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El uso de imágenes como documento para la investigación en la Historia

Cultural. Los Casos de C. Ginzburg y P. Burke.

Trabajo final (Reecritura)

El objetivo de este trabajo es indagar acerca del problema del uso de los

documentos visuales por parte de la historia cultural en dos autores, Carlo

Ginzburg y Peter Burke, que han hecho de este tema una reflexión

historiográfica tanto teórica como metodológicamente. En primer lugar,

presentaremos las perspectivas de cada uno de ellos para, luego, realizar una

evaluación de ambos, las posibles conexiones y divergencias en sus

respectivos abordaje.

La utilización de materiales visuales para el estudio del pasado no es una

novedad de los últimos años sino que cuenta con una larga tradición de

representantes como Gibbon, Burckhardt o Huizinga. En la actualidad, existe

un consenso sobre las posibilidades que ofrecen documentos visuales y esto

se debe en gran parte a los trabajos iniciales de los historiadores del arte,

formados en Alemania y que siguiendo la iniciativa de Warburg, decidieron

abordar el análisis de las imágenes en tanto sus contenidos, significados y

recepción, por sobre los aspectos formales. Los trabajos de Fritz Saxl, Erwin

Panofsky, Ernst Gombrich o Michael Baxandal, desde el Warburg Institute,

hubieron iniciado una nueva etapa no solo en cuanto a la reflexión teórica y

metodológica sino al trabajo interdisciplinario entre la historia del arte y la

historia cultural.
El caso de Carlo Ginzburg ha sido uno de los más notables en este sentido. El

autor ha producido varios trabajos a lo largo de su carrera relacionado con las

imágenes: “Indagaciones sobre Piero” (Piero della Francesca), “De A. Warburg

a E.H. Gombrich: apuntes sobre un problema de método” (1966), “Tiziano,

Ovidio y los códigos de la figuración erótica en el siglo XVI” (1978) y los

ensayos teórico-metodológicos “Signos: raíces de un paradigma indiciario”

(1979). Nos enfocaremos en los dos primeros textos. En cuanto al historiador

Peter Burke, el libro “Lo visto y no visto” (2001) ofrece un panorama amplio y

una reflexión sistemática y abarcativa sobre el uso de imágenes en la

investigación historiográfica revisando no solo los diferentes métodos de

abordaje sino también los tópicos más comunes a la hora de trabajar con las

imágenes.

Durante el recorrido de nuestro curso (PHC), hemos reparado en diversos

debates sobre objetivos, métodos, objetos, los tipos de archivos y de los

trabajos de campo, la relación del campo historiográfico con otras disciplinas

como la antropología, la literatura y la crítica. Nuestra orientación en artes de

nuestro doctorado nos permite sumar preocupaciones pertinentes que mucho

tienen que ver con estas relaciones previamente mencionadas. En efecto,

desde la historia del arte se puede observar la preocupación permanente por

las características y límites del uso de las imágenes (artísticas, en particular)

por parte del historiador entendidos como documentos/indicios/testimonios

visuales; la relación entre arte y procesos económicos, sociales, políticos y

culturales. Como estudiante del doctorado en historia (orientada en arte) mi

interés se centra en las imágenes artísticas, su circulación y su apropiación, y

las relaciones sociales, políticas y económicas que pueden reconstruirse a


partir de ellas. La utilización de estos autores no es azarosa, forma parte de las

reflexiones sobre el hacer de la historia cultural desde la que investigo y

reflexiono sobre la primera mitad del siglo XX.

En “De A. Warburg a E. H. Gombrich: apuntes sobre un problema de método”,

Ginzburg reflexiona sobre el método y el legado del Warburg en sus

continuadores. Carlo Ginzburg escribió este ensayo durante su estadía en el

Instituto Warburg (Londres) en el año 1966. El escrito es anticipatorio de las

problemáticas planteadas por la historiografía de la cultura sobre la posibilidad

de utilizar fuentes figurativas (pinturas, grabados, dibujos, tapices, etc.) para la

investigación histórica.

Entendemos que a idea de Ginzburg en este ensayo fue intentar despegar a

Warburg de una historia formalista y alejada de la historia cultural, tal como la

entendieron Riegl y Woffling, como historia de las formas que se presentaba

como independiente del contexto sociocultural. Según Wind, otro de sus

discípulos, la novedad de Warburg, sin embargo, consistía en una

antropologización de la cultural, que igualaba el interés de las manifestaciones

culturales (altas y bajas) y que permitía un interés emparejado entre las

creaciones intelectuales y artísticas, y las creencias y prácticas cotidianas. En

este ensayo, consecuentemente, nuestro autor se inclina a revisar el otro grupo

de discípulos (Fritz Saxl, Erwin Panofsky y Ernst Gombrich) en donde la

relación entre el arte y la historia general era asumida como necesaria.

(Ginzburg,XXX, XXX)

Dos de los herederos de Warburg se encontraron con un problema específico

de la historia del arte, en el ensayo de Saxl y Panofsky “La mitología clásica en


el arte medieval” (1933), Ginzburg observa la elaboración de un problema

histórico más general surgido de un análisis específico, esto es, el

redescubrimiento de formas de la antigüedad clásica y su relectura por parte de

la cultura renacentista, la ruptura con el arte y la mentalidad medieval. En esta

búsqueda, los autores detectan la conciencia de una primera forma de

distancia cultural entre el presente y el pasado, el fundamento de la conciencia

histórica. Aquellos autores, efectivamente habían planteado la posibilidad de un

puente entre los estudios específicos de la Historia del arte a la Historia

general, pero no una metodología general de cómo definir y controlar esa

articulación o pasaje de manera científicamente justificada. Y esto se había

hecho en base al estudio de las imágenes como testimonios figurativos sobre

las que el historiador ha realizado su investigación. (Ginzburg, XXX)

2 Entre los continuadores de Warburg en el Instituto y Biblioteca fundados por

él debemos destacar a Fritz Saxl, Edgar Wind, Jan Bialostocki, Rudolf

Wittkower, Jean Seznec, Frances Yates, Ernst Gombrich y Erwin Panofsky.

Aparece, entonces, la relación entre los testimonios figurativos y los textuales y

el peligro de un círculo de autoconfirmación. Esta crítica será central sobre

Panofsky y su método iconológico en cuanto a los problemas específicos que

ha planteado: la dualidad entre una mirada psicofilológica o histórica, el lugar

de la ideología y del sujeto.

La escena del saludo panofskiano o en la Resurrección de Mathias Grünewald ,

"un hombre que se eleva en el aire, con manos y pies perforados") retoma los

cuatro términos de Panofsky (forma, motivo, imagen y símbolo) que construyen

el modelo tridimensional de interpretación (descripción preiconográfica de


contenidos primarios o naturales, para llegar al análisis iconográfico de

contenidos secundarios o convencionales, pasando después a la interpretación

iconográfica del contenido o significado intrínseco, al mundo (iconológico) de

los valores simbólicos) para sumar a la ideología pero también a su inversión.

En lugar de que la iconología torne conciencia ideológica o autocrítica; buscará

que la crítica de la ideología tenga conciencia iconológica.

Sin embargo, para Ginzburg el método está insuficientemente controlado

porque depende de cierta facultad diagnóstica “irracional”, irreproducible, que

Panofsky denomina “intuición sintética”. Allí está el viejo problema del

impresionismo crítico y la hipótesis de un significado que descarta los datos

que no encajan. (XXX)

La demanda metodológica de Gombrich se enfoca en los vínculos entre la

imagen artística y la sociedad, la conexión entre los dos fenómenos y el

testimonio que documente esta coincidencia. Lo que implica un nuevo

problema entre los individual y lo social. Es decir, cómo relacionar una

conciencia individual con una conciencia social, científicamente. Ginzburg

recuerda que el historiador

“establece conexiones, relaciones, paralelismos, que no siempre

están directamente documentados, es decir, lo están en la medida

en que se refieren a fenómenos surgidos en un contexto económico,

social, político, cultural, mental, etc. común — contexto que funciona,

por así decirlo, como el término medio de la relación.” (XXX)

El puro parecido formal, iconográfico o “espiritual”, sin otra prueba, sería

engañoso y no podría servir de argumento al historiador. Ginzburg presenta


dos críticas de Gombrich en esta necesidad de mediación entre lo individual y

lo social. Por un lado, va contra la noción de estilo como una “personalidad

colectiva hipostasiada” o la noción de Zeitgeist traída por Panofsky y Saxl como

una buena forma de resolver el problema real. Por el otro, contra la tendencia a

reaccionar inmediatamente al estilo en el que se formularon las obras, en lugar

de verlas en el contexto estilístico en el que se produjeron. Esto forma parte de

la estética romántica en la que la obra de arte es expresión de la personalidad

del artista. Pero, más allá de las objeciones y las dificultades, parece ser que la

iconografía, para Ginzburg, sería el único abordaje capaz de proporcionar un

elemento de mediación objetivamente controlable para el historiador; no

obstante, nos advierte, asimismo, que si la iconología no quiere convertirse en

un instrumento inútil en donde las fuentes literarias no sean las correctas,

entonces debe volver a plantear el problema del estilo de la obra de arte.

(Ginzburg, XXX)

Gombrich presentó una definición de estilo como un sistema de notación, o

más simplemente, un esquema1. En toda lectura de imagen, el observador se

ve obligado a elegir a aquel que, entre varios esquemas, se ajuste a esa

representación, limitada por un contexto de significado. Para Gombrich, cuando

alguien “lee” una imagen, moviliza sus recuerdos y experiencias, “probando”

esta imagen dentro de este marco de referencia. Cuando el artista lee la

realidad, lo hace evocando en su memoria obras ya vistas, ensayando lo que

ve a partir de sus recuerdos y experiencias. (XX) El autor formuló así, para

Ginzburg, un antídoto contra los excesos de una visión expresiva o espejada

del arte, presentando una relación mediada entre el arte y el mundo.

1
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Surgen así varios interrogantes sobre el estilo que ni Gombrich ni Ginzburg

entienden que están resueltas ¿qué constituye el “esquema”? ¿Por qué no sólo

operaron en la historia las permanencias en la historia del arte, sino también los

cambios y la relación de estos cambios con otros? ¿Cómo es posible

interpretarlos sin caer en argumentos circulares? “¿Por qué en determinados

períodos históricos se eligen diferentes esquemas que incluyen

representaciones más o menos correctas de la realidad?”

Para afrontar el problema de la transformación de los estilos, Ginzburg explica

que Gombrich recurre a un nuevo concepto, ajeno a éste, el de función. (XX)

Para comprender el estilo habría que indagar qué papel tiene el arte dentro de

una sociedad determinada. La forma de una representación no se puede

desligar de su función. Un cambio en la función del arte provocaría, por tanto,

un cambio en la forma y, por tanto, en el estilo. A su vez, este cambio de

función presupone la aparición de nuevas demandas y una postura diferente

por parte del espectador. (XXX)

Ginzburg estudió la interdependencia de los problemas de datación en tres

importantes obras del pintor florentino. El autor ya se había enfrentado a la

tarea de 'probar' este nuevo arreglo interpretativo en “Lo alto y lo bajo: el tema

del conocimiento prohibido en los siglos XVI y XVII” y “Tiziano, Ovidio y los

códigos de la figuración erótica en el siglo XVI” 2.

Estudiar la datación de las obras de della Francesca era notoriamente difícil

debido a la escasez de fuentes; Ginzburg pretendían, en esta ocasión,

demostrar la inconsistencia de este tipo de dataciones, basada exclusivamente

en datos estilísticos e iconográficos. Pero lo que verdaderamente intentó fue


2
probar la dificultad de identificar un momento preciso en el cambio de estilo

como habían pretendido los estudios anteriores. (XXX) Como este cambio no

se hace en una fecha, sino en un proceso, era necesario que el dato fuera

controlado por otros datos extra-estilísticos.

En los casos examinados por Ginzburg, la incorporación del análisis de la

clientela, deberían responder a las dificultades encontradas. Desarrolló,

entonces, una hipótesis de investigación basada en el intento de converger

datos biográficos, estilísticos, iconográficos y de los comitentes, sopesando la

contribución de cada uno de estos datos para proporcionar pistas más seguras

para la interpretación histórica de las obras de arte del Ciclo de Arezzo, la

Flagelación y el Bautismo de Cristo. (XXX) Trataba de pensar en un problema

de notable importancia: la datación de una obra supone reflexionar sobre su

lugar en la trayectoria de un artista, la relación con su producción anterior y

posterior, la relación del artista con la tradición (antes y después) y también con

su contexto. Podría proponerse que un tema metodológico central del libro era,

por tanto, reflexionar sobre los límites del estilo como fuente para ofrecer pistas

de interpretación.

Ginzburg optó por la microhistoria y así promover la reconstrucción analítica de

la intrincada red de relaciones microscópicas que cada producto artístico,

incluso el más elemental, presupone [...]

La meta [...] de una historia social de la expresión artística, sólo

puede lograrse mediante la intensificación de estos análisis, no

mediante paralelismos sumarios, más o menos forzados, entre


series de fenómenos artísticos y series de fenómenos económicos y

sociales. (Ginzburg, 1982:44)

Un trabajo que había sido recorrido por su maestro Aby Warburg de manera

novedosa, más allá del “desciframiento de símbolos” y con una atención “al

contexto social y cultural específico” que lo había salvado de los “excesos

interpretativos” en que incurrirían algunos de sus seguidores.

Las indagaciones de Gombrich, que tanto habían fascinado a Ginzburg,

sirvieron para orientar correctamente las preguntas del libro, pero ciertamente

no para delimitar los objetivos del análisis ni sus conclusiones. Al final del

ensayo, expresó su expectativa de que Gombrich pudiera dar una respuesta a

esta pregunta en sus estudios posteriores.

Para terminar, me interesa destacar el trabajo sobre la tradición figurativa de la

erótica que se analiza en “Tiziano, Ovidio y los códigos de la representación

erótica en el siglo XVI” (XXX) y que permite conectar las problemas

anteriormente tratados con el propuesta general de la obra de nuestro autor, o

al menos con una parte importante de ella: las culturas subalternas.

El objetivo de explicar determinadas fórmulas de representación erótica, su

función y sus destinatarios en algunas de las obras de Tiziano. La certeza de

que el artista se había ligado a las tradiciones contemporáneas de la cultura en

lengua vulgar que traducían y editaban los textos originales del griego y latín

ponía en primer plano la circulación diversificada de imágenes tardo

medievales (XXX).

Por un lado, Ginzburg descubre que el caso de Tiziano y la circulación de

imágenes podían relacionarse con aspectos sociales más amplios como las
regulaciones eclesiásticas sobre las imágenes. Además, la imprenta, en este

caso, había posibilitado la circulación de las imágenes eróticas entre las clases

subalternas, antes exclusivamente destinadas a las élites. En efecto, el

conocimiento, a partir de la introducción de nuevas tecnologías como la

imprenta, por parte de los artesanos o del campesinado nos recuerda su más

famoso trabajo: El queso y los gusanos (1976) en donde se presenta a las

clases subalternas como constructoras de un complejo cultural con

características específicas y no como un producto de la recepción pasiva y

verticalista de la cultura de las clases dominantes. 3

Para finalizar, destaquemos un elemento fundamental que recorre todo su

trabajo historiográfico: en Pesquisa sobre Piero, implementa la atribución y

datación de obras a partir del análisis de aquellos detalles del cuerpo (pliegues,

orejas, uñas) aspectos poco trascendentes y, a priori, sin influencia directa por

un estilo. Al compararlos con obras completamente documentadas, permitían

descubrir (huellas, indicios) aspectos antes no atendidos y ligar, nuevamente,

pequeñísimos detalles, vestigios, lo micro con lo macro de los procesos

sociales.

En cuanto a Peter Burke, Lo visto y no visto (2001)4 es un recorrido panorámico

por los intereses de los historiadores de la cultura desde Burkhardt hasta el

final del siglo veinte. El recorrido de once capítulos nos ofrece un barrido por

prácticamente todas las variedades de imágenes y temáticas que pueden

presentarse en nuestra cultura occidental y que hayan sido parte del

tratamiento de la historiografía del arte, de los historiadores de diversas

4
escuelas o de las diferentes disciplinas que pudieron contribuir al análisis

histórico de las imágenes, para culminar en la Historia Cultural moderna.

Retratos, fotografías, imágenes religiosas, imágenes de poder y protesta,

paisajes, visiones de la sociedad y sus integrantes, el Otro y la construcción de

estereotipos, los relatos visuales y el pintor como historiador son los temas que

recorren los capítulos, a los que se suman nuevos enfoques y disciplinas como

el psicoanálisis o la semiótica, el estructuralismo y postestructuralismo.

A diferencia de Ginzburg, Burke se enfoca en el itinerario y en la diversidad, y

despliega una amplísima bibliografía (fundamentalmente europea) que, aunque

practica la sencillez y claridad en la exposición, no incurre en los lugares

comunes del “manual para el buen historiador” con una mirada superficial de la

cultura visual, sino resuelve un planteo que le permite abordar los problemas

teóricos y metodológicos básicos de cada temática visual.

La observación más evidente acerca de la historia cultural que inicia su ensayo

historiográfico es la constante ampliación de intereses, hasta incluir en ellos no

sólo los acontecimientos políticos, las tendencias económicas y las estructuras

sociales, sino además la historia de las mentalidades, la historia de la vida

cotidiana, la historia de la cultura material, la historia del cuerpo, etc. En efecto,

estas investigaciones no habría podido llevarse a cabo, si se hubieran limitado

a las fuentes escritas tradicionales, como por ejemplo, los documentos oficiales

tan útiles a la historia institucional pero también a la microhistoria, como son los

producidos por las administraciones, poderes del Estado y sus archivos.

El problema central es, nuevamente, cómo pueden utilizarse las imágenes

como testimonio histórico. La respuesta de Burke está enfocada en a) el arte


permite ofrecer “testimonios de la realidad social que los textos pasa por alto”;

b) sin embargo, cabe la advertencia de que el arte “distorsiona” la realidad

social (artistas, fotógrafos, clientes, mecenas tiene diferentes intenciones); c)

aún así, lo auspicioso es que “el propio proceso de distorsión constituye un

testimonio de ciertos fenómenos que muchos historiadores están deseosos de

estudiar: de ciertas mentalidades, de ciertas ideologías e identidades” (Burke:

2001,p. 375)

Burke repasa los antecedentes más notables que encuentra dentro de la

historia cultural: Jacob Burckhardt y Johan Huizinga, Aby Warburg, Gilberto

Freyre, Philippe Ariès, Michel Vovelle y Maurice Agulhon (p. XX) deudores del

uso de esas nuevas fuentes icónicas no tradicionales. Sin embargo, esos

antecedentes tan dispares, e insulares, no ocultan que en la tradición inglesa

representada por Past and Present, entre 1952 a 1975 ni uno solo de los

artículos incluidos en ella contuvieran imágenes (p. XX). Atendiendo a esto, la

colección Picturing History, lanzada en 1995, a la que pertenece originalmente

el libro que estamos analizando, sería una prueba de una nueva tendencia.

Al igual que Ginzburg, Burke comienza por su primer objetivo: la

iconografía/iconología para presentar sus avances y observar sus límites. El

autor inglés, lejos de entederlo como un novedad, enseguida encuentra una

filiación y traza una línea entre estos y la tradición filológica y hermenéutica.

Panofsky se ocupó de este método en su ensayo Gothic Architecture and

Scholasticism (1951), en el que investigaba las analogías existentes entre los

sistemas filosóficos y arquitectónicos de los siglos XII y XIII (p. 45).

5
En adelante, solo se indicará la paginación de la edición (2001) ya que estaremos
comentando el mismo libro.
En efecto, a las dimensiones plásticas de Panofsky se corresponden, según

Burke, los tres niveles literarios que distinguía el filólogo clásico Friedrich Ast,

pionero en el arte de la interpretación de los textos («hermenéutica»): el nivel

literal o gramatical, el nivel histórico (relacionado con el significado), y el nivel

cultural, relacionado con la comprensión del «espíritu» (Geist) de la Antigüedad

o de otras épocas (p. 46).

Según Burke, Panofsky y sus colegas tuvieron la habilidad para aplicar o

adaptar al mundo de las imágenes una tradición de la filología alemana. Sin

embargo, el autor inglés se presenta crítico con los historiadores del arte

posteriores que han adoptado el término «iconología» en un sentido distinto y

más restrictivo (p.46). Para Ernst Gombrich, por ejemplo, este término alude a

la reconstrucción de un programa plástico, un recorte significativo del proyecto

relacionado con la sospecha que tenía Gombrich de que la iconología de

Panofsky no era más que una denominación alternativa del intento de leer las

imágenes como expresiones del Zeitgeist6. (Idem)

Es así que surgen las mismas preguntas que ya presentamos en Ginzburg

¿conocían los pintores del Renacimiento la mitología clásica? ¿Cómo estar

seguros de que esas yuxtaposiciones son las adecuadas? (p. ) Ni Botticelli ni

Tiziano habían recibido una instrucción formal muy profunda, y es muy

probable que no hubieran leído a Platón. Para soslayar esta objeción, y a pesar

de que los testimonios escritos son realmente escasos, Warburg y Panofsky

formularon la hipótesis del “consejero humanista”, que preparaba el programa

6
El autor explicita lo erróneo de comprender al arte como una simple expresión del Zeitgeist o
“espíritu de la época” en tanto “las épocas históricas no son lo bastante homogéneas como
para poder ser representada por una sola imagen. Es de suponer que en todas las épocas se
produzcan diferencias y conflictos culturales” (p. 39)
iconográfico de imágenes complejas que luego se encargaban de ejecutar los

artistas. En este mismo sentido, los pintores del Renacimiento italiano con

frecuencia habrían tenido ocasión de hablar con humanistas, con Marsilio

Ficino, por ejemplo, en el caso de Botticelli, o con Pietro Bembo, en el de

Tiziano (XX).

En este sentido, el autor advierte que la presencia de mediadores culturales o

el contacto con humanistas les permitió explicar el acceso a fuentes mitológicas

que luego se representarían en sus obras. Sin embargo, resulta más fácil

identificar los elementos del cuadro que seguir la lógica de su combinación. La

iconología sería más especulativa en este aspecto y se correría el riesgo de

descubrir en las imágenes justamente lo que ya sabían que se ocultaba tras

ellas, esto es el Zeitgeist. (p. 51)

Esta cuestión, precisamente, nos lleva a la última crítica que Burke hace al

método, a saber, que es excesivamente eidético o logocéntrico, en el sentido

de que da por supuesto que las imágenes son una ilustración de la idea, y de

que otorga una preeminencia al contenido sobre la forma, al consejero

humanista sobre el propio pintor o escultor. (XX)

Tales suposiciones resultan problemáticas y riesgosas para la explicación

histórica. En primer lugar, la forma representa, sin duda alguna, una parte del

mensaje y, en segundo lugar, aunque las imágenes a menudo suscitan

emociones, también comunican mensajes, en el sentido estricto del término

(XX).

Burke concluye, a partir o a pesar de estas objeciones, lo imprescindible de la

iconografía pero también la necesidad de “trascenderla”. No solo habría una


deuda de sistematicidad, que lo aleje de una actividad subjetiva e

exclusivamente intuitiva y casi intransferible, sino que implicaría adicionalmente

hacer uso, por ejemplo, del psicoanálisis 7, el estructuralismo o de la teoría de la

percepción. (p. 53)

En los siguientes capítulos, Burke complejiza el panorama del abordaje de las

imágenes al presentar en detalle los aspectos particulares de diferentes tipos,

temáticas y expresiones, desde los retratos al paisajismo, desde la pintura al

cine, pasado por la fotografía. En cada una de ellas, las prevenciones para el

investigador son imprescidibles pero también específicas, según su tipo. Al

igual que Ginzburg, el concepto de “función”, sin ser desarrollado teóricamente,

caracteriza para el autor los desafíos para trabajar históricamente con las

imágenes. Allí la función expresiva o estética se le agrega una función que

cumple con objetivos extraartísticos (ideológicos, políticos, publicitarios) y que

es necesario indagar e identificar a la hora de analizar las imágenes como

testimonio de época. (xx)8

En este sentido, el paisaje es un buen ejemplo. El autor identifica la asociación

de los paisajes con intereses políticos o expresión de una determinada

ideología, como, por ejemplo, el nacionalismo. El príncipe Eugenio de Suecia

fue uno de los artistas que hacia 1900 decidieron pintar lo que él llamaba la

“naturaleza nórdica, con su aire puro, sus contornos abruptos, y su colorido

7
Sobre el psicoanálisis entiende que es imposible justificar esta aproximación “apelando a
criterios académicos normales” resultando una interpretación “irremediablemente especulativa”
al apelar a contenido inconsciente (p. 215). Haremos un comentario breve, en las
consideraciones finales, acerca de la diferencia de consideración del método psicoanalítico por
parte de los autores comparados.

8
fuerte”. (p. 55) Cabría afirmar que en esta época se nacionalizó la naturaleza,

que se convirtió en un símbolo de la madre o de la patria, lo que no deja de

evocar para nosotros el paisajismo pampeano o el nativismo dentro de la

pintura y fotografía argentina9.

Un apartado especial merece para el autor (capítulo III), en el ámbito de la

religiosidad, el culto a las imágenes, ya que eran mucho más que un medio de

difundir los conocimientos religiosos. “Eran también agentes a los que se

atribuía la realización de milagros y además objetos de culto.” (p. 64) Las

imágenes desempeñaron un papel cada vez más importante en la vida religiosa

de las personas desde finales de la Edad Media 10.

El ensayo llama la atención acerca de la circulación y apropiación de imágenes

a través de las “estampas”. Circulaban, desde 1460, una serie de imágenes

que ilustraban algunos episodios bíblicos, mientras que las devociones

particulares contaban con reproducciones de propiedad privada. Esas pinturas

se centraban en lo que se ha llamado el «detalle dramático», fijando su interés

en un episodio concreto del relato sagrado con fines moralizantes. (p.66)

Un ejemplo notable para la historia cultural que señala Burke es el cambio

experimentado por las imágenes del infierno y del demonio, que permitiría

trazar una “historia del miedo”

9
Internacionalmente piénsese por ejemplo la representación reiterada de lo “inglés” en el siglo
XX, la naturaleza se ha asociado con lo inglés, con lo civil, y con la «sociedad orgánica» de la
aldea, amenazada por la modernidad, la industria y la ciudad.
10
El autor discrimina cuatro funciones que desarrollará a lo largo del capítulo: “Las imágenes
han sido utilizadas a menudo como medio de adoctrinamiento, como objeto de culto, como
estímulo para la meditación y como arma en los debates. De ahí que también para los
historiadores sean un medio de reconstruir las experiencias religiosas del pasado […]” (p.60)
Como ya hemos visto, las imágenes del demonio son raras antes del

siglo XII. ¿Por qué se popularizaron en aquella época? ¿Cabe

encontrar la respuesta a esta pregunta en las nuevas convenciones

introducidas en el terreno de lo que podía o debía representarse o,

por el contrario, la aparición de la figura del diablo nos habla de los

cambios experimentados en el ámbito de la religión o incluso de las

emociones colectivas? Durante los siglo XVI y XVII, la popularidad

de las imágenes de aquelarres (cf. Capítulo VII), en las que se

mezclan temas festivos y escenas aparentemente infernales, nos da

la clave para entender las ansiedades que se ocultaban tras la

proliferación de los juicios por brujería típicos de esta época. (p. 66)

Sin embargo, la imagen no solo puede interesar por su contenido, forma,

función o combinación sino por su propia dinámica de expansión, crisis y

rechazo. Así, Burke atiende también al fenómeno de iconoclasia

[…] la Reforma supuso un momento de «crisis de la imagen», el

paso de lo que podríamos llamar una «cultura de la imagen» a una

«cultura textual». El desarrollo de la iconoclasia en la Europa del

siglo XVI respalda esta interpretación. En algunos lugares, sobre

todo en las zonas calvinistas de Europa a finales del siglo XVI,

tenemos testimonios no sólo de estallidos de actividades

iconoclastas, sino también de lo que se ha llamado «iconofobia», en

el sentido de un «rechazo total de las imágenes» (p. 72)


El arte religioso analizado en este capítulo recorre el proceso no lineal, y hasta

circular, de secularización que en las imágenes se expresa en la apropiación y

adaptación de formas religiosas confines profanos, pero también una utilización

religiosa de lo secular “la postura frontal de los emperadores y los cónsules

sentados en un trono fue adaptada para representar a Cristo y a la Virgen «en

majestad», mientras que la aureola imperial se trasladó a los santos”.

Los ejemplos analizados en los comentarios anteriores plantean problemas

tales como el de la fórmula visual o de las intenciones del artista, tanto si se

trata de representar fielmente el mundo visible, como si pretende idealizarlo o

incluso alegorizarlo. (p. 120) Un tercer problema sería el de la imagen que

alude a otra imagen o la “cita”, equivalente, diríamos ahora a una

intervisualidad11.

Otro elemento importante surge cuando se produce un encuentro entre culturas

distintas, lo más probable es que las imágenes que una hace de otra sean

estereotipadas (Capítulo VII). Resulta difícil para Burke analizar esas imágenes

sin utilizar el concepto de mirada.

Tanto si nos referimos a las intenciones de los artistas como a la

forma en que distintos grupos de espectadores miran la obra de

éstos, resulta conveniente pensar en términos, por ejemplo, de

mirada occidental, mirada científica, mirada colonial, mirada turística

o mirada de hombre (p. 158).

Por último, tras examinar sucesivamente los distintos tipos de imagen -

imágenes de lo sagrado, imágenes del poder, imágenes de la sociedad,

11
Neologismo a partir del concepto de Intertextualidad de origen bajtiniano
imágenes de los acontecimientos, etc.-, Burke se pregunta si los especialistas

en la historia de la imagen debían seguir o no el camino de Panofsky. Existen

tres posibilidades evidentes, según aquel autor: el enfoque del psicoanálisis, el

del estructuralismo o la semiótica (capítulo X), y el enfoque (o mejor los

enfoques según la opinión del autor, en plural) de la historia social del arte.

El historiador los entiende como “enfoques” y no “métodos” propiamente

porque representan no tanto una nueva vía de investigación, cuanto un nuevo

tipo de intereses y perspectivas. “La conclusión general a la que llega en estos

nuevos enfoques, al menos por lo que respecta a la utilización de las imágenes

por los historiadores, es que resultan irremediablemente especulativas”. (p.

218)

Desde luego existe un elemento irreductiblemente especulativo en todo intento

de análisis iconológico e iconográficos, pero este aspecto especulativo es

mayor cuando se discuten, por caso, los significados inconscientes de las

imágenes. En segundo lugar, el enfoque que con más razón pretende ser

considerado un “método” en un sentido razonablemente estricto del término, es

el estructuralista (en nuestro país semiótica de la imagen). El movimiento

estructuralista alcanzó bastante popularidad durante los años cincuenta y

sesenta, gracias sobre todo al antropólogo Claude Lévi- Strauss y al crítico

Roland Barthes, ambos interesados por las imágenes. (p. 218)

Para Burke son especialmente importantes dos afirmaciones o tesis de los

estructuralistas. En primer lugar, un texto o una imagen pueden ser

contemplados, por utilizar una de sus expresiones favoritas, como un «sistema

de signos», haciendo hincapié en que un especialista en historia del arte, el


americano Meyer Schapiro, llama los «elementos no miméticos». Por un lado,

el análisis de una imagen significa atender la organización interna de la obra,

sobre todo las oposiciones binarias que existen entre sus partes y las diversas

formas en que sus elementos pueden reflejarse o invertirse mutuamente. En

segundo lugar, ese sistema de signos es considerado un subsistema de un

todo mayor. Ese todo, permite analizar una “serie” de permutaciones y

combinaciones de elementos básicos. El enfoque estructuralista fomenta la

sensibilidad a las oposiciones o inversiones, pero también a las ausencias “lo

que se excluye, tema particularmente caro a Foucault”.(p. 222) De este

método, recuerda el autor, se ha criticado la poca atención prestada a las

imágenes concretas (que reducen a simples esquemas), y también por el

desinterés que han mostrado hacia los cambios 12.(pp. 224-225)

Finalmente, la investigación da con un cuenta pendiente fundamental hasta

hace no muy poco, en tanto se habla del significado de las imágenes: ¿el/los

significado/s para quién/quienes? Erwin Panofsky no prestó atención a la

tradición de la historia social del arte (Capítulo XI), de Frederick Antal y Arnold

Hauser, centrados en las condiciones de producción y de consumo desde el

taller hasta el mercado del arte. Burke sostiene, tanto en contra de los

iconógrafos clásicos como de los postestructuralistas, que el significado de las

imágenes depende de su “contexto social” en su sentido más lato: su ambiente

cultural y político general pero también las circunstancias concretas en las que

12
Los trabajos post-estructuralista han intentado salvar este inconveniente al hacer hincapié en
la indeterminación, la «polisemia», o la inestabilidad o multiplicidad de los significados y los
intentos que realizan los creadores de imágenes de controlar dicha multiplicidad por medio de
etiquetas, por ejemplo, y otros iconotextos (Derrida, Foucault entre otros).
se produjo el encargo de la imagen y su contexto material: en otras palabras,

“el escenario físico en el que se pretendía originariamente que fuera

contemplada” (p. 227).

En esta serie de aproximaciones más o menos novedosas a la imagen, es

posible plantear otras metodologías que, bajo la etiqueta historia social o

cultural, guardan varios métodos contrapuestos o complementarios. Desde

Hauser y su teoría del reflejo o Francis Haskell, centraron su atención en el

mundo del arte, y la relación concreta entre los artistas, patronos y comitentes;

pasando por los estudios de género (Linda Nochlin o Griselda Pollock 13) o los

estudios de recepción, de las respuestas a las imágenes dadas por el público

(David Freedberg), o la teatralidad en tanto relación física entre espectador e

imagen (Michael Fried). (p.228- 229)

Consideraciones finales

Es claro que ambos autores se han interesado por el material icónico, no solo

el artístico en el caso de Burke, como una forma imprescindible para la

reconstrucción del sentido histórico de las imágenes que van, por supuesto,

más allá de la historia del arte y que precisamente tiende vínculos con la

historia sin adjetivos. Asimismo, la convicción de la búsqueda de una

13
El libro carece del abundante desarrollo posterior de esta perspectiva, sin embargo, el autor
coloca en pie de igualdad la larga tradición de marxista con la reciente perspectiva de género:
“ Como otros estudiosos de la historia social de la «imaginería» y de la fantasía, las dos se
preguntan: “¿La imaginería de quién?” o “¿La fantasía de quién?” Para responder a estas
preguntas las dos se han dedicado a desenmascarar ya echar por tierra la mirada masculina
agresiva o «dominante», que ellas asocian con la «cultura falocéntrica». […] hoy día resulta
prácticamente impensable ignorar el tema del sexo [género] a la hora de analizar las imágenes,
del mismo modo que hace unos años era impensable ignorar la cuestión de la clase.” (p. 228)
metodología de análisis científicamente controlada se les aparece aún

insuficiente, aún cuando ambos parten necesariamente de la investigación

inconográfica. Los importantes aportes de diferentes referentes tanto de la

historia cultural como de la historia del arte, no impiden entender que esos

aportes deben sistematizarse y lograr un método científico accesible, más allá

de las especulaciones geniales de historiadores como Warburg y sus

discípulos.

También ha quedado claro que las imágenes dan acceso no ya directamente al

mundo social, sino más bien a las visiones de ese mundo propias de una

época, a la visión masculina de la mujer, a la visión de los campesinos que

tiene la clase media, a la visión de la guerra por parte de la población civil, etc.

Y como entiende Burke y Ginzburg a partir de Warburg, “el historiador no

puede permitirse el lujo de olvidar las tendencias contrapuestas que operan en

el creador de imágenes, por una parte a idealizar y por otra a satirizar el mundo

que representa.” Se enfrenta al problema de distinguir entre representaciones

de lo típico e imágenes de lo excéntrico. En ambos, también, el testimonio de

las imágenes debe ser situado en una serie de contextos (cultural, político,

material, etc.), entre ellos el de las convenciones artísticas que rigen la

representación en un determinado lugar y una determinada época, así como el

de los intereses del artista y su patrono o cliente original, y la función que

pretendía darse a la imagen. Si el testimonio de una serie de imágenes es más

fiable que el de una imagen individual, el historiador se ve obligado, además, a

leer entre líneas, reflexionando sobre los detalles (en las que está dios), por

pequeños que sean —y también de las ausencias—, y utilizándolos como

pistas (paradigma indiciario) para obtener la información que los creadores de


las imágenes no sabían que sabían, o los prejuicios que no eran conscientes

de tener.

La propuesta no deja de ser afín con las miradas etnográficas y de descripción

densa que hemos trabajado en el curso, al igual que la presencia del vinculo

con los documentos textuales, que en el caso de que sean existentes o

confirmar o anticipan aquello que la imagen nos dice de múltiples formas. Para

finalizar, destaco la extensión del trabajo historiográfico de Burke a lo que

llamamos actualmente la cultura visual (Mitchell, Mirzoeff, Freedberg, Belting) y

que es tan importante para comprender la función y usos de las imágenes en la

sociedad contemporánea, imposible de soslayar para los historiadores del siglo

XX y la búsqueda de Ginzburg que viene contribuyendo a la investigación

histórica cultural desde una recurrente reflexión y perfeccionamiento de los

métodos e instrumentos de la historia del arte.


Bibliografía

Burke, P. (1996) La cultura popular en la Edad Moderna, Madrid, Alianza.


_______ (1999) Formas de Historia Cultural. Madrid, Alianza.

_______ (2001) Visto y no visto. El uso de la imagen como documento


histórico, Barcelona. Crítica.

Burucúa, J. E. (2003) Historia, arte y cultura. De Aby Warburg a Carlo


Ginzburg. Buenos Aires, FCE.

Ginzburg, C. (1982) Pesquisa sobre Piero. El Bautismo. El ciclo de Arezzo. La


Flagelación de Urbino. Buenos Aires, Editorial Muchnik

__________ (1994) De Aby Warburg a E. Gombrich. Notas sobre el método.


En Mitos, Emblemas e Indicios: Morfología e historia, Barcelona, Gedisa.
__________ (1994) Mitos, Emblemas e Indicios: Morfología e historia,
Barcelona, Gedisa.

__________ (1994) Ginzburg, Carlo, “Qué he aprendido de los antropólogos”,


Alteridades, 19, 38, 2009, pp.131-139

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