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partir de 1935— fueron vinculadas desde un principio a problemas teóricos generales. Ciertas
características de los grupos culturales aborígenes del centro de Brasil (estructura social de un
alto grado de complejidad junto con un nivel material muy bajo) planteaban interrogantes
fundamentales acerca de la naturaleza de tan complejos sistemas de reglas sociales. Para los
antropólogos tradicionales, impregnados de evolucionismo ingenuo, este tipo de desajustes
entre la complejidad cultural y el «primitivismo» técnico y económico provocó siempre cierta
incomodidad, a la cual se hacía frente recurriendo a alguna hipótesis histórica, por lo general
ad hoc. Estos casos de desajuste llevaban a los antropólogos evolucionistas, imbuidos de la
idea de que la reglamentación de la vida social está siempre asociada a un proceso evolutivo —
definido en términos de algún esquema de progreso—, al punto de vista opuesto y
complementario: dado que hallamos muchas sociedades «primitivas» donde hay cuerpos de
reglas y pautas que resultan desmesurados con respecto a la vida social que organizan y que
no parecen aplicados ni aplicables al mejoramiento del nivel de vida, los procedimientos
económicos o los objetos técnicos, entonces tales reglas no sirven realmente para nada y sólo
se explican cómo manifestación de una mentalidad atrasada e irracional. Frente a esta
tradición antropológica, que durante mucho tiempo expresó en su forma más cruda e
inmediata la concepción del mundo de la sociedad industrial en desarrollo, Lévi-Strauss
elabora a lo largo de sus obras una imagen del llamado «hombre primitivo», que es al mismo
tiempo una crítica radical de los componentes ideológicos de la antropología clásica.
Por otra parte, sin duda, la experiencia antropológica —en el contexto de una sociedad en
creciente industrialización— canalizaba cierta fascinación por un mundo más «primitivo» y
menos socializado que el nuestro o simplemente más «elemental» y «natural». En cualquier
caso se trataba de un cierto regreso a la infancia. Lévi-Strauss ha buscado formular un
encuadre radicalmente distinto. En primer lugar, sin duda, los llamados primitivos no
representan nuestra infancia y es ingenuo evaluarlos por lo que les falta para parecerse a
nosotros.
El lector hallará en el capítulo 1 de este libro una crítica acerba de la escuela de Malinowski y
sus discípulos.7 Según LéviStrauss, las generalidades del funcionalismo son trivialidades:
dejando de lado la multitud de maneras posibles de construirla, una canoa sirve para navegar.
En este sentido, nada más opuesto al antropólogo estructuralista que el funcionalista; éste
parte de la diversidad y está dominado por la preocupación de hallar, tras la diversidad, ciertos
contenidos universales idénticos en todas las culturas; aquél parte de la afirmación de una
identidad (puramente formal) en el plano de los instrumentos mentales que el hombre pone
en juego en toda vida social, y por lo tanto está dominado por el afán de describir las
diferencias entre los contenidos a que esos instrumentos se aplican. De esta manera se
establecen para Lévi-Strauss los fundamentos de la comparación entre culturas y al mismo
tiempo la necesidad ineludible de estudiar minuciosamente las diferencias. Si la antropología
se ocupa «del hombre y sus obras», la perspectiva estructura - lista afirma la identidad del
hombre y la diversidad de las obras, o si se prefiere, la antropología queda así definida como el
estudio de la diversidad de las obras humanas a partir de la afirmación de la identidad de las
operaciones.
LéviStrauss se interesa por aquellos sistemas de regulación de la conducta social, de los cuales
los actores no tienen conciencia o que sólo se reflejan en la conciencia de los actores por
intermedio de una serie de deformaciones sistémicas.
¿Qué es, pues, la antropología social? Nadie, creo, ha estado más cerca de definirla —aunque
se trate de una preterición— que Ferdinand de Saussure cuando, presentando la lingüística
como parte de una ciencia todavía por nacer, reserva a esta última el nombre de «semiología»
y le atribuye por objeto de estudio la vida de los signos en el seno de la vida social.
Nadie pondrá en duda que la antropología cuenta, en su campo propio, al menos con algunos
de estos sistemas de signos, a los cuales se agregan muchos otros: lenguaje mítico, signos
orales y gestuales que componen el ritual, reglas de matrimonio, sistemas de pare ntesco,
leyes habituales, ciertas modalidades de los intercambios económicos. Consideramos, pues,
que la antropología ocupa, de buena fe, ese campo de la semiología que la lingüística no ha
reivindicado toda vía para sí, a la espera de que, para ciertos sectores al menos de dicho
dominio, se constituyan ciencias especiales dentro de la antropología.
HISTORIA Y ETNOLOGIA
Desde que Hauser y Simiand expusieron y opusieron los puntos de principio y de método que,
según ellos, distinguían historia y sociología, ha pasado más de medio siglo. Se recordará que
estas diferencias consistían esencialmente en el carácter comparativo del mé - todo
sociológico y el carácter monográfico y funcional del método histórico.
Tomada en su acepción de reflexión sobre los principios de la vida social y sobre las ideas que
los hombres han sustentado y sustentan a este respecto (acepción corriente todavía en varios
países europeos, Francia entre ellos), la sociología se reduce a la filosofía social y resulta ajena
a nuestro estudio. Si, como es el caso de los países anglosajones, se la tiene por un conjunto de
investigaciones positivas acerca de la organización y el funcionamiento del tipo más complejo
de sociedades, la sociología se convierte en una especialidad de la etnología sin poder
pretender todavía, debido precisamente a la complejidad de su objeto, resultados
comparables en precisión y riqueza a los de esta última. La consideración de la etnografía
ofrece, pues, desde el punto de vista del método, un valor temático mayor.
Nos falta definir la etnografía misma y la etnología. De una manera muy sumaria y provisional,
pero que nos basta para el comienzo de nuestra búsqueda, las distinguiremos diciendo que la
etnografía consiste en la observación y el análisis de grupos humanos considerados en su
particularidad (grupos elegidos a menudo entre aquellos que más difieren del nuestro, por
razones teóricas y prácticas que no derivan en modo alguno de la naturaleza de la
investigación) y que busca restituir, con la mayor fidelidad posible, la vida de cada uno de ellos,
mientras que la etnología utiliza de manera comparativa (y con fines que habrá que
determinar luego) los documentos presentados por el etnógrafo. La etnografía cobra, con
estas definiciones, el mismo sentido en todas partes, y la etnología corresponde
aproximadamente a lo que en los países anglosajones (donde el término «etnología» cae en
desuso) se entiende por antropología social y cultural. (La antropología social se consagra más
bien al estudio de las instituciones consideradas como sistemas de representaciones, y la
antropología cultural al estudio de las técnicas, y eventualmente también al estudio de las
instituciones consideradas como técnicas al servicio de la vida social.)
Formuladas estas enunciaciones, el problema de las relaciones entre las ciencias etnológicas y
la historia, que es al mismo tiempo su drama interior puesto en descubierto, puede enunciarse
de la siguiente manera: O bien nuestras ciencias se ocupan de la dimensión diacrónica de los
fenómenos, es decir, del orden de éstos en el tiempo, y entonces son incapaces de hacer su
historia, o bien intentan trabajar a la manera del historiador, y entonces la dimensión del
tiempo se les escapa.
En efecto, ¿cuáles son las diferencias entre el método de la etnografía (tomando este término
en el sentido estricto definido al comienzo) y el de la historia? Ambas estudian otras
sociedades que no son esta en que vivimos. Que tal alteridad resulte de una distancia en el
tiempo (tan pequeña como se quiera) o de una distancia en el espacio o también de una
heterogeneidad cultural, ello constituye un rasgo secundario en comparación con la semejanza
de las posiciones. ¿Qué objetivo tienen ambas disciplinas? ¿Consiste en la reconstrucción
exacta de lo que ha ocurrido u ocurre en la sociedad estudiada? Afirmarlo sería olvidar que, en
ambos casos, nos hallamos frente a sistemas de representaciones que difieren para cada
miembro del grupo y que, tomados todos en conjunto, difieren de las representaciones del
investigador. El mejor estudio etnográfico no transformará jamás al lector en un indígena.
Todo lo que el historiador y el etnógrafo consiguen hacer — y todo lo que se les puede exigir—
es ampliar una experiencia particular hasta alcanzar las dimensiones de una experiencia más
general, que por esta misma razón resulta accesible como experiencia a hombres de otro país
o de otro tiempo. Y ambos lo logran bajo las mismas condiciones: ejercicio, rigor, simpatía,
objetividad. ¿Cómo proceden? Aquí es donde comienza la dificultad. Porque a menudo se ha
opuesto la historia a la etnografía —inclusive en la Sorbona— con el pretexto de que la
primera descansa en el estudio y la crítica de documentos debidos a numerosos observadores,
documentos que es posible confrontar y combinar, mientras que la segunda se reduciría, por
definición, a la observación hecha por un solo individuo.
Por otra parte, el desarrollo mismo de la etnografía ha quitado toda vigencia al argumento:
hoy en día son pocos los pueblos que no hayan sido estudiados por numerosos investigadores,
y cuya observación, efectuada desde diferentes puntos de vista, no se extienda a lo largo de
varias decenas de años, a veces inclusive de varios siglos.
Pero el paralelismo metodológico que se pretende trazar entre etnografía e historia para
oponer la una a la otra es ilusorio. El etnógrafo es un individuo que recoge los hechos y los
presenta (si es un buen etnógrafo) de acuerdo con las mismas exigencias que rigen para el
historiador. El papel del historiador consiste en utilizar estos trabajos cuando las
observaciones, escalonadas a lo largo de un período suficiente de tiempo, se lo permiten; éste
es también el papel del etnólogo, cuando observaciones de un mismo tipo, relativas a un
número suficiente de regiones distintas, lo hacen posible. En todos los casos, el etnógrafo
establece documentos que pueden ser útiles al historiador. Y si los documentos existen ya, y el
etnógrafo decide integrar su trabajo con la sustancia de los mismos, ¿no debe acaso el
historiador envidiarle el privilegio —a condición, naturalmente, de que el etnógrafo tenga un
buen método histórico— de hacer la historia de una sociedad de la cual posee una experiencia
vivida? El debate se reduce, pues, al problema de las relaciones entre la historia y la etnología
en sentido estricto. Nos proponernos mostrar que la diferencia fundamental entre ambas no
es de objeto ni de propósito, ni de método. Teniendo el mismo objeto, que es la vida social, el
mismo propósito, que es una mejor comprensión del procedimientos de investigación, se
distinguen sobre todo por la elección de perspectivas complementarias: la historia organiza sus
datos en relación con las expresiones conscientes de la vida social, y la etnología en relación
con las condiciones inconscientes. * * * Que la etnología deriva su originalidad de la naturaleza
inconsciente de los fenómenos colectivos se desprendía ya, bien que de ma - nera todavía
confusa y equívoca, de una fórmula de Tylor. Tras haberla definido como el estudio «de la
cultura o civilización», Tylor describía la etnología como un conjunto complejo en el que se
ubican «los conocimientos, creencias, arte, moral, derecho, costumbres y todas las demás
aptitudes o hábitos adquiridos por el hombre en cuanto miembro de la sociedad».42 Ahora
bien, es sabido que en la mayoría de los pueblos primitivos es muy difícil obtener una
justificación moral o una explicación racional de una costumbre o de una institución: el
indígena interrogado se conforma con responder que las cosas han sido siempre así, que tal
fue la orden de los dioses o la enseñanza de los antepasados. Cuando se encuentran
interpretaciones, éstas tienen siempre el carácter de racionalizaciones o elaboraciones
secundarias: no cabe duda de que las razones inconscientes por las cuales se practica una
costumbre o se comparte una creencia están muy alejadas de aquellas que se invocan para
justificarla. Aun en nuestra sociedad, cada uno observa escrupulosamente las ma - neras en la
mesa, los usos sociales, las reglas indumentarias y muchas de nuestras actitudes morales, sin
someter su origen y su función reales a un examen reflexivo. Actuamos y pensamos por hábito,
y la resistencia inusitada que se opone a las derogaciones, por mínimas que ellas sean, no
proviene tanto de una voluntad deliberada de mantener ciertas costumbres cuyas razones se
comprenden, cuanto de la inercia. Sin duda, el desarrollo del pensamiento moderno ha
favorecido la crítica de las costumbres. Pero este fenómeno no constituye una categoría
extraña al estudio etnológico: es más bien su resultado, si es verdad que su principal origen se
encuentra en la formidable toma de conciencia etnográfica que suscitó en el pensamiento
occidental el descubrimiento del Nuevo Mundo. Aún hoy, las elaboraciones secundarias,
apenas formuladas, tienden a adquirir la misma expresión inconsciente.
Corresponde a Boas el mérito de haber definido, con una lucidez admirable, la naturaleza
inconsciente de los fenómenos culturales, en páginas donde los asimila desde este punto de
vista al lenguaje, anticipando así el desarrollo ulterior del pensamiento lingüístico y un futuro
etnológico cuyas promesas comenzamos apenas a entrever. Después de haber señalado que la
estructura de la lengua permanece desconocida para quien la habla hasta el advenimiento de
una gramática científica, y que, inclusive entonces, ella sigue modelando el discurso fuera de la
conciencia del sujeto, a cuyo pensamiento impone cuadros conceptuales que son tomados
como categorías objetivas, Boas agregaba: «La diferencia esencial entre los fenómenos
lingüísticos y los demás fenómenos culturales es que los primeros no emergen nunca a la
conciencia clara, mientras que los segundos, si bien tienen igual origen inconsciente, se elevan
a menudo hasta el nivel del pensamiento consciente, dando lugar así a razonamientos
secundarios y a reinterpretaciones.
a etnología no puede, pues, permanecer indiferente a los procesos históricos ni a las más altas
expresiones conscientes de los fenómenos sociales. Pero si les dedica la misma atención
apasionada que el historiador, es para obtener, mediante una especie de marcha regresiva, la
eliminación de todo lo que deben al acontecimiento y a la reflexión. Su objetivo consiste en
alcanzar, más allá de la imagen consciente y siempre diferente que los hombres forman de su
propio devenir, un inventario de posibilidades inconscientes, cuyo número no es ilimitado: el
repertorio de estas posibilidades y las relaciones de compatibilidad o de incompatibilidad que
cada una de ellas mantiene con todas las demás proporcionan una arquitectura lógica a
desarro - llos históricos que pueden ser imprevisibles sin ser nunca arbitrarios.
Sería, pues, inexacto decir que por el camino del conocimiento del hombre, que lleva del
estudio de los contenidos conscientes al de las formas inconscientes, el historiador y el
etnólogo avanzan en direcciones opuestas; ambos siguen el mismo rumbo.
Colocados en un camino por donde efectúan, en el mismo sentido, igual recorrido, sólo difiere
su respectiva orientación: el etnólogo marcha hacia adelante, tratando de alcanzar, a través de
un consciente que jamás ignora, un sector cada vez mayor del inconsciente hacia el cual se
dirige, mientras que el historiador avanza, por decirlo así, mirando hacia atrás, los ojos fijos en
las actividades concretas y particulares, de las cuales se aleja únicamente para considerarlas
desde una perspectiva más rica y más completa.
la lingüística ocupa sin embargo un lugar excepcional: no es una ciencia social como las otras,
sino la que, con mucho, ha realizado los mayores progresos; sin duda la única que puede
reivindicar el nombre de ciencia y que, al mismo tiempo, ha logrado formular un método
positivo y conocer la naturaleza de los hechos sometidos a su análisis.
El carácter primitivo e irreductible del elemento de parentesco tal como lo hemos definido
resulta, en efecto, de manera inmediata, de la existencia universal de la prohibición del
incesto. Esto equivale a decir que, en la sociedad humana, un hombre únicamente puede
obtener una mujer de manos de otro hombre, el cual la cede bajo forma de hija o de hermana.
No es necesario, pues, explicar cómo el tío materno hace su aparición en la estructura de
parentesco: no aparece, sino que está inmediatamente dado, es la condición de esa
estructura. El error de la sociología tradicional, como el de la lingüística tradicional, consiste en
haber considerado los términos y no las relaciones entre los términos.
En primer término, que el sistema de parentesco no posee igual importancia en todas las
culturas. En algunas proporciona el principio activo que regula todas las relaciones sociales o la
mayor parte de éstas. En otros grupos, como nuestra sociedad, dicha función está ausente o
bien muy reducida; en otros, como las sociedades de los indios de la llanura, sólo se cumple
parcialmente. El sistema de parentesco es un lenguaje; no es un lenguaje universal, y puede
ser desplazado por otros medios de expresión y de acción. Desde el punto de vista del
sociólogo, esto quiere decir que, en presencia de una determinada cultura, se plantea siempre
un interrogante preliminar; el sistema, ¿es sistemático?