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Bitácora Marxista-Leninista
1 de enero de 2022
Preámbulo ------------------------------------------------------------------------ 7
I ------------------------------------------------------------------------------------------- 12
II -----------------------------------------------------------------------------------------131
¿Bajo qué argumentos se niega el carácter científico del marxismo? --- 132
Señores, los grandes discursos no ocultan una realidad patética ------- 395
IV --------------------------------------------------------------------------------------- 436
¿Por qué cayeron los regímenes marxistas del siglo XX? ---------------- 441
Resulta que Marx, Engels, Lenin y Hoxha también eran maoístas y nadie
nos lo había dicho ------------------------------------------------------------- 508
VI --------------------------------------------------------------------------------------- 563
Profetas que auguran la cercanía del día del «Juicio Final» ------------- 580
Preámbulo
«En estos apuntes me he propuesto como tarea indagar qué es lo que ha hecho
desvariar a esas gentes que predican, bajo el nombre de marxismo, algo
increíblemente caótico, confuso y reaccionario». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin;
Materialismo y empiriocriticismo, 1909)
Nos resulta especialmente graciosa esta nueva moda neomaoísta. ¿Qué es este
movimiento que se presentó en su día como superador de los errores del Partido
Comunista de España (reconstituido)? Una unión de diferentes grupos con
inclinaciones maoístas que emergió desde varios afluentes: desde la disidencia
maoísta dentro del prorruso Partido Comunista de los Pueblos de España (PCPE)
hasta pasar por la escisión que sufrió el propio PCE (r) en los años 90 (La Forja,
Nº21, 2001). Varias de estas tendencias descontentas se agruparon entre 1994-
06 en el Partido Comunista Revolucionario (PCR) y su órgano de expresión «La
Forja». Aunque su proyecto de «reconstitución del partido» fracasó
estrepitosamente, desafortunadamente no desaparecieron de la escena. Aunque
más fragmentada, esta tendencia se empezó a reagrupar y volvió a publicar bajo
expresiones varias: Nueva Praxis (NP), Revolución o Barbarie (RyB), y el
Movimiento Anti-Imperialista (MAI). Más tarde, decidieron repetir la historia
fundiéndose en un órgano teórico de expresión, «Línea Proletaria» (LR),
formando en conjunto el órgano político «Comité por la Reconstitución» (CxR).
Pero parece que la «lucha de dos líneas» maoísta no tardó en hacer efecto y hubo
varias escisiones como la de Unión Proletaria (UP), cuya notoriedad ha sido y es,
también, nula. ¿Qué sorpresa, verdad?
En cierto modo, se consideran por encima del bien y del mal, creen de forma
idealista que hay que superar los «falsos debates y denominaciones» tales como
«marxismo-leninismo» y «maoísmo» −como si esto no fuese producto de una
larga y necesaria lucha histórica entre ideologías con metodologías y objetivos
diametralmente opuestos−. Esta es una estrategia pobre pero eficaz para tratar
de cazar a los más incautos. A ratos tratan de simular que es hora de desechar el
ropaje maoísta, mostrándose muy «críticos» con su herencia, pero solo para a
continuación considerarse como sus mejores y más inmediatos discípulos, por lo
que dejan entrever que no han roto el cordón umbilical. En resumidas cuentas,
todo esto es un viejo truco de ilusionismo, pues siguen siendo en lo fundamental
los mismos fanáticos de siempre, y en esto no hace falta ser un genio para darse
cuenta: siguen agarrándose a los mismos artículos de fe. Basta ver cómo todas sus
experiencias y figuras de máxima referencia en cuanto a su desviada idea de la
«revolución» proceden de esa fosa séptica donde se juntan y procesan todos los
residuos ideológicos, el llamado «Pensamiento Mao Zedong».
Entonces, ¿qué es lo que propone esta corriente para romper con los «viejos
esquemas», fallos y limitaciones, reales o ficticios, que señalan con tanto clamor
al resto? Nada nuevo, un poco de Mao, otro poco de Gonzalo y un pelín de Lukács
y Korsch sin que se note. Es más, esto nos recuerda a una escisión en Rusia del
grupo de los eseristas, sobre los que Lenin bromeó por prometer al público ruso
una notable «revisión de los desatinos del movimiento revolucionario», aunque
al final estos simpáticos seres estuvieran repitiéndolos uno a uno desde sus
inicios:
Entonces, ¿cuál es la razón para que el Equipo de Bitácora (M-L) dedique una
obra tan extensa de más de 350 págs. hacia una corriente a priori tan marginal y
anecdótica como la «Línea de la Reconstitución» (LR)? En primer lugar, porque
sus teorías condensan muy bien las desviaciones del marxismo más típicas de
nuestro tiempo, y porque en no pocas ocasiones, estas se remontan hasta varios
siglos atrás, lo que demuestra que aún no han sido superadas. En segundo lugar,
porque el adversario contra el que vamos a polemizar y nuestros ataques a sus
desatinos y especulaciones solo son una buena excusa para aclarar y exponer
desde una óptica correcta varios temas mucho más transcendentes. Ambas,
labores no muy agradables pero necesarias, suponen una situación análoga a la
que Engels tuvo que enfrentarse con la problemática de Dühring y sus ruidosas
teorías:
«El sistema del señor Dühring aquí criticado abarca un campo teorético muy
amplio; esto me obligó a seguirle por todas partes y a contraponer en cada
punto mis concepciones a las suyas. Con ello la crítica negativa se hizo positiva;
la polémica se convirtió en una exposición más o menos coherente y sistemática
del método dialéctico y de la concepción comunista del mundo sostenidas por
Marx y por mí». (Friedrich Engels; Anti-Dühring, 1878)
«Podría decirse que los revisionistas utilizaban, pues, dos tácticas, una
defensiva y otra ofensiva, para lograr una mínima aceptación y así luego el
posterior acuñamiento de su doctrina entre las masas de cara al interior en
primer lugar, y al exterior ulteriormente. La primera táctica defensiva era
intentar implantar cuidadosamente las bases de su doctrina dentro del partido
y en medida de lo posible lograr una aceptación en el exterior, como decíamos,
estos revisionistas clamaban que su ideología, pese a sus componentes
claramente heterodoxos, no debía ser criticada, pues «pese a todo seguía siendo
marxismo-leninismo», los revisionistas ponían como consecuencia de la no
aceptación de esta premisa, que quien no aceptase su «marxismo-leninismo
específico», estaría adoleciendo de dogmatismo, de izquierdismo, de sectarismo.
La segunda táctica, ofensiva, perseguía que una vez consolidada su ideología
dentro del propio partido, una vez seducida la mayoría del partido con los
sofismas necesarios y logrado reunir una cierta simpatía en el exterior,
implantar tanto dentro como fuera la idea de que la nueva doctrina era superior
a toda doctrina humana precedente, incluyendo el marxismo-leninismo… la
consecuencia, según estos revisionistas, de no acatar esta premisa, sería que
quien se opusiera caería en el derechismo, en el conservadurismo, ya que la
nueva doctrina era la «síntesis del pensamiento humano», y el marxismo-
leninismo algo obsoleto, y el apegarse a las ideas de este último, una muestra de
dogmatismo. Esta ha sido la estrategia de muchos revisionismos». (Equipo de
Bitácora (M-L); El revisionismo coreano: desde sus raíces maoístas hasta la
institucionalización del «pensamiento Juche», 2015)
«En la noche de densa oscuridad que envuelve a la más remota antigüedad tan
distante de nosotros, brilla la luz eterna, infalible de una verdad más allá de
toda duda: el mundo de la sociedad civil ciertamente ha sido hecho por los
hombres, por lo que se puede y se debe encontrar sus principios dentro de las
modificaciones de nuestra propia mente humana». (Giambattista Vico; La
ciencia nueva, 1744)
Aquí Marx tan solo expone en profundidad los mismos conceptos que también
andaba teorizando aún en su etapa de redactor para la literatura de los «Anales
franco-alemanes» −los corchetes son nuestros−:
Pedimos disculpas por adelantado por tener que atormentar al lector con
infinidad de textos enormemente largos que seguro ya conocerá, pero entiéndase
que esto será algo necesario para desmontar las especulaciones que la LR
reproduce a cada paso. Sigamos con las falsificaciones históricas de estos
aspirantes a «superadores del marxismo»:
En las «Tesis sobre Feuerbach» (1845) Marx no haría sino continuar con este
camino ya trazado. Antes que nada, debemos comentar algunas confusiones que
a veces hay sobre ellas. Esto ocurre en parte porque no dejaban de ser apuntes
personales del autor, cuya formulación y significado como notas rápidas podrían
estar sumamente claras para él, pero no para alguien que no estuviese al tanto de
lo que corría por su cabeza en esos momentos, razón de más si tenemos en cuenta
que, como comentó Engels, ese texto no tenía intención de ser publicado tal cual
estaba escrito, por lo que no precisaba de la misma claridad que otros trabajos.
Engels solo pudo darle a este documento una pincelada antes de publicarlo en
1886. En todo caso, creemos que esas tesis tienen una claridad suficiente:
«(I) El defecto fundamental de todo el materialismo anterior −incluyendo el de
Feuerbach− es que sólo enfoca el objeto, la realidad, la sensoriedad, bajo la
forma de objeto o de intuición, pero no como actividad sensorial humana, como
práctica, no de un modo subjetivo. De aquí que el lado activo fuese desarrollado
por el idealismo, por oposición al materialismo, pero sólo de un modo abstracto,
ya que el idealismo, naturalmente, no conoce la actividad real, sensorial, de por
sí. Feuerbach quiere captar objetos sensibles, realmente distintos de los objetos
conceptuales; pero tampoco él enfoca la actividad humana como una actividad
objetiva. Por eso, en «La esencia del cristianismo» sólo considera la actitud
teórica como la auténticamente humana, mientras que sólo concibe y plasma la
práctica en su forma suciamente judaica de manifestarse. Por tanto, no
comprende la importancia de la actuación «revolucionaria», práctico-crítica.
(…) (II) El problema de si al pensamiento humano se le puede atribuir una
verdad objetiva, no es un problema teórico, sino un problema práctico. Es en la
práctica donde el hombre tiene que demostrar la verdad, es decir, la realidad y
el poderío, la terrenalidad de su pensamiento. El litigio sobre la realidad o
irrealidad de un pensamiento que se aísla de la práctica, es un problema
puramente escolástico. (...) (VIII) La vida social es, en esencia, práctica. Todos
los misterios que descarrían la teoría hacia el misticismo, encuentran su
solución racional en la práctica humana y en la comprensión de esa práctica.
(…) (XI) Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el
mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo». (Karl Marx; Tesis sobre
Feuerbach, 1845)
Estudiando la biografía del filósofo más conocido del idealismo griego, Platón,
encontramos que este fundó la Academia para un fin práctico e incluso acabó
siendo vendido como esclavo por intentar aplicar sus tesis políticas entre los
tiranos de Siracusa. Que Platón pensase que existía un «mundo de las ideas»
donde estaban contenidos eternamente los valores de «ética», «justicia» o
«perfección», no significa que no pretendiese aplicar estas ideas «con rigor» en
su mundo terrenal, con todas las consecuencias políticas que de ello se deriva.
Más bien todo lo contrario, estaba totalmente convencido de que debía luchar por
alcanzar tales nociones −siguió intentándolo un par de veces más, con los mismos
o peores resultados−. En el caso de todos estos personajes, sus nociones y
metodología eran profundamente incorrectas en muchos aspectos en cuanto al
conocimiento, en otros resultaban inaplicables o poco atractivas para los políticos
y las masas contemporáneas de su sociedad, pero nada de esto les detuvo en la
mayoría de casos para intentar ponerlas en práctica, por lo tanto, no habría nada
más necio que afirmar sin más que fueron filósofos «contemplativos», pues en
muchos casos fueron hasta hiperactivos en ese sentido, «voluntaristas».
«El presente tratado no es una pura teoría como pueden serlo otros muchos. (…)
Es por lo tanto necesario, que consideremos todo lo que se refiere a las acciones,
para aprender a realizarlas, porque ellas son las que deciden soberanamente de
nuestro carácter, y de ellas depende la adquisición de nuestras cualidades, como
acabamos de decir. (…) Las acciones y los intereses de los hombres no pueden
someterse a ninguna prescripción inmutable y precisa, como no puede hacerse
tampoco con las condiciones diversas de la salud. Y si el estudio general de las
acciones humanas presenta estos inconvenientes, con mucha más razón el
estudio especial de cada una de ellas en particular presentará mucha menos
precisión aún; porque no cae en el dominio de un arte regular, ni, lo que es más,
en el de ningún precepto formal. Pero cuando se obra, es una necesidad
constante guiarse en vista de las circunstancias en que uno se encuentra,
absolutamente del mismo modo que se practica en el arte de la medicina y en el
de la navegación. (…) No adquirimos las virtudes sino después de haberlas
previamente practicado. Con ellas sucede lo que con todas las demás artes;
porque en las cosas que no se pueden hacer sino después de haberlas aprendido,
no las aprendemos sino practicándolas; y así uno se hace arquitecto,
construyendo; se hace músico, componiendo música. De igual modo se hace uno
justo, practicando la justicia; sabio, cultivando la sabiduría; valiente,
ejercitando el valor. (...) Tocando la cítara, hemos dicho, se forman los buenos
y malos artistas; mediante trabajos análogos se forman los arquitectos, y sin
excepción todos los que ejercen un arte cualquiera. Si el arquitecto construye
bien, es un buen arquitecto; es malo, si construye mal. Si no fuese así, nunca
habría necesidad de maestro que enseñara a obrar bien, y todos los artistas
serian siempre y de primer golpe buenos o malos. Lo mismo absolutamente
sucede respecto a las virtudes. (...) La primera condición es que sepa lo que hace;
la segunda, que lo quiera así mediante una elección reflexiva y que quiera los
actos que produce a causa de los actos mismos. (...) Pero el común de las gentes
no practican estas acciones; y pagándose de vanas palabras, creen crear una
filosofía y se imaginan que por este método adquieren una verdadera virtud.
Esto es poco más o menos lo mismo que hacen los enfermos que escuchan muy
atentos a los médicos, pero que no hacen nada de lo que los mismos les ordenan;
y así como los unos no pueden tener el cuerpo sano, cuidándose de esta manera;
lo mismo los otros no tendrán jamás muy sana su alma, filosofando de esta
suerte». (Aristóteles; Ética a Nicómaco, siglo IV a. C.)
Aunque cuando hay una fascinación por algo se puede llegar al punto de incurrir
en un fanatismo, también se puede lograr una mesura y análisis cabal respecto a
los maestros que admiramos. El humanista italiano Petrarca insistía una y otra
vez en la necesidad de estudiar la teoría para acometer en la práctica una «obra
virtuosa» −en el sentido más aristotélico y ciceroniano del término−. Esta
corriente de Petrarca no solo pretendía recuperar los clásicos de la literatura
greco-romana, sino también comentarlos de forma crítica y tratar de aplicar sus
conclusiones a las condiciones de entonces.
Para algunos, los que suelen regodearse en una verdad simplona, el «anotar la
diferencia que puede haber entre que tu filosofía sea práctica y luego no seas un
filósofo que lo aplique», es un hallazgo importantísimo sobre el cual reflexionar
una y otra vez, pero en verdad a nosotros no nos parece la gran cosa, porque es
un fenómeno que ocurre a diario. De hecho, esta es una cuestión comprensible
para todo hijo de vecino, por ello en el refranero popular existen expresiones
como «Del dicho al hecho hay un trecho» o «La práctica hace al maestro». Lo
cierto es que también podemos esgrimir lo contrario y también sería justo. ¿A qué
nos referimos? Nos explicaremos mejor. Hay filósofos cuya doctrina es esencia
eminentemente pasiva, sujetos que se alejaron de la praxis social −por voluntad
propia o a instancias de la sociedad−, a veces sin deseo alguno de querer volver a
esta. Estos acabaron por erigir una obra teórica sin demasiado propósito practico
el mundo terrenal −creyendo dirimir sus problemas en los mundos espirituales,
extrasensibles e imaginarios−. Eso no quita que a posteriori se haya dado la
paradoja de que uno o varios individuos se valiesen de dicha obra para emprender
o sugerir un cambio real en el mundo, dándole en retrospectiva un propósito
mucho más practico a dicha «filosofía de la pasividad». Así ocurrió con las
reflexiones de Schopenhauer una vez estas fueron recuperadas por Nietzsche,
quien pese a ser tan excéntrico y solitario como él, construyó una filosofía con un
hilo conductor basado mucho más en el vitalismo ciego que en el espiritualismo
místico. Y no nos engañemos, lo mismo podríamos decir de las ideas y arengas de
este, retomadas por infinidad de movimientos políticos −como el fascismo
italiano y el nazismo alemán− que se tomaron muy en serio sus recetas de
«martillear la realidad» con la «moral de los señores», llevando a término lo que
el «maestro» no pudo ver cumplido en vida. O dicho de otro modo, hasta los
autores reaccionarios se ven obligados por la necesidad de tener que partir y
actuar en este mundo para poder mantener el orden explotador o para desatar
una contrarrevolución que les haga recuperar sus privilegios. Véase la obra de
Mehmet Ice: «AntiNietzsche, antiHeidegger» (2015).
Por esta misma razón llamamos la atención a no confundir lo que se dice en este
aforismo de la XI tesis sobre Feuerbach y recomendamos echar un ojo a lo que
Marx explica en «La ideología alemana» (1846), donde se expone que más allá de
las excelentes críticas o ideas de cada personaje en cada momento histórico... lo
más importante a tener en cuenta son las circunstancias que le rodean para ver si
aquellas tienen sentido o condiciones para poder cumplirse:
«Todas las formas y todos los productos de la conciencia no brotan por obra de
la crítica espiritual. (...) Sino que sólo pueden disolverse por el derrocamiento
práctico de las relaciones sociales reales. (…) La fuerza propulsora de la
historia, incluso la de la religión, la filosofía, y toda otra teoría, no es la crítica,
sino la revolución. (...) Estas condiciones de vida con que las diferentes
generaciones se encuentran al nacer deciden también si las conmociones
revolucionarias que periódicamente se repiten en la historia serán o no lo
suficientemente fuertes para derrocar la base de todo lo existente. Si no se dan
estos elementos materiales de una conmoción total, o sea, de una parte, las
fuerzas productivas existentes y, de otra, la formación de una masa
revolucionaria que se levante, no sólo en contra de ciertas condiciones de la
sociedad anterior, sino en contra de la misma «producción de la vida» vigente
hasta ahora, contra la «actividad de conjunto» sobre que descansa, en nada
contribuirá a hacer cambiar la marcha práctica de las cosas el que la idea de
esta conmoción haya sido proclamada ya cien veces, como comunismo». (Karl
Marx y Friedrich Engels; La ideología alemana, 1846)
Aquí, pese al tremendo golpe dirigido hacia el idealismo filosófico no significa que
Marx y Engels infravaloren la crítica teórica como tal, sino que los autores
subrayan que esta debe conseguir comprender y apuntar contra el orden
existente, aunque esto no bastará: el crítico debe asegurarse de que la teoría
penetre y movilice a una masa viva, ya que la crítica sin más no tiene el poder
mágico de derribar a los sistemas de producción, ¿sencillo de entender, no?
¡Pero es que este espíritu combativo de pluma y fusil ya había sido enunciado por
Marx en 1844!
«Es cierto que el arma de la crítica no puede sustituir a la crítica de las armas,
que el poder material tiene que derrocarse por medio del poder material, pero
también la teoría se convierte en poder material tan pronto como se apodera de
las masas. Y la teoría es capaz de apoderarse de las masas cuando argumenta
y demuestra ad hominem, y argumenta y demuestra ad hominem cuando se
hace radical. Ser radical es atacar el problema por la raíz. Y la raíz, para el
hombre, es el hombre mismo». (Karl Marx; Crítica de la filosofía del derecho de
Hegel, 1844)
Resulta que, además, por si todo esto fuera poco, la transcendencia del trabajo de
Marx y Engels fue tal que, en Rusia, los mismos que llegaron a realizar la
Revolución Bolchevique (1917) declararon que estos dos habían sido sus
principales ejes políticos de referencia. ¡Casi nada! Para los
«reconstitucionalistas», algunos de estos «detalles» son reconocidos con la boca
pequeña, razón por la cual no les impide concluir de forma vergonzosa que:
Esta es una de las mayores provocaciones que nadie ha escrito contra Marx y
Engels. Incluso, en el surrealista caso de que esta acusación contra Marx y Engels
hubiera sido verdad, concluir que en todo sitio donde el marxismo no encuentra
encauzamiento práctico esto se debe a que se opera bajo una «doctrina del
conocimiento burgués», es un disparate, es razonar bajos lineamientos del
pensamiento metafísico −que deja fuera los factores condicionantes y sus
conexiones múltiples−.
«El Sr. Heinzen se imagina que el comunismo es una doctrina que procede de
un principio teórico central y saca conclusiones a partir de aquí. El Sr. Heinzen
está muy equivocado. El comunismo no es una doctrina, sino un movimiento;
no procede de principios, sino de hechos. Los comunistas no parten de tal o cual
filosofía, sino de todo el curso de la historia anterior y particularmente de los
resultados reales a los que se ha llegado actualmente. (...) El comunismo, como
teoría, es la expresión teórica de la posición del proletariado en esta lucha y la
síntesis teórica de las condiciones para la liberación del proletariado».
(Friedrich Engels; Los comunistas y Karl Heinzen, 1847)
¡Vaya! Resulta, además, que el comunismo no es fruto de las ideas de dos cabezas
pensantes, sino que brota de los propios «hechos». ¡No es solo una teoría a secas,
sino un «movimiento» y «posición» de una clase social! He aquí Engels refutando
las acusaciones de Heinzen en 1847 y adelantándose a las montañas de basura
que la LR vertería sobre su tumba dos siglos después. Para más inri, en 1886
añadió que, para los intereses emancipatorios de la clase obrera, cuanto más
avancen las ciencias mejor:
Pero hay más, si este «currículum» de Marx y Engels es «insuficiente» para una
«praxis revolucionaria» o «crítico-práctica», ¿en qué lugar deja este baremo a los
seguidores de la «Línea de Reconstitución» (LR)?
¿Será la enorme influencia de su corriente? No. ¿Su estrecho contacto con las
masas más avanzadas? Tampoco. Hasta ahora, los jefecillos de la LR no han
estado en contacto ni han instruido a una porción relevante de los trabajadores;
a lo sumo han maniatado la pálida conciencia de un puñado de muchachos
bohemios o lumpenizados cuyas debilidades confluyen muy bien a la hora de
actuar como actores de reparto en esta comedia neomaoísta. Unas mentes débiles
cuyos directores deben tratar de engañar a diario para poder seguir camuflando
el hecho de que la LR vaga década tras década sin reflexionar sobre la ristra de
aplastantes derrotas y contradicciones lógicas que ha encadenado.
En realidad, estos debates son tan antiguos como el marxismo mismo, y existen
multitud de ejemplos históricos que vale la pena rescatar.
«Yo también tengo mis tendencias místicas, pero éstas van encarnando en el
ideal socialista, tal cual lo abrigo. Sueño con que el socialismo sea una
verdadera reforma religiosa cuando se marchite el dogmatismo marxiano y se
vea algo más que lo puramente económico». (Miguel de Unamuno; Carta a
Clarín, 31 de mayo de 1895)
¿A dónde condujo su visión «no dogmática» de las cosas? Dos años después, en
1896 ya proclamaba la unión de:
Pero, sin duda, la figura que más dio que hablar en esos días fue Eduard
Bernstein. Aunque hubo multitud de precedentes, este bien se merece ser
llamado el «padre del revisionismo» ya que, como veremos en capítulos
siguientes, sentó las bases ideológicas de lo que todos los revisores del marxismo
harían en lo sucesivo. Lo característico de Bernstein es que adoptó una
estratagema que se haría muy común: en primer lugar, partiendo de las propias
filas marxistas, lanzó teorías de dudosa credibilidad que siempre justificó
reivindicándose como un «ortodoxo», solo que, a diferencia de otros, él creía
contar con la capacidad para interpretar mejor que nadie los textos de los
«maestros», incluso corregir sus errores; sin embargo, tiempo después, cuando
abandonó ya sin disimulos los fundamentos del marxismo, pasó a considerar que
todos los «ortodoxos» que continuaban defendiendo el marxismo eran seres
«utópicos» y «dogmáticos».
«Ismo denota una visión del mundo, una tendencia, un sistema de pensamientos
o requisitos, y no ciencia en absoluto. La base de cualquier ciencia verdadera es
la experiencia; construye su edificio sobre el conocimiento acumulado. El
socialismo, en cambio, es la doctrina del orden social futuro, y precisamente por
eso su rasgo más característico no puede establecerse científicamente». (Eduard
Bernstein; Conferencia pronunciada para la Unión de Estudiantes de Berlín
para el Estudio de las Ciencias Sociales, 1901)
Por tanto, si Bernstein hubiera reflexionado vería que el debate sobre «la
imposibilidad de la existencia del socialismo científico» sólo puede probarse si
«la imposibilidad de la previsión científica de los fenómenos sociales se hace
evidente». Es decir, que antes de resolver la cuestión de la posibilidad del
socialismo científico, debe resolverse primero la cuestión de la posibilidad de la
ciencia social en general:
«Struve lleva mucho tiempo practicando la «crítica» de Marx. Pero hasta hace
poco, sus ejercicios «críticos» no eran sistemáticos: se limitaba, en su mayor
parte, a breves declaraciones orgullosas de que él, el señor Struve, no estaba
infectado de «ortodoxia» y estaba bajo el signo de «crítica», o comentarios
lacónicos sobre el tema de que en tal o cual cuestión los seguidores «ortodoxos»
de Marx se equivocan, mientras que los marxistas «críticos» dicen la verdad.
Pero tales breves comentarios y declaraciones lacónicas no explicaron
exactamente en qué estaban arraigados los errores de los marxistas
«ortodoxos» y cómo exactamente los señores «críticos» iban a superarlos. Uno
solo podría especular sobre esto. Lo más probable de ello parecía ser que Marx
y sus seguidores «ortodoxos» estaban equivocados porque no fueron eclipsados
por la gracia de la llamada filosofía crítica, que trae una luz brillante a la visión
del mundo del Sr. P. Struve y su gente «crítica» de ideas afines». (Gueorgui
Plejánov; El señor Struve como crítico de la teoría del desarrollo social de Marx,
1901)
Hay que entender todo esto en el contexto europeo de aquel entonces: en algunos
casos el notable incremento de membresía entre los partidos revolucionarios
condujo a un espíritu de autosatisfacción que invadió a las direcciones. Esto
redujo la vigilancia y aumentó el desdén por las cuestiones teóricas, primando el
practicismo y el aumento de prestigio y filas a cualquier coste. En otras ocasiones
las derrotas aplastantes del movimiento, las bajas, la censura y la clandestinidad
agudizaban el pesimismo y el arribismo entre los militantes, lo que era
aprovechado por elementos ajenos.
Unas cuantas décadas después, en 1977, salió al paso el famoso pensador Louis
Althusser para aclarar que la crisis política que estaba sufriendo el eurocomunista
Partido Comunista Francés (PCF) era culpa del mismísimo Stalin y su herencia
(sic):
«Althusser nos habla de: «renovar el marxismo, dar nueva fuerza a su teoría,
modificar su ideología, sus organizaciones y sus prácticas, para abrir un futuro
real de liberación social, política y cultural a la clase obrera y a todos los
trabajadores». El otro apóstol de la «crisis del marxismo», Bettelheim, se
levanta contra la idea de que debe fundarse un «nuevo marxismo». (...) ¿Es esto
una divergencia con Althusser? Para nada. Es simplemente que, para
Bettelheim, el marxismo no existe como doctrina, ni con Marx ni con sus
sucesores. Por lo tanto, este no puede ser «renovado». El objetivo de la «crisis
del marxismo» es, apoyarse en la obra de Marx −y tomando en cuenta las
«contradicciones» inherentes a esta obra, como ya dijo Bernstein−, para
«reconstruir una problemática revolucionaria abierta», etc. En cuanto al fondo,
Althusser y Bettelheim dicen exactamente lo mismo». (L' Emancipation; «Crisis
del marxismo» y revisionismo, 1982)
«En el del año 1885 [Engels] añadía: «...la crítica se hizo positiva; la polémica
[a Dühring] se convirtió en una exposición más o menos coherente y sistemática
del método dialéctico y de la concepción comunista del mundo» (pp. 4 y 6). El
proceso de positivización del marxismo no había hecho más que empezar. (...)
Todo parece indicar que Engels, absorbido por las tareas de publicación de «El
Capital» [tomos II y III publicados en 1885 y 1894] desde la muerte de Marx y
pendiente de los problemas estratégicos, no fue consciente del asunto hasta los
años 90, en que los problemas de una estrategia revolucionaria tras la caída del
estado de excepción, pasaron a primer plano. Pero para esa época el partido se
había consolidado y el marxismo codificado. Era muy difícil volver atrás».
(Montserrat Galceran Huguet; La invención del marxismo; Estudio sobre la
formación del marxismo en la socialdemocracia alemana de finales del siglo
XIX, 1997)
Esto no quiere, decir, faltaría más, que el materialismo histórico abogue por una
idolatría hacia sus «figuras inmaculadas», por un desapego hacia la investigación
porque «todo está dado» o un reduccionismo de los fenómenos históricos para
«ir tirando», y ni mucho menos pretende vulgarizar la exposición de sus sólidas
conclusiones. En este sentido hay infinidad de autores marxistas que fueron muy
explícitos respecto a estos problemas y peligros. Si hubo un pensador
especialmente preocupado porque la doctrina de Marx y Engels no cayera en una
dolorosa esclerosis a causa de la simple devoción y canonización de todo lo que
dijesen ellos −por ser ellos−, ese fue sin duda el ya mencionado Antonio Labriola,
que fustigaba a todo aquel que operase así. ¿Por qué? Porque, en realidad, esto
significaba que estos «marxistas» de pacotilla no habían comprendido lo más
básico del espíritu y esencia que rodeó toda la actividad de estos dos
representantes. ¿Qué contestó a los clichés, incomprensiones y obstáculos que
encontró a su paso?
En primer lugar, aclaró que nadie en su sano juicio consideraría que todos los
descubrimientos o méritos del materialismo histórico, generalmente
condensados en su literatura referencial, son una colección de libros sapienciales
acabados, que contienen todas las verdades de la humanidad de ayer, hoy y
mañana:
«El socialismo no es ni una iglesia ni una secta a la que falta un dogma y una
fórmula fija. (…) No hay expresión más insípida y más ridícula que llamar a «El
Capital» (1867) la Biblia del socialismo. Por otra parte, la Biblia, que es un
conjunto de libros religiosos y de obras teológicas, ha sido hecha por los siglos.
Y de ser aquel una Biblia, ¡el socialismo solo no daría a los socialistas toda la
ciencia! (…) Son los fragmentos de una ciencia y de una política que están en
perpetuo devenir, y que otros −no digo que esto sea el trabajo de cualquiera−
deben y pueden continuar. Luego, para comprenderlos completamente es
necesario relacionarlos a la vida misma de sus autores; y en esta biografía está
como el rasgo y el surco, y a veces el índice y el reflejo, de la génesis del
socialismo moderno. (…) Aquellos que no siguen esta génesis buscarán en estos
fragmentos lo que no se encuentra y lo que no debe encontrarse, por ejemplo:
respuesta a todos los problemas que la ciencia histórica y la ciencia social
pueden ofrecer en su desenvolvimiento y en su variedad empírica, o una
solución sumaria de los problemas prácticos de todos los tiempos y de todos los
lugares». (Antonio Labriola; Filosofía y socialismo, 1897)
«Para que aquellos que en este primer comienzo deseen ocuparse de la doctrina
en cuestión con pleno conocimiento de causa puedan hacerlo con la menor
dificultad posible y en posesión de las fuentes, me parece que sería el deber del
partido alemán darnos una edición completa y crítica de todos los escritos de
Marx y de Engels; −espero una edición acompañada de prefacios explicativos,
de referencias, de notas y de indicaciones−. Esto sería ya una obra tan meritoria
como la de evitar a los viejos libreros la posibilidad de hacer especulaciones
indecentes −de esto sé algunas cosas−. (…) Es así solamente que los escritores
de otros países podrán tener a su disposición todas las fuentes que, conocidas en
otras condiciones, por reproducciones dudosas o por vagos recuerdos, han
producido este extraño fenómeno: que no había sobre marxismo, hasta hace
poco tiempo, casi ningún trabajo en otra lengua que en alemán que fuera el
resultado de una crítica documentada, sobre todo si salían de la pluma de
escritores de otros partidos revolucionarios o de otras escuelas socialistas».
(Antonio Labriola; Filosofía y socialismo, 1897)
En tercer lugar, recordó que aun con la mayor difusión de los textos conocidos
−tarea necesaria−, tal labor nunca es suficiente para despertar y poner en marcha
a un movimiento que sea consciente de su situación y sus objetivos −a lo sumo
sirve para prepararlo, para desperezarse−. Por tal motivo, este debe aprender a
producir sus propias reflexiones para atender a los problemas particulares −que
surgen en relación a un tiempo y espacio determinados−, algo en lo que por
ejemplo los italianos iban muy a la zaga en comparación con sus homólogos. Por
todo esto y mucho más, los revolucionarios y sus agrupaciones deben buscar el
tiempo y la manera de organizarse para trabajar, máxime teniendo en cuenta sus
particularidades, ya que jamás van a contar con la protección y financiación de
sus enemigos:
«Es necesario tener en cuenta todavía una circunstancia grave. En todas partes
de la Europa civilizada, los talentos −verdaderos o falsos− tienen muchas
posibilidades de ser ocupados en los servicios del Estado y en lo que puede
ofrecerles de ventajoso y prominente la burguesía, cuya muerte no está tan
cercana, como creen algunos amables fabricantes de extravagantes profecías.
No es necesario asombrarse si Engels [Prefacio al tercer volumen de «El
Capital» (1894)] escribía: «Como en el siglo XVI, lo mismo en nuestra época tan
agitada, no hay, en el dominio de los intereses públicos, teóricos puros más que
del lado de la reacción». Estas palabras tan claras como graves bastan por sí
solas para tapar la boca a los que gritan que toda inteligencia ha pasado a
nuestro lado, y que la burguesía baja actualmente las armas». (Antonio
Labriola; Filosofía y socialismo, 1897)
En quinto lugar, ¿cuál era una de las diferencias decisivas entre el nuevo
socialismo científico y el viejo socialismo utópico? Pues que en el socialismo
científico ya no se estilan las discusiones bizarras entre sus miembros a partir de
las meras preferencias y apetencias personales de cada uno, sino que los debates
de interés deben emerger a partir de fórmulas bien estudiadas y extraídas
directamente de la práctica viva. Respecto a esto, no cabe duda que mantenerse
apartado de la palabrería estéril y el practicismo ciego es una virtud que muy
pocos han logrado a lo largo de la historia. Pero, ¿con aspiración a qué se debate?
No para satisfacer la vanidad personal o para cumplir con una «misión divina»,
sino para intentar que el movimiento emancipador supere las formas
anquilosadas que sus miembros han detectado, o, en su defecto, para que se
perfeccionen las que aún son válidas. A esto último, el italiano lo calificó como
«divergencias útiles», porque estimulaban una competencia sana en pro de la
mejora. Además, enfatizó el hecho de que el movimiento de cada país tiene que
tener tareas que, por inercia de la época, muchas veces serán semejantes a las de
sus vecinos, por lo que, en muchas cuestiones programáticas, los revolucionarios
de los diferentes países tomaran poco a poco una «tendencia común». Todo esto
cerraba el paso a la libre especulación −o mejor dicho lo acotaba notablemente−:
En último lugar, estas palabras eran un claro ataque hacia las tendencias de
escuelas como la «historicista» y similares. Estas, basándose en «condiciones
concretas muy específicas» e «irrepetibles», aún mantienen hoy que
determinados procesos no pueden ser englobados ni equiparados a ninguna otra
experiencia y, por tanto, no son susceptibles de ser verificables; simplemente
estos fenómenos históricos «suceden» y hay que «entenderlos a su manera».
Huelga decir que, bajo tal relativismo a cuestas, la cuestión de conocer las causas
y evaluar las posibles equivocaciones son imposibles, lo que a su vez impide todo
avance para implementar posibles correcciones:
Lo visto hasta aquí es muy diferente, y no tiene que ver, con las barrabasadas a
las que llegaron los «reconstitucionalistas», quienes resulta que un buen día de
2005 llegaron directamente a la conclusión de que no existe una «ortodoxia»
como tal para orientar la línea política del movimiento revolucionario:
«Tras el fracaso del Ciclo de Octubre no ha quedado en pie nada que pueda
servir de base teórica a la formulación de una línea política revolucionaria
acabada de inmediata aplicación. (…) No existe ortodoxia posible cuando la
doctrina debe ser reconstituida». (Partido Comunista Revolucionario (Estado
Español); La Forja; Nº32, 2005)
¡Esto sin duda constituye el mayor hito de la «Línea de Reconstitución» (LR)
dentro de su competición por entrar de cabeza en los anales de la majadería! ¿Y
qué deducen de tal conclusión revelada por sus sabios? Que... lamentablemente,
hoy por hoy, no podemos identificar una «ortodoxia», y por tanto, no hemos
logrado condensar aún una guía con suficientes garantías como para poder
iluminar nuestra actividad con paso seguro. ¡Vaya! Sí, aunque el lector se quede
perplejo, al parecer este es el «gran servicio» de la LR tras casi tres décadas de
existencia... ¡introducirnos en la ciénaga del relativismo para luego intentar que
andemos sobre las arenas movedizas del eclecticismo! Y, bajo tales preceptos,
¿quién se negaría a seguirles en esta aventura de la «incógnita perpetua»? Al
parecer, estamos condenados a vagar sin rumbo, al menos hasta que nuestros
eruditos «reconstitucionalistas» vengan a revelarnos las tablas de los «diez
mandamientos» de la LR y nos obliguen a renegar de «adorar» a ese «becerro de
oro» llamado marxismo-leninismo.
Aunque no deje de ser burdo, para el idealista es normal tender a confundir las
etiquetas de los movimientos políticos con su doctrina real −la que practican sus
protagonistas y, por tanto, de la que parten realmente, sean conscientes o no−;
¡sentimos tener que ser nosotros los que le revelen al señor Akira que los hombres
no son lo que dicen ser sino lo que hacen! Proclamar que el «marxismo-leninismo
está podrido de ideología revisionista» es un absurdo en sí mismo. Si hablamos,
no de simples conatos, sino de un movimiento, doctrina y sujetos que rezuman
revisionismo por los cuatro costados, entonces, este movimiento, sus
protagonistas y la doctrina que portan, no es ya marxismo-leninismo −por mucho
que se mantenga su simbología o fraseología− sino revisionismo
institucionalizado; y este no es sino una vuelta a otras corrientes, sean a través de
propuestas más «filosóficas» −hegelianismo, kantismo, positivismo,
posmodernismo−; «económicas» −fisiocracia, escuela clásica, keynesianismo− o
«políticas» −reformismo, anarquismo, liberalismo, fascismo o X−. Entiéndase
que esta forma de pensar de los «reconstitucionalistas» se vuelve aún más
insostenible, sobre todo, cuando se tienen las pretensiones de lanzar a los cuatro
vientos la conclusión fatalista de que: «¡No existe ortodoxia!» −lo cual siempre
oculta que en verdad al sujeto no le gusta la «ortodoxia» que tiene delante, y le
gustaría remplazarla con un poco de esto y otro poco de aquello−.
Párrafos como el que sigue son un ejemplo perfecto de la distorsión de la realidad
a la que tienen que recurrir para sostener su cuento:
Hasta el historiador francés Pierre Vilar, que estaba libre de toda sospecha de
tener alguna animadversión hacia Louis Althusser, no pudo evitar polemizar con
él en artículos como «Althusser, método histórico e historicismo» (1972) o
«Historia marxista, historia en construcción» (1973). Si bien estos artículos de
Vilar cuentan también con varias lagunas y puntos ciegos, una vez más por
motivos de extensión dejaremos para otra ocasión el análisis y exposición de
cómo estos son fruto de la influencia directa de la Escuela de los Annales en la
que se formó −entre cuyos vicios está aquella forma de tomarse la polémica de
manera «diplomática» y «corporativista»−. En todo caso, por si al lector le
interesa esto, le recomendamos echar un ojo a la obra de Claire Pascal «Un
pasado al que suscribirse: rol y métodos de la historia» (1990), donde se analizan
las debilidades de dicha corriente histórica que tuvo una transcendencia mundial,
sobre todo a través de los autores de las primeras generaciones como Lucien
Febvre y Marc Bloch.
«El marxismo, como práctica teórica y política, no gana nada asociándose con
la literatura histórica y la investigación histórica. El estudio de la historia no
sólo carece de sentido desde el punto de vista científico, sino también desde el
político». (B. Hindess y P. Q. Hirst; Modos de producción precapitalistas, 1975)
Para nosotros, más allá de las crisis mentales que sufrió Althusser durante toda
su vida, está claro que este no es el detonante más importante, sino que, como
tantos otros pensadores «cuerdos», con tal de ser «cool» se limitaba a reproducir
las chorradas más recurrentes que pululaban por las aulas y cafeterías del mundo
intelectual. Por lo que, en todo caso, sus problemas personales agudizaron lo que
ya era un vicio entre el mundo intelectual que él gustosamente adoptó. Un
ejemplo de esto son las declaraciones que plasmó en su entrevista «La crisis del
marxismo» (1980), con clásicos del tipo: «Marx no entendió nada de la
concepción del Estado», «la revolución de hoy será fruto de los comunistas y los
católicos» o «la prepotencia de Marx le hizo ser terriblemente injusto con
Bakunin». La conjunción de estas viejas y nuevas tendencias −como el
psicoanálisis, el existencialismo, el estructuralismo, o el maoísmo− se dieron cita
en ese movimiento amorfo e ineficaz que fue el «Mayo del 68». Todas estas
formas de pensar y actuar, como era de esperar, causaron el júbilo de las agencias
de información imperialistas, basta ojear el informe de la CIA: «Francia: la
defección de los intelectuales de izquierda» (1985). Allí, la CIA declaró muy
contenta que estos actores, aun cuando partieron inicialmente del marxismo, en
realidad renegaron de él y jugaban por aquel entonces un valioso servicio,
enfocado a la «demolición de la influencia marxista en las ciencias sociales».
«Se proclaman discípulos de las teorías marxistas, pero tomando por auténtico
el marxismo más o menos inventado por los adversarios. (...) El caso más
paradójico de todo este equívoco es que los que van a las conclusiones fáciles,
como sucede aún hoy con los nuevos llegados. (...) [Hay] un gran número de
escritores, sobre todo entre los publicistas, haya tenido la tentación de extraer
de las críticas de los adversarios, de las citas hechas por otros, o de las
deducciones apresuradas, sacadas de ciertos pasajes o de recuerdos vagos,
elementos que les permiten construir un marxismo de su cosecha y a su gusto.
(...) Usted sabe bien que hoy por hoy el materialismo histórico es considerado
en Francia, por algunos escritores que pertenecen al ala izquierda de los
partidos revolucionarios, no como un producto del espíritu científico, sobre el
que la ciencia tiene en verdad incontrastable derecho de crítica, sino como las
tesis personales de dos escritores, que por grandes y notables que hayan sido,
¡no son nunca más que dos entre todos los otros jefes de escuela del socialismo,
por ejemplo, entre los X del universo! (…) Las teorías de Marx y de Engels eran
consideradas como opiniones de compañeros de lucha, y apreciados, por lo
tanto, de acuerdo a los sentimientos de simpatía o antipatía que despertaran
estos compañeros. (…) ¿Por qué siendo imperfecto el conocimiento y la
elaboración del marxismo, tanta gente se ha preocupado en completarlo, ya con
Spencer, ya con el positivismo en general, ya con Darwin, ya con no importa
qué otro ingrediente, mostrando así que quieren, o bien italianizar, o bien
afrancesar o bien rusificar el materialismo histórico? Es decir, mostrando que
olvidan dos cosas: que esta doctrina lleva en sí misma las condiciones y los
modos de su propia filosofía, y que ella es, en su origen como en su substancia,
esencialmente internacional». (Antonio Labriola; Filosofía y socialismo, 1897)
Entonces, ¿por qué hay elementos vacilantes que adoptan el marxismo por
bandera, por qué otros degeneran? Los propios Marx y Engels comprendieron
perfectamente las posibles motivaciones de estas maniobras dudosas, modismos
y destinos variopintos: cuando una corriente de pensamiento y/o movimiento
político cogen gran fuerza, −y pocas doctrinas y movimientos como el marxismo
ha habido que hayan tenido tanto impacto en la historia, economía, política, y
filosofía moderna−, es natural que a mucha gente le produzca una atracción casi
irresistible. El problema es que a veces, llevados por la euforia del momento, se
pierde de vista que mucha gente lo asume profesando una ingenua y torpe
comprensión, siendo más sentimentalismo, idolatría o conveniencia que otra
cosa. Del mismo modo, siempre aparecen tarde o temprano todo tipo de
demagogos que por practicismo intentan abanderar el proceso para concentrar
en sí mismos la atención y el prestigio que se ha generado en torno a esta etiqueta.
Otras personas, ciertamente, fueron en un momento determinado sus mejores
valedores, pero pasados los años −por comodidad o derrotismo− dejaron de
defender por más tiempo la «validez del marxismo», colaborando ahora en
suprimir arbitrariamente sus valores y propósitos por todos los medios posibles.
En todos estos supuestos anteriormente citados, los sujetos tienen que intervenir
para poner orden y claridad so pena de perder a los elementos salvables para la
causa −y puede que a riesgo de dejar extraviar también a la propia organización
colectiva donde operan−.
Para quien no lo crea, ahí están los ejemplos históricos de los «representantes del
marxismo» a principios del siglo XX: los Guesde, Sorel, Lafargue, Vandervelde,
Labriola, Turati, Pablo Iglesias Posse, Jaime Vera, Plejánov, Vera Zasúlich, Lenin,
Mehring, Liebknecht, Bebel, Luxemburgo, Kautsky, Bernstein, Volmar, Schmidt,
Adler y muchos otros. Efectivamente, en algún momento de la historia todos
fueron, para bien o para mal, escritores, secretarios, oradores o sindicalistas de
grandes responsabilidades, unos más conocidos y respetados, otros apenas
conocidos, que participaron por poco tiempo, aunque muy activamente. Por
tanto, sí, todos en mayor o menor medida formaron parte de la difusión y
organización del movimiento revolucionario después de Marx y Engels, en unos
casos porque eran lo mejor que había y en otros porque no había nada mejor. La
mayoría empezaron realizando labores de compilación y educación en un
contexto muy determinado de atraso cultural y desconocimiento político en sus
respectivas zonas −lo que sin duda les honraba−; los más valientes se lanzaron a
la tarea de traer nuevas investigaciones de valor para la causa −y muchas veces lo
lograron−; pero en otras ocasiones sus acciones sembraron un mal precedente
−volviendo a nociones ya superadas−; y también los hubo, cómo no, que
intentaron salir de las dudas y dificultades con un pragmatismo y eclecticismo
repugnante −del cual ya nunca pudieron escapar−. Hoy, como ayer, podemos
evaluar cuales fueron las verdaderas luces y sombras de estos personajes clave, y
hasta qué punto su creatividad se ceñía a la ortodoxia −que debe ser siempre un
reflejo de la realidad−. Pero definir cada personaje −y cada acierto o error en cada
tema concreto− es una tarea que solo se puede resolver a través del estudio
pormenorizado de los posicionamientos y metodologías de los implicados. No
vale exculparlos por las «circunstancias del momento» ni meter a todos en el
mismo saco como parte de la «prehistoria» o «distorsión» del marxismo. Aunque
hoy sepamos que en muchos casos estas figuras acabaron degenerando, y que solo
en muy pocas excepciones acabaron manteniéndose firmes ante la adversidad −e
incluimos aquí, la terrible tesitura que supone enfrentarse a la traición manifiesta
de tus mentores y compañeros−, este análisis no haría justicia.
«La vanguardia teórica, esto es, aquellos sectores que cuestionan el capitalismo
y que buscan una salida a su crisis histórica, y que se plantean los requisitos e
implicaciones de esta salida. Es este sector el que elabora las ideas y
concepciones que alimentan los movimientos de masas. Este campo lo compone
el revisionismo, así como toda una serie de teorías pequeñoburguesas que van
del anarquismo al neoizquierdismo, pasando por todo el espectro de teorías
posmodernas radicales. (...) La vanguardia práctica, que es, justamente, el
sector más avanzado de las masas; los que, aún sin plantearse el cambio global
del sistema, más consecuentes son en la lucha de resistencia de las masas, más
críticos se muestran con los mecanismos institucionales de resolución de
conflictos, y cuya honestidad hace que sean los dirigentes naturales de las
grandes masas, en quienes éstas depositan su confianza». (Movimiento Anti-
Imperialista; Alrededor de la ciencia y la praxis revolucionaria, 2013)
Reconocemos que esta es una forma rebuscada, aunque igualmente efectiva para
llevar agua al molino del enemigo. Esta idea falsa y deshonesta de cargar los
pecados del revisionismo sobre el marxismo, tiene conexión directa con la broma
relativista de proclamar que «el PCE de 1977 estaba podrido de eurocomunismo»,
pero aun con todo «guardaba muchos puntos en común con el marxismo», como
todavía hoy sostienen algunos que tienen la cándida esperanza de «reconducir»
el PCE «desde dentro». Cuando hablamos de un proceso de degeneración
completado en todos los campos, no de un oportunismo esporádico −cosa que
aquí no fue el caso−, esto jamás puede ser así. Muy por el contrario, lo que hemos
de sentenciar es que el PCE fue en esencia eurocomunista, con todo lo que eso
implica. Ni siquiera el hecho de utilizar categorías marxistas significa que uno las
esté aplicando correctamente, pues como siempre, la práctica es la prueba de
algodón. De hecho, si uno rastrea la historia de esta organización verá que el PCE
no era marxista en sus axiomas obligatoriamente requeridos desde muchísimos
años antes, por lo tanto, no es que el PCE de Carillo nos ofreciera en 1977
constancia del «fracaso del marxismo», sino la bancarrota propia de cuando se
abandona este, ni más ni menos. Véase el capítulo: «¿Rescate de las figuras
progresistas o la rehabilitación de traidores?» (2019).
A los «reconstitucionalistas» como el señor Dietzgen todo esto les da igual. Ellos
se empeñan en realizar conexiones forzosas para cuadrar su relato, ¿cómo? Fácil.
Relacionando el chasco electoral de 2021 del Partido Comunista Obrero Español
(PCOE) o del Partido Comunista de los Trabajadores de España (PCTE) como
prueba inequívoca de que el marxismo-leninismo ya «no es operativo» (sic).
¡Ojo a las vueltas que dan y a las tretas que utilizan para no reconocer
abiertamente que niegan una doctrina! ¿¡Qué tienen que ver todos estos grupos
con la teoría y práctica del «trabajo parlamentario» o «labor sindical» según los
cánones tradicionales de la doctrina comunista −también llamado a veces
socialismo científico o marxismo-leninismo−!? Poco o nada, como ellos mismos
denuncian. En conclusión, lo que aquí hace este jefecillo «reconstitucionalista»
es la clásica falacia del hombre de paja: se inventa algo que no existe para luego
atacarlo, creyendo haber desmontando o evidenciado algo. Aquí, la LR y Jiménez
Losantos, al parecer, coinciden. ¡El fracaso de Unidas Podemos y Pablo Iglesias
es debido a su comunismo, el cual es un sueño que está totalmente
desfasado! Véase el capítulo: «Los grupos semianarquistas y el nulo
aprovechamiento de las luchas electorales y sindicales» (2017).
«En uno de los últimos números de la «Critica Sociale» apareció una especie de
mensaje que el señor Antonio De Bella, sociólogo calabrés, dirige contra los
socialistas exclusivistas, quienes por toda cuestión y a propósito de cada
problema se atienen, según él, a la letra de Marx. El señor De Bella olvida
indicarnos si el Marx al que recurren aquellos a los que maltrata es el verdadero
Marx, o un Marx, por así decir, desfigurado o completamente inventado, un
Marx rubio o qué sé yo». (Antonio Labriola; Filosofía y socialismo, 1897)
¿Por qué es importante que esto quede claro de una vez? Porque, precisamente,
de esta misma manera han razonado los ideólogos del capital, haciéndonos cargar
con unas culpas que no siempre eran las nuestras, máxime cuando no aspiramos
a los modelos que ellos consideran marxistas. Además de esto, ellos acostumbran
a parlotear sobre los «románticos seguidores de Marx» y su «impotencia
constatada» a nivel histórico para llevar a cabo sus planes, lo que, según ellos, nos
enseña de la «imposibilidad» categórica de que las clases sociales desaparezcan
un buen día −y con esto todos los problemas que de ello se derivan−. Huelga
comentar que si los antepasados de los burgueses hubiesen pensado así tras sus
primeras derrotas contra la nobleza −donde fueron aplastados y ni siquiera
llegaron a tomar el poder−, hubieran tardado muchísimos más siglos en librarse
de rendir pleitesía y vasallaje a los señores feudales, pero no se amilanaron ni se
desmoralizaron, o si lo hicieron fue temporalmente, hasta lanzarse de nuevo a la
batalla.
Entonces, el lector pudiera preguntarse: «¿por qué los burgueses de hoy hablan
así, si esto es un pensamiento prejuicioso y metafísico que congela y decreta que
ya está escrito el porvenir histórico?». La respuesta es sencilla: como guerra
psicológica, para desmoralizar toda alternativa seria y razonada. De nuevo,
nuestro lector continuará: «Ya, ¿pero por qué infravaloran a los proletarios y sus
movimientos aun cuando hace no mucho temblaban con la propagación del
«fantasma rojo»? ¿Acaso en el siglo XX el comunismo no ha dado pruebas de
gestas y logros encomiables frente al mundo burgués? ¿No puede reponerse en
un futuro de los golpes recibidos?». Las clases dominantes tienen muchos
defectos, pero no son idiotas, son conscientes de esa posibilidad −aunque ahora
se vea remota−, simplemente no quieren dejar ningún atisbo de esperanza para
los desposeídos, y para ello utilizan el mayor número de estratagemas posibles,
entre las cuales se encuentra achacar al marxismo todo tipo de males y
responsabilidades que no tiene −como si este no tuviera suficiente con
autoevaluarse en lo que sí le corresponde−.
La historia no utiliza a los hombres para cumplir su designio, sino que los
hombres hacen la historia, y esta no es otra cosa que el hombre persiguiendo sus
objetivos. Llegados a cierto punto, para poder cumplir tales propósitos el hombre
necesita guiarse, y ahí aparece la teoría, que no es otra cosa que el recoger los
frutos de su actividad −la práctica−, de la experiencia acumulada. La teoría,
obviamente, necesita de un factor humano que la «tramite» y «actualice» para
los suyos, de nuevo: no basta con que los hechos se den y su transcendencia
aparezca ante nosotros instigándonos a que nos fijemos en ellos por su evidente
importancia. Dicho de otra manera: la historia no va a descender y darnos sus
conclusiones, debemos sacarlas nosotros. Pero yendo a lo importante, ¿acaso los
cambios importantes siempre han sido tan «evidentes» para el hombre? No. Y
mejor aún, ¿ha estado el hombre en posesión de sacar las pertinentes
conclusiones una vez se da cuenta de cómo va mutando el mundo a su alrededor?
A veces tampoco, dado que su tiempo es limitado, sus técnicas son rudimentarias,
o sus conocimientos son aún tan unilaterales que no hacen posible que esta tarea
pueda ser resuelta correctamente.
¿Qué hacer con estos especímenes? Estos seres tienen mucho trabajo que hacer,
pues antes de ponerse a «reconstituir» nada, deberían empezar por construir algo
en el inmenso vacío de sus cabezas huecas. No podemos hacernos cargo del
estadio retardatario del pensamiento que arrastran unos, ni comulgar con el
franco pesimismo de otros. Solo podemos recordarles lo obvio −lo que se
presupone que deberían saber como «reconstituyentes» que dicen ser de la
ideología−: que el marxismo-leninismo no equivale al revisionismo, como la
ciencia no equivale a la religión, ¡y puede que ni aun así lográsemos nada! Pero
quién sabe, ¡quizás algún día cederán a la tozuda realidad!
Todo lo dicho hasta aquí, no excusa la clásica frase «la historia está por
construirse» que los historiadores mediocres −y también brillantes− tienden a
repetir una y otra vez hasta la extenuación para disculpar su pobre rendimiento.
Esta tautología debe de ser superada porque es una obviedad tal como soltar «la
materia está en movimiento», y muchas veces este tipo de declaraciones solo
esconden la debilidad metodológica y los miedos de aquel que le teme a
equivocarse y al escarnio público. La ciencia histórica puede y debe sistematizar
sus conocimientos siendo rigurosa, siendo consciente de sus limitaciones y del
papel que cumple cada sujeto en un proceso tan amplio de procesamiento y
refinación del conocimiento:
«La filosofía alemana, en su aspecto más diluido pasó a ser patrimonio común
de los «instruidos», y cuanto más se convertía en patrimonio común, tanto más
desleídas, incoherentes e insípidas se hacían las opiniones de los filósofos y tanto
mayor era el prestigio que esta confusión insipidez les creaban entre el público
«instruido». (…) La confusión de las formas y del contenido, la vulgaridad
altanera y el absurdo grandilocuente, la trivialidad indescriptible y la miseria
dialéctica, peculiares de esta filosofía alemana en su última fase, superan todo
lo aparecido en cualquier momento en este terreno. Sólo puede compararse con
ello la credulidad de la gente que toma en serio todo eso y lo considera la última
novedad, «algo nunca visto». (Friedrich Engels; La consigna de abolición del
estado y los «amigos de la anarquía» alemanes, 1850)
En su momento, también Karl Marx denunció a cada pájaro que de tanto en tanto
asomaba la cabeza dándose a conocer como reformador social y filósofo
inigualable. Hoy esto aún nos suena… son aquellos tipejos caracterizados por
anunciar fórmulas milagrosas en un lenguaje rimbombante con la intención de
aparentar distinguida sapiencia. A la hora de la verdad lo que ocurre es que, a lo
sumo, solo logran meterse en el bolsillo al público más impresionable, valiéndose
además −para más motivo de vergüenza− de los mismos trucos y teorías
peregrinas que han podido copiar en otros estafadores anteriores:
Cualquiera que haya ojeado alguna vez ese lenguaje estrafalario y endogámico
que se hallaba en «La Forja» y se halla hoy en «Línea Proletaria», no podrá sino
estar de acuerdo con nosotros que, aunque la historia no se repite exactamente
dos veces, estos paralelismos y paradojas de la historia resultan extremadamente
cómicos e instructivos. El desarrollo de los «reconstitucionalistas» es análogo al
de muchos personajes históricos, aquellos que mediante sus palabras tan vacías
como grandilocuentes no solo no triunfaron, sino que acabaron pasando a mejor
vida −políticamente hablando−:
«En alemán, existe un verbo que expresa a la perfección el sentido que queremos
otorgar a esta acción: aufheben, que significa, al mismo tiempo, elevar,
suprimir y conservar. Entonces, las contradicciones entre el marxismo-
leninismo y las demás corrientes teóricas irán resolviéndose sucesivamente
como síntesis −Aufhebung, o, para decirlo en lenguaje marxista, negación de la
negación−». (Partido Comunista Revolucionario (Estado Español); La Forja;
Nº31, 2005)
Para decir que hay que separar el grano de la paja, el pensamiento científico y
progresista del que no lo es, deben atormentar al lector con párrafos como este.
Advertimos que podríamos citar muchos extractos más de este texto, pero
pasaremos a otro, ya que esto ni de lejos es lo más dantesco que tienen. Vean y
disfruten de un espectáculo que difícilmente podrían experimentar en otro lado.
En su artículo: «Ciencia, positivismo y marxismo: notas sobre la historia de la
conciencia moderna», escribían:
«Ex nihilo nihil fit: lo nuevo nace de lo viejo y sólo en la creciente ruptura con
sus puntos de partida puede desarrollarse. He aquí gran parte del meollo de la
cuestión, pues el marxismo es la única concepción del mundo cuyos
presupuestos ontológicos −es decir, su dimensión praxeológica− permiten su
revolucionarización». (Comité por la Reconstitución; Línea Proletaria, Nº3,
2018)
Básicamente vienen a «iluminarnos» con que todas las bases teóricas del
marxismo se configuran a través de la práctica, que nada viene dado sin más, si
no que viene dado por la actividad social humana. Algo tan sencillo es elevado a
esta frase solemnizada que no aporta más que una pérdida de tiempo para
descifrarla. Sea como sea, estamos seguros de que tras mirar la cita de más arriba
sobre «ontología», la «praxeología» y el «ex nihilo nihil fit», los trabajadores de
Amazon, Zara, Repsol o Glovo, se mirarán entre sí y se encogerán de hombros al
leer este tipo de textos. También estamos seguros de que una persona graduada
en una o varias carreras −siempre que, claro, esta no sea filosofía y quizás ni
siquiera así− encontrará dificultades para comprender qué se quiere decir.
Exclamará indignada: «¿¡Pero qué demonios quieren que entendamos con esta
forma de expresarse!? ¿qué pretenden estos payasos?». En efecto, utilizar
palabras en desuso, tecnicismos o palabrejas inventadas no hace a uno más
inteligente, sino más estúpido. En ese contexto, la capacidad que el receptor
puede tener para comprender este mensaje es nula −o escasa−, y esto ocurre no
porque el lector medio sea idiota, sino por el «palurdismo» del emisor, que se
expresa de forma innecesariamente retorcida:
Algunos otros defienden que expresarse en este lenguaje imposible «eleva a las
masas» y que no se puede «rebajar la forma hasta distorsionar su esencia». Pero,
señores, hasta lo más complejo se puede expresar de forma sencilla sin caer en la
vulgarización, lo didáctico tampoco está reñido con una forma y lenguaje
elegante. Es aquí donde reside la verdadera eficiencia, la verdadera inteligencia,
en saber adaptar hábilmente el mensaje al registro adecuado sin socavar su
contenido, por extenso o complejo que este pueda resultar. Y, en caso de que no
exista mayor forma de hacerlo, qué menos que intentar hacer entender el mensaje
mediante la explicación de los conceptos y fórmulas empleadas. Pero eso no es
una posibilidad para ellos.
Aun así, han de saber ellos −y todos los que tienen tal vicio− que tales fórmulas
literarias obtusas no enaltecen el mensaje, sino que lo aguan, pues no son más
que una mascarada que distrae al lector del deficiente contenido de sus textos o
discursos. De esta forma caen en la mediocridad tan copada por la intelectualidad
burguesa aparentemente radicalizada, la de valerse del lenguaje oscuro con el fin
de pasar de tapadillo un contenido desconcertante y caprichoso. Dicho lo cual,
caballeros, os daremos un pequeño consejo… ¡puesto que os empeñáis en vender
una mercancía reaccionaria, al menos esmeraros para hacer que esta sea
comprensible para vuestros compradores!
«Debemos tener en cuenta que es imposible que las amplias masas comprendan
nuestras resoluciones si no aprendemos a hablar su propio lenguaje. No
siempre, ni mucho menos, sabemos hablar de un modo sencillo, concreto, con
conceptos familiares y comprensibles para ellas. Todavía no sabemos renunciar
a las fórmulas abstractas, aprendidas de memoria. En efecto, fíjense en nuestros
manifiestos, periódicos, resoluciones y tesis; y verán que están escritos muy a
menudo en un lenguaje y en una redacción tan pesados, que su comprensión
resulta inclusive difícil para los militantes responsables de nuestros partidos, y
no digamos para nuestros militantes de fila. Si pensamos, camaradas, que en
los países fascistas los obreros que difunden y leen estas hojas, se juegan la vida,
salta a la vista con toda claridad la necesidad de escribir para las masas en un
lenguaje comprensible para ellas, a fin de que también los sacrificios que se
realicen no sean estériles. (...) ¡Cuando escribas o hables, piensa siempre en el
obrero sencillo que tiene que entenderte, creer tus llamamientos y estar
dispuesto a seguirte! ¡Piensa en aquellos para quienes escribes o a quienes
hablas!». (Georgi Dimitrov, Por la unidad de la clase obrera contra el fascismo;
Discurso de resumen en el VIIº Congreso de la Internacional Comunista, 13 de
agosto de 1935)
«@aranguizmr: No solo eso, sino tratar al proletariado como si solo fuera «blue
collar worker», inepto paternalismo hacia el obrero». (G. Aránguiz; Twitter, 8
de enero de 2021)
«Lenin tomó este trabajo lo más en serio posible. «No hay nada que me gustaría
más que aprender a escribir para los trabajadores», escribió desde el enlace a
Plejánov y Axelrod». (Nadezhda Krúpskaya; Aprendamos a trabajar con Lenin,
1932)
A día de hoy, esta mentalidad de ser comprensible para la gente llana sigue siendo
tan necesaria como hace un siglo, y ha de ser la línea a seguir en la redacción del
«órgano de expresión» de cualquier estructura política que pretenda dirigirse a
esa gran cantidad de trabajadores de las distintas ramas de la producción, esa
masa que seguramente está a años luz del bagaje cultural, hábitos de lectura,
familiarización del lenguaje y conocimientos políticos de quien escribe o habla.
Los «reconstitucionalistas», sin embargo, tratando de aparentar ser más
intelectuales de lo que son en realidad, con su estilo solo se acercan más a los
antiguos manuales burgueses de filosofía, donde con ese lenguaje enrevesado
pareciera limitar su lectura y comprensión a unos pocos iniciados, reservando sus
contenidos a las esferas más cultas y educadas de la alta sociedad, nada que ver
con lo que en su día fue la «Iskra» o «Rabótnik».
¿Acaso cambió Lenin su forma de ser ya bajo el liderazgo de los bolcheviques?
Pues tampoco:
En otra ocasión, otra persona que le conoció en todas sus facetas, Clara Zetkin,
recordó como en una ocasión confesó al propio Lenin cual había sido el rasgo que
más le impresionó al conocerle:
«−¿Sabe usted, Lenin, que en nuestros países ningún jefe de una asamblea,
revestido de pontifical, se atrevería a hablar con la sencillez y la naturalidad
con que usted habla? Temería que no se le considerase «bastante culto», Yo sólo
conozco algo comparable a su modo de hablar: el formidable arte de Tolstoi.
Tienen ustedes de común la gran línea armónica, cerrada, el inexorable amor a
la verdad. Eso sí que es belleza. ¿Se trata, acaso, de una característica
específicamente eslava?
−No lo sé −dijo Lenin−. Sólo sé que yo cuando «me hice orador» hablaba
siempre mentalmente para los obreros y los campesinos. Mi única preocupación
era que ellos me entendiesen. Y donde quiera que habla un comunista, debe
pensar en las masas, hablar para ellas». (Clara Zetkin; Recuerdos sobre Lenin,
1925)
Esto vendría a ser lo que ajedrez; jaque mate, o en tenis; set y partido.
«En viaje hacia Siberia me refirieron una conversación entre Lenin y uno de los
marxistas franceses más destacados de la época, Paul Lafargue. La transcribo
con las mismas palabras con que me la refirió Y. O. Mártov:
«Cuando Lafargue oyó de boca de Lenin que en Rusia no existía aún un partido
al modo europeo y sí sólo círculos de obreros, preguntó:
—Damos conferencias de divulgación para iniciar a los obreros; luego, los más
capaces estudian a Marx.
—Sí.
—¿Y lo entienden?
—Naturalmente.
Ya desde los comienzos del movimiento acudíamos los obreros rusos a la fuente
originaria, esto es, a «El capital» (1867), y éste fue, a no dudar, uno de los
factores del éxito. El mismo Lenin tenía por muy acertado el que los obreros
estudiasen a Marx por su cuenta, y ayudaba con todas sus fuerzas estos estudios
individuales». (Aleksandr Shapovalov; Mi camino al marxismo, Memorias de
un obrero revolucionario, 1925)
En principio, todos los matices que uno no pueda desarrollar en las exposiciones
de este tipo serán un problema menor, puesto a que al haber cumplido las
condiciones básicas para que luego los sujetos puedan leer a Marx sin demasiados
problemas, este peligro de distorsión o desánimo se reducirá drásticamente. Es
más, al haberles introducido debidamente a la doctrina y a las dudas recurrentes
en que suelen incurrir los iniciados, estos podrán profundizar por cuenta propia
en su estudio individual −el cual es la clave−. Sin olvidar que el feedback es una
cuestión ineludible.
Por tanto, esto no tiene por qué provocar en el que está aprendiendo una
debilidad o confusión respecto a los aspectos fundamentales de la doctrina a
estudiar, y lejos de hacer que aquellos que te escuchen solo salgan con nociones
mecánicas mal asimiladas, para lo que sirve este ejercicio −si se realiza
correctamente− es para que las masas no familiarizadas con el materialismo
histórico se acostumbren a sus herramientas. De hecho, cuando los sujetos
entienden de que se está hablando, una vez que se estimula su autonomía en el
razonar, lo que ocurre es que fenómenos negativos como la propagación de
nociones erradas, la manipulación de la doctrina y demás... acaban siendo
problemas que ellos mismos −con lo que han podido aprender− son capaces de
resolver y evitar sin tutelaje.
Todo esto, que ahora mismo parece una cuestión sencilla, en su día fue uno de los
factores que lograron que Lenin y los suyos hicieran del movimiento obrero ruso
el más fuerte que había en todo el mundo. Pudiendo superar, en condiciones
francamente difíciles, el resultado de secciones −como la francesa o alemana−
que habían sido fundadas ya en época de Marx y Engels y que contaban con
décadas de tradición y experiencia.
Lenin ya dejó claro que las «categorías» podían usarse siempre que tuvieran
relación con el continuo conocer, es decir, «el pensamiento que avanza de lo
concreto a lo abstracto siempre que sea correcto no se aleja de la verdad, sino que
se acerca a ella»:
Mientras, volvió a dejar claro que tanto los «conceptos» como las «categorías»
tienen su base en la realidad, pero estas no existen como «entes invisibles» ni de
forma «eterna», ni significa que su esencia resida en «otra dimensión», sino que
son una herramienta fruto del vocabulario que crea el ser humano para acercarse,
reflejar y operar con el mundo exterior que tiene delante, el cual siempre está en
continuo devenir:
«Si todo se desarrolla, ¿no rige eso también para los conceptos y categorías más
generales del pensamiento? Si no es así, significa que el pensamiento no está
vinculado con el ser. Si lo es, significa que hay una dialéctica de los conceptos y
una dialéctica del conocer que tiene significación objetiva». (Vladimir Ilich
Uliánov, Lenin; Resumen del libro de Hegel «Lecciones de la filosofía», 1915)
En otra ocasión, Antonio Labriola, siendo aún más tajante, declaró en su obra
«Del materialismo histórico» (1896), que había que terminar con el llamado:
«Mito y el culto de las palabras», porque «las cuestiones terminológicas no tienen
ya más valor que el subordinado de una mera convención», ¿a qué se refería? A
que había que superar el obstáculo de: «Las vicisitudes humanas, las pasiones y
los intereses y los prejuicios de escuela, de secta, de clase, de religión, y después
el abuso literario de los medios tradicionales de representación del pensamiento,
y la escolástica, nunca vencida». A ese molesto «verbalismo» tendiente a
encerrarse en definiciones puramente formales, el cual «lleva la mente hacia el
error de creer que es cosa fácil reducir a términos y expresiones simples y
palpables la intrincada y cruel complicación de la naturaleza de la historia». O
para decirlo de otro modo, ese pensamiento simplón que «anula el sentido del
problema porque no ve más que denominaciones».
En cuanto el tema lingüístico, Lenin anotó cómo se forman los conceptos en una
forma que, aun hoy, sigue dejando mudos a los críticos del materialismo histórico
cuando estos le acusan previamente de ser «árido», «sin vida» y «mecánico»:
«La aproximación del espíritu −humano− a una cosa particular, −el sacar una
copia = un concepto de ella− no es un acto simple, inmediato, un reflejo muerto
en un espejo, sino un acto complejo, dividido en dos, zigzagueante, que incluye
en sí la posibilidad del vuelo de la fantasía fuera de la vida; más aún que eso: la
posibilidad de la trasformación −además, una trasformación imperceptible, de
la cual el hombre no es consciente− del concepto abstracto, de la idea, en una
fantasía −en última instancia = Dios−. Porque incluso en la generalización más
sencilla, en la idea general más elemental −«mesa» en general−, hay cierta
partícula de fantasía. Y viceversa: sería estúpido negar el papel de la fantasía,
incluso en la ciencia más estricta −ejemplo: Písarev sobre los sueños útiles, como
un impulso para el trabajo, y sobre los ensueños vacíos−». (Vladimir Ilich
Uliánov, Lenin; Resumen del libro Aristóteles «Metafísica», 1914)
En este caso, se deja claro que no hay una separación absoluta entre lo «material»
e «ideal», que dicha diferencia se vuelve casi imperceptible en varios momentos.
Entiéndase que cuando una persona aprende un concepto, a veces dicho foco de
estudio no interactúa directamente con él −póngase aquí el concepto «tiburón» o
«quimera», el cual un niño puede aprenderlo sin ver, degustar, oler o tocar jamás
a ninguno de ellos; sino tan solo oyendo y tramitando en su mente lo que un tutor
le describe que es dicho animal −real o mitológico−, el cual más tarde lo verá
representado en dibujos o lo escuchará fugazmente en las narraciones de los
cuentos−. Ergo, a priori basta con que a sus sentidos lleguen las «huellas» de tal
objeto de estudio −real o ficticio, pasado o presente, folclórico o científico− que
le ha legado la humanidad. El problema es que tal concepción no es muy fiable y
con el tiempo debe de ser revisada. Centrándonos en los adultos, cada persona se
ve forzada a reconstruir sus concepciones de forma continua. ¿Cómo? A partir de
toda una serie de abstracciones, las cuales serán cada vez más refinadas si
reconstruye todo críticamente, partiendo, o mejor dicho, acercándose a la fuente
de su estudio; y solo entonces, el niño que pasa a adolescente verificará por qué
un «tiburón» es real y la «quimera» solo lo es en tanto existe el concepto del
monstruo de la mitología griega, un híbrido mitad león, cabra y serpiente
−además, con el tiempo descubrirá muy seguramente que la riqueza del lenguaje
es tal, que también existen otras concepciones de «quimera» como sinónimo de
«utopía» o «imposible»−. Dicho lo cual, entendiendo que todo está en
movimiento −no solo los organismos vivos, sino también todo el lenguaje con el
que operamos−, es muy posible que tal idea inicial que uno se ha hecho en su
cabeza sobre X cuestión no sea muy aproximada −auténtica−. Tampoco es
descartable que en su día no lo fuese porque operásemos bajo un soporte
defectuoso para su estudio −o que ese objeto o cualidad haya cambiado
sustancialmente−. Esto ocurre en todos los eventos de la vida: cuando los
descubrimientos de la ciencia nos enseñan mejor cómo opera un concepto de
física; cuando notamos que una persona ha cambiado tanto que su personalidad
ha pasado de ser por norma «apacible» a fácilmente «irascible»; o cuando una
nueva regla gramatical nos obliga a habituarnos a una nueva forma de escritura.
En todos estos casos, deberemos reformular nuestras pretensiones sobre aquello
que caracterizaba a dicho concepto −aun hasta cuando fuese bastante
aproximado y correcto−.
Entonces, sí, claro que la mayoría de «términos» que se usan en nuestro tiempo
pueden estar «contaminados» por usos interesados: el feminismo es un gran
ejemplo de un uso interesado y distorsionado sobre lo que es verdaderamente un
«patriarcado», mientras el revisionismo hace lo propio cuando habla de
«socialismo». Ahora, usar un término que es común y popular nos ahorra mucho
tiempo a la hora de comunicarnos −y, a lo sumo, si es estrictamente necesario,
podemos añadir una pertinente aclaración en cuanto al significado real del
mismo−. Con esto no queremos decir, claro está, que debamos aceptar una
terminología acompañada de su significación liberal −como acostumbran a
realizar los oportunistas con palabras como «libertad», «humanismo» o
«socialismo»−; ni transigir con la distorsión de lo que han sido y son términos
como «feminismo» −para así tratar de ganarnos la simpatía de los pseudo o
antimarxistas−. ¿Acaso podemos decir que vivimos en un «patriarcado» como
aseguran las feministas? No. ¿Puede decirse que el «feminismo» ha sido alguna
vez compatible con el marxismo en su metodología o aspiraciones ulteriores?
Tampoco. ¿Podemos aceptar el concepto de «partido revolucionario»,
«antiimperialismo» o «dictadura del proletariado» del que hacen gala los
revisionistas? Nunca. Ahora, ¿por ello tendríamos que erradicar el uso cotidiano
de estos términos por su constante manipulación? Ni de broma. Es tan simple
como usarlos y popularizarlos con su correcto significado. Si no, la única
alternativa sería crear y popularizar un lenguaje completamente nuevo −una
aventura quijotesca−, y de lograrlo lo más seguro es que pronto sería
contaminado por toda una serie de distorsiones, por lo que tendríamos que crear
otro nuevo −y así cíclicamente−, ¡sería el cuento de nunca acabar! Llegados a este
punto, huelga decir que tampoco estamos de acuerdo con aquellos que desean
inventar un término nuevo para cada chaladura que se les pasa por la cabeza,
aislándose con el clásico lenguaje endogámico de secta de iluminados.
Unas notas para la correcta utilización de los conceptos en el contexto
adecuado
Para cubrirse las espaldas, este patético ser finalizó con que no hay una certeza ni
de una cosa ni de la otra sobre el debate que él mismo insistió en iniciar. Es decir,
se llenan el pecho de etiquetar a todo de vulgar «positivismo» que rebaja la
capacidad de conocer de las ciencias, pero con su agnosticismo maoísta acaban
postulando lo mismo. Las mismas posturas que reproduce el posmodernismo, el
cual reza que «todo es relativo», que las «ataduras del lenguaje» nunca nos
permitirán dilucidar quién tendrá razón, ¿pero qué vamos a esperar de esta
indigencia intelectual que es la LR? El mismísimo MAI, como si fuera un vulgar
profesor de ciencias sociales sin formación filosófica que sigue el itinerario del
manual recomendado por el Ministerio de Educación, declaró, en referencia al
posmodernismo, que hemos de «incorporar lo que tiene ciertamente de positivo»
(sic); mientras el señor Dietzgen nos ilustró en 2020 con aquella reflexión
igualmente sorprendente de que el posmodernismo «nos enseña algo», ya que
«encumbra al sujeto humano como único productor de la historia» (sic). Véase el
capítulo: «Instituciones, ciencia y posmodernismo» (2021).
Como somos conscientes una vez más que ciertos términos filosóficos pueden ser
difíciles para el lector no acostumbrado a esta jerga, comenzaremos con volver al
diccionario filosófico soviético para entender mejor qué ha venido significando la
llamada «ontología». Gracias a esto demostraremos que los seguidores de la
«Línea de la Reconstitución» (LR) llegan más de setenta años tarde a la
comprensión de algo tan simple:
Pero esto a los «reconstitucionalistas» parece importarles poco, pues para «no
usar términos marxistas» acostumbran a usar la ontología en sus disertaciones
con mucha «maestría». ¿Qué podemos decir? Es una de las tantas incongruencias
en las que incurren. En este caso, ya va siendo hora que alguien les pase la factura
por utilizar palabrejas que nada aportan. Imitando a su idolatrado Georg Lukács
y su característico lenguaje pretencioso, lanzaban a los cuatro vientos este
barroco mensaje de que su doctrina:
«Es la única concepción del mundo cuyos presupuestos ontológicos −es decir, su
dimensión praxeológica− permiten su revolucionarización». (Comité por la
Reconstitución; Línea Proletaria, Nº3, 2018)
«Se trata de aquella vía que conduce desde el estudio de Hegel y más allá del
proyecto de una obra sobre la economía y la dialéctica, hasta mi intento actual
de una ontología del ser social». (Georg Lukács; Historia y conciencia de clase,
1923)
«La ontología de Marx fue un tema que pasó a ser estudiado desde las obras de
Lukács «La ontología del ser social» (Lukács, 2012 y 2013) y «Prolegómenos
para una ontología del ser social» (Lukács, 2010). Lukács desde su obra
«Historia y conciencia de clase» había hecho un intento de volver a las raíces
hegelianas de la obra marxiana, con otros pensadores como Karl Korsch. (…) La
preocupación mayor de Lukács a mi parecer fue desarrollar una teoría del ser
en Marx, ya que una teoría del ser habría tenido muy buena recepción en la
filosofía de esa época, filosofías «irracionalistas» como él las llamaba; la
ontología fundamental de Heidegger se había tornado muy importante, tanto
así que había llegado a influenciar a autores marxistas como lo fue el caso
temprano de Marcuse que hizo su tesis doctoral bajo la tutela de Heidegger
«Ontología de Hegel» y quiso unir la ontología fundamental con el
materialismo histórico para después hacer un distanciamiento respecto de
Heidegger. (…) En Marx su ontología no tendría el ser de Heidegger y la
ontología tradicional, no es cualquier tipo de ser, es el ser social. Marx sería el
primer pensador en crear una ontología del ser social sin ser totalmente
consciente de ello. La teoría de Marx se sustenta en tres pilares, su teoría del
Valor-trabajo, la dialéctica materialista y su teoría de la revolución». (Rossel
Montes; Marx y la ontología del ser social, 2019)
¿Se dan cuenta del desbarajuste lingüístico y filosófico en que se enredaban estos
autores? Si la «ontología» de X está basada en el «ser social» no tiene ningún
sentido llamarla así porque en el momento en que es social deja de ser ontología
propiamente. Como aquí mismo se reconocía, la llamada «ontología marxista»
fue un invento creado por Lukács para contraponerla a la «ontología» de
Heidegger y otros metafísicos, lo que podría comparase a cuando Feuerbach
derribó racionalmente los mitos de la teología cristiana y su ética para acabar
proponiendo que su «nueva religión» estaba basada en el «amor sexual, amistad
y sacrificio». Solo caben dos posibilidades: o bien estos filósofos no entendían la
contradicción de lo que estaban aseverando o era un triste intento de competir
con el rival en los mismos términos místicos.
De nuevo utilicemos la prueba del algodón, los «clásicos» −no porque sean la
«palabra revelada», sino por la coherencia de sus planteamientos−, esta vez nos
bastará con Lenin. Criticando las ínfulas de los «empiriocriticistas» dijo en una
ocasión:
«Bien. La «teoría general del ser» es descubierta una vez más por S. Suvórov
después que numerosos representantes de la escolástica filosófica la han
descubierto numerosas veces bajo las más variadas formas ¡Felicitemos a los
machistas rusos con ocasión del descubrimiento de una nueva «teoría general
del ser»! ¡Esperamos que su próxima obra colectiva sea consagrada por entero
a la fundamentación y al desarrollo de este gran descubrimiento!». (Vladimir
Ilich Uliánov, Lenin; Materialismo y empiriocriticismo, 1909)
Y si esta cuestión es tan básica que se puede desmontar con echar una ojeada a
uno de los mayores clásicos de la filosofía marxista como es «Materialismo y
empiriocriticismo» (1909), ¿cómo es que los sabihondos «reconstitucionalistas»
siguen anquilosados en Lukács, Korsch y Cía? ¿Cómo es que repiten los errores
de los «empiriocriticistas»?
Por cuestiones obvias, consideramos este capítulo uno de los más importantes de
nuestro documento. En él, abordaremos cuáles han sido las confusiones más
típicas entre la unidad de la teoría y la práctica, cómo se interrelacionan y qué
consecuencias ha tenido esto en el actuar de los grupos revolucionarios y demás.
Entre medias, nos veremos obligados a clarificar conceptos variopintos como:
«teoría», «abstracción», «práctica» o «praxis», entre otros; confirmándose,
como vimos en entregas anteriores, que no se puede hacer un culto a las palabras.
Esto demostrará que los sujetos, aun estando separados por otras épocas,
distintas lenguas y diferentes culturas filosóficas, y aunque no manejen
exactamente los mismos términos, esto muchas veces no les ha impedido
entender y actuar de forma análoga. También nos centraremos en indagar por
qué el revisionismo tiene tanto interés en rebajar o ignorar la necesidad de un
estudio científico de la teoría, insistiendo una y otra vez en «el peligro de caer en
la desviación contemplativa» −cuando, desde sus inicios, de lo que más ha
adolecido el movimiento emancipador es de un «practicismo ciego»−. Por último,
daremos una serie de ejemplos para liquidar ese pensamiento idealista que
considera como «práctica» solo las cosas más básicas instaladas en el imaginario
colectivo, cuando esta recorre toda actividad humana, haciendo entender que el
problema no es la «teoría» o la «práctica», sino de qué tipo se trata, de si es
efectiva o no, de si se sostiene sobre bases sólidas, de si parte de la realidad.
Sin ir más lejos, en sus escritos, la LR advierte que hay que saber bien lo que es la
«praxis» −o más bien, la versión lukacsiana que ellos entienden de este
concepto−, una rehabilitación de Lukács en la que «casualmente» también
vinieron insistiendo décadas atrás los carrillistas del Partido Comunista de
España (PCE) y los codovillistas del Partido Comunista Argentino (PCA) −si el
lector no nos cree, hoy tiene disponible las publicaciones de «Nuestra Bandera»
o «Utopía» en el caso ibérico, y las revistas «Cuadernos de la Cultura» y «Pasado
y presente» en el rioplatense−. Al parecer su percepción sobre esta le atribuye
una transcendencia que «lo habría cambiado todo». Genial. ¡Afortunados somos
de teneros entonces! Veamos en qué se basa:
¿Y qué hay aquí de novedoso? Nada, todo lo contrario. Pero antes de continuar,
nos vemos obligados −aunque no sea muy agradable ni para el lector, ni para
nosotros− a detenernos en la etimología del término para observar los errores y
malinterpretaciones que se suelen dar −y que acaban en un subjetivismo atroz
como veremos más adelante−.
Primero que todo, se puede entender por «teoría», según la primera acepción de
la RAE, y no sin una connotación peyorativa, a lo que llamamos: «Conocimiento
especulativo considerado con independencia de toda aplicación». Otra variante
recogida por la RAE, más benévola e incluso positiva, es su segunda acepción:
«Serie de leyes que sirven para relacionar determinado orden de fenómenos». Y,
por último, en su tercera acepción: «Hipótesis cuyas consecuencias se aplican a
toda una ciencia o a parte muy importante de ella». Evidentemente, esto no nos
satisface demasiado, aunque las últimas podrían servirnos si añadiésemos
explicaciones adicionales.
En cambio, por «praxis» se entiende, según la misma fuente: «Práctica, en
oposición a la teoría»; sin embargo, como sabemos gracias a la dialéctica
materialista, no son términos diametralmente opuestos, sino que están en
estrecha relación, pues sin práctica no habría teoría. En alemán «práctica» se
escribe «trainieren» o «praxis» y, ambas palabras, se utilizan de forma
intercambiable, al igual que en castellano. Esta última palabra, por ejemplo, fue
utilizada por Marx en sus «Tesis sobre Feuerbach» (1845).
Si nos vamos al origen etimológico de «práctica» vemos que viene del latín tardío
«practĭce», y este del griego «πρακτικη» [praktikē]. Mientras que «praxis»
procede de «πρᾶξις», «πρᾶξεως» [praksis, prakseos]. Se compone del sufijo «-
σις» [-sis] que señala la acción sobre la raíz del verbo «πράσσειν» [prássein] cuyo
significado es «hacer», «llevar a cabo», «tratar», «realizar», «efectuar». A este
verbo se lo asocia con la raíz indoeuropea «-per» [llevar, traer].
Con esto basta. Poca duda queda sobre lo que significan estos términos según las
concepciones generales. Ahora bien, al lector le deben seguir chirriando estas
definiciones dadas por los lingüistas oficiales, donde no se ve por ningún lado, la
ligazón que pueda haber entre «teoría» y «práctica», algo sin lo cual no se puede
entender el desarrollo humano como tal. En el «Diccionario filosófico» (1946) de
la URSS no se consideraba necesario definir por separado estos conceptos, sino
que bajo el título «teoría y práctica», se afirmaba:
Por su parte, desde los altavoces de la LR siempre han confesado que el concepto
de «praxis» no fue acuñado ni desarrollado por Marx:
«El concepto de praxis. Este término no fue acuñado por Marx, sino
póstumamente por algunos estudiosos de su pensamiento con el fin de describir
la concepción que llegó a elaborar sobre la práctica, o, más en concreto, sobre
la relación teoría-práctica. A diferencia del vocablo práctica, que se define por
oposición a la teoría, la praxis es la práctica fusionada con la teoría, como
unidad de contrarios donde la práctica representa el aspecto principal».
(Partido Comunista Revolucionario (Estado Español); La Forja, Nº33, 2005)
Aunque aseguran haber elaborado esta concepción en base a lo expuesto por
Marx en las «Tesis sobre Feuerbach» (1845), reconocen que él que nunca
desarrolló esta noción en profundidad. De hecho, como vimos en otro capítulo,
consideran que Marx y Engels no pasaron de ser «críticos contemplativos».
¡Entendido! ¿Entonces a quiénes se refieren cuando hablan de «otros estudiosos
de su pensamiento»? ¿Quiénes desarrollaron esta idea especial de la «praxis» que
ellos abanderan hoy?
Vayamos ahora con uno de los discípulos de Plejánov, el meritorio alumno que
con el tiempo llegó a superar a su maestro, hablamos de un tal Lenin. Este
resumió en sus notas filosóficas sobre Hegel cuál era la verdadera postura del
materialismo frente al idealismo:
Una vez aclarado esto, nos situamos ahora «fuera de las coordenadas de la
ortodoxia». Otro autor que usó la palabra «praxis» fue Georg Lukács en su
famosísima obra «Conciencia de clase» (1923). Este fue un conocido filósofo
húngaro que revisó el marxismo a su parecer, y ante el cual, toda la «nueva
izquierda» se ha arrodillado siempre en señal de gran respeto. ¿La razón? Todos
los pseudo y anti marxistas consideran que Lukács consiguió marcar «un gran
hito» durante un periodo de «gran dogmatismo». Años después, él mismo
reconocería el exceso de idealismo en su particular noción de «praxis»:
«La teoría puede convertirse en una formidable fuerza del movimiento obrero
si se elabora en indisoluble ligazón con la práctica revolucionaria, porque ella,
y sólo ella, puede dar al movimiento seguridad, capacidad para orientarse y la
comprensión de los vínculos internos entre los acontecimiento que se producen
en torno nuestro; porque ella, y sólo ella, puede ayudar a la práctica a
comprender, no sólo cómo se mueve y hacia dónde marchan las clases en el
momento actual, sino también cómo deben moverse y hacia dónde deben
marchar en un futuro próximo». (Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, Stalin;
Fundamentos del leninismo, 1924)
¿Y cómo les fue a los bolcheviques rusos con esta filosofía que para algunos, como
el MAI, sería «arcaica»? Pues desde luego mucho mejor que a los
luxemburguistas, a los lukacsianos y demás tendencias de aquella época. En el
siglo XX, Lenin se convirtió en la figura central del marxismo mundial en cuanto
a «interpretación» y «transformación» del mundo, con lo que su popularidad
solo rivalizó con la de sus maestros, Marx y Engels, mientras que en época de
Stalin el comunismo alcanzó su época de mayor apogeo. Si en la «Tesis sobre
Feuerbach» (1845) Marx retó a los idealistas y charlatanes de todo tipo a
«demostrar la verdad con la práctica, lo terrenal de su pensamiento», ¡pues he
aquí refutada la validez de estas discusiones escolásticas! El jefe de los
bolcheviques demostró en la práctica que la noción de «praxis» de Labriola
operaba ya entre los revolucionarios rusos, aunque ellos no empleasen este
término.
Además, ¿qué lección extra nos otorga esto? Que los hechos desmontan por sí
mismos toda la palabrería de los lingüistas y filósofos idealistas como los
«posmodernos», «hermenéuticos», «convencionalistas» o «analíticos». No
pocos de ellos llegaron a afirmar que las palabras tienen «una entidad propia»,
que se valen «por sí mismas»; que el sujeto «podía interpretar mejor que el autor
del texto la intención y significación del mismo»; que «no es la naturaleza quien
nos proporciona los conceptos»; o que «todos los problemas del mundo se
reducen a un entendimiento equivocado de las palabras», siendo sumamente
importante utilizar la «precisión» so pena de no poder cumplir nuestros
propósitos y deseos:
No nos explayaremos más en esto, ya que ya vimos más atrás los posibles
problemas −y soluciones− que puede presentar el lenguaje en la exposición y
transmisión de un mensaje. En todo caso, sí volvemos a resaltar que el
comunicador mantiene una tensión permanente entre él: a) que tiene que realizar
una precisión y una adecuación al contexto lo bastante correcta como para que la
creación sea lo suficientemente clara; b) y sus receptores −tanto como
simpatizantes como detractores−. Es decir, tiene que esforzarse en que estos no
tengan la posibilidad de malinterpretar el mensaje ni manipular su esencia −sea
este correcto o no−.
¿Y de dónde sacó Lenin esta noción del marxismo? ¡Del señor Engels! Autor que,
para algunos, como Adolfo Sánchez Vázquez, habría causado la «involución» de
Lenin. Pero, muy por el contrario, Engels nunca se caracterizó por promover la
fosilización de la teoría. Siempre insistió en que, si esta no se actualizaba o
adaptaba con la comprobación práctica, se convertiría en un dogma, en un credo
religioso. En una ocasión, criticando las actuaciones de sus compatriotas
emigrados a los EE.UU., escribió:
«Los alemanes no han aprendido a usar su teoría como palanca que podría
poner en movimiento a las masas norteamericanas; en su mayor parte no
entienden la teoría y la tratan en forma abstracta y dogmática, como algo que
debe aprenderse de memoria y que proveerá entonces sin más a todas las
necesidades. Para ellos es un credo y no una guía para la acción». (Friedrich
Engels; Carta a Adolph Sorge, 29 de noviembre de 1886)
Del mismo modo, en Lenin el tratamiento del marxismo como una «guía para la
acción» fue la condición más importante para que la doctrina pudiera ser viva,
veraz, emancipadora:
Llegados a este punto, tal vez al lector no le habrá quedado claro un detalle
sumamente importante, ¿entonces en qué se diferencia la «Línea de
Reconstitución» (LR) de todo el «marxismo anterior» y sus presuntos «límites»?
Atentos a lo que afirman sus protagonistas, esta vez sí, desde sus medios oficiales:
¡La teoría debe servir para satisfacer las necesidades de la práctica revolucionaria!
¡Más de una década de existencia del «glorioso» PCR (1994-2006) para
revelarnos tan «novedosa» conclusión! ¡Vaya! Adelantándose varios miles de
años a las «grandísimas revelaciones» de la LR, Aristóteles, el famoso pensador
de Estagira nos ilustraba en su «Ética a Nicómaco» (siglo IV a. C.): «La primera
condición es que sepa lo que hace; la segunda, que lo quiera así mediante una
elección reflexiva y que quiera los actos que produce a causa de los actos
mismos». En otro de sus escritos «iluminadores», la LR declaraba:
¿Qué podemos sacar en claro? Sí, hay que «estudiar, hacer propaganda,
organizar», a lo que la LR añade: «Pero muchachos… ¡siendo conscientes en todo
momento de lo que se hace!». ¿Se dan cuenta? Son este tipo de «reflexiones
banales» y «matices sutilísimos» de nula importancia lo que la LR nos ofrece
como «elemento diferenciador» para seguirles en su proyecto. Ahora resultaría
que la máxima que Lenin mismo firmó en su obra «Nuestras tareas inmediatas»
(1899): «¡Estudiar, hacer propaganda, organizar!» ya no es apta para las luchas
de hoy, porque habría que añadirle el componente de la «conciencia». ¡Que
bobadas con aires de «importante descubrimiento» tiene que leer uno! ¿Acaso
los cuadros que estudian no reflexionan sobre el «cómo» −método− y el
«adónde» −fin−? Las personas con dos dedos de frente saben que, cuando el
sujeto o el colectivo echa a andar, el nivel de espontaneidad que imprime en sus
tareas no depende de repetir mecánicamente palabrejas −como pudiera ser
«praxis», «Ciclo de Octubre», «conciencia» o «dialéctica»−, como los
«reconstitucionalistas» hacen siempre. En el caso de estos «ilusionistas
políticos», no podemos pedir a sus jefes que superen de una vez este «ritual
mágico», sería como pedir a los gurús místicos que abandonen su característica
repetición de mantras, ¿cómo va a ser eso posible sin romper con toda la engañifa
con la que deslumbran a sus ignorantes seguidores?
Claro que otra cosa muy distinta es que una organización tenga que trazar un
estudio acorde a problemas o desafíos de mayor importancia −como sería
establecer un programa de acción a nivel nacional, regional o municipal−, donde
se torna tan difícil como peligroso el dejar esto en manos de una o pocas personas,
¿por qué? Porque a mayor complejidad, mayor exigencia colectiva, algo que
también ocurre en otras situaciones de la vida, como a la hora de crear una obra
de arte o filosófica. ¿O es que alguien piensa que Rafael o Da Vinci pintaron
íntegramente todos sus cuadros, o que Platón y Aristóteles escribieron todo lo que
salió de sus escuelas? Esto se llama división del trabajo y, en según qué grados de
desarrollo de la sociedad, es sumamente normal, ya que la capacidad de una
persona o incluso de un «comité de expertos», es limitada. Correspondería pues,
a un trabajo grupal de personas más formadas que la media común, en
cooperación con expertos en materias concretas, estando todos ellos conectados
con la realidad cotidiana.
Muchos son los que han creído estar argumentando de forma incontestable al
afirmar que «las luchas ideológicas contra el revisionismo no sirven de nada»,
que «aburren a la población, que solo ve luchas fratricidas entre la izquierda» −y
eso cuando con fortuna tiene noticia de ellas−; que «realizar un análisis sin tener
un partido de por medio no es más que una propuesta, exposición o crítica
contemplativa, carente de capacidad transformadora». Cuando oímos cosas por
el estilo, más allá de la buena intención del autor, oímos el sollozo de un
menchevique, pues no hay actitud más antimarxista que la laxitud o el espíritu de
conciliación ante las deformaciones más grotescas de la realidad. Como una vez
gritó un exasperado Marx a Weitling por su retahíla de clichés y frases populistas:
«¡La ignorancia nunca ha ayudado a nadie!». No creemos que sea casualidad que
muchos de estos señores sean los que también repiten que somos nosotros los
que no entienden la unidad entre «teoría y práctica» y, a la par, abrigan ingenuas
ilusiones por superar la «ridícula» lucha entre tendencias marxistas a base de la
buena voluntad −esa ingenua política de tender puentes−, sin crítica ni
esclarecimiento ideológico.
Es evidente que a Lenin y los suyos no les agradaba tener que ponerse a rebatir
las ideas de los populistas, marxistas legales, economicistas, mencheviques,
empiriocriticistas, oztovistas, trotskistas, eseristas y tantas otras corrientes a las
que el bolchevismo se enfrentó. Algunas ni siquiera tenían un arraigo serio entre
la mayoría de la población del siglo XX, pero sí tuvieron cierto eco entre los
pensadores y pretendidos grupos «revolucionarios» de aquel entonces; en
consecuencia, sí que tenían cierta influencia entre algunos trabajadores
politizados que seguían a estos líderes. Esta era la razón por la que desenmascarar
estas desviaciones era un trabajo necesario para los bolcheviques, sin el cual no
habrían podido encabezar una revolución. Esto, claro está, no significa
abandonar la labor de incorporar al partido o a la influencia de este a todas esas
vastas masas despolitizadas y desilusionadas.
El partido tiene la tarea de saber explicar por qué son necesarios estos y otros
debates; recae sobre sus hombros la tarea de dar a entender que no son una
discusión artificiosa, totalmente estéril, que no se trata de debatir sobre el sexo
de los ángeles o la santísima trinidad. Debemos revelar el hilo que conecta dicho
debate con los intereses de clase, tanto los más próximos como los más lejanos.
Así, el hecho de que esa estructura todavía no haya podido ganarse a la mayoría
del pueblo, no significa que los debates sobre organización, economía, filosofía,
alianzas, religión o, por supuesto, revisionismo, sean poco importantes, más bien
al contrario. Adoptar esa postura no es solo negar la importancia de la teoría, sino
que es ir a la zaga de las capas más atrasadas; ¡es dejar que los elementos más
desorientados y demagogos marquen el paso, con sus prejuicios e ignorancia
ideológica, en las tareas que se deben realizar!
Una estructura seria y decidida, en cualquiera de sus estadios de desarrollo, debe
guardar un equilibrio coherente entre recoger el sentir del pueblo −más bien solo
sus inclinaciones más revolucionarias− y guiarle en el camino hacia la
emancipación, ya que es quien tiene la capacidad de hacerlo −si no, no sería
necesaria esa «vanguardia»; el «pueblo» y el «partido» serían un todo, pero por
desgracia no funciona así−. Jamás podrá ser el «pueblo»; es decir, «las masas» en
abstracto, quien clarifique cuáles son las tareas urgentes del movimiento
emancipador, ni cuáles son sus propósitos posteriores −esta respuesta vendrá de
su ala consciente, pues para eso están los revolucionarios dedicados a ello−.
De todo lo dicho hasta aquí, también hay que tener en cuenta que, como ya
dijimos en otra ocasión:
En todos estos casos históricos, las masas no partidistas −e incluso los miembros
del partido menos preparados− no «pedían a voces» hablar sobre estos temas,
sino volver una y otra vez hacia otros y de una forma totalmente incorrecta. Ahora
bien, nadie en sus cabales dirá que, por ejemplo, este trabajo acometido por los
bolcheviques fue un «trabajo estéril» o de «intelectualoides de salón». ¿Se
elaboraron tales debates y decisiones entre «intelectuales»? Sí, en muchas
ocasiones fue así y no podía ser de otro modo, como veremos más adelante en el
capítulo donde hablaremos sobre la intelectualidad y su relación con la
organización emancipadora. Ellos solían ser en un principio los más preparados
culturalmente, lo que no implica que no hubiese obreros participando de dicho
proceso, a veces estando incluso por delante de intelectuales «muy formados».
Sea como fuere, lo que queda claro es que esta labor ideológica tenía como fin
rebatir a la intelectualidad al servicio de la reacción, la cual tiene la producción
ideológica de la sociedad, marca los mitos de cada época y enmascara la realidad.
A su vez, estas polémicas servían como táctica para agrupar en el partido a los
mejores elementos del pueblo, fuesen obreros, intelectuales, u otros.
Entremos a otra afirmación «jerárquica» que quizás haga perder los estribos a
muchos: no es lo mismo el partido revolucionario que el conjunto de la población
trabajadora simpatizante con la causa, del mismo modo que no son lo mismo los
altos cargos que todo el partido en sí. ¿A qué viene esto último? A que no hay
equivalencia política entre un joven militante que ha demostrado su capacidad
teórica u organizativa −y en consecuencia tiene o puede tener un puesto de
responsabilidad− que un hombre que, ya en su vejez, está interesándose en la
política; no es igual un sindicalista veterano, que sabe moverse en ciertos
ámbitos, que un chaval que apenas está aprendiendo las primeras «nociones del
oficio».
«Sería una maniloviada y «seguidismo» creer que casi toda o toda la clase
puede estar nunca, bajo el capitalismo, en condiciones de elevarse al grado de
conciencia y de actividad de su destacamento de vanguardia, de su partido. (…)
Ninguno que esté aún en su sano juicio ha puesto nunca en duda que, bajo el
capitalismo, ni aun la organización sindical −más primitiva y más asequible al
grado de conciencia de las capas menos desarrolladas− está en condiciones de
abarcar a toda o a casi toda la clase obrera. Olvidar la diferencia que existe
entre el destacamento de vanguardia y toda la masa que marcha detrás de él,
olvidar el deber constante que tiene el destacamento de vanguardia de elevar a
capas cada vez más amplias a su propio nivel avanzado, sólo significa
engañarse a sí mismo, cerrar los ojos a la inmensidad de nuestras tareas y
empequeñecer éstas». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Un paso adelante, dos
pasos atrás, 1904)
¿Por qué hemos dado varios ejemplos de algunas situaciones en donde, lejos de
lo que se suele creer, hay «práctica»; o, mejor dicho, la práctica predomina por
delante del esfuerzo teórico? Pues para romper con la falsa idea de que, para
concluir procesos sociales de gran envergadura, las tareas pueden dividirse
artificialmente en aquellas en las que se necesita «solo práctica» o «solo teoría».
Es decir, queremos ir más allá de la unilateralidad que predomina hoy, por eso
apostamos por verlo todo en su íntima conexión, destruyendo la rígida aplicación
mecánica y la ilusoria metafísica que sobrevuela en las mentes de algunos.
Esto significa que hasta para crear y plasmar un libro, algo que a priori a algunos
les pueden parecer unas pretensiones muy «teóricas», también necesitamos de la
«práctica», aunque sea por medio de acciones mecánicas y sencillas. ¿Alguien
tendrá que escribir el libro, verdad? ¿O acaso la mente va a mover el bolígrafo o
el teclado del ordenador? Ha de anotarse que este tipo de habilidades, como el
escribir, cocinar, resolver una ecuación o caminar en bici, son a nuestros ojos
sencillas, porque hemos adecuado a nuestro cuerpo y mente para ello a base de la
repetición y perfección progresiva, por lo que cada vez están más automatizadas
y requieren de menor esfuerzo mental y físico. En este sentido el lector puede
observar los experimentos realizados que se recogen en la obra de los psicólogos
Eduardo Vidal-Abarca, Rafael García Ros y Francisco Pérez González
«Aprendizaje y desarrollo de la personalidad» (2010). Sin embargo, cuando la
mente no está adecuada a tales demandas:
«Nos es necesario aún un esfuerzo apropiado para pasar de los estados más
elementales de la vida psíquica a ese estado superior, derivado y complejo, que
es el pensamiento, en el cual no nos podemos mantener más que gracias a una
atención voluntaria, que tiene una intensidad y una duración especiales que no
pueden ser sobrepasados». (Antonio Labriola; Filosofía y socialismo, 1897)
Muy bien, entonces, ¿qué demuestra todo esto? Que existe toda una cadena de
procedimientos que bien podrían llamarse bajo las denominaciones que el
académico guste: «pensativos», «contemplativos», «abstractos»,
«especulativos» −de índole «teórica»−; y otros procesos −«prácticos»−
relacionados con «actuar», «accionar», «llevar a cabo», «experimentales»… que
se conjugan mutuamente. ¿Qué es lo interesante aquí? El «sujeto B», el
compañero «encargado del trabajo teórico», también necesita valerse de la
«práctica» −aunque sea de la más básica− para poder realizar esa ordenación de
pensamientos, análisis de datos y conclusiones de valor. Necesita de ambos:
sentarse, levantarse o cambiar de posición para aprovechar la luz solar o
descansar la vista, mover las páginas de estos libros desgastados, tramitar sus
pensamientos escribiendo a máquina, consultar dudas a sus compañeros sobre la
validez de lo que tiene delante mediante el pensamiento y el lenguaje; y sin entrar
ya en las funciones fisiológicas −empezando por el cerebro− que posibilitan el
discurrir del pensamiento mental en estos «debates» o «charlas». En este caso,
una vez acabado lo fundamental de su objetivo general −que era crear el núcleo
escrito de este libro− habrá un proceso posterior de revisión, maquetado y
divulgación de esa obra finalizada, en la cual el «teórico» y sus compañeros
participarán de nuevo −y volverán a intervenir fenómenos «teórico-prácticos» de
diversa índole−. Por eso, en este sentido, Labriola dijo que él en particular al estar
hablando de «praxis» plasmaba:
¿Se dan cuenta? Por eso aseveramos que disociar «teoría y práctica» en un
proceso así es como separar por un muro infranqueable la unidad entre el «ser y
el pensar», o lo «absoluto y relativo». ¿Decimos que son lo mismo? No. Si se
repasa el ejemplo anterior se entenderá que esto ya se ha explicado. Pero, por si
a alguien le quedan dudas, lo resumiremos con esta otra cita del filósofo soviético
M. Shirokov:
«Por tanto, si Barth cree que nosotros negamos todas y cada una de las
repercusiones de los reflejos políticos, etc., del movimiento económico sobre este
mismo movimiento económico, lucha contra molinos de viento. Le bastará con
leer «El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte» (1852), de Marx, obra que
trata casi exclusivamente del papel especial que desempeñan las luchas y los
acontecimientos políticos, claro está que dentro de su supeditación general a las
condiciones económicas. O «El Capital» (1867), por ejemplo, el capítulo que
trata de la jornada de trabajo, donde la legislación, que es, desde luego, un acto
político, ejerce una influencia tan tajante. O el capítulo dedicado a la historia de
la burguesía. Si el poder político es económicamente impotente, ¿por qué
entonces luchamos por la dictadura política del proletariado?». (Friedrich
Engels; Carta a Konrad Schmidt, 27 de octubre de 1890)
«Con esto se halla relacionado también el necio modo de ver los ideólogos: como
negamos un desarrollo histórico independiente a las distintas esferas
ideológicas, que desempeñan un papel en la historia, les negamos también todo
efecto histórico. Este modo de ver se basa en una representación vulgar
antidialéctica de la causa y el efecto de acciones y reacciones. Que un factor
histórico, una vez alumbrado por otros hechos, que son en última instancia
hechos económicos, repercute a su vez sobre lo que le rodea e incluso sobre sus
propias causas, es cosa que olvidan, a veces muy intencionadamente, esos
caballeros, como, por ejemplo, Barth al hablar del estamento sacerdotal y la
religión, pág. 475 de su obra de usted. Me ha gustado mucho su manera de
ajustarle las cuentas a ese sujeto, cuya banalidad supera todo lo imaginable».
(Friedrich Engels; Carta a Franz Mehring, 14 de julio de 1893)
Hubo otro marxista, Antonio Labriola, que siempre mantuvo especial interés por
aclarar este tipo de equívocos:
«Se engañan los que creen que con invocar la interpretación económica de la
historia lo explican todo. Y al decir esto nos referimos principal y casi
exclusivamente a ciertas tentativas analíticas que, separando unas de otras las
formas y categorías económicas y las diferentes manifestaciones del derecho, la
legislación, la política, las costumbres, etc., investigan cada fenómeno de por sí
y estudian luego las mutuas influencias de estos diferentes aspectos de la vida,
enfocados en abstracto. Nuestra posición es totalmente distinta. Nosotros
abrazamos una concepción orgánica de la historia. Ante nuestro espíritu se alza
la unidad íntegra de la vida social. La propia economía se diluye a lo largo de
un proceso para presentarse en otras tantas fases morfológicas, en cada una de
las cuales sirve de cimiento a todo lo demás. No se trata, en suma, de extender
el llamado factor económico, aislado, en abstracto, al resto de la vida social,
como nuestros adversarios se imaginan, sino que se trata, ante todo, de
comprender históricamente la economía y de explicar por sus cambios los
demás. He ahí nuestra respuesta a cuantas críticas se nos hacen desde todos los
terrenos de la sabia ignorancia». (Antonio Labriola; En memoria del Manifiesto
de los comunistas, 1895)
Además, este marxista italiano resolvió otro punto anexo de forma brillante. Él
subrayó que, ciertamente, tanto los sistemas teológicos de la antigüedad, como
los sistemas filosóficos más modernos, han adolecido de muchas y variadas
deficiencias: explicaciones fantásticas, predicaciones inverosímiles y soluciones
aún más utópicas. Pero… aun siendo idealistas en sus relatos, y por ende,
incompletos, ridículos y profundamente equivocados, muchas veces sí contenían
parte de verdad, simplemente albergaban una parte de razón que debía de
hallarse debajo de ese halo místico. En todo caso, estas explicaciones eran y
reflejaban el producto de su tiempo, por lo que, fuesen más acertados o menos,
siempre acababan pasando a formar parte de todos los poros de la sociedad; razón
de peso por la que examinarlas se vuelve algo sumamente necesario para el
historiador si de verdad desea comprender estas épocas pretéritas:
«Se refleja una no pequeña parte del proceso humano, y por esto no deben
considerarse como invenciones gratuitas ni como producto de momentánea
ilusión. Son partes y momentos de esto que llamemos espíritu humano. Y si se
da el caso de que semejantes conceptos e ideaciones se mezclen y confunden con
la comnmnis opinio de las personas cultas, o de aquellas que pasan por tales
acaban constituyendo una masa de prejuicios y forman la impedimenta que la
ignorancia opone a la visión clara y plena de las cosas efectivas. Estos prejuicios
corren como derivados fraseológicos en boca de los políticos de oficio, de los
llamados escritores y periodistas de toda clase y color, y ofrecen el fulgor de la
retórica a la llamada opinión pública». (Antonio Labriola; Del materialismo
histórico, 1896)
«No es, pues, como de vez en cuando, por razones de comodidad, se quiere
imaginar, que la situación económica ejerza un efecto automático; no, son los
mismos hombres los que hacen la historia, aunque dentro de un medio dado que
los condiciona, y a base de las relaciones efectivas con que se encuentran, entre
las cuales las decisivas, en última instancia, y las que nos dan el único hilo de
engarce que puede servirnos para entender los acontecimientos son las
económicas, por mucho que en ellas puedan influir, a su vez, las demás, las
políticas e ideológicas. (…) Y cuanto más alejado esté de lo económico el campo
concreto que investigamos y más se acerque a lo ideológico puramente
abstracto, más casualidades advertiremos en su desarrollo, más zigzagueos
presentará la curva». (Friedrich Engels; Carta a Walter Borgius, 25 de enero
de 1894)
Estos debates fueron una constante. Al igual que en el siglo anterior, fueron las
respetadísimas «eminencias» −entre infinitas comillas− de las escuelas y
universidades las que levantaron el dedo acusatorio hacia el marxismo por su
presunto pensamiento fanático y limitante. Entre ellas también abundaban los
presuntos «marxistas» por moda, quienes poco después acabaron estando de
acuerdo con conservadores, liberales, socialdemócratas, positivistas,
existencialistas, estructuralistas y otros. Este fue el caso del famoso historiador
británico Edward Palmer Thompson, quien evolucionó de un marxismo mal
asimilado hacia un vertiginoso revisionismo, y de ahí pegó un salto mortal hacia
el «giro lingüístico» y el «posmodernismo», no sin antes dar algunos rodeos. Ya
en su obra «Humanismo socialista» (1957), condenó al «stalinismo como un
«dogmatismo» y una «falsa conciencia». Hizo lo propio con Lenin por introducir
una «serie de falacias» en su obra «Materialismo y empiriocriticismo» (1909).
Este tratado filosófico, a ojos de Thompson suponía ignorar el papel creador del
sujeto. ¿Pero qué se dijo en ella que tanto molestó a Thompson? Lenin, como era
de esperar, comentó que: «La conciencia en general refleja el ser», esto es, «el
reflejo puede ser una copia aproximadamente exacta de lo reflejado», pero siendo
«absurdo hablar aquí de identidad» −como igualmente erróneo es plantear que
«la antítesis materia y espíritu, entre lo físico y lo psíquico» es «una antítesis
absoluta»−. Y añadía que por ello «la tarea más alta de la humanidad es
comprender la lógica objetiva de la evolución económica» con «objeto de adaptar
a ella, tan clara y netamente como le sea posible y con el mayor espíritu crítico,
su conciencia social».
¿Y bien? ¿Lo que sostuvieron Marx y Engels era parecido o diferente a lo que
posteriormente mantuvo Lenin? Veámoslo. En «Ideología alemana» (1846),
ambos dejaron claro que su noción del materialismo histórico: «No parte de lo
que los hombres dicen, se representan o se imaginan, ni tampoco del hombre
predicado, pensado, representado o imaginado, para llegar, arrancando de aquí,
al hombre de carne y hueso; se parte del hombre que realmente actúa y,
arrancando de su proceso de vida real, se expone también el desarrollo de los
reflejos ideológicos y de los ecos de este proceso de vida». ¡Vaya! Por esta razón,
Engels concluyó con sorna en su reseña a la obra de K. Marx «Contribución a la
crítica de la economía política» (1859): «Es una tesis tan sencilla, que por fuerza
tenía que ser la evidencia misma, para todo el que no se hallase empantanado en
las engañifas idealistas». Y Engels en «Anti-Dühring» (1878) −publicado bajo
supervisión de su compañero Marx−, volvería a repetir para horror del señor
Thompson: «La conexión entre la distribución de cada caso con las condiciones
materiales de existencia de la sociedad correspondiente se encuentra tan
arraigada en la naturaleza de la cosa que se refleja normalmente en el instinto
popular».
Lenin, por su parte, ya en sus escritos de juventud, aclaró este tipo de debates en
un famoso escrito de 1894 contra los populistas. En aquella época ya había toda
una camada de pensadores subjetivistas, como el señor Thompson, muy
preocupados por los posibles estragos que podía causar el «sobredeterminismo»
marxista. También vale la pena recuperar estos párrafos para que el lector
observe que son debates muy viejos:
«De las palabras de Marx no se desprende que las ideas y teorías sociales, las
concepciones e instituciones políticas no tengan importancia alguna en la vida
de la sociedad, que no ejerzan de rechazo una influencia sobre el ser social.
Hasta ahora, nos hemos venido refiriendo únicamente al origen, a su
nacimiento, al hecho de que la vida espiritual de la sociedad es el reflejo de las
condiciones de su vida material. En lo tocante a la importancia, en lo tocante al
papel que desempeñan en la historia, el materialismo histórico no solo no niega,
sino que, por el contrario, subraya la importancia del papel y significación que
le corresponde. (…) El fracaso de los «economistas» y de los mencheviques, se
explica, entre otras razones, por el hecho de que no reconocían la importancia
movilizadora, organizadora y transformadora de la teoría de vanguardia, de
la idea de vanguardia, y cayendo en un materialismo vulgar, reducían su papel
casi a la nada, y consiguientemente, condenaban al partido a la pasividad, a
vivir vegetando». (Partido Comunista (bolchevique) de la URSS; Historia del
PC (b) de la URSS, 1938)
Tal vez si Thompson y compañía hubieran leído estas fuentes −que siempre
estuvieron a disposición de todos− se habrían ahorrado decir algunas sandeces.
Esto significa que, o bien esta documentación fue ignorada adrede, o bien no se
realizó un esfuerzo serio por estudiar lo que criticaron. Visto lo visto, en cualquier
caso, sea una cosa o ambas, parece que su deshonestidad alcanzó cuotas
inusitadas.
¿Cómo fue esto posible? Bien, lo primero de todo, hemos de entender que gracias
a sus conocimientos del idioma alemán y otros, Sacristán se destacó por ser un
prolífico traductor, algo que le otorgó un gran halo de prestigio, como le ocurrió
en su día a Wenceslao Roces. ¿Qué implicaba esto a efectos prácticos? En primer
lugar, tener el privilegio para acceder a consultar y difundir según qué
documentos −de Hegel, Kant o Marx− muy poco difundidos en España. En
segundo lugar, que, al contar con la suficiente influencia en la órbita del
movimiento antifranquista y sus editoriales, se aseguró el elaborar la
introducción y notas a las ediciones en castellano de las obras más importantes
de la época −bien fueran marxistas o de sus detractores−. En ellas pudo añadir
todo tipo de malentendidos, invenciones y manipulaciones −entre las que destaca
especialmente las dedicadas a Engels, Lenin y Stalin−, lo que a la postre causó
enormes estragos en la formación de miles de militantes −con toda serie de mitos
que aún hoy son apreciables incluso en gente aparentemente alejadas de sus
posiciones, como ocurre en nuestros «reconstitucionalistas»−. Entiéndase que
esto fue posible porque en aquellos días el militante promedio no tenía muchas
posibilidades de detectar el fraude: o bien daba por válidas las opiniones de este
gurú bajo el argumento de autoridad −hundiéndose en un modelo educativo
borreguil−; o, como mucho, podía dudar de lo que le sonaba arriesgado o falso
−pero en ningún caso disponía de tiempo ni del material requerido para
comprobar y poner en la picota las abominaciones que se lanzaban−.
Esto a su vez iba conectado con otra reclamación que le hizo Sacristán, quien dijo
que Lenin no sabría apreciar las ligeras sutilezas entre unas corrientes y otras.
Pero el autor ruso sí conocía lo suficiente tales diferencias y se detiene en ellas
−explicando, por ejemplo, la evolución y contraposición entre Bogdánov y su
admirado Ostwald−, pero la cuestión no era esa, sino que: «Los inmanentistas,
los empiriocriticistas y el empiriomonista discuten sobre particularidades, sobre
detalles, sobre la formulación del idealismo». La cuestión es que Lenin prefirió
esforzarse en subrayar que estas grandes o pequeñas divergencias entre Poincare,
Pearson, Mach o Duhem no eran decisivas: «Nosotros repudiamos desde el
primer momento todas las bases de su filosofía comunes a esta trinidad». Esto
significa que a la postre tales diferencias nunca deben apartarnos de lo
fundamental, pues: «Millares de matices son posibles en este caso entre las
variedades del idealismo filosófico y siempre se puede crear el matiz mil y uno, y
al autor de este minúsculo sistema mil y uno −por ejemplo, el empiriomonismo−
la diferencia entre el suyo y los demás puede parecerle importante», en cambio
«desde el punto de vista del materialismo, esas diferencias no tienen ninguna
importancia esencial».
Como el lector puede imaginar, estas recriminaciones hacia Lenin eran lanzadas
al mismo tiempo que Sacristán etiquetaba −sin sonrojarse− a tipejos como
Schopenhauer o Nietzsche como «grandes filósofos», mientras que a Heidegger
literalmente le colmó como «quizás el filósofo más genial del siglo XX». Para ser
considerado por sus lectores y defensores actuales un pensador muy «racional»,
parece que el señor Sacristán coqueteaba en exceso con los representantes
clásicos del irracionalismo, ¿no creen? ¿Cómo fue esto posible, damas y
caballeros? ¿Por la «premeditación del demagogo» o por «la oscuridad del
devoto», como él acostumbraba a decir? En verdad, Sacristán, como otros tantos
intelectuales «reconvertidos» a la militancia política de la izquierda, y que debían
de disimular bajo la honda presión de un ambiente de lucha antifascista, siempre
trató de matizar, relativizar o criticar con la boca chica el reaccionarismo de sus
autores fetiche.
Al parecer, estos caballeros, pese a echar pestes sobre los manuales «leninistas»
y «stalinistas», jamás han leído con detenimiento ninguno de ellos, pues el
materialismo de estos no realiza una separación artificial y exagerada entre el
objeto y el sujeto en el acto de conocer:
He aquí repetido a pies juntillas lo que dice Sacristán en su «El filosofar de Lenin»
(1970). Copiando a los filósofos reaccionarios ya mencionados, incluso
murmuran sobre una supuesta «autocrítica» de Lenin con respecto a su teoría del
reflejo previa. ¿Será cierto? Digámoslo con claridad: esto no tiene fundamento.
a) En primer lugar, citando al propio Engels, Lenin ya aclaró en 1909 que no debe
entenderse por «imagen» como una «copia» sin más, es decir, se matizó que esa
«foto», «imagen» −o llámese como quiera uno− es siempre «aproximada»:
b) En segundo lugar, explicó por qué el proceso del conocimiento se parece más
a una imagen reflejada que a un «símbolo» o «jeroglífico» −teoría a la cual se
adhirió Plejánov−, dado que los autores de estas últimas nociones daban por
hecho −bien fuesen inmanentistas o neokantianos− lo siguiente: o bien las
sensaciones son fantasías de nuestra mente; o bien reflejan la realidad del mundo
exterior, pero a través de un lenguaje sumamente complejo de descifrar:
«Está fuera de duda que la imagen nunca puede igualar enteramente al modelo;
pero una cosa es la imagen y otra el símbolo, el signo convencional. La imagen
supone necesaria e inevitablemente la realidad objetiva de lo que «se refleja».
El «signo convencional», el símbolo, el jeroglífico son nociones que introducen
un elemento completamente innecesario de agnosticismo. (...) Todos los límites
en la naturaleza son convencionales, relativos, movibles, expresan la
aproximación de nuestra inteligencia al conocimiento de la materia, pero esto
no demuestra en modo alguno que la naturaleza, la materia, sea en sí un
símbolo, un signo convencional, es decir, un producto de nuestra inteligencia».
(Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Materialismo y empiriocriticismo, 1909)
Esto demuestra que no existe, como han insistidos todos estos charlatanes, «un
Lenin que hasta 1909 fue filosóficamente muy vulgar», con «una teoría del reflejo
mecanicista»; y otro «renacido y completamente dialéctico tras leer a Hegel en
profundidad», donde, al parecer «ya entendería que el conocer es un proceso
continuo» y «aproximado». Esto es una invención. Nadie negará los vaivenes y
limitaciones iniciales de Lenin en cuanto a cuestiones filosóficas, con una
formación básica y un cierto desdén en torno a la importancia de sus debates, algo
que él mismo reconoció luego como erróneo y a lo cual trata de poner remedio,
como muy bien se refleja en sus cartas de 1908-09. Pero nada de esto justifica las
insinuaciones y acusaciones que hemos visto aquí. Vistas en perspectiva, las citas
anteriores de Lenin de su obra «Materialismo y empiriocriticismo» (1909) tienen
una absoluta coincidencia con las que uno podría extractar de trabajos
posteriores. De hecho, en muchas ocasiones, la famosa recopilación «Cuadernos
filosóficos» (1916) recogen explicaciones iguales o mucho más escuetas, ya que
las más de las veces fueron notas y reflexiones breves:
En Brasil también podemos hallar a diversos sujetos que se hacen pasar por
«expertos en marxismo», aunque solo repiten lo que ya hemos visto en Bernstein,
Lukács, Astrada o Sacristán.
En primer lugar, contamos con Adelmo Genro Filho, otro ideólogo brasileño muy
afín a los postulados de la praxis» y los autores del «marxismo occidental»,
increpaba a Engels en un sentido similar, reclamándole por haber ignorado
presuntamente:
Por su parte, el señor Netto, no solo echa a la hoguera a Lenin y Stalin, sino
también, por supuesto, al propio Engels:
¿Qué quería decir con esto último de que la historia de los hombres no se ha
llevado a cabo acorde a una «voluntad colectiva» y un único plan»? ¿Significa eso
que, efectivamente, el materialismo histórico, reduce los esfuerzos de la actividad
del hombre a cero? En absoluto. Lean con detenimiento:
«La historia se hace de tal modo, que el resultado final siempre deriva de los
conflictos entre muchas voluntades individuales, cada una de las cuales, a su
vez, es lo que es por efecto de una multitud de condiciones especiales de vida;
son, pues, innumerables fuerzas que se entrecruzan las unas con las otras, un
grupo infinito de paralelogramos de fuerzas, de las que surge una resultante −el
acontecimiento histórico−, que a su vez, puede considerarse producto de una
fuerza única, que, como un todo, actúa sin conciencia y sin voluntad. Pues lo que
uno quiere tropieza con la resistencia que le opone otro, y lo que resulta de todo
ello es algo que nadie ha querido. (...) Del hecho de que las distintas voluntades
individuales −cada una de las cuales aparece aquello a que le impulsa su
constitución física y una serie de circunstancias externas, que son, en última
instancia, circunstancias económicas −o las suyas propias personales o las
generales de la sociedad− no alcancen lo que desean, sino que se fundan todas
en una media total, en una resultante común, no debe inferirse que estas
voluntades sean =0. Por el contrario, todas contribuyen a la resultante y se
hallan, por tanto, incluidas en ella». (Friedrich Engels; Carta a Joseph Bloch,
22 de setiembre de 1890)
De hecho, Engels anotó que era característico del materialismo vulgar el no llegar
a comprender −o terminar vulgarizando− el concepto de «necesidad», así como
este relaciona con lo «accidental» en cada contexto y sujeto histórico:
Por su parte, Plejánov, maestro de Lenin, explicó de forma genial esta cuestión
relacionada con el intentar «reproducir lo ideal» y «acercarse a ello» en la vida
real, pero, eso sí, comprendiendo en todo momento el impacto de la necesidad
sobre los hombres, sin caer tampoco en un «materialismo vulgar». Y lo hizo,
precisamente, al exponer y refutar las especulaciones de los filósofos idealistas
del «pensamiento puro» que hablaban sobre su sistema jurídico «ajenos a toda
clase de necesidades». Estos últimos pretendían defender su legislación no como
fruto de unas condiciones materiales, sino de la «justicia» de una «idea», por otra
parte, presentada como «racionalidad eterna»:
¡Vaya! ¿Qué haremos entonces! ¿Quién nos salvará de tal infortunio? No sufráis,
queridos lectores, que la LR acudió rauda y veloz al rescate. En 2003 nuestros
«superhéroes» −o mejor dicho «superhombres»− anunciaron al mundo entero
que gracias a su «praxis revolucionaria» habían descubierto, nada más y nada
menos, que la mejor forma de «revolucionar las consciencias», la forma de lograr
por fin «la materia autoconsciente». ¿Quién no desearía poseer tal tesoro, tal
superpoder? El lector detectará rápidamente que todo esto que a priori suena
muy complejo y novedoso acaba siendo puro humo:
Esto, como ellos mismos reconocen, choca frontalmente con los axiomas del
materialismo histórico. Como Lenin indicó en «Resumen del libro de Hegel
«Ciencia de la lógica» (1914): «La práctica es superior al conocimiento −teórico−,
porque posee, no sólo la dignidad de la universalidad, sino también la de la
realidad inmediata», pero por lo visto, para los «reconstitucionalistas» esto, o
bien nunca ha sido verdad, o ha dejado de serlo. ¡Estupendo! ¡Así como que no
quiere la cosa han vuelto por los senderos ya recorridos por los empiriocriticistas!
Es decir, los «reconstitucionalistas», adalides del antipositivismo, han caído
rendidos en sus redes. ¿Qué decir? ¿Cómo contrarrestar esta opinión que desafía
toda lógica? En verdad, no haría falta «presentar batalla», porque ellos son los
que deberían demostrar que miles de años de conocimiento humano están
equivocados, pero como sabemos que esto nunca será realizado, seguiremos
explicándole a nuestros lectores −que es lo que realmente nos interesa− a través
de ejemplos el motivo por el cual lo contrario a lo que sostienen los
«reconstitucionalistas» es lo cierto.
Dicho de otro modo, lo que propició que los sujetos fuesen «dándole vueltas» a
estos temas con cada vez más destreza fue la influencia del medio exterior en el
que se desenvolvían y su interacción con él, sumado a las nuevas capacidades que
por la lenta evolución la especie había ido adquiriendo. Joseph Dietzgen, en su
«Carta a Karl Marx» (17 de noviembre de 1867), lo expresó tal que así: «Pensar
significa desarrollar a partir de lo dado en forma sensible, a partir de lo particular,
lo general», por tanto, no queda, sino que concluir que «el fenómeno constituye
el material necesario del pensar». Mientras en una de sus obras fundamentales
«La esencia del trabajo intelectual del hombre» (1869), declaró: «A la inversa, el
filósofo especulativo busca en el interior de sí mismo, en las profundidades de su
espíritu, el verdadero concepto de la filosofía, patrón a partir del cual decreta
luego que los ejemplares dados en la realidad sensible son auténticos o
inauténticos». ¿En qué posición deja eso a la frágil LR? Fácil. Está visto que
algunos utilizan pseudónimos con nombres y apellidos de marxistas fallecidos,
¿verdad señor «Dietzgen»?, pero no porque quieran conocer y reivindicar su
obra, sino simplemente por mero «esnobismo», el vicio de los más mediocres, es
decir, para fardar ante el resto de una cultura que no tienen.
Cuando algunos idealistas preguntaron a los marxistas de finales del siglo XIX:
«¿Cómo sabéis que la economía constituye la base del desarrollo histórico, y no
más bien la filosofía?», Franz Mehring, uno de sus discípulos, respondió lo
siguiente: «Pues lo sabemos simplemente por esto, que los hombres tienen que
comer, beber, construir sus viviendas y vestirse, antes de estar en condiciones de
pensar y de hacer poesía, que el hombre solo logra tener conciencia a través de la
convivencia social con otros hombres, y que por consiguiente su conciencia se
halla determinada por su existencia social, y, no a la inversa, su existencia social
por su conciencia». Por tal razón, Engels en «Dialéctica de la naturaleza» (1883),
comentó el gran papel que tuvo en las primeras civilizaciones agrícolas la
irrupción de las matemáticas, la mecánica o la astronomía, las cuales fueron
estimuladas y desarrolladas no por las «geniales conclusiones de las cabezas
pensantes» −filósofos, comerciantes, escribas o gobernantes−, sino que estos, a
lo sumo, resumieron −y no pocas veces con muchas inexactitudes y mística de por
medio− las necesidades de la producción de la comunidad −y siempre, cómo no,
intentando poner por delante sus intereses particulares−. En palabras de Engels:
«La base más esencial e inmediata del pensamiento humano es precisamente el
cambio de naturaleza por parte del hombre, y no una naturaleza como tal», lo
cual descarta la idiotez de que las ciencias practicadas por el ser humano «no
tienen capacidad transformadora, solo observadora, pasiva» −¡que se lo digan al
Amazonas o a Nicolás II!−:
En realidad, ya en una obra tan precoz como la «Sagrada familia (1845), Marx y
Engels criticaron estos postulados basándose en la discusión entre Otto Bauer y
Strauss en torno a la «autoconciencia infinita», siendo la misma calificada de una
«especulación hegeliana». En ella, el primero, imitando a Hegel, «reemplazaba
al hombre por el conocimiento», hallado fuera del «mundo objetivo, real y
sensible». Esto implicaba negar «las bases materiales, sensibles, objetivas de las
diferentes y diversas formas del conocimiento humano». Los
«reconstitucionalistas», más allá de que no califiquen a su «autoconciencia» de
infinita, si parten de los mismos supuestos donde dan primacía a esa «guerra» en
el terreno del «pensamiento puro», donde retuercen los hechos o los silencian
para intentar sostener la fortaleza de sus «fastuosas» teorías rocambolescas.
Prestemos atención ahora a este tramo que bien podría titularse «Marx contra los
discípulos de la autoconciencia de la LR»:
«No se trata de buscar una categoría en cada período, como hace la concepción
idealista de la historia, sino de mantenerse siempre sobre el terreno histórico
real, de no explicar la práctica partiendo de la idea, de explicar las formaciones
ideológicas sobre la base de la práctica material, por donde se llega,
consecuentemente, al resultado de que todas las formas y todos los productos de
la conciencia no brotan por obra de la crítica espiritual, mediante la reducción
a la «autoconciencia» o la transformación en «fantasmas», «espectros»,
«visiones», etc., sino que sólo pueden disolverse por el derrocamiento práctico
de las relaciones sociales reales, de que emanan estas quimeras idealistas. (…)
Y estas condiciones de vida con que las diferentes generaciones se encuentran al
nacer deciden también si las conmociones revolucionarias que periódicamente
se repiten en la historia serán o no lo suficientemente fuertes para derrocar la
base de todo lo existente. Y si no se dan estos elementos materiales de una
conmoción total, o sea, de una parte, las fuerzas productivas existentes y, de
otra, la formación de una masa revolucionaria que se levante, no sólo en contra
de ciertas condiciones de la sociedad anterior, sino en contra de la misma
«producción de la vida» vigente hasta ahora, contra la «actividad de conjunto»
sobre que descansa, en nada contribuirá a hacer cambiar la marcha práctica de
las cosas el que la idea de esta conmoción haya sido proclamada ya una o cien
veces, como lo demuestra la historia del comunismo. (…) Un fundamento real
que no se ve menoscabado en lo más mínimo en cuanto a su acción y a sus
influencias sobre el desarrollo de los hombres por el hecho de que estos filósofos
se rebelen contra él como «autoconciencia». (Karl Marx y Friedrich Engels; La
ideología alemana, 1846)
«Por lo que se refiere a las esferas ideológicas que flotan aún más alto en el aire:
la religión, la filosofía, etc., éstas tienen un fondo prehistórico de lo que hoy
llamaríamos necedades, con que la historia se encuentra y acepta. Estas
diversas ideas falsas acerca de la naturaleza, el carácter del hombre mismo, los
espíritus, las fuerzas mágicas, etc., se basan siempre en factores económicos de
aspecto negativo; el incipiente desarrollo económico del período prehistórico
tiene, por complemento, y también en parte por condición, e incluso por causa,
las falsas ideas acerca de la naturaleza. Y aunque las necesidades económicas
habían sido, y lo siguieron siendo cada vez más, el acicate principal del
conocimiento progresivo de la naturaleza, sería, no obstante, una pedantería
querer buscar a todas estas necedades primitivas una explicación económica.
La historia de las ciencias es la historia de la gradual superación de estas
necedades, o bien de su sustitución por otras nuevas, aunque menos absurdas.
Los hombres que se cuidan de esto pertenecen, a su vez, a órbitas especiales de
la división del trabajo y creen laborar en un campo independiente. Y en cuanto
forman un grupo independiente dentro de la división social del trabajo, sus
producciones, sin exceptuar sus errores, influyen de rechazo sobre todo el
desarrollo social». (Friedrich Engels; Carta a Konrad Schmidt, 27 de agosto de
1890)
En este tramo analizaremos que la «Línea de Reconstitución» (LR) tiene una idea
muy equivocada sobre lo que es la ciencia y todos sus límites inherentes a su
propio y determinado momento histórico. Como todo grupo subjetivista, declara
que su filosofía está por encima de las «sentencias de la ciencia» y que poco tiene
que decir de su desarrollo actual porque aún dominan las clases explotadoras.
Durante nuestra exposición nos veremos forzados una vez más a utilizar varias
veces largas citas extraídas de nuestros referentes en torno a diferentes temas,
¿por gusto? No, por razones muy sencillas:
¿Esto qué significa? Que sin tener una formación correcta en el «materialismo
histórico», sin su visión global y su conocimiento de las «leyes sociales
generales», no estaremos en disposición de detectar rápidamente la importancia
que guarda este evento, el cual podría pasar como uno más −o directamente no
se podría equiparar a ningún otro por no contar con más referencias previas−. ¿A
dónde nos conduciría esto? A que, por ende, nunca tendría sentido real registrar
qué semejanzas y diferencias nos reporta el fenómeno concreto que tenemos
delante. Por esta misma razón, el marxista italiano Antonio Labriola, en su obra
«Filosofía y socialismo» (1897), diferenciaba nítidamente su doctrina de otras
corrientes como el «historicismo» en lo que sigue: «[El método de Marx] nunca
es dogmático, precisamente porque es crítico, y crítico no en el sentido subjetivo
de la palabra, sino porque presenta la crítica en su forma antitética y, por lo tanto,
mostrando la contradicción de las cosas mismas, no se extravía jamás, ni aún en
la descripción histórica en el «historicismo vulgaris», cuyo secreto consiste en
renunciar a la investigación de las leyes de los cambios y pegar, sobre estos
cambios simplemente enumerados y descritos, la etiqueta de procesos históricos,
de desenvolvimiento y de evolución».
Sin ir más lejos, la gente menos familiarizada y los falsos eruditos suelen
considerar que la obra de Marx «El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte»
(1852) es eminentemente histórica, mientras que «El capital» (1867) es un
inabarcable mamotreto de índole económico. Sin embargo, si observamos con
detenimiento ambas piezas, nos daremos cuenta de que detrás de estos estigmas
o reduccionismos hay mucha más riqueza de contenido de la que se cree. En la
primera obra no solo se analiza un hecho reciente, el golpe de Estado de Napoleón
III, sino que el autor se retrotrae a los hechos precedentes, al cotejo de las ideas
de la época, a las últimas crisis económicas, a la jurisprudencia y el
funcionamiento real de las instituciones de Francia, al carácter y pretensiones de
cada facción política, a la tradición y sentir del ejército. Del mismo modo, la
segunda obra es una síntesis de una labor de análisis a nivel histórico, de derecho,
de economía, de filosofía, y muchos otros campos, donde muchas veces uno no
sabría delimitar exactamente dónde acaba uno y comienza otro −pues a ratos
están colindando y tomando prestado cosas unos de otros−. En cualquier caso, lo
que queda claro es su íntima conexión entre estos «campos» o «factores». De esto
se deriva, sin ningún género de dudas, que todo intento de explicar de forma
unilateral un acontecimiento histórico apelando a un solo «factor causal» se
torna ridículo. Por ejemplo, si tuviéramos delante de nosotros un retrato de una
noble toscana del siglo XV, ¿quién en su sano juicio trataría de explicar lo que
evoca o el estilo de dicha pieza focalizándose solamente en la economía de la
ciudad de Siena, o en el status económico del mecenas que encargó dicha obra de
arte? Acometer tal esperpéntica tarea sería convertir en realidad las peores
fantasías procedentes de los enemigos y vulgarizadores del marxismo. Es más,
centrémonos en un episodio más reciente y volteemos la pregunta, ¿cómo vamos
a entender por completo las particularidades por las que está pasando la
economía de Ucrania o Rusia sin estudiar el conflicto militar activo y, a su vez,
hallar las pistas que lo originaron? ¿Cómo vamos a entender la guerra
propagandística que mantienen cada bando sin estar familiarizados con la
idiosincrasia y objetivos políticos de cada gobierno y sus aliados, sin conocer los
precedentes históricos de cada pueblo, etcétera?
Esto echa abajo una vez más la estúpida y recurridísima calumnia que ha
sobrevolado al marxismo-leninismo desde sus inicios, aquella que aseguraba que
esta doctrina: «Nunca ha tenido en cuenta los aspectos ideológicos, psicológicos,
artísticos y religiosos», siendo, según sus adversarios, «un método de
investigación reducido estrictamente a lo económico», y por ende
«tremendamente unilateral, inservible para comprender la profundidad de los
hechos sociales»; nos referimos, cómo no, a la vieja e infundada acusación de
«economicismo» hacia Marx, Engels y Cía. Si uno quiere un ejemplo de tales
bulos puede revisar cualquiera de las obras del «respetadísimo» y «elogiadísimo»
historiador E. P. Thompson, una eminencia dentro del «marxismo humanista»,
tan idealista como inofensivo, y que por ello tanto se ha estilado en las
universidades del mundo anglosajón. Véase el capítulo: «¿Es cierto que el
marxismo menosprecia o cercena el papel del hombre en la historia?» (2022).
¿Por dónde empezar? Aquí, como se dice popularmente, «se mezclan churras con
merinas». El MAI no se percató de un «detalle» muy tonto: por lo general, tanto
el sujeto marxista, pseudomarxista o antimarxista, vinculan en su actividad el uso
de la ciencia hacia un fin, por lo tanto, su crítica al llamado «cientificismo» es
estéril. ¿Qué ocurriría si no fuese así, si no buscásemos un «fin» con la práctica?
Se estaría dando por hecho, por ejemplo, que todo «profesional de las ciencias»
basa su modo de trabajo en «registrar datos, procesar y concluir» de forma
«neutra», como si en todo este proceso no operasen otras formas de conciencia
social, como si la política, la religión o la filosofía no entrasen de oficio, como si
la opinión personal, la presión familiar, del círculo social o de la empresa tampoco
influyesen lo más mínimo. ¿Y quién se cree eso hoy día? Nadie, y si el lector no
nos cree puede revisar los últimos libros de texto y manuales de universidad,
donde se critica tal visión que elimina estos factores. ¿Por qué el MAI dijo
entonces tal bufonada? En verdad, no son los primeros ni serán los últimos. Este
es un famoso absurdo derivado, primero, de no entender la relación entre teoría
y práctica −como ya comprobamos−, y segundo, de no entender qué es «ciencia»
y qué relación tiene con el movimiento político, tanto del oficialismo como del
subversivo. En este caso, si en vez de usar palabrejas cliché como «cientificismo»
−etiqueta que, como tantas otras, ya se usa arbitrariamente−, los autores del MAI
hubieran comenzado por saber comprender tal concepto, de seguro no hubieran
quedado en evidencia tan fácilmente. Véase el capítulo: «La terrible disociación
entre la teoría y la práctica y sus consecuencias» (2022).
Ser tan patán como un jefe «reconstitucionalista», y declarar que «la ciencia no
tiene capacidad transformadora» −al nivel que sea− es estar a la altura de un
terraplanista. Este fetiche de repetir una y mil veces que ellos no «conocen» ni
«interpretan», sino que directamente «transforman», tras haber llegado a un
saber filosófico «autoconsciente», se vuelve totalmente caricaturesco, máxime
cuando luego sabemos cómo llevan a cabo esa «praxis transformadora», donde
más bien solo consiguen darse de bruces con la realidad, recordando al pobre
abejorro atrapado que quiere traspasar la ventana una y otra vez, no dándose
cuenta de que ha quedado arrinconado en su despiste y tiene que buscar otra vía
si desea salir de ahí. Si el lector lo desea, podemos dar una analogía más
antropomórfica: esto vendría a ser como aquel noble cruzado que, tras haber
recorrido miles de kilómetros para presentarse frente a las murallas de Jerusalén,
advierte a sus vasallos y a otros nobles que él no ha venido a «Tierra Santa» para
preocuparse de esas «minucias» que son a sus ojos la logística o la mecánica, sino
a «actuar» y «matar herejes» (!). No le importa demasiado obtener el plano de la
plaza enemiga a conquistar, ni saber de formaciones ofensivas o de cómo operan
las torres de asedio, las escalas y los arietes. Promete que él no necesita detenerse
en minucias como «dominar el arte de la guerra», porque ha sido «iluminado por
la providencia» y sabe que su causa es «justa», simplemente reúne a sus fieles,
toca a rebato, y declara convencido: «¡Dios proveerá!».
Al menos en esto son honestos, ya que, en efecto, estas líneas están en las
antípodas de lo planteado por Marx y Engels, así como sus más legítimos
sucesores. Este no es un comentario aislado, pues, efectivamente, los
«reconstitucionalistas», como tantos otros revisionistas, no hacen otra cosa que
no sea darnos el sermón día y noche con que el «marxismo no se puede considerar
ciencia». En esto no son muy originales. En Twitter, encontramos a mansalva
usuarios que, aun sin ser seguidores oficiales de la LR −e incluso declararse
opuestos a ella−, casualmente promocionan sus mismos autores fetiche −Lukács,
Lifschitz o Iliénkov− y sus mismas conclusiones. Por poner un ejemplo, aquí uno
de ellos, afín al PCE (r), promocionando a uno de estos «mártires del
antidogmatismo», ¡el señor Korsch!:
«A medida que la historia avanza, y con ella empieza a destacarse, con trazos
cada vez más claros, la lucha del proletariado, aquellos no tienen ya necesidad
de buscar la ciencia en sus cabezas: les basta con darse cuenta de lo que se
desarrolla ante sus ojos y convertirse en portavoces de esa realidad. Mientras
se limitan a buscar la ciencia y a construir sistemas, mientras se encuentran en
los umbrales de la lucha, no ven en la miseria más que la miseria, sin advertir
su aspecto revolucionario, destructor, que terminará por derrocar a la vieja
sociedad. Una vez advertido este aspecto, la ciencia, producto del movimiento
histórico, en el que participa ya con pleno conocimiento de causa, deja de ser
doctrinaria para convertirse en revolucionaria». (Karl Marx; Miseria de la
filosofía, 1847)
Este tipo de apología fue repetida por Engels en sus siete artículos escritos de
forma no oficial para difundir «El capital (1867)» de Karl Marx. Allí destacaba
cómo: «El autor compara con indignación esa economía aguada ahora en boga y
que él, muy acertadamente, llama «economía vulgar», con los que fueron sus
precursores clásicos, hasta Ricardo y Sismondi, y adopta también frente a éstos
una actitud crítica, pero procurando no desviarse jamás de una línea de rigurosa
investigación crítica». También tuvo tiempo de ajustar cuentas con los
«profesionales» y «eruditos» de la economía política. En primer lugar, reprendía
a sus compatriotas por el escaso interés mostrado en el estudio concienzudo de la
ciencia económica: «En Alemania la economía es una materia que a nadie
interesa como ciencia; los que estudian economía, lo hacen para ganarse la vida,
como materia de examen para ingresar en la administración pública o para
pertrecharse con las armas más superficiales que pueda imaginarse con vistas a
la agitación política». En segundo lugar, les echaba en cara no haber apreciado
suficientemente los anteriores tratados económicos de este autor: «Los anteriores
escritos de Marx, sobre todo el publicado en 1859 por la editorial Duncker, de
Berlín, sobre la naturaleza del dinero, se caracterizaban ya por su espíritu
rigurosamente científico, a la par que por su crítica despiadada; hasta hoy, que
nosotros sepamos, la economía oficial alemana no ha podido oponer nada a estas
investigaciones». En otro de estos comentarios se es igual o más categórico:
«Independientemente de las conclusiones finales de la obra, queremos insistir de
un modo especial en que a lo largo de ella, se estudia toda una serie de problemas
fundamentales de la economía desde puntos de vista totalmente nuevos y se llega,
con un planteamiento rigurosamente científico de esos problemas, a conclusiones
que difieren notablemente de las mantenidas hasta por la economía en boga y que
los economistas profesionales tendrán que analizar en un plano crítico serio y
refutarlas científicamente, sí no quieren que se vengan a tierra todas sus doctrinas
anteriores». Finalizaba con la esperanza de que habría que: «Desear, en interés
de la ciencia, que en la literatura especializada se abra debate sin pérdida de
momento sobre los puntos aquí tratados». Pero, entendemos que esto quizás no
satisfaga a nuestros afables «marxiólogos» y «lukacsianos», aquellos que siempre
ven en los movimientos de Engels un intento de distorsionar la obra de Marx y
hablar en su nombre sin merecimiento, así que continuemos con la vigésima
prueba de que están equivocados de arriba a abajo.
¿Qué hay de los autores soviéticos? ¿Dijeron ellos algo al respecto que
contradijera a Marx y Engels respecto a la economía política? Durante los
primeros años de difusión del marxismo en Rusia, se publicó el «Curso breve de
la ciencia económica» (1897), de Aleksándr Bogdánov. Ya al comienzo de este
libro se nos dice que «el sujeto del que se encarga nuestra ciencia económica o
economía política, es el de la esfera de las relaciones sociales y de trabajo entre
los hombres». Relaciones que empiezan con la cooperación entre hombres y la
división del trabajo, que siempre han existido, pero que se vuelven infinitamente
más complejas conforme evolucionan y se llega a un grado avanzado de desarrollo
de la producción. Sobre estas nos dice «las relaciones sociales no representan
nada que sea permanente o inmutable», sin embargo, esto no nos impide dar una
definición de qué es la economía política. Al contrario, si podemos discernir que
esta tiene un cambio, podemos discernir también los elementos que definen a
esta en sus distintas etapas y a raíz de dicha observación concluir no solo qué
cambio ha tenido sino por qué.
Con esta base, se concluye que la economía política es ciencia por las siguientes
razones:
Los lectores que más atención hayan prestado, verán que en nada se distancia
Bogdánov de lo que Marx expresó, tanto en «El Capital» (1867), como en las
cartas de su correspondencia donde expresaba sus consideraciones sobre la
economía como ciencia.
«El autor no tiene nada de común con esa escolástica que muchas veces lleva a
los redactores de manuales a ingeniarse en las «definiciones» y en el análisis de
algunos aspectos de cada definición; y, al mismo tiempo, su exposición, lejos de
perder, gana claridad, y el lector, por ejemplo, obtiene nociones precisas de una
categoría como la de capital, en su significado social e histórico. Esa concepción
de la economía política como ciencia de los sistemas de producción social en su
desarrollo histórico es, en el Curso del señor Bogdánov, la piedra angular a lo
largo de toda su exposición». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Reseña del libro de
A. Bogdánov «Curso breve de la ciencia económica» de 1897, 1898)
Como dato al lector, este ha de saber que Bogdánov nunca se desprendió del
misticismo que le influyo el «empiriomonismo» y el «machismo». Esto haría que
este dedicara sus últimos años de vida a la búsqueda de la «juventud eterna», la
cual estaba convencido de que se hallaba en la sangre joven −aclaramos: él lo creía
de verdad, esto no es ninguna broma nuestra−. Este razonamiento le llevo a
dedicar los últimos años de su vida a conducir experimentos sanguíneos que
acabarían con su vida en 1928, pues recibió una transfusión de un individuo
afligido de malaria y tuberculosis con el que tenía incompatibilidad sanguínea,
dicho fenómeno siendo aun relativamente desconocido en aquella época.
Sea como fuere, la mala fama que se ganó no conllevó un desprestigio de sus
pasados méritos. Según Lenin, tanto la estructura como la exposición de dicha
obra debía ser el modelo sobre «cómo se debe exponer la economía política».
Fueron estas consideraciones de Lenin las que produjeron que: a) la obra se
reeditara en 1919, en plena guerra civil. b) se realizase una traducción al inglés
para beneficio de los partidos de la Internacional Comunista; c) durante las
discusiones sobre la redacción de los manuales de economía política soviéticos,
en 1937, el Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética emitiese
unas resoluciones donde explícitamente se declaraba: «El manual ha de
inspirarse en el «Curso breve» de Bogdánov». Véase la obra de Vijay Singh:
«Stalin y la creación de la economía política del socialismo» (1998).
Que en pleno siglo XXI se diga que existen ciencias «categorialmente cerradas»
es un sin sentido, más allá de delimitar el tema de estudio y formas de abordarlos
−pues nadie dirá que la sociología y la química se ocupan de lo mismo y emplean
los mismos métodos−. ¿A qué nos podemos referir por una ciencia
«categorialmente cerrada»? Cuando una ciencia comparte métodos con otras
cercanas, como ocurre entre la historia y la sociología, ¿a qué asistimos, a una
«brecha»? Y cuándo una ciencia nace de otra, como la paleografía de la historia,
¿qué acontece aquí, el derrumbe de ese «cerrojo»? Más bien lo que tenemos aquí
es la «brecha» y «derrumbe» del mal llamado «materialismo filosófico» de
Gustavo Bueno y la desacreditación de sus subvencionados palmeros. Engels
expresó de forma correctísima tal interdependencia, lo que hoy se ha llamado
como el «carácter interdisciplinar de las ciencias», ya mencionado en capítulos
anteriores:
Volviendo al señor Armesilla, este adopta una posición donde el marxismo sí bebe
de las ciencias, pero no es ciencia, otro absurdo que nada aclara, y que recuerda
a la sentencia de la LR vista atrás:
«La filosofía, tal como yo la concibo ocupa un lugar intermedio entre la teología
y la ciencia. De una parte, coincidiendo con la teología, cavila en torno a
problemas acerca de los cuales no ha sido posible adquirir hasta hoy un
conocimiento exacto; de otra, al igual que la ciencia, apela a la razón humana
más que a la autoridad, arraigada en la tradición o en la revelación». (Bertrand
Russell; Historia de la filosofía occidental, 1945)
Fruto de esta mente caótica, Armesilla escribía lo siguiente dejando perplejo a los
licenciados en psicología, pues habría llegado a la conclusión de que:
Como bien define la RAE, la «psicología» se puede definir como la: «Ciencia o
estudio de la mente y de la conducta en personas o animales». Nada que objetar
aquí. Al parecer, como es muy común, se confunde el bajo nivel de desarrollo, el
lastre filosófico que arrastra dicha esfera o su periodo de estancamiento reciente,
con su esencia y aspiraciones. Esto es «entendible» si observamos que en los
libros obras del campo que han formado a miles de profesionales de salud como
la obra del señor David G. Myers «Psicología» (1986), todavía se consideraba al
«psicoanálisis» de Freud como una corriente «opcional» entre muchas tantas
para tratar de interpretar los problemas psicológicos del sujeto. Todo esto,
insistimos, en un «prestigioso manual» para psicólogos en el cual estos podían
elegir cual corriente deseaba utilizar para encarar los problemas del paciente,
como si uno estuviera leyendo un cuento para niños de «elige tu propia
aventura». Ahora, una cosa es esa y otra es declarar que la psicología no es
científica en base a tales pretextos, pues sería como decir que la geología no es
como tal una ciencia porque estaba mucho más atrasada en el siglo XIX que la
mecánica, o porque existía un puñado de geólogos que aseguraban con toda
firmeza que la formación y sucesión de capas respondía a las decisiones y
designios del «Altísimo». Traer como pruebas estos hechos no aclaran nada, y, en
definitiva, son sumamente falsarios. En resumidas, es no entender que, como dijo
Marx en el prólogo a su obra «El capital» (1867): «En todas las ciencias la
iniciación resulta siempre difícil».
Huelga decir cómo los principales pedagogos, psicólogos y filósofos marxistas
han fustigado el psicoanálisis desde sus inicios aun cuando estaba de moda y era
oficializada, véase para ello las obras de Politzer, Vygotsky o Luria. En cualquier
caso, si la psicología fuese una pseudociencia en su totalidad, habría que tirar por
la borda manuales como el del psicólogo Rafael García-Ros «Aprendizaje y
desarrollo de la personalidad» (2010), el cual recoge los principales estudios y
experimentos recientes que, más allá de sus limitaciones −que no negamos−, han
corroborado una y otra vez cómo se producen todo tipo de hitos cognitivos en
cuestiones de memorística, capacidad espacial, asociativa, etcétera, así como todo
tipo de técnicas de aprendizaje que presentan mayor o menor validez. De forma
indirecta, esto implicaría reconocer también que la pedagogía, la didáctica y otras
tantas ramas se fundan en la libre apetencia del autor, y que son la imaginación y
la capacidad de improvisación del sujeto lo más importante, sino lo único.
¿A qué se refería exactamente Pierre Vilar con la última cita? ¿Estaba dando por
hecho que las «ciencias» son una «ficción» de los historiadores, un «relato entre
tantos» del «poder», una «forma más de conocimiento tan valida como cualquier
otra», como diría el historiógrafo posmoderno Keith Jenkins, que luego veremos?
En absoluto, no van por ahí los tiros:
«Merece la pena recordar que todas las ciencias se han elaborado a partir de
interrogantes dispares, a los que se fue dando sucesivamente respuestas cada
vez más científicas, con puntos de partida, saltos hacia adelante y retrocesos,
pero nunca, como se dice hoy en día con demasiada frecuencia bajo la influencia
difusa de Bachelard y Foucault, con «cortes» absolutos entre las respuestas no
científicas y las respuestas científicas. (…) Es cierto que las ciencias humanas,
precisamente porque tratan del hombre, de sus intereses, de sus instituciones,
de sus grupos, y porque dependen de la conciencia −tan a menudo falsa− que
los hombres tienen de ellos mismos, llevan un retraso respecto a las ciencias de
la naturaleza. Es una banalidad recordarlo. Pero limitémonos a evocar la física
del siglo XVIII con sus falsos conceptos y sus curiosidades pueriles, y el retraso
de la historia nos parecerá menos cruel. Intentemos, pues, ver de qué forma el
modo de conocimiento histórico ha progresado, progresa y puede progresar
hacia la categoría de ciencia». (Pierre Vilar; Introducción al vocabulario
histórico, 1980)
Esto coincide grosso modo con lo que espetó su colega de profesión, Francisco
García Pascual, Doctorado en Geografía y docente de la Universidad de
Extremadura. Pues en su artículo «Geografía, una ciencia de desinterés» (2011)
afirmó que: «No existe una definición de geografía que esté ampliamente
aceptada por la comunidad de geógrafos, ni y ello es importante, tampoco están
nítidamente delimitados sus límites», considerándose una «ciencia ecléctica»;
pero ahí no acaba todo, pues, según él, «lo que es indudable es que, hoy en día,
transcurrida la etapa posmoderna e incubándose la reacción múltiple a esta», al
parecer hay que enorgullecernos porque «coexisten diferentes paradigmas en la
ciencia geográfica, y una pléyade de enfoques en el seno de estos paradigmas».
Esto para nada es nuevo ni original. En 1888 Engels reportó que ya existían
tipejos de este estilo, quienes, dado que se había demostrado las insuficiencias de
los economistas de la escuela clásica, ahora pregonaban que lo mejor era
prescindir en general de toda «ciencia» o terminaban abrazados a cualquier
nueva moda:
«Quiere usted conocer la razón de por qué la economía política se encuentra en
un estado tan lamentable en Inglaterra. En todas partes sucede lo mismo; hasta
la economía clásica, hasta los mercachifles más vulgares del librecambio, son
tratados con desdén por la trivial «mentalidad superior» que puebla las
cátedras universitarias. Esto se debe en gran parte a nuestro autor; él mostró
las peligrosas consecuencias de la economía clásica, y ahora la gente descubre
que, al menos en este terreno, se marcha con mayor seguridad cuando se
renuncia a toda ciencia. Esta gente ha deslumbrado con tanta eficacia al filisteo
común que en Londres actualmente pueden aparecer muchos individuos −se
llaman «socialistas»− que afirmen haber refutado completamente a nuestro
autor oponiendo a su teoría la de Stanley Jevons». (Friedrich Engels; Carta a
Danielson, 15 de octubre de 1888)
¿Por qué ocurre esto? Porque, tanto ayer como hoy existe una profunda falta de
formación y de escrúpulos entre estos profesionales de las ciencias sociales. A
poco que uno revise todos estos artículos modernos verá que todo se reduce a
exposiciones descriptivas −y a veces muy inexactas− de autores tan contrapuestos
como Comte, Marx, Weber, Russell, Vilar, Derrida o Sokal, donde deja al lector
más confuso aún que al comienzo. Todo esto refleja muy bien aquel proceso de
degradación que Friedrich Engels comentó en su «Ludwig Feuerbach y el fin de
la filosofía clásica alemana» (1886): «En el campo de las ciencias históricas,
incluyendo la filosofía, con la filosofía clásica ha desaparecido de raíz aquel
antiguo espíritu teórico indomable, viniendo a ocupar su puesto un vacuo
eclecticismo y una angustiosa preocupación por la carrera y los ingresos, rayana
en el más vulgar arribismo». Fenómenos que ya hemos analizado en otras
ocasiones. Véase la obra: «La cuestión educativa y el liberalismo de la «izquierda»
(2021).
«No existe, en consecuencia, tal cosa como un método marxista único. Mucho
menos Marx o Engels elaboraron una guía epistemológica para que se
trabajara dentro de un corpus ortodoxo». (Alberto Garzón; ¿Es el marxismo un
método científico?, 2018)
Al que conozca las lecturas que acostumbra a recomendar el señor Garzón, nada
de esto le será nuevo. Él mismo no esconde su afinidad y «aprendizaje» por la
obra de Francisco Fernández Buey, antiguo discípulo de Manuel Sacristán,
ideólogo clave del eurocomunismo. ¿No nos creen? Compruébenlo:
«Él [Marx], que no pretendió construir una filosofía de la historia, y que así lo
escribió en 1874, tuvo que ver cómo la forma y la contundencia que había dado
a sus afirmaciones sobre la historia de los hombres hicieron que, ya en vida,
fuera considerado por sus seguidores sobre todo como un filósofo de la
historia». (Francisco Fernández Buey; Marx sin ismos, 1998)
Por lo visto, el señor Garzón desconoce que literalmente ese «método científico»
es explicado pormenorizadamente por Marx en obras como «Elementos
fundamentales para la crítica de la economía política» (1858), donde tras aclarar
los errores de la economía política clásica concluyó: «Este último es,
manifiestamente, el método científico correcto». ¡Vaya! Qué inesperada sorpresa.
Además, en la introducción de 1873 a su obra «El capital» (1867), en donde un
autor describió su forma de crear la obra con bastante acierto, Marx respondió
sorprendido: «Pues bien, al exponer lo que él llama mi verdadero método de una
manera tan acertada», y además se preguntaba retóricamente, «¿y qué hace el
autor sino describir el método dialéctico?». Es, por esto que, Engels, en relación
a la obra maestra de Marx, dijo lo siguiente en esa serie de artículos de promoción
de «El capital» (1867):
«Pero lo que esta obra de que hablamos nos presenta es una teoría sistemática,
científica, frente a la cual no es la prensa diaria, sino la ciencia, la que tiene que
decir la última palabra». («Elberfelder Zeitung», 2 noviembre 1867, núm. 302)
«Una de esas cosas que explica muy bien la tradición marxista es la evolución a
largo plazo de un sistema económico como el capitalismo. (…) Es posible que no
podamos afirmar, como Engels, que el marxismo sea socialismo científico o
ciencia. Pero sí podemos decir, con más humildad, que Marx «sencillamente,
identificó ciertas características del capitalismo muy resistentes al cambio que,
por supuesto, no excluyen cualquier otro rasgo complementario». (Alberto
Garzón; ¿Es el marxismo un método científico?, 2018)
«Él, que despreciaba todo dogmatismo, que tenía por máxima aquello de que
hay que dudar de todo y que presentaba la crítica precisamente como forma de
hacer entrar en razón a los dogmáticos, todavía tuvo tiempo de ver cómo, en su
nombre, se construía un sistema filosófico para los que no tienen duda de nada
y se exaltaba su método como llave maestra para abrir las puertas de la
explicación de todo». (Francisco Fernández Buey; Marx sin ismos, 1998)
Entendido queda que, según este caballero, Marx, en su crítica a los jóvenes
hegelianos, no estaba construyendo su sistema propio en base a superar los
defectos de la filosofía predecesora… ¿resultó que solo estaba intentando hacerles
«entrar en razón»? Esto debe ser el equivalente filosófico a una joven que
mediante el diálogo intenta convencer a su expareja para que reflexione sobre sus
malos actos, advirtiéndole que esta es la única forma para que vuelvan a estar
juntos algún día. Es más, siguiendo con el símil amoroso, esta situación
surrealista en la que aquí se asocia a Marx −como un hombre que no sistematiza
nada al aprender de sus errores−, sería como proponer que uno, tras salir de una
«relación tóxica», se deshace de sus viejas concepciones equivocadas −su relación
con el hegelianismo−, pero no para crear una base sólida y sana para una futura
relación, sino simplemente para conformarse con ser una «hoja movida por el
viento», un individuo sin «ataduras» que va improvisando su próximo escarceo
amoroso, porque ha llegado a la conclusión que eso es lo que «le hace libre». No
obstante, como bien sabemos, tanto en la filosofía como en el amor, la
indefinición nunca trae nada nuevo ni beneficioso para el sujeto. Esto bien lo
supieron los Eduard Bernstein, Conrad Schmidt, Georges Sorel y compañía,
quienes a causa de su «incontinencia» o «ingenuidad» no se pudieron resistir a
acabar seducidos por los «encantos» de Kant, Spencer, Bergson, etcétera, para
vergüenza de ellos.
Volviendo al tema… aquí habría que apuntar varias cosas más de sumo interés.
Evidentemente, el hombre desde que es hombre no comienza a conocer la
realidad solamente desde el instante en que el marxismo hace su aparición, varios
miles de años después. Sin embargo, al igual que no comparamos la capacidad
productiva o la inteligencia de un «Homo Australopithecus» con un «Homo
Sapiens», lo lógico es que a la hora de conocer la realidad tampoco vayamos a
comparar el sistema del marxismo con el que ofrecen otras corrientes previas,
como el kantismo o el hegelianismo. A esto añádase que, por supuesto, si aún
estamos cuerdos, mucho menos lo haremos con otras «desagradables
mutaciones» muy posteriores que se pierden en los «albores irracionales de
nuestra especie», como el vitalismo o el propio posmodernismo, que, de tratar de
adaptarlas a todas nuestras necesidades de forma absoluta −cosa que nadie hace
por motivos lógicos−, supondría volver casi al estado de bestialidad, a la época de
las cavernas. Cuando el señor Garzón habla del marxismo como una «humilde
llave» para el análisis social, nos gustaría preguntarle algo, puesto que en su
artículo este portero chismoso desea probar a abrir las puertas del conocimiento
con todo su juego de llaves: Kant, Popper, Kuhn, etcétera. ¿Acaso considera usted
a todas estas llaves como «iguales» o están por encima de la «llave maestra» del
marxismo? Bien pues eso parece:
«Lo que se cuestiona es la vigencia de una suerte de modelo canónico que toda
disciplina debería asumir». (Alberto Garzón; ¿Por qué soy comunista?, 2017)
Es posible que se nos mencione la típica perorata: «¡Pero es que es cierto! ¡El
marxismo no es capaz de captar todos los ángulos de la realidad!», razón por la
que inmediatamente recomiendan unirlo a la perspectiva de este o aquel
movimiento político, corriente filosófica o moda sociocultural. Pero hemos de
preguntarnos de nuevo, ¿la realidad, cuál realidad? Si es la realidad en general, la
única cosmovisión que ofrece una interpretación fiel de la misma es el
«materialismo dialéctico». ¿De la realidad social? El «materialismo histórico», y
punto, no hay otra alternativa, el resto de «lentes» han demostrado tener miopías
severas como para que nos acompañen en caminos tan empedrados como los que
deseamos recorrer. Y si el señor Garzón responde: «Ya, pero es que el marxismo
no tiene en cuenta este aspecto específico, que mi propuesta concreta sí
contempla», pues entonces enhorabuena, céntrese usted en ese aspecto
extremadamente puntual de la realidad social y desde una óptica tan corta de
miras y ya nos dará cuenta de qué frutos obtiene con las «gafas transversales» del
psicoanálisis, del estructuralismo, del existencialismo, del ecosocialismo, del
feminismo, del keynesianismo, y un infinito etcétera.
«Pero, en el «El Capital», según lo hace notar el señor Mijailovski, «se trata
únicamente un solo período histórico, y aun dentro de esos marcos, el tema, ni
aproximadamente está exhausto». Esto es cierto. Pero, una vez más volvemos a
recordarle al señor Mijailovski, que el primer signo de un intelecto culto reside
en saber cuáles son las exigencias que se pueden presentar a los hombres de
ciencia. Marx, decididamente, no pudo haber abarcado, en su investigación,
todos los períodos históricos, exactamente igual que Darwin no pudo haber
escrito la historia de todas las especies animales y vegetales». (Gueorgui
Plejánov; La concepción monista de la historia, 1895)
Todo esto recuerda en demasía a las reflexiones del intelectual italiano Enzo
Traverso, en su obra «Marx, la historia y los historiadores. Una relación para
reinventar» (2018), quien rechazaba los aspectos del marxismo que, según él,
claro, lo han convertido en «una corriente con concepciones teleológicas y
totalizadoras de la historia». Especial mención para comentarios como el de
señalar con el dedo acusatorio a ese Marx del «célebre «Prólogo» de 1859 a la
«Contribución a la crítica de la economía política», el cual para el señor Traverso
«fue canonizado por la historiografía positivista −con la ayuda de Engels y Karl
Kautsky− y cuyo pensamiento fue transformado en escolástica» −¡vaya! ¡otro
comentario que bien podría haberlo firmado la LR!−. En cambio, casualmente
−nótese la ironía− valoraba muy elogiosamente a los autores posteriores como
«Georg Lukács, León Trotski, Antonio Gramsci o José Carlos Mariátegui», que
en su mentalidad fantasiosa serían los verdaderos «revitalizadores del
marxismo». ¡Claro que sí! Por no desviarnos del propósito analítico inicial,
simplemente recomendaremos al lector que si tiene interés real indague sobre
esta última figura; de esta manera podrá comprobar cómo sus tesis irracionales y
místicas se parecían tanto a las del marxismo, como de semejanza puede haber
entre un camello y un caballo. Véase la obra: «Mariátegui, el ídolo del «marxismo
heterodoxo» (2021).
Ya ven, ahora resulta que para cuestiones como: a) criticar las carencias del
positivismo −como esa noción de progreso lineal y automático de la historia−; b)
seguir los debates y señalar la falta de orientación de la que a veces hace gala la
comunidad científica; c) u observar cómo en cada descubrimiento influye el
contexto y opinión política… hemos de recurrir a uno de los precursores del
posmodernismo, como Thomas Kuhn. ¡Pues vaya! ¿No sería en este caso «peor el
remedio que la enfermedad»? Ahora el lector nos entenderá. Para el marxista
italiano Antonio Labriola el devenir, la ciencia y su progreso es definido de la
siguiente manera:
«La ciencia normal sería el paradigma científico que emplea una determina
comunidad científica en un momento histórico dado hasta que, eventualmente,
surgen suficientes fenómenos inexplicables mediante el paradigma que
provocan que pierda su legitimidad. En ese momento emergerá otro paradigma
que amenazará con disputarle la posición y que proporciona una mejor
explicación de las anomalías. Si el nuevo paradigma se termina imponiendo, se
convertirá con el tiempo en ciencia normal». (Alberto Garzón; ¿Es el marxismo
el método científico?, 2018)
«No se puede pasar de lo viejo a lo nuevo mediante una simple adición a lo que
ya era conocido. (...) [Ni tampoco] se puede describir completamente lo nuevo
en el vocabulario de lo viejo o viceversa. (...) Las conversiones se producirán
poco a poco hasta cuando, después de que los últimos en oponer resistencia
mueran, toda la profesión se encuentre nuevamente practicando de acuerdo con
un solo paradigma, aunque diferente. (...) Cuando una comunidad científica
repudia un paradigma anterior, renuncia, al mismo tiempo, como tema propio
para el escrutinio profesional, a la mayoría de los libros y artículos en que se
incluye dicho paradigma». (Thomas Kuhn; La estructura de las revoluciones
científicas, 1962)
Con esto ya vemos lo desencaminado que estaba este hombre. Todos los filósofos,
biólogos, economistas o físicos que se mantienen bajo coordenadas científicas se
ven obligados −por tradición, predilección personal u obligación laboral− no solo
a operar con «paradigmas antiguos», sino también a «explorar nuevas vías» −que
destruyen la oficialidad−, sean conscientes de ello en ese momento, o lo
desconozcan por completo. A su vez, otros tantos «miembros del gremio»
seguirán en sus trece, empecinados con teorías, metodologías y conceptos ya
superados −y negando los oficiales−, por lo que en muchas ocasiones los
resultados de sus trabajos se malograrán notablemente −mientras que, en otros
casos, aunque puede que minoritarios, será un acierto−.
«Para ser aceptada como paradigma, una teoría debe parecer mejor que sus
competidoras: pero no necesita explicar y, en efecto, nunca lo hace, todos los
hechos que se pueden confrontar con ella. (...) Para cumplir con su función, no
necesitan proporcionar informes auténticos sobre el modo en que dichas bases
fueron reconocidas por primera vez y más tarde adoptadas por la profesión.
(...) En realidad, la existencia de un paradigma ni siquiera debe implicar la
existencia de algún conjunto completo de reglas. (...) El hecho de que los
científicos no pregunten o discutan habitualmente lo que hace que un problema
particular o una solución sean aceptables». (Thomas Kuhn; La estructura de las
revoluciones científicas, 1962)
«Si es cierto que la técnica, como usted dice, depende en parte considerable del
estado de la ciencia, aún más depende ésta del estado y las necesidades de la
técnica. El hecho de que la sociedad sienta una necesidad técnica, estimula más
a la ciencia que diez universidades. Toda la hidrostática −Torricelli, etcétera−
surgió de la necesidad de regular el curso de los ríos de las montañas de Italia,
en los siglos XVI y XVII. Acerca de la electricidad, hemos comenzado a saber
algo racional desde que se descubrió la posibilidad de su aplicación técnica.
Pero, por desgracia, en Alemania la gente se ha acostumbrado a escribir la
historia de las ciencias como si éstas hubiesen caído del cielo». (Friedrich
Engels; Carta a Walter Borgius, 25 de enero de 1894)
Las razones por las cuales un científico puede adherirse a una teoría son
múltiples. Ya en su momento varios autores −que ni siquiera eran marxistas−,
refutaron sin demasiados apuros estas ambigüedades y especulaciones tan típicas
y constantes en toda la obra de Kuhn. Vean:
«Lo que intentan los maestros de la reacción política cuando exigen una
inversión de la ciencia es, pues, un retorno a la fe. El contenido de la fe constituye
una adquisición obtenida sin pena. La fe conoce a priori. La ciencia es un
trabajo, un conocimiento conquistado a posteriori». (Joseph Dietzgen; La
esencia del trabajo intelectual del hombre, 1869)
b) Mientras que el científico que pretenda hacer «ciencia específica» sin una
visión filosófica, le ocurrirá más de lo mismo; cometerá uno y mil desatinos con
extremada facilidad, no podrá ni operar ni sintetizar sus conclusiones de la mejor
forma posible, en sus explicaciones carecerá de un marco teórico capaz y
convincente.
¿Por qué? Porque, aunque sea conocedor de una realidad científica como −por
ejemplo− la existencia de la ley gravitatoria, si filosóficamente la interpreta como
una percepción que tenemos los humanos y no como una ley que ocurre
independientemente del hombre, hallará sus causas −si es que las busca− en la
vida imaginaria, no en la vida real, pues estará negando directamente esta última.
Sin embargo, aún hoy existen filósofos de viejo cuño, como los
«reconstitucionalistas», que se oponen frontalmente a la antes expuesta
consideración, es decir, a analizar la filosofía y el resto de ciencias bajo una
unidad donde ambas partes poseen su debida importancia y su campo predilecto
de estudio. En cambio, ellos conciben una extraña relación entre filosofía y el
resto de ciencias donde se contempla que la primera sobrepasa y domina a las
segundas sin discusión, como acostumbraban los antiguos filósofos. Recordemos
que, para la «Línea de la Reconstitución» (LR), esto ha tenido que ser así porque,
según ellos: a) el marxismo «no puede reducirse al estatuto de simple ciencia»
(Línea Proletaria, Nº3, 2018); b) el marxismo «no ha sobrepasado del todo el
marco del pensamiento y de la práctica burgueses» (La Forja, Nº33, 2005); c) de
hecho, para la LR más bien hubo una «constricción positivista del marxismo» (La
Forja, Nº35, 2006); d) habiendo pecado de «economicismo, pragmatismo e
instrumentalismo» (La Forja, Nº27, 2003); e) concibiendo a la humanidad como
«entidad cognoscente separada, pasiva, ajena al devenir del mundo objetivo»
(Línea Proletaria, Nº3, 2018).
Por todo esto y mucho más, concluyen que su nueva «filosofía de la praxis», con
su «teoría-práctica-teoría» y «autoconciencia», ha de ser la nueva punta de lanza
para superar al viejo marxismo. ¡Clarísimo! Véase el subcapítulo: «La «Línea de
Reconstitución» y sus intentos de institucionalizar una filosofía voluntarista y
teoricista» (2022).
¿Qué significa esto, traducido a un lenguaje llano? Que para muchos la adhesión
a las doctrinas es cuestión de simples filias y fobias. ¿Y qué contestaba él ante
tales despropósitos más propios de pensadores utópicos que de hombres
modernos y científicos?
«Si debo contentarme con escribir aforismos, como conviene a las confesiones,
diría: a) el ideal del saber debe ser: terminar con la oposición entre ciencia y
filosofía; b) pero, así como la ciencia −empírica− está en perpetuo devenir y se
multiplica en su materia como en sus grados, diferenciando al mismo tiempo los
espíritus que cultivan sus diferentes ramas, por otra parte, es acumulada y se
acumula continuamente bajo el nombre de filosofía la suma de los
conocimientos metódicos y formales; c) igualmente, la oposición entre la ciencia
y la filosofía se mantiene y se mantendrá, como término y momento siempre
provisorio, para indicar, precisamente, que la ciencia está en devenir continuo
y que, en este devenir, la autocrítica es una parte importante». (Antonio
Labriola; Filosofía y socialismo, 1897)
Para poder explicar esto con la profundidad que requiere, nos veremos obligados
a justificar toda una serie de cuestiones complejas a lo largo del texto. Estas irán
desde aclarar cómo funciona el proceso de pensamiento del hombre, hasta
exponer por qué Marx, Engels, Lenin y demás consideraban la ciencia como un
«arma revolucionaria» para los desposeídos en su lucha por el porvenir. En este
caso nos centraremos en dos desviaciones típicas sobre el tema: a) quienes
consideran que «la filosofía es la ciencia de las ciencias»; b) quienes piensan que
«las ciencias no necesitan de la filosofía».
«Ni siquiera es ya este nuevo materialismo una filosofía, sino una simple
concepción del mundo que tiene que confirmarse y realizarse no en una selecta
ciencia de la ciencia, sino en las ciencias reales. La filosofía es, pues, aquí
«superada», es decir, «tanto superada como conservada»; superada en cuanto
a su forma, conservada en cuanto a su contenido real». (Friedrich Engels; Anti-
Dühring, 1878)
Por esta misma razón, Engels esgrimió en sus obras que, desde ese mismo
momento en adelante, la «nueva filosofía» −que solo podía ser materialista y
dialéctica− tomaría un camino diferente al que habían seguido las viejas escuelas
de filosofía, como el «hegelianismo» o el «positivismo». Véanlo por ustedes
mismos:
Entonces, ¿qué amarga verdad nos reveló la propia historia de la filosofía? ¿De
dónde procedían los avances brillantes que lograron desbrozar algunos de estos
filósofos? ¿De su simple ingenio, de su gran astucia, de su enorme capacidad de
fantasía? No exactamente:
«Durante este largo período, desde descartes hasta Hegel y desde Hobbes hasta
Feuerbach, los filósofos no avanzaban impulsados solamente, como ellos creían,
por la fuerza del pensamiento puro. Al contrario. Lo que en la realidad les
impulsaba eran, precisamente, los progresos formidables y cada vez más
raudos de las ciencias naturales y de la industria». (Friedrich Engels; Ludwig
Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, 1886)
Una vez hemos desvelado los equívocos y limitaciones de los sistemas filosóficos
anteriores, ¿qué función tenía asignada la «nueva filosofía», el materialismo
moderno? Es fácil de intuir:
«Esta inversión ideológica era la que había que eliminar. Nosotros retornamos
a las posiciones materialistas y volvimos a ver en los conceptos de nuestro
cerebro las imágenes de los objetos reales, en vez de considerar a éstos como
imágenes de tal o cual fase del concepto absoluto. Con esto, la dialéctica quedaba
reducida a la ciencia de las leyes generales del movimiento, tanto el del mundo
exterior como el del pensamiento humano: dos series de leyes idénticas en
cuanto a la esencia, pero distintas en cuanto a la expresión, en el sentido de que
el cerebro humano puede aplicarlas conscientemente, mientras que en la
naturaleza, y hasta hoy también, en gran parte, en la historia humana, estas
leyes se abren paso de un modo inconsciente, bajo la forma de una necesidad
exterior, en medio de una serie infinita de aparentes casualidades. (…) Ahora,
ya no se trata de sacar de la cabeza las concatenaciones de las cosas, sino de
descubrirlas en los mismos hechos. A la filosofía desahuciada de la naturaleza y
de la historia no le queda más refugio que el reino del pensamiento puro, en lo
que aún queda en pie de él: la teoría de las leyes del mismo proceso de pensar,
la lógica y la dialéctica». (Friedrich Engels; Ludwig Feuerbach y el fin de la
filosofía clásica alemana, 1886)
Esto, lejos de lo que muchos puedan pensar, no es una «infravaloración del papel
de la filosofía», creerlo así sería como afirmar que delimitar aproximadamente
los campos de actuación específicos de la paleografía es una afrenta para los
paleógrafos y su disciplina. ¿Y por qué no, de paso, reactivamos otros debates
superados? ¿No alzarían también sus dedos acusadores los historiadores para
señalar a los propios paleógrafos, que con su «empecinamiento en segregarse»,
han ido progresivamente restándole protagonismo y recursos a la «Madre
Historia»? Más bien habría que preguntarse otra cosa, ¿acaso la creación de la
paleografía, arqueología, epigrafía y numismática restó terreno a la historia en
cuanto a temas a estudiar? No, muy por el contrario; la ciencia histórica encontró
en estas nuevas ramificaciones unas aliadas, un apoyo con el cual, de ahora en
adelante, los profesionales podían abordar mucho mejor −de lo que se había
hecho hasta entonces− ciertos aspectos muy concretos y amplios de sus
respectivas investigaciones. Por último, en cuanto a la clasificación de las ciencias
y su razón, Engels escribió:
«Cada una de las cuales analiza una forma específica de movimiento o una serie
de formas de movimiento coherentes y que se truecan las unas en las otras, es,
por tanto, la clasificación, la ordenación en su sucesión inherente, de estas
mismas formas de movimiento, y en ello reside su importancia». (Friedrich
Engels; Dialéctica de la naturaleza, 1883)
Si para algunos estas citas marxistas de más arriba son puro «positivismo», solo
diremos que tenemos fortuna de ser «positivistas» y no «reconstitucionalistas»,
«marxistas heterodoxos» o «posmodernos».
En «El Capital» (1867), Marx llamó la atención varias veces contra lo que
consideraba: «Las fallas del materialismo abstracto de las ciencias naturales, un
materialismo que hace caso omiso del proceso histórico»; aquellas que «se ponen
de manifiesto en las representaciones abstractas e ideológicas de sus corifeos tan
pronto como se aventuran fuera de los límites de su especialidad». En estrecha
relación con esto, merece la pena recordar el consejo que Engels lanzó a los
profesionales de las ciencias en su «Dialéctica de la naturaleza» (1883), ¿a qué
nos referimos? A las típicas y recurrentes ensoñaciones, a las explicaciones que
coqueteaban con el idealismo clásico y a los patinazos teóricos de los que hacían
gala a la hora de tratar de sistematizar las cosas. Para él, estas deficiencias tenían
un claro origen: la falta de sensibilidad y conocimiento filosófico. Para solventar
sus carencias estos profesionales de las ciencias podían optar por dos vías: o bien
atender a los descubrimientos de su campo específico −dándose cuenta de que
para poder operar correctamente debían abandonar el pensamiento metafísico y,
por ende, hacer suyas las herramientas del pensamiento dialéctico−; o, en su
defecto, podían acortar dicho camino de «rectificación» y empezar a estudiar de
una vez la historia de la filosofía. Por estas razones y tantas otras, nosotros
respondemos que las ciencias sí que necesitan de la filosofía:
«La ciencia del pensamiento es, por consiguiente, como todas las ciencias, una
ciencia histórica, la ciencia del desarrollo histórico del pensamiento humano. Y
esto tiene también su importancia, en lo que afecta a la aplicación práctica del
pensamiento a los campos empíricos. (…) La investigación empírica de la
naturaleza ha acumulado una masa tan gigantesca de conocimientos de orden
positivo, que la necesidad de ordenarlos sistemáticamente y ateniéndose a sus
nexos internos, dentro de cada campo de investigación, constituye una
exigencia sencillamente imperativa e irrefutable. Y no menos lo es la necesidad
de establecer la debida conexión entre los diversos campos de conocimiento.
Pero, al tratar de hacer esto, las ciencias naturales se desplazan al campo
teórico, donde fracasan los métodos empíricos y donde sólo el pensamiento
teórico puede conducir a algo. Ahora bien, el pensamiento teórico sólo es un don
natural en lo que a la capacidad se refiere. Esta capacidad tiene que ser
cultivada y desarrollada; y, hasta hoy, no existe otro medio para su cultivo y
desarrollo que el estudio de la historia de la filosofía. (…) En realidad, nadie
puede despreciar impunemente a la dialéctica. Por mucho desdén que se sienta
por todo lo que sea pensamiento teórico, no es posible, sin recurrir a él,
relacionar entre sí dos hechos naturales o penetrar en la relación que entre ellos
existe. Lo único que cabe preguntarse es si se piensa acertadamente o no».
(Friedrich Engels; Dialéctica de la naturaleza, 1883)
Cuando afirmarnos que una ciencia tiene como objeto fundamental o predilecto
«X», lo decimos en base a su labor histórica o presente, pero, como bien sabemos,
tal foco va evolucionando y puede variar conforme se desarrolla. En unas
ocasiones este foco se estrecha −por la aparición de nuevas ciencias− y en otros
se amplía −por el surgimiento de nuevos problemas−. Por tanto, no puede haber
mayor tozudez que una discusión bizantina −como tantas se han dado− de este
tipo, pretendiendo que el marxismo «niegue» su puesto a la filosofía, a la historia,
a la economía o a la psicología.
Hoy por hoy, el carácter interdisciplinar del estudio de los fenómenos es algo
aceptado por casi todos, esto supone obligatoriamente que las ciencias tengan que
estar en contacto permanente unas con otras, aprendiendo mutuamente. Los
«peros» surgen en cuanto a qué visión y qué metodología se adoptan en las
distintas tendencias de cada campo; aquí no solo entra la «filosofía general», sino
también las modulaciones específicas de cada ciencia particular. Ha de saberse
que cuanto más se profundice en el conocimiento y mayor sea la cantidad de
información, más se tiende a un distanciamiento entre las ciencias, incluso entre
las que a priori parecen más cercanas entre sí. Esto también tiene relación con
que, bajo el capitalismo y la división del trabajo, se les exige tal cosa para
prosperar porque, entre otras cosas, el cúmulo de conocimientos ha rebasado los
mejores pronósticos de antaño. ¿Y qué conlleva eso? Cualquiera que eche un
vistazo, percibirá que lo que en su momento fue positivo −la especialización− hoy
se presenta como algo negativo −el aislacionismo entre estas ramas creadas−.
Dando lugar a que, como dijo Plejánov, los especialistas tiendan a «labrar su
pequeñita parcelita del campo científico, sin interesarles ninguna teoría
histórico-filosófica», justificando además toda crítica externa en base al
argumento clásico: «¡Eh, caballeros, esta es mi especialidad y no la vuestra,
guarden silencio! ¡Dejen trabajar a los que saben!». Por fortuna, también
encontramos que la propia producción demanda del profesional cada vez más un
mayor conocimiento de las diversas materias, una mayor colaboración entre
especialistas, derribando ese primitivo gremialismo, ese espíritu de círculo
cerrado. Una vez más, cualquier fenómeno de la vida social lleva aparejada mil y
una contradicciones coronadas por otras tantas paradojas.
En todo caso, más allá de esta constante de «expansión de las ciencias», quizás el
mayor peligro que puede acontecer se da, precisamente, durante esta consulta y
formación mutua entre los sujetos de las distintas ramas, la cual se puede volver
altamente problemática si no se toman las debidas precauciones. Pongamos un
ejemplo hipotético pero factible, imaginemos que somos un prehistoriador de los
70 que desea documentarse en arte prehistórico. Hasta aquí todo bien. El
problema no es que el sujeto quiera instruirse en esta rama, algo totalmente
normal si anhelamos comprender mejor a las comunidades del Paleolítico sobre
las que estamos indagando. El problema es que, si tenemos una endeble
formación filosófica para abordar las cosas, si elegimos mal las fuentes y nos
dejamos impresionar por las «eminencias» que nos recomiendan nuestros
colegas de profesión −en este caso, los del campo de historia del arte−, es
relativamente sencillo acabar adoptando concepciones y técnicas más que
cuestionables, las cuales, si bien puede que no echen abajo todo nuestro trabajo,
sí pueden como mínimo malograrlo notablemente. En el peor escenario, si uno
no ha hecho bien sus deberes buscando y purgando las fuentes de información,
sentimos advertir que puede acabar siendo víctima de una broma pesada,
creyendo que la única «interpretación correcta» para las pinturas de Altamira es
el modelo estructuralista −por aquellos años, muy en auge−, donde cada trazo,
hasta el más accidental debe agruparse a través de un sistema maniqueo de dos
bloques, símbolos masculinos o símbolos femeninos, que representan, según los
creadores de esta interpretación, lo que nuestros ancestros habrían identificado
como objetos y principios «activos» o «pasivos». Véase la obra de José Luis
Sanchidrían: «Manual de arte prehistórico» (2001).
Este sistema atroz es una posibilidad que seguramente sería aprobada por
muchas universidades, pero, si lo que anhelamos es acabar rápido nuestra
investigación fuera de nuestra zona de confort y para pasar a otra cosa, también
podemos recuperar el existencialismo, hacer caso al último grito del psicoanálisis
o el posmodernismo… ¿y qué obtendremos? Pues muy seguramente, para
mancha y vergüenza perpetua de nuestro historial académico, acabaremos
concluyendo que es mejor no preocuparse por las incógnitas que presenta el Arte
Franco-Cantábrico o sus diferencias respecto a otros momentos artísticos, pues
al igual que el «arte bohemio», estaríamos simple y llanamente ante «arte por el
arte»; o si se quiere «huellas» más o menos llamativas que en todo caso «marcan
un hilo conductor sobre cómo es la naturaleza humana»; una «expresión libre del
inconsciente que revolotea sin ataduras en el arte»; porque como todos sabemos:
«el hombre está condenado a ser libre» −e insértese aquí todo tipo de
paparruchas que uno quiera para continuar con la autoinmolación de nuestra
reputación−.
Por esto mismo, la lucha entre materialismo e idealismo; metafísica y dialéctica,
es innegable y se da objetivamente en las ciencias. Si tú, como «profesional de la
ciencia», estas en un laboratorio de universidad moviendo cerebros en cubetas
intentando hallar «X», lo más probable es que en primer lugar para poder estar
ahí tengas que saber cómo funciona el cuerpo; tanto a nivel anatómico como a
nivel fisiológico: cómo influye su masa, su funcionamiento neuronal, su
funcionamiento cardiovascular, su composición orgánica, etc. De ahí que te hayas
visto forzado a aprender cómo funciona el cuerpo en el entorno y, si sabes de qué
está compuesto un cuerpo, vas a saber qué necesita para autoabastecerse y
funcionar, cómo le afecta estar en este u otro ambiente y conocerás a la perfección
que el lugar y situación donde esté condiciona e influye en su desarrollo. Dicho lo
cual, aunque tú como científico «no filosófico» −e incluso opuesto a todo lo que
huela a «filosofía»− no sepas formalmente de eso que denominas como
«zarandajas», solamente por cómo has estado trabajando has estado muy
próximo a lo que son los lineamientos materialistas y dialécticos. Te rindes a la
evidencia de tener que abordar el estudio de tus cerebros en cubetas dando por
verdadero que hay una conexión entre todos los elementos previamente
mencionados, en que es necesario sistematizar bien sus relaciones, por lo que lo
más probable es que tus descubrimientos finales que puedes demostrar que son
certeros, lo sean −aunque tú no puedas saberlo o no quieras reconocerlo− en
parte por esa forma de enfocarlo, y esta a su vez no es sino la influencia filosófica
de tu época −tu preferida, la que te han inculcado o mezcla de ambas−. Esto no
cambiará objetivamente, por mucho que incluso te empeñes en negarlo, cuando
te toque racionalizar los motivos que te han llevado a tal hallazgo, a lo mejor hasta
jurarás a los periodistas y compañeros de profesión lo contrario −contradiciendo
la esencia del estilo de tu obra−, pero el proceso por el cual has llegado a tales
«descubrimientos científicos» es claramente deudor tanto de la «filosofía en
general» como de la metodología particular de tu campo científico:
¿No demuestra ya todo esto que el «enfoque filosófico» lejos de estar liquidado
está presente en todo lo que analizamos, que lo «único» que borraron Marx y
Engels fue la vieja pretensión de construir las explicaciones científicas desde el
«pensamiento puro» y no desde la práctica social? Bien, ¿y no es dicha ejecución
de la práctica social y las necesidades humanas las que dan lugar inevitablemente
a las distintas ramas de la ciencia? Como se ve, el idealista subjetivista está atado
de pies y manos, elija un camino u otro siempre vuelve a la casilla de salida, y
tiene que acabar reconociendo la unidad entre «filosofía» y «ciencia». De igual
forma, también ocurre que en muchas ocasiones los descubrimientos, técnicas o
logros no son explicados ni enfocados de forma lo suficientemente correcta por
sus autores, como tantas veces ha confirmado la historia:
Si nos permite el lector un inciso, nos gustaría hacer una pausa y repasar
rápidamente cómo gran parte de las teorías de los físicos actuales no tienen nada
que envidiar a las peores especulaciones y afirmaciones rocambolescas de las de
sus predecesores.
El lector cuenta hoy de varios ejemplos contemporáneos respecto a esta falta del
sentido del ridículo entre los profesionales de las ciencias naturales. Para ello
puede seguir las publicaciones de dos físicos muy conocidos, Javier Santaolalla y
José Luis Crespo −este último más conocido por su apodo,
«QuantumFracture»−. Los dos se presentan abiertamente ante el mundo como
«divulgadores científicos», y gracias a su estilo «millennial» −es decir, un
reduccionismo extremo del conocimiento combinado con una infantilización en
las formas de la comunicación− han logrado captar el interés de la prensa,
televisión, radio y otros medios alternativos. Prueba de su éxito reciente son
también sus canales personales de YouTube, en donde ya alcanzan cifras de 2,38
y 2,93 millones de subscriptores respectivamente. Y bien, ¿a qué se dedican
exactamente? Estos caballeros no tienen problemas en refutar a los canales de
ufología, reptilianos, homeopatía y conspiranoicos varios, como «Mundo
desconocido» −y otros fraudes tan comunes hoy día en la era digital−, que ponen
en tela de juicio la ciencia y su utilidad. Pero… ¿qué nos ofrecen ellos como
material científico «riguroso» y de «calidad»? Cualquiera que se haya revisado
sus vídeos entrevistas a medios oficiales −RTVE− o extraoficiales −«The Wild
Project»− será consciente de la cantidad de especulaciones por minuto que
rescatan −bien sea por inocencia o para arañar seguidores, quien sabe−.
Entiéndase que estos desatinos no son tan novedosos como pudiera parecer y
responden a una tradición en la forma de pensar y expresarse de los científicos
naturalistas. Véase, por ejemplo, cómo en el siglo XIX el señor Draper, conocido
por su amplia gama de conocimiento como físico, químico, fotógrafo e
historiador, planteó lo siguiente:
«La pluralidad de los mundos dentro del espacio infinito lleva a la concepción
de una sucesión de mundos en el espacio infinito. Este universo existente, con
todos sus esplendores, tuvo un principio, y tendrá un fin; tuvo sus predecesores
y tendrá sus sucesores; pero su marcha a través de todas sus transformaciones
está bajo el control de leyes tan inmutables como el destino». (John William
Draper; Historia del desarrollo intelectual de Europa, 1861)
Todo esto, si bien no era reconocer la existencia de los famosos «multiversos» tal
y como se conciben hoy, si parecía describir el discurrir de todo bajo un corte
teológico donde se esconde algún «fin» o «destino» oculto para el entendimiento
humano, justo la misma carta que utilizan hoy los físicos actuales para que se
acepten sus arriesgadas proposiciones.
De hecho, en su «Dialéctica de la naturaleza» (1883), Engels anotaría dos
aspectos muy importantes: a) el primero, era cómo: «Los naturalistas consideran
siempre el movimiento como algo evidentemente igual al movimiento
mecánico»; b) el segundo: «La forma de la universalidad en la naturaleza es la
ley, y nadie habla tanto como los naturalistas del carácter eterno de las leyes
naturales», sin embargo, «las leves naturales eternas van convirtiéndose cada vez
más en leyes históricas» debido a que «toda nuestra física, nuestra química y
nuestra biología oficiales son exclusivamente geocéntricas, sólo están calculadas
para la tierra» y sus condiciones específicas −de oxígeno, nitrógeno, inclinación
del eje terráqueo respecto al Sol, etcétera−.
En otro vídeo de Javier Santaolalla llamado «Hay un 50% de que vivamos en una
simulación» (2020), arrastrando por el fango toda la poca credibilidad que aún
le quedaba, nos aseguraba que según los cálculos de David Kipping, astrónomo
de la Universidad de Columbia, este habría llegado a la conclusión de que las
posibilidades de que vivamos en una simulación están cerca del 50%. ¡Fastuosa
noticia! −si fuera verdad−. Sin embargo, el señor Santaolalla, como buen físico
nacido y criado en el más puro idealismo filosófico, no pudo resistirse a esa manía
de secundar este tipo de especulaciones. ¿Cuál es el gran argumento aquí? Ya en
2003 el filósofo sueco Nick Bostrom planteó para la respetadísima Universidad
de Oxford que:
En una entrevista dada en el canal de un famoso youtuber «The Wild Project #11
feat. Javier Santaolalla» (2020), este físico desgranó su particular visión del
mundo: «No existe el ahora», pues «cada uno tiene su ahora», hay «muchas
formas de interpretar el ahora», por tanto, para encajar esto solo queda concluir
que el «tiempo es una ilusión» y una «creación de la mente» −¡curiosa y novedosa
interpretación!−. En sus palabras, «todo ya existe, todo lo que ha pasado» es
porque «estamos viviendo una película». En uno de los momentos más graciosos
que se recuerdan en mucho tiempo, su pobre entrevistador, el cual intentaba
constantemente racionalizar, reformular y matizar las palabras del físico para
intentar entenderle, cansado de tanta confusión le acabó preguntando: «Si todo
ha pasado… ¿entonces estoy muerto?», a lo que este titulado en ciencias físicas
por la Universidad Complutense de Madrid (UCM) confirmó: «Sí, estás muerto».
Y como colofón final concluyó de nuevo: «No se sabe qué es el tiempo, pero la
mejor aproximación es que es una ilusión». ¡Y hasta ahí puede hablar el sabio!
Todo este enfoque del mundo tiene un origen y se puede rastrear fácilmente y es
más viejo de lo que uno podría sospechar. Ya Lenin en su obra «Materialismo y
Empiriocritiscismo» (1909) explicaba cómo el obispo Berkeley −un antiguo
filósofo idealista del siglo XVIII− «trata de ligar la noción de lo real a la
percepción de sensaciones idénticas por numerosas personas a la vez». Para
nuestro caso, estos caballeros piensan que si el tiempo no se percibe de manera
idéntica debe ser porque es una ilusión, una creación de nuestro pensamiento.
«El tiempo tanto para la nación como para el individuo, no es nada absoluto;
su duración depende del ritmo del pensamiento y del sentimiento». (John
William Draper; Historia del desarrollo intelectual de Europa, 1861)
Entiéndase que, más allá del objeto o unidad de medición que cada civilización
haya utilizado a lo largo de la historia, es obvio que el tiempo transcurre
objetivamente de igual forma para todos. También huelga aclarar que ha sido
gracias a la inmensa acumulación de conocimientos que la ciencia pudo saber −de
forma aproximada− cuanto tiempo puede llegar a sobrevivir sin comer ni beber
un individuo de un peso y altura determinada. Por tanto, aquí los «sentimientos»
o las «creencias religiosas» de cada tribu o nación importan más bien poco. Lenin
lo explicaba de la siguiente manera:
«Si las sensaciones de tiempo y espacio pueden dar al hombre una orientación
biológicamente adecuada, es exclusivamente a condición de que estas
sensaciones reflejen la realidad objetiva exterior al hombre: el hombre no
podría adaptarse biológicamente al medio, si sus sensaciones no le diesen una
idea de él objetivamente exacta». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Materialismo
y empiriocriticismo, 1909)
Podríamos poner otro ejemplo más afín a las inclinaciones y preocupaciones del
hombre moderno. ¿Acaso la ciencia no ha demostrado la importancia de una
disminución o aumento de un ingrediente o mineral, la exactitud y variabilidad
del resultado? P. T. Belov en su artículo «Sobre la primacía de la materia y la
naturaleza secundaria de la conciencia» (1953) comentaba:
Por desgracia, este tipo de comentarios descabellados también han sido muy
comunes entre los orgullosos «prácticos» −los empiristas−, aquellos hombres de
las ciencias que de vez en cuando se prestan a teorizar este tipo de estupideces:
En otra entrevista en el mismo canal, «The Wild Project #50 ft Javi Santaolalla &
QuantumFracture» (2021), este último físico aseguraba que Boltzmann ya
adelantó que existe la posibilidad de que «Hace un segundo esto era espacio vacío
lleno de partículas vacías» y «nos ha formado a todos nosotros, nos ha colocado
el cerebro de modo de que tenemos recuerdo, tenemos familia, tenemos pasado»,
pero «no es real», es una «ilusión» −¡wow!−. Otra variante sería que hubo un
cerebro primigenio que se creó en el universo y está «engarzado de tal forma
correcta tal que cree que vive una realidad física», una curiosa simulación creada
por una feliz o desgraciada «coincidencia» −¡vaya!−. Venga caballeros, ¿alguien
da más? ¿Reencarnaciones, viajes astrales, horóscopo, psicoanálisis, alquimia?
¿Quizás nos van a hablar del poder de cristales mágicos… o qué tontería será la
próxima?
Es decir, con todas las posibilidades que tienen estos dos físicos españoles de
popularizar ante el público no versado los descubrimientos de la física moderna,
resulta que estos dos «divulgadores científicos», que recordemos son invitados a
programas y canales de máxima audiencia −como la televisión pública y canales
de YouTube que adoran los más jóvenes−, prefieren dedicarse a rescatar una gran
bobada de un físico del siglo XIX: la paradoja del cerebro de Boltzmann. Esta
«hipótesis» del físico austriaco Ludwig Boltzmann reducía toda la realidad a una
«simulación». ¿Cuántas teorías no habremos visto ya de que, en verdad, aquello
que llamamos «realidad» es, según los idealistas, algo segregado o formulado
mágicamente por nuestra mente, y todo para hacernos el favor de no volvernos
locos, para no corroborar que solo existimos nosotros… y otras tonterías del
estilo? No pocos físicos han intentado rescatar esta hipótesis; ¿comprobándola?
¡No! Sobrescribiendo sobre la hipótesis inicial de que esta quizás hipotéticamente
sea cierta. ¡Gracias por el aporte, chicos!
Aun con todo, algunas de sus hipótesis de 1896, como la de la famosa paradoja
del cerebro de Boltzmann, no se distanciaban demasiado de la de sus adversarios
idealistas, quienes negaban la realidad o la importancia de cómo verificar esta.
En primer lugar, para el «empiriocriticista» Ernst Mach:
Ante lo cual Lenin anotó que: «Este autor, como el último de los sofistas,
confunde el estudio histórico-científico y psicológico de los errores humanos, de
toda clase de «sueños absurdos» de la humanidad, tales como la creencia en
duendes, fantasmas, etc., con la distinción gnoseológica de lo verdadero y de lo
«absurdo». ¿Por qué estas teorías hacen aguas por todos lados? Porque, como ya
se ha dicho, las más de las veces sus progenitores no tienen pretensión de probar
nada, sino de vivir del cuento y presumir de «revisiones» y «descubrimientos»
−y arrastrando a una legión de crédulos a su paso−: «Para Mach la práctica es
una cosa y la teoría del conocimiento es otra completamente distinta; se las puede
colocar una al lado de la otra sin que la primera condicione a la segunda».
Por otro lado, el físico alemán Hermann von Helmholtz, descrito por Lenin como
un «kantiano inconsecuente», habló todavía en un sentido aún más pragmático
en torno a la teoría del conocimiento:
«Yo creo, pues, que no tiene ningún sentido hablar de la veracidad de nuestras
representaciones de otra forma que no sea en el sentido de una verdad práctica.
¡Las representaciones que nos formamos de las cosas no pueden ser más que
símbolos, signos naturales dados a los objetos, signos de los que aprendemos a
servirnos para regular nuestros movimientos y nuestras acciones!». (Víctor
Heyfelder; La noción de la experiencia según Helmholtz, 1897)
Ante esto, el revolucionario ruso concluyó, como no podía ser de otra forma:
«Helmholtz resbala aquí hacia el subjetivismo, hacia la negación de la realidad
objetiva y de la verdad objetiva. Y llega a un flagrante error cuando termina el
párrafo con estas palabras: «La idea y el objeto representado por ella son dos
cosas que pertenecen, evidentemente, a dos mundos diferentes por completo».
Tan sólo los kantianos separan así la idea y la realidad, la conciencia y la
naturaleza».
Tampoco hay que olvidar que, desde este enfoque fanáticamente pragmático,
algunos físicos idealistas, como el austriaco Erwin Schrödinger, llegaron al punto
de sostener −como hizo él en sus conferencias en la Universidad de Cambridge
de 1952−, que la arqueología o la historia de la música eran para él «inútiles para
la práctica». ¿Cuál es la posición del marxismo aquí? El soviético E. Kolman
protestó en su obra «Hacia dónde lleva el subjetivismo a los físicos» (1953),
considerando tales comentarios de Schrödinger como profundamente
ignorantes, y resaltando que todo hombre progresista debe de considerar, que si
bien «estamos en contra del empirismo vulgar, que quiere convertir la ciencia en
un almacén de hechos desnudos, sin generalizar teorías», tampoco podemos
aceptar el «pragmatismo, que reemplaza la proposición correcta «el
conocimiento de la verdad es útil» por el principio reaccionario y subjetivista de
«sólo lo que es útil es verdadero». Por tanto, este autor se esforzaba por subrayar
que: «Una teoría verdaderamente científica que no encuentra aplicación práctica
hoy puede resultar extremadamente importante para la práctica en el futuro,
como ha sucedido repetidamente en la historia de la ciencia».
En resumidas cuentas, todo esto que hoy Javi Santaolalla y Cía. rescatan viene a
confirmar que, como adelantó Engels, los científicos naturalistas gustan de
recoger debates y concepciones que hace largo tiempo vienen presentándose en
el campo de la filosofía, en este caso, de la peor estirpe:
¿De dónde proceden estas ideas tan descabelladas entre los científicos
naturalistas?
En la URSS de los años 40 el político Andréi Zhdánov realizó una crítica muy
contundente y directa en este sentido, advirtiendo a los profesionales de las
ciencias en torno a los desvaríos y especulaciones, fruto de una formación
filosófica profundamente idealista:
Con esto Zhdánov no estaba realizando una crítica a los ensayos con partículas
que se realizaran desde finales del siglo XIX hasta ya entrados los años 40, sino
que está atacando todas aquellas teorías donde, en base a no conocer un sujeto ni
sus relaciones, los científicos especulan con mundos enteros paralelos con tal de
explicar dicho sujeto o suceso. Dicha crítica es por tanto aplicable a todas aquellas
teorías que causaron cierta agitación y discusión en su momento, pero que cada
día quedan más limitadas al campo de la pura fantasía, como la teoría de cuerdas
−con sus correspondientes 10 dimensiones−, la teoría de cuerdas bosónicas −con
unas 26 dimensiones− o los famosos agujeros de gusano −con sus avances y
retrocesos en el tiempo−; todos ellos sin evidencia empírica alguna. En este
mismo bloque estarían también las teorías más recientes como las del físico
italiano Carlo Rovelli, teoría en donde, según postuló él, la realidad
verdaderamente correspondería a ser un juego de espejos cuánticos:
«En particular, es posible que los objetos, como ese libro favorito, solo tengan
sus propiedades en relación con otros objetos, incluido el que lo hojea.
Afortunadamente, eso también incluye todos los demás objetos, como el sillón.
Entonces, cuando va a trabajar, su libro favorito sigue apareciendo como
cuando lo tenía en la mano. Aun así, este es un replanteamiento dramático de
la naturaleza de la realidad. Desde este punto de vista, el mundo es una
intrincada red de interrelaciones, de modo que los objetos no tienen su propia
existencia individual independiente de otros objetos, como un juego sin fin de
espejos cuánticos. (…) Como dice Rovelli: No somos más que imágenes de
imágenes. La realidad, incluyéndonos a nosotros mismos, no es más que un velo
fino y frágil, más allá del cual no hay nada». (Cambio 16; La realidad, ¿un juego
de espejos cuánticos?, 7 de julio de 2021)
Aquí el asunto es que se parte de un hecho bien conocido −que las propiedades
que exhiben los objetos de la teoría cuántica, como los fotones, dependen de su
relación con otros objetos− para concluir que estas propiedades son todo lo que
hay en el objeto que no hay una sustancia individual subyacente que «tenga»
propiedades; dicho de otra forma, cómo la forma de organización de la materia
determina sus propiedades sensibles y, en el caso de los objetos cuánticos, dicha
materia al tener muy poca masa se ve todavía más condicionada por su entorno
−hasta el punto de determinar sus propiedades−. Partiendo de esto, el señor
Rovelli acaba concluyendo que sólo existen las propiedades sensibles que
observamos, que la realidad está formada por «elementos» que son «complejos
de sensaciones» que se le presentan al «YO-dado» en una «coordinación de
principio» cómo dirían los empiriocriticistas de principios del siglo XX.
Curiosamente, en una charla con el filósofo Eric H. Gel, el señor Santaolalla nos
confesó cómo ha llegado a mantener tales creencias pseudocientíficas, aunque en
ese mismo video aseguró que la ciencia no es conjugable con el perspectivismo,
porque la primera implica parámetros «demostrables». Parámetros que por otra
parte no resultan de utilidad para concluir la no existencia de Dios, ya que
«estamos hablando de un elemento que tiene un peso suficiente en la realidad
como para que nos preocupe» y, por tanto, «la posición atea es muy arrogante y
no científica, porque no estas dudando» (sic) «The Wild Project #135 ft Javi
Santaolalla» (2022). En dicha charla con el filósofo Eric H. Gel, Javier se quejó
amargamente de que en la facultad no le enseñaron nada sobre filosofía, ni
siquiera sobre filosofía de la ciencia, considerándolo esto como un grave
problema para los estudiantes, algo en lo que estamos plenamente de acuerdo. Su
desgracia fue que, en palabras suyas, pasó de proclamar que la «ciencia es
perfecta» y que «solo lo perceptible es real», a valorar y adoptar gran parte de los
patrones relativistas de Thomas Kuhn «La estructura de las revoluciones
científica» (1962) y Paul Feyerabend «Contra el método» (1975). Es decir, el
problema es que ha dado un paso del neopositivismo al posmodernismo, del
«cientificismo» −como él dice− al «anarquismo epistemológico». No deja claro si
habría que impartir en las escuelas la brujería, la magia y la astrología, como
propusieron Feyerabend y sus seguidores. El bueno de Javier reconoce que
empezó a tener una «mentalidad más abierta» −para con las pseudociencias−
cuando observó que sus principales referentes, Einstein y Schrödinger, tenían
tramos teóricos muchos más místicos que los que él mismo se permitía hasta
entonces. Es decir, este físico empezó a dar cancha a las especulaciones, simple y
llanamente por argumentos de autoridad de sus figuras fetiche. Y, en efecto,
existen tales párrafos entre los físicos. Véase un ejemplo con Albert Einstein
dándole una mano al físico y filósofo subjetivista Ernst Mach:
Pero, ¿por qué surgen estas ideuchas en el campo de la física y se repiten tan
continuamente, como si de una maldición se tratase? E. Kolman trató de dar
respuesta a esto explicando la diferencia y condicionamiento del «físico eco-
experimental» y el «físico teórico», una reflexión que vale la pena rescatar. En el
caso del primero:
«Los hombres de ciencia, en la medida que las ciencias son utilizadas por el
capital como medio de enriquecimiento, y por lo tanto se convierten ellas
mismas en medio de enriquecimiento incluso para los hombres que se ocupan
del desarrollo de la ciencia, se hacen recíproca competencia en los intentos por
encontrar una aplicación práctica de la ciencia. Por otra parte, el intento
deviene en una especie de artesanía. (…) La ciencia interviene como fuerza
extraña, hostil al trabajo, que lo domina, y su aplicación es, por una parte,
acumulación y, por otra, desarrollo, en ciencia, de testimonios, de
observaciones, de secretos de la artesanía, adquiridos por vías experimentales
para el análisis del proceso productivo y aplicación de las ciencias naturales en
el proceso material productivo; y como tal se basa del mismo modo en la
separación de las fuerzas espirituales del proceso del conocimiento, testimonios
y capacidades del obrero individual, como la acumulación y el desarrollo de las
condiciones de producción y su transformación en capital se basan en las
privaciones del obrero de estas condiciones, en la separación del obrero de las
mismas. (…) Junto a la producción capitalista, el factor científico se desarrolla
conscientemente por primera vez a un determinado nivel, se emplea y
constituye en dimensiones tales que en las épocas precedentes no podían
concebirse. (…) Pero sometiendo el trabajo al capitalismo y reprimiendo el
desarrollo intelectual y profesional. (…) La ciencia obtiene el reconocimiento de
ser un medio para producir riqueza». (Karl Marx; Manuscritos (1861-63),
Cuadernos XX, 1863)
Años después, encontramos a Engels escribiendo sus famosos siete artículos para
promocionar y defender la obra de su amigo Marx, «El Capital» (1867). Allí,
destacó lo siguiente en torno al concepto de «progreso», reconociendo que ni
siquiera habían sido los autores socialistas los primeros en exponer su aspecto
contradictorio. En uno de aquellos artículos comentó que:
«La teoría liberal del progreso entraña también la idea del progreso en materia
social, y el hecho de que quienes se llaman socialistas quieren arrogarse el
monopolio del progreso social no es más que una de esas paradojas arrogantes
en que ellos suelen incurrir. Marx se distingue de los socialistas al uso –y no
puede disputársele este mérito− en el hecho de que reconoce la existencia de un
progreso aun allí donde las instituciones actuales, llevadas al extremo y
desarrollándose de un modo unilateral, conducen a consecuencias repelentes.
Tal ocurre, por ejemplo, con el sistema fabril en gran escala, con su séquito de
riqueza y miseria, etc». (Friedrich Engels; Publicado en «Der Beobachter, Ein
Volksblatt aus Schwaben», 27 diciembre 1867)
No queda, por tanto, ningún género de duda sobre cuál ha sido siempre la noción
clásica del materialismo histórico respecto al concepto de «progreso». Otra cosa
es, por supuesto, que siempre haya habido un interés en inventar y difundir todo
tipo de equívocos.
Este tipo de declaraciones son análogas a las realizadas en otros artículos suyos
que ya hemos citado. Ante este reduccionismo, tan típico como vulgar, debemos
preguntarnos: en nuestra época, ¿la ciencia juega a favor de la burguesía o del
proletariado? O, mejor dicho, ¿a quién beneficia más a largo plazo?
Argumentemos la debida respuesta a este gran interrogante, una polémica aún
en liza a la cual ya respondieron los líderes marxistas en 1907, como el alemán
Karl Kautsky, quien, enfrentando a escépticos y nihilistas, pronunció lo siguiente:
Para ilustrar esto también podríamos optar por repasar los borradores para esta
famosa obra −nos referimos a los «Manuscritos económicos (1863)−, donde el
autor reflexiona, entre otras, sobre la relación entre ciencia y producción
capitalista, entre naturaleza y economía o entre trabajo manual e intelectual. El
siguiente extracto, aunque algo extenso, creemos que es necesario para que el
lector entienda a lo que nos referimos:
De este modo los procesos productivos se presentan por primera vez como
problemas prácticos, que sólo se pueden resolver científicamente. La
experiencia y la observación −y las necesidades del mismo proceso productivo−
alcanzan ahora por primera vez un nivel que permite y hace indispensable el
empleo de la ciencia.
Una vez aclarado esto, ¿acaso podemos sostener, por ejemplo, que el dominio en
el siglo XIX del temido positivismo impidió todo avance en las ciencias naturales
y sociales? No. ¿Y el de las cien escuelas y variantes que vinieron después sí lo
consiguió? Tampoco. ¿Se acabaron ahí los descubrimientos y sistematizaciones
científicas en los países capitalistas? Ni mucho menos. De hecho, durante el
desarrollo de ambos siglos tenemos el descubrimiento y el perfeccionamiento de
la penicilina, los sistemas de refrigeración, la fisión nuclear, el teléfono, la
fotografía, la informática, la anestesia, el automóvil, el ferrocarril, los rayos X, la
vacunación, los sistemas de saneamiento y un larguísimo etcétera. Es más, ni
siquiera en la Edad Media, bajo control feudal, las ciencias −aún en pañales− se
detuvieron, ni siquiera en la Edad Antigua, con sus limitantes posibilidades y
conocimientos, «petrificó» por completo la producción de la técnica y sabiduría
fundamental:
«Solo el conocimiento científico de las leyes de la naturaleza abre la posibilidad
de que las personas las utilicen en sus actividades prácticas. Por supuesto, el
conocimiento práctico y el uso por parte de la gente de algunas leyes de la
naturaleza es posible en un grado u otro y mucho antes de su descubrimiento
científico. Se sabe que durante muchos milenios antes de Galileo y Newton, las
personas en su actividad práctica utilizaban algunos aspectos de la ley de
gravedad y caída de los cuerpos, aunque todavía estaban lejos de su
comprensión científica. Engels señaló que incluso en la antigüedad, los pueblos
prehistóricos sabían en la práctica que la fricción genera calor, prácticamente
recibía fuego por fricción. Pero pasaron muchos milenios antes del
descubrimiento de que la fricción es una fuente de calor, y más aún antes del
descubrimiento de la ley de conservación y transformación de la
energía. Seguro, estas posibilidades de uso práctico de ciertas leyes de la
naturaleza antes de su descubrimiento y conocimiento científico eran muy
limitadas. Por lo tanto, para el pleno uso práctico de estas o aquellas leyes de la
naturaleza, se requiere el descubrimiento y el conocimiento científico de su
acción. (…) Se sabe que los fundamentos de la geometría de Euclides, la
mecánica clásica, la electrodinámica, la química, que son verdades objetivas,
son reconocidas por todas las clases y utilizadas por ellas en la práctica. Sin
embargo, estos fundamentos fundamentales de las ciencias, que son verdades
objetivas, están revestidos de cierta cosmovisión, formas ideológicas que tienen
un carácter de clase, de partido. (…) Es sabido que el uso práctico por parte de
las clases explotadoras de ciertas leyes económicas siempre ha estado limitado
por sus estrechos intereses de clase. Usaron ciertas leyes económicas cuando y
en la medida en que no contradecían sus intereses de clase. Mientras la
burguesía fue una clase progresista y luchó contra el feudalismo, utilizó la ley
de la correspondencia obligatoria de las relaciones de producción con la
naturaleza de las fuerzas productivas. Derrocó las viejas relaciones feudales de
producción, creó nuevas relaciones burguesas y las alineó con las fuerzas
productivas que habían crecido en las entrañas del feudalismo». (Y. G.
Gaydukov; Conocimiento del mundo y sus regularidades, 1953)
En primer lugar, explicó cómo todos estos fenómenos tan paradójicos fueron
producto de la división del trabajo, y que el estatus privilegiado de los
intelectuales se había basado siempre en la educación −y en ocasiones en el
secreto de su oficio−. Resaltó que la intelectualidad: «Ha sido siempre el
patrimonio de las clases directoras y posesoras» donde «o bien los elementos
inteligentes formaban la única clase directora, como sucede siempre al principio
de la división de la sociedad en clases», o bien «constituían, al lado de la casta
guerrera, una casta particular, la casta religiosa»; y sobre todo a partir de aquí, la
intelectualidad forma claramente «un grupo de individuos que tienen los
intereses más diversos». No es de extrañar que, tanto en la Edad Antigua, como
en la Edad Contemporánea, el intelectual suele tener: «Mucho interés en que la
cultura de la masa del pueblo sea suficiente para que se penetre de la importancia
de la ciencia y se incline ante ella y ante sus representantes; pero su interés les
recomienda también que se opongan a todos los esfuerzos que tiendan a
aumentar el número de los que disfrutan de una buena educación profesional».
Sin embargo, conforme las propias necesidades de la producción requieren de la
extensión masiva de la educación, este privilegio se va corroyendo cada vez más;
y esto, en el capitalismo, alcanza unas cuotas nunca antes vistas. Esto obliga al
sistema: «A mejorar y extender no tan sólo la enseñanza elemental, sino también
la enseñanza superior».
El pensador alemán describió cómo además parecía existir una «capa media de
la clase intelectual», autoerigida como «aristocracia intelectual», que en parte
recordaba a la pequeña burguesía, pues lo mismo se atreve a criticar «la avaricia
del capital», que «mañana se indignará ante las malas formas del proletariado».
La diferencia es que mientras esta capa es más instruida en conocimientos que la
burguesía clásica, a razón de su propia profesión, por defecto mantiene una
pasividad mucho más marcada que el ataño espíritu combativo que otrora había
mantenido la pequeña burguesía, y como esta, la intelectualidad nunca logra nada
sustancial a nivel político si no va acompañada y es guiada por el proletariado.
Por último, Kautsky señala que, lejos de lo que pensaba Bernstein, dejándose
engañar tan fácilmente por los «socialistas de cátedra» y diversos filántropos
burgueses, no era cierto aquello de que no existe «ni un solo hombre culto,
honrado y que piense con libertad, que no afirme que debe hacerse algo en favor
del obrero»; más bien lo que ocurría es que estos rogaban porque la lucha de
clases se «cese», o «por lo menos se dulcifique». En resumen, Kautsky aconsejaba
al proletariado que si bien: «No cabe duda que el proletariado tiene amigos fieles
aún entre los intelectuales», no menos cierto era que «hay muy pocos que se
atrevan a romper y que puedan romper».
En todo caso, al ojear estos manuales básicos que han sido producidos en masa
para solventar los problemas de la vida social, podemos encontrar nociones
aberrantes −misticismo, relativismo, agnosticismo, subjetivismo−, pero también
conclusiones o aforismos que nos resultan interesantes −nociones materialistas
sobre el discurrir del mundo, trazos de dialéctica sobre las ramas de la sociedad y
su interrelación, concepciones históricas del hombre y su desempeño social−. De
la misma forma, gracias al torrente de información actual, con los artículos de las
revistas oficiales como con los escritos y la divulgación de los «outsiders»,
podemos ponernos al día en cuanto a ciencia actual, investigaciones o últimos
descubrimientos en tiempo récord. Así comprobaremos que, las nociones del
segundo bloque −las «interesantes y a priori correctas»− suelen ser, una vez
verificadas, las únicas científicas. Para nada casualidad que sean estas las
compatibles con el materialismo histórico-dialéctico, aunque frecuentemente
esta última expresión ni se sugiera.
Los «reconstitucionalistas» del siglo XXI creen haber descubierto la pólvora por
«revelarnos» que la ciencia ha nacido y se ha desarrollado bajo el ambiente de un
sistema de clases, cuyos protagonistas chocan entre sí y, por ende, donde las
investigaciones científicas pueden llevar a cuestas diversas formas de conciencia
que represente a estas y sus intereses. ¡Vaya! ¡Primera noticia!
Pero resulta que esto tiene precedentes muy lejanos en el tiempo. El socialista
utópico Saint-Simon ya en sus «Cartas de un habitante de Ginebra a sus
contemporáneos» (1803) dejó constancia de cómo los ricos intentaban comprar
a los artistas, músicos, filósofos, economistas, arquitectos y «sabios», en general,
con todo tipo de gratificaciones −honor, prestigio, dinero, puestos−. Muchos de
ellos no tenían otra opción que agachar la cabeza y adaptar su trabajo a las
peticiones del poder si deseaban mantener su estatus. ¿Va a hacernos creer la LR
que ha hecho un descubrimiento transcendente? ¿O bien que lo hizo el
posmodernismo al advertirnos de «los intereses y manipulaciones» que se dan a
veces en el «campo de las ciencias»? En lo que se refiere al orden actual, ¿acaso
se conoce un campo de la actividad social donde la palabrería o el misticismo no
se cuelen o estén al orden del día? ¿O donde no se retroceda una y otra vez a
nociones que parecían superadas? Si esto no es así, ¿a quién intentan convencer
de que sus revelaciones son novedosas y marcan una ruptura importantísima con
«el viejo Ciclo de Octubre»?
Esto tampoco significa, como ya se ha comprobado atrás, que estas escuelas tan
proclives al relativismo y el agnosticismo traigan mejores soluciones. Una cosa
debe quedar clara: una vez descubierta una «grieta en el sistema» no significa que
todo lo «descubierto» por la llamada ciencia sea una «ficción», sino que toca
calibrar si en esa rama, esa corriente o en ese investigador hubo exageraciones
extremas o conclusiones precipitadas. En última instancia, toca observar si estas
fueron fruto de una desafortunada equivocación o si estuvieron totalmente
motivadas por intereses políticos, propagandísticos, etc. Véase el capítulo:
«Instituciones, ciencia y posmodernismo» (2021).
«La economía política clásica tocó casi a la verdadera realidad, pero sin llegar
a formularla de un modo consciente. Para esto, hubiera tenido que desprenderse
de su piel burguesa». (Karl Marx; El Capital, Tomo I, 1867)
«El dato es un concepto burgués, creer que cuantos más datos tengo, más
interpretador soy, más comprensión de la situación nacional tengo, es absurdo,
es mentira. Ahí no está el problema, todo el problema no está en la acumulación
de datos, no somos máquinas registradoras simplemente; el problema está en
la interpretación». (Abimael Guzmán; Para entender a Mariátegui, 1968)
¿Se dan cuenta? ¡El dato es un «concepto burgués»! Lo que, extrapolado a hoy,
bien podría ser el grito de guerra de la filosofía posmoderna que también reza:
«¡La lógica es patriarcal y colonialista! Es patético. Evidentemente, ningún
marxista apelaría a la cliometría estadounidense. Esta es una escuela basada en
los métodos cuantitativos que influyó decisivamente en la sociología, economía y
arqueología: su estrategia partía de aprovechar las nuevas tecnologías para el
procesamiento de gigantescas montañas de datos, algo que a priori pintaba muy
bien, pero como se hacía sin ningún criterio serio de selección −más bien tratando
de datar todo lo cuantificable− en no pocas veces resultaba una enorme pérdida
de tiempo y dinero, si bien pudiera existir alguna conclusión interesante. Sin
embargo, este ejemplo es muy diferente de lo que veíamos en la cita anterior.
Negar que cuantos más datos tengamos a nuestra disposición, mejor, es rechazar
la lógica formal, precisamente cuanta más información tengamos mejor
elegiremos en qué centrarnos y finalizaremos con conclusiones de más alto valor.
Pero el Sr. Guzmán no parecía saber sumar dos y dos, no entendía que para
procesar los datos hay que estar en posesión de ellos, es decir, que para
interpretar la realidad hacen falta datos sobre ella, un «pequeño detalle» que
olvidaba el «genio» senderista. Nos gustaría saber cómo prescindiendo de datos,
o ignorando gran parte de ellos, se hubieran establecido los planes económicos
en la sociedad «gonzalista», sin duda una verdadera incógnita que por fortuna
jamás veremos. El maoísmo sesentero parecía no haber aprendido de los cálculos
fantasiosos del «Gran Salto Adelante» (1958-61) que, más bien, deberíamos
llamarlo el «Gran Salto Al Precipicio». Esto se repitió hasta puntos hilarantes
durante la famosa «Revolución Cultural» (1966-76), donde el caos y las teorías
voluntaristas hicieron que los datos oficiales de los planes económicos
desaparecieran de las estadísticas oficiales. Véase el capítulo: «El desenlace del
Presidente Gonzalo y de Sendero Luminoso; otro mito maoísta que toca fondo»
(2018).
Por esto mismo, Lenin describía en su «Resumen del libro de Hegel «Ciencia de
la lógica» (1914) la barrera que se forma en el hombre cuando este adquiere un
conocimiento falso y eso le conlleva inevitablemente a no conseguir sus fines. Por
esto mismo, el recomendaba encarecidamente el estudio de la historia primigenia
y evolución de las ciencias naturales, de la filosofía, de la técnica, a fin de indagar
y comprender correctamente los fenómenos y corregir −en caso de ser
necesarios− sus conceptos equívocos:
Para ellos no se debe «absolutizar la ciencia como forma superior del saber».
Perfecto, ¿qué transcendencia hay en estas palabras? Si se analiza fríamente,
ninguna. Esta noción es, como ya demostramos atrás, una vuelta a la noción
antigua y premarxista de la filosofía, donde su «filosofía de la autoconciencia»
está por encima de los resultados de la ciencia, donde su filosofía se alza como
«ciencia de las ciencias», donde todas y cada una de las ramas de la ciencia se
deben adaptar a sus cavilaciones especulativas. En definitiva, se recupera el
dogma maoísta de «poner la política al mando», lo que en China vino a suponer
tener que derribar las evidencias científicas recogidas por la humanidad si estas
no cuadraban con el «Pensamiento Mao Zedong».
Hoy, de nuevo, los sucesores de esta perspectiva claman contra aquellos que
«absolutizan la ciencia» como «forma superior del saber», porque esto es, según
ellos, «ir en contra del materialismo histórico». Ah, ¿sí? «¡Claro!», responden
ellos, «porque la ciencia es un producto histórico que refleja el ascenso de una
nueva clase social, la burguesía». ¡¿Y?! ¿Acaso esta afirmación tiene sentido? Ni
por asomo. Es, más bien, al contrario: la filosofía que aspire a emancipar a la
humanidad mediante la abolición de las clases sociales tiene que ser científica con
mayúsculas. ¿Por qué? Para no acabar emitiendo especulaciones vacuas,
imaginaciones sin fundamento o intuiciones sin verificación. En este caso, si la
filosofía marxista-leninista de nuestros días es científica o, mejor dicho, −y para
no enojar a los quisquillosos−, si es lo más científica posible para su tiempo, es
porque se apoya precisamente en los resultados de las ciencias como la economía,
la política, la biológica, la física, la sociología, etc. En definitiva, en la verificación
que da la práctica social, no en la mera enunciación de problemas abstractos y
lógicos producto de un puñado de filósofos que desatienden la realidad:
¡Qué chasco se deben haber llevado nuestros «estudiosos» del Ciclo de Octubre!
Sin embargo, ver a Marx y Engels basándose en las ciencias de su tiempo para
corroborar los pensamientos materialistas y dialécticos del mundo, no puede ser
motivo de sorpresa para nadie. Ambos estudiaron todas las ramas y subramas de
las ciencias naturales y sociales a fondo; fisiología, matemáticas, antropología,
zoología, geología, paleontología, electricidad, anatomía, etc. Véase la
recopilación de la Editorial Anagrama: «Carta sobre las ciencias de la naturaleza
y las matemáticas» (1973).
Todo hombre de ciencia sabrá que, dado que no elegimos en qué época histórica
nos toca vivir, no hay otro camino que el segundo, más farragoso, sí, pero también
más provechoso con la línea del progreso y triunfo de nuestra causa. Es más,
cualquiera que sepa cómo escribió Marx «El capital» (1867) o Engels «El Anti-
Dühring» (1878), entenderá lo infantil que es adoptar el primer camino
«echándole el cerrojo a todo lo que provenga de las instituciones y profesionales
oficiales»; como si estos últimos fueran diez de cada diez veces mercenarios del
capital, autómatas sin voluntad, sin posibilidad ni amor por su trabajo ni la
verdad; como si no tuvieran nada que aportar al conocimiento humano. De
hecho, los trabajos de los economistas, no marxistas, suelen sernos muy útiles,
aun cuando ni ellos son totalmente conscientes de lo que registran o lo que puede
acarrear para las «fuerzas subversivas» sus estudios:
«Diré, por último, dos palabras acerca del modo, poco comprendido, como hace
sus citas Marx. Tratándose de datos y descripciones puramente materiales, las
citas, tomadas v. gr. de los Libros azules ingleses, tienen como es lógico el papel
de simples referencias documentales. La cosa cambia cuando se trata de citar
opiniones teóricas de otros economistas. Aquí, la finalidad de la cita es,
sencillamente, señalar dónde, cuándo y por quién ha sido claramente formulado
por vez primera, a lo largo de la historia, un pensamiento económico. Para ello,
basta con que la idea económica de que se trata tenga alguna importancia para
la historia de la ciencia, con que sea la expresión teórica más o menos adecuada
de la situación económica reinante en su tiempo. No interesa en lo más mínimo
que esta idea tenga un valor absoluto o relativo desde el punto de vista del autor
o se haya incorporado definitivamente a la historia. Estas citas forman, pues,
simplemente, un comentario que acompaña paso a paso al texto, comentario
tomado de la historia de la ciencia de la economía, en el que aparecen reseñados,
por fechas y autores, los progresos más importantes de la teoría económica.
Esto era muy importante, en una ciencia como ésta, cuyos historiadores sólo se
han distinguido hasta hoy por su ignorancia tendenciosa y casi advenediza».
(Friedrich Engels; Prólogo a la tercera edición alemana de «El Capital», 1884)
Este es el mismo sendero que siguió Lenin para la crítica filosófica realizada en
«Materialismo y empiriocriticismo» (1909), llegando a estudiar, matizar y
denunciar los comentarios de los mayores pensadores, tanto antiguos como de su
época, de enemigos como de pretendidos «amigos» y «camaradas»; tarea que,
por cierto, luego continuó en «Cuadernos filosóficos» (1916). ¿A qué conclusión
llegó, sobre los «especialistas» de los diversos campos de las ciencias? Véanos,
por ejemplo, lo que escribió sobre los naturalistas tipo Rücker, Haeckel, Huxley;
a los cuales, Lenin se dedicó a criticar en sus memorables pasajes, junto a otros
con los que difería mucho más:
«La misión de los marxistas, tanto aquí como allá, es la de saber asimilar y
reelaborar las adquisiciones de esos «recaderos» −no daréis, por ejemplo, ni un
paso en el estudio de los nuevos fenómenos económicos sin tener que recurrir a
los trabajos de estos recaderos− y saber rechazar de plano su tendencia
reaccionaria, saber seguir una línea propia y luchar contra toda la línea de las
fuerzas y clases que nos son enemigas. Eso es lo que no han sabido hacer
nuestros machistas, que siguen servilmente la filosofía profesoral
reaccionaria». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Materialismo y
empiriocriticismo, 1909)
Del mismo modo, el autor ruso no edificó su teoría del imperialismo sobre una
lectura superficial de Marx y Engels. Además de estudiar sus obras con suma
profundidad, también hizo un gran trabajo de recopilación de información que
filtraría críticamente para poder llegar a sus certeras conclusiones. ¿Cómo hizo
esto último? Consultando los cientos de noticias y libros de expertos, periodistas,
economistas y analistas que estudiaron los fenómenos del monopolismo, el
colonialismo y demás −véase sus «Cuadernos sobre el imperialismo» (1914-16)−.
Fue así, y no de otra forma, que Lenin pudo plasmar luego sus excelentes
conclusiones, tan rigurosas y precisas en «Imperialismo, fase superior del
capitalismo» (1916). En cambio, si defendemos el primero de los caminos citados
más atrás, el erróneo sendero del nihilismo, necesitaríamos el milagro de que
todo gran experto en toda materia −todo publicista, todo cronista, etcétera−
fuese, no sólo simpatizante de nuestra causa, sino experto al mismo tiempo de las
diversas ciencias para confiarles nuestra absoluta confianza. Y nosotros, como
bien establecieron los máximos representantes del marxismo-leninismo,
organizamos la revolución con los medios disponibles y no con los medios
soñados.
Por esta misma razón, Pierre Vilar, historiador francés de la Escuela de los
Annales, muy influenciado por el marxismo, llegó a la acertada de que:
En este sentido, pongamos un último ejemplo que quitará las telarañas del
cerebro al lector más desconfiado y escéptico, acostumbrado a operar como los
viejos metafísicos de toda la vida. Esta vez expongamos un tema controvertido,
¿puede un científico haber aportado descubrimientos y avances para la
humanidad pese a sus creencias religiosas? Por supuesto. ¿Significa esto que
«ciencia y religión» son «perfectamente compatibles», como han asegurado
diferentes autores, desde Comte, Bogdánov, Althusser hasta Togliatti? No, de
hecho, esto no tiene ningún sentido:
«En este momento estudio a Comte, visto que franceses e ingleses organizan
tanto ruido en torno al tipo. Lo que les deslumbra es su aspecto enciclopédico, la
síntesis. Pero es lamentable comparado con Hegel −aunque Comte, en tanto que
matemático y físico resulta superior por su profesión, quiero decir superior en
el detalle, Hegel, incluso en eso, es infinitamente más importante en su
conjunto−. ¡Y toda esta mierda del positivismo apareció en 1832!». (Karl Marx;
Carta a Friedrich Engels, 7 de julio de 1866)
¿Qué pensaba Engels del famoso Comte, que tanto alboroto causaba en su época?
Esto será interesante ya que el pensador alemán siempre ha sido señalado por
muchos de ser «más positivista que marxista», mientras otros han insinuado que
Engels contagió a Marx su visión «positivista» del mundo. En verdad, a Engels
no le merecía gran respeto el trabajo de Comte, de hecho, aun con todas sus
limitaciones, guardaba muchas más simpatías y mejores palabras para el viejo
Saint-Simon (1760-1825), como dejó claro en obras como «Del socialismo
utópico al socialismo científico» (1880). De hecho, le indignó de sobremanera
que Comte hubiera copiado sin disimulo a su maestro Saint-Simon su teoría sobre
los «tres estadios»:
«Por una parte, en efecto, demuestra que las principales dificultades sociales no
son hoy políticas, sino sobre todo morales, de manera que su solución posible
depende realmente de las opiniones y de las costumbres mucho más que de las
instituciones». (Auguste Comte; Discurso sobre el método positivo, 1844)
Esto, como bien señalaría el marxista ruso Gueorgui Plejánov, no tenía nada de
original, era un resabio que Comte mantuvo de su mentor Saint-Simon, pero que
viene de mucho más atrás:
«Pero, ¿por qué el desarrollo de los conocimientos atraviesa por estas tres fases?
«Tal es ya la naturaleza del ser humano» replica Comte. Por su naturaleza el
intelecto humano atraviesa por doquier por donde actúa, tres diversos estados
teóricos. Excelente; y bien, para estudiar una «naturaleza» tenemos que
dirigirnos a la fisiología individual, y si esta última no nos proporciona una
explicación suficiente, tendremos que referirnos otra vez más, a las
«generaciones», y estas nos remitirán a la «naturaleza». Esto se llama ciencia,
pero aquí no hay ni rastro de ciencia; lo que hay aquí es solamente un
movimiento infinito dentro de un círculo cerrado». (Gueorgui Plejánov; La
concepción monista de la historia, 1895)
«Ahora bien, ¿qué aplicación a Rusia puede hacer mi crítico de este bosquejo
histórico? Únicamente esta: si Rusia tiende a transformarse en una nación
capitalista a ejemplo de los países de la Europa Occidental −y por cierto que en
los últimos años ha estado muy agitada por seguir esta dirección− no lo logrará
sin transformar primero en proletarios a una buena parte de sus campesinos;
y en consecuencia, una vez llegada al corazón del régimen capitalista,
experimentará sus despiadadas leyes, como las experimentaron otros pueblos
profanos. Eso es todo. Pero no lo es para mi crítico. Se siente obligado a
metamorfosear mi esbozo histórico de la génesis del capitalismo en el Occidente
europeo en una teoría histórico-filosófica de la marcha general que el destino le
impone a todo pueblo, cualesquiera sean las circunstancias históricas en que se
encuentre, a fin de que pueda terminar por llegar a la forma de la economía que
le asegure, junto con la mayor expansión de las potencias productivas del
trabajo social, el desarrollo más completo del hombre. Pero le pido a mi crítico
que me dispense. Me honra y me avergüenza a la vez demasiado». (Karl Marx;
Al director de Otiechéstvennie Zapiski, 1877)
«En diversos pasajes de «El capital» (1867) aludo al destino que les cupo a los
plebeyos de la antigua Roma. En su origen habían sido campesinos libres,
cultivando cada cual su propia fracción de tierra. En el curso de la historia
romana fueron expropiados. El mismo movimiento que los divorció de sus
medios de producción y subsistencia trajo consigo la formación, no sólo de la
gran propiedad fundiaria, sino también del gran capital financiero. Y así fue
que una linda mañana se encontraron con que, por una parte, había hombres
libres despojados de todo a excepción de su fuerza de trabajo, y por la otra, para
que explotasen este trabajo, quienes poseían toda la riqueza adquirida. ¿Qué
ocurrió? Los proletarios romanos se transformaron, no en trabajadores
asalariados, sino en una chusma de desocupados más abyectos que los «pobres
blancos» que hubo en el Sur de los Estados Unidos, y junto con ello se desarrolló
un modo de producción que no era capitalista, sino que dependía de la
esclavitud. Así, pues, sucesos notablemente análogos pero que tienen lugar en
medios históricos diferentes conducen a resultados totalmente distintos.
Estudiando por separado cada una de estas formas de evolución y
comparándolas luego, se puede encontrar fácilmente la clave de este fenómeno,
pero nunca se llegará a ello mediante el pasaporte universal de una teoría
histórico-filosófica general cuya suprema virtud consiste en ser
suprahistórica». (Karl Marx; Al director de Otiechéstvennie Zapiski, 1877)
«Una vez que el hombre ha sido reconocido como la esencia, como la base de
toda actividad humana y de toda relación humana, únicamente la crítica puede
inventar todavía nuevas categorías y retransformar, así como lo hace
precisamente, al hombre en una categoría y hasta en el principio de toda una
serie de categorías, recurriendo de esta manera a la única escapatoria que le
queda aún a la «inhumanidad» teológica, acosada y perseguida. ¡La historia no
hace nada, «no posee una riqueza inmensa», «no libra combates»! Ante todo, es
el hombre, el hombre real y vivo quien hace todo eso y realiza combates; estemos
seguros que no es la historia la que se sirve del hombre como de un medio para
realizar −como si ella fuera un personaje particular− sus propios fines; no es
más que la actividad del hombre que persigue sus objetivos». (Karl Marx y
Friedrich Engels; La sagrada familia, 1845)
Un poco más tarde, en 1897, Antonio Labriola se preguntaba de forma retórica:
¿está asegurado el triunfo del progreso por el devenir histórico o es algo que debe
de ser luchado? Esta era una clara referencia a muchos de los dogmas del
positivismo y corrientes similares:
«Es más que verdad que en todo el socialismo contemporáneo hay latente un no
sé qué de neoutopismo; es lo que sucede a los que, repitiendo constantemente el
dogma de la evolución necesaria, llegan casi a confundirla con un cierto derecho
a un estado mejor, y dicen que la futura sociedad del colectivismo de la
producción económica, con todas las consecuencias técnicas, éticas y
pedagógicas que resultarían del colectivismo, será porque debe ser, olvidando
que este futuro debe ser producto de los hombres mismos, por exigencia del
estado que los rodea y por el desenvolvimiento de sus aptitudes. ¡Dichosos
aquellos que miden el acontecer de la historia y el derecho al progreso con la
medida de una póliza de seguro de vida!». (Antonio Labriola; Filosofía y
socialismo, 1897)
«El positivismo considera su mérito en haber acabado, según él, con la filosofía
y en basar sus teorías exclusivamente sobre los hechos «positivos»,
«afirmativos», y no sobre «deducciones abstractas», afirmando, además, que
se eleva tanto por encima del materialismo como del idealismo, sin ser ni lo uno
ni lo otro. Sin embargo, el positivismo representa en realidad una de las
variantes más superficiales y vulgares de la metafísica idealista. El rasgo
característico del positivismo es la interpretación idealista simplista del papel
de la experiencia y de la ciencia; la experiencia es para él un conjunto de
sensaciones o representaciones subjetivas, y el papel de la ciencia queda
reducido a la descripción −y no a la explicación− de los hechos». (Mark Rosental
y Pavel Yudin; Diccionario filosófico marxista, 1940)
Si bien para el Comte de 1844 la deducción era, al fin y al cabo, necesaria para
ordenar los conocimientos inductivos, −de hecho, criticaba «la vana erudición
que acumula hechos maquinalmente sin aspirar a deducirlos unos de otros»−,
aun así, se guardaba y mucho de lo que él consideraba un «aventurado» y «falso»
«conocimiento». Para él, era fundamentalmente a partir del método inductivo
que el ser humano podía aspirar al verdadero saber, a establecer las «leyes
positivas». Su intención era, precisamente, rebajar las pretensiones de quienes
«exageraban las conexiones» entre los fenómenos, algo que comprobaremos
mejor en la siguiente sección cuando revisemos su teoría del conocimiento:
Esto, como veremos, tendrá un desempeño fatal para sus discípulos. En esto
coincidió temporalmente con John Stuart Mill, el creador de la corriente filosófica
del utilitarismo, la cual se puede considerar una subrama o variante del
positivismo, donde si bien tampoco negaba el método deductivo sí lo consideraba
inferior al inductivo. Es más, el mismo Comte se desvivía por señalar a su público
los «grandes aportes» de su «íntimo amigo» respecto a su «lógica inductiva»,
amistad y coincidencia de ideas que duró aproximadamente hasta 1847:
«[J. St. Mill está] Tan plenamente asociado desde ahora a la fundación directa
de la nueva filosofía. Los siete últimos capítulos del tomo primero [de su obra
«Un sistema de lógica inductiva y deductiva» (1843)] contienen una admirable
exposición dogmática, tan profunda como luminosa, de la lógica inductiva, que
no podrá nunca, me atrevo a asegurarlo, ser concebida ni caracterizada mejor,
permaneciendo en el punto de vista en que el autor se ha puesto». (Auguste
Comte; Discurso sobre el método positivo, 1844)
Esto se proyectaba en esa obra de J. St. Mill en expresiones como que: «Ningún
razonamiento de lo general a lo particular puede, como tal, probar nada»... lo cual
es un gran absurdo, pues es gracias a esos conocimientos, previamente
sintetizados por la deducción, que luego podemos corroborar cómo en un
fenómeno particular tras otro se confirman sucesivamente la plena prevalencia
de una ley, o en su defecto, que averiguamos y podemos replantearnos porqué se
da una anomalía. Friedrich Engels ya advirtió de los riesgos que implicaban la
predilección excesiva por la inducción, muy dada a «post hoc, ergo propter hoc»
−«después de esto y, por tanto, en virtud de esto»−, lo que «significa una
conclusión infundada partiendo de la conexión causal entre dos fenómenos,
conclusión basada exclusivamente en que el uno se presenta a continuación del
otro». Esto es, precisamente, lo que se esforzó por demostrar Engels en
«Dialéctica de la naturaleza» (1883), recurriendo a varios conocimientos ya
confirmados sobre los animales y la termodinámica de su época para persuadir a
los «omniinduccionistas» de su visión limitante:
«Por inducción se descubrió, hace unos cien años, que los cangrejos y las arañas
eran insectos y todos los animales inferiores gusanos. Por inducción también se
descubre ahora que esto es absurdo y que existen x clases. (…) Las mamas eran
antes signos del mamífero. Pero los ornitorrincos carecen de glándulas
mamarias. (…) Si la inducción fuese realmente tan infalible como se dice, ¿cómo
podrían producirse esos desplazamientos radicales de clasificaciones, tan
violentos y tan frecuentes en el mundo orgánico? (…) El empirismo de la
observación, por sí solo, no puede nunca ser una prueba suficiente de la
necesidad. (…) Según los induccionistas, la inducción es un método infalible.
Pero no hay nada de eso, hasta tal punto es esto cierto, que del constante
espectáculo de la salida, del sol, en la aurora, no se deriva el que necesariamente
vuelva a alumbrar al día siguiente, y ya hoy sabemos, en realidad, que llegará
el momento en que el sol, un día, no saldrá». (Friedrich Engels; Dialéctica de la
naturaleza, 1883)
¿Qué fue entonces lo que no llegaron a comprender gente tan dispar como Smith
y Ricardo, Bastiat, Carey, Proudhon o Mill? Se escorasen más hacia un método u
otro, no supieron separar los «aspectos generales» de los «aspectos particulares»
de todos los sistemas económicos hasta la fecha. El pensador alemán le reclamaba
a este último que, este, siguiendo la moda de los economistas burgueses, tuviera
por correcto realizar una «introducción» donde se exponía «las condiciones
generales de toda producción» y «las condiciones que la hacen avanzar en mayor
o en menor medida», ¿cuál era el problema? Que esta no pasaba de ser
«determinaciones muy simples» y «tautologías». Como nota, recordar que una
«determinación» es una negación. Por ejemplo, al «determinar» qué objetos son
de madera, excluyo a los que no lo son, quedándome con los que sí lo son, una
fórmula que se puede repetir varias veces para ir cribando según diferentes
criterios. Mientras que, por otro lado, por «tautologías» entendemos dar vueltas
sobre lo mismo sin aclarar nada, razonamientos estériles. Marx consideraba que
para que este estudio genérico de la producción tuviese un «significado
científico», previamente debían realizarse unas «investigaciones sobre los grados
de la productividad en diferentes períodos» y en «el desarrollo de pueblos
dados», lo cual «excederían de los límites propios del tema», pero aun así era algo
que «tendría que ser encarado» cuando se traten temas como la «acumulación»
o «concurrencia». Esto ya nos muestra la interconexión entre un fenómeno y
otros análogos, así como de la necesidad de análisis y síntesis.
«Parece justo comenzar por lo real y lo concreto, por el supuesto efectivo; así,
por ej., en la economía, por la población que es la base y el sujeto del acto social
de la producción en su conjunto. Sin embargo, si se examina con mayor
atención, esto se revela como falso. La población es una abstracción si dejo de
lado, p. ej., las clases de que se compone. Estas clases son, a su vez, una palabra
huera si desconozco los elementos sobre los cuales reposan, p. ej., el trabajo
asalariado, el capital, etc. (…) La producción tampoco es sólo particular. Por el
contrario, es siempre un organismo social determinado, un sujeto social que
actúa en un conjunto más o menos grande, más o menos pobre, de ramas de
producción». (Karl Marx; Elementos fundamentales para la crítica de la
economía política, 1858)
«Por ejemplo, la categoría económica más simple, como p. ej. el valor de cambio,
supone la población, una población que produce en determinadas condiciones,
y también un cierto tipo de sistema familiar o comunitario o político, etc. Dicho
valor no puede existir jamás de otro modo que bajo la forma de relación
unilateral y abstracta de un todo concreto y viviente ya dado». (Karl Marx;
Elementos fundamentales para la crítica de la economía política, 1858)
Vamos más allá, pues, en verdad, ningún ser que adquiere conocimientos puede
pasar −de alguna manera u otra− sin haber recibido ambos métodos en su
educación, ¿a qué nos referimos? Nadie puede prescindir de ellos para sus labores
pedagógicas, ya que todo educador parte de labores de síntesis y análisis −suyas
o de sus predecesores−; mientras que el alumno digiere estos saberes a partir de
asumir estos mismos lineamientos. Debe concluirse, pues, que el método
inductivo y deductivo no son contrapuestos ni están desnivelados como insistían
algunos positivistas, sino que deben estar en armonía. También recomendamos
encarecidamente repasar los escritos de Karl Marx ya citados como «Elementos
fundamentales para la crítica de la economía» (1858), «Teorías sobre la
plusvalía» (1863), sin olvidarnos, por supuesto, de «El capital» (1867), donde el
autor utiliza constantemente ambos métodos −deductivo e inductivo− para
examinar y compilar la información de su tiempo.
Aun con todo, se da la paradoja −tantas veces vista en este tipo de autores− de
que cuando leemos y comprendemos el concepto de «metafísica» del autor,
resulta que él mismo pecaba una y otra vez de todo aquello contra lo que no
paraba de advertirnos. De hecho, el lector detectará que en los escritos de Comte
es una constante sus ataques a la tendencia materialista de la filosofía como
sinónimo de «especulación metafísica», justo como pudieran hacer luego los
«empiriocriticistas» y otros muchas décadas después:
«Hay que decir que muchos idealistas y todos los agnósticos −comprendiendo
entre ellos a los adeptos de Kant y de Hume− califican a los materialistas de
metafísicos; porque reconocer la existencia del mundo exterior, independiente
de la conciencia del hombre, es sobrepasar, a su parecer, los límites de la
experiencia. (...) En 1908 se ven entre nosotros graciosos que creen seriamente
en las afirmaciones de Avenarius, Petzoldt, Mach y Cía., de que sólo el «novísimo
positivismo» y las «novísimas ciencias naturales» han logrado eliminar estos
conceptos «metafísicos». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Materialismo y
empiriocriticismo, 1909)
¿Qué podemos concluir? Que la historia de las ciencias no distingue entre si los
hombres tuvieron buenas intenciones o no, con el tiempo solo quedan sus aportes
significativos, y en el caso de Comte, por mucho que los sociólogos burgueses se
hayan empeñado en elevarle al «Olimpo de la Sociología», sus teorías idealistas
fueron un completo fiasco para explicar el desarrollo humano, para hacer avanzar
el conocimiento científico. El caso es que este método «positivista» de
conocimiento y su cosmovisión sobre la sociedad abrían las puertas de par en par
a una auténtica «metafísica», entendida esta como una visión que rechaza
«entender el mundo como un proceso, como un asunto en continuo desarrollo
histórico». Nos explicaremos mejor. En su obra «Sobre el materialismo histórico
y el materialismo dialéctico» (1938), Stalin definía por «metafísica» a aquella
filosofía que observa todo como un «conglomerado casual de objetos y
fenómenos, desligados y aislados unos de otros y sin ninguna relación de
dependencia entre sí»; que «considera la naturaleza como algo quieto e inmóvil,
estancado e inmutable»; y por ende, razonando metafísicamente, siempre se
corre el peligro de llegar a conclusiones inverosímiles, pues «todo fenómeno
tomado de cualquier campo de la naturaleza, puede convertirse en un absurdo si
se le examina sin conexión con las condiciones que le rodean». Exactamente lo
que venimos observando atrás con un Comte seducido por la inducción como la
«Diosa del conocimiento». ¿Qué podemos sacar en claro?
«El hombre que trata de partir de una cosmovisión científica estudia el punto
de partida y la dirección de los fenómenos vivos, pues sabe que sin intentar
acercarse al todo no puede realizar una radiografía fiable del cuadro que tiene
delante −todo lo contario al positivismo que registra los hechos y los toma como
algo congelado que debe volverse a producir de forma mecánica−. En qué
medida lo logre le permite ser un vector transformador −revolucionario− del
estado de las cosas existentes. En cambio, el que actúa antes de reflexionar y
afirma antes de confirmar es preso de una suerte de casualidades y tesis falsas
que giran a su alrededor y que, en el supuesto más afortunado, pueden
conducirle a emitir conclusiones acertadas, aunque sin saber explicar bien cómo
ha llegado a ellas. Esto es normal, pues las más de las veces tal posición ha sido
reproducida en base a la repetición mecánica de argumentos tradicionales,
cuando no a una casualidad o favoritismo especial. En consecuencia, este
segundo sujeto jamás podrá ser transformador de nada porque parte de una
forma de conocer endeble. Ante los próximos fenómenos que se sucedan no será,
ni mucho menos, garantía de nada, ya que actúa por impulsos, sentimentalismo
o mitos». (Equipo de Bitácora (M-L): Fundamentos y propósitos, 2022)
Sigamos con la epistemología de Comte, la cual se mire por donde se mire siempre
guarda reticencias muy grandes sobre el conocer:
En la ciencia actual esto puede ser válido con matices que deben explicarse a
continuación. La única posibilidad en la era contemporánea de ampliar con
nuevos descubrimientos muchos campos de las ciencias muy avanzados es
partiendo del conocimiento y la experiencia de las generaciones precedentes. Esto
lo explicó Joseph Dietzgen en el prólogo de su obra con el ejemplo de la física,
pero es aplicable a todos los campos:
«No se puede decir que los fenómenos sociales dependan, en lo que tienen de
esencial, de algún factor o ley de la naturaleza, humana». (John Stuart Mill; Un
sistema de lógica inductiva y deductiva, 1843)
¿¡Qué tiene que ver este escepticismo con el pensamiento marxista sobre el
conocer!? Por el contrario, Engels escribía con un abierto optimismo:
En una de sus obras más ilustres, el alemán Friedrich Albert Lange (1828-1875),
uno de los filósofos y sociólogos más reconocidos de su tiempo, llegó a espetar lo
siguiente respecto al conocimiento:
«La esencia de la materia es sencillamente incomprensible. (...) No estamos en
condiciones de comprender los átomos ni podemos explicar, a partir de los
átomos y su movimiento siquiera el fenómeno más insignificante de la
conciencia». (Friedrich Albert Lange; Historia del materialismo y crítica de su
significado en la actualidad, 1866)
Debido a que Lange siempre estuvo coqueteando con los movimientos socialistas,
al marxista alemán Joseph Dietzgen le pareció menester no pasarle por alto este
comentario y contestarle lo siguiente:
«En contra de esto afirmamos: aquello que se deja posiblemente comprender no
es incomprensible. (...) El objeto de la filosofía, lo incomprensible, es un pájaro
al que, con nuestro intelecto, bien podemos de vez en cuando arrancarle una
plumita, pero al que nunca lograremos desplumar del todo, sino que habrá de
seguir siendo eternamente incomprensible». (Joseph Dietzgen; La esencia del
trabajo intelectual del hombre, 1869)
En el neopositivismo del siglo XX, por el contrario, fue muy recurrente el uso de
trucos lógico-abstractos extraídos de los lingüistas o de los matemáticos a fin de
crear sus dogmas «científicos» −y lo describimos así ya que no alcanzaron nunca
a comprobar si el mundo exterior reflejaba estas fórmulas−. Esto derivó en los
consiguientes enredos cómicos en los que tropezaron sus principales
representantes. No era extraño verlos asegurar cosas como que un fenómeno no
existía si una formulación sintáctica no era correcta −como si este objeto y su
existencia dependiese de las cualidades de los filósofos para formular sus
premisas en uno de los miles de lenguajes humanos existentes−:
Este era un manto de escepticismo recuperado del positivismo más clásico a fin
de negar la objetividad del mundo exterior. No comprendían que los «juicios de
valor» que no son creados conscientemente bajo un prisma científico, pueden,
aun así, ser algo más allá de «expresiones de emoción», como aseguraba este
autor. Una «sentencia popular» sobre cualquier tema, por muy desinteresada o
sentimental que sea por parte del sujeto, bien puede que sea cierta… luego ya, el
cómo ha llegado a emitir una verdad es otro tema: por oídas, tradición,
especulación, imitación, etc. ¿Si no cómo se las hubieran apañado en la
antigüedad para conservar los alimentos, orientarse en alta mar y demás? ¿No
vienen usando los beduinos desde tiempos remotos las telas negras −por su
enorme potencial de ventilación−? ¿No es cierto que los persas ya usaron
sistemas naturales de refrigeración para producir hielo −como el «yakhchal»− o
de riego −como el «qanat»−? ¿Y este es el único ejemplo? No. Como sabemos, el
cerdo es un animal carroñero, que no transpira y que para más inri se revuelca en
sus heces para refrescarse, por lo que su consumo causaba todo tipo de
enfermedades parasitarias en la Edad Antigua y la Edad Media, razón por la que
los teólogos y médicos judíos, cristianos y árabes recomendaron dejar de comerlo
por «impuro» −como reflejan sus libros sagrados−. ¿Cómo cree esta gente que en
todos estos casos los seres humanos llegaron a esos hallazgos, si no es por la vida
cotidiana, el azar, la necesidad y la práctica? Tampoco es extraño que la gente
haya repetido a lo largo de la historia las teorías científicas en boga, aunque
aquellas se demostraran como falsas o matizables años más tarde. El mismo
hecho de que los hombres no hayan sabido explicar lo más básico sobre el
funcionamiento de su organismo no significaba que este fuese obra divina, y
podríamos poner mil ejemplos más. Hoy en día muchas personas repiten todo
tipo de teorías −extraídas del mundo de la ciencia, la política o la religión− en
forma de dogma, sin ningún tipo de consciencia real ni explicación del porqué las
apoyan o dejan de hacerlo. ¿Acaso todavía esto puede causar asombro? Ahora
repetir algo como un papagayo no significa que tal repetición mecánica no sea
cierta, solo que tal sujeto no tiene consciencia alguna ni manera de comprobar lo
que afirma. He ahí la cuestión. Se confunde consciencia o pulcritud sintáctica con
la existencia de las cosas tal y como son, con la objetividad, con la realidad.
Marx apuntaba que las ciencias sociales no pueden utilizar siempre la misma
metodología que las ciencias naturales. Basta ver su comparativa entre la
investigación del economista y la que lleva a cabo el químico:
Comte, por su parte, designó a su nueva doctrina como «física social», la cual
vendría a ser la filosofía natural aplicada al estudio de la sociedad humana (sic):
«Pienso que debo utilizar, de aquí en adelante, este nuevo término, exactamente
equivalente a mi expresión de física social, ya introducida antes con el fin de
designar con un solo nombre esta parte complementaria de la filosofía natural
relativa al estudio positivo de las leyes fundamentales propias de los fenómenos
sociales». (August Comte; Curso de filosofía positiva, 1859)
Por si todo esto fuera poco, Comte no solo negaba la unidad entre teoría y
práctica, sino que directamente instaba a los profesionales de las ciencias a que
teorizasen sin ninguna perspectiva práctica:
En cada ocasión que tuvo Marx dejó claro que la doctrina de Comte era filosofía
destinada a defender la explotación del hombre por el hombre:
«August Comte y su escuela han intentado demostrar la eterna necesidad de los
señores del capital; igualmente, y con las mismas razones, habrían podido
demostrar la de los señores feudales. Analizando más de cerca la «filosofía
positivista», se descubre que, a pesar de todas sus apariencias de
«librepensamiento» está profundamente enraizada en su origen católico».
(Karl Marx; El capital, Tomo I, 1867)
«Los sociólogos burgueses como Herbert Spencer afirman, como se sabe, con
toda seriedad que el hombre es, de hecho, una criatura aislada de la naturaleza;
ellos hablan de sus «actos aislados en su estado primitivo». Pero en este caso no
se trata de otra cosa que de una nueva versión darwinista, adornada, de la
teoría del contrato social que los ideólogos de la burguesía en ascenso de los
siglos XVI y XVII». (Franz Mehring; Sobre el materialismo histórico, 1893)
El marxista francés Paul Lafargue dedicó no pocas líneas a combatir las ideas
históricas, económicas y políticas del evolucionista Herbert Spencer.
Contraponiendo el método del materialismo histórico con esta variante del
positivismo, demostró de qué modo Spencer cometía todo tipo de atropellos
analíticos, como insinuar que el trabajo asalariado de la sociedad burguesa, a
diferencia de la esclavitud en las sociedades esclavistas, no era un «trabajo
obligado», sino puramente «libre», por lo que «concluye triunfalmente que la
esclavitud está abolida» y que ningún obrero inglés «está obligado a trabajar para
otro beneficio que el suyo propio»:
«Este método de conectar los fenómenos sociales con sus causas económicas no
puede recomendarse a la mente metafísica del Sr. Spencer, quien prefiere volar
por encima de las nubes, abalanzándose sobre cualquier hecho aleatorio que se
encuentre dentro de su rango de visión. Su método tiene grandes ventajas
propias; es fácil, no requiere mucho pensamiento y permite a un filósofo probar
todo lo que le plazca. Así, el Sr. Spencer después de haber demostrado, a su
propia satisfacción, que la esclavitud, caracterizada por el trabajo forzoso, no
existe en nuestra sociedad capitalista, demuestra con igual facilidad que existirá
en la sociedad comunista del futuro. (…) Los capitalistas hacen bien en hacer un
gran filósofo del Sr. Herbert Spencer, porque él está listo en cualquier momento
para demostrar con razonamientos eruditos científicos y profundamente
filosóficos, que si los patrones condenan a hombres, mujeres y niños a trabajos
forzados en minas y fábricas, lo hacen no para extorsionar el trabajo forzoso,
sino por mera filantropía; es evitar que los pobres estén ociosos». (Paul
Lafargue; Unas palabras con el Sr. Herbert Spencer, 1884)
No obstante, este no fue el único revolucionario que se sintió ofendido por los
intentos de sincretizar marxismo y positivismo. El mencionado Antonio Labriola
describió así la estupidez que era y es el tratar de equiparar los métodos y
pretensiones de personajes tan dispares como Marx y Comte:
«He aquí el último resto ideal del deísmo inglés del siglo XVIII; he aquí el último
esfuerzo de la hipocresía inglesa para combatir la filosofía de Hobbes y Spinoza;
he aquí la última proyección de lo trascendente sobre el dominio de la ciencia
positiva. (…) He aquí la última tentativa de la inteligencia burguesa para
salvar, con la libre investigación y la libre concurrencia en el más acá, un
enigmático rastro de fe para el más allá; sólo el triunfo del proletariado puede
asegurar al espíritu científico las amplias y perfectas condiciones de su propia
existencia, porque no es más que en la transparencia de la acción que la
inteligencia puede ser perfectamente transparente. He aquí lo que escribiría
Marx, es decir, lo que hubiera podido escribir; pero debía ocuparse de la
Internacional, lo que Spencer no tuvo tiempo de darse cuenta». (Antonio
Labriola; Filosofía y socialismo, 1897)
Aun hoy merece la pena repasar el prólogo de una de las obras del famoso erudito
alemán Leopold von Ranke (1795-1886), ya que si bien se le suele identificar con
la corriente historicista estuvo muy influenciado por el positivismo. Basta con
observar una brizna de las explicaciones e intenciones que nos dejó, para cual es
la queja sistemática de muchos de los historiadores contemporáneos,
especialmente cuando hoy algunos de sus sucesores pretenden retrotraernos
hacia estos caminos rankeanos:
«Se ha dicho que la historia tiene por misión enjuiciar el pasado e instruir el
presente en beneficio del futuro. Misión ambiciosa, en verdad, que este ensayo
nuestro no se arroga. (…) Nuestra pretensión es más modesta: tratamos,
simplemente, de exponer cómo ocurrieron, en realidad, las cosas». (Leopold von
Ranke; Historia de los Pueblos Latinos y Germánicos. De 1494 a 1535, 1824)
En este prólogo de 1826 nos dejó muy claro que su pretensión no era «enjuiciar
el pasado e instruir el presente en beneficio del futuro», sino «exponer cómo
ocurrieron, en realidad, las cosas». Esto último ha sido motivo de mofa, y con
razón, puesto que: a) la «historia» jamás va a poseer el cuerpo del historiador y
mover su mano para hacer su trabajo; b) y tampoco ocurrirá que los hechos vayan
a desfilar delante del investigador para colocarse de forma ordenada y darle la
explicación última de las causas, ya que, de otro modo, esto sería tan fácil que no
se requeriría ninguna habilidad especial para ser historiador.
Esto no es ninguna exageración. Vale la pena rescatar la impresión que dejó esta
cosmovisión en alumnos como Pierre Vilar, quien recibió clases de historia entre
1925 y 1929 en la famosa y prestigiosa Universidad de Sorbona de París. En su
obra «Pensar históricamente: reflexiones y recuerdos» (1997), el hispanista
francés reconoció que: «Más de una vez, hacia las dos de la tarde, me dormí
durante alguna clase aburrida». También confesó que sus maestros positivistas,
como Charles Seignobos, consiguieron irritarle con comentarios como el que
sigue: «Jóvenes estudiantes cuando elijan un tema de investigación, no elijan
nunca un tema que les interese, porque si les interesa es que ya tienen una idea
preconcebida y, si es así, no serán historiadores positivos».
Por mucho que algunos matizaran estos postulados, la noción rankeana de cómo
abordar el pasado tuvo una influencia innegable en las siguientes generaciones
de historiadores. Sin ir más lejos, esto se refleja en los trabajos y metodologías de
dos de los más famosos e influyentes historiadores franceses como fueron
Charles-Victor Langlois (1863-1929) y Charles Seignobos (1854-1942). Estos,
dejaron muy claro sus posturas en obras como «Introducción a los estudios
históricos» (1898) o «El método histórico aplicado a las ciencias sociales» (1901),
donde, por ejemplo, declararon abiertamente que: «La historia se hace con
documentos»; se «toma por punto de partida el documento observado
directamente, y desde ahí se remonta, por una serie de razonamientos
complicados, hasta el hecho pasado que se trata de conocer». Ante lo cual se
concluía, para asombro de muchos: «Los documentos son irreemplazables; sin
ellos, no hay historia».
Antes que nada, habría que aclarar qué se entiende aquí por «documento». En
este caso, ambos historiadores aclararon que: «Cabe distinguir dos tipos de
documentos», el que «ha dejado una huella material» −como los «monumentos»
o cualquier otro tipo de «objeto»−; y «la huella de orden psicológico» −una
«descripción, un relato por escrito»−. Y apuntillaron: «La inmensa mayoría de
los documentos que sirven al historiador como punto de partida para sus
razonamientos no son, en resumen, sino huellas de procesos mentales», es decir,
las fuentes escritas eran su predilección para el estudio. Esto no es siempre así,
ni de lejos. Imaginemos ahora en qué posición quedaría la labor de muchos
profesionales si se llegase a aplicar a rajatabla este precepto. Por ejemplo,
sabemos que los jeroglíficos egipcios fueron un tipo de escritura antigua que se
plasmó en diferentes tipos de soportes −piedra, madera o papiro−, ¿a qué se
tendrían que haber dedicado los egiptólogos al no disponer de documentos
escritos, o en su defecto no poder descifrarlos −como ocurrió durante mucho
tiempo con los jeroglíficos hasta el descubrimiento de la Piedra de Rosetta−?
Hubieran quedado ociosos mano sobre mano. Tomemos la arqueología o la
epigrafía, de las cuales los propios Langlois y Seignobos se hicieron eco por su
gran importancia, ¿acaso no han desmentido los «relatos históricos» escritos de
los poemas, libros sagrados y demás?
En todo caso, visto lo visto, ¿se entiende por qué hubo tanta animadversión por
parte de los marxistas hacia los positivistas? Es más, ¿qué ha predominado
precisamente en las «prestigiosas universidades» con sus «reputados
especialistas»? Pues, aunque hoy algunos traten de ocultarlo, durante largo
tiempo asistimos a un claro dominio, pugna o síntesis entre el positivismo y el
historicismo −entre otras tantas escuelas, claro está−. ¿Y en qué coincidían grosso
modo estas dos tendencias, aparentemente contrapuestas?:
Ergo, ¿qué prima entonces hoy a causa de los defectos inducidos por el progresivo
y hegemónico aburguesamiento de los historiadores? Aún hoy los textos oficiales
reducen la historia a una descripción de fenómenos de un modo enciclopédico,
con sucesos importantes y decorados, cual cronista medieval; es decir, sin
criticismo alguno, dando indirectamente la razón a la interpretación tradicional,
aquella que exalta figuras icónicas y exagera su papel, lo que tampoco ayuda a
considerar la historia como una ciencia social que pueda ser tomada en serio. Es
bien sabido que todo esto es contrario al rigor científico, pues la mera
acumulación y enunciación de datos sin procesar −previa aceptación de un relato
hegemónico preexistente−, sin llegar jamás a unas conclusiones propias
argumentadas, solo contribuye a la formación de dogmas, a la esterilización del
conocimiento, como bien hemos apuntado otras veces.
Llegados a este punto nos parece necesario recordar unas palabras de otro
documento nuestro que vienen como anillo al dedo:
«Ha de saberse que, al echar la vista atrás hacia la evaluación de las figuras
revolucionarias de siglos anteriores, existe un peligro de perder la noción de la
realidad histórico-presente. Claro que existieron figuras que luchaban contra
una reacción en una lucha justa y del todo progresista por aquel entonces, pero
quizás hoy muchos de los planteamientos de base de esos mismos
revolucionarios progresistas se convierten, al ser actualizados al contexto
presente, en postulados ideológicamente retrógrados, que bien pueden pasar a
ser la bandera de la reacción y la contrarrevolución. Pasar por alto esto es una
fosilización metafísica del tiempo y sus protagonistas. Algo apto para
charlatanes y adoradores de mitos, como Vaquero o Armesilla, pero no para
quien aspira a extirpar el cáncer del nacionalismo en el movimiento proletario.
Téngase en cuenta que, cuanto más nos retrotraigamos en el pasado, más
posibilidades habrá de que esas figuras hayan «envejecido» mal. De ahí la
absurdez de querer ver referentes hasta en el Pleistoceno». (Equipo de Bitácora
(M-L); Epítome histórico sobre la cuestión nacional en España y sus
consecuencias en el movimiento obrero, 2020)
Propagar estas ideas hacia el gran público supone propiciar la caída del sujeto
iletrado en un marasmo de confusión aún mayor que pasa por aceptar el hipócrita
discurso sobre que hay que contar la historia de «forma neutra», sin posicionarse
en lo que se expone, sin tratar de desbrozar las leyes sociales históricas que
subyacen en cada episodio importante. Todo esto ya fue criticado en su día por
Plejánov, quien argumentaba de la siguiente manera:
«Veraz es la descripción histórica que presenta fielmente las relaciones sociales
que existieron en la época que está describiendo. Allí donde al historiador le toca
exponer la lucha de las fuerzas sociales opuestas, ineluctablemente habrá de
simpatizar con ésta o con la otra fuerza, si es que no se haya vuelto un pedante
frío. En este aspecto, será subjetivo, independientemente de su simpatía por la
mayoría o por la minoría. Pero el subjetivismo de este género no le impedirá ser
un historiador completamente objetivo, únicamente si no empieza a desfigurar
las relaciones económicas reales, de cuyo suelo brotaron las fuerzas sociales
contendientes. En cambio, el partidario del método «subjetivo» echa en el olvido
estas relaciones reales, motivo por el cual no puede ofrecer nada fuera de su
preciosísima simpatía o su tremenda antipatía, y por esta razón arma un gran
ruido, reprochando a sus adversarios por ultrajar la moral toda vez que le dicen
que esto está mal». (Gueorgui Plejánov; La concepción monista de la historia,
1895)
En lo relativo a los autores positivistas existe una paradoja que merece ser
comentada. Aunque empezaron siendo muy optimistas porque «los documentos
de otras épocas» se hallaban ya «hoy reunidos y conservados, en principio, en
organismos» como «museos» y «bibliotecas» con «inventarios» mucho más
rigurosos y actualizados; y pese a su obcecación en la «búsqueda y crítica de
fuentes fiables», cuando se dieron cuenta de que la versión rankiana era, ingenua,
y sobre todo muy problemática en la práctica, muchos acabaron experimentando
sentimientos inesperados: esto es, hubo en ellos una mezcla desilusión y
desmoralización. ¿Y qué caminos tomaron? Algunos, como Charles Seignobos,
acabaron en un escepticismo tan absurdo como peligroso. Para 1901 este autor ya
se atrevía a lanzar epítetos como el que sigue: «En ciencia social se trabaja, no
con cosas verdaderas, sino con las representaciones que de ellas nos formamos»,
donde, presuntamente, «hay que imaginarse los hombres, las cosas, los actos, los
motivos que se estudian». ¿Les suena? Por si esto fuera poco, en un alegato que
bien podría firmar años después un convencionalista o posmoderno, se añadió:
«Toda construcción histórica o social es forzosamente obra imaginativa, puesto
que la observación no nos proporciona jamás el conocimiento directo más que de
individuos o de condiciones materiales». También en su discurso polémico contra
Simiand titulado «Las condiciones prácticas de la búsqueda de las causas en el
trabajo histórico» (1907), el señor Seignobos no solo ponderó una vez más que la
sociología era la única que debía guiar la historia −a la cual, prácticamente
liquidaba−, sino que además declaró que esta última: «No puede descubrir una
ley válida de sucesión de los fenómenos»; mientras también afirmó que para
«saber la causa próxima de los hechos» el «sentido común» nos conduce a
atribuir «los actos o bien a motivos, que son fenómenos psicológicos
necesariamente conscientes, o bien a impulsos, que son fenómenos
inconscientes». Así, pues, la impotencia del positivismo, derivado de su fuerte
idealismo filosófico, terminó cavando su propia tumba.
«El reciente retorno de la historia del siglo XIX hace útil y conveniente
rememorar la crítica de que fue objeto por parte de Annales, el marxismo y el
neopositivismo, aunque justo es reconocer también que dicho «gran retorno»
pone en evidencia el fracaso parcial de la revolución historiográfica del siglo XX
que dichas tendencias protagonizaron». (Manifiesto de historia a debate, 2001)
Visto lo visto en capítulos anteriores, no hace falta detenernos ahora sobre cuáles
son esas «críticas» de estas corrientes que señalan las «limitaciones» del
marxismo. En cualquier caso, ¿todo este mar de confusión puede extrañarnos?
En absoluto. No son pocos los pensadores e investigadores que, por haber
adoptado metodologías pseudocientíficas, quedan atrapados en toda una serie de
incoherencias creadas por ellos mismos de las cuales no pueden salir sin hacer el
ridículo. Esta es una de las razones por la que muchos de los historiadores
terminan renunciando a considerar la historia como una ciencia social, y no pocos
de ellos acaban mirándola como una simple literatura, como «narrativa
histórica» mezclada con anécdotas y todo tipo de erudición más o menos
«deslumbrante». Esto conlleva que, una vez derrotados, decepcionados y
confusos, estos historiadores empiezan a ser seducidos por los cantos de sirena
de todo tipo de teorías estrafalarias que no solucionan sus dudas, sino que las
eliminan de un plumazo sin resolver nada de valor. Hablamos de todas aquellas
corrientes agnósticas y relativistas del siglo XX, desde el convencionalismo al
Círculo de Viena, pasando por la Escuela de Frankfurt, hasta acabar en el temido
posmodernismo. Estas son las mismas escuelas y tendencias que concluyeron
patéticamente que «todos los problemas de la historia derivan de una mala
comprensión del lenguaje», son los mismos autores que vinieron a proclamar que
en historia «no existen hechos objetivos verificables», que nuestras andanzas son
poco menos que una serie de episodios de ciencia ficción a los que cada cual les
puede añadir libremente sus notas para enriquecer este «relato de la mentira».
Su rezo dice así «Si nadie está en posesión de la verdad sobre nada, ¿qué más da?
¡Aporta tu opinión y simplemente diviértete!». Véase el capítulo: «Instituciones,
ciencia y posmodernismo» (2021).
Pero ojo, aún no hemos visto lo peor. Al igual que los hombres que le precedieron,
el señor Comte era tendiente a coquetear con los «dos extremos» de la sociedad,
e imitando a los utópicos franceses, como Fourier o Saint-Simon, intentaba
ganarse a todos: los monárquicos o a los republicanos, a los místicos o a los
científicos, a los «burócratas» o a los «hombres de acción»:
Como pudimos comprobar más atrás, a Marx no le caía en especial gracia la figura
de Comte. De hecho, el comtismo era visto en sus inicios como una nueva secta
derivada del saint-simonismo, es decir, como un remanente del socialismo
utópico que aún coleaba entre la población, solo que en este caso en una versión
mucho más degradada y demagógica. En 1871 Marx reflexionaba sobre por qué la
I Internacional no había de ser indulgente con este tipo de corrientes populistas,
las cuales a ratos se presentaban con toques «socializantes», mientras que otras
veces eran estos mismos jefes sectarios de otras regiones o países quienes
luchaban contra tales propuestas −un confusionismo ideológico, que bien se
podría comparar a las diferentes secciones que en su día pugnaron por
hegemonizar el peronismo−:
«Si los trabajadores han superado la era del socialismo sectario, no debe ser
olvidado que nunca han estado dirigidos por los títeres del comtismo. Esta secta
nunca se ha permitido en la internacional sino tan solo media docena de
hombres, y cuyo programa fue rechazado por el consejo general. Comte es
conocido entre los trabajadores parisinos como el profeta del imperialismo en
la política −de la dictadura personal−, del dominio capitalista en la economía
política, de la jerarquía en todos los campos de la acción humana, incluso en el
campo de la ciencia, y como el autor de un nuevo catecismo con un papa nuevo
y santos nuevos reemplazando a los viejos. Si sus seguidores en Inglaterra
tienen un papel más popular que los de Francia, no es por predicar sus doctrinas
sectarias, sino por su valor personal, y por la aceptación por su parte de las
formas de lucha de clases obrera creada sin ellos, como por ejemplo los
sindicatos y huelgas en Inglaterra que por cierto son denunciadas como herejía
por sus correligionarios en París». (Karl Marx; Borradores para la obra «La
guerra civil en Francia», 1871)
Podríamos seguir hasta mañana respecto a las «grandes labores» del positivismo
y otros simpatizantes en pro del «progreso». Mismamente, el sociólogo francés
René Worms, uno de los discípulos de Helbert Spencer, llegó a celebrar en clave
malthusiana las guerras porque limpiaban las «enfermedades sociales»:
En España, los historiadores están de acuerdo en que, como todo en el país ibérico
en ese siglo, el positivismo parecía llegar con «décadas de retraso» respecto al
resto de Europa. Finalmente, este no solo logró introducirse en las esferas de
pensamiento, sino que llegó incluso convencer a sus más enconados detractores,
como los krausistas −véase la reconversión ideológica del jurista Gumersindo de
Azcárate−. Como grandes defensores de este «positivismo hispano» −mezclado,
eso sí, con el evolucionismo y el neokantismo− encontramos a todo tipo de
abogados, periodistas y políticos de importancia, incluyendo a republicanos como
el «posibilista» Emilio Castelar y el «centrista» Nicolás Salmerón. Véase la obra
de Ángel Bahamonde Magro y Jesús A. Martínez: «Historia de España siglo XIX»
(1994).
Al otro lado del Atlántico, observamos que el triunfo también fue sonoro. Como
anécdota, podemos anotar mismamente que el famoso eslogan de la bandera de
Brasil «Orden y progreso» −hoy aún vigente− proviene de la influencia de Comte
en el país latinoamericano. Y, como acabamos de comprobar, este lema resume
muy bien el espíritu burgués de aquella época. Este fue introducido a instancias
del filósofo Raimundo Teixeira Mendes y el militar Benjamín Constant en 1889,
ambos positivistas.
«Su polémica con los marxistas surgió a raíz de que en un libro suyo, titulado
«Estructura y vida del cuerpo social» (1875-8), que se puede situar en la línea
de un positivismo evolucionista, deducía la posibilidad teórica del socialismo del
carácter orgánico del cuerpo social. Esto le llevó a defender desde un punto de
vista teórico posiciones cercanas al socialismo, que combinaba con un violento
rechazo de los objetivos políticos [marxistas], debido a su carácter destructivo».
(Montserrat Galceran Huguet; La invención del marxismo; Estudio sobre la
formación del marxismo en la socialdemocracia alemana de finales del siglo
XIX, 1997)
Aunque bien es cierto que el mismo Comte planteó que las ciencias deben ser
libres de cualquier influjo religioso −«fetichista», «politeísta» o «monoteísta»−,
él hizo una concesión de suma importancia cuando consideró que la ciencia −que
por supuesto él identifica con el positivismo− no era ni es antagónica a la religión,
porque no se ocupa de los mismos campos. Herbert Spencer tampoco difería
mucho de lo que su maestro manifestaba sobre este tema:
«¿Cómo hace usted, von Hartmann, para frecuentar desde hace tantos años en
lo Inconsciente, que ve obrar de una manera tan consciente, y usted, Spencer,
para manejar constantemente el conocimiento de lo Incognoscible, que en el
fondo conoce usted de alguna manera, ya que hace de él el límite de lo
cognoscible? En el fondo de toda la fraseología de Spencer se esconde el dios del
catecismo; hay, en una palabra, el residuo de una hiperfilosofía que se parece,
como la religión, al culto de ese desconocido que se afirma al mismo tiempo
desconocer afirmando que se lo conoce en cierta medida desde que se lo hace
objeto de veneración». (Antonio Labriola; Filosofía y socialismo, 1897)
El problema aquí es que Comte consideraba que la ciencia arranca con el estudio
de las matemáticas, pero se olvidaba, que, en palabras suyas, la observación es la
base de la ciencia, así como la experimentación. Y es obvio que los hombres de fe
han estado más o menos cerca de estas observaciones, experimentaciones y
conclusiones de las ciencias como la física, por mucho que a veces sus jefes de la
Iglesia hayan intentado retrasar la aceptación de ideas que rompían los moldes
de la época −como ocurrió con la teoría sobre el universo de Giordano Bruno, la
teoría heliocéntrica de Galileo o la teoría de la evolución de Darwin−. Por contra,
hasta tal punto los fervorosos creyentes han estado atentos a la filosofía
secularizada, que hemos tenido hasta cristianos que siguieron la moda
«existencialista», como Gabriel Marcel o Jacques Maritain. El afirmar que
religión y ciencia no se encargan de temas análogos, es una forma indirecta de
contribuir a la supervivencia de esos «métodos metafísicos» que el pensamiento
religioso predica. Comte, pues, intentaba dar la impresión de que no chocan
porque cada uno tiene su nicho, pero realmente nunca ha sido así, tanto la ciencia
como la religión abordan el mundo, el hombre, la sociedad, la moral, la psicología
y demás, por lo tanto, sí tocan los mismos «campos», solo que con metodologías
y conclusiones diametralmente opuestas. Tiempo después, sus sucesores, los
«empiriocriticistas», como el físico Mach, reproducirían esta gravísima
equivocación:
¿Hubo casos donde triunfó esa «positivización» o esa «darwinización social» del
marxismo? Sí. Por ejemplo, en Argentina, el fundador del socialismo argentino,
Juan B. Justo, reconoció no tener un nivel de conocimiento del materialismo
histórico, y además confesó ser más seguidor de las ideas de Spencer que de Marx.
Mismamente, su secretario e íntimo colaborador, José Ingenieros, también
estuvo muy influenciado por las ideas del darwinismo social, llegando a postular
no pocas teorías racistas. Roberto J. Payró, también fue un gran promotor de ese
intento llevado a cabo por Ferri o Loria, en Italia, de mezclar positivismo y
marxismo, como ahora veremos. Véase la obra: «La responsabilidad del Partido
Comunista de Argentina en el ascenso del peronismo» (2021).
Esta confusión −con o sin malicia− también ha de entenderse que fue facilitada
por las paupérrimas condiciones culturales que documentó el investigador Carlos
Kohn. En la propia Italia, que era el centro desde donde los «marxistas»
argentinos importaban su literatura de referencia, las obras clásicas de Marx y
Engels no eran muy conocidas. Sin ir más lejos, «El Capital» (1867), fue traducido
por primera vez en el año 1879, mientras otras, como el «Manifiesto del partido
comunista» (1848), tan solo en 1893. ¿Esto qué quiere decir? Que, exceptuando
a un puñado de personas con contactos privilegiados en el exterior y esforzados
estudiosos, como el señor Labriola, a nivel general lo normal no era tanto
desconocer la doctrina −que también− como sufrir una escasez de material
literario. Esto hizo que muchos cayeran en la tentación de aceptar como
verdadero las habladurías de terceros antes de comprobar cada cosa. Por
supuesto, la dejadez, el empecinamiento y la falta de autocrítica de los sujetos en
cuestión hizo el resto para que este estado tan lamentable se prolongase en el
tiempo. Y esto, como era de esperar, reprodujo escenas cómicas como las del
profesor de derecho, Enrico Ferri, quien en su reciente adhesión al movimiento
intentó conjugar las ideas de Marx y Spencer:
«[Ferri]. Este prestigioso dirigente del «marxismo» italiano podía declarar casi
al final del siglo, que su conversión al marxismo se produjo tras haber leído
detenidamente los escritos de Achille Loria. El significado de esta afirmación
queda claro si se recuerda que Loria sólo obtuvo un lugar en la historia del
marxismo gracias a la implacable crítica realizada por Labriola, Croce y el
mismo Engels a sus diletantes producciones. Según Ferri, el marxismo no es más
que «el hermano gemelo de la doctrina de la evolución de Spencer»: no es de
extrañar, entonces, que conciba la revolución social como «el último paso de un
desarrollo que discurre gradualmente y en ningún caso puede ser equivalente a
una «revolución tempestuosa y violenta» como tan a menudo se supone
erróneamente, pues la insurrección y la violencia no son sino «fenómenos
patológicos». (Carlos Kohn; Antonio Labriola: Orígenes de la perspectiva
teórico-metódica del marxismo en Italia, 1986)
Aun con todo, ahora veremos cómo las figuras clave del movimiento marxista de
aquel entonces se negaron a tales proyectos de sincretismo que, de tanto en tanto,
eran sugeridos por diferentes caballeros que andaban despistados o eran
francamente malintencionados. Sin ir más lejos, Antonio Labriola rechazó con
sumo desprecio las insinuaciones filosóficas «evolucionistas» de gente como
Ferri, Lange, De Bella o Turati, cuyo objetivo, como la historia demostraría a no
mucho tardar, era introducir el famoso gradualismo reformista en la política:
¿Y qué hay de su mentor, Engels? Sus comentarios tampoco pudieron ser más
explícitos:
«Los italianos empiezan a llenarme de pavor. Ayer ese charlatán Enrico Ferri
me envió todos sus escritos recientes junto con una carta demasiado cordial que
sólo sirvió para que me sintiera menos cordial que nunca con él. ¡Y, sin embargo,
se espera que uno envíe al tipo una respuesta cortés! Su libro sobre Darwin-
Spencer-Marx es una mezcolanza atroz de basura insípida». (Friedrich Engels;
Carta a Filippo Turati, 28 de junio de 1895)
En este escrito, el cual tiene más o menos la mitad de extensión que el propio
libro de Labriola en sí, hay espacio de sobra para criticar a Comte, Spencer, Mill
y al intento de difundir el «socialismo y la ciencia positiva» de Ferri.
Lo primero que habría que aclarar es que entrar a realizar comparativas a la ligera
como que el «modelo aristotélico» o las «ideas saint-simonianas» son similares
a los «principios marxistas» es como no decir nada; lo contrario, igual. Toca
concretar y demostrar en qué puntos y hasta dónde ocurre esa presunta similitud
o divergencia, pues no olvidemos que hablamos de sistemas o visiones filosóficas
del mundo que surgieron por y para satisfacer las inquietudes humanas. ¿Qué
significa esto? Que no es sorpresivo que se arrastren valores parecidos entre dos
sistemas con miles de años de diferencia; o que encontremos puntos insalvables
entre modelos coetáneos. La «Línea de Reconstitución» (LR) ha entrado de lleno
en esta penosa empresa, pero no para aportar alguna reevaluación de valor, sino
para lanzar verdaderos atentados contra la lógica más elemental a la hora de
entender esta cuestión.
¿Qué esperar cuando uno tiene como referentes a Karl Korsch o «el joven
Lukács», como acostumbraban los pensadores eurocomunistas de los 70? No
sabemos si el lector ha ignorado una trampa sencillísima de detectar: para
justificar el presunto «positivismo» del «marxismo» el MAI utilizó a Althusser,
lo cual es como si para demostrar el «utopismo» y «charlatanería» de los
«leninistas» se trajese a colación los mil y uno pronósticos fallidos de Trotski. Un
ridículo vaya. Esta cuestión de Althusser ya fue abordada capítulos atrás, por lo
que no nos detendremos aquí. Véase el capítulo: «¿Existe una doctrina
revolucionaria identificable o esto es una búsqueda estéril?» (2022).
«En el mismo libro «Historia y consciencia de clase» (1923) Lukács llevó a cabo
otra hazaña teórica. Fue el primer marxista en criticar al padre fundador
Friedrich Engels y la progresiva positivización del marxismo. (…) Lukács
demostró que Engels confundió la praxis socio-política con las actividades de la
industria, el laboratorio y el experimento, las que carecerían de la interrelación
mutua entre sujeto y objeto y de la unidad entre teoría y praxis. (…) Lukács
anticipó la crítica del positivismo realizada posteriormente por la Escuela de
Frankfurt y otras corrientes humanistas al censurar la separación entre hechos
y valores». (Hugo Celso Felipe Mansilla; Las insuficiencias del Marxismo
Crítico y los problemas del mundo contemporáneo, 1997)
¡Vaya por dios! Al parecer este reputado filósofo se «olvidó», como mencionamos
en capítulos anteriores, que hasta su querido Lukács ya había echado por tierra
esta acusación contra el «padre del marxismo» en su prólogo de 1967 a su obra
«Historia y consciencia de clase» (1923), calificándola como poco menos que una
forma infantil de «idealismo». Y cualquiera que haya leído obras de Engels como
«El Anti-Dühring» (1878) o «Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica
alemana» (1886), sabrá que, efectivamente, esto de acusar a Engels de
«contemplativo» fue una estupidez del señor Lukács −una más para la
colección−. Entonces, se preguntará el lector: «¿Por qué Mansilla recuperó tal
idea?». Porque ya lo dice el refrán: «Cuando un tonto coge un camino y el camino
se acaba, el tonto sigue».
A esto nosotros bien podríamos replicar que, como les ocurrió a los
«reconstitucionalistas», lo que aquí aparece más bien es que ella sí que demostró
no poder abstraerse de la «fuerza de arrastre del ambiente de la época», más
concretamente de la cantidad ingente de chorradas que por aquel entonces
prodigó el posmodernismo en las universidades en torno a «La cuestión de Marx
y la revisión de los dogmas de la modernidad».
Por su parte, el periodista francés Marc Saint-Upéry, también declaraba por todo
lo alto haber descubierto el germen de los presuntos «desatinos de Marx»,
¿adivinan qué conclusiones obtuvo?
Una de las extrañas bazas que usa la «Línea de Reconstitución» (LR) para atacar
al marxismo y su herramienta filosófica, el materialismo histórico-dialéctico, ha
sido la de achacarle no haber superado la gnoseología del positivismo. Para quien
se despiste con todos estos términos −que puede ser normal−, por «materialismo
dialéctico» entiéndase, según los cánones, «el estudio de las leyes generales que
rigen el mundo»; por «materialismo histórico» el «estudio de las leyes generales
del desarrollo social», es decir, la «aplicación del materialismo dialéctico a la
sociedad humana». Por último, en cuanto a «gnoseología», entiéndase, según la
RAE, como «parte de la filosofía que estudia los principios, fundamentos,
extensión y métodos del conocimiento humano».
En una palabra: para esta gente el materialismo histórico ha sido una mera
herramienta «contemplativa»; crítica, sí, pero a la vez fútil para llevar a término
la transformación de la realidad −¡no sabemos si son conscientes de en qué lugar
les deja a ellos este listón sobre lo que es o no es «útil» y «transformador»!−.
¿Cuál es el pecado capital que la «Iglesia de la Reconstitución» no perdona? Pues,
al igual que los viejos Papas del Medievo, a causa de su creciente desacreditación,
se ven acorralados y se ven abocados a reaccionar y tomar medidas. Por tanto, a
fin de continuar con su relato de ficción y eliminar a la molesta competencia,
acusan a otros grupos de «herejía» y de haber cometido acciones «impías» y
«demoníacas», prácticas que en ningún momento son capaces de demostrar,
salvo, eso sí, por chismes o revelación divina.
Para mala fortuna de nuestros enemigos, las mentiras tienen las patas muy
cortas. Centrándonos en el caso soviético, ¿en qué momento la URSS de época de
Stalin o Lenin adoptó esta noción «pasiva» del conocimiento? No lo sabemos
porque en realidad sus textos fundamentales dictan lo contrario:
Pero esto no es todo, hay más. Hay una desternillante y reiterada acusación hacia
el marxismo de ser prácticamente una evolución más sofisticada del positivismo.
Léase cómo sin ponerse rojos de vergüenza los «reconstitucionalistas»
declararon que la herramienta filosófica de Marx y Engels, el materialismo
histórico, fue solo un «momento teórico» anterior a la aparición de la «crítica
revolucionaria» de la LR (sic):
¡Majestuoso análisis sin precedentes! ¡Por favor! ¡Procuren darnos más pepitas
de oro de vuestra inagotable cantera del saber! Ya ven otra vez, por lo visto Marx
no superó su contradicción entre ser −un filósofo contemplativo− y deber ser
−coronar la revolución sin peros que valgan−. Dicho en otras palabras: los
«reconstitucionalistas» pese a jurar una y otra vez que tienen en «gran respeto y
estima» hacia el potencial de las obras de Marx, consideran que este era poco
menos que un revolucionario de pacotilla, algo que unas veces lo expresan sin
paños calientes y otras con enigmas y sutilezas. ¿Pero todo esto es cierto? ¿Es
nuestra doctrina una «filosofía de la contemplación»? Ahora no nos detendremos
en esta patochada que ya contestamos más atrás. Véase el capítulo: «¿Fueron
Marx y Engels dos «críticos contemplativos»?» (2022).
«Los hombres, a medida que se alejan más y más del animal en sentido estricto,
hacen su historia en grado cada vez mayor por sí mismos, con conciencia de lo
que hacen, siendo cada vez menor la influencia que sobre esta historia ejercen
los efectos imprevistos y las fuerzas incontroladas y respondiendo el resultado
histórico cada vez con mayor precisión a fines preestablecidos. Pero, si
aplicamos esta pauta a la historia humana, incluso a la de los pueblos más
desarrollados de nuestro tiempo, vemos la gigantesca desproporción que
todavía media aquí entre los fines preestablecidos y los resultados alcanzados.
(…) Y no puede ser de otro modo, mientras la actividad histórica más esencial
de los hombres, la que ha elevado al hombre de la animalidad a la humanidad
y que constituye la base material de todas sus demás actividades, la producción
para satisfacer sus necesidades de vida, que es hoy la producción social, se halle
cabalmente sometida al juego mutuo de la acción ciega de fuerzas
incontroladas, de tal modo que sólo en casos excepcionales se alcanzan los fines
propuestos, realizándose en la mayoría de los casos precisamente lo contrario
de lo que se ha querido». (Friedrich Engels; Dialéctica de la naturaleza, 1883)
No hace falta subrayar que este es otro aspecto clave que diferencia el idealismo
positivismo del materialismo marxista. En varias ocasiones Engels se explayaría
sobre la incompatibilidad del capital y una planificación racional científica al
servicio de los trabajadores, como se puede observar en su obra «Anti-Dühring»
(1878), no por casualidad el señor Dühring fue un conocido positivista que
lanzaba todo tipo de especulaciones sobre la «sociedad futura», motivo por el cual
los allegados de Engels le presionaron para que iniciara una polémica contra él
para dejar claras las diferencias entre ambos proyectos, tarea que finalmente
aceptó por la reiterada insistencia de sus compañeros y por los estragos que
estaba causando entre los más iletrados. Uno de los aspectos más memorables
fue la ocasión en que acabaría mofándose con virulencia en torno a las
cavilaciones estériles de todos aquellos científicos que se sentían orgullosos por
su desdén hacia la filosofía, pues, aunque no lo quisieran, tampoco ellos podían
librarse de ella, muy por el contrario, solían ser ellos quienes a veces enunciaban
las peores aberraciones teóricas producto de haber bebido de las peores escuelas
filosóficas:
¿Cabe imaginar una declaración más antipositivista, una defensa más clara de la
relación entre «filosofía» y «ciencias»? ¡Pero da lo mismo! La «Iglesia
Reconstitucionalista» ya ha lanzado su anatema y sus fieles deben obedecer:
marxismo=positivismo.
Les daremos una triste noticia: los padres del socialismo científico no estaban
exentos de meteduras de pata, especulaciones y contradicciones. Ni Marx ni
Engels ni ningún pensador de renombre ha nacido sabiendo, errar es inherente
al desarrollo intelectual de un hombre, aun cuando este es generalmente
brillante. Así que pasemos a repasar los mejores patinazos de los representantes
del marxismo-leninismo, tengan que ver o no con conceptos «positivistas». Esto
implicará que para deshacer este hechizo hemos de rescatar algunos de los libros
y comentarios, tanto conocidos como desconocidos, de Marx y Engels, así como
de sus más conocidos discípulos: Kautsky, Labriola, Bebel o Lenin.
Dicho esto, el presente capítulo no pretende ser una recopilación de todos y cada
uno de los errores, desatinos o falsos pronósticos de los autores marxistas, algo
que no solo sería una tarea hercúlea que daría pie, como es normal, a un
documento entero aparte, sino que simplemente nos limitaremos a recoger
algunos puntos que coincidan con el tema principal que deseamos demostrar.
«El ejército está lleno de oficiales descontentos que conspiran. [Engels se hallaba
entonces impresionado por la lucha revolucionaria de los de Naródnaia Volia y
cifraba esperanzas en los oficiales, sin poder ver todavía el espíritu
revolucionario de los soldados y marineros rusos, que se reveló con tanto brillo
18 años más tarde]. No creo que el estado actual de cosas perdure ni siquiera un
año. Y cuando en Rusia estalle la revolución, entonces ¡hurra!». (Friedrich
Engels; Carta a F. Sorge, 9 de abril de 1887)
Esto era poco realista como se comprobó en Rusia con la Revuelta decembrista
(1825). Esta fue una intentona de un grupo clandestino de oficiales progresistas,
quienes, estando muy influenciados por las ideas y revoluciones liberales de
España, Francia, Portugal, Noruega y otros lugares, intentaron derrocar el
régimen autocrático del zar. Evidentemente, la principal debilidad de este
movimiento residía en una desconfianza hacia los trabajadores, su falta de
programa común en cada región, así como su falta de determinación militar en
los momentos decisivos. Este aislacionismo e idealización de los héroes fue
heredado en parte por los grupos de anarquistas rusos, es decir, los populistas y
otros. Véase la obra de M. V. Nechkina: «Los decembristas en el proceso histórico
mundial −hacia una metodología de estudio del decembrismo−» (1975).
«Como siempre, el curso de la lucha política ha asumido una forma clásica. Los
sucesivos gobiernos se están moviendo cada vez más hacia la izquierda, y un
gobierno de Clemenceau ya está a la vista; no será el gobierno burgués más
extremo. Con cada giro hacia la izquierda, las concesiones a los obreros
aumentan. (…) Y lo que es más importante aún, el campo se está despejando
cada vez más para la batalla decisiva, mientras que la posición de los partidos
se vuelve más clara y bien definida. Este lento pero inexorable progreso de la
República Francesa hacia su conclusión lógica −la confrontación entre los
radicales burgueses pretendidamente «socialistas» y los obreros genuinamente
revolucionarios− me parece una manifestación de la mayor importancia, y
espero que nada pueda detenerla». (Friedrich Engels; Carta a August Bebel, 6
de junio de 1884)
Habría que comentar que Engels en su «Carta a Laura Lafargue» (27 de agosto
de 1889) se alegraba del fin de la «amenaza bonapartista» de Boulanger porque,
según él, esto servía para suprimir la excusa de los radicales de presentarse como
«los defensores de la república» y «sus conquistas». ¿Pero hasta qué punto eso
era cierto? En verdad, los republicanos −o los socialistas reformistas en el nuevo
siglo− utilizarían en su prensa ese pretexto, una y mil veces más, para cerrar filas
en torno a ellos y, dado que tenían la hegemonía política, la mayoría de
trabajadores no discutían si tal amenaza de un «golpe reaccionario» era real o no.
Tampoco ningún otro movimiento tenía el suficiente peso como para poner en
tela de juicio si la mejor forma de «defender esas conquistas» era a través de
métodos de colaboración o de lucha de clases.
Volviendo al tema, las ilusiones de Engels en este sentido iban tan lejos como para
proclamar que:
«Una vez que el curso de las cosas en Francia permita a los socialistas
convertirse en una oposición política, cuando Clemenceau finalmente llegue al
timón, obtendremos instantáneamente millones de votos». (Friedrich Engels;
Carta a Eduard Bernstein, 8 de agosto de 1885)
En la misma carta del 27 de agosto de 1889 también proclamó que, con Boulanger
fuera de juego, la revolución francesa «seguía su curso» y «los radicales, en su
nueva encarnación Millerand, se desacreditarían gradualmente tanto como en la
encarnación Clemenceau, y los mejores elementos entre ellos pasarán a
nosotros». Esta predicción contaba con varias lagunas.
En muchos de sus textos Engels parece que tuvo en cuenta, muy correctamente,
que para que el movimiento marxista recoja los frutos de una crisis política y
aumente su influencia, debe convertirse en una «oposición política» de peso. De
no ser así, el camino común es que los trabajadores viren de un partido burgués
tradicional que los decepciona a otro que ya les ha decepcionado y, quizás, si eso
sale mal, prueban con otro nuevo que les promete lo mismo, pero con distintas
palabras. Véase la obra: «Unas reflexiones sobre la huelga de los trabajadores de
LM Windpower en El Bierzo» (2021).
Hasta ahí todo bien. El problema llega, en el caso del movimiento revolucionario
francés, cuando observamos lo que realmente era el Partido Obrero Francés
(POF), fundado en 1882. Este no estaba ni siquiera cerca de tener la capacidad de
capitalizar ese descontento, por lo que en breve ocurriría lo esperado: las
diferentes crisis de gobierno de los gabinetes radicales fueron aprovechadas por
los conservadores u otro bando de los radicales. Aquí, Engels perdió de vista que
mientras al POF le faltasen tablas para ser una «oposición política», no iba a
conseguir hacer la competencia con eficacia a los partidos tradicionales y no iba
a desplazarlos por muchas crisis que se dieran. Para ello se necesitaba de una
estructura con alta influencia y disciplina que hubiera popularizado su programa
alternativo, que fuera reconocido por su alta capacidad para realizar campañas
de agitación y propaganda, que supiera organizar y dirigir a las masas, etcétera.
En cambio, la dirección francesa de Guesde y Cía. demostró que, en algunos
momentos, estaba más preocupado de pactar, readmitir y fusionarse con los
posibilistas, blanquistas y otras tendencias para intentar «asentar su influencia»,
algo que finalmente ocurrió entre 1902 y 1905 con la unión de todo tipo de grupos
contrapuestos en una amalgama inaceptable. Esto iba en contra de la máxima
manifestada por Engels cuando en su «Carta a August Bebel» (28 de octubre de
1882), proclamó: «El punto en cuestión es puramente de principio: ¿debe la lucha
del proletariado contra la burguesía librarse como una lucha de clases o debe
reconocerse que, bajo buena moda oportunista −o a la manera posibilista, como
la traducción socialista lo pone−, es necesario dejar de lado el programa y el
carácter de clase del movimiento dondequiera que sea que esto permita que más
votos o más «partidarios» sean ganados?». Véase el subcapítulo: «¿En qué se
basaba el incipiente marxismo francés del siglo XIX?» (2021).
Sin duda, Engels ignoraba en este texto «detalles» como la alienación que, si bien
no son insuperables, condicionan en buena medida que eso suceda con tanta
facilidad. Las propias críticas de Engels hacia el movimiento proletario en
Inglaterra, Francia o Alemania −algunas de las cuales luego veremos−, lo
atestiguan suficientemente como para detenernos en esta cuestión. Por otro lado,
que una clase dominante o un nuevo régimen se apoye en lo que acaba de
derrocar, valiéndose de sus leyes, de su burocracia o de sus tradiciones, tampoco
tiene nada de novedoso −como hemos documentado varias veces−. De hecho,
esto es algo que tanto Marx como Engels reconocieron en varios de sus análisis
históricos −y de ahí que cualquiera que estudie estas épocas necesite valerse de
sus estudios−, por lo que esto tampoco debería de extrañarnos. Véase el capítulo:
«La creencia de que si un Estado conserva figuras, instituciones o leyes de una
etapa fascista es demostrativo de que el fascismo aún persiste» (2017).
Por otra parte, y como se verá a continuación, las enseñanzas que tan
magistralmente extrajeron Marx y Engels de los hechos históricos ya acaecidos,
sus propias rectificaciones, producto de la evolución de su pensamiento, no
siempre fueron aplicadas de manera consecuente por sus sucesores. Tomemos el
análisis de la experiencia revolucionaria de la Comuna de París, en el que se
sostiene la tesis de que el proletariado no puede tomar en sus manos la máquina
del Estado, sino que tiene que destruirla y formar sus propios órganos de poder
para reprimir a los contrarrevolucionarios. Dicha conclusión no siempre se
sostuvo con coherencia en la II Internacional (1889-1914), dando pie a todo tipo
de especulaciones, y la prueba de ello es que medio siglo más tarde Lenin escribió
«El Estado y la revolución» (1917), una de sus obras más conocidas, dedicada a
corregir todas las tergiversaciones de los oportunistas con respecto a esta
cuestión.
No podemos continuar sin subrayar que en Engels también se detecta ese clásico
«exceso de optimismo» en torno al verdadero poder de las fuerzas
revolucionarias −el mismo que quedaría registrado también en otras obras−. En
ocasiones se llegó hasta el punto de afirmar, cual bakuninista, que la disolución
de la I Internacional (1864-1876) y su sección alemana no era un problema, sino
algo a celebrar por ser un «lastre», ¡y que con o sin organización la revolución
triunfaría por la «solidaridad»! (sic):
En un tono muy similar, ese mismo optimismo, más digno de un ingenuo que de
un sabio y viejo revolucionario como él, también le llevaó ese año a declarar la
inevitabilidad de la revolución, con lo cual parecía retomar sus viejas desviaciones
anteriores a 1850, es decir, aquellas que él mismo había denunciado como
fantasías infantiles:
«En tales momentos tendrá que escucharse, sin duda, la voz de un hombre
[Marx] cuya teoría íntegra es el resultado del estudio, efectuado durante toda
una vida, de la historia y situación económicas de Inglaterra, y al que ese
estudio lo indujo a la conclusión de que, cuando menos en Europa, Inglaterra es
el único país en el que la inevitable revolución social podrá llevarse a cabo
enteramente por medios pacíficos y legales. No se olvidaba de añadir,
ciertamente, que consideraba muy improbable que las clases dominantes
inglesas se sometieran, sin una «rebelión a favor de la esclavitud», a esa
revolución pacífica y legal». (Friedrich Engels; Prologo a la edición inglesa de
«El capital» (1867), 1885)
Huelga decir que dicha «inevitable revolución social» nunca se dio. Aquí, Engels
no solo estaba predicando la posibilidad de una revolución pacífica en Inglaterra
−aun admitiendo la irreconciliable contradicción que resultaba el hecho de que
la burguesía no cedería su poder de manera voluntaria−, sino que además
buscaba dicha «revolución» en un país que estaba muy lejos de contar siquiera
con un partido único del proletariado sobre el cual organizarse. Todo esto en un
contexto en el que, como él reconoció tanto en años previos como posteriores, el
proletariado inglés se alejaba cada vez más de la lucha política y adoptaba una
actitud conformista:
Esto significaba que, para el último Engels, lo prioritario era combatir la creciente
tendencia en el órgano oficial de la socialdemocracia alemana, la cual daba luz
verde a los artículos que propagaban la integración y transición gradual del
capitalismo en el socialismo. Por último, en su «Carta a Paul Lafargue» (3 de abril
de 1895), Engels denunció cómo algunos dirigentes alemanes, como Wilhelm
Liebknecht, censuraban fragmentos de sus textos para aparentar que él apoyaba
la «táctica de la paz a cualquier precio y de oposición a la fuerza y la violencia».
En todo caso, y como estamos observando, no podemos cargar sobre los hombros
de sus discípulos todos y cada uno de los desatinos y distorsiones que luego se
cometerían en la II o III Internacional, dado que ya hubo precedentes muy
alarmantes, dudas, confusiones y defectos no superados del todo.
«¿Es posible esta revolución en un solo país? No. La gran industria, al crear el
mercado mundial, ha unido ya tan estrechamente todos los pueblos del globo
terrestre, sobre todo los pueblos civilizados, que cada uno depende de lo que
ocurre en la tierra del otro. Además, ha nivelado en todos los países civilizados
el desarrollo social a tal punto que en todos estos países la burguesía y el
proletariado se han erigido en las dos clases decisivas de la sociedad, y la lucha
entre ellas se ha convertido en la principal lucha de nuestros días. Por
consecuencia, la revolución comunista no será una revolución puramente
nacional, sino que se producirá simultáneamente en todos los países
civilizados». (Karl Marx y Friedrich Engels; Principios del comunismo, 1847)
Marx, que había estudiado de sobra las carencias de la Comuna de París (1871), a
ratos reducía su caída a que no se había producido un levantamiento en los
grandes centros de Europa (sic):
Queda claro, pues, que pedir o prometer en abstracto que los revolucionarios del
mundo se «levanten en solidaridad» con una revolución en la otra punta del
mundo no solo es irreal, sino que, de realizarse mecánicamente, acabaría las más
de las veces en un salto al vacío, puesto que, en muchos lugares por existir, a
veces, no existen ni organizaciones políticas que agrupen y coordinen a los
trabajadores para luchas menores. No comprender esto es no comprender que el
capitalismo tiene un desarrollo desigual, y no nos referimos solo al aspecto
económico, sino a la madurez y capacidad del proletariado de cada país.
Dicho esto, esto no excluye que el proletariado pueda y deba −en la medida de sus
posibilidades reales− ayudar y colaborar −bajo todas las formas posibles− a
cualquier proceso revolucionario que vaya en pro de sus intereses, sea donde sea,
pero de ahí a lo ya dicho hay un abismo; el mismo que separa la utopía de la
ciencia. De hecho, tan estúpido es clamar de forma mecánica por una «revolución
conjunta» como no hacer la revolución en suelo nacional porque se espera que
«las condiciones de todos los países maduren para un golpe final».
«Las durísimas palabras que Engels dedica en varios artículos de esta época a
las «naciones sin historia» podrían sorprender e incluso contrariar a más de un
comunista educado en la corrección política de nuestros días; no obstante,
analizados estos escritos desde la perspectiva de clase del proletariado y
atendiendo al contexto histórico del momento, la justeza de tales palabras cae
por su propio peso». (Comité por la Reconstitución; Línea proletaria, Nº1, 2017)
«No conocemos ni un solo pueblo histórico del que se pueda decir que es un
pueblo de raza pura; cada uno de ellos es el resultado de un proceso
extraordinariamente largo e intenso de cruzamiento y mezcla de diferentes
elementos étnicos. ¡Prueben, después de eso, a determinar la influencia de la
«raza» sobre la historia de las ideologías de tal o cual pueblo! A primera vista
parece que no hay cosa más simple y acertada que la idea de la influencia del
medio geográfico sobre el temperamento de los pueblos y a través del
temperamento, sobre la historia de su desarrollo intelectual y estético. Pero a
Labriola, le hubiera bastado recordar la historia de su propio país para
convencerse de lo erróneo de esta idea. Los italianos de hoy viven en el mismo
medio geográfico en que vivían los antiguos romanos y, sin embargo, ¡qué poco
se asemeja el «temperamento» de los tributarios contemporáneos de Menelik,
al temperamento de los rudos conquistadores de Cartago! Si se nos ocurriera
explicar por el temperamento de los italianos la historia del arte italiano, por
ejemplo, nos detendríamos muy pronto perplejos ante la cuestión de conocer las
causas a que obedecen los cambios profundos que el temperamento, por su
parte, ha experimentado en diferentes épocas y en distintas partes de la
península de los Apeninos. (...) La ciencia social ganaría enormemente si
abandonáramos, por fin, la mala costumbre de achacar a la raza todo lo que
nos parece incomprensible en la historia intelectual de un pueblo. (...) No sin
fundamento calificamos de vieja la concepción por nosotros refutada sobre el
papel de la raza en la historia de las ideologías. Esta concepción no es más que
una variedad de la teoría, muy difundida en el siglo pasado, según la cual todo
el curso de la historia se explica por las propiedades de la naturaleza humana.
La concepción materialista de la historia es completamente incompatible con
esta teoría. Según la nueva concepción, la naturaleza del ser social cambia junto
con las relaciones sociales, por lo tanto, las propiedades generales de la
naturaleza humana no pueden explicar la historia». (Gueorgui Plejánov;
Concepción materialista de la historia, 1897)
Por si el lector duda de hasta qué punto este tipo de teorías llegaban a afectar a la
política marxista de cada sección nacional, puede repasar a este respecto cómo el
señor Labriola en «Sobre la cuestión de Trípoli» (1900) llegó a justificar la
dominación de Italia sobre sus potenciales o reales colonias: «Bueno, llegamos
demasiado tarde para tomar una posición de dominio, y le tocará a la política
italiana resignarse a Trípoli, lo que ciertamente no nos compensa ni por la
pérdida de Túnez ni por la de Egipto». Labriola se lamentó de que la política
italiana en África hubiera sido, hasta entonces, un «accidente» de la inglesa y
animaba a que Italia pudiera: «Afirmarse como capaz de su propia iniciativa».
Esta demanda de un esfuerzo nacional iba conectada con su idea de evitar la
emigración y ayudar a que la burguesía italiana llevase a término, digámoslo así,
su «industrialización» y «proletarización de la sociedad». En cambio, el periódico
italiano «Avanti» rechazó la propuesta, no porque esta mantuviese una posición
anticolonial, ¡sino por la escasa rentabilidad a extraer de un país como Libia!
Hoy, los nacionalistas de cada zona, como ocurre en España con Santiago
Armesilla, pretenden hacer de este tipo de frases una «lógica racional» y
«revolucionaria», pero como ya demostramos en dicho documento sobre el
hegelianismo, no solo están profundamente equivocados, también representan
formas de pensar contrapuestas a la evolución posterior del pensamiento de Marx
y Engels sobre la cuestión nacional. Ergo, esto resulta cómico, pues este tipo de
figuras y grupos suelen ser los que más acusan a los verdaderos revolucionarios
de ser «doctrinarios» y «dogmáticos», de «no ser capaces de pensar más allá de
las citas de sus ídolos». ¡Paradojas de la vida! En cambio, con tal actitud
demuestran tres cosas muy sencillas: primero, que no han hecho un estudio
completo de la cuestión nacional; segundo, que, si lo han hecho, prefieren
quedarse con el pensamiento hegeliano y reaccionario que con el pensamiento
progresista del marxismo sobre esta cuestión; y tercero, que cuando optan por el
marxismo, son incapaces de aplicarlo aun cuando tienen la realidad delante de
sus narices. Véase el capítulo: «El viejo chovinismo: la Escuela de Gustavo
Bueno» (2020).
Pero, como se ha dicho, no todos los representantes del marxismo de la época
apoyaban tales empresas, lo que demuestra, lejos de lo que insinúan los mismos
«reconstitucionalistas», que en la II Internacional también hay mucho de lo que
aprender −pero claro, es más fácil y cómodo hacerle la cruz a todo y desecharlo
sin más estudio−:
«Pero aseguro, por otra parte, que este agnosticismo nos hace un gran servicio.
Los agnósticos, afirmando y repitiendo constantemente que no es posible
conocer la cosa en sí, el fondo íntimo de la naturaleza, la causa última de los
fenómenos, llegan por otro camino, a su manera, como quien siente lo
imposible, al mismo resultado que nosotros, pero no con pena ni aflicción, sino
como realistas que no invocan los recursos de la imaginación: no se puede
pensar más que sobre lo que podemos, en amplio sentido, experimentar
nosotros mismos». (Antonio Labriola; Filosofía y socialismo, 1897)
Uno tendría que hacer verdaderos malabares para que esa frase fuese compatible
con el materialismo histórico. En este párrafo ni siquiera esgrime un aforismo
general del tipo: «Como todo está en movimiento, es imposible saber todo en todo
momento» −algo que tampoco aportaría nada nuevo−. Nada de eso. Aquí
lamentablemente vuelve a aceptar la idea kantiana de que no se puede conocer
«la cosa en sí», sin especificar tampoco a qué tema concreto se refiere −¿quizás
algo para lo cual no tenemos los medios adecuados o no hemos reunido
suficientes datos?−; por lo que el espectador debe hacer el esfuerzo de
sobreentender que, a nivel general, no se puede saber la esencia de nada. Como
el lector se imaginará, las implicaciones de esto, incluso en aquello época, son
terroríficamente absurdas: ¿acaso no podemos saber el origen multicausal que ha
dado pie a los últimos eclipses, al desbordamiento de los ríos o a los movimientos
sísmicos? ¿No podemos conocer cómo se originan las guerras coloniales, el
desempleo o la emoción que refleja un autor en su dramático poema? En
cualquier caso, querer agradecer a los neokantianos por estos «servicios» es
ridículo, ya que sería darles la enhorabuena por «no arriesgarse» a dar
explicación alguna a estos fenómenos… lo cual sería como agradecer al más
ocioso de los artistas por no esforzarse en intentar crear una obra para el pueblo,
ni siquiera una de mala calidad. Para más inri, Labriola recubre inmerecidamente
a los agnósticos de un manto de «realismo» ya que ellos «no invocan a la
imaginación», es decir, no especulan lo que «no pueden experimentar». El
problema es que los neokantianos sí podían «experimentar» −probar− estos
fenómenos, otra cosa muy distinta es que no quisieran usar las herramientas que
las ciencias de la época podían proporcionarles.
En realidad, aceptar que los fenómenos de la naturaleza y el ser humano son −las
más de las veces o siempre− «incognoscibles» no solo supone repetir el
pensamiento de los positivistas o vitalistas, sino que supone asumir su principal
argumento para atacar al «dogmatismo de los materialistas», a los cuales
reclamaban por tener la pretensión «metafísica» de intentar hallar el «origen» de
los sucesos. En suma, que alguien como el señor Labriola que, en sus palabras
llegó al socialismo en 1871 «ajustando cuentas» con «el darwinismo, con el
positivismo y con el neokantismo» −y que además en dicha obra y otras lanzó
tantos dardos a Comte, Spencer o von Hartmann− hiciese tales concesiones es
cuanto menos desconcertante. Véase la el capítulo: «Marxismo y positivismo»
(2022).
«Bebel en 1886 está a favor de una guerra contra Rusia. (…) El artículo
propugna una guerra «preventiva» −por así decirlo− de Alemania contra Rusia
y Francia». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Bebel acerca de una guerra contra
Rusia, 1914)
Desde luego, hubiera sido esto lo que salvase la situación y no las negociaciones
o las estrategias militares de los partidos burgueses, quienes, como ya se vio en la
Comuna de París (1871) o durante la Ocupación del Ruhr (1923), siempre
preferirán sacrificar a sus compatriotas y condenar al país al yugo extranjero
antes que ver una revolución en su casa. De hecho, la mayoría de revoluciones
comunistas, vistas hasta ahora, tuvieron como telón de fondo un debilitamiento
del gobierno burgués nacional, en muchas ocasiones causado por la derrota o las
fuertes consecuencias económicas tras una riesgosa participación en política
exterior. Este temor a que el movimiento revolucionario se paralice si el gobierno
burgués de turno no sale victorioso no solo carece de sentido, sino que fortalece
el oportunismo. La única garantía para que el movimiento revolucionario
sobreviva y avance no es el amparo del gobierno burgués o su benevolencia, sino
precisamente su autonomía y fortaleza respecto a este.
Hay que apuntar que, en estos escritos, se daba por hecho una especie de «unidad
nacional alemana» −entre socialdemócratas y los partidos burgueses y pequeño
burgueses de este país− donde se pretendía, según Engels, que se implementasen
«métodos revolucionarios y que las cosas se hagan imposibles para cualquier
gobierno que se niegue a adoptar tales métodos» en contra de una hipotética
guerra contra una o varias potencias reaccionarias −Rusia y Francia−. En otra
carta, en el mismo tono, se prestaban a ello abiertamente:
Huelga decir que estas cábalas sobre «que X potencia era mucho más
reaccionaria» o «si podríamos contar con la potencia Y para frenar el
expansionismo de Z» fueron utilizadas más tarde por todas y cada una de las
secciones de la II Internacional durante el conflicto mundial de 1914. Para los
«marxistas» que hoy argumentan que fue «correcto» que los socialdemócratas
alemanes pidiesen una guerra de su gobierno contra Rusia, vale recordar que el
propio Bismarck no solo buscaría infructuosamente reconciliarse con el zar de
Rusia, sino que a la postre Alemania terminó aliándose con el Imperio austro-
húngaro y el Imperio otomano, que eran igual o más reaccionarios.
De hecho, en sus inicios Marx no guardaba una muy buena impresión sobre el
joven Kautsky. En su «Carta a Jenny Longuet» (11 de abril de 1881) calificó a
Kautsky como un «mediocre» de «mente estrecha», sumamente «engreído» para
sus 26 años, aunque «en cierto modo laborioso», el cual «se ocupa mucho de las
estadísticas, pero no lee nada muy ingenioso en ellas»; por lo que, según sus
cálculos, Kautsky pertenecía «por naturaleza a la tribu de los filisteos»,
añadiendo no sin ironía «por lo demás es un tipo decente a su manera». También
como ya dilucidamos en otros apartados, Engels criticó en 1895 a su discípulo
Kautsky por su tendencia a realizar investigaciones históricas sin sopesar la
calidad del material disponible, sin analizarlo críticamente y por establecer
paralelismos forzados y concluir lecciones antes de haber estudiado el tema en sí,
algo en lo que él reconoció y rectificó su culpa. Véase el subcapítulo: «Karl
Kautsky y Friedrich Engels sobre los orígenes del cristianismo» (2022).
También podríamos mencionar otra ocasión en donde daba a entender que una
vez existió un capitalismo industrial, premonopolista y pacífico, mientras lo que
surgió después fue un capitalismo financiero, monopolista y agresivo:
«Cuanto mejor sea la posición del pequeño agricultor o del pequeño capitalista
como consumidor, cuanto más alto sea su nivel de vida, mayores serán sus
demandas físicas o intelectuales, más pronto dejará de luchar contra la
industria en gran escala. Si está acostumbrado a una buena vida, se rebelará
contra las privaciones de una prolongada lucha, y más pronto preferirá ocupar
su lugar con el proletariado. Y no se agrupará con los miembros más sumisos
de esta clase a la que se ha unido. Pasará directamente a las filas de los
proletarios militantes y decididos y acelerará así la victoria del proletariado».
(Karl Kautsky; La lucha de clases, 1889)
Esto no tiene por qué ser así, ya que no siempre hay correlación entre mayor
«nivel de vida» y «mayor conciencia política». La historia ha demostrado
sobradamente que, en una capa social tan vacilante e inestable como la pequeña
burguesía, bien puede que ocurra −y más cuando políticamente va a la zaga de los
partidos tradicionales−, que pase a defender con uñas y dientes su nuevo y
temporal estatus económico de pujanza, aun cuando esto suponga perjudicar al
resto de capas trabajadoras. Karl Marx registró tales inclinaciones en obras
clásicas como «Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850» (1850) o «El 18
de brumario de Luis Bonaparte» (1852), demostrando que cuando la pequeña
burguesía no tiene detrás una organización proletaria con un programa claro y
suficiente autoridad, esta cae presa del pánico en momentos de crisis, por lo que
para la gran burguesía resulta sumamente fácil azuzar sus instintos más
reaccionarios y pasa a colaborar en la supresión de la «amenaza roja».
Aquí debe hacerse un inciso. Una acusación clásica, que Kautsky ya enfrentó por
parte de Bernstein en 1899, fue aludir a que el marxismo afirma que «las
condiciones de vida de las masas experimentan un deterioro absoluto constante»,
algo que claramente también era una falsedad. En lo que Marx y Engels
incidieron, es que la creación y desarrollo de ciertas mejoras en la calidad de vida
de la población, solo es posible por el esfuerzo de los propios trabajadores; y, en
segundo lugar, que tales ventajas «se acrecientan con cada nuevo invento y cada
nuevo descubrimiento», mientras que la parte correspondiente a la clase obrera
«sólo aumenta muy lentamente y en proporciones insignificantes, cuando no se
estanca o incluso disminuye, como acontece en algunas circunstancias». Véase la
obra de Friedrich Engels «Introducción a la obra de Karl Marx «Trabajo
asalariado y capital» (1849)», (1891).
En cualquier caso, uno difícilmente puede realizar una apología del capitalismo
abduciendo que, con el paso de varias décadas o siglos este otorga una mejora
general del nivel de vida. Esto, salvo catástrofe, ocurre por regla general en todos
los sistemas de producción, como explicamos en los capítulos referidos al avance
de la ciencia, lo que no significa, ni remotamente, que la implementación de esa
tecnología y recursos sean aprovechados de forma racional, ni que sean de uso y
disfrute general, ni que, en este caso, se puedan eludir las crisis periódicas del
capitalismo que destruyen parte de las fuerzas y avances creados, como Engels
explicó muy correctamente en los últimos capítulos del «Anti-Dühring» (1878).
Véase el capítulo: «El avance de la ciencia en la época capitalista» (2022).
Entonces, habría que aclarar, ¿a qué nos referimos con «aumento de la pobreza»
o «empeoramiento de las condiciones de vida»? ¿Acaso no hemos pasado de
escribir a pluma, a máquina y a ordenador? ¿Esperamos que los trabajadores
respiren el mismo aire puro en la Madrid de los Austrias del siglo XVI, que la
capital industrial del siglo XXI? ¿O quizás nos referimos a la posibilidad de tener
acceso al mismo alcantarillado, electrificación o sistema sanitario en las urbes y
pueblos? ¿Hacemos alusión a la libertad de asociación política, protección
laboral, seguros, vacaciones, paternidad? ¿A instalaciones o recintos públicos
para que los trabajadores puedan ejercer sus actividades de ocio −bares,
gimnasios, teatros y demás−?
Como el lector acaba de comprobar, son tantos los criterios que se pueden utilizar
para juzgar esa mejora o empeoramiento de «las condiciones de vida», que habría
que empezar por aclarar esto. Kautsky dividió el polémico término «pobreza» en
dos variantes, la «fisiológica» y la «social». Con la primera se refirió a las
necesidades más básicas, y con la segunda, a necesidades que, si bien son
producto del avance de la propia sociedad y no son tan urgentes, también han
sido asentadas entre las necesidades del trabajador. En todo caso, autores tan
diversos como Robertus y Lasalle coincidían en que: «La pobreza es un concepto
social, y por consecuencia, relativo»; por lo que «toda miseria y todo dolor
humano dependen únicamente de la relación entre las necesidades, las
costumbres y los medios de satisfacerlas en un momento dado».
¿Si el estado de la vida del obrero promedio no iba a mejorar, pero tampoco había
perspectivas de ningún deterioro brusco, cuál iba a ser el desarrollo de los
acontecimientos? Para Kautsky, la apuesta estaba en que se produciría una época
más o menos extensa de estancamiento. Estos pronósticos resultan bastante
confusos analizándose en perspectiva. Era natural la mejora que se había
producido en la vida del obrero alemán, los socialdemócratas estaban
consiguiendo mucha fuerza, incluso cuando eran perseguidos por Bismarck y su
ley antisocialista. Por no hablar de la fuerte presencia sindical que tenían, siendo
Alemania también uno de los países cuyos sindicatos más lograban movilizar a
los obreros. Pero llegados a 1907, ya había síntomas más que suficientes para
concluir que se avecinaba una era de retroceso de las condiciones de vida y
aumento de la pobreza. De 1906 a 1907, el coste de los productos agrícolas
aumentaría un 13,5%, los metales e implementos un 14,2%. En menor cantidad,
también hubo un aumento del coste de los productos para el hogar, la medicina,
combustible, electricidad, ropa, alimentación, etc. La media del aumento del
precio general de todas las mercancías fue de un 7%.
El propio Kautsky, tanto en el artículo citado como en su libro «El camino del
poder» (1909), mostró que el salario medio del obrero había ido aumentando
desde 1890 hasta 1907 a un ritmo suficiente como para que su poder adquisitivo
no solo estuviera a la altura de la inflación, sino que directamente fuera superior
y aumentara. No obstante, ese ascenso se detuvo, mientras que la inflación no lo
hizo. Para el año 1910, los productos agrícolas habían aumentado su precio un
27,1% desde 1907, el precio de los productos alimenticios un 10,9%, el de la
medicina un 7,4%, y hubo una media de aumento del precio general de todas las
mercancías del 2,1% con respecto a 1907. Si a esto le sumamos la constante
amenaza de guerra, un problema urgente alrededor del cual había constante
debate en la II Internacional, estaba claro que no era descabellado pensar que se
avecinaba una época de dificultades.
Lenin (1870-1924)
«¡Pero seguro que el bueno de Lenin se salva de este tipo de patinazos tan
ingenuos que cometían Kautsky y compañía!». Sentimos decepcionar de nuevo al
lector más cándido, pero, si bien Lenin fue infinitamente más aplicado que
Kautsky en multitud de campos, haciéndose realidad aquello de que «el alumno
superó al maestro», esto no quita que este también fue preso de ciertas
idealizaciones sobre el desarrollo de los acontecimientos que, vistas hoy,
producen vergüenza ajena.
En abril de 1917 el señor Lenin tuvo la feliz idea de considerar que la burguesía
rusa entregaría el poder a los soviets sin combatir (sic):
«En ningún otro país beligerante del mundo existe la libertad que existe hoy en
Rusia, ni organizaciones revolucionarias de masas como los Soviets de
diputados obreros, soldados, campesinos, etc.; que, por lo tanto, en ninguna
parte del mundo puede ser logrado tan fácil y tan pacíficamente el paso de todo
el poder del Estado a manos de la verdadera mayoría de pueblo, es decir, de los
obreros y los campesinos pobres». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Conferencia
de la ciudad de Petrogrado del PSOD(b)R, 1917)
«El poder a los Soviets: eso es lo único que podría hacer gradual, pacífico y
tranquilo el desarrollo ulterior, acorde por completo al nivel de la conciencia y
la decisión de la mayoría de las masas populares». (Vladimir Ilich Uliánov,
Lenin; Un problema fundamental para la revolución, 1917)
Y bien, ¿acaso con el «poder a los soviets» los liberales, nacionalistas y zaristas,
se rendirían sin más? ¿Las potencias mundiales no reclamarían sus inversiones y
deudas? ¿No mandarían tropas? De nuevo, cuando todo esto sucedió poco
después, es decir, cuando los bolcheviques fueron arrebatando la influencia al
resto de formaciones tradicionales, cuando el poder pasó efectivamente a los
soviets, se vio que esta idea del «tránsito pacífico» era solo una ilusión, un
atavismo de la socialdemocracia, en el sentido más peyorativo de la palabra. Y
esto sin comentar que, en lo sucesivo, el Comité Central del Partido Bolchevique
no dijo nada de este «fallo de estimación» de su jefe en las décadas posteriores,
sino que, muy por el contrario, podemos leer anotaciones a sus obras como la que
sigue, en la que en 1985 los seguidores de Gorbachov consideraron esta fe y
flexibilidad en el «tránsito pacífico» como una gran lección del «camarada
Lenin»:
Desafortunadamente, ¡cuán lejos estaba eso de ser cierto! En junio de 1919 el líder
ruso tenía la temeridad de proclamar que la ansiada «revolución mundial» estaba
a la vista:
Huelga comentar que estas cosas nunca sucedieron ni por asomo. ¿Pero de dónde
nacían tales disposiciones tan poco realistas? Del legado de la tradición marxista
que ponía en tela de juicio que un «país atrasado» como Rusia pudiera transitar
al socialismo sin apoyarse en una «revolución internacional» −véanse las cartas
de Marx y Engels sobre Rusia−. Esto, de seguirse a pies juntillas, obligaba a los
marxistas rusos a buscar una pata de apoyo y a esperar a que se produjese, sí o sí,
una revolución en los «países avanzados». Si bien Lenin, en 1916, se había
separado parcialmente de esa idea de que alguna vez habría una única
«revolución internacional»:
«Es una lección, porque constituye una verdad absoluta el hecho de que sin la
revolución alemana estamos perdidos». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Informe
político del Comité Central, 1918)
Durante sus últimos años de vida, cuando se había dado cuenta de que la
«revolución internacional» no estaba ni se la esperaba y que tampoco «su
régimen soviético» se había caído por ese reflujo, se vio obligado a corregir tal
fatalismo. En su obra «Más vale menos pero mejor» (1923), responde a la
incógnita de si la nueva URSS podría eludir una futura intervención militar
externa. A ello contestaba que, precisamente, el interés estaba en buscar la táctica
adecuada para que los imperialistas no aplastasen el proceso revolucionario. Para
tal fin contaba tanto con las fuerzas internas de los pueblos soviéticos, como
también con la fuerza externa internacional de los movimientos que debilitaban
al imperialismo entre los que se encontraban, por supuesto, los movimientos
anticoloniales, cada vez más influenciados por el comunismo. Además, en 1923,
Lenin declaraba que, aunque se tardase más tiempo y esfuerzo, construir el
socialismo aisladamente sí era posible en un país como la reciente URSS, carente
aún de una modernización equiparable a la de los países occidentales:
«En efecto, todos los grandes medios de producción en poder del Estado, y este
poder en manos del proletariado, la alianza de éste con millones y millones de
pequeños y muy pequeños campesinos, la garantía de que la dirección de estos
últimos la ejerce el proletariado, etc…, ¿no representa acaso todo lo necesario
para edificar la sociedad socialista completa…?». (Vladimir Ilich Uliánov,
Lenin; Sobre el cooperativismo, 1923)
¿Y qué se puede concluir de este repaso que a más de uno le habrá sentado como
una patada en el estómago? Lo primero, que este tipo de documentación o bien
es desconocida o suele ser eludida en los «análisis antipositivistas» de los
«reconstitucionalistas» sobre el marxismo-leninismo. Entonces, ¿¡por qué nos
atormentan con análisis vacíos sobre el «Balance del Ciclo de Octubre» y no son
capaces de traer algo tan básico como esto!? Algunos también se preguntarán
asombrados: «¡Qué marxista-leninistas tan extraños estos de Bitácora! ¡Ponen a
caer de un burro a sus figuras dejándolas en evidencia! ¿No es esto tirarse piedras
a su propio tejado?». Pues no. Entendemos que esto puede resultar chocante,
pero la verdad es la que es. ¡Flaco favor nos haríamos salvando del análisis y
bronca a nuestros referentes dado que estaríamos siguiendo un camino errado a
sabiendas!
«Podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que, sospechoso es aquel que no
sabe ver accidentes, equivocaciones y malas decisiones en la historia de sus
referentes, pues estamos ante un ignorante o un exaltado. Es deber de los
revolucionarios de cada país, como mínimo, hacer una evaluación crítica de sus
experiencias más próximas para no repetir los mismos tropiezos. ¿Debemos
repetir los discursos del «hegelianismo de izquierda» de Marx y Engels sobre
los pueblos sin historia y demás epítetos que ellos mismos acabaron
corrigiendo? ¿No fue Lenin quien se autocriticó por promulgar el boicot al
parlamentarismo cuando no se daban las condiciones? ¿No fue él quien teorizó
un tránsito pacífico al socialismo en 1917 cuando reconocería poco después que
en aquel momento era imposible? ¿No fueron Lenin y Stalin quienes
reconocieron haberse equivocado sobre la utilidad de la federación
administrativa para resolver la cuestión nacional y acercar a los pueblos? ¿No
reconoció Dimitrov haberse dado cuenta tarde de la transcendencia y
superioridad de los «bolcheviques» rusos en comparación con los «socialistas
intransigentes» búlgaros? ¿No fue el propio Hoxha quien reconoció no haber
estado lo suficientemente rápido en detectar el carácter nocivo del titoísmo, de
hacerle concesiones posteriores, pese a ser conocido como uno de sus más firmes
opositores? (…) Como se ve, todas las figuras magnas del marxismo-leninismo
cometieron patinazos de mucho calado, en muchas ocasiones ellos mismos
fueron capaces de detectar sus deficiencias y actuar en consecuencia, en otros
casos, es tarea de sus sucesores tratar de prestar atención a sus limitaciones sin
que ello signifique hacer de menos su gran obra». (Equipo de Bitácora (M-L):
Fundamentos y propósitos, 2022)
¿Se puede concluir entonces que el marxismo es, en esencia, una variante
positivista? No. ¿Ha habido conatos de positivismo en el marxismo? ¡Sí! Como de
otras corrientes anteriores o coetáneas. ¿Son su esencia? ¡No! Cualquiera que
repase las obras clásicas podrá encontrar material que pone de sobre aviso acerca
de los propios «excesos» de «positivismo» en este sentido.
Como anexo final, nos gustaría detenernos en un asunto muy instructivo para los
marxistas contemporáneos. Hoy día, la famosa polémica mantenida en la II
Internacional contra Eduard Bernstein y el revisionismo −que tuvo su pico
principal entre 1896-1899− resulta para la gran mayoría del público desconocida,
o mejor dicho, es mucho más conocida por lo que han oído sobre ella que por
haber estudiado los propios escritos del susodicho o las duras réplicas que recibió.
En cualquier caso, normalmente se pasa por alto la razón por la que, en primer
lugar, se originó y la razón por la que, en segundo lugar, se prolongó. Karl Kautsky
fue plenamente culpable de ambas al considerar que había que dar a Bernstein
libertad de dar rienda suelta a sus «dudas» e «inquietudes». ¿La razón? Según
declararía ingenuamente Kautsky: «Bernstein nos proporciona reflexiones sobre
las que pensar y nos fortalece teóricamente». Analicemos en su contexto la
situación y valoremos.
En este sentido, también habría que anotar, como muy correctamente hizo Bo
Gustafsson, que una de las mayores influencias de Bernstein, especialmente a
nivel de interpretación histórico-filosófica, provinieron tanto de Benedetto Croce
como de George Sorel. En verdad, autores que, como reflejó Antonio Labriola en
su «Carta a Benedetto Croce» (8 de enero de 1900), pese a sus iniciales intereses
y simpatías hacia el materialismo histórico, realmente nunca llegaron a conocer
y dominar esta doctrina, por lo tanto, sería hasta algo injusto calificarlos como
«padres del revisionismo», ya que, a diferencia de Bernstein, nunca fueron ni
pretendieron ser estrictamente «marxistas». Más bien lo que ocurrió es que
ambas figuras, siendo por naturaleza espíritus inquietos, se adentraron y
aceptaron comulgar por un tiempo −y solo en algunos puntos− con la corriente
entonces de moda −el marxismo−; a partir de ahí, y sin haberse comprometido
tampoco con nada, siguieron explorando otros horizontes. Véase el capítulo:
«¿Revitalizó Sorel el marxismo como proclamó Mariátegui?» (2021).
En este tipo de situaciones, lo más factible para Kautsky hubiera sido actuar
poniendo en alerta y movilizando a los principales redactores y cuadros del
partido, ¿de qué forma? En primer lugar, valiéndose del hecho irrefutable de que
su contenido no solo no tenía respaldo empírico, sino que además iba
completamente en contra de todos y cada uno de los fundamentos aprobados por
los miembros del partido. En segundo lugar, manifestándose abierta y
públicamente contra su antiguo amigo y camarada, poniendo al corriente a sus
compañeros de las actitudes y escritos de Bernstein en los últimos años. En tercer
lugar, contraatacando en las reuniones de partido y prensa exponiendo tal
maniobra que intentaba cambiar el carácter y fisionomía del partido, mostrando
la peligrosidad de tal camino. En cuarto lugar, pidiendo su expulsión inmediata
de no mostrar un abandono de sus especulaciones, manipulaciones y pesimismos
varios, demostrando una comprensión y arrepentimiento reales. En último lugar,
intentando zanjar el asunto lo más rápido posible a condición de certificar que
todo el mundo fuese consciente de la situación, dedicándose, una vez solucionado
el problema, a cuestiones más acuciantes y productivas. Pero el señor Kautsky no
hizo nada de esto, simple y llanamente, prefirió «dejarlo estar». Y si esto era lo
que podía esperarse del que podría considerarse, con el permiso de Bebel, la
figura clave de la organización, imagínese el lector lo que podrían llegar a pensar
el resto de cuadros menos formados o recién llegados.
«Plejánov intentó sin éxito publicar en «Neue Zeit» un artículo «Cant contra
Kant o el legado espiritual del señor Bernstein» (1901), el cual era una defensa
de la dialéctica materialista. En una nota al artículo de Plejánov «Materialismo
o kantismo» (1898), los editores del «Neue Zeit» escribieron lo siguiente:
«Hemos decidido interrumpir el debate sobre este tema en vista de la falta de
espacio ocasionado por la abundancia del material recibido». Así Kautsky
interrumpió la publicación de los artículos de Plejánov contra el revisionismo».
(B. A. Chagin; La defensa y justificación de Plejánov del materialismo dialectico
y histórico en la lucha contra el revisionismo, 1976)
«Bernstein no nos habrá disuadido, pero nos ha dado algo en lo que pensar;
deberíamos estarle agradecidos por eso». (Karl Kautsky; Discurso en el
Congreso de Stuttgart, 1898)
Ahora, esto tampoco borra que, especialmente para todos aquellos familiarizados
con las polémicas de Marx y Engels, resultase cuanto menos insultante que
Kautsky se atreviese a afirmar que Bernstein había puesto algo nuevo sobre la
mesa, sobre todo en relación a justificar la enorme inversión de tiempo y energías.
Plejánov, por ejemplo, demostró que las teorías económicas de Bernstein tenían
precedentes muy evidentes que eran fácilmente rastreables:
«Solo quería señalarles aquí que Bernstein solo repite lo que dijo Schulze-
Gevernitz unos años antes que él. Pero incluso Schulze-Gevernitz no dijo
absolutamente nada nuevo. Incluso antes que él, varios estadísticos ingleses
estaban difundiendo sobre el mismo tema, como, por ejemplo, el ya mencionado
Goshen, así como varios economistas franceses, como, por ejemplo, Paul Leroy-
Beaulieu. (…) Por lo tanto, Bernstein mastica solo economistas burgueses. ¿Por
qué deberíamos estarle agradecidos a él y no a estos economistas? ¿Por qué
debemos afirmar que no fueron ellos, sino él, Bernstein, quien nos impulsó a
pensar?». (Gueorgui Plejánov; ¿Qué debemos agradecerle a Bernstein?, 1898)
«¿Qué han aportado de nuevo a esta teoría sus altisonantes «renovadores» que
han levantado en nuestros días tanto ruido, agrupándose en torno al socialista
alemán Bernstein? Absolutamente nada; no han impulsado ni un solo paso
adelante la ciencia que nos legaron Marx y Engels, no han enseñado ningún
nuevo método». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Nuestro programa, 1899)
Algunos grupos del extranjero detectaron esta «flexibilidad» con que Kautsky
había llevado el caso de Bernstein y el revisionismo:
¿Cuáles fueron los resultados de permitir esta «coexistencia de dos líneas» entre
el «ala revolucionaria» y el «ala reformista» en el seno de la socialdemocracia
alemana y la II Internacional? Por ejemplo, que el gran esfuerzo conjunto
realizado por refutar a Bernstein en 1898, tuviera que volver a repetirse punto
por punto en 1899, casi como si no hubiera servido para nada. Pese a que
Bernstein juraba hipócritamente ser aún un marxista y estar siendo
malinterpretado por sus compañeros, como intentó convencer a Bebel, en su
opúsculo «Las premisas del socialismo y las tareas de la socialdemocracia»
(1899), volvió a declarar, punto por punto, todos los argumentos que ya había
expuesto previamente. Por lo que los representantes de la II Internacional se
vieron forzados, de nuevo, a dedicar su congreso de Hannover de ese año a
«condenar al revisionismo». Consiguiendo, esta vez sí, que los representantes
obreros al fin le dieran la espalda a Bernstein. Pero dicha medida llegó demasiado
tarde, el revisionismo se había propagado ya internacionalmente.
Años más tarde, Kautsky reflexionaría lo siguiente sobre dicho periodo. En 1911,
el orgulloso marxista austriaco tuvo que admitir, llegado el momento, que su
tiempo y esfuerzo habría sido de mayor provecho si hubiera estado destinado a
algo más importante:
Ciertamente, existen mil cartas de Marx y Engels en donde el dúo comentó que
los revolucionarios pueden y deben publicar cosas en periódicos no afines, es
decir, medios que son propiedad de personas que están a años luz de ser
revolucionarias, pero siempre que pudieron subrayaron que lo idóneo es buscar
la forma de tener un medio propio para no verse salpicados por los tejemanejes y
exigencias estúpidas de este tipo de personajes. Véase la obra de Karl Marx:
«Carta a Friedrich Engels» (18 de mayo de 1859). Pero este ni siquiera es el
problema fundamental aquí, y para ello debemos avanzar un poco más en el
tiempo y adentrarnos en el periodo en que el marxismo empieza a calar de verdad
en el movimiento obrero alemán. ¿Qué ocurrió en los años 70 del siglo XIX,
cuando los marxistas se diferenciaron claramente de grupos como los
proudhonianos o bakuninistas, entre otros? De nuevo, el registro epistolar
certifica que Marx y Engels se quejaron en más de una ocasión de la falta de
unidad y dirección del movimiento revolucionario de la época, pero hay que
afirmar que parte de la responsabilidad por tales desajustes también recae sobre
ellos. Ejemplos los hay por doquier.
En más de una ocasión, Engels tuvo que intervenir in extremis para llamar la
atención a los jefes por este tipo de salidas de tono. Así lo hizo a través de varias
cartas hacia los principales líderes del partido −como ocurrió durante el caso de
la «Dampfersubvention» (1884)− y escritos −«El problema campesino en
Francia y Alemania» (1894)− a fin de ayudar a frenar el revisionismo de Vollmar
y compañía, de los cuales, como advertía en la intimidad, no podían ser
considerados de otra forma que como unos «traidores». Véase la obra de Engels:
«Carta a Wilhelm Liebknecht» (24 de noviembre de 1894).
Por último, tampoco hay que llevarse a engaño, hemos de reconocer que en
ocasiones la propia socialdemocracia alemana había proporcionado munición a
sus adversarios −como Bernstein, Struve y compañía− para calificar sus actitudes
y teorías como poco serias o incoherentes:
Sin embargo, Plejánov, mucho más versado en filosofía, no compartía tal osadía
y además justificaba su enojo por la importancia del tema a tratar: «Los escritos
de estos filósofos [Bernstein y Schmidt] me repugnan profundamente, y mi
respuesta no será muy amable. Para mí cuando se trata de cosas muy
importantes, no puedo mantener una compostura académica». En consecuencia,
Plejánov se prodigó por impartir una serie de conferencias en Suiza atacando al
neokantismo, recopiladas en su «Sobre la crisis imaginaria del marxismo»
(1898). Además, envió a Kautsky una copia de «Bernstein y el materialismo»
(1898), para que reflexionase sobre su postura respecto a la filosofía. Véase la
obra de I. Kurbatova y M. Iovchuk: «Plejánov» (1977).
c) En tercer lugar, hubo algunos presuntos marxistas, como Henry Hyndman, que
si bien no estaban de acuerdo con Bernstein y sus «disparates» −como su apoyo
al sistema británico en la India−, advirtieron que no participarían en el tema, a lo
que Plejánov anotó irónicamente en 1898: «Pobre inglés está muy ocupado… solo
otros, desde su punto de vista, son libres y pueden dedicar tiempo a luchar contra
los críticos del marxismo». Esto, al fin y al cabo, suponía mantener una
neutralidad pública. Véase la obra de I. Kurbatova y M. Iovchuk: «Plejánov»
(1977).
Por otro lado, estuvieron aquellos, como Kautsky, los cuales, ante los primeros
indicios de deserción de Bernstein, trataron de mantener la polémica dentro de
un ambiente cortés. El propio Wilhelm Liebknecht confesó en una carta a
Plejánov de 1898 que el tema Bernstein se había alargado por la mala praxis y
sensiblería de Kautsky: «Si no fuera por la bondad de Kautsky, que no quería
separarse de su antiguo camarada, entonces la cuestión de Bernstein no
existiría». Esto no es ninguna exageración. Kautsky confesó en su carta a Plejánov
de diciembre de 1898 que él mismo no respondió a Bernstein porque
supuestamente estaba muy «ocupado», que para él era «más agradable que otros
se preocupen por ello», pero sobre todo el motivo fundamental parece ser que su
indecisión era de tipo personal, ya que tras compartir vivencias con Bernstein
durante 18 años reconoció que «no es tan fácil volver las armas contra un viejo
compañero de armas».
d) En cuarto lugar, no todos eran igual de conscientes del peligro que suponía el
fenómeno del «bernsteinismo». Wilhelm Liebknecht en su carta a Plejánov de
1898, pese a animarle a «golpear fuerte a Bernstein», pecaría de este exceso de
confianza considerando que su amigo ruso exageraba el peligro de Bernstein:
«¡Estimado amigo! Veo que usted está interesado en nuestra lucha interna que;
sin embargo, no es tan grave como se podría suponer desde el exterior», ya que
«le atribuyes a Bernstein una trascendencia e influencia que nunca tuvo».
Franz Mehring también cayó en esta grave subestimación del «bernsteinismo»
llegando a declarar: «En mi opinión el revisionismo no fue engendrado por las
condiciones sociales e históricas del desarrollo del movimiento obrero», por lo
que, a lo sumo, consideraba despreocupadamente que el revisionismo no pasaba
de ser un «estado de ánimo» pasajero. Véase la obra de B. A. Chagin «La defensa
y fundamentación de Plejánov del materialismo dialéctico e histórico en la lucha
contra el revisionismo» (1976).
«En el último cuarto del siglo XX, en definitiva, el abandono de las posiciones
marxistas y la influencia polivalente del análisis del lenguaje son los dos
movimientos cuya influencia sobre el futuro de la historiografía podemos ver de
forma menos confusa». (Julio Aróstegui; La investigación histórica: Teoría y
método, 1995)
«La gran crisis cultural coetánea vivida por los países occidentales y
centroeuropeos en los decenios de los 60 y 70 −una de cuyas manifestaciones
serían las revueltas estudiantiles del 68− favorecía un clima de escepticismo
general contra las macroteorías sociológicas omnicomprensivas y un
relativismo que encontraba en la antropología un aliado». (Fernando Sánchez
Marcos; Tendencias historiográficas actuales, 2009)
Por otro lado, en el ambiente político, tenemos a Alberto Garzón, jefe de Izquierda
Unida (IU), quien como vimos en anteriores capítulos, aunque se presente a ratos
como un pensador «antiposmoderno», más bien lo abraza con extrema
efusividad cada vez que puede. Esta vez, siguiendo la estela del señor Aróstegui,
advertía:
«No podemos olvidar que Marx y Engels fueron hijos de su tiempo. Una de las
implicaciones que eso tiene es que aun siendo críticos, ambos fueron
representantes de la modernidad y portadores de una visión historicista del
progreso». (Alberto Garzón; ¿Es el marxismo un método científico?, 2018)
Sin palabras. Debemos «incorporar lo que tiene ciertamente de positivo», ¿el qué
exactamente? ¿Qué ha dicho el posmodernismo sobre la ilustración o el
positivismo que no hayan dicho ya Marx y Engels? Ni idea. Una vez más, habrían
tenido que llegar los «posmodernos» y los «reconstitucionalistas» para
revelarnos lo que el materialismo histórico ya expuso hace siglos, es decir, que:
«el progreso no es lineal» o que «las investigaciones y conclusiones de los
científicos sufren la presión, censura o soborno del poder político-económico».
Volvemos a insistir, ¿podemos usar los «descubrimientos» de la
«posmodernidad» para negar el «fetiche ilustrado del progreso automático e
impersonal», del cual de una manera u otra se hicieron eco varias doctrinas del
siglo XX? No, esto sería como decir que se necesita a Nietzsche para ser ateo o
recuperar la figura de Mussolini para combatir a la socialdemocracia. Nada de
eso. Basta con buscar bien en la literatura de nuestra doctrina para obtener un
cuadro mucho más fidedigno sobre las carencias que deseamos criticar, el
problema es que muchos «marxistas» no han comenzado aún a leer lo más básico
de los autores de referencia, por eso se dejan seducir por cualquier teoría absurda
en boga:
«El mismo periodo ha visto cambios en el terreno de la teoría que creo mucho
más importantes y que se puede resumir en un debilitamiento del edificio
positivista en las ciencias humanas por influencia del movimiento cultural
posmoderno». (Víctor M. Fernández Martínez; Introducción al libro: «Teoría y
método de la arqueología» (1989), 2000)
En tercer lugar, Jenkins, como tantos otros, creyó haber destapado lo que muchos
llamarían «las trampas de la modernidad y sus relatos» porque considera que nos
hemos dejado engañar durante mucho tiempo por las meras apariencias. «¿Cómo
podemos saber qué método conduce al pasado más verdadero?», se preguntó. Él
mismo se contestó: «Es obvio que cada uno de esos métodos es riguroso», porque
«posee coherencia y consistencia internas», pero es «autorreferencial». Este es
un ejemplo muy sencillo de cómo un pensador puede confundir un sistema
doctrinal riguroso a la hora de clasificar o aclarar conceptos con que, estos
mismos, tengan sentido y estén próximos a la realidad a la que pretenden hacer
mención. Destacamos el ejemplo puesto que, pese al rigor investigativo u
ordenativo, se pasa por alto algunas cuestiones que malogran el resultado final, o
que ambas cualidades de un estudio no oculten las limitaciones para alcanzar el
fondo del asunto. Y, de hecho, nunca nadie en su sano juicio se atrevió a pensar
nunca lo contrario, como él insinuó aquí. La ciencia no se enfoca ni depende de
su ordenación interna ni de crear una jerga técnica, sino que viene, más bien, en
consecuencia, de su verosimilitud; las ordenaciones jerárquicas y sus conceptos
se crean a partir de esta y no al revés.
¿En dónde se notan las costuras del posmodernismo en tal tipo de declaraciones?
¿En qué parte reproduce el señor Jenkins lo que él mismo tanto ha criticado?
Primero que todo, Keith Jenkins insiste en que la historia no deja de ser una
«construcción intertextual», es decir, hecha a base de los textos como referencias.
Bien, esta interpretación está muy superada por su extremo reduccionismo. En
todo caso, él mismo era conocedor de que para estudiar los archivos del siglo
XVIII, las técnicas de verificación −de la paleografía− han avanzado
notablemente desde entonces. Una tradición que, no podemos olvidar, nace de
forma obligada en la dichosa «modernidad» a causa de las diferentes necesidades
que tienen los protagonistas que ejercen esta destreza. Ahí quedó para la
posteridad, por ejemplo, la meritoria actuación erudita de los humanistas,
quienes deseaban ardientemente rescatar y conocer qué textos de los eruditos
greco-latinos eran originales y cuales falsificaciones o adiciones posteriores −una
labor, todo sea dicho, que luego continuaron los positivistas, los historicistas,
entre otros−. Huelga detenernos ahora en explicar al lector el impulso que supuso
esto en cuanto a crear una tradición crítica, ya que se lo puede imaginar. De
hecho, aquí no es decisivo indagar sobre si esta labor fue motivada y financiada
por el poder vigente o si todo se reducía a una competición de los príncipes
italianos por ver quien amasaba más textos de Platón y Aristóteles. Lo que a fin
de cuentas importa −en el aspecto específico que nos estamos centrando− fue lo
que nos aportó tal labor de estudio, crítica y divulgación, los precedentes que nos
legó tal experiencia para el desarrollo del saber científico de la historia.
Claro que seguirá existiendo el factor de que el «poder» pueda falsificar o dar por
válido algo −aun cuando no lo sea− para obtener «X» legitimación. Esto implica
que, para tener una libre investigación, hemos de tener un «poder» acorde a las
demandas de esta misma. Y bien, ¿a dónde queremos llegar? ¿Damos la razón,
finalmente, a Jenkins con su pesimismo epistemológico? No. Esa posibilidad −y
a veces tentación− de omitir información valiosa, alterar las pruebas y demás −a
veces fruto del error humano, otras con total intencionalidad−, nunca se podrá
desactivar del todo en el futuro, ni siquiera desarrollando técnicas cada vez más
precisas o procurando una gran educación cívica y «sentido del deber» a los
«peritos» de la historia. Pero ¿qué es lo irrefutable aquí? Que el factor humano, a
nivel colectivo, ha sido el que ha permitido −aun con todos sus desatinos−
rescatar algo de valor para hacernos avanzar en eso que llamamos «conocimiento
científico». Dicho de otro modo, en efecto, ha habido y seguirá habiendo infinidad
de sujetos que más allá de sus limitaciones −e incluso errores manifiestos− han
dejado en herencia trabajos muy productivos −pudiendo comprobar la
causalidad, intencionalidad y motivaciones de sus protagonistas−. Así, se ha
demostrado que se puede separar el mito de la realidad, el interés personal del
interés colectivo; acotando cada vez más los «discursos unilaterales» a una
realidad palpable, verificable, multicausal. Lo cual no quita que tales paradigmas
puedan ser mejorados, matizados, o exterminados, llegado el caso. Y quien desee
negar o matizar estos trabajos puede realizar una contrarréplica mostrando si el
autor ha subestimado «X», sobrestimado «Y», si «Z» fuentes no son muy
adecuadas o lo que sea. En otras palabras, no bastará con reducirlo al comodín de
que «tal producción historiográfica es pura ideología»; frase que, al parecer, se
ha convertido en el mantra preferido a repetir por los mediocres que, en realidad,
no tienen nada de enjundia con que argumentar y rebatir.
Si, aun con todo lo visto atrás, todavía queda algún «reconstitucionalista» cuerdo
que considere que debemos dar las gracias a los posmodernos por haber
recuperado algunos «debates» o «enfoques» en el campo del conocimiento, no
podemos hacer más por su salud mental. Por usar un paralelismo histórico, tal
sujeto está en la misma posición que un dubitativo Kautsky de finales del siglo
XIX, el cual dudaba si era necesario iniciar la polémica con las tesis revisionistas
de su amigo Bernstein −una posición conciliadora que el lector interesado puede
comprobar revisando sus cartas privadas de la época−. Finalmente, tras iniciar
una larga y costosa polémica para el partido alemán, Kautsky incluso acabó por
agradecer públicamente a Bernstein «haber dado qué pensar» al colectivo. Sobre
esto, un anonadado Plejánov respondió desde Rusia muy correctamente en su
«¿Qué debemos agradecerle?» (1899), lo siguiente: «Para dar que pensar, se
deben aducir hechos nuevos o se deben presentar hechos familiares bajo una
nueva luz. Bernstein no ha hecho ninguna de las dos cosas, razón por la cual no
ha podido lograr que nadie se involucre en el pensamiento apropiado». E
interpeló a Kautsky por haberse dejado deslumbrar por teorías tan viejas y tantas
veces desestimadas: «Si considera seriamente esta línea de argumentación, verás
que no contiene nada, absolutamente nada, que no haya sido dicho ya en
innumerables ocasiones por nuestros enemigos en el campo burgués». En el caso
de la LR y su posición frente al posmodernismo ocurre igual. En apariencia se
opone a este notablemente, pero en realidad está infectada hasta el tuétano de
sus mismas disposiciones, solo que mantiene un lenguaje y tradición más
radicales.
En esta extensa sección indagaremos sobre un tema que ha sido objeto de debate
en la filosofía, economía política, historia y otros múltiples campos: a) ¿qué
entiende el materialismo histórico cuando se habla de «ley»?; b) ¿quién ha dicho
que las leyes naturales y sociales son eternas?; c) ¿qué hay de las leyes socio-
naturales en la nueva sociedad comunista?; d) ¿cómo el idealismo niega la
existencia objetiva de la ley y la condiciona a la actividad del sujeto?; e) el debate
soviético sobre «destruir y crear nuevas leyes»; f) la experiencia china como
ejemplo histórico del voluntarismo y sus resultados; g) ¿cuál es la forma más
rápida de identificar a un charlatán o un místico?
Empecemos con un comentario del padre del socialismo científico, Karl Marx,
respondiendo a Proudhon y los utópicos sobre la cuestión social y el papel de la
ciencia, dejando claro que los hombres no pueden hacer lo que gusten en
cualquier situación, ya que heredan unas condiciones materiales muy
determinadas; en tanto, solo pueden actuar acorde a esta herencia y a la habilidad
de lidiar con ella:
A su vez, el pensador ruso se encargó de advertir que, este proceso que es el acceso
al conocimiento científico, siempre es condicionado para el hombre:
Por si alguno se lo pregunta, en efecto, las leyes y las diferentes categorías de las
ciencias sociales no son iguales que las que operan en las ciencias naturales,
¡faltaría más!:
«Las leyes generales del movimiento, tanto el del mundo exterior como el del
pensamiento humano: [son] dos series de leyes idénticas en cuanto a la esencia,
pero distintas en cuanto a la expresión, en el sentido de que el cerebro humano
puede aplicarlas conscientemente, mientras que en la naturaleza, y hasta hoy
también, en gran parte, en la historia humana, estas leyes se abren paso de un
modo inconsciente, bajo la forma de una necesidad exterior, en medio de una
serie infinita de aparentes casualidades». (Friedrich Engels; Ludwig Feuerbach
y el fin de la filosofía clásica alemana, 1886)
Sin embargo, esto, en palabras de Engels, «no altera para nada el hecho de que el
curso de la historia se rige por leyes generales de carácter interno». Es decir, las
sociedades humanas en su perpetua evolución también se rigen por leyes propias.
Aun así, el «sujeto» tampoco puede decidir crearlas artificiosamente. Sobre este
tema no merece la pena detenernos, ya que Engels se extendió en dicha obra y
otras, por lo que el lector puede comprobar las diferencias más evidentes entre la
historia natural y la historia social. Pero vale la pena rescatar una emisiva escrita
en sus últimos años de vida, donde evidenció que una de las dificultades de la
historia social era que el sujeto participa en ella −con todos los problemas que
ello conlleva−, o dicho de otro modo, tiene la capacidad de autoevaluarse a cada
paso:
¿De verdad Marx y Engels impregnaron a las leyes naturales o sociales de un halo
de «eternidad» o «irreversibilidad», como aseguró el señor Mansilla?
Comencemos con las primeras, las leyes naturales, ¿qué dijo Engels en las obras
donde invirtió varios de sus últimos años en su estudio sistemático sobre la
naturaleza? Veamos:
«Las leyes naturales eternas van convirtiéndose cada vez más en leyes
históricas. El que el agua se mantiene fluida de los 0º a los 100º constituye una
ley natural eterna, pero para que pueda cobrar vigencia tienen que concurrir
los siguientes factores: 1) el agua; 2) la temperatura dada; y 3) presión normal.
En la luna no existe agua, en el sol existen solamente sus elementos: para estos
cuerpos celestes no rige, pues, la ley. Las leyes meteorológicas son también leyes
eternas, pero solamente para La Tierra para un planeta de la magnitud, la
densidad, la inclinación del eje y la temperatura de la tierra, y siempre y cuando
que tenga una atmósfera hecha de la misma mezcla de oxígeno y nitrógeno y de
las mismas cantidades de vapor de agua sujeto a evaporación y precipitación.
La luna no tiene atmósfera y la atmósfera del sol está formada por vapores
metálicos ardientes; por tanto, la primera carece de meteorología y el segundo
tiene una meteorología completamente distinta de la nuestra. Toda nuestra
física, nuestra química y nuestra biología oficiales son exclusivamente
geocéntricas, sólo están calculadas para La Tierra». (Friedrich Engels;
Dialéctica de la naturaleza, 1883)
Años más tarde, Engels, reflexionando sobre lo que denominaba las «ciencias que
investigan las leyes del pensamiento humano», comentó que uno no podía
sorprenderse porque los seres humanos hallasen fallos o limitaciones en sus
investigaciones sobre sus sociedades, dado que igual ocurría en el avance y
progreso del conocimiento de las ciencias naturales. Por tal razón, si a esto le
sumamos la dificultad de las ciencias sociales −que opera con seres conscientes−,
no debe de ser motivo para decretar que es imposible su conocimiento, o que este
es muy inexacto −y por ende despreciable−:
«En este terreno las verdades definitivas de última instancia son más raras de
lo que algunos piensan. Por lo demás, no tenemos en absoluto que asustarnos
porque el nivel del conocimiento en el que hoy nos encontramos sea tan poco
definitivo como todos los anteriores. Es ya un estadio que abarca un gigantesco
material de comprensión y experiencia y exige una gran especialización de los
estudios de todo aquel que quiera familiarizarse con alguna rama. Mas quien se
empeñe en aplicar el criterio de la verdad auténtica, inmutable y definitiva de
última instancia a conocimientos que, por la misma naturaleza de la cosa, o bien
van a ser relativos para largas series de generaciones, sin poder completarse
sino parcial y progresivamente, o bien, como la cosmogonía, la geología, la
historia humana, serán siempre incompletos y con lagunas por las deficiencias
del material histórico, no prueba con ello más que su propia ignorancia y
desorientación». (Friedrich Engels; Anti-Dühring, 1878)
El ser humano, incluso hoy con todo el avance científico que ha logrado, no está
en posesión de liquidar a placer las leyes objetivas, sociales o naturales, que rigen
su alrededor −ambas temporales y condicionadas a factores externos, muchas
veces ajenos a su voluntad−. Pensar lo contrario es darse un protagonismo que
realmente no poseemos: nosotros nos valemos de ellas −las leyes− conociéndolas
para transformar el mundo que nos rodea, cosa que es muy distinta. Por ejemplo,
no depende del individuo la acción de las leyes naturales atmosféricas o de la
conservación de la energía: se ejercen sobre él y en la medida que somos «libres»
conociéndolas podemos tener la capacidad de decidir −en cooperación con
nuestros homólogos− qué hacer con ellas, reduciendo o ampliando más o menos
su incidencia −y aun así puede que existan factores ajenos a nuestra voluntad o
capacidad que sigan condicionando hasta qué punto podemos hacer esto−.
Lo mismo ocurre con las leyes sociales, unas generales y, otras, específicas. Como
ejemplo de la primera, tenemos aquella ley que enuncia que las condiciones
materiales determinan la conciencia y no al revés −si bien la conciencia, con
relativa autonomía, puede tener incidencia en esa base material−. Mientras que,
como ejemplo de lo segundo, tomemos la ley de la lucha de clases en las
sociedades divididas en clases sociales, valga la redundancia. ¿Ambas leyes son
inalterables? No, la ley de la determinación de la conciencia por la materia opera
en tanto existan sociedades; y la ley de la lucha de clases lo hace bajo el supuesto
de unas formas determinadas de sociedades, las divididas en clases sociales.
Veámoslo con un ejemplo. Tras el Big Bang, la creación del universo, las primeras
especies sobre el planeta y, finalmente, con los primeros homínidos… la lucha de
clases existía solo en potencia −como posibilidad latente−, pero no en acto −dado
que no había aún una fuerte estratificación social−. Hoy, la incidencia de la lucha
de clases, la división entre trabajo físico e intelectual o la diferenciación entre el
campo y la ciudad son fenómenos sociales que no pueden ser reducidos −no en el
sentido de amortiguar, sino de eliminar las bases que ven nacer estos fenómenos−
bajo el orden actual. Cuando se controlen los «medios de producción», cuando
los trabajadores mismos «dirijan la producción conscientemente» bajo un fuerte
desarrollo de las fuerzas productivas, podrá atisbarse aquello que Marx
denominó «un manantial de riquezas» y, solo entonces, el «hombre no se limitará
a proponer, sino que también dispondrá», como dijo Engels. La cuestión clave es
que tal desarrollo no se dará jamás si no se crea una dirección consciente, algo
que, como hemos explicado tantísimas veces, se torna imposible bajo el
capitalismo, por tal motivo estas figuras subrayaban la importancia de la «acción
social» en ese cambio decisivo que marca un antes y un después.
Y si nos vamos ya a una sociedad sin clases sociales, ¿significará que se alcanzará
el cese de los retos y problemas? No, estos factores mencionados atrás e
imperantes hoy, en el caso de que se los haya logrado eliminar bajo la sociedad
comunista, seguirán existiendo en potencia, ¿a qué nos referimos? En el sentido
de que: a) o bien se arrastrará aún un fuerte lastre económico-cultural del pasado;
b) o siempre estará latente el peligro de una alteración −y degeneración− del
nuevo sistema, lo que podría implicar un retorno de ciertos «males propios» de
nuestro período social presente u otros similares. La historia no será un punto y
final, sino un punto y aparte.
Solo hay una cosa segura: dado que la materia siempre está en movimiento, en el
devenir, unas leyes se crearán y otras se destruirán. Es posible −y no sería
descabellado pensarlo− que el ser humano se extinga algún día sin haber logrado
ver desaparecer la lucha de clases, ni que gran parte de las leyes naturales hayan
cambiado en lo fundamental hasta entonces −si el sistema solar y el universo se
mantienen aun con cambios dentro de los parámetros que hoy permiten esa
aplicación en la Tierra, como explicaba Engels−. Esta hipotética extinción
humana se podría deber a varios posibles escenarios, siendo el más plausible el
siguiente: que no logremos resolver las contradicciones entre el modelo,
depredador y descontrolado de la producción capitalista, y el planeta que habita,
pasando a la historia como la especie que destruyó su propio medio de vida.
¡Triste y cómico! Pero no debemos desesperar, porque en el peor de los casos,
¡solo quedarán las cucarachas para reírse del vanidoso y estúpido Homo sapiens!
Pese a lo visto más atrás, aun en pleno 2018, los «reconstitucionalistas» seguían
insistiendo en que solo ellos habían logrado sortear la antigua separación
mecánica entre teoría y práctica, una deficiencia que al parecer el marxismo
jamás llegó a superar completamente. No nos detendremos en esto porque ya
comprobamos la gigantesca estafa que se escondía detrás de esta declaración del
«reconstitucionalismo». Véase el capítulo: «La terrible disociación entre teoría y
práctica y sus consecuencias» (2022).
¿Y cómo habrían logrado tal proeza? Al parecer, ellos, los elegidos, se habrían
dado cuenta de que el sujeto formula nuevas leyes gracias a su «praxis
revolucionaria» −en el sentido más lukacsiano−, con lo que caen en el
relativismo, donde la objetividad no se descubre, no es reflejada por nosotros y es
plasmada en esquemas, teorías, conceptos y demás, sino que, simple y
llanamente, se crea por arte de magia:
Para ellos, en las ciencias naturales las leyes «prexisten a la actividad del sujeto»
y siempre son «idénticas» −lo cual, como apuntó Engels en «Dialéctica de la
naturaleza» (1883), es falso, porque se tienen que dar unas condiciones muy
específicas que no siempre son las mismas−, mientras que, por otro lado, en las
ciencias sociales, las leyes no cumplen con tales requisitos.
«La objetividad de que la Tierra es esférica y rota alrededor del Sol desde hace
miles de millones años no es algo que fuera alterado durante la Edad Antigua,
cuando el pensamiento mayoritario no contemplaba esta realidad. (…) El
universo seguirá rigiéndose por sus leyes objetivas −a las que, no olvidemos, la
humanidad también está sometida−, independientes de las creencias y el grado
de conocimiento humano. Dicho de otro modo: por mucho que el número de
personas terraplanistas y geocéntricas creciese de forma exacerbada, esto no
comportaría ningún cambio en la física y composición de la Tierra y el Sistema
Solar que, evidentemente, no variarán en consonancia con la opinión
generalizada del ser humano, aún si esta se manifiesta de forma unánime. Esto
es así, pues que sepamos, hasta la fecha, ¡la humanidad no ha desarrollado la
capacidad de crear o destruir mundos y galaxias con el pensamiento!». (Equipo
de Bitácora (M-L); Algunas consideraciones sobre el COVID-19 [Coronavirus],
2020)
Esto tampoco tiene nada que envidiar al clásico posmoderno que, hablando de
epistemología y ciencia con suma desconfianza, solo está reafirmando su
subjetividad, que se «eleva por encima de esos falsarios llamados científicos»:
«El paradigma del posmoderno había ido emergiendo a lo largo del siglo XX
como un creciente sentimiento de desconfianza hacia la posición central como
objeto del saber del ser humano −un «invento reciente» que pronto se disolverá
«como en los límites del mar un rostro de área», dijo Michael Foucault− y hacia
la ciencia, no sólo desde un punto de vista epistemológico −la verdad no se
descubre sino que se construye−. (…) Sino también en ética −«lo que llamamos
verdades solo son mentiras útiles»−, dijo el gran crítico Nietzsche». (Víctor M.
Fernández Martínez; Segunda edición de «Teoría y método de la arqueología»,
publicado original en 1989, 2000)
Aunque resulte triste, hace ya más de cien años que un físico positivista como
Abel Rey, tuvo toda la razón en desenmascarar los límites de esta especie de
pragmatismo filosófico, que pretende ver la ciencia: o bien como algo que no
corresponde a una realidad objetiva, o bien como algo que nos debería ser
indiferente si es «objetivo» o no. Ergo, esta carta de presentación acaba siendo el
principal defecto de esta corriente filosófica, puesto que lo que se desea, por
encima de todo, es aprender a «usar» o «valerse» del conocimiento −más allá del
grado en que refleje la realidad o no−. Esto abre de par en par la puerta a que la
mística, la religión y la charlatanería en general tengan voz y voto en el dominio
de la ciencia, puesto que, a ella, según los pragmáticos, no le debería preocupar
demasiado saber de donde procede tal construcción del conocimiento −y por
tanto, tampoco coteja demasiado en base a qué parámetros se han obtenido tales
conclusiones−:
Siendo justos, el propio Abel Rey, como ferviente relativista, posibilitaba ese
idealismo kantiano al declarar que es imposible un conocimiento de las «cosas en
sí» a través de la ciencia:
«La ciencia, creación del intelecto y de la razón, sirve sólo para asegurar
nuestro poder efectivo sobre la naturaleza. Sólo nos enseña a utilizar las cosas,
pero no nos dice nada sobre la esencia de las mismas». (Abel Rey; La filosofía
moderna, 1908)
«Las fuerzas activas en la sociedad obran exactamente igual que las fuerzas de
la naturaleza −ciega, violenta, destructoramente−, mientras no las descubrimos
ni contamos con ellas. Pero cuando las hemos descubierto, cuando hemos
comprendido su actividad, su tendencia, sus efectos, depende ya sólo de nosotros
el someterlas progresivamente a nuestra voluntad y alcanzar por su medio
nuestros fines». (Friedrich Engels; Anti-Dühring, 1878)
Y para ser más tajante aun, recalcó ante sus lectores lo siguiente:
«El marxismo concibe las leyes de la ciencia −lo mismo si se trata de las leyes de
las ciencias naturales que de las leyes de la economía política− como reflejo de
procesos objetivos que se operan independientemente de la voluntad de los
hombres. Los hombres pueden descubrir estas leyes, llegar a conocerlas,
estudiarlas, tomarlas en consideración al actuar y aprovecharlas en interés de
la sociedad; pero no pueden modificarlas ni abolirlas. Y aun menos pueden
formar o crear nuevas leyes de la ciencia». (Iósif Vissariónovich Dzhugashvili,
Stalin; Problemas económicos del socialismo, 1952)
Pero nada de esto es aceptado por los «reconstitucionalistas», pues para ellos
nuestros apuntes suenan demasiado a «viejo positivismo», como demuestra el
artículo del MAI «Algunas consideraciones sobre el maoísmo» (2008). En él, no
consideran que exista un: «Reflejo consciente del mundo», sino que simplemente
es la «acción subjetiva de los agentes sociales» la que «transforma totalmente la
sociedad», un relato digno del mejor panfleto bakuninista o, en su defecto, del
mejor comic de ciencia ficción, ya que jamás hemos visto materializado algo así
−salvo en los mundos de fantasía de la literatura de los jóvenes hegelianos−. Por
tal razón, les parece terrible que: «Aquel proceso de conocimiento se identifica
con la acumulación de experiencias, que son teorizadas o resumidas, hasta
conformar una especie de verdad universal que, posteriormente, debe aplicarse o
encarnarse en la realidad específica de cada revolución concreta». ¡No, claro! ¡Si
lo preferís, pasaremos a considerar que el «conocimiento» ha de ser las chorradas
sin base empírica que en cualquier momento declaréis como patrón idóneo a
seguir! Esto demuestra de paso que el irracionalismo y el misticismo no distingue
de etiquetas filosóficas o políticas; se presenten como «derecha» o como
«izquierda», da lo mismo, porque vienen a ser la misma desfachatez. Por eso, el
pragmatismo del posmodernismo −y predecesores−, aunque sea molesto y cause
enojos por doquier, a su vez resulta una herramienta extremadamente útil tanto
a unos como a otros: incluye en su seno tanto a la derecha «conservadora» más
«cortesana» como a la más «desacomplejada»; a la izquierda más «moderada»
como a la más «políticamente incorrecta». Véase el capítulo: «El romanticismo y
su influencia mística e irracionalista en la «izquierda» (2021).
«Porque el «mundo religioso como tal» existe únicamente en tanto que mundo
del conocimiento, el crítico −teólogo ex profeso [Bruno Bauer]− no podría
imaginar que existe un mundo donde hay una distinción entre el conocimiento
y el ser, un mundo que continuará subsistiendo cuando yo suprimo simplemente
su existencia ideal, su existencia como categoría, como punto de vista, es decir,
cuando yo modifico mi propio conocimiento subjetivo sin modificar de manera
realmente objetiva la realidad objetiva, esto es, sin modificar mi propia realidad
objetiva, la mía y la de los otros hombres». (Karl Marx y Friedrich Engels; La
sagrada familia, 1845)
Por esto mismo, Lenin siempre concluyó que quienes no toman en cuenta −o no
saben extraer− las lecciones del mundo exterior, de la historia, del conocimiento
humano, en política no dejarán de «tropezarse» una y otra vez con los mismos
fiascos:
«Objetivismo: las categorías del pensamiento no son un instrumento auxiliar
del hombre, sino una expresión de las leyes, tanto de la naturaleza como del
hombre. (…) El incumplimiento de los fines −de la actividad humana− tiene su
causa en el hecho de que la realidad es tomada como inexistente, de que no se
reconoce su existencia objetiva −la de la realidad−. (...) El «mundo objetivo»
«prosigue su propio camino», y la práctica del hombre, enfrentado por ese
mundo objetivo, encuentra «obstáculos en la realización» del fin, e incluso
«imposibilidad». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Resumen del libro de Hegel
«Ciencia de la lógica», 1914)
Pero mejor dejemos que Labriola baje de la nube a estos pequeños nietzscheanos
al explicarles qué es el pensamiento y la experiencia para todo hombre:
Con esto podríamos dar por cerrado el capítulo, pero nos gustaría mostrar que la
tendencia a infravalorar el estudio de las leyes científicas tiene íntima relación
con el irracionalismo y el misticismo, hoy tan de moda. En la famosa «Circular
contra Kriege» (1846), ya se puede vislumbrar cómo Marx y Engels describieron
a Hermann Kriege como «un profeta» que se destacaba por su «pomposidad
infantil», su «emocionalismo fantástico» mediante el cual «hablaba en nombre
de los oprimidos» y «de la justicia». Sin embargo, se negaba a estudiar el
desarrollo social de su tiempo, por lo que predicaba un «comunismo» que «no
conoce» a través de todo tipo de fábulas sobre su origen, dándole un barniz cuasi
divino.
Quizás la manera más rápida de identificar a un charlatán o a un místico es
atendiendo a la forma en la que habla sobre su causa. Estos suelen colgarse la
medalla de «no ser dogmático», claro, ¡cómo no! ¿Acaso hay alguien que suela
reconocer que opera con fe, manías, prejuicios y sofismas en lugar de con
razonamientos lógicos y contrastables? Hasta los irracionalistas piensan que lo
«racional es ser irracional» porque creen que el mundo está comandado por
principios arbitrarios y totalmente espontáneos, por tanto, para el irracional, el
loco es quien sigue patrones racionales y científicos. Pero aquí viene la trampa de
todos los subjetivistas, individualistas o vitalistas que han aparecido y seguirán
apareciendo siempre: casualmente recogen lo peor de la historia y lo defienden
con uñas y dientes sin atender a ningún tipo de evidencia demostrable.
En los movimientos emancipatorios, por desgracia, hasta entre los elementos más
honestos se ha dado coba a ciertas expresiones mesiánicas sobre el «triunfo
inexorable de la causa». Muchos han alegado en su defensa que esta ruborosa
fisonomía tuvo su razón de ser porque eran «discursos propagandísticos», como
si el revolucionario debiese dejar de ser científico en el momento en que hace
propaganda, como si hacer agitación y propaganda significase tener vía libre para
enunciar pronósticos exacerbados o, cuando no, mentir abiertamente al público
sobre el estado real de las cosas. Como Lenin espetó sobre los terroristas y sus
propuestas descabelladas: ¿acaso necesitáis crear «excitantes artificiales» para
encender los espíritus y movilizar a la población? En ese caso, quien justifica tales
acciones está confesando que es un muy mal analista y un embustero como
orador, que es alguien que no se sabe captar qué pasa alrededor ni tiene verdadera
capacidad de convicción −muy seguramente por lo anterior−. Las personas así ya
pueden ir pensando en dedicarse a otra cosa, pero no desde luego a la «política
revolucionaria».
La «Línea de Reconstitución» (LR) nace, según sus directores, para dar respuesta
a los fracasos del marxismo-leninismo e, incluso, también del maoísmo; para
reformular ciertas «imprecisiones» o «limitaciones» de ambos. En realidad,
suponen la misma impotencia cómica que los jóvenes hegelianos que pretendían
superar las limitaciones de su maestro Hegel, aquellos que, en palabras de Marx
y Engels, eran «unas ovejas que se hacen pasar por lobos y son tenidas por tales».
Paciencia, ahora veremos el porqué, solo estamos adelantando unas pinceladas
introductorias. Desde los años 90 han anunciado infinidad de veces desde «La
Forja» que vienen logrando «grandes éxitos», incluso llegaron a autodenominar
a su Partido Comunista Revolucionario (PCR) bajo el rótulo «vanguardia»
durante 1994-2006. Pero, ¿con qué legitimidad? Ninguna, sencillamente por la
fuerza que, para todo idealista, otorgan las palabras y su poder místico, aunque
otras veces se justificaban con la excusa «no toda denominación designa una
realidad ya plasmada: unas veces, sólo expresa una meta». (La Forja, Nº24, 2001)
Huelga decir que el PCR no tuvo suficiente capacidad para actuar como «partido»
y las peleas ideológicas causaron escisiones y, finalmente, su disolución, cesando
la publicación de tal «periódico». Hoy, sus herederos recorren el mismo sendero
de la presuntuosidad, pero bajo un nuevo nombre: el «Comité por la
Reconstitución» (CxR), y su órgano de expresión «Línea Proletaria», fundado en
2016. Este organismo está formado por infinidad de grupos que dicen seguir la
«Línea de Reconstitución» (LR), pero al igual que ayer, no son sino un reducto
ideológico marginal y tan desacertado como tantas otras escuelas del
revisionismo.
En primer lugar, lo pintaron todo como si los bolcheviques hubieran contado con
un contexto mucho más favorable al hoy existente −¡vaya mala suerte la
nuestra!−: «Los marxistas hubieron de resolver tareas políticas muy similares a
las que nosotros ahora tenemos planteadas, aunque relativamente más difíciles
en nuestro caso, dada la actual crisis del marxismo». (La Forja, Nº33, 2005)
Echemos un ojo a estos puntos, ya que ninguno es cierto al cien por cien.
Como indica Francisco Diez del Corral en su obra «Lenin, una biografía» (1999),
tras el hecho decisivo de que Plejánov decidiera ceder ante el chantaje de Mártov
y aceptase la reincorporación de Potrésov, Zasúlich y Axelrod en la redacción, nos
encontramos a un Lenin, totalmente derrotado por las circunstancias, que
decidió abandonar «Iskra». Es en ese entonces cuando algunos de sus
colaboradores como Noskov, Krassin, Gussarov y otros, «cansados de las
fricciones», también se pasaron al bando de Mártov. Tan solo unos pocos fieles
como Lengnik, Semliachka o Essen le siguieron apoyando en su empresa y
crearían luego «Vperiod» en 1905 junto a Vorovski, Lunacharski y Olminski.
Cuando se lleva a cabo la famosa redacción de «Un paso adelante, dos hacia
atrás» (1904), esta surge tras «una lucha de seis meses» contra los mencheviques,
que «en los momentos actuales, como nos han arrastrado hacia atrás en muy
mucho, también en este punto hay que «repetir lo ya mascado». Lo visto hasta
aquí desmonta suficientemente el relato «reconstitucionalista» de que había una
enorme madurez política «relativamente garantizada por 10 años de experiencia
política de los marxistas» que «desencadenaría en la revolución de 1905».
Aun con todo, en la «Carta a Gorki» (7 de febrero de 1908), Lenin volvía a insistir
en lo mismo: «Estoy persuadido de que el partido necesita ahora un órgano
político que salga regularmente, que sea firme y aplique con energía la línea de
lucha contra la disgregación y el abatimiento». En «A propósito de dos cartas»
(13 de noviembre de 1908) advertía contra el desánimo y las falsas ilusiones: «Es
precisamente en ese período, de 1905 a 1907, cuando se difundió en Rusia una
masa de literatura [marxista] teórica seria −principalmente traducida− en una
escala que todavía dará frutos»; por ende, «no debemos ser escépticos, no
debemos imponer nuestra propia impaciencia a las masas». ¿Qué quería decir?
Que, aunque se hubieran hecho grandes avances en la agitación y propaganda,
aún quedaba muchísimo por hacer porque se partía desde muy abajo: «Tales
cantidades de literatura teórica vertida en tan poco tiempo entre las masas
vírgenes que hasta ahora apenas habían sido tocadas por un panfleto socialista,
no se digieren de una vez, ha sido sembrado. Está creciendo. Y dará sus frutos,
quizás no mañana ni pasado, sino un poco más tarde».
Esto no significa que las cosas mejorasen mucho en los siguientes años, en su
«Carta A. M. Gorki» (9 de abril de 1910) volvía a describir las duras adversidades
a las que se enfrentaban: «En el terreno práctico, la situación tremendamente
difícil del partido y de toda la labor [revolucionaria], así como también la
maduración de un nuevo tipo». Le resultaba «repugnante estar atascado en
medio de toda esta situación «anecdótica», estas peleas y bochinches, angustias
y «escoria»; observar todo esto es también repugnante». Pero «no podemos
permitir que nos aplaste el desaliento». Por último, destacaba en qué forma
seguían existiendo «factores serios y profundos» que «llevan a la unidad» pero
que no se habían logrado del todo: «En el terreno ideológico, la necesidad de que
la socialdemocracia [rusa] se depure de liquidacionismo y de otzovismo». Por si
esto fuera poco, los socialdemócratas alemanes se negaron en 1912 a devolver a
los bolcheviques el depósito financiero que dejaron en el exilio para financiar sus
impresiones. En las elecciones a la IV Duma (1912), los bolcheviques apenas
conseguirían seis escaños versus los siete de los mencheviques −muy lejos ambos
de los 65 conjuntos que obtuvieron en 1907−.
Esta postura inicial fue tan cándida y liberal que él mismo terminó corrigiéndola
debido a la tozudez de los hechos. Ergo, fue solo entonces −febrero de 1908−
cuando empezó −que no terminó− a rectificar su antigua visión: «Ahora
considero absolutamente inevitable cierta pelea entre los bolcheviques sobre el
problema de la filosofía». Los litigios en los periódicos y el surgimiento de nuevas
fracciones le obligaron a ponerse al día de las disputas filosóficas en boga, leyendo
con mayor detenimiento tanto a los empiriocriticistas −Mach− como a sus
críticos −Plejánov−; considerando que la primera tendencia era muy peligrosa, y
que la segunda no ajustaba las cuentas debidamente a ese intento de revisión del
marxismo. En otra «Carta a M. Gorki» (16 de marzo de 1908) confesó: «Estoy
descuidando el periódico a causa de mi pasión filosófica; hoy leo a un
empiriocriticista y despotrico como una vendedora de mercado; mañana leo a
otro y blasfemo como un carretero». En aquella época Lenin reportó a varios de
sus allegados que no podía dejar de lado el estudio filosófico y que, aun no
considerándose «lo bastante competente», se consideraba obligado a enfrentarse
a esta moda del «empiriocriticismo», a la cual describió como una «variedad del
agnosticismo».
De nuevo, ¿significa eso que hubo una ruptura total, de la noche a mañana se pasó
de un extremo a otro, de la candidez e inexperiencia a la consciencia y coherencia
absoluta? No. Incluso en esa carta a Gorki de febrero de 1908, Lenin todavía
manifestó su esperanza de que: «Tanto de su experiencia artística como de la
filosofía, aunque sea idealista, puede usted llegar a conclusiones que reporten un
inmenso provecho al partido proletario». Llegó a recomendar que por el
momento el periódico «Proletari» siguiera siendo «neutral ante todas nuestras
divergencias en filosofía». Una prueba de que la filosofía sí penetraba en el arte y
la política se refleja en «Acerca de la fracción de los adeptos a «Vperiod» (1910):
«De todos los grupos y fracciones de nuestro partido, el grupo «Vperiod» es el
primero que presenta una filosofía, por cierto, encubierta con un seudónimo. En
esa plataforma figuran «la cultura proletaria» y «la filosofía proletaria». Y tras
ese seudónimo se oculta el machismo, es decir, la defensa del idealismo filosófico
aderezado con salsas diversas −empiriocriticismo, empiriomonismo, etcétera−,
en «el campo de la política, el grupo ha calificado el otzovismo de «matiz
legítimo». De hecho, Lenin se vería forzado a criticar a Gorki duramente durante
estos años, e incluso, por el desarrollo natural de los acontecimientos y la dureza
que alcanzó las luchas fraccionales, la amistad entre ambos estuvo a punto de
truncarse, especialmente a causa de los coqueteos místicos y religiosos del
escritor, quien solo en 1912 abandonó y comunicó el abandono de sus simpatías
por los «empiriocriticistas» y «la construcción de Dios» −y más tarde, como todos
sabemos, aun arrastrando varias dubitaciones más en el campo político, acabó
convirtiéndose, al igual que Mayakovski, en uno de los artistas más prestigiosos
del realismo socialista−.
Para finalizar, hemos de decir que los juicios y análisis tan superficiales y
mediocres que los «reconstitucionalistas» acostumbran a soltar con toda
tranquilidad recuerdan demasiado a la clásica mentalidad que alberga el
historiador burgués o politicastro de turno, esto es, aquel que arropado por su
mínima preparación y conocimiento lanza todo tipo de afirmaciones categóricas
sin miedo al ridículo. Abren y cierras periodos con una facilidad pasmosa
amparándose en este o aquel error, sea verídico o especulativo, lo cual no solo
puede llevar a confusión, sino que no explicaría ningún desarrollo positivo o
negativo, ya que cualquier camino al éxito está repleto de equivocaciones y
aprendizajes. En una ocasión, Lenin en su artículo «La victoria de los
demócratas-constitucionalistas» (1906) replicó al publicista R. M. Blank de los
«kadetes» −liberales− por pretender dar cátedra al público ruso sobre la historia
del movimiento obrero internacional con comentarios igual de estúpidos, ante lo
que el jefe bolchevique le preguntaba lo siguiente: «¿Acaso hubo algún período
en el desarrollo del movimiento obrero, en la trayectoria de la socialdemocracia,
en el que no se cometieran unos u otros errores, en el que no se advirtieran unas
u otras desviaciones, fueran de derecha o de izquierda? ¿La historia del período
parlamentario de la lucha socialdemócrata alemana no abunda acaso en tales
errores? Si el señor Blank no fuera un supino ignorante en los temas del
socialismo, fácilmente se hubiera acordado de Mülberger, de Dühring, del asunto
de la «Dampfersubvention», de los «jóvenes», del bernsteinianismo y de muchas,
muchísimas cosas. Pero al señor Blank no le interesa estudiar el desarrollo real
de la socialdemocracia».
Empecemos por retroceder hasta el año 1901 y repasar cuál era, según Lenin, la
condición sine qua non, para que el movimiento político revolucionario pudiera
echar a andar y, con el tiempo, tomarse en serio:
Una vez llegados a cierto punto de capacidad operativa, los revolucionarios rusos
podían afirmar que su propaganda y agitación llegaba ya a todas las capas de la
sociedad:
Aquí debemos matizar varias cosas. ¿Cuántos de los actuales grupos políticos de
«izquierda» tienen «corresponsales permanentes entre los obreros» y
«mantienen estrecho contacto con el trabajo interno de la organización», como
comentaba Lenin en dicha carta? ¿Cuántos reciben en las diversas provincias del
país a varias personas que «desean incorporarse al movimiento»? Si la mayoría
de «grupos subversivos» actuales apenas tienen capacidad para ser conocidos
fuera de su zona de confort, deberían no lanzar las campanas al vuelo. ¿Qué hay
que hacer en una situación así, donde tal cosa no se ha logrado, y donde además
no se tiene la capacidad de llegar a todo?
¿Se ha sabido buscar este «eslabón» clave? Está claro que no. Incluso en tal época
de «ascenso y participación de las masas», Lenin ya dejó patente en el «Proyecto
de declaración de la redacción de Iskra y Zaria» (1900), que el problema que
enfrentaba el movimiento revolucionario era su «fraccionalismo», su «carácter
artesano». Cada círculo local tenía sus medios de expresión donde sus literatos
manifestaban sus opiniones sin más, cada agitador realizaba su actividad
basándose en un «practicismo estrecho», totalmente divorciado del
«esclarecimiento teórico». La forma de agitación predominante, los panfletos
sobre cuestiones locales y económicas, se habían vuelto ya «insuficientes», y gran
parte de los artículos publicados en los periódicos locales eran por su bajo nivel
una «caricaturización del marxismo». No había apenas conexiones ni entre los
diversos círculos ni muchas veces entre los propios miembros de un mismo
círculo. Estos aparecían fulgurantemente en escena y al poco tiempo fenecían sin
apenas haber cogido impulso. ¡Vaya! Uno no puede evitar comparar
automáticamente estas descripciones de hace más de un siglo con la triste
actividad de los grupos actuales, ¿verdad? En aquel entonces, como hoy, para
abandonar tales defectos no cabía otro camino que crear una plataforma
ideológica centralizada que representase la «línea política conjunta», una
«literatura común», en definitiva, un medio que dejase claras las aspiraciones del
colectivo unificado:
«Lo que aquí resulta importante subrayar es que la prensa, entendida como un
sistema de prensa, sirve a la vez para la agitación y la propaganda. (…) El
proyecto esbozado aquí −antes de cualquier publicación efectiva− no se
realizará más que una vez alcanzada la plena madurez del partido
revolucionario. A la espera de ello conviene, a modo de primera piedra, crear
un periódico reservado a la franja politizada, a los militantes que harán
despertar a su vez a nuevas capas. (…) Gracias a su carácter central, el periódico
permite realizar la síntesis de toda la experiencia del partido: documentos,
correspondencias, hechos de actualidad son analizados, seleccionados y
sistematizados a través del periódico». (Madeleine Worontzoff; La concepción
de la prensa de Lenin, 1979)
La cuestión de los redactores y los lectores
¿Pero qué nos encontramos hoy cuando nos adentramos en la fastuosa prensa de
los presuntos «grupos leninistas» de nuestro alrededor? En ella el mayor
obstáculo no es tanto la falta de redactores −que también−, sino la capacidad de
los mismos, ya que lo que encuentra uno es la prosternación ante los vicios y
manías políticas del «movimiento» y su «tradición». Y si a esto le sumamos que
no es extraño encontrar que la publicación de unos es el calco de la publicación
de otros, no se avanza lo más mínimo.
Su método rinde homenaje al noble arte de la escolástica medieval del siglo XIII,
donde el «sabio» dictaba a sus alumnos −muchas veces de forma vulgarizada−
los «saberes fundamentales» de la «literatura clásica», y donde, ante todo,
primaba la memorística a través de ejercicios machaconamente repetitivos que
servían como fórmula para aprender la lección. También, como las eminencias
universitarias de dicha época, los jefecillos modernos a veces acostumbran a
mandar a sus pupilos «pequeños comentarios de texto», pero de nuevo resultan
insustanciales, como no podía ser de otra forma, ¿la razón? Aquí, por norma
general, el escritor novel no aporta absolutamente ninguna novedad, no añade
información sobre los eventos que se relatan o sobre el contexto de elaboración
de dicha obra a estudiar, y, en definitiva, no es capaz de extraer demasiadas
lecciones para la actualidad −o peor, cuando lo hace, es para distorsionar la
realidad−. Huelga decir que el redactor rara vez pone en tela de juicio y corrige
acertadamente lo que dice el «maestro» que le instruye o la «eminencia» de
referencia que debe analizar, por lo que el resultado no puede ser más paupérrimo
y cómico. Este es el resultado tanto de un sistema de enseñanza pobre como de
un espíritu e iniciativa igual de pobre del que se está educando.
Esto a su vez está ligado a otro problema histórico que ha sido muy recurrente: la
excesiva dependencia en una o unas cuantas personas para encarar la redacción
de los artículos, situación que indudablemente los revolucionarios rusos tuvieron
que afrontar. En su «Carta a Aleksándr Bogdánov» (10 de enero de 1905), Lenin
comentaba la situación dentro de esa división entre «escritores permanentes» y
«colaboradores» −que no lo eran en absoluto o se dedicaban solo a ciertas tareas
anexas−. En cuanto a los primeros, se les exigía más porque al asumir tal puesto
debían dominar su arte: «Simplemente hay que comprometerlos para que
escriban con regularidad una vez por semana, o quincenalmente; de otro modo
−dígaselo así a ellos− no los consideraremos personas decentes y romperemos
toda relación con ellos»; por ende, se les exigía regularidad, siendo para Lenin un
crimen que fuesen «endemoniada, imperdonable e increíblemente lentos» y que
además viniesen con «necias y estúpidas excusas». En cuanto a los segundos:
«Necesitamos que decenas y cientos de trabajadores escriban directa y
espontáneamente» a «Vperiod» para dar información viva, realizar propuestas,
sugerencias, críticas constructivas, etcétera. Además, animaba a que estos
últimos, si tenían intuición y ganas, tratasen de introducirse poco a poco en el
mundo de los primeros. Siendo mucho más indulgente les tranquilizaba
recordándoles cuan «necio avergonzarse por defectos de redacción» en los que
pudieran incurrir, porque en el peor de los casos «¡nosotros nos encargaremos de
elaborarla y aprovecharla desde el punto de vista literario!».
¿Por qué esta preocupación y directrices de Lenin? Si uno observa cual era la
composición de «Iskra» en 1903, encontrará que de 113 artículos publicados en
tres años (1900-03), el 84% de las publicaciones recaían en Mártov, Lenin y
Plejánov, siendo los dos primeros los encargados de supervisar la corrección y
publicación final de todos los artículos en general:
«En los 45 números de Iskra bajo la dirección de los seis redactores aparecieron
39 artículos y notas de Mártov; 32 míos, 24 de Plejánov, 8 de Viejo Creyente
[Potrésov], 6 de Zasúlich y 4 de P. B. Axelrod. ¡Esto en el curso de tres años! Ni
un solo número fue compuesto −en el aspecto técnico y de redacción− por nadie
más que por Mártov o por mí». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Carta a M. N.
Ljadov, 10 de noviembre de 1903)
«No es la reducida fronda de periódicos locales lo que puede reavivar los lazos
entre el órgano central y las masas. Un buen medio para elaborar
democráticamente la línea del partido en la prensa es la participación directa
de los militantes de base. [Lenin comentó:] «Nuestro aislamiento se deriva de
unas relaciones demasiado infrecuentes y demasiado irregulares entre el
órgano central y la masa de los militantes de base». El medio práctico para esta
colaboración son las corresponsalías. Un periódico debe estar formado por un
núcleo de redactores profesionales, rodeados de una nebulosa de
corresponsales: «Un órgano será vivo y viable cuando por cinco publicistas que
lo dirijan y escriban de forma regular, existan quinientos o cinco mil
colaboradores que no sean escritores en absoluto» [y se dediquen a otras tareas
diferentes o anexas]. (…) [Y aun con todo] Hay que conseguir que cada militante
considere el periódico como suyo propio, con el fin de evitar cualquier relación
en sentido único, del «escritor» hacia el «lector». Esta exigencia supone una
inversión de la actitud tradicional que se resume en el precepto: «A ellos les toca
escribir, a nosotros leer. (…) «Es necesario que el mayor número posible de
militantes del partido mantenga correspondencia con nosotros, y digo bien
correspondencia en el sentido habitual y no literario de la palabra». (Madeleine
Worontzoff; La concepción de la prensa de Lenin, 1979)
A nivel general, en estos grupos de hoy rara es la vez en la que se discuten, previa
o posteriormente a la publicación, los contenidos de la misma −y que esto ocurra
es algo que suele derivar de la concepción pedagógica laxa que tiene el grupo a
nivel local y nacional−. Bien, ¿y qué hay de los artículos contenidos en el dichoso
«periódico»? A causa de la escasez de material a publicar, o dada la cercanía del
escritor con los principales editores, uno puede encontrarse un artículo que diga
una cosa y al próximo mes otro que diga la contraria; todo esto para la confusión
del lector −su militancia−, que no recibe explicación alguna. No es ni siquiera una
polémica consciente, sino mero desconocimiento de que se mantienen
divergencias tan serias. Tal es el resultado de mezclar prisas, apariencias y
eclecticismo ideológico. He aquí otra cuestión: las pequeñas y «grandes»
organizaciones que tratan de poner en marcha este mecanismo no poseen
conocimientos básicos sobre la creación, edición, producción y distribución de un
periódico, así que, como no podría ser de otra manera, al fallar en algún punto −o
varios de esta red− las publicaciones acaban siempre retrasándose semanas o
meses, al mismo tiempo que la calidad del contenido acaba viéndose afectada.
«Debemos tomar las cosas como las encontramos, es decir, promover los
intereses de la revolución de una manera apropiada a las nuevas condiciones».
(Karl Marx; Carta a Ludwig Kugelmann, 23 de agosto de 1866)
Huelga decir que, viviendo en plena era de Internet, considerar que la creación
de un periódico físico debe ser prioridad absoluta no es la aplicación de la
estrategia leninista, sino su fosilización. ¿La razón? Bastante sencilla; basta con
revisar los datos sobre los hábitos de lectura y su evolución en las últimas
décadas:
«La elección prioritaria por los medios online crece hasta alcanzar al 46% de
los internautas −el 55% entre 18 y 44 años−, mientras el 54% sigue prefiriendo
un medio tradicional offline. (...) Las redes sociales son la principal fuente de
noticias entre 18 y 24 años −40%−; se imponen al uso semanal de webs y apps
de periódicos en todas las franjas de edad hasta los 54 años, y lo duplican entre
los menores de 45 años». (Digitalnewsreport.es; Los medios afrontan los retos
de recuperar una confianza debilitada y seguir ampliando ingresos por
suscripciones, 2021)
Aparte podríamos anotar, como hizo Peter Burke en su obra «Formas de hacer
historia» (1991), la importancia decisiva que ha tenido el paso de la lectura
intensiva a la extensiva, es decir, de leer pocas cosas una y otra vez hasta poder
casi recitar capítulos enteros, a leer un poco de todo sin asimilar realmente lo
leído. Esto no excluye, claro está, que una organización estable −consolidada de
verdad− pueda repartir folletos ocasionales −que es la propaganda más
primitiva− o vender las ediciones de sus propias obras −sin hacer de ello un
negocio para enriquecerse, como intentan hacer algunos vividores, a quienes solo
les importa el parné−. En todo caso, como bien sabemos, esto son cosas que
dependen del momento y la necesidad, por lo que de poco valdría dar fórmulas
acabadas. Desde luego, sin una estructura interna sólida, animar a la creación de
una gran infraestructura para crear todo tipo de medios offline cuando ni la
tendencia de los tiempos es esa, ni el grupo tiene tal capacidad, es, por mucho que
a algunos les duela, uno de los errores más quijotescos de nuestra época, un
enorme desperdicio de dinero y energías. Lo importante no es cómo este «marco
de referencia» se presente, en formato visual o audiovisual: video, revista,
periódico, web, blog o PDF. Lo relevante aquí es qué contiene, cómo se crea, su
regularidad y su distribución. Esto es lo que debemos preguntarnos en todo
momento y lugar: ¿qué hacemos para que este «marco de referencia» se sostenga
o crezca?
Con lo visto hasta aquí cualquiera con algo de honestidad reconocerá que «Línea
de la Reconstitución» (LR) siempre ha estado a años luz de cumplir con los
requisitos mínimos de un movimiento marxista-leninista, siendo, en todo caso,
su caricatura. Cuando su secta apareció en 1994 como una escisión maoísta del
prorruso Partido Comunista de los Pueblos de España (PCPE), se vanagloriaba
de que uno de sus puntos predilectos era la fundación de un periódico
revolucionario, intentando emular lo que en su día fue «Iskra» para los
bolcheviques, si bien advertían que:
¿Encontraron ese «eslabón más importante» del que hablaba Lenin? ¿Analizaron
de verdad esos factores diferenciales entre la Rusia del siglo XX y la España que
entraba en el siglo XXI? ¿Tuvieron en cuenta sus fuerzas reales? Bueno, mejor
veamos los resultados. ¿Sabe el lector cuántos números sacaron de 1994 a 2006?
En más de doce años de existencia solo llegaron a treinta cinco números, ¡que
siendo generosos es una media de tres publicaciones al año! ¿De verdad alguien
piensa que así se podía cumplir la famosa «elevación política» de la que
hablaban? ¿No demostraron estos «reconstitucionalistas» hispanos que estaban
muy lejos de poder asumir tal tarea? Leamos a Lenin −los corchetes son
nuestros−:
En 2007, los restos del PCR y su órgano «La Forja», publicaban a través del MAI
su «Propuesta organizativa», revelando que la «lucha de líneas» aún no le había
permitido alcanzar unas conclusiones sobre el maoísmo, y que su trabajo se
reduciría a intentar juntarse en una «revista», «periódico» o «web» para seguir
parloteando otros treinta años prometiendo esos estudios que nunca llegan, o que
de hacerlo, repiten lo mismo que ya han publicado sus homólogos sobre la
«Revolución Cultural» (1966-76):
«Un Seminario sobre la revolución china como experiencia más elevada del
Ciclo de Octubre y, una vez concluido, retrospectiva aplicando sus resultados al
resto de las experiencias del Ciclo, según el principio científico de que el
desarrollo de un fenómeno se comprende mejor desde la perspectiva que da su
evolución más alta. Órgano de prensa −periódico y/o revista y/o página web−
como vehículo de propaganda y como foro de debate que refleje la lucha de dos
líneas por la Reconstitución. Comité de Dirección que vele y dirija el
cumplimiento de las tareas y los acuerdos alcanzados por las organizaciones y
miembros asociados a esta Propuesta de Plan de Trabajo». (Movimiento Anti-
Imperialista, 2007)
Esto, como todo en la vida, tiene su pertinente explicación. Bajo tal ambiente de
continuos desengaños y fracasos, también era compresible que los pobres
«reconstitucionalistas» llegasen a postular, como tantos otros antes, que era
imposible acometer las tareas urgentes y básicas por las que hay que empezar,
como un «órgano central de prensa» o desarrollar «labores de propaganda»,
apostándolo todo a centrarse en «la construcción de buenos cuadros dirigentes»
y la asunción, por su parte de su ideología −«reconstitucionalista»− «como la
concepción del mundo más correcta» −¡qué novedoso!−. Los jefes de la LR
cometieron el defecto típico de todo pequeño burgués: tomar sus patinazos y
picos de inestabilidad psicológica hasta hacerlos extensibles al resto de la
humanidad, como si les lanzase a sus homólogos y a las siguientes generaciones
una maldición de la cual no podrán escapar. Vean:
¿En base a qué sacaron tal conclusión? A que hoy el ambiente político y la
formación de las masas en España no era tan favorable como el que tuvieron los
marxistas rusos en 1903, sino que nos hallaríamos más bien en una situación
análoga a la de 1883 (sic). ¡¿Y?! ¿Acaso la «madurez política» de los jefes de la LR
−de la que tanto hacen gala− y que en 2022 está «relativamente garantizada» por
28 años de «formación ideológica» no basta? ¿No? Entonces, ¡¿a qué habéis
dedicado el tiempo, muchachos?! Esto hace más ridículo aún el hecho de que
todavía no hayan podido aprender a mantener una publicación estable −sin que
medien seis meses entre un número y otro−, y que todo su aporte se reduzca a
repetir con ligeras variantes las mismas monsergas desde el año 1994. En esto no
nos extenderemos, porque sus constantes comparativas y manipulaciones
históricas respecto al movimiento bolchevique y el actual, son bochornosas.
Véase el capítulo: «Sobrestimar las facilidades de los antecesores e infravalorar
las ventajas de tu tiempo, el rasgo de todo filisteo» (2022).
En cualquier caso, nos queda claro que de golpe y plumazo −perdón, tras un largo
proceso de «balance y reflexión»− se pasaba del activismo ciego de los primeros
años, a restringirlo al máximo de antemano por pavor al ridículo −¡genial!−. ¿Qué
opción había entonces, según ellos? Rescatar la «teoría de los cuadros» que tan
famosa hicieron los «archiomarxistas» griegos y albaneses, una variante
balcánica del trotskismo tradicional que afirmaba que:
Así, desde sus atalayas de la sabiduría, la LR nos propuso que la tarea principal
debía ser la de «formarse»:
«El eslabón de la cadena al que tenemos que asirnos es diferente, no responde a
tareas cuya naturaleza correspondería a las que pueda cumplir un periódico o
la propaganda política en general, sino con tareas de carácter más elemental:
formar cuadros marxistas-leninistas, educándolos en la teoría y en la lucha de
dos líneas contra el oportunismo». (Partido Comunista Revolucionario (Estado
Español); La Forja, Nº33, 2005)
Pero esperen, que aún no han leído lo mejor. En el año 2000 tuvimos el placer de
ser testigo del mítico show del inolvidable «camarada Muravie», quien confesaba
avergonzado a propios y extraños que no solía leer a los clásicos de la literatura
marxista, y que cuando lo hacía apenas se enteraba de su esencia (sic), con lo que
desmontaba el mito del «reconstitucionalista estudioso»:
En 2005 algunos por fin se daban cuenta de que sus «formaciones» dejaban
bastante que desear. ¿A qué nos referimos? A ese hábito de educación escolástico
ya mencionado, en donde los iniciados, cohibidos por el ambiente autoritario o
carentes de toda iniciativa, acaban aceptando reducir su «formación» al estudio
de la literatura y las lecciones seleccionadas cuidadosamente por los jefes, como
si de mamá pájaro a los pequeños polluelos se tratase, donde nadie dice nada que
se salga de la norma, donde nadie discute nada:
¡Qué ternura! ¡Llegan tarde hasta para descubrir −sobre el papel− lo que los
pedagogos no marxistas ya hicieron hace décadas! Es una verdadera pena que a
la hora de la verdad sigan con sus monsergas y el espectáculo de ver hablar al
«reconstitucionalista» promedio sea análogo al de observar a un iluminado que
repite fanáticamente los dogmas de su jefe de secta.
Ahora, una vez aclarado esto, ¿cómo vamos a cometer la locura de dedicar
nuestras principales energías a tales menesteres de «divulgación» de lo ya
conocido? El trabajo verdaderamente urgente, tanto a nivel individual como
colectivo, es otro mucho más preciso y que requiere de mayor esfuerzo. Este es
totalmente analítico, es decir, crítico, pues incluye un análisis del movimiento
político de referencia −para entender los lastres heredados en el presente− y de
las condiciones y variaciones que la sociedad ha experimentado desde entonces
−para adaptarnos al momento y al futuro−:
«La intelectualidad socialista sólo podrá pensar en una labor fecunda cuando
acabe con las ilusiones y pase a buscar apoyo en el desarrollo real y no en el
desarrollo deseable. (...) Esta teoría, basada en el estudio detallado y minucioso
de la historia y de la realidad. (...) Debe dar respuesta a las demandas del
proletariado, y si satisface las exigencias científicas, todo despertar del
pensamiento rebelde del proletariado. (...) Cuanto más progrese la elaboración
de esta teoría tanto más rápido será el crecimiento. (...) Por mucho que todavía
quede por hacer para elaborar esta teoría, la garantía de que los socialistas
realizarán dicha labor es la difusión entre ellos del materialismo, único método
científico que exige que todo programa formule exactamente el proceso real. (...)
En este caso, las condiciones de la labor teórica y la labor práctica se funden en
un todo, en una sola labor. (...) Estudiar, hacer propaganda, organizar».
(Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; ¿Quiénes son los «amigos del pueblo» y cómo
luchan contra los socialdemócratas?, 1894)
La pregunta sería entonces, ¿qué han hecho estos señores por lograr tal objetivo?
Como se ha dicho ya, entre cero y nada. Y esta verdad, aunque amarga, no puede
ser ocultada, como no puede taparse el sol con un dedo.
¡Ya ven! Según ellos, no podemos considerar que los revolucionarios rusos
llevasen a cabo una «práctica revolucionaria» hasta… ¿hasta cuándo
exactamente, «camarada Luca»? ¿Hasta el momento en que se fundó el «Grupo
para la emancipación y trabajo» (1883)? ¿Hasta la fundación de «Iskra» (1900)?
¿Hasta la primera división entre bolcheviques y mencheviques (1903)? ¿Hasta la
participación en la Primera Revolución (1905)? ¿Hasta la lucha contra los
otzovistas y empiriocriticistas (1908-09)? ¿Hasta la lucha contra los
socialimperialistas (1914)? ¿O directamente hasta la toma del Palacio de Invierno
(1917)?
En su obra «Nuestra tarea inmediata» (1899), Lenin declaró: «La tarea esencial
consiste en hallar la solución de estos problemas, y que para eso debemos
proponernos, como objetivo más inmediato, la organización del periódico del
partido, su aparición regular, su estrecha vinculación con todos los grupos
locales». Aparte de esto, resaltó cómo, según su concepción: «La organización de
las fuerzas revolucionarias, su disciplina y el desarrollo de la técnica
revolucionaria son imposibles, sin la discusión de todos estos problemas en un
órgano central, sin una elaboración colectiva de determinadas formas y normas
de dirección, sin establecer por medio del órgano central la responsabilidad de
cada miembro del partido ante todo el partido».
«De esto se deduce, entonces, que existen dos modos de estado de la conciencia
revolucionaria o comunista: uno anterior y otro posterior a la Reconstitución
del Partido Comunista. El anterior análisis de la evolución del pensamiento
marxista-leninista nos indica, además, que esos distintos estados de la
conciencia se corresponden con dos posiciones diferentes de la misma en
relación con la práctica». (Partido Comunista Revolucionario (Estado
Español); La Forja, Nº33, 2005)
En primer lugar, insistimos, ¿qué tiene que ver su lenguaje −a medio camino
entre un cantar de gesta y un tratado técnico-científico− y la temática de su actual
«órgano de expresión» −«Línea Proletaria»−, con la máxima leninista de explicar
a los obreros sus objetivos más importantes en un lenguaje convencional y
comprensible para ellos? Las dos actuaciones son tan parecidas como el agua y el
aceite.
En segundo lugar, han de saber que los trabajadores no esperan que esa novísima
«ideología» que les emancipe de las cadenas del capital pase por el «maoísmo»,
el «marxismo occidental» y el «gonzalismo», porque nadie está por esas
corrientes contrarrevolucionarias ni espera nada de ellas −eso en el caso de que
tan siquiera hayan oído hablar de ellas−.
«De esta forma, la conciencia revolucionaria sólo puede actuar como crítica
revolucionaria mientras no exista el Partido Comunista, y sólo como praxis
revolucionaria en tanto que Partido Comunista». (Partido Comunista
Revolucionario (Estado Español); La Forja, Nº33 (Suplemento), 2005)
Pero aquí hay algo más interesante que debe de ser aclarado. Si nosotros
entendemos por «revolucionario» lo que tiene un potencial transformador, lo
enmarcado a superar el sistema capitalista existente, su marco de referencia
reconocible no puede portar cualquier doctrina o ideario, y mucho menos
confundirse con la del sistema dominante. Pero aquí estamos hablando de otra
cosa: se confunden varios aspectos que dejan claro de nuevo que nuestros
«reconstitucionalistas» sufren de problemas filosóficos severos. ¿Qué es el
partido? ¿Un ente mágico que soluciona las carencias del grupo? Ya hemos dejado
claro que no. En lo estrictamente funcional este no es sino el vehículo que se
utiliza para que todos estos elementos tengan un punto de referencia y mando,
para que, valiéndose de una centralización y democracia, las masas puedan
enfrentarse a un enemigo con más medios y mayor experiencia. Toda otra
definición mística abriga ilusiones mágicas y malentendidas sobre el mismo.
He ahí la pescadilla que se muerde la cola: sin resolver los problemas acuciantes
no podemos pasar al resto; esto es sencillamente resultado de confundir la
relación entre partido e ideología, pensando que la creación forzosa del primero
es garante de la pureza del segundo, en lugar de comprender que la pureza del
segundo, de la ideología, es condición sine qua non del primero, lo cual no excusa
treinta años de «periodos de balance» sin llegar a nada nuevo, como en el caso de
nuestros protagonistas. Ha de quedar claro de una vez que sin un tenaz trabajo
teórico, doctrinal, ideológico −o denomínese como cada uno quiera−, que
deslinde el marxismo-leninismo de lo reaccionario, de lo mecanicista, de lo
obsoleto, no se pueden sentar las auténticas bases para la conformación de un
grupo que se haga respetar −tanto por simpatizantes como enemigos−; un grupo
digno en que todo sujeto consciente no dude en dedicarle su tiempo y energías;
un grupo eficiente en que cada uno da el máximo en base a sus condiciones.
El propio Marx confesó a sus allegados que atravesó un periodo en que, por
diversas razones, no se sentía cómodo con aceptar las invitaciones para unirse a
ciertas asociaciones, ya que estas divergían de las formas de pensar y actuar del
pensador alemán:
«Recordará que los líderes del Club Comunista, bastante ramificado en Nueva
York −entre ellos, Albrecht Komp, Gerente del Banco General, 44 Exchange
Place, Nueva York− me enviaron una carta, que pasó por sus manos, y en la que
se sugirió tentativamente que reorganizara la vieja Liga. Pasó todo un año
antes de que respondiera, y luego fue en el sentido de que desde 1852 no había
estado vinculado con ninguna asociación y estaba firmemente convencido de
que mis estudios teóricos eran de mayor utilidad para la clase trabajadora que
mi intromisión en las asociaciones que ahora había en el continente. Debido a
esta «inactividad», fui atacado repetida y amargamente». (Karl Marx; Carta a
Ferdinand Freiligrath, 29 de febrero de 1860)
Esto, por supuesto, no debe tomarse como pretexto para convertirse en un «libre
pensador», como prevemos que lo interpretarán los más acomodados. Esto no
tiene nada que ver con estas gentes que justifican su falta de compromiso y que
no arriman el hombro salvo en lo que a ellos les apetece y en el momento en que
les viene en gana, en absoluto. Aquí Marx solamente se limita a subrayar que cada
uno aporta al movimiento lo que mejor puede dar de sí −en su caso, formular
diversas investigaciones que hoy son clásicos de la literatura comunista−,
mientras que dedicar tu tiempo a una forma de «militancia» desfasada e
inadaptada a los nuevos tiempos solo por mero «compromiso» y por el «qué
dirán» no es productivo, ni siquiera, aunque diversos conocidos te lo pidan
mediante halagos o ruegos. En un sentido muy parecido habló una y otra vez
Engels ante cada refriega que se presentaba dentro de los nuevos partidos que
irían surgiendo décadas después. Tómese de ejemplo su «Carta a Eduard
Bernstein» (20 de octubre de 1882), donde Engels advertía que la unidad sin una
aclaración ideológica y sin condiciones no podía durar, que la lucha interna era
algo inevitable antes, durante y después, que estos grupos solo avanzarían
delineando un programa y aplicando una disciplina, no volviendo a la era de las
catacumbas con ropajes utópicos y reaccionarios del proudhonismo, el
fourierismo o de bakuninismo.
Lenin en obras como en «¿Qué hacer?» (1902), se encargó de expresar de forma
detallada que la ideología revolucionaria no puede expandirse con eficacia ni
cumplir sus propósitos ulteriores sin este vehículo, por esto estamos de acuerdo
con que urge su construcción allí donde falte. De hecho, su propia biografía
política es una prueba viva de cómo realizar esta tarea huyendo de todo
planteamiento esquemático −esto es, que no tenga en cuenta los matices
necesarios para lograr el objetivo−. Por contra, en los «reconstitucionalistas» no
encontramos nada de eso, sino más bien una vuelta al «primitivismo
organizativo», teorías filosóficas sobre la «autoconciencia» −en un sentido
hegeliano− y unas cuantas falsas promesas sobre «estudios teóricos» de valor que
nunca llegan.
¿Por qué la concepción de Lenin en materia partidista resultó tan exitosa, siendo
lo suficientemente exigente, pero a su vez lo suficientemente flexible?
«Los doctrinarios de derecha se han obstinado en no admitir más que las formas
antiguas, y han fracasado del modo más completo por no haberse dado cuenta
del nuevo contenido. Los doctrinarios de izquierda se obstinan en rechazar
incondicionalmente determinadas formas antiguas, sin ver que el contenido
nuevo se abre paso a través de toda clase de formas y que nuestro deber de
comunistas consiste en adueñarnos de todas ellas, en aprender a completar con
el máximo de rapidez unas con otras, en sustituirlas unas por otras, en adaptar
nuestra táctica a todo cambio de este género, suscitado por una clase que no sea
la nuestra o por unos esfuerzos que no sean los nuestros». (Vladimir Ilich
Uliánov, Lenin; La enfermedad infantil del «izquierdismo» en el comunismo,
1920)
Obviamente, por muy bien que suene esta tesis, la «Línea de Reconstitución»
(LR) no ha podido ni en 1996 ni hoy «fundirse con las masas», porque no tienen
contacto recurrente ni influencia sobre ellas para lograr ese pretendido fin,
tampoco un «órgano de expresión» regular, como ya sabemos. ¿Y qué ocurrió?
En Francia, por ejemplo, se pudo ver tal cosa no solo durante el famoso mayo del
68, sino también mucho después, con los mismos nefastos resultados.
Denunciando su pragmatismo, los revolucionarios franceses del órgano
«L’emancipation» concluyeron sin miramientos lo siguiente:
Es innegable que esta tarea no excluye, como otros «practicistas» creen, que
aboguemos porque el conjunto de los revolucionarios no profesionales deba
dedicarse a la mera reflexión y contemplación −aunque las actividades anteriores
ya desechan esta infame acusación−, pues de lo que se trata es de evaluar las
formas más proclives para llevar a cabo esa reunión de los «representantes de la
vanguardia». Una de esas formas incluirá en algunos casos que se deba tener
presencia en sitios como el sindicato de tal centro de trabajo o estudio,
asociaciones vecinales y otros «frentes de masas» −si allí el sujeto puede tener
una vía libre y óptima para popularizar su línea política−. En consecuencia, tanto
él a nivel individual, o su organización a nivel grupal, deberá evaluar qué trabajo
hace, cómo contribuye, si realmente es apto para tal función, si está logrando lo
que se propuso, o si habría que derivarle a otras funciones por no cumplir con lo
primero y lo segundo. Esto y no otra cosa es un trabajo científico y no un ensayo
a ciegas en que prima «el movimiento por el movimiento».
Si alguien simpatiza con nosotros y por ejemplo tiene dudas hipotéticas cómo:
«Pero, ¿cuándo nos podremos constituir como partido?», «¿cuándo podríamos
acoger a cientos y cientos de militantes?», «¿por qué no somos tan «populares»
en redes sociales como otros grupos políticos?». Lo primero que debería repasar
es qué está haciendo él para que todo eso tenga solución, ¿está aportando algo,
está rindiendo al máximo de sus capacidades o cerca de ello? ¿Cuáles son los
gustos generales de la población en cuanto a inclinaciones políticas? Pero, ante
todo, deberá asegurarse de haberse leído de arriba abajo documentos clave que
sintetizan estas cuestiones, como «Fundamentos y propósitos» (2022), que es lo
que ofrecemos a quien desea hacerse un cuadro general sobre ante qué
condicionantes nos encontramos y a qué aspiramos para solventarlo. Pero su
labor no acabará ahí ni mucho menos: deberá saber qué es eso del «partido»,
cómo se empieza a construir, con qué debe contar para denominarse como tal,
qué perfil y exigencias debe tener la nueva formación de cara a los militantes que
deseen incorporarse… seguramente así comprenderá que lo que ha aprendido
hasta ahora en las experiencias previas haya sido un partido de «puertas
abiertas» y con los métodos primitivos de los grupos de la «izquierda» clásica, lo
cual no tiene nada que ver con nuestras pretensiones para conformar una
estructura partidista de tipo marxista-leninista. Véase la obra: «Fundamentos y
propósitos» (2022).
Aunque parezca una broma, en uno de sus artículos (La Forja, Nº32, 2005) abrían
con la siguiente cita de uno de los apóstoles del cristianismo:
«Es necesario que entre vosotros haya bandos, para que se vea quién es de
probada virtud». (Pablo de Tarso, Primera epístola a los corintios, siglo I)
«No penséis que he venido para traer paz a la tierra; no he venido para traer
paz, sino espada. Porque he venido para poner en disensión al hombre contra
su padre, a la hija contra su madre, y a la nuera contra su suegra». (Mateo
10:34-35)
Continuemos, a ver por fin qué tienen que ofrecernos estos mequetrefes con
tantas ínfulas de sabios:
¿¡Qué contestar ante tal necedad refutada por sí misma una y otra vez −siendo el
viejo PCR y el «Comité por la Reconstitución» (CxR) la prueba de a dónde
conduce ese «gran camino»−!?
«Los neomaoístas nos advierten que «es sumamente metafísico pensar que la
lucha de clases no se manifiesta en el partido». Estamos de acuerdo, ¿cuándo el
marxismo ha negado tal obviedad? No obstante, lo que es igualmente metafísico
es pensar que la existencia del partido revolucionario presupone que la
ideología burguesa no solo penetrará, sino que anidará en la organización con
total normalidad, que incluso materializará su espacio permanente con
plataformas paralelas, con su «cuartel general burgués» dentro del partido. El
resultado de tal posibilidad lo determinará la lucha, no la receta fatalista del
maoísmo. El partido revolucionario se fortalece eliminando las líneas extrañas
que pueden aparecer en su seno, asume nueva vitalidad y cohesión cuando
purga de sus filas a elementos ajenos a sus propósitos, no cuando se conjuga con
ellos. Esto, comparándolo con el funcionamiento de un automóvil, sería como
decretar que es inevitable la coexistencia entre las piezas sanas y las piezas
oxidadas que componen el motor, y, por tanto, que la degeneración del motor y
sus componentes anexos se ha mostrado inexorable. Pero no señores, es normal
que el motor no carbure con normalidad cuando no te encargas de cambiar el
aceite, echar anticongelante o cambiar las piezas que se han desgastado por el
paso de los años. Esa «labor de mantenimiento» del motor es el mismo trabajo
que un partido debe realizar, encargándose de que todo su engranaje siga
funcionando como cuando las piezas fueron montadas por primera vez. La
cuestión es, ¿vosotros revisáis con regularidad vuestro coche? O incluso mejor,
¿tenéis licencia para conducir?». (Equipo de Bitácora (M-L): Estudio histórico
sobre los bandazos oportunistas del PCE (r) y las prácticas terroristas de los
GRAPO, 2017)
«Las escisiones prueban el poderío de nuestro movimiento», ¿en
serio?
Aunque les diésemos décadas, siglos o milenios de reflexión, daría lo mismo,
porque parece que nada les es suficiente para llegar a la obvia conclusión de que
su teoría de la «lucha de dos o varias líneas en el seno del partido» significa perder
la guerra antes de empezarla. Asimismo, pudimos ver cómo, tras reagruparse la
pequeña flota «reconstitucionalista», un buque desertaba inesperadamente:
«Ante las recientes polémicas que se han ido desarrollando vía redes sociales,
Twitter principalmente, con el revisionismo feminista, desde la Línea de
Reconstitución mediante sus representantes se han ido sosteniendo actitudes
deplorables de cara al desarrollo de la lucha de dos líneas». (Vientos de Octubre;
Una necesaria crítica en torno a la cuestión de género, 2016)
¿Se puede considerar esto «un principio marxista-leninista»? No, a menos que
pensemos que siempre estaremos en la misma época y lugar, bajo una situación
de desventaja y que el tiempo se detendrá. Todo movimiento político aspira a
tener una amplia difusión de sus ideas y espera obtener cuanta mayor influencia
en la población mejor, buscando, por encima de todo, conquistar a los elementos
más conscientes. Por tanto, tal eslogan que hace suyo la LR no solo es castrador,
sino que asume la derrota desde el comienzo de la partida.
Este más bien podría ser el chiste que se le puede propinar al movimiento
trotskista X que, debido a su impotencia manifiesta, reconoce que el
«monolitismo» en la unidad de pensamiento y acción es un imposible, o en su
defecto, producto del «autoritarismo». Lo que los trotskistas llaman
eufemísticamente «democracia interna» y «libertad de corrientes» es lo que se
traduce en el maoísmo como «lucha de dos líneas»:
«No pocos problemas en el Partido −dice el Comité Central del PCPE− han
tenido su raíz en una violación de su carácter, se ha hecho de la democracia
interna una interpretación a conveniencia por quienes no querían aceptar los
acuerdos de la mayoría [«La Forja»: formulada por revisionistas, unos pocos
conscientes y la mayoría inconscientes], se ha conspirado haciendo del
centralismo democrático [A lo burgués, o sea, centralismo burocrático] y de sus
normas una interpretación ajena a la cultura del leninismo [¡Por eso Lenin
rompió con los mencheviques y llamó a los comunistas destruir los viejos
partidos «socialistas!]. (…) La minoría puede tener razón y no pocas veces en la
historia ello se ha demostrado de manera clara, pero pierde toda la autoridad
para reivindicarla si sobre la base de su opinión minoritaria rompe con el
método, viola las normas de la democracia interna, conspira hacer prosperar
sus posiciones fuera de la disciplina del partido [¡Vaya educación
revolucionaria! ¡Así es como preparan a sus militantes para la futura
destrucción de las instituciones vigentes!]». (Partido Comunista Revolucionario
(Estado Español); La Forja; Nº18, 1999)
Hay varias cosas a comentar en esta riña que si se analiza puede ser muy
instructiva. Para empezar, los jefes del PCPE, por los cuales el lector sabrá que
tampoco guardamos ninguna simpatía, argumentaban que por el año 1993 los
futuros «reconstitucionalistas» se habían saltado unas resoluciones vinculantes,
lo que nos lleva a preguntarnos, ¿y por qué y por cuánto tiempo estos se
adhirieron a tal línea política si era revisionista? Parece que aquí estábamos ante
el clásico discurso en que la escisión se «oponía» a tal o cual cosa, aunque
«respetaban» aún los estatutos del partido, pero si exceptuamos los chismes a
posteriori de los principales implicados, no hay nada para demostrarlo, ¡qué
casualidad!
Este actuar es tan inconsistente que se vuelve un arma de doble filo, donde la
fracción A acusa a la B de no ceñirse a los estatutos que ellos mismos han firmado,
la B ahora rechaza los estatutos porque lo importante no es «estar en minoría o
mayoría», sino la «razón», con lo que considera legítimo seguir actuando por
encima de la reglamentación, reglas que, por supuesto, serán restablecidas con
puño de hierro cuando logre derrocar a la dirección A, o cuando el bloque B
fabrique su nueva organización, y entonces observaremos como él sufre de su
propia medicina surgiendo un bloque C que le viene con los mismos
argumentarios subjetivistas que B utilizó en su día contra A. Justo esto les ocurrió
a nuestros protagonistas del bloque B que, ya fuera del PCPE, crearon el PCR y
ante el primer terremoto acusaron a sus rebeldes de lo mismo que antes les
parecía un formalismo: «Negando que una parte se someta al todo, es decir, la
minoría a la mayoría, están rompiendo con el Centralismo Democrático, y, por lo
tanto, revisando el marxismo-leninismo, es decir, se van convirtiendo en
revisionistas y así ellos mismos se van situando fuera del Partido» (La Forja,
Nº32, 2005).
Por esto mismo concluían que no se llegaba a comprender del todo que:
Esta es una descripción muy certera sobre los defectos que pululan en las mentes
confusas de todos los falsos marxistas. Pero sentimos comunicarles que este
también ha sido un defecto reproducido por la dichosa «Línea de Reconstitución»
(LR). ¿A qué venía arrejuntar raudamente a unos escindidos del PCPE, otros
desencantados del PCE (r) y «decretar» en 1994, con la publicación de la revista
«La Forja», ser el «órgano» con un título de «partido»? O una de dos, o no sabían
que era un partido y se arrojaban un título falso en su periódico, o lo hicieron a
sabiendas por mera grandilocuencia. Como comprobamos en los capítulos
iniciales, esta corriente reivindicaba de todo: Mao, Gonzalo, Lukács, Guevara,
Luxemburgo, Mariátegui, Bob Avakian, apoyaba al gobierno cubano, a las
guerrillas kurdas del PKK, etc. Evidentemente, esto mostraba la existencia de
«varias líneas» políticas, de un caos ideológico demasiado generalizado como
para operar con normalidad. ¿No es esto también engañar al público jugando con
una palabra de renombre como lo es la de «partido»? Si rebajamos tanto las
exigencias, ¿no deberíamos considerar entonces que la estructura de la CUP y
Podemos también actúan bajo los «cánones leninistas»? Siempre hemos dicho
una cosa: desde el punto de vista marxista todos los revisionistas nos hablan día
y noche del «partido», pero a la hora de la verdad todos portan o quieren crear
una caricatura del mismo. Véase la obra: «Fundamentos y propósitos» (2022).
«Está claro que el partido leninista se construye primero por arriba, es decir,
primero se aborda el nivel ideológico y teórico antes de edificarse
organizativamente. El núcleo dirigente se constituye antes que la organización
del partido propiamente, lo que no significa que el partido se forme
espontáneamente y separado de toda forma de organización, de colaboración,
etc., ni que [esta dirección] sea inamovible. Sobre el primer punto los maoístas
invierten la cronología y el proceso de edificación teórica. La cronología según
ellos es: que hay que organizar primero, y luego definir una teoría, una línea,
un programa». (L’emancipation; La demarcación entre marxismo-leninismo y
oportunismo, 1979)
¿Y qué ocurrió? El temible «barco fantasma» del PCR «surcó por las aguas» de
España amenazando con abordar el capitalismo y sus plazas. ¿El resultado? Pues,
durante una década, de 1994 a 2006, salvo el relato poco fiable de un par de
marineros, nadie pudo avistar ninguna bandera pirata en alta mar, hubo cero
abordajes sobre las naves capitalistas y hoy no se sabe a ciencia cierta si estos
piratas fueron verdad o leyenda. Eso sí, exigimos una cosa, de encontrárselos
alguna vez, el obrero que leyó y se creyó alguna de sus arengas políticas, como
consumidor, ¡debería denunciarlos por «publicidad engañosa»! Hoy, estos
«espectros revolucionarios» dicen haberse reagrupado. Bien. ¡Todo el mundo
merece una segunda oportunidad! ¿Habrán aprendido la lección sobre aquello de
no ser tan grandilocuentes sobre sus fuerzas y perspectivas? No. Se hallan en las
mismas, pero vuelven a «vender la piel del oso antes de cazarla». Nos aseguran
que ya han logrado hitos significativos. ¿Ah, sí? Veamos:
«Precisamente en 2015, el joven Movimiento por la Reconstitución lanzaba,
orgulloso pero consciente de su inmadurez, comunicados unitarios firmados por
todas las organizaciones que, por ese entonces, componían nuestro Movimiento.
En otras palabras: todos los destacamentos se coordinaban para exponer ante
la vanguardia y el conjunto de la clase la misma propaganda y la misma
agitación, es decir, el mismo discurso ideológico y político. Pero ya entrado el
año 2016 podemos percibir algunos cambios sustanciales y de importancia
notoria. El Primero de Mayo, señalado día del proletariado internacional,
hacen acto de presencia dos novedades que trastocan por completo la forma que
presenta la Línea de Reconstitución: aparece −auspiciado y promocionado por
la práctica totalidad de aquellos viejos círculos− el sitio web de Línea Proletaria
y, además, se reparte a lo largo y ancho de las fronteras del Estado la misma
octavilla firmada por el Comité por la Reconstitución, y no ya por la suma de
los destacamentos de vanguardia adheridos a la LR. Estos pequeños pero
significativos hitos marcan, así como 2014 y 2015 están jalonados por
conquistas aún menores, pero también importantes, el cambio material que este
agónico año −y no sólo porque esté terminando; obsérvense los movimientos
tectónicos en la lucha de clases interburguesa que vaticinan el seísmo venidero−
representa frente a los anteriores: de la coordinación política de antaño
transitamos hacia la completa unidad política. Esta circunstancia −que al lector
despistado o al adversario malicioso le parecerá un mero cambio de palabras−
expresa toda una diferencia de contenido en las relaciones internas de la
vanguardia marxista-leninista, además de prefigurar la dirección de su
deseable desenvolvimiento ulterior». (Comité por la Reconstitución; Línea
Proletaria, Nº1, 2016)
¡Claro! ¡El «joven Movimiento de la Reconstitución» −que ya tendría edad como
para sacarse el carnet de conducir y haber acabado una carrera− ha conseguido
un hito milagroso! ¡¡Ha sacado un comunicado firmado por las varias
organizaciones que lo conforman!! ¡Sí, señor! Eso sin duda tiene que quedar
registrado en los libros de historia. Pero, por favor, fíjense en el lenguaje de este
panfleto, ¡en ese tono a medio camino entre el lenguaje poético de Mao y las
ínfulas de grandeza de Trotski! No sabemos qué es más patético, si el lenguaje
rocambolesco o las ridiculeces que se sueltan a través de él. Y no solo eso, en 2016
comienza el «gran viraje», pues dan a entender que con la creación de una web y
el reparto de unas octavillas se notan ya los «cambios sustanciales y de
importancia notoria». ¡Enhorabuena! Habéis conseguido el mismo «hito» que
unas quinientas organizaciones más.
La producción teórica de vuestra revista es de seis números entre 2016-21, casi
llega a los dos números por año. ¡Ánimo! Reconstrucción Comunista se funda en
2009 y su revista «De Acero» comienza en 2017. A partir de entonces tiene una
poderosísima tirada de 20 números en 5 años. ¡Wow! Todo ello engalanado en un
formato de miniartículos muy pobres con imágenes a mansalva y un tamaño de
letra enorme para intentar dar sensación de que hay más texto del que realmente
existe. ¡Buen intento muchachos! Bueno, y nos hemos olvidado de la irrupción en
2019 del Frente Obrero con su revista «Unión», cuyos boletines de 15 páginas al
parecer deben de ser tan revolucionarios que reciben el aplauso de los principales
personajes de Falange, Vox o España 2000. ¡Qué majestuosas gestas! ¡Qué
envidia! Fuera ironías, para unos y otros, esta nimiedad cuantitativa y cualitativa,
este «temblor» que apenas se ha sentido en su particular planeta revisionista, les
parece constitutivo de algo realmente transcendente, una proeza que «expresa
toda una diferencia de contenido en las relaciones internas de la vanguardia
marxista-leninista».
No hace falta comentar nada más en torno a este guion de ciencia ficción. ¿Se
diferencian algo de los mundos de fantasía en que viven los actuales líderes del
PCE (r), PCPE, PCE (m-l), PCOE, PCTE o RC? En absoluto, también son puro
«patetismo revolucionario»:
Nótese cómo en el año 2003, desde uno de sus medios de expresión, «La Forja»,
justo poco antes de exhalar este periódico su último aliento, aún tuvieron fuerzas
para afirmar con su cinismo característico:
Consideramos que esta sección es una de las más importantes debido al alto grado
de ignorancia que existe en torno a la cuestión de la intelectualidad y su ligazón
con el partido revolucionario, por lo que pedimos al lector que preste especial
atención y si fuera necesario notifique cualquier duda o crítica correspondiente.
«Entonces había que andar buscando uno a uno a los obreros conscientes de su
situación como obreros y de su contraposición histórico-económica con el
capital, pues esta misma contraposición estaba todavía en mantillas. (…)
Entonces, los pocos hombres que habían sabido comprender el papel histórico
del proletariado tenían que reunirse secretamente, que agruparse a escondidas
en pequeñas comunas de 3 a 20 individuos». (Friedrich Engels; Contribución a
la Historia de la Liga de los Comunistas, 1885)
Tomemos el caso ruso, que es bien claro al respecto, ¿quiénes fueron los primeros
autores responsables de popularizar las ideas de Marx y Engels en el Imperio
ruso? Los Plejánov, Struve, Potrésov, Axelrod, Deutsch, Chjeidze, Zasúlich,
Lenin, incluso si nos retrotraemos a sus antecedentes más inmediatos, los
populistas, los Herzen, los Belinsky, los Chernyshevski. ¿Acaso no procedían
todos ellos de familias medias acomodadas o nobles, no se dedicaban ellos
mismos a labores de abogacía, escritura, intendencia, profesorado? ¿No es a su
vez cierto que muchos de ellos «abandonaron el barco» y se deslizaron hacia el
liberalismo burgués −o algo peor−? Incluso si nos vamos a noviembre de 1917, y
revisamos el Primer Consejo de Comisarios del Pueblo, aproximadamente once
de los quince miembros se dedicaban a labores intelectuales. Entonces, ¿qué
sentido tiene negar los hechos históricos sobre el papel de la intelectualidad en la
conformación de los movimientos revolucionarios? Solo la confusión o la
demagogia se puede esconder tras este negacionismo de los hechos históricos:
Que a estas alturas muchos no hayan comprendido todo esto solo refleja el
retroceso de décadas e incluso siglos en este tipo de cuestiones tan básicas.
Pero, ¿por qué la intelectualidad es una capa social que parece ser tan polémica,
que crea tantas animadversiones o admiración? En primer lugar, porque en
ocasiones algunos de sus miembros logran un gran estatus social, que puede ser
motivo de molestia o de embelesamiento hacia ellos. En segundo lugar, porque
en el capitalismo se multiplica su número, por tanto, su presencia se hace notar.
La razón de esto último responde a una extensión de las necesidades del sistema,
como bien argumentaron marxistas como Karl Kautsky en «La intelectualidad y
la socialdemocracia» (1895). Pero tomemos algo menos desconocido para el
lector y de mayor autoridad, a ver si así algunos empecinados prestan atención,
vayamos a Lenin:
A todo esto, cabe reflexionar sobre una cuestión de fondo mucho más
trascendente, ¿por qué ha sido esta intelectualidad la que ha tenido tanto
protagonismo en la dirección de los movimientos revolucionarios? De nuevo, lo
primero que habría que comentar es que su posición no se entendería sin el
desarrollo y división existente en la sociedad entre trabajo físico e intelectual. A
fin de cuentas, por las necesidades de su propia vida laboral, el intelectual medio,
a diferencia del obrero medio, tiene un bagaje de conocimientos culturales y de
tiempo para el estudio de los que el segundo no dispone, tan simple como eso.
Asimismo, por sus características intrínsecas, el intelectual suele cosechar unos
vicios particulares −vanidad, pedantería, falta de disciplina, egocentrismo−,
mientras la clase obrera suele sufrir de otros diferentes −enorgullecimiento de su
embrutecimiento, la creencia de que no puede instruirse como los intelectuales,
la excesiva impresionabilidad o envidia hacia las figuras con conocimientos, el
fanatismo por los dirigentes, etcétera−. En el caso de los intelectuales, con tal de
ser útiles a la causa progresista, deberán aprender de la humildad, disciplina y
compromiso con sus iguales de la clase obrera, mientras que esta última deberá
aprender del amor inagotable por los conocimientos que caracteriza a los
intelectuales. Además, los trabajadores deben ir abandonando poco a poco la
complacencia y victimismo sobre su ignorancia y aprender a dirigir sus destinos
sin complejos.
Esto no implica, claro está, que ignoremos a otras capas que decidan aceptar tal
ideología no como un pasatiempo, sino como la única respuesta capaz de sacar a
sus homólogos del atolladero actual. Aquellos a los cuales se les encoje el corazón
de ver cómo este sistema condena a la mendicidad y la prostitución intelectual a
su pueblo, aquellos que no contienen ya la rabia y repulsa al observar las cargas
pesadas que soportan día a día sus seres queridos para poder subsistir, aquellos
quienes conscientes de las circunstancias, son testigos del desalentador hecho de
ver cómo se infrautiliza o denigra a toda gente honesta y de utilidad,
desperdiciando la fuerza y energía de la flor y nata de toda una generación. Pero
todo ese sentimiento y pasión justificada no será algo provechoso si no se sabe
canalizar mediante la ciencia, y es ahí donde entra el materialismo histórico,
como herramienta filosófica de las leyes sociales, la cual puede y debe ser una
brújula que arroje dirección entre tanta desorientación.
¿Por qué deben trabajar codo con codo los trabajadores manuales e
intelectuales?
Para quien no lo sepa, el desprecio hacia los intelectuales sin mayor foco sobre
los argumentos que estos sostienen, ha sido históricamente un truco de
ilusionismo del acusador para encubrir la insuficiencia e impotencia teórica
frente al adversario. En su momento, tanto proudhonnistas como bakunistas
fueron conocidos por prodigarse en este sentido:
«El propio Marx fue el objetivo de ataques por parte de antiintelectuales. Así el
que fue amigo y compañero durante toda su vida, Frederick Lessner, recordó
que Marx había sido recibido con gritos de «¡Abajo los intelectuales!» cuando
apareció en la primera reunión de la Liga de los Comunistas en Londres en 1847.
Del mismo modo en el congreso fundacional de la Asociación Internacional de
los Trabajadores los proudhonnistas introdujeron una moción para excluir de
aplicación a la membresía a los −trabajadores del pensamiento−. Dirigida
exclusivamente contra Marx −el cual por razones de táctica no atendió al
congreso− y en menor medida contra los bakuninistas, la moción fue tumbada.
Por último, Bakunin atacó a Marx sobre la base de que sus teorías
inevitablemente conducirían a un «gobernar de los científicos» −el más
estresante, odioso y despreciable tipo de gobierno en el mundo−». (Shlomo
Avineri; Marx y los intelectuales, 1967)
Huelga anotar cómo en el trabajo moderno se requiere las más de las veces de
una combinación de trabajo físico e intelectual, por lo que tal calificación es
siempre aproximada y condicional a una referencia −país, época y sistema de
producción−. Esto significa que la aproximación o evolución hacia uno u otro no
borra, por supuesto, la total diferenciación entre trabajos físicos e intelectuales.
En cualquier caso, lo importante para nosotros, respecto a este tema tan
transcendente, es que los trabajadores, bien se dediquen a funciones más
mentales o más manuales −hablamos en ambos casos de los revolucionarios,
claro está− deben superar un problema: la clásica separación mecánica entre
ambos, no ya en lo que actualmente son, sino en lo que deben de aspirar a ser.
Obviamente, los primeros, por su tipo de trabajo, han sido los que provienen de
una educación más familiarizada con las ciencias y la cultura, por ello han tenido
la fortuna de tener un acceso más temprano al marxismo, de dedicarle mayor
tiempo de estudio como para que muchas veces sean ellos quienes otorgan al
movimiento político los apuntes necesarios y desarrollen funciones muy
específicas de la organización que implican cualidades y conocimientos de tipo
mental. A su vez, muchos intelectuales −músicos, filósofos, escritores,
historiadores, antropólogos, pintores− siempre han tenido el peligro latente de
descarrilarse con las nuevas modas filosóficas de su campo predilecto y de perder
la cercanía con las preocupaciones reales del pueblo, dedicándose a banalidades.
Los segundos, al contar con poco tiempo tras cumplir su jornada y debido a su
agotadora función física, han tenido que sobreponerse para estudiar y estar al día
en cuanto a política y formación ideológica, pero la aspiración de cualquier
trabajador −se dedique a una función más manual o intelectual− es convertirse
−en la medida de lo posible− en un «intelectual», entiéndase por esto «conocer,
indagar y saber defender correctamente en varios formatos la ideología que
profesa». Para ello deberá seleccionar bien las fuentes de estudio, organizarse y
optimizar al máximo el tiempo. De lo contrario, todos, absolutamente todos,
serán presas fáciles para el charlatán de turno, tengan un nivel cultural alto o
bajo.
Véase la siguiente descripción del modo de vida de ambos que dieron los autores
soviéticos:
Los fundadores del comunismo científico, tanto Marx, Engels como Lenin,
procedían de la intelectualidad burguesa. La intelectualidad proletaria
revolucionaria que toma forma bajo el capitalismo juega un papel
extremadamente importante en el desarrollo de la ideología socialista del
proletariado. En el pasado, sólo unas pocas decenas de valientes y
revolucionarios de la intelectualidad se pasaron al lado de la clase trabajadora.
En la era moderna, cuando la decadencia del capitalismo ha llevado a la
sociedad a un callejón sin salida y amenaza con la destrucción de todas las
conquistas de la cultura, cuando la locura espiritual de la burguesía se vuelve
cada vez más evidente, amplios sectores de gente honesta y pensante de entre la
intelectualidad se está poniendo del lado del comunismo». (Partido Comunista
de la Unión Soviética; Materialismo histórico, 1950)
Por último, aclarar que por «intelectual» nos referimos a quien se dedica a
labores intelectuales, no al origen social del mismo, que puede ser muy variado,
pudiendo provenir desde la clase obrera a la clase burguesa pasando por una
infinidad de capas intermedias. Es más, como ya se ha dicho, una vez que un
sujeto está dentro de la estructura revolucionaria, provenga de donde provenga,
tiene que ser lo más «intelectual» que sus capacidades le permitan ser para sus
tareas diarias de militancia. Esto ni siquiera es un requisito momentáneo, puesto
que la alta formación ideológica y la gran dirección de mando son unas
capacidades mentales que la colectividad exigirá a sus hijos. El día de mañana
nadie mirará tanto si provienes de una familia de tenderos, militares,
industriales, obreros, empleados públicos o artistas, sino que se exigirá contar
con personas con una moral y destreza a la altura de los retos de la comunidad,
puesto que otros en tus mismas condiciones −o peores− han superado su atraso
cultural y otros obstáculos, y nosotros no nos igualamos y comparamos a la baja,
sino que pretendemos emular, alcanzar o incluso superar a los de arriba, a
nuestros mejores compañeros y referentes, tanto en valores físicos como
intelectuales.
En efecto, pareciera que todas estas cuestiones, aun siendo tan básicas, causan
enorme distorsión entre las cabecitas de los jefes revisionistas, bien sea por
desconocimiento u oportunismo, lo mismo da. Algunos de nuestros lectores se
preguntarán con razón: «¿Por qué unos elevan al intelectual como capa de
vanguardia y otros lo desprecian totalmente?». ¡A saber! La confusión que
albergan en sus mentes y las locuras que plantean son tan difíciles de comprender
que perderíamos horas queriendo hacer de psicólogos con gente cuyo
diagnóstico, muy seguramente, sería el de defunción psíquica irreversible.
Antes que nada, habría que poner en contexto al lector y recordar que, en la Rusia
de 1913, de los trabajadores en activo, solo el 8,6% trabajaba menos de 9h, el 57%
hasta 10h, el 34,4% más de 10-12h. (Cuestiones de Historia, Nº6, 1958)
Hoy, si bien es cierto que, a diferencia de siglos anteriores, en el que las jornadas
laborales superaban las 12h, el tiempo de trabajo se ha reducido a las 8h −siempre
sobre el papel, está claro−. Sin embargo, hemos de seguir sumando toda la serie
de tareas y preocupaciones que se generan tanto en el hogar como en el círculo
social. La evolución del trabajo en la etapa de los grandes monopolios y las
grandes cadenas de montaje derivó, como sabemos, en un sinfín de trabajos cada
vez más sencillos, pero a cada cual más tediosamente mecánico. En tiempos de
«precarización laboral», al trabajador se le obliga a imbuirse en el maravilloso
mundo de los empleos temporales y a la media jornada, al pluriempleo; bien
como complemento para su trabajo fijo de 8h o como concatenación de varios
pequeños trabajos para sumar un sustento que le permita la subsistencia −valga
la redundancia−. Esta es otra de las «grandes oportunidades» que nos brinda el
capitalismo para poder llegar a fin de mes. Todo esto convierte al trabajador
manual en un ser de gran penumbra espiritual, falto de ánimo y autoestima, que
debe abstraerse y contentarse pensando que debe «aguantar» en pos de un fin
mayor: pagar la hipoteca de la casa, la comida y la vestimenta familiar; en suma,
sobrevivir.
«El primer hecho histórico es, por consiguiente, la producción de los medios
indispensables para la satisfacción de estas necesidades, es decir, la producción
de la vida material misma, y no cabe duda de que es éste un hecho histórico, una
condición fundamental de toda historia, que lo mismo hoy que hace miles de
años, necesita cumplirse todos los días y a todas horas, simplemente para
asegurar la vida de los hombres». (Karl Marx y Friedrich Engels; La ideología
alemana, 1846)
Ahora, pensar tal y como hacen los «reconstitucionalistas», que todo esto no tiene
demasiada importancia porque vivimos en plena era digital donde podemos optar
a un acceso a la información cien veces mayor, que se han conquistado una serie
de derechos o hay acceso a un nivel cultural superior al de hace siglos, es poco
menos que una broma, la constatación de la estulticia de su pensamiento, del
maremágnum de ignorancia que portan. La mayoría de asalariados que vuelven
a casa exhaustos del trabajo no van a decidir espontáneamente indagar sobre qué
es eso del marxismo, y los que tienen tal inquietud apenas tienen el tiempo y la
vitalidad que quisieran para dedicarle a su formación; el cansancio agota su
cuerpo y apaga su espíritu. Por otra parte, el sistema capitalista se ha encargado
también de que tengan a su acceso múltiples distracciones banales, actividades
de ocio que alejan aún más al trabajador promedio de la teoría revolucionaria.
Pensar lo contrario es vivir en una realidad paralela, la cual indica o bien que
nunca han experimentado tal sensación o bien que simplemente no saben
distinguir entre su particular mundo interior y la realidad de millones de
personas. Esto es algo que además choca directamente con la realidad, algo que
ellos mismos son conscientes en parte cuando reconocen que la burguesía, en
toda época, intenta echar atrás esas concesiones de derechos laborales y servicios
públicos en materia de sanidad y educación, obstaculizando tanto el acceso a la
información como precarizando su situación laboral con el fin de mantener o
aumentar sus beneficios.. Véase el capítulo: «La burguesía frente al negocio de la
educación» (2021).
De nuevo parece que Lenin nos ayuda a ubicar qué son y en qué poltrona
ideológica se coloca la famosa LR. Pero no podemos dejar de lado lo más
importante aquí: hoy seguramente existan más de cincuenta organizaciones que
se autodenominan «marxistas», «comunistas», «revolucionarias», etc. ¿Es esto
genial? No, más bien horroroso. Esto no solo implica una división, sino que, para
más mofa y regocijo de la burguesía, ni una sola de ellas cumple con ese «papel
subjetivo» de «organización de los trabajadores», ese rol encargado de
inocularles la ideología «desde fuera» −y también, por supuesto, de promover su
«autodinamismo»−, por eso el banquero, el industrial y sus lacayos duermen
tranquilos.
¡Pero hay más! En una sociedad que en gran parte acepta mitos como que «Cuba
o Venezuela son marxistas»; que vivimos bajo la «tiranía del social-comunismo
del PSOE-Podemos»; donde observamos cómo Vox y todo tipo de grupos
nacionalistas y fascistoides cada vez tienen más apoyos… pese a todo esto a
algunos les parece que «los trabajadores se están revolucionarizando». Y otros,
que pese a reconocer el sombrío panorama en el que nos hallamos −por supuesto
superable−, ¡todavía se atreven a proponernos como receta mágica la
«autoorganización» de la clase obrera! ¿Alguien puede dudar de la fe religiosa e
ilusa del utopismo premarxista? Pero, en realidad, bajo la situación actual a
inicios de la década, ¿en qué posición quedan la mayoría de trabajadores
asalariados? Pues no es muy difícil de imaginar, se les condena a ser presas de la
tradición y la espontaneidad del capitalismo. Nos gustaría saber dónde ven los
«reconstitucionalistas» esta caracterización diferente respecto a las épocas
anteriores, esa «nueva situación» que otorgue a los obreros en abstracto esta
responsabilidad de ser «ellos mismos» quienes luchen por trasladar la teoría de
vanguardia a las masas. Es más, no proporcionan ninguna prueba factual que
demuestre esta supuesta diferencia, y, por el contrario, lo que continúa
ocurriendo es que:
A mediados del siglo XIX, Marx y Engels ya criticaron a los populistas de toda
índole, quienes ya adelantaron la noción maoísta de la «línea de masas», donde
se confiaba en apelar «al instinto» de las «masas» en abstracto, el cual siempre
estaría en lo cierto. Esto está recogido en «Neue Rheinische Zeitung Revue» en
artículos como «Revisión» (1850). Para los Mazzini y compañía, resultaba que
todos los seres humanos en general están penetrados por un espíritu rojo, pero
que este está sublimado, reprimido, por lo que deben preocuparse de «encender
el fuego», activar ese «instinto» que traerá la «armonía» en La Tierra, y para ello,
se basaban en fórmulas primitivas como la «solidaridad» o la «esperanza», lo
cual pensaban que a no mucho tardar reuniría al pueblo al unísono:
Pero esto fue calificado como una necia ilusión más propia de evangelistas cuya
única arma era la fe. Se puede explicar más extensamente: tiempo después Marx
detalló por qué la dinámica del capitalismo atrapa al hombre en la desidia, la
apatía y el desinterés, esto es, lo que toda la vida se ha denominado como
alienación, por lo que su elevación ideológica, sus capacidades combativas y su
organización no es tan sencilla como estos señores venden:
«No basta con que las condiciones de trabajo cristalicen en uno de los polos
como capital y en el polo contrario como hombres que no tienen nada que
vender más que su fuerza de trabajo. Ni basta tampoco con obligar a éstos a
venderse voluntariamente. En el transcurso de la producción capitalista, se va
formando una clase obrera que, a fuerza de educación, de tradición, de
costumbre, se somete a las exigencias de este régimen de producción como a las
más lógicas leyes naturales. La organización del proceso capitalista de
producción ya desarrollado vence todas las resistencias; la creación constante
de una superpoblación relativa mantiene la ley de la oferta y la demanda de
trabajo y, por ello, el salario a tono con las necesidades de crecimiento del
capital, y la presión sorda de las condiciones económicas sella el poder de
mando del capitalista sobre el obrero. Todavía se emplea, de vez en cuando, la
violencia directa, extraeconómica; pero sólo en casos excepcionales. Dentro de
la marcha natural de las cosas, ya puede dejarse al obrero a merced de las
«leyes naturales de la producción», es decir, puesto en dependencia del capital,
dependencia que las propias condiciones de producción engendran, garantizan
y perpetúan». (Karl Marx; El capital, Tomo I, 1867)
Pero los «reconstitucionalistas» nunca han estado de acuerdo con esta evidencia
tan obvia como la vida misma y, confundiendo estrepitosamente las experiencias
del socialismo utópico −Saint-Simon, Fourier, Owen− con las del socialismo
científico −Marx, Engels, Lenin−, afirmaban sin vergüenza alguna:
Ahora, dicho esto, y a riesgo de ser cargantes, repetiremos una vez más: también
yerran todos aquellos que desde el primer momento se empecinan en ignorar la
historia negando el papel de la intelectualidad. La mayoría de figuras de
renombre del marxismo que hoy son famosas han sido intelectuales, los mismos
que abjuraron de una vida llena de comodidades, tiempo libre y ocio, para pasar
a ocupar su tiempo, formulando, debatiendo, investigando, difundiendo,
jugándose el pellejo… en definitiva, obrando para las clases populares y toda la
humanidad, lo que no les auguraba precisamente un progreso laboral, fama, ni
un sustento mensual.
«La historia de todos los países atestigua que la clase obrera, exclusivamente
con sus propias fuerzas, sólo está en condiciones de elaborar una conciencia
tradeunionista, es decir, la convicción de que es necesario agruparse en
sindicatos, luchar contra los patronos, reclamar del gobierno la promulgación
de tales o cuales leyes necesarias para los obreros, etc. En cambio, la doctrina
del socialismo ha surgido de teorías filosóficas, históricas y económicas que han
sido elaboradas por representantes instruidos de las clases poseedoras, por los
intelectuales». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; ¿Qué hacer?, 1902)
Estas conclusiones destierran todas las teorías que los pseudomarxistas han
propagado en torno a que los intelectuales populares no son necesarios, cuando
en realidad son imprescindibles. Pero claro, para una formación que no necesita
reflexionar demasiado, o que sus acciones funcionan en base a las apetencias
personales, no solo no tendrá por necesario contar con intelectuales de valor, sino
que estos, de haberlos, lo serán en la acepción más peyorativa del término.
Por resumir muy rápidamente esta noción del «obrerismo», la cual hemos ido
describiendo sin mencionarla por este nombre, está basada en la holgazanería de
idealizar a una clase social, como si sus individuos fuesen un todo homogéneo,
más allá de lo que la realidad diga acerca de su comportamiento y opiniones
políticas. Con ello uno se ahorra tener que investigar, analizar y dar explicaciones
a las disparidades, contradicciones y paradojas en el campo social. Mientras unos
creen que el comportamiento crea nuestra posición en la esfera social… otros
parten de que es la posición económica la que determina hasta el último de
nuestros gestos; son estas desviaciones «subjetivistas» y «objetivistas»,
respectivamente. El primer grupo corresponde al de los voluntaristas y el segundo
al de los economicistas vulgares.
Según ellos, para que Lenin hubiera sido útil, debió meterse a trabajar en la
fábrica Putilov, aquello de ser un «revolucionario profesional», el lanzarse a
brindarnos las obras polémicas más relevantes de su tiempo −con las que se
formará a las próximas generaciones de militancias de todo el mundo−, parece
ser que solo eran excusas de un intelectual malacostumbrado para justificar su
«trabajo cómodo», el típico pretexto del sujeto mimado, aburguesado. Fuera de
bromas, he aquí un patético «ascetismo de clase» que recuerda a las normas
absurdas del PSOE de finales del siglo XIX, las cuales prohibían a los intelectuales
tener cargos para «evitar la degeneración ideológica», como si el mero extracto
social fuese a garantizar absolutamente la «pureza ideológica» −ya vimos cómo
les fue tal ensayo «obrerista»−. Justamente esta desviación es la contraria a la
que hoy predomina en los grandes partidos actuales, que creen que es «normal»
que el partido esté lleno de adolescentes antes que adultos, o que proliferen los
pequeño burgueses por delante de los obreros. ¿¡Qué decir!? Que ni tanto, ni tan
calvo. Obviamente, por su cantidad numérica y sus propias condiciones
materiales, la composición social obrera es algo importante, pero sin llegar a los
extremos antes comentados, puesto que el partido no puede permitirse el lujo de
no admitir al intelectual o de segregarlo dentro del partido:
«Por esta razón, el intelectual revolucionario, sea obrero o no, para convertirse
en vanguardia de la clase debe formar parte de ella. (…) Sólo es posible si
quienes aportan a la clase trabajadora la ideología que le abra las perspectivas
de su liberación son miembros de la propia clase, independientemente de su
origen social. Sólo así podrán ser vanguardia proletaria −y, por tanto, parte de
esta clase−, sólo así podrán actuar como verdaderos revolucionarios y no como
bienintencionados reformadores. La vanguardia se convierte en parte de la
clase cuando se dirige hacia ella y se funde con ella en PC». (Partido Comunista
Revolucionario (Estado Español); La Forja; Nº10, 1996)
«Si se habla de los intelectuales que no ocupan todavía una posición social
determinada, o de los que la vida ha desalojado ya de su posición normal y que
se pasan al campo del proletariado, entonces será absurdo por completo
contraponer esta intelectualidad al proletariado. Como cualquiera otra clase de
la sociedad moderna, el proletariado no sólo forma su propia intelectualidad,
sino que, además, conquista partidarios entre toda la gente culta». (Vladimir
Ilich Uliánov, Lenin; Aventurerismo revolucionario, 1902)
La cuestión del origen social, ¿quién puede adherirse al marxismo-
leninismo?
Pero ahora centrémonos mejor en otras capas sociales en las que quizás esto es
menos evidente. Existe una notable incompatibilidad entre las aspiraciones del
marxismo y muchos de los intereses de estas capas sociales intermedias que se
ubican entre la clase burguesa y la clase obrera:
d) Del mismo modo que, por poner un último ejemplo, el empleado de un banco
no quiere oír eso de que debemos buscar una sociedad donde se logren rebajar
las diferencias salariales y, finalmente: «¡De cada cual, según sus capacidades, a
cada cual según sus necesidades!». Eso a él no le convence, prefiere cobrar por
encima de la media y trabajar lo justo.
Aquí ocurre algo muy parecido. Claro que existen y existirán «jerarquías», y estas
serán necesarias para responder una demanda social, incluso en una sociedad
comunista donde no haya clases sociales. Y entiéndase como jerarquía una de
estas acepciones de la RAE: «Gradación de personas, valores o dignidades» o
«Principio que, en el seno de un ordenamiento jurídico, impone la subordinación
de las normas de grado inferior a las de rango superior». Y entiéndase por
«social» algo tan simple como: «Relativo a la sociedad». Ergo, como acabamos
de observar, estos «deslices terminológicos» entre los «reconstitucionalistas»
son sumamente frecuentes y no son casuales, sino producto de su oscura y
pedante filosofía. El maoísmo siempre se valió de esta ambigüedad terminológica
en conceptos como «línea de masas» o «lucha de dos líneas» para mantener en
un momento una cosa y al poco tiempo la contraria, para que los «guardias rojos»
se despiezasen unos a otros peleando sobre qué dijo Mao o sobre qué quiso decir
«exactamente». Hicieron acopio de la famosa «hermenéutica», la cual
convirtieron en todo un arte del engaño interesado. Por eso actualmente cada
maoísta nos responderá una cosa diferente respecto a los propios preceptos de su
doctrina.
«Cuando se dice que la experiencia y la razón prueban que los hombres no son
iguales, se entiende por igualdad, igualdad de aptitudes o identidad de fuerza
física y de capacidad mental. Queda entendido que en este sentido los hombres
no son iguales. Ninguna persona sensata y ningún socialista olvidan esto. Pero
este tipo de igualdad nada tiene que ver con el socialismo. (...) La abolición de
las clases significa colocar a todos los ciudadanos en un pie de igualdad respecto
de los medios de producción, que pertenecen a la sociedad en su conjunto;
significa brindar a todos los ciudadanos iguales oportunidades de trabajo en los
medios de producción de propiedad social, en la tierra de propiedad social, en
las fábricas de propiedad social, etc. (...) [Los marxistas] entienden por
igualdad, en la esfera política, la igualdad de derechos, y en la esfera económica,
según queda dicho, la abolición de las clases. Por lo que respecta a la igualdad
humana en el sentido de igualdad de fuerza y de aptitudes −físicas y mentales−,
los socialistas no piensan siquiera en implantarla». (Vladimir Ilich Uliánov,
Lenin; Un profesor liberal opina sobre la igualdad, 1914)
Ejemplos de este «buen uso de las jerarquías» son el derecho del pueblo a la
elección de los representantes de los sóviets −asambleas de trabajadores− y la
ejecución de sus tareas político-económicas; el derecho y obligación de que todos
los miembros del partido comunista −bien sean dirigentes, militantes medios o
de base− pidan y rindan cuentas ante todos respecto a sus aciertos y errores−, lo
mismo cabe decir para los cargos públicos del sistema. También sería
paradigmática la elaboración de proyectos de planificación económica para no
desechar recursos y satisfacer las necesidades fundamentales de todo el país,
tanto a nivel nacional, regional como local; la centralización de la economía sirve
para que nadie use los medios de producción en detrimento del interés colectivo,
para tener un poder de decisión efectivo a la hora de valorar si en un determinado
momento de necesidad o emergencia es pertinente disminuir la producción
económica en un sector para concentrar más recursos en otro.
Y podríamos continuar con ejemplos hasta aburrir de este espíritu servil y místico
al «gran líder»:
«El Presidente Mao Zedong es el genio más grande. Sus instrucciones son
clarividentes y grandes previsiones científicas. Al principio con frecuencia no
entendemos plenamente muchas de estas instrucciones o incluso estamos muy
lejos de entenderlas». (Pekín Informa; Vol.11, Nº11, 15 de marzo de 1968)
Muy parecido a lo que recetaba Comte para sus fieles: «¡Tendrán que confiar en
mí!».
«No se puede esperar, sin duda, hacer nunca suficientemente accesibles a todas
las inteligencias estas pruebas positivas de algunas reglas morales destinadas,
sin embargo, a la vida común; pero ya ocurre otro tanto para diversas
prescripciones matemáticas, que se aplican, no obstante, sin vacilación en las
ocasiones más graves, cuando, por ejemplo, nuestros marinos arriesgan todos
los días su existencia sobre la fe de teorías astronómicas que no comprenden en
modo alguno; ¿por qué no se ha de conceder también igual confianza a nociones
más importantes?». (Auguste Comte; Discurso sobre el método positivo, 1844)
Por supuesto, esto no era sino una copia del esquema-idea de su mentor, Saint-
Simon. Este en su obra «Cartas de un habitante de Ginebra a sus
contemporáneos» (1803), creaba una división en tres clases: «sabios, artistas y
todos los hombres que tienen ideales liberales»; aquellos que «no desean nada de
innovaciones» y «los no propietarios», a los cuales se les prometía, como
cualquier tecnócrata de hoy, «reducir la porción de dominio de los ricos» sobre
ellos para que puedan «instruirse mejor». En dichas cartas se manifestaba a favor
de una «sociedad científica», ¿cómo? Pidiendo a los industriales que se dejasen
guiar por sus fabulosos consejos, sin dejar de destacar que su objetivo era
«retornar al orden», cosa que, según él, «había conseguido Napoleón Bonaparte»
−al cual le envió sus obras, considerándole «el único contemporáneo capaz de
juzgarlas»−.
Años después, el marxista francés Paul Largue describió esta realidad tan agria
como jocosa de este tipo de intelectuales, como el famoso sociólogo positivista
Durkheim, donde lejos de entender lo que es el sistema que tienen delante y el
carácter de las clases que lo detentan, reptan buscando integrarse en él
presentando, eso sí, todo tipo de proyectos surrealistas:
«Los intelectuales de todas las categorías deberían haber sido los primeros en
rebelarse contra la sociedad capitalista, en la que ocupan una posición
subordinada, tan poco acorde con sus esperanzas y sus talentos: pero ni
siquiera lo comprenden; tienen una comprensión tan confusa de ella que
Augusto Comte, Renan y muchos otros más o menos famosos han soñado con
reconstituir para su propio beneficio una aristocracia modelada sobre el modelo
del mandarín chino. (…) Una de las luces del intelectualismo, M. Durkheim, en
su libro «La división del trabajo social» (1893), que tuvo gran revuelo en los
círculos universitarios, sólo puede concebir la sociedad sobre la base del patrón
social del antiguo Egipto, quedando cada trabajador, toda su vida, confinado a
una y la misma profesión». (Paul Lafargue; El socialismo y los intelectuales,
1900)
IV
El curioso «método revolucionario» de la LR para analizar
la historia
«La esencia teórica del error en que incurre en este caso el camarada Bujarin
consiste en que sustituye la relación dialéctica entre la política y la economía −
que nos enseña el marxismo− con el eclecticismo. «Lo uno y lo otro», «de un lado
esto, de lo otro lado»: tal es la posición teórica de Bujarin. Y eso es eclecticismo.
La dialéctica exige que las correlaciones sean tenidas en cuenta en todos los
aspectos de su desarrollo concreto, y no que se arranque un trocito de un sitio y
un trocito de otro». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Una vez más acerca de los
sindicatos, el momento actual y los errores de los camaradas Trotski y Bujarin,
1921)
¡Cuánta razón! ¿Quién no ha visto durante años cómo los maoístas parloteaban
sobre los «errores de Stalin»? No seremos nosotros los sospechosos de no ejercer
una crítica severa hacia nuestros autores de referencia, sean quienes sean, pero
esto es diferente, pero el maoísmo se ha malacostumbrado demasiado a aquello
de soltar fórmulas abstractas que nada aportan a la cuestión que pretenden tratar:
«¡La razonada teoría debe ir unida de una correcta práctica!». «¡Debemos
combatir el pragmatismo derechista como al aventurerismo de izquierda!».
¡Tremenda revelación señores! O como en este caso: «Debemos rescatar lo
positivo de Stalin y condenar lo negativo». Tautologías, frases vacías que nada
aclaran. Hasta nuestros oídos ha llegado que cuando uno de estos hombrecillos
rompe sentimentalmente con su pareja también taladra a la pobre muchacha con
su frase favorita: «¡Compañera, es hora de hacer balance!».
Los que se golpean el pecho de conocer los «errores y limitaciones del Ciclo de
Octubre», son los mismos que declaraban que el maoísmo, esa corriente
terriblemente ecléctica, era el coronario del marxismo:
¿Por qué se llega a puntos tan delirantes? Aunque nunca lo reconozcan, porque
desesperados su fin es intentar ampliar el número de «corrientes» y «escuelas»
que se pueden sumar a la LR. Realmente, el único requisito, como en época de
Mao o Gonzalo, es que no se discuta demasiado los dogmas de la camarilla de
turno. Sino la «lucha de dos líneas» se verá obligada a ponerte el capirote al
«traidor» que ofendiendo al «gran emperador» y su cohorte ha emprendido la
senda del «camino capitalista». Pero tranquilos, hasta que eso ocurra, ¡todo
estará bien! ¡Quizás hasta te nombre su sucesor en los estatutos partidistas!
Por consiguiente, los líderes del PCE (m-l) o los jefes de la LR deberían reconocer
su total desconocimiento del materialismo dialéctico e histórico como para
asumir la tarea de aspirar a ser vanguardia del movimiento de los desposeídos.
Ante los que acusan de tal visión de tomar al marxismo como ciencia como una
«postura dogmática», dejemos que Lenin responda nuevo:
En todo caso, nos debe quedar claro que en la Edad Contemporánea el capitalista
en el poder no necesita siempre operar racionalmente −sobre todo en lo referido
a las ciencias sociales, no tanto en las ciencias naturales−, por lo que puede
permitirse el lujo de vender pseudociencias y mentir descaradamente −aun a
riesgo de parecer absurdo−, lo cual hasta bien traído le puede reportar grandes
beneficios. En cambio, el proletariado, dado que aspira a volar por los aires este
sistema hipócrita que gira en torno a la ganancia, el lucro personal y las baratijas
místicas, no puede permitirse confundir sus aspiraciones con las de otras clases
ni ideologías, no puede adoptar medias tintas respecto a qué es y qué desea. Ayer
como hoy, los revolucionarios, al estar en franca desventaja frente a su enemigo
que domina la mayoría de resortes culturales de la sociedad, necesitan más que
nunca valerse de la ciencia social para exponer y vencer la fuerza del Estado
burgués. Pero dado que los hechos históricos y presentes muchas veces se
presentan de forma dispersa o son confusos de comprender hasta para ellos, no
puede fiarse del relato burgués, que aprovechará cada ocasión para utilizar o
manipular la realidad para causas de dudoso fin. Por esto mismo, tienen la
necesidad de valerse de una brújula, de una doctrina −el materialismo histórico
y dialéctico−, que sistematice estas verdades sociales, que las transmita en un
lenguaje llano al pueblo, que alumbre el camino por el que ha de caminar la
humanidad.
En su día, los bolcheviques rusos, acuciados por la necesidad, por el interés y por
la atracción, se vieron abocados a estudiar minuciosamente los movimientos
políticos de sus antecesores más o menos lejanos. En el ámbito internacional, esto
pasaba por familiarizarse con las disputas internas de las organizaciones
francesas o alemanas; en el ámbito interno, tocaba repasar desde las andanzas de
los primeros grupos marxistas rusos hasta las aventuras de los populistas y los
decembristas. Y este proceder era totalmente lógico, pues solo a través de esta
labor podían comprender racionalmente sus limitaciones, sus fracasos, pero
también inspirarse, aprender de sus sorprendentes éxitos, emularlos y
superarlos. Fue gracias a este magnífico trabajo que estos sujetos supieron
rescatar y descubrir toda una serie de axiomas necesarios para alcanzar y
desarrollar la nueva sociedad que ha de construirse. Hoy nosotros, al igual que
ayer ellos, no tenemos otra salida que entender este conjunto de saberes que nos
han legado las experiencias pasadas, pero no porque sea aconsejable, sino porque
directamente es imprescindible adquirir este conocimiento si queremos hacer
algo de valor, algo transcendente en el tiempo.
Pues resulta que no, señor «Dietzgen»; lo que demuestra precisamente las
experiencias del sistema soviético o albanés −y su ulterior ruina− es que hay un
patrón común respecto a otros individuos y colectivos que jamás llegaron a tomar
el poder −y pasaron sin pena ni gloria por la historia−: en todos esos casos no es
necio declarar que hubo una insuficiente labor de «vigilancia» y «depuración» en
cuanto a la selección, formación y desempeño de los cuadros. Ahora, dicho esto,
cuando hablamos de que hubo «falta de vigilancia» no estamos haciendo una
simplificación para ignorar todo el cúmulo de errores y desaciertos que hubo
detrás del movimiento revolucionario −tanto en lo referido a aspectos teóricos
como en su aplicación−. Nada de eso, incidimos en ello porque ignorar este factor
resulta demencial; la esfera de la supervisión y el control sobre lo aprobado por
el colectivo condiciona que las decisiones certeras lleguen a buen puerto, que el
rumbo del proyecto revolucionario no se desvíe de sus objetivos y se fortalezca a
cada paso. Así explicaba este asunto Stalin, sobre cómo evitar la degeneración en
la cuestión organizativa:
Dejando de lado el resto de los factores, que en un momento u otro pueden ser
más importantes, no cabe duda de que estos dos aspectos, la «vigilancia» y la
«depuración», son cotidianos y decisivos, tanto se esté en el poder como si, por
el momento, aún no es así. ¿Por qué? Muy sencillo. Son acciones que emanan de
las necesidades de la vida diaria, del actuar revolucionario y la estructura
partidista: no se puede resolver prácticamente nada sin aplicar estos conceptos.
«Como sabemos, uno, dos o tres dirigentes, por muy excelsos que sean en su
desempeño, no pueden dirigir un partido comunista cuando adquiere un
tamaño medio. La sobrecarga de trabajo y responsabilidades hace que estos
cuadros sufran situaciones de bajo rendimiento, irritabilidad, desmoralización,
gran fatiga e incluso enfermedad. La falta de cuadros conduce al partido a su
liquidación. Si las piezas clave que por la edad, enfermedad, degeneración
ideológica o muerte desaparecen y no son reemplazados debidamente, acaba
desapareciendo también el partido, tan simple como eso. De ahí la necesidad
ininterrumpida de la formación de nuevos dirigentes, de elevar el nivel
ideológico general, llevar un control en base a las normas colectivas del partido,
ejercitar la crítica y la autocrítica para poner freno a las tendencias regresivas
y otras «leyes» del funcionamiento partidista que se conocen, pero
generalmente no se aplican como se debiese. Si no se cumple a rajatabla con
esto, que también es responsabilidad de cada militante, no nos podemos quejar
de que tarde o temprano elementos tan increíblemente mediocres como
oportunistas de la talla de Jruschov, Alia o Marco acaben liderando los
respectivos partidos comunistas, ¿cómo no va a ocurrir si el resto se lo ponen
tan fácil? Siendo justos, si estos partidos se convirtieron en mediocres fue, en
gran parte, porque estaban liderados por mediocres, pero también porque
existía una base pasiva que permitió a estos aprovechados mantenerse en el
poder. Una vez se consolidan este tipo de liderazgos gracias a la inoperancia de
la base, lo tienen fácil para silenciar, expulsar e incluso liquidar los pocos
cuadros críticos con el revisionismo dirigente». (Equipo de Bitácora (M-L):
Fundamentos y propósitos, 2022)
«El general Chou declaró que el Comité Ejecutivo Central Comunista confirmó
sus negociaciones con el Partido Comunista Chino. (…) El general declaró que
Mao Zedong había ordenado informar personalmente al Generalísimo que el
Partido Comunista estaba preparado para cooperar con su gobierno, tanto
durante el periodo interino como bajo el constitucional. Chou también dijo que
el Partido Comunista creía en principio en el socialismo, pero que, en aquel
momento, veían el socialismo como un sistema impráctico para las condiciones
presentes de China y que, en consecuencia, suscribían la introducción de un
sistema político basado en el de los Estados Unidos; que por esto él entendía que
la prosperidad y la paz de China sólo podían ser alcanzadas mediante la
introducción del sistema político, ciencia e industrialización estadounidenses,
así como por una reforma agraria en un programa de iniciativa individual.
Declaró que Mao le había ordenado informarme que el Partido Comunista
estaba satisfecho con la justicia de mi actitud y de que estaban listos para
cooperar con los propósitos del Gobierno de los Estados Unidos». (Mariscal
General al presidente Truman, Chungking, 31 de enero de 1946)
¿Alguien puede pensar, leyendo esto, que este par de pájaros, Mao y Chou, podían
estar un minuto más en la dirección de un partido comunista? ¿Alguien puede
poner en duda que, efectivamente, hubo una falta de control sobre los cuadros
que llegaban a la cúpula? Mas, dado que ahora no es momento de detenernos en
ello, si el lector desea conocer las primeras andanzas del maoísmo, es mejor que
vaya directamente a la documentación disponible. Véase la obra: «Las luchas de
los marxista-leninistas contra el maoísmo: el caballo de Troya del revisionismo»
(2016).
Esto se reflejó en que Marx y Engels, repasando las causas sobre las revoluciones
fallidas, no siempre daban conclusiones del todo acertadas, acotando demasiado
sus conclusiones a una mera cuestión de «falta de desarrollo de las fuerzas
productivas»:
«El que, incluso, este potente ejército del proletariado no hubiese podido
alcanzar todavía su objetivo, y, lejos de poder conquistar la victoria en un gran
ataque decisivo, tuviese que avanzar lentamente, de posición en posición, en una
lucha dura y tenaz, demuestra de un modo concluyente cuán imposible era, en
1848, conquistar la transformación social. (...) El capitalismo tenía todavía, en
1848, gran capacidad de extensión. Pero ha sido precisamente esta revolución
industrial la que ha clarificado las relaciones de clase en todas partes, la que ha
eliminado una multitud de formas intermedias, legadas por el período
manufacturero y, en la Europa oriental, incluso por el artesanado gremial,
creando y haciendo pasar al primer plano del desarrollo social a una verdadera
burguesía y a un verdadero proletariado de la gran industria. Y, con esto, la
lucha entre estas dos grandes clases que, en 1848, fuera de Inglaterra, solo
existía en París y a lo sumo en algunos grandes centros industriales, se ha
extendido a toda Europa y ha adquirido una intensidad que en 1848 era todavía
inconcebible. Entonces, reinaba la multitud de confusos evangelios de las
diferentes sectas, con sus correspondientes panaceas; hoy, una sola teoría,
reconocida por todos, la teoría de Marx, clara y transparente, que formula de
un modo preciso los objetivos finales de la lucha. (...) Hoy, el gran ejército único,
el ejército internacional de los socialistas, que avanza incontenible y crece día a
día en número, en organización, en disciplina, en claridad de visión y en
seguridad de vencer». (Friedrich Engels; Prefacio a la obra de Karl Marx: «Las
luchas de clases en Francia de 1848 a 1850», 1895)
En estas citas encontramos lo siguiente que ha de ser comentado con ojo crítico:
c) Esta teoría tampoco estaría en capacidad de explicar, ni mucho menos, por qué
el marxismo no triunfó en los EE. UU. o en la Inglaterra de mediados y finales del
siglo XIX, seguramente los dos países más avanzados en cuanto a fuerzas
productivas. En este último, los fabianos, los cartistas o sus parientes lejanos
como la Federación Social Democrática o el Partido Laboralista, seguían
cometiendo una y otra vez los mismos patinazos de los viejos movimientos
socialistas de corte utópico; lo mismo en cuanto a los estadounidenses y grupos
como Los Caballeros del Trabajo. Esto tampoco es una impresión nuestra, sino
una cruda realidad que el mismo Engels se vio obligado de comunicar a sus
íntimos allegados con signos de gran hastío. Véanse las obras de Friedrich Engels
«Carta a Apolph Sorge» (10 de noviembre de 1886), «Prólogo a la edición
estadounidense de la obra: «La situación de la clase obrera en Inglaterra» de
1845» (1887), «Carta a G. Plejánov» (21 de mayo de 1894) o «Carta a Schlüter»
(1 de enero de 1895).
g) En todo caso, lo que al lector le debe quedar claro es que no hay peor
«economicismo» −y, por lo tanto, materialismo vulgar− que hablar de
«progreso» midiendo únicamente el nivel de las fuerzas productivas,
despreciando la ideología que comanda dicho sistema político-económico. Así, de
la mano de este economicismo, al que podemos catalogar además como
imperialista, encontramos, por ejemplo, que el nacionalismo justificaría la
dominación del nazismo sobre Europa por tener un «mayor grado de desarrollo
de las fuerzas productivas» que muchos de sus pueblos subyugados. Asimismo,
no hay nada más estúpido que creer que el progreso en cada época no tiene nada
que ver con el nivel de desarrollo de las fuerzas productivas, lo cual nos lleva a
afirmar tajantemente que son ridículas las «propuestas alternativas» de una
vuelta al capitalismo en su etapa premonopolista o incluso de la abolición de la
industria, deseando indirectamente la inmolación de gran parte de los progresos
de la ciencia social. En esta línea, los hippies y los anarquistas rechazarían
tajantemente los proyectos de la URSS de Lenin y Stalin, que trataban de crear
una potente industria pesada, red de transportes, etcétera en aras del desarrollo
socioeconómico socialista y la defensa del país en caso de invasión de las
potencias imperialistas. Por esto mismo, es importante entender la plena
consonancia entre las «fuerzas productivas», que incluyen los lazos del hombre
con la naturaleza, y las «relaciones de producción», focalizadas en los lazos que
establece el hombre con otros hombres para producir. Es decir, no debe
entenderse que las fuerzas productivas y las relaciones de producción son
independientes entre sí, pues no existen la una sin la otra. Esta noción equivocada
generalmente tiene dos variantes y, como toda buena falacia o fatalismo, parte de
medias verdades, o de atisbos de posibilidad:
a) Allí donde el capitalismo estaba altamente desarrollado, los partidarios de «la
teoría de las fuerzas productivas» consideraron que la toma de poder de los
comunistas se daría de forma mecánica, que sería algo a lo que se llegaría «más
temprano que tarde», porque, según ellos, subyacía de las propias problemáticas
y oportunidades que presentaba el capitalismo en su laberinto histórico.
Tomaban en cuenta la proletarización de la sociedad, el alto grado de desarrollo
de la técnica y las sucesivas crisis económicas para argumentar este fatalismo
histórico. A partir de ahí, concluían que bajo tales condiciones la victoria de las
fuerzas del progreso estaba «casi» asegurada, dado que de una u otra forma,
prácticamente todos los sectores de la sociedad se sentían afligidos y tendían a
buscar un «socialismo» como alternativa que superase el capitalismo. Por esta
razón, algunos dirigentes teorizaron que este tránsito al socialismo, como
primera fase de la nueva sociedad, quizás hasta fuese comandado por fuerzas no
estrictamente comunistas:
«Es necesario partir del examen del desarrollo de las fuerzas productivas, de él
viene un impulso objetivo hacia el socialismo. (…) Sin embargo, en países de
capitalismo muy avanzado, puede suceder que la clase trabajadora en su
mayoría siga a un partido no comunista y no podemos excluir que, incluso en
estos países, partidos no comunistas basados en la clase trabajadora puedan
expresar el impulso que viene de la clase trabajadora hacia el socialismo. (…)
[Esto plantea] cómo lograr la unidad entre las diversas fuerzas organizadas que
hoy tienden, en diferentes formas, a moverse en la dirección de la sociedad
socialista». (Palmiro Togliatti; Informe presentado en la sesión plenaria del
Comité Central del Partido Comunista Italiano, 24 de junio de 1956)
Aquí, se ocultaba la brecha histórica que siempre ha habido entre la doctrina y los
proyectos del «socialismo utópico» −y los de sus herederos: bakuninistas,
proudhonistas, posibilistas, etcétera− y los del «socialismo científico» de Marx y
Engels, contrarios a ese utopismo idílico e implausible. Esa concepción
mecanicista de las fuerzas productivas, junto a tantas otras desviaciones, como el
«cretinismo parlamentario», el «economicismo sindicalista» y el «legalismo
burgués», dio pie a un moderantismo político, mezclado siempre con una
despreocupación por la organización y la templanza ideológica. Entre tanto, el
espíritu revolucionario de las bases proletarias fue languideciendo, siendo presos
tanto de la propaganda cultural de los medios de comunicación de la burguesía
−con su ocio alienante− como del espíritu conciliador, pusilánime y mezquino de
sus jefes. ¿Acaso se podía esperar otra cosa?
Huelga decir que estas patrañas hace largo tiempo que han sido refutadas por la
historia en no pocas ocasiones, como se demostró en Rusia o Albania. En la
práctica, que es donde se dirimen las teorías, los revolucionarios se dieron cuenta
−por motivos de causa mayor− que aun en los países más atrasados, sin una base
técnica de importancia, los proletarios ideológicamente más avanzados, por
pocos que sean, pueden contraer una alianza o incorporar al movimiento a
aquellos sujetos y capas sociales con inclinaciones revolucionarias, y que a mayor
nivel de hegemonía política más fácilmente pueden encaminar con rapidez la
resolución de las tareas del momento; sean estas anticoloniales, antifeudales,
socialistas o cualesquiera que sean.
8) Es necesario que el partido no oculte sus errores, que no tema la crítica, que
sepa capacitar y educar a sus cuadros analizando sus propios errores.
9) Es necesario que el partido sepa seleccionar para el grupo dirigente
fundamental a los mejores combatientes de vanguardia, a hombres lo bastante
fieles para ser intérpretes genuinos de las aspiraciones del proletariado
revolucionario, y lo bastantes expertos para ser los verdaderos jefes de la
revolución proletaria, capaces de aplicar la táctica y la estrategia del leninismo.
11) Es necesario que el partido forje una disciplina proletaria de hierro, nacida
de la cohesión ideológica, de la claridad de objetivos del movimiento, de la
unidad de las acciones prácticas y de la actitud consciente hacia las tareas del
partido por parte de las amplias masas de este.
«¡Qué tontería, pero si tales requisitos son de cajón!», dirán los sabiondos de
siempre. Pues bien, no exageramos si decimos que las agrupaciones políticas
tradicionales del siglo XX perecieron −entre otros motivos que ahora
abordaremos− por no cumplir los puntos básicos aquí enunciados. A poco que
uno repase el desarrollo de estos partidos, observará cómo cristalizaron −y a
veces con la bendición soviética− dos extremismos: o pensamientos totalmente
irreflexivos y sectarios o ilusiones sumamente pragmáticas y conciliadoras.
Curiosamente, la mayoría de colectivos han pasado por ambos periodos o, mejor
dicho, han manifestado un poco de esto y un poco de aquello. Véase la obra: «La
responsabilidad del Partido Comunista de Argentina en el ascenso del
peronismo» (2021).
«No olvidemos que las peores tradiciones y las malas costumbres pesan sobre
la actividad de los hombres como si se tratase de una maldición, y a veces
pareciera que la voluntad o la honestidad de unos cuantos no sirven en absoluto
para superar esta barrera de mediocridad, pero hay una explicación racional
mucho más sencilla y no tan fatalista. Antes de nada, nunca debemos perder de
vista que, aunque con mucho tiempo, dedicación y esfuerzo, son los hombres los
que cambian sus circunstancias, lo que en política exige la cooperación sin
titubeos entre sus miembros, algo que tiene más importancia cuando se va en
contra de la corriente de opinión mayoritaria». (Equipo de Bitácora (M-L);
Mariátegui, el ídolo del «marxismo heterodoxo», 2021)
¿De qué hablamos? ¿A qué nos estamos refiriendo? Muy sencillo. En primer
lugar, sintetizando el bloque de las desviaciones escoradas hacia la «izquierda»
−tendientes hacia el anarquismo−, estas se podrían simplificar en:
Huelga decir que estos puntos varían o se agrandan cuando nos referimos a
partidos en el poder, los cuales tienen a su disposición la posibilidad y la
responsabilidad de dirigir el desarrollo cultural, económico y político de una
sociedad al completo. De nuevo, el lector querrá saber de qué fenómenos exactos
estamos hablando, así que adelante:
Bandazos estratégicos y tácticos. Sin una razón de peso y bajo una ausencia de
autocrítica, hubo toda una serie de vaivenes que nunca fueron explicados ante
el público general, y quienes se percataban de tal torpeza quedaban perplejos
por la naturalidad con que se expresaba.
Falta de un férreo control sobre los servicios de seguridad. Esta grave debilidad
creó una paranoia generalizada entre las filas, atenazó la crítica y facilitó el
ascenso de los arribistas en las cúpulas de estos organismos que eran de suma
sensibilidad para la supervivencia del partido o el sistema político.
«Poco a poco los partidos fueron tomados por el liberalismo; una enfermedad
basada en la falta de vigilancia, la dejadez, la autocomplacencia, el descuido
por la formación ideológica y la lucha por la preservación de los principios.
También se hizo notar el formalismo; otro mal muy común del presente, que se
basa en el olvido del contenido y la preocupación excesiva o preferente por las
formas, donde el organismo se convierte en el típico club de amigos donde una
camarilla trafica y hace apología nostálgica de la historia que arrastran las
siglas del partido, pero no hace nada para mantener su honor y aumentar su
cuota histórica de logros, por lo que el colectivo, lejos de avanzar y consolidarse,
se aísla en la autocomplacencia. También hizo aparición el clásico seguidismo,
que consiste en dar la razón en temas de importancia sin expresar una voz
propia, algo muy clásico de personalidades pusilánimes que temen importunar
al compañero o aliado. Podemos observar cómo, tan solo unos pocos años antes,
incluso unos pocos meses antes de su debacle final, se atrevían a publicar toda
una serie de artículos efusivos y triunfalistas a más no poder sobre diversos
temas, como si nada demasiado importante pasara dentro del movimiento
marxista-leninista internacional. Justo en unos momentos en que precisamente
todo se estaba resquebrajando, cuando el acuerdo y la coordinación entre
partidos en el ámbito internacional era casi nulo, cuando cada partido estaba
perdiendo toda su militancia e influencia entre las masas, cuando caminaban
directamente a su liquidación como organizaciones independientes». (Equipo
de Bitácora (M-L): Fundamentos y propósitos, 2022)
Entonces, la respuesta corta es que sí, puede «fallar la vigilancia», y sí que esta es
sumamente importante, aunque no lo determine todo. Algunos se apresurarán en
preguntar: «Entonces, ¿cuál es la fórmula para evitar la degeneración ideológica
de un partido?». Bien, la realidad es que no existe una fórmula mágica o
mecánica, si es lo que se busca, y quien desea o pregunta algo así demuestra cuán
alejado está del mundo real. La única opción es implementar medidas que
eliminen las viejas desviaciones y eviten que otras nuevas sean irrevocables
cuando surjan. Lo más importante es que, para cada problema concreto, se asigne
un diagnóstico correcto y una solución plausible; para lo cual, será útil haber
estudiado los precedentes iguales o similares, pero nada más. Fuera de eso, no
hay más «fórmulas mágicas» que anticipar, salvo que queramos dar rienda suelta
al «potro de la especulación». Debe quedar claro que el error es algo inherente al
ser humano, y la dirección política, que no es sino la suma colectiva de individuos
humanos, también puede equivocarse −sin que ello implique ya una traición «per
se» de los jefes dirigentes−. Aquí es donde entra la famosa crítica y la autocrítica,
pero no como un eslogan romántico, como la ven muchos, sino como herramienta
necesaria para superar los momentos críticos. Aplicarla con total profundidad, no
solo reconociendo los fallos, sino estudiando su origen y depurando
responsabilidades, sin ocultar sus resultados al público, es la piedra de toque de
una organización sana. Por eso, desconfiamos ahora y siempre de quienes no
reclaman ninguna mala decisión entre sus figuras o movimientos de referencia,
algo literalmente imposible, cosa de la cual desde luego a nosotros jamás nos
podrán acusar, pues ahí están las pruebas de nuestros documentos, donde
dedicamos más tiempo a extraer las lecciones de las equivocaciones históricas que
a repetir los méritos que todo el mundo sabe.
Lamentablemente, este ha sido hasta ahora el cariz que tomaron este tipo de
eventos históricos ante una crisis de gran envergadura. Entonces, ¿recae sobre
una élite todopoderosa el realizar la revolución y asegurarla? Esto sería aún más
absurdo que la idea de delegarlo todo al libre albedrio de la «autoorganización».
Como se suele decir, no es bueno «ni tanto, ni tan poco»:
En torno a la relación entre el partido y las masas, Lenin esgrimió con toda la
razón del mundo algo que todos deben conocer:
Estaremos de acuerdo, entonces, en que la mejor garantía para que en una nueva
sociedad la estructura dirigente tenga los pies en la tierra es que logre la elevación
máxima del nivel de conciencia general. De este modo, serán las secciones del
«pueblo» −que no basta con mentarlo en abstracto, sino que hay que analizar las
particularidades que lo componen− el que, cada vez en mayor número, entregue
nuevos militantes y cuadros, el que evite la corrupción por endogamia, amoríos o
amiguismos:
«La mejor arma para combatir el burocratismo es la elevación del nivel cultural
de los obreros y de los campesinos. Se puede censurar y criticar el burocratismo
del aparato del Estado, se puede vituperar y poner en la picota el burocratismo
en nuestro trabajo diario, pero si no existe cierto nivel cultural entre las amplias
masas obreras, un nivel cultural que cree la posibilidad, el deseo y los
conocimientos necesarios para controlar el aparato del Estado desde abajo, por
las propias masas obreras, el burocratismo subsistirá, pase lo que pase. Por eso,
el desarrollo cultural de la clase obrera y de las masas trabajadoras del
campesinado −no solo en el sentido de fomentar la instrucción, aunque la
instrucción constituye la base de toda cultura, sino, ante todo, en el sentido de
adquirir hábitos y capacidad para incorporarse a la gobernación del país− es
la palanca principal para mejorar el aparato del Estado y cualquier otro
aparato. En eso reside el sentido y la importancia de la consigna leninista
acerca de la revolución cultural». (Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, Stalin;
Informe en el XVº Congreso del Partido Comunista (bolchevique) de la Unión
Soviética, 1927)
Antes de finalizar, nos gustaría ejemplificar cuál ha sido hasta ahora la limitada y
tosca crítica del maoísmo hacia la experiencia soviética. Este lleva décadas
hablando de los «errores de Stalin» de forma abstracta −sin concretar cuales
son− o bajo acusaciones concretas del todo ridículas, eso sí, sin prueba alguna.
Todavía recordamos a quienes, años atrás, reclamaban al Partido Bolchevique no
proceder a la «abolición del Estado». Esto no merece ni ser comentado, salvo que
alguien pretenda combatir el cerco imperialista sin los mecanismos de una
estructura estatal. También hubo «reconstitucionalistas» que señalaban «el
terrible fallo de Stalin» al proclamar en 1939 que «una vez destruidas las clases
explotadoras» el «peligro principal de restauración del capitalismo» provenía del
«exterior» y no tanto del «interior», como se reflejó en el artículo del Colectivo
Fénix «Stalin; del marxismo al revisionismo» (2003), donde además, aderezado
con un par de fórmulas de Karl Korsch y los filósofos de la Escuela de Frankfurt,
reducían el «stalinismo» a la obsesión de un «maquinismo opresivo» y
«burocrático»:
«Como se puede ver en la década del treinta, la tesis de las fuerzas productivas
del dominio de todo el corpus teórico-ideológico del bolchevismo de manera
abierta. (...) Ocupa un lugar central y absorbe toda la ideología y la política de
la Unión Soviética con miras al desarrollo técnico y al progreso económico que
pueda orientar el proceso al comunismo». (Colectivo Conciencia e
Transformació; Elementos en torno a la construcción del comunismo durante el
Ciclo de Octubre, 2016)
«El camarada Stalin ha advertido numerosas veces que nuestros éxitos tienen
asimismo su aspecto negativo, que engendran en muchos de nuestros militantes
responsables un estado de ánimo de placidez y cándido optimismo. Entre
nosotros encontramos aún bastantes despreocupados. Precisamente, esta
despreocupación de nuestras gentes constituye el terreno favorable para el
sabotaje criminal. (...) En todos los sectores de la edificación económica y
cultural, obtenemos éxitos. De estos hechos algunos sacan la conclusión de que
el peligro del sabotaje, de la diversión, del espionaje se encuentra ya
actualmente descartado». (Pravda; Espías y cobardes asesinos bajo la máscara
de médicos y profesores, 13 de enero de 1953)
En otra ocasión, la LR, como no supo ya qué decir, especuló con que quizás Stalin
daba por hecho que la ideología revolucionaria regía en todos y cada uno de los
partidos de su tiempo:
«Stalin obvia hasta tal punto la ideología: el problema de «quién dirige», que
retrotraerá la teoría del partido a la época de la II Internacional. (…) . Al olvidar
el problema de la ideología que dirige el partido se da a entender que se
sobreentiende que se trata del marxismo-leninismo con lo cual se considera la
dirección ideológica revolucionaria como algo permanente «definitivo».
(Partido Comunista Revolucionario (Estado Español); La Forja; Nº27, 2003)
«Stalin no destaca más que tecnología y los cuadros técnicos. Sólo quiere la
técnica y los cuadros. Ignora la política y las masas». (Mao Zedong; Acerca de
los «Problemas económicos del socialismo en la Unión Soviética» de Stalin,
1958)
«Es por ello por lo que todo el personal administrativo, ya sea de empresas o
bien sea funcionario del Estado, del partido, del sindicato, de organizaciones de
masas, etc., debe realizar entre uno y tres meses de trabajo al año. Trabajo
manual como obrero o campesino. Este reaprendizaje les permite volver a
descubrir cómo son las condiciones de vida y de trabajo de la clase trabajadora
en la vida cotidiana. Además, cuando un alto directivo ha cometido errores, se
le envía a producción para que se reeduque con la ayuda de compañeros. (...)
Este sistema es la única forma de escapar al desarrollo de ideas falsas dentro de
una casta cerrada. Además, ayuda a prevenir la creación de dinastías reales
tan extendidas en la Unión Soviética: «Soy un líder: mi hijo será un líder». (…)
Por tanto, el lema de los líderes albaneses podría ser: «A veces en la base, a veces
en la cima». Y este es un principio que también permite ofrecer el mismo puesto
sucesivamente a varios activistas de masas. Esta experiencia contribuye a su
formación política, los convierte en hombres muy firmes en el plano teórico y
capaces de calidez humana, de una capacidad de contacto que los políticos
franceses ofrecen solo como caricatura». (Gilbert Mury; Albania, tierra del
hombre nuevo, 1970)
«La lucha de clases se refleja también en el seno del Partido, ya que, por un lado,
en éste ingresan personas provenientes de diferentes capas de la población, que
traen consigo toda clase de residuos y manifestaciones extrañas, y, por otro
lado, los comunistas, al igual que todos los trabajadores, se encuentran bajo la
presión del enemigo de clase, sobre todo de su ideología, dentro y fuera del país.
Por consiguiente, tanto de entre las filas de los trabajadores como de entre las
del Partido, pueden surgir y surgen personas que degeneran y que se pasan a
posiciones extrañas antipartido y antisocialistas. En efecto, nuestros enemigos
dan una especial importancia en su actividad a la degeneración de los miembros
del Partido con el fin de lograr la degeneración del partido en general, ya que
sólo así se le puede abrir el camino a la restauración del capitalismo. Hay que
tener presente que, sin contradicciones de distinto carácter y sin lucha para
superarlas, no sería posible la vida del Partido y su desarrollo. No se debe
encubrir esta lucha so pretexto de salvaguardar la unidad, sino que se la debe
desarrollar y llevar hasta el fin, fortaleciendo así la verdadera unidad del
Partido, su espíritu revolucionario, su combatividad, la dictadura del
proletariado». (Enver Hoxha; Informe en el VIIº Congreso del Partido del
Trabajo de Albania, 1976)
Otro de los problemas es el tecnocratismo, el cual suele surgir con más fuerza en
periodos donde se da la expansión de las fuerzas productivas, también estaba
presente en las reflexiones de estos dos pensadores:
A priori, el PTA había resumido muy bien los riesgos a los cuales se habían
enfrentado otros antes y a los cuáles se enfrentaba ahora él mismo. En cuanto a
las contradicciones que surgían en la sociedad socialista, vale la pena repasar los
tratados filosóficos para desmentir otra montaña de tópicos:
«Hay que tener en cuenta tanto los factores objetivos como pueden ser los
remanentes de la ideología burguesa en los viejos elementos explotadores, en las
clases socialistas e incluso entre ciertas capas del proletariado, o la evidente
proyección del cerco imperialista-revisionista. (…) Factores subjetivos que
pueden surgir debido a una permisión de la ampliación de las diferencias
salariales entre rangos, ampliación en la diferenciación entre el campo y la
ciudad, o por apatía en la lucha contra las corrientes ideológicas extrañas,
fenómenos precisamente subjetivos que los revolucionarios deben buscar evitar
que ocurran». (Jorgji Sota; Sobre la dictadura del proletariado y la lucha de
clases en Albania; Informe presentado en la Conferencia científica sobre el
pensamiento teórico del Partido del Trabajo de Albania y el Camarada Enver
Hoxha, 1983)
¿Pero todo el PTA se reduce al señor Hoxha? En absoluto. Existe así mismo
muchísima documentación sobre la sociedad socialista de otros autores
albaneses, véase, por ejemplo, la obra de Agim Popa «Las relaciones entre los
cuadros y las masas y la lucha contra la burocracia» (1976); la obra de Hysni Kapo
«Importante paso para perfeccionar el estado de la dictadura del proletariado»
(1976); la obra de Nexhmije Hoxha «Algunas cuestiones fundamentales de la
política revolucionaria el Partido del Trabajo de Albania sobre el desarrollo de la
lucha de clases» (1977); la obra de Alfred Uçi «Sobre las contradicciones en la
sociedad socialista» (1977); la obra de Vahid Lama y Gramos Hysi «La lucha de
clases en el campo político en el período del socialismo» (1978); la obra de Foto
Çami «Contradicciones, clases y lucha de clases en el socialismo» (1980); la obra
de Foto Çami y Gramos Hysi «La constitución del socialismo triunfante» (1980);
la obra de Jorgji Sot «Sobre la dictadura del proletariado y la lucha de clases en
Albania» (1983); o la obra de Ismail Lleshi, «El Partido del Trabajo de Albania
sobre el tratamiento y la correcta solución de las contradicciones en la sociedad
socialista» (1984).
Pero no vale la pena ahora seguir repasando, hasta el día del juicio final, estos
comentarios y análisis tan acertados. Simplemente, nos interesa resaltar que con
el tiempo nada de esto fue tenido en cuenta debidamente, siendo olvidado o
relativizado, o simplemente lanzado al aire de cara a la galería para aparentar que
todo iba correctamente. Los documentos oficiales del PTA a partir del año 1990,
vistos en el capítulo anterior, ratificaban que ya para entonces se había
abandonado por completo las enseñanzas sobre las experiencias de restauración
del capitalismo. Conocimientos de los que años antes los albaneses parecían
haber extraído todo el jugo mejor que nadie. En 1997, la propia Nexhmije
reconocería que todas estas lecciones se habían tirado por la borda y, de hecho, si
a alguien debemos de pasarle la factura es a ella con su actitud pusilánime en los
momentos más críticos:
«Por desgracia, su partido no se adhirió estrictamente a las enseñanzas
leninistas sobre el indiscutible papel dirigente del partido como vanguardia de
la clase obrera. No valoró la importancia de sus advertencias sobre los peligros
del revisionismo moderno resucitado que amenazaba al socialismo en los países
donde se estaba construyendo y a todos los partidos comunistas y obreros del
mundo». (Nexhmije Hoxha; De cómo el Partido del Trabajo de Albania se alejó
de sus posiciones marxista-leninistas; Discurso pronunciado en la ciudad
italiana de Teramo, 1997)
¡Vaya! ¿Habrían leído alguno estos burros la literatura marxista clásica en torno
a la cuestión de la propiedad agraria y las diferentes capas sociales, como, por
ejemplo, la obra polémica de Engels «El problema campesino en Francia y
Alemania» (1894) o el grueso tomo de Karl Kautsky «La cuestión agraria»
(1899)? En la primera de las obras mencionadas se decía: «Es tan evidente que
cuando estemos en posesión del poder del Estado, ni siquiera pensaremos en
expropiar a la fuerza a los pequeños campesinos −con o sin compensación−, como
tendremos que hacer en el caso de los grandes terratenientes», por ende,
«nuestra tarea relativa al pequeño campesino consiste, en primer lugar, en
efectuar un tránsito de su empresa privada y propiedad privada a cooperativas,
no por la fuerza sino a fuerza de ejemplo y de la prestación de asistencia social
para este fin».
En todo caso, según esa caterva de sabios que anidan en la LR, ¿qué deberían
haber hecho exactamente los revolucionarios españoles en 1936? ¿Aplaudir la
colectivización forzosa, no solo de los medios de producción sino también de los
objetos personales, que con tanto ahínco promovió la Confederación Nacional del
Trabajo (CNT) y la Federación Anarquista Ibérica (FAI)? ¿Consideran que era
buena idea abolir la propiedad, herencia y el dinero de la noche a la mañana,
señores bakuninistas? ¿Acaso el campo español debió ser «colectivizado» en su
totalidad sin un trabajo previo de concienciación que en la URSS llevó más de una
década y un importantísimo esfuerzo industrial? ¿O pretenden que esta situación
de 1936 simplemente se hubiera solucionado utilizando los «eslóganes
entusiastas» que el maoísmo hizo suyos durante el «Gran Salto Hacia Adelante»
(1958-61), donde la técnica y los conocimientos eran cuestiones «secundarias»
frente al «convencimiento» y la «pasión»? Es decir, como si el fervor de un
puñado de «soñadores románticos» y «tontos motivados» pudiera revertir
mágicamente unas condiciones materiales adversas. No, gracias. Ya conocemos
el destino de esta fórmula: destrozar toda planificación de la producción, crear el
desabastecimiento de bienes básicos y provocar la ruina económica general. Un
descontrol que asimismo también lograron −aunque a menor escala− la CNT-FAI
y sus aliados con sus correspondientes experimentos durante los primeros meses
del conflicto. Quién sabe, tal vez en conjunto con los faístas los
«reconstitucionalistas» estén buscando inspirarse en un modelo similar al del
trabajo forzado no remunerado del campesinado que se dio en Kronstadt bajo
Makhno, donde no se le pagaba por la cosecha a los campesinos porque lo suyo
debía ser un «servicio al pueblo y la causa que tenía que ser altruista».
Pero precisemos aún más para no dejar ningún cabo suelto. El PCE no solo
apoyaba, sino que fue el principal impulsor tanto de la Reforma Agraria de 1936
como de los decretos oficiales que sancionaban la cooperativización libre de los
trabajadores −que además era financiada por el Gobierno del Frente Popular−.
Esto puede ser visto tanto en documentos oficiales como «Tareas actuales del
PCE, del Frente Popular y del Pueblo de España» (1938) como en informes
confidenciales. Repasemos estos últimos:
¿De qué manera realizaba esto el anarquismo? Ejemplos los hay a miles, como los
famosos actos de contrabando en la zona de la Cerdaña −la zona pirinaico-
catalana-francesa, donde se concentraban las actividades fronterizas entre
España y Francia− y se exportaban objetos personales de gran valor que
previamente habían sido requisados. ¿Con qué fin? Para adquirir unas armas que
ni mucho menos iban destinadas al frente ni a mejorar la situación económica de
nadie, sino con el objetivo de intercambiarlo por armas que los anarquistas se
reservarían para guardar en la retaguardia. Esto fue posible tanto por la debilidad
del resto de grupos como al control anarquista de la oficina de Aduanas en
Puigcerdá. Por si esto fuera poco, en lo referente a la actividad de muchos de los
«héroes libertarios» de dicha zona, lo que primaba era el enriquecimiento
individual, donde como buenos pequeño burgueses vivían a costa del trabajo
ajeno. Tal es el caso del jefe faísta Antonio Martin, el cual cobraba tributos a los
pueblos de la zona además de especular con las pertenencias de aquellos que
fusilaba, actos que más que «revolucionarios» han de ser considerados más bien
como puro bandolerismo. Dicha figura, tras su muerte, seria elevada a mártir por
la CNT. Véase la obra de Paul Preston «Errores y engaños en el Homenaje a
Cataluña» (2017).
¿En serio? ¿Y con qué nos encontrábamos aquí? En dicho escrito hay
efectivamente una serie de críticas totalmente correctas hacia la actuación del
PCE durante el periodo 1936-39 −como el excesivo legalismo, las excesivas
esperanzas en las democracias burguesas, el creciente discurso chovinista, la
idealización del régimen republicano o la propia cuestión de Marruecos−. Ahora
bien, no hay que llamarse a equívoco: varios de estos apuntes ya habían sido
lanzados décadas antes por el propio PCE en sus escritos retrospectivos como «En
el aniversario del 14 de abril: Lo que el pueblo español esperaba de la República
y la política contrarrevolucionaria de la coalición republicano-socialista» (1940)
y «Lecciones de la guerra del pueblo español», entre otros. Sin olvidar que
organizaciones como el PCE (m-l) ya extrajeron conclusiones muy parecidas en
«La guerra nacional revolucionaria del pueblo español contra el fascismo» (1975)
y más tarde en «Las causas de la derrota de la Guerra Civil» (1986). Aun con todo,
es valorable el intento del PCR (EE.UU.) de recordar ciertos hechos, pero llegaba
muy tarde. El problema principal es que estos maoístas estadounidenses pasaban
a añadir con total naturalidad unos apuntes de su «propia cosecha» que
difícilmente pueden ser aceptados, pues suponen verdaderos atropellos
históricos. Por ejemplo, si bien se calificaba la línea de los anarquistas y
trotskistas hispanos como «contrarrevolucionaria», casualmente coincidían con
sus principales historiógrafos en que el PCE se dedicó a frenar el «impulso
revolucionario» (sic):
«En las fábricas que el gobierno había intervenido ante la huida de sus
propietarios al alero de seguridad que les ofrecía Franco, se formaron colectivos
de obreros, pero fueron sofocados como terreno de lucha política. Ciertamente
«poder obrero» no significa que los obreros de cada fábrica pasan a ser sus
dueños, y en el sentido más inmediato tenía que existir un control más central;
pero la alternativa del PCE fue sólo enviar allí a los burócratas o antiguos
patrones y reducir los comités de trabajadores, en el mejor de los casos, a
«ganar la batalla de la producción». (Partido Comunista Revolucionario
(EE.UU.); La línea de la Comintern en la Guerra Civil de España, 1981)
Lo que ignoraba el PCR (EE.UU.) y la propia LR −que reprodujo este escrito sin
crítica alguna− es que en España, una vez se produjo el abandono de la mayoría
de gestores y propietarios de las unidades de producción durante el comienzo de
la guerra, el ideario «socializante» de estos grupos de «izquierda radical» no era
precisamente muy cabal ni progresista, sino más bien reflejaba los ecos más
primitivos y gremiales, como la famosa «autogestión» y la «sindicalización» de
las unidades de producción −siendo una continuación de las ideas que durante el
siglo XIX habían predominado en el inmaduro movimiento proletario que se
encontraba muy alejado aún de los cánones marxistas−. ¿Y cómo se entendía esto
en las dos principales centrales sindicales de aquel entonces, la CNT/UGT,
dominados respectivamente por faístas y caballeristas?
Sea como sea, no olvidemos que el propio Lenin también pasó por una época en
que tuvo que lidiar con la impaciencia y falta de conocimientos en materia
económica de aquellos «comunistas de izquierda» que exigían una «socialización
más decidida»:
Esto no parece una exageración. Joseph Costa, responsable del sector textil en
Barcelona por la CNT, confesó que en cuanto a la correlación de fuerzas:
Esto ya serviría para que algunos pisasen terreno firme a la hora de insinuar
según qué cosas. En cuanto a estas anotaciones sobre «la oportunidad perdida»,
nos preguntamos a qué se refieren exactamente con aquello de que el PCE debió
lanzarse a la «revolución socialista»; ¿a la propaganda y concienciación entre las
masas de las tareas socialistas −algo en lo que estamos de acuerdo− o
directamente a centrar las energías en la construcción de la base económica del
socialismo, tanto en la ciudad como en el campo? Si se refieren a esto último,
¿acaso no es necesario para tal empresa un poder absoluto de los resortes del
Estado? ¿O pretendían que se hiciese tal cosa con el resto de agrupaciones a
cuestas saboteando el trabajo? Es más, yendo al grano, ¿quién en su sano juicio
puede pensar que existía en el bando republicano un concepto de «modelo
socialista» que tuviera un punto en común entre comunistas, anarquistas,
socialistas y trotskistas? Desgranando la cuestión, ¿qué se quiere decir con eso
que se repite a veces de que había condiciones para el «socialismo» en España?
¿En qué sentido? ¿Se refieren al demagógico y anarcosindicalista de Caballero, al
reformista y parlamentario de que profesaba Besteiro, o al «socialchovinismo»
de Negrín? En cuanto a la CNT/FAI… ¿de qué nociones «socializantes» hablamos
aquí, de las nociones de los Durruti, Bakunin, Nestor Makhno y Kropotkin? No
hay mayor ejemplo del «confusionismo», eclecticismo y la vacuidad ideológica
que las palabras que en su día pronunció un anarquista hispano sobre el modelo
que estas gentes defienden:
«La anarquía ha de ser una infinidad de sistemas y de vidas libres de toda traba.
Ha de ser así como un campo de experimentación para todas las naturalezas
humanas». (Federico Urales; La anarquía al alcance de todos, 1922)
Tampoco nos pararemos a repasar, como en otras ocasiones, cuáles son los
requisitos para el triunfo de tal labor; simplemente iremos a lo que ocurría en
aquel momento. ¿Cuál de todas estas agrupaciones estaba en disposición real de
aplicar «su» noción de «nueva sociedad» particular sin causar la molestia o ira
del vecino? Ninguno; por eso se tuvieron que conformar con una colaboración y
objetivos comunes, y ninguno, más allá de temores u osadías, fue capaz de
implantar su programa particular hasta las últimas consecuencias. Aun con todo,
¿no impulsó y realizó el PCE medidas que objetivamente eran revolucionarias,
que suponían sobrepasar el viejo sistema republicano-burgués y abrían paso
hacia un nuevo sistema? Sí, sin ningún género de duda. Pero el que estas se
encauzasen correctamente en un nivel cualitativamente superior y no se
malograsen no solo dependía de factores como ganar la guerra, sino de imponer
su influencia política y disminuir progresistamente la de sus rivales y temporales
aliados. Y como se comprenderá, para ello la cuestión de los organismos de
expresión política, la elegibilidad de los cargos o la exigencia de una
representación acorde a las fuerzas del momento eran cuestiones decisivas.
¿Pero qué paso? Hasta uno de los que más esfuerzos pusieron en la «moderación»
del PCE, Palmiro Togliatti, reconoció que el PCE se había dejado amedrentar por
la idea de quebrar la unidad antifascista, que había paralizado su propia
actuación, consiguiendo lo que nunca puede ocurrir: la separación entre
vanguardia-masas.
«Es posible que ese periódico esté escrito por gentes que no quieren a nuestro
partido, ni comprenden bien los problemas de nuestra guerra. Pero la
afirmación de que «la única solución para nuestra guerra es que España no sea
fascista ni comunista», es plenamente correcta». (…) Nuestro Partido no ha
pensado nunca que la solución de esta guerra pueda ser la instauración de un
régimen comunista. Si las masas obreras, los campesinos y la pequeña
burguesía urbana, nos siguen y nos quieren, es porque saben que nosotros
somos los defensores más firmes de la independencia nacional, de la libertad y
de la Constitución republicana. (…) Plantear la cuestión de la instauración de
un régimen comunista significaría dividir al pueblo». (José Díaz; Con toda la
claridad posible; Carta a la redacción de «Mundo Obrero». Publicada en
«Frente Rojo» el 30 de marzo de 1938)
Esta afirmación suponía tomar el pelo a la gente por infinitas razones y corrobora
que, lejos de lo que planteó por ejemplo el PCE (m-l), no solo Dolores Ibárruri,
sino Pepe Díaz también estaba imbuido de ilusiones liberales, olvidando aquello
de:
«Todas las luchas que se libran dentro del Estado, la lucha entre la democracia,
la aristocracia y la monarquía, la lucha por el derecho de sufragio, etc., no son
sino las formas ilusorias bajo las que se ventilan las luchas reales entre las
diversas clases». (Karl Marx y Friedrich Engels; La ideología alemana, 1846)
Así es que, como demostró el PCE (m-l) en su obra «Las causas de la derrota de
la Guerra Civil (1936-1939)» (1986), todas estas fueron temáticas que la dirección
del PCE no siempre supo entender o no supo imponer a sus aliados −con todas
sus consecuencias que provocaron−. Puesto que es un tema mucho más extenso,
lo abordaremos en una próxima publicación −donde traeremos material inédito
o estudios que han sido ignorados, pese a su enorme transcendencia−. Sin
embargo, sí hemos de adelantar varios puntos de apoyo que le pueden servir al
lector:
Podríamos seguir y seguir citando ejemplos de obras donde, más allá de divergir
con muchas de las opiniones de los autores en cuestiones concretas, es imposible
no reconocer el trabajo de investigación y recopilación, el cual supera con creces
toda la producción de muchas organizaciones que se dicen herederas del PCE.
Podríamos seguir y seguir citando ejemplos de obras donde, más allá de divergir
con muchas de las opiniones de los autores en cuestión en esto y aquello, es
imposible no reconocer el trabajo de investigación y recopilación, el cual supera
con creces toda la producción de muchas organizaciones que se dicen herederas
del PCE.
«El término de este primer período revolucionario fue señalado por los eventos
del Primero de Mayo en Barcelona». (Partido Comunista Revolucionario
(EE.UU.); La línea de la Comintern en la Guerra Civil de España, 1981)
Todas estas posiciones se parecen como dos gotas de agua a las que también
lanzaría el Partido Marxista-Leninista de EE.UU., cuyos miembros eran
fervientes seguidores del «tercer periodo» del señor Thälmann y críticos
absolutos de todo lo que tuviese que ver con el «frentepopulismo» del señor
Dimitrov. En su artículo «Revolución y Guerra Civil en España» también trajeron
el mismo discurso sin aportar una sola prueba de su acusación:
«El PCE trabajó día y noche para reparar las brechas en las relaciones
capitalistas. Entre otras cosas, puso sus fuerzas a disposición de la burguesía
para la represión del movimiento de control obrero y el levantamiento
revolucionario que se apoderó de los campesinos empobrecidos». (The Workers'
Advocate; Volumen 16, Nº10, 1 de octubre de 1986)
Ahora bien; ¿a dónde conduce todo este ejercicio de relativismo con aires de
sapiencia de la LR? Pues a volver una y otra vez sobre temas ya superados con la
falaz excusa de siempre. ¿Y cuál es esa lamentable técnica? La de proclamar que
la investigación y el debate nunca «terminan» como tal, sino que están en
constante revisión y actualización. Partiendo de esa verdad se miente a sabiendas
sobre el tema en cuestión, pero sobre el cual, si el lector presta atención, en
realidad apenas pasan de puntillas. En este caso se pretende arrastrar al sujeto a
una «reevaluación» que niegue la mayor: por ejemplo, el carácter eminentemente
contrarrevolucionario que jugó el POUM, y cómo este carácter, por más que
dirigentes como Andreu Nin hubieran roto con León Trotski, procedía
precisamente de reproducir las «enseñanzas» aprendidas durante sus primeros
«años de instrucción», las cuales no eran tampoco originales, sino fruto del
menchevismo y la peor tradición de la II Internacional.
Las divergencias entre Trotski y Nin vienen porque este último no acataba del
todo su ideario sobre el trabajo fraccional con todas sus consecuencias. Como se
observa en las palabras de Trotski de su «Carta a Andreu Nin» (20 de abril de
1931), le reclamaba a este por desear intervenir: «Sólo personalmente,
individualmente, pedagógicamente, al margen de una fracción de izquierda
organizada que interviene en todas partes con la bandera desplegada. Además,
Nin había prometido a su mentor que, aun con sus «variantes personales» en las
tácticas fraccionales −entre las cuales entraban adaptar su programa de su grupo
al del otro−, le aseguraba que «la organización sería conquistada sin
dificultades». En cambio, dos meses después, como refleja, la dirección «juzgaba
inoportuna su entrada directa en sus filas». Esto paradójicamente irritaba a
Trotski −que por norma era igual de triunfalista−, pero en este caso con total
razón, ya que Nin fracasó varias veces en tales empresas, y solo logró agrupar a
algunos grupos a condición de rebajar sus puntos programáticos. En las cartas de
Trotski: «Carta a Andreu Nin» (26 de mayo de 1931) y «Carta a Andreu Nin» (17
de enero de 1932), se relata como el señor Nin estaba centrado en los asuntos
ibéricos y optó progresivamente por alejarse de los asuntos y exigencias del
trotskismo mundial, aunque, eso sí, sin retirar su apoyo público a Trotski, algo
que este le reclamaba considerándolo un ejercicio hipócrita.
Por mencionar una más de estas misivas, Trotski en su «Carta a Andreu Nin» (29
de noviembre de 1930) da una información muy interesante sobre cuáles eran las
relaciones en aquel entonces con el dirigente catalán. Se puede concluir que
dentro de esta visión menchevique, mientras Trotski optaba porque sus secciones
alzasen su bandera, Nin proponía ser más cauteloso y sutil, proponiendo por
ejemplo «la necesidad de darles a conocer las ideas fundamentales del
comunismo antes de plantear las cuestiones de la Oposición de Izquierda». No
nos debe sorprender que en un movimiento como el trotskismo existan estos
niveles de cinismo, arribismo, corrosión y falta de disciplina. Todo lo dicho hasta
aquí sobre el oportunismo de Nin no es invención nuestra, sino que son pruebas
documentadas por la propia historiografía trotskista:
«Ese mismo año [1934], se produjo la ruptura de hecho, aunque no formal, tras
la negativa de I.C.E. a entrar en el P.S.O.E., tal como propugnaban Trotsky y la
Oposición de Izquierda Internacional (O.I.I.). La fusión con el B.O.C. en 1935
para constituir el P.O.U.M. evidenció la desaparición de cualquier vínculo
programático y organizativo con la O.I.I., aunque el vínculo formal no se
rompió hasta la firma por parte del P.O.U.M. del Frente Popular». (Balance;
Correspondencia de Andreu Nin con Lev Trotsky y con Ersilio Ambrogi (1930-
32), 2013)
Y aun así podríamos añadir aquí que, como hemos visto más atrás, la actitud del
POUM hacia el «Frente Popular» reflejó estas dubitaciones y contradicciones tan
características de su cabecilla, Andreu Nin, donde patéticamente se intentaba, sin
hacerse ningún problema, estar dentro del «Frente Popular» mientras
simultáneamente no se creía en él, y se era su máximo enemigo. Un absurdo sin
consistencia y destinado al fracaso más absoluto.
«Cumpliendo con el principio de que donde no llegan las fuentes alcanzan las
imputaciones, los firmantes de est[os] polémico[s] best seller no dudaron en
recurrir a las tesis más rancias y los lugares comunes más transitados por la
historiografía anticomunista. (…) Los estereotipos heredados de la literatura
memorialística y de la historiografía de matriz, tendríamos ante nuestros ojos.
(…) [Aquella del PCE como] un partido-refugio de emboscados, arribistas y
sectores conservadores asustados por la revolución y, en consecuencia, una
organización contrarrevolucionaria». (Fernando Hernández Sánchez; Guerra
o revolución, 2010)
¿Pero no hace largo rato que toda esta historiografía anticomunista ha sido
desacreditada por su extremado sesgo subjetivo, por su abierta distorsión de
hechos tan clarividentes, por su especulación continua allí donde los documentos
no llegaban? En efecto, en esto Fernando Hernández Sánchez tenía toda la razón.
Solo hace falta echar un ojo a dos de las piezas mencionadas: a) En primer lugar,
la obra de Burnett Bolloten «La Guerra Civil Española: Revolución y
Contrarrevolución» (1989), en la cual, aun cuando a ratos el autor presenta
información de primera mano muy valiosa −y se es crítico con casi todos los
bandos−, su labor de investigación se encamina claramente a cumplir con un
guion prefabricado anticomunista, y para ello tira de cualquier entrevista,
autobiografía o memorias donde se pueda ir dibujando algo que se asemeje a ese
esquema mental apriorístico que el señor Burnett tenía en mente. b) En segundo
lugar, como continuación de este estilo, tenemos la obra de H. R. Southworth «El
gran camuflaje»: Julián Gorkin, Burnett Bolloten y la Guerra Civil española»
(1999), donde se «continua la tradición». Curiosamente, pese a la invente
cantidad de reediciones estos libros siguen repitiendo una y otra vez todos los
mitos y clichés habidos y por haber. Pero ya no solo eso, sino que también ha
habido una nueva camada de historiadores, más o menos simpatizantes del
comunismo, que sí se han tomado la molestia de cotejar estas cuestiones bajo una
nueva luz a través de datos actualizados y mucho más fidedignos. Para muestra
un botón:
«Josep Puigsech, que ha analizado el caso del PSUC, llegó a la conclusión de que
el partido se nutrió no de la pequeña burguesía, como especularon sus
adversarios, sino de los obreros industriales, los campesinos trabajadores
encuadrados en las diferentes centrales sindicales −en primer lugar la UGT− y
los antifascistas que hasta entonces no estaban organizados políticamente [«El
PSUC i la Internacional Comunista durante la Guerra Civil» (2001)]. (…) El
48,1% de los afiliados al PCE desempeñaban oficios manuales, en la industria,
construcción, oficios varios y agricultura, frente al 30,6% de los afiliados
socialistas. Por el contrario, el 53% de estos ejercía oficios «de cuello blanco»,
frente a un 38,6% de los comunistas De ello se deduce que el PC no era la primera
opción de las clases medias, como tanto se encargó de difundir Bolloten. (…)
Como indicaba una encuesta realizada por el PCE a finales de 1937, los nuevos
militantes no tenían afiliación inmediatamente previa a ningún grupo. (…) ¿Qué
otra cosa cabría esperar de un partido que había perdido todo referente como
organización proletaria? Broué y Témine −seguidos de nuevo a pies juntillas
por otros autores como Estruch− sentaron cátedra sobre el aburguesamiento
del PCE citando el caso de su organización madrileña: de sus 63. 246 militantes
en enero de 1938, aseguraban, solo 10 160 estaban sindicados. Otro caso de
transferencia continua de error: este dato lo introdujo en 1955 David T. Cattel,
y desde él nadie se ha molestado en comprobar si era cierto. Esto pone de relieve
hasta qué punto es necesario recurrir a los archivos −hoy plenamente
accesibles− en lugar de repetir continuamente las referencias de fuentes
secundarias». (Fernando Hernández Sánchez; Guerra o revolución, 2010)
Esta es una tendencia que a priori promete el oro y el moro, pues asegura que
realizará «grandes reevaluaciones históricas», y arenga al resto a buscar hasta
debajo de las piedras el diario de la nuera de un bolchevique del Soviet de
Vladivostok para «ir juntando todas las piezas del puzle» y poder así «analizar
más correctamente» la experiencia soviética. Esta gente todavía no se ha enterado
que hay infinidad de información que no ha quedado registrada, y otra que si bien
lo estuvo se ha perdido, mientras otra parte sustancial solo fue creada con el fin
de salvar el honor personal y carece de pruebas para demostrar las fantasías que
relata más allá de la palabra del sujeto; y aun con esto no significa que la mayoría
de estos hechos clave y causas subyacentes no sean lo suficientemente claros
como para ser susceptibles de una verificación histórica a través de otras fuentes,
tradicionales o recientes. Además, se da la paradoja de que cuando nuestros
intrépidos protagonistas se ponen manos a la obra, cuando intentan «bucear en
todos los archivos posibles», más pronto que tarde declaran su «angustia» por la
«enorme cantidad de registros» o su «difícil acceso»; dicho de otro modo, utilizan
esta y aquella excusa para cubrir su inutilidad manifiesta a la hora de buscarse la
vida, examinar y analizar, aunque solo sea una décima parte de la documentación
−y así traer algo de valor−.
De golpe y porrazo estos «sabios» se dan cuenta de que no estamos en los albores
de la escritura, ni siquiera de la imprenta, sino en la era digital, lo que implica que
las más de las veces el número de «fuentes» se ha multiplicado colosalmente
hasta crear, en ese tipo de temas polémicos y de interés, una literatura que es −sin
exagerar− inabarcable para el sujeto. Además, ¿por qué declaramos que esta
tendencia de recomendar cualquier cosa, sin filtrar nada y sin un mínimo de
criticismo, es un completo despropósito? −Cosa que también ocurre con los
caricaturescos «reconstitucionalistas»−. Para empezar, existe una gran cantidad
de investigadores, famosos o anónimos, que dedican gran parte su vida a indagar
a fondo en temas tan amplios como la Guerra Civil Española (1936-39) o la
Segunda Guerra Mundial (1939-45). Y por ello, precisamente, saben mejor que
nadie que, para realizar bien esta labor, se requiere un estudio escrupuloso de las
fuentes o, mejor dicho, de una selección adecuada a menos que se quiera caminar
en círculos con libros, memorias y documentos oficiales o extraoficiales que
repiten lo de siempre, pero que no sirven para apoyar o desmitificar las cosas.
Dado que uno, literalmente, no tiene tiempo como para leer cada libro que cae en
sus manos, para el investigador se torna necesario realizar una exhaustiva
preselección de las fuentes a las que va a dedicar su tiempo: «¿Es una fuente
primaria o secundaria? ¿Qué me puede aportar dicho documento que he
descubierto respecto a lo visto hasta ahora? ¿Qué bibliografía utiliza para apoyar
sus conclusiones? ¿Cuán urgente es para el movimiento revolucionario este tema
respecto a este otro?». Las vías para que el profesional − o el aficionado− realice
la criba de fuentes son múltiples: ojeando los índices, prólogos-resumen, leyendo
los capítulos más atractivos, consultando a otros especialistas sobre qué contiene
el documento y si merece la pena, buscando información sobre la fiabilidad del
autor, contando con ayuda de terceras personas en la ejecución total o parcial de
estas labores, y un infinito etcétera. Cuando uno no hace este ejercicio previo a lo
que se dedica, por el contrario, es a una actividad tan placentera como
individualista y estéril, o sea un mero pasatiempo personal y egoísta. Por eso, no
es sorprendente que los presuntos aportes de quien actúa bajo tal desorden luego
nunca lleguen a ver la luz o dejen bastante que desear.
No olvidemos tampoco que el tema de estudio, así como el enfoque, es algo que
también forma parte de la percepción del autor, pues este decide en qué emplea
su tiempo, con qué profundidad, bajo que óptica metodológica y demás
cuestiones −sin olvidar que debe plantearse cómo lo expondrá una vez finalizado
el análisis−. Por si esto fuera poco, existen otros factores que están por encima
del control o voluntad de los investigadores, por ejemplo: la educación de base
que han recibido, la presión a la que están sometidos por los dueños de los medios
de producción intelectual o aspectos como la oferta y la demanda de los productos
culturales. Si tenemos en cuenta que desde el «oficialismo» se desea que todas
estas esferas están cortadas por sus cánones de lo «razonable», entenderemos
cuan ridículo se torna la pretendida «equidistancia». No estamos diciendo que
los sujetos sean autómatas al desarrollar su historia y estudiar la de otros, todo lo
contrario, más bien es solo a partir de comprender este tipo de condicionantes
que se puede elegir con mayor conciencia. Pero, aun con todo, negar que existen
condicionantes y asegurar que vivimos en el «reino de la libertad» sería
engañarse a sí mismo y al resto. De todos modos, esto es incomprensible para los
idealistas que no entienden la interrelación entre «necesidad» y «libertad».
También hemos claro siempre que estos «tics» no fueron específicos de este o
aquel partido de «X» país ni de la figura «Y» −como hacen algunos para echar
balones fuera−, sino que, si el lector lo desea, podrá constatar cómo en todas las
secciones de las Internacional Comunista (IC), bien fuese en Chile, China, Francia
o Argentina esto se manifestó al unísono. ¿Y acaso podía ser de otra forma? Véase
el capítulo: «La responsabilidad del Partido Comunista de Argentina en el
ascenso del peronismo» (2021).
Efectivamente, hay muchos aspectos del PCE durante la etapa «leninista» (1921-
1924) y «stalinista» (1925-1953) que entran dentro del espectro de lo criticable:
a) la adhesión de los jefes más mecánica que consciente al bolchevismo −fruto de
la admiración y euforia por la Revolución Rusa (1917)−; b) la incapacidad de
atraerse a las masas mostrando la disociación entre la teoría y la práctica de los
líderes demagógicos de la II Internacional; c) el poco interés real en una
formación ideológica de los militantes a la altura de sus desafíos; d) el abandono
del trabajo en los sindicatos −siendo convertidos en bastiones de reformistas y
anarquistas−; e) la falta de preparación y apoyo de cara a los cuadros clandestinos
en la posguerra; f) los conatos y propuestas desesperadas de terrorismo
individual; g) los bandazos a izquierda −sectarios− y derecha −liberales− sobre la
postura a adoptar frente a la socialdemocracia; h) o mismamente el transformar
el frente y las alianzas en una amorfa idea de «unión nacional» para salir del
aislamiento dentro de la oposición antifranquista. Véase el capítulo: «¿Rescate de
las figuras progresistas o la rehabilitación de traidores?» (2019).
¿Debió el PCE adoptar la «Nueva Democracia» y la «GPP» para ganar
la Guerra Civil Española (1936-39)?
Esta es la cita del «Gran Timonel» que los neomaoístas han reproducido hasta la
saciedad para intentar explicar los diferentes resultados en las guerras de China
y España. Sin ir más lejos, obsérvese como la «Línea de Reconstitución» (LR)
reproducía la obra del Partido Comunista Revolucionario (EE. UU.) «La Línea de
la Comintern ante la Guerra Civil en España» (2016), un escrito en donde, todo
sea dicho, se coquetea abiertamente con una reevaluación de la guerra en clave
trotskista y se repiten todos los mitos de la historiografía burguesa sobre el PCE,
como la acusación de «oponerse a la colectivización», regalar el carnet a
«pequeño burgueses» y «rebajar el espíritu revolucionario de las masas», algo
que refutamos en su día. Para más inri, demuestra un cínico ejercicio de
proyección de lo que ha sido maoísmo y sus propios defectos. Véase el capítulo:
«La Guerra Civil Española (1936-39) y su interpretación en clave anarco-
trotskista» (2022).
«Mao: «Las políticas del Partido Comunista de China son meramente liberales.
(…) Incluso los más conservadores hombres de negocios estadounidenses no
podrán encontrar nada en nuestro programa que les pueda ofender. China debe
industrializarse. Esto sólo se podrá lograr a través de la iniciativa privada y la
ayuda del capital extranjero. Los intereses estadounidenses y chinos están
entrelazados y son similares». (Informe del Segundo Secretario de la Embajada
en China (Service), Yan'an, 23 de agosto de 1944)
Pese a la sorpresa del lector que no conozca estos documentos, nada de esto se
puede considerar material inédito. Todos estos cables fueron puestos a
disposición pública hace ya varias décadas por el propio Service en su obra: «La
oportunidad perdida en China: Despachos de John Service en la Segunda Guerra
Mundial» (1974). Algunos se preguntarán si estos cables eran falsificaciones o
inventos del diplomático estadounidense. En absoluto. Service no solo mantuvo
cordiales relaciones con el régimen de Mao en los peores momentos de las
relaciones sino-estadounidenses, sino que fue invitado a Pekín en 1971, siendo
recibido por su viejo amigo Chou En-lai. ¿Acaso alguien cuerdo invitaría a su casa
y recibiría con honores a quien le calumnia durante décadas? Mejor
reconduzcamos al lector, ya que la cuestión no es esa, como nos intentan desviar
los maoístas más fanáticos con sus especulaciones y gimoteos, sino la siguiente:
¿por qué algunos cerraban los ojos ante evidencias tan tempranas que
certificaban que el maoísmo era un cuerpo extraño en el movimiento comunista?
En cuanto a la temática económica no nos extenderemos, ya que ha sido abordada
en otras ocasiones. Véase el capítulo: «Seguidismo a las políticas económicas del
maoísmo» (2017).
Al mismo tiempo, los más fervorosos seguidores del maoísmo moderno apuntan
−no sin razón− que por momentos los comunistas españoles, al igual que sus
aliados −republicanos, socialistas o anarquistas−, apostaban gran parte de su
plan para la victoria en la guerra en la ilusa esperanza de que las democracias
burguesas −como Francia o Inglaterra− terminasen ayudando en algún momento
al campo antifascista. Se criticaba que estas fuerzas antifascistas hubieran
realizado todo tipo de concesiones para que estos poderosos países interviniesen
y mediasen para presionar a sus enemigos −Italia, Alemania, Portugal− y
rebajasen así su nivel de hostilidad. Esto, que a priori nos parece una objeción
correcta, no deja de ser hipócrita, pues resulta que es una crítica que bien podría
aplicarse en igual o mayor medida a los comunistas chinos, cosa que nunca hacen.
«La única estrategia factible en el momento actual sigue siendo la guerra total
contra el enemigo mediante el uso de tácticas móviles y de guerrilla. (...) La
guerra continental debe depender de los suministros marítimos
estadounidenses y británicos y requiere ayuda rápida para la 8.ª Ruta y el
Nuevo 4.º Ejército para que puedan operar hacia el sur en coordinación con un
avance Aliado desde el Sur». (El Embajador en China (Gauss) al Secretario de
Estado, 1 de septiembre de 1944)
Service se entrevistó varias veces con Mao Zedong a mediados de los años 40, y
en otra ocasión reportó a Washington que para el PCCh la «influencia de los
EE.UU.» era «decisiva», muy por delante de la soviética:
«Service: «El presidente Mao cree que la influencia de Estados Unidos en China
puede ser decisiva si se aplica ahora y que la política estadounidense es, en
consecuencia, una preocupación vital del pueblo chino. (…) Específicamente, el
presidente Mao busca el apoyo estadounidense. (…) Los comunistas no esperan,
por razones muy prácticas, que la Rusia soviética pueda desempeñar un papel
importante en China. Y creen, por el bien de la unidad de China sobre una base
democrática, que esta participación rusa debería ser secundaria a la de Estados
Unidos». (Informe del Segundo Secretario de la Embajada en China (Service),
Yan'an, 27 de agosto de 1944)
«Mao: «Los rusos han sufrido mucho en la guerra y tendrá las manos llenas con
su propio trabajo de reconstrucción. No esperamos la ayuda rusa. Además, el
Kuomintang (KMT) debido a su fobia anticomunista es antirruso. Por lo tanto,
la cooperación kuomintang-soviética es imposible. Y para nosotros buscar
dicha ayuda rusa sólo haría que la situación en China se pusiera peor. China ya
está desunida y ya basta». (Informe del Segundo Secretario de la Embajada en
China (Service), Yan'an, 23 de agosto de 1944)
Por si todo lo visto hasta ahora fuese poco, durante los años 60 los seguidores del
«Gran Timonel» se llenaron la boca hablando de que el «partido debía controlar
al frente» y no viceversa, que los comunistas tenían que saber controlar al resto
de fuerzas políticas y no diluirse dentro del «frente popular antifascista». ¿Y así
fue? ¡De ningún modo! El PCCh, lejos de pugnar por la hegemonía política, se la
regalaba absolutamente al KMT bajo un sistema clásico de parlamentarismo y
acuerdos entre bastidores:
Service resumió una entrevista que Mao Zedong y otros concedieron al periodista
británico Guenther Stein en la cual se reconocía que el liderazgo principal de la
lucha contra Japón era del KMT de Chiang Kai-shek:
«Mao: «Los oficiales estadounidenses deberían hablar con los oficiales chinos.
Después de todo, los chinos los consideramos, a vosotros los estadounidenses
como el ideal de la democracia. Sugerí que el uso de nuestro Ejército como fuerza
de propaganda política era ajeno, y que no teníamos nada correspondiente al
Departamento Político Comunista para adoctrinar a las tropas y dirigir tal
trabajo. Pero incluso si sus soldados estadounidenses no hacen propaganda
activa, su mera presencia y contacto con los chinos tiene un buen efecto».
(Informe del Segundo Secretario de la Embajada en China (Service), Yan'an, 23
de agosto de 1944)
Además, se subrayó que para Mao esta relación con los EE.UU. era muy
importante para finalizar la guerra civil china entre el PCCh y el KMT, pues, según
él, el país americano actuaría como mediador entre ambos para la pacífica
reconstrucción del país:
«Mao: «Creemos que los estadounidenses deben arribar a China. (…) Si los
estadounidenses no aterrizan en China, será muy lamentable para China. (…)
Cualquier contacto que los estadounidenses tengan con nosotros los comunistas
es bueno. (…) Si hay un aterrizaje, tendrá que haber cooperación
estadounidense con las dos fuerzas chinas: KMT y comunistas». (Informe del
Segundo Secretario de la Embajada en China (Service), Yan'an, 23 de agosto de
1944)
d) ¿De verdad se puede decir que el PCCh mantuvo una política militar
ejemplar?
«En 1932, según la información que recibí, los comunistas y los miembros de las
juventudes constituían menos del 20 por ciento de las bases y el personal de
mando del Ejército Rojo, aunque en un momento la población de aldeas enteras
y unidades militares individuales fueron aceptadas colectivamente en el partido
y las juventudes». (Otto Braun; Notas chinas (1932-39), 1972)
¿Qué ocurrió? En unas ocasiones por motivo de fuerza mayor, en otras por
oportunismo de la dirección del PCCh, su ejército se tuvo que valer no solo de
militares del KMT, sino que además se aceptaba con holgura a casi cualquier
miembro que desease entrar −¡incluido señores de la guerra que habían atacado
las fronteras de la URSS!−:
«Estamos muy preocupados por su decisión de que todo el que desee puede ser
aceptado en el partido, sin ninguna consideración de su origen social, que el
partido no tema que algunos arribistas busquen su camino en el partido, así
como de su mensaje sobre las intenciones de aceptar incluso a Zhang Xueliang
en el partido. En la actualidad, más que en cualquier otro momento, es necesario
mantener la pureza de las filas y el carácter monolítico del partido. Mientras
conducimos el alistamiento sistemático de personas en el partido y así lo
reforzamos, especialmente en el territorio del Kuomintang, es necesario que al
mismo tiempo que evitamos la inscripción masiva en el partido, aceptemos sólo
a las mejores y probadas personas de entre los obreros, campesinos y
estudiantes. También consideramos un error alistar indiscriminadamente en
las filas del Ejército Rojo a estudiantes y exoficiales de otros ejércitos, ya que
esto puede socavar su unidad». (Georgi Dimitrov; Telegrama de la Secretaría
del Comité Ejecutivo de la Internacional Comunista al Secretariado del Partido
Comunista de China, 15 de agosto de 1936)
«Se debe tener en cuenta que una parte sustancial de los soldados y oficiales del
Ejército Popular de Liberación son ex kuomindangistas, quienes fueron
capturados o voluntariamente, en destacamentos completos, se pusieron del
lado del Ejército Popular de Liberación. El número de kuomindangistas, por
ejemplo, en algunas unidades militares de generales Chen Yi y Liu Bocheng
alcanza el 70-80%, al mismo tiempo que los antiguos kuomindangistas no están
dispersos entre las unidades de cuadros probados del Ejército Popular de
Liberación, pero se mantienen en sus filas casi en la misma forma, en la que
fueron capturados». (Informe de Iván Kovalev a Stalin, 24 de diciembre de
1949)
Después de calumniar cada vez que pueden a Marx, Engels, Lenin o Hoxha, estos
señores todavía tienen tiempo de cubrir su retirada asegurando que los méritos
de estos también tienen que ver con el maoísmo de una forma u otra. En sus
artículos intentan convencernos de que los grandes hitos de estas figuras son
fruto de una razón muy sencilla: anticiparon o comprendieron lo mismo que Mao
Zedong (sic).
La prueba definitiva de que estos tipos no tienen los pies en la tierra la tenemos
en las teorías fantasmagóricas de grupos como «Nueva Praxis». En su propio
esquema mental, muy alejado de la realidad, llegaron a configurar la idea de que
los éxitos del Partido del Trabajo de Albania (PTA) se habrían dado por cuestiones
que, hasta ahora, eran ignoradas: porque, desde 1941, los comunistas albaneses
habrían seguido consciente o inconscientemente las ideas del «Pensamiento Mao
Zedong» en la «lucha de dos líneas», la «GPP» y demás. Véase la obra de Nueva
Praxis: «El Partido del Trabajo de Albania y la revolución: una mirada
retrospectiva» (2015).
«Nosotros no citamos para encontrar apoyo para nuestras tesis en los clásicos
del marxismo, citamos, parafraseando a Montaigne, porque no vamos a
expresar peor en una frase algo que ya otro anteriormente había expresado
mejor y, también, para revelar las diferencias, matices, similitudes o
coincidencias con las situaciones y argumentos pasados y mostrar así el vínculo
histórico con el presente». (Movimiento AntiImperialista; La ignorancia es
atrevida, 2007)
Evidentemente, como a nosotros nos importa bien poco que se trate de Engels o
del Sursum corda, afirmarnos categóricamente que esto es una estupidez supina.
Resulta absurdo el declarar como ley que un partido tiene «naturalmente» dos
alas, una «revolucionaria» y otra «oportunista». Esto, de ser verdad, solo indicará
que tal organización sigue preceptos ideológico-organizativos primitivos o que se
halla en una crisis, pero nada más. De nuevo es confundir posibilidad con
realidad. Lenin en sus primeros escritos, como el mítico «Un paso adelante, dos
pasos hacia atrás» (1904) también consideraba «normal» tal dicotomía, de
hecho, él mismo confesó que el «el bolchevismo se desarrolló plenamente como
tendencia en la primavera y el verano de 1905», de hecho, «formaron un partido
independiente desde 1905» y «en 1912, en la Conferencia de Praga, los
bolcheviques rompieron formalmente con los mencheviques, expulsaron a los
liquidadores del partido y formaron un partido bolchevique separado». Véase el
artículo «El segundo congreso del POSDR en el 35 aniversario» publicado en
«Revista Histórica», No. 8, agosto de 1938.
Esto significa todos, hasta los dirigentes a priori más avanzados ideológicamente,
hubieron de llevarse varios desengaños para darse cuenta de que así no podía
operar una estructura, razón por la que después en el bolchevismo no solo se
prohibió taxativamente cualquier fraccionalismo, sino que los soviéticos
exigieron al resto de partidos que quisieran «bolchevizarse» la expulsión de los
oportunistas, pues se había demostrado en esto el único antídoto para prevenir la
degeneración ideológica y a su vez obtener el triunfo político. Véase el documento
de la Internacional Comunista: «Documentos del IIº Congreso» (1920).
Otra cosa muy distinta es que no se aceptase tal consejo. ¡Imagínense, si hubieran
hecho caso a los dos viejos revolucionarios, las penurias que el marxismo alemán
se hubiera ahorrado! Pasemos al país galo:
Es decir, aquí Engels celebra que se expulse a quienes atenten contra los
principios establecidos, además lamenta que la confusión reinante o que algunos
compañeros fuesen presos de la demagogia, pero lo considera como un defecto
esperable en una organización embrionaria y sin mucha tradición marxista.
Aquí se señala que hay que darle la mano incluso a quien se equivoca y dice
rectificar, pero que hay que estar ojo avizor, y si es necesario una nueva expulsión
o escisión, bienvenido sea. Efectivamente, Engels dijo aquello de:
Aquí se señala que hay que darle la mano incluso a quien se equivoca y dice
rectificar, pero que hay que estar ojo avizor, y si es necesario una nueva expulsión
o escisión, bienvenido sea. Efectivamente, Engels dijo aquello de:
«El partido alemán ha llegado a ser lo que es a través de la lucha entre los
Eisenachers y Lassalleanos. La unificación sólo se hizo posible cuando la
pandilla de sinvergüenzas deliberadamente cultivada como una herramienta
por Lassalle había perdido su eficacia, e incluso entonces fuimos demasiado
aprisa al realizar esa unificación. En Francia, las personas que han renunciado
a la teoría bakuninista, pero siguen haciendo uso de las armas bakuninistas y
al mismo tiempo tratan de sacrificar el carácter de clase del movimiento a sus
fines particulares, también tendrán que perder su eficacia antes de que la
unificación vuelva a ser factible. Siendo así, sería pura locura abogar por la
unificación». (Friedrich Engels; Carta a Eduard Bernstein, 2o de octubre de
1882)
«En mi opinión y desde cierto punto de vista, todo revolucionario debe ser
intolerante. Creo que Marx ha hecho un enorme servicio al movimiento,
haciendo todo lo posible para alejar de la Internacional a los elementos
ambiciosos o dudosos. En efecto, al comienzo, la Internacional veía afluir a su
seno toda clase de individuos equívocos, como el pastor ateo Bradlaugh. Sólo
gracias a Marx se pudo convencer a esta gente que la Asociación Internacional
de Trabajadores no era un almácigo de sectas religiosas». (Friedrich Lessner;
Recuerdos de un obrero sobre Karl Marx, 1893)
«Los radicales desean una alianza con la Unión Soviética, una alianza como la
existente actualmente entre Estados Unidos y Gran Bretaña, mientras que los
liberales califican la política internacional soviética de «demente». (...) Chou
dijo que Mao Zedong se mantiene al margen de las disputas de partido, que
utiliza a Chou, Liu Shao-chi y otros liberales y radicales para fines específicos a
su antojo. Que Mao es un genio en escuchar argumentos de diferentes lados, y
luego traducir las ideas en las políticas de trabajo prácticos». (Edmund Clubb;
El Cónsul General en Pekín (Clubb) a la Secretaría de Estado, emitido el 1 de
junio de 1949, recibido el 2 de junio de 1949)
De esta forma Mao confesaba que la unión de su partido era ficticia. Que
sacrificaba los intereses del partido no buscando a los elementos más
revolucionarios, sino reteniendo a elementos inestables y vacilantes solo porque
eran famosos. ¿La razón? Si momentáneamente se mostraban sumisos a su
autoridad, podrían ser utilizados para compensar su precario equilibrio de poder:
«La derecha en el poder puede utilizar mis palabras para hacerse fuerte durante
un cierto tiempo, pero la izquierda puede utilizar otras palabras mías y
organizarse para derrocar a los de derecha». (Carta de Mao Zedong a Chiang
Ching, 8 de julio de 1966. Publicada en «Le Monde», 2 de diciembre de 1972)
Pero no insistiremos en esto ya que estas citas y otras pueden ser vistas en nuestro
análisis sobre la concepción maoísta de partido. Véase el capítulo: «Adopción del
modelo maoísta de partido y sus resultados» (2017).
Como se ve, una vez más intentan sin suerte extrapolar mecánicamente contextos
totalmente distintos. Aquí no hubo una «línea de reconstitución», sino una
defensa de la línea partidista contra los derrotistas y especuladores, algo normal
tras el reflujo de unos episodios revolucionarios donde, en palabras de Lenin «el
terror policiano» de la reacción tenían su eco en el movimiento político causando
«abatimiento, desmoralización, escisiones, dispersión, apostasías y pornografía
en vez de política, reforzando el idealismo filosófico». Pero, pese a todo ello, el
Partido Bolchevique existía y se sostenía, nada que ver con la situación de la LR
que nunca ha sido un partido, nunca se ha ganado un puesto de vanguardia, ni
mucho menos ha sido protagonista o actor secundario de ninguna intentona
revolucionaria −por respeto a la paciencia del lector no haremos ningún chiste
más sobre sus «heroicidades» e «hitos», como el repartir octavillas el Primero de
Mayo, imprimir su literatura o colocar pancartas rocambolescas en un algún
puente remoto−. En todo caso, en lo relativo a nuestros «reconstitucionalistas»,
estos vendrían a ser lo que en su día fueron en Rusia los «oztovistas»,
«empiriomonistas», «empiriosimbolistas» y «empiriocriticistas» −como
Bogdánov y compañía−, es decir, los típicos intelectuales que, presentándose
como «eruditos marxistas», en verdad tenían mucho que aprender antes de
enseñar nada a nadie. Todo ellos intentaron −sin éxito− desviar al movimiento
revolucionario con sus «geniales» propuestas en materia de organización y
filosofía −cuando, en realidad, solo recuperaban las antiguallas vistas una y mil
veces−.
En esta sección repasaremos varias dudas legítimas que se suelen tener los
lectores acerca del cristianismo: a) ¿qué relación tuvieron sus primeras
comunidades con el comunismo primitivo y el esclavismo?; b) ¿qué conceptos
tuvieron los primeros cristianos sobre la usura, el comercio, el celibato o la
mujer?; c) ¿a qué se debe que la Biblia contenga tantos pasajes aparentemente
contradictorios?; d) ¿en qué errores suelen incurrir los investigadores al analizar
los orígenes del cristianismo? Esto nos servirá una vez más para comprobar que,
en cuanto a los «reconstitucionalistas», no solo no aportan nada significativo al
tema, sino que hacen pasar por novedoso lo ya descubierto hace cientos de años
o vuelven a nociones equivocadas y ya superadas.
En primer lugar, cualquiera sabrá que el cristianismo nació como una herejía del
judaísmo, aunque en todo momento se alimentó de los conocimientos, mitos y
ritos greco-romanos y orientales, desde el gnosticismo, el mitraísmo, el
zoroastrismo, el estoicismo, el neoplatonismo y otros ismos, ganando esta última
tendencia sincrética y universalizadora −especialmente por los esfuerzos de
Paulino− sobre la que era más tradicional o judaizante −capitaneada por
Santiago−. En segundo lugar, estas influencias no podían dejar de reflejar en la
nueva religión una noción abiertamente conciliadora con el esclavismo, por tanto,
el cristianismo era, ya de primeras, incompatible con un comunismo primitivo
que, para más inri, para aquel entonces hacía tiempo que se había extinguido en
la mayoría de pueblos en que habitaban los primeros núcleos de feligreses. En
tercer lugar, si el ambiente decadente de la época entre las clases pudientes del
Imperio romano era de un gran temor por el porvenir −o un hedonismo para
escapar de la vorágine de desastres−, entre las clases bajas el creciente
pauperismo, la desilusión e impotencia por las rebeliones esclavistas fallidas, así
como el contacto con la propaganda de todo tipo de sectas y predicadores −que
prometían algún tipo de consuelo o mejora en otra vida−, terminaron por crear
un caldo de cultivo idóneo para una expresión como lo era el cristianismo. Véase
la obra de Serguéi Kovaliov «Historia de Roma» (1948).
Esto no es ninguna exageración, sino que se puede constatar leyendo sus textos
clásicos, como la Primera Carta a los Corintios de San Pablo, en donde señala que
«no sois muchos sabios según la carne, no muchos poderosos, no muchos
nobles». Esto también fue recogido por Friedländer en su obra «Vida y
costumbres romanas bajo el Imperio primitivo» (1913). Aparte de todo esto, si
revisamos otros pasajes de la Biblia nos encontramos con pruebas de un
fanatismo inusitado:
Esta extrema candidez de los primeros cristianos, como ya hemos visto atrás,
tiene su explicación no tanto en la ignorancia personal de estos −que también−,
sino más bien por el momento histórico tan particular en que aparecieron y se
difundieron las primeras comunidades, así como su origen social −proviniendo
de las capas menos ilustradas−. Engels se encargó de recordar esto al lector
describiendo cual era el ambiente social en que se redactó el famoso libro del
«Apocalipsis» −escrito en el año 95 aproximadamente−: «Fue [esta] una época
en la que, en Roma y en Grecia, pero incluso más en Asia menor, en Siria y en
Egipto, una mezcla absolutamente aventurada de las más groseras supersticiones
de los pueblos más diversos era aceptada sin examen y completada con piadosos
fraudes y un charlatanismo directo, en la que los milagros, los éxtasis, las
visiones, la adivinación, la alquimia, la cábala y otras hechicerías ocultas
actuaban como el protagonista principal»; ergo «en esta atmósfera nació el
cristianismo primitivo, y esto en una clase de personas que, más que cualquier
otras, estaban abiertas a estos fantasmas».
El uso arbitrario de ciertas citas de la Biblia −que luego repasaremos una a una−
fue un recurso común en las primeras investigaciones de Karl Kautsky sobre
cristianismo primitivo, como se puede ver en su obra «Precursores del socialismo
moderno» (1895), donde presentaba a un cristianismo como una ideología
sumamente transgresora. El lector debe entender que no queremos decir que sea
imposible establecer comparativas entre el comunismo moderno y el cristianismo
−primitivo o no−, en absoluto. Se puede realizar tal cosa, como se podría hacer
con cualquier otra religión, el problema clave fue más bien que el autor −el señor
Kautsky− era sospechoso habitual, ya que cayó con frecuencia en los mismos
paralelismos forzados, como el lector puede constatar a la hora de analizar a
Platón y otros autores de la antigüedad −olvidándose de unos fragmentos clave y
presentando otros como la esencia del fenómeno−.
Volviendo al tema, hallamos que este vicio de Kautsky, el diletantismo, que hoy
es tan común entre los investigadores charlatanes −como nuestros
«reconstitucionalistas»−, fue algo detectado muy tempranamente por Engels.
Este último en su «Carta a August Bebel» (24 de julio de 1885) destacaba que la
«debilidad decisiva» de Kautsky se encontraba en: «El defectuoso método de la
enseñanza de la historia en las universidades, y especialmente en las austríacas»,
donde «se les enseña sistemáticamente a los estudiantes a hacer investigaciones
históricas con materiales que saben son inadecuados, pero que suponen
considerar adecuados», y aun con todo se vuelven «enteramente engreídos» con
sus conclusiones; a esto súmese el hecho de «escribir muchísimo» −en este caso,
a cambio de pagas− pero «sin saber qué significa el trabajo científico». No nos
extenderemos en todo esto, pero sí anotaremos que Engels instaría a Kautsky a
que matizase sus trabajos históricos, como ocurrió con la obra «Los
antagonismos de clase bajo la época de la revolución francesa» (1889). Véase la
larga emisiva de Engels «Carta a Karl Kautsky» (20 de febrero de 1889).
Esto no significa que Engels negase la excelsa labor que su discípulo estaba
realizando por aquellos años. De hecho, Engels en su «Carta a Karl Kautsky» (21
de mayo de 1895), señaló abiertamente lo siguiente: «He aprendido mucho de su
libro que es una lectura preliminar indispensable para mi nueva edición de La
guerra campesina en Alemania». El maestro también se molestó en señalar a su
pupilo cuales eran a su parecer los mejores y peores capítulos de su trabajo:
«Puedo decir que tu obra mejora cuanto más se profundiza», aunque «a juzgar
por el plan original, su tratamiento de Platón y el cristianismo primitivo todavía
deja algo que desear», en cambio «lo haces mucho mejor en las sectas
medievales».
Esto chocaba con la visión de un Karl Kautsky más maduro, quien en su obra
magna «Orígenes y fundamentos del cristianismo» (1908) consideró que era muy
necesario comprender las semejanzas, pero sobre todo las diferencias entre los
conflictos antiguos y contemporáneos. Para él, tratar de equiparar sin más las
luchas de estos movimientos religiosos con los movimientos políticos del
proletario moderno, no solo es un acto mecánico y simplista, sino que, además,
suele esconder motivaciones destinadas a justificar el actuar presente:
«El cristianismo en sus principios era, sin duda alguna, un movimiento de las
clases empobrecidas de los más variados tipos, que pueden denominarse por el
término común de «proletarios», siempre que esta expresión no se entienda
como significando solamente a los trabajadores asalariados. (...) El énfasis
puesto sobre las condiciones económicas, que es un corolario necesario de la
concepción materialista de la historia, nos preserva del peligro de olvidar el
carácter peculiar del antiguo proletariado, simplemente porque captamos el
elemento común de ambas épocas. Las características del proletariado antiguo
eran debidas a su peculiar posición económica, la cual, a pesar de sus muchas
semejanzas, sin embargo, hacía que sus aspiraciones fueran completamente
diferentes a las del proletariado moderno. Mientras la concepción marxista de
la historia nos protege del peligro de medir el pasado con el estándar del
presente y agudiza nuestra apreciación de las peculiaridades de cada época y
de cada nación, también nos libra de otro peligro: el de tratar de adaptar
nuestra presentación del pasado al interés práctico inmediato que estamos
defendiendo en el presente. Ciertamente que ningún hombre honrado,
cualquiera que sea su punto de vista, permitirá el ser descarriado por un engaño
consciente sobre el pasado». (Karl Kautsky; Orígenes y fundamentos del
cristianismo, 1908)
¡La virgen! Nunca mejor dicho. ¡Sí que debe de ser mala la literatura que
acostumbra a leer este hombre para recomendar tal cosa! Estos seres no ven
demasiado problema en el cristianismo como ideología, sino en el posterior
desarrollo de la Iglesia Católica como institución de poder, algo en lo que están
de acuerdo Hasél y personajes similares, como más tarde veremos. A esto
deberíamos preguntarnos lo siguiente: ¿realmente necesitamos a un autor de la
teología de la liberación −que intenta conjugar revolución y religión− para saber
que la institución eclesiástica censuró y manipuló los textos y persiguió a las
distintas herejías que no aceptaban su credo? En absoluto, en su día ya existieron
marxistas que señalaron este aspecto con vehemencia:
En todo caso, ¿cuál es ese «comunismo primitivo» con ecos en el cristianismo del
que tanto se habla? Este Dietzgen, monaguillo de la «Iglesia de la Reconstitución
del Comunismo», posteaba orgulloso los siguientes trazos del Antiguo
Testamento, es decir, un texto canónico que siempre fue aceptado por los
primeros cristianos:
Algunos otros se refieren con frecuencia a esta otra cita del Nuevo Testamento
donde Jesús combate a los comerciantes y los expulsa del templo por «ladrones»,
algo que toman como símbolo inequívoco de que el cristianismo era y es una
religión de los pobres:
¿Y qué quiere decir todo esto? Aquí lo que se recomienda es que uno sea buen
creyente, enriquécete, ¡pero todo dentro de un orden! Actos como el comerciar y
especialmente la usura son demasiado «pecaminosos». Como luego oficializarían
los patriarcas cristianos, ¡prestar dinero es «jugar con el tiempo», un «don que
solo controla Dios»! El colmo del absurdo es pensar, como hicieron los seguidores
de la teología de la liberación, que Yahvé, como ente omnisciente, ya conoce de
antemano que la especulación financiera del capitalismo será un martirio para
sus hijos dos miles años después, por eso ya promete a estas criaturas, los
prestamistas, una muerte sangrienta en el Antiguo Testamento (Ezequiel 18:13).
Entonces, preguntarán algunos, ¿qué otra opción hay, Señor, para poder salir
adelante? Tomen nota, hijos, pues según reza el Antiguo Testamento, ¡mejor
limítense a esclavizar a otros pueblos!:
«Los esclavos y esclavas de vuestra propiedad los adquiriréis entre los pueblos
circundantes. O bien entre los hijos de los criados emigrantes que viven con
vosotros, entre sus familias nacidas en vuestro territorio. Serán propiedad
vuestra. Se los dejarás en propiedad hereditaria a los hijos que os sucedan. Os
podéis servir de ellos siempre, pero a vuestros hermanos israelitas no los
trataréis con dureza». (Biblia; Levítico 25, 44-46, escrito entre el 538 y 332 a.
C.)
«Si quieres ser perfecto, ve allí, vende lo que tienes y dáselo a los pobres. (…) Les
aseguro que difícilmente un rico entrará en el Reino de los Cielos. Sí, les repito,
es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entre en el
Reino de los Cielos». (Biblia; Mateo 19, 23-30, escrito entre los años 80 y 90 d.
C)
«Exhorta a los siervos a que se sujeten a sus amos, que agraden en todo, que no
sean respondones». (Biblia; Tito 2:9-10, escrito en el 80 d.C.)
Y hay más, por si alguien tiene dudas de la típica controversia entre Nuevo y Viejo
Testamento, nuestro «revolucionario» Jesús, en referencia al Viejo Testamento,
es decir, a las leyes judías adaptadas al cristianismo, nos advertía que estas eran
sagradas, adoptando un rol claramente conservador:
«No penséis que he venido a abolir la ley o los profetas. No vine para abolir, sino
para cumplir. Os aseguro que, mientras duren el cielo y la tierra, ni una y ni
una tilde de la ley dejará de realizarse». (Biblia; Evangelio según Mateo 5, 17-
18, 80 d. C.)
No es ningún secreto que muchas de las sectas judías y ascetas que influenciaron
al cristianismo primitivo, como los esenios, gnósticos y otros, efectivamente
condenaban radicalmente la riqueza material −vinculándolo los bienes de la vida
terrenal como soberbia o un apego al mundo material inadmisible−, algo que ya
documentó el historiador romano Flavio Josefo del siglo I. Pero no menos cierto
era que estos resquicios de comunismo primitivo eran muy puntuales, pues como
señaló Kautsky en su obra «Precursores del socialismo moderno» (1895): «Se
trataba sólo de un comunismo de consumo, no de producción». Es decir, que los
primeros cristianos acostumbraban a aceptar por ejemplo la esclavitud
perfectamente, pero exigían que hubiera una cierta redistribución de los bienes y
riquezas de la sociedad: «Los poseedores deben conservar y explotar sus medios
de producción, sobre todo su tierra; pero cualquier medio de consumo que
poseyeran y adquirieran −comida, ropa, vivienda y dinero para comprar tales
cosas− debía ponerse a disposición de la comunidad cristiana». Esta era una
postura de caridad y equilibrio social muy propia de la época, dado que: «La
alimentación pública de grandes masas de necesitados o la distribución de
alimentos había sido la regla en los últimos días de la república y aún se
practicaba inicialmente en el período imperial».
Habría que preguntarse lo siguiente, ¿por qué ha sido durante tanto tiempo tan
difícil reconstruir la génesis del cristianismo? Esto tiene fácil respuesta, ya que,
hasta la aparición de distintas formas de cotejamiento, la detección del fraude o
inconsistencias fue algo muy complejo de detectar. Entiéndase también que:
«Sus primeros defensores podían haber sido personas muy elocuentes, pero no
sabían leer ni escribir. Estas artes eran mucho más raras a las masas del pueblo
de aquellos días de lo que son actualmente. Por un número de generaciones la
enseñanza cristiana de la historia de su congregación se hallaba limitada a la
transmisión oral, la tradición, por medio de personas fervorosamente excitadas
e increíblemente crédulas, de relaciones de hechos que habían sido observados
únicamente por un círculo reducido, si es que en realidad habían tenido lugar,
los cuales, por consiguiente, no podían investigarse por la masa de la población,
y mucho menos por sus elementos críticos y libres de prejuicios. Únicamente
cuando personas más educadas, de un nivel social superior, ingresaron en el
cristianismo, se empezaron a fijar por escrito esas tradiciones, pero aun así el
propósito no era tanto histórico como de controversia para defender ciertas
opiniones y exigencias». (Karl Kautsky; Orígenes y fundamentos del
cristianismo, 1908)
«Pese a haber sido compuesto dentro de la segunda mitad del siglo I d. C.,
ninguno de los libros del Nuevo Testamento es obra de uno de los doce apóstoles
originales, si bien algunos de sus autores los conocieron de cerca a ellos y a San
Pablo –tal es el caso, por ejemplo, de San Marcos y San Lucas–». (Edwin Oliver
James; Historia de las religiones, 1975)
A la hora de revisar los orígenes y desarrollos de cualquier religión, que como tal
siempre se presentará como original o innovadora, ha de entenderse que hay que
tomar dicha tarea con suma precaución, pues todo ha de ser debidamente
contextualizado. Sin ir más lejos, los autores de la Biblia se valieron de filosofías
sistemáticas, pensamientos esporádicos y proverbios populares. En su seno había
fragmentos «A» y fragmentos «B» totalmente contrapuestos. Así, pues, se hiciera
esto con total intencionalidad o por mero descuido, el feligrés en aprietos siempre
ha podido elegir en la vida terrenal sin «faltar a los textos sagrados». Dicho de
otro modo: siempre se ha podido «poner una vela a Dios y otra al Diablo»,
contentando así a todos. De hecho, la propia institución cristiana ha hecho la vista
gorda en mil y una ocasiones cuando se producía este sincretismo, especialmente
cuando una población era convertida a la nueva fe, y se mezclaba con los dioses y
supersticiones antiguas de la zona. En realidad, en según qué épocas y lugares, la
misma institución eclesiástica ha ido modificando su status legal, así como su
cuerpo doctrinal; ha ido inclinando hacía unos u otros fragmentos canónicos,
descartando o invalidando otros. Estos dogmas han plasmado varias
contradicciones en cuestiones relativas a la «familia» o los «bienes» y dichas
contradicciones vienen de unas profundas causas socio-económicas, algo que en
cambio Kautsky sí explicó con mucha precisión. A esto súmese la lucha que se
desató en el seno de la comunidad y los caminos contrapuestos que sus fracciones
deseaban adoptar. Si el lector quiere unos cuantos ejemplos de esto, y cómo se
manifestó, existen infinidad de lecturas clásicas. Véase la obra de Heinrich Heine
«La escuela romántica» (1833), la obra de Ludwig Feuerbach «La esencia del
cristianismo» (1841) o la obra de Franz Mehring «Sobre el materialismo
histórico» (1893).
La evolución del cristianismo prueba que los fundamentos de una
religión nunca son los mismos
Como bien sabemos las «leyes» del cristianismo han variado muchísimo a lo largo
del tiempo. Algunos se preguntarán, con toda razón: «Si hubo tantos cambios en
su largo desarrollo histórico, ¿por qué las masas cristianas no reaccionaron para
salvaguardar su esencia cuando el clero cambiaba una disposición, es decir,
introducía el dogma de la «Santísima Trinidad», la infalibilidad papal, el cobro
de dinero por las indulgencias, la venta de cargos eclesiásticos o suprimía la
condena de la usura?». La respuesta es que sí lo hicieron, o al menos lo
intentaron, y un buen ejemplo de ello fueron las famosas herejías antiguas y
medievales. Aunque varias de estas fueron de carácter local y limitado, y si bien
no siempre alcanzaron el éxito y repercusión que esperaban, estas son
sumamente interesantes por varios motivos. Dichos movimientos, generalmente
inspirados por un puñado de líderes iluminados, buscaron en los usos y
costumbres antiguas, en la consulta y comparativa de la Biblia, en su idealización,
la legitimación para su programa religioso y político, la energía y esperanza para
levantarse contra la tiranía terrenal de su tiempo o contra lo que consideraban
una abdicación de los «principios naturales» del cristianismo primitivo. En no
pocas ocasiones, la derrota de estos movimientos contestatarios también terminó
inspirando a otros muy posteriores −como el protestantismo o calvinismo− que
sí lograron coronar la mayoría de sus propósitos, y que también, como era de
esperar, acabaron incurriendo en los mismos fenómenos de intolerancia
religiosa, corruptelas clientelares, malversación de fondos y «recreación en la
carne» que ellos mismos tanto reprocharon antaño al Papado de Roma.
a) En primer lugar: «Estos no ven que los que se hacían cristianos llegaban a él
partiendo de otras religiones», lo que supuso que «la masa de la asociación
siempre conservó en su corazón y transportó en las creencias y en las pequeñas
leyendas gran número de las supersticiones y mitos de los que estaba imbuida
antes de su conversión, además de todas aquellas otras supersticiones y mitos que
se vio precisado crear para aceptar, en alguna manera, las doctrinas abstractas y
metafísicas del cristianismo doctrinal».
b) En segundo lugar: «No se puede hacer creer a nadie que la masa de aquellos
que estaban agrupados en la asociación cristiana haya jamás tenido una idea clara
de la variación de los dogmas y de las discusiones sutiles de sabios y de doctores».
Por todas estas razones y por otras aún permanece hoy «como suspendida en el
vacío, en muchos espíritus, la imagen caprichosa de un cristianismo
ultraperfecto».
Pero hay más, resulta que Jesús, en su benevolencia habría liberado a la mujer de
la opresión patriarcal:
«@_Dietzgen: Dice lo mismo que el autor de este libro que acabo de terminar,
que lo llama «inversión mesiánica» −«los últimos serán los primeros»−.
Respecto a la mujer en particular, J[ésus]C[risto] la libera del patriarca
abriéndole la puerta de la comunidad de individuos libres e iguales que sería la
iglesia. Un universalismo fraternal −al menos teórico− que está en las raíces de
los dos milenios de hegemonía cristiana en occidente, y que explica por qué
muchos comunistas/socialistas del XIX −y desde el XVI− eran fervorosos
cristianos». (Comunista; Twitter, 8 de mayo de 2020)
Y el señor Dietzgen afirma esto sin más, sin comprobar si lo que dice su autor de
referencia es cierto, contribuyendo así a la alimentación de ese mito de Jesús
como «primer comunista de la historia», mito que sostuvieron personajes como
Hugo Chávez o Evo Morales. Muy bien, pero… ¿qué nos dicen las «Sagradas
Escrituras»?
«En cambio, la mujer que reza o profetiza con la cabeza descubierta deshonra
su cabeza: es lo mismo que si la llevara rapada. Así que, si una mujer no se
cubre, que se rape la cabeza; y si es vergonzoso cortarse el pelo al rape, pues
que se cubra. El varón no tiene que cubrirse la cabeza, siendo imagen de la
gloria de Dios; mientras que la mujer es gloria del varón. Pues no procede el
varón de la mujer, sino la mujer del varón. Y no fue creado el varón para la
mujer, sino la mujer para el varón. Por eso debe la mujer llevar en la cabeza la
señal de la autoridad, en atención a los ángeles». (Biblia; I Corintios 11, 5-10,
escrito en el 54 d. C.)
Si nos vamos fuera de los primeros canónicos, en una edición siriaca del año 60
donde se relatan las andanzas del joven Jesús, en una época que apenas figura en
la Biblia oficial de la mayoría de ramas cristianas, ahí se afirma una curiosa
anécdota respecto a la mujer y su estatus:
«Simón Pedro les dice: Que Mariam salga de entre nosotros, pues las hembras
no son dignas de la vida. Jesús dice: He aquí que le inspiraré a ella para que se
convierta en varón, para que ella misma se haga un espíritu viviente semejante
a vosotros varones. Pues cada hembra que se convierte en varón, entrará en el
Reino de los Cielos». (Evangelio de Santo Tomás, ¿60-200?)
«Kriege está aquí por tanto predicando en el nombre del comunismo la vieja
fantasía de la religión y la filosofía alemana que es la directa antítesis del
comunismo. La fe, más específicamente la fe en el «espíritu santo de la
comunidad», es la última cosa que se requiere para lograr el comunismo» (Karl
Marx y Friedrich Engels; Circular contra Kriege, 1846)
Todo esto también recuerda a las declaraciones del líder de los senderistas, el
famoso «presidente Gonzalo», quien en 1988 declaraba, emulando a Togliatti o
Codovilla, que, pese a todo, la religión no era un obstáculo importante para que
las masas se acercasen a la revolución, para que tomasen conciencia:
«El pueblo tiene religiosidad, lo que jamás ha sido ni será óbice para que luche
por sus profundos intereses de clase sirviendo a la revolución». (Abimael
Guzmán; Entrevista al presidente Gonzalo, 1988)
Parece que un Hasél con veintitrés años estaba de acuerdo con nuestro
«reconstitucionalista» Dietzgen. Si el «ateo católico» de Santiago Armesilla da
gracias al Apóstol Santiago, o si Fidel y Raúl Castro bregaban por un acercamiento
al Papado, por su parte los «ateos de la praxis» que anidan en la LR no tienen
problemas en santificar sus dogmas maoístas de la «lucha de dos líneas» con las
ideas del Apóstol Pablo de Tarso. Aunque parezca surrealista, estos
«superrevolucionarios» también se han dejado seducir por la ideología religiosa,
como les ocurrió a tantos iluminados a lo largo de la historia. Para perplejidad de
algunos y mofas de otros, los «reconstitucionalistas» abren sus revistas recitando
versos cristianos:
«Es necesario que entre vosotros haya bandos, para que se vea quién es de
probada virtud». (Biblia; I Corintios 11:19, escrita en el 54 d. C.)
Y, muy seguramente, para muchos de ellos, epítetos como el siguiente serán una
prueba inequívoca de que entre los primeros cristianos que luchaban contra la
hipocresía de los fariseos ya estaba contenida la «lucha antirevisionista»
−¡aleluya!−:
«Guardaos de los falsos profetas, que vienen a vosotros con vestidos de ovejas,
pero por dentro son lobos rapaces». (Biblia; Mateo 7:15-20, escrito entre el 80
y el 90 d. C.)
Pero no crean que esto es todo, pues lo visto aquí ni siquiera es una graciosa y
esporádica anécdota, sino que no resulta extraño ver esto entre las publicaciones
«reconstitucionalistas». Pareciera que algunos hubieran estudiado en el Opus Dei
y no pudieran escapar a la llamada del «Altísimo», aunque la explicación más
sencilla es que se han formado políticamente con los chascarrillos y fórmulas
simplonas del «Libro Rojo» de Mao Zedong.
Otra prueba de lo estéril de sus «análisis» −lo ponemos entre comillas porque en
verdad no aportan nada nuevo ni tampoco clarifican nada de valor− también está
en sus últimas publicaciones, cuando, por ejemplo, pretenden realizar una
evaluación de la Revolución Espartaquista (1919) y la figura de Rosa
Luxemburgo. ¿Y cuál es el resultado, la lección?
Entendido, nada nuevo bajo el sol. La solución es luxemburgismo pero sobre todo
más maoísmo. Pues muchas gracias, sinceramente, ¡no esperábamos tal oferta de
vuestra parte! Resulta curioso que los actuales oportunistas, que reconocen los
graves errores cometidos por Rosa Luxemburgo, ensalcen y rindan homenaje a
esta figura que, «casualmente», y junto a Lukács, Sartre y Althusser, fue una de
las más empleadas en los años 70 por los «marxistas heterodoxos» para poner en
tela de juicio las ideas del «leninismo» y el «stalinismo» −y, a diferencia de
muchos otros casos, sin necesidad de retorcer sus escritos−, justamente como
hacen los «marxianos» de hoy. ¿Existe una verdadera comprensión de las
peligrosas consecuencias que tuvo el luxemburguismo? Para nada. Otros tratan
de «revelar» que, pese a sus limitaciones, el luxemburguismo es superior al
bernsteinismo o el kautkismo −¡vaya novedad!−, pero no aportan ninguna razón
de peso que indique por qué deberíamos prestar más atención a una corriente
que, en muchos de sus planteamientos, es completamente ajena al marxismo-
leninismo.
Recibiendo nuevas influencias extrañas de todo tipo, no era difícil intuir como
acabaría este nuevo acto de la «tragicomedia reconstitucionalista». He aquí en el
nuevo siglo a estos nuevos sartreanos; que se dicen marxistas, pero no marxistas,
maoístas, pero no maoístas, con posturas existencialistas, pero no mucho,
bebiendo del trotskismo de Nin, pero siempre con moderación, fans de Lukács,
pero con algo de disimulo. Eso sí, donde no esconden sus extraños gustos es en
cuanto a su fascinación bakuninista por el lumpen y el terrorismo −y sus
expresiones culturales como el trap−; esa fascinación por el tercermundismo y las
vanguardias del arte del siglo XX −al igual que los maoístas de «Mayo del 68»−.
¿A qué nos recuerda toda esta verborrea?
«En Rusia, Trotski, que rechaza también esa idea, se pronuncia igualmente en
pro de la unión con el grupo oportunista. (...) «Radicalismo pasivo», y que se
reduce a suplantar el marxismo revolucionario por el eclecticismo en la teoría y
por el servilismo o la impotencia ante el oportunismo en la práctica». (Vladimir
Ilich Uliánov, Lenin; Sobre la obra «El socialismo y la guerra», 1915)
Aquí se da por hecho algo que este tipo de organizaciones repiten como un
mantra, que el capitalismo contemporáneo necesita a nivel mundial de un Estado
«patriarcal», «homófobo» y/o «racista» para sobrevivir, lo cual es una tontería
que se refuta echando una ojeada a la realidad actual donde se han ido derribando
las leyes y fuentes económico-sociales que daban luz a esto en muchos países.
Jamás ha habido un sistema económico a nivel global menos «patriarcal, racista
y homófobo» que el actual que promueve el feminismo del 8M, el Black Live
Matter o el Día del Orgullo LGTB; asimismo, deberemos decir una obviedad para
los quisquillosos de siempre: todo esto no significa que no haya grupos políticos
que apoyen una vuelta a los «viejos tiempos, las antiguas legislaciones y la moral
pérdida», o países donde estos rasgos ultrarreaccionarios se mantengan y
dominen los hilos sociales e incluso se reflejen en las leyes y discursos de sus
gobiernos. Véase el capítulo: «La «izquierda» retrógrada y la «izquierda»
posmoderna frente al colectivo LGTB» (2020).
Estos colectivos referidos arriba cada vez tienen más representantes dentro de las
altas esferas del sistema capitalista, este «progresismo» en comparación al
pasado no ha impedido que los capitalistas sigan embolsándose millones de
beneficios ni que hayan desaparecido todas las calamidades que acompañan al
capitalismo. Todo esto lo que demuestra es que, en el análisis, para producir un
razonamiento general, no debemos absolutizar la problemática particular de un
país concreto −donde indudablemente esa causa debería ser una reivindicación
real y no una ficción como muchas veces nos acostumbran los «grupos de
izquierda»−, sino entender cuál es la médula espinal que sostiene al sistema aquí
y en el país vecino: la propiedad privada sobre los medios de producción y las
leyes fundamentales que rodean la producción capitalista. Véase el capítulo:
«¿Vivimos en un patriarcado?» (2021).
Todo lo visto hasta aquí no se podría comprender sin conocer cuáles han sido los
referentes de la «Línea de Reconstitución» (LR), pero antes de continuar
destrozando el halo de «coherencia» y «pureza» ideológica de la LR, lo justo sería
dar unas pinceladas sobre cómo concebimos nosotros −a grandes rasgos− la
relación entre las ideas y el movimiento, entre historia y presente:
Respecto a estos sujetos «marxistas» −que por desgracia son los que más
abundan, pero no los únicos−, a veces nos hallamos en la misma situación que
tuvo que enfrentar Karl Marx respecto a algunos socialistas franceses que
descaradamente estaban alterando su pensamiento:
Con la diferencia de que si Marx se refería a la crisis del Partido Socialista Frances
(PSF) y sobre todo a la escisión mayoritaria de los reformistas-chovinistas como
Malon y Brousse, ¡nosotros sin embargo estamos rodeados de estos mismos
elementos, pero sin una organización partidaria! Nótese qué camino tan largo nos
queda por recorrer.
De hecho, para evaluar la postura política que debía adoptarse sobre Cuba la LR
proponía un popurrí de artículos de diversas corrientes para que el lector sacase
sus propias conclusiones −¡una gran labor iluminadora esta, típica de un grupo
de «vanguardia», no cabe duda!−:
«Por el momento nos limitamos a publicar dos puntos de vista al respecto: uno,
de apoyo al actual proceso político cubano, es una entrevista a un miembro del
Partido del Trabajo de Bélgica que ha publicado un libro al respecto titulado:
«La apuesta de Fidel, ¿Cuba entre socialismo y capitalismo?»; el otro, se
compone de sendos análisis críticos sobre la nueva constitución de Cuba y el Vº
Congreso del PCC, realizado por J. C., un internacionalista próximo al
pensamiento de Ernesto «Che» Guevara». (Partido Comunista Revolucionario
(Estado Español); La Forja; Nº17, 1998)
Por favor, ¡qué falta de clarividencia! Esto es sumamente gracioso, porque los
«reconstitucionalistas» siempre han acusado de positivismo a sus enemigos, pero
a su vez demuestran ser los más positivistas en cuanto se les presenta la ocasión.
Este texto era literalmente una aproximación burguesa a la historia, el famoso
«objetivismo burgués» contra el cual Lenin luchó siempre. Era reproducir el
eslogan liberal del maoísmo que reza: «¡Que se abran cien flores y compitan cien
escuelas de pensamiento!». Unos pocos años después, como ahora
comprobaremos, la «historiografía» de la LR viró hacia un embelesamiento y
respeto hacia las fuentes clásicas del antimarxismo, llevándola a concluir lo
mismo que todos los historiadores trotskistas y anarquistas.
¿Alguien puede creer que estos tipos no se pronunciaron sobre Cuba porque su
objetivo era el «aventurerismo analítico»? ¡Ni de broma! Si así fuese no hubieran
promocionado los artículos de autores castristas y guevaristas sobre Cuba. Pero
volvamos a su excusa principal: ¡no querían deslizarse por el «aventurerismo
analítico»! ¡De Risa! ¿Pero no fue el PCR quien en 2006 anunció en España un
proceso de «fascitización» que nunca se materializó? ¿No son quienes en 1995
declaraban primero con «La Forja» y después a través del MAI en 2007 que la
«GPP en Perú continuaba su curso»? ¡Sí! ¿No son los mismos que en 2016 se
jactaron del «gran hito» que fue para la «reconstitución» que sus múltiples sectas
hubieran sacado unos cuantos comunicados y que de vez en cuando se junten
para la edición de una revista de tirada casual? ¡También! ¿No fueron los mismos
que hace poco colocaron una bandera roja a las afueras de la sede de un banco
anotándose eso como poco menos que un «punto» muy «transgresor» porque
ponía «¡Viva la Revolución Mundial!»? En efecto, además son los mismos que el
1 de mayo de 2021 subieron a redes sociales una foto de un panfleto donde el
«Camarada Luca» anunciaban triunfante −escribiendo en impersonal− que «con
motivo de la farsa electoral madrileña, esta semana han aparecido miles de
octavillas como esta por los barrios obreros de la capital». ¿Se puede ser más
patético con este triste espectáculo de marketing? ¿Todavía queda alguien que se
tome en serio la «prudencia» de estos revolucionarios de pacotilla?
¡He aquí la «vanguardia» con un comunicado que bien podría haber firmado en
su día Enrique Líster, Raúl Marco o Ignacio Gallego! Denominar en los años 90
al régimen castrista como «antiimperialista» justo en momentos en que las
empresas del imperialismo español penetraban la isla, resulta de una
mezquindad sin parangón. ¿Qué «balance» harán de esto que le mostramos?
Véase la obra: «Reflexiones sobre el VIIº Congreso del Partido «Comunista» de
Cuba y su línea económica» (2016).
Aun con todo, pese a que la LR todavía no ha hecho autocrítica oficial e íntegra
de sus posturas oportunistas sobre Cuba, Nepal, Kurdistán o Perú, todavía sus
seguidores tienen el valor de darse el lujo de hablar con desdén del resto de
individuos y colectivos todavía abducidos por el castrismo:
«@Toussaint1917: Ironías aparte, que sigan sus fanboys revisionistas, desde los
dos PCPE hasta el PCOE pasando por IC, defendiendo a la burguesía
burocrática cubana, que otros trabajarán/trabajaremos por denunciar la farsa
del revisionismo cubano y por reconstituir el movimiento comunista».
(Toussaint Louverture; Twitter, 16 de julio de 2018)
«El Partido Comunista del Perú define tres etapas en el desarrollo del Partido
(5). La primera fue la de la constitución del Partido en 1928, bajo la dirección de
J. C. Mariátegui, cuando se sientan las bases ideológicas, orgánicas y
programáticas. (...) ¡Su ideología era el Marxismo-Leninismo, asumiendo el
leninismo como etapa superior y actual del marxismo!». (Partido Comunista
Revolucionario (Estado Español); La Forja; Nº5, 1995)
«Se equivoca usted, señor Poincaré: sus obras prueban que hay personas que
no pueden pensar más que contrasentidos. Una de ellas es George Sorel,
confusionista bien conocido». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Materialismo y
empiriocriticismo, 1909)
¡Por una vez estaremos de acuerdo con este excéntrico individuo! No nos
extenderemos en esta cuestión puesto que ya disponemos de un documento
analizando las teorías heterodoxas de Mariátegui donde se demuestra que sólo se
acercó al marxismo en algunos puntos y por conveniencia del momento, mientras
que en otros puntos era altamente ecléctico, antimarxista. Véase la obra:
«Mariátegui, ídolo del «marxismo heterodoxo» (2021).
«La prensa «libre» obedece los dictados del imperialismo callando el desarrollo
de la revolución en el país para evitar su propaganda y ejemplo. Y sin embargo
la guerra popular está lejos de terminar. La lucha armada está extendida por
todo el país y las zonas liberadas en las que se ha asentado el nuevo poder
representan según diversas fuentes entre el 20 y el 4%o del territorio peruano.
Además, esta revolución, a diferencia de otras habidas en el continente está
dirigida directamente por un Partido Comunista, el PCP. (...) Para ello nos
basamos principalmente en los propios textos y documentos de los camaradas
del PCP y afines». (Partido Comunista Revolucionario (Estado Español); La
Forja; Nº5, 1995)
«La ideología del PKK [en kurdo Partido de los Trabajadores del Kurdistán] es
marxista-leninista». (Partido Comunista Revolucionario (Estado Español); La
Forja; Nº12, 1996)
«Me di cuenta de que mi gente eran los chicanos y otros latinos y otros
oprimidos en Estados Unidos; era la gente en Vietnam y China; eran las
mujeres... eran los oprimidos y los explotados del mundo... y por medio de cierta
lucha, y de tener que abandonar unas ideas erróneas, he aprendido que también
es la gente LGBT. Ésta es mi gente, los oprimidos y explotados del mundo».
(Partido Comunista Revolucionario; Avakian por la liberación del pueblo negro
y por la emancipación de toda la humanidad, 2020)
¿Pero quién era el supuesto «ala izquierda» y qué ideología representaba? ¿Por
qué estaba en teórica inferioridad? Nada de eso se explica en profundidad. Es un
guion clásico de buenos y malos. Cualquiera de las facciones de la «Revolución
Cultural» maniobraban bajo la bandera del «Pensamiento Mao Zedong». Pero
para ellos:
¡Es decir repiten el mito de que la «Banda de los Cuatro» representaba la pureza
revolucionaria!
«La llamada «Banda de los Cuatro» actuó según los consejos de Mao. En él
encontraron un punto de apoyo, ellos vivieron tanto tiempo como una flor de
verano, sólo que esta «flor» era fétida y venenosa, como todas los demás «flores
y escuelas» que florecieron en China y todavía florecen.
¿Orgullo de qué? Hace tiempo que estudiamos el apoyo seguidista que el PCE (r)
otorgó a la misma y no hay nada de lo que sentirse orgulloso. La época de
la «Revolución Cultural» en China fue un gran fraude cuyos eslóganes, métodos
de estudio y fórmulas organizativas siguen produciendo vergüenza ajena. Veamos
un párrafo de los Guardias Rojos de la Universidad de Qinghua que Revolución o
Barbarie reprodujo con satisfacción:
«Los revolucionarios son Reyes Monos, sus barras doradas son poderosas, sus
poderes sobrenaturales tienen un largo alcance y su magia es todopoderosa,
porque poseen el grande e invencible pensamiento de Mao Zedong. ¡Esgrimimos
nuestras barras doradas, desplegamos nuestros poderes sobrenaturales Y
utilizamos nuestra magia para dar vuelta al viejo mundo, aplastarlo,
pulverizado, crear el caos y provocar una tremenda confusión, mientras más
grande mejor! ¡Debemos hacer esto con la actual escuela secundaria
revisionista anexa a la Universidad Qinghua, rebelarnos en gran escala,
rebelarnos hasta el fin! ¡Deseamos crear un tremendo alboroto proletario, y
forjar un mundo nuevo proletario! ¡Viva el espíritu de rebeldía revolucionaria
del proletariado!». (Robinson Rojas; La guardia roja conquista china, 1966)
Comentar esto sería gastar nuestro tiempo, solo demuestra el misticismo idealista
que siempre ha rodeado a esta corriente. Este fenómeno de la «Revolución
Cultural», que siempre fue promocionado por el maoísmo occidental como el
«gran triunfo de los revolucionarios chinos contra el revisionismo», en verdad no
hizo sino ahondar en las desviaciones antiguas del revisionismo chino, además de
crear otras nuevas. Véase el capítulo: «Seguidismo a la Revolución
Cultural» (2017).
Recomendamos a su vez uno de los documentos que, sin duda, mejor exponen la
esencia económica del maoísmo en este periodo. Véase la obra de Rafael
Martínez: «Sobre el manual de economía política de Shanghái» (2006).
Por supuesto, lo mismo cabe decir de la filosofía, donde los presuntos «avances»
de la filosofía china de Mao eran una tomadura de pelo. Véase el capítulo: «Apoyo
a la base idealista y metafísica de la filosofía maoísta» (2017).
Esta es la cita del «Gran Timonel» que los neomaoístas han reproducido hasta la
saciedad para intentar explicar los diferentes resultados en las guerras de China
y España. Sin ir más lejos, obsérvese como la Línea de Reconstitución reproducía
la obra del Partido Comunista Revolucionario (EE. UU.): «La Línea de la
Comintern ante la Guerra Civil en España» (2016), un escrito donde todo se ha
dicho, se coquetea abiertamente con una reevaluación de la guerra en clave
trotskista y se repiten todos los mitos de la historiografía burguesa sobre el PCE,
como el acusarse de «oponerse a la colectivización», estar formado socialmente
por «pequeño burgueses» y «rebajar el espíritu revolucionario de las masas»,
algo que ya vimos en otro capítulo.
En los años 60, el maoísmo se llenó la boca hablando de que el «partido debía
controlar al frente» y no viceversa; que había que controlar al resto de fuerzas
políticas en el «frente popular antifascista». ¡Pero esto nunca se cumplió en
China!:
«En 1932, según la información que recibí, los comunistas y los miembros de las
juventudes constituían menos del 20 por ciento de las bases y el personal de
mando del Ejército Rojo, aunque en un momento la población de aldeas enteras
y unidades militares individuales fueron aceptadas colectivamente en el partido
y las juventudes». (Otto Braun; Notas chinas (1932-39), 1972)
¿Qué ocurrió? En unas por motivo de fuerza mayor, en unas ocasiones por
oportunismo de la dirección, el PCCh y su ejército se tuvieron que valer no solo
de militares del Kuomintang, sino que aceptaba con holgura a casi cualquier
miembro que desease entrar −¡incluido señores de la guerra que habían atacado
las fronteras de la URSS!−, causando la honda preocupación de la IC:
«Estamos muy preocupados por su decisión de que todo el que desee puede ser
aceptado en el partido, sin ninguna consideración de su origen social, que el
partido no tema que algunos arribistas busquen su camino en el partido, así
como de su mensaje sobre las intenciones de aceptar incluso a Zhang Xueliang
en el partido. En la actualidad, más que en cualquier otro momento, es necesario
mantener la pureza de las filas y el carácter monolítico del partido. Mientras
conducimos el alistamiento sistemático de personas en el partido y así lo
reforzamos, especialmente en el territorio del Kuomintang, es necesario que al
mismo tiempo que evitamos la inscripción masiva en el partido, aceptemos sólo
a las mejores y probadas personas de entre los obreros, campesinos y
estudiantes. También consideramos un error alistar indiscriminadamente en
las filas del Ejército Rojo a estudiantes y exoficiales de otros ejércitos, ya que
esto puede socavar su unidad». (Georgi Dimitrov; Telegrama de la Secretaría
del Comité Ejecutivo de la Internacional Comunista al Secretariado del Partido
Comunista de China, 15 de agosto de 1936)
«Se debe tener en cuenta que una parte sustancial de los soldados y oficiales del
Ejército Popular de Liberación son exkuomindangistas, quienes fueron
capturados o voluntariamente, en destacamentos completos, se pusieron del
lado del Ejército Popular de Liberación. El número de kuomindangistas, por
ejemplo, en algunas unidades militares de generales Chen Yi y Liu Bocheng
alcanza el 70-80%, al mismo tiempo que los antiguos kuomindangistas no están
dispersos entre las unidades de cuadros probados del Ejército Popular de
Liberación, pero se mantienen en sus filas casi en la misma forma, en la que
fueron capturados». (Informe de Iván Kovalev a Stalin, 24 de diciembre de
1949)
A partir del entonces la LR se vio obligada a desplegar toda una batería de excusas
que no ocultaban una realidad: que no fueron capaces de detectar y criticar a estos
movimientos y su revisionismo hasta que desarrollaron un deshonroso pacto con
el Estado que le había derrotado, pero jamás antes, dado que su ideología
fundamental es el maoísmo, la misma que profesaban estas guerrillas. Y a veces,
como ocurrió en el caso peruano, ni siquiera tras el descalabro se llegó a una
crítica profunda, por eso todavía hoy la LR reivindica al senderismo de Gonzalo
como la máxima expresión revolucionaria:
«Como nos enseña el mejor hijo del maoísmo, el Partido Comunista del Perú,
la Guerra Popular es [continua…]». (Comité por la Reconstitución; Línea
Proletaria, Nº5, 2020)
¿Perdón? ¿Es otro desliz? ¿De verdad otra vez con al GPP? No, no lo es. En su
artículo: «En la encrucijada de la historia: la Gran Revolución Cultural Proletaria
y el sujeto revolucionario», repetían:
Los neomaoístas son como aquellos astutos camellos de barrio, esos traficantes
que para fidelizar a su público y no perder definitivamente al ya desencantado
aseguran disponer de un nuevo narcótico novedoso, libre de los efectos
secundarios que contenía el antiguo. Pero, en realidad, trafican con la misma
tóxica mercancía de siempre, solo que los añadidos son meros placebos y efectos
estéticos para engañar al consumidor.
«Por el contrario, sabemos perfectamente que sin lucha entre las dos líneas, esto
es, sin el concurso del resto del movimiento comunista, no será posible reflotar
la ideología marxista, no será posible reconstituirla. Para usted, este aspecto
fundamental para saber qué tareas debe abordar todo comunista hoy día, no es
necesario, pues la ideología proletaria ya existe, es el maoísmo. (...) Pero ya
venimos demostrándole que lo que usted entiende por maoísmo no es más que
un recetario parcial de estereotipos y frases hechas sin relación con práctica
alguna, y menos con la suya o la de los que se autodenominan maoístas en el
Estado español». (Movimiento Antiimperialista Internacional; La ignorancia
es atrevida, 2007)
«La Teoría de los Tres Mundos de Mao no sólo señala con nitidez la disputa
soviético-yanqui como el principal factor de guerra que ha de llevar al mundo,
más tarde o más temprano, a una confrontación bélica mundial. (...) El análisis
marxista de la situación del mundo actual con la consideración de los cambios
producidos después de la Segunda Guerra Mundial; del papel que juega el
movimiento revolucionario del Tercer Mundo como principal factor en la lucha
contra el imperialismo y por la revolución socialista». (El maoísmo en la
argentina. Conversaciones con Otto Vargas, 2017)
Es decir, han pasado por un arduo proceso de reflexión para acabar proclamando
lo mismo que el maoísmo clásico: ¡que el tercermundismo es el eje de la
geopolítica de sus organizaciones!
Estas equivocaciones no pueden ser tomadas como un mero desliz, pues sabemos
perfectamente a dónde llevaron, en el siglo XX, las distorsiones de los grupos
tercermundistas sobre la contradicción fundamental de la época, acabando en
muchos casos a las órdenes de la burguesía local para defender el esquema
internacional chino de los «tres mundos». Véase la obra: «Un rápido repaso
histórico a las posiciones ultraoportunistas de Jacques Jurquet y el PCF-ML»
(2015).
En pleno siglo XXI todavía siguen existiendo elementos que niegan la implicación
y responsabilidad de Mao Zedong en las políticas tercermundistas del partido y
el gobierno chino. Pero no hay más ciego que quien no quiere ver. Véase el
capítulo: «La teoría de los tres mundos y la política exterior
contrarrevolucionaria de Mao» (2017).
En cualquier caso, a día de hoy todo el mundo puede acceder a las obras originales
o retocadas de Mao Zedong, a los periódicos y revistas del partido chino de la
época. Al hacerlo, verá el apoyo expreso a la CEE y la OTAN, las frecuentes
reuniones −y amistad− de los maoístas con revisionistas como Carrillo o Tito,
dictadores militares como Mobutu, la financiación de fascistas como Pinochet, la
diplomacia burguesa con Franco o los negocios con famosos banqueros, como
Rockefeller. Gran parte de ello fue revelado en las actas de las reuniones con Ford,
Kissinger y Nixon, en los documentos desclasificados de la CIA al respecto y en la
misma documentación china. Véase: «El fallecimiento de Rockefeller y la
«desmemoria» de los jruschovistas y maoístas» (2017).
Aquí se analizarán tres aspectos: uno, ver fascismo donde no lo hay; dos, la
cuestión del «socialfascismo»; tres, infravalorar la necesidad de defender los
derechos y libertades democrático-burguesas.
Primero, una cosa son las convicciones personales del sujeto y otras su política
−los hombres tienen voluntad, pero esta está condicionada y se entrecruza con
toda una serie de condicionantes, por lo que no siempre es posible implantar lo
que uno desearía−; más allá de las filias y fobias del señor Aznar, en ningún caso
asistimos a un desempeño «fascista» en sus dos legislaturas (1996-2004). En
segundo lugar, nótese que para los «reconstitucionalistas» el fin de un supuesto
proceso de «fascistización» fortalece al poder burgués, ergo son tan cazurros
desearían su profundización para «agudizar la lucha de clases», la clásica teoría
fatalista de que cuanto peor, mejor, es decir, el dogma thälmanniano. En último
lugar, hablan de que hubo «políticas fascistas» porque el poder central de Madrid
se enfrentó al poder periférico catalán y vasco en sus justas pretensiones de
obtener mayor soberanía, ¡suponemos que todos los gobiernos europeos que han
solido prohibir los partidos independentistas o que no reconocen las lenguas
regionales han sido brutalmente «fascistas» y no nos hemos enterado! Esto, una
vez más, es idealizar la democracia burguesa, dando a entender que bajo ella es
perfectamente normal que la problemática nacional se materialice en partidos
políticos que tranquilamente tendrían representación, expresión y ejecución de
sus pretensiones lingüísticas, autonómicas o secesionistas. Aquí se habla en un
tono liberal como si en todo régimen democrático-burgués no se dieran estas
«pugnas entre burguesías periféricas», y como si a veces no se prohibiese de raíz
toda formación política o toda propaganda que «ponga en peligro la integridad
territorial». ¿Habrán repasado los artículos de las cartas magnas europeas o sus
ojos provincianos y su ignorancia no ven más allá de su época y su zona? Véase la
obra: «Epítome sobre la cuestión nacional en España y sus consecuencias en el
movimiento proletario» (2021).
Esa misma gran «consecuencia granítica» recuperada para el siglo XXI es la que
anunció en 2006 que el feminismo junto a otros movimientos reformistas estaba
aceptando el inevitable paso del Estado hacia su fascistización (sic):
Este patético espectáculo recuerda a todos aquellos que siempre han calificado a
cualquier movimiento burgués y capitalista de «fascismo» y a cualquier medida
regresiva o represiva como «fascista». Esto fue lo que promovía el señor Earl
Browder en su etapa más ultraizquierdista −justo antes de convertirse en un
ultraderechista que aceptaba los valores de la «democracia estadounidense» y
trataba de introducir la «razonable heterodoxia» del maoísmo en
Latinoamérica−:
«Tenía razón el camarada Palme Dutt cuando afirmaba que en nuestras filas se
manifiesta la tendencia a considerar al fascismo de un modo general, sin tener
en cuenta las particularidades concretas de los movimientos fascistas en los
distintos países, calificando erróneamente como fascismo a todas las medidas
reaccionarias de la burguesía, llegando inclusive a catalogar como fascistas a
todos los sectores no comunistas. Lo que se conseguía con esto no era fortalecer,
sino, por el contrario, debilitar la lucha contra el fascismo. (...) ¿Acaso no se
manifiesta esta actitud esquemática en la afirmación de algunos camaradas de
que el «New Deal» de Franklin Roosevelt representa la forma más clara, más
aguda del desarrollo de la burguesía hacia el fascismo, como, por ejemplo, el
«gobierno nacional» de Inglaterra? (...) Como no saben abordar de un modo
concreto los fenómenos de la realidad viva, algunos camaradas, que padecen de
pereza mental, sustituyen el estudio minucioso y a fondo de la situación por
fórmulas generales que nada dicen». (Georgi Dimitrov; Por la unidad de la clase
obrera contra el fascismo; Discurso de resumen en el VIIº Congreso de la
Internacional Comunista, 13 de agosto de 1935)
«@_Dietzgen: El PCR, hace más de una década, supo ver adónde apuntaba el
reformismo feminista». (Comunista; Twitter, 9 de marzo de 2018)
Pero más allá de argumentos de autoridad a favor y en contra, ¿qué sentido tiene
recuperar métodos y teorías seminarquistas que fueron un tremendo fiasco? Más
que repasar a Mao y a sus discípulos, como Gonzalo, instamos a los elementos de
la LR a que vuelvan a los verdaderos clásicos del marxismo, a partir de ahí,
cuando hayan adquirido un conocimiento mínimo, pueden probar a ampliar su
horizonte. Si realmente tienen suficiente honestidad huirán, despavoridos ante la
pantomima maoísta. Los movimientos «reconstitucionalistas» y thälmannianos,
como el de Wolfgang Eggers en Alemania, comparten −por fortuna− un mismo
rasgo: sus proclamas no pasan de ser arengas de «partidos» fantasma sin
presencia ni influencia entre las masas. Sus ideas están de capa caída frente a la
evidencia histórica y la abundante información que refuta sus idioteces que, dicho
sea de paso, les conduce al estancamiento. Ello no quita, sin embargo, que estas
ideas deban ser combatidas para que no enraícen de nuevo entre los
revolucionarios más avanzados.
«Otro de los errores graves que cometió el PCE, fruto de la política seguida por
la Comintern desde el VIIº Congreso de 1935, fue el de establecer una oposición
entre democracia y fascismo, en lugar de hacerlo entre dictadura burguesa y
dictadura proletaria». (Revolución o Barbarie; El fascismo y el papel de la
Internacional Comunista y el PCE durante la Guerra Civil española, 2013)
Esto bastaría para ver que estamos ante semianarquistas. ¡No hay oposición entre
el régimen democrático-burgués y el fascismo, entre la forma política más
«liberal» y su forma «autoritaria»!
«Si Engels dice que bajo la República democrática el Estado sigue siendo, «lo
mismo» que bajo la monarquía, «una máquina para la opresión de una clase
por otra», esto no significa, en modo alguno, que la forma de opresión sea
indiferente para el proletariado, como «enseñan» algunos anarquistas. Una
forma de lucha de clases y de opresión de clase más amplia, más libre, más
abierta facilita en proporciones gigantescas la misión del proletariado en la
lucha por la destrucción de las clases en general». (Vladimir Ilich Uliánov;
Lenin; El Estado y la revolución, 1917)
«El republicano, que no es menos servil que sus colegas rojigualdos, dobla la
apuesta y, como hace nueve decenios, nos promete más y mejor Estado a
condición de ponerle un trapito tricolor. (…) «¡Abajo la República! ¡Vivan los
Soviets!», proclamaba el verdadero PCE en abril de 1931». (Comité por la
Reconstitución; La ignorancia es atrevida, 1 de mayo de 2021)
¡Claro que sí señores, este es el nivel! ¡Este es el triste panorama! Por un lado, los
revisionistas más derechistas de hoy adoran la tricolor y fetichizan todo lo que
tenga que ver con la II República (1931-36). Estos, normalmente critican el
sectarismo de los primeros años del PCE (1921-32), pero suelen disculpar sus
errores más conciliadores cometidos después; para algunos incluso el PCE solo
fue revisionista a partir de la oficialización del eurocomunismo en 1977, mientras
para otros aun hoy sigue siendo el faro ideológico, o al menos «guardan
esperanzas» de que se reponga de sus «horas bajas». Para más inri, intentan
comparar la situación de la España de 1936 con la actualidad, como si hubiera
que transitar por importantísimas tareas «democrático-burguesas» aún no
resueltas para las cuales demandan «un gran consenso». Patético. Véase el
capítulo: «El republicanismo abstracto como bandera reconocible del
oportunismo de nuestra época» (2020).
«En 1926, más que un partido comunista había en España unos cuantos grupos
diseminados, sin ninguna cohesión entre sí, con una dirección que marchaba sin
perspectivas y sin tener en cuenta la ayuda de la Internacional Comunista (IC),
una dirección impregnada de todas las características anarquistas y sectarias.
(…) En 1931, es derrumbada la monarquía e instaurada la República. (…) Los
dirigentes de entonces, Bullejos, Adame y compañía, no comprendieron nada
respecto a lo que había cambiado la situación. En lugar de plantearse estas
consignas propias del momento, se pronuncian contra la República, en la cual
los obreros y las masas populares habían puesto toda su ilusión, dando la
consigna de: «¡Abajo la República burguesa!», «¡Vivan los soviets y la
dictadura del proletariado!». Los obreros, que buscaban a los comunistas al
implantarse la República para que les orientaran en las luchas por las
conquistas democráticas, cuando los comunistas les hablaban contra la
República eran señalados como aliados de los monárquicos y, en algunos sitios
−como Sevilla o Madrid−, las masas buscaban a nuestros camaradas para
lincharlos. (…) ¿Sabéis con qué querían hacer la revolución proletaria? Con un
total de ochocientos comunistas en el país y con el escándalo que hacían en los
mítines Bullejos y Adame». (José Díaz; Las luchas del proletariado español y las
tareas del Partido Comunista de España: Informe en el VIIº Congreso de la
Internacional Comunista, 1935)
«Se trata precisamente de no creer que lo que ha caducado para nosotros haya
caducado para la clase, para las masas». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; La
enfermedad infantil del «izquierdismo» en el comunismo, 1920)
«La única sombra que se ha ceñido sobre el arrollador triunfo derechista ha sido
la abstención. Opinión que propugnaba el PCR en un comunicado que
adjuntamos. Algunos partidos revisionistas −pequeño burgueses en el fondo,
aunque pretendan representar a la clase obrera−, como el PCPE, decidieron
avalar la farsa pseudodemocrática con su participación en ella. (...)
Actualmente, la mejor contribución a la causa obrera en el terreno electoral es
la táctica del boicot: hacer un llamamiento rechazar la dictadura del capital
deslegitimando su representación popular mediante la abstención,
dirigiéndonos al mismo tiempo a la masa creciente de abstencionistas con
propaganda que eleve su conciencia política hasta la comprensión de la
necesidad de negar la sociedad actual mediante la Revolución Socialista
Proletaria». (Partido Comunista Revolucionario (Estado Español); La Forja,
Nº31, 2000)
He aquí de nuevo cómo los maoístas enemigos del PCE (r) coinciden plenamente
con su supuesto némesis. Se trae otra vez la idea de que sus líderes, a través de
una llamada aislada a la abstención −y pensando que además esta se debe a su
llamamiento−. Es decir, que sin pisar en la vida un sindicato y sin denunciar al
parlamento desde dentro, como mandan los cánones bolcheviques y la propia
experiencia histórica, van a lograr lo que llaman la «concienciación» hasta la
«comprensión de la revolución socialista proletaria», aunque como ya hayamos
explicado, por medio de esta agitación no se conecta con nadie salvo con quien
pasea a las seis de la mañana su perro y observa con total aleatoriedad una
pintada fresca. ¿Se puede condensar mayor verborrea trotskista-bakuninista en
esta declaración? ¿Cuáles son los referentes históricos rusos que inspiran a esta
gente, los bolcheviques o los oztovistas?
¿En qué se diferencian los fracasos de todos ellos de la panoplia de sectas que ha
sido y es la LR? ¿Qué fue del todopoderoso PCR, el MAI y demás grupúsculos?
¿Dónde quedaron sus grandes promesas revolucionarias? ¿Se hizo autocrítica de
sus falsos pronósticos? Denuncian las alianzas del PCTE con otros grupos
revisionistas y el no asumir responsabilidades. Cierto. Pero, ¿y ellos? El MAI negó
la claudicación de Gonzalo −pese a existir pruebas concluyentes−. En 2008
seguía tomando el pelo a la gente hablando de una «GPP» inexistente. Y existen
mil ejemplos más empezando porque no reconocen el tercermundismo de Mao y
su política proestadounidense que data desde los años 40. ¿Están en
disposiciones de dar lecciones al resto?
¿Dar charlas formativas sobre la eterna GPP en la India −como IC, Red Roja, RC
y Cía−? ¡Vaya! Tampoco eso es muy novedoso...
Todas estas tareas, incluso en aquellas que podrían ser positivas si se les diera un
enfoque serio y profesional, pierden todo valor cuando revisamos que en la línea
ideológica de estas organizaciones la coherencia revolucionaria brilla por su
ausencia. Véase el post de hilo de Twitter: «¿Es el marxismo-leninismo caduco?»
(2021).
¡¿Se han enterado de una vez?! Para el obrero, el sindicalismo hoy vendría a ser
lo mismo que una peña futbolística. Este es el nivel de análisis que se nos
ofrece. El fragmento ya demuestra la poca seriedad que puede tener estos
caballeros. ¿Qué opinaba el señor Lenin de todo esto? ¿Están anticuadas sus
máximas sobre el tema? Simple y llanamente, lean y opinen individualmente:
«La tarea principal de hoy es preparar estas condiciones políticas frente a la ola
futura ola de revoluciones que se están gestando». (Partido Comunista
Revolucionario (Estado Español); La Forja; Nº6, 1996)
¿Dónde quedaron las «oleadas revolucionarias»? Por lo visto esa década hubo
«marea baja». ¿Y en el siglo XXI habrán aprendido a medir mejor la subida y
bajada del «mar revolucionario»? ¡Qué preguntas!
«Otra vez, España se hunde. El orden constitucional de 1978, sobre el que las
clases poseedoras de este país fijaron un renovado y democrático reparto de la
explotación de los oprimidos, ya no resulta ni útil ni satisfactorio para sus
progenitores. El Estado español viene enfrentando, desde la institución de su
actual Carta Magna, un proceso de reconstrucción, descomposición y ruptura
que presiente hoy sus días finales». (Revista Aurora; Revista por la
Reconstitución del Comunismo, Nº0, 2020)
¡He aquí un clásico de la palabrería que hace que nadie tome en serio a los
«marxistas»! ¿Cuántas veces hemos oído de los grupos y partidos pregonar que
«el régimen del 78 se descompone», que «nos enfrentamos a una crisis sin
precedentes»? Nos faltarían dedos de las manos y los pies para contarlas. Bien, y
si tales condiciones se han dado una y otra vez, y España ni siquiera ha salido del
bipartidismo político, ¿qué demuestra eso? ¿Su inoperancia analítica? ¿Su
exageración? ¿Ambas?
Tener que estar escribiendo estas líneas significa, una vez más, que estos
personajes jamás estudiaron nada de historia nacional ni internacional. Que no
aprendieron nada de los errores del movimiento revolucionario. Tomad nota:
«Todo grupo revisionista que hoy anuncia el fin próximo del capitalismo, cual
profeta que difunde de tanto en tanto el día del juicio final, tiene muy poco de
marxista y mucho de estafador de tres al cuarto. O, si se quiere otro ejemplo,
recuerdan demasiado a los ilustrados del siglo XVIII, a los románticos del siglo
XIX o a los positivistas del siglo XX. Todos ellos albergaban una fe ciega en el
progreso, ignorando los obstáculos y esfuerzos que tienen que sortear primero
para llevar a término su presunto proyecto transformador. A través de unos
análisis simplistas de la situación general de su época y con recetas utópicas
para la solución a sus problemas, estos pensadores vivían en una burbuja,
abrazados en todo momento a un cándido optimismo que flaco favor hacía a las
luchas revolucionarias. Venían a proclamar que los avances en las ciencias
naturales o el desarrollo de las fuerzas productivas marcaban el «paso
inexorable del progreso», el augurio de la «destrucción del viejo orden
establecido» y la «redención de la humanidad». Lo que ocurría en realidad era
que exageraban ilusamente los logros positivos de su causa, mientras a la vez
se menospreciaban temerariamente los rasgos negativos que detectaban a su
paso. Eran espíritus exaltados que, lejos de calibrar qué podían hacer y qué no
con las limitaciones impuestas por el tiempo y los recursos, ligaban sus deseos
a la realidad, y no la realidad a sus deseos. Así, mediante el voluntarismo,
forzaban a poner en marcha una empresa tan heroica como estúpida, destinada
al fracaso de antemano, una que muchas veces acompañaban de justificaciones
filosóficas bañadas en la idealización de la libertad, el progreso y la ciencia, a
veces con tonos casi religiosos, donde se hablaba de la «ineluctable victoria de
las fuerzas del bien sobre las del mal», lo que paradójicamente producía entre
muchos de sus oyentes una espera pasiva o la autosatisfacción. Nuestros jefes
revisionistas son fieles discípulos de estos pensadores, por eso no han avanzado
de la neblina de confusión, activismo sin reflexión y chascos que causan crisis
existenciales.
Este es el discurso clásico del populista, pero no del marxista con rigor y
seriedad. Lo cierto es que el capitalismo sí tiene «salida» a sus crisis, como ya
hemos afirmado. Lo hemos comprobado históricamente en sus últimas crisis:
rescatar a la banca privada con dinero público, cargar sobre los hombros de los
trabajadores mayores jornadas laborales y mayores impuestos, flexibilizar los
contratos laborales en beneficio del fácil despido y abaratar la indemnización,
recortes en campos públicos sensibles para los trabajadores −sanidad,
educación−, petición de nuevos créditos, renegociación de la deuda ya existente
o condonación de la deuda impagable, devaluación de la moneda o creación
artificial de la misma, búsqueda de nuevos mercados −incluso a costa de poder
iniciar una guerra−, expropiación o confiscación de los sectores necesarios,
represión a sangre y fuego... y muchísimas variables más que dependen del tipo
de país que sea y de donde se produzcan los déficits a tratar.
Estas fórmulas son las que podríamos llamar las «válvulas de escape» de las
que se vale la burguesía para evitar que su sistema se autodestruya por sus
crisis cíclicas. Otra cosa muy diferente son los cambios de gobierno, o los
cambios en las formas de dominación política, recetas a derecha e izquierda que
no alterarán los elementos indispensables que dan a luz las crisis: las leyes
económicas fundamentales del capitalismo −como la extracción de plusvalía, la
ley del valor, la búsqueda del capitalista de máximos beneficios posibles−.
Quizás la mejor forma para empezar a abordar este espinoso tema sea una de las
citas más malinterpretadas de la obra de Marx y Engels:
Aquí no hay lugar a dudas, el carácter literal de la cita debería cerrar todo debate
en lo referente al proletariado y su postura sobre la nación. Pero, aun así, daremos
unos apuntes:
c) Ahora, todo lo anterior no quita que por fuerza de la materia viva −el ambiente
donde nace y se desarrolla− el trabajador tenga en su haber un «sentimiento
nacional» propio a su clase, renunciar a esto sería desligar al hombre de sus
condiciones materiales. La clave está en entender que la clase obrera solo es
progresista cuando aspira a destruir la propiedad privada y la explotación del
hombre por el hombre a nivel global, por lo que sabe que necesita confraternizar
con sus homólogos de otros países y continentes para eliminar los prejuicios
nacionales, raciales o sexuales de la faz de La Tierra. En cambio, la clase burguesa
bien se valdrá o potenciará un prejuicio u otro −en alianzas con otras burguesías
u otras capas sociales nacionales− si con esto se asegura retener el poder político,
si de este modo asegura la difusión de su cultura hegemónica y de todo aquello
que garantice que el show continúe, que su negocio siga funcionando y todo les
vaya «como la seda». En ambos casos, el interés de clase prevalece sobre su
nacionalidad −solo que por motivos diametralmente opuestos−. Por esto,
dependiendo de la situación, todo capitalista que sea inteligente alegará tener
motivos para ser «pragmáticamente cosmopolita», traicionando así los
«intereses nacionales», mientras otras veces sus intereses momentáneos le
otorgarán la oportunidad de engalanarse demagógicamente como «máximo
defensor» de la «Madre Patria» −aunque sin poder desprenderse de su prisma
reaccionario−.
En suma, lejos de lo que han afirmado algunos, resulta que la reelaboración del
concepto de «alienación», desarrollada en escritos tempranos, como
«Manuscritos económicos y filosóficos» (1844), y maduros, como «El capital»
(1867), ofrece una explicación añadida y necesaria a este tipo de fenómenos. Marx
mostró con suma certeza en esta última obra que, desde el punto de vista del
burgués, ya puede dejarse libremente al trabajador asalariado a merced de las
«leyes naturales de la producción», es decir, «puesto en dependencia del capital»,
porque estas «condiciones de producción engendran, garantizan y perpetúan» a
«fuerza de educación, de tradición, de costumbre».
Entendemos que a priori esto pueda parecer excluyente, dado que, si las
condiciones materiales enfrentan al proletariado a la burguesía, ¿cómo pueden a
su vez condicionar su sumisión? Porque, para empezar, hablamos de condicionar,
no de determinar, por lo que entre el primer término y el segundo existe una
diferencia connotativa importante. A nivel lingüístico el primero −condicionar−
se da por hecho un margen de libertad al sujeto que en el segundo −determinar−
directamente no existe. En cualquier caso, ha de quedar claro que igualmente
emana de ahí −de las condiciones materiales− la raíz que hace que para el
proletariado la superación del «legalismo, la moral o la religión» que irradia la
cultura dominante no se produzca automáticamente. Ergo, cuando esta clase
social no tiene la conciencia ni los medios organizativos para oponer resistencia
y pasar a la ofensiva frente a su antagonista, ocurre que las más de las veces sus
miembros continúan atados a las nociones burguesas en todas estas áreas −sea
arte, política, historia, economía, sociología, biología o lo que se precie−.
Para el lector que aún no esté convencido le recordaremos que la actuación de dos
tendencias no significa negar una de ellas, sino que precisamente el
reconocimiento y corroboración de ambas es un principio científico básico que se
aplica a la economía, historia, sociología o cualquier otro campo. Entiéndase que,
como dijo Engels en «Del socialismo utópico al socialismo científico» (1880),
para el pensador metafísico y su mente cuadriculada esto puede ser un poco
complejo de entender, puesto que: «Para él, una de dos: sí, sí; no, no; porque lo
que va más allá de esto, de mal procede, una cosa existe o no existe; un objeto no
puede ser al mismo tiempo lo que es y otro distinto». En cambio, el pensador
dialéctico «enfoca las cosas y sus imágenes conceptuales substancialmente en sus
conexiones, en su concatenación, en su dinámica». En este caso, como aclaró
Engels en su «Carta a K. Schmidt» (12 de marzo de 1895) sobre las «las leyes
económicas»: «Ninguna de ellas tiene realidad si no es como aproximación,
tendencia, promedio, y no como realidad inmediata», algo que «se debe en parte
a que su acción entrechoca con la acción simultánea de otras leyes, pero en parte
a su naturaleza de concepto».
«Si el primero trata que su vástago se haga con el manejo de los negocios o abra
otros buenamente productivos para el «honor» del «linaje familiar» −he aquí
una reminiscencia muy caballeresca−, el segundo, por las propias condiciones
del trabajo, se ve obligado a azuzar a su prole para traer un jornal más a casa.
La diferencia es que, en el primer caso, lo que mueve a uno es el individualismo
y la hipocresía del «qué dirán», en el segundo, la propia necesidad, la
desesperación familiar. Por el contrario, tenemos casos variados en ambos
campos. Está el burgués que mima a su hijo, que asume sin problemas que es −y
será toda la vida− un bohemio o un lumpen sin oficio ni beneficio, aquel que ha
decidido que dilapidará gran parte de la herencia familiar simplemente porque
puede, cosa que al padre no le preocupa demasiado porque siempre podrá
reponer las pérdidas y travesuras del «niño». También está el obrero que logra
por fin una vida más o menos holgada y desarrolla pensamientos muy poco
beneficiosos para su propio hijo, donde dado que él ha pasado «necesidad»,
malacostumbra a este a una vida fácil de holgazanería solo porque no quiere
verle «sufrir», convirtiéndole en un nuevo «marqués», algo que, lejos de
ayudarle, le lastrará en el mundo laboral y en su vida personal». (Equipo de
Bitácora (M-L); ¿Vivimos en un patriarcado?, 2021)
«En su impotente furia sobre la triunfante marcha del Partido Obrero nuestros
enemigos de clase han recurrido a la última arma que les queda en su arsenal,
la difamación. Están tergiversando nuestro internacionalismo del modo que
intentaron tergiversar nuestro socialismo. Y aunque aquellos que ansían
presentarnos como desposeídos de patria son los que ellos mismos, durante todo
este siglo, han estado sino siendo cómplices de incursiones hacia el territorio de
la patria y su desmembramiento, una patria cuya clase se rindió al saqueo y
rapiña por los bandidos financieros cosmopolitas y quienes habían estado
explotando sin detenerse en el derramamiento de sangre en Ricamari y Fourmi,
nosotros, lejos de permitirles el confundir una solución colectivista a la cuestión
con anarquismo, nunca les debemos permitir que traduzcan nuestro glorioso
eslogan «¡Larga vida a la Internacional!» como la absurda ventriloquia ¡Abajo
Francia!». (…) Sabemos que el patriotismo y el internacionalismo, lejos de
excluirse, son las dos formas de amistad humana que se complementan
mutuamente. (…) Gritando «¡Viva la Internacional!» gritan «¡Viva la Francia
del trabajo! ¡Viva la misión histórica del proletariado francés que sólo puede
emanciparse ayudando a emancipar al proletariado universal!». (El Socialista;
Órgano del Partido Obrero, Nº144, 17 de junio de 1893)
Pese a que el artículo era mejorable en algunos puntos, durante ese mes Engels
felicitó a los Lafargue por este tipo de declaraciones:
«La nueva salida del Partido Obrero con respecto al «patriotismo» es muy
racional en sí misma». (Friedrich Engels; Carta a Laura Lafargue, 20 de junio
de 1893)
Aun con todo, apuntó que el término «patriota» tiene «un significado limitado, o
tan vago, según las circunstancias» como para ser utilizado sin causar dudas, por
lo que hubiera preferido que utilizase el de «francés» con las «consecuencias
lógicas que se derivan de ello». Pese a ello, matizaba que esto «no importa»
porque no dejaba de ser una «cuestión de estilo». De igual modo, Engels felicitaba
a sus compañeros por «ensalzar el pasado revolucionario» de Francia y también
consideraba que estas tradiciones se podrían encauzar para un «futuro
socialista». Al mismo tiempo, Engels le criticaba a Paul Lafargue que se dejase
llevar por teorías mesiánicas-nacionales, cuando declaraba que «Francia está
destinada a jugar el mismo papel en la revolución proletaria», algo que a Engels
le sonaba a una reedición de las ideas de Blanqui.
Por último, y no menos importante, cabe aclarar que Engels fue siempre el
primero en adelantarse a criticar los fetiches personales, la idolatría hacia la
historiografía burguesa nacional y los paralelismos anacrónicos en que incurrían
a menudo los dirigentes comunistas. En su opinión, a la hora de evaluar las
pasadas revoluciones burguesas, estos no entendían siempre la diferencia
fundamental con las revoluciones proletarias. Esto se anotó en obras como:
«Contribución a la cuestión de la vivienda» (1873), «Carta a Karl Kautsky» (20
de febrero de 1889) y «Carta a August Bebel» (1 de diciembre de 1891).
Ya en otra época, en 1908, también Lenin refutó tanto el chovinismo nacional del
alemán Georg von Vollmar, que defendía la política exterior de su burguesía
porque era la de «su nación», como el nihilismo nacional del francés Gustave
Hervé, que negaba tener en cuenta cualquier aspecto nacional. Lenin calificó a
ambas tendencias como las dos enfermedades que sufría la actividad proletaria,
una se deslizaba hacia el oportunismo nacionalista y la otra hacia el infantilismo
anarquista.
«Por saber: ¿la patria del proletario está en la música latina que oye de camino
al curro, en la novela inglesa que lee en el metro al volver a casa, en la serie
yanki que ve por la noche, en su compi de tajo rumana o en el compatriota poli
que apaleó a su primo catalán el 1-O?». (Comunista; Twitter, 15 de enero de
2021)
Así, pues, en cada periodo histórico cada cultura se adapta a su manera a otras
influencias culturales «externas» de gran poder: el grado de aceptación o
resistencia estará determinado por la idiosincrasia e intereses afines de tal
comunidad para adoptar una postura de recepción o de rechazo. Empero, incluso
decidiendo una cosa u otra existen toda una serie de factores que determinan
finalmente si tal proceso se concluye en una asimilación de una cultura por otra,
o si esta nunca se llega a completar, por no olvidar que en otros puntos del planeta
existen escisiones de una misma cultura, surgen nuevas naciones, etcétera −algo
que a los «cerebros dialécticos» de algunos les cuesta un mundo de imaginar−. El
capitalismo moderno está hoy muy lejos de hacer desaparecer las barreras
nacionales, muy por el contrario, parece que a ratos las seguirá reforzando y
enfrentando a toda costa para tratar de sacar el máximo rédito bajo «motivos
nacionales». Entonces, ¿cuál es nuestra postura? Dicho en palabras llanas:
Ponerse a debatir hoy cuánto tardará en darse una «única república universal» es
una labor tan bonita como inocua con las tareas que tenemos por delante −entre
ellas, poner fin a la hegemonía de las burguesías en cada país para que «estrechar
lazos» entre naciones socialistas sea algo factible−. Con el triunfo de la
Revolución de octubre (1917) y la efervescencia revolucionaria del bolchevismo
recorriendo media Europa, podrían hasta perdonarse los pronósticos
excesivamente optimistas sobre el pronto advenimiento de un evento mundial de
ese tipo, como ya vimos en ediciones anteriores. Véase el capítulo: «Entonces,
¿nunca ha coqueteado el marxismo-leninismo con nociones mecanicistas,
místicas o evolucionistas?» (2022).
Sin embargo, dejarse llevar hoy por estas discusiones resulta patético; es la
demostración palpable de que la «Línea de la Reconstitución» (LR) produce
debates tan provechosos como los monjes que discutían en la Edad Media sobre
el color de la túnica de Jesús en la última cena o el número de ángeles que
anunciaron su resurrección. Para ir finalizando, traigamos dos citas lapidarias
para aquellos que tratan de insistirnos una y otra vez en la importancia actual de
debatir sobre la futura «supresión de las naciones» cuando ni siquiera hemos
alcanzado una libertad plena entre estas.
«Lo que importa ahora es que los comunistas de cada país tengan en cuenta con
plena conciencia tanto las tareas fundamentales, de principio, de la lucha contra
el oportunismo y el doctrinarismo «de izquierda», como las particularidades
concretas que esta lucha adquiere y debe adquirir inevitablemente en cada país,
conforme a los rasgos originales de su economía, de su política, de su cultura.
(...). Mientras subsistan diferencias nacionales y estatales entre los pueblos y los
países −y estas diferencias subsistirán incluso mucho después de la instauración
universal de la dictadura del proletariado−, la unidad de la táctica
internacional del movimiento obrero comunista de todos los países no exigirá la
supresión de la variedad, ni la supresión de las particularidades nacionales −lo
cual es, en la actualidad, un sueño absurdo−, sino una aplicación tal de los
principios fundamentales del comunismo −poder soviético y dictadura del
proletariado− que modifique acertadamente estos principios en sus detalles,
que los adapte, que los aplique acertadamente a las particularidades nacionales
y nacional-estatales». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; El «izquierdismo»
enfermedad infantil del comunismo, 1920)
Pasemos ahora a ver lo que dijo Stalin cuando esta cuestión fue traída a debate
en 1929:
«Cometéis un grave error al poner un signo de igualdad entre el período de la
victoria del socialismo en un solo país y el período de la victoria del socialismo
en escala mundial y al afirmar que no solamente en el caso de victoria del
socialismo en escala mundial, sino también en el caso de la victoria del
socialismo en un solo país, es posible y necesaria la desaparición de las
diferencias nacionales y de los idiomas nacionales, la fusión de las naciones y la
formación de un idioma común único. Además, confundís cosas completamente
distintas: «la destrucción de la opresión nacional», con «la eliminación de las
diferencias nacionales»; «la destrucción de las barreras estatales entre las
naciones», con «la extinción de las naciones», con «la fusión de las naciones».
No se puede dejar de señalar que la confusión de estos conceptos heterogéneos
es absolutamente inadmisible en los marxistas. En nuestro país, la opresión
nacional ha sido destruida hace tiempo, pero de ello no se desprende, ni mucho
menos, que las diferencias nacionales hayan desaparecido ni que en nuestro
país hayan sido suprimidas las naciones. En nuestro país han sido destruidas
hace ya tiempo las barreras estatales entre las naciones, con sus
guardafronteras, con sus aduanas, pero de ello no se desprende, ni mucho
menos, que las naciones se hayan fundido ya, ni que los idiomas nacionales
hayan desaparecido, ni que estos idiomas hayan sido sustituidos por un idioma
común para todas nuestras naciones». (Iósif Vissariónovich Dzhugashvili;
Stalin; La cuestión nacional y el leninismo, 1929)
«Camaradas: hay una bandera que está en manos de nuestros enemigos, que
ellos tratan de utilizar contra nosotros y que es preciso arrebatarles de las
manos: la de que votando por ellos se vota por España. ¿Qué España
representan ellos? Sobre este asunto, hay que hacer claridad. Cuando la
reacción, cuando el fascismo no puede demostrar con hechos prácticos que ha
mejorado en lo más mínimo las condiciones de vida y de trabajo de la clase
obrera y de las masas campesinas −porque las ha empeorado−, y no solamente
las de los trabajadores manuales, sino las de los empleados, de la pequeña
burguesía, de los campesinos, incluso de la burguesía media; cuando en nada se
ha mejorado −sino, repito, empeorado− la situación de estas masas populares;
de una manera abstracta, para cazar incautos, se dice, se grita en los carteles,
en los mítines: votando por nosotros, votáis por España, votáis por la patria.
Este argumento, que penetra sobre todo en las capas de la pequeña burguesía,
de la burguesía media, gentes que aman a su patria y a su hogar, hay que
analizarlo y demostrar que quienes aman verdaderamente a su país, somos
nosotros, y que somos nosotros los que vamos a probarlo con hechos, pues no es
posible que continúen engañando a estas masas, utilizando la bandera del
patriotismo, los que prostituyen a nuestro país, los que condenan al hambre al
pueblo, los que someten al yugo de la opresión al noventa por ciento de la
población, los que dominan por el terror. ¿Patriotas ellos? ¡No! Las masas
populares, vosotros, obreros y antifascistas en general, sois los patriotas, los
que queréis a vuestro país libre de parásitos y opresores; pero los que os
explotan no, ni son españoles, ni son defensores de los intereses del país, ni
tienen derecho a vivir en la España de la cultura y del trabajo». (Prolongados
aplausos). (José Díaz; La España revolucionaria; Discurso pronunciado en el
Salón Guerrero, de Madrid, 9 de febrero de 1936)
Y respecto a esta última cita, ¿qué es lo que tiene que decir el neomaoísmo?
Atentos:
Por supuesto, al César lo que es del César, no seremos nosotros quienes oculten
el hecho de que el chovinismo español estuvo muy presente en algunas de las
etapas del Partido Comunista de España (PCE), ni somos sospechosos de ocultar
tal cosa, ya que hemos criticado tales bandazos, inconsistencias y errores varios
de dicha organización. Véase el capítulo: «La evolución del PCE sobre la cuestión
nacional (1921-54)» (2020).
Pero no deja de resultar curioso todo el esfuerzo de los neomaoístas en criticar
los errores del PCE en temática militar o en la cuestión nacional, una corriente
como la suya que luego es bien sumisa a la hora de adoptar los mitos de la «Guerra
Popular Prolongada» o el socialchovinismo de su mentor Mao Zedong. Véase el
capítulo de Moni Guha: «El chovinismo del maoísmo en cuanto a la cuestión de
Mongolia» (1981).
«Digan amén a la metafísica camaradas, porque las naciones son las que son, no
puede haber ni habrá creación o destrucción de más naciones… toda lucha
nacional es reaccionaria». He aquí los ecos de Rosa Luxemburgo que Lenin
combatió una y otra vez:
«[Junius] dice que en la época imperialista toda guerra nacional contra una de
las grandes potencias imperialistas conduce a la intervención de otra gran
potencia, también imperialista, que compite con la primera, y que, de este modo,
toda guerra nacional se convierte en guerra imperialista. Mas también este
argumento es falso. Eso puede suceder, pero no siempre sucede así». (Vladimir
Ilich Uliánov, Lenin; Sobre el folleto de Junius, 1916)
Por si el lector cree que esto es una excepción, hay más ejemplos de Lenin
vapuleando estas concepciones que hoy recoge la LR, siempre tan admiradora de
la «gran obra» de Rosa Luxemburgo:
«En la época del imperialismo no sólo son probables, sino inevitables, las
guerras nacionales de las colonias y semicolonias. (…) Esta «época» no excluye
en lo más mínimo las guerras nacionales, por ejemplo, por parte de los pequeños
Estados −supongamos anexionados u oprimidos nacionalmente− contra las
potencias imperialista». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Sobre el folleto de
Junius, 1916)
No, querido amigo, no se denominó «Gran Guerra Patria» por esas razones, sino
porque en los años 30 la dirección soviética había dado un giro de 180º respecto
a la cuestión nacional, llegando hasta el punto de rehabilitar a los viejos generales
del zarismo, los zares y celebrar las anexiones de países periféricos a la Gran
Rusia. De nuevo nos preguntamos: ¿por qué achacáis a Stalin errores ficticios y
no sois capaces de criticar lo realmente criticable? ¿Frivolidad, cinismo,
incapacidad? Véase el capítulo: «El giro nacionalista en la evaluación soviética de
las figuras históricas» (2021) y el capítulo: «Las terribles consecuencias de
rehabilitar la política exterior zarista en el campo histórico soviético» (2021).
Pero, ya sabemos, esto es lo que tiene la «lucha de dos líneas» maoísta, ¡la cual
nos brinda ser testigos de opiniones maravillosamente contrapuestas! Mañana
todas las facciones se batirán en duelo para ver cuál es el «cuartel burgués» y el
«cuartel proletario» −si la «posición cosmopolita» o la «posición chovinista»−.
Nosotros, por fortuna, no asistiremos a tal bochorno.
«Durante la procesión y este posterior pequeño «mitin», así como tras este, la
mayoría del lumpenproletariado que Hyndman había tomado por
desempleados recorrió en masa varias de las calles cercanas más importantes,
saqueando joyerías y otras tiendas, y usando las hogazas de pan y las piernas
de cordero de ese modo saqueadas únicamente con el propósito de romper
escaparates hasta que eventualmente se dispersaron sin encontrar resistencia.
Sólo unos pocos rezagados fueron dispersados en Oxford Street por cuatro
policías. (…) Pero en lo que concierne a Hyndman, su comportamiento en
Trafalgar Square y Hyde Park el 8 de febrero hizo más mal que bien. El sermón
revolucionario, que en Francia sería visto como la basura pasada de moda que
es y no haría daño, es pura locura aquí, donde las masas no están preparadas;
repele al proletariado, animando sólo a los elementos inútiles y, en este país, se
presta a una interpretación, a saber, la incitación de saqueos que de hecho
siguieron, de forma que seríamos finalmente desacreditados aquí, incluso a ojos
de la clase trabajadora. En cuanto a haber llamado la atención sobre el
socialismo, no puedes saber hasta qué punto, tras siglos de libertad de prensa y
de reunión y la publicidad que lo acompaña, el público se ha convertido
completamente impermeable a tales métodos. Lo que se ha conseguido es
equiparar socialismo con saqueos en las mentes del público burgués y, mientras
esto puede no empeorar mucho las cosas, ciertamente no nos ha hecho avanzar»
(Carta de Friedrich Engels a August Bebel, 18 de marzo de 1886)
¡No, por favor, señor Dietzgen! Espere a leer nuestra explicación, señor Timonel.
No nos interprete mal y nos vaya a condenar antes de tiempo. No queremos salir
en sus terroríficos dazibaos, ni que la «Guardia Roja Ibérica» nos exponga en la
plaza pública colgándonos el sambenito −como en la era de la Inquisición−,
mucho menos que se nos mande a los campos de arroz de Valencia para
reeducarnos. Denos sólo un minuto. No estamos hablando de la legitimidad o
ilegitimidad de un saqueo o de quemar todo un barrio entero. No lloramos por
las farolas o contenedores quemados. La cuestión es en qué momento y para qué
se realiza tal actividad, analizar los aspectos positivos y negativos que comporta
una acción, sea violenta o pacífica. Esas preguntas también son «legítimas» para
un hombre de ciencia, ¿no? Si no se realiza tal análisis no se entenderá del todo
por qué la justa rabia del pueblo cuando no es dirigida por un grupo
revolucionario se queda en agua de borrajas. Y es esto lo que precisamente hace
pensar a muchos que toda violencia es inútil, que el pacifismo a ultranza y el
«constitucionalismo» son el único camino posible. Eso es precisamente lo que
explicamos con conceptos idealistas como la «kale borroka» de la «izquierda
abertzale»:
Lo mismo que dijimos durante febrero de 2021 en la época de los disturbios sobre
el encarcelamiento de Pablo Hasél:
«¡Oh, no, los contenedores!», gritan los pusilánimes mientras las unidades
antidisturbios se dedican a vaciar ojos y a usar munición real contra
manifestantes. Pareciera que la gran víctima de las movilizaciones que se están
sucediendo esta semana fuera el inerte mobiliario urbano. Es más, si atendemos
a las afirmaciones de los «grandes analistas», pareciera que esta ola de
violencia espontánea −sí, espontánea, como no podría ser de otro modo− se
debe únicamente a la detención de Hasél. La realidad es que los vasallos de los
capitalistas −a uno y otro lado del espectro político− no entienden nada. Los
trabajadores no queman las calles por un rapero encarcelado, lo hacen porque
entienden que la severidad de su condena es desproporcionada y que, en
realidad, se debe a que la justicia burguesa lo está juzgando con dureza por ser,
o, mejor dicho, por creer que Hasél es «comunista» −ésta no distingue entre
churras y merinas, simplemente aparta de un guantazo todo lo que diga ser
opuesto a su sistema−. Quizás −una apuesta arriesgada, lo sabemos− también
inundan las calles por la rabia acumulada: por el peso de la pandemia que
cargan sobre sus hombros, por el último caso de violencia perpetrado por dos
«agentes de la ley», por la celebración de unas elecciones absurdas que solo
pueden ser calificadas como atentado contra la salud pública −nos referimos a
las catalanas, evidentemente, que se han celebrado con una tasas de contagio
astronómicamente superiores a las que propiciaron el encierro de 2020−. (…)
Estas protestas son un claro indicador de algo que estos protofascistas jamás
podrán comprender: por vacilante, vapuleado, desorientado, espontáneo y
confundido que esté, el pueblo está vivo, cansado y enfadado. Y es el papel de los
comunistas, marxistas o como quiera que se nos quiera llamar, hacer que las
condiciones objetivas y las subjetivas coincidan. Lo que determina si un acto es
revolucionario no es la acción «en sí», sino la organización previa, el motivo por
el que se desencadena en primer lugar y la participación de las masas en él. La
violencia será revolucionaria cuando las masas estén dispuestas a apoyarla y
ser parte de ella, cuando la sientan propia, y cuando esté dirigida a un fin
emancipador. Es por ello por lo que nosotros estamos con el pueblo, no con los
contenedores». (Equipo de Bitácora (M-L); ¿Con quién estamos, con los
contenedores o con el pueblo?, 2021)
«La idealización del obrero como tal obrero, las supuestas virtudes morales y
de disciplina que emanarían de la posición de los «verdaderos» obreros frente
al lumpen, su «rapiña» y su «delincuencia». Es decir, el embellecimiento de la
explotación y las mismas retahílas de hace siglo y medio, pero en un contexto
totalmente diferente que las convierte en absolutamente reaccionarias».
(Movimiento Antiimperialista; Consideraciones sobre el agosto inglés, 2011)
No hace falta ser un erudito en historia del movimiento revolucionario para darse
cuenta de que el saqueo descontrolado y las actitudes propias del lumpen nunca
han casado muy bien con la doctrina marxista, lejos de eso, se acerca mucho más
a las nociones bakuninistas. En una obra Bakunin le comentaba a su amigo y
camarada Nechayev:
¿Por qué será entonces que Marx y Engels se molestaron tanto en criticar este
presunto «amoralismo» −que no es sino una inclinación infantil por la
destrucción−?
«Los métodos favoritos elegidos por los anarquistas en 1906-07 fueron el terror
individual y las expropiaciones; pero estos métodos demostraban su debilidad,
y no la fortaleza del movimiento anarquista. Ello degeneró en puro bandidaje,
el cual no tiene nada en común con los objetivos de la revolución. (...) Por
supuesto, era más fácil atacar a pequeños tenderos, o robar apartamentos
privados, que ponerse a organizar la lucha de clases contra la clase
terrateniente o capitalista en general; era más fácil atacar a un oficial
individual del gobierno zarista que organizar a las masas para derrocar el
zarismo. (…) Esos anarquistas se llamaban a sí mismos comunistas. (...) Debe
anotarse que estos anarquistas no llevaron a cabo sus actividades entre los
obreros más organizados y con mayor conciencia de clase, sino entre las ruinas
jóvenes de la pequeña burguesía, entre los intelectuales pequeño burgueses,
entre el lumpemproletariado, y algunas veces entre verdaderos criminales, ya
que los bandidos eran bastante adecuados en lo que respecta a robos y ataques
a casas y tiendas. Para ello no precisaban de principios». (E. Yaroslavsky;
Historia del anarquismo en Rusia, 1941)
¡Pero qué vamos a esperar de quienes aún tienen como ídolo al «gran estratega
político-militar» del «Presidente Gonzalo»! Aquel experto en propaganda que
pensó que era buena idea «mandar un mensaje a los revisionistas» colgando a los
perros peruanos en las farolas bajo el cartel «¡Los perros de Deng Xiaoping!»; el
mismo «gran pensador» que ordenaba ejecutar a los «viciosos» e «indeseables»
del colectivo LGTB; ¿y cómo olvidar aquellos «coches-bomba» en mitad de las
travesías de la capital? No se le puede pedir peras al olmo.
Entre los neomaoístas, una herencia que han adoptado con gusto es la estridencia
estética de la «Revolución Cultural» sesentero y el «Senderismo Gonzalista»
ochentero. Habría que preguntarse seriamente qué ser en sus cabales utilizaría
dicho material visual sin sentir vergüenza de su grupo. Pero bueno, todo es
esperable, ya que también albergan una especial debilidad por el arte de las
vanguardias burguesas del XX, muy seguramente porque se sienten identificados
con esta tendencia pequeño burguesa que juega a codificar el lenguaje en un
simbolismo intimista, justamente una baza tan clásica del posmodernismo que
tanto dicen repudiar. Pero a estas alturas del documento, el lector no se asustará
de esto, ¿verdad? En fin, como decíamos, a los «reconstitucionalistas» les
encantan las vanguardias artísticas del siglo XX: constructivismo, creacionismo,
etc. Celebran, como los neotrotskistas, las expresiones de los autores rusos de los
años 20. Entendido. ¿Y qué sería hoy en lo musical lo más parecido a las
vanguardias artísticas del siglo XX y su falsa transgresión? El trap. Un género
musical hegemonizado por lumpens, que ya sea en una versión más electrónica,
latina o popera, les excita de sobremanera considerándolo un «realismo sucio» y
demás zarandajas que sueltan para justificar lo injustificable.
«Ando con tres mujeres, tengo una mujer (Una mujer) / Ando con ella pero no
me enamoré». (Cecilio G; Ando con 3, 2019)
Entendemos que para el señor Luca, este modelo de famosos promiscuos, como
para el «camarada Mao», pueda ser válido, pero difícilmente será así para
alguien, ya no marxista, sino simplemente concienciado en la oposición más
básica al sexismo, pues este energúmeno de Cecilio G. le parecerá un esperpento,
y mucho menos se prestará a promocionar su discurso en las redes sociales. ¿Qué
será lo siguiente, apoyar a los raperos comerciales de Podemos o los raperos
glamurosos que votan a Vox? En otra ocasión, nos vendía como lo mejor de 2020
la producción de otro trapero [*]:
¿Sí? A ver:
¿Y esto es todo? Para nada. Por último, otro afable seguidor de la LR, 1871, cuyo
avatar −cómo no− era de un sujeto con pasamontañas y un AK-47, repite la
misma fórmula [*]. Convencido de su misión revolucionaria nos alecciona con
que:
«En tu coño me relajo / Sonrió contando el fajo». (Josito Migraña; Stone Island,
2020)
En este caso nos promociona a Josito Migraña, conocido, por ejemplo, por sus
colaboraciones con Jarfaiter en piezas como: «Con confundas» (2019). Allí estos
dos artistas aportaron grandes versos como «Ni con Xanax me relajo» o «Pongo
a bailar a tu zorra». ¿¡Todo un referente para la gente del barrio, verdad!?
«Si no sabes de que hablo, no hablas». (Stab and Pau Yang; Pray for me, 2016)
O también:
«La vida atrapada en la pasta». (Stab and Pau Yang; Pray for me, 2016)
No necesitamos ser ni tú, ni tu padre ni el cosmos para saber quién eres; un tonto
más del montón. En otra, con voz de androide, su «pana» Stab nos cantaba en un
tono existencialista:
Garantizamos que quien se digne a escuchar esto, desde luego, cambiará toda su
percepción sobre la música trap, ¡para bien! Ya que estas producciones
indirectamente harán parecer a C Tangana o Cecilio G unos virtuosos de la
música, con una sensibilidad al nivel de Bach o Vivaldi. Recomendamos la
escucha al lector de todos estos temas de Pau Yang, si es que esta criatura no los
ha borrado ya por vergüenza ajena. Sabemos que no son de una originalidad
sonora y una profundidad lírica enorme, pero si entre todos logramos reflotar su
carrera con un suculento aumento de visitas, es posible que en un futuro
tengamos más momentos inolvidables para ejercitar la risoterapia. Finalizando,
¿qué indica este esperpéntico repaso de los gustos de esta gente? Ante todo, que
el movimiento trap actual es el espejo perfecto para lastimosos jóvenes
decadentes que se las dan de «transgresores», como los «reconstitucionalistas»;
pero al mismo tiempo que sus valores casan perfectamente en RC-FO, ya que casi
podríamos asegurar que la providencia ha creado esta música para ayudar al
proyecto de la Iglesia Robertiana, ¡puesto que imparte de una manera muy
«moderna» el catecismo sobre cómo ser un buen lumpen entre los fieles!