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Variaciones I

De Nelson leone

(Allá por abril)

Parece que Elliot tenía razón y el mes de abril puede ser el más cruel. Nos encontramos
en medio de nuestra propia Tierra Baldía.

A mí me sorprendió todo esto. Esta languidez que nos cae como lluvia fina, soportable
pero tediosa y severa.

Acabo de volver de la calle donde un grupo de gente -se me antoja que- vagabundea sin
sentido, con la excusa de tener que comprar algo para comer.

La ciudad, a esta altura, es casi irreal. Los estragos se sienten precisamente en esa
irrealidad que desmigaja, que provoca pasos lentos y distanciados.

Pero adentro la cosa es distinta ¿qué voy a hacer? ¿qué haré mañana? ¿Qué haremos
después?

Puedo hacerme estas preguntas pero ya empiezo a no querer imaginarme mis respuestas
con mis libros, con mi música…

(Quizás sea el momento de la poesía)

Recién estaba en la hora mala. Acababa de comer y la cena estaba aburrida y yo


cansado. Pero, está bien, me muevo un poco y todo vuelve a girar. En el encierro, no
hay muchos obstáculos y eso es bueno. Todo está en disponibilidad. La vanidad se
acepta como rutina y la indiferencia como posibilidad.

Me gustaría hablar de vos que no estás, pero te expondría a una lluvia más fina aún más
ácida y voluptuosa. No lo voy a hacer. Eso vendrá (o no) con el derecho, alguna vez, a
pronunciar tu nombre.

Ahora veo, por la ventana de mi balcón, caer la lluvia y la ciudad se opaca y los vidrios
se espesan.

Los días venían llegando hasta ahora, uno tras otros, más despejados que nunca y las
luces de las casas impedían que, a esta hora, la noche fuera más profunda.

No hay nadie -todos lo sabemos. Nada se mueve desde cierta hora de la tarde, cuando
los vidrios dobles ahondan la sensación de cuadro vivo pero quieto y silencioso.

Ayer nomás, la luna estaba llenísima y brillante, un toque amarilla por la tarde y
después, más alta y blanca. Allá en el fondo, en esa línea interrumpida cientos de veces
y oculta, casi siempre por los edificios del centro, se puede ver un fragmento del río que
brilla y se despega del cielo con un gris plateado, siempre sereno. En realidad, es un
fragmento, el comienzo de un recorrido porque uno no puede detener la mirada y parar
de buscar los otros segmentos que están a la espera, agazapados para imaginar el
horizonte.

Hace solo unos meses que veo por la ventana todo el lado oeste de la ciudad. Lo veo
desde arriba, cada mañana, como por primera vez.

(Quizás sea el momento de la poesía)

Y este ángulo, que contrasta fuertemente con el de la calle, y este juego de perspectivas,
de la altura y de a pie, con el que pienso el hoy no es sino la ansiedad y la incertidumbre
que lo cubre todo como esta llovizna que veo ahora. Esta lluvia inquietante, que es
menos un barniz que un solvente, lo diluye y pulveriza todo.

Acaso no somos testigos de ese continuo proceso de degradación personal y


comunitaria. Porque la falta del cuerpo, de los cuerpo, de tu cuerpo, provoca tanto
anclajes exasperados en la realidad como fugas de recuerdo y deseo.

Y nos defendemos como se puede con ambos, en un ejercicio de soberanía psíquica


amorosa, amorosísima para poder lidiar con todo esto.

Pensaba, entonces, en ese nosotros que la pandemia agarró de los pelo y sustrajo para
siempre de esa paciente caminata con la que nos construíamos. Ya sabremos -en breve,
creo- si esta realidad ayudó a acelerar ese nosotros o a frenarlo en el tiempo.

(Seguramente, ese será el momento de la poesía)

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