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Durkheim, E.

Educación y moral, Losada (Selección de textos)

I- Actuar moralmente.

Actuar moralmente es conforme con las reglas de la moral. Pero, las reglas de la moral
son exteriores a la conciencia del niño; están elaboradas fuera de él; no entra en contacto
con ellas hasta un momento determinado de su existencia. Es púes completamente que
tenga, en el momento de su nacimiento, no se sabe qué especie de representación
anticipada, como tampoco sabría tener, antes de abrir los ojos, no se sabe qué imagen
hereditaria del mundo exterior. Todo lo que puede traer al nacer son virtualidades muy
generales, que se determinan en uno u otro sentido, según la acción que ejerza el
educador y según la manera como las pone en acción.

Hemos tenido ocasión de decir que esta puesta en acción podía y debía
empezar en la familia y desde la cuna. Hemos indicado, de paso, como había ya una
especie de comienzo de educación moral, por el solo hecho de que se le hacía contraer al
niño hábitos regulares; cómo también tenían los padres el medio de despertar desde muy
pronto en él un primer sentimiento de autoridad moral. Tenemos pues el derecho de
suponer que cuando entra a la escuela ya no se encuentra en ese estado de neutralidad
moral en que se encuentra al nacer; que esas predisposiciones muy generales de que
acabamos de hablar han recibido ya un comienzo de determinación. Es notoriamente
cierto que cuando el niño ha participado de una vida doméstica regular, contrae más
fácilmente la afición por la regularidad; generalizando, si está educado en una familia
moralmente sana, participará, por contagio del ejemplo, de esa salud moral. Sin embargo,
aunque la educación doméstica sea una excelente preparación para la vida moral, su
eficacia es muy restringida en lo que refiere al espíritu de disciplina; porque lo que es
esencial en éste, el respeto a la regla, no puede desarrollarse en el medio de la familia. La
familia es, en efecto, sobre todo hoy un grupo reducido de personas que se conocen
íntimamente y que se hallan en contacto personal en todos los momentos, por
consiguiente, sus relaciones no están sometidas a ninguna reglamentación general,
impersonal, inmutable; pero ellas tienen y deben tener normalmente alguna cosa libre y
cómoda que los hace refractarios a una rígida determinación. Los deberes domésticos
tienen esto de particular, que no se fijan de una vez para siempre en preceptos definidos
que se aplican de una misma manera; pero son susceptibles de plegarse a la diversidad de
los caracteres y de las circunstancias; es cuestión de temperamentos, de mutuos
acomodos, facilitados por el afecto y la costumbre. Es un medio que, por su calor natural
es particularmente apto para hacer florecer las primeras tendencias altruistas, los
primeros sentimientos de solidaridad, pero la moral que se practica en él es especialmente
afectiva. La idea abstracta del deber representa un papel menos importante que la
simpatía y que los movimientos espontáneos del corazón .Todos los miembros de esta
pequeña sociedad se hallan demasiado cerca los unos de los otros y a causa de la
proximidad moral predomina en ellos el sentimiento de necesidades reciprocas; tienen
demasiada conciencia los unos de los otros para que sea necesario, ni siquiera útil,
asegurar reglamentariamente sus concursos. En otros tiempos, cuando la familia formaba
una gran sociedad que comprendía en su seno una pluralidad de matrimonios, de esclavos,
de clientes, entonces era necesario que el padre de familia, jefe de este grupo, estuviese
investido de una más alta autoridad. Era un legislador, un magistrado, y todas las
relaciones familiares estaban sometidas a una verdadera disciplina. Pero hoy no ocurre lo
mismo, porque la familia no cuenta más que con un número pequeño de personas y las
relaciones domésticas han perdido su primera impersonalidad para adoptar un carácter
personal y relativamente electivo que se acomoda mal a una reglamentación.

Y sin embargo, es necesario que el niño aprenda el respeto de la regla; es necesario


que aprenda a cumplir su deber porque se sienta obligado a ello y sin que su sensibilidad le
facilite excesivamente su tarea. Este aprendizaje que no podría ser más que muy
incompleto en la familia, debe hacerse en la escuela. En la escuela, efectivamente, existe
todo un sistema de reglas que predeterminan la conducta del niño. Debe ir a clase con
regularidad, debe asistir a ella a horas fijas, con un aspecto y una actitud convenientes; en
la clase no debe alterar el orden; debe haber aprendido sus lecciones, realizado sus
trabajos y hacerlos con una aplicación satisfactoria, etc. Hay así una multitud de
obligaciones a las cuales el niño está obligado a someterse. Su conjunto constituye lo que
se llama disciplina escolar. Por la práctica de la disciplina escolar es posibleinculcar al niño
el espíritu de disciplina.

II-La clase es como una sociedad pequeña

He aquí la verdadera misión de la disciplina. No es un simple procedimiento destinado


a hacer trabajar al niño, a estimular su deseo de instruirse o a organizar las fuerzas del
maestro. Es esencialmente un instrumento difícilmente sustituible de educación moral. El
maestro que lo tiene a su cuidado debe vigilarlo con mucho cuidado. No se trata solamente de
su interés y de su tranquilidad; sino que se puede decir sin exageración, que en su firmeza
reposa la moralidad de la clase. Es cierto, en efecto que una clase indisciplinada es una clase
que se desmoraliza. Cuando los niños no se sienten contenidos caen en una especie de
efervescencia que les hace impacientes ante todo freno, y su conducta se resiente aun fuera
de la vida escolar. Se pueden observar hechos análogos en la familia cuando la educación
doméstica queda sin freno. Pero en la escuela esta efervescencia malsana, producto de la
indisciplina constituye un peligro moral mucho más grave porque esta efervescencia es
colectiva. No hay que perder nunca de vista, en efecto, que la clase es una pequeña sociedad.
Cada uno de los miembros de este pequeño grupo no se comporta como si estuviera solo; sino
que hay una influencia ejercida por todos sobre cada uno, y hay pues que tenerla muy en
cuenta. Porque la acción colectiva, según la manera que se ejerce, amplifica tanto el bien como
el mal. ¿Es anormal? Precisamente porque excita e intensifica las fuerzas individuales, les
imprime una dirección funesta con tanta mayor energía. Es lo que hace, por ejemplo, que la
inmoralidad se desarrolle tan fácilmente entre las multitudes y que hasta alcance en ellas un
grado de violencia excepcional. Es que la multitud es una sociedad, pero una sociedad
inestable, caótica, sin disciplina regularmente organizada. Porque es una sociedad, las fuerzas
pasionales que la multitud desarrolla son, como se sabe, particularmente intensa; son pues
naturalmente propicias a los excesos. Para encerrarlas en los limites normales, para impedir su
desencadenamiento, sería necesaria una reglamentación enérgica y compleja. Pero, por
definición, no hay en una multitud, en una muchedumbre, ni regla construida, ni órgano
regulador de ninguna clase. Las fuerzas así disparadas están abandonadas por completo a ellas
mismas, y por consiguiente, es inevitable que se dejen arrastrar más allá de todo límites, que
no conozcan ya ninguna medida, y se expandan en desórdenes impetuosos, destructivos, y por
tanto, casi necesariamente inmorales. Ahora bien, una clase sin disciplina es como una
multitud. Porque como un determinado número de alumnos está reunido en una misma clase
hay como una especie de estímulo general de todas las actividades individuales, que procede
de la vida de la vida en común, y que cuando todo ocurre normalmente cuando está bien
dirigida, se traduce simplemente por más ardor, por más brío en proceder bien que si cada
alumno trabajara aisladamente. Pero si el maestro no ha sabido ganarse la autoridad
necesaria, entonces esta sobreactividad se desordena, degenera en una agitación mórbiday en
una verdadera desmoralización, tanto más grave cuanto más numerosa sea la clase. Uno de los
hechos que hacen entonces más perceptible la desmoralización es que los elementos de la
clase que tienen menos valor moral ocupan en la vida común un lugar preponderante, lo
mismo que en las sociedades políticas, en las épocas de gran perturbación, se ve subir a la
superficie de la vida pública una multitud de elementos nocivos que, en tiempos normales
permanecen oscuros en la sombra.

III- El maestro representa a la sociedad

Ahora que sabemos lo que es la disciplina escolar y cuál es su función, veamos de qué
manera hay que aplicarla para llevar a los niños a practicarla. No basta en efecto con
imponérsela por la fuerza, acostumbrarles a ella mecánicamente, para hacerles tomar el
gusto de ella. Es necesario que el niño llegue a sentir por sí mismo lo que hay que debe
determinarle ya reconocerla dócilmente; en otros términos, es necesario que sienta la
autoridad moral que hay en ella y que la hace respetable. Su obediencia no es
verdaderamente moral más que sí es la traducción exterior de este sentimiento interior de
respeto. ¿Pero cómo inculcarle este sentimiento?

Puesto que es por el maestro que se revela la regla al niño, es del maestro de quien
depende todo. La regla no puede tener otra autoridad que la que el le da, es decir aquella
cuya idea sugiere a los niños. La cuestión planteada se convierte en ésta: ¿qué condiciones
debe cumplir el maestro para expandir la autoridad en torno suyo?

Seguramente son necesarias para esto ciertas cualidades individuales. Es necesario sobre
todo que el maestro tenga decisión en su espíritu y alguna energía de voluntad. Pues como
un precepto imperativo tiene por característica esencial hacer callar las dudas y las
vacilaciones, la regla no puede aparecer como obligatoria el niño si la ve aplicada con
indecisión, si el que tiene a su cargo hacerla conocer no parece estar seguro siempre de lo
que debe ser. Pero estas son, en suma, condiciones secundarias. Lo que importa ante todo
es que la autoridad que él debe comunicar, cuyo sentimiento ha de comunicar, lo sienta el
maestro realmente presente en él. Aquella constituye una fuerza que él no puede
manifestar, más que si la posee efectivamente. ¿Púes de donde debe proceder? ¿Es del
poder material del que está provisto, del derecho que tiene a castigar y a recompensar?
Pero el temor al castigo es diferente al respeto a la autoridad. Aquel tiene un carácter
moral, un valor moral más que si reconoce al castigo como justo aquel que lo sufre, lo que
implica que la autoridad que castiga es reconocida como legítima. Lo que esta puesto en
duda. No es de fuera, del temor que inspira, de donde el maestro puede obtener su
autoridad: es de el mismo. Aquella no le puede venir más que de un fuero interior. Es
necesario que él crea no en él, sin duda, ni en las cualidades superiores de su inteligencia
o de su voluntad, sino en su tarea y en la magnitud de su tarea. Lo que hace que la
autoridad de que se reviste tan fácilmente la actitud y la palabra del sacerdote es la
elevada idea que tiene de su misión. Porque él habla en nombre de un Dios que siente de
él, del cual al menos siente más cerca que la multitud de profanos a quienes dirige. Y bien,
el maestro laico puede y debe tener algo de este sentimiento. El también es el órgano de
una realidad moral que lo sobrepasa y con la que se comunica más directamente que el
niño, puesto que es por su intermedio que el niño se comunica con ella. Lo mimos que el
pastor es el intérprete de Dios, él es el inspirador de las grandes ideas morales de su
tiempo y de su país. Que se sienta adherido a estas ideas, que sienta la grandeza y la
autoridad que hay en ellas y de las cuales tiene conciencia se comunicará necesariamente
a él ya todo lo que procede de él, puesto que él las expresa y las encarna a los ojos de los
niños. En esta autoridad que procede de una fuente tan impersonal no puede entrar, ni el
orgullo, ni la vanidad, ni la pedantería. Está constituida enteramente por el respeto que
tiene de su función, y si se puede hablar así de su misterio. Este es respeto por el que pasa
el canal de la palabra y el gesto, desde su conciencia a la del niño, donde queda impreso. Y
sin duda, yo no pretendo decir que hay que tomar no sé qué tono sacerdotal para dictar
un trabajo o explicar una lección. Para producir su efecto no es de modo alguno necesario
que actúe siempre este sentimiento. Basta que se afirme en el momento debido, y que
aun cuando no sea más que latente, aun cuando nos se manifieste de una manera
francamente ostensible, coloree sin embargo de una manera general la actitud del
maestro.

Pero, por otra parte, el lugar preponderante que ocupa el maestro en la génesis de
este sentimiento, el papel personal que desempeña constituye un peligro que importa
prevenir. Hay motivo para temer, en efecto, que el niño no adopte el hábito de asociar
demasiado estrechamente, a la idea de su persona, la idea misma de la regla, y no se
represente la reglamentación escolar bajo una forma demasiado concreta, como la
expresión de la voluntad del maestro. También de otro modo, además, los pueblos en todo
tiempo han sentido la necesidad de representársela ley de la conducta como instituida por
la personalidad divina. Tal concepción iría contra el fin que queremos alcanzar. Porque la
regla deja de ser ella misma si no es impersonal, si no es representada como tal por los
espíritus. Es necesario, púes, que el maestro se dedique a representarla no como una obra
que le es personal, sino como un poder moral superior a él, del cuál es el órgano y no el
autor. Es necesario que haga comprender a los niños que aquella se impone a ellos, que no
puede suprimirla o modificarla, que esta obligado a aplicarla, que le domina y obliga como
a ellos. Porque solo con esta condición, y solo con ella, es como podrá despertar en ellos
un sentimiento que una sociedad democrática como la nuestra es o debería ser la base de
la conciencia pública: es el respeto a la legalidad, el respeto a la ley impersonal, el que
tiene ascendiente se su impersonalidad misma. Porque desde el momento en que la ley no
se encarna en un personaje determinado que la representa de manera visible, a la vista, es
necesario, con esta necesidad, que el espíritu aprenda a concebirla bajo una forma general
ya abstracta ya representarla como tal. La autoridad impersonal de la ley no es la {única
que sobrevive y que puede normalmente sobrevivir en una sociedad que no reconoce ya el
prestigio de las castas y de las dinastías. Porque no puede debilitarse sin que toda
disciplina se afloje. Desgraciadamente no hay que ocultar que tal idea viene a chocar con
viejos hábitos arraigados desde hace siglo, y que es necesaria toda una cultura para
hacerla penetrar en los espíritus. La escuela faltaría a uno de sus principales deberes si se
desinteresara de esta tarea.

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