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Sherry ORTNER (1984) - Reseña

En su artículo, Sheery Ortner (1984) intenta retomar algunas de las relaciones y


contrastes que pueden establecerse entre las distintas escuelas o tendencias intelectuales en la
disciplina antropológica, con un énfasis en el período temporal que va desde la década de los
sesenta del siglo XX a los ochenta. En su análisis, la autora no deja de remitir a lo que
denomina “el punto de vista del actor” (p. 2), a partir de lo cual pone énfasis a su propia
perspectiva y trayectoria como antropóloga, tanto en lo referido a la elección del período
temporal en el que se centra su artículo, como respecto a las limitaciones que ella observa
respecto de cada una de las tendencias intelectuales discutidas.
Ortner plantea que, frente a la percepción, por parte de algunos antropólogos, de que
el campo de la antropología se halla en la década de los ochenta en estado de “desorden”, sin
aparentes bandos o grandes afiliaciones teóricas definidos, la autora argumenta que sí es
posible dilucidar un “nuevo símbolo clave de orientación teórica” (p. 1) que toma forma en
los tiempos en los que redacta su artículo.
Para Ortner, la antropología de los ochenta comienza a organizarse alrededor del
mayor énfasis puesto en la búsqueda por comprender cómo la sociedad y la cultura
constituyen un producto humano. Desde esta perspectiva, el campo intelectual que observa la
autora en el presente del artículo retoma un aspecto que Ortner considera no explorado por
las antropologías precedentes, más centradas en, por un lado, la sociedad en tanto realidad
objetiva, independiente de la acción humana; y por otro lado, el hombre como producto
social, en tanto “la sociedad y la cultura proporcionan personalidad, conciencia, maneras de
percibir y de sentir” (p. 20).
En este sentido, Ortner realiza un recorrido que va desde los años sesenta con los
desarrollos en antropología simbólica en Norteamérica. Dentro de esta tendencia, la autora
destaca una escuela ligada a Clifford Geertz y una vinculada a Victor Turner. Aunque ambas
ponen un énfasis en el análisis de los símbolos, una y otra lo hacen desde puntos de partida
distintos: Geertz y sus colegas conciben a los símbolos como “vehículos de cultura” como
elementos que modelan las formas en que los miembros de una sociedad ven, sienten,
perciben, piensan -y se comunican en- el mundo. Por otra parte, la tendencia relacionada a
Turner ve a los símbolos como “operadores en el proceso social”, es decir, se enfocan en
cómo los símbolos, colocados en ciertos contextos, producen operaciones prácticas y
transformaciones sociales. Ortner destaca que un aporte relevante de la antropología
simbólica constituye la noción del estudio de la cultura “desde el punto de vista del actor”, a
partir de lo cual coloca al sujeto en una posición central de su modelo explicativo; motivo por
el cual estas propuestas serán posteriormente retomadas durante los ochenta. Una de las
limitaciones que Ortner halla respecto de esta tendencia intelectual es que no parece
demasiado interesada en buscar develar cuáles son las vías a través de las cuales los sistemas
simbólicos son producidos y mantenidos
Asimismo, durante los sesenta se desarrolla la llamada ecología cultural, que abarca
diversos enfoques. Por un lado, se halla un interés por analizar cómo el medio ambiente
incentiva e impide el desarrollo de ciertas formas sociales y culturales, mientras que, por otro
lado, se realizaron investigaciones más abocadas a dilucidar cómo las formas sociales y
culturales permiten mantener una relación ya existente con el medio ambiente. Ortner analiza
algunas relaciones entre la ecología cultural y la antropología simbólica: los ecologistas
criticaron negativamente a los antropólogos simbólicos al considerar sus teorías
inverificables, poco científicas y basadas en la interpretación subjetiva; mientras que éstos
últimos vieron en la ecología cultural un enfoque extremadamente cientificista que ignoraba
el papel que la cultura -y no sólo el medio ambiente- ocupa en la acción y conciencia
humanas. Ortner plantea que, tras este tipo de pugnas, yacen ciertos esquemas que ordenan en
gran parte el pensamiento de Occidente y permean en las discusiones científicas
(subjetivo/objetivo, naturaleza/cultura, etc.).
En tercer lugar, Ortner destaca el desarrollo del estructuralismo como un paradigma
iniciado por Claude Lévi-Strauss. Desde el análisis estructural, se concibe la cultura como
sistemas de clasificación, así como producciones institucionales e intelectuales construidas a
partir de tales sistemas, y las operaciones que se realizan sobre ellos. Los fenómenos
culturales, que a primera vista pueden aparecer como variados o estocásticos, ocultan en
verdad una unidad y sistematicidad que se deriva de la operación de unos pocos principios
estructurales.
En este punto, cabe destacar que Ortner confiere un lugar central en su artículo a las
maneras bajo las cuales los trabajos de los autores que “encabezan” cada tendencia fueron
moldeados en gran parte en base a otros paradigmas que se constituyeron como influencias,
así como por aquellas escuelas en contra de las cuales se posicionaron. Respecto al
estructuralismo de Lévi-Strauss, por ejemplo, Ortner argumenta que resultan claras las
influencias de Marx y Freud, quienes planteaban que “bajo la proliferación superficial de las
formas, se encuentran operando unos cuantos mecanismos relativamente simples y
uniformes” (p. 6).
Una de los problemas que Ortner destaca del estructuralismo lo posiciona dentro de
las tendencias que conciben a la sociedad y la cultura como realidades objetivas disociadas de
toda intervención humana; esto es, que la primacía que el análisis estructural le confiere a la
estructura, a la sincronía, niega casi por completo la relevancia de la subjetividad y el papel
activo de los agentes en el proceso social.
Pasando a la década de los setenta, Ortner retoma -y esto constituye otro de los
aspectos a destacar en el enfoque de su artículo- la ola de movimientos sociales radicales que
comienzan a suceder sobre todo en Estados Unidos y Francia. Entendiendo que toda
coyuntura sociopolítica y económica tiene un efecto en y permite entender el desarrollo de las
producciones científicas en cada época y espacio, la antropóloga argumenta que este
ambiente de crítica y cuestionamiento a todo orden existente en los setenta influyó de modo
central en que se retomasen con fuerza los trabajos de Marx.
Respecto de las escuelas marxistas de teoría antropológica, Ortner enfatiza en el
marxismo estructural y en la economía política. Ambas comparten un conjunto de supuestos
que contrastan respecto a las tendencias que se desarrollarían en los ochenta: por un lado, la
noción de que tanto la acción humana como la historia están determinadas por la estructura
de relaciones sociales o el sistema capitalista mundial, quedando el agente una vez más
subsumido en el peso de la sociedad y la cultura en tanto realidades objetivas y externas: por
otro lado, la distinción “en la práctica” -y no sólo a nivel analítico- de los universos material e
ideológico en los procesos sociopolíticos y económicos.
En cuanto a esta última cuestión, no obstante, el marxismo estructural sí constituyó un
mediación entre dos campos entre los cuales se constituía en gran parte la grieta entre
antropólogos simbólicos y ecólogos culturales en la década de los sesenta. Además, la
economía política efectuó otro de los pasos que Ortner considera claves en el campo
antropológico de fines de los setenta y los ochenta; en paralelo a la concepción de la cultura
como producto de la acción e intervención humanas, se destaca el movimiento hacia el
análisis histórico, diacrónico. En este sentido, la economía política intentó entender las
transformaciones, el cambio histórico que se produce en las sociedades “de pequeña escala” a
partir de la incidencia del Estado y del sistema capitalista mundial. Ortner destaca, además,
que este último aspecto coloca a la economía política en relación con la ecología cultural de
los sesenta, en tanto ambas enfatizan en el “impacto de fuerzas externas, y en la manera en la
cual las sociedades cambian o se desenvuelven adaptándose a tal impacto” (p. 10), con la
salvedad de que cambia de una escuela a otra la naturalez de tales fuerzas. Por último, cabe
subrayar que Ortner considera como una limitación de la economía política la falta de
hincapié en el la estructura e historias internas de una sociedad, en detrimento del análisis de
los procesos regionales que inciden en su desarrollo histórico -aunque este elemento, en sí
mismo, constituye un gran aporte respecto de la tendencia de muchos antropólogos de tratar a
las sociedades como si fueran entidades aisladas”.
Hacia la antropología de la década del ochenta, Ortner considera que aumenta el
interés por el análisis de la práctica, la interacción, la experiencia, el agente. Por un lado, se
desarrolló en antropología el llamado transaccionalismo, desde el cual se argumenta que la
cultura o los sistemas sociales condicionan pero no determinan la acción social. Por otro lado,
se hallan los que Ortner denomina “nuevos teóricos de la práctica”, que sostienen el peso y el
efecto que el sistema social ejerce sobre la acción humana, pero buscan asimismo entender
cómo tal sistema fue y es producido y reproducido. En ese sentido, constituye una búsqueda
por explicar las relaciones entre la acción humana y el sistema, a partir de la cual conciben a
este último como una “totalidad relativamente intrincada” (p. 14) cuyos componentes no son
divorciados en distintos niveles en los cuales uno prima sobre otro, en clara contraposición,
por ejemplo, a la primacía que el marxismo estructural confería a la estructura económica y
social respecto de los procesos culturales en tanto “ideología”.
De este modo, en un intento por dar respuesta a la pregunta por cómo ciertas normas,
valores y esquemas son reproducidos por y para los actores, Ortner subraya que se ha
desarrollado un énfasis en la “práctica ordinaria”; esto es, en contraste con la relevancia de la
práctica ritual cuya ejecución conduce a los agentes a reproducir ciertas normas y valores de
su cultura -en planteos entre los que se hallan los trabajos de Turner-; comienza a ponerse de
relieve cómo la práctica de la vida cotidiana, las “pequeñas rutinas” que se ponen en marcha
en el día a día de las personas, actúan como medios a través de los cuales el agente “hace,
incorpora y por tanto reproduce los supuestos del sistema” (p. 18).

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