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Afuera

Uno tiene ocho años y el otro nueve. Están tirados hace 15 minutos sobre el terraplén, debajo
de un árbol de moras. El sol se mete entre las ramas y le pega justo en el ojo al más chico. Pero
el pibe no se corre, se tapa el otro y se deja sentir el calor en la cara. Está viendo el naranja
que produce el párpado que no puede detener completamente la luz. Después se aprieta el
otro ojo para que cuando lo abra se vea todo como con estrellitas o chispas. Siempre hacía
eso.

El de nueve se llama Andrés y el otro soy yo. Era mi mejor amigo. Con él me entendía mejor
que con otros, aunque a veces se aprovechara de mí. Yo lo quería para jugar. Los otros pibes
del barrio eran un poco más chicos y medios giles para ciertos juegos.

Ese pibe me ganaba a las piñas, pero ahí. A las patadas le ganaba yo. A los dos nos gustaba
Sofía. Los dos le dimos un beso y nos bajamos los pantalones en ese cumpleaños porque ella
quería ver. Andrés era cordobés pero yo ya me había acostumbrado. Lo más raro para mí era
que tomara té y no matecocido. Creo que fue el único cordobés que estimé en mi vida.

En el barrio había unos 20 pibes y mi cuadra a veces parecía una plaza llena. Había, en
realidad, unas tres cuadras prácticamente tomadas por unos pendejos insoportables que
vivían en la calle gritando, jodiendo. Debe de haber sido por la mitad de los ochentas a un par
de cuadras de donde está la cancha nueva de Quilmes.

Bueno, estábamos ahí, al lado de las vías, solos, sin mi hermana menor después de mucho
tiempo. Unas semanas antes una piedra que iba dirigida a mí le pegó en la cara y Sol estuvo
bastante entre cirujías y viajes al Hospital de Niños de la Plata. Si no, ella hubiera estado
conmigo y lugares como las vías del Roca eran imposibles.

El terraplén ascendía desde una calle de tierra imposible para los autos; solo se le atrevían los
carritos con caballos que vendían verduras o los que juntaban cualquier cosa.

Ese día había tirado al lado del árbol una pila de libros y revistas viejos, algunos discos,
también. Los habíamos encontrado porque ese era nuestro árbol. Nos acostamos a leer
esperando que el tren pasara y nos temblara la espalda y nos aturdiera el ruido, el miedo y nos
cagáramos de risa. Pasábamos las hojas de las revistas y de los libros que nos habíamos puesto
a los costados para no tener que levantarnos y perdernos esos segundos del tren.

Andrés me había mostrado una publicidad de una coupé Ford Taunus que nos enloquecía. Yo
había agarrado una novela de ciencia ficción y pasaba las hojas. Me detenía cuando
encontraba alguna palabra como “interplanetario”, “androide”. Justo estaba leyendo dos
líneas en donde una nave espacial pedía permiso para entrar en la atmósfera de un planeta,
cuando escuchamos al tren en el cruce de Dorrego, a cuatro cuadras. Nos arrastramos de
espaldas, casi al mismo tiempo sin avisarnos, a un metro de las vías para sentirlo más de cerca.
Los dos, al principio, cerramos los ojos pero después de unos segundos, arqueamos las cabezas
hacia atrás para ver las ruedas al revés. El maquinista nos tocó bocina varias veces y eso nos
hizo sentir algún tipo de reconocimiento y agigantó nuestra hazaña. No paramos de gritar un
buen rato como locos, mientras mirábamos cómo se iba ese tren. Creo que se los contamos a
los más chicos del barrio mil veces.
Nos repartimos algunos libros y los llevamos para nuestras casas. Los míos fueron directos
debajo de la cama porque sabía que venía el “porqué traés basura de la calle”. Nunca los leí. La
lectura vino mucho después, a los 15 o 16 y estuvo más relacionada con un refugio y con la
timidez que con ese afuera compartido y eufórico.

Ese momento del tren se me quedó grabado también porque, cuando volvíamos de dejar los
libros y discos en la casa de cada uno, me crucé con Nicolás, el pibe que le había tirado la
piedra a mi hermana. Creo que lo corrí dos cuadras antes de agarrarlo. El turro no había salido
de la casa desde el piedrazo. Lo alcancé en un jardín, al lado del taller del Tano y le pegué un
montón. Creo que lo hice hasta que me aburrí o me cansé. Fue raro para mí porque aunque se
la había jurado, no me estaba sintiendo mejor: me parecía estar como adentro de un ritual y
no me gustaba. Creo que en el final vino Andrés y ahora no sé si me dijo “dejalo” o me
preguntó si quisiera que le pegara él también. El pibe estaba ahí, me parece aceptando que
tenía que cobrar y que eso lo habilitaría a dejar de estar encerrado en la casa. Y así fue, unos
pocos días estaba andando en bicicleta y jugando con todos.

Ese verano también fue cuando un tipo le pagó un arreglo o algo así a mi viejo con una pista
eléctrica. Lamentablemente apenas la pude usar porque necesitaba un transformador y un
adaptador que no se conseguían. Mostrárselos a algunos pibes fue un error, pero me ganó
presumir. Andrés me robó uno de los cuatro autos que venían, un Challenger amarillo -igual,
no era el que más me gustaba y él casi no tenía juguetes-. Siempre supe que había sido él pero
nunca le dije nada. A veces me imaginaba el esfuerzo que implicaba acordase de guardarlo y
no hablar del auto cada vez que iba a la casa. Fue justo antes de que viniera el padre de un
viaje.

El viejo era chofer de larga distancia y se ausentaba una semana entera. Cuando el tipo volvía,
el pibe casi desaparecía del barrio pero al día siguiente del franco, volvía con nosotros. Parecía
más malo que de costumbre pero después se le pasaba. Vivía en un departamento a la vuelta
de mi casa. Me lo acuerdo llorando fuerte, una vez, cuando un pibe de la barra de los grandes
que se juntaban en la otra esquina, lo cargó y Andrés le hizo frente. Esos pibes, que tenía algo
más de quince o dieciséis años, parecían que nos habían entregado el barrio a los más
pendejos aunque cada tanto había un cruce, un pelotazo, una bici que se acercaba
demasiado… El negro Tomasi le dio un cachetazo tremendo, que le dejó media cara colorada.
Me acuerdo que le dijo “tomátelas porque te mato, pendejo!” Cada sílaba tenía una energía
tan amenazante… A mí me pareció en ese momento más un padre enojado que un
adolescente de quince años. Creo que ese día acompañé a Andrés un rato con el brazo en el
hombro y nos fuimos a jugar a las figuritas. No hablamos más del episodio.

También me acuerdo que Sofía me eligió a mí y eso lo enojó un poco al principio pero no le
duró. Nos necesitábamos para callejear y no era lo mismo cuando faltaba uno de los dos.
Alguna vez evité verlo porque Sofi venía después del colegio a hacer la tarea de Matemáticas.
Yo no era bueno en eso, andaba con malas notas siempre y con nada de ganas de hacer la
tarea pero Sofía venía y me agarraba de la mano, se sentaba arriba de mí y me ponía duro.
Creo que tampoco fue mucho tiempo, porque a los dos nos fue mal en el examen y la mamá
terminó mandándola a lo de Marta, una directora jubilada que vivía en un chalecito a dos
cuadras, con un ligustrina siempre perfecta, que en los ochenta seguía enseñando con los
libros de Evita y Perón (estaban todos tachados cada vez que nombraba al General y a su
mujer, ella me explico el porqué el primer día y me mostró otros que había rescatado o
salvado). A Marta le llegaban los casos desesperados como el de Sofía y el mío. La escena se le
repetía todos los años: madres llorando en la vereda, al lado de la ligustrina contándole los
sacrificios laborales mal pagados por hijos inteligentes pero vagos que de todas formas no
merecían repetir de año. La vieja maestra se apiadaba y aceptaba encargarse del niño o la niña
desviado. La pobre se pasaba medio verano dando clases particulares. Gracias a ella no repetí
4to. grado.

La cosa es que Andrés también tuvo lo suyo con Valeria pero fue corto. Como la piba tenía
unos bigotes zarpados y no había forma de que no la cargaran, el pibe no quiso seguir con ella.

Ese verano fue el último, antes de que mis viejos se separar y nos fuéramos con mi vieja a vivir
a Ezpeleta. Me acuerdo que una tarde nos fuimos en caravana con las bicis por todos lados.
Estuvimos en el centro de Quillmes, por la cervecería y terminamos en el cementerio. Ahí,
Andrés nos mostró la tumba de su hermanito que había fallecido a los 4 años, creo, y que ya
hacía unos mees que no venían a visitar más con los padres.

Ese día volvimos un poco tarde, muertos de hambre y sucios. Me estaba esperando mi vieja.
Tengo flashes nada más. Me veo escondiéndome debajo de la mesa y ella gritándome y
persiguiéndome con una zapatilla de mi viejo, que miraba la tele y no decía nada.

A Andrés también se la dieron fea (me había contado que su viejo usaba el cinto). Ninguno
salió por un buen rato.

También íbamos a la casa abandonada que supuestamente había pertenecido a los Echeverría
y que estaba atrás de mi primer colegio, o al club Villa Argentina en el que por la mañana
funcionaba un jardín de infantes (nunca fui al jardín) y a eso de las seis de la tarde se llenaba
de viejos jugando al mus y al truco. Mirábamos sin entender nada. Para nosotros era más un
espectáculo teatral que otra cosa. Robábamos maní o jugábamos al metegol. Me acuerdo de
los vasitos de vino siempre a la izquierda de cada jugador. El olor a colonia, la curva de las
cartas apiladas y los pelos que le salían a los viejos de las orejas.

La nuestra era una constante circulación que no detenía nada salvo los castigos por violar el
perímetro, por alguna macana o por llegar tarde.

Después vino otros momentos muy distinto: el gusto por los libros y el autoacuartelamiento
en la habitación leyendo sin parar, deseando tener 18 años, terminar la secundaria, ir a la
universidad, conseguir un trabajo…en fin, salir de ese barrio que a esa altura ya se sentía como
una condena, esperando no repetir la vida de mis viejos y deshacerme de tanta pobreza.

A Sofía la vi por última vez un fin de año, como 15 años después, cuando pasé por la casa. Es
estaba fatal. Esperaba a una amiga en el medio de la calle con un vestido negro y una botella
de sidra en la mano. Le hice un gesto de ir a saludarla y se acercó. Creo que hablamos dos
minutos y nos besamos largo hasta que apareció su amiga.

Después hubo vacaciones, mundanzas y ni idea de ella.


Me encontré con Andrés cuando era cajero de un super en la Chacarita. Vino a comprar con un
nene de tres o cuatro años y una piba embarazada. Ya no usaba flequillo y andaba con una
remera de Talleres de Córdoba. Había heredado el oficio de su viejo y era chofer de micros de
larga distancia. Me preguntó qué era de mi vida, con algo que no me gustó y que yo asocié a
cierto desdén por su laburo bien pago. Le dije que estaba estudiando pero no entré en
detalles. Me presentó a su pareja y me contó que los suegros vivían a la vuelta, que esperaban
tener al segundo e irse a Córdoba con la Chevalier.

Hace unos años volví al barrio para arreglar algo de la casa. Tomás, el hermano de Sofía, uno
de los pibes con los que jugaban, se había puesto un almacén y como que me puso al tanto de
lo que había pasado con algunos. No quise preguntarle por su hermana. En seguida le cambió
la cara y me preguntó si sabía lo de Andrés. Resulta que había chocado y fallecido en la ruta
con el micro. La mujer y sus dos hijos se habían ido a Córdoba con los suegros.

El aislamiento me trajo esa etapa callejera de inocencia, amistad, y violencia. Esa época en la
que al tiempo lo miden los otros, los adultos y la casa era un lugar al que se volvía solo para
bañarse, comer y dormir porque la calle, los árboles, la bici, los baldíos y los clubes eran la
posta.

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