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San José en el Magisterio de los Papas

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San José fue proclamado Patrono de la Iglesia hace 150 años por el Papa Pío
IX.
León XIII fue el primer Papa de la historia que escribió una Encíclica a San
José con el título de “QUAMQUAM PLURIES” (Aunque muchas veces antes).
Pío X aprobó las letanías de San José e invitó a los fieles a honrarlo el
miércoles, día dedicado a San José.

Benedicto XV dedicó el motu proprio Bonum Sane a San José.


Pío XII instituyó la fiesta de San José, el Artesano, el 1 de mayo, y Juan
XXIII lo nombró patrón del Concilio Vaticano II.
Juan Pablo II dedicó la Exhortación Apostólica Redemptoris Custos (Llamado
a ser el Custodio del Redentor) a San José, mientras que Benedicto
XVI subrayó repetidamente la excelencia de sus virtudes.

Y ¿Papa Francisco? Él escribe: “Yo quiero mucho a San José. Y tengo en mi


escritorio una imagen de San José durmiendo. Y durmiendo cuida a la Iglesia.
Sí, puede hacerlo. Nosotros no. Y cuando tengo un problema, una dificultad, yo
escribo un papelito y lo pongo debajo de San José para que lo sueñe. Esto
significa para que rece por ese problema”.
La devoción a san
José en los dos
últimos siglos

El Pontífice que sucede a Gregorio XVI es Pío IX (1846-


1878) quien declarará oficialmente a san José, como luego
veremos, Patrono y Protector de la Iglesia universal. Escribe en
el BreveInclytum Patriarcham, de 7 de julio de 1871...

Una anécdota josefina a comienzos del XIX: Napoleón y Pío VII

¿Cómo se desarrolla el culto y la devoción a san José en estos


doscientos años? La Revolución francesa marca el comienzo de una
nueva etapa --Edad Contemporánea, la llaman los historiadores-- en la
vida de la Iglesia hasta nuestros días, desde Pío VII a Juan Pablo II.

Durante un cuarto de siglo comprendido entre los años 1789 y 1815,


Francia estuvo en el primer plano de la vida del mundo. Este periodo,
que corre desde la reunión de los Estados Generales hasta la caída
del Imperio napoleónico, fue también trascendental para los destinos
del Cristianismo y la Iglesia. La era revolucionaria, abierta en 1789,
conmovió los fundamentos políticos y religiosos de Europa. La
Revolución francesa, en sus momentos álgidos, trató de eliminar toda
huella cristiana de la vida social(1).
Un ejemplo de los favores con que el Santo Patriarca ha
correspondido a los Sumos Pontífices, y en general a los que han
trabajado por su causa, lo podemos ver en un acontecimiento en los
albores del siglo XIX, que causó estremecimiento al orbe católico, en
tiempos de Pío VII (1800-1823)(2). Veamos brevemente qué ocurrió.
Desde 1970, el proceso revolucionario se radicalizó, adoptando una
aptitud cada vez más agresiva hacia la Iglesia. El 13 de febrero se
decidió la supresión de los votos monásticos, y el 12 de julio la
Asamblea aprobó la «Constitución civil del clero», que subvertía de
raíz la organización eclesiástica. Surgía una iglesia galicana, al
margen de la autoridad pontificia, de estructura epicospalista y
presbiteriana, donde los obispos y los párrocos eran elegidos por el
pueblo y los nombramientos episcopales serían solamente notificados
a Roma(3). Abolida la Monarquía, se proclamó la República y Luis XVI
fue ajusticiado el 2 de enero de 1793.
Los años 1793-1794 representaron la fase más trágica del periodo
revolucionario. Bajo el Terror, la persecución anticatólica alcanza su
punto álgido. Muchos miles de víctimas murieron en el patíbulo y se
intentó borrar de la vida francesa toda huella cristiana. Hasta el
calendario fue sustituido por un «calendario republicano». La
entronización de la «Diosa Razón» en la catedral de Nôtre-Dame (10-
XI-1973) y la institución por Robespierre del culto al «Ser Supremo»
fueron otros tantos episodios de la obra descristianizadora, que tuvo
una de sus expresiones en el furor iconoclasta, que dejó una huella --
bien visible todavía hoy-- en tantas viejas iglesias y catedrales de
Francia(4). El 29 de agosto de 1799, en la ciudadela de Valence-sur-
Rhône, falleció Pío VI a los 81 años de edad. Algunos revolucionarios
proclamaron a lo cuatro vientos que había muerto el último Papa de la
Iglesia. El 9 de noviembre de aquel mismo año, el golpe de Estado del
18 Brumario elevó a Napoleón Bonaparte a la magistratura del primer
cónsul. Cuatro meses después --el 14 de marzo de 1800-- el Cónclave
reunido en Venecia elegía al Cardenal Chiaramonti como Papa Pío
VII.
Dos grandes personalidades irrumpían así en el escenario de la
historia, de la que fueron principales forjadores durante los tres
primeros lustros del siglo XIX. Napoleón, pragmático y realista, era
consciente del arraigo de la fe cristiana en el pueblo francés, que no
había logrado destruir la tormenta revolucionaria. Pío VII, por su parte,
deseaba ardientemente la normalización de la vida de la Iglesia en
Francia. Un nuevo Concordato(5) sería el instrumento adecuado para
regular las relaciones entre el Pontificado y la República francesa, que
pronto se transformaría en Imperio. El Concordato se firmó el 17 de
julio de 1801 y una de sus consecuencias fue la creación de un nuevo
episcopado, tras la renuncia de los obispos «constitucionales» y
también de los «legitimistas», que habían emigrado al extranjero(6).
Llegó pronto la hora en que Napoleón intentó hacer de la Iglesia y del
propio Pontificado instrumentos al servicio de sus intereses políticos, y
entonces tropezó con la serena, pero resuelta, resistencia de Pío VII.
El conflicto con el Papa surgió cuando el Emperador quiso que el
Papa se uniera al bloqueo continental contra Inglaterra, decretado en
noviembre de 1806. Ante la negativa del Pontífice, Napoleón
reaccionó con violencia: los Estados Pontificios fueron anexionados y
se declaró a Roma segunda capital del Imperio. Pío VII, reducido a
prisión, fue deportado a Savona (6-VII-1809) y, ante su negativa a
sancionar los decretos de un pseudoconcilio reunido en París (1811),
Napoleón ordenó su traslado a Francia, donde se le asignó como
residencia el Palacio de Fontainebleau.

El Pontífice, al verse impedido de regir con libertad el timón de la nave


de la Iglesia(7), que Dios le había encomendado, acudió al Santo
Patriarca pidiendo ayuda y protección, que a la Iglesia naciente
había sacado incólume del furor de otro tirano. Pronto recibió el
socorro que imploraba. La tremenda derrota del ejército napoleónico
en Leipzig fue funesta para el Emperador, y desde entonces los
desfavorables sucesos se precipitaron de manera inesperada. Viendo
Napoleón que sus glorias empezaban a desvanecerse, y conociendo
en sus derrotas la mano de Dios, vengador de tantos ultrajes, decretó
fuesen devueltos al Papa los Estados Pontificios.
No faltaron en aquel suceso señales de la protección del Santo
Patriarca. El decreto de la devolución está firmado el 10 de Marzo,
cuando en Roma y en el orbe católico se empezaba la novena a san
José. Este decreto llegó al castillo de Fontainebleau, y se puso en
manos del Pontífice, el 19 del mismo mes, fiesta del glorioso Protector
de la Iglesia. En 1814, Pío VII recuperó la libertad y el 7 de junio de
1815 retornaba definitivamente a Roma, mientras su adversario,
vencido y desterrado por los ingleses en Waterloo, desembarcaba
prisionero en la isla de Elba, después de haber firmado la abdicación
definitiva, por la que renunciaba al poder, para sí y para sus
herederos.

El Liberalismo en la vida de la Iglesia del siglo XIX

La Restauración se frustró y el siglo XIX fue el siglo del Liberalismo,


ideología de la Revolución burguesa. Tenía una doctrina política y
económica; pero se fundaba además en una ideología, que enlazaba
con el pensamiento ilustrado del siglo XVIII. Los hombres no sólo
serían libres e iguales, sino también autónomos; es decir,
desvinculados de la ley divina, que no era reconocida socialmente
como norma suprema. Se enfrenta así el poder que procede de Dios
al poder que deriva del pueblo. La doctrina liberal no distingue entre la
religión verdadera y las demás religiones; la religión es para la
doctrina liberal un asunto que incumbe sólo a la intimidad de las
conciencias, y también la Iglesia, separada del Estado, quedaría al
margen de la vida pública y sujeta al derecho común, como cualquier
otra asociación. Todo este planteamiento conducía a la secularización
social, al naturalismo religioso, y en última instancia al ateísmo o a la
indiferencia de los ciudadanos ante la religión.

El Papa León XII (1823-1829), sucede a Pío VII y después viene el


breve pontificado de Pío VIII (1829-1830). Precisamente hacia el año
1830 tomó cuerpo un grupo de «católicos liberales», formado en
Francia en torno a la revista «L'Avenir», bajo la dirección de F.
Lamennais. Frente a la postura tradicionalista --que postulaba el
respeto a los derechos de Dios y de la Iglesia en la vida social--
ampliamente mayoritaria en el pueblo cristiano, estos católicos
defendían una conciliación --no tanto teórica como práctica-- de la
Iglesia con el Liberalismo. «Dios y libertad» fue su lema, en la línea de
la defensa de la libertad para todos y en todas sus formas. Les parecía
que esta actitud era la mejor en la sociedad moderna para asegurar el
respeto a la autoridad de Dios y a los derechos de la Iglesia.
Inicialmente fueron fieles al papado, pero la respuesta de Roma fue
contraria a sus aspiraciones. La encíclica Mirari vos (15-VIII-1832) de
Gregorio XVI (1831-1846) --el papa que sucede a Pío VIII-- condenó el
programa del grupo de «L'Avenir» y su dirigente Lamennais abandonó
el sacerdocio y la Iglesia(8).
Cristianismo católico y Liberalismo se encontraron también en otro
terreno. La explosión de sentimientos nacionales, favorecida por la
política liberal, promovió en distintos países de Europa la
emancipación de poblaciones católicas, sometidas al dominio de
príncipes de otras confesiones religiosas(9). Además, actitudes
intelectuales de signo antirreligioso, atacan la concepción que la
Iglesia tiene del hombre y del mundo. El positivismo de A. Comte que
conducirá al cientifismo --verdadera religión sin transcendencia-- y
el idealismo del gran filósofo alemán Hegel, estarán en la base del
materialismo de Feuerbach, tan próximo ya al Marxismo(10).
La época de Pío IX: san José, Patrono de la Iglesia universal

El Pontífice que sucede a Gregorio XVI es Pío IX (1846-1878) quien


declarará oficialmente a san José, como luego veremos, Patrono y
Protector de la Iglesia universal. Escribe en el Breve Inclytum
Patriarcham, de 7 de julio de 1871: «Los Romanos Pontífices,
nuestros predecesores, para acrecentar y hacer que fuesen cada día
más ardientes la devoción y veneración de los fieles en favor del
Santo Patriarca; y para exhortarlos a implorar su intercesión cerca de
Dios, con una confianza sin límites, no dejaron pasar ocasión alguna
favorable de dar nueva y mayor publicidad a este culto».

Traza después el cuadro histórico de lo que han hecho sus


antecesores en orden a favorecer la devoción a san José, y concluye:
«Y Nos mismo, desde que, por juicio impenetrable de Dios, fuimos
elevados a la Suprema Sede de Pedro, movidos, ya por los ejemplos
de nuestros ilustres predecesores, ya por la devoción particular al
Santo Patriarca, que desde nuestra niñez nos ha animado, con placer
de nuestra alma, por decreto de 10 de Setiembre de 1847, hemos
extendido a la Iglesia universal, con rito doble de segunda clase, la
fiesta del Patrocinio, que ya se celebraba en muchas partes, por
indulto particular de la Santa Sede»

Su largo pontificado cubre toda una época. Fue una persona de


talante liberal, cordial, generosa, magnánima; un Papa singularmente
amado y venerado por los católicos; sus propios infortunios reforzaron
esa cordial adhesión. La pérdida del Poder temporal marcó un periodo
de la historia cristiana de indudable renovación espiritual en lo tocante
a la vida interna de la Iglesia. Recordemos la definición del Dogma
de la Inmaculada Concepción del 8 de marzo de 1854 --seguida a
los cuatro años por las "apariciones de Lourdes"-- y el Concilio
Vaticano I (1869-1870), como dos grandes frutos que nos dan la
medida de su valioso Pontificado: el más largo de la historia del
papado, nada menos que 32 años: el más largo de la historia de los
Papas.

El Liberalismo apareció ante sus ojos como un movimiento al que


tenía que oponerse, porque perseguía un ideal no cristiano, y en Italia
trataba de arrebatar a la Santa Sede los Estados Pontificios (11). Veinte
años --desde 1850 a 1870-- duró la defensa del Poder temporal de los
Papas. Y en 1870 con el estallido de la guerra franco-prusiana
provocó la retirada de Roma de la guarnición francesa y, tras ella, la
toma de la ciudad por los soldados de Victor Manuel II, que hicieron de
la Urbe católica la capital de la nueva Italia. Entretanto, el Papa se
recluía como voluntario prisionero en el Vaticano, rechazando la «Ley
de Garantías» que se le ofreció, y se abría una «cuestión romana»,
que tardó aún sesenta años en resolverse(12).
La postura de la Iglesia frente a los principios «liberalistas» fue fijada
por Pío IX en la encíclica Quanta cura, del 8 de diciembre de 1864.
Esta encíclica llevaba como anexo el Syllabus, relación de 80
proposiciones en las que se resumían los errores modernos(13);
anatematizaba la absoluta autonomía de la razón, el naturalismo
religioso, el indiferentismo, el materialismo, los ataques contra el
matrimonio y la defensa del divorcio, etc(14).
El Concilio Vaticano I se abrió el 8 de diciembre de 1869. Iba a
examinar los graves problemas que planteaban a la Iglesia las
inquietudes doctrinales, políticas y sociales que agitaban el mundo. La
cuestión de la Iglesia, cuerpo místico de Cristo, depositaria de la
verdad, estaba en el centro de las preocupaciones. La atención de los
Padres conciliares se centró, en primer lugar, sobre la cuestión de
la infalibilidad, que suscitó vivas discusiones y controversias en los
periódicos e hizo que pasasen a segundo plano los otros temas de
discusión. Pese a su brevedad, impuesta por las circunstancias
políticas del momento --tuvo que interrumpir sus sesiones a causa de
la guerra franco-alemana, en julio de 1870, y de la toma de Roma dos
meses más tarde.--, aprobó dos resoluciones de gran importancia: el
dogma de la infalibilidad pontificia --Pastor aeternus-- y la
constitución Dei Filius, donde se abordó el gran tema religioso del
siglo XIX: el problema de las relaciones entre la fe y la razón.

Un año antes del Concilio Vaticano I, el Papa Pío IX confesaba que ya


había recibido personalmente más de quinientas cartas de los Obispos
del mundo entero, y de los fieles de todos los países (15) pidiendo que se
reconociese oficialmente a san José como Patrono de la Iglesia.
También durante el periodo conciliar se pedía lo mismo. Entre los que
firmaban el Postulatum, se señalan treinta y ocho cardenales y
doscientos dieciocho patriarcas, primados, arzobispos y obispos de
todas las partes del mundo. La última de estas firmas de Cardenales
es la de Joaquín Pecci, el futuro León XIII (16). La forzosa dispersión de
los padres del Concilio no permitió que tomasen una decisión acerca
de ello, pero el Papa Pío IX no quiso dejar esta petición en suspenso.
Así es que el 8 de diciembre de 1870, aniversario de la apertura
del Concilio, publicó el decreto «Quemadmodum Deus», en el que
proclama a san José Patrono de la Iglesia Universal. Recordemos
también que el mismo día en que el Papa hace esta proclamación, los
fieles de Roma que habían asistido a los Oficios, fueron insultados y
maltratados a la salida de la iglesia. Por la noche bajo las ventanas del
Vaticano, hubo unos indeseables que gritaron ¡muera el Papa! No
pocas personas creyeron, e incluso anunciaron, que con la caída de
los Estados Pontificios se había acabado la Iglesia.
Para subrayar la importancia de este acontecimiento, Pío IX quiso que
la proclamación se hiciera simultáneamente en las tres grandes
Basílicas patriarcales: San Pedro, Santa María la Mayor y San Juan
de Letrán. Escogió expresamente la fiesta de la Inmaculada
Concepción y quiso que el anuncio se hiciera en el transcurso de la
celebración de la Santa Misa. Subrayaba así los lazos que existen, por
voluntad de Dios, entre san José y la Virgen María, entre la Iglesia del
cielo y la de la tierra, entre la Eucaristía y la santificación de los
miembros de Cristo.

En su Decreto, el Papa enumera los motivos que lo han llevado a


tomar esta decisión. En primer lugar, la misma elección de Dios, que
hizo de José su hombre de confianza, entre cuyas manos puso lo que
Él tenía de más precioso; después, porque es un hecho que la Iglesia
siempre ha honrado a san José con la Virgen María y que, en
circunstancias inquietantes, siempre la Iglesia ha recurrido con éxito a
su protección. Una vez más --como había sucedido en tiempos del
Cisma de Occidente y más recientemente con Pío VII-- ante los
innumerables males que agobian actualmente a la Iglesia, el Papa se
pone personalmente, y pone a todos los fieles con él, bajo la
protección de san José(17).
En un Breve fechado el 7 de julio de 1871, Inclytum Patriarcham, da a
conocer al mundo entero su decisión; recuerda lo que sus
predecesores, y él mismo, han hecho para promover la devoción de
los fieles a san José; hace ver que las persecuciones sufridas por la
Iglesia en los últimos tiempos provocaron un acrecentamiento de
confianza en la protección de san José. El comienzo de este
Breve Inclytum Patriarcham es de gran importancia:

«El ilustre Patriarca, el bienaventurado José, fue escogido por Dios


prefiriéndolo a cualquier otro Santo para que fuera en la tierra el
castísimo y verdadero esposo de la Inmaculada Virgen María, y el
padre putativo de Su Hijo único. Con el fin de permitir a José que
cumpliera a la perfección un encargo tan sublime, Dios lo colmó de
favores absolutamente singulares, y los multiplicó abundantemente.
Por eso, es justo que la Iglesia Católica, ahora que José está
coronado de gloria y de honor en el cielo, lo rodee de magníficas
manifestaciones de culto, y que lo venere con una íntima y afectuosa
devoción».

El Papa pide «que el pueblo cristiano se acostumbre a implorar, con


gran piedad y profunda confianza, a san José al mismo tiempo que a
la Virgen María». Esta práctica es de las más agradables a Nuestra
Señora, que disfruta con ello. La devoción a san José está ya
ampliamente extendida, pero el Papa cree que es deber suyo
estimular a los cristianos para que esta devoción «se enraíce
profundamente en los usos de la tradición católica, pues esto es de
una  extrema importancia». Al declarar a san José Patrono de la
Iglesia universal, Pío IX no hizo más que expresar el sentimiento del
pueblo cristiano y, al mismo tiempo, continuar la enseñanza de sus
predecesores. Sus sucesores hicieron otro tanto.

La devoción a san José en el siglo XIX

El pontificado de Pío IX, más allá de los acontecimientos ya descritos,


fue una época de claro florecimiento de la vida interna de la Iglesia.
Por una parte, el aumento de las vocaciones sacerdotales y la
renovada observancia disciplinar, manifestada visiblemente en la
vuelta al uso del hábito eclesiástico(18); y, por otra, el crecimiento y
propagación considerable de las antiguas Ordenes religiosas(19); e
incluso el nacimiento de nuevas Congregaciones religiosas, algunas
de ellas tan importantes como los salesianos de Dom Bosco.
También entre los simples fieles surgieron igualmente nuevas
iniciativas apostólicas y benéficas(20).
Pues bien, fue en este contexto del siglo XIX espiritualmente muy
fecundo, cuando se extiende la devoción y culto a san José, tanto en
personas, como en instituciones por toda la Iglesia. Al mismo tiempo,
se va dibujando un movimiento, como hemos visto, de peticiones para
obtener que el Papa reconozca oficialmente el patronazgo de san
José, no sólo sobre las Iglesias particulares, las comunidades locales,
o incluso regiones enteras, sino sobre la Iglesia universal y sobre el
mundo entero. Nadie más adecuado para cumplir con esta misión
unificadora que san José.

Así, por ejemplo, san Leonardo Murialdo (1828-1900), natural de


Turín, sacerdote en 1851. Consagrado al apostolado entre las clases
trabajadoras, se encarga de la dirección del colegio de huérfanas
obreras en 1856. Funda la Congregación de san José, conocida como
«los Josefinos de Murialdo» en 1863. Beatificado y canonizado por el
Papa Pablo VI. «Resplandece entre los Santos con la luz más viva
aquel gran santo que conmemoramos hoy, el gloriosísimo Esposo de
la divina Madre, san José. La gloria a la que en el curso de la vida
mortal fue levantado por Dios es tan sublime, y los ejemplos que dejó
de la más perfecta virtud y santidad son tan luminosos, que el que
tiene que elogiarlos no acierta a pensar qué consideración pueda ser
la más provechosa para sus oyentes, aquella que te arrebata en un
santo entusiasmo de admiración, o la que te invita y empuja a la
imitación de sus virtudes, o la que te infunde en el alma una santa
confianza de que un santo tan glorificado por Dios en la tierra, será
también de Dios plenamente oído en el cielo»(21).
En la misma hora en la que los embates antirreligiosos azotaban los
muros de la Iglesia, un impulso espiritual notable suscitó en el seno
del Anglicanismo una noble aventura religiosa --el «Movimiento de
Oxford»--, que condujo a los mejores espíritus, ansiosos de
autenticidad cristiana, a sus genuinos orígenes, es decir, a las puertas
de la Iglesia. Algunos de estos hombres no avanzaron más; pero otros
dieron el paso decisivo y franquearon el umbral del Catolicismo: H.
Newman fue recibido en la Iglesia en 1845, y tanto él como su
compatriota Manning llegaron a ser Cardenales. Uno de estos
conversos fue Federico Guillermo Faber (1814-1843), literato y
teólogo, convertido del anglicanismo a la Iglesia Católica, bajo la
influencia del que fue después Cardenal Newman, fundó una
comunidad religiosa integrada en el Oratorio de san Felipe Neri, y fue
Superior en Londres desde 1849 hasta su muerte. Su obra Belén o el
misterio de la Santa Infancia (Londres 1860). «El niño de Belén reposa
en el seno de su Padre en lo más alto de los cielos: allí es la causa de
toda la creación, a la par que el modelo. No podemos separar su
infancia terrestre de sus principios celestiales, porque sin ellos sería
ininteligible». Contiene unos párrafos sugestivos y profundos que
presentan a José como doctor de la Santa Infancia, adorador de Jesús
niño e implantado en la vida trinitaria.

No podemos dejar de citar al jesuita Enrique Ramière (1821-1884),


segundo fundador del Apostolado de la Oración y apóstol ferviente del
Corazón de Jesús, que fundó y dirigió durante muchos años Le
Messager du Coeur de Jésus. En esta revista se aprecian, entre otros
rasgos el ambiente de amor a la Iglesia y ferviente devoción a san
José, que precedió al acto de Pío IX por el que lo proclamó Patrono de
la Iglesia. Su célebre libro El Apostolado de la Oración muestra en la
figura y tarea de san José, cuál es la esencia del apostolado más
eficaz. «San José es el "Jefe" de la Sagrada Familia: el Papa es el
"Jefe" de la Iglesia. Pues Jesús y María están "subordinados" a José;
la Iglesia aparece ya toda entera: la Iglesia es un gran cuerpo del que
Jesús es la cabeza y los fieles los miembros; y todos los miembros del
cuerpo místico de Jesús deben nacer y nacen espiritualmente de
María: "Mater capitis, mater membrorum". Un mismo título, "Jefe de la
Iglesia", es pues apropiado a san José y al Papa, aunque en sentidos
diferentes. San José fue, en el verdadero sentido, jefe de Jesús; el
Papa no lo es en absoluto: el Papa no es más que el Jefe visible de
los miembros místicos de Jesucristo. San José no estaba investido de
ninguna autoridad espiritual respecto a Jesús y María. No es como
formando el cuerpo de la Iglesia que Jesús y María estaban
subordinados a José, sino más bien como miembro de su familia de
Nazaret. El Papa ejerce, por el contrario, una autoridad espiritual
respecto a los miembros del cuerpo místico de Cristo. La Virgen
misma ha reverenciado en la persona del primer Papa, san Pedro,
esta autoridad de Jefe espiritual que Ella no pudo reverenciar en san
José»(22).
La gran mensajera de la infancia espiritual y del amor misericordioso,
santa Teresita del Niño Jesús (1873-1897), con su experiencia
interior de riquísimo contenido contemplativo, profesa una tierna
devoción a san José a través de la sencilla poesía expresiva de la
tradición carmelitana heredada de Santa Teresa de Jesús. «Pedí
también a san José que fuera mi custodio. Mi devoción hacia él, desde
la infancia, era una misma cosa con mi amor a la Santísima Virgen.
Todos los días rezaba la oración: "¡Oh san José, Padre y Protector de
las Vírgenes...". Parecíame ir muy protegida y a cubierto de todo
peligro»(23).
El siglo XIX se caracteriza en Cataluña por una excepcional
fecundidad apostólica y espiritual, que se manifiesta en numerosas
fundaciones de institutos y congregaciones religiosas. Es la época de
la que se ha dicho que nunca en Cataluña había habido tantos santos
como entonces(24). En respuesta a un escrito del cisterciense Félix
Genover, en que se discutía la primacía de José en santidad,
los Padres Carmelitas Descalzos del convento barcelonés de san
José vindican ya en 1743 la eminencia de su oficio y de su santidad.
Un opúsculo polémico, Joseph vindicado, escrito en pocas semanas,
constituye un excelente resumen y balance de la tarea doctrinal que
caracteriza el siglo anterior a su publicación, a la vez que un
testimonio de la expansión y arraigo popular de la corriente espiritual
surgida de santa Teresa de Jesús.
La devoción a san José es característica de muchos de los hombres
de aquella generación. Entre ellos Francisco Javier Butiñá (1834-
1900), Fundador de las Siervas de san José y de las Hijas de san
José, destacado por su doctrina, expresada especialmente en Las
Glorias de San José, Barcelona 1893. «A san Rafael, siendo uno de
los primeros príncipes de la corte celestial, designó el Omnipotente
para compañero y guía del santo y joven Tobías en su viaje a la
ciudad de Rajés: mas a san José le subió al altísimo cargo y ministerio
de acompañar y defender al Hijo de Dios en sus caminos. San Gabriel
tuvo a honra ser el mensajero de Dios para anunciar a María el
incomprensible misterio de la divina maternidad; mayor fue la de san
José levantado a la dignidad incomparable de ser virginal Consorte y
compañero inseparable de la misma divina Madre. Cífrase la más
brillante gloria de san Miguel en ocupar el trono supremo de la milicia
celestial, como príncipe de los coros angélicos; mas le aventaja, y con
mucho, san José, pues fue príncipe y cabeza de la familia de Dios en
la tierra, compuesta no de purísimos espíritus, sino de la misma Reina
de todos ellos y del Supremo Gobernador del universo visible e
invisible»(25).
También José María Vilaseca, M.S.J. (1831-1910), fundador de
los Institutos de Misioneros Josefinos en México, nació en Igualada,
en Cataluña, y estudió en el seminario de Barcelona. Siguiendo su
vocación misionera ingresó en la congregación de PP. Paúles.
Destinado ya en México desplegó una intensa actividad apostólica que
fructificó en la fundación de dos institutos josefinos, y la revista El
Propagador de la Devoción a san José, en 1872, que subsiste todavía
en la actualidad. La fecundidad de su apostolado se extendió a todo el
mundo hispanoamericano, por lo que ha de ser considerado como uno
de los más grandes apóstoles de la devoción a san José. «El poder de
san José sobrepuja con mucho el poder de todos los ángeles y de
todos los santos juntos, porque él es, a la vez, poderoso en el corazón
de Dios y en el corazón de María»(26).
San Enrique de Ossó y Cervelló (1840-1896), nacido en Vinebre, en
la Diócesis de Tortosa, destaca entre los sacerdotes catalanes del
siglo pasado por su espíritu teresiano y su ferviente devoción josefina.
Ha sido canonizado recientemente por Juan Pablo II. Fundó en 1876
la Compañía de santa Teresa de Jesús (Teresianas). Creador de
la Hermandad josefina en Tortosa, el mismo año de 1876, redactó un
devocionario josefino completo que con el título El devoto
josefino publicó en 1890. Enumera siete privilegios de san José: 1º)
Tener a Jesús por Hijo de Dios; 2º) Ser su esposa María, madre de
Dios; 3º) Ser obedecido por Jesús y María; 4º) Haber gozado de los
abrazos y caricias del Rey de la Gloria; 5º) Ser el primer adorador del
Hijo de Dios nacido en Belén; 6º) Morir en brazos de Jesús y María; y
7º) Resucitar con Cristo en cuerpo y alma a la Gloria.

En la espiritualidad y en la acción pastoral del que fue gran Obispo


Dr. Joseph Torras i Bages (1846-1916) ocupa un lugar importante la
devoción a san José. Tiene algunos textos de su predicación como
presbítero, que contienen ya expresión de pensamientos capitales, de
decisivo valor teológico. «La vida oculta es muy alabada, pero muy
poco seguida. José es el modelo de la vida oculta»(27). Desde luego, el
gran sacerdote poeta Miquel Costa i Llobera (1854-1922), principal
figura del renacimiento literario de Mallorca. Se dedicó intensamente a
la predicación y recorrió los púlpitos de la isla durante muchos años. El
panegírico de san José, en el que el lector descubrirá la presencia de
una gran riqueza de fuentes, y la poesía a modo de «gozos»
populares, escrita por su propio autor en castellano, son un testimonio
excelso de la tradición josefina en su tierra de Mallorca. Y finalmente,
publicadas como editorial en la revista barcelonesa Cristiandad, Jaime
Boffil (1910-1965), que fue prestigioso catedrático de Metafísica de la
Universidad de Barcelona, contienen una expresión «contemplativa»
del sentido de la fe sobre el Patriarca san José. «La fe cristiana se
nutre de la contemplación. De una contemplación sencilla, que se
detiene donde sea que encuentre ternura, gozo, suavidad espiritual.
Por esto las escenas del nacimiento de Jesús han nutrido
secularmente esta contemplación. Y ¿cómo contemplar el nacimiento
sin detenerse en la conversación y compañía de José»(28).
Las magníficas predicciones de Isolano se han realizado
cumplidamente en la Edad Moderna y Contemporánea. La devoción a
san José viene a ser una benéfica inundación, que se extiende por
toda la Iglesia, para producir en todas partes abundantísima cosecha
de flores y frutos de virtudes.

León XIII y La primera encíclica pontificia sobre san José

El siglo XIX presenció también una notable transformación de las


realidades sociales. El auge del Capitalismo, la revolución industrial y
la creación de los proletariados urbanos provocaron la aparición de un
«problema social», desconocido hasta entonces. Ideologías de signo
anticristiano, como el Marxismo y el Anarquismo(29), propugnaron
nuevos modelos de sociedad e influyeron poderosamente en los
movimientos obreros. El Papa León XIII (1878-1903) propuso un
programa cristiano para el nuevo mundo del trabajo.
Ya el Concilio Vaticano I había reunido abundante documentación
acerca de la cuestión social, con la intención de ocuparse del tema.
Pero el brusco final de la Asamblea conciliar no llegó a tratarlo y fue
León XIII quien lo hizo en su encíclica Rerum novarum, el 15 de mayo
de 1891. Rechazaba por principio la dialéctica de la lucha de clases y
pedía a patronos y obreros una armónica colaboración para el
desarrollo de la nueva sociedad. Este pontificado fue el punto de
partida del Catolicismo social, dentro del cual se perfilaron pronto una
tendencia corporativista y otra, más politizada, de orientación
democrático-progresista.

León XIII escribió la primera y magistral Encíclica dedicada a san


José, Quamquam pluries, y después publicó el Breve Neminem
fugit, por medio del cual pedía a los hogares cristianos que se
consagraran a la Sagrada Familia de Nazaret, «ejemplo perfectísimo
de la Sociedad doméstica, al mismo tiempo que modelo de toda virtud
y de toda santidad».

En ella enseña el papel de san José en la Iglesia: «La Sagrada


Familia, que san José gobernó como investido de autoridad paterna,
contenía en germen a la Iglesia. La Santísima Virgen María, al mismo
tiempo que Madre de Jesucristo, es también Madre de todos los
cristianos... Asimismo, Jesucristo es como el primogénito de los
cristianos, que son sus hermanos de adopción y de redención. Estas
son las razones por las que san José mismo se da cuenta de que la
multitud de los cristianos le ha sido confiada de una manera muy
particular. Esta multitud es la Iglesia, familia inmensa extendida por
toda la tierra. Él tiene sobre ella la autoridad paterna, puesto que es el
esposo de María y el padre de Jesús. Es lógico que José cubra ahora
a la Iglesia con su celestial patronazgo, como en otros tiempos atendía
a las necesidades de la Sagrada Familia». Y para subrayar todavía
más su deseo de ver a los fieles unir a José y a María en sus
oraciones, pide que se termine el rezo del Santo Rosario con la
invocación a san José: «Recurrimos a Vos en nuestra tribulación,
bienaventurado José...».

Los 25 años que duró el Pontificado de León XIII, nos introducen ya en


el siglo XX. Su magisterio desarrollado a través de sus grandes
encíclicas fue de gran importancia, y un particular valor tuvo para la
renovación del pensamiento cristiano la solemne restauración de la
filosofía tomista. El anciano Papa acabó ganándose el respeto del
mundo entero, pese a que en algún lugar, como Francia, sus
esfuerzos conciliadores no tuvieron una respuesta satisfactoria.

La veneración pontificia por san José en el siglo XX

La presencia activa de los católicos en la vida político-social, tal como


impulsó León XIII, tenía también sus riesgos y en el interior de la
Iglesia se incubaba, además, una crisis doctrinal, que no tardaría en
declararse abiertamente. Los primeros años del siglo XX, hasta el
comienzo de la Primera Guerra Mundial, se recordarán siempre como
un periodo brillante y feliz de la historia europea, que vino a truncar el
estallido de la más inútil y absurda de la contiendas bélicas. En la vida
cristiana, sin embargo, no fue una época fácil y sin problemas. Pero la
gran crisis doctrinal que agitó a la Iglesia, fue la llamada crisis
modernista, ya en el pontificado del último de los papas que ha
merecido el honor de los altares: san Pío X (1903-1914)(30).
Bajo el influjo de causas muy diversas --como las filosofías irreligiosas,
el cientifismo decimonónico y el Protestantismo liberal-- tomó cuerpo
en la Iglesia el fenómeno modernista. El Modernismo, que en el ánimo
de algunos habría de reconciliar Catolicismo y mentalidad moderna y
superar así la pretendida quiebra entre la fe y la ciencia, venía en la
práctica a vaciar de contenido sobrenatural la fe católica. San Pío X
fue un Papa valiente que atendió por encima de todo a los «intereses
de Dios» y promovió con ardor la piedad cristiana. Pío X tenía una
gran devoción por san José, cuyo nombre le impusieron en el
Bautismo. Él fue quien aprobó las letanías en honor de este Santo y
autorizó su inserción en los libros litúrgicos. En esto, como dice él
mismo, está de plena conformidad con sus predecesores: Pío IX y
León XIII. José es una ayuda poderosa y muy útil para la familia y para
la sociedad (1909).

La Primera Guerra Mundial estalló el 28 de julio de 1914. A las tres


semanas fallecía san Pío X (el 20 de agosto). El nuevo
Papa Benedicto XV (1914-1922) apenas pudo hacer otra cosa
durante aquellos años que esforzarse inútilmente en intentar la paz
entre los bandos beligerantes. El final llegó en noviembre de 1918,
gracias a la victoria de los Aliados sobre los Imperios centrales. La
Santa Sede fue rigurosamente excluida de la mesa donde se negoció
el Tratado de Versalles. Pero este tratado no trajo la paz, sino veinte
años de «entreguerras», una simple tregua entre dos conflictos
mundiales. Benedicto XV, en 1917 promulgó el primer Código de
Derecho Canónico, --que inició su predecesor Pío X-- y publicó en
1920, un poco después de la Primera Guerra Mundial, una Encíclica
sobre la paz; más tarde, publicó un Motu proprio invitando a todos los
obispos del mundo a celebrar el cincuentenario del patronazgo de
san José animando a los fieles para que renovasen su devoción al
Santo y a la Sagrada Familia. «El desenvolvimiento de la devoción de
los fieles hacia san José, traerá consigo como una consecuencia
necesaria, el culto hacia la Sagrada Familia de Nazaret, de la que fue
san José el augusto jefe; naturalmente, una de estas devociones hace
brotar la otra. José nos conduce directamente a María y por medio de
María a la fuente de toda santidad, Jesús, que santificó las virtudes
familiares por su obediencia a José y a María...»(31).
En efecto, un ejemplo de estas orientaciones del Papa se ve en el
documento colectivo de los Obispos de todas las diócesis catalanas.
En particular, el Obispo de Barcelona, Enrique Reig y Casanova,
publicaba una Carta Pastoral, que tiene un gran valor doctrinal, el
carácter de un testimonio de la ferviente tradición josefina de Cataluña
y en especial de Barcelona, y un gran interés histórico, por aludir al
origen josefino del Templo de la Sagrada Familia (32), y referirse al
movimiento espiritual suscitado por la Madre Petra de san José,
fundadora del Santuario de San José de la Montaña. Recurrir a san
José es un remedio para «la situación difícil en que se encuentra hoy
el género humano». Sus ejemplos y su protección sostendrán en su
deber, y preservarán de las falsas doctrinas a quienes ganan su vida
con su trabajo, en todas partes del mundo. El 26 de octubre de 1921,
Benedicto XV extendió a toda la Iglesia la fiesta de la Sagrada
Familia.
El periodo de «entreguerras» coincidió prácticamente con el
Pontificado de Pío XI (1922-1939); y fue la edad de oro de la Acción
Católica(33) y de claro florecimiento del Cristianismo y la Iglesia (34). El
prestigio de la Santa Sede en el mundo creció de modo extraordinario
y su personalidad internacional se vio robustecida por la firma de
numerosos Concordatos, varios de ellos con los nuevos países
nacidos de la última guerra. Pero el acontecimiento de más
envergadura fue la firma de los «Pactos Lateranenses» que pusieron
fin a la «cuestión romana». Así el 11 de febrero de 1929 aparece el
Estado de la Ciudad del Vaticano, mínimo solar territorial
indispensable para garantizar la independencia de la Santa Sede.
Como contrapunto negativo tuvieron lugar sangrientas persecuciones
sobre la Iglesia en distintos países. En Rusia, la implantación del
Comunismo produjo un sinfín de violencias antirreligiosas, que
afectaron sobre todo a los cristianos ortodoxos. Pero la persecución
llegó también a países de población católica con una dureza nunca
alcanzadas por el anticlericalismo del siglo pasado. La persecución en
México, y sobre todo la desencadenada en España durante la guerra
civil de 1936 a 1939.

Pío XI pronunció sobre san José palabras de excepcional importancia.


Este hombre audaz y valiente no puede ser acusado de ignorancia o
de piedad sentimental. El 21 de abril de 1926, con ocasión de la
beatificación de Jeanne-Anthide Thouret y de Andre-Hubert Fournet,
concreta cuáles son los fundamentos del patronazgo de san José,
cuya fiesta caía en ese día:

«Este es un Santo que entra en la vida y se desgasta entero


cumpliendo una misión única de parte de Dios, la misión de conservar
la pureza de María, de proteger a nuestro Señor, y de esconder, por
medio de su admirable cooperación, el secreto de la Redención. La
santidad incomparable de san José tiene sus raíces en la grandeza de
esta misión, ya que no fue confiada a ningún otro santo... Es evidente
que, en virtud de tan alta misión, José poseía ya el título de gloria que
le corresponde, el de Patrono de la Iglesia universal. Toda la Iglesia se
encontraba ya presente junto a él, en estado de germen fecundo».

Dos años más tarde, el 19 de marzo de 1928 en la fiesta de san José,


vuelve sobre el mismo tema y muestra cómo la misión de san José es
más importante que las de san Juan el Bautista y la de san Pedro.
Entre la misión de Juan el Bautista y la de san Pedro está la de san
José. «Misión recogida, silenciosa, casi inadvertida y desconocida,
misión llevada a cabo con humildad y silencio... Allá en donde más
profundo es el misterio, en donde más espesa la noche que lo
envuelve y mayor el silencio, es precisamente donde encontramos la
misión más alta y el más brillante cortejo de virtudes requeridas y de
méritos que de ellas derivan. Misión única, altísima, la de conservar la
virginidad y la santidad de María, la de tomar parte en el gran misterio
escondido a los ojos de los siglos y cooperar así en la Encarnación y
en la Redención».

Esta misión única de José en la tierra se traduce en el cielo por un


gran poder de intercesión. Pío XI declara el 19 de marzo de 1935:
«José es quien lo puede todo cerca del divino Redentor y cerca de su
divina Madre, de una manera y con una autoridad que superan las de
un simple depositario». Y tres años más tarde en la misma fecha: «La
intercesión de María es la de la madre, no vemos qué es lo que su
divino Hijo podría negarle a tal madre. La intercesión de José es la del
esposo, la del padre putativo, la del jefe de familia, no puede dejar de
ser todopoderosa, pues nada pueden negarle Jesús y María a José
que les consagró toda su vida y a quien realmente debieron los
medios de su existencia terrestre».

Ante la tangible amenaza de los totalitarismos ateos o paganos y para


hacer realidad su divisa: «La paz de Cristo en el reino de Cristo», Pío
XI cuenta especialmente con la intervención de san José. En su
célebre Encíclica Divini Redemptoris, contra el comunismo, en 1937(35),
donde fijaba con claridad la actitud de la Iglesia, declara: «Ponemos la
gran acción de la Iglesia católica contra el comunismo ateo mundial
bajo la égida del poderoso protector de la Iglesia, san José. Él
pertenece a la clase obrera y él experimentó el peso de la pobreza en
sí y en la Sagrada Familia, de la que era jefe solícito y amante; a él le
fue confiado el divino niño, cuando Herodes envió sus sicarios contra
él. Con una vida de absoluta fidelidad en el cumplimiento del deber
cotidiano, ha dejado un ejemplo de vida a todos los que tienen que
ganar el pan con el trabajo de sus manos. Y mereció ser llamado el
justo, ejemplo viviente de la justicia cristiana que debe dominar en la
vida social».
La Segunda Guerra Mundial (1939-1945) superó ampliamente a la
Primera en duración y magnitud. Millones de personas perdieron la
vida en los frentes de batalla y en los campos de concentración. El
sucesor de Pío XI fue Pío XII (1939-1958) que dio un paso grande en
la universalidad real de la Iglesia cuando en 1946 realizó su primera
promoción cardenalicia(36). Ejercitó un infatigable magisterio, tratando
en sus alocuciones múltiples aspectos de la vida y moral cristianas, en
las nuevas circunstancias del mundo(37). Quiso cristianizar la "fiesta del
trabajo del 1 de mayo" instituyendo la fiesta de san José Artesano.
Una y otra vez señalaba a san José como el protector con mejor título
de todas las clases de la sociedad y de todas las profesiones. Habló
de este Santo a los obreros, a los matrimonios jóvenes, a los
cristianos militantes, a los estudiantes y a los niños. Para él, el
patronazgo de san José no es una hermosa fórmula teológica, o una
piadosa apelación, sino una verdad fundamental. José, igual que
María, está íntimamente unido a la doctrina del cuerpo místico de
Cristo que es la Iglesia del cielo y de la tierra.
El Concilio Vaticano II y san José

Juan XXIII (1958-1963) sucede a Pío XII. Cuando fue elegido Papa,


sintió no poder tomar el nombre de José, a causa de la costumbre,
pero no obstante, escogió el 19 de marzo como fecha de su fiesta
personal. Pese a su brevedad tuvo gran impacto en la Iglesia. A los
tres meses de su elección, el 25 de enero de 1959, reveló su intención
de convocar un concilio ecuménico y así en la Bula Humanae salutis lo
convocó el 25 de diciembre de 1961 para «promover el incremento de
la fe católica y una saludable renovación de las costumbres del pueblo
cristiano, y adaptar la disciplina eclesiástica a la condiciones de
nuestro tiempo».

Juan XXIII, dio múltiples testimonios de su devoción a san José.


Confesaba: «Amo mucho a san José, hasta tal punto que no sé
empezar mi jornada, ni terminarla, sin que mi primera palabra y mi
último pensamiento se dirijan a él». Siendo Nuncio en París visitó la
casa madre de las Hermanitas de los Pobres en La Tour Saint-Joseph.
En esta ocasión contó que quiso recibir la consagración episcopal en
la fiesta de san José «porque es el Patrono de los diplomáticos».
Explicó: «Como san José, los diplomáticos pueden al mismo tiempo
presentar a Jesús y esconderlo. Como san José, deben saber callar,
medir sus palabras, saber emplearse sin mirar la dignidad del
servicio... y sobre todo paladear dulce y tragar amargo..., obedecer
aun cuando no se comprenda, como san José cuando partió con su
borriquillo».

Cuando fue Papa, dio las mismas consignas a todos los cristianos:
Emplearse igual en tareas humildes que en misiones importantes, sin
calibrar la dignidad de lo que se hace. José, esposo de María, no fue
más que un artesano que ganaba su pan con su trabajo. Lo que
cuenta delante de Dios es la fidelidad. El 19 de marzo de 1959,
celebrando la Misa para un grupo de trabajadores de la ciudad de
Roma, les decía: «Todos los santos glorificados merecen un honor y
un respeto particulares, pero es evidente que san José posee, con
justo título, un lugar muy particular, más suave, más íntimo, más
penetrante en nuestro corazón».
El 1 de mayo de 1960, Juan XXIII dirige un radio-mensaje sobre san
José a todos los que trabajan y a todos los que sufren. Comienza así:
«Es natural que nuestro pensamiento se dirija a cada una de las
regiones y ciudades en que se desenvuelve la vida de todos los días:
los hogares, las escuelas, las oficinas, los mercados, las fábricas, los
despachos, los laboratorios, a todos los lugares santificados por el
trabajo intelectual o manual, en las varias y nobles formas que reviste
según la fuerza y capacidad de cada uno... Con la ayuda de san José,
cada familia cristiana dedicada al trabajo puede reflejar fielmente el
ejemplo y la imagen de la Sagrada Familia de Nazaret... El trabajo es,
en verdad, una alta misión: es para el hombre como una colaboración
inteligente y efectiva con Dios Creador, del cual ha recibido los bienes
de la tierra para cultivarlos y hacerlos prosperar».

La gran iniciativa de Juan XXIII fue convocar el Concilio Vaticano II. En


las Letras Apostólicas de 19 de marzo de 1961, explica por qué quiere
este Concilio tan importante, que ha colocado bajo la protección
especial de san José. Comienza por recordar lo que sus predecesores
hicieron por la gloria de san José, a continuación explica que el
Concilio es para todo el pueblo cristiano, que debe beneficiarse de él
por una corriente de gracia, para una vitalidad mayor. Añade que no
se puede encontrar mejor protector que san José para obtener la
ayuda del cielo en la preparación y el desarrollo de este Concilio, que
debe señalar toda una época.

Otra iniciativa importante de Juan XXIII fue introducir en 1962 el


nombre de san José en el Canon de la Santa Misa, inmediatamente
detrás de la Virgen María. Pío IX no se decidió a hacerlo. Las
peticiones que habían sido formuladas en el Concilio Vaticano I,
volvieron a formularse en número muy grande en el Concilio Vaticano
II(38). Los Padres del Concilio no tenían nada que deliberar acerca de
esto, puesto que se refería a un rito litúrgico entre tantos otros(39).
No obstante, el Concilio hizo suya esta decisión de Juan XXIII
incorporando el texto del Communicantes, en el que se encuentra el
nombre de san José, en la Constitución dogmática Lumen
gentium. Esta Constitución habla del misterio de la Iglesia, cuerpo
místico de Cristo. El capítulo séptimo concierne especialmente a la
unión muy íntima que liga a los miembros de la Iglesia que caminan
todavía en la tierra con aquellos que ya gozan de la vida de plenitud
en el cielo. Esta presencia invisible de nuestros amigos los santos se
actualiza cuando nos reunimos para orar, y muy particularmente en la
celebración de la Santa Misa. El texto es digno de meditación, pues
afirma que san José merece un lugar escogido:
«Nuestra unión con la Iglesia celestial se realiza de manera nobilísima
especialmente en la sagrada liturgia, en la que la fuerza del Espíritu
Santo se ejerce sobre nosotros a través de los signos sacramentales,
celebrando juntos la alabanza de la majestad divina con alegría
común..., celebrando el Sacrificio Eucarístico es como nos sumamos
mejor al culto de la Iglesia celestial, unidos en una misma comunión y
venerando la memoria, en primer lugar, de la gloriosa siempre Virgen
María y de san José, de los bienaventurados Apóstoles y mártires y de
todos los Santos»(40).
La apertura solemne fue el 11 de octubre de 1962, pero el buen Papa
Juan tan sólo vivió el primer periodo de sesiones. Le sucedió Pablo
VI (1963-1978), que gobernó la Iglesia durante las tres etapas
ulteriores del Concilio, celebradas en los tres años siguientes, hasta la
clausura, el 8 de diciembre de 1965. El desarrollo económico
producido tras el periodo de la posguerra hizo surgir en los países más
ricos una nueva «sociedad del bienestar», que ha demostrado tener
una sorprendente capacidad de disolución del espíritu cristiano. El
vértigo del consumismo ha difundido entre gentes de todos los niveles
una oleada de materialismo práctico, una afán hedonista de gozar si
medida de las cosas terrenas, con olvido de las realidades eternas. En
suma, una visión naturalista de la vida humana, reducida al plano de la
pura temporalidad(41).
El Concilio Vaticano II trazó un importante programa de renovación
cristiana, capaz de reportar grandes bienes a la Iglesia(42). Pero en
torno a la época de su celebración afloró a la superficie una profunda
crisis en la vida eclesial, traducida en un sinfín de abusos cometidos
en nombre de un pretendido «espíritu conciliar». En la sociedad
eclesiástica se produjo entonces una violenta explosión
«neomodernista» de extensión y alcance universales(43). Pablo VI habla
con frecuencia de san José. Se detiene menos en subrayar sus
prerrogativas que en recordar su misión en la Iglesia de hoy. Así en el
Ángelus del 19 de marzo de 1970 decía: «la misión de José al lado de
Jesús y de María fue una misión de protección, de defensa, de
salvaguardia y de subsistencia... La Iglesia tiene necesidad de ser
defendida, tiene necesidad de ser custodiada, en la escuela de
Nazaret, pobre y laboriosa, pero viva, consciente y disponible para su
vocación mesiánica. Esta necesidad de protección, hoy, es grande
para poder mantenernos indemnes y para actuar en el mundo..., la
misión de san José es la nuestra: custodiar a Cristo, hacerle presente,
en nosotros y alrededor de nosotros».
Y tres años más repetía en una homilía: «José es el protector de
Cristo cuando entra en este mundo, el protector de la Virgen María, de
la Sagrada Familia, el protector de la Iglesia, el protector de quienes
trabajan. Todos podemos decir: Nuestro protector».
La devoción a san José en el siglo XX

En nuestro siglo XX, desde el Oriente al Occidente, allí donde resuena


el nombre del Salvador, resuena también con gloria y alabanza, el
nombre del que tan perfectamente hizo con Él las veces de "padre".
Por todas partes templos, imágenes, altares dedicados en honor de
san José. Por todo el mundo cofradías y congregaciones, para
implorar su favor durante la vida y en el trance de la muerte. Por
doquier muchedumbres, cada vez más numerosas, que respondiendo
a los deseos de la Iglesia, acuden a san José, para obsequiarle y pedir
su protección, con fervientes cultos, en novenas, visitas semanales,
siete domingos y aun meses enteros.

El documento colectivo de los Obispos del Canadá, del 26-XI-1955,


lo escogemos como una muestra eminente de la enseñanza universal
del Episcopado católico sobre el glorioso Patriarca. Por ser Canadá el
primer país del mundo --año 1624-- puesto bajo el Patrocinio de san
José, y por el hecho de la existencia en él del Oratoire de Saint
Joseph, de tan providencial significado en nuestra época.

Se puede afirmar, sin embargo, que la devoción tradicional a san José


permanece viva hasta el Concilio Vaticano II, en que para ella, lo
mismo que para el culto de María, comienza un período de crisis. En
la etapa posconciliar, concretamente en 1975 escribe H. Holstein en
un fascículo de los Cahiers marials dedicado a san José, un artículo
titulado «¿Una devoción desacelerada?»(44). El autor observa ante todo
que «la devoción a san José experimenta actualmente un declive del
que no es preciso aducir pruebas: relegación de las estatuas al fondo
de las sacristías o de los graneros polvorientos, desuso de los meses
de san José, escasez de predicaciones y novenas». Respecto a las
múltiples causas de este desinterés o alergia respecto a san José, H.
Holstein descubre la principal en la «reacción, espontánea más que
refleja, contra el fervor experimentado en el siglo XIX hacia el padre
nutricio de Jesús».
Frente a una presentación de José que acentúa su autoridad en la
familia y su poder para defender a la Iglesia y a la sociedad de los
peligros del mundo moderno, está justificada la reacción de disgusto y
hasta de rechazo. Sí --insiste H. Holstein-- porque se trata de un triple
rechazo: «Rechazo de un espléndido aislamiento de san José,
admirado e invocado en su poder de padre de familia, sin referencia
primordial al misterio de la Encarnación; rechazo de la sociología
familiar y del respeto al orden establecido, que se funda en la
obediencia impuesta por el orden providencial...; rechazo del clima de
asedio de una Iglesia que, lejos de buscar una irradiación, se ve
reducida a implorar un defensor contra incesantes ataques y peligros
inminentes...».

Sin forzar las deficiencias del pasado ni renegar de sus valores, se


impone no obstante una renovación de la teología y del culto de san
José siguiendo las huellas de cuanto han propuesto sobre María el
Concilio Vaticano II y la Marialis cultus de Pablo VI. El cristiano en
nuestros días no tiene una especial devoción al Santo Patriarca. Para
contrarrestar los peligros de la sociedad moderna, ha querido la Iglesia
nuestra Madre ofrecernos en la devoción a nuestro Santo un auxilio y
un modelo perfectísimo. Auxilio y modelo para la pureza, en medio del
mundo corrompido; auxilio y modelo para la vida de oración, en medio
del mundo disipado como nunca; auxilio para el trabajo encaminado al
servicio de Dios; auxilio para el amor y abnegación en obsequio al
Verbo humanado y a su santísima Madre, auxilio para una santa vida,
y para una santa muerte. He aquí por qué la Iglesia nos encamina en
estos tiempos, y con tanto anhelo, al Santo Patriarca.

Ya escribía sobre san José el entonces Obispo auxiliar de Cracovia,


Karol Wojtyla, el 20 de marzo de 1960 en el semanario Tygodnik
Powszechny: «Desde el siglo XIX predomina en la Iglesia, tanto en su
Magisterio como en su liturgia, otro modo de interpretar a san José.
No se acentúa tanto el rasgo contemplativo, sino más bien su papel
social»(45). «San José, que fue durante su vida en la tierra el tutor
del Cristo histórico, tiene que ser ahora necesariamente el tutor
del Cristo místico, esto es, de la santa Iglesia»(46).
Vemos, pues, que la Iglesia está renovando constantemente la lectura
de este personaje y que no cesa de hallar en él nuevas riquezas no
conocidas, mejor, no reveladas desde el principio, pues la historia de
la humanidad ayuda también a esta comprensión. La personalidad de
san José nos permite acercarnos a los más profundos valores
humanos. Si en siglos pasados el Santo Patriarca era puesto como
modelo de las almas contemplativas, actualmente hemos de verlo
modelo del hombre contemporáneo, más social y más como tutor o
padre.

El futuro Papa reflexiona sobre el problema del hombre. Siendo san


José uno de los muchos hombres que aparecen en el Evangelio, todos
ellos están relacionados con Cristo, el Señor. Entre los que están de
parte de Jesús destacan los Apóstoles y Juan el Bautista. San José
cierra el cuadro. En efecto, «la personalidad de san José tiene un
peso específico muy considerable en el Evangelio, y el tipo de hombre
que configura su persona, en sí, nos señala, no solamente la
disposición natural de las fuerzas y relaciones dominantes en el Reino
de Dios en la tierra, en la Iglesia. La Iglesia, en su configuración
externa, es la organización, la sociedad transparentemente
organizada; pero en su interior es la familia de Dios, gracias a su
comunidad de fines y a su vida sobrenatural. Por lo mismo toda su
actividad externa, socialmente organizada por el hombre dentro de la
Iglesia, debe estar impregnada del espíritu de paternidad o tutela. En
caso contrario, esa actividad, a pesar del posible esplendor externo,
se realizaría dentro de un vacío interior. Ateniéndonos, pues, al
problema del hombre en su totalidad y en el Evangelio, deberíamos
pensar igualmente en cierta paternidad de los Apóstoles y en cierto
apostolado en san José. En consecuencia puede decirse que, en la
Iglesia se es apóstol, cuando se es a la vez tutor y padre. Solamente
entonces se cumple en pleno sentido de la palabra la misión del Reino
de Dios en la tierra».

La devoción a san José en el Beato Josemaría Escrivá

Es indudable que la persona de san José, su vocación y misión,


meditada a la luz del amplio contexto evangélico, puede conducirnos
ciertamente a una confrontación con la vida actual. Quien lo ha
conseguido de modo admirable en el siglo XX es el Beato Josemaría
Escrivá de Balaguer (1902-1975), Fundador del Opus Dei, pionero --
desde 1928-- en la difusión de la llamada universal a la santidad en
nuestros días, mensaje nuclear del Concilio Vaticano II. El lector
encontrará en su homilía En el taller de José(47), un rico pensamiento
teológico entroncado con las fuentes más tradicionales, y en especial
sintonía con Santa Teresa de Jesús. Y a su vez, sus enseñanzas
sobre san José --y su devoción personal--, tanto por escrito como
recogidas de viva voz, componen toda una teología espiritual --sobre
fundamentos sólidamente dogmáticos--, de base firme para la
devoción relevante que en la Prelatura Opus Dei se tiene a san José.
En una primera lectura de En el taller de José se ve claramente que se
propone al Santo Patriarca como modelo acabado para los cristianos
que viven en el mundo. «Ningún hombre es despreciado por Dios.
Todos, siguiendo cada uno su propia vocación --en su hogar, en su
profesión u oficio, en el cumplimiento de las obligaciones que le
corresponden por su estado, en sus deberes de ciudadano, en el
ejercicio de sus derechos-- estamos llamados a participar del reino de
los cielos. Eso nos enseña la vida de san José: sencilla, normal y
ordinaria, hecha de años de trabajo siempre igual, de días
humanamente monótonos, que se suceden los unos a los otros. Lo he
pensado muchas veces, al meditar sobre la figura de san José, y ésta
es una de las razones que hace que sienta por él una devoción
especial» .
(48)
Los que le conocían sabían de sobra hasta qué hondura llegaban las
raíces de esa devoción, realmente especial, que el Beato Josemaría
manifestaba haber tenido "desde el principio". Cuenta el mismo
Fundador del Opus Dei en la homilía que hemos citado: «Cuando en
su discurso de clausura de la primera sesión del Concilio Vaticano II,
el pasado 8 de diciembre, el Santo Padre Juan XXIII anunció que en el
canon de la Misa se haría mención del nombre de san José, una
altísima personalidad eclesiástica me llamó en seguida por teléfono
para decirme: Rallegramenti! ¡Felicidades!: al escuchar ese anuncio
pensé en seguida en usted, en la alegría que le habría producido. Y
así era: porque en la asamblea conciliar, que representa a la Iglesia
entera reunida en el Espíritu Santo, se proclama el inmenso valor
sobrenatural de la vida de san José, el valor de una vida sencilla de
trabajo cara a Dios, en total cumplimiento de la divina voluntad(49). Esa
era la razón fundamental de aquella alegría que le produjo el gesto de
Juan XXIII. Es conocido que, en la lista de firmantes en la petición
presentada con tal motivo al Santo Padre, figuraba la del Beato
Josemaría Escrivá de Balaguer(50).
Quienes lo trataban conocían su devoción a san José y lo proclamaba
con gratitud y orgullo filial: «Yo le llamo mi Padre y Señor y, además,
no me da vergüenza decir que lo quiero mucho»(51). «San José --decía
en otra ocasión--, que no te puedo separar de Jesús y de María; san
José, por el que he tenido siempre devoción, pero comprendo que
debo amarte cada día más y proclamarlo a los cuatro vientos, porque
éste es el modo de manifestar el amor entre los hombres, diciendo: ¡te
quiero!, San José, Padre y Señor nuestro: ¡en cuántos sitios te habrán
repetido ya a estas horas, invocándote, esta misma frase, estas
mismas palabras! San José, nuestro Padre y Señor, intercede por
nosotros»(52). Este amor al Santo Patriarca se desarrolló
con ímpetu creciente(53) en los últimos años de su vida en la tierra, y
con singular intensidad desde la gran catequesis que hizo por
América. Ciertamente había sido una constante este cariño, esta
devoción especial hacia san José, maestro de vida interior protector
de la Iglesia universal y patrono del Opus Dei.
Como vivencia personal apoyada en sólidas bases doctrinales, se
explica que la devoción a san José tenga un lugar notablemente
destacado en la espiritualidad del Opus Dei: en la celebración de su
fiesta de marzo y en la tradicional costumbre de los Siete Domingos;
en la veneración de sus imágenes; en el recurso constante a «San
José, nuestro Padre y Señor» a la hora del trato con Dios en la
oración; en la inseparabilidad de los tres nombres --Jesús, María y
José--, redescubrimiento, en línea con la más entrañable devoción
popular, del puesto protagonista que ocupa en la Historia de la
Salvación la Sagrada Familia, la trinidad de la tierra, como gustaba de
repetir el Beato Josemaría Escrivá de Balaguer(54).
A modo de conclusión: Juan Pablo II y la "Redemptor Custos"

Tras la muerte de Pablo VI, vino el fugaz pero luminoso pontificado


de Juan Pablo I (26-VIII al 29-IX de 1978); y el 16 de octubre de 1978,
el cardenal Karol Wojtila, arzobipo de Cracovia, fue elegido Papa y
tomó el nombre de Juan Pablo II. La nueva elección pontificia
constituyó un acontecimiento de gran trascendencia: por primera vez
en cuatro siglos y medio un no italiano ocupaba la Cátedra de Pedro.

En una Audiencia general del 19 de marzo de 1980, Juan Pablo II, con
gran riqueza de ideas tradicionales, comentando algunos pasajes
evangélicos de la vida de Infancia, profundiza en la paternidad de san
José y en su continuidad en la familia de Dios, que es la Iglesia:
«José, al que conocemos por el Evangelio, es hombre de acción. Es
hombre de trabajo. El Evangelio no ha conservado ninguna apalabra
suya. En cambio, ha descrito sus acciones; acciones sencillas,
cotidianas, que tienen a la vez el significado límpido para la realización
de la promesa divina en la historia del hombre; obras llenas de
profundidad espiritual y de la sencillez madura. Así es la actividad de
José, así son sus obras, antes de que le fuese revelado el misterio de
la Encarnación del Hijo de Dios, que el Espíritu Santo había obrado en
su Esposa (...) El Hijo de Dios, el verbo encarnado, durante los treinta
años de la vida terrena permaneció oculto: se ocultó a la sombra de
José. Al mismo tiempo María y José permanecieron "escondidos en
Cristo", en su misterio y en su misión»

Y más adelante añade: «Eran necesarias almas profundas --como


santa Teresa de Jesús-- y los ojos penetrantes de "la contemplación",
para que pudiesen ser revelados los espléndidos rasgos de José de
Nazaret: aquel de quien el Padre celestial quiso hacer, en la tierra, el
hombre de su confianza. Sin embargo, la Iglesia ha sido siempre
consciente, y lo es hoy especialmente, de cuán fundamental ha sido la
vocación de este hombre: del esposo de María, de Aquél que, ante los
hombres, pasaba por el padre de Jesús y que fue, según el espíritu,
una "encarnación" perfecta de la paternidad en la familia humana y al
mismo tiempo sagrada».

El domingo día 23 de mayo de 1982, Juan Pablo II beatificó a cinco


siervos de Dios, y entre ellos a Frère André (1845-1837), canadiense,
Hermano de la Congregación de la Santa Cruz, que ha sido un apóstol
escogido por Dios en nuestro siglo para la difusión del culto y
confianza hacia san José, fundador del Oratoire de Saint Joseph, al
que acuden anualmente millones de peregrinos y por el que Montreal
se ha convertido en «la capital mundial del culto a san José». Dice el
Papa en la homilía de la Beatificación que el hermano Andrés se sintió
muy próximo a la vida de san José «trabajador pobre y aislado, tan
cercano al Salvador», Santo a quien Canadá, y especialmente la
Congregación de la Santa Cruz, ha honrado siempre mucho. El
hermano Andrés tuvo que soportar incomprensiones y burlas por el
éxito de su apostolado, pero siguió siendo siempre sencillo y jovial,
porque «acudió a san José y ante el Santísimo Sacramento,
practicaba él largamente y con fervor en nombre de los enfermos, la
oración que les enseñaba».

Además, Juan Pablo II, con motivo del centenario de la encíclica de


León XIII, Quamquam pluries --que ya comentamos--, publica la
Exhortación apostólica Redemptoris Custos, el 15-VIII-1989, para
preparar a la Iglesia bajo la protección del santo Patriarca en su
entrada en el Tercer Milenio. Es ya el último comentario sobre José de
Nazaret del Magisterio pontificio. El Romano Pontífice actual nos
resume, por una parte, la reciente historia del magisterio pontificio
sobre el patronazgo de san José para la Iglesia universal (55), y, por otra,
recuerda así que en tiempos difíciles para la Iglesia, Pío IX, queriendo
ponerla bajo la especial protección del santo patriarca José, lo declaró
«patrono de la Iglesia Católica»(56). El pontífice sabía que no se trataba
de un gesto peregrino, pues, a causa de la excelsa dignidad
concedida por Dios a este su siervo fiel, «la Iglesia, después de la
virgen santa, su esposa, tuvo siempre en gran honor y colmó de
alabanzas al bienaventurado José y a él recurrió sin cesar en las
angustias»(57).
En nuestros días, el recién fallecido P. Francisco de Paula (58) escribe
una introducción a la lectura de la Exhortación apostólica Redemptoris
Custos de Juan Pablo II, en estos términos: «Nuestro Papa actual
Juan Pablo II, al verse envuelto en tan graves acontecimientos
mundiales, ha vuelto los ojos a san José. La "Redemptoris Custos",
que forma una trilogía con la Redemptor Hominis y la Redemptoris
Mater es una llamada a san José para que "bendiga a la Iglesia", el
Santo personalmente. El Santo Padre, cede el lugar que ocupa de
"representante", a san José que es el "verdadero Padre", en el sentido
en que el Padre Eterno, de quien procede toda paternidad en el cielo y
en la tierra, le concedió la potestad paterna sobre Cristo y su Obra. La
exhortación apostólica de Juan Pablo II, se firmó también el 15 de
agosto. (...) Que san José proteja a la Iglesia, la bendiga y con ella de
modo particular al Papa Juan Pablo II, que tan providencialmente nos
ha dado Dios y la Virgen, en estos momentos cruciales en la historia
de la humanidad y que se ha puesto al servicio y bajo la protección de
toda la Sagrada Familia»(59).
En efecto, hace cien años el papa León XIII exhortaba al mundo
católico a orar para obtener la protección de san José, patrono de toda
la Iglesia. La carta encíclica Quamquam pluries se refería a aquel
«amor paterno» que José «profesaba al niño Jesús»; a él, «próvido
custodio de la sagrada familia», recomendaba la «heredad que
Jesucristo conquistó con su sangre». Desde entonces la Iglesia --
como he recordado al comienzo de esta sección-- implora la
protección de san José en virtud de "aquel sagrado vínculo que lo une
a la inmaculada Virgen María", y le encomienda todas sus
preocupaciones y los peligros que amenazan a la familia humana. Aún
hoy tenemos muchos motivos para orar con las mismas palabras de
León XIII: "Aleja de nosotros, oh padre amantísimo, este flagelo de
errores y vicios... Asístenos propicio desde el cielo en esta lucha
contra el poder de las tinieblas...; y como en otro tiempo libraste de la
muerte la vida amenazada del niño Jesús, así ahora defiende a la
santa Iglesia de Dios de las hostiles insidias y de toda adversidad" (60). Y
termina glosando Juan Pablo II: «Aún hoy existen suficientes motivos
para encomendar a todos los hombres a san José»(61). Que así sea.
 

Notas

1. Dos Papas fueron prisioneros de los gobiernos revolucionarios.


Napoleón, restaurador de la Iglesia en Francia, asumió también la
herencia del Galicanismo. La Restauración pretendió un retorno al
Antiguo Régimen. Muchos católicos, impresionados por la experiencia
sufrida, propugnaron una «alianza entre el Trono y el Altar».

2. Cfr José Orlandis, Historia Breve del Cristianismo, Rialp, 5ª ed.,


Madrid 1997, pp. 155-159.

3. La Asamblea exigió a los sacerdotes juramento de fidelidad a la


Constitución política, dentro de la cual estaba la mencionada
«Constitución civil». El Papa Pío VI prohibió el juramento y excomulgó
a los sacerdotes que lo prestaran (12-III-1791). Un cisma se abrió
entre los sacerdotes «juramentados» y los «no juramentados», que se
convirtieron legalmente en individuos bajo sospecha. La Asamblea
Legislativa, que sucedió a la Constituyente, decretó el 27 de mayo de
1792 la deportación de los sacerdotes «no juramentados»; en
septiembre, la Convención sustituyó a la Asamblea Legislativa y
comenzaron las matanzas de sacerdotes.

4. Los años siguientes registraron alternativas de distensión y


renovada persecución religiosa. Esta se recrudeció bajo el Directorio
Jacobino (1797-1799), cuando los franceses ocuparon Roma y se
proclamó la República Romana. El Papa Pío VI, anciano y enfermo,
fue deportado a Siena, Florencia y, finalmente, a Francia.

5. El Concordato tuvo, sin duda, consecuencias favorables para la


Iglesia: permitió una restauración de la vida cristiana en Francia,
favorecida por la renovación del sentimiento religioso, propia del
primer Romanticismo, reacción apasionada contra el seco
racionalismo de la Ilustración. El «Genio del Cristianismo» de
Chateaubriand (1802), refleja fielmente un tal estado del espíritu. El
Concordato hizo también posible la apertura de seminarios sostenidos
por el Estado y la consiguiente formación de un nuevo clero; el criterio
de Napoleón fue en cambio muy restrictivo con respecto a la Ordenes
religiosas. Hay que advertir, por otra parte, que durante la época
napoleónica tomó cuerpo en Francia un partido o un grupo de opinión
claramente opuesto al Cristianismo y a la Iglesia, integrado por gentes
de diversa extracción: propietarios de antiguos bienes eclesiásticos,
funcionarios públicos, militares profesionales, intelectuales del Instituto
de Francia y obreros del incipiente proletariado urbano. Estos sectores
de opinión de signo anticristiano integraron una poderosa fuerza que
se enfrentaría con la Iglesia a lo largo de todo el siglo XIX.

6. Por decisión unilateral y sin consultar a la Santa Sede, Napoleón


promulgó, junto al texto del Concordato, los «Setenta y siete Artículos
orgánicos», que recogían el espíritu --y en ocasiones la letra-- de los
viejos «Artículos» galicanos, impuestos por Luis XIV en 1682.

7. Muchos fueron los vejámenes que el Pontífice, en Savona, y


después en el castillo de Fontainebleau, tuvo que sufrir en los tres
años de destierro. Baste decir que Napoleón era quien gobernaba la
Iglesia; que llegó a exigir se le entregase el Anillo del Pescador con
que el Papa sellaba sus Breves, y el Papa le rompió antes de
entregarle.

8. Muy distinta fue la reacción de sus principales colaboradores, que


se mantuvieron fieles a la Iglesia: Lacordaire fue el restaurador de la
Orden dominicana en Francia; otros como Montalembert y Falloux,
profesaron un liberalismo mitigado y defendieron con ahinco la libertad
de enseñanza.
9. Los liberales aplaudieron los reiterados alzamientos de la católica
Polonia contra la opresión de la Rusia de los Zares. La Revolución de
1830 dio pie a una alianza entre católicos y liberales belgas, que
lograron sustraer a Bélgica del dominio calvinista de la Monarquía
holandesa y dotaron al nuevo reino de una Constitución liberal. El
pueblo irlandés obtuvo su emancipación de la Corona británica bajo
O'Connel. También en la Península itálica, enfebrecida por el
«Risorgimento», su camino hacia la unidad nacional pasaba por la
desaparición de los Estados Pontificios y la conversión de la Roma
papal en la capital del Reino de los Saboya.

10. Todas estas doctrinas sirvieron de base a una ofensiva


generalizada contra el Cristianismo en el terreno de la ciencia y en
particular de las Ciencias Naturales. Pero también el propio ámbito de
las ciencias sagradas se transformó en palestra de lucha anticristiana.
La crítica de la historicidad de la Sagrada Escritura o su vaciamiento
de contenido sobrenatural llevaron a Straus hasta la negación de la
existencia de Cristo y movieron a E. Renan a escribir una célebre
«Vida de Jesús», de un Jesús que ya no sería Dios, aunque fuera el
más noble de los hijos de los hombres.

11. Es posible que muchos en nuestros días no terminen de


comprender el empeño puesto por el Papa en la defensa del poder
temporal. Pero la historia se falsea cuando no se acierta a contemplar
los hechos desde el punto de vista de sus protagonistas. Pío IX
defendió sus derechos hasta el final porque estos derechos eran para
él un precioso legado que había recibido de sus antecesores en el
Pontificado. Y, con mayor razón aún, porque aquellos Estados, con
más de mil años de existencia, se consideraban entonces como
condición indispensable para garantizar la independencia de los
Papas en el gobierno de la Iglesia universal.

12. A todo esto habría que añadir la pérdida de los cantones suizos en
favor de los protestantes en la guerra del «Sonderbund» (1847) y la
violencia anticlerical y los ataques del «Kulturkampf» de Bismark
contra los católicos alemanes en los últimos años de Pío IX.

13. El documento no encerraba novedades sustanciales, ya que todos


los errores habían sido denunciados previamente en anteriores textos
del Magisterio. Lo novedoso era ahora la forma y el acento más
rotundo que parecían tener aquellas propuestas extraídas de sus
anteriores contextos y puestas una tras otra, a manera de
impresionante silabario.
14. La última proposición en la que se rechazaba el pretendido deber
del Romano Pontífice de reconciliarse con el progreso y la «civilización
moderna», hizo rasgarse las vestiduras a los críticos liberales y
enardeció el entusiasmo de los católicos tradicionales.

15. Una de estas cartas le había emocionado particularmente, la del


Padre Lataste, dominico, fundador de las dominicas de Betania, que
había ofrecido su vida para que san José fuese proclamado Patrono
de la Iglesia y para que su nombre fuese incluido en el Canon de la
Santa Misa.

16. Cuando fue Papa, publicó el 15 de agosto de 1889 la


Encíclica Quamquam pluries sobre el verdadero lugar de san José en
la Iglesia y sobre las razones que tenemos para invocarle.

17. Por parte de Pío IX, éste es un gesto, una señal intrépida, un
verdadero gesto profético. No hay más que pensar en las
circunstancias trágicas en que se encontraba, todos sus Estados
acababan de serle arrebatados; algunas semanas antes las tropas
piamontesas se habían apoderado de Roma. El Papa estaba
prisionero en su palacio del Vaticano. Permanecía preso allí
voluntariamente con el fin de salvaguardar su libertad y la de la Iglesia.
El nuevo rey de Italia le ofreció su policía y sus tropas para protegerle,
muchas naciones le invitaron como huésped para que se instalara
donde mejor quisiera. Pío IX rechazó todas estas propuestas, con el
fin de no depender de ningún gobierno protector, y sobre todo para
mantener en Roma el centro de la Iglesia.

18. Entre este clero secular, el Cura de Ars, san Juan Maria Vianney,
es un ejemplo de santidad heroica en la persona de un humilde
párroco de aldea.

19. Recordemos a los benedictinos de Dom Guéranguer, los


dominicos impulsados por Lacordaire y a los jesuitas, restaurados por
Pío VII.

20. Entre ellas sobresalieron las «Conferencias de san Vicente»,


creadas por Federico Ozanam.

21. Los párrafos que reproducimos corresponden a un retiro para


huérfanas obreras pronunciado en Turín el 19 de marzo de 1857.
Cfr Archivio Storico della Congregazione di S. Giuseppe, Casa
generalicia de Roma, vol. XXXIII, p. 1316.
22. Cfr El Mensajero del Sagrado Corazón de Jesús, 1870, pp. 174-
180.

23. Santa Teresita del Niño Jesús, Historia de un alma, cap. VI.

24. Cfr F. Canals Vidal, San José, Patriarca del Pueblo de Dios,


Balmes, Barcelona 1994, pp. 292 y ss.

25. F.J. Butiñá, Las Glorias de San José, cap. III.

26. J.M. Villaseca, Muy piadosas preces al Señor San José (México


1887; reeditado en 1966), Lección III.

27. J. Torras i Bages, Obras completas, t. II, Balmes, Barcelona 1954,


pp. 9-10.

28. Jaime Boffil, vid nº 234, 24-XII-1953.

29. La revolución industrial había dado lugar a la formación de una


nueva clase obrera --un «proletariado»--, concentrado en los
suburbios fabriles de las grandes urbes. La situación de esta clase
obrera, en una época de absoluto predominio del capitalismo liberal,
fue en sus orígenes deplorable: jornadas laborales agotadoras,
jornales escasos, trabajo infantil, viviendas insalubres fueron algunos
de tantos abusos que tuvieron que sufrir los obreros y algunos de los
aspectos más oscuros que presentaba a mediados del siglo XIX la
llamada «cuestión social». Esto suscitó lógicamente reacciones
dirigidas a luchar contra la injusticia. El Anarquismo (M. Bakunin)
propugnaba la acción violenta para terminar con el Estado y una
ordenación social injusta. Diversos sistemas «socialistas», ideados por
doctrinarios como Saint-Simón, Fourier o Proudhon, quedaron pronto
eclipsados por el «socialismo científico» de Carlos Marx --el
«Marxismo»--. Desde un punto cristiano era rechazada esta doctrina
por su materialismo histórico y la dialéctica de la lucha de clases, y
porque consideraba a la religión como el «opio del pueblo». El
antiteísmo marxista mostró una particular hostilidad hacia la religión
católica y fue un poderoso agente de descristianización de las clases
trabajadoras.

30. Recientemente se ha anunciado la próxima beatificación en


setiembre del año 2000, de dos Papas: Pío IX y Juan XXIII.
31. Benedicto XV, Breve Bonum sane, 25-VII-1920: AAS 12 (1920)
313-317.

32. En fecha muy reciente se ha anunciado también la incoación del


proceso de beatificación de su arquitecto, Gaudí.

33. Pío XI concedía gran importancia al apostolado seglar y se esforzó


por encuadrarlo dentro de una nueva concepción de la Acción
Católica. Como movimiento apostólico multiforme existía ya con
anterioridad, había sido impulsado por san Pío X, pero en este tiempo
le dio una organización centralizada y jerárquica, con el fin de ser un
instrumento privilegiado para la cristianización de una sociedad cada
vez más secularizada. La institución de la fiesta de Cristo Rey, en la
encíclica Quas primas (1925), fue la expresión de este reinado social
de Jesucristo, núcleo fundamental del magisterio de Pío XI. Y a la luz
de este proyecto recristianizador han de contemplarse las
encíclicas Casti connubi (30-XII-1930) sobre el matrimonio y la familia;
y la Quadragesimo Anno (15-V-1931), puesta al día de la doctrina
social de la Iglesia a los 40 años de la Rerum novarum de León XIII.

34. La expansión misionera en Asia y Africa hizo grandes progresos,


se multiplicaron las conversiones, y se dieron pasos decisivos para la
consolidación de las nuevas cristiandades. Importancia en tal sentido
tuvo el desarrollo del clero indígena. Una fecha señalada en la historia
de las Misiones fue el 28 de octubre de 1926, en la que Pío XI
consagró solemnemente, en la basílica de san Pedro de Roma, a seis
nuevos Obispos de raza china.

35. Con pocos días de diferencia publica otra encíclica, Mit


Brennender Sorge, contra el nacional-Socialismo alemán y su doctrina
racista.

36. Terminada la contienda, existían 32 vacantes en un Colegio


cardenalicio de 70. En el primer nombramiento de su pontificado creó
cuatro cardenales italianos y 28 de otras nacionalidades, poniendo así
término a un periodo de predominio absoluto de purpurados italianos
en el Sacro Colegio

37. Particular importancia tuvo, desde el punto de vista doctrinal, la


encíclica Humani Generis del 12-VIII-1950, que enlazaba con las
enseñanzas de san Pío X, ante los rebrotes neomodernistas.
38. El movimiento mariano, que adquiere nuevo impulso con las
apariciones de la Rue du Bac (1830) y de Lourdes (1858), aparte de la
definición del dogma de la Inmaculada Concepción (1854), tiene su
correspondencia en un movimiento de amplificación del culto de san
José a partir de 1865. Se pedían tres cosas: el patronato sobre la
iglesia universal, el culto de protodulía y la inserción del nombre de
José en las oraciones de la misa. Más que ningún otro autor, el jesuita
Cipriano Macabiau (+1915) expresa este movimiento con sus
significativos volúmenes De cultu s. Joseph amplificando... (1887)
y Primauté de saint Joseph (1897). Las peticiones son acogidas, pero
progresivamente o de modo equivalente: en 1870 Pío IX proclama a
san José "patrono de la iglesia"; la protodulia no entra en los
documentos oficiales, sin embargo los pontífices exaltan la dignidad y
el poder del santo y recomiendan su devoción: "José nos conduce
directamente a María y, por medio de ella, a Jesús, fuente de toda
santidad" (Bendicto XV, Bonum sane, 25-VII-1920, en AAS 12,313-
317).

39. También las liturgias orientales se hacen eco de las enseñanzas


de los Papas: «¡Oh José! Gloria a quien te ha honrado, gloria al que te
ha coronado, gloria al que te ha hecho patrono de nuestras almas»
(Rito melquita). «¡Oh José! lleva a David la buena nueva: Aquí está el
Padre de Dios. Tú has visto a la Virgen encinta, junto con los pastores
has cantado el Gloria, con los Magos te has postrado, con el Ángel
has tratado asuntos divinos. Ruega, pues, a Cristo, nuestro Dios, que
salve nuestras almas» (Rito bizantino).

40. LG, 50.

41. Entre las expresiones más típicas de este fenómeno pueden


señalarse: la disminución de la práctica religiosa en tierras de vieja
cristiandad, el menosprecio de la ley divina como norma de moralidad,
la crisis de numerosos matrimonios y de la propia institución familiar,
víctimas de la plga del divorcio; los atentados contra el derecho a la
vida de los seres más indefensos, el desbordamiento de la violencia.

42. No hizo el Concilio ninguna definición dogmática, por lo que sus


enseñanzas no tienen la prerrogativa de la infalibilidad; pero
constituyen actos del magisterio solemne de la Iglesia y exigen por
tanto de los fieles una adhesión interna y externa. Constituciones
dogmáticas, Decretos, declaraciones y una Constitución pastoral --
la Gaudium et spes-- sobre la Iglesia en el mundo actual.
43. El eclipse de la virtud teologal de la fe y la pérdida del sentido
trascendente de la vida del hombre parecen ser las raíces últimas de
la crisis, uno de cuyos principales intentos fue la tergiversación de la
naturaleza de la Redención y, en consecuencia, de la misión de la
Iglesia en el mundo. Este es el objetivo de dos importantes
documentos de Pablo VI: «El Credo del Pueblo de Dios» (30-VI-1968)
y la encíclica Humanae vitae (25-VII-1968) sobre los problemas del
matrimonio y la familia. Cfr supra p. II-22.

44. H. Holstein, Une dévotion en perte de vitesse?, en "Cahiers


Marials", Paris, 20 (1975) 5, n. 100, pp. 289-297.

45. En primer lugar san José es la cabeza de la familia de Nazaret, y


ya se sabe que la familia es la célula elemental de toda sociedad,
nación, Estado o Iglesia. En segundo lugar, al ser su cabeza, trabaja
para su sustento y para sostener la familia con el trabajo de sus
manos. El Evangelio en varias ocasiones señala que era artesano,
carpintero, y que pertenecía, con su familia, a la clase de hombres
pobres. El personaje y la figura de san José obrero empapó tanto, en
los últimos tiempos, a la misma liturgia, que incluso logró desdibujar el
culto de la paternidad de san José dentro de la familia nazaretana, con
la consecuencia de su calidad de tutor de Jesús y también de padre
de la Iglesia.

46. Este magnífico pensamiento litúrgico, tomado de la antigua fiesta


que se celebraba el miércoles de la tercera semana de Pascua de
Resurrección (con octava), lleno de profundidad y a la vez de singular
sabor litúrgico, ha sido relegado a segundo plano ante el papel social
de san José.

47. Es una de las homilías recogidas en su obra Es Cristo que pasa,


Rialp, Madrid 1973.

48. ECP, 44.

49. ECP, 44.

50. Cfr. Isidoro de José y José de Jesús María, San José en e1


Sacrificio de la Misa (Historia de una magna campaña josefina) Centro
Español de Investigaciones Josefinas, Padres Carmelitas Descalzos,
Valladolid, 1963.

51. En una tertulia en Pozoalbero, 9-XI-1972.


52. Citado por S. Bernal, o.c., epílogo, pág. 319. Cfr FOR, 272.

53. Cfr ECP, 38.

54. Comentando un cuadro que había encargado pintar, decía: "Amad


al Señor: Padre, Hijo y Espíritu Santo, a la Trinidad Beatísima, Dios
único. Y también a ésta como trinidad de la tierra --no soy el primero
que lo dice, pero a mí me da mucha devoción--, a Jesús, María y
José". De una tertulia en Roma, 19-III-1973. Pero ya antes, en una
meditación predicada en Roma en la fiesta de San José, el año 1971,
afirmaba: "Entre los bienes que el Señor ha querido darme está la
devoción a la Trinidad Beatísima, la Trinidad del Cielo, Dios Padre,
Dios Hijo, Dios Espíritu Santo, único Dios; y la trinidad de la tierra:
Jesús María y José. Comprendo bien la unidad y el cariño de esta
Sagrada Familia. Eran tres corazones, pero un solo amor". Cfr FOR,
551.

55. Cfr RC, nn. 28-31.

56. Cfr Sacr. Rituum Congr., decr. Quemadmodum Deus (8-XII-1870):


l.c., 283.

57. Ibidem l.c., 282s.

58. P. Francisco de Paula Solá Carrió (1907-1993), profesor de


Teología Dogmática y Bibliotecario de la Fundación Balmesiana de
Barcelona, es internacionalmente conocido como uno de los más
eminentes estudiosos en el campo de la Mariología y de la
Josefología.

59. Se reproduce aquí su editorial en la revista Cristiandad (nº 703-


705, X-XII 1989).

60. Cfr León XIII, "Oratio ad Sanctum Ioseph", que aparece


inmediatamente después del texto de la carta enc. Quamquam
pluries (15-VIII-1889): Leonis XIII P.M. Acta IX (1890) 183

61. RC, 31 in fine.

AUTOR: Josemaría Monforte
TOMADO DE: José de Nazaret en el Tercer Milenio cristiano.  Eiunsa,
2000, cap. III
Caracas.- El Papa Francisco, convocó a celebrar el Año de San José el 08 de
diciembre de 2020, con motivo del 150° aniversario de la declaración de San
José como patrono de la Iglesia Universal. Habiendo asumido la paternidad
legal de Jesús, José es “un intercesor, un apoyo y una guía en tiempos de
dificultad”. ¿Qué han dicho los papas sobre el rol de San José en la historia de
la salvación?

En 1870, el Papa Pío IX, declaró a San José como Patrono de la Iglesia
Universal, a través del decreto Quemadmodum Deus (Del modo en que Dios).
En él, se compara a san José con el rol de José, hijo de Jacob en Egipto. Se
expresa en el documento, que Dios eligió a José como custodio de sus tesoros
más preciosos, “porque tuvo por esposa a la inmaculada virgen María, de la
cual por obra del Espíritu Santo nació nuestro señor Jesucristo, tenido ante los
hombres por hijo de José, al que estuvo sometido”.

En 1889, el Papa León XIII publicó la Encíclica Quamquam Pluries (Aunque


muchas veces), sobre la devoción a San José. “Las razones por las que el
bienaventurado José debe ser considerado especial patrono de la Iglesia, y por
las que a su vez, la Iglesia espera muchísimo de su tutela y patrocinio, nacen
principalmente del hecho de que él es el esposo de María y padre putativo de
Jesús. De estas fuentes ha manado su dignidad, su santidad, su gloria”, se lee
en el documento. “José, en su momento, fue el custodio legítimo y natural,
cabeza y defensor de la Sagrada Familia. Y durante el curso entero de su vida
él cumplió plenamente con esos cargos y esas responsabilidades. Él se dedicó
con gran amor y diaria solicitud a proteger a su esposa y al Divino Niño”.

Fue el papa Pío XII quien lo nombró, en 1955, patrono del trabajo, fijando el 01
de mayo como día para celebrar a San José Obrero, siendo aún la fiesta del 19
de marzo la fecha más solemne y definitiva del Patrocinio de San José sobre la
Iglesia universal. Por otra parte, la Carta Apostólica Le Voci (Las Voces) de
Juan XXIII, publicada el 19 de marzo de 1961 sobre el fomento de la devoción
a San José, recoge diferentes alocuciones y documentos en los que el
magisterio ha hecho hincapié en la veneración del digno esposo de María.
“José, fuera de algún resplandor de su figura que aparece aquí o allá en los
escritos de los Padres, permaneció durante siglos y siglos en su ocultamiento
característico, casi como figura decorativa en el cuadro de la vida del Salvador.
Y requirió tiempo antes de que su culto penetrase de los ojos al corazón de los
fieles y de él sacasen especiales lecciones de oración y confiado abandono.”

El papa Juan Pablo II presentó la Exhortación Apostólica Redemptoris


Custos en el año 1989,  centenario de la encíclica Quamquam Pluries. “Deseo
presentar a la consideración de vosotros, queridos hermanos y hermanas,
algunas reflexiones sobre aquél al cual Dios «confió la custodia de sus tesoros
más preciosos», Con profunda alegría cumplo este deber pastoral, para que en
todos crezca la devoción al Patrono de la Iglesia universal y el amor al
Redentor, al que él sirvió ejemplarmente”, señalaba el Sumo Pontífice en el
documento. “Podemos decir que José ha experimentado tanto el amor a la
verdad, esto es, el puro amor de contemplación de la Verdad divina que
irradiaba de la humanidad de Cristo, como la exigencia del amor, esto es, el
amor igualmente puro del servicio, requerido por la tutela y por el desarrollo de
aquella misma humanidad”.

“Patris corde” (Con corazón de Padre), es la Carta Apostólica del Papa


Francisco, publicada el 8 de diciembre de 2020 en la Solemnidad de la
Inmaculada Concepción de María y 150° Aniversario de la declaración de San
José como Patrono Universal de la Iglesia. Con ella, se convocó al año de San
José desde ese día hasta el 8 de diciembre de 2021, año en el que los fieles
del mundo meditarán las virtudes del custodio de Jesús y María. En Patris
Corde, el Papa Francisco describe a José como padre amado, padre en la
ternura, padre en la obediencia, padre en la acogida, padre de la valentía
creativa, padre trabajador y padre en la sombra. “Después de María, Madre de
Dios, ningún santo ocupa tanto espacio en el Magisterio pontificio como José,
su esposo. Mis predecesores han profundizado en el mensaje contenido en los
pocos datos transmitidos por los Evangelios para destacar su papel central en
la historia de la salvación”, destaca el Santo Padre. “El objetivo de esta Carta
apostólica es que crezca el amor a este gran santo, para ser impulsados a
implorar su intercesión e imitar sus virtudes, como también su resolución”.

El Año de San José, es también una oportunidad para el don de la indulgencia


plenaria, concedida por la Penitenciaría Apostólica en las condiciones
habituales: confesión sacramental, comunión eucarística y oración según las
intenciones del Papa. En el decreto, se enumeran los diversos métodos por los
cuales se podrá obtener la indulgencia, al participar en el Año de San José “con
un alma despojada de todo pecado”.

Prensa CEV
18 de febrero de 2021
En el año de San José, oraciones para pedir su intercesión
 15 DE ENERO, 2021
 BUENOS AIRES (AICA)

En el Año de San José, convocado por el papa Francisco, el Opus Dei


recopiló oraciones para pedir su intercesión.

En el Año de San José, convocado por el papa Francisco, el Opus Dei recopiló
oraciones dirigidas al santo, mencionadas en Patris corde (‘Con corazón de
padre’) y en el decreto con el que se concede el don de indulgencias
especiales con ocasión del Año de San José.

1. Letanías a San José

Señor, ten misericordia de nosotros

Cristo, ten misericordia de nosotros.

Señor, ten misericordia de nosotros.


Cristo óyenos.

Cristo escúchanos.

Dios Padre celestial, ten misericordia de nosotros.

Dios Hijo, Redentor del mundo, ten misericordia de nosotros.

Dios Espíritu Santo, ten misericordia de nosotros.

Santa Trinidad, un solo Dios, ten misericordia de nosotros.

Santa María, ruega por nosotros.

San José, ruega por nosotros.

Ilustre descendiente de David, ruega por nosotros.

Luz de los Patriarcas, ruega por nosotros.

Esposo de la Madre de Dios, ruega por nosotros.

Casto guardián de la Virgen, ruega por nosotros.

Padre nutricio del Hijo de Dios, ruega por nosotros.

Celoso defensor de Cristo, ruega por nosotros.

Jefe de la Sagrada Familia, ruega por nosotros.

José, justísimo, ruega por nosotros.

José, castísimo, ruega por nosotros.

José, prudentísimo, ruega por nosotros.

José, valentísimo, ruega por nosotros.


José, fidelísimo, ruega por nosotros.

Espejo de paciencia, ruega por nosotros.

Amante de la pobreza, ruega por nosotros.

Modelo de trabajadores, ruega por nosotros.

Gloria de la vida doméstica, ruega por nosotros.

Custodio de Vírgenes, ruega por nosotros.

Sostén de las familias, ruega por nosotros.

Consuelo de los desgraciados, ruega por nosotros.

Esperanza de los enfermos, ruega por nosotros.

Patrono de los moribundos, ruega por nosotros.

Terror de los demonios, ruega por nosotros.

Protector de la Santa Iglesia, ruega por nosotros.

Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo: perdónanos, Señor.

Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo: escúchanos, Señor,

Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo: ten misericordia de
nosotros.

V.- Le estableció señor de su casa.

R.- Y jefe de toda su hacienda.


Oremos: Oh Dios, que en tu inefable providencia, te dignaste elegir a San José
por Esposo de tu Santísima Madre: concédenos, te rogamos, que merezcamos
tener por intercesor en el cielo al que veneramos como protector en la tierra. Tú
que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.

2. “A ti, oh bienaventurado José”

A ti, bienaventurado san José, acudimos en nuestra tribulación, y después de


implorar el auxilio de tu santísima esposa, solicitamos también confiadamente
tu patrocinio.

Con aquella caridad que te tuvo unido con la Inmaculada Virgen María, Madre
de Dios, y por el paterno amor con que abrazaste al Niño Jesús, humildemente
te suplicamos que vuelvas benigno los ojos a la herencia que con su Sangre
adquirió Jesucristo, y con tu poder y auxilio socorras nuestras necesidades.
Protege, oh providentísimo Custodio de la divina Familia, la escogida
descendencia de Jesucristo; aleja de nosotros, oh padre amantísimo, este
flagelo de errores y vicios.

Asístenos propicio desde el cielo, en esta lucha contra el poder de las tinieblas;
y como en otro tiempo libraste de la muerte la vida amenazada del Niño Jesús,
así ahora defiende a la santa Iglesia de Dios de las hostiles insidias y de toda
adversidad.

Y a cada uno de nosotros protégenos con tu constante patrocinio, para que, a


ejemplo tuyo, y sostenidos por tu auxilio, podamos vivir y morir santamente y
alcanzar en los cielos la eterna bienaventuranza. Amén

Oración de León XIII, de su Encíclica sobre la devoción a San José.

3. Oración final de Patris Corde


Salve, custodio del Redentor y esposo de la Virgen María. A ti Dios confió a su
Hijo, en ti María depositó su confianza, contigo Cristo se forjó como hombre.
Oh, bienaventurado José, muéstrate padre también a nosotros y guíanos en el
camino de la vida. Concédenos gracia, misericordia y valentía, y defiéndenos
de todo mal. Amén.

4. Oración que habitualmente reza el papa Francisco (lo relata en Patris


corde)

«Glorioso patriarca san José, cuyo poder sabe hacer posibles las cosas
imposibles, ven en mi ayuda en estos momentos de angustia y dificultad. Toma
bajo tu protección las situaciones tan graves y difíciles que te confío, para que
tengan una buena solución. Mi amado Padre, toda mi confianza está puesta en
ti. Que no se diga que te haya invocado en vano y, como puedes hacer todo
con Jesús y María, muéstrame que tu bondad es tan grande como tu poder.
Amén».

5. Otras oraciones

Te Ioseph Celebrent

¡Oh José! que los coros celestiales celebren tus grandezas, / que los cantos de
todos los cristianos hagan resonar sus alabanzas. / Glorioso ya por tus méritos,
te uniste por una casta alianza / a la Augusta Virgen. Cuando, dominado por la
duda y la ansiedad, / te asombras del estado en que se halla tu esposa / un
Ángel viene a decirte que el Hijo que Ella ha concebido / es del Espíritu Santo.

El Señor ha nacido, y lo estrechas en tus brazos; / partes con El hacia las


lejanas playas de Egipto; / después de haberlo perdido en Jerusalén, lo
encuentras de nuevo; así tus gozos van mezclados con lágrimas.

Otros son glorificados después de una santa muerte, / y los que han merecido
la palma son recibidos en el seno de la gloria; pero tú, por un admirable
destino, semejante a los Santos, y aún más dichoso, / disfrutas ya en esta vida
de la presencia de Dios.

¡Oh Trinidad Soberana! oye nuestras preces, concédenos el perdón; / que los
méritos de José nos ayuden a subir al cielo, para que nos sea dado cantar para
siempre el cántico de acción de gracias y de felicidad. Amén.

Se trata de un himno escrito originalmente en latín y que suele utilizarse en las


vísperas de las festividades de San José (19 de marzo) y San José obrero (1
de mayo).

A san José Obrero

Nos dirigimos a ti, oh bendito San José, nuestro protector en la tierra, como
quien conoce el valor del trabajo y la respuesta a nuestro llamado. A través de
tu Santa Esposa, la Inmaculada Virgen Madre de Dios, y sabiendo el amor
paternal que tuviste a nuestro Señor Jesús, te pedimos nos asistas en nuestras
necesidades y fortalezcas en nuestros trabajos.

Por la promesa de realizar dignamente nuestras tareas diarias, líbranos de caer


en el pecado de la avaricia, de un corazón corrupto. Sé tú el solícito guardián
de nuestro trabajo, nuestro defensor y fortaleza contra la injusticia y el error.

Seguimos tu ejemplo y buscamos tu auxilio. Socórrenos en todos nuestros


esfuerzos, para así poder obtener contigo el descanso eterno en el Cielo.
Amén.

Oración a san José después de la comunión eucarística

Custodio y padre de vírgenes San José, a cuya fiel custodia fueron encomen-
dadas la misma inocencia Cristo Jesús y la Virgen de las vírgenes María: por
estas dos queridísimas prendas, Jesús y María, te ruego y te suplico me
alcances que, preservado de toda impureza, sirva siempre con alma limpia,
corazón puro y cuerpo casto a Jesús y a María. Amén.+
San José, maestro de la vida
interior, guía de santos
Son muchos los santos que han venerado y tratado con devoción y
cariño a San José. Sin embargo, San José es un caso excepcional en
la Biblia: un santo al que no se le escucha ni una sola palabra. Fue un
hombre que cumplió aquel mandato del profeta antiguo: «Sean pocas
tus palabras«. Quizás Dios ha permitido que de tan grande amigo del
Señor no se conserve ni una sola palabra, para enseñarnos a amar
también nosotros en silencio. «San José, Patrono de la Vida interior,
enséñanos a orar, a sufrir y a callar». Te traemos algunos de los
santos más devotos a San José con el propósito de que tú también te
hagas amigo suyo y acudas a pedirle ayuda en las distintas
circunstancias de tu vida.

1. Santa Teresa de Jesús y su devoción a San


José
– La curación de Santa Teresa por la intercesión de
San José:

Cuando Santa
Teresa de Jesús tenía 27 años, se encontraba postrada en la cama,
sin poder andar. A veces se arrastraba por el suelo. Estaba viviendo
por aquel entonces en el monasterio de la Encarnación. Sale de la
clausura para ser curada. Se recurre a todos los medios posibles en
aquel momento. Regresa a Ávila sin haber logrado mejora alguna. Se
llega a tal extremo de gravedad que incluso llegan a darle por muerta.
Tenía que ser ayudada por las enfermeras para todo. Tras varios años
así, en estas circunstancias, recurre a San José y su vida va volviendo
a la normalidad poco a poco.
Desde este momento la devoción a san José y su familiaridad con él,
va a marcar un hito en su vida. Partiendo de esta realidad escribe
Teresa:
«Tomé por abogado y señor al glorioso san José, y
encomendéme mucho a él. Comencé a hacer devociones
de Misas y cosas muy aprobadas de oraciones, y tomé
por abogado a san José…; y él hizo, como quien es, que
pudiese levantarme y andar y no estar tullida”, (Libro de
la Vida 6).
– Las frases más destacadas de Santa Teresa sobre
San José:
Partiendo de esta experiencia tan decisiva en su vida, va a
recomendar la devoción a San José y su poderosa intercesión. El
Esposo de María va a ser un abogado e intercesor en todos los
contratiempos. San José será un personaje familiar y entrañable en el
hogar teresiano.
1. “No me acuerdo hasta ahora haberle suplicado cosa
que la haya dejado de hacer”.
2.  “Es cosa que espanta las grandes mercedes que me
ha hecho Dios por medio de este bienaventurado
Santo, de los peligros que me ha librado, así de
cuerpo como de alma”.
3. “A otros parece les dio el Señor gracia para socorrer
en una necesidad; a este glorioso Santo tengo
experiencia que socorre en todas”.
4. “Querría yo persuadir a todos fuesen muy devotos de
este glorioso Santo, por la experiencia que tengo de
los bienes que alcanza de Dios. No he conocido
persona que de veras le sea devota y haga
particulares servicios que no la vea más aprovechada
en la virtud, porque aprovecha en gran manera las
almas que a él se encomiendan”.
5. “Sólo pido por amor de Dios, que lo pruebe quien no
me creyere y verá por experiencia el gran bien que es
encomendarse a este glorioso Patriarca y tenerle
devoción”.
2. San Josemaría y su cariño y confianza en
San José
– El agradecimiento a San José, protector de Jesús
en el Sagrario
En el centro del Opus Dei de la calle Ferraz, nº 50 tuvieron lugar
muchos episodios importantes de la vida de san Josemaría. Se
acrecentó su devoción a San José tras recibir un paquete con todos
los ornamentos y objetos del oratorio que necesitaba el 18 de marzo
de 1935.
Seis años hubieron de transcurrir antes de que se realizara el sueño
de San Josemaría de tener un oratorio con el correspondiente
Sagrario en el primer centro del Opus Dei. Para superar los
obstáculos, recurrió a San José:
«En el fondo de mi alma tenía ya esta devoción a San
José, que os he inculcado. Me acordaba de aquel otro
José, al que —siguiendo el consejo del Faraón—
acudían los egipcios cuando padecían hambre de buen
pan: ite ad Joseph! (Génesis, 41, 55), id a José a que os
dé el trigo. Comencé a pedir a San José que nos
concediera el primer Sagrario».
El 31 de marzo de 1935 celebró la Santa Misa con el oratorio lleno de
jóvenes. Escribió: «y se quedó su divina Majestad reservado, dejándonos
bien cumplidos los deseos de tantos años» (desde 1928).
Desde entonces, la llave que custodia los sagrarios de los centros del
Opus Dei llevan una cadena y una medalla acuñada con la imagen de
San José: “Ite ad Ioseph”, grabada en el envés. Es el agradecimiento y
el cariño materializado de San Josemaría al Patrono de la Iglesia
universal por traerles a Cristo Eucaristía.
– ¿Cómo imaginaba San Josemaría a San José?
“Yo me lo imagino joven, fuerte, quizá con algunos años
más que Nuestra Señora, pero en la plenitud de la edad y
de la energía humana. Sabemos que no era una persona
rica: era un trabajador, como millones de otros hombres
en todo el mundo; ejercía el oficio fatigoso y humilde
que Dios había escogido para sí, al tomar nuestra carne
y al querer vivir treinta años como uno más entre
nosotros.
La Sagrada Escritura dice que José era artesano. Varios
Padres añaden que fue carpintero. De las narraciones
evangélicas se desprende la gran personalidad humana
de José: en ningún momento se nos aparece como un
hombre apocado o asustado ante la vida; al contrario,
sabe enfrentarse con los problemas, salir adelante en las
situaciones difíciles, asumir con responsabilidad e
iniciativa las tareas que se le encomiendan”. (Es Cristo
que pasa, n. 40 ).
3. San Alfonso María de Ligorio y su amor al
esposo de María
«¿Cuánto no es también de creer aumentase la santidad
de José el trato familiar que tuvo con Jesucristo en el
tiempo que vivieron juntos?».
José durante esos treinta años fue el mejor amigo, el compañero de trabajo con
quién Jesús conversaba y oraba. José escuchaba las palabras de Vida Eterna
de Jesús, observaba su ejemplo de perfecta humildad, de paciencia, y de
obediencia, aceptaba siempre la ayuda servicial de Jesús en los quehaceres y
responsabilidades diarios. Por todo esto, no podemos dudar que mientras José
vivió en la compañía de Jesús, creció tanto en méritos y santificación que
aventajó a todos los santos.

«Consideremos la vida santa que José llevó en compañía


de Jesús y de María. En aquella familia no se
preocupaban más que de dar gloria a Dios: sus únicos
pensamientos y deseos eran complacer a Dios: sus
únicos argumentos eran referentes al amor que los
hombres deben a Dios y que Dios trae a los hombres,
especialmente al haber enviado a la tierra a su Hijo
único y morir en un mar de dolores y desprecios para la
salvación de la humanidad«.

4. San Juan Bosco y San José, el protector


de los trabajadores
“Entre las prácticas de piedad en honor de este gran
patriarca, esposo de María, padre nutricio de Jesucristo,
Santa Teresa recomienda mucho, como eficaz medio
para obtenernos su protección, el dedicarle todo el mes
de marzo (…).
Invocándolo también con jaculatorias. Por ejemplo,
durante el estudio decid en vuestro corazón: San José,
ruega por mí; ayudadme a ocupar bien el tiempo de
estudio y de clase. Si os viene alguna tentación: San
José, ruega por mí. Al levantaros por la mañana: Jesús,
José y María, os doy el corazón y el alma mía. Al
acostaros: Jesús José y María, asistidme en mi última
agonía.
No olvidéis que es el protector de todos los trabajadores
y que lo es también de los jóvenes que estudian. Porque
el estudio es trabajo.”
Devoción a San José
64

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Una de las más fervientes propagadoras de la devoción a San José


fue Santa Teresa de Ávila. En el capítulo sexto de su vida, escribió
uno de los relatos más bellos que se han escrito en honor a este
santo:

"Tomé por abogado y protector al glorioso San José, y


encomiéndeme mucho a él. Vi claro que así de esta necesidad,
como de otras mayores, este padre y señor mío me saco con más
bien de lo que yo le sabía pedir. No me acuerdo hasta ahora
haberle suplicado cosa que la haya dejado de hacer. Es cosa tan
grande las maravillosas mercedes que me ha hecho Dios por
medio de este bienaventurado santo, de los peligros que me ha
librado, así de cuerpo como de alma; de este santo tengo
experiencia que socorre en todas las necesidades, y es que quiere
el Señor darnos a entender que así como le fue sujeto en la tierra,
que como tenia nombre de padre, y le podía mandar, así en el cielo
hace cuánto le pide. Querría yo persuadir a todos que fuesen
devotos de este glorioso santo por la gran experiencia que tengo
de los bienes que alcanza de Dios".

Otros santos que también propagaron la devoción a San José


fueron San Vicente Ferrer, Santa Brígida, San Bernardino de Siena
(que escribió en su honor muy hermosos sermones) y San
Francisco de Sales, que predicó muchas veces recomendando la
devoción al Santo Custodio.
San José y los Santos

San José en Palabras de algunos Santos:

Decía San Efrén (306-372): Nadie puede alabar dignamente a José.

 
San Juan Crisóstomo (+407) afirma con relación a San
José: No pienses, oh José, que por haber sido concebido Cristo por obra del Espíritu
Santo, puedes tú ser ajeno a esta divina economía. Pues, aunque es cierto que no
tienes parte alguna en su generación y la madre permanece Virgen intacta, sin
embargo, todo cuanto corresponde al oficio de padre, sin que atente en modo alguno
contra la virginidad, todo te es dado a ti. Tú le pondrás el nombre al hijo, pues tú harás
con él las veces de padre. De ahí que, empezando por la imposición del nombre, te
uno íntimamente con el que va a nacer.

Santa Brígida (+1373), la gran mística, en sus Revelaciones, dice que un día le dijo la


Virgen María: José me sirvió tan fielmente que jamás oí de su boca una sola palabra
de lisonja ni de murmuración ni de ira, pues era muy paciente, cuidadoso en su trabajo
y, cuando era necesario, suave con los que reprendía, obediente en servirme, pronto
defensor de mi virginidad, fidelísimo testigo de las maravillas de Dios. Igualmente,
estaba tan muerto al mundo y a la carne que no deseaba más que las cosas
celestiales.
 

San Francisco de Sales escribía a Santa Juana de Chantal el 19 de marzo de


1614: San José es el santo de nuestro corazón, el padre de mi vida y de mi amor.

San Leonardo de Puerto Maurizio (+1751) decía: Honrad a Jesús, José y María.


Grabad en vuestro corazón con letras de oro esos tres nombres celestiales,
pronunciadlos a menudo, escribidlos en todas partes. Repetid, muchas veces al día
esos nombres sagrados, y que estén también en vuestros labios en el último suspiro.
San Alfonso María de Ligorio (+1787) escribió: Oh José, me alegro, porque Dios os
ha juzgado digno de ser padre de Jesús y habéis visto someterse a tu autoridad al que
obedecen los cielos y la tierra. Dios ha querido obedeceros. Por eso, yo quiero
ponerme a tu servicio, honraros y amaros como mi Señor y Maestro.

San Juan Bosco según se nos cuenta en sus Memorias


biográficas, era muy devoto de san José. Lo eligió como uno de los patronos del
Oratorio, colocó a los alumnos artesanos bajo su protección y lo proclamó protector de
los exámenes de los estudiantes. A él recurría en sus apuros y exhortaba a los demás
a invocarlo. Varias veces al año, hablaba en la plática de la noche sobre la eficacia de
su intercesión, hacía celebrar la fiesta del patrocinio de san José el tercer domingo
después de Pascua y solía preparar a los alumnos con breves charlas llenas de fervor.
Los jóvenes santificaban el mes dedicado a este santo en la Iglesia, individualmente o
por grupos libres, pues no había prescripción reglamentaria, pero era tan grande la
devoción que les había inspirado que casi todos tomaban parte en aquella piadosa
práctica. Don Bosco quiso siempre que hubiese un altar dedicado a san José en todas
las iglesias que él levantó. Tuvo una gran alegría y exteriorizó su contento, cuando el
Papa Pío IX lo proclamó patrono de la Iglesia universal; y estableció en 1871 que, en
todas sus casas, lo mismo los estudiantes que los aprendices, debían celebrar su
fiesta el diecinueve de marzo, guardando completo descanso de todo trabajo, pues por
aquellos años el diecinueve de marzo no era día festivo.

En 1859 daba Don Bosco una prueba de su constante devoción a san José,
añadiendo en el devocionario “El joven cristiano” una práctica piadosa, memoria de los
siete dolores y gozos de san José; una oración al mismo santo para obtener la virtud
de la pureza y otra para impetrar una buena muerte con hermosas canciones
religiosas en su honor.

 Y Don Bosco contaba lo siguiente: Hace pocos años, un pobre muchacho de Turín,


que no había recibido ninguna instrucción religiosa, fue un día a comprar una cajetilla
de tabaco. Al volver donde su compañeros, quiso leer la parte impresa en el envoltorio
del tabaco. Era una oración a san José para obtener la buena muerte... Tanto la
estudió que se la aprendió de memoria y la rezaba cada día, casi materialmente, sin
intención alguna de alcanzar ninguna gracia.
San José no quedó insensible ante aquel homenaje, en cierto modo involuntario; tocó
el corazón del pobre joven, se presentó a Don Bosco y él le proporcionó la inestimable
fortuna de llevarlo a Dios. El joven correspondió a la gracia, tuvo oportunidad de
instruirse en la religión que había descuidado hasta entonces por ignorarla y pudo
hacer bien su primera comunión. Al poco tiempo, cayó enfermo y murió, invocando el
nombre de san José, que le había obtenido la paz y el consuelo de aquellos últimos
momentos.

Santa Teresita del Niño Jesús dice en su Autobiografía: Rogué a san José que
fuese mi custodio. Desde mi infancia había sentido hacia él una devoción que se
confundía con mi amor a la Santísima Virgen. Con esto emprendí sin miedo mi largo
viaje. Iba tan bien protegida que me parecía imposible tener miedo.

Santa Bernardita Soubirous, la vidente de la Virgen en


Lourdes, era muy devota de san José. Cuando murió su padre en 1870, escogió a san
José como su padre en la tierra. Un día, una hermana la sorprendió rezando una
novena a la Virgen delante de una imagen de san José, y le dijo que eso estaba muy
mal, porque debía rezar la novena delante de la imagen de la Virgen. Pero ella le
respondió:

- La Santísima Virgen y san José están perfectamente de acuerdo y en el cielo no hay


celos ni envidias.

Un día de 1872, se fue a hacer una visita a la iglesia y les dijo a las hermanas de la
enfermería:

- Voy a hacer una visita a mi padre.

- ¿A vuestro padre?

- Sí, ¿no sabéis que ahora mi padre es san José?

Y decía: Cuando no se puede rezar, es bueno encomendarse a san José.

Cuando la enterraron el 30 de mayo de 1879, lo hicieron en la cripta subterránea de la


capilla de san José, en el jardín del convento y no en el cementerio público. En las
Actas del proceso de beatificación, una de las religiosas declaró que repetía
frecuentemente la invocación: San José, dame la gracia de amar a Jesús y a María
como ellos quieren ser amados. San José, ruega por mí y enséñame a rezar.
 

 Dice Santa Faustina Kowalska (1905-1938): San José me ha pedido tenerle una


devoción continua. Él mismo me ha dicho que rece diariamente tres veces el
Padrenuestro, Avemaría y Gloria y el “Acordaos” (que se reza en la Congregación). Me
ha mirado con gran cordialidad y me ha hecho conocer lo mucho que apoya esta Obra
(de la misericordia) y me ha prometido su ayuda especialísima y su protección. Rezo
diariamente estas oraciones pedidas y siento su especial protección.

San Josemaría Escribá de Balaguer, el fundador del Opus


Dei dice: Tratad a José y encontraréis a Jesús. Tratad a José y encontraréis a María,
que llenó siempre de paz el amable taller de Nazaret.

- Rezad por mí, invocando como intercesores a nuestra Madre santa María y a san
José, nuestro padre y señor, para que yo sea un sacerdote bueno y fiel.

- Si queréis un consejo, que repito incansablemente desde hace muchos años: Id a


José (Gén 41, 55). Él os enseñará caminos concretos y modos humanos y divinos de
acercarnos a Jesús. Tratándole se descubre que el santo patriarca es además
maestro de vida interior, porque nos enseña a conocer a Jesús, a convivir con Él, a
sabernos parte de la familia de Dios.

San José da esas lecciones siendo, como fue, un hombre corriente, un padre de
familia, un trabajador, que se ganaba la vida con el esfuerzo de sus manos80.
Yo le llamo mi padre y Señor y, además, no me da vergüenza decir que lo quiero
mucho.

Santa Teresa de Jesús es quizás la santa más conocida


como gran devota de San José. Siendo de votos solemnes en el monasterio de la
Encarnación de Ávila, estuvo cuatro días en coma en casa de su familia y todos
pensaron que iba a morir.

Dice ella: Ya tenía día y medio abierta la sepultura en mi monasterio, esperando el


cuerpo allá y hechas las honras en uno de nuestros conventos de frailes fuera de aquí,
pero quiso el Señor tornase en mí (Vida 5, 10). La recuperación le costó tres largos
años de sufrimiento. Pero se recuperó totalmente y esto se lo atribuía a san José.

Dice: - Tomé por abogado y señor al glorioso san José y encomendéme mucho a él. Vi
claro que así en esta necesidad como en otras mayores de honra y pérdida de alma,
este padre y señor mío, me sacó con más bien que yo le sabía pedir. No me acuerdo
hasta ahora haberle suplicado cosa que la haya dejado de hacer. Es cosa que espanta
las grandes mercedes que me ha hecho Dios por medio de este bienaventurado santo,
de los peligros que me ha librado así del cuerpo como del alma; que a otros santos
parece les dio el Señor gracia para socorrer en una necesidad, este glorioso santo
tengo experiencia que socorre en todas y que quiere el Señor darnos a entender que
así como le fue sujeto en la tierra, así en el cielo hace cuanto le pide... Querría yo
persuadir a todos que fuesen devotos de este glorioso santo por la gran experiencia
que tengo de los bienes que alcanza de Dios; no he conocido persona que de veras le
sea devota y le haga particulares servicios, que no la vea más aprovechada en la
virtud... Si fuera persona que tuviera autoridad de escribir, de buena gana me alargara
en decir muy por menudo las mercedes que me ha hecho este glorioso santo a mí y a
otras personas... Sólo pido por amor de Dios que lo pruebe quien no me creyere y verá
por experiencia el gran bien que es encomendarse a este glorioso patriarca y tenerle
devoción... Quien no hallare maestro que le enseñe oración, tome este glorioso santo
por maestro y no errará de camino... él hizo que pudiese levantarme y andar y no estar
tullida (Vida 6, 6-8).

En el día de la Asunción (1561), estando en un monasterio de la Orden del glorioso


santo Domingo... vínome un arrobamiento tan grande que casi me sacó fuera de mí...
Parecióme que me veía vestir una ropa de mucha blancura y claridad, y al principio no
veía quién me la vestía; después vi a Nuestra Señora hacia el lado derecho y a mi
padre san José al izquierdo... Díjome Nuestra Señora que le daba mucho contento que
sirviera al glorioso san José, que creyese que lo que pretendía del monasterio se haría
y en él se serviría mucho el Señor y ellos dos.

Una vez, estando en una necesidad que no sabía qué hacer ni con qué pagar unos
oficiales, me apareció san José, mi verdadero padre y señor, y me dio a entender que
no faltarían, que los concertase y así lo hice sin ninguna blanca, y el Señor, por
maneras que espantaban a los que lo oían, me proveyó. Por eso, recomendaba
encarecidamente a cada una de sus monjas: Aunque usted tenga muchos santos por
abogados, séalo en particular de san José que alcanza mucho de Dios. Y les
decía: Hijas, sean devotas de san José, que puede mucho.

Cuando nombraron a la Madre Teresa de Jesús Priora del convento de la Encarnación


de Ávila, tuvo que recurrir a todos sus santos protectores para poder aquietar a las
religiosas descontentas. En la silla de la Priora, colocó la imagen de la Virgen Nuestra
Señora de la Clemencia, con las llaves del convento en las manos. El sitial de la
subpriora estaba ocupado por una imagen de san José. Y dice ella misma: La víspera
de san Sebastián (19 de enero de 1572) el primer año que vine a ser priora en la
Encarnación, comenzando la Salve, vi en la silla prioral, adonde está puesta Nuestra
Señora, bajar con gran multitud de ángeles la Madre de Dios y ponerse allí. A mi
parecer, no vi la imagen entonces, sino esta Señora que digo. Estuvo así toda la Salve
y me dijo: Bien acertaste en ponerme aquí. Yo estaré presente a las alabanzas que
hicieren a mi Hijo y se las presentaré.
Dice el padre Jerónimo Gracián, gran amigo de santa Teresa de Jesús: Ella puso
sobre la portería de todos sus monasterios que fundó, a Nuestra Señora y al glorioso
san José; y en todas las fundaciones llevaba consigo una imagen de bulto de este
glorioso santo, que ahora está en Ávila, llamándole fundador de esta Orden... Otras
muchas cosas pudiera decir que han acaecido a esta misma Madre con el glorioso san
José por haberla confesado y haber sido su prelado mucho tiempo.

Como se ve por los escritos de Santa Teresa, trataba a san José como a un verdadero
padre. Y lo llamaba frecuentemente mi padre y señor san José, mi verdadero padre y
señor, mi padre san José, gloriosísimo padre nuestro san José, mi padre glorioso san
José…
San Alberto Magno (1193-1280) dice que la utilidad del matrimonio de María y José
para el mundo es para que todos los cristianos tengan a la Virgen por madre y a san
José por padre de sus almas. Por eso, nosotros podemos llamar a san José nuestro
padre, como lo han llamado muchos santos y nosotros podemos seguir su ejemplo.

El beato Juan XXIII, apenas elegido Papa, ordenó que en la basílica del Vaticano, el
altar de san José fuera especialmente adornado y embellecido. En ese altar se celebra
cada día una misa por la paz del mundo. Durante el concilio Vaticano II lo nombró
patrono del concilio y estableció que en el canon romano de la misa, memorial
perpetuo de la redención, se incluyera su nombre junto al de María, y antes de los
apóstoles, de los sumos Pontífices y de los mártires.

El padre Esteban Gobi, un verdadero santo, fundador del


Movimiento sacerdotal mariano, aprobado por la Iglesia, recibió un mensaje en el
que le decía la Virgen María: José fue para mí un esposo casto y fiel, un colaborador
inestimable de la custodia amorosa del Niño Jesús; silencioso y providente, trabajador,
pendiente de que nunca nos faltara los medios necesarios para nuestra humana
existencia, justo y fuerte en el diario cumplimiento de la misión a él confiada por el
Padre celestial. ¡Con cuánto amor seguía cada día el admirable crecimiento de nuestro
divino hijo Jesús! Y Jesús le correspondía con un afecto filial y profundo. ¡Cómo lo
escuchaba y le obedecía, cómo lo consolaba y le ayudaba!... Imiten a mi amadísimo
esposo José en su oración humilde y confiada, en el fatigoso trabajo, en su paciencia y
en su gran bondad.
La devoción a San José en los dos últimos
siglos
¿Cuándo comenzó el culto al Santo Patriarca y cómo se desarrolló?

Por: Josemaría Monforte | Fuente: www.almudi.org

¿Cómo se desarrolla el culto y la devoción a san José en estos doscientos años?


La Revolución francesa marca el comienzo de una nueva etapa --Edad
Contemporánea, la llaman los historiadores-- en la vida de la Iglesia hasta
nuestros días, desde Pío VII a Juan Pablo II.
Durante un cuarto de siglo comprendido entre los años 1789 y 1815, Francia
estuvo en el primer plano de la vida del mundo. Este periodo, que corre desde
la reunión de los Estados Generales hasta la caída del Imperio napoleónico, fue
también trascendental para los destinos del Cristianismo y la Iglesia. La era
revolucionaria, abierta en 1789, conmovió los fundamentos políticos y religiosos
de Europa. La Revolución francesa, en sus momentos álgidos, trató de eliminar
toda huella cristiana de la vida social(1).
Un ejemplo de los favores con que el Santo Patriarca ha correspondido a los
Sumos Pontífices, y en general a los que han trabajado por su causa, lo
podemos ver en un acontecimiento en los albores del siglo XIX, que causó
(2)
estremecimiento al orbe católico, en tiempos de Pío VII (1800-1823) .
Veamos brevemente qué ocurrió.
Desde 1970, el proceso revolucionario se radicalizó, adoptando una aptitud
cada vez más agresiva hacia la Iglesia. El 13 de febrero se decidió la supresión
de los votos monásticos, y el 12 de julio la Asamblea aprobó la «Constitución
civil del clero», que subvertía de raíz la organización eclesiástica. Surgía una
iglesia galicana, al margen de la autoridad pontificia, de estructura epicospalista
y presbiteriana, donde los obispos y los párrocos eran elegidos por el pueblo y
los nombramientos episcopales serían solamente notificados a Roma (3). Abolida
la Monarquía, se proclamó la República y Luis XVI fue ajusticiado el 2 de enero
de 1793.
Los años 1793-1794 representaron la fase más trágica del periodo
revolucionario. Bajo el Terror, la persecución anticatólica alcanza su punto
álgido. Muchos miles de víctimas murieron en el patíbulo y se intentó borrar de
la vida francesa toda huella cristiana. Hasta el calendario fue sustituido por un
«calendario republicano». La entronización de la «Diosa Razón» en la catedral
de Nôtre-Dame (10-XI-1973) y la institución por Robespierre del culto al «Ser
Supremo» fueron otros tantos episodios de la obra descristianizadora, que tuvo
una de sus expresiones en el furor iconoclasta, que dejó una huella --bien
visible todavía hoy-- en tantas viejas iglesias y catedrales de Francia (4). El 29 de
agosto de 1799, en la ciudadela de Valence-sur-Rhône, falleció Pío VI a los 81
años de edad. Algunos revolucionarios proclamaron a lo cuatro vientos que
había muerto el último Papa de la Iglesia. El 9 de noviembre de aquel mismo
año, el golpe de Estado del 18 Brumario elevó a Napoleón Bonaparte a la
magistratura del primer cónsul. Cuatro meses después --el 14 de marzo de
1800-- el Cónclave reunido en Venecia elegía al Cardenal Chiaramonti como
Papa Pío VII.

Dos grandes personalidades irrumpían así en el escenario de la historia, de la


que fueron principales forjadores durante los tres primeros lustros del siglo XIX.
Napoleón, pragmático y realista, era consciente del arraigo de la fe cristiana en
el pueblo francés, que no había logrado destruir la tormenta revolucionaria. Pío
VII, por su parte, deseaba ardientemente la normalización de la vida de la
Iglesia en Francia. Un nuevo Concordato (5) sería el instrumento adecuado para
regular las relaciones entre el Pontificado y la República francesa, que pronto se
transformaría en Imperio. El Concordato se firmó el 17 de julio de 1801 y una
de sus consecuencias fue la creación de un nuevo episcopado, tras la renuncia
de los obispos «constitucionales» y también de los «legitimistas», que habían
emigrado al extranjero(6).
Llegó pronto la hora en que Napoleón intentó hacer de la Iglesia y del propio
Pontificado instrumentos al servicio de sus intereses políticos, y entonces
tropezó con la serena, pero resuelta, resistencia de Pío VII. El conflicto con el
Papa surgió cuando el Emperador quiso que el Papa se uniera al bloqueo
continental contra Inglaterra, decretado en noviembre de 1806. Ante la
negativa del Pontífice, Napoleón reaccionó con violencia: los Estados Pontificios
fueron anexionados y se declaró a Roma segunda capital del Imperio. Pío VII,
reducido a prisión, fue deportado a Savona (6-VII-1809) y, ante su negativa a
sancionar los decretos de un pseudoconcilio reunido en París (1811), Napoleón
ordenó su traslado a Francia, donde se le asignó como residencia el Palacio de
Fontainebleau.
El Pontífice, al verse impedido de regir con libertad el timón de la nave de la
Iglesia(7), que Dios le había encomendado, acudió al Santo Patriarca
pidiendo ayuda y protección, que a la Iglesia naciente había sacado
incólume del furor de otro tirano. Pronto recibió el socorro que imploraba. La
tremenda derrota del ejército napoleónico en Leipzig fue funesta para el
Emperador, y desde entonces los desfavorables sucesos se precipitaron de
manera inesperada. Viendo Napoleón que sus glorias empezaban a
desvanecerse, y conociendo en sus derrotas la mano de Dios, vengador de
tantos ultrajes, decretó fuesen devueltos al Papa los Estados Pontificios.
No faltaron en aquel suceso señales de la protección del Santo Patriarca. El
decreto de la devolución está firmado el 10 de Marzo, cuando en Roma y en el
orbe católico se empezaba la novena a san José. Este decreto llegó al castillo
de Fontainebleau, y se puso en manos del Pontífice, el 19 del mismo mes, fiesta
del glorioso Protector de la Iglesia. En 1814, Pío VII recuperó la libertad y el 7
de junio de 1815 retornaba definitivamente a Roma, mientras su adversario,
vencido y desterrado por los ingleses en Waterloo, desembarcaba prisionero en
la isla de Elba, después de haber firmado la abdicación definitiva, por la que
renunciaba al poder, para sí y para sus herederos.

El Liberalismo en la vida de la Iglesia del siglo XIX


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La Restauración se frustró y el siglo XIX fue el siglo del Liberalismo, ideología


de la Revolución burguesa. Tenía una doctrina política y económica; pero se
fundaba además en una ideología, que enlazaba con el pensamiento ilustrado
del siglo XVIII. Los hombres no sólo serían libres e iguales, sino también
autónomos; es decir, desvinculados de la ley divina, que no era reconocida
socialmente como norma suprema. Se enfrenta así el poder que procede de
Dios al poder que deriva del pueblo. La doctrina liberal no distingue entre la
religión verdadera y las demás religiones; la religión es para la doctrina liberal
un asunto que incumbe sólo a la intimidad de las conciencias, y también la
Iglesia, separada del Estado, quedaría al margen de la vida pública y sujeta al
derecho común, como cualquier otra asociación. Todo este planteamiento
conducía a la secularización social, al naturalismo religioso, y en última
instancia al ateísmo o a la indiferencia de los ciudadanos ante la religión.
El Papa León XII (1823-1829), sucede a Pío VII y después viene el breve
pontificado de Pío VIII (1829-1830). Precisamente hacia el año 1830 tomó
cuerpo un grupo de «católicos liberales», formado en Francia en torno a la
revista «L'Avenir», bajo la dirección de F. Lamennais. Frente a la postura
tradicionalista --que postulaba el respeto a los derechos de Dios y de la Iglesia
en la vida social-- ampliamente mayoritaria en el pueblo cristiano, estos
católicos defendían una conciliación --no tanto teórica como práctica-- de la
Iglesia con el Liberalismo. «Dios y libertad» fue su lema, en la línea de la
defensa de la libertad para todos y en todas sus formas. Les parecía que esta
actitud era la mejor en la sociedad moderna para asegurar el respeto a la
autoridad de Dios y a los derechos de la Iglesia. Inicialmente fueron fieles al
papado, pero la respuesta de Roma fue contraria a sus aspiraciones. La
encíclica Mirari vos (15-VIII-1832) de Gregorio XVI (1831-1846) --el papa que
sucede a Pío VIII-- condenó el programa del grupo de «L'Avenir» y su dirigente
Lamennais abandonó el sacerdocio y la Iglesia(8).
Cristianismo católico y Liberalismo se encontraron también en otro terreno. La
explosión de sentimientos nacionales, favorecida por la política liberal,
promovió en distintos países de Europa la emancipación de poblaciones
católicas, sometidas al dominio de príncipes de otras confesiones religiosas (9).
Además, actitudes intelectuales de signo antirreligioso, atacan la concepción
que la Iglesia tiene del hombre y del mundo. El positivismo de A. Comte que
conducirá al cientifismo --verdadera religión sin transcendencia-- y
el idealismo del gran filósofo alemán Hegel, estarán en la base del materialismo
de Feuerbach, tan próximo ya al Marxismo(10).

La época de Pío IX: san José, Patrono de la Iglesia universal

El Pontífice que sucede a Gregorio XVI es Pío IX (1846-1878) quien declarará


oficialmente a san José, como luego veremos, Patrono y Protector de la
Iglesia universal. Escribe en el Breve Inclytum Patriarcham, de 7 de julio de
1871: «Los Romanos Pontífices, nuestros predecesores, para acrecentar y
hacer que fuesen cada día más ardientes la devoción y veneración de los fieles
en favor del Santo Patriarca; y para exhortarlos a implorar su intercesión cerca
de Dios, con una confianza sin límites, no dejaron pasar ocasión alguna
favorable de dar nueva y mayor publicidad a este culto».
Traza después el cuadro histórico de lo que han hecho sus antecesores en
orden a favorecer la devoción a san José, y concluye: «Y Nos mismo, desde
que, por juicio impenetrable de Dios, fuimos elevados a la Suprema Sede de
Pedro, movidos, ya por los ejemplos de nuestros ilustres predecesores, ya por
la devoción particular al Santo Patriarca, que desde nuestra niñez nos ha
animado, con placer de nuestra alma, por decreto de 10 de Setiembre de 1847,
hemos extendido a la Iglesia universal, con rito doble de segunda clase, la
fiesta del Patrocinio, que ya se celebraba en muchas partes, por indulto
particular de la Santa Sede»
Su largo pontificado cubre toda una época. Fue una persona de talante liberal,
cordial, generosa, magnánima; un Papa singularmente amado y venerado por
los católicos; sus propios infortunios reforzaron esa cordial adhesión. La pérdida
del Poder temporal marcó un periodo de la historia cristiana de indudable
renovación espiritual en lo tocante a la vida interna de la Iglesia.
Recordemos la definición del Dogma de la Inmaculada Concepción del 8
de marzo de 1854 --seguida a los cuatro años por las "apariciones de
Lourdes"-- y el Concilio Vaticano I (1869-1870), como dos grandes frutos
que nos dan la medida de su valioso Pontificado: el más largo de la historia del
papado, nada menos que 32 años: el más largo de la historia de los Papas.
El Liberalismo apareció ante sus ojos como un movimiento al que tenía que
oponerse, porque perseguía un ideal no cristiano, y en Italia trataba de
arrebatar a la Santa Sede los Estados Pontificios (11). Veinte años --desde 1850 a
1870-- duró la defensa del Poder temporal de los Papas. Y en 1870 con el
estallido de la guerra franco-prusiana provocó la retirada de Roma de la
guarnición francesa y, tras ella, la toma de la ciudad por los soldados de Victor
Manuel II, que hicieron de la Urbe católica la capital de la nueva Italia.
Entretanto, el Papa se recluía como voluntario prisionero en el Vaticano,
rechazando la «Ley de Garantías» que se le ofreció, y se abría una «cuestión
romana», que tardó aún sesenta años en resolverse(12).
La postura de la Iglesia frente a los principios «liberalistas» fue fijada por Pío IX
en la encíclica Quanta cura, del 8 de diciembre de 1864. Esta encíclica llevaba
como anexo el Syllabus, relación de 80 proposiciones en las que se resumían
los errores modernos(13); anatematizaba la absoluta autonomía de la razón, el
naturalismo religioso, el indiferentismo, el materialismo, los ataques contra el
matrimonio y la defensa del divorcio, etc(14).
El Concilio Vaticano I se abrió el 8 de diciembre de 1869. Iba a examinar los
graves problemas que planteaban a la Iglesia las inquietudes doctrinales,
políticas y sociales que agitaban el mundo. La cuestión de la Iglesia, cuerpo
místico de Cristo, depositaria de la verdad, estaba en el centro de las
preocupaciones. La atención de los Padres conciliares se centró, en primer
lugar, sobre la cuestión de la infalibilidad, que suscitó vivas discusiones y
controversias en los periódicos e hizo que pasasen a segundo plano los otros
temas de discusión. Pese a su brevedad, impuesta por las circunstancias
políticas del momento --tuvo que interrumpir sus sesiones a causa de la guerra
franco-alemana, en julio de 1870, y de la toma de Roma dos meses más
tarde.--, aprobó dos resoluciones de gran importancia: el dogma de la
infalibilidad pontificia --Pastor aeternus-- y la constitución Dei Filius, donde se
abordó el gran tema religioso del siglo XIX: el problema de las relaciones entre
la fe y la razón.
Un año antes del Concilio Vaticano I, el Papa Pío IX confesaba que ya había
recibido personalmente más de quinientas cartas de los Obispos del mundo
entero, y de los fieles de todos los países (15) pidiendo que se reconociese
oficialmente a san José como Patrono de la Iglesia. También durante el periodo
conciliar se pedía lo mismo. Entre los que firmaban el Postulatum, se señalan
treinta y ocho cardenales y doscientos dieciocho patriarcas, primados,
arzobispos y obispos de todas las partes del mundo. La última de estas firmas
de Cardenales es la de Joaquín Pecci, el futuro León XIII (16). La forzosa
dispersión de los padres del Concilio no permitió que tomasen una decisión
acerca de ello, pero el Papa Pío IX no quiso dejar esta petición en suspenso. Así
es que el 8 de diciembre de 1870, aniversario de la apertura del
Concilio, publicó el decreto «Quemadmodum Deus», en el que
proclama a san José Patrono de la Iglesia Universal. Recordemos también
que el mismo día en que el Papa hace esta proclamación, los fieles de Roma
que habían asistido a los Oficios, fueron insultados y maltratados a la salida de
la iglesia. Por la noche bajo las ventanas del Vaticano, hubo unos indeseables
que gritaron ¡muera el Papa! No pocas personas creyeron, e incluso
anunciaron, que con la caída de los Estados Pontificios se había acabado la
Iglesia.
Para subrayar la importancia de este acontecimiento, Pío IX quiso que la
proclamación se hiciera simultáneamente en las tres grandes Basílicas
patriarcales: San Pedro, Santa María la Mayor y San Juan de Letrán. Escogió
expresamente la fiesta de la Inmaculada Concepción y quiso que el anuncio se
hiciera en el transcurso de la celebración de la Santa Misa. Subrayaba así los
lazos que existen, por voluntad de Dios, entre san José y la Virgen María, entre
la Iglesia del cielo y la de la tierra, entre la Eucaristía y la santificación de los
miembros de Cristo.
En su Decreto, el Papa enumera los motivos que lo han llevado a tomar esta
decisión. En primer lugar, la misma elección de Dios, que hizo de José su
hombre de confianza, entre cuyas manos puso lo que Él tenía de más precioso;
después, porque es un hecho que la Iglesia siempre ha honrado a san José con
la Virgen María y que, en circunstancias inquietantes, siempre la Iglesia ha
recurrido con éxito a su protección. Una vez más --como había sucedido en
tiempos del Cisma de Occidente y más recientemente con Pío VII-- ante los
innumerables males que agobian actualmente a la Iglesia, el Papa se pone
personalmente, y pone a todos los fieles con él, bajo la protección de san
José(17).
En un Breve fechado el 7 de julio de 1871, Inclytum Patriarcham, da a conocer
al mundo entero su decisión; recuerda lo que sus predecesores, y él mismo,
han hecho para promover la devoción de los fieles a san José; hace ver que las
persecuciones sufridas por la Iglesia en los últimos tiempos provocaron un
acrecentamiento de confianza en la protección de san José. El comienzo de este
Breve Inclytum Patriarcham es de gran importancia:
«El ilustre Patriarca, el bienaventurado José, fue escogido por Dios prefiriéndolo
a cualquier otro Santo para que fuera en la tierra el castísimo y verdadero
esposo de la Inmaculada Virgen María, y el padre putativo de Su Hijo único.
Con el fin de permitir a José que cumpliera a la perfección un encargo tan
sublime, Dios lo colmó de favores absolutamente singulares, y los multiplicó
abundantemente. Por eso, es justo que la Iglesia Católica, ahora que José está
coronado de gloria y de honor en el cielo, lo rodee de magníficas
manifestaciones de culto, y que lo venere con una íntima y afectuosa
devoción».
El Papa pide «que el pueblo cristiano se acostumbre a implorar, con gran
piedad y profunda confianza, a san José al mismo tiempo que a la Virgen
María». Esta práctica es de las más agradables a Nuestra Señora, que disfruta
con ello. La devoción a san José está ya ampliamente extendida, pero el Papa
cree que es deber suyo estimular a los cristianos para que esta devoción «se
enraíce profundamente en los usos de la tradición católica, pues esto es de una 
extrema importancia». Al declarar a san José Patrono de la Iglesia
universal, Pío IX no hizo más que expresar el sentimiento del pueblo cristiano
y, al mismo tiempo, continuar la enseñanza de sus predecesores. Sus
sucesores hicieron otro tanto.

La devoción a san José en el siglo XIX

El pontificado de Pío IX, más allá de los acontecimientos ya descritos, fue una
época de claro florecimiento de la vida interna de la Iglesia. Por una parte, el
aumento de las vocaciones sacerdotales y la renovada observancia disciplinar,
manifestada visiblemente en la vuelta al uso del hábito eclesiástico (18); y, por
otra, el crecimiento y propagación considerable de las antiguas Ordenes
religiosas(19); e incluso el nacimiento de nuevas Congregaciones religiosas,
algunas de ellas tan importantes como los salesianos de Dom Bosco.
También entre los simples fieles surgieron igualmente nuevas iniciativas
apostólicas y benéficas(20).
Pues bien, fue en este contexto del siglo XIX espiritualmente muy fecundo,
cuando se extiende la devoción y culto a san José, tanto en personas, como en
instituciones por toda la Iglesia. Al mismo tiempo, se va dibujando un
movimiento, como hemos visto, de peticiones para obtener que el Papa
reconozca oficialmente el patronazgo de san José, no sólo sobre las Iglesias
particulares, las comunidades locales, o incluso regiones enteras, sino sobre la
Iglesia universal y sobre el mundo entero. Nadie más adecuado para cumplir
con esta misión unificadora que san José.
Así, por ejemplo, san Leonardo Murialdo (1828-1900), natural de Turín,
sacerdote en 1851. Consagrado al apostolado entre las clases trabajadoras, se
encarga de la dirección del colegio de huérfanas obreras en 1856. Funda
la Congregación de san José, conocida como «los Josefinos de Murialdo» en
1863. Beatificado y canonizado por el Papa Pablo VI. «Resplandece entre los
Santos con la luz más viva aquel gran santo que conmemoramos hoy, el
gloriosísimo Esposo de la divina Madre, san José. La gloria a la que en el curso
de la vida mortal fue levantado por Dios es tan sublime, y los ejemplos que
dejó de la más perfecta virtud y santidad son tan luminosos, que el que tiene
que elogiarlos no acierta a pensar qué consideración pueda ser la más
provechosa para sus oyentes, aquella que te arrebata en un santo entusiasmo
de admiración, o la que te invita y empuja a la imitación de sus virtudes, o la
que te infunde en el alma una santa confianza de que un santo tan glorificado
por Dios en la tierra, será también de Dios plenamente oído en el cielo»(21).
En la misma hora en la que los embates antirreligiosos azotaban los muros de
la Iglesia, un impulso espiritual notable suscitó en el seno del Anglicanismo una
noble aventura religiosa --el «Movimiento de Oxford»--, que condujo a los
mejores espíritus, ansiosos de autenticidad cristiana, a sus genuinos orígenes,
es decir, a las puertas de la Iglesia. Algunos de estos hombres no avanzaron
más; pero otros dieron el paso decisivo y franquearon el umbral del
Catolicismo: H. Newman fue recibido en la Iglesia en 1845, y tanto él como su
compatriota Manning llegaron a ser Cardenales. Uno de estos conversos
fue Federico Guillermo Faber (1814-1843), literato y teólogo, convertido del
anglicanismo a la Iglesia Católica, bajo la influencia del que fue después
Cardenal Newman, fundó una comunidad religiosa integrada en el Oratorio de
san Felipe Neri, y fue Superior en Londres desde 1849 hasta su muerte. Su
obra Belén o el misterio de la Santa Infancia (Londres 1860). «El niño de Belén
reposa en el seno de su Padre en lo más alto de los cielos: allí es la causa de
toda la creación, a la par que el modelo. No podemos separar su infancia
terrestre de sus principios celestiales, porque sin ellos sería ininteligible».
Contiene unos párrafos sugestivos y profundos que presentan a José como
doctor de la Santa Infancia, adorador de Jesús niño e implantado en la vida
trinitaria.
No podemos dejar de citar al jesuita Enrique Ramière (1821-1884), segundo
fundador del Apostolado de la Oración y apóstol ferviente del Corazón de Jesús,
que fundó y dirigió durante muchos años Le Messager du Coeur de Jésus. En
esta revista se aprecian, entre otros rasgos el ambiente de amor a la Iglesia y
ferviente devoción a san José, que precedió al acto de Pío IX por el que lo
proclamó Patrono de la Iglesia. Su célebre libro El Apostolado de la
Oración muestra en la figura y tarea de san José, cuál es la esencia del
apostolado más eficaz. «San José es el "Jefe" de la Sagrada Familia: el Papa es
el "Jefe" de la Iglesia. Pues Jesús y María están "subordinados" a José; la
Iglesia aparece ya toda entera: la Iglesia es un gran cuerpo del que Jesús es la
cabeza y los fieles los miembros; y todos los miembros del cuerpo místico de
Jesús deben nacer y nacen espiritualmente de María: "Mater capitis, mater
membrorum". Un mismo título, "Jefe de la Iglesia", es pues apropiado a san
José y al Papa, aunque en sentidos diferentes. San José fue, en el verdadero
sentido, jefe de Jesús; el Papa no lo es en absoluto: el Papa no es más que el
Jefe visible de los miembros místicos de Jesucristo. San José no estaba
investido de ninguna autoridad espiritual respecto a Jesús y María. No es como
formando el cuerpo de la Iglesia que Jesús y María estaban subordinados a
José, sino más bien como miembro de su familia de Nazaret. El Papa ejerce,
por el contrario, una autoridad espiritual respecto a los miembros del cuerpo
místico de Cristo. La Virgen misma ha reverenciado en la persona del primer
Papa, san Pedro, esta autoridad de Jefe espiritual que Ella no pudo reverenciar
en san José»(22).
La gran mensajera de la infancia espiritual y del amor misericordioso,
santa Teresita del Niño Jesús (1873-1897), con su experiencia interior de
riquísimo contenido contemplativo, profesa una tierna devoción a san José a
través de la sencilla poesía expresiva de la tradición carmelitana heredada de
Santa Teresa de Jesús. «Pedí también a san José que fuera mi custodio. Mi
devoción hacia él, desde la infancia, era una misma cosa con mi amor a la
Santísima Virgen. Todos los días rezaba la oración: "¡Oh san José, Padre y
Protector de las Vírgenes...". Parecíame ir muy protegida y a cubierto de todo
peligro»(23).
El siglo XIX se caracteriza en Cataluña por una excepcional fecundidad
apostólica y espiritual, que se manifiesta en numerosas fundaciones de
institutos y congregaciones religiosas. Es la época de la que se ha dicho que
nunca en Cataluña había habido tantos santos como entonces (24). En respuesta
a un escrito del cisterciense Félix Genover, en que se discutía la primacía de
José en santidad, los Padres Carmelitas Descalzos del convento barcelonés
de san José vindican ya en 1743 la eminencia de su oficio y de su santidad. Un
opúsculo polémico, Joseph vindicado, escrito en pocas semanas, constituye un
excelente resumen y balance de la tarea doctrinal que caracteriza el siglo
anterior a su publicación, a la vez que un testimonio de la expansión y arraigo
popular de la corriente espiritual surgida de santa Teresa de Jesús.
La devoción a san José es característica de muchos de los hombres de aquella
generación. Entre ellos Francisco Javier Butiñá (1834-1900), Fundador de las
Siervas de san José y de las Hijas de san José, destacado por su doctrina,
expresada especialmente en Las Glorias de San José, Barcelona 1893. «A san
Rafael, siendo uno de los primeros príncipes de la corte celestial, designó el
Omnipotente para compañero y guía del santo y joven Tobías en su viaje a la
ciudad de Rajés: mas a san José le subió al altísimo cargo y ministerio de
acompañar y defender al Hijo de Dios en sus caminos. San Gabriel tuvo a honra
ser el mensajero de Dios para anunciar a María el incomprensible misterio de la
divina maternidad; mayor fue la de san José levantado a la dignidad
incomparable de ser virginal Consorte y compañero inseparable de la misma
divina Madre. Cífrase la más brillante gloria de san Miguel en ocupar el trono
supremo de la milicia celestial, como príncipe de los coros angélicos; mas le
aventaja, y con mucho, san José, pues fue príncipe y cabeza de la familia de
Dios en la tierra, compuesta no de purísimos espíritus, sino de la misma Reina
de todos ellos y del Supremo Gobernador del universo visible e invisible»(25).
También José María Vilaseca, M.S.J. (1831-1910), fundador de los Institutos
de Misioneros Josefinos en México, nació en Igualada, en Cataluña, y estudió en
el seminario de Barcelona. Siguiendo su vocación misionera ingresó en la
congregación de PP. Paúles. Destinado ya en México desplegó una intensa
actividad apostólica que fructificó en la fundación de dos institutos josefinos, y
la revista El Propagador de la Devoción a san José, en 1872, que subsiste
todavía en la actualidad. La fecundidad de su apostolado se extendió a todo el
mundo hispanoamericano, por lo que ha de ser considerado como uno de los
más grandes apóstoles de la devoción a san José. «El poder de san José
sobrepuja con mucho el poder de todos los ángeles y de todos los santos
juntos, porque él es, a la vez, poderoso en el corazón de Dios y en el corazón
de María»(26).
San Enrique de Ossó y Cervelló (1840-1896), nacido en Vinebre, en la
Diócesis de Tortosa, destaca entre los sacerdotes catalanes del siglo pasado por
su espíritu teresiano y su ferviente devoción josefina. Ha sido canonizado
recientemente por Juan Pablo II. Fundó en 1876 la Compañía de santa Teresa
de Jesús (Teresianas). Creador de la Hermandad josefina en Tortosa, el mismo
año de 1876, redactó un devocionario josefino completo que con el título El
devoto josefino publicó en 1890. Enumera siete privilegios de san José: 1º)
Tener a Jesús por Hijo de Dios; 2º) Ser su esposa María, madre de Dios; 3º)
Ser obedecido por Jesús y María; 4º) Haber gozado de los abrazos y caricias del
Rey de la Gloria; 5º) Ser el primer adorador del Hijo de Dios nacido en Belén;
6º) Morir en brazos de Jesús y María; y 7º) Resucitar con Cristo en cuerpo y
alma a la Gloria.
En la espiritualidad y en la acción pastoral del que fue gran Obispo Dr.  Joseph
Torras i Bages (1846-1916) ocupa un lugar importante la devoción a san
José. Tiene algunos textos de su predicación como presbítero, que contienen ya
expresión de pensamientos capitales, de decisivo valor teológico. «La vida
oculta es muy alabada, pero muy poco seguida. José es el modelo de la vida
oculta»(27). Desde luego, el gran sacerdote poeta Miquel Costa i
Llobera (1854-1922), principal figura del renacimiento literario de Mallorca. Se
dedicó intensamente a la predicación y recorrió los púlpitos de la isla durante
muchos años. El panegírico de san José, en el que el lector descubrirá la
presencia de una gran riqueza de fuentes, y la poesía a modo de «gozos»
populares, escrita por su propio autor en castellano, son un testimonio excelso
de la tradición josefina en su tierra de Mallorca. Y finalmente, publicadas como
editorial en la revista barcelonesa Cristiandad, Jaime Boffil (1910-1965), que
fue prestigioso catedrático de Metafísica de la Universidad de Barcelona,
contienen una expresión «contemplativa» del sentido de la fe sobre el Patriarca
san José. «La fe cristiana se nutre de la contemplación. De una contemplación
sencilla, que se detiene donde sea que encuentre ternura, gozo, suavidad
espiritual. Por esto las escenas del nacimiento de Jesús han nutrido
secularmente esta contemplación. Y ¿cómo contemplar el nacimiento sin
detenerse en la conversación y compañía de José»(28).
Las magníficas predicciones de Isolano se han realizado cumplidamente en la
Edad Moderna y Contemporánea. La devoción a san José viene a ser una
benéfica inundación, que se extiende por toda la Iglesia, para producir en todas
partes abundantísima cosecha de flores y frutos de virtudes.

León XIII y La primera encíclica pontificia sobre san José

El siglo XIX presenció también una notable transformación de las realidades


sociales. El auge del Capitalismo, la revolución industrial y la creación de los
proletariados urbanos provocaron la aparición de un «problema social»,
desconocido hasta entonces. Ideologías de signo anticristiano, como el
Marxismo y el Anarquismo(29), propugnaron nuevos modelos de sociedad e
influyeron poderosamente en los movimientos obreros. El Papa León
XIII (1878-1903) propuso un programa cristiano para el nuevo mundo del
trabajo.
Ya el Concilio Vaticano I había reunido abundante documentación acerca de la
cuestión social, con la intención de ocuparse del tema. Pero el brusco final de la
Asamblea conciliar no llegó a tratarlo y fue León XIII quien lo hizo en su
encíclica Rerum novarum, el 15 de mayo de 1891. Rechazaba por principio la
dialéctica de la lucha de clases y pedía a patronos y obreros una armónica
colaboración para el desarrollo de la nueva sociedad. Este pontificado fue el
punto de partida del Catolicismo social, dentro del cual se perfilaron pronto una
tendencia corporativista y otra, más politizada, de orientación democrático-
progresista.
León XIII escribió la primera y magistral Encíclica dedicada a san
José, Quamquam pluries, y después publicó el Breve Neminem fugit, por medio
del cual pedía a los hogares cristianos que se consagraran a la Sagrada Familia
de Nazaret, «ejemplo perfectísimo de la Sociedad doméstica, al mismo tiempo
que modelo de toda virtud y de toda santidad».
En ella enseña el papel de san José en la Iglesia: «La Sagrada Familia, que san
José gobernó como investido de autoridad paterna, contenía en germen a la
Iglesia. La Santísima Virgen María, al mismo tiempo que Madre de Jesucristo,
es también Madre de todos los cristianos... Asimismo, Jesucristo es como el
primogénito de los cristianos, que son sus hermanos de adopción y de
redención. Estas son las razones por las que san José mismo se da cuenta de
que la multitud de los cristianos le ha sido confiada de una manera muy
particular. Esta multitud es la Iglesia, familia inmensa extendida por toda la
tierra. Él tiene sobre ella la autoridad paterna, puesto que es el esposo de María
y el padre de Jesús. Es lógico que José cubra ahora a la Iglesia con su celestial
patronazgo, como en otros tiempos atendía a las necesidades de la Sagrada
Familia». Y para subrayar todavía más su deseo de ver a los fieles unir a José y
a María en sus oraciones, pide que se termine el rezo del Santo Rosario con la
invocación a san José: «Recurrimos a Vos en nuestra tribulación,
bienaventurado José...».
Los 25 años que duró el Pontificado de León XIII, nos introducen ya en el siglo
XX. Su magisterio desarrollado a través de sus grandes encíclicas fue de gran
importancia, y un particular valor tuvo para la renovación del pensamiento
cristiano la solemne restauración de la filosofía tomista. El anciano Papa acabó
ganándose el respeto del mundo entero, pese a que en algún lugar, como
Francia, sus esfuerzos conciliadores no tuvieron una respuesta satisfactoria.

La veneración pontificia por san José en el siglo XX

La presencia activa de los católicos en la vida político-social, tal como impulsó


León XIII, tenía también sus riesgos y en el interior de la Iglesia se incubaba,
además, una crisis doctrinal, que no tardaría en declararse abiertamente. Los
primeros años del siglo XX, hasta el comienzo de la Primera Guerra Mundial, se
recordarán siempre como un periodo brillante y feliz de la historia europea, que
vino a truncar el estallido de la más inútil y absurda de la contiendas bélicas. En
la vida cristiana, sin embargo, no fue una época fácil y sin problemas. Pero la
gran crisis doctrinal que agitó a la Iglesia, fue la llamada crisis modernista, ya
en el pontificado del último de los papas que ha merecido el honor de los
altares: san Pío X (1903-1914)(30).
Bajo el influjo de causas muy diversas --como las filosofías irreligiosas, el
cientifismo decimonónico y el Protestantismo liberal-- tomó cuerpo en la Iglesia
el fenómeno modernista. El Modernismo, que en el ánimo de algunos habría de
reconciliar Catolicismo y mentalidad moderna y superar así la pretendida
quiebra entre la fe y la ciencia, venía en la práctica a vaciar de contenido
sobrenatural la fe católica. San Pío X fue un Papa valiente que atendió por
encima de todo a los «intereses de Dios» y promovió con ardor la piedad
cristiana. Pío X tenía una gran devoción por san José, cuyo nombre le
impusieron en el Bautismo. Él fue quien aprobó las letanías en honor de este
Santo y autorizó su inserción en los libros litúrgicos. En esto, como dice él
mismo, está de plena conformidad con sus predecesores: Pío IX y León XIII.
José es una ayuda poderosa y muy útil para la familia y para la sociedad
(1909).
La Primera Guerra Mundial estalló el 28 de julio de 1914. A las tres semanas
fallecía san Pío X (el 20 de agosto). El nuevo Papa Benedicto XV (1914-1922)
apenas pudo hacer otra cosa durante aquellos años que esforzarse inútilmente
en intentar la paz entre los bandos beligerantes. El final llegó en noviembre de
1918, gracias a la victoria de los Aliados sobre los Imperios centrales. La Santa
Sede fue rigurosamente excluida de la mesa donde se negoció el Tratado de
Versalles. Pero este tratado no trajo la paz, sino veinte años de «entreguerras»,
una simple tregua entre dos conflictos mundiales. Benedicto XV, en 1917
promulgó el primer Código de Derecho Canónico, --que inició su predecesor Pío
X-- y publicó en 1920, un poco después de la Primera Guerra Mundial, una
Encíclica sobre la paz; más tarde, publicó un Motu proprio invitando a todos los
obispos del mundo a celebrar el cincuentenario del patronazgo de san
José animando a los fieles para que renovasen su devoción al Santo y a la
Sagrada Familia. «El desenvolvimiento de la devoción de los fieles hacia san
José, traerá consigo como una consecuencia necesaria, el culto hacia la
Sagrada Familia de Nazaret, de la que fue san José el augusto jefe;
naturalmente, una de estas devociones hace brotar la otra. José nos conduce
directamente a María y por medio de María a la fuente de toda santidad, Jesús,
que santificó las virtudes familiares por su obediencia a José y a María...»(31).
En efecto, un ejemplo de estas orientaciones del Papa se ve en el documento
colectivo de los Obispos de todas las diócesis catalanas. En particular, el Obispo
de Barcelona, Enrique Reig y Casanova, publicaba una Carta Pastoral, que tiene
un gran valor doctrinal, el carácter de un testimonio de la ferviente tradición
josefina de Cataluña y en especial de Barcelona, y un gran interés histórico, por
aludir al origen josefino del Templo de la Sagrada Familia (32), y referirse al
movimiento espiritual suscitado por la Madre Petra de san José, fundadora
del Santuario de San José de la Montaña. Recurrir a san José es un remedio
para «la situación difícil en que se encuentra hoy el género humano». Sus
ejemplos y su protección sostendrán en su deber, y preservarán de las falsas
doctrinas a quienes ganan su vida con su trabajo, en todas partes del
mundo. El 26 de octubre de 1921, Benedicto XV extendió a toda la
Iglesia la fiesta de la Sagrada Familia.
El periodo de «entreguerras» coincidió prácticamente con el Pontificado de Pío
XI (1922-1939); y fue la edad de oro de la Acción Católica (33) y de claro
florecimiento del Cristianismo y la Iglesia (34). El prestigio de la Santa Sede en el
mundo creció de modo extraordinario y su personalidad internacional se vio
robustecida por la firma de numerosos Concordatos, varios de ellos con los
nuevos países nacidos de la última guerra. Pero el acontecimiento de más
envergadura fue la firma de los «Pactos Lateranenses» que pusieron fin a la
«cuestión romana». Así el 11 de febrero de 1929 aparece el Estado de la
Ciudad del Vaticano, mínimo solar territorial indispensable para garantizar la
independencia de la Santa Sede.
Como contrapunto negativo tuvieron lugar sangrientas persecuciones sobre la
Iglesia en distintos países. En Rusia, la implantación del Comunismo produjo un
sinfín de violencias antirreligiosas, que afectaron sobre todo a los cristianos
ortodoxos. Pero la persecución llegó también a países de población católica con
una dureza nunca alcanzadas por el anticlericalismo del siglo pasado. La
persecución en México, y sobre todo la desencadenada en España durante la
guerra civil de 1936 a 1939.
Pío XI pronunció sobre san José palabras de excepcional importancia. Este
hombre audaz y valiente no puede ser acusado de ignorancia o de piedad
sentimental. El 21 de abril de 1926, con ocasión de la beatificación de Jeanne-
Anthide Thouret y de Andre-Hubert Fournet, concreta cuáles son los
fundamentos del patronazgo de san José, cuya fiesta caía en ese día:
«Este es un Santo que entra en la vida y se desgasta entero cumpliendo una
misión única de parte de Dios, la misión de conservar la pureza de María, de
proteger a nuestro Señor, y de esconder, por medio de su admirable
cooperación, el secreto de la Redención. La santidad incomparable de san José
tiene sus raíces en la grandeza de esta misión, ya que no fue confiada a ningún
otro santo... Es evidente que, en virtud de tan alta misión, José poseía ya el
título de gloria que le corresponde, el de Patrono de la Iglesia universal. Toda la
Iglesia se encontraba ya presente junto a él, en estado de germen fecundo».
Dos años más tarde, el 19 de marzo de 1928 en la fiesta de san José, vuelve
sobre el mismo tema y muestra cómo la misión de san José es más importante
que las de san Juan el Bautista y la de san Pedro. Entre la misión de Juan el
Bautista y la de san Pedro está la de san José. «Misión recogida, silenciosa, casi
inadvertida y desconocida, misión llevada a cabo con humildad y silencio... Allá
en donde más profundo es el misterio, en donde más espesa la noche que lo
envuelve y mayor el silencio, es precisamente donde encontramos la misión
más alta y el más brillante cortejo de virtudes requeridas y de méritos que de
ellas derivan. Misión única, altísima, la de conservar la virginidad y la santidad
de María, la de tomar parte en el gran misterio escondido a los ojos de los
siglos y cooperar así en la Encarnación y en la Redención».
Esta misión única de José en la tierra se traduce en el cielo por un gran poder
de intercesión. Pío XI declara el 19 de marzo de 1935: «José es quien lo puede
todo cerca del divino Redentor y cerca de su divina Madre, de una manera y
con una autoridad que superan las de un simple depositario». Y tres años más
tarde en la misma fecha: «La intercesión de María es la de la madre, no vemos
qué es lo que su divino Hijo podría negarle a tal madre. La intercesión de José
es la del esposo, la del padre putativo, la del jefe de familia, no puede dejar de
ser todopoderosa, pues nada pueden negarle Jesús y María a José que les
consagró toda su vida y a quien realmente debieron los medios de su existencia
terrestre».
Ante la tangible amenaza de los totalitarismos ateos o paganos y para hacer
realidad su divisa: «La paz de Cristo en el reino de Cristo», Pío XI cuenta
especialmente con la intervención de san José. En su célebre Encíclica Divini
Redemptoris, contra el comunismo, en 1937(35), donde fijaba con claridad la
actitud de la Iglesia, declara: «Ponemos la gran acción de la Iglesia católica
contra el comunismo ateo mundial bajo la égida del poderoso protector de la
Iglesia, san José. Él pertenece a la clase obrera y él experimentó el peso de la
pobreza en sí y en la Sagrada Familia, de la que era jefe solícito y amante; a él
le fue confiado el divino niño, cuando Herodes envió sus sicarios contra él. Con
una vida de absoluta fidelidad en el cumplimiento del deber cotidiano, ha
dejado un ejemplo de vida a todos los que tienen que ganar el pan con el
trabajo de sus manos. Y mereció ser llamado el justo, ejemplo viviente de la
justicia cristiana que debe dominar en la vida social».
La Segunda Guerra Mundial (1939-1945) superó ampliamente a la Primera en
duración y magnitud. Millones de personas perdieron la vida en los frentes de
batalla y en los campos de concentración. El sucesor de Pío XI fue Pío
XII (1939-1958) que dio un paso grande en la universalidad real de la Iglesia
cuando en 1946 realizó su primera promoción cardenalicia (36). Ejercitó un
infatigable magisterio, tratando en sus alocuciones múltiples aspectos de la
vida y moral cristianas, en las nuevas circunstancias del mundo (37). Quiso
cristianizar la "fiesta del trabajo del 1 de mayo" instituyendo la fiesta de san
José Artesano. Una y otra vez señalaba a san José como el protector con
mejor título de todas las clases de la sociedad y de todas las profesiones. Habló
de este Santo a los obreros, a los matrimonios jóvenes, a los cristianos
militantes, a los estudiantes y a los niños. Para él, el patronazgo de san José no
es una hermosa fórmula teológica, o una piadosa apelación, sino una verdad
fundamental. José, igual que María, está íntimamente unido a la doctrina del
cuerpo místico de Cristo que es la Iglesia del cielo y de la tierra.

El Concilio Vaticano II y san José

Juan XXIII (1958-1963) sucede a Pío XII. Cuando fue elegido Papa, sintió no
poder tomar el nombre de José, a causa de la costumbre, pero no obstante,
escogió el 19 de marzo como fecha de su fiesta personal. Pese a su brevedad
tuvo gran impacto en la Iglesia. A los tres meses de su elección, el 25 de enero
de 1959, reveló su intención de convocar un concilio ecuménico y así en la
Bula Humanae salutis lo convocó el 25 de diciembre de 1961 para «promover el
incremento de la fe católica y una saludable renovación de las costumbres del
pueblo cristiano, y adaptar la disciplina eclesiástica a la condiciones de nuestro
tiempo».
Juan XXIII, dio múltiples testimonios de su devoción a san José. Confesaba:
«Amo mucho a san José, hasta tal punto que no sé empezar mi jornada, ni
terminarla, sin que mi primera palabra y mi último pensamiento se dirijan a
él». Siendo Nuncio en París visitó la casa madre de las Hermanitas de los
Pobres en La Tour Saint-Joseph. En esta ocasión contó que quiso recibir la
consagración episcopal en la fiesta de san José «porque es el Patrono de los
diplomáticos». Explicó: «Como san José, los diplomáticos pueden al mismo
tiempo presentar a Jesús y esconderlo. Como san José, deben saber callar,
medir sus palabras, saber emplearse sin mirar la dignidad del servicio... y sobre
todo paladear dulce y tragar amargo..., obedecer aun cuando no se comprenda,
como san José cuando partió con su borriquillo».
Cuando fue Papa, dio las mismas consignas a todos los cristianos: Emplearse
igual en tareas humildes que en misiones importantes, sin calibrar la dignidad
de lo que se hace. José, esposo de María, no fue más que un artesano que
ganaba su pan con su trabajo. Lo que cuenta delante de Dios es la fidelidad. El
19 de marzo de 1959, celebrando la Misa para un grupo de trabajadores de la
ciudad de Roma, les decía: «Todos los santos glorificados merecen un honor y
un respeto particulares, pero es evidente que san José posee, con justo título,
un lugar muy particular, más suave, más íntimo, más penetrante en nuestro
corazón».
El 1 de mayo de 1960, Juan XXIII dirige un radio-mensaje sobre san José a
todos los que trabajan y a todos los que sufren. Comienza así: «Es natural que
nuestro pensamiento se dirija a cada una de las regiones y ciudades en que se
desenvuelve la vida de todos los días: los hogares, las escuelas, las oficinas, los
mercados, las fábricas, los despachos, los laboratorios, a todos los lugares
santificados por el trabajo intelectual o manual, en las varias y nobles formas
que reviste según la fuerza y capacidad de cada uno... Con la ayuda de san
José, cada familia cristiana dedicada al trabajo puede reflejar fielmente el
ejemplo y la imagen de la Sagrada Familia de Nazaret... El trabajo es, en
verdad, una alta misión: es para el hombre como una colaboración inteligente y
efectiva con Dios Creador, del cual ha recibido los bienes de la tierra para
cultivarlos y hacerlos prosperar».
La gran iniciativa de Juan XXIII fue convocar el Concilio Vaticano II. En las
Letras Apostólicas de 19 de marzo de 1961, explica por qué quiere este Concilio
tan importante, que ha colocado bajo la protección especial de san José.
Comienza por recordar lo que sus predecesores hicieron por la gloria de san
José, a continuación explica que el Concilio es para todo el pueblo cristiano, que
debe beneficiarse de él por una corriente de gracia, para una vitalidad mayor.
Añade que no se puede encontrar mejor protector que san José para obtener la
ayuda del cielo en la preparación y el desarrollo de este Concilio, que debe
señalar toda una época.
Otra iniciativa importante de Juan XXIII fue introducir en 1962 el nombre de
san José en el Canon de la Santa Misa, inmediatamente detrás de la Virgen
María. Pío IX no se decidió a hacerlo. Las peticiones que habían sido formuladas
en el Concilio Vaticano I, volvieron a formularse en número muy grande en el
Concilio Vaticano II(38). Los Padres del Concilio no tenían nada que deliberar
acerca de esto, puesto que se refería a un rito litúrgico entre tantos otros (39).
No obstante, el Concilio hizo suya esta decisión de Juan XXIII incorporando el
texto del Communicantes, en el que se encuentra el nombre de san José, en la
Constitución dogmática Lumen gentium. Esta Constitución habla del misterio de
la Iglesia, cuerpo místico de Cristo. El capítulo séptimo concierne especialmente
a la unión muy íntima que liga a los miembros de la Iglesia que caminan
todavía en la tierra con aquellos que ya gozan de la vida de plenitud en el cielo.
Esta presencia invisible de nuestros amigos los santos se actualiza cuando nos
reunimos para orar, y muy particularmente en la celebración de la Santa Misa.
El texto es digno de meditación, pues afirma que san José merece un lugar
escogido:
«Nuestra unión con la Iglesia celestial se realiza de manera nobilísima
especialmente en la sagrada liturgia, en la que la fuerza del Espíritu Santo se
ejerce sobre nosotros a través de los signos sacramentales, celebrando juntos
la alabanza de la majestad divina con alegría común..., celebrando el Sacrificio
Eucarístico es como nos sumamos mejor al culto de la Iglesia celestial, unidos
en una misma comunión y venerando la memoria, en primer lugar, de la
gloriosa siempre Virgen María y de san José, de los bienaventurados Apóstoles
y mártires y de todos los Santos»(40).
La apertura solemne fue el 11 de octubre de 1962, pero el buen Papa Juan tan
sólo vivió el primer periodo de sesiones. Le sucedió Pablo VI (1963-1978), que
gobernó la Iglesia durante las tres etapas ulteriores del Concilio, celebradas en
los tres años siguientes, hasta la clausura, el 8 de diciembre de 1965. El
desarrollo económico producido tras el periodo de la posguerra hizo surgir en
los países más ricos una nueva «sociedad del bienestar», que ha demostrado
tener una sorprendente capacidad de disolución del espíritu cristiano. El vértigo
del consumismo ha difundido entre gentes de todos los niveles una oleada de
materialismo práctico, una afán hedonista de gozar si medida de las cosas
terrenas, con olvido de las realidades eternas. En suma, una visión naturalista
de la vida humana, reducida al plano de la pura temporalidad (41).
El Concilio Vaticano II trazó un importante programa de renovación cristiana,
capaz de reportar grandes bienes a la Iglesia(42). Pero en torno a la época de su
celebración afloró a la superficie una profunda crisis en la vida eclesial,
traducida en un sinfín de abusos cometidos en nombre de un pretendido
«espíritu conciliar». En la sociedad eclesiástica se produjo entonces una
violenta explosión «neomodernista» de extensión y alcance universales (43).
Pablo VI habla con frecuencia de san José. Se detiene menos en subrayar sus
prerrogativas que en recordar su misión en la Iglesia de hoy. Así en el Ángelus
del 19 de marzo de 1970 decía: «la misión de José al lado de Jesús y de María
fue una misión de protección, de defensa, de salvaguardia y de subsistencia...
La Iglesia tiene necesidad de ser defendida, tiene necesidad de ser custodiada,
en la escuela de Nazaret, pobre y laboriosa, pero viva, consciente y disponible
para su vocación mesiánica. Esta necesidad de protección, hoy, es grande para
poder mantenernos indemnes y para actuar en el mundo..., la misión de san
José es la nuestra: custodiar a Cristo, hacerle presente, en nosotros y alrededor
de nosotros».
Y tres años más repetía en una homilía: «José es el protector de Cristo cuando
entra en este mundo, el protector de la Virgen María, de la Sagrada Familia, el
protector de la Iglesia, el protector de quienes trabajan. Todos podemos decir:
Nuestro protector».

La devoción a san José en el siglo XX

En nuestro siglo XX, desde el Oriente al Occidente, allí donde resuena el


nombre del Salvador, resuena también con gloria y alabanza, el nombre del
que tan perfectamente hizo con Él las veces de "padre". Por todas partes
templos, imágenes, altares dedicados en honor de san José. Por todo el mundo
cofradías y congregaciones, para implorar su favor durante la vida y en el
trance de la muerte. Por doquier muchedumbres, cada vez más numerosas,
que respondiendo a los deseos de la Iglesia, acuden a san José, para
obsequiarle y pedir su protección, con fervientes cultos, en novenas, visitas
semanales, siete domingos y aun meses enteros.
El documento colectivo de los Obispos del Canadá, del 26-XI-1955, lo
escogemos como una muestra eminente de la enseñanza universal del
Episcopado católico sobre el glorioso Patriarca. Por ser Canadá el primer país
del mundo --año 1624-- puesto bajo el Patrocinio de san José, y por el hecho
de la existencia en él del Oratoire de Saint Joseph, de tan providencial
significado en nuestra época.
Se puede afirmar, sin embargo, que la devoción tradicional a san José
permanece viva hasta el Concilio Vaticano II, en que para ella, lo mismo que
para el culto de María, comienza un período de crisis. En la etapa
posconciliar, concretamente en 1975 escribe H. Holstein en un fascículo de
los Cahiers marials dedicado a san José, un artículo titulado «¿Una devoción
desacelerada?»(44). El autor observa ante todo que «la devoción a san José
experimenta actualmente un declive del que no es preciso aducir pruebas:
relegación de las estatuas al fondo de las sacristías o de los graneros
polvorientos, desuso de los meses de san José, escasez de predicaciones y
novenas». Respecto a las múltiples causas de este desinterés o alergia respecto
a san José, H. Holstein descubre la principal en la «reacción, espontánea más
que refleja, contra el fervor experimentado en el siglo XIX hacia el padre
nutricio de Jesús».
Frente a una presentación de José que acentúa su autoridad en la familia y
su poder para defender a la Iglesia y a la sociedad de los peligros del mundo
moderno, está justificada la reacción de disgusto y hasta de rechazo. Sí --
insiste H. Holstein-- porque se trata de un triple rechazo: «Rechazo de
un espléndido aislamiento de san José, admirado e invocado en su poder de
padre de familia, sin referencia primordial al misterio de la Encarnación;
rechazo de la sociología familiar y del respeto al orden establecido, que se
funda en la obediencia impuesta por el orden providencial...; rechazo del clima
de asedio de una Iglesia que, lejos de buscar una irradiación, se ve reducida a
implorar un defensor contra incesantes ataques y peligros inminentes...».
Sin forzar las deficiencias del pasado ni renegar de sus valores, se impone no
obstante una renovación de la teología y del culto de san José siguiendo las
huellas de cuanto han propuesto sobre María el Concilio Vaticano II y la Marialis
cultus de Pablo VI. El cristiano en nuestros días no tiene una especial devoción
al Santo Patriarca. Para contrarrestar los peligros de la sociedad moderna, ha
querido la Iglesia nuestra Madre ofrecernos en la devoción a nuestro Santo un
auxilio y un modelo perfectísimo. Auxilio y modelo para la pureza, en medio del
mundo corrompido; auxilio y modelo para la vida de oración, en medio del
mundo disipado como nunca; auxilio para el trabajo encaminado al servicio de
Dios; auxilio para el amor y abnegación en obsequio al Verbo humanado y a su
santísima Madre, auxilio para una santa vida, y para una santa muerte. He aquí
por qué la Iglesia nos encamina en estos tiempos, y con tanto anhelo, al Santo
Patriarca.
Ya escribía sobre san José el entonces Obispo auxiliar de Cracovia, Karol
Wojtyla, el 20 de marzo de 1960 en el semanario Tygodnik Powszechny:
«Desde el siglo XIX predomina en la Iglesia, tanto en su Magisterio como en su
liturgia, otro modo de interpretar a san José. No se acentúa tanto el rasgo
contemplativo, sino más bien su papel social»(45). «San José, que fue durante
su vida en la tierra el tutor del Cristo histórico, tiene que ser ahora
necesariamente el tutor del Cristo místico, esto es, de la santa
Iglesia»(46).
Vemos, pues, que la Iglesia está renovando constantemente la lectura de este
personaje y que no cesa de hallar en él nuevas riquezas no conocidas, mejor,
no reveladas desde el principio, pues la historia de la humanidad ayuda
también a esta comprensión. La personalidad de san José nos permite
acercarnos a los más profundos valores humanos. Si en siglos pasados el Santo
Patriarca era puesto como modelo de las almas contemplativas, actualmente
hemos de verlo modelo del hombre contemporáneo, más social y más como
tutor o padre.
El futuro Papa reflexiona sobre el problema del hombre. Siendo san José uno de
los muchos hombres que aparecen en el Evangelio, todos ellos están
relacionados con Cristo, el Señor. Entre los que están de parte de Jesús
destacan los Apóstoles y Juan el Bautista. San José cierra el cuadro. En efecto,
«la personalidad de san José tiene un peso específico muy considerable en el
Evangelio, y el tipo de hombre que configura su persona, en sí, nos señala, no
solamente la disposición natural de las fuerzas y relaciones dominantes en el
Reino de Dios en la tierra, en la Iglesia. La Iglesia, en su configuración externa,
es la organización, la sociedad transparentemente organizada; pero en su
interior es la familia de Dios, gracias a su comunidad de fines y a su vida
sobrenatural. Por lo mismo toda su actividad externa, socialmente organizada
por el hombre dentro de la Iglesia, debe estar impregnada del espíritu de
paternidad o tutela. En caso contrario, esa actividad, a pesar del posible
esplendor externo, se realizaría dentro de un vacío interior. Ateniéndonos,
pues, al problema del hombre en su totalidad y en el Evangelio, deberíamos
pensar igualmente en cierta paternidad de los Apóstoles y en cierto apostolado
en san José. En consecuencia puede decirse que, en la Iglesia se es apóstol,
cuando se es a la vez tutor y padre. Solamente entonces se cumple en pleno
sentido de la palabra la misión del Reino de Dios en la tierra».

La devoción a san José en el Beato Josemaría Escrivá


Es indudable que la persona de san José, su vocación y misión, meditada a la
luz del amplio contexto evangélico, puede conducirnos ciertamente a una
confrontación con la vida actual. Quien lo ha conseguido de modo admirable en
el siglo XX es el Beato Josemaría Escrivá de Balaguer (1902-1975),
Fundador del Opus Dei, pionero --desde 1928-- en la difusión de la llamada
universal a la santidad en nuestros días, mensaje nuclear del Concilio Vaticano
II. El lector encontrará en su homilía En el taller de José(47), un rico
pensamiento teológico entroncado con las fuentes más tradicionales, y en
especial sintonía con Santa Teresa de Jesús. Y a su vez, sus enseñanzas sobre
san José --y su devoción personal--, tanto por escrito como recogidas de viva
voz, componen toda una teología espiritual --sobre fundamentos sólidamente
dogmáticos--, de base firme para la devoción relevante que en la
Prelatura Opus Dei se tiene a san José.
En una primera lectura de En el taller de José se ve claramente que se propone
al Santo Patriarca como modelo acabado para los cristianos que viven en el
mundo. «Ningún hombre es despreciado por Dios. Todos, siguiendo cada uno
su propia vocación --en su hogar, en su profesión u oficio, en el cumplimiento
de las obligaciones que le corresponden por su estado, en sus deberes de
ciudadano, en el ejercicio de sus derechos-- estamos llamados a participar del
reino de los cielos. Eso nos enseña la vida de san José: sencilla, normal y
ordinaria, hecha de años de trabajo siempre igual, de días humanamente
monótonos, que se suceden los unos a los otros. Lo he pensado muchas veces,
al meditar sobre la figura de san José, y ésta es una de las razones que hace
que sienta por él una devoción especial»(48).
Los que le conocían sabían de sobra hasta qué hondura llegaban las raíces de
esa devoción, realmente especial, que el Beato Josemaría manifestaba haber
tenido "desde el principio". Cuenta el mismo Fundador del Opus Dei en la
homilía que hemos citado: «Cuando en su discurso de clausura de la primera
sesión del Concilio Vaticano II, el pasado 8 de diciembre, el Santo Padre Juan
XXIII anunció que en el canon de la Misa se haría mención del nombre de san
José, una altísima personalidad eclesiástica me llamó en seguida por teléfono
para decirme: Rallegramenti! ¡Felicidades!: al escuchar ese anuncio pensé en
seguida en usted, en la alegría que le habría producido. Y así era: porque en la
asamblea conciliar, que representa a la Iglesia entera reunida en el Espíritu
Santo, se proclama el inmenso valor sobrenatural de la vida de san José, el
valor de una vida sencilla de trabajo cara a Dios, en total cumplimiento de la
divina voluntad(49). Esa era la razón fundamental de aquella alegría que le
produjo el gesto de Juan XXIII. Es conocido que, en la lista de firmantes en la
petición presentada con tal motivo al Santo Padre, figuraba la del Beato
Josemaría Escrivá de Balaguer(50).
Quienes lo trataban conocían su devoción a san José y lo proclamaba con
gratitud y orgullo filial: «Yo le llamo mi Padre y Señor y, además, no me da
vergüenza decir que lo quiero mucho»(51). «San José --decía en otra
ocasión--, que no te puedo separar de Jesús y de María; san José, por el que he
tenido siempre devoción, pero comprendo que debo amarte cada día más y
proclamarlo a los cuatro vientos, porque éste es el modo de manifestar el amor
entre los hombres, diciendo: ¡te quiero!, San José, Padre y Señor nuestro: ¡en
cuántos sitios te habrán repetido ya a estas horas, invocándote, esta misma
frase, estas mismas palabras! San José, nuestro Padre y Señor, intercede por
nosotros»(52). Este amor al Santo Patriarca se desarrolló
(53)
con ímpetu creciente  en los últimos años de su vida en la tierra, y con
singular intensidad desde la gran catequesis que hizo por América. Ciertamente
había sido una constante este cariño, esta devoción especial hacia san José,
maestro de vida interior protector de la Iglesia universal y patrono del Opus
Dei.
Como vivencia personal apoyada en sólidas bases doctrinales, se explica que la
devoción a san José tenga un lugar notablemente destacado en la espiritualidad
del Opus Dei: en la celebración de su fiesta de marzo y en la tradicional
costumbre de los Siete Domingos; en la veneración de sus imágenes; en el
recurso constante a «San José, nuestro Padre y Señor» a la hora del trato con
Dios en la oración; en la inseparabilidad de los tres nombres --Jesús, María y
José--, redescubrimiento, en línea con la más entrañable devoción popular, del
puesto protagonista que ocupa en la Historia de la Salvación la Sagrada
Familia, la trinidad de la tierra, como gustaba de repetir el Beato Josemaría
Escrivá de Balaguer(54).

A modo de conclusión: Juan Pablo II y la "Redemptor Custos"

Tras la muerte de Pablo VI, vino el fugaz pero luminoso pontificado de Juan
Pablo I (26-VIII al 29-IX de 1978); y el 16 de octubre de 1978, el cardenal
Karol Wojtila, arzobipo de Cracovia, fue elegido Papa y tomó el nombre
de Juan Pablo II. La nueva elección pontificia constituyó un acontecimiento de
gran trascendencia: por primera vez en cuatro siglos y medio un no italiano
ocupaba la Cátedra de Pedro.
En una Audiencia general del 19 de marzo de 1980, Juan Pablo II, con gran
riqueza de ideas tradicionales, comentando algunos pasajes evangélicos de la
vida de Infancia, profundiza en la paternidad de san José y en su continuidad
en la familia de Dios, que es la Iglesia: «José, al que conocemos por el
Evangelio, es hombre de acción. Es hombre de trabajo. El Evangelio no ha
conservado ninguna apalabra suya. En cambio, ha descrito sus acciones;
acciones sencillas, cotidianas, que tienen a la vez el significado límpido para la
realización de la promesa divina en la historia del hombre; obras llenas de
profundidad espiritual y de la sencillez madura. Así es la actividad de José, así
son sus obras, antes de que le fuese revelado el misterio de la Encarnación del
Hijo de Dios, que el Espíritu Santo había obrado en su Esposa (...) El Hijo de
Dios, el verbo encarnado, durante los treinta años de la vida terrena
permaneció oculto: se ocultó a la sombra de José. Al mismo tiempo María y
José permanecieron "escondidos en Cristo", en su misterio y en su misión»
Y más adelante añade: «Eran necesarias almas profundas --como santa Teresa
de Jesús-- y los ojos penetrantes de "la contemplación", para que pudiesen ser
revelados los espléndidos rasgos de José de Nazaret: aquel de quien el Padre
celestial quiso hacer, en la tierra, el hombre de su confianza. Sin embargo, la
Iglesia ha sido siempre consciente, y lo es hoy especialmente, de cuán
fundamental ha sido la vocación de este hombre: del esposo de María, de Aquél
que, ante los hombres, pasaba por el padre de Jesús y que fue, según el
espíritu, una "encarnación" perfecta de la paternidad en la familia humana y al
mismo tiempo sagrada».
El domingo día 23 de mayo de 1982, Juan Pablo II beatificó a cinco siervos de
Dios, y entre ellos a Frère André (1845-1837), canadiense, Hermano de
la Congregación de la Santa Cruz, que ha sido un apóstol escogido por Dios en
nuestro siglo para la difusión del culto y confianza hacia san José, fundador
del Oratoire de Saint Joseph, al que acuden anualmente millones de peregrinos
y por el que Montreal se ha convertido en «la capital mundial del culto a san
José». Dice el Papa en la homilía de la Beatificación que el hermano Andrés se
sintió muy próximo a la vida de san José «trabajador pobre y aislado, tan
cercano al Salvador», Santo a quien Canadá, y especialmente la Congregación
de la Santa Cruz, ha honrado siempre mucho. El hermano Andrés tuvo que
soportar incomprensiones y burlas por el éxito de su apostolado, pero siguió
siendo siempre sencillo y jovial, porque «acudió a san José y ante el Santísimo
Sacramento, practicaba él largamente y con fervor en nombre de los enfermos,
la oración que les enseñaba».
Además, Juan Pablo II, con motivo del centenario de la encíclica de León
XIII, Quamquam pluries --que ya comentamos--, publica la Exhortación
apostólica Redemptoris Custos, el 15-VIII-1989, para preparar a la Iglesia bajo
la protección del santo Patriarca en su entrada en el Tercer Milenio. Es ya el
último comentario sobre José de Nazaret del Magisterio pontificio. El Romano
Pontífice actual nos resume, por una parte, la reciente historia del magisterio
pontificio sobre el patronazgo de san José para la Iglesia universal (55), y, por
otra, recuerda así que en tiempos difíciles para la Iglesia, Pío IX, queriendo
ponerla bajo la especial protección del santo patriarca José, lo declaró «patrono
de la Iglesia Católica»(56). El pontífice sabía que no se trataba de un gesto
peregrino, pues, a causa de la excelsa dignidad concedida por Dios a este su
siervo fiel, «la Iglesia, después de la virgen santa, su esposa, tuvo siempre en
gran honor y colmó de alabanzas al bienaventurado José y a él recurrió sin
cesar en las angustias»(57).
En nuestros días, el recién fallecido P. Francisco de Paula (58) escribe una
introducción a la lectura de la Exhortación apostólica Redemptoris Custos de
Juan Pablo II, en estos términos: «Nuestro Papa actual Juan Pablo II, al verse
envuelto en tan graves acontecimientos mundiales, ha vuelto los ojos a san
José. La "Redemptoris Custos", que forma una trilogía con la Redemptor
Hominis y la Redemptoris Mater es una llamada a san José para que "bendiga a
la Iglesia", el Santo personalmente. El Santo Padre, cede el lugar que ocupa de
"representante", a san José que es el "verdadero Padre", en el sentido en que
el Padre Eterno, de quien procede toda paternidad en el cielo y en la tierra, le
concedió la potestad paterna sobre Cristo y su Obra. La exhortación apostólica
de Juan Pablo II, se firmó también el 15 de agosto. (...) Que san José proteja a
la Iglesia, la bendiga y con ella de modo particular al Papa Juan Pablo II, que
tan providencialmente nos ha dado Dios y la Virgen, en estos momentos
cruciales en la historia de la humanidad y que se ha puesto al servicio y bajo la
protección de toda la Sagrada Familia»(59).
En efecto, hace cien años el papa León XIII exhortaba al mundo católico a orar
para obtener la protección de san José, patrono de toda la Iglesia. La carta
encíclica Quamquam pluries se refería a aquel «amor paterno» que José
«profesaba al niño Jesús»; a él, «próvido custodio de la sagrada familia»,
recomendaba la «heredad que Jesucristo conquistó con su sangre». Desde
entonces la Iglesia --como he recordado al comienzo de esta sección-- implora
la protección de san José en virtud de "aquel sagrado vínculo que lo une a la
inmaculada Virgen María", y le encomienda todas sus preocupaciones y los
peligros que amenazan a la familia humana. Aún hoy tenemos muchos motivos
para orar con las mismas palabras de León XIII: "Aleja de nosotros, oh padre
amantísimo, este flagelo de errores y vicios... Asístenos propicio desde el cielo
en esta lucha contra el poder de las tinieblas...; y como en otro tiempo libraste
de la muerte la vida amenazada del niño Jesús, así ahora defiende a la santa
Iglesia de Dios de las hostiles insidias y de toda adversidad" (60). Y termina
glosando Juan Pablo II: «Aún hoy existen suficientes motivos para encomendar
a todos los hombres a san José» (61). Que así sea.
_________________
Notas
1. Dos Papas fueron prisioneros de los gobiernos revolucionarios. Napoleón,
restaurador de la Iglesia en Francia, asumió también la herencia del
Galicanismo. La Restauración pretendió un retorno al Antiguo Régimen. Muchos
católicos, impresionados por la experiencia sufrida, propugnaron una «alianza
entre el Trono y el Altar».
2. Cfr José Orlandis, Historia Breve del Cristianismo, Rialp, 5ª ed., Madrid 1997,
pp. 155-159.
3. La Asamblea exigió a los sacerdotes juramento de fidelidad a la Constitución
política, dentro de la cual estaba la mencionada «Constitución civil». El Papa Pío
VI prohibió el juramento y excomulgó a los sacerdotes que lo prestaran (12-III-
1791). Un cisma se abrió entre los sacerdotes «juramentados» y los «no
juramentados», que se convirtieron legalmente en individuos bajo sospecha. La
Asamblea Legislativa, que sucedió a la Constituyente, decretó el 27 de mayo de
1792 la deportación de los sacerdotes «no juramentados»; en septiembre, la
Convención sustituyó a la Asamblea Legislativa y comenzaron las matanzas de
sacerdotes.
4. Los años siguientes registraron alternativas de distensión y renovada
persecución religiosa. Esta se recrudeció bajo el Directorio Jacobino (1797-
1799), cuando los franceses ocuparon Roma y se proclamó la República
Romana. El Papa Pío VI, anciano y enfermo, fue deportado a Siena, Florencia y,
finalmente, a Francia.
5. El Concordato tuvo, sin duda, consecuencias favorables para la Iglesia:
permitió una restauración de la vida cristiana en Francia, favorecida por la
renovación del sentimiento religioso, propia del primer Romanticismo, reacción
apasionada contra el seco racionalismo de la Ilustración. El «Genio del
Cristianismo» de Chateaubriand (1802), refleja fielmente un tal estado del
espíritu. El Concordato hizo también posible la apertura de seminarios
sostenidos por el Estado y la consiguiente formación de un nuevo clero; el
criterio de Napoleón fue en cambio muy restrictivo con respecto a la Ordenes
religiosas. Hay que advertir, por otra parte, que durante la época napoleónica
tomó cuerpo en Francia un partido o un grupo de opinión claramente opuesto al
Cristianismo y a la Iglesia, integrado por gentes de diversa extracción:
propietarios de antiguos bienes eclesiásticos, funcionarios públicos, militares
profesionales, intelectuales del Instituto de Francia y obreros del incipiente
proletariado urbano. Estos sectores de opinión de signo anticristiano integraron
una poderosa fuerza que se enfrentaría con la Iglesia a lo largo de todo el siglo
XIX.
6. Por decisión unilateral y sin consultar a la Santa Sede, Napoleón promulgó,
junto al texto del Concordato, los «Setenta y siete Artículos orgánicos», que
recogían el espíritu --y en ocasiones la letra-- de los viejos «Artículos»
galicanos, impuestos por Luis XIV en 1682.
7. Muchos fueron los vejámenes que el Pontífice, en Savona, y después en el
castillo de Fontainebleau, tuvo que sufrir en los tres años de destierro. Baste
decir que Napoleón era quien gobernaba la Iglesia; que llegó a exigir se le
entregase el Anillo del Pescador con que el Papa sellaba sus Breves, y el Papa le
rompió antes de entregarle.
8. Muy distinta fue la reacción de sus principales colaboradores, que se
mantuvieron fieles a la Iglesia: Lacordaire fue el restaurador de la Orden
dominicana en Francia; otros como Montalembert y Falloux, profesaron un
liberalismo mitigado y defendieron con ahinco la libertad de enseñanza.
9. Los liberales aplaudieron los reiterados alzamientos de la católica Polonia
contra la opresión de la Rusia de los Zares. La Revolución de 1830 dio pie a una
alianza entre católicos y liberales belgas, que lograron sustraer a Bélgica del
dominio calvinista de la Monarquía holandesa y dotaron al nuevo reino de una
Constitución liberal. El pueblo irlandés obtuvo su emancipación de la Corona
británica bajo O'Connel. También en la Península itálica, enfebrecida por el
«Risorgimento», su camino hacia la unidad nacional pasaba por la desaparición
de los Estados Pontificios y la conversión de la Roma papal en la capital del
Reino de los Saboya.
10. Todas estas doctrinas sirvieron de base a una ofensiva generalizada contra
el Cristianismo en el terreno de la ciencia y en particular de las Ciencias
Naturales. Pero también el propio ámbito de las ciencias sagradas se
transformó en palestra de lucha anticristiana. La crítica de la historicidad de la
Sagrada Escritura o su vaciamiento de contenido sobrenatural llevaron a Straus
hasta la negación de la existencia de Cristo y movieron a E. Renan a escribir
una célebre «Vida de Jesús», de un Jesús que ya no sería Dios, aunque fuera el
más noble de los hijos de los hombres.
11. Es posible que muchos en nuestros días no terminen de comprender el
empeño puesto por el Papa en la defensa del poder temporal. Pero la historia se
falsea cuando no se acierta a contemplar los hechos desde el punto de vista de
sus protagonistas. Pío IX defendió sus derechos hasta el final porque estos
derechos eran para él un precioso legado que había recibido de sus antecesores
en el Pontificado. Y, con mayor razón aún, porque aquellos Estados, con más de
mil años de existencia, se consideraban entonces como condición indispensable
para garantizar la independencia de los Papas en el gobierno de la Iglesia
universal.
12. A todo esto habría que añadir la pérdida de los cantones suizos en favor de
los protestantes en la guerra del «Sonderbund» (1847) y la violencia
anticlerical y los ataques del «Kulturkampf» de Bismark contra los católicos
alemanes en los últimos años de Pío IX.
13. El documento no encerraba novedades sustanciales, ya que todos los
errores habían sido denunciados previamente en anteriores textos del
Magisterio. Lo novedoso era ahora la forma y el acento más rotundo que
parecían tener aquellas propuestas extraídas de sus anteriores contextos y
puestas una tras otra, a manera de impresionante silabario.
14. La última proposición en la que se rechazaba el pretendido deber del
Romano Pontífice de reconciliarse con el progreso y la «civilización moderna»,
hizo rasgarse las vestiduras a los críticos liberales y enardeció el entusiasmo de
los católicos tradicionales.
15. Una de estas cartas le había emocionado particularmente, la del Padre
Lataste, dominico, fundador de las dominicas de Betania, que había ofrecido su
vida para que san José fuese proclamado Patrono de la Iglesia y para que su
nombre fuese incluido en el Canon de la Santa Misa.
16. Cuando fue Papa, publicó el 15 de agosto de 1889 la Encíclica Quamquam
pluries sobre el verdadero lugar de san José en la Iglesia y sobre las razones
que tenemos para invocarle.
17. Por parte de Pío IX, éste es un gesto, una señal intrépida, un verdadero
gesto profético. No hay más que pensar en las circunstancias trágicas en que se
encontraba, todos sus Estados acababan de serle arrebatados; algunas
semanas antes las tropas piamontesas se habían apoderado de Roma. El Papa
estaba prisionero en su palacio del Vaticano. Permanecía preso allí
voluntariamente con el fin de salvaguardar su libertad y la de la Iglesia. El
nuevo rey de Italia le ofreció su policía y sus tropas para protegerle, muchas
naciones le invitaron como huésped para que se instalara donde mejor quisiera.
Pío IX rechazó todas estas propuestas, con el fin de no depender de ningún
gobierno protector, y sobre todo para mantener en Roma el centro de la
Iglesia.
18. Entre este clero secular, el Cura de Ars, san Juan Maria Vianney, es un
ejemplo de santidad heroica en la persona de un humilde párroco de aldea.
19. Recordemos a los benedictinos de Dom Guéranguer, los dominicos
impulsados por Lacordaire y a los jesuitas, restaurados por Pío VII.
20. Entre ellas sobresalieron las «Conferencias de san Vicente», creadas por
Federico Ozanam.
21. Los párrafos que reproducimos corresponden a un retiro para huérfanas
obreras pronunciado en Turín el 19 de marzo de 1857. Cfr Archivio Storico della
Congregazione di S. Giuseppe, Casa generalicia de Roma, vol. XXXIII, p. 1316.
22. Cfr El Mensajero del Sagrado Corazón de Jesús, 1870, pp. 174-180.
23. Santa Teresita del Niño Jesús, Historia de un alma, cap. VI.
24. Cfr F. Canals Vidal, San José, Patriarca del Pueblo de Dios, Balmes,
Barcelona 1994, pp. 292 y ss.
25. F.J. Butiñá, Las Glorias de San José, cap. III.
26. J.M. Villaseca, Muy piadosas preces al Señor San José (México 1887;
reeditado en 1966), Lección III.
27. J. Torras i Bages, Obras completas, t. II, Balmes, Barcelona 1954, pp. 9-10.
28. Jaime Boffil, vid nº 234, 24-XII-1953.
29. La revolución industrial había dado lugar a la formación de una nueva clase
obrera --un «proletariado»--, concentrado en los suburbios fabriles de las
grandes urbes. La situación de esta clase obrera, en una época de absoluto
predominio del capitalismo liberal, fue en sus orígenes deplorable: jornadas
laborales agotadoras, jornales escasos, trabajo infantil, viviendas insalubres
fueron algunos de tantos abusos que tuvieron que sufrir los obreros y algunos
de los aspectos más oscuros que presentaba a mediados del siglo XIX la
llamada «cuestión social». Esto suscitó lógicamente reacciones dirigidas a
luchar contra la injusticia. El Anarquismo (M. Bakunin) propugnaba la acción
violenta para terminar con el Estado y una ordenación social injusta. Diversos
sistemas «socialistas», ideados por doctrinarios como Saint-Simón, Fourier o
Proudhon, quedaron pronto eclipsados por el «socialismo científico» de Carlos
Marx --el «Marxismo»--. Desde un punto cristiano era rechazada esta doctrina
por su materialismo histórico y la dialéctica de la lucha de clases, y porque
consideraba a la religión como el «opio del pueblo». El antiteísmo marxista
mostró una particular hostilidad hacia la religión católica y fue un poderoso
agente de descristianización de las clases trabajadoras.
30. Recientemente se ha anunciado la próxima beatificación en setiembre del
año 2000, de dos Papas: Pío IX y Juan XXIII.
31. Benedicto XV, Breve Bonum sane, 25-VII-1920: AAS 12 (1920) 313-317.
32. En fecha muy reciente se ha anunciado también la incoación del proceso de
beatificación de su arquitecto, Gaudí.
33. Pío XI concedía gran importancia al apostolado seglar y se esforzó por
encuadrarlo dentro de una nueva concepción de la Acción Católica. Como
movimiento apostólico multiforme existía ya con anterioridad, había sido
impulsado por san Pío X, pero en este tiempo le dio una organización
centralizada y jerárquica, con el fin de ser un instrumento privilegiado para la
cristianización de una sociedad cada vez más secularizada. La institución de la
fiesta de Cristo Rey, en la encíclica Quas primas (1925), fue la expresión de
este reinado social de Jesucristo, núcleo fundamental del magisterio de Pío XI.
Y a la luz de este proyecto recristianizador han de contemplarse las
encíclicas Casti connubi (30-XII-1930) sobre el matrimonio y la familia; y
la Quadragesimo Anno (15-V-1931), puesta al día de la doctrina social de la
Iglesia a los 40 años de la Rerum novarum de León XIII.
34. La expansión misionera en Asia y Africa hizo grandes progresos, se
multiplicaron las conversiones, y se dieron pasos decisivos para la consolidación
de las nuevas cristiandades. Importancia en tal sentido tuvo el desarrollo del
clero indígena. Una fecha señalada en la historia de las Misiones fue el 28 de
octubre de 1926, en la que Pío XI consagró solemnemente, en la basílica de san
Pedro de Roma, a seis nuevos Obispos de raza china.
35. Con pocos días de diferencia publica otra encíclica, Mit Brennender Sorge,
contra el nacional-Socialismo alemán y su doctrina racista.
36. Terminada la contienda, existían 32 vacantes en un Colegio cardenalicio de
70. En el primer nombramiento de su pontificado creó cuatro cardenales
italianos y 28 de otras nacionalidades, poniendo así término a un periodo de
predominio absoluto de purpurados italianos en el Sacro Colegio
37. Particular importancia tuvo, desde el punto de vista doctrinal, la
encíclica Humani Generis del 12-VIII-1950, que enlazaba con las enseñanzas de
san Pío X, ante los rebrotes neomodernistas.
38. El movimiento mariano, que adquiere nuevo impulso con las apariciones de
la Rue du Bac (1830) y de Lourdes (1858), aparte de la definición del dogma de
la Inmaculada Concepción (1854), tiene su correspondencia en un movimiento
de amplificación del culto de san José a partir de 1865. Se pedían tres cosas: el
patronato sobre la iglesia universal, el culto de protodulía y la inserción del
nombre de José en las oraciones de la misa. Más que ningún otro autor, el
jesuita Cipriano Macabiau (+1915) expresa este movimiento con sus
significativos volúmenes De cultu s. Joseph amplificando... (1887) y Primauté
de saint Joseph (1897). Las peticiones son acogidas, pero progresivamente o
de modo equivalente: en 1870 Pío IX proclama a san José "patrono de la
iglesia"; la protodulia no entra en los documentos oficiales, sin embargo los
pontífices exaltan la dignidad y el poder del santo y recomiendan su devoción:
"José nos conduce directamente a María y, por medio de ella, a Jesús, fuente
de toda santidad" (Bendicto XV, Bonum sane, 25-VII-1920, en AAS 12,313-
317).
39. También las liturgias orientales se hacen eco de las enseñanzas de los
Papas: «¡Oh José! Gloria a quien te ha honrado, gloria al que te ha coronado,
gloria al que te ha hecho patrono de nuestras almas» (Rito melquita). «¡Oh
José! lleva a David la buena nueva: Aquí está el Padre de Dios. Tú has visto a la
Virgen encinta, junto con los pastores has cantado el Gloria, con los Magos te
has postrado, con el Ángel has tratado asuntos divinos. Ruega, pues, a Cristo,
nuestro Dios, que salve nuestras almas» (Rito bizantino).
40. LG, 50.
41. Entre las expresiones más típicas de este fenómeno pueden señalarse: la
disminución de la práctica religiosa en tierras de vieja cristiandad, el
menosprecio de la ley divina como norma de moralidad, la crisis de numerosos
matrimonios y de la propia institución familiar, víctimas de la plga del divorcio;
los atentados contra el derecho a la vida de los seres más indefensos, el
desbordamiento de la violencia.
42. No hizo el Concilio ninguna definición dogmática, por lo que sus enseñanzas
no tienen la prerrogativa de la infalibilidad; pero constituyen actos del
magisterio solemne de la Iglesia y exigen por tanto de los fieles una adhesión
interna y externa. Constituciones dogmáticas, Decretos, declaraciones y una
Constitución pastoral --la Gaudium et spes-- sobre la Iglesia en el mundo
actual.
43. El eclipse de la virtud teologal de la fe y la pérdida del sentido trascendente
de la vida del hombre parecen ser las raíces últimas de la crisis, uno de cuyos
principales intentos fue la tergiversación de la naturaleza de la Redención y, en
consecuencia, de la misión de la Iglesia en el mundo. Este es el objetivo de dos
importantes documentos de Pablo VI: «El Credo del Pueblo de Dios» (30-VI-
1968) y la encíclica Humanae vitae (25-VII-1968) sobre los problemas del
matrimonio y la familia. Cfr supra p. II-22.
44. H. Holstein, Une dévotion en perte de vitesse?, en "Cahiers Marials", Paris,
20 (1975) 5, n. 100, pp. 289-297.
45. En primer lugar san José es la cabeza de la familia de Nazaret, y ya se sabe
que la familia es la célula elemental de toda sociedad, nación, Estado o Iglesia.
En segundo lugar, al ser su cabeza, trabaja para su sustento y para sostener la
familia con el trabajo de sus manos. El Evangelio en varias ocasiones señala
que era artesano, carpintero, y que pertenecía, con su familia, a la clase de
hombres pobres. El personaje y la figura de san José obrero empapó tanto, en
los últimos tiempos, a la misma liturgia, que incluso logró desdibujar el culto de
la paternidad de san José dentro de la familia nazaretana, con la consecuencia
de su calidad de tutor de Jesús y también de padre de la Iglesia.
46. Este magnífico pensamiento litúrgico, tomado de la antigua fiesta que se
celebraba el miércoles de la tercera semana de Pascua de Resurrección (con
octava), lleno de profundidad y a la vez de singular sabor litúrgico, ha sido
relegado a segundo plano ante el papel social de san José.
47. Es una de las homilías recogidas en su obra Es Cristo que pasa, Rialp,
Madrid 1973.
48. ECP, 44.
49. ECP, 44.
50. Cfr. Isidoro de José y José de Jesús María, San José en e1 Sacrificio de la
Misa (Historia de una magna campaña josefina) Centro Español de
Investigaciones Josefinas, Padres Carmelitas Descalzos, Valladolid, 1963.
51. En una tertulia en Pozoalbero, 9-XI-1972.
52. Citado por S. Bernal, o.c., epílogo, pág. 319. Cfr FOR, 272.
53. Cfr ECP, 38.
54. Comentando un cuadro que había encargado pintar, decía: "Amad al Señor:
Padre, Hijo y Espíritu Santo, a la Trinidad Beatísima, Dios único. Y también a
ésta como trinidad de la tierra --no soy el primero que lo dice, pero a mí me da
mucha devoción--, a Jesús, María y José". De una tertulia en Roma, 19-III-
1973. Pero ya antes, en una meditación predicada en Roma en la fiesta de San
José, el año 1971, afirmaba: "Entre los bienes que el Señor ha querido darme
está la devoción a la Trinidad Beatísima, la Trinidad del Cielo, Dios Padre, Dios
Hijo, Dios Espíritu Santo, único Dios; y la trinidad de la tierra: Jesús María y
José. Comprendo bien la unidad y el cariño de esta Sagrada Familia. Eran tres
corazones, pero un solo amor". Cfr FOR, 551.
55. Cfr RC, nn. 28-31.
56. Cfr Sacr. Rituum Congr., decr. Quemadmodum Deus (8-XII-1870): l.c.,
283.
57. Ibidem l.c., 282s.
58. P. Francisco de Paula Solá Carrió (1907-1993), profesor de Teología
Dogmática y Bibliotecario de la Fundación Balmesiana de Barcelona, es
internacionalmente conocido como uno de los más eminentes estudiosos en el
campo de la Mariología y de la Josefología.
59. Se reproduce aquí su editorial en la revista Cristiandad (nº 703-705, X-XII
1989).
60. Cfr León XIII, "Oratio ad Sanctum Ioseph", que aparece inmediatamente
después del texto de la carta enc. Quamquam pluries (15-VIII-1889): Leonis
XIII P.M. Acta IX (1890) 183
61. RC, 31 in fine.
SAN JOSÉ
DEVOCIÓN DE LOS 30 DÍAS [1]

¡Oh amabilísimo Patriarca, Señor San José! Desde el abismo de mi pequeñez,


dolor y ansiedad, os contemplo con emoción y alegría de mi alma en vuestro
solio del cielo, como gloria y gozo de los Bienaventurados, pero también como
padre de los huérfanos en la tierra, consolador de los tristes, amparador de los
desvalidos, gozo y amor de tus devotos ante el trono de Dios, de tu Jesús y de
tu santa Esposa.
Por eso yo, pobre, desvalido, triste y necesitado, a Vos dirijo hoy y siempre mis
lágrimas y penas, mis ruegos y clamores del alma, mis arrepentimientos y mis
esperanzas; y hoy especialmente os traigo ante vuestro altar y vuestra imagen
una pena que consoléis, un mal que remediéis, una desgracia que impidáis, una
necesidad que socorráis, una gracia que obtengáis para mí y para mis seres
queridos.
Y para conmoveros y obligaros a oírme y conseguírmelo, os lo pediré y
demandaré durante treinta días continuos en reverencia a los treinta años que
vivisteis en la tierra con Jesús y María, y os lo pediré, urgente y confiadamente,
invocando todos los títulos que tenéis para compadeceros de mí y todos los
motivos que tengo para esperar que no dilataréis el oír mi petición y remediar
mi necesidad; siendo tan cierta mi fe en vuestra bondad y poder, que al sentirla
os sentiréis también obligado a obtener y darme más aún de lo que os pido, y
deseo.
1.- Os lo pido por la bondad divina que obligó al Verbo Eterno a encarnarse y
nacer en la pobre naturaleza humana, como Dios de Dios, Dios Hombre, Dios
del Hombre, Dios con el Hombre.
2.- Os lo suplico por vuestra ansiedad de sentiros obligado a abandonar a
vuestra santa Esposa, dejándola sola, y yendo solo sin ella.
3.- Os lo ruego por vuestra resignación dolorosísima para buscar un establo y
un pesebre para palacio y cuna de. Dios, nacido entre los hombres, que le
obligan a nacer entre animales.
4.- Os lo imploro por la dolorosísima y humillante circuncisión de vuestro Jesús,
y por el santo y dulcísimo nombre que le impusisteis por orden del Eterno para
consuelo, amor y esperanza nuestra.
5.- Os lo demando por vuestro sobresalto al oír del Angel la muerte decretada
contra vuestro Hijo Dios, por vuestra obedentísima huida a Egipto, por las
penalidades y peligros del camino, por la pobreza del destierro, y por vuestras
ansiedades al volver de Egipto a Nazaret.
6.- Os lo pido por vuestra aflicción dolorosa de tres días al perder a vuestro
Hijo, y por vuestra consolación suavísima al encontrarle en el templo; por
vuestra felicidad inefable de los treinta años que vivisteis en Nazaret con Jesús y
María sujetos a vuestra autoridad y providencia.
7 .- Os lo ruego y espero por el heroico sacrificio, con que ofrecisteis la víctima
de vuestro Jesús al Dios Eterno para la cruz y para la muerte por nuestros
pecados y nuestra redención.
8.- Os lo demando por la dolorosa previsión, que os hacía todos los días
contemplar aquellas manos infantiles, taladradas un día en la Cruz por agudos
clavos; aquella cabeza que se reclinaba dulcísimamente sobre vuestro pecho,
coronada de espinas; aquel cuerpo divino que estrechabais contra vuestro
corazón, ensangrentado y extendido sobre los brazos de la Cruz; aquel último
momento en que le veíais expirar y morir por mí, por mi alma, por mis pecados.
9.- Os lo pido por vuestro dulcísimo tránsito de esta vida en los brazos de Jesús
y María. y vuestra entrada en el Limbo de los Justos en el cielo, donde tenéis
vuestro trono de poder.
10.- Os lo suplico por vuestro gozo y vuestra gloria, cuando contemplasteis la
Resurrección de vuestro Jesús, su subida y entrada en los cielos y su trono de
Rey inmortal de los siglos.
11.- Os lo demando por vuestra dicha inefable cuando visteis salir del sepulcro a
vuestra santísima Esposa, resucitada, y ser subida a. los cielos por ángeles, y
coronada por el Eterno, y entronizada en un solio junto al vuestro como Madre,
Señora y Reina de los ángeles y hombres.
12.- Os lo pido y ruego y espero confiadamente por vuestros trabajos,
penalidades y sacrificios en la tierra, y por vuestros triunfos y gloria feliz
bienaventuranza en el Cielo con vuestro Hijo Jesús y vuestra esposa Santa
María.
¡Oh mi buen San José! Yo, inspirado en las enseñanzas de la Iglesia Santa y de
sus Doctores y Teólogos y en el sentido universal del pueblo cristiano, siento en
mí una fuerza misteriosa, que me alienta y obliga a pediros y suplicaros y
esperar me obtengáis ,de Dios la grande y extraordinaria gracia que voy a poner
ante este tu altar e imagen y ante tu trono de bondad y poder en el Cielo: la
espero, Santo Patriarca.
(Aquí, levantado el corazón a lo alto, se le pedirá al Santo con amorosa
instancia la gracia que se desea.)

1. Esta devoción está tomada de un folleto impreso en Buenos Aires bajo la


firma del sacerdote jesuita J. Santillana. En él se puede leer lo siguiente acerca
de la misma: "Basta la lectura de esta Oración para tenerla como muy cristiana
y teológica y como muy recomendable y eficaz para conmover ese poder y
bondad del Santo Patriarca y para alcanzar por su medio las gracias más difíciles
y extraordinarias.

Las razones de esta afirmación son las siguientes:


a) La materia doctrinal de esa Oración es la más teológica y completa.
b) El fin general de ella, el más devoto y grato al Santo: honrar la memoria de
los treinta años que vivió con Jesús y María en la tierra.
e) Los títulos que se invocan, poderosísimos para mover el corazón del Santo.
d) La forma ferviente en que está escrita es de fe vivísima, de ternura sensible,
y de urgente e irresistible instancia... Es el alma toda la que en todas sus frases
pide y suplica, gime y llora, conmueve y triunfa de las resistencias del mismo
Dios.
e) Y si a todo se añade la insistencia y perseverancia durante treinta días en tan
larga y vehemente súplica del alma, no será temerario afirmar según el dogma
católico que es una oración teológica y cristiana, eficaz e irresistible.
f) No hay en ella nada de superstición o revelación o infalibilidad o algo
imposible o impropio. Por el contrario lo que se pide y se confía conseguir es
sencillamente algo muy conveniente y necesario; aunque difícil y extraordinario;
pero nada de milagros infalibles y a plazos fijos y por modos y prácticas
supersticiosas. Todo está fundado en el dogma católico de la oración e
intercesión de los Santos, y en la creencia y confianza del pueblo cristiano en el
poder y bondad del Santo Patriarca.
En Buenos Aires se está propagando prodigiosamente y obteniéndose gracias
extraordinarias.
La práctica de esta devoción ha de ser muy sencilla. Récese la oración treinta
días consecutivos, y será más eficaz rezarla ante la imagen o altar del Santo;
pero cuando eso no sea posible, puede rezarse en la casa particular. Se
recomienda mucho la comunión, al menos los miércoles de esos treinta días.
Finalmente se ruega que se dé cuenta de las gracias obtenidas" [Volver]
SAN JOSÉ
ESPOSO DE MARÍA y PADRE VIRGINAL DE JESUS
FIESTA: 19 de marzo
Modelo de padre y esposo, patrón de la Iglesia universal, de los
trabajadores, de infinidad de comunidades religiosas y de la buena muerte.
Ver también:
Página principal sobre San José en Corazones.org
San José. el esposo de María, Francisco Fernández
Virgen María
"hermanos de Jesús"
A San José Dios le encomendó la inmensa responsabilidad y privilegio de ser esposo
de la Virgen María y custodio de la Sagrada Familia. Es por eso el santo que más
cerca esta de Jesús y de la Stma. Virgen María.
Nuestro Señor fue llamado "hijo de José" (Juan 1:45; 6:42; Lucas 4:22) el
carpintero (Mateo 12:55).
No era padre natural de Jesús (quién fue engendrado en el vientre virginal de la
Stma. Virgen María por obra del Espíritu Santo y es Hijo de Dios), pero José lo
adoptó y Jesús se sometió a el como un buen hijo ante su padre. ¡Cuánto influenció
José en el desarrollo humano del niño Jesús! ¡Qué perfecta unión existió en su
ejemplar matrimonio con María!
San José es llamado el "Santo del silencio" No conocemos palabras expresadas
por él, tan solo conocemos sus obras, sus actos de fe, amor y de protección como
padre responsable del bienestar de su amadísima esposa y de su excepcional Hijo.
José fue "santo" desde antes de los desposorios. Un "escogido" de Dios. Desde el
principio recibió la gracia de discernir los mandatos del Señor.
Las principales fuentes de información sobre la vida de San José son los primeros
capítulos del evangelio de Mateo y de Lucas. Son al mismo tiempo las únicas
fuentes seguras por ser parte de la Revelación. 
San Mateo (1:16) llama a San José el hijo de Jacob; según San Lucas (3:23), su
padre era Heli.  Probablemente nació en Belén, la ciudad de David del que era
descendiente. Pero al comienzo de la historia de los Evangelios (poco antes de la
Anunciación), San José vivía en Nazaret.
Según San Mateo 13:55 y Marcos 6:3, San José era un "tekton". La palabra
significa en particular que era carpintero. San Justino lo confirma (Dial. cum Tryph.,
lxxxviii, en P. G., VI, 688), y la tradición ha aceptado esta interpretación.
Si el matrimonio de San José con La Stma. Virgen ocurrió antes o después de la
Encarnación aun es discutido por los exegetas. La mayoría de los comentadores,
siguiendo a Santo Tomás, opinan que en la Anunciación, la Virgen María estaba solo
prometida a José.  Santo Tomás observa que esta interpretación encaja mejor con
los datos bíblicos.
Los hombres por lo general se casaban muy jóvenes y San José tendría quizás de
18 a 20 años de edad cuando se desposó con María. Era un joven justo, casto,
honesto, humilde carpintero...ejemplo para todos nosotros.
La literatura apócrifa, (especialmente el "Evangelio de Santiago", el "Pseudo Mateo"
y el "Evangelio de la Natividad de la Virgen María", "La Historia de San José el
Carpintero", y la "Vida de la Virgen y la Muerte de San José) provee muchos
detalles pero estos libros no están dentro del canon de las Sagradas Escrituras y no
son confiables.
Amor virginal
Algunos libros apócrifos cuentan que San José era un viudo de noventa años de
edad cuando se casó con la Stma. Virgen María quien tendría entre 12 a 14 años.
Estas historias no tienen validez y San Jerónimo las llama "sueños". Sin embargo
han dado pie a muchas representaciones artísticas. La razón de pretender un San
José tan mayor quizás responde a la dificultad de una relación virginal entre dos
jóvenes esposos. Esta dificultad responde a la naturaleza caída, pero se vence con
la gracia de Dios. Ambos recibieron extraordinarias gracias a las que siempre
supieron corresponder. En la relación esposal de San José y la Virgen María
tenemos un ejemplo para todo matrimonio.  Nos enseña que el fundamento de la
unión conyugal está en la comunión de corazones en el amor divino. Para los
esposos, la unión de cuerpos debe ser una expresión de ese amor y por ende un
don de Dios.  San José y María Santísima, sin embargo, permanecieron vírgenes
por razón de su privilegiada misión en relación a Jesús.  La virginidad, como
donación total a Dios, nunca es una carencia; abre las puertas para comunicar el
amor divino en la forma mas pura y sublime. Dios habitaba siempre en aquellos
corazones puros y ellos compartían entre sí los frutos del amor que recibían de
Dios.
El matrimonio fue auténtico, pero al mismo tiempo, según San Agustín y otros, los
esposos tenían la intención de permanecer en el estado virginal. (cf.St. Aug., "De
cons. Evang.", II, i in P.L. XXXIV, 1071-72; "Cont. Julian.", V, xii, 45 in P.L.. XLIV,
810; St. Thomas, III:28; III:29:2).
Pronto la fe de San José fue probada con el misterioso embarazo de María. No
conociendo el misterio de la Encarnación y no queriendo exponerla al repudio y su
posible condena a lapidación, pensaba retirarse cuando el ángel del Señor se le
apareció en sueño:
"Su marido José, como era justo y no quería ponerla en evidencia, resolvió
repudiarla en secreto. Así lo tenía planeado, cuando el Angel del Señor se
le apareció en sueños y le dijo: «José, hijo de David, no temas tomar
contigo a María tu mujer porque lo engendrado en ella es del Espíritu
Santo. Despertado José del sueño, hizo como el Angel del Señor le había
mandado, y tomó consigo a su mujer." (Mat. 1:19-20, 24).

Unos meses mas tarde, llegó el momento para S. José y  María de partir hacia
Belén para apadrinarse según el decreto de Cesar Augustus. Esto vino en muy difícil
momento ya que ella estaba en cinta. (cf. Lucas 2:1-7).
En Belén tuvo que sufrir con La Virgen la carencia de albergue hasta tener que
tomar refugio en un establo. Allí nació el hijo de la Virgen. El atendía a los dos
como si fuese el verdadero padre. Cual sería su estado de admiración a la llegada
de los pastores, los ángeles y mas tarde los magos de Oriente. Referente a la
Presentación de Jesús en el Templo, San Lucas nos dice: "Su padre y su madre
estaban admirados de lo que se decía de él".(Lucas 2:33).
Después de la visita de los magos de Oriente, Herodes el tirano, lleno de envidia y
obsesionado con su poder, quiso matar al niño. San José escuchó el mensaje de
Dios transmitido por un ángel: «Levántate, toma contigo al niño y a su madre
y huye a Egipto; y estate allí hasta que yo te diga. Porque Herodes va a
buscar al niño para matarle.» Mateo 2:13.  San José obedeció y tomo
responsabilidad por la familia que Dios le había confiado.

San José tuvo que vivir unos años con la Virgen y el Niño en el exilio de Egipto.  
Esto representaba dificultades muy grandes: la Sagrada familia, siendo extranjera,
no hablaba el idioma, no tenían el apoyo de familiares o amigos, serían víctimas de
prejuicios, dificultades para encontrar empleo y la consecuente pobreza. San José
aceptó todo eso por amor sin exigir nada. 
Una vez mas por medio del ángel del Señor, supo de la muerte de Herodes:
"«Levántate, toma contigo al niño y a su madre, y ponte en camino de la
tierra de Israel; pues ya han muerto los que buscaban la vida del niño.»  El
se levantó, tomó consigo al niño y a su madre, y entró en tierra de Israel. 
Pero al enterarse de que Arquelao reinaba en Judea en lugar de su padre
Herodes, tuvo miedo de ir allí; y avisado en sueños, se retiró a la región de
Galilea". Mateo 2:22.
Fue así que la Sagrada Familia regresó a Nazaret. Desde entonces el único evento
que conocemos relacionado con San José es la "pérdida" de Jesús al regreso de la
anual peregrinación a Jerusalén (cf. Lucas 2, 42-51).  San José y la Virgen lo
buscaban por tres angustiosos días hasta encontrarlo en el Templo.  Dios quiso que
este santo varón nos diera ejemplo de humildad en la vida escondida de su sagrada
familia y su taller de carpintería.
Lo mas probable es que San José haya muerto antes del comienzo de la vida
pública de Jesús ya que no estaba presente en las bodas de Canaá ni se habla mas
de él. De estar vivo, San José hubiese estado sin duda al pie de la Cruz con María.
La entrega que hace Jesús de su Madre a San Juan da también a entender que ya
San José estaba muerto.
Según San Epifanius, San José murió en sus 90 años y la Venerable Bede dice que
fue enterrado en el Valle de Josafat. Pero estas historias son dudosas. 

La devoción a San José se fundamenta en que este


hombre "justo" fue escogido por Dios para ser el
esposo de María Santísima y hacer las veces de padre
de Jesús en la tierra.  Durante los primeros siglos de
la Iglesia la veneración se dirigía principalmente a los
mártires. Quizás se veneraba poco a San José para
enfatizar la paternidad divina de Jesús. Pero, así todo,
los Padres (San Agustín, San Jerónimo y San Juan
Crisóstomo, entre otros), ya nos hablan de San José. 
Según San Callistus, esta devoción comenzó en el
Oriente donde existe desde el siglo IV, relata también
que la gran basílica construida en Belén por Santa
Elena había un hermoso oratorio dedicado a nuestro
santo.
San Pedro Crisólogo: "José fue un hombre perfecto,
que posee todo género de virtudes" El nombre de
José en hebreo significa "el que va en aumento. "Y así
se desarrollaba el carácter de José, crecía "de virtud
en virtud" hasta llegar a una excelsa santidad.
En el Occidente, referencias a (Nutritor Domini) San
José aparecen  en el siglo IX en martirologios locales y en el 1129 aparece en
Bologna la primera iglesia a él dedicada.  Algunos santos del siglo XII comenzaron a
popularizar la devoción a San José entre ellos se destacaron San Bernardo, Santo
Tomás de Aquino, Santa Gertrudiz y Santa Brígida de Suecia. Según Benito XIV (De
Serv. Dei beatif., I, iv, n. 11; xx, n. 17), "La opinión general de los conocedores es
que los Padres del Carmelo fueron los primeros en importar del Oriente al
Occidente la laudable práctica de ofrecerle pleno culto a San José".
En el siglo XV, merecen particular mención como devotos de San José los santos
Vicente Ferrer (m. 1419), Pedro d`Ailli (m. 1420), Bernadino de Siena (m. 1444) y
Jehan Gerson (m. 1429).  Finalmente, durante el pontificado de Sixto IV (1471 -
84), San José se introdujo en el calendario Romano en el 19 de Marzo. Desde
entonces su devoción ha seguido creciendo en popularidad.  En 1621 Gregorio XV la
elevó a fiesta de obligación. Benedicto XIII introdujo a San José en la letanía de los
santos en 1726.
San Bernardino de Siena  "... siendo María la dispensadora de las gracias que
Dios concede a los hombres, ¿con cuánta profusión no es de creer que enriqueciese
de ella a su esposo San José, a quién tanto amaba, y del que era respectivamente
amada? " Y así, José crecía en virtud y en amor para su esposa y su Hijo, a quién
cargaba en brazos en los principios, luego enseñó su oficio y con quién convivió
durante treinta años.
Los franciscanos fueron los primeros en tener la fiesta de los desposorios de La
Virgen con San José. Santa Teresa tenía una gran devoción a San José y la afianzó
en la reforma carmelita poniéndolo en 1621 como patrono, y en 1689 se les
permitió celebrar la fiesta de su Patronato en el tercer domingo de Pascua. Esta
fiesta eventualmente se extendió por todo el reino español. La devoción a San José
se arraigo entre los obreros durante el siglo XIX.  El crecimiento de popularidad
movió a Pío IX, el mismo un gran devoto, a extender a la Iglesia universal la fiesta
del Patronato (1847) y en diciembre del 1870 lo declaró Santo Patriarca, patrón
de la Iglesia Católica. San Leo XIII y Pío X fueron también devotos de San José.
Este últimos aprobó en 1909 una letanía en honor a San José.
Santa Teresa de Jesús   "Tomé por abogado y señor al glorioso San José." Isabel
de la Cruz, monja carmelita, comenta sobre Santa Teresa: "era particularmente
devota de San José y he oído decir se le apareció muchas veces y andaba a su
lado."
"No me acuerdo hasta ahora haberle suplicado cosa que la haya dejado de hacer.
Es cosa que espanta las grandes mercedes que me ha hecho Dios por medio de
este bienaventurado santo...No he conocido persona que de veras le sea devota
que no la vea mas aprovechada en virtud, porque aprovecha en gran manera a las
almas que a El se encomiendan...Solo pido por amor de Dios que lo pruebe quien
no le creyere y vera por experiencia el gran bien que es encomendarse a este
glorioso patriarca y tenerle devocion..." -Sta. Teresa.
San Alfonso María de Ligorio nos hace reflexionar: "¿Cuánto no es también de
creer aumentase la santidad de José el trato familiar que tuvo con Jesucristo en el
tiempo que vivieron juntos?" José durante esos treinta años fue el mejor amigo, el
compañero de trabajo con quién Jesús conversaba y oraba. José escuchaba las
palabras de Vida Eterna de Jesús, observaba su ejemplo de perfecta humildad, de
paciencia, y de obediencia, aceptaba siempre la ayuda servicial de Jesús en los
quehaceres y responsabilidades diarios. Por todo esto, no podemos dudar que
mientras José vivió en la compañía de Jesús, creció tanto en méritos y santificación
que aventajó a todos los santos.
Bibliografía: Souvay, Charles L., Saint Joseph, Catholic Encyclopedia,   Encyclopedia
Press, Inc. 1913.
Foto: San José con el niño Jesús; Convento de las Visitantinas, Ciudad del Este,
Paraguay. /- Padre Jordi Rivero.

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