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Los beneficios de la conciencia de uno mismo

Goleman, D. (2015). La práctica de la inteligencia emocional . Barcelona. Ed. Kairos.

Cierto profesor universitario aquejado de problemas coronarios llevaba consigo


un monitor que le permitía controlar su pulso cardíaco, ya que, cuando el ritmo de las
pulsaciones superaba las ciento cincuenta por minuto, no llegaba suficiente oxígeno
al músculo cardíaco. Un buen día acudió a una de esas reuniones regulares del
departamento, aparentemente interminables, que se le antojaban una completa
pérdida de tiempo.
Fue entonces cuando su monitor le advirtió que, si bien su mente se mantenía
escéptica y distanciada, los latidos de su corazón rondaban niveles peligrosos. Hasta
aquel momento no había caído en cuenta de la alteración emocional que le producían
las pequeñas controversias cotidianas de la política universitaria. El
autoconocimiento constituye una capacidad clave que desempeña un papel
fundamental en el control del estrés porque —como le ocurría a nuestro profesor
universitario— a falta de una atención cuidadosa podemos permanecer
completamente inconscientes de las situaciones estresantes de nuestra vida laboral.
El simple hecho de ser conscientes de los sentimientos que bullen en nuestro
interior puede tener un efecto muy positivo sobre la salud. En la Southern Methodist
University se llevó a cabo un estudio sobre sesenta y tres directivos que habían sido
cesados y que se hallaban —muy comprensiblemente, por otro lado— en un estado
de ánimo enojado y hostil. Se pidió a la mitad de ellos que dedicaran veinte minutos,
durante los cinco días siguientes, a llevar un diario en el que recogieran sus
reflexiones y sentimientos más profundos acerca de la situación que estaban
atravesando. En definitiva, la misma probabilidad de riesgo de padecer una
enfermedad coronaria que quienes explotan, necesitan aprender también a gobernar
sus reacciones ante la angustia.
El resultado fue que quienes perseveraron en esta práctica encontraron trabajo
antes que quienes no hicieron lo mismo. Cuanto mayor sea la precisión con que
monitoricemos nuestras alteraciones emocionales, más rápidamente podremos
recuperarnos de sus efectos perturbadores o, al menos, eso es lo que parece
demostrarnos cierto experimento en que los participantes debían presenciar la
proyección de una película de prevención de los accidentes automovilísticos debidos
al exceso de alcohol y cargada de escenas muy sangrientas. Durante la media hora
siguiente a la proyección, los espectadores informaban que se sentían angustiados y
deprimidos, y que su mente volvía una y otra vez a las perturbadoras imágenes que
acababan de contemplar. Y, quienes se recuperaron con más prontitud fueron
precisamente quienes tenían una conciencia más clara de sus sentimientos. Así pues,
según parece, la claridad emocional nos capacita para controlar nuestros estados de
ánimo negativos. Sin embargo, la impasibilidad no significa necesariamente que
hayamos conseguido encauzar adecuadamente nuestros sentimientos porque, aun
cuando la persona pueda mantenerse aparentemente imperturbable, el hecho de que
algo siga bullendo en su interior es el signo indudable de que todavía quedan cosas
por hacer con el sentimiento conflictivo.
Ciertas culturas, especialmente las asiáticas, promueven un estilo de conducta
consistente en disimular los sentimientos negativos, una costumbre que, aunque
pueda aportar cierta apariencia de tranquilidad a nuestras relaciones, tiene un coste
individual. Un psicólogo que trabajaba en un país asiático, enseñando precisamente
las habilidades propias de la inteligencia emocional al personal auxiliar de vuelo, me
comentaba: «El problema aquí es la implosión. Estas personas no suelen explotar
sino que guardan sus emociones para sí mismos y sufren en silencio».
Pero la implosión emocional presenta una serie de inconvenientes. Las personas
proclives a esta pauta reactiva no suelen emprender ninguna acción para mejorar su
situación y, aunque puedan no mostrar ningún síntoma externo de secuestro
emocional, no obstante experimentan el colapso interno propio de tal situación en
forma de jaquecas, irritabilidad, abuso del alcohol o del tabaco, insomnio y
constante autocrítica. Y puesto que tienen, en definitiva, la misma probabilidad de
riesgo de padecer una enfermedad coronaria que quienes explotan, necesitan aprender
también a gobernar sus reacciones ante la angustia.
Autocontrol en acción
En una típica escena de las calles de Manhattan, un hombre estaciona su coche en
una zona prohibida de una ajetreada calle entra apresuradamente en un comercio,
compra unas cuantas cosas y sale corriendo para descubrir no sólo que un policía le
está poniendo una multa, sino que también ha llamado a la grúa que está a punto de
llevarse su automóvil.
—¡Maldita sea! —explota contrariado nuestro hombre, gritando al policía
mientras aporrea la grúa—. ¡Eres lo más miserable que jamás haya visto!
El agente, ostensiblemente molesto, se las arregla para responder con calma, antes
de darse la vuelta y proseguir su camino:
—Bueno, es la ley. Si cree que es injusto puede presentar un recurso.
El autocontrol resulta esencial para todos aquéllos que trabajan en el campo de la
aplicación de la ley porque, cuando deben enfrentarse a alguien que se halla a merced
de la amígdala —como el contrariado conductor del que hablábamos—, en el caso de
que el agente se deje secuestrar también por la amígdala aumenta peligrosamente las
probabilidades de que el encuentro concluya violentamente. De hecho, el oficial
Michael Wilson —profesor de la academia de policía de Nueva York— afirma que,
en este tipo de situaciones, muchos agentes tienen que esforzarse por dominar su
respuesta visceral ante un acto de desacato, una actitud que no deben considerar
como una amenaza sino como la señal de un tipo de interacción que podría llegar a
poner en peligro su vida. Como señala Wlson: «Cuando experimentamos una ofensa,
nuestro cuerpo quiere reaccionar, pero es como si hubiera una persona dentro de
nuestra cabeza que dice: "No merece la pena. Si le pongo la mano encima, saldré
perdiendo"».
El adiestramiento policial (al menos en los Estados Unidos que es, huelga decirlo,
uno de los lugares con mayor índice de violencia de todo el mundo) exige una
minuciosa estimación del uso de una fuerza que sea proporcional a la situación.
Amenazar, intimidar físicamente o empuñar un arma son los últimos recursos a los
que debe recurrir un policía, puesto que todos ellos constituyen una incitación a que
la otra persona acabe viéndose secuestrada por su amígdala.
Los estudios sobre la competencia de las personas que se dedican a la aplicación
de la ley demuestran que los agentes más destacados utilizan la mínima fuerza
posible, se aproximan tranquila y profesionalmente a las personas que se hallan
alteradas y son especialmente diestros en reducir el nivel de crispación. Un estudio
llevado a cabo con policías de tráfico de la ciudad de Nueva York demostró que
quienes sabían responder tranquilamente —aun cuando tuvieran que enfrentarse a
conductores enojados— tenían en su historial menos incidentes que hubiesen
terminado abocando a una situación violenta.
El principio de permanecer tranquilo a pesar de las provocaciones se aplica a
todo aquél que, por causa de su trabajo, deba enfrentarse rutinariamente a
situaciones desagradables o a personas que se hallen en un estado de agitación. Los
consejeros y psicoterapeutas que más destacan en el desempeño de su cometido son
aquéllos que saben responder con sosiego al posible ataque personal de un paciente, y
lo mismo ocurre con los auxiliares de vuelo que a veces tienen que vérselas con
pasajeros enfadados. Y los directivos y ejecutivos más destacados son aquéllos
capaces de templar adecuadamente sus impulsos, ambición y afán de imponerse con
el autocontrol adecuado.

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