la mayor parte de su vida Marx y
Engels luchasen contra el chovinismo y las ilusiones pacifistas. Ahora, dicho esto,
tampoco pueden confundirse los errores de los «padres fundadores» con otras
salidas por la tangente que realizaron los dirigentes de la II Internacional, los
cuales exageraron −cuando no se apoyaron− en posiciones que, no solo es que
fueran residuales en la obra de Marx y Engels, sino que otras veces directamente
ni siquiera defendieron jamás, pero eso es otra historia.

Un ejemplo de esta labor de blanqueamiento del legado de Marx y Engels, es la


que realiza el trotskista chileno Manuel Salgado Muñoz en su obra: «¿Clase o
pueblo?» (2017). En primer lugar, hemos de valorar que el autor se esfuerza
enormemente en recopilar del dúo alemán todo tipo de «derrapes» e incluso
«salidas de carretera» muy interesantes −véase la evolución de Marx y Engels en
la calificación hacia ciertos movimientos y dirigentes de su época, como La
Reforma o el Partido Cartista, pasando de una eufórica sobrestimación a una
crítica donde no dejaron títere con cabeza−. Sin embargo, fuera de esto −que no
es poco−, el resto de su labor deja bastante que desear, pues en cuanto dejamos
de leer propiamente a Marx y Engels y pasamos a seguir las conclusiones del
señor Salgado el documento se torna falso e insoportable. El problema principal
es que el autor siempre encuentra una explicación plausible para justificar las
metidas de pata de sus referentes, nunca se figura que un mal método, las prisas,
las insuficientes fuentes de información, los malos cálculos o la vanidad pudieran
estar presentes entre las conclusiones de sus análisis.
Por si esto fuera poco, cada vez que el señor Salgado señala un error −real o
ficticio− cometido por la pareja, aprovecha para presentar −de forma hilarante−
a su dios inmaculado: León Trotski, quien aparece en estos debates y polémicas
como el salvador, el infalible, quien corrigió o desarrolló tanto las disposiciones
de estos dos como las de Plejánov, Kautsky, Lenin y Stalin. Esto no es de extrañar,
cualquiera que conozca un poco de la historia del trotskismo sabrá que el culto a
la personalidad y la distorsión histórica fue su carta de presentación, el as en la
manga con el que Trotski intentó promocionarse y escalar en la cúpula soviética,
aunque sin éxito. En gran parte de los jóvenes partidos comunistas, como el
británico, esto funcionó durante un tiempo, al menos hasta que sus líderes
empezaron a tomarse en serio el estudio del origen menchevique de Trotski y sus
diferencias históricas con Lenin y el resto del bolchevismo. Véase la introducción
de J. T. Murphy a la obra «Los errores del trotskismo. Un simposio» (1925).

Volviendo al tema central, no se trata de reclamarle a Marx y Engels por haber


evolucionado y superado sus primitivas concepciones en política, filosofía o
economía −como nos ocurre a todos−, ni discutir si tales figuras pudieron dar
mucho antes ese paso de ruptura −y evitar tanto diletantismo y conciliación
cuando no era necesario−, sino que basta con comprender que, en según qué
casos, dicha tardanza tuvo severas consecuencias −más allá de que no fuera
posible «adelantar» la superación de esos moldes anticuados y limitantes,
cuestión ya de segundo orden−. En cuanto a las «pifias» más llamativas, en
muchas ocasiones, uno no sabe si estas son herencia concreta de una «fe
ilustrada», «pecados empiristas», «desvaríos románticos», «contagio
positivista» o simplemente responde −como comentábamos atrás− a otras
razones, como no tener las suficientes piezas del puzle, estimaciones exageradas,
opiniones subjetivas sin contrastar lo suficiente, etcétera. En el fondo, hallar qué
raíz filosófica exacta fue la que influenció más a estos autores en sus respectivas
equivocaciones −aunque interesante e importante para no repetirlas− se vuelve
una cuestión secundaria. En todo caso, esto puede dejarse en suspenso mientras
entendamos por qué son erradas las bases de estos planteamientos −a veces
sumamente eclécticos− y quede bien clara la razón por la que nos negamos a
continuar por los mismos pasos. De hecho, una cosa conduce a la otra y es que,
en cuanto nos demos cuenta de lo primero, saldrán a flote por sí solas las
influencias y tradiciones filosóficas que suelen ser el núcleo de estos
pensamientos y decisiones.

Antonio Labriola (1843-1904)

Nosotros mismos también nos detuvimos en otras ocasiones en explicar cómo, en


sus inicios, Marx y Engels arrastraron los peores trapos filosóficos del
hegelianismo en sus análisis sobre los diversos pueblos de su entorno como
ocurrió, por ejemplo, con la teoría de los «pueblos sin historia». Esta implicaba,
entre otros puntos: a) dar por válidos los clichés nacionales que se habían ido
forjando para, aprovechando el atraso objetivo de ciertas naciones, tacharlas de
incapaces de autogobernarse; b) aceptar y animar, en base a los mismos clichés,
la anexión forzosa de pueblos en beneficio de la nación propia; c) afirmar que los
gobiernos reaccionarios y sus acciones eran reflejo de pueblos reaccionarios sin
remedio; d) considerar que los pueblos sin Estado son residuos de la evolución
que no tenían ya posibilidad de formar su propio Estado ni de sumarse al
progreso revolucionario; e) pensar que las naciones pequeñas formaban un
obstáculo y, generalmente, una reserva de la reacción.

Hoy, algunos revisionistas como los maoístas «reconstitucionalistas», justifican


que Marx y Engels cayesen en este tipo de pensamientos −si bien, seguramente,
los calificarían de imperdonables si fuesen otras figuras menos «consagradas»−.
En el artículo «¡Abajo el chovinismo español de gran nación!» se leía:

«Las durísimas palabras que Engels dedica en varios artículos de esta época a
las «naciones sin historia» podrían sorprender e incluso contrariar a más de un
comunista educado en la corrección política de nuestros días; no obstante,
analizados estos escritos desde la perspectiva de clase del proletariado y
atendiendo al contexto histórico del momento, la justeza de tales palabras cae
por su propio peso». (Comité por la Reconstitución; Línea proletaria, Nº1, 2017)

No se tratan solo de «durísimas palabras», sino de juicios ridículos y equivocados


−hacia los españoles, mexicanos, rusos, belgas, daneses y otros pueblos− que
cualquier marxista contemporáneo reconocerá a poco que tenga un ápice más de
honestidad que estos señores. Los «reconstitucionalistas» exoneran a Marx y
Engels cuando fueron presos de esta trampa hegeliana y, bien por
desconocimiento bien por vergüenza, ocultan los textos donde incurren en estos
errores −como acostumbran a hacer con su ídolo revisionista, Mao, aunque
pedimos disculpas al lector por hacer tal comparativa, que resulta hasta
ofensiva−. ¿Acaso debemos olvidar que la tesis de los «pueblos sin historia» fue
cocinada en Prusia para satisfacer al nacionalismo emergente y justificar la
expansión germana en detrimento de los pueblos eslavos y otros como el magiar?
¿No es cierto que nació para justificar las conquistas coloniales europeas? Véase
el capítulo: «¿Hegelianismo de izquierda o marxismo como modelo a seguir en la
cuestión nacional?» (2020).

Algunas de las reflexiones y proclamas de Marx y Engels que allí repasábamos,


provenientes de obras como «Ernst Moritz Arndt» (1841), «Los movimientos de
1847» (1848), «Paneslavismo democrático» (1849), o «Futuros resultados de la
dominación británica en la India» (1853), bien podrían haber sido firmadas por
cualquier hegeliano de la época y, años después, por cualquier nietzscheano o
cualquier nazi, pues eran unos comentarios expansionistas y chovinistas como
otros tantos. Incluso podemos detectar cartas repugnantes en donde Marx criticó
a rivales como Lasalle en base a su origen étnico:
«Ahora me resulta evidente –dadas la forma de su cabeza y la manera como le
crece el cabello– que Lassalle desciende de los negros que acompañaban a
Moisés huyendo de Egipto –a menos que su madre o su abuela paterna se
cruzaran con un negro–. Ahora bien, esta mezcla de judaísmo y germanidad,
por una parte, y la base negroide, por otra, debe inevitablemente dar lugar a un
producto peculiar». (Karl Marx; Carta a Friedrich Engels, 30 de julio de 1862)

Indudablemente, este tipo de comentarios y otros tuvieron gravísimas


consecuencias a la postre, ya que muchos de sus discípulos o seguidores de la II
Internacional heredaron estas concepciones o ignoraron las rectificaciones de
Marx y Engels en este sentido:

«La mayoría de los delegados del SPD apoyó un proyecto de resolución


presentado por el delegado holandés Henri Van Kol, que no «rechazaba en
principio toda política colonial» y argumentaba que «bajo un régimen
socialista, la colonización podría ser una fuerza para la civilización». (Daniel
Gaido y Manuel Quiroga; Teorías marxistas del imperialismo en la Segunda
Internacional: orígenes y debates (1889-1914), 2018)

Quizás el caso más sorprendente es el de otro exhegeliano también convertido en


marxista, el italiano Antonio Labriola, quien, si bien llevó a cabo una destrucción
de los dogmas del hegelianismo con la pasión típica que imbuye a uno la «fe del
converso», en este aspecto, tampoco logró liberarse de esa terrible herencia. En
el autor italiano, incluso en sus escritos maduros, aun se notaba la influencia de
una cierta prepotencia nacional, cuando no estaba directamente imbuido por
tesis raciales, muy comunes en la época. A este respecto, uno de sus compañeros
y admiradores, el marxista ruso Gueorgui Plejánov, dijo lo siguiente en una
valoración sobre una de sus grandes obras:

«No conocemos ni un solo pueblo histórico del que se pueda decir que es un
pueblo de raza pura; cada uno de ellos es el resultado de un proceso
extraordinariamente largo e intenso de cruzamiento y mezcla de diferentes
elementos étnicos. ¡Prueben, después de eso, a determinar la influencia de la
«raza» sobre la historia de las ideologías de tal o cual pueblo! A primera vista
parece que no hay cosa más simple y acertada que la idea de la influencia del
medio geográfico sobre el temperamento de los pueblos y a través del
temperamento, sobre la historia de su desarrollo intelectual y estético. Pero a
Labriola, le hubiera bastado recordar la historia de su propio país para
convencerse de lo erróneo de esta idea. Los italianos de hoy viven en el mismo
medio geográfico en que vivían los antiguos romanos y, sin embargo, ¡qué poco
se asemeja el «temperamento» de los tributarios contemporáneos de Menelik,
al temperamento de los rudos conquistadores de Cartago! Si se nos ocurriera
explicar por el temperamento de los italianos la historia del arte italiano, por
ejemplo, nos detendríamos muy pronto perplejos ante la cuestión de conocer las
causas a que obedecen los cambios profundos que el temperamento, por su
parte, ha experimentado en diferentes épocas y en distintas partes de la
península de los Apeninos. (...) La ciencia social ganaría enormemente si
abandonáramos, por fin, la mala costumbre de achacar a la raza todo lo que
nos parece incomprensible en la historia intelectual de un pueblo. (...) No sin
fundamento calificamos de vieja la concepción por nosotros refutada sobre el
papel de la raza en la historia de las ideologías. Esta concepción no es más que
una variedad de la teoría, muy difundida en el siglo pasado, según la cual todo
el curso de la historia se explica por las propiedades de la naturaleza humana.
La concepción materialista de la historia es completamente incompatible con
esta teoría. Según la nueva concepción, la naturaleza del ser social cambia junto
con las relaciones sociales, por lo tanto, las propiedades generales de la
naturaleza humana no pueden explicar la historia». (Gueorgui Plejánov;
Concepción materialista de la historia, 1897)

Por si el lector duda de hasta qué punto este tipo de teorías llegaban a afectar a la
política marxista de cada sección nacional, puede repasar a este respecto cómo el
señor Labriola en «Sobre la cuestión de Trípoli» (1900) llegó a justificar la
dominación de Italia sobre sus potenciales o reales colonias: «Bueno, llegamos
demasiado tarde para tomar una posición de dominio, y le tocará a la política
italiana resignarse a Trípoli, lo que ciertamente no nos compensa ni por la
pérdida de Túnez ni por la de Egipto». Labriola se lamentó de que la política
italiana en África hubiera sido, hasta entonces, un «accidente» de la inglesa y
animaba a que Italia pudiera: «Afirmarse como capaz de su propia iniciativa».
Esta demanda de un esfuerzo nacional iba conectada con su idea de evitar la
emigración y ayudar a que la burguesía italiana llevase a término, digámoslo así,
su «industrialización» y «proletarización de la sociedad». En cambio, el periódico
italiano «Avanti» rechazó la propuesta, no porque esta mantuviese una posición
anticolonial, ¡sino por la escasa rentabilidad a extraer de un país como Libia!

Hoy, los nacionalistas de cada zona, como ocurre en España con Santiago
Armesilla, pretenden hacer de este tipo de frases una «lógica racional» y
«revolucionaria», pero como ya demostramos en dicho documento sobre el
hegelianismo, no solo están profundamente equivocados, también representan
formas de pensar contrapuestas a la evolución posterior del pensamiento de Marx
y Engels sobre la cuestión nacional. Ergo, esto resulta cómico, pues este tipo de
figuras y grupos suelen ser los que más acusan a los verdaderos revolucionarios
de ser «doctrinarios» y «dogmáticos», de «no ser capaces de pensar más allá de
las citas de sus ídolos». ¡Paradojas de la vida! En cambio, con tal actitud
demuestran tres cosas muy sencillas: primero, que no han hecho un estudio
completo de la cuestión nacional; segundo, que, si lo han hecho, prefieren
quedarse con el pensamiento hegeliano y reaccionario que con el pensamiento
progresista del marxismo sobre esta cuestión; y tercero, que cuando optan por el
marxismo, son incapaces de aplicarlo aun cuando tienen la realidad delante de
sus narices. Véase el capítulo: «El viejo chovinismo: la Escuela de Gustavo
Bueno» (2020).
Pero, como se ha dicho, no todos los representantes del marxismo de la época
apoyaban tales empresas, lo que demuestra, lejos de lo que insinúan los mismos
«reconstitucionalistas», que en la II Internacional también hay mucho de lo que
aprender −pero claro, es más fácil y cómodo hacerle la cruz a todo y desecharlo
sin más estudio−:

«Kautsky, por su parte, rechazó [en 1899] las posiciones procolonialistas de


Bernstein con el planteamiento de que, en lugar de promover el progreso
histórico, la política colonial moderna estaba siendo impulsada desde sectores
reaccionarios precapitalistas: en Alemania, los Junker, oficiales militares,
burócratas, especuladores y comerciantes (…) Bax, un socialista inglés, había
publicado un artículo [en 1896] donde argumentó que los socialistas deberían
apoyar las insurrecciones armadas de los pueblos colonizados, e incluso
contribuir con asistencia material e instrucción militar a las mismas. (…) [En
1907, en opinión de Kautsky] de ninguna manera podía argumentarse que la
expansión del capitalismo a todos los países que se encontraban en otras etapas
de desarrollo era un requisito previo para la victoria del socialismo: esta idea
tenía su origen en el «orgullo y la megalomanía de los europeos», los cuales
tendían a dividir la humanidad «en razas inferiores y superiores». (…) Kautsky
afirmó que los socialistas «deben apoyar de manera igualmente enérgica a
todos los movimientos de independencia coloniales nativos. (…) Los guesdistas
[describieron] la política colonial como «una de las peores formas de
explotación capitalista» y [protestaron] «contra las expediciones coloniales
filibusteras». (Daniel Gaido y Manuel Quiroga; Teorías marxistas del
imperialismo en la Segunda Internacional: orígenes y debates (1889-1914),
2018)

Esta inclinación por el colonialismo no fue el único desatino notable de Antonio


Labriola. Cuando se volvió a poner de moda la filosofía de Kant el autor italiano
emitió varias declaraciones que iban en abierta contradicción con los
fundamentos de sus maestros Marx y Engels. En relación a la nueva corriente
neokantiana, notificó a Sorel su pleno acuerdo en que era necesaria su crítica,
calificándola como una «corriente académica» que poco menos que solo servía
para «un más claro conocimiento de Kant» al ser «una útil literatura de
eruditos». Sin embargo, no pensaba lo mismo en cuanto a su médula, el
agnosticismo. En cuanto a este último, para asombro de muchos, era mucho más
indulgente:

«Pero aseguro, por otra parte, que este agnosticismo nos hace un gran servicio.
Los agnósticos, afirmando y repitiendo constantemente que no es posible
conocer la cosa en sí, el fondo íntimo de la naturaleza, la causa última de los
fenómenos, llegan por otro camino, a su manera, como quien siente lo
imposible, al mismo resultado que nosotros, pero no con pena ni aflicción, sino
como realistas que no invocan los recursos de la imaginación: no se puede
pensar más que sobre lo que podemos, en amplio sentido, experimentar
nosotros mismos». (Antonio Labriola; Filosofía y socialismo, 1897)

Uno tendría que hacer verdaderos malabares para que esa frase fuese compatible
con el materialismo histórico. En este párrafo ni siquiera esgrime un aforismo
general del tipo: «Como todo está en movimiento, es imposible saber todo en todo
momento» −algo que tampoco aportaría nada nuevo−. Nada de eso. Aquí
lamentablemente vuelve a aceptar la idea kantiana de que no se puede conocer
«la cosa en sí», sin especificar tampoco a qué tema concreto se refiere −¿quizás
algo para lo cual no tenemos los medios adecuados o no hemos reunido
suficientes datos?−; por lo que el espectador debe hacer el esfuerzo de
sobreentender que, a nivel general, no se puede saber la esencia de nada. Como
el lector se imaginará, las implicaciones de esto, incluso en aquello época, son
terroríficamente absurdas: ¿acaso no podemos saber el origen multicausal que ha
dado pie a los últimos eclipses, al desbordamiento de los ríos o a los movimientos
sísmicos? ¿No podemos conocer cómo se originan las guerras coloniales, el
desempleo o la emoción que refleja un autor en su dramático poema? En
cualquier caso, querer agradecer a los neokantianos por estos «servicios» es
ridículo, ya que sería darles la enhorabuena por «no arriesgarse» a dar
explicación alguna a estos fenómenos… lo cual sería como agradecer al más
ocioso de los artistas por no esforzarse en intentar crear una obra para el pueblo,
ni siquiera una de mala calidad. Para más inri, Labriola recubre inmerecidamente
a los agnósticos de un manto de «realismo» ya que ellos «no invocan a la
imaginación», es decir, no especulan lo que «no pueden experimentar». El
problema es que los neokantianos sí podían «experimentar» −probar− estos
fenómenos, otra cosa muy distinta es que no quisieran usar las herramientas que
las ciencias de la época podían proporcionarles.

En realidad, aceptar que los fenómenos de la naturaleza y el ser humano son −las
más de las veces o siempre− «incognoscibles» no solo supone repetir el
pensamiento de los positivistas o vitalistas, sino que supone asumir su principal
argumento para atacar al «dogmatismo de los materialistas», a los cuales
reclamaban por tener la pretensión «metafísica» de intentar hallar el «origen» de
los sucesos. En suma, que alguien como el señor Labriola que, en sus palabras
llegó al socialismo en 1871 «ajustando cuentas» con «el darwinismo, con el
positivismo y con el neokantismo» −y que además en dicha obra y otras lanzó
tantos dardos a Comte, Spencer o von Hartmann− hiciese tales concesiones es
cuanto menos desconcertante. Véase la el capítulo: «Marxismo y positivismo»
(2022).

Quizás lo que más llama la atención en esta cuestión es que un exhegeliano y


alguien tan versado en la historia de la filosofía, como el señor Labriola, no fuese
capaz de rescatar y remarcar aquí la superioridad de Hegel sobre Kant en cuanto
al trato del conocimiento:
«El agnóstico neokantiano nos dice: «Sí, podremos tal vez percibir exactamente
las propiedades de una cosa, pero nunca aprehender la cosa en sí por medio de
ningún proceso sensorial o discursivo. Esta «cosa en sí» cae más allá de
nuestras posibilidades de conocimiento». A esto, ya hace mucho tiempo, que ha
contestado Hegel: desde el momento en que conocemos todas las propiedades
de una cosa, conocemos también la cosa misma; sólo queda en pie el hecho de
que esta cosa existe fuera de nosotros, y en cuanto nuestros sentidos nos
suministraron este hecho, hemos aprehendido hasta el último residuo de la cosa
en sí, la famosa e incognoscible de Kant. Hoy, sólo podemos añadir a eso que,
en tiempos de Kant, el conocimiento que se tenía de las cosas naturales era lo
bastante fragmentario para poder sospechar detrás de cada una de ellas una
misteriosa «cosa en sí». Pero, de entonces acá, estas cosas inaprehensibles han
sido aprehendidas, analizadas y, más todavía, reproducidas una tras otra por
los gigantescos progresos de la ciencia. Y, desde el momento en que podemos
producir una cosa, no hay razón ninguna para considerarla incognoscible. Para
la química de la primera mitad de nuestro siglo, las sustancias orgánicas eran
cosas misteriosas. Hoy, aprendemos ya a fabricarlas una tras otra, a base de
los elementos químicos y sin ayuda de procesos orgánicos». (Friedrich Engels;
Prólogo a la obra «Del socialismo utópico al socialismo científico» (1880), 1892)

Incluso, como veremos más adelante, en lo relativo a la cuestión de Bernstein y el


revisionismo, Labriola no solo no supo ver a tiempo el camino que este estaba
tomando, sino que en un principio estuvo de acuerdo en algunas de las reflexiones
de este. Sin ir más lejos, coincidió con Bernstein en cuanto a que existían aún
demasiados restos de «utopismo» entre los marxistas de su tiempo, incluso
increpó a otros compañeros como Plejánov por el «duro tono» con que enfrentó
a Bernstein al tratar de recuperar el neokantismo. Finalmente, Labriola, como
tantos otros como Kautsky, se acabó arrepintiendo de no detectar a tiempo la
naturaleza verdadera de Bernstein. Véase la obra de Bo Gustafsson «Marxismo y
revisionismo. La crítica bernsteiniana del marxismo y sus premisas histórico-
ideológicas» (1972).

August Bebel (1840-1913)

El problema decisivo es que estos remanentes nacionalistas nunca se superaron


y continuaron suponiendo un dolor de cabeza a la hora de coordinar los
movimientos proletarios. El mismísimo Lenin registró en sus «Cuadernos del
imperialismo» (1916) cómo hasta uno de los más prestigiosos y veteranos jefes de
la socialdemocracia alemana, August Bebel, quien se opuso a apoyar los créditos
de guerra de la «Guerra franco-prusiana» (1870), acabó haciéndose eco de
algunos resabios de este tipo. En 1886 animó a que su país −aún bajo dominio de
Bismarck− comenzase una guerra contra el zar de Rusia:

«Bebel en 1886 está a favor de una guerra contra Rusia. (…) El artículo
propugna una guerra «preventiva» −por así decirlo− de Alemania contra Rusia
y Francia». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Bebel acerca de una guerra contra
Rusia, 1914)

Esto no salía de la nada. Efectivamente, este tipo de pensamientos fueron traídos


a colación con su maestro, Engels, quien en su «Carta a August Bebel» (29 de
septiembre de 1891) y «Carta a August Bebel» (24 de octubre de 1891)
extrañamente hablaba como si los socialdemócratas alemanes se encontrasen en
el poder −¡y luchasen por preservar o extender las conquistas socialistas!−, cosa
que, como él deja claro, no era así −y no sucedería nunca, pese a las estimaciones
del veterano dirigente de que, como muy tarde en diez años, así sería−. Todo se
justificaba bajo el temor de que: «Tenemos el deber de mantener la posición
ganada por nosotros en la vanguardia del movimiento obrero, no sólo contra lo
interno sino también contra el enemigo externo. Si Rusia sale victoriosa, seremos
aplastados». ¿Se imaginan a Lenin y los suyos pidiendo en 1917 que la Rusia del
zar derrotase a la Alemania del káiser para que este no entrase en Moscú y
persiguiese a los bolcheviques? Desde luego que no, esta fue, en todo caso, la
posición de los socialchovinistas rusos. Los revolucionarios alemanes parecían
olvidar que, hasta hacía un año, Bismarck les había hecho la vida imposible con
la Ley Antisocialista.

En el caso hipotético de que en 1886 o 1891 Alemania hubiera comenzado una


ofensiva infructuosa contra Francia y Rusia y, más tarde, las tropas extranjeras
llegasen a penetrar en el país, lo único que esto habría demostrado, especialmente
si los socialdemócratas hubieran hecho antes su trabajo de agitación y
propaganda, es que los propósitos mezquinos de los gobernantes conducían al
país a una innecesaria carnicería que, además, sus dirigentes no podían ganar
−como ocurriría en 1918−. Por otro lado, por cuestiones de mera logística y sentir
popular, una ocupación franco-rusa no podría durar mucho en las extensas
tierras germánicas. En ese escenario de posguerra −como también ocurriría
décadas después−, existiendo una ocupación o sin ella serían la lucha e
independencia política del proletariado alemán los factores que harían que, desde
un enfoque y unos objetivos superiores, salvasen el movimiento socialdemócrata
de su liquidación total.

Desde luego, hubiera sido esto lo que salvase la situación y no las negociaciones
o las estrategias militares de los partidos burgueses, quienes, como ya se vio en la
Comuna de París (1871) o durante la Ocupación del Ruhr (1923), siempre
preferirán sacrificar a sus compatriotas y condenar al país al yugo extranjero
antes que ver una revolución en su casa. De hecho, la mayoría de revoluciones
comunistas, vistas hasta ahora, tuvieron como telón de fondo un debilitamiento
del gobierno burgués nacional, en muchas ocasiones causado por la derrota o las
fuertes consecuencias económicas tras una riesgosa participación en política
exterior. Este temor a que el movimiento revolucionario se paralice si el gobierno
burgués de turno no sale victorioso no solo carece de sentido, sino que fortalece
el oportunismo. La única garantía para que el movimiento revolucionario
sobreviva y avance no es el amparo del gobierno burgués o su benevolencia, sino
precisamente su autonomía y fortaleza respecto a este.

Hay que apuntar que, en estos escritos, se daba por hecho una especie de «unidad
nacional alemana» −entre socialdemócratas y los partidos burgueses y pequeño
burgueses de este país− donde se pretendía, según Engels, que se implementasen
«métodos revolucionarios y que las cosas se hagan imposibles para cualquier
gobierno que se niegue a adoptar tales métodos» en contra de una hipotética
guerra contra una o varias potencias reaccionarias −Rusia y Francia−. En otra
carta, en el mismo tono, se prestaban a ello abiertamente:

«Mientras la amenaza de guerra persista no podemos demandar que la


organización existente del ejército sea revolucionarizada, pero si buscamos
preparar a las amplias masas de hombres poco entrenados pero capaces lo
mejor que podamos y organizarlos en cuadros −para la batalla actual−. (…) Eso
nos acercará a nuestro concepto de una milicia popular el cual es el único
aceptable para nosotros. (…) En caso de que la amenaza de guerra aumente,
debemos decirle al gobierno que debemos estar preparados, si somos capaces
de llegar a un acuerdo decente, los apoyaremos contra el enemigo extranjero,
siempre y cuando prosigan la guerra sin piedad y con todos los medios
disponibles, incluidos los revolucionarios». (Friedrich Engels; Carta a Bebel, 13
de octubre de 1891)

¿Se da cuenta el lector del despropósito? ¡Engels pedía coraje y determinación a


una burguesía alemana a la cual llevaba décadas acusándola de cobardía y falta
de arrojo para la política! Por su parte, en sus escritos sobre política exterior,
Bebel incluso contaba en 1886 con que Alemania tuviese de aliados a los
gobiernos de Turquía, Austria y los diversos países balcánicos en contra de esta
alianza franco-rusa (sic). Esto significaba que, más que confianza en los
movimientos proletarios apostaban que el progreso del proletariado y su
desarrollo histórico se realizase a base de unas alianzas inestables y reaccionarias
entre gobiernos imperialistas. Ambos dirigentes pretendían saltar por encima del
carácter del gobierno de su propio país, el Segundo Imperio Alemán (1870-1918),
el cual era un extenso imperio con anexiones y colonias que, además, seguía
reprimiendo a sangre y fuego el movimiento proletario. Recordemos, para más
inri, que el propio Engels le confesaba a su pupilo en su «Carta a August Bebel»
(28 de octubre de 1885) que: «Nuestro ejército alemán, aparte del creciente
elemento socialdemócrata, es una herramienta de reacción más infame que
nunca».

En la socialdemocracia alemana de los siguientes años se quedó incrustada la idea


de que solamente Rusia era la culpable de las fricciones a nivel internacional, e
incluso se sacaba de la ecuación a las élites de Francia y Alemania, Austria e Italia,
demostrando que no se entendía realmente lo que implicaba el carácter ni del
sistema económico capitalista en general, ni de sus gobiernos en particular:
«Rusia ha figurado anteriormente en el primer lugar de la lista de
perturbadores internacionales; su heroico proletariado la ha contenido
momentáneamente. (...) El gran peligro para la paz del mundo actual proviene
de estos poderes y sus antagonismos y no de los que existen entre Alemania y
Francia, o entre Austria e Italia. Debemos contar con la posibilidad de una
guerra en un tiempo perceptible y con ello también la posibilidad de
convulsiones políticas que terminarán directamente en levantamientos
proletarios o al menos en abrirles el camino». (Karl Kautsky; Formas y armas
de la revolución social, 1902)

Huelga decir que estas cábalas sobre «que X potencia era mucho más
reaccionaria» o «si podríamos contar con la potencia Y para frenar el
expansionismo de Z» fueron utilizadas más tarde por todas y cada una de las
secciones de la II Internacional durante el conflicto mundial de 1914. Para los
«marxistas» que hoy argumentan que fue «correcto» que los socialdemócratas
alemanes pidiesen una guerra de su gobierno contra Rusia, vale recordar que el
propio Bismarck no solo buscaría infructuosamente reconciliarse con el zar de
Rusia, sino que a la postre Alemania terminó aliándose con el Imperio austro-
húngaro y el Imperio otomano, que eran igual o más reaccionarios.

Karl Kautsky (1854-1938)

Si nos permite el lector, nos detendremos especialmente en la figura de Karl


Kautsky, pero no porque él fuera único responsable de todos los errores de la II
Internacional, como acostumbran a insinuar aquellos que no gustan de estudiar
los antecedentes, sino porque dentro de sus innegables méritos y aspectos
positivos, cuando analizamos sus deslices y su posterior transformación completa
al revisionismo, también hallamos lecciones muy interesantes que deben ser
subrayadas. En esta ocasión, no hará falta recalcar otra vez que, en unas
ocasiones, sus desatinos tienen precedentes en sus maestros, como acabamos de
documentar, mientras que en otras ocasiones su afán de innovación le llevó a
proclamar tesis cuanto menos muy sorprendentes.

De hecho, en sus inicios Marx no guardaba una muy buena impresión sobre el
joven Kautsky. En su «Carta a Jenny Longuet» (11 de abril de 1881) calificó a
Kautsky como un «mediocre» de «mente estrecha», sumamente «engreído» para
sus 26 años, aunque «en cierto modo laborioso», el cual «se ocupa mucho de las
estadísticas, pero no lee nada muy ingenioso en ellas»; por lo que, según sus
cálculos, Kautsky pertenecía «por naturaleza a la tribu de los filisteos»,
añadiendo no sin ironía «por lo demás es un tipo decente a su manera». También
como ya dilucidamos en otros apartados, Engels criticó en 1895 a su discípulo
Kautsky por su tendencia a realizar investigaciones históricas sin sopesar la
calidad del material disponible, sin analizarlo críticamente y por establecer
paralelismos forzados y concluir lecciones antes de haber estudiado el tema en sí,
algo en lo que él reconoció y rectificó su culpa. Véase el subcapítulo: «Karl
Kautsky y Friedrich Engels sobre los orígenes del cristianismo» (2022).

En realidad, el joven Kautsky es uno de los mejores paradigmas para entender


que los pensadores marxistas del siglo XIX también cayeron de tanto en tanto en
ensoñaciones bizarras sobre cómo fue el pasado, cómo era el presente, o cómo
sería el futuro. Este, como bien señaló Manuel Salgado Muñoz en su obra: «¿Clase
o pueblo?» (2017), llegó a plantear que en las épocas pretéritas y en los sistemas
de producción anteriores al capitalismo, no existió nunca como tal una lucha de
clases:

«Las sublevaciones contra los empleadores no son nada nuevo. Ocurrieron en


abundancia durante la Edad Media. Pero sólo durante el siglo XIX estos
levantamientos alcanzaron el carácter de una lucha de clases. Y así, este gran
conflicto ha tomado un propósito más elevado que el enderezamiento de
injusticias temporales; el movimiento de los trabajadores se ha convertido en
un movimiento revolucionario». (Karl Kautsky; La lucha de clases, 1889)

Decoró el panorama histórico precapitalista basándose en proverbios populares,


apuntalando que en aquel entonces el hombre era «libre», pues «dependía de sí
mismo», es decir, de su pequeña propiedad y del esfuerzo de su entorno familiar
para sacarla hacia adelante:

«Bajo nuestro anterior sistema de producción en pequeña escala, el ingreso del


trabajador estaba en proporción con su industria. La pereza lo arruinaba y
finalmente lo dejaba sin trabajo. (…) «Cada hombre es el arquitecto de su propia
fortuna». Así dice uno de mis proverbios favoritos. Este proverbio es una
herencia de los días de la pequeña producción, cuando el destino de cada uno de
los que se ganaban el pan, y a lo más el de su familia también, dependía de sus
propias cualidades personales. Hoy el destino de cada miembro de una
comunidad capitalista depende cada vez menos de su propia individualidad y
cada vez más de mil circunstancias que están totalmente fuera de su control. La
competencia ya no provoca la supervivencia del más apto». (Karl Kautsky; La
lucha de clases, 1889)

También podríamos mencionar otra ocasión en donde daba a entender que una
vez existió un capitalismo industrial, premonopolista y pacífico, mientras lo que
surgió después fue un capitalismo financiero, monopolista y agresivo:

«La misma evolución económica crea continuamente nuevos cráteres, nuevas


causas de crisis, nuevos puntos de fricción y nuevas ocasiones para desarrollos
bélicos, en cuanto despierta en las clases dominantes una codicia por la
monopolización de los mercados y la conquista de colonias extranjeras y en que
sustituye la actitud pacífica del capitalista industrial por la violenta del
financiero». (Karl Kautsky; Formas y armas de la revolución social, 1902)
Este tipo de disposiciones fueron muy frecuentes entre los dirigentes de la II
Internacional, como el propio Plejánov, Lenin o Zinóviev, quienes en obras como
«La concepción monista de la historia» (1895), «El socialismo y la guerra» (1915)
y «Guerras defensivas y agresivas» (1916), repitieron este tipo de párrafos. Véase
la obra: «Epítome histórico sobre la cuestión nacional en España y sus
consecuencias en el movimiento obrero» (2020).

En verdad, no fue extraño ver a Kautsky pasar de un extremo a otro en cuestiones


vitales. En lo relativo a la posición a tomar frente a la pequeña burguesía, Kautsky
se contagió del incipiente derechismo que empezó a proliferar en las filas
socialdemócratas. En su opinión, cuanto más se enriqueciese esta capa burguesa,
más probable era que se aliase con el proletariado:

«Cuanto mejor sea la posición del pequeño agricultor o del pequeño capitalista
como consumidor, cuanto más alto sea su nivel de vida, mayores serán sus
demandas físicas o intelectuales, más pronto dejará de luchar contra la
industria en gran escala. Si está acostumbrado a una buena vida, se rebelará
contra las privaciones de una prolongada lucha, y más pronto preferirá ocupar
su lugar con el proletariado. Y no se agrupará con los miembros más sumisos
de esta clase a la que se ha unido. Pasará directamente a las filas de los
proletarios militantes y decididos y acelerará así la victoria del proletariado».
(Karl Kautsky; La lucha de clases, 1889)

Esto no tiene por qué ser así, ya que no siempre hay correlación entre mayor
«nivel de vida» y «mayor conciencia política». La historia ha demostrado
sobradamente que, en una capa social tan vacilante e inestable como la pequeña
burguesía, bien puede que ocurra −y más cuando políticamente va a la zaga de los
partidos tradicionales−, que pase a defender con uñas y dientes su nuevo y
temporal estatus económico de pujanza, aun cuando esto suponga perjudicar al
resto de capas trabajadoras. Karl Marx registró tales inclinaciones en obras
clásicas como «Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850» (1850) o «El 18
de brumario de Luis Bonaparte» (1852), demostrando que cuando la pequeña
burguesía no tiene detrás una organización proletaria con un programa claro y
suficiente autoridad, esta cae presa del pánico en momentos de crisis, por lo que
para la gran burguesía resulta sumamente fácil azuzar sus instintos más
reaccionarios y pasa a colaborar en la supresión de la «amenaza roja».

Friedrich Engels en su «Contribución a la crítica del proyecto de programa


socialdemócrata» (1891), le instó a que dejara de lamentarse por: «La ruina de
vastas capas de la población» en abstracto, ya que era algo que igual haría «creer
que nos duele todavía la ruina de los burgueses y los pequeños burgueses». Por
tal motivo, le recomendó que mejor habría que aclarar que: «Como consecuencia
de la ruina de las clases medias urbanas y rurales, los pequeños burgueses y los
pequeños campesinos, hacen más ancho −o más profundo− el abismo que media
entre los poseedores y los desposeídos». No vale la pena detenernos en esto ya
que Engels recogió las dubitaciones de la socialdemocracia alemana respecto al
tema agrario en su magnífica obra «El problema campesino en Francia y
Alemania» (1894). Recordemos que hablamos de un grupo social que, en sus
palabras, «está formada por elementos muy diversos, que a su vez varían mucho
según las diversas regiones». Por tanto, Engels no solo presentó un análisis de
qué tipo de campesinos existían, sino de qué medidas eran las mejores para
ganarse a estos sin trastocar los futuros planes socialistas, como en ese momento
hacían Georg Vollmar y los militantes bávaros. Tampoco hay que olvidar que
Engels en su «Carta a Wilhelm Liebknecht» (20 de noviembre de 1894) ya
advirtió a los jefes de la socialdemocracia alemana que Bebel hizo bien en criticar
a elementos como el propio Vollmar, el cual se prodigaba por su fraccionalismo,
por sus propuestas pequeño burguesas e incluso por sus discursos antisemitas,
pero no por un espíritu socialdemócrata (sic), por lo que, en sus palabras, la
crítica no se podía limitar por miedo a una posible escisión.

Llegados al año 1910, un maduro Kautsky, tras largas investigaciones sobre el


aumento del salario del obrero y la capacidad adquisitiva que este le otorgaba en
relación a los medios de subsistencia básicos, preconizaría que era ridículo
sostener la «teoría del empobrecimiento». Aclaremos lo siguiente, en su artículo
«Estadísticas negligentes» (1910), Kautsky dedicó bastante esfuerzo en refutar el
exceso de optimismo que algunos de sus compañeros profesaban. En aquel
entonces, muchos al observar un progreso positivo en el estado de vida del obrero
promedio, se lanzaron a pronosticar que «con cada logro conseguido, disminuyen
las diferencias entre la burguesía y el proletariado», siendo para Kautsky errado
«creer que aquellas condiciones se elevan necesariamente de modo permanente
con el progreso del desarrollo capitalista». Ante esto, el marxista austriaco
respondió contundentemente; mostrando que, si bien la situación era favorable,
el idilio no duraría eternamente. De hecho, nada indicaba que la mejora fuera a
ser ininterrumpida, más bien, su fin estaba cerca. Esto dependía de múltiples
factores objetivos; como «el cambio de las rutas comerciales, las revoluciones
técnicas, las revoluciones políticas»; y factores subjetivos, como la propia
capacidad de resistencia del partido socialdemócrata.

Aquí debe hacerse un inciso. Una acusación clásica, que Kautsky ya enfrentó por
parte de Bernstein en 1899, fue aludir a que el marxismo afirma que «las
condiciones de vida de las masas experimentan un deterioro absoluto constante»,
algo que claramente también era una falsedad. En lo que Marx y Engels
incidieron, es que la creación y desarrollo de ciertas mejoras en la calidad de vida
de la población, solo es posible por el esfuerzo de los propios trabajadores; y, en
segundo lugar, que tales ventajas «se acrecientan con cada nuevo invento y cada
nuevo descubrimiento», mientras que la parte correspondiente a la clase obrera
«sólo aumenta muy lentamente y en proporciones insignificantes, cuando no se
estanca o incluso disminuye, como acontece en algunas circunstancias». Véase la
obra de Friedrich Engels «Introducción a la obra de Karl Marx «Trabajo
asalariado y capital» (1849)», (1891).
En cualquier caso, uno difícilmente puede realizar una apología del capitalismo
abduciendo que, con el paso de varias décadas o siglos este otorga una mejora
general del nivel de vida. Esto, salvo catástrofe, ocurre por regla general en todos
los sistemas de producción, como explicamos en los capítulos referidos al avance
de la ciencia, lo que no significa, ni remotamente, que la implementación de esa
tecnología y recursos sean aprovechados de forma racional, ni que sean de uso y
disfrute general, ni que, en este caso, se puedan eludir las crisis periódicas del
capitalismo que destruyen parte de las fuerzas y avances creados, como Engels
explicó muy correctamente en los últimos capítulos del «Anti-Dühring» (1878).
Véase el capítulo: «El avance de la ciencia en la época capitalista» (2022).

De hecho, como afirmamos en otros documentos sobre sanidad o educación,


incluso se dan paradojas de que con más recursos y mayor tecnología la gente vive
peor que las generaciones anteriores en según qué cuestiones −no tiene acceso a
una vivienda o vive más hacinada, hay una mayor contaminación en las urbes,
sus salarios no crecen al mismo nivel que la renta nacional, sufre mayor tiempo
de espera para ser atendida en la sanidad, un mayor desempleo juvenil, crece la
precariedad laboral, y un infinito etcétera−. Véase el capítulo: «Algunos datos que
demuestran la debacle del sistema sanitario español» (2020)

Entonces, habría que aclarar, ¿a qué nos referimos con «aumento de la pobreza»
o «empeoramiento de las condiciones de vida»? ¿Acaso no hemos pasado de
escribir a pluma, a máquina y a ordenador? ¿Esperamos que los trabajadores
respiren el mismo aire puro en la Madrid de los Austrias del siglo XVI, que la
capital industrial del siglo XXI? ¿O quizás nos referimos a la posibilidad de tener
acceso al mismo alcantarillado, electrificación o sistema sanitario en las urbes y
pueblos? ¿Hacemos alusión a la libertad de asociación política, protección
laboral, seguros, vacaciones, paternidad? ¿A instalaciones o recintos públicos
para que los trabajadores puedan ejercer sus actividades de ocio −bares,
gimnasios, teatros y demás−?

Como el lector acaba de comprobar, son tantos los criterios que se pueden utilizar
para juzgar esa mejora o empeoramiento de «las condiciones de vida», que habría
que empezar por aclarar esto. Kautsky dividió el polémico término «pobreza» en
dos variantes, la «fisiológica» y la «social». Con la primera se refirió a las
necesidades más básicas, y con la segunda, a necesidades que, si bien son
producto del avance de la propia sociedad y no son tan urgentes, también han
sido asentadas entre las necesidades del trabajador. En todo caso, autores tan
diversos como Robertus y Lasalle coincidían en que: «La pobreza es un concepto
social, y por consecuencia, relativo»; por lo que «toda miseria y todo dolor
humano dependen únicamente de la relación entre las necesidades, las
costumbres y los medios de satisfacerlas en un momento dado».

Este tipo de cuestiones ya fueron respondidas por Marx al aclarar al señor


Gladstone que:
«El hecho de que la clase obrera siga siendo «pobre», sólo que «menos pobre»,
a medida que crea un «incremento embriagador de poder y de riqueza» para la
clase detentadora de la propiedad, no quiere decir que, en términos relativos,
no siga siendo tan pobre como antes». (Karl Marx; El Capital, Tomo I, 1867)

La confusión vendría cuando Kautsky proclamó en 1910 que él no reconocía la


«teoría del empobrecimiento», porque los marxistas no eran alarmistas que veían
«un empeoramiento ininterrumpido» en la condición de vida del obrero.
Ciertamente, es imposible que solo haya un empeoramiento constante de la
calidad de vida −tanto de necesidades físicas como espirituales−, puesto que,
siguiendo esa lógica, en la población de la España de Pedro Sánchez debería
haber, por ejemplo, un índice de mortalidad infantil insólito y un peor acceso al
agua, a la electrificación o a la digitalización respecto a hace veinte años, cosa que
no sucede. Ahora, solo puede resultar desconcertante afirmar que uno rechaza la
«teoría del empobrecimiento», en abstracto, cuando el propio Kautsky reconocía
la posibilidad de que podría haber un declive en la condición de vida obrera, y que
«pueden darse también periodos más o menos largos de permanente ascenso, así
como periodos de permanente regresión en las condiciones de vida de la clase
trabajadora».

¿Si el estado de la vida del obrero promedio no iba a mejorar, pero tampoco había
perspectivas de ningún deterioro brusco, cuál iba a ser el desarrollo de los
acontecimientos? Para Kautsky, la apuesta estaba en que se produciría una época
más o menos extensa de estancamiento. Estos pronósticos resultan bastante
confusos analizándose en perspectiva. Era natural la mejora que se había
producido en la vida del obrero alemán, los socialdemócratas estaban
consiguiendo mucha fuerza, incluso cuando eran perseguidos por Bismarck y su
ley antisocialista. Por no hablar de la fuerte presencia sindical que tenían, siendo
Alemania también uno de los países cuyos sindicatos más lograban movilizar a
los obreros. Pero llegados a 1907, ya había síntomas más que suficientes para
concluir que se avecinaba una era de retroceso de las condiciones de vida y
aumento de la pobreza. De 1906 a 1907, el coste de los productos agrícolas
aumentaría un 13,5%, los metales e implementos un 14,2%. En menor cantidad,
también hubo un aumento del coste de los productos para el hogar, la medicina,
combustible, electricidad, ropa, alimentación, etc. La media del aumento del
precio general de todas las mercancías fue de un 7%.

El propio Kautsky, tanto en el artículo citado como en su libro «El camino del
poder» (1909), mostró que el salario medio del obrero había ido aumentando
desde 1890 hasta 1907 a un ritmo suficiente como para que su poder adquisitivo
no solo estuviera a la altura de la inflación, sino que directamente fuera superior
y aumentara. No obstante, ese ascenso se detuvo, mientras que la inflación no lo
hizo. Para el año 1910, los productos agrícolas habían aumentado su precio un
27,1% desde 1907, el precio de los productos alimenticios un 10,9%, el de la
medicina un 7,4%, y hubo una media de aumento del precio general de todas las
mercancías del 2,1% con respecto a 1907. Si a esto le sumamos la constante
amenaza de guerra, un problema urgente alrededor del cual había constante
debate en la II Internacional, estaba claro que no era descabellado pensar que se
avecinaba una época de dificultades.

El hecho de que un hombre tan versado en la economía de la época, como lo era


Kautsky, especulase con que se estaba produciendo «sino un empobrecimiento,
más bien un estancamiento», y a su vez declarara que no apoyaba la «teoría del
empobrecimiento», daba signos palpables de una evidente ceguera. En el otro
extremo de Europa, en Rusia, Lenin salió al paso de los ideólogos que sostenían
que la «teoría del empobrecimiento» era errónea:

«Los reformistas burgueses, a quienes hacen eco ciertos oportunistas existentes


entre los socialdemócratas, afirman que en la sociedad capitalista no hay
empobrecimiento de las masas. La «teoría del empobrecimiento» es errónea,
afirman, pues el bienestar de las masas crece, aunque con lentitud. El abismo
entre los que poseen y los que no poseen no se ensancha, sino que se hace más
estrecho. (…) La carestía de la vida aumenta. El salario de los obreros, aun con
el movimiento de huelgas más tenaz y más exitoso, crece con mayor lentitud de
lo que aumenta la necesaria inversión de fuerza de trabajo. Y paralelamente, la
riqueza de los capitalistas crece con vertiginosa rapidez. (…) Según datos de los
sociólogos y políticos burgueses, tomados de fuentes oficiales, el salario de los
obreros alemanes aumentó durante los últimos treinta años en un 25 por ciento,
término medio. En el mismo período, ¡¡el costo de la vida aumentó por lo menos
un 40%!!». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; El empobrecimiento en la sociedad
capitalista, 1912)

Al cabo de unos años, sería el propio Kautsky quien combatiría la clase de


nociones arbitrarias que él mismo sostuvo apenas tres años antes, dedicando un
amplio esfuerzo a mostrar cómo se habían empobrecido las masas en los últimos
años. Véase la obra de Kautsky: «El alto coste de vivir» (1913). Esto demuestra,
una vez más, que más allá del debate lingüístico sobre la existencia o no de una
«teoría del empobrecimiento», lo que había que subrayar en todo el debate eran
los argumentos y estadísticas a presentar, en donde Kautsky, como le ocurriría
después con el tema del imperialismo, no supo detectar las tendencias del
capitalismo, siendo superado por Lenin de forma apabullante en la lectura de los
acontecimientos.

Lenin (1870-1924)

«¡Pero seguro que el bueno de Lenin se salva de este tipo de patinazos tan
ingenuos que cometían Kautsky y compañía!». Sentimos decepcionar de nuevo al
lector más cándido, pero, si bien Lenin fue infinitamente más aplicado que
Kautsky en multitud de campos, haciéndose realidad aquello de que «el alumno
superó al maestro», esto no quita que este también fue preso de ciertas
idealizaciones sobre el desarrollo de los acontecimientos que, vistas hoy,
producen vergüenza ajena.

En abril de 1917 el señor Lenin tuvo la feliz idea de considerar que la burguesía
rusa entregaría el poder a los soviets sin combatir (sic):

«En ningún otro país beligerante del mundo existe la libertad que existe hoy en
Rusia, ni organizaciones revolucionarias de masas como los Soviets de
diputados obreros, soldados, campesinos, etc.; que, por lo tanto, en ninguna
parte del mundo puede ser logrado tan fácil y tan pacíficamente el paso de todo
el poder del Estado a manos de la verdadera mayoría de pueblo, es decir, de los
obreros y los campesinos pobres». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Conferencia
de la ciudad de Petrogrado del PSOD(b)R, 1917)

En septiembre de ese mismo año repetiría una vez más:

«El poder a los Soviets: eso es lo único que podría hacer gradual, pacífico y
tranquilo el desarrollo ulterior, acorde por completo al nivel de la conciencia y
la decisión de la mayoría de las masas populares». (Vladimir Ilich Uliánov,
Lenin; Un problema fundamental para la revolución, 1917)

Y bien, ¿acaso con el «poder a los soviets» los liberales, nacionalistas y zaristas,
se rendirían sin más? ¿Las potencias mundiales no reclamarían sus inversiones y
deudas? ¿No mandarían tropas? De nuevo, cuando todo esto sucedió poco
después, es decir, cuando los bolcheviques fueron arrebatando la influencia al
resto de formaciones tradicionales, cuando el poder pasó efectivamente a los
soviets, se vio que esta idea del «tránsito pacífico» era solo una ilusión, un
atavismo de la socialdemocracia, en el sentido más peyorativo de la palabra. Y
esto sin comentar que, en lo sucesivo, el Comité Central del Partido Bolchevique
no dijo nada de este «fallo de estimación» de su jefe en las décadas posteriores,
sino que, muy por el contrario, podemos leer anotaciones a sus obras como la que
sigue, en la que en 1985 los seguidores de Gorbachov consideraron esta fe y
flexibilidad en el «tránsito pacífico» como una gran lección del «camarada
Lenin»:

«Habida cuenta objetiva de la correlación de las fuerzas de clase configurada


después de la Revolución de Febrero, Lenin señaló que en Rusia era posible el
paso pacífico de todo el poder a los Soviets, sin insurrección ni guerra civil, por
cuanto la fuerza real de la revolución estaba en manos de los Soviets y la
burguesía no podía impedir de modo organizado ese paso. (…) Los
mencheviques y eseristas, que se habían pasado definitivamente al campo
contrarrevolucionario, torpedearon con su traición ese desarrollo de la
revolución». (Prefacio a la obra de Lenin: «Obras Completas, Tomo XXXI
(marzo-abril 1917), Editorial Progreso, 1985)
¿Acaso se necesitaban meses de un gobierno provisional menchevique-eserista
para constatar que estos jefes políticos, denominados por los bolcheviques tras
mil y una trifulcas ideológicas como «socialimperialistas» y «socialpatriotas», no
deseaban el socialismo realmente? ¿Estamos de broma? Pues sentimos decirles
que el «camarada Lenin» se equivocó aquella vez al esperar que ellos facilitasen
el «tránsito pacífico al socialismo». Y lo volvió a hacer una vez en el poder, cuando
aseguró, sin reparo alguno, que:

«El bolchevismo se ha convertido en teoría y táctica mundiales del proletariado


internacional». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; El Soviet de Moscú, los comités
de fábrica y los sindicatos, 1918)

Desafortunadamente, ¡cuán lejos estaba eso de ser cierto! En junio de 1919 el líder
ruso tenía la temeridad de proclamar que la ansiada «revolución mundial» estaba
a la vista:

«Teniendo en cuenta todo lo que ocurrió, toda la experiencia de este año,


afirmamos con seguridad que superaremos las dificultades, que este julio es el
último julio penoso, que el próximo julio celebraremos la victoria de la
República Soviética internacional y que esa victoria será completa e
inalienable». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Informe sobre la situación interna
y externa, 1919)

Huelga comentar que estas cosas nunca sucedieron ni por asomo. ¿Pero de dónde
nacían tales disposiciones tan poco realistas? Del legado de la tradición marxista
que ponía en tela de juicio que un «país atrasado» como Rusia pudiera transitar
al socialismo sin apoyarse en una «revolución internacional» −véanse las cartas
de Marx y Engels sobre Rusia−. Esto, de seguirse a pies juntillas, obligaba a los
marxistas rusos a buscar una pata de apoyo y a esperar a que se produjese, sí o sí,
una revolución en los «países avanzados». Si bien Lenin, en 1916, se había
separado parcialmente de esa idea de que alguna vez habría una única
«revolución internacional»:

«El desarrollo del capitalismo sigue un curso extraordinariamente desigual en


los diversos países. De otro modo no puede ser bajo el régimen de producción de
mercancías. De aquí la conclusión indiscutible de que el socialismo no puede
triunfar simultáneamente en todos los países. Triunfará en uno o varios países,
mientras los demás seguirán siendo, durante algún tiempo, países burgueses o
preburgueses. Esto no sólo habrá de provocar rozamientos, sino incluso la
tendencia directa de la burguesía de los demás países a aplastar al proletariado
triunfante del estado socialista». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; El programa
militar de la revolución proletaria, 1916)

Volvería a caer después en teorizaciones similares. Para él, este «socialismo en


un solo país» solo sería aplicable a «países capitalistas desarrollados», por lo que
la Alemania revolucionaria debería venir a salvar a la Rusia revolucionaria, o
incluso la «revolución mundial»:

«Es una lección, porque constituye una verdad absoluta el hecho de que sin la
revolución alemana estamos perdidos». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Informe
político del Comité Central, 1918)

«Teníamos claro que la victoria de la revolución proletaria era imposible sin el


apoyo de la revolución mundial». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Informe en el
IIIº Congreso de la Internacional Comunista, 1921)

Durante sus últimos años de vida, cuando se había dado cuenta de que la
«revolución internacional» no estaba ni se la esperaba y que tampoco «su
régimen soviético» se había caído por ese reflujo, se vio obligado a corregir tal
fatalismo. En su obra «Más vale menos pero mejor» (1923), responde a la
incógnita de si la nueva URSS podría eludir una futura intervención militar
externa. A ello contestaba que, precisamente, el interés estaba en buscar la táctica
adecuada para que los imperialistas no aplastasen el proceso revolucionario. Para
tal fin contaba tanto con las fuerzas internas de los pueblos soviéticos, como
también con la fuerza externa internacional de los movimientos que debilitaban
al imperialismo entre los que se encontraban, por supuesto, los movimientos
anticoloniales, cada vez más influenciados por el comunismo. Además, en 1923,
Lenin declaraba que, aunque se tardase más tiempo y esfuerzo, construir el
socialismo aisladamente sí era posible en un país como la reciente URSS, carente
aún de una modernización equiparable a la de los países occidentales:

«En efecto, todos los grandes medios de producción en poder del Estado, y este
poder en manos del proletariado, la alianza de éste con millones y millones de
pequeños y muy pequeños campesinos, la garantía de que la dirección de estos
últimos la ejerce el proletariado, etc…, ¿no representa acaso todo lo necesario
para edificar la sociedad socialista completa…?». (Vladimir Ilich Uliánov,
Lenin; Sobre el cooperativismo, 1923)

¿Y qué se puede concluir de este repaso que a más de uno le habrá sentado como
una patada en el estómago? Lo primero, que este tipo de documentación o bien
es desconocida o suele ser eludida en los «análisis antipositivistas» de los
«reconstitucionalistas» sobre el marxismo-leninismo. Entonces, ¿¡por qué nos
atormentan con análisis vacíos sobre el «Balance del Ciclo de Octubre» y no son
capaces de traer algo tan básico como esto!? Algunos también se preguntarán
asombrados: «¡Qué marxista-leninistas tan extraños estos de Bitácora! ¡Ponen a
caer de un burro a sus figuras dejándolas en evidencia! ¿No es esto tirarse piedras
a su propio tejado?». Pues no. Entendemos que esto puede resultar chocante,
pero la verdad es la que es. ¡Flaco favor nos haríamos salvando del análisis y
bronca a nuestros referentes dado que estaríamos siguiendo un camino errado a
sabiendas!
«Podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que, sospechoso es aquel que no
sabe ver accidentes, equivocaciones y malas decisiones en la historia de sus
referentes, pues estamos ante un ignorante o un exaltado. Es deber de los
revolucionarios de cada país, como mínimo, hacer una evaluación crítica de sus
experiencias más próximas para no repetir los mismos tropiezos. ¿Debemos
repetir los discursos del «hegelianismo de izquierda» de Marx y Engels sobre
los pueblos sin historia y demás epítetos que ellos mismos acabaron
corrigiendo? ¿No fue Lenin quien se autocriticó por promulgar el boicot al
parlamentarismo cuando no se daban las condiciones? ¿No fue él quien teorizó
un tránsito pacífico al socialismo en 1917 cuando reconocería poco después que
en aquel momento era imposible? ¿No fueron Lenin y Stalin quienes
reconocieron haberse equivocado sobre la utilidad de la federación
administrativa para resolver la cuestión nacional y acercar a los pueblos? ¿No
reconoció Dimitrov haberse dado cuenta tarde de la transcendencia y
superioridad de los «bolcheviques» rusos en comparación con los «socialistas
intransigentes» búlgaros? ¿No fue el propio Hoxha quien reconoció no haber
estado lo suficientemente rápido en detectar el carácter nocivo del titoísmo, de
hacerle concesiones posteriores, pese a ser conocido como uno de sus más firmes
opositores? (…) Como se ve, todas las figuras magnas del marxismo-leninismo
cometieron patinazos de mucho calado, en muchas ocasiones ellos mismos
fueron capaces de detectar sus deficiencias y actuar en consecuencia, en otros
casos, es tarea de sus sucesores tratar de prestar atención a sus limitaciones sin
que ello signifique hacer de menos su gran obra». (Equipo de Bitácora (M-L):
Fundamentos y propósitos, 2022)

¿Se puede concluir entonces que el marxismo es, en esencia, una variante
positivista? No. ¿Ha habido conatos de positivismo en el marxismo? ¡Sí! Como de
otras corrientes anteriores o coetáneas. ¿Son su esencia? ¡No! Cualquiera que
repase las obras clásicas podrá encontrar material que pone de sobre aviso acerca
de los propios «excesos» de «positivismo» en este sentido.

Eduard Bernstein y la polémica sobre el revisionismo (1896-1899)

Como anexo final, nos gustaría detenernos en un asunto muy instructivo para los
marxistas contemporáneos. Hoy día, la famosa polémica mantenida en la II
Internacional contra Eduard Bernstein y el revisionismo −que tuvo su pico
principal entre 1896-1899− resulta para la gran mayoría del público desconocida,
o mejor dicho, es mucho más conocida por lo que han oído sobre ella que por
haber estudiado los propios escritos del susodicho o las duras réplicas que recibió.
En cualquier caso, normalmente se pasa por alto la razón por la que, en primer
lugar, se originó y la razón por la que, en segundo lugar, se prolongó. Karl Kautsky
fue plenamente culpable de ambas al considerar que había que dar a Bernstein
libertad de dar rienda suelta a sus «dudas» e «inquietudes». ¿La razón? Según
declararía ingenuamente Kautsky: «Bernstein nos proporciona reflexiones sobre
las que pensar y nos fortalece teóricamente». Analicemos en su contexto la
situación y valoremos.

Para empezar, expliquemos al lector los precedentes de la polémica. Ambos, tanto


Kautsky como Bernstein, confesaron que se convirtieron al marxismo tras la
publicación del «Anti-Dühring» (1878) de Engels, es decir, gracias a la polémica
de Marx y Engels contra Dühring, en donde se desglosaban algunos puntos
fundamentales del socialismo científico. Lo que suele olvidar el público es que
tiempo antes el propio Bernstein había sido uno de los más entusiastas
promotores de Dühring, de hecho, fue él quien convenció a gran parte de la
socialdemocracia alemana de las bonanzas de este pintoresco pensador:

«El gran apóstol de Dühring en la socialdemocracia alemana era Eduard


Bernstein, que ha escrito, nada menos, que cinco relatos distintos de esa
interesante etapa de su vida. En todos confiesa que era discípulo celoso y
entusiasta de Dühring, y él fue quien contagió a Fritzsche, a Most, a Bebel y a
Bracke el morbo dühringiano. Bernstein afirma que en el año 1873 no perdía
ocasión de asistir a las lecciones de Dühring y que consiguió comunicar su
entusiasmo a varios camaradas, incluso extranjeros, rusos principalmente. (…)
Bernstein fue quien envió el libro de Dühring a Bebel en 1874, entonces preso,
después de cuya lectura éste escribió, desde su celda, su artículo «Un nuevo
comunista». (David Riazánov; 50 años del Anti-Dühring, 1928)

Sin embargo, Bernstein, aunque repudió a Dühring públicamente, fue objeto de


sospecha, se cuestionó su lealtad hacia la doctrina por adoptar poco después las
tesis reformistas de Karl Höchberg, para el cual trabajó como secretario durante
un tiempo. Dicha nueva polémica fue plasmada por Marx y Engels en su «Carta
circular a August Bebel, Wilhelm Liebknecht, Wilhelm Bracke y otros» (1879),
siendo Bernstein uno de los tres afectados por la crítica, aunque de nuevo rectificó
sus posiciones.

Este ciclo continuo de «dudas» y «mutaciones» le sería recordado años más


tarde, en 1898, de la mano de su amigo y compañero Bebel. La intención de Bebel
era mostrar a Bernstein que cada tanto solía sufrir un periodo de «dudas» y
«mutaciones» ideológicas, actitud pusilánime que debía cesar de inmediato:

«Entraste en el partido como partidario de Eisenach. Algunos años después,


bajo la influencia de las conferencias y de la literatura dühringiana, te hiciste
dühringiano entusiasta. Después conociste a Höchberg. Los dos os retirasteis a
los idílicos lagos de la alta Italia y en contacto con él te convertiste en
höchbergiano y, como tal, escribiste junto con Höchberg y Schramm aquel
artículo [Se trata de: «Examen retrospectivo del movimiento socialista en
Alemania» (1879)] que nos encolerizó tanto a todos y que recuerda mucho a tus
actuales opiniones, solo que hoy vas todavía más lejos. Este artículo y lo que
ocurrió con Höchberg y por su culpa constituyeron la causa, como sabes, de
nuestro «viaje de penitencia» al «Engelsburg» de Londres, en el que realmente
el único penitente eras tú y yo era el «jefe y patrón protector» ante la cólera de
los «dos viejos». Bien, nos volvimos a casa con la necesaria «absolución».
(August Bebel, Carta a Eduard Bernstein, 16 de octubre de 1898)

En aras de contrarrestar esta recriminación sobre su inestabilidad psicológica,


Bebel le recordó a Bernstein que también había demostrado tener potencial, pues
durante el periodo de 1880 y 1890 fue redactor del «Sozialdemokrat» y realizó
grandes servicios para la socialdemocracia alemana. En aquel entonces,
Bernstein se destacó bajo «el ambiente de Zúrich», en donde «en aquel momento
compartían un espíritu altamente revolucionario a causa de la vergonzosa
situación que provocaba la ley antisocialista» en Alemania, convirtiéndose
Bernstein en el «más perfecto representante de [las] posiciones y aspiraciones»
marxistas. Los méritos de Bernstein en aquella época llegaron hasta el punto de
que puede considerarse «el momento brillante» de su vida ya que, según Bebel,
«nadie estaba mejor dispuesto hacia ti que Marx y Engels». Véase la carta de
August Bebel «Carta a Eduard Bernstein» (16 de octubre de 1898). Esto no parece
ninguna exageración, ya que el propio Engels consideró en una nota pública de
1890 que el «Sozialdemokrat» había sido hasta ese entonces «la mejor
publicación que haya tenido jamás el partido».

En cualquier caso, el progresivo descenso de Bernstein hacia los infiernos no fue


algo sorpresivo, sino la crónica de una muerte anunciada. Engels, ya en su «Carta
a August Bebel» (20 de agosto de 1892), detectó tempranamente que Bernstein
valoraba muy positivamente a los fabianos, a los cuales el viejo revolucionario
juzgó siempre como unos «arribistas» y poco menos que liberales infiltrados en
el movimiento obrero inglés. En esta ocasión, Engels consideró que esto pudiera
ser un estado de desánimo pasajero de Bernstein. En otra ocasión, en 1896, uno
de los nuevos pretendientes para engrosar las filas del marxismo, como parecería
ser en ese momento el señor Bax, también había detectado que Bernstein se
estaba deslizando de nuevo hacia la peligrosa pendiente del eclecticismo. Véase
la obra de Ernest Belfort Bax: «Nuestro alemán converso a fabiano; o el
socialismo según Bernstein» (1896). El último ejemplo que podemos dar lo
tenemos en Eleanor Marx, la cual mostró una alarmante preocupación por el
creciente «fabianismo» de Bernstein en su «Carta a Karl Kautsky» (15 de marzo
de 1898). En dicha misiva, reportó cómo el susodicho se encontraba en un estado
mental «terriblemente irritable», saturado de un «pesimismo infeliz» en donde
había hablado incluso de dejar la política, por lo que instó a Kautsky a intervenir
asegurándole que «solo tú puedes hacer que Ede sea nuestro Ede de nuevo».
Véase la obra de Martin Thomas: «El debate sobre el «revisionismo» de 1898-9»
(2019). El resto de la historia es bien conocida por todos. Durante su larga
estancia en Inglaterra, el señor Bernstein se contagió poco a poco del filisteísmo
inherente de los círculos reformistas que cada vez visitaba con más frecuencia.
Finalmente, a no mucho tardar, la simpatía se tornó en franco apoyo y pasó a
promocionar a algunos de los principales representantes de la filosofía y
economía burguesa −Cohen, Webb, Schulze-Gevernitz, Lange y tantos otros−.
Véase la obra de Bo Gustafsson: «Marxismo y revisionismo. La crítica
bernsteiniana del marxismo y sus premisas histórico-ideológicas» (1972).

En este sentido, también habría que anotar, como muy correctamente hizo Bo
Gustafsson, que una de las mayores influencias de Bernstein, especialmente a
nivel de interpretación histórico-filosófica, provinieron tanto de Benedetto Croce
como de George Sorel. En verdad, autores que, como reflejó Antonio Labriola en
su «Carta a Benedetto Croce» (8 de enero de 1900), pese a sus iniciales intereses
y simpatías hacia el materialismo histórico, realmente nunca llegaron a conocer
y dominar esta doctrina, por lo tanto, sería hasta algo injusto calificarlos como
«padres del revisionismo», ya que, a diferencia de Bernstein, nunca fueron ni
pretendieron ser estrictamente «marxistas». Más bien lo que ocurrió es que
ambas figuras, siendo por naturaleza espíritus inquietos, se adentraron y
aceptaron comulgar por un tiempo −y solo en algunos puntos− con la corriente
entonces de moda −el marxismo−; a partir de ahí, y sin haberse comprometido
tampoco con nada, siguieron explorando otros horizontes. Véase el capítulo:
«¿Revitalizó Sorel el marxismo como proclamó Mariátegui?» (2021).

Volviendo al señor Bernstein, este finalmente esperó el momento idóneo para


revelar a sus «compañeros ortodoxos» cuáles eran los «errores» o
«inexactitudes» de Marx y Engels. Esto no es ninguna especulación nuestra, sino
que él mismo lo confesó en el prefacio a su obra «Las premisas del socialismo y
las tareas de la socialdemocracia» (1899). En este libro reportó dos cuestiones
muy interesantes: a) en primer lugar, que el propio Engels solía exigir a sus
compañeros que se manifestasen abiertamente en favor o en contra en los temas
políticos, y que con él siguió albergando ciertas reservas sobre su lealtad
ideológica; b) en segundo lugar, en vistas de lo anterior, Bernstein reconoció que
esperó cuidadosamente al fallecimiento de Engels en 1895 para poder lanzar al
público sus ideas heterodoxas con menor oposición.

En febrero de 1898, Bernstein le confesó a Víctor Adler en una emisiva lo


siguiente: «La doctrina [marxista] no es lo suficientemente realista para mí, se ha
quedado, por así decirlo, a la zaga del desarrollo práctico del movimiento». Poco
después, en otra carta de octubre de 1898, esta vez dirigida a August Bebel, el
señor Bernstein insinuaba que «El Capital» (1867) de Marx, pese a su parte
científica: «Fue en última instancia una obra tendenciosa y quedó incompleta».
Esto significa que para esta época los dirigentes no podían abducir que no
estuvieran advertidos sobre el camino antimarxista que había tomado. Véase la
obra de Martin Thomas: «El debate sobre el «revisionismo» de 1898-9» (2019).

En todo caso, la problemática de las tesis revisionistas de Bernstein se prolongó


más de lo debido a causa de que Kautsky le dio luz verde para sacar en la prensa
socialdemócrata oficial los artículos de su serie «Problemas del socialismo»,
publicados entre 1896-1898. Esto continuó hasta que Adler y Kautsky decidieron
que era mejor que Bernstein prosiguiera con sus «indagaciones» y «reflexiones»
por otros medios, ya que la ola de protestas que estas levantaron puso en
entredicho al medio y a sus responsables. En realidad, Kautsky, en su posición de
redactor jefe y editor del famoso periódico «Die Neue Zeit», podría directamente
haberse negado a la publicación de los escritos revisionistas de Bernstein, los
cuales, como él mismo dijo en 1899, suponían que: «Uno de los marxistas más
ortodoxos» escribiese algo de un contenido en donde «solemnemente prenda
fuego a lo que ha adorado hasta entonces y adore lo que antes quemó».

En este tipo de situaciones, lo más factible para Kautsky hubiera sido actuar
poniendo en alerta y movilizando a los principales redactores y cuadros del
partido, ¿de qué forma? En primer lugar, valiéndose del hecho irrefutable de que
su contenido no solo no tenía respaldo empírico, sino que además iba
completamente en contra de todos y cada uno de los fundamentos aprobados por
los miembros del partido. En segundo lugar, manifestándose abierta y
públicamente contra su antiguo amigo y camarada, poniendo al corriente a sus
compañeros de las actitudes y escritos de Bernstein en los últimos años. En tercer
lugar, contraatacando en las reuniones de partido y prensa exponiendo tal
maniobra que intentaba cambiar el carácter y fisionomía del partido, mostrando
la peligrosidad de tal camino. En cuarto lugar, pidiendo su expulsión inmediata
de no mostrar un abandono de sus especulaciones, manipulaciones y pesimismos
varios, demostrando una comprensión y arrepentimiento reales. En último lugar,
intentando zanjar el asunto lo más rápido posible a condición de certificar que
todo el mundo fuese consciente de la situación, dedicándose, una vez solucionado
el problema, a cuestiones más acuciantes y productivas. Pero el señor Kautsky no
hizo nada de esto, simple y llanamente, prefirió «dejarlo estar». Y si esto era lo
que podía esperarse del que podría considerarse, con el permiso de Bebel, la
figura clave de la organización, imagínese el lector lo que podrían llegar a pensar
el resto de cuadros menos formados o recién llegados.

Por fortuna, muchos ya empezaban a ser conscientes de la importancia de los


debates que se estaban produciendo y en consecuencia hicieron todo lo posible
por contribuir a los mismos. Sin ir más lejos, el 15 de febrero de 1898, Bebel
comunicó alertado a Kautsky que los últimos escritos de Bernstein sobre las
huelgas de ingenieros en Inglaterra eran «vergonzosos... ¿qué diría Engels si viera
ahora cómo Ed. [Bernstein] está socavando todo lo que él mismo una vez ayudó
a construir?», notificándole que «el oportunismo más espantoso se está
extendiendo entre nosotros como la pólvora». Llegado a este punto, entre enero
y febrero de 1898, dos de las figuras más importantes de la socialdemocracia
alemana, Mehring y Parvus, se distinguieron por sus feroces ataques hacia
Bernstein en el «Leipziger Volkszeitung» y el «Sächsische Volkszeitung»,
mientras Rosa Luxemburgo haría lo propio en septiembre de ese mismo año.
Véase la obra de Martin Thomas: «El debate sobre el «revisionismo» de 1898-9»
(2019).
La debilidad principal de estas primeras críticas era que se cargaba ferozmente
contra el contenido de los escritos de Bernstein, pero no contra el susodicho autor
de estos. Desde el yerno de Marx y líder de los socialistas franceses, Paul Lafargue,
hasta el veterano líder socialdemócrata alemán, Wilhelm Liebknecht, todos
consideraron a Bernstein como alguien impotente sin capacidad real de
influencia:

«Los ataques de los revisionistas contra la teoría del marxismo a menudo no se


encontraron con ninguna oposición seria dentro de la II Internacional.
Marxistas revolucionarios tales como Paul Lafargue, Wilhelm Liebknecht y
Franz Mehring subestimaron el peligro de la corriente revisionista, y en especial
la lucha de Bernstein contra el marxismo materialista. Paul Lafargue solía
considerar la «critica» de Bernstein del marxismo como el producto de su
«sobreesfuerzo intelectual». Wilhelm Liebknecht habló del bernsteinianismo
como una corriente intelectual a la que no había que tomarse muy enserio». (B.
A. Chagin; La defensa y justificación de Plejánov del materialismo dialectico y
histórico en la lucha contra el revisionismo, 1976)

Del mismo modo muchos siguieron tratando a Bernstein como su preciado


camarada desde años atrás, no afrontando el hecho de que sus acciones recientes
fueran incompatibles con cualquier tipo de colaboración política. Así fue como
Bernstein, pese a hallarse en el centro de una ardua polémica, no sufrió de ningún
cambio en su alto puesto en la socialdemocracia alemana:

«Bebel declaraba públicamente en los congresos de su Partido que no conocía


hombre más sensible a la influencia del ambiente que el camarada Bernstein
−no el señor Bernstein, según gustaba de decir antes el camarada Plejánov, sino
el camarada Bernstein−: lo acogeremos entre nosotros, le haremos delegado en
el Reichstag, lucharemos contra el revisionismo, pero no lo combatiremos con
inoportuna aspereza −a lo Sobakévich-Parvus−, sino que le daremos una «dulce
muerte» (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Un paso adelante, dos pasos atrás,
1904)

Esta lucha contra el revisionismo pronto tuvo una implicación a nivel


internacional. Desde Rusia, un indignado Plejánov escribió su «Carta a Karl
Kautsky» (20 de mayo de 1898), queriendo indagar sobre la indolencia de este
último, incluso preguntándole a su homólogo si acaso estaba de acuerdo con los
revisionistas de su partido. Kautsky en respuesta mantuvo una posición
conciliadora, en su «Carta a Gueorgui Plejánov» (4 de junio de 1898) le dijo que
le interesaba modificar los artículos que Plejánov preparó contra Bernstein para
«moderar sus ataques».

De los deseos de moderar se pasó directamente al sabotaje, pues si bien Bernstein


gozó de plena libertad para ocupar el espacio que quisiera en la prensa
socialdemócrata alemana, Plejánov tuvo que luchar para que sus artículos
filosóficos contra Bernstein llegaran a imprenta, hasta que finalmente se canceló
la publicación de varios de sus escritos:

«Plejánov intentó sin éxito publicar en «Neue Zeit» un artículo «Cant contra
Kant o el legado espiritual del señor Bernstein» (1901), el cual era una defensa
de la dialéctica materialista. En una nota al artículo de Plejánov «Materialismo
o kantismo» (1898), los editores del «Neue Zeit» escribieron lo siguiente:
«Hemos decidido interrumpir el debate sobre este tema en vista de la falta de
espacio ocasionado por la abundancia del material recibido». Así Kautsky
interrumpió la publicación de los artículos de Plejánov contra el revisionismo».
(B. A. Chagin; La defensa y justificación de Plejánov del materialismo dialectico
y histórico en la lucha contra el revisionismo, 1976)

Estos artículos no fueron producto de ningún capricho personal del pensador


ruso ni eran redundantes, gracias a ellos se abrió el combate a las concepciones
filosóficas de Bernstein, tema donde todos los socialistas alemanes andaban
perdidos. El propio Kautsky habría hecho bien en prestar suma atención a su
contenido en vez de desecharlos, pues él fue el primero que por poco fue atraído
a adoptar como válida la apología de Bernstein sobre Kant. Tan grave era la
desviación que llegó a decirle a Plejánov que el materialismo y la economía
marxistas podían «llegar a ser compatibilizadas en última instancia con el
neokantismo». Véase la obra de Josef Sleichstein: «Prefacio a los Escritos
filosóficos de Mehring» (1961).

A pesar de los obstáculos, el ataque de Plejánov golpeó en mayor profundidad a


Bernstein que las críticas previas y produjo una reacción antirevisionista. En ese
mismo año, 1898, Bebel le comunicó a Plejánov agradecido por su ayuda: «¡Mi
querido camarada! En primer lugar, quiero estrecharle calurosamente la mano
por la debacle que infligió a Bernstein y Konrad Schmidt en sus artículos».
Notificó a su compañero ruso que él y Kautsky le habían comunicado a Bernstein
que ya no le consideraban como «un camarada del partido», pese a que este
«ahora jura que se le ha malinterpretado, etcétera», pero ellos no creían tal cosa
ya que Bernstein pronto volvía con sus pensamientos heterodoxos. Véase la obra
de I. Kurbatova y M. Iovchuk: «Plejánov» (1977).

En octubre de 1898, durante el congreso de Stuttgart del Partido Socialdemócrata


Alemán, se discutió ampliamente contra Bernstein, incluso se llegó a lanzar una
resolución «condenando el revisionismo». Sin embargo, no se tomó acción
alguna para cortar de raíz sus actividades organizativas, permitiendo que los
oportunistas como Eduard Bernstein, Wolfgang Heine, Max Schippel o Georg von
Vollmar siguieran operando libremente, todo, pese a que habían dejado claro que
no tenían nada que ver con el proyecto marxista. Dicho de otro modo, la
socialdemocracia alemana siguió ofreciendo a estos caballeros los medios y
contactos para poder difundir unas ideas disolventes:
«La socialdemocracia internacional atraviesa en la actualidad un período de
vacilación del pensamiento. Hasta hoy, las doctrinas de Marx y Engels han sido
consideradas como base firme de la teoría revolucionaria; pero en nuestros días
se dejan oír, por todas partes, voces diciendo que estas doctrinas son
insuficientes y obsoletas». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Nuestro programa,
1899)

Kautsky, lejos de arrepentirse de haber dado voz a Bernstein y haber sido


partícipe de este extenso periodo de profunda incertidumbre, ¡agradeció
públicamente a Bernstein por su labor de especulación y manipulación teórica!

«Bernstein no nos habrá disuadido, pero nos ha dado algo en lo que pensar;
deberíamos estarle agradecidos por eso». (Karl Kautsky; Discurso en el
Congreso de Stuttgart, 1898)

Esto es muy matizable. Por supuesto, Bernstein proporcionó material para


discutir sobre multitud de temas: filosofía, economía, política y otros. Y aunque
tardíamente, en la socialdemocracia internacional se produjo una respuesta con
toda una serie de escritos excelentes. En este sentido, nadie puede negar la
importancia de unos textos que, incluso en la actualidad, resultan muy útiles para
distinguir el marxismo de su caricatura, sin olvidar que a su vez ayudaron a
profundizar en algunos temas. Pero al César lo que es del César: esto fue mérito
del tiempo y esfuerzo que invirtieron sus opositores «ortodoxos», no del
«heterodoxo» Bernstein, que en realidad no propuso nada original. Los primeros
refrescaron la memoria al público sobre qué dijeron Marx y Engels, recopilaron
datos sociales actualizados y expusieron su réplica hacia Bernstein de forma
sistematizada. Ejemplos son mismamente los propios artículos de Plejánov como
«Bernstein y el materialismo» (1898), «¿Qué debemos agradecerle a Bernstein?»
(1898) o «Cant contra Kant o el legado espiritual del señor Bernstein» (1901).
Este tipo de escritos sirvieron para que un joven Lenin se familiarizase
filosóficamente en la lucha contra el neokantismo, como confesó en su «Carta a
N. Potresov» (27 de junio de 1899), por lo que está fuera de toda duda la validez
formativa de su contenido.

Ahora, esto tampoco borra que, especialmente para todos aquellos familiarizados
con las polémicas de Marx y Engels, resultase cuanto menos insultante que
Kautsky se atreviese a afirmar que Bernstein había puesto algo nuevo sobre la
mesa, sobre todo en relación a justificar la enorme inversión de tiempo y energías.
Plejánov, por ejemplo, demostró que las teorías económicas de Bernstein tenían
precedentes muy evidentes que eran fácilmente rastreables:

«Solo quería señalarles aquí que Bernstein solo repite lo que dijo Schulze-
Gevernitz unos años antes que él. Pero incluso Schulze-Gevernitz no dijo
absolutamente nada nuevo. Incluso antes que él, varios estadísticos ingleses
estaban difundiendo sobre el mismo tema, como, por ejemplo, el ya mencionado
Goshen, así como varios economistas franceses, como, por ejemplo, Paul Leroy-
Beaulieu. (…) Por lo tanto, Bernstein mastica solo economistas burgueses. ¿Por
qué deberíamos estarle agradecidos a él y no a estos economistas? ¿Por qué
debemos afirmar que no fueron ellos, sino él, Bernstein, quien nos impulsó a
pensar?». (Gueorgui Plejánov; ¿Qué debemos agradecerle a Bernstein?, 1898)

En realidad, temas como la viabilidad de la reforma y el pacifismo como camino


al socialismo, el neokantismo y el agnosticismo como referentes filosóficos, la
cuestión ética en la revolución, la actitud hacia la pequeña burguesía o la
adopción de lemas como «el derecho al trabajo» o la «redistribución de la
riqueza» fueron tópicos que en su día zanjaron Marx y Engels durante sus
trifulcas ideológicas contra Kriege, Weitling, Proudhon, Dühring o Bakunin. De
igual manera encontramos infinidad de conclusiones sobre estas cuestiones en
los análisis pormenorizados sobre las revoluciones europeas de 1848 o la Comuna
de París de 1871. Por tal motivo un Lenin igualmente indignado se preguntó
retóricamente en aquella época:

«¿Qué han aportado de nuevo a esta teoría sus altisonantes «renovadores» que
han levantado en nuestros días tanto ruido, agrupándose en torno al socialista
alemán Bernstein? Absolutamente nada; no han impulsado ni un solo paso
adelante la ciencia que nos legaron Marx y Engels, no han enseñado ningún
nuevo método». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Nuestro programa, 1899)

Algunos grupos del extranjero detectaron esta «flexibilidad» con que Kautsky
había llevado el caso de Bernstein y el revisionismo:

«La revista marxista «Sariá», que se editó en Stuttgart en 1901-1902 y que


defendía las concepciones revolucionario-proletarias, se vio obligada a
polemizar con Kautsky y a calificar de «elástica» la resolución presentada por
él en el Congreso socialista internacional de París en el año 1900, resolución
evasiva, que se quedaba a mitad de camino y adoptaba ante los oportunistas
una actitud conciliadora. Y en alemán han sido publicadas cartas de Kautsky
que revelan las vacilaciones no menores que le asaltaron antes de lanzarse a la
campaña contra Bernstein». (Vladimir Ilich Uliánov; Lenin; El Estado y la
revolución, 1917)

¿Cuáles fueron los resultados de permitir esta «coexistencia de dos líneas» entre
el «ala revolucionaria» y el «ala reformista» en el seno de la socialdemocracia
alemana y la II Internacional? Por ejemplo, que el gran esfuerzo conjunto
realizado por refutar a Bernstein en 1898, tuviera que volver a repetirse punto
por punto en 1899, casi como si no hubiera servido para nada. Pese a que
Bernstein juraba hipócritamente ser aún un marxista y estar siendo
malinterpretado por sus compañeros, como intentó convencer a Bebel, en su
opúsculo «Las premisas del socialismo y las tareas de la socialdemocracia»
(1899), volvió a declarar, punto por punto, todos los argumentos que ya había
expuesto previamente. Por lo que los representantes de la II Internacional se
vieron forzados, de nuevo, a dedicar su congreso de Hannover de ese año a
«condenar al revisionismo». Consiguiendo, esta vez sí, que los representantes
obreros al fin le dieran la espalda a Bernstein. Pero dicha medida llegó demasiado
tarde, el revisionismo se había propagado ya internacionalmente.

En cualquier caso, como acabamos de afirmar, al final la propia inercia de unos


acontecimientos −muy mal manejados− condujo a que los jefes marxistas
tuviesen que realizar arduos esfuerzos para que los pilares de su teoría no se
dinamitasen a causa del caos y confusión desprendidos previamente desde su
propia prensa, algo que como estamos comprobando se podría haber evitado.
Cuando finalmente Kautsky entró en razón ante lo que se estaba produciendo, del
escándalo a nivel internacional que Bernstein estaba provocando con su obra y
del ataque que se había hecho a la línea política de la socialdemocracia alemana,
el daño ya estaba hecho. Para aquel entonces, un Kautsky muy presionado por
sus compañeros y muy dolido por la traición de Bernstein que no alcanzó a ver a
tiempo, lanzó finalmente su contraataque, materializándose en su famosa obra
«Bernstein y el programa socialdemócrata. Una anticrítica» (1899). En algunos
países como en España, esta obra se reeditaría y ampliaría bajo el título «La
doctrina socialista» (1911). El problema fue que la discusión se había alargado
tanto que eran tantos los temas sobre los que había que profundizar, y sobre
tantas disciplinas, que se continuó combatiendo la confusión infundida por
Bernstein incluso pasada una década del comienzo de su «rebelión».

Años más tarde, Kautsky reflexionaría lo siguiente sobre dicho periodo. En 1911,
el orgulloso marxista austriaco tuvo que admitir, llegado el momento, que su
tiempo y esfuerzo habría sido de mayor provecho si hubiera estado destinado a
algo más importante:

«Durante algún tiempo se nos reprochó a los marxistas nuestra falta de


productividad luego de la muerte de Engels. El reproche no era totalmente
infundado, pero la vinculación entre nuestra «falta de productividad» y la
muerte de Engels se produjo solamente por el hecho de que muchos marxistas
encontraron en esa muerte la señal para alejarse del marxismo; incluso para
combatirlo con entusiasmo. Así, las filas de los teóricos marxistas se vieron
momentáneamente debilitadas, y la deserción de nuestros excamaradas del
campo del marxismo «ortodoxo» fortaleció a nuestros adversarios y nos obligó
a colocarnos a la defensiva por un tiempo. Durante años debimos dedicar lo más
valioso de nuestro tiempo y nuestras fuerzas a defender los resultados ya
obtenidos por el marxismo, contra los mismos camaradas que habían
contribuido a obtenerlos, y a refutar argumentos que poco tiempo antes habían
sido declarados poco sólidos por las mismas personas que ahora los utilizaban».
(Karl Kautsky; Capital financiero y crisis, 1911)
Todo esto no deja de sonarnos a paparruchas con las que justificarse y eludir la
responsabilidad. Participar en polémicas es la obligación de todo revolucionario
cuando la doctrina marxista se vea tergiversada, cuando sea menester el
esclarecimiento ideológico, cuando la situación pida explorar terrenos
ideológicos que requieran de indagación. Pero esto no quita que es un
mecanicismo arbitrario el sostener que toda polémica es buena y se deba aplaudir
cuando esta se produzca, como hizo Kautsky, especialmente si tuvo en su mano
frenar la forma en que se desarrolló. Si una polémica no esclarece ningún tema
peliagudo, debido a que se presentan argumentos que repiten cosas que ya están
aclaradas, lo único que se consigue es que, no avanzando ni un solo paso, se
terminen agotando y desmoralizando tus compañeros. Más grave aún es la
situación descrita, donde todas las confusiones que pudieron ser ocasionadas,
fueron producto exclusivo del sentimentalismo y contemplación de Kautsky,
permitiendo que Bernstein reabriera debates una y otra vez, mismo rasgo
individualista y fraccional que luego caracterizaría al señor Trotski.

Siendo respetuosos con la verdad histórica, esta actitud de permisión de


fracciones y no expulsión de los elementos ideológicamente incompatibles no fue
producto del «centrismo» de tipo «kautskista», como muchos historiadores
insinuaron años después. En distintas ocasiones Marx y Engels también fueron
protagonistas de la emisión de críticas y ultimátums muy grandilocuentes. Estas
advertencias y amenazas no impidieron que, pese a todo, ambos siguieran
colaborando con elementos de dudosa fiabilidad, los cuales, como era de esperar,
a la primera oportunidad intentarían confabular y hacerse con la dirección del
movimiento, como ocurrió con los propios seguidores de Bakunin en la I
Internacional. Véase la obra de Franz Mehring: «Karl Marx, historia de su vida»
(1918).

En lo relativo a los partidos de la II Internacional existe todo un registro


epistolario que certifica estos mismos defectos. En su «Carta a August Bebel» (19
de noviembre de 1892), Engels consideró esencial: «Tener una prensa que no
dependa del Ejecutivo o incluso del Congreso del partido», la cual «esté en
posición de oponerse sin reservas a medidas individuales del partido dentro del
programa y las tácticas aceptadas, y de criticar libremente el programa y esas
tácticas, dentro de los límites del decoro partidario». Tal declaración, máxime en
el contexto en que se realizó −de continuas desavenencias en la socialdemocracia
alemana−, no tuvo el más mínimo sentido, como ahora explicaremos.

Para empezar, la disciplina consciente del movimiento no solo no excluye, sino


que presupone la previa discusión de sus integrantes. Para tal fin bien puede
utilizarse la prensa oficial del organismo para reflejar lo expuesto por cada uno
durante la discusión y exponer finalmente lo que se ha decidido y es vinculante.
Evidentemente, si un puñado de militantes proponen revisar de arriba abajo la
línea política y el programa de la organización, es porque realmente su sitio no es
estar ahí dentro, sino fuera de la misma. Entiéndase que el problema no es la
posibilidad de formular un cambio, matiz o adaptación a los nuevos tiempos y
retos, sino el proponer tal viraje sin un sustento que apoye la necesidad. Véase la
obra de Stalin: «Fundamentos del leninismo» (1924).

Ciertamente, existen mil cartas de Marx y Engels en donde el dúo comentó que
los revolucionarios pueden y deben publicar cosas en periódicos no afines, es
decir, medios que son propiedad de personas que están a años luz de ser
revolucionarias, pero siempre que pudieron subrayaron que lo idóneo es buscar
la forma de tener un medio propio para no verse salpicados por los tejemanejes y
exigencias estúpidas de este tipo de personajes. Véase la obra de Karl Marx:
«Carta a Friedrich Engels» (18 de mayo de 1859). Pero este ni siquiera es el
problema fundamental aquí, y para ello debemos avanzar un poco más en el
tiempo y adentrarnos en el periodo en que el marxismo empieza a calar de verdad
en el movimiento obrero alemán. ¿Qué ocurrió en los años 70 del siglo XIX,
cuando los marxistas se diferenciaron claramente de grupos como los
proudhonianos o bakuninistas, entre otros? De nuevo, el registro epistolar
certifica que Marx y Engels se quejaron en más de una ocasión de la falta de
unidad y dirección del movimiento revolucionario de la época, pero hay que
afirmar que parte de la responsabilidad por tales desajustes también recae sobre
ellos. Ejemplos los hay por doquier.

En primer lugar, es bien conocido cómo Wilhelm Liebknecht y otros jefes


alemanes prohibieron sacar a la luz la obra de Marx «Glosas marginales al
programa del Partido Obrero Alemán» (1875), también conocida como «Crítica
al programa de Gotha». El motivo era que dicho escrito ponía al descubierto las
prisas y carencias en la unificación de los lassellanos y eisenachianos, unión que
formó lo que luego sería la famosa socialdemocracia alemana. Durante décadas
Marx y Engels ocultaron la existencia de dicha polémica bajo la excusa de no
«socavar la unidad». De hecho, durante largo tiempo no fue extraño verlos en
público aceptando a Lassalle como un «discípulo de Marx». Véase la obra de Karl
Marx: «Introducción para L' egalite a la obra «Miseria de la filosofía» (1847),
1880). Sin embargo, como muestran sus cartas privadas, Marx y Engels se
deshacían sobre Lassalle con los peores insultos imaginables hacia él en la
intimidad. Véase la obra de Karl Marx: «Carta a Ludwig Kugelmann» (23 de
febrero de 1868). En la propia «Crítica al programa de Gotha» (1875), Marx
denunciaba cómo: «Lassalle se sabía de memoria el «Manifiesto Comunista»
(1848), como sus devotos se saben los evangelios compuestos por él», por lo que
sospechaba que «así, pues, cuando lo falsificaba tan burdamente, no podía
hacerlo más que para cohonestar su alianza con los adversarios absolutistas y
feudales contra la burguesía». En cualquier caso, como comentó Kautsky, el texto
de Marx de 1875 solo fue revelado al público alemán en 1891. Para más inri, fue
publicado siendo en gran parte censurado para así no herir el amor propio ni de
los lassellanos ni de Liebknecht −ya que salían muy mal parados−. Incluso hubo
autores como Dietz quienes abogaban directamente por su no publicación. No
cabe duda de que fue una pena que dicho escrito, tan instructivo, tardase tanto
en difundirse, ¿pero acaso puede decirse que Marx y Engels no aportaron su
granito de arena en prolongar el «mito de Lassalle» en el movimiento obrero
alemán? Véase la obra de Bo Gustafsson: «Marxismo y revisionismo. La crítica
bernsteiniana del marxismo y sus premisas histórico-ideológicas» (1972).

A principios de la década de los 70 sobrevino la cuestión de Dühring. Este era un


megalómano y charlatán de manual, todo un aventurero teórico que
recientemente había pretendido adentrarse en las cuestiones del socialismo, pero
que igualmente logró seducir la mente de gran parte de los líderes de la
socialdemocracia alemana. Bernstein reflejó el espíritu de aquellos días: «El
antiguo grito de combate «¡Por Marx o por Lassalle!» parece haberse sustituido
por una nueva divisa: «¡Por Dühring o por Marx y Lassalle!». Hasta el propio
Bebel llegó a escribir en su obra «Un nuevo comunista» (1874): «Estas objeciones
que formulamos a la obra del señor Dühring no afectan; sin embargo, a sus ideas
fundamentales, que son excelentes y a las que aplaudimos hasta el punto de que
no tenemos inconveniente en declarar que después de «El Capital» (1867) de
Marx, esta reciente obra del señor Dühring es lo mejor que se ha publicado
últimamente en materia económica y no sabríamos recomendar con bastante
calor el estudio de este libro». Sin embargo, pese a las señales de alarma, Marx y
Engels tampoco consideraron necesario atajar el «asunto Dühring». Este era un
esfuerzo que, pese a la insistencia de sus compañeros, ambos se negaron a
realizar, en el caso de Engels, porque prefería dedicarse al estudio de las ciencias
naturales. Véase la «Carta a Friedrich Engels» (19 de febrero de 1875) de Wilhelm
Liebknecht. Esta dejadez continuó durante años hasta que la situación se
desbordó, teniendo, ahora sí, que elaborar y publicar el famoso «Anti-Dühring»
(1878), aunque para aquel entonces los dühringianos se habían esparcido de tal
forma que intentaron boicotear la respuesta que Engels elaboró con la ayuda de
Marx. Véase la obra de David Riazánov: «50 años del Anti-Dühring (1928).

Durante la redacción del nuevo «Programa de Erfurt» de los socialdemócratas


alemanes, Engels participó en criticarlo extensamente para mejorar su versión
final. Sin embargo, como ocurrió con la crítica de Marx al programa de Gotha de
1875, esta nueva crítica permaneció en privado. Esto resulta incomprensible,
especialmente si revisamos que el veterano dirigente no consideraba que las
discrepancias con sus camaradas y discípulos fueran menores. En su «Carta a
Karl Kautsky» (29 de junio de 1891), Engels expresó que quería atacar al
«oportunismo conciliador del «Vorwärts» y a la alegre piadosa, divertida y libre
«evolución» del viejo y sucio lío «hacia la sociedad socialista». Sin embargo, la
obra donde expresó su opinión del programa, la famosa «Contribución a la crítica
del proyecto de programa socialdemócrata» (1891), no vio la luz hasta diez años
después de su redacción, en 1901. La consecuencia directa de esto fue que muchas
de las directrices de Engels se ignoraron plenamente, en especial se suprimió toda
mención a la dictadura del proletariado y el papel del Estado el cual era el punto
principal sobre el que él insistió que se indagara. El programa que finalmente fue
aprobado se convirtió en la base de casi todos los programas de los partidos
socialistas integrados a la II Internacional, quedando en ellos la doctrina de la
dictadura del proletariado enterrada hasta que los bolcheviques se propusieron
sacarla a la luz.

En su «Carta a August Bebel» (30 de abril de 1883), Engels mismo reconoció a


uno de sus allegados que no veía a nadie apto para ocupar el lugar de Marx y él
cuando ambos desapareciesen, ya que «lo que los hombres jóvenes han intentado
en esta línea vale poco, de hecho, en su mayor parte menos que nada». En su
«Carta a August Bebel» (15 de noviembre de 1889), volvió a manifestar su temor
por la «joven generación» de dirigentes alemanes y «debilidad» en el «terreno
teórico». Estas carencias de los marxistas no es ninguna exageración y son, hasta
cierto punto, comprensibles en toda nueva experiencia, pero no por ello
disculpables. Aun después del fallecimiento de Marx, en 1883, la confusión y falta
de proyecto entre sus distintos miembros, siguieron siendo signos muy
reconocibles del movimiento socialdemócrata alemán. Fue significativo el hecho
de que, en 1891, el diputado socialdemócrata Karl Grillenberger declarase lo
siguiente en relación a la cuestión de la «dictadura revolucionaria del
proletariado»: «Herr Dr. v. Bennigsen ha olvidado añadir que el Partido
Socialdemócrata no se ha vinculado a este proyecto de programa de Marx». Véase
la obra de Bo Gustafsson: «Marxismo y revisionismo. La crítica bernsteiniana del
marxismo y sus premisas histórico-ideológicas» (1972).

En más de una ocasión, Engels tuvo que intervenir in extremis para llamar la
atención a los jefes por este tipo de salidas de tono. Así lo hizo a través de varias
cartas hacia los principales líderes del partido −como ocurrió durante el caso de
la «Dampfersubvention» (1884)− y escritos −«El problema campesino en
Francia y Alemania» (1894)− a fin de ayudar a frenar el revisionismo de Vollmar
y compañía, de los cuales, como advertía en la intimidad, no podían ser
considerados de otra forma que como unos «traidores». Véase la obra de Engels:
«Carta a Wilhelm Liebknecht» (24 de noviembre de 1894).

Esta falta de formación ideológica y falta de autonomía operacional no fue algo


exclusivo de Alemania, sino la tónica común de los nuevos «marxistas» y sus
secciones. En Francia, pese a los esfuerzos de Guesde o Lafargue de intentar estar
a la altura de las circunstancias, lo cierto es que muchos de sus dirigentes apenas
estaban superando los dogmas del socialismo utópico y otras manías personales.
Esto motivó que muchos de sus programas y movimientos dependieran en gran
medida de las directrices de Marx y Engels, los cuales, como era normal, no
podían estar constantemente estudiando y atendiendo a todos debidamente.
Véase el subcapítulo: «¿En qué se basaba el incipiente marxismo francés del siglo
XIX?» (2021).

Estas constantes confusiones ideológicas no son tan sorpresivas si tenemos en


cuenta que la socialdemocracia alemana acabó configurándose poco a poco como
un movimiento de masas, pero cada vez menos efectivo a nivel operativo,
encorsetado, debilitado y maniatado en el mismo entramado que se suponía iba
a ayudar a realizar la revolución.

Esto se refleja en Karl Kautsky y su «Carta a Víctor Adler» (15 de octubre de


1892)», en donde reconoció que el partido socialdemócrata había «crecido
enormemente en los últimos años» pero «las viejas fuerzas entrenadas no son
suficientes para sus necesidades». Consideraba que a nivel formativo la «gran
masa de socialdemócratas» no sabía «mucho más de nuestros principios que
nuestra oposición», instando a su compañero a que «educar a estas masas es más
importante ahora que nunca», especialmente cuando «este aspecto fue y tuvo que
ser descuidado bajo la Ley Socialista». En dicha misiva Kautsky expresó su
preocupación por el órgano de expresión «Zentr[alblatt]», el cual se había
convertido en un «peligro» ya que «declara con orgullo que es una ventaja no
situarse en ningún punto de vista teórico», y el cual, por desgracia, era la
«principal lectura» de los militantes, incluso por delante de «Neut Zeit». Sin
embargo, el propio Kautsky mostraba sus propios defectos al justificar este estado
de las cosas bajo el pretexto de que sus «editores están sobrecargados de trabajo»
y muchos compañeros no tenían «tiempo para leer nada que no sea
inmediatamente útil». Sin embargo, el problema no era tanto de priorizar
temáticas u optimizar el tiempo −factores que obviamente influyen en el logro de
los objetivos−, sino que la cuestión iba mucho allá, ya que el principal defecto
comenzaba por el concepto en sí sobre la organización y los deberes de sus
miembros, el cual era difuso y condescendiente.

Para el año 1905, la socialdemocracia alemana se había convertido en lo que


sigue: a) un partido con una enorme cantidad de miembros oficiales −en torno a
400.000 militantes− pero que no leían su principal revista teórica «Neue Zeit»
−solo 4.000 suscritos−; b) lleno de «funcionarios de partido» bien renumerados
y oponiéndose a cualquier demanda plausible de rebaja −como hizo Liebknecht
en 1892−; y c) en donde la literatura de Marx y Engels empezó a quedar en
segundo lugar en relación a temas comunes de ciencias naturales, novela social y
demás. Véase la obra de Bo Gustafsson: «Marxismo y revisionismo. La crítica
bernsteiniana del marxismo y sus premisas histórico-ideológicas» (1972).

¿Qué conclusiones podemos extraer? Que el coquetear con este concepto de


partido multifraccional −donde existen varios bandos− o en donde existe un
dualismo entre los medios oficiales y extraoficiales no solo es una receta fatal,
sino que especialmente en las condiciones de clandestinidad, puede conllevar −y
así ocurrió en Rusia− que en un momento dado los esfuerzos de los
revolucionarios queden inutilizados, mientras sus rivales −como fue el caso de los
economicistas de Struve− sean quienes cuentan con las imprentas y los
principales apoyos internacionales.

Por último, tampoco hay que llevarse a engaño, hemos de reconocer que en
ocasiones la propia socialdemocracia alemana había proporcionado munición a
sus adversarios −como Bernstein, Struve y compañía− para calificar sus actitudes
y teorías como poco serias o incoherentes:

a) En primer lugar, uno de los argumentos estrella de Bernstein en su polémica


de finales del siglo XIX fue denunciar la «teoría del colapso», donde los dirigentes
marxistas profetizaban, según él, el fin mecánico de la sociedad capitalista por
una crisis económica que sería inevitable. En honor a la verdad, si bien Kautsky
demostró que Bernstein manipuló en varias ocasiones −cuando no se inventó− lo
que los marxistas habían dicho sobre esto, tampoco sería justo no reconocer que
varios de los dirigentes socialdemócratas, como Rosa Luxemburgo o Karl
Kautsky, lanzaron fantasmagóricas profecías de este tipo. Este fue un pecado que
Kautsky negaría en su obra «Bernstein y el programa socialdemócrata. Una
anticrítica» (1899), asegurando que: «Sería difícil ver a Bernstein probar que el
partido socialista está realmente convencido de tal cosa». Sin embargo, la
bibliografía puede confirmar esto, pues en su «La lucha de clases» (1889),
Kautsky aseguró frases tan rocambolescas como la siguiente: «Consideramos
inevitable la ruptura de la sociedad existente». E igualmente en otro lugar: «El
sistema social capitalista ha llegado a su fin, su disolución ahora es sólo una
cuestión de tiempo», ya que, según pensó Kautsky, «el irresistible desarrollo
económico conduce con necesidad natural a la bancarrota del modo de
producción capitalista». Durante décadas nuestros revisionistas de derecha e
izquierda, más reformistas o más anarquistas, han repetido paso a paso estos
mantras fatalistas, por lo que no nos detendremos en tal discusión. Véase el
capítulo: «La tendencia en ver en cualquier crisis la tumba del capitalismo»
(2017).

b) En segundo lugar, ante la acusación de Bernstein de que el marxismo era una


especie de blanquismo, Kautsky respondió de forma pusilánime que él y los suyos
habían aprendido que: «La revolución puede asumir muchas formas, según las
circunstancias en que tiene lugar», y que «de ninguna manera es necesario que
vaya acompañada de violencia y matanza», confiando en que a veces «hay
instancias en la historia cuando las clases dominantes eran tan particularmente
débiles y cobardes que se sometieron a lo inevitable y voluntariamente
abdicaron». Es decir, que Kautsky esperaba que no solo el emperador, sino que
los burgueses entregasen pacíficamente el poder político y los medios de
producción, aunque no explica bajo qué ecuación fantástica ocurriría tal milagro.
Conociendo otros escritos suyos, como el mencionado «La lucha de clases»
(1889), según él: «Cuando el proletariado participa en el parlamento como una
clase autoconsciente, el parlamento comienza a cambiar de carácter»,
considerando a este como «la palanca más poderosa que se puede utilizar para
levantar al proletariado de su degradación económica, social y moral» (sic). Años
más tarde, Lenin criticaría estas debilidades en su famosa obra «El Estado y la
revolución» (1917).
c) En último lugar, hubo otros dirigentes los cuales, tuvieron que postergar o
retirar parte de su atención de los trascendentales fenómenos que estaban
teniendo lugar −en materia económica, filosofía o cuestión nacional−, todo, en
aras de poder dedicarse plenamente a la discusión en ciernes. Las consecuencias
de medir mal los tempos y no movilizar a tiempo a las bases para frenar esta
sangría tendría las consecuencias que ya hemos indicado: ni se paró a tiempo la
avalancha del revisionismo, ni se avanzó en muchas de las necesarias
investigaciones sobre los últimos acontecimientos de la época. Nos explicaremos
mejor. No cabe duda que defender el marxismo es una noble tarea, pero
desarrollar el marxismo lo es aún más. Engels, en sus apéndices a «El Capital,
Tomo 3» (1894), dejó a sus discípulos notas para continuar la importante tarea
del estudio económico y su evolución, del nuevo rol que estaba adquiriendo el
capital bancario, los trusts, etcétera. El capitalismo estaba mostrando ya
síntomas de la nueva etapa a la que estaba entrando, la vida económica sufría
grandes cambios cuyo análisis era una necesidad de carácter inmediato para los
marxistas. Empero, debido al liberalismo de Kautsky y Cía. en la cuestión de la
polémica de Bernstein, los discípulos de Engels no avanzaron hasta analizar esto,
y se quedaron estancados durante años en discusiones ya superadas. Esta falta de
determinación, dedicación y focalización, todo sea dicho, también puso su granito
de arena para que, años después, el propio Kautsky pasase de una posición
anticolonial a una colonialista, alcanzando como colofón la teoría del
«ultraimperialismo», que predicaba el fin de las guerras en el capitalismo y otras
idealizaciones de las cuales su «yo» joven se hubiera reído. Lo mismo podría
aplicarse a Rosa Luxemburgo y sus desacertadas teorías sobre la teoría del
colapso, las huelgas, el partido, el espontaneísmo, las reivindicaciones nacionales
y demás. Véase la obra: «La lucha de Lenin y los bolcheviques contra las
limitaciones de Rosa Luxemburgo» (2016).

En todo caso, resumiremos para el lector algunas de las equivocaciones de la


socialdemocracia internacional a la hora de enfrentar la cuestión de Bernstein y
el revisionismo, para lo cual, aprovecharemos para rescatar algunos archivos que
todavía hoy son muy poco conocidos:

a) En primer lugar, autores de la talla intelectual de Labriola, muy seguramente


desconocedores de la trayectoria zigzagueante de Bernstein y de sus últimos
contactos con los círculos fabianos, llegaron a saludar con simpatía sus primeros
artículos. En 1897, Labriola comentó cómo «Bernstein escribió recientemente un
perspicaz y profundo artículo en Neue Zeit acerca del utopismo latente que se da
entre una parte de los marxistas»; incluso en su «Carta a Karl Kautsky» (8 de
octubre de 1898), llegó a censurar los esfuerzos de Plejánov por refutar el
neokantismo de Bernstein: «Me he divertido mucho leyendo las groserías que
Plejánov ha escrito contra Bernstein», arguyendo, según él, que Plejánov
desconocía la filosofía alemana.
Finalmente, el propio Labriola, horrorizado por el contenido cada vez más
evidente de Bernstein, daría marcha atrás y atacaría a este en varias ocasiones,
especialmente por su evolucionismo. En su «Carta a Whilehm Liebknecht» (8 de
agosto de 1899), dijo: «Y si el libro [de Bernstein] constituye una gran alegría para
la burguesía, bien le podemos regalar el libro a la burguesía». Mientras que en su
«Carta a Benedetto Croce» (8 de enero de 1890), era todavía más severo con los
tránsfugas [Bernstein y Sorel], ya que para él estos olvidaban que «a la realidad
se la comprende por medio de la observación y no por las conclusiones de la
razón». A Bernstein le llamaba «estúpido» por «imaginar que ha hecho el papel
de Josué» −como hombre elegido que releva al profeta de Dios y conduce a los
judíos a la Tierra Prometida−, mientras a Sorel le reclamaba por «creer que ha
superado aquello que nunca estudió».

b) En segundo lugar, salvo casos puntuales como Franz Mehring, en la


socialdemocracia alemana se había perdido la tradición filosófica de antaño. La
imperdonable postura de Kautsky durante la polémica también se complementó
con un alarde de ignorancia reflejado en su emisiva de mediados de 1898 al
escribir a Plejánov lo siguiente: «De todos modos, debo declarar abiertamente
que el neokantismo es lo que menos me molesta. Nunca he sido fuerte en filosofía,
y aunque estoy enteramente en el punto de vista del materialismo dialéctico,
pienso; sin embargo, que el punto de vista económico e histórico de Marx y Engels
es, en el caso extremo, compatible con el neokantismo».

Sin embargo, Plejánov, mucho más versado en filosofía, no compartía tal osadía
y además justificaba su enojo por la importancia del tema a tratar: «Los escritos
de estos filósofos [Bernstein y Schmidt] me repugnan profundamente, y mi
respuesta no será muy amable. Para mí cuando se trata de cosas muy
importantes, no puedo mantener una compostura académica». En consecuencia,
Plejánov se prodigó por impartir una serie de conferencias en Suiza atacando al
neokantismo, recopiladas en su «Sobre la crisis imaginaria del marxismo»
(1898). Además, envió a Kautsky una copia de «Bernstein y el materialismo»
(1898), para que reflexionase sobre su postura respecto a la filosofía. Véase la
obra de I. Kurbatova y M. Iovchuk: «Plejánov» (1977).

Aún en diciembre de 1898, cuando la polémica estaba alcanzando cuotas más


violentas, Kautsky escribió a Plejánov con dos peticiones increíbles: «Por
supuesto, el «Die Neue Zeit» queda para su respuesta, pero cuanto más breve sea,
más agradable será para mí: ya hemos dedicado bastante espacio a este tema, y
la mayoría de nuestros lectores no pueden seguir la discusión, ya que el
pensamiento filosófico es inusual para ellos». Plejánov respondió con una carta
en la que demandaba no acortar los artículos: «Tenga en cuenta que yo defiendo
las ideas de Marx y Engels y que sería imperdonable que nos rindiéramos ante el
primer ataque de algunos pedantes universitarios». Poco antes del final de la
carta, Plejánov lanzó otro dardo a la socialdemocracia alemana por su
aletargamiento intelectual: «Tú dices, que a tus lectores no les interesa la
filosofía… pienso que debemos hacer que se interesen por ella». Véase la obra de
I. Kurbatova y M. Iovchuk: «Plejánov» (1977).

c) En tercer lugar, hubo algunos presuntos marxistas, como Henry Hyndman, que
si bien no estaban de acuerdo con Bernstein y sus «disparates» −como su apoyo
al sistema británico en la India−, advirtieron que no participarían en el tema, a lo
que Plejánov anotó irónicamente en 1898: «Pobre inglés está muy ocupado… solo
otros, desde su punto de vista, son libres y pueden dedicar tiempo a luchar contra
los críticos del marxismo». Esto, al fin y al cabo, suponía mantener una
neutralidad pública. Véase la obra de I. Kurbatova y M. Iovchuk: «Plejánov»
(1977).

Por otro lado, estuvieron aquellos, como Kautsky, los cuales, ante los primeros
indicios de deserción de Bernstein, trataron de mantener la polémica dentro de
un ambiente cortés. El propio Wilhelm Liebknecht confesó en una carta a
Plejánov de 1898 que el tema Bernstein se había alargado por la mala praxis y
sensiblería de Kautsky: «Si no fuera por la bondad de Kautsky, que no quería
separarse de su antiguo camarada, entonces la cuestión de Bernstein no
existiría». Esto no es ninguna exageración. Kautsky confesó en su carta a Plejánov
de diciembre de 1898 que él mismo no respondió a Bernstein porque
supuestamente estaba muy «ocupado», que para él era «más agradable que otros
se preocupen por ello», pero sobre todo el motivo fundamental parece ser que su
indecisión era de tipo personal, ya que tras compartir vivencias con Bernstein
durante 18 años reconoció que «no es tan fácil volver las armas contra un viejo
compañero de armas».

Incluso dirigentes de la talla de Paul Lafargue priorizaron sus viejos lazos y su


sentimentalismo, notificando frases como las siguientes: «Lamento este retiro
intelectual de Bernstein», pero «soy demasiado amigo de él y admiro demasiado
sus actividades pasadas para criticarlo con tanta dureza», ante lo cual Plejánov
apuntó que, si el problema fuese que Bernstein era una «persona cansada», como
insinuaba Lafargue, la crítica le ayudaría a «reponerse». En todo caso, Plejánov
comunicó amargado a Vera Ivanovna cómo todos sus compañeros alemanes:
«Por un lado, todos me aprueban, y por otro, piden que sea más suave». Véase la
obra de I. Kurbatova y M. Iovchuk: «Plejánov» (1977).

d) En cuarto lugar, no todos eran igual de conscientes del peligro que suponía el
fenómeno del «bernsteinismo». Wilhelm Liebknecht en su carta a Plejánov de
1898, pese a animarle a «golpear fuerte a Bernstein», pecaría de este exceso de
confianza considerando que su amigo ruso exageraba el peligro de Bernstein:
«¡Estimado amigo! Veo que usted está interesado en nuestra lucha interna que;
sin embargo, no es tan grave como se podría suponer desde el exterior», ya que
«le atribuyes a Bernstein una trascendencia e influencia que nunca tuvo».
Franz Mehring también cayó en esta grave subestimación del «bernsteinismo»
llegando a declarar: «En mi opinión el revisionismo no fue engendrado por las
condiciones sociales e históricas del desarrollo del movimiento obrero», por lo
que, a lo sumo, consideraba despreocupadamente que el revisionismo no pasaba
de ser un «estado de ánimo» pasajero. Véase la obra de B. A. Chagin «La defensa
y fundamentación de Plejánov del materialismo dialéctico e histórico en la lucha
contra el revisionismo» (1976).

Hasta el propio Plejánov en su artículo «Sobre la crisis imaginaria del marxismo»


(1898), calculó que este desafío de los cabecillas revisionistas no tendría mucho
recorrido: «Estos señores [burgueses] ven a Bernstein y Schmidt como nuevos
aliados y les agradecen esta inesperada alianza». Sin embargo: «creo que [esta
alegría para la burguesía] será tan breve como la alegría provocada por la lucha
entre los «jóvenes» [semianarquistas] y los «viejos» [ortodoxos] [en 1891], la cual
terminará con «el pasaje final de estos dos señores [Bernstein y Schmidt] a las
filas de la democracia burguesa», permaneciendo el movimiento y su doctrina
marxista como «una fortaleza inexpugnable contra la que se hacen añicos todas
las fuerzas enemigas». Véase la obra de I. Kurbatova y M. Iovchuk: «Plejánov»
(1977).

e) En otras ocasiones, si bien los jefes revolucionarios lanzaron su ofensiva sobre


Bernstein, la difusión de tales artículos críticos fue poca o nula debido a los
problemas fraccionales que ya habían enraizado. Este fue el caso de Rusia, donde
los artículos de Plejánov contra Bernstein de 1898 no fueron publicados hasta
1906: «Los artículos de Plejánov contra los revisionistas, si hubieran sido
publicados en ruso al mismo tiempo, a fines de la década de 1890, habrían hecho
mucho más daño a los «marxistas legales» y a los «economistas»; sin embargo,
«justo en ese momento, el grupo Emancipación del Trabajo no tuvo la
oportunidad de publicar estos trabajos en la prensa ilegal, ya que la imprenta de
la Unión de Socialdemócratas Rusos estaba en manos de los economistas». Véase
la obra de I. H. Kurbatova: «El comienzo de la difusión del marxismo en Rusia:
actividades del grupo Emancipación del Trabajo» (1983).

En realidad, mientras Kautsky terminó cerrando el grifo a Bernstein para publicar


en «Die Neue Zeit» en 1898, los escritos de Plejánov «Bernstein y el
materialismo» (1898), «Konrad Schmidt contra Karl Marx y Friedrich Engels»
(1898), y «Materialismo y kantismo» (1898), sí fueron publicados, pero de nuevo
los polémicos artículos se encontraron con más obstáculos inesperados. El
primero de ellos fue enviado a Clara Zetkin para ser traducido al alemán, pero
esta censuró ciertas partes debido al «tono agresivo» del artículo, ante lo que
Plejánov replicó irónicamente: «Mi crítica no es suave, pero no es de naturaleza
personal. Sin embargo, debo confesar que en este momento estoy lejos de amar a
Bernstein: este es un enemigo, y si he de amar a los enemigos, entonces no será
con amor cristiano». En el exterior también hubo autores como el ruso Pável
Axelrod que consideraron el tono de su compañero Plejánov como «demasiado
duro e injustificado». Véase la obra de I. Kurbatova y M. Iovchuk: «Plejánov»
(1977).

En resumidas cuentas, lo que acabamos de ver demuestra que las problemáticas


no se estudiaban cada una a su debido tiempo, sino que su abordaje se iba
improvisando, o peor, que una vez iniciadas por los motivos que fuesen, no se
tenía capacidad de reacción y contundencia. Al mismo tiempo, había una notable
infravaloración de los peligros que se cernían sobre el movimiento, ya que se
jactaban de una fuerza y unidad que no tenían.

¿Podemos aprender algo del posmodernismo para superar los


«dogmas del pasado»?

Cuando echamos un vistazo a las publicaciones de los «académicos marxistas»


−lo que en época de Marx y Engels vendrían a ser los «socialistas de cátedra»−
resulta que, aunque ellos sean los primeros en presumir de erudición, no se
enteran de la misa la mitad. Con «marxismo académico» no nos referimos tanto
a individuos marxistas formados en las universidades, sino; más bien, a aquellos
que, como resultado de su exposición a tales ambientes, aceptan acríticamente
todo lo que proviene de ese «marxismo» descafeinado y difuso. Ese «marxismo»
tan sui géneris que siempre ha sido popular entre el estudiantado y profesado de
las instituciones educativas, el cual los conservadores han identificado como el
«marxismo cultural» incontables veces. Mientras, otros respiran tranquilos al ser
conscientes de que este solo es un sucedáneo inofensivo. Uno de estos
representantes, Julio Aróstegui, licenciado en historia y especializado en Edad
Contemporánea, llegaba hasta el punto de querer unir marxismo y
posmodernismo de la siguiente forma:

«En el último cuarto del siglo XX, en definitiva, el abandono de las posiciones
marxistas y la influencia polivalente del análisis del lenguaje son los dos
movimientos cuya influencia sobre el futuro de la historiografía podemos ver de
forma menos confusa». (Julio Aróstegui; La investigación histórica: Teoría y
método, 1995)

Mientras que, por su parte, Fernando Sánchez Marcos, al tratar de explicarnos


las tendencias historiográficas actuales, rastreaba de igual forma las huellas del
posmodernismo coincidiendo con el señor Aróstegui:

«La gran crisis cultural coetánea vivida por los países occidentales y
centroeuropeos en los decenios de los 60 y 70 −una de cuyas manifestaciones
serían las revueltas estudiantiles del 68− favorecía un clima de escepticismo
general contra las macroteorías sociológicas omnicomprensivas y un
relativismo que encontraba en la antropología un aliado». (Fernando Sánchez
Marcos; Tendencias historiográficas actuales, 2009)
Por otro lado, en el ambiente político, tenemos a Alberto Garzón, jefe de Izquierda
Unida (IU), quien como vimos en anteriores capítulos, aunque se presente a ratos
como un pensador «antiposmoderno», más bien lo abraza con extrema
efusividad cada vez que puede. Esta vez, siguiendo la estela del señor Aróstegui,
advertía:

«No podemos olvidar que Marx y Engels fueron hijos de su tiempo. Una de las
implicaciones que eso tiene es que aun siendo críticos, ambos fueron
representantes de la modernidad y portadores de una visión historicista del
progreso». (Alberto Garzón; ¿Es el marxismo un método científico?, 2018)

Para cerrar el círculo, tenemos en el mismo sentido a los «reconstitucionalistas»,


quienes, imitando las consideraciones de su ídolo José Carlos Mariátegui, nos
invitaban a tener en cuenta las filosofías irracionales y subjetivistas que han
colaborado en «abrirnos los ojos» sobre las mentiras del positivismo, si bien con
más reservas todavía que el autor andino:

«Dicho sea de paso, aunque la posmodernidad ha sido usada por la burguesía,


en medio de la hecatombe del socialismo real, para propalar el relativismo
histórico y proceder a la deconstrucción del proletariado y al destierro de la
revolución del mundo intelectual, no nos vale a los comunistas con negarla,
como hace la mayoría del MCI, pues eso es obviar lo que tiene la posmodernidad
de expresión de un hecho real, el fin del Ciclo de Octubre y la caducidad de
muchas de las concepciones e instrumentos que utilizó el proletariado durante
dicha experiencia histórica, y es, por tanto, negarnos a comprender la época que
nos ha tocado vivir. Como decimos, a la posmodernidad no vale con negarla, en
el sentido de rechazar todas las concepciones indudablemente reaccionarias que
ha traído consigo, sino que, como buenos dialécticos, hemos de negar la
negación, e incorporar lo que tiene ciertamente de positivo, como, por ejemplo,
su crítica del fetiche ilustrado del progreso automático e impersonal».
(Movimiento Anti-Imperialista; Alrededor de la ciencia y la praxis
revolucionaria, 2013)

Sin palabras. Debemos «incorporar lo que tiene ciertamente de positivo», ¿el qué
exactamente? ¿Qué ha dicho el posmodernismo sobre la ilustración o el
positivismo que no hayan dicho ya Marx y Engels? Ni idea. Una vez más, habrían
tenido que llegar los «posmodernos» y los «reconstitucionalistas» para
revelarnos lo que el materialismo histórico ya expuso hace siglos, es decir, que:
«el progreso no es lineal» o que «las investigaciones y conclusiones de los
científicos sufren la presión, censura o soborno del poder político-económico».
Volvemos a insistir, ¿podemos usar los «descubrimientos» de la
«posmodernidad» para negar el «fetiche ilustrado del progreso automático e
impersonal», del cual de una manera u otra se hicieron eco varias doctrinas del
siglo XX? No, esto sería como decir que se necesita a Nietzsche para ser ateo o
recuperar la figura de Mussolini para combatir a la socialdemocracia. Nada de
eso. Basta con buscar bien en la literatura de nuestra doctrina para obtener un
cuadro mucho más fidedigno sobre las carencias que deseamos criticar, el
problema es que muchos «marxistas» no han comenzado aún a leer lo más básico
de los autores de referencia, por eso se dejan seducir por cualquier teoría absurda
en boga:

«De donde se sigue, para el viejo materialismo, que el estudio de la historia no


arroja enseñanzas muy edificantes, y, para nosotros, que en el campo histórico
este viejo materialismo se hace traición a sí mismo, puesto que acepta como
últimas causas los móviles ideales que allí actúan, en vez de indagar detrás de
ellos, cuáles son los móviles de esos móviles. La inconsecuencia no estriba
precisamente en admitir móviles ideales, sino en no remontarse, partiendo de
ellos, hasta sus causas determinantes. En cambio, la filosofía de la historia,
principalmente la representada por Hegel, reconoce que los móviles ostensibles
y aun los móviles reales y efectivos de los hombres que actúan en la historia no
son, ni mucho menos, las últimas causas de los acontecimientos históricos, sino
que detrás de ellos están otras fuerzas determinantes, que hay que investigar lo
que ocurre es que no va a buscar estas fuerzas a la misma historia, sino que las
importa de fuera, de la ideología filosófica. En vez de explicar la historia de
antigua Grecia por su propia concatenación interna, Hegel afirma, por ejemplo,
sencillamente, que esta historia no es más que la elaboración de las «formas de
la bella individualidad», la realización de la «obra de arte» como tal. Con este
motivo, dice muchas cosas hermosas y profundas acerca de los antiguos
griegos, pero esto no es obstáculo para que hoy no nos demos por satisfechos
con semejante explicación, que no es más que una frase. Por tanto, si se quiere
investigar las fuerzas motrices que −consciente o inconscientemente, y con
harta frecuencia inconscientemente− están detrás de estos móviles por los que
actúan los hombres en la historia y que constituyen los verdaderos resortes
supremos de la historia, no habría que fijarse tanto en los móviles de hombres
aislados, por muy relevantes que ellos sean, como en aquellos que mueven a
grandes masas, a pueblos en bloque, y, dentro de cada pueblo, a clases enteras;
y no momentáneamente, en explosiones rápidas, como fugaces hogueras, sino
en acciones continuadas que se traducen en grandes cambios históricos.
Indagar las causas determinantes de sus jefes −los llamados grandes hombres−
como móviles conscientes, de un modo claro o confuso, en forma directa o bajo
un ropaje ideológico e incluso divinizado: he aquí el único camino que puede
llevarnos a descubrir las leyes por las que se rige la historia en conjunto, al igual
que la de los distintos períodos y países. Todo lo que mueve a los hombres tiene
que pasar necesariamente por sus cabezas; pero la forma que adopte dentro de
ellas depende en mucho de las circunstancias». (Friedrich Engels; Ludwig
Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, 1886)

Pero nada, ellos a lo suyo. Uno de los voceros «reconstitucionalistas» proclamaba


sin sonrojarse:
«@_Dietzgen: La posmodernidad, como resultado de la derrota del
proletariado en el Ciclo de Octubre, nos enseña algo: derrumbó el mito del
progreso lineal y espontáneo, objetivista, de la sociedad; encumbra al sujeto
humano como único productor de la historia». (Comunista; Twitter, 21 de abril
de 2020)

Lamentablemente, se empieza así y se acaba a la altura de los peores profesores


universitarios. No es broma:

«Las obras de Marx −especialmente el maduro− y sobre todo las de su


colaborador Engels tienen una clave cientificista, naturalista, objetivista y
dialéctica y cuasi determinista que impregna su consideración de la historia
humana. Esta queda así determinada por la asunción de la dialéctica hegeliana
que conduce, de forma relativamente mecanicista, a estadios superiores de
desarrollo hasta el socialismo. (…) La historia, de arma revolucionaria se
convertía en sierva de una nomenklatura. (...) La dogmatización del marxismo-
leninismo en su versión marxista-leninista». (Fernando Sánchez Marcos;
Tendencias historiográficas actuales, 2009)

He aquí otro juego psicológico: aunque anteriormente el señor Sánchez tacha al


marxismo, desde su cuna, de doctrina «cuasi determinista, mecanicista y
esencialmente hegeliana» unas hojas después rectifica y resulta que fue el
«marxismo-leninismo de la antigua URSS» quien «hizo del marxismo un
dogma». ¡Aclárese, caballero! Bien, ¿y quién tuvo que venir para salvar el
marxismo de sus propios errores o de su zafia vulgarización? ¿¡A qué no lo
adivinan!? ¡El bueno de Lukács! ¡Cómo no! ¡Cuán de acuerdo estarán los
«reconstitucionalistas» en esto!:

«La renovación del pensamiento histórico marxista frente a la ortodoxia del


materialismo histórico comenzó en Occidente antes de la Segunda Guerra
Mundial. (...) [Gramsci] Reivindica una cierta autonomía de la superestructura
y traslada el campo de la cultural −al igual que Lukács− una buena parte de la
crítica al capitalismo». (Fernando Sánchez Marcos; Tendencias
historiográficas actuales, 2009)

Para empezar, intentar pulir el «objetivismo burgués» de la filosofía positivista


mediante el cáncer irracional del posmodernismo, no es subir un escalón en la
escalera del conocimiento, sino despeñarnos por ella. Si el positivismo pretendía
«enterrar la filosofía» para «hacer ciencia» con hechos, «observar para proveer»
−sin poner en tela de juicio el sistema, defendiéndolo−; el posmodernismo,
directamente, no cree que sea posible «hacer ciencia» ni tiene pretensiones de
crear una filosofía «con una metodología y sistematización reconocibles». Este
tampoco intenta derrocar al sistema, salvo a través de artificios lingüísticos y
mundos imaginarios paralelos de «autoconciencia»; en su caso sí que es volver a
la filosofía de la especulación más contemplativa. Sabiendo esto, ¿¡cómo va a ser
útil para el marxismo tomar prestado nociones y conclusiones de un pensamiento
que niega la verdad objetiva y el progreso!? Véase el capítulo: «Instituciones,
ciencia y posmodernismo» (2021).

Insistimos, estas declaraciones nauseabundas sobre «prestar atención» a las


«refrescantes verdades del posmodernismo» no se diferencian de las
afirmaciones de cualquier académico promedio que se rinde ante las «geniales
revelaciones» que esta escuela habría hecho sobre las «mentiras del positivismo
y el marxismo» y, en general, de toda la llamada «modernidad»:

«El mismo periodo ha visto cambios en el terreno de la teoría que creo mucho
más importantes y que se puede resumir en un debilitamiento del edificio
positivista en las ciencias humanas por influencia del movimiento cultural
posmoderno». (Víctor M. Fernández Martínez; Introducción al libro: «Teoría y
método de la arqueología» (1989), 2000)

Pongamos un brevísimo ejemplo: ¿qué es lo que ha caracterizado al


posmodernismo en sus investigaciones históricas y teorías del conocimiento?
Vayamos al caso del historiógrafo británico Keith Jenkins. Este, ni corto ni
perezoso, plasmó en su obra «Repensar la historia» (1991) todos los que han sido
cánones de esta corriente, lo cual puede servirnos a la perfección para ilustrar lo
que venimos hablando; sobre todo porque, como hemos advertido, parten de
muchas falacias, es decir, de medias verdades.

En primer lugar, anotó que la historia es un «campo de fuerza» donde, al fin y al


cabo, el objetivo del sujeto es «organizar el pasado» de manera que se pueda
llevar por sus propios derroteros e intereses personales. Reduce las universidades
a un lugar donde se crea una «historia profesional» como «expresión de las
ideologías dominantes», un proceso donde «se trata de establecer la verdad de lo
que ocurrió en el pasado»; un falso «consenso», que muy comúnmente choca con
los «pasados populares» como la «memoria» y el «sentido común» del resto de
la ciudadanía. Los historiadores serían «urdidores de historias» −y el lector aquí
puede cambiar «historias» por «historietas», «suposiciones» e «invenciones»−,
una producción destinada simplemente para cumplir con las «obligaciones
docentes» y mantener el «control ideológico» de la población. Así pues, como
siempre está latente la posibilidad de la manipulación o las inexactitudes por
parte de los profesionales −cosa que nosotros no negamos−, nuestro autor,
haciendo gala de su subjetivismo, recomendó a sus alumnos que deben
«controlar el propio discurso», es decir, que deben de ser conscientes de que
«tenéis el poder sobre lo que queréis que sea la historia y que no aceptéis que
otras personas os lo digan, lo que en consecuencia os da poder a vosotros y no a
ellas». El broche final a esta idea, que él considera sumamente «liberadora», fue
el consejo de que todos «podéis escribir vuestras propias historias para vosotros
mismos». Esto ya indica que la intención del posmoderno no es el cotejamiento y
avance del conocimiento −basándose en el reconocimiento de que existe una
realidad externa susceptible de ser verificable y corregida−, sino que rinde a
partes iguales al pesimismo y el misticismo de pensar que los grandes
acontecimientos históricos −y sus causas− son prácticamente insondables, una
cuestión más de perspectiva que otra cosa, por lo que solo quedaría la
autosatisfacción personal de que uno lleva razón, aunque sea en su mundo
imaginario.

En segundo lugar, llegados a este punto, el señor Jenkins intentó convencernos


de que la historia es un simple «discurso más» −aunque no nos indicó a qué otro
tipo de «conocimiento» sería equiparable−; «un discurso, entre muchos otros,
sobre el mundo» −lo mismo que podría decir sobre la ciencia un vidente, un
astrólogo o una sacerdotisa−. Y continuó hablándonos de que, si bien «nuestro
discurso» −el de los historiadores− «no crea el mundo», sí que «se apropia de él
y le proporciona todos sus significados». ¡Qué familiares nos resultan estas
palabras! También tuvo tiempo de confundir a propios y extraños con la
afirmación de que «pasado e historia no están intrínsecamente imbricados».
Entonces, ¿con qué estaría relacionada la historia? ¿Con un futuro ya escrito?
¿Con el «destino»? ¿Con la voluntad de Dios? ¿Con la «libre fuerza creadora» del
sujeto? Huelga comentar que la charlatanería y el dejar cabos sueltos
−deliberadamente− es lo que caracteriza a este tipo de autores. Sin embargo,
todavía no lo hemos visto todo. En suma, dejando a un lado las idioteces y sin
sentidos de estas declaraciones, las cuales ya hemos refutado otras veces, ¿a
dónde quiso llegar con todos estos rodeos? Ahora lo veremos.

En tercer lugar, Jenkins, como tantos otros, creyó haber destapado lo que muchos
llamarían «las trampas de la modernidad y sus relatos» porque considera que nos
hemos dejado engañar durante mucho tiempo por las meras apariencias. «¿Cómo
podemos saber qué método conduce al pasado más verdadero?», se preguntó. Él
mismo se contestó: «Es obvio que cada uno de esos métodos es riguroso», porque
«posee coherencia y consistencia internas», pero es «autorreferencial». Este es
un ejemplo muy sencillo de cómo un pensador puede confundir un sistema
doctrinal riguroso a la hora de clasificar o aclarar conceptos con que, estos
mismos, tengan sentido y estén próximos a la realidad a la que pretenden hacer
mención. Destacamos el ejemplo puesto que, pese al rigor investigativo u
ordenativo, se pasa por alto algunas cuestiones que malogran el resultado final, o
que ambas cualidades de un estudio no oculten las limitaciones para alcanzar el
fondo del asunto. Y, de hecho, nunca nadie en su sano juicio se atrevió a pensar
nunca lo contrario, como él insinuó aquí. La ciencia no se enfoca ni depende de
su ordenación interna ni de crear una jerga técnica, sino que viene, más bien, en
consecuencia, de su verosimilitud; las ordenaciones jerárquicas y sus conceptos
se crean a partir de esta y no al revés.

En último lugar, para Jenkins: «La historia es principalmente lo que los


historiadores hacen». Por si el lector cree que exageramos malévolamente su
pensamiento, en otra parte se explaya sobre esta idea: «La historia, es,
literalmente, lo que se encuentra en las estanterías de las bibliotecas y otros
lugares»; y aseguró que «dondequiera que vayáis, tendréis que leer» para conocer
eso que se denomina «historia», pues es una «construcción intertextual,
lingüística». A esto añadió, cómo no, que «no existe una historia fidedigna que,
en el fondo, nos permita comprobar los demás relatos», tan «solo variaciones»,
discursos «previos o actuales». Esto sería como poner en duda si han existido los
dinosaurios o si podemos conocer lo básico de la evolución de los mamíferos
modernos; avalando que uno no puede averiguar tal cosa, tan solo puede
contentarse con una bonita estantería de libros sobre paleontología o zoología,
que estarían a la altura de cualquier novela de fantasía por considerarlos solo un
«relato», ignorando los hechos que recopilan y describen. De aquí a la teoría
creacionista sobre el origen el hombre y los animales −y su origen divino− solo
hay un paso muy pequeño.

¿En dónde se notan las costuras del posmodernismo en tal tipo de declaraciones?
¿En qué parte reproduce el señor Jenkins lo que él mismo tanto ha criticado?
Primero que todo, Keith Jenkins insiste en que la historia no deja de ser una
«construcción intertextual», es decir, hecha a base de los textos como referencias.
Bien, esta interpretación está muy superada por su extremo reduccionismo. En
todo caso, él mismo era conocedor de que para estudiar los archivos del siglo
XVIII, las técnicas de verificación −de la paleografía− han avanzado
notablemente desde entonces. Una tradición que, no podemos olvidar, nace de
forma obligada en la dichosa «modernidad» a causa de las diferentes necesidades
que tienen los protagonistas que ejercen esta destreza. Ahí quedó para la
posteridad, por ejemplo, la meritoria actuación erudita de los humanistas,
quienes deseaban ardientemente rescatar y conocer qué textos de los eruditos
greco-latinos eran originales y cuales falsificaciones o adiciones posteriores −una
labor, todo sea dicho, que luego continuaron los positivistas, los historicistas,
entre otros−. Huelga detenernos ahora en explicar al lector el impulso que supuso
esto en cuanto a crear una tradición crítica, ya que se lo puede imaginar. De
hecho, aquí no es decisivo indagar sobre si esta labor fue motivada y financiada
por el poder vigente o si todo se reducía a una competición de los príncipes
italianos por ver quien amasaba más textos de Platón y Aristóteles. Lo que a fin
de cuentas importa −en el aspecto específico que nos estamos centrando− fue lo
que nos aportó tal labor de estudio, crítica y divulgación, los precedentes que nos
legó tal experiencia para el desarrollo del saber científico de la historia.

Hemos de entender que el cómo sucedió la historia también se «reconstruye»


gracias a los restos arqueológicos, al trabajo de la geología o carpología; entre
otros, y ha sido gracias a estas ramas que hoy hemos podido confirmar, dar por
probables o refutar construcciones, datos demográficos, batallas, desastres
naturales y demás de los pasajes de los «libros sapienciales», «sagas» o «cuentos
populares». Del mismo modo, gracias a lo anterior hemos podido cotejar o
descartar con técnicas de laboratorio el material y origen de las «reliquias
sagradas», etcétera. Esto es lo que confirma, por ejemplo, que una vasija griega
es un objeto producido en la época de Pericles y no una falsificación del siglo XIX;
hoy día podemos saber hasta de qué cuenca minera procede un brazalete ibérico
y cuál ha sido su técnica de fabricación, lo que de paso cierra el paso a teorías
conspiranoicas y del todo estrambóticas, que empiezan a especular que «X»
vasija o «Y» pirámide fueron un regalo o una construcción de seres venidos de
otros planetas. Incluso el posmodernismo, que en teoría vino para rescatar y
subrayar la importancia de la irrupción de la historia oral, −los testimonios, las
encuestas y demás− debería haber tenido en cuenta lo que supuso la irrupción de
las grabadoras, las cámaras, la computación, etcétera; estos infunden toda una
serie de nuevas formas para «captar el momento», es decir, a la postre se han
instalado como nuevas «fuentes» para nuestras investigaciones. No menos cierto
es que, para temor de los escépticos, también estas son −o pueden ser− nuevas
fuentes de «manipulación» −véase la edición fotográfica y otros mecanismos
avanzados−, pero a su vez, el propio desarrollo de la producción demanda otras
formas para contrarrestar aquellos que sean fraudes. Esto no es novedoso, es algo
que Marx explicó con sumo detalle en su «Concepción apologética de la
productividad de todas las profesiones» (1862).

Claro que seguirá existiendo el factor de que el «poder» pueda falsificar o dar por
válido algo −aun cuando no lo sea− para obtener «X» legitimación. Esto implica
que, para tener una libre investigación, hemos de tener un «poder» acorde a las
demandas de esta misma. Y bien, ¿a dónde queremos llegar? ¿Damos la razón,
finalmente, a Jenkins con su pesimismo epistemológico? No. Esa posibilidad −y
a veces tentación− de omitir información valiosa, alterar las pruebas y demás −a
veces fruto del error humano, otras con total intencionalidad−, nunca se podrá
desactivar del todo en el futuro, ni siquiera desarrollando técnicas cada vez más
precisas o procurando una gran educación cívica y «sentido del deber» a los
«peritos» de la historia. Pero ¿qué es lo irrefutable aquí? Que el factor humano, a
nivel colectivo, ha sido el que ha permitido −aun con todos sus desatinos−
rescatar algo de valor para hacernos avanzar en eso que llamamos «conocimiento
científico». Dicho de otro modo, en efecto, ha habido y seguirá habiendo infinidad
de sujetos que más allá de sus limitaciones −e incluso errores manifiestos− han
dejado en herencia trabajos muy productivos −pudiendo comprobar la
causalidad, intencionalidad y motivaciones de sus protagonistas−. Así, se ha
demostrado que se puede separar el mito de la realidad, el interés personal del
interés colectivo; acotando cada vez más los «discursos unilaterales» a una
realidad palpable, verificable, multicausal. Lo cual no quita que tales paradigmas
puedan ser mejorados, matizados, o exterminados, llegado el caso. Y quien desee
negar o matizar estos trabajos puede realizar una contrarréplica mostrando si el
autor ha subestimado «X», sobrestimado «Y», si «Z» fuentes no son muy
adecuadas o lo que sea. En otras palabras, no bastará con reducirlo al comodín de
que «tal producción historiográfica es pura ideología»; frase que, al parecer, se
ha convertido en el mantra preferido a repetir por los mediocres que, en realidad,
no tienen nada de enjundia con que argumentar y rebatir.

Uno de los mayores argumentos del posmodernismo, que no es de su exclusividad


−pues ha sido proclamado por mil corrientes pretéritas−, es que nunca podremos
conocer cómo fue la historia al detalle, lo cual, insistimos, no es una revelación,
sino una perogrullada; ergo, intentar hacer pasar esto por una «revolución
epistemológica» es, cuanto menos, vergonzante. Utilizando una metodología
avanzada y según el mayor número de fuentes de información que haya a nuestra
disposición −y a su vez de la calidad de estas−, más probabilidades hay de que se
logre un resultado óptimo. Por tanto, acotamos la distancia entre la ignorancia
absoluta y el conocimiento de la esencia de ese «acontecimiento histórico».
Nunca sabremos todas las vicisitudes de cómo fue la represión franquista, pues
siempre habrá fuerzas impulsoras, cifras, decisiones, dudas o motivos de los
protagonistas que se nos escapen −algunas, incluso, quedarán sepultadas para
siempre−, pero hay fuentes de información directas e indirectas más que
suficientes para conocer la esencia de esta; negarse a aceptar esto por «detalles
contradictorios», «enigmas sin resolver» o «lagunas en la investigación» es
ridículo.

En cuanto a los fans de la llamada «historia de las mentalidades», hemos de


decirles lo mismo: no necesitamos saber exactamente qué se le pasó por la cabeza
a Julio César en el mismísimo momento en que cruzó el Rubicón con sus legiones.
Es más, muy probablemente tampoco sabremos jamás si Bruto y Casio
consideraron perpetrar el magnicidio de César envenenándole con cicuta,
utilizando a un esclavo o si trataron de juzgarle y ejecutarle por corrupción −y no
apuñalándole en el Senado como finalmente sucedió−; quizás tampoco sepamos
a ciencia cierta por qué decidieron esperar a los idus de marzo para ejecutar su
conspiración −¿augurios, intuición o logística?−; o si consultaron o no con sus
esposas −¿o sus amantes?− las mil y una alternativas que tenían para eliminar a
su antiguo amigo y aliado político −¿estuvo al tanto Marco Antonio de la
conspiración?−. Pero... ¿qué más da a fin de cuentas? Entendemos que estas
cuestiones pueden ser sumamente interesantes para el investigador y el
espectador, especialmente para los amantes de un final alternativo, pero son
aspectos que se tornan en nimiedades desde un punto de vista general. Fuese
«A», «B» o «C», ¿acaso borraría las cuestiones de fondo que se dirimían entonces
−como la lucha objetiva que se daba entre optimates y populares−? ¿Cambiaría
una respuesta u otra los fenómenos de nepotismo o el creciente culto a la
personalidad y divinización de César, entre otros? Lo que no se puede negar es
que hoy se disponen de datos de los cuales sí tenemos registros lo suficientemente
fidedignos como para procesarlos y hacerlos constar en nuestra narrativa −tanto
de hechos como de posibilidades−. Dicho esto, el hecho de que algunas cuestiones
menores queden en suspenso, sean dudosas o nunca sean resuelta no empaña
todo lo dicho hasta aquí. De hecho, el no conocimiento es parte del proceso de
discernimiento, de otro modo, no se necesitaría conocer nada. Y aclararemos esto
porque no queremos que se nos malinterprete. Existe toda una gama de
investigadores que se han encargado en cuerpo y alma a resolver este tipo de
interrogantes que, aunque menores, son legítimos −y entienda el lector que nos
hemos limitado a preguntas arquetípicas y no a las estupideces y especulaciones
gratuitas que algunos han barajado para explicar el desarrollado de la historia
romana−, pero una vez resuelto en lo fundamental el cuadro general de la época
nos hacemos una idea, grosso modo, de cómo fueron las cosas, lo cual es
suficiente para conocer la idiosincrasia de un lugar o la personalidad de nuestros
protagonistas. Dicho de otro modo, no podemos prestar atención a las infinitas
«sospechas» e «hipótesis no confirmadas» sobre las cuales pivotan las tesis de
muchos charlatanes metidos a historiadores −especialmente cuando se apoyan
un psicologismo de los personajes que solo ellos parecen conocer−, tan solo
basarnos en el material que sí está debidamente fundamentado, documentado y
tramitado.

Si, aun con todo lo visto atrás, todavía queda algún «reconstitucionalista» cuerdo
que considere que debemos dar las gracias a los posmodernos por haber
recuperado algunos «debates» o «enfoques» en el campo del conocimiento, no
podemos hacer más por su salud mental. Por usar un paralelismo histórico, tal
sujeto está en la misma posición que un dubitativo Kautsky de finales del siglo
XIX, el cual dudaba si era necesario iniciar la polémica con las tesis revisionistas
de su amigo Bernstein −una posición conciliadora que el lector interesado puede
comprobar revisando sus cartas privadas de la época−. Finalmente, tras iniciar
una larga y costosa polémica para el partido alemán, Kautsky incluso acabó por
agradecer públicamente a Bernstein «haber dado qué pensar» al colectivo. Sobre
esto, un anonadado Plejánov respondió desde Rusia muy correctamente en su
«¿Qué debemos agradecerle?» (1899), lo siguiente: «Para dar que pensar, se
deben aducir hechos nuevos o se deben presentar hechos familiares bajo una
nueva luz. Bernstein no ha hecho ninguna de las dos cosas, razón por la cual no
ha podido lograr que nadie se involucre en el pensamiento apropiado». E
interpeló a Kautsky por haberse dejado deslumbrar por teorías tan viejas y tantas
veces desestimadas: «Si considera seriamente esta línea de argumentación, verás
que no contiene nada, absolutamente nada, que no haya sido dicho ya en
innumerables ocasiones por nuestros enemigos en el campo burgués». En el caso
de la LR y su posición frente al posmodernismo ocurre igual. En apariencia se
opone a este notablemente, pero en realidad está infectada hasta el tuétano de
sus mismas disposiciones, solo que mantiene un lenguaje y tradición más
radicales.

¿Por qué para el revolucionario es imprescindible el estudio de las


leyes naturales y sociales?

En esta extensa sección indagaremos sobre un tema que ha sido objeto de debate
en la filosofía, economía política, historia y otros múltiples campos: a) ¿qué
entiende el materialismo histórico cuando se habla de «ley»?; b) ¿quién ha dicho
que las leyes naturales y sociales son eternas?; c) ¿qué hay de las leyes socio-
naturales en la nueva sociedad comunista?; d) ¿cómo el idealismo niega la
existencia objetiva de la ley y la condiciona a la actividad del sujeto?; e) el debate
soviético sobre «destruir y crear nuevas leyes»; f) la experiencia china como
ejemplo histórico del voluntarismo y sus resultados; g) ¿cuál es la forma más
rápida de identificar a un charlatán o un místico?

¿Qué entiende el materialismo histórico cuando se habla de «ley»?

Empecemos con un comentario del padre del socialismo científico, Karl Marx,
respondiendo a Proudhon y los utópicos sobre la cuestión social y el papel de la
ciencia, dejando claro que los hombres no pueden hacer lo que gusten en
cualquier situación, ya que heredan unas condiciones materiales muy
determinadas; en tanto, solo pueden actuar acorde a esta herencia y a la habilidad
de lidiar con ella:

«¿Qué es la sociedad, cualquiera que sea su forma? El producto de la acción


recíproca de los hombres. ¿Pueden los hombres elegir libremente esta o aquella
forma social? Nada de eso. (…) Los hombres no son libres árbitros de sus fuerzas
productivas −base de toda su historia−, pues toda fuerza productiva es una
fuerza adquirida, producto de una actividad anterior. Por tanto, las fuerzas
productivas son el resultado de la energía práctica de los hombres, pero esta
misma energía se halla determinada por las condiciones en que los hombres se
encuentran colocados, por las fuerzas productivas ya adquiridas, por la forma
social anterior a ellos, que ellos no crean y que es producto de la generación
anterior». (Karl Marx; Miseria de la filosofía, 1847)

Lenin, por su parte, estaba muy familiarizado con el voluntarismo de los


populistas y otras expresiones políticas semianarquistas; por lo que, influenciado
por los textos de Marx, Engels y Plejánov, nunca negó ni mucho menos el carácter
objetivo de esas leyes:

«Sólo una cosa es inmutable, desde el punto de vista de Engels: el reflejo en la


conciencia humana −cuando existe conciencia humana− del mundo exterior,
que existe y se desarrolla independientemente de la misma». (Vladimir Ilich
Uliánov, Lenin; Materialismo y empiriocriticismo, 1909)

Lo importante aquí es que, como declaraba Lenin en sus escritos filosóficos, la


«ley» es el «fenómeno esencial», siendo una prueba de la conexión y dependencia
mutua de las cosas. Sin embargo, tal «ley» que encontramos en el «fenómeno»,
aun siendo este su expresión principal, solo es un aspecto parcial; no abarcando
todo lo que puede subyacer en él. ¿Por qué? Porque tal «fenómeno», que refleja
una «ley», no expresa sino un momento determinado, pero en su movimiento
dinámico los fenómenos bien pueden acabar desarrollando variantes y, por ende,
establecer nuevas leyes. De ahí la famosa frase de Marx: «¡Si siempre coincidiese
esencia y fenómeno la ciencia sería superflua!». Nos ha de quedar claro, entonces,
que:

«El concepto de ley es una de las etapas de la cognición por el hombre de la


unidad y de la conexión, de la dependencia recíproca y la totalidad del proceso
mundial. (…) Ley es lo permanente −lo persistente− en los fenómenos −la ley es
lo idéntico en los fenómenos−. (…) La ley toma lo fijo −y por lo tanto la ley, toda
ley, es estrecha, incompleta, aproximada−. (…) Ergo, ley y esencia son
conceptos del mismo tipo −del mismo orden−, o más bien del mismo grado, y
expresan la profundización del conocimiento, por el hombre, de los fenómenos,
del mundo, etc. (…) La ley es el reflejo de lo esencial en el movimiento del
universo. (…) Fenómeno = totalidad. Ley = parte. El fenómeno es más rico que
la ley». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Resumen del libro de Hegel «Ciencia de
la lógica», 1914)

A su vez, el pensador ruso se encargó de advertir que, este proceso que es el acceso
al conocimiento científico, siempre es condicionado para el hombre:

«El conocimiento es la aproximación eterna, infinita, del pensamiento al objeto.


El reflejo de la naturaleza en el pensamiento del hombre debe ser entendido, no
«en forma inerte», no «en forma abstracta», no carente de movimiento, no sin
contradicciones, sino en el eterno proceso del movimiento, en el surgimiento de
las contradicciones y su solución». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Resumen del
libro de Hegel «Ciencia de la lógica», 1914)

Por si alguno se lo pregunta, en efecto, las leyes y las diferentes categorías de las
ciencias sociales no son iguales que las que operan en las ciencias naturales,
¡faltaría más!:

«Las leyes generales del movimiento, tanto el del mundo exterior como el del
pensamiento humano: [son] dos series de leyes idénticas en cuanto a la esencia,
pero distintas en cuanto a la expresión, en el sentido de que el cerebro humano
puede aplicarlas conscientemente, mientras que en la naturaleza, y hasta hoy
también, en gran parte, en la historia humana, estas leyes se abren paso de un
modo inconsciente, bajo la forma de una necesidad exterior, en medio de una
serie infinita de aparentes casualidades». (Friedrich Engels; Ludwig Feuerbach
y el fin de la filosofía clásica alemana, 1886)

Sin embargo, esto, en palabras de Engels, «no altera para nada el hecho de que el
curso de la historia se rige por leyes generales de carácter interno». Es decir, las
sociedades humanas en su perpetua evolución también se rigen por leyes propias.
Aun así, el «sujeto» tampoco puede decidir crearlas artificiosamente. Sobre este
tema no merece la pena detenernos, ya que Engels se extendió en dicha obra y
otras, por lo que el lector puede comprobar las diferencias más evidentes entre la
historia natural y la historia social. Pero vale la pena rescatar una emisiva escrita
en sus últimos años de vida, donde evidenció que una de las dificultades de la
historia social era que el sujeto participa en ella −con todos los problemas que
ello conlleva−, o dicho de otro modo, tiene la capacidad de autoevaluarse a cada
paso:

«La naturaleza es grandiosa, y siempre me ha encantado volver a ella para


variar del movimiento de la historia, pero la historia es aún más grandiosa que
la naturaleza. Esta ha necesitado millones de años para producir unos seres
vivientes conscientes, y ahora estos seres conscientes necesitan millares de años
para actuar juntos conscientemente; conscientes de sus acciones no solo como
individuos, sino también como masa; actuando conjuntamente y persiguiendo
en común un objetivo común previamente querido. Ahora casi lo hemos
alcanzado. El espectáculo de este proceso, del advenimiento progresivo de algo
nunca visto hasta ahora en la historia de nuestra tierra, creo que merece la
atención, y durante toda mi vida jamás he podido separar los ojos de él. Pero es
algo fatigoso, sobre todo cuando uno se cree llamado a participar activamente
en ese proceso; entonces es cuando el estudio de la naturaleza aparece como un
gran alivio y como un remedio. Pues, al fin y al cabo, la naturaleza y la historia
son los dos factores que nos hacen vivir y ser lo que somos». (Friedrich Engels;
Carta a G. Lamplugh, 11 de abril de 1893)

En cualquier caso, Engels liquidó las falsas pretensiones de los pensadores


idealistas al aclarar muy correctamente que:

«La libertad no consiste en una soñada independencia respecto de las leyes


naturales, sino en el reconocimiento de esas leyes y en la posibilidad, así dada,
de hacerlas obrar según un plan para determinados fines. Esto vale tanto
respecto de las leyes de la naturaleza externa como respecto a aquellas que rigen
la existencia física y espiritual del hombre mismo». (Friedrich Engels; Anti-
Dühring, 1878)

Aunque la intención de Engels está suficientemente clara, esto no impidió que


algunos autores manipularan o especulasen sobre qué quiso decir al respecto,
como veremos más tarde con el caso soviético.

¿Quién ha dicho que las leyes naturales y sociales son eternas?

«De acuerdo a Lukács, la identificación entre el mundo natural y el social, entre


la praxis humana y la esfera de la fábrica y el laboratorio, contribuye a producir
un saber instrumental-dominacional apoyado sobre las leyes aparentemente
irreversibles del desarrollo histórico, cuyo correlato sería la dialéctica en cuanto
mera tecnología de la lucha política». (Hugo Celso Felipe Mansilla; Las
insuficiencias del Marxismo Crítico y los problemas del mundo contemporáneo,
1997)

¿De verdad Marx y Engels impregnaron a las leyes naturales o sociales de un halo
de «eternidad» o «irreversibilidad», como aseguró el señor Mansilla?
Comencemos con las primeras, las leyes naturales, ¿qué dijo Engels en las obras
donde invirtió varios de sus últimos años en su estudio sistemático sobre la
naturaleza? Veamos:

«Las leyes naturales eternas van convirtiéndose cada vez más en leyes
históricas. El que el agua se mantiene fluida de los 0º a los 100º constituye una
ley natural eterna, pero para que pueda cobrar vigencia tienen que concurrir
los siguientes factores: 1) el agua; 2) la temperatura dada; y 3) presión normal.
En la luna no existe agua, en el sol existen solamente sus elementos: para estos
cuerpos celestes no rige, pues, la ley. Las leyes meteorológicas son también leyes
eternas, pero solamente para La Tierra para un planeta de la magnitud, la
densidad, la inclinación del eje y la temperatura de la tierra, y siempre y cuando
que tenga una atmósfera hecha de la misma mezcla de oxígeno y nitrógeno y de
las mismas cantidades de vapor de agua sujeto a evaporación y precipitación.
La luna no tiene atmósfera y la atmósfera del sol está formada por vapores
metálicos ardientes; por tanto, la primera carece de meteorología y el segundo
tiene una meteorología completamente distinta de la nuestra. Toda nuestra
física, nuestra química y nuestra biología oficiales son exclusivamente
geocéntricas, sólo están calculadas para La Tierra». (Friedrich Engels;
Dialéctica de la naturaleza, 1883)

¿Y en cuanto a los fenómenos sociales y sus expresiones esenciales? ¿Son, por


ejemplo, el lenguaje, las categorías, las legislaciones o los sistemas económicos
que van recorriendo las diversas civilizaciones, leyes imperecederas que
persiguen como una maldición a los pobres mortales? Solo el mero hecho de
preguntarlo nos resulta absurdo:

«Los hombres, al establecer las relaciones sociales con arreglo al desarrollo de


su producción material, crean también los principios, las ideas y las categorías
conforme a sus relaciones sociales. Por tanto, estas ideas, estas categorías, son
tan poco eternas como las relaciones a las que sirven de expresión. Son
productos históricos y transitorios. Existe un movimiento continuo de
crecimiento de las fuerzas productivas, de destrucción de las relaciones sociales,
de formación de las ideas; lo único inmutable es la abstracción del movimiento.
(…) ¿Acaso no significa esto que el modo de producción, las relaciones en las que
las fuerzas productivas se desarrollan, no son en modo alguno leyes eternas,
sino que corresponden a un nivel determinado de desarrollo de los hombres y
de sus fuerzas productivas, y que todo cambio operado en las fuerzas
productivas de los hombres lleva necesariamente consigo un cambio en sus
relaciones de producción? (…) [Este tipo de cuestiones] sólo significa demostrar
que, al menos en este terreno, se adolece del habitual menosprecio de los
utopistas por las leyes». (Karl Marx; Miseria de la filosofía, 1847)

Años más tarde, Engels, reflexionando sobre lo que denominaba las «ciencias que
investigan las leyes del pensamiento humano», comentó que uno no podía
sorprenderse porque los seres humanos hallasen fallos o limitaciones en sus
investigaciones sobre sus sociedades, dado que igual ocurría en el avance y
progreso del conocimiento de las ciencias naturales. Por tal razón, si a esto le
sumamos la dificultad de las ciencias sociales −que opera con seres conscientes−,
no debe de ser motivo para decretar que es imposible su conocimiento, o que este
es muy inexacto −y por ende despreciable−:

«En este terreno las verdades definitivas de última instancia son más raras de
lo que algunos piensan. Por lo demás, no tenemos en absoluto que asustarnos
porque el nivel del conocimiento en el que hoy nos encontramos sea tan poco
definitivo como todos los anteriores. Es ya un estadio que abarca un gigantesco
material de comprensión y experiencia y exige una gran especialización de los
estudios de todo aquel que quiera familiarizarse con alguna rama. Mas quien se
empeñe en aplicar el criterio de la verdad auténtica, inmutable y definitiva de
última instancia a conocimientos que, por la misma naturaleza de la cosa, o bien
van a ser relativos para largas series de generaciones, sin poder completarse
sino parcial y progresivamente, o bien, como la cosmogonía, la geología, la
historia humana, serán siempre incompletos y con lagunas por las deficiencias
del material histórico, no prueba con ello más que su propia ignorancia y
desorientación». (Friedrich Engels; Anti-Dühring, 1878)

Esto significa que Marx y Engels reconocieron la necesidad del estudio y


conocimiento de tales leyes, no que estas fueran eternas. Confundir una cosa con
la otra es una de las formas más burdas de categorizar al materialismo histórico
como una forma de fatalismo.

¿Qué hay de las leyes socio-naturales en la nueva sociedad comunista?

A todo esto, no podemos olvidar un aspecto importantísimo. El materialismo


histórico ya formuló cual es la correcta conexión entre el pensamiento del hombre
y su experiencia, en la dependencia que el hombre tiene de sus habilidades,
conocimientos, medios y objetos para conseguir ese fin que ha pensado
conseguir:

«Una araña ejecuta operaciones que se asemejan a las manipulaciones del


tejedor, y la construcción de los panales de las abejas podría avergonzar, por su
perfección, a más de un maestro de obras. Pero, hay algo en que el peor maestro
de obras aventaja, desde luego, a la mejor abeja, y es el hecho de que, antes de
ejecutar la construcción, la proyecta en su cerebro. Al final del proceso de
trabajo, brota un resultado que antes de comenzar el proceso existía ya en la
mente del obrero; es decir, un resultado que tenía ya existencia ideal. El obrero
no se limita a hacer cambiar de forma la materia que le brinda la naturaleza,
sino que, al mismo tiempo, realiza en ella su fin, fin que él sabe que rige como
una ley las modalidades de su actuación y al que tiene necesariamente que
supeditar su voluntad. Y esta supeditación no constituye un acto aislado.
Mientras permanezca trabajando, además de esforzar los órganos que
trabajan, el obrero ha de aportar esa voluntad consciente del fin, que llamamos
atención. Atención, que deberá ser tanto más reconcentrada cuanto menos
atractivo sea el trabajo, por su carácter o por su ejecución, para quien lo realiza,
es decir, cuanto menos disfrute de él el obrero, como de un «juego de equilibrios»
de sus fuerzas físicas y espirituales. Los factores simples que intervienen en el
proceso de trabajo son: la actividad adecuada a un fin, o sea, el propio trabajo,
su objeto y sus medios». (Karl Marx; El Capital, Tomo I, 1867)

Para el ser humano es clave el proceso de cognición. Conociendo, podemos saber


de la naturaleza y su funcionamiento, y dado que vivimos dentro de ella, siempre
ha sido sumamente imperioso conocerla para lograr nuestra supervivencia. Ha
sido trabajando los objetos materiales que brotan de ella, como explica Marx en
«El capital» (1867), la única manera en la que hemos podido transformar la
naturaleza misma y su aspecto, así como transformarnos a nosotros mismos; es
de esta forma que se reduce la disparidad que se da entre el objeto y el sujeto que
se enfrenta a él. Esto es correctísimo, pero de ahí a creer que directamente
podemos abolir las leyes de su funcionamiento a nuestro gusto, simplemente con
deseos y perspectivas independientes de la realidad, es, como explicó Stalin en
«Problemas económicos del socialismo» (1952), quimérico e idealista.

El ser humano, incluso hoy con todo el avance científico que ha logrado, no está
en posesión de liquidar a placer las leyes objetivas, sociales o naturales, que rigen
su alrededor −ambas temporales y condicionadas a factores externos, muchas
veces ajenos a su voluntad−. Pensar lo contrario es darse un protagonismo que
realmente no poseemos: nosotros nos valemos de ellas −las leyes− conociéndolas
para transformar el mundo que nos rodea, cosa que es muy distinta. Por ejemplo,
no depende del individuo la acción de las leyes naturales atmosféricas o de la
conservación de la energía: se ejercen sobre él y en la medida que somos «libres»
conociéndolas podemos tener la capacidad de decidir −en cooperación con
nuestros homólogos− qué hacer con ellas, reduciendo o ampliando más o menos
su incidencia −y aun así puede que existan factores ajenos a nuestra voluntad o
capacidad que sigan condicionando hasta qué punto podemos hacer esto−.

Lo mismo ocurre con las leyes sociales, unas generales y, otras, específicas. Como
ejemplo de la primera, tenemos aquella ley que enuncia que las condiciones
materiales determinan la conciencia y no al revés −si bien la conciencia, con
relativa autonomía, puede tener incidencia en esa base material−. Mientras que,
como ejemplo de lo segundo, tomemos la ley de la lucha de clases en las
sociedades divididas en clases sociales, valga la redundancia. ¿Ambas leyes son
inalterables? No, la ley de la determinación de la conciencia por la materia opera
en tanto existan sociedades; y la ley de la lucha de clases lo hace bajo el supuesto
de unas formas determinadas de sociedades, las divididas en clases sociales.

Veámoslo con un ejemplo. Tras el Big Bang, la creación del universo, las primeras
especies sobre el planeta y, finalmente, con los primeros homínidos… la lucha de
clases existía solo en potencia −como posibilidad latente−, pero no en acto −dado
que no había aún una fuerte estratificación social−. Hoy, la incidencia de la lucha
de clases, la división entre trabajo físico e intelectual o la diferenciación entre el
campo y la ciudad son fenómenos sociales que no pueden ser reducidos −no en el
sentido de amortiguar, sino de eliminar las bases que ven nacer estos fenómenos−
bajo el orden actual. Cuando se controlen los «medios de producción», cuando
los trabajadores mismos «dirijan la producción conscientemente» bajo un fuerte
desarrollo de las fuerzas productivas, podrá atisbarse aquello que Marx
denominó «un manantial de riquezas» y, solo entonces, el «hombre no se limitará
a proponer, sino que también dispondrá», como dijo Engels. La cuestión clave es
que tal desarrollo no se dará jamás si no se crea una dirección consciente, algo
que, como hemos explicado tantísimas veces, se torna imposible bajo el
capitalismo, por tal motivo estas figuras subrayaban la importancia de la «acción
social» en ese cambio decisivo que marca un antes y un después.

Y si nos vamos ya a una sociedad sin clases sociales, ¿significará que se alcanzará
el cese de los retos y problemas? No, estos factores mencionados atrás e
imperantes hoy, en el caso de que se los haya logrado eliminar bajo la sociedad
comunista, seguirán existiendo en potencia, ¿a qué nos referimos? En el sentido
de que: a) o bien se arrastrará aún un fuerte lastre económico-cultural del pasado;
b) o siempre estará latente el peligro de una alteración −y degeneración− del
nuevo sistema, lo que podría implicar un retorno de ciertos «males propios» de
nuestro período social presente u otros similares. La historia no será un punto y
final, sino un punto y aparte.

Del mismo modo, pensar que en la sociedad comunista no habrá elementos


contrarios al sistema −que lo rechacen pasiva o activamente−, que jamás se
desarrollará una lucha de contrarios, −dándose formas de pensamiento, actitudes
y acciones totalmente antagónicas a los cánones oficiales−, es caer de nuevo en
pensamientos idílicos sobre lo que será el futuro. Excluyendo y dejando a un lado
a las personas con diversos trastornos mentales que no operan en sus cabales,
prever que es posible la homogeneización absoluta de miles de millones de
personas en una misma cultura común progresista −moralidad, estética o estilo
de trabajo− es la mayor utopía imaginable, algo que no es posible ni siquiera en
el mejor de los escenarios −el comunismo−. En consecuencia, solo queda lograr
un convencimiento mayoritario −lo cual no es poco− bajo unos principios
determinados y salvaguardarlos para que estos no se extravíen.
Algunos leerán con incredulidad estas afirmaciones, pero es que no se tratará de
haber alcanzado el sistema más beneficioso o el más racional para la sociedad, se
tratará de que hay hoy, y habrá mañana, seres que ni en el mejor de los ambientes
aceptarán esta oferta, preferirán no compartir la nueva conciencia, no trabajar,
no relacionarse con la comunidad, no aceptar lo más racional, etcétera.
Evidentemente, a mayores avances de la sociedad y mayor cohesión social más
difícil se le hará al individuo no integrarse en la nueva dinámica, pero insistimos,
el comunismo crea un ambiente propicio, pero no puede programar ni manejar
la voluntad de sus habitantes como autómatas. Obviamente, la mayoría no
intentará destruir el sistema porque su vecino tenga un estatus mejor en el Soviet
de Albacete, ni porque su primo tenga una mujer más cariñosa, incluso es posible
que estos intentos, de producirse, sean infructuosos si existe un colectivo
disciplinado −lo cual, al final, es lo realmente importante−.

En todo caso, ante el surgimiento de problemas, tales como pandemias o


desastres naturales en los que el medio de vida se desestabilizara, podrían surgir
mayores regresiones colectivas, individuos que, debido a estar abrumados por la
desgracia, se giren hacia adoraciones místicas y supersticiosas. Mientras que, en
periodos de bonanza, es posible que prolifere la comodidad, cayendo en filosofías
intimistas y egoístas, sin valorar en absoluto el haber nacido en un régimen donde
se lo han puesto muy fácil para vivir sin preocuparse demasiado por el trabajo, la
manutención de ropa, alimentos, techo y demás. El comunismo es el sistema más
capacitado para solucionar los problemas que surgen en la convivencia humana,
así como para educar y orientar al hombre hacia su desarrollo como persona,
otorgándole las herramientas adecuadas, además de ayudarlo a superar los
traumas pasados u orientarle en los futuros desafíos. En resumidas cuentas, es la
mejor guía para atajar de raíz la mayoría de los problemas sociales que pueden ir
surgiendo. Ahora, esto no quita que, mediante la sucesión de una serie de
fenómenos desafortunados, mediante el crecimiento de la autosatisfacción o la
apatía, sigan ocurriendo fenómenos que hoy todavía nos son comunes, o que
directamente todo el sistema futuro pueda echarse a perder. Las aguas lodosas no
se purificarán porque estemos todos dándonos la mano cantando a coro «La
Internacional»; sin embargo, algunos aún no parecen haber comprendido esto,
especialmente aquellos que le dedican más tiempo al folclore que a extraer y
poner en práctica las debidas conclusiones del desarrollo sociohistórico.

Solo hay una cosa segura: dado que la materia siempre está en movimiento, en el
devenir, unas leyes se crearán y otras se destruirán. Es posible −y no sería
descabellado pensarlo− que el ser humano se extinga algún día sin haber logrado
ver desaparecer la lucha de clases, ni que gran parte de las leyes naturales hayan
cambiado en lo fundamental hasta entonces −si el sistema solar y el universo se
mantienen aun con cambios dentro de los parámetros que hoy permiten esa
aplicación en la Tierra, como explicaba Engels−. Esta hipotética extinción
humana se podría deber a varios posibles escenarios, siendo el más plausible el
siguiente: que no logremos resolver las contradicciones entre el modelo,
depredador y descontrolado de la producción capitalista, y el planeta que habita,
pasando a la historia como la especie que destruyó su propio medio de vida.
¡Triste y cómico! Pero no debemos desesperar, porque en el peor de los casos,
¡solo quedarán las cucarachas para reírse del vanidoso y estúpido Homo sapiens!

Comentar esto no es pesimismo, es bajar al ser humano de la nube de su


egocentrismo, construido una vez empezó a «domesticar la naturaleza». A su vez
también debemos tomar este reto con fines optimistas, puesto que hemos de
reivindicar la enorme potencialidad transformadora del hombre −que de hecho
ya ha sido más que demostrada durante miles de años de existencia−. Depende
de nuestra especie, en última instancia, el progresar en cuanto al dominio de las
ciencias naturales y sociales hasta límites todavía no conocidos, pero, sobre todo,
en proporcionarse una libertad real de conocimiento y capacidad de decisión para
su género. Empero, como dijo Antonio Labriola, ese progreso no está asegurado
como si fuera una póliza de seguros: no lo garantiza el alto grado del desarrollo
alcanzado en las fuerzas productivas, ni mucho menos lo aseguran factores
extraños a la «Historia» −como si esta fuera un ente supraterrenal que domina
nuestro destino con un sentido, plan o designio, como si sonriese y se divirtiese
cada vez que observa los accidentes o catástrofes que nos asolan
inesperadamente−. Lejos de ello, este progreso solo resultará de una tarea
hercúlea de concienciación general sobre el qué queremos y qué nos impide
conseguirlo, sobre qué hay que hacer y con qué cartas nos ha tocado asumir la
partida en curso. Mientras persista una sociedad de clases, la ciencia será puesta
al servicio e interés del lucro privado, el conocimiento, la inversión de recursos
naturales y energías humanas serán destinadas y desaprovechadas a raudales
para el beneficio de unos pocos. Y cuando esto sea superado, habremos de cargar
con otros muchos impedimentos que aun tardaremos en aplanar o eliminar −y
muchos otros que no somos capaces de vislumbrar−.

Que algunos vean en estos límites generales de actuación una noción


«objetivista», «positivista», «contemplativa», «funcionalista» o «autolimitante»
solo denota que se saben muy bien numerar ciertas etiquetas −que, por cierto,
acostumbraban a usar los románticos, irracionales y posmodernos−; sin
embargo, deben de saber que son ellos −y no nosotros− quienes no han aprendido
la interrelación entre teoría y práctica, entre la unidad del ser y el pensar. Se
asemejan a un tal Trotski que declaró de forma metafísica: «¡Lo conoceremos
todo, lo dominaremos todo!». Muy bien, quizás en una realidad alternativa, como
en sus mentes enfermizas o en sus mejores sueños, se conciba otro esquema
espacio-tiempo diferente. Pueden seguir jugando a anunciar al mundo su «última
y novísima praxis revolucionaria» que «lo ha cambiado todo», pero con esta torpe
visión subjetivista y «semireligiosa» seguramente tengan más probabilidad de
ganar la bonoloto que organizar la revolución.
La filosofía de verdadero valor y utilidad social no puede provenir de apriorismos
mentales; es decir, de ideas sacadas de la cabeza de un señor que, para él o el resto
de sus compañeros, son presentadas como geniales o nefastas, lógicas o
irracionales; sino que todos, si queremos atenernos a la ciencia −sí, esa palabra
que a muchos les causa risa o repelús−, esta filosofía, esta concepción del mundo
deberá provenir únicamente del mundo que tenemos delante. Dicho en palabras
de Engels, los principios de la filosofía no pueden ser el comienzo, sino el
resultado de una investigación del mundo exterior que hay y existe fuera de las
cabezas pensantes. Y algunos replicarán: «¡Pero la ciencia también ha sido la
herramienta de los poderes más tiránicos y sus lacayos!». En efecto, por eso no
basta con conocer esta realidad objetiva, sino que hay que exponer los intentos
de aprovecharse de tal o cual conocimiento para llegar a conclusiones retorcidas
e interesadas que nos desvían del camino propuesto y factible en nuestro tiempo
−la abolición de las clases sociales, el fin de las desigualdades causadas por
motivos arbitrarios, tales como la discriminación y el prejuicio por motivos de
índole sexual, racial, nacional y otros−. Esta es una vía reflexiva y crítica que, solo
por última vez, insistiremos para los más despistados o maliciosos: jamás podrá
ser fruto de un capricho individual o de un borreguismo colectivo, sino que debe
de ser un movimiento, metodología y actitud con suficiente entidad, rigor y
conciencia como para ser verificable y fiscalizable por sus protagonistas y, que si
hace falta, será corregido cuantas veces sea necesario cuando demuestre no estar
a la altura de tales parámetros −¿pues de qué vale conservar por orgullo o
tradición algo que ya nos está indicando que no está dando la talla?−.

¿Cómo el idealismo niega la existencia objetiva de la ley y la


condiciona a la actividad o conocimiento del sujeto?

Pese a lo visto más atrás, aun en pleno 2018, los «reconstitucionalistas» seguían
insistiendo en que solo ellos habían logrado sortear la antigua separación
mecánica entre teoría y práctica, una deficiencia que al parecer el marxismo
jamás llegó a superar completamente. No nos detendremos en esto porque ya
comprobamos la gigantesca estafa que se escondía detrás de esta declaración del
«reconstitucionalismo». Véase el capítulo: «La terrible disociación entre teoría y
práctica y sus consecuencias» (2022).

¿Y cómo habrían logrado tal proeza? Al parecer, ellos, los elegidos, se habrían
dado cuenta de que el sujeto formula nuevas leyes gracias a su «praxis
revolucionaria» −en el sentido más lukacsiano−, con lo que caen en el
relativismo, donde la objetividad no se descubre, no es reflejada por nosotros y es
plasmada en esquemas, teorías, conceptos y demás, sino que, simple y
llanamente, se crea por arte de magia:

«Todo esto no significa, naturalmente, que las deficiencias del marxismo


positivista −dualista y objetivista−, nos deban hacer reaccionar pendularmente
y abrazar cierto idealismo subjetivo. Ello implicaría invertir el «conocer
transformando» marxista por un poco materialista «transformar conociendo».
La obra revolucionaria tiene leyes, y leyes objetivas. El monismo marxista nos
obliga a comprenderlas no al modo de la ciencia natural, como si dichas leyes
preexistieran a la propia actividad del sujeto y fueran siempre idénticas a sí
mismas; pero tampoco como si fueran resultado de la sola actividad intelectiva;
sino como resultado del propio despliegue de la praxis revolucionaria. Es decir,
que debemos comprender cómo el sujeto crea dichas leyes en el desarrollo de su
movimiento histórico crecientemente consciente». (Comité por la
Reconstitución; Línea Proletaria, Nº3, 2018)

Para ellos, en las ciencias naturales las leyes «prexisten a la actividad del sujeto»
y siempre son «idénticas» −lo cual, como apuntó Engels en «Dialéctica de la
naturaleza» (1883), es falso, porque se tienen que dar unas condiciones muy
específicas que no siempre son las mismas−, mientras que, por otro lado, en las
ciencias sociales, las leyes no cumplen con tales requisitos.

Por lo tanto, los «reconstitucionalistas», aunque no lo quieran, caen


estrepitosamente en un idealismo subjetivo de manual; pero, eso sí, encubierto
de un falso «antidogmatismo», donde ese «sujeto» sería un «superhombre» por
encima de las leyes sociales de la ciencia militar, economía, política, lingüística o
histórica de su tiempo. ¿Tiene esto algún sentido? No. Ya observamos cómo Marx
expuso a Proudhon en «Miseria de la filosofía» (1847), demostrando que este tipo
de declaraciones suponen una ignorancia supina, un total desconocimiento del
desarrollo de las ciencias en general.

Ergo, los «reconstitucionalistas» han de entender que el hecho de que el sujeto


desconozca o niegue los fundamentos activos que rigen el mundo no hace que
estos desaparezcan −¡lo sentimos!−:

«Como en general en toda ciencia histórica, social, al observar el desarrollo de


las categorías económicas hay que tener siempre en cuenta que el sujeto −la
moderna sociedad burguesa en este caso− es algo dado tanto en la realidad
como en la mente, y que las categorías expresan por lo tanto formas de ser,
determinaciones de existencia, a menudo simples aspectos, de esta sociedad
determinada, de este sujeto, y que por lo tanto, aun desde el punto de vista
científico, su existencia de ningún modo comienza en el momento en que se
comienza a hablar de ella como tal». (Karl Marx; Elementos fundamentales
para la crítica de la economía política, 1858)

Esto es similar a cuando en la actualidad grupos de diversa índole −desde


místicos hasta conspiranoicos− ponen en tela de juicio la existencia de los
conocimientos más básicos:

«La objetividad de que la Tierra es esférica y rota alrededor del Sol desde hace
miles de millones años no es algo que fuera alterado durante la Edad Antigua,
cuando el pensamiento mayoritario no contemplaba esta realidad. (…) El
universo seguirá rigiéndose por sus leyes objetivas −a las que, no olvidemos, la
humanidad también está sometida−, independientes de las creencias y el grado
de conocimiento humano. Dicho de otro modo: por mucho que el número de
personas terraplanistas y geocéntricas creciese de forma exacerbada, esto no
comportaría ningún cambio en la física y composición de la Tierra y el Sistema
Solar que, evidentemente, no variarán en consonancia con la opinión
generalizada del ser humano, aún si esta se manifiesta de forma unánime. Esto
es así, pues que sepamos, hasta la fecha, ¡la humanidad no ha desarrollado la
capacidad de crear o destruir mundos y galaxias con el pensamiento!». (Equipo
de Bitácora (M-L); Algunas consideraciones sobre el COVID-19 [Coronavirus],
2020)

Sin embargo, y aunque suene surrealista, para los «reconstitucionalistas» las


leyes sociales «no preexisten a la propia actividad del sujeto», ergo, existen solo
cuando el sujeto las crea, cuando echa a andar enrolándose en las todopoderosas
filas de la LR. Visto así, resultaría que al descubrir cómo opera una ley social
objetiva, el pensador −o el gabinete de sabios− «la estaría creando» y, antes de
eso, «no existía»; un absurdo. ¿Qué tenemos aquí? ¡Una reedición de las ideas
del materialismo filosófico de Gustavo Bueno!

«En el planteamiento dialéctico, el centro de gravedad se desplaza hacia el


ejercicio del conocer mismo, en cuanto proceso real del mundo, en el que, ahora
mismo, en el tiempo presente −presente precisamente por esto− se produce el
mundo y, con él, la subjetividad y la objetividad. No es el objeto la forma o
materia, ni el sujeto la materia o la forma: es el mundo mismo el que se produce
ahora en el acto mismo del conocer». (Gustavo Bueno; Ensayos materialistas,
1972)

Esto tampoco tiene nada que envidiar al clásico posmoderno que, hablando de
epistemología y ciencia con suma desconfianza, solo está reafirmando su
subjetividad, que se «eleva por encima de esos falsarios llamados científicos»:

«El paradigma del posmoderno había ido emergiendo a lo largo del siglo XX
como un creciente sentimiento de desconfianza hacia la posición central como
objeto del saber del ser humano −un «invento reciente» que pronto se disolverá
«como en los límites del mar un rostro de área», dijo Michael Foucault− y hacia
la ciencia, no sólo desde un punto de vista epistemológico −la verdad no se
descubre sino que se construye−. (…) Sino también en ética −«lo que llamamos
verdades solo son mentiras útiles»−, dijo el gran crítico Nietzsche». (Víctor M.
Fernández Martínez; Segunda edición de «Teoría y método de la arqueología»,
publicado original en 1989, 2000)
Aunque resulte triste, hace ya más de cien años que un físico positivista como
Abel Rey, tuvo toda la razón en desenmascarar los límites de esta especie de
pragmatismo filosófico, que pretende ver la ciencia: o bien como algo que no
corresponde a una realidad objetiva, o bien como algo que nos debería ser
indiferente si es «objetivo» o no. Ergo, esta carta de presentación acaba siendo el
principal defecto de esta corriente filosófica, puesto que lo que se desea, por
encima de todo, es aprender a «usar» o «valerse» del conocimiento −más allá del
grado en que refleje la realidad o no−. Esto abre de par en par la puerta a que la
mística, la religión y la charlatanería en general tengan voz y voto en el dominio
de la ciencia, puesto que, a ella, según los pragmáticos, no le debería preocupar
demasiado saber de donde procede tal construcción del conocimiento −y por
tanto, tampoco coteja demasiado en base a qué parámetros se han obtenido tales
conclusiones−:

«Supongamos por un instante que la tesis del pragmatismo es correcta y que la


ciencia es sólo un arte particular, una técnica apropiada para satisfacer ciertas
exigencias. ¿Qué resulta de ello? En primer lugar, la verdad es reducida a una
palabra vacía. Una afirmación verdadera aparece como la receta para un
artificio que resulte exitoso. Y como hay varios artificios capaces de asegurar
nuestro éxito en las mismas circunstancias; como diferentes individuos tienen
exigencias en extremo diferentes, deberemos aceptar las tesis pragmáticas:
todas las proposiciones y argumentos que nos conducen a los mismos resultados
prácticos son de igual valor y son igualmente verdaderos, todas las ideas que
dan resultados prácticos son igualmente legítimas. De este nuevo significado de
la palabra «verdad», se sigue que nuestras ciencias son estructuras puramente
contingentes y fortuitas, que podrían haber sido totalmente diferentes y sin
embargo, en igual medida verdaderas, es decir, en igual medida adecuadas
como medios de acción. La bancarrota de la ciencia, como forma real del
conocimiento, como fuente de la verdad: he ahí la primera conclusión. La
legitimidad de otros métodos que difieren considerablemente de los métodos del
intelecto y la razón, tal como el sentimiento místico: he ahí la segunda
conclusión. Toda esta filosofía, que según todas las apariencias es coronada por
tales conclusiones, fue efectivamente construida para ellas... ¡Qué buen
argumento, entonces, pagar a esos poderosos pensadores con su misma
moneda! ¡Verdades científicas! Pero son sólo verdades de nombre. También
ellas son creencias, y creencias de un orden inferior, creencias que sólo pueden
ser utilizadas para la acción material; tienen sólo el valor de un instrumento
técnico. La creencia por la creencia, el dogma religioso, la ideología metafísica
o moral, son muy superiores. Sea como fuere, no es necesario que se sientan
turbados ante la ciencia, porque la posición privilegiada de ésta se ha
derrumbado. En verdad, el grueso del ejército pragmatista, frente a la
experiencia científica, se apresura a rehabilitar la experiencia moral, la
experiencia metafísica y, particularmente, la experiencia religiosa». (Abel Rey;
La filosofía moderna, 1908)
Un año después, en su obra «Materialismo y empiriocriticismo» (1909), Lenin
anotó que, en verdad, Abel Rey de lo que se estaba quejando, aun sin darse cuenta,
pues era incapaz de ser consecuente con el materialismo, era que en la física de
aquel entonces:

«La teoría materialista del conocimiento, adoptada espontáneamente por la


antigua física, ha sido sustituida por una teoría idealista y agnóstica, de lo que
se ha aprovechado el fideísmo, a pesar del deseo de los idealistas y de los
agnósticos». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Materialismo y empiriocriticismo,
1909)

Siendo justos, el propio Abel Rey, como ferviente relativista, posibilitaba ese
idealismo kantiano al declarar que es imposible un conocimiento de las «cosas en
sí» a través de la ciencia:

«La ciencia, creación del intelecto y de la razón, sirve sólo para asegurar
nuestro poder efectivo sobre la naturaleza. Sólo nos enseña a utilizar las cosas,
pero no nos dice nada sobre la esencia de las mismas». (Abel Rey; La filosofía
moderna, 1908)

El debate soviético sobre la posibilidad de «destruir y crear otras


leyes»

«Las fuerzas activas en la sociedad obran exactamente igual que las fuerzas de
la naturaleza −ciega, violenta, destructoramente−, mientras no las descubrimos
ni contamos con ellas. Pero cuando las hemos descubierto, cuando hemos
comprendido su actividad, su tendencia, sus efectos, depende ya sólo de nosotros
el someterlas progresivamente a nuestra voluntad y alcanzar por su medio
nuestros fines». (Friedrich Engels; Anti-Dühring, 1878)

En el registro titulado «Discusión sobre los problemas de la economía política»


(1952), Stalin respondió en febrero de ese año al economista A. Arakelyan sobre
si era correcto el concepto de «transformación» o «limitación» de fenómenos
como la ley del valor. Stalin respondió lo siguiente: «Las leyes de la ciencia no
pueden ser creadas, destruidas, abrogadas, cambiadas o transformadas», por
ello, «hay que tenerlas en cuenta o las sufriremos»; en cambio «es posible limitar
su esfera de impacto». Por tanto, el dirigente soviético aclaró que, al contar con
unas condiciones favorables para limitar las condiciones materiales objetivas, «el
ámbito de aplicación de la ley es limitado, la ley se ve diferente».

Este tipo de discusiones se materializaron en su famosa obra «Problemas


económicos del socialismo en la URSS» (1952), en la cual Stalin decidió que era
hora de aclarar públicamente ciertos equívocos que venían publicándose en los
últimos años, por lo que escribió una de sus últimas obras dedicándola
íntegramente a la economía política. En una de sus secciones, aunque no los
nombró directamente, atacó este tipo de consideraciones, muy típicas entre los
economistas como Voznesensky:

«Algunos camaradas niegan el carácter objetivo de las leyes de la ciencia,


principalmente de las leyes de la Economía Política en el socialismo. Niegan que
las leyes de la Economía Política reflejan el carácter regular de procesos que se
operan independientemente de la voluntad de los hombres. Consideran que en
virtud del papel especial que la historia ha asignado al Estado Soviético, éste y
sus dirigentes pueden abolir las leyes de la economía política existentes, pueden
«formar» nuevas leyes, «crear» nuevas leyes. Esos camaradas se equivocan
profundamente. Por lo visto, confunden las leyes de la ciencia, que reflejan
procesos objetivos de la naturaleza o de la sociedad, procesos independientes de
la voluntad de los hombres, con las leyes promulgadas por los gobiernos,
creadas por la voluntad de los hombres y que tienen únicamente fuerza jurídica.
Pero no se debe confundirlas de ningún modo». (Iósif Vissariónovich
Dzhugashvili, Stalin; Problemas económicos del socialismo, 1952)

Y para ser más tajante aun, recalcó ante sus lectores lo siguiente:

«El marxismo concibe las leyes de la ciencia −lo mismo si se trata de las leyes de
las ciencias naturales que de las leyes de la economía política− como reflejo de
procesos objetivos que se operan independientemente de la voluntad de los
hombres. Los hombres pueden descubrir estas leyes, llegar a conocerlas,
estudiarlas, tomarlas en consideración al actuar y aprovecharlas en interés de
la sociedad; pero no pueden modificarlas ni abolirlas. Y aun menos pueden
formar o crear nuevas leyes de la ciencia». (Iósif Vissariónovich Dzhugashvili,
Stalin; Problemas económicos del socialismo, 1952)

Como ejemplo de tal cosa, Stalin argumentó que la revolución socialista no


hubiera podido tener lugar allí si los bolcheviques no hubieran tenido en cuenta
la necesaria armonía que ha de haber entre las fuerzas productivas y las relaciones
de producción. Dicho de otro modo, el nuevo sistema socialista no habría podido
abrirse paso en todas las áreas sin un incremento de las fuerzas productivas, esto
quiere decir que la socialización del campo y su mayor rendimiento agrícola
hubieran sido imposibles sin una industria socialista que proveyese al campo de
maquinaría y una forma de trabajo superior. Al mismo tiempo, esto significa que
las fuerzas productivas no se habrían visto incrementadas sin ese cambio en las
relaciones de producción, fruto de la revolución económica, esto es, de la
socialización de los medios de producción y el fin de la propiedad privada.

El pensador georgiano explicó que el equívoco de muchos de estos teóricos residía


en su inexperiencia. Ha de tenerse en cuenta, que estos cuadros crecieron bajo el
ambiente de los gigantescos éxitos económicos que había logrado la URSS, como
la reconstrucción del país en la posguerra y la conversión de su país en una
potencia mundial. Sin duda, estos eran unos factores que, si bien servían de
enorgullecimiento, en ocasiones hundieron poco a poco a estos economistas en el
descuido y el engreimiento. Al parecer, estos datos les insuflaban de suficientes
fuerzas como para incurrir en todo tipo de idealizaciones, en donde, en palabras
de Stalin, creían que el poder soviético «lo puede todo», incluso pasar por encima
de las leyes.

Muchos tienden a confundir el manipular las cualidades y propiedades de los


fenómenos de la materia con directamente crear esas mismas cualidades y
propiedades por arte de magia. Pareciera que para ellos el mero hecho de pensar
y comprender un objeto, es decir, que este se encuentre representado en la mente
humana, ya los sitúa directamente por encima de dicho objeto y de las mismas
condiciones necesarias para alcanzarlo, desarrollarlo o controlarlo con plena
voluntad. Aducen esto erróneamente no solo por el hecho de que el ser humano
puede −como posibilidad− transformar su entorno, sino porque en ese caso sus
leyes −sus cualidades y propiedades reflejadas como sistema en la razón− se
hallan bajo nuestra comprensión. Pero esto significa caer en una variante del
solipsismo, porque supone ligar la existencia de leyes naturales a la inmediata
conciencia de las mismas, como denunció Marx, supone equiparar el crear con el
conocer, donde si bien para lo primero es necesario lo segundo, a veces no basta
de lo segundo para que ocurra lo primero.

¿A dónde conduce el voluntarismo? La experiencia maoísta como


ejemplo histórico

Pero nada de esto es aceptado por los «reconstitucionalistas», pues para ellos
nuestros apuntes suenan demasiado a «viejo positivismo», como demuestra el
artículo del MAI «Algunas consideraciones sobre el maoísmo» (2008). En él, no
consideran que exista un: «Reflejo consciente del mundo», sino que simplemente
es la «acción subjetiva de los agentes sociales» la que «transforma totalmente la
sociedad», un relato digno del mejor panfleto bakuninista o, en su defecto, del
mejor comic de ciencia ficción, ya que jamás hemos visto materializado algo así
−salvo en los mundos de fantasía de la literatura de los jóvenes hegelianos−. Por
tal razón, les parece terrible que: «Aquel proceso de conocimiento se identifica
con la acumulación de experiencias, que son teorizadas o resumidas, hasta
conformar una especie de verdad universal que, posteriormente, debe aplicarse o
encarnarse en la realidad específica de cada revolución concreta». ¡No, claro! ¡Si
lo preferís, pasaremos a considerar que el «conocimiento» ha de ser las chorradas
sin base empírica que en cualquier momento declaréis como patrón idóneo a
seguir! Esto demuestra de paso que el irracionalismo y el misticismo no distingue
de etiquetas filosóficas o políticas; se presenten como «derecha» o como
«izquierda», da lo mismo, porque vienen a ser la misma desfachatez. Por eso, el
pragmatismo del posmodernismo −y predecesores−, aunque sea molesto y cause
enojos por doquier, a su vez resulta una herramienta extremadamente útil tanto
a unos como a otros: incluye en su seno tanto a la derecha «conservadora» más
«cortesana» como a la más «desacomplejada»; a la izquierda más «moderada»
como a la más «políticamente incorrecta». Véase el capítulo: «El romanticismo y
su influencia mística e irracionalista en la «izquierda» (2021).

Volvemos a repetir que, en este caso concreto, la fantasmagórica noción del


mundo de la «Línea de Reconstitución» (LR) es deudora del voluntarismo de
intelectuales pedantes como Lukács o Korsch, que empezaron con los clásicos
desvaríos y fantasías ultraizquierdistas para terminar sus días enfrascados en un
pesimismo y conformismo ultraderechista. Pero eso no es todo, la LR también se
nutre claramente de la de la China de Mao Zedong. En primer lugar, su vitalismo
es producto de tragarse sin masticar la propaganda de la época del «Gran Salto
Adelante» (1958-61); y en segundo lugar, de los peores panfletos fanáticos de la
«Revolución Cultural» (1966-76). Huelga aclarar que ambos experimentos
concluyeron con similares resultados desastrosos, como Rafael Martínez
demostró en su obra «Sobre el manual de economía política de Shanghái»
(2006). Lo que queremos expresar es que esta panacea «reconstitucionalista»
para «transformar la realidad», es completamente falsa y no tiene sustento ni
pasado ni presente. En consecuencia, tampoco les va a salvar ahora el anunciar al
mundo a bombo y platillo que han creado −¡ahora sí!− una «nueva noción
filosófica transformadora», pues eso tampoco demuestra nada, salvo que estos
pobres ilusos se creen originales dentro de su delirio idealista. Pero es hora de
que sepan que sus conclusiones son igual de calamitosas que las que hemos visto
en infinidad de escritores utópicos y clérigos místicos. Cualquier «sujeto»
siempre será un ser sociohistórico, limitado al espacio-tiempo y a una suerte de
situaciones circunstanciadas en las que actúan las leyes momentáneas; ergo, si
desea participar del desarrollo social entre los hombres y, finalmente, alterar el
círculo político, económico y cultural en el que se desenvuelve, deberá
comprender su funcionamiento y tendrá que aspirar a algo más que parlotear
sobre que «ha descubierto la fórmula mágica para deshacer la molesta
omnipresencia de las leyes sociales».

Mao Zedong teorizaba en ponencias como el «Discurso en la Conferencia


suprema del Estado» (1956), o en obras como «Sobre el tratamiento correcto de
las contradicciones en el seno del pueblo» (1957), que en China se podía dar el
«transito pacífico al socialismo» y la «contradicción no antagónica» con la
burguesía nacional; simple y llanamente estaba yendo en contra de las leyes
socio-históricas conocidas por aquel entonces −vigentes hasta el día de hoy−.
Aquí los «reconstitucionalistas» suelen reaccionar de dos formas: a) unos
consideran que esto era una «lectura totalmente correcta según las condiciones
chinas y de paso derribaba una ley falsa»; b) mientras otros defienden que Mao
quizás no estaba reflejando del todo la realidad objetiva, pero que el «poderoso
Timonel» podía «abrirla a su paso». Se elija el engaño número «A» o «B», el caso
es que todos sabemos cómo acabó tal ensayo. Lo mismo cabe decir de los deseos
de importar el «modelo estadounidense» (1945), «colectivizar el campo» sin
haber logrado una industrialización y mecanización previa del sector agrícola
(1958) o la concepción de que «las masas deben enseñar al partido de
vanguardia» (1966). Todas estas tesis tenían una génesis muy temprana en el
pensamiento maoísta y se recuperaban de forma recurrente. ¿Por qué estas
experiencias naufragaron y causaron el desorden económico, político y cultural?
¿Por qué fueron clave para acabar consolidando el capitalismo en China? Muy
sencillo, porque como dijo Marx en su obra «Crítica de la filosofía del derecho de
Hegel» (1843): «No es suficiente que el pensamiento bregue por su realización,
sino que la realidad misma debe moverse en la dirección del pensamiento». Véase
la obra: «Las lucha de los marxista-leninistas contra el maoísmo: el caballo de
Troya del revisionismo» (2016).

Siendo honestos, las constantes declaraciones de nuestros excéntricos


protagonistas −y que tanto apestan a voluntarismo desde kilómetros− no nos
sorprenden en absoluto, ya que, por norma sabemos muy bien que:

«Los idealistas reducen todo el proceso de cognición a una actividad puramente


mental de una persona, reflejando, por regla general, la ideología, la aspiración
y el deseo de las clases reaccionarias y moribundas, no interesados en un
verdadero conocimiento del mundo, los idealistas temen a la realidad, evitan
verificar sus ideas con hechos y prácticas sociales». (I. D. Andreev; El
conocimiento del mundo y sus leyes, 1953)

Volvemos a insistir, estas barbaridades filosóficas no se salvan argumentando que


por «sujeto histórico» se refieren al «proletariado» o a «su parte más avanzada»,
ni apelando a todos los «peros» que esgrimen para justificar esta inmundicia
filosófica tan zafia. Marx ya destruyó las especulaciones filosóficas de estos
empedernidos idealistas:

«Porque el «mundo religioso como tal» existe únicamente en tanto que mundo
del conocimiento, el crítico −teólogo ex profeso [Bruno Bauer]− no podría
imaginar que existe un mundo donde hay una distinción entre el conocimiento
y el ser, un mundo que continuará subsistiendo cuando yo suprimo simplemente
su existencia ideal, su existencia como categoría, como punto de vista, es decir,
cuando yo modifico mi propio conocimiento subjetivo sin modificar de manera
realmente objetiva la realidad objetiva, esto es, sin modificar mi propia realidad
objetiva, la mía y la de los otros hombres». (Karl Marx y Friedrich Engels; La
sagrada familia, 1845)

Por esto mismo, Lenin siempre concluyó que quienes no toman en cuenta −o no
saben extraer− las lecciones del mundo exterior, de la historia, del conocimiento
humano, en política no dejarán de «tropezarse» una y otra vez con los mismos
fiascos:
«Objetivismo: las categorías del pensamiento no son un instrumento auxiliar
del hombre, sino una expresión de las leyes, tanto de la naturaleza como del
hombre. (…) El incumplimiento de los fines −de la actividad humana− tiene su
causa en el hecho de que la realidad es tomada como inexistente, de que no se
reconoce su existencia objetiva −la de la realidad−. (...) El «mundo objetivo»
«prosigue su propio camino», y la práctica del hombre, enfrentado por ese
mundo objetivo, encuentra «obstáculos en la realización» del fin, e incluso
«imposibilidad». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Resumen del libro de Hegel
«Ciencia de la lógica», 1914)

Pero mejor dejemos que Labriola baje de la nube a estos pequeños nietzscheanos
al explicarles qué es el pensamiento y la experiencia para todo hombre:

«¿Y qué otra cosa es el pensamiento en el fondo, sino el consciente y sistemático


complemento de la experiencia? ¿y qué es ésta, sino el reflejo y la elaboración
mental de las cosas y de los procesos que nacen y se desarrollan o fuera de
nuestra voluntad o por obra de nuestra actividad? ¿Y qué otra cosa es el genio,
sino la individualizada y consiguientemente aguzada forma de aquel
pensamiento que por sugestión de la experiencia surge en muchos hombres de
la misma época, pero que en la mayor parte de ellos permanece fragmentario,
incompleto, incierto, oscilante y parcial?». (Antonio Labriola; Del materialismo
histórico, 1896)

Pero, evidentemente, nuestros neomaoístas han demostrado no estar nunca en


capacidad de construir una casa, ya que se empecinan en pensar que los ladrillos
y vigas deben de ser colocados al libre albedrio y no respetan las reglas más
básicas para amasar el cemento. A lo sumo, lo que han construido es una choza
de paja y han vendido esta al mundo como el último grito en construcción de
rascacielos. ¿Qué se le va a hacer? ¡Cada uno hace lo que puede!

¿Cuál es la forma más rápida de identificar a un charlatán o a un


místico?

Con esto podríamos dar por cerrado el capítulo, pero nos gustaría mostrar que la
tendencia a infravalorar el estudio de las leyes científicas tiene íntima relación
con el irracionalismo y el misticismo, hoy tan de moda. En la famosa «Circular
contra Kriege» (1846), ya se puede vislumbrar cómo Marx y Engels describieron
a Hermann Kriege como «un profeta» que se destacaba por su «pomposidad
infantil», su «emocionalismo fantástico» mediante el cual «hablaba en nombre
de los oprimidos» y «de la justicia». Sin embargo, se negaba a estudiar el
desarrollo social de su tiempo, por lo que predicaba un «comunismo» que «no
conoce» a través de todo tipo de fábulas sobre su origen, dándole un barniz cuasi
divino.
Quizás la manera más rápida de identificar a un charlatán o a un místico es
atendiendo a la forma en la que habla sobre su causa. Estos suelen colgarse la
medalla de «no ser dogmático», claro, ¡cómo no! ¿Acaso hay alguien que suela
reconocer que opera con fe, manías, prejuicios y sofismas en lugar de con
razonamientos lógicos y contrastables? Hasta los irracionalistas piensan que lo
«racional es ser irracional» porque creen que el mundo está comandado por
principios arbitrarios y totalmente espontáneos, por tanto, para el irracional, el
loco es quien sigue patrones racionales y científicos. Pero aquí viene la trampa de
todos los subjetivistas, individualistas o vitalistas que han aparecido y seguirán
apareciendo siempre: casualmente recogen lo peor de la historia y lo defienden
con uñas y dientes sin atender a ningún tipo de evidencia demostrable.

En los movimientos emancipatorios, por desgracia, hasta entre los elementos más
honestos se ha dado coba a ciertas expresiones mesiánicas sobre el «triunfo
inexorable de la causa». Muchos han alegado en su defensa que esta ruborosa
fisonomía tuvo su razón de ser porque eran «discursos propagandísticos», como
si el revolucionario debiese dejar de ser científico en el momento en que hace
propaganda, como si hacer agitación y propaganda significase tener vía libre para
enunciar pronósticos exacerbados o, cuando no, mentir abiertamente al público
sobre el estado real de las cosas. Como Lenin espetó sobre los terroristas y sus
propuestas descabelladas: ¿acaso necesitáis crear «excitantes artificiales» para
encender los espíritus y movilizar a la población? En ese caso, quien justifica tales
acciones está confesando que es un muy mal analista y un embustero como
orador, que es alguien que no se sabe captar qué pasa alrededor ni tiene verdadera
capacidad de convicción −muy seguramente por lo anterior−. Las personas así ya
pueden ir pensando en dedicarse a otra cosa, pero no desde luego a la «política
revolucionaria».

El «sujeto revolucionario» que «de Pascuas a Ramos» viene augurando la


proximidad del «Juicio Final» −la batalla entre el bien y el mal− o es un imbécil
o un embustero a conciencia. Tal utópico es tan necio que, pese al desorden de su
cabeza y la falta de cohesión de los suyos −que no pasan de ser un puñado de
conspiradores−, todavía asegura que no hay motivos de preocupación porque
están en el bando de los «buenos», ¡porque la historia «está de su parte!». Según
su optimismo cándido, «el fruto está maduro, y solo se trata de agitar un poco el
árbol para alzar la mano y recogerlo». Algunos son realmente cómicos, idealizan
la «Historia» y la «Revolución» como los viejos romanos adoraban a su «Diosa
Fortuna» o como los republicanos liberales idealizan la noción de «República».
En todos estos casos, estos conceptos «clave» se presentan para ellos como una
mujer preciosa, semidivina y todopoderosa, a la cual si se le rinde un culto regular
esta les brindará buenos aires para sus andanzas políticas. Estos pobres seres,
incapaces de escapar de su prisión mística, vagarán −consciente o
inconscientemente− por salones, calles, teatros y mítines siempre amparados en
un discurso apasionado, teniendo la seguridad de estar custodiados por el ángel
de la «Justicia» y, el todavía más poderoso, arcángel de la «Razón». Son tan
temerarios porque hasta se creen protegidos a causa de su noble empresa de
salvar a la humanidad −con ellos como protagonistas principales claro, ¡si ya
puestos a fantasear!−. «¿¡Cómo, entonces, no van triunfar!? ¿Cómo no apuntarse
a un evento histórico tan transcendente y disfrutar luego de las mieles del éxito
que se vaticina?». Eso piensan muchos de los que caen temporalmente en sus
redes.

En muchos casos, lo que se esconde detrás de estos cabecillas son aires de


grandeza, ganas de «transcender» en la historia −como reyes, profetas o
filósofos−; sin embargo, las más de las veces no dejan de ser bufones que actúan
para el monarca de algún reino remoto del cual muy pronto nadie habrá oído
hablar, salvo en relatos legendarios. Aunque lo nieguen, como los profetas de
todas las épocas, lo suyo es más empecinamiento y fanatismo que otra cosa. En
realidad, por si el lector no se ha dado cuenta, nada está de su parte salvo la gran
salud de la que goza su ego, el cual en cualquier momento desfallece, se viene a
abajo y entonces la pasión, hiperactividad y compromiso obsesivo se tornan
desidia y desconfianza, abandonando a los «apóstoles» a los cuales había
inoculado todas esas promesas. Por el contrario, para todo ser que se vista por los
pies, la primera máxima es tener la cabeza fría, calcular las ventajas y desventajas
del momento, continuar sin prisa, pero sin pausa; sabiendo que la causa es una
maratón, carrera que quizás no verá completarse, solo pudiendo asegurar que
otros compañeros recojan el testigo lo mejor posible, como le tocó hacer a otros
antes que a él mismo.
III
Los fabulosísimos descubrimientos de la «Línea de
Reconstitución» para el «partido de nuevo tipo»

La «Línea de Reconstitución» (LR) nace, según sus directores, para dar respuesta
a los fracasos del marxismo-leninismo e, incluso, también del maoísmo; para
reformular ciertas «imprecisiones» o «limitaciones» de ambos. En realidad,
suponen la misma impotencia cómica que los jóvenes hegelianos que pretendían
superar las limitaciones de su maestro Hegel, aquellos que, en palabras de Marx
y Engels, eran «unas ovejas que se hacen pasar por lobos y son tenidas por tales».
Paciencia, ahora veremos el porqué, solo estamos adelantando unas pinceladas
introductorias. Desde los años 90 han anunciado infinidad de veces desde «La
Forja» que vienen logrando «grandes éxitos», incluso llegaron a autodenominar
a su Partido Comunista Revolucionario (PCR) bajo el rótulo «vanguardia»
durante 1994-2006. Pero, ¿con qué legitimidad? Ninguna, sencillamente por la
fuerza que, para todo idealista, otorgan las palabras y su poder místico, aunque
otras veces se justificaban con la excusa «no toda denominación designa una
realidad ya plasmada: unas veces, sólo expresa una meta». (La Forja, Nº24, 2001)

Huelga decir que el PCR no tuvo suficiente capacidad para actuar como «partido»
y las peleas ideológicas causaron escisiones y, finalmente, su disolución, cesando
la publicación de tal «periódico». Hoy, sus herederos recorren el mismo sendero
de la presuntuosidad, pero bajo un nuevo nombre: el «Comité por la
Reconstitución» (CxR), y su órgano de expresión «Línea Proletaria», fundado en
2016. Este organismo está formado por infinidad de grupos que dicen seguir la
«Línea de Reconstitución» (LR), pero al igual que ayer, no son sino un reducto
ideológico marginal y tan desacertado como tantas otras escuelas del
revisionismo.

Sobrestimar las facilidades de los antecesores e infravalorar las


ventajas de tu tiempo, el rasgo de todo filisteo

Antes de continuar, habría que remarcar la historia de fantasía que en su día se


montó la «Línea de Reconstitución» (LR) para explicar el nacimiento, desarrollo
y éxito de los bolcheviques, y de porqué ellos no han tenido un camino ni
remotamente similar.

En primer lugar, lo pintaron todo como si los bolcheviques hubieran contado con
un contexto mucho más favorable al hoy existente −¡vaya mala suerte la
nuestra!−: «Los marxistas hubieron de resolver tareas políticas muy similares a
las que nosotros ahora tenemos planteadas, aunque relativamente más difíciles
en nuestro caso, dada la actual crisis del marxismo». (La Forja, Nº33, 2005)

En segundo lugar, describieron que en la Rusia de aquellos días hubo durante


diez años seguidos una progresión del estado de ánimo de las masas y el
movimiento revolucionario (sic), un: «Estado de ánimo de las masas, en pleno
movimiento ascendente desde 1895 −movimiento que culminaría con la
revolución de 1905−». (La Forja, Nº33, 2005)

En tercer lugar, dieron a entender que tras la aparición de la ruptura entre


mencheviques y bolcheviques en 1903, estos últimos vencieron automáticamente
a los primeros −lo cual implica dejar a un lado los intentos de reconciliación y
luchas entre ambos que habrían de venir, así como también ignorar muchas otras
fracciones y escisiones que surgieron en lo sucesivo−: «Hacia 1903 los marxistas
revolucionarios rusos debían cubrir el último tramo de su lucha de
desenmascaramiento de las corrientes políticas oportunistas de la época». (La
Forja, Nº33, 2005)

En cuarto lugar, por si esto no fuera poco, también se quejaron amargamente de


que: «[Algunos] no ven que, en 1903, cuando se crea el primer partido marxista
revolucionario ruso, la cuestión de la ideología y de la madurez política estaba
relativamente garantizada por 10 años de experiencia política de los marxistas
rusos y por el profundo conocimiento de la doctrina de los fundadores del Partido
Socialdemócrata Obrero de Rusia (POSDR)». (La Forja, Nº10, 1996)

Echemos un ojo a estos puntos, ya que ninguno es cierto al cien por cien.

En realidad, los «reconstitucionalistas» siempre han exagerado las dificultades


de su época particular −a fin, claro está, de maquillar sus pobres resultados hasta
ahora y no hacerse cargo de ellos−, olvidando mencionar las ventajas con las que
ellos cuentan que los revolucionarios rusos y otros nunca tuvieron. ¿Cuáles?
Empezando con que hoy, en plena era digital, con un par de clics cualquiera puede
tener a su disposición las obras completas de casi cualquier autor; con que en el
presente todo hijo de vecino puede ir a la biblioteca de la esquina a estudiar
tranquilamente a sus referentes; o con que uno puede en su casa o en la copistería
de en frente de su barrio imprimir cualquier cosa sin mayor problema. ¿Se
imaginan lo que pensarían las figuras del siglo XIX y XX de nuestras enormes
facilidades en este sentido? En cambio, ¿a qué tipo de obstáculos se enfrentaron
nuestros predecesores cuando deseaban formarse ideológicamente? No era
extraño que el material formativo se redujese a unos cuantos libros que iban
pasando por las manos de todos los compañeros, siendo estos, no pocas veces,
una pobre traducción casera o una traducción profesional que, al ser de las
primeras ediciones, también dejaba mucho que desear. ¿Y qué decir cuando
surgían dudas sobre temas donde no había referencia a mano? Allí la máxima
referencia era consultar a alguien que hubiera tenido el privilegio de leer algo del
tema en algún momento remoto de su vida, momento en el que dicho sujeto debía
ejercer un arduo trabajo de memorística para rescatar cuales eran los argumentos
de ese texto sin incurrir en invenciones o distorsiones, y después de todo razonar
si estaba en lo cierto o no. ¡Casi nada!
Huelga decir que estos militantes y simpatizantes se exponían a largas penas de
prisión por ser descubiertos con propaganda subversiva. Como recordó
Madeleine Worontzoff en su obra «La concepción de la prensa de Lenin» (1979):
«En 1885 cayó el primer órgano socialdemócrata, «Rabotchi», en 1897, el órgano
de la Unión de lucha por la liberación de la clase obrera, es obligado a refugiarse
en el extranjero ya a partir del segundo número; mientras en 1898, la
«Rabotchaia Gasieta» es prohibida por la policía». Mismamente, en lo referente
a otros competidores o rivales, los bolcheviques tuvieron que desarrollar todos
sus combates ideológicos bajo la lupa de la represión zarista, con sus registros,
arrestos, exilios y ejecuciones. ¿Y qué decir de la financiación, en aquel entonces
obligatoria para difundir la palabra? En su «Carta a A. A. Bodganóv» (10 de enero
de 1905) un Lenin de «excelente estado de ánimo» notificaba que para la puesta
en marcha de «Vperyod»: «Necesitamos 400 francos −150 rublos− por número,
y sólo tenemos 1.200 francos en total», pidiendo expresamente la colaboración
de hombres de «posibles» como Gorki, pues: «durante los primeros meses
necesitamos ayuda angustiosamente».

¿Y la distribución? Pues por si lo anterior fuera «peccata minuta», no hemos de


olvidar que «Iskra» y otros que vinieron después, ese «periódico para todo el
país», no solo era producido en Moscú, Kiev, Riga, Bakú o Tiflis, sino también
gracias a las reuniones e imprentas ilegales que los bolcheviques tenían en zonas
tan recónditas como Múnich, París, Londres, Bruselas o Ginebra. Luego todo este
material era transportado e introducido subrepticiamente en las ciudades y
pueblos a través de una red muy compleja de colaboradores, quienes forjaban, en
palabras de Lenin, el necesario «intercambio de experiencias, de documentación,
de fuerzas y recursos», es decir, la propia estructura del partido. Como relató O.
Piatnitsky en su «Memorias de un bolchevique (1896-1917)» (1926), N.
Krúpskaya en «Lenin, su vida, su doctrina» (1933) o N. Popov en «Resumen de
la historia del Partido Comunista de la Unión Soviética» (1935), estos centros
dirigentes solo pudieron realizar tal gesta gracias a los enlaces permanentes e
intermediarios que habían tejido con el paso de los años, los cuales mantenían a
los exiliados informados de lo que ocurría en el Imperio ruso, es decir, de la vida
real en sus fábricas, sus campos, sus escuelas, etcétera. Si esto no hubiera sido
así, gran parte de la agitación y propaganda hubiera perdido su efecto, no cabe
duda. Se suele decir que las comparaciones son odiosas; ¿se imaginan cuantos
falsos «bolcheviques» de hoy podrían mantener algo ligeramente parecido?
Pocos o ninguno, dado que han demostrado no ser capaces de ponerse de acuerdo
para llevar a cabo una publicación mensual online u offline con todas las
facilidades de la legalidad y la tecnología actuales. Por no ser, algunos no son
capaces ni de mantenerse informados de la actividad que mantiene su compañero
que vive a dos cuadras o en la ciudad más próxima.
¿Acaso estos señores han estudiado realmente las dificultades con las que se
toparon los bolcheviques, sus avances y retrocesos? No lo parece, ya que parecen
ignorar adrede que el «¿Por dónde empezar?» (1901) de Lenin estuvo motivado
porque: «Nuestro movimiento, tanto en el sentido ideológico como en el sentido
práctico, en materia de organización, se resiente, sobre todo, de dispersión, de
que la inmensa mayoría de los [marxistas] están casi totalmente absorbidos por
un trabajo puramente local, que limita su horizonte, el alcance de su actividad y
su aptitud y preparación». De hecho, el «¿Qué hacer?» (1902) fue elaborado tanto
para corregir: «Los intentos de hacernos retroceder en el terreno de la
organización», como para esclarecer «las opiniones acerca del carácter y el
contenido de la agitación política», que diferenciaba a los economistas de los
revolucionarios. Un mes después del IIº Congreso del POSDR (1903), los
mencheviques no aceptaron la nueva troika de redactores y boicotearon la edición
de «Iskra», además para «restablecer la paz» exigieron una redistribución de
puestos en la misma para volver a los seis miembros anteriores. ¿Qué argumentos
presentó Lenin para no aceptar tal petición? En primer lugar, que «los seis» no
se reunieron ni una sola vez entre 1900-03; en segundo lugar, que entre él y
Mártov escribieron más del 84% de artículos en ese periodo. Además de todo esto,
Lenin dejó claro en su «Carta a M. N. Ljadov» (10 de noviembre de 1903), que no
iba a permitir una revocación de las resoluciones del congreso: «¡Nosotros
tenemos que legalizar esa lucha por los puestos!» o «¿¿para qué sirven entonces
los congresos del partido si las cosas se resuelven con el nepotismo en el
extranjero, la histeria y los escándalos??».

Como indica Francisco Diez del Corral en su obra «Lenin, una biografía» (1999),
tras el hecho decisivo de que Plejánov decidiera ceder ante el chantaje de Mártov
y aceptase la reincorporación de Potrésov, Zasúlich y Axelrod en la redacción, nos
encontramos a un Lenin, totalmente derrotado por las circunstancias, que
decidió abandonar «Iskra». Es en ese entonces cuando algunos de sus
colaboradores como Noskov, Krassin, Gussarov y otros, «cansados de las
fricciones», también se pasaron al bando de Mártov. Tan solo unos pocos fieles
como Lengnik, Semliachka o Essen le siguieron apoyando en su empresa y
crearían luego «Vperiod» en 1905 junto a Vorovski, Lunacharski y Olminski.
Cuando se lleva a cabo la famosa redacción de «Un paso adelante, dos hacia
atrás» (1904), esta surge tras «una lucha de seis meses» contra los mencheviques,
que «en los momentos actuales, como nos han arrastrado hacia atrás en muy
mucho, también en este punto hay que «repetir lo ya mascado». Lo visto hasta
aquí desmonta suficientemente el relato «reconstitucionalista» de que había una
enorme madurez política «relativamente garantizada por 10 años de experiencia
política de los marxistas» que «desencadenaría en la revolución de 1905».

Por si esto fuera poco, desde la socialdemocracia alemana Rosa Luxemburgo se


sumó a los ataques de Trotski, Axelrod, Plejánov y Mártov sobre el jefe
bolchevique, mientras los austriacos se negaron a dar a Lenin publicidad a sus
contundentes respuestas. En medio de este panorama internacional, Lenin
registró en emisiva «Al secretariado del Buró Socialista Internacional en
Bruselas» (24 de julio de 1905) cómo su grupo tuvo que lidiar con la
incomprensión de figuras de la talla de Kautsky, otro de los máximos referentes
de Lenin, quien, por ejemplo: «También se dice imparcial y, sin embargo, en
realidad llegó hasta a negarse a publicar en Neue Zeit la refutación de un artículo
de Rosa Luxemburgo en el que ella defendía la desorganización en el partido» −se
quiere al libro «Un paso hacia adelante, dos hacia atrás» (1904)−; inclusive
Kautsky «¡¡¡aconsejó que no se difundiera el folleto alemán con la traducción de
las resoluciones del IIIº Congreso (1903)!!». Estos líderes alemanes, como dejó
constancia en su «Carta a A. V. Lunacharski» (11 de noviembre de 1907), no solo
no eran conscientes de la transcendencia de esta lucha ideológica en ciernes, sino
que también cometían equivocaciones sensibles en su país, por lo que Lenin
señaló a sus allegados: «Usted está en lo justo al señalar que Bebel no tenía razón
en Essen ni en cuanto al militarismo ni en cuanto a la política colonial −más
exactamente, en cuanto al carácter de la lucha de los radicales en Stuttgart en
torno a este punto−. Pero es preciso advertir que se trata de errores de un hombre
con el que seguimos el mismo camino y que son corregibles». Esto le llevó a
declarar en su «Carta a M. S. Kedrov» (11 de noviembre de 1907) que «El
bolchevismo [está] aprendiendo no sólo de los alemanes sino en las faltas de los
alemanes».

Esta reinterpretación de la historia en clave «reconstitucionalista» es un ejemplo


muy útil de cómo se incurre en una correlación mecanicista y forzada de los
episodios del pasado, y resulta curioso, puesto que ellos, que tanto critican los
estragos analíticos de positivistas y althusserianos por su ridículo «concepto
lineal de la historia», aquí parece que se olvidaron de los vaivenes en el estado de
ánimo de las masas, las caídas de los militantes, el auge o ruina de la economía,
la degeneración de los dirigentes bolcheviques, etcétera. Los cuales, ¡¡no se puede
mantener igual o en completa ascendencia progresiva de 1883 a 1905 en todas
partes!!! Si revisamos una vez más el «¿Qué hacer?» (1902) Lenin describe el año
1898 como un «período de dispersión, de disgregación, de vacilación», donde
hubo una disonancia, ya que «la conciencia de los dirigentes cedió ante la
magnitud y el vigor del crecimiento espontáneo», y en el cual el movimiento «era
rebajado al nivel del sindicalismo». ¿Nota el lector cómo la «historia de los
bolcheviques» de la LR no tiene nada que ver con la realidad? Además, los
«reconstitucionalistas» no solo olvidan mencionar factores clave como la Guerra
ruso-japonesa (1904-05) que contribuyó al hartazgo general, sino también el
pequeñísimo «detalle» de que cuando finalmente se desata la «Revolución Rusa»
(1905), resultó que en muchos lugares y momentos los acontecimientos pillaron
por sorpresa a los bolcheviques, no pudiendo siempre hegemonizar el
movimiento, que quedaría en manos de mencheviques y otros −quienes, por
supuesto, lo harían fracasar−. Por no hablar ya del duro periodo que atravesaron
nuestros protagonistas tras esta derrota −con las brutales dosis de
desmoralización y desorganización que repercutió no solo entre las masas en
general, sino también entre los dirigentes−.

Aun con todo, en la «Carta a Gorki» (7 de febrero de 1908), Lenin volvía a insistir
en lo mismo: «Estoy persuadido de que el partido necesita ahora un órgano
político que salga regularmente, que sea firme y aplique con energía la línea de
lucha contra la disgregación y el abatimiento». En «A propósito de dos cartas»
(13 de noviembre de 1908) advertía contra el desánimo y las falsas ilusiones: «Es
precisamente en ese período, de 1905 a 1907, cuando se difundió en Rusia una
masa de literatura [marxista] teórica seria −principalmente traducida− en una
escala que todavía dará frutos»; por ende, «no debemos ser escépticos, no
debemos imponer nuestra propia impaciencia a las masas». ¿Qué quería decir?
Que, aunque se hubieran hecho grandes avances en la agitación y propaganda,
aún quedaba muchísimo por hacer porque se partía desde muy abajo: «Tales
cantidades de literatura teórica vertida en tan poco tiempo entre las masas
vírgenes que hasta ahora apenas habían sido tocadas por un panfleto socialista,
no se digieren de una vez, ha sido sembrado. Está creciendo. Y dará sus frutos,
quizás no mañana ni pasado, sino un poco más tarde».

Esto no significa que las cosas mejorasen mucho en los siguientes años, en su
«Carta A. M. Gorki» (9 de abril de 1910) volvía a describir las duras adversidades
a las que se enfrentaban: «En el terreno práctico, la situación tremendamente
difícil del partido y de toda la labor [revolucionaria], así como también la
maduración de un nuevo tipo». Le resultaba «repugnante estar atascado en
medio de toda esta situación «anecdótica», estas peleas y bochinches, angustias
y «escoria»; observar todo esto es también repugnante». Pero «no podemos
permitir que nos aplaste el desaliento». Por último, destacaba en qué forma
seguían existiendo «factores serios y profundos» que «llevan a la unidad» pero
que no se habían logrado del todo: «En el terreno ideológico, la necesidad de que
la socialdemocracia [rusa] se depure de liquidacionismo y de otzovismo». Por si
esto fuera poco, los socialdemócratas alemanes se negaron en 1912 a devolver a
los bolcheviques el depósito financiero que dejaron en el exilio para financiar sus
impresiones. En las elecciones a la IV Duma (1912), los bolcheviques apenas
conseguirían seis escaños versus los siete de los mencheviques −muy lejos ambos
de los 65 conjuntos que obtuvieron en 1907−.

Las consecuencias de este relato ficticio de la LR de los 90 sobre el nacimiento y


desarrollo del bolchevismo son bien palpables entre sus seguidores actuales,
quienes insisten en que: «@ZheIeznyakov: Para 1908 el bolchevismo ya contaba
con una teoría de vanguardia terminada». (Zheleznyakov; Twitter, 7 de mayo de
2022)

Esta declaración es ya de por sí contraria al marxismo-leninismo. Ya Engels


declaró en el «Anti-Dühring» (1878) que: «Un sistema que lo abarca todo, un
sistema definitivamente concluso del conocimiento de la naturaleza y de la
historia, está en contradicción con las leyes fundamentales del pensamiento
dialéctico». Aunque parezca increíble, los llamados «reconstitucionalistas», si
bien están día y noche advirtiendo del daño que ha hecho la «metafísica del
positivismo» y sus «simplificaciones», tanto a nivel histórico como en la teoría
del conocimiento, luego nos vienen con estas payasadas. Seamos generosos y
pensemos que, por cuestión de la limitación de caracteres de Twitter, lo que este
usuario quiso decir es que en los aspectos teóricos fundamentales los
bolcheviques ya lo tenían claro. Esto tampoco sería cierto. Daremos solo unas
notas finales que terminarán de derribar este castillo de naipes: a) en la
exposición sobre la cuestión nacional, aunque hubiera atisbos clave en el
programa bolchevique, la visión general no sería desarrollada tal y como lo
conocemos hasta 1913-14 −sin olvidar otros temas, como la rectificación en torno
al federalismo, de 1917 −; b) la cuestión del imperialismo no se empieza a abordar
concienzudamente hasta mucho después −véase en Lenin los «Cuadernos del
imperialismo» (1916)−; c) la táctica y el programa militar para la revolución se
vuelve a reformular de 1915 en adelante; d) la relación entre el partido de
vanguardia y el arte también va evolucionando de igual manera −véase por
ejemplo, los debates y posturas sobre Rapp y Prolekult de 1920-21−; e) en cuanto
a la filosofía y su relación con los organismos de expresión revolucionarios, el jefe
de los bolcheviques, Lenin, cambió su percepción a partir de 1908 −que ahora
repasaremos−. Aunque esto es más que suficiente para echar abajo este discurso
reduccionista de la LR, centrémonos en estos dos últimos puntos, ya que quizás
sean los menos conocidos para el lector y son de notable interés para comprobar
cómo evoluciona un pensamiento.

En el Lenin más joven, si bien repudiaba a los neokantianos y otros, la filosofía


fue vista por él durante bastante tiempo como un «terreno neutral», y eso que, en
1904 había posibilitado el formar un bloque con Bogdánov −pese a sus
discrepancias filosóficas y de otra índole−, le volvería a costar más de un disgusto
a futuro por no entender del todo su conexión con el resto de fenómenos sociales.
En aquel tiempo Lenin comentó a su amigo escritor en su «Carta a M. Gorki» (25
de febrero de 1908): «Considero que un artista de la pluma puede hallar muchas
cosas útiles en cualquier filosofía», y añadió: «a mi parecer, sería una tontería
imperdonable impedir la aplicación en el partido obrero de la táctica
revolucionaria»… «a causa de las disputas en torno a materialismo o el
empiriocriticismo». En efecto, un artista, un economista o un político puede
encontrar cosas de «utilidad» en otra filosofía antigua o contemporánea −por los
motivos que sean−, pero, ¿qué tiene que ver esto con el espíritu partidista en el
campo de la filosofía que tanto caracterizó a Lenin y que todos conocemos? Poco
o nada.

Esta postura inicial fue tan cándida y liberal que él mismo terminó corrigiéndola
debido a la tozudez de los hechos. Ergo, fue solo entonces −febrero de 1908−
cuando empezó −que no terminó− a rectificar su antigua visión: «Ahora
considero absolutamente inevitable cierta pelea entre los bolcheviques sobre el
problema de la filosofía». Los litigios en los periódicos y el surgimiento de nuevas
fracciones le obligaron a ponerse al día de las disputas filosóficas en boga, leyendo
con mayor detenimiento tanto a los empiriocriticistas −Mach− como a sus
críticos −Plejánov−; considerando que la primera tendencia era muy peligrosa, y
que la segunda no ajustaba las cuentas debidamente a ese intento de revisión del
marxismo. En otra «Carta a M. Gorki» (16 de marzo de 1908) confesó: «Estoy
descuidando el periódico a causa de mi pasión filosófica; hoy leo a un
empiriocriticista y despotrico como una vendedora de mercado; mañana leo a
otro y blasfemo como un carretero». En aquella época Lenin reportó a varios de
sus allegados que no podía dejar de lado el estudio filosófico y que, aun no
considerándose «lo bastante competente», se consideraba obligado a enfrentarse
a esta moda del «empiriocriticismo», a la cual describió como una «variedad del
agnosticismo».

De nuevo, ¿significa eso que hubo una ruptura total, de la noche a mañana se pasó
de un extremo a otro, de la candidez e inexperiencia a la consciencia y coherencia
absoluta? No. Incluso en esa carta a Gorki de febrero de 1908, Lenin todavía
manifestó su esperanza de que: «Tanto de su experiencia artística como de la
filosofía, aunque sea idealista, puede usted llegar a conclusiones que reporten un
inmenso provecho al partido proletario». Llegó a recomendar que por el
momento el periódico «Proletari» siguiera siendo «neutral ante todas nuestras
divergencias en filosofía». Una prueba de que la filosofía sí penetraba en el arte y
la política se refleja en «Acerca de la fracción de los adeptos a «Vperiod» (1910):
«De todos los grupos y fracciones de nuestro partido, el grupo «Vperiod» es el
primero que presenta una filosofía, por cierto, encubierta con un seudónimo. En
esa plataforma figuran «la cultura proletaria» y «la filosofía proletaria». Y tras
ese seudónimo se oculta el machismo, es decir, la defensa del idealismo filosófico
aderezado con salsas diversas −empiriocriticismo, empiriomonismo, etcétera−,
en «el campo de la política, el grupo ha calificado el otzovismo de «matiz
legítimo». De hecho, Lenin se vería forzado a criticar a Gorki duramente durante
estos años, e incluso, por el desarrollo natural de los acontecimientos y la dureza
que alcanzó las luchas fraccionales, la amistad entre ambos estuvo a punto de
truncarse, especialmente a causa de los coqueteos místicos y religiosos del
escritor, quien solo en 1912 abandonó y comunicó el abandono de sus simpatías
por los «empiriocriticistas» y «la construcción de Dios» −y más tarde, como todos
sabemos, aun arrastrando varias dubitaciones más en el campo político, acabó
convirtiéndose, al igual que Mayakovski, en uno de los artistas más prestigiosos
del realismo socialista−.

Ya en «Materialismo y empiriocriticismo» (1909) advirtió a Lunacharski −futuro


Comisario del Pueblo de Educación− lo peligroso que era tomarse con trivialidad
estos temas: «No sois vosotros los que abordáis, desde vuestro punto de vista
marxista −puesto que queréis ser marxistas−, cada viraje de la moda en la
filosofía burguesa; es esta moda la que os aborda, la que os impone sus nuevas
mixtificaciones al gusto del idealismo»; y por fortuna, el propio Lunacharski
también se fue alejando de esa admiración progresiva de ciertas filosofías
irracionales, místicas y vitalistas. Su mujer Krúpskaya, otra militante
bolchevique, anotó en sus memorias «Lenin, su vida, su doctrina» (1933) sobre
este periodo crucial de 1909: «Ilich e Innokenty tomaron muy en serio la lucha
en el frente filosófico, pues los dos consideraban a la filosofía como un arma en la
polémica»; cada vez más, ambos se acercaban a la idea de que «la filosofía se
hallaba orgánicamente vinculada con el problema de evaluar todos los
fenómenos, desde el punto de vista del materialismo dialéctico, y el problema de
la lucha práctica en todos los campos».

Esta ambivalencia de Lenin en 1908 sobre el arte o la filosofía −como si fueran


campos que no influyen ni condicionan las posiciones y simpatías políticas− era
ciertamente extraño, ya que no tenía nada que ver con la postura que había
expresado en otras ocasiones, como en «La organización del partido y la literatura
del partido» (1905): «En oposición a las costumbres burguesas, en oposición a la
prensa burguesa patronal y mercantil, en oposición al arribismo literario y al
individualismo burgués, en oposición al «anarquismo aristocrático» y a la
persecución de beneficios, el proletariado socialista debe preconizar el principio
de una literatura del partido, desarrollarlo y aplicarlo bajo una forma tan plena y
completa como sea posible»; «los periódicos tienen necesariamente que estar
dentro de las organizaciones del partido», las «casas editoriales, los almacenes,
las librerías y las salas de lectura, las bibliotecas y demás establecimientos han de
ser empresas del partido, sometidas a su control». Más tarde, por ejemplo, en su
«Carta a M. N. Pokrovski» (6 de mayo de 1921), manifestó a este famoso
historiador su preocupación por el hecho de que el pintor realista Kiselis hubiera
sido suprimido en favor de un autor futurista: «Le ruego que ayude en la lucha
contra el futurismo» −corriente que por entonces profesaba el poeta
Mayakovski−, «que quede acordado que a estos futuristas no se publique más de
dos veces al año y no más de 1.500 ejs». También en su conocida obra «Sobre el
materialismo militante» (1922) fue muy tajante. Allí señaló que si bien: «A cada
paso las escuelas y escuelillas filosóficas, las tendencias y subtendencias
filosóficas reaccionarias», no recomendaba ya las prebendas hacia ellas −por el
bien de la «unidad del partido»−, sino que muy por el contrario pregonó la
búsqueda de una «alianza con los representantes de las ciencias naturales
modernas que tiendan al materialismo y no teman defenderlo ni predicarlo
contra las vacilaciones filosóficas en boga». Es decir, se trataba de influenciar y
atraer a los materialistas más o menos consecuentes, no en un pacto de no
agresión con los idealistas, algo que también se recomendó en el campo del arte
combatiendo las nocivas influencias de las nuevas vanguardias artísticas «el
expresionismo, el futurismo, el cubismo, y todos esos ismos» −que tanto agradan
a los «reconstitucionalistas»−. Véase la obra de Clara Zetkin «Recuerdos sobre
Lenin» (1925).

Esto destroza el discurso manipulador construido posteriormente por los


«praxiólogos» como Adolfo Sánchez Vázquez, seguidor e invitado de honor de la
«Escuela de la praxis» de Petrović, Kangrga y Marković alojada en Yugoslavia.
Este en sus «Notas sobre Lenin y el arte» (1970) llegó a decir que este autor no
tendría un patrón claro a seguir en estos lares, pues, según él: «No se ha
propuesto fundar teóricamente la estética marxista; no hay en él una
fundamentación filosófica explícita de ella». E incluso añadió, en contra de lo que
toda la evidencia que acabamos de ver, que para Lenin: «El partidismo cobra un
nuevo sentido: ya no se trata de la vinculación orgánica a la causa general del
proletariado a través de su subordinación al partido, sino de la toma de conciencia
de la ideología socialista y de su encarnación en la actividad literaria». Sea como
sea, este señor es de aquellos conformistas que se contenta con manifestar que
un autor idealista lo suficientemente comprometido «no puede dejar de captar
algún aspecto esencial de la realidad», pero no explica al lector porque solo es
capaz de captar algún que otro «aspecto esencia» de la realidad. Para acabar,
insiste en retrotraernos a cosas ya superadas: «Una línea táctica −de acción
política práctica− no debe ser identificada con una línea filosófica. Se trata de dos
niveles distintos, y no se puede pasar directamente de uno a otro». Este es un
ejemplo de cómo por norma los revisionistas solo tratan de rescatar de la obra de
Lenin lo que es contingente, equivocado y anecdótico. Y esto demuestra a su vez
el gran error histórico de tratar con suma complacencia los intelectuales
mediocres y veletas como él −o Sacristán− que tanto anidaron en las filas del
Partido Comunista de España (PCE); aquellos que un día era los más feroces
«stalinistas» −y justificaban todo lo que viniera de arriba− y al día siguiente
declaraba que en la lucha contra el «titoísmo» los argumentos «no eran
convincentes» −pero como buen lukacsiano, ¡se fingia estar de acuerdo!−.
Aunque parezca una broma, entre los «reconstitucionalistas» son este tipo de
filósofos abiertamente antiengelsianos y antileninistas −y antimarxistas de
facto− los que son gratamente aplaudidos y recomendados. En el caso de Adolfo
Sánchez Vázquez muchos le consideran: «@SergeiStepniak: Un intelectual
orgánico, sin duda uno de los nuestros». (Deux Lignes; Twitter, 26 de abril de
2021).

Podríamos seguir y seguir hasta llegar a octubre de 1917, pero estaríamos


comprobando igualmente cómo las dudas y concepciones necias a veces también
se reflejaron entre estos dirigentes hasta cristalizar lo que hoy se conoce como los
principios del bolchevismo. Cuestiones como la posición ante el «gobierno
provisional», los «soviets», el «tránsito pacífico» o el qué hacer durante las
«jornadas de julio» no siempre estuvieron tan claras, lo que deja claro que los
cauces que desembocaron en la «Revolución Bolchevique» (1917) no fueron tan
idílicos y sencillos como algunos piensan. Huelga decir que no existen ni existirán
nunca figuras inmaculadas, sin borrones y sombras en su desempeño. Es más, el
mérito de Lenin es que, dentro de todos sus patinazos y volantazos a lo largo de
su vida, supo leer los acontecimientos adecuadamente, y por lo general, supo
darse cuenta de los desajustes entre lo que pensaba y lo que sucedía
objetivamente en ese momento; supo entender la diferencia y conexión entre
posibilidad y realidad; supo rectificar sus conceptos, consignas o programa y
persuadiendo a los que antes había convencido de lo contrario de las
imprecisiones o equivocaciones que se habían tomado.

Esto no es un juicio inmisericorde o desagradecido sobre nuestros antecesores,


sino que se refleja en la propia obra escrita de Lenin cuando, como dejó
constancia en su «El congreso de los socialistas italianos» (1912), reflexionando
sobre el estallido de una lucha interna en un partido hermano comentó lo
siguiente: «Los dirigentes obreros no son ángeles, no son santos, no son héroes,
sino hombres como todos»; lo que implica que «cometen errores, y el partido los
corrige». Para demostrarlo puso un ejemplo de un dirigente germano que él
mismo admiraba con fervor: «El partido obrero alemán ha tenido ocasión de
corregir los errores oportunistas, hasta de tan destacados dirigentes, como Bebel;
pero, como es normal si el implicado: «insiste en el error, si para defender el error
se constituye un grupo que pisotea todos los acuerdos del partido, toda la
disciplina del ejército proletario, la escisión resulta indispensable». Por tanto,
como el jefe bolchevique dejó bien claro: «La escisión es una cosa grave y
dolorosa, pero a veces resulta necesaria, y entonces toda debilidad, todo
sentimentalismo es un crimen».

Para finalizar, hemos de decir que los juicios y análisis tan superficiales y
mediocres que los «reconstitucionalistas» acostumbran a soltar con toda
tranquilidad recuerdan demasiado a la clásica mentalidad que alberga el
historiador burgués o politicastro de turno, esto es, aquel que arropado por su
mínima preparación y conocimiento lanza todo tipo de afirmaciones categóricas
sin miedo al ridículo. Abren y cierras periodos con una facilidad pasmosa
amparándose en este o aquel error, sea verídico o especulativo, lo cual no solo
puede llevar a confusión, sino que no explicaría ningún desarrollo positivo o
negativo, ya que cualquier camino al éxito está repleto de equivocaciones y
aprendizajes. En una ocasión, Lenin en su artículo «La victoria de los
demócratas-constitucionalistas» (1906) replicó al publicista R. M. Blank de los
«kadetes» −liberales− por pretender dar cátedra al público ruso sobre la historia
del movimiento obrero internacional con comentarios igual de estúpidos, ante lo
que el jefe bolchevique le preguntaba lo siguiente: «¿Acaso hubo algún período
en el desarrollo del movimiento obrero, en la trayectoria de la socialdemocracia,
en el que no se cometieran unos u otros errores, en el que no se advirtieran unas
u otras desviaciones, fueran de derecha o de izquierda? ¿La historia del período
parlamentario de la lucha socialdemócrata alemana no abunda acaso en tales
errores? Si el señor Blank no fuera un supino ignorante en los temas del
socialismo, fácilmente se hubiera acordado de Mülberger, de Dühring, del asunto
de la «Dampfersubvention», de los «jóvenes», del bernsteinianismo y de muchas,
muchísimas cosas. Pero al señor Blank no le interesa estudiar el desarrollo real
de la socialdemocracia».

Ni los «reconstitucionalistas» ni sus competidores han logrado tener


jamás un «órgano de expresión» a la altura de las circunstancias

En esta sección aprenderemos muy rápidamente que los «reconstitucionalistas»,


emulando a sus competidores, no solo no han aprendido nada significativo de la
experiencia bolchevique a la que tanto se remiten, sino que todas y cada una de
sus especulaciones en materia de organización, formación, agitación y
propaganda van a contracorriente, y no precisamente porque nos traigan algo
mejor.

Aquí nos detendremos especialmente sobre la importantísima labor del «órgano


de expresión», el cual hace las veces de aglutinador y organizador, desgranando
grosso modo cuales son las mejores formas de adaptarlo a las necesidades del
siglo XXI. Demostraremos cómo todo grupo político que no es capaz de proveer
a este «órgano de expresión» de una regularidad en su publicación, y una calidad
en su contenido, acaba pereciendo más pronto que tarde. De igual modo,
repasaremos las dudas más típicas sobre la relación que ha de darse entre
«redactores» y «lectores», entendiendo cómo se condicionan los unos a los otros
−superando los métodos escolásticos y la dependencia en unas cuantas
personas−. Estudiaremos la polémica «teoría de los cuadros» de los
«archiomarxistas», muy popular entre los grupos trotskistas, quienes, como los
«reconstitucionalistas», niegan que pueda darse una «práctica revolucionaria»
hasta tener una nueva y ultimísima «teoría revolucionaria» libre de errores. Por
último, aclararemos que, en lo referente a las labores de «traducción» y
«divulgación» de la «literatura clásica», estas han sido facilitadas con la eclosión
de las nuevas tecnologías y el acceso masivo a la información, pero dichas
herramientas sirven de muy poco sin una tramitación crítica de todos los
fenómenos −pasados y presentes−.

¿De verdad han aprendido algo los revisionistas modernos de los


«bolcheviques» y otras experiencias?

Empecemos por retroceder hasta el año 1901 y repasar cuál era, según Lenin, la
condición sine qua non, para que el movimiento político revolucionario pudiera
echar a andar y, con el tiempo, tomarse en serio:

«Sin un órgano político, es inconcebible en la Europa contemporánea un


movimiento que merezca el nombre de movimiento político. Sin él, es
absolutamente irrealizable nuestra misión de concentrar todos los elementos de
descontento político y de protesta, de fecundar con ellos el movimiento
revolucionario. (...) La misión del periódico no se limita, sin embargo, a difundir
ideas, a educar políticamente y a conquistar aliados políticos. El periódico no es
sólo un propagandista colectivo y un agitador colectivo, sino también un
organizador colectivo. En este último sentido se le puede comparar con los
andamios que se levantan alrededor de un edificio en construcción, que señalan
sus contornos, facilitan las relaciones entre los distintos constructores, les
ayudan a distribuirse la tarea y a observar los resultados generales alcanzados
por el trabajo organizado». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; ¿Por dónde
empezar?, 1901)

Una vez llegados a cierto punto de capacidad operativa, los revolucionarios rusos
podían afirmar que su propaganda y agitación llegaba ya a todas las capas de la
sociedad:

«¿Tenemos bastantes fuerzas para llevar nuestra propaganda y nuestra


agitación a todas las clases de la población? Pues claro que sí. Nuestros
«economistas», que a menudo son propensos a negarlo, olvidan el gigantesco
paso adelante que ha dado nuestro movimiento de 1894 −más o menos− a 1901.
(...) En todas las provincias se ven condenadas a la inactividad personas que ya
han tomado o desean tomar parte en el movimiento y que tienden hacia [el
marxismo] −mientras que en 1894 los [marxistas] rusos podían contarse con los
dedos−». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Carta a un camarada acerca de
nuestras tareas de organización, 1902)

Aquí debemos matizar varias cosas. ¿Cuántos de los actuales grupos políticos de
«izquierda» tienen «corresponsales permanentes entre los obreros» y
«mantienen estrecho contacto con el trabajo interno de la organización», como
comentaba Lenin en dicha carta? ¿Cuántos reciben en las diversas provincias del
país a varias personas que «desean incorporarse al movimiento»? Si la mayoría
de «grupos subversivos» actuales apenas tienen capacidad para ser conocidos
fuera de su zona de confort, deberían no lanzar las campanas al vuelo. ¿Qué hay
que hacer en una situación así, donde tal cosa no se ha logrado, y donde además
no se tiene la capacidad de llegar a todo?

«Toda la vida política es una cadena infinita compuesta de un sinfín de


eslabones. Todo el arte de un político estriba justamente en encontrar y
aferrarse con nervio al preciso eslaboncito que menos pueda ser arrancado de
las manos, que sea el más importante en un momento determinado y mejor
garantice a quien lo sujete la posesión de toda cadena». (Vladimir Ilich Uliánov,
Lenin; ¿Qué hacer?, 1902)

¿Se ha sabido buscar este «eslabón» clave? Está claro que no. Incluso en tal época
de «ascenso y participación de las masas», Lenin ya dejó patente en el «Proyecto
de declaración de la redacción de Iskra y Zaria» (1900), que el problema que
enfrentaba el movimiento revolucionario era su «fraccionalismo», su «carácter
artesano». Cada círculo local tenía sus medios de expresión donde sus literatos
manifestaban sus opiniones sin más, cada agitador realizaba su actividad
basándose en un «practicismo estrecho», totalmente divorciado del
«esclarecimiento teórico». La forma de agitación predominante, los panfletos
sobre cuestiones locales y económicas, se habían vuelto ya «insuficientes», y gran
parte de los artículos publicados en los periódicos locales eran por su bajo nivel
una «caricaturización del marxismo». No había apenas conexiones ni entre los
diversos círculos ni muchas veces entre los propios miembros de un mismo
círculo. Estos aparecían fulgurantemente en escena y al poco tiempo fenecían sin
apenas haber cogido impulso. ¡Vaya! Uno no puede evitar comparar
automáticamente estas descripciones de hace más de un siglo con la triste
actividad de los grupos actuales, ¿verdad? En aquel entonces, como hoy, para
abandonar tales defectos no cabía otro camino que crear una plataforma
ideológica centralizada que representase la «línea política conjunta», una
«literatura común», en definitiva, un medio que dejase claras las aspiraciones del
colectivo unificado:

«El Centro dirigente del Partido −y no sólo de un comité o de un distrito− es el


periódico Iskra. (…) Yo desearía señalar tan sólo que el periódico puede y debe
ser el dirigente ideológico del partido, desarrollar las verdades teóricas, las tesis
tácticas, las ideas generales de organización y las tareas generales de todo el
Partido». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Carta a un camarada acerca de
nuestras tareas de organización, 1902)

En el «¿Qué hacer?» (1902), Lenin definió así los términos «propaganda» y


«agitación» en su aplicación cotidiana. Sobre el primero dijo que un
«propagandista» debe «proporcionar muchas ideas, un número tan grande de
ideas, que al primer golpe todas estas ideas tomadas juntas no podrán ser
asimiladas más que por un número −relativamente− restringido de personas».
Mientras que, «tratando del mismo problema», el «agitador» en cambio «se
apoyará en el hecho más conocido por sus auditores y, apoyándose en dicho hecho
conocido por todos, realizará el máximo esfuerzo para dar a la masa una sola
idea». ¿Cómo se traslada y aplica eso a la prensa?

«Lo que aquí resulta importante subrayar es que la prensa, entendida como un
sistema de prensa, sirve a la vez para la agitación y la propaganda. (…) El
proyecto esbozado aquí −antes de cualquier publicación efectiva− no se
realizará más que una vez alcanzada la plena madurez del partido
revolucionario. A la espera de ello conviene, a modo de primera piedra, crear
un periódico reservado a la franja politizada, a los militantes que harán
despertar a su vez a nuevas capas. (…) Gracias a su carácter central, el periódico
permite realizar la síntesis de toda la experiencia del partido: documentos,
correspondencias, hechos de actualidad son analizados, seleccionados y
sistematizados a través del periódico». (Madeleine Worontzoff; La concepción
de la prensa de Lenin, 1979)
La cuestión de los redactores y los lectores

¿Pero qué nos encontramos hoy cuando nos adentramos en la fastuosa prensa de
los presuntos «grupos leninistas» de nuestro alrededor? En ella el mayor
obstáculo no es tanto la falta de redactores −que también−, sino la capacidad de
los mismos, ya que lo que encuentra uno es la prosternación ante los vicios y
manías políticas del «movimiento» y su «tradición». Y si a esto le sumamos que
no es extraño encontrar que la publicación de unos es el calco de la publicación
de otros, no se avanza lo más mínimo.

Su método rinde homenaje al noble arte de la escolástica medieval del siglo XIII,
donde el «sabio» dictaba a sus alumnos −muchas veces de forma vulgarizada−
los «saberes fundamentales» de la «literatura clásica», y donde, ante todo,
primaba la memorística a través de ejercicios machaconamente repetitivos que
servían como fórmula para aprender la lección. También, como las eminencias
universitarias de dicha época, los jefecillos modernos a veces acostumbran a
mandar a sus pupilos «pequeños comentarios de texto», pero de nuevo resultan
insustanciales, como no podía ser de otra forma, ¿la razón? Aquí, por norma
general, el escritor novel no aporta absolutamente ninguna novedad, no añade
información sobre los eventos que se relatan o sobre el contexto de elaboración
de dicha obra a estudiar, y, en definitiva, no es capaz de extraer demasiadas
lecciones para la actualidad −o peor, cuando lo hace, es para distorsionar la
realidad−. Huelga decir que el redactor rara vez pone en tela de juicio y corrige
acertadamente lo que dice el «maestro» que le instruye o la «eminencia» de
referencia que debe analizar, por lo que el resultado no puede ser más paupérrimo
y cómico. Este es el resultado tanto de un sistema de enseñanza pobre como de
un espíritu e iniciativa igual de pobre del que se está educando.

Esto a su vez está ligado a otro problema histórico que ha sido muy recurrente: la
excesiva dependencia en una o unas cuantas personas para encarar la redacción
de los artículos, situación que indudablemente los revolucionarios rusos tuvieron
que afrontar. En su «Carta a Aleksándr Bogdánov» (10 de enero de 1905), Lenin
comentaba la situación dentro de esa división entre «escritores permanentes» y
«colaboradores» −que no lo eran en absoluto o se dedicaban solo a ciertas tareas
anexas−. En cuanto a los primeros, se les exigía más porque al asumir tal puesto
debían dominar su arte: «Simplemente hay que comprometerlos para que
escriban con regularidad una vez por semana, o quincenalmente; de otro modo
−dígaselo así a ellos− no los consideraremos personas decentes y romperemos
toda relación con ellos»; por ende, se les exigía regularidad, siendo para Lenin un
crimen que fuesen «endemoniada, imperdonable e increíblemente lentos» y que
además viniesen con «necias y estúpidas excusas». En cuanto a los segundos:
«Necesitamos que decenas y cientos de trabajadores escriban directa y
espontáneamente» a «Vperiod» para dar información viva, realizar propuestas,
sugerencias, críticas constructivas, etcétera. Además, animaba a que estos
últimos, si tenían intuición y ganas, tratasen de introducirse poco a poco en el
mundo de los primeros. Siendo mucho más indulgente les tranquilizaba
recordándoles cuan «necio avergonzarse por defectos de redacción» en los que
pudieran incurrir, porque en el peor de los casos «¡nosotros nos encargaremos de
elaborarla y aprovecharla desde el punto de vista literario!».

¿Por qué esta preocupación y directrices de Lenin? Si uno observa cual era la
composición de «Iskra» en 1903, encontrará que de 113 artículos publicados en
tres años (1900-03), el 84% de las publicaciones recaían en Mártov, Lenin y
Plejánov, siendo los dos primeros los encargados de supervisar la corrección y
publicación final de todos los artículos en general:

«En los 45 números de Iskra bajo la dirección de los seis redactores aparecieron
39 artículos y notas de Mártov; 32 míos, 24 de Plejánov, 8 de Viejo Creyente
[Potrésov], 6 de Zasúlich y 4 de P. B. Axelrod. ¡Esto en el curso de tres años! Ni
un solo número fue compuesto −en el aspecto técnico y de redacción− por nadie
más que por Mártov o por mí». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Carta a M. N.
Ljadov, 10 de noviembre de 1903)

Si esto se prolonga en el tiempo, puede dar como resultado que la desaparición


−por el motivo que sea− de dos o tres de esos principales redactores, complique
enormemente que esa «Iskra» salga adelante, siendo la paralización total o su
directa desaparición el resultado más plausible. Esta es la razón de que siempre
exista la necesidad impostergable −a nivel general− de tener que elevar el nivel
formativo de todos los participantes del proyecto y −a nivel particular−
seleccionar y encaminar a cuadros determinados para que en el futuro puedan
dar el relevo a otros en caso de enfermedad, deserción, detención, etcétera. En
todo caso, queda claro que:

«No es la reducida fronda de periódicos locales lo que puede reavivar los lazos
entre el órgano central y las masas. Un buen medio para elaborar
democráticamente la línea del partido en la prensa es la participación directa
de los militantes de base. [Lenin comentó:] «Nuestro aislamiento se deriva de
unas relaciones demasiado infrecuentes y demasiado irregulares entre el
órgano central y la masa de los militantes de base». El medio práctico para esta
colaboración son las corresponsalías. Un periódico debe estar formado por un
núcleo de redactores profesionales, rodeados de una nebulosa de
corresponsales: «Un órgano será vivo y viable cuando por cinco publicistas que
lo dirijan y escriban de forma regular, existan quinientos o cinco mil
colaboradores que no sean escritores en absoluto» [y se dediquen a otras tareas
diferentes o anexas]. (…) [Y aun con todo] Hay que conseguir que cada militante
considere el periódico como suyo propio, con el fin de evitar cualquier relación
en sentido único, del «escritor» hacia el «lector». Esta exigencia supone una
inversión de la actitud tradicional que se resume en el precepto: «A ellos les toca
escribir, a nosotros leer. (…) «Es necesario que el mayor número posible de
militantes del partido mantenga correspondencia con nosotros, y digo bien
correspondencia en el sentido habitual y no literario de la palabra». (Madeleine
Worontzoff; La concepción de la prensa de Lenin, 1979)

A nivel general, en estos grupos de hoy rara es la vez en la que se discuten, previa
o posteriormente a la publicación, los contenidos de la misma −y que esto ocurra
es algo que suele derivar de la concepción pedagógica laxa que tiene el grupo a
nivel local y nacional−. Bien, ¿y qué hay de los artículos contenidos en el dichoso
«periódico»? A causa de la escasez de material a publicar, o dada la cercanía del
escritor con los principales editores, uno puede encontrarse un artículo que diga
una cosa y al próximo mes otro que diga la contraria; todo esto para la confusión
del lector −su militancia−, que no recibe explicación alguna. No es ni siquiera una
polémica consciente, sino mero desconocimiento de que se mantienen
divergencias tan serias. Tal es el resultado de mezclar prisas, apariencias y
eclecticismo ideológico. He aquí otra cuestión: las pequeñas y «grandes»
organizaciones que tratan de poner en marcha este mecanismo no poseen
conocimientos básicos sobre la creación, edición, producción y distribución de un
periódico, así que, como no podría ser de otra manera, al fallar en algún punto −o
varios de esta red− las publicaciones acaban siempre retrasándose semanas o
meses, al mismo tiempo que la calidad del contenido acaba viéndose afectada.

La importancia de sacar adelante el «órgano de expresión» −con


regularidad y calidad−

Si ya de por sí la elaboración de una revista o periódico online −con la finalidad


que sea− tiene una complejidad que exige una cooperación no siempre sencilla
−pues el grupo debe saber fabricar artículos con contenido de calidad, traducir lo
más apremiante de otros idiomas, prestar atención a la ortografía y expresión,
contar conocimientos de edición de imagen y demás−. Esto se vuelve más difícil
si se quiere reproducir en formato papel, por lo ya expuesto. Por si esto fuera poco
los datos son abrumadores, pues hoy son bien pocos los que cuentan con
conocimientos para producir un periódico de papel y, en cambio, muchos los que
están familiarizados con el formato digital. Y nosotros nos atenemos a la máxima:

«Debemos tomar las cosas como las encontramos, es decir, promover los
intereses de la revolución de una manera apropiada a las nuevas condiciones».
(Karl Marx; Carta a Ludwig Kugelmann, 23 de agosto de 1866)

Huelga decir que, viviendo en plena era de Internet, considerar que la creación
de un periódico físico debe ser prioridad absoluta no es la aplicación de la
estrategia leninista, sino su fosilización. ¿La razón? Bastante sencilla; basta con
revisar los datos sobre los hábitos de lectura y su evolución en las últimas
décadas:

«La elección prioritaria por los medios online crece hasta alcanzar al 46% de
los internautas −el 55% entre 18 y 44 años−, mientras el 54% sigue prefiriendo
un medio tradicional offline. (...) Las redes sociales son la principal fuente de
noticias entre 18 y 24 años −40%−; se imponen al uso semanal de webs y apps
de periódicos en todas las franjas de edad hasta los 54 años, y lo duplican entre
los menores de 45 años». (Digitalnewsreport.es; Los medios afrontan los retos
de recuperar una confianza debilitada y seguir ampliando ingresos por
suscripciones, 2021)

Aparte podríamos anotar, como hizo Peter Burke en su obra «Formas de hacer
historia» (1991), la importancia decisiva que ha tenido el paso de la lectura
intensiva a la extensiva, es decir, de leer pocas cosas una y otra vez hasta poder
casi recitar capítulos enteros, a leer un poco de todo sin asimilar realmente lo
leído. Esto no excluye, claro está, que una organización estable −consolidada de
verdad− pueda repartir folletos ocasionales −que es la propaganda más
primitiva− o vender las ediciones de sus propias obras −sin hacer de ello un
negocio para enriquecerse, como intentan hacer algunos vividores, a quienes solo
les importa el parné−. En todo caso, como bien sabemos, esto son cosas que
dependen del momento y la necesidad, por lo que de poco valdría dar fórmulas
acabadas. Desde luego, sin una estructura interna sólida, animar a la creación de
una gran infraestructura para crear todo tipo de medios offline cuando ni la
tendencia de los tiempos es esa, ni el grupo tiene tal capacidad, es, por mucho que
a algunos les duela, uno de los errores más quijotescos de nuestra época, un
enorme desperdicio de dinero y energías. Lo importante no es cómo este «marco
de referencia» se presente, en formato visual o audiovisual: video, revista,
periódico, web, blog o PDF. Lo relevante aquí es qué contiene, cómo se crea, su
regularidad y su distribución. Esto es lo que debemos preguntarnos en todo
momento y lugar: ¿qué hacemos para que este «marco de referencia» se sostenga
o crezca?

En estas dos últimas décadas todos los grupos pseudoleninistas se han


caracterizado por intentar reproducir el ejemplo de «Iskra», creando sus propios
«órganos de expresión». Y bien; ¿por qué han fracasado estrepitosamente? En
primer lugar, siempre han dado por sentado que su organización era «El Partido»
−en mayúsculas−, e incluso se han propuesto publicar varias revistas anexas que
se entregarían en mano en la calle, mítines, manifestaciones, etcétera, esperando
que por la simple llamada el resto cayesen rendidos. ¿Y qué ocurrió ante este,
aparentemente fácil, plan de ruta? En la práctica, el «periódico central» de la
«vanguardia teórica» solo era comprado por los propios militantes −las más de
las veces obligados por la dirección en aras de aumentar la recaudación−. Pero,
como bien sabemos, ni siquiera la mayoría de quienes lo compraban lo leían o
comprendían lo que allí se expresaba. Esto no es un problema reciente, sino que
corresponde a los primeros orígenes del movimiento proletario del siglo XIX,
donde los cabecillas decidían de forma apresurada fundar sus periódicos sin
calcular de antemano el gasto, los medios disponibles o la fidelidad del entorno
para sostenerlo, por lo que más pronto que tarde acababa cerrando y endeudando
a los implicados. Pero dado que eso es ya harina de otro costal, el lector nos
perdonará que mejor hablemos de ello en otra ocasión, aunque si recomendamos
el estudio de Santiago Castillo «La travesía del desierto: la prensa socialista
(1886-90)» (1976) o el de Manuel Tuñón de Lara «Prensa obrera e historia
contemporánea» (1987).

¿Por qué decimos esto? Muy fácil. En el caso de los «reconstitucionalistas»,


analicemos la revista sucesora de «La Forja» (1994-2006): «Línea Proletaria»
(2016-2022), que dice haber aprendido de sus errores. Bien, desde su creación en
2016 y hasta 2022 solo ha publicado siete números, ¡con una media de
publicación de un número al año! ¿Qué significa todo esto? Pues, que, en palabras
de Lenin, «La Forja» o «Línea Proletaria» aun pretendiendo ser «el periódico» a
nivel nacional, nunca han pasado de ser «periodicuchos» con una capacidad de
«producción primitiva», con la misma transcendencia y regularidad que la revista
local de la asociación de vecinos de tu esquina −que al menos tendrá cierta
incidencia en su reducido espacio−. Por eso se nos dibuja una gran sonrisa en la
cara cuando suben en redes sociales fotos de una edición física de su querida
«Línea Proletaria», como si esto fuera algo transcendente o diferente a lo que
acostumbra en su día a día el mundillo de la «izquierda» más marginal, como si
cualquiera no pudiera ir a la copistería de la esquina a editar sus propias
reflexiones y postearlas en redes. Pero ya se sabe, el ego del ser humano y su
capacidad de autoengaño es un mecanismo de defensa increíble, programado
para evitar que caigamos en la depresión o la locura. ¡Enhorabuena muchachos!
¡Guardad bien esos números de «Línea Proletaria»! ¡Seguramente en otros doce
años de existencia estos sean otro «artículo de colección» como los de «La Forja»!
Y por último no podemos pasar de este punto sin apostillar una cosa: señores, al
César lo que es del César, vuestro resultado palidece aún más si se compara la
pobre tasa de publicaciones «reconstitucionalistas» y su más que discutible
contenido con la cantidad y calidad de la producción del Equipo de Bitácora (M-
L), que innegablemente produce en mayor número y con mejor contenido, algo
que reconocen hasta nuestros peores enemigos.

Por último, no merece la pena entrar a debatir la infantilidad de quienes se


enaltecen de que ellos publican en una web y nosotros en un blog −¡oh, vaya!−,
como si eso fuera motivo para que agachásemos la cabeza avergonzados. La
pregunta es más bien la siguiente: ¿acaso el soporte altera el contenido del texto,
que es al final lo importante? ¿No? ¿Entonces, a qué vienen vuestras burlas,
señores zoquetes? Pero qué van a razonar estos cenutrios, que son, como dijo
Lenin una vez de los mencheviques, «oportunistas impresionistas», más
preocupados de la forma vistosa con las que recubren sus palabras que de las
tonterías que sueltan. Esto nos recuerda a cuando el Partido Comunista de
España de los 70 presumía de que ellos tenían más lectores, recibían una notable
financiación externa, contaban con lo mejor de lo mejor para imprimir su
propaganda y además la policía a veces hacía la vista gorda; todo ello mientras los
pobres militantes del Partido Comunista de España (marxista-leninista) se
debían conformar con un par de «vietnamitas» prestadas y en mal estado, sufrían
el escarnio y marcaje de las fuerzas de seguridad a cada paso y aun luchaban para
romper la barrera de la costumbre y tradición entre la población políticamente
más atrasada.

¿En qué callejón sin salida se encontró la LR al no tener en cuenta su


situación real?

Con lo visto hasta aquí cualquiera con algo de honestidad reconocerá que «Línea
de la Reconstitución» (LR) siempre ha estado a años luz de cumplir con los
requisitos mínimos de un movimiento marxista-leninista, siendo, en todo caso,
su caricatura. Cuando su secta apareció en 1994 como una escisión maoísta del
prorruso Partido Comunista de los Pueblos de España (PCPE), se vanagloriaba
de que uno de sus puntos predilectos era la fundación de un periódico
revolucionario, intentando emular lo que en su día fue «Iskra» para los
bolcheviques, si bien advertían que:

«En nuestro caso y a diferencia del movimiento revolucionario ruso de principio


del siglo [XX], adolecemos de una dispersión fundamentalmente ideológica, y,
en consecuencia, organizativa; el movimiento está mucho más descompuesto.
(…) Eso tiene que repercutir sobre la naturaleza del plan que necesitamos: un
plan que no puede ser idéntico al de Iskra». (Partido Comunista Revolucionario
(Estado Español); La Forja; Nº12, 1996)

¿Encontraron ese «eslabón más importante» del que hablaba Lenin? ¿Analizaron
de verdad esos factores diferenciales entre la Rusia del siglo XX y la España que
entraba en el siglo XXI? ¿Tuvieron en cuenta sus fuerzas reales? Bueno, mejor
veamos los resultados. ¿Sabe el lector cuántos números sacaron de 1994 a 2006?
En más de doce años de existencia solo llegaron a treinta cinco números, ¡que
siendo generosos es una media de tres publicaciones al año! ¿De verdad alguien
piensa que así se podía cumplir la famosa «elevación política» de la que
hablaban? ¿No demostraron estos «reconstitucionalistas» hispanos que estaban
muy lejos de poder asumir tal tarea? Leamos a Lenin −los corchetes son
nuestros−:

«Un revolucionario blandengue, vacilante en los problemas teóricos y de


estrechos horizontes, que justifica su inercia con la espontaneidad del
movimiento de masas y se asemeja más a un secretario sindicalista que a un
tribuno popular, carente de un plan amplio y audaz que imponga respeto
incluso a sus adversarios. (…) Que ningún militante dedicado a la labor práctica
se ofenda por este duro epíteto, pues en lo que concierne a la falta de
preparación, me lo aplico a mí mismo en primer término. He actuado en un
círculo que se asignaba tareas vastas y omnímodas, y todos nosotros, sus
componentes, sufríamos lo indecible al comprender que no éramos más que
unos artesanos. (…) En los momentos actuales de subestimación de la
importancia de las tareas [marxistas], la «labor política activa» puede iniciarse
exclusivamente por una agitación política viva, cosa imposible sin un periódico
central para toda Rusia, que aparezca con frecuencia y que se difunda con
regularidad. (...) Esta experiencia demuestra que, en nuestras condiciones, los
periódicos locales resultan en la mayoría de los casos vacilantes en los
principios y faltos de importancia política; en cuanto al consumo de energías
revolucionarias, resultan demasiado costosos, e insatisfactorios por completo,
desde el punto de vista técnico −me refiero, claro está, no a la técnica
tipográfica, sino a la frecuencia y regularidad de la publicación−. (…) Es
necesaria en grado sumo la lucha más intransigente contra toda defensa del
atraso, contra toda legitimación de la estrechez de miras en este sentido».
(Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; ¿Qué hacer?, 1902)

¿Pero acaso la LR ha demostrado estar en posesión de unos «conocimientos


teóricos» como para abordar los temas pasados y presentes necesarios para
superar estos «métodos primitivos» de organización y «elevar el espíritu
combativo»? No, porque, para empezar, si así fuese no hubiera pecado tantas
veces de eludir cuestiones clave dejando los análisis pertinentes para las calendas
griegas −o, peor, no se hubiera atrevido de servirse de los Mao, Gonzalo,
Mariátegui, Lukács, Korsch, Bob Avakian, Ludo Martens y otros para salir del
paso y «cumplir»−. Todos nos hemos cansado de ver noticias una y otra vez
noticias anunciadas a bombo y platillo sobre el presunto «avance de la línea de
reconstitución», para luego enterarnos de cómo el PCR iba sufriendo deserciones
y finalmente cesaba sus actividades, cerrando un círculo de fantasía y falsas
promesas con más pena que gloria. Sus restos, pese a toda su parafernalia de
esquemas y palabrejas complicadas, carecen de eso que Lenin denominó «plan
amplio y audaz» para saber dónde se está y cómo continuar; pecan de un
«consumo de energías» vertidas en idioteces que no vienen al caso, por eso su
ritmo de publicación ha sido intermitente y las conclusiones de sus artículos son
nada novedosas.

En 2007, los restos del PCR y su órgano «La Forja», publicaban a través del MAI
su «Propuesta organizativa», revelando que la «lucha de líneas» aún no le había
permitido alcanzar unas conclusiones sobre el maoísmo, y que su trabajo se
reduciría a intentar juntarse en una «revista», «periódico» o «web» para seguir
parloteando otros treinta años prometiendo esos estudios que nunca llegan, o que
de hacerlo, repiten lo mismo que ya han publicado sus homólogos sobre la
«Revolución Cultural» (1966-76):

«Un Seminario sobre la revolución china como experiencia más elevada del
Ciclo de Octubre y, una vez concluido, retrospectiva aplicando sus resultados al
resto de las experiencias del Ciclo, según el principio científico de que el
desarrollo de un fenómeno se comprende mejor desde la perspectiva que da su
evolución más alta. Órgano de prensa −periódico y/o revista y/o página web−
como vehículo de propaganda y como foro de debate que refleje la lucha de dos
líneas por la Reconstitución. Comité de Dirección que vele y dirija el
cumplimiento de las tareas y los acuerdos alcanzados por las organizaciones y
miembros asociados a esta Propuesta de Plan de Trabajo». (Movimiento Anti-
Imperialista, 2007)

Si el público más crédulo lo que quiere son «maoístas críticos» de un lenguaje


medianamente sencillo, desde luego tiene donde elegir entre una amplia sopa de
letras: UP, IC, PT, PTD, PCE (r) −y espérense porque seguramente ya habrá de
camino otras más que nacerán y morirán sin pena ni gloria como el reciente
P(ml)T, que tan rápido como llegó, escindido de las juventudes del PCE, se fue
sin dar explicación alguna, pese al bombo y platillo con el que anunciaron en su
congreso de 2021 su postulación del maoísmo como ideología de referencia−;
ahora, si en cambio lo que desea son escritores que se expresan en un lenguaje
«radical» pero incomprensible, ahí tienen a los intelectuales «marxistas» de corte
«posmoderno» o, en su defecto, a los dichosos «reconstitucionalistas», que a
veces no se diferencian demasiado. En definitiva, la LR tiene una cuota de
mercado muy estrecha, que en un futuro podría ampliarse o reducirse, pero bajo
los defectos que carga queda claro que nunca podrá monopolizar nada hasta el
punto de poder realizar lo que quiere.

Rescatando la «teoría de los cuadros» de los «archiomarxistas»

Merece la pena repasar cómo los «reconstitucionalistas», entre sus ridiculeces


varias, también trataron de revivir una de las teorías trotskistas más infames, no
sabemos si conscientemente o no. En 2005, tras más de diez años de existencia,
resultaba que a la famosa «Línea de Reconstitución» (LR), el «destacamento más
avanzado de la vanguardia», se le había escapado un detalle crucial: ¡que una
organización necesita crear cuadros! (sic):

«Nuestra organización como destacamento de vanguardia, la elevación de los


requisitos ideológicos nos ha obligado a repensar nuestro trabajo político
centrado en la propaganda y a comprender la necesidad de incorporar otro
objetivo más a las labores del destacamento de vanguardia: la construcción de
cuadros comunistas». (Partido Comunista Revolucionario (Estado Español); La
Forja; Nº31, 2005)

Esto, como todo en la vida, tiene su pertinente explicación. Bajo tal ambiente de
continuos desengaños y fracasos, también era compresible que los pobres
«reconstitucionalistas» llegasen a postular, como tantos otros antes, que era
imposible acometer las tareas urgentes y básicas por las que hay que empezar,
como un «órgano central de prensa» o desarrollar «labores de propaganda»,
apostándolo todo a centrarse en «la construcción de buenos cuadros dirigentes»
y la asunción, por su parte de su ideología −«reconstitucionalista»− «como la
concepción del mundo más correcta» −¡qué novedoso!−. Los jefes de la LR
cometieron el defecto típico de todo pequeño burgués: tomar sus patinazos y
picos de inestabilidad psicológica hasta hacerlos extensibles al resto de la
humanidad, como si les lanzase a sus homólogos y a las siguientes generaciones
una maldición de la cual no podrán escapar. Vean:

«En la actualidad, en cambio, las circunstancias históricas. (…) La cuestión de


la acumulación de fuerzas atañe principalmente a los destacamentos de
vanguardia organizados en torno a los problemas ideológicos y teóricos del
desarrollo de la revolución y de la construcción del partido». (Partido
Comunista Revolucionario (Estado Español); La Forja, Nº33, 2005)

¿En base a qué sacaron tal conclusión? A que hoy el ambiente político y la
formación de las masas en España no era tan favorable como el que tuvieron los
marxistas rusos en 1903, sino que nos hallaríamos más bien en una situación
análoga a la de 1883 (sic). ¡¿Y?! ¿Acaso la «madurez política» de los jefes de la LR
−de la que tanto hacen gala− y que en 2022 está «relativamente garantizada» por
28 años de «formación ideológica» no basta? ¿No? Entonces, ¡¿a qué habéis
dedicado el tiempo, muchachos?! Esto hace más ridículo aún el hecho de que
todavía no hayan podido aprender a mantener una publicación estable −sin que
medien seis meses entre un número y otro−, y que todo su aporte se reduzca a
repetir con ligeras variantes las mismas monsergas desde el año 1994. En esto no
nos extenderemos, porque sus constantes comparativas y manipulaciones
históricas respecto al movimiento bolchevique y el actual, son bochornosas.
Véase el capítulo: «Sobrestimar las facilidades de los antecesores e infravalorar
las ventajas de tu tiempo, el rasgo de todo filisteo» (2022).

En cualquier caso, nos queda claro que de golpe y plumazo −perdón, tras un largo
proceso de «balance y reflexión»− se pasaba del activismo ciego de los primeros
años, a restringirlo al máximo de antemano por pavor al ridículo −¡genial!−. ¿Qué
opción había entonces, según ellos? Rescatar la «teoría de los cuadros» que tan
famosa hicieron los «archiomarxistas» griegos y albaneses, una variante
balcánica del trotskismo tradicional que afirmaba que:

«Los comunistas no debían desplegar actividad alguna de organización y de


movilización de las masas, sino que debían quedarse confinados en sus células
y no ocuparse más que de la educación teórica, de la «formación de los
cuadros», porque solo después de haber sido preparados los cuadros, se podría
iniciar la actividad revolucionaria». (Enver Hoxha; Informe presentado ante la
primera conferencia consultativa de activistas del Partido Comunista de
Albania, 1942)

Así, desde sus atalayas de la sabiduría, la LR nos propuso que la tarea principal
debía ser la de «formarse»:
«El eslabón de la cadena al que tenemos que asirnos es diferente, no responde a
tareas cuya naturaleza correspondería a las que pueda cumplir un periódico o
la propaganda política en general, sino con tareas de carácter más elemental:
formar cuadros marxistas-leninistas, educándolos en la teoría y en la lucha de
dos líneas contra el oportunismo». (Partido Comunista Revolucionario (Estado
Español); La Forja, Nº33, 2005)

Aquí los «reconstitucionalistas», siguiendo los pasos de los «archiomarxistas»,


invierten la cuestión. Claro que en España hay un desconocimiento brutal de la
doctrina marxista, y lo que de esta llega a las masas son más bien sucedáneos;
claro que no estamos en una época en que la población parezca interesarse
demasiado en política y desee incorporarse en masa a la creación del partido
revolucionario; y bien es cierto que las anteriores crisis −como la de 2008− han
sido aprovechadas por grupos demagogos y antimarxistas. ¡¿Y qué esperaban?!
Pero eso no puede ser excusa para que un grupo como ellos −autoproclamado
vanguardia mil veces− no sea capaz de realizar las tareas más básicas que se ha
propuesto −como un medio de expresión, mensual, semanal o diario que extienda
su influencia y traiga contenido de calidad−. Al revés, lo que esto demuestra es
que o bien ellos esperan a que se dé mágicamente un cambio de la situación del
estado de ánimo de las masas, o bien esperan hacerlo a través de los métodos
primitivos que venimos documentando −con folletos y publicaciones online
ocasionales−. Evidentemente, como ya vimos atrás, si tal «lucha contra el
oportunismo» no logra canalizarse a través de un medio de difusión, si solo se da
a nivel individual −o a nivel grupal, pero de una forma muy esporádica y
esquemática− tal pretensión no pasará de ser un lema, un sueño:

«Se trata de un sistema y de un plan de actividad práctica. Y hay que reconocer


que esta cuestión del carácter de la lucha y de los procedimientos para llevarla
a cabo, cuestión fundamental para un partido práctico, sigue sin resolver y
suscita todavía serias diferencias, que revelan una lamentable inestabilidad y
vacilación del pensamiento. Por una parte, está aún muy lejos de haberse
extinguido la tendencia «economista», que procura truncar y restringir el
trabajo de organización y de agitación política. Por otra, sigue levantando
orgullosamente la cabeza la tendencia de un eclecticismo sin principios, que se
trata a cada nueva «moda», no sabiendo distinguir entre las exigencias del
momento y las tareas fundamentales y necesidades constantes del movimiento
en su conjunto. (…) A nuestro juicio, el punto de partida para la actuación, el
primer paso práctico hacia la creación de la organización deseada y,
finalmente, el hilo fundamental al que podríamos asirnos para desarrollar,
ahondar y ensanchar incesantemente esta organización, debe ser la creación de
un periódico político. (...) Sin él sería imposible desarrollar de un modo
sistemático una propaganda y agitación fieles a los principios y extensivas a
todos los aspectos, que constituye la tarea constante y fundamental». (Vladimir
Ilich Uliánov, Lenin; ¿Por dónde empezar?, 1901)
En resumen: crear un «órgano de expresión» a través de un periódico, diario,
revista −dependiendo del contexto, capacidad y necesidades−, bien sea online
[como es «Bitácora (M-L)»] u offline [como era el periódico «Iskra» o la revista
«Zaria»], el llamado «marco de referencia», no es una «aventura inasumible»
−como creen los teoricistas, que no saben ni siquiera ponerse de acuerdo entre sí
sobre el color del cielo−; tampoco es «perdernos en formas de asociación para
jugar a ser literatos» −como creen los que están cegados por la práctica
improvisada y espontánea−, sino que es la primera prueba para ver si somos
capaces de organizarnos, ya que de no lograrse debemos descartar que seamos
capaces de algo mayor. Y toda empresa política que carezca de organización no
llegará ni a la vuelta de la esquina:

«Esta red de agentes servirá de armazón precisamente para la organización


que necesitamos: lo suficientemente grande para abarcar todo el país; lo
suficientemente vasta y variada para establecer una rigurosa y detallada
división del trabajo. (…) Si no sabemos, y mientras no sepamos, coordinar
nuestra influencia sobre el pueblo y sobre el gobierno por medio de la palabra
impresa, será utópico pensar en la coordinación de otras formas de influencia,
más complejas, más difíciles, pero, en cambio, más decisivas». (Vladimir Ilich
Uliánov, Lenin; ¿Por dónde empezar?, 1901)

Y a su vez no puede haber partido si este «órgano de expresión» no asume la


dirección y guía los movimientos de la organización. Hoy buscamos combinar por
medio de la palabra digital −y cuando se tercie, también la impresa− esto mismo.

Por todo esto, el «marco de referencia», lejos de reducir su importancia, adquiere


un papel clave como medio para evitar la disgregación de los recursos y energías,
para evitar las aventuras y fantasías que ya hemos visto una y mil veces:

«Nunca se ha sentido con tanta fuerza como ahora la necesidad de completar la


agitación dispersa, llevada a cabo por medio de la influencia personal, por
medio de hojas locales, de folletos, etc., con la agitación regular y general, que
sólo puede hacerse por medio de la prensa periódica. (…) El primer paso
adelante para eliminar estas deficiencias, para convertir los diversos
movimientos locales en un solo movimiento de toda Rusia, tiene que ser la
publicación de un periódico para toda Rusia». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin;
¿Por dónde empezar?, 1901)

¿Cuáles han sido las «transcendentes conclusiones» que nos trajo la


LR tras implementar su «formación de cuadros»?

Pero esperen, que aún no han leído lo mejor. En el año 2000 tuvimos el placer de
ser testigo del mítico show del inolvidable «camarada Muravie», quien confesaba
avergonzado a propios y extraños que no solía leer a los clásicos de la literatura
marxista, y que cuando lo hacía apenas se enteraba de su esencia (sic), con lo que
desmontaba el mito del «reconstitucionalista estudioso»:

«El principal error de un comunista es la falta de formación. Hemos pecado no


sólo de no haber leído a Marx, Engels y Lenin, sino de haberlo leído sin haberlo
asumido. El no haber leído personalmente a Marx y a Lenin, me ha llevado a ser
un «comunista» solamente de corazón y las consecuencias son muy graves a
nivel político y personal, y si esto afecta a la mayoría es la perdición del Partido
Comunista». (Partido Comunista Revolucionario (Estado Español); La Forja,
Nº23, 2000)

¡Tremenda autocrítica −como si se tratasen de niños de párvulos−! Pero la euforia


por tal valiente ejercicio de «autocorrección», digno de una película de Jean-Luc
Godard, no le salvaba a este «reconstitucionalista» de seguir entendiendo la
doctrina revolucionaria de forma un «poco» extraña. Así era su visión en clave
providencial, donde esta le habría revelado que «el triunfo es nuestro», que es
«cuestión de tiempo», es más, el capitalismo ya estaba comenzado a «rendir
cuentas» −sí, por lo visto, resulta que este misticismo tan de secta condujo al
pobre «camarada Muravie» a un estado de «éxtasis», sufriendo, cual Francisco
de Asís, alucinaciones que luego nos revelaría−:

«Esa paciencia se adquiere con el Marxismo-Leninismo, pues debido a éste


sabemos que el triunfo es nuestro, es cuestión de tiempo −tiempo que nunca
nosotros debemos poner, pues «a cada cerdo le llega su San Martín», y al
capitalismo ya le está llegando−». (Partido Comunista Revolucionario (Estado
Español); La Forja, Nº23, 2000)

¡Pero qué tenemos aquí! ¿No será usted un «sucio evolucionista-positivista», un


«fatal determinista», verdad «camarada Muravie»? Como se puede comprobar
una vez más, los señoritos «reconstitucionalistas» siempre se han mofado de los
pecados que ellos mismos reproducen a cada paso.

En 2005 algunos por fin se daban cuenta de que sus «formaciones» dejaban
bastante que desear. ¿A qué nos referimos? A ese hábito de educación escolástico
ya mencionado, en donde los iniciados, cohibidos por el ambiente autoritario o
carentes de toda iniciativa, acaban aceptando reducir su «formación» al estudio
de la literatura y las lecciones seleccionadas cuidadosamente por los jefes, como
si de mamá pájaro a los pequeños polluelos se tratase, donde nadie dice nada que
se salga de la norma, donde nadie discute nada:

«Al considerar la asunción colectiva de los materiales de formación como la


forma verdadera de asimilación, hemos terminado entendiendo que también se
trata de la única, lo cual es falso. Naturalmente, desde el punto de vista del
debate, síntesis y elaboración de la política del día a día el marco colectivo de
actividad intelectual es el principal. (…) Como resultado hemos convertido el
estudio en una formalidad y a nuestro método de estudio, en los hechos, en un
método pasivo de educación −«Erziehung»− en el que la generalidad de los
camaradas se han limitado a escuchar y a intentar comprender las ideas y
comentarios de los otros más informados previamente». (Partido Comunista
Revolucionario (Estado Español); La Forja; Nº31, 2005)

¡Qué ternura! ¡Llegan tarde hasta para descubrir −sobre el papel− lo que los
pedagogos no marxistas ya hicieron hace décadas! Es una verdadera pena que a
la hora de la verdad sigan con sus monsergas y el espectáculo de ver hablar al
«reconstitucionalista» promedio sea análogo al de observar a un iluminado que
repite fanáticamente los dogmas de su jefe de secta.

A esto un inciso. Entendemos que, visto desde fuera, en un principio pudiera


parecer que algunos famosos jefecillos «reconstitucionalistas» estudian mucho
−a diferencia de sus homólogos de otras corrientes, quienes dejan la formación
ideológica completamente de lado, y no tienen problemas en reconocerlo−,
¿verdad? Y, de hecho, por ello da la sensación que se autoperciben como la
«crème de la crème», la fastuosa «vanguardia teórica» que todo lo sabe; pero
como acabamos de comprobar «no es oro todo lo que reluce». En verdad más
cantidad no siempre es más calidad. El volumen de literatura que haya pasado
por sus manos no garantiza nada −especialmente cuando la calidad de la misma
es más que cuestionable−: la mayoría no ha aprendido que no es lo mismo leer
que comprender; que para enfrentarse a lo que uno tiene delante se está obligado
a poner en tela de juicio todo aquello que no esté debidamente argumentado y
documentado; que no se puede aplicar un baremo para tus ídolos y otro para tus
enemigos; y, por supuesto, aún no han llegado a asimilar que el estudio individual
no es motivo de mérito especial, por lo cual es infantil publicitarlo a los cuatro
vientos como hecho extraordinario −aunque esto último quizás responda a las
ansias de atención de nuestra «generación millennial», por lo que les
descargaremos de responsabilidad−.

¿Cuáles son las principales labores hoy? ¿La «traducción» y


«divulgación» de «literatura clásica»?

No es cierto, como nos pretendieron asegurar los «reconstitucionalistas» (La


Forja, Nº33, 2005), que hoy nos encontremos en una época similar a la de
fundación del Partido Socialista Obrero Español (1879) o del Grupo para la
Emancipación del Trabajo (1883). En aquellos días, y mucho antes, cuando casi
nadie había oído hablar de las ideas de Marx y Engels en España o Rusia, ni
tampoco había demasiados medios a su disposición, una de las tareas principales
del movimiento fue centrar los esfuerzos en labores de traducción y divulgación
de textos clásicos; ¿y quién puede no admirar tales esfuerzos? Ahora bien, tratar
de extrapolar dicha situación y medios al presente sería autolimitarse sin razón.
Para que el lector se haga una idea, Plejánov tuvo que dedicar gran parte de su
tiempo a la traducción y popularización de textos inéditos o desconocidos en su
país: «El manifiesto del partido comunista» (1882), «Trabajo asalariado y
capital» (1883), «Del socialismo utópico al socialismo científico» (1884),
«Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana» (1892) o «El dieciocho
Brumario de Luis Bonaparte» (1894). Obras que hoy están al alcance de
cualquiera, e incluso son conocidas en los mundos intelectuales de «izquierda»
−sea esta más académica o radical−. Estos intentos de algunos de querer trazar
paralelismos históricos tan forzosos como carentes de sentido también conllevan
el olvido de que los mismos Plejánov, Vera Zasúlich, Axelrod, Lenin, Pablo
Iglesias Posse, Antonio García Quejido, José Mesa y Leompar o Jaime Vera
−entre otros tantos protagonistas conocidos y anónimos−, no solo fueron meros
«divulgadores», sino que por fuerza de la necesidad en su actividad cotidiana
acabaron siendo desde muy temprano organizadores, investigadores y polemistas
−basta recordar las trifulcas ideológicas de los marxistas rusos contra los
populistas y liberales o de los marxistas españoles contra el republicanismo y el
anarquismo−.

Actualmente, si nos centramos en discutir lo que deben de ser las principales


tareas de formación y difusión, está claro que lo que debe hacerse es potenciar un
nuevo movimiento que se libere del peso de los estereotipos, casos típicos en
donde, por desgracia, una nueva organización arrastra la tradición de la anterior
sin si quiera preguntarse si dicha herencia es beneficiosa, debe adaptarse o es
directamente un lastre a soltar. Para que el lector nos entienda: dichas tareas de
formación y difusión no pueden partir ya de realizar una ponencia en la
universidad más cercana para explicar al público el capítulo «Burgueses y
proletarios» de «El manifiesto comunista» (1848) de Marx y Engels, ni un
resumen de «El Estado y la revolución» (1917) de Lenin en tu asamblea
antifascista más cercana. Esto sería sumamente ridículo, y por desgracia así
proceden la mayoría de colectivos, aunque lo nieguen. Estos títulos ni siquiera
son libros desconocidos para la gente interesada en el tema, así como tampoco
para sus enemigos −otra cosa muy diferente es qué entienden o qué han querido
entender tras echarle una ojeada, tema que ahora abordaremos−. A todo esto, ha
de entenderse, pues, que estas labores de «divulgación» implican literalmente:
«Publicar, extender, poner al alcance del público algo»; y si bien siempre serán
bienvenidas y necesarias para las capas más atrasadas −pues aclaran la esencia
de la doctrina−, no pueden ser centrales en las condiciones actuales por múltiples
motivos ya esgrimidos.

De hecho, las rutinas y formaciones de las agrupaciones revisionistas no pasan de


actos tales como realizar charlas o mandar a sus militantes una gigantesca lista
de «libros clásicos» o «de interés» que nadie allí ha leído en su totalidad, ¿y qué
ocurre a partir de aquí? Los valientes que se adentran a tal tarea lo hacen sin
entender el contexto del autor y la obra, lo cual dificulta su asimilación. Otros,
pese a entender la base, les da pereza investigar más allá para comprobar o traer
datos actualizados, mientras que casi todos concluirán la lectura o charla sin
discutir nada de lo fundamental con sus compañeros. Por fortuna, en el presente
todo sujeto interesado puede acceder libremente a millones de vídeos, sinopsis y
podcast y todo tipo de material para leer u oír estas cuestiones, bien sea en su
versión completa o resumida por terceros. Ojo: este es otro gran aspecto positivo
a tener en cuenta, pero que lejos de significar la absoluta autonomía en la
formación del individuo, implica que no se debe descuidar que estos
conocimientos sean puestos en conjunto con otros compañeros para testearse
mutuamente.

Ahora, una vez aclarado esto, ¿cómo vamos a cometer la locura de dedicar
nuestras principales energías a tales menesteres de «divulgación» de lo ya
conocido? El trabajo verdaderamente urgente, tanto a nivel individual como
colectivo, es otro mucho más preciso y que requiere de mayor esfuerzo. Este es
totalmente analítico, es decir, crítico, pues incluye un análisis del movimiento
político de referencia −para entender los lastres heredados en el presente− y de
las condiciones y variaciones que la sociedad ha experimentado desde entonces
−para adaptarnos al momento y al futuro−:

«La intelectualidad socialista sólo podrá pensar en una labor fecunda cuando
acabe con las ilusiones y pase a buscar apoyo en el desarrollo real y no en el
desarrollo deseable. (...) Esta teoría, basada en el estudio detallado y minucioso
de la historia y de la realidad. (...) Debe dar respuesta a las demandas del
proletariado, y si satisface las exigencias científicas, todo despertar del
pensamiento rebelde del proletariado. (...) Cuanto más progrese la elaboración
de esta teoría tanto más rápido será el crecimiento. (...) Por mucho que todavía
quede por hacer para elaborar esta teoría, la garantía de que los socialistas
realizarán dicha labor es la difusión entre ellos del materialismo, único método
científico que exige que todo programa formule exactamente el proceso real. (...)
En este caso, las condiciones de la labor teórica y la labor práctica se funden en
un todo, en una sola labor. (...) Estudiar, hacer propaganda, organizar».
(Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; ¿Quiénes son los «amigos del pueblo» y cómo
luchan contra los socialdemócratas?, 1894)

La pregunta sería entonces, ¿qué han hecho estos señores por lograr tal objetivo?
Como se ha dicho ya, entre cero y nada. Y esta verdad, aunque amarga, no puede
ser ocultada, como no puede taparse el sol con un dedo.

¿Es imposible desarrollar hoy una teoría y práctica revolucionarias?

¿Han cambiado hoy los «reconstitucionalistas» su discurso? ¿Han comprendido


la función del «órgano de expresión» como propagandista y organizador? ¿Han
entendido que el avance histórico no es una línea de éxitos del colectivo
emancipador? En absoluto, en pleno 2022 aún afirman que no puede haber una
«práctica revolucionaria» hasta que se haya logrado firmemente esa
«reconstitución ideológica», tarea en la que, por otra parte, siempre declaran
estar inmersos, aunque poco avance se ve −ya que sus «análisis más profundos»
consisten en la divulgación de escritos de terceros, en donde repiten «sota,
caballo y rey», es decir, lo ya proclamado y documentado por otros−. Entre tanto
los «sabios» dirimen, pretendiendo poco menos que se pare el mundo hasta que
las diversas sectas de la LR alcancen un acuerdo −que por otra parte nunca llega−
sobre los temas clave. Entre tanto, estos cenutrios consideran que quien «se
apresure a dar un paso» en algo que no sea ese trabajo de «preparación de
cuadros» y «estudio del Ciclo de Octubre», estaría cayendo en la trampa del
«espontaneísmo», en el «aventurerismo», en el «practicismo ciego»:

«@CamaradaLuca: La idea de que teoría y práctica revolucionarias pueden


desarrollarse en paralelo, supone justamente su disociación y, como también es
evidente, niega la idea de que sólo desde la teoría revolucionaria puede
construirse movimiento revolucionario. (...) Si la práctica revolucionaria puede
desarrollarse hoy, ¿para qué narices se propone la necesidad de reconstitución
ideológica? Lo que la LR propone, es justamente que la práctica debe articularse
en torno a la restitución del marxismo revolucionario como teoría de
vanguardia». (Luca.; Twitter, 7 de abril de 2022)

¡Ya ven! Según ellos, no podemos considerar que los revolucionarios rusos
llevasen a cabo una «práctica revolucionaria» hasta… ¿hasta cuándo
exactamente, «camarada Luca»? ¿Hasta el momento en que se fundó el «Grupo
para la emancipación y trabajo» (1883)? ¿Hasta la fundación de «Iskra» (1900)?
¿Hasta la primera división entre bolcheviques y mencheviques (1903)? ¿Hasta la
participación en la Primera Revolución (1905)? ¿Hasta la lucha contra los
otzovistas y empiriocriticistas (1908-09)? ¿Hasta la lucha contra los
socialimperialistas (1914)? ¿O directamente hasta la toma del Palacio de Invierno
(1917)?

¿Fueron los jefes bolcheviques unos «espontaneístas» porque no siempre


rumiaron, a cada día, a cada hora, una nueva y ultimísima reflexión teórica de
todos los indicios y evidencias de la vida real? En absoluto. Lenin, que no era
sospechoso ni de despreciar la importancia de recopilar la información para
analizarla ni tampoco de menospreciar el papel vigoroso que ejerce la polémica
en el cambio de mentalidad de las personas, nunca esperó que la influencia
perniciosa de los populistas, economicistas, empiriocriticistas o mencheviques se
esfumase solamente por su «lucha ideológica», sino que para lograr esto, la
organización de los suyos, las formas de agitación y propaganda de cara a los
círculos de simpatizantes o detractores, se consideraba algo clave para avanzar.
Sin una cosa no existe la otra. ¿O cómo cree uno que se pueden canalizar los
resultados de una polémica si luego no existe un colectivo bien organizado al cual
acudir y sumarse, donde uno sienta que hace algo productivo en pro de la causa?
Lo verdaderamente extraño es que un colectivo que no tiene una reglamentación,
un estilo de trabajo y demás, pueda llegar a tener los conocimientos como para
producir una polémica contundente y constante contra sus adversarios −internos
o externos−; deficiencia que claramente sufren nuestros caricaturescos
protagonistas, siempre desperdigados y repletos de «malas hierbas» en su jardín
de las «cien flores», donde por saber, no saben ni donde tienen la mano izquierda.

Esta división entre trabajo estrictamente «teórico» y trabajo estrictamente


«práctico» es como ya dijimos artificial, infantil, irreal. Lo que importa de la
actividad del sujeto se puede reducir a lo que sigue: en el caso de la figura de
Lenin, ¿estaba esta «práctica revolucionaria» respaldada por una línea política
basada en la reflexión previa y la autocomprobación de cada acción? Las más de
las veces esta unidad entre teoría y práctica era implícita en lo que él realizaba a
cada paso, ya fuesen las tareas más grises de la vida cotidiana −anecdóticas y
apenas hoy conocidas− o grandes eventos −que más tarde pasaron a los anales de
la historia−. Y aun con todo, no siempre podemos escapar a un exceso de
teoricismo o practicismo −solo el que no actúa no se equivoca−. Ahora, si una vez
analizados y resueltos los puntos cardinales para su actuación, Lenin hubiera
seguido dándole vueltas y tratando de pulir sus conocimientos hasta querer rayar
la perfección, hasta buscar estar seguro al cien por cien de todo fenómeno de su
alrededor, esto hubiera sido una búsqueda en balde. Vamos más allá: no solo no
hubiera conseguido una mejor «praxis», sino que hubiera incurrido en lo que se
conoce como «parálisis por análisis», y además hubiera implicado desatender el
ejecutar las tareas básicas, las cuales siempre, aunque no se crea, se tendrán que
llevar a cabo con los «conocimientos imperfectos» −digámoslo así,
«aproximados»− que en ese momento uno tiene −algo que no debe
sorprendernos, pues es una regla básica de todo conocimiento humano−. Si en
este sentido alguien duda de lo que decimos, puede empezar por darle un repaso
a la discusión filosófica de Lenin contra los neopositivistas y empiriocriticistas de
su tiempo:

«Para Mach la práctica es una cosa y la teoría del conocimiento es otra


completamente distinta; se las puede colocar una al lado de la otra sin que la
primera condicione a la segunda. (…) Para el materialista, el «éxito» de la
práctica humana demuestra la concordancia de nuestras representaciones con
la naturaleza objetiva de las cosas que percibimos. Para el solipsista, el
«éxito» es todo aquello que yo necesito en la práctica, la cual puede ser
considerada independientemente de la teoría del conocimiento. Si incluimos el
criterio de la práctica en la base de la teoría del conocimiento, esto nos lleva
inevitablemente al materialismo −dicen los marxistas−. La práctica puede ser
materialista, pero la teoría es capítulo aparte −dice Mach−». (Vladimir Ilich
Uliánov, Lenin; Materialismo y empiriocriticismo, 1909)

Una vez más, comprobamos que los esotéricos conceptos «reconstitucionalistas»


de «praxis» o «formación de cuadros» son tan confusos como irreales y se
vuelven inaplicables para analizar la historia con un mínimo de sentido.
En verdad, lo único que refleja toda esta verborrea es el clásico pavor del
intelectual pequeño burgués; aquel que teme equivocarse por el qué dirán cuando
fracase, pero que a su vez es el mismo que padece de un gran cinismo como para
no reconocer todas y cada una de sus meteduras de pata. Paradójicamente, los
que más precaución y más énfasis piden en el estudio y reflexión suelen ser por
norma los que menos ejercen tal consejo −o con menor rigor−, los que poco o
nada aportan en ese sentido, perdiéndose en filosofías de la charlatanería y
recomendando literatura antimarxista como el no va más.

Presos de su derrotismo e improductividad animan al resto a seguir con su oda a


la pasividad, y lo peor es que inoculan, como ya vimos atrás, conceptos místicos
sobre el desarrollo histórico del movimiento revolucionario, como si los
bolcheviques hubieran tenido todo clarísimo desde el primer momento, lo cual
solo puede frustrar y desanimar a los pobres ignorantes que se creen tales
tonterías. Véase el capítulo: «Sobrestimar las facilidades de los antecesores e
infravalorar las ventajas de tu tiempo, el rasgo de todo filisteo» (2022).

El culto a la organización y el practicismo tampoco son la panacea


para solucionar las insuficiencias

En este apartado observaremos cómo los «reconstitucionalistas» han caído


−dependiendo de qué época− en una desviación o en la contraria, y que si bien
por momentos han propagado la «teoría de los cuadros» −vista en el capítulo
anterior−, en otras ocasiones ha predominado el «culto a la organización» como
solución para todos sus males. No es nuestro objetivo aclarar cuál de las dos
tendencias es más inherente a la esencia de la «Línea de Reconstitución» (LR),
sino que nos importa mucho más centrarnos en el segundo fenómeno, ya que es
muy común entre otros grupos análogos. En cualquier caso, aquí se repasaran
aspectos clave: ¿por qué se dice que el partido es necesario y actúa como el
conjunto de aspiraciones del colectivo? ¿Por qué el maoísmo moderno ha creado
un culto mágico hacia el partido −creyendo que solucionará todas sus
insuficiencias−? ¿Cuál es nuestra crítica a la visión «reconstitucionalista» del
«partido [maoísta] de nuevo tipo»? ¿Por qué se dice que el deber del
revolucionario es ocuparse de lo más urgente más allá de formalidades?

La organización como conjunto de aspiraciones del colectivo

En su obra «Nuestra tarea inmediata» (1899), Lenin declaró: «La tarea esencial
consiste en hallar la solución de estos problemas, y que para eso debemos
proponernos, como objetivo más inmediato, la organización del periódico del
partido, su aparición regular, su estrecha vinculación con todos los grupos
locales». Aparte de esto, resaltó cómo, según su concepción: «La organización de
las fuerzas revolucionarias, su disciplina y el desarrollo de la técnica
revolucionaria son imposibles, sin la discusión de todos estos problemas en un
órgano central, sin una elaboración colectiva de determinadas formas y normas
de dirección, sin establecer por medio del órgano central la responsabilidad de
cada miembro del partido ante todo el partido».

Entiéndase que un movimiento que pretende transformar la sociedad necesita


organizarse con objetivos y normas muy claras para poder operar con garantías,
y si su vehículo para realizar tan largo trayecto −en este caso, el partido
revolucionario− es el encargado de la formación ideológica de sus cuadros −tanto
en aspectos más «teóricos» como más «prácticos»−, esos individuos no pueden
hacer el viaje sin él. Si este acaba decayendo o directamente desaparece lo que
nos queda son dos opciones nada halagüeñas para el propósito de estos
individuos: a) quedarán ciertas personas con inclinaciones más o menos
progresistas, pero que se encuentran desperdigadas y descoordinadas, en su
mayoría sin una noción clara sobre qué hacer −ya que no existe un «marco de
referencia» del cual recibir instrucciones−; b) o peor, habrá un puñado de cuasi
marxistas que anidan en varias sectas donde el único aspecto «revolucionario»
que conservan son sus pretensiosos nombres y el deprimente culto folclórico a
una «época mejor» −lo cual, ciertamente, no es mucho mejor−. El primer perfil
necesita algo de ayuda y orientación, el segundo necesita un baño de realidad para
salir de su mundo de ficción.

Aunque muchos se resistan a reconocerlo, así es como hemos entrado al siglo


XXI: una época donde el autodenominado «marxista» es bastante discutible que
se merezca portar tal título, ya que alberga un nivel cultural bajísimo −repeliendo
el estudio−, nulo compromiso −salvo para formalidades que requieren poco
esfuerzo o en momentos de entusiasmo− y una falta de claridad ideológica
reflejada en un atroz eclecticismo −donde el marxismo ocupa un lugar más,
dentro de una bonita coctelera doctrinal−. Todo esto, en buena parte como
consecuencia de no tener una plataforma donde compruebe −junto a sus
homólogos− sus conocimientos y ponga a prueba su valía y sus aptitudes para la
causa que tanto dice amar. Y es que insistimos, sin este «eje» −el partido−, sin
este «andamiaje» −su órgano de expresión−, lo cierto es que hay poca garantía
de que estos sujetos puedan aunar esfuerzos para nada de valor: pues no podrán
producir estudios independientes, aprender de los «héroes del pasado», corregir
las equivocaciones que heredan y difundir sus imperiosas conclusiones.

Esto, no nos cansaremos de repetirlo, no es un ejercicio escolástico, sino todo lo


contrario… es tan necesario como para algunos animales es necesario mudar de
piel a partir de superar la vieja capa. Pues bien, si estos seres necesitan este
proceso para adaptarse a su nuevo tamaño y necesidades, una organización
también deberá adaptarse y «mudar de piel» si quiere mantener su salud. Pensar
que esto se puede hacer a gran escala sin una gran estructura, simplemente
valiéndose de la ayuda y bendición de los «centros del saber» −como las
universidades, los seminarios sobre filosofía, los conservatorios, o las
asociaciones culturales de artistas−, es poco menos que de una candidez extrema,
un provincianismo intelectual. Es igual de ilusorio que el pensar que la sociedad
del futuro vendrá gracias a perder el tiempo tratando de «reformar» las
estructuras y mentes de los jefes de cualquiera de los partidos tradicionales −que
ya han mostrado sobradamente su podredumbre, como para encima confiar en
su honesta «redención»−. Por ello, la agrupación de los revolucionarios es el
principal apoyo para apuntalar una contracultura seria y de calidad, que no solo
se conforme con eso, sino que algún día pueda asaltar el poder.

El maoísta moderno y su culto mágico hacia su organización fantasma

Ahora, ¿qué han «aportado» los «reconstitucionalistas para resolver esta


cuestión clave? Nada. Solo han esgrimido más y más bobadas sin sustento
empírico. En uno de sus escritos, dándosela de sabios, comentaban lo siguiente:

«De esto se deduce, entonces, que existen dos modos de estado de la conciencia
revolucionaria o comunista: uno anterior y otro posterior a la Reconstitución
del Partido Comunista. El anterior análisis de la evolución del pensamiento
marxista-leninista nos indica, además, que esos distintos estados de la
conciencia se corresponden con dos posiciones diferentes de la misma en
relación con la práctica». (Partido Comunista Revolucionario (Estado
Español); La Forja, Nº33, 2005)

La primera afirmación es correcta solo parcialmente: existe un antes y un después


de la fundación del partido como «destacamento de vanguardia», pero, como
bien señaló Lenin, nosotros entendemos por «partido revolucionario» una
concepción seria y clara: no basta con decretar la «fundación» de una
organización, sino que esta deberá haber logrado articularse en el «centralismo
democrático», «formar a sus cuadros», «ligar a los líderes con la clase y las masas
en un todo único, indisoluble», etcétera. Aspectos, todos ellos, que el PCR
demostró no cumplir. Es decir, no hay un salto cualitativo en la «creación de una
estructura» si esta fundación es más ficticia que real, si sigue arrastrando todos
los vicios de un periodo de dispersión y desorganización, el cual es el «estado
normal» y «permanente» para una organización antimarxista, sea grande o
pequeña, de tendencia reformista o anarquista. Véase el capítulo: «Ni los
«reconstitucionalistas» ni sus competidores han logrado tener jamás un «órgano
de expresión» a la altura de las circunstancias» (2022).

Esta ilusa concepción sobre el partido ha sido un defecto fundamental en la


historia del maoísmo, el cual siempre ha rendido un «culto a la organización», la
cual iba a procurarle una sanación mágica para todas sus carencias:

«Esta actitud resulta del oscurantismo de nuestro pequeño burgués, de su


negativa de toda teoría en general: procurando enmascarar su pasión por la
ignorancia por la pasión de la organización, hace de ésta la primera condición
de la unidad ideológica, la fuente de toda teoría. Ve en la organización no la
fuerza que permite a la teoría revolucionaria materializarse y adquirir su
potencial efectivo, sino el instrumento que llena el vacío teórico, consuela la
ausencia de estrategia y hace olvidar la ligereza de algunas de las tácticas. Es
la organización-muleta, que les permite a nuestros lisiados sin piernas avanzar.
Es por eso que, a los ojos de nuestros maoístas, la organización tiene algo
misterioso y es valorado como algo milagroso. Así como el crisol donde el
alquimista transforma el vil plomo en oro brillante, cambiando por sus mismas
virtudes, a nuestro ignorante pequeño burgués en un dirigente revolucionario.
Diez no marxistas aislados, juntos forman una organización marxista, tal es el
invariable precepto de base del movimiento maoísta». (L’emancipation; La
demarcación entre marxismo-leninismo y oportunismo, 1979)

¿Y hoy, en qué han cambiado estas percepciones entre los


«reconstitucionalistas»? Por ejemplo, ¿acaso piensan que por repartir octavillas
y sacar una revista que se publica una vez al año ya están demostrando más
virtudes que nadie? ¿Estar «en camino» de la fundación de algo transcendente?
Entiéndase, pues, que esto es ilusorio, porque para que eso suceda:

«Nuestra obligación primordial y más imperiosa consiste en ayudar a formar


obreros revolucionarios que, desde el punto de vista de su actividad en el
partido, estén al mismo nivel que los intelectuales revolucionarios −subrayamos
«desde el punto de vista de su actividad en el partido», pues en otros sentidos,
aunque sea necesario, está lejos de ser tan fácil y tan urgente que los obreros
lleguen al mismo nivel−. Por eso debemos orientar nuestra atención principal a
elevar a los obreros al nivel de los revolucionarios y no a descender
indefectiblemente nosotros mismos al nivel de la «masa obrera», como quieren
los «economistas». (…) Todo el que hable de «sobreestimación de la ideología»,
de exageración del papel del elemento consciente, etc., se imagina que el
movimiento obrero puro puede de por sí elaborar y elaborará una ideología
independiente, tan pronto como los obreros «arranquen su suerte de manos de
los dirigentes». Pero esto es un craso error». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin;
¿Qué hacer?, 1902)

Sí, ya sabemos, seguramente los «reconstitucionalistas» gritarán enfurecidos:


«¡Eso hacemos precisamente! ¡Nos alejamos de los escritos espontáneos y
meramente económicos de tipo sindicalista y elevamos el nivel ideológico!». Pero,
por favor, rogaremos que no se esfuercen tanto en su cinismo político, porque ya
no engañan a nadie.

En primer lugar, insistimos, ¿qué tiene que ver su lenguaje −a medio camino
entre un cantar de gesta y un tratado técnico-científico− y la temática de su actual
«órgano de expresión» −«Línea Proletaria»−, con la máxima leninista de explicar
a los obreros sus objetivos más importantes en un lenguaje convencional y
comprensible para ellos? Las dos actuaciones son tan parecidas como el agua y el
aceite.

En segundo lugar, han de saber que los trabajadores no esperan que esa novísima
«ideología» que les emancipe de las cadenas del capital pase por el «maoísmo»,
el «marxismo occidental» y el «gonzalismo», porque nadie está por esas
corrientes contrarrevolucionarias ni espera nada de ellas −eso en el caso de que
tan siquiera hayan oído hablar de ellas−.

Dedicarse a tal labor no es «enseñar al pueblo lo que necesita saber», ni siquiera


es «dar algunos apuntes nuevos, actualizados», sino repetir los mismos pastiches
antimarxistas de siempre, ya superados por la historia. No es ser «la punta de
lanza de la vanguardia» del proletariado, sino «el vagón de retaguardia en el
extenso tren burgués» que cada día recorre las mismas estaciones:
espontaneísmo, subjetivismo, formalismo y desmemoria. Lo que es seguro es que
quienes sean tan necios como para caer en sus redes vagarán eternamente entre
planteamientos totalmente extraños a la lucha de clases consecuente. En
cualquier caso, nos resulta más interesante dirigirnos hacia quienes tienen la
sensación de que están andando en círculos, ¿cómo reaccionarán estos una vez
despierten del largo letargo del submundo «reconstitucionalista»? Nosotros no
les guardaremos rencor, ya que sabemos que todo hijo de vecino ha podido
cometer estupideces en el pasado, tanto en lo referente a los aspectos más
políticos como en los más personales.

En todo caso, debe subrayarse un aspecto curioso y específico de la LR: pese a


basarse todo el rato en abstracciones y especulaciones filosóficas, es decir, un
«teoricismo» castrado de vitalidad −sin una base que refleje algo real−,
paradójicamente tienen el valor de arremeter contra lo que denominan el
«paternalismo del intelectual». Sin embargo, a la hora de la verdad, más allá de
sus eslóganes y etiquetas −que acostumbran a soltar en sus polémicas sin ton ni
son−, a lo único que contribuyen en su labor diaria es a rebajar la importancia de
la clarificación ideológica mediante ese lenguaje oscuro que oculta tesis
revisionistas en cada rincón de su esencia. Sigamos, porque los despropósitos de
esta gente aún no han acabado:

«De esta forma, la conciencia revolucionaria sólo puede actuar como crítica
revolucionaria mientras no exista el Partido Comunista, y sólo como praxis
revolucionaria en tanto que Partido Comunista». (Partido Comunista
Revolucionario (Estado Español); La Forja, Nº33 (Suplemento), 2005)

Nunca pensamos que se pudiera llegar a una contradicción tan humorística. De


nuevo podríamos preguntarnos, ¿entonces los «reconstitucionalistas» estaban
confesando aquí la inutilidad de sus propias labores? Pues eso parece, pero la
diferencia es que sus actuaciones son estériles no tanto porque nunca hayan
logrado constituirse sólidamente como «partido»… sino por las aspiraciones,
concepciones y métodos que tienen de organizarse, antes y después de tratar de
lograr esto.

Pero aquí hay algo más interesante que debe de ser aclarado. Si nosotros
entendemos por «revolucionario» lo que tiene un potencial transformador, lo
enmarcado a superar el sistema capitalista existente, su marco de referencia
reconocible no puede portar cualquier doctrina o ideario, y mucho menos
confundirse con la del sistema dominante. Pero aquí estamos hablando de otra
cosa: se confunden varios aspectos que dejan claro de nuevo que nuestros
«reconstitucionalistas» sufren de problemas filosóficos severos. ¿Qué es el
partido? ¿Un ente mágico que soluciona las carencias del grupo? Ya hemos dejado
claro que no. En lo estrictamente funcional este no es sino el vehículo que se
utiliza para que todos estos elementos tengan un punto de referencia y mando,
para que, valiéndose de una centralización y democracia, las masas puedan
enfrentarse a un enemigo con más medios y mayor experiencia. Toda otra
definición mística abriga ilusiones mágicas y malentendidas sobre el mismo.

Sin embargo, según el idealista de tipo «reconstitucionalista», si no existe partido


revolucionario no existe la acción revolucionaria −la «praxis», unión de teoría y
práctica−, solo la «crítica» que, como muchos insinúan, «apenas se limita a rozar
lo que anhela construir». En verdad, esta, la crítica, aplicada a los fenómenos
internos y externos, es el criterio máximo que existe para evaluar el estado real
de salud que mantiene ese colectivo de «revolucionarios», se trate este del tipo
que sea y se encuentre en la etapa que se encuentre. O dicho de otra forma, ¿qué
hace el movimiento hasta su fundación, hasta que logra echar a andar o hasta que
por fin consigue la dirección de los elementos más conscientes de su pueblo?
¿Cómo se «preparan» todas esas fases previas que preceden a la revolución? «¡A
través del partido!», responderán de memoria. En efecto, ¿y qué pasa cuando el
nivel organizativo de ese presunto «movimiento revolucionario» se ha plegado
hasta tener 500 asociaciones que se reclaman así mismas como «partido» y
«organización de referencia»? ¿Qué ocurre cuando los grupos más grandes
numéricamente y a nivel de influencia son los más alejados a los cánones
científicos? ¿O cuando esa «vanguardia» es tan marginal que apenas puede
cumplir con los planes que ella mismo trazó?

He ahí la pescadilla que se muerde la cola: sin resolver los problemas acuciantes
no podemos pasar al resto; esto es sencillamente resultado de confundir la
relación entre partido e ideología, pensando que la creación forzosa del primero
es garante de la pureza del segundo, en lugar de comprender que la pureza del
segundo, de la ideología, es condición sine qua non del primero, lo cual no excusa
treinta años de «periodos de balance» sin llegar a nada nuevo, como en el caso de
nuestros protagonistas. Ha de quedar claro de una vez que sin un tenaz trabajo
teórico, doctrinal, ideológico −o denomínese como cada uno quiera−, que
deslinde el marxismo-leninismo de lo reaccionario, de lo mecanicista, de lo
obsoleto, no se pueden sentar las auténticas bases para la conformación de un
grupo que se haga respetar −tanto por simpatizantes como enemigos−; un grupo
digno en que todo sujeto consciente no dude en dedicarle su tiempo y energías;
un grupo eficiente en que cada uno da el máximo en base a sus condiciones.

En cambio, si siguiéramos el esquema rígido de los «reconstitucionalistas»,


resultaría que a nivel individual un proletario jamás será lo suficientemente
revolucionario a menos que milite, con lo que estaríamos, pues, abstrayéndonos
del contexto histórico, de qué hace, cómo se comporta e incluso qué papel auxiliar
cumple respecto a la organización de referencia −si es que existe alguna que
merezca la pena−. Ergo solo podríamos concluir que si no tiene el carnet de un
partido no es revolucionario −una manera de pensar formalista, donde, para
empezar, no se tiene en cuenta el nivel generalizado de conciencia política de la
sociedad−. Así pues, según esta forma de pensar reduccionista, un conjunto de
trabajadores que de alguna forma u otra se mueven bajo la égida del marxismo
tampoco podrían ser revolucionarios del todo, dado que, si «solo» se dedican al
trabajo sindical, a un círculo de formación ideológica, fundan un periódico
combativo o realizan labores parecidas en una asociación vecinal, jamás estarán
siendo «verdaderamente revolucionarios». Aquí parece ser que no se tiene en
cuenta que: a) es posible que no esté en sus manos fundar un partido de la nada
−por mucho que así se lo propusiesen−; b) que incluso están haciendo más que
la mayoría para que eso se produzca; c) que no cumplen ni con lo más básico para
que se pueda dar ese «salto cualitativo» del que algunos tanto parlotean con
impaciencia. En todo caso, en cualquiera de las tres variables habría que
demostrarlo con hechos y no dándolo por supuesto. ¿Nota el lector qué diferencia
hay entre el razonar verdadero y el estereotipado?

Es más, ¿acaso no tenemos suficientes lecciones históricas de esto? Por


descontado. Pareciera que cuando en 1979 los proletarios y otras capas sociales
derrocaron a Somoza en Nicaragua o al Sha en Persia, no habrían sido
protagonistas de una acción que, sin discusión, era objetivamente revolucionaria,
¡todo porque en ocasiones no siempre fueron comandados por un «partido de
vanguardia»! Por esa regla de tres las acciones de los marineros, soldados,
proletarios y campesinos rusos en febrero de 1917 tampoco fueron
revolucionarias, dado que muchos aun tenían esperanzas en el nuevo gobierno
liberal. Y bajo tal esquema lo mismo podría decirse de los trabajadores alemanes
que en noviembre de 1918 se alzaron contra sus mandos burgueses, ya que
muchos no eran aun comunistas. Y así podríamos seguir citando hasta mañana
los diversos eventos históricos del siglo XX.

El deber del revolucionario es ocuparse de lo más urgente más allá de


formalidades

Nótese que simple y llanamente el «reconstitucionalista» promedio, viciado de


fantasías idealistas, confunde lo abstracto y lo concreto: clama por la necesidad
del partido revolucionario −y su teoría certera para poder dirigir con eficiencia
todo esto− pero niega lo que son los hechos revolucionarios en sí, lo que tiene
delante, más allá de que sus protagonistas −las masas− muchas veces no tengan
una conciencia absoluta de lo que realizan. ¿Cuál es el truco aquí? Que en
principio se parte de una evidencia razonable: toda noción o intuición ideológica,
vaga o medianamente avanzada, no puede prosperar demasiado y siempre se
quedará a medio plazo sin una explicación o matización detallada, racional y
global de parte de las fuerzas más avanzadas de su tiempo; que sin dirección
consciente la toma del poder se pierde en el horizonte y la construcción del
socialismo −como fase previa del comunismo− se vuelve un imposible. Esto es
correcto, y es algo que repiten a día de hoy todos, hasta los más oportunistas, pero
se pierde de vista lo más importante: los «reconstitucionalistas» han demostrado
sobradamente que no tienen capacidades para detectar qué dificultades tenemos
delante y cómo solucionarlas. Pongamos algunos ejemplos históricos con
situaciones muy dispares.

El propio Marx confesó a sus allegados que atravesó un periodo en que, por
diversas razones, no se sentía cómodo con aceptar las invitaciones para unirse a
ciertas asociaciones, ya que estas divergían de las formas de pensar y actuar del
pensador alemán:

«Recordará que los líderes del Club Comunista, bastante ramificado en Nueva
York −entre ellos, Albrecht Komp, Gerente del Banco General, 44 Exchange
Place, Nueva York− me enviaron una carta, que pasó por sus manos, y en la que
se sugirió tentativamente que reorganizara la vieja Liga. Pasó todo un año
antes de que respondiera, y luego fue en el sentido de que desde 1852 no había
estado vinculado con ninguna asociación y estaba firmemente convencido de
que mis estudios teóricos eran de mayor utilidad para la clase trabajadora que
mi intromisión en las asociaciones que ahora había en el continente. Debido a
esta «inactividad», fui atacado repetida y amargamente». (Karl Marx; Carta a
Ferdinand Freiligrath, 29 de febrero de 1860)

Esto, por supuesto, no debe tomarse como pretexto para convertirse en un «libre
pensador», como prevemos que lo interpretarán los más acomodados. Esto no
tiene nada que ver con estas gentes que justifican su falta de compromiso y que
no arriman el hombro salvo en lo que a ellos les apetece y en el momento en que
les viene en gana, en absoluto. Aquí Marx solamente se limita a subrayar que cada
uno aporta al movimiento lo que mejor puede dar de sí −en su caso, formular
diversas investigaciones que hoy son clásicos de la literatura comunista−,
mientras que dedicar tu tiempo a una forma de «militancia» desfasada e
inadaptada a los nuevos tiempos solo por mero «compromiso» y por el «qué
dirán» no es productivo, ni siquiera, aunque diversos conocidos te lo pidan
mediante halagos o ruegos. En un sentido muy parecido habló una y otra vez
Engels ante cada refriega que se presentaba dentro de los nuevos partidos que
irían surgiendo décadas después. Tómese de ejemplo su «Carta a Eduard
Bernstein» (20 de octubre de 1882), donde Engels advertía que la unidad sin una
aclaración ideológica y sin condiciones no podía durar, que la lucha interna era
algo inevitable antes, durante y después, que estos grupos solo avanzarían
delineando un programa y aplicando una disciplina, no volviendo a la era de las
catacumbas con ropajes utópicos y reaccionarios del proudhonismo, el
fourierismo o de bakuninismo.
Lenin en obras como en «¿Qué hacer?» (1902), se encargó de expresar de forma
detallada que la ideología revolucionaria no puede expandirse con eficacia ni
cumplir sus propósitos ulteriores sin este vehículo, por esto estamos de acuerdo
con que urge su construcción allí donde falte. De hecho, su propia biografía
política es una prueba viva de cómo realizar esta tarea huyendo de todo
planteamiento esquemático −esto es, que no tenga en cuenta los matices
necesarios para lograr el objetivo−. Por contra, en los «reconstitucionalistas» no
encontramos nada de eso, sino más bien una vuelta al «primitivismo
organizativo», teorías filosóficas sobre la «autoconciencia» −en un sentido
hegeliano− y unas cuantas falsas promesas sobre «estudios teóricos» de valor que
nunca llegan.

En Rusia el bolchevismo representado por Lenin demostró que lejos de lo que


repetían mecánicamente algunos dirigentes de la II Internacional −que en
multitud de cuestiones de «ortodoxos» tenían más bien poco−, no bastaba con
repetir como un mantra eslóganes abstractos como «la emancipación de la clase
obrera debe ser obra de los trabajadores mismos». Por esto combatió tanto a los
espontaneístas, que se plegaban a los vicios y peores tradiciones en el movimiento
obrero −igual que los economicistas y mencheviques−; como a quienes deseaban
realizar una «revolución de gabinete», jugando a la teoría de los héroes
terroristas, por un lado, y la muchedumbre fanática por otra −como los
blanquistas, populistas y eseristas−. Existen varios estudios, como la obra de Alan
Shandro «La conciencia desde fuera: Marxismo, Lenin y el proletariado» (2005),
que desmienten en profundidad la idea de presentar el modelo leninista como un
modelo de una «élite sectaria» que pretende «aprovecharse de la ignorancia de
los obreros».

¿Por qué la concepción de Lenin en materia partidista resultó tan exitosa, siendo
lo suficientemente exigente, pero a su vez lo suficientemente flexible?

«Los doctrinarios de derecha se han obstinado en no admitir más que las formas
antiguas, y han fracasado del modo más completo por no haberse dado cuenta
del nuevo contenido. Los doctrinarios de izquierda se obstinan en rechazar
incondicionalmente determinadas formas antiguas, sin ver que el contenido
nuevo se abre paso a través de toda clase de formas y que nuestro deber de
comunistas consiste en adueñarnos de todas ellas, en aprender a completar con
el máximo de rapidez unas con otras, en sustituirlas unas por otras, en adaptar
nuestra táctica a todo cambio de este género, suscitado por una clase que no sea
la nuestra o por unos esfuerzos que no sean los nuestros». (Vladimir Ilich
Uliánov, Lenin; La enfermedad infantil del «izquierdismo» en el comunismo,
1920)

La visión «reconstitucionalista» del «partido [maoísta] de nuevo


tipo»
Hagamos otro esfuerzo y veamos cuál es el esquema mental que tienen en la
cabeza los «reconstitucionalistas» sobre la famosa «reconstitución» del partido:

«La Línea indica el primer acercamiento de la ideología al estado de las masas


de la clase, su difusión en forma de propaganda, su primer contacto con las
masas avanzadas. El Programa, en cambio, significa la asimilación de la Línea
por parte de ciertos sectores de estas masas avanzadas, agitación, a través de
ellos, entre las grandes masas dirigida por la vanguardia; es decir, el trabajo
cotidiano, codo a codo, de la vanguardia entre las masas para atraer
definitivamente a su sector avanzado y traducir la ideología y la política
revolucionarias a las necesidades de las masas». (Partido Comunista
Revolucionario (Estado Español); La Forja, Nº10, 1996)

Obviamente, por muy bien que suene esta tesis, la «Línea de Reconstitución»
(LR) no ha podido ni en 1996 ni hoy «fundirse con las masas», porque no tienen
contacto recurrente ni influencia sobre ellas para lograr ese pretendido fin,
tampoco un «órgano de expresión» regular, como ya sabemos. ¿Y qué ocurrió?

«El Plan contemplaba también la actividad en el terreno práctico del


movimiento de masas, al que nos dirigíamos con el mensaje revolucionario que
íbamos aprehendiendo con el fin de elevarlo hacia las posiciones del socialismo
científico. Sin embargo, la experiencia en este terreno ya nos mostró ciertos
indicios de que nuestro trabajo no estaba bien encaminado. La nula
receptividad de nuestro discurso entre las masas provocaba el aislamiento de
las posiciones revolucionarias y nos fue situando cada vez más en posiciones
sectarias». (Partido Comunista Revolucionario (Estado Español); La Forja,
Nº33, 2005)

En esta confesión y «rectificación» confirmaban que las amplias masas no habían


aceptado la línea política de la LR −en caso de que milagrosamente los
conocieran−, y hoy en líneas generales la mayoría tampoco sabe de su existencia
o en su defecto sigue sin estar interesada en ella. En todo caso, reconocemos que
el esquema idílico y mecánico de la «reconstitución del partido» queda resultón,
sobre todo cuando lo acompañan de preciosos croquis con triángulos y flechas de
colorines que amenizan la lectura, dando algo de vitalidad a este relato de ciencia
ficción. Quizás pasen otros veinte años y sigan sin saber por qué no han escalado
en el escalafón de objetivos marcado en sus dibujos. ¿Tendrá algo que ver que
todavía no se hayan ocupado de algo más concreto y terrenal? ¿Cómo qué? Como
enfrentar el principal motivo que les hizo encallar: comprender de una vez que
las bases fundamentales del maoísmo con las que operan son las mismas que las
de cualquier formación del revisionismo moderno de los últimos sesenta años.
«¡Pero eso es una manipulación, una distorsión, en la LR ha habido textos críticos
con el maoísmo!». Esto recuerda a los dirigentes de las juventudes del Partido
Comunista de España (PCE), quienes se defienden de aquellos que acusan a su
dirección de no haber superado el revisionismo de su etapa eurocomunista y
replican: «¡Eso es un injusto, nosotros hemos hecho grandes avances, pues
hemos criticado aspectos erróneos de la era de Carrillo-Ibárruri!». ¡Sí!
Enhorabuena, ¡ánimo! Quizás en otros treinta años veamos que por fin os
enteráis de qué va la copla.

La LR no solo no tiene un producto demasiado nuevo que ofrecer de cara al


exterior, sino que en lo interno siguen los mismos pasos que los de su
competencia. ¿Cuál ha sido el problema fundamental del maoísmo más
populista? Como acabamos de comprobar con las críticas hacia los maoístas
franceses, que estos:

«Invierten el proceso de construcción teórica, porque según ellos, la teoría se


desarrolla desde abajo utilizando la «línea de masas» en la aplicación de la cual
va a emerger la línea política. La «práctica» es la aplicación de la «línea de
masas», segrega la línea general. Se realiza una primera «experiencia», que, si
es satisfactoria, entonces será aplicada por todos, de lo contrario servirá como
«lección negativa». ¡Cualquier otro diseño diferente es sólo un sueño ambicioso
de intelectuales arribistas según nuestros maoístas!». (L’emancipation; La
demarcación entre marxismo-leninismo y oportunismo, 1979)

En Francia, por ejemplo, se pudo ver tal cosa no solo durante el famoso mayo del
68, sino también mucho después, con los mismos nefastos resultados.
Denunciando su pragmatismo, los revolucionarios franceses del órgano
«L’emancipation» concluyeron sin miramientos lo siguiente:

«La concepción maoísta de las relaciones entre la teoría y la práctica consiste


en un pragmatismo plano. Detrás del culto a la «práctica» se esconde de hecho,
la incomprensión de la posición materialista del marxismo-leninismo sobre esta
cuestión. El maoísmo es incapaz de concebir la teoría como la generalización
científica de la multitud de los hechos económicos, sociales y políticos, etc., que
libra la vida en todos los dominios, donde ella confirma o invalida a cambio las
tesis y las concepciones, para su desarrollo ulterior y la acción que se puede
tomar para la transformación. Si los hechos son la base de toda teoría, ésta es
científica sólo en la medida que se eleva a la generalización y la abstracción,
donde se separa del aspecto singular, particular y contingente, inherente de los
hechos, para comprender la universalidad. La teoría es entonces, y sólo
entonces, guía verdaderamente de la acción revolucionaria, por su rectitud y su
alcance, porque ésta se vuelve entonces capaz de guiar la puesta en ejecución de
los medios que permiten influir en los factores determinantes −en Francia,
actualmente y estratégicamente, los factores subjetivos de la revolución−, para
hacer posible la maduración de las condiciones de la revolución y la victoria de
esta última. Sin base teórica, sin concepciones teóricas, sin visión estratégica y
táctica, no sólo la práctica es ciega, sino que a pesar de que tenga algún
contenido positivo, las contribuciones que se entregan ineluctablemente a la
teoría −por la acumulación de experiencias directas a gran escala− no pueden
ser a su vez generalizadas ni ser utilizadas para rectificar o enriquecer ni la
teoría ni la práctica. Por lo tanto, fuera del movimiento obrero, el movimiento
maoísta se confina a un menú practicista y mantiene la ignorancia en cuanto a
los métodos y el papel esencial del trabajo teórico comunista». (L’emancipation;
La demarcación entre marxismo-leninismo y oportunismo, 1979)
Como justamente se decía aquí, el activismo desenfrenado de una secta −bien sea
en base a acciones armadas, asistencialismo obrerista o a una propaganda ingente
pero igualmente estéril−, no puede bastar para sustituir el necesario análisis
reflexionado y cabal de la realidad social, así como tampoco al despliegue de
cuadros profesionales para actividades conscientes y planificadas:
«Se nos dirá que no hay teoría sin práctica. Responderemos a esto que de la
estrecha práctica sectaria no puede surgir ninguna teoría, ahí están quince años
que lo demuestran. Pero, sobre todo, afirmaremos que nosotros somos
materialistas porque consideramos que la práctica continúa siendo lo
primordial. La teoría que nosotros queremos desarrollar responde a las
cuestiones surgidas de la práctica, es decir, del desarrollo de la lucha política en
nuestro país en la cual nosotros participamos desde hace quince años, lucha
suscitada por los profundos antagonismos entre las relaciones de producción y
las fuerzas productivas a escala nacional e internacional. La práctica no es la
insignificante agitación de una secta, la práctica es el movimiento real, la vida,
la realidad del desarrollo capitalista francés junto a los antagonismos sociales
y políticos que suscita. Con todo, la realidad francesa, su historia y su desarrollo
reciente y actual siguen siendo un enigma para el movimiento maoísta. El
estado de las relaciones de producción derivado del desarrollo imperialista de
nuestro país, la nueva composición de clases que resulta de este estado, todo esto
es tema tabú para el maoísmo, como lo es el problema de la división del
proletariado, o el de la corrupción de los amplios estratos superiores de éste. Sin
embargo, es sobre la aclaración de estas cuestiones que depende la elaboración
de una teoría de la revolución en Francia. Hace falta ser profundamente
deshonesto para pretender que estas cuestiones caen del cielo y no surgen de la
práctica. Los antimaterialistas son precisamente aquellos que no admiten el
enorme retraso de la teoría revolucionaria sobre la práctica. Desde hace
décadas, la práctica del movimiento obrero demuestra que él mismo busca
desesperadamente −dada su ceguera− un camino para luchar de manera
revolucionaria contra el imperialismo mientras que el revisionismo, que seguirá
siendo hegemónico en tanto que el movimiento obrero permanezca ciego,
justifica y conserva el imperialismo del que fue engendrado». (L’emancipation;
La demarcación entre marxismo-leninismo y oportunismo, 1979)

A nivel general, somos conscientes de que nos solemos encontrar con la


exclamación: «¡¿Pero acaso las publicaciones del periódico o revista de referencia
del colectivo X no dejan de ser una actividad meramente propagadora de ideas,
algo estrictamente teórico? ¿No elude eso el trabajo práctico?!». Esta es una
percepción equivocada que nace ya no solo de la clásica disociación entre «teórica
y práctica», sino que sobre todo significa el no haber comprendido nada sobre en
qué época estamos ni sobre las prioridades del momento. No nos extenderemos
en esto, porque ya fue abordado anteriormente. Véase el capítulo: «Ni los
«reconstitucionalistas» ni sus competidores han logrado tener jamás un «órgano
de expresión» a la altura de las circunstancias» (2022).

Como dijo Lenin, en la etapa de «dispersión y círculos» lo urgente es «reunir a


los representantes de vanguardia para que asimilen las ideas» de la doctrina
emancipadora:

«La unidad en cuestiones de programa y en cuestiones de táctica es una


condición indispensable, pero aún insuficiente para la unificación del partido,
para la centralización del trabajo del partido. (…) Mientras no hemos tenido
unidad en las cuestiones fundamentales de programa y de táctica, decíamos sin
rodeos que vivíamos en una época de dispersión y de círculos, declarábamos
francamente que antes de unificarnos teníamos que deslindar los campos; ni
hablábamos siquiera de formas de organización conjunta, sino que tratábamos
exclusivamente de las nuevas cuestiones −entonces realmente nuevas− de la
lucha contra el oportunismo en materia de programa y de táctica. (...) De lo que
se trata es de saber si nuestra lucha ideológica revestirá formas más elevadas,
las formas de una organización del partido obligatoria para todos, o las formas
de la antigua dispersión y de la antigua desarticulación en círculos. Se nos ha
arrastrado hacia atrás, apartándonos de formas más elevadas, hacia formas
más primitivas, y se justifica esto afirmando que la lucha ideológica es un
proceso y las formas son sólo formas». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Un paso
hacia adelante dos hacia atrás, 1904)

Nosotros, a diferencia de otros, no nos engañamos creyendo que somos un


partido que pueda proporcionar tal despliegue ni contamos con «revolucionarios
profesionales» mantenidos por la organización, por el contrario, compartimos
con el peso de tener que compatibilizar vida personal −familia, trabajo y
estudios− con las tareas políticas. A la realidad hay que mirarla tal y como es,
actualmente, bajo nuestro escaso número de material humano y de capacidades,
habría que comenzar, como dice Lenin, tratando de «reunir a los representantes
de vanguardia para que asimilen» el «socialismo científico», es decir: para
extraer las lecciones pertinentes a nivel presente y pasado sobre cómo se ha
llegado al actual estado deplorable del movimiento, para ver cómo solucionarlo,
producir literatura que popularice tales conclusiones y tomar una acción mayor,
una concienciación de qué se tiene que hacer y para qué; la otra opción es
movernos en base a la tradición, la comodidad y la inmediatez para sentirnos
«militantes», sentir que «hacemos algo».

Es innegable que esta tarea no excluye, como otros «practicistas» creen, que
aboguemos porque el conjunto de los revolucionarios no profesionales deba
dedicarse a la mera reflexión y contemplación −aunque las actividades anteriores
ya desechan esta infame acusación−, pues de lo que se trata es de evaluar las
formas más proclives para llevar a cabo esa reunión de los «representantes de la
vanguardia». Una de esas formas incluirá en algunos casos que se deba tener
presencia en sitios como el sindicato de tal centro de trabajo o estudio,
asociaciones vecinales y otros «frentes de masas» −si allí el sujeto puede tener
una vía libre y óptima para popularizar su línea política−. En consecuencia, tanto
él a nivel individual, o su organización a nivel grupal, deberá evaluar qué trabajo
hace, cómo contribuye, si realmente es apto para tal función, si está logrando lo
que se propuso, o si habría que derivarle a otras funciones por no cumplir con lo
primero y lo segundo. Esto y no otra cosa es un trabajo científico y no un ensayo
a ciegas en que prima «el movimiento por el movimiento».

Si alguien simpatiza con nosotros y por ejemplo tiene dudas hipotéticas cómo:
«Pero, ¿cuándo nos podremos constituir como partido?», «¿cuándo podríamos
acoger a cientos y cientos de militantes?», «¿por qué no somos tan «populares»
en redes sociales como otros grupos políticos?». Lo primero que debería repasar
es qué está haciendo él para que todo eso tenga solución, ¿está aportando algo,
está rindiendo al máximo de sus capacidades o cerca de ello? ¿Cuáles son los
gustos generales de la población en cuanto a inclinaciones políticas? Pero, ante
todo, deberá asegurarse de haberse leído de arriba abajo documentos clave que
sintetizan estas cuestiones, como «Fundamentos y propósitos» (2022), que es lo
que ofrecemos a quien desea hacerse un cuadro general sobre ante qué
condicionantes nos encontramos y a qué aspiramos para solventarlo. Pero su
labor no acabará ahí ni mucho menos: deberá saber qué es eso del «partido»,
cómo se empieza a construir, con qué debe contar para denominarse como tal,
qué perfil y exigencias debe tener la nueva formación de cara a los militantes que
deseen incorporarse… seguramente así comprenderá que lo que ha aprendido
hasta ahora en las experiencias previas haya sido un partido de «puertas
abiertas» y con los métodos primitivos de los grupos de la «izquierda» clásica, lo
cual no tiene nada que ver con nuestras pretensiones para conformar una
estructura partidista de tipo marxista-leninista. Véase la obra: «Fundamentos y
propósitos» (2022).

¿Las «escisiones» que produce la «lucha de dos líneas» son un


«avance»?

En esta sección seremos testigos de cómo la «Línea de Reconstitución» (LR),


como todo movimiento maoísta, no puede escapar a su naturaleza, veremos que
aplicando la famosa «lucha de dos líneas» y las «cien flores» han obtenido un
fraccionalismo permanente, donde también los métodos maquiavélicos hicieron
aparición, algo que ya aplicaban desde su estadía en el Partido Comunista de los
Pueblos de España (PCPE).
La caótica «lucha de dos líneas» como modelo de partido

Aunque parezca una broma, en uno de sus artículos (La Forja, Nº32, 2005) abrían
con la siguiente cita de uno de los apóstoles del cristianismo:

«Es necesario que entre vosotros haya bandos, para que se vea quién es de
probada virtud». (Pablo de Tarso, Primera epístola a los corintios, siglo I)

¡Amén! Gritó la «Iglesia de la Santísima Reconstitución», más de un tonto se


congratuló balbuceando: «¿Se dan cuenta, camaradas, que la dialéctica de la
lucha de dos líneas ya fue descubierta por el Apóstol?». En otra ocasión citaban:

«No penséis que he venido para traer paz a la tierra; no he venido para traer
paz, sino espada. Porque he venido para poner en disensión al hombre contra
su padre, a la hija contra su madre, y a la nuera contra su suegra». (Mateo
10:34-35)

Esperemos que el lector no nos vaya a poner en mala tesitura preguntándonos


qué pretenden mostrar trayendo esto, porque sería difícil entrar a realizar un
ejercicio de «hermenéutica» e intentar entender qué quiso decir el autor y qué
quieren reinterpretar a su vez los «reconstitucionalistas» con dicha cita. ¿Ver un
conato de «lucha entre líneas» en Jesús de Nazaret donde solo hay fanatismo
religioso? ¡A saber! Si es así, seguramente cuando lean el Corán les parecerá el
«primer libro de filosofía maoísta» donde la «Yihad» es la precursora de la
«Guerra Popular Prolongada».

Continuemos, a ver por fin qué tienen que ofrecernos estos mequetrefes con
tantas ínfulas de sabios:

«La vanguardia ideológica, entonces, debe ir formándose en los principios de la


ideología −de lo contrario no se diferenciaría de las masas más avanzadas de la
clase y ella misma se transformaría en masa−, pero también debe ir fundiendo
esos principios con el objeto de la transformación revolucionaria, debe ir
traduciendo los principios ideológicos en Línea política revolucionaria».
(Partido Comunista Revolucionario (Estado Español); La Forja; Nº10, 1996)
Muy bien. En efecto, la «vanguardia teórica», si quiere diferenciarse de la masa
en bruto y sus peores prejuicios ideológicos, debe atesorar los principios de la
ideología más revolucionaria y científica de su tiempo, valga la redundancia. ¿Y
los «reconstitucionalistas» a qué se dedican? Bueno, pues tras arduas décadas de
«reflexión» insisten en traernos como «herramientas revolucionarias» los
fracasos del maoísmo, esos que están más que atestiguados históricamente:

«La recomposición de su discurso teórico revolucionario y desde su desarrollo


y aplicación a través del debate y la lucha de dos líneas en el seno de la
vanguardia». (Partido Comunista Revolucionario (Estado Español); La Forja;
Nº31, 2005)
Ah, ya sabemos, hay que recuperar la «lucha de dos −o más− líneas» del
maoísmo. Curiosamente Stalin dedicó unas palabras a Bujarin en su capítulo
«¿Una o dos líneas?» en su obra «Sobre la desviación derechista en el Partido
Comunista (bolchevique) de la Unión Soviética» (1929), cuando este último
intentaba mitigar las diferencias y ocultar su abierta oposición a la línea oficial
para coexistir sin plegarse a las directrices de la mayoría y continuar con su labor
de zapa. Hoy la LR repite para asombro de muchos:

«La lucha de dos líneas es el verdadero motor que dinamiza el desarrollo de la


vanguardia revolucionaria, esta meta desempeñaba −¡y desempeña aún!− el
papel de checkpoint por el que es menester cruzar en el arduo camino de la
Reconstitución». (Comité por la Reconstitución; Línea Proletaria, Nº1, 2016)

¿¡Qué contestar ante tal necedad refutada por sí misma una y otra vez −siendo el
viejo PCR y el «Comité por la Reconstitución» (CxR) la prueba de a dónde
conduce ese «gran camino»−!?
«Los neomaoístas nos advierten que «es sumamente metafísico pensar que la
lucha de clases no se manifiesta en el partido». Estamos de acuerdo, ¿cuándo el
marxismo ha negado tal obviedad? No obstante, lo que es igualmente metafísico
es pensar que la existencia del partido revolucionario presupone que la
ideología burguesa no solo penetrará, sino que anidará en la organización con
total normalidad, que incluso materializará su espacio permanente con
plataformas paralelas, con su «cuartel general burgués» dentro del partido. El
resultado de tal posibilidad lo determinará la lucha, no la receta fatalista del
maoísmo. El partido revolucionario se fortalece eliminando las líneas extrañas
que pueden aparecer en su seno, asume nueva vitalidad y cohesión cuando
purga de sus filas a elementos ajenos a sus propósitos, no cuando se conjuga con
ellos. Esto, comparándolo con el funcionamiento de un automóvil, sería como
decretar que es inevitable la coexistencia entre las piezas sanas y las piezas
oxidadas que componen el motor, y, por tanto, que la degeneración del motor y
sus componentes anexos se ha mostrado inexorable. Pero no señores, es normal
que el motor no carbure con normalidad cuando no te encargas de cambiar el
aceite, echar anticongelante o cambiar las piezas que se han desgastado por el
paso de los años. Esa «labor de mantenimiento» del motor es el mismo trabajo
que un partido debe realizar, encargándose de que todo su engranaje siga
funcionando como cuando las piezas fueron montadas por primera vez. La
cuestión es, ¿vosotros revisáis con regularidad vuestro coche? O incluso mejor,
¿tenéis licencia para conducir?». (Equipo de Bitácora (M-L): Estudio histórico
sobre los bandazos oportunistas del PCE (r) y las prácticas terroristas de los
GRAPO, 2017)
«Las escisiones prueban el poderío de nuestro movimiento», ¿en
serio?
Aunque les diésemos décadas, siglos o milenios de reflexión, daría lo mismo,
porque parece que nada les es suficiente para llegar a la obvia conclusión de que
su teoría de la «lucha de dos o varias líneas en el seno del partido» significa perder
la guerra antes de empezarla. Asimismo, pudimos ver cómo, tras reagruparse la
pequeña flota «reconstitucionalista», un buque desertaba inesperadamente:

«Ante las recientes polémicas que se han ido desarrollando vía redes sociales,
Twitter principalmente, con el revisionismo feminista, desde la Línea de
Reconstitución mediante sus representantes se han ido sosteniendo actitudes
deplorables de cara al desarrollo de la lucha de dos líneas». (Vientos de Octubre;
Una necesaria crítica en torno a la cuestión de género, 2016)

¿Y qué respondieron ellos? ¡Incluso cuando pretenden ser modestos son


ridículamente arrogantes!

«Sin triunfalismo de ningún tipo −pues somos perfectamente conscientes de lo


precario de las conquistas de la Reconstitución y de que aún nos referenciamos
entre un sector minoritario de la vanguardia−, no deja de ser un síntoma del
avance de la LR». (Comité por la Reconstitución; Una aproximación a la brisa
liquidacionista del feminismo «rojo», 2017)

Evidentemente, para toda agrupación seria que se precie, la expulsión o el


abandono de un conjunto de sujetos desviacionistas en su seno supone un avance,
porque implica evitar deformaciones y reafirmar los principios, pero esto no
puede ser catalogado de igual forma en un modelo organizativo como el de las
formaciones maoístas por las razones ya comentadas. Estas generan y santifican
la creación constante de líneas y consideran «normal» que haya un cúmulo de
escisiones cada poco tiempo. ¿Pero en qué supone un «avance» la expulsión de
una más de estas líneas internas cuando existen otras cinco? Esto resulta aún más
patético cuando somos conscientes de que el resto de «líneas» internas, aunque
todavía coexisten y formalmente coinciden en lo fundamental, en realidad opinan
y actúan de forma diferente en multitud de temas clave. Como sabemos, dentro
de los partidos revisionistas la «rebeldía» no se pena tanto si consiste en una
«herejía ideológica» como si es una falta de sumisión a los dogmas de los
gerifaltes de turno. En todo caso, no podemos culpar a los «rebeldes» cuando la
línea del partido, como producto de la «lucha de dos líneas», mantiene a ratos
una cosa y luego la contraria. Claro que en todo grupo revolucionario pueden salir
escisiones, ¡faltaría más!, pero cuando estas son tan sucesivas no parece
casualidad, sino la constatación del caos ideológico y la falta de disciplina
imperante, lo que es una señal de alarma, no de regocijo.

Enteraos de una vez señores «reconstitucionalistas»: vuestras escisiones no


implican ningún avance a priori, ni significa que la burguesía os tema, solo son
huellas de vuestra podredumbre… dicho de otro modo, confundís defecto con
virtud, como tantas otras cosas en que mezcláis y cambiáis términos de lugar. El
objetivo no es celebrar las escisiones, sino intentar ser precavidos para que estas
no tengan que llegar a suceder. No estamos hablando de ocultar o mitigar las
diferencias, faltaría más, sino de que el colectivo se encargue de ser más riguroso
a la hora de seleccionar a los miembros de su familia, de actuar más rápido
cuando surja un problema, de explicar a sus miembros cuáles son la línea y
objetivos de la formación para que no haya lugar a equívocos más tarde, ¡de
esclarecer la misma línea ideológica del proyecto, antes de ser patente siquiera
una disensión en él! Posiblemente para la «vanguardia teórica» −nótese la
ironía−, es demasiado exigir que de una publicación a otra la editorial de su
periódico mantenga un mínimo de claridad ideológica y no dependa directamente
de las disputas internas que ocurran en el interior de la «organización». ¿Se
entienden las «ligeras» diferencias entre el modelo «consciente» y el modelo de
«a la virulé»?

Sea como fuere, los «reconstitucionalistas» no se rinden y no toman en cuenta


todas las «pequeñeces» de su historia reciente −deserciones, desmoralizaciones,
escisiones, expulsiones−, ya se sabe, todo son «pruebas» del «Altísimo». Si bien
para los cristianos los «caminos del señor son inescrutables», los maoístas
tampoco ponen en duda su fe porque de entre todo el caos que tienen delante no
dudan que «la lucha de dos líneas» sacará las castañas del fuego. Esta «teoría»
del partido no ha sido más que un modelo fraccionalista de tipo trotskista-
socialdemócrata, y así lo han sufrido en sus carnes todos los partidos que lo han
adoptado, desde el propio PCE (r) hasta el mismo PCR de tipo
«reconstitucionalista», incurriendo en un seguidismo hacia este modelo
organizativo menchevique que, como a estos, les condujo a su perdición. La
adopción del normativo maoísmo en materia partidista hace que
automáticamente cualquier grupo que pretenda presentarse como aspirante a
«vanguardia» actual y futura, a lo sumo, pueda plantearse competir por ser la
vanguardia de la retaguardia, en una galaxia revisionista que se encuentra a años
luz del pueblo del que tanto hablan. Véase el capítulo: «Adopción del modelo
maoísta de partido y sus resultados» (2017).

Pero bueno, ignoremos por un momento sus anacrónicas comparativas y sigamos


desgranando otros signos de la locura de estos caricaturescos personajes. En una
de sus últimas publicaciones (Línea Proletaria, Nº6, 2021) colgaban:

«Ir contra la corriente es un principio del marxismo-leninismo» (Mao Zedong)

¿Se puede considerar esto «un principio marxista-leninista»? No, a menos que
pensemos que siempre estaremos en la misma época y lugar, bajo una situación
de desventaja y que el tiempo se detendrá. Todo movimiento político aspira a
tener una amplia difusión de sus ideas y espera obtener cuanta mayor influencia
en la población mejor, buscando, por encima de todo, conquistar a los elementos
más conscientes. Por tanto, tal eslogan que hace suyo la LR no solo es castrador,
sino que asume la derrota desde el comienzo de la partida.
Este más bien podría ser el chiste que se le puede propinar al movimiento
trotskista X que, debido a su impotencia manifiesta, reconoce que el
«monolitismo» en la unidad de pensamiento y acción es un imposible, o en su
defecto, producto del «autoritarismo». Lo que los trotskistas llaman
eufemísticamente «democracia interna» y «libertad de corrientes» es lo que se
traduce en el maoísmo como «lucha de dos líneas»:

«De hecho, lo que es verdaderamente anormal en el movimiento obrero es el


monolitismo, esta «unidad» que estrangula cada pensamiento político
independiente en las filas de las organizaciones autodenominadas marxistas.
(...) En lo referente a la historia del movimiento obrero se puede ver que esto
está presente con frecuencia, como su historia está llena de luchas de tendencias
y corrientes, en oposición teórica y política entre ellas. Esto era normal, para el
progreso de la acción revolucionaria y el pensamiento no puede concebirse
fuera de una confrontación incesante de teorías, situado y orientado a la
realidad, y más aún en un mundo que está en un estado de convulsiones
ininterrumpidas, en la que «algo nuevo» aparece y surge cada día». (Frank
Pierre; La Cuarta Internacional; La larga marcha de los trotskistas, 1969)

¿Creen que exageramos? Sigan leyendo si se atreven.

¿Los fines justifican los medios, señores jesuitas?

Otro aspecto a destacar es que para estos «reconstitucionalistas» de la Iglesia


Jesuita, las normas de una estructura partidista valen poco menos que papel
mojado, ya se sabe «¡El fin justifica los medios!». Valiéndose una vez más del
subjetivismo de la «Revolución Cultural» (1966-76), se hinchaban el pecho en
reconocer que un puñado de ellos se constituyó como minoría fraccional en el
Partido Comunista de los Pueblos de España (PCPE), recurriendo a todo tipo de
métodos conspirativos para hacerse con la dirección. Citando al Comité Central
del PCPE y respondiéndole a su vez, anotaban:

«No pocos problemas en el Partido −dice el Comité Central del PCPE− han
tenido su raíz en una violación de su carácter, se ha hecho de la democracia
interna una interpretación a conveniencia por quienes no querían aceptar los
acuerdos de la mayoría [«La Forja»: formulada por revisionistas, unos pocos
conscientes y la mayoría inconscientes], se ha conspirado haciendo del
centralismo democrático [A lo burgués, o sea, centralismo burocrático] y de sus
normas una interpretación ajena a la cultura del leninismo [¡Por eso Lenin
rompió con los mencheviques y llamó a los comunistas destruir los viejos
partidos «socialistas!]. (…) La minoría puede tener razón y no pocas veces en la
historia ello se ha demostrado de manera clara, pero pierde toda la autoridad
para reivindicarla si sobre la base de su opinión minoritaria rompe con el
método, viola las normas de la democracia interna, conspira hacer prosperar
sus posiciones fuera de la disciplina del partido [¡Vaya educación
revolucionaria! ¡Así es como preparan a sus militantes para la futura
destrucción de las instituciones vigentes!]». (Partido Comunista Revolucionario
(Estado Español); La Forja; Nº18, 1999)

Hay varias cosas a comentar en esta riña que si se analiza puede ser muy
instructiva. Para empezar, los jefes del PCPE, por los cuales el lector sabrá que
tampoco guardamos ninguna simpatía, argumentaban que por el año 1993 los
futuros «reconstitucionalistas» se habían saltado unas resoluciones vinculantes,
lo que nos lleva a preguntarnos, ¿y por qué y por cuánto tiempo estos se
adhirieron a tal línea política si era revisionista? Parece que aquí estábamos ante
el clásico discurso en que la escisión se «oponía» a tal o cual cosa, aunque
«respetaban» aún los estatutos del partido, pero si exceptuamos los chismes a
posteriori de los principales implicados, no hay nada para demostrarlo, ¡qué
casualidad!

En segundo lugar, se intenta comparar la ruptura de la legalidad burguesa con el


saltarse las normas de un colectivo en el cual uno mismo ha aceptado
voluntariamente entrar y operar bajo sus normas. La comparación es tan idónea
como asemejar un caballo con un camello. Esto, que a priori intenta hacerse pasar
como un «espíritu inquebrantable» en «defensa de los principios», en realidad
solo esconde un pensamiento maquiavélico: «A mí no me beneficia que el resto
mienta, manipule y sea deshonesto y me encargaré de señalarlo públicamente,
pero yo, como «Príncipe» destinado a reinar por la gracia de Dios, puedo
permitirme el lujo de hacerlo, ¡y además lo hago por vosotros, mi pueblo, en pro
del bien común!».

Este actuar es tan inconsistente que se vuelve un arma de doble filo, donde la
fracción A acusa a la B de no ceñirse a los estatutos que ellos mismos han firmado,
la B ahora rechaza los estatutos porque lo importante no es «estar en minoría o
mayoría», sino la «razón», con lo que considera legítimo seguir actuando por
encima de la reglamentación, reglas que, por supuesto, serán restablecidas con
puño de hierro cuando logre derrocar a la dirección A, o cuando el bloque B
fabrique su nueva organización, y entonces observaremos como él sufre de su
propia medicina surgiendo un bloque C que le viene con los mismos
argumentarios subjetivistas que B utilizó en su día contra A. Justo esto les ocurrió
a nuestros protagonistas del bloque B que, ya fuera del PCPE, crearon el PCR y
ante el primer terremoto acusaron a sus rebeldes de lo mismo que antes les
parecía un formalismo: «Negando que una parte se someta al todo, es decir, la
minoría a la mayoría, están rompiendo con el Centralismo Democrático, y, por lo
tanto, revisando el marxismo-leninismo, es decir, se van convirtiendo en
revisionistas y así ellos mismos se van situando fuera del Partido» (La Forja,
Nº32, 2005).

En resumidas cuentas, los «reconstitucionalistas» se valieron de tácticas


bakuninistas para llevar a cabo un «caballo de troya» maoísta, pero cuando para
mal de su fortuna fueron sorprendidos se les acabó el juego; más tarde, ya dentro
de la nueva organización creada por ellos mismos, otros intentaron realizar la
misma maniobra y entonces decretaron que la guerra debe hacerse mediante un
noble pacto entre caballeros, sin jugadas sucias, pasando a advertir que quien no
se sometiese a esta nueva regla debía de ser objeto inmediato de repudio. Estamos
seguros que tras repasar algunos episodios de las sagas «reconstitucionalistas» el
lector ya se ha dado cuenta del cinismo tan patético que subyace en sus
representantes.

Si en una situación así, el sujeto y los suyos se encuentran en franca minoría, de


nada servirá saltarse la legalidad para maniobrar y tratar de «oponer resistencia»
indefinidamente, y no afirmamos esto por cuestión de un «imperativo moral»,
sino por mera cuestión funcional. ¿Se ha firmado algo con lo que ahora no se está
de acuerdo? ¿Se está incumpliendo el trabajo acordado? Bien, en cualquiera de
estas dos tesituras, el primer deber del individuo es utilizar los cauces de
expresión a su disposición para que, apelando a la confianza y autoridad
cosechada por su propio trabajo de meses o años, se pueda captar la atención del
máximo de militancia posible en torno al peligro que acecha al colectivo −he ahí
la importancia de la regularidad y la ejemplaridad−. En segundo lugar, hay que
convencer al máximo número de militantes fanáticos, ignorantes o escépticos, del
porqué de la necesidad de relevar a los jefes mediante los cuales se materializa tal
peligro, pero esto se debe hacer argumentando, no manipulando a la gente con
tretas, pues a lo sumo esto tendrá un efecto temporal y puede producir dos cosas:
tanto el descrédito de quienes se valen de tales métodos, como que sus aliados de
hoy usen sus mismas herramientas mañana, y serán culpables por haber
acostumbrado a los de alrededor a este ambiente insano de intrigas y tretas.

Entiéndase que, en caso del surgimiento de nuevos elementos descontentos, es


muy seguro que tarde o temprano lleguen a oídos de estos elementos honestos el
discurso revolucionario que los compañeros en minoría llevan izando desde hace
tiempo. Que luego estos se acaben escindiendo por necesidad o no, es otra cosa,
pudiendo también llegar a una solución de sus demandas y permanecer en la
organización, revirtiendo la situación. Esto último ocurrirá especialmente si estos
han seleccionado y centrado en quien se caracteriza por atender a razones, por lo
que, si les interesa −si hay necesidad−, estos a su vez valorarán −tarde o
temprano− revisar la justeza de las quejas y reticencias de sus compañeros o
excompañeros. Es claro que si la máxima dirección ha dejado en suspenso el
reglamento interno y los cauces para la expresión son ya imposibles de utilizar
debidamente, tal «debate» nunca se dará, por lo que, esta minoría, si observa que
nada cambia, que no se atienden ni remotamente sus peticiones. Entonces, una
vez hecho lo que se tiene que hacer −exponer su posición todas las veces que se
pueda, cosa que en ningún caso incumple con el centralismo democrático−, más
pronto que tarde se darán cuenta de que no pintan absolutamente nada en una
estructura que: a) está carcomida por el burocratismo; b) acostumbrada al
silenciamiento de la crítica; c) y en la cual predomina el trabajo intrascendente;
d) donde, además, el pasotismo es una actitud adquirida por la mayoría de sus
miembros −los mismos que en medio de una crisis de gran calibre no desean oír
lo que tienen que decir ambas partes−. Esta sería una situación que, se mire por
donde se mire, imposibilita revertir la situación general de la formación. Para ello,
reuniendo a todos los elementos conscientes, sí que deberán plantearse fundar
una nueva plataforma externa a esta que corresponda a sus aspiraciones. Ahora,
una vez se ha delimitado qué exigencias piden a sus miembros, cómo se organizan
y demás, no habrá excusas, todos los intentos de saltarse los acuerdos
democráticos deben de ser condenados:

«La conducta de la minoría fue una constante insubordinación a los acuerdos


del Congreso, una desorganización del trabajo práctico positivo. (…) No
someterse a la dirección de los organismos centrales equivale a negarse a seguir
en el Partido, equivale a deshacer el Partido, no es una medida de persuasión,
sino destrucción. (…) Está claro, me parece, que los clamores contra el famoso
burocratismo no son más que un medio de encubrir el descontento por la
composición de los organismos centrales, no son más que una hoja de parra...
¡Eres un burócrata, porque has sido designado por el Congreso sin mi voluntad
y contra ella! Eres un formalista, porque te apoyas los acuerdos formales del
Congreso, y no en mi consentimiento. Obras de un modo brutalmente mecánico,
porque te remites a la mayoría «mecánica» del Congreso del Partido y no
prestas atención a mi deseo de ser cooptado! ¡Eres un autócrata, porque no
quieres poner el poder en manos de la vieja tertulia de buenos compadres!».
(Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Un paso adelante, dos hacia atrás», 1904)

Señores, los grandes discursos no ocultan una realidad patética

En una ocasión, ridiculizando las ideas de otros competidores revisionistas, los


«reconstitucionalistas» criticaban con saña la ceguera y el simplismo del que
hacían gala sus competidores. En concreto, se quejaban que sus rivales se
comportaban como:

«Si no [fuese] preciso un período en el que la ideología conquiste a la


vanguardia, pues esta preexiste como vanguardia revolucionaria −con
ideología comunista−». (Partido Comunista Revolucionario; Tesis de
Reconstitución del Partido Comunista, 1996)

Por esto mismo concluían que no se llegaba a comprender del todo que:

«La liquidación del movimiento comunista se ve únicamente como dispersión


organizativa de sus miembros no como liquidación ideológica y política de los
partidos comunistas; y como la verdadera ideología revolucionaria pervive en
la cabeza de los comunistas dispersos, el PC puede ser reconstituido a través de
un nuevo acto constituyente. La ideología deja de ser entonces, el elemento
agente de la Reconstitución del PC y deja paso al voluntarismo de esos sabios
depositarios de la verdad revolucionaria». (Partido Comunista Revolucionario;
Tesis de Reconstitución del Partido Comunista, 1996)

Esta es una descripción muy certera sobre los defectos que pululan en las mentes
confusas de todos los falsos marxistas. Pero sentimos comunicarles que este
también ha sido un defecto reproducido por la dichosa «Línea de Reconstitución»
(LR). ¿A qué venía arrejuntar raudamente a unos escindidos del PCPE, otros
desencantados del PCE (r) y «decretar» en 1994, con la publicación de la revista
«La Forja», ser el «órgano» con un título de «partido»? O una de dos, o no sabían
que era un partido y se arrojaban un título falso en su periódico, o lo hicieron a
sabiendas por mera grandilocuencia. Como comprobamos en los capítulos
iniciales, esta corriente reivindicaba de todo: Mao, Gonzalo, Lukács, Guevara,
Luxemburgo, Mariátegui, Bob Avakian, apoyaba al gobierno cubano, a las
guerrillas kurdas del PKK, etc. Evidentemente, esto mostraba la existencia de
«varias líneas» políticas, de un caos ideológico demasiado generalizado como
para operar con normalidad. ¿No es esto también engañar al público jugando con
una palabra de renombre como lo es la de «partido»? Si rebajamos tanto las
exigencias, ¿no deberíamos considerar entonces que la estructura de la CUP y
Podemos también actúan bajo los «cánones leninistas»? Siempre hemos dicho
una cosa: desde el punto de vista marxista todos los revisionistas nos hablan día
y noche del «partido», pero a la hora de la verdad todos portan o quieren crear
una caricatura del mismo. Véase la obra: «Fundamentos y propósitos» (2022).

Recordemos, pues, que lo que hicieron ellos no es formar un partido según


mandan los cánones, sino la típica aventura política del maoísta europeo:

«Está claro que el partido leninista se construye primero por arriba, es decir,
primero se aborda el nivel ideológico y teórico antes de edificarse
organizativamente. El núcleo dirigente se constituye antes que la organización
del partido propiamente, lo que no significa que el partido se forme
espontáneamente y separado de toda forma de organización, de colaboración,
etc., ni que [esta dirección] sea inamovible. Sobre el primer punto los maoístas
invierten la cronología y el proceso de edificación teórica. La cronología según
ellos es: que hay que organizar primero, y luego definir una teoría, una línea,
un programa». (L’emancipation; La demarcación entre marxismo-leninismo y
oportunismo, 1979)

Con los años, la dichosa LR demostró no estar en capacidad de superar al resto


de organizaciones revisionistas en cuanto a influencia ideológica −algo normal
dado que toda su elaboración teórica derechista no dejaba de reproducir una
exculpación hacia los mitos del maoísmo y el tercermundismo en general−. No
haría falta ni comentar que, dado todo lo que hemos visto y veremos a
continuación, tampoco lograron imponer su presencia −algo todavía más
complicado dada su política «semianarquista», reflejada en sus análisis
históricos, en su política sindical, en su visión electoral, y en su postura sobre
saqueos o motines espontáneos y demás cuestiones donde, sin pudor alguno,
hacen gala de un ultraizquierdismo que causa vergüenza ajena−.

En el número doce de «La Forja», unos noventeros «reconstitucionalistas» ya


tenían el coraje de autodenominarse «vanguardia» sin complejo alguno:

«El destacamento de la vanguardia ideológica del proletariado que, hace unos


pocos años, empezó la formación del PCR». (Partido Comunista Revolucionario
(Estado Español); La Forja; Nº12, 1996)

Como rezaba el título de una famosa canción de Nirvana de aquella década:


«Smells Like Teen Spirit». ¡Sin duda! ¡Estas declaraciones noventeras más que
oler apestaban a espíritu adolescente! Para Lenin, por el contrario, solo podía
considerarse «vanguardia» bajo unos requisitos que ni hoy ni ayer cumplen:

«En nuestros días podrá convertirse en vanguardia de las fuerzas


revolucionarias sólo el partido que organice campañas de denuncias de verdad
ante todo el pueblo. Las palabras «todo el pueblo» encierran un gran contenido.
La inmensa mayoría de los denunciadores que no pertenecen a la clase obrera
−y para ser vanguardia es necesario precisamente atraer a todas las clases−
son políticos realistas y hombres serenos y prácticos». (Vladimir Ilich Uliánov,
Lenin; ¿Qué hacer?, 1902)

La falta de transcendencia que tuvo el PCR es permisible y hasta cierto punto


normal para un grupo humilde como un círculo de estudio, una plataforma
ideológica, un periódico estudiantil o un sindicato autónomo… cada uno por sus
razones y limitaciones en cuanto a aspiraciones, pero no para un
autodenominado colectivo que desde su trono de la sapiencia sacaba pecho con
seguridad de ser «la vanguardia teórica» que nos iba a iluminar con el «balance»
sobre las «limitaciones y equivocaciones del marxismo-leninismo», el cual,
casualmente, profetizaba, como el PCE (r) tantas veces antes, la «crisis inminente
del sistema». Por esto mismo nosotros solo lo evaluamos con la «dureza» de lo
que aparentaban ser, y la conclusión es clara: han sido unos estafadores.

¿Y qué ocurrió? El temible «barco fantasma» del PCR «surcó por las aguas» de
España amenazando con abordar el capitalismo y sus plazas. ¿El resultado? Pues,
durante una década, de 1994 a 2006, salvo el relato poco fiable de un par de
marineros, nadie pudo avistar ninguna bandera pirata en alta mar, hubo cero
abordajes sobre las naves capitalistas y hoy no se sabe a ciencia cierta si estos
piratas fueron verdad o leyenda. Eso sí, exigimos una cosa, de encontrárselos
alguna vez, el obrero que leyó y se creyó alguna de sus arengas políticas, como
consumidor, ¡debería denunciarlos por «publicidad engañosa»! Hoy, estos
«espectros revolucionarios» dicen haberse reagrupado. Bien. ¡Todo el mundo
merece una segunda oportunidad! ¿Habrán aprendido la lección sobre aquello de
no ser tan grandilocuentes sobre sus fuerzas y perspectivas? No. Se hallan en las
mismas, pero vuelven a «vender la piel del oso antes de cazarla». Nos aseguran
que ya han logrado hitos significativos. ¿Ah, sí? Veamos:
«Precisamente en 2015, el joven Movimiento por la Reconstitución lanzaba,
orgulloso pero consciente de su inmadurez, comunicados unitarios firmados por
todas las organizaciones que, por ese entonces, componían nuestro Movimiento.
En otras palabras: todos los destacamentos se coordinaban para exponer ante
la vanguardia y el conjunto de la clase la misma propaganda y la misma
agitación, es decir, el mismo discurso ideológico y político. Pero ya entrado el
año 2016 podemos percibir algunos cambios sustanciales y de importancia
notoria. El Primero de Mayo, señalado día del proletariado internacional,
hacen acto de presencia dos novedades que trastocan por completo la forma que
presenta la Línea de Reconstitución: aparece −auspiciado y promocionado por
la práctica totalidad de aquellos viejos círculos− el sitio web de Línea Proletaria
y, además, se reparte a lo largo y ancho de las fronteras del Estado la misma
octavilla firmada por el Comité por la Reconstitución, y no ya por la suma de
los destacamentos de vanguardia adheridos a la LR. Estos pequeños pero
significativos hitos marcan, así como 2014 y 2015 están jalonados por
conquistas aún menores, pero también importantes, el cambio material que este
agónico año −y no sólo porque esté terminando; obsérvense los movimientos
tectónicos en la lucha de clases interburguesa que vaticinan el seísmo venidero−
representa frente a los anteriores: de la coordinación política de antaño
transitamos hacia la completa unidad política. Esta circunstancia −que al lector
despistado o al adversario malicioso le parecerá un mero cambio de palabras−
expresa toda una diferencia de contenido en las relaciones internas de la
vanguardia marxista-leninista, además de prefigurar la dirección de su
deseable desenvolvimiento ulterior». (Comité por la Reconstitución; Línea
Proletaria, Nº1, 2016)
¡Claro! ¡El «joven Movimiento de la Reconstitución» −que ya tendría edad como
para sacarse el carnet de conducir y haber acabado una carrera− ha conseguido
un hito milagroso! ¡¡Ha sacado un comunicado firmado por las varias
organizaciones que lo conforman!! ¡Sí, señor! Eso sin duda tiene que quedar
registrado en los libros de historia. Pero, por favor, fíjense en el lenguaje de este
panfleto, ¡en ese tono a medio camino entre el lenguaje poético de Mao y las
ínfulas de grandeza de Trotski! No sabemos qué es más patético, si el lenguaje
rocambolesco o las ridiculeces que se sueltan a través de él. Y no solo eso, en 2016
comienza el «gran viraje», pues dan a entender que con la creación de una web y
el reparto de unas octavillas se notan ya los «cambios sustanciales y de
importancia notoria». ¡Enhorabuena! Habéis conseguido el mismo «hito» que
unas quinientas organizaciones más.
La producción teórica de vuestra revista es de seis números entre 2016-21, casi
llega a los dos números por año. ¡Ánimo! Reconstrucción Comunista se funda en
2009 y su revista «De Acero» comienza en 2017. A partir de entonces tiene una
poderosísima tirada de 20 números en 5 años. ¡Wow! Todo ello engalanado en un
formato de miniartículos muy pobres con imágenes a mansalva y un tamaño de
letra enorme para intentar dar sensación de que hay más texto del que realmente
existe. ¡Buen intento muchachos! Bueno, y nos hemos olvidado de la irrupción en
2019 del Frente Obrero con su revista «Unión», cuyos boletines de 15 páginas al
parecer deben de ser tan revolucionarios que reciben el aplauso de los principales
personajes de Falange, Vox o España 2000. ¡Qué majestuosas gestas! ¡Qué
envidia! Fuera ironías, para unos y otros, esta nimiedad cuantitativa y cualitativa,
este «temblor» que apenas se ha sentido en su particular planeta revisionista, les
parece constitutivo de algo realmente transcendente, una proeza que «expresa
toda una diferencia de contenido en las relaciones internas de la vanguardia
marxista-leninista».
No hace falta comentar nada más en torno a este guion de ciencia ficción. ¿Se
diferencian algo de los mundos de fantasía en que viven los actuales líderes del
PCE (r), PCPE, PCE (m-l), PCOE, PCTE o RC? En absoluto, también son puro
«patetismo revolucionario»:

«Nunca hemos aceptado ese tipo de situaciones similares, siempre hemos


criticado esas actitudes triunfalistas de creer que por tener unas pocas células
con militantes y unos pocos simpatizantes se puede autocalificar a la
organización como «partido», que se puede considerar como una
«organización consolidada» que «expande su influencia con suma destreza».
Ya que esta forma de pensar irreal lleva a la autocomplacencia y a mundos de
fantasía, cuando la propia realidad de medios materiales y humanos te dice que
sigue habiendo mucho trabajo que hacer para afirmar todo eso. Siempre se ha
de partir de la evidencia y a partir de ahí ir proponiéndose objetivos plausibles,
«no poner el carro delante de los caballos». Cuando una organización por
motivos de orgullo se niega a reconocer su debilidad y a aceptar humildemente
los puntos en que debe mejorar, de ahí salen estos ejemplos, como la creación de
células fantasma o endebles destinadas a fracasar. Cuanto más se tarde en
reconocer un error de cualquier tipo, mayor acumulación de trabajo habrá. Y
nosotros no nos caracterizamos precisamente por mordernos la lengua, pues
testamos a los llamados revolucionarios por el estómago que tienen a la hora de
encajar las críticas necesarias en este ámbito». (Equipo de Bitácora (M-L);
Antología sobre Reconstrucción Comunista y su podredumbre oportunista,
2021)

Nótese cómo en el año 2003, desde uno de sus medios de expresión, «La Forja»,
justo poco antes de exhalar este periódico su último aliento, aún tuvieron fuerzas
para afirmar con su cinismo característico:

«No se trata de «dar palos de ciego» y de probar cualesquiera de las opciones.


Es contrastando la teoría −como práctica acumulada y racionalizada de la
humanidad− y mediante la confrontación de ideas, como se puede analizar
certeramente la realidad y dilucidar de antemano cual es la política más
revolucionaria. (…) Por supuesto que sus resultados serán los que sentencien
definitivamente sobre esa pretendida naturaleza». (Partido Comunista
Revolucionario (Estado Español); La Forja; Nº27, 2003)

¿Entonces suponemos que el «resultado» de 2006, es decir que se diese la


destrucción del mítico «PCR», les valdría para algo, o tampoco? Vayamos más
allá, fijándonos mejor en sus restos, el «Comité por la Reconstitución», fundado
en 2016. Y bien, ¿cuáles han sido los resultados palpables tras más de tres décadas
de «proceso de reconstitución»? ¿Qué lucha ideológica de importancia han
desarrollado? ¿Han reconocido ya que eso de apoyar y reivindicar a guevaristas o
nacionalistas kurdos como «marxistas» fue una equivocación mayúscula? ¿Se
habrán dado cuenta de que su pronóstico sobre el régimen del 78 que «estaba en
plena descomposición y ruptura» era falso? ¿Que aquello de que nos
enfrentábamos cada dos días ante un proceso de «fascistización» era un error
extremadamente subjetivista que hoy visto causa vergüenza ajena? ¿Se han dado
cuenta ya del fraude que ha sido el maoísmo? Nada de esto, y por tanto, nosotros
desde luego no vemos un avance reseñable en la LR, observando su estética,
eslóganes y figuras de referencia. La no aceptación de esta amarga verdad ha
conllevado a que el neomaoísmo caiga en sus «profecías autocumplidas», es
decir, no actúan según un análisis real de cómo son las cosas sino a partir de su
propia percepción paralela. Por ello, ignorando toda realidad, han pasado a
postular sus propias «leyes sociales»: como la «GPP» en cuanto a estrategia
militar o la «lucha de dos líneas» como fórmula partidista. Esto no es casual,
responde a las fuertes dosis de pragmatismo que Mao Zedong mostró en filosofía,
donde se daba un volantazo y se justificaba el mismo a posteriori. En este caso
ocurre igual, para ellos los análisis no eran «errados», simplemente se les olvidó
o era imposible «matizar» este o aquel «detalle» que alteraría «un poquito» el
cómo sucedieron las cosas. Véase el capítulo: «La filosofía maoísta y su base
metafísica e idealista» (2017).

En 2019 los «reconstitucionalistas» nos anunciaban que habían dado un «golpe


sobre la mesa»:
«@Espada_Roja: El Comité por la Reconstitución, órgano del que se dotan las
fuerzas de la vanguardia marxista-leninista en el Estado español, supone un
hito consiguiendo una articulación de las fuerzas a nivel central, paso
históricamente necesario para la superación de la etapa de círculos. (...) La
creciente y sólida articulación tanto a nivel cualitativo como cuantitativo
−siempre en ese orden− 2018 sentaba el escenario para que el Movimiento por
la Reconstitución diese un puñetazo encima de la mesa ante el panorama de
descomposición del resto de organizaciones del MCE». (Tachai; Twitter, 17 de
marzo de 2019)

Sería sumamente gracioso que algún antropólogo realizase algún día la


«etnografía del revisionismo español» haciendo un trabajo de campo sobre este
tipo de organizaciones. Quizás, solo así, tras analizar sus ritos, comportamientos
y mitología podamos entender lo que a nuestros ojos siempre resulta tan
irracional e incomprensible.

La intelectualidad y el movimiento revolucionario

Consideramos que esta sección es una de las más importantes debido al alto grado
de ignorancia que existe en torno a la cuestión de la intelectualidad y su ligazón
con el partido revolucionario, por lo que pedimos al lector que preste especial
atención y si fuera necesario notifique cualquier duda o crítica correspondiente.

Estos serán los siguientes temas a desarrollar: 1) ¿Cuál es la relación histórica


entre el proletariado y la conciencia revolucionaria que puede adquirir?; 2) La
singularidad de la intelectualidad en la sociedad moderna; 3) El intelectual
comprometido y su relación con el movimiento revolucionario; 4) ¿Por qué deben
trabajar codo con codo los trabajadores manuales e intelectuales?; 5) Los
revisionistas y la intelectualidad. ¿Cómo concibe la «Línea de la Reconstitución»
esta espinosa cuestión?; 6) ¿El papel de la intelectualidad ha caducado? ¿El
obrero se «autoorganiza»?; 7) ¿Acaso el marxismo-leninismo no ha advertido
contra los peligros típicos que arraigan en la intelectualidad?; 8) La eucaristía de
la Iglesia Reconstitucionalista: «el intelectual se convierte en obrero»; 9) La
cuestión del origen social, ¿quién se puede adherir al marxismo-leninismo?

¿Cuál es la interrelación histórica entre el proletariado y la conciencia


revolucionaria?

¿Cómo ha de entenderse la relación que tiene el proletariado con todas las


doctrinas que han nacido en su seno? Suele olvidarse que por «ideologías» el
proletariado ha producido muchas al calor de su lento desarrollo histórico, y sí,
muchas de ellas intentaban basarse en sus luchas y anhelos, pero todas ellas
carecían de un eje consecuente: eran demasiado primitivas, gremialistas,
espontaneístas o conciliadoras; en definitiva, insuficientes para liberarle de la
esclavitud asalariada mediatizada por el yugo del capital, baste ver qué fue de los
cartistas o fabianos. Por eso, para nosotros, ser revolucionario en el tiempo
presente, no es otra cosa que asumir y practicar la doctrina más científica que
sintetiza y busca transformar sin componendas las metas y objetivos progresistas
de cada época. Cualquiera que haya estudiado concienzudamente la historia de la
humanidad sabrá que, en cada época determinada, una doctrina puede ser
progresista y revolucionaria, pero que en otra bien puede haberse quedado atrás,
tornándose en conservadora y contrarrevolucionaria. Sabido esto, no es extraño
concluir en el capitalismo moderno que:

«El proletariado es revolucionario sólo cuando tiene conciencia de esta idea de


la hegemonía y la realiza. El proletario que adquirió conciencia de esta tarea es
un esclavo alzado contra la esclavitud. El proletario, que no tiene conciencia de
la idea de la hegemonía de su clase o que reniega de esta idea, es un esclavo que
no comprende la condición de esclavo en que se encuentra; en el mejor de los
casos, es un esclavo que lucha por mejorar su situación como tal, pero no por el
derrocamiento de la esclavitud». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; El reformismo
en el seno de la socialdemocracia rusa, 1911)

Si aceptamos que el propio proletariado no es revolucionario hasta que no toma


conciencia de su posición de clase… ¿cómo vamos a idealizar que «por sus
condiciones materiales» todo miembro del proletariado es ya, o casi,
«plenamente consciente en lo ideológico»? Aquí una vez más, se confunde
probabilidad con realidad y se olvida todo lo demás, es un «materialismo» sin
dudas muy vulgar. Si esto fuese así de sencillo, la revolución sería un hecho lineal,
automático, un juego con las cartas marcadas: resultaría que ya desde la cuna
−por familia− o desde la primera vez que se entra en una fábrica −por su posición
en la producción− el sujeto adquiere esa «conciencia política» como derivado del
ambiente familiar o laboral, de nuevo un reduccionismo que nada explica y que
no resiste el menor análisis. Esto no solo implica levantar una teoría social muy
pobre que no se sostiene cuando uno ojea la realidad cotidiana −donde la clase
obrera sigue funcionando como furgón de cola del burgués−, sino que además
implicaría borrar uno de los conceptos más importantes del estudio analítico,
como es el de la llamada «alienación». Esta herramienta, ya desarrollada por
Marx en sus «Manuscritos económicos y filosóficos» (1844), permite explicar el
motivo de que un trabajador del metal crea en la monarquía, pida la expulsión de
los inmigrantes o se atavíe de rosarios como si estas opciones fueran la mejor
solución, la única salvación a sus problemas cotidianos. Y es que recordemos que
esta alienación incluye y parte de todas las esferas sociales de la vida −alienación
respecto al producto, religiosa, frente a la naturaleza, política−. Pero no es
cuestión de detenernos ahora en esto. Véase la obra: «Fundamentos y
propósitos» (2022).

Entonces, si aceptamos que un proletario tiene que llegar a ser revolucionario −y


que este no es un proceso automático−, lo primero que habrá que preguntarse es
cómo va a transitar ese camino: ¿prescindiendo de la única doctrina que ha
demostrado estar en consonancia con los descubrimientos de la ciencia?
¿Dejándolo todo al libre albedrío, al «espíritu instintivo de su clase»? En caso de
negarse a esta última majadería, aceptará que necesita formarse, empaparse de
los hitos y derrotas de su movimiento. Bien, en tal caso, ¿cómo va a excluir de esta
empresa pedagógica a los intelectuales de su clase o de otras capas sociales que
se dignen a acompañarlos bajo tales preceptos? Sin duda, sería como pegarse un
tiro en el pie.

Se dice que el proletario, por su condición dentro del entramado capitalista, es la


clase social más interesada en la revolución −aquella que, si es consciente de sus
intereses, socializará los medios de producción para disfrute de toda la
comunidad trabajadora, avanzando hacia la abolición de las clases sociales−. Y sí,
esto es correcto, pero a veces se olvida que lo que ha venido a configurar los
cimientos del marxismo-leninismo −término a veces sintetizado como socialismo
científico−, no ha sido un proceso espontáneo, una «autoconciencia» de estos
trabajadores. Repasemos un escrito de Friedrich Engels sobre sus primeras
andanzas y los inicios de la Liga Comunista:

«Entonces había que andar buscando uno a uno a los obreros conscientes de su
situación como obreros y de su contraposición histórico-económica con el
capital, pues esta misma contraposición estaba todavía en mantillas. (…)
Entonces, los pocos hombres que habían sabido comprender el papel histórico
del proletariado tenían que reunirse secretamente, que agruparse a escondidas
en pequeñas comunas de 3 a 20 individuos». (Friedrich Engels; Contribución a
la Historia de la Liga de los Comunistas, 1885)

Esto implica que algunos miembros de la capa de la intelectualidad −en ocasiones


muy lejos de las condiciones de vida del proletariado− se rebelaron y supeditaron
su ingenio y estudio a la causa de la humanidad, tratando de buscar cuál era el
curso objetivo que resume la meta progresista de su época, dándose de bruces con
la cuestión del proletariado. Por esta razón, un joven Engels, polemizando con
otros utópicos como Heinzen, declaraba que el comunismo:

«No procede de principios, sino de hechos. Los comunistas no parten de tal o


cual filosofía, sino de todo el curso de la historia anterior y particularmente de
los resultados reales a los que se ha llegado actualmente. (...) El comunismo,
como teoría, es la expresión teórica de la posición del proletariado en esta lucha
y la síntesis teórica de las condiciones para la liberación del proletariado».
(Friedrich Engels; Los comunistas y Karl Heinzen, 1847)

Argumentar que sobredimensionamos el papel histórico de la intelectualidad


porque: «¡Tal labor se produjo estudiando y estando en contacto con el
movimiento proletario y sus luchas!», no refuta lo dicho, como pensaba David
Riazánov, sino que confirma nuestra afirmación. Vamos más allá: los
intelectuales acabaron difundiendo los resultados de sus profundas
investigaciones barajando qué métodos y camino había que tomar, instándoles a
los propios proletarios a que tomasen en sus manos este trabajo de revisión y
crítica, la cual actuaría como base para ese proyecto emancipatorio, pasando por
encima de la «gente culta» si era necesario, como en muchas ocasiones así lo fue.
¿Exageramos? En absoluto:

«Nuestra intención no era, ni mucho menos, comunicar exclusivamente al


mundo «erudito», en gordos volúmenes, los resultados científicos descubiertos
por nosotros. Nada de eso. Los dos estábamos ya metidos de lleno en el
movimiento político, teníamos algunos partidarios entre el mundo culto, sobre
todo en el occidente de Alemania, y grandes contactos con el proletariado
organizado. Estábamos obligados a razonar científicamente nuestros puntos de
vista, pero considerábamos igualmente importante para nosotros el ganar al
proletariado europeo, empezando por el alemán, para nuestra doctrina. Apenas
llegamos a conclusiones claras para nosotros mismos, pusimos manos a la
obra». (Friedrich Engels; Contribución a la Historia de la Liga de los
Comunistas, 1885)

Tomemos el caso ruso, que es bien claro al respecto, ¿quiénes fueron los primeros
autores responsables de popularizar las ideas de Marx y Engels en el Imperio
ruso? Los Plejánov, Struve, Potrésov, Axelrod, Deutsch, Chjeidze, Zasúlich,
Lenin, incluso si nos retrotraemos a sus antecedentes más inmediatos, los
populistas, los Herzen, los Belinsky, los Chernyshevski. ¿Acaso no procedían
todos ellos de familias medias acomodadas o nobles, no se dedicaban ellos
mismos a labores de abogacía, escritura, intendencia, profesorado? ¿No es a su
vez cierto que muchos de ellos «abandonaron el barco» y se deslizaron hacia el
liberalismo burgués −o algo peor−? Incluso si nos vamos a noviembre de 1917, y
revisamos el Primer Consejo de Comisarios del Pueblo, aproximadamente once
de los quince miembros se dedicaban a labores intelectuales. Entonces, ¿qué
sentido tiene negar los hechos históricos sobre el papel de la intelectualidad en la
conformación de los movimientos revolucionarios? Solo la confusión o la
demagogia se puede esconder tras este negacionismo de los hechos históricos:

«No puede ni hablarse de una ideología independiente, elaborada por las


mismas masas obreras en el curso de su movimiento. (...) Esto no significa,
naturalmente, que los obreros no participen en esta elaboración. Pero no
participan en calidad de obreros, sino en calidad de teóricos del socialismo,
como los Proudhon y los Weitling; en otros términos, sólo participan en el
momento y en la medida en que logran, en mayor o menor grado, dominar la
ciencia de su siglo y hacer avanzar esa ciencia. Y, a fin de que los obreros lo
logren con mayor frecuencia, es necesario ocuparse lo más posible de elevar el
nivel de la conciencia de los obreros en general; es necesario que los obreros no
se encierren en el marco artificialmente restringido de la «literatura para
obreros». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; ¿Qué hacer?, 1902)

Que a estas alturas muchos no hayan comprendido todo esto solo refleja el
retroceso de décadas e incluso siglos en este tipo de cuestiones tan básicas.

La singularidad de la intelectualidad en la sociedad moderna

Pero, ¿por qué la intelectualidad es una capa social que parece ser tan polémica,
que crea tantas animadversiones o admiración? En primer lugar, porque en
ocasiones algunos de sus miembros logran un gran estatus social, que puede ser
motivo de molestia o de embelesamiento hacia ellos. En segundo lugar, porque
en el capitalismo se multiplica su número, por tanto, su presencia se hace notar.
La razón de esto último responde a una extensión de las necesidades del sistema,
como bien argumentaron marxistas como Karl Kautsky en «La intelectualidad y
la socialdemocracia» (1895). Pero tomemos algo menos desconocido para el
lector y de mayor autoridad, a ver si así algunos empecinados prestan atención,
vayamos a Lenin:

«En lugar de los pequeños productores que desaparecen se va creando un nuevo


estamento medio, la intelectualidad. (…) En todas las esferas del trabajo del
pueblo el capitalismo aumenta con particular rapidez el número de empleados,
presenta una demanda creciente de intelectuales. Estos ocupan una posición
peculiar entre las otras clases, perteneciendo en parte a la burguesía por sus
relaciones, por sus concepciones, etc., y en parte a los obreros asalariados, ya
que el capitalismo, a medida que va privando a los intelectuales de su posición
independiente, los transforma en asalariados dependientes y amenaza con
rebajar su nivel de vida». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Reseña del libro de
Kautsky «Bernstein y el programa socialdemócrata», 1899)

El mentor de Lenin en aquella época, Gueorgui Plejánov, advirtió en su «Segundo


proyecto de programa de los socialdemócratas» (1887) que el problema que hasta
entonces habían tenido los intelectuales rusos era que, pese a tener
«contradicciones materiales y morales» respecto al zarismo, estos, cuando
actuaban solos destacaban por su aspecto timorato y ambibalente, por tanto, cada
vez que «alzaban la voz en nombre del pueblo» o bien no eran comprendidos o
tampoco obtenían demasiados resultados, cayendo rápidamente en el «desánimo
y decepción». Por tanto, recomendaba prestar atención a «la parte más avanzada
de la población activa», los «trabajadores industriales», considerando que una
vez ganados a estos sería aún más fácil el acercamiento a los «campesinos», el
cual no descartaba que hasta entonces se hubiera de prescindir de tratar de
ganarlos a la causa.

Esto no significa, ni mucho menos, que despreciase la labor de los intelectuales.


En otra obra muy conocida, «El socialismo y la lucha política» (1883), destacaba
que «el intelectual que piensa» representaba, digámoslo así, «la transición de las
clases superiores de la sociedad a la inferior, tiene la educación de las primeras y
los instintos democráticos de la segunda»; una posición que «le facilitó el trabajo
completo de agitación y propaganda». ad de su conciencia política, de su unidad
y organización. En algunos párrafos incluso se es más explícito y se declaraba que
los intelectuales «deben ser los dirigentes de la clase obrera en el próximo
movimiento emancipador», lo cual, incluía, «presentarle con claridad sus
intereses políticos y económicos, el nexo recíproco de esos intereses, inducirla a
que adopte un papel independiente en la vida social de Rusia». El objetivo era
poder «participar como partido especial, con un programa político-social
determinado», una propuesta donde «la elaboración detallada de este programa»
debe ser «presentada a los obreros mismos, pero los intelectuales deben
explicarles sus puntos principales», como, por ejemplo, «la revisión radical de las
actuales relaciones agrarias, el sistema impositivo y la legislación fabril, la ayuda
estatal a las asociaciones productivas, etcétera». De nuevo aclararemos, que lejos
de sufrir una admiración injustificada hacia la intelectualidad, el propio Plejánov
se quejó en más de una ocasión de su «falta de energía», exponiendo casos en
donde los círculos mayoritariamente intelectuales no eran capaces de reponer a
un tipógrafo arrestado y continuar con la edición de sus periódicos, o en donde
no eran capaces de trasladar la edición de Rusia al extranjero, dándose casos en
donde el medio de propaganda que tanto costó poner en marcha quedaba
inutilizado por la falta de pericia y sacrificio.

En honor a la verdad, esto ni siquiera era un producto específico de un país tan


rezagado a nivel económico o político como Rusia, sino que en Europa Occidental
tenemos ejemplos muy parecidos, incluso en la flamante Francia. Paul Lafargue
diferenciaba en su obra «El socialismo y los intelectuales» (1900), entre dos tipos
de intelectuales. En el primer bloque estarían aquellos que van empleándose en
la administración y dirección de las grandes empresas industriales y comerciales:
«Trabajadores privilegiados, que se consideran parte integrante de la clase
capitalista, de la que no son más que servidores». ¿Cuál suele ser su actitud?:
«Asumen su defensa contra la clase obrera, de la que son los peores enemigos»,
por lo que comentó: «esta categoría de intelectuales nunca podrá ser llevada al
socialismo; sus intereses están demasiado ligados a los de la clase capitalista para
que se separen de ellos y se vuelvan contra ellos». En el segundo bloque, habría
otro tipo muy diferente: «Por debajo de estos intelectuales privilegiados, existe
una masa poblada y hambrienta de intelectuales cuyo destino empeora a medida
que aumenta su número; estos intelectuales pertenecen al socialismo; ya
deberían estar en nuestras filas», pero jocosamente se reconocía que «Guesde y
yo hemos establecido relaciones con cientos de jóvenes, estudiando, algunos en
derecho, algunos en medicina, algunos en ciencias; pero es con los dedos que
podemos contar los que hemos conquistado al socialismo». ¿Qué problema hubo?
¿Qué prejuicios y esperanzas cándidas suelen tener estas capas?: «Uno tenía
derecho a suponer que su educación debería haberles dado una comprensión de
los problemas sociales y es precisamente esta educación la que obstruye su
comprensión y es la que los aleja del socialismo; creen que la educación les da un
privilegio social, que les permitirá valerse por sí mismos individualmente, cada
uno siguiendo su propio camino en la vida, empujando a los vecinos y cabalgando
sobre los hombros de todos». Así, por tanto, uno de los problemas de este sector
es que ilusamente: «Se imaginan que su miseria es temporal y que todo lo que
necesitan es un poco de suerte para transformarse en capitalistas». En una de las
expresiones más cómicas, pero a la vez certeras, describía así cómo eran algunos
de estos intelectuales provenientes de las ciencias sociales y naturales: «Estos que
durante años tuvieron que calzarse los pantalones en los banquillos de la
universidad para convertirse en expertos en la materia, pulidores de frases,
filósofos o médicos, imaginan que uno puede improvisar teóricos del socialismo
a la salida de una conferencia o leyendo un folleto, hojeando con un ojo distraído;
los naturalistas que necesitaron pacientes estudios para conocer los hábitos de
los mejillones o pólipos alcionianos, que viven en comunidad, bancos de coral,
creen que saben lo suficiente para regular las sociedades humanas».
El intelectual comprometido y el movimiento revolucionario

En efecto, si nos centramos en el intelectual progresista −sea este profesor,


pintor, periodista o músico, entre otros− este debe aceptar y reproducir planes,
proyectos o metodologías con los que no comulga, viéndose forzado a exprimir
sus habilidades de esta manera so pena de ser expulsado por no aceptar los
moldes y valores burgueses. En el mejor de los casos, el sujeto podrá acogerse a
algunas triquiñuelas −como la libertad de cátedra−, conformándose con aderezar
los dictados del sistema con sutilezas que, al menos, se correspondan con sus
ideas. Aunque, claro está, también puede arriesgarse a perder su plaza
privilegiada exponiendo su metodología y creencia a viva voz. De ser expulsado
siempre podrá optar por canales alternativos en los que su trabajo sea apreciado
sin cortapisas −labor igual de difícil que la de encontrar un oasis en un desierto
y, las más de las veces, igualmente fútil−, aunque ello suponga un deterioro de su
remuneración y una ampliación de sus horas de trabajo. Suponemos que, para los
adalides del liberalismo, la presión que recibe la intelectualidad honesta bajo el
capitalismo no es «síntoma de adoctrinamiento». Pero lo cierto es que el trabajo
en el mundo capitalista atenaza al hombre de ideas progresistas, le encorseta en
unos moldes que ni desea, ni puede desear, en el fondo de su ser.

A todo esto, cabe reflexionar sobre una cuestión de fondo mucho más
trascendente, ¿por qué ha sido esta intelectualidad la que ha tenido tanto
protagonismo en la dirección de los movimientos revolucionarios? De nuevo, lo
primero que habría que comentar es que su posición no se entendería sin el
desarrollo y división existente en la sociedad entre trabajo físico e intelectual. A
fin de cuentas, por las necesidades de su propia vida laboral, el intelectual medio,
a diferencia del obrero medio, tiene un bagaje de conocimientos culturales y de
tiempo para el estudio de los que el segundo no dispone, tan simple como eso.
Asimismo, por sus características intrínsecas, el intelectual suele cosechar unos
vicios particulares −vanidad, pedantería, falta de disciplina, egocentrismo−,
mientras la clase obrera suele sufrir de otros diferentes −enorgullecimiento de su
embrutecimiento, la creencia de que no puede instruirse como los intelectuales,
la excesiva impresionabilidad o envidia hacia las figuras con conocimientos, el
fanatismo por los dirigentes, etcétera−. En el caso de los intelectuales, con tal de
ser útiles a la causa progresista, deberán aprender de la humildad, disciplina y
compromiso con sus iguales de la clase obrera, mientras que esta última deberá
aprender del amor inagotable por los conocimientos que caracteriza a los
intelectuales. Además, los trabajadores deben ir abandonando poco a poco la
complacencia y victimismo sobre su ignorancia y aprender a dirigir sus destinos
sin complejos.

Como dijimos al principio del presente artículo, en la época del capitalismo


moderno solo existen dos grandes ideologías contrapuestas −la burguesa y la
obrera− pues la pequeña burguesía es una clase en descomposición, vacilante y
que, como el resto, anidan en puentes intermedios que se inclinan, por lo general,
entre estas dos. Bien, pues si estas dos clases se disputan el porvenir, sacamos
como conclusión que la pequeña burguesía o la propia intelectualidad solo
pueden elegir entre estas dos ideologías. Esta última, de apegarse estrictamente
a «su» causa particular para granjearse ciertas ventajas inmediatas, caerá en un
«gremialismo» que, de facto, le estará colocando en el campo burgués −puesto
que es el bando que mejores prebendas económicas puede ofrecer−. Pero si elige
tal camino, a la larga no le beneficiará, ya que la clase obrera es la única clase
social que aspira a liberar a toda la humanidad de todo tipo de explotación
−también del «mecenazgo» que sufren los intelectuales, los cuales a menudo
tienen que hacer producciones al gusto e interés de la ideología dominante para
poder mantener su posición−. La nueva sociedad comunista será el único sistema
donde se podrá potenciar el desarrollo físico e intelectual de cada uno, sin tener
que preocuparnos sobre si quien está en la cumbre lo está por razones ajenas al
mérito: esto es, por haber hecho favores a la patronal, debido a los contactos de
su familia con la élite dominante o porque el sujeto en sí tiene un gran parné y
soborna a propios y extraños para ir escalando socialmente. Por tanto, las capas
que se acerquen a la causa revolucionaria es seguro que asumirán un camino más
farragoso, pero sin duda más glorioso. ¿O acaso hay algo más elevado por lo que
luchar que esto?

Precisamente, si el intelectual revolucionario de la modernidad se diferencia del


de otras corrientes o épocas, es porque no busca la «República» de Platón, aquella
donde la aristocracia intelectual tiene unas capacidades innatas y simplemente
dirige al resto de «seres inferiores», que trabajan para ellos. Tampoco desea la
igualación de capacidades de todos los seres humanos −porque sería ignorar el
aspecto biológico y el desarrollo social de cada persona−. Lo que ansía es realizar
un cambio total del orden social existente; desea la redención total de las
injusticias actuales e históricas; y para cuyo fin sabe que el estado evolutivo pide
−o mejor dicho, le ha hecho descubrir− que abolir las propias clases sociales es la
única posibilidad para que se dé el paso a un libre desempeño de las capacidades
de cada uno −y para que estas sean aprovechadas por la sociedad y no por los
mezquinos intereses de unos pocos−. Por este mismo motivo el intelectual no
pretende rebelarse ante el capitalismo arengando exclusivamente a la
«revolución de los intelectuales», sabedor de que es muy posible que muchos de
su estirpe no le acompañen; razón de sobra por la cual ve en la clase obrera a su
hermana de viaje y la mejor capacitada para comprender e impulsar dicho cambio
de desarrollo social progresivo: esta clase social es la mejor palanca para
desnivelar el orden existente y abrir la puerta a un orden nuevo −dado que no
posee los medios de producción ni explota a otras clases sociales, está
acostumbrada a cierto nivel de organización, etcétera−.

Esto no implica, claro está, que ignoremos a otras capas que decidan aceptar tal
ideología no como un pasatiempo, sino como la única respuesta capaz de sacar a
sus homólogos del atolladero actual. Aquellos a los cuales se les encoje el corazón
de ver cómo este sistema condena a la mendicidad y la prostitución intelectual a
su pueblo, aquellos que no contienen ya la rabia y repulsa al observar las cargas
pesadas que soportan día a día sus seres queridos para poder subsistir, aquellos
quienes conscientes de las circunstancias, son testigos del desalentador hecho de
ver cómo se infrautiliza o denigra a toda gente honesta y de utilidad,
desperdiciando la fuerza y energía de la flor y nata de toda una generación. Pero
todo ese sentimiento y pasión justificada no será algo provechoso si no se sabe
canalizar mediante la ciencia, y es ahí donde entra el materialismo histórico,
como herramienta filosófica de las leyes sociales, la cual puede y debe ser una
brújula que arroje dirección entre tanta desorientación.

¿Por qué deben trabajar codo con codo los trabajadores manuales e
intelectuales?

Para quien no lo sepa, el desprecio hacia los intelectuales sin mayor foco sobre
los argumentos que estos sostienen, ha sido históricamente un truco de
ilusionismo del acusador para encubrir la insuficiencia e impotencia teórica
frente al adversario. En su momento, tanto proudhonnistas como bakunistas
fueron conocidos por prodigarse en este sentido:

«El propio Marx fue el objetivo de ataques por parte de antiintelectuales. Así el
que fue amigo y compañero durante toda su vida, Frederick Lessner, recordó
que Marx había sido recibido con gritos de «¡Abajo los intelectuales!» cuando
apareció en la primera reunión de la Liga de los Comunistas en Londres en 1847.
Del mismo modo en el congreso fundacional de la Asociación Internacional de
los Trabajadores los proudhonnistas introdujeron una moción para excluir de
aplicación a la membresía a los −trabajadores del pensamiento−. Dirigida
exclusivamente contra Marx −el cual por razones de táctica no atendió al
congreso− y en menor medida contra los bakuninistas, la moción fue tumbada.
Por último, Bakunin atacó a Marx sobre la base de que sus teorías
inevitablemente conducirían a un «gobernar de los científicos» −el más
estresante, odioso y despreciable tipo de gobierno en el mundo−». (Shlomo
Avineri; Marx y los intelectuales, 1967)

Huelga anotar cómo en el trabajo moderno se requiere las más de las veces de
una combinación de trabajo físico e intelectual, por lo que tal calificación es
siempre aproximada y condicional a una referencia −país, época y sistema de
producción−. Esto significa que la aproximación o evolución hacia uno u otro no
borra, por supuesto, la total diferenciación entre trabajos físicos e intelectuales.
En cualquier caso, lo importante para nosotros, respecto a este tema tan
transcendente, es que los trabajadores, bien se dediquen a funciones más
mentales o más manuales −hablamos en ambos casos de los revolucionarios,
claro está− deben superar un problema: la clásica separación mecánica entre
ambos, no ya en lo que actualmente son, sino en lo que deben de aspirar a ser.
Obviamente, los primeros, por su tipo de trabajo, han sido los que provienen de
una educación más familiarizada con las ciencias y la cultura, por ello han tenido
la fortuna de tener un acceso más temprano al marxismo, de dedicarle mayor
tiempo de estudio como para que muchas veces sean ellos quienes otorgan al
movimiento político los apuntes necesarios y desarrollen funciones muy
específicas de la organización que implican cualidades y conocimientos de tipo
mental. A su vez, muchos intelectuales −músicos, filósofos, escritores,
historiadores, antropólogos, pintores− siempre han tenido el peligro latente de
descarrilarse con las nuevas modas filosóficas de su campo predilecto y de perder
la cercanía con las preocupaciones reales del pueblo, dedicándose a banalidades.

Los segundos, al contar con poco tiempo tras cumplir su jornada y debido a su
agotadora función física, han tenido que sobreponerse para estudiar y estar al día
en cuanto a política y formación ideológica, pero la aspiración de cualquier
trabajador −se dedique a una función más manual o intelectual− es convertirse
−en la medida de lo posible− en un «intelectual», entiéndase por esto «conocer,
indagar y saber defender correctamente en varios formatos la ideología que
profesa». Para ello deberá seleccionar bien las fuentes de estudio, organizarse y
optimizar al máximo el tiempo. De lo contrario, todos, absolutamente todos,
serán presas fáciles para el charlatán de turno, tengan un nivel cultural alto o
bajo.

Véase la siguiente descripción del modo de vida de ambos que dieron los autores
soviéticos:

«El proletariado, siendo una clase explotada, privada de acceso a la educación


y la cultura, no tiene condiciones favorables en el capitalismo para la formación
de su intelectualidad; esta tarea la resuelve principalmente después de la
conquista del poder político. Sin embargo, la formación de la intelectualidad
proletaria comienza incluso bajo el capitalismo, donde, en el curso de la lucha
revolucionaria del proletariado, un número creciente de «revolucionarios de
profesión», como diría Lenin, emergen de entre ellos. El pueblo más valiente y
revolucionario de la intelectualidad burguesa, que ha decidido vincular su
destino con el destino de la clase obrera, también se pasa al lado del
proletariado:

«Como cualquier otra clase de la sociedad moderna, el proletariado no sólo


desarrolla su propia intelectualidad, sino que, además, conquista partidarios
entre toda la gente culta». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Aventurerismo
revolucionario, 1902)

Los fundadores del comunismo científico, tanto Marx, Engels como Lenin,
procedían de la intelectualidad burguesa. La intelectualidad proletaria
revolucionaria que toma forma bajo el capitalismo juega un papel
extremadamente importante en el desarrollo de la ideología socialista del
proletariado. En el pasado, sólo unas pocas decenas de valientes y
revolucionarios de la intelectualidad se pasaron al lado de la clase trabajadora.
En la era moderna, cuando la decadencia del capitalismo ha llevado a la
sociedad a un callejón sin salida y amenaza con la destrucción de todas las
conquistas de la cultura, cuando la locura espiritual de la burguesía se vuelve
cada vez más evidente, amplios sectores de gente honesta y pensante de entre la
intelectualidad se está poniendo del lado del comunismo». (Partido Comunista
de la Unión Soviética; Materialismo histórico, 1950)

En resumen, en la tradición marxista-leninista se considera −y muy


correctamente− que del desarrollo de la lucha de clases, los trabajadores más
avanzados −se dediquen a funciones más manuales o mentales− necesitan
organizarse en su propio «destacamento de vanguardia» −el partido−, que es la
avanzadilla contrapuesta a la ideología del sistema, pero para que esa estructura
logre inocular una «transformación total» −política, económica y cultural−, los
revolucionarios no pueden pretender «convertir ideológicamente» a toda una
población, pues son sabedores de que mientras continúen bajo la influencia
constante del capitalismo, esto solo será posible hacerlo con una parte de ella, por
ende tampoco declaran como igual el nivel de concienciación existente entre la
«vanguardia» y el de la «masa». De ahí el modelo de partido selectivo que Lenin
desarrollaría extensamente en obras como «¿Qué hacer?» (1902) o «Un paso
adelante, dos hacia atrás» (1904), donde se puede probar el nivel de implicación
de cada militante. Para lograr el cambio total de la sociedad, el líder bolchevique
pensaba que esa «vanguardia» tiene que saber conjugar los intereses inmediatos
y ulteriores de las distintas capas de trabajadores, pero, ante todo, lograr que la
mayoría del pueblo adquiera conciencia de la necesidad de la toma del poder
político para así poder hacerse cargo de los medios de producción −que también
incluyen los medios de producción intelectual−. Según esta óptica, será entonces
y no antes, cuando el comunismo tendrá la capacidad completa para extenderse
y hegemonizar la sociedad −como lo hace la ideología burguesa en el sistema
capitalista− teniendo la oportunidad de reeducar así a las capas más «atrasadas»
−venciendo los prejuicios nacionales, sexistas, raciales, las ideas religiosas,
etcétera−, lo que Lenin calificó como una lucha «larga, lenta y prudente» contra
la «fuerza de la tradición».

En cualquier caso, en lo relativo a la cuestión de los intelectuales y su organización


política, debe de quedar clara una cosa:

«No puede haber sectarismo cuando la tarea se reduce a contribuir a la


organización del proletariado, cuando, por consiguiente, el papel de la
«intelectualidad» se reduce a hacer innecesarios los dirigentes intelectuales de
tipo especial». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; ¿Quiénes son los «amigos del
pueblo» y cómo luchan contra los socialdemócratas?, 1894)
Por ende, en una carta, Lenin reportaba muy indignado a un compañero que ya
era hora de acabar con:

«La absurda división entre un movimiento intelectual y un movimiento obrero


−¡división provocada por la estupidez y la torpeza de los intelectuales quienes
llegan al extremo de enviar quejas de su propia torpeza desde el lugar del mal
hasta los confines de la Tierra!−». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Carta a F. V.
Lengnik, 12 de febrero de 1903)

Incluso en las sociedades socialistas, después de la progresiva formación de


cuadros dedicados a labores intelectuales provenientes de la clase obrera, estos
no dejaban de ser intelectuales, pues se dedicaban a una función diferente a la del
obrero medio, más mental y menos física. A esto debemos anotar algo muy
importante: pese a la introducción de medidas antiburocráticas, en experiencias
como la albanesa, estas precauciones no bastaron. Nos referimos a la reducción
de las diferencias salariales y la obligación de que los trabajadores intelectuales
dedicasen un cierto tiempo del año a labores manuales del campo o la ciudad,
como describió Enver Hoxha en su «Informe en el Vº Congreso del Partido del
Trabajo de Albania» (1966). Todo esto se demostró como algo positivo −y
totalmente rescatable para próximas experiencias que han de venir− pero no fue
determinante −o mejor dicho suficiente− para evitar la regresión de todo el
sistema hacia el capitalismo, puesto que cuando el nivel ideológico general
decayó, los trabajadores intelectuales se apartaron del resto del pueblo, siendo
los primeros en colaborar en la contrarrevolución, como bien demostramos en
nuestros estudios sobre Albania. Sea como sea, intentar explicar la creación o
destrucción del sistema por un aspecto positivo o negativo, es un análisis corto de
miras, por lo que no nos detendremos aquí sobre esto.

Asimismo, ha de entenderse que esta separación entre trabajo intelectual y


manual es inevitable que se refleje con mayor o menor virulencia. Al menos así
será hasta que entremos en el comunismo, donde se hayan creado todas las
condiciones propicias para que la colectividad no necesite de forma permanente
una división tan nítida, donde, en palabras de Marx, por ejemplo, el hombre no
sea pintor, sino que conozca otros oficios y pueda trabajar en ellos si así lo quiere.
Y pese a todo, es posible que la comunidad requiera de las habilidades del sujeto
en uno u otro campo por exigencias de la producción, como podría ser, por
ejemplo, la eclosión demográfica y un aumento en la demanda de alimentos. En
esta coyuntura sería previsible que el experto agrónomo pudiera ser «llamado a
filas» por la comunidad. Y, aun así, si el sistema ha hecho los deberes, habrá
formado a suficientes «agrónomos» como para no depender de un puñado de
expertos −y habrá tomado medidas para que estos no se puedan convertir en una
casta que chantajee al resto de la comunidad gracias a sus conocimientos−. Pero
ha de entenderse que, aun dándose todas las facilidades educacionales para que
la población acceda libremente a todos los oficios, ocurrirá que en multitud de
campos −extraños, complejos o que requieren de innovación continua− la
especialización seguirá siendo algo natural y necesario, con la diferencia de que
ahora la competencia será más en virtud de quien se esfuerce por méritos propios,
y no tanto por simpatía, afinidad personal y otros −aunque la eliminación de este
factor negativo del nepotismo no está garantizado en la sociedad comunista,
como algunos piensan idílicamente−. He aquí la diferencia entre un utópico y un
realista, el primero parte de sus deseos y solo de ellos; el otro de la realidad, para
hacerla conjugable con sus anhelos racionales.

Por último, aclarar que por «intelectual» nos referimos a quien se dedica a
labores intelectuales, no al origen social del mismo, que puede ser muy variado,
pudiendo provenir desde la clase obrera a la clase burguesa pasando por una
infinidad de capas intermedias. Es más, como ya se ha dicho, una vez que un
sujeto está dentro de la estructura revolucionaria, provenga de donde provenga,
tiene que ser lo más «intelectual» que sus capacidades le permitan ser para sus
tareas diarias de militancia. Esto ni siquiera es un requisito momentáneo, puesto
que la alta formación ideológica y la gran dirección de mando son unas
capacidades mentales que la colectividad exigirá a sus hijos. El día de mañana
nadie mirará tanto si provienes de una familia de tenderos, militares,
industriales, obreros, empleados públicos o artistas, sino que se exigirá contar
con personas con una moral y destreza a la altura de los retos de la comunidad,
puesto que otros en tus mismas condiciones −o peores− han superado su atraso
cultural y otros obstáculos, y nosotros no nos igualamos y comparamos a la baja,
sino que pretendemos emular, alcanzar o incluso superar a los de arriba, a
nuestros mejores compañeros y referentes, tanto en valores físicos como
intelectuales.

Los revisionistas y la intelectualidad. ¿Cómo concibe la «Línea de la


Reconstitución» esta espinosa cuestión?

Hemos de reportar que, en cuanto a la cuestión de la intelectualidad, lo cierto es


que encontramos posiciones falsas y dañinas de todo tipo. Las dos grandes
corrientes que se presentan ante nosotros son las siguientes:

a) En los últimos tiempos ha abundado una tendencia «intelectualoide» que se


caracteriza por su adulación a las filosofías de la charlatanería, muy
«transgresoras» todas ellas, pero promovidas y financiadas desde las
instituciones sin problema alguno. Estas se hacen notar por lanzar discursos
complejos, utilizar un argot propio y basarse en lo meramente anecdótico y
humorístico; en definitiva, no tienen nada de valor que aportar salvo un penoso
show de entretenimiento a espíritus mediocres. Copiando al reaccionario Ortega
y Gasset, creen que solo una minoría selecta es capaz de percibir y descifrar el
«arte» de sus textos filosóficos, opiniones políticas y preferencias estéticas. El
subjetivismo, el relativismo y el agnosticismo son sus principales cartas de
presentación, son como aquellos románticos y existencialistas que ven en la
retórica el arte de divertirse, de sentir «placer estético» para escapar del tedio, un
interludio, un suspiro en la amargura que para ellos es vivir en un mundo donde
nada es como les gustaría;

b) Otra postura diametralmente opuesta es el «antiintelectualismo». Debido a la


corriente anterior, aquí «pagan justos por pecadores»; sus representantes
mirarán siempre con desconfianza todo lo que provenga de un sospechoso
intelectual, y muchas veces para ocultar sus carencias y restarle valor a los méritos
del «intelectual» intentarán traernos a la palestra análisis demagógicos sobre el
«origen clasista» de la familia de este o aquel individuo, sobre si su trabajo es o
no «manual», pero no dirá una palabra que valga la pena sobre lo que hace o deja
de hacer el sujeto que está enjuiciando. Cuando este intelectual −bien sea de
origen humilde o no−, es cercano al pueblo y se presta a sus intereses, cuando
sirve de ejemplo y guía a seguir con su labor, esto resulta algo de un valor
incalculable en días donde encontrar algo así es anecdótico, casi como encontrar
agua en el desierto. Sin embargo, estos sujetos antiintelectuales, si bien saben
refutar lo esencial del discurso honesto del intelectual que tienen delante, le
recriminarán no tener las manos llenas de callos o no arrodillarse ante la cultura
lumpen que a ellos les fascina. ¡Craso error! Si de algo adolece hoy cualquier
movimiento político que aspire a ser emancipador es de una alarmante carencia
de análisis pormenorizados, de explicaciones racionales, de marcar el sendero
que se ha de recorrer con la seguridad de lo verificado y argumentado, de tener
figuras intelectuales ejemplificantes… lo que ahonda la distancia entre el pueblo
y los hombres de la cultura. Por esto mismo esta tendencia unilateral y miope
«antiintelectualista» condena a la causa a seguir vagando en círculos sobre sus
mismos fallos ya cometidos, todo esto en pro de una falsa «pureza de clase» que
ni ellos mismos pueden mantener. Esta tendencia es la que recibía el nombre de
«majaísmo», para la cual la intelectualidad «es hostil al proletariado en
cualesquiera circunstancias, y los intelectuales marxistas que aspiran a introducir
la conciencia socialista en la clase obrera, son a su juicio los principales enemigos
del proletariado». (Mark Rosental y Pavel Yudin; Diccionario filosófico marxista,
1946)

En efecto, pareciera que todas estas cuestiones, aun siendo tan básicas, causan
enorme distorsión entre las cabecitas de los jefes revisionistas, bien sea por
desconocimiento u oportunismo, lo mismo da. Algunos de nuestros lectores se
preguntarán con razón: «¿Por qué unos elevan al intelectual como capa de
vanguardia y otros lo desprecian totalmente?». ¡A saber! La confusión que
albergan en sus mentes y las locuras que plantean son tan difíciles de comprender
que perderíamos horas queriendo hacer de psicólogos con gente cuyo
diagnóstico, muy seguramente, sería el de defunción psíquica irreversible.

¿Y cuál de las dos tendencias siguen los acólitos de la «Línea de Reconstitución»


(LR)? Pues no le hacen ascos a ninguna de las dos; adoptan un poquito de cada
una, para no disgustar a nadie.
Por un lado, salta a la vista que sus militantes y simpatizantes tienen una
irresistible atracción por la cultura lumpen de moda, en concreto, la música trap,
y los saqueos espontáneos de tiendas. Nosotros criticamos estas inclinaciones,
por un lado porque el movimiento trap no es más que una música que a día de
hoy es usada a modo de analgésico para las masas, por otro lado tampoco vamos
a inclinarnos ante el movimiento cultural que acompaña a dicha música por el
simple hecho de que esté protagonizado por jóvenes que vienen de las capas más
marginales de la sociedad, ya que su pobreza es aprovechada por la burguesía,
precisamente, para que sean reproductores y promotores de actividades serviles
y destructivas para el pueblo, tales como el apoliticismo extremo o el tráfico y
consumo de drogas. Esto no quita que dicha música, desligándola de todo su
mensaje y estética lumpen, pueda ser utilizada con fines y resultados productivos
para la cultura revolucionaria. Véase la obra: «La «música urbana», ¿reflejo de
una decadencia social?» (2021).

También hemos sido testigos de cómo los «reconstitucionalistas» apoyan en sus


redes sociales saqueos sin motivación política alguna, a los cuales se refieren
como «redistribución inmediata de la riqueza» −¿se imaginan eslogan más
reformista?−. ¡Al parecer la rapiña de patinetes eléctricos, un bolso de Louis
Vuitton y tablets son actos que abren «un suelo fértil para sembrar la revolución»!
¡Pero, eh, caballeros, juramos no ser «sucios espontaneístas»! Toda esta actividad
−que ni siquiera dirigen−, junto a la distribución de octavillas, les parece el
súmmum de lo revolucionario −junto con, claro, su adorada «Guerra Popular
Prolongada»−. Estas acciones, que son simplezas o directamente errores
cruciales, son vistas por ellos como un salto cualitativo que ha causado un
«temblor gigantesco en las filas de la contrarrevolución», aunque nadie fuera de
su burbuja pueda percibirlo.

Ahora, pese a este perfil «semianarquista», otros «reconstitucionalistas» −o a


veces incluso los mismos− también se permiten torturarnos con su lenguaje a
medio camino entre el posmodernismo y los ensayos técnico-científicos. Pero el
show no acaba aquí, puesto que también pretenden combatir el «intelectualismo»
lanzando anatemas condenatorios −pese a que ellos son una expresión
caricaturesca del mismo−; por otro lado, renuncian a su supuesto papel como
«organizadores del pueblo» al mostrar apoyo a rapiñas que son la expresión
máxima de la espontaneidad y confusión social. Uf... ¿se imaginan algo más
confuso? Amigos, ¡es lo que tiene vivir bajo la incesante «lucha de dos o más
líneas»!

¿El papel de la intelectualidad ha caducado? ¿El obrero se


«autoorganiza»?

Centrándonos en la última desviación, la «antiintelectualista», en uno de sus


documentos de culto, los siempre caricaturescos «reconstitucionalistas» nos
aseguraban lo siguiente:
«Históricamente, por tanto, el debate sobre el papel del intelectual en la
sociedad o ante el progreso ha perdido vigencia, ha caducado, ya no está en el
orden del día. (…) Nuestra época se caracteriza −al menos en los países
imperialistas− porque la mayoría de quienes luchan por la recuperación del
objetivo del comunismo y por la recomposición del movimiento revolucionario
del proletariado son obreros, lo cual nos obliga a pensar que los nuevos procesos
de construcción revolucionaria comportan para la clase obrera la carga
añadida de sustituir a aquél que desde fuera le traía la ideología necesaria para
su emancipación». (Partido Comunista Revolucionario (Estado Español); La
Forja; Nº31, 2005)

Antes que nada, habría que poner en contexto al lector y recordar que, en la Rusia
de 1913, de los trabajadores en activo, solo el 8,6% trabajaba menos de 9h, el 57%
hasta 10h, el 34,4% más de 10-12h. (Cuestiones de Historia, Nº6, 1958)

Hoy, si bien es cierto que, a diferencia de siglos anteriores, en el que las jornadas
laborales superaban las 12h, el tiempo de trabajo se ha reducido a las 8h −siempre
sobre el papel, está claro−. Sin embargo, hemos de seguir sumando toda la serie
de tareas y preocupaciones que se generan tanto en el hogar como en el círculo
social. La evolución del trabajo en la etapa de los grandes monopolios y las
grandes cadenas de montaje derivó, como sabemos, en un sinfín de trabajos cada
vez más sencillos, pero a cada cual más tediosamente mecánico. En tiempos de
«precarización laboral», al trabajador se le obliga a imbuirse en el maravilloso
mundo de los empleos temporales y a la media jornada, al pluriempleo; bien
como complemento para su trabajo fijo de 8h o como concatenación de varios
pequeños trabajos para sumar un sustento que le permita la subsistencia −valga
la redundancia−. Esta es otra de las «grandes oportunidades» que nos brinda el
capitalismo para poder llegar a fin de mes. Todo esto convierte al trabajador
manual en un ser de gran penumbra espiritual, falto de ánimo y autoestima, que
debe abstraerse y contentarse pensando que debe «aguantar» en pos de un fin
mayor: pagar la hipoteca de la casa, la comida y la vestimenta familiar; en suma,
sobrevivir.

Por si algunos soñadores lo olvidan, recordemos que:

«El primer hecho histórico es, por consiguiente, la producción de los medios
indispensables para la satisfacción de estas necesidades, es decir, la producción
de la vida material misma, y no cabe duda de que es éste un hecho histórico, una
condición fundamental de toda historia, que lo mismo hoy que hace miles de
años, necesita cumplirse todos los días y a todas horas, simplemente para
asegurar la vida de los hombres». (Karl Marx y Friedrich Engels; La ideología
alemana, 1846)

Aquí, paradójicamente, muchas veces el problema no es la falta de cualificación


sino la sobrecualificación. Esto es aún más frustrante en los países capitalistas
donde la cualificación obtenida a través de diversos estudios superiores no es
capaz de garantizar al sujeto medio un trabajo en su especialización, forzando a
muchos a aceptar puestos laborales que nada tienen que ver con su sueño y
formación académica. Véase el capítulo: «Los problemas reales de profesores y
alumnos» (2021).

Ahora, pensar tal y como hacen los «reconstitucionalistas», que todo esto no tiene
demasiada importancia porque vivimos en plena era digital donde podemos optar
a un acceso a la información cien veces mayor, que se han conquistado una serie
de derechos o hay acceso a un nivel cultural superior al de hace siglos, es poco
menos que una broma, la constatación de la estulticia de su pensamiento, del
maremágnum de ignorancia que portan. La mayoría de asalariados que vuelven
a casa exhaustos del trabajo no van a decidir espontáneamente indagar sobre qué
es eso del marxismo, y los que tienen tal inquietud apenas tienen el tiempo y la
vitalidad que quisieran para dedicarle a su formación; el cansancio agota su
cuerpo y apaga su espíritu. Por otra parte, el sistema capitalista se ha encargado
también de que tengan a su acceso múltiples distracciones banales, actividades
de ocio que alejan aún más al trabajador promedio de la teoría revolucionaria.
Pensar lo contrario es vivir en una realidad paralela, la cual indica o bien que
nunca han experimentado tal sensación o bien que simplemente no saben
distinguir entre su particular mundo interior y la realidad de millones de
personas. Esto es algo que además choca directamente con la realidad, algo que
ellos mismos son conscientes en parte cuando reconocen que la burguesía, en
toda época, intenta echar atrás esas concesiones de derechos laborales y servicios
públicos en materia de sanidad y educación, obstaculizando tanto el acceso a la
información como precarizando su situación laboral con el fin de mantener o
aumentar sus beneficios.. Véase el capítulo: «La burguesía frente al negocio de la
educación» (2021).

Esto no es sino un eco de pensamientos místicos, aquellos «materialistas» que


idealizan al trabajador como un «ser de luz», fuera precisamente de sus propias
«condiciones materiales»:

«Sólo los ilusos demócratas pequeñoburgueses y sus principales representantes


de hoy día los «socialistas» y los «socialdemócratas» pueden imaginarse que,
bajo el capitalismo, las masas trabajadoras están en condiciones de adquirir la
conciencia, la firmeza de carácter, la sagacidad y la amplia visión política
necesarias para tener la posibilidad, sin pasar por una larga experiencia de
lucha, de decidir por simple votación, o en general de decidir de antemano, por
cualquier procedimiento, cuál es la clase o el partido que han de seguir. Eso es
una ilusión. (…) El capitalismo dejaría de ser capitalismo si, de una parte, no
condenase a las masas a un estado de embrutecimiento, agobio, terror,
dispersión −el campo− e ignorancia, y si, de otra parte, no pusiese en manos de
la burguesía un gigantesco aparato de mentiras y engaños para embaucar en
masa a los obreros y campesinos, para embrutecerlos, etc». (Vladimir Ilich
Uliánov, Lenin; Las elecciones a la Asamblea Constituyente y la dictadura del
proletariado, 1919)

De nuevo parece que Lenin nos ayuda a ubicar qué son y en qué poltrona
ideológica se coloca la famosa LR. Pero no podemos dejar de lado lo más
importante aquí: hoy seguramente existan más de cincuenta organizaciones que
se autodenominan «marxistas», «comunistas», «revolucionarias», etc. ¿Es esto
genial? No, más bien horroroso. Esto no solo implica una división, sino que, para
más mofa y regocijo de la burguesía, ni una sola de ellas cumple con ese «papel
subjetivo» de «organización de los trabajadores», ese rol encargado de
inocularles la ideología «desde fuera» −y también, por supuesto, de promover su
«autodinamismo»−, por eso el banquero, el industrial y sus lacayos duermen
tranquilos.

El supuesto «movimiento revolucionario» de nuestros días y sus ramificaciones


se parece a un concilio cristiano del siglo II o a los debates filosóficos de la
escolástica del siglo XII, todos ellos discutiendo casi siempre por nimiedades y
todos ellos defensores de una ideología tan falsa como la de sus rivales.
Actualmente, no existe para las masas ese vehículo seguro que garantice a los
trabajadores un acceso rápido a una literatura científica, un espacio donde
debatir sobre sus ideas en relación a sus demandas contemporáneas. Para más
inri, el trabajador medio no tiene ni siquiera nociones básicas sobre el
materialismo histórico, algunos solo conocen lo que replican los telediarios
conservadores y liberales −donde cualquier parecido con la realidad es pura
coincidencia−. Muchos, tanto obreros como gente de otras capas sociales, solo
conocerán de «marxismo» el contenido castrado que les hayan inoculado en la
adolescencia durante su etapa escolar, un contenido que se explica de pasada y
siempre en minoría frente a toda una serie de filosofías idealistas −o a lo sumo un
materialismo vulgar− que se estudian en el sistema educativo público o privado,
naturalmente con mucho más énfasis. Véase el capítulo: «Instituciones, ciencia y
posmodernismo» (2021).

¡Pero hay más! En una sociedad que en gran parte acepta mitos como que «Cuba
o Venezuela son marxistas»; que vivimos bajo la «tiranía del social-comunismo
del PSOE-Podemos»; donde observamos cómo Vox y todo tipo de grupos
nacionalistas y fascistoides cada vez tienen más apoyos… pese a todo esto a
algunos les parece que «los trabajadores se están revolucionarizando». Y otros,
que pese a reconocer el sombrío panorama en el que nos hallamos −por supuesto
superable−, ¡todavía se atreven a proponernos como receta mágica la
«autoorganización» de la clase obrera! ¿Alguien puede dudar de la fe religiosa e
ilusa del utopismo premarxista? Pero, en realidad, bajo la situación actual a
inicios de la década, ¿en qué posición quedan la mayoría de trabajadores
asalariados? Pues no es muy difícil de imaginar, se les condena a ser presas de la
tradición y la espontaneidad del capitalismo. Nos gustaría saber dónde ven los
«reconstitucionalistas» esta caracterización diferente respecto a las épocas
anteriores, esa «nueva situación» que otorgue a los obreros en abstracto esta
responsabilidad de ser «ellos mismos» quienes luchen por trasladar la teoría de
vanguardia a las masas. Es más, no proporcionan ninguna prueba factual que
demuestre esta supuesta diferencia, y, por el contrario, lo que continúa
ocurriendo es que:

«El desarrollo espontáneo del movimiento obrero marcha precisamente hacia


su subordinación a la ideología burguesa. (…) Implica precisamente la
esclavización ideológica de los obreros por la burguesía». (Vladimir Ilich
Uliánov, Lenin; ¿Qué hacer?, 1902)

A mediados del siglo XIX, Marx y Engels ya criticaron a los populistas de toda
índole, quienes ya adelantaron la noción maoísta de la «línea de masas», donde
se confiaba en apelar «al instinto» de las «masas» en abstracto, el cual siempre
estaría en lo cierto. Esto está recogido en «Neue Rheinische Zeitung Revue» en
artículos como «Revisión» (1850). Para los Mazzini y compañía, resultaba que
todos los seres humanos en general están penetrados por un espíritu rojo, pero
que este está sublimado, reprimido, por lo que deben preocuparse de «encender
el fuego», activar ese «instinto» que traerá la «armonía» en La Tierra, y para ello,
se basaban en fórmulas primitivas como la «solidaridad» o la «esperanza», lo
cual pensaban que a no mucho tardar reuniría al pueblo al unísono:

«La vida es el pueblo en movimiento, es el instinto de las masas, elevado a poder


poco común por el mutuo contacto, por el sentimiento profético de las grandes
cosas que deben ser alcanzadas, por la involuntaria, súbita y eléctrica
asociación en las calles; es la acción, que excita hasta su punto más alto las
capacidades para la esperanza, el autosacrificio, el amor y el entusiasmo, las
que hoy están dormidas y que revelan al hombre en la unidad de su naturaleza,
en plena posesión de su potencial creador». (Le Proscrit; Comité Central de la
Democracia Europea; ¡A los pueblos!, 6 de agosto de 1850)

Pero esto fue calificado como una necia ilusión más propia de evangelistas cuya
única arma era la fe. Se puede explicar más extensamente: tiempo después Marx
detalló por qué la dinámica del capitalismo atrapa al hombre en la desidia, la
apatía y el desinterés, esto es, lo que toda la vida se ha denominado como
alienación, por lo que su elevación ideológica, sus capacidades combativas y su
organización no es tan sencilla como estos señores venden:

«No basta con que las condiciones de trabajo cristalicen en uno de los polos
como capital y en el polo contrario como hombres que no tienen nada que
vender más que su fuerza de trabajo. Ni basta tampoco con obligar a éstos a
venderse voluntariamente. En el transcurso de la producción capitalista, se va
formando una clase obrera que, a fuerza de educación, de tradición, de
costumbre, se somete a las exigencias de este régimen de producción como a las
más lógicas leyes naturales. La organización del proceso capitalista de
producción ya desarrollado vence todas las resistencias; la creación constante
de una superpoblación relativa mantiene la ley de la oferta y la demanda de
trabajo y, por ello, el salario a tono con las necesidades de crecimiento del
capital, y la presión sorda de las condiciones económicas sella el poder de
mando del capitalista sobre el obrero. Todavía se emplea, de vez en cuando, la
violencia directa, extraeconómica; pero sólo en casos excepcionales. Dentro de
la marcha natural de las cosas, ya puede dejarse al obrero a merced de las
«leyes naturales de la producción», es decir, puesto en dependencia del capital,
dependencia que las propias condiciones de producción engendran, garantizan
y perpetúan». (Karl Marx; El capital, Tomo I, 1867)

Si estos señores «reconstitucionalistas» no tienen nada que demuestre que esto


ha cambiado, este debate tiene poco recorrido, pues es el mismo de siempre. En
su momento, contestando a sus oponentes espontaneístas que hablaban
exactamente como los «reconstitucionalistas», Lenin citaba en el «¿Qué hacer?»
(1902), a un dirigente alemán, el aún revolucionario Karl Kautsky, que a su vez
tuvo la misma polémica en su país de origen:

«Algunos de nuestros críticos revisionistas creen que Marx ha afirmado que el


desarrollo económico y la lucha de clases no solo crean las condiciones para la
producción socialista, sino que también engendran directamente la conciencia
de su necesidad. Y he aquí que esos críticos replican que Inglaterra, el país de
más alto desarrollo capitalista, es más ajeno que ningún otro país moderno a
esta conciencia. (...) En este orden de ideas, la conciencia socialista aparece
como el resultado necesario y directo de la lucha de clases del proletariado. Pero
esto es completamente erróneo. Por cierto, el socialismo, como doctrina, tiene
sus raíces en las relaciones económicas actuales, exactamente igual que la lucha
de clases del proletariado, y, lo mismo que ésta, se deriva aquél de la lucha
contra la miseria y la pobreza de las masas, miseria y pobreza que el
capitalismo engendra; pero el socialismo y la lucha de clases surgen
paralelamente y no se deriva el uno de la otra; surgen de premisas diferentes.
La conciencia socialista moderna puede surgir únicamente sobre la base de un
profundo conocimiento científico. En efecto, la ciencia económica
contemporánea constituye una condición de la producción socialista lo mismo
que, pongamos por caso, la técnica moderna, y el proletariado, por mucho que
lo desee, no puede crear la una ni la otra; ambas surgen del proceso social
contemporáneo. Pero no es el proletariado el portador de la ciencia, sino la
intelectualidad burguesa: es del cerebro de algunos miembros aislados de esta
capa de donde ha surgido el socialismo moderno, y han sido ellos los que lo han
transmitido a los proletarios destacados por su desarrollo intelectual, los cuales
lo introducen luego en la lucha de clases del proletariado, allí donde las
condiciones lo permiten. De modo que la conciencia socialista es algo
introducido desde fuera en la lucha de clases del proletariado, y no algo que ha
surgido espontáneamente de ella. (...) No habría necesidad de hacerlo, si esta
conciencia derivara automáticamente de la lucha de clases. El nuevo proyecto,
en cambio, ha transcrito esta tesis del viejo programa y la ha añadido a la tesis
arriba citada. Pero esto ha interrumpido por completo el curso del
pensamiento». (Tiempos Nuevos; 1901-1902)

¿Acaso el marxismo-leninismo no ha advertido contra los peligros


típicos que arraigan en la intelectualidad?

Pero los «reconstitucionalistas» nunca han estado de acuerdo con esta evidencia
tan obvia como la vida misma y, confundiendo estrepitosamente las experiencias
del socialismo utópico −Saint-Simon, Fourier, Owen− con las del socialismo
científico −Marx, Engels, Lenin−, afirmaban sin vergüenza alguna:

«La historia ha dado muchos ejemplos, todos fracasados, de este método de


liberación de la clase. El socialismo utópico es el más destacado de todos ellos».
(Partido Comunista Revolucionario (Estado Español); La Forja; Nº10, 1996)

Muy por el contrario, no ha habido una sola constitución de un partido


revolucionario de tipo marxista-leninista que se haya formado y haya llegado
lejos en base a la mera «autoorganización» espontánea de los proletarios, sino
que siempre han tenido detrás a los intelectuales como iniciadores y
organizadores principales, como no podría ser de otro modo, provinieran o no de
las capas del proletariado. Ellos, «desde fuera», eran los introductores de esa
ideología al resto de proletarios, y este desnivel en la composición solo podía ser
compensado después, pero no al principio, y aun así, como hemos apuntado, la
dirección seguía siendo predominantemente intelectual, como demuestra la
propia composición de los bolcheviques.

¿Significa esto, como aseguran algunos «marxistoides», que el problema más


bien es que Lenin, a diferencia de Marx, siempre tuvo un fetiche especial por la
intelectualidad? Ni mucho menos. Todo conocedor de las obras del dirigente
originario de Simbirsk, sabrá perfectamente que Lenin tuvo que combatir en no
pocas ocasiones el carácter individualista y pusilánime de muchos intelectuales,
que bien por modismo o arribismo, entraron en el movimiento para luego
abandonarlo o traicionarlo a la primera ocasión. Sin ir más lejos, en 1904, frente
a los mencheviques, muy dados a los intelectuales aburguesados, tuvo que oponer
unas formulaciones que terminasen con el caos disciplinario de estos «espíritus
selectos» que no atendían a normas, que no cumplían sus tareas, que no eran
capaces de coordinarse con el resto de militantes:

«No es el proletariado, sino que son algunos intelectuales encuadrados en


nuestro partido, los que adolecen de falta de educación propia en materia de
organización y disciplina. (…) La división del trabajo bajo la dirección de un
organismo central hace proferir alaridos tragicómicos contra la
transformación de los hombres en «ruedas y tornillos» de un mecanismo. (…)
Explicar la negativa a trabajar en el partido diciendo «nosotros no somos
siervos», es descubrirse por entero, reconocer una completa carencia de
argumentos, una total incapacidad de motivar, una ausencia total de causas
razonables de descontento. (…) En esta frase se trasluce con notable nitidez la
psicología del intelectual burgués, que se considera un «espíritu selecto», por
encima de la organización de masas y de la disciplina de masas». (Vladimir Ilich
Uliánov, Lenin; Un paso hacia adelante, dos hacia atrás, 1904)

En otra ocasión, siendo totalmente inmisericorde ante las últimas deserciones de


fracciones rebeldes como los otztovistas y liquidacionistas, Lenin le comentó a
Gorki, un compañero de fatigas, que antes prefería fuera que dentro a elementos
no confiables de este tipo:

«La significación de la gente intelectual en nuestro partido desciende: llegan


noticias de todas partes de que los intelectuales huyen del partido. ¡Puente de
plata a ese canalla! El partido se depura de la basura pequeño burguesa. Los
obreros ponen manos a la obra cada día más». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin;
Carta a A. M. Gorki, 7 de febrero de 1908)

Ahora, dicho esto, y a riesgo de ser cargantes, repetiremos una vez más: también
yerran todos aquellos que desde el primer momento se empecinan en ignorar la
historia negando el papel de la intelectualidad. La mayoría de figuras de
renombre del marxismo que hoy son famosas han sido intelectuales, los mismos
que abjuraron de una vida llena de comodidades, tiempo libre y ocio, para pasar
a ocupar su tiempo, formulando, debatiendo, investigando, difundiendo,
jugándose el pellejo… en definitiva, obrando para las clases populares y toda la
humanidad, lo que no les auguraba precisamente un progreso laboral, fama, ni
un sustento mensual.

Por ir finalizando, debemos calificar a esta idea antiintelectualista que nos


plantean los «reconstitucionalistas» y otros grupos como una inadmisible
revisión del marxismo-leninismo. ¿Por qué? Porque sin pruebas objetivas −salvo
su imaginación o deseos− tratan de renunciar a una verdad elemental, el axioma
que ha sido descubierto en todos los procesos revolucionarios de la historia, el
cual ha sido descrito atrás, pero que repetiremos una vez más:

«La historia de todos los países atestigua que la clase obrera, exclusivamente
con sus propias fuerzas, sólo está en condiciones de elaborar una conciencia
tradeunionista, es decir, la convicción de que es necesario agruparse en
sindicatos, luchar contra los patronos, reclamar del gobierno la promulgación
de tales o cuales leyes necesarias para los obreros, etc. En cambio, la doctrina
del socialismo ha surgido de teorías filosóficas, históricas y económicas que han
sido elaboradas por representantes instruidos de las clases poseedoras, por los
intelectuales». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; ¿Qué hacer?, 1902)
Estas conclusiones destierran todas las teorías que los pseudomarxistas han
propagado en torno a que los intelectuales populares no son necesarios, cuando
en realidad son imprescindibles. Pero claro, para una formación que no necesita
reflexionar demasiado, o que sus acciones funcionan en base a las apetencias
personales, no solo no tendrá por necesario contar con intelectuales de valor, sino
que estos, de haberlos, lo serán en la acepción más peyorativa del término.

La eucaristía de la Iglesia Reconstitucionalista: «el intelectual se


convierte en obrero»

En general, aunque a priori no lo parezcan, las teorías de los


«reconstitucionalistas» sobre la intelectualidad son un cúmulo de errores y
estupideces que rezuman el clásico «obrerismo», esa concepción mística, tan
zafia y populista de la cual hoy tanto acusan a otras formaciones, empezando por
Reconstrucción Comunista (RC) o Unificación Comunista de España (UCE).
Véase la obra: «Antología sobre Reconstrucción Comunista y su podredumbre
ideológica» (2021).

Por resumir muy rápidamente esta noción del «obrerismo», la cual hemos ido
describiendo sin mencionarla por este nombre, está basada en la holgazanería de
idealizar a una clase social, como si sus individuos fuesen un todo homogéneo,
más allá de lo que la realidad diga acerca de su comportamiento y opiniones
políticas. Con ello uno se ahorra tener que investigar, analizar y dar explicaciones
a las disparidades, contradicciones y paradojas en el campo social. Mientras unos
creen que el comportamiento crea nuestra posición en la esfera social… otros
parten de que es la posición económica la que determina hasta el último de
nuestros gestos; son estas desviaciones «subjetivistas» y «objetivistas»,
respectivamente. El primer grupo corresponde al de los voluntaristas y el segundo
al de los economicistas vulgares.

Después de menospreciarlo y arrastrarlo por el fango, por fortuna, nuestros


«reconstitucionalistas» encontraron la fórmula mágica para que el intelectual
medio pueda purificarse de su «pecado original» y pase de ser un «peligroso
intelectualoide» a convertirse en un «modélico obrero»:

«El intelectual revolucionario, sea obrero o no, para convertirse en vanguardia


de la clase debe formar parte de ella. No basta con proclamarse revolucionario,
solidarizarse con los explotados y los oprimidos y presentarles un programa de
emancipación; no es suficiente con querer emancipar a la clase proletaria».
(Partido Comunista Revolucionario (Estado Español); La Forja; Nº10, 1996)

Según ellos, para que Lenin hubiera sido útil, debió meterse a trabajar en la
fábrica Putilov, aquello de ser un «revolucionario profesional», el lanzarse a
brindarnos las obras polémicas más relevantes de su tiempo −con las que se
formará a las próximas generaciones de militancias de todo el mundo−, parece
ser que solo eran excusas de un intelectual malacostumbrado para justificar su
«trabajo cómodo», el típico pretexto del sujeto mimado, aburguesado. Fuera de
bromas, he aquí un patético «ascetismo de clase» que recuerda a las normas
absurdas del PSOE de finales del siglo XIX, las cuales prohibían a los intelectuales
tener cargos para «evitar la degeneración ideológica», como si el mero extracto
social fuese a garantizar absolutamente la «pureza ideológica» −ya vimos cómo
les fue tal ensayo «obrerista»−. Justamente esta desviación es la contraria a la
que hoy predomina en los grandes partidos actuales, que creen que es «normal»
que el partido esté lleno de adolescentes antes que adultos, o que proliferen los
pequeño burgueses por delante de los obreros. ¿¡Qué decir!? Que ni tanto, ni tan
calvo. Obviamente, por su cantidad numérica y sus propias condiciones
materiales, la composición social obrera es algo importante, pero sin llegar a los
extremos antes comentados, puesto que el partido no puede permitirse el lujo de
no admitir al intelectual o de segregarlo dentro del partido:

«Tiene que estar compuesto tanto de obreros como de intelectuales, pues


separarlos en dos comités sería perjudicial». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin;
Carta a un camarada acerca de nuestras tareas de organización, 1907)

En este caso, los «reconstitucionalistas» aseguran que el intelectual no será


nunca parte del movimiento marxista, es decir, de la ideología emancipadora, a
no ser que «se convierta en obrero», ¿y cómo puede lograr tal cosa? Para ellos, en
un ejercicio de idealismo −donde una vez más las ideas crean y destruyen
mágicamente la realidad material con una facilidad pasmosa−, el intelectual, al
adherirse al marxismo y someterse al partido, se «convierte en parte de la clase
obrera»:

«Por esta razón, el intelectual revolucionario, sea obrero o no, para convertirse
en vanguardia de la clase debe formar parte de ella. (…) Sólo es posible si
quienes aportan a la clase trabajadora la ideología que le abra las perspectivas
de su liberación son miembros de la propia clase, independientemente de su
origen social. Sólo así podrán ser vanguardia proletaria −y, por tanto, parte de
esta clase−, sólo así podrán actuar como verdaderos revolucionarios y no como
bienintencionados reformadores. La vanguardia se convierte en parte de la
clase cuando se dirige hacia ella y se funde con ella en PC». (Partido Comunista
Revolucionario (Estado Español); La Forja; Nº10, 1996)

Pero razonemos esta frase ambigua que invita al despropósito en cualquiera de


sus posibles significados. La primera interpretación que podríamos hacer es que
todos, pequeño burgueses, intelectuales o «X» deben meterse a trabajar en la
fábrica de Cruzcampo para ser parte de la clase obrera −¡y recibir por fin el carnet
oficial del partido revolucionario!−. En esta primera concepción nuestros
«reconstitucionalistas» serían como aquellas feministas que reclaman que solo
las mujeres pueden ser parte de su movimiento y aportar o criticar. En la segunda
posible interpretación a esta cita, parecería que cualquier no obrero al meterse en
el «partido de los obreros» se convierte automáticamente en «parte de la propia
clase», pero esto último es igual de absurdo, el intelectual burgués o pequeño
burgués no dejaría de ser lo que socialmente es, no «trasmuta» su condición
social por incorporarse al partido. Esto último lo explicaremos en profundidad.

Si un empresario vinícola funda una organización que agrupa a los campesinos y


dice adoptar la ideología agrarista, ¿se convertirá en «uno de ellos» sin haber
tocado nunca una azada? No. Y si logra ser la cabeza pensante de la formación,
¿será esta la que represente realmente los intereses de campesinos pobres? Es
bastante dudoso: lo que suele ocurrir en realidad es que estaremos ante el nuevo
«partido de los pequeños campesinos» dirigido por un demagogo burgués que
subordinará la línea a su interés, el cual diverge con el de la militancia; la otra
posibilidad es que se trate de un honesto utópico burgués que juega a la
filantropía, aunque no pocas veces tendrá que elegir entre sus ideas y su interés,
algo no muy sostenible a largo plazo, dado que no se puede apostar al negro y al
rojo. Si un escritor se junta con los lumpens en las tabernas, adopta su jerga e
incluso colabora en sus razias callejeras, ¿este intelectual se convierte
automáticamente en «uno de ellos», aunque siga ganándose la vida como
periodista al final del día? No. Esas mutaciones sociales no se dan plenamente,
porque las clases y las capas sociales dejarían de ser lo que son −un producto de
las relaciones de producción− para pasar a ser únicamente un producto de la
personalidad o el comportamiento fugaz de cada uno, lo cual es absurdo como
hemos demostrado en los ejemplos citados. En todo caso, siempre hablamos de
la regla no de las excepciones, y en realidad cualquier sujeto converge con
múltiples influencias ideológicas de las clases de su entorno social −que no
siempre es el mismo que el suyo− y en efecto puede reproducirlas y adoptarlas
como suyas en ocasiones, pero esto no implica ni que el burgués deje de ser
burgués, ni que el intelectual deje de ser intelectual, propiamente.

¿Cuál era la posición de Lenin? Literalmente criticaba a los socialrevolucionarios


por crear la «tríada» del «proletario-campesino-intelectual» como eje, ya que la
intelectualidad no es una clase social como tal, por ende, en Rusia casi todos
procedían de la burguesía o la pequeña burguesía. Por lo que el proletariado no
podía dejar de «conquistar partidarios entre toda la gente culta», ni instruir a los
suyos de origen proletario:

«Si se habla de los intelectuales que no ocupan todavía una posición social
determinada, o de los que la vida ha desalojado ya de su posición normal y que
se pasan al campo del proletariado, entonces será absurdo por completo
contraponer esta intelectualidad al proletariado. Como cualquiera otra clase de
la sociedad moderna, el proletariado no sólo forma su propia intelectualidad,
sino que, además, conquista partidarios entre toda la gente culta». (Vladimir
Ilich Uliánov, Lenin; Aventurerismo revolucionario, 1902)
La cuestión del origen social, ¿quién puede adherirse al marxismo-
leninismo?

Centrándonos en el tema: el intelectual no dejará de ser intelectual −que es el


estatus que adquiere por su trabajo dentro de la producción social− por el mero
acto de adherirse al partido revolucionario. El intelectual, como cualquier
militante, deberá probar día a día que ha abandonado no ya sus prejuicios de clase
−si proviene de capas no proletarias−, sino todo tipo de vicios y manías
personales incompatibles con la militancia grupal. En todo caso, asume una
ideología, el marxismo-leninismo, la cual −y esto hay que aclararlo de una vez−
no es exclusiva únicamente de quien sea de origen proletario, por mucho que se
haya formulado estudiando a esta clase y hoy siga siendo la clase que
representanta objetivamente los intereses más progresistas de nuestra época,
pero las conclusiones no acaban ahí. El marxismo-leninismo se ha convertido ya
por derecho propio en la única doctrina que puede servir a cualquier individuo
para superar el capitalismo, para transformar el mundo material existente, para
emancipar al hombre de la explotación por el hombre y todas las vilezas que de
ello se derivan. Por esta razón y no otra, han existido excepciones honrosas donde
elementos provenientes de las clases explotadoras renunciaban a sus privilegios
de clase para servir a esta doctrina, porque sentían que ella representaba no solo
el humanismo de su época, sino el único cauce racional y con capacidad de llevar
a cabo una transformación total del estado actual de las cosas. Lo mismo cabe
decir para el resto de capas sociales como por ejemplo el lumpenproletariado o la
pequeña burguesía. ¡Sí! Comprendemos que quienes están ya atados a dogmas de
fe y siglas, se escandalicen, pero pedimos que sigan leyendo y puede que
encuentren algo interesante.

¿Entonces puede ser el marxismo la ideología de las vastas masas burguesas,


intelectuales o lumpens? No, eso sería caricaturizar lo que afirmamos aquí. Por
cuestión de probabilidades −que marcan las condiciones existentes− y por
ensayos empíricos −y la historia es aquí la prueba del algodón para confirmar o
desmentir una norma−, esto no sucede. Si quiere decirse de otra forma, el
marxismo es la ideología progresista de nuestro tiempo, pero no puede ser la
ideología predilecta de toda una clase o capa social, como por ejemplo la
burguesía −y otros extractos intermedios− porque la mayoría de estas capas no
están interesadas en los postulados fundamentales del marxismo, no van a sufrir
un arrebato de solidaridad o de humanismo para dejar de defender sus
tradiciones, inclinaciones e intereses personales. En el caso de los estratos
intermedios a lo sumo pueden adoptar una posición neutral y ganarse a una parte
de ellas. Expliquémonos más a fondo. Muchas personas desconocen lo que ofrece
nuestra doctrina en sus planteamientos finales −abolición de la propiedad
privada, limar al máximo la división entre trabajo intelectual y físico, priorizar la
cuestión social a la nación, y otros−. De saberlo, dudamos siquiera de que
estuvieran interesadas, aunque se hiciese con ellos el mejor trabajo
propagandístico. ¿La razón? Simple y llanamente están muy conformes con el
papel que ocupan dentro del sistema actual:

«El comunismo se sitúa por encima del antagonismo entre burguesía y


proletariado; lo reconoce en su significación histórica para el presente, pero no
lo considera justificado para el futuro; el comunismo quiere precisamente abolir
ese antagonismo. En consecuencia, mientras exista esa división, reconoce desde
luego como necesaria la cólera del proletariado contra sus opresores, ve en ella
la palanca más poderosa del movimiento obrero en sus comienzos; pero deja
atrás esa cólera, porque representa la causa de la humanidad toda entera y no
solamente la de los obreros». (Friedrich Engels; La situación de la clase obrera
en Inglaterra, 1845)

Nuestro objetivo es tener en cuenta la situación presente, pero sin descartar la


posible situación futura y las variedades y excepciones que se pueden dar. El
paradigma perfecto de esto es tener en cuenta cómo podrían reaccionar diversas
capas sociales como son algunos «pequeños propietarios», el gran capitalista −o
los intelectuales que le sirven−. De nuevo aquí interviene y viene bien tener en
cuenta lo que nos dice la historia. A continuación, lo explicaremos mejor. La
mayoría de la clase burguesa prefiere revolverse con virulencia, el camino del
exilio o suicidarse en masa antes que adoptar el marxismo y colaborar con su
nuevo régimen. «Bueno», dirán algunos, «aun así no acabo de entender una cosa:
¿y por qué en el capitalismo la burguesía no adopta el marxismo si tan válido es?».
Básicamente, si ellos asumiesen completamente −y con total honestidad− el
aplicar las herramientas filosóficas del marxismo −el materialismo dialéctico e
histórico− y expusiesen sus resultados ante el gran público, se estarían tirando
piedras contra su propio tejado, puesto que estarían desmontando la mayoría de
mentiras y medias verdades que hasta ahora habían sostenido en los problemas
de la economía, las guerras o las desigualdades sociales. Sería pedir a gritos el fin
de su existencia. ¿Qué diría esta clase social si avalara el marxismo? «Llevan
razón, no puedo garantizar nada del programa social que he prometido. Llevan
razón, para que mis beneficios económicos se mantengan altos no puedo mirar
por el medio ambiente. Llevan razón, para que yo gane, inevitablemente la
inmensa mayoría debe perder, deben arruinarse o irse a la cola del paro. Llevan
razón, promociono a artistas sin talento que plasman banalidades para que el
pueblo no piense en lo que le rodea. Llevan razón, este sistema no es eterno sino
uno más, es injusto para la mayoría y ésta no lo necesita. ¡Por favor vengan y
confísquenme la propiedad, planifiquen la producción sin trabas y de forma
racional, es lo más lógico para el bien de todos!». ¿Se imaginan qué cómico sería?
La burguesía, en tanto que desee seguir actuando como tal, debe huir como de la
peste del marxismo, ocultar sus descubrimientos y denuncias.

Pero ahora centrémonos mejor en otras capas sociales en las que quizás esto es
menos evidente. Existe una notable incompatibilidad entre las aspiraciones del
marxismo y muchos de los intereses de estas capas sociales intermedias que se
ubican entre la clase burguesa y la clase obrera:

a) Al pequeño burgués no le interesa oír que no tiene posibilidad de ganar la


batalla contra los monopolios capitalistas pese a todo el esfuerzo que pone en
salvarse de la crisis, a priori tampoco le motiva asumir que su destino −en una
nueva sociedad− es integrarse junto a otros como él en una cooperativa −y
finalmente en la propiedad estatal única, de todos los trabajadores−;

b) Al lumpen no le agrada escuchar que los marxistas desean derrocar el poder


de su amo burgués, suprimir el asistencialismo privado y estatal −salvo para
aquellos que estén incapacitados para trabajar−, el fin de la prostitución, el
desempleo, la drogadicción, la delincuencia y el parasitismo en general,
¡justamente todo aquello de lo que vive actualmente! Además, no ve con buenos
ojos que el marxismo pida que se incorpore a la producción bajo un trabajo
moralmente no repudiable;

c) A ciertos músicos o pintores no les gustaría que el marxismo cambiase el status


actual de las cosas, como intelectuales a ellos les va bien, se han hecho famosos
gracias al inestimable trabajo de los críticos y publicistas que venden a la sociedad
su producto como algo «irreverente» −aunque lo aplaudan y publiciten los
ministros del gobierno−, una obra de arte realmente «transcendente» −aunque
el público medio no entienda demasiado el significado de sus cuadros o su
canción del verano no deje de ser tan banal como lo es una piedra en mitad de un
descampado−;

d) Del mismo modo que, por poner un último ejemplo, el empleado de un banco
no quiere oír eso de que debemos buscar una sociedad donde se logren rebajar
las diferencias salariales y, finalmente: «¡De cada cual, según sus capacidades, a
cada cual según sus necesidades!». Eso a él no le convence, prefiere cobrar por
encima de la media y trabajar lo justo.

En todos estos casos, el egoísmo o el miedo priman antes que el raciocinio o el


sentido humanitario, y existe una apatía hacia los planes sociales que persigue el
marxismo −y es hasta cierto punto comprensible desde su punto de vista−.
¿Cómo no va a ocurrir esto si a veces el propio obrero no se cree que pueda ser
libre de sus penurias en una sociedad futura? Él mismo muchas veces ha
abandonado toda idea de superar el capitalismo por derrotismo, hunde sus penas
en alcohol o las evade con consuelos y entretenimientos que no le reportan nada
más que un pequeño alivio inmediato y que solo es suficiente para volver a
soportar la carga de la explotación el día siguiente. Entonces, ¿cómo no van a
dudar el resto de capas sociales? Ahora, a nivel general, ¿podemos rechazar a
quienes sí se comprometan con el marxismo? ¿A quiénes pongan a disposición
todo su esfuerzo físico e intelectual en luchar por esto mismo −incluso yendo
contra su origen social y sacrificando todo tipo de comodidades−? Seríamos los
más estúpidos del planeta Tierra si rechazásemos tal oferta.

El neomaoísmo decreta la supresión de las jerarquías

Tras las citas anteriores, continuando con su relato fantástico, nuestros


«superadores del Ciclo de Octubre», es decir, los pintorescos
«reconstitucionalistas», comentaban cómo una vez que el intelectual se introduce
en el partido revolucionario junto a los obreros, desaparecen las diferencias entre
lo que son uno y otro, y que entre los cargos que puedan adoptar tampoco hay
diferencias de tipo «jerárquicas»:

«Las diferenciaciones y divisiones del trabajo en el interior del Partido debidas


bien a la necesaria centralización de la dirección política, bien a la
especialización en el trabajo, adoptan, así, un carácter exclusivamente
funcional, en absoluto jerárquico o social». (Partido Comunista Revolucionario
(Estado Español); La Forja; Nº10, 1996)

Todo idealista tiende a separar el lenguaje de su ligazón material, que es lo que


nos permite constatar la veracidad o falsedad de un enunciado; tiende a
desligarse de la experiencia social, que es la que comprueba si tales estimaciones
son correctas. Estos subjetivistas retuercen, manipulan y engañan sobre el
significado de las palabras en aras de una nueva interpretación interesada. Para
el charlatán, el lenguaje ha sido históricamente el mejor campo de pruebas para
poder ensayar su filosofía de la sofistería ante el gran público. ¿Cómo? Fácil,
engañando a propios y extraños con interpretaciones sesgadas sobre el
significado de palabras y conceptos tanto cotidianos como de corte científico. Esta
vuelta de tuerca va calando poco a poco para imponer sus nuevos dogmas, pues
de otra forma hoy no sería posible que hubiese gente que creyese que vivimos bajo
un «patriarcado»… si no fuese porque esta palabra ha recibido una reiterada
exposición falaz sobre lo que ha sido sociohistóricamente y sobre lo que
representa realmente. Lo mismo podemos decir sobre cientos de conceptos
lanzados por burgueses y pequeño burgueses, como el de «Estado del bienestar»,
«democracia representativa», «capitalismo de rostro humano», y un sin fin de
ejemplos que el lector imaginará.

Aquí ocurre algo muy parecido. Claro que existen y existirán «jerarquías», y estas
serán necesarias para responder una demanda social, incluso en una sociedad
comunista donde no haya clases sociales. Y entiéndase como jerarquía una de
estas acepciones de la RAE: «Gradación de personas, valores o dignidades» o
«Principio que, en el seno de un ordenamiento jurídico, impone la subordinación
de las normas de grado inferior a las de rango superior». Y entiéndase por
«social» algo tan simple como: «Relativo a la sociedad». Ergo, como acabamos
de observar, estos «deslices terminológicos» entre los «reconstitucionalistas»
son sumamente frecuentes y no son casuales, sino producto de su oscura y
pedante filosofía. El maoísmo siempre se valió de esta ambigüedad terminológica
en conceptos como «línea de masas» o «lucha de dos líneas» para mantener en
un momento una cosa y al poco tiempo la contraria, para que los «guardias rojos»
se despiezasen unos a otros peleando sobre qué dijo Mao o sobre qué quiso decir
«exactamente». Hicieron acopio de la famosa «hermenéutica», la cual
convirtieron en todo un arte del engaño interesado. Por eso actualmente cada
maoísta nos responderá una cosa diferente respecto a los propios preceptos de su
doctrina.

Curiosamente, en los años 60, ya entre los ideólogos más intelectualistas de la


llamada «nueva izquierda», se hizo muy común el cuidar estos «códigos de
honor» que repetían aquellas conocidísimas frases populistas sobre la
«autoliberación de las masas», las cuales hoy bien podrían pasar perfectamente
por el clásico lenguaje del «reconstitucionalista» promedio. Actualmente, en
América Latina, también existen muchos «marxiólogos» que mantienen tales
nociones contra las «distorsiones del leninismo». Esteban Rodríguez en su
artículo «Ocaso y vigencia del «¿Qué Hacer?». Algunas hipótesis molestas»
(2015), reproducía con orgullo la siguiente cita de Althusser:

«¿En qué consiste entonces reproducir la práctica política burguesa en su


propio seno? En tratar a los militantes y a las masas como a otros, a los cuales
la dirección hace realizar su política, en el más puro estilo burgués. Basta con
dejar actuar todo el mecanismo interno del partido, que reproduce
espontáneamente la separación entre la dirección y los militantes; y la
separación entre el partido y las masas. La dirección utiliza entonces dicha
separación en beneficio de su política: su práctica política tiende a reproducir
la práctica burguesa, en la medida en que actúa separando la dirección de los
militantes y el partido de masas». (Louis Althusser; Lo que no puede durar en
el Partido Comunista, 1978)

Desafortunadamente, por influjo de muchas escuelas filosóficas idealistas, no ha


sido extraño ver concepciones distorsionadas sobre cómo funciona un colectivo
revolucionario o la sociedad emancipada que este deberá construir. Todo esto
recuerda demasiado al alarido anarquista sobre la autoridad:

«Algunos socialistas han emprendido últimamente una verdadera cruzada


contra lo que ellos llaman principio de autoridad. Basta con que se les diga que
este o el otro acto es autoritario para que lo condenen. (...) Ahora bien, ¿cabe
organización sin autoridad? Supongamos que una revolución social hubiera
derrocado a los capitalistas, cuya autoridad dirige hoy la producción y la
circulación de la riqueza. Supongamos, para colocarnos por entero en el punto
de vista de los antiautoritarios, que la tierra y los instrumentos de trabajo se
hubieran convertido en propiedad colectiva de los obreros que los emplean.
¿Habría desaparecido la autoridad, o no habría hecho más que cambiar de
forma? (...) De una parte, cierta autoridad, delegada como sea, y de otra, cierta
subordinación, son cosas que, independientemente de toda organización social,
se nos imponen con las condiciones materiales en las que producimos y hacemos
circular los productos». (Friedrich Engels; Sobre la autoridad, 1873)

Las cualidades físicas e intelectuales no se pueden suprimir hasta tener réplicas


de militantes calcados unos a otros, por eso se hacen necesarias tales
jerarquizaciones. Estas, finalmente, no dependerán del origen obrero, pequeño
burgués o intelectual del aspirante a un cargo o responsabilidad; ni de si es joven
o viejo; hombre o mujer; heterosexual u homosexual; cisgénero o transgénero, y
otras tantas distinciones que preocupan muchísimo a algunos hoy. La «jerarquía
comunista» se establecerá según el valor que demuestre la susodicha persona
tener para la sociedad en su conjunto, fin. Esto será una meritocracia real, y no la
ficticia o mal condicionada que existe en el capitalismo. Entendemos que bajo
diversas excusas hoy a algunos les cueste un mundo aplicar e incluso aceptar unos
principios tan básicos, también comprendemos que otros tantos nos llamen
«autoritarios» −casualmente suele coincidir con que son los mismos que no
logran coordinarse ni con su sombra−, pero, insistimos, una vez dicho lo que hay
que decir, no queremos detenernos en estas caricaturas lo más mínimo:

«Cuando se dice que la experiencia y la razón prueban que los hombres no son
iguales, se entiende por igualdad, igualdad de aptitudes o identidad de fuerza
física y de capacidad mental. Queda entendido que en este sentido los hombres
no son iguales. Ninguna persona sensata y ningún socialista olvidan esto. Pero
este tipo de igualdad nada tiene que ver con el socialismo. (...) La abolición de
las clases significa colocar a todos los ciudadanos en un pie de igualdad respecto
de los medios de producción, que pertenecen a la sociedad en su conjunto;
significa brindar a todos los ciudadanos iguales oportunidades de trabajo en los
medios de producción de propiedad social, en la tierra de propiedad social, en
las fábricas de propiedad social, etc. (...) [Los marxistas] entienden por
igualdad, en la esfera política, la igualdad de derechos, y en la esfera económica,
según queda dicho, la abolición de las clases. Por lo que respecta a la igualdad
humana en el sentido de igualdad de fuerza y de aptitudes −físicas y mentales−,
los socialistas no piensan siquiera en implantarla». (Vladimir Ilich Uliánov,
Lenin; Un profesor liberal opina sobre la igualdad, 1914)

Nuestro objetivo es suprimir las jerarquías erróneas, las fundamentadas en una


tradición reaccionaria o en la discriminación injusta, como los mitos históricos o
la segregación sexual, en suma, suprimir las jerarquías que permiten la
explotación de unos hombres sobre otros. Pero fuera de esto, la jerarquía es algo
asociado a toda sociedad para un determinado buen funcionamiento de la misma
y sus partes, la diferencia es que en el comunismo alcanzará un nivel cualitativo
superior.

En resumen, siempre existirán diferencias en cuanto a fuerza física e intelecto


entre personas, incluso en una sociedad sin clases. Del mismo modo, salvo que
uno sea anarquista, todo el mundo reconoce que también habrá jerarquías a la
hora de dirigir. Lo que diferencia al marxismo del resto de ideologías, como el
fascismo y otras formas de supremacismo, es cómo se articulan esas cuotas de
poder y organización, aunque no creemos que visto lo visto más arriba debamos
repetirlo, daremos de nuevo unas pinceladas ejemplificantes:

«Después, a través de estos sindicatos de industria, se pasará a suprimir la


división del trabajo entre los individuos; a educar, instruir y formar hombres
universalmente desarrollados y universalmente preparados, hombres que
sabrán hacerlo todo. Hacia eso marcha, debe marchar y llegará el comunismo,
pero sólo dentro de muchos años. Intentar hoy anticiparse en la práctica a ese
resultado futuro de un comunismo llegado a la plenitud de su desarrollo, solidez
y formación, de su íntegra realización y de su madurez, es lo mismo que querer
enseñar matemáticas superiores a un niño de cuatro años». (Vladimir Ilich
Uliánov, Lenin; La enfermedad infantil del «izquierdismo» en el comunismo,
1920)

La diferencia más característica entre el socialismo científico representado por


Marx o Lenin e ideologías como el liberalismo, el fascismo o revisionismos varios,
es que el primero practica el análisis real de la situación social y centra sus fuerzas
en la capa de la sociedad que tiene motivos profundos y capacidad independiente
para invertir el orden de jerarquías actual −más allá de que sus miembros sean
más o menos conscientes de su interés político y económico en ese determinado
momento histórico−. Hablamos de la única clase que el capitalismo no puede
descomponer en general: el proletariado. Esta no aspira a rechazar la
jerarquización, pero tampoco apoya las divisiones de poder que se crean
únicamente para mantener la desigualdad social, sino que hace uso de las
jerarquías en base al interés general.

Ejemplos de este «buen uso de las jerarquías» son el derecho del pueblo a la
elección de los representantes de los sóviets −asambleas de trabajadores− y la
ejecución de sus tareas político-económicas; el derecho y obligación de que todos
los miembros del partido comunista −bien sean dirigentes, militantes medios o
de base− pidan y rindan cuentas ante todos respecto a sus aciertos y errores−, lo
mismo cabe decir para los cargos públicos del sistema. También sería
paradigmática la elaboración de proyectos de planificación económica para no
desechar recursos y satisfacer las necesidades fundamentales de todo el país,
tanto a nivel nacional, regional como local; la centralización de la economía sirve
para que nadie use los medios de producción en detrimento del interés colectivo,
para tener un poder de decisión efectivo a la hora de valorar si en un determinado
momento de necesidad o emergencia es pertinente disminuir la producción
económica en un sector para concentrar más recursos en otro.

Estos y otros paradigmas de «jerarquía» evitan que la población pueda sufrir


carestía de artículos fundamentales o hace que se consiga una tecnología bélica
en caso de amenaza externa −y así podríamos seguir poniendo muchos
ejemplos−. A esto habría que añadir otro aspecto que, aunque lejano, es uno de
los objetivos clave: los oficios, tal y como los conocemos, no estarán revestidos los
unos de un halo de «pulcritud y respeto» y los otros de «escarnio y menosprecio»;
porque todo el mundo será consciente de que la comunidad necesita que sus hijos
desempeñen todo tipo de labores para su mantenimiento, y porque, además, el
público tendrá acceso a todas ellas si demuestra tener aptitudes para su
desempeño:

«El productor de la sociedad comunista arará y sembrará a máquina hoy,


hilará, tornará madera o cepillará mañana el acero y ejercerá todos los más
diversos oficios en gran beneficio de su salud y de su inteligencia. Las
aplicaciones industriales de las ciencias mecánicas, químicas y físicas que,
monopolizadas por el Capital, martirizan al trabajador, en cuanto se
conviertan en propiedad común, emanciparán al hombre del trabajo y le darán
ocio y libertad. La producción mecánica, que bajo la dirección capitalista sólo
sabe lanzar al asalariado de períodos de plustrabajo a períodos de desempleo,
desarrollada y regulada por una administración comunista, sólo exigirá al
productor que prevea las necesidades normales de la empresa, una presencia
máxima de 3 o 2 horas en el lugar de trabajo; cumplido este tiempo social de
trabajo necesario, podrá gozar libremente de los placeres físicos e intelectuales
de la vida. El artista entonces pintará, cantará, bailará, el escritor escribirá, el
músico compondrá óperas, el filósofo construirá sistemas, el químico analizará
cuerpos no para ganar dinero, para recibir un salario, sino para merecer
aplausos, para conquistar coronas de laurel, como los ganadores de los Juegos
Olímpicos». (Paul Lafargue; El socialismo y los intelectuales, 1900)

En cambio, ideologías como el fascismo o muchas variantes que pretenden


revisar el marxismo, solo reconocen una voluntad, la del líder, y esta es, además,
indiscutible, porque es la reencarnación de «los mejores valores de la nación». La
respuesta en torno a qué significa esto se torna sencilla. Dado que caudillo no hay
más que uno, esto, automáticamente, condena al resto, tanto a nivel general como
regional y local, a ser esclavos del «Líder» y de otros «pequeños líderes». En todo
caso, esta doctrina solo puede ser una ideología y «moral de señores» para los
que ya lo son o aspiran a serlo −incluyendo en su plan nietzscheano avasallar al
vecino−, pues recordemos que, según el filósofo de referencia del fascismo,
Friedrich Nietzsche, la buena «virtud» del «superhombre» es la competición,
incluyendo en esta la envidia, el engaño o la calumnia si eso sirve para superar al
camarada y competidor. Estas maquiavélicas maquinaciones bien se pueden
disimular con la hipocresía cristiana sobre el «amor al prójimo», e incluso con
ciertas obras de asistencialismo −como la caridad−, pero los ideólogos del
fascismo consideran que sobrepasar estas concesiones hacia el vulgo son
contraproducentes porque crearían un rasgo de tibieza en el «férreo espíritu» que
todo líder debe desarrollar sobre sus gobernados, la «esencia varonil de la
nación» se acabaría degenerando, etc. Sea como sea, este plan y aspiraciones
fascistas −que son imposibles de ocultar en la práctica− condenan
inevitablemente al resto de mortales a una vida y empresa basada en la
dependencia, la coerción de sus fuerzas internas y al terror. Si este ideal político
es de por sí antidemocrático, como en el caso del fascismo más nietzscheano, no
es −ni puede ser− una ideología de «autosuperación» para todos, como algunos
estafadores la presentan, sino una moral de borregos para esclavizar al pueblo.
Esta dicotomía psicológica se ve clara en aquellas ocasiones en las que, mientras
el militante fascista acepta la monarquía e incluso le rinde pleitesía al rey
−considerando normal y honroso ser súbdito de otra persona−, el líder fascista
aunque a ratos la acepta, en realidad mira a cualquier monarca con desconfianza,
como un posible rival, y tratará siempre de derrocarlo en cuanto ya no sirva al
propósito de su movimiento, es decir, al suyo, puesto que él es el movimiento, el
único verdaderamente «nacional» y «regenerador».

Esta última mentalidad cavernaria y dogmática se reflejó perfectamente en la


propaganda china en la época de la «Revolución Cultural» (1966-76):

«Si tú eres un revolucionario, un marxista-leninista, tú inevitablemente


apoyarás al gran líder y presidente Mao Zedong y a su victorioso pensamiento:
si tú eres un contrarrevolucionario, un antimarxista-leninista, tú te opondrás
inevitablemente al presidente Mao y a su pensamiento». (Pekín Informa; Vol.10,
Nº46, 23 de septiembre de 1967)

Y podríamos continuar con ejemplos hasta aburrir de este espíritu servil y místico
al «gran líder»:

«El Presidente Mao Zedong es el genio más grande. Sus instrucciones son
clarividentes y grandes previsiones científicas. Al principio con frecuencia no
entendemos plenamente muchas de estas instrucciones o incluso estamos muy
lejos de entenderlas». (Pekín Informa; Vol.11, Nº11, 15 de marzo de 1968)

Muy parecido a lo que recetaba Comte para sus fieles: «¡Tendrán que confiar en
mí!».

«No se puede esperar, sin duda, hacer nunca suficientemente accesibles a todas
las inteligencias estas pruebas positivas de algunas reglas morales destinadas,
sin embargo, a la vida común; pero ya ocurre otro tanto para diversas
prescripciones matemáticas, que se aplican, no obstante, sin vacilación en las
ocasiones más graves, cuando, por ejemplo, nuestros marinos arriesgan todos
los días su existencia sobre la fe de teorías astronómicas que no comprenden en
modo alguno; ¿por qué no se ha de conceder también igual confianza a nociones
más importantes?». (Auguste Comte; Discurso sobre el método positivo, 1844)

Por supuesto, esto no era sino una copia del esquema-idea de su mentor, Saint-
Simon. Este en su obra «Cartas de un habitante de Ginebra a sus
contemporáneos» (1803), creaba una división en tres clases: «sabios, artistas y
todos los hombres que tienen ideales liberales»; aquellos que «no desean nada de
innovaciones» y «los no propietarios», a los cuales se les prometía, como
cualquier tecnócrata de hoy, «reducir la porción de dominio de los ricos» sobre
ellos para que puedan «instruirse mejor». En dichas cartas se manifestaba a favor
de una «sociedad científica», ¿cómo? Pidiendo a los industriales que se dejasen
guiar por sus fabulosos consejos, sin dejar de destacar que su objetivo era
«retornar al orden», cosa que, según él, «había conseguido Napoleón Bonaparte»
−al cual le envió sus obras, considerándole «el único contemporáneo capaz de
juzgarlas»−.

En su obra «La organización» (1819), diseñó un nuevo proyecto para


reestructurar la sociedad, ¿cómo? Siendo fiel a sus principios, esta debía estar
estrictamente jerarquizada y representada con sus «tres cámaras». ¿Se imaginan
cómo estaba distribuida? a) La primera, la «cámara de los inventos», donde
formarían parte 300 miembros, de los cuales 200 serían ingenieros civiles, 50
poetas, 25 artistas, 15 arquitectos y 10 músicos) y cuyas funciones se centrarían
en la redacción de un plan de obras públicas. b) La «cámara de examen» constaría
en torno a 300 miembros con formación matemática y física, y su labor sería el
examen de la viabilidad de los proyectos propuestos en la primera cámara y la
elaboración de un proyecto de educación pública. c) La «cámara de ejecución»
representaría a cada uno de los sectores de la industria, aunque con un número
no cerrado, y su competencia se situaba en la aprobación de todos los programas,
inventos y propuestas revisados por la segunda cámara, y recaudar los impuestos
necesarios para su financiación. Véase la obra de Sergio Fernández Riquelme:
«Sobre los orígenes de la democracia social: Henri de Saint-Simon y Louis Blanc.
Corporativismo y política social en el siglo XIX» (2009).

Años después, el marxista francés Paul Largue describió esta realidad tan agria
como jocosa de este tipo de intelectuales, como el famoso sociólogo positivista
Durkheim, donde lejos de entender lo que es el sistema que tienen delante y el
carácter de las clases que lo detentan, reptan buscando integrarse en él
presentando, eso sí, todo tipo de proyectos surrealistas:

«Los intelectuales de todas las categorías deberían haber sido los primeros en
rebelarse contra la sociedad capitalista, en la que ocupan una posición
subordinada, tan poco acorde con sus esperanzas y sus talentos: pero ni
siquiera lo comprenden; tienen una comprensión tan confusa de ella que
Augusto Comte, Renan y muchos otros más o menos famosos han soñado con
reconstituir para su propio beneficio una aristocracia modelada sobre el modelo
del mandarín chino. (…) Una de las luces del intelectualismo, M. Durkheim, en
su libro «La división del trabajo social» (1893), que tuvo gran revuelo en los
círculos universitarios, sólo puede concebir la sociedad sobre la base del patrón
social del antiguo Egipto, quedando cada trabajador, toda su vida, confinado a
una y la misma profesión». (Paul Lafargue; El socialismo y los intelectuales,
1900)
IV
El curioso «método revolucionario» de la LR para analizar
la historia

En esta sección veremos sin trampa ni cartón cómo el análisis histórico de la


«Línea de Reconstitución» (LR) no va más allá de ajustar los hechos a su discurso,
tirar de anacronismos o proclamar lo que repiten a todas horas los académicos
pequeño burgueses sobre la actuación de los comunistas.

«No somos maoístas», pero reconocemos al «maoísmo como la


corriente más avanzada del Ciclo de Octubre»

«La esencia teórica del error en que incurre en este caso el camarada Bujarin
consiste en que sustituye la relación dialéctica entre la política y la economía −
que nos enseña el marxismo− con el eclecticismo. «Lo uno y lo otro», «de un lado
esto, de lo otro lado»: tal es la posición teórica de Bujarin. Y eso es eclecticismo.
La dialéctica exige que las correlaciones sean tenidas en cuenta en todos los
aspectos de su desarrollo concreto, y no que se arranque un trocito de un sitio y
un trocito de otro». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Una vez más acerca de los
sindicatos, el momento actual y los errores de los camaradas Trotski y Bujarin,
1921)

Este desprecio velado por la teoría conduce a la imposibilidad del conocimiento


de los fundamentos de materialismo histórico y dialéctico. Esta repulsa se refleja
en la mayoría de revisionistas en un menosprecio a la hora de conocer los méritos
y deméritos del movimiento marxista-leninista a nivel histórico, algo que, por
supuesto, los «reconstitucionalistas» siempre prometen afrontar, pero que
llegada la hora resuelven con eslóganes infantiles del tipo: «Este movimiento no
triunfó porque no aplicó la línea de masas», este otro porque nunca llevó a
término «una Guerra Popular Prolongada», el siguiente porque «infravaloró el
concepto de la lucha de dos líneas» −y demás patochadas que a todos nos resultan
familiares−. Véase la obra: «Las luchas de los marxista-leninistas contra el
maoísmo: el caballo de Troya del revisionismo» (2016).

Es decir, es un «teoricismo» en el sentido más peyorativo del término: su teoría


conceptual es errónea y está desligada de toda comprobación empírica, por lo que
aplican un mecanicismo de lo que en algún momento han aprendido como
catecismo, acción que solo puede ser calificada de dogma −creyendo que por
pronunciar estas fórmulas se dice algo, se conoce algo, se analiza algo−:

«Del mismo modo, el movimiento maoísta tiene cuidado de tratar


explícitamente la existencia pasada y presente del sistema socialista en el
mundo, cuestión que, sin embargo, ¡es inevitable que encuentre quien quiera que
sea al pretender desarrollar un trabajo práctico con miras al establecimiento
del socialismo en nuestro país! La defensa de la obra revolucionaria de Stalin se
aborda sólo formalmente −sin contar los ataques antistalinistas más o menos
disimulados−, se considera que es una «cuestión de principios» que se tratará
como todas las demás, es decir, en términos de referencias formales y sin vida».
(L’emancipation; La demarcación entre marxismo-leninismo y oportunismo,
1979)

¡Cuánta razón! ¿Quién no ha visto durante años cómo los maoístas parloteaban
sobre los «errores de Stalin»? No seremos nosotros los sospechosos de no ejercer
una crítica severa hacia nuestros autores de referencia, sean quienes sean, pero
esto es diferente, pero el maoísmo se ha malacostumbrado demasiado a aquello
de soltar fórmulas abstractas que nada aportan a la cuestión que pretenden tratar:
«¡La razonada teoría debe ir unida de una correcta práctica!». «¡Debemos
combatir el pragmatismo derechista como al aventurerismo de izquierda!».
¡Tremenda revelación señores! O como en este caso: «Debemos rescatar lo
positivo de Stalin y condenar lo negativo». Tautologías, frases vacías que nada
aclaran. Hasta nuestros oídos ha llegado que cuando uno de estos hombrecillos
rompe sentimentalmente con su pareja también taladra a la pobre muchacha con
su frase favorita: «¡Compañera, es hora de hacer balance!».

Los que se golpean el pecho de conocer los «errores y limitaciones del Ciclo de
Octubre», son los mismos que declaraban que el maoísmo, esa corriente
terriblemente ecléctica, era el coronario del marxismo:

«El maoísmo sería la teoría y la práctica del proletariado para la continuación


de la revolución bajo las condiciones de la dictadura del proletariado −negación
de la negación−». (Colectivo Fénix; Stalin; del marxismo al revisionismo, 2003)

¿Otra revelación? No, desafortunadamente para ellos, Lenin ya dedicó infinidad


de reflexiones al respecto −las cuales, por cierto, nunca llegó a aplicar el maoísmo,
ni siquiera en sus épocas de mayor radicalismo−. Y más recientemente, en 2017,
en un tono similar:

«No podemos obviar que esa necesidad de reconstrucción ideológica también


incluye a la corriente más avanzada del Ciclo de Octubre, al maoísmo».
(Entrevista a Línea Proletaria; Algunas cuestiones sobre el Movimiento por la
Reconstitución, 2017)

De los creadores de «No somos maoístas», llega el «El maoísmo es la corriente


más avanzada». ¡Llamar a esto ridículo se quedaría corto! Nótese que desde la
«Línea de Reconstitución» (LR) siempre nos están hablando de «corrientes» y
que la verdad no es concluyente, sino que en «la lucha de dos o varias líneas»
−como si fuera un Oráculo− ya dictará sentencia en un futuro nunca aclarado,
pues como dijo el Señor Dietzgen: «Yo no afirmo nada categóricamente. Será la
lucha de clases teóricas, la lucha de dos líneas, la que demuestre». (Comunista;
Twitter, 16 de junio de 2020). Es decir, hablan desde la mera especulación
−quizás lo que yo digo sea o no sea, ¡pero ya se encargaran otros de corroborarlo
o desmentirlo!− o peor, desde el relativismo −como si la verdad objetiva fuese
múltiple−. En parte recuerdan al ya desaparecido Raúl Marco:

«Las circunstancias nos exigen encontrar y saber aplicar medidas para


desarrollar la lucha contra la reacción, la burguesía y el imperialismo. (...) La
búsqueda de terrenos o planteamientos unitarios, sin apriorismos... es urgente.
(...) «Años antes, en pleno debate con otros partidos, afirmamos, y hoy, años
después, mantenemos que: «Ningún partido puede pretender seriamente tener
todas las verdades, la verdad absoluta. Esa actitud conlleva un empecinamiento
nefasto y hasta reaccionario». (Raúl Marco; Ráfagas y retazos de la historia del
PCE (m-l) y el FRAP, 2018)

¿Por qué se llega a puntos tan delirantes? Aunque nunca lo reconozcan, porque
desesperados su fin es intentar ampliar el número de «corrientes» y «escuelas»
que se pueden sumar a la LR. Realmente, el único requisito, como en época de
Mao o Gonzalo, es que no se discuta demasiado los dogmas de la camarilla de
turno. Sino la «lucha de dos líneas» se verá obligada a ponerte el capirote al
«traidor» que ofendiendo al «gran emperador» y su cohorte ha emprendido la
senda del «camino capitalista». Pero tranquilos, hasta que eso ocurra, ¡todo
estará bien! ¡Quizás hasta te nombre su sucesor en los estatutos partidistas!

El grado de conocimientos de un individuo y un colectivo es limitado, eso está


claro, en ocasiones puede ser más marcadamente correcto o no, un reflejo más o
menos cercano a la realidad, pero lo importante es el cómputo general. Está claro
es que todo revolucionario que se precie debe mantener una coherencia y un
equilibrio realista en el mayor número de campos posibles so pena de
descarrilamiento general. Vale decir que el marxismo-leninismo es una
«doctrina» o una «ideología», pero ante todo hay que apuntillar que es de tipo
científica, en consecuencia, no puede tener sentido la famosa idea revisionista
que decreta que «ninguno puede pretender seriamente estar en posesión de la
razón».

¿Con qué intención se afirma esto? En primer lugar, se está confesando la


inseguridad del individuo respecto a sus conocimientos, sean estos muchos o
pocos; en segundo lugar, rezuma un relativismo liberal que deja hueco a un
pluralismo de realidades, ese que reza que «existen tantas verdades como ojos
observan al fenómeno», a ese eclecticismo que normalmente vulgariza lo que es
con lo que quiere que sea, aplasta la ciencia a base de misticismo, voluntarismo,
sentimentalismo e irracionalismo. Esto suele llevar aparejada la necia idea de que
hoy día las diferentes expresiones del mundo de la «izquierda» y sus satélites que
giran a su alrededor estarían en capacidad de conocer la verdad objetiva sobre las
«cuestiones fundamentales» de nuestro tiempo, algo ya sumamente dudoso, pero
no solo eso, sino que te aseguran que con ese poder de conocimiento y análisis
además estarían dispuestos a ir adelante y transgredir los límites del sistema
capitalista. Esto también es una broma pesada de mal gusto, no solo porque el
oportunismo nazca y se desarrolle a base a roer y mitigar toda honestidad y
verificación, sino porque en los pocos puntos en donde estas direcciones políticas
aciertan a plantear una cuestión −aplicando los axiomas de la doctrina a una
situación concreta−, las más de las veces lo hacen por mero pragmatismo, sin un
conocimiento real y profundo del tema: por el «mérito» de adoptar un seguidismo
a los clásicos o imitar a sus competidores, cuando no por mero azar.

En cualquiera de los casos no son actitudes válidas para asumir el puesto de


vanguardia, porque no hay una mínima comprensión global y por ende tampoco
un plan consciente de actuación. Esto ocurre sobre todo porque con el ridículo
nivel de formación ideológica del que hacen gala sus jefes, normalmente deciden
su postura a tomar en pro de sus intereses personales o por lo que la mayoría del
mundillo revisionista cuchicheé, el interés y el miedo dirigen sus acciones, no se
preocupa de investigar y fundamentar sus posiciones para el bien común. Por esto
mismo no es extraño verlos lanzándose en búsqueda de la fama y en la carretera
de la especulación creando nuevas teorías grandilocuentes a cual más
esperpéntica. Se entiende entonces, que:

«La dialéctica −como ya explicaba Hegel− comprende el elemento del


relativismo, de la negación, del escepticismo, pero no se reduce al relativismo.
La dialéctica materialista de Marx y Engels comprende ciertamente el
relativismo, pero no se reduce a él, es decir, reconoce la relatividad de todos
nuestros conocimientos, no en el sentido de la negación de la verdad objetiva,
sino en el sentido de la condicionalidad histórica de los límites de la
aproximación de nuestros conocimientos a esta verdad. (...) En realidad, el
único planteamiento teóricamente justo de la cuestión del relativismo es el hecho
por la dialéctica materialista de Marx y de Engels, y el desconocer Esta
conducirá indefectiblemente del relativismo al idealismo filosófico». (Vladimir
Ilich Uliánov, Lenin; Materialismo y empiriocriticismo, 1909)

Por consiguiente, los líderes del PCE (m-l) o los jefes de la LR deberían reconocer
su total desconocimiento del materialismo dialéctico e histórico como para
asumir la tarea de aspirar a ser vanguardia del movimiento de los desposeídos.

Ante los que acusan de tal visión de tomar al marxismo como ciencia como una
«postura dogmática», dejemos que Lenin responda nuevo:

«Bogdánov escribe y subraya: «El marxismo consecuente no admite una tal


dogmática y una tal estática «como son las verdades eternas (Empiriomonismo,
libro III, pág. IX). Esto es un embrollo. Si el mundo es −como piensan los
marxistas− la materia en movimiento y desarrollo perpetuos, que es reflejada
por la conciencia humana en desarrollo, ¿qué tiene que hacer aquí la «estática»?
No se trata, en modo alguno, de la esencia inmutable de las cosas, ni se trata de
una conciencia inmutable, sino de la correspondencia entre la conciencia que
refleja la naturaleza y la naturaleza reflejada por la conciencia. En esta cuestión
−y solamente en esta cuestión−, el término «dogmática» tiene un característico
sabor filosófico especial: es la palabreja preferida de los idealistas y agnósticos
contra los materialistas». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Materialismo y
empiriocriticismo, 1909)

No debe resultar sorpresivo que la burguesía, como clase dominante, muchas


veces haya acabado absorbiendo y readaptando diversas filosofías que a priori
representaban a otras clases sociales intermedias, como la pequeña burguesía.
Esto ha ocurrido y ocurre cuando la primera toma y neutraliza la dirección de los
movimientos políticos de la segunda, o cuando estos acaban aburguesándose y
por propia voluntad se intentan hacer un hueco en el sistema político, la
socialdemocracia y el agrarismo serían buenos ejemplos históricos en este
sentido. Es indiferente plantear que fue primero si la gallina o el huevo. Dicho
esto, asumimos que es perfectamente viable y lícito emplear la expresión
«ideología burguesa» incluso para las pretendidas corrientes «marxistas», las
cuales −conscientemente o no− pretenden revisar y liberar al marxismo de su
médula racional y transformadora. Bajo estas múltiples marcas y expresiones
revisionistas, en verdad se registran toda una infinidad de variantes ideológicas
capitalistas, que actúan así, aunque a veces no surjan en el ambiente de esta clase.
Este espectáculo de «pluralismo ideológico» y de diferentes «ofertas políticas»
que nos brinda el sistema, sucede, entre otros motivos, porque el capitalismo los
produce −espontáneamente− o los conduce −voluntariamente− hacia esos
derroteros; la propia estratificación social da como resultado ideas y costumbres
diferentes, sincretismos, prejuicios e imitaciones, mientras que los medios de
comunicación bombardean con toda una diversidad de idealismos metafísicos
con el fin de que penetren sobre los distintos poros del tejido social.

En todo caso, nos debe quedar claro que en la Edad Contemporánea el capitalista
en el poder no necesita siempre operar racionalmente −sobre todo en lo referido
a las ciencias sociales, no tanto en las ciencias naturales−, por lo que puede
permitirse el lujo de vender pseudociencias y mentir descaradamente −aun a
riesgo de parecer absurdo−, lo cual hasta bien traído le puede reportar grandes
beneficios. En cambio, el proletariado, dado que aspira a volar por los aires este
sistema hipócrita que gira en torno a la ganancia, el lucro personal y las baratijas
místicas, no puede permitirse confundir sus aspiraciones con las de otras clases
ni ideologías, no puede adoptar medias tintas respecto a qué es y qué desea. Ayer
como hoy, los revolucionarios, al estar en franca desventaja frente a su enemigo
que domina la mayoría de resortes culturales de la sociedad, necesitan más que
nunca valerse de la ciencia social para exponer y vencer la fuerza del Estado
burgués. Pero dado que los hechos históricos y presentes muchas veces se
presentan de forma dispersa o son confusos de comprender hasta para ellos, no
puede fiarse del relato burgués, que aprovechará cada ocasión para utilizar o
manipular la realidad para causas de dudoso fin. Por esto mismo, tienen la
necesidad de valerse de una brújula, de una doctrina −el materialismo histórico
y dialéctico−, que sistematice estas verdades sociales, que las transmita en un
lenguaje llano al pueblo, que alumbre el camino por el que ha de caminar la
humanidad.

Les anunciamos, caballeros, que pueden quedarse con su filosofía del


eclecticismo, y con su batiburrillo de ideologías «antidogmáticas». Como se ha
podido comprobar en el presente capítulo y en otras obras anexas, el maoísmo y
sus expresiones derivan todo tipo de desviaciones que preceden al propio
marxismo o que son una deformación del mismo. Entonces, ¿qué es el maoísmo?
Pues, como todo fenómeno político, es algo posible de registrar y procesar para
ser identificado correctamente. Ahora, una vez identificado, nos damos cuenta de
que es un híbrido extrañísimo. Habría que definirlo como el «ornitorrinco de la
política». Ocurre como con el trotskismo: se han dicho tantas cosas bajo su estela
oficial, a izquierda y derecha, que entre todos sus falsos pronósticos algunos
acertarán por mera chiripa. Entonces, ¿cómo ser maoísta y no tener razón en
ciertas cosas si dicha corriente ha mantenido todas las posiciones imaginables?

¿Por qué cayeron los regímenes marxistas del siglo XX?

«El movimiento comunista es, por su propia naturaleza, internacional. Esto no


sólo significa que debemos combatir el chovinismo nacional. Esto significa
también que el movimiento incipiente, en un país joven, únicamente puede
desarrollarse con éxito a condición de que haga suya la experiencia de otros
países. Para ello, no basta conocer simplemente esta experiencia o copiar
simplemente las últimas resoluciones adoptadas; para ello es necesario saber
asumir una actitud crítica frente a esta experiencia y comprobarla por sí
mismo». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; ¿Qué hacer?, 1902)

En su día, los bolcheviques rusos, acuciados por la necesidad, por el interés y por
la atracción, se vieron abocados a estudiar minuciosamente los movimientos
políticos de sus antecesores más o menos lejanos. En el ámbito internacional, esto
pasaba por familiarizarse con las disputas internas de las organizaciones
francesas o alemanas; en el ámbito interno, tocaba repasar desde las andanzas de
los primeros grupos marxistas rusos hasta las aventuras de los populistas y los
decembristas. Y este proceder era totalmente lógico, pues solo a través de esta
labor podían comprender racionalmente sus limitaciones, sus fracasos, pero
también inspirarse, aprender de sus sorprendentes éxitos, emularlos y
superarlos. Fue gracias a este magnífico trabajo que estos sujetos supieron
rescatar y descubrir toda una serie de axiomas necesarios para alcanzar y
desarrollar la nueva sociedad que ha de construirse. Hoy nosotros, al igual que
ayer ellos, no tenemos otra salida que entender este conjunto de saberes que nos
han legado las experiencias pasadas, pero no porque sea aconsejable, sino porque
directamente es imprescindible adquirir este conocimiento si queremos hacer
algo de valor, algo transcendente en el tiempo.

¿A qué se dedica hoy por el contrario el maoísmo moderno? El famoso «balance»


que realizan los miembros de la «Línea de la Reconstitución» (LR) se resume en
lo de siempre: sota, caballo y rey. A repetir los eslóganes de la «Revolución
Cultural» (1966-76) y la «Guerra Popular Peruana» (1980-92). Y cuando eso se
queda corto, rebuscan entre las tesis del «Marxismo Occidental» −Lukács y
Korsch−. Ahora bien, una vez terminan de recitar estos catecismos, no saben muy
bien qué más argumentar, pues poco hay de original y valioso en las explicaciones
que presentan para el análisis de las experiencias revolucionarias del siglo XX.

¿Apenas tiene importancia la «vigilancia revolucionaria»?

En redes sociales, la «Línea de la Reconstitución» (LR), se manifestaba


públicamente a través de su icono más pedante como sigue:

«@_Dietzgen: Eso sí, si crees que vale con la «vigilancia y depuración»...


pareciera que te has perdido el siglo XX. Si la deriva de China demostrase lo
erróneo de la lucha de dos líneas... ¿no demostraría el periplo de la URSS y de
Albania lo insuficiente de la «vigilancia y depuración»? (Comunista; Twitter,
25 de febrero de 2021)

Pues resulta que no, señor «Dietzgen»; lo que demuestra precisamente las
experiencias del sistema soviético o albanés −y su ulterior ruina− es que hay un
patrón común respecto a otros individuos y colectivos que jamás llegaron a tomar
el poder −y pasaron sin pena ni gloria por la historia−: en todos esos casos no es
necio declarar que hubo una insuficiente labor de «vigilancia» y «depuración» en
cuanto a la selección, formación y desempeño de los cuadros. Ahora, dicho esto,
cuando hablamos de que hubo «falta de vigilancia» no estamos haciendo una
simplificación para ignorar todo el cúmulo de errores y desaciertos que hubo
detrás del movimiento revolucionario −tanto en lo referido a aspectos teóricos
como en su aplicación−. Nada de eso, incidimos en ello porque ignorar este factor
resulta demencial; la esfera de la supervisión y el control sobre lo aprobado por
el colectivo condiciona que las decisiones certeras lleguen a buen puerto, que el
rumbo del proyecto revolucionario no se desvíe de sus objetivos y se fortalezca a
cada paso. Así explicaba este asunto Stalin, sobre cómo evitar la degeneración en
la cuestión organizativa:

«Algunos piensan que basta trazar una línea acertada en el partido,


proclamada públicamente, exponerla en forma de tesis y resoluciones generales
y aprobado en votación unánime, para que la victoria llegue por sí sola,
digámoslo así, por el curso natural de las cosas. Esto, claro está, no es cierto. Es
un gran error. Así no pueden pensar más que incorregibles burócratas y
aficionados al papeleo. En realidad, estos éxitos y estas victorias han sido
alcanzadas, ni más ni menos, en la lucha encarnizada por la aplicación de la
línea del partido. La victoria no llega nunca por sí sola: habitualmente, hay que
conquistarla. Las buenas resoluciones y declaraciones en favor de la línea
general del partido constituyen sólo el comienzo de la obra, pues no significan
más que el deseo de triunfar, y no la victoria misma. Una vez trazada la línea
certera, una vez se ha indicado la solución acertada de los problemas
planteados, el éxito depende del trabajo de organización, depende de la
organización de la lucha por la puesta en práctica de la línea del partido,
depende de una acertada selección de hombres, del control del cumplimiento y
de las decisiones adoptadas por los organismos directivos. De otro modo, la
acertada línea del partido y las decisiones acertadas corren el riesgo de sufrir
un serio daño. Más aún: después de trazada una línea política certera, es el
trabajo de organización el que lo decide todo, incluso la suerte de la línea política
misma, y su cumplimiento o su fracaso». (Iósif Vissariónovich Dzhugashvili,
Stalin; Informe en el XVIIº Congreso del Partido Comunista (bolchevique) de la
Unión Soviética, 24 de enero de 1934)

Dejando de lado el resto de los factores, que en un momento u otro pueden ser
más importantes, no cabe duda de que estos dos aspectos, la «vigilancia» y la
«depuración», son cotidianos y decisivos, tanto se esté en el poder como si, por
el momento, aún no es así. ¿Por qué? Muy sencillo. Son acciones que emanan de
las necesidades de la vida diaria, del actuar revolucionario y la estructura
partidista: no se puede resolver prácticamente nada sin aplicar estos conceptos.

Respecto al primero, y según la RAE, entendemos por «vigilancia» el: «Cuidado


y atención exacta en las cosas que están a cargo de cada uno». Podemos estar
hablando de «vigilancia» en el sentido estricto de supervisar el cumplimiento de
unas instrucciones para la toma de unos objetivos militares; podemos estar
«vigilantes» para tratar de no incurrir en una actuación práctica «empirista» o
«pragmática» −en el sentido más peyorativo de ambos términos−; o también
podemos referirnos a «estar vigilantes» en el sentido de revisar
permanentemente el estado de ánimo de la militancia a fin de no deslizarse por
el derrotismo y ser paralizado por los eventos. En cambio, por «depurar», la RAE
entiende «purificar, limpiar, dejar sin mancha ni defecto». Nosotros podemos,
bien sobrentender aquí aspectos como «depurar responsabilidades», es decir,
revisar la «factura» y «pasar la cuenta» a quienes han cometido diversos
descuidos o negligencias; o también «depurar» como sinónimo de expulsión a
quienes son recalcitrantes y no aprenden de sus fallos. Además, y como
mencionábamos antes, ambos conceptos, «vigilancia» y «depuración», están
estrechamente ligados a otros factores que hemos mencionado infinidad de veces:

«Como sabemos, uno, dos o tres dirigentes, por muy excelsos que sean en su
desempeño, no pueden dirigir un partido comunista cuando adquiere un
tamaño medio. La sobrecarga de trabajo y responsabilidades hace que estos
cuadros sufran situaciones de bajo rendimiento, irritabilidad, desmoralización,
gran fatiga e incluso enfermedad. La falta de cuadros conduce al partido a su
liquidación. Si las piezas clave que por la edad, enfermedad, degeneración
ideológica o muerte desaparecen y no son reemplazados debidamente, acaba
desapareciendo también el partido, tan simple como eso. De ahí la necesidad
ininterrumpida de la formación de nuevos dirigentes, de elevar el nivel
ideológico general, llevar un control en base a las normas colectivas del partido,
ejercitar la crítica y la autocrítica para poner freno a las tendencias regresivas
y otras «leyes» del funcionamiento partidista que se conocen, pero
generalmente no se aplican como se debiese. Si no se cumple a rajatabla con
esto, que también es responsabilidad de cada militante, no nos podemos quejar
de que tarde o temprano elementos tan increíblemente mediocres como
oportunistas de la talla de Jruschov, Alia o Marco acaben liderando los
respectivos partidos comunistas, ¿cómo no va a ocurrir si el resto se lo ponen
tan fácil? Siendo justos, si estos partidos se convirtieron en mediocres fue, en
gran parte, porque estaban liderados por mediocres, pero también porque
existía una base pasiva que permitió a estos aprovechados mantenerse en el
poder. Una vez se consolidan este tipo de liderazgos gracias a la inoperancia de
la base, lo tienen fácil para silenciar, expulsar e incluso liquidar los pocos
cuadros críticos con el revisionismo dirigente». (Equipo de Bitácora (M-L):
Fundamentos y propósitos, 2022)

Si estos defectos a los que aludimos, como la escasez de cuadros, la complacencia


o los favoritismos, no fueran reales y no incidiesen en los hombres −bien por la
tradición o por nuevos vicios adquiridos−, no se explicaría entonces la llegada y
pervivencia de figuras como el propio Mao Zedong o Chou En-lai dentro del
movimiento comunista −entre otros muchos−, elementos que habían sido
criticados y degradados una y otra vez, pero que finalmente volvían a ocupar
puestos de gran importancia pasado un tiempo. De todos modos, comparar y
considerar como «equiparables» la experiencia soviética o albanesa con la china
es una completa tomadura de pelo por múltiples razones. Sin ir más lejos, Stalin
y Hoxha, aunque durante su vida incurrieron en no pocas desviaciones y
cometieron varios errores de cálculo −que nosotros mismos nos hemos encargado
de investigar y traer a la luz−, no menos cierto es que en el cómputo general sus
méritos pesan mucho más que sus equivocaciones. Por tal razón, esto no puede
compararse con la trayectoria de Mao Zedong, cuyas estimaciones, errores
involuntarios y teorías que pretendían revisar el marxismo a sabiendas, penetran
toda su obra política desde sus más tempranos comienzos. Hasta el más escéptico
se convencería de esto si revisase con detenimiento los primeros escritos del líder
chino, que no son sino una vulgarización del marxismo que no resisten la menor
comparativa con los textos clásicos. Bastaría recordar cuál era la esencia del VIIº
Congreso del PCCh (1945), el primer congreso oficialmente «maoísta», cuyo
informe presentado por Mao −eso sí, el original− respira un espíritu muy
«browderista», es decir, liberal y proestadounidense. Véase la obra:
«Comparativas entre marxismo-leninismo y maoísmo sobre cuestiones
fundamentales» (2016).

¿Exageramos? No, en absoluto. Para muestra un botón. Esto es lo que concluían


los diplomáticos y periodistas estadounidenses tras tomar contacto con la cúpula
del PCCh liderada por Mao Zedong y los suyos:

«El general Chou declaró que el Comité Ejecutivo Central Comunista confirmó
sus negociaciones con el Partido Comunista Chino. (…) El general declaró que
Mao Zedong había ordenado informar personalmente al Generalísimo que el
Partido Comunista estaba preparado para cooperar con su gobierno, tanto
durante el periodo interino como bajo el constitucional. Chou también dijo que
el Partido Comunista creía en principio en el socialismo, pero que, en aquel
momento, veían el socialismo como un sistema impráctico para las condiciones
presentes de China y que, en consecuencia, suscribían la introducción de un
sistema político basado en el de los Estados Unidos; que por esto él entendía que
la prosperidad y la paz de China sólo podían ser alcanzadas mediante la
introducción del sistema político, ciencia e industrialización estadounidenses,
así como por una reforma agraria en un programa de iniciativa individual.
Declaró que Mao le había ordenado informarme que el Partido Comunista
estaba satisfecho con la justicia de mi actitud y de que estaban listos para
cooperar con los propósitos del Gobierno de los Estados Unidos». (Mariscal
General al presidente Truman, Chungking, 31 de enero de 1946)

¿Alguien puede pensar, leyendo esto, que este par de pájaros, Mao y Chou, podían
estar un minuto más en la dirección de un partido comunista? ¿Alguien puede
poner en duda que, efectivamente, hubo una falta de control sobre los cuadros
que llegaban a la cúpula? Mas, dado que ahora no es momento de detenernos en
ello, si el lector desea conocer las primeras andanzas del maoísmo, es mejor que
vaya directamente a la documentación disponible. Véase la obra: «Las luchas de
los marxista-leninistas contra el maoísmo: el caballo de Troya del revisionismo»
(2016).

Las «fuerzas productivas» como excusa para el oportunismo político

No hace falta decir que el marxismo siempre ha valorado la importancia de las


fuerzas productivas, algo normal, si uno no desea caer en voluntarismos y
perseguir fantasmas. De hecho, hemos afirmado varias veces con suma
rotundidad que sin tal concepción no se puede entender la evolución de la
humanidad. Véase la obra: «Fundamentos y propósitos» (2022).

Refresquemos la memoria sobre lo que estas «fuerzas productivas» significan a


nivel sociohistórico:
«Son: los instrumentos de producción, con ayuda de los cuales se producen los
bienes materiales; los hombres que manejan los instrumentos y efectúan la
producción de los bienes materiales, por tener una cierta experiencia productiva
y hábito de trabajo. Las fuerzas productivas, es decir, los medios de producción
−instrumentos, máquinas, implementos, materias primas, etcétera− y la fuerza
de trabajo del hombre, del trabajador, son siempre los elementos absolutamente
indispensables para el trabajo, para la producción material. La productividad
del trabajo social, el grado de dominio del hombre sobre la naturaleza,
dependen del nivel histórico del desarrollo de las fuerzas productivas, de la
perfección de los instrumentos de producción y de la experiencia productora y
los hábitos de trabajo del hombre. De aquí la evidente importancia de las fuerzas
productivas y de su crecimiento para la sociedad. En cada momento histórico,
la vida de la sociedad depende de las fuerzas productivas de que dispone». (M.
Rosental y P. Yudin; Diccionario filosófico marxista, 1946)

Ahora bien, la magnificación de su importancia −hasta hacer que toda la política


gire en torno a esta cuestión− siempre ha sido caldo de cultivo para todo tipo de
tesis peligrosas. Quizá el caso más paradigmático sea el de la llamada «teoría de
las fuerzas productivas», un fragmento heredado del «gran legado» de la II
Internacional, luego tan empleado por todos los grandes oportunistas del siglo
XX −desde los kautskistas, los mencheviques, hasta los trotskistas, pasando por
los maoístas−. Pero no hemos de engañarnos, algunos de los representantes más
admirados de la doctrina marxista-leninista, empezando por Marx, Engels, Lenin
o Stalin, también han incurrido en estas pretensiones, unas veces para superarlas,
otras para rescatarlas en otros momentos, y no siempre dando muestras de
superarlas del todo. Véase el capítulo: «Entonces, ¿nunca ha coqueteado el
marxismo-leninismo con nociones mecanicistas, místicas o evolucionistas?»
(2022).

Esto se reflejó en que Marx y Engels, repasando las causas sobre las revoluciones
fallidas, no siempre daban conclusiones del todo acertadas, acotando demasiado
sus conclusiones a una mera cuestión de «falta de desarrollo de las fuerzas
productivas»:

«Si el proletariado francés, en un momento de revolución, posee en París una


fuerza y una influencia efectivas, que le espolean a realizar un asalto superior a
sus medios, en el resto de Francia se halla agrupado en centros industriales
aislados y dispersos, perdiéndose casi en la superioridad numérica de los
campesinos y pequeños burgueses. (…) Nada más lógico, pues, que el
proletariado de París intentase sacar adelante sus intereses al lado de los de la
burguesía, en vez de presentarlos como el interés revolucionario de la propia
sociedad, que arriase la bandera roja ante la bandera tricolor». (Karl Marx;
Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850, 1850)
Por su parte, Engels, en el prólogo a la edición de 1895, comentaba en el mismo
sentido:

«El que, incluso, este potente ejército del proletariado no hubiese podido
alcanzar todavía su objetivo, y, lejos de poder conquistar la victoria en un gran
ataque decisivo, tuviese que avanzar lentamente, de posición en posición, en una
lucha dura y tenaz, demuestra de un modo concluyente cuán imposible era, en
1848, conquistar la transformación social. (...) El capitalismo tenía todavía, en
1848, gran capacidad de extensión. Pero ha sido precisamente esta revolución
industrial la que ha clarificado las relaciones de clase en todas partes, la que ha
eliminado una multitud de formas intermedias, legadas por el período
manufacturero y, en la Europa oriental, incluso por el artesanado gremial,
creando y haciendo pasar al primer plano del desarrollo social a una verdadera
burguesía y a un verdadero proletariado de la gran industria. Y, con esto, la
lucha entre estas dos grandes clases que, en 1848, fuera de Inglaterra, solo
existía en París y a lo sumo en algunos grandes centros industriales, se ha
extendido a toda Europa y ha adquirido una intensidad que en 1848 era todavía
inconcebible. Entonces, reinaba la multitud de confusos evangelios de las
diferentes sectas, con sus correspondientes panaceas; hoy, una sola teoría,
reconocida por todos, la teoría de Marx, clara y transparente, que formula de
un modo preciso los objetivos finales de la lucha. (...) Hoy, el gran ejército único,
el ejército internacional de los socialistas, que avanza incontenible y crece día a
día en número, en organización, en disciplina, en claridad de visión y en
seguridad de vencer». (Friedrich Engels; Prefacio a la obra de Karl Marx: «Las
luchas de clases en Francia de 1848 a 1850», 1895)

En estas citas encontramos lo siguiente que ha de ser comentado con ojo crítico:

a) En primer lugar, Marx y Engels parten de una aseveración aparentemente


lógica −a menor número de proletariado, seguramente menor experiencia
política propia y mayor probabilidad de que el movimiento ande bajo tutelaje
burgués−, pero solo como pretexto para acabar concluyendo que hasta que no se
desarrollen a fondo las fuerzas productivas, la lucha por eliminar el capitalismo
no estará aún madura, ¿por qué? Porque la sociedad no presenta «en toda su
extensión» el antagonismo entre burguesía y proletariado, responde Engels.
¿Qué sentido tiene esta explicación, aplicada a cualquier otro contexto conocido?
¿Ha resistido la prueba del tiempo? Pues no. Según los datos recopilados por
James S. O'Donnell en su obra «Una mayoría de Edad. Albania bajo Enver
Hoxha» (1999), en 1938 el «90% de la renta nacional de Albania total provenía
de la agricultura», aunque «solo el 8% de la tierra era cultivada», el «88% de la
población vivía en las zonas rurales» mientras que «el 53% de los campesinos no
tenía tierra» y «más del 40% de la tierra cultivable estaba en manos de los grandes
terratenientes y sólo el 3% por ciento estaba en manos de campesinos». En cuanto
a los niveles de mecanización: «sólo había 32 tractores en todo el país». Por lo
que, siguiendo una regla de tres, según la noción dada anteriormente por Marx y
Engels, en 1944 el movimiento político no podría haber hecho otra cosa que...
¿desarrollar el capitalismo unas cuantas décadas más? Para los comunistas de
aquel entonces esto se mostró innecesario para la toma de poder y la puesta en
marcha de cambios decisivos. Vamos aún más allá: al igual que en Rusia, el rumbo
tomado hacia la transformación socialista de las antiguas relaciones de
producción −ritmo que dependerá, claro está, de la situación y condiciones−
brindó a Tirana un rápido y nuevo desarrollo −en las hasta entonces pobres y
estancadas− fuerzas productivas. Véase la obra del PTA: «Historia del Partido del
Trabajo de Albania. Segunda edición» (1982).

b) En segundo lugar, Engels considera −no sin unos extraños trazos de


triunfalismo− que para 1895 la II Internacional «avanza incontenible y crece día
a día en número, en organización, en disciplina, en claridad de visión». Pareciera
que aquí hablase como si el movimiento hubiera logrado que entre los proletarios
se borrase esa castrante variedad ideológica de antaño y todos marchasen al
unísono bajo el marxismo. Huelga argumentar lo falso de esto. Si bien la II
Internacional supuso un gran paso adelante en comparación a la desunión y
desorganización de los grupos revolucionarios en las décadas previas, su
funcionamiento interno no era un cuadro idílico. Si repasamos las andanzas del
marxismo en Francia, por ejemplo, lo cierto es que su militancia vivía en una
tensión permanente por superar los ecos del bakuninismo, el proudhonismo o el
sindicalismo gremial, teniendo que enfrentar rápidamente las amenazas de sus
variantes −como el posibilismo o el socialismo reformista−, sin contar ya, claro
está, que en según qué épocas otros grupos rivales −como los anarquistas, los
radicales o los bonapartistas− seguían cosechando gran parte de la atención de
los proletarios. Sin ir más lejos, Engels había advertido de la llegada de ex
radicales como Jean Jaurès en su «Carta a Paul Lafargue» (6 de marzo de 1894),
calificando a este como un «ignorante en economía política» y partidario del
«socialismo del Estado», el cual «representa una de las enfermedades infantiles
del socialismo proletario». En cambio, un año después en su «Carta a G.
Plejánov» (26 de febrero de 1895), varió en su apreciación creyendo que Jaurès
estaba «en el camino correcto» porque aparentemente estaba «aprendiendo
marxismo», permitiéndose el lujo de recomendar a los franceses «¡no exigir
demasiada ortodoxia!» a razón de que «el partido es demasiado grande y la teoría
de Marx se ha vuelto demasiado generalizada para que personas relativamente
aisladas y confusas hagan demasiado daño en Occidente». Craso error. Véase el
subcapítulo: «¿En qué se basaba el incipiente marxismo francés del siglo XIX?»
(2021).

c) Esta teoría tampoco estaría en capacidad de explicar, ni mucho menos, por qué
el marxismo no triunfó en los EE. UU. o en la Inglaterra de mediados y finales del
siglo XIX, seguramente los dos países más avanzados en cuanto a fuerzas
productivas. En este último, los fabianos, los cartistas o sus parientes lejanos
como la Federación Social Democrática o el Partido Laboralista, seguían
cometiendo una y otra vez los mismos patinazos de los viejos movimientos
socialistas de corte utópico; lo mismo en cuanto a los estadounidenses y grupos
como Los Caballeros del Trabajo. Esto tampoco es una impresión nuestra, sino
una cruda realidad que el mismo Engels se vio obligado de comunicar a sus
íntimos allegados con signos de gran hastío. Véanse las obras de Friedrich Engels
«Carta a Apolph Sorge» (10 de noviembre de 1886), «Prólogo a la edición
estadounidense de la obra: «La situación de la clase obrera en Inglaterra» de
1845» (1887), «Carta a G. Plejánov» (21 de mayo de 1894) o «Carta a Schlüter»
(1 de enero de 1895).

d) Aun con todo, cuestiones como la hegemonía del movimiento sobre la


población; sus tradiciones políticas erróneas, la capacidad de agitación y
propaganda, sus líderes, qué conocimientos militares tenían, de cuánto tiempo
libre disponían y qué material era accesible para la formación ideológica de sus
militantes, entre otros, parecían ser factores descuidados por Marx y Engels en
los análisis históricos de revoluciones fallidas como la «Primavera de los
Pueblos» (1848) o la Comuna de París (1871). Ha de entenderse de una vez que el
triunfo o fracaso de los movimientos políticos no dependía −de forma absoluta,
queremos decir− del mayor o menor margen de desarrollo que tuviera el
capitalismo en sus respectivos países, sino también del grado de concienciación
de los protagonistas, de hacia qué objetivos apuntasen, de qué influencia, técnica,
organización y disciplina tuvieran. El propio Marx sentenció muy correctamente
en su obra «El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte» (1852), cómo la historia
se desarrolla −para bien o para mal− en «aquellas circunstancias con que [los
hombres] se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el
pasado», una «tradición de todas las generaciones muertas [que] oprime como
una pesadilla el cerebro de los vivos». Por ende, el problema en estos desafíos y
en los siguientes seguía siendo que los proletarios se lanzaban «con una valentía
y una genialidad sin ejemplo, sin jefes, sin un plan común, sin medios, carentes
de armas en su mayor parte» (Marx), entre otros factores, porque pese a contar
el país con unas fuerzas productivas cada vez más extendidas y potentes, no se
había resuelto en cambio la «confusión de los evangelios de las diferentes sectas
[utópicas]» (Engels). Esta situación se dilató, incluso después de la aparición del
socialismo científico, por mucho más tiempo de lo esperado, en algunos casos no
superándose jamás y en otros volviéndose cada cierto tiempo a coquetear con las
ideas utópicas de dichas sectas que ya parecían superadas −algo que, dicho sea de
paso, no dista mucho de nuestro presente−. Véase de nuevo el capítulo: «¿En qué
se basaba el incipiente marxismo francés del siglo XIX?» (2021).

e) Entendemos que, a falta de reflexiones y estudios de valor, ha sido muy


tentador hasta el día de hoy recurrir a salidas fáciles y mecanicismos de manual
como los que siguen: «Si aquí se han cometido «X» errores políticos, es porque
ha habido poco desarrollo de las fuerzas productivas; por tanto, pocos proletarios,
y eso explica la poca experiencia y la mala organización». Y su contrario: «Si aquí
han ocurrido «Y» errores políticos, es porque con el gran desarrollo de las fuerzas
productivas la burguesía ha sobornado a la «aristocracia obrera» y ha dividido el
movimiento». Pero eso no es analizar nada de las teorías y vicios de esos
movimientos. Son, como le gustaba decir a Marx, meras tautologías que
redundan en lo mismo, volviendo a la casilla de salida. Retomando la falsa
explicación anterior, si para tal superación del capitalismo solo se prestase
necesario un «prolongado desarrollo de las fuerzas productivas» para dar luz a
una «agudización de las contradicciones entre proletariado y burguesía»,
estaríamos sacando de la ecuación a los propios hombres, algo que va en contra
de todo lo que ha predicado fundamentalmente el marxismo. Prueba de ello son
obras de Karl Marx como «Carta al director de Otiechéstvennie Zapiski» (1877),
o las misivas de Friedrich Engels como «Respuesta a Mr. Paul Ernst» (1890), y la
«Carta a W. Borgius» (25 de enero de 1894), entre otras muchas. Además, aun si
nos viéramos obligados a aceptar con toda la buena fe tal pensamiento zafio, por
esa regla de tres estaríamos asumiendo que el «comunismo» debería haber
triunfado ya automáticamente en la mayor parte del planeta por el mero discurrir.
Una noción estrafalaria que, como se acaba de comprobar, nos dejaría en
completo ridículo, porque no se sostiene por sí sola, siendo necesario, al menos
para todo hombre de ciencia, que sea revaluada y, como se ha visto hasta aquí,
desechada.

f) Curiosamente, este tipo de «excesos» o «inexactitudes» fueron en parte


reconocidos en ciertos pasajes conocidos de la literatura del socialismo científico.
En la «Ideología alemana» (1846), Marx y Engels se centran en combatir las
nociones de quienes creían que se «engendraban a sí mismos» por encima de «la
producción material de la vida inmediata». Pero incluso en esta obra contra el
idealismo histórico se reconocía que para que una «conmoción total» −una
revolución− ocurra, no solo era necesario evaluar «las fuerzas productivas
existentes», sino «el derrocamiento práctico de las relaciones sociales reales», es
decir, conseguir «la formación de una masa revolucionaria que se levante, no solo
en contra de ciertas condiciones de la sociedad anterior, sino en contra de la
misma «producción de la vida» vigente hasta ahora, contra la «actividad de
conjunto»; apuntillando que «las circunstancias hacen al hombre en la misma
medida en que este hace a las circunstancias». En lo relativo por ejemplo a la
cuestión colonial, en su obra «Futuros resultados de la dominación británica en
la India» (1853), Marx espetó lo siguiente: «Todo cuanto se vea obligada a hacer
en la India la burguesía inglesa no emancipará a las masas populares ni mejorará
sustancialmente su condición social, pues tanto lo uno como lo otro no sólo
depende del desarrollo de las fuerzas productivas, sino de su apropiación por el
pueblo». Incluso en su famoso «Prólogo a la Contribución para la crítica de la
economía política» (1858), Marx proclamó que: «Las fuerzas productivas que se
desarrollan en la sociedad burguesa brindan, al mismo tiempo, las condiciones
materiales para la solución de este antagonismo» y que, en cuanto a las metas que
se pretenden alcanzar, «estos objetivos sólo surgen cuando ya se dan o, por lo
menos, se están gestando, las condiciones materiales para su realización». Por
tanto, aquí no había un fatalismo absoluto como han querido ver muchos, y como
ambos autores matizarían en otros tratados como su famosa «Carta a Franz
Mehring» (14 de julio de 1893): «En lo que nosotros más insistíamos −y no
podíamos por menos de hacerlo así− era en derivar de los hechos económicos
básicos las ideas políticas, jurídicas, etc., y los actos condicionados por ellas. Y al
proceder de esta manera, el contenido nos hacía olvidar la forma, es decir, el
proceso de génesis de estas ideas, etcétera». En otra ocasión, en su «Carta a J.
Bloch» (22 de setiembre de 1890), arguyó: «Si alguien lo tergiversa diciendo que
el factor económico es el único determinante, convertirá aquella tesis en una frase
vacua, abstracta, absurda. La situación económica es la base, pero los diversos
factores de la superestructura que sobre ella se levanta −las formas políticas de la
lucha de clases y sus resultados, las constituciones que, después de ganada una
batalla, redacta la clase triunfante, etc., las formas jurídicas, e incluso los reflejos
de todas estas luchas reales en el cerebro de los participantes, las teorías políticas,
jurídicas, filosóficas, las ideas religiosas y el desarrollo ulterior de éstas hasta
convertirlas en un sistema de dogmas− ejercen también su influencia sobre el
curso de las luchas históricas y determinan, predominantemente en muchos
casos, su forma. Es un juego mutuo de acciones y reacciones entre todos estos
factores».

g) En todo caso, lo que al lector le debe quedar claro es que no hay peor
«economicismo» −y, por lo tanto, materialismo vulgar− que hablar de
«progreso» midiendo únicamente el nivel de las fuerzas productivas,
despreciando la ideología que comanda dicho sistema político-económico. Así, de
la mano de este economicismo, al que podemos catalogar además como
imperialista, encontramos, por ejemplo, que el nacionalismo justificaría la
dominación del nazismo sobre Europa por tener un «mayor grado de desarrollo
de las fuerzas productivas» que muchos de sus pueblos subyugados. Asimismo,
no hay nada más estúpido que creer que el progreso en cada época no tiene nada
que ver con el nivel de desarrollo de las fuerzas productivas, lo cual nos lleva a
afirmar tajantemente que son ridículas las «propuestas alternativas» de una
vuelta al capitalismo en su etapa premonopolista o incluso de la abolición de la
industria, deseando indirectamente la inmolación de gran parte de los progresos
de la ciencia social. En esta línea, los hippies y los anarquistas rechazarían
tajantemente los proyectos de la URSS de Lenin y Stalin, que trataban de crear
una potente industria pesada, red de transportes, etcétera en aras del desarrollo
socioeconómico socialista y la defensa del país en caso de invasión de las
potencias imperialistas. Por esto mismo, es importante entender la plena
consonancia entre las «fuerzas productivas», que incluyen los lazos del hombre
con la naturaleza, y las «relaciones de producción», focalizadas en los lazos que
establece el hombre con otros hombres para producir. Es decir, no debe
entenderse que las fuerzas productivas y las relaciones de producción son
independientes entre sí, pues no existen la una sin la otra. Esta noción equivocada
generalmente tiene dos variantes y, como toda buena falacia o fatalismo, parte de
medias verdades, o de atisbos de posibilidad:
a) Allí donde el capitalismo estaba altamente desarrollado, los partidarios de «la
teoría de las fuerzas productivas» consideraron que la toma de poder de los
comunistas se daría de forma mecánica, que sería algo a lo que se llegaría «más
temprano que tarde», porque, según ellos, subyacía de las propias problemáticas
y oportunidades que presentaba el capitalismo en su laberinto histórico.
Tomaban en cuenta la proletarización de la sociedad, el alto grado de desarrollo
de la técnica y las sucesivas crisis económicas para argumentar este fatalismo
histórico. A partir de ahí, concluían que bajo tales condiciones la victoria de las
fuerzas del progreso estaba «casi» asegurada, dado que de una u otra forma,
prácticamente todos los sectores de la sociedad se sentían afligidos y tendían a
buscar un «socialismo» como alternativa que superase el capitalismo. Por esta
razón, algunos dirigentes teorizaron que este tránsito al socialismo, como
primera fase de la nueva sociedad, quizás hasta fuese comandado por fuerzas no
estrictamente comunistas:

«Es necesario partir del examen del desarrollo de las fuerzas productivas, de él
viene un impulso objetivo hacia el socialismo. (…) Sin embargo, en países de
capitalismo muy avanzado, puede suceder que la clase trabajadora en su
mayoría siga a un partido no comunista y no podemos excluir que, incluso en
estos países, partidos no comunistas basados en la clase trabajadora puedan
expresar el impulso que viene de la clase trabajadora hacia el socialismo. (…)
[Esto plantea] cómo lograr la unidad entre las diversas fuerzas organizadas que
hoy tienden, en diferentes formas, a moverse en la dirección de la sociedad
socialista». (Palmiro Togliatti; Informe presentado en la sesión plenaria del
Comité Central del Partido Comunista Italiano, 24 de junio de 1956)

Aquí, se ocultaba la brecha histórica que siempre ha habido entre la doctrina y los
proyectos del «socialismo utópico» −y los de sus herederos: bakuninistas,
proudhonistas, posibilistas, etcétera− y los del «socialismo científico» de Marx y
Engels, contrarios a ese utopismo idílico e implausible. Esa concepción
mecanicista de las fuerzas productivas, junto a tantas otras desviaciones, como el
«cretinismo parlamentario», el «economicismo sindicalista» y el «legalismo
burgués», dio pie a un moderantismo político, mezclado siempre con una
despreocupación por la organización y la templanza ideológica. Entre tanto, el
espíritu revolucionario de las bases proletarias fue languideciendo, siendo presos
tanto de la propaganda cultural de los medios de comunicación de la burguesía
−con su ocio alienante− como del espíritu conciliador, pusilánime y mezquino de
sus jefes. ¿Acaso se podía esperar otra cosa?

En resumidas cuentas, los defensores de todas estas «teorías» se oponen a la


emancipación de la clase obrera, tanto en los países capitalistas desarrollados
como en los subdesarrollados. Y, aunque se esfuercen por negarlo, esta tendencia
rebaja el factor subjetivo en la transformación de los procesos históricos, hasta el
punto de relativizar la labor de concienciación y organización política
independiente. De esta forma, se sustituye la revolución por un evolucionismo
pacífico y consensuado de los «elementos nacionales», que de una forma u otra
están «descontentos con el sistema»; sin realizar, en ningún momento, un
análisis exhaustivo de qué clases sociales, qué objetivos políticos o qué enfoques
filosóficos hay detrás. Partiendo de enunciaciones grandilocuentes y cálculos
arbitrarios con relación al número de proletarios o al estado de las fuerzas
productivas, se permiten ser muy optimistas y anunciar que la victoria está a la
vuelta de la esquina, dado que «el capitalismo tiene graves contradicciones y está
en crisis», pero luego se lamentan amargamente del hecho de que aún puede
resistir. ¿La razón? Que entre el «pueblo» existe una «falta de unidad» derivada
de que en el movimiento político «anticapitalista» hay un exceso de «sectarismo
y dogmatismo», recomendando una mayor «flexibilidad» y «pragmatismo» en
materia de alianzas y exigencias ideológicas. ¡Qué sorpresivas conclusiones!

b) Otra variante de esta farsa −nos negamos a volver a llamarla «teoría»−


consideraba que el «alto desarrollo de las fuerzas productivas» supone el factor
determinante −cuando no el único− para propiciar una superación del
capitalismo. A veces esto se unía a la noción aún más delirante de que la
«revolución» había de ser «simultánea a nivel mundial» o «de otro modo el
proceso fracasará». Así, en los países semifeudales o en aquellos con un escaso
desarrollo del capitalismo, es decir, en aquellos aquejados por un nivel escaso de
desarrollo de las fuerzas productivas y un número reducido de proletarios, se
pensaba que los comunistas no podrían llevar a cabo la toma del poder, ni mucho
menos transitar hacia el socialismo. Según esta concepción, sería necesaria una
«etapa preparatoria» que contaría con un amplio desarrollo del capitalismo o al
menos con la asistencia de un «cordón sanitario» de varios países socialistas
desarrollados como garantía para «superar su atraso». En estos casos, no se
dudaba en recomendar apoyar políticamente a las fuerzas capitalistas nacionales
que estimulasen tal desarrollo, incluyendo potencias imperialistas extranjeras.
He aquí un ejemplo de esto, en lo que dijo Po Ku, miembro del Politburó del
Partido Comunista de China (PCCh) a John S. Service en 1944:

«Po Ku: «Intentar trasplantar a China todos los aspectos de la sociedad en la


que Marx se encontraba −la revolución industrial en el siglo XIX− y los pasos
−lucha de clases y la revolución violenta− que veía necesarios para que el pueblo
escapara de esas condiciones, no solo sería ridículo, sino que también sería una
violación de nuestros principios básicos de objetivismo realista y evitar el
dogmatismo doctrinario. (...) Probablemente no podamos alcanzar el
socialismo aun hasta que gran parte del resto del mundo haya llegado a esa
fase. (...) Debemos aumentar nuestro nivel económico mediante una larga fase
de democracia y empresa libre. Lo que los comunistas esperamos hacer es
mantener a China moviéndose progresiva y constantemente hacia esta meta.
Mediante, ordenadamente, un desarrollo gradual y progresivo, evitaremos
ocasionar las condiciones que llevaron a Marx a sacar sus conclusiones de la
necesidad −en su sociedad− de la lucha de clases: evitaremos la necesidad de
una revolución violenta mediante una revolución pacífica planificada. Es
imposible predecir cuanto durara este proceso. Pero podemos estar seguros de
que tomara más de treinta o cuarenta años, y probablemente más de cien años».
(John S. Service; Las posiciones de los comunistas chinos con respecto a la
Unión Soviética y los Estados Unidos, 28 de septiembre de 1944)

Huelga decir que estas patrañas hace largo tiempo que han sido refutadas por la
historia en no pocas ocasiones, como se demostró en Rusia o Albania. En la
práctica, que es donde se dirimen las teorías, los revolucionarios se dieron cuenta
−por motivos de causa mayor− que aun en los países más atrasados, sin una base
técnica de importancia, los proletarios ideológicamente más avanzados, por
pocos que sean, pueden contraer una alianza o incorporar al movimiento a
aquellos sujetos y capas sociales con inclinaciones revolucionarias, y que a mayor
nivel de hegemonía política más fácilmente pueden encaminar con rapidez la
resolución de las tareas del momento; sean estas anticoloniales, antifeudales,
socialistas o cualesquiera que sean.

En suma; sí existe la posibilidad de pasar a construir el socialismo sin necesidad


de pasar por un capitalismo «plenamente desarrollado» o delegar el poder
político en la burguesía nacional. Que tal proceso sea más lento o tortuoso,
evidentemente dependerá del propio desarrollo de las fuerzas productivas
heredado o adquirido durante la gobernanza, de la asistencia y ayuda
internacional que exista, de si se vuelven sobre el país revolucionario las fuerzas
contrarrevolucionarias externas o no. Pero como demostró precisamente la
industrialización socialista en estos países, este camino supone un desarrollo
ulterior de las fuerzas productivas mucho mayor que el que puede producir el
capitalismo con su anarquía en la producción y derroche de recursos y energías.
No comprender esto supone rebajarse en el mejor de los casos a un derrotista, en
el peor al nivel de un economista burgués.

¿Cuáles han sido las tendencias negativas más recurrentes durante el


siglo XX?

En su momento, reflexionando sobre la creación de las secciones de la


Internacional Comunista (IC) y sus problemas recurrentes, Stalin hizo unas
anotaciones sobre la necesidad de «bolchevizar» las estructuras del Partido
Comunista de Alemania (PCA), una organización que había sufrido y habría de
sufrir todavía muchos procesos calamitosos. ¿Qué significaba aquí
«bolchevizar»? Pues, lejos de lo que han repetido los opositores de la Revolución
Bolchevique (1917), esto no era, ni más ni menos, que tratar de adecuar los
aciertos del movimiento bolchevique al resto de agrupaciones revolucionarias del
mundo, es decir, lo que ellos mismos hicieron con las experiencias de Europa
Occidental en Rusia. ¡Terrible!

«1) Es necesario que el partido no se considere un apéndice del mecanismo


electoral parlamentario, como en realidad se considera la socialdemocracia, ni
un suplemento de los sindicatos, como afirman a veces ciertos elementos
anarco-sindicalistas, sino la forma superior de unión de clase del proletariado,
llamada a dirigir todas las demás formas de organizaciones proletarias, desde
los sindicatos hasta la minoría parlamentaria.

2) Es necesario que el partido, y de manera especial sus cuadros dirigentes,


dominen a fondo la teoría revolucionaria del marxismo, ligada con lazos
indestructibles a la labor práctica revolucionaria.

3) Es necesario que el partido no adopte las consignas y las directivas sobre la


base de fórmulas aprendidas de memoria y de paralelos históricos, sino como
resultado de un análisis minucioso de las condiciones concretas, interiores e
internacionales, del movimiento revolucionario, teniendo siempre en cuenta la
experiencia de las revoluciones de todos los países.

4) Es necesario que el partido contraste la justeza de estas consignas y directivas


en el fuego de la lucha revolucionaria de las masas.

5) Es necesario que toda la labor del partido, particularmente si no se ha


desembarazado aún de las tradiciones socialdemócratas, se reconstruya sobre
una base nueva, revolucionaria, de modo que cada paso del partido y cada uno
de sus actos contribuyan de modo natural a revolucionarizar a las amplias
masas, a preparar a las amplias masas de la clase obrera en el espíritu de la
revolución.

6) Es necesario que el partido sepa conjugar en su labor la máxima fidelidad a


los principios −¡no confundir eso con el sectarismo!− con la máxima ligazón y
el máximo contacto con las masas −¡no confundir eso con el seguidismo!−, sin
lo cual al partido le será imposible, no sólo instruir a las masas, sino también
aprender de ellas, no sólo guiar a las masas y elevarlas hasta el nivel del
partido, sino también prestar oído a la voz de las masas y adivinar sus
necesidades apremiantes.

7) Es necesario que el partido sepa conjugar en su labor un espíritu


revolucionario intransigente −¡no confundir eso con el aventurerismo
revolucionario!− con la máxima flexibilidad y la máxima capacidad de
maniobra −¡no confundir eso con el espíritu de adaptación!−, sin lo cual al
partido le será imposible dominar todas las formas de lucha y de organización,
ligar los intereses cotidianos del proletariado con los intereses básicos de la
revolución proletaria y conjugar en su trabajo la lucha legal con la lucha
clandestina.

8) Es necesario que el partido no oculte sus errores, que no tema la crítica, que
sepa capacitar y educar a sus cuadros analizando sus propios errores.
9) Es necesario que el partido sepa seleccionar para el grupo dirigente
fundamental a los mejores combatientes de vanguardia, a hombres lo bastante
fieles para ser intérpretes genuinos de las aspiraciones del proletariado
revolucionario, y lo bastantes expertos para ser los verdaderos jefes de la
revolución proletaria, capaces de aplicar la táctica y la estrategia del leninismo.

10) Es necesario que el partido mejore sistemáticamente la composición social


de sus organizaciones y se depure de los disgregantes elementos oportunistas,
teniendo como objetivo el hacerse lo más monolítico posible.

11) Es necesario que el partido forje una disciplina proletaria de hierro, nacida
de la cohesión ideológica, de la claridad de objetivos del movimiento, de la
unidad de las acciones prácticas y de la actitud consciente hacia las tareas del
partido por parte de las amplias masas de este.

12) Es necesario que el partido compruebe sistemáticamente el cumplimiento de


sus propias decisiones y directivas, sin lo cual éstas corren el riesgo de
convertirse en promesas vacías, capaces únicamente de quebrantar la
confianza de las amplias masas proletarias en el partido». (Iósif Vissariónovich
Dzhugashvili, Stalin; Sobre las perspectivas del Partido Comunista de Alemania
y sobre la bolchevización, 1925)

«¡Qué tontería, pero si tales requisitos son de cajón!», dirán los sabiondos de
siempre. Pues bien, no exageramos si decimos que las agrupaciones políticas
tradicionales del siglo XX perecieron −entre otros motivos que ahora
abordaremos− por no cumplir los puntos básicos aquí enunciados. A poco que
uno repase el desarrollo de estos partidos, observará cómo cristalizaron −y a
veces con la bendición soviética− dos extremismos: o pensamientos totalmente
irreflexivos y sectarios o ilusiones sumamente pragmáticas y conciliadoras.
Curiosamente, la mayoría de colectivos han pasado por ambos periodos o, mejor
dicho, han manifestado un poco de esto y un poco de aquello. Véase la obra: «La
responsabilidad del Partido Comunista de Argentina en el ascenso del
peronismo» (2021).

Es muy posible que estos defectos, que a continuación vamos a enumerar,


resulten muy familiares a nuestro lector, incluso que a veces se sienta
identificado. Esto no es motivo de vergüenza, pues es algo muy normal, que
responde a la sencilla razón de que, por estadística, lo más probable es que se
haya criado políticamente, haya reproducido o haya sido testigo de estos
patrones. Y esto ocurre, simple y llanamente, ¡porque nunca han sido superados
del todo en el movimiento emancipatorio!

«No olvidemos que las peores tradiciones y las malas costumbres pesan sobre
la actividad de los hombres como si se tratase de una maldición, y a veces
pareciera que la voluntad o la honestidad de unos cuantos no sirven en absoluto
para superar esta barrera de mediocridad, pero hay una explicación racional
mucho más sencilla y no tan fatalista. Antes de nada, nunca debemos perder de
vista que, aunque con mucho tiempo, dedicación y esfuerzo, son los hombres los
que cambian sus circunstancias, lo que en política exige la cooperación sin
titubeos entre sus miembros, algo que tiene más importancia cuando se va en
contra de la corriente de opinión mayoritaria». (Equipo de Bitácora (M-L);
Mariátegui, el ídolo del «marxismo heterodoxo», 2021)

¿De qué hablamos? ¿A qué nos estamos refiriendo? Muy sencillo. En primer
lugar, sintetizando el bloque de las desviaciones escoradas hacia la «izquierda»
−tendientes hacia el anarquismo−, estas se podrían simplificar en:

«Negarse a participar en los sindicatos y las elecciones; presentarse ante los


trabajadores con una fraseología radical o intelectualoide alejada de su
entendimiento; sobrestimar las fuerzas propias e infravalorar las del enemigo;
bregar en cualquier momento y lugar por intentar aplicar los cuatro esquemas
aprendidos sobre la revolución de memoria; seducción por los métodos
terroristas; olvidar la paciente labor de educación entre las masas, dando por
hecho que ellas conocen lo que la vanguardia o tachándolas inmediatamente de
«reaccionarias»; el uso del eslogan machacado y el insulto como sinónimo de
agitación y propaganda política en detrimento de la argumentación científica;
calificar a cualquier grupo político no comunista de «fascista», etcétera».
(Equipo de Bitácora (M-L): Fundamentos y propósitos, 2022)

Después, en el segundo bloque de desviaciones inclinadas hacia la «derecha»


−tendientes al reformismo−, las más comunes son:

«El rebajar la importancia del partido como dirigente de los procesos


revolucionarios, rebajar las exigencias para militar en ellos, el crear ilusiones
sobre el carácter de los líderes de la socialdemocracia, realizar pactos y alianzas
con los cabecillas anticomunistas, las ilusiones sobre el papel de la burguesía
nacional en la revolución, el poner en tela de juicio la necesidad de la dictadura
del proletariado para asegurar su poder, hablar de la posibilidad de transitar
pacíficamente al socialismo mediante el parlamentarismo, las concesiones al
imperialismo bajo la excusa de «evitar nuevas guerras» y otras. Todas ellas
eran tesis que existían ya antes del jruschovismo, este solo se aprovechó de las
debilidades que rondaban o que se habían manifestado en muchos partidos
durante la etapa stalinista y oficializó estas desviaciones como nueva ruta,
dándole una vuelta de tuerca más, en muchos casos, hacia la derecha». (Equipo
de Bitácora (M-L): Fundamentos y propósitos, 2022)

Huelga decir que estos puntos varían o se agrandan cuando nos referimos a
partidos en el poder, los cuales tienen a su disposición la posibilidad y la
responsabilidad de dirigir el desarrollo cultural, económico y político de una
sociedad al completo. De nuevo, el lector querrá saber de qué fenómenos exactos
estamos hablando, así que adelante:

«Falta de comunicación entre los revolucionarios para coordinarse a nivel


mundial. No hubo una conexión eficaz entre los revolucionarios de cada zona,
es más, hubo concesiones al imperialismo con el pretexto de no provocarle o no
darle pretextos propagandísticos. Las envidias y las desconfianzas hicieron el
resto.

Mezcolanzas entre nacionalismo y marxismo. Se intentó aunar la herencia de la


cultura nacional reaccionaria con la esencia universal y progresista de las
formas del pensamiento y las leyes de la revolución que recoge el marxismo.
Bajo la excusa de «recuperar el pasado progresista del país», «adaptar el
marxismo a la realidad concreta» o «combatir el cosmopolitismo», este
fenómeno marchó adelante y sin frenos.

Bandazos estratégicos y tácticos. Sin una razón de peso y bajo una ausencia de
autocrítica, hubo toda una serie de vaivenes que nunca fueron explicados ante
el público general, y quienes se percataban de tal torpeza quedaban perplejos
por la naturalidad con que se expresaba.

No asumir los fracasos como propios. No pocas veces se buscaba un «cabeza de


turco» o se recurría a explicaciones fantasiosas para evitar reconocer que la
línea política preconfigurada se había demostrado errada, todo en un intento
de proteger a sus cabecillas y «salvar el honor del partido».

Falta de un férreo control sobre los servicios de seguridad. Esta grave debilidad
creó una paranoia generalizada entre las filas, atenazó la crítica y facilitó el
ascenso de los arribistas en las cúpulas de estos organismos que eran de suma
sensibilidad para la supervivencia del partido o el sistema político.

Gremialismo. En lo referido a economía, filosofía, organización, arte, etcétera,


no era extraño observar una reclusión endogámica de los expertos en sus
respectivos campos, apoyándose unos a otros e intentando no rendir cuentas,
pidiendo, muy por el contrario, ser respetados y adulados. Muchas figuras de
importancia se vieron acorralados por una oficialidad osificada,
apuntalándose, en su lugar, a profesionales mediocres en los altos cargos
referidos a estos campos clave de la cultura y la sociedad.

Falta de conocimientos sobre la historia del movimiento nacional e


internacional. Esto suponía que tarde o temprano, al enfrentarse a tareas muy
similares, cayeran en la incomprensible repetición de errores que se
presuponían ya superados, ora virando hacia el anarquismo ora hacia el
reformismo.
Metodología pedagógica muy rudimentaria. Hay registros de sobra como para
concluir que muchos planes de los educadores eran demasiado rígidos o simples
como para que cumpliesen la función pretendida, o en su defecto, estos eran
correctos, pero había un incumplimiento descarado en los receptores y
supervisores, arruinando el gran trabajo de tiempo y energía invertidos. Por lo
general, este desdén al estudio teórico se justificaba con el autoengaño de que el
sujeto estaba ocupándose de otras cosas más «prácticas», aunque en verdad
fueran banalidades.

Creación de privilegios en el modo y estilo de vida. Entre militantes de la cúpula


y de la base se creaban todo tipo de lazos de favoritismos, nepotismo y demás,
que con el tiempo implicó una aplicación desinteresada en cuanto a los
reglamentos que toda estructura colectiva necesita para ser eficaz, operando
según la simpatía, cercanía y estatus a los jefes.

Culto a la personalidad. La dependencia de una gran persona bajo la


justificación primitiva de que esto era necesario para movilizar a la gente, con
la consiguiente exculpación y ocultamiento de los fallos del máximo líder bajo el
pretexto de que dañando su imagen se daña la de todos.

Brecha y aislamiento entre los dirigentes y el pueblo. De la propia desconfianza


de los primeros sobre el segundo para sacar adelante las situaciones complejas,
tratando de resolver los problemas solo por arriba, ganándose a otros
cabecillas. Por contra, se creó una enorme complacencia de la base ante los
desmanes de los jefes por haberse acostumbrado al sentimentalismo y
seguidismo ante sus líderes de siempre, etcétera». (Equipo de Bitácora (M-L):
Fundamentos y propósitos, 2022)

¿Y qué hay de los nuevos partidos marxista-leninistas que surgieron en los 60


para frenar la hemorragia del revisionismo? ¿Lograron revertir esta tendencia?
En honor a la verdad, estas secciones se centraron en combatir lo más inmediato
para ellas, es decir, las nociones más alarmantes e indignantes de las direcciones
de los partidos comunistas de los cuales se habían escindido, pero hasta para eso
muchas veces realizaban tal labor por mera intuición, por mera inquina personal,
no por un análisis largo y reflexivo. Es de recibo mencionar las excelentes
reflexiones que los marxista-leninistas franceses nos brindaron, donde
ejemplificaron, con pruebas factuales muy difíciles de rebatir, que la «lucha
contra el revisionismo» en Francia era más una consigna que una realidad. Por
ejemplo, en el artículo de L’emancipation «La demarcación entre marxismo-
leninismo y oportunismo» (1979), se demostró cómo, durante los años 60-70,
todos los «colectivos antirrevisionistas» operaron a nivel general bajo los mismos
esquemas y prejuicios que veinte años antes, a veces incluso más recrudecidos.
Nos referimos a pecar de triunfalismo por los éxitos propios −aun cuando estos
eran menores−, a lanzar pronósticos ficticios −para cuya consecución no había
ningún indicio− o la pretenciosidad de prometer llevar a cabo «el necesario
estudio del origen del revisionismo» −del cual luego no se hacían cargo nunca−.
Para finales de los 80, todos estos grupos que se las prometían muy felices
también acabaron naufragando al tomar las mismas rutas −o unas muy
parecidas− del revisionismo al que combatían por consignas:

«Poco a poco los partidos fueron tomados por el liberalismo; una enfermedad
basada en la falta de vigilancia, la dejadez, la autocomplacencia, el descuido
por la formación ideológica y la lucha por la preservación de los principios.
También se hizo notar el formalismo; otro mal muy común del presente, que se
basa en el olvido del contenido y la preocupación excesiva o preferente por las
formas, donde el organismo se convierte en el típico club de amigos donde una
camarilla trafica y hace apología nostálgica de la historia que arrastran las
siglas del partido, pero no hace nada para mantener su honor y aumentar su
cuota histórica de logros, por lo que el colectivo, lejos de avanzar y consolidarse,
se aísla en la autocomplacencia. También hizo aparición el clásico seguidismo,
que consiste en dar la razón en temas de importancia sin expresar una voz
propia, algo muy clásico de personalidades pusilánimes que temen importunar
al compañero o aliado. Podemos observar cómo, tan solo unos pocos años antes,
incluso unos pocos meses antes de su debacle final, se atrevían a publicar toda
una serie de artículos efusivos y triunfalistas a más no poder sobre diversos
temas, como si nada demasiado importante pasara dentro del movimiento
marxista-leninista internacional. Justo en unos momentos en que precisamente
todo se estaba resquebrajando, cuando el acuerdo y la coordinación entre
partidos en el ámbito internacional era casi nulo, cuando cada partido estaba
perdiendo toda su militancia e influencia entre las masas, cuando caminaban
directamente a su liquidación como organizaciones independientes». (Equipo
de Bitácora (M-L): Fundamentos y propósitos, 2022)

Por supuesto, los defectos que propiciaron cada «degeneración» partidista o de


cada sistema político, nos dejarán siempre aspectos específicos de sumo interés
para el estudio, pero en esta ocasión estamos tratando los más generales. Si el
lector desea conocer por qué degeneraron los partidos de la URSS, Albania,
Colombia, España, Francia, Alemania y demás, que ya hemos abordado en otras
ocasiones, deberá consultar los documentos concretos sobre la organización que
se requiera. Pero queremos resaltar algo más importante: ¿supone esto el fin de
toda esperanza sobre el «marxismo-leninismo»? ¿Es inevitable, también para los
revolucionarios del siglo XXI, la degeneración organizativa y el fracaso de la
vigilancia y la depuración?

«El neomaoísta, con su derrotismo ya característico, declara o insinúa que la


historia ha demostrado que, pese a la vigilancia revolucionaria, el partido
degenera tarde o temprano, por eso necesitamos institucionalizar la «lucha de
dos líneas» −que supone institucionalizar el modelo menchevique de partido−.
Genial. De nuevo haremos un paralelismo para explicárselo con paciencia.
¿Cuántos prototipos necesitó Edison para conseguir una bombilla
incandescente? ¿No es cierto que los hermanos Wright tuvieron que precisar
mejor una y otra vez sus predicciones para lograr el primer vuelo de la historia?
¿Conocéis cuántas veces la burguesía falló a la hora de intentar derrocar a la
nobleza y establecer su poder? No, no estamos haciendo un alegato a que sigáis
dando palos de ciego a ver si «suena la flauta», sino a que echéis el freno, paréis
a reflexionar sobre qué se ha hecho bien y qué se ha hecho mal en el siglo XX
[vuestro amado «balance»]. Echad un vistazo a las citas del señor Mao de más
arriba, y confesad con total sinceridad si ese es el modelo de partido que deseáis,
si el pueblo puede llegar a vencer a sus enemigos bajo tales esquemas corruptos
que predican convivir con ideólogos de la burguesía y otras capas intermedias.
Porque existe una diferencia muy nítida entre no ejecutar una teoría en la
práctica y el partir directamente de una teoría errada; y en el caso del maoísmo
el desastre ocurre, entre otros motivos, porque ya partía de una teorización
falsa de raíz». (Equipo de Bitácora (M-L): Estudio histórico sobre los bandazos
oportunistas del PCE (r) y las prácticas terroristas de los GRAPO, 2017)

Entonces, la respuesta corta es que sí, puede «fallar la vigilancia», y sí que esta es
sumamente importante, aunque no lo determine todo. Algunos se apresurarán en
preguntar: «Entonces, ¿cuál es la fórmula para evitar la degeneración ideológica
de un partido?». Bien, la realidad es que no existe una fórmula mágica o
mecánica, si es lo que se busca, y quien desea o pregunta algo así demuestra cuán
alejado está del mundo real. La única opción es implementar medidas que
eliminen las viejas desviaciones y eviten que otras nuevas sean irrevocables
cuando surjan. Lo más importante es que, para cada problema concreto, se asigne
un diagnóstico correcto y una solución plausible; para lo cual, será útil haber
estudiado los precedentes iguales o similares, pero nada más. Fuera de eso, no
hay más «fórmulas mágicas» que anticipar, salvo que queramos dar rienda suelta
al «potro de la especulación». Debe quedar claro que el error es algo inherente al
ser humano, y la dirección política, que no es sino la suma colectiva de individuos
humanos, también puede equivocarse −sin que ello implique ya una traición «per
se» de los jefes dirigentes−. Aquí es donde entra la famosa crítica y la autocrítica,
pero no como un eslogan romántico, como la ven muchos, sino como herramienta
necesaria para superar los momentos críticos. Aplicarla con total profundidad, no
solo reconociendo los fallos, sino estudiando su origen y depurando
responsabilidades, sin ocultar sus resultados al público, es la piedra de toque de
una organización sana. Por eso, desconfiamos ahora y siempre de quienes no
reclaman ninguna mala decisión entre sus figuras o movimientos de referencia,
algo literalmente imposible, cosa de la cual desde luego a nosotros jamás nos
podrán acusar, pues ahí están las pruebas de nuestros documentos, donde
dedicamos más tiempo a extraer las lecciones de las equivocaciones históricas que
a repetir los méritos que todo el mundo sabe.

Ni la idealización del «partido» ni el «culto al pueblo» son una salida


sabia
Volvamos a lo que estábamos comentado. Cuando se alcanza el punto de no
retorno, cuando el cúmulo de tropiezos se hace insoportable, entonces hablamos
de algo más serio, puesto que se trataría ya de una degradación absoluta y
consciente de la ideología fundamental del individuo o el colectivo, el cual estaría
ya no solo cayendo preso del oportunismo, sino asumiéndolo como suyo
voluntariamente, haciendo de él su estilo de vida política. Esto puede ocurrir en
cualquiera de sus etapas −en momentos prerrevolucionarios, en etapas de
efervescencia revolucionaria o tras la toma del poder−. Algo que debemos
destacar es que jamás en la historia se ha dado una situación en la que una
dirección equivocada en sus métodos y planteamientos haya cedido su puesto
voluntariamente por fallar reiteradamente, por realizar pronósticos erróneos, por
ceder al pragmatismo y empeorar la situación de su pueblo, por arrastrar por el
fango el prestigio e influencia de la organización. Nada de eso. O las bases del
partido y cuadros intermedios presionan para reemplazar a la dirección y salvar
la situación a tiempo, o esta permanece y continúa con la degradación del partido
tras un periodo de tiras y aflojas con la base y los miembros sanos de la cúpula
dirigente. A decir verdad, en los momentos críticos, muchas veces se ha dado que
los gerifaltes no están dispuestos a reconocer sus fallos y llegan a acusar a las
masas de «no respetar la dilatada carrera de los dirigentes» y califican sus
demandas como «contrarrevolucionarias» y producto de «delirios» que actúan
bajo los auspicios de los «servicios secretos del imperialismo».

Y bien; ¿qué suele ocurrir? Históricamente, el «pueblo» es tratado con


veneración, como si fuese un ente sapientísimo y todopoderoso, tanto la parte del
pueblo con inclinaciones partidistas como la que no −parte ante la que muchos,
por cierto, se genuflexionan como si fuera el nuevo «Dios de la Razón»−. En
realidad, el pueblo, en las situaciones críticas donde debió dar un impulso
decisivo al rumbo político de la sociedad, exigir la depuración de las cúpulas
políticas y la corrección de la línea del partido, solió contar con una menor
capacidad ideológica y organizativa; algo que, en última instancia, también ha
sido responsabilidad de la podrida dirección al mando, que con frecuencia
promovió esa incapacidad y desidia en el pueblo, ahondando la diferenciación
entre este y la dirección, aletargando su conciencia política, no siendo capaz, a fin
de cuentas, de superar el desafío de estar a la delantera, de inculcar una
conciencia política, de educar en los deberes que le son propios a dicha sociedad.
Al final, una parte del pueblo acaba mostrando su repulsa en forma de protestas
tan honestas como estériles, debido a su falta de líderes, su falta de acuerdo en
las reivindicaciones a plantear, su escasa capacidad organizativa y la ausencia de
capacidad resolutiva. Otra sección es presa del demagogo antimarxista de turno,
por lo que no es extraño verle querer destruir las conquistas revolucionarias en
pro de eslóganes vacuos sobre «libertad», «democracia» y demás. Cuando no,
una gran parte de este «pueblo» se acaba sometiendo por sentimentalismo a la
dirección que se ha tornado en pusilánime y reaccionaria −y tal actitud es
respuesta a un modelo sentimental de relaciones cultivado durante tantos años
para con los que hasta entonces han sido sus mentores y líderes−; aquí, la amistad
o el apego a unas siglas y una tradición de militancia pesan mucho más que la
realidad que tienen delante de sus narices, pues tratarlo de otro modo implicaría
para estos individuos tanto romper con su círculo social como realizar un examen
crítico de sí mismos y su colaboración en la farsa, lo cual, seamos honestos, nunca
es agradable ni está al alcance de todos.

Prueba de todo ello es la experiencia de las huelgas llevadas a cabo en la ciudad


rusa de Novocherkask durante 1962. Dichas manifestaciones fueron fruto del
hartazgo de los obreros de varias fábricas a causa de malas condiciones laborales,
malas prácticas de trabajo y, para rizar el rizo, una pésima administración.
Rápidamente, miles de trabajadores se reunieron en las calles e incluso se
demandó una reunión con el comité local del PCUS. Sin embargo, y de ahí la
derrota de una reacción espontánea como esta, los manifestantes ni poseían
líderes, ni programa propio. Como comentaría uno de los participantes, todas las
acciones que llevaron a cabo las habían aprendido «en las películas». El lector
podrá encontrar más información en el vídeo del canal The Cold War «La masacre
de Novocherkask 1962, el Ejército Soviético contra el pueblo» (2021).

Lamentablemente, este ha sido hasta ahora el cariz que tomaron este tipo de
eventos históricos ante una crisis de gran envergadura. Entonces, ¿recae sobre
una élite todopoderosa el realizar la revolución y asegurarla? Esto sería aún más
absurdo que la idea de delegarlo todo al libre albedrio de la «autoorganización».
Como se suele decir, no es bueno «ni tanto, ni tan poco»:

«La idea de construir la sociedad comunista exclusivamente con las manos de


los comunistas es pueril, absolutamente pueril. Los comunistas no somos más
que una gota en el océano, una gota en el océano del pueblo. Seremos capaces
de llevar a la gente por el camino que hemos elegido sólo si lo determinamos
correctamente, no sólo desde el punto de vista de su dirección en la historia
mundial». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Informe al XIº Congreso, 1922)

En torno a la relación entre el partido y las masas, Lenin esgrimió con toda la
razón del mundo algo que todos deben conocer:

«¿Cómo se mantiene la disciplina del partido revolucionario del proletariado?


¿Cómo se controla? ¿Cómo se refuerza? Primero, por la conciencia de clase de
la vanguardia proletaria y por su fidelidad a la revolución, por su firmeza, por
su espíritu de sacrificio, por su heroísmo. Segundo, por su capacidad de
vincularse, aproximarse y hasta cierto punto, si se quiere, fundirse con las más
amplias masas trabajadoras, en primer término, con la masa proletaria, pero
también con las masas trabajadoras no proletarias. Tercero, por lo acertado de
la dirección política que lleva a cabo esta vanguardia; por lo acertado de su
estrategia y de su táctica políticas, a condición de que las masas más extensas
se convenzan de ello por experiencia propia. Sin estas condiciones, no es posible
la disciplina en un partido revolucionario, verdaderamente apto para ser el
partido de la clase avanzada, llamada a derrocar a la burguesía y a
transformar toda la sociedad. Sin estas condiciones, los intentos de implantar
una disciplina se malogran en fraseología, en gestos grotescos. Pero, por otra
parte, estas condiciones no pueden brotar de golpe. Solo se forman con esfuerzos
prolongados y una dura experiencia». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; La
enfermedad infantil del «izquierdismo» en el comunismo, 1920)

Estaremos de acuerdo, entonces, en que la mejor garantía para que en una nueva
sociedad la estructura dirigente tenga los pies en la tierra es que logre la elevación
máxima del nivel de conciencia general. De este modo, serán las secciones del
«pueblo» −que no basta con mentarlo en abstracto, sino que hay que analizar las
particularidades que lo componen− el que, cada vez en mayor número, entregue
nuevos militantes y cuadros, el que evite la corrupción por endogamia, amoríos o
amiguismos:

«La mejor arma para combatir el burocratismo es la elevación del nivel cultural
de los obreros y de los campesinos. Se puede censurar y criticar el burocratismo
del aparato del Estado, se puede vituperar y poner en la picota el burocratismo
en nuestro trabajo diario, pero si no existe cierto nivel cultural entre las amplias
masas obreras, un nivel cultural que cree la posibilidad, el deseo y los
conocimientos necesarios para controlar el aparato del Estado desde abajo, por
las propias masas obreras, el burocratismo subsistirá, pase lo que pase. Por eso,
el desarrollo cultural de la clase obrera y de las masas trabajadoras del
campesinado −no solo en el sentido de fomentar la instrucción, aunque la
instrucción constituye la base de toda cultura, sino, ante todo, en el sentido de
adquirir hábitos y capacidad para incorporarse a la gobernación del país− es
la palanca principal para mejorar el aparato del Estado y cualquier otro
aparato. En eso reside el sentido y la importancia de la consigna leninista
acerca de la revolución cultural». (Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, Stalin;
Informe en el XVº Congreso del Partido Comunista (bolchevique) de la Unión
Soviética, 1927)

¿Cuál es el fin de esta elevación ideológica y cultural generalizada? Fácil, que la


dirección no sea una casta de elegidos que ocupa cargos por los siglos de los siglos.
Comprendemos que, en muchas ocasiones, sobre todo en periodos de
desorganización, es difícil encontrar una persona que tenga la misma capacidad
que otra que ya realiza su trabajo de forma excepcional, pero la única forma de
no crear una devoción y una dependencia absoluta de ese «genio» es buscar otros
«genios naturales» o instruir a otros hasta puedan realizar estas tareas con la
misma destreza. Es precisamente a través de la práctica donde se puede
comprobar quién tiene especial habilidad para «X» o «Y» trabajo. En todo caso,
no debemos olvidar que, como dijo Lenin, la necesidad de la especialización en el
movimiento revolucionario implica tareas complejas, pero también tareas fáciles
e igualmente necesarias; por lo que, lo sentimos, pero los recursos típicos de hoy
para justificar el inmovilismo, como el alegar «falta de tiempo» o «falta de
habilidad», no son excusas suficientemente válidas.

En cuanto a los cargos de alta responsabilidad en el partido dirigente, estos deben


ser ocupados por los elementos que hayan demostrado ser los más preparados y
honestos. ¿Por qué? Para que así, las masas no puedan ser engañadas con tanta
facilidad por la demagogia y la politiquería; para que puedan acabar
estableciendo un contacto y confianza con los diversos organismos; para que de
esa forma se acostumbren a participar y tener vía libre para identificar y
denunciar las deficiencias; en definitiva, para que estas puedan superar la antigua
separación entre gobierno, administración, partidos políticos y masas, entre
gobernante y gobernado. Esta información viva, aun cuando se trate de elementos
de fuera del partido dirigente, aun cuando no sea certera o justa del todo, siempre
será sumamente útil para las altas instancias. ¿La razón? Sirve para mantener a
los gestores con los pies en la tierra, para que no pierdan la noción de la realidad.
Puede servir tanto para conocer sus propias equivocaciones como para conocer el
retraso político de ciertas secciones de la población. Ligado con todo lo anterior,
este equilibrio vanguardia-masas es necesario para que la rotación y purga de
elementos poco fiables pueda continuar sin cesar. Todo, a fin de que no haya
tiempo de que se consoliden manifestaciones negativas que causen la metástasis
de la dirección y una esclerosis en toda la estructura general del partido.

«Hay lugares en los que se depura el Partido apoyándose principalmente en la


experiencia y en las recomendaciones de obreros sin partido, guiándose por
ellas, tomando en consideración a los representantes de la masa proletaria sin
partido. Y eso es lo más valioso, lo más importante. (...) Hay que depurar al
Partido de los elementos que se apartan de las masas −sin hablar ya, por
supuesto, de los elementos que deshonran al Partido entre las masas−. (...) Está
claro que no nos someteremos a todas las indicaciones de la masa, pues la masa
se deja llevar también a veces −sobre todo en años de excepcional cansancio y
fatiga a consecuencia de las excesivas penalidades y sufrimientos− por estados
de ánimo que no tienen nada de avanzados. Mas para juzgar a los hombres,
para adoptar una actitud negativa frente a los «intrusos», frente a los que se
han acostumbrado demasiado a «mandar como comisarios», frente a los
«burocratizados», son valiosas en grado superlativo las indicaciones de la masa
proletaria sin partido y, en muchos casos, también las de la masa campesina sin
partido». (Vladimir Ilich Uliánov; Lenin; Acerca de la depuración del partido,
1921)

He ahí resumido en unas cuantas líneas lo inútil que es idealizar bajo


abstracciones demagógicas y semirreligiosas tanto a figuras individuales −los
líderes−, como a elementos colectivos −ya sea el «pueblo» o el «partido»−; y
advertimos esto porque no ha sido extraño ver en este sentido nociones que
canonizan que el «líder», el «pueblo» o el «partido» −a veces a la vez o
indistintamente− son entes que «siempre tienen razón», quienes «nunca se
equivocan». La verdad nunca reside en nadie eternamente, la verdad siempre es
concreta. Ni las buenas intenciones, ni la tradición de la organización y ni mucho
menos el currículum personal son garantías para salvar situaciones
problemáticas: lo único que lo puede hacer es un análisis «in situ» acertado con
una actuación sin contemplaciones.

¿No tuvieron en cuenta los soviéticos las «contradicciones


antagónicas»? ¿Descuidaron la educación cultural y política de los
cuadros?

Antes de finalizar, nos gustaría ejemplificar cuál ha sido hasta ahora la limitada y
tosca crítica del maoísmo hacia la experiencia soviética. Este lleva décadas
hablando de los «errores de Stalin» de forma abstracta −sin concretar cuales
son− o bajo acusaciones concretas del todo ridículas, eso sí, sin prueba alguna.
Todavía recordamos a quienes, años atrás, reclamaban al Partido Bolchevique no
proceder a la «abolición del Estado». Esto no merece ni ser comentado, salvo que
alguien pretenda combatir el cerco imperialista sin los mecanismos de una
estructura estatal. También hubo «reconstitucionalistas» que señalaban «el
terrible fallo de Stalin» al proclamar en 1939 que «una vez destruidas las clases
explotadoras» el «peligro principal de restauración del capitalismo» provenía del
«exterior» y no tanto del «interior», como se reflejó en el artículo del Colectivo
Fénix «Stalin; del marxismo al revisionismo» (2003), donde además, aderezado
con un par de fórmulas de Karl Korsch y los filósofos de la Escuela de Frankfurt,
reducían el «stalinismo» a la obsesión de un «maquinismo opresivo» y
«burocrático»:

«Con el problema de la restauración, Stalin rompe el vínculo entre la lucha de


clases nacional e internacional del proletariado. (...) Este planteamiento ponía
a la teoría del socialismo en un solo país en plena concordancia con todo ese
grupo de tesis recientemente incorporadas, según las cuales en el sistema
soviético no predominaba la forma económica del capitalismo de Estado,
porque la propiedad jurídica de los medios de producción en manos del Estado
de dictadura del proletariado los convertía en elementos socialistas; en
consecuencia, no existían contradicciones antagónicas en el régimen interno de
esta forma económica que pudieran favorecer el ascenso de la burguesía, ni que
pudieran incubar el peligro de la restauración. Tesis que, por su parte, Stalin
compartía plenamente. Cuando, a partir de principios de los años 30, con la
colectivización en masa, desaparezca el peligro kulak, la tesis del peligro
exterior como única posibilidad aceptada de restauración quedará
definitivamente asentada, y, por esta vía, abiertos los cauces para el libre
desarrollo de los elementos de la restauración capitalista desde el interior de la
sociedad soviética». (Partido Comunista Revolucionario (Estado Español); La
Forja; Nº28, 2004)
Otros «reconstitucionalistas» portugueses iban en el mismo sentido:

«Como se puede ver en la década del treinta, la tesis de las fuerzas productivas
del dominio de todo el corpus teórico-ideológico del bolchevismo de manera
abierta. (...) Ocupa un lugar central y absorbe toda la ideología y la política de
la Unión Soviética con miras al desarrollo técnico y al progreso económico que
pueda orientar el proceso al comunismo». (Colectivo Conciencia e
Transformació; Elementos en torno a la construcción del comunismo durante el
Ciclo de Octubre, 2016)

Si todos estos «reconstitucionalistas» se hubieran molestado en leer cualquiera


de los documentos soviéticos de la época, se hubieran dado cuenta de que los
dirigentes stalinistas no negaron en ningún momento el peligro de regresión
interna, más bien al contrario. Eso no quita, por supuesto, que, si no somos
ventajistas, el principal peligro de restauración del capitalismo que aparecía en el
horizonte en el año 1939 no parecía provenir tanto del «interior», sino del
«exterior» y la amenaza de guerra, especialmente contra Alemania y Japón. Por
último, queda aclarar que los soviéticos tampoco infravaloraron la importancia
de la educación ideológica; otra cosa bien diferente es que los
«reconstitucionalistas», como investigadores pendientes aún del eterno
«balance», desconozcan esto. Citaremos tres extractos que dejan en franca
evidencia sus tesis:

«El victorioso proletariado debe reprimir la resistencia de los explotadores no


solo en el campo de la política y la economía, sino también en el campo de la
ideología. En el campo ideológico, la resistencia resulta ser incluso la más
obstinada, larga y profunda, incluso después de que se rompe la resistencia
armada de las clases hostiles al proletariado. Por lo tanto, la lucha contra la
resistencia ideológica de la vieja sociedad, contra los restos del capitalismo en
la mente de los trabajadores, es una de las tareas más importantes de la lucha
de clases del proletariado. Sin resolver este problema, no puede fortalecer su
dominio político. (...) Habiendo construido una sociedad socialista en la URSS,
completamos la primera parte de la tarea de la que habló Lenin: abolimos la
propiedad privada de los medios de producción. Pero aún no hemos logrado
destruir por completo la diferencia entre la ciudad y el campo, entre las
personas de trabajo físico e intelectual, aunque se han logrado éxitos decisivos
en esta dirección. (...) Todavía hay personas infectadas con la psicología de la
propiedad privada, que continúan tratando el trabajo social y los bienes
comunes colectivos a la antigua usanza, violan la disciplina laboral y las reglas
del régimen socialista. Todavía hay personas infectadas por la adoración ante
el oeste burgués. En vista de esto, es necesaria una lucha sistemática para la
educación socialista, para el fortalecimiento de la actitud socialista hacia el
trabajo y el deber público. (...) El principal instrumento para proteger el
socialismo es el Estado socialista soviético, en cuyas funciones se expresa la
lucha de clases del pueblo soviético». (Partido Comunista de la Unión Soviética;
Materialismo histórico, 1950)

«Las contradicciones antagónicas también aparecen en el campo de la


ideología. La ideología burguesa y la ideología socialista son irreconciliables.
(…) El pueblo soviético, en su lucha por una transición gradual del socialismo al
comunismo, tiene que luchar contra los agentes burgueses que están siendo
enviados a nuestro país. (...) El pueblo soviético también tiene que luchar contra
las personas ideológicamente inestables, infectadas con prejuicios
nacionalistas, contra los portadores de puntos de vista y morales burgueses,
contra los arribistas y degenerados, contra los saqueadores de la propiedad
socialista y contra los diversos restos de capitalismo en la mente de algunas
personas. Por lo tanto, la vigilancia política constante y alta es la cualidad que
todo el pueblo soviético necesita. (...) La crítica y la autocrítica desarrollan la
iniciativa de los constructores de una sociedad comunista y aumentan la
vigilancia con respecto a fenómenos ajenos y hostiles a la sociedad soviética en
la teoría y la práctica». (Partido Comunista de la Unión Soviética; Sobre el
materialismo dialéctico, 1953)

«El camarada Stalin ha advertido numerosas veces que nuestros éxitos tienen
asimismo su aspecto negativo, que engendran en muchos de nuestros militantes
responsables un estado de ánimo de placidez y cándido optimismo. Entre
nosotros encontramos aún bastantes despreocupados. Precisamente, esta
despreocupación de nuestras gentes constituye el terreno favorable para el
sabotaje criminal. (...) En todos los sectores de la edificación económica y
cultural, obtenemos éxitos. De estos hechos algunos sacan la conclusión de que
el peligro del sabotaje, de la diversión, del espionaje se encuentra ya
actualmente descartado». (Pravda; Espías y cobardes asesinos bajo la máscara
de médicos y profesores, 13 de enero de 1953)

En otra ocasión, la LR, como no supo ya qué decir, especuló con que quizás Stalin
daba por hecho que la ideología revolucionaria regía en todos y cada uno de los
partidos de su tiempo:

«Stalin obvia hasta tal punto la ideología: el problema de «quién dirige», que
retrotraerá la teoría del partido a la época de la II Internacional. (…) . Al olvidar
el problema de la ideología que dirige el partido se da a entender que se
sobreentiende que se trata del marxismo-leninismo con lo cual se considera la
dirección ideológica revolucionaria como algo permanente «definitivo».
(Partido Comunista Revolucionario (Estado Español); La Forja; Nº27, 2003)

¡Por supuesto! Stalin consideraba que el «marxismo-leninismo» había penetrado


ya en todas las direcciones y no se preocupaba demasiado de corroborar si esto
era así o no, ¿entonces a qué vino su interés en sus últimos años de vida en
corregir las distorsiones que pusieron en práctica personajes tan dispares como
Gomułka, Varga, Tito, Togliatti, Thorez, Ibárruri, Mao o Aidit? ¿Por qué en 1950
insistió tanto en que era «necesario que nuestros cuadros tengan un
conocimiento profundo de la teoría económica marxista», −como ahora
veremos−? Esto para los «reconstitucionalistas» es un misterio porque
directamente no estaban en conocimiento de tales declaraciones y documentos,
estaban demasiado ocupados leyendo a «fuentes heterodoxas» para justificar sus
chorradas que han oído y reproducen de terceros. Por ejemplo, ¿qué hay de la
famosa frase de Mao de que Stalin centraba todo en la técnica y olvidaba la
formación ideológica de las masas, su movilización, etcétera?

«Stalin no destaca más que tecnología y los cuadros técnicos. Sólo quiere la
técnica y los cuadros. Ignora la política y las masas». (Mao Zedong; Acerca de
los «Problemas económicos del socialismo en la Unión Soviética» de Stalin,
1958)

En lo referente a la educación, el estadista bolchevique lejos de formar


ideológicamente a los cuadros solo a base de citas, afirmó que estas únicamente
podían servir de introducción para que las nuevas generaciones pudieran
familiarizarse con el tema en cuestión, pero que debían aprender a leer las fuentes
de forma directa y pensar sobre su vigencia; de otra forma la gente acabaría
«degenerando» ideológicamente. Hizo hincapié una y otra vez sobre la necesidad
de aprender a pensar más allá de la letra:

«La primera y vieja generación de bolcheviques era teóricamente muy sólida.


Aprendimos Capital de memoria, hicimos conceptos, mantuvimos discusiones y
probamos la comprensión de los demás. Ese fue nuestro punto fuerte y nos
ayudó mucho. La segunda generación estaba menos preparada. Estaban
ocupados con asuntos prácticos y construcción. Estudiaron el marxismo en
folletos. La tercera generación se está criando con artículos satíricos y
periodísticos. No tienen ningún conocimiento profundo. Deben recibir alimentos
que sean fácilmente digeribles. La mayoría se ha educado no estudiando a Marx
y Lenin, sino a partir de citas. Si las cosas continúan de esta manera, la gente
pronto degenerará. En Estados Unidos, la gente discute: necesitamos dólares,
¿por qué necesitamos la teoría? ¿Por qué necesitamos la ciencia? Con nosotros,
la gente puede pensar de manera similar: cuando estamos construyendo el
socialismo, ¿por qué necesitamos «El Capital» de Marx? Esto es una amenaza
para nosotros, es degradación, es la muerte. Para no tener tal situación, ni
siquiera parcialmente, tenemos que mejorar el nivel de comprensión
económica». (Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, Stalin; Acta de la discusión, 24
de abril de 1950)

En resumidas cuentas, lo que queremos dejar claro es que no se pueden buscar


las causas de la restauración del capitalismo en la URSS con simplificaciones tan
grotescas como las vistas atrás. Estos textos «reconstitucionalistas» no pasan de
construir hombres de paja para derribarlos después. La acusación no puede ser
que «Stalin y su círculo no tuvieron en cuenta el peligro de regresión ideológica
interna» o que «los soviéticos no se preocuparon por elevar el nivel ideológico de
los cuadros» −pues hay múltiples documentos que demuestran lo contrario−,
sino que, en todo caso, la crítica debe ir enfocada a que esto no se cumplió del
todo como se había previsto, a investigar si los planes no eran tan buenos como
se pensaba, pero, en definitiva, traer pruebas sobre ello… porque el resto es
especular sin base terrenal, cuando no mentir descaradamente. ¿No fue el propio
Stalin quien explicó la enorme diferencia entre proclamar una línea y su posterior
cumplimiento? ¿No constituye esto un verdadero arte, una destreza
importantísima para sostener o desarrollar cualquier tarea de tipo política,
económica o cultural? ¿No fue Stalin el primero en advertir sobre métodos
pedagógicos no adecuados? De todas formas, sobre esta cuestión referida a la
experiencia soviética, invitamos al lector que repase nuestras obras sobre la URSS
para escapar de estas simplificaciones.

En otras críticas maoístas, el antistalinismo sí era sentido y consciente, como en


el caso de Charles Bettelheim o Raymond Lotta. Pero si atendemos a esta visión
sobre «las equivocaciones de la URSS stalinista», uno puede darse cuenta de que
no se trataba de una crítica argumentada y constructiva, sino de una mera
enumeración de acusaciones infundadas o incompletas, cuando no sacadas
directamente del arsenal del trotskismo, el titoísmo y el jruschovismo. Al igual
que cualquier otra corriente, en el milagroso caso de que los jefes maoístas
intuyesen y criticasen correctamente las deficiencias más graves del «periodo
stalinista», lejos de recomendar una restitución de los cánones del marxismo-
leninismo u ofrecer una solución nueva y coherente para los nuevos tiempos, se
proponía volver a las viejas recetas de su propia mercancía revisionista. Pero aquí
hay algo más importante en el caso de los maoístas: siempre se daba la paradoja
de criticar en Stalin los mismos defectos que no son capaces de reconocer en Mao
Zedong. He aquí una de las razones por la que el maoísmo tiene la misma validez
que el ladrón que grita «¡Apresad al ladrón!». Esto se comprueba rápido, por
ejemplo, en torno a la cuestión nacional. En este campo el maoísmo europeo
siempre ha denunciado cómo en la «era stalinista» el «nacionalismo ruso» asomó
la cabeza sin disimulos, causando «graves problemas al movimiento
revolucionario internacional», lo cual es cierto, como bien hemos tratado en otras
ocasiones. Véase el capítulo: «El giro nacionalista en la evaluación soviética de
las figuras históricas» (2021). Pero, extrañamente, estos mismos han callado que,
en el caso del maoísmo, este chovinismo siempre fue la tónica, incluso antes de
llegar al poder. ¿Y quién puede tomar en serio a quien aplica tal doble rasero?
Véase el capítulo: «China, ¿puede ser «el apoyo de los pueblos» un país que viola
el derecho de autodeterminación en su casa?» (2021).

En resumidas cuentas, los «reconstitucionalistas» son personajes análogos a


otras figuras históricas del revisionismo. Por tomar en nuestra comparativa
ejemplos quizás no tan conocidos, podemos afirmar que su práctica histórica es
reminiscente a la del thälmanniano alemán Wolfgang Eggers, o al dengxiaopista
australiano Edward Hill, quienes dedicaron toda una vida a hacer de la calumnia
y las distorsiones todo un oficio. Una actitud que hacen convencidos, pues creen
que desprestigiando sin pruebas a otros refuerzan su propia línea. Esto, por
descontado, es una maniobra megalómana muy clásica de cualquier trotskista,
pero es comprensible viendo el desarrollo histórico del maoísmo, que siempre ha
vivido de esta misma técnica para sobrevivir. Sin ir más lejos, las obras originales
de Mao, como así también muchas de las versiones autocensuradas, suponen un
atentado teórico contra el marxismo-leninismo. Ellas recogen algunos de los
epítetos más infames contra el «stalinismo» alguna vez escritos. En parte,
también es normal que los maoístas se comporten así, ya que Stalin fue muy
crítico con los primeros intentos solapados de Mao de establecer y propagar las
desviaciones de su doctrina particular. Dejaremos un enlace con un post que, a
su vez, da acceso a cuatro documentos más donde los soviéticos dan sus opiniones
sobre los chinos. Véase el documento: «Informe de Kovalev a Stalin [sobre
China]» (1949).

Los albaneses también olvidaron o no supieron aplicar las lecciones


de la Historia

«Es por ello por lo que todo el personal administrativo, ya sea de empresas o
bien sea funcionario del Estado, del partido, del sindicato, de organizaciones de
masas, etc., debe realizar entre uno y tres meses de trabajo al año. Trabajo
manual como obrero o campesino. Este reaprendizaje les permite volver a
descubrir cómo son las condiciones de vida y de trabajo de la clase trabajadora
en la vida cotidiana. Además, cuando un alto directivo ha cometido errores, se
le envía a producción para que se reeduque con la ayuda de compañeros. (...)
Este sistema es la única forma de escapar al desarrollo de ideas falsas dentro de
una casta cerrada. Además, ayuda a prevenir la creación de dinastías reales
tan extendidas en la Unión Soviética: «Soy un líder: mi hijo será un líder». (…)
Por tanto, el lema de los líderes albaneses podría ser: «A veces en la base, a veces
en la cima». Y este es un principio que también permite ofrecer el mismo puesto
sucesivamente a varios activistas de masas. Esta experiencia contribuye a su
formación política, los convierte en hombres muy firmes en el plano teórico y
capaces de calidez humana, de una capacidad de contacto que los políticos
franceses ofrecen solo como caricatura». (Gilbert Mury; Albania, tierra del
hombre nuevo, 1970)

Tras la muerte de los dos principales estadistas soviéticos de referencia, Lenin y


Stalin, los comunistas albaneses ya llevaban un recorrido más que suficiente
como para ser conscientes de sus consejos y muchos otros lineamientos que ellos
mismos habían experimentado de primera mano. Véase la obra de Jim
Washington: «El socialismo no puede construirse en alianza con la burguesía»
(1980).
Un fenómeno como la restauración del capitalismo no fue visto como una
posibilidad lejana, sino como una realidad cercana y muy dramática. Tampoco se
consideraba como algo propiciado por las viejas clases derrocadas, sino que
también procedía de la posible degeneración de los «ciudadanos socialistas», de
los obreros, de los dirigentes políticos, de los científicos, de los artistas, de los
empleados públicos, de los soldados… unos por cuestiones como la presión del
cerco capitalista hacia el país socialista, otros por sus ambiciones desmedidas,
otros porque retenían pensamientos de la antigua sociedad. En fin, la lista de
motivaciones y causas es sumamente variada y dinámica como para anotar aquí
todos los supuestos:

«La experiencia internacional y de nuestro país muestra que las esperanzas de


la burguesía y la reacción para la restauración del capitalismo no se basan
solamente en los remanentes de las viejas clases explotadoras ni en los espías y
agentes de distracción pagados por los extranjeros. Sus esperanzas están
basadas especialmente sobre otros enemigos del socialismo, que emergen de la
propia sociedad socialista, en gente que está gravemente infectada por la
supervivencia de viejas ideologías, en gente con tendencias individualistas y un
arribismo pronunciado, en gente corrompida por las influencias de la ideología
burguesa y revisionista actual, en aquellos que ceden ante la presión de
enemigos internos y externos, en aquellos que eventualmente se desvían de la
revolución y degeneran en contrarrevolucionarios». (Enver Hoxha; Informe en
el Vº Congreso del Partido del Trabajo de Albania, 1966)

Se apuntaba que el partido, como estructura dirigente de la nueva sociedad, no


era un ente absolutamente inmunizado frente a las influencias regresivas o a las
distorsiones sobre el socialismo, por lo que no es de extrañar que consciente o
inconscientemente hubiera elementos que reflejasen tales sentimientos o
actitudes. Esto el enemigo lo sabía con toda certeza, y siendo consciente de que
justamente en el partido se focalizaba la dirección de la lucha política, económica
y cultural, no podía hacer otra cosa que tratar de colocar allí a sus simpatizantes
o seguidores:

«La lucha de clases se refleja también en el seno del Partido, ya que, por un lado,
en éste ingresan personas provenientes de diferentes capas de la población, que
traen consigo toda clase de residuos y manifestaciones extrañas, y, por otro
lado, los comunistas, al igual que todos los trabajadores, se encuentran bajo la
presión del enemigo de clase, sobre todo de su ideología, dentro y fuera del país.
Por consiguiente, tanto de entre las filas de los trabajadores como de entre las
del Partido, pueden surgir y surgen personas que degeneran y que se pasan a
posiciones extrañas antipartido y antisocialistas. En efecto, nuestros enemigos
dan una especial importancia en su actividad a la degeneración de los miembros
del Partido con el fin de lograr la degeneración del partido en general, ya que
sólo así se le puede abrir el camino a la restauración del capitalismo. Hay que
tener presente que, sin contradicciones de distinto carácter y sin lucha para
superarlas, no sería posible la vida del Partido y su desarrollo. No se debe
encubrir esta lucha so pretexto de salvaguardar la unidad, sino que se la debe
desarrollar y llevar hasta el fin, fortaleciendo así la verdadera unidad del
Partido, su espíritu revolucionario, su combatividad, la dictadura del
proletariado». (Enver Hoxha; Informe en el VIIº Congreso del Partido del
Trabajo de Albania, 1976)

En cuanto a la construcción del socialismo, se señalaba que este sistema aún no


había alcanzado el alto grado cualitativo que se alcanzaría en la sociedad
comunista, por tanto, había −por decirlo así− un mayor grado de imperfección y,
por ende, mayores riesgos para el proyecto. Estas condiciones que surgen en la
transición del capitalismo al comunismo, lejos de ser armónicas, son una base
material más que suficiente para que proliferen todo tipo de problemas como los
ya mencionados, los cuales pueden dar al traste con el viaje de transición. Las
fuerzas revolucionarias, lo quieran o no, aún se encuentran pivotando sobre una
base que a veces es inestable, lo que en el caso particular de Albania suponía que
en ocasiones este proceso adquiriese aspectos muy crudos:

«En la sociedad socialista existe el peligro de la degeneración de determinadas


personas, del surgimiento de nuevos elementos burgueses, de su transformación
en contrarrevolucionarios. El marxismo-leninismo nos enseña que esto se debe,
no sólo a que en la nueva sociedad socialista se conservan aún tradiciones,
costumbres, comportamientos y concepciones del modo de vida de la sociedad
burguesa de la cual ha surgido, sino también a ciertas condiciones económicas
y sociales, que en la fase transitoria existen en esta sociedad. Las fuerzas
productivas y las relaciones de producción, la forma de distribución que se basa
en ellas, están aún muy lejos de ser enteramente comunistas. En este sentido,
influyen asimismo las diferencias que existen en diversos terrenos, como entre
el campo y la ciudad, entre el trabajo manual y el intelectual, entre el trabajo
cualificado y el no cualificado, etc., que no pueden desaparecer de golpe. A todo
esto, se le debe sumar la fuerte y múltiple presión que el mundo capitalista y
revisionista ejerce desde el exterior. El socialismo puede limitar en gran medida
el surgimiento de los fenómenos negativos, que no son inherentes a su
naturaleza, pero no está en condiciones de evitarlos enteramente». (Enver
Hoxha; Informe en el VIIº Congreso del Partido del Trabajo de Albania, 1976)

Por último, y no menos importante, se intentó combatir la cándida noción de que


esta esfera de la sociedad estaba exenta de esos peligros, de esa lucha a vida o
muerte… cuando en realidad, la historia y la experiencia reciente mostraban que
la penetración de la ideología burguesa en un campo animaba y condicionaba al
resto a seguir sus pasos:
«La lucha de clases se libra en todos los frentes, no solo porque los enemigos
externos aplican su lucha en todas las direcciones, sino porque, en primer lugar,
estamos desarrollando la revolución en todos los campos y direcciones. Lo que
hace que el ejecutar la lucha de clases en esas tres direcciones fundamentales
−ideológica, política y económica− sean puntos muy importantes. Si la lucha se
debilita en una dirección, toda la lucha de clases se debilitará y se condenará a
un mayor castigo inmediato en el futuro». (Nexhmije Hoxha; Algunas
cuestiones fundamentales de la política revolucionaria el Partido del Trabajo de
Albania sobre el desarrollo de la lucha de clases, 27 de junio de 1977)

Si repasamos la obra de Vahid Lama y Gramos Hysi «La lucha de clases en el


campo político en el período del socialismo» (1978), se confirmará una vez más
que el problema de los albaneses no fue el desconocer las causas de la
resurrección del capitalismo en la antigua URSS, el saber dónde estaba el foco de
las equivocaciones de dicha experiencia.

Por ejemplo, en lo relativo a la cuestión del burocratismo, el cual es un fenómeno


que no se puede reducir, como hacen muchos, a los empleados públicos, sino que
es un enfoque de trabajo y a veces hasta un estilo de vida, ambos autores
apuntaban muy acertadamente:

«La burocracia ataca la dictadura del proletariado en sus centros nerviosos.


Esto conduce a la esclerosis del partido y la clase obrera y debilita su rol de
liderazgo, interrumpe los enlaces del poder del Estado con el pueblo y dificulta
la participación de las masas trabajadoras en el gobierno del país, se paraliza
la democracia socialista y cultiva la presunción en los cuadros, con todos los
males que ello conlleva, como la vanidad y el desprecio por las masas». (Vahid
Lama y Gramos Hysi; La lucha de clases en el campo político en el período del
socialismo, 1978)

Al mismo tiempo, el liberalismo, entendido como relajación de los principios y


concesiones ideológicas al enemigo, también fue subrayado como un punto
importante que suele darse en estos procesos regresivos:

«El liberalismo es un gran peligro. A través del liberalismo, se manifiestan las


tendencias de laxitud hacia la política y la ideología del enemigo, a la renuncia
a las normas de la moral proletaria, al espíritu de conciliación con la forma de
vida revisionista-burgués y la permisión de deficiencias y debilidades, etc.,
penetran en el partido de la clase obrera, el Estado socialista, y las masas
trabajadoras. El liberalismo se presenta a menudo con consignas engañosas
acerca de la «libertad» y la «democracia», y se plantea como «un rival de la
burocracia», con el objetivo de sembrar su semilla venenosa más fácilmente. La
burocracia y el liberalismo, como dos peligros letales para el socialismo, se
entrelazan, complementan y fomentan entre sí». (Vahid Lama y Gramos Hysi;
La lucha de clases en el campo político en el período del socialismo, 1978)

Otro de los problemas es el tecnocratismo, el cual suele surgir con más fuerza en
periodos donde se da la expansión de las fuerzas productivas, también estaba
presente en las reflexiones de estos dos pensadores:

«Lo mismo vale también para otras formas de manifestación como el


tecnocratismo y el intelectualismo, que plantean los mismos peligros potenciales
y que encuentran su expresión en la absolutización de la función de los equipos,
la ciencia y la inteligencia técnica, en la sobrevalorización del trabajo mental y
la subestimación del papel de las masas, en el desplazamiento de la clase obrera
de la dirección del Estado y la sociedad socialista». (Vahid Lama y Gramos
Hysi; La lucha de clases en el campo político en el período del socialismo, 1978)

Y, por supuesto, combatiendo al fatalismo histórico, se tomaba en cuenta que


estas manifestaciones eran posibilidades, no certezas de la sociedad socialista:

«El socialismo, debido a su naturaleza, no constituye una fuente de liberalismo


ni de burocracia. Estas manifestaciones no son características del socialismo.
Sin embargo, siempre y cuando la lucha de clases continúe, siempre y cuando la
presión hostil interna y externa esté activa y siempre y cuando las
reminiscencias del pasado, junto con las diferencias esenciales del trabajo
mental y físico, etc. se conserven, estas manifestaciones no pueden evitarse por
completo en el socialismo». (Vahid Lama y Gramos Hysi; La lucha de clases en
el campo político en el período del socialismo, 1978)

A priori, el PTA había resumido muy bien los riesgos a los cuales se habían
enfrentado otros antes y a los cuáles se enfrentaba ahora él mismo. En cuanto a
las contradicciones que surgían en la sociedad socialista, vale la pena repasar los
tratados filosóficos para desmentir otra montaña de tópicos:

«Las contradicciones antagónicas son típicas, son características de las


sociedades divididas en clases antagónicas. En la sociedad socialista, donde
esas clases han dejado de existir, las contradicciones antagónicas no surgen de
la naturaleza misma del orden socialista. Ellas surgen y existen como un
producto de los residuos de la vieja sociedad burguesa en el interior del país y
de la presión del cerco capitalista-revisionista del exterior, y estos factores
existen objetivamente, pero son ajenos al mismo orden socialista y a su
ideología. Por lo que, de una evaluación profunda de las contradicciones
antagónicas, resulta que las contradicciones no antagónicas son características
de la sociedad socialista sin clases antagónicas. Por otro lado, no debemos
olvidar que las contradicciones no antagónicas pueden volverse antagónicas.
Esto es precisamente lo que nuestros enemigos están tratando de lograr
mediante la difusión de su ideología, cultura y forma de vida decadente, la
fomentación del liberalismo y la burocracia, la discordia y el descontento, el
robo y la malversación de fondos, etc. Y esto sucede siempre que la posición
frente al enemigo de clase, su ideología y actividad, es oportunista y liberal,
cuando la vigilancia y la lucha severa contra él se debilitan o se descuidan
totalmente, cuando se sigue una política incorrecta respecto a las relaciones
entre varias clases y estratos en la sociedad, entre los cuadros y las masas, etc».
(Foto Çami; Contradicciones, clases y lucha de clases en el socialismo, 1980)

De forma equilibrada, se explicaba con todo acierto los factores objetivos y


subjetivos que podían desestabilizar y precipitar al abismo al sistema socialista:

«Hay que tener en cuenta tanto los factores objetivos como pueden ser los
remanentes de la ideología burguesa en los viejos elementos explotadores, en las
clases socialistas e incluso entre ciertas capas del proletariado, o la evidente
proyección del cerco imperialista-revisionista. (…) Factores subjetivos que
pueden surgir debido a una permisión de la ampliación de las diferencias
salariales entre rangos, ampliación en la diferenciación entre el campo y la
ciudad, o por apatía en la lucha contra las corrientes ideológicas extrañas,
fenómenos precisamente subjetivos que los revolucionarios deben buscar evitar
que ocurran». (Jorgji Sota; Sobre la dictadura del proletariado y la lucha de
clases en Albania; Informe presentado en la Conferencia científica sobre el
pensamiento teórico del Partido del Trabajo de Albania y el Camarada Enver
Hoxha, 1983)

En diversas ocasiones, el mismísimo Enver Hoxha había advertido seriamente


sobre los riesgos que se cernían en el frente externo e interno, sobre las
problemáticas que acechaban al gobierno albanés en cada esquina, subrayando
que todo paso en falso aquí desencadenaría una brecha que los enemigos no
dudarían en aprovechar para entrar por ella. En 1983, una de sus últimas
intervenciones públicas espetó lo siguiente:

«Sólo realizando y rebasando los planes, sólo ahorrando y economizando, sólo


con una organización y dirección científicas, afrontaremos la presión política y
económica del mundo capitalista y revisionista. (...) Nuestra obligación es no
bajar la guardia. (...) El alejamiento de cualquier comunista o cuadro de las
normas del partido del control social no sólo perjudica la reputación del partido
sino también representa un peligro para quien viola dichas normas. El enemigo
empieza a comprometer partiendo de las cosas más pequeñas, de las
infracciones financieras, de la moral comunista y de otras formas. Aquí deben
ser activas la vigilancia personal y la social, sea del partido o de las masas. La
vigilancia no debe ser concebida como monopolio o tarea sólo de un organismo
del partido del Estado, sino como un problema de todos, de cada comunista, de
cada ciudadano de la república. (...) La negligencia y el indiferentismo a este
respecto son muy peligrosos para nuestra sociedad». (Enver Hoxha; El partido
siempre fue la fuerza que salvó el país y el socialismo; Extraído del discurso de
clausura en el VIIº Pleno del Comité Central del Partido del Trabajo de Albania,
1983)

Hay muchísimas obras concretas donde se estudia este tema profundamente:


«Sobre el control obrero» (1968); «Acerca de la aplicación de las decisiones del
VIº Pleno del CC del PTA sobre la lucha contra las manifestaciones de
intelectualismo y tecnocratismo» (1970); o «Profundicemos la lucha ideológica
contra las manifestaciones extrañas al socialismo y contra las actitudes liberales
ante ellas» (1973). Especialmente, recomendamos una recopilación sobre los
diversos comentarios que Hoxha lanzó en el último congreso del PTA al que
asistió. Véase la obra: «Las advertencias de Enver Hoxha en su último congreso
al frente del Partido del Trabajo de Albania» (2018).

¿Pero todo el PTA se reduce al señor Hoxha? En absoluto. Existe así mismo
muchísima documentación sobre la sociedad socialista de otros autores
albaneses, véase, por ejemplo, la obra de Agim Popa «Las relaciones entre los
cuadros y las masas y la lucha contra la burocracia» (1976); la obra de Hysni Kapo
«Importante paso para perfeccionar el estado de la dictadura del proletariado»
(1976); la obra de Nexhmije Hoxha «Algunas cuestiones fundamentales de la
política revolucionaria el Partido del Trabajo de Albania sobre el desarrollo de la
lucha de clases» (1977); la obra de Alfred Uçi «Sobre las contradicciones en la
sociedad socialista» (1977); la obra de Vahid Lama y Gramos Hysi «La lucha de
clases en el campo político en el período del socialismo» (1978); la obra de Foto
Çami «Contradicciones, clases y lucha de clases en el socialismo» (1980); la obra
de Foto Çami y Gramos Hysi «La constitución del socialismo triunfante» (1980);
la obra de Jorgji Sot «Sobre la dictadura del proletariado y la lucha de clases en
Albania» (1983); o la obra de Ismail Lleshi, «El Partido del Trabajo de Albania
sobre el tratamiento y la correcta solución de las contradicciones en la sociedad
socialista» (1984).

Pero no vale la pena ahora seguir repasando, hasta el día del juicio final, estos
comentarios y análisis tan acertados. Simplemente, nos interesa resaltar que con
el tiempo nada de esto fue tenido en cuenta debidamente, siendo olvidado o
relativizado, o simplemente lanzado al aire de cara a la galería para aparentar que
todo iba correctamente. Los documentos oficiales del PTA a partir del año 1990,
vistos en el capítulo anterior, ratificaban que ya para entonces se había
abandonado por completo las enseñanzas sobre las experiencias de restauración
del capitalismo. Conocimientos de los que años antes los albaneses parecían
haber extraído todo el jugo mejor que nadie. En 1997, la propia Nexhmije
reconocería que todas estas lecciones se habían tirado por la borda y, de hecho, si
a alguien debemos de pasarle la factura es a ella con su actitud pusilánime en los
momentos más críticos:
«Por desgracia, su partido no se adhirió estrictamente a las enseñanzas
leninistas sobre el indiscutible papel dirigente del partido como vanguardia de
la clase obrera. No valoró la importancia de sus advertencias sobre los peligros
del revisionismo moderno resucitado que amenazaba al socialismo en los países
donde se estaba construyendo y a todos los partidos comunistas y obreros del
mundo». (Nexhmije Hoxha; De cómo el Partido del Trabajo de Albania se alejó
de sus posiciones marxista-leninistas; Discurso pronunciado en la ciudad
italiana de Teramo, 1997)

La Guerra Civil Española (1936-39) y su reinterpretación en clave


anarco-trotskista

En esta sección se abordará el hecho de cómo la «Línea de Reconstitución» (LR),


y tanto sus representantes oficiales como extraoficiales, han dedicado sus
mayores esfuerzos no con vistas a realizar un análisis histórico de valor que
supere lo visto hasta ahora, sino enfocado a sugerir que debemos recuperar lo
peor de lo peor de la historiografía sobre la Guerra Civil (1936-1939). Por ende,
nos veremos obligados a repasar brevemente −documentación en mano, a veces
inédita en castellano− varios temas polémicos como: a) ¿mantuvo el PCE una
postura pequeño burguesa respecto a la colectivización de la tierra?; b) ¿En qué
se basaban las «socializaciones» de los faístas, caballeristas y trotskistas?; c)
¿puede considerarse al POUM un partido trotskista? d) ¿es buena idea
recomendar sin filtro cualquier obra con el sello de «clásico» de cualquier
historiador académico que tiene el estatus de «eminencia» −aun cuando solo
contiene mitos y clichés−?; e) ¿cuáles son las obras que sí han arrojado luz
verificando los datos y hechos? Entiéndase que este es solo un esbozo que
pretende ser el principio de un futuro estudio mayor, que realizaremos cuando
nuestras tareas nos lo permitan −y el lector sabe que nosotros, a diferencia de
nuestros adversarios, no hablamos por hablar−.

¿Mantuvo el PCE una postura pequeño burguesa respecto a la


colectivización de la tierra?

¿Qué es lo que nos ofrecen aquí los representantes de la «Línea de la


Reconstitución» (LR) respecto al siempre polémico tema de la guerra civil? Una
vez más la «lucha de dos líneas» entre los neomaoístas ha reservado para la
historia muchas sorpresas y giros inesperados, y de nuevo no nos han
decepcionado sus jugosas conclusiones. Poco a poco se fue larvando en la LR una
nueva postura tendiente a reproducir los mitos de la historiografía trotskista del
siglo pasado, especialmente aquella dirigida hacia el Partido Comunista de
España (PCE) y el periodo de la Guerra Civil Española (1936-39). El «balance»
de los «reconstitucionalistas» bien podría haber sido firmado por los mismísimos
Kean Loach o George Orwell. Vean:
«El PCE sacrificó toda medida revolucionaria aunque fuera promovida por la
iniciativa espontánea de las masas: bloqueó la colectivización de la tierra −que
en muchos casos era un deseo sincero de los campesinos, dejando que el
anarquismo monopolizara y capitalizara la defensa de una medida intrínseca
al marxismo−». (Partido Comunista Revolucionario (Estado Español); La
Forja; Nº9, 1996)

En la misma publicación los «reconstitucionalistas» se quejaban de que el PCE


se hubiera prestado durante la guerra a:

«La defensa de la pequeña propiedad burguesa». (Partido Comunista


Revolucionario (Estado Español); La Forja; Nº9, 1996)

¡Vaya! ¿Habrían leído alguno estos burros la literatura marxista clásica en torno
a la cuestión de la propiedad agraria y las diferentes capas sociales, como, por
ejemplo, la obra polémica de Engels «El problema campesino en Francia y
Alemania» (1894) o el grueso tomo de Karl Kautsky «La cuestión agraria»
(1899)? En la primera de las obras mencionadas se decía: «Es tan evidente que
cuando estemos en posesión del poder del Estado, ni siquiera pensaremos en
expropiar a la fuerza a los pequeños campesinos −con o sin compensación−, como
tendremos que hacer en el caso de los grandes terratenientes», por ende,
«nuestra tarea relativa al pequeño campesino consiste, en primer lugar, en
efectuar un tránsito de su empresa privada y propiedad privada a cooperativas,
no por la fuerza sino a fuerza de ejemplo y de la prestación de asistencia social
para este fin».

En todo caso, según esa caterva de sabios que anidan en la LR, ¿qué deberían
haber hecho exactamente los revolucionarios españoles en 1936? ¿Aplaudir la
colectivización forzosa, no solo de los medios de producción sino también de los
objetos personales, que con tanto ahínco promovió la Confederación Nacional del
Trabajo (CNT) y la Federación Anarquista Ibérica (FAI)? ¿Consideran que era
buena idea abolir la propiedad, herencia y el dinero de la noche a la mañana,
señores bakuninistas? ¿Acaso el campo español debió ser «colectivizado» en su
totalidad sin un trabajo previo de concienciación que en la URSS llevó más de una
década y un importantísimo esfuerzo industrial? ¿O pretenden que esta situación
de 1936 simplemente se hubiera solucionado utilizando los «eslóganes
entusiastas» que el maoísmo hizo suyos durante el «Gran Salto Hacia Adelante»
(1958-61), donde la técnica y los conocimientos eran cuestiones «secundarias»
frente al «convencimiento» y la «pasión»? Es decir, como si el fervor de un
puñado de «soñadores románticos» y «tontos motivados» pudiera revertir
mágicamente unas condiciones materiales adversas. No, gracias. Ya conocemos
el destino de esta fórmula: destrozar toda planificación de la producción, crear el
desabastecimiento de bienes básicos y provocar la ruina económica general. Un
descontrol que asimismo también lograron −aunque a menor escala− la CNT-FAI
y sus aliados con sus correspondientes experimentos durante los primeros meses
del conflicto. Quién sabe, tal vez en conjunto con los faístas los
«reconstitucionalistas» estén buscando inspirarse en un modelo similar al del
trabajo forzado no remunerado del campesinado que se dio en Kronstadt bajo
Makhno, donde no se le pagaba por la cosecha a los campesinos porque lo suyo
debía ser un «servicio al pueblo y la causa que tenía que ser altruista».

Pero precisemos aún más para no dejar ningún cabo suelto. El PCE no solo
apoyaba, sino que fue el principal impulsor tanto de la Reforma Agraria de 1936
como de los decretos oficiales que sancionaban la cooperativización libre de los
trabajadores −que además era financiada por el Gobierno del Frente Popular−.
Esto puede ser visto tanto en documentos oficiales como «Tareas actuales del
PCE, del Frente Popular y del Pueblo de España» (1938) como en informes
confidenciales. Repasemos estos últimos:

«La política de nuestro partido [PCE] y nuestro Ministro de Agricultura en la


actualidad es el siguiente: ayudar a la colectivización existente creada por los
trabajadores agrícolas y campesinos voluntariamente; reorganizar las
colectivizaciones creadas por métodos violentos, dando a los trabajadores la
posibilidad de participar o no en ellas; democratización de las colectividades
−elecciones municipales, informes, etcétera−; fijación de precios para las
principales industrias agrícolas y productos así como el control sobre la
implementación de esta decisión por parte de los cuerpos del gobierno».
(Cuestiones remitidas por Pedro Checa y «Luis» [Víctor Codovilla] al Comité
Ejecutivo de la Internacional Comunista, 8 de septiembre de 1937)

Entonces ¿a qué se oponían exactamente la dirección del PCE? Fácil: a la


expropiación forzosa del pequeño propietario, a la actuación mafiosa y bandolera
de las bandas de delincuentes comunes y «revolucionarios libertarios». A que los
productores privados o los burócratas de los sindicatos hicieran acopio de los
recursos, especulasen con ellos y acabasen convirtiéndose en los nuevos ricos,
todo ello mientras el pueblo pasaba necesidades y se desangraba en el frente.
Quien desee repasar estos episodios que se dieron en varias localidades como
Fatarella, Mora, Granollers o Burriana, bien puede consultar la documentación
pertinente de la obra de Fernando Hernández Sánchez «Guerra o revolución»
(2010).

¿De qué manera realizaba esto el anarquismo? Ejemplos los hay a miles, como los
famosos actos de contrabando en la zona de la Cerdaña −la zona pirinaico-
catalana-francesa, donde se concentraban las actividades fronterizas entre
España y Francia− y se exportaban objetos personales de gran valor que
previamente habían sido requisados. ¿Con qué fin? Para adquirir unas armas que
ni mucho menos iban destinadas al frente ni a mejorar la situación económica de
nadie, sino con el objetivo de intercambiarlo por armas que los anarquistas se
reservarían para guardar en la retaguardia. Esto fue posible tanto por la debilidad
del resto de grupos como al control anarquista de la oficina de Aduanas en
Puigcerdá. Por si esto fuera poco, en lo referente a la actividad de muchos de los
«héroes libertarios» de dicha zona, lo que primaba era el enriquecimiento
individual, donde como buenos pequeño burgueses vivían a costa del trabajo
ajeno. Tal es el caso del jefe faísta Antonio Martin, el cual cobraba tributos a los
pueblos de la zona además de especular con las pertenencias de aquellos que
fusilaba, actos que más que «revolucionarios» han de ser considerados más bien
como puro bandolerismo. Dicha figura, tras su muerte, seria elevada a mártir por
la CNT. Véase la obra de Paul Preston «Errores y engaños en el Homenaje a
Cataluña» (2017).

Pero volvamos al informe confidencial del PCE a la IC de septiembre de 1937:

«Donde nuestro partido [PCE] no ha podido evitar la colectivización violenta


hemos visto claramente lo que los anarquistas entienden por colectivización. En
la práctica, la socialización anarquista significa algo así como esto: el sindicato
de trabajadores agricultores toma toda la cosecha; parte de este cultivo se
distribuye entre los trabajadores, la otra parte se vende. En el último caso, para
los campesinos, en lugar de dinero, reciben bonos locales. La municipalización
en realidad significa que la tierra es declarada propiedad del municipio, que
vende los productos; el campesino pierde su cosecha y tiene que trabajar por un
pequeño salario bajo el liderazgo de las organizaciones anarquistas. Valencia
tuvo varios casos en los que los anarquistas se llevaron toda la cosecha de
naranjas, las vendieron en el mercado catalán, se quedaron con el dinero y
repartieron cupones entre los campesinos. En Jaén hicieron lo mismo con los
productos de oliva. Pero tal política solo podía armar a los campesinos contra
el gobierno, contra las organizaciones de trabajadores y poner en peligro el
resultado de la guerra». (Cuestiones remitidas por Pedro Checa y «Luis» [Víctor
Codovilla] al Comité Ejecutivo de la Internacional Comunista, 8 de septiembre
de 1937)

En todo caso, es cuanto menos curioso ese extremo criticismo de este


neomaoísmo hacia el PCE y su «posición de defensa de los pequeño propietarios»
−frente al aventurerismo político−, cuando −y quizás no lo sepan− el Partido
Comunista de China (PCCh) en documentos como la famosa «Decisión del
Comité Central sobre las políticas de las tierras en las bases de apoyo
antijaponesas» (de 28 de enero de 1942), se movió en posiciones mucho más
escoradas a la derecha, donde hipotecó el programa revolucionario en aras de un
«desarrollo de las fuerzas productivas». Llegó a proclamar que había que:
«Reconocer que el modo capitalista de producción es el método más progresista
en la China actual, y que la burguesía, sobre todo la pequeña burguesía,
representa los elementos sociales y la fuerza política comparativamente más
progresistas en la China actual», por lo que se concluía que «la política del partido
no es el debilitamiento del capitalismo y la burguesía, o el debilitamiento del
campesino rico y sus fuerzas productivas, sino el fortalecimiento de la producción
capitalista». ¡¿Pero qué autocrítica vamos a esperar de esta gentuza si en pleno
siglo XXI siguen teniendo a un nacionalista burgués como Mao Zedong como «la
cuota más alta que llegó a alcanzar el Ciclo de Octubre»?! Véase la obra:
«Comparativas básicas entre el marxismo-leninismo y el revisionismo chino
sobre cuestiones fundamentales» (2016).

Bob Avakian y su apoyo a la «socialización» de faístas, caballeristas y


trotskistas

«La fraseología revolucionaria, con la mayor frecuencia es una enfermedad que


padecen los partidos revolucionarios. (…) Es la repetición de consignas
revolucionarias sin tener en cuenta las circunstancias objetivas en un momento
dado, en el estado de las cosas existente en ese momento. Las consignas son
excelentes, brillantes, exaltan los ánimos, pero carecen de fundamento; esa es la
esencia de la fraseología». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Fraseología
revolucionaria, 1918)

Ya en el nuevo siglo, en 2016, los «reconstitucionalistas» nos recomendaban una


vez más desde «Línea Proletaria» retomar un análisis ochentero del Partido
Comunista Revolucionario (EE. UU.) de Bob Avakian sobre la Guerra Civil
Española (1936-39) −recordemos que durante los años 90 habían promovido las
ideas de este «iluminado» en «La Forja»−. ¿Y por qué motivo decidieron volver
a esa caricatura que siempre ha sido el señor Avakian?

«Representaba lo más avanzado del mismo y que, concretado como maoísmo,


fue capaz de dar un último impulso al primer Ciclo de la RPM [Revolución
Proletaria Mundial]». (Introducción a la obra del PCR (EE.UU.): «La línea de
la Comintern en la Guerra Civil de España» (1981), 2016)

¿En serio? ¿Y con qué nos encontrábamos aquí? En dicho escrito hay
efectivamente una serie de críticas totalmente correctas hacia la actuación del
PCE durante el periodo 1936-39 −como el excesivo legalismo, las excesivas
esperanzas en las democracias burguesas, el creciente discurso chovinista, la
idealización del régimen republicano o la propia cuestión de Marruecos−. Ahora
bien, no hay que llamarse a equívoco: varios de estos apuntes ya habían sido
lanzados décadas antes por el propio PCE en sus escritos retrospectivos como «En
el aniversario del 14 de abril: Lo que el pueblo español esperaba de la República
y la política contrarrevolucionaria de la coalición republicano-socialista» (1940)
y «Lecciones de la guerra del pueblo español», entre otros. Sin olvidar que
organizaciones como el PCE (m-l) ya extrajeron conclusiones muy parecidas en
«La guerra nacional revolucionaria del pueblo español contra el fascismo» (1975)
y más tarde en «Las causas de la derrota de la Guerra Civil» (1986). Aun con todo,
es valorable el intento del PCR (EE.UU.) de recordar ciertos hechos, pero llegaba
muy tarde. El problema principal es que estos maoístas estadounidenses pasaban
a añadir con total naturalidad unos apuntes de su «propia cosecha» que
difícilmente pueden ser aceptados, pues suponen verdaderos atropellos
históricos. Por ejemplo, si bien se calificaba la línea de los anarquistas y
trotskistas hispanos como «contrarrevolucionaria», casualmente coincidían con
sus principales historiógrafos en que el PCE se dedicó a frenar el «impulso
revolucionario» (sic):

«En las fábricas que el gobierno había intervenido ante la huida de sus
propietarios al alero de seguridad que les ofrecía Franco, se formaron colectivos
de obreros, pero fueron sofocados como terreno de lucha política. Ciertamente
«poder obrero» no significa que los obreros de cada fábrica pasan a ser sus
dueños, y en el sentido más inmediato tenía que existir un control más central;
pero la alternativa del PCE fue sólo enviar allí a los burócratas o antiguos
patrones y reducir los comités de trabajadores, en el mejor de los casos, a
«ganar la batalla de la producción». (Partido Comunista Revolucionario
(EE.UU.); La línea de la Comintern en la Guerra Civil de España, 1981)

Lo que ignoraba el PCR (EE.UU.) y la propia LR −que reprodujo este escrito sin
crítica alguna− es que en España, una vez se produjo el abandono de la mayoría
de gestores y propietarios de las unidades de producción durante el comienzo de
la guerra, el ideario «socializante» de estos grupos de «izquierda radical» no era
precisamente muy cabal ni progresista, sino más bien reflejaba los ecos más
primitivos y gremiales, como la famosa «autogestión» y la «sindicalización» de
las unidades de producción −siendo una continuación de las ideas que durante el
siglo XIX habían predominado en el inmaduro movimiento proletario que se
encontraba muy alejado aún de los cánones marxistas−. ¿Y cómo se entendía esto
en las dos principales centrales sindicales de aquel entonces, la CNT/UGT,
dominados respectivamente por faístas y caballeristas?

«El caballerismo y el anarcosindicalismo se traducen en: (…) Colectivización


forzosa y violenta del campesinado. (…) El dominio de los comités de control
obrero y de los comités de dirección de empresas, comités no elegidos por los
trabajadores sino nombrados por los sindicatos. (…) Sin plan, sin contabilidad,
[la fábrica] se autoabastece de materias primas, produce no lo que es necesario,
sino lo que es fácil, vende donde y como puede y vende a precios especulativos».
(Stoyán Minev; Las causas de la derrota de la República Española, 1939)

¿Qué postura adoptó el PCE frente a este modelo? Efectivamente, recomendó


concentrar la economía para la producción de la guerra y montar una
coordinación efectiva entre unidades productivas −¡menudos pecados más
contrarrevolucionarios!−:

«En tal situación, el Partido se propone nacionalizar la gran industria, llevar a


cabo el principio de planificación, establecer un comité de coordinación de la
producción y, allí donde las fábricas funcionen bien, reconocer el sistema de
dirección existente creado por los trabajadores». (Cuestiones remitidas por
Pedro Checa y «Luis» [Víctor Codovilla] al Comité Ejecutivo de la Internacional
Comunista, 8 de septiembre de 1937)

Sea como sea, no olvidemos que el propio Lenin también pasó por una época en
que tuvo que lidiar con la impaciencia y falta de conocimientos en materia
económica de aquellos «comunistas de izquierda» que exigían una «socialización
más decidida»:

«Pasamos a las desventuras de nuestros comunistas «de izquierda» en el


terreno de la política interior. Es difícil leer sin una sonrisa frases como las
siguientes en las tesis sobre el momento actual: «...El aprovechamiento
armónico de los medios de producción que han quedado es concebible sólo con
la socialización más decidida»...«no capitular ante la burguesía y los
intelectuales pequeño burgueses secuaces suyos». (…) Hoy, sólo los ciegos
podrán no ver que hemos nacionalizado, confiscado, golpeado y acabado más
de lo que hemos sabido contar. Y la socialización se distingue precisamente de
la simple confiscación en que se puede confiscar con la sola «decisión», sin saber
contar y distribuir acertadamente, pero es imposible socializar sin saber hacer
eso». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Acerca del infantilismo «izquierdista» y
del espíritu pequeño burgués, 1918)

Verborrea en la cuestión del poder y la construcción del socialismo

Como explicó el comunista catalán Joan Comorera en su obra «La revolución


plantea a la clase obrera el problema del poder político. Carta abierta a un grupo
de obreros cenetistas de Barcelona» (1949), al comienzo del conflicto, en verano
de 1936, la CNT-FAI, flor y nata del anarcosindicalismo ibérico, nunca tuvo mejor
ocasión en su historia para intentar tomar el poder en sus manos en Cataluña y
demostrar al mundo de qué eran capaces. ¿Qué ocurrió? Si bien en parte así fue,
reuniendo un gran poder bajo su influencia, a los pocos meses fue perdiendo todo
el fuelle inicial. No solo no supieron explotar su ventaja, sino que pronto los
acontecimientos le sobrepasaron claramente, demostrando que no sabían
conducir una crisis como es un estado de guerra:

«La negativa a la implantación del comunismo libertario no es el aplazamiento


de cualquier forma de proceso revolucionario, sino la presencia de otros temas:
la conciencia de la correlación de fuerzas, en el conjunto del territorio
republicano, de los problemas internos de la CNT, de la vigencia del poder del
republicanismo catalanista, de la existencia de otras fuerzas obreras en el
campo político y sindical. Es decir, de la provisionalidad del marco creado tras
la derrota del fascismo [en julio de 1936], que no concluía automáticamente con
la entrega del poder a los libertarios, sino que iniciaba una fase en la que estos
pasaban a disponer de un poder de negociación y control social mayor en la
coalición antifascista. (...) Fuerzas distintas, que constituyen un espacio
compartido y en el que cada una tratará de ir dando su carácter particular al
conjunto del espacio que se está articulando». (Ferran Gallego; Los orígenes de
la crisis de mayo de 1937, 2007)

Esto no parece una exageración. Joseph Costa, responsable del sector textil en
Barcelona por la CNT, confesó que en cuanto a la correlación de fuerzas:

«Sabíamos que no podíamos dominar en toda España. Porque toda España no


era anarcosindicalista ni poumista». (Fundación Andreu Nin; Los Sucesos de
mayo de 1937. Una revolución en la República, 1988)

Esto ya serviría para que algunos pisasen terreno firme a la hora de insinuar
según qué cosas. En cuanto a estas anotaciones sobre «la oportunidad perdida»,
nos preguntamos a qué se refieren exactamente con aquello de que el PCE debió
lanzarse a la «revolución socialista»; ¿a la propaganda y concienciación entre las
masas de las tareas socialistas −algo en lo que estamos de acuerdo− o
directamente a centrar las energías en la construcción de la base económica del
socialismo, tanto en la ciudad como en el campo? Si se refieren a esto último,
¿acaso no es necesario para tal empresa un poder absoluto de los resortes del
Estado? ¿O pretendían que se hiciese tal cosa con el resto de agrupaciones a
cuestas saboteando el trabajo? Es más, yendo al grano, ¿quién en su sano juicio
puede pensar que existía en el bando republicano un concepto de «modelo
socialista» que tuviera un punto en común entre comunistas, anarquistas,
socialistas y trotskistas? Desgranando la cuestión, ¿qué se quiere decir con eso
que se repite a veces de que había condiciones para el «socialismo» en España?
¿En qué sentido? ¿Se refieren al demagógico y anarcosindicalista de Caballero, al
reformista y parlamentario de que profesaba Besteiro, o al «socialchovinismo»
de Negrín? En cuanto a la CNT/FAI… ¿de qué nociones «socializantes» hablamos
aquí, de las nociones de los Durruti, Bakunin, Nestor Makhno y Kropotkin? No
hay mayor ejemplo del «confusionismo», eclecticismo y la vacuidad ideológica
que las palabras que en su día pronunció un anarquista hispano sobre el modelo
que estas gentes defienden:

«La anarquía ha de ser una infinidad de sistemas y de vidas libres de toda traba.
Ha de ser así como un campo de experimentación para todas las naturalezas
humanas». (Federico Urales; La anarquía al alcance de todos, 1922)

Repetir hasta la extenuación en todo momento y lugar la fórmula de


«¡Camaradas, necesitamos un periódico revolucionario, que explique el
programa revolucionario, con un partido revolucionario, que dirija al ejército
revolucionario!...» es pura fraseología vacía, una mera abstracción atemporal que
no resuelve nada de la problemática que se tiene delante. Como dijo Engels en su
«Carta a Becker» (1 de abril de 1880) sobre el «Freiheit» de Johann Most, un
periódico de tendencias semianarquistas que existió brevemente en el seno de los
marxistas alemanes hasta ser expulsado: «Él busca convertirse, por las buenas o
por las malas, en el diario más revolucionario del mundo, pero esto no puede
lograrse simplemente repitiendo la palabra «revolución» en cada línea». Para que
una cosa y la siguiente se materialicen es necesario que dicho colectivo que aspira
a implantar su modelo logre una autoridad e influencia de importancia entre el
pueblo, y para ello hay que contar con una posición política lo suficientemente
incontestable como para poder sobreponerse a las contramedidas que tus
oponentes desatarán en cada movimiento tuyo. ¿Por qué afirmamos esto? Porque
en cada campaña política para lograr X cuestión va a existir una reacción y
contrarrespuesta tanto de la población como de los grupos políticos.

Tampoco nos pararemos a repasar, como en otras ocasiones, cuáles son los
requisitos para el triunfo de tal labor; simplemente iremos a lo que ocurría en
aquel momento. ¿Cuál de todas estas agrupaciones estaba en disposición real de
aplicar «su» noción de «nueva sociedad» particular sin causar la molestia o ira
del vecino? Ninguno; por eso se tuvieron que conformar con una colaboración y
objetivos comunes, y ninguno, más allá de temores u osadías, fue capaz de
implantar su programa particular hasta las últimas consecuencias. Aun con todo,
¿no impulsó y realizó el PCE medidas que objetivamente eran revolucionarias,
que suponían sobrepasar el viejo sistema republicano-burgués y abrían paso
hacia un nuevo sistema? Sí, sin ningún género de duda. Pero el que estas se
encauzasen correctamente en un nivel cualitativamente superior y no se
malograsen no solo dependía de factores como ganar la guerra, sino de imponer
su influencia política y disminuir progresistamente la de sus rivales y temporales
aliados. Y como se comprenderá, para ello la cuestión de los organismos de
expresión política, la elegibilidad de los cargos o la exigencia de una
representación acorde a las fuerzas del momento eran cuestiones decisivas.

¿Pero qué paso? Hasta uno de los que más esfuerzos pusieron en la «moderación»
del PCE, Palmiro Togliatti, reconoció que el PCE se había dejado amedrentar por
la idea de quebrar la unidad antifascista, que había paralizado su propia
actuación, consiguiendo lo que nunca puede ocurrir: la separación entre
vanguardia-masas.

«El sentido de la responsabilidad de los camaradas dirigentes del partido no era


siempre muy elevado. Una parte de ellos había perdido el contacto con las
masas. (...) Políticamente, el temor a romper el Frente Popular, en un momento
en que la unidad se veía puesta en peligro seriamente y en el que todos los demás
partidos tendían a la ruptura, frenó y en ciertos momentos paralizó la acción
del partido en la dirección y en la base. En este periodo el partido hizo depender
demasiado su acción de la del Presidente Negrín y cometió errores en las
relaciones con las masas, cosa que contribuyó a su aislamiento». (Palmiro
Togliatti; Informe, 21 de mayo de 1939)
En verdad, desde el minuto uno el PCE dependía de unos aliados muy inestables,
los cuales pasaron de ningunearle a conspirar contra él. En este sentido, el lector
puede repasar la obra de Stoyán Mínev «Las causas de la derrota de la República
Española» (1939) o la de Togliatti «Escritos sobre la guerra de España» (1980).
De hecho, cuando más influencia adquirieron los comunistas, mayor virulencia y
oposición mostraron sus aliados, entorpeciendo sumamente la cooperación entre
las fuerzas antifascistas y comprometiendo el destino de la guerra. La
preocupación sobre esto se hace notar en todos los informes de Stepanov − Stoyán
Mínev − o Togliatti sobre las campañas que los caballeristas, faístas y trotskistas
venían desatando contra el PCE, especialmente desde 1937. Era la pescadilla que
se mordía la cola. Si el lector duda de esto por ser el relato de Moscú, puede
comprobar dicha actitud anticomunista de varios de estos máximos dirigentes del
movimiento antifascista releyendo hoy las obras de autores como Largo
Caballero, quien, en su obra póstuma «Mis recuerdos» (1954), dejó patente en
sus misivas y reflexiones que más allá de formalidades y dar largas sobre
cuestiones fundamentales, nunca tuvo intención de colaborar honestamente con
los comunistas, sino que trabajó enérgicamente convencido de la necesidad de
destruirlos.

Algunos se preguntarán: «¿Hubiera calmado o neutralizado ese hastío


anticomunista una política más precisa y acertada, más valiente y decidida?».
Claro, esto habría mejorado el rendimiento individual del PCE y habría
imprimido confianza en sus aliados; sin embargo, ¿habría sido suficiente para
arrastrar al resto de fuerzas bajo la tutela comunista que se necesitaba para ganar
la contienda? Es imposible de saber, pero lo más probable es que debido al
equilibrio de fuerzas y al estado de creciente derrotismo, sobre todo a partir de
1938, el PCE y el «Frente Popular» no hubiera podido escapar de la catastrófica
situación. Lo que de seguro nos puede demostrar esta experiencia es que, en julio
de 1936, llegados a una situación tan crítica como es una guerra civil y una
intervención exterior, el PCE solo tuvo un pequeño margen de maniobra dado
que no había hecho los deberes en los años previos. ¿Qué significa esto? Por tratar
de resumirlo de forma breve: para una estructura revolucionaria tan pequeña y
tan poco versada, como fue el caso del PCE, la situación le superaba con creces y,
aun así, realizó verdaderas proezas que causaron el asombro, respeto o miedo de
los enemigos y competidores. Esto, por supuesto, no borran sus grandes
meteduras de pata.

Conviene repasar el artículo de José Díaz contra la dirección de «Mundo Obrero»,


que puede ser ilustrador para que el lector entienda a lo que nos referimos. Este
último órgano comentaba en marzo de 1938: «No se puede, como hace un
periódico, decir que la única solución para nuestra guerra es que España no sea
fascista ni comunista, porque Francia lo quiere así», pues «el pueblo español
vencerá con la oposición del capitalismo». A lo que el Secretario General del PCE
contestó:

«Es posible que ese periódico esté escrito por gentes que no quieren a nuestro
partido, ni comprenden bien los problemas de nuestra guerra. Pero la
afirmación de que «la única solución para nuestra guerra es que España no sea
fascista ni comunista», es plenamente correcta». (…) Nuestro Partido no ha
pensado nunca que la solución de esta guerra pueda ser la instauración de un
régimen comunista. Si las masas obreras, los campesinos y la pequeña
burguesía urbana, nos siguen y nos quieren, es porque saben que nosotros
somos los defensores más firmes de la independencia nacional, de la libertad y
de la Constitución republicana. (…) Plantear la cuestión de la instauración de
un régimen comunista significaría dividir al pueblo». (José Díaz; Con toda la
claridad posible; Carta a la redacción de «Mundo Obrero». Publicada en
«Frente Rojo» el 30 de marzo de 1938)

Esta afirmación suponía tomar el pelo a la gente por infinitas razones y corrobora
que, lejos de lo que planteó por ejemplo el PCE (m-l), no solo Dolores Ibárruri,
sino Pepe Díaz también estaba imbuido de ilusiones liberales, olvidando aquello
de:

«Todas las luchas que se libran dentro del Estado, la lucha entre la democracia,
la aristocracia y la monarquía, la lucha por el derecho de sufragio, etc., no son
sino las formas ilusorias bajo las que se ventilan las luchas reales entre las
diversas clases». (Karl Marx y Friedrich Engels; La ideología alemana, 1846)

Si en España hubiera ganado la guerra el campo antifascista, en buena parte


habría sido por la influencia comunista y su guía en la guerra, por su presencia y
directrices en el ejército, por el apoyo que recalaba entre las masas. No cabe duda
de que el régimen que habría de salir en la posguerra era una incógnita en 1938,
pero desde luego el PCE, como cualquier estructura política que transita de etapa
en etapa −fruto no solo de sus decisiones, sino de su adaptación a tales
situaciones−, debía tener claro qué había aprendido durante la fase de 1931-36 y
qué no se podía volver a permitir en ese nuevo escenario. En efecto, en ese
hipotético momento de posguerra seguramente las tareas de los comunistas
tardarían tiempo en poder implantarse: muchos de sus aliados políticos aún
tendrían suficiente poder como para oponerse, no toda la población estaría
convencida ni sería consciente de los objetivos ulteriores del PCE y, muy
seguramente, los estragos en materia de vivienda, industria y campo limitarían el
margen de obra en la construcción económica. A su vez, no era menos cierto que
esa nueva España estaba destinada a estar dominada −en buena parte− por la
influencia de los comunistas y sus políticas, dado que ya eran el grupo de mayor
influencia. Es más, ¿acaso la guerra no había transformado la propia fisonomía
del sistema republicano anterior a 1936? Así es. Lo reconocería el propio Pepe
Díaz y el PCE en sus obras posteriores. Entonces, ¿qué se conseguía con estos
malabarismos verbales negando tal evidencia? ¿Reavivar a los derrotistas como
Prieto, tranquilizar a los intrigantes como Caballero, recuperar a los traidores
como Besteiro, o neutralizar a los conspiradores como Casado? Es más, ¿no
podría haber aprovechado el señor Díaz para darle la razón a los compañeros de
«Mundo Obrero»? ¿No era de justicia declarar que países como Francia, que
había abandonado precisamente a España, no tenían ningún derecho moral ni
capacidad real de decisión sobre el destino comunista, o no, de sus gentes que
estaban creando su modelo a precio de sangre? Muy por el contrario, en esta
respuesta, Pepe Díaz añadió algunos formulismos populistas, como que el PCE y
el PSOE no tenían y no podían tener «intereses u objetivos diferentes al pueblo»
y, por ende, no podían plantear nada diferente al resto de grupos del «pueblo».
Una completa estupidez equivalente a liquidar la política independiente del
partido respecto a republicanos o anarquistas.

Así es que, como demostró el PCE (m-l) en su obra «Las causas de la derrota de
la Guerra Civil (1936-1939)» (1986), todas estas fueron temáticas que la dirección
del PCE no siempre supo entender o no supo imponer a sus aliados −con todas
sus consecuencias que provocaron−. Puesto que es un tema mucho más extenso,
lo abordaremos en una próxima publicación −donde traeremos material inédito
o estudios que han sido ignorados, pese a su enorme transcendencia−. Sin
embargo, sí hemos de adelantar varios puntos de apoyo que le pueden servir al
lector:

a) En primer lugar, debemos mencionar al famoso escrito del historiador


Gregorio Morán en su obra «Miseria y grandeza del partido comunista de España:
1939-1985» (1986), donde, a base de fuentes primarias se atestigua cómo, al final
del conflicto, la derrota forzó a los comunistas a que evaluasen y reconociesen las
peores actuaciones recientes. Más allá de la opinión personal del autor, aquí
encontramos informes y reflexiones de personajes de máxima autoridad, como
Pedro Checa o Joan Comorera, quienes intentaron algo por el estilo; pero en esas
otras muchas veces −y especialmente en las publicaciones oficiales o en las
reuniones de cara a Moscú− lo que primó fue el espíritu individualista que tiende
a excusar la actuación de cada uno y acusar al otro de dudas, pánico o
desobediencia; oscureciendo los puntos críticos del debate.

b) En segundo lugar, en otra obra de Fernando Hernández Sánchez titulada «Los


años de plomo: La reconstrucción del PCE bajo el primer franquismo (1939-
1953)» (2015), también encontramos abundante y magnífica información. Este
historiador, de notables inclinaciones togliattistas, y con quien diferimos en mil
cuestiones, documentó hechos muy importantes, tales como que, por parte de
Pedro Checa; jefe de organización, hubo un señalamiento especial en cuanto a la
mala preparación y la frágil infraestructura que el PCE preparó de cara a una más
que previsible derrota e inevitable paso a la clandestinidad. Esta red clandestina
debería de haber dispuesto de una mayor atención e importancia tras la entrada
de las tropas franquistas en las principales ciudades y pueblos, lo que era
imposible construir de la noche a la mañana. Lo correcto habría sido tejerla, como
mínimo, durante la guerra con unidades experimentadas que fuesen operando
dentro de las líneas enemigas y creasen otras nuevas cuando la situación lo
demandase. ¿Cuál era el problema? Que estas, pese a las insistencias del propio
PCE a sus aliados, apenas existieron y tuvieron poco uso o fueron desmanteladas
ipso facto, como también ocurrió a principios de la posguerra, solo que aquí ya se
prepararon con mayor improvisación y prisa. Esto ya indica que, hasta en las
cuestiones más básicas, el PCE carecía de experiencia suficiente.

Podríamos seguir y seguir citando ejemplos de obras donde, más allá de divergir
con muchas de las opiniones de los autores en cuestiones concretas, es imposible
no reconocer el trabajo de investigación y recopilación, el cual supera con creces
toda la producción de muchas organizaciones que se dicen herederas del PCE.

Podríamos seguir y seguir citando ejemplos de obras donde, más allá de divergir
con muchas de las opiniones de los autores en cuestión en esto y aquello, es
imposible no reconocer el trabajo de investigación y recopilación, el cual supera
con creces toda la producción de muchas organizaciones que se dicen herederas
del PCE.

La LR y su apoyo a las «Jornadas de Mayo» (1937)

Para estos maoístas estadounidenses, el «espíritu revolucionario» tuvo su ocaso


durante la guerra con la famosa insurrección anarco-trotskista en las Jornadas de
Mayo (1937) −y sí, no es broma, le prometemos que no estamos ante un escrito
de la de la Candidatura d'Unitat Popular (CUP)−:

«El término de este primer período revolucionario fue señalado por los eventos
del Primero de Mayo en Barcelona». (Partido Comunista Revolucionario
(EE.UU.); La línea de la Comintern en la Guerra Civil de España, 1981)

Aunque, como siempre acostumbra el maoísmo, sus redactores tiraban la piedra


y escondían la mano, no explicándonos el motivo para sostener tal opinión:

«No pretendemos hacer un balance de dicho suceso aquí». (Partido Comunista


Revolucionario (EE.UU.); La línea de la Comintern en la Guerra Civil de
España, 1981)

Todas estas posiciones se parecen como dos gotas de agua a las que también
lanzaría el Partido Marxista-Leninista de EE.UU., cuyos miembros eran
fervientes seguidores del «tercer periodo» del señor Thälmann y críticos
absolutos de todo lo que tuviese que ver con el «frentepopulismo» del señor
Dimitrov. En su artículo «Revolución y Guerra Civil en España» también trajeron
el mismo discurso sin aportar una sola prueba de su acusación:

«El PCE trabajó día y noche para reparar las brechas en las relaciones
capitalistas. Entre otras cosas, puso sus fuerzas a disposición de la burguesía
para la represión del movimiento de control obrero y el levantamiento
revolucionario que se apoderó de los campesinos empobrecidos». (The Workers'
Advocate; Volumen 16, Nº10, 1 de octubre de 1986)

Recientemente, uno de los representantes más famosos de la LR en redes sociales,


el «Camarada José Mesa y Leompart», recomendaba a sus lectores que para
estudiar la historia del PCE ampliasen sus horizontes en cuanto a fuentes de
información. ¡Excelente noticia! ¿De qué forma?

«@La_Emancipacion: Para empezar a hacerse una idea del Partido Comunista


de España (PCE) de esa época sigue siendo imprescindible, cien años después,
tirar de literatura trotskista y anarquista». (José Mesa y Leompart, 23 de
octubre de 2021)

Rápidamente a todo el mundo se le vendrían un par de preguntas que quedan sin


respuesta: «¡Pero señores, eso es como no decir nada! De entre todo el material,
¿qué puede ser más ilustrativo? ¿alguna recomendación? ¿qué clase de lecciones
podemos extraer de dichas lecturas?».

Esto es muy curioso ya que, por ejemplo, a diferencia de nosotros, la LR no ha


realizado un trabajo de investigación importante sobre las principales
formaciones políticas transcendentes de los dos últimos siglos −PSOE, PCE, PCE
(m-l), etcétera−. A lo sumo han ido tirando de lo que han hecho y sentenciado
otros maoístas −entre ellos, el señor Ludo Martens o Bob Avakian−, con las
terribles consecuencias que uno puede imaginar. Aunque parezca surrealista, esta
autoproclamada «vanguardia teórica», la LR, en más de veinticincos años de
existencia no se ha dignado aún a rescatar y desempolvar los documentos
fundamentales de estas experiencias para su obligado estudio. Pero eso sí,
propone a sus huestes estudiar a los trotskistas y anarquistas. ¡Estupendo!
Resulta graciosa la ligereza con que los «reconstitucionalistas» se la pasan
hablando en abstracto de esos «balances» que se deben enfrentar porque «no
pueden esperar» (La Forja, Nº15, 1997), pero que a la hora de la verdad nadie ve
por ningún lado. En todo caso, sobre esto no nos detendremos, porque está
conectado con su idea de «estudiar otras fuentes no ortodoxas del marxismo» y
la noción de que «ya no se puede afirmar que existe una ortodoxia como tal, hay
que crearla». Véase el capítulo: «¿Existe una doctrina revolucionaria identificable
o esto es una búsqueda estéril?» (2022).
Para más inri, el «Camarada José Mesa y Leompart» recomendaba en Twitter el
13 de octubre de 2021 el artículo «Contra la traición del POUM y sus apologistas
de ayer y hoy. Trotskismo vs. frentepopulismo en la Guerra Civil Española»
(2009). Para quien no lo sepa, este grupo «espartaquista» apoya la tesis del señor
Trotski, quien en su artículo de agosto de 1937 criticaba al POUM por no haber
«ido hasta el final» en la insurrección de mayo de ese mismo año:

«Si el proletariado de Cataluña se hubiera apoderado del poder en mayo de


1937, hubiera encontrado el apoyo de toda España. La reacción
burguesaestalinista no hubiera encontrado ni siquiera dos regimientos para
aplastar a los obreros catalanes. En el territorio ocupado por Franco, no sólo
los obreros, sino incluso, los campesinos, se hubieran colocado del lado de los
obreros de la Cataluña proletaria, hubieran aislado al ejército fascista,
introduciendo en él una irresistible disgregación. En tales condiciones, es
dudoso que algún gobierno extranjero se hubiera arriesgado a lanzar sus
regimientos sobre el ardiente suelo de España». (León Trotski; La verificación
de las ideas y de los individuos a través de la experiencia de la Revolución
española, 1937)

¡He ahí un magnífico análisis de la situación geopolítica mundial! Lo cómico es


que los representantes de la LR se quedan ojipláticos y recomiendan estos
delirantes textos trotskistas sin el menor filtro. Una táctica que siempre han
hecho suya, pues recordemos cómo promovieron en su prensa «La Forja» desde
guevaristas a maoístas con la excusa de «promover el debate» −discusiones y
conclusiones a las cuales llegaban treinta años tarde y mal, querrían decir−.

¿Puede considerar al POUM un partido trotskista, en lo fundamental?

¿Qué contestar sobre la cuestión de Trotski? No seremos nosotros simpatizantes


de eso que hemos calificado tantas veces como «falso antitrotskismo», una
tendencia caracterizada por vociferar inconscientemente contra los
representantes oficiales del trotskismo de forma reiterada y exaltada, pero sin
llegar a comprender el carácter del mismo. Tales especímenes suelen llenar sus
intervenciones de frases como «El trotskismo es la agencia del imperialismo» o
«El trotskismo es contrarrevolucionario», lo cual, si bien históricamente es
correcto, pierde todo su sentido cuando se repite machaconamente como si de un
catecismo se tratase, pero sin aportar nuevos indicios en la situación concreta de
su tiempo. También es común que utilicen los términos «trotskista» o «trotsko»
hacia cualquier sujeto que discrepe en una discusión, sea esta de mayor o menor
transcendencia. Estos elementos no son conscientes de que el uso abusivo de la
retórica anti X sin mayor explicación es un boomerang que siempre se vuelve
contra uno. Aquí se llega al punto en que los eslóganes y mofas no solo no realizan
un verdadero trabajo de esclarecimiento y persuasión respecto a los peligros y
efectos perjudiciales del trotskismo, sino que se crea la situación contraria, en la
cual el que presencia esto comienza a sentir rechazo hacia el antitrotskismo, al
verse éste como infantil y carente de argumentos. Véase la obra: «El falso
antitrotskismo» (2017).

Ahora bien; ¿a dónde conduce todo este ejercicio de relativismo con aires de
sapiencia de la LR? Pues a volver una y otra vez sobre temas ya superados con la
falaz excusa de siempre. ¿Y cuál es esa lamentable técnica? La de proclamar que
la investigación y el debate nunca «terminan» como tal, sino que están en
constante revisión y actualización. Partiendo de esa verdad se miente a sabiendas
sobre el tema en cuestión, pero sobre el cual, si el lector presta atención, en
realidad apenas pasan de puntillas. En este caso se pretende arrastrar al sujeto a
una «reevaluación» que niegue la mayor: por ejemplo, el carácter eminentemente
contrarrevolucionario que jugó el POUM, y cómo este carácter, por más que
dirigentes como Andreu Nin hubieran roto con León Trotski, procedía
precisamente de reproducir las «enseñanzas» aprendidas durante sus primeros
«años de instrucción», las cuales no eran tampoco originales, sino fruto del
menchevismo y la peor tradición de la II Internacional.

¿Algunos ejemplos rápidos y efectivos? En el escrito de Trotski «Trotskismo y el


PSOP» (1938) el pensador desarrolló el concepto de partido menchevique-
trotskista con libertad de fracciones −siempre, eso sí, que no se ponga en tela de
juicio a los máximos dirigentes−, mientras en el escrito «¿A dónde va Francia?»
(1936) plasmó su estrategia «entrista» en los partidos socialdemócratas
destinada a «conquistar desde dentro la fortaleza», por no hablar ya de ese fetiche
casi místico por la revolución simultánea a nivel mundial que condenó como una
«traición» o una desviación nacionalista cualquier intento «del socialismo en un
solo país». Todo esto fue reproducido día y noche en la prensa del POUM. Llamar
a estos y a otros puntos políticos del POUM «trotskismo» o «semitrotskismo» es
totalmente indiferente. Cualquiera que sepa su historia sabrá que Andreu Nin y
su grupo la Izquierda Comunista de España (ICE) encabezó una política entrista
tanto en la Federació Comunista Catalano-Balear (FC-B), y en el PCE como en el
PSOE, mientras que su famoso partido posteriormente fundado en 1935, el
POUM, fue propiamente una plataforma de mil fracciones.

Las divergencias entre Trotski y Nin vienen porque este último no acataba del
todo su ideario sobre el trabajo fraccional con todas sus consecuencias. Como se
observa en las palabras de Trotski de su «Carta a Andreu Nin» (20 de abril de
1931), le reclamaba a este por desear intervenir: «Sólo personalmente,
individualmente, pedagógicamente, al margen de una fracción de izquierda
organizada que interviene en todas partes con la bandera desplegada. Además,
Nin había prometido a su mentor que, aun con sus «variantes personales» en las
tácticas fraccionales −entre las cuales entraban adaptar su programa de su grupo
al del otro−, le aseguraba que «la organización sería conquistada sin
dificultades». En cambio, dos meses después, como refleja, la dirección «juzgaba
inoportuna su entrada directa en sus filas». Esto paradójicamente irritaba a
Trotski −que por norma era igual de triunfalista−, pero en este caso con total
razón, ya que Nin fracasó varias veces en tales empresas, y solo logró agrupar a
algunos grupos a condición de rebajar sus puntos programáticos. En las cartas de
Trotski: «Carta a Andreu Nin» (26 de mayo de 1931) y «Carta a Andreu Nin» (17
de enero de 1932), se relata como el señor Nin estaba centrado en los asuntos
ibéricos y optó progresivamente por alejarse de los asuntos y exigencias del
trotskismo mundial, aunque, eso sí, sin retirar su apoyo público a Trotski, algo
que este le reclamaba considerándolo un ejercicio hipócrita.

Por mencionar una más de estas misivas, Trotski en su «Carta a Andreu Nin» (29
de noviembre de 1930) da una información muy interesante sobre cuáles eran las
relaciones en aquel entonces con el dirigente catalán. Se puede concluir que
dentro de esta visión menchevique, mientras Trotski optaba porque sus secciones
alzasen su bandera, Nin proponía ser más cauteloso y sutil, proponiendo por
ejemplo «la necesidad de darles a conocer las ideas fundamentales del
comunismo antes de plantear las cuestiones de la Oposición de Izquierda». No
nos debe sorprender que en un movimiento como el trotskismo existan estos
niveles de cinismo, arribismo, corrosión y falta de disciplina. Todo lo dicho hasta
aquí sobre el oportunismo de Nin no es invención nuestra, sino que son pruebas
documentadas por la propia historiografía trotskista:

«Ese mismo año [1934], se produjo la ruptura de hecho, aunque no formal, tras
la negativa de I.C.E. a entrar en el P.S.O.E., tal como propugnaban Trotsky y la
Oposición de Izquierda Internacional (O.I.I.). La fusión con el B.O.C. en 1935
para constituir el P.O.U.M. evidenció la desaparición de cualquier vínculo
programático y organizativo con la O.I.I., aunque el vínculo formal no se
rompió hasta la firma por parte del P.O.U.M. del Frente Popular». (Balance;
Correspondencia de Andreu Nin con Lev Trotsky y con Ersilio Ambrogi (1930-
32), 2013)

Y aun así podríamos añadir aquí que, como hemos visto más atrás, la actitud del
POUM hacia el «Frente Popular» reflejó estas dubitaciones y contradicciones tan
características de su cabecilla, Andreu Nin, donde patéticamente se intentaba, sin
hacerse ningún problema, estar dentro del «Frente Popular» mientras
simultáneamente no se creía en él, y se era su máximo enemigo. Un absurdo sin
consistencia y destinado al fracaso más absoluto.

Aquí debemos hacer un inciso. Si el lector desea desprenderse del idealismo


analítico, deberá comenzar por aceptar de una vez por todas que el hecho
histórico no siempre coincide con las declaraciones a favor o en contra de la figura
en cuestión, que las formas no siempre son el contenido. Nos explicamos. Que
una figura oficial, como Víctor Codovilla, jefe del Partido Comunista de Argentina
(PCA), «denunciara» políticamente al «browderismo» en 1945, esto no significa
automáticamente que él, la cúpula y la militancia de base abandonasen sus
prácticas, su esencia. Lo mismo podríamos argüir respecto a Trotski y su presunta
abdicación del menchevismo, un mito que se desmonta solo con repasar la
actuación del trotskismo oficial a lo largo de las décadas. ¿Qué significa todo esto?
Que las más de las veces la etiqueta con la que se apode a la expresión política es
lo de menos −sobre todo cuando una desviación se pierde entre la más inmediata
y la más remota de las herencias−; lo importante es saber en qué consiste y si ésta
es o no correcta, punto.

Los patéticos intentos de rehabilitar una historiografía llena de mitos


y clichés

Otro famoso «reconstitucionalista» proclamaba que hoy hay un «debate vivo»


sobre lo que había sido en esencia el Partido Obrero de Unificación Marxista
(POUM), y que este aun no estaba acabado, porque una vez más la «la lucha de
dos líneas» arrojaría luz −¿quién sabe cuándo?− a las dudas que presuntamente
pululan entre los participantes del «balance» del «Ciclo de Octubre» −que en su
caso es mucho ruido y pocas nueces−:

«@CamaradaLuca: Como tantas otras cosas, la actividad política del POUM


deberá ser analizada bajo la implacable lupa de la crítica revolucionaria con la
seriedad que impone nuestro compromiso histórico, huyendo de hombres de
paja. Algunos apuntes introductorios». (Luca.; Twitter, 6 de mayo de 2019)

¿Y cuáles eran estos «apuntes introductorios» que citaba el «Camarada Luca»?


¿Cuál es la nueva y más precisa interpretación que debemos hacer de la Guerra
Civil? Atentos, ¡tomen nota a lo que afirman los sucesores de la Liga Comunista
Revolucionaria (LCR)!

«@GorkaAzkoien: La calificación de «trotskista» fue un elemento de la batalla


del PSUC contra el POUM». Muy interesante el libro «La guerra civil española
en Euskadi y Catalunya: contrastes y convergencias», de Miguel Romero, para
entender la lucha entre ambas formaciones comunistas. (…) Siempre se ha
hablado del POUM como de una fuerza minoritaria, pero a finales de 1936 tenía
unos 30.000 militantes. El PSUC contaba con unos 60.000. El POUM era un
partido fundamentalmente obrero, aunque disponía de un núcleo importante en
Lleida. (…) La característica fundamental del POUM fue su estrategia de
revolución socialista como único camino para ganar la guerra. El PSUC,
contrariamente, no gozaba de un apoyo obrero significativo, hecho reconocido
por el mismo Togliatti. Políticamente, apostó firmemente por la reconstrucción
del poder republicano y la lucha abierta contra el POUM y la CNT. Durante la
guerra, el partido creció significativamente. Romero señala varios factores que
explican ese crecimiento, entre los cuales la organización de sectores de la
pequeña burguesía alarmados por la fuerza que tenían los anarquistas en
Catalunya». (Gorka; Twitter, 2 de junio de 2018)

republicano y la lucha abierta contra el POUM y la CNT. Durante la guerra, el


partido creció significativamente. Romero señala varios factores que explican ese
crecimiento, entre los cuales la organización de sectores de la pequeña burguesía
alarmados por la fuerza que tenían los anarquistas en Catalunya». (Gorka;
Twitter, 2 de junio de 2018)

¿Y qué es esto, si no reproducir toda inmundicia historiográfica sobre el


comunismo y la Guerra Civil de sus enemigos? Fernando Hernández Sánchez en
su tesis doctoral, posteriormente editada como «Guerra o revolución» (2010),
clarificó cómo la mayoría de los trabajos previos de historiadores hispanistas
como Antony Beevor, Gabriel Jackson, Burnett Bolloten, Hugh Thomas,
Stéphane Courtois y Jean-Louis Panné −que eran liberales, socialdemócratas y
conservadores− se apoyaban en diarios, entrevistas memorias, datos e
interpretaciones de personajes con animadversiones muy evidentes hacia el PCE.
Partían, casi todos, de socialistas como Largo Caballero e Indalecio Prieto,
trotskistas como Julián Gorkin o Pierre Broué y desertores o miembros
expulsados del PCE como José Bullejos, Enrique Castro, Jesús Hernández o
Valentín González; alias «El Campesino». Algunos de ellos, como este estudio y
otros bien demostraron, fueron ampliamente financiados por la CIA bajo los
auspicios del Congreso por la Libertad de la Cultura. Si el lector tiene alguna
duda, también le recomendamos la obra de Andrés Ortí Buig «Renegados del
comunismo al servicio de los EE.UU. Julián Gorkin y la promoción internacional
de los anticomunistas» (2021), donde se documenta extensamente este tipo de
colaboración con los servicios de información imperialistas. Es más, el
historiador Hernández Sánchez se detiene a recordar cómo la España de Franco
se encargó de la introducción y promoción de todo tipo de libros en clave
anticomunista −a veces incluso violando los derechos de autor−. La lista es muy
larga; sin embargo, por citar unas cuantas referencias, aquí se incluyeron títulos
como la obra de Enrique Castro «Mi fe se perdió en Moscú» (1951), la de Valentín
González «Yo escogí la esclavitud» (1953), hasta la del hispanista Burnett
Bolloten «El gran camuflaje» (1961). En todas ellas existían jugosas
interpretaciones y relatos sobre los comunistas que al régimen del «nacional-
catolicismo» le interesaba para justificar su «santísima cruzada que salvó a
Occidente del bolchevismo-judeo-masónico con sede en Moscú». Ahora bien,
desde el punto de vista de esa «nueva izquierda radical» sesentera, ¿qué visión
propagaron estos historiadores y políticos sobre los objetivos y prácticas del PCE
durante la guerra?

«Cumpliendo con el principio de que donde no llegan las fuentes alcanzan las
imputaciones, los firmantes de est[os] polémico[s] best seller no dudaron en
recurrir a las tesis más rancias y los lugares comunes más transitados por la
historiografía anticomunista. (…) Los estereotipos heredados de la literatura
memorialística y de la historiografía de matriz, tendríamos ante nuestros ojos.
(…) [Aquella del PCE como] un partido-refugio de emboscados, arribistas y
sectores conservadores asustados por la revolución y, en consecuencia, una
organización contrarrevolucionaria». (Fernando Hernández Sánchez; Guerra
o revolución, 2010)

¿Pero no hace largo rato que toda esta historiografía anticomunista ha sido
desacreditada por su extremado sesgo subjetivo, por su abierta distorsión de
hechos tan clarividentes, por su especulación continua allí donde los documentos
no llegaban? En efecto, en esto Fernando Hernández Sánchez tenía toda la razón.
Solo hace falta echar un ojo a dos de las piezas mencionadas: a) En primer lugar,
la obra de Burnett Bolloten «La Guerra Civil Española: Revolución y
Contrarrevolución» (1989), en la cual, aun cuando a ratos el autor presenta
información de primera mano muy valiosa −y se es crítico con casi todos los
bandos−, su labor de investigación se encamina claramente a cumplir con un
guion prefabricado anticomunista, y para ello tira de cualquier entrevista,
autobiografía o memorias donde se pueda ir dibujando algo que se asemeje a ese
esquema mental apriorístico que el señor Burnett tenía en mente. b) En segundo
lugar, como continuación de este estilo, tenemos la obra de H. R. Southworth «El
gran camuflaje»: Julián Gorkin, Burnett Bolloten y la Guerra Civil española»
(1999), donde se «continua la tradición». Curiosamente, pese a la invente
cantidad de reediciones estos libros siguen repitiendo una y otra vez todos los
mitos y clichés habidos y por haber. Pero ya no solo eso, sino que también ha
habido una nueva camada de historiadores, más o menos simpatizantes del
comunismo, que sí se han tomado la molestia de cotejar estas cuestiones bajo una
nueva luz a través de datos actualizados y mucho más fidedignos. Para muestra
un botón:

«Josep Puigsech, que ha analizado el caso del PSUC, llegó a la conclusión de que
el partido se nutrió no de la pequeña burguesía, como especularon sus
adversarios, sino de los obreros industriales, los campesinos trabajadores
encuadrados en las diferentes centrales sindicales −en primer lugar la UGT− y
los antifascistas que hasta entonces no estaban organizados políticamente [«El
PSUC i la Internacional Comunista durante la Guerra Civil» (2001)]. (…) El
48,1% de los afiliados al PCE desempeñaban oficios manuales, en la industria,
construcción, oficios varios y agricultura, frente al 30,6% de los afiliados
socialistas. Por el contrario, el 53% de estos ejercía oficios «de cuello blanco»,
frente a un 38,6% de los comunistas De ello se deduce que el PC no era la primera
opción de las clases medias, como tanto se encargó de difundir Bolloten. (…)
Como indicaba una encuesta realizada por el PCE a finales de 1937, los nuevos
militantes no tenían afiliación inmediatamente previa a ningún grupo. (…) ¿Qué
otra cosa cabría esperar de un partido que había perdido todo referente como
organización proletaria? Broué y Témine −seguidos de nuevo a pies juntillas
por otros autores como Estruch− sentaron cátedra sobre el aburguesamiento
del PCE citando el caso de su organización madrileña: de sus 63. 246 militantes
en enero de 1938, aseguraban, solo 10 160 estaban sindicados. Otro caso de
transferencia continua de error: este dato lo introdujo en 1955 David T. Cattel,
y desde él nadie se ha molestado en comprobar si era cierto. Esto pone de relieve
hasta qué punto es necesario recurrir a los archivos −hoy plenamente
accesibles− en lugar de repetir continuamente las referencias de fuentes
secundarias». (Fernando Hernández Sánchez; Guerra o revolución, 2010)

¿Qué es esa estupidez de «hay que alcanzar la lectura de todo para


llegar al todo»?

No ha habido pocos grupos, como el Partido Marxista-Leninista de EE.UU., los


cuales, en sus horas más negras, al verse sumamente decepcionados y frustrados
por no comprender del todo la derrota de las experiencias con las que en algún
momento simpatizaron, acabaron cayendo en el delirante pensamiento
extremista de que hay que «retomar la lectura de todo para llegar al todo», siendo
esta la única forma para poder «penetrar en la esencia de la cuestión de estudio»:

«Más bien, es nuestra insistencia en que debemos partir de los hechos; no de


hechos aleatorios, ni de una selección de hechos que se ajusten a nuestros
prejuicios y predisposiciones, sino de un examen sistemático de todos los
materiales fácticos disponibles». (The Workers' Advocate (Supplement);
Volumen 7, Nº6, 20 de julio de 1991)

Esta es una tendencia que a priori promete el oro y el moro, pues asegura que
realizará «grandes reevaluaciones históricas», y arenga al resto a buscar hasta
debajo de las piedras el diario de la nuera de un bolchevique del Soviet de
Vladivostok para «ir juntando todas las piezas del puzle» y poder así «analizar
más correctamente» la experiencia soviética. Esta gente todavía no se ha enterado
que hay infinidad de información que no ha quedado registrada, y otra que si bien
lo estuvo se ha perdido, mientras otra parte sustancial solo fue creada con el fin
de salvar el honor personal y carece de pruebas para demostrar las fantasías que
relata más allá de la palabra del sujeto; y aun con esto no significa que la mayoría
de estos hechos clave y causas subyacentes no sean lo suficientemente claros
como para ser susceptibles de una verificación histórica a través de otras fuentes,
tradicionales o recientes. Además, se da la paradoja de que cuando nuestros
intrépidos protagonistas se ponen manos a la obra, cuando intentan «bucear en
todos los archivos posibles», más pronto que tarde declaran su «angustia» por la
«enorme cantidad de registros» o su «difícil acceso»; dicho de otro modo, utilizan
esta y aquella excusa para cubrir su inutilidad manifiesta a la hora de buscarse la
vida, examinar y analizar, aunque solo sea una décima parte de la documentación
−y así traer algo de valor−.
De golpe y porrazo estos «sabios» se dan cuenta de que no estamos en los albores
de la escritura, ni siquiera de la imprenta, sino en la era digital, lo que implica que
las más de las veces el número de «fuentes» se ha multiplicado colosalmente
hasta crear, en ese tipo de temas polémicos y de interés, una literatura que es −sin
exagerar− inabarcable para el sujeto. Además, ¿por qué declaramos que esta
tendencia de recomendar cualquier cosa, sin filtrar nada y sin un mínimo de
criticismo, es un completo despropósito? −Cosa que también ocurre con los
caricaturescos «reconstitucionalistas»−. Para empezar, existe una gran cantidad
de investigadores, famosos o anónimos, que dedican gran parte su vida a indagar
a fondo en temas tan amplios como la Guerra Civil Española (1936-39) o la
Segunda Guerra Mundial (1939-45). Y por ello, precisamente, saben mejor que
nadie que, para realizar bien esta labor, se requiere un estudio escrupuloso de las
fuentes o, mejor dicho, de una selección adecuada a menos que se quiera caminar
en círculos con libros, memorias y documentos oficiales o extraoficiales que
repiten lo de siempre, pero que no sirven para apoyar o desmitificar las cosas.
Dado que uno, literalmente, no tiene tiempo como para leer cada libro que cae en
sus manos, para el investigador se torna necesario realizar una exhaustiva
preselección de las fuentes a las que va a dedicar su tiempo: «¿Es una fuente
primaria o secundaria? ¿Qué me puede aportar dicho documento que he
descubierto respecto a lo visto hasta ahora? ¿Qué bibliografía utiliza para apoyar
sus conclusiones? ¿Cuán urgente es para el movimiento revolucionario este tema
respecto a este otro?». Las vías para que el profesional − o el aficionado− realice
la criba de fuentes son múltiples: ojeando los índices, prólogos-resumen, leyendo
los capítulos más atractivos, consultando a otros especialistas sobre qué contiene
el documento y si merece la pena, buscando información sobre la fiabilidad del
autor, contando con ayuda de terceras personas en la ejecución total o parcial de
estas labores, y un infinito etcétera. Cuando uno no hace este ejercicio previo a lo
que se dedica, por el contrario, es a una actividad tan placentera como
individualista y estéril, o sea un mero pasatiempo personal y egoísta. Por eso, no
es sorprendente que los presuntos aportes de quien actúa bajo tal desorden luego
nunca lleguen a ver la luz o dejen bastante que desear.

No olvidemos tampoco que el tema de estudio, así como el enfoque, es algo que
también forma parte de la percepción del autor, pues este decide en qué emplea
su tiempo, con qué profundidad, bajo que óptica metodológica y demás
cuestiones −sin olvidar que debe plantearse cómo lo expondrá una vez finalizado
el análisis−. Por si esto fuera poco, existen otros factores que están por encima
del control o voluntad de los investigadores, por ejemplo: la educación de base
que han recibido, la presión a la que están sometidos por los dueños de los medios
de producción intelectual o aspectos como la oferta y la demanda de los productos
culturales. Si tenemos en cuenta que desde el «oficialismo» se desea que todas
estas esferas están cortadas por sus cánones de lo «razonable», entenderemos
cuan ridículo se torna la pretendida «equidistancia». No estamos diciendo que
los sujetos sean autómatas al desarrollar su historia y estudiar la de otros, todo lo
contrario, más bien es solo a partir de comprender este tipo de condicionantes
que se puede elegir con mayor conciencia. Pero, aun con todo, negar que existen
condicionantes y asegurar que vivimos en el «reino de la libertad» sería
engañarse a sí mismo y al resto. De todos modos, esto es incomprensible para los
idealistas que no entienden la interrelación entre «necesidad» y «libertad».

Finalizando nuestra exposición, ¿pretendemos acaso con estas aclaraciones una


lectura idealizada de lo que fue el PCE, hemos de genuflexionarnos ante la
veneración de todo lo que tenga relación con la hoz y el martillo y sus figuras? En
absoluto. Si bien hemos refutado muchas críticas y mitos del primer periodo
«frentepopulista» (1935-43) de los partidos comunistas, no menos nos hemos
esforzado en señalar los movimientos sospechosos, criticables o indignantes de
dicha línea, como, por ejemplo, el progresivo abandono del espíritu
internacionalista en favor de crecientes concesiones hacia aquel enfoque que basa
su línea en el relativismo del derecho de autodeterminación, la recuperación y
respeto a las «figuras de la nación» y una política de «reconciliación de clases».
Véase el capítulo: «La evolución del PCE sobre la cuestión nacional (1921-1954)»
(2020).

También hemos claro siempre que estos «tics» no fueron específicos de este o
aquel partido de «X» país ni de la figura «Y» −como hacen algunos para echar
balones fuera−, sino que, si el lector lo desea, podrá constatar cómo en todas las
secciones de las Internacional Comunista (IC), bien fuese en Chile, China, Francia
o Argentina esto se manifestó al unísono. ¿Y acaso podía ser de otra forma? Véase
el capítulo: «La responsabilidad del Partido Comunista de Argentina en el
ascenso del peronismo» (2021).

Efectivamente, hay muchos aspectos del PCE durante la etapa «leninista» (1921-
1924) y «stalinista» (1925-1953) que entran dentro del espectro de lo criticable:
a) la adhesión de los jefes más mecánica que consciente al bolchevismo −fruto de
la admiración y euforia por la Revolución Rusa (1917)−; b) la incapacidad de
atraerse a las masas mostrando la disociación entre la teoría y la práctica de los
líderes demagógicos de la II Internacional; c) el poco interés real en una
formación ideológica de los militantes a la altura de sus desafíos; d) el abandono
del trabajo en los sindicatos −siendo convertidos en bastiones de reformistas y
anarquistas−; e) la falta de preparación y apoyo de cara a los cuadros clandestinos
en la posguerra; f) los conatos y propuestas desesperadas de terrorismo
individual; g) los bandazos a izquierda −sectarios− y derecha −liberales− sobre la
postura a adoptar frente a la socialdemocracia; h) o mismamente el transformar
el frente y las alianzas en una amorfa idea de «unión nacional» para salir del
aislamiento dentro de la oposición antifranquista. Véase el capítulo: «¿Rescate de
las figuras progresistas o la rehabilitación de traidores?» (2019).
¿Debió el PCE adoptar la «Nueva Democracia» y la «GPP» para ganar
la Guerra Civil Española (1936-39)?

En otros capítulos de nuestras obras pudimos comprobar cómo en su día Mao


Zedong, al igual que tantos otros líderes de Europa del Este y Asia, recibieron su
flamante «República Popular» de la mano de las acciones decisivas del Ejército
Rojo de la URSS contra Japón, de su financiación permanente, de la existencia de
una frontera segura −como era la soviético-mongola− y gracias −en líneas
generales− a una coyuntura internacional altamente favorable durante la
posguerra. En cambio, en 1964, Mao no solo parecía olvidarse de esa verdad
histórica, sino que al creerse la propaganda de los suyos −que le erigía como el
mayor «genio militar» que el mundo jamás haya conocido− se permitía dar
consejos al resto del mundo, «corrigiendo» los errores del resto de experiencias:

«Kang Sheng: Yo le pregunté a los camaradas españoles, y ellos contestaron


diciendo que el problema para ellos consistía en establecer una democracia
burguesa, y no una nueva democracia. En su país, ellos no se ocuparon de estos
tres puntos: ejército, campo y Poder político. Se subordinaron completamente a
las exigencias de la política exterior soviética, y no consiguieron nada en
absoluto (Mao: ¡Esas son las políticas de Chen Tu-hsiu!). Ellos dicen que el
Partido Comunista organizó un ejército y luego se lo entregó a otros. (Mao: Eso
es inútil). Ellos tampoco querían el Poder político». (Mao Zedong; Presidente
Mao hablando al pueblo; Conversaciones y cartas: 1956-1971)

Esta es la cita del «Gran Timonel» que los neomaoístas han reproducido hasta la
saciedad para intentar explicar los diferentes resultados en las guerras de China
y España. Sin ir más lejos, obsérvese como la «Línea de Reconstitución» (LR)
reproducía la obra del Partido Comunista Revolucionario (EE. UU.) «La Línea de
la Comintern ante la Guerra Civil en España» (2016), un escrito en donde, todo
sea dicho, se coquetea abiertamente con una reevaluación de la guerra en clave
trotskista y se repiten todos los mitos de la historiografía burguesa sobre el PCE,
como la acusación de «oponerse a la colectivización», regalar el carnet a
«pequeño burgueses» y «rebajar el espíritu revolucionario de las masas», algo
que refutamos en su día. Para más inri, demuestra un cínico ejercicio de
proyección de lo que ha sido maoísmo y sus propios defectos. Véase el capítulo:
«La Guerra Civil Española (1936-39) y su interpretación en clave anarco-
trotskista» (2022).

Asegurar que los revolucionarios españoles perdieron la guerra porque en lo


militar no aplicaron una «GPP» combinada en lo político-económico con una
búsqueda de una «nueva democracia», y que ambos factores fueron decisivos
para «la desmoralización de los desposeídos» es lo más patético que se puede
llegar a afirmar a nivel histórico. No solo es una auténtica falta de respeto para
los antifascistas hispanos y de todo el mundo, sino que es una mentira que, como
tal, tiene las patas muy cortas. Precisamente el programa de «nueva democracia»
de Mao incluía: 1) negar la hegemonía de cualquier clase o partido en esta etapa;
2) no obstaculizar, sino primar, el desarrollo del sector privado considerándolo
«beneficioso para el pueblo»; 3) pedir créditos al imperialismo extranjero para
industrializar el país y «desarrollar las fuerzas productivas»; 4) considerar a la
burguesía compradora y al colonialismo como únicos enemigos de la nación,
configurando a la burguesía nacionalista como parte del «pueblo» y «aliado
fundamental» para el triunfo de la revolución, esquema de alianzas que
consideraban también posible «durante la construcción del socialismo». No
podemos hacer nada por quien se atreva hoy a negar esto; simplemente le
aleccionamos a que repase las obras originales del autor chino sin adulteraciones.
Véase nuestra obra: «Comparativas entre el marxismo-leninismo y el
revisionismo chino sobre cuestiones fundamentales» (2016).

a) ¿Cuál fue la política económica del PCCh maoísta?

El maoísmo no cesó de realizar esfuerzos para ganarse la confianza de la


administración estadounidense y obtener su favor en lo económico, asegurando
que las políticas liberales del PCCh beneficiarían enormemente a los inversores
foráneos. En un cierto sentido cómico, el hombre tan alabado por haber escrito el
endiosado artículo «Contra el liberalismo» (1937) admitía ser, él mismo, tan solo
un liberal más que un comunista:

«Mao: «Las políticas del Partido Comunista de China son meramente liberales.
(…) Incluso los más conservadores hombres de negocios estadounidenses no
podrán encontrar nada en nuestro programa que les pueda ofender. China debe
industrializarse. Esto sólo se podrá lograr a través de la iniciativa privada y la
ayuda del capital extranjero. Los intereses estadounidenses y chinos están
entrelazados y son similares». (Informe del Segundo Secretario de la Embajada
en China (Service), Yan'an, 23 de agosto de 1944)

Pese a la sorpresa del lector que no conozca estos documentos, nada de esto se
puede considerar material inédito. Todos estos cables fueron puestos a
disposición pública hace ya varias décadas por el propio Service en su obra: «La
oportunidad perdida en China: Despachos de John Service en la Segunda Guerra
Mundial» (1974). Algunos se preguntarán si estos cables eran falsificaciones o
inventos del diplomático estadounidense. En absoluto. Service no solo mantuvo
cordiales relaciones con el régimen de Mao en los peores momentos de las
relaciones sino-estadounidenses, sino que fue invitado a Pekín en 1971, siendo
recibido por su viejo amigo Chou En-lai. ¿Acaso alguien cuerdo invitaría a su casa
y recibiría con honores a quien le calumnia durante décadas? Mejor
reconduzcamos al lector, ya que la cuestión no es esa, como nos intentan desviar
los maoístas más fanáticos con sus especulaciones y gimoteos, sino la siguiente:
¿por qué algunos cerraban los ojos ante evidencias tan tempranas que
certificaban que el maoísmo era un cuerpo extraño en el movimiento comunista?
En cuanto a la temática económica no nos extenderemos, ya que ha sido abordada
en otras ocasiones. Véase el capítulo: «Seguidismo a las políticas económicas del
maoísmo» (2017).

b) ¿Qué perspectivas tenía el PCCh para ganar la guerra contra Japón?

Al mismo tiempo, los más fervorosos seguidores del maoísmo moderno apuntan
−no sin razón− que por momentos los comunistas españoles, al igual que sus
aliados −republicanos, socialistas o anarquistas−, apostaban gran parte de su
plan para la victoria en la guerra en la ilusa esperanza de que las democracias
burguesas −como Francia o Inglaterra− terminasen ayudando en algún momento
al campo antifascista. Se criticaba que estas fuerzas antifascistas hubieran
realizado todo tipo de concesiones para que estos poderosos países interviniesen
y mediasen para presionar a sus enemigos −Italia, Alemania, Portugal− y
rebajasen así su nivel de hostilidad. Esto, que a priori nos parece una objeción
correcta, no deja de ser hipócrita, pues resulta que es una crítica que bien podría
aplicarse en igual o mayor medida a los comunistas chinos, cosa que nunca hacen.

Sin ir más lejos, el departamento estadounidense reportó los comentarios de Zhu


De al corresponsal extranjero I. Epstein el 21 de julio de 1944, en los que se
confirmaba cómo el PCCh confesaba que los comunistas chinos no creían en la
victoria si no era en coordinación con las fuerzas británicas y estadounidenses
que batallaban contra las fuerzas japonesas:

«La única estrategia factible en el momento actual sigue siendo la guerra total
contra el enemigo mediante el uso de tácticas móviles y de guerrilla. (...) La
guerra continental debe depender de los suministros marítimos
estadounidenses y británicos y requiere ayuda rápida para la 8.ª Ruta y el
Nuevo 4.º Ejército para que puedan operar hacia el sur en coordinación con un
avance Aliado desde el Sur». (El Embajador en China (Gauss) al Secretario de
Estado, 1 de septiembre de 1944)

En su momento, John Service, que era el consejero político del comandante de


las fuerzas militares estadounidenses en el frente birmano-chino y más tarde el
secretario de la embajada estadounidense adjunta a Chiang Kai-shek en Chunchi,
tenía un gran conocimiento de ese extraño «comunismo» que había en esa zona
del continente asiático. En una ocasión Service reportaba al general Stilwell su
reunión con el general Zhu Zhu del 22 de septiembre de 1944. En ella se dijo que
el PCCh estaba dispuesto a someterse no solo a la dirección del KMT, sino a la
dirección de un militar estadounidense que coordinase a las dos fuerzas chinas
(sic):

«La creencia comunista en la necesidad de que los estadounidenses


desembarquen en China para atacar a las principales fuerzas de los japoneses
en el continente. (...). Su convicción de que los problemas de mando y el uso de
las fuerzas comunistas y del Kuomintang pueden ser resueltos por un
Comandante en Jefe estadounidense en el teatro de China». (Informe del
Segundo Secretario de la Embajada en China (Service), 22 de septiembre de
1944)

Service se entrevistó varias veces con Mao Zedong a mediados de los años 40, y
en otra ocasión reportó a Washington que para el PCCh la «influencia de los
EE.UU.» era «decisiva», muy por delante de la soviética:

«Service: «El presidente Mao cree que la influencia de Estados Unidos en China
puede ser decisiva si se aplica ahora y que la política estadounidense es, en
consecuencia, una preocupación vital del pueblo chino. (…) Específicamente, el
presidente Mao busca el apoyo estadounidense. (…) Los comunistas no esperan,
por razones muy prácticas, que la Rusia soviética pueda desempeñar un papel
importante en China. Y creen, por el bien de la unidad de China sobre una base
democrática, que esta participación rusa debería ser secundaria a la de Estados
Unidos». (Informe del Segundo Secretario de la Embajada en China (Service),
Yan'an, 27 de agosto de 1944)

Además, para tranquilizar a los diplomáticos estadounidenses, la cúpula del


Partido Comunista de China (PCCh) repitió una y otra vez que por el momento
descartaba que sus intenciones fuesen acercarse y estrechar la colaboración con
la URSS −algo que en realidad se prolongó hasta 1950 y el estallido de la Guerra
de Corea, cuya alianza sino-estadounidenses se detuvo y tuvo que esperar hasta
veinte años después, ya con la administración Nixon−:

«Mao: «Los rusos han sufrido mucho en la guerra y tendrá las manos llenas con
su propio trabajo de reconstrucción. No esperamos la ayuda rusa. Además, el
Kuomintang (KMT) debido a su fobia anticomunista es antirruso. Por lo tanto,
la cooperación kuomintang-soviética es imposible. Y para nosotros buscar
dicha ayuda rusa sólo haría que la situación en China se pusiera peor. China ya
está desunida y ya basta». (Informe del Segundo Secretario de la Embajada en
China (Service), Yan'an, 23 de agosto de 1944)

c) ¿Mantuvo el PCCh una independencia político-militar del KMT


durante la etapa del Frente Único Antijaponés?

Por si todo lo visto hasta ahora fuese poco, durante los años 60 los seguidores del
«Gran Timonel» se llenaron la boca hablando de que el «partido debía controlar
al frente» y no viceversa, que los comunistas tenían que saber controlar al resto
de fuerzas políticas y no diluirse dentro del «frente popular antifascista». ¿Y así
fue? ¡De ningún modo! El PCCh, lejos de pugnar por la hegemonía política, se la
regalaba absolutamente al KMT bajo un sistema clásico de parlamentarismo y
acuerdos entre bastidores:

«No pedimos una democracia representativa plena e inmediata: sería


impracticable. (…) El gobierno debe ampliar su base para acoger a todos los
grupos importantes de personas. (…) Deben ser representantes genuinos, los
líderes mejor calificados. Deben incluir el Partido Comunista, todos los partidos
menores. Un compromiso viable para la distribución de fuerzas podría ser que
el Kuomintang tuviera la mitad de los miembros y todos los demás juntos la otra
mitad». (Informe del Segundo Secretario de la Embajada en China (Service),
Yan'an, 23 de agosto de 1944)

Palabras similares serían recogidas en la obra de Stuart R. Schram «El


pensamiento político de Zedong» (1965), donde se anotaba como Mao había
prometido que «El trabajo que los comunistas estamos llevando a cabo hoy es el
mismo trabajo que llevaron a cabo anteriormente en Estados Unidos
Washington, Jefferson y Lincoln».

Service resumió una entrevista que Mao Zedong y otros concedieron al periodista
británico Guenther Stein en la cual se reconocía que el liderazgo principal de la
lucha contra Japón era del KMT de Chiang Kai-shek:

«Guenther Stein citó a Wang Cheng en el Christian Science Monitor del 27 de


junio como afirmando que todos esperan lograr un entendimiento pleno con el
Kuomintang, «porque nunca hemos dejado de reconocer al Generalísimo
Chiang Kai-shek como líder». (El Secretario de Estado al Embajador en China
(Gauss), 19 de julio de 1944)

Los estadounidenses estaban al tanto de que tanto a nivel gubernamental como


militar el PCCh estaba supeditado al KMT en última instancia:

«En 1937, los comunistas renunciaron definitivamente al derecho de


independencia del gobierno y del ejército, pero no al derecho de igualdad del
Partido que el Kuomintang nunca reconoció. Los comunistas esperan que sus
«gobiernos» −bases comunistas− se conviertan en órganos inferiores de
gobierno del Gobierno Nacional. El Octavo Ejército de Ruta depende del Consejo
Militar Nacional». (El Secretario de Estado al Embajador en China (Gauss), 16
de septiembre de 1944)

¿Y qué hubo en relación al peligro de «ir abandonando progresivamente la


propaganda y los objetivos particulares del futuro»? Si examinamos los
comentarios de Mao Zedong a Maurice Votaw, corresponsal y empleado
estadounidense del Ministerio de Información en China, del 18 de julio de 1944,
allí se decía:

«Mao: Los comunistas nunca se han comprometido a abandonar la


propaganda comunista, pero a pesar de esto no han llevado a cabo mucha
propaganda. La mayor parte de la propaganda comunista está dedicada a la
lucha contra Japón y por la democracia. El Partido Comunista no tiene
intención de derrocar el gobierno del Kuomintang. Desea que el Kuomintang
haga progresos que sean beneficiosos para el pueblo, la nación y el Partido
Comunista». (El Embajador en China (Gauss) al Secretario de Estado, 1 de
septiembre de 1944)
El PCCh llegó al punto hilarante de decidir que su brazo militar no estuviera
adoctrinado políticamente, pero a su vez no tenía problema en recomendar que
los oficiales estadounidenses influyesen libremente sobre los oficiales del ejército
chino. ¿Por qué? Porque Mao consideraba al Tío Sam como el «ideal de la
democracia»:

«Mao: «Los oficiales estadounidenses deberían hablar con los oficiales chinos.
Después de todo, los chinos los consideramos, a vosotros los estadounidenses
como el ideal de la democracia. Sugerí que el uso de nuestro Ejército como fuerza
de propaganda política era ajeno, y que no teníamos nada correspondiente al
Departamento Político Comunista para adoctrinar a las tropas y dirigir tal
trabajo. Pero incluso si sus soldados estadounidenses no hacen propaganda
activa, su mera presencia y contacto con los chinos tiene un buen efecto».
(Informe del Segundo Secretario de la Embajada en China (Service), Yan'an, 23
de agosto de 1944)

Además, se subrayó que para Mao esta relación con los EE.UU. era muy
importante para finalizar la guerra civil china entre el PCCh y el KMT, pues, según
él, el país americano actuaría como mediador entre ambos para la pacífica
reconstrucción del país:

«Mao: «Creemos que los estadounidenses deben arribar a China. (…) Si los
estadounidenses no aterrizan en China, será muy lamentable para China. (…)
Cualquier contacto que los estadounidenses tengan con nosotros los comunistas
es bueno. (…) Si hay un aterrizaje, tendrá que haber cooperación
estadounidense con las dos fuerzas chinas: KMT y comunistas». (Informe del
Segundo Secretario de la Embajada en China (Service), Yan'an, 23 de agosto de
1944)

d) ¿De verdad se puede decir que el PCCh mantuvo una política militar
ejemplar?

Existen suficientes testimonios de comunistas extranjeros que estuvieron en


aquellos momentos en la China controlada por Mao y los suyos y corroboran
punto a punto esta versión de los hechos, solo que, por supuesto, desde un punto
de vista muy diferente, en este caso de honda preocupación:

«En 1932, según la información que recibí, los comunistas y los miembros de las
juventudes constituían menos del 20 por ciento de las bases y el personal de
mando del Ejército Rojo, aunque en un momento la población de aldeas enteras
y unidades militares individuales fueron aceptadas colectivamente en el partido
y las juventudes». (Otto Braun; Notas chinas (1932-39), 1972)

¿Qué ocurrió? En unas ocasiones por motivo de fuerza mayor, en otras por
oportunismo de la dirección del PCCh, su ejército se tuvo que valer no solo de
militares del KMT, sino que además se aceptaba con holgura a casi cualquier
miembro que desease entrar −¡incluido señores de la guerra que habían atacado
las fronteras de la URSS!−:

«Estamos muy preocupados por su decisión de que todo el que desee puede ser
aceptado en el partido, sin ninguna consideración de su origen social, que el
partido no tema que algunos arribistas busquen su camino en el partido, así
como de su mensaje sobre las intenciones de aceptar incluso a Zhang Xueliang
en el partido. En la actualidad, más que en cualquier otro momento, es necesario
mantener la pureza de las filas y el carácter monolítico del partido. Mientras
conducimos el alistamiento sistemático de personas en el partido y así lo
reforzamos, especialmente en el territorio del Kuomintang, es necesario que al
mismo tiempo que evitamos la inscripción masiva en el partido, aceptemos sólo
a las mejores y probadas personas de entre los obreros, campesinos y
estudiantes. También consideramos un error alistar indiscriminadamente en
las filas del Ejército Rojo a estudiantes y exoficiales de otros ejércitos, ya que
esto puede socavar su unidad». (Georgi Dimitrov; Telegrama de la Secretaría
del Comité Ejecutivo de la Internacional Comunista al Secretariado del Partido
Comunista de China, 15 de agosto de 1936)

Esto, lejos de ser una desviación o dificultad puntual, se prolongó durante la


segunda etapa de la Guerra Civil China (1946-49), y aunque pueda parecer
increíble, aun continuó una vez instaurada la nueva república:

«Se debe tener en cuenta que una parte sustancial de los soldados y oficiales del
Ejército Popular de Liberación son ex kuomindangistas, quienes fueron
capturados o voluntariamente, en destacamentos completos, se pusieron del
lado del Ejército Popular de Liberación. El número de kuomindangistas, por
ejemplo, en algunas unidades militares de generales Chen Yi y Liu Bocheng
alcanza el 70-80%, al mismo tiempo que los antiguos kuomindangistas no están
dispersos entre las unidades de cuadros probados del Ejército Popular de
Liberación, pero se mantienen en sus filas casi en la misma forma, en la que
fueron capturados». (Informe de Iván Kovalev a Stalin, 24 de diciembre de
1949)

¿Cómo era aquello? «¡Consejos vendo que para mí no tengo!».

Si el lector aun duda de la eficacia real de la «GPP», de la diferencia entre la


propaganda maoísta y la cruda realidad, bien puede echar un vistazo a cómo han
acabado las «guerras populares» de los maoístas peruanos o nepalíes cuando no
han sido asistidos desde el exterior por una superpotencia como la URSS. Véase
el capítulo: «Negociaciones para rendir el brazo armado y buscar la inclusión en
el régimen» (2017).

Además, si lo desea el lector también puede informarse acerca del programa


oportunista de guerrillas como los naxalitas y su inclinación por el terrorismo, lo
cual ha encallado a los maoístas hindúes en una situación donde sus
simpatizantes presentan de forma surrealista en su propaganda que todo va
viento en popa, que simplemente estamos presenciando una «GPP» de más de 50
años de duración, ¡tiempo al tiempo! Véase el capítulo: «Los naxalitas y sus 50
años de «Guerra Popular Prolongada» (2016).

Resulta que Marx, Engels, Lenin y Hoxha también eran maoístas y


nadie nos lo había dicho

Después de calumniar cada vez que pueden a Marx, Engels, Lenin o Hoxha, estos
señores todavía tienen tiempo de cubrir su retirada asegurando que los méritos
de estos también tienen que ver con el maoísmo de una forma u otra. En sus
artículos intentan convencernos de que los grandes hitos de estas figuras son
fruto de una razón muy sencilla: anticiparon o comprendieron lo mismo que Mao
Zedong (sic).

La prueba definitiva de que estos tipos no tienen los pies en la tierra la tenemos
en las teorías fantasmagóricas de grupos como «Nueva Praxis». En su propio
esquema mental, muy alejado de la realidad, llegaron a configurar la idea de que
los éxitos del Partido del Trabajo de Albania (PTA) se habrían dado por cuestiones
que, hasta ahora, eran ignoradas: porque, desde 1941, los comunistas albaneses
habrían seguido consciente o inconscientemente las ideas del «Pensamiento Mao
Zedong» en la «lucha de dos líneas», la «GPP» y demás. Véase la obra de Nueva
Praxis: «El Partido del Trabajo de Albania y la revolución: una mirada
retrospectiva» (2015).

¡Vaya! Esto demostraría lo infalible que es el maoísmo, o peor, que realmente


cualquiera puede ser maoísta de forma espontánea, pues los principios de esta
corriente no están muy definidos. Esto sí que nos cuadra más. ¿De verdad quieren
convencernos de que los comunistas albaneses de los años 40 habían leído y
sintetizado el «Pensamiento Mao Zedong», que apenas era conocido en el mundo
comunista? ¿O se nos quiere presentar un relato providencial del maoísmo, como
si su fuerza penetrase en todos los revolucionarios, incluso cuando estos
desconocían su existencia? Esto nos recuerda a los cristianos de la Edad Media,
que buscaban en los autores paganos de la antigüedad conatos de
protocristianismo, guiños que demostrasen la influencia de su Dios todopoderoso
sobre los pensadores de los siglos anteriores, como Platón o Aristóteles. Un
anacronismo total que es todavía más ridículo cuando nos damos cuenta de que
es el cristianismo quien bebe de religiones como la egipcia, el judaísmo o el
zoroastrismo, de la filosofía pagana, como el neoplatonismo, el aristotelismo o el
estoicismo, así como del folclore local de cada una de las zonas que configuraban
el antiguo Imperio romano. Curiosamente, nuestros maoístas son tan impostores
como lo eran los primeros «Padres de la Iglesia», atribuyéndole poderes mágicos
y sobrenaturales a su falso mesías. He aquí la razón por la que el maoísmo es
sinónimo de un subjetivismo a ultranza cuando se trata de abordar la historia.
Una postura que impide que uno se lo tome en serio.

Asimismo, es bastante obvio que el PTA, tanto durante la guerra de liberación


nacional en 1941-44 −que no podía tener acceso a las pocas obras existentes de
Mao en un algún idioma accesible a ellos− como después −que solo pudo tener
acceso a parte de ellas, y muy retocadas−, rechazaba, de facto, las principales
teorías del maoísmo en materia política, económica, cultural y militar. Véase la
obra de Jim Washington: «El socialismo no puede construirse en alianza con la
burguesía» (1980).

No obstante, si tenemos que hablar de influencias de Mao en los partidos


comunistas europeos, deberíamos hablar del gran interés que causaron los
escritos y prácticas de Mao entre los dirigentes españoles. Este fue el caso del
Partido Comunista de España (PCE) con el artículo de Santiago Carrillo: «Sobre
la burguesía nacional en China» (1957), o su otro artículo: «Sobre una
singularidad de la revolución china: la alianza de los capitalistas nacionales con
el proletariado» (1957).

Curiosamente, el periódico del Partido Comunista de España «Nuestra Bandera»,


dirigido por Santiago Carrillo, en su edición Nº17 de septiembre de 1957,
publicaba como artículo la obra de Mao Zedong: «Sobre el tratamiento correcto
de las contradicciones en el seno del pueblo» del 27 de febrero de 1957. Un clásico,
sin duda, del revisionismo chino donde los haya, y no solo en su versión original,
sino también en su versión «retocada» y liberada para las Obras Escogidas del
Tomo V de Mao Zedong, en 1977. Parece ser que los grupúsculos maoístas
«reconstitucionalistas» de España no se enteraron de que Carrillo afirmaba
fijarse, en un remoto 1957, en el «Gran Timonel» para constituir su proyecto de
«socialismo multipartidista» en «alianza con la burguesía como parte del
pueblo» y «bajo un tránsito pacífico» de «reeducación paulatina de los elementos
burgueses». Véase el capítulo: «Una breve glosa sobre la influencia del
revisionismo chino en la conformación del revisionismo eurocomunista» (2017).

¿Sabrán de esto? Seguro que no, de lo contrario, menudos sin vergüenzas. Y es


que otros, cuando sepan de ello, buscarán cualquier excusa para salvar a su ídolo
de barro. He ahí lo que diferencia a un marxista-leninista de un oportunista a la
hora de aplicar la llamada crítica y autocrítica. El revisionismo bebe y se alimenta
del mito, el marxista busca defenestrar y criticar todo lo erróneo de su pasado. A
riesgo de ser cargantes, insistimos, cuando algún maoísta tiene la perspicacia
como para criticar desviaciones en los partidos comunistas del periodo stalinista,
curiosamente ve la paja en ojo ajeno y no la viga en el suyo, ya que esas mismas
desviaciones son justificadas cuando eran cometidas por Mao Zedong en China.
Es, por lo tanto, un movimiento de dudosa credibilidad basado en defender
constantemente, contra toda la realidad, a una figura mitificada, en lugar de
buscar la verdad científica.
El definirse «reconstitucionalista», o como parte de cualquier otra rama maoísta,
ya no tiene justificación. En los años 60 quizás se podía ser maoísta bajo la excusa
de falta de información y documentación, pero hoy en día eso no es plausible,
pues la disponibilidad de documentación de la época y de la repercusión de los
actos históricos contrarrevolucionarios del maoísmo con las luchas de los pueblos
hace que tal reivindicación sea aplastantemente vergonzosa.

Respecto al uso de citas, los «reconstitucionalistas» expresaban lo siguiente hace


más de una década:

«Nosotros no citamos para encontrar apoyo para nuestras tesis en los clásicos
del marxismo, citamos, parafraseando a Montaigne, porque no vamos a
expresar peor en una frase algo que ya otro anteriormente había expresado
mejor y, también, para revelar las diferencias, matices, similitudes o
coincidencias con las situaciones y argumentos pasados y mostrar así el vínculo
histórico con el presente». (Movimiento AntiImperialista; La ignorancia es
atrevida, 2007)

Comprobemos pues si son consecuentes con sus premisas. Comencemos con el


número más reciente de su órgano de expresión, donde escriben:

«También para el proletariado alemán la primavera de los pueblos resultó


instructiva: en las barricadas levantadas el 18 de marzo recibió su bautismo de
fuego en la gran lucha de clases, todavía como fracción radical del movimiento
democrático de 1848. Al final de este período la vanguardia revolucionaria,
organizada en la Liga de los Comunistas, emprende un balance político
dispuesto para reconstituir las fuerzas del partido proletario». (Comité por la
Reconstitución; Línea Proletaria, Nº5, 2020)

El fragmento es seguido de una cita de Marx en el mensaje del Comité Central de


la Liga de los Comunistas, que, poco o nada tiene que ver con el carácter que estos
quieren imprimirle a Marx, un carácter de supuestamente estar «reconstituyendo
las fuerzas del proletariado». En cambio, Marx habla de que la Liga de los
Comunistas ha de acercarse a otras sociedades obreras, ha de discutir y entablar
conversación con ellas en ciernes de los acontecimientos que estaban teniendo
lugar. Esto no es «ningún balance crítico», ni ninguna «reconstitución», esto es
pura y llanamente una nueva línea a seguir en consonancia con la transformación
que Marx realizó de la organización, donde él y Engels abandonaron el modelo de
las corrientes de pensamiento y sus metodologías previas, haciendo que esta
formación pasase de sociedad conspirativa a sociedad propagandística. Y esto era
en pocas palabras el sencillo razonamiento lógico de pensar que si querían
cumplir sus objetivos debían entrar en contacto con otras organizaciones para
poder producir y difundir dicha propaganda. A todo aquel que lea el extracto no
debería generarle duda alguna que los «reconstitucionalistas» no están narrando
los acontecimientos que en la Liga de los Comunistas se dieron en el 1848, sino
que están intentando hacer un símil desastroso para con su propia plataforma, en
relación a los propósitos y actividad de la Liga, un absurdo.

Ese intento de adherir a Marx en sus propias consignas «reconstitucionalistas»


también se puede observar en su obra de teatro «Marx Contra» (2019), donde
usan al pensador alemán como interlocutor para que este transmita los axiomas
en los que se basa el actual «Comité por la Reconstitución» (CxR). Como si ellos
fueran los propios ideólogos del marxismo, y Marx fuera reservado al papel de un
portavoz militante suyo, cuando lo segurísimo es que el revolucionario alemán a
lo sumo hubiera visto en ellos unos bakuninistas de nuevo cuño. Como
observamos, el problema no es ya solo que usen citas descontextualizadas, sino
que las usan con el fin de hacer pasar su propio pensamiento por el de los autores
clásicos. Algo también observable leyendo otro fragmento de esa misma
publicación:

«Para entonces también había anticipado Engels lo que ahora llamaríamos


lucha de dos líneas». (Comité por la Reconstitución; Línea Proletaria, Nº5,
2020)

En otro ejemplo similar de tergiversación de la historia y la doctrina, un


«reconstitucionalista» muy popular por difundir la línea esta tendencia, subía a
Twitter una cita de Mao y su obra «Contra el liberalismo» (1937) para definir qué
implicaba ser comunista −pero no os preocupéis ni precipitéis, que en mensajes
posteriores afirma que él no es maoísta−, asimismo, más adelante defendía lo
mismo:

«@_Dietzgen: No entiendo la obsesión hoxhista de arremeter con la lucha de


dos líneas. Engels creía natural que «todo partido obrero de un país grande sólo
pueda desarrollarse a través de la lucha interna» ya que «esto se funda en las
leyes del desarrollo dialéctico en general». (Comunista, Twitter, 25 de febrero
de 2021)

Ahora al parecer, según los «reconstitucionalistas», que cada vez se asemejan


más a Sancho Panza, creyendo con fe absoluta en todas las quijotadas de su líder
Mao, la «lucha de dos líneas» maoísta es exactamente lo mismo que la concepción
de desarrollo dialéctico en la lucha interna del partido de la que hablaba Engels.
El que haya que separar la primera de la segunda le parece a esta gente una
casualidad, el que Mao y sus acólitos dieran a su concepción el nombre propio de
«lucha de dos líneas» no parece decirles nada. ¿Habrán olvidado lo que decía
«Pekín Informa» sobre la «superioridad» del «Pensamiento Mao Zedong» en
cuanto al «marxismo-leninismo»? Ante todo, es importante recordar que aquí
siquiera se trata de debatir qué opina cada maoísta sobre lo que significa la «lucha
de dos líneas», sino de lo que ha sido este concepto históricamente en su
aplicación. Así que comparemos rápidamente la visión de Engels y la de Mao
sobre las luchas intestinas del partido. Empecemos por el primero. Aquí, todo
maoísta que haya repasado extensamente la obra del pensador prusiano, habrá
querido ver en citas como la siguiente un «eco» de la futura «lucha de dos líneas»
maoísta:

«¿Quién ha negado nunca que la tendencia pequeño burguesa está representada


no sólo en el grupo parlamentario sino también en el partido en su conjunto?
Cada partido tiene un ala derecha y un ala izquierda, y que el ala derecha del
partido socialdemocrático sea pequeñoburguesa solo está de acuerdo con la
naturaleza de las cosas. (…) Hemos sido muy conscientes de esta historia
durante años, pero esto está muy lejos de suponer una mayoría pequeño
burguesa en el grupo parlamentario o en el propio partido». (Friedrich Engels;
Respuesta a los editores de Sachsische Arbeiter Zeitung, Engels, 6 de septiembre
de 1890)

Evidentemente, como a nosotros nos importa bien poco que se trate de Engels o
del Sursum corda, afirmarnos categóricamente que esto es una estupidez supina.
Resulta absurdo el declarar como ley que un partido tiene «naturalmente» dos
alas, una «revolucionaria» y otra «oportunista». Esto, de ser verdad, solo indicará
que tal organización sigue preceptos ideológico-organizativos primitivos o que se
halla en una crisis, pero nada más. De nuevo es confundir posibilidad con
realidad. Lenin en sus primeros escritos, como el mítico «Un paso adelante, dos
pasos hacia atrás» (1904) también consideraba «normal» tal dicotomía, de
hecho, él mismo confesó que el «el bolchevismo se desarrolló plenamente como
tendencia en la primavera y el verano de 1905», de hecho, «formaron un partido
independiente desde 1905» y «en 1912, en la Conferencia de Praga, los
bolcheviques rompieron formalmente con los mencheviques, expulsaron a los
liquidadores del partido y formaron un partido bolchevique separado». Véase el
artículo «El segundo congreso del POSDR en el 35 aniversario» publicado en
«Revista Histórica», No. 8, agosto de 1938.

Esto significa todos, hasta los dirigentes a priori más avanzados ideológicamente,
hubieron de llevarse varios desengaños para darse cuenta de que así no podía
operar una estructura, razón por la que después en el bolchevismo no solo se
prohibió taxativamente cualquier fraccionalismo, sino que los soviéticos
exigieron al resto de partidos que quisieran «bolchevizarse» la expulsión de los
oportunistas, pues se había demostrado en esto el único antídoto para prevenir la
degeneración ideológica y a su vez obtener el triunfo político. Véase el documento
de la Internacional Comunista: «Documentos del IIº Congreso» (1920).

Es más, tenemos otras tantas ocasiones, de hecho, la mayoría de ellas, en donde


el señor Engels argumenta diametralmente lo contrario. En una época en que
comenzaron a airearse las distorsiones del marxismo que Höchberg, Bernstein y
Schramm estaban llevando en Alemania, tanto él como Marx animaron a sus
compatriotas deshacerse de este grupo antes de que se enquistase:
«Si estos señores se constituyen en un partido socialdemócrata
pequeñoburgués, nadie les discutirá el derecho de hacerlo; en tal caso,
podríamos entablar negociaciones, formar en ciertos momentos bloques con
ellos, etc. Pero en un partido obrero constituyen un elemento corruptor. Si por
ahora las circunstancias aconsejan que se les tolere, debemos comprender que
la ruptura con ellos es únicamente cuestión de tiempo, siendo nuestro deber el
de tolerarlos únicamente, sin permitir que ejerzan alguna influencia sobre la
dirección del partido. Además, parece ser que el momento de ruptura ya ha
llegado. No podemos comprender en modo alguno cómo puede el partido seguir
tolerando en sus filas a los autores de ese artículo. Y si hasta la dirección del
partido cae en mayor o menor grado en manos de esos hombres, quiere decir
simplemente que el partido está castrado y que ya no le queda vigor proletario».
(Karl Marx y Friedrich Engels; El manifiesto de los tres de Zurich, 1879)

Otra cosa muy distinta es que no se aceptase tal consejo. ¡Imagínense, si hubieran
hecho caso a los dos viejos revolucionarios, las penurias que el marxismo alemán
se hubiera ahorrado! Pasemos al país galo:

«En Francia se ha producido el esperado quiebre. La asociación original de


Guesde y Lafargue con Malon y Brousse fue probablemente inevitable cuando
se fundó el partido, pero Marx y yo nunca tuvimos ninguna ilusión de que
pudiera durar. El punto en cuestión es puramente de principio: ¿debe la lucha
del proletariado contra la burguesía librarse como una lucha de clases o debe
reconocerse que, bajo buena moda oportunista −o a la manera posibilista, como
la traducción socialista lo pone−, es necesario dejar de lado el programa y el
carácter de clase del movimiento dondequiera que sea que esto permita que más
votos o más «partidarios» sean ganados? Malón y Brousse han estado a favor
de esto último, sacrificando así el carácter de clase proletario del movimiento y
haciendo así inevitable una división. Bueno y saludable. El desarrollo del
proletariado ocurre en todas partes con el acompañamiento de las luchas
internas, y Francia, que está formando por primera vez un partido obrero, no
es la excepción». (Friedrich Engels; Carta a August Bebel, 28 de octubre de
1882)

En el mismo tono, podemos ver reflexiones similares sobre su país natal:

«En Alemania hemos superado la primera fase de la lucha interna, todavía


tenemos otras fases por delante. La unidad es algo bastante bueno siempre que
sea posible, pero hay cosas que están por encima de la unidad. Y cuando, como
Marx y yo, uno ha luchado más duramente toda la vida contra los supuestos
socialistas que contra cualquier otros». (Friedrich Engels; Carta a August Bebel,
28 de octubre de 1882)

Es decir, aquí Engels celebra que se expulse a quienes atenten contra los
principios establecidos, además lamenta que la confusión reinante o que algunos
compañeros fuesen presos de la demagogia, pero lo considera como un defecto
esperable en una organización embrionaria y sin mucha tradición marxista.

«A pesar de los consejos bien intencionados de los belgas ha sucedido lo


inevitable, los elementos irreconciliables se han separado. Y eso es bueno. Al
principio, cuando se fundó el parti ouvrier, había que admitir a todos los
elementos que aceptaban el programa, si lo hacían con secretas reservas que
seguramente se manifestarían más adelante. Aquí nunca nos equivocamos
acerca de Malon y Brousse. Ambos habían sido entrenados en la escuela de
intrigas bakuninistas. (…) Pero, después de todo, había que darles la
oportunidad de demostrar si habían abandonado la práctica bakuninista junto
con la teoría bakuninista. El curso de los acontecimientos ha demostrado que
adoptaron el programa y lo adulteraron». (Friedrich Engels; Carta a Eduard
Bernstein, 2o de octubre de 1882)

Aquí se señala que hay que darle la mano incluso a quien se equivoca y dice
rectificar, pero que hay que estar ojo avizor, y si es necesario una nueva expulsión
o escisión, bienvenido sea. Efectivamente, Engels dijo aquello de:

«Parecería que cualquier partido obrero en un país grande sólo puede


desarrollarse a través de la lucha interna, como de hecho se ha establecido
generalmente en las leyes dialécticas de desarrollo». (Friedrich Engels; Carta a
Eduard Bernstein, 2o de octubre de 1882)

Aquí se señala que hay que darle la mano incluso a quien se equivoca y dice
rectificar, pero que hay que estar ojo avizor, y si es necesario una nueva expulsión
o escisión, bienvenido sea. Efectivamente, Engels dijo aquello de:

«Parecería que cualquier partido obrero en un país grande sólo puede


desarrollarse a través de la lucha interna, como de hecho se ha establecido
generalmente en las leyes dialécticas de desarrollo». (Friedrich Engels; Carta a
Eduard Bernstein, 2o de octubre de 1882)

¿Y qué quería decir eso? Puso dos ejemplos:

«El partido alemán ha llegado a ser lo que es a través de la lucha entre los
Eisenachers y Lassalleanos. La unificación sólo se hizo posible cuando la
pandilla de sinvergüenzas deliberadamente cultivada como una herramienta
por Lassalle había perdido su eficacia, e incluso entonces fuimos demasiado
aprisa al realizar esa unificación. En Francia, las personas que han renunciado
a la teoría bakuninista, pero siguen haciendo uso de las armas bakuninistas y
al mismo tiempo tratan de sacrificar el carácter de clase del movimiento a sus
fines particulares, también tendrán que perder su eficacia antes de que la
unificación vuelva a ser factible. Siendo así, sería pura locura abogar por la
unificación». (Friedrich Engels; Carta a Eduard Bernstein, 2o de octubre de
1882)

Un testigo de época afirmaría lo siguiente sobre la forma de actuar de Marx en


este tipo de ocasiones:

«En mi opinión y desde cierto punto de vista, todo revolucionario debe ser
intolerante. Creo que Marx ha hecho un enorme servicio al movimiento,
haciendo todo lo posible para alejar de la Internacional a los elementos
ambiciosos o dudosos. En efecto, al comienzo, la Internacional veía afluir a su
seno toda clase de individuos equívocos, como el pastor ateo Bradlaugh. Sólo
gracias a Marx se pudo convencer a esta gente que la Asociación Internacional
de Trabajadores no era un almácigo de sectas religiosas». (Friedrich Lessner;
Recuerdos de un obrero sobre Karl Marx, 1893)

Aclarado. Ahora, ¿qué posición tomaba Mao en este tipo de situaciones?

«Los radicales desean una alianza con la Unión Soviética, una alianza como la
existente actualmente entre Estados Unidos y Gran Bretaña, mientras que los
liberales califican la política internacional soviética de «demente». (...) Chou
dijo que Mao Zedong se mantiene al margen de las disputas de partido, que
utiliza a Chou, Liu Shao-chi y otros liberales y radicales para fines específicos a
su antojo. Que Mao es un genio en escuchar argumentos de diferentes lados, y
luego traducir las ideas en las políticas de trabajo prácticos». (Edmund Clubb;
El Cónsul General en Pekín (Clubb) a la Secretaría de Estado, emitido el 1 de
junio de 1949, recibido el 2 de junio de 1949)

De esta forma Mao confesaba que la unión de su partido era ficticia. Que
sacrificaba los intereses del partido no buscando a los elementos más
revolucionarios, sino reteniendo a elementos inestables y vacilantes solo porque
eran famosos. ¿La razón? Si momentáneamente se mostraban sumisos a su
autoridad, podrían ser utilizados para compensar su precario equilibrio de poder:

«En el VIIº Congreso de 1945, logramos persuadir a ciertos camaradas para


que votaran por Wang Ming y Li Li-san. (...) La elección para el Comité Central
de Wang Ming y Li Li-san, que cometieron errores de línea, presupone la
necesidad de que dos de los camaradas que han actuado correctamente o que
sólo han cometido leves errores les cedan el puesto, para que ellos puedan subir
a la palestra. (...) Ellos son famosos en el país y en el mundo entero por los
errores de línea que cometieron. La razón por la cual los elegimos estriba
precisamente en que ellos son famosos. ¡Qué otro remedio hay si gozan de fama
y la fama de los que no han cometido errores o sólo han cometido pequeños
errores no puede compararse con la suya! En nuestro país, que tiene una gran
masa de pequeño burgueses, ellos son sus banderas. Con su elección, mucha
gente comentará: el partido comunista todavía los espera e incluso les ha cedido
dos asientos a fin de facilitarles la corrección de sus errores. Que se corrijan o
no es otra cuestión, y de muy poca importancia, pues es algo que atañe
solamente a ellos dos. El problema está en que en nuestra sociedad hay un
número muy grande de pequeño burgueses, en nuestro partido hay muchos
elementos pequeño burgueses vacilantes y entre los intelectuales hay una
multitud de elementos vacilantes, y todos ellos ponen sus ojos en estos modelos.
Cuando vean que estas dos banderas siguen en pie, se sentirán a gusto,
dormirán tranquilos y estarán contentos». (Mao Zedong; Fortalecer el partido,
continuar sus tradiciones, 30 de agosto de 1956)

A los anales de la historia del oportunismo pasó su famosa frase:

«La derecha en el poder puede utilizar mis palabras para hacerse fuerte durante
un cierto tiempo, pero la izquierda puede utilizar otras palabras mías y
organizarse para derrocar a los de derecha». (Carta de Mao Zedong a Chiang
Ching, 8 de julio de 1966. Publicada en «Le Monde», 2 de diciembre de 1972)

Pero no insistiremos en esto ya que estas citas y otras pueden ser vistas en nuestro
análisis sobre la concepción maoísta de partido. Véase el capítulo: «Adopción del
modelo maoísta de partido y sus resultados» (2017).

En su soporífera obra teatral previamente mencionada, que más que realismo


socialista a ratos rinde honor al teatro del absurdo, también tenían tiempo para
soltar que Lenin, tras relatar el fracaso de la revolución de 1905 se puso a estudiar
en las bibliotecas de Europa con un fin:

«Publicar, un año después, «Materialismo y empiriocriticismo», una obra de


combate en la lucha de una contra otra fracción. La primera piedra de la
reconstitución del bolchevismo, de hecho». (Obra de Teatro Marx Contra, 2021)

Veamos si tienen más suerte esta vez, ¿Lenin estaba «reconstituyendo» el


bolchevismo en el sentido que le dan estos neomaoístas?

«La ofensiva de la contrarrevolución desarrollábase también en el frente


ideológico. Brotó toda una muchedumbre de escritores de moda, que
«criticaban» y «desacreditaban» al marxismo, que escupían a la revolución y
se burlaban de ella. (...) El decadentismo y la falta de fe se apoderó también de
un parte de los intelectuales del Partido que, aun teniéndose por marxistas,
jamás se habían mantenido con firmeza en las posiciones del marxismo. (...)
Estos intelectuales desplegaban su «crítica» a la vez contra los fundamentos
filosófico-teóricos del marxismo, es decir, contra el materialismo dialéctico, y
contra sus fundamentos histórico-científicos, es decir, contra el materialismo
histórico. (...) El peligro de esta crítica farisaica consistía en que con ella se
pretendía engañar a los militantes de filas del Partido y se les podía mover a
confusión. Y cuanto más hipócrita fuese esta labor crítica de zapa de los
fundamentos teóricos del marxismo, más peligrosa era para el Partido, pues se
identificaba más de lleno con la campaña general emprendida por la reacción
contra el Partido y contra la revolución. (...) Ante los marxistas se planteaba la
tarea indeclinable de dar a estos degenerados una respuesta cumplida en el
campo de la teoría del marxismo, de quitarles la careta y de desenmascararlos
por entero, defendiendo, de este modo, los fundamentos teóricos del Partido
marxista». (Partido Comunista (bolchevique) de la Unión Soviética; Historia
del PC (b) de la URSS, 1938)

Como se ve, una vez más intentan sin suerte extrapolar mecánicamente contextos
totalmente distintos. Aquí no hubo una «línea de reconstitución», sino una
defensa de la línea partidista contra los derrotistas y especuladores, algo normal
tras el reflujo de unos episodios revolucionarios donde, en palabras de Lenin «el
terror policiano» de la reacción tenían su eco en el movimiento político causando
«abatimiento, desmoralización, escisiones, dispersión, apostasías y pornografía
en vez de política, reforzando el idealismo filosófico». Pero, pese a todo ello, el
Partido Bolchevique existía y se sostenía, nada que ver con la situación de la LR
que nunca ha sido un partido, nunca se ha ganado un puesto de vanguardia, ni
mucho menos ha sido protagonista o actor secundario de ninguna intentona
revolucionaria −por respeto a la paciencia del lector no haremos ningún chiste
más sobre sus «heroicidades» e «hitos», como el repartir octavillas el Primero de
Mayo, imprimir su literatura o colocar pancartas rocambolescas en un algún
puente remoto−. En todo caso, en lo relativo a nuestros «reconstitucionalistas»,
estos vendrían a ser lo que en su día fueron en Rusia los «oztovistas»,
«empiriomonistas», «empiriosimbolistas» y «empiriocriticistas» −como
Bogdánov y compañía−, es decir, los típicos intelectuales que, presentándose
como «eruditos marxistas», en verdad tenían mucho que aprender antes de
enseñar nada a nadie. Todo ellos intentaron −sin éxito− desviar al movimiento
revolucionario con sus «geniales» propuestas en materia de organización y
filosofía −cuando, en realidad, solo recuperaban las antiguallas vistas una y mil
veces−.

Hoy, el empeño del «gran estudio» de la historia del movimiento revolucionario


que realizan los «reconstitucionalistas» se encuentra simplemente en justificar a
Mao, a Mariátegui, a Gonzalo, a Lukács −o cualquier otro revisionista− mediante
el uso de citas descontextualizadas de Marx y Engels, dándole a estas el carácter
que ellos quieran que tenga, en lugar del que tenían originalmente en sus obras.
¿A dónde se fue esa argumentación junto a la citación de la que tanto hablaban?
Hipócritamente realizan aquello que tanto criticaban: usar como figura de
autoridad a un teórico y descontextualizar su obra para hacer pasar sus propias
tesis por las de la figura de autoridad y, por ende, estas como válidas sin
argumentación posterior necesaria. Y cuando no puede manipular lo evidente,
declaran que la disonancia entre unos y otros demuestra cómo la LR ha superado
las limitaciones del marxismo-leninismo. ¡Cómo no!
Al cruzar argumentos contrapuestos sobre el mismo tema, pero con diferentes
actores, han demostrado uno de sus defectos fundamentales: su inconsecuencia.
Puesto que con este uso repetido de citas fuera de contexto y a veces antagónicas,
recuerdan más a los beatos del catolicismo que citan cualquier versículo de la
Biblia para imponer su opinión en un momento determinado, excluyendo todo
acto de raciocinio sobre ellas. Estos unas veces nos hablan de conciliación
recitando: «Al que te hiera en una mejilla, preséntale también la otra; y al que te
quite la capa, ni aun la túnica le niegues». (Lucas 6:29). Pero otras veces, en otra
situación similar, para justificar su cambio de parecer repentino argumentan:
«No penséis que he venido para traer paz a la tierra; no he venido para traer paz,
sino espada. Porque he venido para poner en disensión al hombre contra su
padre, a la hija contra su madre, y a la nuera contra su suegra». (Mateo 10:34-
35). Como colmo de los colmos, y como señalamos más arriba, no tienen ningún
reparo en citar a Lucas o a Pablo de Tarso en sus introducciones, como si estas
«fuentes» pudieran ser mínimamente útiles para esclarecer contenido ideológico,
«sabiduría popular», dirán, sí, pero fideísta y farisea.

¿Fue Jesús el representante del «comunismo primitivo» o del


«esclavismo primitivo»?

En esta sección repasaremos varias dudas legítimas que se suelen tener los
lectores acerca del cristianismo: a) ¿qué relación tuvieron sus primeras
comunidades con el comunismo primitivo y el esclavismo?; b) ¿qué conceptos
tuvieron los primeros cristianos sobre la usura, el comercio, el celibato o la
mujer?; c) ¿a qué se debe que la Biblia contenga tantos pasajes aparentemente
contradictorios?; d) ¿en qué errores suelen incurrir los investigadores al analizar
los orígenes del cristianismo? Esto nos servirá una vez más para comprobar que,
en cuanto a los «reconstitucionalistas», no solo no aportan nada significativo al
tema, sino que hacen pasar por novedoso lo ya descubierto hace cientos de años
o vuelven a nociones equivocadas y ya superadas.

En primer lugar, cualquiera sabrá que el cristianismo nació como una herejía del
judaísmo, aunque en todo momento se alimentó de los conocimientos, mitos y
ritos greco-romanos y orientales, desde el gnosticismo, el mitraísmo, el
zoroastrismo, el estoicismo, el neoplatonismo y otros ismos, ganando esta última
tendencia sincrética y universalizadora −especialmente por los esfuerzos de
Paulino− sobre la que era más tradicional o judaizante −capitaneada por
Santiago−. En segundo lugar, estas influencias no podían dejar de reflejar en la
nueva religión una noción abiertamente conciliadora con el esclavismo, por tanto,
el cristianismo era, ya de primeras, incompatible con un comunismo primitivo
que, para más inri, para aquel entonces hacía tiempo que se había extinguido en
la mayoría de pueblos en que habitaban los primeros núcleos de feligreses. En
tercer lugar, si el ambiente decadente de la época entre las clases pudientes del
Imperio romano era de un gran temor por el porvenir −o un hedonismo para
escapar de la vorágine de desastres−, entre las clases bajas el creciente
pauperismo, la desilusión e impotencia por las rebeliones esclavistas fallidas, así
como el contacto con la propaganda de todo tipo de sectas y predicadores −que
prometían algún tipo de consuelo o mejora en otra vida−, terminaron por crear
un caldo de cultivo idóneo para una expresión como lo era el cristianismo. Véase
la obra de Serguéi Kovaliov «Historia de Roma» (1948).

En el siglo II el filósofo griego Celso ya describió a los cristianos primitivos,


quienes, como hoy los «reconstitucionalistas», se caracterizaban por la
incredibilidad que profesaban y la iracunda irracionalidad de su actuar:

«Agrupó en torno suyo, sin selección, una multitud heterogénea de gentes


simples, groseras y perdidas por sus costumbres, que constituyen la clientela
habitual de los charlatanes y de los impostores, de modo que la gente que se
entregó a esta doctrina nos permite ya apreciar qué crédito conviene darle. (…)
Es preciso incluso que las creencias profesadas se fundamenten también en la
razón. Los que creen sin examen todo lo que se les dice se parecen a esos infelices,
presas de los charlatanes, que corren detrás de los metragirtos, los sacerdotes
de Mitra, o de los sabacios y los devotos de Hécate o de otras divinidades
semejantes, con las cabezas impregnadas de sus extravagancias y fraudes. Lo
mismo acontece con los cristianos. Ninguno de ellos quiere ofrecer o escrutar las
razones de las creencias adoptadas. Dicen generalmente: «No examinéis, creed
solamente, vuestra fe os salvará»; e incluso añaden: «La sabiduría de esta vida
es un mal, y la locura un bien». (Celso; Discurso verdadero contra los cristianos,
siglo II)

Esto no es ninguna exageración, sino que se puede constatar leyendo sus textos
clásicos, como la Primera Carta a los Corintios de San Pablo, en donde señala que
«no sois muchos sabios según la carne, no muchos poderosos, no muchos
nobles». Esto también fue recogido por Friedländer en su obra «Vida y
costumbres romanas bajo el Imperio primitivo» (1913). Aparte de todo esto, si
revisamos otros pasajes de la Biblia nos encontramos con pruebas de un
fanatismo inusitado:

«Y cualquiera que haya dejado casas, o hermanos, o hermanas, o padre, o


madre, o mujer, o hijos, o tierras, por mi nombre, recibirá cien veces más, y
heredará la vida eterna». (Biblia; Mateo 19:29, escrito entre los años 80 y 90 d.
C)

«Si alguno viene a mí, y no aborrece a su padre y madre, a su mujer e hijos, a


sus hermanos y hermanas, y aun hasta su propia vida, no puede ser mi
discípulo». (Biblia; Mateo 14:24, escrito entre los años 80 y 90 d. C)

Si esto le sabe a poco al lector también puede repasar la obra de Engels


«Contribución a la historia del cristianismo primitivo» (1894), en donde se
repasa la vida de tropelías y estafas de Peregrino Proteo, uno de los primeros jefes
cristianos en Palestina. Este pasó en tiempo récord de ser un errante y cínico a
una de las mayores autoridades del cristianismo, siendo curiosamente expulsado
de la comunidad por no cumplir los preceptos extremos que él mismo predicaba.
En todo caso, en su momento de mayor apogeo, la devoción de sus fieles llegó a
puntos tan delirantes que, según el testimonio del siriaco Luciano de Samosata,
escritor y humorista del siglo II: «Estos infelices creen que son inmortales y que
vivirán eternamente, en consecuencia, desprecian los suplicios y se entregan
voluntariamente a la muerte», se les «convence de que todos son hermanos»; de
manera que si «entre ellos se presenta un impostor, un bribón hábil, no tiene
ningún problema para enriquecerse muy pronto, riéndose con disimulo de su
simpleza».

Esta extrema candidez de los primeros cristianos, como ya hemos visto atrás,
tiene su explicación no tanto en la ignorancia personal de estos −que también−,
sino más bien por el momento histórico tan particular en que aparecieron y se
difundieron las primeras comunidades, así como su origen social −proviniendo
de las capas menos ilustradas−. Engels se encargó de recordar esto al lector
describiendo cual era el ambiente social en que se redactó el famoso libro del
«Apocalipsis» −escrito en el año 95 aproximadamente−: «Fue [esta] una época
en la que, en Roma y en Grecia, pero incluso más en Asia menor, en Siria y en
Egipto, una mezcla absolutamente aventurada de las más groseras supersticiones
de los pueblos más diversos era aceptada sin examen y completada con piadosos
fraudes y un charlatanismo directo, en la que los milagros, los éxtasis, las
visiones, la adivinación, la alquimia, la cábala y otras hechicerías ocultas
actuaban como el protagonista principal»; ergo «en esta atmósfera nació el
cristianismo primitivo, y esto en una clase de personas que, más que cualquier
otras, estaban abiertas a estos fantasmas».

Karl Kautsky y Friedrich Engels sobre los orígenes del cristianismo

El uso arbitrario de ciertas citas de la Biblia −que luego repasaremos una a una−
fue un recurso común en las primeras investigaciones de Karl Kautsky sobre
cristianismo primitivo, como se puede ver en su obra «Precursores del socialismo
moderno» (1895), donde presentaba a un cristianismo como una ideología
sumamente transgresora. El lector debe entender que no queremos decir que sea
imposible establecer comparativas entre el comunismo moderno y el cristianismo
−primitivo o no−, en absoluto. Se puede realizar tal cosa, como se podría hacer
con cualquier otra religión, el problema clave fue más bien que el autor −el señor
Kautsky− era sospechoso habitual, ya que cayó con frecuencia en los mismos
paralelismos forzados, como el lector puede constatar a la hora de analizar a
Platón y otros autores de la antigüedad −olvidándose de unos fragmentos clave y
presentando otros como la esencia del fenómeno−.

En dicha obra de 1895, en la cual Engels se enojó por no contar con su


participación, pareciera que Kautsky intentase meter con calzador diversas
analogías entre el cristianismo y la «lucha de los desposeídos» que mantenía la
socialdemocracia alemana en aquel entonces. Esto, no parece descabellado si
tenemos en cuenta que tanto Kautsky como los jefes oficiales de la
socialdemocracia alemana −Bebel, Bernstein, Vollmar, Rosa Luxemburgo y
otros− tendían a diluir el carácter de clase proletario del movimiento en un
extraño populismo, como Friedrich Engels criticaría en su: «Crítica al programa
de Erfurt» (1891). La socialdemocracia alemana terminaría cavando su propia
tumba al acabar realizando varias concesiones programáticas y discusivas hacia
el pequeño agricultor y el pequeño capitalista, hacia el chovinismo nacional, hacia
el parlamentarismo de tipo reformista o hacia el neokantismo filosófico
−tendencias que, si bien fueron combatidas, lo fueron muy tardíamente, o de
forma ineficaz−. Pero eso es ya otra historia, que no toca abordar aquí.

Volviendo al tema, hallamos que este vicio de Kautsky, el diletantismo, que hoy
es tan común entre los investigadores charlatanes −como nuestros
«reconstitucionalistas»−, fue algo detectado muy tempranamente por Engels.
Este último en su «Carta a August Bebel» (24 de julio de 1885) destacaba que la
«debilidad decisiva» de Kautsky se encontraba en: «El defectuoso método de la
enseñanza de la historia en las universidades, y especialmente en las austríacas»,
donde «se les enseña sistemáticamente a los estudiantes a hacer investigaciones
históricas con materiales que saben son inadecuados, pero que suponen
considerar adecuados», y aun con todo se vuelven «enteramente engreídos» con
sus conclusiones; a esto súmese el hecho de «escribir muchísimo» −en este caso,
a cambio de pagas− pero «sin saber qué significa el trabajo científico». No nos
extenderemos en todo esto, pero sí anotaremos que Engels instaría a Kautsky a
que matizase sus trabajos históricos, como ocurrió con la obra «Los
antagonismos de clase bajo la época de la revolución francesa» (1889). Véase la
larga emisiva de Engels «Carta a Karl Kautsky» (20 de febrero de 1889).

Esto no significa que Engels negase la excelsa labor que su discípulo estaba
realizando por aquellos años. De hecho, Engels en su «Carta a Karl Kautsky» (21
de mayo de 1895), señaló abiertamente lo siguiente: «He aprendido mucho de su
libro que es una lectura preliminar indispensable para mi nueva edición de La
guerra campesina en Alemania». El maestro también se molestó en señalar a su
pupilo cuales eran a su parecer los mejores y peores capítulos de su trabajo:
«Puedo decir que tu obra mejora cuanto más se profundiza», aunque «a juzgar
por el plan original, su tratamiento de Platón y el cristianismo primitivo todavía
deja algo que desear», en cambio «lo haces mucho mejor en las sectas
medievales».

Posteriormente, Kautsky, aprendiendo de sus errores, reconocería en la


introducción a su obra posterior sobre el cristianismo de 1908 cuan peligroso era
caer en este tipo de simplificaciones y precipitaciones a la hora de investigar:
«Dos peligros particularmente amenazan las producciones históricas de los
políticos prácticos más que las de los investigadores: en primer lugar, pueden
tratar de modelar el pasado enteramente de acuerdo con la imagen del presente,
y, en segundo lugar, pueden buscar la contemplación del pasado a la luz de las
necesidades de su política actual. (...) El estudioso ahora comprende que cada
época tiene que ser medida con su propia medida, que las aspiraciones del
presente tienen que estar basadas en las condiciones del presente, que los éxitos
y fracasos del pasado tienen muy poco significado cuando se consideran solos,
y que una mera invocación del pasado, a fin de justificar las demandas del
presente, puede llevar directamente al extravío». (Karl Kautsky; Orígenes y
fundamentos del cristianismo, 1908)

Como ahora veremos, los «reconstitucionalistas» no aprendieron de los errores


del joven Kautsky.

El cristianismo y sus relaciones con la riqueza, la usura, etcétera

En su momento, algunas figuras del movimiento obrero como Henry Hyndman,


líder populista de la Federación Democrática (FD), plantearon la idea de que el
cristianismo primitivo siempre luchó contra la «esclavitud» y la «injusticia», y
que, en suma, la institución católica «siempre miró por los pobres» (sic):

«Que la influencia de la Iglesia Católica fue, en general, utilizada en el interés


del pueblo contra las clases dominantes, ahora apenas puede ser discutido; ni
que la igualdad de condiciones para empezar en su propia organización fue una
de las grandes causas de su extraordinario éxito a lo largo de las llamadas
edades oscuras. El catolicismo, en su mejor época, suscitó una protesta continua
contra la servidumbre y la usura, tal como el cristianismo primitivo, en su mejor
forma, había denunciado la esclavitud y la usura también. Pero las tendencias
económicas eran demasiado fuertes para que cualquier protesta pudiera ser
bien considerada en un principio». (Henry Hyndman; Inglaterra para todos,
1881)

Este autor, para quien no lo sepa, era un antiguo conservador convertido al


marxismo, aunque ni Engels ni Marx le tuvieron nunca en gran estima, como
demuestra las fuertes críticas que recibió de parte de estos dos. Véase la
recopilación de Manuel Salgado Muñoz en su subcapítulo: «La caracterización de
Hyndman formulada en las cartas de la MECW» en su obra «Clase o pueblo»
(2017).

Esto chocaba con la visión de un Karl Kautsky más maduro, quien en su obra
magna «Orígenes y fundamentos del cristianismo» (1908) consideró que era muy
necesario comprender las semejanzas, pero sobre todo las diferencias entre los
conflictos antiguos y contemporáneos. Para él, tratar de equiparar sin más las
luchas de estos movimientos religiosos con los movimientos políticos del
proletario moderno, no solo es un acto mecánico y simplista, sino que, además,
suele esconder motivaciones destinadas a justificar el actuar presente:

«El cristianismo en sus principios era, sin duda alguna, un movimiento de las
clases empobrecidas de los más variados tipos, que pueden denominarse por el
término común de «proletarios», siempre que esta expresión no se entienda
como significando solamente a los trabajadores asalariados. (...) El énfasis
puesto sobre las condiciones económicas, que es un corolario necesario de la
concepción materialista de la historia, nos preserva del peligro de olvidar el
carácter peculiar del antiguo proletariado, simplemente porque captamos el
elemento común de ambas épocas. Las características del proletariado antiguo
eran debidas a su peculiar posición económica, la cual, a pesar de sus muchas
semejanzas, sin embargo, hacía que sus aspiraciones fueran completamente
diferentes a las del proletariado moderno. Mientras la concepción marxista de
la historia nos protege del peligro de medir el pasado con el estándar del
presente y agudiza nuestra apreciación de las peculiaridades de cada época y
de cada nación, también nos libra de otro peligro: el de tratar de adaptar
nuestra presentación del pasado al interés práctico inmediato que estamos
defendiendo en el presente. Ciertamente que ningún hombre honrado,
cualquiera que sea su punto de vista, permitirá el ser descarriado por un engaño
consciente sobre el pasado». (Karl Kautsky; Orígenes y fundamentos del
cristianismo, 1908)

Otra interpretación típica de los orígenes de esta religión es la de pensar que la


institución católica manipuló la esencia revolucionaria del cristianismo primitivo.
En este sentido, ¿cómo evalúa la «Línea de Reconstitución» (LR) los primeros
pasos del cristianismo a nivel histórico? ¿Qué fuentes recomiendan para su
estudio? Por lo visto, recomendar a su público las idealizaciones de un teólogo de
la liberación mexicano sobre este tipo de fragmentos les parece una buena idea,
¿por qué no?

«@_Dietzgen: Recomiendo encarecidamente este librito, que como dice el autor


es «un manifiesto» que «quisiera hacerse oír de todos los pobres de la tierra».
Me atrevería a decir que es de las lecturas que más gratamente me ha
sorprendido en mi vida. (…) El autor, aunque parte de profundas convicciones
cristianas, presenta una rigurosa y materialista exégesis de los textos bíblicos,
demostrando cómo la Iglesia los ha manipulado durante siglos, borrando todas
las huellas de comunismo primitivo». (Comunista; Twitter, 3 de mayo de 2020)

¡La virgen! Nunca mejor dicho. ¡Sí que debe de ser mala la literatura que
acostumbra a leer este hombre para recomendar tal cosa! Estos seres no ven
demasiado problema en el cristianismo como ideología, sino en el posterior
desarrollo de la Iglesia Católica como institución de poder, algo en lo que están
de acuerdo Hasél y personajes similares, como más tarde veremos. A esto
deberíamos preguntarnos lo siguiente: ¿realmente necesitamos a un autor de la
teología de la liberación −que intenta conjugar revolución y religión− para saber
que la institución eclesiástica censuró y manipuló los textos y persiguió a las
distintas herejías que no aceptaban su credo? En absoluto, en su día ya existieron
marxistas que señalaron este aspecto con vehemencia:

«Cuando la secta alcanzó una determinada organización, cuando llegó a


abrazar toda una Iglesia, en la que tuvo que dominar una tendencia específica,
uno de sus primeros trabajos fue delinear un canon fijo, un catálogo de todos
aquellos primitivos escritos cristianos que reconoció como genuinos. Por
supuesto únicamente fueron reconocidos aquellos escritos que hubieron sido
escritos desde el punto de vista de esta tendencia dominante. Todos aquellos
Evangelios y otros escritos conteniendo un cuadro de Jesús que no estuviese de
acuerdo con esta tendencia de la Iglesia, fueron rechazados como «heréticos»,
como falsos, o, al menos, apócrifos, y, no siendo por consiguiente dignos de
confianza, no fueron diseminados, siendo eliminados en todo lo posible; los
manuscritos fueron destruidos, con el resultado de que muy pocos quedaron en
existencia. Los escritos admitidos al canon fueron «editados» a fin de introducir
la más grande uniformidad posible, pero afortunadamente la edición fue hecha
con tan poca habilidad que todavía salen a luz, aquí y allí, rastros de anteriores
y contradictorias relaciones que nos permiten suponer el curso de la historia del
libro. Pero la Iglesia no consiguió su objetivo, que era el de obtener de este modo
una uniformidad de opiniones dentro de ella; esto fue imposible. Las variables
condiciones sociales estaban siempre produciendo nuevas diferenciaciones de
opiniones y aspiraciones». (Karl Kautsky; Orígenes y fundamentos del
cristianismo, 1908)

En todo caso, ¿cuál es ese «comunismo primitivo» con ecos en el cristianismo del
que tanto se habla? Este Dietzgen, monaguillo de la «Iglesia de la Reconstitución
del Comunismo», posteaba orgulloso los siguientes trazos del Antiguo
Testamento, es decir, un texto canónico que siempre fue aceptado por los
primeros cristianos:

«Por amor a la ganancia han pecado muchos, el que trata de enriquecerse


desvía la mirada. Entre dos piedras juntas se clava una estaca, y entre venta y
compra se introduce el pecado». (Biblia; Eclesiástico 27, 1-2, escrito entre el 200
y el 175 a. C.)

Algunos otros se refieren con frecuencia a esta otra cita del Nuevo Testamento
donde Jesús combate a los comerciantes y los expulsa del templo por «ladrones»,
algo que toman como símbolo inequívoco de que el cristianismo era y es una
religión de los pobres:

«Llegaron a Jerusalén; y entrando Jesús en el templo, comenzó a echar fuera a


los que vendían y compraban en el templo; volcó las mesas de los que
cambiaban el dinero y los asientos de los que vendían las palomas, y no permitía
que nadie transportara objeto alguno a través del templo. 17 Y les enseñaba,
diciendo: «¿No está escrito: «Mi casa será llamada casa de oración para todas
las naciones? Pero ustedes la han hecho cueva de ladrones». (Biblia; Marcos
11:15-18, escrito entre el 60 d. C. y el 70 d. C.)

¿Y qué quiere decir todo esto? Aquí lo que se recomienda es que uno sea buen
creyente, enriquécete, ¡pero todo dentro de un orden! Actos como el comerciar y
especialmente la usura son demasiado «pecaminosos». Como luego oficializarían
los patriarcas cristianos, ¡prestar dinero es «jugar con el tiempo», un «don que
solo controla Dios»! El colmo del absurdo es pensar, como hicieron los seguidores
de la teología de la liberación, que Yahvé, como ente omnisciente, ya conoce de
antemano que la especulación financiera del capitalismo será un martirio para
sus hijos dos miles años después, por eso ya promete a estas criaturas, los
prestamistas, una muerte sangrienta en el Antiguo Testamento (Ezequiel 18:13).
Entonces, preguntarán algunos, ¿qué otra opción hay, Señor, para poder salir
adelante? Tomen nota, hijos, pues según reza el Antiguo Testamento, ¡mejor
limítense a esclavizar a otros pueblos!:

«Los esclavos y esclavas de vuestra propiedad los adquiriréis entre los pueblos
circundantes. O bien entre los hijos de los criados emigrantes que viven con
vosotros, entre sus familias nacidas en vuestro territorio. Serán propiedad
vuestra. Se los dejarás en propiedad hereditaria a los hijos que os sucedan. Os
podéis servir de ellos siempre, pero a vuestros hermanos israelitas no los
trataréis con dureza». (Biblia; Levítico 25, 44-46, escrito entre el 538 y 332 a.
C.)

¡Hermosa doctrina liberadora que promueve la guerra y esclavización de pueblos


ajenos! Sin duda parece ser que este tipo de fragmento y otros del Nuevo
Testamento ha generado mucha confusión, creando este mito de que el
cristianismo siempre fue contrario a los ricos en cualquier momento y lugar, pero
no hay nada más lejos de la realidad:

«Si quieres ser perfecto, ve allí, vende lo que tienes y dáselo a los pobres. (…) Les
aseguro que difícilmente un rico entrará en el Reino de los Cielos. Sí, les repito,
es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entre en el
Reino de los Cielos». (Biblia; Mateo 19, 23-30, escrito entre los años 80 y 90 d.
C)

Volviendo al tema central, debemos detenernos mismamente en el Nuevo


Testamento, el cual a priori se considera como otro conjunto de libros en contra
de los ricos y poderosos. Empero, allí podemos encontrar pequeñas historietas
que hoy podrían adoptar con gusto los «nuevos emprendedores» para reafirmar
sus creencias. En Lucas XIX-11-26 el mismísimo Jesús anima a los suyos a que
sigan las enseñanzas del noble y los siervos. Esta historia se basa en que, mientras
el noble va a ser coronado y debe ocuparse de unos asuntos, dota a diez de sus
siervos de una mina para cada uno −una moneda de origen babilónico− y los
anima a negociar con ella hasta su vuelta. Al regresar, todos han producido
ganancias excepto uno, que por miedo a perder su mina arriesgándola en los
negocios ha decidido guardarla en un pañuelo hasta la vuelta del noble. ¿Y qué
ocurre? El noble complacido recompensa con más propiedades a los que
arriesgaron y multiplicaron sus ganancias, en cambio, muy enfurecido castiga al
que no arriesgó arrebatándole la mina que le otorgó en su nombre. La historia
finaliza con una frase: «Os digo, que a cualquiera que tiene, más le será dado,
pero al que no tiene, aun lo que tiene se le quitará». La conclusión es que hay que
seguir los designios de Dios sean cuales sean, y que, por supuesto, en los negocios
«El que no arriesga no gana», y que cuanto más rico más privilegios te lloverán.
¡Preciosa parábola!

Nótese que la palabra «siervo» en el Antiguo o Nuevo Testamento a veces es un


eufemismo de los traductores posteriores para denominar la palabra esclavo. Hay
tramos muy explícitos:

«Exhorta a los siervos a que se sujeten a sus amos, que agraden en todo, que no
sean respondones». (Biblia; Tito 2:9-10, escrito en el 80 d.C.)

Y hay más, por si alguien tiene dudas de la típica controversia entre Nuevo y Viejo
Testamento, nuestro «revolucionario» Jesús, en referencia al Viejo Testamento,
es decir, a las leyes judías adaptadas al cristianismo, nos advertía que estas eran
sagradas, adoptando un rol claramente conservador:

«No penséis que he venido a abolir la ley o los profetas. No vine para abolir, sino
para cumplir. Os aseguro que, mientras duren el cielo y la tierra, ni una y ni
una tilde de la ley dejará de realizarse». (Biblia; Evangelio según Mateo 5, 17-
18, 80 d. C.)

No es ningún secreto que muchas de las sectas judías y ascetas que influenciaron
al cristianismo primitivo, como los esenios, gnósticos y otros, efectivamente
condenaban radicalmente la riqueza material −vinculándolo los bienes de la vida
terrenal como soberbia o un apego al mundo material inadmisible−, algo que ya
documentó el historiador romano Flavio Josefo del siglo I. Pero no menos cierto
era que estos resquicios de comunismo primitivo eran muy puntuales, pues como
señaló Kautsky en su obra «Precursores del socialismo moderno» (1895): «Se
trataba sólo de un comunismo de consumo, no de producción». Es decir, que los
primeros cristianos acostumbraban a aceptar por ejemplo la esclavitud
perfectamente, pero exigían que hubiera una cierta redistribución de los bienes y
riquezas de la sociedad: «Los poseedores deben conservar y explotar sus medios
de producción, sobre todo su tierra; pero cualquier medio de consumo que
poseyeran y adquirieran −comida, ropa, vivienda y dinero para comprar tales
cosas− debía ponerse a disposición de la comunidad cristiana». Esta era una
postura de caridad y equilibrio social muy propia de la época, dado que: «La
alimentación pública de grandes masas de necesitados o la distribución de
alimentos había sido la regla en los últimos días de la república y aún se
practicaba inicialmente en el período imperial».

Cuando el cristianismo logró afianzarse, crear una organización interna y lograr


su tolerancia y posterior oficialización en el Imperio romano, sus ideólogos y
obispos lograron matizar los textos oficiales y los párrafos más agresivos,
volviéndolos abstractos o alegóricos, todo a fin precisamente de ligarse al poder
político y abrirse a las clases adineradas. En cualquier caso, no debemos llevarnos
a engaño sobre el carácter del cristianismo desde sus más tempranos inicios. No
debemos formarnos ilusiones de que en la Biblia se predique taxativamente que
la fe cristiana sea incompatible con el acumular riquezas, más bien todo lo
contrario, solo condena algunas formas de acumular riqueza, y en concreto la
usura y el comercio −por ejemplo, según Josefo Flavio, los esenios no tenían
permitido comerciar entre sí−. Esto era algo lógico debido al contexto de aquel
entonces, pues como Karl Kautsky demostró en su obra «Orígenes y fundamentos
del cristianismo» (1908): «La lucha entre patricios y plebeyos no era solamente
una lucha entre propietarios terratenientes y campesinos, por el uso de las tierras
comunales, sino también una lucha entre usureros y deudores»; del mismo modo,
el desprecio por el comercio no era propio de los pobres, sino de las clases
aristocráticas, en concreto de los propietarios de tierras, lo que refleja que los
cristianos posteriores que redactaron estos escritos, reflejaban o asumen dichas
ideas −algo que se recoge la propia Biblia de los cristianos con aquello de que en
el acto de la compra y venta «se introduce el pecado»−. Esto, por tanto,
condicionó el hecho de que los primeros cristianos recogieran este tipo de
sentimientos de su ambiente más inmediato.

La Biblia y sus constantes contradicciones

Habría que preguntarse lo siguiente, ¿por qué ha sido durante tanto tiempo tan
difícil reconstruir la génesis del cristianismo? Esto tiene fácil respuesta, ya que,
hasta la aparición de distintas formas de cotejamiento, la detección del fraude o
inconsistencias fue algo muy complejo de detectar. Entiéndase también que:

«Sus primeros defensores podían haber sido personas muy elocuentes, pero no
sabían leer ni escribir. Estas artes eran mucho más raras a las masas del pueblo
de aquellos días de lo que son actualmente. Por un número de generaciones la
enseñanza cristiana de la historia de su congregación se hallaba limitada a la
transmisión oral, la tradición, por medio de personas fervorosamente excitadas
e increíblemente crédulas, de relaciones de hechos que habían sido observados
únicamente por un círculo reducido, si es que en realidad habían tenido lugar,
los cuales, por consiguiente, no podían investigarse por la masa de la población,
y mucho menos por sus elementos críticos y libres de prejuicios. Únicamente
cuando personas más educadas, de un nivel social superior, ingresaron en el
cristianismo, se empezaron a fijar por escrito esas tradiciones, pero aun así el
propósito no era tanto histórico como de controversia para defender ciertas
opiniones y exigencias». (Karl Kautsky; Orígenes y fundamentos del
cristianismo, 1908)

No hay que olvidar que mientras el Antiguo Testamento es una compilación de


libros históricos, sapienciales y proféticos de los judíos que son reconocidos por
los cristianos, el Nuevo Testamento −que recordemos es la segunda parte de la
Biblia de los cristianos, escrita entre el año 50 y 100 d. C.−, supone la aportación
propia de los cristianos −ya segregados propiamente de la comunidad judía−, y
narran hechos por medio de terceros sobre la vida de Jesús o de los Apóstoles,
siendo siempre escritos a posteriori de los presuntos acontecimientos que
describen:

«Pese a haber sido compuesto dentro de la segunda mitad del siglo I d. C.,
ninguno de los libros del Nuevo Testamento es obra de uno de los doce apóstoles
originales, si bien algunos de sus autores los conocieron de cerca a ellos y a San
Pablo –tal es el caso, por ejemplo, de San Marcos y San Lucas–». (Edwin Oliver
James; Historia de las religiones, 1975)

A la hora de revisar los orígenes y desarrollos de cualquier religión, que como tal
siempre se presentará como original o innovadora, ha de entenderse que hay que
tomar dicha tarea con suma precaución, pues todo ha de ser debidamente
contextualizado. Sin ir más lejos, los autores de la Biblia se valieron de filosofías
sistemáticas, pensamientos esporádicos y proverbios populares. En su seno había
fragmentos «A» y fragmentos «B» totalmente contrapuestos. Así, pues, se hiciera
esto con total intencionalidad o por mero descuido, el feligrés en aprietos siempre
ha podido elegir en la vida terrenal sin «faltar a los textos sagrados». Dicho de
otro modo: siempre se ha podido «poner una vela a Dios y otra al Diablo»,
contentando así a todos. De hecho, la propia institución cristiana ha hecho la vista
gorda en mil y una ocasiones cuando se producía este sincretismo, especialmente
cuando una población era convertida a la nueva fe, y se mezclaba con los dioses y
supersticiones antiguas de la zona. En realidad, en según qué épocas y lugares, la
misma institución eclesiástica ha ido modificando su status legal, así como su
cuerpo doctrinal; ha ido inclinando hacía unos u otros fragmentos canónicos,
descartando o invalidando otros. Estos dogmas han plasmado varias
contradicciones en cuestiones relativas a la «familia» o los «bienes» y dichas
contradicciones vienen de unas profundas causas socio-económicas, algo que en
cambio Kautsky sí explicó con mucha precisión. A esto súmese la lucha que se
desató en el seno de la comunidad y los caminos contrapuestos que sus fracciones
deseaban adoptar. Si el lector quiere unos cuantos ejemplos de esto, y cómo se
manifestó, existen infinidad de lecturas clásicas. Véase la obra de Heinrich Heine
«La escuela romántica» (1833), la obra de Ludwig Feuerbach «La esencia del
cristianismo» (1841) o la obra de Franz Mehring «Sobre el materialismo
histórico» (1893).
La evolución del cristianismo prueba que los fundamentos de una
religión nunca son los mismos

Como bien sabemos las «leyes» del cristianismo han variado muchísimo a lo largo
del tiempo. Algunos se preguntarán, con toda razón: «Si hubo tantos cambios en
su largo desarrollo histórico, ¿por qué las masas cristianas no reaccionaron para
salvaguardar su esencia cuando el clero cambiaba una disposición, es decir,
introducía el dogma de la «Santísima Trinidad», la infalibilidad papal, el cobro
de dinero por las indulgencias, la venta de cargos eclesiásticos o suprimía la
condena de la usura?». La respuesta es que sí lo hicieron, o al menos lo
intentaron, y un buen ejemplo de ello fueron las famosas herejías antiguas y
medievales. Aunque varias de estas fueron de carácter local y limitado, y si bien
no siempre alcanzaron el éxito y repercusión que esperaban, estas son
sumamente interesantes por varios motivos. Dichos movimientos, generalmente
inspirados por un puñado de líderes iluminados, buscaron en los usos y
costumbres antiguas, en la consulta y comparativa de la Biblia, en su idealización,
la legitimación para su programa religioso y político, la energía y esperanza para
levantarse contra la tiranía terrenal de su tiempo o contra lo que consideraban
una abdicación de los «principios naturales» del cristianismo primitivo. En no
pocas ocasiones, la derrota de estos movimientos contestatarios también terminó
inspirando a otros muy posteriores −como el protestantismo o calvinismo− que
sí lograron coronar la mayoría de sus propósitos, y que también, como era de
esperar, acabaron incurriendo en los mismos fenómenos de intolerancia
religiosa, corruptelas clientelares, malversación de fondos y «recreación en la
carne» que ellos mismos tanto reprocharon antaño al Papado de Roma.

Antonio Labriola en su obra «Filosofía y socialismo» (1897) señaló cómo los


anabaptistas o los montanistas: «Tuvieron necesidad de construirse un
cristianismo verdadero, esto es, la simple vida protoevangélica, mientras
llamaban decadencia, aberración, obra de Satán a todo lo que había sucedido
después». Además, este autor italiano señaló tres aspectos fundamentales que la
mayoría de gente que parlotea del «cristianismo primitivo» olvida, aunque diga
tenerlo presente.

a) En primer lugar: «Estos no ven que los que se hacían cristianos llegaban a él
partiendo de otras religiones», lo que supuso que «la masa de la asociación
siempre conservó en su corazón y transportó en las creencias y en las pequeñas
leyendas gran número de las supersticiones y mitos de los que estaba imbuida
antes de su conversión, además de todas aquellas otras supersticiones y mitos que
se vio precisado crear para aceptar, en alguna manera, las doctrinas abstractas y
metafísicas del cristianismo doctrinal».

b) En segundo lugar: «No se puede hacer creer a nadie que la masa de aquellos
que estaban agrupados en la asociación cristiana haya jamás tenido una idea clara
de la variación de los dogmas y de las discusiones sutiles de sabios y de doctores».
Por todas estas razones y por otras aún permanece hoy «como suspendida en el
vacío, en muchos espíritus, la imagen caprichosa de un cristianismo
ultraperfecto».

c) Por si todo esto no fuera suficientemente lapidario, el pensador originario de


Cassino también recordó a los «comunistas modernos» que: «Es a este
cristianismo verdadero, muy verdadero, al que recurrieron a menudo los
ingenuos comunistas cuando tuvieron necesidad, a falta de otra idea exacta sobre
la manera de ser de este injusto mundo de miserables desigualdades, de forjar
una imagen de sus propias aspiraciones, encontrando, como en tantos otros
recuerdos verdaderos o falsos, su motivo y su colorido en la poesía evangélica».

Absolutamente de acuerdo, entonces, ¡¡¡¿qué hombre moderno en su sano juicio


acudiría a unos textos de una sociedad esclavista de hace más de dos mil años
para erigir sus propósitos políticos?!!!

En cualquier caso, más allá de ciertos orígenes doctrinales inciertos o dudosos, la


prueba del algodón de lo que ha sido y es el cristianismo no está en algo
insondable, sino que está en el propio desarrollo y cristalización que ha tenido
con el paso de los siglos, el cual, como dijo Marx, no deja lugar a dudas,
especialmente si lo que deseamos preguntarnos es qué tiene que aportar a las
luchas emancipadoras del presente:

«Los principios sociales del cristianismo dejan la desaparición de todas las


infamias para el cielo, justificando con esto la perpetuación de esas mismas
infamias sobre la tierra. Los principios sociales del cristianismo ven en todas las
maldades de los opresores contra los oprimidos el justo castigo del pecado
original y de los demás pecados del hombre o la prueba a que el Señor quiere
someter, según sus designios inescrutables, a la humanidad. Los principios
sociales del cristianismo predican la cobardía, el desprecio de la propia persona,
el envilecimiento, el servilismo, la humildad, todas las virtudes del canalla; el
proletariado, que no quiere que se lo trate como canalla, necesita mucho más de
su valentía, de su sentimiento de propia estima, de su orgullo y de su
independencia, que del pan que se lleva a la boca. Los principios sociales del
cristianismo hacen al hombre miedoso y trapacero, y el proletariado es
revolucionario». (Karl Marx; El comunismo del Rheinischer Beobachter, 12 de
septiembre de 1847)

Unas notas finales sobre el cristianismo y la mujer

Pero hay más, resulta que Jesús, en su benevolencia habría liberado a la mujer de
la opresión patriarcal:

«@_Dietzgen: Dice lo mismo que el autor de este libro que acabo de terminar,
que lo llama «inversión mesiánica» −«los últimos serán los primeros»−.
Respecto a la mujer en particular, J[ésus]C[risto] la libera del patriarca
abriéndole la puerta de la comunidad de individuos libres e iguales que sería la
iglesia. Un universalismo fraternal −al menos teórico− que está en las raíces de
los dos milenios de hegemonía cristiana en occidente, y que explica por qué
muchos comunistas/socialistas del XIX −y desde el XVI− eran fervorosos
cristianos». (Comunista; Twitter, 8 de mayo de 2020)

Y el señor Dietzgen afirma esto sin más, sin comprobar si lo que dice su autor de
referencia es cierto, contribuyendo así a la alimentación de ese mito de Jesús
como «primer comunista de la historia», mito que sostuvieron personajes como
Hugo Chávez o Evo Morales. Muy bien, pero… ¿qué nos dicen las «Sagradas
Escrituras»?

«En cambio, la mujer que reza o profetiza con la cabeza descubierta deshonra
su cabeza: es lo mismo que si la llevara rapada. Así que, si una mujer no se
cubre, que se rape la cabeza; y si es vergonzoso cortarse el pelo al rape, pues
que se cubra. El varón no tiene que cubrirse la cabeza, siendo imagen de la
gloria de Dios; mientras que la mujer es gloria del varón. Pues no procede el
varón de la mujer, sino la mujer del varón. Y no fue creado el varón para la
mujer, sino la mujer para el varón. Por eso debe la mujer llevar en la cabeza la
señal de la autoridad, en atención a los ángeles». (Biblia; I Corintios 11, 5-10,
escrito en el 54 d. C.)

Si nos vamos fuera de los primeros canónicos, en una edición siriaca del año 60
donde se relatan las andanzas del joven Jesús, en una época que apenas figura en
la Biblia oficial de la mayoría de ramas cristianas, ahí se afirma una curiosa
anécdota respecto a la mujer y su estatus:

«Simón Pedro les dice: Que Mariam salga de entre nosotros, pues las hembras
no son dignas de la vida. Jesús dice: He aquí que le inspiraré a ella para que se
convierta en varón, para que ella misma se haga un espíritu viviente semejante
a vosotros varones. Pues cada hembra que se convierte en varón, entrará en el
Reino de los Cielos». (Evangelio de Santo Tomás, ¿60-200?)

Si interpretamos que solo las «mujeres convertidas en varón» pueden ir al cielo...


¿solo les quedaba el travestismo o ser transgénero para lograr el cielo? ¿Era Jesús
el primer defensor de los derechos LGTB, señor Dietzgen? Fuera de ironías, ante
toda esta cantidad de despropósitos nos deberíamos de preguntar, ¿habrá leído
esta gente la reconstrucción histórica que hizo August Bebel del cristianismo en
su famosísima obra «La mujer y el socialismo» (1879) antes de soltar tales
estupideces? Allí el ideólogo marxista, después de comparar al cristianismo con
el judaísmo o el hinduismo, concluyó:

«Los diez mandamientos del Antiguo Testamento se dirigen exclusivamente al


hombre. En el noveno, la mujer se nombra al mismo tiempo que la servidumbre
y los animales domésticos. Al hombre se le advierte que no debe codiciar la
mujer del prójimo, ni su siervo, ni su criada, ni su buey, ni su asno ni cosa alguna
de su prójimo. Por tanto, la mujer es un objeto, un trozo de propiedad, que el
hombre no debe codiciar cuando otro la posee. (...) Las manifestaciones ya
citadas de los santos y padres de la Iglesia, que podrían aumentarse fácilmente,
se pronuncian todas ellas en contra de la mujer y del matrimonio. El concilio de
Macon, que en el siglo VI discutió sobre si la mujer tenía alma o no y en el que
se decidió que sí por un voto de mayoría, se pronuncia también contra esa
concepción favorable a la mujer. La introducción del celibato de los religiosos
por parte de Gregorio VII, motivada para tener un poder sobre los religiosos
célibes, cuyos intereses de familia los alienarían del servicio eclesiástico, solo fue
posible gracias a las nociones subyacentes a la Iglesia acerca del carácter
pecaminoso del deseo carnal. (...) Lo que gradualmente mejoró la posición de la
mujer en el llamado mundo cristiano no fue el cristianismo, sino la cultura de
Occidente adquirida en la lucha contra la concepción cristiana». (August Bebel;
La mujer y el socialismo, 1879)

Los utópicos y revisionistas siempre han tratado de conciliar


comunismo y religión

Como se puede constatar, la función de estos seguidores de la LR es la misma que


realizaban los utópicos como Kriege, Weitling o Heinzen:

«Kriege está aquí por tanto predicando en el nombre del comunismo la vieja
fantasía de la religión y la filosofía alemana que es la directa antítesis del
comunismo. La fe, más específicamente la fe en el «espíritu santo de la
comunidad», es la última cosa que se requiere para lograr el comunismo» (Karl
Marx y Friedrich Engels; Circular contra Kriege, 1846)

Todo esto también recuerda a las declaraciones del líder de los senderistas, el
famoso «presidente Gonzalo», quien en 1988 declaraba, emulando a Togliatti o
Codovilla, que, pese a todo, la religión no era un obstáculo importante para que
las masas se acercasen a la revolución, para que tomasen conciencia:

«El pueblo tiene religiosidad, lo que jamás ha sido ni será óbice para que luche
por sus profundos intereses de clase sirviendo a la revolución». (Abimael
Guzmán; Entrevista al presidente Gonzalo, 1988)

No ha sido difícil ver pulular el catecismo de la teología de la liberación también


en España gracias a organizaciones de influencia maoísta-jesuita como la
Organización Revolucionaria de Trabajadores (ORT), y más recientemente con
otro rapero maoísta, afín al Partido Comunista de España (reconstituido):
«Hasél: Solo respeto a cristianos antivaticano que pintan a Cristo con un
kalasnikov en la mano. (…) Cuando Jesús hubiera estado antes con Lenin y
Stalin que con Pinochet». (Pablo Hasél; Exorcismo, 2011)

Parece que un Hasél con veintitrés años estaba de acuerdo con nuestro
«reconstitucionalista» Dietzgen. Si el «ateo católico» de Santiago Armesilla da
gracias al Apóstol Santiago, o si Fidel y Raúl Castro bregaban por un acercamiento
al Papado, por su parte los «ateos de la praxis» que anidan en la LR no tienen
problemas en santificar sus dogmas maoístas de la «lucha de dos líneas» con las
ideas del Apóstol Pablo de Tarso. Aunque parezca surrealista, estos
«superrevolucionarios» también se han dejado seducir por la ideología religiosa,
como les ocurrió a tantos iluminados a lo largo de la historia. Para perplejidad de
algunos y mofas de otros, los «reconstitucionalistas» abren sus revistas recitando
versos cristianos:

«Es necesario que entre vosotros haya bandos, para que se vea quién es de
probada virtud». (Biblia; I Corintios 11:19, escrita en el 54 d. C.)

Y, muy seguramente, para muchos de ellos, epítetos como el siguiente serán una
prueba inequívoca de que entre los primeros cristianos que luchaban contra la
hipocresía de los fariseos ya estaba contenida la «lucha antirevisionista»
−¡aleluya!−:

«Guardaos de los falsos profetas, que vienen a vosotros con vestidos de ovejas,
pero por dentro son lobos rapaces». (Biblia; Mateo 7:15-20, escrito entre el 80
y el 90 d. C.)

Pero no crean que esto es todo, pues lo visto aquí ni siquiera es una graciosa y
esporádica anécdota, sino que no resulta extraño ver esto entre las publicaciones
«reconstitucionalistas». Pareciera que algunos hubieran estudiado en el Opus Dei
y no pudieran escapar a la llamada del «Altísimo», aunque la explicación más
sencilla es que se han formado políticamente con los chascarrillos y fórmulas
simplonas del «Libro Rojo» de Mao Zedong.

Esta sección sobre cómo la LR evalúa el surgimiento y contenido del cristianismo


primitivo demuestra, por vigésima vez, que los «reconstitucionalistas», pese a sus
innumerables promesas, no han hecho ningún aporte significativo al estudio
histórico; más bien al contrario, se ha empeñado en recuperar los peores resabios
que se deberían de tener ya superados.

La «Revolución Espartaquista» y Rosa Luxemburgo

Otra prueba de lo estéril de sus «análisis» −lo ponemos entre comillas porque en
verdad no aportan nada nuevo ni tampoco clarifican nada de valor− también está
en sus últimas publicaciones, cuando, por ejemplo, pretenden realizar una
evaluación de la Revolución Espartaquista (1919) y la figura de Rosa
Luxemburgo. ¿Y cuál es el resultado, la lección?

«[El Partido Comunista de China] sobre los límites de la línea insurreccional de


la IC desarrolla creativamente la estrategia militar de la Guerra Popular y,
remontándose sobre los límites de la experiencia soviética en la construcción del
socialismo, lleva a la RPM a su más alta cumbre, la Gran Revolución Cultural
Proletaria». (Comité por la Reconstitución; Línea Proletaria, Nº5, 2020)

Entendido, nada nuevo bajo el sol. La solución es luxemburgismo pero sobre todo
más maoísmo. Pues muchas gracias, sinceramente, ¡no esperábamos tal oferta de
vuestra parte! Resulta curioso que los actuales oportunistas, que reconocen los
graves errores cometidos por Rosa Luxemburgo, ensalcen y rindan homenaje a
esta figura que, «casualmente», y junto a Lukács, Sartre y Althusser, fue una de
las más empleadas en los años 70 por los «marxistas heterodoxos» para poner en
tela de juicio las ideas del «leninismo» y el «stalinismo» −y, a diferencia de
muchos otros casos, sin necesidad de retorcer sus escritos−, justamente como
hacen los «marxianos» de hoy. ¿Existe una verdadera comprensión de las
peligrosas consecuencias que tuvo el luxemburguismo? Para nada. Otros tratan
de «revelar» que, pese a sus limitaciones, el luxemburguismo es superior al
bernsteinismo o el kautkismo −¡vaya novedad!−, pero no aportan ninguna razón
de peso que indique por qué deberíamos prestar más atención a una corriente
que, en muchos de sus planteamientos, es completamente ajena al marxismo-
leninismo.

¿Qué podemos concluir? Pues que, como en el caso de Recabarren en Chile,


Plejánov en Rusia o Pablo Iglesias Posse en España, es lícito y hasta necesario
evaluar y poner en su sitio a estos dirigentes que fueron de gran importancia para
el movimiento proletario en su momento. Pero entiéndase que, con el transcurrir
de los años y sucesivas experiencias, muchas de estas figuras «pierden su trono»,
pues han ido sucediéndose otras de mayor transcendencia, capaces de corregir
sus errores y cuyos aportes fueron de mayor utilidad y precisión. En suma,
aunque debemos reconocer los méritos de aquellos intelectuales que introdujeron
y difundieron el marxismo en sus respectivos países, ello no nos puede hacer
olvidar sus obvias limitaciones, ni mucho menos tratar de recuperarlas. Existe
una diferencia sustancial entre aquellos que erraron por falta de información y
experiencia y aquellos que, como Rosa Luxemburgo, fueron incapaces de
comprender correctamente la situación, aquellos que se ubicaron por debajo de
la vanguardia ideológica que les era coetánea, combatiéndola, además, a plena
conciencia, como, de nuevo, es el caso de Rosa Luxemburgo en su disputa contra
Lenin. Obviamente, y pese a la canonización posterior por su muerte traumática,
Rosa Luxemburgo no estuvo a la altura de lo que exigía la situación, por mucho
que hubiera rectificado en varias de sus posiciones oportunistas poco antes de
morir. La cuestión aquí es, ¿por qué tomar, entonces, en pleno siglo XXI, como
referencia a una figura con una línea tan zigzagueante como Luxemburgo? Esto
es una pregunta retórica, evidentemente. Pues para el revisionismo, ya se sabe:
«A falta de pan, buenas son tortas». Véase la obra: «La lucha de Lenin y los
bolcheviques contra las limitaciones de Rosa Luxemburgo» (2016).

En líneas generales la LR es el maoísmo de toda la vida, pero dándoselas de


«librepensadores» y «críticos» con pretensiones ridículas que muestran que lo
suyo, más que una reevaluación crítica, es una filosofía del eclecticismo:

«En cuanto al basamento ideológico, hemos llegado a la conclusión de que


fundamentarlo exclusivamente en el estudio de las fuentes clásicas del
marxismo-leninismo, agregándole un balance de la experiencia histórica de
construcción del socialismo −entendiendo balance casi exclusivamente como
depuración de errores tácticos e, incluso, estratégicos, pero sobre todo de
errores de orden político−, resultará del todo insuficiente desde la perspectiva
de la asunción de la ideología del proletariado como punto de partida de todo
proyecto revolucionario. (...) Nos ha conducido a adoptar una posición crítica
respecto de lo que denominamos Ciclo de Octubre, en lo que se refiere a muchas
de sus construcciones teóricas factuales −y también a bastantes de sus
construcciones políticas−, desde el punto de vista de su validez universal y
actual». (Partido Comunista Revolucionario (Estado Español); La Forja; Nº31,
2005)

Esto es normal, dado que no conocemos ninguna escuela revisionista que no


tienda puentes con otras; este pragmatismo compensatorio que nace de la
impotencia y falta de vitalidad de su doctrina. Los «reconstitucionalistas»
reconocen obviedades como que «no todo lo que ha pasado tradicionalmente por
marxismo o por leninismo era realmente marxismo». En efecto, el maoísmo es la
viva prueba de ello. Pero, aunque en la práctica han demostrado ser incapaces de
detectar cuáles son esos «graníticos cimientos incólumes e inamovibles» del
marxismo que han resistido la prueba del tiempo −puesto que entonces habrían
decidido desmaoizarse−; ahora, extrañamente, pretenden también adentrarse a
coquetear con lo que no es «el estudio de las fuentes clásicas del marxismo-
leninismo». O expresado de forma llana: es como si alguien frustrado que todavía
no ha aprendido a nadar, quiere intentar jugar al waterpolo. ¡Maravillosamente
peligroso!

No queremos que se nos malinterprete, recomendamos el estudio de primera


mano de todas las corrientes hostiles al marxismo, esa es la mejor forma de
conocer al enemigo, pero hay prioridades y un orden de estudio, «jerarquías» esa
palabra que a algunos les causa repelús. Para las personas que han demostrado
estar perdidas y no han sabido dar una solución racional a sus temas fetiches,
sinceramente no les recomendamos saltar a tratar de abordar otro, sino repasar
porqué han fracasado en ese campo, salvo que con suma humildad se reconozcan
incapaces, ¡en cuyo caso le liberaremos de tal pesada carga! En este caso concreto,
si los «reconstitucionalistas» no saben explicar las estrepitosas actitudes del
maoísmo o el senderismo sin llegar a crear relatos de fantasía, pretender
presentarse como «autocríticos» y «superadores del marxismo-leninismo» es
una broma de mal gusto.

Ejemplo de esto es el Papa de la «Iglesia Reconstituida», el Señor Dietzgen −cuyo


homónimo del siglo XIX debe de estar revolviéndose en su tumba por el hecho de
que este hombre haya elegido arrastrar por el fango su nombre al haber elegido
tal pseudónimo−. Este nuevo profeta anuncia la nueva ideología de salvación ya
que: «El comunismo lleva décadas en crisis y es evidente que las viejas certezas
−ir de tras del sindicato y de todo movimiento espontáneo, «darse a conocer en
las elecciones−» y demás que «han caducado hace mucho». Por lo que «el
marxismo-leninismo, tal y como ha llegado a nuestros días, no es operativo». Este
esperpento freak se define a sí mismo en su cuenta de Twitter como «babuvista
del siglo XXI» (sic). Es decir, considera «obsoleto» el marxismo-leninismo, pero
este encantador estafador se retrotrae a Babeuf, jefe de «La conspiración de los
Iguales» del siglo XVII. ¿¡Y puede haber algo más desactualizado para el
revolucionario de hoy que esta figura!? Marx llamaba a los babuvistas
«materialistas groseros, incultos», este término bien se le podría aplicar a la
mayoría de «reconstitucionalistas».

Recibiendo nuevas influencias extrañas de todo tipo, no era difícil intuir como
acabaría este nuevo acto de la «tragicomedia reconstitucionalista». He aquí en el
nuevo siglo a estos nuevos sartreanos; que se dicen marxistas, pero no marxistas,
maoístas, pero no maoístas, con posturas existencialistas, pero no mucho,
bebiendo del trotskismo de Nin, pero siempre con moderación, fans de Lukács,
pero con algo de disimulo. Eso sí, donde no esconden sus extraños gustos es en
cuanto a su fascinación bakuninista por el lumpen y el terrorismo −y sus
expresiones culturales como el trap−; esa fascinación por el tercermundismo y las
vanguardias del arte del siglo XX −al igual que los maoístas de «Mayo del 68»−.
¿A qué nos recuerda toda esta verborrea?

«En Rusia, Trotski, que rechaza también esa idea, se pronuncia igualmente en
pro de la unión con el grupo oportunista. (...) «Radicalismo pasivo», y que se
reduce a suplantar el marxismo revolucionario por el eclecticismo en la teoría y
por el servilismo o la impotencia ante el oportunismo en la práctica». (Vladimir
Ilich Uliánov, Lenin; Sobre la obra «El socialismo y la guerra», 1915)

En este sentido ha quedado claro que los «reconstitucionalistas» también han


sido grandes «radicales pasivos».

¿Abolición de la familia? ¿Nunca ha existido patriarcado?


«El capital hereda esta forma de organización de la historia, sólo tiene que
conservarla, y, a ser posible, en su forma monogámica clásica, en su forma
patriarcal, manteniendo el dominio del varón en la familia como medio para
continuar teniendo a la mujer sometida a las improductivas labores
doméstica». (Partido Comunista Revolucionario (Estado Español); La Forja;
Nº5, 1995)

Aquí se da por hecho algo que este tipo de organizaciones repiten como un
mantra, que el capitalismo contemporáneo necesita a nivel mundial de un Estado
«patriarcal», «homófobo» y/o «racista» para sobrevivir, lo cual es una tontería
que se refuta echando una ojeada a la realidad actual donde se han ido derribando
las leyes y fuentes económico-sociales que daban luz a esto en muchos países.
Jamás ha habido un sistema económico a nivel global menos «patriarcal, racista
y homófobo» que el actual que promueve el feminismo del 8M, el Black Live
Matter o el Día del Orgullo LGTB; asimismo, deberemos decir una obviedad para
los quisquillosos de siempre: todo esto no significa que no haya grupos políticos
que apoyen una vuelta a los «viejos tiempos, las antiguas legislaciones y la moral
pérdida», o países donde estos rasgos ultrarreaccionarios se mantengan y
dominen los hilos sociales e incluso se reflejen en las leyes y discursos de sus
gobiernos. Véase el capítulo: «La «izquierda» retrógrada y la «izquierda»
posmoderna frente al colectivo LGTB» (2020).

Estos colectivos referidos arriba cada vez tienen más representantes dentro de las
altas esferas del sistema capitalista, este «progresismo» en comparación al
pasado no ha impedido que los capitalistas sigan embolsándose millones de
beneficios ni que hayan desaparecido todas las calamidades que acompañan al
capitalismo. Todo esto lo que demuestra es que, en el análisis, para producir un
razonamiento general, no debemos absolutizar la problemática particular de un
país concreto −donde indudablemente esa causa debería ser una reivindicación
real y no una ficción como muchas veces nos acostumbran los «grupos de
izquierda»−, sino entender cuál es la médula espinal que sostiene al sistema aquí
y en el país vecino: la propiedad privada sobre los medios de producción y las
leyes fundamentales que rodean la producción capitalista. Véase el capítulo:
«¿Vivimos en un patriarcado?» (2021).

El capitalismo, dependiendo de sus necesidades, claro que puede atenuar o


agudizar los prejuicios nacionales, el racismo, la homofobia o las dinámicas
sociales machistas, pero precisamente ha mostrado una vitalidad más que
suficiente para certificar que no necesita valerse tan frecuentemente de todos
estos factores −o al menos no de todos ellos actuando en pleno funcionamiento−
para poder «subsistir». Si el capitalismo aún cuenta con gran salud y una larga
vida por delante es por la poca vitalidad y energía que tienen las organizaciones
revolucionarias que, teóricamente, son las que buscan derrocarle, el resto es
invertir el orden de importancia de las cosas.
El espectáculo no se detiene aquí. Analizando la cuestión del patriarcado, uno de
los voceros del «reconstitucionalismo» proclamaba hace poco que este no había
existido, que:

«@_Dietzgen: Lo que existe es la familia, institución que históricamente ha


recluido a las mujeres en el esclavizante hogar. Nada de «sistema de opresión»
patriarcal». (Comunista; Twitter, 16 de junio de 2020)

He aquí un ejemplo de cómo entiende el neomaoísmo a su manera las vicisitudes


histórico-culturales. Dentro de una sociedad patriarcal, como las que todavía
existen alrededor del mundo, ¿acaso no sufre una mujer que vive soltera una
opresión en varias de las esferas sociales en las que se desenvuelve? Pareciera que
según esta gente no fuese así. ¿Se han dado cuenta? Según este erudito, el señor
Friedrich Engels se equivocaba, no ha existido nunca un «sistema patriarcal» de
opresión, sino que de nuevo cual vulgar anarcoide, nos afirma que todo se reduce
a los moldes opresores de la «familia monogámica» como institución; esta habría
sido la culpable fundamental de la «opresión» social, como si ella −como ente
económico-social− no fuese en todo momento un receptor de las relaciones
sociales y la jurisprudencia vigente −estando estas a su vez en total consonancia
con la base económica de cada etapa−. Una vez más, cómo no, los
«reconstitucionalistas» invirtiendo la relación causa-efecto ¿O acaso cuando las
familias eran matriarcales no se debía esto a que detrás había una sociedad,
tradición y presión social que la delineaba bajo tales normas? ¿U opinan estos
señores que este fenómeno era algo formado sin razón de ser? Como se puede
comprobar, los argumentos de esta gente son bastante endebles.

«¿Acaso los marxistas han pretendido la «abolición de la familia» sin más?


Hablar de la familia como tal, sin sello de clase ni contexto histórico, es una
abstracción metafísica vulgar. Los padres del marxismo dejaron claro que el
origen de la familia patriarcal está ligada a la aparición de la propiedad
privada sobre los medios de producción en la historia. Marx y Engels se
esforzaron por descubrir y explicar las diferencias entre la familia burguesa y
la familia proletaria dentro de la sociedad capitalista, donde el matrimonio
monógamo entre proletarios toma un cariz diferente por su propia posición
socio-económica, ni qué decir de estas diferencias una vez el sistema patriarcal
se va derrumbando, algo que ya se anuncia en «El manifiesto comunista»
(1848). (…) Por lo tanto, el revolucionario del periodo de transición entre el
capitalismo y el comunismo no busca «destruir la familia» en sí, sino la familia
burguesa y todo lo negativo que ha derivado históricamente de ella −y que si a
estas alturas estos señores no comprenden pueden empezar por leer obras de
Marx y Engels como «Principios del comunismo» (1847) o «La mujer y
socialismo (1879) de Bebel−, el cambio en la base económica acabará alterando
también el desempeño de la familia proletaria respecto al antiguo ambiente y
limitaciones en el cual se desarrollaba en el capitalismo, como se encargó de
explicar Kollontai en su obra «El comunismo y la familia» (1920). Solo un
anarquista, un existencialista, un luxemburguista, un maoísta hablaría de
«destruir la familia» sin más o creería que ella ha residido la principal fuente
de la desigualdad social; bueno, quizás el libertino de Roberto también se
atrevería a justificar algo así para quitarle peso a su promiscuidad, pero desde
luego un marxista jamás haría tal aseveración, ya que sabe de sobra a que se
referían Marx y Engels en cuanto a la abolición de la familia burguesa».
(Equipo de Bitácora (M-L); Antología sobre Reconstrucción Comunista y su
podredumbre oportunista, 2020)
V
Cómo «La Forja» y «Línea Proletaria» trataron de
recuperar figuras e ideas de dudoso valor

Todo lo visto hasta aquí no se podría comprender sin conocer cuáles han sido los
referentes de la «Línea de Reconstitución» (LR), pero antes de continuar
destrozando el halo de «coherencia» y «pureza» ideológica de la LR, lo justo sería
dar unas pinceladas sobre cómo concebimos nosotros −a grandes rasgos− la
relación entre las ideas y el movimiento, entre historia y presente:

«Nosotros no pensamos que el movimiento marxista-leninista haya sido


derrotado porque sus teorías se hayan demostrado falsas, sino todo lo
contrario. El proletariado demostró tener capacidad para tomar el poder bajo
sus partidos, para edificar el socialismo −el fin de las clases explotadoras−,
como primera fase del comunismo −la sociedad sin clases−. Estos regímenes
tuvieron el mérito de competir e incluso superar a los países capitalistas en
muchos campos de importancia. No hay que tener complejos porque los hitos
están ahí, tampoco vergüenza porque encontremos fallos, incluso graves, en
todo caso sonrojo debe sentir quien solo vea acierto y no fallos, dado que es el
más imbécil de los fanáticos. El caso es que la historia ha mostrado más que de
sobra que cuando las fuerzas emancipadoras han realizado un análisis apegado
a la esencia científica, han realizado grandes hazañas que han reconocido hasta
sus acérrimos enemigos, pero en el momento en que se han apartado de los
principios de su doctrina, rápidamente sus momentos de gloria pasaron de
largo.

Hablamos de esta manera no porque seamos derrotistas, sino precisamente


porque somos realistas y contamos con un optimismo revolucionario para
revertir la situación. Lo primero que hay que hacer es reconocer que hoy el
movimiento marxista-leninista ha sido derrotado en las cuatro esquinas del
globo. Eso es lo primero que hay que decir bien alto y sin miedo. ¿Qué significa
esto exactamente? Lo que hoy existe y se autodenomina como tal en su mayoría
es un chiste. Por supuesto, el comunismo, marxismo o como se quiera llamar, ha
tenido tal transcendencia que hoy se sigue utilizando como pretexto para
debates políticos, en las tertulias periodísticas y estudios académicos. Pero este
«marxismo», del que tanto hablan los políticos y periodistas conservadores
para calumniarlo, no existe, al menos no con una influencia y representación de
peso. El único «marxismo» que tiene relevancia para su fortuna es aquel
totalmente adulterado, ese con el que trafican otros de «izquierda» para
dárselas de «transgresores» y «antisistema». Unos lo utilizan como estandarte
intelectual para aparentar «compromiso social» o «superioridad moral»,
mientras también los hay que el único interés real en la política reside en poder
utilizarlo como vehículo para socializar o aparearse. Ese «marxismo» no asusta
al enemigo de clase como el de antaño, en privado a las élites les produce más
risa que otra cosa. España no es una excepción en esto. Existen varios partidos
que se reclaman «marxistas», pero ninguno cumple con los axiomas más
básicos que se le presuponen, sus líderes no conocen su historia, y mucho menos
han sabido extraer lecciones de ella». (Equipo de Bitácora (M-L); Fundamentos
y propósitos, 2022)

Respecto a estos sujetos «marxistas» −que por desgracia son los que más
abundan, pero no los únicos−, a veces nos hallamos en la misma situación que
tuvo que enfrentar Karl Marx respecto a algunos socialistas franceses que
descaradamente estaban alterando su pensamiento:

«Ahora bien, lo que se conoce como «marxismo» en Francia, de hecho, es un


producto completamente peculiar, tanto es así que Marx dijo una vez a
Lafargue: «Si algo es cierto es que yo mismo no soy marxista». (Friedrich
Engels; Carta a Eduard Bernstein, 2 de noviembre de 1882)

Con la diferencia de que si Marx se refería a la crisis del Partido Socialista Frances
(PSF) y sobre todo a la escisión mayoritaria de los reformistas-chovinistas como
Malon y Brousse, ¡nosotros sin embargo estamos rodeados de estos mismos
elementos, pero sin una organización partidaria! Nótese qué camino tan largo nos
queda por recorrer.

¿De dónde provienen las esperpénticas propuestas ideológicas de la


LR?

«La Forja procura informar acerca de las expresiones más avanzadas y


aparentemente más cercanas al marxismo-leninismo». (Partido Comunista
Revolucionario (Estado Español); La Forja; Nº19, 1999)

Lejos de lo que prometían estos caballeros, su actividad dicta todo lo contrario:


pretendían arengar a los más despistados a que se sumasen para imitar bajo la
«Línea de Reconstitución» (LR) a las peores caricaturas del marxismo que jamás
han existido. Sabedores de que no había muchas voces discordantes para
contestarlos debidamente, durante los años 90 tanto la LR como el Partido
Comunista de España (Reconstituido) y muchos más creyeron que había que
aprovechar el momento de dispersión y confusión entre las filas marxista-
leninistas para enterrarlo definitivamente.

A veces en nombre del «marxismo-leninismo» y otras asegurando haberlo


«superado» bajo el «marxismo-leninismo-maoísmo» −o vaya a saber uno qué
etiqueta rocambolesca−, una de sus principales bazas pasaba ahora por confundir
intencionadamente la crisis del movimiento marxista-leninista con la del
revisionismo, achacarle tanto errores propios como ajenos para maniatar
psicológicamente a sus seguidores. Con esta maniobra se asegurarían de que al
menos en un largo tiempo nada parecido nada se volviese a levantar, y hasta que
eso sucediese, ellos abordarían a los desmoralizados exmilitantes que por
entonces vagaban como almas en pena, a ver si con fortuna, «a falta de algo
mejor» caían en sus redes como fruta madura. Es decir, como los viejos partidos
marxista-leninistas de los 80 se habían debilitado en casi todas las partes del
globo, como no tenía una representación visible salvo tristes sucedáneos, se
vieron fuertes para concluir y dar por hecho que en lo fundamental muchas de las
teorías de sus representantes y precedentes habían sido falsas y que, por tanto, lo
que dijesen en el futuro sus sucesores poco importaba sino se arrodillaban ante
ellos y sus «verdades».

A falta de un estudio riguroso −o por mero oportunismo− no se tuvo en cuenta


que las más de las veces el verdadero problema de los movimientos
revolucionarios de otras épocas no fue de tipo analístico −de proclamar unas
conclusiones falsas− ni tampoco es que nos faltase un «factor misterioso» aún no
hallado para comprender sus fallas: en la mayoría de casos se enunciaba
teóricamente algo que partía de lo correcto pero que luego en la práctica jamás se
ejecutaba −o al menos no con la debida escrupulosidad−. De ahí la mítica frase
que los dirigentes soviéticos repetían constantemente: «¡No basta con tener una
línea correcta!». Por supuesto, esto no excluye que en menor medida −como
hemos abordado otras veces− estos colectivos también pecasen de analizar el
estado de las cosas de forma totalmente desastrosa, emitiendo teorías totalmente
triunfalistas o descabelladas, las cuales acabarían teniendo gravísimas
consecuencias en el devenir del proyecto. Y cómo ya dijimos, refiriéndonos a los
años 70, no tenemos problema en reconocer que todos estos estrepitosos errores
de las fuerzas revolucionarias −PCE (m-l)− reforzaban a su vez a las direcciones
revisionistas a ojos de sus militantes −PCE−, dándoles oxígeno, lo cual no puede
ser ningún secreto, sino una cuestión de pura lógica. Véase el capítulo: «El
dogmatismo metafísico no concibe la posibilidad de que la burguesía transite del
fascismo a la democracia burguesa» (2020).

Pero vayamos a lo verdaderamente importante, ¿qué ha hecho la «Línea de


Reconstitución» (LR) desde entonces para paliar los verdaderos traspiés teóricos
o prácticos del marxismo-leninismo? Como ya se ha adelantado, desde que los
faros de referencia se fueron apagando, esta catástrofe fue el momento propicio
para que la LR hiciese lo que acostumbra todo oportunismo: tocar arrebato y,
aprovechando las flaquezas del enemigo, intentar ir a la ofensiva tratando de
convencer al mundo de la «caducidad de las cosas dadas por válidas por el
marxismo-leninismo». ¿Cómo? En realidad, intentando que para «superar el
impase» se abrazasen las inútiles ideas del premarxismo o trayendo las ideas
coetáneas al marxismo que trataron de revisarlo, con resultados igualmente
dramáticos. Esto no siempre fue algo consciente, sino inconsciente, algo normal
si tenemos en cuenta que al beber de ese pérfido manantial de agua estancada
que ha sido siempre el «Pensamiento Mao Zedong», que lo mismo bebía de una
ciénaga que de otra para calmar su sed, resulta complicado conocer el origen de
las desviaciones. Por citar unos cuantos ejemplos: como paradigma de las teorías
premarxistas del maoísmo tenemos la idea que el campo debía de ser «la base de
la economía» −romanticismo− o su espontaneísmo contenido en la «línea de
masas» que negaba la dirección del partido −anarcosindicalismo−. Como
ejemplo de lo segundo −aunque también con cierto resabio utópico− podríamos
citar su concepto de «lucha de dos líneas» que consideraba la existencia y lucha
formal con los oportunistas como un fenómeno normalizado −kautskismo−, la
«nueva democracia» y la idea de que es posible el «tránsito pacífico» con la
«burguesía nacional» o la idea tercermundista de que las «contradicción
principal» de nuestro tiempo reside «entre los países imperialistas y los países
oprimidos» −titoísmo−. Podríamos tirarnos horas recitando todos estos
improperios. Véase la obra: «Comparativas entre el marxismo-leninismo y el
revisionismo chino sobre cuestiones fundamentales» (2016).

En mayor o menor medida la LR ha justificado estas teorías apelando a la


«especificidad» de China mientras otras veces las ha convertido en «lecciones
universales», siendo automáticamente integradas en su corpus ideológico. En
todo caso, hay que tener en cuenta que dentro de su modelo de partido de «dos
líneas» −¡anticipado y bendecido por el Apóstol Pablo de Tarso!− ha sido posible
la convivencia de expresiones políticas variopintas en la agenda de
«reconstitución». El guevarismo, el luxemburgismo, el mariateguismo o el
bobavakianismo han tenido presencia en la LR siempre que, claro está,
respetasen a la figura central y los capos de turno que dirigían dicha estructura.
La misma historia de siempre.

La recuperación del Che y la cuestión de Cuba

En torno a la cuestión Che Guevara, la «Línea de Reconstitución» (LR) retrocedió


dos peldaños y proclamó su seguidismo a este mito del revisionismo. Resultó que
para mediados de los años 90 la flamante LR se dedicaba a reproducir la misma
propaganda que el Partido Comunista de los Pueblos de España (PCPE),
casualmente el grupo del cual procedían la mayoría de sus miembros:

«Sólo el camino hacia la emancipación y el socialismo, es capaz de hacer


hombres y mujeres revolucionarios como el Che. ¡Siempre contigo,
comandante!». (Partido Comunista Revolucionario (Estado Español); La
Forja; Nº4, 1995)

Nos parece que estos señores estaban un poco «desactualizados», se quedaron


estancados en los mitos románticos de los años 60, algo muy extraño ya que hasta
los maoístas de aquella época criticaron duramente al guevarismo por sus
concesiones al jruschovismo o el trotskismo. Aquí la LR estaba todavía más a la
derecha que sus competidores. Véase el capítulo: «¿Por qué no puede
considerarse al «Che» Guevara como marxista-leninista?» (2017).

Leyendo las primeras ediciones de la LR también observaremos cómo en sus


primeros artículos mostraban una solidaridad y apoyo a los postulados del
Partido del Trabajo de Bélgica (PTB). ¿No era este otro indicio que su «ruptura
con el revisionismo» era una completa estafa? Para quien no lo sepa, el PTB se
colocó al lado de China durante la polémica sino-albanesa de 1978, su líder, Ludo
Martens, igual. Véase el capítulo: «Ludo Martens y su apología de China y otros
regímenes revisionistas-capitalistas» (2015).

De hecho, para evaluar la postura política que debía adoptarse sobre Cuba la LR
proponía un popurrí de artículos de diversas corrientes para que el lector sacase
sus propias conclusiones −¡una gran labor iluminadora esta, típica de un grupo
de «vanguardia», no cabe duda!−:

«Por el momento nos limitamos a publicar dos puntos de vista al respecto: uno,
de apoyo al actual proceso político cubano, es una entrevista a un miembro del
Partido del Trabajo de Bélgica que ha publicado un libro al respecto titulado:
«La apuesta de Fidel, ¿Cuba entre socialismo y capitalismo?»; el otro, se
compone de sendos análisis críticos sobre la nueva constitución de Cuba y el Vº
Congreso del PCC, realizado por J. C., un internacionalista próximo al
pensamiento de Ernesto «Che» Guevara». (Partido Comunista Revolucionario
(Estado Español); La Forja; Nº17, 1998)

Por favor, ¡qué falta de clarividencia! Esto es sumamente gracioso, porque los
«reconstitucionalistas» siempre han acusado de positivismo a sus enemigos, pero
a su vez demuestran ser los más positivistas en cuanto se les presenta la ocasión.
Este texto era literalmente una aproximación burguesa a la historia, el famoso
«objetivismo burgués» contra el cual Lenin luchó siempre. Era reproducir el
eslogan liberal del maoísmo que reza: «¡Que se abran cien flores y compitan cien
escuelas de pensamiento!». Unos pocos años después, como ahora
comprobaremos, la «historiografía» de la LR viró hacia un embelesamiento y
respeto hacia las fuentes clásicas del antimarxismo, llevándola a concluir lo
mismo que todos los historiadores trotskistas y anarquistas.

Los «reconstitucionalistas», al igual que tantas otras expresiones retardatarias,


siempre han dicho ser la «vanguardia teórica», pero no tienen cuadros de verdad
para cubrir sus exigencias ideológicas. A la hora de la verdad han perdido el
tiempo día y noche estando de parloteo en cafeterías o redes sociales en torno a
innumerables bobadas que nada aportan; razón por la cual en sus «órganos
oficiales» siempre han terminado disculpándose con sus lectores por estar
«atareados» y «no contar con tiempo suficiente» como para realizar un estudio
serio sobre los temas de importancia:
«El PCR no ha iniciado aún un análisis sistemático de la realidad cubana ni de
su historia, pues estima que esto debe hacerse en base al balance del movimiento
revolucionario anterior». (Partido Comunista Revolucionario (Estado
Español); La Forja; Nº17, 1998)

¿A quién estamos leyendo aquí, a unos maoístas o a los seguidores agnósticos de


Comte o Kant? ¿No podemos saber «el origen» o «la cosa en sí»? ¿No existían
suficientes datos como para lanzar un análisis pormenorizado sobre el
revisionismo cubano, en serio? ¿Los pueblos debían esperar cruzados de brazos
para posicionarse hasta que un buen día estos iluminados nos dieran su análisis
sobre Cuba el «Ciclo de Octubre»? ¡Cuánta charlatanería! Hoy los hijos de la LR
no tienen nada que decir sobre este eclecticismo castro-guevarista, en cambio
rinden homenaje a su figura paterna excusándose con que esto fue un gran acto
de «prudencia analística» (sic):

«@akira_rec: Especial mención el llevarse las manos a la cabeza con que el


PCRee de 1998, en ese momento de impasse para el MCI, empiece a realizar el
balance pendiente sobre Cuba. Negarse al aventurerismo analítico es...
¡incoherencia revolucionaria!». (Akira; Twitter, 7 de mayo de 2021)

¿Alguien puede creer que estos tipos no se pronunciaron sobre Cuba porque su
objetivo era el «aventurerismo analítico»? ¡Ni de broma! Si así fuese no hubieran
promocionado los artículos de autores castristas y guevaristas sobre Cuba. Pero
volvamos a su excusa principal: ¡no querían deslizarse por el «aventurerismo
analítico»! ¡De Risa! ¿Pero no fue el PCR quien en 2006 anunció en España un
proceso de «fascitización» que nunca se materializó? ¿No son quienes en 1995
declaraban primero con «La Forja» y después a través del MAI en 2007 que la
«GPP en Perú continuaba su curso»? ¡Sí! ¿No son los mismos que en 2016 se
jactaron del «gran hito» que fue para la «reconstitución» que sus múltiples sectas
hubieran sacado unos cuantos comunicados y que de vez en cuando se junten
para la edición de una revista de tirada casual? ¡También! ¿No fueron los mismos
que hace poco colocaron una bandera roja a las afueras de la sede de un banco
anotándose eso como poco menos que un «punto» muy «transgresor» porque
ponía «¡Viva la Revolución Mundial!»? En efecto, además son los mismos que el
1 de mayo de 2021 subieron a redes sociales una foto de un panfleto donde el
«Camarada Luca» anunciaban triunfante −escribiendo en impersonal− que «con
motivo de la farsa electoral madrileña, esta semana han aparecido miles de
octavillas como esta por los barrios obreros de la capital». ¿Se puede ser más
patético con este triste espectáculo de marketing? ¿Todavía queda alguien que se
tome en serio la «prudencia» de estos revolucionarios de pacotilla?

Pongamos punto y final a la farsa sobre su posición sobre la postura histórica de


la LR sobre Cuba. En un artículo titulado: «Cuba acosada por el imperialismo
yankee», repetía la máxima de todos los grupos procubanos de España, «¡España
no puede dar lecciones a nadie!» y continuaba con:

«Nuestra solidaridad antiimperialista apoya al proletariado y la revolución


cubana: con su ejemplo de lucha es una luz de dignidad del ser humano, pero,
sobre todo, de la auténtica libertad de cada pueblo de ser libre para decidir su
propio destino, de inquebrantable firmeza de la clase obrera por una sociedad
superior que conduce hacia el Comunismo, sin pasos atrás o dobleces. Es la
única alternativa en el mundo comunista: o socialismo o esclavitud». (Partido
Comunista Revolucionario (Estado Español); La Forja; Nº3, 1994)

¡He aquí la «vanguardia» con un comunicado que bien podría haber firmado en
su día Enrique Líster, Raúl Marco o Ignacio Gallego! Denominar en los años 90
al régimen castrista como «antiimperialista» justo en momentos en que las
empresas del imperialismo español penetraban la isla, resulta de una
mezquindad sin parangón. ¿Qué «balance» harán de esto que le mostramos?
Véase la obra: «Reflexiones sobre el VIIº Congreso del Partido «Comunista» de
Cuba y su línea económica» (2016).

Aun con todo, pese a que la LR todavía no ha hecho autocrítica oficial e íntegra
de sus posturas oportunistas sobre Cuba, Nepal, Kurdistán o Perú, todavía sus
seguidores tienen el valor de darse el lujo de hablar con desdén del resto de
individuos y colectivos todavía abducidos por el castrismo:

«@Toussaint1917: Ironías aparte, que sigan sus fanboys revisionistas, desde los
dos PCPE hasta el PCOE pasando por IC, defendiendo a la burguesía
burocrática cubana, que otros trabajarán/trabajaremos por denunciar la farsa
del revisionismo cubano y por reconstituir el movimiento comunista».
(Toussaint Louverture; Twitter, 16 de julio de 2018)

La influencia peruana: Mariátegui y Gonzalo

En otra publicación plagada de fechas y formalidades extraídas de los artículos


senderistas, los «reconstitucionalistas», cómo no, rendían pleitesía a Mariátegui:

«El Partido Comunista del Perú define tres etapas en el desarrollo del Partido
(5). La primera fue la de la constitución del Partido en 1928, bajo la dirección de
J. C. Mariátegui, cuando se sientan las bases ideológicas, orgánicas y
programáticas. (...) ¡Su ideología era el Marxismo-Leninismo, asumiendo el
leninismo como etapa superior y actual del marxismo!». (Partido Comunista
Revolucionario (Estado Español); La Forja; Nº5, 1995)

Más recientemente comentaban:


«Mariátegui, seguramente el único marxista de cierta importancia que habló en
alguna ocasión de feminismo proletario». (Comité por la Reconstitución; Línea
Proletaria, Nº5, 2020)

En efecto, Mariátegui hablaba de «feminismo proletario», confundiendo


feminismo y marxismo, porque él tampoco sabía muy bien distinguir marxismo
de populismo, marxismo de nacionalismo, marxismo de etnicismo. ¿Cuál era
para el autor peruano la fuente de la revitalización del marxismo? Atentos, porque
no tiene desperdicio:

«Georges Sorel, tan influyente en la formación espiritual de Lenin, ilustró el


movimiento revolucionario socialista −con un talento que Henri de Man
seguramente ignora, aunque en su volumen omita toda cita del autor de
Reflexiones sobre la violencia− a la luz de la filosofía bergsoniana, continuando
a Marx». (...) Vitalismo, activismo, pragmatismo, relativismo, ninguna de estas
corrientes filosóficas, en lo que podían aportar a la Revolución, han quedado al
margen del movimiento intelectual marxista». (José Carlos Mariátegui; En
defensa del marxismo, 1928)

Mariátegui ignoraba u ocultaba que Sorel, ideólogo precursor del movimiento


fascista, fue calificado por Lenin como un charlatán:

«Se equivoca usted, señor Poincaré: sus obras prueban que hay personas que
no pueden pensar más que contrasentidos. Una de ellas es George Sorel,
confusionista bien conocido». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Materialismo y
empiriocriticismo, 1909)

Pero para el señor Mariátegui fueron Sorel y el resto de escuelas idealistas


irracionales ¡quienes revitalizaron el marxismo y al propio Lenin! Pero a los
revisionistas, ya se sabe, en palabras de su ídolo Mao: ¡qué importan que este o
aquel sean desviacionistas o no, si en definitiva son famosos y queridos por las
masas!

«PRESIDENTE GONZALO: En síntesis, Mariátegui era marxista-leninista; más


aún, en él, en Mariátegui, en el fundador del Partido, encontramos tesis
similares a las que el Presidente Mao ha establecido a nivel universal. En
consecuencia, para mí concretamente, Mariátegui sería hoy marxista-leninista-
maoísta; y esto no es especulación, es simplemente producto de la compresión
de la vida y obra de José Carlos Mariátegui». (Abimael Guzmán; Entrevista al
Presidente Gonzalo, 1988)

¡Por una vez estaremos de acuerdo con este excéntrico individuo! No nos
extenderemos en esta cuestión puesto que ya disponemos de un documento
analizando las teorías heterodoxas de Mariátegui donde se demuestra que sólo se
acercó al marxismo en algunos puntos y por conveniencia del momento, mientras
que en otros puntos era altamente ecléctico, antimarxista. Véase la obra:
«Mariátegui, ídolo del «marxismo heterodoxo» (2021).

Volvamos a lo que fue el Partido Comunista Revolucionario (PCR), del cual


hablan hoy con la misma admiración como un hijo habla de su padre. Allí
declaraban como en Perú ya habían descubierto que el maoísmo era la «etapa
superior del marxismo-leninismo»:

«Haciendo balance de todo el proceso de reconstitución, es importante resaltar


las enseñanzas obtenidas. El Presidente Gonzalo las expone sucintamente en la
entrevista [1988] (...) El Partido Comunista del Perú asumió como tercera y
superior etapa del Marxismo-Leninismo el Maoísmo. (...) Del Primer Congreso
del PCP, celebrado en 1988, se extraen, resumidas, las consideraciones
principales sobre el Maoísmo como esa tercera y superior etapa del Marxismo-
Leninismo (16). Primero, resaltan su universalidad. (...) En cuanto a la filosofía
marxista, desarrolla el aspecto central de la dialéctica, la ley de la
contradicción, «llevándola a las masas y aplicándola magistralmente política».
(Partido Comunista Revolucionario (Estado Español); La Forja; Nº5, 1995)

¡Claro! ¡Sabemos a dónde condujo el desarrollo de la «dialéctica» y el gran


manejo de las «contradicciones» del Presidente Gonzalo»! ¡A pactar con
Fujimori! Aun habiendo presenciado de primera mano la debacle del senderismo,
actuando como los niños que se tapan los ojos para que desaparezca la horrible
realidad que tienen delante, estos ilusos «reconstitucionalistas» declaraban que
el movimiento senderista continuaba con su «guerra popular» (sic):

«La prensa «libre» obedece los dictados del imperialismo callando el desarrollo
de la revolución en el país para evitar su propaganda y ejemplo. Y sin embargo
la guerra popular está lejos de terminar. La lucha armada está extendida por
todo el país y las zonas liberadas en las que se ha asentado el nuevo poder
representan según diversas fuentes entre el 20 y el 4%o del territorio peruano.
Además, esta revolución, a diferencia de otras habidas en el continente está
dirigida directamente por un Partido Comunista, el PCP. (...) Para ello nos
basamos principalmente en los propios textos y documentos de los camaradas
del PCP y afines». (Partido Comunista Revolucionario (Estado Español); La
Forja; Nº5, 1995)

Esto era un vano esfuerzo de negarse a reconocer que el «Presidente Gonzalo»


hacía dos años que había pactado públicamente con Fujimori la rendición de la
guerrilla para obtener prebendas en la cárcel, llegando a hablar de «reconciliación
nacional». Por otro lado, los pocos jefes insumisos que se negaron a aceptar la
claudicación eran el menor de los problemas del gobierno peruano, y, por si el
lector no lo sabe, son los mismos que hoy se dedican a matar a los trans y
homosexuales como en los años 80 porque aún los consideran como «seres
depravados». Aunque parezca surrealista, todavía existen maoístas que creen que
en Perú aún existe una «guerra popular» porque, como el PCR en los 90, así lo
leen continuamente en los comunicados de sus «camaradas». No piden cuentas,
no evaluar, no exigen, cual jesuitas, solo creen, es cuestión de fe. Véase el
capítulo: «El desenlace del presidente Gonzalo y de Sendero Luminoso; otro mito
maoísta que toca fondo» (2017).

El Partido de los Trabajadores del Kurdistán de Öcallah y el PCR de


los EE.UU. de Bob Akavian

Volvamos a los oscuros lugares más recónditos de la Península Ibérica para


descubrir cuales eran los grandes descubrimientos de la LR para «revitalizar el
marxismo». La «Camarada Lidia» nos aseguraba e 1996 que no estaría mal echar
un ojo a lo que sucedía en el Kurdistán, pues allí hallaríamos que:

«La ideología del PKK [en kurdo Partido de los Trabajadores del Kurdistán] es
marxista-leninista». (Partido Comunista Revolucionario (Estado Español); La
Forja; Nº12, 1996)

Bueno, como podemos constatar, los «reconstitucionalistas» reprodujeron en los


90 la misma publicidad que luego traerían otros grupos neomaoístas como
Reconstrucción Comunista (RC) en el nuevo siglo. Pero el PKK y su líder Öcalan
son nacionalistas kurdos, unos que además comparten tintes anarquistas y
feministas. Por no olvidar que siempre se han acercado a un imperialismo u otro,
actualmente al estadounidense y al israelí. Los «reconstitucionalistas» que hoy se
mofan del oportunismo de RC son los mismo que en pleno 2021 siguen
manteniendo que el PKK es o era «marxista-leninista». Véase el capítulo: «El
movimiento nacionalista kurdo, sus desviaciones anarco-feministas, sus vínculos
con los imperialismos y el silencio cómplice de los oportunistas» (2017).

Toda esta labor de la LR no se diferencia en nada de lo que en ese momento


estaban haciendo otros maoístas, como Ludo Martens, donde el guevarismo, el
tercermundismo y otras desviaciones eran «cuestiones menores», arengando a la
unidad sin más rodeos:

«Favorecemos una fórmula de encuentros sin exclusiones, donde los partidos


marxista-leninistas, tradicionalmente divididos en pro-rusos, pro-chinos, pro-
albaneses, pro-cubanos o independientes, pudieran encontrarse. Debe haber
una iniciativa central, una iniciativa unitaria realista, adaptada a la realidad
actual, que garantice resultados óptimos. (...) Hacemos un llamado a fortalecer
la lucha común por la defensa de los países socialistas, y también de los países
del Tercer Mundo, más amenazados por el imperialismo». (Partido del Trabajo
de Bélgica; 1994)
En 2007, otro grupo del mundo de la «reconstitución» escindido proclamaba en
tonos similares:

«Superando la actual división interna del movimiento comunista en cada país


y en el mundo −producida por sus variados y contradictorios contagios
pequeñoburgueses-, mediante una predisposición autocrítica a la síntesis
superadora de las concepciones y experiencias particulares de cada una de las
corrientes marxistas-leninistas −maoístas, hoxhistas, cubanistas, pro-
soviéticos, etc.−. La militancia de todas ellas en un único partido comunista».
(Unión Proletaria; Programa política de la clase obrera en España, 2007)

Entre las organizaciones que la LR nos recomendaba tenemos al Partido


Comunista Revolucionario (PCR) de EE.UU., liderado por el excéntrico Bob
Akavian (La Forja, Nº21, 2001). Este ha proclamado al mundo, como nuestros
«reconstitucionalistas», que su «pensamiento» ha superado todo lo precedente.
Sus seguidores lo han proclamado como el «líder político más importante en el
mundo de hoy». En su web se dice «Bob Avakian es el arquitecto de un marco
completamente nuevo para la emancipación humana, la nueva síntesis del
comunismo, a la cual se refiere popularmente como el «nuevo comunismo». Ajá,
¿Y qué tiene que ofrecernos? Las ideas de un Focault yankee:

«Me di cuenta de que mi gente eran los chicanos y otros latinos y otros
oprimidos en Estados Unidos; era la gente en Vietnam y China; eran las
mujeres... eran los oprimidos y los explotados del mundo... y por medio de cierta
lucha, y de tener que abandonar unas ideas erróneas, he aprendido que también
es la gente LGBT. Ésta es mi gente, los oprimidos y explotados del mundo».
(Partido Comunista Revolucionario; Avakian por la liberación del pueblo negro
y por la emancipación de toda la humanidad, 2020)

¿Es la ruinosa «Revolución Cultural» maoísta la solución a la falta de


organización e ideología?

Los «reconstitucionalistas» consideran el estudio de la «Revolución Cultural» de


China (1966-76) una materia de vital importancia. Uno de los grupos
«reconstitucionalistas», Revolución o Barbarie, publicaba:

«Efectivamente, en este año, se cumple el 50 aniversario del inicio de lo que


constituyó la cumbre más alta alcanzada por el movimiento comunista en el
sendero hacia la emancipación de la humanidad, la Gran Revolución Cultural
Proletaria». (Elementos en torno a la construcción del comunismo durante el
Ciclo de Octubre − Colectivo Conciencia e Transformación, 2016)

La «Línea de la Reconstitución» (LR) se hacía eco de las reflexiones de algunos


«reconstitucionalistas» lusos, aunque no sea mucho, empezaban a desmontar los
mitos sobre ella. Pero, obviamente, no le podemos pedir peras al olmo, estos
excusaban la derrota de esta pseudorevolución en guiones a priori como que:

«El ala izquierda del Partido y el proletariado [fueron] minoritarios tanto en el


PCCh como en el conjunto de las clases de la sociedad china, respectivamente».
(Colectivo Conciencia e Transformació; Elementos en torno a la construcción
del comunismo durante el Ciclo de Octubre, 2016)

¿Pero quién era el supuesto «ala izquierda» y qué ideología representaba? ¿Por
qué estaba en teórica inferioridad? Nada de eso se explica en profundidad. Es un
guion clásico de buenos y malos. Cualquiera de las facciones de la «Revolución
Cultural» maniobraban bajo la bandera del «Pensamiento Mao Zedong». Pero
para ellos:

«El ala izquierda es purgada tras el golpe contrarrevolucionario posterior a la


muerte de Mao Zedong». (Colectivo Conciencia e Transformació; Elementos en
torno a la construcción del comunismo durante el Ciclo de Octubre, 2016)

¡Es decir repiten el mito de que la «Banda de los Cuatro» representaba la pureza
revolucionaria!

«La llamada «Banda de los Cuatro» actuó según los consejos de Mao. En él
encontraron un punto de apoyo, ellos vivieron tanto tiempo como una flor de
verano, sólo que esta «flor» era fétida y venenosa, como todas los demás «flores
y escuelas» que florecieron en China y todavía florecen.

La «Banda de los Cuatro» fue un grupo de megalómanos, ambiciosos,


intrigantes charlatanes carentes de principios, al igual que las otras fracciones
de la burguesía que nadaban en el pantano. Pero éstas últimas controlaban el
«pantano», mientras que la «Banda de los Cuatro» sólo tenía la «llave del
pajar», ellos no emprendieron la menor acción organizativa, gubernamental o
económica. Sólo escribieron artículos y organizaron espectáculos del ballet.
Eran personas sospechosas como todas los demás. Flotaban como los
pensamientos de Mao, mientras la fracción de Zhou, Deng y Ye trabajaba
sistemáticamente para asumir el poder. La «Banda de los Cuatro» creía que con
palabras altisonantes atraerían a millones bajo la «bandera de Mao». Pero el
temporalmente «derrocado» Deng fue capaz de reunir un millón en la plaza
Tian’anmen que vociferaron contra la «Banda de los Cuatro». Más tarde la
«Banda de los Cuatro» movilizó un millón contra Deng. Estas eran las mismas
personas que clamaron tanto para uno como para el otro. Deng llegó al poder,
un millón apareció y clamó por Deng, estos fueron los mismos que antes habían
vociferado contra él. Este es el «espejo» amargo y oscuro del pensamiento de
Mao Zedong.
El mundo burgués llamó a la «Banda de los Cuatro» radicales. Si lo desean,
también pueden añadir el término «socialista» y llamarlos «socialistas
radicales». Pero aquellos cuatro no eran ni radicales, ni socialistas. Antes
existía un fuerte partido burgués en Francia que se autodenominaba socialista
radical que fue conducido por la burguesía y por extraordinarios políticos y
literatos como Herriot, Daladier y otros. Pero este partido, que sufrió una
derrota total, dejó algunas marcas; sin embargo, los cuatro «radicales»
desaparecieron sin dejar rastro». (Enver Hoxha; Carta a Hysni Kapo, 1978)

Mirándolo en retrospectiva el movimiento revisionista de la «Revolución


Cultural» y sus choques internos estaban condenados a operar como siempre lo
había hecho el maoísmo, por golpes de mano militares:

«La vanguardia maoísta, en lugar de optar por apoyarse en la potencialidad


revolucionaria de las masas se decantó, de acuerdo con sus premisas, por
desarrollar la lucha de dos líneas mediante intrigas de palacio, mediante pactos
y compromisos con las fracciones del enemigo a batir». (Colectivo Conciencia e
Transformació; Elementos en torno a la construcción del comunismo durante el
Ciclo de Octubre, 2016)

¡Totalmente de acuerdo con los «reconstitucionalistas» lusos! ¿¡Entonces a qué


viene que todos reivindiquen a la Revolución Cultural» como el «cenit de la lucha
revolucionaria»! ¿Cómo nadie va a atreverse a revindicar al maoísmo como la
presunta «rama» del marxismo-leninismo que más le enriqueció!?

«No concebimos mejor forma de cerrar el presente curso, en el que se cumple el


centenario de la Insurrección de Pascua, el cincuentenario de la Gran
Revolución Cultural Proletaria y ¿por qué no reivindicarlo con orgullo?».
(Comité por la Reconstitución; Línea Proletaria, Nº1, 2016)

¿Orgullo de qué? Hace tiempo que estudiamos el apoyo seguidista que el PCE (r)
otorgó a la misma y no hay nada de lo que sentirse orgulloso. La época de
la «Revolución Cultural» en China fue un gran fraude cuyos eslóganes, métodos
de estudio y fórmulas organizativas siguen produciendo vergüenza ajena. Veamos
un párrafo de los Guardias Rojos de la Universidad de Qinghua que Revolución o
Barbarie reprodujo con satisfacción:

«Los revolucionarios son Reyes Monos, sus barras doradas son poderosas, sus
poderes sobrenaturales tienen un largo alcance y su magia es todopoderosa,
porque poseen el grande e invencible pensamiento de Mao Zedong. ¡Esgrimimos
nuestras barras doradas, desplegamos nuestros poderes sobrenaturales Y
utilizamos nuestra magia para dar vuelta al viejo mundo, aplastarlo,
pulverizado, crear el caos y provocar una tremenda confusión, mientras más
grande mejor! ¡Debemos hacer esto con la actual escuela secundaria
revisionista anexa a la Universidad Qinghua, rebelarnos en gran escala,
rebelarnos hasta el fin! ¡Deseamos crear un tremendo alboroto proletario, y
forjar un mundo nuevo proletario! ¡Viva el espíritu de rebeldía revolucionaria
del proletariado!». (Robinson Rojas; La guardia roja conquista china, 1966)

Comentar esto sería gastar nuestro tiempo, solo demuestra el misticismo idealista
que siempre ha rodeado a esta corriente. Este fenómeno de la «Revolución
Cultural», que siempre fue promocionado por el maoísmo occidental como el
«gran triunfo de los revolucionarios chinos contra el revisionismo», en verdad no
hizo sino ahondar en las desviaciones antiguas del revisionismo chino, además de
crear otras nuevas. Véase el capítulo: «Seguidismo a la Revolución
Cultural» (2017).

Debe mencionarse que, como extensión de su seguidismo a los aspectos generales


de la «Revolución Cultural», los «reconstitucionalistas» también apoyan sin
discusión la política económica de China en este periodo que, como bien sabemos,
está profundamente marcada por tesis antimarxistas que nada tienen que
envidiar al jruschovismo o el titoísmo. Véase el capítulo: «Seguidismo a las
políticas económicas del maoísmo» (2017).

Recomendamos a su vez uno de los documentos que, sin duda, mejor exponen la
esencia económica del maoísmo en este periodo. Véase la obra de Rafael
Martínez: «Sobre el manual de economía política de Shanghái» (2006).

Por supuesto, lo mismo cabe decir de la filosofía, donde los presuntos «avances»
de la filosofía china de Mao eran una tomadura de pelo. Véase el capítulo: «Apoyo
a la base idealista y metafísica de la filosofía maoísta» (2017).

En la ciencia militar, la «alternativa» que nos proponen es la


llamada Guerra Popular Prolongada (GPP)

En otros documentos pudimos comprobar cómo en su día Mao Zedong, al igual


que tantos otros líderes de Europa del Este y Asia, recibieron su «República
Popular» de la mano de las acciones del Ejército Rojo de la URSS contra Japón,
de su financiación permanente, de la existencia de una frontera soviético-
mongola segura y gracias en general a una coyuntura internacional altamente
favorable durante la posguerra. En cambio, en 1964 no solo parecía olvidarse de
esa verdad histórica, sino que incluso se daba el lujo de dar consejos al resto del
mundo:

«Kang Sheng: Yo le pregunté a los camaradas españoles, y ellos contestaron


diciendo que el problema para ellos consistía en establecer una democracia
burguesa, y no una nueva democracia. En su país, ellos no se ocuparon de estos
tres puntos: ejército, campo y Poder político. Se subordinaron completamente a
las exigencias de la política exterior soviética, y no consiguieron nada en
absoluto (Mao: ¡Esas son las políticas de Chen Tu-hsiu!). Ellos dicen que el
Partido Comunista organizó un ejército y luego se lo entregó a otros. (Mao: Eso
es inútil). Ellos tampoco querían el Poder político». (Mao Zedong; Presidente
Mao hablando al pueblo; Conversaciones y cartas: 1956-1971)

Esta es la cita del «Gran Timonel» que los neomaoístas han reproducido hasta la
saciedad para intentar explicar los diferentes resultados en las guerras de China
y España. Sin ir más lejos, obsérvese como la Línea de Reconstitución reproducía
la obra del Partido Comunista Revolucionario (EE. UU.): «La Línea de la
Comintern ante la Guerra Civil en España» (2016), un escrito donde todo se ha
dicho, se coquetea abiertamente con una reevaluación de la guerra en clave
trotskista y se repiten todos los mitos de la historiografía burguesa sobre el PCE,
como el acusarse de «oponerse a la colectivización», estar formado socialmente
por «pequeño burgueses» y «rebajar el espíritu revolucionario de las masas»,
algo que ya vimos en otro capítulo.

En los años 60, el maoísmo se llenó la boca hablando de que el «partido debía
controlar al frente» y no viceversa; que había que controlar al resto de fuerzas
políticas en el «frente popular antifascista». ¡Pero esto nunca se cumplió en
China!:

«En 1932, según la información que recibí, los comunistas y los miembros de las
juventudes constituían menos del 20 por ciento de las bases y el personal de
mando del Ejército Rojo, aunque en un momento la población de aldeas enteras
y unidades militares individuales fueron aceptadas colectivamente en el partido
y las juventudes». (Otto Braun; Notas chinas (1932-39), 1972)

¿Qué ocurrió? En unas por motivo de fuerza mayor, en unas ocasiones por
oportunismo de la dirección, el PCCh y su ejército se tuvieron que valer no solo
de militares del Kuomintang, sino que aceptaba con holgura a casi cualquier
miembro que desease entrar −¡incluido señores de la guerra que habían atacado
las fronteras de la URSS!−, causando la honda preocupación de la IC:

«Estamos muy preocupados por su decisión de que todo el que desee puede ser
aceptado en el partido, sin ninguna consideración de su origen social, que el
partido no tema que algunos arribistas busquen su camino en el partido, así
como de su mensaje sobre las intenciones de aceptar incluso a Zhang Xueliang
en el partido. En la actualidad, más que en cualquier otro momento, es necesario
mantener la pureza de las filas y el carácter monolítico del partido. Mientras
conducimos el alistamiento sistemático de personas en el partido y así lo
reforzamos, especialmente en el territorio del Kuomintang, es necesario que al
mismo tiempo que evitamos la inscripción masiva en el partido, aceptemos sólo
a las mejores y probadas personas de entre los obreros, campesinos y
estudiantes. También consideramos un error alistar indiscriminadamente en
las filas del Ejército Rojo a estudiantes y exoficiales de otros ejércitos, ya que
esto puede socavar su unidad». (Georgi Dimitrov; Telegrama de la Secretaría
del Comité Ejecutivo de la Internacional Comunista al Secretariado del Partido
Comunista de China, 15 de agosto de 1936)

Mismo resultado ocurrió en el ocaso de la Guerra Civil China (1946-49) como se


ha visto más atrás, y la situación aun continuó una vez instaurada la nueva
república:

«Se debe tener en cuenta que una parte sustancial de los soldados y oficiales del
Ejército Popular de Liberación son exkuomindangistas, quienes fueron
capturados o voluntariamente, en destacamentos completos, se pusieron del
lado del Ejército Popular de Liberación. El número de kuomindangistas, por
ejemplo, en algunas unidades militares de generales Chen Yi y Liu Bocheng
alcanza el 70-80%, al mismo tiempo que los antiguos kuomindangistas no están
dispersos entre las unidades de cuadros probados del Ejército Popular de
Liberación, pero se mantienen en sus filas casi en la misma forma, en la que
fueron capturados». (Informe de Iván Kovalev a Stalin, 24 de diciembre de
1949)

Dejando a un lado la crítica a la experiencia española, hace años los maoístas


focalizaban su discurso en los países del «tercer mundo», los cuales consideraban
la «fuerza motriz de la revolución». Es imposible olvidar como nos
bombardeaban con las grandísimas «experiencias guerrilleras de Perú o Nepal»,
de las cuales aparentemente teníamos mucho que aprender en Europa:

«Mención aparte merecen las guerras revolucionarias que están librándose en


Nepal, Filipinas, Perú, etc. bajo la dirección de partidos comunistas. El hecho de
que, por ejemplo, en la primera de las mencionadas, se haya alcanzado el
equilibrio estratégico y que se vea cercana la conquista del poder pone de
manifiesto que se han cubierto buena parte de los requisitos para constituir un
verdadero partido comunista». (Partido Comunista Revolucionario (Estado
Español); La Forja; Nº27, 2003)

¿Y bien? ¿Qué ha quedado hoy de tanto entusiasmo? Lo cierto es que la base de


la guerrilla nepalí claudicó y rápidamente se integró en el régimen reaccionario
democrático-burgués de su país, justo como hicieron las guerrillas liberales-
tercermundistas tipo FARC-EP o como hicieron las bandas nacionalistas como
ETA o IRA. Estos grupos siempre pasan en tiempo récord del aventurerismo y el
terrorismo al cretinismo parlamentario y el legalismo burgués. ¡Milagros del
oportunismo! Véase la obra: «Unas reflexiones sobre la «revolución» en Nepal y
la hipocresía de los maoístas y filomaoístas» (2015).

A partir del entonces la LR se vio obligada a desplegar toda una batería de excusas
que no ocultaban una realidad: que no fueron capaces de detectar y criticar a estos
movimientos y su revisionismo hasta que desarrollaron un deshonroso pacto con
el Estado que le había derrotado, pero jamás antes, dado que su ideología
fundamental es el maoísmo, la misma que profesaban estas guerrillas. Y a veces,
como ocurrió en el caso peruano, ni siquiera tras el descalabro se llegó a una
crítica profunda, por eso todavía hoy la LR reivindica al senderismo de Gonzalo
como la máxima expresión revolucionaria:

«Como nos enseña el mejor hijo del maoísmo, el Partido Comunista del Perú,
la Guerra Popular es [continua…]». (Comité por la Reconstitución; Línea
Proletaria, Nº5, 2020)

¿Perdón? ¿Es otro desliz? ¿De verdad otra vez con al GPP? No, no lo es. En su
artículo: «En la encrucijada de la historia: la Gran Revolución Cultural Proletaria
y el sujeto revolucionario», repetían:

«Finalmente, su mejor discípulo, el proletariado peruano, asumiendo esa


experiencia tal y como viene dada y encarnado inicialmente en «un puñado de
comunistas» nos da, tal vez, el mejor ejemplo contemporáneo de lo que la
subjetividad revolucionaria, asentada sobre el creciente conocimiento de las
leyes históricas de la lucha de clases, puede desencadenar: aquí es la
vanguardia la que por mediación de la Guerra Popular». (Comité por la
Reconstitución; Línea Proletaria, Nº0, 2016)

¡Qué casualidad! Nadie lo esperaba. Los «reconstitucionalistas», en multitud de


documentos, presentaban como panacea a los problemas del PCE (r) las tesis del
«Presidente Gonzalo» y Sendero Luminoso (SL). ¿¡Este es el mejor paradigma de
estrategia militar, un grupo que ni siquiera llegó a tomar el poder!? Parece un
chiste, pero les aseguramos que es totalmente serio, pueden ir a sus documentos.

«Tenía lugar en Perú un verdadero proceso revolucionario, basado en la lucha


armada de masas, incomparablemente más aleccionador que «el ejemplo de
lucha de resistencia» de todos esos grupos juntos. En los 80, (…) la vanguardia
de la Revolución Proletaria Mundial había abierto su trinchera en aquel país
andino y no es posible adoptar hoy una posición correcta sin tener en cuenta
esta experiencia». (Movimiento Anti-Imperialista; El debate cautivo, 2007)

El MAI en su artículo «Algunas consideraciones sobre el maoísmo» (2008)


calificaba el método militar de los bolcheviques como: «Una mezcla del viejo
insurreccionalismo decimonónico típico de las revoluciones burguesas y de
elementos nuevos aportados por el proletariado al entrar en la escena de la
historia como clase revolucionaria. Por eso lo calificamos como método
bastardo» (sic). ¿Qué ofrecían como alternativa a ese método «semiburgués»? Sí,
señores, aunque parezca increíble, nos recomiendan como «modelo superior» a
los bolcheviques las actividades de aquellos maoístas iluminados que se hicieron
tristemente famosos a nivel mundial por colocar coches-bomba en las calles de
Lima, por cometer asesinatos políticos selectivos al estilo anarquista pensando
que esto era estar «haciendo la revolución», aquellos que alcanzaron notoriedad
en el país andino por acometer matanzas indiscriminadas de trabajadores como
«represalias» y persiguiendo al colectivo LGTB con especial saña calificándolo
como «enfermos» y «degenerados» a barrer. Todo ello, cómo no, justificado con
frases chicheadas hasta la náusea como: «¡La revolución no se hace con guantes
de seda!». Precisamente, fue debido a la incapacidad de los senderistas para
persuadir a los campesinos para su causa, que estos últimos acabaron formando
las famosas «rondas» de campesinos armados contra ellos. ¡Fíjense si esta
mentalidad y metodología era «decimonónica» y «aburguesada», que apesta a
jacobismo, blanquismo y bakunismo! Véase el capítulo: «El desenlace del
presidente Gonzalo y de Sendero Luminoso; otro mito maoísta que toca
fondo» (2017).

Curiosamente, los «reconstitucionalistas» proponen tomar la línea seguida por


SL, que ha cometido los mismos errores e, incluso, otros de mayor envergadura,
como modelo a seguir para superar las fallas del PCE (r). Es decir, proponen salir
de Guatemala para ir a Guatepeor. ¡Genial! ¿¡Tantos «cuidadosos análisis»
dilatados durante años de reflexión para acabar promoviendo al zoquete de
Gonzalo!? ¿En serio? ¿A este «revolucionario» que pasó de aventurero terrorista
a reformista socialdemócrata? ¿Eso es todo lo que se os ocurre como
solución? Qué triste decepción producirá al espectador oír tal simpleza. Por si
este espantoso espectáculo no fuese suficiente, LR siguió tomando como
referencia al «presidente Gonzalo», ese líder todopoderoso que lleva años y años
pidiendo una «solución política» basada en la «amnistía general» y la
«reconciliación nacional», como se ha demostrado en mil documentos salidos a
la luz y que los «reconstitucionalistas» se niegan a reconocer. Ese líder de estoica
resistencia contra el poder que acabó dedicándole tan bellas cartas al presidente
Fujimori sobre sus esfuerzos políticos por Perú. Ese líder que ha dado la directiva
de aceptar la constitución peruana y confluir con los movimientos reformistas y
parroquiales. ¿Cómo alguien puede pretender alzar como profeta de la revolución
a este patán que ya ha sido desmontando tanto por sus propias confesiones como
por las de su círculo cercano? ¡Misterios!

Pero no desesperen, si lo que os gusta es el olor a pólvora los «naxalitas» en la


India continúan su eterna «Guerra Popular Prolongada» (GPP) la cual
empezaron hace más de cinco décadas. Para haber sido santificada la GPP como
la «mejor estrategia militar» del siglo XX y XXI, parece ser que hemos de esperar
un poco más para ver resultados para aquellos que reclaman que «salvo el poder
todo es ilusión». Cual agricultor primerizo y manipulable, nuestro
«reconstitucionalista» medio no se da cuenta de que, si su semilla no crece, puede
que igual deba revisar la regularidad del riego, el tipo de arado, la exposición al
sol o quizás, hasta debe mirar si la planta que quiere cultivar es apta para el tipo
de tierra y clima. Pero para el empecinado agricultor neomaoísta esto no es una
opción, él con su fe inusitada en la GPP intentará hacer crecer su olivo en el Ártico,
porque así se lo dijo el mercachifle maoísta que un día vendió tal producto. Y ya
sabemos cómo es el ego y el orgullo del ser humano, más vale inventar todo tipo
de excusas que reconocer un error: ¡el hecho de que has sido estafado! Para haber
sido santificada la GPP como el mejor método de cultivo para la «estrategia
militar» de los pueblos, sus frutos son un poco lentos. Véase el capítulo: «Los
naxalitas y sus 50 años de «Guerra Popular Prolongada» (2016).

Nadie en su sano juicio valorará como referencia universal la estrategia llevada a


cabo por el Partido Comunista de China (PCCh) para tomar el poder en 1949.
Victoria que, claro está, no hubiera sido posible sin el consejo político-militar de
la URSS, su apoyo financiero, armamentístico y material desde mucho antes que
Mao Zedong obtuviese la dirección del PCCh en 1935. Algo que, por cierto, los
chinos reconocerían en sus publicaciones una vez tomado el poder, por mucho
que, posteriormente, sus integrantes más antistalinistas se esforzaran por
suprimir esta verdad histórica. También sobra extendernos en comentar
el trascendente papel de la URSS con su irrupción en el Frente Oriental en 1945
frente a Japón, requisito sin el cual las guerrillas de Mao Zedong solo hubieran
podido jugar a atacar y replegarse una y otra vez tras la frontera soviético-
mongola, como reportaban los asesores militares soviéticos. De ahí las reiteradas
advertencias de Stalin posteriores a los comunistas asiáticos de no sobrestimar la
«vía armada china», dado que sin estas condiciones concretas −el apoyo
soviético−, el movimiento guerrillero chino hubiera perecido. Véase el
capítulo: «Adopción de la Guerra Popular Prolongada (GPP) como método de
toma de poder» (2017).

¡El viejo tercermundismo como política exterior!

«Nuestro Partido sostiene que en el mundo actual hay tres contradicciones


fundamentales: 1) Contradicción naciones oprimidas, de un lado, contra
superpotencias imperialistas y potencias imperialistas, de otro lado, ahí está
encerrada la tesis de tres mundos se delinean y formulamos así porque el meollo
de esa contradicción es con las superpotencias imperialistas pero también se da
contradicción con las potencias imperialistas. Esta es la contradicción principal
y su solución es el desarrollo y triunfo de revoluciones de nueva democracia».
(Partido Comunista del Perú − Línea Internacional, 1988)

Los neomaoístas son como aquellos astutos camellos de barrio, esos traficantes
que para fidelizar a su público y no perder definitivamente al ya desencantado
aseguran disponer de un nuevo narcótico novedoso, libre de los efectos
secundarios que contenía el antiguo. Pero, en realidad, trafican con la misma
tóxica mercancía de siempre, solo que los añadidos son meros placebos y efectos
estéticos para engañar al consumidor.

«Por el contrario, sabemos perfectamente que sin lucha entre las dos líneas, esto
es, sin el concurso del resto del movimiento comunista, no será posible reflotar
la ideología marxista, no será posible reconstituirla. Para usted, este aspecto
fundamental para saber qué tareas debe abordar todo comunista hoy día, no es
necesario, pues la ideología proletaria ya existe, es el maoísmo. (...) Pero ya
venimos demostrándole que lo que usted entiende por maoísmo no es más que
un recetario parcial de estereotipos y frases hechas sin relación con práctica
alguna, y menos con la suya o la de los que se autodenominan maoístas en el
Estado español». (Movimiento Antiimperialista Internacional; La ignorancia
es atrevida, 2007)

Los «reconstitucionalistas» afirman que ellos no son maoístas y acusan a otros


de seguidismo hacia el maoísmo. ¿Qué podemos decir? Que no suena serio
cuando todas las soluciones a todos los problemas son las mismas fórmulas de
Mao y Gonzalo: «lucha de dos líneas», «GPP», «Revolución Cultural», «línea de
masas», etc.

Cuando estudiamos al maoísmo debemos hacerlo reconociendo cuáles son sus


características fundamentales, su fisonomía de base. El problema es que cuando
uno profundiza en él se da cuenta de que ya es en sí un «recetario» de
«estereotipos y frases hechas», de ahí que el propio Mao dijese que «tanto la
izquierda como la derecha pueden usar mis palabras». Sea como sea,
sobreentendemos que quieren decir el MAI, que el resto de maoístas son muy
fanáticos, pero que ellos no son así de irracionales, una promesa que siempre
queda en agua de borrajas, porque si eso fuese cierto, en la práctica habrían
superado y condenado el carácter antimarxista del maoísmo que clama al cielo.
Muchos maoístas se han presentado históricamente como más «científicos» que
«maoístas», pero casualmente no renunciaban a sus dogmas fundamentales, por
el contrario, siempre los continúan defendiendo con uñas y dientes, consciente o
inconscientemente. Esto se refleja, por citar un rápido ejemplo, en sus análisis
internacionales donde casi todas las sectas maoístas, más allá de sus diferencias,
certifican que la contradicción principal de nuestra sociedad capitalista no versa
entre «capital y trabajo» como asegura el marxismo, sino entre «países opresores
y oprimidos», vamos, el «tercermundismo» de siempre. Un veterano jefe maoísta
de Argentina, comentaba:

«La Teoría de los Tres Mundos de Mao no sólo señala con nitidez la disputa
soviético-yanqui como el principal factor de guerra que ha de llevar al mundo,
más tarde o más temprano, a una confrontación bélica mundial. (...) El análisis
marxista de la situación del mundo actual con la consideración de los cambios
producidos después de la Segunda Guerra Mundial; del papel que juega el
movimiento revolucionario del Tercer Mundo como principal factor en la lucha
contra el imperialismo y por la revolución socialista». (El maoísmo en la
argentina. Conversaciones con Otto Vargas, 2017)

Y nuestros amigos «reconstitucionalistas», aunque dicen diferenciarse de estos


falsos revolucionarios, curiosamente tienen la misma postura:
«Algunos niegan la relevancia del monopolio y de la división del mundo en
países opresores y países oprimidos, cayendo irremisiblemente en una negación
de la contradicción, que hoy es principal, entre los países imperialistas y los
países oprimidos». (Movimiento Antiimperialista Internacional, Nuevo
manifiesto, 2004)

Es decir, han pasado por un arduo proceso de reflexión para acabar proclamando
lo mismo que el maoísmo clásico: ¡que el tercermundismo es el eje de la
geopolítica de sus organizaciones!

«Las contradicciones fundamentales del mundo actual. Primera contradicción:


entre naciones oprimidas, por una parte, y superpotencias y potencias
imperialistas, por otra». (V Encuentro de Partidos y Organizaciones Marxista-
Leninista-Maoístas de América Latina, 2016)

¿Y de dónde sacan esto? Como no podría ser de otra forma, de su «Presidente


Gonzalo», líder de los senderistas derrotados y sumisos a Fujimori:

«Los hechos muestran la contradicción principal: naciones oprimidas-


imperialismo». (Abimael Guzman Reinoso; De puño y letra, 2009)

Otra variante de esta desviación proclama de que la principal contradicción reside


en las pugnas interimperialista. En su artículo: «Reconstituir el futuro en medio
de la crisis del presente» decían sin vergüenza alguna:

«Tal es hoy día la principal contradicción y la principal tendencia de la política


global: la que enfrenta a las diferentes potencias imperialistas y sus maniobras
de posicionamiento para afrontar en las mejores condiciones la eventualidad de
otro pulso definitivo… al menos, si la especie humana no se extingue por el
camino, hasta el próximo reparto…». (Comité por la Reconstitución; Línea
Proletaria, Nº1, 2017)

No, señores, la principal contradicción de nuestro tiempo es la contradicción


capital-trabajo en cada país, es decir, el enfrentamiento entre la burguesía y el
proletariado. De hecho, es el constante afán de plusvalía y la revalorización del
capital, lo que lleva a la burguesía −en su fase imperialista− a conquistar en el
campo internacional cada vez más mercados y a derrocar más competidores con
tal de sobrevivir. Por tanto, las pugnas interburguesas a nivel mundial también
son engendradas bajo la sombra del afán de lucro y son es este lo que da lugar a
los reajustes económicos, las intervenciones militares, chantajes políticos y
demás fórmulas de la «diplomacia burguesa». Acciones «pacíficas» y violentas
rastreables toda actividad de las potencias imperialistas, pero que responden en
última instancia a la contradicción capital-trabajo. Véase el capítulo: «La
burguesía contemporánea no necesita del colonialismo del siglo XIX para
imponer su dominio o ser agresiva» (2021).

Una vez comprendido esto, no debemos olvidar, como acostumbran los


tercermundistas, que «las discrepancias entre las potencias no eliminan en
absoluto ni relega a segundo plano las contradicciones entre el trabajo y el capital
en los países capitalistas», ni «las contradicciones entre los pueblos oprimidos y
sus opresores imperialistas». Por eso, «el aprovechamiento de las
contradicciones interimperialistas o entre los Estados capitalistas y revisionistas
sólo tenga sentido cuando sirve para crear las condiciones lo más favorables
posible para el poderoso desarrollo del movimiento revolucionario». Está claro,
pues, que «estas contradicciones deben ser explotadas sin crear ilusiones sobre
el imperialismo y la burguesía». De esto se extrae que «a los trabajadores y a los
pueblos hay que hacerles conscientes de que sólo una actitud intransigente hacia
los opresores y los explotadores, de que sólo la lucha resuelta contra el
imperialismo y la burguesía», de que «sólo la revolución; les asegurará la
verdadera liberación social y nacional». En consecuencia, podemos deducir que
«la explotación de las contradicciones entre los enemigos no puede constituir la
tarea fundamental de la revolución ni puede ser contrapuesta a la lucha por
derrocar a la burguesía». Véase la obra de Enver Hoxha: «Imperialismo y
revolución» (1978).

Estas equivocaciones no pueden ser tomadas como un mero desliz, pues sabemos
perfectamente a dónde llevaron, en el siglo XX, las distorsiones de los grupos
tercermundistas sobre la contradicción fundamental de la época, acabando en
muchos casos a las órdenes de la burguesía local para defender el esquema
internacional chino de los «tres mundos». Véase la obra: «Un rápido repaso
histórico a las posiciones ultraoportunistas de Jacques Jurquet y el PCF-ML»
(2015).

En pleno siglo XXI todavía siguen existiendo elementos que niegan la implicación
y responsabilidad de Mao Zedong en las políticas tercermundistas del partido y
el gobierno chino. Pero no hay más ciego que quien no quiere ver. Véase el
capítulo: «La teoría de los tres mundos y la política exterior
contrarrevolucionaria de Mao» (2017).

En cualquier caso, a día de hoy todo el mundo puede acceder a las obras originales
o retocadas de Mao Zedong, a los periódicos y revistas del partido chino de la
época. Al hacerlo, verá el apoyo expreso a la CEE y la OTAN, las frecuentes
reuniones −y amistad− de los maoístas con revisionistas como Carrillo o Tito,
dictadores militares como Mobutu, la financiación de fascistas como Pinochet, la
diplomacia burguesa con Franco o los negocios con famosos banqueros, como
Rockefeller. Gran parte de ello fue revelado en las actas de las reuniones con Ford,
Kissinger y Nixon, en los documentos desclasificados de la CIA al respecto y en la
misma documentación china. Véase: «El fallecimiento de Rockefeller y la
«desmemoria» de los jruschovistas y maoístas» (2017).

El tercermundismo no solo no ha muerto, no solo reside en las viejas escuelas


revisionistas como el maoísmo, el juche, el castrismo o el trotskismo; sino que, a
día de hoy, es la columna vertebral de los partidos y gobiernos del «socialismo del
siglo XXI». Véase la obra: «Algunas reflexiones sobre los discursos en la VII
Cumbre de las Américas» (2015).
VI
La «Línea de la Reconstitución» y su recuperación de los
viejos dogmas del revisionismo

En este apartado nos centraremos en demostrar de forma rápida y eficaz que la


Línea de la Reconstitución» no tiene nada de novedoso en lo fundamental como
ellos mismos confiesan en sus escritos de forma velada. Recuperan lo añejo del
maoísmo, mientras que sus breves conatos de «originalidad» son tan patéticos
que denotan que están totalmente tomados por la cultura burguesa.

¿No hay diferencias entre fascismo y democracia burguesa? ¿Todo es


«socialfascismo»?

Aquí se analizarán tres aspectos: uno, ver fascismo donde no lo hay; dos, la
cuestión del «socialfascismo»; tres, infravalorar la necesidad de defender los
derechos y libertades democrático-burguesas.

El vicio de ver fascismo por doquier

Aunque la «Línea de la Reconstitución» (LR) se haya mofado siempre del Partido


Comunista de España (reconstituido) por su incapacidad para reconocer al
fascismo «enredándose con la cuestión de la continuidad del fascismo» (La Forja,
Nº24, 2001); en verdad ellos mismos también utilizan esa calificación de forma
indiscriminada. Sin ir más lejos, en 2004, al igual que haría luego el populista de
Chávez, se evaluaba al gobierno del PP de José María Aznar como un gobierno de
«políticas fascistas». Bajo subtítulos como «El freno a la fascistización fortalece
la dictadura burguesa» y «Aznar, el fascista, y su política», proclamaban:

«La subida al poder de un PSOE alineado con el sector de la burguesía española


más moderado ha frenado esa tendencia del PP hacia la fascistización. (…) El
anterior gobierno, encabezado por Aznar, empezó a hacer una política de
tendencia fascista, posicionándose en contra de las burguesías periféricas −ley
de partidos, ilegalización de partidos políticos, declaración de Barcelona, Plan
Ibarretxe−». (Partido Comunista Revolucionario (Estado Español); La Forja,
Nº29, 2004)

Primero, una cosa son las convicciones personales del sujeto y otras su política
−los hombres tienen voluntad, pero esta está condicionada y se entrecruza con
toda una serie de condicionantes, por lo que no siempre es posible implantar lo
que uno desearía−; más allá de las filias y fobias del señor Aznar, en ningún caso
asistimos a un desempeño «fascista» en sus dos legislaturas (1996-2004). En
segundo lugar, nótese que para los «reconstitucionalistas» el fin de un supuesto
proceso de «fascistización» fortalece al poder burgués, ergo son tan cazurros
desearían su profundización para «agudizar la lucha de clases», la clásica teoría
fatalista de que cuanto peor, mejor, es decir, el dogma thälmanniano. En último
lugar, hablan de que hubo «políticas fascistas» porque el poder central de Madrid
se enfrentó al poder periférico catalán y vasco en sus justas pretensiones de
obtener mayor soberanía, ¡suponemos que todos los gobiernos europeos que han
solido prohibir los partidos independentistas o que no reconocen las lenguas
regionales han sido brutalmente «fascistas» y no nos hemos enterado! Esto, una
vez más, es idealizar la democracia burguesa, dando a entender que bajo ella es
perfectamente normal que la problemática nacional se materialice en partidos
políticos que tranquilamente tendrían representación, expresión y ejecución de
sus pretensiones lingüísticas, autonómicas o secesionistas. Aquí se habla en un
tono liberal como si en todo régimen democrático-burgués no se dieran estas
«pugnas entre burguesías periféricas», y como si a veces no se prohibiese de raíz
toda formación política o toda propaganda que «ponga en peligro la integridad
territorial». ¿Habrán repasado los artículos de las cartas magnas europeas o sus
ojos provincianos y su ignorancia no ven más allá de su época y su zona? Véase la
obra: «Epítome sobre la cuestión nacional en España y sus consecuencias en el
movimiento proletario» (2021).

En sus «reflexiones históricas», la LR llega a dar el visto bueno como «estrategia


comunista» a que, por ejemplo, en los países amenazados por el fascismo, la lucha
se dirigiese principalmente contra los socialdemócratas, a los cuales en muchas
ocasiones se les calificaba de forma indiscriminada y mecánica como
«socialfascistas». Consideran que esto fue y es:

«La lógica de la «lucha contra el socialfascismo» como tarea principal, que no


es producto ni de la ceguera ni del sectarismo comunista, sino de la
consecuencia granítica con sus propias premisas revolucionarias». (Comité por
la Reconstitución; Línea Proletaria, Nº4, 2019)

Esa misma gran «consecuencia granítica» recuperada para el siglo XXI es la que
anunció en 2006 que el feminismo junto a otros movimientos reformistas estaba
aceptando el inevitable paso del Estado hacia su fascistización (sic):

«El reformismo feminista es la demostración palpable de la situación límite en


la que se encuentra el sistema de dominación burgués para encontrar una
alternativa distinta de la revolución que no sea el reaccionario corporativismo
protofascista ante la incorporación de cada vez más sectores de las masas a la
vida pública y a la política. (…) El feminismo que viene ha superado la reválida
para incorporarse al aparato ideológico y de propaganda de la clase
dominante: en lo jurídico, despliega velas en el mismo rumbo que orienta la
tendencia creciente hacia la fascistización del Estado. (…) En plata, el
corporativismo es el elemento generatriz de la constitución política del Estado
fascista, como la historia ha mostrado en sucesivas ocasiones. La consigna que
resume el aporte feminista a este proceso de corporativización del poder político
se denomina democracia paritaria, y su perniciosa secuela, discriminación
positiva». (Partido Comunista Revolucionario (Estado Español); La Forja,
Nº34, 2006)

Pero nuestros «reconstitucionalistas», aquellos que vienen a «ilustrarnos» sobre


los «fallos» del comunismo del siglo XX pretenden hacernos retroceder hasta
adoptar algunas de las peores calamidades que cometieron sus fuerzas. Algunos
saldrán en su defensa alegando que, por ejemplo, ellos solo hablaban en 2006,
bajo égida del PSOE, de creciente «fascistización», ajá. ¿Y esto era justo? ¿Se ha
completado ya ese proceso? ¿No? ¿Cuándo se abortó? O más bien deberíamos
preguntarnos, ¿para qué necesitaba la burguesía española de 2006 una
«fascistización»? ¿Estábamos «a las puertas de una revolución»? ¿Había al
menos un movimiento huelguístico de importancia que paralizaba la producción?
¿Aunque fuese había una división política entre los partidos tradicionales? Nada
de eso, ni siquiera estamos hablando del periodo de crisis mundial de 2008, ergo,
no existía tal proceso, simplemente era una más de sus cansinas charlatanerías.

Este patético espectáculo recuerda a todos aquellos que siempre han calificado a
cualquier movimiento burgués y capitalista de «fascismo» y a cualquier medida
regresiva o represiva como «fascista». Esto fue lo que promovía el señor Earl
Browder en su etapa más ultraizquierdista −justo antes de convertirse en un
ultraderechista que aceptaba los valores de la «democracia estadounidense» y
trataba de introducir la «razonable heterodoxia» del maoísmo en
Latinoamérica−:

«Tenía razón el camarada Palme Dutt cuando afirmaba que en nuestras filas se
manifiesta la tendencia a considerar al fascismo de un modo general, sin tener
en cuenta las particularidades concretas de los movimientos fascistas en los
distintos países, calificando erróneamente como fascismo a todas las medidas
reaccionarias de la burguesía, llegando inclusive a catalogar como fascistas a
todos los sectores no comunistas. Lo que se conseguía con esto no era fortalecer,
sino, por el contrario, debilitar la lucha contra el fascismo. (...) ¿Acaso no se
manifiesta esta actitud esquemática en la afirmación de algunos camaradas de
que el «New Deal» de Franklin Roosevelt representa la forma más clara, más
aguda del desarrollo de la burguesía hacia el fascismo, como, por ejemplo, el
«gobierno nacional» de Inglaterra? (...) Como no saben abordar de un modo
concreto los fenómenos de la realidad viva, algunos camaradas, que padecen de
pereza mental, sustituyen el estudio minucioso y a fondo de la situación por
fórmulas generales que nada dicen». (Georgi Dimitrov; Por la unidad de la clase
obrera contra el fascismo; Discurso de resumen en el VIIº Congreso de la
Internacional Comunista, 13 de agosto de 1935)

Un año antes, los comunistas checoslovacos ya reconocían de forma autocrítica:


«Hemos mostrado indiferencia por el análisis específico en cada país, hemos
caído en distorsiones esquemáticas. (…) Hubo un período en que todo lo
reaccionario estaba calificada como fascismo. Hemos llegado a recopilar veinte
tipos de fascismos. (…) Si todo lo reaccionario que existe en este mundo se
caracteriza simplemente de fascismo, cuando no tienen nada que ver con la
dictadura fascista, o en el mejor de los casos son las etapas que conducen hacia
la dictadura fascista, caracterizar esto como fascismo, hace que uno entienda
mejor porque los trabajadores tenían ideas completamente erradas sobre la
dictadura fascista y finalmente llegasen a la conclusión de que el fascismo no es
tan malo, tan peligroso, que su amenaza no es tan grande como presentan los
comunistas». (Karel Šváb; La IC y los partidos comunistas en la lucha por un
frente único contra el fascismo, 2 de agosto de 1934)

Estos cabezas de chorlito todavía no han comprendido que la burguesía, en su


versión más «democrática» o más «autoritaria» siempre tendrá entre ceja y ceja
lo mismo: asegurar su tasa de ganancias y ampliarla. Para ello, intentará realizar
todo tipo de reajustes en derechos formales o reales relativos a sanidad,
educación, salarios, vacaciones, asociación, expresión y otros. Esto no siempre
tiene que ver con una directriz general para establecer el fascismo, lo cual sería
reducir dicho proceso a un acuerdo burgués general, cosa que nunca sucede.
Parecen olvidar que el fascismo no es el simple retroceso en unos cuantos campos,
sino el establecimiento directo de la dictadura terrorista abierta y sin complejos.
A su vez, ha de entender que cuanto menor sea la capacidad de resistencia de los
trabajadores, más fácil le será al capitalismo implementar esta «regresión», para
la cual no necesitará del fascismo, porque simplemente le bastará con valerse del
bajo nivel ideológico y cultural de la población, con la labor de los partidos,
sindicatos amarillos que tiene en nómina, con la aristocracia obrera y los medios
de comunicación que actúan para su beneficio.

En 2018 una LR restructurada todavía se negaban a reconocer la falsedad de sus


antiguos pronósticos ¡y celebraban que estos artículos habían sido todo un
acierto!:

«@_Dietzgen: El PCR, hace más de una década, supo ver adónde apuntaba el
reformismo feminista». (Comunista; Twitter, 9 de marzo de 2018)

¿Sí? ¿Vivimos ya en un «fascismo encubierto» como dice el PCOE-PCOE (r)? ¿Era


cierto que el régimen no daba más de sí? ¡Por favor, explicadnos cual fue la gran
previsión cumplida que nosotros no atisbamos a ver! ¿Cómo han llegado a emitir
análisis reduccionistas y ridículos? Ni idea. Quizás de leer y promocionar tanto al
maoísta estadounidense Bob Avakian, ese hombre con delirios de grandeza, que
proclamaba:

«¡El régimen de Trump y Pence tiene que marcharse! En nombre de la


humanidad, nos NEGAMOS a aceptar a un Estados Unidos fascista». (Partido
Comunista Revolucionario; Avakian por la liberación del pueblo negro y por la
emancipación de toda la humanidad, 2020)

¿Nixon, Reagan y Truman también eran «fascistas»? ¿Cuándo EE.UU. ha sido


fascista, cuando gobiernan los «republicanos»; se «desfascitiza» cuando llegan
los «demócratas»? El análisis político de esta gente es proporcional a de su ínfima
inteligencia. ¡Y estos son los que presuntamente deben «guiarnos»! Véase la obra:
«Las primeras polémicas decisiones gubernamentales de Trump [Recopilación
Documental]» (2017).

El llamado «socialfascismo» como etiqueta gratuita

«Oportunistas y revisionistas suministran aquí el discurso social de un


corporativismo que necesariamente se opone a la reconstitución de la
perspectiva universal, internacional e histórica de la lucha de clases del
proletariado, sellando la sumisión de la vanguardia del movimiento obrero ante
los ritmos políticos y las problemáticas de clase que hoy impone la burguesía.
Son precisamente los excesos de este reformismo triunfante los que han creado
las condiciones culturales y políticas para el ascenso de su anverso, cuyo
sustrato burgués comparte, el corporativismo fascista. He aquí la esencia del
socialfascismo: el reformismo como alimento histórico de la reacción ultra».
(Comité por la Reconstitución; Línea Proletaria, Nº5, 2020)

Obviamente, la tesis es de raíz falsa. Este análisis simplista deduce que al


reformismo debe llamársele «socialfascista», porque su inutilidad organizativa y
su praxis en favor de una colaboración de clases está obstruyendo el trabajo
revolucionario y retrasando la conciencia del proletariado, porque otorga
oportunidades propicias para que el fascismo despliegue su demagogia y escale
puestos entre los trabajadores. ¡Vaya descubrimiento! Bajo tal lógica deberíamos
hablar entonces de la labor que cumple el «ecofascismo», «anarcofascismo» y
«femifascismo», ya que con similares prácticas y consecuencias logran lo mismo.
Aquí no se diferencian tampoco del PCE (r) o el PCOE, que califican de
socialfascista hasta a IU y Podemos. Véase la obra: «El error infantil de relacionar
automáticamente represión con fascismo» (2017).

Dimitrov y Stalin intervinieron para revertir algunas de las tesis de la


Internacional Comunista (IC) sobre el trabajo sindical, las alianzas o la
organización interna de la IC, como puede verse en el intercambio de cartas y
reuniones durante 1934-35, sin olvidar −claro está− que en algunos periodos
Moscú había dado el visto bueno e incluso promovido tales ideas. Véase el
documento de la Yale University Press: «Dimitrov and Stalin, 1934-1943; Letters
from Soviet Archives» (2000).

Pero más allá de argumentos de autoridad a favor y en contra, ¿qué sentido tiene
recuperar métodos y teorías seminarquistas que fueron un tremendo fiasco? Más
que repasar a Mao y a sus discípulos, como Gonzalo, instamos a los elementos de
la LR a que vuelvan a los verdaderos clásicos del marxismo, a partir de ahí,
cuando hayan adquirido un conocimiento mínimo, pueden probar a ampliar su
horizonte. Si realmente tienen suficiente honestidad huirán, despavoridos ante la
pantomima maoísta. Los movimientos «reconstitucionalistas» y thälmannianos,
como el de Wolfgang Eggers en Alemania, comparten −por fortuna− un mismo
rasgo: sus proclamas no pasan de ser arengas de «partidos» fantasma sin
presencia ni influencia entre las masas. Sus ideas están de capa caída frente a la
evidencia histórica y la abundante información que refuta sus idioteces que, dicho
sea de paso, les conduce al estancamiento. Ello no quita, sin embargo, que estas
ideas deban ser combatidas para que no enraícen de nuevo entre los
revolucionarios más avanzados.

«El término socialfascismo sufrió una severa distorsión, especialmente durante


1929-34, en donde hubo ocasiones en que los comunistas llamaban de forma
indiscriminada socialfascista, liberalfascista o anarcofascista a cualquier
movimiento no comunista, incluso a sus miembros de base. Podemos calificar y
utilizar este término como el de socialchovinista o socialimperialista, eso sí,
siempre que sea con precisión. Socialfascista vendría a ser alguien, un
movimiento u organización, que se presenta como marxista o cercano a un
socialismo utópico, pero cuyas teorías y, sobre todo, sus acciones distan de serlo,
adoptando formas de pensar y métodos más propios del fascismo o, en su
defecto, colaborando y haciéndole el juego al mismo, no tanto por omisión como
por conciencia. La simbología y apariencia revolucionaria se entremezcla con
elementos curiosos cuanto no espeluznantes: obrerismo populista, camorrismo
terrorista, nacionalismo chovinista, asistencialismo demagógico, misticismo y
culto al líder y el apoyo sin complejos a las tradiciones y la mitología
reaccionaria, todas ellas, suelen ser recetas, tretas y métodos de actuación
característicos, pero indudablemente pueden variar. (…) Esto indica la
complejidad y evolución de los partidos, y la precisión con la que se tiene que
hablar de fascismo; no es lo mismo una acción puntual o una coincidencia
puntual con el fascismo que mantener de forma permanente y fundamental una
política fascista. En resumen, no es lo mismo tener ramalazos que ser en
esencia». (Equipo de Bitácora (M-L): Estudio histórico sobre los bandazos
oportunistas del PCE (r) y las prácticas terroristas de los GRAPO, 2017)

En todo caso, su idolatrado Thälmann estaría orgulloso de estos «análisis», él


también fue partidario de que por ejemplo «el primer golpe debía concentrarse
contra la socialdemocracia». Ahora bien, considerar que la socialdemocracia era
siempre y en cualquier lugar el baluarte de la burguesía −como también mantenía
Víctor Codovilla en América−, tanto en países donde existía un peligro fascista
−Alemania− o donde la socialdemocracia era anecdótica −Argentina−, era una
clara muestra del pensamiento metafísico que atrofiaba la línea táctica del partido
y para demostrarlo nos remitimos a los resultados en ambos países: ascenso de
Hitler y consolidación de Perón. El líder del partido germano proclamaría: «Nada
sería más fatal y oportunista que la sobreestimación del hitlerismo». ¡Este
visionario es su modelo a seguir! Y los eslóganes que proliferaban en aquella
época fueron algunos como el bochornoso: «¡Después de Hitler, nuestro turno!».
Por no extendernos más… si ya mostramos que el PCE (r) hizo suyas las doctrinas
más sectarias y ultraizquierdistas de Thälmann, los «reconstitucionalistas» hacen
lo propio. Véase el capítulo: «Quien adopta el mito de Thälmann acepta el destino
al que conducen sus errores» (2017).

¿Se deben defender los derechos democrático-burgueses?

En un artículo del todo esperpéntico, declaraban que la máxima de Dimitrov: «La


subida del fascismo al poder no es un simple cambio de un gobierno burgués por
otro, sino la sustitución de una forma estatal de dominación de clase de la
burguesía −la democracia burguesa− por otra, por la dictadura terrorista
abierta», no era justa, ¿por qué razón? Atentos al reduccionismo:

«Esta formulación abre la puerta a un embellecimiento de la democracia


burguesa, forma estatal de dominación de clase que también sabe y ha sabido
aplicar una brutal represión o una dictadura terrorista abierta. Baste recordar
el trato dispensado por la joven república alemana a los espartaquistas, o el de
la República Federal de Alemania a los luchadores de la RAF, por no volver
sobre los célebres ejemplos de Casas Viejas o Asturias durante la II República
española». (Partido Comunista Revolucionario (Estado Español); La Forja,
Nº29, 2004)

Los «reconstitucionalistas» comparan el nivel represivo sui generis de una


democracia burguesa durante situación insurreccionalista como la Revolución
Espartaquista (1919) con el nivel de represión común de una democracia
burguesa, y al parecer esto borraría todo lo demás, diluyéndose las diferencias
fundamentales entre el nivel represivo de un régimen fascista y otro democrático-
burgués. ¡Por supuesto! ¡Casas viejas=Dachau, Azaña=Hitler! ¡¡¡El nivel de
represión entre ambos suele ser el mismo, está clarísimo! ¡¡¡Que se lo pregunten
a los comunistas antes y después del establecimiento del nazismo o del
franquismo!!!

En 2013 la LR consideraban muy juiciosamente que:

«Otro de los errores graves que cometió el PCE, fruto de la política seguida por
la Comintern desde el VIIº Congreso de 1935, fue el de establecer una oposición
entre democracia y fascismo, en lugar de hacerlo entre dictadura burguesa y
dictadura proletaria». (Revolución o Barbarie; El fascismo y el papel de la
Internacional Comunista y el PCE durante la Guerra Civil española, 2013)
Esto bastaría para ver que estamos ante semianarquistas. ¡No hay oposición entre
el régimen democrático-burgués y el fascismo, entre la forma política más
«liberal» y su forma «autoritaria»!

«Si Engels dice que bajo la República democrática el Estado sigue siendo, «lo
mismo» que bajo la monarquía, «una máquina para la opresión de una clase
por otra», esto no significa, en modo alguno, que la forma de opresión sea
indiferente para el proletariado, como «enseñan» algunos anarquistas. Una
forma de lucha de clases y de opresión de clase más amplia, más libre, más
abierta facilita en proporciones gigantescas la misión del proletariado en la
lucha por la destrucción de las clases en general». (Vladimir Ilich Uliánov;
Lenin; El Estado y la revolución, 1917)

En ocasiones, para combatir el desviacionismo puntual o el abierto derechismo


que muchos de los partidos comunistas sufrieron durante 1917-53, muchos
grupos como los de la LR pasan a abrazar el sectarismo ultraizquierdista que
también profesaron estas mismas formaciones durante otras etapas. Pareciera
que tras intentar analizar los fenómenos de un periodo y detectar los aspectos
negativos, piensan automáticamente −y de forma idealista− que el anterior o
posterior debió ser correcto y se da carpetazo a la cuestión −al menos ese es el
sentir tan absurdo que transmiten, dado que argumentos serios no dan−. Es la
filosofía de la vulgarización dialéctica de los episodios históricos.

Esto es lo que escribían en 2021 en el enésimo comunicado grandilocuente sobre


el Primero de Mayo, en el que, como todos los anteriores, no vienen a decir nada
más que los manidos conceptos sobre la «Reconstitución del Comunismo», que
son lo máximo que han podido concretar y aportar sobre el «Ciclo de Octubre»
después de dos décadas:

«El republicano, que no es menos servil que sus colegas rojigualdos, dobla la
apuesta y, como hace nueve decenios, nos promete más y mejor Estado a
condición de ponerle un trapito tricolor. (…) «¡Abajo la República! ¡Vivan los
Soviets!», proclamaba el verdadero PCE en abril de 1931». (Comité por la
Reconstitución; La ignorancia es atrevida, 1 de mayo de 2021)

¡Claro que sí señores, este es el nivel! ¡Este es el triste panorama! Por un lado, los
revisionistas más derechistas de hoy adoran la tricolor y fetichizan todo lo que
tenga que ver con la II República (1931-36). Estos, normalmente critican el
sectarismo de los primeros años del PCE (1921-32), pero suelen disculpar sus
errores más conciliadores cometidos después; para algunos incluso el PCE solo
fue revisionista a partir de la oficialización del eurocomunismo en 1977, mientras
para otros aun hoy sigue siendo el faro ideológico, o al menos «guardan
esperanzas» de que se reponga de sus «horas bajas». Para más inri, intentan
comparar la situación de la España de 1936 con la actualidad, como si hubiera
que transitar por importantísimas tareas «democrático-burguesas» aún no
resueltas para las cuales demandan «un gran consenso». Patético. Véase el
capítulo: «El republicanismo abstracto como bandera reconocible del
oportunismo de nuestra época» (2020).

No obstante, su contraparte, los revisionistas más izquierdistas −al menos en esta


cuestión concreta, pues en otras son los más derechistas del mundo−, replican en
sentido contrario. Ellos no distinguen entre una democracia burguesa y el
fascismo, desprecian toda laboral sindical y parlamentaria y piensan que
cualquier momento es bueno para lanzarse a la «lucha final». He aquí que en este
bloque nos encontramos a los «reconstitucionalistas» quienes reivindican con
orgullo «el verdadero PCE», es decir la línea aventurera del señor Bullejos.
Veamos lo que describía José Díaz sobre este «magnífico periodo»:

«En 1926, más que un partido comunista había en España unos cuantos grupos
diseminados, sin ninguna cohesión entre sí, con una dirección que marchaba sin
perspectivas y sin tener en cuenta la ayuda de la Internacional Comunista (IC),
una dirección impregnada de todas las características anarquistas y sectarias.
(…) En 1931, es derrumbada la monarquía e instaurada la República. (…) Los
dirigentes de entonces, Bullejos, Adame y compañía, no comprendieron nada
respecto a lo que había cambiado la situación. En lugar de plantearse estas
consignas propias del momento, se pronuncian contra la República, en la cual
los obreros y las masas populares habían puesto toda su ilusión, dando la
consigna de: «¡Abajo la República burguesa!», «¡Vivan los soviets y la
dictadura del proletariado!». Los obreros, que buscaban a los comunistas al
implantarse la República para que les orientaran en las luchas por las
conquistas democráticas, cuando los comunistas les hablaban contra la
República eran señalados como aliados de los monárquicos y, en algunos sitios
−como Sevilla o Madrid−, las masas buscaban a nuestros camaradas para
lincharlos. (…) ¿Sabéis con qué querían hacer la revolución proletaria? Con un
total de ochocientos comunistas en el país y con el escándalo que hacían en los
mítines Bullejos y Adame». (José Díaz; Las luchas del proletariado español y las
tareas del Partido Comunista de España: Informe en el VIIº Congreso de la
Internacional Comunista, 1935)

La propaganda abstracta y repetitiva no solventa nada

«La frase revolucionaria es la repetición de las consignas revolucionarias sin


tener en cuenta circunstancias objetivas que se dan en un cambio concreto de
acontecimientos en un estado de cosas determinado. Consignas magníficas,
atrayentes y embriagadoras, pero desprovistas de base». (Vladimir Ilich
Uliánov, Lenin; Acerca de la frase revolucionaria, 1918)

¿Se han preguntado los «reconstitucionalistas» y similares por qué cuando


realizan ese tipo de arengas por escrito o en sus pancartas no logran
«revolucionar» a nadie? Entiéndase que, por ejemplo, cualquier grupo que hoy
salga y proclame como eslogan principal de una manifestación a proclamar
«¡Abajo el parlamento!» sería visto por la mayoría de la gente como un puñado
de enajenados. Por mucho que con ese acto se quiera expresar con la mejor
voluntad la necesidad de «superar el parlamentarismo burgués», no encontraría
sino un profundo rechazo entre la población. ¿Y dónde está la razón? No es muy
difícil de intuir, simplemente porque por desgracia los trabajadores siguen
confiando en él para resolver sus problemas políticos, como han corroborado las
elecciones madrileñas del 4 de mayo de 2021 con una participación del 76%,
donde respectivamente recibieron en cuanto a votos: PP 44,76%; Más Madrid
17%; PSOE 16,80%; Vox 9,15%; UP 7,24%; y C's 3,57%. Entonces, damas y
caballeros:

«Se trata precisamente de no creer que lo que ha caducado para nosotros haya
caducado para la clase, para las masas». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; La
enfermedad infantil del «izquierdismo» en el comunismo, 1920)

¡Sí! Sabemos que exactamente no toda la «izquierda radical» propone lo mismo:


algunos marchan sobre eslóganes como «¡Ni Dios ni Patria ni Rey!», mientras
otros claman «¡Viva la Guerra Popular!» y otros tantos reclaman «¡Por una
República Popular y Federativa!». Bien, está claro, ¿Pero alguno está si quiera
cerca de poder implantar eso o algo que se le parezca? ¿Acaso alguno de estos
grupos «antiparlamentarios» han empezado por realizar una agitación electoral
que no produzca vergüenza ajena? ¿Han explicado cómo funcionan los
mecanismos de la democracia burguesa, cómo funciona el parlamento, cómo se
crean y funcionan las leyes en el sistema capitalista? ¿Han expuesto su
alternativa, tienen, de hecho, una línea y un programa que vaya más allá de cuatro
formalidades que han copiado del vecino? Si, como veremos en los siguientes
capítulos, eso no ocurre ni por asomo, es que están empezando la casa por el
tejado. Entonces la cuestión es muy simple en este caso:

«Mientras no tengáis fuerza para disolver el parlamento burgués y cualquiera


otra institución reaccionaria, estáis obligados a trabajar en el interior de dichas
instituciones, precisamente porque hay todavía en ellas obreros idiotizados por
el clero y por la vida en los rincones más perdidos del campo». (Vladimir Ilich
Uliánov, Lenin; La enfermedad infantil del «izquierdismo» en el comunismo,
1920)

El problema de estas formaciones es que creen en la omnipotencia y veracidad de


un mensaje rudimentario hará cambiar toda la situación, ¡no tienen en cuenta
que existen 25 partidos y 250 círculos que también piensan lo mismo y de los
cuales apenas es difícil diferenciarlos entre sí! En verdad, también las
organizaciones que son más cautas y dicen aspirar a «reorganizar la vanguardia»
antes de intentar desplegar un «vasto trabajo de masas», en su mayoría no hacen
sino reproducir una propaganda demasiado abstracta, con frases manidas,
estética de secta religiosa y siendo sumamente torpes a la hora de expresarse de
cara al público no marxista −bien porque no tienen nada que decir o porque
utilizan adrede un lenguaje oscuro para ocultar su debilidad teórica−. Tanto los
grupos con un mínimo de aparato parecido al que se le exige a un partido como
los activistas de los círculos dispersos que existen diseminados a lo largo y ancho
de la Península Ibérica, todos ellos adolecen de problemas sumamente parecidos:
tienen vagas nociones filosóficas de marxismo, se organizan por instinto en
formas primitivas de organización, desarrollan un estilo de trabajo caótico y
operan en base a ideas totalmente erróneas sobre lo que debe de ser una agitación
y propaganda eficaz. Véase el trabajo: «¿Cuál es realmente el «trabajo de masas»
del revisionismo moderno?» (2020).

Entonces, ¿cuál es la línea que ahora reivindican ahora los neomaoístas de la LR


como la del «verdadero PCE»? La que José Bullejos y Cía. copiaron a principios
de los años 30 al Partido Comunista Alemán (PCA) encabezado por Ernst
Thälmann:

«Para quien no lo sepa Ernst Thälmann es quién heredaría la vena


espontaneísta, idealista y anarquista de Rosa Luxemburgo a la hora de analizar
los fenómenos sociológicos. Thälmann sería de aquellos líderes que en los años
30 serían conocidos por sus variadas tesis absurdas sobre el carácter del
fascismo y como combatirlo. Sus tácticas antifascistas fueron desastrosas para
el proletariado alemán, entre las que encontramos que, según sus miras: a) no
había diferencia cualitativa entre la democracia burguesa y la abierta
dictadura terrorista fascista; b) que el advenimiento del fascismo solo
significaba que la revolución proletaria estaba a las puertas; c) que el gobierno
de democracia burguesa como el de Brüning, Papen o Schleicher era ya
gobiernos fascistas, creando confusión en el proletariado sobre lo que es y no es
fascismo; d) que en pleno proceso de fascistización del Estado, la
socialdemocracia suponía el mayor peligro para el proletariado alemán; e) que
era un error crear un contraste entre los fascistas y los socialfascistas −como
denominaban a la mayoría de socialdemócratas− y que los socialfascistas eran
los principales causantes del fascismo y a quienes había que dirigir el principal
golpe». (Equipo de Bitácora (M-L); Las invenciones del thälmanniano
Wolfgang Eggers sobre el VIIº Congreso de la Internacional Comunista, 2015)

Este es el «comunismo verdadero» que piden los «reconstitucionalistas», veinte


años de «balance» para decir las mismas tonterías que sus predecesores
revisionistas hace casi un siglo, el camino que nos llevaría a todos a ser aplastados
por el nuevo Hitler o el nuevo Franco.

La abstención electoral como dogma anarquista

«Para los anarquistas, la conclusión de que se deben retirar a todos los


diputados obreros. (...) Transforma a los anarquistas en los más fieles auxiliares
del oportunismo, en su reverso. (...) Consagrar todas nuestras fuerzas a la
organización y preparación de la lucha abierta −¡y por eso renunciar a la
propaganda abierta de la tribuna de la Duma, y de la «propaganda», etc!−. Los
oztovistas han olvidado que es indigno de la socialdemocracia renunciar a la
propaganda desde la propaganda de la Duma. (...) Conclusiones anarquistas,
pues los anarquistas de todos los países exhortan a abandonar el «tráfago
desventajoso del parlamentarismo burgués» y a concentrar todas esas
energías» en la «acción directa». (...) Pero eso conduce a desorganizar y
sustituir la labor amplia y múltiple por un griterío de «consignas» impotentes
por su falta de ligazón con la realidad». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Del
artículo: «Una caricatura del bolchevismo», 1909)

El grupo escindido del Partido Comunista de España (Reconstituido), los


maoístas de la llamada «Línea por la Reconstitución» (LR), sin duda criticaban
mucho a su antigua organización, pero no dejaban de tener su misma postura
electoral:

«La única sombra que se ha ceñido sobre el arrollador triunfo derechista ha sido
la abstención. Opinión que propugnaba el PCR en un comunicado que
adjuntamos. Algunos partidos revisionistas −pequeño burgueses en el fondo,
aunque pretendan representar a la clase obrera−, como el PCPE, decidieron
avalar la farsa pseudodemocrática con su participación en ella. (...)
Actualmente, la mejor contribución a la causa obrera en el terreno electoral es
la táctica del boicot: hacer un llamamiento rechazar la dictadura del capital
deslegitimando su representación popular mediante la abstención,
dirigiéndonos al mismo tiempo a la masa creciente de abstencionistas con
propaganda que eleve su conciencia política hasta la comprensión de la
necesidad de negar la sociedad actual mediante la Revolución Socialista
Proletaria». (Partido Comunista Revolucionario (Estado Español); La Forja,
Nº31, 2000)

He aquí de nuevo cómo los maoístas enemigos del PCE (r) coinciden plenamente
con su supuesto némesis. Se trae otra vez la idea de que sus líderes, a través de
una llamada aislada a la abstención −y pensando que además esta se debe a su
llamamiento−. Es decir, que sin pisar en la vida un sindicato y sin denunciar al
parlamento desde dentro, como mandan los cánones bolcheviques y la propia
experiencia histórica, van a lograr lo que llaman la «concienciación» hasta la
«comprensión de la revolución socialista proletaria», aunque como ya hayamos
explicado, por medio de esta agitación no se conecta con nadie salvo con quien
pasea a las seis de la mañana su perro y observa con total aleatoriedad una
pintada fresca. ¿Se puede condensar mayor verborrea trotskista-bakuninista en
esta declaración? ¿Cuáles son los referentes históricos rusos que inspiran a esta
gente, los bolcheviques o los oztovistas?

Estos maoístas de tipo «reconstitucionalista», al igual que el PCE (r), hablan de


unas elecciones que, sí, efectivamente, son pseudodemocráticas, pero como lo son
en cualquier país democrático-burgués. Los partidos proletarios parten con
franca desventaja por los motivos que ya sabemos, por tanto, no están diseñadas
para que el proletariado se haga con el poder, sino para obstruir su expresión a
través de los mecanismos de la democracia burguesa, como son: la ley electoral,
la división de poderes o las comisiones que supervisan la legalidad y
transparencia en la financiación de partidos, ¿pero por qué, pese a todo esto,
ponérselo tan fácil a la burguesía? ¿Por qué los comunistas se iban a negar a
explicar a las masas dentro del propio parlamento la financiación ilegal de
partidos como PP, PSOE, C's, Unidas Podemos o Vox? ¿Por qué no explicar las
razones de que partidos como IU, CUP o Podemos sean más mansos desde que
son financiados por el Estado burgués y han llegado a tener cuotas de poder? ¿Por
qué no explicar cómo los medios de comunicación embellecen un sistema podrido
precisamente porque pertenecen a los grandes empresarios y banqueros que
financian a todas estas organizaciones políticas? ¿Por qué no explicar los
mecanismos burocráticos y las trampas de la propia legislación electoral
burguesa? ¿Por qué no explicar desde esta tribuna de la burguesía que la
cacareada división de poderes es un cuento, y los jueces son elegidos por los
partidos del parlamento? ¿Por qué no denunciar cómo se oponen los presuntos
partidos de «izquierda» a las medidas progresistas más básicas de vivienda,
desempleo, salario o antifascismo? ¿Por qué no denunciar el propio
incumplimiento del programa electoral del partido del gobierno a cada paso en
falso? ¿Por qué negarse a que los trabajadores oigan desde el parlamento los
privilegios y desmanes de la Iglesia como hizo el propio PCE de José Díaz durante
años? ¿Por qué no clamar contra la monarquía como hizo Julien Lahaut? ¿Por
qué no luchar contra la represión hacia el movimiento obrero y obtener mejores
condiciones para su nivel de vida y su libertad de organización, como hizo Bebel
toda su vida?

Simplemente no lo hacen porque no quieren ensuciarse las manos, porque son


unos charlatanes, unos señoritos, unos abstencionistas políticos ajenos a
cualquier entendimiento marxista de lo que necesita la clase obrera para elevar
su conciencia política. Las elecciones burguesas tienen su parte de falsedad
democrática por estos motivos que hemos mencionado, pero ellos también son
unos farsantes haciéndonos creer que un comunista no tiene nada que hacer en
ellas, sobre todo cuando varios de estos grupos se autodenominan «el partido de
referencia», cuyo deber aumenta ante este tipo de cuestiones, ya que es lógico que
un círculo o un grupo de estudio no tenga tal responsabilidad que cubrir. Pero no
podemos decir lo mismo del presunto partido aspirante a ser la vanguardia
organizada de su clase. No nos extendemos, ya que es algo que tocamos en otros
documentos. Véase el capítulo: «Los grupos semianarquistas y el nulo
aprovechamiento de las luchas electorales y sindicales» (2017).

¿Y en qué ha derivado todo esto? En que los «reconstitucionalistas» como el


señor Dietzgen se empeñen en que el «fracaso del marxismo-leninismo» es el
fracaso electoral de organizaciones revisionistas. Así ocurrió cuando tras debacle
de 2021 de la dupla PCTE-PCOE en las elecciones madrileñas de mayo, el
pontifique máximo de la LR anunció al mundo el 7 de mayo de 2021 que:

«@_Dietzgen: El comunismo lleva décadas en crisis y es evidente que las viejas


certezas −ir de tras del sindicato y de todo movimiento espontáneo, «darse a
conocer en las elecciones− han caducado hace mucho. El marxismo-leninismo,
tal y como ha llegado a nuestros días, no es operativo». (Comunista; Twitter, 7
de mayo de 2021)

Recuerda demasiado al pretexto falaz que utilizó en el siglo XX el vitalista Sorel,


que afirmaba muy apenado «verse obligado a renunciar a las nociones de Marx»
porque los presuntos representantes de su movimiento, como Jaurés o Bernstein,
estaban desempeñando una deshonrosa labor reformista y chovinista, por lo que
no le quedó más remedio que crear el «sindicalismo revolucionario» −que a su
vez tampoco escapa a muchas de las especulaciones y vicios que él denunciaba−.
¡Mon dieu! ¿Acaso había que responsabilizar a Marx y Engels porque varios de
sus discípulos se salieran por la tangente, porque desatendieran sus consejos más
básicos, como las cartas luego publicadas se encargaron de registrar para la
posteridad? Ridículo.

¿En qué se diferencian los fracasos de todos ellos de la panoplia de sectas que ha
sido y es la LR? ¿Qué fue del todopoderoso PCR, el MAI y demás grupúsculos?
¿Dónde quedaron sus grandes promesas revolucionarias? ¿Se hizo autocrítica de
sus falsos pronósticos? Denuncian las alianzas del PCTE con otros grupos
revisionistas y el no asumir responsabilidades. Cierto. Pero, ¿y ellos? El MAI negó
la claudicación de Gonzalo −pese a existir pruebas concluyentes−. En 2008
seguía tomando el pelo a la gente hablando de una «GPP» inexistente. Y existen
mil ejemplos más empezando porque no reconocen el tercermundismo de Mao y
su política proestadounidense que data desde los años 40. ¿Están en
disposiciones de dar lecciones al resto?

¿Qué hace la LR para superar los «métodos anticuados» de los grupos


revisionistas de los que tanto se mofa? ¿Sacar la publicación mensual de una
revista −como PCE (m-l) o RC− y contentarse con parlotear «que el sistema no
tiene salida» −como PCE (r) y PCOE−?

¿Promover el terrorismo senderista como «ejemplo de revolución», confundir


democracia burguesa y fascismo, negar el trabajo sindical y seguir la línea de
Bullejos de 1932 −como PCE (r) y PCOE−?

¿O quizás la diferencia la hace el cubrir la podredumbre ideológica tratando de


llamar la atención con agitaciones pintorescas −como tanto critican en RC-FO−?
¡Seguro que temblando se hallan los banqueros y empresarios por vuestra
valentía de colocar banderitas rojas muchachos!
¡Entonces debe de ser que se diferencian del resto por la gran labor de
concienciación con sus panfletillos que abogan por la abstención permanente
−como el PCE (r) del que juran diferenciarse−! ¿Subir los panfletos que uno
mismo ha repartido? ¿Debe de ser entonces que al menos destacan por el arte
urbano del cual hacen gala para promover la LR con sus grafitis? ¿No?

¿Dar charlas formativas sobre la eterna GPP en la India −como IC, Red Roja, RC
y Cía−? ¡Vaya! Tampoco eso es muy novedoso...

¿Soltar discursos grandilocuentes sobre el «poderío» y avance de su sello −como


RC-FO o PCPE−? Bueno... ¡en eso sí que reconocemos que son expertos
charlatanes al nivel del resto!

¿Claridad ideológica? Imposible para unos tercermundistas: adoran a Mao,


Gonzalo, Bob Avakian, Mariátegui, Luxemburgo, PKK, Lukács, Guevara, etc.
Concluyen que la «lucha de dos líneas» aún no ha concluido el «Balance sobre el
Ciclo de Octubre»; promueven una cosa y la contraria −«¡Que se abran cien
flores!»−.

¿Montar teatrillos con ínfulas revolucionarias? ¿Promover el trap como el


«himno de las huestes revolucionarias» como recientemente recomendaba el
«Camarada Luca»? Oh, ¡qué rompedor!

Todas estas tareas, incluso en aquellas que podrían ser positivas si se les diera un
enfoque serio y profesional, pierden todo valor cuando revisamos que en la línea
ideológica de estas organizaciones la coherencia revolucionaria brilla por su
ausencia. Véase el post de hilo de Twitter: «¿Es el marxismo-leninismo caduco?»
(2021).

¿Trabajo sindical? ¡Eso es muy del siglo XX!

«De todos los partidos revolucionarios y de oposición derrotados, fueron los


bolcheviques quienes se replegaron con mayor orden, con menos quebranto de
su «ejército», conservando mejor su núcleo central, con las escisiones menos
profundas e irreparables, con menos desmoralización, con mayor capacidad
para reanudar la acción de un modo más amplio, acertado y enérgico. Y si los
bolcheviques obtuvieron este resultado, fue exclusivamente porque
desenmascararon sin piedad y expulsaron a los revolucionarios de palabra,
obstinados en no comprender que es necesario replegarse, que es preciso saber
replegarse, que es obligatorio aprender a actuar legalmente en los parlamentos
más reaccionarios y en las organizaciones sindicales, cooperativas, de seguros
y otras semejantes, por muy reaccionarias que sean». (Vladimir Ilich Uliánov,
Lenin; La enfermedad infantil del «izquierdismo» en el comunismo, 1920)
Las barbaridades que esgrimía el Partido Comunista de España (Reconstituido)
sobre el sindicalismo coinciden justamente con las de otros grupos maoístas que
también se encontraban encerrados en sus mundos de fantasías y con los que
precisamente polemizaba de vez en cuando. Pero, al fin y al cabo, eran y son
primos hermanos. Todos ellos tienen escritos donde juran que ellos a priori no
niegan la labor sindical, pero solo falta hace leer otras de sus publicaciones, para
ver que tienen un antisindicalismo de manual. Una de las variadas ramas de la
llamada «Línea de Reconstitución» (LR), opinaba en su sección «Documentos
sobre los fundamentos de la táctica comunista», desde el órgano escrito de su
«partido»:

«El sindicato solo genera conciencia de clase burguesa; y solo es posible


combatirlo desde la conciencia comunista y desde el Partido Comunista. No hay
terceras vías a lo Marta Harnecker, no existe la evolución natural del
sindicalismo al comunismo, ni de la conciencia obrera a la conciencia
revolucionaria. El comunismo es la única expresión revolucionaria y la única
forma de conciencia verdaderamente proletaria, contraria a la forma burguesa
que el obrero reproduce espontáneamente. El proletariado, o se incorpora a la
revolución con el Partido Comunista, o se incorpora a la reacción desde alguno
de sus organismos de masas, como el sindicato. (...) Es en estos términos que
rechazamos la línea de masas sindicalista, la consigna de ir inmediatamente a
los sindicatos para ganar a las masas frente al oportunismo de sus direcciones».
(Partido Comunista Revolucionario (Estado Español); La Forja, Nº35, 2006)

En lo relativo a la cuestión sindical afirman sin miedo ni vergüenza alguna:

«Es en estos términos que rechazamos la línea de masas sindicalista, la


consigna de ir inmediatamente a los sindicatos para ganar a las masas frente
al oportunismo de sus direcciones. (...) Por los motivos expuestos, que se
encierran en las tres conclusiones siguientes: primero, porque la presente etapa
de construcción del movimiento comunista requiere conquistar a la vanguardia
y todavía no a las masas; segundo, porque el sindicato se ha convertido en un
órgano más de encuadramiento de masas por parte del Estado capitalista, y en
esto −algo fundamental desde el punto de vista de la línea de masas
comunista− no se diferencia en absoluto de otros organismos, desde las ONGs
hasta las asociaciones de vecinos, pasando −¿por qué no?− por las peñas
futbolísticas, que deberán en el futuro ser objeto por igual de esa línea de
masas −y que, sin embargo, hoy quedan fuera del trabajo de los comunistas
sindicalistas, que han encontrado en el sindicato el templo donde rendir su culto
al obrero domesticado−; y tercero, porque la tendencia a privilegiar el sindicato
como objeto del trabajo de masas comunista supone otorgar un estatuto
especial a la esfera laboral desde la cual se articula, supone centrar ese trabajo
en la esfera de la producción, precisamente la esfera desde la que el capital
sobredetermina la organización y la existencia de la clase obrera,
subordinándola a las necesidades de su ciclo económico». (Partido Comunista
Revolucionario; El sindicalismo que viene, 2006)

¡¿Se han enterado de una vez?! Para el obrero, el sindicalismo hoy vendría a ser
lo mismo que una peña futbolística. Este es el nivel de análisis que se nos
ofrece. El fragmento ya demuestra la poca seriedad que puede tener estos
caballeros. ¿Qué opinaba el señor Lenin de todo esto? ¿Están anticuadas sus
máximas sobre el tema? Simple y llanamente, lean y opinen individualmente:

«Si no hay problema de la vida obrera, en el terreno económico, que no pueda


ser utilizado con fines de agitación económica, tampoco hay en el campo político
problema que no deba ser objeto de agitación política. Estas dos formas de
agitación se encuentran tan indisolublemente ligadas en la actividad de los
socialdemócratas como lo están entre sí las dos caras de una medalla. Tanto la
agitación política como la económica son igualmente indispensables para el
desarrollo de la conciencia de clase del proletariado; tanto la agitación política
como la económica son igualmente indispensables como orientación de la lucha
de clase de los obreros rusos, pues toda lucha de clase es lucha política. Uno y
otro tipo de agitación, al despertar la conciencia de los obreros, al organizarlos,
disciplinarlos y educarlos para la actividad solidaria y para la lucha por los
ideales socialdemócratas, les permitirán probar sus fuerzas en los problemas y
necesidades inmediatos, lograr concesiones parciales del enemigo, mejorar su
situación económica, obligarán a los capitalistas a tener en cuenta la fuerza de
los obreros organizados y al gobierno a ampliar los derechos de los obreros, a
atender sus reivindicaciones, manteniendo a ambos en constante temor ante la
hostilidad de las masas obreras dirigidas por una sólida organización
socialdemócrata». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Las tareas de los
socialdemócratas rusos, 1897)

Los nuevos grupúsculos «reconstitucionalistas» de la actualidad se atienen a


estos principios anarcoides mientras, a la vez, paradójicamente, se lamentan por
el hecho de que las masas prestan más atención a otros oportunistas que al menos
sí hacen, aunque sea mínimo, trabajo sindical. Estos avestruces políticos creen
que la lucha contra la burguesía y sus agencias revisionistas se hace por medio de
deseos. He ahí lo que hemos insistido varias veces sobre la diferencia entre un
partido marxista-leninista, con su capacidad de trabajo y sus labores ineludibles
a realizar, y un «partido», según los revisionistas, donde, pese a incluso tener la
capacidad, se impone su flojera para trabajar y bajar al barro. Véase el capítulo:
«Los grupos semianarquistas y el nulo aprovechamiento de las luchas electorales
y sindicales» (2017).

Como vamos comprobando poco a poco, los «reconstitucionalistas», como


antaño para el eurocomunismo, colman a Lenin de halagos: es un «gigante del
marxismo», un «coloso de la estrategia y táctica revolucionaria», pero, según
ellos, nada de lo que proclamó y comprobó empíricamente tiene ya sentido, está
obsoleto. Por nuestro bien debemos plegarnos ante las grandísimas innovaciones
de estos genios que guardan la quintaesencia del marxismo, la «Línea de
Reconstitución», ¡«fase superior del Pensamiento Gonzalo Bob Avakiano»! No
hay nada para elevar el nivel ideológico general como colgar unas cuantas
banderitas rojas, hablar en un lenguaje pedante como si dijésemos algo
importante o colgar a perros en las farolas con los nombres de tus contrincantes
es el camino… ¡ese es el camino compañeros! ¡Abajo aquello de bajar al barro del
sindicalismo, eso es gremial y burgués!

Profetas que auguran la cercanía del día del «Juicio Final»

«La tarea principal de hoy es preparar estas condiciones políticas frente a la ola
futura ola de revoluciones que se están gestando». (Partido Comunista
Revolucionario (Estado Español); La Forja; Nº6, 1996)

¿Dónde quedaron las «oleadas revolucionarias»? Por lo visto esa década hubo
«marea baja». ¿Y en el siglo XXI habrán aprendido a medir mejor la subida y
bajada del «mar revolucionario»? ¡Qué preguntas!

«Otra vez, España se hunde. El orden constitucional de 1978, sobre el que las
clases poseedoras de este país fijaron un renovado y democrático reparto de la
explotación de los oprimidos, ya no resulta ni útil ni satisfactorio para sus
progenitores. El Estado español viene enfrentando, desde la institución de su
actual Carta Magna, un proceso de reconstrucción, descomposición y ruptura
que presiente hoy sus días finales». (Revista Aurora; Revista por la
Reconstitución del Comunismo, Nº0, 2020)

¡He aquí un clásico de la palabrería que hace que nadie tome en serio a los
«marxistas»! ¿Cuántas veces hemos oído de los grupos y partidos pregonar que
«el régimen del 78 se descompone», que «nos enfrentamos a una crisis sin
precedentes»? Nos faltarían dedos de las manos y los pies para contarlas. Bien, y
si tales condiciones se han dado una y otra vez, y España ni siquiera ha salido del
bipartidismo político, ¿qué demuestra eso? ¿Su inoperancia analítica? ¿Su
exageración? ¿Ambas?

Tener que estar escribiendo estas líneas significa, una vez más, que estos
personajes jamás estudiaron nada de historia nacional ni internacional. Que no
aprendieron nada de los errores del movimiento revolucionario. Tomad nota:

«Dimitrov: Creo que la discusión muestra que estuvo absolutamente mal


considerar esta crisis mundial como la última crisis, aquella de la cual la
burguesía no saldría, que terminaría con la victoria de la revolución proletaria.
El retraso en enmendar este error todavía nos hace no poder avanzar. Se hace
tanto más necesario aceptar la propuesta del camarada Manuilsky y del
camarada Varga para aclarar la cuestión, señalar qué países han superado la
crisis, en cuales otros hay un estado de depresión. Necesitamos mostrar lo que
realmente existe, sin miedo a los hechos». (Internacional Comunista; La
ideología del fascismo. Material informativo para el informe de Georgi
Dimitrov en el VIIº Congreso de la Internacional Comunista, 11 de junio de 1935)

Entiéndase de una vez, damas y caballeros, que:

«Todo grupo revisionista que hoy anuncia el fin próximo del capitalismo, cual
profeta que difunde de tanto en tanto el día del juicio final, tiene muy poco de
marxista y mucho de estafador de tres al cuarto. O, si se quiere otro ejemplo,
recuerdan demasiado a los ilustrados del siglo XVIII, a los románticos del siglo
XIX o a los positivistas del siglo XX. Todos ellos albergaban una fe ciega en el
progreso, ignorando los obstáculos y esfuerzos que tienen que sortear primero
para llevar a término su presunto proyecto transformador. A través de unos
análisis simplistas de la situación general de su época y con recetas utópicas
para la solución a sus problemas, estos pensadores vivían en una burbuja,
abrazados en todo momento a un cándido optimismo que flaco favor hacía a las
luchas revolucionarias. Venían a proclamar que los avances en las ciencias
naturales o el desarrollo de las fuerzas productivas marcaban el «paso
inexorable del progreso», el augurio de la «destrucción del viejo orden
establecido» y la «redención de la humanidad». Lo que ocurría en realidad era
que exageraban ilusamente los logros positivos de su causa, mientras a la vez
se menospreciaban temerariamente los rasgos negativos que detectaban a su
paso. Eran espíritus exaltados que, lejos de calibrar qué podían hacer y qué no
con las limitaciones impuestas por el tiempo y los recursos, ligaban sus deseos
a la realidad, y no la realidad a sus deseos. Así, mediante el voluntarismo,
forzaban a poner en marcha una empresa tan heroica como estúpida, destinada
al fracaso de antemano, una que muchas veces acompañaban de justificaciones
filosóficas bañadas en la idealización de la libertad, el progreso y la ciencia, a
veces con tonos casi religiosos, donde se hablaba de la «ineluctable victoria de
las fuerzas del bien sobre las del mal», lo que paradójicamente producía entre
muchos de sus oyentes una espera pasiva o la autosatisfacción. Nuestros jefes
revisionistas son fieles discípulos de estos pensadores, por eso no han avanzado
de la neblina de confusión, activismo sin reflexión y chascos que causan crisis
existenciales.

Este es el discurso clásico del populista, pero no del marxista con rigor y
seriedad. Lo cierto es que el capitalismo sí tiene «salida» a sus crisis, como ya
hemos afirmado. Lo hemos comprobado históricamente en sus últimas crisis:
rescatar a la banca privada con dinero público, cargar sobre los hombros de los
trabajadores mayores jornadas laborales y mayores impuestos, flexibilizar los
contratos laborales en beneficio del fácil despido y abaratar la indemnización,
recortes en campos públicos sensibles para los trabajadores −sanidad,
educación−, petición de nuevos créditos, renegociación de la deuda ya existente
o condonación de la deuda impagable, devaluación de la moneda o creación
artificial de la misma, búsqueda de nuevos mercados −incluso a costa de poder
iniciar una guerra−, expropiación o confiscación de los sectores necesarios,
represión a sangre y fuego... y muchísimas variables más que dependen del tipo
de país que sea y de donde se produzcan los déficits a tratar.

Estas fórmulas son las que podríamos llamar las «válvulas de escape» de las
que se vale la burguesía para evitar que su sistema se autodestruya por sus
crisis cíclicas. Otra cosa muy diferente son los cambios de gobierno, o los
cambios en las formas de dominación política, recetas a derecha e izquierda que
no alterarán los elementos indispensables que dan a luz las crisis: las leyes
económicas fundamentales del capitalismo −como la extracción de plusvalía, la
ley del valor, la búsqueda del capitalista de máximos beneficios posibles−.

En consecuencia, siempre habrá países en depresión económica, otros en


estancamiento y otros en crecimiento, pero jamás habrá ese «colapso del
sistema capitalista» −y menos a nivel mundial− salvo que los revolucionarios
induzcan tal final pasando de revolución en revolución, país a país, pero para
ello se necesitan unos requisitos que hoy no se cumplen ni de lejos.

Mientras el nivel de concienciación y organización de la clase obrera y otras


capas populares sea bajo o nulo, estas medidas serán fácilmente aplicables para
la burguesía sin mucha conmoción. Sin una estructura marxista-leninista sólida
y sin una influencia y autoridad respaldada sobre las amplias masas, las
futuras crisis que aguardan no solo no supondrán una «salida revolucionaria»,
sino que ni siquiera estaremos en posición de poder evitar la ofensiva del capital
cuando este pretenda cargar sobre los hombros de los trabajadores el peso de
la crisis. Aunque suene duro, esto es y será así porque en todo país en que los
trabajadores estén desorganizados no tienen la más mínima posibilidad de
defenderse ni de atacar eficazmente. Por ello, estas crisis socioeconómicas
siempre les serán sumamente dolorosas y en todo caso serán aprovechadas por
las distintas capas burguesas que pugnarán entre sí por derrocar o coaligarse
con la burguesía gubernamental». (Equipo de Bitácora (M-L): Estudio histórico
sobre los bandazos oportunistas del PCE (r) y las prácticas terroristas de los
GRAPO, 2017)

Insistimos, los «reconstitucionalistas» no varían en nada de lo que ha venido


asegurando el PCE (r), el PCE (m-l), PCOE y otros, una profetización de la
catástrofe del sistema capitalista, su hundimiento inminente bajo las llamas de la
revolución, que nunca sucede, porque ellos no están en disposición de
«revolucionarizar» nada, ni siquiera, aunque la «profunda crisis» exista
verdaderamente. Véase el capítulo: «La tendencia de ver en cualquier crisis la
tumba del capitalismo» (2017).
El sentimiento nacional en la era de la globalización

Muchos lectores se preguntan: «¿Cuál sería la postura de un marxista-leninista


sobre el sentimiento nacional en plena era de la globalización?». En realidad,
dicha respuesta tiene fácil solución: el revolucionario no es ni un burdo chovinista
ni tampoco un cosmopolita voluntarista.

Estos serán los cuatro grandes bloques a desarrollar: a) Pronósticos y


malinterpretaciones del «Manifiesto comunista» (1848); b) ¿Qué recomendaron
Engels y Lenin a los partidos marxistas de la II Internacional sobre «cuestión
nacional»?; c) La «Línea de reconstitución» y su rocambolesca teoría sobre la
«disolución de las naciones»; d) Los «reconstitucionalistas» y sus coqueteos con
el chovinismo y el cosmopolitismo.

Pronósticos y malinterpretaciones del «Manifiesto comunista»


(1848)

Quizás la mejor forma para empezar a abordar este espinoso tema sea una de las
citas más malinterpretadas de la obra de Marx y Engels:

«A los comunistas se nos reprocha también que queramos abolir la patria, la


nacionalidad. Los trabajadores no tienen patria. Mal se les puede quitar lo que
no tienen. No obstante, siendo la mira inmediata del proletariado la conquista
del Poder político, su exaltación a clase nacional, a nación, es evidente que
también en él reside un sentido nacional, aunque ese sentido no coincida ni
mucho menos con el de la burguesía. Ya el propio desarrollo de la burguesía, el
librecambio, el mercado mundial, la uniformidad reinante en la producción
industrial, con las condiciones de vida que engendra, se encargan de borrar más
y más las diferencias y antagonismos nacionales. El triunfo del proletariado
acabará de hacerlos desaparecer. La acción conjunta de los proletarios, a lo
menos en las naciones civilizadas, es una de las condiciones primordiales de su
emancipación. En la medida y a la par que vaya desapareciendo la explotación
de unos individuos por otros, desaparecerá también la explotación de unas
naciones por otras. Con el antagonismo de las clases en el seno de cada nación,
se borrará la hostilidad de las naciones entre sí». (Karl Marx y Friedrich Engels;
El Manifiesto Comunista, 1848)

Aquí no hay lugar a dudas, el carácter literal de la cita debería cerrar todo debate
en lo referente al proletariado y su postura sobre la nación. Pero, aun así, daremos
unos apuntes:

a) El proletariado no puede dirigir los destinos de su nación hasta que no se eleve


a clase dirigente del Estado, puesto que, si no controla la dirección de la
producción de bienes y servicios −y ello implica también retener la hegemonía
política y cultural−, no podrá darle a su labor social una esencia progresista que,
entre otros principios, incluye el internacionalismo. Si se quiere decir de forma
romántica: el marxismo es el verdadero humanismo, el cual no tolera la
explotación del hombre por el hombre ni los prejuicios nacionales, por tanto,
tampoco privilegios producto de mitos absurdos de otra índole. Pero esto no
significa que, hasta lograr tales objetivos, no tenga su propia concepción de lo
«nacional» y que no lo manifieste a través de su organización política o su propia
producción artística, dado que, en nuestra época, como ya adelantó Lenin, existen
dos culturas fundamentales que nuclean toda nación contemporánea −la cultura
proletaria y la cultura burguesa−. Pensar lo contrario, es reproducir el canon
trotskista, aquel que postulaba que la cultura proletaria solo asoma la cabeza una
vez dicha clase toma el poder y transforma económicamente la vieja sociedad y
sus mitos culturales… pero no puede existir una majadería más burda para
alguien que se considera «materialista» y «dialéctico».

b) En la esfera nacional el mayor peligro para el proletariado revolucionario es


creerse la zafia propaganda que justifica la política interna y externa de su
gobierno burgués. ¿A qué nos referimos? A brindar con la burguesía nacional
respecto a los mitos históricos que esta ha ido creando en la cultura de su país, es
decir, el tendiente a mantener como referentes a personajes reaccionarios y a
ocultar en cambio los episodios y figuras revolucionarias que todo progresista
reivindicaría. En realidad, esto solo acerca al trabajador a una «unidad nacional»
ficticia, pero nunca hacia la verdadera emancipación social y nacional de los
suyos. En el momento en que el de abajo acepta −conscientemente o no− el
discurso del de arriba expresado en la prensa, las instituciones, la legislación y su
modo de vida, está tirando piedras contra su propio tejado: contribuye a seguir
apretando las cadenas que le sujetan a este mundo, el mismo al cual maldice
porque no está conforme con su aspecto. Huelga decir que con la queja esporádica
no hallará nunca la forma de escapar a esta situación, por el contrario, es muy
posible que caiga en una penumbra espiritual mientras se entretiene
combatiendo a los hombres de paja que los capitalistas le irán presentando en el
camino… que «si no ha triunfado en la vida» es porque no tiene una «cultura del
esfuerzo» y un «espíritu emprendedor»; que la culpa de sus males reside en el
«malévolo inmigrante» que le «roba el trabajo»; que al no «estar bien con Dios
espiritualmente» no le pueden ir bien los asuntos terrenales, etc.

c) Ahora, todo lo anterior no quita que por fuerza de la materia viva −el ambiente
donde nace y se desarrolla− el trabajador tenga en su haber un «sentimiento
nacional» propio a su clase, renunciar a esto sería desligar al hombre de sus
condiciones materiales. La clave está en entender que la clase obrera solo es
progresista cuando aspira a destruir la propiedad privada y la explotación del
hombre por el hombre a nivel global, por lo que sabe que necesita confraternizar
con sus homólogos de otros países y continentes para eliminar los prejuicios
nacionales, raciales o sexuales de la faz de La Tierra. En cambio, la clase burguesa
bien se valdrá o potenciará un prejuicio u otro −en alianzas con otras burguesías
u otras capas sociales nacionales− si con esto se asegura retener el poder político,
si de este modo asegura la difusión de su cultura hegemónica y de todo aquello
que garantice que el show continúe, que su negocio siga funcionando y todo les
vaya «como la seda». En ambos casos, el interés de clase prevalece sobre su
nacionalidad −solo que por motivos diametralmente opuestos−. Por esto,
dependiendo de la situación, todo capitalista que sea inteligente alegará tener
motivos para ser «pragmáticamente cosmopolita», traicionando así los
«intereses nacionales», mientras otras veces sus intereses momentáneos le
otorgarán la oportunidad de engalanarse demagógicamente como «máximo
defensor» de la «Madre Patria» −aunque sin poder desprenderse de su prisma
reaccionario−.

d) En lo referente al nivel individual, el sujeto no puede −ni a nivel histórico ni


presente− contraponer unas naciones frente a otras en base a gustos personales
y en abstracto −de forma atemporal−, sino que debe realizar un análisis
ideológico, de clase, sobre las mismas. Esto es, examina quién las dirige y qué
política interna y externa persigue el gobierno de cada una de ellas −tampoco
debe caer en el equívoco de relacionar al gobierno de turno con la oposición
revolucionaria de dicha nación, dado que esta correlación no siempre ocurre−.
No hay, por tanto, «naciones elegidas» para «encabezar la emancipación social
humana». Ese «mesianismo nacional» siempre es un chovinismo mal disfrazado,
herencia del socialismo utópico. Una nación que hoy puede otorgar un «gran
servicio» a la «revolución mundial» expulsando a una potencia imperialista,
mañana puede convertirse en lo que combatió −a causa de sus dirigentes y
seguidores−. Una reluciente nación socialista bien puede en el futuro caer en el
pozo de la contrarrevolución y transformarse en el nuevo «gendarme» de la
reacción internacional. Hay infinitos paradigmas de esto.

e) En todo proceso histórico se produce una destrucción o al menos una síntesis


de una civilización respecto a otra o varias de su tiempo, bien sea por la vía
pacífica o violenta. En nuestra era capitalista contemporánea, aunque hay una
gran tendencia hacia el acercamiento en comparación a siglos anteriores, el
concepto socio-histórico de nación no ha sido superado ni mucho menos. Lo
mismo puede afirmarse respecto a la existencia e interacción de los múltiples
idiomas. En suma, pese a la innegable globalización y el aumento de las redes de
comercio y transportes, las naciones y sus culturas no se han «diluido» como
exclaman algunos, es decir, no se han eliminado las llamadas «culturas
nacionales». En todas las épocas existen países que hacen acopio de préstamos y
modismos de los «centros culturales» del momento, del mismo modo que en las
sociedades de clases siempre ha habido un sojuzgamiento político y económico
de unas civilizaciones sobre otras, pero eso no significa que se haya hecho
desaparecer mágicamente la conciencia nacional, ni que se hayan creado los
condicionantes que puede que algún día hagan diluir naturalmente la multitud
de naciones e idiomas de hoy. Este cuadro corresponde a la etapa comunista, no
antes.
En cambio, entre los «reconstitucionalistas» no es extraño verlos repetir como
papagayos fragmentos clásicos o desconocidos de Marx y Engels como
«argumento de autoridad», es decir, valiéndose de su fama, pero sin ser capaces
de analizar si el contenido tiene o tuvo sentido, si fue rectificado por ellos mismos
o si −más importante aún− sus pronósticos fueron corroborados o descartados
por la historia. Pongamos un ejemplo que para más de uno será sangrante:

«Las condiciones de vida de la vieja sociedad aparecen ya destruidas en las


condiciones de vida del proletariado. El proletariado carece de bienes. Sus
relaciones con la mujer y con los hijos no tienen ya nada de común con las
relaciones familiares burguesas; la producción industrial moderna, el moderno
yugo del capital, que es el mismo en Inglaterra que en Francia, en Alemania que
en Norteamérica, borra en él todo carácter nacional. Las leyes, la moral, la
religión, son para él otros tantos prejuicios burgueses tras los que anidan otros
tantos intereses de la burguesía». (Karl Marx y Friedrich Engels; El Manifiesto
Comunista, 1848)

He aquí un ejemplo claro de confusión entre a lo que se tiende y puede ser, y lo


que es. La Primera Guerra Mundial (1914-18) fue el mejor paradigma histórico
que refutó esta predicción. Este evento demostró sobradamente que las
«condiciones de existencia» del proletariado, su «no posesión de bienes», no son
garantías suficientes para superar los «prejuicios nacionales», ¡ojalá así fuese!
Muy por el contrario, lo que sucedió fue la abierta traición de los partidos
marxistas que componían la famosa II Internacional (1889-1914), los cuales se
parapetaron en la «defensa de la patria en peligro» para colaborar con la
burguesía nacional de sus respectivos países. Véase la obra de Lenin: «La
bancarrota de la II Internacional» (1915).

En suma, lejos de lo que han afirmado algunos, resulta que la reelaboración del
concepto de «alienación», desarrollada en escritos tempranos, como
«Manuscritos económicos y filosóficos» (1844), y maduros, como «El capital»
(1867), ofrece una explicación añadida y necesaria a este tipo de fenómenos. Marx
mostró con suma certeza en esta última obra que, desde el punto de vista del
burgués, ya puede dejarse libremente al trabajador asalariado a merced de las
«leyes naturales de la producción», es decir, «puesto en dependencia del capital»,
porque estas «condiciones de producción engendran, garantizan y perpetúan» a
«fuerza de educación, de tradición, de costumbre».

Entendemos que a priori esto pueda parecer excluyente, dado que, si las
condiciones materiales enfrentan al proletariado a la burguesía, ¿cómo pueden a
su vez condicionar su sumisión? Porque, para empezar, hablamos de condicionar,
no de determinar, por lo que entre el primer término y el segundo existe una
diferencia connotativa importante. A nivel lingüístico el primero −condicionar−
se da por hecho un margen de libertad al sujeto que en el segundo −determinar−
directamente no existe. En cualquier caso, ha de quedar claro que igualmente
emana de ahí −de las condiciones materiales− la raíz que hace que para el
proletariado la superación del «legalismo, la moral o la religión» que irradia la
cultura dominante no se produzca automáticamente. Ergo, cuando esta clase
social no tiene la conciencia ni los medios organizativos para oponer resistencia
y pasar a la ofensiva frente a su antagonista, ocurre que las más de las veces sus
miembros continúan atados a las nociones burguesas en todas estas áreas −sea
arte, política, historia, economía, sociología, biología o lo que se precie−.

Para el lector que aún no esté convencido le recordaremos que la actuación de dos
tendencias no significa negar una de ellas, sino que precisamente el
reconocimiento y corroboración de ambas es un principio científico básico que se
aplica a la economía, historia, sociología o cualquier otro campo. Entiéndase que,
como dijo Engels en «Del socialismo utópico al socialismo científico» (1880),
para el pensador metafísico y su mente cuadriculada esto puede ser un poco
complejo de entender, puesto que: «Para él, una de dos: sí, sí; no, no; porque lo
que va más allá de esto, de mal procede, una cosa existe o no existe; un objeto no
puede ser al mismo tiempo lo que es y otro distinto». En cambio, el pensador
dialéctico «enfoca las cosas y sus imágenes conceptuales substancialmente en sus
conexiones, en su concatenación, en su dinámica». En este caso, como aclaró
Engels en su «Carta a K. Schmidt» (12 de marzo de 1895) sobre las «las leyes
económicas»: «Ninguna de ellas tiene realidad si no es como aproximación,
tendencia, promedio, y no como realidad inmediata», algo que «se debe en parte
a que su acción entrechoca con la acción simultánea de otras leyes, pero en parte
a su naturaleza de concepto».

Ahora centrémonos, por ejemplo, en la cuestión de la familia. Este campo


también nos ayudará a observar cuan exceso de optimismo hubo también en estas
proclamas del «Manifiesto comunista (1848) respecto a la superación de los
«prejuicios burgueses». ¿La clase obrera está libre de toda concepción familiar
reaccionaria? No, y los propios Marx y Engels reportaron esto una y otra vez en
escritos anteriores y posteriores como «Las condiciones de la clase obrera en
Inglaterra» (1845) o «El capital» (1867). Y, en efecto, como en otros campos, la
espontaneidad de la clase obrera bien le puede jugar una mala pasada. A menor
nivel cultural y político, mayor es la posibilidad de que la clase obrera incurra o
reproduzca modelos familiares regresivos. También podemos señalar aspectos
análogos entre el padre burgués y el padre obrero respecto a la relación con sus
hijos:

«Si el primero trata que su vástago se haga con el manejo de los negocios o abra
otros buenamente productivos para el «honor» del «linaje familiar» −he aquí
una reminiscencia muy caballeresca−, el segundo, por las propias condiciones
del trabajo, se ve obligado a azuzar a su prole para traer un jornal más a casa.
La diferencia es que, en el primer caso, lo que mueve a uno es el individualismo
y la hipocresía del «qué dirán», en el segundo, la propia necesidad, la
desesperación familiar. Por el contrario, tenemos casos variados en ambos
campos. Está el burgués que mima a su hijo, que asume sin problemas que es −y
será toda la vida− un bohemio o un lumpen sin oficio ni beneficio, aquel que ha
decidido que dilapidará gran parte de la herencia familiar simplemente porque
puede, cosa que al padre no le preocupa demasiado porque siempre podrá
reponer las pérdidas y travesuras del «niño». También está el obrero que logra
por fin una vida más o menos holgada y desarrolla pensamientos muy poco
beneficiosos para su propio hijo, donde dado que él ha pasado «necesidad»,
malacostumbra a este a una vida fácil de holgazanería solo porque no quiere
verle «sufrir», convirtiéndole en un nuevo «marqués», algo que, lejos de
ayudarle, le lastrará en el mundo laboral y en su vida personal». (Equipo de
Bitácora (M-L); ¿Vivimos en un patriarcado?, 2021)

¿Qué recomendaron Engels y Lenin a los partidos marxistas de la II


Internacional sobre «cuestión nacional»?

Repasemos ahora lo que Engels y Lenin recomendaron al respecto de la cuestión


nacional precisamente con los partidos de la II Internacional. En 1893, cuando el
movimiento marxista estaba creciendo en Francia de forma amenazante para las
élites políticas, varios de sus enemigos naturales, en esta ocasión los
bonapartistas y los anarquistas, acusaron al Partido Obrero (PO) comandado por
Guesde y Lafargue de «antipatriotismo». Según los primeros, el concepto
marxista del «internacionalismo» era totalmente incompatible con ser un buen
patriota, creyendo estar poniendo a los dirigentes marxistas frente a la espalda y
la pared. ¿Qué posición tomaron ellos? En un artículo titulado «Socialismo y
Patriotismo» no solo aclararon cualquier equívoco al respecto, sino que en un
tono ofensivo declararon lo siguiente:

«En su impotente furia sobre la triunfante marcha del Partido Obrero nuestros
enemigos de clase han recurrido a la última arma que les queda en su arsenal,
la difamación. Están tergiversando nuestro internacionalismo del modo que
intentaron tergiversar nuestro socialismo. Y aunque aquellos que ansían
presentarnos como desposeídos de patria son los que ellos mismos, durante todo
este siglo, han estado sino siendo cómplices de incursiones hacia el territorio de
la patria y su desmembramiento, una patria cuya clase se rindió al saqueo y
rapiña por los bandidos financieros cosmopolitas y quienes habían estado
explotando sin detenerse en el derramamiento de sangre en Ricamari y Fourmi,
nosotros, lejos de permitirles el confundir una solución colectivista a la cuestión
con anarquismo, nunca les debemos permitir que traduzcan nuestro glorioso
eslogan «¡Larga vida a la Internacional!» como la absurda ventriloquia ¡Abajo
Francia!». (…) Sabemos que el patriotismo y el internacionalismo, lejos de
excluirse, son las dos formas de amistad humana que se complementan
mutuamente. (…) Gritando «¡Viva la Internacional!» gritan «¡Viva la Francia
del trabajo! ¡Viva la misión histórica del proletariado francés que sólo puede
emanciparse ayudando a emancipar al proletariado universal!». (El Socialista;
Órgano del Partido Obrero, Nº144, 17 de junio de 1893)
Pese a que el artículo era mejorable en algunos puntos, durante ese mes Engels
felicitó a los Lafargue por este tipo de declaraciones:

«La nueva salida del Partido Obrero con respecto al «patriotismo» es muy
racional en sí misma». (Friedrich Engels; Carta a Laura Lafargue, 20 de junio
de 1893)

«Tienes toda la razón al protestar contra las imbecilidades de los anarquistas y


de los boulanger-jingoistas». (Friedrich Engels; Carta a Paul Lafargue, 27 de
junio de 1893)

Aun con todo, apuntó que el término «patriota» tiene «un significado limitado, o
tan vago, según las circunstancias» como para ser utilizado sin causar dudas, por
lo que hubiera preferido que utilizase el de «francés» con las «consecuencias
lógicas que se derivan de ello». Pese a ello, matizaba que esto «no importa»
porque no dejaba de ser una «cuestión de estilo». De igual modo, Engels felicitaba
a sus compañeros por «ensalzar el pasado revolucionario» de Francia y también
consideraba que estas tradiciones se podrían encauzar para un «futuro
socialista». Al mismo tiempo, Engels le criticaba a Paul Lafargue que se dejase
llevar por teorías mesiánicas-nacionales, cuando declaraba que «Francia está
destinada a jugar el mismo papel en la revolución proletaria», algo que a Engels
le sonaba a una reedición de las ideas de Blanqui.

Por último, y no menos importante, cabe aclarar que Engels fue siempre el
primero en adelantarse a criticar los fetiches personales, la idolatría hacia la
historiografía burguesa nacional y los paralelismos anacrónicos en que incurrían
a menudo los dirigentes comunistas. En su opinión, a la hora de evaluar las
pasadas revoluciones burguesas, estos no entendían siempre la diferencia
fundamental con las revoluciones proletarias. Esto se anotó en obras como:
«Contribución a la cuestión de la vivienda» (1873), «Carta a Karl Kautsky» (20
de febrero de 1889) y «Carta a August Bebel» (1 de diciembre de 1891).

Ya en otra época, en 1908, también Lenin refutó tanto el chovinismo nacional del
alemán Georg von Vollmar, que defendía la política exterior de su burguesía
porque era la de «su nación», como el nihilismo nacional del francés Gustave
Hervé, que negaba tener en cuenta cualquier aspecto nacional. Lenin calificó a
ambas tendencias como las dos enfermedades que sufría la actividad proletaria,
una se deslizaba hacia el oportunismo nacionalista y la otra hacia el infantilismo
anarquista.

«Ante todo, hagamos algunas observaciones sobre el patriotismo. Es cierto que


en el Manifiesto Comunista se dice que «los proletarios no tienen patria»;
también es cierto que la posición de Vollmar, Noske y Cía. es «un guantazo» a
esta tesis fundamental del socialismo internacional. Mas de esto aún no se
desprende que sea justa la afirmación de Hervé y sus partidarios de que al
proletariado no le importa en qué patria vive: en la Alemania monárquica, en
la Francia republicana o en la Turquía despótica. La patria, es decir, el medio
político, cultural y social dado, es el factor más poderoso en la lucha de clase del
proletariado. Y si Vollmar no tiene razón, al fijar cierta actitud «auténticamente
alemana» del proletariado ante la «patria», tampoco tiene más Hervé con su
imperdonable posición no crítica ante un factor tan importante de la lucha
emancipadora del proletariado. El proletariado no puede permanecer
indiferente e impasible ante las condiciones políticas, sociales y culturales de su
lucha; por tanto, tampoco pueden serle indiferentes los destinos de su país. Pero
los destinos del país le interesan únicamente en lo que atañen a su lucha de clase,
y no en virtud de un «patriotismo» burgués, indecoroso por completo en boca
de un socialdemócrata». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; El militarismo belicoso
y la táctica antimilitarista de la socialdemocracia, 1908)

La «Línea de reconstitución» y su rocambolesca teoría sobre la


«disolución de las naciones»

Sin embargo, ¿a qué se dedican los «reconstitucionalistas», como supuestos


discípulos de Marx, Engels y Lenin? Bien, lo cierto es que tienen una particular
forma de interpretar sus fundamentos sobre la cuestión nacional. En el artículo
«Nacionalismo frente a marxismo revolucionario» leíamos:

«El marxismo-leninismo defiende el derecho de autodeterminación, la


democracia consecuente −que no el democratismo nacionalista, es decir, la
posición pequeño burguesa que pretende construir positivamente un Estado
para cada nación−, como mediación para propiciar la unidad del proletariado
y para acercar la finalidad suprema del comunismo en este campo: la fusión y
la posterior disolución de las naciones en una nueva humanidad universalmente
libre y autoconsciente». (Comité por la Reconstitución; Línea Proletaria, Nº3,
2019)

El problema es que, como ahora veremos, pecan de presentismo, puesto que


hacen de esa deseable «futura fusión y la posterior disolución de las naciones»
una afirmación, como si fuese la tendencia actual. Por supuesto, esta propaganda
irreal tiene un reflejo directo en los comentarios de sus seguidores en redes
sociales, en donde, aunque parezca una broma, lanzan panfletos, artículos y
comentarios más propios de bakuninistas confusos que de otra cosa:

«Los comunistas no ocultamos nuestros fines: queremos acabar con las


naciones, porque a ello apunta el proceso histórico, correlativamente con la
superación del modo de producción capitalista, el Estado, etc. Todas las
naciones: la española, la catalana, la china y la senegalesa». (Comunista;
Twitter, 15 de enero de 2021)
Esta manía de los «reconstitucionalistas» de deslizarse hacia el nihilismo
nacional en cualquier momento y lugar acaba dando pie, como era de esperar, a
que dentro de sus filas haya un grave eclecticismo ideológico en donde fácilmente
encontramos conatos de cosmopolitismo. A este se le puede definir brevemente
como:

«Una ideología reaccionaria que predica la renuncia a las tradiciones


nacionales, el menosprecio de la individualidad nacional en el desarrollo de los
diferentes pueblos, el rechazo a los sentimientos de honor nacional y orgullo
nacional». (Cuestiones de filosofía; Nº2, 1948)

Esta desviación es fácilmente observable, por ejemplo, en frases como la que


sigue, pronunciada por uno de los gurús del «reconstitucionalismo» apodado
«Dietzgen» −no confundir con el verdadero revolucionario Joseph Dietzgen−:

«Por saber: ¿la patria del proletario está en la música latina que oye de camino
al curro, en la novela inglesa que lee en el metro al volver a casa, en la serie
yanki que ve por la noche, en su compi de tajo rumana o en el compatriota poli
que apaleó a su primo catalán el 1-O?». (Comunista; Twitter, 15 de enero de
2021)

¡¿De verdad no se da cuenta este hombre de la cantidad de bobadas que suelta?!


¿Pretende usted Sr. «Dietzgen» mantener una ardua competición con Armesilla
a ver quién dice la cosa más estúpida al final del día? ¡Claro! Debe de ser que
Engels dejaba de ser alemán en el momento en que escuchaba a Paganini, lo
mismo para Marx por negarse a deshacerse en halagos respecto a la música
germana de su época como Wagner y Lizst. Muy por el contrario, somos
conocedores de que Engels ojeó muy a fondo los folletos políticos del británico
Owen o el francés Fourier, y que Marx aprendió otros idiomas como el español y
el ruso para leer a literatos como Cervantes o poetas como Pushkin. ¿Acaso eso
les «desnacionalizaba»? No, de hecho, la preocupación de ambos autores por los
asuntos alemanes y su movimiento obrero no cesó jamás, ni siquiera en sus días
de exilio.

La estrategia de «Dietzgen» se basa en hacer creer a cualquier pretendido


revolucionario que aquel que escuche heavy metal finlandés, fume tabaco
estadounidense y consuma películas alternativas en francés, estaría demostrando
la desaparición de su nacionalidad; esto sería la prueba definitiva de la progresiva
disolución de las naciones que está a la vuelta de la esquina. ¡Claro! ¡Porque jamás
un madrileño miró a Londres, Nueva York o Paris para adoptar, imitar o aderezar
su propio lenguaje, ropa, música, filosofía o ideas políticas! Todas las naciones
han nacido y se han desarrollado a partir de la influencia de múltiples culturas
locales y extranjeras. Esto que le parece tan sorprendente a «Dietzgen» no es sino
el efecto del aumento de las fuerzas productivas y el consiguiente aumento de los
intercambios internacionales de bienes y servicios.
Como ya hemos explicado en otras ocasiones, esta «globalización» no tiene por
qué implicar «un camino hacia la supresión de las naciones y sus culturas»
−como aseguran los nacionalistas «antiglobalistas» de Vox−. ¿Cómo explicárselo
a estos cabezas de chorlito? En muchos casos esta nueva situación puede llevar a
que un país reciba una mayor influencia de ese factor externo, pero que no tiene
por qué incluir una extinción de la propia cultura nacional. ¿Acaso la cultura
española no ha recibido durante siglos préstamos lingüísticos, musicales,
políticos o filosóficos de más allá de los Pirineos? ¿Y hoy? En efecto, pero de ahí
a hablar literalmente del próximo «fin de las naciones», es sobredimensionar las
cosas hasta alcanzar cuotas ridículas. De hecho, muchas de las culturas
nacionales hoy existentes no salen de la nada, sino que en muchas ocasiones han
sido también el producto de otras adaptaciones anteriores para sobrevivir en su
entorno. Nos referimos a un ambiente hostil, a intentos de asimilación forzosa,
¿no fue este el caso de las culturas nacionales de los países del Cáucaso o los
Balcanes?

Así, pues, en cada periodo histórico cada cultura se adapta a su manera a otras
influencias culturales «externas» de gran poder: el grado de aceptación o
resistencia estará determinado por la idiosincrasia e intereses afines de tal
comunidad para adoptar una postura de recepción o de rechazo. Empero, incluso
decidiendo una cosa u otra existen toda una serie de factores que determinan
finalmente si tal proceso se concluye en una asimilación de una cultura por otra,
o si esta nunca se llega a completar, por no olvidar que en otros puntos del planeta
existen escisiones de una misma cultura, surgen nuevas naciones, etcétera −algo
que a los «cerebros dialécticos» de algunos les cuesta un mundo de imaginar−. El
capitalismo moderno está hoy muy lejos de hacer desaparecer las barreras
nacionales, muy por el contrario, parece que a ratos las seguirá reforzando y
enfrentando a toda costa para tratar de sacar el máximo rédito bajo «motivos
nacionales». Entonces, ¿cuál es nuestra postura? Dicho en palabras llanas:

«El marxista reconoce la «nación» como un fenómeno social, histórico, pero a


diferencia del nacionalista, con sus fines belicistas y expansionistas, el
revolucionario −marxista− aspira a construir una comunidad humana global
de naciones formadas por hombres y mujeres que convivan en amistad, donde
se produzcan libres asimilaciones o separaciones según la libres apetencias de
sus soberanos, donde hombres y mujeres puedan autorrealizarse según sus
aspiraciones personales −siempre en respeto y con conciencia sobre la
colectividad de la que forman parte−. Esto puede sonar a utopía humanista,
pero analizándolo fríamente no lo es, y seríamos unos irresponsables o
pesimistas si nos negásemos a tal aspiración. Hay una hoja de ruta muy clara.
Para alcanzar el fin de la desigualdad entre naciones y las guerras se debe
aspirar no solo a la abolición de la propiedad privada que impide todo lo
anterior, sino también a la abolición de las clases sociales, al fin de las
diferencias entre ciudad y campo, entre trabajo manual e intelectualidad. Estas
son las condiciones sine qua non». (Equipo de Bitácora (M-L); Fundamentos y
propósitos, 2022)

Ponerse a debatir hoy cuánto tardará en darse una «única república universal» es
una labor tan bonita como inocua con las tareas que tenemos por delante −entre
ellas, poner fin a la hegemonía de las burguesías en cada país para que «estrechar
lazos» entre naciones socialistas sea algo factible−. Con el triunfo de la
Revolución de octubre (1917) y la efervescencia revolucionaria del bolchevismo
recorriendo media Europa, podrían hasta perdonarse los pronósticos
excesivamente optimistas sobre el pronto advenimiento de un evento mundial de
ese tipo, como ya vimos en ediciones anteriores. Véase el capítulo: «Entonces,
¿nunca ha coqueteado el marxismo-leninismo con nociones mecanicistas,
místicas o evolucionistas?» (2022).

Sin embargo, dejarse llevar hoy por estas discusiones resulta patético; es la
demostración palpable de que la «Línea de la Reconstitución» (LR) produce
debates tan provechosos como los monjes que discutían en la Edad Media sobre
el color de la túnica de Jesús en la última cena o el número de ángeles que
anunciaron su resurrección. Para ir finalizando, traigamos dos citas lapidarias
para aquellos que tratan de insistirnos una y otra vez en la importancia actual de
debatir sobre la futura «supresión de las naciones» cuando ni siquiera hemos
alcanzado una libertad plena entre estas.

En primer lugar, veamos lo que comentó Lenin al respecto en 1920:

«Lo que importa ahora es que los comunistas de cada país tengan en cuenta con
plena conciencia tanto las tareas fundamentales, de principio, de la lucha contra
el oportunismo y el doctrinarismo «de izquierda», como las particularidades
concretas que esta lucha adquiere y debe adquirir inevitablemente en cada país,
conforme a los rasgos originales de su economía, de su política, de su cultura.
(...). Mientras subsistan diferencias nacionales y estatales entre los pueblos y los
países −y estas diferencias subsistirán incluso mucho después de la instauración
universal de la dictadura del proletariado−, la unidad de la táctica
internacional del movimiento obrero comunista de todos los países no exigirá la
supresión de la variedad, ni la supresión de las particularidades nacionales −lo
cual es, en la actualidad, un sueño absurdo−, sino una aplicación tal de los
principios fundamentales del comunismo −poder soviético y dictadura del
proletariado− que modifique acertadamente estos principios en sus detalles,
que los adapte, que los aplique acertadamente a las particularidades nacionales
y nacional-estatales». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; El «izquierdismo»
enfermedad infantil del comunismo, 1920)

Pasemos ahora a ver lo que dijo Stalin cuando esta cuestión fue traída a debate
en 1929:
«Cometéis un grave error al poner un signo de igualdad entre el período de la
victoria del socialismo en un solo país y el período de la victoria del socialismo
en escala mundial y al afirmar que no solamente en el caso de victoria del
socialismo en escala mundial, sino también en el caso de la victoria del
socialismo en un solo país, es posible y necesaria la desaparición de las
diferencias nacionales y de los idiomas nacionales, la fusión de las naciones y la
formación de un idioma común único. Además, confundís cosas completamente
distintas: «la destrucción de la opresión nacional», con «la eliminación de las
diferencias nacionales»; «la destrucción de las barreras estatales entre las
naciones», con «la extinción de las naciones», con «la fusión de las naciones».
No se puede dejar de señalar que la confusión de estos conceptos heterogéneos
es absolutamente inadmisible en los marxistas. En nuestro país, la opresión
nacional ha sido destruida hace tiempo, pero de ello no se desprende, ni mucho
menos, que las diferencias nacionales hayan desaparecido ni que en nuestro
país hayan sido suprimidas las naciones. En nuestro país han sido destruidas
hace ya tiempo las barreras estatales entre las naciones, con sus
guardafronteras, con sus aduanas, pero de ello no se desprende, ni mucho
menos, que las naciones se hayan fundido ya, ni que los idiomas nacionales
hayan desaparecido, ni que estos idiomas hayan sido sustituidos por un idioma
común para todas nuestras naciones». (Iósif Vissariónovich Dzhugashvili;
Stalin; La cuestión nacional y el leninismo, 1929)

Los «reconstitucionalistas» y sus coqueteos con el chovinismo y el


cosmopolitismo

En resumidas cuentas, pongamos a alguien poco sospechoso de ser un chovinista


español o de estar en contra del derecho de autodeterminación, como era Joan
Comorera, para así poder explicarles a estos señores como si fueran niños
pequeños las nociones de nacionalismo, cosmopolitismo, patriotismo e
internacionalismo:

«El internacionalismo proletario presupone la existencia de la nación. El


cosmopolitismo presupone el menosprecio de la nación. El internacionalismo es
la mejor arma de la clase obrera. El cosmopolitismo es la mejor arma del
capitalismo monopolista, la más potente y aspira en consecuencia, a la
dominación mundial. El patriotismo es la expresión natural del
internacionalismo proletario. El nacionalismo es la expresión natural de los
monopolistas. Lenin ha dicho que un mal patriota no puede ser un buen
internacionalista. Los yankees como Foster Dulles afirman que los pueblos
europeos han de abandonar el concepto «anacrónico» de soberanía, ahora que
Estados Unidos ha acentuado el nacionalismo agresivo, exclusivista,
chovinista: he aquí la doble cara del cosmopolitismo». (Joan Comorera; El
internacionalismo proletario, 1952)
Ahora pasemos a observar la «cita archiconocida» según el señor «Dietzgen», de
José Díaz, que, según él, ha hecho mucho daño:

«Camaradas: hay una bandera que está en manos de nuestros enemigos, que
ellos tratan de utilizar contra nosotros y que es preciso arrebatarles de las
manos: la de que votando por ellos se vota por España. ¿Qué España
representan ellos? Sobre este asunto, hay que hacer claridad. Cuando la
reacción, cuando el fascismo no puede demostrar con hechos prácticos que ha
mejorado en lo más mínimo las condiciones de vida y de trabajo de la clase
obrera y de las masas campesinas −porque las ha empeorado−, y no solamente
las de los trabajadores manuales, sino las de los empleados, de la pequeña
burguesía, de los campesinos, incluso de la burguesía media; cuando en nada se
ha mejorado −sino, repito, empeorado− la situación de estas masas populares;
de una manera abstracta, para cazar incautos, se dice, se grita en los carteles,
en los mítines: votando por nosotros, votáis por España, votáis por la patria.
Este argumento, que penetra sobre todo en las capas de la pequeña burguesía,
de la burguesía media, gentes que aman a su patria y a su hogar, hay que
analizarlo y demostrar que quienes aman verdaderamente a su país, somos
nosotros, y que somos nosotros los que vamos a probarlo con hechos, pues no es
posible que continúen engañando a estas masas, utilizando la bandera del
patriotismo, los que prostituyen a nuestro país, los que condenan al hambre al
pueblo, los que someten al yugo de la opresión al noventa por ciento de la
población, los que dominan por el terror. ¿Patriotas ellos? ¡No! Las masas
populares, vosotros, obreros y antifascistas en general, sois los patriotas, los
que queréis a vuestro país libre de parásitos y opresores; pero los que os
explotan no, ni son españoles, ni son defensores de los intereses del país, ni
tienen derecho a vivir en la España de la cultura y del trabajo». (Prolongados
aplausos). (José Díaz; La España revolucionaria; Discurso pronunciado en el
Salón Guerrero, de Madrid, 9 de febrero de 1936)

Y respecto a esta última cita, ¿qué es lo que tiene que decir el neomaoísmo?
Atentos:

«Cita archiconocida, sí. Y el proletariado pagó esa «patriótica» defensa de la


República burguesa con su sangre». (Comunista; Twitter, 10 de mayo de 2020)

«Esa cita no hay por donde cogerla, es completamente contraria al marxismo y


sólo se dedica a idealizar la nación». (L. Volodia; Twitter, 10 de mayo de 2020)

Por supuesto, al César lo que es del César, no seremos nosotros quienes oculten
el hecho de que el chovinismo español estuvo muy presente en algunas de las
etapas del Partido Comunista de España (PCE), ni somos sospechosos de ocultar
tal cosa, ya que hemos criticado tales bandazos, inconsistencias y errores varios
de dicha organización. Véase el capítulo: «La evolución del PCE sobre la cuestión
nacional (1921-54)» (2020).
Pero no deja de resultar curioso todo el esfuerzo de los neomaoístas en criticar
los errores del PCE en temática militar o en la cuestión nacional, una corriente
como la suya que luego es bien sumisa a la hora de adoptar los mitos de la «Guerra
Popular Prolongada» o el socialchovinismo de su mentor Mao Zedong. Véase el
capítulo de Moni Guha: «El chovinismo del maoísmo en cuanto a la cuestión de
Mongolia» (1981).

La cuestión nacional no tiene excesiva dificultad para cualquiera que se haya


formado en marxismo debidamente:

«Amamos a nuestro país, ¿es que a nosotros, proletarios conscientes de la Gran


Rusia, nos es extraño el orgullo nacional? ¡Claro que no! Nosotros amamos a
nuestro idioma y a nuestro país. Nosotros trabajamos, sobre todo, para elevar
a las masas trabajadoras de nuestro país −es decir, a las nueve décimas partes
de su población− a la vida consciente de demócratas y socialistas. Nosotros
sufrimos ante todo viendo y sintiendo las arbitrariedades, las humillaciones, el
yugo que los verdugos imperialistas, los nobles y los capitalistas hacen sufrir a
nuestra bella patria. Estamos orgullosos de que esas arbitrariedades hayan
suscitado resistencias entre nosotros, los grandes rusos; estamos orgullosos de
que nuestro pueblo haya dado hombres como Raditchev, los decembristas, los
revolucionarios pequeño-burgueses de la década del 70; estamos orgullosos de
que la clase obrera de la Gran Rusia haya creado en 1905 un potente partido
revolucionario de masas, y que, al mismo tiempo, el campesinado de la Gran
Rusia haya empezado a transformarse en demócrata y a libertarse moralmente
del pope y del terrateniente. (…) Obreros grandes rusos, penetrados de un
sentimiento de orgullo nacional, queremos a toda costa una gran Rusia libre e
independiente, demócrata y republicana, que establezca sus relaciones con sus
vecinos sobre el principio humano de la igualdad y no sobre el principio
humillante del servilismo y el privilegio para una gran nación. Por eso decimos:
en la Europa del siglo XX, no se puede «defender la patria» más que poniendo
en movimiento las fuerzas revolucionarias contra los monárquicos, los
terratenientes y los capitalistas de «su» patria, es decir, contra los peores
enemigos de nuestra patria». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Sobre el orgullo
nacional de los rusos, 1914)

Sin embargo, como era de esperar, de esta línea en cuestión nacional de la LR


antagónica a la de Lenin no puede salir nada bueno. Hace poco hemos sido
testigos de cómo ella conduce a sus simpatizantes al terrible desfiladero de la
justificación de la opresión nacional, a negar el derecho de autodeterminación.
¿Cómo? bajo ridículas argumentaciones luxemburguistas, trotskistas y
armesillistas:

«No es por nada (sic) pero si mañana en Jaén se montan un 1 de octubre y


quieren separarse de Andalucía por lo que sea diríamos que hay opresión
nacional? Es que entonces estamos dando carta blanca a quién quiera a ser una
nación». (Pavel Korchaguin; Twitter, 3 de marzo de 2021)

«Pero es que el caso es que no veo opresión ninguna hacia Cataluña,


básicamente porque no es nación y mucho menos oprimida, ya me jodería. Yo
como proletaria comunista estoy a favor de una revolución proletaria en la que
trabajo, no en que un catalán rico se haga más rico». (Pavel Korchaguin;
Twitter, 3 de marzo de 2021)

Incluso llegando a afirmar que ¡el desarrollo de las naciones ya ha finalizado!

«Sí. La época de la configuración de naciones ya pasó. ¿Que podrían ser esos


movimientos nacionalistas, que en la mayoría de los casos se traduce en odio
chovinista? Yo diría que simple victoria ideológica de esta burguesía sobre otra,
otros dirán que es una nación oprimida». (Pavel Korchaguin; Twitter, 3 de
marzo de 2021)

«Digan amén a la metafísica camaradas, porque las naciones son las que son, no
puede haber ni habrá creación o destrucción de más naciones… toda lucha
nacional es reaccionaria». He aquí los ecos de Rosa Luxemburgo que Lenin
combatió una y otra vez:

«[Junius] dice que en la época imperialista toda guerra nacional contra una de
las grandes potencias imperialistas conduce a la intervención de otra gran
potencia, también imperialista, que compite con la primera, y que, de este modo,
toda guerra nacional se convierte en guerra imperialista. Mas también este
argumento es falso. Eso puede suceder, pero no siempre sucede así». (Vladimir
Ilich Uliánov, Lenin; Sobre el folleto de Junius, 1916)

Por si el lector cree que esto es una excepción, hay más ejemplos de Lenin
vapuleando estas concepciones que hoy recoge la LR, siempre tan admiradora de
la «gran obra» de Rosa Luxemburgo:

«En la época del imperialismo no sólo son probables, sino inevitables, las
guerras nacionales de las colonias y semicolonias. (…) Esta «época» no excluye
en lo más mínimo las guerras nacionales, por ejemplo, por parte de los pequeños
Estados −supongamos anexionados u oprimidos nacionalmente− contra las
potencias imperialista». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Sobre el folleto de
Junius, 1916)

«La «defensa de la patria» puede ser allí aún la defensa de la democracia, de la


lengua materna y de la libertad política contra las naciones opresoras, contra
el medievo». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Sobre la caricatura del marxismo
y el «economicismo imperialista», 1916)
Esto significa que, como en otros temas, partiendo de su caos e inmundicia
teórica, los «reconstitucionalistas» raudos acaban convirtiéndose en lo que
juraron combatir. Si en filosofía esta paradoja les ocurre a menudo con sus
proclamas contra el positivismo y el posmodernismo, a los cuales muchas veces
acaban emulando, aquí, en la cuestión de la problemática nacional, les sucede
exactamente igual. Saltan del «cosmopolitismo izquierdista» hacia el
«chovinismo derechista», acercándose en última instancia más a los postulados
de nacionalistas como Vaquero, Trevijano, Armesilla o Bueno que a reconocidos
internacionalistas como José Díaz, Engels, Lenin o Comorera.

Otros pasan al extremo opuesto, pues se prestan a defender las desviaciones


nacionalistas de algunas de las experiencias revolucionarias del siglo XX. En este
caso, al hablar de la URSS, un «sabio» nos dijo:

«Se le llamó «Gran Guerra Patria» porque el socialismo, la dictadura de


nuestra clase, es la única patria a defender». (Rejected; Twitter, 9 de mayo de
2021)

No, querido amigo, no se denominó «Gran Guerra Patria» por esas razones, sino
porque en los años 30 la dirección soviética había dado un giro de 180º respecto
a la cuestión nacional, llegando hasta el punto de rehabilitar a los viejos generales
del zarismo, los zares y celebrar las anexiones de países periféricos a la Gran
Rusia. De nuevo nos preguntamos: ¿por qué achacáis a Stalin errores ficticios y
no sois capaces de criticar lo realmente criticable? ¿Frivolidad, cinismo,
incapacidad? Véase el capítulo: «El giro nacionalista en la evaluación soviética de
las figuras históricas» (2021) y el capítulo: «Las terribles consecuencias de
rehabilitar la política exterior zarista en el campo histórico soviético» (2021).

Pero, ya sabemos, esto es lo que tiene la «lucha de dos líneas» maoísta, ¡la cual
nos brinda ser testigos de opiniones maravillosamente contrapuestas! Mañana
todas las facciones se batirán en duelo para ver cuál es el «cuartel burgués» y el
«cuartel proletario» −si la «posición cosmopolita» o la «posición chovinista»−.
Nosotros, por fortuna, no asistiremos a tal bochorno.

La idealización del lumpenismo y el espontaneísmo

«Durante la procesión y este posterior pequeño «mitin», así como tras este, la
mayoría del lumpenproletariado que Hyndman había tomado por
desempleados recorrió en masa varias de las calles cercanas más importantes,
saqueando joyerías y otras tiendas, y usando las hogazas de pan y las piernas
de cordero de ese modo saqueadas únicamente con el propósito de romper
escaparates hasta que eventualmente se dispersaron sin encontrar resistencia.
Sólo unos pocos rezagados fueron dispersados en Oxford Street por cuatro
policías. (…) Pero en lo que concierne a Hyndman, su comportamiento en
Trafalgar Square y Hyde Park el 8 de febrero hizo más mal que bien. El sermón
revolucionario, que en Francia sería visto como la basura pasada de moda que
es y no haría daño, es pura locura aquí, donde las masas no están preparadas;
repele al proletariado, animando sólo a los elementos inútiles y, en este país, se
presta a una interpretación, a saber, la incitación de saqueos que de hecho
siguieron, de forma que seríamos finalmente desacreditados aquí, incluso a ojos
de la clase trabajadora. En cuanto a haber llamado la atención sobre el
socialismo, no puedes saber hasta qué punto, tras siglos de libertad de prensa y
de reunión y la publicidad que lo acompaña, el público se ha convertido
completamente impermeable a tales métodos. Lo que se ha conseguido es
equiparar socialismo con saqueos en las mentes del público burgués y, mientras
esto puede no empeorar mucho las cosas, ciertamente no nos ha hecho avanzar»
(Carta de Friedrich Engels a August Bebel, 18 de marzo de 1886)

Lejos de aprender de la historia, cuando hoy se habla de saqueos, la confusión en


el manejo de la «economía política» de los «reconstitucionalistas» sale a relucir
por sí sola con declaraciones que son un completo bochorno. Son aquellos
caricaturescos personajes del «no somos espontaneístas, pero» −y todos sabemos
que nada de lo que se diga antes del «pero» importa realmente−:

«@_Dietzgen: De verdad, no voy a seguir con este absurdo. Si la riqueza se


presenta en forma de mercancía −ya satisfaga ésta al estómago, al ocio o a la
producción de más mercancías−, un saqueo −aunque se roben TVs de plasma−
es objetivamente una redistribución de la riqueza». (Comunista; Twitter, 1 de
junio de 2020)

Básicamente, la teoría de la que hacen alarde como «redistribución de la


riqueza», con base en la redistribución de artículos ya terminados, ignora la teoría
de Marx sobre la plusvalía. En resumidas cuentas, el comentario de este
alcornoque obvia que, si comprendemos que «redistribuir la riqueza» no significa
otra cosa que determinar quién percibe qué cantidad de dinero y por qué,
alterando esta relación, vemos que el acuerdo de pago y la extracción de la
plusvalía al trabajador tiene lugar antes de que se termine el proceso de venta de
mercancías. Es decir: esta «redistribución» realmente tiene lugar mientras el
obrero produce con su esfuerzo el valor de su propio salario y el valor añadido de
la plusvalía que, gratuitamente, se embolsa el capitalista.

«Por muchas vueltas que le demos, el resultado será siempre el mismo. Si se


cambian equivalentes, no se produce plusvalía, ni se produce tampoco aunque
se cambien valores no equivalentes. La circulación o el cambio de mercancías
no crea valor. (...) Hemos visto que la plusvalía no puede brotar de la
circulación, que, por tanto, al crearse, tiene necesariamente que operar a sus
espaldas como algo invisible en sí misma». (Karl Marx; El Capital, Tomo I,
1867)
Ergo, no hay que esperar a que una camiseta de Calvin Klein ya esté en el
escaparate para proceder a «redistribuir la riqueza», robándola, comprándola de
oferta, regalándola, etc. Antes de esto, el valor de la misma ya ha quedado
escindido en el proceso de producción, en salario y plusvalía. Y esta relación no
se altera en absoluto se haga lo que se haga con el producto ya terminado. En todo
caso, si el burgués se puede llegar a ver perjudicado por la pérdida de mercancías,
¿creen que será él mismo quién terminará cubriendo los gastos? Muy por el
contrario, o bien lo terminarán pagando los propios empleados o bien un seguro
contratado con parte de los beneficios que obtiene el capitalista, beneficios que
solo son posibles claro, mediante la explotación de sus trabajadores. ¿Qué clase
de redistribución inmediata supone esto?

Recientemente, en otras de sus «ciberperoratas populares prolongadas» estos se


quejaban amargamente de no poder ensalzar todo lo que huela a humo y caos:

«@_Dietzgen: Si defiendes la legitimidad del saqueo en cuanto redistribución


inmediata de la riqueza, los revisionistas sindicalistas te llaman anarquista; si
señalas los límites objetivos del movimiento espontáneo y la necesidad del PC,
los anarquistas te llaman autoritario. Ni tan mal, oye». (Comunista; Twitter, 3
de junio de 2020)

¡No, por favor, señor Dietzgen! Espere a leer nuestra explicación, señor Timonel.
No nos interprete mal y nos vaya a condenar antes de tiempo. No queremos salir
en sus terroríficos dazibaos, ni que la «Guardia Roja Ibérica» nos exponga en la
plaza pública colgándonos el sambenito −como en la era de la Inquisición−,
mucho menos que se nos mande a los campos de arroz de Valencia para
reeducarnos. Denos sólo un minuto. No estamos hablando de la legitimidad o
ilegitimidad de un saqueo o de quemar todo un barrio entero. No lloramos por
las farolas o contenedores quemados. La cuestión es en qué momento y para qué
se realiza tal actividad, analizar los aspectos positivos y negativos que comporta
una acción, sea violenta o pacífica. Esas preguntas también son «legítimas» para
un hombre de ciencia, ¿no? Si no se realiza tal análisis no se entenderá del todo
por qué la justa rabia del pueblo cuando no es dirigida por un grupo
revolucionario se queda en agua de borrajas. Y es esto lo que precisamente hace
pensar a muchos que toda violencia es inútil, que el pacifismo a ultranza y el
«constitucionalismo» son el único camino posible. Eso es precisamente lo que
explicamos con conceptos idealistas como la «kale borroka» de la «izquierda
abertzale»:

«¿Servía de algo esta «acción directa» realizada de esta forma mecánica?


Obviamente, esto no iba a hundir el sistema económico capitalista ni iba a ganar
la «guerra contra el Estado» o forzar una negociación cómoda para ETA. La
realidad demuestra que esos bancos y locales que atacaron gozaban seguros
capaces de cubrir tales desperfectos sin problema alguno, cuando no los locales
afectados eran de humildes pequeño burgueses aquejados por la crisis. Es
entendible que en estas situaciones los periodistas burgueses señalen
preocupados la molestia que el desperfecto del mobiliario urbano puede
producir. Históricamente cuando esto ha ocurrido para la población no hay un
debate económico sino político, la aceptación de esto como un acto descabellado
o un sacrificio depende del contexto en el que se llegue al acto, pues ha habido
ocasiones en que ha sido tolerado por los propios vecinos de la zona y sus
simpatizantes si previamente han visto reivindicados sus derechos y
preocupaciones reales en las consignas de los autores, si hay una dirección
programática mínima en los actos y, sobre todo, si ellos mismos fuesen
partícipes de las protestas y luchas, es decir, si han sido persuadidos de la
necesidad de formar parte en las movilizaciones −bien sea de forma pacífica o
«menos pacífica»− por una causa que −conscientemente− consideraran justa.
Esto ocurrió no hace tanto en las luchas obreras de Reinosa en 1987, de Linares,
en 1994, los disturbios de Gamonal, en 2014, o las luchas vecinales contra el
soterramiento del AVE en Murcia, más recientemente. Ejemplos de luchas
masivas y exitosas las hay en todo el territorio peninsular. De otro modo, solo
se conseguía el desgaste, desmoralización, incomprensión y finalmente,
oposición de los barrios populares». (Equipo de Bitácora (M-L); ¿Con quién
estamos, con los contenedores o con el pueblo?, 2021)

Lo mismo que dijimos durante febrero de 2021 en la época de los disturbios sobre
el encarcelamiento de Pablo Hasél:

«¡Oh, no, los contenedores!», gritan los pusilánimes mientras las unidades
antidisturbios se dedican a vaciar ojos y a usar munición real contra
manifestantes. Pareciera que la gran víctima de las movilizaciones que se están
sucediendo esta semana fuera el inerte mobiliario urbano. Es más, si atendemos
a las afirmaciones de los «grandes analistas», pareciera que esta ola de
violencia espontánea −sí, espontánea, como no podría ser de otro modo− se
debe únicamente a la detención de Hasél. La realidad es que los vasallos de los
capitalistas −a uno y otro lado del espectro político− no entienden nada. Los
trabajadores no queman las calles por un rapero encarcelado, lo hacen porque
entienden que la severidad de su condena es desproporcionada y que, en
realidad, se debe a que la justicia burguesa lo está juzgando con dureza por ser,
o, mejor dicho, por creer que Hasél es «comunista» −ésta no distingue entre
churras y merinas, simplemente aparta de un guantazo todo lo que diga ser
opuesto a su sistema−. Quizás −una apuesta arriesgada, lo sabemos− también
inundan las calles por la rabia acumulada: por el peso de la pandemia que
cargan sobre sus hombros, por el último caso de violencia perpetrado por dos
«agentes de la ley», por la celebración de unas elecciones absurdas que solo
pueden ser calificadas como atentado contra la salud pública −nos referimos a
las catalanas, evidentemente, que se han celebrado con una tasas de contagio
astronómicamente superiores a las que propiciaron el encierro de 2020−. (…)
Estas protestas son un claro indicador de algo que estos protofascistas jamás
podrán comprender: por vacilante, vapuleado, desorientado, espontáneo y
confundido que esté, el pueblo está vivo, cansado y enfadado. Y es el papel de los
comunistas, marxistas o como quiera que se nos quiera llamar, hacer que las
condiciones objetivas y las subjetivas coincidan. Lo que determina si un acto es
revolucionario no es la acción «en sí», sino la organización previa, el motivo por
el que se desencadena en primer lugar y la participación de las masas en él. La
violencia será revolucionaria cuando las masas estén dispuestas a apoyarla y
ser parte de ella, cuando la sientan propia, y cuando esté dirigida a un fin
emancipador. Es por ello por lo que nosotros estamos con el pueblo, no con los
contenedores». (Equipo de Bitácora (M-L); ¿Con quién estamos, con los
contenedores o con el pueblo?, 2021)

En cambio, ¿qué análisis realizaron los simpatizantes de la LR durante las


protestas estadounidenses del Black Live Matters de 2020? Tomen asiento:

«@comradepark: Los afroamericanos no necesitan tu aprobación ni


beneplácito, ni lo que quiera que tú entiendes como «prestigio». El saqueo es
una forma directa de redistribución de riqueza y la violencia es el único lenguaje
que entiende la clase dominante». (ACAB; Twitter, 31 de mayo de 2020)

¡¿Han oído, no?! He aquí se mezclan argumentos populistas y cavernícolas. Por


un lado, ante una crítica lícita y liviana como puede ser el hecho de preguntarse
qué ha provocado esa «violencia espontánea», con qué fin realizan esto, cual es
el objetivo de los «indignados manifestantes», si hay unanimidad en las
reivindicaciones… el argumentario desaparece, «Se hace porque debe hacerse,
punto». Segundo, cual adolescente haselista que aún no ha superado su etapa de
adoración de las bandas terroristas más míticas, el «reconstitucionalista
vulgaris» apenas puede balbucear: «¡La violencia es el único lenguaje que
entiende la clase dominante!». Ajá, bueno, la violencia y el control ideológico de
masas; es por este último que no necesita sacar los tanques a la calle para
controlar las nimias protestas espontáneas. Pero sí, entendemos lo que se quieres
decir pequeño «Guardia Rojo», que el Estado reprime. ¡Una gran revelación
muchacho, muchas gracias! Y la solución contra la omnipotencia del poder
burgués y su aparato represivo es... ¿romper las máquinas como los ludistas?
¿Lanzarse a una aventurera insurrección como los blanquistas o los
cantonalistas? ¿Terrorismo graposo contra las empresas de trabajo temporal?
¿Destrozar las entidades bancarias cual batasuno? ¿Vaciar la Apple Store como el
Black Live Matter? ¿¡Y ya está, así de fácil!? ¡Qué imbéciles se verían los
bolcheviques si hubieran sabido esto! Fuera de ironías, nos atrevemos a afirmar
categóricamente que no habéis comprendido nada sobre la lucha de clases y las
formas de lucha organizada; os habéis quedado anquilosados en los sueños
románticos del bandolerismo decimonónico u os dejáis deslumbrar por el
bakuninismo de nuevo cuño. En resumidas cuentas, estos señoritos adoran:

«La violencia sin objetivo, absurda y diseminada». (Vladimir Ilich Uliánov,


Lenin; Del artículo «Apreciación de la revolución rusa», 1908)
Nos hablan de que los saqueos −de cualquier tipo y en cualquier situación− son
«redistribución inmediata de la riqueza», y sonríen complacidos. ¿¡Qué!? Debe
de ser una broma. ¿Y este es el objetivo de nuestros revolucionarios, convertirse
en los Robin Hood del siglo XXI? De ser sincera tal inclinación, no imaginamos
un eslogan más reformista e impotente. Pero, en estos casos, ni siquiera suele ser
así, dado que no se trata de robos y repartos para la población más necesitada −y
que de ocurrir no sería sino un asistencialismo igual de inofensivo para dañar y
cambiar el sistema que da luz a ese problema−, sino que la mayoría de estos
saqueos son cometidos con la intención de hacer un acopio de todo lo que se
pueda para satisfacer un enfermizo consumismo, para que el lumpen atesore sus
ansiados «bienes de prestigio». La cuestión es la siguiente: cuando el lumpen
repleto de rolex, zapatillas de marca y demás roba una televisión de plasma, ¿lo
hace por necesidad o para seguir acumulando abalorios en la cueva de Alí Baba y
los 40 ladrones? ¿Es para nuestros amigos «reconstitucionalistas» una
«redistribución de la riqueza» que algunos de los artículos rapiñados fueran
vendidos luego en Wallapop? Comparar una acción de protesta espontánea, como
el asalto a un supermercado por parte trabajadores empobrecidos y
desempleados, con un saqueo a una tienda para llevarse una camiseta del equipo
de fútbol favorito o un patinete eléctrico, es de por sí mezquino para la gente que
pasa necesidades, es de ser un indigente intelectual. ¿Qué quiere decirnos el
lumpen cuando asalta una multinacional para robar sus artículos? Nuestros
idealistas responderán: «¡Denunciar las condiciones infrahumanas de quienes
trabajan para fabricarlas en Bangladesh»! ¡Seguro! ¿Y cuándo asalta la humilde
tienda de frutas de un tendero? Ah, ahí ya ni siquiera contestan, solo defienden,
como Bakunin, que nos dejemos de «purismos», que la «revolución no se hace
con guantes de seda» y demás frases manidas totalmente sacadas de contexto. En
este último caso, bien harían en repasar las propuestas de Marx y Engels sobre el
trato a la pequeña burguesía:

«En primer lugar, es absolutamente exacta la afirmación, concebida en el


programa francés, de que, aun previendo la inevitable desaparición de los
pequeños campesinos, no somos nosotros, ni mucho menos, los llamados a
acelerarla con nuestras injerencias. Y, en segundo lugar, es asimismo evidente
que cuando estemos en posesión del poder del Estado, no podremos pensar en
expropiar violentamente a los pequeños campesinos −sea con indemnización o
sin ella− como nos veremos obligados a hacerlo con los grandes terratenientes.
Nuestra misión respecto a los pequeños campesinos consistirá ante todo en
encauzar su producción individual y su propiedad privada hacia un régimen
cooperativo, no por la fuerza, sino por el ejemplo y brindando la ayuda social
para este fin. Y aquí tendremos, ciertamente, medios sobrados para presentar
al pequeño campesino la perspectiva de ventajas que ya hoy tienen que
parecerle evidentes». (Friedrich Engels; El problema campesino en Francia y
Alemania, 1894)
Nuestros «reconstitucionalistas» coinciden con el anarquismo añejo y están en
desacuerdo con el marxismo clásico, por eso denuncian:

«La idealización del obrero como tal obrero, las supuestas virtudes morales y
de disciplina que emanarían de la posición de los «verdaderos» obreros frente
al lumpen, su «rapiña» y su «delincuencia». Es decir, el embellecimiento de la
explotación y las mismas retahílas de hace siglo y medio, pero en un contexto
totalmente diferente que las convierte en absolutamente reaccionarias».
(Movimiento Antiimperialista; Consideraciones sobre el agosto inglés, 2011)

Hombre, no sabíamos que el proletariado debía dejarse de «remilgos morales» y


adoptar la amoralidad del lumpemproletario, la «capa de vanguardia» para el
superhombre nietzscheano o el anarquista jesuita. Desconocíamos que el
proletariado no difería en cuanto a métodos y fines del uso de la violencia respecto
al lumpemproletariado. Véase el capítulo: «Reflexiones sobre «cultura lumpen»,
su rol en la sociedad capitalista y las organizaciones revisionistas» (2017).

No hace falta ser un erudito en historia del movimiento revolucionario para darse
cuenta de que el saqueo descontrolado y las actitudes propias del lumpen nunca
han casado muy bien con la doctrina marxista, lejos de eso, se acerca mucho más
a las nociones bakuninistas. En una obra Bakunin le comentaba a su amigo y
camarada Nechayev:

«Tomo el partido de los bandoleros populares y veo en ellos una de las


principales palancas de la futura revolución popular en Rusia. (...) Creo que con
el primer gran empuje del levantamiento del pueblo, el mundo de los
vagabundos, bandidos y ladrones, profundamente arraigado en nuestra vida
popular y uno de sus principales fenómenos, se pondrá en marcha poderosa y
masivamente. Bueno o malo, es un hecho indiscutible e inevitable, y quien desee
realmente la revolución popular rusa, quien quiera servirla, sostenerla,
organizarla, no solo en el papel, sino en los actos, debe conocer este hecho. Debe
tenerlo en cuenta, sin tratar de esquivarlo, tener una actitud consciente y
práctica, usándolo como un medio poderoso para el triunfo de la revolución».
(Carta de Mijaíl Bakunin a Serguey Guennadevich Nechayev, 2 de junio de
1870)

¿Por qué será entonces que Marx y Engels se molestaron tanto en criticar este
presunto «amoralismo» −que no es sino una inclinación infantil por la
destrucción−?

«Criticar esta obra maestra [de Bakunin] implicaría debilitar su impacto


cómico. También querría decir que se ha tomado demasiado en serio este
destructor amorfo que solo tuvo éxito interpretando un único personaje de
Rodolphe, Montecristo, Karl Moor y Robert Macaire. (…) Estos anarquistas
destructores, que quieren reducirlo todo al amorfismo con la intención de crear
la anarquía en la moral, empujan la inmoralidad burguesa hasta el límite. Ya
hemos sido capaces de evaluar, a partir de algunos ejemplos, el valor de la
moral de esta Alianza [organización de Bakunin], cuyos dogmas, puramente
cristianos en su origen, fueron escritos por primera vez con meticuloso detalle
por los Escobar del siglo XVII. Siendo la única diferencia que la Alianza
exageraba los términos hasta el ridículo y sustituyó la Sagrada Iglesia Católica
Apostólica y Romana de los Jesuitas con su archianarquista y destructiva
«causa sagrada revolucionaria». (…) Estos pequeños hombres con mentes
atrofiadas se hinchan con horribles frases con la intención de parecer, ante sus
propios ojos, gigantes de la revolución. Es la fábula de la rana y el buey [cuya
moraleja reza: no aparentes ser lo que no eres]. (…) ¡Qué revolucionarios más
terribles! Lo quieren aniquilar y amorfizar todo, «absolutamente todo».
Escriben listas de personas proscritas, condenadas a morir por la acción de sus
dagas, su veneno, sus cuerdas, las balas de sus revólveres; les «arrancarán las
lenguas» a muchos, pero se inclinarán ante la majestad del Zar. De hecho, el
zar, los oficiales, la nobleza, la burguesía pueden dormir tranquilos. La Alianza
no hace la guerra a los poderes establecidos sino a los revolucionarios que no se
rebajan al papel de supernumerarios en esta tragicomedia». (Karl Marx y
Friedrich Engels; La Alianza Internacional de la Democracia Socialista y la
Asociación Internacional de los Trabajadores; Memoria y documentos
publicados por acuerdo del Congreso de la Haya de la Internacional, 1873)

Ya sabemos lo que dirán después de este vapuleo… «¡Qué pesadilla estos de


Bitácora (M-L)! ¿No se les acaban las citas o qué?». Nosotros respondemos: «¡No
maten al mensajero!». Más bien de lo que deberían preocuparse es de porqué se
llaman «marxistas» si estos fragmentos demuestran que sus concepciones están
dentro de la gama del anarquismo más andrajoso:

«Los métodos favoritos elegidos por los anarquistas en 1906-07 fueron el terror
individual y las expropiaciones; pero estos métodos demostraban su debilidad,
y no la fortaleza del movimiento anarquista. Ello degeneró en puro bandidaje,
el cual no tiene nada en común con los objetivos de la revolución. (...) Por
supuesto, era más fácil atacar a pequeños tenderos, o robar apartamentos
privados, que ponerse a organizar la lucha de clases contra la clase
terrateniente o capitalista en general; era más fácil atacar a un oficial
individual del gobierno zarista que organizar a las masas para derrocar el
zarismo. (…) Esos anarquistas se llamaban a sí mismos comunistas. (...) Debe
anotarse que estos anarquistas no llevaron a cabo sus actividades entre los
obreros más organizados y con mayor conciencia de clase, sino entre las ruinas
jóvenes de la pequeña burguesía, entre los intelectuales pequeño burgueses,
entre el lumpemproletariado, y algunas veces entre verdaderos criminales, ya
que los bandidos eran bastante adecuados en lo que respecta a robos y ataques
a casas y tiendas. Para ello no precisaban de principios». (E. Yaroslavsky;
Historia del anarquismo en Rusia, 1941)
¡Pero qué vamos a esperar de quienes aún tienen como ídolo al «gran estratega
político-militar» del «Presidente Gonzalo»! Aquel experto en propaganda que
pensó que era buena idea «mandar un mensaje a los revisionistas» colgando a los
perros peruanos en las farolas bajo el cartel «¡Los perros de Deng Xiaoping!»; el
mismo «gran pensador» que ordenaba ejecutar a los «viciosos» e «indeseables»
del colectivo LGTB; ¿y cómo olvidar aquellos «coches-bomba» en mitad de las
travesías de la capital? No se le puede pedir peras al olmo.

El «trap» y las «vanguardias artísticas» como canon cultural

Entre los neomaoístas, una herencia que han adoptado con gusto es la estridencia
estética de la «Revolución Cultural» sesentero y el «Senderismo Gonzalista»
ochentero. Habría que preguntarse seriamente qué ser en sus cabales utilizaría
dicho material visual sin sentir vergüenza de su grupo. Pero bueno, todo es
esperable, ya que también albergan una especial debilidad por el arte de las
vanguardias burguesas del XX, muy seguramente porque se sienten identificados
con esta tendencia pequeño burguesa que juega a codificar el lenguaje en un
simbolismo intimista, justamente una baza tan clásica del posmodernismo que
tanto dicen repudiar. Pero a estas alturas del documento, el lector no se asustará
de esto, ¿verdad? En fin, como decíamos, a los «reconstitucionalistas» les
encantan las vanguardias artísticas del siglo XX: constructivismo, creacionismo,
etc. Celebran, como los neotrotskistas, las expresiones de los autores rusos de los
años 20. Entendido. ¿Y qué sería hoy en lo musical lo más parecido a las
vanguardias artísticas del siglo XX y su falsa transgresión? El trap. Un género
musical hegemonizado por lumpens, que ya sea en una versión más electrónica,
latina o popera, les excita de sobremanera considerándolo un «realismo sucio» y
demás zarandajas que sueltan para justificar lo injustificable.

El «famoso» «camarada Luca», capitán de las huestes cibernéticas maoístas,


posteaba con orgullo su admiración por Cecilio G [*]. Según le contestaba a otro,
hablamos de:

«@CamaradaLuca: Cecilio G, genio y figura». (Luca.; Twitter, 19 de febrero de


2020)

¿Y qué dice nuestro divertido «joker trapero» de carne y hueso?

«Ando con tres mujeres, tengo una mujer (Una mujer) / Ando con ella pero no
me enamoré». (Cecilio G; Ando con 3, 2019)

Entendemos que para el señor Luca, este modelo de famosos promiscuos, como
para el «camarada Mao», pueda ser válido, pero difícilmente será así para
alguien, ya no marxista, sino simplemente concienciado en la oposición más
básica al sexismo, pues este energúmeno de Cecilio G. le parecerá un esperpento,
y mucho menos se prestará a promocionar su discurso en las redes sociales. ¿Qué
será lo siguiente, apoyar a los raperos comerciales de Podemos o los raperos
glamurosos que votan a Vox? En otra ocasión, nos vendía como lo mejor de 2020
la producción de otro trapero [*]:

«@CamaradaLuca: Ahí llevas, en mi humilde opinión de lo mejor que ha salido


este año por estas tierras». (Luca.; Twitter, 3 abril de 2020)

¿Sí? A ver:

«Nos dirigimos a una época de comunicaciones simultáneas / Post-industrial,


post-literaria, post-individualista, post-civilizada... / Que provocará una nueva
confraternidad universal / Desideologizada, electrónica, neotribal». (Flat Erik
- Neo VdO (Prod. By Lost Twin & $kyhook, 2020)

Y así, de golpe y porrazo, los maoístas de la «Línea de Reconstitución» (LR) se


vuelven existencialistas y posmodernos.

¿Y esto es todo? Para nada. Por último, otro afable seguidor de la LR, 1871, cuyo
avatar −cómo no− era de un sujeto con pasamontañas y un AK-47, repite la
misma fórmula [*]. Convencido de su misión revolucionaria nos alecciona con
que:

«@Bildung1871: Defender y asumir el marxismo como concepción de mundo no


es una cuestión menor». (1871; Twitter, 3 de septiembre de 2021)

E inmediatamente a continuación «aporta a la causa» trayéndonos en su


siguiente tuit el maravilloso mundo espiritual que guardan los nuevos traperos y
drilleros, «¡La música de la calle chavales!». ¿Pero qué nos traía esta vez este
comprometido sujeto de la LR para que las masas eleven su «conciencia de
clase»?

«En tu coño me relajo / Sonrió contando el fajo». (Josito Migraña; Stone Island,
2020)

En este caso nos promociona a Josito Migraña, conocido, por ejemplo, por sus
colaboraciones con Jarfaiter en piezas como: «Con confundas» (2019). Allí estos
dos artistas aportaron grandes versos como «Ni con Xanax me relajo» o «Pongo
a bailar a tu zorra». ¿¡Todo un referente para la gente del barrio, verdad!?

Definitivamente, que los señores de la LR se dediquen a charlas y cafés con


Ernesto Castro para hablar en clave posmodernista y vender a los universitarios
el papel «empoderante» del «movimiento trap actual», pero que al menos
abandonen la simbología marxista porque la desvirtúan por completo. Aunque,
como sabemos, da igual, porque en este neomaoísmo hipócrita todo puede ser
salvado aludiendo a que esto fue un «desliz» del «camarada Luca», que su caso
refleja una «lucha de dos líneas» interna, una expresión más de las «cien flores y
cien escuelas de pensamiento». No sería extraño verlos anunciar que la LR,
manteniéndose «fiel a su ortodoxia» en cuanto estética, es decir, a las patéticas
canciones guerrilleras de los «senderistas» peruanos −donde se exaltaba
enfermizamente al «Presidente Gonzalo»−, también se plantee incorporar a
Jarfaiter como artista del «realismo socialista» para atraer a los jóvenes lumpens,
¡pero ninguna concesión más! Si en la Francia del mayo del 68 asistimos a
pintorescas escenas, con aquellos «Guardias Rojos» bohemios que vestían la
clásica boina francesa y recitaban el «Libro Rojo» de Mao mientras fumaban en
pipa −como su otro ídolo Sartre−, no menos surrealista nos parecerá en unos
cuantos años recordar cómo estos «traperillos» pululaban por las calles de
Madrid y Barcelona hablándonos como profetas de tres al cuarto sobre las
«graves consecuencias» de no asumir el «Balance de Octubre» de la LR, el cual,
como estamos viendo, significa volver a reproducir los peores vicios de la
intelectualidad urbana. Véase la obra: «La «música urbana», ¿reflejo de una
decadencia social?» (2021).

Desafortunadamente, esto solo corrobora que los representantes de la LR no han


podido escapar de los mismos pecados de juventud que otras tantas agrupaciones
de «izquierda», a las cuales miran por encima del hombro por su «seguidismo a
las ideas del sistema». Esto tiene fácil comprobación, ya no indagando sobre lo
que se promueve musicalmente en la militancia del PCE, PCOE, PCE (m-l) o
PCTE, que clama al cielo, sino que mejor pasaremos de una secta de fanáticos a
otra: de la LR a Reconstrucción Comunista/Frente Obrero, grupo principal y
tapadera, respectivamente, ambas lideradas por ese simio ilustrado llamado
Roberto Vaquero. Y es que, aunque se peleen mucho entre sí, los
«reconstitucionalistas» comparten más gustos de los que quisieran con esta
excéntrica formación. Sin ir más lejos, en 2021 una de sus militantes, la «filósofa
gallega» Paula Barreiro, publicitaba abiertamente desde sus redes sociales
personales canciones de La Zowi [*] y C Tangana [*], ¡todo un ejemplo para las
nuevas generaciones! Ya saben, como reza esta organización «¡Los principios
vencen!», y como han atestiguado ya varios exmilitantes, al parecer en este
círculo consideran que esta música es la predilecta para sus campamentos de
verano, no por casualidad la «camarada María» dijo aquello de «¡Orgullo Kinki!».
¿De qué se sorprenden? ¿Qué podemos esperar de quienes se tatúan símbolos
pandilleros de los Maras como los famosos tres puntos o de unos zumbados que
tararean canciones de los Tercios? Pero aquí no acaba todo, entre sus filas
cuentan con un «gran artista» que casualmente hoy es el complemento y perro
faldero del líder, Pau Botella, o mejor dicho «Pau Yang», quien además de reírle
los chistes a su amo, dedicó parte de su tiempo a este afamado género que
venimos tratando. Su mayor hit hasta la fecha sido «Pray for me» (2016), con
6.000 reproducciones en YouTube, algo un poco modesto para ser el género de
moda entre los adolescentes. Quizás por ello haya decidido entrar como
monaguillo a servir al Papa de la Iglesia Robertiana, recogiendo el diezmo de los
fieles a través de YouTube, con lastimosas intervenciones en que hace casi
literalmente de eco del líder todopoderoso. En su breve andadura como trapero,
su canción más exitosa contenía frases nada manidas como:

«Si no sabes de que hablo, no hablas». (Stab and Pau Yang; Pray for me, 2016)

O también:

«La vida atrapada en la pasta». (Stab and Pau Yang; Pray for me, 2016)

En otra ocasión la canción nos amenizaba con lo siguiente:

«Se creen con derecho a criticarme. A mí no me conozco ni yo. No me conoce ni


el cosmos». (Stab and Pau Yang; Outline, 2016)

No necesitamos ser ni tú, ni tu padre ni el cosmos para saber quién eres; un tonto
más del montón. En otra, con voz de androide, su «pana» Stab nos cantaba en un
tono existencialista:

«Corazón encriptao, viendo tragedia y nada se cuenta. Todos callaos, mirando


mi perla, en la caja madera. Y yo fuera oxidao, se repiten mis letras, es que no
son temas. Mi vida mi hermano too hard, toda llenita de penas. Solo los niños
son libres mi prim, todo es posible en la mente del child. Y luego atrapao en
falsos esquemas y toda esa mierda. Poniendo fronteras al caos, y yo en otro lao,
volando entre estrellas. (…) Solo quiero amar de verdad, quiero querer a mi
puta». (Stab and Pau Yang; Encrypted H, 2016)

Garantizamos que quien se digne a escuchar esto, desde luego, cambiará toda su
percepción sobre la música trap, ¡para bien! Ya que estas producciones
indirectamente harán parecer a C Tangana o Cecilio G unos virtuosos de la
música, con una sensibilidad al nivel de Bach o Vivaldi. Recomendamos la
escucha al lector de todos estos temas de Pau Yang, si es que esta criatura no los
ha borrado ya por vergüenza ajena. Sabemos que no son de una originalidad
sonora y una profundidad lírica enorme, pero si entre todos logramos reflotar su
carrera con un suculento aumento de visitas, es posible que en un futuro
tengamos más momentos inolvidables para ejercitar la risoterapia. Finalizando,
¿qué indica este esperpéntico repaso de los gustos de esta gente? Ante todo, que
el movimiento trap actual es el espejo perfecto para lastimosos jóvenes
decadentes que se las dan de «transgresores», como los «reconstitucionalistas»;
pero al mismo tiempo que sus valores casan perfectamente en RC-FO, ya que casi
podríamos asegurar que la providencia ha creado esta música para ayudar al
proyecto de la Iglesia Robertiana, ¡puesto que imparte de una manera muy
«moderna» el catecismo sobre cómo ser un buen lumpen entre los fieles!

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