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El Yo se alimenta con las acciones específicas maternas a las que incorpora. Con esas herramientas aborda
la tarea que corresponde a este momento de su evolución: cualificar las cantidades, discriminar, atribuir
valor a los estímulos. Este vencimiento de la cantidad -primer dominio logrado por el Yo- es efecto de sus
primeros aprendizajes.
La posibilidad de aprender estará determinada, en parte por esa capacidad de interiorizar la acción; pero
también -y fundamentalmente- por la consolidación de las identificaciones. Estas permitirán al Yo confiar
en sus propias habilidades para dominar primero las cantidades por vía de la cualificación, luego la realidad
externa por medio de la acción específica. Adquisición que tendrá lugar cuando, con el dolor de su
narcisismo caído, el Yo acepte desprenderse del objeto, o sea renunciar a su idealidad. Hace falta haber
recibido mucho afecto -es decir, tenerlo incorporado como parte del Yo- para tolerar semejante pérdida.
Junto con la ambivalencia afectiva que supone esa nueva relación, el peso de la cuestión del dominio se
traslada ahora de las cantidades al objeto: será necesario controlarlo para garantizar la satisfacción. Pero
también hay allí mucho para ver; la pulsión de mirar -sexual- se combina con una pulsión del Yo, la del
dominio del objeto.
Este vínculo con una realidad exterior ambivalente -cuya cualidad más inquietante es que puede
desaparecer, como lo indica en este momento el predominio de la angustia de pérdida de objeto, lo que le
da nuevo sentido a los desarrollos de angustia, antes puramente cuantitativos- corre parejo con la
implementación de una habilidad de consecuencias importantísimas: el dominio del lenguaje verbal.
Pero la palabra, que comienza siendo un atributo más de la cosa, adquiere un nivel de realidad específico.
Más que a las cosas termina remitiendo a otras palabras; es decir a un código que preexiste al sujeto, que
alude a la existencia de los otros y cuya gramática enmarcará las posibilidades de intercambio, a partir de
ahora predominantemente simbólico.
Es evidente que el deseo de saber -categorizable ya como pulsión epistemofílica- es tributario de un juego
pulsional que la preexiste, y que se modela según la forma que tomen las relaciones que se establezcan
entre el Yo y su objeto. Al dominar al objeto -o, antitéticamente, al ser dominado por él, que es una forma
paradojal de poseerlo- se suman en esta etapa (correspondiente al predominio de la organización anal de la
libido) una penetrante curiosidad, la necesidad de aprehender cada una de las características del objeto
amado y, por extensión, de toda la realidad circundante.
La pulsión epistemofílica, que se va constituyendo según este proceso, es sensible a la relación del niño con
sus otros significativos. En principio es necesario un Yo que se haya constituido, a partir de sus vínculos
iniciales, suficientemente íntegro como para lograr la inhibición de los procesos primarios; que haya
adquirido suficiente confianza en sus recursos -en otros términos, que haya sido suficientemente amado-
como para tolerar la ruptura de su narcisismo primitivo. Luego, es preciso que su tendencia al dominio, su
sadismo y su compulsión a mirarlo todo hayan sido tolerados como manifestaciones legítimas. De lo
contrario, es probable que la tendencia al cuestionamiento y la curiosidad no se instalen como vías
facilitadas, lo que puede conducir al raquitismo de la pulsión de saber, al desinterés por aprender.
Puede cualquier aprendizaje acabar representando a la prohibida investigación sexual, en cuyo caso
sucumbirá también a la prohibición y se verá seriamente perturbado, ya sea que se inhiba completamente
o se convierta en una rumiación obsesiva que a nada conduce. O bien puede el Súper Yo, en tanto Ideal,
demandar el cumplimiento de una perfección imposible, que deprime al Yo y anula toda posible ganancia
de placer en el aprendizaje
La solución ideal consistirá en una sublimación exitosa, que destine la energía de la sexualidad infantil
reprimida a la adquisición y producción de conocimientos. Implica un recurso narcisista: imposibilitado de
destinar su libido al objeto, el Yo elige amarse a sí mismo, en la confianza de que algún día logrará alcanzar
la perfección, cuando se iguale al Ideal y el conocimiento adquirido llegue a ser una “bella totalidad”. Con
esto cuenta la escuela: Corresponde al momento en que el niño comienza su tránsito institucional, cuando
los padres caen de su pedestal ideal y otros, fuera de la familia, se acercan a ese lugar privilegiado.
La figura y el vínculo con los otros significativos será desplazada a los maestros, etc. Esto implica que estos
montos de afecto van a perturbar o no, las relaciones y el aprendizaje.
Para Piaget, la evolución afectiva del niño obedece a las mismas leyes que gobiernan a los procesos
cognoscitivos.
La escuela transmite más de lo que pretende –aún cuando los maestros se quejen, a menudo, de que no
logran enseñar todo lo que se proponen-: cabría decir aquí que el estilo es, en parte, también el contenido.