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HISTORIA MODERNA Y CONTEMPORÁNEA

EJE Nº I

Las monarquías y el debate en torno de la centralización política: El


Estado Absolutista.
La política europea del siglo 13 hasta mediados del siglo 17 se caracterizó por la visión
personal de los príncipes sobre los gobernados, por el peso de la nobleza feudal sobre
la política y por la pretensión de la iglesia en definir las normas políticas. El estado dinástico
a pesar de que a veces puede comportarse como burocrático e impersonal, está orientado
hacia la persona del rey quién concentró diferentes formas de poder, recursos materiales y
simbólicos (dinero, honores, títulos, indulgencias, monopolios, etcétera) entre sus manos.
De esta manera a través de una red de distribución selectiva de favores, los monarcas
pudieron mantener unas relaciones de dependencia (clientelares) o por lo mejor decir de
reconocimiento personal y así perpetuarse en el poder. El fortalecimiento creciente de la
autoridad real fue eliminando las luchas internas y, en consecuencia, dejó de tener objeto la
presencia de huestes armadas en los señoríos, razón que llevó a los nobles terratenientes a
disolver sus respectivos séquitos feudales.

Las monarquías tendieron establecer un poder perdurable no limito a la vida de las


personas sino las instituciones que perdurarán en el tiempo.

La nobleza seglar y eclesiástica, las ciudades y las élites que gobernaban apoyaron y
fundamentaron el poder del príncipe por encima de todos los existentes en el reino. La
monarquía aportaba a estas instancias de poder (noble, ciudades, etcétera) lo más valioso:
los fundamentos divinos ilegales lógicos que justificaban y respaldaban su preminencia
sobre el resto de la sociedad. Para eso usaban el pensamiento existente del imperio
romano y las doctrinas de la iglesia sobre el poder (afirma que el rey es el único que crea
leyes y ejerce el poder sin restricciones porque le viene de Dios), a sí mismo que legitimaba
la situación a través de la tradición y la costumbre. Los planteamientos anteriores sobre el
poder absoluto del monarca como reflejo del poder divino se concretan en la forma de
administrar justicia, crear leyes, imponer penas, nombrar magistrados, dirigir la política
exterior, y ser comandante de los ejércitos, no se sometía a ningún control, ni compartía la
soberanía con nadie.

Hubo varios conceptos como por ejemplo el de “soberanía” que puede tener diferentes
significados, pero en general coinciden en asignar una situación de superioridad al poder
del rey sobre el reino; también el concepto de “corona”, permitió la cosificación de la idea
del poder, lo que implicaba que el poder era una sustancia capaz de ser trasladada de un
sujeto a otro.

Las monarquías, durante estos tiempos, mediante su campo de poder e influencia,


articulaban la sociedad en una serie de redes de poder no institucionales, en el que la
fidelidad resultó ser un elemento esencial para tejerlas. La mentalidad de la obediencia (que
conlleva la fidelidad) asumió el principio de la autoridad como trama fundamental del vivir
asociado. Sin duda ninguna, instancias de poder como la casa real o la corte, a partir de
entonces aumentaron su importancia o se transformaron con el fin de poder llevar a cabo
este proceso. La aparición de la corte resultó fundamental no solo como lugar de encuentro
entre la élite del reino y el monarca, sino también como centro donde los letrados
elaboraban las leyes; y en la corte se comenzó a ensalzar la figura del monarca a través de
manifestaciones culturales, al mismo tiempo una nueva forma de conductas imponía
paulatinamente en los personajes cortesanos ya que comenzaba a aparecer una forma
distinta de llevar la política.

En el estado absolutista existió una sociedad estamental dividida en tres estamentos:


nobleza, clero y tercer estado. Mientras la nobleza y el clero se consideraban estamentos
privilegiados, el tercer estado era el estamento no privilegiado, donde se ubicaba la mayoría
de la población

El poder del estado absolutista o también se refleja a nivel económico, el mercantilismo


representa su política económica, Por Ejemplo:

· En lo aduanal, el proteccionismo arancelario.

· En lo comercial, la balanza de pagos favorable para promover más exportaciones


(fomento industrial para exportación y subvención de la agricultura para abastecer el
mercado interno) y reducir las importaciones (restricciones al comercio importador y
regulaciones marítimas restrictivas).

· En lo colonial, la colonización y población de nuevos territorios y la expansión


colonial que garantiza áreas inclusivas de exportación a la metrópoli.

La llamada revolución gloriosa, iniciada en 1688, que lleva Guillermo de Orange al trono se
produce entre la "alta nobleza" con el resto de las clases sociales, debido a cuestiones tanto
económicas como religiosas. Esa revolución clausura, sin derramamiento de sangre,
cualquier proyecto tendiente a la instauración de un absolutismo monárquico e instituye la
monarquía parlamentaria, limitando a futuro el poder del rey y el de la alta nobleza;
asimismo, el nuevo sistema de gobierno acrecienta las atribuciones del parlamento,
representante de la nobleza media y baja y de la burguesía.

La Iglesia católica en Inglaterra había actuado prácticamente en los términos en los que lo
hacía un poderoso señor feudal; la ruptura religiosa significó la incautación de sus extensos
territorios por parte de la monarquía, hecho que derivó en la desaparición del diezmo junto a
otras consecuencias sociales.

Las causas fundamentales del término del estado absolutista fue la crisis económica
causada por los lujos de los monarcas, el crecimiento del estado, el mantenimiento de un
gran ejército para enfrentar las guerras territoriales y la furia del pueblo. Para superar la
crisis se recurre al aumento de los impuestos, exigir que la nobleza pague diezmo y se
incrementa la explotación de los campesinos obligándolos a dar mayores contribuciones.

En Francia, la revolución francesa en 1789 marca el final del absolutismo y el surgimiento


de un nuevo régimen donde la burguesía se convirtió en la fuerza política dominante.

IMMANUEL WALLERSTEIN Y LA PERSPECTIVA CRÍTICA DEL

“ANÁLISIS DE LOS SISTEMAS-MUNDO” Carlos Antonio Aguirre Rojas

Pues lo mismo en tanto que agudo analista de los sucesos más contemporáneos, que como
autor de una obra ya clásica y fundamental sobre la historia del capitalismo, e igualmente
como activo promotor de una reestructuración total de las actuales ciencias sociales les,
que como crítico implacable de las explicaciones más comunes de los principales
fenómenos y procesos del “largo siglo XX”, su figura y su obra se han difundido y
proyectado a lo largo y ancho de los cinco continentes de nuestro cada vez más pequeño e
interconectado planeta tierra. Al mismo tiempo, y dado que Wallerstein se ocupa también
del análisis y diagnóstico crítico de los sucesos y procesos de nuestro más actual presente,
su obra se ha difundido también entre los activistas políticos y los militantes de los más
diversos movimientos sociales en el mundo, explicando por ejemplo el hecho de que haya
sido invitado, en varias ocasiones, como conferencista importante de varios de los Foros
Sociales Mundiales, celebrados en la ciudad de Porto Alegre en Brasil. Y entonces, junto a
esos ecos planetarios de sus ensayos y libros más importantes, se ha dado también la
difusión mundial igualmente de su persona, conocido a veces en tanto que conferencista
importante de esa cumbre mundial de los movimientos altermundialistas, y otras en tanto
que director del prestigiado y también muy reputado Centro Fernand Braudel de la
Universidad Estatal de Nueva York, pero igual en tanto que Presidente de la Asociación
Internacional de Sociología, o como voz inteligente crítica en contra del actual maccartismo
impulsado por Estados Unidos desde las propias entrañas de esa misma nación
norteamericana. Pero tampoco, el hecho de que sus libros formen parte de la bibliografía
básica de innumerables cursos de historia, de economía, de sociología, de filosofía, de
antropología o de ciencias políticas, en las universidades de cualquier país del mundo, o
que haya recibido Doctorados Honoris Causa de Universidades de Francia o de Perú, igual
que de México o de Portugal. De este modo, y junto a esta difusión planetaria de la obra de
Immanuel Wallerstein, se ha dado también la proyección mundial de su más importante
resultado, es decir de la perspectiva crítica y analítica que el mismo Wallerstein bautizó
como la del “World-Systems Analysis”, del “Análisis de los Sistemas-Mundo”. Porque a partir
de una rica biografía personal y de un complejo itinerario intelectual, que lo llevó desde el
análisis de las realidades africanas y desde el campo disciplinario de la sociología, hasta el
estudio de la historia y del presente del capitalismo global planetario, y hasta el horizonte
unidisciplinario de unas nuevas ciencias sociales históricas, Immanuel Wallerstein fue
edificando, precisamente, las distintas piezas y los diferentes campos específicos que hoy
constituyen a esa perspectiva crítica del análisis de los sistemas-mundo, perspectiva que al
ser el eje articulador de todo el conjunto de la obra wallerstiniana de las últimas tres
décadas, se ha convertido igualmente contemporánea en un referente indispensable, y en
un elemento siempre presente, de los más importantes debates actuales de las ciencias
sociales. Para tratar de responder a estas preguntas, vale la pena tratar de reconstruir el
mapa entero de los principales ejes temáticos que comprende esta perspectiva del análisis
de los sistemas-mundo, así como las hipótesis y propuestas esenciales postuladas dentro
de cada uno de estos ejes, las que, en su conjunto, nos darán las claves no sólo de la obra
y de la contribución específica de Immanuel Wallerstein, sino también y sobre todo de esa
enorme proyección y difusión mundial antes evocadas.

2. EL MAPA GENERAL DE LA PERSPECTIVA DEL ANÁLISIS DE LOS SISTEMAS-


MUNDO

Porque al recorrer con cuidado esa obra de Immanuel Wallerstein, resulta evidente que un
primer eje de la misma, es el eje histórico-crítico, que intenta explicar, de manera novedosa,
la entera historia del capitalismo y de la modernidad dentro de los cuales todavía vivimos, y
que habiendo comenzado su existencia histórica en el crucial y decisivo “largo siglo XVI”
postulado alguna vez por Fernand Braudel, se ha desplegado luego de manera
ininterrumpida hasta estos comienzos mismos del siglo XXI cronológico que ahora
atravesamos. Crítica de las ciencias sociales actuales y de la estructura de los saberes hoy
dominantes que, a diferencia de los tres ejes anteriores, no se ubica en este claro
movimiento de aproximaciones sucesivas desde la historia más lejana del capitalismo hacia
su más vivo presente, sino que atraviesa de modo transversal a estos tres ejes, para hacer
explícitos y para criticar radicalmente los supuestos no asumidos de su propia construcción,
en el ánimo de mostrar sus límites epistemológicos y de impulsar la edificación de unas
nuevas “ciencias sociales-históricas”, radicalmente nuevas y profundamente
unidisciplinarias. Cuatro ejes articuladores del conjunto de la perspectiva del análisis de los
sistemas-mundo que, para su construcción y edificación sucesivas, se han apoyado,
principalmente, en dos de las matrices del pensamiento crítico contemporáneo que
constituyen, a su vez, en primer lugar el legado intelectual más importante dentro de las
ciencias sociales contemporáneas –es decir, de las ciencias sociales de los últimos ciento
cincuenta años aproximadamente--, y en segundo lugar en la obra más relevante a nivel
mundial dentro de los estudios históricos de todo el siglo XX cronológico.

3. EL EJE HISTÓRICO – CRÍTICO SOBRE LA HISTORIA GLOBAL DEL CAPITALISMO

Pero con ello, se pierden de vista las dinámicas globales subyacentesa todos estos
procesos y sucesos evocados, dinámicas supranacionales que derivan del funcionamiento
del sistema-mundo capitalista global, considerado como un todo –sistema-mundo global que
es, para Immanuel Wallerstein, la única y verdadera “unidad de análisis” pertinente—, y que
resitúan a esa Independencia de México dentro del más vasto movimiento de
descolonización general de todas las Américas, movimiento que provocado y
desencadenado también por las dinámicas mundiales de la reorganización de la geopolítica
europea y planetaria de finales del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX, se combinan e
imbrican con los procesos protonacionales y locales de cada una de las zonas de este vasto
continente americano. Además, y como una segunda tesis fuerte de este eje histórico-
crítico, nuestro autor ha defendido la idea de que a lo largo de toda su vida histórica, el
capitalismo se ha estructurado siempre desde una estructura jerárquica, profundamente
desigual y asimétrica, estructura tripartita que divide al planeta en un pequeño núcleo de
países o zonas muy ricas que conforman el centro del sistema, junto a una también
pequeña zona intermedia de países y zonas que detentan una moderada riqueza y que son
la semiperiferia, y al lado de una muy vasta periferia pobre y explotada, que constituye la
inmensa mayoría de zonas y naciones del mundo, y que como ancha base del sistema en
su conjunto soporta tanto a la semiperiferia como al centro de este mismo sistema
capitalista. Dinámicas diferenciadas, aunque también profundamente entrelazadas, que
abarcan, en el plano de las coyunturas históricas o del tiempo medio braudeliano, a los bien
conocidos ciclos Kondratiev, pero también y ya en el registro más vasto de la larga
duración, primero, a la dinámica de los cambios importantes que imponen los distintos y
superpuestos “siglos largos” de la historia capitalista, segundo, a los movimientos de
expansión y consolidación sucesivas del propio sistema-mundo, y tercero, y quizá el más
importante de estos tres últimos, el de la dinámica global de los sucesivos ciclos
hegemónicos de este mismo periplo general de la modernidad capitalista.

4. EL EJE DEL ANÁLISIS CRÍTICO DEL ‘LARGO SIGLO XX’ HISTÓRICO

El segundo eje articulador de la perspectiva del análisis de los sistemas-mundo, es el eje


del análisis crítico del largo siglo XX histórico, eje que proyectando las lecciones del eje
histórico-crítico hacia nuestro propio siglo histórico, le permite a Immanuel Wallerstein
diagnosticar y analizar de manera también novedosa a varios de los principales procesos y
sucesos acontecidos dentro de los últimos ciento treinta años transcurridos. Porque en
abierta contraposición frente a los autores que defienden y postulan la existencia de un
“breve siglo XX”, que correría desde la primera guerra mundial y la revolución rusa de 1917,
hasta la caída del Muro de Berlín y la reconversión de la URSS en nueva Rusia otra vez
abiertamente capitalista, Wallerstein va a defender en cambio la tesis de la existencia de un
“largo siglo XX”, que habiendo comenzado hacia 1870, se desplegaría hasta el propio
momento actual e incluso más allá, para concluir su existencia en una fecha todavía
incierta, pero que muy posiblemente no rebasará el futuro año de 205018. Así, contra la
idea de considerar a los procesos del llamado “socialismo realmente existente”,
desplegados en el siglo XX, como los procesos centrales y definitorios de nuestro pasado
reciente, idea que fundamenta y da sentido precisamente a la tesis del siglo XX corto,
Immanuel Wallerstein va más bien a defender la idea de que este largo siglo XX ha sido el
siglo de la larga curva de la construcción, definición, afirmación, y luego decadencia, de la
hegemonía norteamericana, siglo comenzado por lo tanto hacia 1870, y que ahora mismo
estaría viviendo su etapa final y conclusiva. Pero con la revolución cultural mundial de 1968
y con la crisis económica planetaria de 1972-73, se cerró esa hegemonía fuerte de Estados
Unidos, y comenzó el proceso, lento pero indetenible, de la decadencia total de la
hegemonía norteamericana, la que se prolonga claramente hasta nuestros días, adquiriendo
trazos dramáticos durante los dos periodos recientes del gobierno de George Bush Jr.

De este modo, y re explicando todo el siglo XX desde esta hegemonía de Estados Unidos,
Wallerstein no sólo va a relativizar profundamente el papel del socialismo realmente
existente –hasta el punto de afirmar que todas esas sociedades llamadas “socialistas” no lo
han sido, y no podían serlo, pues al ser partes del sistema-mundo como un todo, les era
imposible escapar a su lógica esencial, a la que estaban fatalmente condenadas a volver,
más tarde o más temprano y por una vía o por otra--, sino que también va a caracterizar a la
primera y a la segunda guerra mundiales como una sola larga guerra moderna de treinta
años, estructurada en torno de la rivalidad Alemania-Estados Unidos, y que como su
resultado principal dará paso, precisamente, al dominio norteamericano incontestado de los
años cuarentas, cincuentas y sesentas. Proceso entonces de desintegración de todos los
imperios coloniales, desde el inglés hasta el francés, y pasando por varios otros, que en un
movimiento de oleadas sucesivas que se repiten a lo largo de todo el “primer siglo XX” –ese
que corre desde aproximadamente 1870 hasta más o menos 1968--, fue conquistando la
independencia formal y política para prácticamente todas las naciones del mundo, borrando
así del mapa mundial la existencia de la añeja y duradera relación colonial. Porque al hacer
que las poblaciones de todos los países coloniales cuestionaran esa relación de
dependencia frente a sus respectivas metrópolis, y al movilizarlas políticamente para luchar
por la independencia y por la soberanía nacionales, esos movimientos antisistémicos de
liberación nacional que proliferaron en el largo siglo XX a todo lo largo y ancho del planeta,
lo que estaban generando y promoviendo de una manera profunda, era el claro proceso de
obligar a los países del centro y de la semiperiferia del sistema-mundo capitalista a
reconocer y asumir el hecho de que todos los pueblos del mundo, y con ello todas las
naciones del globo terráqueo, son protagonistas activos y fundamentales de la actual
historia universal. Y de la misma manera en que la curva de la hegemonía norteamericana,
sufre un quiebre fundamental en el momento de 1968/72-73, pasando de la fase de la
hegemonía fuerte a la etapa del declive hegemónico, así también esta curva de la
descolonización total del mundo va a culminar hacia esa misma fecha de 1968-73, para dar
luego paso, en los últimos siete lustros, a la sistemática y reiterada crítica planetaria del
eurocentrismo en todas sus formas, crítica que habiendo llegado a veces a extremos
absurdos, y otras veces manteniéndose como una legítima impugnación de las
consecuencias negativas del dominio europeo sobre el mundo, entre los siglos XVI y XIX,
expresa en general esos cambios profundos que acarrea, más allá de sus diversos límites,
este proceso de disolución completa de las relaciones coloniales en escala mundial.
Segundo eje que al dividir el largo siglo XX en un primer siglo XX que concluye hacia esta
fecha fundamental de 1968-73, y un segundo siglo XX que abarcaría los seis o siete lustros
más recientes, nos entrega también la conexión que vincula a este segundo eje con el
tercer eje del análisis de los sistemas-mundo, el que corresponde al estudio de la propia
historia inmediata que ha sido vivida y a veces hasta protagonizada por el propio Immanuel
Wallerstein, y que él ha ido examinando y caracterizando críticamente conforme iba
sucediendo y aconteciendo, junto además al ejercicio crítico de avizorar los posibles
escenarios prospectivos de los futuros inmediatos y mediatos de la evolución de este mismo
sistema-mundo capitalista.

5. EL DOBLE EJE DEL ANÁLISIS DE LA HISTORIA INMEDIATA Y DE LOS ESCENARIOS


PROSPECTIVOS DEL CAPITALISMO ACTUAL
En cambio, y en sentido diametralmente opuesto a estas teorías, lo que la perspectiva del
análisis de los sistemas-mundo afirma es que, precisamente a partir del doble quiebre de la
revolución cultural y de la crisis económica mundial de los años de 1968-73, el sistema-
mundo capitalista ha entrado más bien en la etapa final de su ciclo histórico de vida, es
decir en una situación de bifurcación histórica que combina, junto a la crisis terminal del
capitalismo y de todas sus estructuras constitutivas, también la urgente tarea de comenzar a
construir, inmediatamente y desde ahora, las posibles alternativas para la definición del
nuevo sistema-histórico que hoy se encuentra ya en estado de gestación. Así,
distanciándose de esas teorías de la globalización-mundialización, que omiten totalmente, o
que sólo mencionan débil y marginalmente esta crisis múltiple de absolutamente todas las
estructuras hoy vigentes del capitalismo, la perspectiva del análisis de los sistemas-mundo
se opone también a las igualmente erróneas y superficiales tesis sobre una pretendida
nueva etapa del “Imperio”, las que exagerando por ejemplo desmesuradamente la idea del
poder de los organismos transnacionales –en el momento mismo en que, por ejemplo, la
ONU se deslegitima totalmente y caduca frente a nuestra propia mirada como estructura
histórica mundial, lo que es ya una refutación evidente de estas mismas tesis del
“Imperio”--, terminan por conducir a conclusiones y a valoraciones políticas totalmente
cuestionables, como la de menospreciar o hasta ignorar totalmente el nivel específicamente
nacional de las luchas de los oprimidos de todo el mundo, que si bien no debe ser el único,
e incluso quizá tampoco el fundamental, debe no obstante ser también considerado de
manera central dentro de los diversos niveles esenciales de la lucha de clases, y del
combate cotidiano de las clases subalternas en pro de su propia liberación. Y junto a todo
esto, una crisis también global y estructural de todo el nivel de las realidades y actividades
políticas en su conjunto, que incluye lo mismo a la crisis de los Estados –cada vez más
incapaces de cumplir sus funciones básicas de proveer a sus respectivas poblaciones de
mínimos y aceptables servicios de seguridad, salud y educación públicas, pero también
cada vez más incapaces de alcanzar y/o mantener una mínima legitimidad y credibilidad
entre esas mismas poblaciones, que la crisis de los partidos, las organizaciones, los
actores, y hasta los distintos eventos políticos, los que cada vez más son identificados por la
inmensa mayoría de la gente como organizaciones, personajes y actos que giran como un
carrusel sobre su mismo eje, pero que no representan en realidad a ninguna fuerza o
movimiento social específico, por no hablar de representar a sectores vastos o importantes
de la propia ciudadanía en general. Y a tono con esta muy diversa caracterización global del
capitalismo más actual, que enfatiza la crisis civilizatoria múltiple que desde hace tres
décadas vivimos, y que rechaza esas ideologías superficiales del “Imperio” y de la
“globalización-mundialización”, Immanuel Wallerstein va también a caracterizar muchos de
los sucesos, situaciones y procesos que hemos vivido recientemente, de una manera
totalmente original y novedosa, y una vez más alejada de los lugares comunes repetidos por
muchos analistas políticos y por muchos científicos sociales diversos. Porque hoy es
evidente que dicha situación de crisis terminal del capitalismo, lo que ha generado en el
plano ideológico es una nueva y aguda polarización ideológica extrema –expresión, entre
otras cosas, de la polarización también económica, social y política engendrada por esta
misma situación de crisis--, polarización que al mismo tiempo que invalida y deslegitima las
posiciones y las interpretaciones centristas y liberales que prevalecieron y fueron
dominantes en la geocultura de los últimos doscientos años –desde la Revolución Francesa
hasta esta caída del Muro de Berlín--, relanza claramente a las dos posiciones extremas y
más radicales, tanto de una derecha ahora cínica, desvergonzada y cada vez más agresiva,
como también de un interesante abanico de nuevas izquierdas, más creativas, tolerantes,
plurales y eficaces que las viejas izquierdas dominantes características de la etapa anterior
a 1968.

6. EL EJE EPISTEMOLÓGICO – CRÍTICO SOBRE LAS CIENCIAS SOCIALES ACTUALES

El cuarto eje fundamental de la arquitectura global de la perspectiva del análisis de los


sistemas-mundo es el eje epistemológico-crítico, y a diferencia de los tres anteriores, no se
articula con ellos a partir de la lógica de sucesivos acercamientos hacia la situación
presente –desde la visión de los cinco siglos de la historia capitalista (eje 1) a la visión del
largo siglo XX (eje 2), y desde este largo siglo XX hacia las coyunturas específicas del
segundo siglo XX, actuales y futuras (eje 3)--, sino más bien de una manera transversal,
que cortando por igual a esos tres ejes referidos, se interroga triplemente sobre, en primer
lugar, el proceso genético de la estructura de los saberes que corresponde a la modernidad
capitalista como un todo, en segunda instancia sobre el proceso de institucionalización de
las ciencias sociales desplegado en este largo siglo XX y hoy todavía vigente, y en tercer
plano, por la irreversible crisis tanto de esas ciencias sociales actuales como del llamado
régimen de las “tres culturas”, y más en general de toda esa estructura de los saberes,
desencadenada a partir de 1968 y hoy todavía en curso. Con lo cual Immanuel Wallerstein
nos invita seriamente a cuestionarnos acerca de las premisas no explicitadas de la
específica configuración que hoy presenta nuestro “episteme” global de apropiación
cognoscitiva del mundo, es decir nuestro actual sistema de los conocimientos científicos,
con sus particulares divisiones entre ciencias naturales, o exactas, o duras, ciencias
sociales y humanidades, pero también y después, con su organización bajo el esquema de
las diferentes disciplinas de la historia, la economía, la ciencia política, la antropología, la
geografía, la psicología o la sociología, entre muchas otras. Pues todas las ciencias sociales
deberían de ser profundamente históricas, en virtud de que no hay hecho social relevante
que pueda entenderse e interpretarse sin considerar su propia historia, de la misma manera
en que es posible y hasta necesario hacer todo el tiempo historia de los hechos del
presente, introduciendo una densa mirada histórica también en el análisis de las realidades
más inmediatas, actuales y hoy mismo aún en proceso de vivo desarrollo Y si esta división
entre pasado y presente es completamente artificial y cuestionable, y con ella la división
entre la historia y las otras ciencias sociales, también lo es la supuesta autonomía y clara
distinción entre los mundos de la economía, la sociedad y la política, en la que se apoya y
justifica la diferencia entre economía, sociología y ciencia política. De este modo, y
asumiendo con plena conciencia lo que significa el hecho de que ahora prolifera también la
constitución de muy nuevos e inéditos campos del saber, que ya no siguen criterios
definidos por las disciplinas o ciencias sociales actuales, --tales como los estudios sobre la
mujer, o los estudios culturales, o las investigaciones sobre el folklore y la cultura popular, o
la moderna ecología política, o los institutos dedicados al estudio de la paz y la guerra, o los
centros de documentación sobre los nuevos movimientos sociales antisistémicos, etc.,
Immanuel Wallerstein va a insistir en la urgente tarea que tenemos que asumir, todos los
científicos sociales actuales, en ese inmenso proceso de la verdadera reestructuración total
de nuestra estructura de los saberes sobre lo social, estructura que hoy se encuentra
completamente en crisis y en proceso de total redefinición.

7. CONCLUSIÓN

Por eso, no es extraño encontrar a Immanuel Wallerstein entre los Conferencistas


Magistrales de por ejemplo el Tercer Foro Social Mundial realizado en Porto Alegre, al
mismo tiempo que vemos traducirse y publicarse en español, japonés, árabe, alemán,
eusquera, catalán, danés, chino, malayo, coreano, italiano, griego, francés, turco,
portugués, húngaro, eslovaco, polaco o inglés, entre otras varias lenguas, sus análisis
inmediatos sobre la tragedia del 11 de septiembre de 2001, o sobre las injustas e
irracionales invasiones de Estados Unidos a Afganistán e Irak, pero también sobre la
indígena en Bolivia, sobre la errática y tibia política de Lula en Brasil, o sobre la hegemonía
moral del neozapatismo mexicano y sobre los puntos de convergencia entre Gandhi,
Mandela y el Subcomandante Marcos, entre varios otros temas de la más viva y vigente
actualidad.

LAS FORMAS DE SUBSISTENCIA: 5 III. INDUSTRIA Y DESARROLLO

(FONTANA JOSEP)
En nuestro tiempo, no obstante, la preocupación por el crecimiento económico -que nos
hace dividir el mundo en países desarrollados y subdesarrollados- ha llevado a una visión
de la historia marcada por un gran corte determinante, el de la revolución industrial», que
habría inaugurado la época del «crecimiento económico moderno» , en función de lo cual se
echa todo lo anterior al pozo de lo «preindustrial», un rótulo que unifica abusivamente, como
decía E. Estas interpretaciones asignan un papel crucial a la «revolución industrial», un
concepto del cual nos ocuparemos más adelante, y han pretendido deducir de su estudio un
juego de reglas que puedan servir de receta para suscitar el crecimiento económico en los
países subdesarrollados actuales. Fracasadas, como veremos, estas ilusiones, hoy se
tiende a ver estos procesos de forma menos simplista, como el resultado de largas y
complejas evoluciones que han tenido cursos muy diversos, sin que haya, como se
pensaba, una sola secuencia de crecimiento económico de validez universal.

5.1. EL CRECIMIENTO ECONÓMICO EN EL PASADO

Las interpretaciones que imaginaban un mundo productivo poco menos que inmóvil hasta el
momento en que la industrialización habría desencadenado el «crecimiento económico
moderno», son hoy discutidas por historiadores que nos ofrecen la perspectiva de un
crecimiento mucho más continuado y duradero, con fluctuaciones y recuperaciones, y que
empiezan a tomar en consideración el hecho de que otras culturas, como la de China, la del
sureste asiático o la islámica, han tenido evoluciones diferentes, que las han llevado a ir por
delante de Europa en muchos momentos del pasado.

Pero todo el proceso sería inexplicable sin el milenio de crecimiento anterior, que asentó las
relaciones de mercado que estimularon la introducción de cambios tecnológicos. La
economía inglesa, por ejemplo, habría crecido entre 1086 y 1760 a un ritmo no muy
diferente del que experimentó entre 1760 y 1801, las décadas en que se supone que se
produjo el salto hacia adelante de la revolución industrial.

Está claro que en una época de población y trabajo predominantemente agrarios la mayor
parte del crecimiento tenía que pro- ceder de mejoras en la agricultura, pero en la edad
media europea ha habido también una serie de transformaciones tecnológicas en el terreno
de la industria, como la difusión del molino de agua , la aplicación de la rueda hidráulica a
los batanes o molinos pañeros , el telar horizontal, la rueca , la fragua catalana , o l
complejo de cambios técnicos de las llamadas new draperies, que transformaron la
producción de tejidos de lana en la mayor parte de Europa .

5.2. LA INDUSTRIA ANTES DE LA INDUSTRIALIZACIÓN


La industria urbana estaba en manos de unas corporaciones profesionales, los gremios, que
controlaban la producción con reglas muy estrictas, vigilando su calidad y tratando de evitar
que unos se enriquecieran compitiendo con los otros . El mercado era limitado y los gremios
se lo repartían, garantizando su estabilidad con reglas estrictas que impedían introducir
nuevas tecnologías que rompieran el equilibrio. La industria rural, en cambio, era de
carácter doméstico y ocupaba a artesanos que trabajaban individualmente en sus telares o
herrerías, al margen de cualquier corporación. El ámbito de su actividad era local, ya que
intercambiaba sus productos con los excedentes de los agricultores de la propia comarca,
directamente o vendiéndolos en el mercado más próximo.

Este panorama de gremios urbanos y telares locales es demasiado simplista. En época de


lluvia o en invierno, cuando no se puede trabajar en el campo, no había hogar campesino
en que la mujer y la hija no hilaran, ayudadas por el marido o por los hijos, que les
preparaban las fibras. Producían más hilado del que necesitaba para la ropa de consumo
personal y lo vendían a los «pelaires» o a los comerciantes que iban de casa en casa para
recogerlo. Pronto, sin embargo, se le añadió el tejido, hecho en pequeños telares manuales
caseros.

Era lógico que en la promoción de esta actividad destacaran, además de los comerciantes,
los pelaireso «preparadores» de la lana. La parte de la producción que les correspondía, y
en especial las operaciones finales de teñir y de acabar las telas, era la única que requería
unas instalaciones y un utillaje costoso, como los molinos pañeros. Los productos del
putting out estaban destinados normalmente a venderse en las ciudades cercanas, pero
cuando se dispuso de un volumen mayor de producción se empezó a llevarlos más lejos y
los promotores, convertidos progresivamente en empresarios externos, fueron
abandonando sus trabajos y acabaron dedicándose sólo a pagar las operaciones, a
controlar su realización y a vender el producto final, como lo harían los comerciantes que
entraban en este mismo negocio. Los salarios bajos explican que los empresarios
prefiriesen encargar una parte del trabajo todo el hilado y al menos el tejido de baja calidad
en este medio rural en lugar de hacerlo a los productores urbanos.

Por esta vía ha nacido lo que llamamos protoindustrialización, un sistema de producción de


base rural, en que los trabajadores son artesanos-campesinos que combinan el trabajo de
hilar o de tejer con el cultivo de la tierra, y cuyo producto se vende normalmente en un
mercado lejano, por cuenta de empresarios que lo comercializan. El desarrollo de estas
actividades industriales habría estimulado, en las zonas cercanas, el de una producción
agrícola para vender a esos campesinos-artesanos que no cosechaban lo suficiente para su
consumo, desarrollo del mercado local. Habría favorecido de este modo el desarrollo del
mercado local. Esta tipología de formas diversas, rurales y urbanas, de la industria antes de
la industrialización resulta, sin embargo, engañosa. No se trataba de formas de actividad
que se desarrollaran por separado, sino que eran complementarias en muchos aspectos. El
elemento unificador fundamental eran precisamente los comerciantes o pelaires, que no
sólo encargaban trabajo en el campo, sino que lo hacían también en la ciudad, y que eran
los que organizaban globalmente la producción. Sobre Toledo nos muestra, en primer lugar,
que la actividad industrial no se daba sólo en la ciudad, sino en una serie de poblaciones
situadas en un radio de unos cuarenta km a su alrededor, que formaban con Toledo una
especie de «pequeña nebulosa textil». Que la iniciativa de la producción estuviese en
manos de los comerciantes explica en buena medida las diferencias de su evolución en
unos u otros lugares.

En Castilla, donde el comercio con América atraía productos textiles de toda Europa, los
comerciantes locales encontraron más provechoso actuar como intermediarios en el
negocio colonial que arriesgarse invirtiendo en la producción, lo que explica que una
industria textil potente como la de Segovia y Toledo acabase languideciendo. En la
Inglaterra del siglo xVil, al contrario, la demanda creciente del mercado interior y la
posibilidad de hacer grandes beneficios con los productos industriales en el comercio
triangular del Atlántico estimuló a los hombres de negocios, no sólo a seguir actuando como
empresarios externos a la producción, sino a invertir directamente en ésta a través de la
fábrica. Se ha podido decir que el período que arranca de fines del siglo xvi y cubre la
totalidad del xv fue en Europa «la edad de oro de la industria rural», con una gran
expansión de la producción industrial en el campo.

5.3. LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL

Estos serían los criterios de la interpretación establecida, que, consecuente con una visión
lineal de la historia humana, proponía el modelo de la industrialización británica la
«revolución industrial» por excelencia como el único camino conducir, en que podía
conducir, en que podía cualquier tiempo y lugar, al crecimiento económico moderno. En los
años esta visión simplista ha sido remplazada por otras más matizadas que ven el
crecimiento industrial como un inglés proceso largo y complejo, que se ha iniciado en una
producción de escala a menudo doméstica, con máquinas elementales y sin que el vapor
haya aportado mucho. Porque las máquinas industrialización, las que han mente
revolucionado realmente la producción británica, eran manuales o funcionaban con la fuerza
de los caballos y estaban destinadas a una utilización doméstica y no a la fábrica. « La
producción textil, por ejemplo, que había avanzado considerablemente con la lanzadera
volante, se veía frenada por la baja productividad del hilado manual, que hacían sobre todo
las mujeres, hasta que Hargreaves inventó la spinning jenny-o sea aJenny la hiladora»,
nombre que puso en honor a su esposa que era una máquina manual gracias a la cual con
un solo volante se hacían funcionar a la vez varios husos. Esta era de las manufacturas,
como la ha denominado Maxine Berg, es una época de aumento del trabajo doméstico, con
una participación creciente de las mujeres y de los niños, que ha sido posible por el hecho
de que la máquina simplificaba y facilitaba las operaciones. La primera fase de la
industrialización no sólo no tuvo por protagonista al vapor, sino que hizo un uso muy
limitado de él. A principios del siglo xIx, cuando Inglaterra ya había dado bastantes pasos en
el nuevo camino, el número de máquinas de vapor aplicadas a la industria era insignificante.
Lo cual se explica por el hecho de que las industrias inglesas más importantes no eran en
estos momentos la siderurgia ni la construcción de máquinas, sino las de la lana, la
construcción, la piel y la cerveza.

Con estas, pero detrás suyo, crecía la del algodón, donde empezaría a mecanizarse el
hilado, mientras que el tejido seguiría durante bastante tiempo como una actividad artesana
y manual. Las cosas cambiaron más adelante con la aparición de nuevas tecnologías que
necesitaban inversiones de capital que estaban más allá de las posibilidades de la unidad
doméstica, sobre todo cuando había que recurrir a la máquina de vapor, que sería el
elemento indispensable para entrar en la fase de predominio de la siderurgia y que
transformaría también la vieja industria de bienes de consumo, al hacer posible un
crecimiento cuantitativo que no habría podido realizarse tan sólo con el uso de la energía
orgánica. Se suponía tradicionalmente que la fábrica era una exigencia de las nuevas
condiciones, pero algunas revisiones recientes lo muestran de otro modo. Un economista
norteamericano, Stephen Marglin, fue el primero en afirmar que la fábrica no había nacido
por necesidades de una mayor eficacia productiva, sino para asegurar al patrón el control
de la fuerza de trabajo y la apropiación del excedente producido por el obrero.

La fábrica no habría sido, pues, una consecuencia de la máquina. Si nos atenemos tan sólo
a sus dimensiones, su modelo serían las grandes manufacturas reales de los siglos xvi al
xvn, que concentraban a muchos trabajadores pero que no consiguieron una ordenación
eficaz de la producción. Sabel y Zeitlin han ido todavía más lejos, reemplazando el viejo
relato que contrapone un antiguo régimen de control gremial y producción manual artesana
a una modernidad marcada por la libertad del mercado, la mecanización y la fábrica, por
otro muy distinto. La tercera etapa de este proceso, que puede fecharse de 1920 a 1970,
habría sido la del triunfo de la modernidad de la producción de masa, pero la crisis de los
años setenta del siglo xx ha abierto una «nueva batalla de los sistemas» como
consecuencia del estancamiento de los centros clásicos de producción de masa,
bloqueados por su tradicionalismo.

El planteamiento de Sabel y Zeitlin-que rechazan como antihistórica la separación de lo


tradicional y lo moderno, de lo político y lo económico-tiene la virtud de reemplazar la vieja
visión simplista que lo interpretado en función del progreso tecnológico, por otra
completamente abierta, en que los hombres tienen la opción de seguir caminos distintos y
toman decisiones optando por uno o por otro de los diversos «futuros posibles». Por lo
general la opción de la producción fabril estandarizada se toma cuando una economía es
estable. En cambio, cuando el entorno es «volátil» resulta mucho mejor organizar cada
escalón de la producción como una empresa independiente, colaborando en un marco en
que los adecuados arreglos institucionales garantizan la seguridad de los tratos para
realizar una producción flexible que hará posible que sobrevivan a los cambios
desfavorables de su entorno.

5.4. LA EXPANSIÓN DE LA INDUSTRIALIZACIÓN MODERNNA

Hasta mediados del siglo xvi las industrias de China o de la India eran probablemente
superiores a la mayor parte de las de Europa y es incluso posible que el PNB percapita y el
nivel de vida usen también más altos en aquellas tierras asiáticas. Las cosas comenzaron a
cambiar desde la primera mitad del siglo xx como consecuencia del desarrollo de la
industrialización de fábrica, que se inició en Gran Bretaña y se extendió en los siglos xDX y
xx a otros países europeos, a los Estados Unidos y Japón. La razón esencial de ello es que
entre la situación que encontraron los que comenzaron primero y la que tuvieron que
afrontar los que llegaron más tarde a la industrialización había diferencias importantes,
especialmente por lo que se refiere a los mercados disponibles y al volumen de capital que
se necesitaba. Que estos mercados interiores pudiesen crear una demanda lo bastante
grande como para estimular la industrialización dependía no sólo de sus dimensiones, esto
es del número de los consumido- res potenciales, sino de la capacidad adquisitiva de éstos,
que era consecuencia, a su vez, de factores muy diversos, y muy en especial de las
características de su agricultura.

Estos encadenamientos que favorecían la industrialización no se dieron en economías


como la española, con una agricultura poco eficaz y de ingresos concentrados en pocas
manos. Más conocidas son las diferencias que nacen del volumen de capital necesario para
la industrialización, que era muy distinto en el caso de los que llegaron primero y en el de
los que lo hicieron más tarde. Un razonamiento parecido sirve para los países en su
conjunto. Más adelante, sin embargo, el volumen de recursos necesario para
industrializarse era cada vez mayor, ya que había que empezar con una tecnología cada
vez más avanzada, y más cara.

Los capitales no podían salir ahora de las fortunas personales, sino que había que reunirlos
colectivamente a través de la emisión de acciones y obligaciones, que eran colocadas en la
bolsa o tenían que proceder de inversores con un volumen extraordinario de recursos, como
los bancos. Cuando el momento de entrada era todavía más tardío, y el atraso con respecto
a los países que ya se habían industrializado resultaba mayor, ni siquiera bastaran los
capitales dela banca, sino que sería necesario que el estado interviniera desviando recursos
hacia la industria con subsidios y pedidos. Este sería, por ejemplo, el caso de Japón, que
inició su proceso de industrialización a fines del siglo xix, y que consiguió un éxito
considerable con esta fórmula. Un paso más allá lo representarían las industrializaciones de
los denominados países «socialistas» en el siglo XX.

La necesidad de hacer un rápido salto adelante para competir con los países capitalistas
avanzados, partiendo como lo hacían de condiciones muy desfavorables, les 1levó a buscar
fórmulas de industrialización con una planificación centralizada, en que el estado no sólo
financiaba y estimulaba el proceso, sino que lo protagonizaba directamente y destinaba a él
todos los recursos necesarios, incluyendo el trabajo forzado de millones de personas. En
otro caso, el del llamado «gran salto» de la China maoísta, la industrialización «estatal» no
consiguió nada positivo y condujo al país a uno de los mayores desastres que se hayan
conocido en la historia humana, desperdiciando los recursos empleados y haciéndose
responsable de millones de muertos por hambre.

5.5. INDUSTRIALIZACIÓN Y DESARROLLO

El auge de este optimismo se produjo al término de la segunda guerra mundial, cuando


todos los profetas anunciaban que, con la energía barata que proporcionaría el átomo y con
la automatización industrial, tendríamos un mundo en que la prosperidad general se
conseguiría con jornadas más cortas, que harían que el único problema del hombre en el
año 2000 fuese el de encontrar en que ocupar su ocio. Este proceso podía, además,
extenderse al conjunto del mundo para sacar a los países atrasados de su pobreza y
llevarlos a la plenitud del «desarrollo». Marshall y la creación de la OTAN, Truman propuso
al norte americano embarcarse en un nuevo y vigoroso programa para hacer accesibles los
beneficios de nuestros avances científicos y nuestro progreso industrial para la mejora y
crecimiento de las áreas subdesarrolladas». El objetivo era «ayudar a los pueblos libres del
mundo, a través de sus propios esfuerzos, a producir más alimentos, más vestidos, más
materiales de construcción y más fuerza mecánica para aligerar sus cargas».
La identificación de industrialización y desarrollo la culminó en 1960 W. Rostow en Las
etapas del crecimiento económico, un libro que convertía una visión esquemática de la
industrialización británica en un programa de política económica para los países pobres.
Estos planteamientos simplistas fueron criticados por los «dependentistas»
latinoamericanos, que sostenían que el crecimiento económico moderno implicaba una
polarización-esto es, que los países desarrollados habían progresado a costa de los demás
y por la doctrina de la «autoconfianza» de Julius Nyerere, presidente de Tanzania, quien en
la «declaración de Arusha», de 1967, proclamaba la necesidad de que los africanos
lucharon contra la pobreza con sus propias armas, desarrollando sobre todo su propia
agricultura de subsistencia, sin dar demasiada importancia a una industrialización para la
que carecían de recursos. A esta línea crítica se sumaron en términos generales los
«países del sur» organizados en el bloque de los «no alineados», que en la Carta de Argel,
también de 1967, formular sus agravios contra los países industriales, pero que acabaron
en 1974, en una «Declaración para el Establecimiento de un Nuevo orden Económico
Internacional», limitándose a pedir más ayuda de los países industriales y un aumento del
comercio internacional, lo que significaba volver al redil del desarrollismo sucedía, sin
embargo, cuando la era de la expansión económica de posguerra tocaba a su fin. Las
ilusiones que habían suscitado en los países avanzados las dos décadas de crecimiento
prodigioso se desvanecieron.

Lo que se había interpretado como una aceleración permanente de los ritmos de


crecimiento resultó ser un episodio transitorio, y previsiblemente irrepetible en un futuro
próximo. Peor ha sido el caso de los países atrasados, que no sólo no han alcanzado el
crecimiento que les prometía el desarrollismo, sino que han visto en 1973-1992 reducirse
dramáticamente sus tasas de Crecimiento, hasta llegar a convertirse en negativas en el
caso de Africa. Fracasaron la mayor parte de los países que habían intentado repetir los
modelos industrializadores avanzados, y que acabaron descubriendo que la receta no daba
los mismos resultados en contextos diferentes. « Medio siglo después de que, con el fin de
la segunda guerra mundial, se inició lo que pretendía ser una nueva época de prosperidad
general, el 20 por ciento de la población más rica del mundo tiene un 85 por ciento de la
riqueza total, mientras que el 20 por ciento más pobre sólo tiene un 1,4 por ciento.

De acuerdo con las cifras del Banco Mundial, en 47 de los 133 países para los que se nos
ofrecen datos el PNB percapita descendió entre 1985 y 1995, lo cual afecta a un total de
unos 800 millones de hombres y mujeres, uno de cada siete de los habitantes del planeta.
Se puede ver entonces que el proceso de divergencia gradual entre los países que
siguieron la vía de la industrialización moderna los que hoy llamamos países desarrollados y
los demás se inició entonces y no ha hecho más que proseguir y acentuarse con el paso del
tiempo. En los últimos años la atención se ha desplazado del crecimiento económico
propiamente dicho a una nueva valoración de la situación de los diversos países en
términos de los Indicadores de Desarrollo Humano, que no sólo toman en cuenta los datos
económicos sino el bienestar colectivo medido a través de la esperanza de vida y del
acceso a la educación. Pero si estos nuevos índices han venido a poner de relieve la
magnitud del problema de la pobreza en el mundo, no parecen haber servido para mejorar
las cosas.

A los países subdesarrollados se les predica ahora la nueva fe de la globalización que


sostiene que el crecimiento económico sólo se puede conseguir dentro de las reglas de una
economía de mercado-olvidando que el mercado está muy lejos de ser un terreno neutral,
sino que funciona con un sesgo en favor de quienes tienen en él una posición dominante y
favorece tan sólo el enriquecimiento de los que ya son ricos, sin restricciones ni intervención
estatal, tal como la imponen los recetarios de ajuste estructural del Banco Mundial*, con
dogmas irracionales como el de la «competitividad»** y con un código moral que santifica la
libre iniciativa y la lucha por la supervivencia, y que no ha conducido, por ahora, a otra cosa
que a «la globalización de la pobreza». Cuán dudosa sea la validez de estas reglas lo
muestra, por una parte, el hecho de que los únicos países subdesarrollados que habían
conseguido «desarrollarse» después de la segunda guerra mundial eran los nuevos países
industriales asiáticos, que lo hicieron con fórmulas que implicaban una fuerte intervención
estatal, siguiendo el modelo de la industrialización japonesa.

EJENº2

La Ilustración. Características. Despotismo Ilustrado.


Ilustración:

La época de apogeo de la ilustración es grosso modo la segunda mitad del siglo 18 sobre
todo en los años que medían entre 1748 y 1774. Su optimismo racionalista está muy en
consonancia con la autoconfianza de una elite europea. Los motivos de esa confianza
residían en la expansión del comercio y la navegación, además del notable avance
científico, la existencia de una paz relativa y la progresión de la civilización europea,
además del dominio de Europa en todos continentes.

La ilustración concernió fundamentalmente solo una élite urbana de nobles y notables del
tercer estado; por su parte el mundo campesino permaneció casi totalmente ajeno a la
ilustración.

En medida los ilustrados fueron verdaderamente innovadores; cómo se puede ver la


actividad de Voltaire, un ilustrado prototípico, puede entenderse en buena parte como la de
difusor en Francia de las ideas inglesas: como la física newtoniana y las teorías sobre el
conocimiento humano y la autoridad política de Locke.
El siglo de las luces, se llama así porque nada es más útil para conseguir la felicidad que la
luz del intelecto; asimismo se plantea que la ilustración es la salida del hombre de La
minoría de edad debida a su propia culpa; ten el valor de servirte de tu propia mente. En ella
se fundamentó una tendencia al espíritu crítico frente a todo tipo de tradiciones
admitidas.

La razón es la nave capitana de todo un convoy semántico de las luces, en el que figuran
también, en un lugar destacado, naturaleza, tolerancia, progreso y civilización. La
naturaleza que reemplaza con frecuencia Dios se entiende la vez como algo real e
ideal positivo y normativo para fundamentar la ética y la política.

La creencia en el progreso de la civilización tanto en el plano material como ético es una de


las ideas más definitorias de la visión del mundo ilustrado, esto supone que la edad de oro
no está en un pasado perdido, sino en el futuro y que presupone que el perfeccionamiento
es una pauta natural de evolución. Cara a conseguir este progreso los ilustrados concedían
una atención muy importante al desarrollo de los conocimientos útiles para el dominio
de la naturaleza, la creación del bienestar y la riqueza material.

· Resumen: Ilustración (siglo 18): alejado de la religión, concentrado en la razón, la


razón como instrumento para resolver los conflictos y problemas de la humanidad.
Progreso de la civilización. En este siglo la política estuvo influenciada por Montesquieu,
Voltaire y Rousseau, los cuales tuvieron protagonismo en la Rev. francesa porque se
oponen a la monarquía absoluta y a la monarquía del origen divino.

Características generales del despotismo ilustrado .

Son básicamente dos:

· Por una parte, la influencia de las ideas ilustradas en el terreno de la cultura y la


acción gubernamental imbuida de espíritus de reforma y con pretensiones de favorecer
paternalmente la felicidad pública de los súbditos e incrementar el prestigio de La
dinastía reinante.

· Y por otra parte la aplicación decidida de una política destinada a contener los
privilegios nobiliarios eclesiásticos, cuyos intereses estamentales habían constituido un
tradicional obstáculo para el fortalecimiento del poder del monarca.

El programa de los gobiernos ilustrados de la segunda mitad del siglo 18 tenía antecedentes
muy sólidos en el absolutismo de fines del siglo 17 y primeras décadas del 700 y estaba
caracterizado por al menos 6 aspectos fundamentales e indispensables.

1) Reforzar las tendencias a una mayor centralización, cuyo propósito era el


acrecentar la vitalidad de una maquinaria estatal mejor ensamblada gracias a una más
amplia y eficaz burocracia (política).

2) Reorganizar la fiscalidad, evitando las numerosas desviaciones y exenciones que


hacían poco productiva la recaudación, pese a que la presión fiscal era elevada para la
generalidad de la población (fiscal).
3) Clarificar el procedimiento judicial por medio de la recopilación de corpus
legislativos y la aplicación de principios utilitaristas y humanistas al campo penal
(justicia).

4) Incrementar la actividad económica mediante la favorable acogida de innovaciones,


técnicas y ciencias aplicadas, que fueran capaces de remover aquellos obstáculos que
hasta entonces habían hecho imposible el progreso en el seno una sociedad ordenada
(economía).

5) Promocionar la cultura y el saber científico, creando instituciones para la difusión


educativa. Los gobiernos debían dotar a sus súbditos de los recursos morales, técnicos,
científicos y económicos que les permitieran progresar en el proceso escalonado de la
civilización (sociedad).

6) Secularizar la monarquía absoluta y las normas sociales distinguiendo las de la fe y


hacer viable la práctica de una cierta tolerancia hacia el hecho religioso diferencial, al
que no había que reprimir violentamente como en los siglos 16 y 17 (religión).

En fin, todos estos puntos del despotismo ilustrado convergían en un último objetivo hacer
compatible el fortalecimiento máximo del poder del monarca con el desarrollo
ordenado y equilibrado de la sociedad.

Muchos ilustrados entraron al servicio de aquellos soberanos que expresaban -aunque


fuera solo retóricamente- su voluntad de promover cambios inspirados en las ideas de las
luces; de esa colaboración entre el poder y los intelectuales, ambas partes obtenían
ventajas, los filósofos que ensalzaban y justificaban la política gubernamental recibían
honores y pensiones, aunque su colaboración no sé prestaba únicamente por interés
personal sino también porque, había en numerosos casos, una cierta identificación entre las
reformas solicitadas por los escritores ilustrados y las aplicadas por los monarcas.

Pero como bien sabemos las motivaciones de la monarquía eran de una finalidad
estrictamente política, de reforzar el estado utilizando todos los recursos a su alcance. Una
frase representa esta situación: “hubieran deseado que el estado estuviera al servicio de las
luces, sin embargo, la monarquía puso las luces a disposición del estado”. Un ejemplo de
esto es que la ilustración prestó el lenguaje apropiado con el que justificar una acción de
contenido estrictamente político contra los privilegios de la iglesia para reducir así la
inmunidad fiscal de la iglesia y someterla a la autoridad de los monarcas.

· Resumen: Despotismo Ilustrado: Influencia de las Ideas Ilustradas en la Cultura y


las Acciones Gubernamentales, así mismo es la forma de los estados monárquicos,
centrado en ideas de la ilustración para mantener el poder. Buscan la “felicidad” de sus
súbditos.

-Centralización Burocrática.

-Recaudación fiscal.

-Fortalecer la Economía.

-Promover la Cultura.
-Diferenciar la Monarquía Absoluta distinguiéndolas de la fe.

LA REVOLUCIÓN FRANCESA SEGÚN EL PENSAMIENTO DE ERIC HOBSBAWN

(Por GONZALO PEREDA)

Introducción: la importancia de la Revolución Francesa

Es un error muy frecuente entre los estudiantes de historia recurrir a la voluminosa obra del
historiador inglés Eric Hobsbawm sin conocer en detalle los hechos históricos de los que
trata. Hobsbawm bautiza a este siglo como un siglo largo, cuyo inicio fecha en la Revolución
Francesa de 1789, y que concluye en 1914-1917 con el estallido de la Primera Guerra
Mundial y la revolución rusa. Este siglo XIX largo es testigo de una experiencia inédita que
va a reconfigurar todos los aspectos de la sociedad europea y que Hobsbawm bautiza como
la «doble revolución». De ese modo, dos grandes motores reconfiguran el mapa social,
político, económico y cultural de Europa.

En adelante, las nuevas fuerzas de la historia barrerán de forma lenta pero irreversible
todos los vestigios del Antiguo Régimen. A fin de adentrarse en la historia que nos atañe,
conviene primero hacer referencia a algunos aspectos señalados por Hobsbawm para
dimensionar la importancia de la Revolución y la profundidad de sus consecuencias. En
primer lugar, la Revolución tuvo lugar en el Estado europeo más poblado y poderoso de la
época, a excepción de Rusia. Segundo, los hechos de 1789 fueron una revolución social de
masas, mucho más radicales que cualquier alzamiento o revuelta anterior.

En resumen, la influencia indirecta de la Revolución francesa es universal, pues proporcionó


el patrón para todos los movimientos revolucionarios subsiguientes, y sus lecciones fueron
incorporadas en el moderno socialismo y comunismo.

La situación de Europa hacia 1789

Para el año 1789, reinaba en Europa el orden político, social y económico tradicional
heredado de la Edad Media y conocido como el Antiguo Régimen. Bajo este régimen, la
sociedad se estructuraba en tres estamentos que se apoyaban en un sistema económico
basado en la producción agrícola. Para fines del siglo existe entonces un desfasaje entre la
estructura económica y la superestructura política y social en Francia. El poderío económico
del Tercer Estado ―léase, la burguesía― no encuentra un adecuado correlato en el ámbito
político.Como consecuencia, esta nueva clase social, formada al calor de la Revolución
Industrial, reclamará en los eventos que comienzan en 1789 la participación política y la
configuración de una nueva sociedad de hombres libres y sin privilegios.

El inicio de la Revolución: la monarquía constitucional (1789-1792)

No obstante, para entender los eventos que desataron la Revolución debemos remontarnos
a los años previos a 1789, cuando el desesperado intento de Luis XVI de obtener más
recursos gravando las tierras productivas de la nobleza desencadenó la revuelta de los
privilegiados o «reacción feudal», en el vocabulario de Hobsbawm. La resistencia fue tan
férrea que Luis XVI se vio obligado a convocar a los Estados Generales en agosto de
178810. Así pues, la revolución empezó como un intento aristocrático de recuperar los
mandos del Estado. Luego de ciento setenta y cinco años, el 1 de mayo de 1789 se
inauguraban en el Palacio de Versalles los Estados Generales. A pesar de que los Estados
Generales son convocados para resolver un problema entre el rey y la nobleza, el Tercer
Estado rápidamente capitaliza la
Asamblea para llevar a la arena sus reivindicaciones políticas. Según Hobsbawm, Luis XVI
y la aristocracia pierden el control de la situación porque subestimaron las intenciones
independientes del Tercer Estado y porque desconocían la profundidad de la crisis
económica y social que impulsaba las peticiones políticas de estos últimos. Luego del inicio
de las sesiones, la discusión entre los diputados se empantana con motivo de una cuestión
meramente procedimental, pero de profundas consecuencias prácticas. El Tercer Estado
exige la votación por cabeza, en reemplazo del tradicional cómputo por estamentos.

Tras este «juramento de la cancha de pelotas», los representantes del Tercer Estado se
autoproclaman la «Asamblea Nacional». El resto de los diputados cede ante la presión y los
Estados Generales se convierten en la Asamblea Constituyente, cuyo fin será elaborar la
constitución del reino y mantener los verdaderos principios de la monarquía.

La Constitución de 1791

En septiembre de 1791, la Asamblea Constituyente sancionó la primera constitución de


Francia. Basta con remitirse al texto constitucional para comprender la profundidad de los
cambios operados en la política francesa. Ya no hay nobleza, ni distinciones hereditarias, ni
régimen feudal, ni ninguna otra superioridad, más que la de los funcionarios públicos en el
ejercicio de sus funciones. Acto seguido, encontramos la modificación más trascendental de
la Constitución. Esta es la gran herencia política de la revolución. La Soberanía pertenece a
la Nación, reza la constitución en su artículo primero. En consecuencia, el rey ya no es rey
por la gracia de Dios, sino por la Ley Constitucional del Estado. No obstante, la monarquía
no desaparece.

Por el contrario, el objetivo al que apuntan los revolucionarios de 1789-1791 es una


monarquía constitucional basada en una oligarquía de contribuyentes y propietarios,
representados por una asamblea que, como veremos, no es elegida democráticamente. En
esta monarquía constitucional el poder se encuentra repartido entre tres poderes. Sin
embargo, el acceso a la participación política no es, como parecería ser a primera vista,
irrestricto. Solamente pueden participar como electores, y ser elegidos como representantes
en la Asamblea, los ciudadanos «activos» capaces de afrontar una contribución directa. De
esta forma, la Constitución de 1791 evitaba los excesos democráticos mediante la
instauración de una monarquía constitucional fundada sobre una franquicia de propiedad
para los ‘ciudadanos activos’. Ni la asamblea representativa, que se preconiza como órgano
fundamental de gobierno, tenía que ser necesariamente una asamblea elegida en forma
democrática, ni el régimen que implica había de eliminar por fuerza a los reyes. Una
monarquía constitucional basada en una oligarquía de propietarios que se expresaran a
través de una asamblea representativa era más adecuada para la mayor parte de los
burgueses liberales que la república democrática.

Fuga y radicalización

Inesperadamente, es detenido en el pueblo de Varennes, cerca de la frontera con Bélgica,


por un posadero que lo reconoce con la ayuda de una moneda de oro. Ante la incapacidad
manifiesta de Luis XVI para garantizar el naciente régimen constitucional, el camino queda
allanado para la radicalización de la Revolución. ¿Qué significa que la Revolución comienza
a radicalizarse? Que la idea de una república como forma de gobierno comienza a tomar
fuerza, en detrimento de la monarquía constitucional inicialmente planteada.

La guerra

La conspiración de los emigrados, en virtud de la cual los ejércitos de Austria y Prusia


acuden en auxilio del rey cautivo, desata la guerra entre Francia y Europa. Esta guerra se
prolongará de forma casi ininterrumpida desde abril de 1792 hasta la batalla de Waterloo en
1815. En adelante, guerra y revolución van de la mano. Con la guerra, la historia de la
Revolución Francesa se convierte en la historia de Europa.

Para cuando se disparó el último cañón, la guerra había operado cambios irreversibles en
Europa y en el resto del mundo. A nivel local, la guerra racionalizó el mapa del Viejo
Continente. La Revolución francesa terminó la Edad Media europea a nivel geográfico. Los
ecos de la guerra también se hicieron sentir en el resto del mundo.

La expansión de los victoriosos ejércitos napoleónicos por Europa trajo una serie de
modificaciones institucionales más profundas y duraderas. En todos los territorios que
vieron pasar las águilas imperiales, las instituciones de la Revolución y del Imperio
napoleónico eran automáticamente aplicadas o servían de modelo para la administración
local. Principalmente, se abolió el feudalismo y comenzó a regir el Código Napoleónico en
casi toda Europa. Nuestro código civil, de inspiración francesa y sancionada recién en 1869,
es un ejemplo de la trascendencia y vigencia de las ideas propagadas por la Revolución.

Sin embargo, el efecto más radical de la guerra fue la profunda transformación de la


atmósfera política. En 1789 las monarquías reaccionaron con sangre fría a la Revolución.
Ahora se sabía que la revolución en un único país podía ser un fenómeno europeo, que sus
doctrinas podían difundirse más allá de las fronteras y sus ejércitos convertidos en cruzados
de la causa revolucionaria, barrer los sistemas políticos del continente. La revolución del
pueblo contra sus gobernantes se había convertido en algo posible.

La república jacobina

Las masas urbanas, agrupadas en torno a la comuna París, toman el Palacio de las
Tullerías y exigen formar una nueva Convención para reformar la constitución y eliminar, de
una vez por todas, a la monarquía borbónica. La Asamblea Legislativa suspende las
funciones constitucionales de Luis XVI y nace la Convención Nacional, que terminará por
completar la revolución al abolir la monarquía y fundar la I República. La guerra ha
radicalizado a la revolución. A fines de 1792, se inaugura la Convención Nacional cuyos
miembros son elegidos, por primera vez en la historia, por sufragio universal.

Convención es dominada por los girondinos. Bajo su hegemonía, la Convención sanciona,


en junio de 1793 una nueva constitución de carácter republicana conocida como la
constitución del año I. Primero, la monarquía es finalmente reemplazada por una República.
El tránsito de una monarquía constitucional basada en una pequeña elite de ciudadanos
activos a una república democrática con igualdad de derechos políticos para todos refleja la
radicalización del accionar revolucionario.

Ya en enero de 1793, los jacobinos ejecutan al rey Luis XVI y a su esposa María

Seis meses más tarde, Maximiliano Robespierre asume el control total del Comité de
Salvación Pública y ante la debilidad de la Convención instaura la República Jacobina.
Cuando Robespierre se hace cargo de la Convención, la mayoría de los departamentos de
Francia estaban sublevados contra Paris, el tesoro estaba en quiebra y los ejércitos
extranjeros invadían desde múltiples flancos. Ante la gravedad de la situación, el recurso a
medidas extremas como la Ley de Sospechosos y la delegación del poder de la Convención
Nacional en el Comité de Salvación Pública dominado por Robespierre se presenta como la
única salvaguardia de las conquistas de la Revolución y de la desintegración de la nación.
La alta burguesía, a través de un golpe, toma el poder de la Convención y condena a
muerte a Robespierre en julio de 1794.

Los eventos del Termidor: nace el Directorio (1794-9)


En adelante, el problema con el que hubo de enfrentarse la clase media francesa era el de
conseguir una estabilidad política y un progreso económico sobre las bases del programa
liberal original de 1789-1791. El propósito era el de mantener una sociedad burguesa sin
caer en los extremos de una república democrática jacobina y el Antiguo Régimen39. Los
eventos de 1794 no son una restauración del antiguo orden sino un quiebre en el proceso
revolucionario en el cual la misma burguesía se vuelve en contra del jacobinismo.

Tras un breve periodo a la cabeza del nuevo Consulado, en el año 1804 Napoleón
Bonaparte se convierte en emperador de Francia. Durante la próxima década, las
monarquías europeas formarán sucesivas coaliciones para derrotar el poderío francés. Las
guerras napoleónicas finalmente culminan el 18 de junio de 1815 con la última carga de la
Guardia Imperial de Napoleón en Waterloo, Bélgica.

Monárquico y Luis XVIII volverá a ser el rey de los franceses. No obstante, nos advierte
Hobsbawm, la restauración de la monarquía borbónica es momentánea: los cambios
producidos por la doble revolución en Europa son irreversibles. Conforme se ha señalado,
en 1815 el clima político se encuentra completamente transformado. El absolutismo luchará
contra las ideas revolucionarias de dos maneras. A nivel ideológico, el conservadurismo
buscará asociar la Revolución Francesa con la República Jacobina y el Terror de 1793-4, a
fin de sembrar en la población la idea de una época violenta y fanática.

EJE 3

La Revolución Rusa.

(Alberto Lettieri - La civilización en debate)

Se dice que la revolución rusa es una revolución del proletariado. Es el advenimiento de un


orden socialista producto del pleno desarrollo capitalista que conllevaba a una profunda
contradicción entre los medios de producción y las fuerzas productivas; esta tesis parecía
muy lejana a una Rusia donde coexistían elementos de una sociedad feudal y otros de una
sociedad capitalista industrializada. El imperio ruso mostraba, a mediados del siglo XIX, las
incongruencias de instituciones anquilosadas en el pasado; pero todavía podía controlar a
través de la coerción y de un fabuloso ejército a una población mayoritariamente pobre y
ajena a los escenarios del poder político. El mayor exponente del campo revolucionario a
mediados de siglo fue Mijail Bakunin y, a partir de la década del 80, las ideas marxistas se
propagaron gracias a Plejanov, Axelrod, y por supuesto, Vladimir Illich Ulianov, más
conocido como Lenin. La actividad revolucionaria de esta época fue intensa y extremista a
tal punto de terminar con la vida del zar Alejandro II. Para 1894, los dirigentes socialistas
fundaron el Partido Obrero Socialdemócrata y muy pronto el zar Nicolás II los enviaría al
exilio, desde donde conspirarían para el derrocamiento de la autocracia.

Hacia fines de siglo y en un marco de permanente turbulencia, Rusia debía controlar los
desórdenes que provocaban sus antiguas anexiones. Se desató la guerra con Japón y el
clima interno para afrontar la guerra no podía ser menos propicio: las huelgas y los
movimientos de protestas se sucedían cotidianamente y la derrota frente a Japón arrojó a
Rusia a un estado de inminente revolución.
En 1903, el Partido Obrero Socialdemócrata se dividió en dos facciones: los
mencheviques y los bolcheviques. Los primeros, entre los cuales militaban Plejanov y
durante un tiempo Trotsky, consideraban que era necesario esperar el desarrollo capitalista
para la revolución. Los bolcheviques o maximalistas dirigidos por Lenin preconizaban, en
cambio, la dictadura del proletariado. Por otro lado, se había formado el partido social
revolucionario, encabezado por Tolstoi, Chernov y Savinkov

Los turbulentos acontecimientos de 1905 preparan el escenario para las revoluciones de


1917. Las dificultades económicas y los fracasos de la guerra ruso-japonesa combinados
con la agitación revolucionaria crearon un clima social muy inestables a finales de 1904. En
enero de 1905 Una gran multitud se concentró, el domingo 22 en San Petersburgo para
peticionar al zar. Se produce una sangrienta represión de una manifestación de protesta,
conocido como Domingo sangriento; exacerbó los ánimos y se sucedieron motines, huelgas
obreras y revueltas campesinas. El conflicto se extendió hasta octubre cuando se creó el
Primer Soviet de trabajadores en San Petersburgo.

Y el zar, acorralado, otorgó una serie de concesiones, creando una asamblea nacional (la
Duma), libertades civiles, y una nueva Constitución. Como contrapartida arrestó a todos los
miembros del Primer Soviet y reprimo a los rebeldes.

El conflicto se agravaba por la gran explosión demográfica: si en 1870, Rusia contaba con
84,5 millones de habitantes, en 1911, la población alcanzó a 160,7 millones. El incremento
vertiginoso de la población repercutió en la distribución de la tierra, siendo ésta una presión
cada vez mayor.

La Primera Guerra Mundial impuso modalidades nuevas –como la guerra de trincheras–


que no eran conocidas apropiadamente por los soldados rusos. Pero la mayor dificultad que
tuvieron que enfrentar fue la insuficiencia industrial en materia de armamentos y
municiones. La escasez pronto se hizo moneda corriente en Rusia que se enfrentó a serios
obstáculos para poder aprovisionar a sus tropas. La falta de alimentos constituyó uno de los
problemas más graves, y esto se debió a la gran cantidad de campesinos que fueron
movilizados para la guerra. Bajo estas condiciones, el estándar de vida de la población se
degradó en forma acelerada.

El imperio zarista sucumbió por sus deficiencias internas, su ausencia de autoridad y los
efectos devastadores de la Primera Guerra.

La revolución de febrero de 1917.

En febrero de 1917 (marzo del calendario gregoriano occidental), en medio de una gran
movilización popular, un gobierno provisional basado en la autoridad de la Duma reemplazó
a la monarquía zarista. El zar Nicolás II había perdido toda legitimidad, los cosacos se
negaron a reprimir la insurrección y pronto se sumaron a ella los obreros industriales; las
movilizaciones ocuparon las calles durante cuatro días. Simultáneamente, volvieron a
conformarse los soviets, consejos de autogobierno en los ámbitos locales que imitaban el
sistema aldeano de democracia directa. Los partidos de izquierda intentaron coordinar y
dirigir a estas agrupaciones de base integradas por obreros, soldados o campesinos;
inicialmente los socialistas revolucionarios y los mencheviques tuvieron éxito en esta
empresa, pero con el paso del tiempo el sector bolchevique, con Lenin a la cabeza,
controlaba la mayor parte de los soviets.

La revolución de octubre de 1917.

El vacío de poder era manifiesto y el 24 de octubre se produjo la ocupación del Palacio de


Invierno por parte del congreso de los soviets. El gobierno revolucionario disolvió al
gobierno provisional y aprobó las iniciativas que marcarían el quiebre del viejo régimen: la
inmediata negociación de paz con Alemania, la nacionalización de la tierra y la industria, y la
creación del Consejo de Comisarios del Pueblo, bajo la guía de los soviets. Mantuvo la
convocatoria a la elección de constituyentes para la formación de una Asamblea Nacional,
pero estas elecciones le dieron el primer revés. Los socialrevolucionarios, con el apoyo
campesino, ganó las elecciones. Por ese motivo, Lenin primero aplazó su reunión y luego
disolvió la Asamblea Nacional, asumiendo todo el poder. Este gobierno compartió el poder
sólo por algunos meses con un sector izquierdista del partido socialrevolucionario, pero muy
pronto las fricciones con el Partido bolchevique generaron su desplazamiento. En el mes de
junio de 1918, se creó la República Federal Socialista Rusa, adoptando una Constitución
basada en el sistema de los soviets y en la dictadura del proletariado.

De esta manera, el Partido Bolchevique quedó como único partido gobernante. Pero en el
interior del partido gobernante también se produjeron conflictos, porque quien tenía a su
cargo el Ejército Rojo, Trotsky, tenía una visión opuesta a la de Lenin respecto de las
condiciones de paz y cesión de territorios. En última instancia, prevaleció la idea de entregar
todo a cambio de la paz.

Durante la guerra civil, el país estuvo gobernado por una oficina política del Partido
Comunista, conocida como Politburó, la cual se integraba por cinco agencias de gobierno: la
Jefatura de Estado –ejercida por Lenin– la cual se fusionaba con la autoridad del partido, un
comisariado del pueblo, el Ejército Rojo comandado por León Trotsky, y un virtual Ministerio
del Interior, al mando de Stalin. Fue durante el conflicto interno cuando, temerosos de
conspiraciones y traiciones, comenzaron las primeras persecuciones, la limitación a la
libertad de prensa y de expresión, la proscripción de todos los partidos políticos, a
excepción del Partido Bolchevique, instalando así un sistema de partido único.

La Revolución Rusa no puede ser considerada como la expresión de un proceso de


revolución social –es decir, como un producto social–, sino como una imposición por parte
de una vanguardia que organizó una dictadura política y un Estado autoritario. Lenin
descargó sobre los campesinos a lo largo de sus trabajos constituyen una prueba
contundente de esto. En efecto, pese a que la población rural representaba casi el 90% del
total, Lenin no cesaba de descargar sobre ellos improperios, acusaciones, desconfianzas. A
su juicio, quienes soportaban sin hesitar los privilegios aristocráticos y la servidumbre
zarista no podrían ser considerados como una fuente de inspiración de la acción
revolucionaria. Sólo podrían esperarse de ellos traiciones. Por esta razón, Lenin hacía
especial hincapié en el papel que debían jugar los soldados y los obreros, quienes
constituían una minoría dentro del conjunto de la sociedad. Por esto, desde las primeras
etapas de la revolución, la vanguardia de los dirigentes no se preocupó por implementar
ninguna forma de representación o de expresión masiva de la sociedad rural –como, por
ejemplo, el sufragio popular, plebiscitos, etc.– sino que pretendió montarse sobre el
consenso de los soviets. Los soviets eran comités de reunión, asambleas populares
urbanas, que tenían dos características principales. En primer lugar, eran minoritarias y
dentro de ellas tenían participación mayoritaria obreros y soldados. Y en segundo lugar, por
la dimensión que fue tomando el Estado revolucionario, a estas asambleas les sucedió lo
mismo que a los clubes populares y asociaciones en tiempos del Comité de Salvación
Pública de los jacobinos franceses: en lugar de que el gobierno se ocupara de implementar
las demandas de los comités o de las asambleas –confirmando de este modo un verdadero
cambio revolucionario respecto de la lógica de la política representativa burguesa–, las
autoridades se empecinaron en imponer políticas a través de la manipulación y la coacción,
para luego presentarlas como fruto de la acción de los soviets. Por lo tanto, en cuanto
construcción política había una dictadura y un orden autoritario de gobierno, que no sólo
excluía al 90% de la población rural, sino que tampoco atendía en demasía las iniciativas
del 10% restante.

este régimen no se basó en la participación generalizada, democrática, sino en la


imposición y gerenciamiento de decisiones tomadas en el ámbito de la burocracia. Esto
quedó claro en los planes quinquenales que se implementaron a partir de la segunda mitad
de la década de 1920, que alcanzaron un éxito notable en la transformación económica de
la Unión Soviética, ya que permitieron la modernización total de la industria pesada (que
hasta antes de la revolución prácticamente no existía) a través de una enorme transferencia
de recursos provenientes de la agricultura que exigieron un tributo escalofriante de millones
de vidas. Las víctimas de este proceso eran los opositores, los trabajadores
sobreexplotados por la industrialización y los campesinos que vieron disminuida
notablemente su provisión y capacidad diaria de consumo de calorías, a consecuencia de
las decisiones de los organismos de planificación que exigían crecientes excedentes al
campo para financiar el desarrollo industrial.

Éste era un primer modelo de autoritarismo que, de todas formas, tuvo una gran aceptación
en Occidente, debido a que las versiones de la revolución y de las características de la
nueva sociedad soviética fueron muy poco fieles a la realidad. Sólo se tenía idea de que
había triunfado una revolución que acabó con la aristocracia, que había destrozado todo
indicio de la burguesía incipiente que estaba apareciendo en Rusia a principios del siglo XX,
y que estaba a cargo del poder un grupo dirigencial que se presentaba como vanguardia y
expresión de la voluntad de los trabajadores organizados en soviets.

El Estado de Bienestar.
(Alberto Lettieri - La civilización en debate)

El origen del Estado de Bienestar se encuentra en el siglo XIX, cuando se hizo evidente que
el libre juego del mercado, lejos de satisfacer las demandas de todos los individuos,
producía una polarización creciente de la sociedad sobre la base de una gran desigualdad.
Esta desigualdad entró en contradicción con los principios filosóficos de las revoluciones
burguesas. El EB respondió a motivaciones de índole político-social.

El Estado de Bienestar es un Estado social, es decir, que ejercía regulaciones sobre el


mercado inspirado en consideraciones de carácter social. De este modo, el funcionamiento
del mercado no era autónomo respecto de la acción del Estado –según lo exigido por la
teoría capitalista–, sino que las tarifas, características de las prestaciones, regulación del
empleo, etc., eran el producto de la negociación entre tres grandes interlocutores: el Estado
–representante del interés general–, las corporaciones empresariales y los sindicatos.

· El Estado asumía la responsabilidad de garantizar el pleno empleo como objetivo


fundamental de sus políticas macroeconómicas

· Este asumía un compromiso social con los sectores más desprotegidos con el
objeto de garantizar la equitativa distribución de los bienes sociales para lograr la
igualdad de oportunidades que el Estado liberal ortodoxo nunca pudo asegurar

· Establecía una política fiscal progresiva que no gravaba el consumo sino a las
riquezas

· Establecía un rol de árbitro de los actores sociales en particular de los miembros del
capital y el trabajo
· Un Estado productor de bienes y servicios; no obstante, esta variable se generalizó
en Europa, pero no así en Estados Unidos

El Estado de Bienestar descansaba sobre tres pilares básicos que se pueden calificar
como el Estado empresario, el neocorporativismo y el Estado social propiamente dicho.

· Estado empresario: basado en las industrias pesadas. dio lugar al sistema de


economía mixta, ya que a los agentes económicos privados se le sumó un Estado que
se hizo cargo de numerosas ramas de actividad: ferrocarriles, líneas áreas,
subterráneos, electricidad, etc. Con esta modalidad el Estado atendía simultáneamente
a demandas económicas (a retener en sus manos los recursos energéticos, de
transporte y de comunicación), políticas y sociales (garantizar el pleno empleo).

· Neocorporativismo: mediación ejercida por el Estado en las relaciones entre los


empresarios y los sindicatos. Basado en tres interlocutores sociales: capital, trabajo y
Estado. Los acuerdos coyunturales que obtuvieran el Estado, los sindicatos y los
empresarios partían de un arreglo institucional básico donde todos cedían parte de sus
demandas a cambio de una ampliación de sus beneficios.

· El Estado social: protección social destinada a facilitar la integración social de los


individuos. Ampliación de los derechos sociales de la ciudadanía; garantizar la salud, la
educación, el empleo, recreación, subsidios por desocupación, subsidios de invalidez o
vejez; es decir, un dispositivo legal destinado a la ampliación de los derechos
ciudadanos. Desde otro ángulo, el Estado complementaba la protección del sector
trabajador con la aplicación de regímenes especiales para el trabajo insalubre, licencias
por maternidad y enfermedad, la indemnización por despido, vacaciones retribuidas y
respaldo sindical.

La intervención del Estado en la economía tuvo lugar en dos planos:

· El de la provisión de recursos humanos adecuados y la acumulación, al


encargarse de educación, salud y formación del capital requerido por la infraestructura
económica y los bienes estratégicos (transporte, comunicaciones, energía y
combustibles).

· El mantenimiento de las condiciones necesarias para sostener una demanda


agregada apta para la continuidad del modelo. Para esto se estructuró una intervención
estatal en el sistema de precios y una política fiscal (especialmente del lado del gasto)
que facilitaron una distribución más equitativa del ingreso.}

La crisis del Estado de Bienestar.

El desmantelamiento del Estado bienestarista se encuentra vinculado con la crisis fiscal del
Estado. Desde esta lectura, la crisis radica en la imposibilidad mantener la tasa de
ganancias de los empresarios para solventar una pesada carga tributaria que garantice la
continua elevación de los gastos sociales destinados a seguridad social, educación, salud,
previsión social, generando una caída de la recaudación fiscal. Ante la imposibilidad de
incrementar los ingresos públicos por vías “genuinas”, los Estados bienestaristas iniciaron
una política indiscriminada de emisión monetaria, ampliando la oferta monetaria en el
mercado doméstico y disparando las tasas inflacionarias. La reacción estatal fue entonces
apelar al déficit público, lo cual determinó que el proceso finalizara con una total insolvencia
del Estado, en lo que se dio en llamar Crisis Fiscal del Estado. Desprovisto de recursos
económicos, la deslegitimación del régimen de acumulación del Estado de Bienestar era un
destino inevitable.

El Estado de Bienestar generó una capacidad de organización sindical que, a fines de la


década del sesenta y principios del 70, impulsaron huelgas de extraordinaria magnitud
poniendo en peligro el propio régimen de acumulación. Las políticas de pleno empleo
habían generado una seguridad laboral que obstaculizaba la emergencia del talento y el
esfuerzo individual; se había desincentivado a los trabajadores en su capacidad creativa y el
trabajo bajo relaciones personales de copresencia había motivado las tomas de fábricas,
huelgas, controlando prácticamente todos los flujos de producción. Por eso, no sólo era
necesario regresar a un mecanismo automático de oferta y demanda de trabajo, ampliando
el desempleo para favorecer la competencia entre trabajadores, sino que había que recrear
prácticas competitivas entre los mismos empleados, capacitándolos para todas las tareas,
terminando con la fijación de tareas, separando físicamente a los trabajadores, y diluyendo
la confrontación capital-trabajo por un espíritu emprendedor donde el trabajador tuviera la
ilusión de ser “parte de la empresa”.

Mundo posguerra.
(HISTORIA DEL SIGLO XX 1914-1991 ERIC HOBSBAWM)

Las pérdidas aparentemente modestas de los Estados Unidos (116.000, frente a 1,6
millones de franceses, casi 800.000 británicos y 1,8 millones de alemanes) ponen de relieve
el carácter sanguinario del frente occidental, el único en que lucharon. En efecto, aunque en
la segunda guerra mundial el número de bajas estadounidenses fue de 2,5 a 3 veces mayor
que en la primera, en 1917-1918 los ejércitos norteamericanos sólo lucharon durante un año
y medio (tres años y medio en la segunda guerra mundial) y no en diversos frentes sino en
una zona limitada.

Los horrores de la guerra en el frente occidental iban a ser sus consecuencias. La


experiencia contribuyó a brutalizar la guerra y la política, pues si en la guerra no importaban
la pérdida de vidas humanas y otros costes, ¿por qué debían importar en la política? Al
terminar la primera guerra mundial, la mayor parte de los que habían participado en ella –en
su inmensa mayoría como reclutados forzosos– odiaban sinceramente la guerra. Sin
embargo, algunos veteranos que habían vivido la experiencia de la muerte y el valor sin
rebelarse contra la guerra desarrollaron un sentimiento de indomable superioridad,
especialmente con respecto a las mujeres y a los que no habían luchado, que definiría la
actitud de los grupos ultraderechistas de posguerra. Adolf Hitler fue uno de aquellos
hombres para quienes la experiencia de haber sido un Frontsoldat fue decisiva en sus
vidas. Sin embargo, la reacción opuesta tuvo también consecuencias negativas. Al terminar
la guerra, los políticos, al menos en los países democráticos, comprendieron con toda
claridad que los votantes no tolerarían un baño de sangre como el de 1914-1918. Este
principio determinaría la estrategia de Gran Bretaña y Francia después de 1918, al igual que
años más tarde inspiraría la actitud de los Estados Unidos tras la guerra de Vietnam. A corto
plazo, esta actitud contribuyó a que en 1940 los alemanes triunfaran en la segunda guerra
mundial en el frente occidental, ante una Francia encogida detrás de sus vulnerables
fortificaciones e incapaz de luchar una vez que fueron derribadas, y ante una Gran Bretaña
deseosa de evitar una guerra terrestre masiva como la que había diezmado su población en
1914-1918. A largo plazo, los gobiernos democráticos no pudieron resistir la tentación de
salvar las vidas de sus ciudadanos mediante el desprecio absoluto de la vida de las
personas de los países enemigos. La justificación del lanzamiento de la bomba atómica
sobre Hiroshima y Nagasaki, en 1945 no fue que era indispensable para conseguir la
victoria, para entonces absolutamente segura, sino que era un medio de salvar vidas de
soldados estadounidenses. Pero es posible que uno de los argumentos que indujo a los
gobernantes de los Estados Unidos a adoptar la decisión fuese el deseo de impedir que su
aliado, la Unión Soviética, reclamara un botín importante tras la derrota de Japón.

Ambos bandos confiaban en la tecnología. Los alemanes –que siempre habían destacado
en el campo de la química– utilizaron gas tóxico en el campo de batalla, donde demostró
ser monstruoso e ineficaz, dejando como secuela el único acto auténtico de repudio oficial
humanitario contra una forma de hacer la guerrilla, la Convención de Ginebra de 1925, en la
que el mundo se comprometió a no utilizar la guerra química. En efecto, aunque todos los
gobiernos continuaron preparándose para ella y creían que el enemigo la utilizaría, ninguno
de los dos bandos recurrió a esa estrategia en la segunda guerra mundial, aunque los
sentimientos humanitarios no impidieron que los italianos lanzaran gases tóxicos en las
colonias. El declive de los valores de la civilización después de la segunda guerra mundial
permitió que volviera a practicarse la guerra química. Durante la guerra de Irán e Irak en los
años ochenta, Irak, que contaba entonces con el decidido apoyo de los estados
occidentales, utilizó gases tóxicos contra los soldados y contra la población civil.

La posición dominante en Europa de una Alemania derrotada en dos ocasiones, y resignada


a no ser una potencia militar independiente, estaba más claramente establecida al inicio del
decenio de 1990 de lo que nunca lo estuvieron las aspiraciones militaristas de Alemania
antes de 1945. Pero eso es así porque tras la segunda guerra mundial, Gran Bretaña y
Francia tuvieron que aceptar, aunque no de buen grado, verse relegadas a la condición de
potencia de segundo orden, de la misma forma que la Alemania Federal, pese a su enorme
potencialidad económica, reconoció que en el escenario mundial posterior a 1945 no podría
ostentar la supremacía como estado individual. En la década de 1900, cenit de la era
imperial e imperialista, estaban todavía intactas tanto la aspiración alemana de convertirse
en la primera potencia mundial (“el espíritu alemán regenerará el mundo”, se afirmaba)
como la resistencia de Gran Bretaña y Francia, que seguían siendo, sin duda, “grandes
potencias” en un mundo eurocéntrico.

Arruinó tanto a los vencedores como a los vencidos. Precipitó a los países derrotados en la
revolución y a los vencedores en la bancarrota y en el agotamiento material. En 1940,
Francia fue aplastada, con ridícula facilidad y rapidez, por unas fuerzas alemanas inferiores
y aceptó sin dilación la subordinación a Hitler porque él las había quedado casi
completamente desangrado en 1914-1918. Por su parte, Gran Bretaña no volvió a ser la
misma a partir de 1918 porque la economía del país se había arruinado al luchar en una
guerra que quedaba fuera del alcance de sus posibilidades y recursos.

Las condiciones de la paz impuesta por las principales potencias vencedoras sobrevivientes
(los Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia e Italia) y que suele denominarse, de manera
imprecisa, tratado de Versalles, 1 respondían a cinco consideraciones principales.

· La más inmediata era el derrumbamiento de un gran número de regímenes en


Europa y la eclosión en Rusia de un régimen bolchevique revolucionario alternativo
dedicado a la subversión universal e imán de las fuerzas revolucionarias de todo el
mundo (véase el Capítulo II).
· En segundo lugar, se consideraba necesario controlar a Alemania, que, después de
todo, había estado a punto de derrotar con sus solas fuerzas a toda la coalición aliada.
Por razones obvias esta era –y no ha dejado de serlo desde entonces– la principal
preocupación de Francia.

· En tercer lugar, había que reestructurar el mapa de Europa, tanto para debilitar a
Alemania como para llenar los grandes espacios vacíos que habían dejado en Europa y
en el Próximo Oriente la derrota y el hundimiento simultáneo de los imperios ruso,
austrohúngaro y turco.

· El cuarto conjunto de consideraciones eran las de la política nacional de los países


vencedores –en la práctica, Gran Bretaña, Francia y los Estados Unidos– y las
fricciones entre ellos. La consecuencia más importante de esas consideraciones
políticas internas fue que el Congreso de los Estados Unidos se negó a ratificar el
tratado de paz, que en gran medida había sido redactado por y para su presidente, y por
consiguiente los Estados Unidos se retiraron del mismo, hecho que habría de tener
importantes consecuencias.

· Finalmente, las potencias vencedoras trataron de conseguir una paz que hiciera
imposible una nueva guerra como la que acababa de devastar el mundo y cuyas
consecuencias estaban sufriendo. El fracaso que cosecharon fue realmente estrepitoso,
pues veinte años más tarde el mundo estaba nuevamente en guerra.

Salvar al mundo del bolchevismo y reestructurar el mapa de Europa eran dos proyectos que
se superponían, pues la maniobra inmediata para enfrentarse a la Rusia revolucionaria en
caso de que sobreviviera –lo cual no podía en modo alguno darse por sentado en 1919– era
aislarla tras un cordon sanitaire, como se decía en el lenguaje diplomático de la época, de
estados anticomunistas. Dado que éstos habían sido constituidos totalmente, o en gran
parte, con territorios de la antigua Rusia, su hostilidad hacia Moscú estaba garantizada.

El tratado de Versalles no podía ser la base de una paz estable. Estaba condenado al
fracaso desde el principio y, por lo tanto, el estallido de una nueva guerra era prácticamente
seguro. Como ya se ha señalado, los Estados Unidos optaron casi inmediatamente por no
firmar los tratados y en un mundo que ya no era eurocéntrico y eurodeterminado, no podía
ser viable ningún tratado que no contara con el apoyo de ese país, que se había convertido
en una de las primeras potencias mundiales. Como se vera más adelante, esta afirmación
es válida tanto por lo que respecta a la economía como a la política mundial. Dos grandes
potencias europeas, y mundiales, Alemania y la Unión Soviética, fueron eliminadas
temporalmente del escenario internacional y además se les negó su existencia como
protagonistas independientes. En cuanto uno de esos dos países volviera a aparecer en
escena quedaría en precario un tratado de paz que sólo tenía el apoyo de Gran Bretaña y
Francia, pues Italia también se sentía descontenta. Y, antes o después, Alemania. Rusia, o
ambas, recuperarían su protagonismo.

En cuanto a la URSS, los países vencedores habrían preferido que no existiera. Apoyaron a
los ejércitos de la contrarrevolución en la guerra civil rusa y enviaron fuerzas militares para
apoyarles y, posteriormente, no mostraron entusiasmo por reconocer su supervivencia. Los
empresarios de los países europeos rechazaron las ventajosas ofertas que hizo Lenin a los
inversores extranjeros en un desesperado intento de conseguir la recuperación de una
economía destruida casi por completo por el conflicto mundial, la revolución y la guerra civil.

La segunda guerra mundial tal vez podía haberse evitado, o al menos retrasado, si se
hubiera restablecido la economía anterior a la guerra como un próspero sistema mundial de
crecimiento y expansión. Sin embargo, después de que en los años centrales del decenio
de 1920 parecieran superadas las perturbaciones de la guerra y la posguerra, la economía
mundial se sumergió en la crisis más profunda y dramática que había conocido desde la
revolución industrial. Y esa crisis instaló en el poder, tanto en Alemania como en Japón, a
las fuerzas políticas del militarismo y la extrema derecha, decididas a conseguir la ruptura
del statu quo mediante el enfrentamiento, si era necesario militar, y no mediante el cambio
gradual negociado. Desde ese momento no sólo era previsible el estallido de una nueva
guerra mundial, sino que estaba anunciado. Todos los que alcanzaron la edad adulta en los
años treinta la esperaban. La imagen de oleadas de aviones lanzando bombas sobre las
ciudades y de figuras de pesadilla con máscaras antigás, trastabillando entre la niebla
provocada por el gas tóxico, obsesionó a mi generación, proféticamente en el primer caso,
erróneamente en el segundo.

La victoria de 1945 fue total y la rendición incondicional. Los estados derrotados fueron
totalmente ocupados por los vencedores y no se firmó una paz oficial porque no se
reconoció a ninguna autoridad distinta de las fuerzas ocupantes, al menos en Alemania y
Japón. Lo más parecido a unas negociaciones de paz fueron las conferencias celebradas
entre 1943 y 1945, en las que las principales potencias aliadas –los Estados Unidos, la
URSS y Gran Bretaña– decidieron el reparto de los despojos de la victoria e intentaron (sin
demasiado éxito) organizar sus relaciones mutuas para el período de posguerra: en
Teherán en 1943, en Moscú en el otoño de 1944, en Yalta (Crimea) a principios de 1945 y
en Potsdam (en la Alemania ocupada) en agosto de 1945. En otra serie de negociaciones
interaliadas, que se desarrollaron con más éxito entre 1943 y 1945, se estableció un marco
más general para las relaciones políticas y económicas entre los estados, decidiéndose
entre otras cosas el establecimiento de las Naciones Unidas.

En ambas guerras mundiales las economías de guerra planificadas de los estados


democráticos occidentales –Gran Bretaña y Francia en la primera guerra mundial; Gran
Bretaña e incluso Estados Unidos en la segunda– fueran muy superiores a la de Alemania,
pese a su tradición y sus teorías relativas a la administración burocrática racional.
(Respecto a la planificación soviética, véase el Capítulo XIII.) Sólo es posible especular
sobre los motivos de esa paradoja, pero no existe duda alguna acerca de los hechos. Éstos
dicen que la economía de guerra alemana fue menos sistemática y eficaz en la movilización
de todos los recursos para la guerra –de hecho, esto no fue necesario hasta que fracasó la
estrategia de la guerra relámpago– y desde luego no se ocupó con tanta atención de la
población civil alemana. Los habitantes de Gran Bretaña y Francia que sobrevivieron
indemnes a la primera guerra mundial gozaban probablemente de mejor salud que antes de
la guerra, incluso cuando eran más pobres, y los ingresos reales de los trabajadores habían
aumentado. Por su parte, los alemanes se alimentaban peor y, sus salarios reales habían
descendido. Más difícil es realizar comparaciones en la segunda guerra mundial, aunque
sólo sea porque Francia no tardó en ser eliminada, los Estados Unidos eran más ricos y se
vieron sometidos a mucha menos presión, y la URSS era más pobre y estaba mucho más
presionada. La economía de guerra alemana podía explotar prácticamente todas las
riquezas de Europa, pero lo cierto es que al terminar la guerra la destrucción material era
mayor en Alemania que en los restantes países beligerantes de Occidente. En conjunto,
Gran Bretaña, que era más pobre y en la que el consumo de la población había disminuido
el 20 por 100 en 1943, terminó la guerra con una población algo mejor alimentada y más
sana, gracias a que uno de los objetivos permanentes en la economía de guerra planificada
fue intentar conseguir la igualdad en la distribución del sacrificio y la justicia social. En
cambio, el sistema alemán era injusto por principio. Alemania explotó los recursos y la mano
de obra de la Europa ocupada y trató a la población no alemana como a una población
inferior y, en casos extremos –los polacos, y particularmente los rusos y los judíos–, como a
una mano de obra esclava que no merecía ni siquiera la atención necesaria para que
siguiera con vida. En 1944, la mano de obra extranjera había aumentado en Alemania hasta
constituir la quinta parte del total (el 30 por 100 estaba empleada en la industria de
armamento).
Sin duda, la guerra total revolucionó el sistema de gestión. ¿Revolucionó también la
tecnología y la producción? o, por decirlo de otra forma, ¿aceleró o retrasó el crecimiento
económico? Con toda seguridad, hizo que progresara el desarrollo tecnológico, pues el
conflicto entre beligerantes avanzados no enfrentaba sólo a los ejércitos sino que era
también un enfrentamiento de tecnologías para conseguir las armas más efectivas y otros
servicios esenciales. De no haber existido la segunda guerra mundial y el temor de que la
Alemania nazi pudiera explotar también los descubrimientos de la física nuclear, la bomba
atómica nunca se habría fabricado ni se habrían realizado en el siglo XX los enormes
desembolsos necesarios para producir la energía nuclear de cualquier tipo. Otros avances
tecnológicos conseguidos en primera instancia para fines bélicos han resultado mucho más
fáciles de aplicar en tiempo de paz –cabe pensar en la aeronáutica y en los ordenadores–,
pero eso no modifica el hecho de que la guerra, o la preparación para la guerra, ha sido el
factor fundamental para acelerar el progreso técnico, al “soportar” los costos de desarrollo
de innovaciones tecnológicas que, casi con toda seguridad, nadie que en tiempo de paz
realizara el cálculo habitual de costos y beneficios se habría decidido a intentar, o que en
todo caso se habrían conseguido con mucha mayor lentitud y dificultad.

Las guerras, especialmente la segunda guerra mundial, contribuyeron enormemente


a difundir los conocimientos técnicos y tuvieron importantes repercusiones en la
organización industrial y en los métodos de producción en masa, pero sirvieron más
para acelerar el cambio que para conseguir una verdadera transformación.

En el caso extremo de la URSS, el efecto económico neto de la guerra fue totalmente


negativo, En 1945 no sólo estaba en ruinas el sector agrario del país sino también la
industrialización conseguida durante el período de preguerra con la aplicación de los planes
quinquenales. Todo lo que quedaba era una vasta industria armamentística imposible de
adaptar a otros usos, una población hambrienta y diezmada y una destrucción material
generalizada. En cambio, las guerras repercutieron favorablemente en la economía de los
Estados Unidos, que en los dos conflictos mundiales alcanzó un extraordinario índice de
crecimiento, especialmente en la segunda guerra mundial, en que creció en tomo al 10 por
100 anual, el ritmo más rápido de su historia, que otorgó a la economía estadounidense una
situación de predominio mundial durante todo el siglo XX corto, condición que sólo ha
empezado a perder lentamente al final del período.

Hay que situar al resto del mundo en una situación intermedia entre esos extremos, pero en
conjunto más próxima a la posición de Rusia que a la de los Estados Unidos.

La nueva impersonalidad de la guerra, que convertía la muerte y la mutilación en la


consecuencia remota de apretar un botón o levantar una palanca. La tecnología hacía
invisibles a sus víctimas, lo cual era imposible cuando las bayonetas reventaban las
vísceras de los soldados o cuando éstos debían ser encarados en el punto de mira de las
armas de fuego. Frente a las ametralladoras instaladas de forma permanente en el frente
occidental no había hombres sino estadísticas, y ni siquiera estadísticas reales sino
hipotéticas, como lo pondrían de relieve los sistemas de recuento de las bajas enemigas
durante la guerra de Vietnam. Lo que había en tierra bajo los aviones bombarderos no eran
personas a punto de ser quemadas y destrozadas, sino simples blancos. Jóvenes pacíficos
que sin duda nunca se habrían creído capaces de hundir una bayoneta en el vientre de una
muchacha embarazada tenían menos problemas para lanzar bombas de gran poder
explosivo sobre Londres o Berlín, o bombas nucleares en Nagasaki. Y los diligentes
burócratas alemanes que habrían considerado repugnante conducir personalmente a los
mataderos a los famélicos judíos se sentían menos involucrados personalmente cuando lo
que hacían era organizar los horarios de los trenes de la muerte que partían hacia los
campos de exterminio polacos. Las mayores crueldades de nuestro siglo han sido las
crueldades impersonales de la decisión remota, del sistema y la rutina, especialmente
cuando podían justificarse como deplorables necesidades operativas.

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