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Lo intelectual como crisis de la unanimidad

Marcelo Percia

“El poder es el grado más bajo de la potencia”. Deleuze

El Banquete de Witold Gombrowicz1 es un relato escrito en 1946 que puede leerse


como parodia sobre la miseria del poder y el secreto de la majestuosidad. El poder es un
delirio que impone su grandeza en el cuerpo y en la conciencia de los otros: majestad es
la palabra con la que se nombra a un Dios, a un Emperador o a un Rey.

El narcisismo de nuestros días es un resto de la democratización social de ese ideal


grandioso. Freud advierte cómo las familias burguesas, a fines del siglo XIX, proyectan
en sus hijos ilusiones extraordinarias y sabemos cómo las sociedades conyugales son,
todavía, teatros de falsas noblezas (él, para deleitarla le dice “Sos mi Reina”; ella para
complacerlo lo trata como a un Rey).

El relato de Gombrowicz es una amargura que ríe, una exageración que muestra la
estúpida solemnidad de los sometidos. Esa solemnidad es un oropel de miedo y engaño:
se ponen de rodillas ante el ideal por terror o conveniencia, pero se comportan como si
estuvieran ante un santo.

En Gombrowicz la parodia no es sólo una imitación que se burla del modelo, es también
ruptura con el sentido común: sus caricaturas hieren lo establecido, sus ironías avisan de
la debilidad de los poderosos, sus sátiras ponen a la vista que la unanimidad es veneno y
antídoto de la sociabilidad. 2

La parodia es una exageración que hace pensar. El agrandamiento de un detalle


trastorna las proporciones, sacude las percepciones automatizadas y propone otras
1
Gombrowicz, Wiltold (1946). El banquete. En Bakakaï. Traducción Sergio Pitol. Tusquets Editores.
Barcelona, 1986. Gombrowicz, que nace en Polonia en 1904, casi por azar hace un viaje a América del
Sur, desembarcando en Buenos Aires pocos días antes de que los nazis ocuparan Polonia, circunstancia
que lo obliga a un exilio en nuestro país que duró veinticuatro años. Es autor de Ferdydurke, La
seducción, Cosmos, el libro de cuentos citado (Bakakaï) y algunas obras de teatro como Ivonne, princesa
de Borgoña y El matrimonio.
2
La parodia podría ser una terapéutica de la crueldad: una defensa paridora y para-reidora ante una
crueldad sufrida; de ahí la pregunta de si la parodia es para odiar o para no odiar. El odio consume la
potencia reidora y paridora de lo otro, la obsesión por la venganza es sufrimiento inmovilizado. La
parodia es una forma elegante de la paranoia: se defiende de la crueldad que amenaza por todas partes.
Puede leerse algo del filo de la parodia en nuestra lengua en ese soneto de Francisco de Quevedo (1580-
1645) que se llama A una nariz dice: “Érase un hombre a una nariz pegado, / érase una nariz
superlativa, / érase una nariz sayón y escriba, / érase un peje espada muy barbado. / Era un reloj de sol
mal encarado, / érase una alquitara pensativa, / érase un elefante boca arriba, / era Ovidio Nasón más
narizado. / Érase un espolón de una galera, / érase una pirámide de Egipto, / las doce Tribus de narices
era. / Érase un naricísimo infinito, / muchísimo nariz, nariz tan fiera / que en la cara de Anás fuera
delito”. Quevedo se burla de Góngora, hace de la crueldad una ocurrencia desesperada, estos versos
desmesurados no sólo comentan que el otro tiene una nariz enorme como punta que sobresale, sino que
afirman que es la nariz la que lleva al hombre pegado. Presenta al otro como simple cualidad de una nariz,
como si dijera: no eres un hombre, sino un resto sin importancia pegado a una nariz.

1
perspectivas. Al mismo tiempo, la paródica quebranta los pactos sociales de prudencia y
discreción.

El Banquete pone en entredicho un texto ya clásico para estudiar las formaciones de


masas. Si Freud pensaba, en 1921, que la unión colectiva se explicaba por la elección de
una misma figura que representaba al Ideal de cada uno; Gombrowicz, veinte años
después, imagina una situación en la que la masa va detrás de un ideal vacío. El Rey del
relato no inspira el respeto ni la admiración del emperador del imperio austrohúngaro de
los tiempos de Freud, tampoco porta los atributos de autoridad moral y omnipotencia
del dios judeocristiano; Gnulo parece un comerciante ridículo, un vendedor absurdo,
detenido en la edad infantil del capitalismo.

Entre Freud y Gombrowicz, la civilización recibe dos malas noticias: una, Dios ha
muerto; otra, la Razón de Estado puede devenir en una máquina paranoica de matar.
Dios ha muerto es una proposición que ya estaba en las filosofías de Hegel y de
Nietzsche: muerto Dios no hay esperanza de salvación ni garantía de retorno al paraíso
perdido. Muerto Dios la historia dependerá de lo que hagamos con nuestras vidas. El
Banquete es el relato de la unanimidad como deliro tras la muerte de Dios.

Gombrowicz denuncia el mundo ficticio y falsificado del poder. Parodia sus debilidades
y flaquezas con la mirada del extranjero. Su ironía es aflicción de un hombre que es
testigo de la razón violenta de los Estados modernos masificados. Presenta un rey
contrahecho, sin nobleza, capturado por un impulso venal: el dinero es el único ropaje
que cubre su desnudez sin misterios ni atractivos.

El rey de Gombrowicz es un hombre pegado a una corona: Gnulo (sujetado a la aureola


sagrada) no se conduce como un soberano, sino como un bufón. El Banquete pone a la
vista la tragedia del sujeto imaginario después de Freud: el hombre es siempre un
payaso del Otro.3

El relato comienza así: “Las sesiones del Consejo…las sesiones secretas del Consejo se
desarrollaban en la oscuridad de la sala de los retratos, cuya autoridad multisecular
superaba y anulaba hasta la misma autoridad del Gran Consejo”.

Una sala rodeada de rostros pintados de los que emanan miradas de una moral superior.
La autoridad de los retratos es presencia que manda inmovilizada en el tiempo.

En ese espacio sagrado, la figura del Gran Canciller y Ministro de Estado, un anciano
astuto y conservador, invita a los ministros y viceministros a solemnizar un histórico
momento: tras largas y complicadas gestiones, tendrá lugar el casamiento del Rey con la
archiduquesa Renata Adelaida Cristina quienes, hasta el momento, sólo se conocen por
fotografías.

3
El codicioso monarca de Gombrowicz recuerda al personaje de Ubú Rey de Alfred Jarry (obra estrenada
en París en 1896), ese extraño rey polaco de cuerpo amorfo y voluminoso, con sólo tres dientes (uno de
madera, otro de hierro y otro de piedra) con una oreja única y un gran espiral trazado alrededor de su
propio ombligo. Una criatura que vive sin registro de su miserabilidad ética y política. Una caricatura
anticipada del consumidor de nuestros días sólo pendiente de su pequeño interés.

2
“Aquella excelsa unión acrecentaría y multiplicaría hasta el infinito el prestigio y el
poder de la Corona. ¡La Corona! ¡La Corona!”.

La Corona: cerco de metales nobles y piedras preciosas que se ciñe sobre la cabeza del
elegido para soportar el Ideal. La Corona: insignia que sostiene la existencia de todos,
símbolo de una muralla protectora, adorno de felicidad, punto más alto de la virtud. La
Corona es Dios, el Ejército, la Sangre Real.

“Sin embargo, una terrible preocupación, una profunda inquietud, peor todavía, un
terror manifiesto se mostraba en los rostros expertos e inteligentes de los ministros y de
los viceministros de Estado, y algo informulado y dramático se ocultaba entre sus
viejos y fatigados labios”.

¿Qué es lo que no se puede decir, lo irrepresentable, lo que da miedo de sólo pensarlo?

“Inmediatamente después de un voto unánime del Consejo, el Canciller abrió el debate,


cuya característica principal fue, sin embargo, el silencio, un silencio sordo y mudo. El
Ministro del Interior fue el primero en pedir la palabra, pero cuando le fue concedida,
comenzó a callar y no hizo sino callar durante todo el tiempo que duró su
intervención…después volvió a sentarse. Hizo después uso de la palabra el Ministro de
la Corte Real, pero también él no hizo sino levantarse y callar todo lo que tenía que
decir y volvió a sentarse. A continuación, muchos ministros pidieron la palabra: se
levantaban, callaban, volvían a sentarse, mientras el silencio, el obstinado silencio del
Consejo, multiplicado por el silencio de los retratos y el silencio de los muros, se hacía
cada vez más poderoso”.

Gombrowicz advierte que es costumbre de las contiendas institucionales el debate del


silencio: piden la palabra uno por uno para callar durante todo el tiempo que dura su
intervención. La comunicación, en los espacios de grupo regidos por el poder, es una
práctica de ocultamientos, de modos de decir que no dicen nada o que dicen lo que la
autoridad quiere escuchar. El monólogo del mando regula todas las conversaciones: los
más osados se debaten entre denunciar lo inconveniente o callar, lo común es que
muchos hablen para no decir lo que tienen que decir.

“¿Cuál era la razón de ese silencio? Ninguno de los elevados funcionarios allí
presentes hubiera podido, ni siquiera osado, formular un pensamiento, un pensamiento
que se imponía con fuerza irresistible, y cuya expresión habría constituido ni más ni
menos un delito de lesa majestad. Y era por eso que todos callaban. En efecto, ¿cómo
decir que el Rey…que el Rey era… oh, no…nunca, primero la muerte…que el Rey era…
¡oh, no ay, no!...que el Rey era venal? ¡Que el Rey se dejaba sobornar! Impúdica,
insaciable, rapazmente, el Rey era venal…pero de una venalidad como la historia no
había conocido otra hasta el momento. Sí, venal y corrupto, eso era el Rey. El Rey se
vendía y vendía a puñados su propia Majestad”.

El Rey es venal: se vende a cualquier precio, es tan miserable que se ofrece por
pequeñas cantidades, Gombrowicz dice que “lo seducen más las propinas que las
grandes fortunas”. Venal porque la corrupción corre por sus venas. El Rey se deja
sobornar: el soberano es súbdito de su ambición.

3
De pronto, el Rey Gnulo se hace presente en la reunión del Consejo y se sienta en medio
de las reverencias de todos, pero no representa la autoridad ideal, su excepcionalidad es
la avaricia y el interés personal sin límites: es un héroe mezquino.

Con mirada pícara y gestos groseros, el Rey destaca las enormes ventajas que la boda
con la archiduquesa tiene para el reino, acentúa la gran responsabilidad que pesa sobre
sus hombros y reconoce la importancia de darle una buena impresión a la archiduquesa
en el banquete que se preparaba para celebrar el compromiso, dando a entender que su
sacrificio por la Corona merecería una retribución.

“No cabía la sombra de una duda: el corrupto monarca deseaba una gratificación por
participar del banquete. Y repentinamente, el Rey comenzó a quejarse de que los
tiempos eran difíciles…”.4

Gnulo trafica con su investidura, especula con su dignidad, contradice la iconografía del
buen monarca: no es un santo, no tiene belleza física ni moral, no pesan en su historia
hazañas ni tragedias personales.

“En aquel momento el férreo anciano se inclinó ante el Rey e, imitando su gesto, se
inclinaron también las cabezas de los ministros y se doblaron las rodillas de los
viceministros de Estado. El poder de la reverencia del Consejo fue tremendo por su
inesperada aparición en la sala silenciosa. Aquella reverencia golpeó al Rey en el
propio pecho, le inmovilizó brazos y piernas, le devolvió al Rey su Realeza…al grado
de que el pobre Gnulo gimió terriblemente en medio de la sala y trató una vez más de
reír…pero la risa volvió a secarse en sus labios… En la inmovilidad de aquel silencio,
el Rey se aterrorizó… y el terror fue profundo… pero finalmente logró huir del Consejo
y de sí mismo, y su espalda envuelta en el uniforme de gala desapareció en la penumbra
de un corredor”.

Fingen una estima que no le tienen a la vez que se conducen como si no hubieran oído
nada, se inclinan en señal de respeto. En la sala silenciosa, le responden con un gesto de
admiración, se ponen casi de rodillas para encerrarlo en una imagen consagrada. No
tratan de destituirlo con el desprecio sino de elevarlo más allá de sí mismo.

“En ese momento se escuchó un grito atroz y venal: ¡Ya me la pagaréis! ¡Ya me la
pagaréis!”.

La clave del relato es que no se note lo ostensible. El Rey de Gombrowicz dice lo que el
poder debe callar: le reprochan su indiscreción. La discreción es el encanto de la
arbitrariedad, la hipocresía prefiere la prudencia. Lo que no se le perdona a Gnulo no es
que sea venal, sino que muestre esa pasión que debe mantenerse oculta y escurridiza.

Me las vas a pagar es el estereotipo de la amenaza que delata que el dinero es la medida
de toda satisfacción. Pero, al lado de la fría serie del mundo capitalista (desigualdad,
explotación del otro, injusticia), la mezquindad de Gnulo, su defectuoso espíritu
personal, es un reflejo inocente y pueril.

4
El tono de esta escena bufa recuerda comportamientos de funcionarios públicos o comisarios de policía.

4
Tras la retirada del Rey se reabren los debates en silencio en el Gran Consejo. Una de
las preguntas que nadie se atrevía a formular era: “¿Cómo impedir que el Rey, furioso
por no haber logrado la cantidad que deseaba provocara un escándalo en pleno
banquete? (...) Sin embargo, cuando, a eso de las cuatro de la mañana, el Consejo, con
voto unánime, ofreció su dimisión, el viejo timonel de la nave del Estado no la aceptó y
pronunció las siguientes memorables palabras:
-Señores, es necesario constreñir al Rey en el Rey, encarcelar al Rey en el
Rey…Debemos enclaustrar al Rey en el Rey”.

La madurez del Gran Canciller decide que lo mejor para la Corona es elevar al Rey
hasta el lugar del Rey. Gombrowicz muestra cómo una montaña de reverencias sirve
para ocultar un vacío. Si el rey se aparta de las normas y convenciones de la Corona, las
normas y las convenciones están dispuestas a apartarse de sí mismas para constreñir al
rey en el rey. 5

La estrategia del Gran Canciller es hacer de esa codicia un signo sagrado, transformar la
caricatura de lo innoble en nobleza. Sabe que la magnificencia es una vestidura
imaginaria.

El Gran Canciller es más que un asesor de imagen o un diseñador de la política como


espectáculo, es la racionalidad del Estado que asume lo humano como defectuosidad
que primero hay que corregir y después conducir.

Germán García (1992), a propósito de El Banquete, escribe: “El silencio sostiene la


consistencia de la autoridad, la palabra se convierte en blasfemia. ¿Qué hacer?
Responder con la eufemia. Si la verdad muestra lo nulo del rey Gnulo –la nulidad del
propio nombre- y se convierte en blasfemia, un lenguaje eufémico podría salvar la
situación.(…) Este relato condensa el tema de la repetición, los ancestros, la
imposibilidad de la unión, la eufemia que intenta borrar la blasfemia del hallazgo de la
inconsistencia de la autoridad.”.6

El eufemismo no sólo es atenuación de la violencia o crudeza de las palabras, es


también gesto de negación y de miedo. No llamar a las cosas por su nombre o hacer un
silencio religioso para acallar la denuncia, es un reflejo defensivo de los disciplinados y
temerosos. El eufemismo, cuando no es hipocresía, parece ingenuidad: actúa como si
silenciando el horror, se moderaran sus efectos brutales.

Veremos enseguida la repetición hasta el infinito de lo vergonzoso como arrogancia de


los que deciden conservar un Ideal a cualquier precio.

“Era indudable que la reputación de la Corona sólo podía salvarse de la catástrofe


aterrorizando al Rey, llevando hasta sus últimas consecuencias la presión del
esplendor, de la magnificencia, del ceremonial y de la Historia”.

5
En la memoria de las políticas de Estado argentinas, los grupos de poder económico conspirarían a
través de un golpe militar para destituir a Gnulo y remplazarlo por la figura del Gran Canciller, pero en la
sociedad del relato (más europea) impera la idea de constricción del rey en el rey, de atrapar a Gnulo en
un ideal.
6
García, Germán Leopoldo (1992). Gombrowicz. El estilo y la heráldica. Atuel. Buenos Aires, 1992.

5
Gombrowicz presenta una prisión hecha de reverencias, percibe que la inclinación de
las rodillas es más importante que la persona venerada: la investidura es la reverencia
misma.

Una proposición de Pascal dice: “Ponte de rodillas y creeréis”, pero en este caso, la
devoción no provoca la fe de los escépticos, sino que obliga al reverenciado a
disciplinarse detrás de las rejas de esa mentira.

Pretenden hacer de Gnulo un león domesticado por el enaltecimiento, quieren atraparlo


con cortesías, no tanto por su poder adulador, sino por la telaraña pegajosa que significa
tener seguidores. Si la irreverencia es el cuchillo filoso de la crítica de las costumbres, la
reverencia social es el paño del consentimiento.

“En este espíritu emanaron las directivas del Gran Canciller y por esa misma razón el
banquete que tuvo lugar al día siguiente, en la sala de los espejos, revistió todo el
esplendor imaginable y rozó, como los golpes de una campana, las esferas sumibles,
casi celestiales, de la magnificencia”.

En la sociedad del relato, todo depende de un gesto magnánimo del Rey, si ese gesto no
se consigue, la fachada del poder se resquebraja. El absurdo de El Banquete recuerda
cómo funciona el mundo del Ideal. No importa quien es Gnulo, sino que no se rehúse a
portar la máscara. La dignidad del poder es sólo un disfraz. Gombrowicz percibe que la
sociedad de masas es adicta a las investiduras. Pero, ¿cómo vestir a ese Rey venal con
los ropajes de la virtud?

“La archiduquesa Renata Adelaida Cristina fue introducida en la sala por el Gran
Maestro de Ceremonias y Mariscal de la Corte, y tuvo que cerrar los ojos, deslumbrada
por la augusta y secular luminosidad de aquel archibanquete”.

Los espejos repetían hasta el infinito el esplendor de la nobleza y el orgullo de las


herencias, el apogeo de los trajes del clero, los vestidos escotados de hermosas damas,
el brillo de las espadas, las medallas de los generales y la algarabía de los embajadores
que mostraban condecoraciones.

“El murmullo de las conversaciones se dispersaba en la multiplicidad de perfumes. (...)


Cuando el rey Gnulo apareció en el salón y entrecerró los párpados cegado por el
brillo que emanaba aquella atmósfera fue saludado por una gran exclamación de
bienvenida... al mismo tiempo que la inclinación de los presentes le impidió la fuga, y el
coro de cortesanos a sus espaldas le obligó a dirigir sus pasos hacia la archiduquesa,
la cual, arrugando nerviosamente los encajes de su vestido, no podía dar crédito a sus
propios ojos. ¿Así que aquél era el Rey, su futuro marido? ¿Aquel hombrecillo vulgar
con cara de comerciante y mirada astuta de vendedor ambulante de fruta? Aquel
pequeño comerciante, ¿cómo era posible? ¿Podía ser un gran rey aquél que se le
acercaba entre dos vallas de genuflexiones? Cuando el Rey le tomó una mano, se
estremeció de disgusto, pero en ese mismo instante el estruendo de los cañones y el
repique de las campanas extrajeron de su pecho un suspiro de admiración. El Gran
Canciller emitió un suspiro de alivio, multiplicado y repetido por los suspiros de todos
los demás miembros del Consejo”.

6
La admiración no celebra al otro, celebra a la admiración. El deslumbramiento es un
exceso reducido: abundancia luminosa que enceguece y estrechez convencida de que no
hay otra cosa. El deslumbramiento repudia los infinitos signos de su desconfirmación.

“Apoyando su mano augusta, metafísica y sagrada en la empuñadura de la espada real,


el Rey tendió la mano, poderosa y santificante, a la archiduquesa Renata Adelaida
Cristina y la condujo a la mesa del banquete”.

¿Cómo se comportan los comensales de la Corona en el banquete? Simulan que todo lo


que el Rey hace es maravilloso, para que la Archiduquesa crea que lo es. La presionan
con la sugestión, falsifican su percepción. Saben que la fascinación de las mayorías
tuerce la voluntad de los solitarios. Se comportan como si el Rey estuviera
hermosamente vestido para que la Archiduquesa no lo vea desnudo.

Sin embargo, el relato de Gombrowicz no repite la moraleja del cuento que Andersen da
a conocer a mediados del siglo XIX. El banquete no relata la denuncia del engaño, sino
cómo es la vida en un mundo que sabe que la verdad es un espectáculo de ideales
muertos. 7

“El inicio del banquete fue anunciado con toques de trompeta, y su orden inapelable
obligó a Gnulo a posar su vulgar trasero al borde del sillón real, y tan pronto como se
hubo sentado se sentó toda la asamblea. Se sentaron, se sentaron, se sentaron los
ministros, los generales, el clero y la corte. El Rey acercó la real mano al tenedor, lo
tomó, y se llevó a la boca el primer bocado de carne y, al mismo tiempo, el Gobierno, la
Corte, los generales, los sacerdotes se llevaron a la boca el primer bocado, mientras
los espejos repetían hasta el infinito ese gesto. Atemorizado, Gnulo dejó de comer...
pero entonces toda la Asamblea dejó de comer, y el acto de no comer se volvió aún más
poderoso que el de comer... Para interrumpir cuanto antes esa situación, Gnulo se
acercó a los labios una copa de vino... e inmediatamente todos levantaron las copas en

7
En el relato El traje nuevo del Emperador del escritor danés Hans Christian Andersen se cuenta la
historia de un vanidoso Soberano obsesionado por lucir vestidos hermosos. Cierta vez, dos mentirosos
llegan a su imperio haciéndose pasar por tejedores de telas maravillosas que “poseían la milagrosa virtud
de ser invisibles a toda persona que no fuera honrada para su cargo o que fuera estúpida”. Sin dudarlo,
el Emperador encargó que le confeccionaran un traje. Los estafadores montaron un telar y durante
semanas simularon trabajar en sus máquinas vacías. Al tiempo, el Emperador envío al ministro de más
confianza para saber cómo era esa tela majestuosa. El anciano fiel no pudo ver nada en los telares vacíos,
pero temiendo ser tonto e inepto para el cargo, optó por fingir que había visto una tela increíble y eso le
trasmitió al Emperador. Mientras tanto los habitantes de la ciudad, informados de que la maravillosa tela
tenía la propiedad de ser invisible para deshonestos y estúpidos, esperaban ansiosos el gran test de
honradez e inteligencia social. Al tiempo, el Soberano quiso ver la tela con sus propios ojos. Seguido de
sus colaboradores llegó hasta el taller. Los mentirosos, mostrando el telar vacío, fingieron presentarle una
tela esplendorosa con vivos colores y maravillosos dibujos. Al no poder ver nada, el Emperador temió
descubrir que él mismo era indigno de su nobleza. Con grititos de admiración y con gestos de sabiduría
exclamó que nunca antes había visto nada igual y admitió que la tela era perfecta. Todos los seguidores
confirmaron su opinión. El Emperador decidió estrenar su nuevo vestido ante el pueblo. Los
embaucadores simularon vestir al Soberano con un traje inexistente: lo persuadieron de que las telas eran
tan livianas y que era normal que le pareciera que no llevara nada puesto. El Monarca fingió mirarse
satisfecho en el espejo y la opinión de que se trataba de un traje precioso fue unánime. El Emperador
pagó una fortuna por el traje y, así, salió seguido de la corte, sus ministros y embajadores. A su paso, todo
el pueblo simulaba ver lo que no existía y expresaba admiración. Nadie quería ser tomado por deshonesto
y estúpido. Cuando, de pronto, un niño gritó: “¡Pero si no lleva nada! ¡El Emperador está desnudo!”. Y
así llegó la verdad que, de a poco, todos comenzaron a reconocer.

7
un brindis estruendoso y mil veces repetido, en un brindis que explotó y permaneció
suspendido en el aire... al que Gnulo respondió dejando su copa en el mantel. También
los otros bajaron las copas. El Rey entonces volvió a tomar la copa. Y hubo otro brindis
estruendoso. Gnulo dejó en la mesa la copa, pero, al ver que todos dejaban las copas,
volvió a levantar la suya... y, una vez más, la Asamblea, elevando la copa, elevó hasta
las nubes la dignidad del Rey entre el estruendo de las trompetas, el esplendor de los
candelabros, los reflejos de los antiguos espejos. El Rey, aterrorizado, bebió otro
sorbo”.

La repetición lo consagra como modelo, transforma sus groserías en prodigios de las


costumbres. Los seguidores están dispuestos a todo para conservar el decorado de ese
mundo falso.

Los personajes del cuento de Gombrowicz trastornan la proposición del fetichismo que
tan bien describe Octave Mannoni8. No se conducen como si dijeran: “Ya sé que el Rey
es corrupto, pero aun así lo reverencio porque lleva las insignias del Rey”, actúan
como si razonaran “Ya sé que el Rey no es el Rey, por eso, conociendo su
miserabilidad, decido enaltecerlo, no por negar lo que sé, sino para obligarlo a parecer
lo que necesito que sea”.

Los personajes de El Banquete no practican, ahora, la idealización, ni el repudio


fetichista que delira por conservar la ilusión de un poder completo a cualquier precio.
No creen en el Rey, no trasforman lo miserable en sublime, reverencian lo miserable.

En eso, se vuelve a escuchar el sonido traidor de unas monedas de cobre en el bolsillo


del embajador de la potencia enemiga. “Era evidente que alguien quería comprometer
al Rey y desprestigiar el banquete, que alguien trataba así de instigar la patológica
avidez del monarca. El tintineo traidor volvió a oírse, y con tal claridad que también lo
oyó Gnulo... la serpiente de la rapacidad apareció en su rostro vulgar de mercachifle.
(...) ¡Oh, monstruosa paradoja, no era tanto la corrupción la que corroía al Rey, como
las propinas! Sí, las propinas ejercían sobre él la misma fascinación irresistible que un
hermoso hueso sobre un perro. Toda la sala se paralizó a la espera. Una vez oído aquel
sonido tan dulce como tan conocido, el rey Gnulo dejó la copa y, olvidando de golpe
todo lo que le rodeaba, en su ilimitada imbecilidad, se relamió suavemente...
¡Suavemente! Eso fue lo que a él le pareció. El que el Rey se relamiera sentó como una
bomba a los comensales rojos de vergüenza”.

Gnulo no se toma el trabajo de creer en sí mismo, reacciona como la garrapata de


Deleuze apenas escucha el sonido de unas monedas: vive poseído por una afectación
casi única. 9

8
Mannoni, Octave (1969). Ya lo sé, pero aun así.... En La otra escena. Claves de lo imaginario.
Amorrortu Editores. Buenos Aires, 1979.
9
Escribe Deleuze en Spinoza: filosofía práctica: “Muy posteriores a Spinoza, biólogos y naturalistas
intentaron describir mundos animales, definidos por afectos y poderes de afectar o ser afectados. Por
ejemplo, J. Von Uexküll lo hará para la garrapata, animal que chupa la sangre de los mamíferos.
Definirá este animal mediante tres afectos: el primero luminoso (trepar a lo alto de una rama); el
segundo, olfativo (dejarse caer sobre el mamífero que pasa bajo la rama); el tercero calorífico (buscar la
zona pelada y más cálida). Tan sólo un mundo de tres afectos, rodeado por todos los acontecimientos del
bosque inmenso”.

8
Ante la no disimulada repulsión de la archiduquesa, los miembros de la corte, los
generales y los sacerdotes, dirigieron sus miradas hacia la figura del Gran Canciller
como si estuvieran en un barco a punto de hundirse y en sus manos quedara el timón del
Estado.

“Entonces vieron salir heroica, lentamente, de los pálidos labios de aquel hombre
notable una vieja y estrecha lengua. El Canciller se había lamido los labios. ¡Se había
relamido el Canciller del Reino!”.

La imitación del Canciller es el último modo de purificar lo repulsivo. Como escribe


Germán García (1992): “La vulgaridad, la inconsistencia, la repugnancia, pueden
convertirse en valor mediante la repetición”.

Tratan de ocultar que Gnulo es vulgar. No soportan que sus pequeñas ambiciones se
parezcan tanto a las que tiene la gente común del pueblo que no sabe guardar las buenas
formas. Gnulo es un apasionado de las menudencias y migajas. Los miembros de la
corte, los ministros, los embajadores y los representantes del clero, lo miran con el
mismo desprecio que sentirían ante una criatura que encontraran revolviendo basura.
Gnulo no posee el refinamiento de una aristócrata que ordena ejecuciones con gestos
suaves y precisos, ni la capacidad de encubrimiento del presidente de un imperio que
justifica una matanza con argumentos humanitarios. 10

“Por un instante el Consejo luchó contra el desmayo, pero al final aparecieron las
lenguas de los ministros, y después de ellas las de los obispos, las lenguas de las
condesas, las de las marquesas... y todos se relamieron de un extremo al otro de la
mesa, en medio del misterioso esplendor de los cristales. Los espejos repitieron ese acto
hasta el infinito, bañándolo de reflejos glaciales”.

Tratan de restaurar, con un golpe de mayoría, la sensación de nobleza. La


homogeneidad es un gran manto ocultador. En la monotonía de lo mismo se guardan
secretos miserables. La mayoría es la figura moral: algo es bueno si repite los gestos del
poder.11

El banquete no relata la desesperación de los que sin líder se pierden en la deriva del
mundo, sino el cinismo de los que, tras la caída de las vestiduras simbólicas, redoblan
hipocresías y engaños.

“El Rey, enfurecido al ver que nada le estaba permitido, ya que todo lo que hacía era
de inmediato imitado, empujó violentamente la mesa y se levantó. Pero también se
levantó el Gran Canciller y, tras el Gran Canciller, se levantaron todos los demás”.

10
El poder, esa es la costumbre, debe practicar buenas maneras, como en la conferencia de prensa de
diciembre de 1979, en la que Videla, ante periodistas nacionales e internacionales, se permitió este prolijo
y calmo razonamiento, que expreso casi inexpresivo y, por momentos, con una dulzura moderada:
“Frente al desaparecido, en tanto esté como tal, es una incógnita el desaparecido, si el hombre
apareciera, tendría un tratamiento x, y si la desaparición se convirtiera en certeza de su fallecimiento,
tendría un tratamiento z, pero mientras sea desaparecido no puede tener ningún tratamiento especial, es
una incógnita, es un desaparecido, no tiene entidad, no está ni muerto ni vivo, está desaparecido”.
11
El salón de los espejos en el que cada acto se repite hasta el infinito anticipa la lógica moralizante del
sentido común de las empresas de radio y televisión de nuestros días.

9
El Banquete es la historia de una sociedad de ricos e influyentes que defienden sus
intereses, partidarios que para sobrevivir son capaces de cualquier cosa. Gombrowicz
percibe que la supervivencia del poder es el reflejo amoral de la civilización.

“El Gran Canciller, en efecto, no tenía ya ninguna duda tras tomar la decisión cuya
increíble audacia pulverizó todas las conveniencias sociales. Al comprender que no
podría ocultar a Renata Adelaida Cristina la verdadera naturaleza del Rey, el Gran
Canciller decidió lanzar abiertamente a todos los invitados al banquete en una lucha
por la salvación de la Corona. No quedaba otro remedio... los invitados debían repetir
inexorablemente no sólo aquellos actos del Rey que se prestaran a la emulación, sino
precisamente todos los que no admitían imitación. Sólo de esa manera podían convertir
sus gestos en archigestos, y esa violencia sobre la persona del Rey se convirtió en algo
necesario e indispensable”.

El abuso de las palabras que nombran el ideal merece un comentario: Gombrowicz


repite el prefijo archi (archiduquesa, archibanquete, archigestos, archideambular,
archiestrangulamiento, archiinmovilidad, archireino, archigenio, archipoder, archigolpe,
archicarrera, archicargando, archiescuadrón, archirey, archicargó). Archi, antes de un
sustantivo indica autoridad, preeminencia o superioridad y antes de un adjetivo o una
acción significa muy; igual que si dijéremos re (repetición o intensificación) o maxi
(muy grande o muy largo) o mega (grande o ampliado) o super (encima o exceso). En
El Banquete, el prefijo archi celebra las nupcias entre la cantidad y la superioridad, a la
vez que se ríe de esa boda que cree en el supremo poder de lo archisolemne.

“Cuando el enfurecido Gnulo golpeó la mesa con el puño, rompiendo dos platos, el
Canciller, sin la más mínima duda, rompió dos platos y todos los demás rompieron dos
platos como si se tratara de honrar a Dios. ¡Y sonaron las trompetas! ¡Los invitados
estaban a punto de ganar al Rey! El Rey, encadenado, volvió a dejarse caer en la silla y
permaneció en ella en silencio, mientras los invitados permanecían a la expectativa de
cualquier gesto suyo. Algo increíble, algo fantástico nacía y moría entre las
exhalaciones de esa intensa convivencia”.

Gnulo es la pantomima del poder como grosería sin envoltura metafísica: no dice querer
salvar a la Corona, tampoco se manifiesta a favor del bienestar del pueblo ni se ofrece
en sacrificio por la humanidad. Gnulo es berrinche de sí, reacción sin resguardo. Lo
cubren para cubrirse porque lo imaginario nos protege de la venganza de la nada.

“El Rey se puso de pie. Todos los invitados se pusieron de pie. El Rey dio unos pasos,
los comensales también. El Rey comenzó a deambular, los comensales comenzaron a
deambular. Y, en aquel deambular, en ese caminar monótono e interminable, se
alcanzaron alturas tan grandiosas del archideambular que Gnulo, repentinamente
mareado, lanzó un alarido y, con los ojos inyectados de sangre, se derrumbó sobre la
archiduquesa y, sin saber qué hacer, comenzó a estrangularla lentamente ante la Corte
entera. Sin dudarlo un instante, el timonel del Estado se dejó caer sobre la primera
dama que encontró a mano y comenzó a estrangularla. Los otros invitados siguieron su
ejemplo. Y el archiestrangulamiento repetido por multitud de espejos se liberaba de
todos los infinitos y crecía, crecía, crecía... hasta que la estrangulación cesó... ¡Y de
esa manera el banquete rompió los últimos lazos que lo unían con el mundo normal y se
liberaba de cualquier control humano!”.

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Así, la archiduquesa muerta junto a otras muchas damas estranguladas, multiplicaba una
horrorosa inmovilidad en los espejos. Pero esa reacción en masa no es encono con el
otro o manotazo de un desesperado que, en la confusión, ahoga al que todavía flota en
su proximidad; esa reacción es crueldad sin malicia, crueldad vaciada de agresión, pura
necesidad administrativa del sistema. El salvajismo de los estrangulamientos no es el
desborde de un colectivo en estado de irracionalidad como supondría Le Bon, ni la
celebración de una unidad perdida a través del amor, sino un acto que forma parte de
una estrategia de Estado seguida hasta la perfección.

El casamiento esperado no se realiza. No se alcanza a través de esa alianza conveniente


la seguridad de la Corona. La boda del poder queda arruinada por la imprudencia de
Gnulo, si el casamiento podía servir para aplacar la barbarie, su anulación adviene como
una guerra interminable.

La sociedad del relato se encuentra en un punto desde el que no es posible volver: ya no


se está en lo humano. El poder sólo quiere salvarse a sí mismo.

“Crecía. Crecía sin tregua y se multiplicaba en los océanos de la quietud, entre las
inmensidades del silencio, y reinaba, la archiinmovilidad en persona, la quintaesencia
de lo inmóvil que, al descender a la Tierra, se imponía y reinaba... Fue entonces
cuando el Rey se dio a la fuga”.

El banquete es el relato de la demolición del Líder o del Ideal desmantelado. La historia


de una autoridad que no soporta ninguna ilusión. La percepción de que tarde o temprano
la autoridad traiciona al Ideal. Y que, al final, los devotos exageran hasta la locura en
santificar lo que sea (la exageración es un modo de la denegación) con tal de que el
castillo no se derrumbe.

“Gesticulando, presa de un pánico indecible, con las dos manos en el culo, el Rey
comenzó a huir, corrió hacia la puerta, con la obsesión de dejar tras de sí, muy atrás,
todo aquel archirreino. Los invitados advirtieron que el Rey, su Rey, escapaba... ¡Un
instante más, y el Rey habría huido! Observaban todo lo que estaba ocurriendo con
estupefacción, pues ellos no tenían derecho a detener a un rey... al Rey. ¿Quién podía
atreverse a hacer uso de la fuerza para detener al Rey?
— ¡Sigámosle!— gritó el anciano—. ¡Sigámosle! ¡Tras él!”

Asistimos al delirio de la unanimidad. Lo que podría ser deserción, abandono de una


causa, se transforma en causa del seguimiento. No persiguen al Rey ni procuran
alcanzar un ideal, el sentido común transforma lo masivo en virtud.

“El Rey huía por la carretera, le seguía muy cerca el Gran Canciller, y todos los
invitados corrían a sus talones. Y entonces el archigenio de aquel estadista se reveló
una vez más en todo su archipoder... en efecto, LA IGNOMINIOSA HUIDA DEL REY
SE TRANSFORMO EN UNA CARGA DE INFANTERÍA, y ya no se sabía si EL REY
HUÍA, O si EL REY DIRIGÍA EL ASALTO”.

Gnulo no puede escabullirse ni abandonar el barco: está encerrado en la adhesión. Los


invitados lo siguen pero no están atraídos por las propiedades que tiente en tanto rey,
sino adheridos a la necesidad que tienen de una forma que los guíe.

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“¡Oh, las aladas colas de los embajadores, las túnicas violeta o escarlata de los
prelados, las chaquetas negras de los ministros, las ropas de etiqueta de los grandes
señores, oh, qué galope, qué archigalope de tantos dignatarios! Los ojos de la plebe
jamás habían visto nada semejante. ¡Los magnates, los latifundistas, los descendientes
de las estirpes más gloriosas galopaban junto a los oficiales del Estado Mayor, cuyo
galope se unía al de los ministros todopoderosos, al de los mariscales y chambelanes, y
al galope desenfrenado de algunas grandes damas de la Corte! ¡Oh, qué carrera, qué
archicarrera de mariscales, de chambelanes, la carrera de los ministros, el galope de
los embajadores en medio de la noche tenebrosa, bajo las luces de las lámparas, bajo
la bóveda del cielo! Los cañones del castillo dispararon. ¡Y el Rey se lanzó a la carga!
Y archicargando a la cabeza de su archiescuadrón, el archirrey archicargó en las
tinieblas de la noche.”.

Gombrowicz relata la carga de los desilusionados y descreídos, la carga de los que se


saben miserables, de los que corren detrás de un símbolo vacío. Saben que ese signo de
autoridad ya no significa nada y, por esa razón, deciden ir detrás de él, no para atraparlo
sino para dejarse conducir por ese cuerpo enloquecido de miedo.

No esperan la salvación de un dios, se entregan a la dirección de un monigote


condenado al poder que le da una masa de seguidores. Asistimos a la construcción
social de un jefe sin atributos.12 La divinidad no es más cualidad de lo divino, sino de la
veneración de la mayoría. Para que algo sea considerado sublime no importa ahora
tanto su relación con la belleza como que sea masivo: la cantidad es sagrada.

Asistimos a la alianza entre el signo vacío del poder y lo masivo. Lo masivo es la fuerza
que da la adhesión de muchos detrás de algo, altas dosis concentradas de gente
seguidora de cualquier cosa que ratifique sus privilegios. Ya no se trata de tener o
reencontrar un Ideal sino de gozar de una exención o ventaja social. Cualquier cosa con
tal de mantener una excepción social que exima de la incertidumbre y la
vulnerabilidad.13

Así, en el final del relato, los que viven al margen de esa escena asisten a esa estampida
como si vieran pasar criaturas de un zoológico raro.

Ese conglomerado viviente que todavía suele llamarse pueblo (difusa reserva humana
que vive expectante de las decisiones del poder), ahora asiste a la carga de los nobles,
ricos e influyentes, con indiferencia; tal vez porque ya se rompió el hilo histórico de
verdad y consecuencia de las lógicas sociales. 14

12
La novela de Robert Musil El hombre sin atributos fue escrita entre 1930 y 1942.
13
Leyendo el Diario Argentino de Gombrowicz se puede pensar que Gnulo es una parodia literaria de
Hitler y que el Gran Canciller representa la moral del capitalismo ario alemán que se mete en el cuerpo de
un hombre pequeño, vulgar y mezquino, transformándolo en un Gigante.
14
El mundo del relato se divide dentro del banquete y fuera del banquete: el salón de los espejos que
repiten las mismas imágenes hasta el infinito y la intemperie de los que se reflejan en los rostros
desdentados de semejantes que se abrigan con alcohol y aspiran gas de los encendedores; sin embargo,
esa división no es la que describe Freud entre los que representan el poder ideal y el rebaño de almas que
identifican su propio ideal con la figura de la gran oveja (que, como ya todos saben, es un lobo). El
mundo del relato de Gombrowicz es el del ideal vacío y el del fin de ese colectivo pulsional que
insistimos en llamar pueblo o masa.

12
Si El Banquete de Platón es la narrativa de la sociedad como composición de
vinculaciones de amor, poder y saber; si Psicología de las Masas y análisis del yo de
Freud, es la narrativa de la sociedad como solidaridad de narcisos solitarios que
localizan una misma figura como relevo del Ideal; El Banquete de Gombrowicz es el
relato de una sociedad en la intemperie: la reverencia desnuda en tiempos del
narcisismo vacío. No es la civilización en su inmadurez histórica, sino la pura
solemnidad de un mundo en descomposición.

Narcisismo vacío que sabe que no hay dios en el dios, que no hay rey en el rey, que no
hay ideal en el ideal, que no hay plenitud en las turbulencias felices y dolorosas del
amor.

Si antes una masa se constituía alrededor de un dios o un ideal, la masa de Gombrowicz


se organiza alrededor de una nada sólo envuelta de un movimiento masivo.

Si en el mundo de El Banquete la única verdad es la acción de la mayoría, en el mundo


de los lectores de Gombrowicz (es decir, nosotros), quizás la salida no sea tanto el
reducto de lo individual, sino la posibilidad de infinitos territorios frecuentados por
inconstantes minorías dispersivas y solitarias.

Epílogos

1. ¿Qué relación hay entre lo narrado en El Banquete y los acontecimientos argentinos


del octubre del 45? Gombrowicz no piensa en el peronismo, sino en el futuro de los
capitalismos de las posguerras.

2. En El banquete se podría leer, en entre líneas, un anticipo de la grosería del próximo


bicentenario: tal vez los excluidos miren el desfile patrio como si vieran pasar una
multitud de ratas coloridas escapadas de un incendio.

13

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