Está en la página 1de 7

CAP 9: QUIEN HABLA ES TERRORISTA: LA POLÍTICA DEL MIEDO

INTRODUCCIÓN:
El presidente Fujimori, durante su gobierno, disfruto de altos índices de popularidad y no fue
sino hasta el año 2000 que se presentaron protestas masivas contra se mandato. Las
manifestaciones llegaron al Centro de Lima para oponerse a lo que consideraban un proceso
electoral ilegítimo. En este contexto, la movilización social irrumpió en el escenario para
impugnar la legitimidad del proceso electoral y de un tercer gobierno de Fujimori. Estas
movilizaciones resultaron tan insólitas precisamente porque las protestas sociales habían sido
escasas durante la mayor parte de la década anterior.
La autora se pregunta ¿por qué la sociedad civil fue incapaz de articular una oposición
efectiva al régimen de Fujimori hasta el final de su década en el poder? La respuesta
tradicional indica que la sociedad civil y la oposición política se mantuvieron débiles e
incapaces de articular un liderazgo efectivo. Sin embargo, esta respuesta no aborda las
complejas interacciones presentes entre el Estado, la sociedad política y la sociedad civil, las
cuales podrían brindar una comprensión más completa de la situación de la sociedad civil en
el Perú de los años 1990. El objetivo de este capítulo es brindar una nueva respuesta al
debate, para Burt la falta de inactividad de la población se puede responder a través de dos
importantes mecanismos empleados por las élites estatales: el clientelismo y la
instrumentalización del miedo. Ambos mecanismos fueron usados para mantener a la
sociedad civil desorganizada y, por lo tanto, incapaz de articular un discurso y una política de
oposición efectiva. La mayor parte del texto se concentra en la instrumentalización del miedo,
pues no ha sido estudiada por otros autores o no han prestado atención a los efectos corrientes
del miedo, donde el uso del poder estatal para perpetuar una cultura del miedo bloqueó de
manera efectiva el resurgimiento de una sociedad civil y anuló la gobernabilidad democrática
en el Perú.
LA SOCIEDAD CIVIL EN EL PERÚ
En la mayoría de los casos, la sociedad civil peruana ha sido caracterizada como débil, sin
embargo mencionar eso es negar las importantes variantes en la movilización de la sociedad
civil peruana. La variación en el nivel de movilización corresponde a cambios en la estructura
de oportunidades políticas, el grado de represión política, la cohesión interna de los actores
sociales y su capacidad de movilizar apoyo y forjar alianzas con otros grupos en las
sociedades civil y política.
Por ejemplo, durante el gobierno de Velasco y Belaunde Terry la sociedad civil demostró su
capacidad de movilización. En 1970, se realizaron masivos paros y protestas callejeras en
oposición a las políticas de austeridad económica del régimen militar. En 1980, como régimen
democrático, abrió el espacio político, creando nuevas posibilidades para la organización de la
sociedad civil a través de nuevas organizaciones sociales y la participación de obreros y
campesinos en partidos políticos, construyendo bases para una democracia más participativa e
inclusiva. Sin embargo, desde 1988 a 1990, un conjunto de factores simultáneos operó contra
la consolidación de la sociedad civil peruana. La situación económica llevó a los grupos a
plantear una serie de soluciones que a la larga no pudieron enfrentar el problema de raíz. En
consecuencia, los militantes desconfiaban cada vez más de aquellos en posiciones de
liderazgo, y las acusaciones de corrupción se hicieron lugar común; las prácticas
“parasitarias” se hicieron cada vez más frecuentes a medida que la gente se volcaba hacia
estrategias individuales de supervivencia. Asimismo, el Estado al promover el clientelismo
debilitó también los movimientos sociales a través del ofrecimiento de dinero y beneficios
inmediatos que a la larga los alejaba de la participación en organizaciones de base. En la
década de 1990, el colapso del sistema de partidos, en particular IU y su desaparición como
fuerza política principal, condujo a una fragmentación de la sociedad civil.
Autores como Rochabrún señalan que este tipo de organizaciones fueron creadas para capear
la crisis y carecieron de una base sólida para la acción autónoma. Sin embargo, omite el
importante aprendizaje político que ocurrió en el contexto de estas organizaciones,
particularmente entre las mujeres. De igual modo, resta importancia al grado de sinergia que
existe entre los nuevos movimientos sociales y la IU, negando la capacidad movilizadora
durante los 80’. Si hay un punto que se acerca a la realidad es su tesis sobre la extrema
vulnerabilidad de tales organizaciones ante fuerzas externas, particularmente del Estado; lo
cual se evidencia en las redes de patrocinio establecidas por el gobierno de Fujimori a cambio
de respaldo político.
Los efectos desmovilizadores de la violencia política
La violencia política contribuyó a la desarticulación de la organización de la sociedad civil
peruana durante los años 1980. La violencia silencia la sociedad civil y destruye su capacidad
de actuar en la esfera pública. Además reduce el espacio público, el cual es una condición
esencial para la acción política democrática, al mismo tiempo cooperó a la desmovilización
social.
La violencia fue ejercida por actores estatales y no estatales. Sendero Luminoso se convirtió
en una de las principales amenazas para el ejercicio público de la ciudadanía. Su ideología
concebía a la violencia como un medio purificador y necesidad histórica. La IU se convirtió
en su mayor enemigo, pues se convirtió en una opción democrática de la izquierda peruana.
Entre sus víctimas se encontraban militantes de sindicatos, federaciones campesinas,
asociaciones vecinales además de personas que colaboraron con las autoridades.
El Estado también participó en actos de violencia política que, por acción deliberada u
omisión, contribuyeron a socavar la base de la organización de la sociedad civil. Lo anterior
se puede analizar en dos niveles: el uso efectivo de la violencia y la incapacidad del Estado
para impedir que actores no estatales ejercieran violencia. Entre los delitos que cometió el
Estado se encuentran masacres indiscriminadas, ejecuciones extrajudiciales y desapariciones
forzadas. Asimismo, como consecuencia de la incapacidad o renuencia del Estado para
distinguir entre los militantes de SL y quienes participaban en formas legítimas de protesta
social y actividad política, muchas de las víctimas a manos de las fuerzas de seguridad del
Estado resultaron ser miembros de organizaciones de la sociedad civil que erróneamente
fueron catalogados como sospechosos de participar en actividades terroristas.
Al mismo tiempo, el Estado peruano, como entidad encargada de garantizar la seguridad
ciudadana, el Estado de derecho y las libertades civiles y políticas, no preservó estos
elementos básicos de una comunidad democrática, los cuales son fundamentales para la
capacidad de la sociedad civil de organizarse en primera instancia. En el contexto de
condiciones tan polarizadas, la solidaridad y la confianza fueron destruidas, las identidades
colectivas fueron socavadas, y la movilización social se vio debilitada. La
multidireccionalidad de la violencia generó que el miedo asumiera diversas formas. En
particular, para los activistas de la sociedad civil, quienes se vieron obligados a abandonar su
función en la esfera pública.
En ese sentido, la conjunción de violencia estatal y subversiva debilitaron las identidades
colectivas y arremetieron contra las bases materiales y morales de la organización de la
sociedad civil.
LA COERCIÓN Y EL CONSENSO EN EL PERÚ DE FUJIMORI
¿Cómo podemos entender la permanente debilidad de la sociedad civil en los años 1990,
1992-1993? A través de los factores políticos se puede responder a la pregunta. Donde la
instrumentalización del miedo le permitió al Estado crear un “consenso autoritario” dentro de
la sociedad y, por otro, para mantener a la sociedad civil desmovilizada e incapaz de articular
su voz en la esfera pública.
La recuperación del orden y estabilidad obligó a los peruanos a ceder su ciudadanía y
derechos al régimen autoritario de Fujimori. A través de dos mecanismos pudo mantener a la
sociedad civil fragmentada y desorganizada: el clientelismo y la instrumentalización del
miedo. El primero permitió generar un respaldo y una división entre los ciudadanos (sí/no
apoyaban). El segundo mecanismo tuvo dos dimensiones. El propio régimen era un agente del
miedo, desplegando el poder estatal para silenciar e intimidar a los oponentes. Al mismo
tiempo, buscaba aprovechar el temor existente en la sociedad para mantener a la sociedad
civil desorganizada e incapaz de articular su voz.
Los efectos reordenadores de la violencia sobre la sociedad peruana: el consenso
autoritario
Según Lechner, en contextos de crisis extrema, se pierden los referentes colectivos, se
deconstruyen los horizontes futuros y se erosiona el criterio social de “normalidad”. Quienes
detentan el poder aprovechan la necesidad vital de orden, presentándose a sí mismos como la
única solución ante el caos. En otras palabras, las élites dan forma y moldean estos nuevos
significados sociales para justificar y legitimar sus proyectos autoritarios. En Perú, los líderes
democráticos parecían incapaces de enfrentar la situación de violencia y el descalabro de la
economía. Ello contribuyó a la insatisfacción popular hacia cualquier político, instituciones
democráticas y el propio Estado como árbitro del conflicto social. Las soluciones autoritarias
tomaron mayor fuerza, la población se mostraba a favor de soluciones de mano dura y fuera
de la ley. Fujimori y sus aliados aprovecharon hábilmente tales nociones para lograr el
respaldo a su proyecto político autoritario. Las élites estatales construyeron cuidadosamente
un discurso que jugaba con el temor de las personas y su deseo de normalidad; asimismo,
reiteraron la opinión de que solo soluciones de mano dura revertirían la crisis, y devolverían
el orden y la estabilidad al Perú. Por lo mismo, el golpe del 92’ fue ampliamente aplaudido.
Los primeros resultados de su gobierno se convirtieron en un base concreta para la creación y
perpetuación del consenso autoritario. El término neopopulismo es utilizado para describir la
naturaleza no mediada de la relación que cultivó Fujimori con las masas, y para explicar el
sorprendente acoplamiento de un estilo de liderazgo populista con una economía neoliberal.
La instrumentalización del miedo
Constituye un aspecto clave para comprender la permanente desmovilización de la sociedad
civil en el Perú de Fujimori. Sólo entendiendo ambas dimensiones del consenso y la coerción
podemos comprender cómo el régimen de Fujimori empleó el poder estatal para socavar a
estas instituciones intermedias y a otras organizaciones de la sociedad civil, y también como
una forma de mantener su poder político.
En primer lugar, este mecanismo no requiere de represión, tan solo es necesario reforzar la
ausencia de alternativas, en palabras de Lechner: “Basta con inducir una sensación de
incapacidad personal y colectiva para lograr cualquier influencia efectiva en la esfera
pública”. Distintos gobiernos del continente, entre ellos el de Fujimori, comenzaron a explotar
los miedos sociales a una vuelta al pasado de violencia y caos; donde las Fuerzas Armadas
eran calificadas como el único actor capaz de preservar la unidad nacional. El miedo fue
empleado como una narrativa discursiva y también como un instrumento de poder en el Perú
de Fujimori. El modelo económico neoliberal encajó en este objetivo, pues evadía las
explicaciones estructurales de la pobreza y la violencia y, en cambio, enfatizaba la
responsabilidad individual.
Narrativas del miedo
El régimen de Fujimori manipuló sistemáticamente el miedo que inspiraban Sendero
Luminoso y el caos de los años 1980 para minar la movilización social y mantener a la
sociedad civil fragmentada y desorganizada. Después de la captura de Guzmán, Fujimori
defendió reiteradamente la eficacia de las medidas de mano dura asumidas por su gobierno.
Después de su reelección de 1995 continuó cultivando su imagen de sí mismo como un líder
decidido, y de sus prácticas autoritarias como una necesidad histórica. La eficacia de los
métodos autoritarios del régimen fue, por lo tanto, construida discursivamente, en primer
lugar en oposición a la ineficacia de los políticos civiles, y en segundo término afirmando que
tales métodos habían rendido frutos (captura de Guzmán).
Los opositores fueron definidos como ilegítimos, por ej, organizaciones de derechos humanos
fueron señalados como brazos legales del terrorismo. Ataques como éstos contra grupos que
cuestionaban las políticas del régimen atizaron el miedo en las filas de la oposición y
reforzaron de manera efectiva una sensación de incapacidad colectiva para desafiar políticas
del régimen en la esfera pública.
La militarización de la vida social y política se expandió dramáticamente. La proliferación de
bases militares en comunidades rurales y barriadas urbanas otorgó a las Fuerzas Armadas un
vasto poder para controlar a los pobres urbanos y rurales. Se desplegaron programas de
“acción cívica” para conquistar los corazones y mentes de la población local, permitiendo al
mismo tiempo que las Fuerzas Armadas supervisen y controlen más fácilmente sus
movimientos. Este proceso de militarización mostró a la población el nuevo poder de las
autoridades estatales para analizar, controlar y reprimir la conducta social no deseable.
A las instituciones estatales y paraestatales se les otorgó nuevos y más amplios poderes para
penetrar, dominar y controlar a la sociedad civil. El SIN y el grupo Colina cometieron delitos
contra presuntos terroristas: la masacre de Barrios Altos y La Cantuta. Sin embargo, también
cometieron abusos contra la oposición (asesinato de Pedro Huilca, secretario del CGTP) o
para suprimir la actividad legítima de la sociedad civil (asesinato de nueve campesinos en el
pueblo de Santa). La confusión sembrada sobre la autoría de estas matanzas atizó el miedo
con respecto a la violencia subversiva, a la vez que infundía temor entre los opositores al
régimen respecto a la represión estatal.
La ley como fuente de temor: la represión legal
La legislación antiterrorista implementada tras el autogolpe de 1992 no consideraba las
garantías del debido proceso, ya que se juzgaron a civiles en cortes militares presididas por
jueces sin rostro. Dicha legislación definía los crímenes de terrorismo y traición a la Patria en
términos tan amplios que cualquier persona que participase en protestas legítimas podía ser (y
de hecho, lo fue) atrapada. .La represión legal profundizó el temor entre los activistas, pues
temían que su participación en organizaciones de base podría ser interpretada como apoyo a
los terroristas, lo que llevó a muchos a replegarse a la esfera privada.
Impunidad
La impunidad contribuye a una cultura del miedo mediante la creación de estructuras que
eviten la fiscalización de la violencia de Estado contra los ciudadanos. La impunidad
contribuyó a crear el clima de temor que imperó en los años 1980 y 1990. Con la Ley de
Amnistía de 1995, promulgada para liberar a miembros del Grupo Colina, la impunidad se
institucionalizó. Se concedió inmunidad ante procesos judiciales para agentes del Estado
implicados en violaciones de derechos humanos, y los pocos agentes que habían sido
condenados por tales abusos fueron liberados. El esfuerzo por revocar tan impopular ley
encontró poco eco en la sociedad debido al clima de miedo reinante. La población había
internalizado la comparación construida por el régimen entre actividad de oposición y
terrorismo. La multidireccionalidad del miedo reforzó las divisiones étnicas y de clase
presentes en el Perú, socavando de manera efectiva los esfuerzos por construir lazos más
duraderos de confianza y solidaridad, la base de la acción colectiva. Las federaciones
estudiantiles de universidades públicas al no ser reconocidas por el Estado fueron asociadas
en el imaginario público con la subversión.

ATIZANDO LAS LLAMAS DEL MIEDO

A medida que el miedo disminuía se esperaba que se abrieran los espacios democráticos. Sin
embargo, el régimen aumentó su total dominio del poder, y pasó a ser incluso más sistemático
en sus esfuerzos dirigidos a bloquear cualquier fuente posible de oposición. El régimen siguió
atizando las llamas del miedo con un propósito político mediante el aprovechamiento de la
amenaza latente del terrorismo. La advertencia de un resurgimiento de violencia era una
forma de recordar lo necesarias que eran las medidas duras. Algunas operaciones fueron
consideradas como shows políticos, por ej. la Operación Aries y lo ocurrido en la residencia
del embajador del Japón, donde el propósito era recordar los éxitos del régimen y presentar a
Fujimori como líder decidido. Todo ello en el contexto de las próximas elecciones.
El régimen también aprovechó el miedo de la sociedad a otros tipos de violencia, tales como
la violencia criminal y la vinculada a las pandillas. Decretos del Ejecutivo definieron actos
criminales como el hurto, robo, secuestro, asalto y la actividad pandillera como “terrorismo
agravado”. Legisladores de la oposición y activistas de derechos humanos reclamaron con
respecto a que la vaga definición de estos crímenes podía conducir a la represión ilegal de la
legítima protesta social.
Los medios de comunicación también estuvieron bajo el control del gobierno. Comunicadores
independientes eran amenazados e intimidados. Las opiniones de la oposición rara vez fueron
transmitidas, y la versión oficial de los eventos fue la única propalada. Quienes desafiaban el
monopolio mediático del régimen recibían un castigo rápido. Sin embargo, aún cuando tales
abusos encendieron la conciencia de algunas personas y les impulsaron a colaborar con la
oposición, también evidenciaron la disposición del régimen de llegar a extremos, incluyendo
el asesinato, para silenciar a quienes desafiaban su poder, como el caso de Mariella Barreto,
ex agente del servicio de inteligencia del éjercito.
LICENCIA PARA EL DESPOTISMO
El grado de represión, de cohesión de las élites estatales, y la existencia de garantías
institucionales para las libertades civiles y políticas, constituyen todos elementos de las
estructuras de oportunidad política que deben ser considerados en la evaluación del posible
surgimiento y la relativa debilidad o fortaleza de la actividad del movimiento social. En la
medida que Fujimori y sus aliados buscaban consolidar un proyecto político autoritario e
impedir que surgieran opositores a tal proyecto, este empleo estratégico del consenso y la
coerción impidieron que se desarrollen “obstáculos políticos y sociales ante el poder estatal”.
Tal situación —un Estado cada vez más articulado y poderoso, y en manos de élites
tecnócratas, y respaldado por la burguesía local y el capital internacional, por un lado, y una
débil y fragmentada sociedad política y civil, por otro— es “una licencia para el despotismo,
siempre peligroso e indeseable”.

CONCLUSIONES
Existía una corriente de oposición incluso durante los periodos de mayor popularidad del
régimen, pero no se sentía que podía expresarse con seguridad en la arena pública. Al
equiparar la actividad de oposición con el terrorismo, el régimen socavó discursivamente el
espacio para la actividad de la sociedad civil. Fujimori y sus aliados desplegaron el poder del
Estado con el fin de mantener a la sociedad civil desarticulada y fragmentada. A través de dos
mecanismos: el clientelismo y la instrumentalización del miedo.

También podría gustarte