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EJE Nº I
La nobleza seglar y eclesiástica, las ciudades y las élites que gobernaban apoyaron y
fundamentaron el poder del príncipe por encima de todos los existentes en el reino. La
monarquía aportaba a estas instancias de poder (noble, ciudades, etcétera) lo más valioso:
los fundamentos divinos ilegales lógicos que justificaban y respaldaban su preminencia
sobre el resto de la sociedad. Para eso usaban el pensamiento existente del imperio
romano y las doctrinas de la iglesia sobre el poder (afirma que el rey es el único que crea
leyes y ejerce el poder sin restricciones porque le viene de Dios), a sí mismo que legitimaba
la situación a través de la tradición y la costumbre. Los planteamientos anteriores sobre el
poder absoluto del monarca como reflejo del poder divino se concretan en la forma de
administrar justicia, crear leyes, imponer penas, nombrar magistrados, dirigir la política
exterior, y ser comandante de los ejércitos, no se sometía a ningún control, ni compartía la
soberanía con nadie.
Hubo varios conceptos como por ejemplo el de “soberanía” que puede tener diferentes
significados, pero en general coinciden en asignar una situación de superioridad al poder
del rey sobre el reino; también el concepto de “corona”, permitió la cosificación de la idea
del poder, lo que implicaba que el poder era una sustancia capaz de ser trasladada de un
sujeto a otro.
La llamada revolución gloriosa, iniciada en 1688, que lleva Guillermo de Orange al trono se
produce entre la "alta nobleza" con el resto de las clases sociales, debido a cuestiones tanto
económicas como religiosas. Esa revolución clausura, sin derramamiento de sangre,
cualquier proyecto tendiente a la instauración de un absolutismo monárquico e instituye la
monarquía parlamentaria, limitando a futuro el poder del rey y el de la alta nobleza;
asimismo, el nuevo sistema de gobierno acrecienta las atribuciones del parlamento,
representante de la nobleza media y baja y de la burguesía.
La Iglesia católica en Inglaterra había actuado prácticamente en los términos en los que lo
hacía un poderoso señor feudal; la ruptura religiosa significó la incautación de sus extensos
territorios por parte de la monarquía, hecho que derivó en la desaparición del diezmo junto a
otras consecuencias sociales.
Las causas fundamentales del término del estado absolutista fue la crisis económica
causada por los lujos de los monarcas, el crecimiento del estado, el mantenimiento de un
gran ejército para enfrentar las guerras territoriales y la furia del pueblo. Para superar la
crisis se recurre al aumento de los impuestos, exigir que la nobleza pague diezmo y se
incrementa la explotación de los campesinos obligándolos a dar mayores contribuciones.
Pues lo mismo en tanto que agudo analista de los sucesos más contemporáneos, que como
autor de una obra ya clásica y fundamental sobre la historia del capitalismo, e igualmente
como activo promotor de una reestructuración total de las actuales ciencias sociales les,
que como crítico implacable de las explicaciones más comunes de los principales
fenómenos y procesos del “largo siglo XX”, su figura y su obra se han difundido y
proyectado a lo largo y ancho de los cinco continentes de nuestro cada vez más pequeño e
interconectado planeta tierra. Al mismo tiempo, y dado que Wallerstein se ocupa también
del análisis y diagnóstico crítico de los sucesos y procesos de nuestro más actual presente,
su obra se ha difundido también entre los activistas políticos y los militantes de los más
diversos movimientos sociales en el mundo, explicando por ejemplo el hecho de que haya
sido invitado, en varias ocasiones, como conferencista importante de varios de los Foros
Sociales Mundiales, celebrados en la ciudad de Porto Alegre en Brasil. Y entonces, junto a
esos ecos planetarios de sus ensayos y libros más importantes, se ha dado también la
difusión mundial igualmente de su persona, conocido a veces en tanto que conferencista
importante de esa cumbre mundial de los movimientos altermundialistas, y otras en tanto
que director del prestigiado y también muy reputado Centro Fernand Braudel de la
Universidad Estatal de Nueva York, pero igual en tanto que Presidente de la Asociación
Internacional de Sociología, o como voz inteligente crítica en contra del actual maccartismo
impulsado por Estados Unidos desde las propias entrañas de esa misma nación
norteamericana. Pero tampoco, el hecho de que sus libros formen parte de la bibliografía
básica de innumerables cursos de historia, de economía, de sociología, de filosofía, de
antropología o de ciencias políticas, en las universidades de cualquier país del mundo, o
que haya recibido Doctorados Honoris Causa de Universidades de Francia o de Perú, igual
que de México o de Portugal. De este modo, y junto a esta difusión planetaria de la obra de
Immanuel Wallerstein, se ha dado también la proyección mundial de su más importante
resultado, es decir de la perspectiva crítica y analítica que el mismo Wallerstein bautizó
como la del “World-Systems Analysis”, del “Análisis de los Sistemas-Mundo”. Porque a partir
de una rica biografía personal y de un complejo itinerario intelectual, que lo llevó desde el
análisis de las realidades africanas y desde el campo disciplinario de la sociología, hasta el
estudio de la historia y del presente del capitalismo global planetario, y hasta el horizonte
unidisciplinario de unas nuevas ciencias sociales históricas, Immanuel Wallerstein fue
edificando, precisamente, las distintas piezas y los diferentes campos específicos que hoy
constituyen a esa perspectiva crítica del análisis de los sistemas-mundo, perspectiva que al
ser el eje articulador de todo el conjunto de la obra wallerstiniana de las últimas tres
décadas, se ha convertido igualmente contemporánea en un referente indispensable, y en
un elemento siempre presente, de los más importantes debates actuales de las ciencias
sociales. Para tratar de responder a estas preguntas, vale la pena tratar de reconstruir el
mapa entero de los principales ejes temáticos que comprende esta perspectiva del análisis
de los sistemas-mundo, así como las hipótesis y propuestas esenciales postuladas dentro
de cada uno de estos ejes, las que, en su conjunto, nos darán las claves no sólo de la obra
y de la contribución específica de Immanuel Wallerstein, sino también y sobre todo de esa
enorme proyección y difusión mundial antes evocadas.
Porque al recorrer con cuidado esa obra de Immanuel Wallerstein, resulta evidente que un
primer eje de la misma, es el eje histórico-crítico, que intenta explicar, de manera novedosa,
la entera historia del capitalismo y de la modernidad dentro de los cuales todavía vivimos, y
que habiendo comenzado su existencia histórica en el crucial y decisivo “largo siglo XVI”
postulado alguna vez por Fernand Braudel, se ha desplegado luego de manera
ininterrumpida hasta estos comienzos mismos del siglo XXI cronológico que ahora
atravesamos. Crítica de las ciencias sociales actuales y de la estructura de los saberes hoy
dominantes que, a diferencia de los tres ejes anteriores, no se ubica en este claro
movimiento de aproximaciones sucesivas desde la historia más lejana del capitalismo hacia
su más vivo presente, sino que atraviesa de modo transversal a estos tres ejes, para hacer
explícitos y para criticar radicalmente los supuestos no asumidos de su propia construcción,
en el ánimo de mostrar sus límites epistemológicos y de impulsar la edificación de unas
nuevas “ciencias sociales-históricas”, radicalmente nuevas y profundamente
unidisciplinarias. Cuatro ejes articuladores del conjunto de la perspectiva del análisis de los
sistemas-mundo que, para su construcción y edificación sucesivas, se han apoyado,
principalmente, en dos de las matrices del pensamiento crítico contemporáneo que
constituyen, a su vez, en primer lugar el legado intelectual más importante dentro de las
ciencias sociales contemporáneas –es decir, de las ciencias sociales de los últimos ciento
cincuenta años aproximadamente--, y en segundo lugar en la obra más relevante a nivel
mundial dentro de los estudios históricos de todo el siglo XX cronológico.
Pero con ello, se pierden de vista las dinámicas globales subyacentesa todos estos
procesos y sucesos evocados, dinámicas supranacionales que derivan del funcionamiento
del sistema-mundo capitalista global, considerado como un todo –sistema-mundo global que
es, para Immanuel Wallerstein, la única y verdadera “unidad de análisis” pertinente—, y que
resitúan a esa Independencia de México dentro del más vasto movimiento de
descolonización general de todas las Américas, movimiento que provocado y
desencadenado también por las dinámicas mundiales de la reorganización de la geopolítica
europea y planetaria de finales del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX, se combinan e
imbrican con los procesos protonacionales y locales de cada una de las zonas de este vasto
continente americano. Además, y como una segunda tesis fuerte de este eje histórico-
crítico, nuestro autor ha defendido la idea de que a lo largo de toda su vida histórica, el
capitalismo se ha estructurado siempre desde una estructura jerárquica, profundamente
desigual y asimétrica, estructura tripartita que divide al planeta en un pequeño núcleo de
países o zonas muy ricas que conforman el centro del sistema, junto a una también
pequeña zona intermedia de países y zonas que detentan una moderada riqueza y que son
la semiperiferia, y al lado de una muy vasta periferia pobre y explotada, que constituye la
inmensa mayoría de zonas y naciones del mundo, y que como ancha base del sistema en
su conjunto soporta tanto a la semiperiferia como al centro de este mismo sistema
capitalista. Dinámicas diferenciadas, aunque también profundamente entrelazadas, que
abarcan, en el plano de las coyunturas históricas o del tiempo medio braudeliano, a los bien
conocidos ciclos Kondratiev, pero también y ya en el registro más vasto de la larga
duración, primero, a la dinámica de los cambios importantes que imponen los distintos y
superpuestos “siglos largos” de la historia capitalista, segundo, a los movimientos de
expansión y consolidación sucesivas del propio sistema-mundo, y tercero, y quizá el más
importante de estos tres últimos, el de la dinámica global de los sucesivos ciclos
hegemónicos de este mismo periplo general de la modernidad capitalista.
De este modo, y re explicando todo el siglo XX desde esta hegemonía de Estados Unidos,
Wallerstein no sólo va a relativizar profundamente el papel del socialismo realmente
existente –hasta el punto de afirmar que todas esas sociedades llamadas “socialistas” no lo
han sido, y no podían serlo, pues al ser partes del sistema-mundo como un todo, les era
imposible escapar a su lógica esencial, a la que estaban fatalmente condenadas a volver,
más tarde o más temprano y por una vía o por otra--, sino que también va a caracterizar a la
primera y a la segunda guerra mundiales como una sola larga guerra moderna de treinta
años, estructurada en torno de la rivalidad Alemania-Estados Unidos, y que como su
resultado principal dará paso, precisamente, al dominio norteamericano incontestado de los
años cuarentas, cincuentas y sesentas. Proceso entonces de desintegración de todos los
imperios coloniales, desde el inglés hasta el francés, y pasando por varios otros, que en un
movimiento de oleadas sucesivas que se repiten a lo largo de todo el “primer siglo XX” –ese
que corre desde aproximadamente 1870 hasta más o menos 1968--, fue conquistando la
independencia formal y política para prácticamente todas las naciones del mundo, borrando
así del mapa mundial la existencia de la añeja y duradera relación colonial. Porque al hacer
que las poblaciones de todos los países coloniales cuestionaran esa relación de
dependencia frente a sus respectivas metrópolis, y al movilizarlas políticamente para luchar
por la independencia y por la soberanía nacionales, esos movimientos antisistémicos de
liberación nacional que proliferaron en el largo siglo XX a todo lo largo y ancho del planeta,
lo que estaban generando y promoviendo de una manera profunda, era el claro proceso de
obligar a los países del centro y de la semiperiferia del sistema-mundo capitalista a
reconocer y asumir el hecho de que todos los pueblos del mundo, y con ello todas las
naciones del globo terráqueo, son protagonistas activos y fundamentales de la actual
historia universal. Y de la misma manera en que la curva de la hegemonía norteamericana,
sufre un quiebre fundamental en el momento de 1968/72-73, pasando de la fase de la
hegemonía fuerte a la etapa del declive hegemónico, así también esta curva de la
descolonización total del mundo va a culminar hacia esa misma fecha de 1968-73, para dar
luego paso, en los últimos siete lustros, a la sistemática y reiterada crítica planetaria del
eurocentrismo en todas sus formas, crítica que habiendo llegado a veces a extremos
absurdos, y otras veces manteniéndose como una legítima impugnación de las
consecuencias negativas del dominio europeo sobre el mundo, entre los siglos XVI y XIX,
expresa en general esos cambios profundos que acarrea, más allá de sus diversos límites,
este proceso de disolución completa de las relaciones coloniales en escala mundial.
Segundo eje que al dividir el largo siglo XX en un primer siglo XX que concluye hacia esta
fecha fundamental de 1968-73, y un segundo siglo XX que abarcaría los seis o siete lustros
más recientes, nos entrega también la conexión que vincula a este segundo eje con el
tercer eje del análisis de los sistemas-mundo, el que corresponde al estudio de la propia
historia inmediata que ha sido vivida y a veces hasta protagonizada por el propio Immanuel
Wallerstein, y que él ha ido examinando y caracterizando críticamente conforme iba
sucediendo y aconteciendo, junto además al ejercicio crítico de avizorar los posibles
escenarios prospectivos de los futuros inmediatos y mediatos de la evolución de este mismo
sistema-mundo capitalista.
7. CONCLUSIÓN
(FONTANA JOSEP)
En nuestro tiempo, no obstante, la preocupación por el crecimiento económico -que nos
hace dividir el mundo en países desarrollados y subdesarrollados- ha llevado a una visión
de la historia marcada por un gran corte determinante, el de la revolución industrial», que
habría inaugurado la época del «crecimiento económico moderno» , en función de lo cual se
echa todo lo anterior al pozo de lo «preindustrial», un rótulo que unifica abusivamente, como
decía E. Estas interpretaciones asignan un papel crucial a la «revolución industrial», un
concepto del cual nos ocuparemos más adelante, y han pretendido deducir de su estudio un
juego de reglas que puedan servir de receta para suscitar el crecimiento económico en los
países subdesarrollados actuales. Fracasadas, como veremos, estas ilusiones, hoy se
tiende a ver estos procesos de forma menos simplista, como el resultado de largas y
complejas evoluciones que han tenido cursos muy diversos, sin que haya, como se
pensaba, una sola secuencia de crecimiento económico de validez universal.
Las interpretaciones que imaginaban un mundo productivo poco menos que inmóvil hasta el
momento en que la industrialización habría desencadenado el «crecimiento económico
moderno», son hoy discutidas por historiadores que nos ofrecen la perspectiva de un
crecimiento mucho más continuado y duradero, con fluctuaciones y recuperaciones, y que
empiezan a tomar en consideración el hecho de que otras culturas, como la de China, la del
sureste asiático o la islámica, han tenido evoluciones diferentes, que las han llevado a ir por
delante de Europa en muchos momentos del pasado.
Pero todo el proceso sería inexplicable sin el milenio de crecimiento anterior, que asentó las
relaciones de mercado que estimularon la introducción de cambios tecnológicos. La
economía inglesa, por ejemplo, habría crecido entre 1086 y 1760 a un ritmo no muy
diferente del que experimentó entre 1760 y 1801, las décadas en que se supone que se
produjo el salto hacia adelante de la revolución industrial.
Está claro que en una época de población y trabajo predominantemente agrarios la mayor
parte del crecimiento tenía que pro- ceder de mejoras en la agricultura, pero en la edad
media europea ha habido también una serie de transformaciones tecnológicas en el terreno
de la industria, como la difusión del molino de agua , la aplicación de la rueda hidráulica a
los batanes o molinos pañeros , el telar horizontal, la rueca , la fragua catalana , o l
complejo de cambios técnicos de las llamadas new draperies, que transformaron la
producción de tejidos de lana en la mayor parte de Europa .
Era lógico que en la promoción de esta actividad destacaran, además de los comerciantes,
los pelaireso «preparadores» de la lana. La parte de la producción que les correspondía, y
en especial las operaciones finales de teñir y de acabar las telas, era la única que requería
unas instalaciones y un utillaje costoso, como los molinos pañeros. Los productos del
putting out estaban destinados normalmente a venderse en las ciudades cercanas, pero
cuando se dispuso de un volumen mayor de producción se empezó a llevarlos más lejos y
los promotores, convertidos progresivamente en empresarios externos, fueron
abandonando sus trabajos y acabaron dedicándose sólo a pagar las operaciones, a
controlar su realización y a vender el producto final, como lo harían los comerciantes que
entraban en este mismo negocio. Los salarios bajos explican que los empresarios
prefiriesen encargar una parte del trabajo todo el hilado y al menos el tejido de baja calidad
en este medio rural en lugar de hacerlo a los productores urbanos.
En Castilla, donde el comercio con América atraía productos textiles de toda Europa, los
comerciantes locales encontraron más provechoso actuar como intermediarios en el
negocio colonial que arriesgarse invirtiendo en la producción, lo que explica que una
industria textil potente como la de Segovia y Toledo acabase languideciendo. En la
Inglaterra del siglo xVil, al contrario, la demanda creciente del mercado interior y la
posibilidad de hacer grandes beneficios con los productos industriales en el comercio
triangular del Atlántico estimuló a los hombres de negocios, no sólo a seguir actuando como
empresarios externos a la producción, sino a invertir directamente en ésta a través de la
fábrica. Se ha podido decir que el período que arranca de fines del siglo xvi y cubre la
totalidad del xv fue en Europa «la edad de oro de la industria rural», con una gran
expansión de la producción industrial en el campo.
Estos serían los criterios de la interpretación establecida, que, consecuente con una visión
lineal de la historia humana, proponía el modelo de la industrialización británica la
«revolución industrial» por excelencia como el único camino conducir, en que podía
conducir, en que podía cualquier tiempo y lugar, al crecimiento económico moderno. En los
años esta visión simplista ha sido remplazada por otras más matizadas que ven el
crecimiento industrial como un inglés proceso largo y complejo, que se ha iniciado en una
producción de escala a menudo doméstica, con máquinas elementales y sin que el vapor
haya aportado mucho. Porque las máquinas industrialización, las que han mente
revolucionado realmente la producción británica, eran manuales o funcionaban con la fuerza
de los caballos y estaban destinadas a una utilización doméstica y no a la fábrica. « La
producción textil, por ejemplo, que había avanzado considerablemente con la lanzadera
volante, se veía frenada por la baja productividad del hilado manual, que hacían sobre todo
las mujeres, hasta que Hargreaves inventó la spinning jenny-o sea aJenny la hiladora»,
nombre que puso en honor a su esposa que era una máquina manual gracias a la cual con
un solo volante se hacían funcionar a la vez varios husos. Esta era de las manufacturas,
como la ha denominado Maxine Berg, es una época de aumento del trabajo doméstico, con
una participación creciente de las mujeres y de los niños, que ha sido posible por el hecho
de que la máquina simplificaba y facilitaba las operaciones. La primera fase de la
industrialización no sólo no tuvo por protagonista al vapor, sino que hizo un uso muy
limitado de él. A principios del siglo xIx, cuando Inglaterra ya había dado bastantes pasos en
el nuevo camino, el número de máquinas de vapor aplicadas a la industria era insignificante.
Lo cual se explica por el hecho de que las industrias inglesas más importantes no eran en
estos momentos la siderurgia ni la construcción de máquinas, sino las de la lana, la
construcción, la piel y la cerveza.
Con estas, pero detrás suyo, crecía la del algodón, donde empezaría a mecanizarse el
hilado, mientras que el tejido seguiría durante bastante tiempo como una actividad artesana
y manual. Las cosas cambiaron más adelante con la aparición de nuevas tecnologías que
necesitaban inversiones de capital que estaban más allá de las posibilidades de la unidad
doméstica, sobre todo cuando había que recurrir a la máquina de vapor, que sería el
elemento indispensable para entrar en la fase de predominio de la siderurgia y que
transformaría también la vieja industria de bienes de consumo, al hacer posible un
crecimiento cuantitativo que no habría podido realizarse tan sólo con el uso de la energía
orgánica. Se suponía tradicionalmente que la fábrica era una exigencia de las nuevas
condiciones, pero algunas revisiones recientes lo muestran de otro modo. Un economista
norteamericano, Stephen Marglin, fue el primero en afirmar que la fábrica no había nacido
por necesidades de una mayor eficacia productiva, sino para asegurar al patrón el control
de la fuerza de trabajo y la apropiación del excedente producido por el obrero.
La fábrica no habría sido, pues, una consecuencia de la máquina. Si nos atenemos tan sólo
a sus dimensiones, su modelo serían las grandes manufacturas reales de los siglos xvi al
xvn, que concentraban a muchos trabajadores pero que no consiguieron una ordenación
eficaz de la producción. Sabel y Zeitlin han ido todavía más lejos, reemplazando el viejo
relato que contrapone un antiguo régimen de control gremial y producción manual artesana
a una modernidad marcada por la libertad del mercado, la mecanización y la fábrica, por
otro muy distinto. La tercera etapa de este proceso, que puede fecharse de 1920 a 1970,
habría sido la del triunfo de la modernidad de la producción de masa, pero la crisis de los
años setenta del siglo xx ha abierto una «nueva batalla de los sistemas» como
consecuencia del estancamiento de los centros clásicos de producción de masa,
bloqueados por su tradicionalismo.
Hasta mediados del siglo xvi las industrias de China o de la India eran probablemente
superiores a la mayor parte de las de Europa y es incluso posible que el PNB percapita y el
nivel de vida usen también más altos en aquellas tierras asiáticas. Las cosas comenzaron a
cambiar desde la primera mitad del siglo xx como consecuencia del desarrollo de la
industrialización de fábrica, que se inició en Gran Bretaña y se extendió en los siglos xDX y
xx a otros países europeos, a los Estados Unidos y Japón. La razón esencial de ello es que
entre la situación que encontraron los que comenzaron primero y la que tuvieron que
afrontar los que llegaron más tarde a la industrialización había diferencias importantes,
especialmente por lo que se refiere a los mercados disponibles y al volumen de capital que
se necesitaba. Que estos mercados interiores pudiesen crear una demanda lo bastante
grande como para estimular la industrialización dependía no sólo de sus dimensiones, esto
es del número de los consumido- res potenciales, sino de la capacidad adquisitiva de éstos,
que era consecuencia, a su vez, de factores muy diversos, y muy en especial de las
características de su agricultura.
Los capitales no podían salir ahora de las fortunas personales, sino que había que reunirlos
colectivamente a través de la emisión de acciones y obligaciones, que eran colocadas en la
bolsa o tenían que proceder de inversores con un volumen extraordinario de recursos, como
los bancos. Cuando el momento de entrada era todavía más tardío, y el atraso con respecto
a los países que ya se habían industrializado resultaba mayor, ni siquiera bastaran los
capitales dela banca, sino que sería necesario que el estado interviniera desviando recursos
hacia la industria con subsidios y pedidos. Este sería, por ejemplo, el caso de Japón, que
inició su proceso de industrialización a fines del siglo xix, y que consiguió un éxito
considerable con esta fórmula. Un paso más allá lo representarían las industrializaciones de
los denominados países «socialistas» en el siglo XX.
La necesidad de hacer un rápido salto adelante para competir con los países capitalistas
avanzados, partiendo como lo hacían de condiciones muy desfavorables, les 1levó a buscar
fórmulas de industrialización con una planificación centralizada, en que el estado no sólo
financiaba y estimulaba el proceso, sino que lo protagonizaba directamente y destinaba a él
todos los recursos necesarios, incluyendo el trabajo forzado de millones de personas. En
otro caso, el del llamado «gran salto» de la China maoísta, la industrialización «estatal» no
consiguió nada positivo y condujo al país a uno de los mayores desastres que se hayan
conocido en la historia humana, desperdiciando los recursos empleados y haciéndose
responsable de millones de muertos por hambre.
De acuerdo con las cifras del Banco Mundial, en 47 de los 133 países para los que se nos
ofrecen datos el PNB percapita descendió entre 1985 y 1995, lo cual afecta a un total de
unos 800 millones de hombres y mujeres, uno de cada siete de los habitantes del planeta.
Se puede ver entonces que el proceso de divergencia gradual entre los países que
siguieron la vía de la industrialización moderna los que hoy llamamos países desarrollados y
los demás se inició entonces y no ha hecho más que proseguir y acentuarse con el paso del
tiempo. En los últimos años la atención se ha desplazado del crecimiento económico
propiamente dicho a una nueva valoración de la situación de los diversos países en
términos de los Indicadores de Desarrollo Humano, que no sólo toman en cuenta los datos
económicos sino el bienestar colectivo medido a través de la esperanza de vida y del
acceso a la educación. Pero si estos nuevos índices han venido a poner de relieve la
magnitud del problema de la pobreza en el mundo, no parecen haber servido para mejorar
las cosas.
EJENº2
La época de apogeo de la ilustración es grosso modo la segunda mitad del siglo 18 sobre
todo en los años que medían entre 1748 y 1774. Su optimismo racionalista está muy en
consonancia con la autoconfianza de una elite europea. Los motivos de esa confianza
residían en la expansión del comercio y la navegación, además del notable avance
científico, la existencia de una paz relativa y la progresión de la civilización europea,
además del dominio de Europa en todos continentes.
La ilustración concernió fundamentalmente solo una élite urbana de nobles y notables del
tercer estado; por su parte el mundo campesino permaneció casi totalmente ajeno a la
ilustración.
La razón es la nave capitana de todo un convoy semántico de las luces, en el que figuran
también, en un lugar destacado, naturaleza, tolerancia, progreso y civilización. La
naturaleza que reemplaza con frecuencia Dios se entiende la vez como algo real e
ideal positivo y normativo para fundamentar la ética y la política.
· Y por otra parte la aplicación decidida de una política destinada a contener los
privilegios nobiliarios eclesiásticos, cuyos intereses estamentales habían constituido un
tradicional obstáculo para el fortalecimiento del poder del monarca.
El programa de los gobiernos ilustrados de la segunda mitad del siglo 18 tenía antecedentes
muy sólidos en el absolutismo de fines del siglo 17 y primeras décadas del 700 y estaba
caracterizado por al menos 6 aspectos fundamentales e indispensables.
En fin, todos estos puntos del despotismo ilustrado convergían en un último objetivo hacer
compatible el fortalecimiento máximo del poder del monarca con el desarrollo
ordenado y equilibrado de la sociedad.
Pero como bien sabemos las motivaciones de la monarquía eran de una finalidad
estrictamente política, de reforzar el estado utilizando todos los recursos a su alcance. Una
frase representa esta situación: “hubieran deseado que el estado estuviera al servicio de las
luces, sin embargo, la monarquía puso las luces a disposición del estado”. Un ejemplo de
esto es que la ilustración prestó el lenguaje apropiado con el que justificar una acción de
contenido estrictamente político contra los privilegios de la iglesia para reducir así la
inmunidad fiscal de la iglesia y someterla a la autoridad de los monarcas.
-Centralización Burocrática.
-Recaudación fiscal.
-Fortalecer la Economía.
-Promover la Cultura.
-Diferenciar la Monarquía Absoluta distinguiéndolas de la fe.
Es un error muy frecuente entre los estudiantes de historia recurrir a la voluminosa obra del
historiador inglés Eric Hobsbawm sin conocer en detalle los hechos históricos de los que
trata. Hobsbawm bautiza a este siglo como un siglo largo, cuyo inicio fecha en la Revolución
Francesa de 1789, y que concluye en 1914-1917 con el estallido de la Primera Guerra
Mundial y la revolución rusa. Este siglo XIX largo es testigo de una experiencia inédita que
va a reconfigurar todos los aspectos de la sociedad europea y que Hobsbawm bautiza como
la «doble revolución». De ese modo, dos grandes motores reconfiguran el mapa social,
político, económico y cultural de Europa.
En adelante, las nuevas fuerzas de la historia barrerán de forma lenta pero irreversible
todos los vestigios del Antiguo Régimen. A fin de adentrarse en la historia que nos atañe,
conviene primero hacer referencia a algunos aspectos señalados por Hobsbawm para
dimensionar la importancia de la Revolución y la profundidad de sus consecuencias. En
primer lugar, la Revolución tuvo lugar en el Estado europeo más poblado y poderoso de la
época, a excepción de Rusia. Segundo, los hechos de 1789 fueron una revolución social de
masas, mucho más radicales que cualquier alzamiento o revuelta anterior.
Para el año 1789, reinaba en Europa el orden político, social y económico tradicional
heredado de la Edad Media y conocido como el Antiguo Régimen. Bajo este régimen, la
sociedad se estructuraba en tres estamentos que se apoyaban en un sistema económico
basado en la producción agrícola. Para fines del siglo existe entonces un desfasaje entre la
estructura económica y la superestructura política y social en Francia. El poderío económico
del Tercer Estado ―léase, la burguesía― no encuentra un adecuado correlato en el ámbito
político.Como consecuencia, esta nueva clase social, formada al calor de la Revolución
Industrial, reclamará en los eventos que comienzan en 1789 la participación política y la
configuración de una nueva sociedad de hombres libres y sin privilegios.
No obstante, para entender los eventos que desataron la Revolución debemos remontarnos
a los años previos a 1789, cuando el desesperado intento de Luis XVI de obtener más
recursos gravando las tierras productivas de la nobleza desencadenó la revuelta de los
privilegiados o «reacción feudal», en el vocabulario de Hobsbawm. La resistencia fue tan
férrea que Luis XVI se vio obligado a convocar a los Estados Generales en agosto de
178810. Así pues, la revolución empezó como un intento aristocrático de recuperar los
mandos del Estado. Luego de ciento setenta y cinco años, el 1 de mayo de 1789 se
inauguraban en el Palacio de Versalles los Estados Generales. A pesar de que los Estados
Generales son convocados para resolver un problema entre el rey y la nobleza, el Tercer
Estado rápidamente capitaliza la
Asamblea para llevar a la arena sus reivindicaciones políticas. Según Hobsbawm, Luis XVI
y la aristocracia pierden el control de la situación porque subestimaron las intenciones
independientes del Tercer Estado y porque desconocían la profundidad de la crisis
económica y social que impulsaba las peticiones políticas de estos últimos. Luego del inicio
de las sesiones, la discusión entre los diputados se empantana con motivo de una cuestión
meramente procedimental, pero de profundas consecuencias prácticas. El Tercer Estado
exige la votación por cabeza, en reemplazo del tradicional cómputo por estamentos.
Tras este «juramento de la cancha de pelotas», los representantes del Tercer Estado se
autoproclaman la «Asamblea Nacional». El resto de los diputados cede ante la presión y los
Estados Generales se convierten en la Asamblea Constituyente, cuyo fin será elaborar la
constitución del reino y mantener los verdaderos principios de la monarquía.
La Constitución de 1791
Fuga y radicalización
La guerra
Para cuando se disparó el último cañón, la guerra había operado cambios irreversibles en
Europa y en el resto del mundo. A nivel local, la guerra racionalizó el mapa del Viejo
Continente. La Revolución francesa terminó la Edad Media europea a nivel geográfico. Los
ecos de la guerra también se hicieron sentir en el resto del mundo.
La expansión de los victoriosos ejércitos napoleónicos por Europa trajo una serie de
modificaciones institucionales más profundas y duraderas. En todos los territorios que
vieron pasar las águilas imperiales, las instituciones de la Revolución y del Imperio
napoleónico eran automáticamente aplicadas o servían de modelo para la administración
local. Principalmente, se abolió el feudalismo y comenzó a regir el Código Napoleónico en
casi toda Europa. Nuestro código civil, de inspiración francesa y sancionada recién en 1869,
es un ejemplo de la trascendencia y vigencia de las ideas propagadas por la Revolución.
La república jacobina
Las masas urbanas, agrupadas en torno a la comuna París, toman el Palacio de las
Tullerías y exigen formar una nueva Convención para reformar la constitución y eliminar, de
una vez por todas, a la monarquía borbónica. La Asamblea Legislativa suspende las
funciones constitucionales de Luis XVI y nace la Convención Nacional, que terminará por
completar la revolución al abolir la monarquía y fundar la I República. La guerra ha
radicalizado a la revolución. A fines de 1792, se inaugura la Convención Nacional cuyos
miembros son elegidos, por primera vez en la historia, por sufragio universal.
Ya en enero de 1793, los jacobinos ejecutan al rey Luis XVI y a su esposa María
Seis meses más tarde, Maximiliano Robespierre asume el control total del Comité de
Salvación Pública y ante la debilidad de la Convención instaura la República Jacobina.
Cuando Robespierre se hace cargo de la Convención, la mayoría de los departamentos de
Francia estaban sublevados contra Paris, el tesoro estaba en quiebra y los ejércitos
extranjeros invadían desde múltiples flancos. Ante la gravedad de la situación, el recurso a
medidas extremas como la Ley de Sospechosos y la delegación del poder de la Convención
Nacional en el Comité de Salvación Pública dominado por Robespierre se presenta como la
única salvaguardia de las conquistas de la Revolución y de la desintegración de la nación.
La alta burguesía, a través de un golpe, toma el poder de la Convención y condena a
muerte a Robespierre en julio de 1794.
Tras un breve periodo a la cabeza del nuevo Consulado, en el año 1804 Napoleón
Bonaparte se convierte en emperador de Francia. Durante la próxima década, las
monarquías europeas formarán sucesivas coaliciones para derrotar el poderío francés. Las
guerras napoleónicas finalmente culminan el 18 de junio de 1815 con la última carga de la
Guardia Imperial de Napoleón en Waterloo, Bélgica.
Monárquico y Luis XVIII volverá a ser el rey de los franceses. No obstante, nos advierte
Hobsbawm, la restauración de la monarquía borbónica es momentánea: los cambios
producidos por la doble revolución en Europa son irreversibles. Conforme se ha señalado,
en 1815 el clima político se encuentra completamente transformado. El absolutismo luchará
contra las ideas revolucionarias de dos maneras. A nivel ideológico, el conservadurismo
buscará asociar la Revolución Francesa con la República Jacobina y el Terror de 1793-4, a
fin de sembrar en la población la idea de una época violenta y fanática.
EJE 3
La Revolución Rusa.
Hacia fines de siglo y en un marco de permanente turbulencia, Rusia debía controlar los
desórdenes que provocaban sus antiguas anexiones. Se desató la guerra con Japón y el
clima interno para afrontar la guerra no podía ser menos propicio: las huelgas y los
movimientos de protestas se sucedían cotidianamente y la derrota frente a Japón arrojó a
Rusia a un estado de inminente revolución.
En 1903, el Partido Obrero Socialdemócrata se dividió en dos facciones: los
mencheviques y los bolcheviques. Los primeros, entre los cuales militaban Plejanov y
durante un tiempo Trotsky, consideraban que era necesario esperar el desarrollo capitalista
para la revolución. Los bolcheviques o maximalistas dirigidos por Lenin preconizaban, en
cambio, la dictadura del proletariado. Por otro lado, se había formado el partido social
revolucionario, encabezado por Tolstoi, Chernov y Savinkov
Y el zar, acorralado, otorgó una serie de concesiones, creando una asamblea nacional (la
Duma), libertades civiles, y una nueva Constitución. Como contrapartida arrestó a todos los
miembros del Primer Soviet y reprimo a los rebeldes.
El conflicto se agravaba por la gran explosión demográfica: si en 1870, Rusia contaba con
84,5 millones de habitantes, en 1911, la población alcanzó a 160,7 millones. El incremento
vertiginoso de la población repercutió en la distribución de la tierra, siendo ésta una presión
cada vez mayor.
El imperio zarista sucumbió por sus deficiencias internas, su ausencia de autoridad y los
efectos devastadores de la Primera Guerra.
En febrero de 1917 (marzo del calendario gregoriano occidental), en medio de una gran
movilización popular, un gobierno provisional basado en la autoridad de la Duma reemplazó
a la monarquía zarista. El zar Nicolás II había perdido toda legitimidad, los cosacos se
negaron a reprimir la insurrección y pronto se sumaron a ella los obreros industriales; las
movilizaciones ocuparon las calles durante cuatro días. Simultáneamente, volvieron a
conformarse los soviets, consejos de autogobierno en los ámbitos locales que imitaban el
sistema aldeano de democracia directa. Los partidos de izquierda intentaron coordinar y
dirigir a estas agrupaciones de base integradas por obreros, soldados o campesinos;
inicialmente los socialistas revolucionarios y los mencheviques tuvieron éxito en esta
empresa, pero con el paso del tiempo el sector bolchevique, con Lenin a la cabeza,
controlaba la mayor parte de los soviets.
De esta manera, el Partido Bolchevique quedó como único partido gobernante. Pero en el
interior del partido gobernante también se produjeron conflictos, porque quien tenía a su
cargo el Ejército Rojo, Trotsky, tenía una visión opuesta a la de Lenin respecto de las
condiciones de paz y cesión de territorios. En última instancia, prevaleció la idea de entregar
todo a cambio de la paz.
Durante la guerra civil, el país estuvo gobernado por una oficina política del Partido
Comunista, conocida como Politburó, la cual se integraba por cinco agencias de gobierno: la
Jefatura de Estado –ejercida por Lenin– la cual se fusionaba con la autoridad del partido, un
comisariado del pueblo, el Ejército Rojo comandado por León Trotsky, y un virtual Ministerio
del Interior, al mando de Stalin. Fue durante el conflicto interno cuando, temerosos de
conspiraciones y traiciones, comenzaron las primeras persecuciones, la limitación a la
libertad de prensa y de expresión, la proscripción de todos los partidos políticos, a
excepción del Partido Bolchevique, instalando así un sistema de partido único.
Éste era un primer modelo de autoritarismo que, de todas formas, tuvo una gran aceptación
en Occidente, debido a que las versiones de la revolución y de las características de la
nueva sociedad soviética fueron muy poco fieles a la realidad. Sólo se tenía idea de que
había triunfado una revolución que acabó con la aristocracia, que había destrozado todo
indicio de la burguesía incipiente que estaba apareciendo en Rusia a principios del siglo XX,
y que estaba a cargo del poder un grupo dirigencial que se presentaba como vanguardia y
expresión de la voluntad de los trabajadores organizados en soviets.
El Estado de Bienestar.
(Alberto Lettieri - La civilización en debate)
El origen del Estado de Bienestar se encuentra en el siglo XIX, cuando se hizo evidente que
el libre juego del mercado, lejos de satisfacer las demandas de todos los individuos,
producía una polarización creciente de la sociedad sobre la base de una gran desigualdad.
Esta desigualdad entró en contradicción con los principios filosóficos de las revoluciones
burguesas. El EB respondió a motivaciones de índole político-social.
· Este asumía un compromiso social con los sectores más desprotegidos con el
objeto de garantizar la equitativa distribución de los bienes sociales para lograr la
igualdad de oportunidades que el Estado liberal ortodoxo nunca pudo asegurar
· Establecía una política fiscal progresiva que no gravaba el consumo sino a las
riquezas
· Establecía un rol de árbitro de los actores sociales en particular de los miembros del
capital y el trabajo
· Un Estado productor de bienes y servicios; no obstante, esta variable se generalizó
en Europa, pero no así en Estados Unidos
El Estado de Bienestar descansaba sobre tres pilares básicos que se pueden calificar
como el Estado empresario, el neocorporativismo y el Estado social propiamente dicho.
El desmantelamiento del Estado bienestarista se encuentra vinculado con la crisis fiscal del
Estado. Desde esta lectura, la crisis radica en la imposibilidad mantener la tasa de
ganancias de los empresarios para solventar una pesada carga tributaria que garantice la
continua elevación de los gastos sociales destinados a seguridad social, educación, salud,
previsión social, generando una caída de la recaudación fiscal. Ante la imposibilidad de
incrementar los ingresos públicos por vías “genuinas”, los Estados bienestaristas iniciaron
una política indiscriminada de emisión monetaria, ampliando la oferta monetaria en el
mercado doméstico y disparando las tasas inflacionarias. La reacción estatal fue entonces
apelar al déficit público, lo cual determinó que el proceso finalizara con una total insolvencia
del Estado, en lo que se dio en llamar Crisis Fiscal del Estado. Desprovisto de recursos
económicos, la deslegitimación del régimen de acumulación del Estado de Bienestar era un
destino inevitable.
Mundo posguerra.
(HISTORIA DEL SIGLO XX 1914-1991 ERIC HOBSBAWM)
Las pérdidas aparentemente modestas de los Estados Unidos (116.000, frente a 1,6
millones de franceses, casi 800.000 británicos y 1,8 millones de alemanes) ponen de relieve
el carácter sanguinario del frente occidental, el único en que lucharon. En efecto, aunque en
la segunda guerra mundial el número de bajas estadounidenses fue de 2,5 a 3 veces mayor
que en la primera, en 1917-1918 los ejércitos norteamericanos sólo lucharon durante un año
y medio (tres años y medio en la segunda guerra mundial) y no en diversos frentes sino en
una zona limitada.
Ambos bandos confiaban en la tecnología. Los alemanes –que siempre habían destacado
en el campo de la química– utilizaron gas tóxico en el campo de batalla, donde demostró
ser monstruoso e ineficaz, dejando como secuela el único acto auténtico de repudio oficial
humanitario contra una forma de hacer la guerrilla, la Convención de Ginebra de 1925, en la
que el mundo se comprometió a no utilizar la guerra química. En efecto, aunque todos los
gobiernos continuaron preparándose para ella y creían que el enemigo la utilizaría, ninguno
de los dos bandos recurrió a esa estrategia en la segunda guerra mundial, aunque los
sentimientos humanitarios no impidieron que los italianos lanzaran gases tóxicos en las
colonias. El declive de los valores de la civilización después de la segunda guerra mundial
permitió que volviera a practicarse la guerra química. Durante la guerra de Irán e Irak en los
años ochenta, Irak, que contaba entonces con el decidido apoyo de los estados
occidentales, utilizó gases tóxicos contra los soldados y contra la población civil.
Arruinó tanto a los vencedores como a los vencidos. Precipitó a los países derrotados en la
revolución y a los vencedores en la bancarrota y en el agotamiento material. En 1940,
Francia fue aplastada, con ridícula facilidad y rapidez, por unas fuerzas alemanas inferiores
y aceptó sin dilación la subordinación a Hitler porque él las había quedado casi
completamente desangrado en 1914-1918. Por su parte, Gran Bretaña no volvió a ser la
misma a partir de 1918 porque la economía del país se había arruinado al luchar en una
guerra que quedaba fuera del alcance de sus posibilidades y recursos.
Las condiciones de la paz impuesta por las principales potencias vencedoras sobrevivientes
(los Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia e Italia) y que suele denominarse, de manera
imprecisa, tratado de Versalles, 1 respondían a cinco consideraciones principales.
· En tercer lugar, había que reestructurar el mapa de Europa, tanto para debilitar a
Alemania como para llenar los grandes espacios vacíos que habían dejado en Europa y
en el Próximo Oriente la derrota y el hundimiento simultáneo de los imperios ruso,
austrohúngaro y turco.
· Finalmente, las potencias vencedoras trataron de conseguir una paz que hiciera
imposible una nueva guerra como la que acababa de devastar el mundo y cuyas
consecuencias estaban sufriendo. El fracaso que cosecharon fue realmente estrepitoso,
pues veinte años más tarde el mundo estaba nuevamente en guerra.
Salvar al mundo del bolchevismo y reestructurar el mapa de Europa eran dos proyectos que
se superponían, pues la maniobra inmediata para enfrentarse a la Rusia revolucionaria en
caso de que sobreviviera –lo cual no podía en modo alguno darse por sentado en 1919– era
aislarla tras un cordon sanitaire, como se decía en el lenguaje diplomático de la época, de
estados anticomunistas. Dado que éstos habían sido constituidos totalmente, o en gran
parte, con territorios de la antigua Rusia, su hostilidad hacia Moscú estaba garantizada.
El tratado de Versalles no podía ser la base de una paz estable. Estaba condenado al
fracaso desde el principio y, por lo tanto, el estallido de una nueva guerra era prácticamente
seguro. Como ya se ha señalado, los Estados Unidos optaron casi inmediatamente por no
firmar los tratados y en un mundo que ya no era eurocéntrico y eurodeterminado, no podía
ser viable ningún tratado que no contara con el apoyo de ese país, que se había convertido
en una de las primeras potencias mundiales. Como se vera más adelante, esta afirmación
es válida tanto por lo que respecta a la economía como a la política mundial. Dos grandes
potencias europeas, y mundiales, Alemania y la Unión Soviética, fueron eliminadas
temporalmente del escenario internacional y además se les negó su existencia como
protagonistas independientes. En cuanto uno de esos dos países volviera a aparecer en
escena quedaría en precario un tratado de paz que sólo tenía el apoyo de Gran Bretaña y
Francia, pues Italia también se sentía descontenta. Y, antes o después, Alemania. Rusia, o
ambas, recuperarían su protagonismo.
En cuanto a la URSS, los países vencedores habrían preferido que no existiera. Apoyaron a
los ejércitos de la contrarrevolución en la guerra civil rusa y enviaron fuerzas militares para
apoyarles y, posteriormente, no mostraron entusiasmo por reconocer su supervivencia. Los
empresarios de los países europeos rechazaron las ventajosas ofertas que hizo Lenin a los
inversores extranjeros en un desesperado intento de conseguir la recuperación de una
economía destruida casi por completo por el conflicto mundial, la revolución y la guerra civil.
La segunda guerra mundial tal vez podía haberse evitado, o al menos retrasado, si se
hubiera restablecido la economía anterior a la guerra como un próspero sistema mundial de
crecimiento y expansión. Sin embargo, después de que en los años centrales del decenio
de 1920 parecieran superadas las perturbaciones de la guerra y la posguerra, la economía
mundial se sumergió en la crisis más profunda y dramática que había conocido desde la
revolución industrial. Y esa crisis instaló en el poder, tanto en Alemania como en Japón, a
las fuerzas políticas del militarismo y la extrema derecha, decididas a conseguir la ruptura
del statu quo mediante el enfrentamiento, si era necesario militar, y no mediante el cambio
gradual negociado. Desde ese momento no sólo era previsible el estallido de una nueva
guerra mundial, sino que estaba anunciado. Todos los que alcanzaron la edad adulta en los
años treinta la esperaban. La imagen de oleadas de aviones lanzando bombas sobre las
ciudades y de figuras de pesadilla con máscaras antigás, trastabillando entre la niebla
provocada por el gas tóxico, obsesionó a mi generación, proféticamente en el primer caso,
erróneamente en el segundo.
La victoria de 1945 fue total y la rendición incondicional. Los estados derrotados fueron
totalmente ocupados por los vencedores y no se firmó una paz oficial porque no se
reconoció a ninguna autoridad distinta de las fuerzas ocupantes, al menos en Alemania y
Japón. Lo más parecido a unas negociaciones de paz fueron las conferencias celebradas
entre 1943 y 1945, en las que las principales potencias aliadas –los Estados Unidos, la
URSS y Gran Bretaña– decidieron el reparto de los despojos de la victoria e intentaron (sin
demasiado éxito) organizar sus relaciones mutuas para el período de posguerra: en
Teherán en 1943, en Moscú en el otoño de 1944, en Yalta (Crimea) a principios de 1945 y
en Potsdam (en la Alemania ocupada) en agosto de 1945. En otra serie de negociaciones
interaliadas, que se desarrollaron con más éxito entre 1943 y 1945, se estableció un marco
más general para las relaciones políticas y económicas entre los estados, decidiéndose
entre otras cosas el establecimiento de las Naciones Unidas.
Hay que situar al resto del mundo en una situación intermedia entre esos extremos, pero en
conjunto más próxima a la posición de Rusia que a la de los Estados Unidos.