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Tapa: san jose nuestro

San jose muestra que eres nuestro padre


Contratapa:
Virgen de los dolores
Madre llena de aflicción de jesucristo las llagas imprime en mi corazón
Oración primera la de león XIII (que tenemos nos)
Al final las letanías
Cada uno de los pensamientos aquí publicados nos ayudan a conocer mejor a San José y
practicar su devoción a la Sagrada Familia.

Día 1º- Padre de Jesús. 

Después de la devoción a Jesús y a su divina Madre, no hay devoción más justa y más
sólida que la que la Santa Madre Iglesia nos invita a tener a San José. De todos los
santos propuestos a nuestra devoción, ninguno es más poderoso que él cerca de Dios, y
nadie tiene más derechos que él a nuestro amor, a nuestra confianza y a nuestro
homenaje de piedad filial.

Dios Padre, confiando a San José los tesoros más preciosos del cielo y de la tierra, al
escogerlo entre todos los hombres para ser el jefe de la Sagrada Familia, nos dio en
cierto modo la medida del respeto que le debemos.
El antiguo patriarca José conoció en su juventud, por misteriosa revelación, el grado
sublime a que sería elevado; vio en un sueño a los dos principales astros de nuestro
firmamento inclinarse respetuosos delante de él; pero esta profética visión no se verificó
exactamente sino con el segundo José, del cual el primero fue tan sólo una imagen, pues
Jesucristo, que es el verdadero Sol de justicia que ilumina a los hombres, y María, la
Luna esplendente (Pulchra ut Luna) que envía a la tierra la luz que recibe del Sol, se
sometieron enteramente a la dirección de San José, y le tributaron el homenaje de la más
respetuosa obediencia, como a su jefe.

La vida de Jesús debe ser nuestro modelo. «Os he. dado el ejemplo, a fin de que lo que
Yo hice, lo hagáis vosotros también».
Pues bien; desde el momento que el Eterno Padre escogió a San José para que le
representara sobre la tierra, Jesús, lo honró como a su padre, le obedeció en todas las
cosas, y lo sirvió con sus divinas manos, tributándole la más obsequiosa reverencia.

Gersón encuentra en el profundo abajamiento de Jesús, obediente a José, la justa medida


de la altura sublime a que fue elevado nuestro Santo. Este subió en la misma proporción
en que descendió Jesús, de manera que la obediencia de Jesús nos prueba al mismo
tiempo su incomprensible humildad y la incomparable dignidad de José. De manera que
los actos de sumisión que practicaba el Hijo de Dios obedeciendo a José, eran para este
otros tantos grados de la más sublime elevación. ¿Cómo podremos, pues, comprender la
dignidad de un Santo que se vio obedecido, respetado y servido, por el espacio de tantos
años, por su Creador, por su Dios?. . .

María respetó y honró a San José como a dueño y como a esposo, destinado por el
Eterno Padre para protegerla y dirigirla y Ella, que es reverenciada por los ángeles y por
los serafines; que vio inclinarse reverente al arcángel Gabriel, y ante quien se postra la
Iglesia triunfante y militante, se humilló ante José, prestándole los más humildes
servicios.

Uno de los motivos que tenía la Virgen Santísima para honrar así a San José, era que
conocía todos los tesoros de gracias con que el Espíritu Santo había colmado su
corazón; pero cuando vio al Hijo de Dios respetar a José como a padre, servirlo como a
su señor, escucharlo como se escucha al maestro, ¿quién podrá apreciar a qué grado se
elevó su amor y reverencia a tan santo esposo?.. . Deseó entonces honrarlo como Jesús
lo honraba; y no pudiendo hacerlo con la misma humildad, pues aquella era la de un
Dios, se confundía en esa misma impotencia y manifestaba esa santa confusión a José,
para compensarlo en alguna manera de cuanto hubiera deseado hacer, no sólo como
esposa, sino como sierva, a imitación de Jesús.

La Santa Iglesia, a quien Dios confió las llaves de la ver-dad, para que nos condujera
por el camino de la piedad sólida, al recomendamos la devoción a San José, trata de
inspirarnos una gran confianza en su poderosa protección. Le levantó magníficos
santuarios, y estableció más de una fiesta solemne en su honor, que se celebran en todo
el mundo católico: de manera que de oriente a occidente, doquiera resuena el nombre
augusto del divino Salvador, se repite también el de su dilectísimo Custodio,
verificándose así el oráculo de Nuestro Señor Jesucristo: «El que permanece alerta en la
guardia de su Señor, será glorificado».

La Iglesia propone a San José como modelo de vida interior y patrono de la buena
muerte; nos exhorta a consagrarle el miércoles de cada semana, y para inducir a los
fieles a honrarlo siempre más y más, concede numerosas indulgencias a las prácticas
piadosas que se hacen en su honor.

Es así como la Iglesia trata de dar a su santo Protector un justiciero tributo de


reconocimiento, por los favores insignes que de él ha recibido. En efecto —dice San
Bernardo—, San José, con la santidad de su vida, cooperó al misterio de la Encarnación
del Verbo más que todos los antiguos Patriarcas con sus vivos deseos, con sus lágrimas
y con sus méritos. La pureza de San José ha sido, en cierto modo, más fecunda que la
fecundidad de todos los antecesores del Salvador. El, con su castidad, fue más
afortunado que todos los héroes de la Ley antigua; y en cierto modo fue necesario, por
así decirlo, para que se cumpliera el más augusto de los misterios: no tan sólo para que
el Salvador viniera al mundo, con toda la honra que merecía, sino también —dice Santo
Tomás— para que ese mismo mundo creyera al mismo tiempo en la Encarnación del
Hijo de Dios y en la Virginidad Inmaculada de María.

San José, como el virrey de Egipto, no solamente almacenó el trigo natural para
sustentar a los súbditos de un rey idólatra, sino que preparó y conservó para el pueblo de
Dios, el trigo de los elegidos, el Pan de los ángeles, el alimento que lleva a la vida
eterna. Y la Iglesia, teniendo presentes favores tan inestimables, ha querido tributar a
San José, honores mucho más elevados que los que otorgara Faraón al hijo de Jacob.

Oh José —exclama la Iglesia—, pongo todos mis hijos bajo vuestra protección. María
Inmaculada es mi Madre, mi Reina; Jesús, vuestro Hijo, es mi Esposo divino, y vos
ocuparéis el lugar de Protector y de Padre. Adoptando por Hijo al Salvador del mundo,
adoptasteis también a sus hermanos, que son mis hijos, y estoy segura de que vuestra
caridad inextinguible no les negará ni los cuidados, ni los servicios que tributasteis a
Jesús,
Después de estas sublimes e importantes consideraciones, no nos sorprenderá que todos
los fieles tengan tanta confianza en San José, ni de que todas las Congregaciones, que
son ornamento de la Iglesia, se hayan colocado bajo su protección, tomándolo como
Patrono y modelo.

Todos los santos han tenido la más tierna devoción a San José. Recordemos a San
Bernardino de Sena, San Bernardo, Santa Brígida, San Francisco de Sales y Santa
Teresa, verdaderos modelos de esta devoción.

El santo Obispo de Ginebra, San Francisco de Sales, en todas sus obras habla de San
José con la más tierna devoción. A él le dedicó, como al más querido Protector, su
sublime Tratado del amor de Dios, y se gloría doquiera de pertenecer a este gran
Patriarca. Escogió al casto esposo de María como a principal Patrono y ángel tutelar de
la Visitación, y manda a las novicias, que lo tengan como guía particular en el camino
de la oración mental y de la contemplación. Gracias a su celo, se erigió en la ciudad de
Annecy un hermoso templo en honor de este gran Santo, y en la víspera de su muerte
manifestó al rector de la iglesia que San José lo había visitado, añadiendo: «¿No sabéis,
Padre mío, que soy todo de San José?…» El religioso que lo asistía, tomando entre sus
manos el breviario del Santo, no halló en él más que una estampa, y era la de San José.

El celo de Santa Teresa se hermana con el del piadoso Obispo de Ginebra. Encendida en
la más viva y tierna devoción a San José, ¡con qué empeño se dedicó a propagarla!. . .
Escribió, habló, y nada ahorró para que San José fuera conocido, amado y honrado de
acuerdo con sus méritos. Lo invocaba como a su Padre y señor; no emprendía ninguna
obra sin implorar su socorro; le consagró trece monasterios que fundó en su honor, y
exhortaba siempre a todos los fieles a recurrir a él con confianza, y a ponerse bajo su
patrocinio. A pesar de su solicitud en ocultar los favores con que Dios se complacía en
enriquecerla, tratándose de contribuir a la gloria de San José, su pluma y su lengua
ponían de manifiesto el secreto de su afecto: no podía dejar de manifestar las gracias
extraordinarias que obtenía por su mediación.

Pero dejemos que ella misma hable en el capítulo VI de su Vida. La autoridad de una
Santa tan venerada en la Iglesia por sus extraordinarias virtudes, debe inspirarnos
confianza plena en tan poderoso Protector.
«No me acuerdo, hasta ahora, haberle suplicado cosa que la haya dejado de hacer. Es
cosa que espanta las grandes mercedes que me ha hecho Dios por medio de este
bienaventurado Santo, de los peligros que me ha librado, así de cuerpo corno de alma.
Que a otros santos parece les dio el Señor

gracia para socorrer en una necesidad; a este glorioso Santo tengo experiencia que
socorre en todas, y que quiere el Señor darnos a entender que, así como le fue sujeto en
la tierra, que como tenía nombre de padre, siendo ayo, le podía mandar; así en el cielo
hace cuánto le pide. Esto han visto otras algunas personas, a quien yo decía se
encomendasen a él, también por experiencia. Y aún hay muchas que le son devotas de
nuevo, experimentando ésta verdad. . .
«Querría yo persuadir a todos fuesen devotos de este glorioso Santo, por la gran
experiencia que tengo de los bienes que alcanza de Dios. No he conocido persona, que
de veras le sea devota y haga particulares servicios, que no la vea más aprovechada en
la virtud. Porque aprovecha en gran manera a las almas que a él se encomiendan.
Paréceme ha algunos años, que cada año en su día le pido una cosa, y siempre la veo
cumplida. Si va algo torcida la petición, él la endereza para más bien mío. . . Sólo pido
por amor de Dios, que lo pruebe quien no me creyere, y verá por experiencia el gran
bien que es encomendarse a este glorioso Patriarca y tenerle devoción; en especial,
personas de oración siempre le habían de ser aficionadas. Que no sé cómo se puede
pensar en la Reina de ios ángeles, en el tiempo que tanto pasó con el Niño Jesús, que no
den gracias a San José por lo bien que los ayudó en ellos. Quien no hallare maestro que
le enseñe oración, tome este glorioso Santo por maestro, y no errará en el camino»
(Vida, VI, 47).

Por fin, el amor que debemos a Jesús es un dulce estímulo para honrar a aquel que le
sirvió de padre. La devoción a los santos que tuvieron más íntima relación con su divina
Persona en esta tierra, le es más grata que cualquiera otra. De consiguiente, si amamos
verdaderamente al divino Salvador, si queremos agradarle, ¿cómo no amaremos al
Santo que El tanto amó, y que tuvo para El un amor tan tierno y tan perfecto?.

Día 2º- Hombre de los proyectos divinos. 

Por una maravillosa disposición de la divina providencia, San José, cuya vida fue tan
oscura y escondida a los ojos de los hombres, puede servir de perfecto modelo a todos
los cristianos de vida interior, que en cualquier condición quieren servir fielmente a
Jesucristo, y marchar en su seguimiento en el camino de la perfección. Podemos decir
de San José lo que San Ambrosio dijo de la Santísima Virgen: Talis fuit Maria, ut ejus
vita omnium sit disciplina, La vida interior consiste esencialmente en el recogimiento
del espíritu, en la vigilancia de todos los afectos del corazón, y en una constante unión
con Dios; es la feliz disposición de un alma que, alejada de las cosas externas y
sensibles, se ocupa continuamente en los grandes misterios de la fe, y está siempre
dispuesta a perfeccionarse en la piedad.
Tal fue la vida de San José, y tales las disposiciones habituales de su alma.
Estudiémoslas diligentemente en la oración, a fin de uniformar nuestra conducta con la
suya, y nuestros sentimientos, con los suyos. Oh, sí penetráramos perfectamente en el
corazón de este gran Santo, y viéramos cómo arde en el amor de Dios, no repararíamos
ya tanto en lo que agrada o desagrada a nuestro amor propio. Hacednos conocer, Dios
mío, ese interior  admirable; introducidnos en esa escuela de piedad, de recogimiento,
de oración, a fin de que, disgustados de las cosas exteriores, abandonemos los falaces
gustos de la vanidad mundana que nos alejan de Vos, alejan de Vos nuestro corazón, y
nos privan de las riquezas inefables de vuestro Reino interior.
Guiados por Vos mismo, oh Señor, entraremos en el corazón del más amado e íntimo de
vuestros amigos. ¡Qué calma perfecta en todas sus pasiones! ¡Qué silencio en las
potencias todas de su alma! ¡Qué torrente de puras delicias inundan su corazón! … Su
vida es una continua oración: sin ningún esfuerzo se eleva a la contemplación de los
más sublimes misterios, siempre unido a Vos, con el pensamiento de vuestra presencia y
por el más vivo sentimiento de amor. Él os ve, os conoce, os ama, y todo aquello que a
Vos no se refiera, desaparece a sus ojos.
Con estas santas disposiciones, ¡cómo debió de aprovechar San José de la ventaja que
tenía de conversar familiarmente con Jesús y con María, y de encontrarse junto a la
fuente de la gracia! ¡Y qué maravillosos fueron en su alma, los efectos de la presencia
visible de Dios!..
Por eso la Iglesia consideró siempre a este gran Santo como el patrono y el modelo de
las almas interiores, porque sus ejemplos son los más eficaces para conducirlas a la
perfección evangélica.
La devoción a San José, bien entendida y bien practicada, es uno de los medios más
poderosos para hacer rápidos progresos en la verdadera y sólida piedad. Persuadidos de
que la mejor manera de honrar a los santos es imitando sus virtudes, seremos humildes,
castos, dulces, recogidos, fieles al silencio y a la oración, como San José. Se advertirá
en nuestra conducta la misma conformidad con la voluntad de Dios, el mismo desapego
de los bienes de la tierra, el mismo amor al trabajo y a la penitencia; se verá en nuestras
costumbres la misma sencillez, el mismo candor, la misma pureza. Aprenderemos de
este gran Santo a amar tiernamente a Jesús, a no obrar sino por El, a ser perfectos
seguidores de la fe de la Iglesia, de esa Iglesia santa de la que la humilde casa de San
José fue, por así decirlo, cuna y primer santuario.
San José debe servir de modelo, en modo particular, a las personas religiosas, que tienen
la suerte de estar consagradas a Dios: separadas del mundo, gozan como él de la paz y
del silencio. A ellas corresponde destacarse con una piedad más tierna, más particular
hacia este Santo, a quien deben venerar como a padre y modelo, por cuanto su propia
vocación las hace más semejantes a él. Y en verdad que toda la vida de San José fue una
vida humilde, pobre, escondida, que trascurrió por entero en el recogimiento y en la
oración; y nos ofrece el ejemplo de la pureza más inviolable, de la obediencia más
perfecta, del espíritu de pobreza que debe animarlas, de la amorosa afección y unión de
los corazones que debe reinar entre los miembros de una misma familia.
Todas las acciones de San José, todos sus trabajos, están consagrados a Jesús y a María,
y su muerte puede considerarse como la más santa y afortunada. Por lo cual, ¿a quién
podrá convenir mejor este perfecto modelo de vida interior, sino a las almas religiosas,
quienes como él deben vivir en la humildad, en el desprendimiento de las criaturas, en
la soledad y en la unión con Dios? ¿Quién, pues, debe ser más devoto de este Santo,
cuyo corazón ardía en tanta caridad, sino las personas que tienen la felicidad de servir a
Jesucristo en la persona de los niños y de los pobres?. .

¿Quién habrá que pueda infundirnos una mayor seguridad en la protección de este santo
patrono de la buena muerte, sino las personas cuya vida fue una continua muerte a sí
mismas y a las vanidades de este mundo?. . .
Las personas consagradas a la educación de la juventud, también deben adoptar a San
José como Patrono de una misión de tanta trascendencia, pues el que ha ejercido la
tutela del Hijo de Dios puede alcanzarles la gracia toda particular que les facilite el
cuidado de la juventud, y esta a su vez tendrá en Jesús el modelo perfecto de la
docilidad, el amor y el respeto debidos a los maestros.
El piadoso señor Ollier proponía a sus discípulos el Santo Patriarca como perfecto
modelo de la vida sacerdotal. «Sí —repetía—, son los sacerdotes quienes
particularmente deben imitar a San José en lo que respecta a los hijos que engendran
para Dios. Este Santo dirigía y gobernaba al Niño Jesús con el espíritu de su Padre
celestial, con su dulzura, con su sabiduría, con su prudencia, y nosotros debemos
proceder así con todos los miembros de Jesucristo confiados a nuestros cuidados, y a
quienes debemos tratar con la misma veneración con que San José trataba al Niño
Jesús» (Vida del padre Ollier).
El respeto con que San José gobernaba al Hijo de Dios, que había querido sujetarse a él,
enseña a todos los ministros de Dios con qué reverencia y con qué temor deben celebrar
el tremendo sacrificio, por el cual el divino Salvador se pone en sus manos para ser
ofrecido a su Padre celestial. Sí, nosotros más que nadie; nosotros, que tocamos el
Cuerpo de Jesucristo, ¡cuánto debemos amar a este Santo, que fue el primero entre todos
los hombres que recibió en sus brazos al Salvador, y ofreció a Dios las primicias de esa
Sangre preciosa, que el Verbo encarnado vertió en la Circuncisión!…
Debemos mirar a Jesús sobre nuestros altares con la misma fe y con la misma piedad
con que San José le miraba en el pesebre.
San José tiene útiles lecciones y admirables ejemplos para los que se dedican al
apostolado. Es su perfecto modelo en las penosas fatigas de su profesión; en los viajes y
peregrinaciones; en los cuidados que dispensaba a la Sagrada Familia; en las
instrucciones, el aliento y los consuelos que con tanto celo prodigaba al prójimo en
Egipto y en Nazaret.
San José es perfectísimo modelo para los que abrazaron el estado de virginidad, y lo es
también para aquellos que, respondiendo a la voluntad de Dios, se disponen al
matrimonio o ya están en este estado. ¡Con qué santas disposiciones el castísimo José
recibió a María por esposa!… No buscaba otra cosa sino uniformarse perfectamente a la
voluntad de Dios y gloriarse de la compañía de tan augusta Virgen, para practicar con
mayor mérito y perfeccionar en cierto modo la bella virtud de la pureza, virtud que,
como María, había tenido la gracia de amar y estimar por sobre cualquier otra cosa de
este mundo.
Santa Cecilia; San Eduardo, rey de Inglaterra; San Eleazar, conde Arián; Boleslao, rey
de Polonia; Alfonso II, rey de Castilla, y muchos otros siervos de Dios, imitando el
admirable ejemplo de San José, vivieron en el matrimonio como verdaderos ángeles.
Si, por último, consideráis a San José, no sólo como a esposo castísimo de la más pura
de las vírgenes, sino también como a padre nutricio de Jesús, ¿no es también un
excelente modelo de educador? Y ¿no es una lección para los padres cristianos, acerca
del cuidado que deben tener con los hijos que Dios les ha dado, la amorosa solicitud con
que San José cuidó de la infancia de Jesús?. . . Aun cuando era de la real estirpe de
David, se vio obligado a ganarse el pan con el trabajo de sus manos, dando con ello
ejemplo de la paciencia y de la sumisión a la voluntad de Dios con que los padres deben
vivir en su pobreza.
En una palabra, los cristianos de toda condición hallan en todas las acciones de San
José, las normas de conducta adaptadas a su propio estado: su vida es algo así como una
enseñanza general propuesta por la Iglesia a todos los fieles que la componen.
Así como los pueblos azotados por el hambre acudían al rey de Egipto para obtener
trigo, y este los enviaba a José, que era el depositario y dispensador de todas las
riquezas del reino, dicién- doles:
 «Id a José: Ite ad Joseph», del mismo modo, Dios nos muestra al nuevo José, que El
escogió de entre todos los hombres para confiarle la persona adorable de su Hijo, y
todos los tesoros de gracia que encierra. Por lo que decimos, en consecuencia, a todos
los cristianos:
¿Queréis obtener de Dios todas las gracias que necesitáis? Acudid con fe a la poderosa
intercesión del predilecto del Rey de los reyes: Ite ad Joseph.
¿Os halláis en medio de graves tribulaciones? ¿Os apena algún temor? Ite ad Joseph,
 ¿Sentís alguna angustia? ¿Sois molestados por pasiones violentas? Ite ad Joseph.
¿Habéis perdido la paz del alma? ¿Sentís desgano en el servicio de Dios o aridez de
espíritu? Ite ad Joseph.
¿Teméis las ilusiones del espíritu infernal? ¿Tenéis necesidad de consejo en vuestras
dudas, y de luz para conocer la voluntad de Dios? Ite ad Joseph,

que fue el único capaz de explicar  las misteriosas visiones de los sueños de Faraón: Ite
ad Joseph.
Los demás santos son invocados en ciertas necesidades particulares, pues parece que
Dios hubiera querido repartir entre todos su poder para socorrernos; pero San José
recibió un poder general ilimitado para todas las necesidades del alma y del cuerpo.
La augusta Madre de Dios tiene, no hay duda, el primer lugar junto a su divino Hijo, y
es a su misericordia a la que debemos dirigirnos con la más grande confianza en todas
nuestras necesidades: la devoción a San José no se opone a la que debemos a su
Santísima Esposa; antes bien, las dos devociones se completan.
Y no podemos, en nuestros ejercicios de piedad, separar a estos dos esposos, cuya unión
fue formada por Dios, que así quiso dárnoslos como modelos y protectores: Quos Deus
conjunxit, ho-mo non separet (Marc. X, 9).

Día 3º- Esposo de la Madre de Dios. 

He aquí llegado finalmente el tiempo en que se cumplen los oráculos de los Profetas: el
Hijo único de Dios, que en su misericordia quiso tomar nuestra naturaleza para
redimirla, eligió de entre todas las hijas de Eva, una Madre. Las tres Personas de la
Santísima Trinidad la enriquecieron con todos los dones de la gracia; y aun cuando
debía conservar su virginidad, no era conveniente que permaneciera sola: era necesario
que se conservara virgen por el honor de su divino Hijo, pero no que estuviera sola.
Y si bien es cierto, que una mujer debía dar al mundo el Salvador, convenía que el
cuidado de la conservación fuera confiado a un hombre: una mujer sería la Madre, y un
hombre sería el padre nutricio. Pero ¿quién sería el privilegiado mortal que dividiría con
María un ministerio tan sublime?. . . No sería en Jerusalén, la ciudad real; ni en el
templo, que realza la grandeza; ni en el santuario, que es el lugar más sagrado; ni entre
los ministros más santos de una función enteramente divina, donde Dios elegiría el
siervo prudente y sabio, que debía cooperar a la grande obra de la Encarnación del
Verbo. Los pensamientos de Dios difieren profundamente de los nuestros. Sería el
hombre que vivía escondido, porque Dios no mira ni las apariencias, ni la fama pública.
Cuando envió a Samuel a la casa de Jesé en busca de David, aquel gran hombre —dice
Bossuet—, a quien Dios destinaba a la corona más augusta del mundo, ni siquiera era
conocido por los de su familia. Y tanto es así, que fueron presentados al profeta todos
los hermanos de David, pues no se pensaba en este; pero Dios, que no juzga como los
hombres, inspiraba internamente al profeta, que no se dejara sugestionar por las
apariencias exteriores, de manera que haciendo caso omiso de todos, quiso conocer al
menor de los hermanos, al que apacentaba el ganado, y en viéndolo, lo consagró rey,
dejando estupefactos a los demás, que jamás habían sospechado los méritos del que
Dios había elegido para elevarlo a tan alta dignidad.
Este hecho puede referirse a José, hijo de David, tanto como al mismo David. Dios
buscaba un hombre según su corazón, para poner en sus manos lo más precioso y amado
que tenía: la Persona de su Hijo unigénito, la integridad de su Madre, la salvación del
género humano, el sagrado secreto de la Trinidad Santísima, el tesoro del cielo y de la
tierra. Dirigió su mirada a Nazaret, oscuro y olvidado pueblito, y escogió un hombre
desconocido, un pobre artesano de familia real, aunque obligado a vivir de un arte
manual, para confiarle una carga de la que se habrían considerado honrados los mismos
ángeles.
¿Cómo es esto, oh Dios mío?… Vos prometisteis a David que el Mesías nacería de su
descendencia, y esperasteis a que esa dinastía decayera y fuera despreciable a los ojos
de los hombres. Un artesano escondido en un rincón de la Judea, será tenido por padre
de vuestro Unigénito, y la Esposa de ese artesano será su Madre. . .
¿Cómo pueden conciliarse estos hechos con las magníficas ideas que los Profetas dan
acerca del Mesías y de su Reino?. . . ¡Oh juicios humanos, cómo diferís de los juicios de
la fe!. . . El Mesías será grande a los ojos de Dios, y para ello es menester que sea
pequeño y despreciable a los ojos de los hombres; que sus padres no sean tenidos en
cuenta por el mundo, y que en su corazón se manifiesten aún más humildes de lo que
parecen exteriormente.. .
El hombre juzga por las apariencias —dice la Sagrada Escritura—; pero Dios mira el
corazón. Dios escoge a José, sacándolo de la más profunda oscuridad, para darnos a
entender que era el hombre según el Corazón de Dios, y que por sus virtudes ocultas fue
juzgado digno de ser el casto esposo de la Reina de las vírgenes y el padre adoptivo del
Mesías prometido.
José poseía tesoros de pureza y de humildad que envidiaban los mis
mos espíritus celestes; esa alma tan sublime y tan contemplativa había adivinado el
Evangelio, estimando la virginidad como el estado más perfecto que el hombre pudiera
abrazar. «San José —escribe San Francisco de Sales— había puesto como guardia de
esta hermosa virtud, una grande humildad; tenía un cuidado especial para ocultar la
perla preciosa de su virginidad, e iluminado por una luz sobrenatural-acerca de las
angelicales disposiciones de María, consintió en tomarla por esposa, a fin de que, bajo
el velo del matrimonio, pudiera él vivir como un ángel, sin llamar la atención de los
hombres».
Así como la castidad tiene su pudor, así también tiene el suyo la humildad; y estas dos
virtudes cristianas tienen de común entre sí, que rehuyen las miradas de los hombres;
ambas temen perder parte de su fuerza y entereza, por lo que prefieren vivir en la
oscuridad e ignoradas. Pero Dios, que escruta los corazones, veía en José en grado
eminente las mismas virtudes por las que había escogido a María para ser la Madre de
su Hijo unigénito: Virginitate placuit, humilitate concepit.
Para ser el casto esposo de la Madre de Dios, era necesaria una pureza angélica, que
pudiera corresponder en cierto modo a la pureza de María, la más santa de las criaturas.
Y verdaderamente, Dios, y todas las personas que cooperaron en el misterio de la
Encarnación, tenían en su naturaleza los caracteres de la más grande pureza: el ángel,
que fue el mensajero; María, que recibió el mensaje: Angelus a Deo ad Virginem, Y fue
también por su virginidad por lo que el Santo Patriarca se hizo digno de las miradas del
Altísimo: Virginitate placuit.
Dios Padre quiere que su Hijo viva ignorado para el mundo, y San José necesita de una
humildad a toda prueba, para ser el velo tras el cual pueda ocultarse ese Hijo divino,
gozando en la intimidad de Dios el misterio que conoce y las infinitas riquezas que le
son confiadas, sin dejar traslucir nada al exterior.
Era menester que San José fuera santo, para poder ser el padre adoptivo del Hijo de
Dios; pero con una santidad que revistiera un carácter todo particular, que lo dispusiera
a ser el dueño de un Dios encarnado, quien, haciéndose Hombre, se anonadó hasta
hacerse Hijo suyo. Ese carácter tan sólo podía dárselo la humildad; y si esta no hubiese
sido la virtud principal de San José, aun cuando hubiera tenido todos los méritos y toda
h. santidad de los ángeles, Dios no lo habría elegido.
«Porque —dice San Bernardo— un Dios que estaba a punto de humillarse hasta el
exceso, revistiéndose de nuestra carne, debía complacerse infinitamente en la
humildad,, pues, que aun en su misma gloria tiene en tanto esta virtud. Y tiene
predilección por los humildes, por la misma razón que es tan grande y excelso:
Quoniam excelsus Dominum, et humilia respicit. Quería Dios enseñarnos que sólo por
medio de la humildad podemos acercarnos a Él».
Por esto mereció San José, con su angélica pureza, ser elegido para ser custodio de la
más pura de las vírgenes, y por su profunda humildad fue juzgado digno de ser parte en
la realización de los divinos designios con la obra inefable de la Encarnación del Verbo.
Efectivamente, la Encarnación del Verbo, por la forma en que había sido decretada en el
consejo del Altísimo, no podía efectuarse de una manera conveniente sin el concurso y
la intervención de San José; porque, como lo observan los Santos Padres, el honor de la
augusta Virgen María, el honor de Jesús, exigían que el Nacimiento milagroso del Hijo
de Dios fuera ocultado tras el velo de un matrimonio ordinario, hasta el momento que el
divino Niño, nacido verdaderamente de una Madre Virgen, probase irrefutablemente,
con el cumplimiento de las profecías acerca de su Persona, con la autoridad de su vida y
de su doctrina, y finalmente, con la acción admirable de los milagros, que era sin duda
ninguna el Mesías prometido; el que, según el oráculo de Isaías, nacería de una
Virgen: Ecce virgo concipiet et pariet filium.
José es ese siervo prudente y sabio que Dios estableció como superintendente de su
casa, y que sirve de ministro al Omnipotente, para conducir fielmente a su fin la grande
obra de la que depende la redención del mundo.
Es esa nube misteriosa que debía envolver el tabernáculo de la nueva Alianza, y sin la
cual la gloria del Altísimo no habría descendido hasta el seno inmaculado de María.
Es el árbol siempre vigoroso y siempre revestido de hermosa fronda, a cuya sombra
puede crecer seguro el noble vástago de la estirpe de Jesé. José es el justo por
excelencia, que reúne en su persona, junto con la virtud más sublime, la excelsa
condición de esposo de María, y la pureza de los ángeles, para ser como el depositario
de la castidad misma, y el custodio de una Virgen que es la Esposa del Espíritu Santo.
¡Misterio sublime confiado a José por Dios mismo! ¡Unión santa y entera-mente
celestial, en la que la virginidad ha sido el nexo sagrado entre dos almas puras,
independiente de los cuerpos de barro que habitan!… Es semejante a una vid que se une
y abraza al olmo que ha de defenderla de los -vientos y protegerla contra el ardor del
sol, sin fecundarla, ni cooperar en los frutos deliciosos que produce: Uxor tua sicut vitis
aburdans.
Y es una virginidad unida a otra virginidad —añade el piadoso Gersón—; son dos
astros que se miran para aumentar el esplendor y la pureza de la propia luz. ¡Oh
alianza angelical; unión toda santa, que consiste en la casta correspondencia entre el
espíritu y el corazón, entre dos almas perfectamente puras; unión que asegura a José el
inestimable privilegio de ser testigo ocular de todas las acciones de María, el confidente
de sus pensamientos, el árbitro de sus resoluciones, el custodio y el protector de su
virginidad; unión que lo hace, en una palabra, partícipe de todas las prerrogativas de una
Virgen Madre de su Dios!.. .
¡Oh, siervo bienaventurado! Por su fidelidad en corresponder a favores tan insignes, se
hace digno de tener a Dios mismo por panegirista, y ser llamado el Justo, por Aquel a
quien pertenece exclusivamente apreciar la virtud y juzgar los méritos.
Es muy cierto que Dios se complace en glorificar a los humildes siempre y sin
detrimento de su humildad. Son los instrumentos de su gloria. Cuando el humilde se
anonada, o cuando Dios mismo los abaja, los levanta a los ojos de los hombres, a fin de
que estos los alaben.
Gusta al Señor gozarse con los sencillos y los pequeños, y aleja de sus ojos a los que se
enorgullecen por su origen. Deja seca la hierba que crece sobre los techos, la cual,
aunque está muy arriba, no goza del rocío de la gracia; mientras que el lirio oculto en lo
profundo del valle es revestido de espléndida belleza: Humilibus autem dat gratiam.
La obra empezada por Jesucristo, continuará hasta el fin de los siglos, y nosotros
deseamos cooperar a ella con nuestras oraciones, con nuestro ejemplo, con nuestras
palabras.
Preparémonos, ante todo, con la humildad, despojándonos del amor propio. No nos
apoyemos jamás en medios humanos: estos no valen, y pueden ser tropiezos para el
éxito…
Si tenemos condiciones naturales o adquiridas, de las que podamos valernos,
santifiquémoslas, reconociendo que vienen de Dios, que no deben ser empleadas sino
para su mayor gloria, y que El, sólo El, debe dirigirlas.
¡Oh santa humildad, oh perfecto desprendimiento de nosotros mismos, tú eres la fuente
de todo el bien que Dios obra en esta tierra por medio de los hombres!…

Día 4º- Hombre del silencio. 

El justo se levanta delante de Dios como un lirio resplandeciente de blancura, y sus


flores serán eternas. (Misal Romano).

El nombre de San José, como el de María, trae consigo la idea de pureza y santidad
mismas. Jesús, agonizante en la Cruz, encomendó su Madre al más amado y más puro
de sus discípulos, porque creyó que de otro modo desmerecería esa Madre
virgen. Virginem matrem virgini commendavit, dice San Jerónimo.
No trató con menor reverencia a María el Padre Eterno, cuando quiso darle una ayuda
en sus trabajos, un consolador en sus penas, pues la confió al más casto de todos los
hombres: Virginem virgini commendavit.
Si la pureza de San José no hubiera sido semejante a la de los espíritus celestiales,
¿habría merecido en depósito la pureza de la Madre de Dios, y ser el esposo, no sólo de
la Reina de las vírgenes, sino, por así decirlo, de la misma virginidad?…
María, más pura que el sol desde su concepción inmaculada, consagró a Dios su pureza
desde su más tierna edad con el voto de virginidad. María, que prefirió esta virtud
celestial a la gloria de Madre de Dios; María, que se turbó a la vista del arcángel San
Gabriel, que se le apareció en forma humana, consintió, iluminada por el Espíritu Santo,
ser la esposa de San José, y conversar y vivir a su lado. ¡Qué amable modestia, qué
santo recato debían de resplandecer en José, para que la más pura de las vírgenes, que
acababa de salir del templo, donde había pasado sus mejores años bajo la mirada de
Dios solo, no temiera confiarle cuanto tenía de más querido y precioso en este
mundo!.. .
¡Ah, si la vista de una imagen de la Santísima Virgen inspira amor a la pureza; si el
ejemplo de la consagración de María, narrado en el Evangelio, bastó para suscitar en
todos los tiempos esa innumerable multitud de vírgenes de toda edad y condición, que
prefirieron el honor de imitar a la Madre de Dios, a todos los halagos del mundo, ¿qué
no debía obrar la presencia continua de María sobre la persona de José, puro como un
ángel, y dotado desde su juventud de un singular amor hacia una virtud hasta entonces
tan poco conocida y estimada!. . .
Y ¿qué diremos de su íntima relación con Jesús?… Si uno de los principales efectos de
la Humanidad del Salvador es purificar, santificar y divinizar, no sólo el alma, sino
también el cuerpo de los que le reciben dignamente en la Eucaristía, ¿cómo no
creeremos que el que tuvo la suerte de estrechar tantas veces en sus brazos al Verbo
encarnado, estrecharle contra su pecho, acercarle a su corazón con tanto amor y
respeto, no haya sido trasformado y angelizado, como dice Tertuliano?.. .
San Francisco de Sales asegura que San José sobrepasó en pureza a los ángeles de la
más alta jerarquía, «pues que —escribe—, si el sol material no necesita más que de su
luz para dar al lirio su resplandeciente blancura, ¿quién podrá comprender a qué
grado de candor se levantó la pureza de San José, junto día y noche por tantos años a
los rayos del divino Sol de justicia y de aquella mística Luna que de este recibe su
esplendor? …»
Los ojos de María — dice Gersón— destilaban un rocío virginal, que purificaba los
corazones sobre los que se posaban sus miradas: Quídam ex oculis virgineus ros
spirabat. ¿Cómo caería ese rocío virginal sobre el lirio de José, siempre pronto a
recibirlo, añadiendo nuevo esplendor a su pureza y preparándole, según el sentir de
Cornelio a Lápide, un lugar entre los ángeles?. . . Fuit ipse ángelus potius quam homo.
Sabido es que la semejanza da origen al amor; por lo que, viendo los ángeles a un
hombre que, por privilegio especial de la gracia, se asemejaba tanto a ellos en pureza y
santidad, lo honraban y amaban también ellos con particular afecto. Y no fue sin razón
que, cuando el ángel se apareció por primera vez a José, le dijera: «José, hijo de David».
Sabemos por la Sagrada Escritura que no fueron tratadas así las personas a quienes los
ángeles llevaban algún mensaje del cielo. «Hijo del hombre, tente en pie», dijo el ángel
a Ezequiel. «levántate pronto», a Pedro. «Escribe lo que veas», a San Juan Evangelista.
Parece que los ángeles ignoraran o no tuvieran en menta los nombres de esos ilustres
personajes. Pero no hicieron así con José: a él lo llamaron por su nombre, y lo trataron
como a príncipe de la estirpe de David: Joseph, fili David. Tan espléndido título le
pertenecía, y los ángeles se lo dieron, para honrarlo y distinguirlo por sobre todos los
hombres, atendiendo a su inefable pureza.
No hay sobre la tierra título más hermoso que el de virgen. Es una condición muy
amada por Dios y respetada por los ángeles; da derecho a honores inmortales y a
gloriosos privilegios en el reino de los cielos.
Es el único título que suele darse a la más santa de las criaturas, a la Madre del Verbo, a
la casta esposa de José. Cuando decimos la Santísima Virgen, no solamente creemos
haberla señalado claramente, sino también haberle tributado con este título la mayor
alabanza.
«Nada más justo —exclama San Ambrosio— que apellidarla angélica, porque sólo en
el cielo se encuentra el modelo de esta bella virtud».
«El Hijo de Dios —dice San Bernardo— no vio en este mundo nada más precioso que
la pobreza, que tomó en el fondo de nuestra miseria, y nos dio en cambio cuanto tenía
de más precioso en el cielo, la castidad, que escogió entre lo mejor de su beatitud».
«Sí, es por la virginidad —exclama San Gregorio Nacianceno— que Dios no rehusó
venir a habitar entre los hombres. Y es esta virtud la que da a los hombres alas para
volar al cielo, y es el vínculo sagrado que une al hombre con Dios: por eso concede por
su intermedio cosas sobrenaturales».
«La pureza —añade San Juan Clímaco— no es otra cosa sino una semejanza con Dios,
tan perfecta como pueda tenerla en este mundo una criatura».
Los Santos Padres representan la virginidad como una especie de centro o de medio
entre los espíritus y los cuerpos. «Los vírgenes tienen en la carne algo —escribe San
Agustín— que no pertenece a la carne, y que tiene más de ángel que de hombre; es
algo así como una efusión de la vida de los espíritus celestiales. ¡Oh, belleza de la
castidad! Anticipa el efecto de la resurrección gloriosa; hace el cuerpo todo espiritual,
pues es cosa cierta que la castidad, especialmente con el carácter de estabilidad que le
da la Religión, libra al cuerpo de la servidumbre de los sentidos, lo prepara para no ser
dominado por la concupiscencia de la carne, y lo hace obediente a las leyes del
espíritu. ¿Por qué, pues, no podrá llamarse espiritual un cuerpo sometido al espíritu, si
la Escritura llama carnal al espíritu esclavo del cuerpo?…»
«Pues que —dice el mismo santo— la gracia no es menos eficaz para el bien que el
pecado para el mal, y pues que el pecado puede lograr que un alma espiritual se haga
toda de la carne, ¿no podrá la gracia, por una operación enteramente contraria, tener
la eficacia de santificar un cuerpo y hacerlo todo espiritual?...»
Admirando estas ventajas y los bienes que la virginidad procura al hombre, nos dice San
Basilio que «no sólo es uno de los mayores bienes de esta vida, sino también la simiente
de la vida incorruptible y de la regeneración futura; puesto que nadie puede estar más
seguro de la visión beatífica que aquel que la posee anticipadamente. La virginidad es
sobre la tierra un anticipo de la vida celestial».
«Quien es virgen, pertenece a Jesucristo —dice San Pablo—. Detenido sobre la tierra
por las ataduras del cuerpo, vive en el cielo por el ardor de sus afectos. La pureza de su
carne y  de sus pensamientos forma un santuario en que vive el mismo Dios».
No sin razón la Sagrada Escritura compara los vírgenes a la abeja laboriosa, que se
alimenta tan sólo con el rocío del cielo y con el jugo de las flores más hermosas. Del
mismo modo, el alma que ama la virginidad se alimenta de la palabra de Dios: recoge
diligente esa flor admirable elegida entre mil, y sobre la cual está el espíritu de Dios.
Esa flor hay que buscarla en la mortificación de los sentidos y en el desprecio de
nosotros mismos, pues es el lirio de los valles que ostenta su espléndida blancura entre
las espinas, y envía sus perfumes suaves y deli-cados a las almas más puras y más
humildes.
Pero esta divina virtud es tan bella como frágil; el menor aliento basta para empañarla.
Si queréis tener la suerte de conservarla en toda su belleza, es necesaria una gran
vigilancia sobre vuestros sentidos y sobre los afectos de vuestro corazón; todo debe ser
puro en un alma que se gloría de seguir las huellas de María y de José. Vuestra
conversación debe ser celestial: Nostra conversatio est in coelis. «Si habláis —dice San
Pedro—, hablad como si Dios lo hiciera por vuestra boca».
Vuestros ojos sean amablemente modestos, cerrados a toda vanidad, abiertos tan sólo
para contemplar los bienes eternos. No deben detenerse en vuestra mente sino imágenes
puras y el pensamiento de la vida eterna; vuestra alma no debe ocuparse más que de la
esperanza de los bienes celestiales y de la misericordia de Dios para con vuestra alma.
Las conversaciones mundanas, aunque fueran tan sólo ociosas e inútiles, podrían
empañar la delicadeza de vuestra conciencia, si las escucháis con algún placer. Huid del
rebuscamiento en el cuidado de vuestro cuerpo, que podría alterar la pureza de vuestra
alma; de las ataduras de una amistad demasiado natural, que profanaría la santidad de
vuestro corazón, que no debe abrirse más que para el cielo.
En una palabra, un alma casta, considerando los peligros que existen en el mundo
prontos a perder una virtud tan frágil y delicada, debe decir a los objetos que la rodean
lo que Nuestro Señor Jesucristo le dijo a la Magdalena: «No me toques, porque todavía
no subí a mi Padre». Aún no estoy entre los bienaventurados; no me toquéis, que me
gastáis. Sois tales que no sabría amaros en esta vida, sin apegarme demasiado a
vosotros, con peligro de vuestra misma alma, que, habiendo sido creada para Dios, debe
amar sólo a Él. Alejaos, en consecuencia, de mí por algún tiempo; aguardad a que esté
entre los bienaventurados: entonces os veré en Dios y os amaré en El, sin peligro de
perderme en vosotros y con vosotros.
Viviendo, así como José, bajo la mirada de Jesús y de María, podréis caminar con
confianza en vuestra inocencia: perambulam in innocentia cordis mei. Recibiendo a
menudo el vino que engendra vírgenes, triunfaréis de todas las tentaciones del mundo y
mereceréis entrar en el coro de los vírgenes, que acompañan doquiera al Cordero
cantando un cántico nuevo. Amad la pureza sobre todas las cosas, porque, como dice el
Sabio, «nada hay que se le pueda comparar».

Día 5º- Hombre de fe.

Dios da su gracia a los humildes (Sant. IV, 6.)

Todos los santos, animados por el espíritu de Jesucristo, consideraron la humildad como
base y fundamento de la perfección.

San Bernardo la considera como la piedra angular sobre la que reposa todo el edificio
espiritual, la perfección de la doctrina y de las virtudes que nos enseñó el divino
Salvador, o como una torre inexpugnable, donde el alma cristiana está a cubierto de los
asaltos del enemigo.
San Ambrosio hace el elogio más admirable de la humildad, en pocas palabras: «Es el
asilo donde se refugia la gracia, el manto con que se cubre; es algo así como un
principio, una señal en cierto modo, un gustar de la gloria de los bienaventurados; es el
trono donde se asienta la sabiduría y donde le agrada permanecer». Y más aún; la
apellida la fuente, la soberana, la más excelente de todas las virtudes: omnium virtutum
caput.

Ninguna virtud os hace más agradables a Dios, y ninguna os obtiene gracias más
numerosas. Entre todos los favores que Dios dispensó a San José, fue ciertamente el
más precioso el de su profunda humildad: de esta, como de la fuente más fecunda,
brotaron en su alma infinidad de otras gracias. En efecto, porque José se abajó, humilló
y anonadó a sus propios ojos, el Verbo Eterno lo eligió para su su padre adoptivo y su
custodio, y le dio por esposa a María, la más humilde de todas las criaturas.
La humildad de San José resplandecía en todos los actos de su vida. Aunque descendía
en línea directa de los antiguos Patriarcas y de la familia real de David, no se jactó
jamás de la nobleza de su cuna. Aceptó sin murmurar y sin sentir pena, la privación de
la autoridad y de la gloria de sus antepasados, y el verse reducido a la condición de
humilde artesano. Su vida fue pobre, oscura y laboriosa, un verdadero tejido de
sufrimientos y humillaciones; sus manos, destinadas al cetro, estuvieron constantemente
dedicadas a trabajos penosos y duros.

Perfectamente sumiso a los designios de la Providencia, amó la oscuridad de su


condición, en la que, sin que nadie lo advirtiera, pudo practicar una virtud tan amada de
su corazón. Y aun cuando corriera por sus venas la sangre de veinte reyes, no habría
cambiado los instrumentos de su arte por los atributos de la grandeza y de la gloria.

José consintió, es verdad, en ser el esposo de María; pero —dice San Francisco de Sales
— lo hizo únicamente por ocultar bajo el sagrado velo del matrimonio y sustraer a las
miradas de los hombres la virginidad que había resuelto firmemente guardar por toda su
vida.
Desposándose con esa Virgen purísima, cuya gloria era toda interior, no sospechaba
José el altísimo honor a que estaba destinado; pero apenas supo que María era la Virgen
anunciada por los Profetas, que debía dar a luz al Mesías prometido desde el principio
del mundo, penetrado de los sentimientos de la más profunda humildad a la vista de tan
portentoso misterio, juzgándose indigno de habitar con la Madre de Dios, quiso —dice
San Bernardo— alejarse de Ella, diciendo en sus adentros lo que San Pedro diría más
tarde a Jesús: «¡Señor, aléjate de mí, que soy un pecador! “Exi a me, Domine, quia
homo peccator sum”. O bien, como el centurión: «No soy digno de que entréis en mi
casa». No os maravilléis —continúa San Bernardo— de que José se crea indigno de
permanecer con la Virgen Madre del Verbo divino, si Isabel sintió tanta reverencia y
maravilla al ver que María se llegaba a visitarla: “Unde hoc mihi, ut veniat Mater
Domini mei ad me?”

Pero escuchemos a María, quien reveló a Santa Brígida los sentimientos de su casto
esposo: «José, a quien el Altísimo había destinado a ser mi protector, cuando conoció el
misterio que se había obrado en mí por obra del Espíritu Santo, quedó muy maravillado;
nunca sospechó de mi virtud. Lleno de fe en los Profetas que habían anunciado que el
Hijo de Dios nacería de una Virgen, se creyó indigno de servir a tal Madre» (Libr. VII,
rev. 25).

San Jerónimo y varios otros autores opinan del mismo modo, respecto de las
disposiciones de San José en la ocasión a que nos referimos. No es esta, interpretación
mía, sino de los Santos Padres. Accipe et in hoc non meam, sed Patrum sententiam.
En la escuela de Jesús y de María, San José aprendió la humildad; y esta crecía día a
día, a la vista de los ejemplos admirables que tenía ante sus ojos. ¿Quién podrá expresar
la saludable impresión que hacía en su alma el heroico silencio de María, quien, antes
que revelar el misterio glorioso de la maternidad divina, no titubeó en exponer su propia
reputación, y dejar que José pensara que no había sido fiel a su voto?… Y día a día veía
él a la augusta Madre de Dios, a la Esposa del Espíritu Santo, servirlo y obedecerlo en
todo.

Y ¿qué diremos de los sentimientos de nuestro Santo Patriarca, cuando contempló las
humillaciones del Verbo encarnado?.. . El, que había oído al anciano Simeón cantar,
mientras tenía a Jesús en sus brazos, aquel sublime cántico de gratitud, con el que
rogaba a Dios lo libertara de las ataduras que retenían a su alma prisionera en su cuerpo
mortal, pues que había contemplado con sus propios ojos «la luz de la casa de Israel».
¿Y cuál no sería la maravilla de José al ver al divino Infante obedeciéndole en todo,
trabajando con él por espacio de treinta años, aprendiendo a ser dulce y humilde de
corazón?. . . Discite a me quia mitis sum et humilis corde!

Si el santo Precursor se llenó de admiración cuando vio al Verbo divino confundido


entre los pecadores, pidiéndole el bautismo, podemos estar certísimos de que San José
vivió en un éxtasis continuo contemplando a la Divina Majestad anonadada, al Creador
del universo hecho Niño, y ocupado durante muchos años en un oficio despreciable a
los ojos de los hombres. ¿Cómo habría podido resistir a tan altísimo ejemplo? ¿Cómo
habría podido concebir el menor sentimiento de orgullo o de vana complacencia de sí
mismo?. . . Profundamente compenetrado de su indignidad y de su nada, no trataba sino
de humillarse más y más; toda su felicidad y su gloria consistían en imitar en todo el
anonadamiento del Verbo.

Los ejemplos del Salvador daban a José luces extraordinarias acerca de la grandeza de
Dios y de la nada de la criatura, y le revelaban, respecto de la humildad, cosas que
jamás habría podido saber. Le enseñaron prácticamente que si la Majestad Divina no
pudo ser honrada dignamente sino por la humillación de un Dios hecho Hombre, todos
nuestros homenajes son nada delante de Él, y por sí mismos no pueden ser jamás
aceptos a su divino beneplácito. Por lo tanto, José no pensó ni por un momento en
glorificar a Dios por sí mismo, pues tuvo siempre un conocimiento íntimo y cabal de su
impotencia, sino que lo glorificó por medio de Jesús: «Señor, yo soy una nada ante Vos:
tamquam nihilum ante Te»; pero mirad a vuestro Hijo divino reducido a tanto
anonadamiento para reconocer vuestra soberanía. El no desdeña humillarse
obedeciéndome a mí y sirviéndome a mí, miserable; antes bien, se abajaría más, si
posible fuera. ¡Ay de mí! ¿Qué puedo hacer yo, Señor, sino unir la nada de mi
naturaleza a su anonadamiento voluntario, y suplicaros aceptéis mis homenajes en los
de vuestro Hijo divino.

Jesús nos dice cada día, con sus divinos ejemplos y con su doctrina, lo mismo que le
decía a José: «Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón».
Le vemos en la adorable Eucaristía mil veces más anonadado que en Belén y en
Nazaret, ¡y somos poco menos que insensibles a estas tan conmovedoras lecciones que
nos da vuestro amor! Haced que de ahora en adelante seamos fieles en practicar una
virtud que Vos tanto amáis; haced que conozcamos por qué y la obligación que tenemos
de amarla en el tiempo y modo que es necesario; haced que, como San José,
aprendamos que la humildad, de lo íntimo del corazón debe manifestarse al exterior,
según las ocasiones y con toda naturalidad.

¡Oh almas interiores! Pedid incesantemente a Dios su luz, para conocer mejor la
naturaleza y esencia de esta sublime virtud, y por sobre todo pedidle que os obtenga de
practicarla ge-nerosamente, a pesar de las repugnancias de la naturaleza y de las
exigencias del amor propio. Sentimos que nuestra naturaleza se rebela al sólo pensar en
las humillaciones y desprecios; ocultamos cuidadosamente todo lo que pueda
disminuirnos a los ojos de nuestro prójimo, y nos lo disimulamos ante nosotros mismos.
Comencemos, pues, por detestar nuestra soberbia, y pidamos a Dios que nos dé la
fuerza para combatir valerosamente.

A imitación de San José, entremos con frecuencia en el Corazón de Jesús. Estudiemos


sus sentimientos: nada descubriremos que no nos lleve a la humildad, que no nos la
haga amable y no nos facilite su ejercicio. Que la humildad de ese Corazón adorable sea
el principal objeto de nuestra devoción y nuestro modelo.
Cuando así lo hiciéremos, el divino Salvador, que tanto gusta de estar con las almas
humildes, nos colmará de sus gracias y conversará familiarmente con nosotros, como lo
hacía con María y con José. Por lo mismo que Dios se anonadó, sólo se comunica con
los que son pequeños.

Día 6º- Hombre de la esperanza. 

Hagámosle otro que sea semejante a él. (Gen. II, 18).

Habiendo sido San José elegido por Dios para ser el protector y el casto esposo de la
más pura de las vírgenes, ¿podremos dejar de creer que fue adornado con todas las
gracias y privilegios que debían hacerlo digno de un título tan glorioso? ¿Qué padre no
elige para la hija que ama tiernamente, el esposo más virtuoso y perfecto que pueda
hallar?. . . Ahora bien; ¿hubo jamás hija alguna más amada por el Padre celestial que la
Santísima Virgen, destinada desde toda la eternidad a ser Madre de su único Hijo?…

Dios, cuyas obras llegan a su término fuerte y dulcemente, debía preparar para María un
esposo que mereciera gozar de una unión tan íntima con la madre de su Unigénito. El
cielo, fecundo en milagros, había reunido en aquella augusta Virgen todas las gracias y
todas las virtudes. Era María más bella que la luna, más resplandeciente que el sol, más
formidable contra el príncipe de las tinieblas que una armada en orden de batalla. Toda
pura a los ojos del que es la pureza misma, María veía a sus pies a todas las criaturas del
cielo y de la tierra, y sólo Dios, cuya fiel imagen era, la superaba en gracia y santidad.
Por eso, cuando Dios, al principio del mundo, creó de la nada, con su poder infinito, esa
multitud de seres, cuya excelencia era a sus ojos digna de admiración, y coronó su obra
maravillosa creando al primer hombre, no halló nada sobre la tierra que pudiera
compararse a Adán. A tantas maravillas debió añadir un nuevo milagro, y dar a Adán un
apoyo que fuera igual a él: Faciamus ei adjutorium simile sibi.

Y creó la primera mujer, que quiso sacar del costado de Adán, para que, siendo de su
misma naturaleza, pudiera servirle de compañera. ¿No es, pues, lógico pensar que,
habiendo dado José a María para ayudarla y servirla, lo haya hecho a José semejante a
Ella, enriqueciéndolo con todos sus dones y dotándolo con gracias especiales, a fin de
que, siendo en cierto modo la fiel imagen de las perfecciones de una Esposa santa, fuese
digno de serle dado por compañero?. . .
Dios Nuestro Señor dijo un día a Santa Teresa estas admirables palabras, que leemos en
su Vida: «Sabe, hija mía, que si Yo no hubiera creado el mundo, lo crearía para ti sola».
¿No creeremos, después de esto, que Dios, como piensan muchos célebres doctores,
creó a José con todas las perfecciones expresamente para María, a quien amaba más que
a todos los ángeles y santos juntos?. . . Me parece ver a las tres adorables Personas de la
Santísima Trinidad reunidas en consejo, diciendo: «Hagamos para María un auxilio
semejante a Ella», que sea digno de vivir y tener parte en los divinos oficios a que está
destinada esta Virgen incomparable, en la que el Omnipotente ha obrado maravillas tan
grandes, y a quien el Espíritu Santo eligió por Esposa fidelísima: Faciamus ei
adiutorium simile sibi.
Y sobre esta semejanza y esta unión de Jesús con María podemos fundar todas las
grandezas de nuestro Santo Patriarca. Que si el Sabio asegura que Dios, para
recompensar la virtud y la piedad de un hombre de bien, le prepara y le da una mujer
prudente y virtuosa: Mulier bona, pars bona, dabitur viro pro factis bonis (Ecl., XXVI,
3), ¡qué méritos, qué tesoros de gracias no deberá poseer San José, habiendo recibido
del cielo, en premio de su virtud, la más prudente, la más perfecta de todas las criaturas
salidas de las manos de Dios!. . .

¿Cómo podremos hacernos una idea exacta de la pureza, de la humildad incomparable


de José por las oraciones de María, quien en el templo pedía a Dios con fervor los
medios más eficaces para llegar a la perfección que Él tenía derecho de exigirle,
después de haberla colmado de tantas gracias y bendiciones? . . .
Es indudable que la augusta Madre de Dios, que no es aventajada en méritos por nadie
más que por su divino Hijo, era mil veces más santa que José; ¿y por qué no habremos
de decir que nuestro Santo Patriarca, destinado a ser el esposo de María y padre
adoptivo de Jesús, era mil veces más santo que todos los demás bienaventurados?…
Dios —dice San Gregorio Nacianceno— reunió en José, como en un sol, todo lo que los
demás santos juntos tienen de luz y de esplendor: In Joseph omnium sanctorum lumina
collocavit.

San Juan Crisóstomo, a su vez, dice que queriendo Dios dar un esposo a la Madre de su
Unigénito, buscó largo tiempo entre todos aquellos venerables patriarcas de la
antigüedad, para encontrar uno que fuera digno de este título. Vio la fe firme y
constante de Abraham, la pureza del alma de Isaac, la paciencia longánima de Jacob, la
santidad y dulzura de David; pero sólo José atrajo sus miradas, y fue el único hallado
digno de un grado tan eminente: Inventó tándem Joseph, cuius meritum pertransiré non
potuit.
Considerando San Bernardo que la semejanza es el alma de las uniones bien ordenadas,
saca en consecuencia que era necesario que José fuera, como su Esposa, purísimo en
castidad, profundísimo en humildad, elevadísimo en la contemplación y ardentísimo en
la caridad. Cuando Dios quiso dar una compañera al primer hombre, se la dio semejante
en la naturaleza, en la gracia y en la perfección, y cuando quiso dar un esposo a la
Madre de su Hijo divino, lo escogió semejante a Ella en gracia y santidad.
Por lo tanto, cuando consideramos atentamente las sublimes prerrogativas y las
admirables virtudes de José, vemos que ningún santo tuvo como él tanta parte en los
privilegios de los méritos que enaltecieron a María por sobre todos los santos.

María está figurada en las mujeres más ilustres del Antiguo Testamento, y la autoridad
que José debía ejercer en la casa de Dios, la hallamos figurada en la elevación del hijo
de Jacob, tan célebre por su castidad, al cargo de primer ministro en la corte de Faraón.
Aquel salvó a Egipto con su providencia, y José cooperó eficazmente a la redención del
mundo y a la salvación de todos los hombres, conservando con sus cuidados al mismo
Salvador. José es el único santo del Nuevo y del Antiguo Testamento que compartió con
María la gloria de ser figurado y anunciado mucho tiempo antes de su nacimiento. Se
diría, si ello fuera posible, que Dios ensayó su creación en la persona de esos ilustres
patriarcas que antecedieron al Mesías: Cogitabat homo futurus, Y así fue José, como
María, predestinado desde toda la eternidad a cooperar al gran misterio de la
Encarnación del Verbo. Ambos fueron descendientes de reyes, de profetas y de todo lo
que de más noble había en la antigua Ley.
María, exenta de la mancha original, fue inmaculada desde su concepción, y José fue
santificado en el seno de su madre . María fue bendita entre todas las mujeres, por haber
sido la primera que enarboló el estandarte de la virginidad.

José fue elegido entre todos los hombres, en razón de su pureza, para ser esposo de la
más pura de las vírgenes, y fue el primero que, respondiendo a la invitación de su casta
Esposa, se unió a Dios con lazos indisolubles.
La humildad de María se turbó oyendo de labios del arcángel Gabriel, que había sido
elegida para ser la Madre de Dios: y el ángel también se ve obligado a tranquilizar a
José, el cual, considerando su nada, no podía consentir en ser el esposo de la Madre de
Dios y el padre adoptivo del Verbo encarnado: Joseph, fili David.
María dio la vida a Jesucristo, y lo alimentó con su leche virginal; José, con el sudor de
su frente y con sus trabajos le proporcionó el alimento para sostener en el Salvador la
Sangre preciosa que derramó por nosotros sobre la Cruz. Ambos tuvieron la suerte feliz
de cuidar del único Hijo de Dios, y de convivir con El durante treinta años en la unión
más íntima. Después de morir de amor, como María más tarde, José tuvo la gracia de
resucitar con Jesucristo, y subir con El al cielo el día de su Ascensión gloriosa.

Nosotros invocamos a María como a la más clemente y más poderosa de todas las
criaturas; y la clemencia y la potencia de San José fueron figuradas en el hijo de Jacob,
el cual perdonó a sus hermanos, no obstante la crueldad con que lo habían tratado, y fue
el más poderoso de todo el reino de Faraón. La Iglesia llama a María, Espejo de justicia,
y el Espíritu Santo da a José el nombre de Justo por excelencia.
Invocamos a María como a Reina de los confesores, y José tuvo la gloria de ser el
primer justo perseguido en la Iglesia naciente. Proclamamos a María, Reina de los
profetas, y José conoció todos los secretos del Altísimo y los grandes misterios de la
Redención.

María es la Reina de los ángeles, y José —dice el Sabio Cornelio a Lápide— merece ser
colocado más entre los ángeles que entre los hombres: Fuit ipse ángelus potius quam
homo. Si José no fue inferior a los ángeles, y se hizo su igual por su incorruptible
pureza, más lo fue por los privilegios conquistados con su incomparable santidad. José
fue, en cierto modo, igual, si no superior a los ángeles del primer orden, custodiando al
Niño Dios confiado a sus cuidados; igual a los arcángeles, trasmitiendo a María las
órdenes que recibía del cielo; igual a las potestades, manifestando a los egipcios la
omnipotencia del Verbo encarnado, que aterró a los ídolos; igual a los principados y
dominaciones, porque mandaba al Rey y a la Reina de los cielos; igual a los tronos,
porque él mismo servía de trono al Niño Jesús cuando le tenía en sus brazos; igual a los
querubines, pues había penetrado los más profundos misterios de la sabiduría encamada;
igual a los serafines, porque se levantaba en las alas del amor a la más alta
contemplación, para descansar en el seno del Maestro divino, a quien los
bienaventurados jamás se cansan de contemplar.

En una palabra, ¿a cuál de los serafines comunicó Dios la paternidad divina? ¿A cuál de
ellos dijo alguna vez: Tú eres mi padre?,.. José fue juzgado por sobre todos los espíritus
celestiales, digno de un nombre que Dios no hubiera podido dar a na-die. En vista de
una tan sublime dignidad reservada a José, ¿qué sentimientos tendrían hacia él los
espíritus celestiales?. . . No de envidia, que de ello no son capaces, no; pero sí debía de
haber entre ellos algo así como una porfía, una santa emulación, para mostrar cada uno
el mayor respeto y amor hacia un Padre tan querido por Dios.

¡Cuán grande debió de ser la humildad de San José, para merecer semejante favor, y
cuánto debió de acrecer después de recibida esta distinción! ¡Dios mío, con qué
complacencia habréis mirado a aquel que, estando en el colmo de la grandeza, no salía
de su anonadamiento! ¡Cuán vanos e injustos somos cuando nos envanecemos por los
dones de Dios, cuando nos adueñamos de ellos como cosa propia, cuando por ellos
queremos ser preferidos a los demás!. . .
¡Qué pocas son las almas que, a imitación de San José, refieren a Dios todos los bienes
que de Él recibieron, y que no buscan la perfección sino por la gloria de Dios!… No
olvidemos que, en la mente de Dios, el amor y la práctica de una virtud están por sobre
los favores del cielo, aun los más insignes y de las dignidades más sublimes. Para seguir
los ejemplos de San José, debemos prestar siempre mayor atención a los menores actos
de virtud, que no a los dones celestiales; pues que no son aquellos dones, sino las
virtudes, cuyo ejercicio tanto cuesta a la naturaleza, las que glorifican a Dios, y a la vez
nos santifican.

Día 8º- Hombre de la acogida.

Le llamarás Jesús. (Mat. 1, 21).

San José tiene no sólo el nombre de padre de Jesús, sino que ejerce para con El toda la
autoridad que este título le da. Vedlo con el Salvador en los brazos como en un altar,
derramando en el misterio de la Circuncisión las primeras gotas de esa sangre adorable.
Así comienza a disponer de Jesús; previene la sentencia de Pilatos, e imponiéndole el
nombre de Salvador, le señala como víctima que debe ser sacrificada por la salvación
del mundo; pero si en esta dolorosa ocasión José muestra todo su poder de padre sobre
Jesucristo, en mil otras circunstancias le dará heroico testimonio de su afecto paternal,
conservándole la vida aun a costa de la suya. Y es en esta categoría de padre del
Salvador de los hombres en la que José tiene la misión de imponerle el más augusto de
los nombres.
En la antigua Ley, correspondía al padre dar el nombre a sus hijos. Cuando hubo que
dar un nombre al santo Precursor, le preguntaron por señas a Zacarías; y así también el
Eterno Padre, que conocía todas las grandezas y perfecciones de su Hijo divino, desde
toda la eternidad le destinó un nombre sublime sobre todos los nombres, y como había
encargado a San José para que hiciera sus veces, le envió un ángel con la misión de
revelarle ese nombre y de explicarle toda su fuerza y toda su virtud.
Es prueba de poder y superioridad imponer un nombre a. otra persona. Dios, como
acertadamente lo observa un piadoso doctor, queriendo establecer a Adán como rey de
la creación y otorgarle parte de su autoridad, le dio el poder de dar a cada criatura el
nombre que a él le pareciera: Esto, Adam, nominum artifex, quando rerum esse non
potes. Adán, ya que tú no puedes ser el creador y verdadero padre de las criaturas,
quiero al menos que reciban el nombre de tu boca, como de la mía recibieron la
existencia; sé tú el principio de su nombre, como Yo lo soy de su creación. Con esto
quiero hacerte partícipe de mi autoridad sobre ellos; yo crie su sér  y tú les darás en
cierto modo también la vida, dándoles un nombre, a fin de que haciéndote parte del
imperio que tengo sobre ellos, tengas parte de la obediencia que me deben: Me
cognoscant artificem notamque lege, te dominum intélligent appellationis nomine.
San José es tratado por Dios aún más honrosamente. Dios Padre engendró desde toda la
eternidad de su propia sustancia a su Hijo unigénito, sin darle un nombre. Quiso que
María le engendrara en el tiempo en su santísima humanidad, pero no le encargó de
ponerle nombre: esta gloria estaba reservada a José. El será quien le dará nombre al
Unigénito de Dios Padre y de María Santísima. ¡Qué dicha para San José, cuando
imponga su nombre a Jesús!. . . Parece que le diera la vida, pero en una forma
admirable. Dios Padre le engendra por su inteligencia, pero sólo le da la naturaleza
divina; la Santísima Virgen le engendra en el tiempo, pero sólo le da la naturaleza
humana: San José le engendra en cierto modo con sus labios, llamándole Jesús; y al
reunir en este gran nombre las dos naturalezas, le reproduce, puede decirse, por
entero: Esto, Joseph, nominis artifex, quoniam rei esse non potes.
¡Oh gran Santo, qué gloria para vos!. . . No pudisteis dar a aquel adorable Niño, ni la
naturaleza divina como Dios Padre, ni la naturaleza humana como la Virgen María; pero
lo qué hay de más grande después de aquello, es el imponer un nombre que represente
una y otra naturaleza, y ese supremo honor fue reservado a vos solo.
José —dice San Isidoro— fue el Enoc del Nuevo Testa-mentó, que habiendo gozado de
la felicidad de ser el primero en pronunciar el augusto nombre de Jesús, tuvo también
la gloria de ser el primero en invocarle.
José —dice San Bernardo— es el Samuel de la nueva alianza; porque habiendo dado
el nombre, circuncidado y ofrecido a Jesús en el templo, le consagró realmente como a
nuestro verdadero Rey.
Y si para ser digno de llevar el nombre de Jesús a pueblos y naciones, hubo de ser San
Pablo vaso de elección, ¡qué perfección no debía tener San José para dar este nombre al
Unigénito de Dios!. .
Nombre divino de Jesús, el más grande de todos los nombres, adorado en el cielo, en la
tierra y en lo más profundo del infierno; nombre conocido en todas las lenguas de los
ángeles y de los hombres; nombre lleno de dulzura y de esperanza, que bendijeron las
generaciones pasadas, exaltan las generaciones presentes, y alabarán a porfía las
generaciones futuras.
Nombre divino que, como el nombré de María, acude naturalmente a nuestros labios.
¡Pluguiese a Dios que no pudiera ser pronunciado u oído, sin sentir una suavidad
celestial, algún alivio en el dolor, y una inefable confianza en las tribulaciones! . . .
«Yo —dice San Bernardo— hallo árido e insípido cualquier alimento espiritual en el
que no se encuentre el nombre de Jesús. Una conversación o un libro en el que no esté
repetido este nombre, no me contenta ni lo más mínimo. Ese nombre di-vino es más
dulce a mis labios que la miel más exquisita, más melodioso a mis oídos que el más
armonioso concierto, más grato a mi corazón que la más viva alegría» (In Cant., Serm.
XV).
¡Con qué respeto debía de pronunciar San José ese nombre bajado del cielo!… Era el
primero que salía de su boca al despertarse, y el último que modulaban sus labios al
acostarse.
San José conoció todas las excelencias del nombre adorable de Jesús, y comprendió
cuánto valor encerraba el nombre del Salvador para sí mismo y para el Hijo divino. Vos
supisteis, oh glorioso San José, que Jesús sería el Varón de los dolores y de los
oprobios, y como vos ocupabais el lugar de padre, debíais necesariamente participar de
todos sus sufrimientos. Y ¡qué dolor traspasó vuestro corazón cuando visteis la carne
del Niño divino lacerada por el cuchillo de la circuncisión, cuando oísteis sus lamentos
y visteis correr su Sangre y sus lágrimas!… La misma espada laceraba vuestra carne, y
no la sentisteis menos que el Niño divino.
Pero ¡con cuánta resignación, con cuánta sumisión sufristeis aquella pena!… Adorasteis
los decretos del Eterno Padre, penetrasteis en las disposiciones de ese Hijo divino, y con
las primicias de su Sangre ofrecisteis vuestro dolor en satisfacción a la justicia de Dios,
ultrajada por los pecados de los hombres.
José conocía muy bien los Libros Santos, por lo que sabía perfectamente qué
padecimientos debía sufrir Jesús, de los cuales, David e Isaías —llamado este por San
Jerónimo el evangelista del Antiguo Testamento— Habían- precisado hasta los menores
detalles. Por otra parte, el santo anciano Simeón, inspirado por el Espíritu Santo, había
predicho claramente que ese Niño sería el blanco de las contradicciones, y que una
espada de dolor traspasaría el alma de María, su Madre.
San José tenía siempre delante de sus ojos a Jesús; por lo que si la virtud de la fe es tal,
que el Apóstol pudo escribir a los Gálatas que Jesús había sido crucificado bajo sus
ojos, ¡con cuánto mayor razón se puede decir que el augusto padre de Jesús tenía
siempre presente a su Hijo divino flagelado, ensangrentado, cubierto de llagas y
esputos, y con las carnes despedazadas, semejante a un leproso!… Si fijaba José sus
miradas sobre Jesús, como pidiéndole una sonrisa, veía esos ojos moribundos y
apagados; esa frente, tan llena de gracia, coronada y lacerada con espinas punzantes:
sólo el amor podía sostenerlo en este suplicio continuo. Con toda verdad podía exclamar
con San Pablo: Yo muero todos los días, quotidie morior. De tal modo que los
consuelos de San José nunca estuvieron exentos de amarguras. Dándole tanta parte en
sus sufrimientos, Dios lo trató a San José como a amigo fiel. Si queremos, pues, ser
glorificados con Jesucristo —dice el Apóstol—, es necesario que suframos con El. Más
de cerca le pertenecemos, más nos unirá a Él y más deberemos sufrir.
Aun cuando con San Pablo fuéramos arrebatados al tercer cielo, no por eso se nos
asegura que no tendremos que sufrir. Le demostraré —dice Jesús— cuánto es necesario
que se sufra por mi Nombre. Y se lee en la Imitación: «Si queremos amar a Jesús y
servirle constantemente, no nos queda otra cosa sino sufrir».
La circuncisión del corazón, que Dios nos exige, es un largo y penoso martirio; pero el
amor de Jesús, la unión con Jesús, la felicidad de sufrir con Jesús y por Jesús, endulzará
los sufrimientos, y no sólo nos los hará amar, sino aun preferir a los falaces placeres del
mundo.
Si de algo habremos de dolemos en el momento de la muerte, será sin duda porque se
nos acaba el tiempo de sufrir por Dios, y en consecuencia, de adquirir méritos. Esta es,
tal vez — dice Bossuet—, la única ventaja que tenemos por sobre los ángeles, pues
ellos son, sí, los amigos de Nuestro Señor, pero no pueden acompañarle ni en sus
padecimientos, ni en su muerte. Pueden ser, sí, ante Dios, víctimas de la más ardiente
caridad; pero su naturaleza impasible no les permite darle una generosa prueba de su
amor entre dolores y amarguras, y tener el honor, tan querido para el que ama, de
llegar a dar la propia vida y a morir de amor. ¡ Oh, qué gracia tan grande es esta de
amar y sufrir: amar sufriendo y sufrir amando! ..
Guardémonos de perder ni una sola de las cruces que se nos presentan, y digámonos con
frecuencia: ¡Animo! El tiempo de la prueba es breve, pero la recompensa es eterna.

Día 9º- Hombre del discernimiento.

El justo vive por la fe. (Rom. I, 17).

La palabra solemne del apóstol San Pablo: El justo vive por la fe, contiene el
fundamento de toda virtud y de toda santidad. La fe que ilumina el principio de nuestra
vida espiritual, es una fe viva que se manifiesta al exterior con las obras de la caridad
más ardiente.

El espíritu de fe es una convicción tan grande de la verdad de la religión, que quien


posee este espíritu sólo piensa en esta, y nada ama fuera de ella. Y así como el alma
dirige al cuerpo en todas sus acciones, así también este es el espíritu que la anima en
todas sus acciones.

El cuerpo no puede vivir sin el alma a la cual está unido, y el justo no vive sin la fe que
obra en él. Los buenos cristianos se llaman fieles, porque deben vivir de fe; es decir,
mirar y valorar las cosas a la luz de Dios, y no de acuerdo con el juicio y las máximas
de los hombres. Mis pensamientos — dice Dios— no son vuestros pensamientos, y mis
caminos no son vuestros caminos: mis caminos distan de los vuestros y mis
pensamientos están tan por encima de los vuestros como el cielo de la tierra.
Sin fe no puede haber méritos, ni verdadera virtud, ni esperanza. ¿Podemos esperar los
bienes invisibles, si la fe no nos los da a conocer?… La fe es la fuerza de la caridad.
¿Podemos amar a Dios, si la fe no nos da a conocer sus atributos y sus in-finitas
perfecciones?. . .

La fe comprende verdades especulativas y verdades prácticas; contentarse con creer las


primeras, sin conformar a ellas nuestra conducta, no es poseer la fe que salva. La única
fe sincera —dice San Agustín— es la que está inflamada en el amor a Dios y al prójimo.
Tal fue la fe de San José.
Repasemos rápidamente todas las circunstancias de la vida de este gran santo, y las
hallaremos todas marcadas con nuevos actos de fe heroica. En efecto, fidelísimo en
seguir las inspiraciones de la gracia, por la fe se desposó con María.
La fecundidad, unida a la integridad virginal de María, ese doble prodigio inaudito, fue
para José, que no conocía el misterio, una nueva ocasión para que resplandeciera su fe
viva. Mientras trataba de resolver cómo conducirse en circunstancia tan delicada, he
aquí que un ángel se le aparece en sueños y le dice: «José, hijo, de David, no temas en
tener a María por esposa tuya, porque el fruto que en Ella ha nacido es obra del Espíritu
Santo. Ella tendrá un Hijo al que llamarás Jesús, pues librará a su pueblo del pecado».
¡Misterio inefable, operación maravillosa que deroga la ley más inviolable de la
naturaleza, secreto sólo conocido por Dios!… Y bien; José necesita de toda su fe para
creer en un prodigio que supera el entendimiento, y que su profunda humildad debía
hacerle parecer algo así como una ilusión. Y más aún; sin comprender, sin hesitar un
solo instante, como lo hizo Zacarías; sin discutir, sometió su razón a la fe, persuadido de
que a Dios no le faltan los medios para realizar designios inescrutables para las
criaturas.

San José creyó sin vacilar un momento que la virtud excelsa de María merecía el
testimonio del cielo. Su fe era más fuerte que la de Abraham, aun cuando este sea citado
en los Libros Santos como modelo de fe perfecta y padre de los creyentes. Abraham es
alabado por haber creído que una mujer estéril podía tener hijos, y José creyó en la
maternidad divina de una virgen.

Notemos, con San Juan Crisóstomo, que visitando los ángeles a San José, durante el
sueño, demuestran cuán viva y firme es la fe de este justo, el cual, para creer en los
misterios que se le anuncian, no necesita embajadores fulgurantes de luces y de gloria.

Más he aquí una nueva prueba. Es un gran misterio de nuestra fe, creer que es Dios un
hombre revestido de nuestra misma débil naturaleza; pero para conocer mejor la
perfección de la fe de este Santo Patriarca, hay que considerar que la debilidad de que
Jesús se revistió al hacerse hombre, puede contemplarse en sus diferentes estados —
dice Bossuet— como sostenida por algún poder, o como abandonada a sí misma.

En los últimos años de la vida de Nuestro Divino Salvador, aun cuando la debilidad de
su santa humanidad fuera visible en los sufrimientos que padecía, no lo era menos su
omnipotencia por los milagros que obraba. Era verdad que se veía que era un Hombre,
pero era un Hombre que hacía milagros sin precedentes. Luego, la debilidad era
sostenida; por lo que no debe extrañarnos que Jesús conquistara admiradores, puesto
que las muestras de su poder probaban claramente que la debilidad era enteramente
voluntaria. Pero mucho más se mostró la debilidad del Salvador en el estado en que lo
vio José, que durante la misma ignominia de la crucifixión.

En efecto, el Hijo único de Dios nace en un establo, entre animales, pobre y desnudo. —
¿Y es este, Aquel a quien el Eterno Padre engendra desde toda la eternidad en el
esplendor de los santos? ¿Y es Aquel que el Espíritu Santo formó en el seno de María?
… El ángel de Dios me dijo que sería grande. ¿Y se vio jamás nacer en medio de tanta
pobreza y desamparo al hijo del último de los hombres?. . .
La fe de San José triunfó de todas estas dudas: vio a Jesús en el pesebre de Belén, y le
creyó el Creador del mundo; le vio nacer, y le creyó eterno; le vio sobre un poco de
paja, y le adoró como al Dios de la gloria, que tiene por trono el cielo y la tierra como
peana de sus pies; lleva en sus brazos a ese pequeño Niño, y reconoce en El al Dios de
infinita majestad, que se asienta sobre las alas de los querubines y que sostiene el
mundo con la fuerza de su palabra; le oyó llorar, sin dejar por eso de creer que es la
alegría del paraíso; le ayudó a dar los primeros pasos, le enseñó a balbucear las primeras
alabanzas a Dios y a su Padre, y le creyó la Sabiduría infinita; le enseñó un oficio
despreciable a los ojos de los hombres, y le adoró como el Creador de los cielos; en una
palabra, le gobernó por espacio de treinta años, y le honró como al Dios de los ejércitos,
que llama a las estrellas por su nombre, y a quien obedecen miríadas de ángeles.

José es el justo por excelencia, el cual vive de fe: toda su vida fue un ejercicio continuo
de esta virtud. Tenía Jesús algunos días de vida revestido de la debilidad de nuestra
carne, cuando he aquí que un ángel baja del cielo —dice el gran obispo de Meaux—, y
despierta a José para comunicarle que el peligro apremia: «Pronto, huye esta noche con
la Madre y el Niño; vé a Egipto». ¿Cómo, huir?. . . Si el ángel hubiera dicho: Partid,
pero no, huid; y en la noche. . . ¿Cómo puede ser eso? ¿El Dios de Israel debe salvarse a
favor de las tinieblas? ¿Y quién lo dice?. . . Un ángel que se aparece de improviso a San
José como aterrado mensajero, en una forma —dice San Pedro Crisólogo— que
pareciera que todo el cielo estuviera alarmado, y que el terror se hubiera esparcido allá
antes que sobre la tierra. Ut videatur coelum timor ante tenuisse quam terram.

José, sin titubear, huye a Egipto; y algún tiempo después, el mismo ángel se presenta y
le dice: «Vuelve a Judea, porque los que buscaban a Jesús para matarle han muerto a su
vez». ¿Y cómo es esto? ¿Es decir que si esos tales vivieran, todo un Dios no estaría
seguro?. . .

¡Oh, debilidad abandonada! En esta condición le vio San José, y a pesar de ello, le adora
como si hubiera visto realizar milagros estupendos. Reconoce el misterio de ese
milagroso abandono; sabe que la virtud de la fe consiste en sostener la esperanza, aun
cuando pareciera no existir razón humana para esperar: In spem contra spem; se
abandona en las manos de Dios con toda sencillez, y ejecuta sin discutir todo cuanto se
le manda. ¡Oh, José, qué grande es vuestra fe! Magna est fides tua. No, Señor, Vos no
habéis hallado en todo Israel una fe semejante a esta: Non inveni tantam fidem in Israel.
El apóstol San Pedro confiesa la divinidad de Jesucristo después de haberle visto
cambiar el agua en vino, multiplicar los panes, resucitar a los muertos, y el Salvador lo
apellida bienaventurado y le confía el cuidado de la Iglesia. José adora al Hijo de María
como a su Señor y su Dios, después de haberle salvado la vida con peligro de la propia,
y de haberle sostenido durante treinta años con el pan ganado con el sudor de su frente.

Y así como la fe se perfecciona con las obras y con la fidelidad a la gracia, no nos
admirará que la fe de San José haya sido superior a la de Abraham y a la de todos los
patriarcas.
Plenamente colmado desde su nacimiento de las más preciosas bendiciones del cielo,
instruido desde su más tierna infancia en la religión de sus padres, San José nutrió y
aumentó su fe con la asidua meditación de la Ley divina. El espíritu de fe era su única
regla, al juzgar las cosas, las personas y los acontecimientos. Por eso, sus juicios eran
siempre rectos, razonables, siempre exentos de errores y prejuicios. ¿Dónde podrá
hallarse hoy una fe comparable a la de San José?… Fe viva, humilde, firme y plena de
obras.

«Sí —afirma Santa Teresa—, de esta falta de espíritu de fe provienen todos los pecados
que inundan la tierra. Pidamos, pues, a San José que nos obtenga una fe semejante a la
suya, que podamos demostrar con buenas obras». No olvidemos —dice San Alfonso
María de Ligorio— que la fe es al mismo tiempo un don y una virtud. Es don de Dios,
en cuanto que es una luz que El infunde en el alma, y es una virtud, por cuanto el alma
debe ejercitarla en actos. De donde se infiere que la fe debe servirnos de regla, no sólo
para creer, sino también para obrar.
La fe debe pasar del alma al corazón. No hemos de limitarnos, pues, a someter nuestra
razón a las verdades de la fe, sino que debemos regular también nuestra conducta a sus
divinas sugestiones, haciendo consistir toda nuestra felicidad en vivir según la fe, y en
ponerla en práctica en las obras. Y pues San José es, con la Santísima Virgen, el
ecónomo y dispensador de los dones de Dios, dirijámonos a él para obtener por su
mediación una fe constante, que no puedan debilitar las tentaciones; una fe que nos haga
santos en este mundo, y merecedores de ver y contemplar eternamente en el cielo, sin
velos y sin sombras, al Dios escondido que habremos amado y honrado en sus misterios
y humillaciones.

Día 10º- Hombre de la docilidad.

La obediencia es más agradable a Dios que el sacrificio. (I Reyes, XV, 22.

La obediencia, virtud por la cual nosotros hacemos a Dios el sacrificio consciente y


libre de nuestra voluntad, es la más excelente de todas las virtudes, porque encierra en sí
el mérito de todas, y sólo ella puede darles valor. La obediencia —dice San Gregorio—
nos obtiene las demás virtudes, y es su fiel guardián. En efecto, nada más santo que los
principios sobre los cuales se asienta, por cuanto es el acto de confianza más excelente y
el acto de caridad más perfecto. Acto el más heroico, porque para obedecer como
cristiano, debo creer que la autoridad de Dios reside en mis superiores,
independientemente de su debilidad, de las contradicciones de mi espíritu y de las
repugnancias de mi corazón; acto de confianza el más excelente, porque espero que
Dios, movido por mi obediencia, inspirará a mis superiores lo que más me convenga, y
no permitirá que yo me pierda en el ejercicio, lugar o empleo a que ellos me destinen;
acto de caridad el más perfecto, porque es el mayor sacrificio que yo pueda hacer a
Dios, cual es el de mi libertad y de mi voluntad: Qui habet mandata mea et servat
ea,Ille est qui diligit me.
Si esta virtud es más grata a Dios que el sacrificio más excelente de todos los actos de la
religión, lo es —dice San Gregorio —porque en los demás sacrificios la víctima es
otra; en este de la obediencia, es lo mejor de nosotros mismos lo que inmolamos a
Dios. La obediencia nos une tan íntimamente a Dios — afirma Santo Tomás—, que en
cierto modo nos trasforma en El, por cuanto no tenemos más voluntad que la suya.
Por último, la oración misma no podrá ser grata a Dios, sin la obediencia: Qui declinat
aures suas ne audiat legem, oratio ejus est exsecrabilis.
Toda la santidad del esposo de María tuvo por base la obediencia, y su vida no fue, por
así decirlo, sino una práctica perpetua de esta virtud. Desde su más tierna edad,
obedecía con religiosa exactitud todos los mandamientos de la ley de Dios. Obedeció
sin murmurar el decreto de un emperador idólatra, que le obligaba a trasladarse a Belén
en medio del rigor del invierno, con grave molestia para María. Pero es especialmente
en la huida a Egipto cuando San José nos ofrece el ejemplo de la obediencia más
heroica y perfecta. Apenas había llegado a Nazaret, cuando el ángel se le aparece en
sueños, y le dice: «Levántate, toma al Niño y a su Madre, y huye a Egipto, y no te
muevas de allí hasta nuevo aviso, pues Herodes busca al Niño para hacerle morir».
José se levanta, y en la misma noche toma al Niño y a su Madre, y va a Egipto, donde
permanece hasta la muerte de Herodes. Superior a toda debilidad y a toda delicadeza
humanas, José dio al mundo, en esta circunstancia, el ejemplo de una virtud
verdaderamente celestial. En efecto, los ángeles obedecen a Dios con prontitud y
reverencia, y José procedió como los ángeles: recibe la orden, se levanta y parte de
noche. ¡Qué gozo para el mensajero celestial que pudo contemplar semejante prodigio!..
. Para obligar a Lot a salir de Sodoma, los ángeles debieron hacerle violencia, tomarlo
de la mano y ponerlo a pesar suyo fuera de la ciudad, que estaba a punto de ser
incendiada. Y a José sólo le basta una palabra, para salir de su patria; ni siquiera difiere
la salida hasta el día siguiente: no consulta, calla y obedece.
«He aquí —dice San Bernardo— cómo aquel que es obediente, a imitación de San
José, llena fielmente la voluntad de su superior apenas la conoce, sin esperar a más
tarde; tiene siempre el oído atento a las órdenes, sus pies prontos, sus manos dispuestas
a hacer cuanto se le dice; y lo hace con tanta prontitud, que se diría que con sus
acciones previene los mandatos que se le han de dar. La obediencia que se obtiene
luego de una primera orden, es sutil y delicada pero hay motivo para sospechar que sea
una obediencia afectada la que sólo se consigue a fuerza de raciocinios persuasivos.
La obediencia de San José es una obediencia ciega. ¡Cuántos pretextos podía haber
opuesto nuestro Santo Patriarca, a las órdenes de Dios!… Y así lo habríamos hecho
nosotros, pretendiendo penetrar con la luz de nuestra humana razón los caminos
inescrutables de Dios. José no le dice al ángel: «Vuestras palabras están llenas de una
extraña contradicción: no hace mucho me decíais que este Niño libraría al pueblo de
Israel, y he aquí que, con todo su pretendido poder, es tan débil, que se ve obligado a
huir con toda presteza a un país extraño, si quiere salvar su vida. Esto no está de
acuerdo con vuestras magníficas promesas. Y por otra parte, ¿no tiene Dios en sus
manos el corazón de los reyes, a quienes puede confundir y mudar a su placer? ¿No
merecería Herodes, que es culpable de tantos delitos, la muerte que quiere dar a este
inocente?…» Así se expresa la razón, que juzga las obras de Dios con miras al amor
propio, y cree formular proyectos más hermosos que los de la Divina Providencia.
José, iluminado con las más puras luces de la fe, sabe que la obediencia pierde todo su
mérito y su carácter divino, cuando sólo se apoya en raciocinios humanos; fidelísimo en
sofocar los secretos gemidos del alma, no opone ningún pretexto a la voluntad de Dios,
ni expone motivos para resistir o diferir su cumplimiento; no alega ni la delicadeza de la
Madre, ni la debilidad del Niño, que aún está en la cuna, y es incapaz de resistir las
fatigas de un viaje tan largo y penoso; ni siquiera se informa acerca de la duración del
destierro, ni del tiempo que a Dios le placerá poner término a su prueba.
Y cuando, sin faltar a la obediencia, podría haberle hecho notar al ángel que ya que era
menester huir, podía haber sido hacia el país de los magos, donde habría estado
expuesto a menos peligros y hallado algún socorro; mientras que en Egipto, pueblo
bárbaro, enemigo implacable de los israelitas, del que no conocía la lengua ni las
costumbres; en Egipto le sería difícil hallar ayuda ni seguridad, y sería irremisiblemente
víctima de la miseria y de la crueldad de sus enemigos. Pero nuestro Santo Patriarca,
que ve al Hijo de Dios hecho Hombre sometido a la autoridad de un pobre carpintero,
no sintió pena de obedecer a las órdenes de un ángel, y sin titubear un solo instante, sin
hacer preparativos para viajar más cómodamente, se pone en marcha, dando al cielo y a
la tierra el ejemplo de una obediencia más heroica que la de Abraham y la de Moisés; y
eso, a pesar de que el ángel no le prometió, como a aquellos, que estaría con él y que lo
protegería.
La fe de José no necesita sostén; penetra los velos que le ocultan a Dios en ese Niño que
lleva sobre su pecho, y sintiéndose seguro bajo esta salvaguardia divina, sale esa misma
noche, desafiando todos los peligros de tan largo viaje, todo el horror de los desiertos
que habrá de cruzar, sin temores, ni por la debilidad del Niño, ni por la de la Madre.
«¡Oh, cuán admirable es esta perfecta obediencia de San José! —exclama San
Francisco de Sales— Observad cómo en toda ocasión estuvo siempre perfectamente
sometido al querer de la voluntad divina; cómo el ángel lo manda y lo vuelve a
mandar: le dice que vaya a Egipto, y él va; le ordena que vuelva a Judea, y él regresa;
Dios quiere que sea siempre pobre, y él se somete de buen grado». De manera que es
José el hombre de la voluntad de Dios: en todas las cosas ve él su mano paternal, la
adora, se somete; y esa perfecta obediencia le merece ser cooperador de la obra más
grande de Dios: la de nuestra redención.
Aprendamos de la conducta de San José a conocer el valor de la obediencia, que cuando
es pronta, es más grata a Dios que la sangre de las víctimas. El verdadero secreto de la
paz del corazón es dejarse guiar: cuando se razona, se multiplican las dudas y las
inquietudes; al que ama mucho, le basta conocer la voluntad de Dios, sin inquirir los
motivos que la sugieren… El hombre obediente no debe dar cuenta de sus acciones; será
justificado, aprobado, y recompensado más por su obediencia que por sus obras.
Pero para que la obediencia sea una virtud a los ojos de Dios, no basta hacer los actos
exteriores que nos son mandados, sino que es necesario que la voluntad acepte las
órdenes y se someta al yugo sin quejarse; y más aún, que someta su juicio sin discutir lo
que le es ordenado. No haréis jamás de buen grado lo que condenaríais en vuestro
corazón; y aun cuando lo aprobarais, si obráis por esta o por aquella razón, ya no será la
directiva de vuestro superior la que seguís, sino la vuestra propia. Aun cuando Nuestro
Señor Jesucristo era infalible e impecable, no opuso jamás su propio juicio, ni su propio
pensamiento, ni su voluntad, en cuanto le mandaron José y María; obedeció a ambos
ciegamente y con entera sumisión. Esta consideración desvanece y confunde todos los
pretextos que nuestra imaginación puede formular para eximirse de la obediencia.
Que nuestra obediencia sea de ahora en adelante semejante a la de José. Obediencia de
obras, pronta y a la letra; obediencia de espíritu, que no discute los motivos ni la
naturaleza del mandato; obediencia de corazón, que se somete con amor a las órdenes
de la divina voluntad.
La obediencia a quien nos dirige en el orden espiritual, tiene dos fines principales: o la
dirección espiritual, o las acciones externas.
En lo que a estas respecta, si en lo que nos es mandado no hay pecado manifiesto,
siempre es más perfecto el obedecer; lo que, por otra parte, es también un deber a que
nos hemos obligado por voto.
En cuanto a la dirección de la conciencia, es evidente que, no pudiendo juzgarnos ni
dirigirnos por nuestra cuenta, precisa que respecto a nuestro estado interior nos
atengamos al juicio del guía que Dios nos ha dado. No le ocultemos nada,
expongámosle con fidelidad todas las cosas; en consecuencia, sin titubeos ni dudas de
ninguna especie, prestemos fe a cuanto nos diga, y hagamos fielmente cuanto nos
prescriba. Haciéndolo así, nos preservaremos de las ilusiones, que serían inevitables
procediendo de otro modo. La obediencia nos hará caminar con seguridad, sin temor a
extravíos. Dios no permitirá que el director se equivoque, y El mismo se dignará suplir
cuanto pudiera faltar a su ministro. En la obediencia hallaremos siempre la fuerza, el
sostén y el consuelo: todas las gracias que Dios quiere otorgarnos, están unidas a esta
virtud. Armémonos, pues, de valor para superar nuestras repugnancias e imponer
silencio a nuestros juicios, y estemos en guardia contra las insidias del tentador, el cual
sólo cantará victoria cuando logre quebrantar nuestra obediencia.

Día 11º- Hombre de la entrega.


Señor, en Ti tengo puesta mi esperanza; no quede yo para siempre confundido
(Salm. XXX, 2).

Por medio de la fe nos lleva Dios al conocimiento de su bondad y de sus promesas, con
lo que nos inspira el deseo y la esperanza de llegar a poseerle. De manera que habiendo
tenido San José la fe en grado eminente, tuvo por lo mismo una tan viva y firme
confianza, que Dios, según la expresión del Profeta, la había confirmado en modo
especial en la esperanza. Y a la verdad, si la confianza crece y se fortifica en proporción
de las gracias que recibimos de la bondad divina; si el sólido fundamento de nuestra
esperanza se asienta sobre los méritos infinitos de Jesucristo; si la devoción y el amor a
la Santísima Virgen, y la certeza de ser protegidos por María, omnipotente ante Dios,
son las fuentes de la más dulce esperanza, ¡cuál no debía ser la confianza de José, que
tenía a Jesús en sus brazos y a María de continuo a su lado!. . .

Por lo cual vemos con qué esperanza admirable parte para Egipto, sin otra estrella por
guía que la obediencia, sin otro viático que la voluntad divina, sin otro apoyo que una fe
ciega en la Providencia.
Y por otra parte, ¿qué podía temer José? ¿No es María la dulce estrella que lo conducirá
a través del espantoso desierto que debe cruzar? ¿Cómo podrá abandonarlo Aquel que le
mandó huir? ¿No es Dios, Padre del Niño divino que lleva entre sus brazos? ¿No es el
mismo Dios que, muchos siglos hace, ordenó a sus antepasados que cruzaran los
mismos desiertos para librarse de la esclavitud de Faraón, cuya crueldad igualaba la de
Herodes?. . .

José sabe que posee a Jesús, auxilio más poderoso que el Arca Santa que precedía a
Israel, que la columna que lo guiaba y que el maná que lo alimentó en el desierto:
Providebam Dominum in conspectu meo semper; quoniam a dextris est mei, ne
commovear.
Todos estos bienes no eran sino una figura del Salvador que él estrechaba contra su
pecho. Plenamente satisfecho con tal tesoro, pone toda su felicidad y su gloria en sufrir
por Jesús, con Jesús y en compañía de Jesús. Considera cum quanta compassione in
itineribus quae fecerunt, parvulum Jesum ex labore laessum, in suo gremio Joseph
requiescere faciebat (San Bernardino de Sena).
Al escribir Isaías lo que sigue, aludía ciertamente a José: «He aquí que el Señor, traído
sobre una nube ligera, entrará en Egipto»; y nuestro Santo Patriarca era esa nube que
ocultaba los rayos del sol naciente.

Ese divino Sol de justicia, que en los cielos regula el curso de los astros y los oscurece
con su esplendor, se halla sobre la tierra, envuelto en pobres pañales, en brazos de su
padre adoptivo, que le lleva adonde él quiere. ¡Oh, sí! Cuando se tiene a Dios en el
corazón, como José le lleva sobre su pecho, no se siente ninguna fatiga, ni andando por
los caminos más difíciles.

¡Oh, alma fiel! Imita a San José: salva y conserva al divino Niño, a quien también ahora
Herodes, esto es, el mundo y el demonio, persiguen y quieren hacer morir. Cierra los
oídos a sus sugestiones, no le oigas, toma al Niño y huye: Accipe puerum et fuge.
Llévale sobre tu corazón y tenle unido a ti con vínculos indisolubles. Así como lo hizo
San José, vigila a su lado para que nunca se aleje de ti; estréchale entre tus brazos con
humilde confianza en su bondad, y con un respetuoso temor de perderle; evita que todas
las fuerzas del enemigo puedan arrebatártelo jamás: Tenui enim nec dimitíam.
Despiértate alguna vez en la noche, a ejemplo de Jesús y de María, para buscarle,
servirle, conservarle, admirarle y amarle: Per noctes quaesivi quem diligit anima mea.

Si vives en el mundo, donde hay tantos peligros, tormentas y escollos, custodia siempre
como a una perla preciosísima en medio de este mar, la pureza y la sencillez de la
infancia cristiana: Accipe puerum. Si te has alejado del mundo y vives en una casa
religiosa, sé fiel y constante en resistir a las repugnancias, los fastidios y las tentaciones
de que se vale el demonio para hacer morir al dulcísimo Salvador, que vive en tu alma
con su santa gracia: Accipe puerum. Finalmente, si estás adornado de hermosas
cualidades y te hallas en una condición respetable, conserva diligentemente en tu alma
la infancia, la humildad cristiana y el amor de ese santo Niño: Accipe puerum. Si tú lo
conservas, Él te conservará; si le tienes contigo, Él te guiará; pero si por tu infidelidad y
negligencia tienes la desgracia de perderle, todo está perdido para ti, y podrás decir con
más verdad que el antiguo patriarcá: ¿Qué será de mí, ahora que he perdido a ese
querido Niño? Puer non comparet, et ego quo ibo?
A imitación de San José, no te obstines jamás contra las persecuciones y las violencias,
porque son propias de espíritus apasionados e impetuosos, como el de Herodes; antes
bien, cede humildemente: aléjate prudentemente por algún tiempo: Fuge in AEgiptum.

Pero volvamos a la Santa Familia, que seguiremos a través de los desiertos, conmovidos
por sus padecimientos y admirados por su constante confianza en la divina providencia.
«La estación es fría —dice San Buenaventura—, y para atravesar la Palestina, la
Sagrada Familia debió tomar las calles más abandonadas. ¿Dónde se alojaría por la
noche, y dónde durante el día habrá hallado descanso? ¿Y dónde y cómo habrá podido
restaurar sus fuerzas?. . .» ¡Qué espectáculo conmovedor ofrecen, Dios mío, estos dos
castos esposos fugitivos con un Niño pequeño!. . . Viendo a aquellos tres augustos
personajes en tan lamentable condición, ¿quién no habrá pensado que eran pobres
mendigos vagabundos?. . .

Imitemos a San José, obedezcamos con docilidad y amor a las leyes de la divina
providencia, que nos manda la salud y las enfermedades, las riquezas y la pobreza, nos
levanta y nos humilla como le place, y siempre para nuestro mayor bien. Humiliat et
sublevat, deducit ad inferas et reducit.
Vayamos sin dilación al lugar, al país, al estado y oficio a que Dios le plazca llamarnos,
llenando amorosamente y con fidelidad su adorable Voluntad, que se nos manifiesta por
un ángel, es decir, por quien en su nombre nos dirige y nos guía: obedezcamos sin
turbarnos, abandonándonos a la divina Providencia; otorguémosle todo el poder para
disponer de nosotros; comportémonos como sus verdaderos hijos; veamos de seguirla
como a nuestra propia madre; confiemos en ella en todas nuestras necesidades;
esperemos sin inquietarnos el remedio de su caridad; dejémosla hacer, y nos proveerá en
el tiempo y modo que más nos convenga. La Providencia vigila tan atentamente sobre
todo lo que a nosotros respecta, hasta no permitir que caiga un solo cabello de nuestra
cabeza sin orden suya. Dios tiene sus razones en todo lo que ordena, aun cuando no
podamos conocerlas ni penetrarlas.

Escuchemos, adoremos, obedezcamos; es nuestro deber, y además redunda en nuestro


provecho.
Qué es lo que más nos conviene, lo ignoramos; pero nuestro Padre celestial lo sabe
todo, todo lo puede, y nos ama tiernamente; dejémosle, pues, toda libertad para obrar; El
ve nuestra verdadera conveniencia. Aun en las cosas que nosotros creemos
perjudiciales, nos abandonamos en las manos de un padre que nos ama tiernamente, ¿y
dudaremos de Dios, que es el mejor de todos los padres? Nemo tam Pater. ¿Y
vacilaremos en creer que todo lo que Él ordena es para nuestro bien, en el tiempo y en la
eternidad?…

Agrada tanto a Dios la plena confianza en su bondad, que, supuesto el caso de que
pudiera ser indiferente a todo lo que respecta a los hombres en general, por el solo
hecho de abandonarnos en sus manos le obligaríamos a preocuparse por nosotros.

Un hombre como nosotros se creería obligado a ayudar a quien se confiara a su bondad.


¿Cuál no será, por lo tanto, la solicitud de Dios para con un alma que confía plenamente
en su Providencia? . . . Esta vigila minuciosamente sobre las cosas que le atañen, e
inspira a quienes la gobiernan, todo lo que es menes-ter para dirigirla bien; en tal
manera, que si aquellos quisieran por cualquier razón disponer de esa alma en una
forma que le fuera nociva, Dios haría surgir, por caminos insospechados, mi-les de
obstáculos a esos designios, y los obligaría a atenerse a lo que conviene para esa alma.
He aquí como Dios vela por la conservación de los que ama: si la Escritura atribuye ojos
a este Dios de bondad, es para significar que vigila; si le atribuye oídos, es para
significar que escucha; si manos, porque defiende a quien osa tocar a sus protegidos, a
quienes ama como a la niña de sus ojos. «Os llevaré en mis brazos —dice Dios por el
profeta Isaías—; os estrecharé contra mi pecho; os acariciaré sobre mis rodillas, como
una madre acaricia a su hijo; he aquí cómo os consolaré.»
Dejemos obrar a esta Sabiduría eterna, que conoce el presente y prevé lo que ha de ser;
a este poder que lo hace todo en la medida de su querer.

Se desvanecerían todas nuestras inquietudes, si creyéramos esta única verdad: que todo
acontecimiento, con toda la secuela de sus consecuencias, está en las manos de Dios,
que nos ama tiernamente. ¡Qué felicidad para un alma piadosa, poder unirse como José
a esta divina providencia, que ordena y gobierna todas las cosas; querer cuanto ella
quiere y nada más, y por lo mismo, estar seguros de tener siempre sólo lo que ella
desea! ¡Qué sublimidad y qué calma! ¡Hacer siempre su voluntad, olvidarnos entera y
santamente cuando somos olvidados; encontrarnos en Dios, porque por Dios nos
habíamos olvidado de nosotros mismos!.
El alma que, a ejemplo de San José, se abandona a la divina providencia, como él
reposa y se duerme tranquila entre sus brazos, como un niño en los de su madre; toma
por divisa estas palabras de David:

«Dormiré y descansaré en paz, porque Vos, Señor, habéis afirmado mi esperanza en


vuestra Providencia. . .“Dios me guía, por lo cual nada me faltará. Guiado por vuestras
manos y bajo vuestra protección, caminaré entre las tinieblas de la muerte, entre mis
enemigos, y no temeré mal alguno, porque Vos estáis conmigo. Vuestra misericordia
me acompañará todos los días de mi vida, a fin de que yo pueda habitar en la casa del
Señor por toda la eternidad» (Salm. XXII).

Día 12º- Hombre de la sencillez.

Padre mío, no se haga mi voluntad, sino la tuya. (Luo. XXII, 42.)


En las almas vulgares, el sentimiento de la confianza aleja de ellas toda duda acerca de
la bondad de Dios; pero esa confianza es inquieta, afanosa, al punto que, por así decirlo,
querría indicar a la Divina Providencia la forma en que desea ser auxiliada; por el
contrario, en las almas verdaderamente interiores la confianza las estimula al abandono
total en las manos de Dios, que las lleva a gozarse en la privación de todo medio
humano y. a gustarlo como un verdadero regalo, porque estas almas desean, en verdad,
entregarse enteramente al Padre Celestial y conformarse en todo a su santa voluntad.
Esta sumisión a la Providencia nos conserva en una perfecta tranquilidad en medio de
las contradicciones más dolorosas, y en una ecuanimidad admirable en las vicisitudes
más dolorosas de la vida.
Tal fue la maravillosa confianza en Dios que tuvo San José en su fuga y en su
permanencia en Egipto.
El ángel le había dicho: «Quédate allá, hasta que yo te lo diga». Y el Santo Patriarca no
le preguntó al mensajero cuánto tiempo había de durar su destierro. A imitación de San
José, en las pruebas abandonémonos en Dios, sin querer saber cuándo terminarán. Si
Dios nos deja en la oscuridad, es solamente por su gloria y por nuestro bien. Si
conociéramos el porvenir, nos oprimiría  la vista de las adversidades, y por otra parte,
conociendo también su término, no tendríamos ningún mérito en dejarnos llevar, y
nuestros sacrificios perderían el mérito principal.
Las cruces previstas con inquietud, son consideradas fuera de lo ordenado por Dios: esto
es, sin amor para soportarlas, y tal vez también con una cierta infidelidad que nos aleja
de la gracia. De manera que todo nos resulta en ellas amargo, insoportable, y nos
sentimos sin medios para vencer. Esto acontece al que no se confía enteramente en
Dios, y pretende conocer los secretos de Dios. Cerremos, por lo tanto, los ojos a las
cosas que Dios nos oculta y nos tiene reservadas entre los tesoros de sus profundos
decretos.
Las cruces imprevistas traen siempre consigo la gracia, y en consecuencia, algún alivio,
porque se ve en ellas la mano de Dios. A cada día —dice Nuestro Señor— le basta su
mal. El mal de cada día nos trae algún bien, si dejamos obrar a Dios. José permaneció
ocho años en Egipto sin quejarse, sin turbarse, sin pedir ni una sola vez a Dios que le
abreviara el destierro y lo volviera a la patria. Y no fue ciertamente porque le faltaran
los sufrimientos en aquel país idólatra, donde todo era dios, excepto el mismo Dios. En
aquella región de tinieblas, los animales no son para uso del hombre, sino que por una
alteración del orden, el hombre, envilecido por su propia voluntad y rebajado de la
nobleza de su origen, no se avergüenza de tributar culto a seres privados de la razón, y
que debían estar sometidos a él. ¡Cuánto dolor y cuánta amargura habrá sentido José en
su corazón, lleno de celo por la gloria de Dios, oyendo cada día blasfemar este santo
nombre por un pueblo idólatra! ¡Cuánto habrá sufrido en medio de aquel país bárbaro y
perverso, en cuyas abominaciones y supersticiones rehusaba participar!. . .
Más animoso que los israelitas a orillas de Babilonia, que en medio de su amargo dolor
rehusaban repetir el hermoso canto, José, a semejanza del Rey Profeta, embellecía y
santificaba su destierro, honrando al Dios de Jacob, y cantando sus juicios y sus
leyes. Cantabiles mihi erant justificationes tuae in loco peregrinationis meae.
Para poder aprovechar las saludables lecciones que San José nos da en esta ocasión,
permanezcamos en paz en el lugar en que Dios nos ha colocado; a Él solo toca
mudarnos. Abandonémonos en El, y creamos firmemente que vendrá en nuestra ayuda,
sin que nos inquietemos acerca de la forma de proveer, y seguros de que nos
quedaremos maravillados.
Toda la malicia de los hombres —dice la Imitación de Cristo— no alcanza a dañar a
los que Dios quiere proteger. Si sabéis callar y sufrir, Dios os asistirá seguramente. Él
sabe cómo y cuándo; abandonaos, pues, a Él. El auxilio viene de Dios, y Dios nos
librará de la confusión.
El tiempo en que estamos abandonados de todo auxilio humano, es precisamente aquel
en que Dios nos socorre. Le agrada esperar a que se haya despertado en la criatura una
ciega confianza  en El, y entonces viene en su auxilio. Pero no le señaléis los medios;
abandonaos por completo en su Providencia, que no os ha de faltar.
La mutación de lugar y de estado ha engañado a muchos, dice la Imitación de Cristo.
Las almas inconstantes y poco mortificadas sienten vivamente el peso del lugar y de la
carga que tienen, y pensando que puede haber en el mundo, estado o criatura exenta de
cruz, no encuentran dónde estar a gusto. Ordenad, pues, las cosas según vuestro querer
y vuestros deseos; pero lo queráis o no lo queráis, hallaréis siempre que en todas
partes hay que sufrir. La cruz está siempre preparada, os espera en cualquier tiempo y
lugar. Doquiera vayáis, la hallaréis, porque en todas partes os encontraréis a vosotros
mismos. Si rehusáis una cruz, inexorablemente hallaréis otra, y tal vez más pesada que
aquella que abandonasteis.
«No sembréis vuestros deseos en otros jardines, cultivad siempre el vuestro —
escribe San Francisco de Sales; —. No deseéis ser lo que no sois, pero desead siempre
lo mejor en donde estáis. Ocupaos en perfeccionaros y en llevar de buen grado las
cruces que halléis, sean grandes o pequeñas. Muchos son los que aman su propia
voluntad, pero muy pocos los que aman el querer de Dios».
Lo que puede consolaros y haceros perseverar con paciencia en el estado en que Dios os
ha puesto, es la compañía de María y la unión con Jesús, que endulzaron para San José
los rigores del destierro:Accípe puerum et matrem ejus. El Niño Jesús vivió en esa
tierra maldita y enemiga del pueblo de Dios, como un cordero entre los lobos, y pasó así
los primeros años de su vida. Allí, en el destierro, bajo el gobierno de José y de María,
comenzó a caminar y a balbucear las primeras palabras, que llenaron de consuelo el
corazón de esos padres.
Dios se encuentra doquiera; está en la morada más oscura como en la más espléndida;
en el último empleo de una casa como en el primero; y ¿se puede estar mal, cuando se
está con Dios?… En todas partes hay iglesias, en las que está Nuestro Señor, donde hay
altares dedicados a María, un Crucifijo, y cada día se ofrece en ellas la santa misa. San
Juan Crisóstomo, desterrado entre los bárbaros, se consolaba así: «Hallaré a Dios en
la Escitia así como en Constantinopla». Cuando Jesús está presente, todo es dulce —
dice el piadoso autor dé la Imitación— y nada es difícil. La compañía de Jesús es un
paraíso de delicias; y si Jesús está con vosotros, ¿qué os podrá hacer mal?
El ejemplo de José viviendo en una tan perfecta armonía entre los desórdenes y
supersticiones del Egipto idólatra, es muy oportuno para alentar a las almas piadosas
que la Providencia ha querido dejar en el mundo en medio de las ocasiones, de las
tentaciones más peligrosas. Dios Nuestro Señor las cuidará y las cubrirá con el escudo
de la buena voluntad. Las llamas no rozaron siquiera los vestidos de los tres hebreos
arrojados en el horno de Babilonia; antes bien, el horno se convirtió para ellos en un
lugar de delicias, donde bendecían a Dios. Lo mismo sucede con aquellos a quienes la
obediencia manda entrar en el horno ardiente de la Babilonia del siglo: si se mantienen
unidos a Jesús y a María, como José, también ellos cantarán las alabanzas de Dios; y
mientras que el fuego de la concupiscencia devora a los que temerariamente se exponen
a él, el comercio con el mundo no alcanza sino a procurar a las almas piadosas de una
mayor luz para despreciar sus vanidades, sus falsos placeres, y hacerles estimar cada
vez más los beneficios de la piedad.
Las almas piadosas pueden, por otra parte, con sus oraciones y su buen ejemplo, destruir
los prejuicios de los mundanos y enseñarles a amar la virtud.
No nos apartemos, por lo tanto, de las disposiciones de la Divina Providencia, ni aun en
las cosas que parezcan indiferentes. Las varias circunstancias de nuestra vida tienen con
nuestra eterna salvación y con nuestra perfección, relaciones que no alcanzamos a
sospechar, y que sólo conoceremos en la otra vida.
Con frecuencia juzgamos que importa poco, para nuestra alma, estar en este o en otro
lugar, con esta o aquella persona; pero, a poco que reflexionáramos, comprobaríamos
que todo lo dispone Dios para nuestro bien. Se atribuye a la demora de la Sagrada
Familia en Egipto, la caída de los ídolos, y también la gracia de que aquellas regiones
fueran pobladas por tantos santos anacoretas. San Juan Crisóstomo y varios otros
doctores de la Iglesia atribuyen a la estadía de Jesucristo en Egipto, los grandes
progresos realizados por el cristianismo, y el establecimiento de tantas comunidades
religiosas, las cuales por largo tiempo han dado maravillosos ejemplos de virtud. Y tal
venturosa trasformación bastaría para confirmar el oráculo de Isaías, quien había
anunciado que: “a la presencia del Señor entrando en Egipto, los ídolos de ese país
serían destruidos”. Hay también una antigua tradición, ratificada por muchos autores
del siglo IV, según la cual, la referida profecía se cumplió literalmente al arribo de Jesús
a Egipto, y que gran número de ídolos —particularmente en la Tebaida, donde la
Sagrada Familia residió algún tiempo— fueron efectivamente desbaratados, como en
otra ocasión ocurrió con el ídolo Dagón a la presencia del Arca Santa, que era figura de
Nuestro Señor Jesucristo.
Puede Dios haberos colocado en tal empleo o lugar, para utilidad y salvación de alguna
persona, a quien habréis de convertir con nuestros buenos consejos y piadosas
conversaciones, y cuyo celo podrá ser útil a la gloria de Dios. Si sufrís, si sentís fastidio,
alegraos, porque estáis en el camino que lleva al cielo. ¿Acaso no sufría San José en
Egipto?… Y sabemos muy bien que esos sufrimientos aumentaron sus méritos.
Persuadíos, pues, de que aquella es vuestra cruz; el ejercicio de la paciencia que os
exige, vuestro purgatorio, y no desperdiciaréis ni un solo momento: tendréis toda la
eternidad para gozar y descansar, y afortunados de vosotros si morís en el estado en que
Dios os ha colocado. De los brazos de su Providencia pasaréis a los de su misericordia.
Habiendo terminado la persecución con la vida de Herodes, el ángel del Señor se le
apareció por segunda vez en sueños a José, para advertirle que podía volver sin temor a
la tierra de Israel. Aprovechemos, pues, las sabias lecciones que nos da San José con su
conducta.
No habiéndole dicho el ángel a José dónde debía ir a vivir, eligió entonces nuestro
Patriarca, entre todas las provincias y ciudades de la Galilea, la de Nazaret, donde pensó
que podía custodiar a Jesús más cómodamente, y sin temor de perderle.
Cuando la Providencia no nos manifiesta sus designios; cuando nuestros directores nos
dejan la libertad de escoger, o bien nos piden nuestro parecer, podemos exponer con
sencillez nuestra manera de pensar, y si es aceptada, podemos seguirla. Pero que no sea
nunca nuestra inclinación natural la que nos guíe; esta se funda ordinariamente en
nuestra vanidad y en nuestra debilidad, y por lo mismo, debe ser siempre dirigida por la
fe o por la razón.
Examinemos seriamente delante de Dios en qué cargo o empleo serviremos mejor a
Jesucristo, y dónde estaremos menos expuestos a perderle. Son las normas que, como
San José, debemos seguir siempre. En nuestras determinaciones miremos siempre,
primero la gloria de Dios y nuestra propia perfección, y que ninguna otra mira nos
aparte de lo que debemos a Dios y a nosotros mismos.
Aun cuando San José sostenga entre sus brazos al Dios fuerte, al Salvador del mundo,
teme no obstante la Judea: Timuit illo iré, donde piensa que la vida de Jesús puede estar
en peligro. Como él, cuando nuestro ángel custodio nos advierte que no debemos ir a tal
lugar o a aquella casa, donde correríamos peligro de perdernos, debemos seguir
fielmente sus santas inspiraciones, y no creernos seguros porque por la mañana tuvimos
la suerte de recibir a Jesús en la santa comunión. De otro modo, sería un milagro no
perder a Jesús. Y por último, creamos en la promesa de Dios, cuya palabra es
infalible: Buscad ante todo el reino de Dios y su justicia, y lo demás se os dará por
añadidura.

Día 13º- Hombre de la confianza. 

Bienaventurados los pobres de espíritu.(Mat. V, 3)

El Hijo de Dios —dice San Bernardo— amaba tanto la pobreza, que no habiéndola


hallado en el cielo, vino a buscarla sobre la tierra. En efecto, como puede verse en
todas las circunstancias de su vida, demostró un verdadero amor de predilección por
esta hermosa virtud. Nace en un establo, como el último y más abandonado de los hijos
de los hombres; sus primeros adoradores son pobres pastores; las personas con quienes
alternó toda su vida fueron pobres: su Madre era pobre, y pobres eran sus Apóstoles;
vestía pobremente; comía pan de cebada, como los pobres, y como estos vivía de
limosnas, y estas le faltaban con frecuencia; prueba de ello es que permitió a sus
Apóstoles sacar algunos granos de trigo para saciar su hambre. Hasta cuando entró en
Jerusalén, rodeado de una cierta gloria, estuvo rodeado de pobres y de niños; y pobre
era su cabalgadura. No tenía un refugio donde reclinar su cabeza. Su primer discurso fue
elogiando la pobreza: Beati pauperes spiritu. Finalmente, murió desnudo sobre la Cruz,
y fue sepultado en un sepulcro que no era suyo.
Así como el Hijo de Dios amaba la pobreza con tanta pre-dilección, también San José la
amó grandemente, y es por eso que Dios lo eligió para padre y custodio de su Unigénito.
Y si este Santo Patriarca practicaba esta virtud en tan alto grado, ¿qué progresos no
habrá hecho en esta virtud durante los treinta años que vivió en compañía de Jesús y de
María?. . .
Una sola palabra del Evangelio, hizo que San Antonio se resolviera a despojarse de
todos sus bienes, para distribuirlos a los pobres, y practicar así con mayor perfección la
pobreza evangélica, que el Hijo de Dios había recomendado tan insistentemente con la
palabra y el ejemplo. ¿Cómo podremos, después de esto, hacernos una idea exacta de
las saludables impresiones que recibiría San José en su corazón, con el ejemplo y la
palabra de Jesús y de María, él que era diario testigo de su extremada pobreza?. . .
Cuando María entró en el templo, según la revelación hecha por ella misma a Santa
Brígida, renunció a todos los bienes de la tierra, para poseer a Dios solo. A principio
vovi in corde meo nihil unquam possidere in hoc mundo. Por lo cual, María no llevó
en dote a José más que su amor al trabajo y el perfecto desprendimiento de las cosas
creadas. Y muy grande debió de ser la pobreza de ambos esposos, pues que María se vio
obligada a ver nacer a su Hijo en un pesebre abandonado, sin tener para abrigarle más
que un poco de paja y la compañía de dos animales. Digna Madre de Aquel que después
de haber vivido en la mayor pobreza, había de morir sobre una Cruz, dejando como
tesoro a sus discípulos: Bienaventurados los pobres.
María y José gustaron de esta máxima, y la pusieron en práctica. ¿Se trata de colocar
sobre el altar del templo una ofrenda, después de la ceremonia de la purificación?. . .
 Será la ofrenda de los pobres; porque —dice San Bernardo— los ricos dones que
habían recibido de los Magos, ya los habían distribuido entre los pobres. Pero es sobre
todo durante el largo viaje y en la larga permanencia en Egipto, donde 110 tenían
amigos ni protectores, donde sintieron más vivamente la más grande pobreza. El hijo de
David y de Zorobabel se hizo simple operario, y la hija de los reyes trabajó también de
noche, para ayudar al módico é insuficiente salario de su esposo, y así procurarse lo
necesario, que con harta frecuencia faltaba en la casa. Los pobres —dice San Alfonso
María de Ligorio— no leerán, sin sentir grandes motivos de consuelo, lo
que Landolfo escribió sobre este conmovedor misterio.
«Tal era la pobreza de María y de José —dice él—, que con frecuencia les faltaba el
pan que Jesús pedía hostigado por el hambre. ¡Y ellos no tenían más que lágrimas para
darle! ¡Cuánto sintió entonces José su pobreza!. .. Una pobreza que se sufre por amor
a Jesús, tiene un cierto encanto; pero en la pobreza que sufre Jesús, la pena iguala al
amor».
«De regreso a Nazaret, no se encontró José en mejores condiciones. Imaginaos —
dice Bossuet— un pobre artesano que no tiene otro recurso más que sus manos, ni otra
riqueza más que su taller, otro medio de vida que su trabajo, que debe entregar con una
mano lo que recibe con la otra, y ve cada día gastarse la pobre ganancia, obligado
todavía a hacer un largo viaje, por el que debe alejarse de los amigos, sin que el ángel
que le manda partir, le diga ni una sola palabra respecto a cómo podrá hacer frente a
sus necesidades más apremiantes. ¡No tuvo vergüenza de sufrir lo que a nosotros nos
sonroja! ¡Humillaos, grandezas humanas!
»Va José poco menos que errante, tan sólo porque está con Jesús. Feliz de poseerle a
tal precio, se cree rico, y cada día se esfuerza por purificar su corazón, a fin de que
Dios se posesione más y más de él; rico, porque no tiene nada; poseyéndolo todo, todo
le falta; feliz, tranquilo, seguro, porque no encuentra repo-so, ni casa, ni demora».
«Dios quiere; —dice San Francisco de Sales— que José esté siempre en la pobreza,
que es una de las pruebas más duras que pueda enviarnos; y lo somete a ella, no por un
tiempo más o menos largo, pues fue pobre toda su vida. ¡Y qué pobreza fue la suya!
Una pobreza despreciada, huida, mísera.
»La pobreza voluntaria de que hacen profesión los religiosos, es muy amable, por
cuanto ella no les impide recibir las cosas que son necesarias, tan sólo les prohíbe lo
superfluo; pero la pobreza de José y de Nuestra Señora no es tal, pues que aun cuando
fuese voluntaria y la amaran de corazón, no dejaba de ser abyecta, rehusada y
despreciada en sumo grado.
»Porque todos no veían en ese gran Santo, sino a un pobre carpintero, incapaz de
ganar ni siquiera lo suficiente para que no le faltara lo indispensable para la vida, y
eso a pesar de fatigarse con amor indecible para alcanzar a sostener a su pequeña
familia; y él se sometía humildemente a la voluntad de Dios aceptando su pobreza y
abyección, sin dejarse vencer por la tristeza interior que sin duda alguna y más de una
vez quería hacerse sentir».
He aquí cómo José amó y practicó la pobreza; fue pobre de espíritu y de corazón; sufrió
las incomodidades de la pobreza sin lamentarse. Reducido a ganarse su pan y el de su
familia con el sudor de su frente, se consideraba muy feliz de compartir con María la
pobreza de Jesús, el cual, siendo Dueño y Señor de todas las riquezas, se hizo pobre por
nuestro amor; y a su ejemplo, José quiso vivir y morir pobre.
La pobreza evangélica, difícil tal vez en apariencia, es una fuente de paz y felicidad. Es
una gran tranquilidad para el espíritu, —dice San Gregorio— el estar lejos de la
concupiscencia del siglo, donde con tanta pasión se tiene lo que se posee; donde se
desea siempre lo que no se tiene, y donde las pérdidas son tan dolorosas, porque los
apegos son siempre exagerados; donde, en una palabra, los deseos crecen
incesantemente, pues el mundo entero no basta a satisfacer el vacío inmenso de nuestro
corazón, el cual está hecho para Dios. Más va el hombre tras los bienes falaces que lo
corrompen, menos satisfacción encuentra en ellos, y más pierde el gusto y la estimación
por los bienes eternos. La felicidad del alma consiste en la unidad de su amor, y su
desventura, en la multiplicidad de sus deseos; la pobreza es la virtud que nos desapega y
nos dispone para recibir las riquezas del amor divino, librándonos de una infinidad de
frívolas e inútiles solicitudes.
Nuestra felicidad no consiste en la posesión de muchas cosas, sino en la satisfacción de
nuestros deseos. Feliz aquel —dice San Agustín— que posee todo lo que desea, y no
desea más que lo que debe desear. Los pobres de espíritu tienen esta ventaja sobre los
ricos del mundo, pues aquellos tienen cuanto desean, porque no desean más que lo que
tienen, y miran todo lo demás como inútil y superfluo, mientras que los mundanos
nunca están satisfechos, porque el placer de las riquezas que poseen es inferior a la
ansiedad que sienten al no poder realizar sus deseos de poseer algo más y mejor; de
manera que, agitados por deseos insaciables, ven trascurrir todos sus días en la
inquietud y en la búsqueda de lo que nunca podrán poseer.
La pobreza no es tan sólo una fuente de paz, sino que es también un medio eficacísimo
para progresar en la perfección; porque así como la concupiscencia es la raíz de todos
los males, así también la pobreza es el principio de toda suerte de bienes. Es la guarda
de la humildad —dice San Gregorio—; conserva la castidad por medio de la
mortificación, de la cual es inseparable compañera, y ayuda a practicar la abstinencia
y la templanza. Este es el motivo por el cual la pobreza —dice San Francisco de Sales
— es una virtud celestial y divina, pues libra al alma de cuanto pudiera retenerla en
medio del mundo, y le facilita su ascensión hacia Dios y su unión con El. Los santos la
llaman la madre, maestra y custodia de todas las demás virtudes.
Para obtener estas preciosas ventajas de la pobreza, es necesario ser pobre de espíritu, es
decir, tener el corazón desasido de todas las cosas de la tierra. No todos los cristianos
son llamados a despojarse de todos sus bienes para seguir a Jesucristo, como los
Apóstoles: «He aquí que hemos abandonado todas las cosas para seguirte». Pero todos
los que quieren vivir cristianamente y gozar de las promesas del Salvador a los pobres
de espíritu, no deben hacer caso de los bienes de este mundo, sino creer, con el Apóstol,
que «pues ellos poseen a Jesús, todo lo demás es polvo y miseria».
Pero ¡ay, qué pocos son los pobres de espíritu! Es muy difícil —dice la Imitación de
Cristo— encontrar a quien esté tan adelantado en el camino espiritual, que tenga el
corazón desasido de todas las cosas. Para llegar a esto, es necesario haber renunciado,
como los santos, a las riquezas y comodidades de la vida; tener horror a lo superfluo; no
preocuparse por lo necesario; recibir con indiferencia, como San Pablo, la salud y la
enfermedad, la tribulación o la alegría, la abundancia o las penurias. Así debe ser ese
desapego universal, esa perfecta pobreza de espíritu que el divino Maestro puso como
primera entre las bienaventuranzas. Si eres pobre, alégrate de estar en un estado en que
más fácilmente puedes asemejarse a San José. Si Dios te ha favorecido con bienes de
fortuna, no apegues tu corazón a ellos, da lo superfluo a los pobres. «Hay hombres —
dice el Sabio— que son ricos aun cuando nada poseen, y hay otros pobres aun cuando
viven en la abundancia de las riquezas». La virtud de la pobreza —añade San
Bernardo— no consiste en la privación de los bienes terrenos, sino en el amor a esta
privación”.

Día 14º- Hombre de la paz. 

Donde dos o tres se hallan congregados en mi nombre, allí me hallo Yo en medio de


ellos. (Mat. XVIII, 20.)

Había en aquel tiempo célebres conquistadores, que llenaban el mundo con el estrépito
de sus gestas. Se hablaba de sus proyectos, de sus empresas y de sus hechos heroicos;
pero Dios, a quien le place humillar a los soberbios y exaltar a los humildes, no miraba
a estos hábiles políticos, pues sus ojos estaban sobre Nazaret, ciudad tan despreciada, de
la que se decía: «¿Puede salir algo bueno de Nazaret?…»

En lo alto de los cielos decía Dios a sus ángeles: Mirad a mi Hijo predilecto, en quien he
puesto todas mis complacencias; mirad cómo obedece, se humilla, se anonada por mi
gloria y por mi amor; mirad cómo María y José justifican la confianza que en ellos
deposité, confiándole mi único Hijo: Deus humilla respicit, et alta a longe cognoscit.

Unámonos a los ángeles bajados del cielo, para contemplar el sublime espectáculo que
ofrece el humilde retiro de Nazaret; entremos con respeto en aquella casa bendita entre
todas las casas, y observemos cómo se gobierna la más santa de las familias que pueda
existir sobre la tierra. Está compuesta por tres personas: el Hijo de Dios, la Madre de
Dios y José, el casto esposo de una, y tenido por padre del otro. «Jesús, María y José
nos representan —dice San Francisco de Sales— el misterio de la santa y adorabilísima
Trinidad, no porque haya comparación posible, sino en lo que respecta a Nuestro Señor,
pues María y José son criaturas; pero podemos decir que son una trinidad sobre la tierra
que representan en cierto modo la Santísima Trinidad: Jesús, María y José, Trinidad
maravillosamente digna de veneración y de honor. Jesús era como el vínculo que unía a
estos dos esposos purísimos, que vivían tan estrecha e íntimamente unidos, que puede
decirse de ellos lo que el Apóstol dice de la Trinidad del cielo: Estas tres personas no
son más que una sola: Hi tres unum sunt.”

Su pobreza era grande; no tenían sino lo estrictamente necesario, que ganaban con el
trabajo de sus manos, y aun cuando a veces llegaba a faltarles, estaban contentos y
bendecían a Dios: Sufficiebat enim paupertas nostra.
Vivían en la oscuridad, ignorados por el mundo, y sin mostrar deseo alguno de hacerse
conocer. En Nazaret nadie sabía ni quién era Jesús por su naturaleza divina, ni cuál era
la dignidad de María, hecha Madre de Dios sin dejar de ser Virgen. Eran tenidos por
piadosos israelitas y fieles observantes de la Ley, cuya conducta era de edificación para
el prójimo; su piedad no tenía nada de extraordinario que la distinguiera de la común; su
exterior no dejaba sospechar ni remotamente lo que eran en realidad; no dejaban
trasparentar en nada el secreto de Dios, y más adelante veremos cómo los parientes más
próximos ignoraban absolutamente el gran misterio del Verbo hecho carne. José y
María esperaban que Dios mismo revelara la verdad, o que Jesús se mostrara al mundo.

La humilde casa de Nazaret era una imagen del cielo, por el orden, la calma y la
regularidad que en ella reinaban: Sapientia aedificavit sibi domum.

¡Qué feliz y acertada distribución del tiempo y de los oficios! ¡Qué paz, qué
recogimiento, qué armonía en aquella Sagrada Familia, qué sublimes ejemplos de todas
las virtudes!…

La humildad les hace preferir a las obras brillantes de celo, la oscuridad, el retiro, una
vida escondida en el taller de un pobre artesano. El desasimiento les hacía soportar las
más penosas privaciones en la habitación, en el vestido, en los alimentos. En sus
coloquios, en el trabajo, en los momentos de descanso, su alma estaba siempre elevada
y unida a Dios.

¡Qué consuelo y qué dulzura siento, oh augusto jefe de la Sagrada Familia,


considerando el edificante espectáculo que me ofrece vuestra pobre casa de Nazaret,
más hermosa a mis ojos que el más bello palacio de los reyes: Quam pulchra
tabernacula tua, Jacob!. . .
La oración, el silencio, el trabajo reinan allí incesantemente, y forman la demora de la
santidad y de la paz.

 ¡Oh, Santa Familia, yo quiero imitaros en vuestra unión, en vuestro recogimiento y en


vuestro trabajo! Quiero vivir pobre como vosotros, y por vuestro amor, olvidado de
todos, a fin de llegar, como vosotros, al reposo eterno.

¡Felices las familias cristianas en las cuales todo está bien regulado; donde todo, como
en Nazaret, respira la paz, la caridad, la verdadera felicidad! ¡Felices las comunidades
religiosas donde se manda con respetó y humildad, como San José, y donde se obedece
con alegría y con amor, como Jesús y María!

¡Felices las comunidades cuyos miembros no forman sino un solo corazón y un alma
sola!. . . Esas son las que reciben las bendiciones prometidas por el Profeta a la
concordia y unión entre hermanos: Ecce quam bonum et quam jucundum habitare
fratres in unum . . Felices, particularmente, porque merecen vivir, como José, en
compañía de María y bajo el mismo techo que Jesús..

¡Qué correspondencia interior y continua entre Jesús y María, entre María y José!. . .
Jesús era la fuente de las gracias, que El derramaba constantemente en el corazón de su
Madre con toda la profusión de que era capaz un Hijo semejante; María hacía partícipe
de su abundancia a José, y Dios era perfecta-mente glorificado por la pureza y la
generosidad de sus disposiciones. Los corazones de Jesús, María y José eran como tres
anillos de una cadena en la que todas las cosas partían de Dios y a Dios volvían.

¡Qué unión la de José y María! ¿Y qué unión más íntima ha existido jamás que la de
María y su Hijo divino? ¡Y qué inefable unión era la de Jesús con su Padre celestial!. . .
Una perfecta correspondencia de sentimientos, una comunión de gracias y una santidad
proporcionada al grado de la unión.

Por todo esto, puede decirse que sin pronunciar palabra se hablaban de continuo. Todo
allí hablaba de Jesús; todo se dirigía a Jesús, como a centro de las afecciones de María y
de José. ¡Qué progreso no hicieron uno y otra en el largo tiempo que les fue dado vivir
en la compañía del Santo de los santos!. . . Nuestro divino Salvador, que no dedicó más
que tres años para lograr la santificación del mundo, quiso pasar treinta en la más
grande intimidad con María y con José. ¡Y cuántos favores, cuántas gracias particulares
y desconocidas para el mundo no habrán recibido ellos de su Hijo divino!. . .

¿Quién podrá decir sobre qué eran sus coloquios?. . . Dios y sus beneficios, su
misericordia sobre su pueblo y sobre todo el género humano, eran sin duda sus
argumentos. Loquebatur illis de regno Dei. Su boca hablaba de la abundancia de sus
corazones; y teniéndolo colmado de Dios, todos sus pensamientos se referían a Dios, y
toda su conversación estaba en el cielo. ¡Qué dulzura en esos entretenimientos! ¡Qué
dilección, qué éxtasis, oh Dios de bondad, el no hablar de otra cosa más que de Vos!. . .
Su alma estaba siempre en contemplación, aun durante el trabajo y las ocupaciones
domésticas; su corazón ardía continuamente en el más puro amor divino. Jesús los
instruía, pero con mucha sencillez y sin que se dieran cuenta, mostrándose siempre
como hijo respetuoso, no dejando entrever, sino con una maravillosa economía, algún
rayo de la Sabiduría profunda de que era asiento: Sicut docuit me Pater, haec loquor,
María y José escuchaban todas sus palabras y las guardaban en su corazón: Mirabantur
in verbis istis, quae procedebant de ore ejus (Luc. IV, 22).

Bien podéis decir vosotros con el Apóstol: «Afortunados padres de Jesús, que habéis
visto y oído cosas de las que los hombres no pueden hablar. ¡Oh, qué suerte la nuestra,
si como José y María fuéramos fieles en escuchar a Jesús con recogimiento, y en
conservar sus divinas palabras en nuestro corazón!. . .
Y a pesar del homenaje que María y José rendían continuamente en su alma a la divina
Persona de Jesús, ejercían exteriormente toda la autoridad que sobre Él había querido
darles el Padre Eterno: «Les estuvo sometido». Le mandaban, sí, ¡pero con qué respeto,
con qué consideración y con qué humildad!. . .

José encontraba en la compañía de Jesús y de María el más dulce consuelo. ¡Qué


satisfacción para aquel tierno padre, cuando, volviendo por la noche a su humilde
habitación, veía correr hacia él a ese divino Niño! ¡Ah, entonces olvidaba todas sus
fatigas, todos los dolores de la larga jornada! Ampliamente los hallaba compensados en
los dulces momentos que pasaba con Jesús y con María, quienes a porfía le prodigaban
los más afectuosos cuidados. ¡Felices nosotros, si como ellos, después de las tristezas y
los desengaños, de las distracciones inevitables a nuestra condición, supiéramos
llegarnos por la noche a desahogar nuestra alma bajo las miradas tan misericordiosas de
María y el Corazón tan compasivo de Jesús!. . .

Es así como se realizaba en la humilde casa de Nazaret la profética visión de Habacuc,


quien había visto a los dos principales astros del firmamento detenerse inmóviles sobre
su propia casa: Sol et luna steterunt in habitáculo suo. ¡Qué gloria para José, la de haber
tenido bajo su custodia y a sus órdenes el divino Sol de justicia, y esa Luna radiante que
comunica a la tierra la luz que Ella recibe!. . . Sin embargo, a San José debemos
juzgarlo más bienaventurado aún, por haber recibido tan de cerca y por tan largo tiempo
las celestiales influencias de esos astros divinos, que llenan con su luz el cielo y la
tierra.

La Sagrada Escritura, hablando de los espíritus celestiales más puros y sublimes, resume
todas sus grandezas, diciendo: Asisten siempre junto al trono de Dios. Nada, en efecto,
es más grande que tal honor, y las criaturas son más o menos sublimes, según estén más
o menos cerca de Dios. Cualquiera que se acerque más a aquella fuente inextinguible de
bien, es al mismo tiempo el más bienaventurado y el más justo. El que no pierde nunca
a Dios de vista, está siempre en la luz; el que no se ocupa más que de El, ya está en el
cielo.

Tal es la felicidad de José en Nazaret: es olvidado por las criaturas, pero sobre él está
siempre la mirada de Dios; habla poco con los hombres, pero su conversación con el
cielo no se interrumpe jamás; no posee nada, pero ha hallado la perla evangélica; viste
un traje ordinario, pero está revestido de Cristo; está desasido de sus amigos y parientes,
pero el Hijo de Dios lo llama padre, lo llena de su luz, lo inunda con sus gracias, e
insensiblemente lo trasforma en su propia imagen y le comunica una belleza invisible a
los ojos de los hombres, pero que arrebata a los ángeles de admiración y respeto.
Y por un afortunado intercambio de todos estos favores y gracias, José sólo tiene el
corazón para amar a Jesús; no sabe sino hablar de Jesús; no es ya él quien vive, sino
Jesús quien vive en él.

Día 15º- Ejemplo de humildad. 

Todos los bienes me vinieron juntamente con ella. (Sab. VII, U.)

Cuando Dios eligió a José para ser el casto esposo de María y el padre de su único Hijo,
ya era sumamente grande y perfecto; pero ¡cuánto crecieron y se perfeccionaron tan
eminentes cualidades en la compañía íntima y continua de esa Virgen incomparable,
cuya profunda humildad y pureza, superiores a las de los ángeles, obligaron, por así
decirlo, al Hijo de Dios a bajar del cielo para hacerse Hombre!. . .

Que si un solo saludo de María obró tantos prodigios en la casa de Zacarías, santificó a
San Juan, y le comunicó el espíritu de profecía con tanta abundancia, que participó de él
también su madre, ¡qué saludables impresiones no debía hacer en el alma de San José la
conversación de esa Virgen, en el tiempo en que la plenitud de la Divinidad habitaba
personalmente en Ella! ¡Qué luces fulgurantes esparcía en su alma, qué fervor movía su
voluntad!…
En efecto, si la boca habla de la abundancia del corazón, ¡qué edificantes serían las
conversaciones de María, cuando tenía en su casto seno al Verbo que inspira el amor:
Verbum spirans amorem, el Verbo hecho carne por obra del Espíritu de amor!. . .
¡Qué santas reflexiones debían de hacer sobre los misterios que así se cumplían bajo sus
propios ojos, esos dos querubines colocados al lado del verdadero propiciatorio,
pudiendo contemplarse y entretenerse continuamente! ¡Cuántas sublimes
comunicaciones, qué maravillosas efusiones, qué flujo y reflujo de luces y de llamas
divinas, qué sagrados coloquios entre María y José durante treinta años!. . .

Y ¿qué diremos, luego de esto, de la prédica constante del buen ejemplo, mil veces más
elocuente, más eficaz y más conforme con la modestia de la más humilde de las
vírgenes?… Es muy cierto que no pueden pasarse muchas horas en compañía de una
persona plena del Espíritu Santo, sin sentirse en cierto modo mudados y penetrados del
buen olor de su piedad. San Juan Crisóstomo asegura que si un hombre de su tiempo
hubiera pasado solamente un día con los fervientes religiosos que vivían en la soledad,
aun cuando el motivo de su visita hubiese sido tan sólo la curiosidad, le habría sido
suficiente para que al regresar a su casa, la mujer, los hijos, los amigos, se dieran cuenta
de que volvía del desierto y que había conversado con sus moradores, que más que
hombres eran verdaderos ángeles. Y si un solo día de este trato producía tan saludables
efectos, ¡qué impresiones divinas no debían de hacer sobre San José los heroicos
ejemplos de María, de los que era afortunado testigo!. . . Nada veía en Ella que no le
despertara piadosos sentimientos; una modestia angelical era la norma de todas sus
acciones; sus palabras lo elevaban a Dios; sus miradas santificaban su corazón.

Los santos, aun sin quererlo, inspiran santidad; poseen un fuego sagrado cuyo benéfico
calor se comunica naturalmente; de donde se infiere que José, más afortunado que
Obededón, no podía tener en su casa y bajo su custodia la verdadera Arca de la Alianza
sin sentir su virtud. Y aun cuando María no se hubiera dedicado a perfeccionar a su
casto esposo, lo mismo habría hecho él, estando en su compañía, inmensos progresos en
el amor de Dios. Pero es muy cierto que la augusta Madre de Dios tuvo más celo Ella
sola, que todos los Apóstoles; y si hubiera podido abandonar la soledad en que vivía
para ir por el mundo, Ella sola lo habría convertido todo.
Ahora bien; este celo sin límites lo ejerció María sobre la persona de su esposo. El
orden de la caridad exigía que José fuera el primer objeto de este celo, y así lo fue por
muchos años. Ese foco divino, capaz de encender toda la tierra, sólo tuvo que inflamar y
consumir el corazón de José.

San Gregorio Nacianceno, hablando del celo de Santa Gorgona por la conversión de su
esposo, nos dice que era tan vivo el celo que la abrasaba, que le parecía que Dios no
fuera amado sino por la mitad de su corazón, pues su esposo estaba en las tinieblas del
paganismo. ¡Con cuánto mayor razón podemos decirlo de María, que consideraba a José
como parte de su propio corazón, hecho expresamente por Dios para Ella! ¿Y quién
podrá expresar con qué fidelidad se dedicaba a llenarlo con un amor semejante al que
ardía en su pecho por Dios?.

Y no debe creerse que en el ejercicio de su celo olvidara María las atenciones debidas a
su esposo y señor. No obstante la libertad que podía darle la perfecta unión que reinaba
entre ellos, y la veneración con que San José se complacía en honrarla como a augusta
Madre de Dios, el celo de esta Virgen tan humilde como prudente estaba siempre
acompañado de tanta sencillez y modestia, que lo hacían tanto más amable y más eficaz.
María instruía conversando, exhortaba trabajando. ¿Qué más necesitaba el alma de San
José, ya tan bien dispuesta, y qué más podía desear un esposo tan santo, que, deseando
hacer constantemente nuevos progresos en la perfección, observaba todas las acciones
de María, recogía todas sus palabras, las meditaba continuamente, y nada ahorraba por
descubrir los tesoros que Ella misma deseaba dividir con él?.

Pero la humildad de María era tan profunda, que estaba bien lejos de pensar que su
ejemplo fuera más que suficiente para santificar a José, por lo que se valía del crédito
que tenía ante Dios su oración omnipotente: Omnipotentia supplex.
La omnipotencia es atributo de Dios solo, ya es sabido: Tua est potentia. La soberanía
está en sus manos; la criatura es una nada, no tiene sino la medida de lo que Dios se ha
dignado señalarle. Pero plugo a Dios comunicar a María el poder con una abundancia
tal, hasta hacerle obrar prodigios tan maravillosos, que no solamente igualan a los de su
brazo omnipotente, sino que lo superan, como dice el Santo Evangelio: Opera quae ego
fació, et ipse faciet, et majora horum faciet (Juan, XIV, 12). Y Dios se mostró realmente
admirable, participando su omnipotencia a la Santísima Virgen.

En efecto, si la omnipotencia de Dios resplandece sobre todo en su Divinidad, en cuanto


que un Dios puede engendrar a un Dios, la Santísima Virgen hace algo semejante, al ser
la Madre del Dios hecho Hombre. Si la omnipotencia de Dios se manifiesta haciendo
brotar toda la magnificencia del universo con un fiat, parece aún mayor el triunfo de la
omnipotencia de María, quien con un fiat hizo que Dios se abajara desde el abismo
insondable de su Divinidad, para hacerse Hombre. Por lo que San Bernardino de Siena
no vacila en afirmar que todo, y hasta Dios mismo, está sometido al imperio de María:
Imperio Virginis omnia famulantur, etiam Deus (Tom. II, 61); es decir, que Dios
escucha sus oraciones como si fueran órdenes.
Dios confió a María el inagotable tesoro de sus gracias: Mariae se tota infundit
plenitudo gratiae, dice San Jerónimo. Ella es la depositaría y la dispensadora, la sabia
ecónoma de la casa de Dios, porque, como dicen los Santos Padres, no recibimos de
Dios ninguna gracia, sino por la mediación poderosa de María. Quibus vult, quomodo
vult, et quando vult. Y si la Madre de la divina gracia se mostró siempre llena de
bondad y misericordia para el último y más culpable de los hombres, ¿qué tesoros
inextinguibles de favores celestiales no habrá dejado caer de su corazón al de su casto
esposo, para quien tenía el deber de rezar, y a quien le debía favores tan preciosos como
el de la guarda de su honor y la vida de su Unigénito?.

San Bernadino de Siena escribe: Credo quod Beatissima Virgo totum thesaurum cordis
sui, quem Joseph recipere poterat, illi líberalissime exhibeat, ¡Cuántas y qué gracias
pediría María para José!… Y por estas oraciones, ¡cuántas gracias derramó Jesús sobre
un Santo a quien tanto amaba, y a quien, si así puede decirse, por deber de gratitud
debía prodigarle sus más grandes atenciones!. . . No podemos, pues, dudar de que aquel
que se hallaba tan estrechamente unido a la Dispensadora de las gracias, no haya
recibido de ellas una extraordinaria plenitud.
Y para terminar esta consideración, debemos hacer alguna reflexión práctica. Si San
José hizo tan admirables progresos en el camino de la perfección, es porque fue fiel a
las primeras gracias que Dios le hizo; y esta correspondencia a todas las inspiraciones
del Espíritu Santo, a todos los impulsos de la gracia, le merecieron siempre nuevos y
mayores favores. Animo, siervo prudente: porque te mostraste fiel en lo poco, te
estableceré en lo mucho.
No olvidemos, y la fe así nos lo enseña, que Dios nos pedirá cuenta exacta y severa de
todas las gracias que hemos recibido y que recibimos continuamente. Son otros tantos
talentos que nos confía, y que quiere que sean negociados. Toda gracia debe producir
fruto en nosotros y dar a Dios un grado de gloria.

De donde resulta que más nos colma Dios de sus gracias, más debemos, a semejanza de
San José, ser humildes y fervorosos en su servicio.
Humildes, porque las recibimos gratuitamente, y porque de ellas debemos responder a
Dios; y por otra parte, ¿sería justo gloriarnos de un bien recibido y del que debemos dar
cuenta?. . .
Fervorosos, porque es este el único medio de pagar, en cuanto nos es posible, las deudas
que hemos contraído con Dios, como consecuencia de las gracias que nos ha concedido
con preferencia a tantos otros.

No os engañéis, oh almas interiores, que no son los favores más señalados del cielo los
que forman la verdadera grandeza. La gloria de San José no es tan sólo la de haber sido
el esposo de María y de haber llevado a Jesús en sus brazos, sino la de haberle
custodiado en su corazón; de haber sabido unir la preeminencia de la virtud a la de las
gracias y de los títulos, y de haber sabido honrar con la virtud más sublime al Dios que
lo había elevado a tanta altura. Verdaderamente sabio, pues que la gracia que lo
santifica, prevalece en su corazón a la gracia que lo levanta y engrandece; pues que
pospone el estado honorífico a otro más perfecto. Son sus virtudes, y no los honores, las
que lo hicieron meritorio delante de Dios; y si pudiéramos separar ambas cosas, lo que
Dios hizo por José por medio de María le sería inútil, sin su propia cooperación a la
gracia y a los beneficios de Dios.

Día 16º- Ejemplo de fortaleza.


Cuando Jesús está presente, todo es dulce y nada parece difícil; cuando Jesús se
aleja, todo es duro y penoso. ( Imitación de Cristo, XI, 8.)

Fieles observadores de la Ley, José y María se llegaban cada año a Jerusalén a celebrar
la Pascua. Cuando Jesús llegó a los doce años, sus padres le llevaron también, para
obedecer a la ley que establecía que los niños llegados a esa edad debían asistir a la
inmolación de la Pascua. Terminadas las fiestas, partieron; y Jesús se quedó en
Jerusalén sin que se dieran cuenta. Los hombres iban juntos, separados de las mujeres, y
los niños podían ir indistintamente con el padre o con la madre, por lo que ni María ni
José se percataron de la desaparición de Jesús. María creyó que estuviera con José, y
José pensó que María tendría consigo al Niño.
Después de un día de camino, cuando se reunían las familias para pasar la noche, ¡cuál
no fue la sorpresa y el dolor de José, al ver que su amado Jesús no estaba con su
Madre!. . . De inmediato recorrió todos los grupos, entró en todas las tiendas, preguntó a
todos por su Hijo, sin que nadie pudiera darle la menor información. Preso de la más
grande inquietud volvió a Jerusalén con María, reprochándose mil veces el poco
cuidado que había tenido con el tesoro que Dios le confiara. Llegados a la ciudad,
visitaron todas las plazas y todos los barrios, y a todos los que encontraban les
preguntaban por Jesús: «Num quem diligit anima mea vidistis? ¿No habéis visto
vosotros al amado de mi corazón?…»
En cualquier lugar se puede perder a Jesús: el ángel le perdió en el cielo; Adán y Eva en
el paraíso terrenal; José, en el templo; pero esta pérdida no era culpable, ni duró mucho
tiempo, y después de tres días tuvo la suerte de hallarle. Se puede perder a Dios de
varias maneras, perdiendo la gracia con el pecado mortal, y así lo perdió el ángel por su
soberbia, Eva por la curiosidad, Adán por la culpable condescendencia que tuvo con su
mujer.
Se pierde a Jesús perdiendo las dulzuras y los consuelos de la verdadera y sólida piedad,
por una demasiada libertad de los sentidos, por las disipaciones voluntarias del espíritu
o por un secreto apego a las criaturas. «Si somos privados de los consuelos divinos o los
sentimos muy rara vez, la culpa es nuestra —dice el piadoso autor de la Imitación
—; porque no buscamos la compunción del corazón y no rechazamos enteramente las
vanas consolaciones exteriores». Si las arideces son efecto de nuestra negligencia, hay
que aceptarlas con espíritu de penitencia, y humillarse delante de Dios, sin dejarse abatir
por eso, ni afligirse demasiado.
Finalmente, se pierde a Dios perdiendo la devoción sensible y el gusto de los consuelos
celestiales, sin haber merecido tales privaciones, y así le pierden las almas generosas, a
quienes Dios se oculta de vez en cuando, para poner a prueba su amor, aumentar sus
méritos, hacerse buscar con mayor fervor, para darse luego con mayores dulzuras. Y es
en esta forma como José perdió a Jesús: se ocultó por tres días a su padre, sin que por su
culpa hubiera merecido José tal castigo.
Luego, cuando os encontréis en un estado semejante, debéis humillaros, y desde el
abismo de vuestra nada elevar a Dios vuestra oración, esperando su vuelta con
paciencia, sin turbaros ni inquietaros. Dios quiere esta demostración de vuestra entera
dependencia, la obtiene y está satisfecho, y no tardará en volver a vosotros con sus
gracias con más abundancia que antes. «Cuando creéis estar lejos de Mí —dice Jesús
—, es cuando más cerca estoy de vosotros; cuando creéis que todo está perdido, las
más de las veces es sólo la ocasión de adquirir un mérito mayor. Yo conozco los
secretos de vuestro corazón, y sé qué es útil para vuestra salvación el que a veces os
encontréis en la aridez, pues un favor continuo podría llevaros a la presunción o a una
vana complacencia de vosotros mismos, imaginándoos ser lo que no sois en realidad.
No debéis juzgar por el sentir presente, ni creer que os haya abandonado, cuando por
un tiempo os aflijo o retiro de vosotros mis consuelos, porque este es el camino que
conduce al reino de los cielos» (Imitación).
Jesús estaba presente viendo cuanto pasaba en el corazón de José; se complacía
grandemente contemplando su ternura para con El, su afecto y su dolor por haberle
perdido; y El advierte también vuestra pena: cuanto mayor es esta, tanto mayor es su
gozo, siempre que sea tranquila y aceptada como la de San José, y que su causa no sea
el haber perdido a Jesús, sino sus dulzuras.
A Jesús le g
usta ser deseado. Y ¿cuáles no fueron las inquietudes, el celo y la preocupación de José?
¿A quién no habrá preguntado por su Jesús?. . . Un alma que así le busca, no le ha
perdido; antes bien, nunca le amó tanto como en esos momentos de desolación, en que
se dirige a todos para saber de Él. Entonces redobla sus oraciones, su recogimiento y su
fidelidad; no se ocupa más que de Él; todo lo demás la cansa y le causa tedio. «Vos sois
Aquel a quien amo —dice esa alma—, y Aquel por quien suspira mi corazón».
¡Ay de mí! Dulce Jesús mío, no es así siempre porque yo os pierdo; es más bien porque
me he expuesto al peligro, porque pensé únicamente en mi cuidado, cuando era mi
deber vigilar con Vos; os he perdido porque me fié de mi propia virtud, y no desconfié
lo suficiente de las falaces atracciones de las criaturas. Pude perderos por mi culpa, pero
no puedo encontraros sin vuestra gracia. Merecí ser abandonado, ¡pero no os alejéis de
mí para siempre! Castigadme con las humillaciones, con las arideces, con los disgustos
y desolaciones interiores, con la privación de las dulzuras; el ejemplo de San José me
hará soportar estas penas con una resignación constante a vuestra santa voluntad.
Oh dulcísimo Jesús, si la amargura de que estuvo llena el alma de José sobrepasó la de
las aguas del mar, porque estuvo tres días sin veros, ¡cuál no será la de un alma creada a
vuestra imagen, destinada a gozar de la misma felicidad de que Vos gozáis, y condenada
a no veros jamás!. . .
A veces se busca a Jesús después de haberle perdido, y no se le encuentra, porque no se
le busca como se debe. Dios quiere ser buscado, y no se da sino a quien le busca con la
misma fidelidad y perseverancia que José.
El divino Salvador, que vio cuanto pasaba en el alma de San José, pudo El solo revelar
el grado de tristeza en que estuvo sumergido hasta tanto volvió a encontrar a aquel Hijo
a quien amaba más que a sí mismo. ¡Cuántos suspiros, cuántas lágrimas fueron las que
brotaron de su corazón afligido!… Y yo, después de haberos perdido a Vos, que sois el
Salvador de mi alma, el tesoro más precioso de mi corazón, cuya posesión forma la
eterna felicidad de los santos, permanezco tranquilo, no me preocupo, ni muestro
ninguna solicitud por hallaros. Si se busca a Dios después de haberle perdido y no se le
encuentra, es porque no se le busca cuando se le puede hallar. Dios quiere que
aprovechemos el momento en que se presenta, y amenaza alejarse eternamente de
aquellos que rehúsan abrirle su corazón.
Si apenas nos damos cuenta de que no estamos con Dios, volvemos atrás, nos es más
fácil hallarle, porque entonces somos guiados por el arrepentimiento sincero; pero si
dejamos pasar el momento de la gracia sin aprovecharla, nos exponemos a la separación
eterna: Quaesivi, et non inveni illum.
Finalmente, si se busca a Dios después de haberle perdido, y no se le encuentra, es
porque se le busca donde no se le debe buscar. Fue en el santuario donde Samuel
mereció oir la voz de Dios; en el templo, donde Ana tuvo la dichosa suerte de ver al
Mesías; al pie de los altares, donde el santo anciano Simeón recibió entre sus brazos al
Salvador, y vio colmados sus deseos.
El mismo José encontró a Jesús en el templo, después de haberle buscado inútilmente
entre sus parientes y por las calles de Jerusalén. ¡Dios mío! Hace mucho que os busco y
no os encuentro, porque no voy adonde Vos estáis. ¿Cómo podría hallaros jamás? Vos
estáis en el anonadamiento, y yo huyo de los desprecios y busco la vanagloria. Vos
estáis en mi corazón, y yo estoy siempre fuera de mí mismo. Si José no os encontró
entre vuestros parientes, ¿cómo podré hallaros yo entre los míos, en medio de los
obstáculos y en la confusión que reina en el mundo, Vos que hacéis oir vuestra voz en la
soledad y en la calma? Ducam eam in solitudinem, et loquar ad cor eius. Non in
commotione Dominus.
¿Queremos de veras hallar a Jesús?. . . Busquémosle al pie de los altares; en el
recogimiento del santuario nos dará lecciones admirables, y nos enseñará la ciencia de
los santos, El que es el Maestro de todos los doctores.
José busca a Jesús con María, y lo mismo hagamos nosotros: por la mediación de esta
divina Madre podremos tener la esperanza de hallarle cuando tengamos la desgracia de
perderle. Ella, como una dulce estrella, alumbrará nuestras tinieblas y nos llevará a
Jesús.
La pérdida de este santo Niño, y de la que José no se dio cuenta sino por la noche,
podría ser la imagen del extravío de un alma que se aleja de Dios por las imperfecciones
diarias, y cuyo daño no valora sino al fin del día, después de un diligente examen de
conciencia. Por lo que, antes de acostarse, debe de-testar de todo corazón las faltas que
la han alejado de su Dios.
Finalmente, después de haber encontrado a Jesús, María, que estaba conmovida hasta
las lágrimas por el dolor y la angustia de José, dijo a Jesús: «Pater tuus et ego dolentes
quaerebamus te. Hijo mío, ¿por qué nos dejaste? Tu padre y yo te buscábamos, muy
afligidos por tu ausencia. No temo llamar a José tu padre, y no creo manchar la
inmaculada pureza de tu nacimiento. Por su solicitud y por sus inquietudes, puedo decir
que es tu padre, puesto que te ha mostrado un amor verdaderamente paternal. Ego et
pater tuus, unido a mí en el mismo dolor».
En nuestras pruebas y aflicciones debemos pedir prestada a María su voz, y pedirle
también que presente Ella misma nuestros gemidos y nuestros deseos: pasando por su
Corazón, serán escuchados por el respeto y por el amor que a Ella son debidos.

Día 17-San José se gana la vida con el trabajo.

 Soy pobre y trabajo desde mi juventud. (Sal. LXXXll, 16.)

No hay precepto en torno del cual se forjen más ilusiones en una cierta clase de la
sociedad, que el que nos obliga a todos al trabajo. En él estamos incluidos todos,
después del pecado de nuestro primer padre, condenado a comer el pan con el sudor de
su frente. Si la necesidad de vivir no obliga a todos los hombres, necesidades de orden
superior imponen su obligatoriedad: la de someterse al castigo que nos fue impuesto; la
de obedecer a la Ley de Dios, que no admite excepciones; en fin, la de asemejarse a
Jesús, a María y a José, si queremos ser del número de los predestinados.
Representémonos el interior de Nazaret. Un pobre artesano que trabaja desde la mañana
hasta la noche, para proveer a las necesidades primordiales de su familia. . . Una Esposa
cuya perfección y méritos sólo Dios conoce, ocupada en cuanto hay de más ordinario en
los trabajos domésticos

Un Niño en quien están encerrados todos los tesoros de la ciencia y la Sabiduría del
Padre celestial, que ayuda primero a su Madre, y a medida que crece en edad y fuerzas,
ayuda a su padre en los trabajos de su profesión: Nonne hic est faber? (Marc. VI, 3).
¡Qué espectáculo! ¡Qué tema para meditar!
Es un espectáculo digno de los ángeles, y si no estamos realmente conmovidos, es que
nos falta la fe y no sabemos ver las cosas, como las ve Dios: Et respexit Deus
humilitatem nostram, et laborem atque angustiam.
Meditemos atentamente la vida laboriosa de San José, muy a propósito para avergonzar
nuestro orgullo y condenar nuestra delicadeza. Ante todo, ¿quién es este que así trabaja?
… El heredero de David, descendiente de reyes y de los más ilustres patriarcas, el
esposo de la Madre de Dios, de la Reina de los ángeles, el padre adoptivo del Verbo
encamado, el depositario de los secretos y los designios de la adorable Trinidad, en
cuyas manos se hallan los destinos del mundo, los más preciosos tesoros del cielo y de
la tierra. ¿Con qué ojos se mira en el mundo la suerte de un obrero? ¿Qué piedad no
inspira un hombre a quien un revés de fortuna le obliga a descender a tan baja
condición? .
Trabajo de San José, trabajo asiduo, continuo, desde la juventud hasta la muerte, como
los pobres que ganan cada día de su vida. Trabajo penoso, oscuro, humillante:
 Nonne hic est faber, fabri filius?.. . Trabajar la madera y el hierro; manejar toscas
herramientas; estar sujeto al patrón que da la paga; volver a comenzar cada día los
trabajos apenas interrumpidos por un frugal almuerzo hecho apresuradamente y por un
breve sueño. . . In laboribus, in vigiliis, in ieiuniis.
Expuesto a todas las pobrezas de una condición despreciable a los ojos de los hombres,
San José se consideraba feliz de encontrar a quien quisiera utilizar sus servicios: Vide
humilitatem meam et laborem meum. Tal es la condición de San José;  sea ello lo que
fuere, lógicamente hemos de deducir que se cumple en su persona la palabra del real
Profeta, uno de sus ilustres antepasados: «Yo soy pobre, y me dedico al trabajo desde
mi juventud».
No dejemos pasar ejemplos tan saludables, sin sacar alguna práctica provechosa para
nuestra conducta. Toda persona sólidamente piadosa, ama el trabajo, se lo impone como
deber y aprovecha todos los momentos, huyendo con diligencia de la ociosidad. El
trabajo nos mantiene dentro de nosotros mismos; nos aleja de las divagaciones del
espiritu. En el tiempo de las consolaciones impide que nos abandonemos, y en, el de la
aridez es alimento del alma. En las tentaciones, y en las pruebas, una persona piadosa no
podría sostenerse si no tuviera trabajo, pues entonces es menester que por cuanto sea
posible aleje el pensamiento de lo que pasa en su interior.
Toda alma interior es activa por naturaleza, necesita siempre de alguna ocupación, ya
material, ya espiritual; y si no tiene suficiente con los deberes de su estado, debe
ingeniarse buscando las tareas que lo mantengan ocupado. Debe, empero, evitar con el
mayor cuidado el abandonarse sin discreción a las buenas obras y darse por entero a una
gran actividad natural: la multiplicidad de obras y la premura le harán perder la paz
interior, que bien puede no hallarse en la agitación de un corazón ardoroso.
Aprendamos también de San José, que no hay ocupación, por despreciable que sea a los
ojos del mundo, de la cual un cristiano deba avergonzarse; antes bien, pensar que tiene
sobrados motivos para estimarse honrado, siendo que su condición lo acerca más y más
a Jesús, a María y a José; y para tener una conformidad más perfecta con ellos, debe
aceptar, por amor al trabajo, el oficio a que su condición lo sujete.
Y para honrar este estado oscuro y silencioso de la Sagrada Familia, las comunidades de
regulares acostumbran servirse unos a otros en los oficios, en las enfermedades y en
todas las circunstancias de la vida. Cuando los enviados del Padre Santo fueron a
presentar al seráfico doctor San Buenaventura el capelo cardenalicio, lo encontraron
ocupado en ayudar a sus hermanos con-versos lavando la vajilla de la cocina. San Luis,
rey de Francia, gloria de su siglo, lavaba con todo respeto los pies de los pobres que
cada sábado reunía en su palacio. Queriendo dar a San Francisco Javier, legado
pontificio, un familiar que lo sirviera en el barco que debía trasportarlo a las Indias, lo
recibió el santo con estas hermosas palabras: «Hasta tanto Dios me conserve estos dos
brazos, yo los emplearé para servir a todos, y nadie habrá de incomodarse para servirme
a mí»… Imitemos a estos siervos de Dios. Como San José, hagamos todos estos
trabajos con Jesús, por Jesús y con el mismo espíritu que Jesús, y nunca nos acontecerá
de realizarlos con negligencia o con precipitación, sino que siempre los haremos con
alegría y consuelo, aunque sean largos y penosos: Labores huius magnas habent
virtutes.
Pero si queremos que nuestros trabajos sean realmente medios de santificación, no basta
que sean honestos o convenientes, conformes con los designios de Dios y hechos con
rectitud de intención, sino también que estén acompañados con el espíritu de oración.
Entremos en el corazón de José; la oración está constantemente unida al trabajo de sus
manos; en las fatigas bendice a Dios, que ha condenado al hombre a trabajar con el
sudor de su frente la tierra que ha de proporcionarle el pan que come. Cuando recibe
órdenes, adora en las criaturas el dominio supremo de Dios; si recibe un salario módico
en recompensa de sus tra¬bajos, da gracias a la Divina Providencia, que vela sobre las
criaturas y da sustento a todos los hombres. ¿Recibe repulsas, desprecios, injusticias,
observaciones inmerecidas? Acepta todo en silencio, para reparar la gloria de Dios
ultrajada por el pecado.
¡Cuántas y qué admirables virtudes ofrece a nuestro ejemplo San José, en medio de sus
ocupaciones de cada día!. . . Trabaja, sí, pero sin afán de lucro: bástale cubrir las
necesidades de Jesús y de María. Es asiduo en el trabajo, pero sin perder de vista a su
divino Hijo, como lo hacen los ángeles, los cuales, aun cuando nos vigilan, no por eso
dejan de contemplar a Dios y de gozarse en su eterna beatitud.
Así debemos atender a nuestras ocupaciones y a los deberes de nuestro estado; de otro
modo, el trabajo alimenta la actividad del carácter, las solicitaciones del amor propio, el
malhumor; disipa el espíritu, seca el corazón, lo aleja poco a poco de la oración, y lo
envuelve en dificultades y distracciones innumerables. No quiere decirse con esto que
debéis meditar trabajando, lo cual es poco menos que imposible, ni recitar oraciones
vocales que os cansarían y terminarían por ser un movimiento mecánico de los labios.
Basta estar unidos a Dios con un cierto afecto del espíritu y del corazón, que es la
oración recomendada por el Santo Evangelio en estas palabras: Sine intermissione
orate.
Por lo tanto, el amor nos enseña a hacer esta especie de oración durante el trabajo, y a
no interrumpirla aun cuando estemos dedicados a otras cosas: este es el medio más
seguro para conservar el espíritu de oración, y de pasar del trabajo a la oración y de esta
al trabajo; de hacer, como dice San Francisco de Sales, el oficio de Marta y de María.
¿Qué hombre más espiritual que San Agustín, San Bernardo, San Alfonso de Ligorio, y
quién más laborioso y ocupado?… Lo mismo podría decirse de un gran número de
mujeres, de una Santa Catalina de Siena, de una Santa Teresa de Jesús y otras muchas,
cuya vida, aunque toda de oración, estuvo llena de toda clase de buenas obras.
En una palabra, San José trabajaba para Jesús y para María. ¿Quién podría creerlo? ¡Un
hombre gana con el sudor de su frente todo cuanto necesita para vestirse y alimentarse
su propio Dios!… Manos sagradas, destinadas a conservar la vida de Jesús, ¡qué
glorioso es vuestro ministerio! ¡Vuestra suerte es digna de los ángeles! ¡Sudores
verdaderamente preciosos, cuyo galardón ha de ser la conservación de un Hombre-
Dios! De labore manuum mearum victum deferebat.. .
También en esto podemos imitar estas santas disposiciones del corazón de San José,
trabajando como él para ayudar y alimentar a Jesucristo en la persona de sus miembros
dolientes; y para inducirnos más eficazmente a socorrer a los pobres, el mismo divino
Salvador nos dice en el Santo Evangelio que todo lo que haremos por aquellos, lo
considera como hecho a Sí mismo, y así también lo recompensa.
Es este el misterio de la caridad cristiana, misterio que se ofrece como una nueva
Eucaristía, por la que podemos alimentar a Dios en los pobres, así como Dios nos
alimenta de Sí mismo bajo las especies sacramentales. Los misteriosos dones que se
hacen a Jesús en la persona de sus miembros, traen consigo las bendiciones y la
abundancia de la paz que derrama en el corazón, llenándolo de una alegría la más santa
y la más pura. Reddes ei pretium laboris sui.

Día 18º- Ejemplo de justicia. 

Jesús obedece a San José.

Dios hace la voluntad de los que le temen.< Salm. CXLIV, 19.

Hay cargos tan importantes en las casas de los reyes, que sólo son ejercidos por los
príncipes de sangre real o por hombres de gran mérito, dignos de toda confianza:
también en la casa de Dios hay oficios tan sublimes, empleos tan importantes, que no
pueden ser ocupados más que por santos, superiores en méritos y en gracia a todos los
demás hombres. Tal es la dignidad de María y de José. Ser la Madre de Dios es la
primera de las dignidades; ser el padre adoptivo de Dios es la segunda.

Para ser la Madre del Hijo de Dios, es menester acercarse a la grandeza de Dios en
cuanto le es posible a una criatura. Para ser el tutor, el jefe; en una palabra, para tener
autoridad sobre el Rey del cielo y de la tierra, precisa tener una dignidad superior a la de
los ángeles cuanto el Señor es superior a sus siervos.

Que los hombres ocupen el lugar de Dios al gobernar a los súbditos, es una gran cosa;
pero que un hombre ocupe el lugar de Dios para gobernar a un Dios, es algo que
sobrepasa a todas las grandezas. Que los Sumos Pontífices sean los Vicarios de
Jesucristo, los depositarios, los dispensadores de sus tesoros, es cosa muy grande; pero
que José sea el gobernador, el Custodio de Jesucristo, es maravilla incomparable.

San José tiene el lugar de Dios, y está revestido de su autoridad para gobernar a su
propio Hijo, de manera que el Eterno Padre lo hace partícipe de su propia voluntad. El
poder soberano del Padre no comenzó sino con la Encarnación, antes de la cual el Verbo
era igual al Padre. Es cierto que desde toda la eternidad le ha engendrado y le es en todo
igual; le reconoce como a su Padre, pero no por su Soberano. Este origen divino no
indica el carácter de imperio por parte del Padre, ni dependencia por parte del Hijo. Pero
cuando el Verbo se unió a nuestra naturaleza, entonces se hizo súbdito del Padre y le
reconoció como a su Soberano y a su Dios, y se convirtió, por así decirlo, en súbdito y
siervo de José, a quien el Padre Eterno hizo partícipe de la nueva autoridad que adquiría
sobre su Hijo por el misterio de la Encarnación.

Después de esto, ¿podremos no creer que San José fuera, después de María, el más
grande en dignidad entre todos los santos, cuando vemos a Dios confiarle el más divino
de todos los oficios?.. . «Los príncipes pueden engañarse a veces en su elección, pero es
imposible que Dios elija a una persona indigna», dice Santo Tomásb>. En efecto, la
elección de Dios es un acto de su voluntad omnipotente, que hace cuanto a Él le
place; y cuando elige a uno para una misión, sabe hacerlo digno con su santa
gracia.
¡Qué gloria, por lo tanto, significa para José el haber sido elegido para padre del Hijo
único de Dios!. . .

Se confunde nuestro pensamiento al considerar que la Sabiduría infinita está sometida a


una débil criatura, que el Hijo del Padre Eterno se pone bajo la dependencia de un pobre
obrero. Es José quien hace de carpintero al gran Arquitecto del mundo, a Aquel que
todo lo ha creado y todo lo conserva.

Toda la grandeza de los demás santos, durante su vida en este mundo, consistió en no
tener más voluntad que la de Dios, y en haber hallado el secreto de reinar sirviendo a
Dios; pero la de José es más admirable aún, pues se diría que Dios no tiene con él sino
una misma voluntad. Toda la grandeza de los demás santos —dice San Agustín
— consiste en haber vivido bajo Jesucristo; más la de José, en haber vivido por
Jesucristo y sobre Jesucristo: Pro Christo et supra Christum; de haber sido destinado a
asistir en esta tierra a la persona del Hijo de Dios y mandarle como señor.

Ventura inefable fue para vosotros, oh Apóstoles de Jesucristo, el haber sido elegidos
para gobernar y dirigir la Iglesia, que es su cuerpo místico; pero ¿no es acaso gloria
mayor la de San José, a quien se encargó de tomar bajo su cuidado su cuerpo natural y
su santa humanidad?… Y para vosotros, ángeles del cielo, es una grande recompensa la
de poder seguir al Cordero doquiera vaya; pero ¿puede compararse vuestro privilegio al
de San José, el cual no sigue al Cordero de Dios, sino que le guía y le lleva adonde a él
le place; conduce en sus brazos al que sostiene el universo, y da órdenes a Jesús, a cuyo
solo nombre se arrodillan el cielo, la tierra y los abismos?. . .

Nos maravilla que Josué haya podido detener el sol, a pesar de que no fue el hombre
quien mandó al astro, sino que Dios accedió a la oración de su criatura; pero aquí
estamos ante un extraño trueque de autoridad y dependencia, pues es la criatura quien
ordena al Creador, y es Dios quien recibe órdenes de un hombre: Oboediente Deo voci
hominis. Una sola vez tuvo Josué el poder de parar el sol, mientras que José es el
encargado de regular el Sol de justicia durante muchos años. Et erat subditus illis. Jesús
obedecía verdaderamente tanto a María como a José; pero puede decirse que obedecía
más a este, por cuanto era el jefe de la familia, y María misma, que mandaba a Jesús,
obedecía también a su casto esposo.

Es José quien particularmente ordena y dirige todos los actos de Jesús; él es quien le
oculta o le da a conocer, según lo exijan las circunstancias; es él quien descubre los
rayos de ese Sol naciente, o bien le esconde apenas le descubren; y es él, en fin, quien
señala a ese Niño divino el trabajo o empleo que le place, y eso durante treinta años,
mientras que Jesús dedicó tan sólo tres años a los intereses de su Padre celestial.

Pero si la gloria del que ejerce autoridad sobre otros consiste, no tanto en poder dar
órdenes, cuanto en verlas aceptadas con sumisión y ejecutadas con premura, fuerza es
confesar que la gloria de San José no fue tanto la de mandar a Jesús, sino el ver a aquel
Hijo adorable seguir fielmente sus menores indicaciones, con tanta sumisión como si
hubiera sido incapaz de gobernarse por sí mismo. San Basilio escribe que el divino
Salvador trabajaba todo el día, para obedecer a José. San Justino mártir asegura
que el Verbo encarnado servía de ayudante en el taller de San José, cuanto las fuerzas
de su humanidad podían soportar.

No obstante el homenaje que José rendía continuamente en su alma a la divina persona


de Jesucristo, conservaba y ejercía externamente toda la autoridad que le había sido
dada. Le mandaba, pues, con toda la circunspección, con todos los miramientos, dulzura
y humildad, pensando en la infinita distancia que había entre él y Jesús, y arrobado de
admiración viendo a un Dios abajado hasta el punto de obedecer a una criatura. Jesús
obedecía por amor a Dios, su Padre, y le glorificaba con su sumisión. José mandaba a
Jesús, porque ocupaba sobre la tierra el lugar de Dios, cuyos derechos ejercía sobre un
Dios anonadado por su amor. ¡Qué virtud, qué muerte a sí mismo, qué sublimidad de
gracia le eran necesarias para dar órdenes a Jesús en una forma digna de Él, y que
mereciera la aprobación divina! ¡Qué admirable espectáculo a los ojos del Eterno Padre
y de los espíritus celestiales!… La inteligencia humana se confunde, y no sabe qué
pensar de tales cosas-,

¡Qué grande es San José cuando manda a Jesús como a Hijo!… No precisamente porque
ese Hijo es Dios, sino porque dándole órdenes practica las virtudes más admirables;
porque no le manda sino para obedecer él mismo con eso a la voluntad de Dios, pues
nunca fue más humilde, ni más anonadado a sus propios ojos, que ejercitando semejante
autoridad; porque seguía los movimientos de la gracia, y moría cada vez más a sí mismo
ejerciendo esta autoridad que jamás consideró como propia, sino que siempre refería a
Dios.

Pero dejemos estos razonamientos: admiremos e imitemos todo lo que nos sea posible.
Dios merece que un Dios, para honrarle, se anonade hasta hacerse obediente a una
criatura, que es nada delante de Él. Y yo, que soy esa nada, ¿sentiré repugnancia en
obedecer a los hombres a quienes Dios reviste de su autoridad? ¿Qué orgullo podrá
subsistir ante el ejemplo de Jesús, sabiendo que fue expresamente para nuestra lección
que quiso dárnoslo?

Si Jesús me enseña a obedecer, San José me enseña a mandar; lección tal vez más difícil
que la de la obediencia. Mandando, siempre que esté obligado a hacerlo, debo pensar
que no tengo para ello más títulos que los que Dios me confiere; que el derecho que
ejerzo es de Dios y no mío, y en consecuencia, es menester que lo ejerza con entera
dependencia de la gracia, no dando oído a mi amor propio ni a mis caprichos. Es
necesario que lo ejercite con dulzura, con caridad, con las mayores atenciones y respeto
a la delicadeza de mis inferiores; que lo haga, en fin, sin perjuicio de la humildad, que
no debe perderse jamás de vista, y menos cuando se ejerce la autoridad. Es mil veces
más ventajoso obedecer que mandar, y no sabremos mandar nunca, si antes no hemos
aprendido a obedecer: tanto para mandar como para obedecer, todas las virtudes nos son
necesarias, pero particularmente lo son la dulzura y la humildad.

Día 19º- Ejemplo de prudencia. 

Todo lo que hacéis, hacedlo en el nombre de Jesucristo Nuestro Señor. (Col. III, 19.)
Viviendo bajo el imperio de los prejuicios y de las ilusiones, gran número de personas
piadosas no consideran apreciable la perfección, sino por aquello que tiene de exterior y
de extraordinario. Unos la suponen contraria a las conveniencias y a las reglas que
deben observarse en la sociedad; otros la creen opuesta al estricto deber y a sus
particulares empeños; otros la hacen consistir en ciertos medios a los cuales se limitan,
olvidando sus fines, y otros la reducen a ideas indefinidas que se proponen, dejando de
lado los medios para alcanzarla.
Pero la piedad que santifica y que nos consagra enteramente a Dios, consiste en hacer
todo lo que Él quiere, y cumplirlo en el tiempo, el lugar y las circunstancias en que su
Providencia nos coloca. Así fue como San José llegó a un grado de virtud tan eminente.
Sin embargo, no leemos en el Evangelio que el Santo Patriarca haya hecho muchas
cosas. Cierto es que estuvo siempre dispuesto a sacrificar al beneplácito de Dios cuanto
tenía de más precioso y querido: sus acciones, su tiempo, su libertad, su reputación y la
vida misma; pero como Dios no le pidió nada de extraordinario, se contentó con hacer
todas sus acciones con un gran espíritu de caridad, no mirando el número ni la calidad
de las obras, sino que fueran gratas a Dios.
Aprovechemos el ejemplo de San José, para convencernos de que la verdadera piedad
no consiste precisamente en hacer muchas cosas, sino en hacer lo que Dios quiere de
nosotros en la condición en que nos hallemos. Abuso de la devoción es multiplicar de
tal modo las prácticas de piedad, que apenas alcance el día para cumplirlas. Y eso
ocurre porque a las ya aprobadas se van agregando otras nuevas, con lo que se tortura el
espíritu y se lo priva de la libertad, con detrimento de los deberes del propio estado. Se
deja la acción por la oración, con peligro de hacerlo todo mal, porque se quiere hacer lo
que no se puede. La precipitación, hija del amor propio, no atiende sino a los
movimientos de la naturaleza, a los brillantes atractivos que encantan en el momento. Se
quiere tener parte en todas las buenas obras, figurar en todos los ejercicios de piedad; se
aspira a ser perfectos en un día, sin tener en cuenta nuestra nada y nuestra miseria. He
aquí el motivo por el cual no se llega a nada, porque se corre demasiado, lo cual trae
luego las inquietudes, los escrúpulos y el desaliento.
Una de las cosas más admirables en San José es precisamente la vida común que vivió y
que tan grato lo hizo a los ojos de Dios; muy al contrario de lo que creemos nosotros,
que juzgamos que sólo puede ser santo aquello que hiere nuestra imaginación, esto es,
actos extraordinarios, austeridades, ayunos y largas vigilias. José se santificó ejerciendo
un arte modesto, escondido en un taller, viviendo del trabajo de sus manos, sin dejar
traslucir lo que era, ni los privilegios con que Dios lo había adornado. Vestía sencilla y
pobremente, sin afectación. Su manera de andar y de hacer, su conversación, su persona
toda, nada ofrecía de particular; y después de haber pasado treinta años en: compañía de
Jesús y de María, era considerado siempre un pobre obrero, en quien no había nada de
notable.
En materia de santidad, cada uno debe seguir las inspiraciones de Dios y vivir la vida a
que es llamado. Debemos cuidarnos, de condenar el estado extraordinario en qué Dios
ha colocado a ciertos santos, y los favores señalados que les dispensa, ni pensar que por
esto fueron más gratos a Dios, sino por la humildad que practicaron con mayor
diligencia y fidelidad. Por lo que a nosotros respecta, debemos preferir la vida común,
para imitar mejor a San José y para huir del orgullo, que ama la singularidad, y tratar de
hacer amable la virtud al prójimo, en lugar de deslumbrarlo presentándosela bajo una
forma poco menos que impracticable.
La vida común está perfectamente de acuerdo con el espíritu de oración, con el
recogimiento habitual, con el desapego de las cosas creadas, con la unión con Dios, con
la caridad hacia el prójimo, con las más sublimes virtudes del cristianismo. Las almas
interiores tienen por lo general una gran propensión a la vida común, y muy a su pesar
se sustraen a ella; tienen mucho temor de ser singulares, y cuando Dios les pide algo
extraordinario, saben ocultarlo perfectamente a las miradas de los demás.
San José observaba exactamente el sábado, sin llegar al extremo dé la precisión
farisaica; iba regularmente a Jerusalén en el tiempo prescrito, pero se preocupaba
especialmente de adorar a Dios en espíritu y en verdad dentro de su corazón. Sufría sin
quejarse las privaciones inherentes a la pobreza, los rigores del destierro, las fatigas de
los viajes, sin hacer ostentación de mortificaciones y austeridades fuera de lo común; se
alimentaba parcamente, como la gente de su condición, y los Evangelistas no nos hablan
de sus rigurosos ayunos. Los fariseos procedían de un modo muy diverso.
Debemos, sin duda, guardarnos de criticar las penitencias prodigiosas a que, inducidos
por la gracia, se entregaban ciertos santos; pero tampoco debemos llevar nuestra
admiración, ni dejarnos impresionar hasta el punto de proponernos su imitación, ni
menos creer que sin esto no podríamos ser santos. Sea que practiquemos las
mortificaciones corporales, que deben ser siempre reguladas por la obediencia, no
olvidemos que debemos atender particularmente a las virtudes interiores, que son
esenciales a la santidad: todo lo demás es accesorio, y tanto, que puede ser suprimido
sin perjudicar lo esencial. Más docilidad, más negación de nuestro propio juicio, nos
hará morir a nosotros mismos mejor que cualquiera otra austeridad. En una palabra,
debemos preferir las mortificaciones comunes que encontramos en el cumpli¬miento de
los deberes de nuestro estado, porque esas son las que  cada día nos proporcionan la
ocasión de negarnos a nosotros mismos: Tollat crucem suam quotidie; y menos nos
exponemos a las ilusiones de la vanidad. Las ocasiones de practicar las mortificaciones
ordinarias, se presentan a cada momento; nos ponen de continuo en guerra contra
nuestra soberbia, nuestra pereza y vanidad; son, en una palabra, las que consiguen
vencer todas nuestras inclinaciones sin excepción.
Por ejemplo, responder con dulzura a quien nos reprende sin razón y con aspereza;
callar; sufrir en silencio; obrar contra el propio gusto; cumplir con la voluntad de Dios,
adaptándose a la del prójimo: he aquí las señales de una verdadera piedad, que se
considera afortunada en llevar la cruz que Dios en su amor nos hace cargar con su
propia mano.
Las mortificaciones que nosotros elegimos, no hacen morir el amor propio como las que
Dios nos manda cada día. Estas, por lo común, no tienen nada que pueda halagar nuestra
voluntad; y como todo lo que viene directamente de la Divina Providencia, tiene en sí
una gracia proporcionada a nuestras necesidades.
San José nos enseña también con su conducta a no descuidar los deberes de nuestro
estado, para atender las obras que Dios no nos pide. En efecto, ¿quién podrá referir las
alegrías que gustó; este gran Santo en compañía de Jesús y de María, y cuán feliz  era de
entretenerse con ellos hablando de las cosas de Dios y  de su alegría en servirle?. . . Pero
sabía sustraerse a las dulzuras | de la contemplación para apartarse de Jesús y de María,
y dedicarse, por amor a ambos, a un duro y penoso trabajo, para ganarles la
subsistencia.
José no ignoraba que la verdadera caridad se alimenta tan sólo de sacrificios, y que,
como reina de todas las virtudes, debe estar por sobre todos los gustos de la piedad
sensible. Por lo tanto, para seguir los movimientos de la piedad que lo animaba, no
había cosa que no estuviera dispuesto a sacrificar, aunque ella hubiese sido esta unión
tan íntima con Dios. Pero ¿no habría sido esto dejar a Dios?… No —responde el autor
de la Imitación—, pues sería dejar a Dios por Dios, para agradarle.
En las prácticas de piedad es necesario, a ejemplo de San José, ceder prudentemente a
las necesidades y a las conveniencias. Es devoción mal entendida la que pospone el
deber, la obligación del propio estado a las obras supererogatorias.
No deben seguirse los consejos sino después de haber cumplido con los deberes; ni se
debe ejercer la liberalidad sino después de haber pagado las deudas. Toda condición
tiene sus obligaciones y los medios propios para su santificación; limitémonos, pues, a
los de nuestro estado, y no deseemos obtener otros frutos que no nos corresponda
conseguir, por cuanto entonces no haremos la voluntad de Dios.
El medio principal para llegar a la perfección es la caridad. Ninguna obra exterior vale
sin la caridad —afirma el autor de la Imitación—; pero todo lo que se hace por la
caridad, aunque sea vil y pequeño, produce abundantes frutos, porque Dios no mira
tanto la acción, cuanto la intención y los motivos por los cuales se obra. Hace mucho el
que ama mucho. Hace mucho el que hace bien lo que hace, y sabe subordinar su propia
voluntad al interés común.
San José mereció en su vida mortal un grado de gloria muy elevada, no por la obra
extraordinaria que hizo, sino por haber obrado siempre por Jesús y en unión de Jesús.
En efecto, si trabajaba, era para alimentar a Jesús; si emprendía largos viajes, era por el
interés de Jesús; si consintió vivir en el destierro, sólo fue por salvar y conservar a
Jesús; si se imponía privaciones y daba a su familia lo que le era necesario para él, era
siempre por Jesús, y murió contento cuando la gloria de Dios así se lo exigió. San José
encontraba en las manos de Jesús la gracia de trabajar sólo por El; en los, ojos de Jesús,
la luz que incesantemente le hacía penetrar los divinos misterios; en el Corazón de
Jesús, las llamas del amor que lo encendían a cada instante en una caridad siempre más
viva y más ardiente.
Obrar por Dios, referirlo todo a su gloria, trabajar por principio de caridad, es lo que
hace santos a los hombres. Todas las cosas vienen de Dios, de su amor, y todo debe ser
referido a Él por amor. Por su naturaleza, todas las cosas son pequeñas delante de Dios;
pero todo se hace grande por el aprecio que Dios hace de todo, y por la recompensa que
tiene destinada a las acciones comunes. ¡Oh, cuán útil es meditar en las palabras del
Apóstol: «Todo lo que hacéis, hacedlo de corazón, como para Dios y no para los
hombres, pensando que recibiréis de Dios la recompensa»!…
Si queremos que todas nuestras obras sean agradables a Dios y acreedoras a la vida
eterna, debemos, como San José, tener el cuidado de hacerlas por Jesucristo, per ipsum;
con Jesucristo, cum ipso; y en unión de Jesucristo, et in ipso. Nuestras acciones no
unidas a Cristo, no son siempre malas, pero son siempre inútiles para el cielo; mientras
que un suspiro, una oración, una práctica de piedad, una mortificación hecha con
Jesucristo y por El, cambia su naturaleza y adquiere, por así decirlo, un valor infinito.
Entonces todas nuestras acciones se hacen semejantes a esas víctimas espirituales de las
que habla el Apóstol, las cuales son aceptables al Eterno Padre: Spirituales hostias
acceptabiles.
Dios nos mira y nos escucha con complacencia. Ya no es un hombre, es Jesucristo, con
El y en El, quien reza, trabaja, sufre: Acceptabilis per Christum. Es Jacob obteniendo la
bendición de su padre, porque se pone el vestido de su hermano: Odor vestimentorum.
Antes de esta unión con Jesucristo, nuestras obras no tienen más que imperfecciones:
son como los hermanos de José, que no pueden merecer gracias, pero son tiernamente
abrazados cuando los acompaña Benjamín.

Día 20- Ejemplo de pobreza


Jesucristo es mi vida.   
(Filip. 1, 21).

No hay práctica de piedad más dulce y más ventajosa para las almas piadosas, que el
ejercicio de la presencia de Dios. Ver a Dios en todas las criaturas: el alma puede
encontrarle y unirse a Él. El está  presente en nuestros corazones como en un templo
sagrado, en el cual reside complacido, y hace gustar a los que le son fieles, delicias que
no alcanzan a comprenderse fácilmente. «Convertíos a Dios de todo corazón —dice el
piadoso autor de la Imitación—, dejad este mundo falaz, y vuestra alma hallará la paz.
Jesucristo vendrá a vosotros y os hará sentir la dulzura de sus consuelos, y le prepararéis
en vuestra alma una morada digna de El».
El cristiano fiel en caminar en la presencia de Dios, halla a Dios doquiera, dentro y
fuera de sí; como San José, vive con Dios, en Dios y de Dios mismo. Vive con Dios,
por una conversación casi continua con El; vive en Dios, porque descansa únicamente
en El; vive de Dios, porque por el comercio interior y familiar que tiene con Dios, Dios
se convierte en la vida y el alimento de su espíritu y de su corazón.
Si el recuerdo de Dios, la fidelidad en vivir en su santa presencia, son un medio tan
eficaz de perfección y una fuente tan pura y abundante de incontables consuelos, ¿cuál
no habrá sido la felicidad de José, que tuvo la suerte de vivir en la compañía del
Unigénito de Dios?…
Santa Teresa de Jesús, alma tan iluminada en los caminos de Dios, formada por San
José en la vida interior, dice que la humanidad de Jesucristo es la puerta que nos
introduce en el santuario de su divinidad. Si así es, ¿quién más que San José pudo
penetrar en ese océano de luz y majestad, él que no cesaba de adorar, de contemplar y
amar a ese Verbo  Encarnado, que veía con sus ojos, tocaba con sus manos y nutría con
el fruto de sus sudores?. . . Gozaba desde ya en este mundo —dice la Iglesia — de la
felicidad reservada a los santos en el cielo.
«La práctica de la presencia de Dios — dice San Francisco de Sales—es el ejercicio
de los bienaventurados, es decir, el ejercicio continuo de la beatitud, de acuerdo con
las palabras de Jesucristo: Los ángeles contemplan de continuo el rostro de mi Padre
que está en los cielos. Que si la reina de Sabá consideraba bienaventurados los siervos
y los cortesanos de Salomón, porque estaban de continuo en su presencia y escuchaban
las palabras de sabiduría que salían de su boca, ¡cuánto es más feliz el alma fiel que
vive de continuo en la compañía de Aquel a quien los ángeles desean siempre
contemplar, aun cuando le vean incesantemente! … Porque es el deseo perennemente
renovado de ver a Aquel que contemplan, sin que este anhelo pueda saciarse jamás».
¡Oh, cómo José debía sentirse feliz de poder conversar larga y familiarmente con Jesús,
el Verbo del Padre, la sabiduría increada! ¡Qué satisfacciones, qué dulzuras en esos
coloquios con el más amable de entre los hijos de los hombres! Non habet amaritudinem
conversatio illius nec taedium convictus illius!. …
¡Oh, qué maravillosos efectos producía sobre el corazón tan puro de San José la
presencia visible y continua de Dios!… Más privilegiado que ningún otro santo, todos
los objetos que se ofrecían a su mirada no servían sino para aumentar su recogimiento e
inspirarle nuevo fervor. Vive junto a Jesús; y más afortunado que la esposa de los
Cantares, no debe ir errando por las plazas de la ciudad para hallar a su Amado.
Si el padre de Orígenes se llegaba en el silencio de la noche a besar el pecho de su hijo,
como tabernáculo de Dios que tanto ama la inocencia, ¡cuántas veces la piedad de José
debió de despertarlo en la noche para llevarlo hasta la cuna del divino Salvador!… Si
viajaba, lo hacía con Jesús, a quien tenía entre sus brazos, o dirigiendo sus pasos; si
tomaba su frugal alimento, lo hacía en presencia de Jesús, el cual comía en su misma
mesa y sentado junto a él, mientras lo alimentaba interiormente de su divinidad. Los
discípulos de Emaús, por haber partido el pan una sola vez con Jesús, sintieron
enardecer sus corazones en amor divino. ¡Qué diremos de José, que si ejercía su
profesión, era junto a Jesús, dividiendo con Él las fatigas, y recibiendo en cambio su
ayuda; si hablaba, era siempre con Jesús y con María; si oía, escuchaba siempre la voz
dulcísima de Jesús: Favus distillans labia tua mel et lac sub lingua tua; y si se oía llamar,
era con el dulce nombre de padre, de los labios de un Hijo tan grande y tan excelso!…
Bien pudo decir, con la esposa de los Cantares: «Mi alma se deshace oyendo a mi
Amado, y el sonido de su voz es de una dulzura admirable».
¡Qué efusiones de amor paternal! ¡Qué retribución de amor filial!. . . José es tenido por
padre de Jesús; Jesús pasa por hijo suyo, y ambos cumplen con los deberes que exigen
uno y otro título. El Santo Patriarca alberga a Jesús; le provee de lo necesario, y Jesús
responde plenamente a los paternales cuidados con amor, con caricias, con obediencia.
Lo acompaña doquiera, y después de haberlo honrado toda su vida, lo asiste en su
muerte, recoge su último suspiro y le cierra los ojos.
¡Cuántas veces, pleno de maravilla y respeto ante tanto favor, no habrá exclamado:
¡Cómo sois grande, Dios mío! Aun cuando los hombres y los ángeles hicieran todos los
esfuerzos posibles para comprenderos, no alcanzarían nunca la magnificencia de vuestra
grandeza; tanto más, cuanto de lo más alto de los cielos os dignáis abajar vuestra mirada
sobre una miserable criatura, sobre un átomo: Et dignum ducis super hujuscemodi
aperire oculos (Job, XIV, 3). Vos halláis dilección infinita en contemplar vuestras
perfecciones, y dirigís vuestra mirada llena de bondad sobre vuestro siervo, lo buscáis,
lo acercáis a vuestro Corazón, venís a vivir con él, os sentáis a su mesa, y queréis que os
ame, y establecéis con él una amistad tierna y cordial: Quid est homo quia magnificas
eum! Aut quid apponis erga eum cor tuum? (Job, VII, 17).
Los efectos de esta presencia de Dios, y de esta contemplación que   es su consecuencia,
no sólo los sentía José en su interior, sino que se reflejaban en su exterior, edificando a
cuantos lo veían.
Es privilegio de las almas interiores inspirar a quien las ve y oye su palabra, los
sentimientos de que están animadas. La santidad que resplandecía en toda la persona de
José, su angelical modestia, la serenidad de su rostro, la inocencia y la pureza de sus
miradas, la dulzura y afabilidad de sus palabras, el candor de su alma hermosa, que se
trasparentaban en su manera de ser; la serenidad de su corazón, manifestada en todas
sus acciones, eran otros tantos maravillosos frutos de su unión con Jesús, que elevaban
hacia Dios a quienes  tenían la fortuna de acercarse a él.
Muy cierto es, oh almas interiores, que jamás llegaréis a la contemplación sublime a que
fue levantado este gran Santo; pero debéis procurar imitarlo, por cuanto lo puede
vuestra debilidad, en ese culto interior y perfecto de todas sus disposiciones hacia el
divino Salvador.
Debéis, por lo tanto, tener una atención continua hacia Jesucristo, que habita en vuestro
corazón como en un cielo interior, donde quiere deleitarse y hacerse conocer y amar.
Empeñaos en hacer todas vuestras acciones, aun las más indiferentes, con rectitud de
intención, siguiendo las luces del Espíritu Santo y con una entera dependencia de su
auxilio. Conservad en vuestro corazón una gran pureza y un perfecto desapego de las
criaturas: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios».
«Es imposible —dice San Ambrosio— que nuestra alma pueda recibir la luz tan pura
de la presencia de Dios, si está manchada por el pecado». Huid con gran diligencia de
cuanto pueda turbar la paz y la tranquilidad de vuestra alma. «Sólo cuando el Espíritu
Santo encuentra nuestra alma tranquila, esparce en ella su gracia y su luz interior»,
dice San Efrén. Y así como el agua de un lago no puede reflejar el sol y los astros, si no
está en plena bonanza, así la imagen de Dios no puede imprimirse en nuestra alma sino
cuando está pura y en paz. Acostumbraos, como el Profeta, a valeros de todas las
criaturas para elevaros hacia Dios y contemplar su sabiduría y su inmensidad. «Si fuese
recto vuestro corazón, todas las criaturas os servirían como espejo de vida y libro lleno
de santas instrucciones» (Imitación de Cristo).
No hay criatura, por pequeña o vil que sea, que no nos ofrezca alguna imagen de la
bondad de Dios. Que el universo sea, pues, como un vasto templo en el que adoréis a
Dios, y un libro admirable en el que todo os recuerde su presencia y su omnipotencia
divinas. «Señor —decía David—, Vos me habéis llenado de alegría con la
contemplación de vuestras criaturas, y manifestaré este gozo alabando las obras de
vuestras manos» (Sal. XCI, 5).
Y por último, entre otros medios de que os podéis valer para manteneros en la santa
presencia de Dios, el mejor y el más eficaz es el de tener, como San José, la vida de
Jesucristo, sus misterios y sus divinas palabras presentes en vuestro espíritu y en vuestro
corazón, y recibiréis de ellos la luz interior que necesitáis.
Cuando os despertáis por la mañana, representaos al adorable Niño de Nazaret, el cual,
al despertar se ofrecía en sacrificio a su Eterno Padre. A su ejemplo, abriendo los ojos a
la luz, abrid los del alma para mirar a Dios dentro de vosotros, adorarle interiormente, y
consagrarle todas vuestras obras, afectos y pensamientos. Cuando os vestís, recordad
que Jesús fue llevado delante de Herodes con ropaje blanco, como un insensato, o bien
imaginaos a María que en el pesebre le envuelve en pobres pañales con un amor
respetuoso. Cuando hacéis oración, pensad en Jesús rogando a su Eterno Padre, y a
imitación de José, uníos a sus disposiciones. Cuando trabajáis y llenáis los deberes de
vuestro estado, recordad que Jesús trabajó en calidad de ayudante de San José durante
treinta años: In laboribus a juventute mea; que se preocupó por vuestra salud, y lejos de
lamentaros, unid con amor y resignación vuestras fatigas a sus fatigas, vuestras obras a
sus obras. Si se os ordena alguna cosa penosa a la naturaleza, recordad al Hijo de Dios
sometido y obediente a María y a José, y unid de inmediato vuestra obediencia a la
suya.
Cuando toméis vuestro alimento, invitad a Jesucristo; admirad con qué modestia, con
qué frugalidad restauraba sus fuerzas, para poder trabajar mejor por la gloria de su
Padre y por la salvación de las almas. Cuando os toméis el recreo necesario, recordad
cuán dulce y afable era Jesús cuando conversaba con José o con los Apóstoles. Si oís
malos discursos o veis cometer algún pecado, pedid perdón a Dios teniendo presente el
dolor que hería el Corazón adorable del divino Salvador, cuando veía a su Padre
ofendido y desconocido por los hombres; y entonces decid con Él: «¡Ah, Padre mío, el
mundo no os conoce!…»
Cuando os confesáis, pensad en Jesús profundamente afligido en el huerto de los
Olivos, donde llora amargamente nuestros pecados. Si asistís a la santa misa, unid
vuestro espíritu a las divinas intenciones de Jesucristo, que se sacrifica sobre el altar
para glorificar a su Padre y por vuestros pecados. Cuando os dispongáis al sueño, no
olvidéis que el Salvador no descansaba sino para consagrar nuevamente sus fuerzas a la
salvación de las almas, repitiendo las palabras que luego había de pronunciar en el
doloroso lecho de la Cruz: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu».
Con este ejercicio de la presencia de Dios y de unión con Jesús, se adquiere una
facilidad admirable para practicar actos de virtud: “Camina en mi presencia, dice el
Señor a Abraham, y serás perfecto.”
MAXIMAS DE VIDA ESPIRITUAL
Tener a Dios presente dentro de sí mismo y no tener en el corazón las cosas exteriores,
es el estado del hombre interior (Imitación de Cristo).
Tened, por cuanto es posible, vuestro corazón en Dios y a Dios en vuestro corazón,
pensando incesantemente en Él (San Ignacio).
Muchos tienen a Dios frecuentemente en la boca, y pocos en el corazón (Imitación de
Cristo).
AFECTOS
Oh bienaventurado José, que tuvisteis la ventaja inestimable de vivir con Jesús:
dignaos obtenerme de este adorable Salvador la gracia de pensar frecuentemente en Él
y de conservarme en su divina presencia, a fin de que esté en el número de los
verdaderos fieles que le adoran en espíritu y en verdad.
Obtenedme el amor al recogimiento, a fin de que imite, por cuanto pueda, esa vida
interior y escondida que vivisteis sobre la tierra, y esa unión continua que tuvisteis con
Jesucristo. Así sea.
PRACTICA
Al comenzar toda acción importante, renovar el pensamiento de la presencia de Dios.

Día 21º- Ejemplo de gratitud. 

Mi amado me pertenece, y yo a él. (Cant. II, 16.)

Jamás podremos comprender los consuelos divinos y las inenarrables delicias que San
José gustó en sus íntimas vinculaciones con Jesús. ¿Quién podrá medir los trasportes de
amor, los éxtasis de este padre bienaventurado, la primera vez que tuvo la suerte de
estrechar sobre su corazón tan tierno y tan puro a Aquel a quien adoran los ángeles en
dulces deliquios de amor: Trementes adorant angeli?…
¿Quién podrá referir los sentimientos de esa alma tan amante, cuando con las suyas se
confundían las dulces miradas de Jesús, que respondía al amor de su dilecto padre, no
sólo con el reconocimiento, sino también con la efusión de sus divinos favores?… Las
caricias que Jesús hacía a José, no eran como las de los niños comunes, de simple
instinto: eran demostraciones razonadas de caridad, emanaciones de su divinidad,
pruebas infalibles de su predilección; eran caricias inspiradas, que producían efectos
deliciosos de santidad y perfección. ¿No podemos decir de José como de Simeón: El
anciano llevaba al Niño, y el Niño gobernaba al anciano; el anciano era la fuerza del
Niño, y el Niño era la ciencia del anciano; el anciano sostenía el cuerpo del Niño, y este
sostenía el alma del anciano?. . .
Tertuliano admiraba la gloria y la suerte del trozo de tierra que fue tocado por las
manos de Dios, cuando quiso modelar el cuerpo de nuestro primer padre, pues que sus
manos adorables santifican y divinizan cuanto tocan: Ita toties honoratur, quoties manus
Dei patitur.
¡Oh, San José, qué grande fue vuestra suerte al tener tantas veces el honor de acariciar al
Salvador!… Pero aun has sido más afortunado, porque aquellas manos poderosas, que
son fuente tan abundante de gracias, de bendiciones y de vida, os hayan acariciado a
Vos: Itaque toties honoratur, quoties manus Dei patitur.
¡Ah, no, el divino Salvador no os tocó jamás con sus sagradas manos sin dejar alguna
divina impresión, y cada vez mayor!… ¿Cómo podremos hacernos una idea exacta de
los indecibles favores y consuelos con los que Jesús inundaba el corazón de su padre, en
su continuo trato con él?…
Si Juan, el discípulo amado, repitió doquiera que la suerte que tuvo de reposar sobre el
pecho adorable de su divino Maestro, fue un favor insigne, lo que para San José era un
derecho, y lo que fue concedido una sola vez al afortunado Apóstol, era felicidad de
todos los días para nuestro Santo Patriarca, en la infancia de Jesús, cuando reposaba
amorosamente sobre el corazón de José, y en la vejez de este, cuando junto al divino
Salvador saboreaba un dulce descanso: Sub umbra illius, quem desideraveram sedi, et
fructus eius dulcís gutturi suo.
María Magdalena acercó sus labios y dejó su alma cautiva a los pies del Salvador, y
José recibió con María el primer beso, la primera caricia del Dios Niño.
Decídnoslo, si podéis, bienaventurado José; ¿qué pasaba en vuestro corazón cuando ese
Niño divino sonreía a vuestro amor, estrechaba con sus divinas manos vuestra frente
virginal, y acercaba a vuestros labios su boca adorable?. . .

¡Qué delicioso júbilo debió de ser el vuestro, cuando el divino Niño articuló las
primeras palabras, vuestro nombre y el de vuestra augusta y castísima esposa!… Vox
enim tua dulcis… ánima mea liquefacta est ut locutus est.

«¡Oh gran San José —exclama el santo Obispo de Ginebra—, esposo amantísimo de


la Madre de Jesús, cuántas veces tuvisteis en vuestros brazos ese Amor del cielo y de la
tierra, mientras, inflamado por los besos y abrazos de aquel divino Niño, vuestra alma
se deshacía de gozo al oír repetir a vuestro oído (¡oh Dios mío, qué suavidad!) que vos
erais su gran amigo, su padre!…»
¡Con qué lágrimas, con qué celestiales acentos le responderíais! … ¡En verdad que vos
habéis hallado al dilecto de vuestra alma: Inveni quem diligit anima mea, tenui eum, nec
dimittam!…
Si el seráfico San Francisco de Asís gustaba dulzuras indecibles en repetir durante
noches enteras estas conmovedoras palabras: Mi Dios y mi todo; José, más
bienaventurado, podía decir, no sólo como Santo Tomás: Dios mío y Señor mío, sino:
Mi hijo y mi todo.
Este padre bienaventurado no vivía en la tierra sino con el cuerpo: su alma estaba en el
cielo, cuyas puras delicias gustaba a raudales. Lo afirma la Santa Madre Iglesia cuando,
dirigiéndose a San José, le dice: Maravilloso destino: desde esta vida sois igual a los
ángeles, participáis de su felicidad y gozáis de Dios: Tu vivens superis par, frueris Deo,
mira sorte beatior (Oficio de San José).

¡Qué satisfacción para ese padre bienaventurado, contemplar ese templo vivo que la
divinidad llenaba de su gloria, crecer entre sus manos; esa soberana razón escondida
bajo la debilidad de la humanidad, desarrollarse bajo sus cuidados, y hacer resplandecer
bajo el velo de la infancia los primeros destellos de esa sabiduría infinita que debía
confundir toda la prudencia del siglo: Puer autem crescebat et confortabatur, in
sapientia!
¡Oh, gloria de Nazaret! ¡Qué felicidad estar solo con Él durante treinta años, ignorado
de toda la tierra; solo con Él, olvidado del mundo entero!…
¡Oh, alegrías puras, alegrías desconocidas!
¡Oh felicidad, el verle crecer bajo vuestros ojos!
¡Oh dulce imagen de las alegrías del cielo!
¡Qué torrentes de delicias inundaban vuestro corazón, oh San José!. . .
Si San Juan Bautista, que no vio al Salvador sino a través de un muro, al decir de un
Santo Padre, sintió tanta alegría, que saltó de júbilo; si el santo anciano Simeón, por
haberle tenido entre sus brazos un momento, creyó que sus ojos no podrían hallar sobre
la tierra nada que fuera digno de sus miradas, ¡qué efectos debían de producir en el alma
de José las caricias y la continua familiaridad con Jesús!. . .
¡Cuántas veces, oh bienaventurado padre, contemplando vuestra dulce imagen, envidié
vuestra venturosa intimidad con Jesús!… Y sin embargo, esa misma mañana me había
sido dado gozar de una felicidad me atrevería a decir aun mayor que la vuestra.
También yo, a pesar de mi miseria, he ordenado a Jesús, y El, obedeciendo a mi palabra
como a la vuestra, bajó del cielo al  altar por mi ministerio, y repitió en mi favor el
adorable sacrificio del Calvario.
Pero esto no bastó a su amor; no solamente Jesús me permitió reposar sobre su Corazón,
sino que descendió al mío, mezcló su Sangre con la mía, y unió mi alma a su alma:
Erant cor unum et anima una; nuestras dos vidas se confundieron; nuestras dos
existencias formaron una sola: Vivo ego, jam non ego, vivit vero in me Christus; y esta
felicidad se renueva para mí cada día.
¡Cuántas veces, oh mi bienaventurado padre, tuve como vos la suerte incomparable de
llevar a Jesús escondido bajo los velos del Sacramento!… Como a vos, me es dado
habitar bajo el mismo techo que Jesús, entretenerme con El familiarmente a cada
momento; no hay hora que pueda llamar más propicia o favorable, pues siempre está
pronto con su santo amor, porque El no se oculta con el sol; su ojo está siempre abierto,
y su oído siempre atento; siempre está dispuesto a interrumpir la oración que por mí
dirige a su Eterno Padre, para escuchar mis penas y mis necesidades.
Jesús os llamaba su padre, y su condescendencia y su amor llegan hasta darme los
dulces nombres de hermano y amigo: Vos autem dixi amicos. . . Vado ad fratres.
Permite que a su Padre celestial le llame Padre mío: Pater noster qui es in caelis, y a
María, su santísima Madre, Madre mía: Ecce Mater tua.
Después de haber vivido, como vos, en la intimidad de Jesús, tengo también la dulce
esperanza de dormirme entre sus brazos y entrar con El en la casa de mi eternidad.
En efecto, es propio de la Eucaristía el darnos todo un Dios a los hombres, no sólo como
un objeto de adoración, sino también como un objeto de piadoso, tierno, religioso amor.
Aquel que reina en los cielos, el Dueño, principio y fin de todas las cosas, quiere ser
amado, y como la debilidad humana no podía elevarse hasta su infinita grandeza, Él,
que es la misma fortaleza, se hizo, como se dice, débil con los débiles, abajándose hasta
nosotros despojado de su infinita majestad, como un amigo que se da, no para ser
tratado como monarca, sino como esposo y amigo de nuestra alma.
La comunión eucarística es un paso entre la unión con Dios concedida a los antiguos
justos en este lugar de destierro, y la de que gozan los santos en la patria. Más felices
nosotros que los primeros, no sólo participamos de la gracia, sino de la sustancia misma
del Hombre-Dios, que se une cada día a nosotros para purificar nuestra alma y para
alimentarnos con su Sangre. Es la unión con Dios llevada, si así puede decirse, a la más
alta potencia que pueda alcanzarse en los límites del orden presente; más allá está el
cielo. Y en verdad, si cuando la sustancia divina se mezcla a nuestra sustancia, Dios
trasformara en la misma proporción nuestra inteligencia, nuestro amor en su amor, le
veríamos cara a cara, le amaríamos con un amor semejante a aquella clara visión, y
habríamos logrado la plenitud de la regeneración, seríamos tan bienaventurados como
los santos.
Hubieras tenido por gran favor, oh alma mía, que José hubiese puesto a Jesús sobre tu
corazón y te hubiese permitido colmarle de besos y caricias. Reaviva tu fe, ya que en la
santa comunión tienes una felicidad mayor aún, pues posees plenamente, bajo el velo
del Sacramento, al mismo Dios que constituye la felicidad de los elegidos en el
esplendor de los santos.
Agradezcamos a Dios, quien en las maravillosas invenciones de su amor halló el medio
de unirse a nosotros aún más estrechamente de lo que se unió con San José.
Lamentémonos en nuestras comuniones y en nuestras visitas al Santísimo Sacramento,
de no tener el espíritu de fe y el amor de que estaba animado el casto esposo de María
en sus tiernas comunicaciones con Jesús. Recibamos con reconocimiento, pero sin
apegarnos a ellos, los consuelos que alguna vez quiera darnos, a fin de desprender
nuestro corazón de todo lo que no es El, y hacernos más animosos y más fieles en el
tiempo de la prueba.
Pidamos a San José que nos obtenga la gracia de amar como él lo hizo, no sólo los
consuelos de Dios, sino y por sobre todas las cosas, al Dios de los consuelos.

Día 22- San José y la devoción a María

El que tenga la suerte de hallarme, hallará la vida y recibirá de Dios la salvación.


(Salm. VIII.)

Nada más a propósito para demostrar la excelencia de la devoción a María y las gracias
preciosas que Ella puede obtenernos, que las hermosas palabras del Libro de la
Sabiduría y que la Iglesia, iluminada por el Espíritu Santo, aplica a María: «Amo a los
que me aman, y los que me buscan con diligencia me hallarán. Tengo en mi poder las
riquezas y la gloria, la abundancia, la magnificencia y la justicia, para enriquecer a los
que me aman y colmarlos de bienes» (Prov. VIII, 17-21).
«Yo soy la Madre del amor hermoso, del temor de Dios, de las luces celestiales y de la
santa esperanza; bajo mi protección se camina por la senda de la verdad; en mí se
halla la esperanza de la vida y de la virtud» (Ecl. XXIV, 24-25).
«Bienaventurado el que escucha mi voz, que vigila cada día a mi puerta, y es fiel en
honrarme con perseverancia». (Prov. VIII, 34).
¿Cómo podremos, después de estos testimonios del Espíritu Santo mismo, apreciar la
felicidad de San José, que fue elegido para honrar, amar e imitar a María, y ofrecerse
como el primer perfecto modelo de la devoción que todos debemos tener a la purísima y
santísima Madre de Dios?…
San José, maravillado de la virtud que veía resplandecer en María, sentía en su corazón
el mayor respeto por esta Virgen incomparable, aun antes que el ángel le revelara el
adorable misterio que en Ella se había cumplido por obra del Espíritu Santo; y ¡cómo
creció su veneración cuando supo que esa era la Virgen augusta anunciada desde el
principio del mundo, deseada y esperada por los justos y los patriarcas de todos los
tiempos!. . . «Iluminado por la luz purísima de la fe, José está lleno de respeto hacia
María, que, sin dejar de ser Virgen, es la Madre del Hijo de Dios, dignidad que la
levanta por sobre todo, excepto Dios», dice San Anselmo.
¿Cuáles eran los sentimientos de José cuando contemplaba a María, tan profundamente
humillada cuanto estaba elevada en dignidad, abajarse ante él para pedirle consejo en
todo y tributarle los más humildes servicios, y cuando miraba a Jesús honrar a María
como a su Madre divina?. . .

Para imitar a San José y al divino Salvador, debemos, estar plenos de respeto hacia
María, y enteramente dedicados a su servicio. Si Dios dice en su Evangelio que todo lo
que habremos hecho para el más pequeño de sus siervos, lo considerará como hecho a
El mismo, ¿cuánto nos empeñaremos para propagar doquiera el culto de su divina
Madre, defender sus sublimes prerrogativas y ganarle muchos corazones?. . . Refoditur
in filium quod impenditur matri (San Bernardo).

En el alma de la Santísima Virgen sabía templar tan bien su modestia y angelical


dulzura, el honor y el esplendor que le daba su título de Madre de Dios, que el profundo
respeto que San José le tenía, no disminuía en nada sus afectuosos sentimientos. Pero
los dos corazones estaban estrechamente unidos; ni hubo jamás afecto más santo y más
puro que el de María y el de José.

Se amaban con amor sobrenatural, fundado sobre las gracias inefables que habían
recibido de Dios, y sobre el amor de Jesús, que fue el vínculo indisoluble de su alma.
José no ignoraba que debía a María las gracias y sublimes privilegios con que Dios lo
había adornado, y María estaba penetrada de la más viva gratitud por todas las
atenciones de José y por los eminentes servicios que le prestaba, protegiendo, al mismo
tiempo que su humildad y su virginidad, el honor de su Hijo divino. A medida que se
descubrían mutuamente los tesoros de virtud y de méritos que Dios les había prodigado,
su afecto crecía de día en día.
¡Ah! si los santos que no conocieron a María sino a través de las pocas palabras que se
leen en el Evangelio, se sintieron trasportados de amor hacia esta Madre; si San
Bernardo declara que no conocía felicidad mayor y más pura que la de hablar de
María; si el hijo de Santa Brígida repetía incesantemente que nada le consolaba tanto
como el saber el grande amor que Dios tiene a María, agregando que habría aceptado
de buen grado todos los tormentos para impedir que María perdiese, si tal fuera posible,
un solo grado de gloria y de felicidad, ¿cómo podremos hacernos una idea exacta del
amor, de la complacencia y estima de José por aquella Virgen inmaculada de quien
pudo contemplar, por el espacio de treinta años, las sublimes y más heroicas virtudes,
que la colocaron por sobre todos los ángeles y santos?.. . No somos aventurados al
afirmar que, después de Jesús, nadie amó tanto a María como José, porque nadie pudo
conocerla mejor que él, y nadie estuvo unido a Ella con vínculos tan fuertes y
estrechos: Relinquet homo patrem suum et matrem, et adhaerabit uxori suae.
Nosotros también, hijos de María, hermanos de Jesucristo, debemos amar y honrar a
nuestra Madre. Ella nos adoptó en el Calvario en medio de los más grandes dolores;
nos ama como ama Jesús, el cual, muriendo, nos confió a su amor; y como está escrito
del Padre Eterno, que amó al mundo hasta darle su propio Hijo, así —dice San
Buenaventura— se puede decir de María que nos amó más que a la misma vida de
Jesús, a quien ofreció en sacrificio para nuestra salvación: Sic María dilexit nos, ut
Filium suum- unigenitum daret.
El virtuoso Tobías, recordando a su hijo sus deberes, le decía: «Honra y ama a tu madre
todos los días de tu vida, y no olvides los dolores que sufrió por ti». Jesús nos hace
desde la Cruz la misma recomendación: «He aquí —nos dice, señalando a María— a
vuestra Madre; no olvidéis sus gemidos, y cuánto sufrió para conquistar sobre vosotros
los derechos de la maternidad».
¿Podré ser yo, María, insensible a tan conmovedora exhortación? ¿Podré, después de
estas consideraciones, rehusaros dar todo mi corazón?. . . ¡Ah, sí, de ahora en adelante
será mi mayor felicidad amar a mi Madre; amar a mi Madre será el único pensamiento
de toda mi vida; amar a mi Madre endulzará todas las penas y reavivará mis esperanzas!
¡No descansaré hasta tener la certeza de haber obtenido la gracia de un constante y
tierno amor por vos, oh Madre mía! Quisiera poseer un corazón que os amara por todos
los infelices que no os aman. Si tuviera riquezas, querría emplearlas para honraros; si
tuviera súbditos, querría hacer de ellos otros tantos servidores de María; por vos y por
vuestra gloria sacrificaría voluntariamente mis más preciados intereses.
Sabiendo San José que Jesús había bajado a la tierra por medio de María, se dirigía a
esta Virgen divina para presentar a Dios sus homenajes y sus oraciones. Hacía sus
ofrendas a Jesús por mano de María. Imitémoslo, si queremos que nuestros votos sean
acogidos favorablemente; pidámosle a María que los lleve Ella misma al trono de su
Hijo divino: Per te, María, nos suscipiat qui per te datus est nobis (San Bernardo).
      Viendo Dios que somos indignos de recibir sus gracias directamente de
sus manos —dice San Bernardo—, se las da a María, a fin de que por medio de Ella
tengamos todo cuanto necesitamos; y también le place y da a Dios mayor gloria el
recibir por mediación de María el reconocimiento, el respeto y el amor de que le somos
deudores. Justo es que imitemos esta conducta de Dios, a fin de que —dice ese santo
Doctor— la gracia vuelva a su Autor por el mismo canal que ha venido a nos-otros: Ut
eodem álveo ad largitorem gratia redeat quo fluxit.
El Altísimo, el Inaccesible, bajó por medio de María hasta nosotros sin detrimento de su
Divinidad, y por medio de María, débiles y pequeños como somos, debemos subir hasta
Dios sin temer nuestra miseria. ¡Oh, cómo nos sentimos fuertes y poderosos ante Jesús,
cuando estamos acompañados por los méritos y la intercesión de su augusta Madre, la
cual —dice San Agustín— venció amorosamente el poder de Dios!…
«Cualquiera —dice San Buenaventura— que desee tener la gracia del Espíritu Santo,
busque la flor sobre el tallo, es decir, a Jesús en María, pues el tallo dará la flor, y con
esta tendremos a Dios. Si queréis tener aquella flor divina, procurad con vuestras
oraciones hacer curvar su tallo hasta vosotros, y lo poseerás».
«Habiendo querido Dios darnos a Jesucristo por medio de María —dice Bossuet—, no
se cambia jamás este orden, porque los dones de Dios son sin arrepentimiento. Es
verdad y siempre verdad que habiendo recibido de Ella una vez el principio universal
de la gracia, recibamos también por su mediación sus di-versas aplicaciones, que
corresponden a todos los estados de la vida cristiana».
Dirijámonos a María con una filial confianza; pidámosle que interceda por nosotros ante
Dios, y le presente Ella misma nuestros votos y oraciones: Queramus gratiam, et per
Mariam queramus (San Bernardo).
¿Qué podría rehusarle el Eterno Padre, después de haberla elevado tan alto, y el
Espíritu- Santo, después de haberla elegido por Esposa? ¿Y qué mayor contento que el
de Jesús, al poder devolver a su Madre por toda la eternidad cuanto Ella, durante su vida
mortal, hizo por El con tanto amor y generosidad?. . . Hija, Esposa, Madre de Dios,
María es omnipotente en el cielo para socorrer a todos los que a Ella se dirigen con
amor y confianza: In cunctis Maríam sequere et invoca quam voluit Deus in cunctis
subvenire (San Basilio).
Finalmente, el mejor medio de honrar a María es aplicarse con todo empeño a imitar sus
virtudes: Mariam indulte, quicumque diligitis eam (San Bernardo). Y nuestros
homenajes no pueden ser gratos, si nuestra piedad no está animada por el amor a su
divino Hijo. No seremos gratos a Jesús sino cuando para agradarle multipliquemos
nuestros esfuerzos para asemejarnos a su  augusta Madre: Vera devotio imitare quod
colimus.
El camino más seguro de la santificación es el de imitar a Jesús, cabeza de los
predestinados; pero el medio más excelente para llegar a imitar al Hijo es el de imitar a
la Madre, la copia augusta más perfecta del divino Modelo: María capit formare
Unigenitum suum in ómnibus filiis adoptionis (San Bernardo).
San Agustín llama a María la semblanza de Dios: Forma Dei. El que es arrojado en esta
forma divina, se imprime en Jesucristo, y Jesucristo en él; se convierte en poco tiempo
en semejante a Dios, puesto que se ha formado en el mismo modelo que formó al
Hombre-Dios.
El gran secreto de José para llegar a la más alta perfección, consistía en mirar
atentamente a María, y observar cómo procedía Ella en las diversas circunstancias de su
vida, para imitar sus ejemplos. Así el silencio heroico de María, después de la visita del
ángel, inspira a José esa discreción y ese amor a la vida oculta que lo distingue de entre
todos los santos. Aprende de María a amar y tratar a Jesús con ese amor lleno de respeto
y ternura que le debía como a Hijo suyo y como a su Dios.
Imitemos a San José, haciendo todas nuestras acciones con María, en María, por María
y guiados por María, para hacerlas más perfectamente con Jesús, en Jesús, por Jesús y
como guiados por Jesús: María splendeat in moribus, fulgeat in actibus (San
Buenaventura). «Que el alma de María —dice San Ambrosio— esté en cada uno de
nosotros, para glorificar a Dios; que el espíritu de María esté en cada uno de nosotros,
para alegrarnos en Dios».
Después de haber colmado a sus hijos de los más preciosos favores, María los conserva
en Jesucristo, cuida a Jesucristo en ellos, y les obtiene la gracia de la perseverancia
final: In pleni- tudine dieí. Bienaventurados todos los que, caminando sobre las huellas
de María, se esfuerzan en imitar sus virtudes: Beati qui custodiunt vías meas. Son
felices en este mundo por la abundancia de las gracias y de las dulzuras que les obtiene;
felices en la hora de la muerte, suave y tranquila entre los brazos de María, que los
conduce a las alegrías de la felicidad eterna, prometida y dada a todos los hijos
fieles. Tota confidens juxta imaginem Mariae mori desídero et salvus ero. (San
Buenaventura).

Día 23º- Vida oculta de San José.

Vuestra vida está oculta con Jesucristo en Dios. (Col. III, 3.)

La justicia cristiana —dice Bossuet— es un asunto particular de Dios con el hombre y


del hombre con Dios; es un secreto que se profana cuando se divulga, y que no estará
nunca suficientemente guardado para quien no tiene parte en el secreto. Es por eso que
Nuestro Señor Jesucristo nos manda que cuando tengamos intención de orar —y el
mismo consejo alcanza a la práctica de todas las virtudes cristianas—, que nos
apartemos de todo, cerremos la puerta y hagamos nuestra oración con Dios solo, sin
admitir sino a aquellos a quien Él le plazca llamar: Solo pectoris contentas arcano,
orationem tuam fac esse mysterium, dice San Juan Crisóstomo.
De manera que la vida cristiana debe ser una vida oculta; el verdadero cristiano debe
desear ardientemente vivir oculto bajo la mirada de Dios, sin otro testimonio que sus
buenas acciones. Ningún santo más que José se preocupó de poner en práctica esta
sublime doctrina; nadie como él supo sustraer a los ojos de los hombres todo lo que
podía dar brillo a su virtud o a su persona. El Evangelio apenas lo cita; los Evangelistas
no hablan de José sino en cuanto lo exige la vida de María; nada de lo que no tiene una
relación indispensable con esta augusta Virgen figura en sus páginas; la Sagrada
Escritura no nos trasmite ni una sola de sus palabras. No tenemos ninguna relación
detallada acerca de los años de su vida que precedieron a su unión con María, e
ignoramos por completo la fecha y el lugar de su muerte.
Parece que Dios tuviera un cuidado particular de favorecer este amor de San José por la
vida oculta. En efecto, vemos a los demás santos, no obstante sus precauciones para ser
desconocidos, convertirse en oráculos del pueblo y árbitros de la tierra; más huían de la
gloria, más esta los circundaba; buscó a los anacoretas en sus horrendas soledades; el
solo perfume de las virtudes de San Antonio, de San Benito, de San Bernardo atrajo a
los reyes y a los emperadores, convirtiendo en ciudades bien pobladas los desiertos en
que vivían.
Pero respecto a San José, parece que Dios y los mismos hombres quisieron secundar en
todo su humildad, dejándolo en la oscuridad y en el olvido. José fue un tesoro de
virtudes desconocido para los suyos; los que tenían relación más íntima con él, lo
consideraban y lo estimaban como a un obrero pobre y honesto, fiel observante de la
ley, y no pasaban de allí, porque no veían nada en su persona que les hiciera decir: «He
aquí un hombre de extraordinaria piedad»; y menos aún podían llegar a sospechar ni
remotamente que hubiera sido elegido por Dios para ser el casto esposo de la Madre de
Dios, el padre adoptivo del Mesías esperado por tantos siglos; el depositario, en una
palabra, de la salvación del mundo y del más rico tesoro del cielo y de la tierra.

En efecto, leemos en el Evangelio que cuando Jesucristo dio comienzo a su vida


pública, los hebreos decían entre sí: «¿No es este el hijo del carpintero José? ¿Cómo
puede saber letras, si nunca las ha estudiado? None hic est fabri filius? Quómodo hic
lítteras scit, cum non dícerit?…
¡Oh, qué preciosa eres a los ojos de Dios, vida de San José, vida oscura, pasada en el
recogimiento, en el silencio, en el retiro; vida que sólo tiene por testigos a los ángeles, y
que pone todo su empeño en ocultarse a los demás y a sí mismo!.. . Los hombres no
conocen tu precio, y son incapaces de estimar tu valor. La piedad mal entendida trata de
ponerse en evidencia con el propósito de edificar; más la verdadera piedad trata de
ocultarse, y se revela sólo por necesidad, cuando lo exige la gloria de Dios y la salud del
prójimo.
Por lo cual, a imitación de San José, debemos desear que los favores que recibimos del
cielo permanezcan sepultados en el secreto, y lejos de hablar, ni siquiera debemos
pensar en ellos, sino tratar de olvidarlos después de haber dado cuenta a quien dirige
nuestra alma.
La humildad que se manifiesta exteriormente, no es de ordinario más que una vanidad
disfrazada, pues es una virtud que debe ser cuidada como la niña de nuestros ojos, y así
glorifica realmente a Dios y edifica al prójimo. Es necesario, entonces, hablar más
voluntariamente de lo que nos humilla, que de lo que nos puede levantar a los ojos de
los demás; o más acertadamente, no hablemos nunca de lo que a nuestra alma se refiere.
El modo más perfecto y seguro es callar, y tratar de que nadie piense ni se ocupe de
nosotros. «Amad el ser ignorados», dice la Imitación de Cristo; máxima que debe ser
norma para las almas interiores.

No sólo San José permaneció oscuro y desconocido para el mundo, sino que fue elegido
por la divina providencia para esconder la gloria de Jesús y de María a los ojos de los
hombres. Dios ocupa a sus santos en el ministerio que a Él le place: unos como
doctores, para instruir a los pueblos; otros para combatir por Él, como los mártires;
otros para edificar al mundo, como los confesores, y a todos según su vocación, para
hacer resplandecer su gloria. Pero José es un santo extraordinario, predestinado a un
ministerio nuevo: el de ocultar la gloria de Dios.

Y así como es mayor prodigio ver el sol cubierto de tinieblas que verlo refulgente de
luz, así también parece que la omnipotencia de Dios haya querido mostrarse más
maravillosamente en San José, de quien se sirvió como de una sombra para esconder su
gloria a los ojos del mundo, que en los demás santos, a quienes destinó para
manifestarla. Oh, gran Santo, yo os miro con el mismo profundo respeto con que adoro
aquellas tinieblas en que quiso envolverse la majestad de Dios: Posuit ténebras
latíbulum suum.
Imaginaos todo el orden del misterio de la Encarnación como un gran cuadro, en el que
están representados Dios Padre, el Unigénito de Dios, el Espíritu Santo y la Santísima
Virgen, brillando a la luz admirable de los prodigios obrados por este misterio. En un
cuadro material hace falta la sombra para que las figuras tengan el realce necesario: aquí
también hace falta la sombra, para templar un esplendor que deslumbraría los ojos
demasiados débiles de los hombres, y esa sombra es San José.
Dios Padre está oculto por nuestro Santo, quien aparece ocupando su lugar, y es
considerado por todos como el padre de su Unigénito. Éste está también oculto por la
sombra de San José, quien lleva a Jesús a Egipto entre sus brazos, y le esconde a los
ojos del tirano que quiere hacerle morir. También el Espíritu Santo está oculto a la
sombra de San José, por cuanto el que ha nacido de María es obra suya: Quod in ea
natum est, de Spíritu Sancto est. ¡Oh, gran San José! Si toda la adorable Trinidad quiso
esconderse a vuestra sombra, ¡cómo se estimarían bienaventurados todos los santos del
cielo y de la tierra de poderse esconder también ellos allí y descansar!…
Finalmente, es la Santísima Virgen quien de una manera particular se esconde a la
sombra de San José, su casto esposo, el cual, ocultando a los ojos de los hombres el
adorable misterio que se había obrado en Ella, protege al mismo tiempo su honor y su
humildad. ¡Qué sublime es el ministerio de San José! ¡Dios le da a él solo el oficio de
protector, de fiel conservador, de ecónomo prudente, depositario de los secretos del más
grande de los misterios que se haya obrado jamás!..
¡Oh Jesús, oh María, a qué grado sublime de honor levantáis a todos los que os sirven!
… Más sois servidos en el secreto de una vida escondida y abyecta, tanto más gratos os
son estos servicios, y más grande es la gloria con que los coronáis. Así, pues, ¡cuán
glorioso es San José por haber consagrado su vida a los sagrados intereses de Jesús y de
María, sin salir de una vida humilde y oculta! Elegi abiectus esse in domo Dei mei.
Pero ¡ay de mí, qué lejos estamos de parecemos a él!…

No queremos servir a nadie en la sombra; no deseamos otros oficios y hasta otras


prácticas de piedad, sino aquellas que son honrosas a los ojos de los hombres. La
soberbia nos es tan natural, que hasta en las acciones más humildes conservamos un
secreto deseo de ser aprobados y estimados, y de elevarnos sobre los demás.
Aprendamos hoy de San José a ser dulces y humildes de corazón, y como él hallaremos
la paz del alma. ¡Cuánta tranquilidad acompañaba su vida escondida, y cuánta paz
gozaba en ella!…

Desconocido para el mundo, José no estaba expuesto a sus discursos, ni sometido a sus
luchas. En el estrecho recinto de una pobre casa, en la que vivía oculto y contento en su
trabajo, no sentía la turbación de las pasiones que agitan a los hombres; gozaba
tranquilamente del silencio y de las ventajas de la soledad, y sólo se entretenía con Jesús
y con María en las más santas y dulces conversaciones.

Y es así como la vida retirada y oculta procura la paz interna, que es el más sólido y
precioso de todos los bienes. «El que no desea agradar a los hombres y no teme
desagradarlos, gozará de una paz muy grande —dice la Imitación de Cristo—; del
amor desordenado y de los vanos temores nacen las inquietudes del corazón y la
disipación de los sentidos». El mundo es como un mar proceloso; el retiro, por el
contrario, es como un puerto y un asilo en el que se está a cubierto de cualquier
borrasca. ¿Quién podrá apreciar las verdaderas dulzuras de que gozan las almas
piadosas, avezadas a la soledad, y que, como San José, saben vivir esta vida?…

Ésta tiene las ocupaciones señaladas o prescritas por la misma obediencia; no son los
suyos trabajos elegidos, y que por lo mismo agradan más; los llenan con fidelidad y sin
ocuparse en otras cosas, de manera que no se inquietan por cuanto pasa en el mundo, ni
por los mil acontecimientos que para los demás son una fuente de inquietudes y de
afanes. ¿Y cómo pueden inquietarse por cuanto sucede afuera, si apenas conocen cuanto
pasa junto a ellas?. . .

Desde que saben que una cosa no les corresponde, y que no se trata ni de la caridad, ni
del bien común de la familia, no se interesan por ella ni se preocupan; su felicidad está
en esconderse y confundirse con la multitud. Son amigas de la virtud y de las prácticas
menos brillantes, que son las más sólidas, y por lo mismo, las prefieren por sobre
cualquier otra. Son como la humilde y tímida violeta, que apenas se levanta del suelo, y
se deja pisar entre las yerbas que la cubren. Pero lo que más consuela a estas almas es la
palabra del Apóstol que se aplican a sí mismas: «Vosotros estáis muertos, y vuestra
vida está escondida con Jesucristo en Dios». Pues es una vida escondida en Dios y una
vida agradable a Dios; en consecuencia, es una vida toda santa, puesto que está
escondida en Jesucristo; es una vida como la de San José, conforme en todo a la vida de
Jesucristo, a su espíritu y a sus sentimientos.
Dejad a los hombres vanos, las cosas vanas —dice el piadoso autor de la Imitación de
Cristo—; no os ocupéis sino en aquello que Dios os manda. Cerrad la puerta detrás de
vosotros; llamad a Jesús, vuestro amado, y vivid con Él en vuestra celda, que en
ninguna otra parte hallaréis una paz semejante. Cuando no se busca afuera ninguna
apreciación favorable al propio obrar, es porque se está enteramente entregado a Dios.
El no querer consolación de criatura alguna, es prueba de una gran confianza interior.
MÁXIMAS DE VIDA ESPIRITUAL
La humildad no consiste en ignorar las gracias que Dios nos concede, sino en referir
enteramente a Él los dones que se reciben de sus manos, y no atribuirse a sí mismo sino
la nada y el pecado
(San Juan de la Cruz).
Así como el estudio lleva a la ciencia, así también la humillación es el camino que
conduce a la humildad (San Bernardo).
Mejor es vivir oculto y preocupado por la propia salvación, que hacer milagros y
olvidarse de sí mismo (Imitación).
AFECTOS.
Bienaventurado José: honrado con los más sublimes privilegios, vivisteis en este mundo
despreciado y desconocido. ¡Qué ejemplo para mí, que siendo polvo y ceniza, no busco
otra cosa sino ensalzarme!… Yo pido, por vuestra intercesión, la gracia de poder
extirpar de mi corazón el amor propio y la soberbia, y hacer brotar sentimientos de una
verdadera y sincera humildad. Obtenedme que como vos ame el silencio y la vida
oculta; que como vos sea olvidado por las criaturas; que las humillaciones y la cruz de
Jesucristo sean mi gloria en este mundo, como lo fueron la vuestra. Oh, Jesús, María y
José, quiero de ahora en adelante poner toda mi gloria y mi felicidad en humillarme
siguiendo vuestro ejemplo. Así sea.
PRACTICA.
Honrar a los santos que más honraron y amaron a San José: Santa Teresa de Jesús,
Santa Isabel, San Bernardino, San Bernardo, San Francisco de Sales, 
Día 24º- Custodio de la virginidad.

Como esposo de la Madre de Dios cuidaste con amor casto su virginidad respondiendo
así al proyecto de Dios.
Haz, oh san José, que yo viva con responsabilidad mi vocación específica, educando y
fomentando mi capacidad de amar.
INVOCACION A SAN JOSE

"San José, guardián de Jesús y casto esposo de María, 


tu empleaste toda tu vida en el perfecto cumplimiento de tu deber,
tu mantuviste a la Sagrada Familia de Nazaret con el trabajo de tus manos.
Protege bondadosamente a los que recurren confiadamente a ti.
Tu conoces sus aspiraciones y sus esperanzas.
Se dirigen a ti porque saben que tu los comprendes y proteges.
Tu también conociste pruebas, cansancio y trabajos.
Pero, aun dentro de las preocupaciones materiales de la vida,
tu alma estaba llena de profunda paz y cantó llena de verdadera alegría
por el íntimo trato que goza con el Hijo de Dios,
el cual te fue confiado a ti a la vez que a María, su tierna Madre.
Amén." -- Juan XXIII

Amor de San José al silencio.

Vuestra fortaleza estará en la quietud y en la esperanza.


Isaías, XXX, 15.

El silencio es uno de los medios más eficaces para progresar en la vida interior. Cuando
se edificaba el templo de Jerusalén, no se oían golpes de martillo, ni de ningún otro
instrumento, porque el templo de Dios debía ser levantado en silencio. Del mismo
modo, cuando un alma no se disipa por fuera con palabras, y se mantiene recogida y fiel
a las inspiraciones de la gracia, el templo de su perfección se levanta sin dificultad en su
interior.

El silencio facilita la presencia de Dios, dispone a la oración, nutre los sentimientos de


piedad, aviva los ardores de la caridad, insta a la práctica de la humildad; en una
palabra, levanta el alma hasta Dios, que por boca del Profeta dice que conducirá el alma
a la soledad, le hablará al corazón, y conversará familiarmente con ella.

Si San José elevó a tanta altura el edificio de su perfección, fue porque siempre vivió en
una gran soledad interior, sin detenerse en nada caduco que pudiera distraerlo o
turbarlo.

Dulce reposo, poco conocido por aquellos que, viviendo en la agitación y en el tumulto,
no pueden oír la voz que llega hasta nosotros —dice el Espíritu Santo— como un dulce
céfiro, del que no percibimos el soplo, pero cuyo efecto sí sentimos. ¡Silencio sagrado,
durante el cual no se habla sino con Dios, y no se escucha a nadie sino a Dios!…

San José es el modelo por excelencia de esta vida silenciosa y recogida, en la cual el
alma interior, alejada de todas las criaturas, descansa únicamente en Dios, que se
preocupa hasta de la cosa más insignificante.
«Jesús es revelado a los Apóstoles, y es también revelado a José, pero en condiciones
muy diversas», dice Bossuet. Es revelado a los Apóstoles para que le anuncien a todo
el mundo, es revelado a José para que calle y le esconda. Los Apóstoles son como otros
tantos faros que muestran a Jesucristo al mundo; José es un velo para cubrirle; y bajo
este misterioso velo se esconde la virginidad de María y la grandeza del Salvador del
mundo.

Leemos en la Sagrada Escritura que cuando se quería despreciar a Jesús, se le decía: «¿Y
no es este el hijo de José?» Jesús, en manos de los Apóstoles, es una palabra que debe
predicarse:  «Predicad la palabra de este Evangelio». En las manos de José es el Verbo
escondido y no es permitido descubrirle.

Los Apóstoles predican tan altamente el Evangelio, que el sonido de su predicación


llega hasta el cielo, por lo que con toda razón ha escrito San Pablo que los consejos de
la divina Sabiduría llegaron al conocimiento de las potencias de la Iglesia por ministerio
de los predicadores: Per Ecclesiam. José, por el contrario, oyendo hablar de las
maravillas de Jesucristo, escucha, admira y calla. Aquel a quien glorifican los Apóstoles
con el honor de la predicación, es glorificado también por José con el humilde silencio,
para enseñarnos que la gloria de los cristianos no consiste en los oficios brillantes, sino
en hacer lo que Dios quiere.

Si no todos pueden tener el honor de predicar a Jesucristo, todos pueden tener el honor
de obedecerle, y esta es, precisamente la gloria de San José, y es este el sólido honor del
cristianismo. José no hizo nada a los ojos de los hombres, porque todo lo hizo a los ojos
de Dios. El veía a Jesucristo, y callaba; sentía los admirables efectos de su presencia, y
no hablaba de ellos. Dios solo le bastaba; no pretendía dividir su gloria con los
hombres; seguía su vocación, porque así como los Apóstoles son ministros de Jesucristo
públicamente, él era el compañero y el ministro de su vida escondida.

En efecto, vemos que José, aun cuando perfectamente instruido en los misterios de
Dios, no se dedicó a comunicar a otros la sabiduría de la cual estaba colmado, ni los
secretos divinos que le habían sido confiados. ¿Y qué no habría podido decir de su casta
esposa y de su amado Hijo, cuando tantas razones tenía en su favor que justificaran
alguna discreta confidencia? ¿Qué lengua tan cauta y modesta no se hubiera hecho
escrúpulo de callar y deber de hablar?.. . Deber de caridad hacia tantas almas fervorosas
que languidecían y suspiraban esperando a su libertador; deber especialmente hacia su
grande esposa desconocida entre los suyos y puesta en el trance de dar a luz al
Unigénito de Dios en un pesebre miserable, expuesta a los rigores de la estación… El
corazón de José sufría las humillaciones de María y de Jesús, pero ninguna razón lo
movía a violar el secreto de que era depositario.

Escucha en silencio a los Magos y a los pastores que vienen a adorar al Salvador, y
hablan de las maravillas que acompañaron su nacimiento. Y ¡cuántas otras cosas
admirables podía haber dicho de las que le fueron reveladas por el ángel, acerca de la
grandeza futura de aquel Niño divino!… Pero él prefiere darnos el ejemplo de la
humilde discreción que debemos observar aun en los trasportes de la más justa alegría.
El silencio es el sello de la santidad del alma; si se rompe, con frecuencia aquella se
evapora.
Óptima lección para las almas a las que Dios concede gracias extraordinarias, pues
conviene que estas observen silencio sobre cuánto les sucede, no permitiendo que
trascienda en absoluto, ni llegue a conocimiento de quienes no corresponda. A veces
parecerá que es gloria para Dios hablar de los favores que Él hace a un alma; pero ¡qué
fácil es que bajo esta apariencia de celo se esconda la soberbia!… Si os proponéis, pues,
sinceramente la gloria de Dios, comenzad por desear las humillaciones, y alegraros y
complaceros en ellas, como San José: con estas disposiciones glorificaréis a Dios,
indudablemente.

Veis cómo San José recibe de buen grado los avisos del justo Simeón; cómo no desdeña
ser instruido por el santo anciano respecto del porvenir de Jesús; cómo acoge las
palabras del buen anciano, pareciendo que ignorara completamente todo lo que ya sabía,
porque estaba lleno de espíritu divino y de gracia. No se apresura a narrar las maravillas
que el mensajero celeste le había anunciado de parte de Dios; y como si el cántico de
Simeón le hubiera descubierto misterios por él ignorados, escucha sus frases —dice el
Evangelio— con una admiración llena de respeto y maravilla: «El padre y la madre del
Niño se maravillaban de lo que se decía de Él».

Ahora bien; nada más raro, aun entre las personas piadosas, que esa sabia y modesta
prudencia que inclina a callar los propios dones y a manifestar los de los demás. Con
frecuencia pagados de sí mismos por alguna débil luz que creen haber hallado en alguna
lectura un poco más sublime que las comunes, quieren instruir sin conocimiento,
regularlo todo sin estar llamados a ello, decidirlo todo sin tener autoridad para hacerlo.

Las grandes cosas que Dios hace en el alma de las criaturas, operan naturalmente el
silencio, y ese no sé qué de divino que la palabra humana es incapaz de expresar. En
esta forma se aprende a guardar en silencio el secreto de Dios, siempre que El mismo no
nos obligue a hablar. Las ventajas humanas no valen nada, si no son conocidas y si el
mundo no las aprecia; los dones de Dios tienen por sí mismos un valor inestimable, que
no puede sentirse sino entre Dios y el alma.

Si San José es tan fiel en tener escondida la grandeza anonadada del Hijo de Dios,
¡cuánto más aún en dejar sepultados en el más profundo silencio los favores
inestimables de los que estaba colmado!… Nada prueba mejor la humildad de José,
como el modesto silencio que observó constantemente: el Evangelio no nos trasmite una
sola de sus palabras. Esto, que podría significar una pérdida para nosotros, está
ventajosamente reparado por el ejemplo de su humilde discreción. El saber observar el
silencio es una cosa tan preciosa y rara, que hizo decir a un pagano: «Los hombres nos
enseñan a hablar, pero sólo los dioses pueden enseñarnos a callar».

Aprovechad, oh almas piadosas, el ejemplo de San José. Si queréis hacer rápidos


progresos en la vida interior, si queréis ser humildes y conversar familiarmente con
Dios, si queréis tener  tan sólo pensamientos santos y sentir siempre la inspiración del
cielo, observad el silencio y manteneos en el recogimiento, como José, el cual nunca
estaba menos solo que cuando estaba solo. No es siempre fácil en el mundo tener horas
señaladas para el silencio, porque cuando menos se piensa, se presenta la ocasión de
hablar; pero se observa el silencio si no se habla sino sólo cuando es necesario; cuando
sin afectar un silencio fuera de lugar, más bien que hablar se escucha a los demás;
cuando hablando se tiene el cuidado de no abandonarse a una natural vivacidad, y de
mantenerse en una cierta reserva que inspira el espíritu de Dios. No temáis, almas
piadosas; no temáis nunca de no ser bastante solitarias, pues tendréis soledad y silencio
cuando sea necesario, si no hablaréis nunca sino cuando el deber o la conveniencia lo
exijan. Cuando se eviten las disipaciones voluntarias, las curiosidades, las palabras
inútiles, sólo entonces podrá decirse que vivimos recogidos.

Tened cuidado, oh almas interiores. Si no queréis perder el mérito de las adversidades


que Dios os manda, soportadlas en silencio, a imitación de San José, el cual sufrió sin
lamentarse las humillaciones, aun las más penosas a la naturaleza. Las almas generosas
quieren sólo a Dios como testimonio de sus penas; y no queriendo a otro más que a Él
por espectador, están ciertas de tenerlo como consolador.

Así como el silencio exterior es tan necesario y ventajoso para nuestra perfección, el
silencio interior lo es más aún; porque sin este, el primero pierde en gran parte su virtud.
«Quien desea servir a Dios —dice la Imitación de Cristo—, debe amar la soledad
interior, pues sin esta, la soledad exterior se convierte en multitud».

El silencio interior es uno de los más nobles ejercicios de esta vida sublime, que
conduce a una gran unión con Dios. El Espíritu Santo no encuentra sus delicias sino en
los corazones pacíficos y tranquilos, y no permanece en un alma agitada o
frecuentemente turbada por el rumor de las pasiones y la conmoción de los afectos. No
habita en un alma disipada, distraída, que gusta de expandirse al exterior con
conversaciones inútiles.

El silencio interior calma las imaginaciones vanas, inquietas y volubles; hace callar y
suprime una multitud de pensamientos que agitan y disipan el alma. En fin, el silencio
consiste más bien en el recogimiento interior que en el alejarse de los hombres, pues
esto solo no es capaz de darnos la paz del alma. Las distracciones que son propias y
personales de las potencias sobre las que Dios quiere trabajar, distraen mucho más que
las cosas exteriores que hieren el oído. Se puede ser muy recogido y vivamente
penetrado de Dios aun entre el tumulto de las criaturas —así San José gozaba de una
gran paz interior entre las agitaciones y desórdenes de Egipto—; pero es imposible estar
recogidos entre la multitud de pensamientos y entre el agitarse de las pasiones.

Para oír la voz de Dios, que no habla sino en la calma, es menester una gran atención,
por la que el oído esté incesantemente a las puertas del corazón; porque Dios habla al
corazón: Audi, filia, et vide, et inclina, aurem tuam. Esta atención no es una aplicación
penosa, sino un silencio tranquilo y deleitoso. Siempre escondida dentro de sí misma,
siempre unida a Dios, atenta a sus palabras, fiel a sus inspiraciones, el alma interior
goza de una paz continua e inestimable, cuya dulzura no sabe expresar: Pax Dei, quae
exsuperat omnem sensuum. Siempre guiada por el Espíritu divino, que no cesa de
inspirarla cuando la gracia es correspondida, sus deseos son justos y moderados; las
acciones, reguladas y santas; las pasiones, sometidas; los modos, graves; las palabras,
sabias; las intenciones, puras; en una palabra, su vida es toda divina. No es ella quien
vive, sino Cristo quien vive en ella.

Elevada hasta Dios, es semejante en pureza a los ángeles de paz, no anhelando el cielo
sino por amor, y permaneciendo unida a la tierra tan sólo por necesidad: colocada así
entre uno y otra, esta alma ve pasar a las criaturas, y ser trasportadas del tiempo a la
eternidad. Es siempre igual a sí misma, porque todo es igual para ella, y está convencida
de que todo es nada. Entre las vicisitudes de las cosas creadas goza de una calma
deliciosa, que es como un anticipo de la visión beatífica.

MAXIMAS DE VIDA ESPIRITUAL

Si sois fieles en callar cuando no es necesario que habléis, Dios os concederá la gracia
de que no os disipéis cuando tengáis que hablar por verdadera necesidad (Fenelón).

Las inspiraciones de Dios obran en el alma con poco rumor: un alma muy ocupada
exteriormente no podrá oír la palabra interior, y la dejará pasar sin que produzca
ningún efecto (P. Httby).

Para tener a Dios presente en todo momento, es necesario separarse de las criaturas,
no sólo exteriormente, sino también en el interior; es decir, tener en sí una soledad en
la que el alma permanezca siempre encerrada (Máximas espirituales)

AFECTOS

Oh bienaventurado Padre mío, siervo fiel y prudente, vuestra vida silenciosa y recogida
habla elocuentemente a mi corazón. ¡Qué saludables remordimientos me produce —por
el abuso que hice de mi lengua— esa admirable discreción que os hizo observar el
silencio, cuando a mí, en idénticas circunstancias, mil razones sutiles me habrían
persuadido de que debía decirlo todo y revelarlo todo!… Quiero de ahora en adelante
aprender de vos a callar.

Dignaos, oh Verbo encarnado, recibir en expiación de mis pecados de lengua, los


méritos tan preciosos del silencio de San José. Que de ahora en adelante mi boca no se
abra más que para bendeciros a Vos y edificar al prójimo. Así sea.

PRACTICA

Hacer de modo de encontrar en el día un momento para recogeros y observar el


silencio en unión con San José.
Día 25º- Consuelo de los que sufren. Oh san José, tu vida no estuvo exenta de la sombra
del dolor, que has asumido con mucha serenidad y paz del corazón.
Ayúdame, oh san José, a darme cuenta de que una vida de amor no puede estar exenta
de la sombra del sufrimiento para que encuentre el camino hacia la verdadera felicidad.

BENDITO SEAS SAN JOSE

¡Bendito seas San José,


que fuiste testigo de la Gloria de Dios en la tierra.
Bendito sea el Padre Eterno que te escogió.
Bendito sea el Hijo que te amó
y el Espíritu Santo que te santificó.
Bendita sea María que te amó!
San José, modelo de oración.

La meditación de mi corazón se hace siempre, oh Dios mío, en vuestra presencia.


Salm. XVIII, 15.
Según definición de San Juan Crisóstomo, la oración mental es una conversación íntima
y familiar del alma con Dios: Est colloquium cum Deo.

En la oración se habla a Dios como un amigo hablaría al amigo, un hijo a su padre:


vertemos en su corazón nuestras penas, le descubrimos nuestras miserias y nuestras
imperfecciones, para que las cure. «En la oración —dice San Agustín— el corazón
habla a Dios, como en la conversación la boca habla a los hombres; y si el corazón no
tiene amor, todo está mudo, todo está muerto».

Ahora bien; ningún santo más que San José puede iniciarnos en este comercio con Dios,
pues nadie como él tuvo la suerte de pasar una gran parte de su vida en la estrecha
intimidad de Jesús. «Las personas de oración —dice Santa Teresa— deben ser muy
devotas de San José; y las que no tienen director que las instruya en esta santa práctica,
no tienen más que tomar por guía a este Santo admirable, seguros de no extraviarse».

San Juan Evangelista y San Pablo fueron contemplativos en grado sumo; el primero,
porque, llamado, a reposar sobre el Corazón de Jesús, entró en un suave y profundo
éxtasis; el segundo, porque, arrebatado hasta el tercer cielo, descubrió inefables arcanos.
Pero ¿quién podrá contar todos los éxtasis, todos los secretos, todas las luces con que
fue favorecido San José, que por espacio de tantos años tuvo la suerte de reposar sobre
ese Corazón, Santuario vivo de la Divinidad, y de hacerle reposar sobre el suyo, que
ardía en tanto amor?. . . ¡Ah, qué dulce sueño tomaba Jesús sobre vuestro pecho, oh
bienaventurado Padre mío, y qué dulce descanso gustabais vos sobre su Corazón!… De
vos deben aprender las palomas y las águilas —es decir, las almas más sencillas y las
más elevadas— a dirigir su vuelo hacia el cielo y a contemplar el Sol divino de justicia.
En efecto, ¿podrá imaginarse una oración más excelente que la de San José, que estaba
siempre en la presencia del Arca de la verdadera Alianza y junto a su Dios
soberanamente amable?…

Aprendamos de este gran Santo cómo debemos hacer este saludable ejercicio, para
recoger, como él, frutos abundantes de piedad.

La vida de San José era una continua oración: nada podía sacarlo de su habitual
recogimiento. Según la hermosa observación de San Agustín, este gran Santo es el
templo de Dios mismo; doquiera vaya, es el templo de Dios que va o que viene, que
entra o que sale. Él es siempre —añade San Ambrosio— la habitación secreta en que
Jesucristo nos ordena entrar para hacer oración; y esa habitación es su corazón, en el
que están encerradas sus penas, y donde todos sus sentidos están perfectamente
recogidos. Todo lo lleva a Dios, todo le habla de Dios, todos sus pensamientos son para
Dios.

Lo mismo estaba recogido San José en los viajes, en los trabajos, en las relaciones con
el prójimo, como en el interior de la casa de Nazaret, cuando estaba solo con Jesús. Ese
recogimiento continuo, esa fidelidad en permanecer siempre unido a Dios, producía en
su alma una paz inalterable, una tranquilidad que mantenía todas sus potencias en una
calma profunda. Jamás se abandonaba enteramente al exterior, sino que a sus acciones
unía continuas adoraciones y plegarias.

Si queremos tener, como San José, una gran facilidad para orar, debemos procurar estar
recogidos durante el día, custodiar con diligencia las puertas de nuestros sentidos y,
según el consejo del Espíritu Santo, preparar nuestra alma antes de presentarnos delante
de Dios.

San José no perdió jamás de vista los divinos misterios de Jesucristo: recogía todas sus
palabras y lecciones, y se alimentaba con ellas; admiraba los prodigios de su humildad,
su amor a la vida oculta, la ciega obediencia a las órdenes de un pobre obrero. Los
Profetas proporcionaban a San José la materia de los misterios que aún no se habían
cumplido. David, en el Salmo XXI, e Isaías, llamado con toda verdad el quinto
evangelista, le presentaban todas las circunstancias de la Pasión de Jesús. «Nosotros lo
hemos visto; era el más despreciable y el último de los hombres, varón de dolores y que
sabe qué es sufrir. Su rostro está oscurecido por el desprecio, como señal de que no
hemos hecho caso de Él. Verdaderamente tomó sobre sí todas nuestras angustias y cargó
todos nuestros dolores, hasta ser a nuestros ojos semejante a un leproso, como un
maldito de Dios, como un abandonado…»

Jesús Crucificado es el Sol que ilumina al alma fiel; sus llagas son focos de luz que le
descubren los secretos impenetrables de su amor y los sacrificios que tiene derecho a
esperar en reconocimiento de sus beneficios. ¡Ah, si supiéramos, como San José,
penetrar por medio de la fe y el amor en el interior de Jesucristo, qué pronto seríamos
hombres de oración y de santa devoción!…

«Si todavía no sabéis —leemos en la Imitación de Cristo— elevaros a la celestial


contemplación, apoyaos en la Pasión del Salvador y desead permanecer en sus sagradas
llagas».

La meditación de las perfecciones y de los padecimientos de Jesucristo es como el


fundamento de todo el edificio espiritual; lo llena de sus luces y de sus máximas, y a
fuerza de representarnos su imagen, esta se va esculpiendo en nuestro corazón tan
profundamente, que produce esos frutos admirables de santificación prometidos a todos
los que son fieles en permanecer en Él. Qui manet in me, hic fert fructum multum.
Jesucristo es ese tesoro infinito que ha sido dado a los hombres, y que hace amigos de
Dios a todos los que saben aprovecharlo. Bienaventurado —exclama el Profeta— aquel
a quien cupo la suerte de tenerle por maestro, porque consigue al mismo tiempo la luz
para comprender, el fervor para obrar y la constancia para perseverar.

«Jesucristo —dice San Francisco de Sales— es el árbol misterioso del deseo de que


habla la santa esposa de los Cantares; y a sus pies es donde se debe ir a buscar la brisa
suave, cuando el corazón se ha dejado absorber por el espíritu del siglo. Es el verdadero
pozo de Jacob, esa fuente de agua viva y pura; y es menester acercarse a ella con
frecuencia, para purificar el alma de todo pecado. Así como los niños, a fuerza de oír
hablar a sus padres y esforzándose por balbucear, aprenden a hablar el mismo idioma,
así también, uniéndose el alma a Jesús en la oración y meditando sus palabras y
sentimientos, aprenderemos con el auxilio de la gracia a hablar como Él, a juzgar como
Él, a obrar como Él y a amar todo lo que Él ama. Jesús se llamó a sí mismo el Pan
bajado del cielo, para decirnos que así como se come el pan con toda suerte de
alimentos, así también debemos gustar de tal modo el espíritu de Jesucristo en la
meditación, que, habiéndonos servido de alimento, le hagamos entrar en todas nuestras
acciones».

Considerad cuál es el misterio de la vida y pasión de Jesucristo que más os conmueve y


que produce en vuestro corazón una impresión saludable; mantened vuestra atención
todo el tiempo a que os invite la gracia, y de este modo empezaréis a gustar de los
misterios de la vida del divino Salvador; porque la causa que impide apreciarlos
debidamente, es porque no se piensa en ellos sino de una manera superficial, sin
particularizar sus detalles y sin dedicarles una perseverante meditación.

El misterio que se medita no debe considerarse como pasado, sino imaginarlo como
presente, porque, en efecto, está presente a los ojos de Dios. Si la acción del misterio es
pretérita, no ha pasado empero su virtud, ni mucho menos el amor con que Jesucristo ha
obrado, por cuanto ese amor es infinito, inmutable, siempre el mismo, tan ardiente como
cuando dio su vida por nuestra salvación, y está dispuesto a renovar el sacrificio, si
fuera necesario.

No olvidemos que cuanto Jesucristo dijo, hizo y sufrió, lo dijo, hizo y sufrió por cada
uno de nosotros. Nadie puede dejar de decir con toda verdad lo que de sí dijo el
Apóstol: «Jesucristo me amó y se sacrificó por mí». No daría el sol mayores luces, si yo
únicamente gozara de sus rayos. Así también, aun cuando yo hubiera sido el único
pecador del mundo, el Sol divino de justicia no hubiera hecho brotar de su seno, sobre
mí, ni menos luz, ni menos calor. Es certísimo que cada una de sus palabras fue dicha
para mí, cada una de las gotas de su Sangre corre para mí, es para mí cada una de sus
acciones, para mí todos sus padecimientos; todo por mi intención y para mi provecho.

En todas vuestras oraciones pedid a Jesucristo la gracia de comprender bien con qué
intención, con qué fines y en qué condición se hizo Hombre por vosotros, se hizo pobre
y obediente por vosotros, cuál fue su pensamiento muriendo por vosotros, resucitando
por vosotros.

Que vuestra fe os tenga a Jesucristo tan presente, que creáis verle siempre y obrar a su
respecto como lo hacía San José cuando vivía con Él sobre la tierra. Haced de modo que
sea, no sólo el objeto o el testimonio de vuestra oración, sino que tome parte en ella
como si quisiera hacer con vosotros una conversación toda santa. Manifestadle vuestro
amor con palabras tiernas o con la sola efusión de vuestro corazón, según os lo dicte Él.
Espíritu Santo, cuyas inspiraciones debemos seguir; y pues que lo que buscamos no es
otra cosa sino Él, debemos estar contentos y satisfechos cuando le hemos hallado.

Que nuestra inteligencia no obre en nuestra oración sino en cuanto es necesario para
mover el corazón. Si Dios en su misericordia quiere, sin la ayuda de la imaginación,
llenaros el alma de una suave paz y de admiración por la verdad que la fe os descubre, o
bien del deseo de pertenecerle por entero, permaneced tranquilos, sin ocuparos en
ningún otro pensamiento, aun cuando os pareciera muy santo; porque en esta paz
interior, el alma encuentra el fruto y el fin de todos sus anhelos.

Toda la vida de San José fue una continua oración. ¡Oh, cuántas veces ese
bienaventurado tutor del Niño Jesús iba como casta abeja recogiendo el jugo de la más
pura devoción, en esa hermosa flor que era Jesús! ¡Cuántas veces, como el pájaro
solitario, iba a descansar sobre el techo de ese augusto templo de la Divinidad!… Y
viendo a aquel Niño dormido sobre su pecho, y pensando en el eterno descanso que
habría de tomar sobre el pecho del Padre Celestial: «Descansad —le decía—, Verbo
Encarnado, Vos que dais el descanso a todas las criaturas, y que derramáis la alegría y la
dulzura de la paz como un río fecundo en el corazón de los hombres»; o bien, volviendo
al cielo sus miradas: «¡Oh estrellas, oh sol, he aquí el que os ha sacado de la nada y os
conserva todo vuestro esplendor!»; o considerando las divinas perfecciones de
Jesús: «¡Oh Hijo de Dios vivo, cuán amable sois! ¡Ah, si los hombres os conocieran!
¡Oh mortales, abrid los ojos, he aquí vuestro tesoro, vuestra salvación, vuestro rescate,
vuestra vida, vuestro todo!...»

He aquí cómo el alma piadosa, después de haberse ejercitado en amar a Dios en la


meditación, habla amorosamente con Él en coloquios llenos de ternura.

San José no hablaba continuamente con Jesús: a veces se contentaba contemplándolo, y


gozando en profundo silencio de la beatitud de su divina presencia. Es en esta forma
como el comercio con Dios llega en la oración a una unión simple y familiar, que la
lengua humana no puede expresar. Con Él se está como con un verdadero amigo; no se
pondera todo cuando se dice, pero se le habla espontáneamente, sin un orden
preconcebido, pero de todo corazón. Se tienen mil cosas para decir o preguntar a un
amigo, que se olvidan luego, sin que por ello pase el placer de la compañía. Todo está
dicho sin hablar palabra; se goza con sólo estar juntos, saboreando las dulzuras de una
santa y dulce amistad; se calla, pero se entienden en silencio; se sabe que se está de
acuerdo en todo, y que los dos corazones no forman sino uno solo. ¡Bienaventuradas las
almas interiores que, como San José, por su fidelidad a la gracia llegan a esta
familiaridad afectuosa con Dios!

Pleno de humildad y penetrado de su nada, San José unía sus oraciones a las de Jesús,
para dar gracias a Dios por todos los beneficios que recibía. «Yo soy una nada —decía
—; nada puedo, nada tengo que ofreceros, Dios mío. Pero tengo este Hijo divino que
me habéis dado: os adoro por medio de Él, y os doy gracias por sus méritos. No me
miréis a mí, pues nada tengo que ofrecer a vuestros ojos. Y ¿con qué títulos podría
presentarme delante de Vos? Pero mirad este Hijo: es el vuestro y es el mío. Respice in
faciem Christi tui.

Jesucristo —dice el gran Apóstol— es el mediador entre Dios y los hombres; subió al


cielo para apoyar nuestras oraciones con su mediación omnipotente: Ut appareat vultui
Dei pro nobis. En esta forma, nuestras oraciones, unidas, como las de San José, a las
oraciones de Jesucristo, no son ya oraciones puramente humanas: están llenas de la
santidad de Jesucristo; no son sino una sola y misma oración con las del Hijo de Dios;
son como Él divinas, y por lo mismo, son siempre escuchadas con todo el respeto que a
Él es debido.

En una palabra, San José sacaba de la oración los más preciosos frutos, animaba todas
sus acciones exteriores con el espíritu interior que perfeccionaba con este santo
ejercicio, y crecía continuamente en el conocimiento y el amor de Jesucristo. Animados
con su ejemplo, no nos contentemos tan sólo con hacer oración por la mañana y por la
noche, sino que el día entero sea para nosotros de ininterrumpida oración; y así como
durante el día se digiere el alimento material, así también, mientras estamos ocupados
en los quehaceres comunes, tratemos de alimentarnos del pan de la verdad y de la
caridad, que nos proporciona la oración.

MAXIMAS DE VIDA ESPIRITUAL

En todo lugar, en medio de vuestras ocupaciones exteriores, esforzaos por permanecer


libres internamente y tan dueños de vosotros mismos, de manera que todo esté sometido
a vuestra voluntad (Imitación de Cristo).

Sed fieles en hacer cada día un cuarto de hora de oración, y en nombre de Jesucristo os
prometo el cielo (Santa Teresa de Jesús).

Una lágrima derramada meditando la Pasión de Jesucristo, vale más que un año pasado
a pan y agua (San Agustín).

AFECTOS

Oh, bienaventurado José, hombre según el Corazón de Dios, no me canso de admirar los
tesoros de la gracia encerrados en vuestra hermosa alma. Jesús y María ocupaban solos
todo vuestro corazón. Modelo admirable de recogimiento y de fervor, habéis recibido
una gracia especial para atraer a las almas a Dios con la práctica de la oración. Por
vuestra intercesión os pido que sea iluminada, purificada y santificada la mía:
introducidla en aquel santuario de la vida interior, de la que me inspiráis una tan grande
estima y un tan ardiente deseo. Pero ¡ay de mí, que no soy capaz de mantenerme
recogido y unido a Dios ni el tiempo que dura la más breve oración! Haced que de ahora
en más sea fiel a las inspiraciones de la gracia, a fin de que, siendo Jesús mi tesoro y mi
todo, encuentre, como vos, mis delicias en estar junto a Él. Así sea.

PRACTICA

Hacer de modo de encontrar en el día un momento para recogeros y hondar en la


oración en unión con San José.
Día 26º- Esperanza de los afligidos. En tu vida, oh san José, no todo fue claro y fácil de
comprender. Sin embargo, supiste ubicarte siempre con la seguridad que te daba la
esperanza de estar en las manos de Dios.
Te ruego, oh san José, de consolar hoy a todos los que están afligidos por cualquier
causa. Llena sus días de personas amigas y desinteresadas.

SAN JOSÉ BENDITO

San José bendito tú has sido el árbol elegido por Dios no para dar fruto, sino para dar
sombra. Sombra protectora de María, tu esposa; sombra de Jesús, que te llamó Padre y
al que te entregaste del todo. Tu vida, tejida de trabajo y de silencio, me enseña a ser fiel
en todas las situaciones; me enseña, sobre todo, a esperar en la oscuridad. Siete dolores
y siete gozos resumen tu existencia: fueron los gozos de Cristo y María, expresión de tu
donación sin límites. Que tu ejemplo de hombre justo y bueno me acompañe en todo
momento para saber florecer allí donde la voluntad de Dios me ha plantado. Amén.

Empeño de San José por conocer a Jesucristo. 


No me he preciado de saber otra cosa entre vosotros sino a Jesucristo, y este
crucificado.
I Cor. 11, 2.
Desconocer a Jesucristo es ignorar toda la religión, que está fundada en la relación
íntima y esencial que todo cristiano debe tener con Él, pues que, recibiendo el
bautismo —dice San Pablo—somos revestidos al mismo tiempo de Jesucristo.

El Salvador mismo dice que Él es el Camino, la Verdad y la Vida. Sin el Camino no se


puede andar bien, sin la Verdad no puede haber conocimiento, y sin la Vida no se puede
vivir. Jesucristo es el Camino seguro, la Verdad que no engaña y la Vida que no tendrá
fin. Por Él vamos al Padre y llegamos a la vida eterna: Haec est vita eterna, ut
cognoscant te Deum verum, et quem misisti Jesum Christum (Juan, XVII, 3).

No podemos progresar en el amor de Dios sino en proporción al conocimiento y amor


que tengamos a Jesucristo, pues que El mismo nos lo dice: el Padre mide el amor que le
tenemos por la medida del que nosotros tenemos por Él: Qui diligit me, diligetur a
Patre. San Ambrosio nos asegura que trabaja inútilmente por conquistar la virtud el que
olvida que no puede adquirirse si no es estudiando a Jesucristo. Llegar a conocer a
Jesucristo —dice el Espíritu Santo— es la perfección más alta y la más eximia: Scire et
nosse te, consummata iustitia est (Sab. XV, 3).

El conocimiento de Jesucristo es tan excelente, que Dios mismo no sabría en su mente


infinita poseer uno más digno. San José llegó a una perfección tan sublime, porque pasó
la mayor parte de su vida ocupado en estudiar y conocer a Jesucristo. Desde el momento
que lo vio nacer en Belén, hasta el último suspiro de su vida, ese padre ternísimo no
perdió de vista un solo momento a aquel que quería pasar por hijo suyo delante de los
hombres. Su espíritu y su corazón estaban de continuo ocupados en esto. Sabía que el
Salvador se había hecho Hombre para ser nuestro modelo, y se consideraba muy
afortunado de tener constantemente ante sus ojos sus divinos ejemplos, de conversar
con Él frecuente y familiarmente, de ser testigo de su conducta y objeto de su cariño. Su
espíritu vivía en una ininterrumpida contemplación aun durante el trabajo, y su corazón
estaba inflamado del más puro amor.

José prestaba atención a todos los movimientos y a todas las palabras de Jesús, y las
conservaba y las meditaba secretamente en su corazón. El mismo interés tenía por
cuanto María le decía de su divino Hijo, objeto habitual de sus conversaciones más
íntimas; escuchaba con el mayor recogimiento cuanto decían de Él las personas
inspiradas por el Espíritu Santo, como Isabel, el anciano Simeón y otras, y esculpía
profundamente en su alma todo cuanto tenía relación con Jesús.
Para imitar a San José, nuestro principal empeño ha de ser el de estudiar y conocer a
Jesucristo, no superficialmente y al vuelo, sino con toda la atención de que somos
capaces con la gracia. Nunca meditaremos suficientemente sobre tan excelso
argumento. Adentrándonos en él, descubriremos siempre algo nuevo, y cuanta más luz
consigamos, encontraremos nuevos tesoros. Todo otro estudio, toda otra ocupación que
nos alejen de estos, son inútiles y peligrosos. Los demás estudios de nada nos servirán
para la eternidad, si no son mandados, dirigidos y santificados hacia este fin. «Todo me
parece pérdida —dice San Pablo— fuera del conocimiento de Jesucristo».

Pero no nos debemos contentar con estudiar a Cristo exteriormente. Aun cuando
conociéramos las más íntimas particularidades de su vida, todo lo que dijo e hizo en el
curso de los años que pasó en la casa de Nazaret con María y con José, si no conocemos
el espíritu que animó sus palabras, todos y cada uno de sus padecimientos y todas y
cada una de sus acciones, no tendremos la ciencia de Jesucristo. Pocos son los cristianos
que saben lo que Jesucristo hizo por nosotros y lo que es por sí mismo: la mayor parte
se contentan con lo que alcanzan a ver exteriormente en ese Hombre-Dios, sin
preocuparse de estudiar a fondo su alma y el principio interior de sus maravillosas
virtudes: Unus Dominus Jesus Christus, per quem omnia, et nos per ipsum, sed non in
ómnibus est scientia. ¿Cuántas son las personas que, al meditar o contemplar el
nacimiento del Salvador, no van más allá de lo que se ofrece ante sus ojos: el estado
humilde y penoso en que nació, el pesebre, los pobres lienzos en que fue envuelto, y se
conmueven ante las lágrimas y vagidos de aquel pequeño Niño?

San José no se detenía en la parte exterior de este misterio: penetraba en lo más hondo
del mismo, y pensaba que este Niño que así había querido nacer, era el Unigénito de
Dios, el Rey del cielo y de la tierra, a quien se debe todo honor, toda gloria y toda
riqueza; que así había venido al mundo por su propia voluntad, a fin de honrar a su
Padre celestial con su propio abajamiento, y darnos la paz con el entero don de sí
mismo, y que mientras lloraba y gemía como un niño común, era la sabiduría eterna, la
fuerza, la omnipotencia, y se ofrecía al eterno Padre pronto a cualquier sacrificio.

Y más aún, pues estas consideraciones no son suficientes, sino que aplicándose este
misterio de amor, se decía: «Es por mí que Jesús quiso nacer así, para enseñarme a
despreciar las riquezas; a estimar la pobreza, las penas y las humillaciones, que son su
secuela; para iniciarme en la escuela del anonadamiento de mí mismo, en esa vida
interior de la que me ofrece desde su nacimiento tan perfecto modelo. ¿Qué semejanza
hallo entre mis disposiciones actuales y las de este Niño; entre mis penas, mis
pensamientos, mis afectos y los suyos? ¿Qué debo hacer para volverme semejante a
Él?...»

Así estudiaba San José los misterios de la vida de Jesús, meditaba sus divinas palabras y
sus menores acciones; y así también debemos hacer nosotros, si queremos ser almas
verdaderamente interiores, aplicándolo a nosotros mismos y sintiendo en nosotros —
como nos exhorta San Pablo— los sentimientos que tenía Jesucristo; revistiéndonos de
Jesucristo; pensando y obrando

como Él, con los mismos principios y por el mismo fin, para asemejarnos a Él en todo.
¿Y no es este, acaso, el objeto del Evangelio, de las Epístolas de los Apóstoles, y
particularmente de las de San Pablo? ¿Puede haber piedad verdadera más grata a Dios,
más útil a nuestra alma, pues que la vida interior no tiene otro fin que la contemplación
afectuosa y la imitación de Jesucristo?. . . «¿A quién iremos nosotros, Señor? —
debemos decir con San Pedro—. Tú solo tienes palabras de vida eterna».

¿No nos ha dicho Nuestro Señor Jesucristo: Ninguno va al Padre sino por Mí?… Ahora
bien; si no se conoce a Dios Padre sino por cuanto se conoce a Jesucristo, así también
no puede ser conocido para ser amado sino en cuanto se conoce su Corazón, es decir,
cuánto hay en Él de más interior. ¿No es, pues, evidente que el conocimiento del
Corazón de Jesús supera el conocimiento y la práctica de la vida interior y la encierra
toda entera?. . .

Si queréis, oh almas piadosas, penetrar como San José en aquel santuario augusto,
entregad vuestro corazón a Jesús; abandonadlo a su inspiración y a su gracia, y Él os
descubrirá todos sus secretos, os comunicará el amor de que está inflamado, y con el
amor os dará todas las virtudes que forman su cortejo. Con la entrega del propio corazón
se conquista el corazón de un amigo: Jesús os ha dado el suyo, y por lo tanto tiene
derecho al vuestro. Si se lo rehusáis, perderéis el derecho que tenéis sobre el suyo, y ya
no tendréis libre acceso a Él.

Esta feliz disposición de estudiar las virtudes de Cristo, de conocer sus perfecciones, de
meditar todas sus acciones y palabras, es una de las señales de predestinación más
ciertas que podamos tener en este mundo. El Espíritu Santo, después de haber dicho que
el conocimiento de Jesucristo es la justicia más perfecta, agrega estas notables palabras:
«Este conocimiento es una señal de inmortalidad». Radix immortalitatis; es decir, señal
de predestinación; y esto es lo que hacía decir a San Pablo que «no tienen que temer la
condenación los que están en Cristo: Nihil damnationis est us qui sunt in Chisto
Jesu» (Rom. VIII, 8).

En la meditación de las epístolas de San Pablo podremos beber las más sublimes ideas
que puedan tenerse de Jesucristo.

Puede decirse que cada página de ese santo libro está dedicada a la continua repetición
del adorable nombre del Salvador; y es verdad que ese grande Apóstol se gloriaba con
razón de haber recibido del cielo el don admirable de anunciar a todos los pueblos las
incomprensibles riquezas encerradas en la persona de Jesucristo: Mihi data est gratia
evangelizare in gentibus investigabiles divitias Christi (Efes. III, 8).

Si queremos ser interiores, debemos crecer cada día —según la recomendación de San
Pedro— en el amor y el conocimiento de Jesucristo: Crescite in gratia et in cognitione
Domini nostri et Salvatoris Jesu Christi. Es un estudio consolador, que derrama una
unción divina en nuestras almas, y le inspira insensiblemente un amor tan tierno y
reverente hacia este amable Salvador, que cualquier cosa que aleje de nuestro espíritu el
recuerdo de su adorable Persona, nos resultará insípida e importuna. «No he hecho
profesión —dice San Pablo— de saber otra cosa fuera de Jesús, y Jesús Crucificado». Y
por eso desea vivamente «que Jesucristo permanezca en nosotros y esté siempre
presente por una fe viva y afectuosa».

MAXIMAS DE VIDA ESPIRITUAL

Que nuestra principal preocupación sea estudiar y meditar a Jesucristo (Imitación de


Cristo).
En Jesucristo tenemos todas las cosas, y Jesucristo es todo para nosotros (San
Ambrosio).

El desear sufrir y ser crucificado es muy fácil; pero la práctica es difícil y amarga (De
Berniéres).

AFECTOS

¡Oh, bienaventurado José, qué felicidad sería la mía, si como vos, supiera dejar de lado
tantas curiosidades frívolas e inútiles, para, a vuestro ejemplo, ocuparme únicamente en
estudiar a Jesús, y este crucificado!…

¡Oh, serafín de amor, glorioso Patriarca! Vos sois admirable en todas las virtudes, pero
me place especialmente admirar vuestra íntima unión con Jesús. ¡Afortunadas vuestras
manos, que cargaron al Dios de majestad y que no trabajaron sino por El! ¡Felices
vuestros ojos, que no cesaron de contemplarle! ¡Pero todavía más bienaventurado
vuestro corazón virginal, que le amó siempre, y no amó jamás a nadie más que a Él!.. .

PRACTICA

Tener en el cuarto una estatua o imagen de San José con el Niño en brazos.

Día 27º- Patrono de los moribundos. Tú, oh san José, tuviste la suerte de morir asistido
por Jesús y tu esposa María. ¡Nadie podría desear algo mejor en el momento más
decisivo de su vida!
Asísteme, oh querido santo, en el momento de mi muerte.

"Dios te salve, oh José, esposo de María, lleno de gracia, Jesús y su Madre están
contigo, Bendita tú eres entre todos los hombres y Bendito es Jesús el Hijo de María.
San José, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén"

ORACIÓN A SAN JOSÉ DE SANTA TERESA

Glorioso Patriarca San José, cuyo poder sabe hacer posibles las cosas imposibles, venid
en mi auxilio en estos momentos de angustia y dificultad. Tomad bajo vuestra
protección las situaciones tan serias y difíciles que os encomiendo, a fin de que tengan
una feliz solución. Mi bienamado Padre, toda mi confianza está puesta en Vos. Que no
se diga que Os he invocado en vano y puesto que Vos podéis todo ante Jesús y María,
mostradme que vuestra bondad es tan grande como vuestro poder. Amén.

Fidelidad de San José en imitar a  Jesús.


Sed imitadores míos, así como yo lo soy de Cristo.
I Cor. XI, 1.

Es riguroso deber de todos los cristianos, si quieren salvarse, el conformar su vida a la


de Jesucristo, e imitar los ejemplos que nos dio durante su vida mortal. «Todos aquellos
—dice San Pablo— que Dios ha previsto desde toda la eternidad que habían de ser del
número de sus elegidos, los ha predestinado en el tiempo a ser conformes a la imagen de
su Hijo Jesucristo» (Rom. VIII, 29).

El Hijo de Dios se encarnó a fin de que, haciéndose semejante al hombre, nos fuera más
fácil imitarle. En efecto, desde el primero hasta el último instante de su vida, Jesucristo
no hizo cosa alguna que no haya tenido por fin instruirnos y darnos ejemplo. Por lo
tanto, debemos persuadirnos de que el Salvador nos repite a cada uno de nosotros lo que
dijo a los Apóstoles después de lavarles los pies: «Exemplum dedi vobis, ut
quemadmodum ego feci vobis, ita et vos faciatis: Os he dado el ejemplo, a fin de que
hagáis aquello que Yo mismo he hecho». Jesucristo no es tan sólo el guía a quien
debemos seguir, sino también el camino por el que debemos andar, si queremos hallar la
verdad y llegar a la vida eterna: Ego sum via, véritas et vita.

Si San José llega a una santidad tan eminente, ¿no es acaso porque tuvo la suerte de ver
más de cerca y escuchar más frecuentemente al Verbo hecho carne?… Todo, en efecto,
invitaba a San José a imitar a Jesucristo: el ejemplo de María, que estaba siempre atenta
a copiar minuciosamente el interior de su Hijo divino, y a procurar la perfección en
todo. El amor de que estaba inflamado San José lo llevaba a hacerse semejante a Jesús.

Cada día comprobamos que el amor natural de los padres los convierte casi en niños con
sus hijos pequeños. Ahora bien; ¿quién podrá comprender todo lo que el amor
sobrenatural del cual San José estaba lleno, le inspiraba hacia Jesús, a quien consideraba
como a Hijo queridísimo? ¡Con qué ternura, con qué efusión de corazón, con qué
respetuoso afecto se hacía niño con aquel divino Infante!. . .

Ya sabría José, seguramente, aquello que el Salvador debía decir en el Evangelio: Nisi
efficiamim sicut parvulm iste, non intrabitis in regnum celorum (Mat. VIII, 3). Si no os
hacéis como niños, si no os hacéis semejantes a Él, si el amor no os trasforma en Él, no
seréis jamás dignos de entrar en el cielo. Los que nunca amaron ardientemente y no
conocen la natura-eza del amor, no pueden comprender —dice San Agustín— la fuerza
que el amor tiene para trasformar al que ama en el objeto amado, y darle las mismas
inclinaciones, la misma voluntad y hasta los mismos pensamientos. Del mismo modo,
un alma piadosa no puede tener la certeza de poseer el amor de Jesucristo en su corazón,
si no siente, como San José, el deseo ardiente de transformarse en Él, de adquirir su
espíritu, de seguir sus máximas, de no estimar sino lo que Él estima, de despreciar todo
lo que Él desprecia, de amar todo lo que Él ama, las cruces, las humillaciones; en una
palabra, de conformarse enteramente a Él en todo, de dejar de ser lo que se es, para
comenzar a ser lo que Él es.

Pero desdichadamente, ¡qué corto es el número de los cristianos que comprenden y


gustan estas verdades!… Casi todos, buscándose a sí mismos, no se encuentran más que
a sí mismos, y siempre permanecen en sí mismos. Deseamos que Dios se dé a nosotros,
para hacer de Él lo que sea de nuestro agrado, pero no queremos darnos a Él sin
reservas, como San José, para que Él obre en nosotros según su voluntad. Hablad, oh
Jesús, a nuestro corazón; hacednos conocer y amar la belleza de ese amor tan puro, que
trasforma nuestras almas en Vos mismo.

Vuestro amor por mí, oh Señor, os ha obligado a haceros semejante a mí, pobre mortal,
sujeto a la enfermedad y al dolor. Si yo os amo verdaderamente, mi amor por vuestra
adorable Persona debe hacerme semejante a Vos, humilde, dulce, modesto, paciente,
obediente y pleno de caridad para todos.

San José tenía continuamente los ojos del espíritu sobre Jesucristo, para reproducir en sí
mismo lo mejor que le era posible toda su imagen; para conformar los sentimientos, las
facultades de su alma y todos sus actos a los sentimientos, a las facultades del alma y a
las acciones de su divino modelo, de manera que sus ojos eran puros, sencillos y
modestos como los de Jesús; sus oídos estaban cerrados a todas las conversaciones
vanas, aduladoras o poco caritativas; su boca, como la de Jesús, no se abría sino para
edificar al prójimo, consolar a los afligidlos, instruir a los ignorantes; no usaba de sus
manos sino para hacer el bien a todos, practicando las obras de justicia y de
misericordia; en una palabra, todos sus padecimientos y todos sus actos eran regulados
por la modestia y perfectamente sujetos al espíritu, como los de Jesús.

He aquí lo que San Pablo llama «práctica de la mortificación de Jesucristo en nuestros


cuerpos», para ser copias vivas y fieles del modelo divino. Tal era San Francisco de
Sales, cuyo exterior y modales semejaban el exterior, los modos y las virtudes de
Jesucristo, cuando vivía entre los hombres. Haced, oh divino Salvador, que yo tenga
continuamente, como San José, los ojos del corazón y del alma sobre vuestra divina
Persona, a fin de que todas mis acciones sean otros tantos rasgos que contribuyan a
formar en mí vuestra imagen. Nuestro Señor Jesucristo es la regla general y universal de
nuestra vida: por lo tanto, cada acción del Salvador —dice San Basilio— debe ser la
regla particular de cada una de las nuestras. Para imitar a San José, debemos considerar
atentamente cómo procedía Nuestro Señor en las varias circunstancias de la vida, a fin
de conformar en todo nuestra conducta con la suya.

En nuestras relaciones con el prójimo, no debemos jamás perder de vista la modestia


que se trasparentaba en toda la persona de Jesucristo, sin quitarle nada de aquella
majestad que inspiraba un amor respetuoso a todos los que le veían; ni la gravedad de la
conversación, acompañada siempre de una dulzura inefable y siempre regulada por una
maravillosa discreción; ni la condescendencia al adaptarse al querer de unos y a soportar
las importunidades de los demás; ni su respeto y la sumisión a aquellos que por su
condición o dignidad estaban por sobre los demás; ni su particular afección por los
pobres; en una palabra, la equidad y sencillez de su conducta, unida a una prudencia del
todo divina.

San José estaba especialmente atento a imitar los sentimientos de respeto y humildad, de
adoración del Salvador, cuando cumplía con algún deber de religión o se dirigía al
Padre celestial. Procuremos también nosotros, en nuestros ejercicios de piedad, tener
continuamente los ojos sobre este divino modelo.

Que nunca falten a nuestras oraciones las disposiciones que Jesús tenía cuando por
nosotros oró en el huerto de los Olivos: se separa de las criaturas; se postra, adora y
sumerge en un profundo anonadamiento; se llena de una perfecta contrición por todos
los pecados del mundo; hace penitencia y se arrepiente profundamente, aceptando con
resignación la muerte que los hombres han merecido. No obstante el debilitamiento de
las fuerzas en que cae, persevera una hora entera en la oración, animado de la más viva
confianza, llamando a Dios su Padre, y diciéndole que sabe que todo le es posible; en
una palabra, se somete a todo lo que quiera mandarle: Non sicut ego volo, sed sicut tu.
Nuestro divino Salvador nos ofrece un modelo no menos admirable de las disposiciones
que debemos llevar a la santa comunión. Hablando de la Cena, el Evangelista dice que
aun cuando Jesús había amado siempre a los suyos, quiso todavía, antes de su muerte,
darles una prueba de amor más conmovedora, instituyendo ese adorable Sacramento
para enseñarnos que la principal disposición para participar dignamente de este misterio
es la caridad. Dijo a sus Apóstoles que había deseado con gran deseo comer esa Pascua
con ellos, para enseñarnos que el tener un ardiente y vivo deseo, es una excelente
preparación para recibir su Cuerpo adorable. Finalmente, antes de dar la comunión a sus
discípulos, se abajó hasta lavarles los pies, para enseñarnos con qué humildad y pureza
debemos acercarnos a tan tremendo misterio.

Pero sobre todo debemos, como San José y según el consejo del grande Apóstol, tratar
de formar a Jesucristo en nuestros corazones, a fin de que no vivamos más de nuestra
propia vida, sino de la vida de Jesucristo, teniendo sus mismos sentimientos, sus
mismos pensamientos, sus mismos afectos; amando lo que Él ama, evitando con
diligencia lo que Él aborrece, teniendo en nuestras acciones el mismo principio y el
mismo fin que el divino Salvador.

Pero no siempre depende de nosotros imitar los actos exteriores de la vida de Jesucristo.
Dios no lo exige sino a un corto número de cristianos, de los cuales, a unos llama a la
imitación de su pobreza; a otros, a la de su vida oculta o a la de sus divinas fatigas y
ministerio público. La variedad de los estados y de las condiciones de la sociedad
humana así lo exigen. Pero todos, ricos y pobres, doctos e ignorantes, son llamados a
imitar el espíritu de Jesucristo.

Sin cambiar en nada lo exterior en lo que respecta a las varias condiciones, de nosotros
depende ser humildes en la grandeza, y con San José, estar contentos en la condición
oscura en que Dios nos ha puesto, sin avergonzarnos por ello y sin desear grandezas. De
nosotros depende renunciar con el afecto a los bienes, si es que los poseemos, y a no
quejarnos de la pobreza, bendiciendo a Dios, que nos quiere hacer semejantes a Jesús, a
María y a José. Depende enteramente de nosotros mandar con dulzura y con humildad
—como lo hizo San José, quien no olvidó jamás que la autoridad la había recibido de
Dios—, u obedecer a los hombres, casi como a Dios, con miras nobles y dignas de un
cristiano. Todos recibimos la gracia de conformarnos de esta manera a los sentimientos
interiores de Jesús, para pensar y obrar cada uno en nuestro estado como Él mismo
había pensado y obrado.

«En todas vuestras acciones, en toda palabra, sea que caminéis o que corráis, que
habléis o calléis, que estéis solos o en compañía, tened siempre los ojos sobre Jesucristo
—dice San Buenaventura— como sobre vuestro modelo. Estas frecuentes miradas sobre
Jesús inflamarán vuestro amor, os harán entrar en una gran familiaridad con Él, os
inspirarán confianza, os con-seguirán la gracia, y os harán perfectos en todas las
virtudes.

«Que sea este vuestro empeño, vuestra oración y vuestro gusto: el tener siempre
presente en vuestro espíritu el recuerdo de alguno de sus misterios, para excitaros a
imitarle y a amarle. Cuanto más fieles seáis en imitar sus virtudes, más cerca estaréis de
Él en la gloria, porque seréis más semejantes a su celeste y eterna belleza».
MAXIMAS DE VIDA ESPIRITUAL

Las acciones de Jesucristo son reglas vivas que tienen influencia sobre las nuestras, por
cuanto las hizo no sólo para servirnos de modelo, sino también para merecernos la
gracia, las luces y los santos afectos para imitarle (P. Grott).

Con la gracia, la cruz y el amor se consigue la unión íntima con Jesucristo (P. Nepveu).

 Muchas oraciones sin mortificación son inútiles (Santa Teresa de Jesús).

AFECTOS

Oh bienaventurado José, vos que jamás habéis perdido de vista al divino Salvador
confiado a vuestros cuidados, y habéis tenido la suerte de contemplar durante treinta
años sus divinos ejemplos, conformando en todo vuestra vida a la suya, ¡qué celestiales
ardores y qué trasportes de amor no encendería en vuestra alma la conversación con ese
Hijo tan adorable! ¡Dios mío, qué suerte tan grande la de ver siempre a Jesús, pensar
siempre en Jesús, trabajar siempre con Jesús!… Vos gozabais de su presencia sensible
bajo las apariencias de Niño; nosotros le poseemos en el Sacramento de su amor en un
estado de gloria, de impasibilidad, que no quita nada a su ternura y familiaridad. ¡Qué
felices seríamos, si como vos supiéramos escuchar y poner en práctica las divinas
lecciones que no cesa de darnos, instándonos a seguirle, a fin de que por nuestra
fidelidad en imitarle, merezcamos poseerle eternamente en el cielo! Así sea.

PRACTICA

Rezar y ganar indulgencias por las almas del purgatorio que tuvieron por patrono a San
José.
Día 28º- Amparo de las familias. Oh san José, la Escritura afirma que a lado tuyo y de
María, Jesús “crecía en edad, sabiduría y gracia”.

Te ruego, oh san José, por los niños y los jóvenes para que encuentren en su familia y en
la comunidad el ambiente ideal para crecer sanos y felices.

ORACION DE LOS PADRES A SAN JOSE

Oh santo esposo de María,


por el don que tú hiciste
de ti mismo
al servicio de su divina maternidad,
bendice nuestro matrimonio,
para que en nuestros corazones
reine la unión, la paz
y la concordia.
Junto con María
protege a nuestra familia
para que seamos siempre
fieles a nuestra misión
de esposos y padres,
en el mutuo amor y respeto.

Amor de San José a Jesús. Caracteres de la caridad.

Hallé al que adora mi alma.


Cant. III, 4.
Nuestro Señor Jesucristo confió el gobierno y la dirección de su Iglesia a San Pedro,
después de

haberle exigido una pública y solemne declaración de su ardiente caridad. «Simón, hijo
de Juan, ¿me amas tú más que estos?… Sí, Señor; Tú lo sabes todo; Tú conoces que yo
te amo…» Y sólo después de repetida tres veces esta protesta de amor tan grande,
sincera y expresiva, lo estableció príncipe de los Apóstoles.

¿Podremos creer que Dios haya querido de San José un amor menos fuerte y menos
puro, para darle el cuidado y la dirección, no ya del cuerpo místico de la Iglesia, sino de
su Cabeza adorable?..  ¡Ah!, si Dios quiso dar a San José una tan admirable
prerrogativa, no fue sino después de haber encendido su corazón en las más vivas
llamas de la caridad. José amaba a Dios con toda su alma y con todas sus fuerzas, aun
antes de haber recibido esas gracias extraordinarias; su amor, más fiel y constante que el
de San Pedro, no experimentó jamás la menor alteración; su vida fue un acto perpetuo
de ardiente caridad, que se levantaba día tras día a la más alta perfección.

José vivía como un serafín en carne humana; su corazón gozaba a raudales de las
delicias del santo amor, cuando Dios, queriendo hacerle el inestimable honor de
custodio y padre adoptivo de su Unigénito, le comunicó alguna de esas centellas que
tiene reservadas para alguno de sus escogidos, y que es el esplendor de su gloria y la
imagen viva de su esencia. Así nació el amor de José; se obró como una efusión del
Corazón de Dios en el suyo; de consiguiente, el amor que tiene por Jesús nació de la
misma fuente que el honor de ser Custodio de ese Hijo divino.

Dios quiere, oh bienaventurado José, que recibáis como a Hijo vuestro al Hijo purísimo
de María. No dividís con Ella el honor de haberle dado la vida, pero compartís con Ella
las inquietudes, las vigilias, las preocupaciones en medio de las que María criará a ese
Hijo queridísimo; ocuparéis el lugar de padre para ese santo Niño.

¿Quién podrá decir con qué alegría le recibió José, y cómo se ofreció de todo corazón
para hacerle de padre adoptivo?. . .Y                                          desde entonces no vivió
sino para Jesús: todos sus cuidados y solicitudes

fueron para Jesús, para quien tuvo corazón de padre. Si trabajaba, si sufría, si se
imponía privaciones o peregrinaba en el destierro, oculto en la más profunda oscuridad,
todo lo hizo por Jesús y únicamente por Él: Probatio amoris exhibitio est operis.

Vuestro amor, oh José, recibe un nuevo acrecentamiento. Ya no es el Dios invisible, el


Dios espíritu el que vos amáis, ahora sentís un amor más tierno y más sensible; un amor
natural y sobrenatural os hace gozar de delicias y ardores hasta ahora desconocidos al
corazón del hombre, y que los ángeles mismos envidiarían, si pudieran. Vos amáis a
vuestro Dios hecho semejante a vos, a vuestro Dios convertido en Hijo vuestro, el más
hermoso de los hijos de los hombres, el Omnipotente revestido de los atractivos de la
infancia, el Deseado de todas las naciones, el Rey y Salvador del mundo, confiado a
vuestros cuidados, a vuestro gobierno. Y vos pudisteis amarle con una ternura tanto más
viva y fuerte, cuanto que la gracia y la naturaleza no señalan límites a vuestro amor.

Podemos repetir con el Salmista: «Un abismo llama a otro abismo»; y esto, porque para
formar el amor de San José fue necesario fundir cuanto la naturaleza tiene de más tierno
y la gracia de más eficaz; la naturaleza tenía su parte, porque el amor se refería a un
hijo, y al mismo tiempo no podía faltar la gracia, porque el amor se refería a un Dios.
Pero lo que sobrepasa a la imaginación humana, es que la naturaleza y la gracia
ordinarias no bastan para explicar tanto misterio; porque no es propio de la naturaleza
dar el Hijo de un Dios, ni lo es de la gracia —ordinaria, por lo menos— el poder amar a
un Dios en un hijo.

Padre afortunado, que pudo amar excesivamente a su Hijo, si así puede decirse, sin
amarle demasiado; que pudo dar todo aDios, sin quitar nada a su Hijo; que no tuvo que
temer ese oráculo de Jesucristo: «Aquel que ama a su hijo más que a Mí, no es digno de
Mí». El objeto del amor de José era infinitamente amable, y él, por lo tanto, debía
amarle infinitamente: que si hubiera podido hacerse algún reproche, habría sido de no
amarle lo suficiente. Pero José le amaba con todas sus fuerzas, y según la exacta y
sobreabundante medida de gracia que había recibido.

Si amar a Jesús y ser amado por Jesús son dos cosas que atraen las divinas bendiciones
en las almas, ¿qué torrente de gracia no debía inundar el corazón de José?.. . Jesús no se
saciaba de verse amado por su padre, y este augusto padre no creía tener nunca amor
suficiente para aquel único dilecto Hijo; por lo que incesantemente pedía la gracia de
amarle, y este pedido le merecía siempre nuevas y mayores gracias.

Si los discípulos de Emaús, por haber conversado breves momentos con el Salvador,
sintieron su corazón todo encendido en amor; si Jesús, con la dulzura de su palabra
atraía de tal manera a las gentes, que se olvidaban hasta del alimento, ¿qué habrá sido
para José, que tuvo la suerte de conversar durante treinta años del modo más familiar
con el Verbo encarnado? ¿Cómo habría podido recibir por tan largo tiempo las
afectuosas atenciones del divino Salvador, sentir sobre sí sus tiernas miradas llenas de
gracia y de favor, ser amado, y amar otra cosa fuera de Él?…

El Salvador mismo dice en el Evangelio que vino a traer a la tierra el fuego sagrado de
ese amor divino que le une en el cielo a su Padre celestial: lógico es, entonces, que en
cuanto lo permiten los límites de la criatura, inflamara en la misma caridad a José, que
ocupaba el lugar de padre suyo en este mundo.

Ah, si un soldado pagano se sintió iluminado por la verdadera fe y se hizo santo viendo
la caridad de los primeros cristianos, ¿qué profundas impresiones debían de hacer en el
alma de José   las conversaciones, los ejemplos de María, la cual amó a Jesús como no
le alcanzaron a amar todos los santos y serafines juntos? ¿Qué acrecentamiento de
caridad no debían de obtener a José las oraciones de esa Virgen divina, Madre del
Salvador, Esposa del Espíritu Santo?…

Y no temamos decir que ningún santo, después de María, amó a Jesús como le amó
José, por cuanto

ningún santo tampoco recibió favores tan insignes; nadie como él prestó a Jesús tantos
servicios personales; ninguno tuvo la suerte de vivir tan largo tiempo en la compañía del
divino Maestro. Nadie, en una palabra, pudo ver tan de cerca los tesoros de gracia y de
amor encerrados en su adorable persona.

Hubo santos que llevaron la caridad a un grado por demás heroico: por ejemplo, un San
Pablo, que llegó a desafiar a todos los poderes del cielo y de la tierra a que lo separaran
del amor de Jesucristo; un San Francisco de Asís, que mil veces al día suplicaba a Dios
que lo hiciera morir por Él; un San Agustín, que con indecible nostalgia repetía estas
sublimes palabras: «Belleza siempre antigua y siempre nueva, muy tarde os conocí y
muy tarde os amé»; y con santo ardor, este doctor de la gracia —es decir, del amor—
agregaba estas palabras, las más hermosas que labio humano haya jamás pronunciado:
«¿Por qué no soy yo Dios y Vos Agustín?. . . Entonces querría volver a ser Agustín,
para haceros a Vos mi Dios…»

Finalmente, el amor divino que reinaba sin obstáculos en el corazón de José y ocupaba
todos sus pensamientos, aumentaba día a día con su empeño, se perfeccionaba con el
deseo, se multiplicaba en sí mismo hasta alcanzar tal perfección, que la tierra no hubiera
podido contenerlo. «Un Santo que tanto había amado durante su vida, no podía sino
morir de amor —dice San Francisco de Sales—; muerte nobilísima, que debía ser la
consecuencia de la vida más noble que jamás haya vivido criatura alguna, y de cuya
muerte desearían morir los mismos ángeles, si fueran capaces de muerte».

¡Oh almas interiores, almas privilegiadas, a quienes Dios ha colmado de gracias


especialísimas! Vosotras debéis imitar a San José; como él, debéis consagraros a amar a
Dios con un amor superior al que podáis tener a cualquier otro objeto. Dios es
soberanamente celoso, y no admite corazones divididos: los quiere enteros, porque lo
merece; quiere que le pertenezcan a Él solo, ya que Él solo los merece, porque los ha
creado para sí. Por poco que desviéis vuestro corazón hacia las criaturas, es un hurto
que le hacéis a Dios; le quitáis un bien que le pertenece, y que no puede ceder a los
demás. Debéis amarle a Él solo absolutamente, y amar todo lo que a Él se refiera. Por lo
tanto, los afectos de vuestro corazón deben dirigirse a Dios como a su fin, y reunirse en
Él como en su centro. «No es amaros suficientemente —dice San Agustín— el amar
con Vos alguna cosa que no se ama por Vos». «El perfecto amor de Jesús no desea otra
cosa —dice San Jerónimo— más que agradar a Jesús. Si tiene alguna otra pretensión,
señal es de que no ama sin imperfección al divino Salvador».

«La verdadera señal de que amamos a Dios en todas las cosas —dice San Francisco de
Sales—, es cuando le amamos igualmente en todas; pues que siendo igual a sí mismo, la
falta de igualdad en nuestro amor hacia Él, no puede tener otro origen que el habernos
detenido en alguna cosa que no es Él».

El alma piensa en lo que el corazón ama, y si amáis a Dios con todo el corazón, toto
corde. «¿Queréis saber lo que amáis? —dice San Lorenzo Justiniano—. Examinad hacia
qué cosa se encaminan vuestros pensamientos, y por ellos conoceréis el objeto de
vuestro amor». Es así como los pensamientos de San José estaban todos en Dios y eran
todos para Dios; nada se le importaba de las criaturas, sino en cuanto podían llevarlo a
Dios. En todos los seres admiraba el poder, la sabiduría y la grandeza de Dios como en
un espejo; y de aquí provenía la felicidad que tenía de mantenerse unido con Dios, de
pasar tan fácilmente de la acción a la oración. Su mente, de acuerdo con su corazón, no
perdía jamás de vista al que amaba con todas sus fuerzas.

Y finalmente, para penetrar bien en las santas disposiciones de este augusto modelo, no
os saciéis

jamás de amar a Dios con un amor afectivo, sino con un amor efectivo.

«Con el primero —dice San Francisco de Sales— amamos a Dios y todo lo que El ama,
y con el segundo servimos a Dios y hacemos cuanto Él nos ordena. El primero nos une
a la voluntad de Dios, y el segundo nos hace seguir su santa voluntad. Uno nos llena de
complacencia, de deseos, aspiraciones y ardores espirituales, haciéndonos practicar la
unión y la fusión de nuestra alma con Dios; el otro nos inspira firmes resoluciones,
valor decidido, y la inquebrantable obediencia necesaria para cumplir la voluntad de
Dios y para sufrir, amar, aprobar y abrazar cuanto viene de su beneplácito. El uno hace
que nos alegremos en Dios, y el otro, que agrademos a Dios; con el primero ponemos a
Dios sobre nuestro corazón como una señal de amor bajo la cual se unen nuestros
afectos, y con el segundo le ponemos sobre nuestro brazo como una espada de amor,
con la cual realizamos actos heroicos de todas las virtudes: Pone me ut signaculum
super cor tuum, ut signaculum super brachium tuum (Cant. VIII, 6)».

MAXIMAS DE VIDA ESPIRITUAL

Sueño del alma es olvidar a Dios: todo el tiempo que el alma vive olvidada de Dios, ha
estado dormida (San Agustín).

La vida del amor propio es la muerte del amor puro, y la vida del amor puro es la
muerte del amor propio. Es necesario perder todo otro amor, para obtener el más puro
(P. Huby).

Nada mío, ni para mí, sino todo de Dios y para Dios.

AFECTOS

Padre dilecto del Salvador, digno esposo de su Madre divina: por ese inestimable favor
que habéis tenido de estar tan estrechamente unido a los corazones de Jesús y de María,
y de participar abundantemente de sus gracias y de sus virtudes, dignaos obtenerme de
amarles como vos, con un amor puro y generoso, con un amor fiel e invariable, a fin de
que después de haber imitado vuestros ejemplos, tenga la suerte de morir entre sus
brazos y de contemplarles para siempre con vos en la bienaventuranza eterna. Así sea.

PRACTICA

Después de la visita al Santísimo Sacramento y a la Virgen, saludar a San José con una
breve y fervorosa oración.
Día 29º- Modelo de vida doméstica. Oh san José, en la Familia de Nazaret asumiste
plenamente tu responsabilidad, con espíritu de colaboración y de humildad.

Haz, oh san José, que los padres sepan unir todas las potencialidades del amor humano
con una buena vida cristiana.

Oración

¡Salve, esposo inmaculado de Maria! Te saludo, fiel guardián de Jesús. Te saludo padre
y jefe de la sagrada familia.

Te suplico, por las gracias con que se coronaron tus virtudes, nos obtengas una castidad
inviolable y una gran pureza d consciencia en nuestras comuniones. San José, hombre
según el Corazón de Dios, ruega por nosotros.

San José, modelo de todos los estados

Singular prerrogativa del glorioso Patriarca San José que pueda proponerse
meritísimamente y con excelencia como modelo de todos los estados.

Santos hay que parecen destinados por Dios para ejemplo y dechado de una clase sola o
de un estado particular; pero San José, a imitación de su celestial Esposa, a todas las
clases y estados conviene, y no de una manera vaga y general, sino tan propia y
particular como si exclusivamente a cada uno correspondiese.

Como esas estatuas o pinturas que miran a quien los mira desde cualquier punto en que
se coloque el espectador, así San José a todos y cada uno, cualquiera que sea el estado
en que milite, ofrece ejemplos que imitar y es modelo para los jóvenes solteros y para
los casados, para los religiosos y sacerdotes…

En materia tan clara y manifiesta bastará sólo indicar alguna que otra razón.
En primer lugar, San José es modelo de los solteros.

Las virtudes más propias de los jóvenes y que más convienen a esa edad, que es como la
primavera entre las estaciones del año, son la modestia y pureza, el respeto y obediencia
a los mayores, la piedad y laboriosidad.

Estas virtudes hermosean y dan nuevo realce a la juventud.

Un joven modesto y casto es un ángel; desvergonzado e impuro, un demonio; si es


respetuoso y obediente, forma las delicias de la edad madura, y querríanle todos meter
en sus entrañas; irrespetuoso y desobediente, parece un discípulo de Lucifer, y le
desprecian las personas sensatas y auguran todos de él pésimamente.

Si es piadoso y amigo del trabajo, lleva consigo mismo la mejor recomendación; y


huyendo de la ociosidad, madre de todos los vicios, asegura su porvenir.

Pues bien: San José ofrece a los jóvenes en su vida hermosos ejemplos de estas virtudes.
Desde la juventud se esmeró San José en su práctica y ejercicio.

Una cosa puede afirmarse, nacida de la observación: en las poblaciones donde se ha


establecido la Congregación de jóvenes Josefinos es incalculable el bien que se hace y
la salvaguardia que hallan los jóvenes en ella para adquirir y conservar las virtudes
propias de su estado.

Protégelos el Santo Patriarca y los libra de los peligros a que está expuesta la floreciente
edad.

Es San José modelo de los casados. Si ha existido en el mundo matrimonio feliz fue, sin
duda, el de la Virgen Santísima y su bendito Esposo San José.

Unidos con señales inequívocas que expresaban la voluntad de Dios, que desde toda la
eternidad los había predestinado para este estado, para que como ángeles morasen a la
sombra de unas mismas paredes y viviesen bajo un mismo techo, ambos llevaron al
santo matrimonio el tesoro de sus virtudes, la semejanza en las costumbres y el
inviolable propósito de guardar perpetua virginidad.

La naturaleza y la gracia concurrieron a la par a la mutua conformidad de gustos, de


genios, de carácter e inclinaciones, rivalizando ambos en el deseo de darse
recíprocamente contento y de hacerse mutuamente felices.

Al ver aquella dichosa morada hubiérase dicho que una misma y sola alma informaba
dos cuerpos, y que en María y José no había más que una voluntad y un mismo querer y
no querer.

Esta unión y concordia, ¡qué fuerza y aliento no comunicó a ambos esposos para
sobrellevar las cargas del matrimonio y sufrir con paciencia y aun con alegría los
trabajos, persecuciones y durísimas pruebas a que Dios quiso someterlos!

¡Qué mutuo apoyo se prestaron! ¡Cómo descansaba cada uno en el corazón del otro!
¡Con qué inefable confianza se comunicaban sus penas y hallaba cada uno en el fondo
de su alma palabras del cielo que infundían aliento, resignación y dulcísimo consuelo!

Pues he aquí el modelo más perfecto que puede presentarse a los casados. Es el marido
cabeza de la mujer, que es su fiel compañera, no su esclava. Para unirse como Dios
manda, dejaron el padre, y la madre, y los hermanos, con intento de formar nueva
familia; juráronse perpetua fidelidad, y después del amor que deben, a Dios, no ha de
haber amor como el que mutuamente deben tenerse.

Sobre todo, deben conllevarse, sufrirse, negar sus propios y particulares gustos para
amoldarse y contentar al otro; y en los días de angustia, cuando la enfermedad o
desgracia visitare su morada, prestarse mutua ayuda y consuelo, y siempre y en todo
tiempo animarse con el ejemplo, sin olvidarse nunca de encomendarse fervorosamente a
Dios, a su bendita Madre y al glorioso Patriarca San José.

Que no se borren jamás de la memoria las palabras de San Pablo: Mujeres, estad sujetas
a los maridos, como es debido, en lo que es según el Señor. Maridos, amad a vuestras
mujeres, y no las tratéis con aspereza. (Colosenses, 3, 18-19).

Pero los casados no sólo tienen deberes para consigo, sino también para con sus hijos, si
Dios les ha dado fruto de bendición; y también, y muy especialmente en este sentido, es
San José su perfectísimo dechado.

Deben los padres a sus hijos amor, sustento y educación. No se necesitan muchas
palabras, porque es cosa que salta a los ojos, para demostrar con qué altísima perfección
cumplió San José estos deberes con respecto a Jesús.

¿Quién, exceptuada María, le amó más que San José? ¿Qué solicitud no fue la suya en
salvarle de las manos de Herodes? ¿En alimentarle en Egipto y Nazaret? ¿En servirle de
maestro en el arte que ejercitaba?

¡Cómo veló constantemente por su bien! Por Jesús se desvivía José, y a Él consagró
enteramente todos los momentos de su vida y los afectos de su corazón. Jesús era su
único pensamiento; por Él latía su pecho, y se movían sus manos, y andaban sus pies.

¡Oh ejemplos dignos de ser imitados en nuestros tiempos!

Si la sociedad anda mal, y empeora cada día; si crece el número de los descreídos y se
socavan los cimientos del trono y del altar; si la misma familia se desmorona y amenaza
en todas partes un desquiciamiento total, el origen más o menos remoto de tamaño
desastre hay que buscarlo en la educación defectuosa, pestilencial o nula que muchos
reciben de sus padres.

No se educa a los hijos, o se les educa mal. Muchos padres no saben querer a sus hijos:
piensan que el quererlos mucho consiste en permitir que los traten de igual a igual, en
condescender con sus caprichos, en excusar sus liviandades, en concederles una libertad
que pronto se convierte en licencia, en pasar por alto todo, con tal que se guarden hasta
cierta edad las formas y conveniencias sociales…

¡Y no saben que obrando así no son verdaderamente padres, sino parricidas! ¡Cuántos,
en vez de salvar a sus hijos de los modernos Herodes, los ponen inconscientemente, en
sus manos cuando los entregan a un mal compañero y a maestros racionalistas, o
permiten asistan a espectáculos inmorales o lean papeles y novelas donde naufragará la
virtud y aun la fe de sus creencias!

¿De qué sirve lamentarse de la maldad de los tiempos si no se pone el conveniente


remedio?

Sigamos los ejemplos de San José, imitemos su conducta, y si no sabemos educar desde
luego a los demás, empecemos por educarnos a nosotros mismos.

Oigamos a San Pablo que, dirigiéndose a los hijos y a los padres, habla a todos de esta
manera: Hijos, obedeced a vuestros padres con la mira puesta en el Señor, porque es
ésta una cosa justa. Honra a tu padre y a tu madre, que es el primer mandamiento que va
acompañado con recompensa, para que te vaya bien y tengas larga vida sobre la tierra.
Y vosotros, padres, no irritéis con excesivo rigor a vuestros hijos; mas educadlos
corrigiéndolos e instruyéndolos según la doctrina del Señor (Efesios, 6, 1-4).

San José modelo de religiosos y sacerdotes.

Es San José modelo de religiosos y sacerdotes por su devoción y respeto en el trato con
Dios, por su pureza angelical, por el celo de la divina gloria; en una palabra, por su
eminente santidad.

¡Con qué reverencia, nacida de su vivísima fe y profundísima humildad, tomaría en sus


brazos al Niño Jesús en Belén y Egipto, y con qué ojos le miraría trabajando en Nazaret!
¡Con qué gusto aprovecharía las ocasiones de darle a conocer a sus conciudadanos, y
ardería en deseos de que todos le conociesen y amasen!

Pues esa devoción y reverencia, esa pureza, celo y santidad ha de informar a los
religiosos y sacerdotes, que son la sal de la tierra y sacrifican en el altar al Cordero sin
mancilla.

La Iglesia desea que los ministros del Señor se encomienden especialmente al Santo
Patriarca antes y después del augusto Sacrificio, y ciertamente quien tanto amó y tan
bien supo tratar y tener en sus manos a Jesús no negará el espíritu de devoción y fervor
y la pureza de corazón a quien de veras se lo pida.

San José modelo de obreros y artesanos.


No sólo es San José modelo de todos los estados, sino también de diversas clases y
oficios de la sociedad.

Sin embargo, no puede negarse que lo es especialmente de aquellos que más parecido y
semejanza tienen con el oficio que Él ejercitó. Tales son los obreros y artesanos. Estos
pueden decir a boca llena que San José les pertenece, que es de los suyos.

Y es así en verdad. San José se presta más directamente a la imitación de los obreros,
porque obrero fue el Santo Patriarca; y por lo mismo, si vale decirlo, a los obreros y
artesanos profesa especial cariño y está a primera vista más dispuesto a favorecer en
igualdad de circunstancias.
Fácilmente se comprende que tenga San José predilección por los de su clase y oficio, y
que se compadezca mejor de sus trabajos, por la sencilla razón de haber pasado por ellos
y tener conocimiento experimental de los apuros en que suelen hallarse y de los
vejámenes que a veces tienen que sufrir de parte de los patronos y de los ricos.

Sabe por experiencia San José lo que es ganar su sustento cotidiano con el sudor de su
frente, sabe cómo duele después de haber estado trabajando con esmero y diligencia
todo el santo día, cuando se esperaba con el salario una sonrisa de aprobación al
presentar terminada la tarea, ver despreciada su obra, dejar descontento al que la
encargó y recabar a duras penas, no sin bochorno, el precio estipulado; sabe qué es
pasar un día y otro día en forzosa ociosidad por falta de trabajo o excesiva multitud de
brazos; qué es echarse encima la noche o acercarse el fin de la semana sin poder llevar a
casa lo necesario para comprar el sustento de la familia, y verse obligado a pedir que le
presten fiado el pedazo de pan que han de llevarse los hijos a la boca.

Todo eso y mucho más lo sabe San José como ninguno, y natural es que a este
conocimiento se siga la compasión y el amor hacia los que padecen las mismas miserias
que un día padeció.

Pues por lo mismo es el más alto y perfecto modelo, y el que más autoridad tiene para
instruir y consolar a obreros y artesanos. Porque San José, que pasó por todas esas
molestias y contrariedades de la vida laboriosa, fue no obstante en su mortal carrera
feliz en cuanto se puede ser; y ahora que goza de inmenso valimiento en el Cielo, puede
y quiere favorecer a los artesanos y obreros como ninguno.

¿De qué manera? ¿Haciendo que éstos naden en la abundancia? No. ¿Haciendo que
desaparezcan de la vida las penas y los trabajos? Tampoco. ¿Trayendo la nivelación
social y aboliendo la diferencia de clases? Mucho menos. ¿Pues cómo? Con lo mismo
que Él fue relativamente feliz.

Es una utopía irrealizable y absurda pensar que en este mundo, valle de lágrimas y
miserias, no las ha de haber, o que los pobres puedan desaparecer de la tierra. Siempre
habrá pobres, dijo Jesucristo.

Aunque mañana, por un imposible, se estableciese la igualdad de fortunas, pronto


desaparecería, por la sencilla razón de que unos trabajarían y otros no; unos gozarían de
salud, otros no; unos acertarían en sus negocios por su talento, otros errarían por su
estupidez; a unos les sonreiría la suerte; a otros les perseguiría la desgracia y les
engañarían los hombres; ¿cómo habían de ser mucho tiempo iguales en riquezas entre
tanta desigualdad de fuerzas, talentos, gastos y fortuna?

No: lo que hizo relativamente feliz a San José (y ha de hacer felices relativamente a los
obreros), es en primer lugar la fe y la religión. El conocimiento y esperanza de lo
sobrenatural, de otra vida, de otros bienes que no consume el hollín ni roban los
ladrones, ni están expuestos a las vicisitudes de las cosas terrenas.

A medida que esta fe y esperanza crezca y reine en el corazón, decrecerá la estima de


los bienes de este mundo y no se mirarán como la suprema felicidad del hombre.
Nacerá de aquí la resignación cristiana y la confianza en Dios y en su amorosa
Providencia, que nunca desampara a los suyos y acude en la mayor necesidad, y nunca
dejará de mover los corazones de los cristianos.

No resolverá esto sólo, claro es, el problema social, ni bastará a conciliar los intereses
de obreros y patronos (no tratamos de esto), pero agotará en parte las fuentes del
malestar; con la resignación cristiana y confianza en Dios, vendrá la paciencia y la
humildad, desaparecerá la ambición y envidia a los ricos y poderosos, y en su lugar
aparecerán ante los ojos, coronados con nimbo de gloria, las excelsas figuras de
Jesucristo Nuestro Señor y del Santo Patriarca José, el artesano y el hijo del artesano,
que vivieron en la obscuridad y llevaron una vida pobre y laboriosa.

Entonces aparecerá con todo su esplendor la excelsa dignidad de los pobres y obreros en
la Iglesia, y resonarán con potente para consuelo de los humildes y resignados las
profundas palabras del Salvador del mundo: Bienaventurados los pobres de espíritu,
porque de ellos es el reino de los cielos.

Se amará la imitación de Cristo; seguiránse con holgura las pisadas del divino Maestro
sobre la tierra, y ante la perspectiva de la corona inmarcesible que ha de ceñir
eternamente las sienes del humilde y resignado artesano, parecerá menos dura la
pobreza y más llevadera la condición de los obreros.

Quien se penetre bien de estas ideas, antes será envidiado que envidioso. Pues éstas
fueron las que alimentaron y nutrieron el espíritu de San José, y las que Él procurará
inculcar en el espíritu de los obreros sus devotos.

MAXIMAS DE VIDA ESPIRITUAL


"...Procuremos siempre mirar las virtudes y cosas buenas que vieremos en los otros y
tapar sus defectos con nuestros grandes pecados... tener a todos por mejores que
nosotros...". Santa Teresa de Jesús.

"Un cristiano fiel, iluminado por los rayos de la gracia al igual que un cristal, deberá
iluminar a los demás con sus palabras y acciones, con la luz del buen ejemplo". San
Antonio de Padua.

AFECTOS>
Haced, San José, que vivamos una vida inocente 
R. y esté siempre asegurada bajo vuestro patrocinio.

PRACTICA
Pedir a San José nos ayude a seguir su ejemplo.
Día 30º- Terror de los demonios.
Oh san José, fortificado por la Palabra de la Escritura, has podido vencer siempre las
tentaciones.

Oración

Amorosísimo San José, que tan tiernamente amasteis a Jesús, y tan vivamente sentisteis
la privación de su presencia cuando lo perdieres en el Templo, os encomiendo con
fervor las Santas Almas que, lejos de la amable presencia de Dios, están padeciendo en
el Purgatorio.

Oh Santo Patriarca, sed su consuelo en aquel lugar de penas y expiación, dignaos


aplicarles los piadosos sufragios de los fieles, particularmente los míos.

Constituíos su intercesor para con Jesús y María y romped con vuestra poderosa oración
sus cadenas, para que puedan ascender al seno de Dios y gozar de la felicidad eterna.
Amén.

SAN JOSE- ABOGADO DE LAS ALMAS DEL PURGATORIO

Consideración

No cabe duda, como decía Santa Teresa de Jesús, que San José es el Abogado
Universal, o, lo que es lo mismo, que Él remedia todos los males; ya que jamás se pide
al Señor gracia alguna por intercesión de este Glorioso Patriarca que no se consiga en el
acto, si se pide bien y como conviene.

La razón es obvia. No hay abogado mejor que el que defiende una causa que en algún
tiempo fue propia, porque la conoce perfectamente, hasta en sus más pequeños detalles
y se interesa mucho en ella; y habiendo padecido tanto San José durante su vida, síguese
que será compasivo con los que ahora padecemos; no nos olvidará en los supremos y
críticos instantes de nuestra existencia, y sobre todo no podrá menos de compadecerse
mucho de las almas detenidas en el lugar de expiación.

En efecto, cuando su alma privilegiada salió de su cuerpo virginal se apartó de la


presencia del Redentor y de la Virgen Madre. ¡Cuánto sufriría entonces con esta
separación su inocente y atribulado espíritu!

Las puertas de la Celestial Jerusalén estaban completamente cerradas a todas las


generaciones. Debían ser rociadas con la Sangre inmaculada del Cordero de Dios para
que quedasen francas y abiertas a los pueblos redimidos.

El amorosísimo Jesús, víctima inocente y voluntaria en el expiatorio sacrificio, no


habiendo llegado su hora, aún debía permanecer tres años sobre la tierra; luego el alma
de San José, antes de penetrar en el Cielo, debía ser detenida juntamente con las de los
justos del antiguo Testamento, en el seno de Abraham.

Si el Santo Patriarca, durante los tres días en que el divino Niño estuvo perdido en el
Templo, le anduvo buscando con tanta angustia, ¿qué ansias no padecería su alma en los
años que estuvo en el Limbo, apartada de la presencia de Jesús y María?

Sólo quien amara a Jesús y María como San José les amaba, sería capaz de formarse un
concepto adecuado de la vehemencia de sus anhelos.

Sabiendo, pues, nuestro Glorioso Santo por experiencia propia cuán ardientes son en las
almas justas los deseos de ver a Dios, y qué acerbos padecimientos dicha privación les
causa, ¡con que afán procurará aliviar a las Benditas Almas del Purgatorio!

http://200.58.121.252/resources/clasics/
01_001_130_james_fenimore_cooper_el_ultimo_de_los_mohicanos_traducido.pdf

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