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El derecho internacional de los derechos humanos y los ordenamientos

jurídicos nacionales

Alfredo M. Vítolo1

El derecho constitucional moderno, nacido a partir de fines del siglo XVIII,


se desarrolló históricamente a partir de dos ideas-fuerza, profundamente enraizadas
en la filosofía política, que le brindaron un marco de contención apropiado: por un
lado, el concepto de “Estado Nación”, y por el otro, el principio de soberanía estatal.

De conformidad con la primera de estas ideas, cada comunidad es libre de


organizarse políticamente como estado y de darse su propio marco normativo. De
conformidad, la constitución del estado se erige así como cabeza del ordenamiento
jurídico particular, reflejando la voluntad de ese pueblo que, a través del ejercicio
del poder constituyente, fija, con mayor o menor precisión, las reglas básicas de
organización de esa comunidad política (y no de otra). Ese poder constituyente (nos
referimos al llamado “poder constituyente originario”) no reconoce límites positivos.
Sus únicas limitaciones son de naturaleza supra-positivas y consisten en las
tradiciones de esa comunidad particular y los valores a los que la misma pretenda
adherir como un dato a-priori o pre-constituyente.

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Profesor de Derecho Constitucional y de Derechos Humanos y Garantías de la Universidad de Buenos
Aires. Abogado (Universidad de Buenos Aires), Master of Laws (Harvard Law School). Ponencia
presentada en la Comisión de “Relaciones entre el derecho internacional y el derecho interno” de las
Primeras Jornadas Internacionales de Derecho Constitucional, celebradas en Iquique, Chile entre los días
31 de marzo y 2 de abril de 2005, bajo el auspicio de las asociaciones chilena, peruana y argentina de
Derecho Constitucional.

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En estas estructuras, las referencias al “pueblo” titular de derechos se
interpretan restrictivamente, para incluir solamente a los nacionales o –en el mejor
de los casos– a los residentes legales. Los derechos que se reconocen al “extranjero”
en la gran mayoría de los ordenamientos constitucionales de esta época responden
no tanto a concepciones amplias de derechos individuales de validez universal, sino
simplemente a la voluntad de esa sociedad política particular de atraer migrantes que
se sumen al proyecto nacional.

La segunda idea-fuerza complementa y retroalimenta la primera. El principio


de soberanía estatal, desarrollado desde mediados del pasado milenio, permitía a los
estados excluir de los ordenamientos nacionales aquellos requerimientos y
condicionamientos externos que no resultaban “útiles”, “adecuados” o
“convenientes” a la voluntad política de esa sociedad particular. Así, la regla de no
injerencia o no intervención en los asuntos internos de los estados, consecuencia del
principio de soberanía estatal, se transformó en los hechos en la verdadera muralla
que resguardaba los castillos jurídicos (y también políticos) de los diversos estados.
La constitución estatal era “suprema” y, por lo tanto, los derechos se gozaban, se
ejercían o se negaban, dentro del sistema autocontenido del derecho estatal, sin
influencias del exterior. El derecho constitucional era “nacional”, un sistema
omnicomprensivo y autosuficiente que validaba formal y materialmente al resto del
ordenamiento interno del estado y en donde toda referencia al derecho comparado
revestía un interés meramente académico o, como su propio nombre lo indica,
comparativo.

Existían, desde ya, algunos puentes entre los distintos sistemas y


ordenamientos nacionales. El derecho internacional, a través del cual los diferentes
estados regulaban sus relaciones, iba, de alguna manera, tendiendo de a poco los

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mismos, si bien siempre dentro del marco global de los principios antes
mencionados. Los tratados por los cuales los estados reconocen derechos a súbditos
de la contraparte en su territorio, y el surgimiento de figuras tales como la
protección diplomática son claros ejemplos de estos puentes.

Sin embargo, todavía en esta época (nos referimos esencialmente al período


anterior a la Segunda Guerra Mundial) el derecho internacional (y más precisamente
el derecho internacional de los “derechos”) se encontraba supeditado a lo que el
ordenamiento jurídico estatal dispusiera, en un claro rol de sometimiento del aquél a
éste último. El derecho internacional era visto simplemente como un derecho
público externo de los estados, no aplicable para regular situaciones internas y, en
caso de afectar a individuos extranjeros, sólo aplicable en la medida en que el
mismo no contradijera las normas del derecho nacional, mas allá de la eventual –y
generalmente teórica– responsabilidad internacional que el incumplimiento de la
norma internacional pudiera generar.

Tras la primera guerra mundial y el surgimiento de la Sociedad de las


Naciones, comienza a plantearse en la teoría constitucional la universalidad del
derecho constitucional. Kelsen plantea que el desarrollo del derecho internacional
conduce a la civitas maxima, el estado mundial, mientras que Mirkine Guetzévitch
habla de un “derecho constitucional internacional” fundado en la unidad del derecho
público, la cual descansa, en su criterio –que compartimos– en la unidad de la
conciencia jurídica del género humano. En este sentido, la Constitución de Polonia
de 1921 resulta pionera, al disponer la supremacía del derecho internacional incluso
por encima de las disposiciones constitucionales.

La segunda guerra mundial acelera brutalmente el fenómeno. Los horrores


del holocausto nazi golpearon con fuerza la conciencia de la humanidad, y fue así

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que comenzó a hablarse de “derechos humanos” con un alcance verdaderamente
universal, no ya desde una óptica meramente filosófica, sino también jurídica. El
principio de no injerencia en asuntos internos comienza poco a poco a ser dejado de
lado frente a aquellos actos aberrantes que lesionan la conciencia de la humanidad,
iniciándose así un proceso de resquebrajamiento del principio de soberanía nacional
absoluta imperante hasta ese entonces.

Los primeros intentos en este sentido demuestran, sin embargo, lo arduo de la


empresa. La Carta de las Naciones Unidas señala en su preámbulo la resolución de
los estados miembros de “reafirmar la fe en los derechos fundamentales del hombre,
en la dignidad y el valor de la persona humana, en la igualdad de derechos de
hombres y mujeres y de las naciones grandes y pequeñas”. Y sienta como uno de sus
propósitos fundamentales el “realizar la cooperación internacional en la solución de
problemas internacionales de carácter económico, social, cultural o humanitario, y
en el desarrollo y estímulo del respeto a los derechos humanos y a las libertades
fundamentales de todos...”. Sin embargo, la misma norma ratifica y convalida el
principio de no injerencia al disponer que “ninguna disposición de esta Carta
autorizará a las Naciones Unidas a intervenir en los asuntos que son esencialmente
de la jurisdicción interna de los Estados”.

Por su parte, el gran documento liminar de ese tiempo en materia de


derechos, la “Declaración Universal de los Derechos Humanos”, del año 1948, no
logra ir más allá de erigirse “como un ideal común por el que todos los pueblos y
naciones deben esforzarse”, sin poder imponer obligaciones concretas a los estados.

Pero a partir de allí comienza una vorágine: un sinnúmero de tratados van


regulando poco a poco cuestiones que anteriormente quedaban excluidas de la órbita
del derecho internacional. Por dichos tratados, los estados voluntariamente limitan

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su soberanía y se comprometen a reconocer, garantizar y proteger derechos a las
personas sujetas a su jurisdicción interna, aun a sus propios nacionales, aceptando
incurrir en responsabilidad internacional si tales obligaciones no fueren cumplidas.
Allí donde hay acuerdo entre los estados, sea en marcos regionales o universales, sea
respecto de un conjunto de derechos o de un derecho particular, el derecho
internacional de los derechos humanos avanza, paso a paso, hacia un reconocimiento
verdaderamente universal de los derechos individuales, por encima de los
ordenamientos jurídicos domésticos.

En tal sentido, comentando el fenómeno, algunos autores han expuesto que el


mismo ha puesto en cuestión el concepto mismo de soberanía nacional, llegando a
calificar al poder constituyente como un verdadero “mito”. En tal sentido, estos
autores sostienen que no es posible hoy en día hablar de un poder constituyente
nacional que se ejerza en forma verdaderamente soberana, dadas las innumerables
limitaciones jurídicas que el intrincado tejido del llamado derecho internacional de
los derechos humanos impone a los estados.

Asumiendo esta nueva realidad, los estados han ido, poco a poco, adaptando
sus ordenamientos internos para dar respuesta a los nuevos requerimientos: la
admisión de la primacía del derecho internacional de los derechos humanos sobre las
leyes nacionales (en este sentido Costa Rica ha sido pionera en América Latina al
reconocer este principio ya en 1968); el reconocimiento en ciertos casos de una
equiparación (o virtual equiparación) de dichos principios con los derivados de la
constitución política del estado (como ocurre en el caso de la República Argentina
desde 1994); y el reconocimiento de instancias de jurisdicción internacional para la
protección de dichos derechos, son pasos concretos en tal sentido.

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A ello ha contribuido también a práctica internacional. Así, por ejemplo, la
Corte Interamericana de Derechos Humanos, en una temprana opinión consultiva
(Opinión Consultiva 4, del año 1984) interpretó extensivamente la disposición del
artículo 64 del Pacto de San José de Costa Rica que permite someter a la opinión de
la Corte la compatibilidad entre una norma del ordenamiento interno del estado y los
principios del derecho internacional de los derechos humanos, aclarando –con más
voluntad política que sustento normativo– que esta competencia incluía también el
examen de la compatibilidad con éstos de las normas fundamentales o
constitucionales del ordenamiento jurídico del estado.

Pero, en realidad, más allá de los sorprendentes avances de las últimas


décadas, avances que parecen estar sujetos a una aceleración constante (piénsese en
que tomó veinte años avanzar de la Declaración Universal a los Pactos de Derechos
Civiles y Políticos y de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, diez años más
para que estos tratados entrasen en vigencia, y sólo cuatro años entre la firma del
Tratado de Roma para el establecimiento de un Tribunal Penal Internacional y su
efectiva entrada en vigor) todavía estamos lejos del ideal. Las realidades políticas,
todavía fuertemente influenciadas por los principios antes referidos, han limitado o
disminuido el vigor de los avances logrados.

La pretendida aplicación a rajatabla de principios de “justicia universal” y la


primacía del derecho internacional de los derechos humanos sobre los
ordenamientos jurídicos internos, ha encontrado cuestionamientos provenientes,
esencialmente, desde dos órdenes diferenciados: en primer lugar se ha sostenido que
los ordenamientos constitucionales nacionales no permiten suplantar, ni siquiera con
el consentimiento de las autoridades constituidas, las jurisdicciones domésticas. En
tal sentido, podemos recordar los considerandos 34 y siguientes de la sentencia del

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Tribunal Constitucional chileno del 8 de abril del año 2002 al declarar
inconstitucional del Tratado de Roma, en donde se pone de resalto la disposición de
la constitución política chilena conforme la cual la soberanía reside en la Nación y
no admite otro poder ni por encima ni concurrente con el poder estatal, destacando
que “el poder del estado para ejercer jurisdicción sobre los crímenes cometidos en su
territorio es un atributo esencial de la soberanía”, y ratificando el principio de
supremacía constitucional aún frente a las normas de derecho internacional de los
Derechos Humanos. En forma similar se expresó el Subsecretario de Asuntos
Políticos del Departamento de Estado de los Estados Unidos de América en mayo de
ese mismo año, al justificar las razones por las cuales dicho país no adhería al
Tratado de Roma, expresando que “deben ser los estados, y no las organizaciones
internacionales, los responsables primarios de asegurar la justicia en el sistema
internacional”, y que el tratado violaba la soberanía nacional norteamericana.

Por otra parte, se ha sostenido que estos mecanismos internacionales


controvierten el principio mismo por el cual los individuos se asociaron
políticamente en un estado, al imponerse soluciones que, desde una óptica global
pueden resultar justos y adecuados, pero que, aplicados al caso concreto, pueden
significar más y mayores violaciones. Si bien en un mundo teórico, la defensa
irrestricta de los derechos humanos requiere –exige– el juzgamiento y castigo de los
culpables de violaciones de los mismos, ello no siempre es posible en el mundo real.
Es esa la disyuntiva en que se han encontrado a lo largo de estos años diversas
sociedades: determinar el punto de equilibrio entre, como señala la profesora de la
Universidad de Harvard, Martha Minow, “la venganza y el perdón”. Las soluciones
aplicadas por Sudáfrica para superar la política del “apartheid”, sobre la base de la
creación de “Comisiones de Verdad y Reconciliación”, y por la República
Argentina, mediante el juicio y castigo a los principales responsables de las

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violaciones ocurridas en las décadas del 70 y principios de los 80 y la amnistía a los
subordinados, pueden parecer soluciones contrarias a la tendencia mundial, al “no ir
hasta el hueso”. Pero han demostrado su éxito para lograr que esas sociedades (más
en Sudáfrica que en Argentina) superen el pasado y encaren el futuro en un ámbito
de respeto a los derechos individuales, algo que tal vez no hubiera sido posible si se
hubiesen implementado otros mecanismos2. Desde esta óptica, limitar la posibilidad
de los estados de buscar soluciones acordes a su realidad socio-política puede
resultar contraproducente al fin general que es ir logrando, progresivamente, un
mundo más justo.

Concluyendo, nos encontramos en el camino, y como dice el poeta “se hace


camino al andar”. Se ha “puesto la pica en Flandes”, y la muralla del principio de
soberanía nacional a la que hacíamos referencia al comienzo de este trabajo ha
comenzado a mostrar grietas en pro de un reconocimiento universal de los derechos
humanos. Es sólo cuestión de tiempo (seguramente largos en términos humanos) el
que estas murallas construidas hace más de quinientos años, siguiendo las reglas
inexorables de la física, caigan y podamos entonces vivir en un mundo en donde los
derechos individuales sean reconocidos sin distinciones. Por ello, debemos ser
optimistas. A fin de contribuir con tal objetivo, simplemente se nos requiere (tarea
ardua sin duda) revisar nuestra concepción clásica del derecho constitucional como
norma suprema absoluta, y no desfallecer en la defensa de aquellos derechos que
hacen a la esencia misma del ser humano.

2
Con posterioridad a la preparación y presentación de esta ponencia, la Corte Suprema de la República
Argentina dictó sentencia en el caso Simón, declarando, en postura que no compartimos, la
inconstitucionalidad de las llamadas leyes de “obediencia debida” y “punto final”.

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